la gaceta del fce. abril de 2009

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Abril 2009 Número 460 Heroísmo ISSN: 0185-3716 Baltasar Gracián Joseph Campbell Fernando Savater Thomas Carlyle Rafael Argullol Bruce Meyer Hugo Francisco Bauzá Georges Dumézil Poema Francisco Goñi Juan Marsé: Si te dicen que caí Premio Cervantes 2008

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Page 1: La Gaceta del FCE. Abril de 2009

Abril 2009 Número 460

Heroísmo

ISSN

: 018

5-37

16

■ Baltasar Gracián

■ Joseph Campbell

■ Fernando Savater

■ Thomas Carlyle

■ Rafael Argullol

■ Bruce Meyer

■ Hugo Francisco Bauzá

■ Georges Dumézil

Poema

■ Francisco Goñi

Juan Marsé: Si te dicen que caíPremio Cervantes 2008

Page 3: La Gaceta del FCE. Abril de 2009

número 460, abril 2009 la Gaceta 1

SumarioEnuma Elish 3

Francisco GoñiEl Héroe 4

Baltasar GraciánEl vientre de la ballena 7

Joseph CampbellEsplendor y tarea del héroe 9

Fernando SavaterDe los héroes, el culto de los héroesy lo heroico en la historia 12

Thomas CarlyleSi te dicen que caí 15

Juan MarséHéroes románticos: El sonámbulo 20

Rafael ArgullolContemplando nuestra imagen refl ejada en un espejo, a oscuras 22

Bruce MeyerEl mito del Héroe en la antigüedad clásica 25

Hugo Francisco BauzáHeracles 28

Georges DumézilRadiografías de la palabra de Marco Perilli 31

Por Gerardo Piña

Ilustraciones de Alberto Perezgrovas Fotografías tomadas del libro Art of Ancient Greece. Sculpture. Painting. Architecture de Claude Laisné, Terrail, París, 1995.

Page 4: La Gaceta del FCE. Abril de 2009

Director del FCE

Joaquín Díez-Canedo

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citla li Ma-rroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Fé-lix, Víctor Kuri, Oscar Morales.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 460, abril 2009

La condición heroica siempre está un paso adelante de la necesidad. El heroísmo representa la afi rmación del poder, la proyección de la fuerza sobre el límite del mun-do. El héroe, al igual que los dioses, se concentra básicamente en hacer de su querer poder. Podríamos decir que el héroe es el alter ego del dios en la tierra: fuerza e inte-ligencia unidas en el juego de los simulacros. Sin embargo, muchos héroes son simple fuerza, incapaces de convertirla en arte. Teseo y Heracles, en cambio, van más allá, “más que la fuerza, prefi eren el arte aplicado a la fuerza (Calasso)”. Éste es el tipo de heroísmo que los dioses aprecian más que cualquier otra cosa en la Tierra. Pero no basta con que sean inteligentes, es necesario que trasciendan el simple raciocinio aplicado a la fuerza. Los héroes pueden tener un dominio muy amplio sobre el en-torno racional, pero si no saben adaptarse y leer el mundo de los simulacros, están perdidos. Seguirán siendo fuertes, pero no efectivos.

Sin embargo, en estos tiempos donde supuestamente lo razonable y la civilidad imperan, ¿cómo poder hablar todavía del héroe, de ese extraño ser que se encuentra fuera de los anhelos comunes pero que a la vez es el impulso que las masas necesitan para continuar con su incierta carrera por el fango de la existencia? ¿Cómo evocar a aquellos que desdeñan el bien más preciado de los individuos, la seguridad, cuando el valor que antaño se les atribuía ha desaparecido? La respuesta es muy sencilla: la hu-manidad ha estado y seguirá estando a lo largo de los tiempos bajo la sombra del hé-roe. Que en la actualidad la cobardía y la más patética hipocresía imperen, no quiere decir que el espíritu heroico haya dejado de enseñorearse del entorno. La fi gura del héroe se desdibuja cada vez más y más por el fl ujo deletéreo de los llamados valores humanitarios, pero sólo para emerger como alguien que sabe reírse de y con el mundo. El héroe es un aristócrata, y como todo buen aristócrata se ocupa y preocupa por los otros. Sin embargo, el impulso que lo activa se esconde bajo el velo de otros desig-nios… designios no propiamente humanos: detrás de todo héroe se esconde un dios que desea jugar, entrar en la esfera de lo contingente, allí donde la razón es un guiño hilarante. De otra forma no podría entenderse la fuerza y el poder que expresan los guerreros en una batalla sangrienta, justo donde la seguridad es el último punto a conquistar. La presencia de dioses o de potencias inefables, junto con la ligereza y el desparpajo con que ciertos hombres abordan la existencia, es la fórmula inquebranta-ble que caracteriza al heroísmo. Fuerza y espíritu de ligereza, he ahí el secreto del héroe. La seguridad sólo es preciosa si antes sobrevaloramos este efímero episodio llamado vida. Y lo importante es asignarle su justo valor. En este sentido, la tarea del héroe es circundada por una ambigüedad inexorable: sin dejar de afi rmar la vida hasta las heces, con toda la fuerza que se pueda, imprimiéndole el Sí que tanto apreciaba Nietzsche y sin el cual la idea de eterno retorno se desmoronaría, jamás olvidar que la existencia es un simple juego perpetrado por los dioses, o por Aquello que precisamen-te los dioses expresan. Héroe es quien busca la bella muerte por amor a la vida.

Este número de la Gaceta no sólo rescata el espíritu heroico, sino que lo hace con un ejemplo literario contundente al publicar un adelanto de la nueva edición del clásico de Juan Marsé, Si te dicen que caí. Además, contamos con la suerte de que el fragmento aquí incluido fue escogido por el propio Marsé. El fce y La Universidad de Alcalá, con motivo del Premio Cervantes 2008, relanzan uno de los retratos más osados de la posguerra española. Y como bien señala Jesús Aguado, la importancia de esta edición radica en que “está enriquecida con los informes de la censura (‘una pura porquería’, ‘calumniosa’), un autorretrato de Juan Marsé (‘vestido de diablo’), varios textos de éste en los que da detalles del proceso de escritura y de la historia que ori-ginó la novela, y un índice onomástico toponímico”. G

El Director de la Gaceta

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Quien posee La Tablilla de los Destinostraza con material cósmicoel recorrido que han de seguir dioses y hombres.

Cuando la Diosa del mar, sin sosiego en tiempos remotosdecidió —iracunda— azotar al Sol,el resto de los dioses se asumieron vulnerablesante los conjuros y pensamientos graves.

Sólo el Irrigador del universocambiaría el curso del cosmosno temiendo al Leviatánni a los hombres-escorpiones,que aun pareciendo divinidadesno son más que apariencias:¡cómo duelen las imágenes!

Las palabras que cifra el destinoson irrevocables.

Oh Marduk de historia esférica,los vientos y el destino nuevo de los diosesdependieron de tu voluntadpara conseguir que la Luna brillara siemprecomo joya nocturna que determina los días todos,y así, pronunciaras a Babilonia como la Morada suprema.

Después del ocaso de los diosesy el tiempo desgarradolas constelaciones renacerán del cadáver de las aguas saladas. G

Enuma ElishFrancisco Goñi

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Primor PrimeroQue el héroe platique1 incomprehensibilidades de caudal

Sea esta la primera destreza en el arte de entendidos: medir el lugar con su artifi cio. Gran treta es ostentarse al conocimiento, pero no a la comprehensión; cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo. Prometa más lo mucho, y la mejor ac-ción deje siempre esperanzas de mayores.

Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón hasta que se le conoció término a su capacidad; porque, ignorada y presumida, profun-didad siempre mantuvo con el recelo el crédito.

Culta propiedad fue llamar señorear al descubrir, alternan-do luego la victoria sujetos; si el que comprehende señorea, el que se recata nunca cede.

Compita la destreza del advertido en templarse con la cu-riosidad del atento en conocerle, que suele esta doblarse a los principios de una tentativa.

Nunca el diestro en desterrar una barra2 remató al primer lan-ce; vase empeñando con uno para otro, y siempre adelantándolos.

Ventajas son de ente infi nito envidar mucho con resto de infi nidad3. Esta primera regla de grandeza advierte, si no el ser infi nitos, a parecerlo, que no es sutileza común.

En este entender, ninguno escrupuleará aplausos a la cruda paradoja del sabio de Mitilene4: “Más es la mitad que el todo”, porque una mitad en alarde y otra en empeño más es que un

todo declarado. Fue jubilado en esta, como en todas las demás destrezas, aquel gran rey primero del Nuevo Mundo, último de Aragón, si no el non plus ultra de sus heroicos reyes.5

Entretenía este católico monarca, atentos siempre, a todos sus conreyes, más con las prendas de su ánimo que cada día de nuevo brillaba, que con las nuevas coronas que ceñía.

Pero a quien deslumbró este centro de los rayos de la pru-dencia, gran restaurador de la monarquía goda, fue, cuando más, a su heroica consorte, después de los tahúres del palacio, sutiles a brujulear el nuevo rey, desvelados a sondarle el fondo, atentos a medirle el valor.6

Pero ¡qué advertido se le permitía y detenía Fernando!, ¡qué cauto se les concedía y se les negaba! Y, al fi n, ganóles.

¡Oh, varón candidado7 de la fama! Tú, que aspiras a la gran-deza, alerta al primor. Todos te conozcan, ninguno te abarque; que, con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho, infi nito, y lo infi nito, más.

Primor SegundoCifrar8 la voluntad

Lega quedaría el arte si, dictando recato a los términos de la capacidad, no encargase disimulo a los ímpetus del afecto.

Está tan acreditada esta parte de sutileza, que sobre ella le-vantaron Tiberio y Luis9 toda su máquina política.

Si todo exceso en secreto lo es en caudal, sacramentar una voluntad será soberanía. Son los achaques de la voluntad des-mayos de la reputación; y, si se declaran, muere comúnmente.

El primer esfuerzo llega a violentarlos, a disimularlos el segundo. Aquello tiene más de lo valeroso; esto, de lo astuto.

Quien se les rinde, baja de hombre a bruto; quien los rebo-za, conserva, por lo menos en apariencias, el crédito.

Arguye eminencia de caudal penetrar toda voluntad ajena, y concluye superioridad saber celar la propia.

El Héroe*Baltasar Gracián

* Baltasar Gracián, El Héroe, José J. de Olañeta, Editor, Barcelona, 2001.

1 Practique. Como en el manuscrito autógrafo se lee “exerçite”, el cambio puede obedecer a un voluntario juego disémico con “hable”.

2 Alude a “tirar la barra”, “género de diversión que para ejercitar la robustez y agilidad suelen tener los mozos”, pero también “frase con que se da a entender que se ha hecho o hace todo lo posible para conseguir lo que se pretende o desea”, y “vender a mayor y más cre-cido precio las cosas” (Aut.).

3 Se alude aquí a la expresión propia del argot del juego de cartas envidar el resto, apostar “todo lo que a uno le queda y tiene de caudal en la mesa” (Aut.).

4 Pítaco (c. 652-569), uno de los Siete Sabios de Grecia. “Diógenes Laercio explica la sentencia mediante una anécdota; Pítaco devolvió parte de un regalo excesivo. Parece, por otro lado, un buen lema para un gobernante que supo renunciar a tiempo” (Carlos García Gual, Los siete sabios (y tres más), Madrid: Alianza-Ediciones del Prado, 1995, pp.102-103).

5 Fernando el Católico, a quien, como dice más abajo, se considera heredero de la monarquía hispánica de los visigodos.

6 Alude a los aborrecidos aduladores que medran al abrigo del poder real.

7 Candidato.8 Escribir en clave, disimular.9 Alude a Luis xi de Francia (1423-1483), monarca inteligente,

autoritario y sin escrúpulos, admirado por su astucia también en El Político. Vuelve a mencionarlo en el “Primor decimoquinto”.

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Lo mismo es descubrirle a un varón un afecto, que abrirle un portillo a la fortaleza del caudal, pues por allí maquinan políticamente los atentos, y las más veces asaltan con triunfo. Sabidos los afectos, son sabidas las entradas y salidas de una voluntad, con señorío en ella a todas horas.

Soñó dioses a muchos la inhumana gentilidad, aun no con la mitad de hazañas de Alejandro, y nególe al laureado mace-dón10 el predicamento a la caterva de deidades. Al que ocupó mucho mundo, no le señaló poco cielo; pero, ¿de dónde tanta escasez, cuando tanta prodigalidad?

Asombró Alejandro lo ilustre de sus proezas con lo vulgar de sus furores, y desmintióse a sí mismo, tantas veces triunfan-te, con rendirse a la avilantez11 del afecto. Sirvióle poco con-quistar un mundo, si perdió el patrimonio de un príncipe, que es la reputación.

Es Caribdis de la excelencia la exorbitancia irascible, y Scila de la reputación la demasía concupiscible.

Atienda, pues, el varón excelente, primero a violentar sus pasiones; cuando menos, a solaparlas con tal destreza que nin-guna contratreta acierte a descifrar su voluntad.

Avisa este primor a ser entendidos, no siéndolo, y pasa ade-lante a ocultar todo defecto, desmintiendo las atalayas de los descuidos y deslumbrando los linces de la ajena obscuridad.

Aquella católica amazona, desde quien España no tuvo que envidiar las Cenobias, Tomiris, Semíramis y Pantasileas12, pudo ser oráculo de estas sutilezas. Encerrábase a parir en el retrete13 más obscuro y, celando el connatural decoro, la inna-ta majestad echaba un sello a los suspiros en su real pecho, sin que se le oyese un ay, y un velo de tinieblas a los desmanes del semblante. Pero quien así menudeaba en tan excusables acha-ques de recato, ¡cómo que escrupulearía en los del crédito!

No graduaba de necio el cardenal Madrucio al que aborta una necedad, sino al que, cometida, no sabe ahogarla.14

Accesible es el primor a un varón callado, califi cada inclina-ción, mejorada del arte, prenda de divinidad, si no por natura-leza, por semejanza.

Primor TerceroLa mayor prenda de un héroe

Grandes partes se desean para un gran todo, y grandes prendas para la máquina de un héroe.

Gradúan en primer lugar los apasionados al entendimiento

por origen de toda grandeza; y así como no admiten varón grande sin excesos de entendimiento, así no conocen varón excesivamente entendido sin grandeza.

Es lo mejor de lo visible el hombre, y en él el entendimien-to: luego sus victorias, las mayores.

Adécuase esta capital prenda de otras dos, fondo de juicio y elevación de ingenio, que forman un prodigio si se juntan.

Señaló pródigamente la fi losofía dos potencias al acordarse y al entender. Súfrasele a la política con más derecho introdu-cir división entre el juicio y el ingenio, entre la sindéresis y la agudeza.15

Sola esta distinción de inteligencias pasa la verdad escrupu-losa, condenando tanta multiplicación de ingenios a confusión de la mente con la voluntad.

Es el juicio trono de la prudencia, es el ingenio esfera de la agudeza; cúya eminencia y cúya medianía deba preferirse, es pleito ante el tribunal del gusto. Aténgome a la que así impre-caba: “Hijo, Dios te dé entendimiento del bueno”.

La valentía, la prontitud, la sutileza de ingenio, sol es de este mundo en cifra, si no rayo, vislumbre de divinidad. Todo héroe participó exceso de ingenio.

Son los dichos de Alejandro esplendores de sus hechos. Fue pronto César en el pensar como en el hacer.

Mas, apreciando los héroes verdaderos, equivócase en Au-gustino16 lo augusto con lo agudo, y en el lauro que dio Hues-ca para coronar a Roma17 compitieron la constancia y la agu-deza.

Son tan felices las prontitudes del ingenio cuan azares18 las de la voluntad. Alas son para la grandeza con que muchos se remontaron del centro del polvo al del sol, en lucimientos.

Dignábase tal vez el Gran Turco desde un balcón, antes al vulgo de un jardín que al de la plaza, prisión de la majestad y grillos del decoro. Comenzó a leer un papel que, o por burla o por desengaño de la mayor soberanía, se lo voló el viento de los ojos a las hojas. Aquí los pajes, émulos de él y de sí mismos, volaron escala abajo con alas de lisonja. Uno de ellos. Ganime-des de su ingenio19, supo hallar atajo por el aire: arrojóse por el balcón. Voló, cogióle y subía cuando los otros bajaban, y fue subir con propiedad, y aun remontarse, porque el príncipe, li-sonjeado efi cazmente, le levantó a su valimiento.

Que la agudeza, si no reina, merece conreinar.Es en todo porte la malilla20 de las prendas gran pregonera de

la reputación, mayor realce cuanto más sublime el fundamento.Son agudezas coronadas ordinarios dichos de un rey. Pere-

10 Alejandro Magno, de Macedonia. Alude al tópico de que Ale-jandro, gran conquistador, no sabía vencer sus propias pasiones.

11 “Audacia, osadía, arrogancia con que el inferior o súbdito se atreve al príncipe o superior” (Aut.).

12 Zenobia, reina de Palmira (274), resistió la dominación roma-na, extendió su reino y formó una corte culta y acogedora. Tomiris, reina de los masagetas, hizo prisionero y mandó degollar al rey persa Ciro ii. Semíramis, mítica reina de Asiria y Babilonia, a las que dotó del máximo esplendor. Pentesilea, reina de las amazonas… Es decir, ejemplos de reinas admiradas en la Antigüedad.

13 Usado en el siglo xvii con el sentido de aposento muy privado, “cuarto pequeño en la casa o habitación, destinado para retirarse” (Aut.).

14 Se refi ere al cardenal Cristoforo Madrucci. Gracián, como en otras ocasiones, saca la sentencia de Giovanni Botero, Detti memora-bili di personaggi illustri, Venecia, 1610.

15 La sínderesis sería la capacidad natural para juzgar rectamente; el ingenio es una capacidad superior en la que se involucra la habilidad en el uso del lenguaje, sirviéndose de la agudeza.

16 Se refi ere a San Agustín, “héroe verdadero” por su empeño religioso, en quien se “equivoca”, es decir, no se distingue bien, se aúnan, agudeza y grandeza.

17 San Lorenzo.18 Desgraciadas. En el siglo xvii, azar es un término de signifi cado

negativo. “Salir azar” es malograrse o salir mal una cosa. El Diccio-nario de Autoridades no registra este uso adjetivado pero recuerda el refrán “hombre viejo, saco de azares”.

19 Es tópica la iconografía de Ganimedes arrebatado por el águila de Zeus.

20 “La segunda carta del estuche, superior a todas menos a la espa-dilla” (Aut.), pero también “comodín”.

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cieron grandes tesoros de monarcas, más consérvanse sus sen-tencias en el guardajoyas de la fama.

Valióles más a muchos campiones tal vez una agudeza que todo el yerro21 de sus escuadrones armados, siendo premio de una agudeza una vitoria.

Fue examen, fue pregón del mayor crédito en el rey de los sabios y en el más sabio de los reyes la sentenciosa prontitud en aquel extremo de pleitos, que lo fue llegar a pleitear los hijos; que también acredita el ingenio la justicia.

Y aun en bárbaros tribunales asiste el que es sol de ella. Compite con la de Salomón la prontitud de aquel Gran Turco: pretendía un judío cortar una onza de carne a un cristiano, pena sobre usura. Insistía en ello con igual terquería a su príncipe, que perfi dia a su Dios. Mandó el gran juez traer peso22 y cuchi-llo: conminóle el degüello si cortaba más ni menos. Y fue dar un agudo corte a la lid, y al mundo un milagro del ingenio.

Es la prontitud oráculo en las mayores dudas, esfi nge en los enigmas, hilo de oro en laberintos, y suele ser de condición de león, que guarda el extremarse para el mayor aprieto.

Pero hay también perdidos de ingenio como de bienes, pró-digos de agudeza para presas sublimes, tagarotes23 para las vi-les águilas. Mordaces y satíricos, que si los crueles se amasaron con sangre, estos con veneno. En ellos, la sutileza, con extraña contrariedad por liviana, abate, sepultándolos en el abismo de un desprecio, en la región del enfado.

Hasta aquí, favores de la naturaleza; desde aquí, realces del arte. Aquella engendra la agudeza; esta la alimenta, ya de ajenas sales, ya de la prevenida advertencia.

Son los dichos y hechos ajenos en una fértil capacidad semi-llas de agudeza, de las cuales fecundado el ingenio, multiplica cosecha de prontitudes y abundancia de agudezas.

No abogo por el juicio, pues él habla por sí bastantemente. G

21 Hierro, pero no se descarta el habitual juego con errar.22 Balanza.

23 “Especie de halcón, del color del neblí, aunque más pequeño, pero de grande ánimo, tanto que acomete a todas las aves” (Aut.).

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La idea de que el paso por el umbral mágico es un tránsito a una esfera de renacimiento queda simbolizada en la imagen mundial del vientre, el vientre de la ballena. El héroe en vez de conquistar o conciliar la fuerza del umbral es tragado por lo desconocido y parecería que hubiera muerto.

Mishe-Nahma, Rey de los Peces,En medio de su cólera brincóFue relampagueando hasta la luz del sol, Abrió su enorme boca y tragóAmbos, canoa y Hiawatha.1

Los esquimales del Estrecho de Behring cuentan que un día Cuervo, el héroe de los engaños, estaba sentado secando sus ropas en una playa, cuando observó que una ballena nadaba pausadamente cerca de la orilla. “La próxima vez que salgas a tomar aire, querida, abre la boca y cierra los ojos”, gritó. En-tonces se deslizó rápidamente dentro de su disfraz de cuervo, se puso su máscara de cuervo, se puso bajo el brazo unos leños para el fuego y corrió al agua. La ballena salió e hizo lo que le habían dicho. El cuervo atravesó las quijadas abiertas y fue a dar derecho al gaznate de la ballena. La escandalizada ballena brincó y saltó, pero Cuervo permaneció adentro y miró a su alrededor.2 Los zulúes tienen una historia de dos niños y su madre que fueron tragados por un elefante. “Cuando la mujer llegó al estómago del animal, vio grandes bosques y ríos y mu-chas tierras altas; de un lado había muchas rocas, y mucha gente que había construido allí su aldea; también había muchos perros y mucho ganado; y todo estaba dentro del elefante.”3

El héroe irlandés, Finn Mac Cool, fue tragado por un mons-truo de forma indefi nida de la especie conocida en el mundo céltico como un peist. La niña alemana, Caperucita Roja, fue tragada por un lobo, Maui, el favorito de la Polinesia, fue tragado por su tatarabuela Hine-nui-te-po. Y todo el panteón griego con la sola excepción de Zeus, fue devorado por su padre Cronos.

El héroe griego Héracles, habiéndose detenido en Troya cuando regresaba a su país con el cinturón de la reina de las Amazonas, descubrió que un monstruo, enviado por Poseidón, el dios del mar, asolaba la ciudad. La bestia salía a la playa y devoraba a la gente que huía por la llanura. La bella Hesione, hija del rey, acababa de ser amarrada por su padre a las rocas como un sacrifi cio propiciatorio, y el gran héroe visitante aceptó rescatarla por un premio. El monstruo, a su debido tiempo, rompió la superfi cie de las aguas y abrió su enorme boca. Héracles se zambulló en su garganta, le cortó el vientre y dejó muerto al monstruo.

Este motivo popular subraya la lección de que el paso del umbral es una forma de autoaniquilación. Su parecido a la aventura de las Simplegades es obvio, pero aquí, en vez de ir hacia fuera, de atravesar los confi nes del mundo visible, el hé-roe va hacia adentro, para renacer. Su desaparición correspon-de al paso de un creyente dentro del templo, donde será vivifi -cado por el recuerdo de quién y qué es, o sea polvo y cenizas a menos que alcance la inmortalidad. El templo interior, el vien-tre de la ballena y la tierra celeste detrás, arriba y abajo de los confi nes del mundo, son una y la misma cosa. Por eso las proxi-midades y entradas de los templos están fl anqueadas y defendi-das por gárgolas colosales: dragones, leones, exterminadores de demonios con espadas desenvainadas, genios resentidos, toros alados. Éstos son los guardianes del umbral que apartan a los que son incapaces de afrontar los grandes silencios del interior. Son personifi caciones preliminares del peligroso as-pecto de la presencia y corresponden a ogros mitológicos que ciñen el mundo convencional, o a las dos hileras de dientes de la ballena. Ilustran el hecho de que el devoto en el momento de su entrada al templo sufre una metamorfosis. Su carácter secular queda fuera, lo abandona como las serpientes abando-nan su piel. Una vez adentro, puede decirse que muere para el tiempo y regresa al Vientre del Mundo, al Ombligo del Mun-do, al Paraíso Terrenal. El mero hecho de que alguien pueda burlar físicamente a los guardianes del templo, no invalida su signifi cado, porque si el intruso es incapaz de llegar al santua-rio, en realidad ha permanecido afuera. Aquel que es incapaz de entender un dios, lo ve como demonio, y es así como se le impide que se acerque. Alegóricamente, pues, la entrada al templo y la zambullida del héroe en la boca de la ballena son aventuras idénticas; ambas denotan, en lenguaje pictórico, el acto que es el centro de la vida, el acto que es la renovación de la vida.

“Ninguna criatura —escribe Ananda K. Coomaraswamy— puede alcanzar un más alto grado de naturaleza sin dejar de

El vientre de la ballena*Joseph Campbell

* Joseph Campbell, El Héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, Traducción de Luisa Josefi na Hernández, fce, México, 2006.

1 Longfellow, The song of Hiawatha, viii. Las aventuras atribuidas por Longfellow al héroe iroqués Hiawatha pertenecen propiamente al héroe cultural algonquino Manabozho. Hiawatha es un personaje histórico real del siglo xvi. Ver nota, p. 268, infra.

2 Leo Frobenius, Das Zeitalter des Sonnengottes (Berlín, 1904), p. 85.3 Henry Callaway, Nursery Tales and Traditions of the Zulus (Lon-

dres, 1868), p. 331.

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existir.”4 Por supuesto que el cuerpo físico del héroe puede ser en realidad asesinado, desmembrado y esparcido por la tierra o el mar, como en el mito egipcio del salvador Osiris, que fue ti-rado al Nilo dentro de un sarcófago por su hermano Set;5 cuando regresó de entre los muertos su hermano lo asesinó de nuevo, partió su cuerpo en catorce pedazos y los esparció por la tierra. Los Héroes Gemelos de los Návajo tuvieron que pasar no sólo por entre las rocas que chocaban, sino por las púas que atraviesan al viajero, por los cactos que lo hacen pedazos y las arenas ardientes que lo sofocan. El héroe cuya liga con el ego ya está aniquilada, cruza de un lado y de otro los horizontes del mundo, pasa por delante del dragón tan libremente como un rey por todas las habitaciones de su casa y allí nace el poder de salvar, porque el haber pasado y haber retornado demuestra que, a través de todos los antagonismos fenoménicos, lo Increa-do-Imperecedero permanece y no hay nada que temer.

Y así es como en todo el mundo los hombres cuya función ha sido hacer visible en la Tierra el misterio fructifi cador de la vida, simbolizado en la muerte del dragón, han llevado a cabo en sus propios cuerpos el gran acto simbólico, diseminando su carne, como el cuerpo de Osiris, para la renovación del mundo. En Frigia, por ejemplo, en honor del salvador Attis, crucifi ca-do y resucitado, se corta un pino el día veintidós de marzo, y se lleva al santuario de la diosa-madre, Cibeles. Allí es envuel-

to en tiras de lana como un cuerpo y adornado con coronas de violetas. La efi gie de un joven era amarrada al tronco. Al día siguiente tenían lugar un lamento ceremonial y toque de trom-petas. El veinticuatro de marzo se conocía como el Día de la Sangre: el gran sacerdote sacaba sangre de sus brazos que pre-sentaba como ofrenda; el sacerdotado inferior danzaba a su alrededor una danza religiosa, bajo el sonido de tambores, cuernos, fl autas y címbalos, hasta que en un rapto de éxtasis, desgarraban sus cuerpos con cuchillos para salpicar el altar y el árbol con su sangre, y los novicios, en imitación del dios cuya muerte y resurrección estaban celebrando, se castraban a sí mismos y se desmayaban.6

Con el mismo espíritu, el rey de las provincias indias del sur de Quilacare, al completar el duodécimo año de su reinado, en un día de solemne festival, construía un tablado de madera y lo cubría con colgaduras de seda. Después de haberse bañado ri-tualmente en un tanque, con grandes ceremoniales y al sonido de la música, venía al templo, en donde adoraba a la divinidad. Después subía al tablado y, ante el pueblo, tomaba unos cuchi-llos afi lados y empezaba a cortarse la nariz, las orejas, los labios y todos sus miembros y la mayor cantidad de carne que podía. Todo lo tiraba a su alrededor, hasta que había perdido tanta sangre que empezaba a desmayarse y fi nalmente se cortaba la garganta.7 G

4 Ananda K. Coomaraswamy, “Akimcanna: Self-Naughting” (New Indian Antiquary, vol. iii, Bombay, 1940), p. 6, nota 14, donde cita y discute a Tomás de Aquino, Summa Theologica, i, 63, 3.

5 El sarcófago o ataúd es alternativa del vientre de la ballena. Compárese con Moisés entre los juncos.

6 Sir James G. Frazer, La rama dorada (Fondo de Cultura Econó-mica, México, 1956), p. 404.

7 Duarte Barbosa, A Description of the Coasts of East Africa and Malabar in the Beginning of the Sixteenth Century (Hakluyt Society, Londres, 1866) p. 172; citado por Frazer, op. cit., p. 323.

Éste es el sacrifi cio que rehusó el rey Minos cuando retuvo el toro de Poseidón. Como ha demostrado Frazer, el regicida ritual tiene una tradición general en el mundo antiguo. “En la India meridional —dice— el rey gobernaba y terminaba su vida con la revolución del planeta Júpiter alrededor del Sol. En Grecia, por otra parte, el destino del rey parece quedar suspendido de la balanza al cabo de cada ocho años”… “Sin ser demasiado aventurado, podemos conjeturar que el tributo de las siete doncellas y siete donceles que los atenienses tenían obligación de enviar a Minos cada ocho años, tenía alguna relación con la renovación de los poderes reales para otro ciclo óctuplo” (ibid., p. 329). El sacrifi cio del toro exigido a Minos, entrañaba que él mismo había de sacrifi carse, según el modelo de la tradición hereda-da, al terminar el ciclo de ocho años. Pero parece que él ofreció, en su lugar, el sustituto de los jóvenes y las doncellas atenienses. Ello tal vez explica cómo el divino Minos se convirtió en el monstruo Minotauro, el rey autoaniquilado, en el tirano Garra, y el Estado hierático, en el cual cada hombre cumple su papel, en el imperio comerciante, en el cual cada uno marcha por su cuenta. Tales prácticas de sustitución parecen haberse convertido en generales a través de todo el mundo antiguo hacia el fi n del gran periodo de los primeros estados hieráti-cos, durante los milenios tercero y segundo a. C.

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Héroe es quien logra ejemplifi car con su acción la virtud como fuer-za y excelencia. En esta defi nición la mayoría de los términos no pueden ser conceptualizados rigurosamente, sólo pueden ser descritos de modo narrativo, por medio de cuentos o mitos alusivos; guardarán hasta el fi nal su esencial ambigüedad, y es preciso que así ocurra, si no queremos pecar a la vez contra la honradez científi ca y poética. En el terreno de la ética, todo aquello que no es ambiguo —todo aquello cuya lectura pre-tende ser inequívoca— es dogma eclesiástico o código penal; el procedimiento narrativo, por su parte, también tiene truco, pero lo confi esa de antemano y está dispuesto a desmentirse en su camino cuanto haga falta para que el truco nunca se ol-vide del todo… y por otra parte siga funcionando. Si así se quiere ver, la diferencia entre quienes pretenden poseer una ciencia del hombre (sea ésta la episteme platónica, el conoci-miento empírico-experimental o —como es lo más común— un híbrido de ambos) y quienes prefi eren tejer historias re-fl exivas respecto a él, es la misma que existe entre los brujos que practican la magia negra o la necromancia y los ilusionis-tas de conejito en la chistera: todos juegan con la credulidad del público y con la propia, pero los segundos confi esan de entrada que se proponen engañar como vía de deleite, mien-tras que los primeros nunca dejan de sostener su muy veraz relación directa con Satán1. ¿Cuál es la ilusión que la ética na-rrativa pretende resguardar o propagar? La confi anza en que la acción humana está abierta a lo posible tanto como condiciona-da por lo necesario (y que para los propósitos de dicha acción, lo posible es más relevante y signifi cativo que lo necesario); la creencia mítica en que la sensibilidad (o sensualidad) y la racio-nalidad humanas bastan para fundar, mantener y transformar los valores y normas que regulan la vida de los hombres; la

obstinación en defender lo que exalta jubilosamente al hombre y le hace sentirse más fi rme y más libre.

Volvamos a la defi nición del héroe con la que comenzamos. En el héroe se ejemplifi ca que, realmente, la virtud es fuerza y excelencia, es decir, el héroe prueba que la virtud es la acción triunfalmente más efi caz. Aceptemos para seguir jugando que virtud es un comportamiento socialmente admirable en el que los hombres reconocen su ideal activo de dignidad y gloria. A la virtud —que etimológicamente proviene de vir, fuerza o valor— se le reconoce una efi cacia excelente, pero tal recono-cimiento teórico y edifi cante está constantemente desmentido por la acumulación de fracasos concretos de la conducta vir-tuosa que cualquiera puede constatar en la vida cotidiana. Se fragua así una sabiduría práctica antivirtuosa, que aconseja con cínica discreción la renuncia a la virtud, aun aceptando ésta como un monumento útil de coacción y cohesión social. Y es que la virtud, como lo más propiamente humano, debe triunfar o ser rechazada; el hombre quiere vencer, porque lo que no vence está ya como muerto y “nada peor que estar muerto antes de morir”, según advirtió Séneca. Para obviar este pro-blema, algunos defensores de la virtud, no pudiendo negar su derrota en este mundo, han asegurado su recompensa triunfal en otro, más allá de la muerte. Pero este triunfo es muy relati-vo, porque exige la complicidad de la muerte misma y en últi-mo término supone la más plena derrota de la vida que cono-cemos, aniquilada en benefi cio de la realidad del otro mundo de recompensa o castigo. Hay otra posibilidad, sin embargo, de ver a la virtud como vencedora contra la inercia viciosa del mundo: la proeza del héroe. Allí la virtud no sólo no fracasa, sino que cobra su sentido, es decir manifi esta por qué es consi-derada como virtud: el héroe no sólo hace lo que está bien, sino

Esplendor y tarea del héroe*Fernando Savater

“El verdadero deseo del hombre heroico es la juventud eterna y la paridad con los dioses.”

J. Burckardt: Historia de la cultura griega

“L´imagination est toujours jeune.” G. Bachelard

* Fernando Savater, La tarea del héroe, Taurus, Madrid, 1986.1 Una formulación extrema de una óptica fi losófi ca semejante

a la que aquí propongo se halla en la siguiente cita de Santayana, que me infl uyó decisivamente al comienzo de mi tarea especulativa y que, aún sin suscribirla hoy ya plenamente, me sigue pareciendo fundamentalmente correcta: “Toda la fi losofía inglesa y alemana es mera literatura. En sus más profundos alcances, apela simplemente a lo que el hombre se dice a sí mismo cuando repasa sus aventuras, cuando vuelve a pintar sus perspectivas, cuando analiza sus ideas curiosas, cuando atisba su origen e imagina las variadas experiencias que le gustaría poseer, acumulativa y dramáticamente unifi cadas. El universo es una novela cuyo héroe es el ego; y la amplitud de la fi cción (cuando el ego es culto y omnívoro) no contradice su esencia poética. La composición puede ser pedante, o insípida, o recargada;

pero por otra parte es a veces sobremanera honesta y atrayente, como la autobiografía de un santo; y, tomada como las confesiones de un escepticismo romántico que trata de sacudirse el arnés de la convención y de las palabras, puede tener gran profundidad e interés dramático. Pero ni uno solo de sus términos, ni una sola de sus con-clusiones tiene el menor valor científi co; y sólo cuando esa fi losofía es buena literatura sirve para algo” (Diálogos en el limbo). Como puede verse, George Santayana llega aquí a conclusiones parecidas a las de Rüdolf Carnap en su célebre texto derogatorio de la metafísica, aunque el rumbo fi losófi co por el que ambos optaron no puede ser más opuesto. Personalmente, confi eso que no creo que la forma de superar la novela del ego sea pontifi car desde la ciencia del id, pues el milagroso inconsciente también es uno de los proyectos heroicos del protagonista que narra…

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que también ejemplifi ca por qué está bien hacerlo. La mayoría de los hombres acatan las virtudes como algo ajeno, impuesto, en buena medida convencional y, por tanto, discutible: pero en el héroe la virtud surge de su propia naturaleza, como una exigencia de su plenitud y no como una imposición exterior. El héroe representa una reinvención personalizada de la norma. A fi n de cuentas, la virtud es tal porque expresa la fuerza del hé-roe, mientras que no puede decirse que el héroe sea tal por atenerse a la prescripción virtuosa; lo valioso de la virtud reside en su ejecutante ejemplar, el héroe, y no al revés. Aristóteles insiste repetidas veces en que las virtudes no pueden ser defi -nidas ni aprendidas abstractamente, sino que han de ser imita-das de la conducta del hombre excelente, el spoudaios. ¿Qué es la magnanimidad, el valor o la justicia? Lo que practican el magnánimo, el valiente y el justo. La aparente circularidad de este respuesta nos recuerda que el adjetivo precede aquí al nombre y lo posibilita; el atractivo de la virtud viene de la se-ducción práctica del héroe que la encarna (y del que quizá no sea posible separarla sin pervertirla o volverla mezquina) y no de una norma convencional establecida socialmente por razo-nes utilitarias. Como dice bellamente Hermann Nohl, “el ideal es la fuerza alegre” y añadamos que debe encarnar en el hom-bre excelente para ser reconocido como tal.

El héroe es quien quiere y puede. Dejemos por un momento aparte toda nuestra poética moderna del fracaso, la melancóli-ca glorifi cación de la derrota como dignidad ante lo inelucta-blemente adverso (para Hermann Melville, por ejemplo, “sólo

cuando un hombre ha sido vencido puede descubrirse su ver-dadera grandeza”): ser derrotado —querer y no poder, poder pero no lograr querer— es lo fácil; lo difícil es triunfar, querer y poder. En la actividad victoriosa, lograda, reconocemos nues-tra independencia relativa de lo necesario y nuestro parentesco con los dioses, con lo que forma el sentido del mundo. Los ejemplos heroicos inspiran nuestra acción y la posibilitan: cuando actuamos, siempre adoptamos en cierto modo el punto de vista del héroe y nada lograríamos hacer si no fuera así. Por ridículo que sea exteriorizarlo enfáticamente, todo hombre sano y cuerdo, activo, vive alentado por la saga de sus hazañas y es noble y acosado paladín ante su fuero interno. No es in-compatible este saludable delirio con la lúcida visión de nues-tra condición menesterosa, sino que es en parte corregido por ella, pero en parte sirve para corregirla. Alguien tan antiheroi-co como Pascal, hablando de una religión tan (aparentemente) antiheroica como el cristianismo, tuvo que admitir: “El cristia-nismo es extraño; ordena al hombre reconocer que es vil e in-cluso abominable, y le ordena querer ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elevación le volvería horriblemente vano, o este rebajamiento le volvería horriblemente abyecto.”

El reino de la aventura

El mundo del héroe es la aventura: en ella hay que buscarle y allí alcanza la plenitud de su perfi l. Por supuesto, todo puede ser aventura, pues ésta resulta en buena medida de una disposición

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subjetiva favorable; Chesterton cuenta en su autobiografía cómo recorría Londres envuelto en su capa y empuñando su bastón-estoque, con una ferviente vivencia aventurera aunque externamente nada fuera de lo normal le ocurriese, y Julio Cor-tázar narra en una de sus historias de cronopios la portentosa odisea del valiente que abandona una tarde su butaca, desciende la escarpada escalera, desafía el tráfi co de la calle, viaja hasta la esquina, compra el periódico y, navegando contra viento y ma-rea, retorna triunfalmente al sillón de su Itaca. Del mismo modo, las peripecias objetivamente más arriesgadas pueden ser vividas de modo rutinario y hasta con fastidio: no es imposible el bostezo del cazador profesional ante el león… En cualquier caso, no vendrá mal intentar caracterizar de modo un poco más preciso el orden de la aventura, con trazos que el criterio del lector deberá decidir si son subjetivos, objetivos o fruto del in-evitable mestizaje. Tres rasgos principales pueden señalarse como señales que acompañan y anuncian la aventura:

a) La aventura es un tiempo lleno, frente al tiempo vacío e intercambiable de la rutina. Como dictaminó John Donne, “nadie duerme en el carro que le lleva al patíbulo”; del mismo modo, nadie vive las horas del riesgo o del amor con el laxo desinterés con que transcurre la medida isócrona de la ofi cina. Por las horas rutinarias hemos pasado, como quien transita abstraído y desganado por los pasillos demasiado extensos de un aeropuerto en el que nada ni nadie nos espera; el tiempo no condesciende a identifi carse y en ocasiones podemos du-dar, como cierto personaje de García Márquez, si hoy es el martes pasado o el jueves de la semana que viene. Pero el tiempo aventurero es realmente nuestro y la relación que man-tenemos con él se hace apasionada, más allá de cualquier mó-dulo convencional, pues puede ser nuestro mejor cómplice o implacable tirano. Cada segundo es diferente y nos interpela directamente; ni siquiera puede hablarse de segundos o días, pues ese tiempo no se mide, sino que se saborea o se sufre, pero en cualquier caso se niega a presentarse de manera ho-mogénea para plegarse a cualquier baremo objetivo. En una palabra, el tiempo en la aventura es el marco dramático de lo que pasa, mientras que en la rutina todo pasa para llenar de algún modo el hueco bostezante del tiempo.

b) En la aventura, las garantías de la normalidad quedan sus-pendidas o abolidas. Vivimos sustentados por certezas que no nos

requieren, pero que nosotros sí requerimos y resguardados por frágiles mecanismos que defi enden nuestra tranquilidad. Un entorno familiar, costumbres entre las que nos movemos con soltura, escasas agresiones del clima o las fi eras, instituciones teóricamente encargadas de impedir la violencia entre los indi-viduos, rituales amorosos “decentemente” codifi cados… Las alternativas que se presentan a nuestra opción individual son limitadas y las consecuencias de una elección errónea rara vez irreparables. Con vivir un papel o grupo de papeles socialmen-te nítidos y garantizados, podemos afrontar todas las perpleji-dades de nuestra conservación. Pero en la aventura nadie puede decidir por nosotros ni está determinado de antemano cuál es el comportamiento correcto que requiere la ocasión: es un ámbito inseguro e imprevisible. Por eso aumentan las pro-babilidades de la aventura según aumenta el exotismo, es decir, según nuestros puntos de referencia se hacen más remotos o acaban por desvanecerse: países extranjeros, costumbres desco-nocidas, naturaleza indómita, violencia interpersonal frente a la que no tenemos otra defensa que nuestros propios recursos, amores que rompen con la moderación o la decencia debidas… Los objetivos de la aventura no suelen ser discretamente gra-dúelas ni las recompensas que en ella se proponen son de na-turaleza habitual o lícita: todo en ella tiene el sello de la inten-sidad, del esfuerzo, de la sorpresa, de la pasión, del tesoro…

c) En la aventura siempre está presente la muerte. Por supues-to, pudiera decirse que tal asistencia nunca falta a ningún even-to humano, pero en el caso de la aventura la presencia de la muerte no es ocasional, sino esencial: la muerte es lo desafi ado, aquello cuyo testimonio de autenticidad aventurera se requie-re. Es precisamente este protagonismo de la muerte lo que diferencia a la aventura del juego, o bien lo que convierte cier-tos juegos en aventuras. La medicina de la inmortalidad crece precisamente allí donde todo puede matar; y el aura ultravital del héroe aventurero (tal es el caso del guerrero, del alpinista o del torero) es la de quien se ha frotado frecuentemente con la muerte y ha obtenido de ella vacuna y no contagio. En verdad, el aventurero no se juega la vida, pues ésta es precisamente lo que pretende ganar de modo reafi rmado y merecido: se juega la muerte, el lote inevitable de la cotidianidad anestesiada, la permanente coartada de lo que impone su mediocridad sin peligro y abomina del arriesgado esplendor. G

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El héroe como divinidad. Odín. El paganismo: mitología escandinava

(Martes, 5 de mayo de 1840.)

Me he propuesto deciros algo sobre los Grandes Hombres;1

cómo surgieron en el tráfago del mundo; cómo moldearon la historia del mundo; qué ideas tuvieron de ellos los hombres; qué hicieron. Vamos a tratar de los Héroes, de su acogida y de sus obras; lo que llamo Culto de los Héroes y lo Heroico en la Historia. Es imposible refl exionar en este momento sobre tan importante y extenso tema con el detenimiento que merece, por ser ilimitado y tan amplio como la Historia Universal. Ésta, el relato de lo que ha hecho el hombre en el mundo, es en el fondo la Historia de los Grandes Hombres que aquí tra-bajaron. Fueron los jefes de los hombres; los forjadores, los moldes y, en un amplio sentido, los creadores de cuanto ha ejecutado o logrado la humanidad. Todo lo que vemos en la tierra es resultado material, realización práctica, encarnación de Pensamientos surgidos en los Grandes Hombres. El alma universal puede ser considerada su historia. Evidentemente, es una materia que supera nuestra potencia de juicio.

Me alivia pensar que los Grandes Hombres son provechosa compañía, en todos sus aspectos. No es posible contemplar a un gran hombre sin que nos reporte benefi cio, por imperfecta que fuere nuestra consideración. Es fuente de viva luz, cuyo contacto es bueno y placentero, la luz que ilumina, que ha iluminado la tiniebla del mundo; no lámpara encendida, sino luminaria natural que brilla por el don de los Cielos; manantial refulgente que irradia discernimiento natural y original, de hombría y de nobleza heroica, en cuyo resplandor se regocijan todas las almas. Estoy seguro os agradará vagar un instante por tales regiones. Las Seis clases de Héroes, elegidos en distantes países y épocas, que difi eren por completo en cuanto a su apa-riencia exterior, nos aclararán muchas cosas, si los considera-mos fi elmente. De comprenderlos, nuestra mirada penetrará en la médula de la historia del mundo. Grande sería mi gozo si pudiera revelaros en estos tiempos el signifi cado del heroísmo,

aunque fuere a grandes rasgos; la relación divina (pues bien puedo llamarla de este modo) que une al Gran Hombre con los demás de todas las épocas, sin agotar el tema, iniciándolo tan sólo. Mi deber es intentarlo y a toda costa.

Con razón se dice que el hecho culminante del hombre es su religión. De un hombre o un pueblo de hombres. No en-tiendo aquí por religión el credo profesado por él, los artículos de fe aceptados o defendidos de palabra u otro modo; ni ese conjunto ni nada de eso en muchos casos. Los que se distin-guieron por su valía o por su vileza no profesaron todos los mismos credos. No considero religión esas creencias y acepta-ciones, por ser muchas veces cosas accesorias, producto de su argumentación, si llega a tal profundidad. Lo que realmente cree (cosa que basta, sin que argumente para sí y menos para los demás), lo que el hombre toma a pecho, lo que sabe de cierto referente a sus relaciones vitales con este misterioso Universo, su deber y destino es siempre lo principal para él, determinando todo lo demás, produciéndolo. Eso es su reli-gión, o tal vez su mero escepticismo e irreligión: la manera cómo se siente unido espiritualmente al Mundo Invisible o al No-Mundo; si me decís qué es eso, me diréis cabalmente qué es el hombre, qué hará. Por eso lo primero que preguntamos de un hombre o de un pueblo es: ¿Qué religión tenían? ¿Paga-nismo, es decir, politeísmo, mera representación sensual del Misterio de la Vida, creencia en la Fuerza Física como elemen-to principal? ¿Cristianismo, o sea fe en lo Invisible, no sólo como real sino única realidad? ¿Creían en el tiempo basado en la Eternidad hasta en su mínimo instante? ¿El Imperio Pagano de la Fuerza desplazado por una más noble supremacía, la de la Santidad? ¿Era Escepticismo incertidumbre e indagación sobre si hay Mundo Invisible, algún Misterio de la Vida, algo más que locura? ¿Duda sobre todo eso? ¿Incredulidad y nega-ción rotunda? Si alguien satisface nuestra curiosidad nos reve-la el espíritu de la historia del hombre o del pueblo. Sus pen-samientos fueron los generadores de sus actos; sus sentimientos, genitores de sus pensamientos: lo que determinó lo exterior y actual fue lo invisible y espiritual que en ellos había; el hecho culminante fue su religión. En estas Conferencias conviene encarar principalmente la faz religiosa, pues una vez conocida, poseemos el secreto. Como primer Héroe hemos elegido a Odín, fi gura central del Paganismo escandinavo; para nosotros es emblema de extensísima serie de cosas. Consideremos un momento al Héroe como Divinidad, la más remota forma de Heroísmo.

El paganismo parece cosa muy extraña, casi inconcebible hoy. Es una vertiginosa maraña de ilusiones, de inextricables

De los héroes, el culto de los héroes y lo heroico en la historia*Thomas Carlyle

* Thomas Carlyle y R. W. Emerson, De los héroes. Hombres repre-sentativos. Conaculta/Océano, España, 1999.

1 Consérvase en esta traducción el mismo uso de las mayúsculas para determinadas palabras: Grandes Hombres, Héroes, Culto de los Héroes, y de Heroico, Historia Universal, Historia de los Grandes Hombres, etc., característico del original inglés. (Nota del Editor.)

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confusiones, falsedades y absurdos que se extiende sobre el campo de la vida; algo que nos llena de estupor, casi de incredu-lidad, porque no es fácil comprender cómo pudo el hombre sensato creer y vivir sin zozobra profesando tales doctrinas. Que pudieran adorar a su débil congénere como a un Dios, y no sólo a él, sino a los animales, piedras y toda clase de cosas animadas e inanimadas, aceptando tan absurdo caos de alucinaciones como Teoría del Universo, parécenos fábula fuera de razón. Sin embargo, es evidente que así fue. Ése era el atroz laberinto de falsas adoraciones y erróneas creencias, admitidas por seres como nosotros, su extraño modo de pensar. No obstante, pode-mos asomarnos triste y silenciosamente a las tenebrosas profun-didades del hombre, para poder regocijarnos en las alturas, de la pura visión que ha escalado. Todo eso estaba y está en el hom-bre, en todos los hombres; en nosotros, también.

Algunos especuladores llegan a explicar el Paganismo por un atajo: mera fi cción, superchería y engaño, dicen; ningún sensato lo creyó; lo único que hicieron fue esforzarse por arras-trar a los demás. Indignos del califi cativo de cuerdos. Hay que protestar insistentemente contra esta hipótesis sobre los he-chos e historia del hombre: por eso la rechazo en lo referente al Paganismo, y demás ismos a que el hombre se aferró durante mucho tiempo. Todos contenían alguna verdad; de no ser así, el hombre no los hubiera aceptado; la superchería y el engaño abundan, sobre todo en los períodos más avanzados de deca-dencia religiosa, pero la superchería no fue nunca infl uencia originaria en tales cosas; no fue su salud y su vida, sino su mor-bo, seguro precursor de su agonía. No lo olvidemos nunca. Creo triste hipótesis que la superchería originase la fe, aun entre los salvajes. La superchería no origina nada; lo que hace es sofocarlo todo. No es posible penetrar en el corazón de una cosa si sólo nos fi jamos en su fi cción, si no la rechazamos de una vez, como morbosidad, corrupción, que todo mortal debe alejar, desarraigar de su pensamiento y carácter. El hombre es enemigo natural del engaño en todos los pueblos. Creo que el Gran Lamaísmo contiene una especie de verdad. Leed el im-parcial, perspicaz, escéptico escrito de Turner Memoria de la Embajada a dicho país y lo observaréis. La sencilla gente del

Tibet cree que la Providencia envía al mundo una Encarnación de sí misma cada generación; en el fondo cree en una especie de Papa, en la existencia de un Hombre Superior que, una vez descubierto, debe gozar del acatamiento de todos los demás. Ésta es la verdad del Gran Lamaísmo: el descubrimiento es su único error. Los sacerdotes tibetanos tienen sus métodos para reconocer al Hombre Superior, llamado a ser sublime entre ellos. Malos métodos, pero ¿son mejores los nuestros, que lo encarnan siempre en el primogénito de cierta genealogía? ¡Ay de mí!, no es fácil encontrar buenos métodos. Empezaremos a entender el Paganismo cuando admitamos que para sus adep-tos fue axioma en una época. Aceptemos como cierto que los hombres creyeron en el Paganismo, que los fi eles veían que sus sentidos no estaban alterados, que eran hombres como noso-tros, que de haber vivido entonces, hubiéramos creído como ellos. Ahora preguntemos, ¿qué pudo ser el Paganismo?

Otra conjetura, algo más respetable, lo atribuye a la Alego-ría, considerándolo visión de poéticas imaginaciones, manifes-tación en fábula alegórica, en forma encarnada y visible, de lo que tales mentes concibieron y creyeron era el Universo, lo cual, añaden, está de acuerdo con una ley principal de la natu-raleza humana, que se observa aún, aunque en cosas de menor importancia. El hombre se esfuerza por expresar, por ver re-presentado en forma visible, como animado por una especie de vida y realidad histórica, aquello que siente intensamente. Es indudable que dicha ley existe, que es de las más profundas de la naturaleza humana; tampoco hay que dudar que infl uye-se fundamentalmente en esto. La hipótesis que atribuye el Paganismo, por entero, o en su mayor parte, a esta propen-sión, la considero más respetable, pero no puedo tenerla por verdadera. ¿Puede creerse adoptando como guía para la vida, una alegoría, una fantasía poética? Lo que necesitamos no es eso, sino realidad, porque la vida es inquietud, no siendo tam-poco fantasía la muerte para el hombre. Nunca fue la vida cosa sin trascendencia, sino severa realidad, grave desasosiego.

Por eso creo que, si bien esos teóricos de la Alegoría van camino de la verdad, no llegan hasta ella. La Religión Pagana es ciertamente Alegoría, Símbolo de lo que el hombre conce-

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bía y sabía sobre el Universo; todas las Religiones son Símbo-los de lo mismo, alterándose cuando eso otro se altera; mas me parece una perversión radical, y hasta una inversión, conside-rarlo como origen y causa motriz, cuando más bien fue resul-tado y efecto. Los hombres no ansiaban bellas alegorías, per-fectos símbolos poéticos, sino saber cómo debían entender el Universo, qué camino tenían que seguir, qué esperanzas y te-mores podían abrigar, lo que debían procurar y evitar en esta misteriosa Vida. El Pilgrim’s Progress2 es Alegoría, tan bella y seria como otra cualquiera; pero consideremos si la Alegoría de Bunyan pudo haber precedido a la Fe que simboliza. La Fe tenía que existir antes, admitida por todos; entonces la Alegoría pudo transformarse en su sombra, y, con toda su gravedad, en espe-cie de sombra jocosa, mero juego de la Fantasía, comparada con el Hecho pavoroso y certidumbre científi ca que se esfuer-za en simbolizar poéticamente. La Alegoría es producto de la certidumbre, pero no la produce, ni en el caso de Bunyan ni en otro alguno. Porque aún tenemos que averiguar, en cuanto al Paganismo, qué originó aquella certidumbre científi ca, ger-men de tan pasmoso cúmulo de Alegorías, errores y confusio-nes. ¿Cómo era? ¿Qué era?

Vana sería la pretensión de explicar aquí, o en otro lugar, este lejano y nebuloso fenómeno del Paganismo, más semejan-te a un campo de nubes que a un remoto continente de tierra fi rme y de realidades. Ya no es actual, pero lo fue. Forzoso es comprender que ese aparente campo de nubes fue realidad; que su origen no era alegoría poética y menos todavía fi cción y engaño. Nunca creyó el hombre en vana palabrería, ni arries-gó la vida de su alma en alegorías; en toda época, especialmen-te en las primitivas, descubrió instintivamente la falsedad, odió a los impostores. Abandonemos las teorías de la fi cción y la alegoría, procuremos escuchar con afectuosa atención ese leja-no y confuso rumor de los siglos de Paganismo, intentemos descubrir por lo menos si había en su entraña algo semejante a la realidad, y si los hombres no fueron falaces y ofuscados, sino veraces y cuerdos en su sencillez.

Recordad la fantasía platónica que supone sacan súbita-mente a un hombre de la tenebrosa caverna en que vivió hasta entonces, para ver la salida del sol. ¡Cuál sería su maravilla! ¡Cuál su avasalladora sorpresa al ver lo que todos vemos dia-riamente con indiferencia! Con la inocente sensación del niño, acompañada de la madura refl exión del hombre, su co-razón se enardecería ante el espectáculo, creyéndolo divino, prosternándose su espíritu y adorándolo. Esa grandeza infan-til fue la que dominó los pueblos primitivos. El primer Pensa-dor Pagano entre los rudos hombres, el primer mortal que comenzó a pensar, fue precisamente el hombre-niño de Pla-tón, sencillo, ingenuo como el niño, pero con la profundidad y fuerza del hombre. La Naturaleza no tenía nombre para él; aún no había relacionado, aplicando vocablos, la infi nita varie-dad de visiones, sonidos, formas y movimientos que ahora denominamos Universo, Naturaleza, o cosa parecida, y que despachamos así con una palabra. Para el hombre rudo, de

corazón profundo, todo era nuevo, sin los velos de nombres o de fórmulas; allí estaba desnudo, lanzando sus rayos sobre él, hermoso, pavoroso, inefable. Para ese hombre la Naturaleza era lo que es siempre para el Pensador y el Profeta, preterna-tural. ¿Qué es la tierra verde, fl orida y rocosa, los árboles, los montes y los ríos, los clamorosos océanos, ese profundo mar de azul que se dilata sobre nuestras cabezas, los vientos que barren la tirra, la negra nube que varía su forma que despide fuego, granizo y lluvia?, ¿qué es todo eso? Aún no lo sabemos de cierto; no lo sabremos nunca. Si escapamos a la difi cultad no es por discernimiento superior, sino por ligereza, distrac-ción, falta de entendimiento.

Cuando cesamos de maravillarnos es cuando no pensamos. Estamos rodeados de una atmósfera de tradiciones, frases, me-ras palabras, que adquiere consistencia y encierra las nociones que adquirimos. Al fuego lanzado por el nubarrón tormentoso llamamos electricidad, disertando sabiamente sobre ella, produ-ciendo una chispa semejante frotando el cristal contra la seda; pero ¿qué es? ¿Qué la origina? ¿De dónde proviene? ¿Adónde va? Mucho nos ha enseñado la ciencia; pero la que nos oculta la inmensa infi nitud profunda y sagrada de la Nesciencia que nunca podemos penetrar, sobre la que toda ciencia reposa como mera película superfi cial, es una pobre ciencia. El mundo es milagro para el que lo contempla (a pesar de toda nuestra ciencia o ciencias), maravilloso, inescrutable, mágico y mucho más para el que quiere meditar sobre él.

El gran misterio del Tiempo, de no haber otro, esa cosa ili-mitada, silenciosa, inestable, llamada Tiempo, que transcurre veloz, especie de marea oceánica que lo abarca todo, en el que estamos sumergidos los seres y el completo universo como exhalaciones, que son y luego no son, será siempre un milagro que nos hace enmudecer, porque no disponemos de palabras para defi nirlo. ¿Qué podía saber de este Universo el hombre inculto? ¿Qué podemos saber nosotros? Que es Fuerza, innu-merable Complejidad de Fuerzas, una Fuerza que no es noso-tros. Eso es todo; que no es nosotros, que difi ere por completo de nosotros. Fuerza, Fuerza y Fuerza en todas partes; somos misteriosa Fuerza en el centro de esa otra. En toda hoja que se pudre en el camino hay Fuerza; si no, ¿cómo se pudriría? Para el Pensador Ateo (de ser posible su existencia), sería también milagro este inmenso e infi nito vórtice de Fuerza que nos ro-dea, que no reposa nunca, gigantesco como la Inmensidad, viejo como la Eternidad. ¿Qué es? Los creyentes responden: Omnipotencia Divina. La ciencia atea balbucea tristemente sobre ello, empleando nomenclaturas científi cas, experimen-tos, cualquier cosa, como si se tratara de algo inerte, que pu-diera enfrascarse en una botella de Leyden y venderse en los mostradores; pero el sentido natural del hombre, en toda épo-ca, si quiere aplicar noblemente su sentido, declara que es cosa viviente, inexplicable, Divina, ante la cual, lo mejor que pode-mos hacer, tras tanta ciencia, es empequeñecernos, prosternar-nos fervorosamente, humillar nuestro espíritu, adorar en silen-cio si no encontramos palabras. G

2 Obra publicada en 1678 por John Bunyan. En los círculos puritanos —en los cuales la lectura de novelas estaba excluida— fue considerada como una obra de genio, superior a la Ilíada, Don Qui-jote u Otelo.

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Se abre silenciosamente la puerta y queda un instante enmar-cada la fi gura purpurada de Su Ilustrísima: bajita, barrigudita, sin cuello, risueña y con la cabecita a un lado, una Ilustrísima como desnucada y tortugona. Prendida en el pecho, una sola condecoración de las muchas que tiene: la medalla al Mérito Militar. No tendría los cincuenta y cinco años, pero imposible no verle ya en los ochenta y pico y ornamentado con la púrpu-ra de cardenal-arzobispo y la tremenda memoria de vicario general castrense. Tras él irradia un incendio amarillo y violeta, la luz hogareña y dulce de su aposento particular o su despa-cho: ahí sí tiene luz eléctrica, pensamos, ¿cómo puede ser? Avanza despacio el reverendo prelado y tras él aparece el cura alto y decidido, que cierra la puerta y le sigue, todo el tiempo estuvo detrás de su obispo balanceándose a un lado y a otro, como temiendo verle caer de espaldas. La comisión de feligre-ses se ha alineado detrás del alférez. Java apoya una mano en el respaldo de la silla de ruedas, la otra sigue con el telele loco y en alto, bien visible: que se apiaden de mí, por Jesucristo que se apiaden de este pobre meningítico.

El señor obispo se para ante ellos con las manos cruzadas sobre la barriguita y con los párpados entornados de bondad, algunos feligreses hincan la rodilla, besan la piedra pastoral de su anillo y el prelado se inclina, los levanta uno a uno y empie-za a hablar con una voz ensalivada: buen viaje a Lourdes, llevad un equipaje de amor y de fe. Se interesa amablemente por los enfermos que han venido en representación de los demás: Conradito el primero, un elogio a su glorioso uniforme de Provisional, la salvación de España había salido de las univer-sidades, la generosa sangre derramada por señoritos como él fl orecerá en bendiciones, ¿cómo van esas piernas, hijo mío? No van ni sobre ruedas, Ilustrísima, pero Dios proveerá. Así me gusta, valiente alférez, no pierdas el buen humor y lleva mis bendiciones a tu madre, qué gran señora y qué santa. Y aso-mando tímidamente por encima de la cabeza del alférez, tu mano grotescamente retorcida reclama la atención del obispo agitándose como un badajo loco, encogiéndose como una tris-te garra. Pero antes de que el purpurado repare en ella, y en medio de tu mayor sorpresa, Conrado ya te está presentando sin muchos formulismos, sonriendo familiarmente al señor obispo, casi guiñando el ojo: éste es el muchacho del cual le hablé, Ilustrísima, su ilusión por ir a Lourdes es tan grande que se inventa parálisis… Bendita juventud, hijo mío, la fe mueve

montañas, dice el señor obispo mirando tu boca, y la mano loca se aquieta, se serena, dejas caer el brazo a lo largo del cuerpo y descansas. Desaparecen de tu cuerpo todas las sensaciones, excepto el hambre. ¿Qué ha pasado?

Con las manos de nuevo cruzadas sobre la faja morada, Su Ilustrísima retrocede un poco y recorre todo el grupo de un extremo a otro mirándoles en silencio uno por uno, caminando un poco escorado, la cabeza dulcemente rendida y con una sonrisa beatífi ca. Sus ojos bondadosos y humildes no se detie-nen especialmente en ninguna de las caras ansiosas de bendi-ción, en ninguno de los cuerpos atenazados por la enfermedad y el sufrimiento: se nota que su amor paternal es igual para to-dos, que no tiene preferencias. Al topar sus ojos con los tuyos, aún se demora menos: un parpadeo imperceptible, y al siguien-te. Después retrocede unos pasos para obtener una visión de conjunto y su amorosa mirada los abraza a todos. Ellos humi-llan la cabeza y se arrodillan, y él los bendice solemnemente.

—¿Creería Conradito que se iba a curar en la piscina de Lourdes? —dijo Amén—. ¿Y que a Java se le curarían las lega-ñas? ¿Por eso lo recomendó al obispo?

—Calla de una vez o te hago comer las tuyas, de legañas —dijo Martín, y le soltó un manotazo en el cogote.

Se retira el señor obispo a sus aposentos, asistido siempre por el cura alto y rápido. Vuelve éste al salón para acompañar a los píos visitantes y, junto a la puerta de la antesala, mientras todos van saliendo, al pasar tú: un momentito, hijo, Su Ilustrí-sima ha expresado el deseo de conversar un rato contigo, espé-rame aquí. ¡Iré a Lourdes, piensas, ya lo tengo, ya lo tengo! Solo y de pie en el mismo centro de la fantástica alfombra, en el punto exacto donde confl uyen los complicados, hermosos y simétricos arabescos.

Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas en-furecidas y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcina-dos, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nubes de polvo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones de chispa, dagas y puñales repujados, siem-pre detrás del cura zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el techo, altas estanterías de libracos, profun-das butacas, un cuadro de Pío xii y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes entre cirios y jarrones con fl ores de mareante olor.

Si te dicen que caí*Juan Marsé

* Juan Marsé, Si te dicen que caí, fce/Universidad de Alcalá, Madrid, 2009.

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Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos re-vueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y apa-rece Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldo-nes de la capa. Queda sentado muy rígido frente a él, que se ha incorporado respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indi-ca que se siente, y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico espera en vano unas palabras del ilustre pur-purado, pero éste guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la misma dulce sonrisa, la misma cabecita ladeada, sus ojitos de pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor obispo le diga algo, le cuesta mucho soste-

ner esa mirada afable y anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas sin funda. Viroláis, piensa, Salves, misereres, gorigoris al órgano.

—¿De qué parroquia eres, hijo mío? —por fi n su voz nasal, trémula, abovedada, voz de domingo de Pascua.

—Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es parroquia…

—Por eso.—Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Redentor, en

el Guinardó.—La conozco. Parroquia de misión. —Una pausa y, más

suave—: ¿Cómo te llamas?—Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java, Ilustrí-

sima.—Llámame Gregorio.

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Juan Marsé por Juan Marsé

Señoras y señores,

El rostro magullado y recalentado acusa diversas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos y banderas. Este sujeto, sospechoso de inapetencias y como desriñonado, podría ilus-trar no sólo una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive: mientras el país no sepa qué hacer con su pasado, jamás sabrá qué hacer con su futuro. De ahí la pupila descreída y la estatura escasa, escépticos los hom-bros, incierta la sonrisa y oscuros sus designios. Avanza cabiz-bajo y patizambo y con una leve cojera en la pierna derecha, tan leve que tampoco ella tiene posibilidades de futuro, y ni siquiera es elegante.

Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una soñolienta nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Es fl áccida la encarnadura facial, quizá porque la larga in-

vernación intelectual y muscular, el aburrimiento, el alcohol y la luctuosa telaraña de casi cuarenta años de censura han abofe-teado y abotargado las mejillas. La escarcha triste de la mirada y el incongruente rizo indómito son memoria de una adoles-cencia que le fue escamoteada. La niñez indigente y callejera, fl anqueada por las altas tapias imperiales de lo prohibido, clama todavía en esa cara aniñada y en ese pelo ensortijado.

He aquí un hombre que espera cualquier autobús en cual-quier parada, rumiando cualquier cosa. Visto de espaldas, mientras se aleja, es la mismísima imagen del pesimismo y del más celoso anonimato. Una solapada fatiga dorsal acucia su vieja disposición para la trola y el chisme y el vamos a contar mentiras tra-la-rá.

Es terco y perseverante tanto en sus amores como en sus odios. Es también, el espécimen más vocacionalmente gandul que conozco. Su actividad soñada es dimitir de todo, incluso del tiempo y del espacio. De ahí quizá su actividad real: matar el tiempo y el espacio con torpes espejismos que pretende ba-ñar, el insensato, con el rojo sol de la verdad. Manías.

Informes de la Censura

Primer informe

Autor: Juan MarséTítulo: Si te dicen que caí

Se trata de una novela ambientada en la guerra y en la postguerra de nuestra Cruzada Nacional. Son las andanzas de un grupo de amigos de matiz rojo o que actúan en la Barcelona roja y que se ven mezclados en diversas aventuras, entre las que hay activida-des terroristas, proxenetismo, voyeurismo, comercio sexual, etc.

El hilo argumental es muy débil. En rigor, la novela es un conjunto de escenas, cuyo único lazo de unión son los prota-gonistas, y éstos muy débilmente dibujados por el autor. Es, pues, una novela escrita con un estilo confuso y desvaído, con predominio del lenguaje sobre la acción y argumento, propio de una tendencia novelística moderna que podría equivaler, en literatura, al surrealismo en pintura.

Ni por la fuerza argumental, ni por la descripción de los caracteres, ni por los valores que de ella pudieran desprender-se, la novela tiene, a juicio del lector que fi rma, mérito especial ni de gran valor intrínseco.

Está salpicada de alusiones políticas y de carácter sexual. En este aspecto se suscriben todos los párrafos señalados anteriormente, singularmente los correspondientes a las páginas 29, 30, 167, 177, 178, 225, 274, 277, 278, 291, 292, 294, 295, 304, 305, 335.

Se indican también, de nuevo, las siguientes páginas, en las que hay párrafos o descripciones inmorales: 66, 137, 140, 164, 165, 168, 170, 218, 226, 236, 238, 241, 245, 246.

Ha de advertirse que ni las observaciones de tipo político ni las de tipo moral son, en general, de carácter profundo e insal-vable. No hay delectación en lo inmoral ni ensañamiento en lo político. De aquí que, aún dado su escaso interés, si interesa salvar la novela puede hacerse, efectuando algunas supresiones.

En este caso se aconsejaría efectuar, fundamentalmente, las correspondientes a las páginas señaladas en primer lugar.

Veredicto: AUTORIZADO CON SUPRESIONES

Madrid, 23 de octubre 1973Lector 12

Firmado: [Firma ilegible]

Segundo informe

¿Ataca al Dogma?¿A la Moral?¿A la Iglesia o a sus ministros?¿Al Régimen y a sus instituciones?¿A las personas que colaboran o han colaborado con el régimen?

Informe y otras observaciones:

Consideramos esta novela, sencillamente imposible de autorizar. Hemos señalado insultos al yugo y las fl echas a los que llama “la araña negra” en las páginas 17-21-75-155-178-202-252-274-291-309. Escenas de torturas por la Guardia Civil o por falan-gistas en las páginas 177-178-225-292-304-305-335. Alusiones inadmisibles a la Guardia Civil en páginas 277-278. Obscenida-des y escenas pornográfi cas en las páginas 19-21-25-26-27-28-29. Escenas políticas en 29-80 e irreverencia grave en la 107.

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ConsideracionesEn los labios niñoslas canciones llevanconfusa la historia y clara la pena.A. MACHADO

Estos versos me acompañaron a lo largo de tres años, mientras escri-bía Si te dicen que caí, y era mi intención encabezar con ellos el primer capítulo. No lo hice así, y en alguna ocasión me he arrepentido.

Cuando un novelista acepta entrar en la sucia cocina de los críticos, los eruditos y los atrafagados periodistas, suele darse de narices, tarde o temprano, con la siguiente pregunta: ¿Qué se proponía usted al escribir esta novela?

Misteriosa pregunta que provoca generalmente una no menos misteriosa respuesta. Pero el tiempo y la costumbre —esa impúdica pareja— acaba por familiarizarle a uno con la dichosa cuestión y al fi nal llega a disponer, con un mínimo de ingenio, de media docena de sugestivas frases, naturalmente con resonancias (no hay nada sugesti-vo, en literatura, que no tenga resonancias). De cualquier forma, yo siempre estuve más o menos dispuesto —o mejor: resignado— a so-portar esta agresión en el momento más impensando y en boca de cualquiera, excepto... en la de un juez de TOP.1

En este caso se trataba del juez que cumplía las formalidades derivadas del secuestro, por denuncia del Ministerio de Informa-ción, de mi novela Si te dicen que caí. Confi eso que tuve que con-tenerme para no responder con una manifestación de arrogancia, algo así como: “Señor juez, cuando escribo una novela no me propongo otra cosa que terminarla cuanto antes” (lo cual, por cierto, se acerca mucho a la verdad). Pero no dije nada de eso, y opté por la norma establecida, por la enigmática respuesta que tanto parece gustar a todos. Dije que me propuse expresar una especie de fábula moral sobre la supervivencia y la frustración en

la Barcelona de la postguerra. Respuesta que, si algo signifi ca, confi eso que yo lo ignoro...

¿Por qué? Ocurre simplemente que en muchas novelas, una vez concluidas, el impulso inicial del autor, su intención primera, acaba sepultada en alguno de los densos encofrados subterráneos que sostienen todo el edifi cio (y añadiré, de paso, que en no pocas no-velas tal vez sea mejor así) o que, en el peor de los casos, sobrevive en algún elemento interior enojosamente ornamental, o en la fa-chada, reducido a una dudosa función decorativa.

Si te dicen que caí se articuló sobre un sueño privado: volver a pasear —bajo la lluvia, a ser posible— por el barrio de mi infancia. Poca cosa, ciertamente. Pero ¿la novela es sólo eso? Por supuesto que no: el carácter privado y hasta pueril del impulso inicial no podía excluir otras signifi caciones no previstas, en primera instan-cia, en el esquema original. Éste partía de dos hechos, trenzados con aquel primer latido del libro, el de recuperar una memoria infantil. Estos dos hechos son los siguientes: un día del mes de enero de 1949, cuando yo tenía exactamente 16 años, en un rui-noso solar de la calle Escorial, en Gracia, fue asesinada y enterrada una fulana de lujo llamada Carmen Broto. El suceso vino en los periódicos, se trata de un hecho real. Yo mismo vi el automóvil donde la mataron, y el hoyo en la tierra donde fue enterrada con su abrigo de astrakán. El otro hecho que utilicé para estructurar la novela no era real, sino un rumor, divulgado en la misma época, quizá una patraña, quizá no. Según este rumor, de origen remoto y fatigado por muy diversas versiones, siete años antes, en 1942, al cruzar a pie este mismo solar una prostituta barata que los chavales del barrio llamaban la “Roja”, estalló bajo sus pies una granada, que había estado agazapada entre la hierba desde la guerra, y la mató junto con un hombre que la acompañaba, un desconocido.

Pero después de quitado todo esto, la novela sigue siendo una pura porquería. Es la historia de unos chicos que en la postgue-rra viven de mala manera, terminan en rojos pistoleros, atraca-dores, van muriendo... todo ello mezclado con putas, maricones, gente de la mala vida... Puede que muy realista pero que da una imagen muy deformada, casi calumniosa de la España de la post-guerra. Sólo si hubiéramos tachado todo lo que habla de pajas y pajilleras en los cines, no quedaría ni la mitad de la novela.

La consideramos por tanto, DENEGABLE.

Madrid, 20 de octubre de 1973Lector nº 6 [Martos]

VEREDICTOTítulo: “SI TE DICEN QUE CAÍ”Autor: Marsé, JuanEditorial: NovaroNº Expediente: 11428-73

—Comprobado el ejemplar presentado. No se ha hecho más tachadura de las que se recomendaron en Consulta volun-taria que la de la página 7 (dedicatoria); el resto de la obra es exactamente igual sin corrección alguna,

—En consecuencia, se considera su publicación

DENEGABLE.

Madrid, 13 de noviembre 1974

1 Siglas del Tribunal de Orden Público que se encargaba de juzgar durante el franquismo los delitos de carácter político y social.

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Esta historia, cierta o falsa, me obsesionó durante mucho tiempo, y, de algún modo que ahora no sabría precisar, se pegó al otro suceso real de tal forma que me parecía su sombra.

En esas lentas y silenciosas suturas que se producen entre he-chos reales y hechos fi cticios, en ese artifi cio, es donde la novela crece. La cuestión es bastante sencilla: cuando un relato adquiere algún sentido, lo adquiere por su propia lógica de relaciones sen-cillamente narrativas. La novela no pretende ser un arte de lo que fue, sino de lo que pudo haber sido.

En consecuencia, más que atender al entorno social (tanto si éste le es grato como si le es hostil) el novelista debe vivir por encima de todo su propia aventura personal con la realidad —con su realidad—. Y ésta para mí, mientras escribía Si te dicen..., no era tanto lo que podríamos llamar la crónica diaria de los hechos reales, como la versión de esos hechos a través del chismorreo popular, la maledi-cencia del barrio, el conglomerado de voces anónimas que mezcla-ban verdad y mentira, la memoria colectiva, el mito. Y son los niños, mis compañeros de aventuras de aquellos años, los que en defi nitiva transmiten la historia de una prostituta que se desdobla, en la imagi-nación infantil, en dos personajes: de un lado es una fulana de postín, rubia platino, mítica, y de otro lado es una pobre prostituta de barrio, asustada y enferma, accesible, palpable. El débil soporte anecdótico debía ser, pensé yo, parecido al esquema de la novela policiaca: la investigación, la busca y captura de esa mujer, vista con los ojos de los niños. Utilizando la técnica narrativa que me permitía un juego infantil muy popular aquellos años en el barrio (el juego de contar aventis, sentados en corro) fui desplegando la trama novelesca real

sobre diversas y sucesivas tramas fi cticias: Si te dicen que caí expresa una posible memoria del ambiente de un barrio y de una ciudad que salía de la sacudida de la guerra civil. Esta posible memoria pertene-ce a unos niños que, jugando, ordenan unos hechos —a menudo contradictorios, inverosímiles— que han oído contar a sus mayores, o que han entrevisto o intuido según su propia estatura personal y social. Es decir: tantean la verdad mediante espejismos, apariencias.

El tema de la apariencia y la realidad, en mi opinión, es el gran tema de la novela. Creo que el novelista debe perderle el respeto a la realidad, negarla, reinventarla, asumiendo los mitos. Dice Fernando Savater: “No hay tarea más ajena al narrador que la desmitifi cación”. Lo que he hecho en Si te dicen que caí es sencilla-mente conceder crédito a ciertas formas consolidadas de la memo-ria popular, de la tradición oral, desautorizando la versión ofi cial que nos llega a través del poder. Sólo así podía recuperar mi niñez y mi barrio, y conseguir lo que me proponía al principio, según decía al comenzar este comentario.

En defi nitiva, explicarle a un juez qué se propuso uno al escribir una novela, es francamente difícil y de nada sirve alegar que lleva confusa la historia y clara la pena, como en los cantares de los niños. Creo que estas consideraciones habrían servido de muy poco ante los policías de la cultura. Creo, sinceramente, que cuando a un no-velista le preguntan qué se propone al empezar a escribir una nove-la, debe responder: terminarla cuanto antes.

JUAN MARSÉ

Enero 1977 G

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Del mismo modo que quiebra la frontera entre la vida y la muerte, el héroe romántico soporta mal la separación del mun-do de la realidad y el mundo del sueño. A él se puede aplicar la enigmática inscripción de una voluta de Westminster Abbey según la cual “nuestra materia y la de los sueños son iguales”: en el sonámbulo se proyectan los espacios oníricos que, insos-pechados e incontrolados, están negados a la perceptividad racional-empirista. Desde este punto de vista el Romanticismo es el puente necesario entre la primera consideración sistemá-tica del sueño, la magia natural renacentista (Bruno, Paracel-so), y el gran proyecto de liberación del sueño que es el surrea-lismo. No hay duda de que la desconfi anza romántica hacia la realidad y su aversión al “Espíritu de la Época” le incitan a caminos que los desborden; lo cual lleva a Goethe a escribir: “El hombre no puede permanecer largo tiempo en estado consciente; debe replegarse hacia el inconsciente, ya que aquí habita la raíz de su ser”.1 Sin embargo, al lado de este argu-mento defensivo, existe otro que quizá sea más ilustrador: los artistas románticos ven en el sueño la inagotable fuente de energía creativa que, permaneciendo oculta y reprimida, debe ser desencadenada.

Utilizando un concepto clave, Gotthilf Heinrich von Schu-bert cree que el sueño es un poeta escondido. En la misma línea, E.T.A. Hoffman se refi era a él como poeta interior que, aunque late siempre, sólo se manifi esta esporádicamente. Este poeta oculto e interior es, en realidad, una prolongación y, todavía más, una autentifi cación de las potencias creadoras exteriores y controlables. “En el sueño”, escribe Schopenhauer, “las cir-cunstancias que motivan nuestros actos se presentan como hechos exteriores e independientes de nuestro querer, a menu-do, incluso, como acontecimientos odiosos y absolutamente fortuitos. Pero, al mismo tiempo, se descubre entre ellos una conexión misteriosa y necesaria de manera que una potencia oculta parece dirigir el azar y coordinar, de un modo muy par-ticular, estos acontecimientos a nuestra intención […]. Esta potencia combinadora no puede ser otra que nuestra propia voluntad pero apercibida desde un punto de vista que ya no está situado en la conciencia de quien sueña”.2

Es innegable que la interpretación de la esencia del sueño que hace Schopenhauer no es sólo la más perfi lada defi nición

del modo de ver romántico, sino que es una brillante anticipa-ción de las tesis de la psicología moderna. Las imágenes de placer, transgresión y horror que, aparentemente externas y fortuitas, se proyectan en la pantalla del inconsciente se hallan en relación directa, aunque aletargadas y autocontenidas, con los movimientos de la voluntad consciente. La potencia oculta, el poeta oculto, es el mismo Yo liberado de las cadenas de la ra-cionalidad y, consecuentemente, crecido gigantescamente ha-cia los horizontes imposibles del cielo y del infi erno. A partir de esta conclusión, para el romántico se abre la posibilidad de abrir una brecha ontológica en el limitado edifi cio de la racio-nalidad. La gran revolución romántica en la consideración del sueño estriba, precisamente, en no limitarse a su pura —y to-davía analítica— percepción pasiva: el romántico descubre el so-námbulo, en la acción onírica, un itinerario de libertad y creatividad que le es negado en la vida cotidiana.

“El hombre es un dios cuando sueña”: adquiere el sentido infi nito y se abren ante él horizontes ilimitados. Sin embargo, el hombre no es sólo un dios, sino también un niño, cuando sueña, un niño cuyas fuerzas espontáneas y todavía no malea-das son ajenas a las leyes del raciocinio y de la moralidad. En el sonámbulo romántico pervive, en cierta manera, este dios-niño que, al desconocer, todo lo tiene a su alcance. “El niño es un ser divino”, asegura Hölderlin, “la coerción de la ley y del des-tino no le andan manoseando; en el niño sólo hay libertad, en él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte” (iii, I0). Para Jean Paul, del pensamiento del niño, por su mágica ingenuidad, surge espontáneamente el sentido de lo ilimitado. El dios-niño deja de serlo cuando el raciocinio le hace acceder al sentimiento de muerte y, con él, al de limitación. El hombre se somete a una violenta ruptura (Jean Paul: “Noche más importante de mi vida porque he experimentado el pensamiento de la muerte”).3 El poeta espontáneo, que es el dios-niño, confunde los espacios oníricos y los reales, se sumerge en la profundidad del incons-ciente y se convierte en un poeta oculto.

El romántico se propone hacer renacer este poder enquista-do para que “el mundo devenga sueño y el sueño devenga mundo” (Novalis). Evidentemente es la imaginación —la ro-mantic imagination que rechaza la mimesis y no se limita a la fantasía— la potencia que vincula al artista con el creador es-condido que está enquistado en su interior. Entre sueño e

Héroes románticos: El sonámbulo*Rafael Argullol

* Rafael Argullol, El Héroe y el Único, Acantilado, Barcelona, 2008.1 Albert Béguin, Création et destinée, París, Ed. Du Seuil, 1973, p. 55.2 Citado en E. Spenlé, Novalis. Essai sur l´idéalisme romantique en

Allemagne, París, Hachette, 1961, p. 350. 3 Albert Béguin, op. cit., p.28.

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imaginación se establece un circuito mágico por el que aquél comunica a ésta la materia prima para la conformación de nue-vos mundos poéticos, de tal manera que éstos, a través de la imaginación, tratan de reencontrar al sueño.

Para Jean Paul: “El sueño es poesía involuntaria; él muestra que el poeta, más que ningún otro hombre, trabaja con el ce-rebro físico. ¿Por qué nadie se ha asombrado de que en las escenas desgajadas del sueño se da a los personajes, como si uno estuviera en Shakespeare, el lenguaje más individual, las palabras más reveladoras de su naturaleza?...”.4 Jean Paul, ade-lantando las posteriores afi rmaciones de Schopenhauer, conci-be la poesía como inspirada en el sueño, pero al mismo tiempo cree que éste puede ser incitado por la actividad poética, por medio de la imaginación e, indirectamente, como un ejercicio de la voluntad. El poeta no debe permanecer pasivo ante el lenguaje del sueño, sino predispuesto al viaje dionisíaco hacia los espacios oníricos que, hallándose en su interior, se prolon-gan hasta las regiones en que el gozo y el terror contemplan lo ilimitado. Para el romántico la acción onírica es, como conse-cuencia, una actividad heroica.

Heroica y, desde luego, trágica, pues la incontinencia ro-mántica acostumbra a no vislumbrar los límites de la mesura, y no pocas veces el apasionado buceo del inconsciente se distin-gue escasamente del extravío en la locura. Con una lucidez que no empaña su temeridad, Rimbaud lo reconoce al escribir: “quiero ser poeta y trabajo para convertirme en vidente”. Años antes, el mayor vidente, o, mejor, visionario del Romanticismo francés, Gérard de Nerval, sucumbe a su propia audacia oníri-ca. Aurélia es, al mismo tiempo, un diario de sueños y un diario de demencia. Es un esfuerzo poético sobrehumano por poner al descubierto la terrible majestuosidad del mundo de las som-bras. Es un horizonte onírico deslumbrante y estremecedor, pero —para el desahuciado Nerval— es, por encima de todo, un triunfo de la voluntad. “Yo empleaba todas las fuerzas de mi voluntad para penetrar en el misterio del que había levantado algunos velos […] Es así que yo me empujaba a una audaz ten-tativa. Resolví mirar el sueño y conocer el secreto”. El libro, concluido en los meses anteriores al suicidio, fi naliza con una afi rmación que es tan patética como heroica: “A pesar de todo me siento feliz de las convicciones adquiridas y comparo esta serie de pruebas que he atravesado a lo que, para los antiguos, representaba la idea de un descenso a los infi ernos”.5

Para el romántico, su búsqueda onírica inevitablemente le plantea la escisión dolorosa que lleva consigo todo proyecto de plenitud. Él busca liberar al poeta oculto que lleva consigo, con la ilusión de acceder a un estadio de creatividad espontánea; mas, tras el conocimiento irreversible de la limitación y mor-talidad de la condición humana, la recuperación de las faculta-des del dios-niño es siempre intermitente y, en todo caso, efímera. El sonámbulo alterna trágicamente — “esquizofrénica-mente” lo llaman los psicólogos— el mundo de los sueños, en

el que reencuentra el fecundo estímulo del poeta oculto, con el mundo de la realidad, en el que éste es negado y arrinconado. Sólo quien se desgaja de uno de los dos mundos —convirtién-dose en “loco” o en “normal”— es capaz de salvar la disyunti-va. No obstante, es un rasgo de la personalidad romántica ha-cer lo contrario y sostener el peso de la contradicción entre ambos. Quizá sea Heinrich von Kleist quien, en su obra y en su vida, más admirablemente ha mostrado la conducta y ten-siones del sonámbulo romántico. Sus personajes, Penthesilea, Kätchen, Friedrich von Homburg, La Marquesa de O, sufren el continuo desdoblamiento entre la existencia real y la existen-cia onírica. Incluso, en ellos, el estado preponderante es el so-nambúlico. Los mismos actos extremos de la vida, aunque materialmente realizados, son fruto del sueño: Penthesilea ase-sina y desgarra a Aquiles en estado sonambúlico, y en esta misma situación, desconociendo por consiguiente las circuns-tancias reales, la Marquesa de O concibe un hijo. El Príncipe de Homburgo, ante la inminente batalla, se halla “¡sentado al claro de luna en ese banco y trenzando en sueños, sonámbulo, la corona de su propia gloria!”.6 Para despertarlo y devolverlo a la realidad el Elector le grita: “¡Vuelve a la nada, Príncipe de Homburgo! ¡Sí, a la nada! Mañana, en el campo de batalla, nos encontraremos. ¡No se ganan los laureles soñando!”.7

Signifi cativamente, volver a la realidad Kleist lo llama “vol-ver a la nada”. Para el poeta cuando “la vida es sueño” es cuan-do el hombre alcanza la mayor medida de su ser. Mas de nuevo aquí surge el hecho de que para el romántico el sonambulismo es un acto de elección heroica, de voluntariedad. En el drama de Calderón, Segismundo es un soñador forzado, involuntario, que no tiene ninguna conciencia de su actividad. Como consi-dera Marcel Brion: “El héroe calderoniano es un falso sonám-bulo, mientras que todos los personajes de Kleist, y Kleist mismo, son seres que caminan a través del sueño, literalmente, y, por tanto, se mueven dentro de dimensiones excepcionales, sin medida común con las dimensiones del estado de vigilia”.8 Segismundo vive la vida como un sueño, mientras los personajes kleistianos, y el sonámbulo romántico en general, viven el sueño como una vida. Esta “voluntaria involuntariedad”, este elegir sumirse en la riqueza del sueño, elimina la consideración pato-lógica del sonambulismo romántico. De Kleist, Brion afi rma a este respecto: “Su exploración de las tinieblas exige tanta luci-dez —y quizás más— que el estado de vigilia, y, por extraños que sean a los ojos de los racionalistas, los estados sonambúli-cos de sus héroes… son solamente las posibilidades de otra cara del ser, el doble tenebroso del hombre de razón”.9 La pasión de Kleist por el “lado oscuro de la naturaleza” —en el que ha sido introducido por G. H. von Schubert y los “Natur-philosophen”— deriva de su desencanto ante el lado luminoso. Su obra es un diálogo, trágico, entre estos dos mundos que se debaten en el espíritu humano, el de la luz y el de las tinieblas, el consciente y el inconsciente. G

4 Albert Béguin, op. cit., p.34.5 Gérard de Nerval, Aurélia, en Oeuvres, París, Garnier, 1966, pp.

822-824.

6 Heinrich von Kleist, Prinz Friedrich von Homburg, S. W., i, p. 648.7 Heinrich von Kleist, op. cit., S. W., i, p. 649.8 Marcel Brion, “Heinrich von Kleist”, en L´Allemagne romantique,

París, Albin Michel, vol. i, p. 49.9 Marcel Brion, op. cit., p. 63.

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El héroe infausto

El excéntrico poeta del periodo romántico inglés, George Gor-don, lord Byron, tenía bastante de pretencioso. El día 3 de mayo del año 1810, decidió afrontar un reto sumamente arries-gado: el de cruzar a nado el Helesponto, el estrecho que separa Europa de Asia. De haber logrado aquella gran hazaña, no sólo hubiera podido alardear de su vigor atlético sino que, además, habría añadido su nombre al catálogo de grandes amantes de la historia. Y, lo que es más, seguramente habría escrito un poema para celebrar la enormidad de las distancias que una persona tenía que recorrer para poder dar satisfacción a sus pasiones.

Con un defecto de nacimiento en un pie, talón de Aquiles de su impactante personalidad, Byron jamás se sintió tan có-modo en tierra como se encontraba en el agua. Byron era, casi, más conocido como nadador maratoniano que como poeta. Por supuesto, fue uno de los primeros poetas en tener entrena-dor personal, el notable pugilista George Jackson, también conocido como Gentleman Jackson. A Byron, sin embargo, nunca le gustó nadar él solo. Durante sus frecuentes chapuzo-nes en el Támesis iba siempre acompañado por su fi el perro terranova, Boatswin. Para su peligroso intento de cruzar el trai-cionero Helesponto en 1810, yendo desde Sestos, en Asia, hasta Abidos, ya en la costa europea, Byron eligió como acom-pañante a un joven teniente del ejército británico de nombre Ekenhead. A pesar de que tan sólo había una milla o milla y media desde un lado hasta el otro, Byron se dio cuenta muy pronto de que nadar esa distancia en aquel estrecho podía equivaler a cuatro o cinco millas en condiciones normales, a causa de la tremenda fuerza y peligrosidad de las turbulentas corrientes que, procedentes del Mar Negro, discurrían en di-rección al Mediterráneo. Por ello, y por medio de un gesto grandioso a su entender, él uniría a nado continentes y cultu-ras, además de historia y mitología.

Lo que Byron trataba de hacer era, en realidad, reeditar el célebre ritual nocturno de Leandro para llegar hasta su amada Hero. Sin embargo, y al contrario que Leandro, Byron prefi rió nadar a la luz del día, con el fi n de que aquellos mismos dioses que habían extinguido el fuego de Hero, el mismo que servía como señal a Leandro, no salieran a escena y pusieran en peli-gro, más de lo necesario, el logro de su hazaña. Desgraciada-mente, los cálculos de Byron fallaron y tanto él como Eken-

head estuvieron a punto de tener el mismo destino que el trágico amante de la Antigüedad. En un momento dado, Eken-head comenzó a sufrir fuertes calambres. Byron, que iba unas cuantas yardas por delante de él, tuvo que retroceder para sal-var al ofi cial inglés, pero, tras lograr hacerlo, quedó completa-mente exhausto. Finalmente, ambos nadadores serían sacados del agua por un pescador que pasaba por allí, el cual debió sentirse sumamente sorprendido ante el hecho de haber en-contrado a dos ingleses agitando los brazos desesperadamente en medio del Helesponto.

Para no verse derrotado por unos simples embates de las aguas, Byron decidió recoger su aventura en un poema, “Escri-to tras nadar desde Sestos hasta Abidos”. En el poema, Byron no sólo relataba la antigua historia de Hero y Leandro —que algunos poetas como Christopher Marlowe habían celebrado como una suerte de nekusis del amante, un desgarrador trayec-to a nado sobre las aguas de la muerte— sino que, además, se describía a sí mismo como un “degenerado y moderno misera-ble” en busca de gloria:

Pero él cruzó las rápidas mareas,según la dudosa historia,para cortejar —y— Dios sabe qué más,y nadó por Amor, mientras que yo lo hice por la Gloria;

Es difícil decir a quién le fue mejor:¡Tristes mortales! ¡Así los dioses os maldigan!Él perdió su trabajo, yo mi apuesta,porque él se ahogó y yo contraje fi ebres.

Byron comprendió entonces que había emprendido su proe-za atlética simplemente por alcanzar la gloria, algo que nada tenía que ver con intentar demostrar si el verdadero Leandro había logrado, de hecho, cruzar el Helesponto a nado. La gloria engrandece al héroe. Amplía su conciencia sobre sí mismo y viene a representar la singladura del ego en pos de sus acciones. Ciertamente, la poesía de Byron es sólida, pero también da la sensación de que él fue uno de los primeros escritores de gran nivel en saber autopromocionarse en el mundo de la literatura. Byron vendía tanto sus poemas como su propia persona.

Que lo mejor de uno mismo es el ego se puede apreciar cla-ramente en una de las creaciones literarias más celebre de Byron, Don Juan. El mito del amante disoluto y bellaco, que lleva su estrafalaria y pecadora conducta más allá, incluso, de unos lími-tes que Ovidio jamás se hubiera atrevido a sobrepasar, había aparecido por primera vez, como personaje literario, en España

Contemplando nuestra imagen refl ejada en un espejo, a oscuras*Bruce Meyer

* Bruce Meyer, Héroes. Los grandes personajes del imaginario de nuestra literatura, Traducción de Ernesto Junquera, Siruela, Madrid, 2008.

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durante el siglo xvii, en una historia escrita por el dramaturgo Gabriel Téllez, más conocido literariamente como Tirso de Molina. Para cuando Byron comenzó a escribir su epopeya bufa en 1818, en Venecia, Don Juan era ya uno de los más célebres estereotipos de malo, tanto del teatro como de la ópera, siendo, incluso, protagonista del Don Giovanni de Mozart. Byron, que siempre había deseado, un tanto irónicamente, ser un auténtico bribón, anunciaba al principio del primer canto de su poema:

Quiero un héroe: un hombre insólito quiero,que cada año y mes aparezca uno nuevo, quiero,hasta que, tras saturar con cantos las gacetas,el tiempo descubra que él no es el verdadero;de los que son como ellos no me jactaré, por lo que a nuestro viejo amigo Don Juan he de acudir.Todos le hemos visto en pantomimas,siendo enviado al diablo antes de tiempo.

A continuación, Byron ofrece todo un catálogo de héroes —desde el general Wolfe, el conquistador de Québec, hasta el caído almirante de la batalla de Trafalgar, lord Nelson y los líderes de la Revolución Francesa— sobre cada uno de los cua-les declara que “no cuadran en mi poema”. Lo que tiene Don Juan, y a los demás les falta, es una especie de atractivo sexual de carácter heroico, una suerte de encanto sombrío que fascina a todo el mundo. Sin embargo, tras la actitud satírica del poe-

ma hacia los héroes que se dejan llevar por sus deseos persona-les, subyace un personaje mucho más misterioso y profundo que intenta quebrantar tabúes y atravesar barreras sociales, todo ello con el ánimo de apagar esa sed de autosatisfacción que, obligado por su ego, padece y que apunta, con dedo acu-sador, hacia las costumbre de una sociedad desinhibida. Don Juan es, pues, seudónimo de libido.

En el decimoséptimo canto del poema, Byron admite que el mundo interior de don Juan es un campo de batalla en el que el bien y el mal luchan encarnizadamente —una suerte de tie-rra de nadie de naturaleza escatológica—, pero donde el mal va venciendo. El mismo don Juan se defi ne a sí mismo como una serie de apariencias superfi ciales que enmascaran una realidad muy diferente, tanto emocional como psíquicamente; es una caja de Pandora de emociones entremezcladas, un potencial y peligro guerrero vikingo a la espera de poder dar rienda suelta a sus inquietudes.

Moderado soy, aunque jamás tuve mesura;modesto soy pero con cierta seguridad en mí;también mudable, aunque, de alguna forma, idem semper,paciente, pero no enamorado del aguante;alegre, aunque, a veces, más proclive al quejido;apacible, si bien, a menudo una suerte de Hercules furens:Por ello casi pienso que de la misma pielen lugar de uno se pueden sacar dos o tres.

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La referencia a Hercules furens está tomada de la tragedia de Eurípides, Hércules, en la que se narra la historia de cómo el hijo de Zeus fue arrastrado a la locura por las Furias. Byron es cons-ciente de que Hercules furens es una clave que sirve para deno-minar a una personalidad que ha sido llevada a la perdición por fuerzas ocultas sobre las que no tiene control alguno, fuerzas capaces de desencadenar la terrible furia que tienen soterrada en ellas. Don Juan sabe que es un hombre complejo y es esta complejidad, precisamente, lo que más admira Byron de su ca-rácter. Byron es consciente de que don Juan no es, simplemen-te, un personaje característico del romanticismo a quien exaspe-ran los límites que le imponen unas normas sociales heredadas del pasado o, incluso, una metáfora del propio poeta que lo ha creado; en consecuencia, decide estudiar mucho más profunda-mente el interior de esta heroica personalidad. Y lo que encuen-tra es que en la raíz de dicha identidad se halla un ego totalmen-te decidido a no servir a nadie que no sea él mismo. Siempre habrá quien pueda aducir que Byron no es sino un producto de su tiempo, de una época que descubrió el poder del individua-lismo. Pero la libertad va siempre acompañada de la responsa-bilidad y Byron era demasiado consciente de que una persona-lidad desenfrenada y tan rica en posibilidades podía ser tan creativa como resultar misteriosamente destructiva.

En lo que suponía, prácticamente, un comentario sobre el pe-riodo romántico en general, una época que defendía la investiga-ción intelectual de la revolución, de las invenciones y de la libertad sin freno, Byron especulaba sobre hacia dónde podría conducir dicha investigación de posibilidades. En efecto, en el canto deci-mocuarto, Byron permite que el lector sepa que su protagonista es un individuo insólito —más inusitado aún que la verdad— y que, al examinar las acciones e ideas de este héroe infausto y som-brío, el lector debe escudriñar más allá de lo que conoce. El héroe infausto es, pues, la antesala de lo desconocido:

Es extraño, pero cierto; porque la verdad es siempre extraña;más extraña que la fi cción: si pudiera ser dicha,¡cuánto ganarían las novelas con el cambio!¡Qué diferente el hombre vería el mundo!¡Cuán a menudo vicio y virtud intercambiarían su lugar!El nuevo mundo nada tendría que ver con el viejo,si algún Colón de los mares de la moralidadmostrara a la especie humana las antípodas de sus almas.

En este canto evoca, asimismo, toda una antología de perso-najes tentadores de algunas grandes obras del pasado, incluyen-do al pícaro navegante Odiseo, el del Canto xxiv del Infi erno de Dante, quien se atreve a romper el tabú de vivir la muerte en vida y navega hasta el mismo umbral del monte Purgatorio, la puerta de entrada al paraíso, allá en los confi nes más remotos del mundo. Pero Byron tenía algo más en mente. Quizás como él mismo sugería, el mundo está también en el interior de la persona, y en esa geografía interior moran lugares, ideas y ex-periencias que, acaso, no deberíamos visitar. Ir o no ir; ésa es la cuestión. El debate resultante es una batalla entre la virtud y el vicio y, en último término, entre el bien y el mal.

Para su época, don Juan es un tipo de héroe nuevo, el héroe infausto. Los héroes sombríos como él son producto de la re-fl exión, no sobre el mundo real, sino acerca del mundo interior, de la identidad y del ego que subyacen bajo la delgada pátina de convenciones sociales burguesas como la ley, la moral, la reli-gión e, incluso, el arte. Dicha clase de héroes son una especie de advenedizos que fascinan a los lectores porque desafían todas esas convenciones y viven unas vidas tan misteriosas y tan per-turbadoramente disonantes que vienen a ser como profundos pozos que nos impiden refl exionar sobre el mundo familiar.

La naturaleza potencialmente volátil del héroe infausto es, sin duda, parte de su gran atractivo. G

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Los griegos de la época arcaica consideraban la existencia de unos seres intermediarios entre los dioses y los hombres a los que denominaron semidioses —hemítheoi—, según lo testimo-nian Homero (Ilíada, xii 22) y Hesíodo (Erga, 159).

En la época clásica —es decir, en el s. v a. C.— subsiste tal división según nos testimonia el poeta Píndaro, quien en una de sus Olímpicas (ii 1) habla de dioses, héroes y hombres; pocas décadas más tarde, Platón —en su diálogo Cratilo (379c ss.)— añade una nueva categoría de seres ya que distingue dioses, démones o demonios, héroes y hombres.

Respecto del término griego héros, el Dictionnaire étymologi-que de la langue grecque de P. Chantraine (París, 1970, p. 417) refi ere que esta palabra, que indiscriminadamente traducimos por la moderna voz héroe, en época homérica era un término de politesse con que se denominaba a determinados personajes singulares, sin importar cuál fuera su rango; destaca también que a partir del poeta Hesíodo esta voz comporta una signifi -cación religiosa, entendida en el sentido de ‘semidiós’ o bien de ‘dios local’. Esta carga semántica procede del culto a un ser humano al que —tras su muerte— se lo diviniza a causa de la nobleza de su proceder y, por lo cual, pasa a ser héroe de una región o comarca determinada.

Por último, la palabra héroe se aplica también a un conjunto preciso de muertos que en vida se han destacado a causa de su areté ‘excelencia, virtud’ y que, sin llegar a ser divinizados, el imaginario de los antiguos los sitúa en una posición suprahuma-na. Conviene, además, insistir en que en todos los casos se trata de un término de respeto y, en cierta medida, de veneración.

También advierte Chantraine que el culto de los héroes en el marco de la cultura greco-latina es muy antiguo ya que está atestiguado en la lengua micénica, lo que signifi ca retrotraerlo a los siglos xvi a xi a. C., dado que el fl orecimiento de esta ci-vilización tuvo lugar en el período del bronce reciente.

En cuanto a la signifi cación de esta voz aclara que no hay que vincularla con la posterior palabra latina seruare —como por lo general se lo hace—,1 sino que habría que relacionarla con el tér-mino Héra, con el que los griegos designaban a la esposa de Zeus.

Con el correr del tiempo la palabra héroe adquirió un sen-tido más amplio y sirvió también para designar a determinado tipo de mortales; en ese sentido los antiguos tuvieron al héroe por lo más sublime del hombre griego. Al respecto Aristóteles (Política, vii 1332b) sostiene que los héroes eran, tanto física como moralmente, superiores a los hombres; empero, cabe referir que esta aseveración es discutible si se tiene en cuenta que la natu-raleza del héroe es compleja, dado que también encontramos en ella aspectos grotescos, salvajes, violentos e incluso sangui-narios, que poco tienen que ver con el citado ideal del hombre griego. Por esa circunstancia el héroe trágico no invita a que se lo imite sino, antes bien, a la repulsa, y a causa de su soberbia o desmesura —que los griegos denominaron hýbris— su casti-go está visto precisamente como la lección por su osadía.

No obstante esas consideraciones negativas, es innegable que el héroe trágico es uno de los tipos o cánones ideales concebidos por el pensamiento helénico “que mejor expresan su espíritu y que mayor proyección han alcanzado históricamente”, tal como señala R. Adradps (El héroe trágico y el fi lósofo platónico, p. ii).

Otra de las interpretaciones propuestas respecto del héroe trágico es la que lo siente como a un hombre superior —tal como hemos referido en la visión aristotélica— pero con un defecto, error o imperfección que lo lleva inexorablemente a su ruina. El estoicismo, que en la antigüedad profundizó la idea de culpa moral, y más tarde el cristianismo con su noción de peca-do, convirtieron la antigua hamartía ‘error trágico’ —las más de las veces infl igido por una deidad— propia del héroe, en su culpa objetiva y por la que necesariamente debía ser castigado.

En el mundo latino la palabra heros, calcada sobre la griega, no aparece sino tardíamente y también con nuestro sentido de héroe o semidiós, tal como lo vemos en Cicerón (De Orat., ii 194) o en Virgilio (Buc., iv 16; En., vi 103); para aludir a un hombre célebre, en cambio, la utiliza el mismo Cicerón en Att., i 17, 9.

Dionisio de Halicarnaso, historiador griego que vivió en Roma en el siglo i a.C., al incorporar en su Historia antigua de Roma la vieja noción latina de lares ‘divinidades protectoras, almas de los antiguos difuntos’, la traduce por héroes (iv 14, 3), que no es su equivalente exacto, dado que los romanos del periodo clásico no reconocían más que dioses y hombres —no teniendo en cuenta esa suerte de ser intermedio que es el héroe, según lo concebían los griegos—. Con la referencia del histo-riador De Halicarnaso vemos que la idea de héroe a la manera helénica penetra en la cultura latina en la época augustal y no sin cierto fundamento político.

Al respecto cabe referir el importante papel que puede ha-

El mito del Héroe en la antigüedad clásica*Hugo Francisco Bauzá

* Hugo Francisco Bauzá, El mito del héroe. Morfología y semántica de la fi gura heroica. fce, Buenos Aires, 2007.

1 Ad hoc cf. E. Boisacq (Dictionnaire étimologique de la lengue grecque, Heidelberg-París, 1938, s.u., heros, pp. 329/330) quien agrega que el primer sentido de heros es el de “protector”, debido a su vinculo con seruare; de igual modo H. Frisk relaciona la voz de heros con seruare y consigna también el término hera como femenino del anterior (Grie-chisches etymologisches Wörterbuch, Heidelberg, 1960, pp. 644/645).

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ber desempeñado en Bucólica V de Virgilio. En tal composición el poeta canta la muerte y la posterior apoteosis o transfi gura-ción del mítico pastor Dafnis —un semidiós siciliano, hijo de Hermes y de una ninfa—. Dafnis, tras su muerte, asciende —se-gún la lente poética de Virgilio— transfi gurado hasta el Olimpo donde deviene una suerte de numen protector de los pastores. Los exegetas virgilianos han querido ver, detrás de la fi gura de esta deidad pastoril, la divinización de Julio César, asesinado en las Idus de marzo del 44 a.C. y transportado a los cielos, según la interpretación simbólica ofrecida por los arúspices y otros sa-cerdotes adivinatorios al explicar el cometa que surcó el fi rma-mento un año después de la muerte del dictador —y precisa-

mente cuando se celebran ritos fúnebres en su homenaje—, como la catasterización de éste, es decir, su transformación en astro. Esta lectura —sin lugar a dudas, una simple maniobra política— fue ideológicamente aprovechada por su sobrino nie-to, y heredero ofi cial, Julio César Octaviano —el futuro Augus-to— que se valió del pretendido endiosamiento de su tío para consolidar su poder. En todo ese proceso político-ideológico, pero que por fuerza de la poesía se transforma en mítico-simbó-lico, pesa en la lente de Virgilio la idea de concebir a Julio César como un héroe, que es lo que en este caso nos interesa destacar.

En la confi rmación de la categoría heroica se aprecian, natu-ralmente, la citada infl uencia del helenismo y la noción latina de

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Genius, es decir, del dios particular de cada individuo, que velaba por él desde su nacimiento y que, por cierto, desparecía con él.

R. Schilling (en “Genius et Ange”, pp. 425/27) explica que por razones historico-políticas la idea de Genius adquirió en Roma otras connotaciones a partir de las divinizaciones del Genius Vrbis Romae ‘el Genio de la Ciudad de Roma’, del Ge-nius populi Romani ‘el Genio del pueblo romano’ y, muy espe-cialmente, de la del Genius Augusti ‘el Genio de Augusto’. En ese aspecto y en cuanto al sentido político de la divinización augustal P. Zanker acaba de demostrar, en su Augusto y el poder de las imágenes, cómo en la época augustal el arte, la religión y las costumbres estuvieron políticamente orientados hacia la consolidación de la ideología y el poder del Principado.

En la mentalidad de los antiguos los héroes pertenecen al pasado, pero por el solo hecho de haber tenido actitudes y conductas sobresalientes, estos seres singulares han adquirido una categoría que vale por siempre, y escapan, en consecuen-cia, del plano de lo cronológico, y de ese modo el héroe se ads-cribe a la intemporalidad del mito.

El aspecto mortal

En un primer momento los héroes fueron tenidos por hijos de una divinidad y de un ser mortal, y debido a esa singular genea-logía, los antiguos veían en ellos una suerte de naturaleza mixta.

Si bien eran superiores al común de los mortales, al igual que éstos, estaban privados de la inmortalidad a causa precisa-

mente de la “porción” humana de su naturaleza y en ese as-pecto eran diferentes de los dioses, que eran inmortales. El término mákares ‘bienaventurados’ aplicado a las divinidades (Iliada i 339) o la forma sustantiva de hoy mákares ‘los bien-aventurados’ con que Homero (Odisea x 229) designa a los dioses —en oposición a los mortales que son desventurados precisamente por estar condenados a morir—, relaciona bienaventuranza con inmortalidad y, contrariamente, infor-tunio con muerte; la distinción mortal/inmortal es, en suma, el límite que separa a los hombres de los dioses. (En cuanto a los humanos el no saber lo que hay detrás de la muerte y lo imprevisible de su vida los sume en una desazón que les im-pide gozar de la bienaventuranza de la que disfrutan las dei-dades.) Esa circunstancia, de perfi les existencialistas avant la lettre y que constituye un lugar común del pensamiento grie-go, es la que apreciamos en los versos de un lírico griego ar-caico —Mimnermo de Colofón— que transcribimos en la lograda versión que Juan Ferraté incluye en su antología de Líricos griegos arcaicos:

“Nosotros, como las hojas que fl otan al tiempo fl oridode primavera y que cunden de súbito al sol,

igual, de la fl or de la edad disfrutamos lo poco que alcanzaun palmo, sin saber nada del mal ni del bien

que guardaron los dioses; las negras Kéres nos cuidan, que rigenel plazo, una, de la afl igida vejez

y el de la muerte, la otra; y no duran de joven los frutosmás que cuanto en la tierra derrámase el sol” (ii 1/8). G

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Las faltas de Heracles

Ciertas razones, que parecen seguir siendo buenas, se dieron en 1956 para considerar la vida de Heracles, igual que la de Starkađr-Starcatherus, no como la acumulación enorme y fortuita de leyendas particulares en la que cada una, indepen-diente y completa en sí misma, habría vinculado la hazaña de un Hombre Fuerte a una ciudad, a una provincia, a un lago o a un bosque, sino ante todo como una estructura cuyo diseño general es simple y que sólo ha servido de marco —pues la ri-queza atrae a la riqueza— a gran cantidad de leyendas, locales o de otro tipo, referentes al Hombre Fuerte.1

Este marco general es el de “los tres pecados del héroe”, y he recordado al lector, al comienzo de este ensayo, cuáles son estos pecados, cometidos cada uno contra el principio de una de las tres funciones indoeuropeas:2 desde la publicación de mi libro Aspects de la fonction guerrière, el expediente no ha cambia-do. Heracles realiza sus hazañas en tres grupos, cada uno de ellos concluido con el “pecado funcional” y la sanción o la consecuencia correspondiente, la cual afecta al héroe en su razón, luego en su salud física y por último acaba con su vida; por otra parte, estas sanciones no son acumulativas y las dos primeras dejan de surtir efecto cuando se ha cumplido una expiación satisfactoria. Los intervalos que ocupan las hazañas se distribuyen así: uno se extiende desde el nacimiento del hé-roe hasta su vacilación ante la orden de Zeus, y tiene como sanción la locura; el segundo va desde esta desobediencia hasta el desleal asesinato de un enemigo tomado por sorpresa, y tie-ne como castigo la enfermedad física; el tercero va desde este asesinato hasta el adulterio escandaloso, y tiene como conse-cuencia la quemadura incurable y la muerte voluntaria. En el interior del primero de estos tres grupos aparece, como un subgrupo, el conjunto de los diez o 12 grandes Trabajos, subgrupo que a su vez ha servido para derivar tareas secunda-rias, y que constituye la única estructura parcial que es posible determinar en el gran marco. En cuanto a los pecados, la bio-grafía de Heracles presenta más de una acción que nos inclina-ríamos a califi car de pecado, incluso en términos griegos, pero

el hecho es que sólo esas tres acciones han sido tomadas en cuenta por los dioses y han tenido en el culpable una infl uencia destructora.

La analogía con los tres pecados de Starcatherus va acom-pañada de otros encuentros en la trayectoria de ambos héroes. Los principales se han señalado en 1956, pero tomar en consi-deración a Śiupāla pone de manifi esto toda su importancia. Estos encuentros se refi eren, por una parte, al nacimiento del héroe, con el lugar que resulta para él en la estructura de las tres funciones, y sobre todo con las relaciones opuestas que establece entre él y dos divinidades rivales; por la otra, su muerte.

Hera, Atenea y Heracles

El nacimiento de Heracles

[Diódoro de Sicilia, iv, 9, 2-3, después de recordarnos que el héroe, por ambas partes, “debe su nacimiento al más grande de los dioses”, Zeus, su padre, y que su madre, Alcmena, descien-de de Perseo, hijo de Zeus y de Dánae, prosigue]:

2. Su valor no sólo brilló en sus actos, sino incluso desde antes de su nacimiento. En efecto, en su unión con Alcmena, Zeus triplicó la duración de la noche (triplasíon tÉn núkta poiÊsai) y, por la cantidad de tiempo que tardó en engendrarlo (tÛ plɆei toû

pròß tÈn paidopoiían änalw†éntoß jrónou), anunció el exceso de fuerza del niño que iba a nacer (proshmÊnai tÈn Õper∫olÉn

tÊß toû gennh†hsoménou ŸÓmhß).3. Zeus no actúa así por concupiscencia, sino pensando en la pro-creación (tÊß paidopoiíaß járin) y, sabiendo que no podría ven-cer la virtud de Alcmena (swfrosúnh), se volvió enteramente semejante a Anfi trión.

Por tanto, Heracles no es un monstruo ni un gigante… aunque no hayan faltado las especulaciones sobre su talla más que humana; pero, como Starcatherus, tiene en sí cierto exceso (Õper∫olÉ), el exceso de fuerza en relación con los demás hombres, que resulta de una forma atenuada de triplicidad: Zeus ha tardado tres noches en engendrarlo, gastando en ello una cantidad de semen que, hasta para un dios, parece haber sido considerable.

Heracles*Georges Dumézil

Georges Dumézil, Mito y epopeya. II. Tipos épicos indoeuropeos: un héroe, un brujo, un rey, Traducción de Sergio René Madero Báez, fce, México, 1996.

1 Heur et malheur du guerrier, pp. 89-90. Para la sistematización de la Biblioteca del seudo-Apolodoro (ii, 4, 8-7,7), véase ibid., p. 94, n. 1.

2 Véase supra, pp. 19-23.

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El lugar de Heracles en cuanto a la primera y segunda funciones, y sobre todo en relación con las dos diosas que presiden estas funciones (Diódoro, IV, 9, 4-8)

4. Cuando llegó el término que asigna la naturaleza a las mujeres encintas, Zeus, pensando sólo en el nacimiento de Heracles, anun-ció en presencia de todos los dioses que al hijo que le nacería ese día lo haría rey (poiÊsai basiléa) de los perseidas. Pero Hera estaba celosa (zhlotupoûsan) y, con la ayuda de Eïleí†uia, sus-pendió los dolores de Alcmena e hizo que Euristeo naciera antes de término.

5. Así se frustraron los planes de Zeus. En consecuencia, quiso a la vez cumplir su promesa y asegurar de antemano la gloria (ëpi-

faneía) de Heracles. Por ello, se dice, convenció a Hera para que aceptara el siguiente compromiso: Euristeo sería rey, según Zeus había prometido, pero Heracles, a las órdenes permanentes de Euristeo, cumpliría doce trabajos que éste le ordenaría y, después de haberlos terminado, obtendría la inmortalidad (basiléa mèn

Õpárxai katà tÈn ïdían Õpósjesin Eürus†éa, tòn d\ Hrakléa

tetagménon Õpò tòn Eürus†éa telésai dÓdeka <†louß o«ß $n

Eürus†eùß prostáx˙, kaì toûto práxanta tujeîn tÊß

ä†anasíaß).6. Cuando Alcmena dio a luz, tuvo miedo de los celos (zhlotu-

pían) de Hera y dejó al recién nacido en el lugar que todavía hoy se llama, en honor del héroe, “la llanura de Heracles”.

7. En ese momento pasó por ahí Atenea en compañía de Hera (ka†\ øn dÈ jrónon ¨A†hnâ metà tÊß ™Hraß prosioûsa) y, al admirar la apariencia física del niño (†aumásasa toû paidíou

tÈn fúsin), persuadió a Hera de que le diera el pecho (sunépeise

tÈn ™Hran tÈn †hlÉn Õposjeîn). Pero el niño tiró del seno con gran fuerza, mucha mayor de la que su edad hubiera permitido suponer, y, adolorida, Hera lo rechazó (Ñ mèn ™Hra dialgÉsasa

tò bréfoß °ÿŸyen). Entonces Atenea lo tomó en brazos y se lo llevó a la madre (Alcmena), y le dijo que lo alimentara (¨A†hnâ dè

komísasa aütò pròß tÈn mhtéra tréfein parekeleúsato).8. Parece extraordinaria esta inesperada reversión de las situacio-

nes (tò tÊß peripeteíaß parádoxon); la madre, que debía amar a su propio hijo (stérgein öfeílousa), lo rechaza, y la que le tenía odio de madrastra lo salva, pues no reconoce a aquel que por su natura-leza era su enemigo (di\ <gnoian °swze tò tÎ fúsei polémion).

Y nos son bien conocidas las variadas formas que toman, sobre todo durante la juventud de Heracles, la animosidad de Hera y la solicitud de Atenea. Si seguimos a la letra el texto de Diódoro de Sicilia, es Hera la que envía a los dos dragones que el niño asfi xia en su cuna, con lo que, según se dice, ganóse su nombre heroico: “El que debe su gloria (kléoß) a Hera” (10, 1); también es Hera quien lo castiga con la locura porque él vacila demasiado tiempo antes de entrar al servicio de Euristeo (11, 1). Cuando varios dioses arman y proveen de equipo a Heracles, Atenea es la que le hace el primer regalo, un peplo (14, 3). Más tarde, según la Biblioteca del seudo-Apolodoro, es a ella, sin duda como a su más confi able amiga, a la que Hera-cles da las manzanas de las Hespérides, que la diosa vuelve a colocar inmediatamente en su lugar (ii, 5, ii).

Las dos diosas tienen a todas luces aquí el valor diferencial que también les atribuye la leyenda del juicio de Paris:3 Hera

es la soberana, cuya máxima preocupación consiste en apartar del trono al hijo de Alcmena y reducirlo —tal es el sentido del compromiso que ella acepta— al papel de campeón del rey, como súbdito obediente de éste. Atenea toma de inmediato bajo su protección al futuro héroe, lo salva cuando no es sino un bebé abandonado, vigila que esté bien provisto de lo que le hace falta y lo sigue discretamente en sus trabajos. Ambas dio-sas, ciertamente, no se combaten la una a la otra; incluso se pasean juntas, pero sus buenas relaciones se dan sólo en lo ex-terior; no se trata ya de la alianza que las había unido, en la leyenda del príncipe pastor Paris, por su común hostilidad hacia Afrodita; ahora juegan a juegos contrarios, y la virgen Atenea no vacila en engañar a Hera al hacer que nutra con su seno al hijo que la timorata Alcmena ha abandonado en el campo. Esta escena de la diosa que salva y da el pecho al niño al que en seguida perseguirá, y que lo primero que hace es morderla, recuerda, funcionalmente, las relaciones, primero ambiguas, de Śiupāla con Krsna: colocado en el regazo del dios, el pequeño monstruo recibe la forma humana y es salva-do; pero al mismo tiempo se formula el programa de una pro-longada hostilidad.

En cuanto a la actitud del héroe respecto de las dos funcio-nes superiores —la realeza de la que se le ha apartado, y los “Trabajos”, es decir, esencialmente los combates a los que se le ha condenado—, resulta más dramática que la de Starkađr-Starcatherus, el cual, nacido lejos del trono, se dedica —salvo los tres pecados cometidos contra los reyes— a servir ostensi-blemente a sus soberanos. La actitud de Heracles también es más patética que la de Śiupāla, rey que por propia voluntad se convierte en generalísimo de otro rey. El primer pecado de Heracles consiste precisamente en vacilar, pese a la orden de Zeus y no obstante la advertencia del oráculo de Delfos, en convertirse en el campeón del rey Euristeo: lo juzga, y se sabe superior a él. Pero después de la primera sanción, se somete, va a buscar al rey y recibe sus órdenes, prostágmata, no sin gozar a veces de la amarga satisfacción que le da el espectáculo de su mediocre amo: las pinturas de vasos han popularizado la escena en que el héroe lleva al rey el jabalí de Erimanto; lleva en hombros al jabalí vivo; presa de miedo, el rey se esconde en un tonel (fo∫h†eìß °kruyen Ãautòn eïß jalkoûn píqon; Dió-doro, 4, 12, 2). Pero jamás, ni antes ni durante la larga carga de los trabajos, ni después de ella, pone una mano en el rey ni trata de remplazarlo; y nunca, en todos los recorridos que hace enderezando tantos entuertos y castigando a tantos malvados, entre éstos a reyes, piensa siquiera en convertirse en rey; pres-ta servicios, si es preciso impone a reyes, a veces recibe el premio de los benefi ciarios, y luego se va.

El fi n de Heracles; Heracles y Hera

La muerte de Heracles; Hera reconciliada (Diódoro, 4, 38, 3-5; 39, 2-3)

Después del adulterio, Heracles cae en la trampa de la túnica empapada en la sangre de Neso. Enterada de la pasión de su marido por Iole, Deyanira se acordó del regalo que le había hecho el centauro moribundo. ¿No le había dicho que, si su marido alguna vez la descuidaba, bastaba para reavivar su pa-sión con que ella le pusiera una túnica frotada con la sangre del centauro? Ella ignoraba que en la sangre de ese centauro había 3 Mythe et épopée, I, pp. 580-586.

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quedado el veneno de la fl echa con la que Hércules lo había atravesado. Por tanto, envió a Heracles la túnica que ella creía empapada de un fi ltro de amor, la túnica especial para los días de sacrifi cios. Heracles se la puso. Reactivado por el calor del cuerpo, el veneno empezó a devorarlo. Presa de dolores cre-cientes e intolerables, el héroe envió a dos de sus compañeros a que consultaran por tercera vez al oráculo de Delfos, y Apo-lo respondió: “Que lleven a Heracles al monte Eta, con todo su atuendo guerrero, y que se prepare cerca de él una gran pira; en cuanto a lo demás, Zeus proveerá”.

4. Iolaos y sus compañeros llevaron a cabo los preparativos así ordenados y se retiraron a cierta distancia para presenciar el acon-tecimiento. Entonces Heracles subió a la pira y pidió a un asisten-te, luego a otro, y luego al tercero, que le prendieran fuego. Nin-guno se atrevió a obedecer, excepto Filoctetes. Heracles lo recompensó regalándole su arco y sus fl echas, y el joven encendió la hoguera. Pero al instante cayó del cielo un rayo, y de inmediato la pira fue consumida.

5. Iolaos y sus compañeros buscaron por todas partes los hue-sos de Heracles; no encontraron ni uno solo. Concluyeron que, de

conformidad con los oráculos, Heracles había pasado del mundo de los hombres al mundo de los dioses […].

Después de dar algunas indicaciones sobre el establecimiento de los primeros cultos a Heracles (39, 1), Diódoro nos lleva a co-nocer los secretos del Olimpo.

2. Debemos añadir a nuestro relato que, después de que Hera-cles se convirtió en dios (metà tÈn äpo†éwsin aütoû), Zeus persuadió a Hera para que lo adoptara como hijo (uñopoiÉsas†ai) y para que le profesara, en lo sucesivo y para siempre, los buenos sentimientos de una madre. La adopción se llevó a cabo como si hubiera sido un parto. Hera subió a su lecho, estrechó contra ella a Heracles y lo dejó caer al suelo a través de sus vestidos, simulan-do un verdadero nacimiento […].

3. Después de la adopción, según los mitólogos, Hera le dio a Heracles, en matrimonio, a Hebe. De ahí estos versos de la Nekuia:

“Lo cual no es sino una apariencia, pues él pasa el tiempo di-virtiéndose en fi estas, entre los dioses, y posee a Hebe, la de los bellos tobillos.” G

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La erudición (no la pretensión de ser erudito) arroja preguntas y certezas; ilu-mina. Dichas certezas nacen de una ob-servación aguda, de una intuición que a fuerza de buscarse en los textos de los otros acaba por dialogar con ellos y por incorporarse en los testimonios de la búsqueda del conocimiento. Mientras que la pretensión abre infi nitas posibili-dades de relacionar los conceptos que motivan su disertación (infi nitas por fa-tuas, irrelevantes o gratuitas), la erudi-ción arroja preguntas y también contri-buye a conocer más sobre su objeto de estudio ofreciendo marcos de referencia. Sin arrogancia, sin poner un punto fi nal en el asunto, el ensayista nos deja ver en su trabajo un descubrimiento, no su gran capacidad para acumular citas y ci-tas textuales.

El ensayo literario va de la mano del ensayo fi losófi co. Se suele decir que el ensayo fi losófi co busca una verdad y el literario, la repele; que el primero tiene un rigor y un sistema mientras que el se-gundo es una libre asociación de ideas en torno a algún tema. Ambas suposiciones son difíciles de sostener por mucho tiem-po si atendemos a lo más simple: un en-sayo deja ver en su factura la presencia o ausencia de rigor, de método, de hipóte-sis y sobre todo, de conclusiones. Cuando un escrito, so pretexto de hablar de litera-tura, nos presenta una libre asociación de ideas, elude cualquier tesis y carece de conclusiones, no es un ensayo. Si bien las conclusiones a que llega un ensayo litera-rio son de un orden distinto al fi losófi co, éste no está exento del rigor ni de la ca-balidad de la exposición de lo que trata.

El artesano de la verdad (Taller Dito-ria, Conaculta: 2008) de Marco Perilli recorre en su brevedad un cosmos litera-rio. Lleva al lector a una disquisición entretenida y erudita —normalmente van de la mano— sobre ciertos vínculos

entre la imagen y la palabra. A través de una lectura atenta de textos tan diversos como La Ilíada, El Quijote, La Divina Comedia, Crimen y castigo o En busca del tiempo perdido, este libro nos presenta la relación que hay entre la imagen y la palabra en la literatura. El título del en-sayo obedece a un comentario de Calís-trato, en el marco de una refl exión en torno a la mímesis del arte con respecto de la realidad:

Así, Escopas, a pesar de esculpir fi gu-ras sin vida, era un artesano de la verdad y operaba prodigios en cuerpos de mate-ria inanimada; mientras que a Demóste-nes, que modelaba imágenes con pala-bras, poco le faltó para mostrar de modo visible las formas creadas por las pala-bras, a base de mezclar las recetas de su arte con los productos de la mente y la inteligencia (27)

Marco Perilli atiende a los procesos que llevan a la palabra a construir imá-genes —entendiendo por imagen una visión y no una abstracción sinestésica, es decir auditiva, olfativa, etcétera ade-más de lo visual— cuyos resultados nos cautivan como lectores. Al hablar del carácter visual que logra la palabra al describir el proceso de metamorfosis de un personaje, Perilli compara la técnica de tres autores de épocas diversas: Kafka en su Metamorfosis, Ovidio en su obra más conocida y fi nalmente un pasaje de la Divina Comedia de Dante, aquel en que dos ladrones (un hombre y una ser-piente) habrán de intercambiar sus natu-ralezas por toda la eternidad. Resalta la precisión del tratamiento que de este recurso hace Dante, ya que es el único de estos tres ejemplos donde de hecho la palabra describe la mutación de los seres y no se limita a informarnos de ella como un hecho terminado.

Perilli imagina un probable guión de cine que describiría una escena de Cri-

men y castigo de Dostoyevski, al hacerlo nos ofrece un reconocimiento de la práctica visual que tenemos como lecto-res actualmente. Es decir, leer la litera-tura anterior al cine y a otros medios audiovisuales presupone un tipo de prác-tica en la manera en que la palabra evoca una serie de imágenes en nosotros. El autor sostiene que la técnica de secuen-cia de planos cinematográfi cos preexiste a la invención del cine en cierto sentido: “La lectura no se deja reprimir por usan-zas estancadas de una forma: ya Homero escribía cine, Ovidio fue un Disney de los dioses, y ¿cuál director no ha soñado con ser un Dostoyevski?” (43) Con este ejemplo el ensayista nos lleva a refl exio-nar más allá de las relaciones directas que hay entre el movimiento plasmado en una pantalla y el que es descrito con palabras; abarca el tema de la potencia temporal que reside en las palabras al expresar movimiento o al describir una imagen. La precisión narrativa (un nú-mero de pasos recorridos, un lapso de tiempo defi nido en términos vagos) con-lleva su propio germen de secuencia cronológica con un sentido propio, un sentido que sin ser cinematográfi co se le parece en tanto que el lector acepta un acuerdo tácito de convertir las mencio-nes temporales de un texto en aprehen-siones que den coherencia y sustento a las acciones descritas.

Ningún lector de Crimen y castigo detendría diez minutos la lectura espe-rando a que Raskolnikov tome por fi n la decisión de tumbarse en el sofá… no obstante, el modo de empleo de la ima-gen, y su tiempo, su presión del tiempo, produce en la palabra el compromiso con la puntualidad. El montador, profe-sional del cine, corta y pega tiritas de cinta; el lector utiliza repentinas tijeras mentales para editar la historia, su pulso es infalible (42).

Radiografías de la palabraGerardo Piña

Marco Perilli, El artesano de la verdad, Taller Ditoria/Conaculta, México, 2008

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Las puntualizaciones del autor al analizar distintos textos nos acercan a varios de los sentidos que a veces obvia-mos de las palabras durante la lectura o a recordar sus limitaciones naturales. Es decir, al describir un objeto inexis-tente, éste sólo existe en el lenguaje y no como objeto. Si el caso es evidente, el resultado no resulta tan sorpresivo como en el ejemplo de Aristóteles que cita el autor: el término ciervo-cabrío. “Lo que signifi ca ciervo-cabrío es puro nombre, es cosa nombrada, imagen”, dice Perilli. Sin embargo añade algo que tiene que ver con nuestra manera cotidiana de comunicación, con el uso de sentidos que damos por absolutos y verdaderos no sólo desde la enuncia-ción del discurso sino desde la herencia

misma de una lengua y nuestra confi an-za en que el escucha o lector comparte este mismo código sin variantes. “La cosa [ciervo-cabrío] en sí, no existe, se consuma en el lenguaje; y el lenguaje, afi rmativo, se le escapa a lo absoluto y, a la hora de escaparse, lo expresa y lo convierte en tiempo” (57). Al hablar de la palabra en relación con el tiempo es casi imposible no entrar al mundo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, la gran novela sobre el tiempo y la memoria. Perilli aborda algunos pa-sajes en donde vemos la precisión de imagen con que dota a la palabra Proust, paradójicamente, al afi nar su indeter-minación de lugares o referentes com-parativos.

De esta manera la imagen, su carácter

polisémico, así como sus posibilidades referenciales de tiempo y espacio en re-lación con la palabra que la construye quedan expuestas en este ensayo bajo el tono de la mesura y la síntesis. En El artesano de la verdad, el logos y la imago se complementan, se retraen y sobre todo se buscan en la literatura como si fueran dos formas del Narciso (una el refl ejo; la otra, el proceso de aprehen-sión del refl ejo). Este ensayo, a un tiem-po erudito y sencillo, ilumina ciertos umbrales entre la enunciación y la re-presentación del discurso literario; lo hace con inteligencia y claridad, encierra en sí mismo un microcosmos de aquello que le ocupa: la riqueza del lenguaje, sus matices, su fuerza creadora de imágenes perdurables. G