secretos de espuma

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Extracto del libro "SECRETOS DE ESPUMA" de Cristina Peñalosa Giménez.

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SEcrEtoS DE ESpuma

ColeCCión Caldera del dagda

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secretos de espuma

Cristina Peñalosa Giménez

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Para mi hijo Sergio,que me mostró Viena y sus secretos

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Secretos de espuma ha abandonado mi pequeño lápiz de memoria y ha salido a la calle. Ahora es de los lectores, a los que agradezco su interés y el tiempo —la posesión más valiosa del ser humano— que van a dedicar a su lectura.

Por otra parte, conviene señalar que, excepto los aconte-cimientos históricos y los personajes reales que se mencionan en estas páginas —unos y otros sobradamente conocidos—, los hechos y situaciones que se describen en esta novela y los per-sonajes que los viven son ficticios. Cualquier semejanza con sucesos o personas reales ha de ser una casualidad.

CPG

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Índice

Primeros de abril de este año . . 13

Mediados de agosto del año pasado . . 25

Mediados de agosto de 1935 . . 63

Mediados de septiembre del año pasado . 105

Mediados de octubre de 1939 . . 141

Mediados de diciembre del año pasado . 203

Finales de diciembre del año pasado . 267

Primeros de enero de este año . . 303

Primeros de abril de este año . . 337

Mediados de agosto de este año . . 363

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PriMeroS de abril de eSte año

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e lsa sujetó el visillo con la mano para contemplar la Viena de agujas góticas y hastiales agudos que soñaba en su infancia, la ciudad que imaginaba cuando bruno Yan­

ci le contaba sus aventuras o le decía que el panecillo de la merienda era, precisamente, pan de Viena. estaba nerviosa y, para colmo aquella tarde, primero con Martha y después sola, había cedido a la ten ta ción de tomar un café tras otro sumida en sus pensa mien tos ca si sin darse cuenta. desde que tenía doce años, le inquietaba una cuestión para la que nunca había hallado una respuesta convincente y ahora, mientras miraba sin ver los tejados y cúpulas del centro, las torres, buhar dillas y chimeneas mojadas por la lluvia, se repitió la pregunta que lle­vaba tanto tiempo formulándose: por qué había tomado elena aquella decisión.

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elsa reconocía que la muerte, hasta cuando viene de nues­tra mano y nos ro ba par te del tiempo que en principio parecía estarnos des tinado, como punto final de la existen cia, es un hecho natu ral y hasta cotidiano. Sin embargo, a la vez, es un enigma del que sólo sabemos que nos arrebata el cuerpo, el único so porte de la vida que conocemos. lo demás son meras especu laciones; na die ha vuelto para contarlo.

o al menos eso creía elsa hasta que, tres meses atrás, mientras cruzaba la Heldenplatz en dirección al Volksgarten, vio delante de ella a una mujer vestida, como muchas austria­cas de mediana edad, con un abrigo loden de color verde y un sombrero tirolés. a una mujer cuya manera de andar, de moverse, le recordaba tanto a elena que se le quebró la res­piración. Al fondo, a contraluz, se divisaban los edificios del ring: las cinco torres del rathaus, las esculturas de apolo y de las musas Melpómene y talía coronando la balaustrada que remata el burgtheater, la Universidad, los chapiteles calados de la iglesia Votiva… Muy cerca, delante del Parlamento, se adivinaba la esta tua de la diosa Palas atenea con su imponente casco dorado re fle jan do los tibios rayos del sol. La desconocida cruzó la calle, giró a la derecha y se perdió entre los árboles del parque del rathaus. elsa corrió hacia el lugar donde la había visto por última vez pero, cuando la alcanzó, cuando llegó has­ta una señora con abrigo verde y sombrero tirolés, no encontró a elena sino a una mujer de menor estatura, a una mujer que en nada se parecía a su hermana. tampoco estaba segura de que esa mujer fuese la misma que había visto al principio, la que le recordaba a elena. Su indumentaria era muy corriente. Muchas vienesas vestían así. Se había sentido tan sola en los

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últimos tiempos que veía lo que quería ver. Veía lo imposible porque, un día de un verano ya muy lejano, las aguas del mar Cantá brico habían acabado con la vida de su hermana elena. era una locura.

Quizá elena pensó que, en sus circunstancias, era más fá­cil dejar de existir. Se trataba de dar un paso hacia la nada y, aunque no fuese así, aunque hubiera otra vida, probablemente había creído que ofrecía me nos dificultades arriesgarse con lo desconocido que acceder a lo que se le exigía. Y sin embargo, a elsa no le cabía en la cabeza, lo de Corniscal no era bastante motivo para suicidarse, había otras salidas, aunque si uno pa­dece una depresión… Pero además, en aquel suicidio, había algo que no cuadraba. elena, en cualquier caso, había muerto, pero ¿y si hubiese sido un accidente?

Sabina fue categórica. Vio avanzar a elena entre las olas desde la ventana de la buhardilla. el día era luminoso y la mar estaba en calma y además elena, como si fuese a darse un cha­puzón antes de la hora de comer igual que hacía otras ma­ñanas, llevaba su traje de baño de rayas marineras, ése que días antes le había enviado su madre; sin embargo Sabina tuvo un presentimiento y, tras bajar los cuatro tramos de la escalera sal­tando los pelda ños de dos en dos —con su edad y su volumen como para haber se matado— corrió por la playa llamándola a gritos, lla mán dola, cada vez más asustada, hasta que se quedó ronca porque cuando Sabina pisó la arena, a elena ya no se la veía. No se la volvió a ver nunca.

de que elena no tenía ganas de nada, se hubie ra dado cuenta cualquiera, pero Sabina jamás hubiera imagina do… Has ta la mañana de la tragedia, Sabina pensaba que ya habían

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supe rado lo peor: el mal humor de elena que no sabía cómo evadirse del compromiso, su llanto, las noches sin dormir y, cuando caía rendida, las pesadi llas, su inapeten cia… en resu­men, su rabia y, en el fondo, su cobardía para plantarle cara a las dificultades, a Corniscal, a Nilo, a las malditas pizarras que querían exportar al resto de Europa… Lo habían pasado muy mal; pero un día, según explicó Sabina a su regreso a Pátina, elena conoció al Inglés, un extran je ro muy rubio, que ha blaba muy poco español y, ese poco, con un acento tan ra ro que en la aldea próxima a Los Arrayanes, donde apenas le en ten dían, lo conocían por el Inglés, aunque lo mismo hubie ra podido ser sueco que ame ri ca no.

Un mediodía, cuando elena ba jó a bañar se, se encontró al In glés, que había dejado la caña de pescar a un lado harto de que los peces se negasen a morder su anzue lo, recogiendo las con chas que había traído la últi ma marea. Él le contó en un español oscuro y vacilante que había venido a la zona a cazar mariposas. «Valiente ocupa ción para un hombre», co mentó Sa­bina cuando se enteró. Elena le respondió que era un cientí fi­co muy serio, un natu ralista que trabaja ba para la univer si dad, para una univer sidad de le jos, de una ciudad fuera de españa. Sabina no se acordaba del nombre: ¿Oxford? Tal vez. ¿Áms­terdam? Quizá. ¿Yale? Ni idea. Puede que elena nunca se lo hubiera mencionado y, además, bastante tenía Sabina para sí; la culpa por su muer te, de la cual se sentía res pon sa ble —si hubiera he cho… si hubiera pensa do… si hu biera dicho…—, la esta ba matando.

Como las olas nunca devolvieron su cadáver, dos meses después de la desaparición de elena, su madre levantó un ce­

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notafio a su memoria en el centro del jardín de la casona de la Urraca, en el centro del mismo jardín donde poco antes juga­ban elena y elsa, donde estuvo aquel columpio que su madre había mandado quitar hacía tres o cuatro años, cuando elena se cayó y se fracturó dos vértebras lumbares.

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otros títulos de la

ColeCCión Caldera del dagda

la SoMbra del toiSóNEl relato oculto de una conjura

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© Cristina Peñalosa Giménez, 2016© de esta edición: eolaS ediCioNeS

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dirección editorial: Héctor escobardiseño de cubierta y maquetación: alberto r. torices

imagen de cubierta: Sebastian Unrau(unsplash.com · con licencia CC zero)

iSbN: 978­84­16613­20­5depósito legal: le­138­2016

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