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Introducción a la bioética del siglo XXI

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Roberto Cataldi Amatriain

Introduccióna la bioéticadel siglo XXI

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Cataldi Amatriain, Roberto MiguelIntroducción a la bioética del siglo XXI / Roberto Miguel Cataldi Amatriain.

- 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Taveira, Jorgelina, 2017.256 p. ; 23 x 15 cm.

ISBN 978-987-42-4597-7

1. Filosofía Médica. I. Título.CDD 610.1

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de

los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o

total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento

informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

Las opiniones vertidas por el autor son de su exclusiva responsabilidad y no necesariamente

reflejan el pensamiento de Hygea Ediciones.

Edición al cuidado de Jorgelina Taveira.

Diseño de tapa e interior y composición de Bárbara Musumeci.

© 2017 Hygea Ediciones

www.hygeaediciones.com.ar

© 2017 Roberto Cataldi Amatriain

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

1ª edición

ISBN 978-987-42-4597-7

Queda hecho el depósito que establece la Ley 11723

Impreso en junio de 2017 en Buenos Aires

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A mi amigo José Alberto Mainetti, médico, filósofo e historiador. Pionero de la Bioética en

América Latina y custodio del mito de Quirón.

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Temario

Prefacio

Introducción

La Moral y los valores: desarrollo histórico. Enfoques de la ética

Deontología médica: principios, normas, reglas y códigos.

Razonamiento moral

Ética robótica. Responsabilidad, toma de decisiones y mala praxis

Investigación clínica: definiciones y antecedentes históricos.

Lineamientos para la publicación científica

Equidad en salud. Ética en el cuidado de los que cuidan

Vulnerabilidad, medioambiente y salud humana

La ética y el derecho. Derechos humanos. Derechos de los enfermos

Bioética clínica. Comités hospitalarios de ética

La enfermedad. La vejez. La muerte y los problemas tanatoéticos

Derecho a tener un hijo biológico. Aborto

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Suicidio. Distanasia y eutanasia. Testamento vital.

Cuidados paliativos

Alteraciones de la conciencia. Muerte cerebral y

trasplantes. Neuroética

Bioética y cultura. Ramas de la Bioética y discurso

de la dignidad

Nuevas vulnerabilidades

Postexto

Bibliografía recomendada

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PREFACIO

La pretensión intelectual de este trabajo es ser una introducción al tema que nos convoca; de ninguna manera intenta ser un tratado que agote los asuntos que aquí expongo, aunque recuerdo que Ortega y Gasset solía decir que no hay temas agotados, sino hombres agota-dos en su tratamiento. Procuraré moverme con la libertad precepti-va del ensayo o tal vez de la narración literaria, sin claudicar en los propósitos de todo manuscrito propedéutico, ni tampoco desaten-der el rigorismo científico y la honestidad intelectual necesarios. La claridad expositiva siempre me ha preocupado, como orador y como escritor, y desdeño el vocabulario oscuro, las ideas herméticas y los acertijos. La normativa escolar demanda que todo libro de texto se inicie con una definición de la materia a tratar: no lo haré porque, como ya dije, este no es strictu sensu un libro de texto y, además, porque no encuentro una proposición acabada que en lo personal me satisfaga. Las definiciones que por allí circulan las considero poco afortunadas. Me resulta mucho más atrayente decir lo que la Bioética no es, dejando para otra ocasión la tarea de cincelar una definición. En efecto, a veces resulta mucho más sencillo y claro decir lo que no es que lo que es.

La Bioética surgió en el espacio configurado por la cultura científica y tecnológica a principios de los años 70 del siglo pasado, presentán-dose como una ética que promovía el diálogo entre las disciplinas, en un ámbito de libre opinión y de interés general. No apareció con la imagen de una “ética encriptada”, sólo al alcance de los expertos, sino más bien como una ética convocante que recababa opiniones di-versas, frente a una problemática médica inédita, espoleada por los avances de la técnica y la ciencia, y acuciada por los nuevos dile-mas y conflictos que surgían a cada paso. Frente a nuevas situacio-nes complejas, lo coherente es buscar nuevas soluciones, y evitar la

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comodidad de recurrir al discurso habitual, o quizás aferrarse a viejos libros y desechar los actuales por el prejuicio frente a la novedad in-telectual. Pero, si bien la Bioética surgió de la Medicina, con el sello de esta y la legitimidad que le confería, rápidamente su visión, su meto-dología y su inclinación claramente procedimentalista se difundieron como una mancha de aceite en la sociedad y el mundo de la cultura. Ahora bien, ¿en qué consistió el éxito inicial? Algunos piensan que en procurar un espacio donde se proclama y ejerce la porosidad de fronteras entre las diferentes disciplinas, es decir, el diálogo interdis-ciplinario. No olvidemos que los expertos suelen ser muy celosos de su materia, de sus incumbencias, y acatan religiosamente los confi-nes de sus respectivas especialidades. Hoy por hoy, vivimos en una atmósfera social y cultural dominada por la presencia de los expertos y del expertise, por no usar la palabra que corresponde en nuestra len-gua que es pericia. Pero otros creen que el discurso se tornó atrayente porque apeló a una amplia convocatoria y estableció un diálogo libre, sin cortapisas, tolerante, rompiendo barreras que parecían inexpug-nables, y mostrando un rostro amable, sin imposiciones ni jerarquías. No faltaron los que vieron en el movimiento una disposición audaz y hasta anárquica frente a ciertos problemas vitales, aunque resulta innegable que existió rigorismo filosófico en el tratamiento de estas cuestiones. Por primera vez, se dio cabida en una discusión a los no expertos, a los ciudadanos en general, ya que al fin de cuentas ellos son los afectados de manera directa, de allí cierta brisa democráti-ca. Desde ya que las manipulaciones ideológicas estuvieron y están a la vera del camino, pero lo importante es que temas de tratamien-to cerrado, que sólo se debatían en cenáculos religiosos, filosóficos o académicos, fueron abiertos al público en general, se fomentó el debate, las cosas comenzaron a llamarse por su nombre y se dejó de lado el miedo a ciertas palabras para dar lugar a nuevos paradigmas y cosmovisiones. Esto no es nada inocente, pues, de por sí, promueve reacciones que incluso escandalizan a los que se adjudican la fun-ción de guardianes de la moral o quizá gendarmes o comisarios de la moral (tanto de la moral pública, como de la privada o la íntima y hasta del último vericueto de la conciencia), y también a los que por

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conveniencia personal u oportunismo apelan a cierta “moralina”. En fin, a partir de los años 70 surgió una nueva manera de ver los proble-mas de la vida, no sólo las complejidades y dificultades propias del ejercicio de la Medicina.

Tomar conciencia de la falibilidad de las posiciones bioéticas y de las críticas que toda teoría o metodología cosecha es fundamental. También se necesita una visión amplia, con una política de puertas abiertas y no giratorias, que habilite un diálogo claro y preciso, sin segundas intenciones; en otras palabras, que exista la honestidad in-telectual que hoy se reclama en todos los ámbitos como si se trata-se de una virtud. Desde ya que esto colisiona con grupos de presión ideológica que tienen una visión interesada y que a menudo caen en terribles contrasentidos, al igual que los que se encierran en una es-pecie de moral corporativa, o los que pretenden imponer en la socie-dad una visión unívoca desde una supuesta autoridad moral. Pienso que todo diálogo conlleva la voluntad de aceptar que uno puede estar equivocado e incluso la equivocación puede llegar a los consensos.

La Bioética no es en strictu sensu ética médica, ni ética aplicada a la ciencia y la tecnología, y mucho menos voluntarismo moral. No se trata de teología moral, si bien en el nacimiento de la Bioética estu-vieron prestigiosos teólogos morales que impulsaron el tratamien-to de los temas centrales. Tampoco es psicoanálisis o literatura de autoayuda, lo que no implica que profesionales de estas disciplinas estén metidos de lleno en la discusión bioética y hagan sus aportes.

La Bioética surgió con la fuerza de un fenómeno cultural e inte-lectual nuevo, tanto en los Estados Unidos como en los países de Europa occidental, y se esparció por el resto del planeta. No existe una Bioética para Occidente y otra para Oriente, tampoco una para los países desarrollados y otra para los países sumergidos, o una para las clases medias ilustradas y otra para los individuos pobres y carentes de educación. De ninguna manera es así. Claro que esto no significa que ignoremos la existencia de algunas diferencias que tienen que ver con la diversidad cultural, con el acceso a una educación supe-rior, con las tradiciones, mitos, creencias y posibilidades materiales, ya que deben ser contempladas a la hora del análisis casuístico o del

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juicio bioético. No podemos desconocer el contexto en el que se dan los hechos. Por eso, para cumplir con una clara misión en la vida, la Bioética necesita adaptarse a los fenómenos de época que son vitales y considerar sus contextos, evitando tesituras rígidas, absolutistas y autoritarias (¿una ética subversiva?).

La Bioética del siglo xxi plantea nuevos escenarios y descubre nue-vos horizontes. La cuestión central es que la gran mayoría de los problemas que dieron nacimiento a esta disciplina y que han generado grandes discusiones en el siglo pasado no han sido resueltos, siguen su curso y, si bien es cierto que en no pocos aspectos se han verifi-cado progresos significativos, la aceleración del tiempo histórico, el talante de época y la avalancha de nuevos conflictos por momentos nos agobia. Hoy existen problemas de mayor complejidad de los que aparecen en el centro de la discusión bioética y que tienen repercu-sión mediática. En realidad, son problemas que se perciben alejados de nuestros intereses o concretamente invisibilizados. Ya Platón, a través de Glauco en La República explica que la invisibilidad no es un problema técnico, sino moral. En efecto, no puede haber una “agen-da bioética” dictada por las noticias que recogen los medios y que se dirigen a un sector específico de la población. La invisibilización de muchos problemas serios, graves y dramáticos responde a intereses políticos y económicos, cuando no a prejuicios sociales. Hoy necesi-tamos dibujar una suerte de cartografía bioética de nuestro tiempo, que incluya ciertas zonas grises que, al abordarlas, generan incomo-didades. Sócrates lo tenía claro, por eso lo llamaban “el tábano de Atenas”. La Bioética del siglo xxi nos plantea una nueva realidad, por ende la agenda bioética de nuestros días difiere en muchos aspectos de la del siglo pasado, y esto ya se vislumbra cuando aún no han fina-lizado las dos primeras décadas del siglo actual.

Quiero dejar establecido que este texto corresponde a una visión personal, alimentada por incontables lecturas, de allí que el lector memorioso (para citar a Borges) no hallará aquí nada que le resulte original. Se trata de la visión de un médico asistencial, con décadas de vida hospitalaria y de cátedra universitaria, asistiendo enfermos y capacitando médicos, que paralelamente se preocupó por tener una

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formación humanista y que desde sus inicios en la Medicina se inte-resó por las cuestiones morales y éticas. Subrayo la tarea asistencial porque allí se genera de manera cotidiana buena parte de los conflic-tos y dilemas éticos que exigen tomar decisiones, por eso subrayo mi dilatada experiencia en la Bioética clínica.

Considero que la formación humanística, más allá de la insoslaya-ble disposición humanitaria, es muy importante para adentrarse en el ámbito específico de la Bioética; claro que es indispensable contar con lecturas de filosofía y ética, pero también de política, derecho, his-toria, antropología y sociología. Estoy convencido que la Bioética es el mejor paradigma del puente que une “las dos culturas”, la huma-nística y la tecnocientífica, como se estableciera a mediados del siglo pasado, pero también las culturas analógica y digital que se añaden en el presente.

Pido disculpas al lector por citar a varios autores de memoria y no indicar la cita bibliográfica, como rigurosamente suelo hacer en mis libros y artículos académicos, pues, me he dejado llevar por la vertiente de ensayista y por la necesidad de escribir este libro en un verano, de ello puede dar fe mi editora. La intención fue, ha sido y es lograr un libro ágil, cuya lectura esté al alcance de cualquier persona con cierto nivel de cultura general y que esté motivada para ingresar al mundo de la Bioética. Creo que es oportuna la célebre frase de Kafka que sostiene que “un libro debe ser como el hacha que rompa el mar he-lado que hay dentro de nosotros”. Al respecto, vería con agrado que su lectura suscite en el lector la reflexión sobre estos temas que hacen a la ética de la vida, a la vez que despliegue una conciencia anticipatoria que nos ayude a ser mejores seres humanos.

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INTRODUCCIÓN

La antigüedad del género humano ronda los 2,5 millones de años. Todas las especies de Homo se extinguieron, a excepción del Homo sapiens. Esta es la información que nos aporta la Biología. Pero los in-terrogantes existenciales del ser humano no han sido develados, pese a las respuestas esgrimidas por las religiones, los sistemas filosóficos y culturales, incluida la ciencia.

La ética forma parte de la naturaleza del ser humano, y tomo para definir la concepción de Aristóteles que hace alusión a esa esencia que el ser humano tiene y en cuanto tal. Se habla de “ser por naturaleza” y de “contar con algo propio de sí y por sí”. El tema es muy amplio y lo dejo en manos de los filósofos. Pero quiero rescatar el concepto de que los seres humanos tenemos la tendencia a compartir una serie de características que tienen que ver con la forma de pensar, de sentir y de actuar en el medio que nos desenvolvemos. Hay quienes sostienen que el más primitivo de los Homo ya tenía idea de lo bueno, lo justo, el deber y la virtud, y que buscaba la manera de determinar y justificar sus acciones. Es probable, pero hasta ahora no pasa de ser una teoría. Pienso que cuando el ser humano se preguntó por primera vez cómo hacer para que sus acciones fuesen justas y correctas, en ese momen-to surgió la ética.

Cuando el ser humano quiere determinar de manera racional cues-tiones particulares sobre el bien y el mal, sobre lo correcto o equivo-cado del comportamiento humano, no hay duda que se mueve en un terreno que es propio de la ética. De allí que la lógica, el razonamien-to, la inteligencia y la reflexión sean acciones conexas. Por ello, la éti-ca puede ser considerada como la inteligencia aplicada a la conducta humana, y también como el arte de construir y vivir nuestra propia vida. Frente al “por qué” y el “para qué” de la ética, la respuesta se resume en vivir plenamente como personas. Y toda persona que busca ser ética persigue la dignidad, del latín dignitas, cuyo significado e

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interpretación da lugar a no pocas controversias. Lo que está claro es que sin libertad para escoger no hay posibilidad de conducta ética y en la elección entra todo, incluso lo irracional, los vicios y las pasiones humanas. Y también es cierto que, sin capacidad de libre elección, no hay posibilidad de exigirle responsabilidad al individuo.

Desde la Antigüedad, se sabe que la ética persigue el bien, que al-canzamos este cuando conocemos y respetamos la verdad, y que el fundamento de la verdad es la realidad. Una persona obra bien cuan-do lo hace conforme a lo que las cosas son, es decir, conforme a la verdad. La verdad, como se ha definido hace varios siglos, es la ade-cuación entre el entendimiento y la realidad. El bien, la verdad y la realidad son fundamentos de la ética, y sobre estos temas corrieron ríos de tinta.

Si aceptamos que el origen de la verdad es la realidad misma, para progresar necesitaremos empezar a captar mejor la realidad de las cosas. El problema estriba en la manipulación que corrientemente se hace de la verdad, sobre todo en nuestros días donde la posfactuali-dad o posverdad o mentira legitimada han adquirido una dimensión insospechada. Mediante un lenguaje manipulado, se procura que las personas sigan las intenciones del manipulador. Por ejemplo, quien sostiene que basta la opinión de la mayoría como criterio de verdad, algo que sucede en forma habitual en la política, comete una falacia y desprecia la inteligencia. La historia del mundo tiene incontables ejemplos en los que las mayorías compartieron errores garrafales y no por ello esos errores se convirtieron en verdades. Las personas pueden dudar o tener una opinión: dos grados de convencimiento acerca de la verdad. Un individuo escéptico niega la posibilidad de al-canzar la verdad y también la de ir más allá de la opinión. La opinión no es fuente de verdad. Tanto para el subjetivismo como para el es-cepticismo, el ser humano no conoce la verdad, porque no le interesa o quizá porque no es capaz; así pensaron los sofistas de la antigua Grecia. Varios siglos después, la filosofía idealista alemana sostuvo que los seres humanos no conocemos la realidad tal como es, sino reflejada en el estanque de nuestro conocimiento, y este no agota la realidad. Lo cierto es que los seres humanos solemos buscar certezas.

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La certeza tiene como fundamento a la evidencia, que no es otra cosa que la presencia patente de la realidad.

Sólo la verdad hace que sea bueno el diagnóstico de un médico, la decisión de un árbitro, la sentencia de un juez. Sócrates es la ima-gen del hombre solitario por defender aquellas verdades éticas fun-damentales. Es también célebre la frase de Aristóteles: “Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad”.

Para los filósofos antiguos, la medida, norma o regla de vida es la physis (naturaleza), pues esta nos permite medir las distintas formas de vivir y los distintos comportamientos de los seres humanos.

La Ética se constituye en disciplina independiente gracias a Aristó-teles, y se considera como la parte de la Filosofía que mira el valor de la conducta de los seres humanos. Platón y Aristóteles son las dos constantes del pensamiento occidental, dos sombras en las que siem-pre caemos, como se ha dicho con insistencia.

Un tema presente y conflictivo es el del relativismo. Como ya han señalado estudiosos del tema, relativo no es lo mismo que relativismo, de la misma manera que laico no es lo mismo que laicismo. Algunos ven en el relativismo un peligro que acecha a la cultura actual. Para este, la palabra “bueno” tiene un contenido subjetivo, pero pone re-paro a la desmedida ambición de encontrar racionalmente el conte-nido objetivo. Los críticos del relativismo sostienen que se confunde la realidad con el deseo y lo objetivo con lo que a cada uno le parece. Aquí surgiría el peligro del “todo vale”, por eso sostienen que la ética puede ser relativa en lo accidental pero no debe serlo en lo esencial.

Hoy por hoy, necesitamos contar con seguridades ante situacio-nes difíciles, y esto nos conduce a que, con frecuencia, la intención de contar con seguridades se imponga sobre la voluntad de alcanzar la verdad. La búsqueda de una medida universalmente válida para el bien o el mal, lo correcto o lo incorrecto, desvela al ser humano desde tiempos remotos.

La libertad va de la mano de la responsabilidad, son inseparables, ya que todo acto libre es imputable, atribuible a alguien, y ese suje-to debe responder de las elecciones que escoge (libertad responsa-ble). La responsabilidad es la capacidad que tenemos para responder

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de nuestros propios actos. Esto implica una obligación interna que llamamos “deber moral”. En efecto, se debe exigir responsabilidad porque el deber moral es una autoexigencia humana racional, aunque Nietzsche sostenía que este deber es una idea inventada con el fin de dominar a los demás. Pero la responsabilidad social depende de las circunstancias, ya que no es la misma responsabilidad la del ciclista que no respeta la luz roja de un semáforo, que la del conductor de un ómnibus escolar en idéntica situación, como tampoco es la misma robar un dólar que un millón de dólares, o ser el ministro que el bedel del ministerio. En ningún caso la responsabilidad es la misma.

La pregunta: ¿qué debería hacer?, no tiene por qué ser siempre equivalente a ¿qué debería hacer moralmente?, y esto es así hasta para quien tiene internalizado el concepto de moralidad. Ante la interroga-ción ¿por qué debo actuar moralmente?, los griegos responden: porque así serás feliz, y los eticistas modernos, siguiendo a Kant, contestan: porque es tu deber. En un caso surge la felicidad, a la que se tiene acce-so por el camino de la virtud; en el otro caso aparece el deber, o sea, el imperativo categórico kantiano.

La ética griega pregunta: ¿qué he de hacer para vivir bien? La ética moderna pregunta: ¿qué debo hacer para actuar correctamente? Pero convengamos que vivir bien y actuar de manera correcta son dos co-sas muy diferentes.

Eugen Ionescu solía decir que lo único que no toleraba en la vida era la fealdad. Kant consideraba la belleza como un símbolo moral. La estética proviene de la sensación y sensibiliza las realidades. Ludwig Wittgenstein pensaba que ética y estética son lo mismo. En realidad, la diferencia entre ellas, en la medida en que son lo mismo, es muy sutil. Los médicos a menudo debemos abordar situaciones decididamente antiestéticas, en ocasiones repulsivas, cuando no nauseabundas, pero ante ellas el deber profesional se nos presenta como un imperativo moral. Por fortuna, muchos de los actos médicos son bellos, como asistir la llegada al mundo de un bebé. En fin, estoy convencido que toda profesión debe ejercerse con ética y, en lo posible, con estética.

Desde hace varias décadas, distintos autores señalan que vivimos en un medio alógico, en una cultura en la que cada vez se perdería

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más autonomía. El robot, el slogan y la masa serían los tres factores que atentan contra el ser humano, definido por su logos. Estos fac-tores son fundamentales para entender la confusión (para algunos la alienación) del ser humano de nuestro tiempo. Las culturas tecnicis-ta y cientificista no son ajenas a este fenómeno. Hace casi un siglo, Nicolás Berdiaeff publicaba Una nueva Edad Media (1924) y, desde la visión de una escatología cristiana, arremetía contra la moderna his-toriografía humanista, de corte positivista, que sostenía el progreso indefinido, que él consideraba un fracaso por entrar en contradic-ción con la realidad, lo que lo haría inaceptable e inadmisible desde el punto de vista moral. Berdiaeff rescataba el principio de la libertad como hecho primordial en el que se basa la realidad histórica, y aña-día que “todo el misterio de la libertad consiste precisamente en el hecho de que ella puede orientarse bien hacia Dios o bien contra Dios”.

Hoy nos hallamos frente a un cambio de época que despierta gran malestar en la gente, a la vez que advertimos un panorama social de transición. La velocidad de los cambios tecnológicos y científicos, por mencionar un par de ejemplos, resulta vertiginosa, no hay mente hu-mana que siquiera pueda llevar un registro, como sucedía en el pasado. De manera paralela, se imponen otros estilos de vida, aparecen nue-vas necesidades (muchas veces creadas por el mercado), los vínculos sociales se modifican como nunca antes lo hicieron, amplios sectores de la población reclaman por derechos y beneficios hasta ahora no considerados o quizás impensados, y los Estados-nación (que ya no son lo que eran) pretenden regular incluso sobre áreas que no son de su competencia. Todo esto revela una moral de época, con incontables encrucijadas morales que dan lugar a tragedias cotidianas, así como a dilemas y trilemas éticos que nos obligan a involucrarnos.

Algunos autores han visto en la Bioética una “nueva ética médica”, que vendría a reemplazar a la ética médica tradicional, de cuño deon-tológico, y que a través de la historia se manejó preferentemente por medio de los códigos, por algunos textos que pontificaban sobre usos y costumbres y, por supuesto, a través del articulado legal que se ex-pedía sobre aquello que estaba prohibido en el ejercicio de la medici-na. El médico, con este corpus doctrinario, tenía una visión acotada de

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los conflictos, problemas y dilemas de la práctica asistencial. Desde la Antigüedad, cuando se comenzó a dibujar la profesión de médi-co, existe un panorama complejo e intrincado de situaciones: valgan como ejemplos el aborto, la eutanasia, las malformaciones de los re-cién nacidos, los experimentos con drogas en seres humanos, todos temas que llegan a nuestros días sin que aquella ética ni la actual hayan encontrado una solución tranquilizadora. De todas maneras, el contexto cultural de entonces no inquietaba demasiado a los médicos y todo se desarrollaba dentro de un cierto orden y de una aparente aceptación, en la que el paternalismo médico se imponía al paciente y su familia, muchas veces de manera rigurosa (autoritarismo médi-co). Tengamos presente que la moral social de la época siempre fue una aliada fundamental para sostener este “orden médico” y evitar discusiones acerca de lo que era legítimo hacer. Es más, hasta fines del siglo xix, o quizá comienzos del siglo xx, nada hacía suponer que esta situación podía cambiar de manera radical. La Medicina estuvo y está sujeta a los cambios culturales y a ciertos hechos históricos que la obligan a involucrarse, como sucedió con tantos sucesos bélicos a lo largo de la historia y, en concreto, en el siglo pasado con las dos guerras mundiales. En efecto, estas situaciones críticas y dramáticas obligaron a los médicos a esforzarse más de lo habitual, lo que desató una carrera científica y tecnológica en todos los órdenes. La Medicina evolucionó mucho, bástenos como ejemplo la cirugía con los heridos de guerra. El concepto tan difundido de que en la guerra vale todo permitió que algunos médicos realizaran experiencias científicas con seres humanos privados de la libertad, a los que consideraron ratas de laboratorio, algo que también se hizo en la Antigüedad, pero nun-ca en la dimensión que se dio en la Segunda Guerra Mundial. De ello dio testimonio el Tribunal de Núremberg. Al mismo tiempo surgieron discusiones, a veces apasionadas, que hoy siguen vigentes sobre el avance del conocimiento científico y la ética. En otras palabras, se dis-cute si el conocimiento científico se alcanzó dentro de un marco ético o al margen de este, sin el menor respeto por la condición humana. Esta discusión, que parecería clausurada, no lo está y sigue generando confusiones. Desde ya que todo conocimiento científico obtenido sin

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respetar la dignidad de las personas involucradas nos produce re-chazo y debemos condenarlo, pero eso no significa que deje de ser conocimiento científico. En el tren de la vida, la ciencia circula por un andarivel y la ética por otro. Cuando Nicolás Maquiavelo se refirió a la política, que también es una ciencia, llegó a la misma conclusión con respecto a la ética; sin embargo lo ideal es que ambas marchen juntas. Por otro lado, uno se pregunta cómo obligar a alguien a ser virtuoso. Horacio hacía referencia a la persuasión de la costumbre, pues las buenas costumbres de un pueblo son las que hacen a la mo-ralidad social, no la coacción de la ley moral, cuya violación lleva al reproche colectivo. De todas maneras, en nuestros días son muchas las transgresiones que se cometen y, lamentablemente, muy pocas las que salen a la luz.

Los factores que motivaron la aparición de la Bioética en los años 70 fueron varios, pero prefiero agruparlos en cuatro ítems: la revo-lución tecnológica médica y el avance científico, la modificación de la clásica relación médico-paciente, la respuesta política y económica ante la creciente demanda de servicios de salud y algunas situaciones ético-jurídicas que tuvieron repercusión en la opinión pública.

Con respecto a la primera, en la segunda mitad del siglo xx comen-zó a verificarse un inusitado progreso en el área de la medicina, que constituyó una revolución tecnológica. El concepto clásico de muerte que imperó durante siglos fue sustituido por un nuevo concepto, el de muerte cerebral, imprescindible para cumplir con los programas de trasplantes. Por otro lado, la expectativa de vida se prolongó de ma-nera significativa, al extremo que en la actualidad se ha retrasado la aparición de la edad de la vejez, lo que permite aumentar de manera considerable la cantidad de años de vida pero a costa de padecer di-versas enfermedades, con los múltiples conflictos que esto conlleva. Las técnicas modernas de diagnóstico y tratamiento han generado situaciones nuevas con un vasto campo de discusión en la sociedad. La tecnología en el campo de la medicina abrió en pocos años un pa-norama de progreso como no se había dado en los últimos 25 siglos. Con las unidades de cuidados intensivos surgen nuevos conflictos que

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no son estrictamente técnico-médicos, sino más bien éticos, legales y hasta religiosos. El encarnizamiento terapéutico o distanasia. El sui-cidio asistido, en el que el médico acompaña al paciente desahuciado en su decisión de quitarse la vida. El testamento vital como una ma-nera de proteger la voluntad del paciente frente a situaciones límite. Los cuidados paliativos como una alternativa de atención integral al paciente terminal. En paralelo, surgen nuevas patologías con poten-cialidad letal, que evolucionan en forma acelerada y comprometen la salud de amplios sectores de la población. Al mismo tiempo, re-crudecen patologías que se creían controladas desde el punto de vis-ta sanitario, lo que obliga a utilizar nuevos y costosos tratamientos, que a su vez ocasionan problemas socioeconómicos, morales, lega-les y religiosos. El avance científico supera a lo que se conocía como ciencia ficción.

La relación médico-paciente también sufrió cambios radicales. Durante veinticinco siglos, sino más, la Medicina tuvo al paternalis-mo como paradigma de relación dialógica entre el médico y su en-fermo. El paciente, por su condición de tal, era considerado un ser incapaz para decidir de manera prudente: esta incapacidad no sólo era física, sino también psíquica o moral. Ante esta supuesta situa-ción de desvalidez, el médico asumía el papel de padre responsable y, en consecuencia, tomaba aquellas decisiones que consideraba conve-nientes en beneficio del enfermo. Para que esta relación bipersonal funcionase bien era imprescindible que el paciente fuese obediente, es decir, debía acatar los mandatos de su médico. Este modelo de re-lación entre el médico que posee el saber de curar y el enfermo que acude necesitado de ayuda establecía una relación asimétrica y verti-calista, en la que uno imponía lo que consideraba era menester hacer y el otro se limitaba a cumplir con ese mandato.

Hoy en día, estamos frente a otro modelo bastante diferente, el au-tonomista, en el que la relación entre el médico y el paciente procura ser más bien simétrica u horizontal. Ahora el médico está obligado a informar de manera adecuada y proponerle al paciente la toma de decisión. Este, en plenitud de su autonomía, puede aceptar o rechazar

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la propuesta o, en caso de duda, pedir una segunda opinión. No cabe duda de que con este modelo el paciente asume una responsabilidad que antes ignoraba, pero la conflictividad aumenta de forma simultá-nea. Es evidente que la relación ha ganado en madurez pero también en malestar. En efecto, hoy el médico ha perdido la autoridad que solía tener, su palabra es cuestionada, y la desconfianza se habría convertido en un elemento habitual de esta relación. Prueba de esto es la creciente litigiosidad que se advierte. Lo expuesto no significa que en la Antigüedad las relaciones entre el médico y el paciente fuesen idílicas. Siempre hubo conflictos, bástenos con reparar en el Código de Hammurabi, escrito hace 3700 años, en el que algunos artículos están dedicados al mal desempeño del médico y su correspondiente castigo por el daño causado.

La aceptación del principio de autonomía por parte de la profesión médica implica que se le reconoce al enfermo una legítima capaci-dad para tomar decisiones acerca de cuestiones vitales para él, y que el médico ya no puede arrebatarle esas decisiones. Esta autonomía se plasma en un documento que tiene valor ético y también legal: el consentimiento informado. El paternalismo médico quedaría res-tringido (aunque en la práctica mantiene plena vigencia en varias situaciones), pues ahora se establece un diálogo entre dos sujetos au-tónomos (el médico y el paciente). Pero si reparamos en la escala de los excesos, veremos que el supuesto despotismo médico no debe ser sustituido por el despotismo del paciente, ya que ambos son interlo-cutores válidos y gozan de autonomía.

David C. Thomasma (Estados Unidos, 1939) sostenía hace unos años que en el futuro se producirá un resurgir del principio de bene-ficencia, desplazado en la actualidad por el principio de autonomía y decía en una entrevista: “Se trata de una beneficencia que no es paterna-lismo. No es decidir por el paciente en virtud de la presunta superioridad del criterio médico, sino decidir con el paciente; sus valores son bien conocidos por el profesional y el paciente le atribuye una cierta capacidad de gestión sobre ellos”. Thomasma hacía alusión a una confianza mutua entre el médico y el paciente, un compromiso que facilita la gestión de los valores y la toma conjunta de decisiones.

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En el tercero de los ítems que motivaron la aparición de la Bioética tenemos al Estado benefactor (welfare state). Este sería el encargado de convertir el derecho a la salud en realidad: porque si nos atenemos al principio de justicia, veremos que todos los individuos deben te-ner cubiertas sus necesidades básicas, entre ellas la salud. Pero, en la práctica, lo apuntado no suele superar el plano de la retórica y esto, lógicamente, genera mucho malestar.

Desde hace varios años, el Estado benefactor está pasando por su peor momento desde la Segunda Guerra Mundial. En el área de la salud, los recursos siempre son escasos y las necesidades crecientes, y si bien esta es una frase trillada, la historia demuestra que en to-das las épocas existió una medicina para ricos y otra medicina para pobres. Por otra parte, desde hace tiempo hay grandes empresas y consorcios nacionales e internacionales que pretenden hacerse cargo de lo que se ha dado en llamar “el negocio de la salud”, situación que se ve agravada por el fenómeno de la globalización. El Estado está moralmente obligado a velar por la salud de la población, no puede desentenderse de esto. La duda que surge es si está obligado a cubrir todas las necesidades sanitarias de la población. Cuando se habla de estas necesidades, la pregunta es: ¿cuáles son realmente necesarias y cuáles superfluas? ¿Cómo establecer límites justos y utilizar criterios racionales para distribuir los recursos limitados?

La opinión pública también se ha visto interpelada por estos te-mas. Más allá del Tribunal de Núremberg, que dio lugar al Código de Núremberg, la opinión pública estadounidense reaccionó cuando tomó conocimiento de ciertos estudios que afectaban los derechos de las personas. Bástenos citar casos paradigmáticos como el del Tuskegee Syphilus Study (1932-1979) en el que se le negó el tratamiento a 400 pacientes sifilíticos de etnia negra y condición pobre para poder in-vestigar la historia natural de la enfermedad, investigación que se continuó hasta 1972 (la penicilina se descubrió en 1945); la experi-mentación realizada en el Willowbrook State Hospital, donde varios niños que presentaban retraso mental fueron infectados por el virus de la hepatitis como parte de la realización de ensayos para una futura

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vacuna; la investigación llevada a cabo en el Jewish Chronic Disease Center Experiment en un grupo de pacientes ancianos que recibieron inyecciones de células cancerosas como parte de un experimento. A estos hechos que pusieron en tela de juicio la moral médica, debemos añadirles dos casos también paradigmáticos: el de Karen Ann Quinlan y el de Tatiana Tarasoff, ambos de gran trascendencia en los medios.

La historia reconoce al oncólogo Van Rensselaer Potter (Estados Unidos, 1911-2001) como quien inaugura la Bioética. En 1970, Potter publica un artículo: “Bioethics: The science of survival” y, al año si-guiente, un libro: Bioethics: Bridge to the Future. Pero el origen del tér-mino se le atribuye al pastor protestante alemán Fritz Jahr, quien en 1927 utilizó el término Bio-Ethik en un artículo que publicó.

Algunos creen que el movimiento bioeticista comenzó a perge-ñarse una vez terminada la Segunda Guerra Mundial y que surgió como tal a principios de los 70. Es posible, ya que ningún movimiento de semejante envergadura nació de la noche a la mañana, siempre existió un período previo de fermentación ideológica hasta que, fi-nalmente, surge como un iceberg. Por otra parte, no es un dato menor que, más allá de la revolución tecnólogica y científica que vivió la Medicina y que actualmente continua, en aquel momento histórico se vivía una situación social y cultural muy particular, a la que luego haremos referencia.

En 1974, el Congreso de los Estados Unidos creó la Comisión Nacio-nal para la Protección de los Sujetos Humanos ante la Investigación Biomédica y de Comportamiento; cuatro años después, los comi-sionados dieron a conocer el Informe Belmont y, al año siguien-te, T. L. Beauchamp y J. F. Childress publicaron su libro Principles of Biomedical Ethics.

Desde la década del 70 el mundo ha cambiado mucho. El cambio se verifica en todos los órdenes de la vida, no solo en la Medicina, de allí que en pleno siglo xxi surjan otros paradigmas, cosmovisiones, y aparezcan conflictos de intereses en los que la Bioética es una y otra vez interpelada.

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La Moral y los valores: desarrollo históricoEnfoques de la Ética

El término “moral” habitualmente se utiliza como adjetivo y a menu-do otorga un carácter unívoco. Pero lo cierto es que en el mundo hay muchas morales y cada época suele tener una moral predominante que la caracteriza. No existe una moral cuyos valores tengan vali-dez universal. Hay autores que sostienen que en el siglo xxi estamos viviendo una época posmoral. También es cierto que en nuestros días algunos recurren a la “moralina”, pero en realidad esto se dio en todas las épocas. Es importante contextualizar la moral y evitar los anacronismos. Por ejemplo, para los antiguos griegos, que sustenta-ban la “ética de las virtudes”, la esclavitud era algo normal, eso tam-bién acontecía con la democracia y la ciudadanía (los ciudadanos eran los menos y las mayorías no tenían participación en la cosa pública).

El tema de los valores también está en discusión desde la Grecia antigua: de su estudio se ocupa la Axiología. Nietzsche habló de la

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“teoría de los valores”, que no debe confundirse con un sistema de preferencias. Los valores en cuanto tales son cualidades, y a veces se han confundido con los ideales. El valor incluso puede ser percibido desde un mundo no intelectual. Para el nominalismo ético, el valor depende de los sentimientos de agrado o de desagrado, es decir, de la subjetividad. Pero los valores son objetivos y se presentan de mane-ra polar: bien/mal, belleza/fealdad. Se habla de una jerarquía de los valores (ordenamiento jerárquico) y hasta existe una tabla de valo-res. Uno de los problemas más profundos es la relación entre el valor y el concepto del mundo. La Filosofía se ha ocupado mucho de este problema. También hay que tener presente que frente al valor está el “disvalor”.

En Pedagogía, es frecuente sostener que a los niños y a los jóvenes hay que educarlos en valores, claro que primero habría que pregun-tarse de qué valores hablamos. Por otro lado, hoy se menciona con insistencia que vivimos una crisis de valores en todos los órdenes de la vida, situación que entiendo merece un detenido análisis para no caer en la cultura eslogánica.

La moral se somete a un valor, pero no lo inmoral ni lo amoral, ya que en el primer caso se opone y en el segundo le es indiferente. Nietzsche planteaba, acerca de la moral de los amos y la moral de los esclavos (La genealogía de la moral, 1887), que para él la moral era intemporal, pues consideraba que estaba presente en todas las épocas (allí se enfrentan los hechos positivos de los amos a las intenciones de los esclavos que terminan triunfando e imponiendo la moral cris-tiana). Para Hegel, la moralidad subjetiva consiste en el cumplimien-to del deber por el acto de la voluntad, y la moralidad objetiva es la obediencia a la ley moral (normas, leyes, costumbres de la sociedad).

La moralidad a menudo es una herramienta al servicio del grupo social que domina, pero también están los que descreen de ella y la ven como si se tratase de una ilusión, y no faltan los que consideran que la moralidad necesita un contenido religioso para ser considera-da como tal. Los que sostienen esta última posición piensan que no puede haber una moralidad sin Dios, al punto que el significado de los términos “bueno” y “malo” deriva de la voluntad de Dios. Sólo

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La Moral y los valores: desarrollo histórico. Enfoques de la Ética 31

a través de Dios podemos llegar a conocer el Bien y sólo la creencia en Dios puede motivarnos a actuar moralmente. El marxismo, por su parte, ve en la moralidad de una sociedad a la economía como he-cho central, la que estaría al servicio de la clase dominante. Desde la psicología, se ha postulado que en el individuo se produce un proceso de desarrollo moral que es similar al que se verifica con el desarrollo psicológico y, de ser así, es decir, si estas etapas de desarrollo son las mismas para todos los individuos, la moralidad no sería algo subjeti-vo o relacionado con la cultura.

La palabra “ética”, empleada muchas veces como sinónimo de mo-ral, da lugar a no pocas confusiones: Adela Cortina escribió Ética sin moral (2004). La ética está muy relacionada con el razonamiento y la lógica, de allí que en ella impere la reflexión crítica. La ética puede considerarse como la inteligencia aplicada a la conducta (ética con-ductivista). En el caso de la ética aplicada, por ejemplo, a la medicina, algunos procuran ver la moral médica desde la concepción de la teo-logía moral, y sostienen que se trata de un enfoque bioético, cuando en sí la Bioética sería más bien laica1, lo que no impide que el bioeti-cista y el médico profesen una religión.

En nuestros días hay autores que hablan de una “nueva ética”. José Ingenieros decía en Las fuerzas morales (1925) que esta expresión no hacía referencia a una serie de normas originales, sino que sim-plemente se trataba de una nueva actitud para enfrentar los proble-mas de la vida humana, y añadía: “Cada era, cada raza, cada generación, concibe diversamente las condiciones de la vida social y renueva, en con-secuencia, los valores morales”. En efecto, la moralidad se renueva en consonancia con las experiencias sociales. Ingenieros consideraba que no se puede regular las funciones de la vida nueva con normas viejas y que no es posible sostener dogmas que pretenden ser eternos y absolutos. La humanidad es duradera, pero las sociedades son cam-biantes y, por lo tanto, es menester revisar los valores del árbol de la

1 Sugiero la lectura de Bioética laica, de Uberto Scarpelli (1998).

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experiencia moral: no hay duda que los intereses morales de hoy son diversos en relación a los de las éticas clásicas.

Moral del Antiguo Régimen

El régimen anterior a la Revolución francesa de 1789 recibió el nombre de Ancien régime (Antiguo Régimen). Los revolucionarios franceses emplearon esta denominación con carácter peyorativo y, luego se extendió al resto de las monarquías europeas por su simi-litud en el comportamiento. Con el siglo xviii finaliza la transición del feudalismo al capitalismo en Europa occidental. Al respecto se dieron varios fenómenos de gran trascendencia que incluso llegan a nuestros días: una revolución política, la Revolución francesa, que marcó la derrota de la monarquía, y una revolución económica, la Revolución Industrial, que comenzó en Inglaterra y que ha sido el proceso transformador de mayor envergadura en la historia. También podríamos sintetizar esta época diciendo que se trató de una revolu-ción ideológica (liberalismo) que comprendió una filosofía, una eco-nomía y una política destinadas a promover las libertades civiles, la democracia y el Estado de derecho. Sobre esta época son fundamen-tales los textos de Jeremías Bentham (utilitarismo) y Vilfredo Pareto (economía política), entre otros.

El absolutismo monárquico iniciado en los finales de la Baja Edad Media (período que abarca desde el siglo x al siglo xv) tenía en el vértice de la pirámide al monarca por derecho divino. En Francia, el primer orden lo conformaba el clero, el segundo orden la nobleza y el tercer orden era el denominado Tercer Estado, constituido por los campesinos, los obreros, los comerciantes, los artesanos y los bur-gueses ricos, y en el que estaba incluido el 98% de la población. Era una sociedad típicamente jerárquica marcada por la cuna y el orden social, con mucho más respeto por el honor que por el nivel de ingre-sos económicos.

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Moral victoriana

Cuando la soberana ascendió al trono, Inglaterra era agraria y ru-ral; a su muerte, el país estaba industrializado. Este período mar-có la cúspide de la Revolución Industrial y del Imperio Británico. En Inglaterra, a mediados del siglo xix la población de las ciudades so-brepasaba a la población rural por primera vez en la historia de la isla. La denominación proviene de la Reina Victoria, quien gobernó durante 64 años (1837-1901).

Los estudiosos de la Revolución Industrial sostienen que esta al-bergó cuatro revoluciones que comprometieron la tecnología, la actividad agraria, el transporte y la demografía. La sociedad estaba exacerbada por los “moralismos”, con rígidos prejuicios. Los valores victorianos eran puritanos: el afán de trabajo, el ahorro, los deberes de la fe y el descanso dominical, el sometimiento de la mujer y su lu-gar en el hogar al cuidado y crianza a sus hijos, la castidad. La pobreza era considerada un vicio, al igual que las pasiones carnales. Fue una época en que se le dio gran importancia “al qué dirán”.

Los descubrimientos de Charles Lyell y de Charles Darwin cuestio-naron siglos de suposiciones acerca del hombre y el mundo, la cien-cia, la historia, la filosofía y la religión. Hubo un renacimiento de la doctrina evangélica. Aparecieron los derechos legales para la mujer como la propiedad, el divorcio y la tenencia de los hijos, aunque no el derecho al voto.

La burguesía se llamaba a sí misma “clase media” (middle class) y limitaba con la “clase alta” (upper class), formada por la nobleza y los aristócratas. La alta burguesía incluía a banqueros, hombres de negocios y financistas. La clase media común intentaba emular a la clase alta y estaba compuesta por pequeños tenderos y empresarios, médicos, abogados y comerciantes. La clase alta controlaba el 80% de la tierra de Inglaterra, tenía representación en el Parlamento y en el gabinete de ministros, así como puestos directivos en el ejército, y la mitad de los obispos estaban casados con mujeres de la aristocracia.

En las calles de Londres había drogas, prostitución, abuso de me-nores y la homosexualidad era considerada entonces una enfermedad.

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La mayoría de las prostitutas eran hijas de obreros y sirvientas. El opio era una “droga social” y lo consumían tanto la Reina Victoria como Winston Churchill. En esa época ocurren la Primera y la Segunda Guerra del Opio (1839-1842 y 1856-1860, respectivamente), en las que los británicos imponen a los chinos sus condiciones abusivas con respecto al comercio del opio, con los perjuicios que esto acarreó en la sociedad china. Es célebre en esta época la figura del asesino serial llamado “Jack, el destripador”, que asesinaba prostitutas en los ba-rrios pobres de Londres. Podría decirse que en ese entonces se vivía una doble moral. La paz fue perturbada temporalmente por la Guerra de Crimea (1853-1856). La novela Ana Karenina de León Tolstoi revela la hipocresía de la aristocracia de la época y pone de manifiesto que la sociedad no permite el resquebrajamiento de la moral. Oscar Wilde es condenado a dos años de trabajos forzados por sodomía. En esta so-ciedad burguesa y proletaria había una gran insatisfacción femenina. Quien mejor reflejó las injusticias sociales de este período fue Charles Dickens (1812-1879). Lacan llegó a decir que, sin la Reina Victoria, el psicoanálisis no hubiese existido. En fin, en 1887 Nietzsche publica Genealogía de la moral y hace una crítica de los principios morales que rigen en Occidente desde la época de Sócrates.

Moral anarquista

El anarquismo como corriente de pensamiento y de acción política ha tenido trascendencia social en muchos conflictos de finales del si-glo xix e inicios del siglo xx, en defensa de los obreros y de las clases bajas, empobrecidas y carentes de derechos. En general, los prime-ros sindicatos obreros fueron conducidos por anarquistas. En su seno hubo una corriente combativa que optó por sembrar el terror, pero fue una tendencia minoritaria. Maquiavelo advirtió que la ética y la política marchaban por caminos separados y, desde entonces, en el mundo moderno se las separa, pero el anarquismo piensa lo contrario y las funde en una sola. Piotr Kropotkin (Rusia, 1842-1921) procuró

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establecer una ética al margen de lo metafísico o sobrenatural. Otro ruso, Mijaíl Bakunin (1814-1876), consideraba necesario moralizar la sociedad y para él esto pasaba por la revolución social, por la que los seres humanos buscarían la felicidad en la igualdad y en la solidari-dad. El idealismo, a través de la inmortalidad del alma, la libertad ori-ginal, la moral independiente, sólo llevaría a consagrar la esclavitud y la inmoralidad. En el ser humano existen dos instintos antitéticos: el de la autopreservación (egoísmo) y el de la preservación de la es-pecie (sociabilidad), ambos serían legítimos. El ser humano necesita plena libertad y debe luchar para alcanzar el gozo de una vida rica y desbordante, para ello se necesita una moral sin mandatos, en la que los individuos no puedan ser mutilados por la religión, la ley o los gobernantes de turno.

Moral existencialista

La moral existencialista se puso de manifiesto a fines del siglo xix y se extendió hasta después de la Segunda Guerra Mundial, como una reacción ante el racionalismo y el empirismo que dominaban la escena. Surgió a partir de la filosofía y la literatura. Dostoievski, Kierdegaard, Nietzsche, Schopenhauer, entre otros, están ligados a este movimiento. El mismo Sartre dijo: “El hombre es lo que quiere ser, el hombre es lo que hace. Éste es el primer principio del existencialismo”. En efecto, los seres humanos somos libres y en consecuencia debe-mos hacernos responsables de nuestros actos. Heidegger escribió su Carta sobre el humanismo y Sartre ¿El existencialismo es un humanismo?

El Proceso y La Metamorfosis de Kafka, La náusea (otra vez Sartre), La peste de Camus, entre otras obras narrativas, dan cuenta de la angus-tia, del absurdo y del significado de la vida. Estos autores pretenden actuar como un revulsivo de las estructuras sociales.

La moral de los existencialistas es una moral puramente humana; es decir, no existe un transfondo sobrenatural, pues se fundamenta en la libertad del ser humano para hacer su proyecto, convirtiéndose

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en dios de sí mismo, creador de su moral, sin normas o leyes mora-les que sean objetivas y universales (Simone de Beauvoir). De todas maneras, el movimiento existencialista terminó por dividirse en tres ramas según su relación con Dios: existencialismo ateo (Sartre), ag-nóstico (Camus) y cristiano (Marcel).

Moral de la posmodernidad

Esta moral surge en oposición a la modernidad. Su denominación ha motivado no pocas críticas. Zygmunt Bauman (1925-2017) se opo-nía porque falta perspectiva histórica para dar por finalizada la mo-dernidad. Algunos hablan de “hipermodernidad”. Los sociólogos la identifican como un movimiento que nace a principios de los años 70, pero que se torna muy notorio luego del fin de la Guerra Fría. El filosófo situacionista Guy Debord (Francia, 1931-1994) publicó La sociedad del espectáculo (1967), que postula todo sería una mera re-presentación, ya que se privilegia el “tener” en vez del “ser” y de tener se pasa a “parecer”. Las relaciones sociales están mediadas por las imágenes y la mercantilización termina con la colonización de la vida social. Jean-François Lyotard (Francia, 1924-1998), con-siderado mentor de la posmodernidad, en los años 80 decía que el posmodernismo significaba acostumbrarse a pensar sin moldes ni criterios. Gilles Lipovetsky hablaba de “la era del vacío”, Bauman de “modernidad líquida”, Ignacio Ramonet de “pensamiento único” y Gianni Vattimo de “pensamiento débil”. Se cuestiona el dualismo de la filosofía occidental. El lenguaje moldea nuestro pensamiento (giro lingüístico) y también crea la realidad. La verdad resulta ser una pers-pectiva y no tenemos acceso a la realidad, sino a lo que a nosotros nos parece (subjetivismo). La tecnología se impone en todos los órdenes de la vida. Surge el paradigma de la globalización y los posmodernos aseguran defender los intereses de los marginados y los oprimidos. Desaparece la valoración y el reconocimiento al esfuerzo personal, pierde consideración el trabajo (ética del trabajo), aflora el culto al

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cuerpo, a la liberación, al placer (hedonismo) y ya no hay ambiciones personales de autosuperación. Muchos ven esta etapa como una clau-dicación, pues no existen las utopías, no hay lugar para los grandes relatos, la idea de progreso en conjunto desaparece (individualismo), se pierde la vida íntima y la fe en el orden público. Internet y las redes sociales ocupan un lugar central y decisivo en la dinámica social. Aun así, creo que frente a narraciones apocalípticas es necesario aclarar que no es que no haya valores morales, sino que impera el “relati-vismo cultural”, a la vez que se cuestiona el cinismo religioso. Surge así un nuevo orden en la interpretación de los valores así como una nueva forma de relacionarse entre las personas y con las institucio-nes, que sin duda están en crisis. Es una época de patente desencanto y cobra auge la posfactualidad o posverdad con sus consecuencias.

Enfoques de la Ética

Como mencioné al comienzo del capítulo, la historia de la Filosofía en general y de la Ética en particular se remonta a los antiguos pensa-dores griegos. Es de destacar que sus especulaciones y puntos de vista resurgen cada tanto y dan lugar a enfrentamientos teóricos. Una in-cógnita no develada es si la ética es un producto de la mente humana, es decir, una invención, o si es anterior a la presencia del ser humano en la Tierra. Están quienes piden auxilio a la mitología, que más allá del interés cultural que despierta, podría enmascarar la reflexión so-bre esta cuestión. Asimismo, desde la ciencia se ha analizado la vida social de los otros mamíferos (el ser humano parece ser el único ma-mífero que no se come la placenta), comparándola con la nuestra, y hasta se han dado pistas sobre la ética humana a partir de estudios del comportamiento social de los chimpancés. Pero, repito, la razón sobre su origen aún no ha sido develada.

Los bosquimanos, un conjunto de pueblos de la Edad de Piedra, similares desde el punto de vista genético a los primeros seres huma-nos que salieron de África y colonizaron el resto del mundo, poseían,

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además de su idioma (lengua joisana), su sistema de escritura (me-diante signos), su cultura, y sistemas éticos. En efecto, estos hombres primitivos que vivían en grupos pequeños y que eran nómades, tenían valores y principios éticos que podrían ser casi universales entre los seres humanos, según referencias de estudios antropológicos.

Los primeros documentos éticos, morales y jurídicos con que con-tamos habrían sido escritos en la Mesopotamia. Revelan la ética y la moral (normas de conducta para las relaciones personales) que te-nían los habitantes de los primeros asentamientos, así como su natu-raleza en el antiguo Egipto y la primitiva civilización hebrea. No hay duda que gran parte de esta literatura hace referencia a la mitología y a los rituales. El Papiro Edwin Smith es un texto médico egipcio que data de hace unos 5000 años. El Código del Rey Hammurabi, escrito en Babilonia hace aproximadamente 3700 años, es el primer conjunto de leyes que existe en la historia. La Biblia reúne los libros canónicos del judaísmo y del cristianismo, y habría sido escrita en el transcurso de unos 1000 años, entre el 900 a.C. y el 100 d.C.

La Biblia es la recopilación de textos que ha tenido mayor difusión a lo largo de la historia. Tengamos presente que sólo en los últimos dos siglos se han vendido seis mil millones de ejemplares de la Biblia y continúa brindando inspiración a muchos escritores de best sellers. Incluye el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento para los cris-tianos. El pueblo judío no acepta la validez del Nuevo Testamento, llama Tanaj (esta palabra es un acrónimo de TNK, las iniciales de las palabras en hebreo que nombran a la Ley o Pentateuco, Libros pro-féticos y Libros históricos) a los 24 libros de la Biblia hebrea y Torá a los cinco primeros libros o Pentateuco, que contiene la Ley de Moisés o ley mosaica, y que conforman el Antiguo Testamento de los cristia-nos. Aquí se halla el asiento de la moral hebrea, que según la alianza o pacto, Yahveh o Jehová (el nombre de Dios según la Biblia católica o la evangélica) tiene derechos sobre el hombre por ser su creador; en consecuencia, le determina limitaciones así como prohibiciones, e incluso le señala el camino que lo conducirá a la felicidad. Los diez mandamientos fueron establecidos por Yahveh y los hebreos son los primeros monoteístas.

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En el ámbito específico de la ética, un conflicto recurrente son las posturas que se basan en los principios y las que tienen como punto de partida las consecuencias, ambas teorías se conocen como princi-pialismo y consecuencialismo, respectivamente. También se las co-noce como apriorismo (del latín a priori, conocimiento independiente de la experiencia) y aposteriorismo (también del latín a posteriori, de-pendiente de la experiencia). En la práctica hay que hacer un delicado equilibrio, ya que ambas deben considerarse. A medida que transcu-rre el tiempo, surgen nuevos problemas morales, aparecen nuevas teorías y aumenta así el nivel de complejidad, al extremo que Peter Singer (Australia, 1946) ve a la ética como un “rompecabezas”.

Las corrientes filosóficas se aplican y explican según la cultura en la que se vive. Así como no hay duda de que la humanidad sería mucho más pobre si en el mundo se hablara un único idioma, se practicara una única religión y existiese una sola ideología política, del mismo modo la Filosofía sería mucho más pobre si entre los filósofos existie-ra un clima de uniformidad especulativa. Dichas corrientes se fueron fundando en épocas diferentes de la historia, y hoy día conforman un abanico de teorías que complejiza la situación.

El determinismo sostiene que todo lo que sucede en el universo, incluida la conducta humana, tiene una explicación causal. Tanto el elogio y la censura como la recompensa y el castigo serían el resulta-do de las decisiones morales que toma el individuo.

Cuando elaboramos argumentaciones éticas o formulamos juicios de valor, la incertidumbre suele estar presente. Esta incertidumbre es acerca de si esos juicios morales son falsos o verdaderos, si nues-tra tesitura coincide con la que adopta un científico, si estamos ex-presando los sentimientos de la sociedad o incluso nuestros propios sentimientos. De allí que se pretenda guiar la conducta, no tanto por las teorías de la ética, sino con teorías sobre la ética (metaética): ya no estamos inmersos en la ética, sino que la examinamos conside-rando qué es, cuáles son las normas argumentales, de qué modo es posible que los juicios éticos sean verdaderos o falsos, cuál puede ser su fundamentación. Se considera a Principia Ethica (1903) de George Edward Moore (Inglaterra, 1873-1958) como la carta fundacional de

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la metaética. Así como la ética estudia los contenidos de los enuncia-dos morales, la metaética se centra en el análisis del lenguaje moral (Hume). La metaética no es normativa, no brinda consejo moral, par-te del examen de la diferencia entre el “es” y el “debe ser”.

El subjetivismo y el relativismo niegan que la ética tenga validez objetiva y universal. En efecto, los subjetivistas no aceptan que la in-dagación moral pueda alcanzar las verdades objetivas. Para mucha gente, y en sentido vulgar, la moralidad es algo subjetivo. El relativis-mo considera que, tratándose de cuestiones morales no existen ver-dades universales, pues la moralidad depende de la sociedad o de la cultura en cuestión, y recomienda no formular juicios de valor acerca de las personas que pertenecen a otras culturas. Esto último es muy importante a tener en cuenta por la situación conflictiva que se vive en el mundo con otros pueblos que tienen fuertes tradiciones, dife-rentes a las nuestras, así como por el auge de las migraciones que revelan serios problemas de identidad.

El realismo sostiene que la moral es objetiva (pero los deseos son subjetivos). Para el intuicionismo, podemos llegar a conocer qué principios morales son correctos mediante una suerte de intuición o conocimiento directo de sus propiedades morales. El naturalismo no cree que existan hechos o propiedades morales cognoscibles por intuición, y la objeción de deducir valores a partir de hechos consti-tuye una falacia (falacia naturalista). El prescriptivismo universal, de posterior aparición, elude el objetivismo, el naturalismo y el intui-cionismo, y le asigna un papel relevante al razonamiento: contiene elementos del pensamiento kantiano y del utilitarismo (Hare).

La complejidad de los casos éticos hace que a menudo debamos recurrir a más de una teoría, de allí el consejo de conocer las diver-sas teorías así como de obtener de cada rama epistémica aquello que consideramos más importante. De todas maneras, se aconseja en el análisis de un caso concreto atenerse a una sola teoría.

El principialismo es una corriente surgida de la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos de Investigación Biomédica y del Comportamiento, que comenzó a funcionar en los Estados Unidos en 1974 y que finalizó su tarea cuatro años después con la

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La Moral y los valores: desarrollo histórico. Enfoques de la Ética 41

publicación del Informe Belmont, en el que se hallan los tres princi-pios fundacionales de la Bioética: autonomía, beneficencia y justicia. En 1979, Tom L. Beauchamp y James F. Childress publicaron el libro Principios de ética biomédica, en el que analizan en profundidad los tres principios fundacionales y añaden un cuarto principio, el de no maleficencia. Esta posición principialista ha sido criticada porque la ética no consiste exclusivamente en un código de reglas y principios, más allá de que estos puedan ser útiles en el análisis y resolución de un caso concreto de ética clínica, al punto que se llegó a hablar de “tiranía de los principios” (Jonsen y Toulmin). Diego Gracia (España, 1941) procuró clarificar la situación mediante la elaboración del siste-ma de referencia universal y a partir de allí modifica la estructura de los principios, para que se convierta en un esbozo (los diez manda-mientos o la Declaración Universal de Derechos Humanos son esbozos), que sería el que más se adecua a la realidad2.

Albert R. Jonsen y Stephen Toulmin, también integrantes de la Comisión Nacional conformada a instancias del Congreso de los Estados Unidos, publicaron El abuso de la casuística: historia del ra-zonamiento moral (1988). No se trata de un libro de ética biomédica como el de Beauchamp y Childress, sino de historia de la Ética. Los autores habrían estudiado la tradición casuística de varios siglos de la teología moral católica y, si bien denuncian el abuso de la casuísti-ca, consideran que su método es válido en la resolución de conflictos bioéticos. Durante muchos años, la ética se había centrado en las teo-rías morales así como en las cuestiones epistemológicas, sin esfor-zarse por abordar los problemas morales específicos.

Toulmin señalaba el surgimiento de dos grupos de autores: los dogmáticos y los relativistas, y añade que la Medicina salvó a la Ética porque la obligó a volver al caso. En efecto, recupera la casuística para cualquier ética aplicada y para el campo de la Bioética. A través de la casuística, se aborda el caso moral concreto en lo que atañe a su

2 Sugiero la lectura de sus libros Fundamentos de Bioética (2008) y Procedimientos de decisión en ética clínica (2008).

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decisión, prescindiendo de la teoría de la experiencia moral abstrac-ta (tiranía de los principios). Los autores siguen la clásica distinción aristotélica entre teoría y práctica, reafirman que la ética pertenece a esta última, y subrayan la analogía entre la Medicina y la Ética, para así poder llegar a un juicio que sea razonable y no necesariamente exacto. Se procura una postura intermedia entre el absolutismo de la teoría moral y el relativismo surgido de la falta de acuerdo entre las diversas teorías. Ellos buscan un acuerdo que permita resolver los problemas morales y proponen una casuística que no considere los casos de manera aislada, sino en relación de unos a otros.

También dentro del ámbito estadounidense, Edmund Pellegrino y David Thomasma apelan a los griegos y la teoría de la virtud, y expli-citan una bioética cristiana a partir de las virtudes teologales (la fe, la esperanza y la caridad) y de las virtudes prácticas (la prudencia, la justicia y la compasión). El amor al prójimo sería la virtud ordenadora de la ética, incluida la ética médica.

Otra corriente fundamental es el personalismo, corriente de cuño europeo. Según distintos autores, la diferencia más importante con el principialismo norteamericano residiría en el concepto de persona. La bioética europea considera a la persona no sólo desde la autonomía, sino también desde la integridad, la dignidad y la vulnerabilidad. Al decir de Elio Sgreccia (Italia, 1928), existe un personalismo ontológi-co y un personalismo cristiano. Los principios de la bioética persona-lista son: la vida física como valor fundamental, respeto a la dignidad humana (Kant), libertad y responsabilidad, y el principio de totalidad (la persona como un todo unitario compuesto de partes).