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XVII. Los fundamentos de una ética universal 1. La necesidad de reconocer todos los motivos pertinentes Los fenómenos de la naturaleza inorgánica, y más aún los de la vida, son tan complejos que la mente humana difícilmente puede pensar en ellos sin simplificarlos. Nos gusta asignarle a ca- da evento una sola causa, olvidando convenien- temente que prácticamente nada sucede si no es por una multitud de circunstancias, y que nuestra llamada "causa" es meramente el último, o el más visible o el más inconstante, de los factores que contribuyen a que suceda. Tenemos así, por ejemplo, el hábito de decir que las mareas son causadas por la luna, pasando por alto la gran in- fluencia del sol sobre ellas. Con respecto a los fenómenos vitales, espe- cialmente, nuestro empedernido hábito de asig- narle a cada evento una única causa nos lleva a pensar vaga y descuidadamente. Frecuentemente nos equivocaríamos si intentáramos poner en co- rrelación el florecimiento de un árbol únicamen- te con cambios en la temperatura, sin prestar atención a influencias importantes como la llu- via, la duración de la luz solar, la composición del suelo y condiciones internas todavía más di- fíciles de analizar. Los biólogos son cada vez más escépticos de las explicaciones según un so- lo factor. Sin embargo, durante varios siglos ha habido en la filosofía occidental un persistente intento de atribuir uno de los más elevados es- fuerzos de uno de los organismos más complejos a un único factor, estableciendo sistemas enteros de ética sobre el instinto de autopreservación, la búsqueda calculada de la felicidad personal, el sentido del deber, o cualquier otra cosa. No es extraño que ninguno de estos sistemas haya lo- grado abarcar toda la amplitud y riqueza del es- fuerzo moral y que ninguno haya satisfecho nuestras necesidades éticas, y que el incremento de sistemas sólo haya producido desconcierto y dudas cada vez mayores. El único remedio para esta situación infe- liz parece ser renunciar resueltamente a la satis- facción de alcanzar una elegancia monista gra- cias al proceso progresivo de deducción que parte de una premisa solitaria, como el de los niños que al jugar con bloques de madera inten- tan levantar una alta torre colocando un único bloque como base. Nuestro método debe ser más bien el contrario; debemos empezar exami- nando la naturaleza humana en toda su comple- jidad, señalando todos los componentes que tengan importancia ética y que puedan servir de base al esfuerzo moral. No importa que en el ni- vel donde primero los encontremos no podamos descubrir sus interconexiones ni rastrear su de- sarrollo a partir de una única fuente, de modo que nuestros impulsos autocentrados parezcan no tener relación con nuestros impulsos altruis- tas, y nuestro deseo de perfección parezca dis- tinto de nuestro anhelo de felicidad. En cuanto biólogos o psicólogos, quizá nunca lleguemos a estar satisfechos hasta que no hayamos rastrea- do todos los aspectos de la naturaleza humana hasta una sola fuente; en cuanto moralistas, nuestro oficio es aceptar, agradecidos, tal como lo encontramos, cada impulso y cada apetito que pueda contribuir al esfuerzo moral, y em- plear nuestra habilidad no en disecciones que Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XXXVIII (95-96), 249-265, 2000

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XVII. Los fundamentos de una ética universal

1. La necesidad de reconocer todoslos motivos pertinentes

Los fenómenos de la naturaleza inorgánica,y más aún los de la vida, son tan complejos quela mente humana difícilmente puede pensar enellos sin simplificarlos. Nos gusta asignarle a ca-da evento una sola causa, olvidando convenien-temente que prácticamente nada sucede si no espor una multitud de circunstancias, y que nuestrallamada "causa" es meramente el último, o elmás visible o el más inconstante, de los factoresque contribuyen a que suceda. Tenemos así, porejemplo, el hábito de decir que las mareas soncausadas por la luna, pasando por alto la gran in-fluencia del sol sobre ellas.

Con respecto a los fenómenos vitales, espe-cialmente, nuestro empedernido hábito de asig-narle a cada evento una única causa nos lleva apensar vaga y descuidadamente. Frecuentementenos equivocaríamos si intentáramos poner en co-rrelación el florecimiento de un árbol únicamen-te con cambios en la temperatura, sin prestaratención a influencias importantes como la llu-via, la duración de la luz solar, la composicióndel suelo y condiciones internas todavía más di-fíciles de analizar. Los biólogos son cada vezmás escépticos de las explicaciones según un so-lo factor. Sin embargo, durante varios siglos hahabido en la filosofía occidental un persistenteintento de atribuir uno de los más elevados es-fuerzos de uno de los organismos más complejosa un único factor, estableciendo sistemas enterosde ética sobre el instinto de autopreservación, labúsqueda calculada de la felicidad personal, el

sentido del deber, o cualquier otra cosa. No esextraño que ninguno de estos sistemas haya lo-grado abarcar toda la amplitud y riqueza del es-fuerzo moral y que ninguno haya satisfechonuestras necesidades éticas, y que el incrementode sistemas sólo haya producido desconcierto ydudas cada vez mayores.

El único remedio para esta situación infe-liz parece ser renunciar resueltamente a la satis-facción de alcanzar una elegancia monista gra-cias al proceso progresivo de deducción queparte de una premisa solitaria, como el de losniños que al jugar con bloques de madera inten-tan levantar una alta torre colocando un únicobloque como base. Nuestro método debe sermás bien el contrario; debemos empezar exami-nando la naturaleza humana en toda su comple-jidad, señalando todos los componentes quetengan importancia ética y que puedan servir debase al esfuerzo moral. No importa que en el ni-vel donde primero los encontremos no podamosdescubrir sus interconexiones ni rastrear su de-sarrollo a partir de una única fuente, de modoque nuestros impulsos autocentrados parezcanno tener relación con nuestros impulsos altruis-tas, y nuestro deseo de perfección parezca dis-tinto de nuestro anhelo de felicidad. En cuantobiólogos o psicólogos, quizá nunca lleguemos aestar satisfechos hasta que no hayamos rastrea-do todos los aspectos de la naturaleza humanahasta una sola fuente; en cuanto moralistas,nuestro oficio es aceptar, agradecidos, tal comolo encontramos, cada impulso y cada apetitoque pueda contribuir al esfuerzo moral, y em-plear nuestra habilidad no en disecciones que

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consuman todo nuestro tiempo, sino en guiar es-tos impulsos hacia la fruición en una vida mo-ralmente satisfactoria.

En capítulos anteriores traté de mostrar quetodos los rasgos psíquicos de importancia moral,incluyendo la conciencia, el amor, la simpatía, elsentido del deber y la apreciación estética, sonproductos de esa actividad integradora presenteen el fundamento mismo de nuestro ser que tien-de siempre a ordenar todas las cosas en agrega-dos coherentes. Para nuestros propósitos actualesno es enteramente necesario que el lector acepteesta conclusión. Es suficiente si reconoce la pre-sencia de estos modos de pensamiento y senti-miento dentro de sí mismo, y concuerde en que,en los términos más generales, todo el esfuerzode la moralidad está dirigido a incrementar la ar-monía entre los componentes del mundo, crean-do un patrón coherente no sólo tan amplio e in-clusivo como sea posible, sino también así deperfecto en todos sus detalles. En el presente ca-pítulo debemos pasar lista a todos esos compo-nentes de la naturaleza humana ~iscutidos encapítulos anteriores- que puedan servir comofundamento de una ética más amplia; mientrasque en el libro Ideales Morales deberemos verqué superestructura podemos levantar sin peligrosobre ellos.

2. Virtudes derivadas de lavoluntad de vivir

Decir que la autopreservación es la primeraley de la naturaleza es una observación trillada, yes igualmente cierto que la preservación del pro-pio ser es el primer principio de la ética. Una va-riedad de moralistas, incluyendo a Spinoza y aHobbes, han basado todo su sistema sobre estemotivo. También los estoicos le dieron a esteprincipio una posición fundacional en su doctri-na, y al parecer uno de sus más prolíficos autores,Crisipo, dijo que "la cosa más preciada para todoanimal es su propia constitución y su conscienciade ésta."! En tiempos más recientes, Spencer re-conoció plenamente la importancia moral de esteimpulso, el más profundo de nuestra naturaleza yde toda naturaleza animada.

La importancia moral de preservar el propioser no está únicamente en que no podemos serbuenos y virtuosos si no existimos, una verdaddemasiado obvia para detenemos en ella; está enque la vida difícilmente es posible sin esa coordi-nación armónica entre todas las partes y funcio-nes del organismo que podemos tomar como elprototipo de la bondad y como estándar para elesfuerzo moral. Incluso si la mera prolongaciónde la vida pudiera satisfacemos, no podríamosconseguirla sin una cierta cantidad de esfuerzomoral o algún equivalente innato de éste. La tem-planza y la prudencia, tal como se señaló en elCapítulo III, son virtudes naturales, que encon-tramos ejemplificadas en todo animal que deja decomer cuando su necesidad está satisfecha, o quese niega a poner en peligro su vida por la gratifi-cación inmediata del apetito. Si en ellos estasreacciones son irreflexivas y automáticas, ennuestro caso la templanza y la prudencia auto-conscientes se consiguen principalmente opo-niéndole al apetito que nos tienta a caer en indul-gencias o gratificaciones, la imaginación de con-secuencias desagradables. También la pacienciay la fortaleza son esenciales para la preservaciónde la vida en medio de las dificultades y peligrosque a menudo la acosan, y tienen sus raíces en loprofundo de la naturaleza animal. Sin poner lamás mínima tensión sobre el principio de auto-preservación, podemos basar sobre él aproxima-damente la mitad de las virtudes morales; perodebemos tener cuidado de que esta simple deduc-ción no nos tiente a apilar las restantes virtudessobre el mismo fundamento vital.

Pocas personas se contentan simplementecon existir, reproducirse,. y luego pasar hacia lanada. Encuentran satisfacción en la realizacióneficaz de actividades necesarias para el mante-niemiento de la vida en cualesquiera circunstan-cias en que se encuentren, y se sienten complaci-das cuando esta habilidad es reconocida por susiguales. Aunque las habilidades y logros particu-lares más altamente valorados varían mucho decultura en cultura, y de clase en clase dentro de lamisma sociedad, cada uno se enorgullece de sercompetente en lo suyo, y esto es un poderoso in-centivo para cultivar la virtud. Además, ansiamosllenar nuestras vidas con actividades agradables

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y experiencias significativas incluso cuandoéstas no sean esenciales para su preservación.Este deseo de completar y colmar nuestras vi-das puede tomar la forma de una sed insaciablepor el conocimiento o de una ardiente aspira-ción de santidad, o puede estimulamos a dedi-car todas nuestras energías a adquirir una habi-lidad sobresaliente en alguna de las artes, opuede llevamos a rodeamos de amigos agrada-bles y objetos hermosos. Desarrollamos unideal de perfección personal, que ciertamentele debe mucho a nuestro deseo de ganar un lu-gar respetado dentro de la sociedad mediante laexhibición de los logros y el ejercicio de lasvirtudes que ella más aprecia, pero que en suforma más elevada trasciende las demandas dela sociedad y sustituye la aprobación de otraspersonas por la inspiración de algún arquetipode perfección, o a veces meramente por laaprobación de la conciencia. Aunque es difícilconcebir un ideal de perfección que no hayamadurado a partir de las experiencias de la vi-da en comunidad, un ideal tal no está limitadode ninguna manera por las necesidades o laaprobación de la sociedad. Como tantas otrasmanifestaciones de la vida cuya forma ha sidoprincipalmente determinada por la presión delambiente, nuestro ideal finalmente trasciendeen mucho sus demandas, impelido a mayoresalturas por una fuerza interior.

3. Virtudes derivadas de impulsosparentales

Aunque la misma actividad inmanenteque nos hace crecer hasta formar organismoscomplejos y empeñar toda nuestra fuerza parapreservar la vida también nos impele a coronarla vida con una perfección ideal, la forma de es-te ideal está profundamente influida por nuestrarelación con un todo mayor. Nos vemos condu-cidos por los más poderosos impulsos no sólo acompletamos, sino a también damos a otros; ymientras no incluyamos esta segunda demandaen el tejido de nuestro ideal de perfección, difí-cilmente estaremos satisfechos con él. Estosdos motivos contradictorios surgen sin duda de

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la misma fuente: la actividad creadora a la quedebemos nuestro ser; pero, al nivel en el queentran en la consciencia casi no es posible ras-trear la conexión entre ellos, pues el instinto deautopreservación y las actitudes que suscita amenudo parecen diametralmente opuestos a losimpulsos que van más allá de nosotros mismosy que culminan en el altruismo. De hecho, enmuchos organismos la autopreservación y la re-producción son incompatibles y mutuamenteexcluyentes: la puesta de los huevos lleva pron-tamente a la muerte del progenitor. Pero en loshumanos, como en la mayoría de vertebradosde sangre caliente, se ha efectuado una mayorintegración, cuyo resultado es que los motivosautocentrados y los heterocentrados existen unoal lado del otro complementándose entre sí,aunque a menudo no sin conflictos para alcan-zar el equilibrio.

Algunos pensadores han intentado derivardel primero este segundo aspecto de nuestra na-turaleza, rastreando todo nuestro aparente al-truismo hasta el autointerés previsor; pero paraprobarlo tendrían que demostrar que de la mis-ma forma se derivan no sólo nuestro celo hu-mano por proteger y defender a nuestros niños,sino el comportamiento correspondiente en to-dos los animales no humanos. Dado que estoimplicaría hacer vastas suposiciones sobre lahabilidad de animales tales como las avispas ylos peces para desenmarañar intrincadas rela-ciones, debemos rechazar esta posición en fa-vor de una concepción más' simple, según lacual los impulsos heterocentrados son un com-ponente innato de nuestra naturaleza, y que enel reino animal aparecen primero en la formade solicitud parental. Así como, sin realizar ha-zañas de malabarismo verbal, derivamos virtu-des tales como la prudencia, la templanza y lafortaleza a partir del instinto de autopreserva-ción, asimismo, de una manera igualmente di-recta y sin esfuerzo, rastreamos el amor, la sim-patía, la generosidad, la compasión y la caridadde este segundo lado de nuestro naturaleza. Da-do que estas afecciones y actitudes son partesde nosotros, difícilmente podemos estar satisfe-chos con un ideal de perfección personal quelas omita.

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4. El amor a la belleza y el respeto ala forma como motivos morales

Los dos motivos precedentes del esfuerzohumano ---donde uno nos impele a preservamosy perfeccionamos nosotros mismos mientras queel otro nos lleva a considerar el bienestar deotros- deben recibir posiciones coordenadas enlos fundamentos de cualquier sistema de conduc-ta humana, pues el intento de apilar uno sobre elotro sólo puede dar por resultado una estructurafalseada e inestable. Pero otros motivos, apenasinferiores en importancia, le darán una mayoramplitud y estabilidad a nuestro edificio moral, ysin embargo no pueden derivarse fácilmente decualquiera de los motivos anteriores, de modoque ellos, también, deben colocarse en la posi-ción de fundamentos. Estos son nuestro amor a labelleza y nuestro respeto por la forma y el orden,los cuales están íntimamente aliados y son, sinduda, diversas expresiones de una única cualidadpsíquica primitiva. Desde la antigüedad, los filó-sofos han reconocido que lo bueno es también lobello; y Shaftesbury estableció su ética sobre es-ta identificación-. Dado que espontáneamenteamamos la belleza, la apreciación de la bellezade una vida armónicamente ordenada puede im-pelemos enérgicamente a cultivarla, incluso enausencia de otros incentivos.

Si no tuviéramos ningún otro motivo para elesfuerzo moral, la reverencia por la forma podríahacemos morales. La vida impone la forma sobrelos crudos materiales del mundo y no puede exis-tir en ausencia de tal organización. Cuando nosvemos desde fuera, somos una forma definida.Cada uno de los seres vivientes que nos rodea essobre todo una forma específica con un procesoasociado a ella, y que sea algo más es principal-mente una inferencia. Más aún, prácticamente to-do lo que nos es útil, ya sea hecho por los sereshumanos o provisto por la naturaleza, es tal envirtud de su forma. Por tanto, mientras crecemosen comprensión y sensibilidad, la percatación delo que somos, no menos que la reverencia por lafuente de nuestro ser, nos hace renuentes a des-truir formas cuya creación está más allá de nues-tro poder. Si no podemos probarle al escépticoque le inflingimos dolor a otros seres vivientes

cuando los laceramos o mutilamos, el respeto ha-cia sus formas maravillosamente intrincadas de-biera hacemos evitar perjudicar incluso al máspequeño de ellos, excepto cuando estemos en lamás severa necesidad. Más aún, toda situaciónmoral tiene, como relación recíproca, una formaideal que no podemos percibir si no la contem-plamos con ese respeto y admiración que cadaforma equilibrada nos inspira, de modo que nosafligimos por su distorsión o destrucción, inclusocuando no sufrimos ninguna pérdida personal. Lajusticia, en particular, es un aspecto de la forma,usualmente simbolizada por la balanza; ademásde todos sus otros atractivos, tiene un fuerteatractivo estético.

Si alguien piensa que hemos admitido de-masiados incentivos para las buenas acciones, yque toda conducta genuinamente moral puedeser reducida a la operación de un único motivoprimario que asume diversas apariencias al rami-ficarse a través de su vida, déjenlo reseñar susactos del día o mes pasado y descubrir si todosaquellos de valor moral pueden explicarse de esamanera. Si vive no en una ciudad sobrepobladasino en contacto con el más amplio mundo de lanaturaleza, como en una granja, un examen deese tipo será más convincente. Ora se resiste decomer demasiado de un plato tentador pero indi-gerible, y esa prudente templanza está motivadapor un interés sobre sí mismo. Ora ayuda a unvecino enfermo mucho más pobre que él, sin du-da sin pensar que algún día él podría encontrar-se en un apuro semejante y que requeriría la re-tribución de su amabilidad; su conducta en estecaso parece estar inspirada por un altruismo de-sinteresado. Ora deja en libertad una mariposaque ha entrado en su habitación y no puede en-contrar la salida, y esto es caridad o compasión.Ora, en el curso de limpiar sus tierras, se afanapor preservar un arbusto o un árbol carente deimportancia económica, simplemente porque esbello; dado que agrega algo al encanto del mun-do, su esfuerzo por salvarlo es con certeza un ac-to moral, inspirado por el amor hacia la belleza.Dejemos que cualquier persona se tome el traba-jo de dedicar un breve intervalo de su vida a unanálisis similar, y creo que estará de acuerdo conMartineau en que "ningún objetivo constante,

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ninguna facultad real, ninguna preponderanciade efectos felices contemplados, puede realmen-te encontrarse en todas las buenas acciones.'?

5. La conciencia: cemento de laestructura moral

La voluntad de vivir y de perfeccionamos,un altruismo innato, el amor de la belleza, y elrespeto por la forma: estas son las piedras funda-cionales sobre las que puede construirse una éti-ca firme; y no podemos despojamos de una deellas sin debilitar y poner en peligro nuestra es-tructura. Aunque ningún sistema de ética puedeprescindir de la conciencia, no le he dado una po-sición entre los fundamentos porque en cuantoprincipio integrador es la fuerza vinculante denuestra estructura en lugar de una de sus bases.Podríamos llamar a la conciencia el cemento deledificio moral. Tenemos como bases de nuestrosistema cuatro motivos, separados cuando apare-cen sobre el nivel del suelo, y a menudo aparen-temente no relacionados o incluso antagónicosentre sí, como cuando el autointerés nos impelehacia un lado y el altruismo hacia otro. Sin la-conciencia para mediar entre ellos y llevarlos a laarmonía, nunca podrían llegar a ser las bases deuna estructura coherente.

La conciencia es la expresión en la cons-ciencia de la enarmonización que incesantemen-te actúa para vincular en un todo coherente todoslos diversos componentes de nuestros cuerpos ynuestras mentes. Nos percatamos de ella princi-palmente en forma del desasosiego que sentimoscada vez que cualquiera de los elementos perci-bidos y reconocidos de nuestra vida activa, espe-cialmente aquellos bajo control voluntario, comonuestros actos y nuestros principios, nuestras pa-labras y nuestras ideas, están desalineados; y nonos permite estar contentos hasta que tales desar-monías hayan sido rectificadas. Uno podría decirque aliviarse de la angustia causada por una con-ciencia afligida es un motivo para la acción, unaspecto del motivo placer-dolor; de modo que laconciencia debería recibir una posición fundacio-nal en nuestro sistema. Esta angustia que experi-mentamos siempre que detectamos desarmonía

entre los componentes de nuestra vida, especial-mente en aquellos a los que asignamos un signi-ficado moral --esta calma y esta paz que disfru-tamos cuando no es evidente ninguna desarmo-nía- es justamente la conciencia misma; de mo-do que debe ser reconocida como una fuente deacción. Pero incluso si elegimos considerarla co-mo un motivo, no puede ser un motivo primario;pues a no ser que de antemano tuviéramos impul-sos morales que no pudiéramos observar, o quelleváramos a cabo imperfectamente, o que entra-ran en conflicto entre sí, nunca experimentaría-mos punzadas ni remordimientos de conciencia.

Tampoco puede concederse una posiciónfundacional al sentido del deber, el cual difícil-mente puede distinguirse de la conciencia. Si -como se afirmó en el Capítulo XIV- no senti-mos la presión del deber hasta que la estructurade nuestras vidas --en sentido individual o so-cial- se pone en peligro ya sea por amenazasexternas o por el fracaso de la inclinación espon-tánea al apoyar las exigencias de la situación, en-tonces el deber presupone esta estructura, de mo-do que no puede ser parte de sus fundamentos.Asimismo, nos abstenemos de poner en ese nivela auxiliares tan poderosos de la vida moral comola reverencia o el apego a la bondad en sí misma,y el amor al conocimiento y la verdad. Antes depoder reverenciar la bondad debemos formar elideal de bondad, y esto debe crecer a partir deesos componentes más primitivos de nuestra na-turaleza que hemos colocado en los fundamen-tos. Los humanos valoramos en primer lugar elconocimiento porque nos ayuda a satisfacernuestros deseos y a evitar peligros, y sólo gra-dualmente llega a ser precioso en sí mismo. Lareverencia hacia la bondad y el amor al conoci-miento son productos de esa preferencia por lacoherencia, el orden y la forma que es un compo-nente original de nuestra naturaleza.

6. El elemento intuitivo de todas lasdoctrinas éticas satisfactorias

Además de esos motivos primarios de acciónque son las fuentes principales de todo esfuerzomoral y de la conciencia que exige coherencia en

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nuestras vidas, ciertos otros puntos deben serconsiderados antes de intentar construir un am-plio y satisfactorio edificio moral. El primero deestos es si tenemos o no intuiciones morales y, detenerlas, cuál es su importancia. Prácticamenteningún pensador serio, creo, mantiene todavíaque poseamos intuiciones morales en la forma dereglas específicas de conducta, tales como "Nomatarás" o "No robarás". Tampoco es demostra-ble que poseamos principios morales innatos deuna forma más general, que, por ejemplo, pudie-ran determinamos -antes de toda experiencia-a hacer de la máxima felicidad de la humanidad,o del culto de la perfección personal, el principioguía de nuestras vidas.

Sin embargo, creo que en sus términos másgenerales, la afirmación de la Escuela Intuitivacontiene mucha verdad como para ser puesta delado o descuidada a la hora de construir una doc-trina ética. Estamos constituidos de forma tal queciertos motivos y modos de conducta determi-nantes nos llaman la atención como más eleva-dos, más nobles o más dignos de nosotros queciertos otros motivos y modos de conducta, algu-nos de los cuales parecen ser intrínsecamentemezquinos, innobles o viles. Esta evaluación noproviene de la experiencia de los efectos, sobreuno mismo y sobre otros, de los motivos o de laconducta en cuestión, sino que es una estimaciónintuitiva de la decisión o del acto mismo, deacuerdo con sus cualidades intrínsecas. Difícil-mente es necesario señalar que no podemos ha-cer juicio alguno sobre los aspectos de un actoantes de haberlo experimentado; sin embargo, laforma del juicio está determinada por algo den-tro de nosotros que nada le debe a nuestra expe-riencia individual.

Una intuición moral, entonces, no entra enla consciencia como un principio general o comomáxima, ni mucho menos como un mandamien-to a actuar de cierta manera, sino que es más va-ga e indefinida. Da una dirección general a nues-tro esfuerzo moral sin determinar sus detalles;impone una condición que nuestros ideales ynuestra conducta deben realizar para satisfacer-nos. Mientras la máxima que profesemos esté enpugna con nuestra intuición, nos sentimos intran-quilos e incómodos; cuando corresponden, em-

pezamos a encontrar paz. En cuanto a qué es es-ta intuición moral, sostengo que es básicamen-te el reconocimiento de que la armonía corres-ponde mejor a nuestra naturaleza que la discor-dia, de donde se sigue que preferimos la másamplia armonía a la más estrecha, y de entredos patrones de igual alcance, el más coherenteal menos coherente.

Sin embargo, los humanos a menudo se de-leitan en la rivalidad y la discordia, como el gue-rrero en la batalla y la persona pugnaz en los de-bates ardorosos. Pero quizá la fuente principaldel deleite del guerrero en la refriega, en los díasen que una batalla no era la exhibición diabólicadel ingenio mecánico sino un conflicto mano amano entre adversarios que respetaban las proe-zas marciales del otro, era su habilidad para ma-nejar armas y para rechazar las embestidas de suoponente, el despliegue exultante de su vigor ysu coraje. Su fuerza residía en la constitución ar-mónica de su cuerpo, su habilidad en la íntimacooperación entre ojo, nervio y miembro. Dadoque desde la niñez su entrenamiento probable-mente incluía poco aparte de los ejercicios mar-ciales, por fuerza tenía que encontrar en la bata-lla lo satisfactorio de las actividades coordenadasque el artista o el artesano deriva del ejercicio desu habilidad especial. De manera similar, argu-mentar convincentemente requiere una mentebien organizada y el flujo coherente de ideas, locual es en sí mismo una fuente de gratificación.Nuestro disfrute de la armonía se afirma a sí mis-mo incluso en gran parte de nuestra violenta riva-lidad; la oposición externa pone en juego la inte-gración interna; y todo otro motivo para entrar encombates, como el deseo de herir o de postrar aladversario, es una revelación no de nuestra natu-raleza primaria sino de las modificaciones im-puestas sobre nosotros por la lucha por sobrevi-vir en un mundo competitivo.

La mayoría de escuelas de ética nos dicenque debemos hacer esto o aquello porque elmundo, incluyendo la sociedad humana, estáconstituido de forma tal que tales y tales conse-cuencias se seguirán de nuestro comportamiento.En lugar de hacer que nuestra conducta esté enconformidad con nuestra más íntima naturaleza,nos mandan a regularla con la vista puesta en lo

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que puede suceder en el mundo externo. Es natu-ral que un ser que mira hacia adelante como no-sotros, guíe sus actividades por sus esperadosefectos, efectos para sí mismo o para aquellos enquienes se interesa. Pero una ética basada total-mente en los efectos previstos de cierto compor-tamiento coloca demasiada confianza en nuestrahabilidad para predecir el futuro, y muy poca feen las potencialidades ocultas de los años venide-ros. De modo distinto a las demás escuelas, losmoralistas intuicionistas insisten en que actua-mos de ciertas maneras porque tal comporta-miento está en conformidad con nuestra naturale-za, es decir, que debemos regular nuestra con-ducta según lo que somos y no pensando en loque podría Íld:>arnos. Si tuviéramos la fuerza y elcoraje para seguir nuestras más incitantes intui-ciones con menos miedo de sus previstas conse-cuencias para nosotros mismos, esas intuicionespodrían llevamos a un futuro más satisfactoriodel que podemos imaginar.

7. El principio cosmológico y su corres-pondencia con el principio intuitivo

Mientras reconocemos plenamente el lugardel intuicionismo en ética, difícilmente podemospermitimos descuidar lo que por brevedad pode-mos llamar el principio cosmológico. No sólo esde importancia para nosotros descubrir cuálesclases de conducta están más estrechamente enconformidad con nuestra naturaleza cuando so-mos más verdaderamente nosotros mismos; tam-bién parece importante aprender cuáles clases deconducta, si las hay, están en mayor armonía conla estructura, el propósito o la tendencia domi-nante del universo en que nos encontramos. ¿Su-giere el estudio del mundo y de su evolución queciertos objetivos o modos de comportamientonos incumben más que otros? Dudo si muchaspersonas pondrían objeciones a la proposición deque, si hay un Creador y podemos conocer concerteza su voluntad, es nuestro deber obedecerla.y si no hubiera un Creador trascendente, sino unpropósito inmanente o tendencia dominante en eluniverso, que pudiéramos descubrir, sería paranosotros de igual incumbencia actuar en armonía

con este proceso o actividad que nos hizo. De he-cho, sería difícil no hacerlo.

Esto nos pone en un dilema. Hemos recono-cido la validez de dos principios éticos aparente-mente no relacionados: 1, la obligación moral deser fieles a nuestras más centrales intuiciones; y2, la obligación similar de actuar en conformidadcon la voluntad de un Creador cósmico o al me-nos con un propósito cósmico inmanente, si exis-te cualquiera de ellos. Pero supongamos que des-cubriéramos que estos dos principios guías sonradicalmente incompatibles, de modo que no pu-diéramos actuar en conformidad con el estándarexterno sin violentar la conciencia, y que no pu-diéramos actuar en conformidad con el impulsocentral de nuestra naturaleza sin emprender uncurso de conducta directamente en oposición a lavoluntad de Dios o de la tendencia cósmica. Ental situación, nuestra moralidad quedaría aver-gonzada y aturdida, y la ética podría hacerse fan-tástica.

Pero que nuestros principios innatos deconducta estén en oposición con el proceso cós-mico parece tan improbable que no podemoscontemplar seriamente tal contradicción. No sólosomos productos de este proceso, sino que somosparte de él. En cualquier sistema, el principio quedetermina el todo determina también sus partes.La actividad que impregna el universo y gobier-na su evolución también es inmanente en noso-tros y deja su impronta sobre nosotros. Creo quetoda la posibilidad de llevar una vida buena ymoral depende de esta congruencia entre nuestropropio proceso constitutivo y el proceso que im-pregna el universo, entre nuestra enarmonizaciónpersonal y la en armonización universal.

¿Qué puede ser más patético y fútil quediscutir sobre ética y desarrollar un ideal de con-ducta en un mundo que se niegue a apoyar el es-fuerzo moral? Frecuentemente, sin duda, senti-mos que nuestro esfuerzo por llevar una vida ar-mónica está inadecuadamente apoyado pornuestro ambiente -¿quién no desea que fueramás fácil ser bueno?- Pero el hecho de que almenos parcialmente tenemos éxito en vivir deacuerdo con nuestros ideales morales prueba queellos reciben cierta cantidad de apoyo externo, yesto a su vez demuestra la existencia de una

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Podría compararse la armonización con unamplio arroyo cuya superficie estuviera perturba-da por múltiples remolinos y contracorrientesque para todos, menos para el más habilidoso pi-loto, encubrieran la dirección de su más profun-do flujo. Si confinamos nuestra atención a la pro-blemática superficie del arroyo, la cual no es si-no la evolución, seríamos incapaces de descubriruna dirección prevaleciente. Mientras que ciertaslíneas evolutivas presentan una creciente perfec-ción en su organización, otras muestran una re-ducción que a menudo termina en parasitismo. Sipor una parte es evidente un incremento constan-te en la belleza y amigabilidad de los organismos,por otra se ha intensificado la hostilidad, y las ar-mas agresivas se han hecho más eficaces.

Una ética evolucionista se enfrenta con elembarazo de decidir cuál es la tendencia predo-minante en la evolución, o al menos de descubrirrazones válidas por las cuales debiéramos prefe-rir y luchar por promover una tendencia sobreotra; y las bases de tal preferencia difícilmentepueden encontrarse en el estudio de la evoluciónmisma. Pero una ética de la armonización no esuna ética evolucionista, y evita aquella perpleji-dad dirigiéndose, por debajo de la evolución, alproceso del cual la evolución orgánica sólo esuna expresión confusa e imperfecta. Dado queeste proceso es la fuente de nuestro esfuerzo y denuestras aspiraciones morales, no tenemos difi-cultad alguna al decidir que nuestra ética debe es-tar en conformidad con él. Uno de los grandesobjetivos de la moralidad es, entonces, hacer delcurso de la evolución, hasta donde podamos in-fluir sobre él, una expresión más perfecta delproceso que subyace a ella. La naturaleza moralhumana puede ser considerada como uno de losinstrumentos que la armonización ha desarrolla-do para superar algunas de las dificultades en lasque se ha involucrado como resultado inevitabledel curso que se vio obligada a seguir.

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cuantía de carácter moral en el más amplio uni-verso. Por tanto, la ética se ocupa de una situa-ción compleja que abarca el espíritu humano y elmundo circundante. De hecho, la situación es tancomplicada que el más adecuado análisis nospresenta sólo una, o a lo más unas pocas, seccio-nes del todo; y muchas teorías éticas que parecenser verdaderas fallan por mucho en damos unadescripción adecuada de la vida moral.

Uno de los más graves peligros que acosanal pensador que busca en el mundo alguna ten-dencia que pueda servir como orientación moral,es suponer que puede encontrarla en el estudio dela evolución orgánica. Es hacia la armonizacióny no hacia la evolución que debemos mirar paraencontrar una guía moral, y es por lo tanto nece-sario distinguir claramente ambos procesos. Laarmonización es la fuerza motriz en la evolución,de modo que sin ella no habría evolución, y no espor tanto equivalente a la evolución. En el creci-miento de un organismo, la armonización cons-truye, a partir de los crudos materiales del mun-do, patrones de cada vez mayor amplitud, com-plejidad y coherencia; si pudiera evitar todas lascomplicaciones produciría una armonía cada vezmás perfecta, incontaminada por la discordia. Pe-ro fue necesario para la armonización procedersimultáneamente a través de extensas regionesdel universo, si no por su totalidad, imponiendoalgún tipo de orden sobre todos los materiales in-cluidos en él. Por tanto, empezó a construir innu-merables patrones, muchos de ellos tan cercanosentre sí que, al continuar creciendo, inevitable-mente tropezaron unos contra otros y entraron encompetencia por los materiales esenciales para suposterior desarrollo. Esta rivalidad de una enti-dad con otra entidad en un mundo sobrepobladoha tenido un efecto inmenso sobre el curso de laevolución orgánica, y ha impuesto sobre los seresque lentamente evolucionaron numerosas modi-ficaciones contrarias a su naturaleza original. Porlo tanto, lejos de ser una perfecta expresión de laarmonización, la evolución ha llegado a ser tancompleja que tiende a ocultar el carácter esencialde la armonización; y es necesaria mucha profun-dización para discernir la dirección primaria delmovimiento subyacente a todos sus complicadosefectos secundarios.

8. La correspondencia entre bondady felicidad

El tratamiento del tema de la felicidad noes la menor de las dificultades que confronta el

LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL

arquitecto de una doctrina ética. Algunos autoreshan mantenido que el único objetivo de la mora-lidad es alcanzar la felicidad, para uno mismo,para la humanidad, o para todos los seres sensi-bles; mientras que otros pensadores han creídoque los actos realizados en función de la propiafelicidad carecen de valor moral. Sería extrema-damente paradójico si nosotros y nuestro mundoestuviéramos constituidos de forma tal que mien-tras mayor fuera nuestro esfuerzo moral y másfielmente nos aproximáramos a nuestro ideal éti-co, más miserables fuéramos todos; y, por el con-trario, que mientras más malvada o inmoral nospareciera nuestra conducta, llegáramos a ser másfelices. Esa situación nos forzaría a hacer unapausa y preguntamos si no hemos fundado nues-tra ética sobre premisas falsas, muy necesitadasde revisión.

Incluso cuando reconocemos que nuestroesfuerzo moral surge primariamente de una exi-gencia de nuestra más íntima naturaleza en lugarde algo externo a nosotros o de nuestra sed de fe-licidad, debemos admitir además que se embro-llaría si descubriéramos que sólo lleva hacia unincremento del pesar, y que sería vergonzoso sidescubriéramos que trabaja en oposición a la ten-dencia dominante del mundo circundante. Todala posibilidad de una ética satisfactoria y eficazparece descansar, así, sobre la congruencia denuestra naturaleza moral con el proceso del mun-do, por un lado, y sobre la compatibilidad de labondad y la felicidad, por otro.

La situación se salva gracias a la íntima co-nexión entre la bondad y la felicidad. La bondad,tal como decidimos en el Capítulo XII, es un tér-mino relativo, que denota la coexistencia o inte-racción armónica de dos entidades. Se dice quetales entidades son buenas sólo en relación entresí; y un ser absolutamente bueno habitaría enconcordia con todo y no tendría conflictos connada. En cuanto organismos, somos producto dela armonización, un proceso que unifica los cru-dos elementos del mundo en patrones armónicos,y nuestra continua existencia depende de la pre-servación de la armonía entre la miríada de com-ponentes de nuestro ser total. Cuando esta armo-nía se ve perturbada, sufrimos en cuerpo o en al-ma, o en ambos; por un decaímiento adicional de

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la armonía, morimos. La vida no sólo depende dela integración armónica del cuerpo y la mente, si-no que demanda un alto grado de concordia conel ambiente, en todos sus aspectos. La vida surgea partir de la armonía, y dura únicamente mien-tras la armonía se mantenga; razón por la cual suesfuerzo dominante es el establecimiento y lapreservación de la armonía.

La misma actividad penetrante que da for-ma al cuerpo también se hace sentir en la mentecomo una exigencia de armonía en el pensa-miento y en la acción, en nuestras relacionescon todo lo que nos rodea, y finalmente inclusoen las relaciones de estas cosas externas entre sí.De modo que el imperativo moral es luchar in-cesantemente por el bien, el cual es otro nombrepara la armonía. Pero el mismo proceso que noshizo seres morales también nos dio una sensibi-lidad consciente; y nos ha formado de maneratal que experimentamos felicidad en la medidaen que logremos obtener armonía entre todoslos componentes de nuestro ser total, mientrasque sentimos dolor y tristeza cuando algo impi-de la realización de esta armonía. Dado que lafelicidad y la bondad están determinadas por elmismo principio activo, hay necesariamente unaíntima conexión entre ellas. Uno casi podría de-cir que nuestra voluntad de ser buenos y nuestrodeseo de ser felices se ajustan entre sí por unaarmonía preestablecida en el sentido leibnizia-no; pero en realidad su correspondencia se debeal origen común.

En consecuencia, en condiciones idealesparecería hacer muy poca diferencia práctica sihacemos de la felicidad o de la bondad el fin ex-preso de todo nuestro esfuerzo; pues no podría-mos ser felices sin ser buenos, y no podríamosser buenos sin ser felices. Pero en nuestro mundoreal es muy difícil ser perfectamente buenos o to-talmente felices; por lo tanto, sería de alguna im-portancia decidir si debemos hacer de la felicidado de la bondad nuestro objetivo primario. Másaún, a pesar de que la bondad y la felicidad estáníntimamente asociadas, una puede ser más fácilde describir, de reconocer y de regular que laotra. En cuanto estado subjetivo, conocemos in-mediatamente la felicidad sólo en nosotros mis-mos, y su presencia en cualquier otra parte del

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mundo es en gran medida una inferencia; mien-tras que, por otra parte, a menudo somos capacesde observar directamente si las condiciones quela determinan, en uno mismo o en otros, han si-do alcanzadas o no. Además, dado que la armo-nía y la felicidad tienen una relación de causa yefecto, la persona racional se esforzará por esta-blecer el fundamento causal, confiando en quesu efecto usual se seguirá de él. Esta prioridadcausal, tanto como la objetividad que nos hacemucho más fácil reconocerla y aquilatarla, sonrazones convincentes para elegir cultivar la bon-dad o la armonía como el objetivo primario delesfuerzo moral.

Aunque la meta inmediata de nuestro es-fuerzo moral debería y necesita ser cultivar labondad, no podemos descuidar del todo la felici-dad, incluso en cuanto meta próxima. La razónpara esto es que, aunque en general la condiciónobjetiva de la armonía es más fácilmente exami-nada y regulada que el estado subjetivo de la fe-licidad, un ser viviente, y sobre todo un animalpensante, es excesivamente complejo, y contienetantos aspectos que no son accesibles ni a la ins-pección ni a la introspección que cuando todas lascondiciones vitales reconocidas están armónica-mente concertadas, todavía pueden subsistir de-sarmonías no detectadas que se manifiestan comoinfelicidad. En seres capaces de sentir, la felici-dad es el indicador más sensible de la armonía; ycuando es visiblemente deficiente, podemos estarseguros de que discordias ocultas o desconformi-dades escapan de nuestra atención. Así comocuando hay un dolor o incomodidad persistenteestamos seguros de que hay algún desarreglo cor-poral, a pesar de la incapacidad del médico paradescubrirlo mediante el más cuidadoso examen;de modo que allí donde haya mucha infelicidadpodemos sospechar que existen acechadoras de-sarmonías, incluso cuando todas las condicionesevidentes de la armonía hayan sido satisfechas.Aunque la omnisciencia puede poseer un criteriomás certero de la bondad que aquel provisto porla felicidad, tan inconstante en uno mismo y tandifícil de evaluar en otras criaturas, nosotros, cu-ya perspicacia es imperfecta, debemos dirigir lamirada incluso hacia este evasivo indicador paracorregir nuestros errores de juicio.

Aunque libremente admitimos la importan-cia de considerar la felicidad al hacer juicios éti-cos, no podemos adoptar como principio guía dela moralidad el logro de la máxima felicidad, pordos convincentes razones: 1, este criterio es muydifícil de aplicar; y 2, limita mucho el alcance dela ética. En cuanto al primer punto, es difícilaprender en cuáles circunstancias nuestra felici-dad personal es mayor. Cuando jóvenes, a menu-do erramos tristemente al juzgar las condicionesde nuestra propia felicidad, y sólo con el avancede los años descubren los más sabios de nosotrosel modo de vida que mejor conduce a ella. Es ra-zonable suponer que otra persona muy parecida auno sería feliz en las mismas circunstancias; pe-ro mientras más difiera otro de uno mismo entemperamento y educación, más difícil es paranosotros conocer las condiciones en las que seríamás feliz. Un hombre contento que se esforzarapor llevar felicidad a sus hijos o a sus empleados,urgiéndoles a vivir como él lo hace, podría teneréxito sólo en hacerlos miserables. Y si es tan di-fícil conocer cuáles son las condiciones de mayorfelicidad para otros individuos de nuestra propiaespecie, ¡cuánto mayor es la dificultad de deter-minar este punto para animales tan diferentes denosotros como los cuadrúpedos y las aves!

Aunque toda persona benevolente puedasuscribir el piadoso propósito utilitarista, actuan-do siempre para promover el máximo de felici-dad entre todos los seres sensibles, en realidadeste objetivo es tan vago que cuando intentamosextenderlo más allá de la humanidad, se disuelveen el aire; y a pesar de todas sus nobles intencio-nes, el utilitarismo ha hecho muy poco para regu-lar, mediante principios morales, los tratos de losseres humanos con el vasto mundo no humano.Pero un sistema ético circunscrito a la humanidadno llega a satisfacemos, y esta es nuestra segun-da razón para rechazar el principio de máxima fe-licidad como ideal regulador de la ética. Es me-jor que la felicidad permanezca como una consi-deración secundaria, de modo que sirva, dondeseamos capaces de evaluarla, como indicador denuestro éxito en alcanzar la armonía, y como avi-so =-cuando sea deficiente- de que persistendesarmonías que hemos pasado por alto. Peronuestros esfuerzos morales deben extenderse

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mucho más allá del estrecho ámbito de seres quemás se parecen a nosotros y que pueden infor-mamos de sus sentimientos, y en estas regionesmás distantes debemos esforzamos por preservarla armonía incluso cuando no podamos aprendernada acerca de la felicidad de los seres que afec-tamos. Sin embargo, la conocida dependenciaque la felicidad tiene de la armonía nos aseguraque cuando la armonía esté en su máximo, lascriaturas disfrutarán de cuanta felicidad sea ca-paz su naturaleza.

9. La correspondencia entre motivosaltruistas y autocentrados

Además de la congruencia entre los princi-pios intuitivo y cosmológico y entre nuestra aspi-ración por la bondad y nuestra insaciable sed defelicidad, todavía parece indispensable una terce-ra correspondencia para asegurar la eficacia delesfuerzo moral. Nos hemos percatado de que so-mos conducidos por profundos impulsos vitalesno sólo a preservamos y realizamos sino tambiéna servir a otros; y ciertamente no es imposibleque estos dos conjuntos de motivos puedan con-ducimos en direcciones contrarias de modo talque nunca podamos reconciliarlos. De hecho,cuando analizamos sus fundamentos primordia-les en los seres vivos, encontramos que la auto-preservación y la reproducción, de donde se deri-van respectivamente nuestros impulsos autocen-trados y heterocentrados, están a menudo en opo-sición. Vemos esto más claramente en muchasplantas y animales, incluyendo todas las hierbasanuales, muchos invertebrados, y algunos verte-brados como el salmón y la anguila, que se exte-núan tanto al producir semillas o huevos, y quizátambién al proteger los últimos durante cierto pe-ríodo, que nunca se recuperan del esfuerzo ymueren para abrir paso a la próxima generación.Incluso en animales que producen camadas suce-sivas, y que quizá sobreviven durante un períodoconsiderable tras su último esfuerzo reproducti-vo, el conflicto entre la autopreservación y la re-producción es claramente evidente. Al formar yquizá también al nutrir a su progenie con sustan-cias de su propio cuerpo, y a menudo, también, al

hacer esfuerzos activos para alimentarlos y pro-tegerlos, ellos frecuentemente pierden peso, demodo que requieren un intervalo de descanso yrecuperación antes de que puedan con seguridademprender la tarea de criar vástagos adicionales.

Por consiguiente, cuando consideramos susorígenes en los seres vivientes, encontramos losmotivos autocentrados y heterocentrados fre-cuentemente en conflicto directo entre sí. Si estaoposición hubiera continuado sin merma a travésde su subsecuente historia, de modo que en noso-tros encontráramos motivos egoístas siempre enconflicto con motivos altruistas, estaríamos en unvergonzoso aprieto. En la medida en que obede-ciéramos nuestra persistente exigencia de mejo-ramos, forzosamente descuidaríamos nuestroapenas menos insistente instinto de dedicamos aotros; y, en la medida en que dedicáramos nues-tra energía a promover el bienestar de otros, nosdesatenderíamos nosotros mismos y quizá nosdeterioraríamos. ¿Cómo se superó entonces estacontradicción?

En la medida en que el servicio a otros em-pleaba cualidades psíquicas en lugar de procesosfisiológicos, la oposición disminuyó e incluso serevertió. En tanto la producción y crianza de laprogenie implica dedicarle parte de la sustanciadel cuerpo materno, la progenitora sufre una pér-dida que frecuentemente es difícil -y a vecesimposible- de reemplazar; pero los progenito-res pueden enriquecerse con el esfuerzo en tantoejerciten su mente o su espíritu en beneficio desus crías. Mientras que, dada nuestra ignoranciarespecto de la vida subjetiva de los animales nohumanos, no podemos estar seguros de que algu-no de ellos se vea espiritualmente acrecentadopor sus actividades parentales, debemos recono-cer que en las aves y los mamíferos, así como enuna variedad de vertebrados de sangre fría e in-cluso en numerosos invertebrados, el escenarioestá ya preparado para este realce. El ave que du-rante semanas se sienta pacientemente a empo-llar, calienta sus crías con su propio cuerpo, lasalimenta de su propia boca incluso a veces estan-do ella misma hambrienta, las aísla del queman-te sol y la batiente lluvia, quizá las defiende con-tra depredadores más grandes y poderosos queella, y las educa mediante el ejemplo cuando no

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por palabra, está ciertamente en la situación máspropicia para el desarrollo de cualidades moralestales como la paciencia, la fortaleza, la esperan-za, la simpatía y el amor desinteresado. Aunquecon certeza actúa como si estuviera bien dotadacon estas virtudes, no podemos estar seguros deque tenga alguna vez los sentimientos que noso-tros sentiríamos en circunstancias similares.

En los humanos, servir a los otros, sean lospropios hijos, otros humanos o seres de otros ti-pos, no sólo ha dejado de ser antagónico con eldesarrollo personal, sino que, al contrario, se hahecho tan favorable para él que podemos dudarde si sería posible para un ser humano alcanzaruna estatura espiritual completa sin dedicar algúnpensamiento y esfuerzo al beneficio de otros.Aproximadamente a los veinte años nuestro cuer-po ha alcanzado toda su medida de tamaño, fuer-za y belleza, y poco después empieza un largo ylento declive en vigor y gracia. De ahí en adelan-te, para nosotros un crecimiento y un incrementocontinuados en perfección sólo son posiblesmentalmente. Pero la mente se forma por su ex-periencia, y mientras más amplia y rica sea estaexperiencia más realizará su propia naturaleza.Puede incrementar su conocimiento representati-vo del mundo circundante; y dado que conocer esla naturaleza de la mente, mientras más compre-hensivo y preciso sea este conocimiento, másperfecta llega a ser la mente. Pero el conocimien-to representativo siempre es externo al objeto co-nocido, probablemente un símbolo en lugar deuna réplica de él; y nunca podemos descubrir elgrado de correspondencia entre una percepción ysu objeto en el mundo externo.

Sin embargo, una mente alerta lucha por su-plementar el conocimiento representativo con unentendimiento comprehensivo, mediante el cuallos objetos revelados superficialmente por la per-cepción sensible se dotan de vida y sentimiento.Esta segunda clase de conocimiento, tan necesa-ria para suplementar la fría formalidad del cono-cimiento del primer tipo, es en mucho perfeccio-nada por el tipo de interés hacia los seres que nosrodean que nos lleva a ayudarlas, como porejemplo promoviendo su crecimiento, aliviandosus cargas, mitigando sus penas o resolviendosus conflictos. Mediante esos esfuerzos altruistas

crecemos en simpatía y entendimiento; y estemodo de crecimiento se nos abre en nuestros úl-timos años, mucho después de que han cesadootros modos.

Por lo tanto, en el ser humano ha sido engran parte superado el antagonismo primitivoentre la autopreservación y la reproducción, en-tre el servicio a sí mismo y el servicio a otros.Por un lado, no podemos servir a otros eficaz-mente hasta que no nos hayamos tomado el du-ro trabajo de cultivar nuestras mentes y de ad-quirir ciertas habilidades; apresuramos a em-prender tareas altruistas antes de habernos pre-parado adecuadamente para ellas sólo manifies-ta un fervor mal encaminado. Por otro lado, de-dicándonos al bienestar de otros seres nos iden-tificamos idealmente con un todo mayor, cre-ciendo, por tanto, en amplitud de visión y en laprofundidad de nuestra simpatía. Pero si la opo-sición primitiva entre la autopreservación y elservicio a otros ha sido tan ampliamente supera-da, esto no quiere decir que haya desaparecidodel todo. Trabajar para otros generalmente impo-ne ciertas exigencias sobre la propia fuerza, y lasalud sufre las consecuencias si este gasto deenergía es muy prolongado y severo. Dedicán-dole a otros más fuerza de la que pueden dispo-ner, las personas altruistas a veces dan menos delo que hubieran dado si hubieran procedido másmoderadamente.

10. ¿Nuestra primera consideracióndeberá ser el número de individuos

o su calidad?

Otro problema que influye poderosamentesobre la forma de una doctrina ética es si vela porla perfección del individuo o por el tamaño, efi-ciencia, y poder de una sociedad. Prácticamentetodos los que se han ocupado de este problemareconocen que casi no es posible producir buenosindividuos si no es en una buena sociedad, y quela calidad de una sociedad está a su vez determi-nada por la de los individuos que la componen.Por lo tanto, que le demos una importancia prio-ritaria al individuo o al Estado es principalmenteun asunto de énfasis, pero la colocación de este

entendimiento; y este)s abre en nuestros úl-és de que han cesado

énfasis puede hacer una profunda diferencia enel tipo de persona y en la clase de sociedad queproducimos.

Hacemos que sea nuestra meta crear un Es-tado tan rico, industrialmente eficiente, y podero-so en la guerra como podamos, y para esta metaencontraremos ventajoso tener una población tancuantiosa como pueda soportar el territorio. Losindividuos que componen esta prolífica multituddeben ser hacendosos, estar sujetos a la autoridady no ser adictos a pensar independientemente;sus otras cualidades nos pueden ser indiferentes.O podemos hacer que nuestra meta sea producirpersonas del tipo más elevado que podamos con-cebir, cada una tan perfecta y completa en sí mis-ma como sea posible, y podemos considerar elEstado como un ordenamiento dedicado a fo-mentar la vida de tales personas. En el primer ca-so, el Estado es considerado como un fin, y losindividuos como instrumentos a su servicio; en elsegundo caso, cada individuo es un fin en sí mis-mo, y el Estado una comunidad de fines. Un Es-tado tal no se esforzará por incrementar su pobla-ción más allá de cierto punto; pues es bien cono-cido que cuando los organismos de cualquier ti-po se hacen tan numerosos que llegan a estar cró-nicamente subalimentados, la calidad de los indi-viduos se deteriora, aunque hasta cierto punto sumasa y poder totales pueden hacerse mayores.Cada uno de estos dos conceptos de sociedad ten-drá su ética apropiada; y las dos doctrinas, a pe-sar de una gran semejanza debida al hecho de quese aplican a un animal cuya naturaleza y necesi-dades son en todas partes fundamentalmente lasmismas, contrastará agudamente en muchos ras-gos importantes.

La humanidad no enfrenta ninguna decisiónmás importante que ésta: cuál de estos dos con-ceptos de sociedad adoptará y apoyará. Antes detomar la decisión, será bueno considerar cuál delos dos fines, la creación de individuos excelen-tes o la producción del mayor número posible deindividuos, incluso sacrificando la calidad, estámás de acuerdo con la tendencia de la vida toma-da en conjunto, y con la de nuestra propia ramadel reino animal en particular. Si decidimos quelos números tienen precedencia sobre la calidaden cuanto meta de la vida, entonces el ejemplo de

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las hormigas, que pululan en multitudes increí-bles en las regiones más calientes de la Tierra, nodeja lugar a dudas de que una sociedad en la cualla completitud del individuo está estrictamentesubordinada a la eficiencia colectiva es, para unanimal multicelular, uno de los mejores mediospara construir una prolífica población.

Cuando contemplamos las huestes de afa-nosas hormigas y termitas, las desconcertantesmultitudes de parásitos, muchos de ellos ciegos,malformados y desagradables a nuestra vista, po-demos sospechar que el único fin de la vida espropagar su progenie a cualquier precio. Parecedispuesta a sacrificar la independencia de movi-miento, los órganos del sentido que ha durado in-numerables generaciones en perfeccionar, la ma-yor parte del sistema nervioso, la belleza encuanto forma y color, la posibilidad misma deuna experiencia rica y variada, y ni qué decir dela integridad de los organismos que sirven comoanfitriones o presas, para incrementar el númerode seres vivientes, sin darle importancia a la ca-lidad. Pero si contemplamos los árboles, lasplantas floridas, las mariposas y muchas otrasclases de insectos, la mayoría de aves y mamífe-ros, y los humanos en su mejor expresión, difícil-mente podemos dudar que también hay en elmundo viviente una fuerte tendencia a perfeccio-nar los individuos, aunque al precio de podersustentar una menor cantidad de ellos; es decir,que la mera sobrevivencia no es la única meta dela vida, y que el número de unidades no es la úni-ca medida del éxito.

Entre los vertebrados de sangre caliente, elparasitismo de cualquier tipo es raro y no se co-nocen casos de parasitismo total. Cada individuotiende a ser completo en sí mismo; y sólo hay le-ves rastros de esa especialización (distinta de lasexual) estructural y funcional de los individuosdentro de las especies que ha ido tan lejos entreciertas hormigas, termitas y otros insectos, segúnla cual ningún individuo es completo en sí, ni ca-paz de dar continuación por sí mismo, o comomiembro de una pareja, a la vida de los de su cla-se. Más aún, el sistema de posesión de territoriosde crianza, común entre los animales vertebra-dos, frecuentemente regula el ritmo reproductivoy ayuda a asegurar que haya espacio y alimento

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Estas dos necesidades espirituales puedensatisfacerse simultáneamente sólo en una so-ciedad en la que cada individuo lucha por rea-lizarse sin obstaculizar el mismo esfuerzo enquienes lo rodean, pero que además busca me-jorar su propia naturaleza ayudando a otros arealizar la suya. Las alternativas de tal comuni-dad son el aislamiento monádico, una condi-ción mejor realizada por el forajido solitario,rebelde contra la sociedad y desafiante de Dios,y, en el extremo opuesto, la absorción místicaen lo Uno o lo Absoluto. La primera de estascondiciones refuerza el sentimiento de indivi-dualidad sacrificando la unidad, la segunda ele-va el sentimiento de unidad renunciando a laindividualidad. Sin embargo, la primera raravez alcanza un aislamiento total; la segunda co-múnmente no llega al perfecto desprendimien-to del propio ser; y ninguna satisface al ser hu-mano promedio.

Aunque aparentemente ninguno de estosanhelos está totalmente ausente en un espíritudespierto, difieren en intensidad de un individuoa otro, y en la misma persona en diferentes eta-pas de su vida y según sus cambiantes estadosde ánimo. Su fuerza influye sobremanera en lasdoctrinas éticas. Cuando es dominante el impul-so por realizar las propias potencialidades, laética pondrá mayor importancia en alcanzar laplenitud de la vida o la perfección en el indivi-duo; cuando es más urgente la demanda de uni-dad con algo superior al individuo, el énfasis re-caerá con fuerza sobre la solidaridad o el progre-so social. Parece posible clasificar los sistemaséticos según estén dirigidos primordialmente ala realización del individuo o a la perfección delos ordenamientos sociales. Sin embargo, lasdos categorías difieren principalmente en énfa-sis; pues ninguna persona sensata puede dejar dereconocer cuán poderosamente el medio socialinfluye sobre la forma de ser de los individuos,ni la necesidad de desarrollar individuos adecua-dos si lo que se quiere es construir una buena so-ciedad.

Incluso dentro de los límites de la mismadoctrina formal, el énfasis se desplaza ora a es-te lado, ora al otro, junto con el pensador que laexpone. Así, entre los estoicos tardíos, Epicteto,

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suficientes para el pleno desarrollo de cada indi-viduo. En nuestra propia división del reino ani-mal, detectamos una tendencia inconfundible ha-cia la perfección del individuo, en lugar de lamultiplicación ilimitada de la especie que hacecaso omiso de las consecuencias sobre el indivi-duo. Estaremos más seguros si seguimos el ejem-plo de los animales más cercanos a nosotros y ha-cemos del desarrollo más pleno de los individuosnuestra meta. Para este fin, debemos tratar de evi-tar esa sobrepoblación que, a pesar de los mejo-res ordenamientos sociales, inevitablemente llevaa una severa competencia entre individuos, exa-cerbando con ello las pasiones egoístas. Dadoque la competencia en cuanto medio de sustentarla vida es la causa primaria del mal moral, debe-mos hacer muchos esfuerzos para evitar crear unacomunidad en la que tal competencia sea aguda.

11. Dos aspiraciones coordenadasdel espíritu humano

Aunque el estudio del reino animal, del cualsomos parte, puede proveer una valiosa orienta-ción a nuestro pensamiento, las fuentes del es-fuerzo moral están dentro de nosotros; somosmorales como respuesta a una demanda de nues-tra propia naturaleza, y esto es lo que nuestradoctrina ética debe satisfacer. Muy dentro de no-sotros encontramos dos anhelos que a primeravista parecen incompatibles. El primero es el de-seo de ser una entidad completa y duradera, unser humano individual, distinto del resto de lacreación, que ve el mundo desde un centro defi-nido y con una disposición particular, que disfru-ta de los valores que surgen de ello y que es re-conocido como una persona por aquellos que lorodean. Esta es la más profunda de las necesida-des vitales, pues los organismos sólo pueden so-brevivir manteniendo su distintividad y aislándo-se eficazmente del ambiente mediante integu-mentas selectivamente permeables. El segundoes el anhelo de mezclarse con un todo mayor,identificarse con él y servirlo. Éste, en su formamenos apasionada, es el impulso social, mientrasque en su mayor intensidad se convierte en aspi-ración religiosa.

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elesclavoliberado, se interesó más por la liber-tadespiritual y la integridad del individuo; elemperadorMarco Aurelio, que tenía vastas res-ponsabilidadessociales, pensó más sobre las in-teraccionesentre los individuos y la sociedad, yentrela condición humana con el cosmos. En eljudaísmoantiguo, las reglas morales básicasatribuidasa'Moisés estaban dirigidas, en su ma-yorparte, a la estabilización de una comunidadtribal;mientras que en el cristianismo se hicie-ronparte de una disciplina para la purificaciónmoralde los individuos que aspiraban a preser-varsu identidad personal a través de toda laeternidad.E incluso dentro de la comunidadcristianalas mismas reglas básicas han validotantopara el místico que anhelaba hacerse unoconDios, como para el mortal ordinario que te-níala esperanza de alcanzar la vida inmortal enuncuerpo resurrecto.

Aún así, con estas limitaciones, podemosdividirlas doctrinas éticas en aquellas que asig-nanuna importancia mayor a la perfección delos individuos y aquellas que señalan primor-dialmentehacia el mejoramiento de la sociedad.Yocolocaría las enseñanzas éticas del Bhaga-vad-gita, el budismo, el estoicismo, el cristia-nismo,Spinoza, Kant, y T. H. Green entre lasqueponen el énfasis en primer lugar sobre lanecesidadde cultivar la perfección espiritual enelindividuo. A este énfasis sobre el cultivo de laperfecciónespiritual del individuo 10 llamaría laGranTradición en ética. Por otra parte, coloca-ríaa Platón (en La República y aún más en LasLeyes), Aristóteles, los utilitaristas, Spencer y amuchosautores recientes del lado de los que seinclinanmás fuertemente hacia el ideal de la in-tegración social. En general, el pensamientomoderno tiende a resaltar la importancia de losordenamientos sociales descuidando la comple-titud individual. Aunque los estoicos enseñaronque una persona podía preservar su virtud y sufelicidad incluso si el mundo colapsaba a su al-rededor, Spencer declaró que un individuo per-fectamente bueno sólo podía existir en una so-ciedad ideal. Ambas doctrinas son verdaderas,pero están basadas en diferentes conceptos deperfección; el primero, el de una persona ence-rrada en sí misma; el segundo, el de una perso-

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na en equilibrio dinámico con sus alrededores.Los confucionistas, con su usual moderación,tomaron una posición intermedia. Aunque total-mente conscientes de la importancia del ordensocial, a cuya estabilización iban dirigidas susenseñanzas, creyeron que el bienestar de la so-ciedad estaría asegurado si cada persona fueraen primer lugar fiel a su propia naturaleza mo-ral, y luego cultivara relaciones apropiadas consu familia y con quienes la rodearan. Concibie-ron el orden moral como algo que se expandíadesde centros personales hasta abarcar el mun-do entero. Como Aristóteles, no trazaron unafrontera definida entre la ética y la política, puesconsideraban que sus fines eran idénticos: defi-nir la buena vida y descubrir las condiciones desu realización.

Si adoptamos esta concepción y concebi-mos el orden moral como extendiéndose haciafuera desde centros personales hasta incluir unaesfera siempre en expansión, nos percatamosde que el esfuerzo moral debe estar dirigido, enprimer lugar, al mejoramiento del individuo, yluego al cultivo de relaciones armónicas entreindividuos sabiamente beneficiosos y los seresque los rodean. Para emprender esta gran tareacon alguna probabilidad de tener éxito, antesque nada debemos tener claro en la mente cuáles la meta que nos esforzamos por alcanzar: de-bemos vivir bajo la inspiración de un ideal mo-ral. Los capítulos anteriores se han dedicado ensu mayor parte a la investigación de los recur-sos que tiene disponibles el filósofo moral queintente formular tal ideal, los cuales son todosesos rasgos innatos de la naturaleza humanaque determinan la dirección de nuestras aspira-ciones morales y nos obligan a esforzamos poralcanzar la bondad. Ni un profeta ni un filóso-fo pueden crear tales inclinaciones en la mentehumana; debe tomarlas como dadas y empleartoda su habilidad para conducirlas hacia la luzplena de la consciencia, para luego expresarlasadecuadamente en una doctrina elevada y enuna vida noble. Él es un jardinero al cuidado deun retoño que él no sembró, usando su arte pa-ra ayudar a esa planta que apenas brota, a cre-cer y a desplegar sus capullos con la mayorperfección.

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12. Resumen

Resumamos brevemente las conclusionesque hemos alcanzado: prácticamente no será po-sible crear una doctrina ética satisfactoria sinfundarla sobre todos los motivos capaces de pro-mover el esfuerzo moral, aunque siguiendo estecurso renunciamos a la elegancia monista alcan-zada por sistemas éticos deducidos de un únicoprimer principio. El primero de estos motivos esla voluntad de existir y de perfeccionar el propioser, de donde derivamos virtudes tales como laprudencia, la templanza, la paciencia y la fortale-za. De una categoría coordenada, pero totalmen-te distinta de la anterior al momento de entrar enla consciencia, es el impulso social, el cual tienesu raíz biológica en los instintos parentales y esla fuente de virtudes altruistas como la simpatía,la generosidad, la compasión y la caridad. A es-tos dos debemos agregar, como pilares de nues-tro sistema ético, el amor a la belleza y el respe-to por la forma y el orden, los cuales, tal comohan sido desarrollados en las mentes más finas,pueden casi por sí mismos sostener una elevadavida moral; pero en muchas personas son muyrudimentarios como para conseguirlo, y sirvenmeramente como auxiliares de los impulsosegoístas y altruistas primarios. Aunque estos mo-tivos primarios de la conducta parecen a vecesoponerse entre sí, el hecho de que todos tengansu origen muy dentro de nuestro ser provee unabase para creer que no son, en última instancia,irreconciliables. La conciencia y el sentido deldeber no son, como los anteriores, fuentes prima-rias de acción, sino fuerzas integradoras y con-servadoras que nos impelen a vincular todos losaspectos de nuestras vidas en un todo coherentey a esforzamos por preservarlo.

La estructura ética que erigimos sobre estosfundamentos innatos tendrá necesariamente unabase intuitiva, pues debe, sobre todo, satisfaceruna demanda de nuestra naturaleza, anterior a to-da experiencia, que determina nuestras valoracio-nes y da dirección al esfuerzo moral. Al mismotiempo, nuestro ideal debe estar de acuerdo conla tendencia general del proceso del mundo, o almenos no estar directamente en oposición con él;pues nada sería más patético que un ideal de con-

ducta que el cosmos se negara a sustentar. La me-ta de nuestro esfuerzo moral debe ser la bondadola armonía y no la felicidad, pues de esta últimapodemos conocer muy poco, excepto en personasmuy parecidas a nosotros; por lo tanto, indiferen-temente de lo que profese, una ética que hagadela felicidad su meta tendrá necesariamente un al-cance tan limitado que no podrá satisfacemos.Pero dado que la armonía es el fundamento de lafelicidad, al esforzamos por incrementarla estare-mos preparando el camino a una mayor felicidad;y la felicidad, dondequiera que tengamos los me-dios para conocer su calidad o cantidad, sirveco-mo un valioso indicador del éxito que estemoste-niendo en promover la armonía.

La forma de nuestra doctrina ética estaráprofundamente influida por cómo concibamos larelación entre el individuo y la sociedad, ya seaque mantengamos que los individuos son de po-ca importancia excepto en cuanto sirven a unEs-tado tenido como fin en sí mismo, o bien que to-da la función del Estado es crear condiciones queayudarán a los individuos a realizarse. Aunqueenalgunas ramas del reino animal la completitud delos individuos ha sido sacrificada en pos de lasnecesidades de la integración social y de la crea-ción de una especie de superorganismo, entre losvertebrados el curso de la evolución está dirigidoa la producción de individuos cuya completitudraramente se ve disminuida por fines sociales;ypara nosotros, el curso más seguro es seguirelejemplo de nuestros más cercanos parientes ani-males. Pero nuestro ideal ético debe, sobre todo,satisfacer los anhelos del espíritu, pues obede-ciéndolos no sólo nos esforzamos por llegar aserindividuos completos y perfectos, sino al mismotiempo a identificamos con un todo mayor. Porlotanto, nuestro problema es cómo perfeccionamossin obstaculizar el esfuerzo similar que realizantodos los seres que nos rodean, y satisfaremos to-davía más adecuadamente la doble demandadenuestro ser más íntimo si podemos incrementarnuestra perfección mientras ayudamos a otrosaincrementar la suya.

San Isidro de El GeneralCosta Rica

1993

LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL

Notas

1. Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos ilus-tres. Libro VII.

2. Anthony Ashley Cooper Shaftesbury. En Ha-raid Hoffing, A History of Modem Philosophy. 2 Vols.NewYork: Dover, 1955, pp. 392-96.

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3. James Martineau. Types of Ethical Theory.Parte 11, Libro I, Capítulo VI, # 15.