la canción del siciliano

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Primer capítulo de la novela "La canción del siciliano", de Cristina Amanda Tur (CAT) - Funambulista

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La canción del siciliano

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Cristina Amanda Tur (CAT)

La canción del siciliano

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Primera edición: abril de 2012

© Cristina Amanda Tur, 2012

© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2012c/ Alberto Aguilera, 8 28015 Madrid

www.funambulista.net

BIC: FA

ISBN: 978-84-93985-547Dep. Legal: M-12916-2012

Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: Recuerdos de Sicilia © C.A.T.

Producción gráfica: MFC Artes Gráficas

Impreso en España

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación,

cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

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A mi padre, que ya habrá instalado despacho cerca

del de San Pedro y desde allí estará buscandola manera de reorganizarles la empresa

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«Y en este oscuro amor propio entraban los siglos de infamia que un pueblo oprimido, un pueblo siempre vencido, había hecho pesar sobre la ley y sobre quienes eran sus instrumentos; la afirmación aún no acallada de que el mejor derecho y la más justa justicia, si a uno le interesan de verdad, si no está dispuesto a confiar su ejecución al destino o a Dios, sólo pueden salir de los cañones de un fusil».

A cAdA cuAl lo suyo (Leonardo Sciascia)

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El tipo gordo esperaba una visita importante, así que hizo un gesto desagradable con la mano a su esposa y a sus hijos para que se largasen de allí y lo dejaran solo, contemplando la línea de la carretera que conducía hasta la casa.

—Vai via! —le ordenó a la mujer en un italiano que aún conservaba el acento calabrés, a pesar de que llevaba ya mu-chos años en Messina, en Sicilia, la isla que, según la leyenda, es un diamante que Dios entregó al mundo arrancándolo de su propia corona. El tipo gordo desconocía tal leyenda, pero reconocía la belleza de aquella tierra y conocía a los hombres adecuados para vivir y sobrevivir en ella. No llevaba Sicilia en el corazón, pero Sicilia sí le llevaba a él, y a otros como él, en las entrañas, como se lleva un tumor maligno.

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Oyó el sonido de un coche rodando sobre la grava del camino, se levantó de su poltrona y se asomó por el balcón de la terraza en la que se encontraba para comprobar si era su visita importante. Y lo era. Cuando el vehículo se detuvo, un hombre con un jersey negro de cuello alto se apresuró a salir de él para abrir la puerta a un tipo con traje de finas rayas que descendió tirando del cuello de su almidonada chaqueta. «Siempre vestido como un jefe de protocolo», pensó el gordo. El pisaverde levantó la vista hacia la terraza y vio a Don Marco, apoyando su prominente tripa sobre la baranda.

—Buongiorno! —lo saludó con la mano.—Benvenuto, Aldo. Benvenuto.Un chico acompañó a Aldo y a los dos hombres que

iban con él hasta la terraza y luego les sirvió unas copas.—Y bien, ¿qué tenemos de nuevo? —preguntó Marco

a su invitado.—Está en la isla de Ibiza. Trabaja para Sacha.—¿Sacha? ¡Sacha! ¿El mismo que engañó a los Gre-

co con aquel asunto de los pasaportes falsos? ¿El nieto de l’Aquila? ¿Ese Sacha?

—El mismo —Aldo no alcanzó a comprender a qué era debida tal manifestación de asombro. Y, por toda expli-cación, Don Marco soltó una carcajada. Siempre le había gustado il Bel Sacha...

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—Así que trabaja para Sacha... ¿Acaso eso complica las cosas?

Aldo dedicó unos instantes a intentar descifrar si el tono con que le habían formulado la última pregunta era irónico o aséptico, pero sin ser capaz de interpretar ni eso ni la media sonrisa amarga y complacida que al Don se le había dibujado en el rostro al oír el nombre de Sacha.

—No —respondió finalmente, intentando imprimir en su respuesta una seguridad que ni de lejos sentía.

—Bene.

Ariel adoraba el invierno en Ibiza, los callejones vacíos del puerto, ningún tipo molestándolo para que se tomara un dos por uno de garrafón en bares a los que sólo entraría por motivos de trabajo, y ningún mimo pesado persiguiendo turistas incau-tos a su paso por las terrazas de los andenes. Había quedado con sus compañeros para tomar unas copas en La Oveja Negra, uno de esos garitos de toda la vida que los ibicencos aún podían recuperar cuando la temporada turística finalizaba, y sabía que a esas horas ya irían al menos por la tercera cerveza. Se detuvo unos segundos para observar su reloj de pulsera y, acto seguido, echar un vistazo a la esfera de números romanos de la catedral. Siempre lo hacía; era una de las cotidianas comprobaciones de que su mundo seguía manteniendo cierto orden.

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El verano había acabado y él caminaba despacio, disfru-tando de la soledad de la noche y de la fresca brisa a la que el calor había dado paso. Al doblar la esquina del callejón para entrar por la puerta de atrás, fiel a su estilo, encontró a David, Johnny y Julián en una de las mesas con taburetes del exterior del bar, y a Rebelene, que salía en esos momentos con un par de copas en las manos. Ella no se llamaba así, por supuesto, pero Julián la había rebautizado de tal forma por el título de una canción rockabilly; Julián no era muy dado a llamar a las personas por su nombre real.

—¡Hola, jefe! ¿Qué tal ha ido?—Lo normal —Ariel era el responsable de la unidad

contra el Crimen Organizado de la isla, y aquella tarde había tenido que asistir a una reunión con el comisario y otros jefes de grupo para hacer balance de la temporada. Lo cierto era que el mando de las tres coronas de laurel sobre los hombros había hecho saber a todos, y a su modo, que no estaba satis-fecho con los resultados, a pesar de que el delegado del Go-bierno acababa de celebrar una rueda de prensa para asegurar a los medios de comunicación que la efectividad de los Cuer-pos y Fuerzas de Seguridad del Estado había alcanzado, una vez más, niveles históricos... Al parecer, el comisario no estaba de acuerdo con tal apreciación política, aunque nunca lo re-conocería en público. El equipo de Seguridad Ciudadana se llevó la peor parte de su reprensión, pero no olvidó recordar

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a todos que para funcionar debían aprender a colaborar entre ellos, y ése sí era un cuento que Ariel debía aplicarse. El po-licía, desconfiado de la capacidad o la ética profesional de la mayoría de sus superiores y de muchos compañeros de otras unidades, y sin haber decidido aún si era más intransigente con la negligencia o con la corrupción, había creado a fuerza de perseverancia un equipo de Crimen Organizado tan efi-caz como independiente. Siempre parecía ir por libre, con-vertido en una pandilla de irreductibles en una profesión de jerarquías; Ariel, a veces y a pesar de su fidelidad a la causa, olvidaba la escala de mando y había que recordársela.

Por fortuna para todos, sin embargo, al comisario solían bastarle los resultados. El hombre se decía que, a fin de cuen-tas, Ariel vivía para su trabajo, y se le daba muy bien; algún fallo tenía que tener. Ariel le gustaba, qué demonios, así que solía pasar por alto su insolencia de tigre acostumbrado a afilarse las uñas en los galones.

Ariel llevaba lo de ser policía como llevaba el hecho de ser sevillano; había nacido así y lo asumía por pura vocación pero sin estridencias. Su discreción armada sólo era alterada por la fuerza de su carácter y la expresividad de la mirada de sus inteligentes ojos color pardo, que revelaban una inten-sidad que no se adivinaba en su pulcra apariencia de piel blanca inmaculada, cabello castaño y clásica vestimenta de chico bueno.

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—Hemos ido a cenar al restaurante de unos amigos de Rebelene —continuó Julián, que, a diferencia de Ariel, era un policía de ostentaciones, al que le gustaban las camisetas con logos de grupos de rock y las camisas a cuadros. Lucía anchas patillas de bandolero de Sierra Morena y el cabello oscuro y grueso algo largo, cuando no le daba por raparse y mostrar al mundo el pequeño tatuaje que llevaba en la nuca.

—Te he llamado al móvil y lo tenías desconectado —se justificó ella sin necesidad de hacerlo—. Te he buscado en el despacho y David me ha dicho que tenías una reunión y que luego os veríais aquí, así que me he apuntado a cenar con ellos.

Rebelene detectó el cansancio en la mirada de él y él notó que, esa noche, ella estaba receptiva a sus debilidades. A me-nudo se le escapaba, pero esa noche tocaba tenerla cerca, así que había que aprovechar la ocasión y acercarse un poco más. Su manera de hacerlo siempre pasaba por hablar de trabajo:

—¿Qué podremos leer mañana en el periódico?—En mi sección, nada interesante, aparte de un par de

juicios de la Audiencia Provincial, porque como no hacéis nada...

—¡Tú también me vas a dar la tabarra hoy!Rebelene bromeaba, en realidad, porque sabía, incluso

mejor que el comisario, que Ariel trabajaba bien y lo hacía las 24 horas del día.

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—¿Qué pasa? El comisario os ha cantado las cuarenta en bastos, es eso, ¿verdad? —ella, en muchos sentidos, se parecía más a Julián.

—Algo así, pero no te lo voy a contar, que ya te veo co-rriendo al periódico para sacarlo mañana en portada.

—Esta noche tengo cosas mejores que hacer.Ariel no dijo nada más y traspasó la pequeña puerta de

cristal del bar para dirigirse a la barra. Ella se sentó junto a David y brindó con cada uno de los policías de Crimen Organizado. Con Julián compartía gustos musicales, notas de rhythm’n’blues y bares de rock, con Johnny una forma casi suicida de sinceridad a todo riesgo, y con el jefe del grupo un montón de cosas indefinibles y otras inconfesables, pero David, el madrileño del equipo y su miembro más vanidoso, tenía un instinto especial para entender su forma de relacio-narse con el mundo y con Ariel.

—No te metas con él, que lleva un día duro.—Ésos son sus mejores días.

A Mario Sonnino, que caminaba por el paseo de Ses Figue-retes hacia las últimas escaleras por las que se accede a la ca-lle Ramon Muntaner, también le gustaba Ibiza en invierno. Llevaba un año residiendo en la isla y se sentía más seguro en las calles solitarias y notando sobre su cuerpo de matón

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hipervitaminado el calor de su cazadora de cuero que bajo el escrutador sol veraniego en mitad del caos de almas asadas. Esa noche, Antonio Palmieri y él tenían que recoger a un matrimonio, amigo de su jefe, que se alojaba en el hotel Los Molinos, y, mientras Antonio esperaba en el coche, él había bajado al paseo buscando un bar abierto donde poder com-prar tabaco.

Subió hasta la calle por la rampa, en lugar de hacerlo por los escalones laterales, miró hacia el coche, mal estacio-nado en la acera de enfrente, y cruzó. Pero cuando aún no había traspasado la línea pintada en blanco que dividía en dos la carretera, el conductor de un vehículo oscuro que pa-reció surgir de la nada pisó el acelerador y se abalanzó sobre él por la angosta calleja. Mario supo inmediatamente lo que estaba ocurriendo, y supo también que estaba muerto sin remedio y sin extremaunción. Había llegado el momento de encontrarse con su destino y buscó algún santo al que en-comendar su espíritu, pero todos parecían encontrarse aún de vacaciones.

Recordó entonces a dos niños y un balón de fútbol.Desde la parte posterior del coche oscuro, un hombre

se santiguó antes de disparar tres veces. La espalda de Ma-rio se arqueó al primer tiro, que agujereó su cazadora y su pellejo, y las otras dos balas que salieron del cañón del arma llegaron tan seguidas que Mario aún estaba en pie cuando

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las recibió; cuando al fin tocó el asfalto ya era cadáver y tenía tres balas alojadas en un radio de escasos treinta centímetros de carne.

El coche oscuro se alejó, perdiéndose en la noche, y An-tonio corrió hacia su compañero caído.

—¡Mario! —le buscó el pulso, pero ya no podía encon-trarlo. Buscó entonces su teléfono en la cazadora que había dejado en el coche, sin dejar de mirar de reojo a Mario, como si esperara que se levantara de pronto, se sacudiera el polvo de la ropa y todo volviera a la normalidad con un simple: «¡uf, Mamma mia!, ¡vaya susto!, ¿no?».

—Mario è morto, l´hanno ucciso —anunció.

Sacha aún no había colgado cuando abría las puertas de la habitación en la que se encontraba y hacía señas a un hom-bre que estaba sentado en una silla en el pasillo, leyendo el Giornale di Sicilia. El hombre entendió enseguida que el jefe quería que sacaran el coche del garaje. Sacha regresó a su cuarto y, en un momento, se cambió de ropa y se calzó unas botas negras de motorista. Bajó al piso inferior y vio la puer-ta de la entrada abierta. En el exterior, lo esperaban con el BMW en marcha.

—No. Conduciré yo.

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En esos momentos, en La Oveja Negra, los policías de Cri-men Organizado ya sabían que habían matado a un tipo en la calle Ramon Muntaner, pero poco más.

—Seguro que ha sido una trifulca de chihuahuas en ese maldito bar de sudacas —dijo Johnny, indignado porque él ya había predicho, y en más de una ocasión, que en aquel local habría muertes y no serían muy naturales. Johnny lla-maba chihuahuas a los pandilleros sudamericanos, preferen-temente ecuatorianos y peruanos, que proliferaban por la isla buscando gresca. Y no es que fuera racista, es que su trabajo le hacía a diario consciente de una realidad que distinguía a los hombres por países tanto como por delitos; era poco práctico no reconocer que cada comunidad era más proclive a una clase determinada de delincuencia que a otra, que los delincuentes rumanos preferían asaltar naves industriales, que los sudamericanos preferían los puñales a las pistolas, que los magrebíes que traficaban lo hacían con hachís o que los co-lombianos lo hacían preferentemente con cocaína. Los polí-ticos podrían permitirse el lujo de cerrar los ojos a la realidad, pero él, como policía, no quería ni podía hacerlo. Y el bar al que se refería no era, sin duda alguna, el más recomendable de la ciudad, aunque allí eran más comunes las cuchilladas que los disparos, porque a los pendencieros les gustan más las armas que suponen un contacto, una lucha cuerpo a cuer-

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po, y mancharse las manos con la sangre del enemigo quema más testosterona alcoholizada que la frialdad de un balazo.

El tiroteo se había producido a escasos treinta metros del bar de sudamericanos, pero nada tenía que ver con ellos. Johnny lo supo en cuanto vio el cadáver que estaba tendido en el suelo; no era un chihuahua y probablemente no había entrado en aquel bar en su vida.

—No creo que al comisario le parezca muy bien que acudamos al escenario del crimen en compañía de la prensa —iba diciéndole David a Rebelene.

—¡Oh, vamos! ¡Qué más da! —ella no había cogido el coche y estaba con ellos cuando les pasaron el aviso, así que no lo pensó dos veces antes de apuntarse. Sólo le habría pa-recido inapropiado si se hubieran trasladado en un coche oficial, lo cual no era el caso.

—Vale, pero quédate ahí —y David le marcó el lugar con el índice mientras él se acercaba hasta Johnny y el cuerpo tendido. Ella le dedicó un saludo militar con la mano y le sonrió. Él, en realidad, sabía que ella siempre guardaba una distancia prudencial y nunca metía el hocico más cerca de lo necesario para hacer su trabajo. Los dejaba trabajar, y ellos sabían agradecérselo; los periodistas que saben estar en su sitio son los que, al final, se llevan la recompensa, decía siem-pre ella, entre otras muchas frases que resumían su relación con las fuerzas del orden.

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El BMW de Sacha se detuvo a pocos metros de ellos, en la entrada de un aparcamiento. El siciliano salió de su coche y se quedó allí, observando a los policías sin aproximarse al escenario, esperando a que Antonio se acercara y le explicara qué había sucedido. Parecía que también sabía permanecer en su sitio.

La periodista descubrió su presencia, le echó un vista-zo, intentando atar cabos, y los dos cruzaron sus miradas. Sacha tenía los ojos oscuros y penetrantes de un animal sal-vaje y la nariz recta y grande sobre un recortado y pequeño bigote, que completaba un gesto serio en una boca contun-dente de mandíbulas poderosas. Sus rasgos duros y sicilia-nos quedaban enmarcados por unas largas y afiladas patillas negras que prácticamente alcanzaban la vertical de las comi-suras de los labios tras trazar un ángulo recto desde debajo de las orejas. Llevaba una camisa con pequeños rombos gra-nates y grises, de seda y con las mangas recogidas más arriba de los codos, de la que sobresalían tatuajes desde el pecho hasta el cuello y también en sus anchos brazos; tenía más tinta encima que los archivos del Vaticano.

David se acercó a la periodista, interponiéndose entre ella y aquel a quien observaba.

—¿Quién es ése?—¿No conoces a Sacha... le beau Sacha?—Pues no tengo el placer...

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—Es siciliano, se ha comprado un chalet en Punta Ga-lera y nadie parece saber muy bien a qué se dedica. Quizás se ha retirado a vivir aquí... aunque mantiene su equipo de guardaespaldas. Por algo será.

—Interesante.—Y que lo digas.—Voy a presentarle mis respetos.—Preséntale también los míos —ella sonrió con malicia

y David le hizo un gesto de desaprobación con la cabeza, el mismo que le dedicaba cada vez que ella mostraba fascina-ción por aquello que olía a peligro.

—A Ariel le va a encantar este tío —añadió él con iro-nía al alejarse hacia Sacha.

Mantuvo una breve charla con el hombre y, de regreso, pasó por delante de Rebelene y le dijo que el siciliano estaba allí porque el muerto trabajaba para él.

—¿Y ya lo has interrogado?—Luego lo haremos... Nos ha visto hablando y parece que

te conoce... y que sabe a qué te dedicas; me ha preguntado si vas a escribir sobre la muerte de Sonnino. El muerto, te lo ade-lanto, se llama Mario Sonnino. Y Sacha quiere hablar contigo del tema. Espero que nos lo cuentes antes de escribir nada...

—¡Claro que hablaré con él!—¡Ten cuidado! Y no bromees, que ese tipo no me gus-

ta nada.

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—No te preocupes, ahora él ya sabe que yo también llevo guardaespaldas —se rio.

—Me has dicho que es siciliano, y tiene toda la pinta, desde luego... ¿por qué le beau Sacha?... Eso es francés.

—Ya. En realidad su apodo es il Bel Sacha. Se ve que lo conocen así en su tierra y se ve que fue un niño encan-tador, pero cuando supe de su existencia y le tuve delante, el apodo me trajo a la memoria a un célebre estafador del París de los años 30 al que conocían como le beau Sacha y del que había leído algo no hacía mucho. Ese tipo, el fran-cés, de una forma u otra, lograba salir siempre bien parado de los líos en los que se metía, y éste tiene todas las trazas de ser igual.

—Ya. A Ariel le va a encantar —insistió con la misma ironía que ya empleara minutos antes.

Ariel, por su parte, estaba ocupado con los de la Científica y Johnny y Julián recababan información de los tres testigos disponibles, que no tenían gran cosa que contar aparte de que el coche era largo y oscuro, tal vez un Jaguar o tal vez no. Nadie había podido ver la matrícula, pero todos podían describir a cámara lenta cómo el espagueti hipervitaminado caía muerto al suelo y el tipo del coche mal estacionado co-rría hacia él. En la escuela deberían impartir lecciones sobre

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qué hacer y qué detalles observar si uno es testigo o víctima de un delito. Sería muy práctico.

—No pude ver nada. No me di cuenta de que Mario regresaba al coche hasta que escuché el primer disparo —ex-plicó Antonio Palmieri a Julián—. Quise mirar la placa del auto, pero no pude... con el reflejo de las luces, no pude... Iba muy rápido.

—¿Trabajabais juntos?Entonces el hombre le explicó que los dos eran em-

pleados de Sacha La Plaggia y que esa noche iban a reco-ger al hotel a unos amigos del jefe. Al preguntar quién era Sacha, David, que se había situado a la derecha de su compañero, le hizo una seña hacia el tipo que apoyaba su trasero en un BMW verde botella y le dijo que había quedado para hablar con él más tarde, que no iba a irse a ninguna parte.

—Bien —continuó Julián—, ¿y a qué clase de trabajo os dedicáis? —ya sospechaba que eran guardaespaldas.

—Somos escoltas...—¿Cuánto tiempo llevaba Mario trabajando para ese

tal Sacha? —y miró de reojo hacia donde estaba el aludido, con los antebrazos cruzados sobre el pecho y las mangas de la camisa a punto de reventar por la presión de los brazos pintados.

—Un año, más o menos.

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—¿Y tú?—Algo más.En los documentos de identidad de Mario Sonnino,

que parecían auténticos, figuraba que había nacido en Nápo-les 38 años atrás. Llevaba dos tarjetas de crédito y una vieja foto de dos niños de enorme parecido físico, aunque con algunos años de diferencia.

El furgón de la funeraria se llevó el cadáver y los cu-riosos se dispersaron, pero la noche aún iba a prolongarse. Los policías querían hablar con Sacha y sus empleados en la comisaría y Ariel se acercó a Rebelene para despedirse.

—¿No decías que tenías cosas mejores que hacer esta noche? —le recordó.

—¿Mejor que esto? —ella, desde luego, no había pensa-do en un crimen cuando habló con él en La Oveja Negra—. Esto suena a ajuste de cuentas al estilo siciliano...

—Tiene pinta, sí. Pero ya veremos. Vete a dormir, anda. Mañana hablamos.

—Y tanto, pero primero voy a ver a Sacha... Quería charlar conmigo.

—¿Conoces a ese tío? —David ya le había informado de quién se trataba.

—Habíamos coincidido en otra ocasión —respondió, escueta, y se alejó hacia el BMW verde botella sin mayores explicaciones.

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El siciliano la observó acercarse sin decir nada, y cuan-do la tuvo enfrente sólo la miró. Ella tuvo que hablar pri-mero.

—Bien. Aquí estoy —dijo ella, con un gesto de manos abiertas que expresaba todo un «¿qué quieres de mí?». Y se quedó allí esperando una respuesta, alisándose el flequillo mientras balanceaba ligeramente un pie en el borde de la acera, como indecisa entre acercarse un paso más o echarse atrás antes de meterse en un lío.

Sacha le tendió una tarjeta con su teléfono móvil, alcan-zándosela con una mano también tatuada, y le dijo que lo llamara al día siguiente.

—Siento no tener tiempo ahora, pero los policías quie-ren hablar conmigo... —añadió.

—Ya. Mañana está bien... —y yo no voy a escribir nada esta noche, pensó—. Por cierto, lo siento mucho, ya me han dicho que trabajaba para ti... De hecho, supongo que por eso quieres hablar conmigo, claro —por un momento, se le ha-bía pasado por la cabeza usar alguna fórmula más respetuosa para dirigirse a él, pero inmediatamente lo descartó porque le parecía ridículo usar un «usted», y él la trataba con cierta familiaridad, como si fueran colegas o algo así.

De cerca, sus intensos ojos eran los de un animal herido, tan vivos que asustaban. Rebelene apartó la mirada de ellos y dio media vuelta, diciéndole que por la mañana lo llamaría.

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—¿Tú no vas a darme el número de teléfono? —la detu-vo Sacha con un gesto con el que, de paso, le mostró las letras que llevaba tatuadas en su mano derecha—. Si por algún motivo decides no llamarme, me gustaría poder llamarte yo a ti.

Rebelene, que atisbó de refilón las letras góticas y negras en los dedos, se mostró turbada sin querer, pero no dejó que eso la cohibiera.

—Puedes estar seguro de que llamaré, y si no, estoy convencida de que sabrías cómo encontrarme.

Se marchó preguntándose por qué Sacha podría pen-sar que no iba a llamarlo. Tal vez se había dado cuenta de las buenas relaciones que mantenía con Ariel y su equipo y pensaría que ellos no considerarían adecuado que hablaran, por la investigación o porque olieran algún peligro... ¡Al dia-blo! Por supuesto que llamaría; Mario trabajaba para Sacha y Mario estaba muerto. Era una buena historia. En cuanto al peligro, ella también era capaz de olerlo..., pero como los gatos huelen las aceitunas.