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En un exiguo cuarto del tercer piso de una casa de pensión, en el centro de París, el campeador remienda su celada y refuerza la vara de su lanza. Sé que está solo y he venido a verlo por más fea que sea esta costumbre de meterse en casa del combatiente generoso y revisar sus armas, indagar cómo trabaja y cómo vive. "Si escribes que nadie sepa cómo escribes ni a qué horas, ni con qué pluma ni de qué modo"... Pero D. Miguel no sólo escribe. D. Miguel es Maestro, sobre todo, nuestro maestro, el maestro de la Juventud Latino-Americana, es el apóstol del quijotismo, es predicador de verdades y mientras dice su palabra no podemos dejar de admirar las manos que la escriben y tratar de sentir cerca el cerebro que piensa y más cerca aún la fuerza del corazón que siente... En este reducido cuarto de pensión, que tiene un lecho de metal y dos sillas, el maestro continúa diciendo su palabra a los que a él llegan, y sus discursos tienen tanta repercusión como si fueran dichos desde las montañas, porque están llenos de consoladoras verdades, así lleve él en su corazón una íntima infelicidad por estar solo, desterrado de su España. Fuente: Variedades , Año XXII, Núm. 959, 17 de julio de 1926

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Miguel de Unamuno por Felipe Cossío del Pomar

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Lo vi por primera vez en el tan literario café de “la Rotonda”, de Montparnasse, a la hora en que se reúnen intelectuales, revolucionarios y bohemios memorables, a la hora en que presenta el aspecto pintoresco de otras épocas, con los muros cubiertos de pinturas, dibujos y estampas de arte moderno, a la hora en que se comenta y critica. Los mozos hablan familiarmente con los rapins de cabellos largos acompañados con modelos de cabellos cortos y extravagantes indumentarias. Se habla a grandes voces y se discute en todas las lenguas, sobre todo en español. Hay sudamericanos: pintores, escultores, poetas, corpulentos estudiantes argentinos de gruesas voces, broncíneos mejicanos, centroamericanos menudos y nerviosos; hay también catalanes y morenos andaluces alternando con los rubios sajones, las cortesanas, los fulleros y curiosos que llegan de todos los países a ver desfilar la vida parisién mientras saborean un equívoco café.

En este lugar, caro a los revolucionarios. Don Miguel tiene un puesto de honor. Desde su escapada de Fuerteventura, desde que buscó un refugio en esta Francia hospitalaria y generosa viene a pasar aquí sus nostálgicas horas de desterrado.

Describe esta Rotonda “de donde Trotsky sacó fe y esperanza” en un soneto:

Un mariquita aquí, un marimachopor allí, los artistas, sus amigas,

melenas a nivel, acaso ligasde todas clases y sombrero gacho

con miguel de unamunofelipe cossío del pomar

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Entre mariquitas y marimachos y artistas se instala D. Miguel. Mientras oye la charla incansable de los compatriotas que rodean su mesa, confecciona gallitos de papel donde escribe su nombre, preciados autógrafos que se disputan los turistas. Apenas interviene en la conversación. Sus ojos azules miran lejos: parecerían soñadores sin la violenta determinación de las cejas contraídas. La cara larga, de líneas fuertes, enmarcada por la barba blanca terminada en punta, le da la expresión de un fauno melancólico. ¿Quién se atreve a sostener que no hay más Quijotes?

Este D. Miguel de Unamuno, armado caballero, acaba de pasar los Pirineos perseguido por los malandrines que no quieren ser molestados con la verdad de su palabra. La ha dicho; y por eso está aquí, caballero de la inquietud llenos los ojos de melancolía, pero en ellos el brillo de una inmortal esperanza.

Su sombra tiene algo del yelmo de Mambrino, un yelmo negro y retorcido como un símbolo; el chaleco sin botones, cerrado hasta el cuello a manera de blanda coraza para dejar sentir el corazón que es su verdadero escudo. Corpulento, tallado en hércules, a los sesenta años Miguel de Unamuno es la flor de los caballeros andantes que para gloria del mundo andan todavía dando tajos valientes y rompiendo lanzas por el ideal. Hace años que va por los caminos queriendo inculcar la fe y la verdad, ofreciendo consuelos, buscando el reino de Dios y de su justicia. “Sabed que lo demás os será dado por añadidura”.

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En un exiguo cuarto del tercer piso de una casa de pensión, en el centro de París, el campeador remienda su celada y refuerza la vara de su lanza. Sé que está solo y he venido a verlo por más fea que sea esta costumbre de meterse en casa del combatiente generoso y revisar sus armas, indagar cómo trabaja y cómo vive. “Si escribes que nadie sepa cómo escribes ni a qué horas, ni con qué pluma ni de qué modo”... Pero D. Miguel no sólo escribe. D. Miguel es Maestro, sobre todo, nuestro maestro, el maestro

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de la Juventud Latino-Americana, es el apóstol del quijotismo, es predicador de verdades y mientras dice su palabra no podemos dejar de admirar las manos que la escriben y tratar de sentir cerca el cerebro que piensa y más cerca aún la fuerza del corazón que siente... En este reducido cuarto de pensión, que tiene un lecho de metal y dos sillas, el maestro continúa diciendo su palabra a los que a élllegan, y sus discursos tienen tanta repercusión como si fueran dichos desde las montañas, porque están llenos de consoladoras verdades, así lleve él en su corazón una íntima infelicidad por estar solo, desterrado de su España.

—¿”Qué pienso hacer? ¿Qué puedo hacer por ahora? ¿Quién sabe? —me dice. Estoy viviendo en el horror de la incertidumbre... No hay cosa más horrible que esperar... y yo espero. No puedo resolver nada, no puedo trabajar, ni podría decirle lo que me pasará esta tarde”.

En esta respuesta se refleja el fondo íntimo de toda su obra. El escepticismo. Porque Unamuno es escéptico en el sentido primitivo y directo de este término. “No camina a una solución ya prevista ni procede sino a ensayar una hipótesis”.

“El escepticismo vital, dice, que viene del choque entre la razón y el deseo y de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo nace la santa, la dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo”.

Este escepticismo de su obra nos muestra el fondo íntimo de su carácter: la inquietud que engendró en él escepticismo sentimental para satisfacer su hambre de divinidad. La inquietud que le da esa angustia vital que ¡o lleva a encontrar y creer en una realidad: Dios. La inquietud, que lo conduce a la salvadora incertidumbre espiritual, que lo arma caballero andante, buscador de la suprema belleza: la tragedia, que lo hace inquieto sondeador de verdades, que lo hace enemigo de las cosas materiales por terrestres, por efímeras y por pasajeras y que lo torna al errante Quijote que busca para revelárnoslo más tarde, lo bello, lo que no pasa, lo eterno, y así salvar la finalidad humana del Universo.

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Don Miguel está sentado sobre el lecho de bronce. Cuando conversa, aún en la casa, tiene siempre las manos ocupadas en hacer figurillas de papel. Parece concentrar toda su atención en las simbólicas figuritas.

—”Es en esa bendita isla rocosa donde he pasado los días más entrañados y más fecundos de mi vida de luchador por la verdad”.

Saca una libreta pequeña y me lee algunos sonetos de su nuevo libro “De Fuerteventura a París”. Su voz vibra violenta y vehemente “al recordar”... y desfilan los ritmos llenos de rencor...

Dejo a los profesionales de la crítica la tarea de pronunciarse sobre las cualidades literarias de los poemas. A mí, la mayor parte de los que oí leer a Unamuno, no me gustaron. El mar no ha sabido inspirar a D. Miguel como lo inspirara otrora su experiencia místico-religiosa. En estos versos su alma de español ha podido más que su alma de cristiano: no es más el autor del sublime “Cristo de Velásquez” o el simple poeta del “Rosario de sonetos líricos”. Al escribir estos versos su pensamiento interior se hallaba demasiado preocupado, la llama pagana había prendido en su corazón. Su mística inspiración se ha encontrado desplazada por el rencor. El desprecio hacia sus enemigos politices no ha podido ser expresado con palabras más absolutas.

—”Nunca fue una madre, dice, abofeteada, insultada, escarnecida y mofada por un hijo, como España lo ha sido por Primo de Rivera”.

Al hablar del dictador español. Unamuno palidece, el arco de sus cejas se contrae y su cara toma la dura expresión de los rudos vascos, sus antepasados.

—”Es el hombre más incompetente de España. Un tonto con mentalidad de garañón, carnero o macho cabrío. Un vanidoso grotesco, poltrón y amoral”.

“No es el marqués de Estella el autor de la tragicomedia política que se representa hoy en España. Atrás de él se agitan los verdaderos autores de la Inquisición que ha vuelto a levantar cadalsos en mi tierra. Atrás de él está el tenebroso general Martínez Anido,

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un epiléptico que se esconde en las sombras, que no quiere ser comediante como su comparsa Mussolini”.

D. Miguel es enemigo de la dictadura italiana como de todas las dictaduras. Me pronostica su próximo fin y me afirma que la verdadera fuerza de Mussolini es Farinacci, así como el instigador y guía del “tonto” marqués” es el general Anido.

—”Al pueblo español le falta hoy el heroísmo de mantener sus opiniones, de imponer su voluntad a los gobernantes que se burlan de él. Por falta de valor moral no somos fuertes ni ricos. No hay fuerza para afirmar cada uno su verdad y su fe; ni hay fuerza para defenderla”.

—”Cuáles son las causas de esta decadencia?

—”¿Quiere Ud. saber a qué atribuyo todas las desgracias de España?

“La causa de la decadencia de España viene de la muerte de un hombre; de la del infante D. Juan, hijo de Isabel la Católica. Esto parece extraordinario pero tiene su explicación. La muerte del infante trajo a España la dinastía austríaca. Estos reyes en lugar de administrar nuestros bienes y organizar América se ocuparon sólo de la política europea. España y América fueron para ellos grandes depósitos de hombres y dinero que empleaban en reivindicar derechos de dominio personal, en absurdas rivalidades de dinastías. Esta injerencia de España en loe asuntos y en la política de Europa durante siglos, hasta la Santa Alianza, casi hasta mediados del siglo XIX, nos llevó a la ruina. Gastó nuestros recursos y gastó nuestra raza. Nuestro estado actual se explica así, lógicamente. Estamos físicamente extenuados. Conocí un ministro, político eminente, de inteligencia y carácter, que cuando trabajaba más de ocho horas propasándose en su labor, era tal su agotamiento que tenía que guardar cama....

“Todo necesita renovarse! Nuestras clases intelectuales, nuestros dirigentes, nuestra política”.

—¿Y cómo realizar esta renovación?

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—”Hay que ensayarlo todo. Todo menos resucitar las guerras civiles cainistas que ensangrentaron España el siglo pasado. Hay que encender en el pueblo español el fuego de las eternas inquietudes. No la inquietud de las malas pasiones, de la voluntad escapada guiando la inteligencia por malos caminos. Despertar en él la conciencia de sus deberes de sus derechos, de la grandeza de su destino... Su primer, deber sería derrocar el militarismo que lo está arrastrando a los últimos peldaños de la degradación.

El primer remedio, el más necesario por ahora, sería suprimir los entorchados, las botamangas estrelladas, los parásitos con mando”.

—¿Y qué forma de gobierno se adoptaría?

—”Por ahora cualquiera. Monarquía, república o comunismo, pero sin militares”.

—¿Puede llevarse a cabo una reforma social, tan radical, sin revolución?

Don Miguel reflexiona sin contestarme. Parece absorto en los dobleces del papel que manipula nervioso. ¿Qué respondería el, evangelio de su palabra escrita?

“No oís hablar de paz, de una paz más mortal que la muerte misma a todos los miserables que viven presos de la mentira?

¡Paz! Paz! croan en coro todas las ranas y los renacuajos todos de nuestro charco. Paz, sea, paz; pero, sobre el triunfo de la sinceridad, sobre la derrota de la mentira”.

Por ahora la mayor mentira para D. Miguel es el Rey.

—”Derrocado el militarismo, al rey” — esta palabra parece una imprecación en los labios de Unamuno— “lo guardaremos para más tarde”.

Me historia la vida del “XIII”, me describe las diversas entrevistas que ha tenido con él, la política que sigue, el papel de víctima y cómplice que representa ahora con los militares a quienes el mismo Alfonso llamara “carne de gallina”.

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Su voz vibra rencorosa.

—”Puede decirse mucho en contra de Blasco, puede hablarse de su mercantilismo, de la poca sinceridad de su obra literaria, pero lo que ha dicho del “XIII” es todavía pálido al lado de la realidad. Le voy a relatar un párrafo de mi conversación, la última vez que hablé con él, cuando me hizo llamar para pedirme merced. Se trataba de la ejecución capital. Sostenía yo que hay que acabar con la pena de muerte o por lo menos con la forma del “garrote”. Que si no se suprime la pena de muerte debe suprimirse el verdugo y que, en todo caso, a los condenados a muerte se les fusile”.

“Al oírme estas y otras apreciaciones el “XIII” me replicó: —”¡Ah! es que la pena de muerte existe en casi todas partes, hasta en la República Francesa, y aquí menos mal aún, es sin efusión de sangre”. ¡Sin efusión de sangre! Sólo entiende por efusión de sangre la que hay en Marruecos, la que hay en Barcelona”!

Don Miguel se pasea agitado en los dos metros libres de su estancia. Un rayo de sol penetra por la ventana que da a la calle encendiendo en reflejos de plata su cabeza blanca...

—¿Sería el poder de la Iglesia un obstáculo para las reformas a que aspira?

—”El poder de la Iglesia en España es hoy casi nulo. A lo menos el poder político. La iglesia es un monumento del pasado. El único poder hoy es el poder de las bayonetas. El pueblo vive guiado por ellas y ante ellas se dobla su voluntad... Pero todo tiene su límite, y llegará el día en que reconozca el por qué de su vida ¡Y entonces!”

Unamuno sueña con esta hora de liberación para su pueblo por compasión y por amor, no porque aspire a ser ídolo de multitudes ni por ambiciones de mando.

—”Acabo de cumplir 60 años, —me confía, la voz opacada por la tristeza— lejos de los míos, de mi mujer, de mis hijos y de mis nietos. Quisiera ver resueltos los problemas de España al mismo tiempo que los problemas de mi propia vida…

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“Hace tiempo que no escribo un sólo artículo, que no tengo ánimo para nada”…

Una sonrisa se dibuja, amarga, entre su barba blanca.

Acaba de terminar una nueva figurita de papel que representa una llama.

—”Es mi última creación. La primera que hice, se la regalé a su compatriota Ventura García Calderón”.

Le hablo de América y del Perú.

Conoce a fondo nuestros problemas y nuestros hombres: José de Ingenieros, Manuel Ugarte, Vasconcelos. Ricardo Palma, su hijo Clemente, Chocano, los García Calderón.

Tiene a la mano un ejemplar del último libro de Ventura, “La venganza del Cóndor”.

—”Al leer estas historias tan admirablemente escritas, me dice, siento aún más el no conocer el Perú, el no haber estado allí en los tiempos en que vivía Ricardo Palma. He sido invitado hace poco para el centenario de Ayacucho.... pero, ya ve, ahora tengo pocas esperanzas de realizar mis deseos, de admirar de cerca a ese grandioso pueblo inka”.

“Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino humano. Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aún que la cabeza, el corazón, yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella”.

Puede descansar y esperar el maestro, en su estrecho cuarto de pensión, el mañana libertario. Puede esperar la libertad de su pueblo que es su propia libertad.

Un antiguo texto confuciano y humano dice que sólo el hombre fuerte, justo y humano puede vivir amando y odiando a los hombres como conviene. Puede vivir y esperar el maestro en la alta confianza de que no se le “destituirá” de la vida, la Vida

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Inmortal. La Humanidad le debe esa inmortalidad por su obra hondamente cristiana, por el consuelo que ha tratado de darnos, por sus sufrimientos.. ..

París.— 1926.

FELIPE COSSÍO DEL POMAR

Variedades, Año XXII, Núm. 959, 17 de julio de 1926

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