marchán fiz. la estética en la cultura moderna

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Simón Marchán Fiz La estética en la cultura moderna De la Ilustración a la crisis del Estructuralismo (‘VM?. Alianza Editorial Simón Marchán Fiz La estética en la cultura moderna De la Ilustración a la crisis del Estructuralismo MAMA, MMM wm. Alianza Editorial

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Page 1: Marchán Fiz. La Estética en La Cultura Moderna

Simón Marchán FizLa estética en la cultura modernaDe la Ilustración a la crisis del Estructuralismo

(‘VM?.

Alianza Editorial

Simón Marchán Fiz

La estética en la cultura modernaDe la Ilustración a la crisis del Estructuralismo

MAMA, MMMwm.

Alianza Editorial

Page 2: Marchán Fiz. La Estética en La Cultura Moderna

10 La estética en la cultura moderna

estético o los apuros y contratiempos de lo artístico en nuestros días tienen sus antecedentes conceptuales e históricos en la consolidación de la estética, como disciplina autónoma, en los albores de nuestra modernidad. ¿Será casual que abun­den las referencias a la Ilustración, ya sea en la teoría estética, en el arte o en las querellas arquitectónicas más vitales? Desde luego que no. Por eso, las motivaciones que nos impulsan a procurar clarificar nuestra presente situación nos empujan, a su vez, a rastrear en el otro extremo de un arco histórico que aún no se ha distensiona­do, a explorar un ciclo temporal todavía inconcluso. Tal vez por ello, la reflexión estética es indisociable de una teoría de la modernidad y a la inversa —tal como se han encargado de poner en evidencia los estudios de W. Benjamín sobre Baudelaire o la Teoría estética (1970) de Th. W. Adorno.

El término modernidad acogerá en el presente ensayo dos fases diferenciadas. Está referido, en primer lugar, a la construcción de lo moderno o período de formación que se extiende desde finales del siglo xvii, promovido por el debate en todos los dominios artísticos entre los antiguos y los modernos, hasta el primer tercio del si­glo XIX. La construcción de lo moderno no se sustrae a la dialéctica de la estética durante el siglo ilustrado y es inseparable de la ruptura de los órdenes estables del Discurso clásico, ya sea en un sentido cognoscitivo, en el estético o en el de la representación artística; se vincula, pues, al abandono del ideal de perfección huma­nista y a la destrucción de la imagen clásica del mundo y del arte, lo cual no disipa su permanente añoranza. La modernidad, en segundo lugar, en el sentido más estricto de modernité, se localiza por primera vez en las Memorias de Ultratumba (1849), de Chateaubriand, y es encumbrada por Baudelaire, hacia mediados del siglo XIX. a la categoría por antonomasia de una nueva estética.

Lo cierto es que es difícil abordar a ambas: la Estética y la modernidad, sin tomar posiciones en la atalaya desde la cual otear los vericuetos de un proceso enrevesado que ha tiempo se inauguró. El cuestionamiento de la estética utópica y la estética como proyecto o el «descrédito» de las vanguardias históricas, así como su reverso: la actualidad inusitada de los historicismos, eclecticismos, la revaluación de los lados más oscuros del psiquismo y las dimensiones ocultas de la memoria, todo ello reenvía a las vicisitudes de la estética desde su fundación en la época de la Ilustra­ción, desbrozadas en las matizaciones posteriores sobre su realización accidentada en la historia de los dos últimos siglos. Desde luego, la estética es una disciplina, un saber, comprometido con la emancipación del hombre en sus versiones variadas: ilustrada, idealista, dialéctica, etc. La tensión, que no abandona a lo estético desde entonces, se ha decantado en los desajustes que afloran desde su despliegue en la incipiente sociedad industrial hasta los que podemos detectar en las fases más avanzadas del capitalismo tardío o del «socialismo real». Tales contratiempos no parecen imputables tanto a la autonomía, atribuida a lo estético y alcanzada por las artes, como a las frustaciones de muchos de los objetivos e ideales generales de la propia Ilustración. Las siguientes páginas procuran deshilvanar ciertos hilos con­ductores, ciertos paradigmas de los saberes estéticos desde los albores de nuestra modernidad, así como comprometer a la propia estética con esta modernidad y a la inversa*.

• Este texto se Dublicó por primera vez a finales de 1982 en la Editorial Gustavo Gilí, Barcelona.

10 La estética en la cultura moderna

estético o los apuros y contratiempos de lo artístico en nuestros días tienen susantecedentes conceptuales e históricos en la consolidación de la estética, comodisciplina autónoma, en los albores de nuestra modernidad. ¿Será casual que abun-den las referencias a la Ilustración, ya sea en la teoría estética, en el arte o en lasquerellas arquitectónicas más vitales? Desde luego que no. Por eso, las motivacionesque nos impulsan a procurar clarificar nuestra presente situación nos empujan, a suvez, a rastrear en el otro extremo de un arco histórico que aún no se ha distensiona-do, a explorar un ciclo temporal todavía inconcluso. Tal vez por ello, la reflexiónestética es indisociable de una teoría de la modernidad y a la inversa -tal como sehan encargado de poner en evidencia los estudios de W. Benjamín sobre Baudelaireo la Teoría estética (1970) de Th. W. Adorno.

El término modernidad acogerá en el presente ensayo dos fases diferenciadas.Está referido, en primer lugar, a la ronsrrucción delo moderno o período deformaciónque se extiende desde finales del siglo Xvll. promovido por el debate en todos losdominios artísticos entre los antiguos y los modemos, hasta el primer tercio del si-glo Xlx. La construcción de lo moderno no se sustrae a la dialéctica de la estéticadurante el siglo ilustrado y es inseparable de la ruptura de los órdenes estables delDiscurso clásico, ya sea en un sentido cognoscitivo, en el estético o en el de larepresentación artística; se vincula, pues, al abandono del ideal de perfección huma-nista y a la destrucción de la imagen clásica del mundo y del arte, lo cual no disipa supermanente añoranza. La modernidad, en segundo lugar, en el sentido mas estrictode moderníté, se localiza por primera vez en las Memorias de Ultratumba (1849), deChateaubriand, y es encumbrada por Baudelaire, hacia mediados del siglo XIX. a lacategoría por antonomasia de una nueva estética.

Lo cierto es que es difícil abordar a ambas: la Estética y la modernidad, sin tomarposiciones en la atalaya desde la cual otear los vericuetos de un proceso enrevesadoque ha tiempo se inauguró. El mestionamiento de la estética utópica y la estéticacomo proyecto o el «descréditon de las vanguardias históricas, así como su reverso:la actualidad inusitada de los historicismos, eclecticismos, la revaluación de los ladosmás oscuros del psiquismo y las dimensiones ocultas de la memoria, todo elloreenvia a las vicisitudes de la estética desde su fundación en la época de la Ilustra-ción, desbrozadas en las matizaciones posteriores sobre su realización accidentada enla historia de los dos últimos siglos. Desde luego, la estética es una disciplina, unsaber, comprometido con' la emancipación del hombre en sus versiones variadas:ilustrada, idealista, dialéctica, etc. La tensión, que no abandona a lo estético desdeentonces, se ha decantado en los desajustes que afloran desde su despliegue en laincipiente sociedad industrial hasta los que podemos detectar en las fases másavanzadas del capitalismo tardío o del «socialismo real». Tales contratiempos noparecen imputables tanto a la autonomía, atribuida a lo estético y alcanzada por lasartes, como a las frustaciones de muchos de los objetivos e ideales generales de lapropia Ilustración. Las siguientes páginas procuran deshilvanar ciertos hilos con-ductores, ciertos paradigmas de Ios saberes estéticos desde los albores de nuestramodernidad, así como comprometer a la propia estética con esta modemidad y a lainversa'.

' Este texto se nublicó nor primera vez a finales de 1982 enla Editorial Gustavo Gili, Barcelona.

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L La autonomía de la estética en la Ilustración

A mediados del siglo xvill la Estética se convierte en la disciplina filosófica de moda. A. G. Baumgarten bautiza en latín a la misma en su «Aesthetica» (1750), y discípulos suyos, como G. F. Meier o M. Mendelssohn, se encargan de divulgar en alemán sus enseñanzas. Si esto sucede en Alemania, durante la misma década en Inglaterra E. Burke saca a la luz la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello (1756), D. Hume La norma del gusto (1757) o A. Gérard el Ensayo sobre el gusto (1759), término sinónimo de estética. Con anterioridad, en Francia, el P. André, en el Ensayo sobre lo bello (1741), introducía una problemática que se filtra en la Enciclopedia a través de Diderot, D’Alembert o Voltaire. Si bien no encontramos la voz «Estética» en su primera edición ni en diccionarios monumenta­les, como el Gran Léxico Universal (1735 ss.), o tan ambiciosos, como el Dictionnai- re de Trévoux (1771), sí será acogida con todos los honores en la Teoría general de las bellas artes (1771-1772), del alemán J. G. Sulzer, una especie de gran enciclopedia de todos los saberes estéticos del siglo, y, poco después, quedará consagrada en la segunda edición de la Enciclopedia (1778). Al mismo tiempo, la nueva disciplina alcanza una gran popularidad a través de canales, tan peculiares a este período, como las revistas — primero en Inglaterra, desde The Spectator o The Guardian, y, des­pués, en toda Europa— , los Salones en Francia o la ensayística francesa y alemana. La Estética, pues, se da a conocer a través de los canales de lo que, desde entonces, conocemos como la opinión pública, una de las grandes conquistas ilustradas.

¿Nos permiten estos datos sostener que con anterioridad a la Ilustración no existe la estética? De ninguna manera. La estética, en efecto, referida a los saberes difusos o estelares sobre la belleza, el arte o las manifestaciones del mismo, admite una historia milenaria, esparcida en la reflexión filosófica y teológica desde la Antigüedad. No obstante, el siglo de la Ilustración representa un hito decisivo no sólo a causa de que elabora y pone en juego categorías nuevas, sino, ante todo, debido a la manera inédita de articular las nuevas y las viejas hasta conferirles un estatuto teórico y disciplinar nunca logrado. En esta época asistimos a la germina­ción y floración de unos saberes cuya red inextricable de raíces dispersas no sola­mente pugna por despuntar, sino por engrosar una nueva rama del tronco filosófico. Será en este sentido en el que la Estética conquista su autonomía como disciplina ilustrada por antonomasia, como una práctica naciente del dominio del hombre

I. La autonomía de la estética en la Ilustración

A mediados del siglo xvlll la Estética se convierte en la disciplina filosófica demoda. A. G. Baumgarten bautiza en latín a la misma en su «Aesthelica›› (1750), ydiscípulos suyos, como G. F. Meier o M. Mendelssohn, se encargan de divulgar enalemán sus enseñanzas. Si esto sucede en Alemania, durante la misma década eninglaterra E. Burke saca a la luz la lndagaciónfilosófica sobre el origen de nuestras ideasacerca delo sublimey lo bello (1756), D. Hume La norma deigusto (1757) o A. Gérardel Ensayo sobre el gusto (1759), término sinónimo de estética. Con anterioridad, enFrancia, el P. André, en el Ensayo sobre lo bello (1741), inttoducía una problemáticaque se filtra en la Enciclopedia a través de Diderot, D'A|embert o Voltaire. Si bien noencontramos la voz «Estética» en su primera edición ni en diccionarios monumenta-les, como el Gran Léxico Universal (1735 ss.), o tan ambiciosos, como el Dictionnai-re de Trévoux (1771), si será acogida con todos los honores en la Teoria general de lasbellas artes (1771-1772), del alemán G. Sulzer, una especie de gran enciclopediade todos los saberes estéticos del siglo, y, poco después, quedará consagrada en lasegunda edición de la Enciclopedia (1778). Al mismo tiempo, la nueva disciplinaalcanza una gran popularidad a través de canales, tan peculiares a este período, comolas revistas -primero en Inglaterra, desde The Speclator o The Guardian, y, des-pués, en toda Europa-, los Salones en Francia o la ensayística francesa y alemana.La Estética, pues, se da a conocer a través de los canales de lo que, desde entonces,conocemos como la opinión pública, una de las grandes conquistas ilustradas.

¿Nos permiten estos datos sostener que con anterioridad a la Ilustración noexiste la estética? De ninguna manera. La estética, en efecto, referida a los saberesdifusos o estelares sobre la belleza, el arte o las manifestaciones del mismo, admiteuna historia milenaria, esparcida en la reflexión filosófica y teológica desde laAntigüedad. No obstante, el siglo de la Ilustración representa un hito decisivo nosólo a causa de que elabora y pone en juego categorias nuevas, sino, ante todo,debido a la manera inédita de articular las nuevas y las viejas hasta conferirles unestatuto teórico y disciplinar nunca logrado. En esta asistimos a la germina-ción y floración de unos saberes cuya red inextricable de raíces dispersas no sola-mente pugna por despuntar, sino por engrosar una nueva rama del tronco filosófico.Será en este sentido en el que la Estética conquista su autonomía como disciplinailustrada por antonomasia, como una práctica naciente del dominio del hombre

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autónomo ilustrado sobre la realidad. Desde otro ángulo, no es fortuito el hecho de que su despertar y su consolidación, de 1700 a 1830, venga a coincidir con la primera fase de la construcción de lo moderno.

La Ilustración o sus sinónimos Lumieres, Aujklarung y Enlightement designan en los diversos países europeos un fenómeno similar que afecta a las mutaciones profundas, acaecidas en los ámbitos más variados de la historia humana, entre la Revolución inglesa de 1688 y la francesa de 1789. En síntesis, lo podemos entender en dos sentidos: tiene que ver, en primer lugar, con la educación, la formación y el desarrollo plural de cada persona y del género humano en su conjunto; en su acepción más estricta, la Ilustración es identificada con los poderes reconocidos a la razón humana. Justamente, expresiones como siécle des lumieres, metáfora luminosa de la razón, traslucen las tareas y efectos de esta facultad humana: esclarecer e iluminar en todas las direcciones. Si autores como J. P. de Crouzac se referían ya en 1715 a las Lumieres de notre Raison y el artículo de la Enciclopedia la define como «cette lumiére naturelle elle mime», los alemanes subsumen estos rasgos bajo la denominación Iluminismo — Aujklarung—. Ahora bien, la Ilustración no promue­ve solamente este esclarecimiento, sino todo un proceso de emancipación global del hombre, paralelo a la conciencia que éste obtiene de ser un sujeto autónomo, autosuficiente. La Estética, en su nacimiento y consolidación disciplinar, se ve plenamente comprometida con estos procesos.

Si deseamos acceder a la autonomía de la Estética, es preciso evocar cómo cada dominio y disciplina se ven sacudidos y son arrastrados por una corriente arrolladora que los disuelve y funda al mismo tiempo. La vivencia de la aceleración impregna a los más diversos ámbitos del saber. Semejante aceleramiento, inherente al nuevo vértigo ilustrado del progreso, desplaza los «cuadros», los esquemas espaciales clási­cos que ordenaban la realidad, por la sucesión temporal, lo estático por lo dinámico. El entusiasmo contagia a todas las actividades y tasparenta cambios profundos. Algo que, ciertamente, vislumbran los propios ilustrados y que, en 1758, definiera lapidariamente D’Alembert como «efervescencia general de los espíritus» *. Todo se discute y cuestiona, desde los principios de la ciencia hasta los del gusto, desde las cuestiones teológicas hasta las de la economía o el comercio, desde la política hasta el derecho civil, etc.

Precisamente, en el ámbito del gusto se aprecia una repulsa del rococó, no sólo por las notas licenciosas y hedonistas de sus Jetes galantes, sino por sus cualidades voluptuosas como: el esprit, la charme o, simplemente en otros países, como reacción al gusto francés. Lo cierto es que, hacia 1750, el gusto griego, como después el etrusco, se convierte en una manía. El mundo parisino se esfuerza por estar a la grecque en los muebles, peinados, disfraces, en los exteriores o en los interiores de los edificios. Efervescencia del gusto que, a no tardar, cristaliza en la purificación y simplificación, es decir, en el Neoclasicismo, como puede apreciarse en los escritos arquitectónicos de Laugier (1753), en los de Winckelmann sobre el arte griego (1755, 1764) o en los de R. Mengs (1762) sobre pintura, por no hablar de obras

1 Cfr. D’Alembert, Mélanges de ¡i itera tu re, d'histoire et de philosophie, citado por E. Cassier: Filosofía de la Ilustración, página 18 s. Los títulos en los que no figure referencia de edición remiten a la bibliografía

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autónomo ilustrado sobre la realidad. Desde otro ángulo, no es fortuito el hecho deque su despertar y su consolidación, de 1700 a 1830, venga a coincidir con laprimera fase de la construcción de lo moderno.

La Ilustración o sus sinónimos Lumières, Auflzlärung y Enlightement designan cnlos diversos países europeos un fenómeno similar que afecta a las mutacionesprofundas, acaecidas en los ámbitos más variados de la historia humana, entre laRevolución inglesa de 1688 y la francesa de 1789. En síntesis, lo podemos entenderen dos sentidos: tiene que ver, en primer lugar, con la educación, la formación y eldesarrollo plural de cada persona y del género humano en su conjunto; en suacepción más estricta, la Ilustración es identificada con los poderes reconocidos a larazón humana. justamente, expresiones como siècle des lumières, metáfora luminosade la razón, traslucen las tareas y efectos de esta facultad humana: esclarecer eiluminar en todas las direcciones. Si autores comoj. P. de Crouzac se referían ya en1715 a las Lumières de nôtre Raison y el articulo de la Enciclopedia la define como«cette lumiêre naturelle elle même», los alemanes subsumen estos rasgos bajo ladenominación Iluminismo --Auflzlãrung-. Ahora bien, la Ilustración no promue-ve solamente este esclarecimiento, sino todo un proceso de emancipación global delhombre, paralelo a la conciencia que éste obtiene de ser un sujeto autónomo,autosuficiente. La Estética, en su nacimiento y consolidación disciplinar, se veplenamente comprometida con estos procesos.

Si deseamos acceder a la autonomia de la Estética, es preciso evocar cómo cadadominio y disciplina se ven sacudidos y son arrastrados por una corriente arrolladoraque los disuelve y funda al mismo tiempo. La vivencia de la aceleración impregna alos más diversos ámbitos del saber. Semejante acelerarniento, inherente al nuevovértigo ilustrado del progreso, desplaza los ucuadros», los esquemas espaciales clási-cos que ordenaban la realidad, por la sucesión temporal, lo estático por lo dinámico.El entusiasmo contagia a todas las actividades y tasparenta cambios profundos. Algoque, ciertamente, vislurnbran los propios ilustrados y que, en 1758, definieralapidariamente D'Alembert como «efervescencia general de los espiritus» '. Todo sediscute y cuestiona, desde los principios de la ciencia hasta los del gusto, desde lascuestiones teológicas hasta las de la economía o el comercio, desde la politica hastael derecho civil, etc.

Precisamente, en el ámbito del gusto se aprecia una repulsa del rococó, no sólopor las notas licenciosas y hedonistas de sus flìtes galantes, sino por sus cualidadesvoluptuosas como: el espril, la charme o, simplemente en otros paises, como reacciónal gusto francés. Lo cierto es que, hacia 1750, el gusto griego, como después eletrusco, se convierte en una mania. El mundo parisino se esfuerza por estar à lagrecque en los muebles, peinados, disfraces, en los exteriores o en los interiores de losedificios. Efervescencia del gusto que, a no tardar, cristaliza en la purificación ysimplificación, es decir, en el Neoclasicismo, como puede apreciarse en los escritosarquitectónicos de Laugier (1753), en los de Winckelmann sobre el arte griego(1755, 1764) o en los de R. Mengs (1762) sobre pintura, por no hablar de obras

l Cft. D'Alembert. Mélanges de litterature, d'l|istoireet de pliilosopliie, citado por E. Cassier: Filosofia dela Ilustración, pagina 18 s. Los titulos en los que no figure referencia de edición remiten a la bibliografia

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I. La autonomía de la estética en la Ilustración 13

coetáneas como el Panteón de J. G. Soufflot en París (1757), el Petit Trianon en Versalles (1761-1768) o el Parnaso (1760-1761) de Mengs, auténtico manifiesto de la pintura neoclásica. Efervescencia del gusto, que se trasluce también en sus preferencias por lo antiguo, por Grecia, Roma, Egipto u otras culturas primitivas y que vincula a todas las disciplinas en la búsqueda de sus orígenes.

En este clima de conmociones asistimos a toda clase de fundaciones disciplinares. La efervescencia remueve lo más afianzado, promociona los «nuevos principios», erigidos en la nueva autoridad tras la crítica a los modelos e instancias trascedentes, divinas. Pero, ante todo, la Ilustración proclama para la naturaleza, incluida la humana, la autosuficiencia, la inmanencia, esto es, lo que es inherente a sí misma. Desde estas premisas se posibilitan los trasvases fundacionales a las esferas de la actividad humana y a las disciplinas resultantes. En este terreno abonado fructifica la floración de la Estética —Baumgarten— , la Historia del arte — Winckelmann— , la Crítica de arte —Diderot y otros— o las Poéticas de las artes — Du Bos, Batteaux, Lessing— , como nuevos dominios del saber y del discurso ilustrados.

Sin duda, la fundación de la Estética, en cuanto disciplina autónoma, se perfila como uno de los vectores más peculiares de la aportación filosófica. Su vertebración desborda la reflexión abstracta sobre una capacidad del hombre: la conducta estética, para legitimar, a su vez, la autonomía que están alcanzando las diversas artes. La autonomía de la estética y la del arte son intercambiables en nuestra modernidad. Desde una sospecha semejante, el nacimiento de la primera no se desentiende del afianzamiento de una práctica artística a la que se le atribuye un estatuto cada vez más autónomo y cuya dilucidación corre a cargo de la Historia del arte 2. El arte, en efecto, comienza a liberarse de sus ligazones, de sus funciones tradicionales, es redescubierto como arte estético y absoluto que busca su propio espacio público, ya sean en el campo literario las revistas y ediciones, el espacio escénico en el teatro o en las artes plásticas el museo —en 1769 se funda el primer museo, el Fridericia- num de Cassel, en 1792 el Louvre, en 1819 El Prado— . No es anecdótico que los historiadores fijen por las mismas fechas la emergencia de la arquitectura autónoma, la aparición del hecho literario en su sentido actual, la del drama burgués y la novela, la sedimentación de la poesía en lírica. Tampoco lo es que la propia Estética se trasmute, no tardando, en una teoría universal o filosofía del arte con el rango de la disciplina filosófica suprema. No sería exagerado aventurar que el pensamiento ilustrado culmina en la Estética. Y lo que es indudable es que la alianza con el arte autónomo depara a la Estética un destino inseparable de la propia historia de la mo­dernidad.

La Estética en el proceso de emancipación del hombre

Históricamente, la autonomía de la Estética se impone de una manera pausada, desde el interior de las corrientes clasicistas e intelectualistas, imperantes en Francia, o a partir de las apuestas más arriesgadas de la estética inglesa del siglo XVIII. De

2 Cfr. E. Kaufmann, De Ledoux a Le Corbusier: Origen y desarrollo de la arquitectura autónoma (1933), G. Gili, Barcelona, 1982; H. Sedlmayr, La revolución el arte moderno (1955), Rialp, Madrid,1 0 C * 1 . 1 1 I I - - . . . k . _ . A J H l ' i . u i - í CnUrLnmn C M n l f í i i r f / M 1 Q 7 ?

I. La autonomia de la estética en la Ilustración 13

coetáneas como el Panteón de _). G. Soufflot en Paris (1757), el Petit Trianon enVersalles (1761-1768) o el Parnaso (1760-1761) de Mengs, auténtico manifiestode la pintura neoclâsica. Efervescencia del gusto, que se trasluce también en suspreferencias por lo antiguo, por Grecia, Roma, Egipto u otras culturas primitivas yque vincula a todas las disciplinas en la búsqueda de sus origenes.

En este clima de comnociones asistimos a toda clase de fundaciones disciplinares.La efervescencia remueve lo más afianzado, promociona los «nuevos principios»,erigidos en la nueva autoridad tras la critica a los modelos e instancias trascedentes,divinas. Pero, ante todo, la Ilustración proclama para la naturaleza, incluida lahumana, la autosuficiencia, la inmanencia, esto es, lo que es inherente a sí misma.Desde estas premisas se posibilitan los trasvases fundacionalcs a las esferas de laactividad humana y a las disciplinas resultantes. En este terreno abonado fructifica lafloración de la Estética -Baumgarten-, la Historia del arte -Winckelmann-,la Critica de arte -Diderot y otros- o las Poéticas de las artes -Du Bos, Batteaux,Lessing-, como nuevos dominios del saber y del discurso ilustrados.

Sin duda, la fundación de la Estética, en cuanto disciplina autónoma, se perfilacomo uno de los vectores más peculiares de la aportación filosófica. Su vertebracióndesborda la reflexión abstracta sobre una capacidad del hombre: la conducta estética,para legitimar, a su vez, la autonomia que estan alcanzando las diversas-artes. Laautonomía de la estética y la del arte son intercambiables en nuestra modernidad.Desde una sospecha semejante, el nacimiento de la primera no se desentiende delafianzamiento de una práctica artística a la que se le atribuye un estatuto cada vezmás autónomo y cuya dilucidación corre a cargo de la Historia del arte 2. El arte, enefecto, comienza a liberarse de sus ligazones, de sus funciones tradicionales, esredescubierto como arte estético y absoluto que busca su propio espacio público, yasean en el campo literario las revistas y ediciones, el espacio escénico en el teatro oen las artes plásticas el museo -en 1769 se funda el primer museo, el Fridericia-num de Cassel, en 1792 el Louvre, en 1819 El Prado-. No es anecdótico que loshistoriadores fijen por las mismas fechas la emergencia de la arquitectura autónoma,la aparición del hecho literario en su sentido actual, la del drama burgués y lanovela, la sedimentación de la poesia en lírica. Tampoco lo es que la propia Estéticase trasmute, no tardando, en una teoría universal o filosofía del arte con el rango dela disciplina filosófica suprema. No seria exagerado aventurar que el pensamientoilustrado culmina en la Estética. Y lo que es indudable es que la alianza con el arteautónomo depara a la Estética un destino inseparable de la propia historia de la mo-dernidad.

La Estética en el proceso de emancipación del hombre

Históricamente, la autonomía de la Estética se impone de una manera pausada,desde el interior de las corrientes clasicistas e intelectualistas, imperantes en Francia, oa partir de las apuestas mas arriesgadas de la estética inglesa del siglo XVIII. De

2 Cfr. F. Kaufrnann, De Ledoux a Le Corbusier: Origen y desarrollo de la arquitectura autónoma(1933), G. Gili, Barcelona, 1982; H. Sedlmayr, La revolución el arte moderno (1955), Rialp, Madrid,ine1. unll.- .. -..__ A..›.......:. J.. I/...fr Culsflni-1-r ¡Iv-mlfflu-r /M 1077

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hecho, el nacimiento de la estética gira en torno a las dos guías que reconoce el hombre ilustrado: la Razón y la experiencia, que se bastan a sí mismas y no necesitan mendigar justificaciones externas o extrañas. Precisamente, el racionalismo —apo­yado en la primera— en Francia, Suiza, Alemania, España e Italia y el empirismo inglés —basado, como se sabe, en la experiencia— se vertebran como los dos grandes movimientos estéticos del siglo.

El compromiso de la Estética con la emancipación humana se lleva a cabo gracias al nuevo sujeto burgués y al filósofo. El primero actúa como condición, el segundo como promotor entusiasta de la emancipación. Desde una perspectiva histórica inabordable en esta ocasión, los diversos autores coinciden en que el burgués, en cuanto producto social de la Ilustración, es ese nuevo sujeto autónomo3. La emancipación, en consecuencia, no se concibe sin el protagonismo y el acciden­tado ascenso de la burguesía. La sibisujficientia, esto es, la autosuficiencia, la inde­pendencia del poder económico respecto a otros individuos, el ser «dueño de sí mismo», como dirá Kant, devienen paradigmas y ejemplos para los miembros de la sociedad burguesa. En la Enciclopedia, por ejemplo, la propiedad privada otorga las credenciales de ciudadano, mientras la libertad política de éste emana de esa tranqui­lidad interior que le inspira el vivir arropado por su propiedad. Si esto es así entre los franceses, no digamos en el liberalismo inglés. La acumulación primitiva del capital es la oferta del momento. La autonomía y la libertad de los individuos se determinan en concreto a partir de una negación, en plena vigencia de los Estados absolutistas, de las ligazones feudales así como, por vía afirmativa, desde la vivencia de la autosuficiencia indicada. Lo relevante es que la autonomía nomina tanto la inde­pendencia económica y la lucha por la libertad política, que culminaría en la Revolución Francesa de 1789, como la independencia moral e intelectual del nuevo sujeto burgués. Y si bien estas aspiraciones permanecen a menudo un postulado que se ve contrariado por los conflictos históricos del momento, la nueva existencia se legitima en virtud de un objetivo irrenunciable: la utopía de la emancipación humana, de la que la Estética y el arte son algunas de sus manifestaciones.

Como veremos, las huellas de estos sueños dejan sentirse en la fundación de la Estética por vía negativa y afirmativa. Sin embargo, nos intriga aún más ver cómo este nuevo sujeto autónomo exige un derecho originario a todo, y este percatarse de sus derechos plurales impregna a sus actividades y conductas. El culto al hombre autónomo, al propio yo, se detecta por doquier. Recordemos cómo la imagen del hombre sustenta el drama desde Le Fils naturel (1757), de Diderot, o cómo la admiración y el entusiasmo, que despertaban la épica y la tragedia, son desplazados por una identificación con los personajes del drama burgués o por una proyección de sentimientos en los héroes de las nuevas novelas. Tampoco es casual que, desde los alemanes F. G. Klopstock (1724-1803) o Goethe (1741-1832), florezca una lírica fundida con el yo del poeta. Este culto se plasma asimismo en los géneros literarios surgidos durante el período, como las Cartas, improntas del alma y lenguaje del corazón, las novelas epistolares, las autobiografías, los diarios o la literatu­ra de los viajes, los cuales no han de interpretarse solamente desde el retomo a la naturaleza lejana o salvaje, sino como una búsqueda del hombre, como utopía. En

3 Cfr. M. Horkhcimcr y Th. W. Adorno, Dialéctica del Iluminismo, p. 104.

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hecho, el nacimiento de la estética gira en torno a las dos guías que reconoce elhombre ilustrado: la Razón y la experiencia, que se bastan a si mismas y no necesitanmendigar justificaciones externas o extrañas. Precisamente, el racionalismo -apo-yado en la primera- en Francia, Suiza, Alemania, España e Italia y el empirismoinglés -basado, como se sabe, en la experiencia- se vertebran como los dosgrandes movimientos estéticos del siglo.

El compromiso de la Estética con la emancipación humana se lleva a cabogracias al nuevo sujeto burgués y al fllósofo. El primero actúa como condición, elsegundo como promotor entusiasta de la emancipación. Desde una perspectivahistórica inabordable en esta ocasión, los diversos autores coinciden en que elburgués, en cuanto producto social de la Ilustración, es ese nuevo sujeto autónomo 3.La emancipación, en consecuencia, no se concibe sin el protagonismo y el acciden-tado ascenso de la burguesía. La sibisuflicientia, esto es, la autosuficiencia, la inde-pendencia del poder económico respecto a otros individuos, el ser «dueño de simismo», como dirá Kant, devienen paradigmas y ejemplos para los miembros de lasociedad burguesa. En la Enciclopedia, por ejemplo, la propiedad privada otorga lascredenciales de ciudadano, mientras la libertad politica de éste emana de esa tranqui-lidad interior que le inspira el vivir arropado por su propiedad. Si esto es así entre losfranceses, no digamos en el liberalismo inglés. La acumulación primitiva del capitales la oferta del momento. La autonomía y la libertad de los individuos se detenninanen concreto a partir de una negación, en plena vigencia de los Estados absolutistas,de las ligazones feudales asi como, por via afirmativa, desde la vivencia de laautosuficiencia indicada. Lo relevante es que la autonomía nomina tanto la inde-pendencia económica y la lucha por la libertad política, que culminaria en laRevolución Francesa de 1789, como la independencia moral e intelectual del nuevosujeto burgués. Y si bien estas aspiraciones permanecen a menudo un postulado quese ve contrariado por los conflictos históricos del momento, la nueva existencia selegitima en virtud de un objetivo irrenunciable: la utopía de la emancipaciónhumana, de la que la Estética y el arte son algunas de sus manifestaciones.

Como veremos, las huellas de estos sueños dejan sentirse en la fundación de laEstética por via negativa y afirmativa. Sin embargo, nos intriga aún más ver cómoeste nuevo sujeto autónomo exige un derecho originario a todo, y este percatarse desus derechos plurales impregna a sus actividades y conductas. El culto al hombreautónomo, al propio yo, se detecta por doquier. Recordemos cómo la imagen delhombre sustenta el drama desde Le Fils naturel (1757), de Diderot, o cómo laadmiración y el entusiasmo, que despertaban la épica y la tragedia, son desplazadospor una identificación con los personajes del drama burgués o por una proyecciónde sentimientos en los héroes de las nuevas novelas. Tampoco es casual que, desdelos alemanes F. G. Klopstock (1724-1803) o Goethe (1741-1832), florezca unalírica fundida con el yo del poeta. Este culto se plasma asimismo en los génerosliterarios surgidos durante el periodo, como las Cartas, improntas del alma ylenguaje del corazón, las novelas epistolares, las autobiografias, los diarios o la literatu-ra de los viajes, los cuales no han de interpretarse solamente desde el retorno a lanaturaleza lejana o salvaje, sino como una búsqueda del hombre, como utopía. En

3 Cfr. M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialêclica del Iluminismo, p. 104.

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I. La autonomía de ¡a estética en la Ilustración 15

novelas como La nueva Eloísa (1761), de Rousseau, o las Penas del joven Werther (1774), de Goethe, culmina este enaltecimiento del yo. Basten estas evocaciones para comprobar cómo el desvelamiento paralelo del sujeto por la Estética, sobre todo en teorías como las de la imaginación creadora, sintoniza con lo que acontece en la literatura y el pensamiento coetáneos. Sin el concurso del nuevo hombre autónomo nos está vedado, en verdad, traspasar los umbrales de la propia autonomía de la conducta estética y, por ende, de la propia estética.

Decía que el filósofo es el promotor de la emancipación. Si todavía no se vive una época ilustrada, sí asistimos, como proceso, a la Ilustración, sinónimo de mayoría de edad que se expande en diferentes direcciones, no siempre uniformes, en el tiempo y el espacio. En una opinión difundida, ya se dan las condiciones, los requisitos históricos, para una conquista de la Razón cuyo objetivo es progresar hacia lo mejor, hacia la felicidad perfecta del hombre. Frente a los «centros de las tinieblas» de los enemigos de la razón, brillará la «aurora de la razón»; frente al dogmatismo, la intolerancia y el fanatismo, triunfarán la tolerancia —Natán el Sabio (1778), de Lessing, se convierte en un manifiesto de la tolerancia— y el escepticismo. Urge ampliar las zonas iluminadas, multiplicar los centros de la luz. La buena nueva de que la luz ha venido del Discurso preliminar (1751) de D’Alembert a la Enciclopedia, concluye con el afán de que no queden en el globo terráqueo «espacios inaccesibles a la luz», como apunta en 1793 Condorcet, el teórico del progreso. Desde El filósofo (1743), de Du Marsais, pasando por numerosos elogios a él dedicados, hasta El conflicto de las Facultades (1798), de Kant, el filósofo es la figura portadora de esta antorcha luminosa. No en vano, Kant reclama y sanciona, a nivel universitario, una independencia de la Facultad de Filosofía, en cuanto instancia crítica, respecto a las de Derecho, Medicina y, sobre todo, Teología.

El siglo culmina con una interpretación de la razón ilustrada como instrumento de liberación a esgrimir con decisión y valor. En 1784 Kant nos brinda una definición, tardía pero esclarecedora, de la Ilustración al entenderla como «la salida del hombre de su culpable minoría de edad», aleccionando con la siguiente consig­na: «Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!» 4. La Razón, que ilumina el proceso, se rige por el juicio maduro de la época, por la crítica de lo que se conoce desde entonces como la «razón pura» que se basta a sí misma y que no necesita de auxilios trascendentes. La Razón, pues, es asumida como una capacidad autóctona que goza de libertad para fijar su propio destino, para pensar, sentir y actuar con la mirada puesta en unos objetivos válidos para todos los hombres. Es en ella donde mejor se refleja la utopía del mundo ilustrado, un mundo que debe ser organizado en consonancia con la razón, incluso allí, como sucede en lo estético y el arte, donde prima el placer. La sensibilidad, la excitación de los sentimientos, el tocar el corazón, atribuidos a lo estético, tienen que armonizarse, aunque no siempre ocurra así, con la razón. En cualquier caso, queda claro que la vivencia estética pertenece al hombre, constituye un comportamiento inconfundible de su humanidad, y a ella se le confia la honrosa, aunque onerosa, tarea de reinstaurar el equilibrio, la totalidad de su naturaleza, ya sea en la estética inglesa, en Kant, Schiller o el Absolutismo estético a primeros del siglo XIX.

4 Kant. Beantwortuno der Fran: Was isí Aufklárurtv?. en Werke. vol, VI. o, 53.

I. La autonomia de la estética en la Ilustración 15

novelas como La nueva Eloisa (1761), de Rousseau, o las Penas del joven Werther(1774), de Goethe, culmina este enaltecimiento del yo. Basten estas evocacionespara comprobar cómo el desvelamiento paralelo del sujeto por la Estética, sobretodo en teorías como las de la imaginación creadora, sintoniza con lo que aconteceen la literatura y el pensamiento coetáneos. Sin el concurso del nuevo hombreautónomo nos está vedado, en verdad, traspasar los umbrales de la propia autonomíade la conducta estética y, por ende, de la propia estética-_

Decía que elfilósojii es el promotor de la emancipación. Si todavía no se vive unaépoca ilustrada, sí asistimos, como proceso, a la Ilustración, sinónimo de mayoría deedad que se expande en diferentes direcciones, no siempre uniformes, en el tiempo yel espacio. En una opinión difundida, ya se dan las condiciones, los requisitoshistóricos, para una conquista de la Razón cuyo objetivo es progresar hacia lomejor, hacia la felicidad perfecta del hombre. Frente a los «centros de las tinieblas»de los enemigos de la razón, brillarå la «aurora de la razóm; frente al dogmatismo,la intolerancia y el fanatismo, triunfar-án la tolerancia -Natán el Sabio (1778), deLessing, se convierte en un manifiesto de la tolerancia- y el escepticismo. Urgeampliar las zonas iluminadas, multiplicar los centros de la luz. La buena nueva deque la luz ha venido del Discurso preliminar (1751) de D'Alembert a la Enciclopedia,concluye con el afán de que no queden en el globo terráqueo «espacios inaccesibles ala luz», como apunta en 1793 Condorcet, el teórico del progreso. Desde Elƒilósojb(1743), de Du Marsais, pasando por numerosos elogios a él dedicados, hasta Elconflicto de las Facultades (1798), de Kant, el filósofo es la figura portadora de estaantorcha luminosa. No en vano, Kant reclama y sanciona, a nivel universitario, unaindependencia de la Facultad de Filosofia, en cuanto instancia crítica, respecto a lasde Derecho, Medicina y, sobre todo, Teología.

El siglo culmina con una interpretación de la razón ilustrada como instrumentode liberación a esgrimir con decisión y valor. En 1784 Kant nos brinda unadefinición, tardía pero esclarecedora, de la Ilustración al entenderla como «la salidadel hombre de su culpable minoría de edad», aleccionando con la siguiente consig-na: «Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimientoln '. La Razón,que ilumina el proceso, se rige por el juicio maduro de la época, por la critica de loque se conoce desde entonces como la «razón pura» que se basta a sí misma y que nonecesita de auxilios trascendentes. La Razón, pues, es asumida como una capacidadautóctona que goza de libertad para fijar su propio destino, para pensar, sentir yactuar con la mirada puesta en unos objetivos válidos para todos los hombres. Es enella donde mejor se refleja la utopía del mundo ilustrado, un mundo que debe serorganizado en consonancia con la razón, incluso allí, como sucede en lo estético y elarte, donde prima el placer. La sensibilidad, la excitación de los sentimientos, eltocar el corazón, atribuidos a lo estético, tienen que armonizarse, aunque nosiempre ocurra así, con la razón. En cualquier caso, queda claro que la vivenciaestética pertenece al hombre, constituye un comportamiento inconfundible de suhumanidad, y a ella se le confia la honrosa, aunque onerosa, tarea de reinstaurar elequilibrio, la totalidad de su naturaleza, ya sea en la estética inglesa, en Kant,Schiller o el Absolutismo estético a primeros del siglo XIX.

4 Kant. Beantwortuno der Fraøe: Was ist Aulleliiruno?. en Werlte. vol. Vl. D. 53-

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16 La estética en la cultura moderna

La Estética participa también de la utopía ilustrada de una praxis, en la cual la Razón, centrada en sus objetivos prácticos, procura alcanzar la perfecta felicidad humana y el bien común indestructible, eliminar los conflictos en aras de la armonía. En este marco se encomienda a la estética, las artes, la literatura, etc., el cometido de conjurar las amenazas psíquicas crecientes provocadas por la misma realidad histórica. Tal vez, esta implicación con la utopía clarifique el apogeo de la estética y sus preocupaciones por la formación y el perfeccionamiento del gusto, cuya cumbre se alcanzará en la educación estética del hombre, propugnada por Schiller a finales de siglo. En todo caso, la estética y el arte asumen la función educadora peculiar a la Ilustración. Este ideal formativo se aprecia tanto en la instalación de los primeros museos de ciencias naturales o de arte, en la proliferación de monumentos a hombres ilustres —desde el erigido a Galileo en S. Croce de Florencia (1737), a Shakespeare en la Abadía de Westminster (1740), hasta el conocido proyecto de Monumento a Newton (1780 ss.) de E. L. Boullée— como en el reconocimiento temprano de la sensibilidad estética, interpretada y propuesta como modelo para quien debe aprender a unificar armónicamente las fuerzas de su naturaleza, del instinto, con las leyes de la razón. La estética ambiciona también la utopía de un estado de felicidad en el cual la «cabeza» y el corazón se reconcilian en una paz sublime e inalterable. Un placer razonable tan envidiable es propiciado por igual en la estética inglesa de primeros de siglo, en el felix aestheticus, el hombre estético feliz, de las «filosofías populares» de mediados en Alemania o en la conocida teoría de la tragedia de Lessing, en las canciones anacreónticas y en las utopías novelescas, como La historia deAgathon (1767), de Ch. M. Wieland (1733-1813). Esta filtración utópica inicial no abandonará sin más a la estética en nuestra mo­dernidad.

En realidad, la nueva disciplina se inserta en la dinámica de una razón ilustrada que, desde un prisma utópico, aspira a hacer partícipes de sus promesas a todos los hombres, a obviar los contratiempos y los conflictos reales que se derivan de los antagonismos de intereses, ya destacados por Kant, de la fragmentación personal y social captada por Schiller, de la división del trabajo denunciada por Marx, etc. ¿No será, acaso, todo esto, una fuente inagotable de tensiones? Así lo parece, sobre todo cuando nos percatamos de las ambivalencias que delata desde sus albores. Ya en 1797 el propio Goethe se lamenta de que su siglo hubiera esclarecido muchas cosas en lo intelectual, pero de que fuera poco hábil para unificar la pura sensibilidad con la capacidad intelectual5, precisamente el papel mediador que Kant, Schiller y otros asignaban coetáneamente a la estética.

La estética, sugería, se alia desde sus albores con la utopía de la realización de lo estético y lo artístico, y ello parece ser uno de sus rasgos recurrentes en la historia de la modernidad. Por eso mismo, aspira a una universalidad de lo estético — de lo bello, del gusto o del arte— y confía esperanzada que será posible vencer los obstáculos con los que tropezará en el camino pedregoso de una historia muy supeditada a la razón teorética, cientifista, pragmática o instrumental, económica, productivista, etcétera. Este es el espíritu que impregna a muchas de las concepciones estéticas de un Schiller, el joven Marx, ciertas vanguardias históricas, H. Marcuse o E. Bloch,

5 Cfr. Goethe, Kunst und Handwtrk, en Schriften zur Kunst, I, p. 68.

16 La estética en la cultura moderna

La Estética participa también de la utopía ilustrada de una praxis, en la cual laRazón, centrada en sus objetivos prácticos, procura alcanzar la perfecta felicidadhumana y el bien común indestructible, eliminar los conflictos en aras de laarmonía. En este marco se encomienda a la estética, las artes, la literatura, etc., elcometido de conjurar las amenazas psíquicas crecientes provocadas por la mismarealidad histórica. Tal vez, esta implicación con la utopía clarifique el apogeo de laestética y sus preocupaciones por la formación y el perfeccionamiento del gusto,cuya cumbre se alcanzará en la educación estética del hombre, propugnada porSchiller a finales de siglo. En todo caso, la estética y el arte asumen la funcióneducadora peculiar a la Ilustración. Este ideal formativo se aprecia tanto en lainstalación de los primeros museos de ciencias naturales o de arte, en la proliferaciónde monumentos a hombres ilustres -desde el erigido a Galileo en S. Croce deFlorencia (1737), a Shakespeare en la Abadía de Westmiiaster (1740), hasta elconocido proyecto de Monumento a Newton (1780 ss.) de E. L. Boullée- comoen el reconocimiento temprano de la sensibilidad estética, interpretada y propuestacomo modelo para quien debe aprender a unificar armónicamente las fuerzas de sunaturaleza, del instinto, con las leyes de la razón. La estética ambiciona también lautopía de un estado de felicidad en el cual la «cabezan y el corazón se reconcilian enuna paz sublime e inalterable. Un placer razonable tan envidiable es propiciado porigual en la estética inglesa de primeros de siglo, en el filix aestheticus, el hombreestético feliz, de las «filosofías populares» de mediados en Alemania o en la conocidateoría de la tragedia de Lessing, en las canciones anacreónticas y en las utopíasnovelescas, como La historia de Agathon (1767), de Ch. M. Wieland (1733-1813).Esta filtración utópica inicial no abandonará sin más a la estética en nuestra mo-dernidad.

En realidad, la nueva disciplina se inserta en la dinamica de una razón ilustradaque, desde un prisma utópico, aspira a hacer partícipes de sus promesas a todos loshombres, a obviar los contratiempos y los conflictos reales que se derivan de losantagonismos de intereses, ya destacados por Kant, de la fragmentación personal ysocial captada por Schiller, de la división del trabajo denunciada por Marx, etc. ¿Noserá, acaso, todo esto, una fuente inagotable de tensiones? Así lo parece, sobre todocuando nos percatamos de las ambivalencias que delata desde sus albores. Ya en1797 el propio Goethe se lamenta de que su siglo hubiera esclarecido muchas cosasen lo intelectual, pero de que fuera poco hábil para unificar la pura sensibilidad conla capacidad intelectual 5, precisamente el papel mediador que Kant, Schiller y otrosasignaban coetáneamente a la estética.

La estética, sugería, se alía desde sus albores con la utopía de la realización de loestético y lo artístico, y ello parece ser uno de sus rasgos recurrentes en la historia de lamodernidad. Por eso mismo, aspira a una universalidad de lo estético -de lo bello,del gusto o del arte- y confía esperanzada que será posible vencer los obstáculoscon los que tropezará en el camino pedregoso de una historia muy supeditada a larazón teorética, cientifista, pragmática o instrumental, económica, productivista,etcétera. Este es el espíritu que impregna a muchas de las concepciones estéticas deun Schiller, el joven Marx, ciertas vanguardias históricas, H. Marcuse o E. Bloch,

5 Cfr. Goethe, Kun!! und Handwerle, en Sclinflen zur Kurul, l, p. 68.

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I. La autonomía de la estética en la Ilustración 17

por evocar algunos peldaños básicos. Estas figuras personificaren estética lo que podríamos llamar el anverso de una modernidad cimentada sobre una historia de la razón, la de los dos últimos siglos, qXie ha primado los esquemas lineales del progreso —en la acepción científica de un Condorcet a finales del xvill o de la escuela decimonónica del Positivismo— , la progresión ilimitada del primer Ro­manticismo o los componentes utópicos de la Antropología desde Schiller y la Dialéctica del joven Marx y otras escuelas marxistas. La crítica a la Razón, desde Schelling en los albores del XIX a Freud, será el telón de fondo de lo que podría denominarse el reverso de la modernidad, es decir, de las actitudes que emergen de la convicción de que no es posible contener el lado oscuro de la historia; de la impotencia para contrarrestar los poderes de la naturaleza; en una palabra, de las dudas en la Razón y en la racionalidad dominantes, ya sea en el Capitalismo o en el Socialismo real.

Los «primeros principios» y la añoranza del Orden perdido

La belle antiquité fut toujours vénérable;Mais je ne crus jamais qu’elle fut adorable.J e vois les anciens, sans plier ¡es genoux;lis sont grands, il est vrai, mais hommes comme tious;Et l’on peut comparer, sans crainte dfétre injuste, le Siécle de Louis au beau siécle d’Auguste.. .6

Así comienza el Poema sobre el Siglo de Luis el Grande, declamado por Charles Perrault en una solemne sesión de la Academia Francesa en 1687. Con él se abría un debate cuya sombra planea sobre la «construcción de lo moderno» y sobre la estética naciente. Boileau, representante insigne de la doctrine classique, se levantaría indig­nado al final de una sesión, gritando la vergüenza que suponía para la Institución oír semejantes insultos. Esto nos da una idea del eco de un debate, conocido desde entonces como la querelle, que marca la transición a la Ilustración. Desarrollada por el propio Ch. Perrault en el Paralléle des Anciens et des Modernes (1688-1697) y por otros, es reconocida por la Enciclopedia como su precursora7, y sus estribaciones se prolongarán hasta muy avanzado el siglo XIX. La disputa entre el partido de los antiguos, las «gentes de Versalles», de la Corte —literatos como Boileau, Racine, La Fontaine, La Bruyére o filósofos como Bossuet— y el partido de los modernos, de los «bellos espíritus de París» — Ch. y Cl. Perrault, Fontenelle, H. de la Motte, etcétera— , no sólo acaba socavando el clasicismo imperante, sino que suscita la problemática del progreso, síntoma indisociable de lo moderno. Dejando a un lado lo que ello supone para la «construcción de lo moderno», retengo sus implicaciones para la cuestión del gusto y para la arqueología de la estética en la modernidad.

La estética ilustrada se afirma a medida que se desvelan las flaquezas de la doctrine classique del XVII. No obstante, ésta mantiene su vigencia hasta fechas

6 Ch. Perrault, en Parallile des Anciens et des Modernes, p. 253.7 Cfr. Diderot, Encyclopédie, en Eneyclopédie, t. XII, p. 367.

I. La autonomía de la estética en la Ilustración 17

por evocar algunos peldaños básicos. Estas figuras personificanfen estética lo quepodríamos llamar el anverso de una modernidad cimentada sobre una historia de larazón, la de los dos últimos siglos, que ha primado los esquemas lineales delprogreso -en la acepción científica de un Condorcet a finales del XVIII o de laescuela decimonónica del Positivismo-, la progresión ilimitada del primer Ro-manticismo o los componentes utópicos de la Antropología desde Schiller y laDialéctica del joven Marx y otras escuelas marxistas. La crítica a la Razón, desdeSchelling en los albores del xix a Freud, sera el telón de fondo de lo que podríadenominarse el reverso de la modernidad, es decir, de las actitudes que emergen de laconvicción de que no es posible contener el lado oscuro de la historia; de laimpotencia para contrarrestar los poderes de la naturaleza; en una palabra, de lasdudas en la Razón y en la racionalidad dominantes, ya sea en el Capitalismo o en elSocialismo real.

Los «primeros principios» y la añoranza del Orden perdido

La belle antiquité fut toujours venerable;Mais je ne crusjamais qu'ellefüt adorable.je voís les anciens, sans plier les genoux;Ils sont grands, il est vrai, mais hommes comme nous;Et l'on peut comparer, sans crainte d'être injuste,le Siècle de Louis au beau siècle d'Auguste... °

Así comienza el Poema sobre el Siglo de Luis el Grande, declamado por CharlesPerrault en una solemne sesión de la Academia Francesa en 1687. Con él se abría undebate cuya sombra planea sobre la «construcción de lo moderno» y sobre la estéticanaciente. Boileau, representante insigne de la doctrine classique, se levantaría indig-nado al final de una sesión, gritando la vergüenza que suponía para la Institución oirsemejantes insultos. Esto nos da una idea del eco de un debate, conocido desdeentonces como la querelle, que marca la transición a la Ilustración. Desarrollada porel propio Ch. Perrault en el Parallèle des Antiens et des Modernes (1688-1697) y porotros, es reconocida por la Enciclopedia como su precursora 7, y sus estribaciones seprolongarán hasta muy avanzado el siglo XIX. La disputa entre el partido de losantiguos, las «gentes de Versalles», de la Corte -literatos como Boileau, Racine,La Fontaine, La Bruyère o filósofos como Bossuet- y el partido de los modernos,de los «bellos espíritus de Paris» -Ch. y Cl. Perrault, Fontenelle, H. de la Motte,etcétera--, no sólo acaba socavando el clasicismo imperante, sino que suscita laproblemática del progreso, síntoma indisociable de lo moderno. Dejando a un lado Ioque ello supone para la «construcción de lo moderno», retengo sus implicacionespara la cuestión del gusto y para la arqueología de la estética en la modernidad.

La estética ilustrada se afirma a medida que se desvelan las flaquezas de ladoctrine classique del XVII. No obstante, esta mantiene su vigencia hasta fechas

6 Ch. Perrault, en Parallel: des Antiens el det Modemes, p. 253.7 Cfr. Diderot, Emyrlopédie, en Enryclopédie, r. Xll, p. 367.

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18 La estética en la cultura moderna

avanzadas del siglo siguiente y se filtrará en nuestra modernidad como nostalgia de una unidad, de un equilibrio u orden perdidos. La autonomía de la estética, antes de su bautizo filosófico, se atisba en la querelle y, a decir verdad, en Francia no progresa tanto arropada por la inquietud filosófica cuanto estimulada por la teoría de las artes, sobre todo la arquitectura, y por el declive de la Retórica, que se inicia hacia 1730. La querelle incide sobre la teoría estética al separar con nitidez las artes del «genio y del gusto» de las ciencias naturales, las «cosas de la imaginación» de los métodos del raciocinar. La persistencia de la belleza como fenómeno objetivo, dependiente únicamente de los objetos, que identifica lo bello con lo verdadero y la perfección, y la subordinación del arte a las matemáticas tiñen la época y a su pensamiento estético. Por ello mismo, no debe sorprender el impacto que producen las digresio­nes de Charles Perrault (1628-1703) cuando, desde posiciones aún clasicistas, se atreve a distinguir, hablando de arquitectura, entre las bellezas naturales o positivas y las arbitrarias. Mientras las primeras agradan siempre, con independencia del uso, las segundas placen debido a que nuestros ojos se han acostumbrado a ellas o a que, en la «súbita revolución de ¡as modas», se sustraen a las normas de lo bello intemporal y dependen del gusto particular de cada pueblo y época8. Dialogando sobre la elocuencia, recurre a los sinónimos de bellezas universales o absolutas contrapuestas a las particulares y relativas.

Estas distinciones abren una brecha enorme en la estética clasicista y marcan un hito en la historia de la estética sobre el cual apenas se repara ni, hoy en día, podemos hacernos fácilmente una idea. Desde Francia irradian a los demás países europeos y definen la transición de una estética basada en las normas a una relativis­ta, imponiendo una medida doble: si lo bello absoluto se identifica con los antiguos, la belleza relativa, arbitraria, es asociada con lo moderno. Tal distinción no sólo es asumida por el P. André (1675-1764), cuyo Tratado de lo bello (1741) se convierte en modelo de los sucesivos compendios, o por F. Hutcheson, H. Home o A. Smith en Inglaterra, sino que penetra a través de Diderot y Voltaire en la Enciclopedia. Apoyándose en ella, su hermano Claude Perrault, el arquitecto de la columnata del Louvre (1667), no sólo traslada la querelle a la arquitectura, sino que, secundado por otro gran arquitecto, el inglés Chr. Wren, proclama la primacía de la belleza relativa o arbitraria como la base de una nueva estética de la arquitectura. Esta sacude la estabilidad del código clásico, invita a la desintegración del sistema de los órdenes arquitectónicos e inicia el debate sobre el carácter artificial del lenguaje ar­quitectónico 9.

Cuando D. Diderot (1713-1784), promotor de la Enciclopedia, revise las opi­niones más autorizadas, toma partido decidido por la belleza relativa, como también lo hará Voltaire. Y anticipándose al carácter transitorio y contingente de la moder­nidad en Baudelaire, ya nos habla de las analogías o los «emblemas fugitivos* de la expresión, la poesía, la pintura, la música, el balanceo de las bellezas en los diferen­tes artistas o de la variedad de los factores imponderables que condicionan el gusto:

8 Cfr. Ch. Perrault* Parallele des..., 1. c., vol. I, pp. 138-142; II, pp. 46*48.9 Cfr. M. Tafuri, Retórica y Experimentalismo, Universidad de Sevilla, 1978, pp. 243-267; R. Jauss,

La literatura como provocación, Península, Barcelona, 1976, p. 10 ss.10 Cfr. D. Diderot, Oeuvres completes, I, p. 385.

18 La estética en la cultura moderna

avanzadas del siglo siguiente y se filtrará en nuestra modemidad como nostalgia deuna unidad, de un equilibrio u orden perdidos. La autonomía de la estética, antes desu bautizo filosófico, se atisba en la querelle y, a decir verdad, en Francia no progresatanto arropada por la inquietud filosófica cuanto estimulada por la teoría de las artes,sobre todo la arquitectura, y por el declive de la Retórica, que se inicia hacia 1730.La querelle incide sobre la teoría estética al separar con nitidez las artes del «genio ydel gusto» de las ciencias naturales, las «cosas de la imaginación» de los métodos delraciocinar. La persistencia de la belleza como fenómeno objetivo, dependienteúnicamente de los objetos, que identifica lo bello con lo verdadero y la perfección, yla subordinación del arte a las matemáticas tiñen la época y a su pensamientoestético. Por ello mismo, no debe sorprender el impacto que producen las digresio-nes de Charles Perrault (1628-1703) cuando, desde posiciones aún clasicistas, seatreve a distinguir, hablando de arquitectura, entre las bellezas naturales o positivas ylas arbitrarias. Mientras las primeras agradan siempre, con independencia del uso, lassegundas placen debido a que nuestros ojos se han acostumbrado a ellas o a que, enla «súbita revolución de las modas», se sustraen a las nomas de lo bello intemporal ydependen del gusto particular de cada pueblo y época '. Dialogando sobre laelocuencia, recurre a los sinónimos de bellezas universales o absolutas contrapuestas alas particulares y relativas.

Estas distinciones abren una brecha enonne en la estética clasicista y marcan unhito en la historia de la estética sobre el cual apenas se repara ni, hoy en día,podemos hacernos fácilmente una idea. Desde Francia irradian a los demás paíseseuropeos y definen la transición de una estetica basada en las normas a una relativis-ta, imponiendo una medida doble: si lo bello absoluto se identifica con los antiguos,la belleza relativa, arbitraria, es asociada con lo moderno. Tal distinción no sólo esasumida por el P. André (1675-1764), cuyo Tratado de lo liello (1741) se convierteen modelo de los sucesivos compendios, o por F. Hutcheson, H. Home o A. Smithen Inglaterra, sino que penetra a través de Diderot y Voltaire en la Enciclopedia.Apoyandose en ella, su hemiano Claude Perrault, el arquitecto de la columnata delLouvre (1667), no sólo traslada la querelle a la arquitectura, sino que, secundado porotro gran arquitecto, el inglés Chr. Wren, proclama la primacía de la bellezarelativa o arbitraria como la base de una nueva estética de la arquitectura. Estasacude la estabilidad del código clasico, invita a la desintegración del sistema de losórdenes arquitectónicos e inicia el debate sobre el caracter artificial del lenguaje ar-quitectónico 9.

Cuando D. Diderot (1713-1784), promotor de la Enciclopedia, revise las opi-niones más autorizadas, toma partido decidido por la belleza relativa, como tambiénlo hará Voltaire. Y anticipandose al carácter transitorio y contingente de la moder-nidad en Baudelaire, ya nos habla de las analogías o los «emblemas fugitivoss de laexpresión, la poesia, la pintura, la música, el balanceo de las bellezas en los diferen-tes artistas o de la variedad de los factores imponderables que condicionan el gusto:

' Cfr. Ch. Perrault, Parallêlc des..., 1. c., vol. 1. pp. 138-142; ll, pp. 46-48.9 Cfr. M. Tafuri, Retórica y Experimenlalisrno, Universidad de Sevilla, 1978, pp. 243-267; R._]auss,

La literatura como provocación, Peninsula, Barcelona, 1976, p. 10 ss.lo Cfr. D. Diderot. Oeuvres tomplìres, 1, p. 385.

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costumbres, hábitos adquiridos, clima, religión, gobiernos, etc. ,0. No obstante, lo que más nos sorprende es esa reducción de la belleza a la percepción de las relaciones. Si bien es cierto que J. P. de Crouzac (1663-1748) ya había sostenido una opinión semejante a primeros de siglo 11, tal hipótesis no alcanza plena vigencia hasta mediados y tendrá unas consecuencias insospechadas. En sus diferentes ensayosl2, Diderot condensa en este denominador común, en la relación, la infinidad de nombres asignados a las especies más variadas de la belleza, rompe de un modo resuelto el corsé de la belleza absoluta y normativa del Clasicismo y se sitúa del lado de los modernos.

Desde luego, Diderot celebra aún las ideas clasicistas de unidad, orden, propor­ción, simetría, etc., de ascendencia arquitectónica, como las «relaciones» privilegia­das. En cualquier caso, estas u otras categorías formales similares del período ya no se subordinan a apriorismos objetivos y fijados de antemano, como sucedía en la mentalidad clasicista, sino que se deben, más bien, a los datos extraídos de la experiencia perceptiva. En deuda como están con nuestros sentidos, las podemos calificar de fácticas y positivas en la acepción coetánea de las Escuelas del Empiris­mo, que concede gran valor a la experiencia, y del Sensualismo, que reivindica el papel de los sentidos; no obstante, en su conformación participa también el entendi­miento. En realidad, el principio estético de la «relación» se erige sobre las dos guías que reconoce el hombre ilustrado: la experiencia y la razón; mantiene compromisos con nuestras facultades perceptivas y con las nuevas instancias de la Razón, la musa iluminista. Incluso, presintiendo perdida la apuesta clasicista, Diderot recurre a la siguiente acrobacia: si bien estas nociones formales pueden llamarse, si así se desea, eternas, originales, «reglas esenciales de lo bello», «pasaron por nuestros sentidos para poder llegar a nuestro entendimiento» 13, es decir, son tamizadas por los sentidos antes de alcanzar, gracias a las operaciones de la razón, ese carácter abstracto e intemporal con que se nos presentan.

Las recién señaladas «reglas esenciales» de lo bello remiten, por otro lado, a figuras tan socorridas durante el período en todas las disciplinas, como son los orígenes y los primeros principios. Si el francés J. Frain de Tremblay publica a primeros del siglo el Discurso sobre el origen de ¡a poesía, el italiano G. B. Vico, en Los principios de una nueva ciencia (1725), inicia esa preocupación por los orígenes que preside a las más diversas tentativas fundacionales. Mientras Batteaux en Francia patrocina en 1746 una reducción de las bellas artes a un mime principe, que no sería otro más que el de la imitación, un pintor inglés, D. Alian, popularizó en El origen de ¡a pintura (1775) la invención de este arte por una hija de un alfarero corintio que dibuja el perfil de su amante trazando su sombra sobre una pared. La cabaña rústica, tan ingenua y deliciosamente descrita por A. M. Laugier en su Essai sur l’architecture (1753) como origen de este arte que busca sus verdaderos principios en la simple naturaleza, se convierte en el modelo más atractivo para el retorno a los orígenes y la fijación de unos primeros principios en cada disciplina. Estos son, asimismo, obsesi­

11 Cfr. J. P. de Crouzac, Trité du beau, Amsterdam, 1715, pp. 4-7.12 Cfr. D. Diderot, Oeuvres completes, IX, p. 104; Oeuvres esthétiques, p. 387; Investigaciones filosófi­

cas sobre el origen y la naturaleza de lo bello, pp. 58, 66, 67, 72.13 Cfr. Diderot, Investigaciones filosóficas sobre el..., pp. 55, 56.

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costumbres, habitos adquiridos, clima, religión, gobiernos, etc. '°. No obstante, loque más nos sorprende es esa reducción de la belleza a la percepción de las relaciones.Si bien es cierto que j. P. de Crouzac (1663-1748) ya había sostenido una opiniónsemejante a primeros de siglo “, tal hipótesis no alcanza plena vigencia hastamediados y tendra unas consecuencias insospechadas. En sus diferentes ensayos '2,Diderot condensa en este denominador común, en la relación, la infinidad denombres asignados a las especies más variadas de la belleza, rompe de un modoresuelto el corsé de la belleza absoluta y normativa del Clasicismo y se sitúa del ladode los modernos.

Desde luego, Diderot celebra aún las ideas clasicistas de unidad, orden, propor-ción, simetría, etc., de ascendencia arquitectónica, como las «relaciones» privilegia-das. En cualquier caso, estas u otras categorías formales similares del período ya nose subordinan a apriorismos objetivos y fijados de antemano, como sucedía en lamentalidad clasicista, sino que se deben, mas bien, a los datos extraídos de laexperiencia perceptiva. En deuda como están con nuestros sentidos, las podemoscalificar de fácticas y positivas en la acepción coetánea de las Escuelas del Empiris-mo, que concede gran valor a la experiencia, y del Sensualismo, que reivindica elpapel de los sentidos; no obstante, en su conformación participa también el entendi-miento. En realidad, el principio estético de la «relacióm se erige sobre las dos guíasque reconoce el hombre ilustrado: la experiencia y la razón; mantiene compromisoscon nuestras facultades perceptivas y con las nuevas instancias de la Razón, la musailuminista. Incluso, presintiendo perdida la apuesta clasicista, Diderot recurre a lasiguiente acrobacia: si bien estas nociones formales pueden llamarse, si así se desea,eternas, originales, «reglas esenciales de lo bello», «pasaron por nuestros sentidos parapoder llegar a nuestro entendimiento» ”, es decir, son tamizadas por los sentidosantes de alcanzar, gracias a las operaciones de la razón, ese carácter abstracto eintemporal con que se nos presentan.

Las recién señaladas «reglas esenciales» de lo bello remiten, por otro lado, afiguras tan socorridas durante el período en todas las disciplinas, como son losorigenes y los primeros principios. Si el francés _]. Frain de Tremblay publica aprimeros del siglo el Discurso sobre el origen de la poesía, el italiano G. B. Vico, en Losprincipios de una nueva ciencia (1725), inicia esa preocupación por los orígenes quepreside a las más diversas tentativas fundacionales. Mientras Barteaux en Franciapatrocina en 1746 una reducción de las bellas artes a un même principe, que no seríaotro más que el de la imitación, un pintor inglés, D. Allan, popularizó en El origende la pintura (1775) la invención de este arte por una hija de un alfarero corintio quedibuja el perfil de su amante trazando su sombra sobre una pared. La cabaña rústica,tan ingenua y deliciosamente descrita por A. M. Laugier en su Essai sur l'architecture(1753) como origen de este arte que busca sus verdaderos principios en la simplenaturaleza, se convierte en el modelo más atractivo para el retorno a los orígenes y lafijación de unos primeros principios en cada disciplina. Estos son, asimismo, obsesi-

ll Cfr. j. P. de Crouzac, Trite' du beau, Amsterdam, 1715, pp. 4-7.'2 Cfr. D. Diderot. Oeuvres completes, IX, p. 104; Oeuvres estliétiques, p. 387; Invesligacionesjilosófi-

cas sobre el origen y la naturaleza de lo bello, pp. 58, 66, 67, 72.13 Cfr. Diderot, Investigaciones filosoƒicas sobre el..., pp. 55, 56.

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vos en la estética, como se aprecia en los propios títulos de las obras que se interrogan acerca de lo original y los orígenes de nuestras ideas sobre lo bello y lo sublime — los ingleses F. Hutcheson y E. Burke, Diderot— , por los principios del gusto —los también ingleses Alison y R. P. Knight— o por los de las bellas artes —el alemán G. F. Meier, el italiano F. Milizia, etc.

La condensación de los principios estéticos en la «relación», la imitación o en cualquier otro no reaviva las añoranzas del pensamiento metafíisico tradicional, aunque tampoco las disipe del todo, sino que confirma, más bien, esa preferencia ilustrada por unificar y encuadrar la variedad de los objetos bellos en ciertas reglas de aplicación universal. La nueva autoridad de unos principios que poseen a la vez rasgos cosechados en la experiencia de los sentidos y en la razón, aun corriendo el riesgo de propiciar subrepticiamente un cierto carácter normativo, echa por tierra los modelos prefijados de antemano, los cánones estéticos: la autoridad, la imitación clasicista, los órdenes clásicos en arquitectura, y suelen ser simples y poco numero­sos: la «relación», la simplicidad en arquitectura, la naturaleza o la Antigüedad en el Neoclasicismo, etc.

La «relación», al igual que los demás principios, se levanta sobre la creencia en el carácter universal, invariable de la Razón y sobre la hipótesis de la «identidad de los orígenes», es decir, sobre la presunción de que todos los pueblos del globo poseen, según Diderot, «más o menos experiencia» de lo bello en virtud de su pertinencia a la naturaleza humana como sustrato común. La nueva universalidad deberá fundar sus nuevas reglas de juego a partir de las determinaciones de esa misma Pvazón, que para el filósofo representa lo que la Gracia para el cristiano. Precisamente, en el Neoclasicismo posterior la universalidad es uno de los primeros rasgos de su gusto, como se aprecia en la homogeneidad que alcanza su estilo o cristaliza en una de sus nociones privilegiadas: el Ideal. Los desnudos neoclásicos o la preferencia por las formas primarias más puras y abstractas de la geometría elemental en el caso de la arquitectura traslucen algunas de estas intenciones o ese intercambio permanente entre la experiencia y la razón.

La hipótesis mencionada filtra un nuevo referente: la propia naturaleza humana, que será invocado tanto por la estética francesa y alemana como por el relativismo más exacerbado del empirismo inglés. La «identidad de los orígenes», derivada de la constatación de que la naturaleza humana es común a los hombres de todas las épocas, se revela como un capítulo más de esa búsqueda afanosa que impulsa el vuelco a la naturaleza en general y que, por esos mismos años, tiene sus versiones teóricas o artísticas más conocidas en el retorno a lo primitivo y a lo antiguo: el descubrimiento del lenguaje en los pueblos primitivos, la recuperación de su poesía, la revaluación del Homero, de las arquitecturas romanas y egipcias, del arte griego, la fascinación por la arqueología y por las ruinas, etc.

No obstante, esta presencia de la naturaleza humana como nuevo referente no es interpretada tanto desde el hombre primitivo a lo Rousseau como de acuerdo con la tradición del empirismo y del sensismo, es decir, desde la relevancia otorgada a la experiencia y a la percepción, que acompañan al autodescubrimiento del hombre. En efecto, la base de nuestra experiencia ha de escudriñarse, en primer lugar, en «nuestra organización» fisiológica y psicológica. No en vano, la Ilustración procla­ma a la fisiología humana el punto de partida para el conocimiento de la naturaleza

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vos en la estetica, como se aprecia en los propios titulos de las obras que seinterrogan acerca de lo original y los origenes de nuestras ideas sobre lo bello y losublime -los ingleses F. Hutcheson y E. Burke, Diderot-, por los principios delgusto -los también ingleses Alison y R. P. Knight- o por los de las bellas artes-el alemán G. F. Meier, el italiano F. Milizia, etc.

La condensación de los principios estéticos en la arelaciónn, la imitación o encualquier otro no reaviva las añorarizas del pensamiento metafisico tradicional,aunque tampoco las disipe del todo, sino que confirma, mas bien, esa preferenciailustrada por unificar y encuadrar la variedad de los objetos bellos en ciertas reglas deaplicación universal. La nueva autoridad de unos principios que poseen a la vezrasgos cosechados en la experiencia de los sentidos y en la razón, aun corriendo elriesgo de propiciar subrepticiamente un cierto carácter normativo, echa por tierralos modelos prefijados de anterriano, los cánones estéticos: la autoridad, la imitaciónclasicista, los órdenes clasicos en arquitectura, y suelen ser simples y poco numero-sos: la arelación», la simplicidad en arquitectura, la naturaleza o la Antigüedad en elNeoclasicismo, etc.

La arelación», al igual que los demas principios, se levanta sobre la creencia en elcaracter universal. invariable de la Razón y sobre la hipótesis de la «identidad de losorígenes», es decir, sobre la presunción de que todos los pueblos del globo poseen,según Diderot, «más o menos experiencia» de lo bello en virtud de su pertinencia ala naturaleza humana como sustrato común. La nueva universalidad deberá fundarsus nuevas reglas de juego a partir de las detemiiriaciones de esa misma Razón, quepara el filósofo representa lo que la Gracia para el cristiano. Precisamente, en elNeoclasicismo posterior la universalidad es uno de los primeros rasgos de su gusto,como se aprecia en la homogeneidad que alcanza su estilo o cristaliza en una de susnociones privilegiadas: el Ideal. Los desnudos neoclásicos o la preferencia por lasformas primarias mas puras y abstractas de la geometría elemental en el caso de laarquitectura traslucen algunas de estas intenciones o ese intercambio permanenteentre la experiencia y la razón.

La hipótesis mencionada filtra un nuevo referente: la propia naturaleza humana,que será invocado tanto por la estética francesa y alemana como por el relativismomás exacerbado del empirismo inglés. La «identidad de los orígenes», derivada de laconstatación de que la naturaleza humana es común a los hombres de todas lasépocas, se revela como un capitulo más de esa búsqueda afanosa que impulsa elvuelco a la naturaleza en general y que, por esos mismos años, tiene sus versionesteóricas o artisticas más conocidas en el retorno a lo primitivo y a lo antiguo: eldescubrimiento del lenguaje en los pueblos primitivos, la recuperación de su poesía,la revaluación del Homero, de las arquitecturas romanas y egipcias, del arte griego,la fascinación por la arqueología y por las ruinas, etc.

No obstante, esta presencia de la naturaleza humana como nuevo referente no esinterpretada tanto desde el hombre primitivo a lo Rousseau como de acuerdo con latradición del empirismo y del sensismo, es decir, desde la relevancia otorgada a laexperiencia y a la percepción, que acompañan al autodescubrimiento del hombre.En efecto, la base de nuestra experiencia ha de escudriñarse, en primer lugar, en«nuestra organización» fisiológica y psicológica. No en vano, la Ilustración procla-ma a la fisiología humana el punto de partida para el conocimiento de la naturaleza

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I. La autonomía de la estética en la Ilustración 21

exterior, ya que con el ser humano se desvela el ser y la verdad de aquélla. La fisiología, denominada por entonces la «historia natural del alma», es considerada, pues, una referencia para la fundación de las diferentes disciplinas. La estética, como se deduce de su trato con la percepción y la sensibilidad, se asienta también sobre este fundamento. A este respecto, la Histoire naturelle (1749), de G. L. Buffon, y la Biologie (1800), de J. B. Lamarck, se me antojan los dos extremos de cómo evolu­ciona la metáfora recurrente de la analogía con nuestro organismo, de cómo se forja la transición de la «historia natural» sin más, es decir, de ese retorno a la naturaleza en general a la «historia natural del alma», esto es, a la naturaleza humana. Si la estética puede ser calificada de «natural», lo será en cuanto se confía a la experiencia y desde que en ella el número y la proporción — la mathesis que presidía el pensamiento clásico— pierden terreno ante la sensación, la percepción, el senti­miento, términos todos para definir la nueva disciplina.

Sin embargo, la autonomía de la estética no se consuma en Francia hasta su inclusión en la Enciclopedia (1778), lo que supone una consagración institucional como nuevo saber, «término nuevo» o «ciencia nueva» entre las filosóficas. Si, por un lado, designa la filosofía de las bellas artes o «ciencia de deducir de la naturaleza del gusto la teoría general y las reglas fundamentales de las bellas artes», por otro, es entendida «como ciencia del sentimiento» 14. Semejante desdoblamiento derivará, no tardando, hacia una teoría de ¡a sensibilidad, ese ámbito difuso entre la sensación y el sentimiento, y hacia la filosofía del arte, que culminará en los primeros años del siglo XIX.

El avance que en el siglo xvm supone el percatarse de que los principios metafísicos y absolutos de la «doctrina clasicista» son un mero capítulo de un ordre positif es decir, relativo a cada época histórica, se ve oscurecido por la proclividad ilustrada a convertir los nuevos «primeros principios», estéticos y artísticos, en un nuevo ordre naturel, ahistórico, que continúa levantando sospechas sobre una conni­vencia con la doctrina clásica criticada. Tales sospechas no se denuncian solamente durante el largo proceso de disolución del orden clásico del discurso y de la representación artística o arquitectónica, en realidad desde primeros del siglo xvm hasta finales del siguiente, sino que afloran también de un modo subrepticio o sin disfraces en nuestra modernidad. A nadie se le oculta hoy en día la atracción que ha ejercido y continúa ejerciendo el Clasicismo, por no mencionar las ilusiones en el campo arquitectónico por articular un nuevo proyecto clásico. Todo ello parece evocar, como una de las constantes de la modernidad, una nostalgia de un Orden perdido que, sin embargo, se sabe irrecuperable. Da la impresión que lo Clásico despunta siempre que un orden positivo, histórico, es reconducido a una supuesta «naturalidad» neutral cimentada en aquella universalidad ilustrada y parece, asimis­mo, que toda ambición por erigir unos primeros principios desemboca en esa ahistoricidad característica —o ausencia de la historia— que ha dejado cual estela lejana la Razón en la modernidad. No es fortuito que esta añoranza rebrote en el declive de algunas de sus versiones y en una coyuntura donde la dispersión de alternativas artísticas amenaza con sumirnos en el desconcierto. Los síntomas de todo nuevo Orden se atisban en la búsqueda de nuevos principios, en la articulación

14 Cfr. Sulzcr, Esthétique, Diderot, Encyclopédie, t. III, p. 90.

I. La autonomi'a de la estética en la Ilustración 21

exterior, ya que con el ser humano se desvela el ser y la verdad de aquélla. Lafisiología, denominada por entonces la «historia natural del alma», es considerada,pues, una referencia para la fundación de las diferentes disciplinas. La estética, comose deduce de su trato con la percepción y la sensibilidad, se asienta también sobre estefundamento. A este respecto, la Histoire naturelle (1749), de G. L. Buffon, y laBiologie (1800), de j. B. Lamarck, se me antojan los dos extremos de cómo evolu-ciona la metáfora recurrente de la analogía con nuestro organismo, de cómo se forja latransición de la «historia natural» sin mas, es decir, de ese retorno a la naturaleza engeneral a la «historia natural del alma», esto es, a la naturaleza humana. Si laestética puede ser calificada de «natural», lo será en cuanto se confía a la experienciay desde que en ella el número y la proporción -la matliesis que presidía elpensamiento clásico- pierden terreno ante la sensación, la percepción, el senti-miento, términos todos para definir la nueva disciplina.

Sin embargo, la autonomía de la estética no se consuma en Francia hasta suinclusión en la Enciclopedia (1778), lo que supone una consagración institucionalcomo nuevo saber, «término nuevo» o «ciencia nueva» entre las filosóficas. Si, porun lado, designa la filosofía de las bellas artes o «ciencia de deducir de la naturalezadel gusto la teoría general y las reglas fundamentales de las bellas artes», por otro, esentendida «como ciencia del sentimiento» “. Semejante desdoblamiento derivará,no tardando, hacia una teoria de la sensibilidad, ese ámbito difuso entre la sensación yel sentimiento, y hacia la filosofia del arte, que culminará en los primeros años delsiglo XIX.

El avance que en el siglo Xvrn supone el percatarse de que los principiosmetafísicos y absolutos de la «doctrina clasicista» son un mero capitulo de un ordrepositiƒ es decir, relativo a cada época histórica, se ve oscurecido por la proclividadilustrada a convertir los nuevos «primeros principios», estéticos y artísticos, en unnuevo ordre naturel, ahistórico, que continúa levantando sospechas sobre una conrii-vencia con la doctrina clasica criticada. Tales sospechas no se denuncian solamentedurante el largo proceso de disolución del orden clasico del discurso y de larepresentación artística o arquitectónica, en realidad desde primeros del siglo xviiihasta finales del siguiente, sino que afloran también de un modo subrepticio o sindisfraces en nuestra modernidad. A nadie se le oculta hoy en dia la atracción que haejercido y continúa ejerciendo el Clasicismo, por no mencionar las ilusiones en elcampo arquitectónico por articular un nuevo proyecto clásico. Todo ello pareceevocar, como una de las constantes de la modernidad, una nostalgia de un Ordenperdido que, sin embargo, se sabe irrecuperable. Da la impresión que lo Clásicodespunta siempre que un orden positivo, histórico, es reconducido a una supuesta«naturalidad» neutral cimentada en aquella universalidad ilustrada y parece, asimis-mo, que toda ambición por erigir unos primeros principios desemboca en esaaliistoricidad característica -o ausencia de la historia- que ha dejado cual estelalejana la Razón en la modemidad. No es fortuito que esta añoranza rebrote en eldeclive de algunas de sus versiones y en una coyuntura donde la dispersión dealternativas artisticas amenaza con sumirnos en el desconcierto. Los sintomas detodo nuevo Orden se atisban en la búsqueda de nuevos principios, en la articulación

“ Cfr. Sulzer, Eslhétique, Diderot, Encyclopédie, t. lll, p. 90.

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de un sistema que procura un espacio permanente, aunque perfectible y adaptable, de relaciones de orden y composición, en el carácter ahistórico, atemporal y trans­misible de los conocimientos —función permanente de las Academias— , en la urgencia por vertebrar un lenguaje universal, tentativas todas que, una y otra vez, tropiezan con aquella paradoja, desvelada precisamente por la querelle, de la libertad de invención, de la arbitrariedad de los lenguajes artísticos una vez desmoronado el orden del Discurso clásico. Y, no obstante, éste emerge cual Guadiana en nuestra modernidad, en ocasiones extremas con violencia, como en los sucedáneos de las normas estéticas impuestas por los regímenes totalitarios, sobre todo el Nazismo.

Los «placeres» de la imaginación y los poderes del genio

El Clasicismo del Seiscientos quedaba atrapado en la paradoja de una estética de la imitación que ve satisfechas sus ambiciones de perfección en la Antigüedad o, mejor dicho, en una supuesta Antigüedad, ya que, si por un lado, eleva el arte antiguo a un ideal incomparable e inalcanzable, por otro, lo propone todavía como un modelo a imitar. La imitación de la naturaleza era subsumida, pues, en la imitación del arte antiguo. En la querelle el partido de los «modernos» trata de salú­de este círculo cerrado, no tanto porque ya disponga de una noción alternativa de perfección como debido a que contempla el arte antiguo manteniendo distancias respecto a la perfección del ideal y en virtud de que no valora las creaciones del arte teniendo solamente presente el baremo imitativo, sino también el principio del savoir inventer, de la Inventio 1S.

La estética del siglo ilustrado gira en torno a esta inversión. La imitación, en cuanto categoría central del orden clásico, deviene paradigma de una transición accidentada que va desde su vigencia como ley soberana en el clasicismo a la proclama tardía del final de su reinado. Si bien es cierto que el principio imitativo logra imponerse hasta muy avanzado el siglo — todavía en el artículo de la Enciclo­pedia (1765) a ella dedicado se desdobla en imitación de la naturaleza e imitación de los antiguos— , no lo es menos que sus infortunios lo socavan a medida que el orden clásico de la representación artística se desintegra.

La querelle cuestiona el carácter modélico y las versiones dominantes de lo Antiguo, relativiza sus obras y su concepto de naturaleza pierde los rasgos inmuta­bles que se le atribuían; promueve una ampliación de las realidades dignas de ser imitadas, circunstancia que, sin duda, influye en la consolidación de géneros como el llamado drama burgués, la novela o la narrativa. No obstante, más incisivo que lo anterior será el cambio de rumbo de la imitación cuando la teoría artística se desplace a la relación que se establece entre las obras y el espectador. Según esta visión, el arte no tiene solamente la función de proporcionar placer, sino también la de desencadenar toda una gama de emociones psíquicas. Aunque aún imite, ya no persigue la perfección de la imitación de los antiguos o de la realidad, sino que busca la perfección del efecto, es decir, el suscitar el afecto, las pasiones artificiales. No

15 Cfr. Ch. Pcrrault, Parallele des Anciens..., I, pp. 3, 16, 73-79, 86-87, 127-128; II. pp. 90,129; III, pp. 3, 17, 38, 149, 229-230.

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de un sistema que procura un espacio permanente, aunque perfectible y adaptable,de relaciones de orden y composición, en el caracter ahistórico, atemporal y trans-misible de los conocimientos -función permanente de las Academias-, en laurgencia por vertebrar un lenguaje universal, tentativas todas que, una y otra vez,tropiezan con aquella paradoja, desvelada precisamente por la querelle, de la libertadde invención, de la arbitrariedad de los lenguajes artísticos una vez desmoronado elorden del Discurso clasico. Y, no obstante, éste emerge cual Guadiana en nuestramodernidad, en ocasiones extremas con violencia, como en los sucedâneos de lasnormas estéticas impuestas por los regímenes totalitarios, sobre todo el Nazismo.

Los aplaceres» de la imaginación y los poderes del genio

El Clasicismo del Seiscientos quedaba atrapado en la paradoja de una estética dela imitación que ve satisfechas sus ambiciones de perfección en la Antigüedad o,mejor dicho, en una supuesta Antigüedad, ya que, si por un lado, eleva el arteantiguo a un ideal incomparable e inalcanzable, por otro, lo propone todavía comoun modelo a imitar. La imitación de la naturaleza era subsumida, pues, en laimitación del arte antiguo. En la querelle el partido de los «modemos» trata de salirde este círculo cerrado, no tanto porque ya disponga de uria noción alternativa deperfección como debido a que contempla el arte antiguo manteriiendo distanciasrespecto a la perfección del ideal y en virtud de que no valora las creaciones del arteteniendo solamente presente el baremo imitativo, sino también el principio delsavoir inventer, de la Inventio '5.

La estética del siglo ilustrado gira en torno a esta inversión. La imitación, encuanto categoria central del orden clásico, deviene paradigma de una transiciónaccidentada que va desde su vigencia como ley soberana en el clasicismo a laproclama tardía del final de su reinado. Si bien es cierto que el principio imitativologra imponerse hasta muy avanzado el siglo -todavía en el articulo de la Enciclo-pedia (1765) a ella dedicado se desdobla en imitación de la naturaleza e imitación delos antiguos-, no lo es menos que sus infortunios lo socavan a medida que el ordenclásico de la representación artística se desintegra.

La querelle cuestiona el caracter modélico y las versiones dominantes de loAntiguo, relativiza sus obras y su concepto de naturaleza pierde los rasgos inmuta-bles que se le atribuian; promueve una ampliación de las realidades dignas de serimitadas, circuristancia que, sin duda, influye en la consolidación de géneros comoel llamado drama burgués, la novela o la narrativa. No obstante, más incisivo que loanterior será el cambio de rumbo de la imitación cuando la teoría artística sedesplace a la relación que se establece entre las obras y el espectador. Según estavisión, el arte no tiene solamente la función de proporcionar placer, sino también lade desencadenar toda una gama de emociones psíquicas. Aunque aún imite, ya nopersigue la perfección de la imitación de los antiguos o de la realidad, sino que buscala perfección del gfecto, es decir, el suscitar el afecto, las pasiones artificiales. No

ls Cfr. Ch. Perrault, Parallêle des Anciens..., I, pp. 3, 16, 73-79, 86-87, 127-128; ll, pp. 90, 129;lll, pp. 3, 17, 38, 149, 229-230.

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importa la naturaleza bella, sino, sobre todo, aquella que nos impresiona y despierta nuestro interés. Esta filtración del sentimiento y de las pasiones provoca las tensio­nes primerizas entre la imitación y la expresión. La inflexión, propiciada por J. B. Du Bos (1670-1742) y la estética francesa, es asumida por los teóricos de la «sensibili­dad» y del grupo Sturm und Drang en Alemania —a los que me referiré más adelante— e incluso, desde posiciones neoclasicistas, por J. N. de Azara, intérprete de las ideas del pintor R. Mengs, o E. de Arteaga (1747-1799) en España ,6. La valoración del sentimiento, un tópico en la segunda mitad de siglo, no relaja solamente una concepción determinada de la imitación, sino que posibilita también una intrusión de categorías anticlásicas, vinculadas a una tímida estética de lo feo o lo patológico, y, aun más, una teoría incipiente de la expresión. Así se siembran las primeras semillas de lo que en nuestro siglo fructificaría como proyección senti­mental —Einfühlung— en estética o expresionismo en las artes.

En este contexto del afecto merece una atención especial la teoría de la sensibili­dad —sensibility— , que florece en Inglaterra a primeros de siglo en el clima de la filosofía moral e impregna en seguida a los dramas, las revistas estéticas y morales, a las novelas, sobre todo a las del influyente S. Richardson (1689-1761). En Francia la sensibilité sintoniza con una tradición religiosa muy arraigada, el Pietismo, y contribuye poderosamente a revaluar el sentimiento. Por doquier, se enarbola como una tendencia inconfundible del período que satisface ciertas exigencias igualitarias de la emancipación y deja sentirse en los dominios de la estética y las artes. Los best sellers literarios, como Pamela o Clarissa (1740-1748) de Richardson, El viaje sentimental (1768) de L. Steme, ¡cas penas del joven Werther (1774) de Goethe o Paul et Virginie (1787) de B. de Saint Pierre, pagan tributo a esta moda. La alusión a estas cualidades afectivas se encuentra tanto en la descripción de las estatuas antiguas que nos ofrece Winckelmann como en los comentarios de Diderot a los cuadros de uno de los pintores más conocidos del período, J. B. Greuze, o en la invitación de J. L. David a que el alma del espectador vibre con la contemplación de la pintura.

Sin duda, desde esta teoría de la «sensibilidad» se entiende también la aparición de una categoría central a la estética inglesa como es lo sublime, que se aplica a los fenómenos grandiosos de la naturaleza y, por analogía, a ciertas obras artísticas. La interpretación neoclásica de la muerte es una de sus plasmaciones, presente en casi todas las artes, ya sea la literatura desde las muertes de Clarissa, Werther o Virginia de las novelas homónimas, la pintura en obras tan conocidas como la muerte del General Wolfe, del Capitán Cook hasta la de Sócrates o Marat de J. L. David, la obra escultórica el Genio de la muerte (1787-1792), de A. Canova o los Cenotafios de la Arquitectura Revolucionaria. No menos implicada con estas temáticas está la poética de las ruinas# que, al poner en segundo término el carácter funcional de la arquitectura, desencadena una gama de sentimientos y asociaciones, cuyo objetivo prioritario estriba en producir un impacto o efecto, a veces sublime, sobre los espectadores. A su vez, la ruina se muestra un género ideal para experimentar una simbiosis entre la naturaleza y la arquitectura, premisa del «jardín paisajístico» y de

16 Cfr. J. B. Du Bos, Réflexions critiques sur la poésie et la peinture (1719), París, 1755 6, vol. I, pp. 47. ss.; J. N. de Azara, Comentario al Tratado de la Belleza de Mengs, pp. 80,83; E. de Arteaga, La belleza ideal, do . 11. 12. 17.

I. La autonomía de la estética en lallustración 23

importa la naturaleza bella, sino, sobre todo, aquella que nos impresiona y despiertanuestro interés. Esta filtración del sentimiento y delas pasiones provoca las tensio-nes prirnerizas entre la imitación y la expresión. La inflexión, propiciada porj. B. DuBos (1670-1742) y la estética francesa, es asumida por los teóricos de la «sensibili-dad» y del grupo Sturm und Drang en Alemania -a los que me referiré másadelante- e incluso, desde posiciones neoclasicistas, por _]. N. de Azara, intérpretede las ideas del pintor R. Mengs, o E. de Arteaga (1747-1799) en España '*. Lavaloración del sentimiento, un tópico en la segunda mitad de siglo, no relajasolamente una concepción detemiinada de la imitación, sino que posibilita tambiénuna intrusión de categorías anticlãsicas, vinculadas a una tímida estética de lo feo olo patológico, y, aun mas, una teoría incipiente de la expresión. Así se siembran lasprimeras semillas de lo que en nuestro siglo fructificaría como proyección senti-mental -Einfühlung- en estética o expresionisino en las artes.

En este contexto del afecto merece una atención especial la teoría de la sensibili-dad -sensibility-, que florece en Inglaterra a primeros de siglo en el clima de lafilosofía moral e impregna en seguida a los dramas, las revistas estéticas y morales, alas novelas, sobre todo a las del influyente S. Richardson (1689-1761). En Franciala sensibilite' sintoniza con una tradición religiosa muy arraigada, el Pietismo, ycontribuye poderosamente a revaluar el sentimiento. Por doquier, se enarbola comouna tendencia inconfundible del periodo que satisface ciertas exigencias igualitariasde la emancipación y deja sentirse en los dominios de la estética y las artes. Los bestsellers literarios, como Pamela o Clarissa (1740-1748) de Richardson, El viajesentimental (1768) de L. Steme, [cas penas deljoven Wertlier (1774) de Goethe o Pa u_let Virgin ie (1787) de B. de Saint Pierre, pagan tributo a esta moda. La alusión a estascualidades afectivas se encuentra tanto en la descripción de las estatuas antiguas quenos ofrece Winckelmann como en los comentarios de Diderot a los cuadros de unode los pintores mas conocidos del período, j. B. Greuze, o en la invitación de _). L.David a que el alma del espectador vibre con la contemplación de la pintura.

Sin duda, desde esta teoría de la asensibilidad» se entiende también la apariciónde una categoría central a la estética inglesa como es lo sublime, que se aplica a losfenómenos grandiosos de la naturaleza y, por analogía, a ciertas obras artisticas. Lainterpretación neoclåsica de la muerte es una de sus plasmaciones, presente en casitodas las artes, ya sea la literatura desde las muertes de Clarissa, Werther o Virginiade las novelas homónimas, la pintura en obras tan conocidas como la muerte delGeneral Wolfe, del Capitán Cook hasta la de Sócrates o Marat de L. David, laobra escultórica el Genio de la muerte (1787-1792), de A. Canova o los Cenotafiosde la Arquitectura Revolucionaria. No menos implicada con estas tematicas está lapoética de las ruinas, que, al poner en segundo término el carácter funcional de laarquitectura, desencadena una gama de sentimientos y asociaciones, cuyo objetivoprioritario estriba en producir un impacto o efecto, a veces sublime, sobre losespectadores. A su vez, la ruina se muestra un género ideal para experimentar unasimbiosis entre la naturaleza y la arquitectura, premisa del «jardín paisajístico» y de

N Cfi'.]. B. Du Bos, Rfllexions critiques sur la poésie et la peinrure (1719), París, 1755 ", vol. I, pp. 47.ss.;_]. N. de Aura, Comentario al Tratado de la Belleza de Mengs, pp. 80, 83; E. de Arteaga, La belleza ideal,DD. 1 l. 12. 17.

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24 La estética en ¡a cultura moderna

la «arquitectura de los jardines» inglesa o alemana. Tanto cuando Diderot evoca la poesía de las ruinas como cuando Chr. C. Hirschfeld las analiza en su reconocida obra, Teoría del arte de ¡os jardines (1777-1782), u otros autores nos hablan de la «arquitectura parlante», el efecto y los sentimientos son su principal intención estética. Las diversas teorías expresivas o sublimes de la estética culminan en una intensificación del efecto. Y dado que el lenguaje del corazón es el mismo en todos los países, la apelación a la sensibilidad participa de la universalidad ilustrada. No en vano, el gusto, localizado por diversos autores como un sexto sentido en el cora­zón, es universal desde el momento en que todos los hombres se asemejan por este órgano.

El destino del principio imitativo es cuestionado desde otros frentes. Así, por ejemplo, las diferencias de las impresiones de nuestros sentidos, que subyacen a las artes, exigen técnicas artísticas distintas. La estética ilustrada descubre que el hom­bre se afirma en el mundo por medio de los sentidos. De ahí que la actividad propia de cada uno de ellos haya dado lugar a uno de los criterios más socorridos para determinar la naturaleza de las artes. La pintura y la poesía no representan de igual manera el mismo objeto; la elección de un asunto a imitar no puede descuidar los medios expresivos o «jeroglíficos particulares de cada arte» 17. En efecto, si, por citar un ejemplo aducido, la pintura trabaja con «signos naturales», motivados, reconoci­bles en la representación, la poesía o la arquitectura cultivan los «signos arbitrarios», artificiales, instituidos. Las tensiones entre las series motivadas e inmotivadas esti­mulan la concepción ilustrada de las artes e impulsan una semiótica naciente de las mismas, es decir, su entendimiento desde una teoría de los signos muy rudimentaria que ha desembocado, a través de múltiples avatares, en las estéticas del Estructuralis- mo o de la Semiótica de nuestros días.

La arbitrariedad o artificialidad de ciertas artes se venía fraguando desde la citada querelle; más en concreto, a partir de la primacía que se concedía a la belleza arbitraria en arquitectura, aunque sea el P. André quien consagre esta categoría en la estética francesa cuando, al lado de lo bello esencial y natural, considere lo bello artificial o arbitrario. A su vez, subdivide a éste en lo bello del genio, que se funda en un conocimiento de lo bello esencial; deljjwsfo, basado en la belleza natural y de puro capricho, es decir, no apoyado en nada a no ser en la imaginación del artista l8. La exquisitez con que se procuran salvaguardar las reglas clasicistas no impide la irrupción de ciertas categorías desintegradoras, a saber, la artificialidad en ciertos lenguajes artísticos y el capricho, adscrito a la imaginación. La reinterpretación de la mimesis, en que se ve envuelta la estética de la arquitectura, es la avanzadilla de un acontecimiento que se sucede en las restantes artes. La negación de la arquitectura como imitación y la defensa de su naturaleza artificial, arbitraria, iniciadas por Cl. Perrault y Chr. Wren a finales del xvn, emergen como un puntual desintegrador de una teoría proyectual inspirada en las proporciones y los órdenes del sistema clásico. Las restantes artes activan una dinámica semejante desde sus propios condiciona­mientos expresivos. No obstante, al siglo le sacude un extraño vértigo al sentir las secuelas de esta arbitrariedad, de esta invasión de lo artificial, que parece presagiar

17 Cfr. Diderot, Oeuvres completes, I, p. 385; Du Bos, 1. c., I, pp. 84, 114.

24 La estética en la cultura moderna

la «arquitectura de los jardines» inglesa o alemana. Tanto cuando Diderot evoca lapoesía de las ruinas como cuando Chr. C. Hirschfeld las analiza en su reconocidaobra, Teoria del arte de los jardines (1777-1782), u otros autóres nos hablan de la«arquitectura parlante», el efecto y los sentimientos son su principal intenciónestética. Las diversas teorías expresivas o sublimes de la estética culminan en unaintensificación del çfecto. Y dado que el lenguaje del corazón es el mismo en todoslos paises, la apelación a la sensibilidad participa de la universalidad ilirstrada. Noen vano, el gusto, localizado por diversos autores como un sexto sentido en el cora-zóii, es universal desde el momento en que todos los hombres se asemejan por esteorgano.

El destino del principio imitativo es cuestionado desde otros frentes. Asi, porejemplo, las diferencias de las impresiones de nuestros sentidos, que subyacen a lasartes, exigen técnicas artísticas distintas. La estética ilustrada descubre que el hom-bre se afirma en el mundo por medio de los sentidos. De ahi que la actividad propiade cada uno de ellos haya dado lugar a uno de los criterios más socorridos paradeterminar la naturaleza de las artes. La pintura y la poesía no representan de igualmanera el mismo objeto; la elección de un asunto a imitar no puede descuidar losmedios expresivos o «jeroglíficos particulares de cada arte» ". En efecto, si, por citarun ejemplo aducido, la pintura trabaja con «signos naturales», motivados, reconoci-bles en la representación, la poesía o la arquitectura cultivan los «signos arbitrarios»,artificiales, instituidos. Las tensiones entre las series motivadas e inmotivadas esti-mulan la concepción ilustrada de las artes e impulsan una semiótica naciente de lasmismas, es decir, su entendimiento desde una teoria de los signos muy rudimentariaque ha desembocado, a través de múltiples avatares, en las estéticas del Estructuralis-mo o de la Semiótica de nuestros dias.

La arbitrariedad o artificialidad de ciertas artes se venía fraguando desde la citadaquerelle; más en concreto, a partir de la primacía que se concedia a la bellezaarbitraria en arquitectura, aunque sea el P. André quien consagre esta categoria en laestética francesa cuando, al lado de lo bello esencial y natural, considere lo belloartificial o arbitrario. A su vez, subdivide a éste en lo bello del genio, que se funda enun conocimiento de lo bello esencial; del gusto, basado en la belleza natural y de purocapricho, es decir, no apoyado en nada a no ser en la imaginación del artista "_ Laexquisitez con que se procuran salvaguardar las reglas clasicistas no impide lairrupción de ciertas categorías desintegradoras, a saber, la artiƒicialidad en ciertoslenguajes artísticos y el capricho, adscrito a la imaginación. La reinterpretación de lamímesis, en que se ve envuelta la estética de la arquitectura, es la avanzadilla de unacontecimiento que se sucede en las restantes artes. La negación de la arquitecturacomo imitación y la defensa de su naturaleza artificial, arbitraria, iniciadas por Cl.Perrault y Chr. Wren a finales del XVII, emergen como un puntual desintegrador deuna teoría proyectual inspirada en las proporciones y los órdenes del sistema clásico.Las restantes artes activan una dinámica semejante desde sus propios condiciona-mientos expresivos. No obstante, al siglo le sacude un extraño vértigo al sentir lassecuelas de esta arbitrariedad, de esta invasión de lo artificial, que parece presagiar

17 Cfr_ Diderot, Oeuvres complëtes, l, p. 385; Du Bos, 1. c., I, pp. 84, 114.

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realidades desgarradoras una vez consumada la crisis del Orden clásico en las diferentes artes.

La censura y el debilitamiento del principio imitativo discurren en paralelo al desgaste de un pensamiento, el clásico, que, filtrándose en los diversos saberes, se articulaba sobre las coordenadas de la semejanza y la similitud. Ahora, en cambio, las jerarquías imitativas se ven sacudidas por las exigencias de una observación compro­metida con el sentimiento, con los medios expresivos peculiares a cada arte, o por los requerimientos de una observación más puntillosa y esmerada a través de nuestros órganos, y en sincronía analógica con nuestra constitución biológica, con* «nuestro organismo». La permuta de alianzas se ve confirmada desde la «percepción de las relaciones» de Diderot, en el canto a los poderes sublimes de la imaginación que caracteriza al sentido interno de la belleza entre los ingleses o en la estética como gnoseología, es decir, conocimiento sensible inferior, del Iluminismo germá­nico. No obstante, las ambigüedades fundacionales de la estética, por esta vía de remover los obstáculos, no se despejan hasta que no se lleva a cabo la ruptura definitiva con el proceder clásico, con aquella ligazón, regulada por la razón, entre las cosas y su representación artística, en una palabra, con aquella transparencia que personifica a la vez su gran poder y las flaquezas de ese mismo discurso. En esta dirección, bajo la impronta de Port Royal — hoy día conocemos la relación perso­nal de los hermanos Perrault y de los «modernos» con esta Escuela filosófica del Seiscientos, en concreto con P. Nicole y A. Arnauld, así como su deuda intelectual para con éstos y B. Pascal— , la semejanza clásica venía siendo desplazada a favor del signo arbitrario y del lenguaje artificial. Si hasta ahora primaba lo verdadero sobre lo bello, la naturaleza exterior sobre el arte, el signo natural sobre el artificial, etc., los papeles se invierten. El signo artificial, de convención, gana terreno, invade las manifestaciones artísticas, fomenta una cierta autorreflexión, controla, en suma, la arbitrariedad apenas descubierta.

A pesar de estas remociones e inflexiones, la estética ilustrada no logra disipar, y menos rebasar, las ambigüedades adheridas a las confrontaciones irresueltas entre la imitación y la invención o creación, entre la naturaleza y el arte, la naturaleza y la razón, la naturaleza y la naturaleza humana, lo natural y lo artificial, los seres y el espacio artístico de su representación, etc., situadas a niveles epistemológicos y estéticos diversos. Tanto en cuanto se privilegian los primeros términos de la cadena, sigue hipotecada a los residuos del discurso o de la doctrina clásica; en la medida en que el interés se desvía con arrojo hacia los segundos, hacia el interior de la misma representación, brotan promesas de fortuna todavía incierta.

La lectura de Las Meninas, sugerida por Foucault19, presenta al lienzo como una imagen premonitora del alumbramiento ambiguo del hombre como sujeto, ya que la representación parece prefigurar un estatuto ambivalente del hombre como objeto de un saber y sujeto que conoce. Sin violentar el sentir velazqueño, podría ser leída también como una metáfora estética de la presencia del hombre. Tal vez, ninguna obra como ésta sintetiza el sujeto estético —artista o espectador— y la autonomía artística ni ofrece más índices para su identificación. En realidad, parece

I. La autonomia de la estética en la Ilustración 25

realidades desgarradoras una vez consurnada la crisis del Orden clásico en lasdiferentes artes.

La censura y el debilitamiento del principio imitativodiscurren en paralelo aldesgaste de un pensamiento, el clásico, que, filtrándose en los diversos saberes, searticiilaba sobre las coordenadas de la semejanza y la similitud. Ahora, en cambio, lasjerarquías imitativas se ven sacudidas por las exigencias de una observación compro-metida con el sentimiento, con los medios expresivos peculiares a cada arte, o porlos requerimientos de una observación más puntillosa y esmerada a través denuestros órganos, y en sincronía analógica con nuestra constitución biológica, con-«nuestro organismo». La permuta de alianzas se ve confirmada desde la «percepciónde las relaciones» de Diderot, en el canto a los poderes sublimes de la imaginaciónque caracteriza al sentido interno de la belleza entre los ingleses o en la estéticacomo gnoseología, es decir, conocimiento sensible inferior, del Iluminismo germá-nico. No obstante, las ambigüedades fundacionales de la estética, por esta vía deremover los obstáculos, no se despejan hasta que no se lleva a cabo la rupturadefinitiva con el proceder clásico, con aquella ligazón, regulada por la razón, entrelas cosas y su representación artística, en una palabra, con aquella transparencia quepersonifica a la vez su gran poder y las flaquezas de ese mismo discurso. En estadirección, bajo la impronta de Port Royal -hoy día conocemos la relación perso-nal de los hermanos Perrault y de los amodernos» con esta Escuela filosófica delSeiscientos, en concreto con P. Nicole y A. Arnauld, así como su deuda intelectualpara con éstos y B. Pascal-, la semejanza clásica venía siendo desplazada a favordel signo arbitrario y del lenguaje artificial. Si hasta ahora primaba lo verdaderosobre lo bello, la naturaleza exterior sobre el arte, el signo natural sobre el artificial,etc., los papeles se irivierten. El signo artificial, de convención, gana terreno, invadelas manifestaciones artisticas, fomenta una cierta autorreflexión, controla, en suma,la arbitrariedad apenas descubierta.

A pesar de estas remociones e inflexiones, la estética ilustrada no logra disipar, ymenos rebasar, las ambigüedades adheridas a las confrontaciones irresueltas entre laimitación y la invención o creación, entre la naturaleza y el arte, la naturaleza y larazón, la naturaleza y la naturaleza humana, lo natural y lo artificial, los seres y elespacio artístico de su representación, etc., situadas a niveles epistemológicos yestéticos diversos. Tanto en cuanto se privilegian los primeros términos de lacadena, sigue hipotecada a los residuos del discurso o de la doctrina clásica; en lamedida en que el interés se desvía con arrojo hacia los segundos, hacia el interior dela misma representación, brotan promesas de fortuna todavía incierta.

La lectura de Las Meninas, sugerida por Foucault '°, presenta al lienzo como unaimagen premonitora del alumbramiento ambiguo del hombre como sujeto, ya quela representación parece prefigurar un estatuto ambivalente del hombre comoobjeto de un saber y sujeto que conoce. Sin violentar el sentir velazqueño, podría serleída también como una metáfora estética de la presencia del hombre. Tal vez,ninguna obra como ésta sintetiza el sujeto estético -artista o espectador- y laautonomía artística ni ofrece más índices para su identificación. En realidad, parece

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26 La estética en la cultura moderna

vislumbrar una autoconsciencia de lo artístico que se vertebra teóricamente en la estética ilustrada al abordar los placeres de la imaginación y los poderes del genio.

La doctrina clásica del XVII no negaba la existencia ni la actividad de la imagina­ción, aunque su contribución a la obra era de escaso valor, dado que la razón y el bon sens, o sentido común, proporcionaban las reglas y dirigían al genio. El partido de los modernos, en cambio, estima la fertilidad de la invención y atribuye a la imaginación un papel decisivo, sin perder por ello su carácter «razonable». La estética francesa, aun cuando le concede un carácter fecundo en cuanto imaginación activa que sella una alianza con el genio, nunca le consentirá un juego libre, el cual, no obstante, ya se infiltraba en ciertas manifestaciones como placeres de la libertad. Para los ingleses la imaginación es fuente de los placeres más variados, desde el extenso ensayo que a ella dedica J. Addison (1672-1719) en The Spectator (1712), ya que gracias a ella podemos «retener, alterar y componer aquellas imágenes, previamente recibidas, en toda la variedad de cuadros y visiones», mientras F. Hutche- son (1694-1746) la saluda en sus poderes sublimes y superioresM. No en vano, el primer autor es uno de los principales impulsores de la moda del jardín paisajístico, que no sólo hechiza a los ojos por la variedad de cuadros y visiones sino que proporciona placer al excitar la imaginación y producir sensaciones de grandeza, melancolía y otros muchos temas de meditación. En sus páginas late el germen de lo pintoresco, categoría estética que cristaliza a lo largo del siglo en dos géneros muy extendidos por Europa: la pintura paisajística y la arquitectura de los jardines.

Bien es cierto que durante bastante tiempo se confia la imaginación ¿ la tutela del entendimiento o de la asociación de ideas; sin embargo, en el Círculo de Zurich en tomo a J. J. Bodmer (1698-1783) y J. J. Breitinger (1701-1776) — uno de los centros estéticos más influyentes a mediados de siglo— la imaginación es interpre­tada como una fuerza configuradora, formadora, y son reivindicados los derechos de la fantasía, de lo maravilloso, lo nuevo, de la metáfora poética21. Derechos que ellos mismos reconocen en la literatura de un Milton, del mismo modo que su aspiración a la actividad libre de la fantasía, ampliada a la imitación de los «mundos posibles», es encumbrada a un programa estético por poetas como F. G. Klopstock (1724- 1783) y E. Chr. von Kleist (1715-1759) o por la pintura del propio J. H. Füssli (1741-1825), miembro del círculo.

Los poderes de la imaginación son reconocidos desde primeros de siglo en las rocallas y otras invenciones ornamentales muy socorridas, como géneros menores, en la privacidad de los grottos, los petits cabinets, dedicados a las diversas ciencias o artes, o en los Boudoirs. No obstante, una prueba más inequívoca de los placeres de la libertad imaginativa, de su variedad e invención libre y activa — tesis compartidas desde la querelle a Du Bos, Batteaux y la Enciclopedia o por Shaftesbury en Inglaterra y el Círculo de Zurich— es la que nos proporcionan las ruinas artificiales y los caprichos. Los poetas, sobre todo desde los Pleasures ofMelancholy (1747), de Th. Wharton, cantan las ruinas como vehículos metafóricos de la imaginación, como

20 J. Addison, The Spectator (Juni, 21,1712), vol. I., p. 277; Cfr., ibid., pp. 276-309; F. Hutchcson, Att ¡nquiry concerning beauty, o r d e r pp. 24, 35-38.

21 Cfr. J. J. Bodmer y J. J. Breitinger, Schriften zur Literatur, Reclam, Stuttgart, 1980, pp. 29 ss., 83-204.

26 La estética en la cultura moderna

vislumbrar una autoconsciencia de lo artístico que se vertebra teóricamente en laestética ilustrada al abordar los placeres de la imaginación y los poderes del genio.

La doctrina clásica del xvrl no negaba la existencia ni la actividad de la imagina-ción, aunque su contribución a la obra era de escaso valor, dado que la razón y el bonsens, o sentido común, proporcioriaban las reglas y dirigían al genio. El partido delos modernos, en cambio, estima la fertilidad de la invención y atribuye a laimaginación un papel decisivo, sin perder por ello su carácter crazonable». Laestética francesa, aun cuando le concede un caracter fecundo en cuanto imaginaciónactiva que sella una alianza con el genio, nunca le consentirá unjuego libre, el cual,no obstante, ya se infiltraba en ciertas manifestaciones como placeres de la libertad.Para los ingleses la imaginación es fuente de los placeres más variados, desde elextenso ensayo que a ella dedica Addison (1672-1719) en The Spectator (1712),ya que gracias a ella podemos aretener, alterar y componer aquellas imágenes,previamente recibidas, en toda la variedad de cuadros y visiones», mientras F. Hutche-son (1694-1746) la saluda en sus poderes sublimes y superiores 2°. No en vano, elprimer autor es uno de los principales impulsores de la moda del jardin paisajística,que no sólo hechiza a los ojos por la variedad de cuadros y visiones sino queproporciona placer al excitar la imaginación y producir sensaciones de grandeza,melancolía y otros muchos temas de meditación. En sus páginas late el germen de lopintoresca, categoría estética que cristaliza a lo largo del siglo en dos géneros muyextendidos por Europa: la pintura paisajística y la arquitectura de los jardines.

Bien es cierto que durante bastante tiempo se confía la imaginación a la tuteladel entendimiento o de la asociación de ideas; sin embargo, en el Círculo de Zurichentorno a Bodmer (1698-1783) yj. j. Breitinger (1701-1776) -uno de loscentros estéticos más influyentes a mediados de siglo- la imaginación es interpre-tada como una fuerza configuradora, formadora, y son reivindicados los derechos dela fantasia, de lo maravilloso, lo nuevo, de la metáfora poética". Derechos que ellosmismos reconocen en la literatura de un Milton, del mismo modo que su aspiracióna la actividad libre de la fantasía, ampliada a la imitación de los «mundos posibles»,es encumbrada a un programa estético por poetas como F. G. Klopstock (1724-1783) y E. Chr. von Kleist (1715-1759) o por la pintura del propio H. Füssli(1741-1825), miembro del círculo.

Los poderes de la imaginación son reconocidos desde primeros de siglo en lasrocallas y otras invenciones ornamentales muy socorridas, como géneros menores,en la privacidad de los grottos, los petits cabinets, dedicados a las diversas ciencias oartes, o en los Boudoirs. No obstante, una prueba más inequívoca de los placeres dela libertad imaginativa, de su variedad e invención libre y activa -tesis compartidasdesde la querelle a Du Bos, Batteaux y la Enciclopedia o por Shaftesbury en Inglaterray el Círculo de Zurich- es la que nos proporcionan las ruinas artificiales y loscaprichos. Los poetas, sobre todo desde los Pleasures ofMelancholy (1747), de Th.Wharton, cantan las ruinas como vehículos metafóricos de la imaginación, como

2° Addison, The Spectator (luni, 21, 1712). vol. l., p. 277; Cfr., ibíd., pp. 276-309', F. Hutchcson,An iriqniry conceniing beauty, order..., pp. 24, 35-38.

zl Cfr. _|._|. Bodmer y _|._]. Breitinger, Schríften zur Literatur, Reclam, Stuttgart, 1980, pp. 29 ss.,83-204.

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I. L a autonomía de la estética en la Ilustración 27

paradigmas de la decadencia y estimulantes anímicos de sentimientos elegiacos; en particular cuando, desde la Virginia Water, en el Windsor Parle (1746), la ruina artificial, en el marco escenográfico incomparable de un lago también artificial, se propaga como género artístico a toda Europa. No menos sintomáticos son los «caprichos» pictóricos de un G. B. Tiépolo (1696-1770) o los arquitectónicos de G. B. Piranesi (1720-1778) en la década de los cuarenta. En cada caso, se trata de unas piezas artísticas, producto de la fantasía, que se desentienden de una representa­ción relacionada con la realidad o de las reglas arquitectónicas, y están más obsesio­nados por las variaciones temáticas que por los temas mismos. Su arbitrariedad y sencillez temáticas, su sentido lúdico, testimonian tanto una libertad artística margi­nada — por lo general son géneros menores, casi privados en el momento de su aparición— como una resistencia a la teoría artística imperante. No obstante, si para el Manierismo eran «licencias» a controlar por la razón y el decoro, ahora son asumidos como algo positivo, en consonancia con ia reivindicación teórica de la invención pura por parte de Piranesi.

La defensa de la imaginación pronto va acompañada de la del^enío, protagonista de la interiorización de la autonomía a cargo del sujeto ilustrado. Cuando a media­dos del siglo se populariza, la problemática presenta una prehistoria que se remonta al influyente Examen de ingenios para las ciencias (1575) del médico español J. de Huarte. La doctrina clásica sometía al genio a un sistema de reglas respaldadas por la tradición, la razón o el sentido común y, gracias a ello, alcanzaba la perfección. La querelle, en cambio, se interroga sobre la relación entre el «studium» y el «inge- nium», entre lo que puede ser aprendido y la inspiración, ese don «divino» o natural que acompaña al genio. La Ilustración tiene que decidirse ante este dilema: ¿para qué sirve el estudio de los antiguos y cómo se comportan las creaciones originales respecto a las reglas? ¿Precisa el genio de estas reglas y de los modelos o es capaz de imitar a la naturaleza en virtud de sus propias capacidades?

Durante bastante tiempo mantiene su vigencia el paradigma del genio original de la época moderna, el científico, Newton, aunque, a partir de las teorías de los ingleses E. Young (1683-1765) y A. Gérard (1728-1795), la invención se desdobla entre los nuevos descubrimientos de las ciencias y esa capacidad para producir obras originales. De este modo, se consuma la separación definitiva entre ambos genios. Young, en Conjectures on original composition (1759), se había decidido por el «ingenium» de la querelle, reconociéndolo como algo propio del hombre moderno en cuanto interioriza su autonomía creadora. Precisamente, sus ideas sobre los «originales» y la originalidad ejercen una influencia poderosa en el Genieperiode alemán. Este movimiento, iniciado por J. G. Hamann (1730-1787) y J. G. Herder (1744-1803), cristaliza en el encuentro de éste con Goethe en Estrasburgo (1770) y culmina durante la década de los setenta con el grupo Sturm und Drang, aglutinado en tomo a los dos últimos personajes citados. Ninguno de sus miembros nos ha legado un tratado estético propiamente dicho, sino tan sólo sus testimonios literarios — líricos, épicos, dramáticos— o sus improvisaciones rapsódicas y fugaces. Ahora bien, el rechazo de las reglas y del aprendizaje, la relevancia concedida al acto creador, la liberación de la subjetividad de sus ataduras, la defensa apasionada en cuestiones morales, teológicas y estéticas de los derechos del singular y de su autodeterminación, son ráseos distintivos de una conciencia desconocida hasta

I. La autonomía de la estética en laillustración 27

paradigmas de la decadencia y estimulantes anímicos de sentimientos clegíacos; enparticular cuando, desde la Virginia Water, en el Windsor Park (1746), la ruinaartificial, en el marco escenográfico incomparable de un lago también artificial, sepropaga como género artístico a toda Europa. No menos sintomáticos son losacaprichosw pictóricos de un G. B. Tiépolo (1696-1770) o los arquitectónicos deG. B. Piranesi (1720-1778) en la década de los cuarenta. En cada caso, se trata deunas piezas artísticas, producto de la fantasía, que se desentienden de una representa-ción relacionada con la realidad o de las reglas arquitectónicas, y están más obsesio-nados por las variaciones tematicas que por los temas mismos. Su arbitrariedad ysencillez temáticas, su sentido lúdico, testimonian tanto una libertad artística margi-nada -por lo general son géneros menores, casi privados en el momento de suaparición- como una resistencia a la teoría artistica imperante. No obstante, si parael Manierismo eran ulicenciasn a controlar por la razón y el decoro, ahora sonasumidos como algo positivo, en consonancia con la reivindicación teórica de lainvención pura por parte de Piranesi.

La defensa de la imaginación pronto va acompañada de la del genio, protagonistade la interiorización de la autonomía a cargo del sujeto ilustrado. Cuando a media-dos del siglo se populariza, la problemática presenta una prehistoria que se remontaal influyente Examen de ingenios para las ciencias (1575) del médico español deHuarte. La doctrina clásica sometía al genio a un sistema de reglas respaldadas por latradición, la razón o el sentido común y, gracias a ello, alcanzaba la perfección. Laquerella, en cambio, se interroga sobre la relación entre el «studium›› y el «inge-niumn, entre lo que puede ser aprendido y la inspiración, ese don «divinon o naturalque acompaña al genio. La Ilustración tiene que decidirse ante este dilema: ¿paraque sirve el estudio de los antiguos y cómo se comportan las creaciones originalesrespecto a las reglas? ¿Precisa el genio de estas reglas y de los modelos o es capaz deimitar a la naturaleza en virtud de sus propias capacidades?

Durante bastante tiempo mantiene su vigencia el paradigma del genio originalde la época moderna, el cientifico, Newton, aunque, a partir de las teorías de losingleses E. Young (1683-1765) y A. Gérard (1728-1795), la invención se desdoblaentre los nuevos descubrimientos de las ciencias y esa capacidad para producir obrasoriginales. De este modo, se consuma la separación definitiva entre ambos genios.Young, en Conjectures on original composition (1759), se había decidido por elcingeniumn de la querella, reconociéndolo como algo propio del hombre modernoen cuanto interioriza su autonomía creadora. Precisamente, sus ideas sobre losaoriginalesn y la originalidad ejercen una influencia poderosa cn el Genieperiodealemán. Este movimiento, iniciado por_]. G. Hamann (1730-1787) y_]. G. Herder(1744-1803), cristaliza en el encuentro de éste con Goethe en Estrasburgo (1770) yculmina durante la década de los setenta con el grupo Sturm und Drang, aglutinadoen tomo a los dos últimos personajes citados. Ninguno de sus miembros nos halegado un tratado estético propiamente dicho, sino tan sólo sus testimonios literarios-líricos, épicos, dramáticos- o sus irnprovisaciones rapsódicas y fugaces. Ahorabien, el rechazo de las reglas y del aprendizaje, la relevancia concedida al actocreador, la liberación de la subjetividad de sus ataduras, la defensa apasionada encuestiones morales, teológicas y estéticas de los derechos del singular y de suautodeterminación. son raseos distintivos de una conciencia desconocida hasta

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28 La estética en la cultura moderna

entonces de la genialidad. El culto del genio como ese don innato, el carácter «ejemplar» o modélico de sus creaciones y otros aspectos similares, denotan un abandono de las poéticas normativas e incoan la primera estética de la producción artística en la modernidad. El genio ya no se conforma con ser «natura naturata», esto es, una criatura más entre las muchas de la naturaleza, sino también una natura naturans, es decir, un principio creador, una naturaleza formadora, asociada a metáforas como el toro, el semental, el ciervo, el cambio, el movimiento viviente o ligada al entusiasmo que brota de la «abundancia del corazón», como reza una obra del movimiento.

Términos tales como la «fuerza creadora», el «formar», el «moldear», el «plas­mar», etc., son motivos característicos de esa especie de programa estético que lanzan en diversas ocasiones y que aparece condensado por Goethe en ese canto a la libertad del individuo que es el poema a Prometeo (1774) o que un año antes había resumido como sigue: «El arte hace tiempo que es formador antes que bello... En el hombre existe una naturaleza formadora que se muestra activa cuando tiene asegu­rada su existencia» 22. Esta naturaleza creadora — bildende Natur— es la propia del genio, medio dios o «alter deus», Prometeo, Creador por antonomasia. El símbolo del artista, en cuanto «second maker» o Prometeo, deviene un tópico de la estética inglesa al Genieperiode y al romanticismo posterior 23, siendo un hito para la mitolo­gía del artista en la modernidad, si bien hoy día la figura mítica preferida sea, tal vez, Proteo en su poder de metamorfosearse, es decir, el artista obsesionado desde el cuento de Balzac, La obra maestra desconocida (1831-1837), por desvelar los límites de su lenguaje, bordeando la vacilación y la contradición permanentes. Lo cierto es que Prometeo condensa en sí numerosas inquietudes del momento: como portador de la luz y del fuego, evoca las metáforas ilustradas; en cuanto escultor y constructor del mundo, representa la capacidad autocreadora del hombre y su lucha por la libertad. Si puede ser tomado como una manifestación de la emancipación espiritual del burgués bajo condiciones adversas que no le permiten su emancipación como «ciudadano», en estética postula la autonomía del creador desde una autoconsciencia muy elevada del artista.

Desde luego, Sturm und Drang se entusiasma por un igual con Homero y Shakespeare que con la poesía popular de los más diversos países o con las manifesta­ciones artísticas de los pueblos primitivos y salvajes. El término arte o condición «alemana» que utilizan no denota tantos ecos nacionales como su preferencia por el lenguaje popular en confrontación con el gusto francés, con las reglas de la Corte o el latín refinado. De ahí la reivindicación de la poesía popular, de los primitivos o de Shakespeare, o que para Goethe la arquitectura gótica deba ser leída como expresión del sentimiento de un pueblo y no como «medida». Poco importa que E. von. Steinbach no sea el constructor de la catedral de Estrasburgo, como tampoco que las

22 Goethe, Von deutschen Baukunst (1773), Schriften zur Kunst, 1, p. 11; Cfr. Herder, Goethe, Móser, Von deutschen Art und Kunst (1773), RecUm, Leipzig, 1978; U. Karthaus, editor, Sturm und Drang und Empfmdssamkeit, Rcclam, Stuttgart, 1980.

23 Cfr. E. Cassirer, La filosofía de la Ilustración, pp. 348-351, 357-358; Trousson, R., La théme de Prométée dans la litérature européenne, París, 19762; Garda Gual, Prometeo: mito y tragedia, Peralta, Madrid, 1979.

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entonces de la genialidad. El culto del genio como ese don innato, el caracteraejemplar» o modélico de sus creaciones y otros aspectos similares, denotan unabandono de las poéticas normativas e incoan la primera estética de la producciónartística en la modernidad. El genio ya no se confomaa con ser «natura naturata»,esto es, una criatura mas entre las muchas de la naturaleza, sino también una naturanaturans, es decir, un principio creador, una naturaleza formadora, asociada ametáforas como el toro, el semental, el ciervo. el cambio, el movimiento viviente oligada al entusiasmo que brota de la «abundancia del corazón», como reza una obradel movimiento.

Términos tales como la «fuerza creadora», el «fom1ar››, el amoldearw, el «plas-mar», etc., son motivos característicos de esa especie de programa estético quelanzan en diversas ocasiones y que aparece condensado por Goethe en ese canto a lalibertad del individuo que es el poema a Prometeo (1774) o que un año antes habíaresumido como sigue: «El arte hace tiempo que es formador antes que bello... En elhombre existe una naturaleza formadora que se muestra activa cuando tiene asegu-rada su existencia» 22. Esta naturaleza creadora -bildende Natur- es la propia delgenio, medio dios o «alter deus», Prometeo, Creador por antonomasia. El símbolodel artista, en cuanto «second maker» o Prometeo, deviene un tópico de la esteticainglesa al Gen ieperiode y al romanticismo posterior 2”, siendo un hito para la mitolo-gía del artista en la modernidad, si bien hoy día la figura mítica preferida sea, tal vez,Proteo en su poder de metamorfosearse, es decir, el artista obsesionado desde elcuento de Balzac, La obra maestra desconocida (1831-1837), por desvelar los límitesde su lenguaje, bordeando la vacilación y la conttadición permanentes. Lo cierto esque Prometeo condensa en si numerosas inquietudes del momento: como portadorde la luz y del fuego, evoca las metáforas ilustradas; en cuanto escultor y constmctordel mundo, representa la capacidad autocreadora del hombre y su lucha por lalibertad. Si puede ser tomado como una manifestación' de la emancipación espiritualdel burgués bajo condiciones adversas que no le permiten su emancipación comoaciudadanon, en estética postula la autonomía del creador desde una autoconscienciamuy elevada del artista.

Desde luego, Sturm und Drang se entusiasma por un igual con Homero yShakespeare que con la poesia popular de los más diversos paises 0 con las manifesta-ciones artisticas de los pueblos primitivos y salvajes. El término arte o condición«alemana» que utilizan no denota tantos ecos nacionales como su preferencia por ellenguaje popular en confrontación con el gusto francés, con las reglas de la Corte oel latin refinado. De ahí la reivindicación de la poesia popular, de los primitivos o deShakespeare, o que para Goethe la arquitectura gótica deba ser leída como expresióndel sentimiento de un pueblo y no como «medida». Poco importa que E. von.Steinbach no sea el constructor de la catedral de Estrasburgo, como tampoco que las

22 Goethe, Von deutsrllen Baulrunrl (1773), Srlmften zur Kunst, l, p. 11; Cfr. Herder, Goethe,Möser, Von deutsrlien Art und Kunst (1773), Reclam, Leipzig, 1978; U. Karthaus, editor, Sturm undDrang und Empfindssamlreit, Rcclam, Stuttgart, 1980.

23 Cfr. E. Cassirer, La filosofia de la Ilustración, pp. 348-351. 357-358; Trousson, R., La Illëme deProrne'te'e dans la literature européenne, París, 19762; García Gual, Prometeo: mito y tragedia, Peralta,Madrid, 1979.

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canciones de Ossian no sean populares ni antiguas, sino ese canto a la libre subjetivi­dad que tan sólo reencontraremos en el Romanticismo.

Precisamente, K. Ph. Moritz (1756-1793), próximo al grupo y eslabón entre la Ilustración alemana y los románticos, consuma el corrimiento de la imitación a la imitación formadora — bildende Nachahmung—, atribuyendo al artista la facultad de crear o formar — hervorbringen, bilden, etc.— 24. Si antes se suponía que la obra imitaba los seres y cosas de la naturaleza o los modelos del arte, ahora se piensa que el artista imita solamente a la naturaleza en cuanto ésta es reconocida como un principio «productor», «creador», a saber, por analogía con él mismo. El sentido de este salto olímpico para toda la modernidad queda bien patente en las siguientes palabras de 1789, con las que, creo, se clausura el sentir subterráneo del siglo: «El artista nato no se satisface con mirar la naturaleza; la debe imitar, según su ejemplo, y formar, crear como ella» 25.

La universalidad del gusto en el género humano

La reflexión sobre el gusto, como «facultad del alma que discierne las bellezas de un autor con placer y las imperfecciones con desagrado»26, en palabras de J. Addison, se había iniciado en España e Italia. La mayoría de los autores ilustrados reconocen su paternidad al español B. Gracián. Trasvasado a Francia, el bel esprit, gens du monde, como se califica a sus poseedores, deviene un atributo típico de la sociedad cortesana. Noción equívoca hasta el siglo xvm, a menudo se confunden su cometido social y el propiamente estético, asociados al comportamiento en sociedad y al sentir estético. Incluso, el refinamiento del gusto y de las costumbres, los efectos estéticos y éticos sobre los individuos y la nación, suelen esgrimirse en la époc* como argumentos convincentes a favor de la fundación de los Teatros Nacionales. No obstante, lo bello, en cuanto problema del gusto, es la aportación básica de la estética del Empirismo inglés. En todo caso, el gusto se encuadra en una progresión basculante entre la metáfora gastronómica originaria y la fisiológica, entre el sentido común o common sense y la facultad de juzgar, entre el sentimiento interior y el juicio inmediato o no sé qué de nuestro Feijóo y de otros, entre el juicio de los sentidos y el artístico, ya que todas estas versiones pueden acogerlo. A pesar de que se tiña de distintas coloraciones, según las escuelas filosóficas, lo decisivo para los intereses disciplinares es que logra emerger como un sentido o capacidad diferencia­da, reservada a ese discernimiento de la belleza, y es reconocido como un estado psíquico específico e irreductible. Voltaire, en el Temple du goüt (1733), lo alegoriza ya como un dios que mora en su santuario; su inclusión en la Enciclopedia lo institucionaliza entre los saberes del siglo, a la vez que las monografías de los ingleses le confieren un estatuto teórico que potencia la autonomía de la estética en Inglaterra.

La emancipación en este país se impone, a diferencia de lo que acontecía en el

I. La autonomía de la estética en la Ilustración 29

24 Cfr. K. Ph. Moritz, Schriften zur Aesthetik uttd Poetik, pp. 63-93, en especial p. 82; 120-123.25 K. Ph. Moritz, ibíd., p. 121.26 J. Addison, The Spectator, vol. I, p. 271.

I. La autonomía de la estética en la Ilustración 29

canciones de Ossian no sean populares ni antiguas, sino ese canto a la libre subjetivi-dad que tan sólo reencontraremos en el Romanticismo.

Precisamente, K. Ph. Moritz (1756-1793), próximo al grupo y eslabón entre laIlustración alemana y los románticos, consuma el corrimiento de la imitación a laimitación formadora -bildende Nachahmung-, atribuyendo al artista la facultad decrear o jormar -lreruorbringen, bilden, etc.- 2'. Si antes se suponía que la obraimitaba los seres y cosas de la naturaleza o los modelos del arte, ahora se piensa queel artista imita solamente a la naturaleza en cuanto ésta es reconocida como unprincipio «productor», ecreadorn, a saber, por analogía con él mismo. El sentido deeste salto olímpico para toda la modemidad queda bien patente en las siguientespalabras de 1789, con las que, creo, se clausura el sentir subterráneo del siglo: «Elartista nato no se satisface con mirar la naturaleza; la debe imitar, según su ejemplo,y formar, crear como ella» 25.

La universalidad del gusto en el género humano

La reflexión sobre el gusto, como «facultad del alma que discierne las bellezas deun autor con placer y las imperfecciones con desagrado» 1°, en palabras de _).Addison, se habia iniciado en España e Italia. La mayoría de los autores ilustradosreconocen su paternidad al español B. Gracián. Trasvasado a Francia, el bel esprít,gens du monde, como se califica a sus poseedores, deviene un atributo típico de lasociedad cortesana. Noción equivoca hasta el siglo xvnl, a menudo se confunden sucometido social y el propiamente estético, asociados al comportamiento en sociedady al sentir estético. Incluso, el refinamiento del gusto y de las costumbres, los efectosestéticos y éticos sobre los individuos y la nación, suelen esgrimirse en la épocacomo argumentos convincentes a favor de la fundación de los Teatros Nacionales.No obstante, lo bello, en cuanto problema del gusto, es la aportación básica de laestética del Empirismo inglés. En todo caso, el gusto se encuadra en una progresiónbasculante entre la metáfora gastronómica originaria y la fisiológica, entre el sentidocomún o common sense y la facultad de juzgar, entre el sentimiento interior y eljuicio inmediato o no se' qué de nuestro Feijóo y de otros, entre el juicio de lossentidos y el artistico, ya que todas estas versiones pueden acogerlo. A pesar de quese tiña de distintas coloraciones, según las escuelas filosóficas, lo decisivo para losintereses disciplinares es que logra emerger como un sentido o capacidad diferencia-da, reservada a ese discernimiento de la belleza, y es reconocido como un estadopsíquico específico e irreductible. Voltaire, en el Temple du goüt (1733), lo alegorizaya como im dios que mora en su santuario; su inclusión en la Enciclopedia loinstitucionaliza entre los saberes del siglo, a la vez que las monografías de losingleses le confieren un estatuto teórico que potencia la autonomia de la estética enInglaterra.

La emancipación en este país se impone, a diferencia de lo que acontecia en el

2' Cfr. K. Ph. Moria, Srlmften zur Aesthelile und Poetile, pp. 63-93, en especial p. 82; 120-123.B K. Ph. Morir-L, abia.. p. 121.16 Addison, The Spectalor, vol. I, p. 271.

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30 La estética en la cultura moderna

continente, como una realidad social a fortalecer, y es considerada menos como un programa o un proyecto —como está sucediendo en Francia o Alemania— que como una realidad en marcha, incitada por una evolución histórica peculiar desde la Revolución de 1688. La «naturaleza necesitada del hombre», en palabras de Th. Hobbes (1588-1679), es la base de toda socialización, contempla intranquila sus propios objetivos y se resigna a ser la punta de lanza, a lo sumo la avanzadilla, de una socialización asumida como emancipación y control. Por eso, la teoría del Liberalis­mo desarrolla las leyes de una sociedad emancipada, a la par que extrae las conse­cuencias de una libertad práctica que se amplía a todas las actividades humanas, entre ellas a la estética. También defiende, desde J. Locke (1623-1704), que el hombre no posee ideas innatas, connaturales, ni está determinado de antemano en sus conductas, sino que aprende y se enriquece del exterior gracias a su propia experiencia. Estas premisas, más asumidas que en el continente, facilitan un aisla­miento de cada experiencia y, en nuestro caso, de la experiencia estética respecto a otros comportamientos. Desde otro ángulo, el fundamento de la socialización y la emancipación en marcha no remiten a la religión o a la política, sino a la naturaleza racional del hombre de negocios} figura preferida por la acumulación primitiva del capital. Estos rasgos precipitados se llenan de contenido cuando nos detenemos en los dos pilares sobre los que se asienta la fundación de la Estética en la Ilustración inglesa: la universalidad del gusto, y el desinterés estético.

El patrón del gusto, el Standard, es una idea fija en la Enlightement. En su atención preferente a las reacciones del hombre frente a las obras artísticas o las bellezas de la naturaleza, no sólo enlaza lo estético con lo psicológico, sino que lo reorienta hacia una estética del espectador y de la recepción. La respuesta a la incógnita sobre este patrón subjetivo dimana, una vez más, de esa fe en la naturaleza humana incambiable, en ese sustrato común a todos los hombres. De este fondo esperanzado brota la universality o f tas te, el «convenio universal de la humanidad en el sentido de la belleza», al que F. Hutcheson (1694-1746) dedica un análisis perspicaz27, en donde se prefiguran los argumentos reiterativos de todo el siglo.

A mediados de éste, las aportaciones de D. Hume (1711-1776) o E. Burke (1729-1797)28 se revelan modélicas en el abandono de las definiciones y de la táctica a seguir a la vista de dos constataciones paradójicas: por una parte, la gran variedad, las diferencias irreductibles en las apreciaciones del gusto; por otra, la sospecha, si no seguridad, de que existen principios universales tan legítimos como los de la razón. La estética inglesa asume sin titubeos el carácter subjetivo, personal, y la relatividad del gusto en un europeo, un chino, un etíope, etc., así como la existencia de gustos diferentes o moods. En torno a 1750 la moda de Palladio coexiste con la griega y el gusto por la Antigüedad, el gothic moodt desde la Gothic Architecture (1742) de ¡os Langley, o las ruinas artificiales neogóticas de Strawberry Hill (1748), de H. Walpole, conviven con las modas japonesa, indostánica y, sobre todo, china, que ha penetrado a través del «jardín paisajístico». Son indicativos a este respecto los títulos que promueven el gusto «anglochino», como A new book o f

21 Cfr. F. Hutcheson, An inquiry concerning beauty, pp. 37-38, 74-82.28 Cfr. D. Hume, La norma del gusto, pp. 1-22, en especial pp. 3, 11; E. Burke, An philosophical

inquiry into the origin o f our ideas o f the sublime and beautiful, pp. 4-24.

30 La estética en la cultura moderna

continente, como una realidad social a fortalecer, y es considerada menos como unprograma o un proyecto -como esta sucediendo en Francia o Alemania- quecomo una realidad en marcha, incitada por una evolución histórica peculiar desde laRevolución de 1688. La «naturaleza necesitada del hombre», en palabras de Th.Hobbes (1588-1679), es la base de toda socialización, contempla intranquila suspropios objetivos y se resigna a ser la punta de lanza, a lo sumo la avanzadilla, de unasocialización asumida como emancipación y control. Por eso, la teoría del Liberalis-mo desarrolla las leyes de una sociedad emancipada, a la par que extrae las conse-cuencias de una libertad practica que se amplía a todas las actividades humanas,entre ellas a la estética. También defiende, desde ]. Locke (1623-1704), que elhombre no posee ideas innatas, connaturales, ni esta determinado de antemano e'nsus conductas, sino que aprende y se enriquece del exterior gracias a su propiaexperiencia. Estas premisas, más asumidas que en el continente, facilitan un aisla-miento de cada experiencia y, en nuestro caso, de la experiencia estética respecto aotros comportamientos. Desde otro ángulo, el fundamento de la socialización y laemancipación en marcha no remiten a la religión o a la política, sino a la naturalezaracional del hombre de negocios, figura preferida por la acumulación primitiva delcapital. Estos rasgos precipitados se llenan de contenido cuando nos detenemos enlos dos pilares sobre los que se asienta la fundación de la Fstética en la Ilustracióninglesa: la universalidad del gusto.y el desintere's estético.

El patrón del gusto, el Standard, es una idea fija en la Enlightement. En suatención preferente a las reacciones del hombre frente a las obras artísticas o lasbellezas de la naturaleza, no sólo enlaza lo estético con lo psicológico, sino que loreorienta hacia una estética del espectador y dela recepción. La respuesta a la incógnitasobre este patrón subjetivo dimana, una vez mas, de esa fe en la naturaleza humanaincambiable, en ese sustrato común a todos los hombres. De este fondo esperanzadobrota la universality of taste, el «convenio universal de la humanidad en el sentido dela belleza», al que F. Hutcheson (1694-1746) dedica un analisis perspicaz 27, endonde se prefiguran los argumentos reiterativos de todo el siglo.

A mediados de éste, las aportaciones de D. Hume (1711-1776) o E. Burke(1729-1797) 2' se revelan modélicas en el abandono de las definiciones de latáctica a seguir a la vista de dos constataciones paradójicas: por una parte, la granvariedad, las diferencias irreductibles en las apreciaciones del gusto; por otra, lasospecha, si no seguridad, de que existen principios universales tan legítimos comolos de la razón. La estética inglesa asume sin titubeos el carácter subjetivo, personal,y la relatividad del gusto en un europeo, un chino, un etíope, etc., así como laexistencia de gustos diferentes o moods. En torno a 1750 la moda de Palladiocoexiste con la griega y el gusto por la Antigüedad, el gothic mood, desde la GothicArchitecture (1742) de los Langley, o las ruinas artificiales neogóticas de StrawberryHill (1748), de H. Walpole, conviven con las modas japonesa, indostånica y, sobretodo, china, que ha penetrado a través del «jardin paisajístico». Son indicativos a esterespecto los títulos que promueven el gusto aanglochinor, como A new book of

27 Cfr. F. Hutcheson, An inquiry concerning beauty, pp. 37-38, 74-82.28 Cfr. D. Hume, La norma del gusto, pp. 1-22, en especial pp. 3, 11; E. Burke, An philosophical

inquiry into the ori in o our ideas o the sublime and lnauti ul, _ 4-24.X PP

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I. La autonomía de la estética en la Ilustración 31

chínese designs calculated to improve thepresent taste (1754), de Edwards y Darling, o el de W. Chambers, New designs o f chínese buildings, fumiture, dresses, machines and utensils (1757). En los jardines se acude indistintamente a cualquier moda, siendo paradigmático el de Kew, donde entre 1757 y 1762 se erigen más de veinte pabellones o templos en diferentes estilos.

El dilema reiterativo de la teoría inglesa del gusto estriba en el contraste existen­te entre la gran variedad de gustos y su universalidad teórica. Hume resuelve la embarazosa situación gracias a una pirueta mental que proclama una universalidad fáctica, de hecho, para el gusto, recurriendo para ello a una operación de gran fortuna, que impulsa la epifanía disciplinar en el empirismo. Está referida al abismo profundo que se abre entre el sentimiento y los juicios del entendimiento, es decir, a la confrontación entre el juicio estético y el juicio lógico. En efecto, si todo sentimien­to, esfera de lo estético, es correcto debido a que no tiene que rendir cuentas a nada fuera de sí, las determinaciones del entendimiento, ámbito de lo lógico, no lo son, ya que lo designado por ellas las trasciende y desborda. En otras palabras, entre mil sentimientos, suscitados por un mismo objeto, todos serán correctos, dado que ninguno de ellos representa lo que hay realmente en el objeto; entre otras tantas opiniones de personas distintas sólo una puede ser verdadera. No en vano, para Hume, la belleza no es una cualidad de las cosas, sino que «existe solamente en la mente que la contempla, y cada mente percibe una belleza diferente». La deuda con el empirismo y, en concreto, con Hume se ha dejado sentir con fuerza en la estética del neopositivismo anglosajón de nuestro siglo29. La diversidadt la relatividad del gusto se deduce, pues, de esa vinculación al sentimiento, así como de los defectos de la estructura psíquica o de la mayor y menor perfección de los órganos de nuestra percepción interna. En términos similares la concibe Burke al señalar que es una cuestión de grados, teniendo en cuenta factores tales como la sensibilidad natural o capacidad de nuestros órganos, la experiencia, la observación, etc.

El segundo momento, la universalidad fáctica del gusto, es indisociable del anterior. La diversidad, en efecto, no impide que sea reconocida en todos los hombres ni afecta a las causas, ya sean las obras de la imaginación o de las artes, de esa afección, esto es, a lo que comporta el gusto como un juego refinado, delicado, de la imaginación. Cualquier desacuerdo, pues, se proyecta en la pantalla de la universalidad. A su vez, la pertinencia del gusto a la imaginación le hace partícipe de los poderes creativos de ésta. En virtud de ello, nunca se lo considera de un modo estático sino como un proceso. Aunque como facultad o disposición sea común a todos los hombres, en cuanto proceso admite toda clase de graduaciones y de discrepancias. Estas evidencias instauran un postulado relativista para la universali­dad estética, es decir, el reconocimiento de que, según las capacidades de cada persona, existen grandes diferencias en la recepción o en la creación.

El gusto es un proceso que evoluciona por vía negativa y afirmativa. Si el rechazo de la autoridad y los prejuicios, sobre todo religiosos, como obstáculos del mismo, desborda lo estético para insertarse en la lógica de la emancipación burguesa, las reglas del gusto o de la obra artística no son derivaciones abastractas del entendi­

29 Cfr. A. J. Ayer, Lenguaje, verdad y lógica, pp. 119,132; Brunet, Philosophie et estkétique chez Hume, Libr. G. Nizec, París, 1965, pp. 863 ss.

I. La autonomia de la estética en la Ilustración 31

chinese designs calculated to improve the present taste (1754), de Edwards y Darling, oel de W. Chambers, New designs ofchinese buildings, ƒumiture, dresses, machines andutensils (1757). En los jardines se acude indistintamente a cualquier moda, siendoparadigmático el de Kew, donde entre 1757 y 1762 se erigen más de veintepabellones o templos en diferentes estilos.

El dilema reiterativo de la teoría inglesa del gusto estriba en el contraste existen-te entre la gran variedad de gustos y su universalidad teórica. Hume resuelve laembarazosa situación gracias a una pirueta mental que proclama una universalidadƒiíctica, de hecho, para el gusto, recurriendo para ello a una operación de granfortuna, que impulsa la epifania disciplinar en el empirismo. Está referida al abismoprofundo que se abre entre el sentimiento y los juicios del entendimiento, es decir, ala confrontación entre el juicio estético y el juicio lógico. En efecto, si todo sentimien-to, esfera de lo estético, es correcto debido a que no tiene que rendir cuentas a nadafuera de sí, las determinaciones del entendimiento, ámbito de lo lógico, no lo son,ya que lo designado por ellas las trasciende y desborda. En otras palabras, entre milsentimientos, suscitados por un mismo objeto, todos serán correctos, dado queninguno de ellos representa lo que hay realmente en el objeto; entre otras tantasopiniones de personas distintas sólo una puede ser verdadera. No en vano, paraHume, la belleza no es una cualidad de las cosas, sino que «existe solamente en lamente que la contempla, y cada mente percibe una belleza diferente». La deuda conel empirismo y, en concreto, con Hume se ha dejado sentir con fuerza en la estéticadel neopositivismo anglosajón de nuestro siglo ”. La diversidad, la relatividad delgusto se deduce, pues, de esa vinculación al sentimiento, así como de los defectos dela estructura psíquica o de la mayor y menor perfección de los órganos de nuestrapercepción interna. En términos similares la concibe Burke al señalar que es unacuestión de grados, teniendo en cuenta factores tales como la sensibilidad natural ocapacidad de nuestros órganos, la experiencia, la observación, ete.

El segundo momento, la universalidad fáctica del gusto, es indisociable delanterior. La diversidad, en efecto, no impide que sea reconocida en todos loshombres ni afecta a las causas, ya sean las obras de la imaginación o de las artes, deesa afección, esto es, a lo que comporta el gusto como un juego refinado, delicado,de la imaginación. Cualquier desacuerdo, pues, se proyecta en la pantalla de launiversalidad. A su vez, la pertinencia del gusto a la imaginación le hace participe delos poderes creativos de ésta. En virtud de ello, nunca se lo considera de un modoestático sino como un proceso. Aunque como facultad o disposición sea común atodos los hombres, en cuanto proceso admite toda clase de graduaciones y dediscrepancias. Estas evidencias instauran un postulado relativista para la universali-dad estética, es decir, el reconocimiento de que, según las capacidades de cadapersona, existen grandes diferencias en la recepción o en la creación.

El gusto es un proceso que evoluciona por via negativa y afirmativa. Si el rechazode la autoridad y los prejuicios, sobre todo religiosos, como obstáculos del mismo,desborda lo estético para insertarse en la lógica de la emancipación burguesa, lasreglas del gusto o de la obra artística no son derivaciones abastractas del entendi-

” Cfr. A.]. Ayer. Lenguaje, verdad y lógica, pp. 119, 132; Brunet, Philosophie et esthétique chez Hume,Libr. G. Nizet, París, 1965, pp. 863 ss.

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32 La estética en la cultura moderna

miento ni se subsumen en los «primeros principios», que en clima clasicista francés bordeaban el abismo metafíisico, ya que la universalidad ahora reclamada es fáctica, esto es, fruto de la experiencia. Por vía afirmativa, la universalidad de las reglas del gusto, pronto socializadas y reconvertidas a lo artístico, se conquista a través del ejercicio de un arte, de la observación frecuente de las variadas clases de belleza o gracias a las comparaciones entre una gama amplia de obras pertenecientes a épocas y pueblos diversos. En cualquier caso, la base de tales reglas, que no son más que observaciones generales de lo que gusta en todos los países y épocas, es la misma que la de las ciencias prácticas y naturales: la experiencia. Si para Burke los principios del gusto se inscriben, al igual que los de la Razón, en la common nature, en la human mind, Hume, más empirista, puntualiza que «las reglas generales del arte se encuen­tran solamente en la experiencia y en la observación de los sentimientos comunes a la naturaleza humana» 30.

La experiencia y la observación, en cuanto principios que sostienen el patrón y la universalidad del gusto, se reencuentran con el referente ilustrado: la naturaleza humana. Si la mención de la experiencia es más peculiar en las ciencias naturales, la naturaleza humana es la figura que moviliza a pensadores como Hobbes, Locke, Hume, A. Smith, así como a los estetas. Ahora bien, la naturaleza humana no queda reducida a una noción lógica o ética; se asocia, más bien, a una concepción fisiológi­ca que incluye órganos y convenciones, apta para desenredar la maraña interpuesta entre la variedad y la universalidad de los gustos. Una vez más, nos tropezamos con las imágenes analógicas de los órganos y las facultades, es decir, con la teoría de la analogía con nuestro organismo que tanto aproxima a las estéticas inglesa y francesa. La circunstancia de que el gusto subjetivo, individual, no invalide su carácter universal, fuerza a introducir, bajo la presión de la uniformidad de la naturaleza humana, esa especie de sentido común, la facultad del gusto, que no se deduce tanto de un modo especulativo, como sucederá en la estética alemana, cuanto de la experiencia y la observación, encumbradas a nueva autoridad estética. El abandono temprano y radical de los principios metafísicos y la elasticidad de la estética inglesa permiten lidiar las complicidades con las actitudes clasicistas —menos agresivas en Inglaterra— o transigir con un cierto normativismo artístico, confiado a los escasos conocedores. Concesión que en nada entorpece el cariz subjetivo y relativo en las cuestiones del gusto ni turba esa universalidad estética, consensuada o adherida a la naturaleza humana, que se postula para toda la humanidad.

La universalidad estética se inscribe, a no dudarlo, en el fenómeno global del descubrimiento del hombre. A cada singular se le reconoce un derecho originario a todo, también al sentimiento estético. Lo que es válido para un individuo no puede dejar de serlo para los demás. La universalidad del gusto permite a los profanos en arte su gozo o crítica; si surgen discrepancias, decidirán las «reglas» y la competencia de los conocedores, figura, referida a los expertos, que será consagrada por la historia decimonónica del arte. Sobre la producción artística ya no decide únicamente, como sucedía en la época cortesana, el mecenas o el príncipe, sino la competencia de un público — recordemos la aparición de la «opinión pública» en el siglo xvui— . Y en

30 D. Hume, La norma del gusto, p. 6; Cfr., ibíd., pp. 5,15,17; E. Burke, An philosophical Inquiry..., pp. 4, 6, 19.

32 La estética en la cultura moderna

miento ni se subsumen en los «primeros principios», que en clima clasicista francésbordeaban el abismo metafísico, ya que la universalidad ahora reclamada es fáctica,esto es, fruto de la experiencia. Por vía afirmativa, la universalidad de las reglas delgusto, pronto socializadas y reconvertidas a lo artístico, se conquista a través delejercicio de un arte, de la observación frecuente de las variadas clases de belleza ogracias a las comparaciones entre una gama amplia de obras pertenecientes a épocas ypueblos diversos. En cualquier caso, la base de tales reglas, que no son más queobservaciones generales de lo que gusta en todos los paises y épocas, es la misma que lade las ciencias prácticas y naturales: la experiencia. Si para Burke los principios delgusto se inscriben, al igual que los de la Razón, en la common nature, en la humanmind, Hume, más empirista, puntualiza que «las reglas generales del arte se encuen-tran solamente en la experiencia y en la observación de los sentimientos comunes ala naturaleza humana» 3°.

La experiencia y la observación, en cuanto principios que sostienen el patrón y launiversalidad del gusto, se reencuentran con el referente ilustrado: la naturalezahumana. Si la mención de la experiencia es más peculiar en las ciencias naturales, lanaturaleza humana es la figura que moviliza a pensadores como Hobbes, Locke,Hume, A. Smith, asi como a los estetas. Ahora bien, la naturaleza humana no quedareducida a una noción lógica o ética; se asocia, más bien, a una concepción fisiológi-ca que incluye órganos y convenciones, apta para desenredar la maraña interpuestaentre la variedad y la universalidad de los gustos. Una vez más, nos tropezamos conlas imágenes analógicas de los órganos y las facultades, es decir, con la teoría de laanalogía con nuestro organismo que tanto aproxima a las estéticas inglesa y francesa.La circunstancia de que el gusto subjetivo, individual, no invalide su carácteruniversal, fuerza a introducir, bajo la presión de la uniformidad de la naturalezahumana, esa especie de sentido común, lafacultad del gusto, que no se deduce tantode un modo especulativo, como sucederá en la estética alemana, cuanto de laexperiencia y la observación, encumbradas a nueva autoridad estética. El abandonotemprano y radical de los principios metafísicos y la elasticidad de la estética inglesapermiten lidiar las complicidadcs con las actitudes clasicistas -menos agresivas enInglaterra- o transigir con un cierto normativismo artístico, confiado a los escasosconocedores. Concesión que en nada entorpece el cariz subjetivo y relativo en lascuestiones del gusto ni turba esa universalidad estética, consensuada o adherida a lanaturaleza humana, que se postula para toda la humanidad.

La universalidad estética se inscribe, a no dudarlo, en el fenómeno global deldescubrirrtiento del hombre. A cada singular se le reconoce un derecho originario atodo, también al sentimiento estético. Lo que es válido para un individuo no puededejar de serlo para los demás. La universalidad del gusto permite a los profanos enarte su gozo o critica', si surgen discrepancias, decidirán las areglas» y la competenciade los conocedores, figura, referida a los expertos, que será consagrada por la historiadecimonónica del arte. Sobre la producción artistica ya no decide únicamente, comosucedía en la época cortesana, el mecenas o el príncipe, sino la competencia de unpúblico -recordemos la aparición de la «opinión pública» en el siglo xvul-_ Y en

3° D. Hume, La norma delgusto, p. 6; Cfr., ibid., pp. S, 15. 17; E. Burke, An philosophical Inquiry...,pp. 4, 6, 19.

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I. La autonomía de la estética en la Ilustración 33

la crítica de arte, otra de las instituciones ilustradas, se refleja el juicio profano de un público que ha alcanzado una mayoría de edad. La critica de arte no es, en última instancia, más que el juicio de una persona privada, singular, a la espera de un reconocimiento más general por parte de los demás.

El desinterés estético y el «análisis de las riquezas»

Si la Ilustración francesa se apoya en la «historia natural», la inglesa, que comparte la ideología social del Liberalismo, recurre también a lo que ha sido descrito como el análisis de las riquezas31. No es fortuito, a este respecto, que la obra cumbre de A. Smith (1723-1790), se refiera, como es sabido, a la «riqueza de las naciones». El «análisis de las riquezas» incluye, en realidad, una cadena de categorías como la moneda, la riqueza, la formación del valor, la circulación, el mercado, la utilidad, el interés, etc. Respecto a la formación de la estética conviene retener las dos últimas. ¿Qué tienen que ver con ella? A primera vista, nada; pero estas y otras categorías tiñen el modo de entender la realidad, lo que algunos llaman la episteme de una época, con anterioridad a las que se desprenden de la Economía Política, analizada por C. Marx. Lo intrigante para nosotros radica en constatar que la estética se.despliega también en este «análisis de las riquezas», aunque ello provoque situaciones comprometidas. En efecto, el desinterés estético, a menudo interpretado de un modo inadecuado cuando no burdo, acrisola un segmento disciplinar que cruza la estética inglesa y se filtra en la modernidad a través de la de Kant. En este desinterés se transparenta este estatuto ambivalente de la estética ilustrada, dispuesta a colisionar con ciertas concepciones o intereses dominantes, como sean la posesión y la utilidad en el caso inglés, del mismo modo que, en otras ocasiones, se arriesga a desafiar a lo lógico y a la racionalidad imperante. Lo estético, de esta manera, se enfrenta con ciertas categorías indisociables del sujeto por antonomasia de la Ilustra­ción inglesa: la naturaleza racional del hombre de negocios. Un personaje tan relevante como D. Hume, entre otros muchos, era comerciante antes que filósofo, combina­ción frecuente en Inglaterra.

Precisamente, D. Hume defiende la opción de una identidad de lo estético con el «análisis de las riquezas». Aunque después reniege de ello, su actitud es modélica para todo un sentir del período. En su obra primeriza, Tratado de la naturaleza humana (1739-1740), no solamente identifica la belleza con el placer, sino que la reduce a la utilidad y el interés del propietario32. El filósofo, en cuanto figura preferida de la Ilustración francesa, pierde credibilidad a favor de un sujeto que se erige sobre los pilares más seguros de la autonomía de la posesión, la que permite la propiedad. Ambas, de Hobbes a Locke, se convierten en soporte sobre el cual se nuclea la exégesis de la sociedad burguesa; la naturaleza humana se metamorfosea en la naturaleza racional del financiero o del comerciante.

Las propuestas del Tratado parecen sintonizar con alguno de estos presupuestos: «Nuestro sentido de la belleza depende en gran medida de este principio: el objeto

31 Cfr. M. Foucault, Las palabras y las cosas, pp. 162-206.32 Cfr. D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, II, pp. 473-474, 553-554, 832.

I. La autonomia de la estética en la Ilustración 33

la crítica de arte, otra de las instituciones ilustradas, se refleja el juicio profano de unpúblico que ha alcanzado una mayoria de edad. La crítica de arte no es, en últimainstancia, más que el juicio de una persona privada, singular, a la espera de unreconocimiento más general por parte de los demás.

El desinterés estético y el «análisis de las riquezas»

Si la Ilustración francesa se apoya en la «historia natural», la inglesa, quecomparte la ideologia social del Liberalismo, recurre también a lo que ha sidodescrito como el análisis de las riquezas 3*. No es fortuito, a este respecto, que la obracumbre de A. Smith (1723-1790), se refiera, como es sabido, a la «riqueza de lasnaciones». El «análisis de las riquezas» incluye, en realidad, una cadena de categoriascomo la moneda, la riqueza, la formación del valor, la circulación, el mercado, lautilidad, el interés, etc. Respecto a la fomtación de la estética conviene retener lasdos últimas. ¿Qué tienen que ver con ella? A primera vista, nada; pero estas y otrascategorias tiñen el modo de entender la realidad, lo que algunos llaman la epistemede una época, con anterioridad a las que se desprenden de la Economia Politica,analizada por C. Marx. Lo intrigante para nosotros radica en constatar que laestética se_despliega también en este «análisis de las riquezas», aunque ello provoquesituaciones comprometidas. En efecto, el desinterés estético, a menudo interpretadode un modo inadecuado cuando no burdo, acrisola un segmento disciplinar quecruza la estética inglesa y se filtra en la modernidad a través de la de Kant. En estedesinterés se transparenta este estatuto ambivalente de la estética ilustrada, dispuestaa colisionar con ciertas concepciones o intereses dominantes, como sean la posesióny la utilidad en el caso inglés, del mismo modo que, en otras ocasiones, se arriesga adesafiar a lo lógico y a la racionalidad imperante. Lo estético, de esta manera, seenfrenta con ciertas categorías indisociables del sujeto por antonomasia de la Ilustra-ción inglesa: la naturaleza racional del hombre de negocios. Un personaje tan relevantecomo D. Hume, entre otros muchos, era comerciante antes que filósofo, combina-ción frecuente en Inglaterra.

Precisamente, D. Hume defiende la opción de una identidad de lo estético conel «análisis de las riquezas». Aunque después reniege de ello, su actitud es modélicapara todo un sentir del periodo. En su obra primeriza, Tratado de la naturalezahumana (1739-1740), no solamente identifica la belleza con el placer, sino que lareduce a la utilidad y el interés del propietario 32. El filósofo, en cuanto figura preferidade la Ilustración francesa, pierde credibilidad a favor de un sujeto que se erige sobrelos pilares más seguros de la autonomía de la posesión, la que permite la propiedad.Ambas, de Hobbes a Locke, se convierten en soporte sobre el cual se nuclea laexégesis de la sociedad burguesa; la naturaleza humana se metamorfosea en lanaturaleza racional del financiero o del comerciante.

Las propuestas del Tratado parecen sintonizar con alguno de estos presupuestos:«Nuestro sentido de la belleza depende en gran medida de este principio: el objeto

3' Cfr. M. Foucault. Las palabras y las cosas, pp. 162-206.32 Cfr. D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, ll, pp. 473-474. 553-554, 832_

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34 La estética en la cultura moderna

que tiende a producir placer en su propietario es siempre considerado bello» M. La belleza recibe distintos calificativos, sinónimos con la propiedad: belleza de conveniencia o interesada, de interés o de posesión; puede referirse tanto a un edificio, a las mesas, sillas o chimeneas como a los aperos de labranza, los campos, los árboles, a las obras artísticas o a los objetos naturales, pero no varía su significado. El elenco amplio de bellezas se resuelve en la utilidad, con una ceguera para las cualidades estéticas en sí mismas. Asimismo, el interés del propietario, encumbrado a patrón del gusto, se oferta como un criterio al espectador que participa «por comunicación o simpatía con el propietario». Esta, pues, es elevada en más de una oportunidad a un principio que funda la universalidad estética. Gracias a ella, se reconcilia de un modo «natu­ral» el interés del singular con el de toda la sociedad, es decir, fundamenta en Hume o en A. Smith una teoría de la sociabilidad, incluida la estética. No es casual que por estos mismos años se emplease la expresión propietarios del gusto, referida a los impulsores de los «jardines paisajísticos». Muchos de éstos no eran planificados por profesionales, sino por sus propietarios, siguiendo la tradición de J. Addison, A. Pope, Lord Burlington, de los «connoisseurs» u hombres de gusto, pioneros de la nueva moda de hacer un «lindo paisaje de sus propias posesiones». En este sentido, no puede negarse su gran aportación para la historia del gusto.

Bajo este telón de fondo el desinterés estético se sitúa, como no podía ser menos, en las antípodas de esa teoría natural de los intereses. Aparte de que es un principio fundante de la disciplina estética, puede ser interpretado, ante todo, como un reto a la ideología burguesa de la posesión y a la instrumentalización de la naturaleza humana en el «análisis de las riquezas»; en segundo lugar, en cuanto una reacción a la instrumentalización ideológica, religiosa o de la corte, como acaece sobre todo en Alemania.

La temática del desinterés estético aparece en las controversias del período sobre la ética, en la confrontación de Shaftesbury (1671-1713) con Hobbes. El interés designa originariamente un estado de bienestar o el bien genuino aplicado a lo individual y a la sociedad. Ocasionalmente, está referido al deseo o motivo para alcanzar el bien privado —el propio interés— 34. El desinterés, en cambio, aflora en la polémica contra el egoísmo en la ética y la instrumentalización en la religión. La inflexión hacia el mundo de la estética se produce cuando relacionan también el hombre virtuoso con un espectador entregado a la contemplación de la belleza en las maneras y los modales de conducirse. En tal supuesto, el significado práctico del interés se desplaza hacia lo perceptivo, en cuanto denota el estado de lo meramente viendo y admirando35. La visión estética del mundo empiza a empañar, entonces, a la ética o a las matemáticas.

La metáfora feliz del océano motiva el abandono definitivo de sus orígenes éticos y presenta el desinterés estético sin rodeos ni circunloquios. La escena gran­diosa, sublime, de la naturaleza es la encargada de familiarizar con la vivencia de que la satisfacción que depara el «poseer» el océano es «muy diferente de la que se

33 D. Hume, ibíd., vol. II, p. 822.34 Cfr. A. Earl of Shaftesbury, Charachteristics..., I, pp. 70,77, 87, 243, 252,282, 315, 317, 338.35 Cfr. Shaftesbury, ibíd., vol. II, p. 270.

34 La estétira en Ia cultura moderna

que tiende a producir placer en su propietario es siempre considerado bello» ”. La bellezarecibe distintos calificativos, `sinónimos con la propiedad: belleza de conveniencia ointeresada, de interés o de posesión; puede referirse tanto a un edificio, a las mesas,sillas o chimeneas como a los aperos de labranza, los campos, los árboles, a las obrasartísticas o a los objetos naturales, pero no varía su significado. El elenco amplio debellezas se resuelve en la utilidad, con una ceguera para las cualidades estéticas en simismas. Asimismo, el interés del propietario, encumbrado a patrón del gusto, seoferta como un criterio al espectador que participa «por comunicación o simpatíacon el propietario». Esta, pues, es elevada en mà de una oportunidad a un principioque funda la universalidad estética. Gracias a ella, se reconcilia de un modo «natu-ral» el interés del singular con el de toda la sociedad, es decir, fundamenta en Humeo en A. Smith una teoría de la sociabilidad, incluida la estética. No es casual que porestos mismos años se emplease la expresión propietarios del gusto, referida a losimpulsores de los «jardines paisajisticosn. Muchos de éstos no eran planificados porprofesionales, sino por sus propietarios, siguiendo la tradición de _]. Addison, A.Pope, Lord Burlington, de los «connoisseursn u hombres de gusto, pioneros de lanueva moda de hacer un «lindo paisaje de sus propias posesiones». En este sentido,no puede negarse su gran aportación para la historia del gusto.

Bajo este telón de fondo el desinterés estético se sitúa, como no podía ser menos,en las antípodas de esa teoría natural de los intereses. Aparte de que es un principiofundante de la disciplina estética, puede ser interpretado, ante todo, como un reto ala ideología burguesa de la posesión y a la instrumentalización de la naturalezahumana en el «análisis de las riquezasng en segundo lugar, en cuanto una reacción ala instrumentalización ideológica, religiosa o de la corte, como acaece sobre todo enAlemania.` La temática del desinterés estético aparece en las controversias del período sobre laética, en la confrontación de Shaftesbury (1671-1713) con Hobbes. El interésdesigna originariamente un estado de bienestar o el bien genuino aplicado a loindividual y a la sociedad. Ocasionalmente, esta referido al deseo o motivo paraalcanzar el bien privado -el propio interés- 3'. El desinterés, en cambio, aflora enla polémica contra el egoísmo en la ética y la instrumentalización en la religión. Lainflexión hacia el mundo de la estética se produce cuando relacionan también elhombre virtuoso con un espectador entregado a la contemplación de la belleza enlas maneras y los modales de conducirse. En tal supuesto, el significado práctico delinterés se desplaza hacia lo perceptivo, en cuanto denota el estado de lo meramenteviendo y admirando 35. La visión estética del mundo empiza a empañar, entonces, a laética o a las matemáticas.

La metáfora feliz del océano motiva el abandono definitivo de sus orígeneséticos y presenta el desinterés estético sin rodeos ni circunloquios. La escena gran-diosa, sublime, de la naturaleza es la encargada de familiarizar con la vivencia de quela satisfacción que depara el «poseen el océano es «muy diferente de la que se

33 D. Hume, ibid., vol. ll, p. S22.3' Cfr. A. Farl ofSl1aftesbury, Cham¢hteristirs..., I, pp. 70, 77, 87, 243, 252, 282, 315, 317, 338.35 Cfr. Shaftesbury, ibid.. vol. ll. p. 270.

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I. La autonomía de ¡a estética en la Ilustración 35

seguiría naturalmente de la contemplación de la belleza del océano» 36. El especta­dor estético no se aproxima a los objetos con otro propósito bastardo que no sea el verse recompensado en el arto mismo de su percepción. La contemplación estética, pues, se interpone y antepone al deseo de poseer, de la posesión o de usar el objeto, de la utilidad, aunque tampoco lo excluya. Este es el primer episodio de una contem­plación estética «desinteresada» que ya entretiene al espectador en la propia forma de los objetos contemplados y prolonga el acto de percepción sobre los mismos.

El desinterés estético se revela pronto uno de los vectores recurrentes y decisivos para la epifanía de la estética inglesa. Asimismo, lo estético asume en seguida funciones mediadoras, es decir, el hombre estético es factor esencial de una sociedad «polite»\ trasluce la añoranza de una síntesis en la cual se reconcilian y apaciguan las necesidades naturales, instintivas, y la disciplina de la razón; donde se unifica lo que de otro modo se desintegraría: la razón y la sensibilidad anárquica. Lo estético se transforma así en una pauta de comportamiento de la llamada «sociedad bella», enaltecida por las Ligas de la amistad, la Masonería o las Sociedades Patrióticas del momento. Los placeres de la imaginación —o facultad estética— son para Addison tan intensos y más fáciles de lograr que los suscitados por el entendimiento y los sentidos; pero para esbozar este triángulo de las facultades, sobre el que asientan los sistemas estéticos posteriores, no se acude a principios grandilocuentes y sí a una deducción empirista que enfrenta lo estético a la posesión: «Un hombre de imagina­ción exquisita... — escribía Addison— puede conversar con un cuadro y encontrar un compañero agradable en una escultura... A menudo siente una satisfacción más intensa en la visión de los campos y praderas que otro en su posesión. Le concede, por cierto, una especie de propiedad en cada cosa que ve..., mira el mundo como si estuviera en otra estrella y describe en él una multitud de encantos ocultos para la generalidad de la humanidad»37. Las páginas entusiastas de The Spectator inspiran de una manera premonitoria ese carácter de visión y no de reconocimiento, esa capacidad para desautomatizar la percepción, para desbloquear en ella lo unívoco y otros aspectos sobre los que han abundado en nuestro siglo la estética de la Fenome­nología, la Escuela del Formalismo ruso o la Psicología de la percepción estética.

Desde otro ángulo, la metáfora del océano de Shaftesbury, la oda Ocean (1728) de E. Young, la visión de los campos y de las praderas de J. Addison y A. Pope, los paseos y excursiones por el campo, los Viajes, entendidos como una sucesión de cuadros gracias a los encantos del jardín paisajístico y las vistas generales embelleci­das por la variedad, el parque como emulación de un ideal poético que evoca la Arcadia o el Elíseo, estas y otras manifestaciones similares transparentan las prefe­rencias en el gusto y en la estética ingleses por la belleza de la naturaleza y en ella se materializa ese desdoblamiento entre el «análisis de la riqueza» y el desinterés de la contemplación estética. Las revistas morales y literarias recomendaban la excursión a través del paisaje no sólo porque era saludable y placentero, sino como una manera de despertar la vivencia estética, una conducta universal. No obstante, esta visión estética de la naturaleza reconoce una gran deuda para con la pintura de N. Poussin (1594-1665), Cl. de Lorena (1600-1682) y S. Rosa (1615-1673). En todo caso, la

36 Shaftesbury, ibíd., vol. II, pp. 126-127; Cfr. p. 128.37 Addison, The Spectator, vol. I, p. 278; Cfr., ibíd., pp. 276-279.

I. La autonomía de la estética en la Ilustración 35

seguiría naturalmente de la contemplación de la belleza del océano» 3°. El especta-dor estético no se aproxima a los objetos con otro propósito bastardo que no sea elverse recompensado en el acto mismo de su percepción. La contemplación estética,pues, se interpone y ante ne al deseo de seer, de la posesión o de usar el objeto, dela utilidad, aunque tamplêo lo excluya. lïte es el primer episodio de una contem-plación estética adesinteresadan que ya entretiene al espectador en la propia formade los objetos contemplados y prolonga el acto de percepción sobre los mismos.

El desinterés estético se revela pronto uno de los vectores recurrentes y decisivospara la epifania de la estética inglesa. Asimismo, lo estético asume en seguidafunciones mediadoras, es decir, el hombre estético es factor esencial de una sociedad«polite››; trasluce la añoranza de una síntesis en la cual se reconcilian y apaciguan lasnecesidades naturales, instintivas, y la disciplina de la razón; donde se unifica lo quede otro modo se desintegraría: la razón y la sensibilidad anárquica. Lo estético setransforma así en una pauta de comportamiento de la llamada «sociedad bella»,enaltecida por las Ligas de la amistad, la Masonería o las Sociedades Patrióticas delmomento. Los placeres de la imaginación -o facultad estética- son para Addisontan intensos y más faciles de lograr que los suscitados por el entendimiento y lossentidos; pero para esbozar este triángulo de las facultades, sobre el que asientan lossistemas estéticos posteriores, no se acude a principios grandilocuentes y si a unadeducción empirista que enfrenta lo estético a la posesión: «Un hombre de imagina-ción exquisita... -escribía Addison- puede conversar con un cuadro y encontrarun compañero agradable en una escultura... A menudo siente una satisfacción másintensa en la visión de los campos y praderas que otro en su posesión. Le concede, porcierto, una especie de propiedad en cada cosa que ve..., mira el mundo como siestuviera en otra estrella y describe en él una multitud de encantos ocultos para lageneralidad de la humanidad» 37. Las páginas entusiastas de The Spectator inspirande una manera premonitoria ese carácter de visión y no de reconocimiento, esacapacidad para desautomatizar la percepción, para desbloquear en ella lo unívoco yotros aspectos sobre los que han abundado en nuestro siglo la estética de la Fenome-nologia, la Escuela del Fonnalismo ruso o la Psicología de la percepción estética.

Desde otro ángulo, la metáfora del océano de Shaftesbury, la oda Ocean (1728)de E. Young, la visión de los campos y de las praderas de j. Addison y A. Pope, lospaseos y excursiones por el campo, los Viajes, entendidos como una sucesión decuadros gracias a los encantos del jardín paisajístico y las vistas generales embelleci-das por la variedad, el parque como emulación de un ideal poético que evoca laArcadia o el Eliseo, estas y otras manifestaciones similares transparentan las prefe-rencias en el gusto y en la estética ingleses por la belleza de la naturaleza y en ella sematerializa ese desdoblamiento entre el «análisis de la riqueza» y el desinterés de lacontemplación estética. Las revistas morales y literarias recomendaban la excursióna través del paisaje no sólo porque era saludable y placentero, sino como una manerade despertar la vivencia estética, una conducta universal. No obstante, esta visiónestética de la naturaleza reconoce una gran deuda para con la pintura de N. Poussin(1594-1665), Cl. de Lorena (1600-1682) y S. Rosa (1615-1673). En todo caso, la

36 Shaftesbury, ibid., vol. ll, pp. 126-127; Cfr. p. 128.37 Addison. The Sperrator, vol. I, p. 278; Cfr., ibid., pp. 276-279.

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36 La estética en la cultura moderna

naturaleza ya no es imitada siguiendo la concepción clasicista, sino que —si repara­mos en la estética de Addison, Pope o Gérard— sus potencialidades son desarrolla­das y realizadas en plenitud de acuerdo con unas reglas establecidas por su intérpre­te, es decir, por el gusto como árbitro final, y gracias a los efectos que estimula la asociación de ideas en las formas particulares. El jardín paisajístico y la citada arquitectura de los jardines serán las plasmaciones más nítidas de esta adoración naturalista. Ya Addison y A. Pope aconsejaban abandonar los «conos, los cubos, las pirámides», la «marca de las tijeras de podar en cada planta o arbusto», en una palabra, las figuras matemáticas de los jardines versallescos. Si el primer jardín paisajístico, la Woburn Farm (1735) se inspira directamente en la estética de Addison sobre el gusto, los Ensayos morales (1731), de A. Pope (1688-1744), se convierten hasta mediados de siglo en la última autoridad para los jardineros contemporáneos y ejercen una enorme influencia sobre el padre del jardín inglés, W. Kent (1686-1748). Toda esta tradición de la contemplación desinteresada en las bellezas naturales desemboca a finales de siglo en la estética de lo pintoresco, una categoría básica hasta nuestros días para el naturalismo inglés, gracias a las teorías de W. Gilpin (1724-1804), U. Price (1747-1829) y R. P. Knight (1750-1824).

El desinterés estético se consolida como categoría estética con F. Hutcheson, Burke o Alison, hasta devenir uno de los tópicos del empirismo inglés38. La belleza queda separada con nitidez de la utilidad o la posesión. La recepción estética se abre atentamente a todas las impresiones que suscitan los objetos contemplados, se identifica con esa actitud vacante, de abandono, de dejarse mecer en la inmediatez de los estímulos sensibles. Incluso, la escrupulosidad por crear unas condiciones óptimas de atención estética, la pureza prístina, de espaldas a toda sospecha de interés, termina por distanciar al esteta del historiador, del crítico o del conocedor. Para merecer la contemplación desinteresada, es preciso transfigurarse en un espejo puro, apropiado para captar las distorsiones y los dobleces de los fenómenos sensi­bles, de las apariencias por irrelevantes que se ofrezcan. Desde luego, ciertos distin­tivos del jardín paisajístico respondían a esta vivencia: las ruinas artificiales como satisfacción puramente estética de la arquitectura, el templo abierto, la cascada, el «grotto» — las grutas o cuevas peñascosas agradables, naturales o artificiales, decora­das a menudo con conchas y rocallas— y aún más, los follies —desatinos, anto­jos— , es decir, los edificios sin utilidad alguna, erigidos como ornamento para el placer personal del propietario: torres, columnas, pirámides, obeliscos, castillos fingidos, capillas o ermitas ruinosas, pagodas, etc.

El largo trecho de Shaftesbury a Alison desbroza la conducta estética de impure­zas morales, religiosas, utilitarias, instrumentales, cognoscitivas y le asigna un carácter irreductible a otros comportamientos, que será reasumido por la Ilustración alemana.

M Cfr. F. Hutcheson, An Inquiry concerning beauty..., pp. 23-24; E. Purke, A philosophical Inquiry into the origin..., pp. 51, 135, 136; A. Alison, Essays oti (he nature gnd principies o f taste, vol. I, pp. 10-11, 19, 95-100.

36 La estética en la cultura moderna

naturaleza ya no es imitada siguiendo la concepción clasicista, sino que -si repara-mos en la estética de Addison, Pope o Gérard- sus potencialidades son desarrolla-das y realizadas en plenitud de acuerdo con unas reglas establecidas por su intérpre-te, es decir, por el gusto como árbitro final, y gracias a los efectos que estimula laasociación de ideas en las formas particulares. El jardin paisajistico y la citadaarquitectura de los jardines serán las plasmaciones más nítidas de esta adoraciónnaturalista. Ya Addison y A. Pope aconsejaban abandonar los aconos, los cubos, laspirámides», la «marca de las tijeras de podar en cada planta o arbusto», en _unapalabra, las figuras matematicas de los jardines versallescos. Si el primer jardinpaisajistico, la Woburn Farm (1735) se inspira directamente en la estética deAddison sobre el gusto, los Ensayos morales (1731), de A. Pope (1688-1744), seconvierten hasta mediados de siglo en la última autoridad para los jardineroscontemporáneos y ejercen una enorme influencia sobre el padre del jardín inglés,W. Kent (1686-1748). Toda esta tradición de la contemplación desinteresada enlas bellezas naturales desemboca a finales de siglo en la estética de lo pintoresco, unacategoría básica hasta nuestros dias para el naturalismo inglés, gracias a las teorias deW. G¡1p1n(1124-1304), U. Price (1747-1829) y R. P. Kn1gh¢(.17so-1324).

El desinterés estético se consolida como categoría estética con F. Hutcheson,Burke o Alison, hasta devenir uno de los tópicos del empirismo inglés 3'. La bellezaqueda separada con nitidez de la utilidad o la posesión. La recepción estética se abreatentamente a todas las impresiones que suscitan los objetos contemplados, seidentifica con esa actitud vacante, de abandono, de dejarse mecer en la inmediatezde los estímulos sensibles. Incluso, la escrupulosidad por crear unas condicionesóptimas de atención estética, la pureza prístina, de espaldas a toda sospecha deinterés, termina por distanciar al esteta del historiador, del crítico o del conocedor.Para merecer la contemplación desinteresada, es preciso transfigutarse en un espejopuro, apropiado para captar las distorsiones y los dobleces de los fenómenos sensi-bles, de las apariencias por irrelevantes que se ofrezcan. Desde luego, ciertos distin-tivos del jardín paisajistico respondlan a esta vivencia: las ruinas artificiales comosatisfacción puramente estética de la arquitectura, el templo abierto, la cascada, elagrotto» -las grutas o cuevas peñascosas agradables, naturales o artificiales, decora-das a menudo con conchas y rocallas- y aún más, los follies -desatinos, anto-jos-, es decir, los edificios sin utilidad alguna, erigidos como ornamento para elplacer personal del propietario: torres, columnas, pirámides, obeliscos, castillosfingidos, capillas o ermitas ruinosas, pagodas, etc.

El largo trecho de Shaftesbury a Alison desbroza la conducta estética de impure-zas morales, religiosas, utilitarias, instrumentales, cognoscitivas y le asigna uncaracter irrcductible a otros comportamientos, que será reasumido por la llustraciónalemana.

38 Cfr. F. Hutcheson, /1n Inquiry concerning l›eauty..., pp. 23-24; E. Purlte, /1 philosophical lnquiryinca the origin..., pp. Sl, 135, 136; A. Alison, Essays on the nature and principles of taste, vol. l, pp. 10-11,l9, 95-100.

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II. La estética en la red de los sistemas

Hoy en día convenimos en que G. F. Leibniz (1646-1716) anticipa el programa teórico del Iluminismo germano. En efecto, su pensamiento explora la naturaleza del espíritu humano, concebido como un conjunto de fuerzas y potencias. Sacarlas a la luz, penetrar en la estructura propia de cada una de ellas, profundizar en las distintas facultades del alma humana, todo ello contribuye a que broten y maduren los gérmenes autónomos de la Teoría del Conocimiento o Gnoseología, de la Psicología o de la misma Estética. Su proyecto, perceptible en muchas obras pero, sobre todo, en el Discurso sobre arte combinatorio con que se inicia la Monadología (1712), facilita el alumbramiento de una sistemática universal, inspirada en Euclides y en los modelos more geométrico, que procurara clarificar y segmentar la Ilustración alemana desde mediados de siglo. La estética en Alemania, en sus albores fundacio­nales, no es más avanzada que la inglesa, aunque sí la aventaja por su habilidad en canalizar la reflexión hacia una unidad de las facultades humanas que, a pesar de ello, no impide deslindar lo que cada una de ellas desvela como lo más peculiar e irreductible. La Estética, en este sentido, emerge en el horizonte de las diferentes tentativas para articular un sistema filosófico y la autonomía de la misma mantiene compromisos tempranos con un pensamiento sistemático que si, desde mediados del siglo xviii hasta finales del mismo, la glorifica y exalta como nueva disciplina, en el siguiente prepara las condiciones para su propia disolución, cuando no liqui­dación.

La estética como teoría de la «sensibilidad»

Como es sabido, el alemán A. G. Baumgarten (1714-1762) es considerado el fundador de la estética. El término aflora por primera vez en las Meditationes philosophicae (1735), aunque su bautismo público no tiene lugar hasta la obra que, precisamente, se titula Aesthetica (1750-1758). El mecanismo, a través del cual es promovida a una nueva disciplina, es la ampliación del sistema de las facultades humanas que había propuesto Chr. Wolf (1679-1754) en su gran Enciclopedia filosófica. Sus seguidores, el llamado wolfismo, escuela que tiene su mayor vigencia entre 1750 y 1755, extienden su aplicación a zonas periféricas o no tocadas por él.

II. La estética en la red de los sistemas

Hoy en dia convenimos en que G. F. Leibniz (1646-1716) anticipa el programateórico del Iluminismo germano. En efecto, su pensamiento explora la naturalezadel espiritu humano, concebido como un conjunto de fuerzas y potencias. Sacarlas ala luz, penetrar en la estructura propia de cada una de ellas, profundizar en lasdistintas facultades del alma humana, todo ello contribuye a que broten y madurenlos gérmenes autónomos de la Teoría del Conocimiento o Gnoseologia, de laPsicologia o de la misma Estética. Su proyecto, perceptible en muchas obras pero,sobre todo, en el Discurso sobre arte combinatorio con que se inicia la Monadologia(1712), facilita el alumbramiento de una sistemática universal, inspirada en Euclidesy en los modelos more geornetrico, que procurara clarificar y segmentar la Ilustraciónalemana desde mediados de siglo. La estética en Alemania, en sus albores fundacio-nales, no es mas avanzada que la inglesa, aunque si la aventaja por su habilidad encanalizar la reflexión hacia una unidad de las facultades humanas que, a pesar deello, no impide deslindar lo que cada una de ellas desvela como lo mas peculiar eirreductible. La Estética, en este sentido, emerge en el horizonte de las diferentestentativas para articular un sistema filosófico y la autonomía de la misma mantienecompromisos tempranos con un pensamiento sistemático que si, desde mediados delsiglo xv111 hasta finales del mismo, la glorifica y exalta como nueva disciplina, en elsiguiente prepara las condiciones para su propia disolución, cuando no liqui-dación.

La estética como teoría de la «sensil›ilidad››

Como es sabido, el alemán A. G. Baumgarten (1714-1762) es considerado elfundador de la estética. El término aflora por primera vez en las Meditationesphilosophicae (1735), aunque su bautismo público no tiene lugar hasta la obra que,precisamente, se titula Aesthetica (1750-1758). El mecanismo, a través del cual espromovida a una nueva disciplina, es la ampliación del sistema de las facultadeshumanas que habla propuesto Chr. Wolf (1679-1754) en su gran Enciclopediafilosófica. Sus seguidores, el llamado woljismo, escuela que tiene su mayor vigenciaentre 1750 y 1755, extienden su aplicación a zonas periféricas o no tocadas por él.