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EL LIBRO DE LAS TRES VÍRGENES Rudyard Kipling Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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EL LIBRO DE LASTRES VÍRGENES

Rudyard Kipling

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Prólogo del Autor

Numerosas son las consultas a especia-listas generosos que exige una obra como lapresente, y el autor faltaría, a todas luces, aldeber que le impone el modo como aquéllashan sido contestadas, si dejara aquí de hacerconstar su gratitud para que tenga la mayorpublicidad posible.

Debo dar gracias, en primer término, alsabio y distinguido Bahadur Shah, elefante des-tinado a la conducción de bagajes, que lleva elnúmero 174 en el libro de registro oficial de laIndia, el cual, junto con su amable hermanaPudmini, suministró con la mayor galantería lahistoria de "Toomai el de los elefantes" y buenaparte de la información contenida en "Los ser-vidores de Su Majestad". Las aventuras deMowgli fueron recogidas, en varias épocas ylugares, de multitud de fuentes, sobre las cua-les desean los interesados que se guarde el másestricto incógnito. Sin embargo, a tanta distan-

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cia, el autor se considera en libertad para darlas gracias, también, a un caballero indio de losde vieja cepa, a un apreciable habitante de lasmás altas lomas de Jakko, por su persuasivaaunque algo mordaz crítica de los rasgos típi-cos de su raza: los presbipitecos (Género demamíferos cuadrúmanos cuya especie típicavive en Sumatra --N. del T.--), Sahi, sabio dili-gentísimo y hábil, miembro de una disueltamanada que vagaba por las tierras de Seeonee,y un artista conocidísimo en la mayor parte delas ferias locales de la India meridional dondeatrae a toda la juventud y a cuanto hay de belloy culto en muchas aldeas, bailando, puesto elbozal, con su amo, han contribuido también aeste libro con valiosísimos datos acerca de di-versas gentes, maneras y costumbres. De éstosse ha usado abundantemente en las narracionestituladas: "¡Al tigre! ¡Al tigre!", "La caza de Kaa"y "Los hermanos de Mowgli".

Deber de gratitud es igualmente para elautor el confesar que el cuento "'Rikki-tikki-

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tavi" es, en sus líneas generales, el mismo que lerelató uno de los principales erpetólogos de laIndia septentrional, atrevido e independienteinvestigador que, resuelto "no a vivir, sino asaber", sacrificó su vida al estudio incesante dela Thanatofidia oriental. Una feliz casualidadpermitió al autor, viajando a bordo del Empera-triz de la India, ser útil a uno de sus compañe-ros de viaje.

Quienes leyeren el cuento "La foca blan-ca" podrán juzgar por sí mismos si no es éste unespléndido pago a sus pobres servicios.

LOS HERMANOS DE MOWGLI

Desata a la noche Mang, el murciélago;en sus alas acarréala Rann, el milano;duerme en el corral la vacaday de corderos duerme el atajo;tras las reforzadas cercas se escondenpues hasta el amanecer con libertad vagamos.

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Orgullo y fuerza, zarpazo pronto,prudente silencio: es nuestra hora.¡Resuena el grito! ¡Para el que observala ley que amamos, caza abundante!Canción nocturna en la selva.

En las colinas de Seeonee daban las sieteen aquella bochornosa tarde. Papá Lobo des-pertóse de su sueño diurno; se rascó, bostezó,alargó las patas, primero una y luego la otrapara sacudirse la pesadez que todavía sentía enellas. Mamá Loba continuaba echada, apoyadoel grande hocico de color gris sobre sus cuatrolobatos, vacilantes y chilones, en tanto que laluna hacía brillar la entrada de la caverna don-de todos ellos habitaban.

-¡Augr.! .-masculló el lobo padre-. Ya eshora de ir de caza de nuevo.

Iba a lanzarse por la ladera cuando unasombra, no muy corpulenta y provista de espe-sa cola, cruzó el umbral y dijo con lastimeravoz: -¡Buena suerte, jefe de los lobos, y que la

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de tus nobles hijos no sea peor! ¡Que les crezcanfuertes dientes y que nunca, en este mundo, seles olvide tener hambre!

El chacal Tabaqui, el lameplatos, eraquien así hablaba. Los lobos, en la India, des-precian a Tabaqui porque siempre anda me-tiendo cizaña de un lado para otro, sembrandochismes, comiendo desperdicios y pedazos decuero que busca entre los montones de basuraque hay en las calles de los pueblos. Le temen,sin embargo, aunque lo desprecian, por queTabaqui, más que nadie en toda la selva, tiendea perder la cabeza y entonces olvida lo que estener miedo, corre por la espesura y muerde acuanto se le pone enfrente. Cuando Tabaquipierde la cabeza, hasta el tigre se esconde, por-que lo más deshonroso que puede ocurrirle aun animal salvaje, es la locura. Los hombres ledamos el nombre de hidrofobia, pero ellos lallaman dewanee (la locura) y huyen al mencio-narla.

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-Bueno; entra y busca -dijo papá Lobo-.Sin embargo, te advierto que aquí no hay co-mida.

-No para un lobo -respondió Tabaqui-,pero para un infeliz como yo, un hueso consti-tuye un exquisito banquete. ¿Quiénes somoslos Gidurg-log (el pueblo chacal) para andarescogiendo?

Y a toda prisa se dirigió al fondo de lacaverna; allí encontró un hueso de gamo conalgo de carne aún adherida a él y se puso a co-merlo alegremente.

-Muchas, muchas gracias por tan exce-lente comida -dijo luego relamiéndose-. ¡Ah!¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojostan grandes tienen! ¡Y a pesar de ser tan jóve-nes!. . . Pero esto no debiera causarme asombro,es verdad, pues basta recordar que los hijos delos reyes son ya hombres desde su nacimiento.Es inútil decir que, como otro cualquiera, Taba-qui sabía que no hay nada tan fuera de lugarcomo elogiar a los niños estando ellos presen-

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tes, y que le divertía por extremo ver en situa-ción embarazosa a mamá Loba y a papá Lobo.

Tabaqui permaneció inmóvil, gozandocon el daño causado, y añadió luego, despe-chado:

-Shere Khan el Grande ha cambiado decazadero. Según me han dicho, cazará en estascolinas durante la próxima luna.

Shere Khan era el tigre que vivía cercadel río Waingunga, a cinco leguas de distancia.

-Ningún derecho le asiste para ello -protestó enojado papá Lobo-. De acuerdo con laley de la selva, debe advertirlo debidamenteantes de cambiar de lugar. Asustará a toda lacaza en dos leguas y media a la redonda; y, eneste caso, yo... yo he de trabajar el doble.

-Por algo su madre le puso por nombreLungri (el Cojo) -musitó mamá Loba-. Es cojode nacimiento, y por eso nunca pudo matarmás que ganado. Ahora lo persiguen los cam-pesinos de Waingunga, y se viene aquí a moles-tar a los nuestros. Ellos revolverán toda la selva

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buscándolo cuando ya esté lejos, y nosotros ynuestros hijos tendremos que huir cuando pe-guen fuego a la maleza. ¡Te digo que le estare-mos muy agradecidos a Shere Khan!

-¿Quieren que se lo diga? -preguntó Ta-baqui.

-¡Fuera! -replicó papá Lobo, enfadado-.¡Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo! ¡Yahiciste bastante daño esta noche!

-Me voy -dijo suavemente Tabaqui-.Desde aquí puede oírse a Shere Khan allá abajo,en la espesura. Pude haberme ahorrado traerlesesta noticia.

Escuchó atentamente papá Lobo, y allá,en el valle que descendía hasta el río, oyó elseco, colérico, pérfido lamento del tigre cuandono ha podido cobrar ni una sola pieza, y poco leimporta entonces que toda la selva lo sepa.

-¡lmbécil! -exclamó papá Lobo. ¡Vayauna manera de empezar el trabajo metiendosemejante ruido! ¿Creerá acaso que nuestros

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gamos son como sus cebados bueyes de Wain-gunga?

-¡Chitón! No son bueyes ni gamos lo quecaza esta noche -respondió mamá Loba-. Loque hoy busca es al hombre.

El plañidero grito se había convertidoya en algo como un zumbante ronquido queparecía llegar de todo el ámbito de la comarca.Era aquel rumor especial que turba a los leña-dores y a toda la gente errante que duerme alraso, y que a veces los hace correr tan desatina-dos que se arrojan en las mismas fauces deltigre.-¡Al hombre!... -dijo papá Lobo mostrando ladoble hilera de blanquísimos dientes. ¡Jaug!¿No hay acaso suficientes escarabajos y ranasen los pozos, para que ahora se le ocurra comercarne humana. ¡Y de añadidura en terrenonuestro!.

La ley de la selva -que nunca ordena al-go sin tener motivo para ello- prohíbe a todafiera que coma hombre, excepto en el caso de

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que ésta mate para enseñar a sus pequeñuelos amatar; pero, aun en este caso, es necesario quecace fuera del cazadero de su manada o tribu.La verdadera causa de esta disposición, es quetoda humana matanza trae consigo, tarde otemprano, los hombres blancos montados enelefantes y armados de fusiles, acompañadosde algunos centenares de hombres de color conbatintines, cohetes y antorchas. Y entonces atodo el mundo en la selva le toca sufrir. Por loque toca a la razón que entre sí se dan las fieras,es que alegan que el hombre es el más débil eindefenso de todos los seres vivientes, y que noes digno de un cazador poner la mano sobre él.Alegan también -y es cierto- que los devorado-res de hombres se vuelven sarnosos y pierdenlos dientes.

El ronquido se hizo más intenso y fi-nalmente terminó con el ¡Aaar! que lanza eltigre a plena voz en el momento de atacar.

Se oyó entonces un aullido -impropio deun tigre-, lanzado por Shere Khan.

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-Erró el golpe -dijo mamá Loba-. ¿Quésucede?

Salió papá Lobo y corrió la distancia deunos cuantos pasos, y oyó a Shere Khan mur-murando y gruñendo furiosamente, en tanto serevolcaba en la maleza.

-A ese necio se le ocurrió nada menosque saltar por encima del fuego encendido porunos leñadores, y se le quemaron las patas -dijopapá Lobo, con mal humor, gruñendo-. Taba-qui está allí, con él.

-Alguien sube por la colina -observómamá Loba enderezando una oreja. Prepárate.

Crujieron levemente las hierbas en laespesura; papá Lobo se agachó, pronto a dar elsalto, con los cuartos traseros junto a la tierra.De haber estado allí en acecho, hubieran podi-do ver ustedes la cosa más maravillosa delmundo: en el preciso momento de estar saltan-do, se detuvo el lobo. Brincó antes de habervisto contra qué se lanzaba, y, repentinamente,trató de detenerse. El resultado fue que salió

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disparado hacia arriba, verticalmente, hasta unmetro o metro y medio de altura, y luego cayóde nuevo en el mismo lugar.

-¡Un hombre! -exclamó disgustado. Uncachorro humano. ¡Mira!

Frente a él, apoyado en una rama baja,se erguía, enteramente desnudo, un niño more-no que apenas sabía andar: una cosa, la mássimpática y pequeña, la más fina y gordinflonaque jamás se había presentado de noche ante lacaverna de un lobo. Miró a éste cara a cara y serió.

-¿Es eso un cachorro de hombre? -dijomamá Loba-. Nunca vi ninguno. Tráelo.

Un lobo, si es preciso, puede llevar unhuevo en el hocico sin romperlo, pues estáacostumbrado a mover de un lado al otro a suspropios pequenuelos; de esta manera, aunquese juntaron las quijadas de papá Lobo sobre laespalda del niño, ni un solo diente le arañó lapiel, la que apareció intacta al colocarlo aquelentre los lobatos.

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-¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo! Y... ¡quéatrevido! -dijo dulcemente mamá Loba. El niñose abría paso entre los cachorros para arrimarseal calor de la piel-. ¡Vaya! Ahora come con losdemás. De mariera que éste es un cachorro dehombre, ¿eh? ¡A ver si hubo nunca un lobo quepudiera jactarse de contar con uno que estuvie-ra entre sus hijos!...

-De eso oí hablar algunas veces, peronunca respecto de nuestra manada o quehubiera ocurrido en mis tiempos -contestó papáLobo-. Carece completamente de pelo y bastar-ía que yo lo tocara con el pie para matarlo. Pe-ro, mira: nos ve y ni siquiera tiene miedo.

De pronto, el resplandor de la luna quepenetraba por la boca de la caverna quedó in-terceptado por la enorme cabeza cuadrada ypor una parte del pecho de Shere Khan que seasomaba a la entrada. Tabaqui, detrés de él, ledecía con voz aguda:

-¡Señor, señor, se metió aquí!

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-Shere Khan nos honra por extremo consu visita -dijo papá Lobo, pero sus iracundosojos desmentían sus palabras-. ¿Qué desea She-re Khan?

-Mi presa. Un cachorro humano pasópor aquí. Sus padres huyeron. Dámelo.

Como dijo papá Lobo, Shere Khan habíasaltado por encima de un fuego encendido porlos leñadores, y se sentía furioso por el dolor delas quemaduras que tenía en las patas. Sin em-bargo, papá Lobo sabía muy bien que la bocade la caverna era suficientemente estrecha co-mo para que no pudiera pasar por ella el tigre.Aun en el sitio donde se encontraba ShereKhan, tenía que encoger penosamente sus patasy la parte superior de su pecho, como le suce-dería a un hombre que intentara pelear con otrodentro de una cuba.

-Los lobos son un pueblo libre -le res-pondió papá Lobo-. Sólo obedecen las órdenesdel jefe de su manada y no las de un pintarra-

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jeado cazador de reses como tú. El cachorro dehombre es nuestro... para matarlo, si nos place.

-¡Si nos place! ¡Si nos place! ¿Qué signi-fica eso de si nos place o no? ¡Por el toro quematé! ¡Es cosa de preguntarse hasta cuándodebo estar oliendo esta perruna guarida, paraque se me entregue lo que en justicia se me de-be! iSoy yo, Shere Khan, el que les habla!

Por todos los rincones de la caverna re-sonó el rugido del tigre. Separándose de loslobatos mamá Loba se adelantó, fijando susojos en los ojos llameantes de Shere Khan; y losojos de la loba parecían dos verdes lunas bri-llando en la oscuridad.

-Y yo soy Raksha (el demonio), quien tecontesta. El cachorro humano es mío, Lungri,mío y muy mío. No se le matará. Vivirá y co-rrerá junto con nuestra manada y cazará conella; y, finalmente, y atienda bien su merced,señor cazador de desnudos cachorrillos..., de-vorador de ranas... matador de pocos..., final-mente, él será quien, a su vez, lo cace a usted.

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Así que, ahora, ¡lárguese!, o por el sambliur quematé -pues yo no como ganado hambriento-, leaseguro, fiera chamuscada de las selvas, quevolverá su merced al regazo de su madre máscoja aún que al venir al mundo. ¡Lárguese!

Papá Lobo la miró con aire estupefacto...Ya casi había olvidado aquellos tiempos en queganó a mamá Loba en fiero combate con cincolobos, cuando ella tomaba parte en las correríasde la manada; llamarla Demonio no era un me-ro cumplido.

Quizás Shere Khan hubiera desafiado apapá Lobo, pero no podía resistirse contramamá Loba; sabía que, en el lugar en que seencontraban, todas las ventajas eran para ella ylucharía hasta morir. Se retiró, pues, rezongan-do, de la boca dc la caverna, y, cuando se violibre, gritó:

-¡Cada lobo aúlla en su caverna! Vere-mos qué dice la manada acerca de eso de criarcachorros humanos. El cachorro es mío, y fi-

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nalmente vendrá a parar a mis dientes!. ¡Rabio-sos! ¡ Ladrones!

Jadeante se echó de nuevo mamá Lobaentre sus lobatos, y papá Lobo díjole gravemen-te:

-Mucho hay de verdad en lo que dijoShere Khan. Es necesario enseñar el cachorro ala manada. ¿Persistes en guardártelo, mamá?

-¡Guardarlo! -respondió ella suspirando-. Desnudo vino, de noche, hambriento y solo, y,con todo, no tenía miedo. Mira: ya echó a unlado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojoquería matarlo y escaparse después al Wain-gunga, en tanto que los campesinos, en ven-ganza, venían aquí al ojeo en nuestros cubiles!¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré!Acuéstate quietecito, renacuajo. Vendrá eltiempo, Mowgli -porque en adelante llamaré asu merced Mowgli, la rana- en que no sea ustedel cazado por Shere Khan, sino quien le cace aél.

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-Pero, ¿qué dirá nuestra manada? -dijopapá Lobo.

La ley de la selva ordena terminante-mente que cualquier lobo, al casarse, puederetirarse de la manada a que pertenece; perotambién que, tan pronto como los cachorrostengan edad suficiente para sostenerse en pie,deberá llevarlos al Consejo de la manada con elfin de que los otros lobos puedan identificarlos;el Consejo se celebra una vez al mes, al res-plandor de la luna llena. Después de la inspec-ción, quedan en libertad los lobatos para correrpor donde les plazca; hasta que no hayan ma-tado al primer gamo, no se admite ningunaexcusa en favor del lobo de la manada que seaya mayor y mate a alguno de los lobatos. Alasesino se le impone como castigo la pena demuerte, donde pueda encontrársele; si se pien-sa durante un momento sobre esto, se verá quees realmente lo justo.

Papá Lobo esperó un poco hasta que suscachorros pudieran corretear un poco, y luego,

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la noche de la reunión de toda la manada, loscogió, junto con Mowgli y con mamá Loba, yllevó a todos a la Peña del Consejo, que era unacima cubierta de piedras y guijarros en dondepodían ocultarse un centenar de lobos.

Echado cuan largo era sobre su peña, es-taba Akela, el enorme y gris Lobo Solitario quehabía llegado a ser jefe de la manada gracias asu fuerza y habilidad. Más abajo se sentabanunos cuarenta lobos de todos tamaños y colo-res: había veteranos de color de tejón que pod-ían enfrentarse a solas con un gamo, y habíatambién lobos de tres años de edad que sólopresumían que habían de poder. Desde hacíaun año, el Lobo Solitario los guiaba a todos.Allá en su juventud había caído dos veces enuna trampa; en otra ocasión había sido apalea-do hasta darlo por muerto. Sabía muy bien,pues, los usos y costumbres de los hombres.

Se habló muy poco en la reunión de laPeña. Caían y tropezaban unos contra otros loslobatos en el centro del círculo donde se senta-

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ban sus respectivos padres y madres. De cuan-do en cuando, un lobo anciano se dirigía ensilencio hacia uno de los cachorros, lo mirabaatentamente y se volvía a su sitio sin producirel menor ruido. De pronto, una madre empuja-ba a su lobato hacia la luz de la luna para estarsegura de que no había pasado inadvertido.Akela, desde su peña, gritaba:

-Ya saben lo que dice la ley; ya lo saben.¡Miren bien, lobos!

Y las madres, ansiosas, repetían:-¡Miren! ¡Miren bien, lobos!Al cabo, llegó el momento -y a mamá

Loba se le erizaron todos los pelos del cuello-en que papá empujó a "Mowgli, la rana", cornolo llamaban, hacia el centro. Mowgli sc sentóallí, riendo y jugando con algunos guijarros alos que hacía brillar la luz de la luna.

Sin levantar la cabeza, que hacía des-cansar sobre sus patas, Akela continuaba profi-riendo su monótono grito:

-¡Miren bien!

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Se elevó un sordo rugido detrás de lasrocas. Era la voz de Shere Khan que gritaba asu vez:

-Ese cachorro es mío; debéis dármelo.¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un ca-chorro humano?Akela ni siquiera movió las orejas. Se limitó adecir:

-¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan alPueblo Libre los mandatos de cualquiera queno sea el mismo pueblo? ¡Miren bien!

Se elevó un coro de gruñidos. Un lobojoven, de unos cuatro años, recogió la preguntade Shere Khan, y se dirigió de nuevo a Akela:

-¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre conun cachorro humano?

Ahora bien: la ley de la selva ordenaque, en caso de ponerse en tela de juicio el de-recho que un cachorro tiene a ser admitido porla manada, deberán defenderlo, a lo menos, dosmiembros de ésta, que no sean su padre o sumadre.

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-¿Quién alza la voz en favor de este ca-chorro? -interrogó Akela-. ¿Quién, de los quepertenecen al Pueblo Libre, habla en favor su-yo?

Nadie respondía, y mamá Loba se pre-paró para lo que ya sabía ella que sería su últi-ma pelea, si era preciso llegar al terreno de lalucha.

Pero entonces, Baloo, único animal deotra especie a quien se le permite tomar parteen el Consejo de la manada; Baloo, el soñolientooso pardo que alecciona a los lobatos la ley dela selva; el viejo Baloo, que va y viene por don-de quiere porque su alimento se compone sólode nueces, raíces y miel, se levantó en dos patasy gruño:

-¿El cachorro humano?... ¡Yo hablo enfavor del cachorro! No puede hacernos ningúnmal. No soy elocuente, pero digo la verdad.Que corra con la manada y que se le cuentecomo uno de tantos. Yo seré su maestro.

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-Ahora necesitamos que hable otro en sufavor -dijo Akela-. Ya habló Baloo, el cual esmaestro de nuestros lobatos. ¿Quién quierehablar además de él?

Se movió hacia el círculo una sombranegra. Era Bagheera, la pantera, toda ella de uncolor negro de tinta, pero ostentaba marcas ensu piel, propias de su especie, las cuales, segúncomo incidiera en ellas la luz, parecían lasaguas de ciertas telas de seda. Todo el mundoconocía a Bagheera; nadie osaba atravesarse ensu camino, porque era tan astuta como Taba-qui, tan audaz como el búfalo salvaje y tan sinfreno como un elefante herido. Con todo, suvoz era suave como la miel silvestre que sedesprende gota a gota de un árbol y su piel eramás fina que el plumón.

-¡Akela -dijo en un susurro-, y ustedes,Pueblo Libre! Yo no tengo derecho, cierto, demezclarme en esta asamblea. Mas la ley de laselva dice que si surge alguna duda, no relacio-nada con alguna muerte, tocante a un nuevo

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cachorro, la vida de éste puede comprarse porun precio estipulado. La ley, por último, nodice quién puede o quién no puede pagar eseprecio. ¿Es cierto lo que digo?

-¡Muy bien! ¡Muy bien! -dijeron a corolos lobos más jóvenes, hambrientos siempre-.¡Que hable Bagheera! El cachorro puede com-prarse mediante un precio estipulado. Así lodice la ley.

-Como sé que no me asiste el derecho dehablar aquí, pido el permiso de ustedes parahacerlo.

-¡Bueno! ¡Habla! -gritaron a la vez veintevoces.

-Es una vergüenza matar a un cachorrodesnudo. Por lo demás, puede ser muy útilpara ustedes en la caza, cuando sea mayor. YaBaloo habló en su defensa. Pues bien: a lo queél dijo, añadiré yo la oferta de un toro cebado,acabado de matar a poca distancia de aquí, siaceptan al cachorro humano de acuerdo con loque dice la ley. ¿Hay algo qué objetar?

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Elevóse un clamor de docenas de vocesque decían:

-¡Qué importa! Ya morirá cuando lle-guen las lluvias del invierno; ya le abrasaránvivo los rayos del sol. Una rana desnuda comoésta, ¿en qué puede perjudicarnos? Dejémosleque se junte a la manada. ¿Dónde está el toro,Bagheera? ¡Aceptémoslo!.

Y se escuchó entonces el profundo la-drido de Akela que advertía:

-¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!Estaba Mowgli tan entretenido jugando

con los guijarros, que no observó que aquéllosse le acercaban uno a uno y lo miraban atenta-mente.

Descendieron al cabo todos de la colinaen busca del toro muerto, exceptuando sólo aAkela, Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli.

Entre las sombras de la noche, rugía aúnShere Khan, furioso por no haber logrado quele entregaran a Mowgli.

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-¡Ea! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! -díjoleBagheera en sus propias barbas-, O yo no co-nozco nada a los hombres, o llegará el día enque esa cosa que está allí tan desnuda le hará asu merced rugir en muy distinto tono.

-Hicimos bien -observó Akela-. Loshombres y sus cachorros saben mucho. Con eltiempo, podrá ayudarnos.

-Ciertamente... Puede ser nuestro apoyo,en caso necesario, porque nadie debe forjarse lailusión de ser siempre director de la manada -respondió Bagheera.

Akela permaneció mudo... Pensaba enaquel tiempo que fatalmente llega para todojefe de manada, cuando sus fuerzas lo abando-nan, cuando se siente más débil cada día, hastaque, al fin, los otros lobos lo matan y viene unnuevo jefe a ocupar su puesto... para que a suvez lo maten también, cuando le llegue el tur-no.

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-Llévatelo -le dijo a papá Lobo y adiés-tralo en todo aquello que debe saber quien per-tenece al Pueblo Libre.

Así fue como Mowgli entró a formarparte de la manada de lobos de Seeonee, y elrescate por su vida fue un toro, y Baloo fue sudefensor.

Ahora debemos contentarnos con saltardiez u once años y con adivinar la maravillosavida que Mowgli llevó entre los lobos; si tuvié-ramos que escribirla, sólo Dios sabe los librosque llenaría.

Creció junto con los lobatos, aunque,por supuesto, antes de que él hubiera salido dela primera infancia, ellos ya eran lobos hechos yderechos. Papá Lobo le enseñó su oficio y elsignificado de todo lo que en la selva había,hasta que cada ruido bajo la hierba, cada tibiosoplo del vientecillo de la noche, cada nota lan-zada por el búho sobre su cabeza, cada rumorque producen los murciélagos al arañar cuandodescansan durante un momento en un árbol, y

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cada ruidillo que causa el pez al saltar en unabalsa significaron para él tanto como significael trabajo en la oficina para el hombre de nego-cios. Cuando no estaba aprendiendo algo, sesentaba a tomar el sol o dormía; luego, a comery a dormir de nuevo. Cuando sentía necesidadde lavarse o le molestaba el calor, íbase a nadaren las lagunas del bosque. Finalmente, cuandonecesitaba miel -pues Baloo le había dicho quela miel con nueces era una comida tan delicadacomo la carne cruda-, trepaba a los árboles parabuscarla, y esto último se lo enseñó Bagheera.

Tendíase la pantera sobre una rama y lollamaba diciendo:

-Sube acá, hermanito.Al principio, Mowgli se agarraba tor-

pemente, como el animal llamado perezoso;pero ya después saltaba entre las ramas, de launa a la otra, con toda la maestría de un monogris. Ocupó asimismo su lugar en el Consejo dela Peña al reunirse con la manada, y allí descu-brió que, mirando fijamente a un lobo, lo obli-

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gaba a bajar los ojos. y esto fue motivo para quelo hiciera a menudo por mera diversión. Enotras ocasiones arrancaba de la piel de sus ami-gos las largas espinas que se les habían clavadoen ella, pues los lobos sufren muchísimo con lasespinas y cardos que se les quedan entre laslanas. También, en plena noche, descendía porla ladera de la colina y se llegaba hasta las tie-rras de cultivo y miraba curiosamente a loscampesinos en sus chozas.

Desconfiaba de ellos, sin embargo, puesBagheera le había señalado una caja cuadradacon puerta que se hundía al pisarla, colocadacon tanta habilidad entre la maleza, que casicayó él dentro. Bagheera le dijo que era unatrampa.

Pero nada fue tan de su gusto comoperderse con la pantera en las tibias profundi-dades del bosque, dormir durante todo el pe-sado día y contemplar por la noche cómo Bag-heera se entregaba a la caza. Mataba ella sindiscreción ni miramiento, según su apetito, y lo

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mismo Mowgli, con una sola excepción: encuanto tuvo edad suficiente para comprenderlas cosas, Bagheera le enseñó que se abstuvierade matar ninguna cabeza de ganado porque lapropia vida de él había sido rescatada mediantela entrega de un toro.

-Cuanto hay en la selva es tuyo -le dijoBagheera- puedes matar todo lo que tus fuerzaste permitan. Pero, en memoria del toro quesirvió para salvar tu vida, no pondrás nunca lamano en res alguna, ni siquiera para comerla,sea joven o vieja. La ley de la selva prescribeesto.

Mowgli obedeció estrictamente lo quese le ordenaba.

Y creció, creció tan robusto como es for-zoso que crezca un niño que no tiene que pre-ocuparse por estudiar las lecciones que aprendepor modo natural, y para quien no existen máscuidados que el de conseguir la comida.

Una o dos veces le intimó mamá Lobaque desconfiara de Shere Khan, y asimismo le

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dijo que tendría que matarlo un día u otro. Pe-ro, aunque un lobato hubiera recordado esteconsejo a cada momento, Mowgli lo olvidó porcompleto, como niño que era, por más que élmismo, indudablemente, se hubiera calificado así mismo de lobo a haber podido hablar en al-guna lengua de las que usan los hombres.

Shere Khan salíale continuamente al pa-so, porque como Akela se hacía ya viejo y cadadía disminuían sus fuerzas, el tigre cojo habíallegado a tener estrecha amistad con los lobosmás jóvenes de la manada que le seguían pararecoger sus sobras; nunca hubiera tolerado estoAkela, de haberse atrevido a ejercer su autori-dad llevándola al extremo.

En estas ocasiones los halagaba ShereKhan mostrándose sorprendido de que talescazadores, tan jóvenes y excelentes, se dejaranguiar por un lobo que ya estaba medio muertoy por un cachorro humano.

-Me dicen -afirmábales Shere Khan- queno se atreve nadie de ustedes a mirar en los

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ojos al hombrecito cuando se reúnen en con-seio.

Y los lobos le contestaban gruñendo,erizado el pelo.

Algo de esto llegó a oídos de Bagheera,que parecía estar en todas partes viéndolo yoyéndolo todo, y en más de una ocasión le ex-plicó a Mowgli en pocas palabras que ShereKhan lo mataría algún día. A esto respondíaMowgli, riéndose:

-Cuento con la manada y contigo. E in-clusive Baloo, con toda su pereza, no dejaría dedar algunos golpes en mi defensa. ¿Por qué,pues, inquietarme?

Un día en que el calor era excesivo, se leocurrió una idea a Bagheera, idea nacida dealgo que había oído. Probablemente debía lanoticia a Ikki, el puerco espín. Ello fue que ledijo a Mowgli, cuando se encontraban ambosen lo más profundo de la selva, y en tanto queel muchacho reclinaba la cabeza sobre la her-mosa y negra piel de Bagheera:

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-¿Cuántas veces te he dicho, hermanito,que Shere Khan es enemigo tuyo?

-Tantas veces cuantos frutos tiene esapalmera -respondió Mowgli que, por supuesto,no sabía contar-.

¡Bueno! ¿Y qué? Tengo sueño, Bagheera,y Shere Khan no tiene sino mucha cola y mu-chas palabras. . . como Mao, el pavo real.

-No es hora de dormir. Baloo sabe quees verdad; lo sabe toda la manada, y hasta losinfelices y simplícisimos ciervos lo saben.Además, a ti mismo te lo ha dicho Tabaqui.

-¡Oh! -respondió Mowgli-. El otro díallegóse a mí con impertinencias de que si yo eraun desnudo cachorro de hombre y que no serv-ía ni para desenterrar raíces. Pero lo cogí de lacola y le di contra una palmera dos veces paraenseñarle a tener mejores modales.

-¡Vaya tontería! Aunque Tabaqui es unchismoso, te hubiera dicho algo que te interesamucho. ¡Abre esos ojos, hermanito! Shere Khanno se atreve a matarte en la selva; acuérdate, sin

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embargo, de que Akela es ya muy viejo, y queno tardará en llegar el día en que le será impo-sible cazar un solo gamo. Ese día dejará de serjefe. Son ya viejos también muchos de los lobosque te admitieron cuando que los son jóvenescreen, porque así fuiste presentado al consejo, yse lo enseñó Shere Khan, que un cachorrohumano no tiene derecho a estar en la manada.En poco tiempo serás ya un hombre.

-¿Qué es, pues, un hombre, para que nopueda juntarse con sus hermanos? -dijo Mow-gli-. Nací en la selva; he obedecido su ley, y nohay un solo lobo entre los nuestros de cuyaspatas no haya yo arrancado alguna espina.¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

Se tendió Bagheera cuan larga era, y,con los ojos entrecerrados, dijo:

-Toca aquí, hermanito, bajo mi quijada.Levantó Mowgli su áspera y tostada

mano, y, precisamente debajo de la sedosa bar-billa de Bagheera, donde los enormes y movi-bles músculos quedaban ocultos por el luciente

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pelo, encontró un espacio raído.-Nadie, en toda la extensión de la selva sabeque yo, Bagheera, tengo esta marca, la marcaque deja el collar. Y, con todo, hermanito, yonací entre los hombres, y entre ellos murió mimadre. .. en las jaulas del Palacio Real, en Oo-deypore. Tal fue el motivo que me impulsó apagar por ti el precio convenido en el consejo,cuando no eras más que un desnudo cachorri-llo. Sí; también yo nací entre los hombres. Des-conocía yo la selva. Me alimentaban en artesasde hierro tras los barrotes de la jaula, hasta queuna noche despertó dentro de mi ser el senti-miento de que yo era Bagheera, la pantera, y noun juguete para la diversión de los hombres, yentonces, de un zarpazo, rompí la estúpidacerradura y escapé. Y precisamente porqueaprendí las costumbres de los hombres, infundíen la selva más terror que Shere Khan. ¿No escierto?

-Así es -dijo Mowgli-. Todos en la selvatemen a Bagheera... todos, excepto Mowgli.

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-¡Oh!... Tú eres un cachorro humano -dijo con gran ternura la pantera negra-, y de lamisma manera que yo volví a mi selva, así túdeberás volver, finalmente, a donde están loshombres.., los hombres que son tus hermanos.Pero esto, si no te matan antes en el Consejo.

-¿Por qué ha de querer alguien matar-me? ¿Por qué? -dijo Mowgli.

-¡Mírame! -contestó Bagheera.Mowgli la miró fijamente en los ojos. Al

cabo de algunos momentos, la enorme panteravolvió la cabeza.

-Por esto -dijo cambiando de posiciónuna de sus patas, que colocó sobre un lecho dehojas-. Aun para mí es imposible mirarte a losojos, a pesar de que yo nací entre los hombres yde que te quiero, hermanito. Pero los otros teodian porque no pueden resistir el choque detu mirada; porque eres sabio; porque en mu-chas ocasiones arrancaste espinas de sus patas. .¡ Porque eres un hombre!

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-Ignoraba todo eso -respondió ruda-mente Mowgli, y arrugó las negras y pobladascejas.

-¿Cuál es la ley de la selva? Esta: pegaprimero y avisa después. Conocen que eres unhombre hasta por el descuido con que te con-duces. Pero sé prudente. El corazón me avisaque en cuanto Akela no pueda cobrar el primergamo sobre el que se arroje (y cada día es másdifícil para él apoderarse de los gamos que per-sigue), la manada se pondrá en contra de él yde ti. Tendrá lugar un consejo de la selva en laPeña, y entonces.., y entonces. . ¡Ya tengo unaidea! -prosiguió Bagheera levantándose de unsalto-. Dirígete de inmediato a las chozas de loshombres, allá en el valle y coge una parte de laFlor Roja que allí cultivan; con esto podrás con-tar en el momento oportuno con un apoyo másfuerte que yo, o que Baloo, o que el de los quebien te quieren en la manada. ¡Anda! ¡Ve a bus-car la Flor Roja!

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Con la expresión "Flor Roja", Bagheeraquería significar el fuego; pero así hablaba por-que en toda la selva no hay ser viviente quedesee llamar el fuego por su nombre. Un miedomortal se apodera de todas las fieras ante él, ypara describir lo que tal pavor les causa inven-tan cien modos distintos.

-¿La Flor Roja? -dijo Mowgli-. Es la quecrece fuera de las chozas en la hora del crepús-culo. Me apoderaré de ella.

-Así es como deben hablar los cachorrosde los hombres -dijo Bagheera con orgullo-.Deberás recordar que esa flor crece en unasmacetas pequeñas. Arrebata una y guárdalapara cuando llegue la hora en que podrás nece-sitarla.

-¡Bueno! -respondió Mowgli-.Voy allá. -Le deslizó un brazo en torno

del espléndido cuello y la miró profundamenteen los grandes ojos, y continuó-: Pero, ¿estássegura, ¡Bagheera mía!, de que todo esto esobra de Shere Khan?

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-Por la cerradura que me dio la libertad,te aseguro que sí, hermanito.

-Pues si así es, ¡por el toro que sirviócomo rescate de mi vida!, te prometo que sal-daré mis cuentas con Shere Khan, y hasta esposible que le pague inclusive algo más de loque le debo.

Y al decir esto, salió rápidamente.-este es un hombre.., todo un hombre -se

dijo Bagheera, tendiéndose de nuevo en el sue-lo-. ¡Ah, Shere Khan! ¡Nunca emprendiste másfunesta cacería que la de esta rana, diez añoshace!

Mowgli se alejó por el interior del bos-que a todo correr, y sentía como si el corazón leardiera en el pecho.

A la hora en que empezaba a elevarse laniebla vespertina, llegó a la cueva; se detuvopara tomar aliento y miró hacia el fondo delvalle. Los lobatos estaban ausentes. pero mamáLoba, desde la profundidad de la caverna, co-

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noció que algo le pasaba a su rana, por el modode respirar de ésta.

-¿Qué sucede, hijo? -preguntó.-Habladurías propias de murciélagos,

de ese Shere Khan -le respondió Mowgli-. Estanoche cazo en terreno labrantío.

Hundióse luego entre los arbustos y sedirigió al sitio por donde corrían las aguas en elfondo del vaIle. Oyó los salvajes alaridos de lacacería en que se hallaba la manada, y se detu-vo: el mugido del sambhur perseguido; el reso-plar del gamo cuando se ve acorralado.

Resonó entonces el coro de perversos einsultantes aullidos de los lobos más jóvenes:

-¡Akela! ¡Akela! ¡Que el Lobo Solitariomuestre su fuerza! ¡Paso al jefe de la manada!¡Salta, Akela!

Debió saltar el Lobo Solitario, marrandoel golpe, porque Mowgli oyó el chasquido delos dientes y luego una especie de ladridocuando el sambhur lo hizo rodar al suelo alempujarlo con las patas delanteras.

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No quiso esperar más para ver lo quesucedía. Siguió adelante y los gritos se oyeroncada vez más débiles a medida que se alejabaen dirección de las tierras de labor, donde viv-ían los campesinos.

-Bagheera tenía razón -se dijo, jadeandofuertemente en tanto se arrellanaba sobre unosforrajes que encontró bajo la ventana de la cho-za-, Mañana será un día muy importante paraAkela y para mi.

Pegando luego la cara a la ventana, miróel fuego que ardía en el suelo. Durante la nochevio a la mujer del labriego levantarse y arrojarsobre las llamas unos trozos de algo negro. Ypor la mañana, cuando aún estaba todo envuel-to en blanca y fría neblina, vio a un pequeño,hijo del campesino, coger algo como una mace-ta de mimbres, enjalbegada por dentro con tie-rra, llenarla de enrojecidas brasas, colocarlabajo una manta y salir para cuidar las vacas enel establo.

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-¿Es esto todo? -dijo Mowgli-. Si un ca-chorro como ése puede hacerlo, entonces nadadébo temer.

Dobló la esquina de la casa, corrió haciael muchacho, le arrebató aquella como maceta ydesapareció con ella entre la niebla en tanto queel chico chillaba, atemorizado.

Se parecen mucho a mí -dijo Mowglisoplando en la maceta, pues asi habia visto quela mujer hacía-. Esto se me morirá si no lo ali-mento aradió. Y púsose a arrojar ramitas deárbol y cortezas secas sobre aquella materia deun color rojo tan vivo.

A mitad de la colina se encontró conBagheera, cuya piel, por el rocío matinal, parec-ía salpicada de piedras preciosas.

-Akela erró el golpe -dijo la pantera-. Ano ser porque te necesitaban también a ti, lohubieran matado anoche. Fueron en busca tuyaa la colina.

-Yo andaba por las tierras de labor. Es-toy listo. ¡Mira!

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Y Mowgli le mostró aquella especie demaceta llena de fuego.

-¡Bueno! Falta aún otra cosa. Yo he vistoa los hombres arrojar una rama seca sobre esto,y al poco rato se abría la Flor Roja al extremo dela rama. ¿No tienes miedo de hacer lo mismo?

-No. ¿Por qué he de tener miedo? Re-cuerdo ahora (si no es esto un sueño) que, antesde ser lobo me acosté junto a la Flor Roja, y lasentía caliente y agradable.

Todo aquel día lo pasó Mowgli en la ca-verna cuidando su maceta y echando dentro deella ramas secas para ver el efecto que produ-cian después. Halló una rama a su gusto. Alanochecer, cuando Tabaqui llegó a la cueva y ledijo muy rudamente que lo necesitaban en elConsejo de la Peña, se estuvo riendo hasta queTabaqui echó a correr. Se dirigió entonces alConsejo, pero riendo aún.

Junto a la roca, como signo de que la je-fatura de la manada se hallaba vacante, estabaechado Akela, el Lobo Solitario. Shere Khan,

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con su cohorte de lobos ahítos de sus sobras,paseaba de un lado a otro con aire resuelto ysatisfecho. Bagheera estaba echada junto aMowgli éste tenía, entre sus piernas, la macetadel fuego.

Cuando estuvieron todos reunidos. She-re Khan empezó a hablar, cosa que jamáshubiera osado hacer en los buenos tiempos deAkela.

-No tiene derecho a hablar-murmuré Bagheera-. Díselo. Es de casta

de perro; verás cómo se atemoriza.Mowgli se puso en pie.-¡Pueblo Libre! -gritó--. ¿Dirige acaso la

manada Shere Khan? ¿Qué tiene que ver untigre con nuestra jefatura?

-Al ver que el puesto estaba vacante ycomo se me suplicó que hablara... -empezó adecir Shere Khan.

-¿Quién lo ha suplicado? ¿Es que noshemos convertido todos en chacales para adu-lar a este carnicero, matador de reses? La jefa-

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tura de la manada pertenece en exclusiva amiembros de la manada misma.

Dejáronse oír feroces aullidos que signi-ficaban:

-¡Silencio, cachorro de hombre!-¡Que hable! Observó fielmente nuestra

ley.Al fin, los ancianos de la manada Grita-

ron con voz tonante:-¡Dejad que hable el Lobo Muerto!Cuando un jefe de la manada yerra el

golpe en la caza y no mata a la pieza que perse-guía, recibe el nombre de Lobo Muerto duranteel resto de su vida, que ya no es muy larga, porregla general.

Akela levantó la cabeza con aire de fati-ga, porque en ella había ya impreso su sello lavejez.

-¡Pueblo Libre, y vosotros también, cha-cales de Shere Khan! -dijo-. Os dirigí en la cazadurante doce estaciones, y siempre os volví deella sin que ninguno cayera en una trampa o

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quedara inutilizado. Ahora erré el golpe. Sabéisbien que me hicisteis atacar a un gamo que nohabía sido corrido previamente para que asíresaltara más vivamente mi debilidad. ¡Hábilesfueron vuestros manejos! Os asiste el derechode matarme aquí, ahora mismo, en el Consejode la Peña. Por tanto, me limito a preguntaresto: ¿quién le quitará la vida al Lobo Solitario?Porque, según la ley de la selva, a mí me asistetambién otro derecho: exigir que os acerquéis amí uno a uno.

Se hizo entonces un prolongado silen-cio, porque no le parecía muy agradable aningún lobo tener un duelo a muerte con Ake-la.

De pronto, Shere Khan rugió:-¡Bah! ¿Qué nos importa lo que masculle

ese viejo chocho y sin dientes? ¡Pronto morirá!Ese hombrecito es quien ya ha vivido demasia-do... ¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el pri-mer día: dádmelo. Ya me cansa ese loco empe-ño de querer hacer de él un hombre lobo. Du-

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rante diez estaciones no hizo sino molestar atodo el mundo en la selva. O me dáis a esehombrecito, o de lo contrario os prometo quecazaré siempre aquí y no os daré ni un solohueso. Él es un hombre, un chiquillo de los quetienen los hombres, y yo lo odio hasta los tué-tanos.

Y entonces, más de la mitad de los lobosque formaban la manada, aulló:

-¡Un hombre! ¡Un hombre! ¿Qué tieneque ver con nosotros ningún hombre? ¡Que sevaya con los suyos!

-¿Y que alce contra vosotros a toda lagente de los pueblos? ¡No! Dádmelo a mí. Es unhombre, y ninguno de nosotros puede mirarlofijamente en los ojos.

Levantó de nuevo Akela la cabeza y di-jo:

-Ha comido de lo nuestro; durmió connosotros hasta hoy; nos proporcionó caza; nadahizo que fuera contrario a la ley de la selva...

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-Además, yo pagué por él un toro cuan-do se le aceptó. Vale poco un toro, pero elhonor de Bagheera es algo por lo que acaso estédispuesta a pelearse -dijo la pantera en un tonode voz que suavizó cuanto pudo.

-¡Un toro que fue pagado diez añosatrás! -gruñeron entre dientes los lobos de lamanada-. ¡Qué nos importan unos huesos roí-dos hace ya diez años!

-Decid mejor: ¿qué nos importa unapromesa? -respondió Bagheera, enseñando susblancos dientes por debajo del labio-. ¡Bien osqueda el nombre de Pueblo Libre!

-No puede juntarse con el Pueblo de laselva un cachorro humano -rugió Shere Khan-.¡Deberéis entregármelo!

-Por todo es hermano nuestro, exceptopor la sangre -continuó Akela-. ¡Y quisiéraismatarlo aquí! A la verdad, harto he vivido. Al-gunos de vosotros comen ganado; de otros oídecir que, bajo la dirección de Shere Khan, vande noche, amparados por las sombras, a robar

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niños a las mismas puertas de las aldeas. De-duzco de esto que sois cobardes y que hablocon cobardes. Ciertamente he de morir y mivida carece ya de valor, mas, a tenerlo, la ofre-cería en lugar de la del hombrecito. Pero pro-meto, por el honor de la manada (honor.. . unabagatela que habéis olvidado desde que notenéis jefe), os prometo que, si permitís que esehombre cachorro vuelva con los suyos, no hede enseñaros los dientes cuando me llegue lahora de morir; esperaré la muerte sin resisten-cia. De esta manera, se ahorrarán a lo menostres vidas. No puedo hacer mas. Si aceptáis loque os digo, os ahorraréis la vergüenza de ma-tar a un hermano que no ha cometido ningúndelito... un hermano cuya vida fue defendida ycomprada cuando se le incorporó a nuestramanada, de acuerdo con la ley de la selva.

-¡Es un hombre.., un hombre. un hom-bre! -gruñeron los lobos, y la mayor parte deellos se agruparon en torno de Shere Khan, quese azotaba los flancos con la cola.

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-En tus manos queda ahora todo elasunto -dijo Bagheera a Mowgli-. No queda yaotra cosa para ti o para mí que luchar amboscontra todos.

Mowgli se puso en pie teniendo entresus manos la maceta de fuego. Estiró los brazosy bostezó mirando a los del Consejo; pero sesentía loco de ira y de pena al ver que los lobos,actuando como lo que eran, le habían ocultadosiempre el odio que sentían por él.

-¡Escúchenme! -gritó-. No existe ningu-na necesidad de que estén aquí charlando comoperros. Tantas veces me dijeron ya esta nocheque soy un hombre -y, a la verdad, por mi gus-to hubiera sido un lobo hasta el fin de mi vida-,que empiezo a comprender que están en lo cier-to. Ya, en adelante, no les llamaré hermanosmíos, sino sag (perros), como los llamaría unhombre. Ustedes no son quién para decir lo queharán o dejarán de hacer. Este asunto me co-rresponde a mí. Y para que puedan hacersecargo más claramente de esto, yo, el hombre,

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traje aquí una pequeña porción de la Flor Rojaque tanto les atemoriza, como perros que son.

Arrojó al suelo la maceta de fuego; al-gunas de las brasas prendieron en un montónde musgo seco, que ardió de inmediato, en tan-to que retrocedía aterrorizado todo el Consejoal ver elevarse las llamas.

Luego, lanzó Mowgli sobre el fuego larama que llevaba, y cuando se encendió chispo-rroteando, empezó a agitarla rápidamente porencima de los acobardados lobos.

-Ya no queda aquí más amo que tú -dijoBagheera en voz baja-. Salva la vida a Akela;fue siempre tu amigo.

Akela, el serio y viejo lobo que lamáshabía pedido misericordia a nadie, dirigió aMowgli una triste mirada, en tanto que éste seerguía completamente desnudo, la negra y lar-ga cabellera caída sobre los hombros, ilumina-do por las llamas de la encendida rama queagitaba y hacía temblar a las sombras.

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-¡Bueno! -prosiguió Mowgli mirandopausadamente en torno suyo-. Ya veo que noson sino unos perros. Los dejo, para irme conmi gente... si es que hay en el mundo semejantecosa. Desde hoy la selva será campo vedadopara mí y debo olvidarme de su amistad. Perome mostraré más generoso que ustedes, por lasola razón de que, excepto el ser hermano porla sangre, fui todo para ustedes, por esta solarazón les prometo que, cuando sea un hombreentre los hombres, no les haré traición, comoustedes me la hicieron a mi.

Golpeó el fuego con el pie y el aire sellenó de chispas.

-Ninguna guerra habrá entre nosotros -prosiguió-. Pero antes de dejarlos, he de saldaruna deuda.

Y a grandes pasos se dirigio hacia don-de se hallaba sentado Shere Khan sobre suspatas y parpadeando con aire confuso al mirarlas llamas, lo cogió por el puñado de pelo que

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tenía bajo la barba. Bagheera lo siguió, en pre-visión de lo que pudiera suceder.

-¡De pie, perro! -gritó Mowgli-. ¡ Leván-tate cuando te habla un hombre, o si no, teabrasaré la piel!Shere Khan bajó las orejas hasta aplastarlassobre su cabeza y entornó los ojos, porque veíamuy cerca de él la rama ardiendo.

-Este cazador de reses dijo que me ma-taría en el Consejo, porque no pudo matarmecuando yo no era sino un cachorro. Así paga-mos nosotros a los perros cuando llegamos aser hombres. ¡Si mueves uno solo de tus bigo-tes, Lungri, te hundo la Flor Roja en el gaznate!

Golpeó a Shere Khan en la cabeza con larama y gimoteó el tigre con voz plañidera, ago-nizante de terror.

-¡Bah! ¡Lárgate ahora, chamuscado gatode la selva! Pero deberás recordar lo que digo:cuando yo vuelva al Consejo de la Peña, comoes debido que todo hombre vuelva, lo haré conmi cabeza cubierta con tu piel. Por lo demás,

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Akela queda en libertad de seguir viviendo, delmodo que mejor le cuadre. Nadie lo matará,porque no es ésa mi voluntad. Ni creo, tampo-co, que estarán aquí más tiempo con la lenguacolgando, como si fueran más que perros queyo arrojo de este lugar.

Por tanto, ¡andando!El extremo de la rama ardía furiosamen-

te; Mowgli empezó a vapulear con ella, a unlado y a otro, a todos los que formaban el círcu-lo. Echaron a correr los lobos aullando al sentirque las chispas les quemaban el pelo. Y, al cabo,no quedaron sino Akela, Bagheera, y unos diezlobos que se habían puesto del lado de Mowgli.

Y entonces sintió éste en su interior undolor como jamás lo había experimentado, y,tomando aliento, sollozó, y las lágrimas le co-rrieron por las mejillas.

-¿Qué es esto?.. . ¿Qué es esto?... -exclamó-. No quiero abandonar la selva y no séqué me ocurre. ¿Estoy muriéndome acaso,Bagheera?

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-No, hermanito. Eso no son sino lágri-mas, como las que derraman los hombres -leexplicó Bagheera-. Ahora sí eres un hombre, yno sólo un cachorro humano, como antes. A laverdad, la selva se ha cerrado para ti desdehoy. Que corran, Mowgli; no son más quelágrimas.

Mowgli se sentó y lloró como si su co-razón fuera a rompérsele en pedazos. Era laprimera vez que lloraba.-Ahora me iré con los hombres -dijo-; pero an-tes debo despedirme de mi madre.

Dicho esto, se dirigió a la cueva dondeella vivía junto con papá Lobo, y sobre su pielderramo nuevas lágrimas en tanto que los cua-tro lobatos aullaban tristemente.

-¿No me olvidarán? -les preguntóMowgli.

-Nunca, mientras podamos seguir unapista -respondieron los cachorros-. Cuando seasun hombre, llégate hasta el pie de la colina,para que hablemos contigo. iremos también

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nosotros, de noche, a las tierras de cultivo yjugaremos juntos.

-¡Vuelve pronto! -dijo papá Lobo-.¡Vuelve pronto, pequeña rana sabia, porque tumadre y yo somos ya viejos!

-¡Vuelve pronto! -repitió mamá Loba-.¡Vuelve pronto, desnudito hijo mío! Porque...oye esto que voy a decirte...: siempre te quisemás a ti, aunque seas hijo de hombre. que a miscachorros.

-Volveré sin duda -respondió Mowgli-.Y cuando lo haga, será para extender sobre laPeña del Consejo la piel de Shere Khan. ¡No meolviden! ¡Digan a todos en la selva que ellostampoco me olviden nunca!...

Y apuntaba el día cuando Mowgli bajóde la colina, completamente solo, para dirigirseen busca de esos seres misteriosos que se lla-man hombres.

Canción de Caza de la Manada de Seeo-nee

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Ya el sambhur baló al amanecer¡una vez, dos veces, tres!Saltó un gamo, un gamo saltódel lago, do va el ciervo a beber.Lo pude ver yo, yo solo en acecho,¡una vez, dos veces, tres!

Ya el sambhur baló al amanecer¡una vez, dos veces, tres!Regresóse el lobo, tornóse atráspara la noticia pronto llevar a los demás:de la ansiada pista, vámonos detrás¡una vez, dos veces, tres!

La tribu ululó al amanecer¡una vez, dos veces, tres!Pies que pisan, y ni huella notarás!..¡Ojos abiertos en la noche, y ven claro al mi-rar!...¡Gritos! ¡Estruendo!... ¡Torna a escuchar!...¡Una vez, dos veces, tres!

La Casa de Kaa

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Del leopardo orgullo son sus manchas,honor del búfalo son sus cuernos.¡Limpio! Pues del que caza se juzgaa fuerza por el color de su piel.Si acaso el toro te embiste y aterra,o una cornada del sambhur recibes,por narrarlo el trabajo no abandones,pues cosa es que tenemos ya olvidada.Nunca del cachorro débil y ajeno abuses;cual a un hermano debes mirarle,que, aunque débil y torpe, es probableque a una osa -puede ser- tenga por madre.Nadie corno yo! -jáctase el cachorrocuando a sus plantas ve la primera pieza.Pero él es pequeño, y grande, la Selva:que medite en calma, porque ahora apenas em-pieza.Máximas de Baloo.

Narramos aquí lo que sucedió algúntiempo antes de que Mowgli fuera expulsadode la manada de lobos de Seeonee y tomaravenganza de Shere Khan, el tigre.

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Era el tiempo en que Baloo lo instruíaacerca de la ley de la selva. Muy contento yufano estaba el serio, viejo y enorme oso pardocon aquel discípulo tan listo, pues a los lobatosno les gusta aprender de la ley de la selva sinolo que se refiere a su propia manada y tribu, yse escapan en cuanto aprenden de memoriaestas palabras de la Canción de Caza: "Pies quepisan sin el menor ruido; ojos que ven en plenaoscuridad; orejas capaces de oír los diferentesvientos desde el cubil; blancos y afilados dien-tes: ciaracterísticas son todas estas de nuestroshermanos, exceptuando a Tabaqui, el chacal, ya la hiena, que odiamos."

Pero Mowgli, como hombrecito que era,tuvo que aprender muchas cosas más. Baghee-ra, la pantera negra, se acercaba en algunasocasiones, curioseando por la selva, para vercómo andaba su niño mimado; apoyaba la ca-beza contra un árbol y escuchaba, roncandosordamente, la lección que Mowgli recitaba aBaloo. Trepaba el muchacho a los árboles casi

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con la misma facilidad con que andaba; nadabacasi con la misma habilidad con que corría. Poresto Baloo, el maestro de la ley, le enseñó lasleyes del bosque y del agua: cómo distinguiruna rama carcomida de otra sana; cómo deberíahablar cortésmente a las abejas silvestres cuan-do, a quince metros sobre el nivel del suelo,encontrara una de sus colmenas; qué deberíadecirle a Mang, el murciélago, cuando tuvieraque molestarlo entre las ramas, durante el día;cómo tenía que avisar a las serpientes de aguaque viven en las lagunas, antes de lanzarse a lasaguas, entre aquellas...

A ningún habitante de la selva le gustaque lo molesten, por lo que todos están siempredispuestos a arrojarse sobre los intrusos. Mow-gli aprendió después de todo esto la "Consignadel cazador forastero" que debe repetirse una yotra vez en voz alta hasta que sea contestadapor alguien, siempre que alguno de los habitan-tes de la selva cace fuera de sus propios terre-nos. La consigna, ya traducida, significa:

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"Dadme permiso para cazar aquí, porque tengohambre." Y la respuesta dice: "Puedes cazarpara buscar comida, pero no para tu recreo."

Todo esto muestra las muchas cosas quehubo de aprender Mowgli de memoria; llegabaa cansarse de tanto repetir lo mismo más decien veces. Pero, como le dijo un día Baloo aBagheera, con motivo de que tuvo que pegarleal muchacho y éste se marchó enojado:

-Un cachorro humano es un cachorrohumano, y tengo de deber de enseñarle toda laley de la selva.

-Pero has de tener presente que es muypequeño. -respondió la pantera negra, puesella, sin duda, habría mimado excesivamente aMowgli si la hubieran dejado que lo educara asu manera-. ¿Y cómo pueden caber tus largaspláticas en una cabeza tan pequeña?

-¿Existe acaso en la selva alguna cosaque por ser pequeña no pueda matarse? No.Ahora bien: por esa causa le enseño todo lo que

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le enseno, y por lo mismo le pego con muchasuavidad cuando se le olvida algo.

-¡Con suavidad! ¿Qué sabes tú de sua-vidades, viejo patas de hierro?-gruñó Bagheera-. Le llenaste hoy toda la cara de cardenales contu... suavidad. ¡Vaya!...

-Valdrá más que esté lleno de cardena-les de la cabeza a los pies, causados por mi, quelo quiero, que no que le ocurra alguna desgra-cia por ignorancia -respondió Baloo con sumagravedad-. Le enseño ahora las Palabras Mági-cas de la Selva que habrán de protegerlo contralos pájaros, contra el Pueblo de las Serpientes ycontra todo cuadrúpedo de caza, excepto contrasu propia manada. A partir de este momento ycon sólo recordar esas palabras, podrá pedirprotección a todos los habitantes de la selva.¿No vale la pena recibir algunos golpes portodo esto?

-Sí, pero cuídate de matar al hombrecito.Mira que no es un tronco de árbol en dondepuedas afilar tus embotadas garras. Pero, dime,

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¿cuáles son esas Palabras Mágicas, de que estáshablando? Aunque es más probable que tengayo que prestarle ayuda a alguien, que pedirla.

-Al decir esto, Bagheera estiró una desus patas y contempló, admirado, los aceradoscinceles de sus garras-. No obstante -añadió-me gustaría saberlo.

-Voy a llamar a Mowgli y él te dirá laspalabras. . . si es que se le antoja. ¡Ven, herma-nito!

-Siento la cabeza como un árbol lleno deabejas que zumban -respondió por encima delos que hablaban una voz malhumorada, yMowgli -pues era él-, indignado, se deslizó porel tronco de un árbol, y añadió al llegar al sue-lo:

-¡Si acudo a tu llamado es por Bagheeray no por ti, Baloo, viejo gordinflón!

-Me da lo mismo -respondió éste, aun-que le tocó en lo vivo y le apenó la respuesta-.¡Ea! Dile a Bagheera las Palabras Mágicas de laSelva que te enseñé hoy.

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-¿Las Palabras Mágicas... para qué pue-blo? -interrogó Mowgli, muy complacido por laocasión que se le ofrecía de exhibir sus conoci-mientos-. En la selva hay muchos lenguajes. Yolos sé todos.

-Algo de ellos sabes, pero no mucho.¿Oyes, Bagheera? Los discípulos nunca sonagradecidos con quien les enseña. Jamás havenido a darle las gracias a Baloo por sus ense-ñanzas un solo lobato. ¡Vaya! Di, pues, las pa-labras para el pueblo cazador... ¡gran sabio!

"Tú y yo somos de la misma sangre” -recitó Mowgli, y le dio a sus palabras el acentoespecial del oso que usan todos los que cazanallí.

-Bueno. Ahora las que sirven para lospájaros.

Las repitió Mowgli y terminó la frasecon el silbido que singulariza al milano.

-Ahora las que son para el pueblo de lasserpientes -dijo Bagheera.

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La contestación fue un silbido indescrip-tible; después, Mowgli hizo celebración de supropia habilidad una pirueta salvaje, batiópalmas en celebración de su propia habilidad yde un salto subió al lomo de Bagheera, se sentóde medio lado y taloneó sobre la reluciente piel,en tanto le hacía a Baloo las muecas mas horri-bles.

-¡Ea! ¡Ea! ¡Bien mereciste el cardenal! -dijo con ternura el oso pardo-. Algún día me loagradeerás.Miró luego a Bagheera para decirecómo había pedido a Hathi, el Elefante Salvaje,que sabe todas esas cosas, que le dijera las Pa-labras Mágicas, y cómo Hathi llevó a Mowgli auna laguna para obtener de una serpiente deagua la palabra que sirve para todas las ser-pientes, porque Baloo no podía pronunciarla; yen fin, cómo Mowgli podía ya considerarse asalvo de todas las contingencias que pudieranprcsentársele en la selva, porque no le causar-ían daño alguno ni las serpientes, ni los pájarosni las fieras.

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-Ya no hay motivo para temer a nadie -dedujo de lo expuesto Baloo, dándose suavesgolpecitos con aire de orgullo, en el enorme ypeludo Vientre.

"Excepto a los de su propia tribu" -dijoBagheera para si.

Luego añadió, en voz alta, dirigiéndosea Mowgli: ¡un poco de cuidado con mis costi-llas, hermanito! ¿A qué viene tanto bailoteo?

Mowgli había estado intentando hacerseoír tirándole de la piel de las espaldillas a Bag-heera y dándole fuertes talonazos.

Cuando los dos le prestaron atenclon,grito a voz en cuello:

-De manera que yo tendré una tribu to-da mía y la dirigiré por entre las ramas durantetodo el día.

-¿Qué clase de nueva locura es ésa?¿Estás ya haciendo castillos en el aire? -dijoBagbeera.

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-Sí, y le tiraré ramas y porquería al viejoBaloo -prosiguió Mowgli-. Me lo han prometi-do... ¡Ah!

-¡Woof!..La gruesa pata de Baloo arrojó a Mowgli

del sitio en que descansaba sobre el lomo deBagheera, hasta el suelo, y desde allí, dondequedó tendido frente a las patas delanteras dela pantera, pudo ver que el oso se había enfa-dado.

-¡Mowgli! -le dijo Baloo-. ¡Tú has habla-do con los Bander-log (el pueblo de los monos)!

Mowgli miró a Bagheera para ver sitambién la pantera se había incomodado, y ob-servó que los ojos de ésta tenían una expresióntan dura como si fueran dos piedras de jade.

-Tú has estado con el pueblo de los Mo-nos.., con los monos grises. . . con el pueblo sinley... con los que comen cuanto se les presenta.¡Qué vergüenza!

-Cuando Baloo me golpeó en la cabeza,me marché -dijo Mowgli, que seguía aún ten-

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dido de espaldas; entonces los monos grisesbajaron de los árboles y se acercaron a mí,compadeciéndome Sólo ellos me hicieron caso.

Al decir esto, su voz se alteró un poco.-¡La piedad del pueblo de los monos!... -

rezongó Baloo-. ¡La inmovilidad del torrenteque desciende del monte! . . ¡El fresco de un solde verano!. . . ¿Y qué sucedió después, hombre-cito?

-Después... después... Me dieron nuecesy cosas muy buenas para comer, y... me condu-jeron en brazos a la parte más alta de los árbo-les... diciéndome que yo era su hermano, queéramos de la misma sangre, aunque yo carecíade cola, y que llegaría a ser su jefe.

-No tienen jefe -dijo Bagheera-. Mienten.Siempre han mentido.

-Conmigo se mostraron muy afables yme suplicaron que regresara a visitarlos. ¿Porqué nunca me llevaron ustedes a donde está elpueblo de los monos? Caminan en dos piescomo yo. No me pegan, no tienen las patas du-

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ras... Juegan todo el día. ¡Permítanme subir adonde están ellos! ¡Baloo, malo! ¡Déjame subir!Jugaremos de nuevo.

-Atiende, hombrecito -observó el oso, ysu voz retumbó como trueno en noche caluro-sa-. Te instruí sobre la ley de la selva para quete sirva con todos los pueblos que existen en laselva. . . excepto el de los monos, que vive enlos árboles. Los monos no tienen ley. Son losrepudiados por todo el mundo. No tienen len-guaje propio, sino que echan mano de palabrasrobadas que oyen por casualidad cuando atis-ban y escuchan, y están al acecho en lo alto delos árboles. Su camino no es el de nosotros. Notienen jefes. Carecen de memoria. Alardean,charlan y pretenden ser un gran pueblo ocupa-do en asuntos importantísimos; pero si cae unanuez desde el árbol, revientan de risa y bastapara que todo lo olviden. No nos tratamos conellos nosotros los de la selva. No bebemos don-de los monos beben; no vamos a donde los mo-nos van; no cazamos donde ellos cazan; no mo-

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rimos donde ellos mueren. ¿Acaso me oísteantes hablar de los Bandar-log?

-No -dijo Mowgli en voz muy baja, puesse había hecho silencio absoluto en el bosquecuando enmudeció Baloo.

-El pueblo de la selva los tiene desterra-dos tanto de su boca como de su pensamiento.Son numerosísimos, perversos, sórdidos, pro-caces, y desean llamar nuestra atención. si esque puede decirse de ellos que tengan algúndeseo fijo. Pero nosotros no les hacemos el me-nor caso, ni siquiera cuando arrojan sobre nues-tra cabeza nueces e inmundicias.

No había terminado de hablar, cuandocayó de las copas de los árboles una lluvia denueces y ramas, en tanto que se escuchabantoses, aullidos y rumor de saltos entre el rama-je.

-Al pueblo de la selva le está prohibidotodo trato con el pueblo de los monos -dijo Ba-loo-. Acuérdate.

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-¡Prohibido! -repitió Bagheera-. Pero meparece que Baloo debió haberte prevenido an-tes contra ellos.

-¿Yo?... ¿Yo?... ¿Cómo podía adivinarque se le ocurriría jugar con gentuza de esejaez? ¡El pueblo de los monos! ¡Qué asco!

Una nueva lluvia cayó sobre ellos, yambos echaron a correr hacia otro lugar lleván-dose consigo a Mowgli.

Era muy cierto cuanto había dicho Balooacerca de los monos. Éstos vivían en las copasde los árboles, y como las fieras rara vez miranhacia lo alto, casi no se ofrecía ocasión de quese cruzaran por el mismo camino. Pero siempreque veían un lobo enfermo, un tigre herido oun oso, se divertían en atormentarlo; arrojabanpalos y nueces a cualquier fiera, sólo a guisa dediversión y por el gusto de hacerse notar. En-tonces aullaban, chillaban luego canciones sinsentido, incitando al pueblo de la selva a subira los árboles para pelear, o bien se enzarzabanen salvajes peleas entre ellos mismos por cual-

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quier bagatela, y dejaban después sus muertosdonde pudiera verlos el pueblo de la selva.Siempre estaban a punto de nombrar un jefe, dedarse leyes y usos propios, pero al cabo nuncalo lograban porque de un día a otro se les bo-rraba todo de la memoria, y de esta manera secontentaban con repetir constantemente estaspalabras: "Lo que piensan ahora los Bandar-log,toda la selva lo pensará después", y esta idealos consolaba. Ninguna fiera podía llegar hastalas alturas donde moraban; pero también escierto que ninguna se fijaba en ellos, y de ahí sualegría cuando vieron que Mowgli iba a buscar-los para tomar parte en sus juegos, y que estoirritaba grandemente a Baloo.

No se propusieron pasar de allí, porquelos Bandar-log nunca se proponen nada; pero auno de ellos se le ocurrió una idea que le pare-ció excelente; se la expuso a los demás, y lospersuadió de que convenía a la tribu tener con-sigo a una persona tan útil como Mowgli, yaque éste sabía trenzar ramas de modo que pro-

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tegieran contra el viento, y por esto, si se apo-deraban de él, podrían obligarlo a que les ense-ñara ese arte. Por supuesto, Mowgli, como hijode leñador, heredó de su padre toda suerte deinstintivas habilidades y solía construir chozascon las ramas caídas, sin pensar siquiera en quesabía hacer tales cosas. Pero al observarlo elpueblo de los monos desde lo alto de los árbo-les, consideraba aquel simple juego como unportento. Lo que es en esta ocasión, decían en-tre ellos, tendrían realmente un jefe y serían elpueblo más sabio de toda la selva... tan sabioque sería la admiración y envidia de todos. Enconsecuencia, siguieron con el mayor sigilo aBaloo, Bagheera y Mowgli al través de la selva,hasta que llegó la hora de la siesta. EntoncesMowgli, que en realidad sentía vergüenza de símismo, se durmió entre la pantera y el oso,después de resolver que no tendría más tratoscon el pueblo de los monos.

Tras esto, lo único que pudo recordarfue que sintió el contacto de unas manos en sus

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piernas y brazos -manos duras, fuertes y chi-quitas-; luego, el choque de unas ramas en lacara, y después, estar mirando hacia abajo altravés del movedizo ramaje, en tanto que Baloodespertaba a toda la selva con sus ásperos gri-tos y Bagheera saltaba tronco arriba del árbol,mostrando todos sus dientes. Chillaron losBandar-log con aire de triunfo, y treparon, ju-gueteando, a las ramas más altas, donde Bag-heera no se atrevió a seguirlos.

Entre tanto, gritaban:-¡Se ha fijado en nosotros! ¡Bagheera se

fijó en nosotros! ¡Nos admira todo el pueblo dela selva por nuestra habilidad y astucia!

Empezó entonces su huida, y una huidadel pueblo de los monos al través del país arbó-reo es una cosa realmente indescriptible. Tienensus caminos amplios y sus atajos, sus subidas ybajadas, todo trazado a quince, veinte o treintametros por encima del suelo, y viajan por allíinclusive de noche, si es necesario. Dos de losmonos más fuertes cogieron a Mowgli por las

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axilas y se lo llevaron por entre las copas de losárboles, dando saltos de casi seis metros dealtura. A haber marchado completamente li-bres, su velocidad hubiera sido mayor, pero elpeso del muchacho los entorpecía y detenía unpoco. Aun cuando se sintió mareado y medioenfermo, Mowgli no pudo menos de deleitarsecon aquella loca carrera, por más que lo aterro-rizaran los trozos de tierra que vislumbraba alláabajo; y aquel detenerse y partir de nuevo, alfinal de cada balanceo en el vacío, lo manteníancon el alma en un hilo. Conducíanlo sus acom-pañantes hacia lo más alto de la copa de unárbol, hasta que sentía que crujían y se dobla-ban con su peso las ramas más delgadas de lacima, y luego, con fuerte resoplido, se arrojabanal aire, avanzando y descendiendo a un mismotiempo; para después elevarse de nuevo y que-dar colgados, por las manos o por los pies, delas ramas inferiores del próximo árbol. Colum-braba en ocasiones leguas y leguas de extensiónen que todo no era sino quieta y verde selva, de

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igual manera que un hombre encaramado enun mástil abarca millas enteras de mar con lamirada, y entonces el ramaje le sacudía la cara yél y su guía llegaban casi al nivel del suelo. Deesta manera, saltando, haciendo ruido, reso-plando fuertemente y chillando, la tribu enterade los Bandar-log cruzó los caminos trazadosen lo alto de los árboles llevando prisionero aMowgli.

Hubo momentos en que temió éste quelo dejaran caer, lo que hizo que empezara aponerse de mal humor; pero, demasiado sagazpara rebelarse abiertamente, se limitó a pensarqué haría. Lo primero que le vino a las mientesfue avisar a Baloo y a Bagheera, porque, dadala velocidad con que huían los monos, com-prendía bien que sus amigos se quedarían muyrezagados. Era del todo inútil mirar hacia abajo,pues nada podía ver si no eran las puntas de lasramas a uno y otro lado. Dirigió, pues, sus ojoshacia arriba, y logró distinguir a lo lejos, en lainmensidad azul, a Rann, el milano, que se ba-

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lanceaba describiendo curvas en el aire en tantoque vigilaba la selva y esperaba que los seres semurieran en ella. Y así, vio Rann que los monosse habían apoderado de algo que se llevaban, yabatió el vuelo unos centenares de metros paraindagar si aquella presa era comestible. Al ver aMowgli arrastrado hacia lo más alto de la copade un árbol y al oírle gritar, se sorprendió mu-cho el milano y le contestó con un silbido: "Tú yyo somos de la misma sangre." La oleada delramaje se cerró por encima del muchacho, peroRann, con un balanceo, se dirigió al árbol máspróximo en el preciso instante en que asomó denuevo la cara morena de Mowgli.

-¡Sigue mi pista! -gritó éste-. ¡Avisa a Ba-loo, de la manada de Seeonee, y a Bagheera, delConsejo de la Peña!

-¿En nombre de quién, hermano? -preguntó Rann que nunca había visto a Mow-gli, pero que desde luego había oído hablar deél.

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-En nombre de Mowgli, la Rana. ¡Elhombrecito me llaman! ¡Sigue mi pista!...

Las últimas palabras hubo de proferirlascuando de nuevo lo balanceaban en el aire, pe-ro Rann movió la cabeza, asintiendo, y se elevóhasta que su tamaño se tornó no mayor que ungrano de polvo, y allí remontado observó con eltelescopio de sus ojos el movimiento de las co-pas de los árboles al paso de la escolta de mo-nos que conducían a Mowgli.

-No se alejarán mucho, no -profirió conrisa ahogada-. Nunca llevan a término feliz loque empiezan a hacer. Los Bandar-log picansiempre aquí y allá en cosas nuevas. Pero enesta ocasión, o yo estoy ciego, o picaron en algoque les dará quehacer, porque Baloo no esningún polluelo que se caiga del nido, y yo séque Bagheera es muy capaz de matar algo másque cabras.

Al decir esto, se meció en el aire, abier-tas las alas y recogidas las patas bajo el cuerpo,y esperó.

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Entre tanto, Baloo y Bagheera se sentían locosde furor y de pena. Bagheera se subió a losárboles hasta donde nunca antes se atreviera allegar; pero se quebraron bajo su peso las ramasdelgadas y resbaló hasta el suelo, con las garrasllenas de cortezas.

-¿Por qué no le avisaste al hombrecito? -le decía rugiendo al pobre Baloo, que sosteníaun trote algo pesado con la esperanza de adei-anterse a los monos-. ¿De qué sirvió que casi lomataras a golpes si no lo previniste contra esto?

-¡De prisa! ¡De prisa! Todavía. . . podríaser que lo alcanzáramos -respondió Baloo jade-ando.

-¡Al paso que vamos!... No alcanzaríasni a una vaca herida. Maestro de la ley. .. azotacachorros... con que tuvieras que moverte delmodo como lo haces durante un cuarto de le-gua de distancia, sería suficiente para que re-ventaras. ¡Descansa y piensa! Traza un plan. Noes este el momento de perseguirlo. Podríandejarlo caer si lo seguimos muy de cerca.

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¡Arrula!... ¡Woo!... Quizás lo hicieron ya,cansados de llevarlo. ¿Quién puede fiarse delos Bandar-log? iAcumula murciélagos muertossobre mi cabeza! ¡Dame por toda comida hue-sos negros! ¡Méteme en una colmena de abejassilvestres para que me maten a picaduras yluego entiérrame al lado de una hiena, porquesoy el más desdichado de cuantos osos existen!¡Arulala!... ¡Wahooa!... ¡Oh! ¡Mowgli! ¡Mowgli!¿Por qué no te previne contra el pueblo de losmonos, en vez de romperte la cabeza? ¿Cómosaber si por los golpes que le di le saqué de lamemoria la lección del día, y ahora se hallarásolo en la selva sin la ayuda de las palabrasmágicas?Y Baloo se cogió la cabeza con las patas y searrastró gimoteando.

-Al menos hace un momento me dijo amí todas las palabras correctamente -replicóBagheera, impaciente-. Baloo -prosiguió- hasperdido la memoria y el respeto propio. ¿Quépensaría de mí la selva toda, si yo, la pantera

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negra, me hiciera una bola como Ikki, el puercoespín, y empezara a aullar?

-¿Qué me importa lo que la selva pien-se? A esta hora, quizás él ha muerto ya.

-Si no lo dejaron caer por juego, o si nolo mataron por pereza, no creo que debamostemer por el hombrecito. Es listo y está bienenseñado, y, sobre todo, cuenta con sus ojosque atemorizan a todo el pueblo de la selva.Pero -y este es un grave mal que hay que reco-nocer-, está en poder de los Bandar-log, que,por vivir en los árboles, no le tienen miedo anuestra gente.

Al decir esto, Bagheera se lamió una desus patas delanteras con aire preocupado.

-¡Tonto de mí! ¡Oh! ¡Cuán gordo y mo-reno, cuán tonto desenterrador de raíces soy! -exclamó Baloo desenroscándose de un brinco-.Es una gran verdad lo que dice Hathi, el elefan-te salvaje, cuando afirma que "cada quien tienesu miedo peculiar". Ahora bien: los Bandar-logtemen a Kaa, la serpiente de la Peña. Sabe enca-

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ramarse tan bien como ellos; les roba sus hijospor la noche. Su solo nombre les hiela de espan-to hasta las endiabladas colas. Vayamos a ver aKaa.

-¿Y qué puede hacer? No es de nuestratribu, puesto que no tiene patas... Además, lamaldad está escrita en sus ojos. . . -dijo Baghee-ra.

-Es muy vieja y muy astuta. Ante todaslas cosas, hay que pensar en que siempre estáhambrienta -respondió Baloo esperanzado-.Prométele muchas cabras.

-No bien se come una, duerme un mesentero. Muy bien pudiera suceder que estuvie-se durmiendo ahora. Pero, ¿sí se le antojarapreferir matar cabras por su propia cuenta? -Bagheera, que sabía muy pocas cosas de Kaa, seinclinaba naturalmente a desconfiar.

-En tal caso, vieja cazadora, tú y yo jun-tos la haríamos mostrarse razonable. -Al deciresto Baloo frotó su hombro, de un desteñidocolor moreno, contra la pantera, y ambos fue-

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ron en busca de Kaa, la serpiente pitón que viveen la Peña.

La hallaron tendida al sol en el tibio re-borde de una roca, admirando, deleitada, suhermosa piel nueva, pues acababa de pasardiez días en el más completo retiro para mu-darla, y ahora estaba a la verdad espléndida,con la enorme cabeza roma a lo largo del suelo,y tenía enroscado el cuerpo de nueve metros delargo en fantásticos nudos y curvas, y se relam-ía al pensar en la próxima comida.

-Está en ayunas -dijo Baloo con un gru-ñido de satisfacción en cuanto vio la hermosapiel moteada de amarillo y de color de tierra-.¡Mucho cuidado, Bagheera! Siempre quedamedio ciega después del cambio de piel y tien-de a atacar con la mayor facilidad.

Kaa no era serpiente venenosa -y la ver-dad despreciaba por cobardes a las de tal clase-;su poder estribaba en la fuerza de su presión, ycuando había envuelto a alguien en sus enor-

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mes anillos, ya podía darse por terminada lalucha.

-¡Buena caza! -gritó Baloo sentándosesobre sus cuartos traseros.

Kaa era bastante sorda como todas lasserpientes de su especie y no oyó bien al prin-cipio lo que le decían.Por lo que pudiera suceder, se enrolló en formade espiral y mantuve baja la cabeza.

-¡Buena caza para todos! -respondió-.¡Ah! ¿Eres tú Baloo? ¿Y qué haces por aquí?¡Buena caza, Bagheera! Uno de nosotros necesi-ta comer, cuando menos. ¿Saben si hay algo a lamano por allí? ¿Por ejemplo, algún gamo, aun-que sea joven? Estoy vacía como un pozo seco.

-Vamos de caza -dijo Baloo negligente-mente, porque esto lo sabía él bien- con Kaa nohay que apresurarse; es muy grande para an-darse con prisas.

-Permítanme que vaya con ustedes -suplicó Kaa-. Nada significa para Bagheera yBaloo un zarpazo de más o de menos. En cam-

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bio, yo... yo tengo que esperar días y días enalguna senda del bosque, o emplear media no-che para subirme a los árboles, y luego debotener mucha suerte para tropezar con algúnmono joven. ¡Pss naw! Las ramas de ahora noson ya como lo eran cuando yo era joven. Lasmás tiernas están podridas, y secas las mayores.

-Es probable que tu enorme peso signi-fique algo en este asunto -dijo Baloo.

-Pues sí; no me falta longitud... no mefalta... -respondió Kaa con un dejo de orgullo-.Pero así y todo, la culpa no es mía sino del ra-maje nuevo. Poco faltó, muy poco.., para queme cayera en mi última cacería, y, como noestaba agarrada al tronco del árbol con mi cola,el ruido que hice despertó a los Bandar-log, queempezaron a insultarme.

-"Lombriz de tierra, amarilla y sin patas"-murmuró entre dientes Bagheera como si tra-tara de recordar algo.

-¡Ssss! ¿Me llamaron eso alguna vez? -preguntó Kaa.

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-Algo parecido nos gritaron a nosotrosdurante el último cuarto de luna pasado, perono les hicimos ningún caso; Capaces son dedecir cualquier cosa... Por ejemplo, que te hasquedado sin dientes, y que no osas hacerle fren-te a algo que sea mayor que un cabrito, por-que... (¡vaya!, que son desvergonzados esosBandar-log) porque les tienes miedo a los cuer-nos -continuó diciendo suavemente Bagheera.

Ahora bien: raras veces da muestras decólera una serpiente, sobre todo una serpientepitón tan circunspecta como era Kaa. Pero Ba-loo y Bagheera pudieron ver en ese momentocómo los enormes músculos que Kaa tiene acada lado del cuello se movían e hinchaban.

-Los Bandar-log huyeron de su acos-tumbrado terreno -dijo calmosamente-. Oí susgritos en las copas de los árboles hoy, cuandosalí a tomar el sol.

-Precisamente.. . precisamente nosotrosvamos siguiendo su pista. -respondió Baloo.Pero las palabras se le atoraron en el gaznate

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porque, si la memoria no lo engañaba, aquéllaera la primera vez que alguien, perteneciente alpueblo de la selva, confesaba su interés poralgo que hicieran los monos.

-Sin duda debe ser muy importante loque obliga a dos cazadores como ustedes, jefesy directores entre los suyos, a seguir los pasosde los Bandar-log -observó Kaa afablemente,pero llena de curiosidad.

-A decir verdad -empezó Baloo-, yo nosoy sino el anciano maestro de la ley, a las ve-ces bastante tonto, encargado de enseñársela alos lobatos de Seeonee, y Bagheera, aquí pre-sente...

-Es Bagheera -dijo la pantera negra, ce-rrando las quijadas con un golpe seco, porqueno estaba para modestias-. Esto es lo que nosocurre, Kaa: esos ladrones de nueces y de hojasde palmera se robaron a nuestro hombrecito, dequien quizás has oído hablar.

-Algo le oí a Ikki (cuyas púas son moti-vo de presunción para él), acerca de una espe-

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cie de hombre admitido en una manada de lo-bos. Pero no creí nada de eso. Ikki siempre an-da con cuentos que oye mal y cuenta peor.

-Pero. en el caso presente dijo la verdad.El hombrecito es tal, como jamás hubo otrocomo él -dijo Baloo-. El mejor, el más inteligen-te, el más apuesto de todos... mi discípulo quehará célebre el nombre de Baloo en todas lasselvas.., y, ¡bueno!, yo... o mejor dicho... noso-tros, lo queremos de veras, Kaa.

-¡Ts! ¡Ts! -respondió ésta, y sacudió lacabeza-; también yo supe lo que es querer.¡Podría narrarles cosas que...!

-Que exigirían una noche clara y unestómago lleno para apreciarlas debidamente -dijo Bagheera con prontitud-. Nuestro hombre-cito está ahora en poder de los Bandar-log, ynos consta que a nadie temen ellos más que aKaa, de todo el pueblo de la selva.

-A nadie más que a mí, y no les faltarazón -respondió Kaa-. Charlatanes, locos yvanos... vanos, locos y charlatanes: así son los

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monos. Pero si entre ellos hay algo humano,corre peligro. Les cansa pronto la nuez que co-gen, y la tiran. Son capaces de cargar una ramadurante medio día, proponiéndose hacer gran-des cosas con ella, y luego la parten en dos pe-dazos. No es digno de envidia, a la verdad, elhombrecito ése. Al insultarme, ¿no me llama-ron también pez amarillo?... ¿Eh?

-Lombriz... lombriz.., lombriz de tierra -respondió Bagheera-; y otras cosas más queahora no puedo repetir por vergüenza.

-Habrá que enseñarles a expresarse conmás respeto de su maestro. ¡Aaa-sss! Debere-mos refrescarles un tanto la memoria. Pero,díganme, ¿a dónde se llevaron al cachorro?

-Sólo la selva puede saberlo. Me pareceque hacia el lado donde se oculta el sol. Creía-mos que tú lo sabrías, Kaa.

-¿Yo? ¿Y cómo? Acostumbro apoderar-me de ellos cuando se me ponen a la mano,pero no voy a cazar a los Bandar-log, ni a las

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ranas, ni a esa espuma verde que hay en laslagunas, y que, para el caso, da lo mismo.

-¡Eh! ¡eh! ¡eh! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Mirahacia arriba, Baloo, de la manada de lobos deSeeonee!...

Baloo miró hacia arriba para ver dedónde salía la voz que lo llamaba, y vio a Rann,el milano, que descendía, deslizándose por elespacio con las alas desplegadas en cuyos bor-des, vueltos hacia arriba, brillaba el sol. Ya casiera la hora del sueño para Rann, pero hasta esemomento había estado buscando por toda laselva a Baloo, sin encontrarlo, por culpa delespeso follaje.

-¿Qué sucede? -interrogó Baloo.-Vi a Mowgli entre los Bander-log. él

mismo me encargó que te lo dijera. Estuve alacecho; lo llevaron al otro lado del río... a laciudad de los monos. . a las moradas frías. Lomismo optarán por quedarse allí una noche quediez, o que un rato. Encargué a los murciélagosque vigilaran durante las horas de oscuridad.

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Es cuanto tengo que decirte. ¡Buena suerte paratodos!

-¡Buena suerte, que llenes el buche yduermas bien, Rann! -gritó Bagheera-. No teolvidaré en mi próxima caza: reservaré para tila cabeza de lo que mate, porque eres el mejorde todos los milanos.

-Lo que hice no es nada.., no es nada. Elmuchacho recordó y dijo las palabras mágicas,y yo no pude menos que cumplir con mi deber-respondió Rann elevándose por el aire trazan-do círculos para dirigirse a su escondrijo.

-¡Vamos! Veo que no perdió la lengua -dijo Baloo con una sonrisa de satisfacción yorgullo-. ¡Y pensar que, siendo tan joven, re-cordó las palabras mágicas que sirven para lospájaros, en el mismo momento en que lo lleva-ban al través de los árboles!.

-¡Bien que se las metiste en la cabeza! -respondió Bagheera-. Pero estoy orgullosa deél. Ahora, vamos a las moradas frías.

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Todo el pueblo de la selva sabe dóndeestá aquel lugar, pero ninguno de ellos va nun-ca allí, porque lo que llaman las moradas fríases una antigua ciudad abandonada, perdida yhundida en la selva, y en contadas ocasiones seve que las fieras habiten un lugar donde anteshabitaron los hombres. Hará esto el jabalí, perono las tribus cazadoras. Por lo demás, aun losmonos vivían allí tan poco como en cualquierotro sitio fijo, y ningún animal que se respete seacercará hasta la distancia que alcance la vista,excepto en las épocas de sequía, cuando con-servaban un poco de agua las cisternas medioarruinadas y los estanques.

-Media noche nos tomará hacer la jor-nada.., yendo a toda velocidad -dijo Bagheera,y esto hizo que Baloo se pusiera muy serio.

-Iré tan rápidamente como pueda -respondió ansiosamente.

-No nos atrevemos a esperarte. Sígue-nos, Baloo; Kaa y yo no podemos ir a paso tar-do.

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-Con pies o sin pies, puedo correr tantocomo tú con los cuatro que tienes dijo Kaalacónicamente.

Baloo se esforzó en acelerar el paso, pe-ro al cabo tuvo que sentarse echando los bofes.Y así, lo dejaron para que fuera más despacio,en tanto que Bagheera se adelantaba con elrápido galope propio de la pantera.Kaa no dijo palabra, pero, por más que corrieraBagheera, la enorme serpiente pitón de la Peñano se dejaba adelantar. Al llegar a una torrente-ra llena de agua, venció Bagheera, porque laatravesó de un salto, mientras Kaa tenía quenadar, con la cabeza y una pequeña parte delcuello fuera del agua. Mas, al llegar de nuevo atierra, pronto la serpiente recuperó la distanciaperdida.

-¡ Por la cerradura que me dio la liber-tad, afirmo que eres andadora! -exclamó Bag-heera al disiparse la última luz del crepúsculo.

-Es que tengo hambre -respondió Kaa-.Además, me llamaron rana con manchas...

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-Lombriz.., lombriz de tierra... y amari-lla de añadidura.

-Lo mismo da. Sigamos adelante.Y parecía como si Kaa se derramara por

encima de la tierra, buscando con ojo certero elcamino más corto y siguiéndolo estrictamente.

Allá en las moradas frías, los monos, enlo que menos podían pensar, era en los amigosde Mowgli.

Habiéndose llevado al muchacho a laciudad perdida, quedaron con eso muy satisfe-chos por el momento. Jamás Mowgli, hasta en-tonces, había visto ninguna ciudad india, yaunque aquélla no fuera sino un montón deruinas, le pareció espléndida y maravillosa.Tiempo atrás la había edificado un rey en lacumbre de una colina, y todavía podía adivi-narse el trazo de las calzadas de piedra queconducían a las destrozadas puertas cuyasúltimas astillas colgaban de los goznes, comi-dos del moho. Crecían árboles a uno y otro ladode las paredes. Las almenas yacían hechas pe-

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dazos, y a lo largo de los muros pendían de lasventanas las enredaderas silvestres en grandesy apretadas masas.

La colina estaba coronada por un granpalacio sin techo; el mármol de patios y fuentesestaba rajado y cubierto de manchas rojas yverdes; en los mismos pisos empedrados de lospatios donde solían vivir los elefantes del rey,las piedras estaban separadas por la hierba ylos árboles nuevos que crecían entre ellas. Des-de el palacio podían verse numerosas hileras decasas sin techo que habían formado parte de laciudad y que ahora eran como destapadas col-menas llenas tan sólo de negras sombras. Podíaverse también la informe piedra que había sidoun ídolo en la plaza donde desembocaban cua-tro avenidas; y los hoyos y hoyuelos en las es-quinas de las calles donde en otro tiempo exis-tieron pozos públicos; y las rotas cúpulas de lostemplos con higueras silvestres que crecían alos lados.

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Los monos llamaban a ese lugar su ciu-dad y despreciaban al pueblo de la selva por-que vivía en el bosque. No obstante, nunca su-pieron para qué se habían levantado aquellosedificios ni cómo debían usarlos. Se sentabanformando círculos en la antecámara de la realsala del consejo, y se rascaban buscándose laspulgas y dándoselas de hombres.

O bien, entraban y salian corriendo deaquellas salas sin techo, recogían pedazos deyeso y ladrillos viejos, llevándolos a un rincón,para olvidarse al momento siguiente del lugardonde los habían escondido y empezar a pele-arse y a gritar en vacilantes grupos, poniéndoseluego, de pronto, a jugar, subiendo y bajandopor las terrazas del jardín real, sacudiendo losrosales y los naranjos por diversión para vercaer las flores y los frutos. Ya habían exploradotodos los pasadizos y caminos subterráneos quehabía en el palacio, y los centenares de oscuraspequeñas salas; pero nunca se acordaron de loque vieron o dejaron de ver, y así se paseaban

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de uno en uno, por pares o por grupos, y sedecían los unos a los otros que hacían lo mismoque hacen los hombres. Bebían en las cisternas,ensuciaban el agua, armaban peleas por estacausa y después, en montón, se lanzaban juntosgritando: "No hay nadie en la selva tan sabio,probo, inteligente, fuerte y discreto como losBandar-log." Volvían entonces a las andadas,hasta que, al fin, se cansaban de estar en la ciu-dad y regresaban a las copas de los árbolesabrigando la esperanza de que se fijara en ellosel pueblo de la selva.

A Mowgli no le gustó este género de vi-da, ni llegó a entenderlo, porque había sidoeducado según la ley de la selva. Tocaba a sufin la tarde cuando los monos se lo llevaron alas moradas frías, y, en vez de irse a dormir,como hubiera hecho Mowgli después del largoviaje, se cogieron de las manos y empezaron abailar y a cantar las canciones más disparata-das. Uno de los monos les echó un discurso enel que afirmó que la captura de Mowgli marca-

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ba un hito nuevo en la historia de los Bandar-log, porque les ensenaría a construir, con palosy cañas, un refugio contra la lluvia y el frío.Mowgli cogió algunas enredaderas y empezó aentretejerlas, y los monos trataron de imitarlo;pero al cabo de pocos minutos dejó de intere-sarles aquello y empezaron a estirarse la colalos unos a los otros, o a saltar, puestos a gatas ytosiendo.

-Quisiera comer -dijo Mowgii-. Soy fo-rastero en esta parte de la selva. Denme comi-da, o permiso para cazar aquí.

Veinte o treinta monos saltaron rápida-mente fuera del recinto para traerle nueces ypapayas silvestres. Pero en el camino se enzar-zaron en una pelea y les pareció luego dema-siada molestia regresar con los restos de aque-llos frutos.

Mowgli sentía el cuerpo dolorido, esta-ba tan malhumorado como hambriento; andu-vo errante por la ciudad abandonada, lanzandode cuando en cuando el grito de caza de los

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forasteros; pero, al no contestarle nadie, se con-venció de que a la verdad había ido a parar aun lugar pésimo.

-Cuanto dijo Baloo respecto de los Ban-dar-log no es más que la verdad -pensó-. Notienen ley, ni grito de caza, ni jefes... No másque loca palabrería y unas manos muy peque-ñas y muy ladronas. Por tanto, si me matan dehambre o de cualquier otra manera, a nadiepodré culpar más que a mí mismo. Pero he dehacer todo lo posible por volver a mi propiaselva. Baloo me pegará, ciertamente, pero pre-fiero eso que ir estúpidamente a caza de lashojas de rosal en compañía de los Bandar-log.

No bien llegó a las murallas de la ciu-dad, lo hicieron retroceder los monos, diciéndo-le que no se daba cuenta de la felicidad que lehabía caído con estar allí, y le pellizcaban paraenseñarle a ser agradecido. Apretó Mowgli losdientes y nada dijo, pero se dirigió, entre elalboroto producido por los monos, a una terra-za ubicada sobre los depósitos de piedra roja

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destinados al agua y que entonces se hallabanllenos a medias. En el centro de la terraza habíaun cenador de mármol blanco construido parauso de reinas que habían muerto hacía cienaños. Su techo, en forma de cúpula, se encon-traba medio hundido, y, al caer, había obstrui-do el pasadizo subterráneo que comunicabacon el palacio, y que en otro tiempo estabaabierto para que por él pudieran pasar las rein-as. Pero las paredes estaban hechas de unasuerte de biombos de mármol recortado, y erauna hermosísima labor calada, blanca como laleche, con incrustaciones de ágata, cornalina,jaspe y lapislázuli. Cuando la luna se asométras la colina, brilló al través de los calados, yproyecté sobre el suelo sombras parecidas a unbordado de terciopelo negro. Por más lastima-do de los lomos, soñoliento y muerto de ham-bre que se sintiera Mowgli, no pudo menos dereír cuando veinte de los Bandar-log, hablandoa la vez, empezaron a decirle lo grandes, inteli-gentes, fuertes y cuerdos que eran, y la locura

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que él había cometido al pretender escapar deellos.

-Somos grandes, somos libres, somosadmirables. El más admirable pueblo que hayen toda la Selva, somos nosotros. Todos deci-mos esto, de donde se sigue que tiene que serverdad -gritaban-. Pero, ésta es la primera vezque puedes escucharnos, y seguramentetendrás ocasión de repetir nuestras palabras alpueblo de la selva para que en adelante se fijeen nosotros; por tanto, diremos cuanto se refie-re a nuestras valiosísimas personas.

Mowgli no objeté nada a esto. Los mo-nos, varios centenares, se reunieron en la terra-za para escuchar a sus propios oradores. estosentonaban alabanzas a los Bandar-log, y cuan-tas veces uno de los oradores callaba duranteun instante para tomar aliento, los demás grita-ban al unísono:

-¡Muy cierto! ésa es también nuestraopinión!

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Mowgli afirmaba con la cabeza y par-padeaba, añadía un "sí" cuando le preguntabanalgo y sentía que le daban vahídos, aturdidopor el alboroto.

Tabaqui el chacal -pensaba- seguramen-te mordió a todos éstos, y por eso se volvieronlocos. A la verdad esto es dewanee, la locura.¿No dormirá nunca esta gente? Por allá veo unanube que cubrirá a la luna. ¡Ojalá la nube seabastante grande! Así podría escaparme, am-parándome en la oscuridad. Pero me sientofatigado.Al mismo tiempo que Mowgli, dos amigos deél miraban aquella misma nube desde los fosos,cegados a medias, que circundaban las mura-llas de la ciudad. Bagheera y Kaa sabían lo pe-ligroso que era enfrentarse con el pueblo de losmonos cuando éstos se reunian en crecidonúmero, y no querían arriesgarse demasiado.Porque los monos nunca aceptan la lucha, co-mo no sea en proporción de cien a uno y pocos

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son los habitantes de la selva que aceptan tandesiguales condiciones.

-Me dirigiré al lado oeste de la muralla -musitó Kaa en voz tan baja que pareció un su-surro-; desde allí me lanzaré rápidamente,aprovechando el declive del terreno. A mí no seme echarán encima a centenares, pero...

-Yo sé lo que haré. ¡Si Baloo estuvieraaquí!... Pero tendremos que limitarnos a lo quepodamos. Cuando esa nube cubre la luna alpasar junto a ella, iré a la terraza. Están allí ce-lebrando una suerte de consejo para hablar delmuchacho.

-¡Buena caza! dijo Kaa con aire fiero y sedeslizó suavemente hacia el lado occidental delmuro.

Era éste, por casualidad, el que se en-contraba mejor conservado; la enorme serpientetardó un poco en encontrar un camino transita-ble por entre las piedras.

La nube cubrió la luz de la luna. Cuan-do Mowgli se preguntó qué iba a acontecer

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entonces ahí, oyó los ligerísimos pasos de Bag-heera que estaba ya en la terraza. Había subidoel declive casi sin ruido y empezó de inmediatoa repartir golpes -ya que comprendió que mor-der sería perder el tiempo- a derecha y a iz-quierda entre la multitud de monos que, entorno de Mowgli, estaban sentados en círculosde cincuenta o sesenta de fondo.

Se escuchó un aullido general de miedoy de rabia, y entonces, al tropezar Bagheera conlos cuerpos que rodaban por el suelo pateandodebajo del suyo, uno de los monos chilló:

-¡Nada más es uno, uno solo! ¡Mátenlo!¡Mátenlo!

Se arrojó contra Bagheera un desorde-nado montón de monos que mordían, araña-ban, rasgaban y arrancaban cuanto les salía alpaso, en tanto que cinco o seis se apoderaron deMowgli, lo arrastraron a lo alto del cenador y lometieron por un agujero de la rota cúpula y lodejaron caer dentro de ella. Hubiera sufridoserio daño cualquier muchacho educado entre

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los hombres, pues la caída, cuando menos, fuede cuatro metros de altura; pero Mowgli cayóde pie, tal como Baloo lo había enseñado.

-Allí te quedas -le gritaron- hasta quematemos a tus amigos, y luego vendremos ajugar contigo... si te dejó con vida el puebloVenenoso.

-¡Ustedes y yo somos de la misma san-gre! -dijo Mowgli apresurándose a decir laspalabras mágicas que sirven para las serpientes.Oía claramente roces y silbidos entre las pie-dras que lo rodeaban, y, para mejor asegurarse,tornó a gritar lo mismo.

-¡Esss verdad! ¡Ustedes! ¡Abajo las capu-chas! -exclamaron media docena de voces muysuaves; cada sitio en ruinas se convierte en laIndia, tarde o temprano en morada de serpien-tes y el antiguo cenador era un hervidero decobras-. Permanece quieto, hermanito, para quetus pies no nos lastimen.

Mowgli procuró mantenerse lo masquieto posible; miraba al través de los calados

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de mármol y escuchaba el ruido de la rabiosalucha que los monos libraban contra la panteranegra: eran aullidos, rechinar de dientes y gol-pes secos de la refriega; y asimismo se percibíael profundo y ronco resoplido de Bagheeramientras retrocedía, avanzaba, se revolvía o sehundía bajo las enormes masas de sus enemi-gos. Por primera vez en su vida, Bagheere lu-chaba únicamente por salvar su piopio pellejo.

Por aquí cerca debe andar Baloo porqueBagheera no se hubiera arriesoado a venir sola -pensó Mowgh.Y entonces gritó:

-A las cisternas. Bagheera, a las cister-nas! ¡Vete a ellas y zambúllete dentro. ¡Al agua!

Al escuchar la voz de Mowgli, Bagheerasupo que estaba el muchacho a salvo, y enton-ces sintió renacer sus fuerzas. Desesperada-mente, metro a metro y repartiendo golpes ensilencio, se abrió camino en direccion de lascisternas.

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En ese momento, desde el muro en rui-nas que estaba mas proximo a la selva, se elevóel rugiente grito de guerra de Baloo. El buenoso. hizo todo cuanto pudo; pero aun asi, no lefue posible llegar antes.

-¡Bagheera, aquí estoy! -gritó-. ¡Ahorasubo! ¡Corro en tu ayuda! ¡Ahuworaaa! ¡Resba-lan las piedras bajo mis plantas, pero espérame!¡Ah, infames Bandar-log!

Llegó a la terraza casi sin aliento, e in-mediatamente su cuerpo desapareció, hasta elcuello, bajo una verdadera oleada de monos;pero se plantó resueltamente en dos pies, abriólos brazos, cogió entre ellos el mayor númeroposible de enemigos y empezó a golpeados conun no interrumpido ¡paf! ¡paf! ¡paf! que parecíael chapoteo de una rueda de palas. El ruido dealgo que cayó en el agua hizo saber a Mowglique Bagheera había logrado abrirse paso hastala cisterna, en la que ya no podían perseguirlalos monos.

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Hallábase echada la pantera, respirandoanhelosamente por la boca con el agua hasta elcuello, en tanto que los monos la vigilaban des-de los rojos escalones sentados en filas de tresen fondo; subían y bajaban rabiosamente, pres-tos a saltar sobre ella, desde todos los lados a lavez, si ella intentaba salir para ayudar a Baloo.

Fue entonces cuando Bagheera levantóla cabeza -el agua le chorreaba de la barba-, y,perdida ya toda esperanza, lanzó en busca deprotección el grito que sirve para las serpientes:"Tú y yo somos de la misma sangre"; creyó que,en el último minuto, Kaa se había vuelto atrás.Inclusive Baloo, medio ahogado bajo la masa demonos que no lo dejaba avanzar en el borde dela terraza, no pudo reprimir la risa cuando oyóque la pantera negra pedía auxilio.

Pero en aquellos precisos momentosKaa se acababa de abrir paso entre el muro si-tuado hacia el oeste; el último esfuerzo quehizo para trasponerlo, hizo que se produjera undesprendimiento en las piedras de la albardilla,

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y una piedra rodó hasta el fondo del foso. Noquiso desperdiciar ninguna de las ventajas quele proporcionaba aquel terreno; se enroscó ydesenroscó varias veces para comprobar que sucuerpo tenía amplia capacidad para trabajarcon lucimiento.

Hizo esto en tanto que se desarrollaba lalucha en que Baloo desempeñaba el principalpapel; en tanto que en derredor de Bagheera, enla cisterna, aullaban los monos, y mientrasMang, el murciélago, volando de un lado aotro, llevaba la noticia de la gran batalla portoda la selva, de tal manera que inclusiveHathi, el elefante salvaje, empezó a dar brami-dos, y a lo lejos, grupos dispersos de monosque se despertaron, fueron brincando entre losarboles, a prestar ayuda a sus compañeros delas moradas frías, al mismo tiempo que se pon-ían alerta todas las aves diurnas de algunasleguas a la redonda.

Entonces, rápidamente, Kaa atacó enlínea recta, sintiendo el vivo deseo de matar.

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Todo el poder que tiene en la lucha una ser-piente pitón, estriba en el empuje con que sucabeza embiste, apoyada por el fuerte y pesadocuerpo. Si se imagina el lector una lanza, unariete o un martillo que pese media tonelada, yque pueda ser movido por una inteligencia,fría, calmosa, que resida en el mango o en elasta, tendrá una idea aproximada de lo que eraKaa en el terreno de la lucha. Una serpientepitón, de no más de un metro, o un metro ymedio de longitud, puede perfectamente derri-bar a un hombre si se lanza contra él de frente yle pega en mitad del pecho. Pues bien: hay querecordar que Kaa medía nueve metros de largo.Su primera embestida fue contra el centro de latremenda masa que rodeaba a Baloo. Fue unaarremetida a boca cerrada, silenciosa. No nece-sitó ir acompañada de la segunda. Los monoshuyeron en desbandada, gritando:

-;Kaa! ¡Es Kaa! ¡Huyan! ¡Huyan!Generaciones enteras de monos habían

aprendido a hacer lo que era debido en presen-

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cia de Kaa, gracias a las narraciones que sobreésta habían escuchado de sus mayores; sobreésta, a quien llamaban ladrona nocturna, quepodía deslizarse a lo largo de las ramas de losárboles con el mismo silencio con que crece elmusgo, y llevarse consigo al mono más fuerteque jamás vivió en el mundo; sobre la viejaKaa. que tenía suma pericia para tomar el as-pecto de una rama muerta o de un tronco deárbol carcomido, de tal manera que hasta losmás hábiles se engañaban, hasta que el troncose apoderaba de ellos. Kaa, representaba paralos monos lo más temible de la selva, porqueninguno de ellos sabía hasta dónde llegaba supoder; ninguno osaba mirarla cara a cara, yjamás nadie salió con vida de entre sus anillos.

Por todo esto, muertos de miedo, huye-ron hacia los muros y los techos de las casas, y,al cabo, Baloo pudo respirar. Su piel era másgruesa que la de Bagheera, pero había sufridogravemente en la lucha.

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Por primera vez, abrió Kaa la boca yemitió un largo silbido, que era una de sus pa-labras; esto hizo que los monos que acudíanpresurosos desde lejos en defensa de sus her-manos de las moradas frías, detuviéranse ins-tantáneamente en el lugar donde estaban, com-pletamente acobardados, y su peso hacía doblary crujir las ramas. Cesó la algazara de los que seencontraban sobre los muros y las casas vacías,y, en medio del silencio que reinó en la ciudad,Mowgli oyó a Bagheera sacudiéndose de enci-ma el agua, al salir de la cisterna.

De nuevo estalló entonces la algarabíade antes. Los monos se encaramaron por losmuros a mayor altura; asiéndose al cuello delos grandes ídolos de piedra, chillaron saltandopor los almenados muros. Y mientras estoacontecía, Mowgli, bailoteando en el cenador,miraba por los calados del mármol y graznabacomo un búho en son de burla para demostrarsu alegría.

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-Saca al hombrecito fuera de esa trampa,pues yo ya no puedo hacer nada más -dijo Bag-heera casi sin aliento-. Cojámoslo y vámonos;podría ser que de nuevo nos atacaran.

-No se atreverán a moverse hasta que yose los mande. ¡Quietos! ¡Asssi! -silbó Kaa, y unavez más la ciudad quedó en silencio.

Continuó Kaa, dirigiéndose a Bagheera:-No pude venir antes, hermana; pero me

pareció haberte oído llamar...-Puede ser. . . puede ser que haya grita-

do en mitad de la lucha iespondió Bagheera-.Baloo, ¿te hicieron daño?

De tanto estirarrne, no estoy muy s eurode que no me hayan convertido en un centenarde pequeños oseznos -respondió gravementeBaloo, alargando una pata y luego la otra-.¡Wow!. .. Tengo todo el cuerpo dolorido... Kaa,creo que a ti te debemos la vida Bagheera y yo...

-¡Qué más da! ¿Dónde está el hombreci-to?

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Aquí en la trampa! No puedo trepar pa-ra salir de ella -gritó Mowgli. Veía sobre sucabeza la curva de la rota cúpula.

-Sáquenlo de aquí. Baila y baila comoMao, el pavo real, y aplastará a nuestros pe-queñuelos -dijeron desde dentro las cobras.

-¡Ja, ja, ja! -se rió Kaa-. Donde quiera tie-ne amigos este hombrecito. Échate un pocohacia atrás. Y ustedes, Pueblo Venenoso,escóndanse. Derribaré la pared.

Kaa examinó detenidamente para des-cubrir en los calados de mármol una grieta queindicara un punto débil; dio encima dos o tresgolpecitos con la cabeza para calcular la distan-cia conveniente, y luego, levantando por com-pleto del suelo el cuerpo, en una longitud decerca de dos metros, dio con toda su fuerzamedia docena de terribles testaradas y su narizfue la primera que pegó contra el mármol. Elcenador cayó en pedazos envueltos en una nu-be de polvo y de escombros. Mowgli saltó porel boquete abierto y se arrojó entre Baloo y

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Bagheera y pasó un brazo en torno del cuellode cada uno.

-¿Te hicieron daño? -preguntó Baloo,abrazándolo tiernamente.

-Me duele todo el cuerpo, tengo hambrey estoy lleno de cardenales. Pero... ¡oh! ¡Cómolos pusieron a ustedes! . . . ¡Están cubiertos desangre!

-Otros también lo están -respondió Bag-heera relamiéndose y mirando el gran númerode monos muertos que había en la terraza, enderredor de la cisterna.

-¡Eso no es nada... no es nada! -gimoteóBaloo-. ¡Lo importante es que tú te hayas salva-do, ranita mía, orgullo mío!

-Ya hablaremos de eso más tarde -dijoBagheera, tan secamente que Mowgli se sintiódesazonado-. Pero aquí está Kaa, a la cual de-bemos nosotros haber ganado la batalla, y tú, lavida. Dale las gracias, segun es nuestra cos-tumbre, Mowgli.

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Se volvió éste, y vio, a muy poca distan-cia de su cabeza, a la gran serpiente pitón, quebalanceaba la suya.

-De modo que éste es el hombrecito -observó Kaa-. Su piel es muy fina, y ciertamen-te tiene parecido con los Bandar-log. Cuídate,hombrecito, de que no me equivoque y te tomepor un mono, algún día, cuando haya acabadode cambiar de piel.

-Tú y yo somos de la misma sangre -respondió Mowgli-. Me salvaste la vida estanoche. Será para ti, Kaa, lo que yo mate en lacaza, siempre que sientas hambre.

-Mil gracias, herrnanito -dijo Kaa, cuyosojos brillaron maliciosamente-. ¿Qué puedematar tan fiero cazador? Pido permiso desdeahora para seguirle cuando vaya de caceria.

-Nada mato. .. Soy demasiado pequeñopara ello. Con todo, acorralo a las cabras y lashago ir al sitio en que están los que puedenapoderarse de ellas. Cuando tengas el vientrevacío, ven conmigo y verás si te engaño. Soy un

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tanto diestro en el manejo de éstas -añadiómostrando sus manos-; si algún día llegas acaer en una trampa, podría pagarte entonces ladeuda que he contraído contigo, con Baghera ycon Baloo, aquí presentes. ¡Buena suerte paratodos, maestros míos!

-¡Bien dicho! -gruñó Baloo, pues vio lahabilidad con que había dado Mowgli las gra-cias.

Kaa dejó caer suavemente por un mo-mento su cabeza sobre el hombro del mucha-cho y le dijo:

-Es tan grande tu corazón, como cortéstu lengua. Ambos te llevarán muy lejos en laSelva, hombrecito. Ahora, márchate pronto deaquí con tus amigos. Márchate y ve a dormir; laluna va a dejamos y no es conveniente que veaslo que sucederá.

Desaparecía la luna tras las colinas, y di-ríase que las filas de monos, temblando demiedo, agrupados sobre los muros y las alme-nas, parecían la rota y movible orla de aquel

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escenario. Baloo se dirigió a la cisterna parabeber, Bagheera se alisaba la piel y Kaa se des-lizó hasta el centro de la terraza, cerrando laboca con un sonoro crujido que atrajo las mira-das de todos los monos.

-La luna se oculta -dijo-. ¿Hay suficienteluz todavía para que puedan verme?

De los muros se desprendió una especiede gemido semejante al que produce el Vientoen las copas de los árboles.

-Todavía podemos verte, Kaa -se oyó.-Está bien. Empieza ahora la danza.., la

Danza del Hambre de Kaa. Esténse quietos ymiren.

Se enroscó entonces dos o tres veces enforma de un gran círculo y balanceó la cabezade derecha a izquierda. Luego empezó a formarcon su cuerpo óvalos y ochos, triángulos visco-sos de vértices romos que se disolvían en cua-drados y pentágonos y torres hechas de anillos.No descansaba un momento, no se apresurabanunca, no cesaba el zumbido de su canción es-

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pecial. Oscurecía cada vez más, hasta que deja-ron de verse al fin las cambiantes ondulacionesde la serpiente; con todo, podía aún oírse elrumor que producian sus escamas.Como si fuesen de piedra, se quedaron paradosBaloo y Bagheera, lanzaban sordos aullidosguturales y erizaban los pelos del cuello. Mow-gli miraba todo aquello sorprendido.

-Bandar-log -dijo al fin Kaa-: ¿Puedenmover los pies o las manos sin que yo se lo or-dene? ¡Hablen!

-No podemos hacer eso sin orden tuya,Kaa.

-¡Así está bien! Den un paso al frente.Acérquense.

Sin poder resistir, las filas de monos seinclinaron hacia adelante; al mismo tiempo queellas, dieron también un paso, inconsciente-mente, Bagheera y Baloo.

-¡Más cerca! -siibó Kaa, y los monos semovieron de nuevo.

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Mowgli puso sus manos sobre Baloo yBagheera para llevárselos de allí, y las dosenormes fieras echaron a andar como si desper-taran de un sueño.

-No quites tu mano de mi hombro -bisbisó Bagheera-. No la quites, o no podré me-nos de retroceder. . . tendré que ir a donde estáKaa. ¡Aah!

-¡Pero si no hace otra cosa que trazarcírculos en el suelo! -dijo Mowgli-. Vámonos.

Y los tres escaparon por un boqueteabierto en las murallas y se dirigieron a la Sel-va.

-IWoof! -gruñó Baloo al encontrarse denuevo bajo los árboles-. Nunca más buscaré aKaa para aliada. -Y sacudió el cuerpo.

-Sabe más que nosotros -dijo Bagheeratemblando-. Si me quedo allí un rato más,hubiera ido a parar derecho a su garganta.

-Antes de que salga de nuevo la luna,muchos serán los que vayan a parar a ella -afirmó Baloo-.. ¡Buena caza tendrá.., a su modo!

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-Pero, ¿cuál era el significado de todoaquello? -preguntó Mowgli, porque ignoraba elpoder de fascinación de Kaa-. No vi sino a unaenorme serpiente que trazaba círculos del mo-do más idiota, hasta que quedamos en la oscu-ridad. Y tenía la nariz muy hinchada. ¡Jo, jo, jo!

-Mowgli -le dijo Bagheera de muy malhumor-: si su nariz estaba hinchada, fue por tuculpa; por tu culpa también están mis orejas,mis flancos, mis patas y el cuello y pecho deBaloo llenos de mordiscos. En muchos días, nopodrán cazar a gusto ni Bagheera ni Baloo.

-No importa -respondió Baloo-; reco-bramos al hombrecito.

-Es verdad, pero nos costó nuestrotiempo, el cual hubiéramos podido emplearmucho mejor en una buena cacería. Tambiénnos costó nuestras heridas, nuestro pelo (tengoraída a medias la espalda), y nuestra honra,finalmente. Porque, recuerda, Mowgli, que yo,la pantera negra, hube de llamar en auxilio míoa Kaa, y Baloo y yo quedamos aturdidos come

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pajarillos al ver la Danza del Hambre. Todoesto, por haber ido tú a jugar con los Bandar-log.

-Es verdad, es verdad -respondió contristeza Mowgli-. Soy un hombrecito muy malo,y aquí, en mi pecho, siento la tristeza de haber-lo sido.

-¡Je! ¿Cómo dice la ley de la selva, Ba-loo?

Éste no deseaba acumular más desdi-chas sobre Mowgli, pero tampoco podía hacerburla de la ley, de manera que murmuró:

-No libra del castigo el arrepentimiento.Pero recuerda, Bagheera que todavía es muychico -añadió.

-Lo recuerdo, pero, puesto que cometióuna falta, hay que pegarle. ¿Tienes algo quedecir, Mowgli?

-Nada. Hice mal. Baloo y tú están heri-dos. Es justo.

Entonces Bagheera le dio media docenade golpes; juzgándolos con criterio de pantera,

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fueron leves y cariñosos y apenas hubierandespabilado a uno de sus cachorros. Pero paraun niño de siete años, fue una paliza en verdadfenomenal, y ciertamente el lector no hubieraquerido recibirla. Cuando terminó el castigo,Mowgli estornudó y se enderezó de nuevo, sindecir palabra.

-Ahora dijo Bagheera-, siéntate en milomo, hermanito, y volvamos a casa.

Cosa muy hermosa en la ley de la selvay que puede notarse fácilmente es que el casti-go salda en definitiva las cuentas pendientes, yya no se habla más del asunto.

Se tendió Mowgli en el lomo de Baghee-ra, apoyó en él la cabeza y tan profundamentese durmió, que ni siquiera despertó cuando lopusieron junto a mamá Loba, en la cavernadonde tenía su hogar.

Canción de los Bandar-log al ponerse encamino

¡Como un festón flotante aquí estamos,lanzados hacia la envidiosa luna!

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¿Querrían ustedes ser uno de los nuestros?¡Más de dos manos tener! ¡Oh, dicha!¿Y esta cola, cual arco de cupido,no envidian? ¿Gustaríales una?Pero, tranquilícense, hermanos,se adivina, sí, en su espalda, el rabo.

¡Sobre la fronda quietos estamos,en largas filas hermosuras sin fin meditando;imaginando cosas grandes que, ¡vamos!,al momento se trocarán en realidades;algo que noble, grande y bueno sea...que con desearlo sólo, se conquiste!¡Lo verán, sí! ¡Pero, hermanos,se adivina, en su espalda, el rabo!

Tantas voces de fieras o aves,o bien de los murciélagos que chillan(de animales que tengan escama, pluma o pe-lo),cuantas en nuestra vida hayamos escuchado,mezclemos, y repitiéndolas cien vecesproduzcamos rápida y confusa algarabía.¡Grandioso, excelente! Como los hombres

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al hablar harían, esa pauta nosotros seguimos.¿No lo somos?... Hermanos,se adivina, sí, en su espalda, el rabo.

Costumbres son éstas del pueblode los monos, y ésta es la vida.

¡Corran entre los pinos, busquen la vidsilvestre;formen en nuestras filas, vengan con nosotros!¡Qué ruido metemos al despertarnos se escu-cha!¡Que haremos cosas grandes, no puedan dudar-lo!

De cómo vino el miedoCuando secos están arroyo y laguna,

todos somos hermanos;mezclados nos ven las riberas,ardientes las bocas, polvo en los flancos,sin deseos de caza,y por temor igual paralizados.Junto a su madre, puede tímido verel cervato al lobo desmedrado;mira el gamo tranquilo los colmillos

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que a su padre mataron.Cuando secos están charco y arroyo,todos somos hermanos.hasta que alguna nube la respetada"tregua del agua" rompa,y nos mande lluvia y anhelada caza,nuestro encanto.

Previstos están, por la ley de la selva (lamás antigua del mundo) la máxima parte de losacontecirnientos con que su pueblo pudieraenfrentarse, por lo que, hoy por hoy, es uncódigo casi tan perfecto como el tiempo y lacostumbre pudieron llegar a constituirlo. Si ellector pasó sus ojos por las narraciones transcri-tas relativas a Mowgli, recordará sin duda queel muchacho pasó la mayor parte de su vidacon la manada de lobos de Seeonee, y queaprendió la ley con Baloo, el oso pardo. Fue elpropio Baloo quien le explicó, cuando el mu-chacho daba muestras de impaciencia por tan-tas órdenes que recibía constantemente, que laley era como una enredadera gigante, ya que

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alcanza a todas las espaldas sin quedar exentaninguna de sentir su peso.

-Una vez que hayas vivido los años queyo he vivido, hermanito, te darás cuenta de quela selva obedece, a lo menos, a una ley -dijoBaloo-. Esto no te parecerá muy agradable -añadió.

Mowgli no paró mientes en esta conver-sación, porque cuando un muchacho pasa lavida comiendo y durmiendo, no le importan unardite las demás cosas, sino hasta que suena lahora de enfrentarse con ellas. Pero hubo un añoen que las palabras de Baloo resultaron certísi-mas y exactas; entonces Mowgli fue testigo deque toda la Selva estaba bajo el imperio de laley.

Esto empezó cuando escasearon de ma-nera alarmante las lluvias de invierno, y cuanoIkki, el puerco espín, al topar con Mowgli entreunos bambúes, le explicó que se estaban secan-do las patatas silvestres. Pero, bueno: todo elmundo ya está enterado de lo ridículamente

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escrupuloso que es Ikki acerca de escoger sualimento, y de que sólo elige las cosas mejores ymás en sazón. Por tanto, Mowgli se rió y le dijo:

-¿Qué tiene eso que ver conmigo?-No mucho, al presente -respondió Ikki,

e hizo sonar sus púas muy tenso y violento-.Pero ya veremos mas tarde. ¿Sigues todavíabañándote en la laguna que hay en la roca, alláen la Peña de las Abejas, hermanito?

-No. El agua es tan tonta que se va eva-porando, y no quiero romperme la cabeza -dijoMowgli, que en aquellos tiempos sentíase tansabio como cinco juntos de los que formaban elpueblo de la selva.

-Tú te lo pierdes. Si te la rompieras unpoco, acaso por la rotura te entraría algo dejuicio.

Ikki echó a correr agachando la cabezapara que Mowgli no le tirara de las cerdas delhocico; el muchacho le contó después a Baloo loque aquél había dicho.

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El oso, en tono grave, murmuró entredientes:

-Si estuviera solo, cambiaría de cazade-ro, antes que los demás empezaran a preocu-parse. Pero ya sabemos que siempre acaba enlucha cazar en país extraño, y podría sucederque le causaran daño al hombre cachorro. Es-peraremos y veremos cómo florece el mohwa.

Pero aquella primavera no floreció elárbol de mohwa al que tanto cariño tenía Baloo.Por culpa del calor murieron antes de nacer losverdosos, lechosos capullos, parecidos a la cera;sólo cayeron algunos malolientes pétalos cuan-do él sacudió el árbol, puesto en dos patas con-tra el tronco. Luego, centímetro a centímetro,fue penetrando el incesante calor en el corazónde la selva, e hizo que todo se revistiera de co-lor amarillo, primero; después, de color de tie-rra, y al fin, de color negro. Los matorrales y lasmalezas que bordeaban los barrancos se secópoco a poco hasta convertirse en algo parecidoa alambres rotos, y en enroscadas fibras de ma-

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teria muerta; gradualmente perdieron el agualas escondidas lagunas y sólo el barro quedó enellas, el cual conservó la más tenue huella enlos bordes como si hubiera sido vaciado en unmolde de hierro; las jugosas enredaderas quecolgaban de las árboles, cayeron y murieron alpie de ellos; sccáronse los bambúes y produje-ron un ruido agudo cuando soplaba el vientocálido; empezó a morirse el musgo y dejabapeladas las rocas, hasta en el corazón de la sel-va, de tal manera que quedaron desnudas yardientes como piedras azules que brillaban enlos cauces.

Los pájaros y los monos emigraron des-de el comienzo del año hacia el norte, porquesabían lo que se vendría encima; el ciervo y eljabalí se internaron en los devastados camposde los aldeanos y murieron ellos también, a lasveces, a la vista de los hombres que estabandemasiado débiles para matarlos. Pero noemigró Chil, el milano, y tuvo oportunidad deengordar, ya que abundó la carroña, y cada

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tarde les llevaba la noticia a las fieras, cuyapostración les impedía ir a la búsqueda de nue-vos cazaderos, de que el sol mataba poco a po-co a toda la selva en una extensión de tres díasde vuelo, desde ese punto, en todas direcciones.

Nunca había sabido Mowgli en verdadlo que era el hambre, pero ahora tuvo que con-tentarse con miel vieja, de tres años, que raspa-ba de colmenas abandonadas hechas en la ro-ca...; era una miel negra como la endrina espol-voreada con azúcar seco. Cazó también gusani-llos de los que taladran la corteza de los árbo-les, y en no pocas ocasiones robó a las avispaslas crías que sus avisperos. Toda la caza quequedaba en la selva no era más que piel y hue-sos; Bagheera mataba tres veces en una solanoche y ni así obtenía lo que necesitaba paracalmar su apetito. Pero la peor calamidad era lafalta de agua, ya que, aunque raras veces bebael pueblo de la selva, ha de beber en gran can-tidad, cuando lo hace.

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Siguió adelante el calor y secó todahumedad, y al fin el cauce del río Waingungafue el único lugar donde corría aún un hilillo deagua entre las muertas riberas.

Y cuando Hathi, el elefante salvaje, cuyavida puede alcanzar cien años o más, vio queen el centro mismo de la corriente asomaba unlargo, descarnado y azul banco de piedra com-pletamente seco, comprendió que lo que teníaante su vista era la Peña de la Paz, y entonces,de cuando en cuando, levantó la trampa y pro-clamó la Tregua del Agua, como la había pro-clamado su padre antes que él, cincuenta añosatrás. Le hicieron coro, con ronca voz, el ciervo,el jabalí y el búfalo; Chil, el milano, voló entodas direcciones describiendo círculos, chi-llando y silbando para extender la noticia.

De acuerdo con la ley de la selva, desdeel momento en que ha sido proclamada la Tre-gua del Agua, es castigado con la pena demuerte el que mata en los sitios destinados abeber. Beber es antes que comer: ésta es la

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razón. Cuando lo único que escasea es la caza,cualquiera puede irla pasando mal que bien enla selva. Pero el agua es el agua, y toda cazaqueda en suspenso mientras el pueblo de laselva tenga que ir por necesidad al único ma-nantial que quede. Durante las estaciones bue-nas, cuando el agua abundaba, quienes queríanbeber en el río Waingunga (o en cualquier otrositio, que para el caso es lo mismo) lo hacían ariesgo de su vida, y dicho riesgo contribuía, engran parte, al atractivo de las excursiones noc-turnas. Moverse con tal destreza que ni unahoja se moviera al paso; atravesar el vado, conel agua hasta la rodilla, en sitios en que es bajael agua, cuyo ruido apaga todo rumor; mirarhacia atrás, por encima del hombro, mientras sebebe, con cada músculo tenso para dar el pri-mer salto desesperado de loco terror; revolcarseen la arena de la orilla y regresar luego, húme-do el hocico y bien repleto el vientre, a la ma-nada que admira al atrevido... todo esto eraalgo delicioso para el gamo joven dotado de

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buenos cuernos, precisamente porque sabíanque, cuando nadie lo pensara, acaso Bagheera oShere Khan se lanzarían sobre ellos y les quitar-ían la vida. Mas ahora había terminado todoaquel juego que podía ser mortal: acercábasehambriento y triste todo el pueblo de la selva alrío cuyo cauce parecía haberse estrechado; eltigre, el oso, el ciervo, el jabalí, el búfalo, todosjuntos, bebían en sucias aguas y allí permanec-tan, sin fuerzas para moverse.

Durante todo el día el ciervo y el jabalíse habían movido de un lado a otro buscandoalgo mejor que cortezas secas y hojas muertas.Los búfalos no habían encontrado lodazales enqué refrescarse ni verdes sembrados en dondepudieran saciar su hambre. Las serpientesabandonaron la selva y bajaron al río con laesperanza de encontrar allí alguna rana perdi-da. Permanecían quietas, enroscadas en algunapiedra húmeda, y ni siquiera se enfrentabancon el jabalí cuando éste con el hocico las saca-ba de su lugar. Tiempo hacía que las tortugas

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de río habían sido exterminadas por la habilí-sima cazadora Bagheera; los peces del río sehabían enterrado ellos mismos profundamenteen el seco barro. Sólo la Peña de la Paz sobre-nadaba del agua poco profunda, como una lar-ga sierpe, y las pequeñas y fatigadas ondula-ciones de la corriente silbaban al pegar contrasus calientes costados y evaporarse.

Cada noche se dirigía a ese lugar enbusca de fresco y compañía. Apenas hubierahecho caso entonces del muchacho el máshambriento de todos sus enemigos. Su pieldesnuda hacíalo parecer aún más enjuto y mi-serable que cualquiera de sus compañeros. Elsol le había descolorido el cabello hasta hacerloque pareciera estopa; sobresalían sus costillascomo si fuesen los mimbres de un cesto, y losbultos que le crecieron en las rodillas y codospor arrastrarlos por el suelo al caminar a gatas,le daban a sus reducidos miembros el aspectode manojos de hierba trenzados. Pero bajoaquella melena enredada y entretejida, se veían

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unos ojos fríos, tranquilos, pues Bagheera -suconsejera en aquellos tristes días-, le aconsejóque se moviera calmosamente, que cazara des-pacio, y que nunca, por ningún motivo, se eno-jara.

-Estos tiempos son malos, pero ya pa-sarán, si no nos morimos antes -dijo la panterauna noche en que el calor era semejante al deun horno-. ¿Te has llenado el estómago, hom-brecito?

-Algo metí en él, pero no me vale. ¿Nocrees, Bagheera, que las lluvias se olvidaron denosotros y que no volverán ya más?

-¡De ningún modo! Todavía veremosflorecer el mohwa y a los cervatos engordar conla hierba fresca. Vamos a la Peña de la Paz asaber noticias. Sube a mi lomo, hermanito.

-No es tiempo ahora de cargar pesos.Todavía puedo tenerme en pie sin que me ayu-den. Pero es verdad que ni tú ni yo nos pare-cemos, por lo gordos, a los bueyes bien ceba-dos.

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Se miró Bagheera los lados, que erancomo harapos cubiertos de polvo, y murmuró:

-Maté anoche un buey que estaba unci-do al yugo. Me quedaban tan pocas fuerzas,que creo que no me hubiera atrevido a saltarleencima, si hubiera visto que estaba en libertad.¡Wou!

Se rió Mowgli y dijo:-Sí; muy buen par de cazadores forma-

mos ahora tú y yo. Yo soy muy audaz para co-mer gusanillos.

Ambos se alejaron por la crujiente male-za, se dirigieron a la orilla del río junto a la la-bor de encaje que formaban los montones dearena que habían salido de él por todos lados.

-El agua no puede ya durar mucho -observó Baloo uniéndose a ellos-. Miren acá: alotro lado se ven filas de huellas que se parecena los caminos que trazan los hombres.

En el llano que se extendía en la orillaopuesta, la hierba, erguida, se había muerto yparecía momificada. Las holladas pistas del

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ciervo y del jabalí, todas en dirección al río,rayaban la desteñida llanura con polvorientasramblas abiertas en la hierba de tres metros dealtura; a pesar de ser todavía temprano; cadalarga avenida se veía ya llena de los que se da-ban prisa en ser los primeros en llegar al agua.Percibíanse las toses de los gamos y de los cer-vatos, a consecuencia del polvo, como si éstefuera rapé.

En la curva que formaba el agua perezo-sa alrededor de la Peña de la Paz, río arriba,estaba Hathi, el elefante salvaje, convertido enGuardián de la Tregua del Agua; acornpañá-banlo sus hijos, demacrados, de color gris, ba-lanceando el cuerpo a la luz de la luna... siem-pre balanceándolo. Un poco más abajo, mirába-se la vanguardia de los ciervos; más abajo aún,los jabalíes y los búfalos salvajes; en la orillaopuesta, donde los árboles llegaban hasta tocarel agua, estaba el lugar aparte destinado a loscarnívoros: el tigre, los lobos, la pantera, el oso,y los demás.

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-En verdad que el peso de una sola leynos gobierna ahora -dijo Bagheera al vadear lacorriente y mirando las filas de cuernos quechocaban unos contra otros y los inquietos ojosque se miraban en el lugar donde se empujabanlos ciervos y los jabalíes-. ¡Buena suerte a todoslos de mi sangre! -añadió, y se tendió cuan lar-ga era, con uno de sus costados fuera del agua.Y luego dijo entre dientes:

-¡Buena suerte sería la del que pudieracazar aquí, a no ser por eso que se llama la ley!

Estas últimas palabras no pasaron inad-vertidas al oído finísimo de los ciervos, y unrumor de azoramiento corrió a lo largo de susfilas.

-iLa Tregua! ¡Acuérdate de la Tregua! -exclamaron.

-¡Que haya orden! ¡Que haya orden! -dijo con voz gutural Hathi, el elefante-. Perma-nece la Tregua, Bagheera. No es hora de hablarde caza.

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-¡Si lo sabré yo! -respondió Bagheera,mirando río arriba-. No devoro más que tortu-gas.., no soy sino una pescadora de ranas.¡Naayah! ¡Quién se alimentara únicamente deranas!

-También nosotros quisiéramos que asílo hicieras; eso nos gustaría mucho -replicó,balando, un cervato nacido aquella misma pri-mavera, y al cual Bagheera no le hacía graciaalguna. Por muy decaído que estuviera el pue-blo de la selva, nadie, incluyendo al mismoHathi, pudo menos de reírse disimuladamente,en tanto que Mowgli, echado de codos sobre elagua caliente, soltó la carcajada y golpeó la es-puma con los pies.

-¡Bien dicho, cornamenta en capullo! -bisbisó Bagheera-. Se te tendrá esto en cuentacuando haya terminadó la Tregua.

Y sus ojos se clavaron en el cervato, através de las sombras, para tener la seguridadde reconocerlo en mejor ocasión.

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La conversación se generalizó poco apoco dondequiera en los sitios destinados abeber. Oíase al quisquilloso jabalí pedir consordos ronquidos que le cedieran mayor espa-cio; a los búfalos gruñendo entre ellos al andaral sesgo por los bancos de arena; a los ciervosnarrando lastimeros cuentos de sus largas yfatigosas caminatas en busca de comida. Decuando en cuando preguntaban, en demandade noticias, a los carnívoros que se encontrabanal otro lado del río. Pero las noticias siempreeran malas, y el bramador viento caliente de laselva se movía por entre las rocas y las zum-bantes ramas, y esparcía renuevos y polvo porencima del agua.

-También se mueren los hombres juntoa sus arados -dijo un sambhur joven-. Encontréa tres, entre la hora del crepúsculo y la noche.Yacían completamente quietos, y sus bueyesyacían con ellos, a su lado. Así estaremos noso-tros, muy quietos y tendidos, dentro de poco.

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-El río ha bajado más desde ayer en lanoche -afirmó Baloo-. Hathi, ¿viste nunca unasequía corno ésta?

-Ya pasará, ya pasará -respondió Hathi,y lanzó agua al aire para que le cayera sobre ellomo y los flancos.

-Por aquí hay alguien que no resistirámucho tiempo -observó Baloo. Y al decir esto,miró al muchacho a quien tanto quería.

-¿Quién? ¿Yo? -exclamó indignadoMowgli, sentándose en el agua-. Yo no tengopelo largo que me cubra mis huesos. Pero. .pero, ¿y si te quitase a ti la piel, Baloo?

Tan sólo de pensar en esto, temblóHathi, y Baloo dijo con aire severo:

-Hombrecito, no está nada bien que ledigas eso a un maestro de la ley. Nunca me vioa mí nadie sin piel.

-No quise decir nada malo, Baloo, sinotan sólo que tú eres, digámoslo así, como uncoco con cáscara, en tanto que yo como un coco

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sin cáscara. Ahora bien, la cáscara parda que tútienes...

Mowgli se encontraba sentado con laspiernas cruzadas, hablando, como de costum-bre, con el dedo levantado, cuando Bagheeraalargó suavemente una pata y lo tiró de espal-das en el agua.

-Esto va de mal en peor -dijo la panteranegra mientras el muchacho se levantaba farfu-llando algunas palabras-. Primero, que hay quequitarle su piel a Baloo, y luego, que es un co-co... Pues cuidado; no vaya a hacer él lo quehacen los cocos maduros.

-¿Qué hacen? -interrogó Mowgli a quienhabía cogido distraído la advertencia y no laentendió, aunque era uno de los más inteligen-tes adivinadores de la selva.

-Le rompen a uno la cabeza -respondiósuavemente Bagheera, y le dio otro empujón ylo zambulló de nuevo.

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-No está bien que bromees a costa de tumaestro -dijo el oso, al mismo tiempo queMowgli iba a parar bajo el agua.

-¡No está bien! Pues, ¿qué es lo quequieres? Esa cosa desnuda que siempre andacorriendo de aquí para allá, bromea, como sifuera un mono, con quienes en un tiempo fue-ron buenos cazadores, y nos tira de los bigotesa los mejores de entre nosotros, por juego.

Quien así habló, era Shere Khan, el tigrecojo, que descendía hacia el agua. Se quedóinmóvil durante un momento, para regocijarsecon la impresión que produjo su vista en losciervos al otro lado del río. Luego, dejando caerla cuadrada cabeza llena de arrugas, empezó abeber a lengüetadas y rezongó:

-La selva no es ahora sino un criaderode cachorros desnudos. ¡Mírame, hombrecito!

Miró Mowgli. . . Mejor dicho, ciavó losojos tan insolentemente cuanto pudo; al cabode un instante, Shere Khan volvióse con visiblemalestar.

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-¡Hombrecito por aquí... hombrecito porallá!. .. -rugió sordamente, en tanto que seguíabebiendo-. ¡Bah! El cachorro ése no es ni hom-bre ni cachorro; de lo contrario, hubiera sentidomiedo. ¡Habré de pedirle permiso en la estaciónpróxima para que me deje beber! ¡Augr!

-Muy bien podría ocurrir eso -dijo Bag-heera mirándolo fijamente en los ojos-. Muybien podría ocurrir. ,Fu! ¡Shere Khan! ¿Quéabominable cosa es esa que traes acá?

El tigre cojo hundía la barba y la quijadaen el agua, y flotaban aceitosas y oscuras rayasa partir de donde él bebía, y seguían corrienteabajo.

-¡Un hombre! -respondió fríamente She-re Khan-. Hace una hora maté a un hombre.

Y siguió farfullando y rugiendo entredientes.

Sobresaltóse toda la fila de animales, yse movieron presa de agitación, y entre ellosempezó a circular un murmullo que, al fin, seconvirtió en un grito:

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-¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Mató unhombre!

Miraron todos, entonces, a Hathi, el ele-fante salvaje; pero en aquel momento, él parec-ía no escuchar. Nunca actúa Hathi hasta quellega la hora de actuar; ésta es una de las causasde su vida tan larga.

-¡Matar a un hombre en esta estación!...¿No tenías otra clase de caza a mano? -dijoBagheera, saliendo del agua teñido de rojo ysacudiendo cada pata, como un gato, al salir.

-Por gusto lo hice, no por necesidad decarne.

Se escuchó de nuevo el murmullo dehorror, y ahora sí, el vigilante ojillo blanco deHathi miró en dirección de Shere Khan.

-¡Por gusto! -repitió lentamente ShereKhan-. Y ahora vengo a beber y limpiarme.¿Alguien se opone a ello?

El lomo de Bagheera empezo a curvarsecomo un bambú cuando sopla fuerte viento.

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Pero Hathi levantó la trompa y habló con cal-ma.

-¿Mataste por gusto? -preguntó. CuandoHathi pregunta algo, lo mejor de todo es con-testarle.

-Así es. Tengo derecho a hacerlo, porqueesta noche es mía. Tú lo sabes, Hathi.

Y Shere Khan hablaba casi cortesmente.-Lo sé, lo sé -concedió Hathi. Y tras un

breve silencio, añadió:-¿Bebiste ya todo lo que necesitabas?-Sí, por esta noche.-Pues ahora, vete. El río es para beber, y

no para ensuciarlo. Nadie sino el Tigre Cojopodía hacer gala de su derecho en esta estaciónen que... en que todos padecemos... todos, tantolos hombres como el pueblo de la selva. Peroahora, limpio o sucio, ¡regresa a tu cubil, ShereKhan!

Cual si fuesen trompetas de plata reso-naron las últimas palabras, y sin ninguna nece-sidad de ello, los tres hijos de Hathi se adelan-

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taron como un paso. Se escurrió Shere Khan, yno se atrevió ni siquiera a gruñir; sabía él lo quenadie ignora: que en último término, el amo dela selva es Hathi.

Mowgli murmuró al oído de Bagheera:-¿Qué derecho es ése que alega Shere

Khan? Siempre es cosa vergonzosa matar a unhombre; así lo dice la ley. No obstante, diceHathi

-Pregúntaselo a él. Yo no lo sé, hermani-to. Pero, a no haber hablado Hathi, y tuviera ono tuviera derecho el Cojo, ya le habría dado youna lección a ese carnicero. Venir a la Peña dela Paz después de matar a un hombre.., y hacerluego gala de ello. . . es una acción digna tansólo de un chacal. Además, no tuvo empachoen ensuciar el agua.

Después de esperar un minuto paradarse ánimo, porque nadie se atrevía a hablar aHathi directamente, Mowgli gritó:

-¿Cuál es ese derecho que alega ShcreKhan, Hathi?

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Hallaron eco sus palabras en ambas ori-llas. El pueblo de la selva es curiosísimo, y aca-baban de presenciar algo que nadie parecíaentender, excepto Baloo, que se mostraba muypensativo.

-Es una historia antigua -dijo Hathi-.Una historia más vieja que la selva. Estén quie-tos, callen todos en esta y la otra orilla, y con-taré la historia.

Hubo uno o dos minutos de confusión,ya que los jabalíes y los búfalos se empujabanlos unos a los otros, y al cabo, los que dirigíanlas manadas, gruñeron sucesivamente:

-Estamos esperando.Avanzó Hathi y se metió casi hasta las

rodillas en la laguna que se formaba junto a laPeña de la Paz.Su aspecto era el que le correspondía, aunqueestaba flaco y arrugado y con los colmillosamarillentos: el de amo de la selva, conviene asaber, lo que todos sabían que era.

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-Todos ustedes saben, hijos míos -empezó- que al hombre es a quien temen másque a todas las cosas.

Se escuchó un rumor de aprobaclon.-Esto va contigo, hermanito -le dijo Bag-

heera a Mowgii.-¿Conmigo? Yo pertenezco a la mana-

da... Soy un cazador del pueblo libre -respondió Mowgli-. ¿Qué hay entre los hom-bres y yo?

-¿Saben ustedes por qué le tienen miedoal hombre? -prosiguió Hathi-. He aquí la razón:En el principio de la selva -y nadie sabe cuándofue esto- todos los hijos de ella andábamos jun-tos sin temor los unos de los otros. No habíasequías en aquellos tiempos; hojas, flores y fru-tos crecían en el mismo árbol, y nosotros nocomíamos sino hojas, flores, hierbas, frutos ycortezas."

-Alegre me siento de no haber nacido enaquellos tiempos -dijo Bagheera-. ¿Para qué

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sirven las cortezas sino para afilar las garras enellas?

-Tha, el primer elefante, era e! señor dela selva. Con su trornpa sacó a la selva de lasprofundas aguas. Donde él trazó surcos con suscolmillos, allí corren los ríos; donde pegó con elpie, brotaron manantiales de agua potable;cuando hizo sonar su trompa... asi... cayeron losárboles. Así hizo la selva, Tha; así me contarona mí lo sucedido.

-Pues el cuento no perdió nada en ta-maño al pasar de boca en boca -bisbisó Baghee-ra, y Mowgli, para que no lo vieran reír, se tapóla cara con la mano.

-No había en aquellos tiempos ni trigo,ni melones, ni pimienta, ni cañas de azúcar;tampoco había chozas como las que ustedeshan visto; el pueblo de la Selva no sabía nadaacerca del hombre, y vivía en común, formandoun solo pueblo. Sin embargo, empezaron pocoa poco los altercados por la comida, aunquehabía pastos suficientes para todos. Eran unos

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holgazanes. Cada quien quería comer allí don-de estaba echado, como en ocasiones podemoshacerlo nosotros cuando son abundantes laslluvias de la primavera.

Entre tanto, Tha, el primer elefante, se-guía ocupado en crear nuevas selvas y en en-cauzar ríos. Imposible que pudiera estar entodas partes, por lo cual nombró dueño y juezde la selva al primer tigre, asignándole la obli-gación de que resolviera todos los altercadosque el pueblo tenía el deber de sujetar a su jui-cio. Corno todos los demás animales, en aqueltiempo el primer tigre comía fruta y hierba. Sutamaño era igual que el mío, y era hermosísi-mo, todo él del color de las flores de enredade-ra amarilla. Carecía de rayas en la piel en aque-llos tiempos felices en que la selva era joven.Acudía ante su presencia, sin ningún temor, elpueblo todo de la selva, y su palabra era la leypara todos. Recordarán que les dije que noformábamos entonces sino un solo pueblo.

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Una noche, sin embargo, hubo una dis-puta entre dos gamos (fue una riña por cues-tión de pastos, una riña como las que ustedesdirimen ahora con los cuernos y las patas).Cuentan que, en tanto hablaban los dos a la vezante el primer tigre, que estaba echado entre lasflores, uno de los gamos lo empujó sin querercon los cuernos; olvidó en ese momento el pri-mer tigre que era el dueño y el juez de la selva:saltó sobre el gamo y le partió el cuello de unadentellada.

Ninguno de nosotros había muerto has-ta aquella noche. El primer tigre, al darse cuen-ta de su fechoría y enloquecido por el olor de lasangre, huyó hacia los pantanos del Norte. No-sotros, en la selva, quedamos sin juez, y prontodimos en luchar los unos contra los otros. Tha,al escuchar el ruido, regresó entonces. Unos ledieron una versión de lo ocurrido, en tanto queotros le daban otra versión, pero él, al ver algamo muerto entre las flores, preguntó quién lohabía matado; pero nosotros los de la selva no

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quisimos decírsebo porque el olor de la sangretambién nos había enloquecido. Corríamos deacá para allá, formando círculos, brincando,ululando y sacudiendo la cabeza. Entonces, alos árboles de ramas bajas y a las enredaderasde la selva, les dio Tha la orden de que señala-ran al matador del gamo, de manera que él pu-diera reconocerlo, y añadió:

-Ahora, ¿quién quiere ser dueño delpueblo de la selva?

Saltó rápidamente el mono gris, quehabita entre las ramas, y chilló:

-Yo quiero ser dueño de la selva.Rióse Tha al escuchar esa petición, y le

contestó:-Así sea.Y después de eso, se marchó de muy

mal humor.Todos ustedes conocen, hijos míos, al

mono gris. Entonces era lo que es ahora. Alcomienzo guardó toda la compostura de unsabio.

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Más, de ahí a poco, empezó a rascarse ya saltar, así que, cuando regresó Tha, lo hallócolgando cabeza abajo de una rama, haciendoburla de los que estaban en el suelo, los cuales,a su vez, hacían burla de él. Por tanto, no habíaley en la selva... sino tan sólo charla insulsa ypalabras sin sentido.

Tha, entonces, hizo que nos acercáramosa él todos y dijo:

-El primero de vuestros dueños trajo a laselva la muerte; el segundo, la vergüenza. Portanto, hora es ya de que tengan ustedes una ley,una ley que no puedan ustedes quebrantar.Ahora van a conocer el miedo, y, una vez quelo hayan conocido, se darán muy bien cuentade que él es el amo de ustedes, y todo lo demásmarchará por sí solo.

Entonces nosotros, los de la selva, diji-mos:

-¿Qué significa miedo?Y respondió Tha:-Busquen, hasta que lo encuentren.

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Por lo cual fuimos de un lado a otro dela selva, buscando al miedo, y de pronto, losbúfalos. .

-¡Uf! -dijo Mysa desde el banco de arenaen que se hallaban los búfalos, pues era él quienlos dirigía.

-Sí, Mysa, los búfalos. Volvían con la no-ticia de que en una caverna, en la selva, estabasentado el miedo; que no tenía pelo en el cuer-po y que caminaba tan sólo con las patas poste-riores. Nosotros, los de la selva, seguimos en-tonces al rebaño hasta llegar a la caverna, ¡y allíestaba el miedo, de pie en la entrada! Cornodijeron los búfalos, tenía la piel desnuda depelo y caminaba sólo con las piernas de atrás.Gritó al vernos, y su voz nos llenó de espanto,de ese mismo espanto que nos inspira hoy esavoz cuando la oímos, y, atropellándonos losunos a los otros y haciéndonos daño, huimosentonces, porque teníamos miedo. Y me conta-ron que, a partir de aquella noche, ya los de laselva no nos echamos juntos como solíamos,

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sino que nos separarnos por tribus.., el jabalícon el jabalí, el ciervo con el ciervo; cuernos concuernos, cascos con cascos, cada quien con susemejante, y así se acostaron todos en la selva,presa de inquietud.

El único que no se hallaba con nosotrosera el primer tigre; estaba todavía escondido enlos pantanos del Norte. Cuando hasta él llegó lahistoria de lo que habíamos visto en la caverna,dijo:

-Me dirigiré hasta donde se encuentraeso y le partiré el cuello.

Durante toda la noche corrió hasta quellegó a la caverna; pero, recordando la ordenque les había dado Tha, los árboles y las enre-daderas bajaban sus ramas y tallos al pasar eltigre y le marcaron la piel mientras corría, y ledejaron dibujadas las huellas de sus dedos en eldorso, lados, frente y quijadas. Sobre la pielamarilla, en cualquier lado que lo tocaron, ledejaron una mancha y una raya. ¡Y esas rayasson las que hasta el día de hoy llevan sus hijos!

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Cuando estuvo frente a la caverna, tendió haciaél la mano el miedo, el de la piel desnuda y lellamó "el rayado", "el cazador nocturno". Elprimer tigre se sintió presa del miedo ante el dela piel desnuda, y, rugiendo, regresó a los pan-tanos.

En este momento de la narración, Mow-gli se rió disimuladamente hundiendo la barbi-lla en el agua.

Tha oyó los rugidos; tan fuertes eran. Ydijo:

-¿Qué desgracia te sucede?El primer tigre levantó el hocico al cielo,

recién hecho entonces y tan viejo ahora, y dijo:-¡Tha! ¡Te lo ruego! ¡Devuélverne mi an-

tiguo poder! Me avergonzaste ante todos losque habitan la selva; huí de quien tiene la pieldesnuda y hasta osó llamarme lo que para míes un oprobio.

-¿Y por qué? -interrogó Tha.-Porque estoy manchado con el fango de

los pantanos.

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-Ve a nadar, pues, y luego revuélcatesobre la hierba húmeda; quedarás limpio, si esoes fango -dijo Tha.

El primer tigre fue, pues a nadar, y lue-go se revolcó cien y cien veces sobre la hierbahasta que sintió que la selva daba vueltas yvueltas ante su vista. No obstante, ni la másmínima raya de su piel cambió en lo másmínimo. Tha, que lo observaba, se rió.

Entonces dijo el primer tigre:-¿Qué hice para que me sucediera esto?Y Tha respondió:-Mataste a un gamo, y con ello entró

abiertamente la muerte en la selva, y con lamuerte vino el miedo hasta tal punto, que losseres de la selva ya se temen los unos a losotros, de la misma manera que tú le temes al dela piel desnuda.

A lo que contestó el primer tigre:-Nunca me tendrán miedo a mí, pues

los conocí desde el principio.Respondió Tha:

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-Ve a cerciorarte de ello.El primer tigre empezó a correr (de un

lado a otro dando voces y llamando al ciervo, aljabalí, al sambhur, al puerco espín y a todos lospueblos de la selva; pero todos huyeron de él,que había sido juez, porque le tenían miedo.

Vencido su orgullo y abatiendo la cabe-za contra el suelo, regresó el tigre y desgarrabala tierra con sus uñas, diciendo:

-Recuerda que hubo un tiempo en quefui dueño de la selva. ¡No te olvides de mí, Tha!¡Permite que recuerden mis hijos que hubo untiempo en que no supe lo que era vergüenza, nimiedo!

Y Tha le contestó:-Esto es lo que haré por ti, ya que tú y

yo juntos vimos nacer la selva. Cada año, porespacio de una noche, tornarán a ser las cosascomo eran antes de que muriera el gamo. . yesto sólo sucederá para ti y tus hijos. Duranteesa noche que te concedo, si llegaras a tropezarcon el de la piel desnuda (cuyo nombre es el

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hombre), no sentirás miedo de él, sino que él tetemerá a ti, como si fueras tú, junto con los tu-yos, juez de la selva, y, también junto con lostuyos, dueño de todas las cosas. Esa noche,cuando lo veas atemorizado, ten misericordiade él, porque también tú conoces el miedo.

Entonces respondió el primer tigre:-Me place.Pero montó en cólera cuando, poco des-

pués, fue a beber y se vio las rayas negras sobrecostillas e ijadas y recordó el nombre que lehabía dado el de la piel desnuda. Vivió duranteun año en los pantanos, deseando que Thacumpliera su promesa. Al cabo, una noche enque brilló con clara luz sobre la selva el Chacalde la Laguna (la estrella vespertina), sintió élque aquélla era su noche, que su noche habíallegado, y se dirigió a la caverna en busca de elde la piel desnuda. Tal como Tha lo había pro-metido, así sucedieron las cosas, porque aquelcayó ante la fiera y permaneció tendido en elsuelo, y el piimer tigre lo atacó, lo hirió y le

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rompió el espinazo; había creído que no habíasino uno de estos seres en toda la selva, y que,dándole muerte, había matado al miedo. Y unmomento después, en tanto que olfateaba almuerto, oyó que Tha descendía de los bosquesdel Norte y se escuchó la voz del primer elefan-te, que es la voz que oímos también ahora. .

Retumbaba el trueno por las secas coli-nas, pero no lo acompañó la lluvia, sino tansólo relámpagos de calor que temblaban detrásde la cordillera. Y Hathi continuó: es la voz queoyó, y esa voz decía: ¿es la misericordia que túmuestras?

Relamióse el primer tigre y respondió:-¿Y qué importa? ¡Maté al miedo!Replicó Tha:-¡Ah, ciego e insensato! Le quitaste a la

muerte las cadenas que apresaban sus pies, yahora ella seguirá tus huellas hasta que mueras.Tú enseñaste al hombre a matar.

Erguido junto al cadáver, dijo entoncesel primer tigre:

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-Está como estaba el gamo. No existe yael miedo. Juzgaré de nuevo ahora a los pueblosde la selva.

Pero Tha respondió:-Nunca más te buscarán los pueblos de

la selva; nunca cruzarán tu camino, ni dormiráncerca de ti, ni seguirán tus pasos, ni pasaránjunto a tu cueva. Tan sólo el miedo te seguirá yhará que estés a merced suya mediante invisi-bles golpes. Hará que la tierra se abra bajo tuspies; que se enrosque la enredadera a tu cuello;que los troncos de los árboles crezcan en gru-pos frente a ti, a una altura mayor de la que túpuedas saltar, y, por último, te quitará tu piel yusará de ella para envolver a sus cachorroscuando tengan frío. No le tuviste misericordia;él tampoco tendrá ninguna misericordia de ti.

Pero el primer tigre se sintió lleno deaudacia porque su noche aún no había pasado,y respondió:

-Pera Tha, lo prometido es deuda. ¿Meprivará él de mi noche?

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Contesté Tha:-Tuya es la noche que te concedí, como

ya dije; pero algo habrás de pagar por ella. Túle enseñaste al hombre a matar, y él es undiscípulo que pronto aprende.

El primer tigre continuó:-Aquí está, bajo mi garra, con el espina-

zo partido. Haz que la selva sepa que yo matéal miedo.

Se rió Tha entonces, y dijo:-Mataste a uno de tantos; pero ve y

cuéntaselo tú mismo a la selva.. . porque tunoche ha terminado ya.Se hizo entonces de día, y de la caverna salióotro de los de la piel desnuda, quien, al ver elcadáver en el camino y al primer tigre encima,cogió un palo puntiagudo...

-¡Ahora arrojan cosas cortantes! -interrumpió Ikki deslizándose hacia la orilla yhaciendo ruido con sus púas; conviene saberque Ikki es considerado como manjar muy finopor los gondos (que llamaban a Ikki Ho-Iggoo)

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y algo sabía él del hacha malvada, pequeña,que hacen girar rápidamente, al través de unclaro del bosque, como si fuese una libélula.

Hathi prosiguió:-Era una estaca puntiaguda, como las

que ponen en el fondo de los hoyos que sirvende trampa, y, árrojándolo, hirió en el costado alprimer tigre. Cumpliéronse así las cosas tal ycomo las había dicho Tha, porque el tigre huyócorriendo a la selva rugiendo, hasta que logróarrancarse la estaca, y todos supieron que el dela piel desnuda podía herir a distancia y estofue causa de que lo temieran más que antes.Resultó así también que el primer tigre enseñóa matar al de la piel desnuda (y no ignoran us-tedes todo el daño que esto ha causado a todosnuestros pueblos desde entonces), empleandolazos, trampas y palos que vuelan, y por mediode la mosca de punzante aguijón que sale delhumo blanco (se refería Hathi a rifle), y de laFlor Roja, que nos obliga a correr hacia el terre-no abierto y despejado. Y sin embargo cada

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año, durante una noche, el de la piel desnudateme al tigre, como lo había prometido Tha, ynunca la fiera le dio motivo para perder esemiedo. Allí donde lo encuentra, lo mata, alacordarse de la vergüenza que pasó el primertigre. Pero, durante todo el resto del año, elmiedo se pasea por la Selva, de día y de noche.

-¡Ahi! ¡Au! -dijo el ciervo al pensar entodo lo que esto significa para ellos.

-Y tan sólo cuando, como ocurre ahora,un gran miedo parece amenazar todas las co-sas, podemos los habitantes de la Selva poner aun lado todos nuestros recelos de poca monta yreunirnos en un mismo sitio, como lo estamoshaciendo ahora.

-¿Tan sólo durante una noche teme elhombre al tigre? -preguntó Mowgli.

-Sólo durante una noche -respondióHathi.

-Pero yo... y ustedes.., y toda la selva sa-bemos que Shere Khan mata hombres dos y

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tres veces durante el tiempo que dura unamisma luna.

-En efecto. Pero entonces ataca por laespalda y vuelve la cabeza al saltar, porquesiente mucho miedo. Si el hombre lo mirara, eltigre huiría. Pero durante su noche se dirige alpueblo sin intentar ocultarse; se pasea entre lashileras de casas; asoma la cabeza por las puer-tas; entonces, si los hombres caen de cara alsuelo, allí y en ese momento los mata él. Unasola muerte durante aquella noche.

-¡Ah! -dijo para sí Mowgli, revolcándoseen el agua-. Comprendo ahora por qué ShereKhan me desafió a que lo mirara. No obtuvogran ganancia de ello, pues no pudo resistir mimirada, y yo.. . yo, en verdad no caí a sus pies.Pero conviene tener en cuenta que yo no soy unhombre, ya que pertenezco al pueblo libre.

-¡Hum! -exclamó Bagheera desde lo máshondo de su garganta-. ¿Sabe el tigre cuál es sunoche?

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-Nunca, hasta que brilla claramente elChacal de la Laguna, al elevarse por encima dela niebla vespertina. A las veces cae durante lasequía del verano, y a las veces en la época delas lluvias... esa noche del tigre. Pero nuncahubiera ocurrido nada de eso a no ser por elprimero, y ninguno de nosotros hubiera cono-cido el miedo.Lamentóse tristemente el ciervo y los labios deBagheera se movieron esbozando una sonrisairónica.

-¿Conocen los hombres esa historia? -preguntó.

-Nadie la sabía sino los tigres y nosotroslos elefantes. . . los hijos de Tha. Ahora, todoslos que están por allí en las lagunas, la sabentambién. He dicho.

Y Hathi hundió su trompa en el agua,como significando que no quería hablar más.

-Pero... pero... pero. .. -dijo Mowgli, vol-viéndose hacia Baloo:

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-¿Por qué el primer tigre no siguió co-miendo hierba, hojas y árboles? Después detodo, se limitó a romperle el cuello al gamo: nolo devoró. ¿Qué lo hizo aficionarse a comercarne caliente?

-Los árboles y las enredaderas lo señala-ron, hermanito, y lo convirtieron en esa cosarayada que hoy vemos. No quiso ya comer desus frutos; mas, desde aquel día, vengó laafrenta en el ciervo y en los demás que comenhierba -respondió Baloo.

-Entonces tú sabías también el cuento,¿verdad? ¿Por qué no te lo oí nunca?

-Porque la selva está llena de cuentos deese estilo. Si empiezo a contártelos, no acabarénunca. Vamos, suéltame la oreja, hermanito.

La Ley de la Selva(Tan sólo a fin de dar una leve idea de la

enorme variedad de la ley de la selva, he pro-curado traducir en verso -porque siempre reci-taba esto Baloo como una suerte de cantilena-ciertos preceptos relativos a los lobos. Existen,

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naturalmente, todavía algunos centenares pare-cidos; pero éstos bastarán; serán una muestrade los más simples.)

Esta es la ley que gobierna nuestra sel-va,tan antigua como el mismo cielo.Los lobos que la cumplan, medran;aquel que la infrinja, será, muerto.

Como envuelve al árbol la planta trepa-dora,la ley a todos nos tiene envueltos;porque a la manada el lobo da fuerza,mas la manada, cierto, a él fortalece.

Del hocico a la cola cada día aséate,y de la bebida no haya exceso,mas tampoco carencia; y acuérdate:la noche, para la caza; el día, para el sueño.

Vaya el chacal tras los restosque el tigre deje; vaya, el hambriento;pero tú, cazador de raza, lobato,si puedes, mata por tu cuenta y riesgo.

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Con el tigre, oso y pantera ten paz,pues dueños han sido siempre de la selva;al buen Hathi cuida y atempera;con el fiero jabalí, quieto, sé sagaz.

Si en la selva dos manadas topan,e idéntico rastro empeñosas siguen,échate, que los jefes concilien,y así, tal vez, un acuerdo compongan.

Si atacares a un lobo,sea, pero que esté solo;que si toda la manada entra en lizasu número disminuirá, con la riza.

Refugio, para el lobo, es su guarida,su hogar es; nadie tiene derechoa entrar, por la fuerza, en él,ni jefe, ni consejo, ni toda la partida.

Para cada lobo, su cubil es su refugio;si no supo, como debe ser, hacerlo,a buscar otro veráse obligado,si tal orden recibe del conseio.

Cuando matar logres algoantes de medianoche, en silencio hazlo;

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no sea que los ciervos despierten,y a ayunar sean obligados tus compañeros.

Justo sea para ti o tus cachorros matar,o para bien de tu hermano, justo sea;pero no sea esto, nunca, por gusto,y dar caza al hombre, ¡jamás!, ¡nunca se vea!

Si al más débil su botín robas,no del todo te hagas dueño;protege la manada al más humilde:para él, cabeza y piel, la sobra.

De la manada es lo que mata la manada;déjala en su lugar, que es su comida;nadie a otro sitio a llevarla se atreva:quien tal ley infringiere, muerto sea.

Coma el lobo lo que mató el lobo;despache a su gusto; es su derecho,sin permiso suyo, no haya cohecho:la manada no podrá tocarlo ni comerlo.

Derecho de cachorro, derecho de lobatode un año: cuando la manada mata,él se harta de la misma pieza, si es que el ham-bre le aprieta.

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Derecho de carnada es el derecho demadre:exígale al compañero (nadie podrá negarlo),de su misma edad, una partede lo que aquél haya muerto.

Derecho de caverna es el del padre:dueño de cazar para los suyosy libre de la manada se halla;sólo el consejo juez será de sus actos.

Edad y astucia, fuerza y garra acerada:por esto jefe es el viejo lobo;en caso no previsto, en todo el globosea juez y deje toda cuenta saldada.

Dulces son y muchos de la ley nuestraestos sabios y útiles preceptos;mas todos en uno solo se concreta:¡obedece! La ley no es sino esto.

¡AL TIGRE! ¡AL TIGRE!-¿Qué tal de caza, fiero cazador?

-Largo fue el ojeo; el frío, atroz.-¿Dónde la pieza que fuiste a cobrar?-En el bosque, hermano, creo que estará.

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-¿Dónde tu orgullo, tu pujanza?-De ambos la herida trajo mudanza.-¿Por qué corriendo vienes a mí?-¡Ah, hermano! A casa voy, a morir.

Retrocedamos ahora hasta la época delprimer cuento. Cuando, después de la luchasostenida por Mowgli con la manada en elConsejo de la Peña, abandonó él la caverna delos lobos, se dirigió a las tierras de labor dondevivían los campesinos; mas no quiso permane-cer allí porque se encontraba demasiado cercade la selva y porque sabía que había dejado unenemigo acérrimo, por lo menos, en el consejo.Por tanto, siguió una mala vereda que conducíahasta el valle, y continuó al trote largo por elladurante unas cinco leguas, y así llegó a un paísque le era desconocido.

En ese lugar se abría el valle y se con-vertía en una gran llanura, salpicada aquí y alláde rocas y cortada de trecho en trecho por ba-rrancos. En un extremo se divisaba una aldea;en el otro, la selva descendía repentinamente

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hasta los pastizales, y se detenía de golpe, cualsi la hubieran cortado con una azada. En la lla-nura pacían búfalos y ganado; cuando los mu-chachos que los cuidaban vieron a Mowgli,empezaron a gritar y huyeron en tanto que seponían a ladrar los perros vagabundos quesiempre merodean en torno de las aldeas india-s.

Mowgli se sentía hambriento, y por tan-to siguió adelante; al llegar a la entrada delpueblo, vio que estaba corrido hacia un lado elgran arbusto espinoso que siempre se colocafrente a ella al oscurecer para interceptar el pa-so.

-¡Huy! -exclamó (ya más de una vez sehabía encontrado con esas barreras en sus co-rrerías nocturnas cuando andaba en busca dealgo que comer)-. ¡De manera que también aquílos hombres tienen miedo del pueblo de la sel-va!

Se sentó junto a la entrada, y, al ver ve-nir a un hombre, se puso en pie, abrió la boca y

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señaló hacia su interior para significar quequería comida. Cuando el hombre lo miró, re-trocedió corriendo por la única calle de la al-dea, llamando a voces al sacerdote, el cual eraalto y gordo, vestía de blanco y ostentaba en lafrente una señal roja y amarilla. Acudió éstejunto con unas cien personas más que se le hab-ían unido, y miraban, hablaban y daban gritosen tanto que señalaban hacia Mowgli.

-¡Qué mala educación tiene el pueblo delos hombres! -pensó el muchacho-. Sólo losmonos grises harían cosas semejantes.

Apartó hacia atrás su larga cabellera yse puso a mirarlos, hosco y malhumorado.

-¿De qué tienen miedo? -dijoles el sa-cerdote-. Miren las marcas que tiene en brazosy piernas: son cicatrices de los mordiscos que lehan dado los lobos. No es más que un niño loboque se ha escapado de la selva.

Al jugar Mowgli con los lobatos, en nopocas ocasiones éstos habían mordido al mu-chacho más profundamente de lo que creían; de

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ahí las blancas cicatrices que ostentaba en susmiembros. Pero él hubiera sido la última per-sona en el mundo que llamaría mordiscos aaquello, pues bien sabía lo que en verdad eramorder.

-¡Arré! ¡Arré! -gritaron dos o tres muje-res a la vez-. ¡Mordido por los lobos!... ¡Pobreci-to! ¡Un muchacho tan hermoso! Tiene los ojoscomo brasas. Messua, te juro que se parece alniño que te robó el tigre.

-Deja que lo mire bien -respondió unamujer que ostentaba pesados brazaletes de co-bre en la muñeca y en los tobillos. Y lo observócon gran curiosidad, haciéndose pantalla cón lamano puesta sobre la frente-. A la verdad quese parece -prosiguió-. este es más flaco, perotiene el mismo aspecto de mi niño.

El sacerdote era un hombre muy listo ysabía que Messua era la esposa del aldeano másrico de aquel lugar. Por tanto, dijo solemne-mente, no sin antes mirar al cielo durante unmomento:

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-Lo que la selva te quitó en otro tiempo,ahora te lo devuelve. Llévate al muchacho a tucasa, hermana mía, y luego no te olvides dehonrar al sacerdote cuya mirada penetra tandentro en las vidas de los hombres.

-¡Por el toro con que fui rescatado! -sedijo Mowgli-. Toda esta charla no es sino unaespecie de examen como el que sufrí en la ma-nada... ¡Bueno! Hombre he de volverme, al fin,si soy un hombre.

Cuando la mujer le hizo señas a Mowglipara que se dirigiera con ella a su choza, se di-solvió el grupo. En la choza había una camaroja barnizada; una gran caja de tierra cocidapara guardar granos adornada con dibujos enrelieve; seis calderos de cobre; una imagen deun dios indio, en un pequeño dormitorio, y, enla pared, un espejo, un verdadero espejo comolos que venden en las ferias rurales.

La mujer le dio un buen trago de leche yun poco de pan; después, colocándole la manosobre la cabeza, lo miró en los ojos, y pensó en

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si realmente aquel sería su hijo que volvía de laselva a donde el tigre se lo había llevado.

-¡Nathoo! ¡Nathoo! -le llamó. PeroMowgli no dio ninguna señal de que conocieraese nombre.

-¿Recuerdas aquel día en que te regaléun par de zapatos nuevos?

Tocó los pies del muchacho y vio queestaban casi tan duros como si los tuviese re-vestidos de una superficie córnea.

-No -prosiguió tristemente-, esos piesnunca llevaron zapatos. . Pero te pareces mu-cho a mi Nathoo y de todas maneras serás mihijo.

Sentíase Mowgli oprimido porque nun-ca antes se había visto bajo techado. No obstan-te, al mirar la cubierta de bálago que tenía lachoza, pensó que sería fácil romperla cuandoquisiera escaparse; además, la ventana carecíade pestillo.

-¿De qué me sirve ser hombre -se dijo-cuando no entiendo el lenguaje de los hom-

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bres? Soy como un bobo y un sordo, y esto leocurriría también a cualquier hombre que seencontrara en la selva entre nosotros. Deberé,pues, aprender ese lenguaje.

Cuando vivía entre los lobos, no en va-no se había ejercitado en imitar el grito de aler-ta del gamo y el gruñido del jabato. Así, cuandoMessua decía una palabra, Mowgli la imitabacasi a la perfección; antes que oscureciera yahabía aprendido el nombre de muchas cosasque se veían en la choza.

Hubo cierta dificultad a la hora de acos-tarse porque Mowgli se resistió a dormir bajoun techo que mucho se parecía a una trampapara cazar panteras. En cuanto cerraron lapuerta, salió por la ventana.

-Déjalo que actúe como quiera -dijo elmarido de Messua-. Piensa que no es posibleque sepa lo que es dormir en una cama. Si enverdad se nos envió para que sustituya a nues-tro hijo, no hay que temer que se escape.

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Se tendió Mowgli sobre la alta y limpiahierba que había al extremo del campo. Peroantes que hubiera tenido tiempo de cerrar losojos, lo tocó bajo la barba un gris y suave hoci-co.

-¡Fu! -exclamó el Hermano Gris (que erael mayor de los cachorros de mamá Loba)-.¡este es el premio que me das por haberte se-guido durante veinte leguas! Apestas a humode leña y a ganado. exactamente igual que unhombre. ¡Vamos, despiértate, hermanito! ¡Ten-go noticias!

-¿Están todos bien en la selva? -dijoMowgli, abrazándolo.

-Todos, excepto los lobos que recibieronquemaduras de la Flor Roja. Oye ahora: ShereKhan se fue a cazar a otra parte, muy lejos, has-ta que le crezca de nuevo el pelo, porque lotiene todo chamuscado. Ha jurado que ente-rrará tus huesos en el Waingunga, cuando re-grese.

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-No sólo él tiene voz en este asunto;también yo he jurado algo. Pero las noticias sonsiempre agradables. Estoy cansado esta noche...muy cansado por las novedades que me ocu-rren Pero dame noticias.

-¿No olvidarás que eres un lobo? ¿Noharán los hombres que te olvides de ello? -preguntó el Hermano Gris con gran ansiedad.

-¡Nunca! Siempre recordaré que te quie-ro, como quiero a todos los de nuestra cueva;pero también recordaré siempre que se mearrojó de la manada.

-Cuida que no te arrojen ahora de otra.Los hombres son hombres y nada más, herma-nito; su charla es como la de las ranas en lascharcas. Cuando regrese por aquí, te esperaréentre los bambúes, al otro extremo de la prade-ra.

Apenas salió Mowgli de la aldea duran-te tres meses, a contar desde aquella noche,porque estuvo muy ocupado en aprender losusos y costumbres de los hombres. Hubo de

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acostumbrarse en primer lugar a llevar envuel-to el cuerpo en una tela, cosa que le molestabaen extremo; luego tuvo que aprender el valorde la moneda, y esto no lograba entenderlo enmodo alguno; y por último tuvo que aprender aarar, y él no comprendía la utilidad de esto. Porotra parte, los niños de la aldea lo molestabanmucho. Era una suerte que la ley de la selva lehubiera enseñado a dominar su genio, ya queallí la vida y la alimentación dependían preci-samente de esa cualidad. Sin embargo, cuandohacían burla de él porque ni jugaba ni sabíacómo hacer volar una cometa, o porque pro-nunciaba mal alguna palabra, tan sólo el pen-samiento de que es indigno de un cazador ma-tar a desnudos cachorrillos le impedía seguir suimpulso de cogerlos y partirlos por la mitad.

No tenía conciencia de su propia fuerza.En la selva conocía muy bien su debilidad, si secomparaba con las fieras; pero la gente de laaldea decía que era fuerte como un toro.

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Tampoco tenía Mowgli la menor idea delas diferencias que establecen entre los hombreslas castas. Cuando el borriquillo del alfarero sehundía en el lodazal, él lo asía de la cola y losacaba fuera, y luego ayudaba a amontonar loscacharros para que los llevara al mercado deKhanhiwar. Esto, obviamente, eran cosas muyofensivas para las buenas costumbres, porqueel alfarero es de casta inferior, y el borriquillomás aún. Cuando el sacerdote le llamó la aten-ción y lo reprendió por esas cosas, Mowgli loamenazó diciéndole que lo pondría a él tam-bién sobre el borrico; esto decidió al sacerdote adecirle al marido de Messua que pusiera a tra-bajar cuanto antes a aquel muchacho. El quefungía como jefe en la aldea le ordenó a Mowglique al día siguiente se fuera a apacentar losbúfalos. Para el muchacho nada podía ser tanagradable como esto, y, al considerarse ya re-almente como encargado de uno de los servi-cios de la aldea, se dirigió aquella misma nochea una reunión que tenía lugar todos los días,

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desde el oscurecer, en una plataforma de ladri-llos a la sombra de una gran higuera. Era estelugar algo así como el casino de la aldea y allíse reunían y fumaban el jefe, el vigilante, elbarbero (enterado de todos los chismes locales)y el viejo Buldeo, cazador del lugar y que pose-ía un viejo mosquete. Los monos, en las ramassuperiores de la higuera, sentábanse también ycharlaban. Debajo de la plataforma vivía en unagujero una serpiente cobra, y, como la teníancomo sagrada, recibía cada noche un cuenco deleche. Se sentaban los viejos en torno del árboly enhebraban la conversación a la que acompa-ñaban de buenos chupetones a las grandeshukas o pipas; esto duraba hasta muy entradala noche. Allí se narraban asombrosas historiassobre dioses, hombres y duendes. Sin embargo,las que refería Buldeo sobre las costumbres delas fieras en la selva excedían a todas las demás,hasta tal punto que al escucharlas, a los chiqui-llos que se sentaban fuera del círculo a escu-char, se les salían los ojos de las órbitas de puro

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asombro. La mayor parte de aquellos relatos sereferían a animales, porque, teniendo la selva asus puertas, por decirlo así, eso era lo que másles interesaba. A menudo veían que los ciervosy los jabalíes destrozaban sus cosechas, y hastade cuando en cuando un tigre se llevaba a al-guno de sus hombres, a la vista misma de loshabitantes de la aldea, al oscurecer.

Mowgli, por supuesto, conocía a fondoel asunto de que hablaban, y en no pocas oca-siones tenía que taparse la cara para que no levieran reírse; y en tanto que Buldeo, con elmosquete sobre las rodillas, iba entretejiendouno y otro cuento maravilloso, al muchacho letemblaban los hombros por los esfuerzos quehacía para contenerse.

El tigre que había robado al hijo deMessua, decía Buldeo, era un tigre duende encuyo cuerpo habitaba el alma de un perversousurero que había muerto hacía algunos años.No cabía de ello la menor duda -añadía- por-que, a consecuencia de un golpe que recibiera

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en un tumulto, Purun Dass cojeaba siempre; eltumulto fue cuando le pegaron fuego a sus li-bros de caja. Ahora bien, el tigre de que hablocojea también, porque son desiguales las hue-llas que deja al andar.

-¡Cierto! ¡Cierto! ¡Es la pura verdad! -exclamaron los viejos con ademanes de aproba-ción.

-¿Y así son todos vuestros cuentos, quie-ro decir, un tejido de mentiras y sueños? -gritóMowgli-. Si el tigre cojea es porque nació cojo,como todo el mundo sabe. Es algo completa-mente infantil hablarnos de que el alma de unavaro se refugió en el cuerpo de una fiera comoésa, que vale menos que cualquier chacal.

Buldeo quedó mudo de sorpresa duran-te un momento; el jefe miró fijamente al mu-chacho.

-¡Ah! Conque tú eres el rapaz que vinode la selva, ¿eh? Ya que tanto sabes, lleva la pielde ese tigre a Khanhiwara; el gobierno ofreció

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cien rupias a quien lo mate. Pero, mejor, enmu-dece y respeta a las personas mayores.

Mowgli se puso en pie para marcharse.-Durante todo el tiempo que tengo aquí

escuchando -dijo con desdén, mirando por en-cima del hombro-, no dijo Buldeo palabra deverdad con una o dos excepciones, tocante a laselva, que tan cerca tiene. ¿Cómo quieren quecrea, pues, esos cuentos de duendes y dioses ytoda laya de espíritus, que él afirma haber vis-to?

-Ya es hora de que el muchacho vaya yse ocupe del ganado -indicó el jefe. Buldeo,entre tanto, bufaba de rabia, por la impertinen-cia de Mowgli.

Se acostumbra en las aldeas indias quealgunos muchachos conduzcan el ganado y losbúfalos a pacer en las primeras horas de la ma-ñana, para traerlos de nuevo en la noche; esosmismos animales que pisotearían hasta matarloa un hombre blanco, permiten que los chiqui-llos que apenas les llegan al hocico los golpeen,

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los gobiernen y les griten. En tanto que los mu-chachos no se aparten del ganado, estarán asalvo, pues ni siquiera los tigres se atreven en-tonces a atacar a aquella gran mása. Pero es-tarán en grave peligro de desaparecer parasiempre, en cuanto se desvíen para coger floreso cazar lagartos.

Al rayar el alba, Mowgli, sentado en loslomos de Rama, el gran toro del rebaño, pasópor la calle de la aldea, y los búfalos, de un co-lor azulado de pizarra, de largos cuernos diri-gidos hacia atrás y de ojos feroces, uno a uno selevantaron de sus establos y lo siguieron, ymuy claramente demostraba Mowgli a los mu-chachos que lo rodeaban que él era allí quienmandaba. Golpeó a los búfalos con una largacaña de bambú y le encargó que cuidara delganado a Kamya, uno de los muchachos, entanto que él se iba con los búfalos; lo amonestópara que por nada se alejara del rebaño.

En la India, una pradera es un terrenolleno de rocas, de matojos y de quebraduras, en

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donde se desparraman y desaparecen los reba-ños. Las lagunas y tierras pantanosas son gene-ralmente para los búfalos; allí se echan, se re-vuelcan o toman el sol, o se meten en el fangodurante horas enteras.

Mowgli los condujo hasta el extremo dela llanura, donde, procedente de la selva, des-embocaba el río Waingunga; entonces, apeán-dose de Rama, corrió hacia un grupo de bamb-úes y allí halló al Hermano Gris.

-¡Vaya! -prorrumpió éste-. Aquí estoyesperándote desde hace muchos días. ¿Quéquiere decir eso de que andes con el ganado?

-Me dieron esa orden. Por ahora, soypastor. ¿Qué noticias me traes de Shere Khan?

-Volvió a este país y ha estado buscán-dote durante mucho tiempo. Se marchó hoy,porque aquí escasea la caza; pero abriga la in-tención de matarte.

-¡Perfectamente! -respondió Mowgli-.Harás esto: tú o uno de tus hermanos sepondrán sobre esta roca de modo que pueda yo

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verlos al salir de la aldea; esto, mientras ShereKhan no vuelva. Pero en cuanto se halle denuevo aquí, espérame en el barranco dondeestá aquel árbol de dhâk, en el centro de la lla-nura. No hay ninguna necesidad de que nosmetamos nosotros en la boca de Shere Khan.

Dicho esto, buscó un lugar con sombra,se acostó y se durmió, en tanto que los búfalospacían en torno suyo. Oficio de lo más perezosoen este mundo, es el pastoreo en la India. Ca-mina el ganado de un lugar para otro, se echa,rumia, se levanta de nuevo, y ni siquiera muge.Tan solo gime sordamente; pero los búfalos,muchas veces ni eso: simplemente se hundenen los pantanos uno tras otro, caminan entre elfango hasta que no se ve en la superficie sino elhocico y los ojos, fijos y azules, y así permane-cen como leños.

Parece como si el sol hiciera vibrar lasrocas en la atmósfera ardiente; los chiquillosque cuidan el ganado escuchan, de cuando encuando, a un milano -nunca más de uno- que

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silba desde una altura que lo hace casi invisible,y saben que si ellos o alguna vaca murieran, selanzaría allí el milano en el acto; entre tanto, elmás próximo a él, vería el rápido descenso, aalgunas leguas de distancia; y otros y otros másse enterarían de lo que había, desde muy lejos;y así, sin dar casi tiempo a que acabaran demorir, ya estarían presentes más de veinte mi-lanos hambrientos, sin que se adivinara dedónde habían salido.

Algunas veces los muchachos duermen,se despiertan, se duermen de nuevo; tejen pe-queñas cestas con hierba seca y meten salta-montes dentro; hacen que se peleen dos insec-tos de los llamados mantas religiosas; formancollares con nueces de la selva, rojas y negras;observan al lagarto que toma el sol sobre unaroca; o, por último, miran cómo junto a los pan-tanos alguna serpiente caza a una rana. Otrasveces entonan largas, larguísimas canciones,que terminan con unos trinos, muy típicos delpaís; oyendo aquello, un día parece más largo

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que la vida de la mayor parte de las personas; ofabrican con el fango, castillos, con hombres,caballos y búfalos; ponen cañas en las manos deaquéllos y suponen que son reyes rodeados desus ejércitos, o dioses que exigen adoración.

Luego llega la noche. Los búfalos se le-vantan pesadamente del pegajoso barro, azu-zados por los gritos de los muchachos, produ-ciendo ruidos parecidos a disparos de armas defuego, y formando larga fila se dirigen al travésde la llanura gris hacia el lugar donde parpade-an las luces de la aldea.

Mowgli condujo a los búfalos día trasdía a aquellos pantanos; día tras día divisó alHermano Gris a una legua y media de distanciaen la extensa llanura (y esto le indicaba que nohabía vuelto aun Shere Khan); y día tras día serindió al sueño también sobre la hierba, escu-chando los ruidos y soñando en su vida pasada,allá en la selva. Sin duda hubiera oído a ShereKhan si éste, con su pata coja, hubiera dadouno de sus inseguros pasos por los bosques que

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dominan el Waingunga: tal era la quietud deaquellas mañanas interminables.

Al fin, llegó el día en que ya no vio alHermano Gris en el lugar convenido. Entonces,riéndose, condujo a los búfalos por el barrancoen que se hallaba el árbol de dhâk, cubiertoliteralmente de flores de color rojo dorado. Allíestaba el Hermano Gris, el cual mostraba eriza-dos todos los pelos que tenía en el lomo.

-Durante un mes se escondió para des-pistarte. Anoche cruzó por los campos, si-guiéndote los pasos, y Tabaqui lo acompañaba -dijo el lobo, casi sin resuello.

Mowgli frunció el entrecejo.-Shere Khan no me inspira miedo -

respondió-, pero conozco la astucia de Tabaqui.-No le temas -dijo el Hermano Gris, y se

relamió un poco-. Encontré a Tabaqui cuandoamanecía. Que vaya ahora con los milanos y lescuente toda su sabiduría; antes me la contó amí... antes de que le partiera el espinazo. Ahorabien: el plan urdido por Shere Khan es éste:

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esperarte esta noche a la entrada de la aldea. . .a ti, sólo a ti. En este momento está echado en elgran barranco seco del Waingunga.

-¿Comió hoy, o caza con el estómagovacío? -interrogó Mowgli, porque de la contes-tación dependía su vida.

-Al amanecer mató un jabalí... y tambiénbebió. Recuerda que Shere Khan nunca pudoayunar, ni siquiera cuando así convenía a suspropósitos de venganza.

-¡Ah! ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Dos veces niño!¡Bien comido, bien bebido.., y aún cree que ledejaré dormir! ¡Veamos! ¿Dónde dices que estáechado? Si siquiera fuéramos diez, lo agarrar-íamos y lo arrastraríamos hasta aquí. Si estosbúfalos no sienten su rastro, no querrán embes-tirlo, y yo no sé hablar su lenguaje. ¿Podríamoscolocarnos detrás de él, para que así, olfatean-do, puedan ellos seguir su pista?

-El taimado siguió a nado la corrientedel río Waingunga, para evitar que pudiéramoshacer esto.

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-Seguramente, por consejo de Tabaqui.A él solo jamás se le hubiera ocurrido tal cosa.

Mowgli permaneció un rato reflexio-nando, con un dedo en la boca. Luego dijo:

-A menos de media legua de aquí des-emboca en la llanura el gran barranco seco delWaingunga. Si conduzco el rebaño al través dela selva, hasta la parte superior del barranco, yluego lo lanzo hacia abajo... Pero entonces seescaparía por la parte inferior. Debemos cerrarese extremo. Hermano Gris, ¿puedes dividirmeen dos el rebaño?

-Probablemente yo no; pero traje con-migo a alguien que me ayude.

Corrió el Hermano Gris y se metió enun agujero. Salió de allí entonces una enormecabeza gris (Mowgli la conoció perfectamente)y llenó el cálido ambiente con el más desoladoclamor que oírse pueda en la selva: el aullidode caza de un lobo resonando en mitad del día.

-¡Akela! ¡Akela! -gritó Mowgli, palmote-ando. No sé cómo no pensé que no me olvidar-

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ías. Tenemos entre manos un trabajo muy im-portante. Divide en dos el rebaño, Akela: a unlado las vacas y terneros; al otro, los toros y losbúfalos de labor.

Corrieron los dos lobos; entraban y sal-ían del rebaño, como por juego; y el rebaño,bufando y levantando las cabezas, se separó endos grupos. Uno de ellos lo formaron las hem-bras con sus pequeñuelos colocados en el cen-tro; miraban furiosas y pateaban, listas paraembestir al primer lobo que permaneciera quie-to durante un momento, y para quitarle la vida,aplastándolo. En el otro grupo estaban los torosy novillos que resoplaban y golpeaban el suelocon las patas; pero, como no tenían ternerosque proteger, eran los menos temibles aunquesu aspecto fuera más imponente. Ni seis hom-bres juntos hubieran dividido tan bien el gana-do.

-¿Qué otra cosa ordenas? -preguntóAkela, jadeando. Intentan reunirse de nuevo.

Mowgli montó sobre Rama y contestó:

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-Lleva los toros hacia la izquierda, Ake-la. Y cuando nos hayamos ido, Hermano Gris,cuida de que no se separen las vacas y condúce-las al pie del barranco.

-¿Hasta dónde? -dijo el Hermano Gris,jadeando también y tirando bocados.

-Hasta donde veas que los lados son demayor altura que la que pueda saltar ShereKhan -gritó Mowgil-. Conténlas allí hasta quebajemos nosotros.

Al oír ladrar a Akela, empezaron a co-rrer los toros; el Hermano Gris se quedó frentea las vacas. estas lo embistieron y entonces co-rrió delante de ellas hasta el pie del barranco,en tanto que Akela se llevaba los toros hacia laizquierda.

-¡Bravo! ¡Otra embestida y estarán ya apunto! ¡Cuidado... cuidado ahora, Akela! Si dasuna dentellada más, embisten los toros. ¡Hujah!Es más duro este trabajo que el de acorralargamos negros. ¿Imaginaste alguna vez que pu-

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dieran correr tanto animales como éstos? -gritóMowgli.

-En mis buenos tiempos los cacé... sí,también los he cazado -susurró débilmenteAkela, cubierto de una nube de polvo-. ¿Loslanzo hacia la selva?

-¡Sí! ¡ Lánzalos, lánzalos pronto! Ramaestá furioso. ¡Si yo pudiera darle a entenderpara qué lo necesito hoy!

Fueron dirigidos entonces los toroshacia la derecha y penetraron en la espesura,aplastando todo a su paso. Cuando los demásmuchachos encargados del pastoreo a medialegua de distancia vieron lo que ocurría, huye-ron a todo correr hacia la aldea gritando que losbúfalos habían enloquecido y se habían esca-pado.

El plan de Mowgli era muy sencillo: supropósito era trazar un gran círculo al subir,llegar a la parte alta del barranco y entonceshacer que los toros descendieran por él; así,cogerían a Shere Khan entre éstos y las vacas.

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Sabía muy bien que, después de haber comidoy bebido bien, el tigre no estaría en disposiciónde luchar ni de encaramarse por los lados delbarranco. Ahora, calmaba a los búfalos con susvoces; Akela se había quedado rezagado y noladraba sino una o dos veces para hacer que laretaguardia apretara el paso.

Muy grande, vastísimo era el círculoque trazaban; no querían acercarse demasiadoal barranco y que Shere Khan se diera cuentade su presencia.

Por último reunió Mowgli al azoradorebaño en torno suyo en lo alto del barranco,sobre una pendiente cubierta de hierba que seconfundía, en su extremo, con el mismo ba-rranco.

Desde allí, y mirando por encima de losárbo,les, se veía abajo la extensión del llano.Pero Mowgli se fijó entonces en los lados delbarranco, y comprobó con satisfacción que seelevaban casi perpendicularmente, y que ni lasvides ni las enredaderas que de ellos colgaban

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podrían ofrecerle apoyo suficiente al tigre, encaso de que quisiera huir por esa parte.

-¡Déjalos resollar, Akela! -dijo Mowglilevantando un brazo-. No han hallado todavíael rastro. Déjalos resollar. Debo anunciarle aShere Khan lo que le caerá encima. Ya está co-gido en la trampa.

Y haciendo bocina con las manos, gritóhacia el barranco (que casi equivalía a gritar enla boca de un túnel) y el eco de su voz repercu-tió de roca en roca.

Después de unos momentos respondióel vago y soñoliento gruñido de un tigre, hartoya y que despierta de un sueño.

-¿Quién me llama? -dijo Shere Khan. Asu voz, un magnífico pavo real levantó el vuelodesde el fondo del barranco, dando chillidos alhuir.

-¡Hablo yo, Mowgli! ¡Ladrón de reses,hora es ya de que vengas conmigo al Consejode la Peña! ¡Ahí va! ¡Lánzalos, Akela! ¡Abajo,Rama, abajo!...

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Durante un momento, el rebaño perma-neció quieto al borde de la pendiente. PeroAkela, a plenos pulmones, lanzó su grito deguerra, y todos, uno a uno, se precipitaron co-mo navíos que se lanzan a la corriente, en tantoque saltaban en torno suyo las piedras y la are-na. Una vez iniciada la carrera, no había modode pararla; Rama sintió el rastro de Shere Khanaun antes de llegar al cruce del torrente, y mu-gió.

-¡Ah! -gritó Mowgli, que cabalgaba so-bre él-. Ya te enteraste, ¿eh?

El alud de negros cuernos, hocicos es-pumajosos y ojos de mirada fija cruzó veloz porla torrentera, como arrancados peñascos entiempos de avenida, en tanto que los búfalosmás débiles eran arrojados a los lados en don-de, al pasar, arrancaban las enredaderas. Todossabían ya el trabajo que les esperaba: un tigre nisiquiera puede pensar en resistir a la terribleembestida de un rebaño de búfalos.

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Al escuchar Shere Khan el atronadorruido de las pezuñas, se levantó y echó a andarpesadamente torrentera abajo, mirando a am-bos lados en busca de evasión; pero los ladosdel cauce parecían cortados a pico, y hubo dequedarse allí sintiendo la torpeza producidapor la comida y la bebida y deseando cualquiercosa menos tener que batirse. Cruzó el rebañochapoteando por la laguna que él acababa deabandonar, mugiendo y haciendo retumbartodo el estrecho recinto.

Mowgli oyó que otro mugido contesta-ba desde el extremo inferior del barranco, y vioque Shere Khan se volvía (sabía el tigre que enúltimo término era mejor enfrentarse con lostoros que habérselas con las vacas y terneros).Entonces Rama echó algo por tierra, tropezócon ello y siguió adelante, hollando una masablanda; luego, con los demás toros detrás quecasi iban pisándolo, cayó sobre el otro rebañocon tal furia, que los búfalos más débiles fueron

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levantados por completo en el aire a causa delchoque que se produjo al encontrarse todos.

Ambos rebaños fueron arrastrados haciala llanura por la embestida, dando cornadas,coces y bufidos. Apeóse Mowgli de Rama en unmomento oportuno y empezó a repartir golpesa diestro y siniestro con el palo que llevaba.

-¡Rápido, Akela! ¡Divídelos! ¡Sepáralos,o se pelearán los unos con los otros! ¡Llévatelos,Akela! ¡Hai, Rama! ¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!, hijos míos.¡Despacio, ahora, despacio! Terminó ya todo.

Corriendo de un lado para otro, Akela yel Hermano Gris mordían las patas a los búfa-los, y aunque el rebaño viró en redondo inten-tando embestir de nuevo barranco arriba,Mowgli logró que Rama se diera la vuelta y losdemás lo siguieron hacia los pantanos.

No hacía falta que pisotearan más a She-re Khan. El tigre había muerto y los milanosacudían ya para devorarlo.

-¡Hermanos! Murió como un perro -exclamó Mowgli.

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Echó mano de un cuchillo que llevabasiempre pendiente del cuello y metido en unavaina, desde que vivía entre los hombres.

-No se hubiera batido cara a cara -prosiguió-. Buen efecto causará su piel colocadasobre la Peña del Consejo. ¡Manos a la obra ypronto!

Nunca se hubiera enfrentado ni en sue-ños un muchacho criado entre los hombres conla tarea de desollar él solo a un tigre de tresmetros de largo. Pero Mowgli sabía mejor quenadie cómo está pegada la piel de un animal asu cuerpo, y, por tanto, el modo de arrancarla.Sin embargo, la labor era ruda. Mowgli cortó ydesgarró durante una hora, murmurando entredientes, en tanto que los lobos lo contemplabancon la lengua colgando, o, cuando él se lo man-daba, se acercaban para dar tirones a la piel.

Sintió de pronto que en su hombro seapoyaba una mano, y, al levantar los ojos, vio aBuldeo con su viejo mosquete. Los chiquilloshabían esparcido en la aldea la noticia del páni-

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co que había hecho presa de los búfalos, y Bul-deo, malhumorado, salió movido por el intensodeseo de aplicarle un correctivo a Mowgli porhaber descuidado el rebaño. En cuanto vieronvenir al hombre, los lobos se eclipsaron.

-¿Qué significa esa locura? -exclamó, in-comodado, Buldeo-. ¿Crees que tú solo podrásdesollar al tigre? ¿Dónde lo mataron los búfa-los? Y además es el tigre cojo por cuya cabezaofrecieron cien rupias.

¡Bueno, bueno! Dejaste escapar el reba-ño, pero, en fin, podemos pasar eso por alto.Hasta probablemente te daré una de las rupiascomo premio, después que yo lleve la piel aKhanhiwara.

Se tocó la ropa, buscando un pedernal yun pedazo de acero, y se inclinó para quemarlelos bigotes a Shere Khan. Esta operación espracticada por la mayor parte de los cazadoresindígenas para evitar que luego los persiga elespíritu que suponen habita en el tigre.

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-¡Je! -masculló Mowgli mientras arran-caba la piel de una de las patas del tigre-. Demodo que el asunto es éste: te llevas la piel aKhanhiwara, te dan el premio, y luego quizásme darás una rupia. Pues bien: creo que necesi-taré esa piel para mi propio uso. ¡Ea, aparta esefuego, viejo!

-¿Así le hablas al jefe de los cazadoresde la aldea? Cuanto hiciste, se lo debes a lasuerte y a la ayuda que te prestó la imbecilidadde tus búfalos. Está claro que el tigre acababade darse un atracón; de lo contrario, ya estaríaahora a cinco leguas de este sitio. ¡Ni siquierapuedes desollarla bien, y, no obstante, tú, unpillete, osas decirle a Buldeo que no le quemelos bigotes! ¡Vaya, Mowgli! No te daré ni unanna de premio; te daré una buena paliza.¡Suelta el tigre!

-¡Por el toro que me rescató! -exclamóMowgli, que entonces luchaba por llegar hastael hombro de la fiera-. ¿Crees que me estarécharlando toda la tarde contigo, mono viejo?

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¡Akela, ven acá! Líbrame de este hombre queme molesta.

Buldeo continuaba aún inclinado sobrela cabeza de Shere Khan; pero de pronto se viotendido sobre la hierba con un lobo gris enci-ma, en tanto que Mowgli continuaba su tareacorno si no existiese más que él en toda la In-dia.

-Sí -dijo el muchacho entre dientes-; tie-nes toda la razón, Buldeo. Nunca me darías niun anna en premio. Había un duelo pendienteentre este tigre cojo y yo. . . Un duelo antiguo..,muy antiguo... Y... venci yo.

Si se ha de hablar con entera imparciali-dad, convendrá reconocer que, si Buldeo hubie-ra sido diez años más joven, habría medido susfuerzas con las de Akela a haberse encontradocon él en el bosque. Pero ciertamente un loboobediente a las órdenes de aquel muchacho (elcual, a su vez, tenía duelos pendientes con ti-gres devoradores de hombres), no era un ani-mal como los demás. Todo aquello era arte de

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encantamiento, magia de la peor clase -pensóBuldeo-, y dudó de que bastara a protegerlo elamuleto que llevaba pendiente del cuello. Per-maneció, pues, tendido, como paralizado, yesperaba que, en cualquier momento, Mowglitambién se convirtiera en un tigre.

-¡Maharaja! ¡Gran rey! -dijo por últimocon voz ronca y en tono de voz tan bajo queparecía un susurio.

-¿Qué? -respondió Mowgli sin volver lacabeza y sonriendo un poco, satisfecho.

-Soy un anciano, e ignoraba que fuesesalgo más que un zagal. ¿Permitirás que me le-vante y me vaya? ¿O me hará pedazos ese sir-viente que tienes a tus órdenes?

-Vete, vete en paz. Pero no te metas conmi caza en otra ocasión. ¡Suéltalo, Akela!

Buldeo se dirigió cojeando hacia la al-dea, tan aprisa como pudo. Miraba hacia atrás,por encima de su hombro: no fuera a ser queMowgli se metamorfoseara en algo que causaraespanto. Al llegar allá, narró de inmediato un

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cuento de magia. encantamientos y brujerías,todo lo cual hizo que el sacerdote se pusieramuy serio.

Entre tanto Mowgli prosiguio su traba-jo, pero ya estaba encima la noche cuando entreél y los lobos terminaron de separar la enormey vistosa piel del cuerpo del tigre.

-Ahora -observó- conviene esconder esoy hacer que los búfalos vuelvan a casa. Akela,ayúdame a reunirlos.

Una vez reagrupado el rebaño a la luzdudosa del crepúsculo, se dirigieron hacia laaldea. En cuanto estuvieron cerca de ella, vioMowgli algunas luces, oyó que en el temploestaban tocando las campanas, y que ademásestaban soplando en caracoles marinos.

A las puertas del lugar parecía habersereunido para esperarlo la mitad de la pobla-ción.

-Quizás esto se debe a que he matado aShere Khan -pensó Mowgli. Pero he aquí que

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una lluvia de piedras silbó en sus oídos al pro-pio tiempo que gritaban los aldeanos:

-¡Hechicero! ¡Hijo de una loba! ¡Diablode la selva! ¡Lárgate! ¡Lárgate de aquí en el acto,si no quieres que el sacerdote te cambie otravez en lobo! ¡Dispara, Buldeo, dispara!

Con gran estampido hizo fuego el mos-quete... y lanzó un mugido de dolor uno de losbúfalos jóvenes.

-¡Otro maleficio! -gritaron los aldeanos-.¡El muchacho desvió la bala! ¡El búfalo heridoes el tuyo, Buldeo!

-Pero, ¿qué significa esto? -dijo Mowgliaturdido, viendo cómo arreciaba la lluvia depiedras.

-Esos hermanos tuyos se parecen muchoa los de la manada -dijo Akela, sentándose gra-vemente-. La intención de toda esa gente esarrojarte de este lugar, eso creo yo, si es que lasbalas significan algo.

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-¡Lobo! ¡Lobato! ¡Vete de aquí! -chilló elsacerdote agitando una rama pequeña de laplanta sagrada que llaman tulsi.

-¡Vaya! ¿Otra vez? La anterior fue por-que era un hombre. Ahora, porque soy un lobo.¡Vámonos, Akela!

Una mujer, Messua, corrió hacia el re-baño y gritó:

-¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Dicen que eres unhechicero, y que si quieres puedes transformar-te en fiera. Yo no lo creo, pero vete, o te ma-tarán. Buldeo afirma que eres un brujo; yo séque lo único que hiciste fue vengar la muertede Nathoo.

-¡Atrás, Messual ¡Atrás, o te apedrea-mos! -gritó entonces la multitud.

Mowgli se sonrió forzada y brevementeporque una piedra acababa de pegarle en laboca.

-¡Retrocede, Messua! -dijo-. Todo eso noes sino uno de esos cuentos imbéciles que in-ventan al anochecer, bajo la sombra del árbol.

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Por lo menos, te pagué la vida de tu hijo.¡Adiós! Corre cuanto puedas, pues lanzaré con-tra ellos el rebaño con mayor velocidad que laque traen los pedazos de ladrillo que me arro-jan. No soy ningún brujo, Messua. ¡Adiós! -yluego gritó: Akela, júntame de nuevo el rebaño.

Los búfalos no querían otra cosa sinovolver a la aldea. Por tanto, apenas si tuvieronnecesidad de que los azuzara Akela. Se lanza-ron corno torbellino al través de las puertas,dispersando a la multitud a derecha e izquier-da.

-¡Cuéntenlos! -gritó, desdeñoso, Mow-gli-. A lo mejor les robé uno. Cuéntenlos, por-que ésta es la última vez que apacentaré. ¡Que-den con Dios, hijos de los hombres, y agradéz-canle a Messua que no vaya yo también conmis lobos a darles caza en mitad de las calles!

Volviendo la espalda, echó a andar conel Lobo Solitario, y entonces, como se le ocu-rriera mirar a las estrellas. se sintió verdadera-mente feliz.

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-Nunca más dormiré dentro de unatrampa, Akela. Recojamos ahora la piel de She-re Khan y vámonos. No le hagamos el menordaño a la aldea: tengamos presente lo bien quese portó Messua conmigo.

Cuando la luna se elevó sobre la llanura,dando a todas las cosas como un tinte algo le-choso, los aldeanos vieron aterrorizados cómoMowgli, en compañía de dos lobos y con unfardo sobre la cabeza, corría a campo traviesacon el trotecillo característico de los lobos, quese tragan los kilómetros como nada. Entoncesecharon a vuelo las campanas y soplaron en loscaracoles marinos con más fuerza que nunca.Lloró Messua, y Buldeo, por su parte, empezó ahermosear con tales adornos la historia de susaventuras en la selva, que acabó por decir queAkela, erguido sobre sus patas, había habladocomo un hombre.

Ya la luna iba hacia su ocaso cuandoMowgli y los dos lobos se aproximaban a la

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colina donde se hallaba la Peña del Consejo. Sedetuvieron ante el cubil de mamá Loba.

-Me arrojaron de la manada de loshombres, madre. Pero cumplí mi palabra: trai-go la piel de Shere Khan -dijo Mowgli.

Caminando con gran dificultad, saliómamá Loba de la caverna; tras de ella iban suscachorros. Brillaron intensamente sus ojoscuando vio la piel.

-Se lo dije aquel día, renacuajo mio: se lodije aquel día cuando metió cabeza y hombrosen esta caverna yendo en tu busca para matar-te: le dije que un día u otro el cazador resultaríacazado. ¡Hiciste buen trabajo!

-¡Muy bien, hermanito! -se oyó que de-cía una voz, en la espesura-. ¡Cuánto te echá-bamos menos en la selva!

Y apareció Bagheera. Venía coriiendo ytocó los desnudos pies de Mowghi.

Juntos ascendieron a la Peña del Conse-jo. Sobre la roca plana donde solía instalarseAkela, extendió

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Mowghi la piel y la sujetó luego con cuatrotrozos de bambú.

Akela se echó sobre ella y lanzó el anti-guo grito del consejo:

-¡Miren, lobos, miren bien! -su exclama-ción fue exactamente lo que dijo cuando lleva-ron allí a Mowgli por primera vez.

Desde el tiempo en que fue destituidoAkela, la manada no había tenido jefe, y cazabay luchaba como mejor le parecía. Pero todavíarespondían a aquel grito por costumbre. Todoslos que quedaban vinieron al consejo, aunquealgunos estuvieran cojos por culpa de las tram-pas en que cayeran, u otros arrastraban unapata por haber sido heridos en ella de un bala-zo, o unos cuantos estuvieran sarnosos porhaber comido algo malo, u otros más se hubie-ran extraviado. Vinieron al Consejo de la Peñay vieron la piel rayada de Shere Khan tendidasobre la roca, con sus enormes garras colgandoal extremo de las patas que se balanceaban vac-ías.

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Fue entonces cuando Mowgli empezó aentonar una canción sin rimas que se le vino alos labios espontáneamente; empezó a cantarlaa grandes voces al mismo tiempo que se arroja-ba sobre la piel y llevaba el compás con los ta-lones; la cantó hasta que se le terminó el alien-to, y en tanto que cantaba, el Hermano Gris yAkela aullaban entre las estrofas.

-¡Miren bien, lobos, miren bien! -exclamó Mowghi cuando terminó-. ¿Cumplí mipalabra?

Los lobos, aullando como perros, dije-ron:-¡Si!

Uno de ellos, cubierto de cicatrices ydesgarrones en la piel, aulló:

-¡Guíanos de nuevo, Akela! Guíanos denuevo, hombrecito; estamos hartos de vivir sinley. Queremos ser de nuevo el pueblo libre quefuimos en otros tiempos.

-No; eso puede ser una equivocación -murmuró Bagheera-. Por que acaso, cuando de

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nuevo os sintiérais hartos, volveríais a vuestraantigua locura. Os llaman el pueblo libre, y noen balde. Luchasteis por la libertad y la libertades vuestra. ¡Devoradla, lobos!

-Fui arrojado de la manada de los hom-bres y de la manada de los lobos -observóMowgli-. De hoy más, cazaré solo en la selva.

-Y nosotros contigo -dijeron los cuatrolobatos.

Por tanto, a partir de aquel día Mowglicazó con ellos en la selva. Mas no siempre estu-vo solo: unos años después, cuando se hizohombre, se casó.

Pero a partir de ese momento su historiaes ya para personas mayores.

Canción de Mowgli cuando bailó sobrela piel de Shere Khan en la Peña del Consejo

-esta es la canción de Mowgli. Yo,Mowghi en persona, la canto: preste oído laselva a mi hazaña.

"Afirmó Shere Khan que me aniquilaría.. . ¡Que me mataría! ¡Que mataría a Mowgli a la

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luz de la luna, a las puertas de la aldea! ¡Quemataría a Mowgli, la Rana!

Comió y bebió. ¡Bebe mucho ShereKhan! Pues te pregunto, ¿cuándo beberás denuevo? Y luego, duerme y sueña con mi muer-te.

Estoy solo en la pradera. ¡Vente conmi-go, Hermano Gris! Lobo Solitario, ¡ven! ¡Aquíhay caza mayor!

Espanta a los grandes búfalos machos, alos toros de piel azul y ojos llameantes de cóle-ra. Condúcelos de un lado a otro, según misórdenes.

¿Su Señoría duerme aun, Shere Khan?¡Es preciso despertar! ¡Ea! ¡Despierte! ¡Aquíestoy, y tras de mí están los búfalos!

¡El rey de ellos, Rama, hirió el suelo conuno de sus pies! Me dirijo a las aguas delWaingunga: ¿A dónde huyó Shere Khan?

Porque él no es como Ikki, el que puedeagujerear la tierra, ni como Mao, el pavo real,que puede huir volando. Ni se cuelga de las

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ramas, como Mang, el murciélago. ¡Vosotros,bambúes que crujís todos a la vez, decidme adónde fue a esconderse Shere Khan!

¡0w! ¡Helo ahí! ¡Ahoo! Helo ahí: bajo laspatas de Rama yace el tigre cojo. ¡Arriba, ShereKhan! ¡Levántate y mata! Allí hay carne: ¡quié-brales el cuello a los toros!

¡Silencio! Está dormido. Grande es sufuerza; no lo despertemos. Los milanos bajarona verlo; subieron las negras hormigas para en-terarse de ello. Reunióse gran asamblea en suhonor.

¡Alala! A mi piel nada la cubre; no tengoropas. Desnudo me verán los milanos. Ver-güenza para mí estar ante toda esa gente.

Shere Khan: préstame tu piel. Préstametu piel pintada para poder asistir al Consejo dela Peña.

Por el toro que me rescató hice unapromesa.., una promesa pequeñísima. Peroahora me hace falta tu piel para cumplir mipalabra.

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Armado de cuchillo (del cuchillo queusan los hombres), armado del cuchillo de ca-zador, me inclinaré para recoger mi botín.

Aguas del Waingunga, de esto sed testi-gos: Shere Khan me entrega su piel por el amorque me tiene. ¡Tira de ahí, Hermano Gris! ¡Tirapor allá, Akela! ¡Pesada es, en verdad, la piel deShere Khan!

Colérica se halla la manada de los hom-bres. Me apedrean todos y hablan como niños.Mi boca sangra. Huyamos.

Hermanos míos, corran junto conmigovelozmente por entre las tinieblas de la noche,de la cálida noche. Que queden atrás las lucesde la aldea; vayamos al sitio desde donde laluna alumbra, la luna, que está baja.¡Oigan, aguas del Waingunga! La manada delos hombres me arrojó de su seno. No les hiceningún daño, pero es que me temían. ¿Por qué?

Y tú también de tu seno me arrojaste,manada de los lobos. Se cerró la selva para mí,

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y las puertas de la aldea para mí están cerradas.¿Por qué?

Del mismo modo que Mang vuela entrelas fieras y los pájaros, así vuelo yo entre la al-dea y la selva. ¿Por qué?

Mi corazón está triste mientras bailo so-bre la piel de Shere Khan. Desgarrada y lacera-da tengo la boca por las piedras que me arroja-ron en la aldea, pero estoy alegre por habervuelto a la selva. ¿Por qué?

Como luchan entre sí dós serpientes enla primavera, así luchan en mi corazón ambossentimientos.

De mis ojos corre el llanto, y, no obstan-te, río mientras él va corriendo. ¿Por qué?

Dos Mowglis hay en mí; sin embargo,bajo mis pies está la piel de Shere Khan.

Toda la selva sabe que maté a ShereKhan. ¡Miren!... ¡Miren bien, lobos!

¡Ahae! Mi corazón se siente oprimidopor todas las cosas que no alcanzo a compren-der."

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La Selva InvasoraHierba, flor, enredadera,

tended un velo sobre todo esto:hay que borrar de esta razahasta el más mínimo recuerdo.

Negra ceniza cubra sus altares,luego de la lluvia sutilla leve huella quede por siempreimpresa en ellos.

El campo yermo seadel gamo el lecho; nadie a asustarlo vayani a turbar a sus pequeñuelos.

Derrúmbense los muros cediendoa su propio peso;que nadie lo sepa,ni nadie en pie de nuevo los vea.

Después de leer los primeros cuentos deesta obra, debemos recordar que, una vez queMowgli clavó la piel de Shere Khan en la Peñadel Consejo, dijo a cuantos quedaban en la ma-nada de Seeonee que de ahí más, cazaría soloen la Selva; entonces, los cuatro hijos de papá

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Lobo y de su esposa dijeron que ellos tambiéncazarían en su compañía.

Mas no es cosa fácil cambiar de vida enun momento... sobre todo en la selva. Lo prime-ro que hizo Mowgli cuando se dispersó la ma-nada al marcharse los que la formaban, fue di-rigirse a la cueva donde había tenido su hogary dormir allí durante un día y una noche. Des-pués les refirió a papá Lobo y a la mamá cuantocreyó que podrían entender de todas las aven-turas que había corrido entre los hombres. Lue-go, cuando, por la mañana, se entretuvo enhacer que brillara el sol sobre la hoja de su cu-chillo (que le había servido para desollar a She-re Khan), confesaron ellos que algo habíaaprendido. Después Akela y el Hermano Grishubieron de narrar la parte que habían tomadoen la gran embestida de los búfalos del barran-co; con tal de oírlo todo, Baloo subió penosa-mente la montaña, y por su parte Bagheera serascaba de gusto al ver cómo había dirigidoMowgli su batalla.

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Ya hacía rato que había salido el sol pe-ro nadie pensaba aún en irse a dormir, antesbien, durante el relato, mamá Loba levantabafrecuentemente la cabeza y olfateaba a menudoy con satisfacción cuando el viento le traía elolor de la piel de tigre desde la Peña del Conse-jo.

-Si no me hubieran ayudado Akela y elhermano Gris, nada hubiera podido hacer -concluyó Mowgli-. ¡Ah, madre, madre! ¡Hubie-ras visto a aquellos toros negros bajar por elbarranco y precipitarse por las puertas de laaldea cuando me apedreaba la manada dehombres!

-Me place no haber visto que te ape-dreaban -dijo mamá Loba muy tiesa-. No acos-tumbro permitir que traten a mis cachorroscomo si fueran chacales. Buen desauite mehubiera tomado contra la manada humana,pero perdonando a la mujer que te dio la leche.Sí; a ella la hubiera perdonado. . . sólo a ella.

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-iCalma, calma, Raksha! -intervino pe-rezosamente papá Lobo-. Nuestra rana ha vuel-to. . . y ahora es tan sabia, que hasta su propiopadre ha de lamerle los pies. . . Después deesto, ¿qué significado tendría una cicatriz demás o de menos en la cabeza? Deja en paz a loshombres.

Como un eco, repitieron juntos Baloo yBagheera:

-Deja en paz a los hombres.Sonrió Mowgli tranquilamente y con la

cabeza colocada sobre uno de los ijares demamá Loba, dijo que, por su parte, no deseabaver u oír a hombre alguno, ni husmearlo siquie-ra.

A lo que respondió Akela, levantandouna oreja:

-Pero, ¿y si precisamente fueran loshombres los que no te dejaran a ti en paz, her-manito?

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-Cinco somos... -afirmó el Hermano Grismirando a los allí reunidos, y castañeteó losdientes al pronunciar la última palabra.

-Nosotros podríamos también tomarparte en la caza -observó Bagheera moviendoun poco su cola y mirando a Baloo-. Pero, ¿paraqué pensar ahora en los hombres, Akela?

A lo que respondió el Lobo Solitario:-Por esto: cuando sobre la peña quedó

extendida la piel amarilla de ese ladrón, regreséyo hacia la aldea, siguiendo nuestra acostum-brada pista, pisando en mis huellas, volvién-dome de lado y echándome, con objeto dehacer perder todo rastro a quien intentara se-guirnos. Una vez que hube enmarañado eserastro de tal manera que ni yo mismo era capazde reconocerlo, llegó Mang, el murciélago, va-gando entre los árboles y púsose a revolotearsobre el sitio en que me hallaba. Y me dijo:

-Como un avispero está la aldea en quevive la manada de hombres que arrojó al cacho-rro humano.

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-Es que fue muy grande la piedra queles arrojé yo -interrumpió, riéndose, Mowglí,porque muchas veces, por diversión, había ti-rado papayas secas a los avisperos, y luegoechaba a correr hasta la laguna más próximapara zambullirse, antes de que las avispas se leecharan encima.

-Le pregunté a Mang lo que había visto -prosiguió el Lobo Solitario. Me contó que laFlor Roja florecía a las puertas de la aldea, yque, en derredor de ella, se sentaban hombresque llevaban escopetas. Ahora bien -añadióAkela, mirándose las antiguas cicatrices quetenía en los lados y en las ijadas- yo sé, porquetengo mis razones para ello, que los hombresno llevan escopetas por mero gusto. No muchotiempo pasará, hermanito, antes de que unhombre nos siga el rastro. . . si es que no lo estáhaciendo ya.

-Pero, ¿por qué habrían de seguirlo? Mearrojaron ellos de su seno. ¿Qué más quieren?dijo Mowgli disgustado.

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-Tú eres un hombre, hermanito -respondió Akela-. Lo que hacen los de tu castay las razones que tengan para obrar así, no so-mos nosotros, los cazadores libres, los quehemos de decírtelo.

Apenas si tuvo tiempo de levantar la pa-ta cuando ya el cuchillo de Mowgli se clavabaen el suelo en el lugar en que aquélla había es-tado. El muchacho había tirado el golpe conmucha mayor velocidad de la que el ojo huma-no está acostumbrado a ver y a seguir. PeroAkela era un lobo; e inclusive un perro, quedista ya mucho de los lobos salvaies, sus abue-los, es capaz de salir de un profundo sueñocuando siente que la rueda de un carro lo tocaun un lado, y escapar ileso antes de que aquellale pase por encima.

-Otra vez piensa dos veces antes dehablar de la manada de los hombres y de mídijo Mowgli con calma, volviendo el cuchillo ala vaina.

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-¡Pche! Afilado está ese diente -observóAkela en tanto olfateaba el corte que había de-jado el cuchillo en el suelo; pero has perdido elbuen ojo, hermanito, al vivir entre la manadade los hombres. En el tiempo que tardaste tú endejar caer el cuchillo, yo hubiera podido matara un gamo.

De pronto, púsose Bagheera en pie deun salto, levantó la cabeza cuanto pudo, re-sopló y cada curva de su cuerpo púsose tirante.El Hermano Gris pronto hizo lo mismo; se echóun tanto hacia la izquierda para recibir mejor elviento que soplaba de la derecha. Entre tanto,Akela saltó a una distancia de cerca de cincuen-ta metros y se quedó medio agachado, tirantestambién todos los músculos.

Mowgli sintió envidia al mirarlos. Pocoshombres tenían tan fino el olfato como el suyo,pero nunca pudo llegar a aquella finura extre-mada que caracteriza a toda nariz del pueblode la selva, que hace que cada una se parezca aun gatillo sensible hasta a la presión de un ca-

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bello. Por otra parte, su facilidad para percibirolores se había embotado mucho con los tresmeses que había pasado en la ahumada aldea.Pero humedeció un dedo, lo frotó contra la na-riz y se irguió para tomar mejor el viento alto,que, aunque es el más débil, es, con todo, el queno engaña.

-¡El hombre! -gruñó Akela, y se dejó ca-er sobre las ancas.

-¡Es Buldeo! dijo Mowgli sentándose-.Sigue nuestro rastro. Allá abajo veo brillar suescopeta al sol. ¡Miren!No fue sino una chispa de luz que no duró niun segundo y que había brotado de las grapasde latón del viejo mosquete; pero en la selvanada hay que brille de aquel modo, con talchispazo, excepto cuando las nubes se muevenrápidamente en el cielo, porque entonces untrozo de mica, una charca de agua y aun unahoja muy barnizada brillan como un heliógrafo.Pero aquel día no había nubes y todo estaba encalma.

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-Ya sabía yo que los hombres seguiríanel rastro. Por algo he dirigido la manada.

Los cuatro cachorros permanecieronmudos, pero echaron a correr montaña abajo,casi aplastados contra el suelo; parecían fundir-se con los espinos y las malezas, como un topoque desaparece bajo la tierra de un prado.

-¿A dónde van así, sin decir palabra? -les gritó Mowgli.

-iChis! Antes de mediodía rodará aquísu cráneo -respondió el Hermano Gris.

-¡Atrás! ¡Atrás! ¡Esperen! ¡Los hombresno se comen los unos a los otros! -chilló Mow-gli.

-¿Quién, si no tú, hace un momento,quería ser lobo? ¿Quién me tiró una cuchilladapor creer yo que podías ser tú un hombre? dijoAkela en tanto que los cuatro lobos regresabande mala gana y se dejaban caer sobre las patastraseras.

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-¿Debo explicar siempre los motivos detodo lo que me dé la gana hacer? -replicó, fu-rioso, Mowgli.

-¡Ya apareció el hombre! ¡Así hablan loshombres! -murmuró entre dientes Bagheera-.¡Así hablaban en derredor de las jaulas del reyde Oodeypore! A todos nosotros los de la Selvanos consta que el hombre es, de todos los serescreados, el más sabio. Pero, a dar fe a nuestrospropios oídos, creeríamos que es lo más tontode este mundo.

Y elevando la voz añadió:-En esto tiene razón el hombrecito. Los

hombres cazan en grupos. Es cazar mal, matara uno solo, en tanto no sepamos qué harán losdemás. Vengan todos; veamos qué intentahacer ése contra nosotros.

-No iremos -refunfuñó el Hermano Gris-. Ve a cazar solo, hermanito. En cuanto a noso-tros... sabemos lo que queremos. En este mo-mento, ya hubiera estado su cráneo a punto detraerlo aquí.

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Mowgli miraba ya a uno, ya a otro desus amigos, palpitante el pecho y llenos delágrimas los ojos. Avanzó a grandes pasos hacialos lobos, e hincando una rodilla en tierra, dijo:

-¿Acaso no sé lo que quiero? ¡Mírenme!Lo miraron con cierta turbación, y

cuando sus ojos se desviaban los llamaba denuevo una y otra vez hasta que se les erizó elpelo en todo el cuerpo y les temblaron losmiembros, en tanto que Mowgli seguía claván-doles la vista.

-Ahora -dijo-, ¿quién es aquí el jefe denosotros cinco?

-Tú, hermanito -dijo el Hermano Gris, yse acercó a lamer el pie de Mowgli.

-Entonces, síganme -dijo éste. Y lo si-guieron los cuatro, pisándole los talones y conla cola entre las piernas.

-He allí la consecuencia de haber vividoentre la manada de los hombres. Hay ahora enla selva algo más que su ley, Baloo -observóBagheera deslizándose tras ellos.

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El oso no respondió nada, pero se quedópensando en infinidad de cosas.

Mowgli atravesó la selva sin producir elmenor ruido, en ángulo recto respecto del ca-mino que seguía Buldeo, hasta llegar a un mo-mento en que, separando la maleza, vio al viejocon el mosquete al hombro siguiendo el rastrode la noche anterior con un trotecillo como deperro.

Conviene recordar que Mowgli habíasalido de la aldea llevando sobre su cabeza lapesada carga de la piel sin adobar de ShereKhan, en tanto que Akela y el Hermano Griscorrían detrás, de tal manera que el triple rastrohabía quedado marcado con toda claridad. Depronto se halló Buldeo en el lugar en que Akelahabía retrocedido y embrollado todas las seña-les de la pista, como antes se dijo. Entonces sesentó, tosió, refunfuñó, echó rápidas ojeadas entorno suyo y en dirección de la selva tratandode recobrar el perdido rastro; durante todo eltiempo que estuvo haciendo esto hubiera podi-

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do alcanzar de una pedrada a los que estabanobservándolo. Nadie hace las cosas tan silen-ciosamente como un lobo cuando él no quiereser escuchado; en cuanto a Mowgli, aunquecreyeran sus compañeros que se movía muypesadamente, lo cierto es que sabía deslizarsecomo una sombra. Como una manada de puer-cos marinos rodean a un vapor que marcha atoda máquina, así todos rodeaban al viejo, y entanto que lo tenían encerrado en un círculo,hablaban sin cuidarse mucho, pues manteníansus voces en un diapasón muy por debajo de loque pudieran llegar a percibir los oídos huma-nos. (En el otro extremo de la escala se halla elagudo chillido de Mang, el murciélago, que nooyen poco ni mucho incontables personas. Deesta nota participa el lenguaje de los pájaros, delos murciélagos y de los insectos.)

-Esto es más divertido que la caza pro-piamente dicha dijo el Hermano Gris viendo aBuldeo agacharse, mirar a hurtadillas y resollarfuertemente-. Parece un puerco perdido en las

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selvas de la orilla del río. ¿Qué dice? -añadió, alver que Buldeo musitaba algo con aire furioso.

Mowgli tradujo:-Dice que en torno mío debieron bailar

manadas enteras de lo....., que en toda su vidano había visto nunca un rastro como éste.., yque está muy cansado.

-Ya descansará antes que pueda desem-brollar la pista -dijo fríamente Bagheera, y sedeslizó en torno del tronco de un árbol, como sitodos jugaran a la gallina ciega-. Pero ahora,¿qué está haciendo ese viejo?

-O comen, o echan humo por la boca.Los hombres siempre juegan con ella -respondió Mowgli.

Los silenciosos ojeadores vieron que elviejo cargaba de tabaco, encendía y chupaba supipa, y se fijaron especialmente en el olor deltabaco; querían estar seguros de reconocer porél a Buldeo, en medio de la más negra noche, siera preciso.

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En esos momentos descendió por el ca-mino un grupo de carboneros, y, cosa muy na-tural, se detuvieron a hablar con el cazador,cuya fama de tal había corrido por lo menos acinco leguas a la redonda. En tanto que Baghee-ra y los demás se acercaron para observarlos, sesentaron todos y fumaron, y Buldeo empezó acontar la historia de Mowgli, el niño-diablo, delprincipio al fin, con adiciones y mentiras. Lesnarró cómo él, él mismo, había matado real-mente a Shere Khan, cómo Mowgli, transfor-mado en lobo, había luchado con él toda la tar-de; luego, el lobo se había transformado denuevo en muchacho y le había embrujado elrifle, de tal manera que, cuando le apuntó aMowgli, la bala se desvió y fue a matar a unode los búfalos del mismo Buldeo; y finalmente,cómo, puesto que los de la aldea sabían que élera el más valiente de todos los cazadores deSeeonee, lo habían comisionado para que bus-cara al niño-diablo y lo matara. Pero, entre tan-to, los aldeanos se apoderaron de los padres del

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niño-diablo y los encerraron en su propia chozay dentro de poco los torturarían para hacerlosconfesar que él era un brujo y ella una bruja, ydespués de esto los quemarían vivos.

-¿Cuándo? -preguntaron los carboneros,porque deseaban muchísimo estar presentes enla ceremonia.

A lo que respondió Buldeo que nada seharía sino hasta que él regresara, porque en laaldea querían que matara antes al Niño de laSelva. Una vez hecho esto, matarían a Messua ya su marido, y sus tierras y sus búfalos se repar-tirían entre los demás habitantes. Y era ciertoque el marido de Messua poseía unos búfalosmagníficos. Cosa muy conveniente era, en opi-nión de Buldeo, ir quitando de enmedio a todoslos hechiceros; ahora bien, esa gente que man-tiene niños-lobos venidos de la selva, se cuentaentre la peor clase de brujos, evidentemente.

-Pero, ¿qué ocurrirá si se enteran de esolos ingleses? -replicaron los carboneros. Elloshabían oído decir que los ingleses eran gente de

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tan pocas entendederas, que se obstinaban enno permitir que los honrados labradores mata-ran en paz a los brujos.

-¿Qué? -respondió Buldeo-. Pues que eljefe de la aldea daría parte de que Messua y sumarido habían sido mordidos por una serpien-te y habían muerto. Tocante a eso, era ya cosahecha, podía decirse; tan sólo faltaba ahora ma-tar al niño-lobo. ¿Por casualidad, no se habíantopado ellos con aquel engendro?

Atisbaron a uno y otro lado los carbone-ros, dando gracias a su buena estrella de quepodían contestar que no. Manifestaron, sin em-bargo, que quién más que él, Buldeo, podríaindudablemente encontrarle mejor que nadie,ya que su valor era de todos conocido.

El sol pronto se pondría: pensaron ellosque quizás pudieran darse una vuelta por laaldea de Buldeo para ver a la bruja malvada.Pero el cazador les hizo ver que, aunque sudeber actual era matar al niño-diablo, no permi-tiría que atravesara la selva sin él, un grupo de

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hombres que no iban armados, siendo así queel niño-diablo podía salir a cada momento pordonde menos se pensara. Por tanto, él losacompañaría, y si el hijo de los hechiceros sepresentaba. . . ya verían ellos cómo se las habíacon esa clase de seres el mejor cazador de Seeo-nee. Les explicó que el bracmán le había dadoun amuleto que lo protegería contra aquel ma-ligno espíritu; así pues, nada había que temer.

-¿Qué dice? ¿Qué dice? ¿Qué dice? -repetían cada cinco minutos los lobos, y Mow-gli les traducía; llegaron a aquella parte delrelato en que se hablaba de la bruja, y esto eraya superior a las facultades de los lobos, demodo que se concretó a decirles que el hombrey la mujer que se habían portado tan amable-mente con él, estaban metidos en una trampa.

-¿Acaso los hombres se encierran losunos a los otros en trampas?

-Así dice él. No entiendo su charla. To-dos se han vuelto locos. ¿Qué hay de comúnentre Messua, su marido y yo para que los me-

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tan en una trampa? ¿Y qué significa todo lo quedice de la Flor Roja? Habré de ver lo que es. Porúltimo, cualquier cosa que sea lo que le hagan aMessua, nada llevarán al cabo hasta que regre-se Buldeo. Por tanto...

Mowgli se quedó pensando profunda-mente en tanto que sus dedos jugaban con elmango del cuchillo. Buldeo y los carboneros sealejaron tranquilos, formando una hilera.

-Regreso corriendo a la manada de loshombres -dijo al cabo Mowgli.

-¿Y ésos? -interrogó el Hermano Grismirando, hambriento, hacia los carboneros.

-Canten un poco para ellos mientras seencaminan a casa -respondió Mowgli riendo.No quiero que lleguen a las puertas de la aldeasino hasta que sea de noche. ¿Pueden ustedesentretenerlos?

Despreciativamente, el Hermano Grisenseñó los dientes.

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-O ignoro totalmente lo que son hom-bres, o podremos hacer que den vueltas y vuel-tas como cabras atadas a una cuerda...

-No es eso lo que necesito. Canten unpoco para ellos, a fin de que no hallen tan soli-tario el camino; y desde luego, no es necesarioque sea de lo más dulce, Hermano Gris, la can-ción que ustedes entonen. Bagheera, acompáña-los y ayuda a entonar la canción. Cuando hayaoscurecido, vendrás a encontrarme junto a laaldea... Ya el Hermano Gris sabe dónde.

-No es liviano trabajo cazar para elhombrecito. ¿Y cuándo dormiré? -respondióBagheera bostezando, pero en los ojos se notabasu alegría de prestarse a aquel juego. ¡Cantarlesyo a hombres desnudos!... En fin, probemos.

Agachó la cabeza para que las ondassonoras llegaran más lejos y lanzó un larguísi-mo grito de "¡Buena suerte!...", un grito quedebería ser lanzado en mitad de la noche, y queen este momento, por la tarde, sonaba de unmodo horrible, sobre todo como comienzo.

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Mowgli oyó que aquel grito retumbaba, se ele-vaba, caía y se extinguía finalmente en una es-pecie de lamento que parecía arrastrarse, y son-rió a solas en tanto que corría al través de laselva.

Veía perfectamente a los carbonerosagrupados en círculo, en tanto que el cañón dela escopeta de Buldeo oscilaba como hoja deplátano, ya a uno, ya a otro de los cuatro pun-tos cardinales. Entonces el Hermano Gris lanzóel ¡ya-la-hi! ¡yalaba!, el grito de caza para losgamos, cuando la manada corretea al nilghai, lagran vaca azul, y pareció como si el grito vinie-ra del fin del mundo acercándose, acercándosecada vez más, hasta que, al cabo, terminó en unchillido cortado bruscamente. Contestaron losotros tres lobos de tal manera que inclusive elmismo Mowgli podía jurar que toda la manadagritaba a la vez, y luego, todos a un tiempo,prorrumpieron en la magnífica "Canción matu-tina en la selva", incluyendo todas las variacio-nes, preludios y demás que sabe hacer la pode-

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rosa voz de un lobo de los de la manada. esta esla canción, toscamente traducida a nuestro len-guaje, pero que el lector se imagine cómo suenaal romper el silencio de la tarde, en la selva:

Ningunas sombras vagaban en la llanu-rasólo un instante hace,de ésas tan negras que sobre nuestra pistapretenden lanzarse.

Rocas y arbustos en el reposomatinal del aire,duros contornos dibujandoálzanse gigantes.

Llegó el momento: gritad: Reposencuantos nuestra ley cuidadosos guarden.

Ya recógense nuestros pueblos todosmarchando a ocultarse;cobardes arrástranse los fieros varones que laselva tiene,o allá, quietos, en sus guaridas yacen en tanto elbuey sale y uncido en yuntas hala del aradoque cien surcos abre.

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Imponente y desnuda la aurora al alzar-seen el horizonte fulgura y arde.¡A la guarida! El sol ya despierta a la hierbachispeante;percíbense entre los bambúes susurros que selleva el aire.

Cruzamos los bosques que el día ilumi-na:¡rudo contraste!Arden los ojos; casi cerrarlos tanta luz nos hace.

Volando pasa el pato salvajey, ¡ya es de día!, grita alejándose.

Secóse en vuestras pieles el rocío quehumedeciólas antes;secos los caminos que él mojara, y en los loda-zalesen frágil arcilla truécanse los charcos,arcilla crujiente al quebrarse.

Aleve la noche revela huellas que ocultóantes, y parte.

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Por eso gritamos: ¡Reposencuantos nuestra ley cuidadosos guarden!

Sin embargo, no hay traducción quepueda dar idea clara del efecto que esta canciónproducía, ni del tono desdeñoso de los aullidoscon que los Cuatro pronunciaban cada palabrade ella, al escuchar que las ramas crujían cuan-do, con toda rapidez, los hombres se encara-maban a ellas, en tanto que Buldeo empezaba amusitar encantos y maleficios. Después de esto,se echaron y durmieron, ya que, como todos losque viven por su propio esfuerzo, eran decarácter metódico, y nadie puede trabajar biensin dormir.

Mowgli, mientras tanto, devoraba le-guas, mucho más de dos por hora, balanceandoel cuerpo, contentísimo de sentirse tan ágildespués de todos los meses de sujeción quehabía pasado entre los hombres. Sacar a Mes-sua y a su marido de aquella trampa, fuera dela clase que fuera, era su idea fija; todas lastrampas le inspiraban la misma desconfianza.

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Se prometía para más tarde pagar con creces lasdeudas que tenía pendientes con la aldea.

Anochecía ya cuando contempló denuevo las tierras de pastos que tan bien recor-daba, y el árbol del dhâk, donde, aquella ma-ñana en que mató a Shere Khan, lo había espe-rado el Hermano Gris.

Irritado como estaba con toda la razahumana, experimentó una opresión en la gar-ganta que lo obligaba a recuperar con fuerza elperdido aliento cuando divisó los tejados de laaldea. Según pudo observar, todo el mundohabía regresado del campo más temprano quede costumbre; además, en vez de ir a cuidar lacena, estaban reunidos en un gran grupo bajo elárbol de la aldea, hablando y gritando.

-Es cosa manifiesta que sólo están con-tentos los hombres cuando pueden construirtrampas para sus semejantes -se dijo Mowgli-.La otra noche era yo... Pero parece como si yahubieran pasado muchas lluvias desde aquellanoche. Ahora les ha tocado el turno a Messua y

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su hombre. Mañana -y muchas noches másdespués de mañana-, otra vez le tocará el turnoa Mowgli.

Se deslizó a lo largo de la parte exteriordel muro hasta que llegó a la choza de Messua.Una vez allí, arrojó una mirada hacia el interiorde la habitación. Allí estaba echada Messua,amordazada, con los pies y las manos atados,respirando fuertemente y dando gemidos; sumarido estaba atado a la cama pintada de ale-gres colores. Veíase fuertemente cerrada lapuerta que daba a la calle; tres o cuatro perso-nas estaban sentadas con la espalda contra ella.

Mowgli estaba bastante bien enteradode los usos y costumbres de los aldeanos. Asípues, sus observaciones le hicieron ver que,mientras pudieran aquellos comer, charlar yfumar, se concretarían a hacer nada más esto.Pero, en cuanto estuvieran hartos, empezaríana ser peligrosos. Un poco más, y estaría de re-greso Buldeo, y si al darles escolta a los demáshabía cumplido con su deber, el cazador ya

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tendría un interesantísimo cuento más que con-tar.

Por tanto, Mowgli entró por la ventana,se agachó junto al hombre y a la mujer, cortósus ligaduras, les quitó la mordaza y buscó unpoco de leche en la choza.

Messua estaba medio loca de dolor y demiedo, pues durante toda la mañana la habíanapaleado y apedreado; en el preciso instante enque iba a proferir un chillido, le tapó Mowgli laboca con la mano, y así nadie pudo oír nada. Encuanto a su esposo, tan sólo estaba desconcer-tado y colérico; se sentó y procedió a limpiarseel polvo e inmundicias adheridos a su barba,medio arrancada.

-¡Lo sabía! ¡Ya sabía yo que vendría! -sollozó al fin Messua-. ¡Ahora sí sé positiva-mente que es mi hijo! -y al decirlo apretaba aMowgli contra su corazón.

Completamente sereno se había mos-trado hasta aquel momento el muchacho, pero

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entonces, de pronto, empezó a temblarle todo elcuerpo, y grande fue su sorpresa al notarlo.

-i,Qué quieren decir estas ligaduras?¿Por qué te ataron? -preguntó después de unmomento.

-¡Verse a punto de morir porque tehicimos nuestro hijo!.. ¿Qué otra cosa quieresque sea? -prorrumpió el hombre ásperamente-.¡Mira! ¡Sangre!

Messua permaneció silenciosa; las heri-das que Mowgli miraba eran las de ella. Am-bos, marido y mujer, oyeron cómo rechinabalos dientes cuando vio la sangre que manaba deaquellas heridas.

-¿Quién hizo eso? -interrogó-. ¡Caro lopagará quien lo haya hecho!

-Toda la aldea ha sido. Era yo demasia-do rico. Tenía demasiado ganado. En conse-cuencia, ella y yo somos brujos por haberte co-bijado bajo nuestro techo.

-No entiendo. Que me lo diga Messua.

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-Yo te di leche, Nathoo. ¿Recuerdas? -dijo Messua tímidamente-. Porque eras mi hijo,por eso te la di: el hijo que me arrebató el tigre;y porque, además, te quería de verdad. Dijeron,pues, que yo era tu madre, la madre de un dia-blo, y que, por tanto, merecía la muerte.

-¿Qué es un diablo? -preguntó Mowgli-.Por lo que toca a la muerte, ya he visto.

El hombre miró al muchacho con airemelancólico, pero Messua se rió.

-¿Estás viendo? -díjole a su marido-. ¡Yalo sabía yo!... Ya decía yo que él no era ningúnhechicero. ¡Es mi hijo!... ¡Mi hijo!

-Hijo o hechicero..., ¿de qué puede ser-virnos ya? -respondió el hombre-. Ya podemosdarnos por muertos.

Mowgli señaló al través de la ventana.-Allí está el camino de la selva.. . Vues-

tros pies y manos están libres. Idos ahora mis-mo.

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-Hijo mío -empezó a decir Messua-: noconocemos nosotros la selva como.., como tú.Ni creo que yo pudiera llegar muy lejos.

-Hombres y mujeres nos seguirían paraarrastrarnos de nuevo aquí -añadió el marido.

-¡Bah! -respondió Mowgli en tanto que,con la punta del cuáhilbo, se cosquilleaba en lapalma de la mano-. No siento ningún deseo dehacerle daño a nadie en la aldea... por ahora;pero no creo que los detengan a ustedes. Nopasará mucho sin que tengan otras muchascosas en qué pensar. ¡Ah! -prosiguió levantan-do la cabeza y poniendo atención a los gritos yal ruido de pasos fuera de la casa-. ¡De maneraque, finalmente, dejaron regresar a Buldeo!

-Esta mañana lo enviaron para que tematara exclamó llorando Messua-. ¿No lo en-contraste?

-Sí... lo encontramos... lo encontré yo ...Trae algo nuevo que contar; mientras lo cuentahabrá tiempo para hacer muchas cosas. Peroantes, debo enterarme de sus propósitos. Pien-

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sen a dónde quieren ir; ya me lo dirán cuandovuelva.

Saltando por la ventana, corrió de nue-vo a lo largo del muro de la aldea por la parteexterior, hasta que llegó a una distancia en quepodía oír a la muchedumbre reunida en tornodel árbol comunal. Buldeo, echado en el suelo,tosía y gimoteaba, y todos lo agobiaban a pre-guntas. Tenía el cabello caído sobre los hom-bros; de tanto encaramarse a los árboles se leveía destrozada la piel de manos y piernas;apenas podía hablar; no obstante, estaba perfec-tamente poseído de la importancia de su situa-ción. De cuando en cuando mascullaba algunaspalabras, y se refería a diablos, a canciones en-tonadas por ellos y a encantamientos: lo sufi-ciente para que la multitud fuera haciendo bocay disponiéndose para lo que vendría después.Luego, pidió que le trajeran agua.

-¡Bah! -exclamó Mówgli-. ¡Parloteo!¡Parloteo! ¡Habladurías! Los hombres son her-manos de los Bandar-log. Necesita ahora en-

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juagarse la boca; luego querrá echar humo porella, y una vez que acabe de hacer todo eso,todavía le quedará el cuento por contar. Loshombres son muy astutos... Nadie será capazde vigilar a Messua, hasta que no tengan losoídos bien atiborrados de las mentiras de Bul-deo. Y. . y yo me estoy volviendo tan perezosocomo ellos.

Sacudió el cuerpo y se deslizó de nuevoen dirección a la choza.

Ya estaba sobre la ventana cuando sintióque algo le tocaba el pie.

-Madre dijo, pues de inmediato com-prendió que lo tocaba una lengua no descono-cida para él-: ¿qué haces aquí?

-Le seguí los pasos al hijo que quieromás que a todos, cuando oí que mis otros hijoscantaban en el bosque. Oye, ranita: deseo ver ala mujer que te dio la leche -prosiguió mamáLoba que se veía toda empapada de rocío.

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-La habían atado y quieren matarla. Pe-ro corté sus ligaduras, y ella escapará con suhombre hacia la selva.

-Yo iré detrás, también. Soy vieja peroaún tengo dientes.

Enderezándose mamá Loba sobre suspatas traseras, miró por la ventana hacia el in-terior de la oscura choza.Luego, al cabo de unos momentos, se dejó caersin ruido, y únicamente dijo esto:

-Yo fui la que te dio la primera leche.Pero es verdad lo que dice Bagheera: el hombresiempre vuelve al hombre.

-Es posible -respondió Mowgli, y su ros-tro descompuesto tomó un desagradable aspec-to-; pero esta noche disto mucho de seguir esapista. Espérame aquí y procura que no te veaella.

-Tú nunca me tuviste miedo, renacuajomío -añadió mamá Loba, y retrocedió hastadonde crecía la hierba alta y espesa, y se hun-

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dió allí para ocultarse, como tan bien lo sabíahacer.

-Y ahora -dijo Mowgli alegremente sal-tando de nuevo dentro de la choza-, allí estántodos sentados en torno de Buldeo, quien lescuenta las cosas que no sucedieron. Cuandotermine de hablar, dicen que seguramentevendrán con la flor.., con fuego, quiero decir, yos quemarán a los dos. ¿Y entonces?...

-Ya he hablado con mi hombre -dijoMessua-. Khanhiwara está a treinta millas deaquí... Pero allí podríamos encontrar ingleses...

-¿Y de. qué manada son ésos? -preguntóMowgli.

-No sé. Son blancos; dícese que gobier-nan toda esta tierra, y no permiten que las gen-tes se quemen o se peguen los unos a los otrossin tener testigos. Si logramos llegar allí estanoche, viviremos; de otro modo, moriremos.

-Vivid, pues. Nadie pasará esta nochelas puertas de la aldea. Pero... ¿qué está hacien-do él, tu hombre?

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El marido de Messua, a gatas, cavaba latierra en un rincón de la choza.

-Son sus pequeños ahorros -respondióMessua-. Ninguna otra cosa podemos llevar-nos.

-¡Ah, bien! Es esa cosa que pasa de ma-no en mano y permanece siempre frío. ¿Tam-bién lo necesitan ellos fuera de este lugar? -preguntó Mowgli.

El hombre miró fijamente y de malhumor.

-Es un tonto, no un diablo -murmuró-.Con el dinero puedo comprar un caballo. Esta-mos demasiado doloridos para caminar muylejos, y toda la aldea estará tras de nosotrosdentro de una hora.

-Pues yo afirmo que no os seguirán sinohasta que yo quiera. Pero está bien haber pen-sado en un caballo, pues Messua está cansada.

Se puso en pie el marido y anudó laúltima de sus rupias en la ropa que le ceñía lacintura. Mowgli ayudó a Messua a que pasara

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por la ventana y el fresco aire de la noche lareanimó, pero la selva, a la luz de las estrellas,estaba muy oscura y parecía terrible.

-¿Conocen el camino que lleva a Khan-hiwara? -bisbisó Mowgli.

Ellos asintieron.-Bueno. Ahora, recuerden que no deben

tener miedo. Y no hay necesidad de apresurar-se. Sólo que.. podría ser que, delante y detrásde vosotros, hubiera un poco de canturreo en laselva.

-¿Crees que nos hubiéramos arriesgadoa pasar una noche en la selva, a no ser por eltemor de ser quemados? Es mejor que lo matena uno las fieras, que no los hombres -dijo elmarido de Messua-. Pero ésta miró a Mowgli ysonrio.

-Digo -dijo Mowgli, exactamente comosi fuera Baloo y estuviera repitiendo algunaantigua ley de la selva por centésima vez a uncachorrillo obtuso-, digo que ni un solo dientede los habitantes de la selva se clavará en las

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carnes de ustedes; ni una sola garra de la selvase levantará contra ustedes. Ni hombre ni bestiales cerrará el paso antes de que estén ustedes ala vista de Khanhiwara. Habrá quien los vigile -se volvió rápidamente hacia Messua, y dijo: élno me cree, pero tú, al menos, ¿me creerás?

-¡Ay, hijo mío! Ciertamente, te creo. Yaseas hombre, duende o lobo de la selva, te creo.

-El sentirá miedo cuando oiga cantar ami gente. Pero tú, ya enterada, comprenderás.Idos ahora, y despacio, porque no hay necesi-dad de apresurarse. Las puertas de la aldeaestán cerradas.

Se arrojó Messua sollozando a los piesde Mowgli, pero él la puso en pie al momento,sintiendo como un escalofrío. Luego ella le echólos brazos al cuello, y, de todas las formas quese le ocurrieron, lo llenó de bendiciones. Sumarido, empero, miró con ojos envidiosos haciasus propios campos, y dijo:

-Si llego a Khanhiwara y me hago oír delos ingleses, le pongo tal pleito al bracmán, al

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viejo Buldeo y a los demás, como para comersevivos a todos los de la aldea. ¡Me pagarán eldoble de lo que valen mis cosechas abandona-das y mis búfalos privados de alimento! Se harájusticia seca contra ellos.

Mowgli rió.-Ignoro lo que es justicia, pero.., vengan

en el tiempo de las próximas lluvias y verán loque habrá quedado.

Se alejaron en dirección a la selva, ymamá Loba saltó entonces del lugar donde sehabía escondido.

-¡Síguelos! -le dijo Mowgli-. Cuida deque toda la selva sepa que esa pareja ha de pa-sar sana y salva. Haz que corra la voz. Yo lla-maría a Bagheera.

El largo y grave aullido alzóse y luegose extinguió, y Mowgli vio que el marido deMessua vacilaba y giraba en redondo, mediodecidido a regresar corriendo a la choza.

-¡Adelante! -gritóle Mowgli alegremen-te-. Ya les dije que habría un poco de canto. Ese

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grito os seguirá hasta Khanhiwara. Es unaprueba de amistad que os tributa la selva.

Hizo Messua que su marido siguieraadelante; la oscuridad se cerró sobre ellos ymamá Loba, en tanto que Bagheera se levanta-ba del suelo casi a los pies de Mowgli, temblo-rosa del júbilo que le produce la noche al pue-blo de la selva, al cual vuelve feroz.

-Siento vergüenza de tus hermanos -dijo, ronroneando.

-¿Qué? ¿No era dulce la canción que lecantaron a Buldeo? -dijo Mowgli.

-¡Demasiado! ¡Demasiado! Inclusive amí me hicieron olvidarme de mi orgullo, y, ¡porla cerradura rota que me liberté!, yo tambiénme fui cantando por la selva, como si estuvierahaciendo el amor en primavera. ¿No nos oíste?

-Tenía yo otras cosas en qué pensar.Pregúntale a Buldeo si le gustó la música. Pero,¿dónde están los Cuatro? No quiero que ni unosolo de los de la manada humana cruce estanoche las puertas.

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-¿Qué necesidad hay entonces de losCuatro? -dijo Bagheera preparando las garras,los ojos llameantes y elevando más que nuncael tono de su sordo ronquido-. Yo puedo dete-nerlos, hermanito. ¿Habrá que matar a alguien,al fin? El canto y la vista de los hombres su-biéndose a los árboles, me pusieron en buenadisposición. ¿Quién es el hombre para que nospreocupemos por él... ese cavador moreno ydesnudo, sin pelo ni buenos dientes y comedorde tierra? Lo he seguido todo el día.., al me-diodía. . . a la blanca luz del sol. Lo he hecho irdelante de mí como los lobos lo hacen con elgamo. ¡Soy Bagheera! ¡Bagheera! ¡Como bailocon mi sombra, así bailaba con aquellos hom-bres! ¡Mira!

La enorme pantera saltó como salta ungatito para alcanzar la hoja seca que pende,dando vueltas, sobre su cabeza; dio zarpazos enel aire a derecha e izquierda, y el aire silbabacon los golpes; se dejó caer, sin el menor ruidoy saltó una y otra vez, en tanto que aquella es-

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pecie de ronquido o gruñido que emitía ibacreciendo, como vapor que ruge sordamente enla caldera.

-¡Soy Bagheera. . en la selva.., en la no-che.., y estoy en posesión de toda mi fuerza!¿Quién resistiría mi ataque? Hombrecito, de unzarpazo echaría por tierra tu cabeza, como sifuese una rana muerta en mitad del verano.

-¡Pega, pues! dijo Mowgli en el dialectode la aldea, no en el lenguaje de la selva, y laspalabras humanas detuvieron en seco a Bag-heera, y la obligaron a sentarse temblando,manteniendo la cabeza al mismo nivel que la deMowgli. Una vez más, Mowgli la miró fijamen-te, como había mirado antes a los cachorros quese habían rebelado, en el centro mismo deaquellos ojos de un color verde de berilo, hastaque la llama roja que parecía brillar detrás deaquel verde se extinguió, como la luz de unfaro que apagan a veinte millas al través delmar. Mantuvo fija aquella mirada hasta que losojos de la fiera se bajaron y con ellos la enorme

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cabeza se agachó más y más a cada momento, yel encarnado rayo de una lengua frotó el em-peine del pie de Mowgli.

-iHermana!... ¡Hermana!... ¡Hermana! -murmuró el muchacho, acariciando firme ysuavemente al animal en el cuello, y en el lomo,que se arqueaba-. ¡Quieta! ¡Quieta! La culpa noes tuya, sino de la noche.

-Sí, los olores de la noche dijo Bagheeracon aire arrepentido. Este aire me habla a gri-tos. Pero, ¿cómo sabes tú eso?

Claro está que el aire, alrededor de unaaldea india, está lleno de toda clase de olores, ypara toda criatura que tiene el olfato casi comoúnico vehículo del pensamiento, los olores sontan enloquecedores, como la música y las dro-gas lo son para los seres humanos. Mowgli aca-rició a la pantera durante unos minutos más, yésta se tendió como un gato ante el fuego, conlas patas bajo el pecho y los ojos medio cerra-dos.

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-Tú eres y no eres uno de los de la selvadijo al fin-. Y yo tan sólo soy una pantera negra.Pero te quiero, hermanito.

-Mucho prolongan su conversación losque están bajo el árbol dijo Mowgli sin atendera la última frase de la pantera-. SeguramenteBuldeo contó muchos cuentos. Pronto vendránpara sacar a la mujer y al hombre de la trampay ponerlos sobre la Flor Roja. Pero se encon-trarán con que la trampa se ha abierto. ¡Ja, ja!

-¡Vaya, escucha! dijo Bagheera-. Ya seme pasó la fiebre. Permíteme ir allá para que seencuentren conmigo. Pocos regresarían a suscasas después de haberse encontrado conmigo.No será la primera vez que me vea metida enuna jaula; y no creo que puedan amarrarme concuerdas.

-Entonces, ten juicio -dijo Mowgli, rien-do, pues él mismo se empezaba a sentir tanimpaciente y atrevido como la pantera, la cualse había deslizado dentro de la choza.

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-¡Uf! -gruñó Bagheera-. Este lugar apestaa hombre, pero aquí hay una cama exactamenteigual a la que me dieron para que descansaraen las jaulas del rey, en Oodeypore. Me echaréen ella.

Mowgli oyó cómo crujían las cuerdasque formaban el fondo de la cama, con el pesode la enorme fiera.

-Por la cerradura rota que me libertó,creerán que ha caído en sus manos una piezade caza mayor. Ven y siéntate a mi lado, her-manito, y así les gritaremos juntos: "¡Buenasuerte en la caza!"

-No, Tengo otra idea en la cabeza. Lamanada de hombres no sabrá la parte que ten-go yo en este juego. Caza tú sola. No quieroverlos.

-Que así sea -respondió Bagheera-. ¡Ah!Ahora vienen.

La conferencia que se celebraba al piedel árbol, allá en el extremo de la aldea, se tor-naba más y más ruidosa. Estalló, al cabo, en

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salvajes alaridos y en una especie de alud dehombres y mujeres que subían por la calleblandiendo garrotes, bambúes, hoces y cuchi-llos. Buldeo y el bracmán iban al frente, pero laturba los seguía pisándoles los talones, y grita-ban:

-¡A la bruja y al brujo! ¡A ver si la mo-neda enrojecida al fuego los hace confesar!¡Quememos la choza sobre sus cabezas! ¡Lesensefiaremos a recoger lobos diablos! No, pri-mero hay que apalearlos. ¡Antorchas! ¡Más an-torchas! ¡Buldeo, calienta los cañones de la es-copeta!

Surgió una leve dificultad con el pestillode la puerta. Estaba firmemente asegurado,pero la multitud lo arrancó por completo, y laluz de las antorchas iluminó la habitación,donde, tendida cuan larga era sobre la cama,cruzadas las patas, colgando un poco hacia unlado, negra como el abismo y terrible como undemonio, estaba Bagheera. Se hizo medio mi-nuto de mortal silencio, mientras las primeras

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filas de la multitud clavaban las uñas en los quetenían detrás para retroceder hasta el umbral, yen aquel momento Bagheera levantó la cabezay bostezó, trabajosa, cuidadosa y ostentosamen-te, como lo hacía cuando quería insultar a unode sus iguales. Sus labios se encogieron y sealzaron; la roja lengua se enroscó; la mandíbulainferior descendió y descendió hasta mostrar lamitad del hirviente gaznate, y los enormes ca-ninos se destacaron en las encías, hasta que lossuperiores y los inferiores sonaron con un rui-do metálico al chocar, como las aceradas guar-das de una cerradura que vuelven a su lugar enlos bordes de un arca. Un momento después, lacalle estaba vacía. Bagheera había saltado por laventana y se hallaba al lado de Mowgli, en tan-to que el torrente humano aullaba y gritaba y seatropellaba en su pánico y en su prisa por lle-gar cada quien a su propia choza.

-No se moverán hasta que se haga dedía dijo Bagheera calmosamente-. ¿Y ahora?

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El silencio de la siesta parecía haberseapoderado de la aldea; pero, escuchando aten-tamente, pudieron oír el ruido de pesadas cajaspara guardar el grano que eran arrastradas so-bre los pisos de tierra y apoyadas contra laspuertas. Bagheera tenía razón: la gente de laaldea no se movería hasta que se hiciera de día.

Mowgli se sentó en silencio y pensó, ysu rostro se tornaba cada vez más sombrío.

-Pero, ¿qué hice? dijo Bagheera al cabo,echándose a sus pies, zalamera.

-Nada sino un gran bien. Vigílalos hastaque apunte el día. Yo me voy a dormir.

Corrió Mowgli hacia la selva y se dejócaer como muerto sobre una roca, y durmió sininterrupción todo el día y toda la noche si-guiente.

Cuando se despertó, Bagheera estaba asu lado; a sus pies había un gamo que ella aca-baba de matar. Bagheera miraba curiosamenteen tanto que Mowgli comenzó a manejar el

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cuchillo, comió y bebió, y, al cabo, se volvió delado con la barbilla apoyada en las manos.

-El hombre y la mujer llegaron sanos ysalvos a la vista de Khanhiwara dijo Bagheera-.Tu madre mandó el aviso por medio de Chil, elmilano. Hallaron un caballo antes de la media-noche (de la noche en que fueron libertados) yasí pudieron ir de prisa. ¿No te alegras de esto?

-Está muy bien -dijo Mowgli.-Y tu manada humana, en la aldea, no se

movió hasta que ya el sol estaba alto, esta ma-ñana. Entonces comieron su alimento y luegocorrieron rápidamente de nuevo a sus casas.

-¿Te vieron, por casualidad?-Probablemente. Estaba yo revolcándo-

me a la hora del alba ante la puerta, y pudetambién, por diversión, haber cantado un poco.Ahora, hermanito, no hay más que hacer. Ven acazar conmigo y con Baloo. Ha encontradounas colmenas nuevas que quiere mostrar, ytodos nosotros queremos que vuelvas, comoantes. ¡No mires de ese modo, que hasta a mí

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me asusta! El hombre y la mujer ya no seránpuestos sobre la Flor Roja y todo va bien en laselva. ¿No es cierto? Olvidemos a la manada dehombres.

-La olvidaremos dentro de un rato.¿Dónde comerá Hathi esta noche?

-Donde quiera. ¿Quién puede decir loque hará el Silencioso? ¿Qué puede hacer Hathique no podamos hacer nosotros?

-Dile que venga a verme él y sus treshijos.

-Pero, verdaderamente, y realmente,hermanito,.. No está bien... no está bien que sele diga a Hathi: "ven" o "márchate". Acuérdate:él es el dueño de la selva, y que antes que lamanada de los hombres cambiara el aspecto detu rostro, él te enseñó las palabras mágicas de laselva.

-Da lo mismo. Ahora yo tengo. una pa-labra mágica contra él. Dile que venga a ver aMowgli, la rana; y si no te escucha la primera

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vez, dile que venga por la destrucción de loscampos de Bhurtpore.

-"La destrucción de los campos deBhurtpore" -repitió Bagheera dos o tres vecespara que no se le olvidara-. Ahora voy allá. Lopeor que puede suceder es que Hathi se enoje,y daría toda la caza que pudiera yo matar deuna luna a otra, con tal de oír una palabramágica que pudiera obligar al Silencioso ahacer algo.

Se marchó y dejó a Mowgli ocupado endar furibundas cuchilladas a la tierra con sucuchillo de desollador. En su vida había vistoMowgli sangre humana, hasta que la vio, y, loque significaba mucho más para él, hasta queolió la sangre de Messua en las ataduras conque la ataron. Y Messua había sido bondadosacon él, y, en cuanto al muchacho se le alcanzabadel cariño, amaba a Messua tan de veras, comoodiaba al resto de la humanidad. Pero, por pro-fundamente que detestara a los hombres, a sucharla, a su crueldad y a su cobardía, por nada

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de cuanto pudiera ofrecerle la selva se hubieradecidido a arrebatar una sola vida humana, ni asentir de nuevo ese terrible olor de sangre ensus narices. Su plan era mucho más sencillo,pero mucho más completo también; y se riópara sus adentros cuando pensó que había sidouno de los cuentos que el viejo Buldeo narrarabajo el árbol, al caer la tarde, lo que le habíainspirado aquella idea.

-En verdad que fue una palabra mágica-murmuró a su oído Bagheera-. Estaban co-miendo junto al río, y obedecieron como si fue-ran bueyes. Míralos: ya vienen.

Hathi y sus tres hijos habían llegado dela manera que les era habitual: sin producir elmenor ruido. Aún llevaban en sus flancos fres-co el barro del río, y Hathi mascaba pensativoel tallo de un plátano que acababa de arrancarcon sus colmillos. Pero cada línea de su vastocuerpo le mostraba a Bagheera (capaz de vercon claridad las cosas cuando las tenía delante)que no era el dueño de la selva quien le hablar-

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ía a un cachorro humano, sino que era alguienque se presentaba con miedo ante otro que ca-recía de él por completo. Los tres hijos se balan-ceaban lado a lado, detrás de su padre.

Apenas si Mowgli levantó la cabezacuando Hathi lo saludó con el usual: ¡Buenasuerte! Túvole mucho rato, el muchacho, antesde hablar, meciéndose, levantando una u otrapata; y cuando al cabo abrió la boca, fue paradirigirse a Bagheera y no a los elefantes.

-Contaré un cuento que me refirió el ca-zador que fuiste tú a cazar hoy -dijo Mowgli-.Se refiere a un elefante, viejo y sabio, que cayóen una trampa; la aguda estaca que había en elfondo de ella, le hizo una rasgadura desde unpoco más arriba de una pata hasta la paletilla,dejándole una señal blanca.

Tendió Mowgli la mano, y, al moverseHathi, la luz de la luna mostró una larga cica-triz semejante a la que podría dejar un látigometálico calentado al rojo.

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-Unos hombres vinieron a sacarle de latrampa -continuó Mowgli-; pero él rompió lascuerdas, porque era muy fuerte, y huyó, espe-rando hasta que se hubo sanado la herida. En-tonces regresó, furioso, de noche, a los camposde los cazadores. Y ahora recuerdo que teníatres hijos. Esto sucedió hace muchas, muchísi-mas lluvias, y muy lejos, allá en los campos deBhurtpore. ¿Qué ocurrió en esos campos al lle-gar la época de la siega, Hathi?

-Ya los había segado yo junto con mistres hijos -dijo Hathi.

-¿Y acerca de la labor del arado que si-gue a la siega?

-No la hubo -dijo Hathi.-¿Y qué sucedió con los hombres que

vivían cerca de los verdes cultivos de la tierra?-Se marcharon.-¿Y qué sucedió con las chozas donde

dormían los hombres? -dijo Mowgli.-Hicimos pedazos los techos y la selva

se tragó las paredes -dijo Hathi.

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-¿Y qué más? -preguntó Mowgli.-Tanto terreno cultivable como puedo

yo recorrer en dos noches de este a oeste, y entres, de norte a sur, pasó a ser dominio de laselva. Sobre cinco aldeas arrojamos nosotros aquienes la pueblan; y en esas aldeas, y en susterrenos, ya sean de pasto, ya de labor, no hayun solo hombre el día de hoy que se alimentede lo que produce esa tierra. Esto fue la des-trucción de los campos de Bhurtpore, realizadapor mí y por mis tres hijos. Y ahora te pregun-to, hombrecito, ¿cómo supiste tú todo esto?

-Un hombre fue quien me lo dijo, y aho-ra me doy cuenta de que hasta Buldeo es capazde decir la verdad. Fue una cosa bien hecha,Hathi, el de la cicatriz blanca; pero la segundavez, se hará todavía mejor, porque habrá unhombre que dirija todo. ¿Conoces la aldea de lamanada humana que me arrojó de ella? Sonperezosos, sin sentido común y crueles; juegancon su boca, y no matan al débil para procurar-se comida, sino por juego. Cuando están hartos,

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son capaces de arrojar sobre la Flor Roja a suspropios hijos. Yo he visto esto. No está bien quesigan viviendo más aquí. ¡Los odio!

-iEntonces, mata! -dijo el más joven delos tres hijos de Hathi, recogiendo un manojode hierba, sacudiéndolo sobre sus patas delan-teras y arrojándolo lejos, en tanto que sus pe-queños ojos rojizos miraban de soslayo a uno yotro lado.

-¿Y para qué necesito yo huesos blan-cos? -respondió Mowgli de mal humor-. ¿Soyacaso algún lobato para jugar al sol con cráne-os? Maté a Shere Khan y su piel se pudre allá,en la Peña del Consejo; pero... pero no sé adónde se ha ido, y aún siento mi estómagoayuno de su carne. Esta vez quiero algo quepueda yo ver y tocar. ¡Lanza a la selva en masacontra la aldea, Hathi!

Estremecióse Bagheera y se acurrucó.Comprendía, si las cosas se llevaran hasta elextremo, una rápida embestida por la calle dela aldea, unos cuantos golpes repartidos a la

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derecha y a la izquierda entre la multitud, omatar por astutos medios a algunos hombres,mientras se dedicaban a arar, allá a la hora delcrepúsculo; pero aquel proyecto de borrar deli-beradamente una aldea entera de la vista de loshombres y de las fieras, la aterrorizaba. Ahorase daba cuenta de por qué Mowgli había man-dado llamar a Hathi. Nadie, excepto el viejoelefante, podía trazar el plan de semejante gue-rra y llevarla al cabo.

-Que corran, como corrieron los hom-bres de los campos de Bhurtpore, hasta que elagua de lluvia sea el último arado que trabaje latierra; hasta que el ruido de aquella cayendosobre las gruesas hojas, reemplace al del huso;hasta que Bagheera y yo podamos echarnos enla casa del bracmán y el gamo venga a beber enel estanque que hay detrás del templo. . . ¡Lan-za sobre la aldea a toda la selva, Hathi!

-Pero yo... pero nosotros no tenemosninguna cuestión pendiente contra ellos, y espreciso sentir toda la rabia de un gran dolor

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para destrozar los sitios donde duermen loshombres -dijo Hathi, dudando.

-¿Sois vosotros los únicos comedores deyerba de la selva? Trae a todas tus gentes. Dejaque se encarguen de ello el ciervo, el jabalí y elnilghai. No necesitan ustedes mostrar ni unpalmo de piel hasta que los campos hayan que-dado completamente limpios. ¡Lanza allí a todala selva, Hathi!

-¿No habrá matanza? Mis colmillos setornaron rojos de sangre en la destrucción delos campos de Bhurtpore y no quisiera desper-tar de nuevo el olor que sentí entonces.

-Ni yo tampoco. Ni siquiera quisiera vercómo sus huesos andan esparcidos por la des-nuda tierra. Que se vayan y busquen frescoscubiles. No pueden quedarse aquí. He visto, heolido la sangre de la mujer que me alimentó... lamujer a quien hubieran ellos matado, a no serpor mí. Sólo el olor de la hierba fresca crecien-do en los umbrales de sus casas, puede borrarde mi memoria a aquel otro olor. Parece como

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si me quemara en la boca. ¡Lanza sobre ellos atoda la selva, Hathi!

-¡Ah! -dijo Hathi-. Así me quemaba a míla piel la herida que me hizo aquella estaca,hasta que vimos cómo desaparecían las aldeasbajo la vegetación de la primavera. Ahora medoy cuenta. Tu guerra deberá ser nuestra gue-rra. ¡ Lanzaremos toda la selva contra ellos!

Apenas tuvo tiempo Mowgli de reco-brar el aliento -pues todo él temblaba de corajey de odio-, cuando ya el sitio donde habíanestado los elefantes se hallaba vacío, y Bagheeralo contemplaba a él aterrorizada.

-¡Por la cerradura rota que me dejó es-capar! -dijo por último la pantera negra-. ¿Erestú aquella cosita desnuda por quien yo hablé enla manada cuando todas las cosas eran másjóvenes que ahora? Dueño de la selva: cuandodecrezcan mis fuerzas, habla en favor mío...habla también en favor de Baloo.., habla portodos nosotros. ¡Ante ti no somos más que ca-

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chorros..., ranillas que tu pie aplaste... cervatosque han perdido a su madre!...

La idea de que Bagheera fuera un cerva-tillo perdido causó tal impresión en Mowglique se echó a reír, perdió el aliento, lo recobró yrió de nuevo, hasta que por fin hubo de zambu-llirse en una laguna para que se detuviera surisa. Entonces nadó dando vueltas y vueltas enella, hundiéndose de cuando en cuando en elagua, ya a la luz de la luna, ya fuera de ella,como una rana, nombre que a él mismo le da-ban.

Entre tanto, Hathi y sus tres hijos habíanpartido separados, cada uno hacia uno de lospuntos cardinales y se alejaban silenciosamentepor los valles, a una milla de distancia. Siguie-ron su marcha durante dos días -es decir, cami-naron sesenta millas- al través de la selva; ycada paso que dieron y cada balanceo de sustrompas, era visto, observado y comentado porMang, Chil, el pueblo de los monos y todos lospájaros. Luego empezaron a comer, y comieron

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tranquilamente por espacio de una semana, ocosa así. Hathi y sus hijos son como Kaa, la ser-piente pitón de la Peña: nunca se apresuranmás que cuando deben hacerlo.

Pasado ese tiempo, y sin que nadie su-piera cómo había empezado, empezó a correrun rumor por la selva de que en tal o cual vallepodía hallarse mejor comida y agua de lo acos-tumbrado. Los jabalíes -capaces, por supuesto,de ir hasta el fin del mundo por una buena co-mida-, fueron los primeros que empezaron amarcharse en grandes grupos, empujándose losunos a los otros por encima de las rocas; siguie-ron los ciervos, con las pequeñas y salvajes zo-rras que viven de los muertos y moribundos delas manadas de aquéllos; el nilghai de pesadoshombros marchó en línea paralela con los cier-vos, y los búfalos salvajes que viven en los pan-tanos marcharon detrás del nilghai. La cosamás insignificante hubiera hecho volver a lasesparcidas e indóciles manadas que pacían,vagaban, bebían y pacían de nuevo; pero siem-

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pre que se producía alguna alarma, no faltabaquien surgiera y los calmare a todos. Algunasveces era Sahi, el puerco espín, que traía noti-cias de buena comida que podía encontrarse unpoco más adelante; otras, era Mang que gritabaalegremente y se lanzaba por un claro del bos-que para mostrar que no había obstáculos; oBaloo, con la boca llena de raíces, que caminababamboleándose, a lo largo de alguna indecisafila, y mitad asustando a todos, mitad retozan-do con ellos los hacía retomar el verdadero ca-mino. Muchos de los animales volvieron atrás,se escaparon o perdieron interés, pero tambiénquedaron muchos decididos a seguir la marcha.Al cabo de diez días, la situación era la siguien-te: los ciervos, jabalíes y nilghai iban pulve-rizándolo todo en un círculo de ocho o diezmillas de radio, en tanto que los animalescarnívoros libraban sus escaramuzas en losbordes de aquel gran círculo. Ahora bien: elcentro de aquel círculo era la aldea, y alrededorde ella iban madurando las cosechas, y en me-

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dio de los campos había hombres sentados enlo que allí llaman machans (plataformas pare-cidas a palomares hechos de palos colocadossobre cuatro puntales), para espantar a los pája-ros y a otra clase de ladrones. Entonces, ya nohubo contemplación con los ciervos. Los carní-voros estaban colocados cerca y detrás de ellosy los empujaron hacia adelante y hacia el inter-ior del círculo.

Era una noche oscura cuando Hathi ysus tres hijos llegaron, como deslizándose, a laselva y rompieron los puntales de los machanscon sus trompas; cayeron éstos como si fuerantallos rotos de cicuta en flor, y los hombres quecayeron junto con ellos, oyeron en sus orejas elronco ruido que hacen los elefantes. Entonces,la vanguardia de los azorados ejércitos de cier-vos irrumpió e inundó las tierras de pasto y decultivo de la aldea; llegó con ellos el jabalí deagudas pezuñas y de inclinado hozar, y así loque el ciervo dejaba lo estropeaba él; de cuandoen cuando, una alarma producida por los lobos

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agitaba a todas las manadas, las cuales corríande un lado para otro desesperadamente pisote-ando la cebada verde y cegando las acequias.Antes de que apuntare el alba, la presión sobrela parte exterior del círculo cedió en un puntode éste. Los carnívoros habían retrocedido ydejado abierto un paso en dirección al sur, ypor allí escapaban los gamos a manadas. De losdemás animales, los más atrevidos se tendíanentre los matorrales para terminar su comida ala noche siguiente.

Pero el trabajo ya estaba prácticamentehecho. Cuando los aldeanos, ya de día, miraronsus campos, vieron que sus cosechas estabanperdidas. Y esto significaba la muerte para ellossi no se marchaban, porque vivían un año sí yotro no tan próximos a morirse de hambre co-mo cercana a ellos tenían la selva. Cuando losbúfalos fueron enviados a pacer, los hambrien-tos animales se encontraron con que los ciervoshabían dejado limpias las tierras de pasto, y asívagaron por la selva y se esparcieron y se junta-

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ron con sus semejantes no domesticados. Ycuando llegó el crepúsculo, los tres o cuatrocaballitos que había en la aldea yacían en susestablos con la cabeza destrozada. Sólo Baghee-ra podía haber dado golpes como aquéllos, y asólo ella se le hubiera ocurrido la insolente ideade arrastrar hasta la calle al último cuerpomuerto.

No tuvieron ánimos los ancianos paraencender fogatas en los campos aquella noche;así, Hathi y sus tres hijos espigaron entre lo quehabía quedado, y donde espiga Hathi, ya nohay necesidad de que nadie vaya detrás de él.Los hombres decidieron vivir del trigo queguardaban para semilla hasta que llegaran laslluvias, y entonces ponerse a servir como cria-dos para recuperar lo perdido aquel año. Pero,cuando el negociante de granos pensaba en susrebosantes graneros y en los precios que ob-tendría al vender lo almacenado, los afiladoscolmillos de Hathi arrancaron toda una esquinade su casa, hecha de tapia, y despanzurraron la

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gran arce de mimbres, cubierta de estiércol devaca, en la que guardaba el precioso grano.

Cuando se descubrió esta última pérdi-da, llegó para el bracmán el tiempo de hablar.Les había rezado a sus propios dioses sin obte-ner contestación. Podría ser, dijo, que, inadver-tidamente, la aldea hubiera ofendido a algunode los dioses de la selva, porque, sin duda al-guna, la selva estaba contra ellos. Por tanto,mandaron a llamar al jefe de la tribu máspróxima de gondos errantes (gente pequeña,despierta, y muy negra de color; vive en el co-razón de la selva dedicada a la caza, y sus an-tepasados fueron la raza más antigua de la In-dia), propietarios aborígehes de la tierra. Obse-quiaron al gondo con lo poco que les habíaquedado; él se sostenía sobre una pierna, con suarco en la mano; en el moño que formaban susrecogidos cabellos, dos o tres dardos envene-nados; mostraba un aspecto de temor y despre-cio a la vez, hacia los aldeanos -que lo mirabanansiosos- y hacia sus destruidos campos. De-

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seaban saber los aldeanos si sus dioses -los an-tiguos dioses- estaban enojados con ellos, y quésacrificios deberían ofrecérseles. El gondo nopronunció palabra, pero recogió unos sarmien-tos de karela, la especie de vid que produceamargas calabazas silvestres, y los colocó entre-lazados sobre la puerta del templo frente a lacara de la roja imagen india que miraba fija-mente. Entonces hizo el movimiento con la ma-no como si empujara en el espacio, en direccióndel camino de Khanhiwara, y se volvió a suselva, mirando moverse en todas direcciones alos animales que la poblaban. Sabía que cuandola selva se pone en movimiento, sólo los hom-bres blancos son capaces de detenerla.

No había necesidad de preguntar el sig-nificado de su predicción. En adelante, crecer-ían las calabazas silvestres en el lugar dondehabían adorado a su dios, y cuanto antes sepusieran a salvo, sería mejor.

Pero es difícil arrancar a una aldea ente-ra de sus amarras. Permanecieron allí sus habi-

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tantes en tanto les quedaron comestibles con losque se alimentaban en verano, y aun probarona recoger nueces en la selva; pero sombras debrillantes ojos los observaban y aun pasabandelante de ellos en mitad del día, y, cuandoregresaban corriendo hasta las paredes de suschozas, notaban, en los troncos de los árbolesante los cuales habían pasado cinco minutosantes, que tenían la corteza arrancada a tiras yostentaban señales hechas por enormes garras.Cuanto más se encerraban en su aldea, las fie-ras tornábanse más atrevidas, las cuales corríanpor los prados, rugiendo, junto al río Waingun-ga. No tenían tiempo a componer las paredesposteriores de los vacíos establos que daban ala selva; el jabalí las pisoteaba, y las vides sil-vestres de nudosas raíces clavaban luego suscodos sobre la tierra que acababan de conquis-tar; por último, la gruesa hierba erizaba allí suspuntas como las lanzas de un ejército de fan-tasmas que persiguiera a otro en retirada.

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Los hombres solteros fueron los prime-ros que huyeron y por todos lados esparcieronla noticia de que la aldea estaba sentenciada amuerte. ¿Quién, decían, podría luchar contra laselva o contra los dioses de la selva, cuandohasta la misma cobra de la aldea había abando-nado su agujero de la plataforma, bajo el árbolde las reuniones? Así, el poco comercio que seefectuaba con el mundo exterior se redujo, co-mo asimismo fueron disminuyendo y borrán-dose los caminos trillados en los claros de lamaleza. Al fin, los trompeteos nocturnos deHathi y sus tres hijos dejaron de perturbarlos,porque ya no quedaba nada que pudiere sersaqueado. Las cosechas de sobre la tierra y elgrano enterrado bajo ella desaparecieron porigual. Los campos distantes perdían su antiguaforma; ya era hora de acogerse a la caridad delos ingleses que vivían en Khanhiwara.

Siguiendo la costumbre indígena retras-aron su partida de un día para otro, hasta quelas primeras lluvias les cayeron encima y los

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abandonados techos de sus chozas dejaron pa-sar torrentes de agua; las tierras destinadas apastos quedaron inundadas hasta la altura deltobillo y toda suerte de vida pareció renacer allícon pujanza tras los calores del verano. Enton-ces todos echaron a andar por el barro, hom-bres, mujeres y niños bajo la cegadora lluviamatinal; pero se volvieron, por un impulso na-tural, para darle el último adiós a sus hogares.

En el momento en que la última familiatraspasaba las puertas de la aldea, bajo sus pe-sados fardos, escucharon el estrépito de vigas ytechos de bálago que se hundían detrás de losmuros. Vieron entonces una trompa brillante,negra, parecida a una serpiente, que se elevabadurante un momento y esparcía el bálago her-vido. Desapareció y se escuchó el ruido de otrohundimiento que fue seguido de un agudo gri-to. Hathi había estado arrancando techos dechozas como quien arranca nenúfares, y habíasido alcanzado por una viga que caía. Sólo ne-cesitaba esto para desencadenar toda su fuerza,

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porque, de todos los animales de la selva, elelefante salvaje es el más destructor, por mal-dad o por gusto, cuando está furioso. Dio unapatada a una pared de tapia que se deshizo conel golpe, y que, al desmenuzarla, se convirtió enbarro amarillo por el torrente de agua que caía.Entonces se volvió en redondo y lanzóse por lasestrechas calles dando agudos gritos, apoyán-dose contra las chozas a derecha e izquierda,destrozando las desvencijadas puertas, aplas-tando los aleros, en tanto que sus tres hijoscorrían detrás de él como habían corrido cuan-do la destrucción de los campos de Bhurtpore.

-La selva se tragará esas cáscaras -dijouna voz reposada entre las ruinas-. Ahora hayque echar abajo el muro exterior.

Y Mowgli, chorreándole la lluvia por losdesnudos hombros y brazos, saltó desde unapared que se venía abajo como un búfalo can-sado.

-A buen tiempo llegas -díjole, jadeante,Hathi-. ¡Ah! ¡Pero en Bhurtpore tenía yo los

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colmillos rojos de sangre!... ¡Contra la paredexterior, hijos míos! ¡Con la cabeza! ¡Todos a lavez! ¡Ahora!

Los cuatro juntos empujaron, lado a la-do; la pared exterior se combó, se rajó y cayó;los aldeanos, mudos de terror, veían las salvajescabezas de los destructores, rayadas de arcilla,que aparecían por el roto boquete. Huyeronentonces, sin casa ya y sin alimentos, por elvalle, en tanto que su aldea, hecha pedazos,esparcida y pisoteada, se desvanecía a sus es-paldas.

Un mes después aquel lugar era otrootero lleno de hoyos y cubierto de yerba blan-da, verde, recién nacida; y, cuando terminaronlas lluvias, la selva entera rugía a plenos pul-mones en el lugar donde, no hacía todavía seismeses, el arado removía la tierra.

Canción de Mowgli Contra los Hombres¡Contra vosotros lanzaré las vidas de ve-

loces pies!¡Llamaré a la Selva entera para que borre las

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huellas de vuestros pies!Se hundirán ante ella todos los techos,caerán por tierra los gruesos puntales,y la karela, la amarga karelalo cubrirá todo.

En los sitios donde os reunáis, estaránlos míosy aullarán sin tregua;en el dintel de vuestros graneros se colgarán losgrandes murciélagos;la serpiente será vuestra guardianaque descansará tranquila en vuestra casa;porque la karela, la amarga karela,dará su amargo fruto donde hoy reposáis.

No veréis mis azotes, los azotes de misamigos,pero los oiréis y temblaréis.Los enviaré contra vosotros de noche,cuando la luna aún no brilla;el fiero lobo será vuestro pastorque se erguirá en no acotados campos,porque la karela, la amarga karela,

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esparcirá su semilla donde gozásteis y amás-teis.

Sobre vuestros campos lanzaré a mipueblo,e iré a segarbos, antes que vosotros, a la cabezade él;tendréis que espigar tras nuestras huellaspor el pan ya perdido.Los ciervos serán vuestras yuntaspara labrar en lo devastado,porque la karela, la amarga karela,florecerá donde vuestro hogar existía.

Contra vosotros lanzaré las videsde pies que van lejos; la selva, al invadiros,borrará vuestros linderos,el bosque reinará en vuestros prados.Se hundirán los techos de vuestras casas,y la karela, la amarga karela,los cubrirá, por siempre, a todos.

Los Perros de Rojiza Pelambre¡Por nuestras claras, límpidas noches,

por las noches de los rápidos corredores,

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por el hermoso batir la selva, la vistade largo alcance, por la buena caza,por la astucia de resultados certeros!¡Por el aroma matinal, que humedeceel rocío aun no evaporado!¡Por el placer de ir tras las piezasque con terror incauto locas huyen!¡Por los gritos de nuestros compañeroscuando al derrotado sambhur han cercado!¡Por los riesgos de los excesos de la noche!¡Por el grato y dulce dormir de díaa la entrada del cubil!¡Por todo esto vamos a la lucha!¡Muerte, guerra a muerte juramos!

Fue después de la invasión verificadapor la selva cuando empezó para Mowgli laparte más placentera de su vida. Sentía aquellabuena conciencia que proviene de haber paga-do sus deudas; todos los habitantes de la selvaeran sus amigos y ellos sentían un cierto temorde él. Las cosas que llevó a cabo, que vio y queoyó cuando vagaba solo o en unión de sus cua-

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tro compañeros, daría origen a muchos, mu-chos cuentos, tan largo cada uno de ellos comoel presente. Así pues, no os referiré su encuen-tro con el elefante loco de Mandla que matóveintidós bueyes que conducían once carros deplata acuñada que pertenecía al tesoro nacional,esparciendo por el polvo las brillantes rupias;tampoco os narraré su lucha con Jacala, el co-codrilo, durante toda una noche en los panta-nos del Norte y cómo rompió su cuchillo dedesollador en las placas de la espalda del ani-mal; ni tampoco cómo encontró otro cuchillomás largo que pendía del cuello de un hombreque había sido muerto por un oso, y cómo si-guió las huellas de este oso y lo mató, comojusto precio por aquel cuchillo; ni cómo quedócogido en una ocasión, durante la Gran Ham-bruna, entre los rebaños de ciervos que emigra-ban y fue casi aplastado por ellos; ni cómosalvó a Hathi el Silencioso de caer por segundavez en una trampa que tenía un palo afilado enel fondo, y cómo, al día siguiente, cayó él mis-

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mo en otra de las que ponen para coger leopar-dos, y cómo entonces Hathi hizo pedazos losgruesos barrotes de madera que la formaban; nicómo ordeñó a hembras de búfalos salvales enlos pantanos; ni como...

Pero hay que narrar los cuentos uno auno.

Papá Lobo y mamá Loba murieron, yMowgli rodó una gran piedra contra la boca dela cueva, y entonó allí la Canción de la Muerte;Baloo era muy viejo y apenas podía moverse, yhasta Bagheera, cuyos nervios eran de acero ysus músculos de hierro, era un poco menos ágilque antes cuando quería matar una pieza. Ake-la, de gris que era, tornóse blanco como la le-che; tenía saliente el costillar y caminaba comosi estuviera hecho de madera y Mowgli teníaque cazar para él. Pero los lobos jóvenes, loshilos de la deshecha manada de Seeonee, crec-ían y se multiplicaban, y cuando hubo unoscuarenta de ellos, de cinco años, sin jefe, conbuenos pulmones y ágiles pies, Akela les dijo

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que debían juntarse, obedecer la ley, y estarbajo la dirección de uno, como correspondía alos del Pueblo Libre.

No se metió Mowgli en toda esta cues-tión, porque, como él dijo, ya había comidofrutas agrias y sabía en qué árboles se cogían.Pero cuando Fao, hijo de Faona (cuyo padre erael indicador de pistas en los tiempos de la jefa-tura de Akela) ganó en buena lid el derecho dedirigir la manada, según la ley de la selva, ycuando los antiguos gritos y canciones resona-ron una vez más bajo las estrellas, Mowgli sepresenté de nuevo en el Consejo de la Peña,como en memoria de los tiempos idos. Cuandose le antojaba hablar, la manada esperaba hastaque hubiera terminado y se sentaba en la Peñaal lado de Akela, más arriba de Fao. Eran, aque-llos, días en que se cazaba y se dormía bien.Ningún forastero se atrevía a entrar en las sel-vas que pertenecían al pueblo de Mowgli, comollamaban a la manada; los lobos jóvenes crecíanfuertes y gordos, y había muchos lobatos en la

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inspección que se les hacía cuando eran lleva-dos a la Peña. Siempre iba Mowgli a estas reu-niones, acordándose de aquella noche, cuandouna pantera negra compró a la manada la vidade un chiquillo moreno y desnudo, y el largogrito de: "¡Mirad, mirad bien, lobos!", hacía es-tremecer su corazón. Si no estaba allí, se inter-naba en la selva con sus cuatro hermanos, yprobaba, tocaba y veía toda suerte de cosasnuevas.

Un día, a la hora del crepúsculo, mien-tras caminaba distraídamente por los bosquesllevando para Akela la mitad de un gamo quehabía cazado, y mientras los cuatro se empuja-ban, como gruñendo y revolcándose por juego,escuchó un grito que nunca se había vuelto aoír desde los malos días de Shere Khan. Era loque llaman en la selva el feeal, una especie dehorroroso chillido que da el chacal cuando cazasiguiendo a un tigre, o cuando tiene a la vistapiezas de caza mayor. Si pueden imaginarseuna mezcla de odio, de triunfo, de miedo y de

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desesperación, en un solo grito desgarrador,tendrán una leve idea del feeal que se elevó,descendió y vibró en el aire, a lo lejos, del otrolado del Waingunga. Los cuatro lobos dejaronde jugar en el acto, con los pelos erizados ygruñendo. La mano de Mowgli se dirigió haciael cuchillo, y se detuvo, congestionado el rostroy fruncido el ceño.

-No hay por aquí ningún rayado que seatreva a matar... -dijo.

-No es ése el grito del explorador -observó el Hermano Gris-. Eso es una gran ca-cería. ¡Escucha!

Resonó de nuevo el grito, medio sollozo,medio risa, como si el chacal tuviera flexibleslabios humanos. Respiró entonces Mowgli pro-fundamente y echó a correr hacia la Peña delConsejo, adelantándose en el camino a los lobosde la manada que también se apresuraban. Faoy Akela estaban juntos sobre la Peña, y másabajo de ellos veíanse a los demás, con los ner-vios en tensión. Las madres y sus lobatos corr-

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ían hacia sus cubiles, porque cuando resuena elfeeal conviene que los débiles se recojan.

Nada oían sino el rumor del Waingungaque corría en la oscuridad y las brisas del atar-decer entre las copas de los árboles, cuando depronto, al otro lado del río, aulló un lobo. Noera un lobo de la manada, porque éstos sehallaban alrededor de la Peña. El aullido fueadquiriendo un tono de desesperación. ¡Dhole!-decía-. ¡Dhole! ¡Dho!e! Oyeron pasos cansadosentre las rocas, y un demacrado lobo, con losflancos llenos de rojas estrías, destrozada unade sus patas delanteras y el hocico lleno de es-puma, se lanzó en medio del círculo y, jadean-te, se echó a los pies de Mowgli.

-iBuena suerte! ¿Quién es tu jefe? -dijoFao gravemente.

-iBuena suerte! Soy Won-tolla -respondió el recién llegado.

Quería decir con esto que era un lobosolitario que atendía a su propia defensa, a lade su compañera y a la de sus hijos en algún

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aislado cubil, como lo hacen muchos lobos en laparte sur del país. Won-tolla quiere decir unoque vive separado de los demás, que no formaparte de ninguna manada. Jadeaba y su co-razón latía con tal fuerza, que se sacudía todosu cuerpo.

-¿Quién anda por allí? -prosiguió Fao,porque esto es lo que todos los habitantes de laselva se preguntan cuando se oye el feeal.

-¡Los dholes, los dholes del Dekkan.., losperros de rojiza pelambre, los asesinos! Vinie-ron al norte desde el sur diciendo que en elDekkan no había nada y exterminando todo asu paso. Cuando esta luna era luna nueva, teníayo cuatro de los míos: mi compañera y tres lo-batos. Ella los enseñaba a cazar en las llanurascubiertas de yerba, escondiéndose para correrdespués los gamos, como lo hacemos los quecazamos en campo abierto. A medianoche losoí pasar juntos, dando grandes aullidos, si-guiendo un rastro. Al soplar la brisa matutina,hallé a los míos yertos sobre la yerba... a los

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cuatro, Pueblo Libre, a los cuatro, cuando está-bamos en luna nueva. Hice entonces uso delderecho de la sangre y me fui en busca de losdholes.

-¿Cuántos eran? -preguntó rápidamenteMowgli, y la manada gruñía rabiosamente.

-No sé. Tres de ellos ya no matarán más,pero al fin me persiguieron como a un gamo;me hicieron correr con sólo las tres patas queme quedan. ¡Mira, Pueblo Libre!

Adelantó su destrozada pata, toda en-negrecida por la sangre seca. Tenía junto a losijares crueles mordiscos y el cuello herido ydesgarrado.

-iCome! -le dijo Akela, levantándose deencima de la carne que Mowgli le había traído;inmediatamente, lanzóse sobre ella el solitario.

-No será pérdida esto que me dáis -dijohumildemente cuando hubo satisfecho un pocosu hambre-. Préstame fuerzas, pueblo Libre, ytambién yo mataré luego. Está vacío mi cubil,

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antes lleno, cuando era luna nueva, y aún noestá pagada del todo la deuda de sangre.

Fao oyó cómo crujían sus dientes sobreun hueso y gruñó con aire de aprobación.

-Necesitaremos de tus quijadas -dijo-.¿Iban cachorros con los dholes?

-No, no. Todos eran cazadores rojos; ca-zadores de manada grandes y fuertes, aunquetoda su comida consiste, allá en el Dekkan, enlagartos.

Lo que había dicho Won-tolla significa-ba que los dholes, los rojos perros cazadores delDekkan, iban de paso buscando algo que matar,y la manada sabía que incluso un tigre le cederásu presa a los dholes. Cazan éstos corriendo enlínea recta por la selva, se lanzan sobre cuantoencuentran y lo destrozan. Aunque no tienen niel tamaño ni la mitad de astucia que un lobo,son muy fuertes y numerosos. Los dholes noempiezan a considerarse manada sino hastaque se reúne un centenar de ellos, en tanto quecon cuarenta lobos basta para lo mismo. Las

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errabundas caminatas de Mowgli lo habíanllevado hasta los confines de los grandes pra-dos del Dekkan, y había visto a los fieros dho-les durmiendo, jugando y rascándose en losagujeros y matojos que usan como cubiles. Éllos despreciaba y los odiaba porque no olíancomo el Pueblo Libre, porque no vivían en ca-vernas, y, sobre todo, porque les crecía peloentre los dedos de las patas, en tanto que a él ya sus amigos no les sucedía esto. Pero sabía, porhabérselo dicho Hathi, lo terrible que es unamanada de dholes cuando va de caza. HastaHathi les deja el paso libre, y ellos siguen ade-lante hasta que los matan o cuando ya escaseala caza.

Algo sabía también Akela sobre los dho-les, pues le dijo en voz baja a Mowgli:

-Más vale morir entre todos los de lamanada, que sin guía y solo, esta será una ca-cería magnífica y... la última en que tomaréparte. Pero, según los años que viven los hom-bres, a ti te quedan aún muchos días y muchas

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noches de vida, hermanito. Vete hacia el norte yéchate allí a dormir, y si alguien queda vivodespués del paso de los dholes, te llevará noti-cias del resultado de la lucha.

-¡Ah! -dijo Mowgli con toda gravedad-.¿Debo ir acaso a coger pececillos en las lagunasy a dormir en un árbol, o acaso debo pedirlesayuda a los de Bandar-log para que me ayudena cascar nueces mientras la manada lucha alláabajo?

-A muerte será la lucha -respondió Ake-la-. Tú nunca te has enfrentado con los dholes...con los asesinos rojos. Hasta el Rayado...

-¡Aowa! ¡Aowa! -exclamó Mowgli demal humor-. Yo maté a un mono rayado, y es-toy seguro que Shere Khan hubiera dejado a sumisma compañera para que se la comieran losdholes si el viento le hubiese llevado el olor deuna manada al través de grandes extensionesde pastura. Escucha ahora: hubo una vez unlobo, mi padre, y una loba, mi madre, y un loboviejo y gris (no muy discreto a veces; ahora está

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blanco) que era para mí como mi padre y mimadre juntos. Por tanto, yo... -levantó más lavoz-. Digo que cuando vengan los dholes, sivienen, Mowgli y el Pueblo Libre lucharán co-mo iguales contra ellos. Y afirmo, por el toroque me rescató (por aquel toro que Bagheerapagó por mí en tiempos que ya no recordáis losde la manada), digo, y que lo tengan presentelos árboles y el río que me oyen, si yo lo olvi-do.., que este cuchillo será para la manada co-mo un colmillo más, y no creo que su filo estémuy embotado. Esta es la palabra que tenía quedecir y que empeño.

-No conoces a los dholes, hombre quehablas como los lobos -dijo Won-tolla-. Tan sóloquiero pagar la deuda de sangre que tengo conellos, antes que me destrocen. Avanzan despa-cio, matando a medida que se alejan, pero endos días habré recobrado ya algo de mis fuer-zas, con lo que podré volver a la lucha. Encuanto a vosotros, Pueblo Libre, opino quedebéis ir hacia el norte y que comáis poco du-

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rante un tiempo, durante el tiempo que tardenen pasar los dholes. No habrá de produciroscarne esta cacería.

-iOigan al Solitario! -dijo Mowgli dandouna risotada-. ¡Pueblo Libre! ¡Hemos de huirhacia el norte y dedicarnos a coger lagartos yratas por miedo de tropezar con los dholes!Hay que dejar que maten todo lo que quieranen nuestros cazaderos, en tanto que nosotrosnos escondemos en el norte, hasta que ellosquieran devolvernos lo que es nuestro. No sonmás que unos perros (mejor dicho, cachorros deperros), rojos, de vientre amarillo y sin cubiles,y con pelos entre los dedos de las patas. Suscamadas constan de seis u ocho pequeñuelos,como las de Chikai, el diminuto ratoncillo sal-tador. ¡Sin duda hemos de huir, Pueblo Libre, ypedir como un favor a los del norte que nosdejen comer alguna res muerta. Ya conocéis eldicho: "En el norte, miseria; en el sur, piojos; encuanto a nosotros, somos la selva." Escoged,escoged. ¡Será una buena cacería! ¡Por la mana-

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da, por toda la manada; por los cubiles y lascamadas; por lo que se mata fuera y dentro deaquéllos; por la compañera que persigue al ga-mo; por los cachorrillos que están en las caver-nas... ¡juremos la lucha... juremos.. juremos...!

Respondió la manada con un profundoaullido que resonó en la noche como el es-truendo de un enorme árbol que cae.

-¡Lo juramos! -gritaron.-Permanezcan con ellos -ordenó Mowgli

a los cuatro-. Todo colmillo hará falta. Que Faoy Akela preparen todo para la batalla. Yo iré acontar los perros.

-¡Eso significa la muerte! -exclamó Won-tolla levantándose a medias-. ¿Qué puede hacerése, que ni pelo tiene, contra los rojizos perros?Acuérdense de que hasta el Rayado...

-En verdad que eres un solitario -interrumpió Mowgli-. Pero hablaremos de estocuando hayan muerto los dholes. ¡Buena suertepara todos!

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Echó a correr, hundiéndose entre lassombras, y era presa de tal agitación que ape-nas miraba dónde pisaba; consecuencia de ellofue caerse cuan largo era entre los grandes ani-llos de Kaa, la serpiente pitón, donde ésta esta-ba al acecho, cerca del río, frente a un senderofrecuentado por los ciervos.

-iKscha! -silbó Kaa malhumorada-. ¿Esesto actuar según el estilo de la selva, venirhaciendo tal ruido con los pies, caminando tantorpemente para estropearle a uno el trabajo detoda una noche.., y precisamente cuando sepresentaba tan bien la caza?

-iEs mi culpa! -dijo Mowgli levantándo-se-. En realidad, a ti te buscaba, Cabeza Chata;pero cada vez que nos encontramos, estás másgruesa y más grande; lo menos has crecido untrozo como este brazo. No hay nadie como túen la selva, discreta, vieja, fuerte, y hermosísi-ma, Kaa.

-¿A dónde vas a parar por ese camino?dijo Kaa con voz más suavizada-. No cambió

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aun la luna desde que un hombrecito armadode un cuchillo me tiraba piedras a la cabeza yme llenaba de insultos porque dormía al raso.

-¡Ya lo creo! Y a todos los ciervos queperseguía Mowgli, los espantabas, y esa CabezaChata era tan sorda, que no percibía mis silbi-dos para que dejara libre el camino de los cier-vos -respondió Mowgli con mucha calma,sentándose entre los pintados anillos de la ser-piente.

-Pero ahora, ese mismo hombrecito traeen los labios palabras suaves y halagadoras, yle dice a aquella misma Cabeza Chata que esdiscreta, fuerte, hermosa, y ella se deja persua-dir y le hace sitio... asi... al que le tiraba piedras,y... ¿Estás cómodo ahora? ¿Podría Bagheeraofrecerte tan cómodo lugar de descanso?

Como de costumbre, Kaa había conver-tido su cuerpo en una suerte de blanda hamaca,bajo el peso del cuerpo de Mowgli. Se tendió elmuchacho en medio de la oscuridad, y se en-roscó en aquel cuello flexible que parecía un

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cable, hasta que la cabeza de Kaa descansó so-bre su hombro, y luego le refirió cuanto habíaocurrido en la selva aquella noche.

-Puedo ser lista dijo Kaa cuando él ter-minó-, pero sorda ciertamente lo soy. De otramanera, hubiera oído el feeal. Ya no me extrañaque los que comen hierba estén tan inquietos.¿Cuántos serán los dholes?

-Aún no los he visto. Vine corriendo averte. Tú eres más vieja que Hathi. Pero, Kaa... -y al decir esto temblaba de gusto-: ¡Qué magní-fica cacería será! Pocos de nosotros viviremoscuando cambie la luna.

-¿También tú tomarás parte en esto?Acuérdate de que eres hombre y de cuál fue lamanada que te arrojó de ella. Que el lobo saldesus cuentas con el perro. Tú eres un hombre.

-Las nueces de antaño, son hogaño tie-rra negra -replicó Mowgli-. Es cierto que soy unhombre, pero me parece haber dicho esta nocheque soy un lobo. El río y los árboles son mis

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testigos. Pertenezco al Pueblo Libre, Kaa, hastaque los dholes hayan pasado.

-¡Pueblo Libre! -murmuro Kaa-. ¡Pandi-lla suelta de ladrones! ¿Y tú te ligaste a ellos enun nudo de muerte, sólo por la memoria de loslobos muertos? Eso no es buena caza.

-Di mi palabra. Lo saben los árboles, ytambién el río. No quedaré libre de compromi-so sino hasta que hayan pasado los dholes.

-¡Ngssh! Así la cosa cambia por comple-to. Había pensado llevarte conmigo a los pan-tanos del norte, pero palabra es palabra, aun-que ésta sea la de un hombrecito desnudo y sinpelo como tú. Ahora, pues, yo, Kaa, digo que...

-Piénsalo bien. Cabeza Chata; no vayasa ligarte tú también en un nudo de muerte. Nonecesito que me des tu palabra, pues bien séque...

-Así sea, pues- dijo Kaa-. No daré pala-bra alguna. ¿Pero qué piensas hacer cuandovengan los dholes?

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-Habrán de pasar a nado el Waingunga.Ahora bien: yo pensaba salirles al encuentrocuando crucen algún sitio poco profundo, conmi cuchillo en la mano, llevando detrás de mí ala manada para que, a cuchilladas y atacadospor los míos, retrocedieran algo río abajo o fue-ran a refrescarse el gaznate.

-No retrocederán los dholes, y su gazna-te hierve siempre -respondió Kaa-. Una vezterminada esta cacería, no quedará ni hombre-cito ni lobato; únicamente quedarán huesos.

-¡Alala! Si hemos de morir, moriremos.Será una magnífica cacería. Pero soy joven y nohe visto muchas lluvias. No sé mucho y no soyfuerte. ¿Tienes un plan mejor, Kaa?

-Yo ya he visto cientos y cientos de llu-vias. Antes que Hathi hubiera mudado suscolmillos de leche, era ya enorme el rastro queyo dejaba en el polvo, al pasar. Por el primerhuevo que hubo en el mundo, te juro que soymás vieja que muchos árboles, y he sido testigode todo lo que ha acontecido en la selva.

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-Pero esto es un caso nuevo dijo Mow-gli-. Nunca antes se habían cruzado los dholespor nuestro camino.

-Lo que es ahora, ha sido también antes.Lo que será, no es más que un año olvidadoque hiere al mirar hacia atrás. Manténte quietomientras cuento los años que tengo.

Durante más de una hora estuvo Mow-gli echado sobre los anillos de la serpiente, entanto que Kaa, con la cabeza inmóvil sobre elsuelo, pensaba en todo lo que había visto y co-nocido desde que salió del huevo. Parecía ex-tinguirse la luz de sus ojos, los que parecíanviejos ópalos, mientras que, de cuando encuando, daba una especie de torpes estocadascon la cabeza a derecha e izquierda, como siestuviera cazando en sueños. Mowgli dormita-ba, porque sabía que nada hay como el sueñoantes de la caza, y estaba acostumbrado ahacerlo a cualquiera hora del día o de la noche.

Después Sintió que el cuerpo de Kaacrecía y se ensanchaba debajo del suyo mien-

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tras ía enorme serpiente pitón soplaba, silbandocon el ruido de una espada que se sacara de suvaina de acero.

-He visto todas las estaciones que ya pa-saron -dijo al fin Kaa-; los árboles enormes, losviejos elefantes, las rocas desnudas y ásperascuando todavía no las vestía el musgo. ¿Estástodavía vivo, hombrecito?

-Acaba de desaparecer la luna en elhorizonte -respondió Mowgli-. No entiendo...

-¡Hssh! Vuelvo a ser Kaa. Sabía que nohacía de ello sino un momento. Iremos ahora alrío para enseñarte cómo deberás proceder con-tra los dholes.

Volvióse y se dirigió, recta como unaflecha, hacia el lugar donde la corriente delWaíngunga es mayor, y se hundió en el aguaun poco más arriba de la laguna que oculta laRoca de la Paz, y llevaba a Mowgli a su lado.

-No; no nades. Me deslizaré rápidamen-te. Te llevo a cuestas, hermanito.

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Con su brazo izquierdo Mowgli se asióbien del cuello de Kaa, dejó caer el derecho,pegado al cuerpo y puso los pies en punta. Kaaembistió entonces contra la corriente como sóloella era capaz de hacerlo; la ondulación delagua formaba como una gorguera en torno delcuello de Mowgli y sus pies se balanceaban enel remolino que se veía a cada lado de la ser-piente. Un kilómetro o dos arriba de la Roca dela Paz, se estrecha el Waingunga cuando pasapor una garganta que forman unas rocas demármol de veinticinco o treinta metros de altu-ra, y entonces la corriente se desliza como porun canal de molino entre toda suerte de pe-druscos. Mowgli, empero, no hizo caso delagua; poca habría en el mundo capaz de ame-drentarlo ni por un momento. Miraba a uno yotro lado de aquella estrecha garganta y reso-plaba como si estuviera incómodo, pues percib-íase en el aire un olor agridulce, muy parecidoal de un gran hormiguero en un día caluroso,Instintivamente hundióse todo en el agua, le-

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vantando sólo de cuando en cuando la cabezapara respirar, hasta que Kaa, al fin, por mediode una doble torsión de su cola, ancló en tornode una roca hundida, manteniendo a Mowglien el hueco que formaban sus anillos, en tantoque el agua seguía su curso.

-Esta es la Morada de la Muerte dijo elmuchacho-. ¿Por qué venimos aquí?

-Duermen -dijo Kaa-. Hathi no desvía sucamino ante el Rayado. Pero Hathi y el mismoRayado se apartan cuando vienen los dholes, yéstos, según se dice, no cambian su rumbo pornada. Y sin embargo, ¿ante quién retrocede eldiminuto pueblo de las Rocas? Dime, amo de laselva, ¿quién es el verdadero amo de la selva?

-Esas -murmuré Mowgli-. Aquí mora lamuerte. Vámonos.

-No. Mira bien, porque ahora estándurmiendo. Todo está como cuando yo aún notenía el largo de tu brazo.

Las rajadas y carcomidas rocas de aque-lla garganta del Waingunga habían sido usadas

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desde el principio de la selva por el diminutopueblo de las Rocas: las laboriosas, feroces, sal-vajes y negras abejas de la India; como Mowglilo sabía muy bien, todo rastro de animal torcíahacia un lado u otro, más de ochocientos me-tros antes de llegar a aquel sitio. Durante sigloshabía tenido allí sus enjambres el pueblo dimi-nuto y había pululado de grieta en grieta,agrupándose una y otra vez, manchando elblanco mármol con miel seca, y fabricando pa-nales altos y profundos en la oscuridad de lascavernas interiores, en donde ni los animales,ni el fuego ni el agua pudieran llegar nunca. Lagarganta parecía adornada en toda su longitudcon negros cortinajes de terciopelo que brilla-ban débilmente; Mowgli sintióse desfallecer alverlo, pues aquella especie de cortinas eran losmillones de abejas amontonadas que allí dorm-ían. Notábanse también otras protuberancias,adornos y cosas que parecían carcomidos tron-cos de árboles prendidos en la superficie de lasrocas: restos viejos, abandonados, o acaso nue-

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vas ciudades levantadas al abrigo de aquellagarganta que estaba resguardada del viento.Enormes y esponjosos panales, ya podridos,habían rodado desde lo alto, pegándose en losárboles y enredaderas que parecían asirse a lasuperficie de las rocas. Al escuchar atentamenteel muchacho, más de una vez oyó el ruido queal deslizarse producían los panales llenos demiel al caer allá adentro, en las oscuras galerías;después, rumor de alas que batían furiosamen-te y el pausado gotear de la miel derramadaque corría hasta llegar al borde de alguna aber-tura al aire libre, chorreando desde allí lenta-mente sobre hojas y ramas. A un lado del ríohabía una especie de playa pequeñísima demenos de metro y medio de ancho, llena dedesechos acumulados allí durante innumera-bles años. Abejas muertas, basura, panales vie-jos, alas de pequeñas mariposas merodeadorasque se habían perdido en aquel lugar buscandomiel; todo estaba amontonado formando unfinísimo polvo negro. Sólo el olor penetrante de

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aquel conjunto bastaba para asustar a cualquierser viviente que no tuviera alas y supiese lo queera el pueblo Diminuto.

De nuevo se movió Kaa corriente arribahasta llegar a un banco de arena que se encon-traba en el extremo de aquella garganta.

-Aquí está lo que mataron en esta esta-ción -dijo-. ¡Mira!

Sobre el banco yacían los esqueletos deun par de ciervos y el de un búfalo. Mowglipudo cerciorarse de que ni lobos ni chacaleshabían tocado los huesos, que estaban en posi-ción natural sobre el suelo.

-Traspasaron el lindero; no conocían laley -murmuró Mowgli-, y el pueblo Diminutolos mató. Vámonos antes de que despierten.

-No despiertan sino hasta el alba -dijoKaa-. Te contaré ahora esto: Venía un gamoperseguido desde el sur, hacia este sitio, hacemuchas, muchas lluvias; no conocía la selva, yen pos de él iba toda una perrada. Ciego demiedo, saltó desde lo alto; la manada lo seguía

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guiándose con la vista, pues corría desatina-damente tras él, ciega para todo rastro. Ya el solestaba alto, y el pueblo Diminuto era numerosoy estaba muy enfurecido. Muchos fueron losperros que saltaron al Waingunga, pero, cuan-do llegaban al agua, ya estaban muertos. Losque no saltaron, fueron muertos también sobrelas rocas. Pero el gamo quedó vivo.

-¿Cómo fue eso?-Porque llegó él primero, corriendo para

salvar la vida, y saltó antes que el pueblo Di-minuto estuviera alerta, ya estaba en el ríocuando se juntaron para matarlo. Pero la ma-nada que venía detrás se perdió por completobajo el peso de aquéllas.

-¿Y vivió el gamo? -repitió pausadamen-te Mowgli.

-Por lo menos no murió entonces, aun-que no contara con nadie que, al caer, lo espe-rara para recibirlo sobre un cuerpo fuerte quelo protegiera del agua, como cierta gruesa, sor-da y amarilla Cabeza Chata esperará a un

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hombrecito... sí; aunque detrás de él fuerantodos los dholes del Dekkan siguiéndole el ras-tro. ¿Qué opinas de eso?

La cabeza de Kaa estaba cerca del oídode Mowgli; pasó un poco de tiempo antes deque el muchacho contestara.

-Es jugar con la muerte, pero... Kaa, a laverdad tú eres quien sabe más en toda la selva.

-Muchos han dicho eso. Ahora, prestaatención: si los dholes te siguen...

-Como me seguirán con toda seguridad.¡Ah! ¡Ah! Mi lengua les lanzará agudísimasespinas que les escocerán la piel.

-Si te siguen furiosos y ciegos, sin mirara ningún lado y mirándote sólo a ti, los que nomueran arriba caerán al agua aquí o más abajo,porque el pueblo Diminuto levantará el vuelo ylos cubrirá a todos. Ahora bien, las aguas delWaingunga siempre tienen hambre, y ellos nocontarán con ninguna Kaa que los sostengacuando caigan; por eso, los que vivan, seránarrastrados por la corriente hasta los bajíos, allá

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por los cubiles de Seeonee, y alli podrá tu ma-nada salirles al encuentro y arrojarse sobre susgargantas.

-¡Ahai! ¡Eowawa! Mejor que esto, no loes ni la lluvia que cae a tiempo en la estaciónseca. Sólo queda ahora la pequeña cuestión dela carrera y del salto. Haré que me conozcan losdholes, para que me persigan muy de cerca.

-¿Has visto la roca que se yergue sobreti? ¿La has Visto desde la tierra?

-No, ciertamente. No se me había ocu-rrido eso.

-Ve a verla. La tierra está podrida, llenade grietas y agujeros. Si pones en falso uno detus torpes pies, la cacería habrá terminado. Mi-ra, te dejaré aquí, y por el cariño que te tengoharé una cosa: iré a referirle a la manada lo quehemos platicado para que sepan dónde podránencontrar a los dholes. En cuanto a mí, yo nadatengo que ver con ningún lobo.

Cuando a Kaa no le gustaba una amis-tad, lo demostraba con más rudeza que cual-

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quier otro habitante de la selva, excepto quizásBagheera.

Nadó río abajo y al llegar a la Peñatopóse con Fao y con Akela que escuchaban losruidos nocturnos.

-iHssh! ¡Perros! -dijo alegremente-. Losdholes bajarán por el río. Si no tenéis miedo,podréis matarlos en los bajíos.

-¿Cuándo llegarán? dijo Fao.-¿Y dónde está mi hombre-cachorro? -

preguntó Akela.-Vendrán cuando hayan de venir -

respondió Kaa-. Espéralos y verás. En cuanto atu hombre-cachorro, al cual le hiciste empeñarsu palabra y que has conducido así a la muerte,tu hombre-cachorro, digo, está conmigo, y si noestá ya muerto ahora mismo no tienes tú la cul-pa, ¡perro blanqueado! Espera aquí a los dho-les, y alégrate de que el hombrecachorro y yopeleemos a tu lado.

Tornó Kaa a remontar con rapidez la co-rriente y dio fondo en mitad de la estrecha gar-

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ganta, mirando hacia arriba, hacia el borde delos cantiles. Vio de pronto la cabeza de Mowglique se proyectaba contra las estrellas, luegooyóse un rumor, como un silbido en el aire y elagudo schloop de un cuerpo que caía de pie, yal minuto siguiente ya encontrábase el mucha-cho descansando de nuevo sobre los anillos deKaa.

-Este salto, de noche, no es nada dijoMowgli suavemente-. He saltado de doble altu-ra sólo por divertirme; pero allá arriba sí que esmal sitio: puros arbustos bajos y zanjas profun-das, todos llenos del pueblo Diminuto. Coloquégrandes piedras superpuestas en el borde de lastres zanjas. Al correr, les daré con el píe y laslanzaré abajo, y así todo el pueblo Diminuto selevantará detrás de mí, furioso.

-Eso es habladurías y astucias de hom-bre -dijo Kaa-. Eres listo, pero ese pueblo estáenfurecido siempre.

-No; al anochecer todas las alas descan-san un rato, las que están cerca y las que están

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lejos. Me entretendré con los dholes a esa hora,porque ellos cazan mejor de día. Ahora siguenel rastro de sangre que dejó Won-tolla.

-Ni Chil abandona nunca un bueymuerto, ni los dholes un rastro de sangre -sentencié Kaa.

-Entonces les daré un rastro nuevo,hecho con su propia sangre, si puedo, y les harémorder el polvo. ¿Te quedarás aquí, Kaa, hastaque regrese con mis dholes?

-Sí. Pero, ¿qué sucederá si te matan en laselva, o si el pueblo Diminuto te mata antes quepuedas saltar al río?

-Cuando llegue mañana, cazaremos lode mañana -respondió Mowgli citando un di-cho de la selva; y prosiguió-: Cuando estémuerto, que me canten la Canción de la Muer-te. ¡Buena suerte, Kaa!

Apartó su brazo del cuello de la serpien-te y descendió por la garganta como si fuera unmadero arrastrado por la avenida, chapoteandoen dirección de la lejana orilla donde el agua

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formaba un remanso, y riéndose a carcajadasde puro gozo. A Mowgli nada le gustaba másque jugar con la muerte y mostrarle a toda laselva que él era allí el amo y su archi-amo. Confrecuencia había robado, ayudado de Baloo,colmenas que las abejas fabricaban en árbolesaislados; gracias a ello, sabía que el pueblo Di-minuto no puede sufrir el olor del ajo silvestre.Por tanto, recogió un haz de esas plantas, lo atócon una tira de corteza, y luego empezó a se-guir el rastro de sangre de Won-tolla, hacia elsur y a partir de los cubiles, por espacio de másde una legua, mirando los árboles con la cabezainclinada a un lado, y riendo como loco al mi-rar.

-He sido Mowgli, la Rana -se decía a símismo-; y he dicho que soy Mowgli, el Lobo.Ahora me toca ser Mowgli, el Mono, antes deser Mowgli, el Gamo. Al fin acabaré por serMowgli, el Hombre. ¡Oh!

Y al decir esto pasó el pulgar por la hojade su cuchillo, de dieciocho pulgadas de largo.

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El rastro de Won-tolla, todo él formadode oscuras manchas de sangre, se deslizababajo un bosque de copudos árboles muy agru-pados que se extendía hacia el noroeste, y queclareaba gradualmente desde la distancia demedia legua antes de llegar a las Rocas de lasAbejas. Desde el último árbol, hasta llegar a labroza baja de esas rocas, era ya campo abiertoen donde apenas habría encontrado refugio unlobo. Corrió Mowgli por debajo de los árboles,calculando las distancias entre rama y rama,encaramándose de cuando en cuando en untronco, y saltando por vía de ensayo de unárbol a otro, hasta que llegó al campo abierto, alque estudió cuidadosamente durante una hora.Regresó entonces y tomó de nuevo el rastro deWon-tolla donde lo había dejado, se acomodóen un árbol que mostraba una rama saliente aunos dos metros y medio del suelo, y allí per-maneció sentado tranquilamente, afilando sucuchillo en la planta del pie y cantando.

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Poco antes del mediodía, cuando el ca-lor era extremoso, escuchó ruido de pasos ypercibió el abominable olor de la manada dedholes que seguían, con aire feroz, el rastro deWon-tolla. Vistos desde arriba los rojizos dho-les no parecían tener ni la mitad del tamaño deun lobo; pero Mowgli sabía cuán fuertes eransus pies y sus quijadas. Observó la cabeza pun-tiaguda y de color bayo del que los dirigía, elcual olfateaba la pista, y le gritó:

-iBuena caza!La fiera miró hacia arriba y sus compa-

ñeros se pararon detrás de él, docenas y doce-nas de rojizos perros, de largas y colgantes co-las, sólidas espaldas, débiles patas traseras yensangrentadas bocas. Por lo general, los dho-les son muy silenciosos y no guardan buenasformas incluso con los de su manada. Eranunos doscientos los que se hallaban reunidosdebajo de Mowgli, pero éste vio que los delan-teros olfateaban con aire de hambrientos el ras-tro de Won-tolla, e intentaban que toda la ma-

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nada siguiera adelante. Pero esto no le conven-ía, porque entonces llegarían a los cubiles enpleno día; la intención de Mowgli era entrete-nerlos allí, bajo el árbol, hasta el anochecer.

-¿Con qué permiso venís aquí? -les dijo.-Todas las selvas son nuestras -fue la

respuesta, y el dhole que se la dio le mostró losblancos dientes.

Mowgli miró hacia abajo sonriendo, eimitó perfectamente el agudo chillido y la espe-cie de charla de Chikai, el ratón saltador delDekkan, dando a entender con esto que teníaen tan poco a los dho!es como al mismo Chikai.Se agrupó entonces la perrada alrededor deltronco, y el que la dirigía ladró furiosamentellamándole a Mowgli mono. Por toda respues-ta, alargó el muchacho una de sus desnudaspiernas y movió los dedos del pie, precisamen-te sobre la cabeza del perro. Esto fue suficiente,demasiado suficiente para poner fuera de sí atoda la manada. Los que tienen pelo entre losdedos, no gustan de que nadie se lo recuerde.

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Apartó Mowgli su pie cuando el jefe saltó paramordérselo, y le dijo suavemente:

-¡Perro, perro rojizo! ¡Vuélvete al Dek-kan a comer lagartos! ¡Vete con Chikai, tu her-mano... perro... perro rojizo, rojizo! ¡Tienes peloentre los dedos! -y movió sus propios dedospor segunda vez.

-iBaja de allí antes que te sitiemos porhambre, mono pelón! -aulló la manada, y esoera precisamente lo que Mowgli quería.

Acostóse a lo largo de la rama, apoyadauna mejilla contra la corteza, libre su brazo de-recho, y en esta posición le dijo a la manada loque pensaba y sabía de ella, sus maneras, suscostumbres, compañeros y pequeñuelos. Nohay en el mundo lenguaje tan rencoroso y ofen-sivo como el que usa el pueblo de la selva paramostrar su superioridad y su desprecio. Sipiensan ustedes durante un momento, veráncómo esto tiene que ser así. Como le había di-cho Mowgli a Kaa, tenía en la lengua espinasmuy punzantes, y poco a poco, y asimismo

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deliberadamente, llevó a los dholes desde elsilencio a los gruñidos, de éstos a los aullidos, yde los aullidos a la más sorda e imponente ra-bia. Intentaron contestar sus improperios, perolo mismo hubiera intentado hacerlo un cacho-rro al que hubiese enfurecido con su lenguajeKaa; durante todo este tiempo, la mano derecha(le Mowgli estuvo siempre junto al costado,encogida y pronta para la acción, mientras suspies se cruzaban en torno de la rama. El enormejefe bayo había saltado muchas veces en el aire,pero Mowgli no quiso arriesgarse a dar un gol-pe en falso. Por último, enfurecido hasta lo in-decible, saltó el animal a más de dos metrosdesde el nivel del suelo. Entonces la mano delmuchacho lanzóse hacia aquél como si fuera lacabeza de una de las serpientes que viven enlos árboles y lo aferró por la piel del pescuezo;la rama se sacudió de tal modo cuando echóhacia atrás todo el peso de su cuerpo, que casiarrojó a Mowgli al suelo. Pero no soltó a supresa, y, pulgada a pulgada, levantó a la bestia

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que colgaba de su mano como un chacal aho-gado. Con la mano izquierda asió su cuchillo ycortó la roja y peluda cola y arrojó después alsuelo al dhole. No necesitaba hacer más. Lamanada ya no seguiría el rastro de Won-tolla,hasta que mataran a Mowgli o Mowgli los ma-tara a ellos. Vio que se sentaban formandocírculos y con un temblorcillo en las ancas, loque significaba que allí permanecerían; portanto, encaramóse a un sitio más alto donde secruzaban dos ramas, apoyó allí la espalda contoda comodidad y se quedó dormido.

Despertó al cabo de tres o cuatro horas ycontó los perros de la manada. Todos estabanallí, silenciosos, hoscos, secas las fauces y losojos fríos como el acero. El sol empezaba a po-nerse. Dentro de media hora, el pueblo Dimi-nuto de las rocas terminaría su labor, y, comoya se dijo, los dholes no pelean tan bien a lahora del oscurecer.

-No necesitaba tan buenos vigilantes -dijo cortésmente, poniéndose en pie en la rama-

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; pero ya me acordaré de esto. Son ustedes ver-daderos dholes, pero, en mi opinión, demues-tran demasiado celo. Por eso no le entregaré sucola al comedor de lagartos. ¿No estás contento,perro rojizo?

-Yo mismo te sacaré las tripas -aulló eljefe de la manada, arañando el pie del árbol.

-No harás tal. En vez de eso, piensa unpoco, sabia rata del Dekkan. Verás cuántas ca-madas nacerán de perrillos rojos sin cola; esoes, con muñoncitos rojos en carne viva que lesescocerán cuando la arena arda, calentada porel sol. Vuélvete a tu casa, perro rojizo. y publicaque un mono te ha hecho eso. ¿No te irás?

Entonces, ven conmigo y yo te enseñaréa ser discreto.

Saltó entonces Mowgli, al estilo de losBandar-log, al árbol más próximo; de éste, alsiguiente, y luego al otro y al de más allá, y leseguían siempre los perros, levantada la cabe-za, hambrientos. De cuando en cuando fingíacaerse, y los de la manada se atropellaban los

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unos a los otros en su prisa por ser los primerosen matarlo. Era un espectáculo curioso: el mu-chacho saltando por las ramas más altas de losárboles, brillando su cuchillo a la luz del solque ya estaba bajo, y la silenciosa manada roji-za que parecía de fuego apiñándose y siguién-dolo desde abajo. Cuando llegó al último árbol,cogió los ajos que llevaba y se frotó con ellos elcuerpo todo cuidadosamente, y los dholes au-llaron despectivamente.

-Mono con lengua de lobo, ¿crees queasí nos harás perder tu rastro? -dijeron-. Te se-guiremos hasta matarte.

-Toma tu cola -respondió Mowgli, arro-jando hacia atrás la que había cortado, y la ma-nada, instintivamente, se precipitó sobre ella-.Y ahora, síganme, hasta la muerte.

Se había deslizado por el tronco de unárbol, y corría, desnudos los pies y ligero comoel viento hacia las Rocas de las Abejas, antes deque los dholes comprendieran lo que iba ahacer.

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Lanzaron éstos un profundo aullido, yempezaron a correr con aquel largo y pesadogalope que acaba por rendir al fin a cuanto seacapaz de correr. Sabía Mowgli que, juntos enmanada, su velocidad era muy inferior a la delos lobos; de lo contrario, nunca se hubieraarriesgado a aquella carrera de media legua encampo abierto. Ellos estaban seguros de quepor último se apoderarían del muchacho, y él loestaba también de que podía jugar con elloscomo quisiera. Toda su labor consistía en man-tenerlos suficientemente excitados tras él paraevitar que se volvieran antes de tiempo. Corríametódicamente, con paso igual y gran elastici-dad, y el jefe sin cola iba a cinco metros detrásde él y lo seguían los demás en un espacio deterreno que podría medir unos cuatrocientosmetros, locos, ciegos de coraje todos los dholes,y ansiosos de matar. Así mantuvo el muchachosu distancia, sirviéndose del oído para calcular-la, reservando su último esfuerzo para cuandose lanzara entre las Rocas de las Abejas.

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El pueblo Diminuto se había entregadoal sueño al empezar el ocaso, porque no eraaquella la estación en que se abren tarde lasflores. Pero cuando sonaron los primeros pasosde Mowgli en el suelo hueco, oyó tal ruido queno parecía otra cosa sino que la tierra enterarezumbara. Entonces corrió como nunca anteshabía corrido en su vida, y dio un puntapié auno, a dos, a tres de los montones de piedras,arrojándolas en las oscuras grietas que exhala-ban un olor dulzón. Oyó una especie de brami-do, parecido al del mar cuando invade una ca-verna; miró con el rabillo del ojo y vio que elaire se oscurecía a su espalda. Vio también lacorriente del Waingunga allá abajo, y sobre elagua una cabeza chata de forma parecida a undiamante. Saltó al vacío con toda su fuerza,oyendo cómo se cerraban las quijadas del dholesin cola, cuando iba por el aire, y cayó en el río,de pie, salvo ya, sin aliento y triunfante. Ni unapicadura tenía en el cuerpo porque el olor delajo había mantenido a distancia al pueblo Di-

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minuto durante los breves segundos que estu-vo entre las abejas.

Cuando surgió a la superficie del agua,lo sostenían los anillos de Kaa, y multitud decosas saltaban desde el borde del acantilado;grandes montones, según parecía, de abejasapiñadas que descendían como plomos de son-das; pero antes de que cualquiera de ellos toca-ra el agua, volaban las abejas hacia arriba y elcuerpo de un dhole daba volteretas en la co-rriente, que lo arrastraba.

Mowgli y su compañera oían allá, sobresu cabeza, furiosos y breves aullidos, prontoahogados por una especie de bramido comocuando rompe el mar contra los escollos: elenorme rumor de las alas del pueblo Diminutode las Rocas.

Asimismo algunos de los dholes habíancaído en las grietas que comunicaban con lascavernas subterráneas, en donde, ahogándose,peleaban y mordían entre los panales despren-didos, y al cabo eran levantados, aun cuando ya

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estuvieran muertos, por las ascendentes olea-das de abejas que había debajo de ellos, y arro-jados a algún agujero frente al río y de allí lan-zados a los negros montones de basura. Otrosdholes saltaron sobre los árboles de los acanti-lados, y las abejas cubrían sus cuerpos hastaborrar sus contornos; pero la inmensa mayoríade ellos, locos por las picaduras, se habían arro-jado al río, y, como Kaa lo había dicho, elWaingunga está siempre hambriento.

Kaa sostuvo a Mowgli fuertemente has-ta que recuperó el aliento el muchacho.

-Es preferible no permanecer aquí -dijo-.El pueblo Diminuto está alborotado en verdad.¡Ven!

Nadando tan aplastado contra el aguacuanto le era posible y zambulléndose con fre-cuencia, Mowgli descendió por el río, cuchillo,en mano.

-iDespacio! ¡Despacio! -decía Kaa-. Unsolo diente no matará a centenares, a menosque sea un diente de cobra, y muchos dholes se

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arrojaron de inmediato al agua cuando vieronal pueblo Diminuto.

-Así tendrá más trabajo mi cuchillo, en-tonces. ¡Fai! ¡Cómo nos siguen las abejas!

Mowglí se zambulló de nuevo. La su-perficie del agua estaba cubierta de abejas quezumbaban irritadas y picaban cuanto hallabana su paso.

-Nada se ha perdido nunca con guardarsilencio -dijo Kaa; ningún aguijón podía atrave-sar sus escamas-, y tienes toda la noche para tucacería. ¿Oyes cómo aúllan?

Casi la mitad de la manada había vistola trampa en que habían caído sus compañeros,y volviéndose rápidamente a un lado se habíanarro,jado al agua donde la garganta formabaribazos. Sus gritos de rabia y sus amenazas con-tra el "mono de los bosques" que los había en-gañado tan vergonzosamente, se confundíancon los aullidos y el gruñir de los que habíansido atormentados por las picaduras del puebloDiminuto. Quedarse en la ribera, era la muerte

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segura, y bien lo sabía cada uno de los dholes.Su manada iba río abajo dirigiéndose a los pro-fundos remansos de la Laguna de la Paz, peroincluso hasta allí los seguía el pueblo Diminutoy los obligaba a volver al centro de la corriente.Podía escuchar Mowgli la voz del jefe sin colaanimando a los suyos y diciéndoles que mata-ran a todos los lobos de Seeonee; pero no per-dió su tiempo escuchándola.

-iAlguien mata en la oscuridad, detrásde nosotros! -ladró uno de los dholes-. El aguaestá teñida de sangre.Mowgli se había zambullido y nadaba como sifuera una nutria, arrojó a uno de los dholes bajoel agua antes que tuviera tiempo de abrir elhocico, y surgieron a la superficie unos círculososcuros al aparecer el cuerpo que se volvía delado. Los dholes intentaron retroceder pero lacorriente se lo impidió, y el pueblo Diminutocontinuaba picándolos en la cabeza y en lasorejas; podían oír, además, el reto de la manadade Seeonee que se escuchaba cada vez más

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fuerte y profundo en la oscuridad creciente.Nuevamente se zambulló Mowgli, y otro dholefue a parar bajo el agua, y luego surgió, muerto,y estalló de nuevo el clamor entre los rezagadosde la manada, aullando algunos que debíanganar la orilla, en tanto que otros llamaban a sujefe y le pedían que los volviera al Dekkan, yotros, por último, desafiaban a Mowgli a que sepresentara para matarlo.

-Ésos vienen a la pelea con pensamien-tos diferentes y muchas voces -dijo Kaa-. Loque falta hacer corresponde a los tuyos alláabajo. El pueblo Diminuto regresa a dormir; yase alejaron mucho persiguiéndonos. Ahora yotambién me regreso porque no soy de la mismaclase que los lobos. ¡Buena caza, hermanito, yrecuerda que los dholes dirigen abajo sus mor-discos!

Llegó un lobo corriendo en tres pataspor la ribera del río, ora saltando, ora ladeandoy aplastando la cabeza contra el suelo, ya en-corvando la espalda, ya saltando a tanta altura

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como le era posible, como si estuviese jugandocon sus cachorros. Era Won-tolla, el Solitario;no decía palabra, sino que continuaba su horri-ble juego persiguiendo a los dholes. Éstos hacíaya rato que estaban en el agua y les pesaba elmojado pelo y las gruesas colas que les colga-ban como esponjas, tan rendidos que tambiénellos callaban, mirando aquel par de ojos lla-meantes que se movían frente a ellos.

-¡Esto no es cazar según las reglas! -dijouno, jadeando.

-¡Buena suerte! -dijo Mowgli surgiendocompletamente del agua al lado de la fiera,clavándole su largo cuchillo junto a la espaldi-lla y apretando todo lo que pudo para evitar ladentellada del agonizante.

-¿Estás allí, hombre-cachorro? -gritóWon-tolla desde la orilla.

-Pregúntaselo a los muertos, Solitario -respondió Mowgli-. ¿No has visto bajar a nin-guno por el río? ¡Les hice morder el polvo aesos perros! Les jugué una mala pasada a plena

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luz del día y a su jefe le corté la cola; pero to-davía quedan allí algunos para ti. ¿Hacia dóndequieres que los obligue a ir?

-Esperaré -dijo Won-tolla-. Me quedaaún toda la noche.

Cada vez se oían más cerca los aullidosde los lobos de Seeonee.

-iPor la manada! ¡Por la manada en ple-no, lo que hemos jurado!

Y un recodo del río arrojó a los dholesentre la arena y los bajíos que había frente a loscubiles.

Y entonces se dieron cuenta de su error.Debieron haber saltado a tierra unos ochocien-tos metros más arriba y atacar a los lobos enterreno seco. Pero ahora ya era demasiado tar-de. En la orilla se veía una línea de ojos queparecían de fuego, y excepto el horrible feeal nointerrumpido desde la puesta del sol, no se per-cibía ningún ruido en la selva. Parecía como siWon-tolla los hubiera atraído para que tomarantierra allí.

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-¡Den la vuelta y ataquen! -dijo el jefe delos dholes.

La manada entera se lanzó a la playa,chapoteando en los bajíos, hasta que toda lasuperficie del río se agitó y cubrió de blancaespuma, formando círculos que iban de un ladoa otro del río como los de un barco. Mowglisiguió la embestida, acuchillando y rebanandomientras los dholes corrían apiñados por laorilla como una ola.Entonces empezó la gran lucha, levantándose,agarrándose, aplanándose, haciéndose pedazoslos unos a los otros, agrupados o diseminados,a lo largo de la roja, húmeda arena, por encimao entre las enredadas raíces de los árboles, altravés o en medio de los matorrales, entrando ysaliendo por lugares cubiertos de yerba, puesaun entonces la proporción entre dholes y lobosera de dos a uno. Pero los lobos luchaban porcuanto constituía la razón de ser de su manada,y no eran ya sólo los flacos y altos cazadores deotras veces, de pechos hundidos y blancos col-

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millos, sino que a ellos se juntaban las lahinisde mirada ansiosa (las lobas de cubil, como selas llama), que luchaban por sus camadas y queintercalaban entre ellas de cuando en cuando aalgún lobo de un año, de piel lanosa aun, queiba a su lado tirando y agarrándose a su madre.Un lobo, como sabéis, ataca arrojándose a lagarganta o mordiendo en los costados, en tantoque un dhole generalmente procura morder enel vientre; así, cuando peleaban fuera del aguay tenían que levantar la cabeza, los lobos lleva-ban ventaja. En la tierra, en cambio, se hallabanen condiciones de inferioridad. Pero, ya en elagua, ya en tierra, el cuchillo de Mowgli nodescansaba ni un segundo. Los cuatro, final-mente, se habían abierto paso hasta llegar a sulado. El Hermano Gris, agachado entre las rodi-llas del muchacho, le protegía el vientre, entanto que los demás le cuidaban la espalda ylos costados, o lo cubrían con su cuerpo cuandola sacudida y el aullido de un salto de uno delos dholes, contra la resistente hoja del cuchillo,

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lo hacía caer de espaldas. Los demás que com-batían, formaban una masa desordenada y con-fusa, una apretada y ondulante multitud, quese movía de derecha a izquierda y de izquierdaa derecha a lo largo de la ribera; o que girabapausadamente una y otra vez en derredor de supropio centro. Y aquí se elevaba como una trin-chera, se hinchaba como burbuja de agua en untorbellino; la burbuja se rompía y lanzaba acuatro o cinco perros heridos, cada uno de loscuales luchaba por volver al centro. Allá podíaverse a un lobo solo, derribado por dos o tresdholes a los que arrastraba penosamente, desfa-lleciendo con el esfuerzo. Más allá, un cachorrode un año era elevado en el aire por la presiónde los que lo rodeaban, aunque ya hacía ratoque estaba muerto, en tanto que su madre, en-loquecida de rabia, pasaba y volvía a pasar,mordiendo siempre; y en medio de la pelea,sucedía acaso que un lobo y un dhole, olvida-dos de todos los demás, se preparaban para uncombate singular queriendo cada uno ser el

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primero en morder, hasta que repentinamente,un torbellino de furiosos combatientes losarrastraba a entrambos. En una ocasión Mowglipasó junto a Akela que llevaba a un dhole encada flanco y apretaba sus quijadas, casi ya sindientes, sobre los ijares de un tercero. Otra vezvio a Fao con los dientes clavados en la gargan-ta de un dhole, arrastrándolo hacia adelantepara que los lobos de un año acabaran con él.Pero lo principal de la lucha no era sino ciegaconfusión y un ahogarse en la oscuridad; dargolpes, pernear, caerse, ladrar, gruñir, muchomorder y desgarrar en torno suyo, debajo de ély por encima de él. Conforme avanzaba la no-che, el rápido e insoportable movimiento gira-torio aumentó. Los dholes se sentían acobarda-dos y temerosos para atacar a los lobos másfuertes, pero aún no se atrevían a huir. Mowgliadivinó que la pelea tocaba a su fin, y contentó-se ya nada más con herir y dejar inutilizadas asus víctimas. Los lobos de un año tornábansemás atrevidos; ya era posible de cuando en

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cuando tomar un respiro, hablar con el compa-ñero que estaba al lado, y el brillo del cuchillohacía que retrocediera alguno de los perros.

-Ya casi no queda sino el hueso por roer-gritó el Hermano Gris que manaba sangre porveinte heridas.

-Pero hay que roerlo -respondió Mow-gli-. ¡Eowawa! ¡Así se hacen las cosas en la sel-va!

La roja hoja del cuchillo, corriendo co-mo llamarada, se hundió en los ijares de undhole cuyos cuartos traseros quedaban ocultospor un lobo que lo tenía agarrado.

-iEs mi presa! -gruñó el lobo arrugandola nariz-. ¡Déjamelo!

-¿Tienes aun vacío el vientre, Solitario? -dijo Mowgli.

Won-tolla había sido terriblementeherido; pero mantenía paralizado al dhole queno podía volverse para morderlo.

-¡Por el toro que me rescató! -exclamóMowgli con amarga sonrisa-. ¡Si es el rabón!

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En efecto, era el perro de color bayo quedirigía la manada.

-No es discreto matar cachorros y lahi-nis -prosiguió Mowgli filosóficamente, lim-piándose la sangre que le cubría los ojos-; a noser que haya matado también al Solitario, y meparece que ahora Won-tolla te matará a ti.

Acudió un dhole en ayuda de su jefe;pero antes de que clavara sus dientes en el cos-tado de Won-tolla, el cuchillo de Mowgli seclavó en la garganta del perro y el HermanoGris se encargó de rematarlo.

-¡Así se hacen las cosas en la selva! -dijode nuevo Mowgli.

Won-tolla nada dijo; tan sólo sus quija-das fueron cerrándose cada vez más sobre elespinazo del dhole al paso que su propia vidase extinguía. Se estremeció el dhole, cayó sucabeza y quedó inmóvil, mientras que el mismoWon-tolla caía también sobre su cuerpo.

-iHuh! La deuda de sangre está pagadadijo Mowgli-. Canta la canción, Won-tolla.

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-No cazará ya más dijo el HermanoGris-. Y Akela también guarda sllencio desdehace mucho rato.

-iRoímos ya el hueso! -tronó Fao, el hijode Faona-. ¡Huyen! ¡ Mátenlos! ¡ Extermínenlos,cazadores del Pueblo Libre!

Uno tras otro se rétiraban los dholes deaquella oscura y ensangrentada arena hacia elrío, hacia la espesa selva, río arriba o río abajo,según donde veían despejado el camino.

-iLa deuda! ¡La deuda! -gritó Mowgli-.¡Que paguen la deuda! ¡Asesinaron al LoboSolitario! ¡Que no escape con vida ni uno solo!

Volaba hacia el río, con el cuchillo en lamano, para detener a cualquier perro que inten-tara arrojarse al agua, cuando, bajo un montónde nueve cadáveres, vio surgir la cabeza y loscuartos anteriores de Akela. Mowgli cayó derodillas al lado del Lobo Solitario.

-¿No te dije que ésta sería mi última pe-lea? -dijo Akela, jadeando-. Ha sido una buenacaza... ¿Y tú, hermanito?

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-Estoy vivo, y he matado a muchos.-¡Muy bien! Yo me muero, y quisiera. . .

quisiera morir a tu lado, hermanito.Mowgli apoyó en sus rodillas la cabeza

llena de horrorosas heridas y puso sus brazosen torno del cuello, desgarrado también.

-Ha pasado ya mucho tiempo desdeaquellos días en que vivía Shere Khan y en queun hombre-cachorro se revolcaba desnudo en elpolvo.

-¡No! ¡No! ¡Yo soy un lobo! ¡Yo soy de lamisma raza que el Pueblo Libre! -dijo Mowglillorando. ¡Yo no tengo la culpa de ser un hom-bre!

-Eres un hombre, hermanito, lobato aquien he vigilado. Eres un hombre; de la con-trario, la manada hubiera huido frente a losdholes. Yo te debo la vida, y hoy le salvaste lavida a la manada, como yo te salvé a ti. ¿Loolvidaste? Todas las deudas están ya pagadas.Vete con tu propia gente. Te lo repito, luz de

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mis pupilas: la cacería ha terminado. Vete contu propia gente.

-No iré nunca. Cazaré solo en la selva.Ya lo he dicho.

-Tras el verano vienen las lluvias, y des-pués de las lluvias, la primavera. Vete, antes deque te veas obligado a hacerlo.

-¿Quién me obligará?-Mowgli mismo obligará a Mowgli.

Vuelve con tu gente. Vuelve con los hombres.-Pues me iré cuando Mowgli sea quien

obligue a Mowgli a marcharse -respondió elmuchacho.

-Nada más tengo que decirte, dijo Ake-la. Hermanito, ¿podrías levantarme y ponermeen pie? También yo fui jefe del Pueblo Libre.

Muy cuidadosa y suavemente, Mowgliapartó los cuerpos amontonados y puso en piea Akela, abrazándolo, y el Lobo Solitario resollócon fuerza y empezó a cantar la Canción de laMuerte que todo jefe de manada debe cantar almorir. Adquiría mayor fuerza por momentos,

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elevándose, resonando al través del río, hastallegar al grito final de: "¡Buena caza!" Entoncesse arrancó Akela de los brazos de Mowgli porun instante, y, saltando en el aire, cayó de es-paldas, muerto, sobre la última y terrible ma-tanza.

Se sentó Mowgli con la cabeza entre lasrodillas, sin atender a cosa alguna, en tanto quelos rezagados dholes que huían eran persegui-dos y destrozados por las implacables lahinis.Poco a poco cesaron los gritos, y los lobos re-gresaron renqueando, porque sus heridas losmolestaban más y más, para recontar las pérdi-das que habían sufrido. Quince de los de lamanada y media docena de lahinis quedaronmuertos junto al río, y ninguno de los otroshabía salido indemne. Y Mowgli permanecióallí sentado hasta el alba, cuando sintió en sumano el hocico enrojecido y húmedo de Fao, yentonces Mowgli se apartó y le mostró el de-macrado cuerpo de Akela.

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-¡Buena suerte! -dijo Fao, como si Akelaestuviese todavía vivo, y luego, hablando a losotros por encima de su ensangrentada espaldi-lla, gritó.-: ¡Aullad, perros! ¡Esta noche hamuerto un lobo!

Pero de toda la manada de doscientosluchadores dholes, que pregonaban ser amosde todas las selvas, y que no había ser vivienteque pudiera batirse con ellos, ni uno solo volvióal Dekkan para repetir las palabras de Fao.

La Canción de Chil(Esta es la canción que entonó Chil

cuando los milanos descendieron uno tras otroal cauce del río, una vez terminada la gran ba-talla. Chil es amigo de todo el mundo, pero esuna criatura que tiene corazón de hielo, porquesabe que casi todos en la selva irán a parar a élun día u otro.)

Mis compañeros eran; frente a mí corr-ían por la noche,(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!).Pero ahora silbo sobre sus cuerpos,

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pues todo ha terminado.(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).

Palabra me dieron: me avisarían dondebotín hubiera;palabra les di: mostrarles yo también al gamoen la llanura.Aquí termina toda huella; enmudecieron porsiempre.

Los viejos guías de la manada(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)Los que al sambhur acorralaban o se apodera-ban de él cuando pasaba...(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).

Aquellos que explorar solían, los que seadelantaban,los rezagados... No seguirán más pistas,no cazarán ya juntos.Eran mis compañeros. ¡Piedad siento por sumuerte!(¡Frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)Ahora mi canción se eleva por ellos, por ellos

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a quienes conocí orgullosos.(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!)

Flancos rotos, ojos hundidos, hocicosabiertos y rojos,entrelazados, descarnados y solos yacen, muer-tos sobre muertos.Todo rastro aquí termina...¡Los míos quedarán hartos con tanta carne!

El "Ankus"1 del ReyCuatro cosas hay que nunca están con-

tentas,que siempre son insaciables: la boca de Jacala2

el buche del milano; las manos de los monos ylos ojos del hombre.(Adagio de la selva)

Kaa, la enorme serpiente pitón de la Pe-ña había mudado su piel quizás por ducenté-sima vez desde su nacimiento, y Mowgli, quenunca olvidó que le debía la vida a Kaa poraquella noche en que ella trabajó tanto en lasmoradas frías -como acaso recordarán ustedes-,fue a felicitarla. La muda de la piel siempre

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hace que una serpiente se sienta irritable y de-primida, lo que dura hasta que la piel nuevaempieza a mostrarse hermosa y brillante. Ya novolvió Kaa a burlarse de Mowgli, sino que loaceptó, como lo hacían los demás pueblos de laselva, como amo y señor de ésta, y le traíacuantas noticias podía naturalmente escucharuna serpiente pitón de su tamaño. Lo que Kaano sabía acerca de la selva media, como la lla-maban -la vida que se desliza por encima o pordebajo de la tierra entre piedras, madrigueras ytroncos de árbol-, podría ser escrito en la máspequeña de sus escamas.

Aquella tarde Mowgli estaba sentado enel círculo que formaban los grandes replieguesdel cuerpo de Kaa, manoseando la escamosa yrota piel vieja que estaba entre las rocas for-mando eses y enroscada, tal como Kaa la habíadejado. Kaa, con mucha cortesía, se había hechoun ovillo bajo los anchos y desnudos hombrosde Mowgli, de tal manera que el muchachodescansara en un sillón viviente.

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-Es perfecta hasta las escamas de losojos -dijo Mowgli entre dientes, jugando con lapiel vieja-. ¡Qué extraño es ver uno mismo, asus pies, la cubierta de su propia cabeza!

-Sí, pero yo no tengo pies -respondióKaa-; y como es esta la costumbre de toda migente, no lo encuentro extraño. ¿No se te vuelvela piel vieja y áspera?

-Entonces, voy y me lavo, Cabeza Chata;pero es cierto: en los grandes calores he desea-do poder mudar la piel sin dolor, y correr luegosin ella.

-Pues yo me lavo y además me quito lapiel. ¿Qué te parece mi abrigo nuevo?

Mowgli pasó su mano sobre la labor di-agonal de taracea de aquel inmenso dorso.

-La tortuga tiene la espalda más dura,pero es de colores menos alegres -dijo senten-ciosamente-; la rana, mi tocaya, los tiene másalegres, pero no es tan dura. Su aspecto es muyhermoso.., como las manchas que hay en elinterior de los lirios.

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-Necesita agua. Una nueva piel nuncaadquiere su verdadero color antes del primerbaño. Vamos a bañarnos.

-Yo te llevaré -dijo Mowgli; se agachó,riendo, para levantar por el centro el enormecuerpo, precisamente por donde era más grue-so. Un hombre hubiera podido de igual maneraintentar levantar un largo y ancho tubo de losdrenajes; Kaa permaneció tendida muy quieta,soplando tranquilamente, muy regocijada. Em-pezó entonces el acostumbrado juego de todaslas tardes (el muchacho con todo su vigor queera mucho, y la serpiente pitón con su magnífi-ca piel nueva, uno frente al otro para luchar)..,juego para ejercitar tanto el ojo como las fuer-zas. Por supuesto, Kaa hubiera podido pulveri-zar a una docena de Mowglis si hubiese queri-do; pero jugaba con mucho cuidado y nuncaempleaba ni la décima parte de su fuerza. Encuanto a Mowgli, tenía suficiente para resistirla rudeza de aquel juego. Kaa se lo había ense-ñado, y con ello ganaron sus miembros en elas-

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ticidad mejor que con cualquier otra cosa. Al-gunas veces, Mowgli permanecía de pie, en-vuelto casi hasta el cuello por los movedizosanillos de Kaa, y se esforzaba en sacar un brazoy cogerla por la garganta. Entonces Kaa se des-lizaba suavemente, y Mowgli, con sus dos piesde movilidad extrema, intentaba detener todomovimiento de la enorme cola que retrocedíabuscando una roca o el pie de un árbol. Balan-ceábanse también, cabeza con cabeza, cada unoesperando un momento para atacar, hasta queel hermoso grupo, parecido a una estatua, sedeshacía en torbellinos de negros y amarillen-tos anillos y en piernas y brazos que luchabanuna y otra vez por levantarse.

-¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! -decía Kaa, diri-giendo fintas con su cabeza, que ni siquiera larapidísima mano de Mowgli lograba desviar-.¡Mira! ¡Ahora te toco aquí, hermanito! ¡Y aquí,y aquí! ¿Tienes las manos entumecidas? ¡Tetoqué de nuevo!

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Terminaba siempre del mismo modo eljuego: Con un golpe en línea recta, de la cabezade Kaa, que echaba a rodar al muchacho por elsuelo. Mowgli nunca pudo aprender el modode ponerse en guardia contra aquella estocadarápida como el rayo, y, como Kaa decía, eracompletamente inútil que lo intentara.

-¡Buena caza! -gruñó por último Kaa; yMowgli, como siempre, cayó disparado a cincometros de distancia, sin aliento y riéndose. Selevantó con las manos llenas de hierba y siguióa Kaa hacia el bañadero preferido de la serpien-te: una profunda laguna negra rodeada de ro-cas, a la que tornaban atractiva algunos hundi-dos troncos de árbol. Hundióse el muchacho enel agua, al estilo de la selva, sin ruido, y lacruzó buceando; salió a la superficie, tambiénen silencio, y se tendió de espaldas con los bra-zos detrás de la cabeza, mirando levantarse a laluna sobre las rocas, y quebrando con los dedosde sus pies el reflejo de ella en el agua. La cabe-za de Kaa, en forma de diamante, cortó la

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líquida superficie como una navaja y fue a des-cansar sobre el hombro de Mowgli. Quedáron-se quietos, embebidos voluptuosamente en laagradable impresión del agua fría.

-¡Qué bien estamos así! -dijo finalmenteMowgli, soñoliento-. En la manada de los hom-bres, a esta misma hora, según recuerdo, setienden ellos sobre pedazos de madera muyduros, en el interior de una trampa de barro, y,después de cerrar para que no entre el aire purode fuera, se echan encima de la atontada cabezauna tela sucia, y entonan unas canciones nasa-les muy feas. Estamos mucho mejor en la selva.

Una cobra se deslizó rápidamente porencima de una roca, bebió, dio el grito de"¡buena suerte!", y desapareció.

-¡Ssss! -silbó Kaa como si de pronto seacordara de algo-. Así pues, ¿la selva te propor-ciona todo lo que siempre deseaste, hermanito?

-No todo -respondió Mowgli, riendo-;para ello sería preciso que a cada cambio deluna hubiera un nuevo y fuerte Shere Khan que

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matar. Ahora le podría matar con mis propiasmanos, sin pedirles ayuda a los búfalos.Además, he deseado a veces que el sol brille enmedio de las lluvias, y que las lluvias cubran alsol en lo más ardiente del verano. Además,nunca me sentí con el estómago vacío sin dese-ar haber matado una cabra; y nunca maté unacabra sin desear que fuese un gamo; o un gamo,sin haber deseado que fuese un nilghai. Peroesto nos ocurre a todos.

-¿No tienes ninguno otro deseo? -preguntó la enorme serpiente.

-¿Qué más puedo desear? ¡Tengo a laselva, y en ella se me considera! ¿Hay acasoalgo más en cualquier parte, entre la salida y lapuesta del sol?

-Pero, la cobra dijo... -empezó Kaa.-¿Cuál cobra? La que pasó por aquí no

dijo nada. Estaba cazando.-Fue otra.-¿Tratas mucho a los del pueblo veneno-

so? Yo les dejo libre el camino. Llevan a la

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muerte en sus dientes delanteros y eso es malacosa... porque son muy pequeñas. Pero, ¿quécobra es esa con quien hablaste?

Se revolvió Kaa despaciosamente en elagua, como un barco de vapor batido de travéspor las olas.

-Hace tres o cuatro lunas -dijo- que cacéen las moradas frías, lugar que no has olvidado.Lo que yo cazaba se escapó chillando más alláde las cisternas, hacia aquella casa, uno de cu-yos lados hice pedazos por culpa tuya, y sehundió en el suelo.

-Pero la gente de las moradas frías novive en madrigueras.

Mowgli sabía que Kaa hablaba de losmonos.

-Lo que yo cazaba no vivía allí; fue allípara conservar la vida -respondió Kaa, mo-viendo rápidamente la lengua-. Se metió en unamadriguera muy profunda. Yo la seguí, y,habiéndola matado, me dormí. Cuando des-perté, me interné más.

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-¿Bajo tierra?-Así es. Me encontré allí, por último con

una Capucha Blanca (una cobra blanca) quehabló de cosas superiores a mis conocimientos,y que me mostró muchas cosas que yo jamáshabía visto antes.

-¿Caza nueva? ¿Era algo bueno para ca-zar? -y al decir esto, Mowgli se volvió hacia ellarápidamente.

-No eran piezas de caza, y me hubieranroto todos los dientes. Pero Capucha Blanca medijo que cualquier hombre (y hablaba comoquien conoce muy bien la especie) hubiera da-do con gusto la vida nada más por ver todoaquello.

-Veremos todo eso -dijo Mowgil-. Re-cuerdo ahora que hubo un tiempo en que fuihombre.

-¡Calma! ¡Calma! Fue la prisa lo quemató a la serpiente amarilla que se comió al sol.Hablamos ambas bajo tierra, y hablé de ti, di-ciendo que eras un hombre. Dijo entonces la

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capucha blanca (y por cierto que es tan viejacomo la selva):

"-Hace mucho que no he visto a unhombre. Que venga y que vea todas estas cosas,por la más insignificante de las cuales muchoshombres se dejarían matar."

-Eso ha de ser algún género nuevo decaza. Y sin embargo, el pueblo venenoso no nosdice dónde hay alguna pieza de que apoderar-se. Son gente enemiga.

-No es ninguna pieza de caza. Es... es...no puedo decir qué es.

-Iremos allá. Nunca he visto una capu-cha blanca y también deseo ver las otras cosas.¿Las mató ella?

-Son cosas muertas. Dice que es la guar-diana de todas.

-¡Ah...! Como el lobo que vigila la carneque se ha llevado a su cubil. Vamos.

Nadó Mowgli hacia la orilla y se revolcóen la hierba para secarse, y ambos partieronpara las moradas frías, la desierta ciudad de la

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cual ya habéis oído hablar. Ya no sentía enton-ces Mowgli el menor temor del pueblo de losmonos, pero en cambio éste sentía por él viví-simo horror. Sus tribus, no obstante, corríanpor la selva entonces, de manera que las mora-das frías estaban vacías y silenciosas a la luz dela luna. Kaa iba guiando, y, dirigiéndose hacialas ruinas del pabellón de la reina que estaba enla terraza, se deslizó por encima de los escom-bros y se hundió en la casi enterrada escalerasubterránea que descendía del centro del pa-bellón. Mowgli lanzó el grito que servía paralas serpientes -"Tú y yo somos de la mismasangre"-, y siguió adelante sobre sus manos yrodillas. Así se arrastraron durante largo espa-cio por un pasadizo inclinado que formaba in-numerables vueltas y revueltas, y por últimollegaron a un lugar donde la raíz de un granárbol, que crecía a más de nueve metros sobresus cabezas, había arrancado una de las pesa-das piedras de la pared. Se metieron por elhueco y se hallaron en una gran caverna cuyo

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techo abovedado también estaba roto en algu-nos puntos por las raíces de los árboles, de talmanera que algunos rayos de luz se filtraban enla oscuridad.

-Un cubil muy seguro -dijo Mowgli en-derezándose-; pero demasiado lejos para visi-tarlo diariamente. Y ahora, ¿qué se puede veraquí?

-¿No soy yo nada? -dijo una voz en me-dio de la caverna, y Mowgil vio algo blanco quese movía hasta que, poquito a poco se irguióante él la más enorme cobra que jamás habíanvisto sus ojos... un animal de cerca de dos me-tros y medio, y descolorido, de un blanco deviejo marfil, por estar siempre en la oscuridad.Inclusive las mismas marcas en forma de ante-ojos de su extendida capucha se habían deste-ñido y eran ahora de un amarillo pálido. Susojos eran tan rojos como rubíes y, en suma, erade lo más sorprendente.

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-¡Buena suerte! -dijo Mowgli que noabandonaba nunca ni sus buenos modales ni sucuchillo.

-¿Qué noticias hay de la ciudad? -preguntó la blanca cobra sin responder al salu-do-. ¿Qué me cuentas de la inmensa ciudadamurallada. . . la ciudad de los cien elefantes,veinte mil caballos y tantas reses que ni siquie-ra pueden contarse.. . la ciudad del rey de vein-te reyes? Aquí me vuelvo sorda, y ya hace mu-cho tiempo que oí sus tantanes de guerra.

-Sobre nuestras cabezas sólo hay selva -respondió Mowgli-. De los elefantes, sólo co-nozco a Hathi y sus tres hijos. Bagheera mató atodos los caballos de una ciudad, y... dime,¿qué es un rey?

-Te lo dije -explicó Kaa con suavidad ala cobra- te expliqué, hace cuatro lunas, que tuciudad ya no existía.

-La ciudad.., la gran ciudad del bosquecuyas puertas están guardadas por las torresdel rey. . . no puede perecer nunca. ¡La edifica-

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ron antes que el padre de mi padre saliera delhuevo, y todavía durará cuando los hijos demis hijos sean tan blancos como yo! Salomdhi,hijo de Chandrabija, hijo de Viyeja, hijo de Ye-gasuri, la edificó en la época de Bappa Rawal.¿De quién es el rebaño al que pertenecen uste-des?

-Esto es como un rastro perdido -dijoMowgli, volviéndose a Kaa-. No entiendo sulenguaje.

-Ni yo. Es muy vieja. Padre de las co-bras, aquí no hay más que selva y así fue desdeel principio.

-Entonces, ¿quién es éste -dijo la cobrablanca- que está sentado, sin miedo, delante demí, que no conoce el nombre del rey, y quehabla nuestro lenguaje valiéndose de labioshumanos? ¿Quién es éste armado de cuchilloque usa lenguaje de serpiente?

-Mowgli me llaman -fue la respuesta-.Pertenezco a la selva. Los lobos son mi gente, y

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Kaa, que ves aquí, es mi hermano. Padre de lascobras, ¿quién eres tú?

-Soy el guardián del tesoro del rey. Ku-rrum Raja puso la piedra que está allá arriba, enlos días en que mi piel era oscura, para que lesenseñara lo que es la muerte a los que vinierana robar. Luego bajaron el tesoro, levantando lapiedra, y escuché el canto de los bracmanes,mis amos.

-¡Huy! -pensó Mowghi-. Ya he tenidoque habérmelas con un bracman en la manadade los hombres, y... ya sé lo que sé. Aquí suce-derá algo, pronto.

-Cinco veces desde que llegué aquí le-vantaron la piedra, pero siempre para poneraquí algo más, nunca para sacar. No hay rique-zas corno éstas: son los tesoros de cien reyes.Pero ya hace mucho, muchísimo desde quelevantaron la piedra por última vez y creo queya mi ciudad se olvidó de todo esto.

-La ciudad no existe ya. Mira hacia arri-ba. Verás allí las raíces de los grandes árboles

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que separan los pedruscos. Los árboles y loshombres no crecen juntos -dijo de nuevo Kaa.

-Dos o tres veces los hombres se abrie-ron paso hasta este lugar -respondió salvaje-mente la cobra blanca-; pero nunca hablaronhasta que me arrojé encima de ellos mientrastanteaban en la oscuridad, y entonces sólo gri-taron durante un breve rato. Pero ustcdes vie-nen con mentiras, ustedes, hombre y serpiente,y quisieran hacerme creer que la ciudad noexiste y que mi misión ha terminado. Pococambian los hombres en el transcurso de losaños. ¡Pero yo no cambio jamás! Hasta que le-vanten de nuevo la piedra y los bracmanesvengan cantando las canciones que conozco yme alimenten con leche caliente y me saquen denuevo a la luz, yo... yo... yo, y nadie más, soy elguardián del tesoro del rey. ¿Dicen ustedes quela ciudad está muerta y que allí están las raícesde los árboles? Inclínense, pues, y cojan lo quegusten. No hay en la Tierra tesoros como éstos.¡Hombre de lengua de serpiente, si puedes salir

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vivo por el mismo camino por el que entraste,todos los reyezuelos del país serán tus criados!

-Se embrolló de nuevo la pista -dijofríamente Mowghi-. ¿Acaso algún chacal pe-netró en estas profundidades y mordió a lagran capucha blanca? Le pegó la rabia, cierta-mente. Padre de las cobras, nada veo yo aquíque pueda llevarme.

-¡Por los dioses del Sol y de la Luna, elmuchacho está loco de remate -silbó la cobra-.Antes que tus ojos se cierren para siempre, teharé un favor: Mira, contempla lo que no vioantes hombre alguno.

-En la selva no suele irles bien a quienesle hablan a Mowgli de favores -dijo el mucha-cho, entre dientes; pero la oscuridad lo cambiatodo, lo sé bien. Miraré, si ello te place.

Miró con los ojos entrecerrados en tornode la caverna, y luego levantó del suelo un pu-ñado de algo que brillaba.

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-¡Oh! -exclamó-. Esto es como aquellocon que juegan en la manada de los hombres;pero esto es amarillo, y aquello de color oscuro.

Dejó caer las monedas de oro, y siguióadelante. El suelo de la caverna estaba cubiertopor una capa de oro y plata acuñados de unespesor de metro y medio que había salido delos cazos, al reventar éstos, que originalmentelo contenían, y, en el transcurso de los años, eloro y la plata se fueron apretando y sentandocomo la arena durante el reflujo. Encima, de-ntro y surgiendo de aquella masa, como restosde naufragio que se levantan en la arena, habíaenjoyados pabellones de elefantes, pabellonesque asimismo estaban incrustados de plata, conplanchas de oro batido y adornados de rubíes yturquesas. Veíanse palanquines y literas paratransportar reinas, de bordes y correas platea-dos y esmaltados, las varas con cabos de jade yanillas de ámbar para las cortinas; había cande-labros de oro, en cuyos brazos temblaban agu-jeradas esmeraldas colgantes; adornadas imá-

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genes de olvidados dioses, de metro y mediode alto, de plata y con piedras preciosas en vezde ojos; cotas de malla con incrustaciones deoro sobre el acero y guarnecidas de aljófar, cu-biertas ya de moho y ennegrecidas; había yel-mos con cimeras de sartas de rubíes de colorsangre de pichón; escudos de laca, de concha yde piel de rinoceronte, con tiras y tachones deoro rojo y esmeraldas en los bordes; haces deespadas, dagas y cuchillos de caza con losmangos cuajados de diamantes; vasos y reci-pientes de oro para los sacrificios y altaresportátiles, de una forma que jamás se ve hoy endía; tazas y brazaletes de jade; incensarios, pei-nes y recipientes para perfumes, afeites y pol-vos, todo en oro repujado; anillos para la nariz,brazales, diademas, anillos para los dedos yceñidores, en número imposible de contar; cin-turones de siete dedos de ancho con rubíes ydiamantes encuadrados, y cajas de madera, contriples grapas de hierro, en los que las tablas sehabían reducido ya a polvo, mostrando en el

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interior montones de zafiros orientales y comu-nes, ópalos, ágatas, rubíes, diamantes, esmeral-das y granates, todo sin tallar.

La cobra blanca tenía razón: no habíadinero suficiente para empezar a pagar el valorde aquel tesoro, producto escogido de siglos deguerra, saqueo, comercio y tributos. Las mone-das solas eran inestimable valor, sin contar laspiedras preciosas; y el peso bruto del oro y laplata únicamente podría ser de doscientas otrescientas toneladas. Cada uno de los gober-nantes indígenas en la India, aunque pobre,tiene hoy en día un tesoro escondido al cualsiempre está añadiendo algo; y aunque algunavez, en el espacio de muchos años, tal o cualpríncipe instruido, mande cuarenta o cincuentacarretas de bueyes cargadas de plata para cam-biarlas por títulos de la deuda, la mayor partede ellos guarda su tesoro y el secreto de estoexclusivamente para sí mismo.

Pero Mowgli, naturalmente, no entendióel significado de todo aquello. Le interesaron

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un poco los cuchillos, pero no eran tan maneja-bles como el suyo propio, y por tanto pronto lossoltó. Por último dio con algo realmente fasci-nante que yacía frente a un pabellón de los queportan los elefantes, medio enterrado entre lasmonedas. Era un ankus de casi un metro delargo, una aguijada de las que se emplean paralos elefantes, algo que parecía un bichero pe-queño. Formaba su extremo superior un re-dondo y brillante rubí, debajo del cual se veíanocho pulgadas de astil cuajado de turquesas enbruto, puestas una al lado de la otra, lo queofrecía segurisimo asidero. Más abajo había uncerco de jade con un dibujo de flores que loadornaba.., pero las hojas eran esmeraldas, ylos botones eran rubíes hundidos en la fría yverde piedra. El resto del mango de la vara erapurísimo marfil, en tanto que la punta, elaguijón y el gancho, era de acero con incrusta-ciones de oro, y sus dibujos atrajeron la aten-ción de Mowgli, pues representaban escenas dela caza del elefante; los dibujos, según vio el

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muchacho, tenían más o menos relación conHathi el Silencioso.

La cobra blanca lo había estado siguien-do muy de cerca.

-¿No vale esto la pena de morir con talde contemplarlo? -dijo-. ¿No te he hecho ungran favor?

-No comprendo -dijo Mowgli-. Estas co-sas son duras y frías y de ninguna manera sonbuenas para comer. Pero esto -y levantó el an-kus- quiero llevármelo, para poder contemplar-lo a la luz del sol. ¿Dijiste que todo esto es tu-yo? ¿Me quieres dar sólo esto, y yo en cambiote traeré ranas para que comas?

La cobra blanca se estremeció con mal-vado júbilo.

-Ciertamente te lo daré -respondió. Tedaré todo lo que está aquí... hasta el momentode irte.

-Pero si me voy ahora. Este lugar es os-curo y frío, y quiero llevarme a la selva esto quetiene una punta como espina.

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-¡Mira lo que está a tus pies! ¿Qué hayallí?

Mowgli recogió algo blanco y liso.-Es el cráneo de un hombre -dijo tran-

quilamente-. Y aquí hay dos mas.-Vinieron para llevarse el tesoro, hace

muchos años. Yo les hablé en la oscuridad y sequedaron inmóviles para siempre.

-¿Pero para qué quiero yo eso que lla-man tesoro? Si me quieres dar el ankus, yahabré cazado cuanto deseo. Si no, es igual. Yono lucho con el pueblo venenoso, y me enseña-ron además la palabra mágica para los de tutribu.

-¡Aquí no hay palabra mágica que valga,y ésa es la mía!

Kaa se lanzó hacia adelante con los ojosarrojando llamas.

-¿Quién me pidió que trajera aquí alhombre? -dijo silbando.

-Yo, ciertamente -balbució la vieja co-bra-. Hacía mucho tiempo que no había visto a

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un hombre, y además éste conoce nuestro len-guaje.

-Pero no se habló de matar. ¿Cómopodré regresar a la selva y decir que lo condujehacia su muerte? -replicó Kaa.

-Yo no hablo de matar sino hasta quellega la hora. Y en cuanto a irte o quedarte, allíestá el agujero en la pared. ¡Calma, pues, ahora,matadora de monos! No tengo que hacer sinotocarte en el cuello, y la selva no volverá a vertenunca más. Ningún hombre entró aquí quehaya salido vivo después. ¡Yo soy el guardiándel tesoro de la ciudad del rey!

-¡Vaya, gusano blanco de las tinieblas, tehe dicho que ya no existe ni rey ni ciudad! ¡Laselva reina en torno nuestro!

-Pero aun existe el tesoro. Ahora bienpodemos hacer esto: espera un poco, Kaa de laspeñas, y verás correr al muchacho. Aquí haysuficiente lugar para este juego. La vida es algobueno. ¡Corre de un lado para el otro, mucha-cho, y juguemos!

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Mowgli, calmosamente, puso su manosobre la cabeza de Kaa.

-Hasta ahora, esa cosa blanca no ha tra-tado sino con hombres que forman parte de lamanada humana. A mí no me conoce -murmuró-. Ella misma pidió esta clase de caza;hay que dársela, pues.

Se había mantenido Mowgli de pie, sos-teniendo el ankus con la punta hacia abajo.Arrojólo lejos de sí rápidamente, y fue aquél acaer atravesado exactamente detrás de la capu-cha blanca de la gran serpiente, clavándola enel suelo. Como un relámpago lanzó Kaa todo supeso sobre aquel cuerpo que se retorcía, para-lizándolo hasta la cola. Los colorados ojos de supresa parecían arder, y las seis pulgadas decabeza que quedaban libres golpeaban furio-samente de derecha a izquierda.

-¡Mátala! -dijo Kaa, al mismo tiempoque Mowgli echaba mano de su cuchillo.

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-No -respondió éste al sacarlo-. Nuncamataré de nuevo, excepto por alimento. Pero,mira, Kaa.

Cogió a la serpiente enemiga por detrásde la capucha, le abrió por fuerza la boca con lahoja del cuchillo, y mostró los temibles colmi-llos venenosos de la mandíbula superior, yanegros y consumidos en la encía. La cobrablanca había sobrevivido a su veneno como lesocurre a las serpientes.

-Thuu (está seco) [Literalmente: tocónpodrido] -dijo Mowgli. Y haciendo señas a Kaapara que se alejara, recogió el ankus y dejó a lacobra blanca en libertad.

-El tesoro del rey necesita un nuevoguardián -afirmó gravemente-. Thuu, has hechomal. ¡Corre de un lado a otro, y juguemos,Thuu!

-¡Qué vergüenza! ¡Mátame! -silbó la co-bra blanca.

-Ya se habló demasiado de matar. Aho-ra, nos vamos. Me llevo esta cosa de punta de

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espina, Thuu, porque por ella he peleado y tehe vencido.

-Cuida, entonces, de que al cabo esa co-sa no te mate a ti. ¡Es la muerte! ¡Acuérdate, esla muerte! Hay en ella bastante para matar atodos los hombres de mi ciudad. No la tendrásen tu poder durante mucho tiempo, hombre dela selva, ni tampoco el que la tome de ti. ¡Porella los hombres se matarán y matarán los unosa los otros! Mi fuerza se ha desvanecido, pero elankus proseguirá mi tarea. ¡Es la muerte! ¡Lamuerte! ¡La muerte!.

Se arrastró Mowghi de nuevo por elagujero hasta el pasadizo, y lo último que viofue cómo la cobra blanca golpeaba furiosamen-te con sus inofensivos colmillos las estólidascaras doradas de los dioses que yacían en tierra,silbando al mismo tiempo: "iEs la muerte!"

Se alegraron de nuevo al ver la luz deldía; y, cuando ya estuvieron de regreso en supropia selva y Mowghi hizo brillar el ankus a laluz matinal, se sintió casi tan contento como si

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hubiera hallado un ramo de flores nuevas paraadornarse el cabello.

-Esto es más brillante que los ojos deBagheera -dijo alegremente haciendo girar elrubí-. Se lo enseñaré. Pero, ¿qué quiso dar aentender Thuu cuando habló de la muerte?

-No sé. Lo que siento hasta el extremode mi cola es que no le hicieras probar tu cuchi-llo. Siempre hay algo malo en las moradasfrías... sobre el suelo o debajo de él. Pero ahoratengo hambre. ¿Cazas conmigo esta mañana? -dijo Kaa.

-No; Bagheera debe ver esto. ¡Buenasuerte!

Se marchó Mowgli danzando, blan-diendo el gran ankus y deteniéndose de tiempoen tiempo para admirarlo, hasta que llegó a laparte de la selva donde Bagheera acostumbrabaestar con preferencia, y la halló bebiendo, des-pués de una fatigosa caza. Mowgli le contó to-das sus aventuras desde el principio hasta el

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fin; Bagheera olfateaba el ankus de cuando encuando.

Cuando Mowghi le narró las últimas pa-labras de la cobra blanca, la pantera ronroneóafirmativamente.

-Entonces, ¿dijo la cobra blanca lo querealmente es? -preguntó prontamente Mowgli.

-Nací en las jaulas del rey de Oodeypo-re, y estoy segura de conocer algo a los hom-bres. Muchos de ellos cometerían un triple ase-sinato en una sola noche nada más que porapropiarse esa gran piedra roja.

-Pero esa piedra tan sólo sirve para aña-dir peso. Mi brillante y pequeño cuchillo esmejor; y... ¡mira! La piedra roja no sirve paracomer. Entonces, ¿por qué esas muertes de quehablas?

-Mowgli, vete a dormir. Has vivido en-tre los hombres, y...

-Me acuerdo, sí. Los hombres matanaunque no estén de caza... por ociosidad y por

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gusto. Despiértate, Bagheera. ¿Para qué usodestinaron esta cosa con punta de espina?

Bagheera entreabrió los ojos -pues teníamucho sueño-, guiñando maliciosamente.

-La hicieron los hombres para meterlaen la cabeza de los hijos de Hathi, de modo quecorriera la sangre. Yo vi una semejante en lascalles de Oodeypore, delante de nuestras jaulas.Esa cosa ha probado la sangre de muchos comoHathi.

-¿Pero por qué la meten en la cabeza delos elefantes?

-Para enseñarles la ley del hombre. Noteniendo ni garras ni dientes, los hombres fa-brican esas cosas... y otras peores.

-Siempre más y más sangre cuando meacerco a escudriñar, aun en las cosas que hizo lamanada humana -dijo Mowgli, asqueado. Em-pezaba a sentirse cansado de sostener el pesodel ankus-. Si hubiera sabido todo esto, no lohubiera traído conmigo. Primero, sangre de

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Messua en sus ataduras; y ahora, sangre deHathi. ¡No usaré esto! ¡Mira!

Lanzando chispas, voló el ankus por elaire, y se ciavó de punta a veinticinco metros dedistancia, entre los árboles.

-Así quedan limpias mis manos de todamuerte -dijo Mowgli, frotándoselas en la frescay hiimeda tierra-. Thuu dijo que la muerte se-guiría mis pasos. Es vieja y blanca, y está loca.

-Blanca o negra, muerte o vida, yo mevoy a dormir, herrnanito. No puedo andar ca-zando toda la noche y aullando todo el día,como hacen algunas personas.

Se dirigió Bagheera a un cubil que co-nocía y que usaba al ir de caza, a dos millas dedistancia. Mowgli se encaramó en un árbol quele pareció apropiado, anudó tres o cuatro enre-daderas, y en menor tiempo del que se empleaen decirlo, se balanceaba en una hamaca, aquince metros del suelo. Aunque no le molesta-ra en realidad la fuerte luz del día, Mowgli se-guía la costumbre de sus amigos, usándola lo

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menos posible. Al despertarse en medio delcoro de las chillonas voces de los habitantes delos árboles, era ya de nuevo la hora del crepús-culo, y había soñado con las hermosas piedreci-llas que había tirado.

-A lo menos, veré aquello una vez más -díjose; y se deslizó hasta el suelo por una enre-dadera. Bagheera estaba delante de él. En larelativa oscuridad, Mowgli podía oírla olfatear.

-¿Dónde está la cosa que tiene punta deespina? -exclamó Mowgli.

-Un hombre se apoderó de ella. Aquíestá el rastro.

-Ahora veremos si dijo la verdad Thuu.Si esa cosa puntiaguda es la muerte, ese hom-bre morirá. Sigámoslo.

-Mata primero -respondió Bagheera-.Con el estómago vacío, no hay ojo agudo. Loshombres andan muy despacio y la selva está losuficientemente húmeda para conservar cual-quier huella.

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Mataron lo más pronto que pudieron,pero transcurrieron casi tres horas hasta quecomieron y bebieron y se prepararon para se-guir la pista. Ya sabe el pueblo de la selva quenada compensa el daño causado por la precipi-tación de las comidas.

-¿Crees que la cosa puntiaguda se re-volverá en las mismas manos del hombre, ymatará a éste? -preguntó Mowgli-. La Thuu dijoque era la muerte.

-Lo veremos al llegar -fue la respuestade Bagheera, la cual siguió al trote con la cabe-za gacha-.

Sólo hay un pie (quería decir que nohabía más que un hombre); el peso de la cosa lehizo apretar fuerte el talón en el suelo.

-Así es; está claro como un relámpagode verano -confirmó Mowgli.

Ambos tomaron el cortado y rápido tro-te con que se sigue un rastro, ya metiéndose entrozos de tierra iluminados por la luna, ya sa-

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liendo, y siempre detrás de las huellas de aque-llos pies desnudos.

-Ahora corre muy aprisa dijo Mowgli-.Están muy separadas las señales de los dedos.

Pisaban sobre una tierra húmeda.-Ahora, ¿por qué tuerce hacia un lado?-¡Espera! dijo Bagheera, y se lanzó de

frente con un salto magnífico, tan lejos comopudo.Lo primero que debe uno hacer cuando unapista deja de ser clara, es seguir adelante, nodejando en el suelo las propias huellas, puesacabarían por embrollarlo todo. Se volvió Bag-heera en cuanto tocó tierra y le gritó a Mowgli:

-Aquí hay otra huella que viene a encon-trarse con la primera. Es de un pie más peque-ño; los dedos de los pies se vuelven hacia aden-tro.

Corrió Mowgli y miró también.-El pie de un cazador gondo -dijo-. ¡Mi-

ra! Aquí arrastró el arco sobre la hierba; por esotorció a un lado tan rápidamente el primer ras-

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tro. Pie grande quiso esconderse de pie peque-ño.

-Es cierto -respondió Bagheera-. Ahora,para no confundir las señales cruzando el ras-tro del uno con el del otro, sigamos cada quienel suyo. Yo soy pie grande, hermanito, y tú erespie pequeño, el gando.

Bagheera saltó hacia atrás para tomar elprimer rastro y dejó a Mowgli agachado curio-samente sobre las estrechas huellas del salvajehabitante de los bosques.

-Ahora dijo Bagheera, siguiendo paso apaso la cadena de huellas-, yo, pie grande,tuerzo aquí. Luego, me escondo detrás de unaroca y permanezco quieto sin atreverme a le-vantar ni un pie. Di cómo es tu rastro, hermani-to.

-Ahora, yo, pie pequeño, llego a la roca -dijo Mowgli, siguiendo su pista-. Ahora mesiento debajo de ella, apoyándome en mi manoderecha, con el arco entre los dedos de los pies.

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Espero largo rato, porque mis huellas son aquíprofundas.

-Lo mismo ocurre conmigo -observóBagheera, escondida detrás de la roca-; espero,descansando en una piedra el extremo de lacosa que llevo y que tiene punta de espina.Resbala: aquí está la huella sobre la piedra.Ahora, di tú tu pista, hermanito.

-Aquí se ven rotas, una, dos ramillas yuna rama grande -dijo Mowgli en voz baja-.Ahora, ¿cómo explicaré esto? ¡Ah! ¡Está claro!Yo, pie pequeño, me marcho, haciendo ruido ypisando fuerte, para que pie grande puedaoírme.

Se apartó de la roca paso a paso, entrelos árboles, elevando la voz, desde lejos, con-forme se acercaba a una cascada pequeña.

-Me voy.., muy lejos.., hasta donde.., elruido.. . de la cascada... apaga... mi propio...ruido; y aquí.., espero... Ahora dime tú tu pista,Bagheera, pie grande.

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La pantera había atisbado en todas di-recciones para ver cómo se apartaba el rastro depie grande, de la roca. Entonces gritó:

-Salgo de detrás de la roca sobre mis ro-dillas, arrastrando la cosa que tiene punta deespina. Como no veo a nadie, echo a correr. Yo,pie grande, corro velozmente. Está claro el ras-tro. Sigamos cada uno el suyo. ¡Voy corriendo!

Siguió Bagheera la pista claramentemarcada; entre tanto, Mowgli hizo lo mismosiguiendo los pasos del gondo. Durante unosmomentos se hizo silencio en la selva.

-¿Dónde estás, pie pequeño? -gritó Bag-heera.

La voz de Mowgli le respondió a cua-renta metros de distancia, hacia la derecha.

-¡Huy! -exclamó la pantera, con una tosprofunda-. Los dos corren lado a lado, acercán-dose cada vez más.

Continuó la carrera durante un rato,manteniéndose los dos casi a la misma distan-cia, hasta que Mowgli, cuya cabeza no quedaba

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tan cerca del suelo como la de Bagheera, ex-clamó:

-¡Se encontraron! Fue buena la caza...¡Mira! Aquí se paró pie pequeño con una rodi-lla puesta sobre la roca... Más allá está realmen-te pie grande.

Frente a ellos, a unos nueve metros,tendido sobre un montón de rocas desmenuza-das, yacía el cuerpo de un aldeano de la comar-ca, atravesados pecho y espalda por un largodardo de plumas cortas, como los que usan losgondos.

-¿Está la Thuu tan vieja y tan loca comotú decías, hermanito? -dijo Bagheera suavemen-te-. Ya encontramos a lo menos un muerto.

-Sigue adelante. ¿Pero dónde está la co-sa que bebe la sangre de los elefantes. . . la es-pina del ojo colorado?

-La tiene en su poder pie pequeño...quizás. De nuevo ya no se ve sino un solo pie.

El rastro único de un hombre muy lige-ro que había corrido a gran velocidad llevando

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un peso sobre su hombro izquierdo, seguía entorno de una larga y baja tira de hierba seca quetenía forma de espuela; en ella cada pisada pa-recía, a los penetrantes ojos de quienes seguíanla pista, como marcada con hierro al rojo.Ninguno habló hasta que la huella los condujoa un lugar donde se veían cenizas de unahoguera, en el fondo de un barranco.

-¡Otra vez! -exclamó Bagheera, dete-niéndose de pronto, corno petrificada.

Ahí yacía el cuerpo pequeño y aperga-minado de un gondo, con los pies en las ceni-zas. Al verlo, levantó Bagheera los ojos haciaMowgli, como si lo interrogara.

-Le causaron la muerte con un bambú -dijo el muchacho, luego de lanzar una ojeada-.Yo también lo usé para ir con los búfalos, cuan-do servía en la manada de los hombres. El pa-dre de las cobras -y siento haberme burlado deél-, conocía muy bien la raza, como deberíahaberla conocido yo. ¿No dije que los hombresmataban por ociosidad?

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-A la verdad, mataron, y por culpa deesas piedras rojas y azules -respondió Baghee-ra-. Recuerda: yo estuve en las jaulas del rey deOodeypore.

-Uno, dos, tres, cuatro rastros -dijoMowgli agachándose sobre las cenizas-. Cuatrohuellas de hombres con los pies calzados. Nocorren éstos tan rápidamente como los gondos.¿Pero, qué daño les había hecho ese hombreci-llo de las selvas? Mira, los cinco charlaron jun-tos, de pie, antes que lo mataran. Regresemos,

Bagheera. Mi estómago está lleno, y, sinembargo, lo siento moverse; sube y baja comonido de oropéndola en la punta de una rama.

-¡No es cazar como se debe, el dejar enpie una pieza! ¡Sigue! -dijo la pantera-. No fue-ron lejos esos ocho pies calzados.

No dijeron nada más durante una hora,en tanto que seguían el ancho rastro dejado porlos cuatro hombres.Ya era de día y el sol calentaba, y Bagheera dijo:

-Percibo olor de humo.

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-Siempre los hombres están más dis-puestos a comer que a correr -respondió Mow-gli, corriendo por entre los arbustos bajos de lanueva selva que exploraban. Bagheera, un pocoa su izquierda, hacía un indescriptible ruidocon la garganta.

-Aquí está uno que ya no comerá másdijo aquél.

Un montón de ropas de vivos coloresveíase bajo un arbusto, y alrededor había unpoco de harina esparcida.

-También esto lo hicieron con un bambú-observó Mowgli-. ¡Mira! Ese polvo blanco es loque comen los hombres. Le han quitado su pre-sa -él llevaba los comestibles de todos-, y loconvirtieron en presa de Chil, el milano.

-Éste es el tercer muerto dijo Bagheera.-Le llevaré ranas gordas al padre de las

cobras, para engordarla -pensó Mowgli-. Esoque bebe la sangre de los elefantes, es la muertemisma... ¡ Pero aún no comprendo!..

-¡Sigue! -ordenó Bagheera.

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Aún no habían caminado un cuarto delegua, cuando oyeron a Ko, el cuervo, que en-tonaba la canción de la muerte en la punta deun tamarisco, a cuya sombra yacían los cadáve-res de tres hombres. Un fuego medio apagadose veía en el centro del círculo; sobre el fuegohabía un plato de hierro con una torta negra yquemada hecha de pan ázimo. Junto al fuego,brillando a la luz del sol, estaba el ankus de losrubíes y turquesas.

-Esa cosa trabaja muy aprisa; todo ter-mina aquí -comentó Bagheera-. ¿Cómo murie-ron éstos, Mowgli? No tienen señales visibles.

Por medio de la experiencia, un habitan-te de la selva llega a aprender tanto como loque saben muchos médicos sobre las propieda-des de ciertas plantas y frutos venenosos.Mowgli olió el humo que se levantaba de lahoguera, partió un trozo del ennegrecido pan,lo probó y luego lo escupió.

-La manzana de la muerte -respondió-.El primero debió mezclarla en la comida para

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éstos, los cuales lo mataron a él, después dehaber matado al gondo.

-¡Ciertamente ha sido buena la cacería!Las muertes se siguen muy de cerca -dijo Bag-heera.

"La manzana de la muerte" es lo que enla selva se llama manzana espinosa o datura, elveneno más activo de toda la India.

-¿Y ahora? -preguntó la pantera-. ¿De-bemos matarnos uno al otro por ese asesino delojo rojo?

-¿Puede hablar? -dijo Mowgli en voz ba-ja como un susurro-. ¿Lo ofendí al lanzarlo lejosde mí? No puede causarnos daño a nosotrosdos, porque no deseamos lo que desean loshombres. Si lo dejamos aquí, de seguro seguirámatándolos uno tras otro, con la prisa con quecaen las nueces al soplo del huracán. No sientocariño por los hombres; pero aun así, no megusta ver que mueran seis en una sola noche.

-¿Qué importa? Sólo son hombres. Semataron el uno al otro, y quedaron tan satisfe-

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chos dijo Bagheera-. El primero, el hombrecillode las selvas, cazaba bien.

-No son más que cachorros, a pesar detodo; y un cachorro sería capaz de ahogarsesólo por darle un mordisco a la luz de la lunaque se refleja en el agua. La culpa es mía -prosiguió Mowgli, que hablaba como si lo su-piera todo de todas las cosas-. Jamás traeré denuevo a la selva cosas extrañas.. . aunque fue-ran tan hermosas como las flores. Esto -y alhablar manejaba cautelosamente el ankus- leserá devuelto al padre de las cobras. Pero antesdebemos dormir, y no podemos dormir junto adurmientes como ésos. También hay que ente-rrarlo a él, para que no se escape y mate a otrosseis. Cava un hoyo bajo ese árbol.

-Pero, hermanito dijo Bagheeva diri-giéndose al lugar que se le indicaba-, la culpano la tiene ese bebedor de sangre. El mal pro-viene de los hombres.

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-Es lo mismo -respondió Mowgli-. Queel hoyo esté muy hondo. Cuando despertemos,cogeré eso e iré a devolverlo.

Dos noches después, en tanto que la co-bra blanca se encontraba en la oscuridad de lacaverna, desolada, solitaria y avergonzada, elankus de las turquesas pasó dando vueltas porel agujero de la pared y fue a clavarse conestrépito en el suelo cubierto de monedas deoro.

-Padre de las cobras -dijo Mowgli (habíatenido buen cuidado de quedarse al otro ladode la pared)-, busca entre las de tu raza a al-guien más joven y más a propósito para que teayude a guardar el tesoro del rey, para queningún otro hombre salga de aqui vivo.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Conque vuelve eso!... Te dijeque esa cosa era la muerte. ¿Cómo es que túestás aún vivo? -murmuró la vieja cobra, en-roscándose amorosamente en el mango delankus.

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-¡Por el toro que me rescató, te aseguroque lo ignoro! Esa cosa mató seis veces en unasola noche. No la dejes salir jamás de aquí.

La Canción del Pequeño CazadorAntes que Mor, el pavo real, bata sus

alas,antes que el pueblo de los monos grite,antes que Chil, el milano, se arroje hendiendoel inmenso y adormido espacio;al través de la Selva vuela un susurro,y una sombra, suavemente, huye.¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

Una sombra que vigila deslizase por losclaros del bosque,poco a poco, y a ratos se para. El murmullo,entonces,blando y lento se extiende;se extiende, y sudores de angustiabañan, entonces, nuestra frente.¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

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Antes que la luna escale la montaña,antes que las rocas se adornen con festón deluz;cuando los hondos y húmedos senderos estánsombríos,llega a tu espalda, cazador, un soploque vuela al través de la noche...¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

¡Arrodíllate y prepara bien el arco!¡Lanza ya la flecha penetrante!Tu lanza hunde en la tiniebla;hazlo, aunque muda de ti se burle.Pero tus manos débiles y flojas están,y aun de tu rostro huyó la sangre...¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

Cuando la tempestad corre por el aire,y el pino herido cae en los montes;cuando la lluvia que nos azota el rostroy nuestros ojos ciega, desciende de los cielos,al través de todo el estruendo, más potente

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que ninguna otra, una voz ruge...¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!

Los cauces llenos están hasta desbordar;las peñas desprendidas se derrumban;en las plantas, a la luz del relámpago,hasta el último nerviecillo puede verse;pero seca y cerrada está tu garganta,y tu corazón en el costado golpea con fuerza...¡Porque ahora sabes, ¡oh cazador!, lo que es elmiedo… !

Correteos Primaverales¡El hombre retorna al hombre!

Corred la voz por la selva;se marcha el que era nuestro hermano.Escucha, pues, ahora, y juzga,pueblo de la selva.Responde: ¿quién detenerlo puede,o quién tras él irá?

¡El hombre retorna al hombre!Está llorando en la selva:el que era nuestro hermano, llora su dolor.

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¡El hombre retorna al hombre!(¡Oh, y cuánto se le amaba en la selva!)Allí seguirle, imposible es ya.

Dos años después de la gran lucha con-tra los perros rojizos y de la muerte de Akela,Mowgli andaba por los diecisiete años. Parecíamayor, pues el rudo ejercicio, los buenos ali-mentos y los baños siempre que el calor o elpolvo lo molestaban, habían hecho que susfuerzas y su desarrollo fueran superiores a suedad. Podía balancearse de un modo continuodurante media hora sosteniéndose de una ramacon una sola mano, cuando quería curiosearentre los árboles. Podía detener a un gamo ensu carrera y tirarlo por tierra asiéndolo de lacabeza. Podía incluso voltear hasta a los enor-mes y feroces jabalíes azulados que viven en lospantanos del norte. El pueblo de la selva, queantes lo temía por su ingenio, lo temía ahorapor su fuerza, y cuando procedía él a sus co-rrerías silenciosas, el mero rumor de que seacercaba hacía que se despejaran todos los sen-

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deros del bosque. Sin embargo, su miradasiempre era bondadosa. Inclusive cuando lu-chaba, sus ojos nunca llameaban como los deBagheera. Tan sólo se habían vuelto más aten-tos y mostraban mayor excitación, y era estouna de las cosas que la misma Bagheera nuncallegó a entender.

Preguntóle a Mowgli acerca de ello, y elmuchacho se rió y dijo:

-Cuando yerro un golpe, me incomodo.Cuando tengo que estar dos días sin comer, meesfuerzo. ¿No se nota entonces en mis ojos elmal humor?

-Tu boca puede tener hambre -respondió Bagheera-, pero tus ojos no lo de-muestran. Cazando, comiendo o nadando,siempre permanecen igual. como una piedra entiempo húmedo o seco.

Mowgli la miró con aire perezoso altravés de sus largas pestañas, y, como siempre,la pantera agachó la cabeza. Bagheera reconocíaen él a su amo.

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Estaban ambos tendidos cerca de lacumbre de una colina que dominaba al Wain-gunga, y la niebla matutina colgaba allá abajo, asus pies, formando jirones blancos y verdes. Alelevarse el sol se convirtiá en burbujeantes ma-res de color rojo dorado, se deshizo luego ydejó paso a los rayos, bajos aún, que trazaronluminosas franjas sobre la yerba seca dondeMowgli y Bagheera descansaban. Tocaba a sufin la estación fría; las hojas y los árboles parec-ían gastados y marchitos, y, cuando soplaba elviento, escuchábase un rumor seco y un tic-tacdondequiera que soplaba el viento. Una hojillagolpeteó furiosamente contra una rama, comolo hace toda hoja agitada por una corriente deaire. Logró despabilar a Bagheera, porque olfa-teó el aire matinal con un profundo, cavernosoronquido, tendióse sobre el lomo, y con suspatas delanteras golpeó a la hojilla que se mov-ía sobre su cabeza.

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-El año va a cambiar -dijo-. La selva ade-lanta. Se acerca la época del nuevo lenguaje.Esta hojilla lo sabe. ¡Muy bien!

-La hierba está seca -contestó Mowgli,arrancando un puñado-. Hasta los ojos de pri-mavera (que son unas florecillas rojas, como decera, en forma de trompetillas, que crecen entrela hierba), hasta los "ojos de primavera" todavíaestán cerrados, y... Bagheera, ¿te parece bienque toda una pantera negra esté echada en esaposición y dé manotazos en el aire con sus pa-tas, como si fuera un gato montés?

-"¿Aowh?" -dijo Bagheera. Parecía estarpensando en otras cosas.

-Digo que si te parece bien que la pante-ra negra abra así la boca para dar ronquidos yaúlle y se revuelque de esa manera. Acuérdateque tú y yo somos los amos de la selva.

-Sí; es verdad. Te oigo, hombre-cachorro.

Dio media vuelta rápidamente y sesentó, y el polvo le cubría los raídos y negros

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ijares (estaba entonces mudando la piel del in-vierno).

-Ciertamente somos los amos de la sel-va, ¿Quién es tan fuerte como Mowgli? ¿Quiénsabe tanto como él?

La voz parecía arrastrar un tanto las pa-labras, y esto hizo que Mowgli se volviera paraver si la pantera había querido burlarse de él,porque la selva está llena de palabras, que sue-nan de muy distinto modo de lo que significan.

-Dije que sin duda alguna somos losamos de la selva -repitió Bagheera-. ¿Hice mal?No sabía que ya no se echaba sobre la tierra elhombre-cachorro. ¿Vuela, entonces?

Mowgli se sentó y apoyó sus codos enlas rodillas, y miró al través del valle, a la luzdel día. En algún rincón de los bosques que seveían allá lejos, un pájaro ensayaba con una vozronca y aflautada las primeras notas de su can-ción primaveral. No era aquello sino la sombradel torrente de armonías que cantaría más tar-de; pero Bagheera había oído aquello.

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-Dije que el tiempo del nuevo lenguajeestá cerca -gruñó la pantera, azotándose con lacola.

-Ya lo oí -respondió Mowgli-. Bagheera,¿por qué te tiembla todo el cuerpo? El sol que-ma.

-Ése es Ferao, el picamaderos de colorescarlata -dijo Bagheera-. Él no ha olvidadonada. Ahora yo también debo recordar mi can-to.

Y empezó a ronronear y a berrear, es-cuchándose una y otra vez, insatisfecha.

-Ninguna pieza de caza a la vista -observó Mowgli.

-Hermariito, ¿estás completamente sor-do? Esto no es un grito de caza, sino mi can-ción, que ensayo para cuando la necesite.

-Se me había olvidado. Pero sabré cuan-do ya esté aquí la época del lenguaje nuevo,porque entonces tú y los demás se escaparán yme dejarán solo.

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Mowgli pronunció estas palabras demuy mal humor.

-Pero, hermanito -empezó Bagheera-, laverdad es que no siempre...

-¡Lo haréis! -replicó Mowgli con violen-to gesto de cólera-. Ustedes huirán, y yo, quesoy el amo de la selva, deberé entonces pase-arme solo. ¿Qué sucedió en la última estación,cuando quería recoger cañas de azúcar en loscampos de la manada humana? Envié a unmensajero... te envié a ti. Te mandé que habla-ras con Hathi y que le dijeras que viniera aquítal noche y que arrancara con su trompa algu-nas de aquellas hierbas dulces para mí.

-Tan sólo llegó dos noches después -respondió Bagheera, agachándose, un tantoacobardada-. Y de aquella larga y dulce hierbaque tanto te gustaba arrancó más de lo quecualquier hombre-cachorro podría comer du-rante todas las noches de lluvias. ¡No tuve laculpa de aquello!

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-No vino la noche que yo le dije. No;andaba trompeteando y corriendo y dandobramidos por los valles a la luz de la luna. Surastro era como el de tres elefantes juntos, por-que no se escondía entre los árboles. Bailaba ala luz de la luna ante las casas de la manada delos hombres. Yo lo vi, y, con todo, no quiso ve-nir a donde yo estaba. ¡Y yo soy el amo de laselva!

-Es que era la época del lenguaje nuevo -respondió la pantera, muy humilde siempre-.Tal vez, hermanito, no empleaste entonces parallamarlo alguna palabra mágica. ¡Escucha ahoraa Ferao y diviértete!

El mal humor de Mowgli pareció haber-se disipado ya. Se acostó boca arriba, con lacabeza sobre los brazos y con los ojos cerrados.

-No lo sé... ni me importa averiguarlo -dijo, soñoliento. Durmamos, Bagheera. ¡Sientotal opresión en el pecho!... Déjame reclinar lacabeza en tu cuerpo.

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Se echó la pantera, suspirando, porquepodía oír a Ferao ensayando una y otra vez sucanción para la época de primavera, o del len-guaje nuevo, como ellos dicen.

En las selvas indias, las estaciones pasande la una a la otra casi sin que se note separa-ción entre ellas. Parece como si sólo hubierados: la húmeda y la seca; pero si se mira aten-tamente bajo los torrentes de lluvia y las nubesde polvo y de cosas carbonizadas, se notará quelas cuatro se suceden según los ciclos acostum-brados. La primavera es la más bella, porque notiene que cubrir de hojas y de flores nuevas uncampo limpio y desnudo, sino llevarse y apar-tar los montones de cosas medio verdes quecuelgan aún y sobreviven, respetadas por elsuave invierno, y hacer de paso que la tierraenvejecida, pero no totalmente desnuda, sesienta nueva y joven una vez más. Y esto sabehacerlo tan bien, que no existe en el mundoprimavera, comparada a la primavera de laselva.

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Existe un día en que las cosas parecenfatigadas, y hasta los mismos olores, al elevarsepor el pesado aire, parecen algo viejo y usado.Esto no puede ser explicado, pero se experi-menta. Luego viene otro día -pero para el ojonada ha cambiado- en que todos los olores pa-recen nuevos y son deliciosos; entonces, lestiemblan los bigotes al pueblo de la selva hastalas raíces, y empieza a caérseles de los ijares elpelo de invierno en largos y sucios mechones.Entonces, si por casualidad llueve un poco,todos los árboles, y los matorrales, y los bamb-úes y los musgos y las plantas de hojas jugosas,despiertan con unos rumores y un crecimientosúbito que casi puede escucharse, y todavía,bajo estos rumores, corre día y noche algo comoun profundo zumbido. Éste es el susurro de laprimavera. . algo que vibra, y que no es ruidode abejas, ni de agua que cae, ni de viento enlas copas de los árboles, sino una especie dearrullo de un mundo que se siente feliz.

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Hasta aquel año, Mowgli había siempredisfrutado con el cambio de las estaciones. Ge-neralmente, él era el primero que veía el primer"ojo de primavera" escondido entre la hierba, yla primera aglomeración de nubes primavera-les, que no tienen par en la selva. Su voz podíaoírse en todos los sitios húmedos donde brilla-ban las estrellas y donde hubiera algo que flo-reciera, uniéndose al coro de las ranas, imitan-do a los búhos que graznan, o haciendo las co-sas al revés, durante las noches claras.

Escogía para sus correrías, como todoslos suyos, la primavera, e iba de un lugar a otropor el mero placer de correr al través del airetibio durante treinta, cuarenta o cincuentakilómetros entre la hora del crepúsculo y la delalba, retornando luego sonriente y jadeantecoronado de extrañas flores. Los cuatro no loseguían en estas salvajes correrías por la selva;se iban a cantar sus canciones con los otros lo-bos. El pueblo de la selva está muy ocupado enprimavera, y Mowgli podía escucharlos gruñir,

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gritar o silbar según la especie de los indivi-duos. Sus voces son entonces diferentes a las deotras épocas del año, y por esto se le llama laépoca del lenguaje nuevo a la primavera, en laselva.

Pero en esta ocasión, como Mowgli lehabía dicho a Bagheera, su pecho había cam-biado. Desde que habían adquirido un colormoreno, lleno de manchas los retoños delbambú, había él estado esperando la mañana enque cambiarían todos los olores. Pero cuandollegó aquella mañana, y Mor, el pavo real, res-plandeciendo en sus luminosos colores bronce,azul y oro, lanzó su agudo grito entre los bos-ques, y Mowgli abría su boca para contestarcon su propio grito, las palabras se le quedaronentre los dientes, y experimentó algo que leempezó en los dedos de los pies y terminó ensu cabello.. . una sensación de decidido males-tar, de tal modo que se examinó atentamentepor asegurarse de que no había hollado ningu-na espina.

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Dio Mor el grito que señalaba los nue-vos olores; los demás pájaros lo repitieron, ypor allá, en las rocas del Waingunga oyó el mu-chacho el ronco grito de Bagheera, algo queparticipaba del águila y del relincho del caballo.Sobre la cabeza de Mowgli, en las ramas cubier-tas de retoños, hubo chillidos y desbandada deBandar-log; él permaneció allí en pie, con ganasde contestarle a Mor, y no haciendo otra cosaque sollozar que le arrancaba su sentimiento deinfelicidad.

Miró atentamente en torno suyo, perono vio otra cosa que a los burlones Bandar-logque correteaban entre los árboles, y a Mor, quedesplegaba la rueda de sus espléndidos colores,allá abajo, en los declives.

-¡Los olores han cambiado! -gritabaMor-. ¡Buena suerte, hermanito! ¿Por qué nocontestas?

-¡Hermanito, buena suerte! -silbó Chil,el milano, y con él su compañera, que descend-ían juntos por el aire en rápido vuelo. Los dos

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pasaron tan cerca de Mowgli que, al rozarlo, sedesprendió de sus alas un poco de suave yblanco plumon.

Leve lluvia de primavera (la llaman allí"lluvia del elefante") pasó al través de la selvaen una franja de más de medio kilómetro deancho; dejó a las hojas mojadas y moviéndose,y terminó con un doble arco iris y algunostruenos. El zumbido de la primavera rompiótodo durante un minuto, y luego quedó en si-lencio, pero parecían gritar todos a la vez loshabitantes de la selva. Todos, excepto Mowgli.

-He comido buenos alimentos -díjose así mismo y he bebido buena agua. No arde migarganta ni parece cerrarse, como cuandomordí la raíz de manchas azuladas, cuando Oo,la tortuga, me dijo que era alimento sano. Perosiento oprimido el pecho, y les hablé con vio-lencia a Bagheera y a otros, a los de la selva engeneral y a los míos. Y también, siento ahoracalor, luego frío, y después ni frío ni calor, peromal humor con algo que no acierto a ver.

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¡Huhu! ¡Ya es hora de correr! Esta noche atra-vesaré los terrenos de pastos; sí: emprenderé micorrería primaveral por los marjales del Norte.Durante largo tiempo he cazado con muchacomodidad. Y los cuatro vendrán conmigo,pues se están poniendo gordos corno larvas degorgojo.

Los llamó entonces, pero ninguno de loscuatro contestó. Estaban demasiado lejos paraque pudieran oírle, cantando las canciones deprimavera (las de la Luna y del Sambhur) conlos lobos de la manada; porque en tiempo deprimavera el pueblo de la selva no ve apenasdiferencia entre el día y la noche. Dio el agudogrito como un ladrido, pero la única respuestafue el burlón miau del pequeño gato montésmoteado que se arrastraba tortuosamente entrelas ramas buscando nidos tempranos. Al oírlo,se estremeció de coraje y requirió su cuchillo.Luego adoptó un continente altivo aunque noestuviese nadie allí que pudiera verlo, y bajó agrandes trancos y muy serio por la falda de la

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colina, salida la barbilla y fruncidas las cejas.Pero ninguno de los suyos le preguntó nadaporque cada quien estaba muy ocupado consus propios asuntos.

-Sí -se dijo Mowgli, aunque sabiendo enlo hondo de su pecho que no tenía razón-; quevengan del Dekkan los perros rojizos o que laflor roja se agite entre los bambúes y que todala selva venga lloriqueando a precipitarse a lospies de Mowgli, aplicándole grandes calificati-vos como si fuera un elefante. Pero ahora, por-que los ojos de la primavera están rojos, y aMor se le ocurre enseñar sus desnudas piernasen sus danzas primaverales, la selva se vuelveloca, como Tabaqui. . . ¡Por el toro que me res-cató! ¡Yo soy el amo de la selva! ¿O no? ¡Silen-cio! ¿Qué hacéis allí?

Una pareja de lobos de la manada des-cendían corriendo por uno de los senderos,buscando campo abierto adecuado para luchar.

(Conviene recordar que la ley de la sel-va prohíbe pelear donde pueda verlo el resto de

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la manada.) Tenían los pelos del pescuezo eri-zados como alambres, y ladraban furiosamente,acercándose agachados, pronto a ser cada unoel primero en acometer. Mowgli saltó haciaadelante, y con cada mano asió de un pescuezo,esperando poder lanzar hacia atrás a los anima-les como muchas veces lo había hecho en jue-gos o cacerías de la manada. Pero nunca anteshabía intervenido en una lucha de primavera.Ambos saltaron hacia adelante y lo apartaronderribándolo, y sin una palabra, se agarraron yrodaron una y otra vez.

Casi antes de caer ya estaba Mowgli enpie; desnudo estaba su cuchillo y enseñaba losblancos dientes, y en ese mismo minuto hubie-ra matado a ambos, únicamente porque lucha-ban cuando él quería que se estuvieran quietos,aunque, según la ley, todo lobo tiene completoderecho a pelear. Dio vueltas en torno de losdos, encogidos los hombros y con temblorosamano, pronto para darles de cuchilladas cuan-do la primera furia del ataque hubiese pasado;

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pero, en tanto que esperaba, parecieron aban-donarle las fuerzas; la punta del cuchillo fuebajándose y terminó por envainarlo y seguirmirando.

-Ciertamente comí algo venenoso -dijo,al cabo, suspirando-.

Desde que interrumpí el Consejo con laflor roja. . desde que maté a Shere Khan... niuno solo de los de la manada era capaz de arro-jarme al suelo. ¡Y éstos no son sino zagueros dela manada, cazadores de segunda! Me abando-na mi fuerza y no tardaré en morir. ¡Oh, Mow-gli! ¿Por qué no los matas a los dos?

Prosiguió la lucha hasta que huyó unode los lobos y Mowgli quedó solo en aquellatierra removida y ensangrentada, mirando, yasu cuchillo, ya sus piernas y sus brazos, mien-tras la sensación de hondo aplanamiento, deprofunda infelicidad que nunca antes habíaexperimentado, pesaba sobre él como pesa elagua sobre el sumergido leño que cubre.

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Cazó temprano aquella noche y sólocomió un poco, a fin de encontrarse dispuestopara su correría primaveral; y comió solo, por-que todo el pueblo de la selva se hallaba lejos,cantando o luchando. La noche espléndida, erauna de aquellas que ellos llaman blancas. Todaslas plantas parecían hacer crecido, desde por lamañana, lo que debieran crecer en un mes. Larama que el día anterior mostraba hojas amari-llas, dejaba ahora salir la savia cuando Mowglila rompía. Los musgos se enroscaban, por en-cima de sus pies, tibios y mullidos. La hierbanueva no cortaba al tocarla; todas las voces dela selva resonaban como una sola cuerda dearpa, pulsada por la Luna... la Luna del lengua-je nuevo, que lanzaba de lleno su luz sobre lasrocas y sobre las lagunas, la deslizaba entre lostroncos y las enredaderas, y la filtraba entremillares de hojas. Olvidándose de su desdicha,Mowgli cantaba en voz alta con el más puroregocijo al emprender su carrera. Parecía volar,más que cualquiera otra cosa, porque había

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escogido como punto de partida la larga yrápida pendiente que lleva a los marjales delNorte, por en medio del corazón de la selva,donde el terreno, verdaderamente elástico porla hierba, amortiguaba el ruido de sus pasos.Un hombre que hubiera sido educado porhombres habría tenido muchos tropiezos altravés de la vaga luz de la Luna; pero losmúsculos de Mowgli, adiestrados por años deexperiencia, lo sostenían como si fuese unapluma. Cuando algún leño podrido o una pie-dra escondida se torcían bajo sus pies, él seguíaadelante sin inmutarse, sin aminorar su veloci-dad, sin esfuerzo y sin preocuparse lo másmínimo. Cuando se cansaba de caminar por elsuelo, levantaba sus brazos asiéndose al estilode los monos de alguna enredadera cercana, yparecía flotar, más bien que encaramarse, lle-gando hasta las más delgadas ramas de losárboles, y desde allí seguía uno de los caminosarbóreos, hasta que cambiaba de idea y de nue-vo descendía al suelo, describiendo una larga

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curva. Había sitios silenciosos, cálidos y húme-dos, rodeados de rocas húmedas, donde eradifícil respirar por los pesados olores que sedesprendían de las flores nocturnas y de loscapullos de enredadera; oscuras avenidas don-de la luz de la Luna formaba en el suelo brillan-tes fajas, colocadas tan regularmente como sifuesen piezas de mármol puestas en la nave deuna iglesia; espesos y húmedos matorrales enque la nueva vegetación le llegaba al pecho,como queriendo echarle los brazos en torno dela cintura; cimas de montaña coronadas de ro-cas despedazadas, donde saltaba él de piedraen piedra sobre los cubiles de asustadas rapo-sas pequeñas. Oía a veces, muy débil y muylejano, el chug-drug, ruido que hacía el jabalí alafilarse los colmillos contra un tronco; y se cru-zaba en el camino del enorme animal que ara-ñaba y arrancaba la corteza de un alto árbol,llena de espuma la boca y de llamas los ojos. Ose desviaba al oír un ruido de cuernos chocan-do y silbantes gruñidos, y pasaba como una

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exhalación delante de un par de sambhurs en-furecidos, que se movían vacilantes, baja lacabeza, cubiertos de rayas de sangre que parec-ían negras a la luz de la Luna. O en algún vadooía a Jacala, el cocodrilo, que bramaba como unbuey, o separaba a alguna pareja pertenecienteal pueblo venenoso; pero antes de que pudie-ran picarlo ya estaba lejos, cruzando los brillan-tes guijarros, y se internaba de nuevo en la sel-va.

Así corrió, unas veces gritando, otrascantando, sintiéndose el más feliz de cuantosseres había esa noche en la selva, hasta que, porúltimo, el olor de las flores le indicó que se en-contraba ya cerca de los marjales, y éstos que-daban mucho más lejos de los límites de suacostumbrado cazadero.

Aquí también, cualquier hombre educa-do por hombres se hubiera hundido hasta lacabeza a los tres pasos; pero parecía que Mow-gli tenía ojos en los pies que lo llevaban de ma-ta en mata movediza, vacilante, pero sin necesi-

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tar de los ojos de su cara. Corrió hacia el centrodel pantano, asustando a los patos al pasar, y sesentó sobre un tronco de árbol cubierto demusgo y caído en el agua negruzca. En tornosuyo, todos los habitantes del marjal estabandespiertos, porque en la primavera el pueblo delos pájaros tiene ligero el sueño, y en grannúmero estuvieron yendo y viniendo durantetoda la noche. Pero ninguno de ellos hizo elmenor caso de Mowgli, quien permanecía sen-tado entre las altas cañas y susurraba cancionessin palabras y se miraba las plantas de los pies,morenos y endurecidos para ver si se le habíaclavado alguna espina, Toda su infelicidad pa-recía haber quedado muy atrás en la selva; peroempezaba a entonar una de sus canciones agrito pelado, cuando volvió a apoderarse deél... y diez veces peor que antes.

En esta ocasión, Mowgli sintió miedo.-¡Tambíén aquí! -dijo casi en voz alta-.

¡Me ha seguido! Y miró por encima de su hom-

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bro para ver si aquello estaba realmente allí,tras él.

-No hay nadie.Continuaron los ruidos nocturnos del

pantano, pero no le dirigieron la palabra ni unaave ni una fiera, y fue en aumento el sentimien-to de tristeza que lo embargaba.

-Ciertamente he comido algún veneno -dijo con atemorizada voz-. Habré tragado sindarme cuenta algún veneno y voy perdiendolas fuerzas. Sentí miedo (y, con todo, no era yoel que lo sentía)... Mowgli tuvo miedo cuandopeleaban los dos lobos. Akela, e incluso Fao, loshubieran reducido a la obediencia; pero Mow-gli sintió miedo. Señal indudable de que hetragado algún veneno... Pero, ¿qué les importaa los de la selva? Cantan, aúllan, luchan losunos con los otros, corren en cuadrillas a la luzde la Luna, mientras yo... ¡Haimai!... Yo meestoy muriendo aquí en los marjales, por causade ese veneno que he tragado.

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Sintió tal compasión por él mismo, quecasi se echó a llorar.

-Y después -continuó- me encontrarántendido sobre esa agua negra. ¡No! Regresaré ami selva y moriré sobre la Peña del Consejo, yBagheera, a quien quiero.. . si es que no andagritando por el valle. . . Bagheera, quizás, vigi-lará un rato lo que de mí quede, para que Chilno haga conmigo lo que hizo con Akela.

Una lágrima, grande y tibia, cayó sobresus rodillas, y, a pesar de lo desdichado que sesentía, Mowgli experimentó algo como un pla-cer de su desgracia, si es que puede entenderseesa especie de felicidad al revés.

-Como lo que hizo Chil el milano conAkela -repitió.- la noche aquella en que salvé delos perros rojos a la manada.

Quedóse quieto por unos momentos,pensando en las últimas palabras del Lobo Soli-tario, que, por supuesto, vosotros recordaréis.

-Bueno: Akela me dijo muchas tonteríasantes de morir, porque cuando morimos cam-

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bia todo lo que tenemos en el pecho. Dijo.. .Pero no importa. A pesar de todo, yo soy de laselva.

Por la excitación que sentía recordandola lucha en las orillas del Waingunga, dijo lasúltimas palabras gritando, y una hembra debúfalo salvaje que estaba entre las cañas se le-vantó del suelo sobre sus rodillas y dijo bufan-do:

-¡Un hombre!-¡Uh! -dijo Mysa, el búfalo salvaje

(Mowgli lo oía moverse en su charco)-, eso noes un hombre. No es más que el lobo pelón dela manada de Seeonee. En noches como éstaanda corriendo de acá para allá.

-¡Uh! -dijo también la hembra agachan-do de nuevo la cabeza para pacer-. Creí que eraun hombre.

-Te digo que no. ¡Oh, Mowgli! ¿Hayalgún peligro? -mugió Mysa.

-¡Oh, Mowgli! ¿Hay algún peligro? -repitió el muchacho, burlándose-. Eso es en lo

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único que piensa Mysa: en si hay algún peligro.Pero de Mowgli que va de un lado para otro enla selva, siempre vigilando, ¿qué se le da?

-¡Cómo grita! -exclamó la hembra.-Así gritan -respondió Mysa desprecia-

tivamente- los que, cuando ya arrancaron lahierba, no saben cómo comérsela.

-Por mucho menos que eso -gruñóMowgli para sus adentros-, por menos que eso,en la época de lluvias hubiera pinchado a Mysahasta sacarlo de su charca, y cabalgándolo, lohabría conducido al través del pantano atadocon una cuerda de juncos.

Alargó la mano para romper uno deéstos, pero la retiró dando un suspiro. Mysasiguió rumiando imperturbable, y la larga hier-ba iba raleando donde pacía el búfalo.

-No moriré aquí -dijo Mowgli enojado-.Me vería Mysa, que es le la misma sangre deJacala y del jabalí. Vamos más allá del pantanoa ver qué sucede. Nunca había emprendido una

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correría de primavera como ésta.. . siento frío ycalor a la vez. ¡Ánimo, Mowgli!

No pudo resistir la tentación de desli-zarse al través de los juncos hasta llegar a Mysay darle un pinchazo con la punta de su cuchillo.El enorme búfalo salió chorreando de su char-ca, como una bomba que estalla, en tanto queMowgli tuvo que sentarse por la risa que loacometió.

-Ahora anda y di que el lobo pelón de lamanada de Seeonee te trató como a un búfalode rebaño, Mysa -gritó.

-¿Lobo, tú? -dijo, bufando, el búfalo, ypateando en el barro-. Toda la selva sabe que túguardabas ganado.., que eres un mozuelo comolos que gritan entre el polvo, en los campos deallá lejos. ¡Tú, de la selva!... ¿Qué cazador sehubiera arrastrado como serpiente entre san-guijuelas, y, por una broma idiota, por unabroma de chacal, me habría avergonzado de-lante de mi hembra? Sal a tierra firme, y te...te...

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Lanzaba el animal espumarajos de ra-bia, porque Mysa es quizás el que peor geniotiene en toda la selva. Mowgli mirábalo bufarcon ojos de inalterable calma. Cuando pudohacerse oír entre el ruido del barro que salpica-ba, dijo:

-¿Qué manada de hombres hay aquí,cerca de los pantanos, Mysa? No conozco estaparte de la selva.

-Dirígete hacia el Norte, pues -bramófurioso el búfalo, porque el pinchazo había sidoen verdad muy fuerte-. Eso ha sido una burladigna de un vaquero como tú. Anda y cuénta-sela a los de la aldea, allá al extremo del panta-no.

-A las manadas de los hombres no lesgustan los cuentos de la selva, y no creo, Mysa,que un arañazo de más o de menos en tu pielsea cuestión de reunir un consejo. Pero iré a darun vistazo a la aldea. Sí; iré. Pero ahora, calma.No viene el dueño de la selva cada noche aguardarte mientras paces.

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Saltó sobre la tierra movediza al bordedel pantano, sabiendo bien que Mysa no lo em-bestiría allí, y echó a correr, riéndose, al pensaren el enojo del búfalo.

-No he perdido aún toda mi fuerza -dijo-. Quizás el veneno no me ha llegado aúnhasta los huesos. Allá está una estrella, muybaja.

Miróla por el hueco que quedaba entresus manos casi cerradas.

-¡Por el toro que me rescató! ¡Es la florroja... la flor roja junto a la que me senté yo an-tes. antes de unirme a la primera manada deSeeonee! Ahora que lo he visto, daré por termi-nados mis correteos.

El marjal terminaba en una ancha llanu-ra en la cual parpadeaba una luz. Hacía ya mu-cho tiempo desde que Mowgli se había mez-clado en los asuntos de los hombres, pero aque-lla noche el resplandor de la flor roja lo indujo aseguir adelante.

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-Daré una ojeada -dijo- como aquellavez en tiempos pasados, y veré si la manadahumana ha cambiado.

Olvidando que ya no se hallaba en laselva donde podía hacer lo que quería, corriódescuidadamente por la hierba húmeda de roc-ío hasta que llegó a la choza donde ardía la luz.Tres o cuatro perros ladraron, pues ya se en-contraba en los alrededores de la aldea.

-¡Oh! -dijo Mowgli sentándose sin pro-ducir ningún ruido, y después de lanzar unaullido de lobo que silenció a los perros-. Loque ha de suceder, sucederá. Mowgli, ¿qué tie-nes tú qué ver ya con los cubiles de la manadade hombres?

Se limpió la boca con la mano, pues seacordó que en ella lo había golpeado una pie-dra, hacía muchos años, cuando la otra manadahumana lo arrojó de su seno.

La puerta de la choza, al abrirse, dejóver a una mujer que miró hacia la oscuridad de

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afuera. Lloró un chiquillo, y la mujer dijo porencima del hombro:

-Duerme. No es sino un chacal que des-pertó a los perros. Pronto amanecerá.

Mowgli, que se ocultaba en la hierba,empezó a temblar como atacado de fiebre. Co-noció muy bien aquella voz, pero para estarseguro gritó suavemente, sorprendiéndose élmismo de que de nuevo pudiera hablar comolos hombres:

-¡Messua! ¡Messua!-¿Quién llama? -dijo la mujer con un le-

ve temblor en la voz.-¿Me olvidaste ya? -dijo Mowgli. Mien-

tras hablaba, sentía seca la garganta.-Si en verdad eres tú, ¿cuál es el nombre

que te di? ¡Dime!Había entrecerrado la puerta y una de

sus manos apretaba su pecho.-¡Nathoo! ¡Nathoo! -respondió Mowgli,

porque, como vosotros recordaréis, éste fue elnombre que le dio Messua cuando él por pri-

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mera vez fue a unirse a la manada de los hom-bres.

-Ven, hijo mío -gritó ella, y Mowgli seadelantó hacia la luz, miró cara a cara a Mes-sua, la mujer que había sido buena con él y cu-ya vida el muchacho había salvado hacía tantotiempo. Se veía ella más vieja y su cabello eragris, pero ni sus ojos ni su voz habían cambia-do. Como mujer que era, pensó ver a Mowglital como lo había dejado, y sus ojos lo recorríandesde el pecho hasta su cabeza que topaba casicon el dintel de la puerta.

-¡Hijo mío! -balbuceó; y luego, arroján-dose a sus pies, continuó diciendo-:

-Pero ya no es mi hijo, sino un pequeñodios de los bosques. ¡Ay!..

De pie como estaba, a la roja luz de lalámpara de aceite, fuerte y hermoso, con el lar-go cabello negro cayéndole sobre los hombros,con el cuchillo pendiente de su cuello y la cabe-za coronada de blancos jazmines, podía tomár-sele fácilmente por algún dios de que hablan las

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leyendas de la selva. El chiquillo, medio dor-mido en su cuna, se levantó y empezó a gritaratemorizado. Messua se volvió para calmarlo,en tanto que Mowgli se mantenía quieto, mi-rando los jarros y los calderos, el arcón del gra-no y todos los demás útiles de que usan loshombres, y vio que los recordaba perfectamen-te.

-¿Quieres comer o beber algo? -murmuró Messua-. Todo esto es tuyo. Te de-bemos la vida. Pero, ¿eres tú de veras aquél aquien yo llamé Nathoo, o más bien eres un pe-queño dios?

-Soy Nathoo -respondió Mowgli-. Estoymuy lejos de mis propios lugares. Vi esta luz, yvine. No sabía que estuvieras tú aquí.

-Después de que venimos a Khanhiwara-dijo Messua tímidamente-, los ingleses nosayudaron contra aquella gente que queríaquemarnos. ¿Recuerdas?

-Sí. No lo he olvidado.

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-Pero cuando la ley inglesa tuvo ya todopreparado, fuimos a la aldea de aquella malagente, pero ya no existía.

-También me acuerdo de eso -dijoMowgli con un leve aleteo de las ventanas de lanariz.

-Por tanto, mi hombre trabajó en loscampos de otros, y por último (porque en ver-dad era un hombre muy fuerte), fuimos dueñosde una pequeña porción de tierra. No es tanbuena como la de la otra aldea, pero no necesi-tamos mucho... para los dos.

-¿Dónde está... el hombre que escarbabala tierra cuando tenía miedo... aquella noche?

-Murió.., hace un año.-¿Y ése? -prosiguió Mowgli señalando al

chiquillo.-Mi hijo, que nació hace dos lluvias. Si

tú eres un dios, haz que la selva lo proteja, quenunca le ocurra nada entre tu... entre tu gente,así como nos protegiste a nosotros aquella no-che.

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Levantó en brazos al niño, el cual, ol-vidándose de su pasado rniedo, empezó a jugarcon el cuchillo que colgaba del cuello de Mow-gli, y éste le apartó los deditos con gran cuida-do.

-Y si tú eres Nathoo, el que el tigre sellevó -prosiguió Messua, ahogando un sollozo-,entonces éste es tu hermanito. Dale tu bendi-ción, como hermano mayor.

-¡Hai-mai! ¿Qué sé yo de eso que se lla-ma bendición? Yo no soy un dios, ni tampocosu hermano, y... ¡Oh, madre, madre! ¡Tengo elcorazón oprimido!...

Se estremeció al colocar al chiquillo enel suelo.

-Claro está -dijo Messua, muy atareadacon sus vasijas-. Esto sucede por andar corrien-do de noche por los pantanos. Sin duda, la fie-bre se ha apoderado de ti hasta los huesos.

Mowgli sonrió ante la idea de que algode la selva pudiera causarle daño.

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-Encenderé el fuego, y beberás leche ca-liente. Quítate la corona de jazmines; su olor esdemasiado fuerte para un lugar tan pequeñocomo éste.

Se sentó Mowgli, murmurando y ocul-tando el rostro entre las manos. Toda suerte deextraños sentimientos que antaño nunca habíaexperimentado, le asaltaban ahora, exactamentecomo si estuviera envenenado, y se sentía ma-reado e indispuesto. Bebió la leche caliente agrandes sorbos, y Messua le daba cariñosaspalmaditas en la espalda de cuando en cuando,todavía no del todo segura si aquél era su hijoNathoo, el de otros tiempos, o algún ser mara-villoso de la selva, pero alegrándose de ver que,cuando menos, era de carne y hueso.

-Hijo -dijo por último, y sus ojos brilla-ban de orgullo-, ¿no te ha dicho nadie que ereshermoso, más hermoso que todos los hombres?

-¿Eh? -respondió Mowgli, porque porsupuesto nunca había oído antes cosa semejan-te.

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Rióse Messua suavemente, felizmente.Le bastaba la expresión que veía en el rostro delmuchacho.

-¿Soy, pues, la primera? Está bien, aun-que sea raro que una madre le diga estas cosasagradables a su hijo. Eres muy hermoso. Nuncavi un hombre que lo fuera tanto.

Mowgli volvió la cabeza, y trató de mi-rarse por encima de su fuerte hombro, y Mes-sua se rió de nuevo tanto, que Mowgli, sin sa-ber por qué, hubo de imitarla, y el chiquillocorría del uno a la otra, riendo también.

-No; tú no debes reírte de tu hermano -dijo Messua tomándolo en brazos y acercándo-lo a su pecho.-. Cuando tengas sólo la mitad desu hermosura, te casaremos con la hija másjoven de un rey, y entonces montarás en gran-des elefantes.

Mowgli no podía entender una sola pa-labra de todo esto; por otra parte, la leche ca-liente iba produciendo su efecto en él despuésde la larga carrera, y así, se acomodó y en un

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minuto quedóse profundamente dormido, entanto que Messua le apartaba el cabello de losojos y lo cubrió con un trozo de tela, sintiéndo-se muy feliz. Según la costumbre de la selva,Mowgli durmió el resto de la noche y todo eldía siguiente, porque el instinto, nunca comple-tamente adormecido, le decía que nada habíaque temer. Se despertó al cabo dando un saltoque hizo temblar la choza, porque la tela quecubría su rostro le hizo soñar que caía en unatrampa; permaneció así, de pie, con la manosobre su cuchillo, pesados aún de sueño susasustados ojos, pronto para cualquier lucha.

Rióse Messua y puso ante él la comidade la tarde. No eran sino unas bastas tortas,cocidas sobre un fuego que las ahumó, un pocode arroz y un montón de tamarindos en con-serva. . . lo indispensable para esperar a quepudiera cazar algo por la noche.

El olor del rocío en los marjales le abrióel apetito y le excitó los nervios. Deseaba inte-rrumpir su carrera primaveral, pero el chiquillo

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se empeñó en que lo tuviera en brazos, y Mes-sua en que había de peinarle a su Nathoo ellargo cabello de color de ala de cuervo. Con-forme lo peinaba, canturreaba cancioncillas sinsentido para dormir chiquillos, ya llamando aMowgli hijo suyo, ya suplicándole que le dieraa su niño un poco de su poder sobre la selva.

La puerta de la choza estaba cerrada,pero Mowgli escuchó un ruido que conocíabien, y vio que se desencajaba el rostro de Mes-sua, por el miedo, al notar que pasaba por de-bajo de la puerta una enorme pata, y al oír que,afuera, del otro lado de la misma puerta, sona-ba un gemido ronco y lastimero en el que habíaarrepentimiento, ansiedad y temor.

-¡Quédate allí y espera! Cuando llamé,no quisiste venir -dijo Mowgli en el lenguaje dela selva sin volver la cabeza, y desapareció en-tonces la gran pata gris.

-No... no traigas contigo.., a tus servido-res -dijo Messua-. Yo... nosotros.., siemprehemos vivido en paz con los de la selva.

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-Viene en son de paz -respondíó Mowglilevantándose-. Recuerda aquella noche en elcamino a Khanhiwara. Había docenas comoéste en torno tuyo. Pero ya veo que hasta en laépoca de la primavera el pueblo de la selva nosiempre olvida. Madre, me voy.

Messua se apartó humildemente. "Es,ciertamente, un dios de los bosques" -pensó-.Pero, cuando Mowgli puso la mano sobre lapuerta, en la pobre mujer pudieron más quenada los sentimientos de madre y le echó losbrazos al cuello una y otra vez.

-¡Vuelve! -murmuró-. Seas o no mi hijo,regresa, porque te quiero. .. Mira, él tambiénsiente que te vayas.El pequeño lloraba porque veía que el hombredel cuchillo brillante se iba.

-Regresa otra vez -repitió Messua-. Nide día ni de noche estará esta puerta cerradapara ti.

Mowgli sentía como si todos los nerviosde la garganta se le tensaran, y su voz parecía

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arrastrarse por ella con dificultad cuando res-pondió:

-Ciertamente volveré. Y ahora -añadiódirigiéndose al lobo y apartándole la cabezaque se acercaba a él cariñosamente cuandotransponía el umbral-, ahora tengo una quejacontra ti, Hermano Gris. ¿Por qué no vinieronlos cuatro juntos cuando los llamé hace tantotiempo?

-¿Tanto tiempo? No fue sino ayer por lanoche. Yo... nosotros. . estábamos cantando enla selva nuestras canciones nuevas, porque éstaes la época del lenguaje nuevo. ¿Te acuerdas?

-Cierto, cierto.-Y tan pronto como terminamos de can-

tar las canciones -prosiguió seriamente el Her-mano Gris-, seguí tras de tu rastro. Me adelantéa todos los demás y seguí sin parar un momen-to. Pero, hermanito, ¿qué hiciste viniéndote acomer y dormir con la manada de los hombres?

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-Si ustedes hubieran venido cuando losllamé, esto nunca hubiera sucedido -respondióMowgli, corriendo mucho más aprisa.

-¿Y qué va a suceder ahora? -preguntóel Hermano Gris.

Mowgli iba a contestar, cuando unamuchacha vestida de blanco empezó a descen-der por una vereda que venía desde el extremode la aldea. El Hermano Gris desapareció deinmediato, y Mowgli retrocedió sin ruido y seescondió en unos altos sembrados. Casi hubierapodido tocar a la joven con la mano cuando lostibios y verdes tallos se cerraron ante su rostroy lo hicieron desaparecer como un fantasma.Gritó la joven, porque pensó que había visto unduende, y luego suspiró profundamente.Mowgli separó los tallos con las manos y seestuvo contemplándola hasta que ella se perdióde vista.

-Y ahora no sé... -dijo, suspirando a suvez-. ¿Por qué no vinieron ustedes cuando losllamé?

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-Te seguimos... te seguimos siempre -murmuró el Hermano Gris, lamiendo los talo-nes de Mowgli-. Te seguimos siempre, exceptoen la época del lenguaje nuevo.

-¿Y me seguirías hasta la manada de loshombres? -dijo en voz muy baja Mowgli.

-¿No te seguí aquella noche en quenuestra manada te expulsó? ¿Quién te despertócuando yacías entre los sembrados?

-Sí; pero, ¿lo harías de nuevo?-¿No te seguí acaso esta noche?-Sí; pero una, y otra vez, y quizás otra

más, Hermano Gris.Permaneció éste en silencio. Cuando

habló otra vez, fue para decir como hablandoconsigo mismo:

-La Negra dijo la verdad.-¿Qué dijo?-Que el hombre, por último, vuelve

siempre al hombre. Raksha, nuestra madre,dijo..

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-También lo dijo Akela aquella noche delos perros rojizos -murmuró Mowgli.

-Lo mismo dice Kaa, que sabe más quetodos nosotros.

-¿Y qué dices tú, Hermano Gris?-Te expulsaron una vez, llenándote de

insultos. Te hirieron en la boca con una piedra.Enviaron a Buldeo para que te asesinara. Tehubieran arrojado sobre la flor roja. Tú mismo,no yo, has dicho que son malos y necios. Tú, yno yo (pues yo tan sólo seguí a los míos) lan-zaste a la selva contra ellos. Tú, y no yo, inven-taste una canción contra los hombres, másamarga aún que nuestra canción contra los pe-rros de rojiza pelambre.

-Te pregunto qué es lo que tú opinas.Hablaban mientras seguían corriendo.

El Hermano Gris galopó todavía un rato mássin contestar, y luego dijo entre salto y salto:

-Hombre-cachorro... Amo de la selva...Hijo de Raksha... hermano mío: aunque seaalgo olvidadizo en primavera, tu rastro es mi

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rastro, tu cubil es mi cubil, tu caza es mi caza, ydonde mueras luchando, moriré yo. Hablotambién por los otros tres. Pero, ¿qué le dirásahora a la selva?

-Ésa es una buena ocurrencia. Entre veruna pieza y matarla, no debe pasar mucho rato.Adelántate y congrégalos a todos al Consejo dela Peña, y entonces les diré lo que siento en mipecho. Pero quizás no acudan al llamamiento. .. Quizás se olvidarán de mí, en la época dellenguaje nuevo.

-¿Acaso tú nunca te has olvidado de na-da? -ladró el Hermano Gris en tanto que corríaal galope, y Mowgli lo seguía, pensativo.

En cualquiera otra estación la noticiahubiera atraído a todos los habitantes de la sel-va, que se hubieran presentado juntos, erizadoslos pelos del cuello; pero ahora estaban muyocupados cazando, luchando, matando y can-tando. Corría del uno al otro el Hermano Gris,gritando:

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-¡El amo de la selva se vuelve con loshombres! ¡Venid al Consejo de la Peña!

Y el pueblo todo, feliz, pletórico de vida,se limitaba a responder:

-Regresará acá de nuevo con los caloresdel verano. Las lluvias lo traerán de nuevo alcubil. Corre y canta con nosotros, HermanoGris.

-¡Pero es que el amo de la selva se vuel-ve con los hombres! -repetía el Hermano Gris.

-¡Eee-Yoawa!... ¿Acaso por eso es menosdulce el tiempo del lenguaje nuevo? -le contes-taban.

Y así, cuando Mowgli, sintiendo el co-razón oprimido, subió por entre las rocas quetan bien conocía al lugar en que lo habían pre-sentado al Consejo, no halló allí más que a loscuatro, a Baloo, que estaba ya casi ciego por losaños, y a la pesada y fría Kaa, enroscada en ellugar que solía ocupar Akela.

-¿Termina, pues, aquí tu rastro, hom-brecito? -dijo Kaa, mientras Mowgli se arrojaba

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al suelo con el rostro entre las manos-. Lanza tugrito; somos de la misma sangre tú y yo... elhombre y la serpiente.

-¿Por qué no me mataron los perros ro-jizos? -gimió el muchacho-. Mi fuerza me haabandonado, y la causa no es ningún veneno.Día y noche oigo unos pasos que siguen mishuellas. Y cuando vuelvo la cabeza, es como sien aquel mismo momento alguien se escondie-ra de mí. Miro tras de los árboles, y nadie hayallí. Llamo y nadie responde; pero es como sialguien me escuchara y se guardara la respues-ta. Me echo al suelo a descansar, pero no des-canso. Emprendo la carrera primaveral, peroeso no me hace sentirme más calmado. Me ba-ño, pero el baño no me refresca. Me disgustamatar, pero no me atrevo a luchar sino cuando,al fin, mato. Siento a la flor roja en mi cuerpo;mis huesos se han vuelto como el agua... y nosé lo que me pasa.

-¿Qué necesidad hay de hablar? -dijoBaloo lentamente, volviendo su cabeza hacia

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donde se hallaba Mowgli-. Akela, allá junto alrío, dijo que Mowgli arrastraría a Mowgli denuevo hacia la manada de los hombres. Tam-bién yo lo dije. ¿Pero quién escucha ahora aBaloo? Bagheera... ¿dónde está Bagheera estanoche? Ella lo sabe también. Es la ley.

-Cuando nos encontramos en las mora-das frías, hombrecito. ya lo sabía yo -dijo Kaa,volviéndose un poco, enroscada en sus podero-sos anillos-. Al fin, el hombre siempre vuelve alhombre, aunque la selva no lo arroje de su se-no.

Los cuatro se miraron uno al otro y lue-go a Mowgli, perplejos pero prontos a obede-cer.

-¿La selva, pues, no me expulsa? -balbuceó Mowgli.

El Hermano Gris y los otros tres gruñe-ron furiosos y empezaron a decir:

-Mientras nosotros estemos vivos, nadiese atreverá.

Pero Baleo los hizo callar de inmediato.

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-Yo te enseñaré la ley. A mí me tocahablar -dijo-, y, aunque no pueda ver ya ni lasrocas que tengo delante, todavía veo muy lejos.Ranita, sigue tu propio rastro; haz tu cubil entrelos de tu propia sangre, entre los de su manada,entre tu propia gente; pero, cuando quieras quete ayudemos con los pies, los dientes o los ojos,llevando rápidamente por la noche un mensajetuyo, acuérdate, amo de la selva, que ésta estápronta para obedecerte.

-También la selva media es tuya -dijoKaa-. Hablo a nombre de gente de importancia.

-¡Hai-mai! ¡Hermanos míos! -exclamóMowgli levantando los brazos y sollozando. Nosé ya lo que quiero. No quisiera irme, pero mearrastran mis dos pies contra mi voluntad.¿Cómo podré renunciar a nuestras noches?

-iVaya, levanta los ojos, hermanito! -dijoBaloo-. Nada hay aquí de qué avergonzarse.Cuando hemos comido la miel, abandonamosla colmena vacia.

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-Una vez desechada la piel, no podemosvestírnosla de nuevo -observó Kaa-. Ésa es laley.

-Escucha, tú, a quien quiero sobre todaslas cosas -prosiguió Baloo. No hay ni una pala-bra ni una voluntad que puedan retenerte aquí.¡Levanta los ojos! ¿Quién se atrevería a formu-larle preguntas al amo de la selva? Yo te vi ju-gando entre los blancos guijarros allí, cuandono eras más que un renacuajo; y Bagheera quete rescató pagando por ti un toro recién muerto,te vio también. De aquella inspección que sellevó al cabo entonces, no quedamos sino noso-tros dos, porque Raksha, tu madre adoptiva,murió, lo mismo que tu padre adoptivo; loslobos que antiguamente formaban la manada,hace mucho tiempo que murieron; tú sabes loque le sucedió a Shere Khan; en cuanto a Akela,murió entre los dholes, donde, si no hubierasido por tu habilidad y tu fuerza, hubiera pere-cido también la segunda manada de Seeoneo.Nada queda sino huesos viejos. No puede ya

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decirse que el hombre-cachorro venga a pedirlepermiso a su manada para marcharse, sino queahora el dueño de la selva cambia de rastro.¿Quién se atreverá a preguntarle al hombre porqué lo hace?

-Por Bagheera y el toro que me rescató...dijo Mowgli-. No quisiera...

Sus palabras fueron interrumpidas porun rugido y por el ruido de algo que caía en losmatorrales vecinos, y Bagheera, ligera, fuerte yterrible como siempre, apareció ante él.

-Por esa razón -dijo estirando una de suspatas que chorreaba sangre-, no vine antes. Lacaza fue larga, pero allí yace muerto entre lasmatas... Es un toro de dos anos.., un toro que tedevuelve la libertad, hermanito. Ahora quedanpagadas todas las deudas. Por lo demás, nodigo otra cosa sino lo que Baloo diga.

Lamió el pie de Mowgli.-¡Acuérdate de que Bagheera te quería! -

gritó luego, y desapareció.

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Ya al pie de la colina, gritó de nuevo conmás fuerza:

-¡Buena suerte en el nuevo rastro que si-gues, dueño de la selva! ¡Acuérdate: Bagheerate quería!

-Ya lo has oído -dijo Baloo. Eso es todo.Vete ahora. Pero antes, acércate a mí. ¡Ven, ra-nita sabia!

-Es duro mudar de piel -observó Kaa entanto que Mowgli sollozaba largo rato, con sucabeza en el costado del oso ciego, y rodeándo-le el cuello con los brazos, en tanto que Baloointentaba débilmente lamerle los pies.

-Las estrellas se apagan -dijo el Herma-no Gris, olfateando el viento del alba-. ¿Dóndedormiremos hoy? Porque, desde ahora, segui-remos nuevas pistas.

Y ésta es la última de las narraciones re-lativas a Mowgli.

La Canción Final

(Esta es la canción que Mowgli oyó resonar a

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sus espaldas mientras regresaba al hogar deMessua.)

BalooPor el amor de aquel que a una ranita

sabiale enseñó la ley de la selva,guarda la ley de la manada de los hombres,¡guárdala por amor del viejo y ciego Baloo!

Antigua o nueva, clara o turbia,pégate a ella como si fuera una pista,de noche y de día, sin mirarjamás a tu derecha o a tu izquierda.

Por el amor de quien te quiere,más que a cualquier otro ser con vida,cuando en tu manada te hagan sufrir,di tan sólo: "Tabaqui canta de nuevo."

Cuando te amenace algún daño, di:"No ha muerto aún Shere Khan";cuando el cuchillo esté pronto a matar,guarda la ley y sigue tu camino.

(Miel, raíces y palmas hacenque el cachorro ningún mal reciba.)

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¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!

KaaEl miedo nace del mal humor;

los ojos sin párpados ven más claro.Del veneno de cobra nadie cura:su palabra cual dardo hiere.Hablar franco siempre es fuerte;que lo acompañe siempre la cortesía.No más lejos aspires de lo que dé tu brazo;no te apoyes en rama carcomida para lograrlo.Mira si tu hambre codicia cabra o gamo;engaña el ojo: se atraganta el bocado.Ya harto, dormir quisieras...Sea oculto el lugar, donde tu enemigono vaya a cogerte descuidado.Luzcas limpio el cuerpo, y el hablarcauto, a los cuatro vientos.(Desde lejos te seguirála selva media los pasos.)¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!

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BagheeraEn una jaula empezó mi vida:

lo que vale el hombre bien se me alcanza.¡Por el cerrojo roto que me libertó!...¡Hombrecachorro, no fíes en gente de tu casta!

Elige, cuando a la luz de las estrellas ca-ces,pista recta y no embrollada.En el cubil, en la cacería, en la guarida,teme del hombre-chacal la amistad.

Responde con el silencio cuando: "Vencon nosotros;se pondrá bueno”, te dijeren.Y sigue respondiendo con silencio cuandoayuda te pidan, contra el débil.

Que la presunción quede para los mo-nos;mata la pieza, y con esto basta; no pregones.Cuando caces, no has de retrocederen tu camino, por nada.

(Tinieblas matinales: protegedle,guardianas del ciervo.)

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¡ La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!

Los tresEn el rastro que siguieres

hasta los umbrales que tememosdonde la flor roja su capullo abre;En las noches en que duermasaprisionado y lejos del materno cieloescuchándonos a nosotros tus amados,mientras por allí rondamos.

En las auroras en que anhelesde la dura cárcel salir,y en que sientas, de la selvaque dejaste, nostalgia;¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!¡Saber, fuerza y cortesíavayan siempre contigo y te amparen!

QuíquernCual la nieve que pronto se derrite,

es la gente de los hielos orientales;piden de limosna café y azúcar a los hombres

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blancos,y vánse tras ellos.

Aprende a robar y luchar la gentede los hielos de Occidente;venden sus pieles en la factoría,y a los hombres blancos su alma.

La gente de los hielos del Surcon los balleneros comercian;con cintajos adórnanse las mujeres,pero pocas y miserables son sus tiendas.

Pero la gente del hielo primitivo, al Nor-te,lejos del dominio del hombre blanco,hace sus lanzas de diente de narval:allí del hombre es el postrer límite.

-Abrió los ojos. ¡Mira!-Mételo de nuevo en la piel. Será un pe-

rro muy fuerte! Cuando cumpla cuatro meses lepondremos nombre.

-¿Para quién será? -dijo Amoraq.Miró Kadlu en redondo la choza de nie-

ve cubierta de pieles, y luego miró a Kotuko,

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muchacho de catorce años, que se hallaba sen-tado en el banco-cama, y que tallaba un botónen un diente de morsa.

-Para mí -respondió Kotuko, con unamueca-. Algún día lo necesitaré.

Kadlu sonrió a su vez y sus ojos parec-ían enterrados en las gruesas mejillas, y asintiócon un movimiento de cabeza dirigiéndose aAmoraq, en tanto que la feroz madre del cacho-rro gruñía al ver que el pequeñuelo se agitabafuera de su alcance en la bolsa de piel de focaque se hallaba colgada sobre la lámpara de gra-sa de ballena para que estuviera calientita.

Kotuko siguió tallando el marfil. Kadluarrojó un montón de arreos para perros en uncuarto pequeño abierto en uno de los costadosde la choza, se despojó del pesado traje de cazahecho con piel de reno, púsolo en una red dedelgadas ballenas entretejidas que colgaba so-bre otra lámpara y se echó en el banco-camapara cortar un trozo de carne de foca helada,esperando a que, Amoraq, su mujer, le trajera la

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comida acostumbrada, compuesta de carnehervida y de sopa de sangre.

Había salido al despuntar el alba en di-rección de los agujeros que forman las focas, ados leguas de distancia, y regresó a su chozacon tres de aquellos animales, de gran tamano.A la mitad del largo y bajo pasadizo de nieve,parecido a un túnel, que conducía a la puertainterior de la choza, podían oírse ladridos yrumor de lucha a mordiscos: eran los perros deltrineo que, libres ya de su cotidiana labor, sedisputaban los lugares calientes.Cuando los ladridos se tornaron demasiadofuertes, Kotuko se deslizó perezosamente delbanco-cama al suelo y cogió un látigo con elás-tico mango de ballena de medio metro de largoy con más de siete de pesado y retorcido cuero.Se metió entonces en el corredor, en donde pa-reció, por el ruido, que los perros se lo comer-ían vivo; pero todo aquello sólo era su manerahabitual de darle gracias a Dios por la comidaque en seguida recibirían. Cuando llegó

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arrastrándose hasta el otro extremo, media do-cena de peludas cabezas seguían todos sus mo-vimientos, mientras él se dirigía a una especiede horca fabricada con quijadas de ballena, endonde se colgaba la carne destinada a los pe-rros; arrancó grandes trozos helados sirviéndo-se para ello de un arpón de ancha punta, y lue-go permaneció en pie con el látigo en una manoy la carne en la otra. Llamó a cada animal porsu nombre, primero a los más débiles, y pobredel animal que se hubiera movido antes de suturno, porque la deshilachada punta del látigo,restallando como un rayo, le hubiera arrancadouna pulgada más o menos de pelo y piel. Cadaanimal gruñía, mordía su ración, se atragantabaal devorarla y se apresuraba a guarecerse en elpasadizo, en tanto que el muchacho, de piesobre la nieve e iluminado por la vivísima luzde la aurora boreal, daba a cada quien lo suyosegún estricta justicia. El último fue un granperro negro que dirigía a los demás en el tiro ymantenía el orden entre ellos cuando llevaban

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los arreos; a éste le dio Kotuko ración doble,que acompañó con un chasquido de látigo.

-¡Ah! -exclamó el muchacho recogiendoy arrollando su látigo-. Hay un pequeñuelosobre la lámpara, el cual gruñirá de firme. ¡Sar-pok! ¡Adentro!

Retrocedió a gatas por encima de los pe-rros; con un sacudidor de ballena que guardabadetrás de la puerta Amoraq, se quitó la nieveque tenía sobre el traje de pieles; golpeó lige-ramente las que forraban el techo de la chozapara que cayeran los carámbanos que quizásestaban sobre ellas, desprendidos de la bóvedade nieve que estaba encima; después se acostó,hecho una bola, sobre el banco. Empezaron aroncar los perros del pasadizo y a dar levesgemidos mientras dormían; el hijo menor deAmoraq, en su honda capucha de pieles, pateóy lloró hasta casi ahogarse, y la madre del ca-chorro al que acababan de escogerle amo, per-manecía echada al lado de Kotuko, con los ojosfilos en la bolsa de piel de foca colocada en lu-

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gar seguro y tibio sobre la ancha y amarillallama de la lámpara.

Y todo esto ocurría muy lejos, hacia elNorte, más allá del Labrador y del estrecho deHudson, donde las grandes mareas levantanlos hielos; al norte de la península de Melville -incluso al norte de los pequeños estrechos deFury y de Hecla-; en la playa septentrional de laTierra de Baffin; en donde la isla de Bylot seeleva por encima de los hielos del estrecho deLancáster, como el molde de un pastel puestoboca abajo. Al norte del estrecho de Lancásteres muy poco lo que se conoce, excepto Devondel Norte y la Tierra de Ellesmere; pero aun allíviven desparramadas algunas personas, a laspuertas mismas del Polo, por decirlo así.

Kadlu era un ínuit (lo que ustedes lla-marían un esquimal), y su tribu, de unas treintapersonas, pertenecía a los tununírmiut, o sea,"el país que está situado detrás de algo".Llámanse en los mapas aquellas costas desier-tas Ensenada del Consejo de Marina; pero

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siempre es preferible el nombre de ínuit, por-que puede decirse en realidad que aquella tie-rra está situada detrás de todas las cosas delmundo. Sólo hielo y nieve hay allí durantenueve meses, sucédense los huracanes los unosa los otros, con un frío que no puede imaginar-se quien no haya visto el termómetro a diecio-cho grados centígrados, cuando menos, bajocero. Seis meses de esos nueve transcurren en laoscuridad; esto es lo que hace horrible a aquelpaís. En los meses de verano, que son tres, sólohiela continuamente durante las noches, y du-rante el día, de cada dos hiela en uno. Entoncesempieza a desaparecer la nieve en las pendien-tes que se hallan en el Sur; unos cuantos saucesenanos muestran sus yemas lanosas; algunadiminuta piñuela parece que va a florecer; pla-yas de fina arena y de guijarros desciendenhasta el mar; levántanse piedras bruñidas yrocas veteadas por encima de la granulada nie-ve. Pero todo esto desaparece en pocas semanasy el salvaje invierno cierra de nuevo los claros

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que hay en la tierra, mientras que en el mar elhielo sube y baja, roto en pedazos, en lontanan-za, apretándose, entrechocando, rajándose, ro-zando unos contra otros, pulverizándose entretanto, y, por así decir, varando, hasta que alcabo se hiela todo junto hasta una profundidadde tres metros, desde la tierra hasta donde estáhonda el agua.

En invierno Kadlu perseguía a las focashasta los confines de aquellas tierras-hielos, yles clavaba el arpón cuando salían a respirar ensus agujeros. Las focas deben contar con aguapara vivir y cazar en ella peces; en pleno in-vierno sucedía allí con frecuencia que el hielose corría hasta unas veinte leguas, sin rajarse,partiendo de la playa más próxima. En prima-vera, él y los suyos se retiraban de los hielosamontonados en el mar, dirigiéndose a las ro-cas de tierra firme, y allí levantaban sus tiendashechas de pieles y cazaban con lazo aves mari-nas, o arponeaban a las focas jóvenes que seasoleaban en las playas. Más tarde se dirigían

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hacia el Sur, a la Tierra de Baffin, para dedicar-se allí a la caza del reno y hacer su provisiónanual de salmón en los centenares de corrientesy lagos del interior, y regresaban al Norte enseptiembre u octubre para cazar bueyes almiz-clados y para la matanza usual de focas delinvierno. Estos viajes se hacían en trineos deperros que recorrían seis o siete leguas cadadía, o algunas veces siguiendo la costa en gran-des "botes de mujeres", construidos de pieles,en los que los niños y los perros se echan a lospies de los remeros, y las mujeres entonan can-ciones, mientras se deslizan de cabo en cabopor las frías y cristalinas aguas. Todos los obje-tos algo refinados que conocían los tununírmiutprovenían del Sur, a saber, maderos acarreadospor el agua que les servían para trineos; hierroen barras para las puntas de los arpones, cuchi-llos de acero, calderos de hojalata en que secocía la comida mucho mejor que en los anti-guos utensilios de cocina fabricados de esteati-ta; pedernal, acero, y hasta fósforos; y cintas de

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colores para el cabello de las mujeres; espejillosbaratos, y tela de color rojo para orlas de cha-quetas de piel de reno. Kadlu se dedicaba altráfico valioso de blancos y retorcidos dientesde narval y de buey almizclado (éstos se coti-zan tanto como las perlas), que vendía él a losínuit del Sur, quienes, a su vez, traficaban conlos balleneros y con las factorías que tienen losmisioneros en los estrechos de Exeter y Cum-berland; y así se encadenaban las cosas, hastaque, una caldera comprada por el cocinero dealgún barco en el bazar de Bhendy, podía ir aparar sobre una lámpara de grasa de ballena enel sitio más frío del Círculo Polar Artico.

Kadlu, como buen cazador, contaba congran número de arpones de hierro, cuchillospara cortar la nieve, dardos para cazar pájarosy cuantas cosas hacen fácil la vida en los luga-res de los grandes fríos; era, además, el jefe desu tribu, o, como ellos dicen, "el hombre que losabe todo por propia experiencia". Esto no ledaba ninguna autoridad, excepto la de permi-

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tirle aconsejar a sus amigos que cambiaran decazadero; pero Kotuko se aprovechaba de ellopara mandar un poco, a la manera perezosa delos gordos ínuit, a los demás muchachos, cuan-do salían por la noche para jugar a la pelota a laluz de la luna o para cantar la "Canción del Ni-ño a la Aurora Boreal".

Pero a los catorce años un ínuit se con-sidera ya un hombre, y Kotuko estaba cansadoya de preparar lazos para coger gallos silvestresy zorros ferreros, y mucho más cansado aún deayudarles a las mujeres en la operación de mas-car pieles de foca y de reno (cosa que las ablan-da mejor que nada) durante todo el largo día,en tanto que los hombres salían de caza. Queríair al quaggi, la Casa del Canto, cuando los ca-zadores se reúnen allí para celebrar sus miste-rios, y el angekok, el hechicero, después deapagar las lámparas, les infunde un terror quehallaba delicioso, evocando el Espíritu del Renoque pateaba sobre el techo de la casa, o arro-jando una lanza contra las sombras de la noche

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y viéndola volver atrás cubierta de calientesangre. Quería poder arrojar sus grandes botasen la red, como lo hacía su padre, mostrando elaire cansado del jefe de familia, y jugar con loscazadores cuando iban a visitarlos por la nochey jugaban con una especie de ruleta improvisa-da por ellos con un bote de hojalata y un clavo.Eran cientos las cosas que quería hacer, pero loshombres se reían de él y le decían:

-Espera hasta que hayas tomado parteen la lucha, Kotuko. La caza no se limita a co-brar piezas.

Ahora que su padre le había regaladoun cachorro, las cosas se presentaban más ri-sueñas. Un ínuit no le regala un buen perro a suhijo, hasta que el muchacho sabe algo acercadel modo de educarlo, y Katuko estaba conven-cido de que sabía mucho más de lo necesario.

Si el cachorro no tuviera una naturalezade hierro, hubiera muerto por el exceso de ali-mento y de manoseo. Kotuko le hizo unos arre-os diminutos con sus respectivos tirantes, y lo

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conducía por todo el suelo de la choza, gritan-do:

-¡Aua! ¡Ja aua! (¡Hacia la derecha!)¡Choiachoi! ¡Ja choiachoi! (¡Hacia la izquierda!)¡Ohaha! (¡Párate!)

Al cachorro no le gustaba esto absolu-tamente nada, pero esto era pura felicidadcomparado al susto que se llevó cuando lo pu-sieron por primera vez a tirar de un trineo. Selimitó a sentarse en la nieve y ponerse a jugarcon el tirante de piel de foca que iba desde susarreos hasta el pitu, la gran correa de los arcosdel trineo. Arrancó el tiro de los demás perros,y el cachorro sintió que le pasaba por encima elvehículo de tres metros de largo, arrastrándolopor la nieve, en tanto que Kotuko reía hasta quese le saltaron las lágrimas. Vinieron luego díasy días en que oía siempre el chasquido del cruellátigo que silba como el viento que pasa sobreel hielo, y todos sus compañeros lo mordíanporque no sabía trabajar como ellos, y el rocede los arreos lo desollaba vivo, y ya no le era

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permitido dormir con Kotuko, sino que lo hac-ían quedarse en el lugar más frío del pasadizo.Eran tiempos muy duros aquellos para el ca-chorro.

El muchacho aprendía tan aprisa comoel perrillo, aunque un trineo tirado por perroses algo muy difícil de manejar. Cada animal (ylos más débiles van más cerca del conductor)lleva su propio tirante separado que pasa pordebajo de su pata anterior izquierda y que vahasta la correa principal en donde se sujeta conuna especie de botón y de una presilla quepuede quitarse con un movimiento de la muñe-ca, dejando así en libertad a uno por uno de losperros. Cosa muy conveniente es ésta, porquecon frecuencia el tirante se les mete entre laspatas posteriores, y allí les produce cortadurasque les llegan hasta el hueso. Y absolutamentetodos se meten con los que tienen más cerca alcorrer, saltando por entre los tirantes. Luego sepelean, y el resultado es que se embrollan comosedal mojado que se deja sin recoger hasta el

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día siguiente. Pueden evitarse muchas moles-tias con el uso inteligente del látigo. Cada mu-chacho ínuit se enorgullece de su destreza en elmanejo del látigo; pero si es fácil acertar untrallazo en un objeto colocado en el suelo, encambio es difícil, inclinándose sobre el trineo,acertarle a un perro reacio precisamente detrásde una espaldilla, con la punta del látigo. Si seriñe a un perro llamándolo por su nombre, yaccidentalmente otro recibe el golpe no desti-nado a él, los dos se pelean en el acto y hacenque se paren todos los del tiro. Además, si seviaja con un amigo y se empieza a hablar conél, o si se viaja solo y se empieza a cantar, todoslos perros se detienen, se vuelven en redondo yse sientan para escuchar la plática o el canto. AKotuko se le escapó el trineo una o dos vecespor haberse olvidado de poner un estorbo de-lante del mismo al pararlo, y rompió muchoslátigos y estropeó algunas correas antes de quese le pudiera confiar un tiro completo de ochoperros y el trineo más rápido. Pero entonces se

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sintió persona importante y sobre el liso y oscu-ro hielo se deslizaba ligero y atrevido con larapidez de una jauría lanzada en persecuciónde una pieza. Recorría hasta dos leguas y me-dia hasta los agujeros de las focas, y una vez enel cazadero soltaba una de las correas del pitu,y dejaba libre al perrazo negro que era el máslisto de todo el conjunto. Tan pronto como elanimal olfateaba alguna de aquellas aberturas,Kotuko volcaba el trineo, clavando en la nieveel par de aserradas astas que se elevan del res-paldo como los asideros de un cochecillo deniño, y así el tiro de perros no podía moverse.Entonces el muchacho avanzaba arrastrándose,pulgada a pulgada, y esperaba hasta que la focase asomara para respirar. Lanzaba luego rápi-damente hacia abajo el arpón con la cuerdaatada a él, y tirando de ésta al poco rato, subíauna foca muerta, a la cual arrastraba, cuandollegaba a la superficie del hielo, hasta el trineo,con ayuda del perro negro. Éste era el momentoen que los perros del tiro aullaban rabiosos,

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presa de gran agitación; pero Kotuko les dabalatigazos en la cara con la traílla que parecíauna barra de hierro candente, hasta que elcuerpo del cazado animal se ponía rígido. Lavuelta a casa era el trabajo más duro. Había quearrastrar al cargado trineo entre el duro hielo, ylos perros, en vez de tirar, solían sentarse mi-rando hambrientos a la foca. Al fin partían porel hollado camino de todos los trineos que ibana la aldea, trotando sobre aquel hielo que reso-naba como si fuera metálico, con las cabezasgachas y las colas en alto, en tanto que Kotukosc ponía a cantar el "Angutivaun tai-na tau-na-ne ta-na" (La Canción del Cazador que Regre-sa), y salían voces que le llamaban de todas lascasas que hallaba al paso, bajo aquel vasto cielosombrío, alumbrado sólo por las estrellas.

Cuando Kotuko, el perro, llegó a sucompleto desarrollo, también se divirtió a sumanera. Pelea tras pelea, bravamente logró irascendiendo en categoría entre los perros deltiro, hasta que una tarde, por cuestión de comi-

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da, luchó con el perrazo negro que dirigía a losdemás (Kotuko, el muchacho, cuidó de queaquello fuera una pelea limpia), y lo convirtióen segundo, como dicen allí. Así, pues, fuepromovido a director y unido a la larga correaque lo hacía correr a un metro y medio delantede los otros; desde entonces tuvo la obligaciónde parar las peleas, ya llevando los arreos, o yasin ellos, y usó un collar de alambre de cobre,muy grueso y pesado. En ocasiones especialesse le servían los alimentos cocidos y en el inter-ior de la casa, y a veces se le permitía dormir enel mismo banco de su amo Kotuko. Era un buenperro para cazar focas, y podía acorralar a unbuey almizclado corriendo en derredor de él ymordiscándole las patas. Incluso era capaz -yesto es la mayor prueba de bravura para unperro de trineo-, era capaz de desafiar al dema-crado lobo del Polo Artico, al que generalmentetemen todos los perros del Norte más que acualquiera otro ser de los que viven en las nie-ves. Él y su amo (pues no contaban como com-

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pañía a la vulgar traílla) cazaron juntos día trasdía y noche tras noche, el muchacho envueltoen pieles, y el feroz animal con el pelo largo yamarillo, pequeños los ojos, blancos los colmi-llos. Todo el trabajo de un ínuit queda circuns-crito a procurarse comida y pieles para él y sufamilia. Las mujeres convierten en trajes laspieles; en ocasiones ayudan a poner trampaspara cobrar piezas de caza menor. Pero la basede la alimentación -y comen de una maneraenorme- deben proporcionársela los hombres.Si faltan provisiones, no existe por allí nadie aquien comprar o pedir prestado. No queda mássino morirse de hambre.

Un ínuit no piensa en esto sino hastaque se ve forzado a ello. Kadlu, Kotuko, Amo-raq y el pequeño que pataleaba dentro de lacapucha de pieles de esta última, y que durantetodo el día mascaba trozos de grasa de ballena,vivían juntos tan felices como cualquiera otrafamilia. Procedían de una raza de carácter muytemplado -un ínuit raras veces se altera y casi

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nunca le pega a un niño-, que ignoraba real-mente lo que era mentir y más aún lo que erarobar. Contentábase con arrancar a arponazosaquello con que se mantenían, del corazónhelado y sin esperanzas de la misma frialdad;con mostrar sus sonrisas oleosas; con narrarextrañas fábulas de aparecidos y de hadas, du-rante las noches; con comer hasta más no po-der; con cantar, por último, la interminablecanción de sus mujeres: "Amna aya, aya amna,¡ah! ¡ah!", durante todo el día a la luz de lalámpara, en tanto que ellas cosían la ropa y losarreos para la caza.

Pero hubo un terrible invierno en quetodo pareció conjurarse contra ellos. Regresa-ron los tununírmiut de su pesca anual delsalmón y construyeron sus casas sobre los pri-meros hielos al norte de la isla de Bylot, listospara salir en persecución de las focas cuando elmar estuviera helado. Pero el otoño fue prema-turo y malísimo. Continuos vendavales hübodurante todo el mes de septiembre, rompiendo

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la lisa superficie del hielo, caro a las focas,cuando su espesor era apenas de un metro ometro y medio, lanzándolo hacia tierra y amon-tonándolo, y formando una barrera de cincoleguas de ancho con protuberancias, escabrosi-dades y carámbanos, que no permitían que porallí pasaran los trineos. El borde del banco flo-tante de donde las focas salían para hacer supresa en los peces durante el invierno, estabaquizás a otras cinco leguas del lado de allá de labarrera y fuera del alcance de los tununírmiut.Con todo, acaso hubieran podido pasar el in-vierno con su provisión de salmón helado y degrasa en conserva, ayudándose con lo que lesproporcionaban las trampas que ponían; peroen diciembre, uno de sus cazadores tropezó conuna tupik (una tienda hecha de pieles) en don-de halló casi muertas a tres mujeres y a unaniña, que habían venido en compañía de sushombres desde lo más remoto del Norte, y hab-ían visto cómo ellos morían aplastados en susbotes de pieles, pequeños y diseñados para la

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caza, mientras perseguían al narval, el del lar-guísimo incisivo que parece cuerno. Kadlu, porsupuesto, hubo de distribuir a las mujeres entrelas chozas de aquella aldea de invierno, porqueun ínuit jamás se niega a compartir su comidacon un extranjero, ya que no sabe cuándo lellegará a él el turno de tener que aceptarla.Amoraq se quedó con la niña, que era de unoscatorce años, en su casa, aceptándola como unaespecie de criada. Por el corte de su puntiagudacapucha, y por los dibujos en forma de diaman-te largo que tenían sus blancas polainas de pielde reno, la supusieron originaria de la Tierra deEllesmere. Jamás había visto botes de hojalatapara cocinar, ni conocía trineos como aquéllosen que se usa la madera para cortar el hielo;pero Kotuko, el muchacho, y Kotuko, el perro,le tenían mucho cariño.

Después, todas las zorras se fueronhacia el Sur, y hasta el volverena, el gruñón yobtuso ladronzuelo de las nieves, no se tomó lamolestia de pasar por donde estaba la hielera

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de trampas que Kotuko había armado. La tribuperdió un par de sus mejores cazadores, quequedaron muy lastimados en una lucha con unbuey almizclado, y esto acumuló más trabajosobre los restantes. Kotuko salió día tras díacon un trineo ligero y seis o siete perros de losmás fuertes mirando hasta que le dolían losojos para ver si descubría una extensión de hie-lo limpio y claro en que alguna foca podríahaber abierto su agujero para respirar. Kotukoel perro vagaba libremente por todos lados, y,en medio de la mortal quietud de los camposde hielo, Kotuko, el muchacho, oía su sordo ynervioso gemido sobre algún agujero situado amás de media legua de distancia, tan claramen-te como si estuviera a su lado. Cuando el perroencontraba uno de esos hoyos, se construía elmuchacho un pequeño y bajo muro de nievepara resguardarse algo del fuerte viento, y allíesperaba diez, doce, veinte horas si era precisohasta que la foca salía a respirar, los ojos delcazador clavados en la pequeña señal que él

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había hecho sobre el agujero para guiar la pun-tería cuando arrojara el arpón, y con una pe-queña alfombra de piel de foca bajo los pies,mientras tenía atadas las piernas con el tutare-ang (la hebilla de que hablaban los antiguoscazadores). Ésta ayuda a evitar las punzadas enlas piernas del hombre que se pasa horas yhoras a la espera de que se asomen las focas deoído finísimo. Aunque este trabajo no exigeesfuerzo, fácilmente se comprende que perma-necer sentado completamente inmóvil y metidoen la hebilla con el termómetro a cuarenta gra-dos Fahrenheit quizás bajo cero, es el trabajomás pesado que conoce un ínuit. Cuando secogía una foca, Kotuko el perro se lanzabahacia adelante con la correa arrastrando detrásde él y ayudaba a tirar del cuerpo hasta el tri-neo, donde los otros perros, cansados y ham-brientos, se tendían con aspecto sombrío pararesguardarse del aire que llegaba desde los pe-dazas rotos del hielo.

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Una foca no era comida para muchotiempo, porque en la aldehuela cada boca teníael derecho a su porción, y no se desperdiciabanni huesos, ni piel, ni tendones. La carne desti-nada a los perros se empleaba en alimentohumano, y Amoraq los alimentaba con retazosviejos de las tiendas de pieles usadas en veranoy arrancados del banco usado para dormir, ylos animales aullaban y aullaban, se desperta-ban de noche y de nuevo aullaban, siemprehambrientos. Con sólo ver las lámparas de es-teatita en las chozas, se podía adivinar que elhambre se acercaba. En las buenas estaciones,cuando había abundante grasa, la luz de laslámparas en forma de bote tenían más de me-dio metro de alto, y se elevaba alegre, untuosay amarilla. Ahora apenas medía unas seis pul-gadas pues Amoraq bajaba cuidadosamente lamecha de musgo, cuando alguna llamarada seelevaba más de lo debido por un momento, ylos ojos de toda la familia seguían atentamenteesta operación. Lo horrible del hambre allá en

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aquellos grandes fríos, no es tanto el morir, sinoel morir en la oscuridad. Todo ínuit teme a laoscuridad, que pesa sobre él sin cesar duranteseis meses de cada año; y cuando las lámparasestán bajas en las casas, la inteligencia de laspersonas empieza a estar turbia y confusa.

Pero peores cosas sucederían.Los perros, mal alimentados, mordían

con frecuencia y gruñían en los corredores, lan-zaban furiosas miradas a las frías estrellas yhusmeaban hacia el lado donde soplaba el vien-to, noche tras noche. Cuando cesaban de aullar,descendía de nuevo el silencio, tan sólido ypesado como una masa de nieve acumuladapor la tormenta contra una puerta, y los hom-bres oían entonces el latir de las venas en losdelgados conductos de la oreja y el batir de suscorazones, que resonaban como el ruido deltambor que los hechiceros tocan sobre la nieve.

Una noche, Kotuko, el perro, que habíaestado de mal humor, cosa poco frecuente, alllevar los arreos, saltó y apoyó la cabeza contra

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la rodilla de Kotuko. este lo acarició, pero elperro continuaba empujando ciegamente haciaadelante, zalamero. Entonces se despertó Kad-lu, le cogió la pesada cabeza parecida a la dellobo y le miró en los ojos vidriosos. El perrogimió y tembló entre las rodillas de Kadlu. Se leerizó el pelo en torno del cuello, y gruñó comosi un forastero llamara a la puerta; luego ladróalegremente, se arrastró por el suelo y mordióla bota a Kotuko, como si fuera un cachorro.

-¿Qué le sucede? -preguntó Kotuko, queempezaba a sentir miedo.

-La enfermedad -respondió Kadlu-: tie-ne la enfermedad de los perros.

Kotuko, el perro, levantó el hocico yaulló una y otra vez.

-Nunca había visto esto. ¿Qüé hará aho-ra? -preguntó.

Kadlu encogió un hombro y cruzó lachoza y fue a buscar un arpón corto y afilado.El enorme perro lo miró, auiló de nuevo y sedeslizó por el corredor hacia afuera mientras

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sus compañeros se retiraban a izquierda y de-recha para darle ancho paso. Al hallarse fuera,sobre la nieve, ladró furiosamente, como si si-guiera el rastro de algún buey almizclado, y,ladrando, saltando y haciendo cabriolas, des-apareció. Su enfermedad no era hidrofobia,sino simplemente locura. El frío, el hambre, ysobre todo la oscuridad le habían trastornado lacabeza; cuando esa terrible enfermedad de losperros aparece en los que forman el tiro de untrineo, se propaga como el fuego. Al siguientedía de caza enfermó otro perro y fue muerto deinmediato por Kotuko al ver que mordía y for-cejeaba entre los arreos. Luego, el perro negroque hacía de segundo, y que en tiempos anti-guos había sido el que dirigía, empezó de pron-to a ladrar como si siguiera la pista a un renoimaginario, y cuando lo soltaron del pitu, selanzó contra un gran montón de hielo, y huyócomo lo había hecho el que dirigía el tiro, conlos arreos colgando. Después de esto, nadiequiso ya sacar a los perros. Los necesitaban

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para algo más, y ellos lo sabían; y por esto,aunque estaban atados y tomaban los alimentosde la mano de sus dueños, sus ojos revelabandesesperación y miedo. Y para que todo fuerapeor, empezaron las viejas a contar cuentos defantasmas y a decir que habían visto los espíri-tus de los cazadores muertos, desaparecidosaquel otoño, los cuales habían profetizadohorribles sucesos.

Kotuko sintió más que nada la pérdidade su perro, porque aunque un ínuit comeenormemente, sabe también ayunar. Pero laoscuridad, el hambre, el frío y las intemperies,lo hicieron empezar a oír voces dentro de sucerebro y a ver gente que no existía, que estabafuera del alcance de sus miradas. Una noche(acababa de quitarse la hebilla tras diez horasde espera cabe uno de los agujeros de focasllamados ciegos, y se encaminaba a la aldeasintiéndose débil y desvanecido casi), hizo unalto para apoyarse de espaldas contra una peñaque daba la casualidad de estar sostenida, co-

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mo las rocas que se balancean, sobre un solopunto saliente del hielo. Su peso, al apoyarse,destruyó el equilibrio de la peña, y ésta rodópesadamente, y mientras Kotuko saltaba a unlado para evitarla, resbaló aquélla en direcciónhacia él chirriando y silbando por el hielo quetenía forma de talud.

Esto fue suficiente para Kotuko. Habíasido educado en la creencia de que cada roca ycada peña tienen su dueño (su ínua), que erageneralmente algo parecido a una mujer con unsolo ojo, que recibía el nombre de tornaq, y que,cuando una tornaq quería ayudar a un hombre,rodaba tras él dentro de su pétrea casa y le pre-guntaba si quería tomarla como su espíritu pro-tector. (En el verano, durante los deshielos, lasrocas y las peñas que el hielo sostiene, ruedan yresbalan por toda la superficie del terreno: así,no es difícil comprender cómo nació la idea delas piedras que viven.) Kotuko sintió que lasangre le latía en las orejas, cosa que había sen-tido durante todo el día, y creyó que esto era la

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tornaq de la piedra, que le hablaba. Antes dellegar a su casa, ya estaba convencido de quehabía tenido con aquélla una larga conversa-ción, y como toda su gente creía que esto eramuy posible, nadie lo contradijo.

-Me dijo: "Me lanzo, me lanzo desde ellugar que ocupo en la nieve" -repetía Kotukocon los ojos hundidos e inclinándose hacia ade-lante en la mal alumbrada choza-. Dijo: "Seré tuguía; te guiaré a los mejores agujeros de focas."Mañana salgo de caza, y la tornaq me guiará.

Luego vino el angekok, el hechicero dela aldea, y Kotuko se lo refirió todo por segun-da vez. No perdió ni una tilde al ser repetido.

-Sigue a los tornait (los espíritus de laspiedras), y ellos nos darán de nuevo comida -dijo el angekok.

Ahora bien: la muchacha procedente delNorte había estado echada cerca de la lámparadurante días enteros, comiendo poco y hablan-do menos; pero cuando Amoraq y Kadlu, a lasiguiente mañana, empezaron a cargar y a atar

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un pequeño trineo de mano para Kotuko, y locargaron con todos los útiles de caza y concuanta grasa y carne de foca helada fue posible,ella cogió la cuerda con que se arrastraba elvehículo y se colocó valientemente al lado delmuchacho.

-Vuestra casa es la mía -dijo mientras eltrineo chirriaba y saltaba tras ellos en la terriblenoche ártica.

-Mi casa es tu casa -respondió Kotuko-;pero creo que ahora nos dirigiremos ambos aSedna.

Ahora bien, Sedna es la señora delmundo inferior, y todo ínuit cree que toda per-sona que muere debe pasar un año en el horri-ble país de aquélla antes de ir a Quadliparmiut,el "lugar de la felicidad", en donde nunca hielay donde gordos renos se acercan a uno en cuan-to se les llama.

Allá en la aldea la gente gritaba:

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-Los tornait han hablado a Kotuko. En-señaránle el hielo libre... Regresará trayéndonosfocas...

Pronto sus voces se perdieron en la fríay vacía oscuridad, y Kotuko y la niña se acerca-ban, hombro con hombro, al tirar de la cuerda oal empujar el trineo por el hielo en dirección alMar Polar. Kotuko insistía en que la tornaq depiedra le había dicho que fuera hacia el Norte,y hacia el Norte se dirigieron bajo la constela-ción de Tuktuqdjung, el Reno, o sea, la que no-sotros llamamos Osa Mayor.

Ningún europeo hubiera sido capaz decaminar más de media legua cada día sobrepequeños trozos de hielo y sobre aristas afila-das; pero aquella pareja conocía con toda exac-titud el movimiento de la muñeca que obliga aun trineo a dar vuelta en torno de una aglome-ración de hielo; y el exacto y repentino tirónque lo levanta casi sobre una quebradura de lasuperficie; la cantidad de esfuerzo con que, conpocos y mesurados arponazos, se abre un ca-

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mino cuando toda esperanza de hallar uno pa-rece ya perdida.

La muchacha no solo callaba, sino queagachaba la cabeza, y la orla de piel de volve-rena que adornaba su capucha de armiño, lecaía sobre su cara ancha y oscura. El cielo, sobresus cabezas, era de un negro intenso de tercio-pelo, y se tornaba, en el horizonte, en tiras decolor rojo, y las grandes estrellas brillaban co-mo si fueran faroles. Por las profundidades delalto cielo se deslizaba de cuando en cuando unaoleada de luz verdosa de la aurora boreal, on-deaba como una bandera y luego desaparecía; obien estallaba algún meteoro, hundiéndose detiniebla en tiniebla y apareciendo detrás de éluna lluvia de chispas. Entonces podían ver laondulada superficie de los flotantes hielos delmar con ribetes y adornos de raros colores: ro-jos, cobrizos y azulados; pero a la luz ordinariade las estrellas todo se veía de un color grismortecino. Los hielos flotantes, como recordar-éis, habían sido sacudidos y aglomerados por

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los vientos de otoño, por lo que parecía quehabía pasado por allí un temblor de tierra,habiéndose helado después todo.

Podían verse canales, barrancos y aguje-ros, semejantes a cascajares abiertos en el hielo;pedazos de éste que habían permanecido en laprimitiva superficie total; otros negros, pareci-dos a pústulas, que habían sido arrojados bajolos hielos flotantes por algún vendaval y vuel-tos después a levantar; piñas de hielo redon-deadas; crestas como dientes de sierra, que lanieve, que va volando delante del viento, habíahecho; y verdaderos pozos de pareies hundidasen los cuales, en una extensión de por lo menosuna hectárea o hectárea y media, el nivel delsuelo era mucho más bajo que en el resto delterreno. Desde cierta distancia hubiéranse po-dido tomar por focas o morsas los pedazos dehielo, o por trineos puestos boca abajo, o porhombres en expedición de caza, o incluso por elmismísimo gran fantasma blanco del oso dediez patas; pero, a pesar de todas esas formas

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fantásticas, que parecían a punto de cobrar vi-da, no se escuchaba ningún ruido, ni siquiera elmás pequeño eco de algún rumor. Y al travésde ese silencio y esa soledad, donde repentinasluces se encendían y se apagaban nuevamente,el trineo y quienes lo empujaban se arrastrabancomo visiones de pesadilla, una pesadilla sobreel fin del mundo, en el fin del mundo.

Cuando se sentían cansados, Kotukoconstruía lo que los cazadores llaman "mediacasa", una pequenisima choza de nieve, en lacual se metían muy apretados uno contra elotro, con la lámpara de viaje, y trataban de des-helar la carne de foca que llevaban. Una vezque habían dormido, empezaba la marcha denuevo, unas siete leguas diarias y no acercarseal Norte más que dos leguas y media. La mu-chacha iba siempre silenciosa, pero Kotukohablaba para sí mismo algunas veces y rompíaa cantar canciones que había aprendido en lacasa del canto (canciones sobre el verano, sobrelos renos y el salmón), todas ellas horriblemen-

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te fuera de lugar en aquella estación. Decía quehabía oído a la tornaq hablándole de malhumor, y corría furioso contra un montón dehielo, retorciéndose los brazos y hablando agritos y en tono amenazador. A decir verdad,Kotuko estaba casi loco en aquel tiempo; perola muchacha estaba segura de que su espírituguardián lo había estado guiando y que todoterminaría bien. Por tanto, no se sorprendiócuando al final de la cuarta jornada, Kotuko,cuyos ojos brillaban como bolas de fuego, ledijo que su tornaq los seguía al través de la nie-ve bajo la forma de un perro de dos cabezas. Lamuchacha miró hacia donde señalaba Kotuko,y le pareció que algo se deslizaba hacia un ba-rranco. No era ciertamente una cosa humana,pero todo el mundo sabe que el tornait prefiereaparecerse en la de un oso o de una foca o deotros animales.

Podía ser también el mismo fanasmablanco del oso de las diez patas, o cualquieraotra cosa, porque Kotuko y la muchacha esta-

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ban tan hambrientos que ya no podían tener feen lo que creían ver. Nada habían logrado cazarcon trampas, y no habían visto ningún rastro decaza desde que salieron de la aldea; su comidaapenas si les duraría una semana más, y unanueva borrasca se les venía encima. Una tem-pestad polar puede durar diez días sin inte-rrupción, y es segura la muerte en este tiempopara quien esté fuera de su casa. Kotuko cons-truyó una casa de nieve de tamaño suficientepara contener el trineo de mano (nunca debeuno separarse de su comida), y mientras le da-ba forma al último bloque irregular que formala clave de la bóveda, vio algo que lo estabamirando desde un montón de hielo, a unosochocientos metros de distancia. El aire erabrumoso, y aquella cosa parecía tener unoscuarenta pies de largo por diez de alto yademás una cola de veinte pies de largo, y unaforma de contornos indefinidos, temblorosos.La muchacha vio aquello también, pero en vezde gritar aterrorizada, dijo calmadamente:

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-Eso es Quíquern. ¿Que ocurrirá luego?-Me hablará -respondió Kotuko.El cuchillo con que cortaba el hielo

tembló en su mano mientras hablaba, porque,por mucho que un hornbie crea tener amistadcon feos y raros espíritus, pocas veces quiereque sus palabras parezcan resultar verdad.Quíquern es, también, el fantasma de un perrogigantesco, sin dientes ni pelo, que se suponevive en el lejano Norte, y que vaga por aquelpaís inmediatamente antes de que algo acon-tezca. Y éstas pueden ser cosas agradables odesagradables; pero ni a los hechiceros les gus-ta hablar de Quíquern. Él es el que enloquece alos perros. Como el oso fantasma, tiene muchaspatas (seis u ocho pares), y aquella cosa fantás-tica que se movía en la neblina, tenía más patasde las que necesita cualquier perro vivo. Kotu-ko y la muchacha se refugiaron rápidamente enla choza apretándose el uno contra el otro. Porsupuesto, si Quíquern los hubiera necesitado,hubiera hecho que el techo se hundiera sobre

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sus cabezas; pero era para ellos un consuelosaber que entre ellos y la malvada oscuridad seinterponía un muro de nieve de un palmo ymedio de grueso.

La tempestad estalló con el ruido estri-dente del viento, parecido al de un tren, y du-rante tres días y tres noches continuó sin variarni un momento, sin atenuarse ni durante unminuto. La pareja mantenía la lámpara encen-dida, sostenida en sus rodillas, y masticabatibios pedacitos de carne de foca, mirandocómo se acumulaba el negro hollín en el techodurante setenta y dos largas horas. La mucha-cha hizo el recuento de la comida que teníantodavía en el trineo: no había sino para dos díasmás. Kotuko examinó las puntas de hierro y lasataduras de su arpón, hechas de tendones dereno, y las de su lanza especial para focas, y lasde su dardo para cazar pájaros. No había otracosa que hacer.

-Pronto iremos a Sedna. . . muy pronto -murmuró la muchacha-. En tres días más, no

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nos quedará sino echarnos. . . y partir. ¿No haránada por nosotros tu tornaq? Cántale una can-ción de angekok para hacerla venir.

Empezó el muchacho a cantar en el tonoalto de aullido de las canciones mágicas, y latormenta empezó a ceder despacio; a la mitadde la canción la muchacha se estremeció, y lue-go colocó, primero su mano cubierta con elmitón y luego la cabeza, sobre el hielo que for-maba el piso de la choza. Kotuko siguió suejemplo, y ambos se arrodillaron, mirándose alos ojos y escuchando tensamente. Arrancó éluna delgada tira de ballena de un lazo paracazar pájaros, que tenía en el trineo, y, ende-rezándola, la puso en un agujerito que hizo enel hielo, afirmándola con su mitón. Quedó casitan delicadamente ajustada como la aguja deuna brújula, y entonces, en vez de escuchar,miraron atentamente. La delgada varilla temblóun poco, de una manera casi imperceptible;después vibró más firmemente durante algunossegundos... se detuvo... y vibró de nuevo seña-

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lando en esta ocasión hacia otro punto de aque-lla especie de brújula.

-¡Demasiado pronto! -dijo Kotuko-. Unagran porción de hielo flotante se ha resquebra-jado, lejos, allá afuera.

La muchacha señaló la varilla y sacudióla cabeza.

-Se quiebra todo -dijo-. Escucha el ruidoen el suelo. Suenan golpes.

Al arrodillarse en esta ocasión, escucha-ron los más curiosos y sordos rumores, comoun golpetear que resonara bajo sus pies. Algu-nas veces parecía que algún cachorrillo chillabacolocado sobre la luz de la lámpara; otras, quealguien quebrantaba una piedra sobre el durohielo; y otras, que tocaban en un tambor tapadocon algo. Y todo esto sonaba en tonos muy pro-longados y disminuidos, como si vibraran, pa-sando al través de un pequeño cuerno, duranteuna larga y fatigosa distancia.

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-No iremos a Sedna echados dijo Kotu-ko-. Es el gran deshielo. La tornaq nos ha enga-ñado. Moriremos.

Todo esto puede parecer muy absurdo,pero ambos se encaraban a un peligro muy real.Los tres días de viento habían barrido hacia elSur el agua de la bahía de Baffin, amontonán-dola contra el extremo de la gran extensión dehielo que iba desde la isla Bylot hacia el Oeste.Además, la fuerte corriente que va hacia el Estedesde el estrecho de Lancáster llevaba durantealgunas millas lo que llaman hielo en pacas(hielo tosco y áspero que aún no se ha conver-tido en superficie llana), y estas pacas caíancomo bombas sobre la masa de hielos flotantes,al mismo tiempo que el flujo y el reflujo deltormentoso mar la minaba y la hacía cada vezmás débil, Lo que Kotuko y la muchacha hab-ían oído, eran los débiles ecos de aquella luchaque ocurría a ocho o diez leguas de distancia, yla reveladora varilla vibraba al choque del con-tinuo batallar.

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Ahora bien, como dicen los ínuit, cuan-do el hielo se despierta de su largo sueño deinvierno, no puede saberse lo que ocurrirá,porque, aunque sólido, cambia de forma casitan rápidamente como una nube. El vendavalera, sin duda, un vendaval de primavera quehabía venido fuera de tiempo, y cualquier cosaera posible.

Sin embargo, la pareja ss sentía algo másanimada que antes. Si el hielo se hundiera, yano habría más esperar ni más sufrimiento. Losespíritus, los duendes y los demás habitantesdel mundo de los encantamientos, andabansueltos por el movedizo conjunto, y podría ocu-rrirles entrar en el mundo de Sedna junto contoda clase de seres extraordinarios llenos aúnde loca exaltación. Cuando abandonaron lachoza después de la tormenta, el ruido en elhorizonte crecía más y más, y la dura masa dehielo gemía y zumbaba en derredor de ellos.

-Todavía está esperando -dijo Kotuko.

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En la cima de un gran montón de hieloestaba sentada o acurrucada aquella cosa deocho patas que habían visto tres días antes. . . yaullaba horriblemente.

-Sigámoslo -dijo la muchacha-. Quizáconozca algún camino que nos conduzca aSedna.

Pero sintió que desfallecía cuando cogióla cuerda del trineo.

La "cosa" se movía despacio y torpe-mente por encima de los picos de hielo, diri-giéndose siempre al Oeste y hacia tierra, y ellossiguieron también el mismo camino, en tantoque se acercaba cada vez más el ruido atrona-dor que se oía en el borde de la gran masa dehielo flotante allá en el mar. La masa de hieloestaba ya rajada en todos sentidos en el espaciode una legua en dirección a la tierra, y capas detres metros de grueso, que ora medían unospocos metros cuadrados, o bien unas ochohectáreas, saltaban, se hundían y chocabanunas contra otras; o, con la porción de la masa

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total que aún no estaba rota, al ser cogidas ysacudidas por el oleaje revuelto que se agitabaentre ellas. Este ariete de hielo era, por decirloasí, la avanzada del ejército que el mar lanzabacontra sus mismos hielos flotantes. El incesantequebrarse y chocar de los pedazos ahogaba casiel chillido de la especie de láminas arrojadasenteras bajo la gran masa, como baraja que seesconde a toda prisa bajo el tapete de la mesa.Donde el agua era poco profunda, estas lámi-nas se amontonaban las unas sobre las otrashasta que las inferiores tocaban el fango a quin-ce metros de profundidad, y el mar descoloridohacía de dique tras el sucio hielo hasta que lapresión creciente arrojaba todo de nuevo haciaadelante. Además de los hielos flotantes y delas pacas de hielo, el vendaval y las corrienteshacían descender verdaderos aludes, especie demontañas movibles arrancadas de las costas deGroenlandia o de la playa septentrional de labahía de Melville. Llegaban pesadas y solem-nes, rompiéndose las olas en blanca espuma en

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torno suyo, y avanzaban en dirección a la granmasa como una antigua flota que navegase atoda vela. Tal o cual alud que parecía prestopara llevarse por delante al mundo entero, fon-deaba como sin fuerzas en el agua profunda,empezaba a dar vueltas, y terminaba revolcán-dose en la espuma y en el fango, envuelto ennubes de voladoras y heladas chispas, en tantoque otro mucho menor y más bajo rajaba laaplastada masa y se metía en ella, arrojando alos lados toneladas de hielo y abriendo una víade más de ochocientos metros antes de que sedetuviera. Caían unas como espadas, que cor-taban canales de sinuosos bordes; otros serompían en una lluvia de pedazos que pesabandocenas de toneladas cada uno y se arremoli-naban estruendosamente. Otros, por último, seelevaban enteros fuera del agua, y al juntarse seretorcían como atormentados por el sufrimien-to y caían pesadamente sobre uno de sus lados,mientras el mar pasaba sobre ellos. Toda estalabor de prensar, amontonar, doblar y retorcer

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el hielo en todas las formas posibles, se verifi-caba a tanta distancia como la vista podía al-canzar a lo largo de la línea septentrional de lamasa flotante. Desde donde se hallaban Kotukoy la muchacha, aquella confusión no parecíasino un movimiento de ondulación y de arras-tre que ocurría allá en el horizonte; pero a cadamomento se acercaba a ellos, y podían oír allálejos, hacia el lado de la tierra, como un fuertebramido comparable a estruendo de artilleríaque resonaba al través de la niebla. Esto indica-ba que la gran mole de hielo flotante que habíasobre el mar era empujada contra los férreosacantilados de la costa de la isla de Bylot, latierra que se hallaba hacia el Sur, a sus espal-das.

-Esto no se ha visto nunca -dijo Kotukomirando con aire estupefacto. No es la época enque ocurre. ¿Cómo es que el hielo se quiebraahora?

-Sigue aquello -gritó la muchacha seña-lando a la fantástica aparición que, medio coje-

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ando y medio corriendo se alejaba locamentede ellos. La siguieron, tirando con toda su fuer-za del trineo, oyendo cada vez más cerca elruidoso avance del hielo. Se rajaron finalmentelos llanos que se extendían en torno suyo entodas direcciones, y las hendeduras se abríancon chasquidos semejantes al castañeteo de losdientes del lobo. Pero en donde se apoyaba lacosa fantástica, una especie de baluarte de unosquince metros de altura, no se notaba ningúnmovimiento. Kotuko saltó hacia adelante impe-tuosamente, llevando tras sí a su compañera ysubió hasta el pie del baluarte. La voz del hielocrecía y crecía en torno suyo, pero aquella forta-leza permanecía firme, y, como la muchachamirara a su compañero, éste levantó el cododerecho apartándolo al mismo tiempo delcuerpo, haciendo la señal que usa el ínuit paraindicar que ha visto tierra y que ésta tiene for-ma de isla. Y ciertamente a tierra los había lle-vado aquella fantástica aparición de ocho patasque andaba cojeando: hacia un islote de base

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granítica y de arenosa playa, cubierto, enfun-dado y como enmascarado por el hielo, hastatal punto, que no había hombre capaz de dis-tinguirlo entre la helada y enorme mole queflotaba sobre el mar; pero por debajo era tierrasólida y no hielo movible. Cuando se rompíany rebotaban los pedazos flotantes al chocar conel islote, marcaba las orillas de éste, y arrancabade él un protector banco de arena en direcciónal Norte, desviando así la acometida de los máspesados bloques de hielo, ni más ni menos quecomo la reja de arado aparta los trozos de mar-ga. Existía el peligro, por supuesto, de que al-guna gran extensión de hielo, por alguna tre-menda presión, remontara la playa e hicieradesaparecer completamente la parte alta delislote; pero tal idea no les preocupó ni a Kotukoni a la muchacha mientras construían su casade nieve y empezaban a comer, oyendo cómolas moles congeladas golpeaban en la playa yrodaban por ella. La cosa fantástica había des-aparecido, y Kotuko hablaba excitado de su

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poder sobre los espíritus en tanto que se acu-rrucaba junto a la lámpara. En medio de susinsensatas afirmaciones, la muchacha empezó areír balanceando el cuerpo hacia adelante yhacia atrás.

A sus espaldas, avanzando cautelosa-mente dentro de la choza, se veían dos cabezas,una amarilla y la otra negra, que pertenecían alos dos más avergonzados y tristes perros quejamás se hayan visto. Uno era Kotuko, el perro,y el otro, el que había dirigido el trineo. Ambosestaban ahora gordos, de buen aspecto, y com-pletamente curados de su locura; pero ibanunidos el uno al otro de la manera más extraña.Recordaréis que cuando huyó el perro negro,llevaba colgando los arreos. Debió encontrarsecon Kotuko, el perro, y jugar o pelear con él,porque el lazo que le pasaba por las espaldillasse enganchó en los alambres de cuero retorcidoque llevaba Kotuko en su collar, y se habíanenredado de tal modo y tan fuertemente, queninguno de los dos pudo coger la correa con los

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dientes para separarla, siendo así cada unoatraído por su vecino. Esto, junto con la libertadde cazar por su cuenta, les ayudó a curarse desu locura. Estaban ya en su sano juicio.

La muchacha empujó a los avergonza-dos animales hacia Kotuko, y muerta de risa,gritó:

-Aquí tienes a Quíquern, que nos llevó atierra firme. Mira las ocho patas y las dos cabe-zas.

Kotuko los dejó en libertad, cortando lacorrea, y ambos se echaron en sus brazos, am-bos al mismo tiempo, tratando de explicarlecómo habían recobrado la razón. Kotuko palpólos costados de los animales y vio que los ten-ían bien llenos y el pelo reluciente.

-Encontraron comida -dijo, sonriendo-.Cneo que siempre no iremos a Sedna tan pron-to. Mi tornaq los envió. Se han curado de suenfermedad.

En cuanto hubieron acariciado a Kotu-ko, los dos animales, que se habían visto obli-

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gados a dormir y comer y cazar juntos durantelas últimas semanas, se lanzaron el uno contrael otro, y hubo una gran batalla en la casa denieve.

-Los perros no se pelean cuando tienenhambre -dijo Kotuko-. Encontraron alguna foca.Durmamos ahora. Encontraremos comida.

Cuando despertaron, el agua del marhabía quedado ya libre en la playa septentrio-nal del islote, y todo el hielo suelto había sidolanzado hacia la tierra. Para un ínuit siempreson encantadores los primeros rumores de lamarea alta, ya que le advierten que se acerca laprimavera. Kotuko y la muchacha se tomaronde las manos y sonrieron, porque el ruido claroy fuerte que producía el mar entre el hielo lesrecordaba el tiempo de la pesca del salmón, dela caza del reno, y el olor de los sauces rastreroscuando están en flor. Mientras miraban, el marempezó a espesarse, casi congelado, entre losflotantes témpanos del hielo: tan intenso era elfrío. Pero en el horizonte veíase una ancha y

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roja claridad que era la luz del hundido sol. Eraaquello como un bostezo en mitad del sueño,más que un verdadeio despertar para levantar-se, y sólo duró unos minutos la claridad, pero,con todo, marcaba la mejor estación del año.Nada, pensaron, podía cambiar ese curso de lascosas.

Kotuko encontró a los perros peleándo-se sobre el cuerpo de una foca recién muerta, lacual había seguido a los peces que una tormen-ta hace siempre cambiar de lugar. Fue la prime-ra de unas veinte o treinta que llegaron a la islaen el transcurso del día, y hasta que el mar seheló fuertemente fueron por centenares las vi-vas cabezas negras que se vieron, disfrutandodel agua libre, poco profunda, y flotando entrelos témpanos de hielo.

Era un gusto poder comer de nuevohígado de foca; llenar las lámparas de grasa sinmiedo de que escaseara, y ver cómo la llama seelevaba a un metro de altura; pero tan prontocomo apareció el hielo nuevo en el mar, Kotuko

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y su compañera cargaron el trineo de mano ehicieron tirar de él a los dos perros como nuncaen la vida habían tirado, porque temían lo quehubiera podido ocurrir en la aldea. El tiemposeguía tan implacable como de costumbre, peroes mucho más fácil arrastrar un trineo cargadode víveres que cazar muriéndose de hambre.Dejaron los cuerpos de veinticinco focas ente-rrados en el hielo de la playa y listos para seraprovechados, y luego se apresuraron a regre-sar con los suyos. Los perros les enseñaron elcamino tan pronto como comprendieron lo queKotuko deseaba que hicieran, y, aunque nohabía ninguna señal de la ruta que debían se-guir, en dos días se hallaban ya dando voces enla misma entrada de la casa de Kadlu. Sólo tresperros les contestaron; los otros habían sidocomidos y las casas estaban sumidas en la oscu-ridad. Pero cuando Kotuko gritó: "¡Ojo!" (quequiere decir "carne hervida"), le respondieronunas cuantas voces débiles, y cuando llamó a

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los habitantes de la aldea por sus nombres ycon voz muy clara, no hubo nadie que faltase.

Una hora después brillaban las lámpa-ras en casa de Kadlu; el agua de nieve derretidase calentaba al fuego; hervían los botes de hoja-lata, y el hielo goteaba desde el techo, en tantoque Amoraq cocinaba comida para toda la al-dea. El chiquitín, metido en su capucha de pie-les, mascaba un pedazo de grasa que tenía sa-bor de nueces, y los cazadores se atiborrabanmetódica y pausadamente de carne de foca.Kotuko y la muchacha narraron sus aventuras.Los dos perros se sentaron entre ellos, y cadavez que oían pronunciar su nombre en el relato,paraban una oreja y parecían tan avergonzadosde sí mismos cuanto pensarse pueda. El perroque haya enloquecido una vez y que luego sehaya curado, dicen los ínuit, queda curado parasiempre.

-Así pues, la tornaq no se olvidó de no-sotros -dijo Kotuko-. Sopló la tempestad, serompió el hielo y las focas llegaron tras los pe-

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ces asustados por el temporal. Ahora los nue-vos agujeros que las focas han hecho, están deaquí a dos días de distancia. Que los buenoscazadores vayan mañana y traigan las focasque he matado: veinticinco, y están enterradasen el hielo. Cuando las hayamos comido, ire-mos todos a cazar a las otras.

-Y ustedes, ¿qué harán ahora? -preguntóel hechicero a Kadlu, en el tono que usaba parahablar con él, porque era el más rico de los tu-nunírmiut.

Kadlu miró a la muchacha, a la hija delNorte, y dijo calmosamente:

-Nosotros vamos a construir una casa.Y señaló hacia el noroeste de la casa de

Kadlu, porque en ese lado es donde suelen vi-vir el hijo o la hija casados.

La muchacha levantó sus brazos con laspalmas de las manos vueltas hacia arriba, ysacudió la cabeza, incrédulamente. Era unaextranjera, dijo, a la que habían recogido ham-brienta y nada podía traer a la casa como dote.

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Saltó Amoraq del banco en que estabasentada y empezó a arrojar cosas en la falda dela muchacha: lámparas de piedra, raederas dehierro para las pieles, cafeteras de hojalata, pie-les de reno con bordados hechos de dientes debuey almizclado y verdaderas agujas capoterasde las que usan los marineros para coser lasvelas... la mejor dote que jamás había sido dadaen los confines del Círculo Polar Ártico, y, alrecibirlo, la muchacha del Norte inclinaba lacabeza hasta el suelo.

-¡También esto! -dijo Kotuko riendo yseñalando a los perros que acercaron sus fríoshocicos a la cara de la joven.

-¡Ah! -exclamó el angekok, tosiendo conaire importante, como si todo aquello lo hubie-ra él ya previsto. En cuanto Kotuko abandonóla aldea, me fui a la Casa del Canto y entonécanciones mágicas. Canté durante muchas no-ches e invoqué al espíritu del reno. Mis cantoshicieron que soplara el vendaval que quebró elhielo y llevó los perros a donde se hallaba Ko-

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tuko cuando por poco muere aplastado. Miscanciones hicieron que la foca siguiera detrásdel roto hielo. Mi cuerpo permanecía inmóvilen el quaggi, pero mi espíritu vagaba lejos de ély guiaba a Kotuko y a los perros en todo cuantose hizo. Yo lo hice todo.

Todos los que se hallaban presentes es-taban hartos de comida y soñolientos; así pues,nadie se tomó el trabajo de contradecir talesafirmaciones, y el angekok, en virtud de su ofi-cio, se sirvió aun otro pedazo de carne herviday se acostó después con los demás en la tibia ybien iluminada casa que olía a aceite.

Ahora bien, Kotuko, que dibujaba muybien al estilo ínuit, grabó ciertos cuadros detodas sus aventuras en un largo pedazo demarfil en forma de plancha y con un agujero enuno de sus extremos. Cuando él y la muchachafueron hacia el Norte, a la Tierra de Ellesmereen el año del llamado "invierno maravilioso"dejó aquella historia grabada a Kadlu, quienperdió la tablilla entre los guijarros un verano

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en que se le rompió el trineo, en la orilla dellago Netilling, en Nikosíring, hallándola allí ala primavera siguiente uno de los habitantesdel país, el cual se lo vendió, en Imigen, a unhombre que era intérprete de un ballenero delestrecho de Cúmberland, y éste, a su vez, se lovendió a Hans Olsen, que posteriormente fuecontramaestre de un vapor que llevaba viajerosal cabo norte de Noruega. Cuando terminó laestación turística para estos viajes, el vapor hizotravesías entre Londres y Australia, haciendoescala en Ceilán; allí vendió Olsen la planchade marfil a un joyero cingalés por dos zafirosfalsos. Por último, yo la encontré bajo unmontón de cosas inútiles en una casa de Co-lombo, y la descifré del principio al fin.

ANGUTIVAUN TAINA(Esta es una traducción muy libre de la

"Canción del Cazador que Regresa", como loshombres la cantaban después de cazar focas. Elínuit repite siempre una y mil veces lo mismo.)

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Nuestros guantes están endurecidos porla sangre heladay nuestras pieles por la nieve que en montón sejunta.Regresamos de cazar focas... focasque vivir suelen en los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Oha! ¡Aua! ¡Haq!Veloces los tiros de perros pasan,hay chasquidos de látigos, y los hombres regre-san,regresan de cazar focas, de los bancos de hielo.

Seguimos a la foca hasta su esconditesecretooímos cómo escarba bajo tierra;tendidos en la nieve las acechamosen el límite de los bancos de hielo.

Le arrojamos la lanza cuando a respirarsale,se la arrojamos así.. . y así.hiriéndola de tal manera, matándolade tal suerte allá en los bancos de hielo.

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Pegajosos están nuestros guantes desangre helada,pesan nuestros párpados con la nieve;pero a la esposa y al hogarvolvemos, de allá, de los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Aua! ¡Oha! ¡Haq!Los cargados trineos parecen volar;las mujeres oyen cómo vuelven sus hombresde allá, desde lejos, de los bancos de hielo.

Rikki-tikki-taviDesde el hueco en que entró

Rikki-tikki llamó a Nag;oíd lo que le dijo:Nag, ven con la muerte a bailar.

Ojo con ojo, testa con testa,(lleva el paso, Nag);termina esto cuando uno muere(cuanto gustes, durará).

Vuélvete allá, tuécete ahora...(¡corre y escóndete, Nag!)¡¡Ah! ¡Vencido te ha la muerte!(¡Qué mala suerte, Nag!)

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Esta es la historia de la gran guerra queRikki-tikki-tavi llevó al cabo, sola, en los cuar-tos de baño del gran bungalow en el acantona-miento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor,la ayudó, y la aconsejó Chuchundra, el almiz-clero, que nunca camina por en medio del piso,sino que se arrastra pegado a las paredes; peroRikki-tikki-tavi llevó el peso de la lucha.

Era una mangosta, muy parecida a ungatito en la piel y en la cola, pero más semejan-te a una comadreja por su cabeza y sus costum-bres.

Sus ojos y el extremo de su inquietohocico eran de color de rosa; podía rascarse encualquier parte de su cuerpo con cualquiera desus patas, ya fueran las anteriores, ya las poste-riores; podía enarbolar su cola poniéndola co-mo si fuera un escobillón, y su grito de guerra,mientras se deslizaba por la hierba, era:Rikk-tikk-tikki-tikki-tchik.

Un día, una gran avenida veraniega sela había llevado de la madriguera en que vivía

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con su padre y su madre, y la arrastró, patean-do y cloqueando como una gallina, hasta depo-sitarla en una zanja a la vera del camino. Allíencontró un pequeño haz de hierbas que flota-ba en el agua, y se asió de él hasta que perdió elsentido. Cuando revivió, vio que estaba echadaal sol en la mitad de un sendero de jardín, muymal cuidado por cierto, y oyó que un niño de-cía:

-Aquí está una mangosta muerta. Va-mos a enterrarla.

-No -dijo su madre-. Llevémosla adentropara secarla. Quizás no está realmente muerta.

La llevaron a la casa, y un hombre grue-so la tomó con el pulgar y el índice, y dijo queno estaba muerta, sino medio ahogada; asípues, la envolvieron en algodón y le dieroncalor, y entonces ella abrió los ojos y estornudó.

-Ahora -dijo el hombre grueso (el cualera un inglés que acababa de mudarse al bun-galow) - no la asusten, y veremos lo que hace.

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La cosa más difícil del mundo es asustara una mangosta, porque, de la cabeza a la cola,se la come viva la curiosidad.

El lema de toda la familia de mangostases: "Corre y busca." Rikki-tikki le hacía honor aestas palabras. Miró el algodón, juzgó que noera bueno para comer, correteó por la mesa, sesentó y se alisó la piel, se rascó y saltó sobre elhombro del niño.

-No tengas miedo, Teddy -le dijo su pa-dre-. Es su manera de hacerse amiga.

-¡Oh! Me hace cosquillas en la barba -dijo Teddy.

Rikki-tikki se asomó por el cuello delniño mirando hacia adentro, le olió una oreja ysaltó al suelo, restregándose el hocico.

-¡Jesús! -dijo la mamá de Teddy-. ¿Y esoes un animal salvaje? Supongo que es tan man-so porque lo tratamos bien.

-Así son todas las mangostas -díjole sumarido-. Si Teddy no la coge por la cola y no la

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enjaula, entrará y saldrá de la casa todo el día.Démosle algo de comer.

Le dieron un poco de carne cruda. ARikki-tikki le gustó muchísimo; cuando terminóde comerla se fue a la galería de la casa, sesentó al sol y erizó todos los pelos de su pielpara que se secaran hasta la raíz. Después deesto, se sintió mejor.

-Hay más cosas que descubrir en estacasa -se dijo-, que cuantas pudiera hallar todami familia en su vida. Aquí me quedaré cierta-mente para inspeccionarlo todo.

Todo el santo día se lo pasó dando vuel-tas por la casa. Casi se ahogó en las bañeras;metió el hocico en la tinta, sobre la mesa deescribir, y luego se lo chamuscó con la puntadel cigarro que fumaba el hombre grueso, puesse había subido a sus rodillas para ver lo queera escribir. Al anochecer se fue al cuarto deTeddy para ver cómo se encendían las lámpa-ras, y cuando Teddy se acostó, Rikki-tikki seencaramó también en su cama; pero era una

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compañera sumamente inquieta, porque cadaruido la ponía alerta y tenía que averiguar loque lo había producido. A última hora los pa-dres de Teddy entraron en la habitación paraver a su hijo, y allí estaba Rikki-tikki despierta,sobre la almohada.

-No me gusta esto -dijo la mamá deTeddy-; podría morderlo.

-No lo hará -respondió el padre-. Teddyestá más seguro con esa fierecilla a su lado quesi lo acompañara un perro de presa. Si entraraahora en el cuarto alguna serpiente...

Pero la mamá de Teddy no quería nipensar en semejante cosa.

Al día siguiente, muy temprano, Rikki-tikki se fue a almorzar a la galería, cabalgandosobre el hombro del niño, y le dieron plátano yhuevo pasado por agua, y ella se puso sucesi-vamente sobre las rodillas de cada uno, porquetoda mangosta bien educada abriga siempre laesperanza de convertirse algún día en animaldoméstico y de tener salas en donde corretear;

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además, la madre de Rikki-tikki (que habíavivido en la casa del general, en Segowlee) lehabía enseñado cuidadosamente a Rikki quédebía hacer si algún día se hallaba entre hom-bres blancos.

Después, Rikki-tikki se fue al jardín paraver lo que era digno de ser visto. Era un jardíngrande, a medio cultivar, con espesos rosalesde los llamados "Mariscal Niel", grandes comocenadores; naranjos y limoneros, bambúes ymontones de hierba alta. Rikki-tikki se relamióde gusto.

-¡Magnífico cazadero! -se dijo, y la colase le puso como escobillón de sólo pensarlo.Correteó de un lado a otro, husmeando aquí yallá, hasta que oyó plañideras voces en un es-pino.

Eran Darzee, el pájaro tejedor, y su es-posa. Habían construido un hermoso nido jun-tando dos grandes hojas, cosiendo los bordescon fibras y llenando el hueco con algodón ypelusa, blanda como fino plumón. El nido se

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balanceaba mientras ellos estaban sobre el bor-de lamentándose.

-¿Qué sucede? -preguntó Rikki-tikki.-Nos sentimos inconsolables -dijo Dar-

zee-. Uno de nuestros cuatro pequeñuelos secayó del nido y Nag se lo comió.

-¡Ah! -respondió Rikki-tikki-. ¡Qué cosatan triste! Pero yo soy aquí forastera. ¿Quién esNag?

Sin responder, Darzee y su esposa semetieron en su nido, porque de la espesa yerbaque crecía al pie del arbusto salió un silbidosordo... un sonido horrible, frío, que hizo saltarhacia atrás a Rikki-tikki a medio metro de dis-tancia. Entonces fueron saliendo de la hierba,pulgada a pulgada, la erguida cabeza y la ex-tendida capucha de Nag, la gran cobra negra,cuya longitud era de metro y medio desde lalengua hasta la cola. Cuando hubo levantadodel suelo una tercera parte de su cuerpo, per-maneció balanceándose, tal y como se balanceaen el aire un corimbo de "dientes de león", y

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miró a Rikki-tikki con aquellos malvados ojosde las serpientes que nunca cambian de expre-sión, cualquiera que sea la cosa en que estépensando la serpiente.

-¿Quién es Nag? -dijo-. Yo soy Nag. Elgran dios Brahma puso sobre nuestra gente sumarca cuando la primera cobra extendió sucapucha para que el sol no tocara a Brahmamientras dormía. ¡Mírame y tiembla!

Extendió entonces más que nunca sucapuchón, y Rikki-tikki pudo ver detrás de él laseñal como de unos anteojos y comparable entodo a la hembra en que encajan los corchetes.Durante un minuto sintió miedo; pero es impo-sible que una mangosta sienta miedo durantemucho tiempo, y aunque Rikki-tikki nuncahabía visto a una cobra viva, su madre la habíaalimentado con cobras muertas, y sabía muybien que la misión de una mangosta grande enesta vida, es pelearse con serpientes y comérse-las. También Nag sabía esto, y en el fondo de sufrío corazón también sintió miedo.

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-Bueno -dijo Rikki-tikki, y su cola em-pezó a erizarse de nuevo: Señales o no señales,¿crees que es correcto comerse los pajarillos quese caen del nido?

Nag meditaba y vigilaba hasta el másmínimo movimiento que se produjera en lahierba detrás de Rikki-tikki. Sabía que, habermangostas en el jardín significaba la muerte,tarde o temprano, para ella y para su familia:pero deseaba coger a Rikki-tikki descuidada.Así, bajó un poco la cabeza y la echó a un lado.

-Hablemos -dijo-. Tú comes huevos.¿Por qué yo no había de comer pájaros?

-¡Cuidado, mira atrás! ¡Mira atrás! -cantó Darzee.

Rikki-tikki era demasiado lista paraperder el tiempo mirando hacia atrás. Dio unsalto en el aire, tan alto como pudo, y exacta-mente en aquel momento pasó por debajo deella, silbando, la cabeza de Nagama, la malvadaesposa de Nag. Se había deslizado detrás de lamangosta mientras ésta hablaba, para darle

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muerte; Rikki-tikki escuchó su rabioso silbidopor haber errado el golpe. Saltó esta última casiatravesada, sobre su espalda, y si hubiera sidouna mangosta vieja, hubiera sabido que enton-ces era el momento de partirle el espinazo deuna dentel!ada; pero temió el terrible latigazoque con la cola daba la cobra Mordió, sin em-bargo, pero no lo suficiente, y luego saltó fueradel alcance de aquella cola, dejando a Nagainaherida y furiosa.

-¡Malvado, malvado Darzee! -gritó Nag,azotando el aire a tanta altura cuanto le fueposible, en dirección al nido que había en elespino; pero Darzee lo había construido fueradel alcance de las serpientes, y no hizo más quebalancearse.

Rikki-tikki sintió que sus ojos le ardíany se le inyectaban de sangre (esto es una señalde ira en las mangostas), y se sentó apoyándoseen la cola y en las patas traseras, como un can-guro, y miró en torno suyo, rechinando losdientes de rabia.

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Pero Nag y Nagaina habían desapareci-do ya en la hierba. Cuando una serpiente yerrael golpe, nunca dice nada ni da ninguna señalde lo que hará en seguida. A Rikki-tikki no se leantojó seguirlas, porque no se sintió segura depoder combatir con dos serpientes a la vez. Asípues, se dirigió al caminillo enarenado, cerca dela casa, y allí se sentó para pensar. Era un asun-to muy importante para ella.

Si leen ustedes libros antiguos de Histo-ria Natural, verán que se dice en ellos que,cuando una mangosta lucha contra una ser-piente y es mordida por ésta, corre a comer unayerba que la cura. Esto no es cierto. La victoriasólo es cuestión de rapidez de miradas y demovimientos (a cada golpe de la serpiente, unsalto de la mangosta), y como ningún ojo puedeseguir el movimiento de la cabeza de una ser-piente cuando ataca, las cosas ocurren de unmodo más maravilloso que si interviniera al-guna yerba mágica. Rikki-tikki sabía que todav-ía era joven, y esto la hizo alegrarse mucho más

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al pensar que había logrado evitar el golpe quele habían dirigido por la espalda. Esto le dioconfianza en sí misma, y cuando Teddy vinocorriendo por el sendero, ya Rikki-tikki estabaen disposición de que la acariciaran.

Pero, exactamente cuando Teddy seagachaba, algo se movió un poco entre el polvo,y una vocecilla dijo:

-¡Cuidado! Yo soy la muerte.Era Karait, la pequeñísima serpiente co-

lor de tierra, que gusta de echarse en el polvo;su mordedura es mortífera como la de una co-bra. Pero es tan pequeña que nadie piensa enella, y así resulta mucho más dañina.Los ojos de Rikki-tikki se inyectaron de nuevo,y bailó delante de Karait con aquel balanceoparticular heredado de su familia. Es algo muycurioso, pero es una marcha tan perfectamentebalanceada, que puede salirse disparado cuan-do se quiere desde cualquier ángulo de la mis-ma, lo que significa una ventaja para habérselascon una serpiente. Si Rikki-tikki hubiera tenido

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más experiencia, sabría que se había metido enuna empresa mucho más peligrosa que la deluchar contra Nag, porque Karait es tan peque-ña y puede revolverse tan rápidamente, que amenos que Rikki la mordiera precisamentedetrás de la cabeza, recibiría ella la mordida enun ojo o en un labio. Pero Rikki no sabía esto;tenía los ojos como ascuas y se balanceaba haciaatrás y hacia adelante, mirando dónde podríamorder mejor. Karait atacó. Rikki saltó de ladoe intentó lanzarse sobre ella; pero la malvadacabeza, gris y polvorienta, embistió, rozándolecasi el hombro, y Rikki saltó por encima delcuerpo mientras la cabeza seguía muy de cercasus patas.

Teddy gritó a la gente de la casa:-¡Miren, miren! Nuestra mangosta está

matando una serpiente.Rikki-tikki oyó el grito de la madre de

Teddy, y el padre corrió provisto de un bastón.Pero cuando llegó, ya Karait había embestidocon poca prudencia, y Rikki-tikki saltó, se

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arrojó a la espalda de la serpiente, bajó la cabe-za entre las patas delanteras cuanto pudo, ehincó los dientes en la espalda, lo más alto po-sible, y cayó rodando a alguna distancia. Lamordida paralizó a Karait, y Rikki-tikki se pre-paraba para devorarla empezando por la cola,según costumbre de su familia a la hora de lacomida, cuando se acordó de que un estómagolleno hace que una mangosta se sienta pesada,y que, si quería conservar toda su fuerza y agi-lidad, debería mantenerse flaca.

Así pues, se fue a tomar un baño depolvo a la sombra de unas matas de ricino,mientras el padre de Teddy golpeaba a lamuerta Karait.

-¿De qué sirve eso? -pensó Rikki-tikki-.¡Yo ya dejé todo listo!

Entonces, la madre de Teddy la levantódel polvo y la acarició, diciendo que había sal-vado la vida de su hijo; el padre manifestó quetodo había sido providencial, y Teddy mismomiraba todo con grandes y espantados ojos.

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Rikki-tikki estaba muy divertida con todo esto,y desde luego no entendía ni una palabra. Lamadre de Teddy podía haberla acariciado lomismo por haberla visto jugando en el polvo.Rikki-tikki se regodeaba de lo lindo.

Al anochecer, a la hora de la comida,mientras caminaba por entre las copas de vino,sobre la mesa, hubiera podido atiborrarse tresveces más de lo que necesitaba, con muy bue-nas cosas; pero se acordó de Nag y de Nagaina,y aunque era muy agradable verse halagada yacariciada por la madre de Teddy y ponerse enel hombro de éste, los ojos se le inyectaban decuando en cuando y lanzaba su largo grito deguerra: iRikk-tikk-tikki-tikki-tchik,

Se la llevó Teddy a la cama y se empeñéen que se durmiera debajo de su barba. Rikkiera demasiado bien educada para morderle oarañarle; pero, en cuanto Teddy se quedo dor-mido, se marchó a dar su acostumbrado paseoen derredor de la casa, y en la oscuridad se tro-pezó con Chuchundra, el almizclero, que se

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arrastraba junto a una pared. Chuchundra esun animalito que vive desconsolado. Llora y sequeja durante toda la noche, tratando de deci-dirse a correr por el centro de las habitaciones,pero nunca llega hasta allí.

-No me mates dijo Chuchundra sollo-zando-. ¡No me mates, Rikki-tikki!

-¿Crees que el que mata serpientes, mataalmizcleros? -respondió Rikki, desdeñosamen-te.

-Los que matan serpientes, serán muer-tos por ellas dijo Chuchundra más desconsola-do que nunca-. ¿Cómo puedo estar seguro deque Nag no me confundirá contigo cualquiernoche oscura?

-No hay la menor probabilidad de eso -respondió Rikki-tikki-; Nag está en el jardín, yyo sé que tú nunca vas por allí.

-Mi prima Chua, la rata, me habló... -dijo Chuchundra, y luego enmudeció.

-¿De qué te habló?

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-¡Chito! Nag está en todas partes, Rikki;deberías haber hablado con Chua, allá en eljardin.

-Pues no hablé con ella, por tanto ahoratú hablarás. ¡Pronto, Chuchundra, o te muer-do!.

Sentóse Chuchundra y se puso a llorarde tal modo que las lágrimas le escurrían porlos bigotes..

-¡Soy un desdichado! -sollozó-. Nuncatuve suficiente fortaleza de espíritu para correrpor el centro de la sala. ¡Chitón! No debo decir-te nada. ¿No oyes, Rikki-tikki?

Ésta puso atención. La casa estaba com-pletamente tranquila, pero le pareció que oíaun suavísimo racrae, muy apagado (ruido se-mejante al que produce una avispa caminandopor el cristal de una ventana), el seco rumorque produce una serpiente al rozar sobre ladri-llos.

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-Es Nag o Nagaina -pensó- que entranpor la compuerta del cuarto de baño. Tienesrazón, Chuchundra; debí hablar con Chua.

Se deslizó suavemente hacia el cuarto debaño de Teddy, pero allí nada había, de maneraque se dirigió al de la madre del niño. En laparte baja de una de las paredes de estuco hab-ía un ladrillo levantado, a guisa de compuerta,por donde penetraba el agua del baño, y cuan-do Rikki-tikki entró, caminando por la orilla delos bordillos de albañilería sobre los cuales estáel baño, oyó que Nag y Nagaina charlaban muybajo en la parte de afuera, a la luz de la luna.

-Cuando la casa esté vacía -decía Nagai-na a su marido-, ella se verá obligada a mar-charse, y el jardín volverá a ser nuestro. Entrasin hacer ruido, y acuérdate de que el primeroque hay que morder, es al hombre que mató aKarait. Luego sales, y vienes a decírmelo, y en-tre los dos le damos caza a Rikki-tikki.

-¿Pero estás segura de que ganaremosalgo matando a la gente? -dijo Nag.

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-Lo ganaremos todo. Cuando no habíanadie en el bungalow, ¿había acaso algunamangosta en el jardín? Mientras el bungalowesté deshabitado, seremos el rey y la reina deljardín; y recuerda que, tan pronto como serompan los huevos que pusimos en el melonary nazcan nuestros pequeñuelos (lo que podríaocurrir mañana mismo), nuestros hijos necesi-tarán espacio y tranquilidad.

-No había pensado en eso -dijo Nag-.Iré, pero no es preciso que le demos caza a Rik-ki-tikki después. Mataré al hombre grueso y asu esposa, y al niño, si puedo, y luego regresarétranquilamente; entonces, como quedará vacíoel bungalow, se marchará Rikki-tikki.

Al oír esto, Rikki se estremeció de corajey odio, y la cabeza de Nag apareció en la com-puerta, y luego, todo el helado cuerpo de metroy medio de largo. Rabiosa como estaba, Rikki-tikki sintió miedo al ver el tamaño de la cobra.Nag se enroscó en espiral, levantó la cabeza y

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miró el cuarto de baño en medio de la oscuri-dad y Rikki pudo ver cómo brillaban sus ojos.

-Ahora, si la mato aquí, Nagaina losabrá; y si la ataco en campo abierto, en mitaddel cuarto, las probabilidades estarán a su favor-díjose Rikki-tikki-tavi-. ¿Qué haré?

Se balanceó Nag, y luego la oyó Rikki-tikki beber en la jarra grande que servía parallenar el baño.

-Está bien -dijo la serpiente-. Veamos:cuando mataron a Karait, el hombre gruesollevaba un bastón. Puede ser que todavía lotenga; pero cuando venga a bañarse en la ma-ñana, no lo tendrá. Esperaré aquí hasta quevenga. ¿Oyes, Nagama? Esperaré aquí, al fres-co, hasta que sea de día.

No hubo contestación desde fuera, y asísupo Rikki-tikki que Nagama se había marcha-do. Nag enroscó sus anillos, uno a uno, en tor-no del fondo de la jarra, y Rikki-tikki permane-ció quieta, como una muerta. Al cabo de unahora empezó a moverse, músculo a músculo,

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hacia la jarra. Nag estaba durmiendo, y Rikki-tikki contempló su ancha espalda, pensandocuál sería el mejor sitio para morderla.

-Si no le rompo el espinazo al primersalto -díjose Rikki-, podrá luchar todavía; y silucha. -¡ay, Rikki!

Contempló la parte más gruesa del cue-llo, bajo la capucha, pero aquello era demasiadoancho para ella, y en cuanto a una dentelladacerca de la cola, sólo haría que Nag se enfure-ciera más.

-Necesariamente el ataque debe ser a lacabeza -díjose por último; a la cabeza, por en-cima de la capucha, y una vez hincados allí misdientes, no debo soltar la presa.

Entonces saltó sobre la cobra. Tenía éstala cabeza un tanto apartada de la jarra, bajo lacurva de ésta; en cuanto clavó los dientes, Rikkipegó su cuerpo al rojo recipiente de tierra, paramejor sostener contra el suelo aquella cabeza.Esto le dio un momento de ventaja y le sacótodo el partido posible. Luego se vio sacudida

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de un lado a otro, como ratón cogido por unperro, de aquí para allá, de arriba abajo, dandovueltas, describiendo grandes círculos; pero susojos estaban inyectados de sangre, y mantuvocogida a su presa, aunque el cuerpo de la ser-piente azotaba el suelo como un látigo de carre-tero, arrojando al suelo un bote de hojalata, lajabonera y un cepillo para friccionar la piel, yaunque lo golpeara contra las paredes metálicasdel baño.

Rikki aguantaba de firme y apretaba ca-da vez más, porque estaba muy segura de querecibiría un golpe que acabaría con ella, y, porel honor de su familia, deseaba que la encontra-ran, al menos, con los dientes bien apretados.Estaba mareada, dolorida, y le parecía que es-taban descuartizándola, cuando de pronto, es-talló algo semejante a un trueno, exactamentedetrás de ella; cierto aire caliente la hizo rodarsin sentido, en tanto que un fuego muy rojo lequemaba la piel. El hombre grueso había des-pertado con el ruido, y había disparado los dos

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cañones de una escopeta de caza precisamentedetrás de la capucha de Nag.

Rikki-tikki siguió sin soltar su presa, conlos ojos cerrados, porque ahora estaba muysegura de estar muerta; pero aquella cabeza yano se movía, y el hombre grueso la cogió a ellay dijo:

-Alicia, es nuestra mangosta otra vez; lapobrecilla nos salvó la vida a nosotros.

Entró entonces la madre de Teddy, muypálida, y vio los restos de Nag, mientras Rikki-tikki se arrastraba a la habitación del niño, paraacabar de pasar la noche, mitad descansando,mitad sacudiéndose suavemente, para ver si enrealidad estaba rota en cincuenta pedazos, co-mo crema.

Al llegar la mañana, apenas podía mo-verse, pero se sentía muy contenta de lo quehabía hecho.

-Todavía me falta ajustar cuentas conNagaina, lo cual será peor que cinco Nag jun-tas, y no hay que decir lo que sucederá cuando

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se rompan los huevos de que habló. ¡Santo cie-lo! debo hablar con Darzee -se dijo.

Sin esperar la hora del almuerzo, Rikki-tikki corrió hacia el espino donde se hallabaDarzee cantando una canción triunfal a voz encuello. La noticia de la muerte de Nag se habíaextendido por todo el jardín, porque el barren-dero había arrojado el cuerpo al estercolero.

-¡Imbécil montón de plumas! -dijo Rik-ki-tikki, incomodada-. ¿esta es hora de cantar?

-¡Nag ha muerto!... ¡Ha muerto... Hamuerto!... -cantó Darzee-. ¡La valiente Rikki-tikki la cogió de la cabeza y no soltó presa! Elhombre grueso trajo el palo que hace estruen-do, y Nag cayó partida en dos. No volverá acomerse a mis hijos.

-Es verdad eso, pero, ¿dónde está Na-gaina? -respondió Rikki-tikki, mirando cuida-dosamente en torno suyo.

-Nagaina fue a la compuerta del baño yllamó a Nag -respondió Darzee-; pero Nag saliópuesta en el extremo de un palo..., porque el

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barrendero la cogió de ese modo y la arrojó alestercolero. Cantemos a la grande Rikki-tikki, lade ojos color de sangre.

Y Darzee hinché el cuello y cantó.-¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría aba-

jo a todos tus chiquillos! -dijo Rikki-tikki-. Nosabes hacer la cosa debida,. a su debido tiempo.Estás a salvo allí en tu nido, pero aquí abajoestoy en guerra. Deja de cantar por un momen-to, Darzee.

-Por complacer a la grande, a la hermo-sa Rikki-tikki, dejaré de cantar -respondió Dar-zee-. ¿Qué sucede, matadora de la terrible Nag?

-Por tercera vez te pregunto: ¿dóndeestá Nagaina?

-Entre el estiércol del establo, llorando aNag. ¡Grande es Rikki, la de los blancos dien-tes!

-¡Deja en paz a mis blancos dientes!¿Oíste decir dónde guarda sus huevos?

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-En el melonar, en el extremo que estámás cerca de la pared, donde el sol da casi todoel día. Allí los escondió hace unas semanas.

-¿Y nunca pensaste que valía la penadecírmelo? ¿En el extremo, hacia el lado máscercano a la pared, dijiste?

-Rikki-tikki, ¿no se te antojará ahora ir acomerte los huevos?

-No a comérmelos precisamente; no.Darzee, si tienes una pizca de sentido común,volarás ahora hacia el establo y fingirás quetienes una ala rota, y dejarás que Nagaina tepersiga hasta este arbusto. Tengo que ir al me-lonar; pero, si voy ahora, ella me verá.

Era Darzee una personita de tan escasoseso, que nunca pudo tener en la cabeza dosideas al mismo tiempo; y precisamente porquesabía que los pequeñuelos de Nagaina nacíande huevos, como los suyos, no creyó al princi-pio que estuviera bien eso de matarlos. Pero suesposa era un pájaro discreto y sabía que loshuevos de cobra significan cobras pequeñas

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para dentro de algún tiempo; por tanto, saltódel nido y dejó que Darzee cuidara de mante-ner en calor a los chiquillos y que continuaracantando acerca de la muerte de Nag. Darzee separecía mucho a un hombre en algunas cosas.

La hembra empezó a revolotear delantede Nagaina en el estercolero, gritando:

-¡Ay! ¡Tengo una ala rota! El niño quevive en la casa me tiró una piedra y me la par-tió. -Y se puso a aletear más desesperadamenteque nunca.

Levantó la cabeza Nagaina y silbé:-Tú le advertiste a Rikki-tikki el peligro

que corría cuando yo pude haberla matado. Laverdad, escogiste muy mal sitio para venir acojear.

Y se dirigió hacia la esposa de Darzee,deslizándose por encima del polvo.

-¡El niño me la rompió de una pedrada!-chilló aquélla.

-¡Bueno! Que te sirva de consuelo,cuando estés muerta, saber que después le

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arreglaré las cuentas al muchacho. Mi maridoyace en el estercolero esta mañana, pero antesde que caiga la noche, el niño también yaceráen completo reposo. ¿De qué te sirve huir? Es-toy segura de cogerte. ¡Tonta, mírame!

La esposa de Darzee era demamiado lis-ta para hacer eso, pues el pájaro que fija los ojosen los de una serpiente se asusta tanto, que nopuede ya moverse. La compañera de Darzeesiguió revoloteando y piando dolorosamente,sin apartarse nunca del suelo, y Nagaina apre-suraba cada vez más el paso.

Los oyó Rikki-tikki seguir el caminilloque iba del establo a la casa, y se fue entoncesrápidamente hacia la parte del melonar máscerca de la pared. Allí, en tibia paja, entre losmelones, ocultos muy hábilmente, encontróveinticinco huevos, de tamaño aproximado alos de una gallina de Bantam, pero cubiertos deuna piel blanquecina en vez de cáscara.

-Llegué muy a tiempo -dijo, porque altravés de la piel pudo ver a las cobras pequeñas

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enroscadas, y sabía que al momento mismo denacer, podían cada una de ellas matar a unhombre o a una mangosta. Mordió el extremode los huevos tan rápidamente como pudo,cuidando de aplastar a las cobras, y revolvió decuando en cuando la yacija para ver si habíaquedado sin romper algún huevo. Al fin que-daron sólo tres, y Rikki-tikki empezaba a con-gratularse, cuando oyó a la esposa de Darzeeque gritaba:

-Rikki-tikki, he llevado a Nagama haciala casa, y se metió en la galería, y ahora. . . ¡oh!,¡corre!... ¡Matará a alguien!

Rikki-tikki aplastó dos huevos y saltódel melonar con el tercero en la boca, corriendoen dirección de la galería tan aprisa como pu-dieron sus patas. Teddy y sus padres se halla-ban allí, dispuestos a desayunar pero Rikki-tikki vio que no comían Estaban quietos comosi fueran de piedra y sus rostros estaban blan-cos Nagaina, enroscada en forma de espiralsobre la estera que estaba cerca de la silla de

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Teddy, y a distancia conveniente para morderla pierna de éste, se balanceaba, cantando unacanción triunfal.

-Hijo del hombre que mató a Nag -silbó-, no te muevas. No estoy preparada todavía.Espera un poco. Que no se mueva ninguno devosotros. Al menor movimiento, os salto enci-ma. . . y si no os movéis, también os saltaré.¡Oh, gente estúpida, que mató a mi Nag!...

Teddy mantenía sus ojos fijos en los desu padre, y todo lo que pudo hacer éste, fuemurmurar:

-Estáte quieto, Teddy. No debes mover-te. Teddy, manténte quieto.

Llegó entonces Rikki-tikki y gritó:-¡Vuélvete, Nagaina, vuélvete y pelea

conmigo!-Cada cosa a su tiempo -dijo aquélla sin

mover los ojos-. Ya arreglaré cuentas contigodentro de un momento. Mira a tus amigos,Rikki-tikki; allí están inmóviles y pálidos. Tie-

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nen miedo. No se mueven, y si te acercas unsolo paso, los muerdo.

-Échales una ojeada a tus huevos -dijoRikki-tikki-; allá en el melonar, junto a la pared.Ve y míralos, Nagaina.

Se volvió a medias la enorme serpientey vio el huevo sobre el suelo de la galería.

-¡Aaah!. . ¡Dámelo! -dijo.Rikki-tikki puso sus patas una a cada

lado del huevo, y con los ojos inyectados, res-pondió:

-¿Cuánto me dan por un huevo de ser-piente? ¿Por una cobra chiquita? ¿Por una co-bra chiquita hija de rey? ¿Por la última, la últi-ma en verdad de una nidada? Las hormigas seestán comiendo a las demás allá en el melonar.

Se volvió en redondo Nagaina, olvidán-dose de todo por su último huevo. Rikki-tikkivio que el padre de Teddy extendía su fuertemano, asió del niño por un hombro, y lo le-vantó por encima de la mesita y de las tazas de

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té, poniéndolo a salvo y fuera del alcance deNagaina.

-¡Te engañé! ¡Te engañé! ¡Te engañé!Rikk-tick-tick -dijo riendo Rikki-. El niño está asalvo, y fui yo, yo, la que cogí ayer noche a Nagpor la capucha en el cuarto de baño.

Entonces empezó a dar saltos con lascuatro patas a la vez y la cabeza casi a ras delsuelo.

-Me sacudió de acá para allá, pero nologró soltarse de mí. Ya estaba muerta cuandovino el hombre grueso a partirla en dos peda-zos. Yo lo hice. ¡Rikki-tikki-tick-tick! Ven, pues,Nagaina. Ven y lucha conmigo. No durarásviuda mucho tiempo.

Nagaina vio que había perdido la opor-tunidad de matar a Teddy, y el huevo conti-nuaba entre las patas de Rikki-tikki.

-Dame el huevo, Rikki-tikki; dame elúltimo que queda de mis huevos, y me ire ynunca regresaré.

-Al decir esto, bajaba la capucha.

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-Sí, te irás y nunca regresarás, porque tereunirás en el estercolero con Nag. ¡Pelea, viu-da! El hombre grueso fue por su escopeta. ¡Pe-lea!

Rikki-tikki saltaba en derredor de Na-gaina, manteniéndose exactamente fuera delalcance de sus embites, reluciéndole los ojilloscomo dos ascuas. Nagaina se replegó sobre símisma y se lanzó contra ella. Rikki-tikki saltóhacia arriba y hacia atrás. La serpiente atacóuna y otra vez, y su cabeza daba con sordo rui-do contra la estera de la galería, enroscándoseluego el cuerpo como la espiral de un reloj. En-tonces saltó Rikki-tikki describiendo círculospara colocarse detrás de Nagaina, y ésta girabaen redondo para que su cabeza y la de su ene-miga estuvieran siempre frente a frente, y elruido que producía su cola sobre la estera eracomo el de las hojas secas que el viento arrastra.

Ya había olvidado el huevo. Allí estabasobre el suelo de la galería, y Nagaina fueacercándose más y más a él, hasta que al fin,

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mientras que Rikki-tikki se detenía para tomaraliento, lo cogió en la boca, volvióse hacia losescalones de la galería y se lanzó como unaflecha al estrecho caminillo, perseguida porRikki-tikki. Cuando una cobra huye para salvarla vida, parece la punta de un látigo revolote-ando sobre el cuello de un caballo.

Rikki-tikki sabía que debía cogerla, por-que de lo contrario todo habría sido inútil ytendría que volver a empezar. La serpiente sedirigió en línea recta hacia la hierba alta quecrecía junto al espino, y al pasar corriendo oyóRikki-tikki que Darzee entonaba todavía suestúpido himno triunfal. Pero la esposa de Dar-zee era más lista. Se arrojó del nido en el preci-so momento en que pasaba Nagaina, y empezóa revolotear sobre la cabeza de la serpiente. SiDarzee hubiera ayudado, podrían haberlahecho retroceder; pero Nagaina se limitó a bajarsu capucha y a seguir adelante. Sin embargo, elmomento que perdió al hacer esto le permitió aRikki-tikki acercarse más, y cuando la serpiente

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se metió en la madriguera donde ella y Nagsolían vivir, los blancos dientes de Rikki se cla-varon en la cola de Nagaina, y ambas entraronjuntas en la madriguera... y ninguna mangosta,por vieja y lista que sea, se atrevería a haceresto. En el agujero había completa oscuridad, yRikki-tikki no sabía si se ensancharía de prontodándole a Nagaina el espacio necesario pararevolverse y morderla. Aguantó firrnemente yclavó las patas en el suelo a guisa de frenos enla oscura pendiente de aquella tibia y húmedatierra.

Luego, la hierba que estaba a la entradadel agujero dejó ya de moverse, y Darzee dijo:

-Todo terminó para Rikki-tikki. Ento-nemos un himno a su muerte. ¡La valiente Rik-ki-tikki ha muerto! Seguramente Nagaina lamatará allá, bajo tierra.

Púsose, pues, a entonar una fúnebre me-lodía improvisada, inspirada por el momentoaquel, y exactamente cuando llegaba a la partemás patética, se movió de nuevo la hierba, y

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Rikki-tikki, cubierta de polvo, se arrastró des-pacio fuera del agujero, relamiéndose los bigo-tes. Darzee enmudeció en seguida, dando ungrito. Rikki-tikki se sacudió un poco el polvo yestornudó.

-Todo ha terminado -dijo-. Nunca saldráya de ahí la viuda.

Y las hormigas rojas que viven en los ta-llos de la hierba la oyeron, y empezaron a for-mar largas hileras para ir y ver si era cierto loque decía.

Rikki-tikki se enroscó sobre la mismahierba y allí mismo se durmió.., y durmió ydurmió hasta muy entrada la tarde, porquehabía tenido un día pesadísimo.

-Ahora dijo cuando al cabo se despertó-,volveré a la casa. Darzee, cuéntale al caldererolo que sucedió, y él le dirá luego a todo el jardínque Nagaina ha muerto.

El "calderero" es un pájaro que produceun ruido del todo parecido al de un martilloque golpetea sobre un caldero de cobre; y la

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razón de que siempre está haciendo ese ruido,es porque él es el pregonero de todo jardín in-dio, y le cuenta las noticias a quien quiere oír-las. Al caminar Rikki-tikki por el senderillo queconducía a la casa, oyó las notas de ¡alerta!,como las de un pequeño tantán de los que seusan para anunciar la hora de la comida; y lue-go, el acompasado ¡din-don-tok! "¡Nagaina hamuerto!... ¡don!" "¡Nagaina ha muerto!... ¡din-don-tok!" Al escuchar esto, cantaron todos lospájaros del jardín y las ranas croaron, porqueNag y Nagaina también comen ranas, lo mismoque pájaros.

Cuando llegó Rikki-tikki a la casa, Ted-dy, la madre de Teddy (que aún estaba pálida,pues se había desmayado) y el padre de Teddysalieron a recibirla y casi lloraron de agradeci-miento. Aquella noche comió Rikki cuanto ledieron hasta no poder más, y luego, llevándolaTeddy sobre su hombro, se fue a la cama, y allíla encontró la madre del niño cuando a últimahora fue a verlo dormir.

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-Salvó nuestras vidas y la de Teddy -ledijo a su marido-. ¡Figúrate! Nos salvó la vida atodos.

Rikki-tikki se despertó sobresaltada,porque las mangostas son de un sueño muyligero.

-¡Ah! ¡Sois vosotros! ¿Por qué me moles-tan? Ya murieron todas las cobras; y si algunaqueda, aquí estoy yo.

Tenía derecho Rikki-tikki a sentirse or-gullosa; pero no se enorgulleció más de lo justo,y conservó el jardín como una mangosta debeconservarlo, defendiéndolo con los dientes, y asaltos, y de todas maneras, hasta que ni unasola cobra se atrevió ya a asomar la cabeza de-ntro de las paredes del recinto.

CÁNTICO DE DARZEE EN HONORDE RIKKI-TIKKI-TAVI

Soy un pájaro cantor y tejedor,y dobles son las alegrías que conozco:orgulloso me siento al cruzar por los aires,y orgulloso también de la casita que he tejido.

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Sube y baja al compás de mi música,sube y baja mi casita que oscila.

Levanta la frente, oh madre,y entona tu cancioncilla;pereció la que era nuestro azote,la muerte misma yace muerta en el jardín.

Yace impotente el Terror que entre rosasvivía,sobre el polvo yace y se pudre en el estiércol.

¿Quién, pregunto, nos libró de ella?Decid su nombre y repetidlo:Rikki, la valiente, ella ha sido,Tikki, la de ojos de ascua.

Rikki-tikki de dientes marfileños,Rikki la cazadora, de mirada encendida.

Pájaros todos, dadle las graciascon vuestras colas extendidas;alabadla como el ruiseñor lo haría,pero en vez de éste, yo la alabaré.

¡Escuchad! Yo cantaré su alabanza,¡Loor a Rikki, la de ojos de fuego!

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(Aquí, Rikki-tikki interrumpió, y el restode la canción se ha perdido.)

Los Servidores de Su MajestadPor quebrados podéis resolverlo,

o también por regla de tres;pero el camino de Tweedledum,no es el de Tweedledee.Torced el problema, revolvedlo,plegadlo como gustéis;pero el camino de PillyWinkyno es el mismo que el de WínkiePop.

Copiosa lluvia había estado cayendodurante un mes entero... Había caído sobre uncampamento de treinta mil hombres, millaresde camellos, elefantes, caballos, bueyes y mu-las, reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi,para que el virrey de la India le pasara revista.éste recibía la visita del emir de Afganistán, reysalvaje de un salvajísimo país; el emir habíatraído, acompañándole, una guardia de ocho-cientos hombres e igual número de caballosque nunca antes habían visto un campamento o

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una locómotora; hombres salvajes y caballossalvajes también sacados de algún lugar delcorazón de Asia Central. Cada noche, un pe-lotón de esos caballos rompía las cuerdas quelos sujetaban y se lanzaban estrepitosamente deun lado al otro del campamento, entre el barroy la oscuridad; o bien los camellos se desatabany corrían por allí tropezando con las cuerdasque sostenían las tiendas; ya puede imaginarselo agradable que esto sería para los hombresque intentaban dormir. Mi tienda estaba situa-da lejos de las filas de camellos, y por eso pen-saba yo encontrarme en sitio seguro. Pero unanoche un hombre asomó la cabeza por mi tien-da y gritó:

-¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derriba-ron mi tienda!

Ya sabía yo quiénes venían, por tanto,me puse las botas, me eché encima el imper-meable y salí corriendo por un lado. Mi perritafoxterrier, Vixen, salió por el otro lado. Al cabode un momento, se escuchaban bramidos, gru-

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ñidos y ruidos guturales como burbujeos, y vicómo mi tienda se hundía, porque el palo quela sostenía había saltado en pedazos; la tiendaempezó a danzar como duende loco. Un came-llo que había entrado se había enredado en ella,y aunque estaba yo todo mojado y enojado, nopude menos de reírme. Después salí corriendo,porque no sabía cuántos camellos se habíansoltado, y poco tiempo después perdí de vistael campamento, y caminaba con dificultad porel barro.

Caí por último sobre la cureña de uncañón, y con esto supe que me encontraba cercade las líneas de artillería donde las piezas soncolocadas por la noche. Como no quería seguirvagando bajo la lluvia y en medio de la oscuri-dad, coloqué mi impermeable sobre la boca deuno de los cañones, formando así una especiede choza con dos o tres atacadores que en-contré, y me tendí sobre la cureña de otrocañón, preguntándome dónde andaría Vixen ydónde me encontraba yo.

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Cuando iba a dormirme, escuché unrumor de arreos y algo como un gruñido, y unmulo pasó a mi lado sacudiendo las mojadasorejas. Pertenecía a una batería de cañonesatornillables o de montaña, porque podía yo oírel ruido de las correas, anillas, cadenas y demáspegando sobre el basto. Estos cañones son pe-queños; se componen de dos piezas que seunen en el momento en que van a usarse. Sellevan con facilidad por las montañas, encualqúier lugar donde los mulos hallen un sen-dero, y son muy útiles en los países dondeabundan las rocas.

Detrás del mulo venía un camello cuyosenormes pies blandos se hundían y resbalabanen el barro, y su cuello se balanceaba hacia acáy hacia allá, como el de una gallina perdida.Por fortuna conocía yo bastante el lenguaje delos animales (no el de los salvajes, por supues-to, sino el de los que se hallan en los campa-mentos) por haberlo aprendido de los indíge-nas, y pude saber lo que decía entonces.

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Debía ser el mismo camello que entró enmi tienda, porque le gritó al mulo:

-¿Qué haré? ¿A dónde iré? Luché contrauna cosa blanca que se movía, y ella cogió unpalo y me pegó en el cuello. (Se refería al paloroto de mi tienda, y yo me alegré mucho al oír-lo.) ¿Seguiremos corriendo?

-¡Ah! ¡Conque eres tú y tus amigos losque han perturbado al campamento! -dijo elmulo-. ¡Muy bien! Ya te darán una paliza encuanto amanezca. De todos modos, yo te daréalgo a cuenta.

Oí el ruido que hacían los arreos al re-troceder el mulo y al soltarle al camello doscoces en las costillas que resonaron como untambor.

-Otra vez -dijo el mulo, lo pensarás me-jor antes de correr por entre una batería, denoche, gritando: ¡a ése! o ¡fuego! Échate y nosigas moviendo ese estúpido cuello tuyo.

Se dobló el camello como suelen hacerloellos, como una escuadra, y se echó dando ge-

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midos. Se oyó en la oscuridad un acompasadoruido de cascos, y un gran caballo del ejércitose acercó galopando con la misma regularidadque si estuviera en un desfile, saltó por encimade una cureña y se paró junto al mulo.

-¡Es una vergüenza! -dijo, resoplando.¡De nuevo metieron bulla por nuestras filasesos camellos...! Es la tercera vez en la semana.¿Cómo mantendrá su buen estado un caballo sino se le permite dormir? ¿Quién anda por allí?

-Soy el mulo que porta la cureña delcañón número dos de la primera batería demontaña -explicó el mulo-, y aquel es uno devuestros amigos. A mí también me despertó.¿Quién es usted?

-Número 15, Escuadrón E, del Novenode Lanceros... Soy el caballo de Dick Cunliffe.Échate un poco allá; así.

-¡Mil perdones! dijo el mulo. Todavíahay demasiada oscuridad para poder ver bien.¡Vaya si estos camellos arman una bulla tre-menda por nada! Yo me fui de mis líneas para

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ver si aquí puedo tener algo de paz y tranquili-dad.

-Señores míos -dijo el camello humil-demente-, tuvimos pesadillas esta noche y nosasustamos mucho. Yo no soy más que uno delos camellos de carga del 39 de la infanteríaindígena, y no soy tan valiente como ustedes,señores mios.

-Entonces, ¿por qué diablos no te estásquieto en tu sitio y llevas el bagaje del 39 deinfantería indígena, en vez de correr por todo elcampamento? -rezongó la mula.

-¡Es que las pesadillas fueron tan horri-bles!. .. -repuso el camello. Siento mucho loocurrido. Pero, ¡escuchen! ¿Qué es eso? ¿Echa-mos a correr de nuevo?

-¡Échate! dijo el mulo. Si no, te romperásesas largas piernas entre los cañones. -Enderezóuna oreja y escuchó-. ¡Bueyes! -exclamó-. Losbueyes que arrastran los cañones. ¡Por vidade...! Tú y tus amigos despertaron a todo elcampamento. Se requiere mucho alboroto, para

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hacer que uno de los bueyes de las baterías selevante.

Oí yo una cadena que se arrastraba porel suelo, y llegó uno de los pares de enormes ytercos bueyes blancos que arrastran los pesadoscañones de sitio cuando los elefantes ya no seatreven a acercarse más al fuego del enemigo;llegó, y cada uno empujaba el hombro contra elotro. Y casi pisando la cadena venía también unmulo de las baterías, llamando a grandes vocesa Billy.

-Es uno de nuestros reclutas -dijo el mu-lo viejo al caballo. Me llama. ¡Aquí estoy, mu-chacho, Basta de chillar! La oscuridad nuncahizo daño a nadie.

Los bueyes estaban echados juntos yempezaron a rumiar; pero el mulo joven se pu-so junto a Billy.

-¡Qué cosas! -dijo-. ¡Espantables y terri-bles cosas, Billy! Se echaron sobre nuestras filasmientras estábamos durmiendo. ¿Crees que nosmatarán?

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-¡Me dan ganas de darte una coz de pa-dre y señor mío! -respondió Billy-, ¡A un mulode tu estampa, tan bien entrenado, deshonrar ala batería ante estos caballeros!.

-¡Poco a poco! -dijo el caballo. Recuer-den que así son todos siempre al principio. Laprimera vez que yo vi a un hombre (esto fue enAustralia, cuando yo tenía tres años), corrí du-rante medio día, y si hubiera visto a un camello,todavía estaría corriendo.

Casi todos los caballos de la caballeríainglesa se llevan a la India desde Australia, ylos mismos soldados son los que los doman.

-¡Muy cierto! -afirmó Billy-. Ya no tiem-bles, muchacho. La primera vez que me enjae-zaron por completo, con todas las cadenas a miespalda, me paré en dos pies y rompí todo acoces. No había aprendido aún la verdaderaciencia de cocear, pero todos los de la bateríadijeron que nunca habían visto cosa igual.

-Pero no era ruido de arreos ni retintínalguno lo que ahora se oía dijo el mulo joven-.

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Ya sabes que esto ya no me importa, Billy. Erancosas parecidas a árboles, y caían entre las filascon rumores de burbujeos; y mi cabestro serompió, y no pude hallar al que me cuida, ni tepude hallar a ti, Billy; por tanto me escapécon... con estos caballeros.

-¡Je, je! -eiclamó Billy-. Tan pronto comooí que los camellos se habían soltado, me fuipor mi cuenta, muy quietecito. Cuando un mu-lo de batería... de una batería de cañones demontaña... llama caballeros a los bueyes quearrastran cañones de otra clase, debe estar te-rriblemente emocionado. ¿Quiénes son ustedes,buena gente, que están allí echados?

Los bueyes dejaron de rumiar por unmomento y respondieron a la vez:

-El séptimo par del primer cañón de labatería de los grandes. Estábamos durmiendocuando llegaron los camellos, pero, cuandosentimos que nos pisoteaban, nos levantamos yunos fuimos. Es mejor tenderse en paz en elbarro, que ser molestado sobre un buen lecho.

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Le dijimos a tu amigo aquí presente que nohabía por qué asustarse, pero sabe tanto quepensó lo contrario. ¡Bah!

Y continuaron rumiando.-Eso pasa cuando se tiene miedo. Hasta

los bueyes que arrastran los cañones se burlande ti. Ya puedes estar satisfecho, muchacho.

El muleto rechinó los dientes, y oí algoque decía sobre el poco miedo que le dabantodos los cochinos bueyes de este mundo, todosesos montones de carne; pero los bueyes sóloentrechocaron sus cuernos y siguieron rumian-do.

-Ahora no te incomodes después dehaber tenido miedo; ésa es la peor clase de co-bardía dijo el caballo. A cualquiera puede per-donársele que haya sentido miedo por la noche,así lo creo, si ve cosas que le parecen incom-prensibles. Nosotros, los cuatrocientos cincuen-ta que somos, hemos roto una y otra vez y mu-chas veces las ataduras que nos sujetaban a lasestacas, tan sólo porque a algún recluta se le

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ocurría venir a contarnos cuentos de látigos quese volvían serpientes, allá en Australia, su tie-rra; y después que los oíamos nos asustabanhorriblemente hasta los colgantes cabos de loscabestros.

-Todo está muy bien en el campamento-dijo Billy-. A veces me han dado ganas de salirescapado, por el puro gusto de hacerlo, cuandono he salido a campo abierto durante uno o dosdías. Pero, ¿qué hacen ustedes cuando están enservicio activo?

-¡Ah! Eso es harina de otro costal -dijo elcaballo-. Entonces Dick Cunliffe cabalga sobremí y me aprieta las rodillas en los costados, ytodo lo que tengo que hacer, es mirar dóndepongo los pies, conservar las patas traseras do-bladas bajo el cuerpo y obedecer al freno.

-¡Qué significa obedecer al freno? -preguntó el muleto.

-¿Vaya pregunta! ¡Por los huesos de mipadre!... -relinchó el caballo-. ¿Quieres decirque no te enseñan eso en el oficio que desem-

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peñas? ¿Cómo puedes hacer nada, si no puedesvolverte en redondo rápidamente, cuando teaprietan la rienda sobre el cuello? Para el hom-bre que te cabalga, es cuestión de vida o muer-te, y por supuesto también lo es para ti. Da lavuelta sobre las patas traseras bien recogidas,cuando sientas la rienda sobre tu cuello. Si notienes suficiente sitio para revolverte, levantalas manos y gira sobre los cuartos traseros. Estoes lo que se llama obedecer al freno.

-A nosotros no se nos enseña así -dijoBilly, el mulo, friamente-. Se nos enseña a obe-decer las órdenes del hombre que nos guía: darun paso hacia acá o hacia allá, como él lo man-de. Pero creo que todo es más o menos lo mis-mo. Pero con toda esa fantasía y tanto empinar-se -cosa muy mala para vuestros corvejones-,¿qué es lo que hacéis en realidad?

-Eso es según las circunstancias -dijo elcaballo-. Generalmente tengo que ir entre unmontón de hombres desgreñados que gritan yllevan cuchillos, largos y brillantes y peores que

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los del albéitar, y debo atender a que la bota deDick toque con precisión la del hombre que vaa su lado, pero sin apretarla. Veo la lanza deDick a la derecha de mi ojo derecho, y entoncessé que no hay de que preocuparse. No quisieraestar en el pellejo del hombre o del caballo quese nos pusiera por delante a Dick y a mí cuandotenemos prisa.

-¿Y no hacen daño los cuchillos? -preguntó el muleto.

-Bueno.., a mí me hirieron una vez en elpecho, pero esto no fue por culpa de Dick.

-¡Qué me importaría a mí de quién erala culpa si me hirieran! -exclamó el muleto.

-Pues debe importarte -prosiguió el ca-ballo. Si no tienes confianza en tu hombre,puedes huir de una vez. Esto es lo que hacenalgunos de nuestros caballos, y no los culpo.Como iba diciendo, no fue culpa de Dick. Hab-ía un hombre tendido en el suelo, y yo me alar-gué cuanto pude para no pisarlo, y entonces élme tiró un tajo. La próxima vez que tenga que

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pasar sobre un hombre, pisaré sobre él, . . apre-tando de firme.

-¡Je, je! -dijo Billy-. Todo eso son tonter-ías. Los cuchillos son siempre una cosa muyfea, Lo bonito es trepar por un monte, bien en-sillado, agarrándose fuerte con las cuatro patasy hasta con las orejas, y serpentear, arrastrarse,moverse de todas las maneras posibles, hastaque se llega a varias docenas de metros porencima de cualquiera otro, sobre un reborde delterreno en que sólo hay sitio para poner loscascos. Entonces te paras y te estás quieto -nunca le pidas a un hombre que te tenga delcabestro, muchacho-, te mantienes muy quietomientras ponen en orden los cañones, y luegomiras las bombas, como cachos de adormide-ras, caer entre las copas de los árboles, allá aba-jo, muy lejos.

-¿Y nunca tropezáis? -preguntó el caba-llo.

-Dicen que cuando un mulo dé un pasoen falso, se le rasgará la oreja a una gallina -

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respondió B¡lly-. De cuando en cuando quizás,por culpa de un basto mal puesto, puede caerseun mulo; pero ocurre muy raras veces. Quisieraenseñaros cómo trabajamos. Es algo muy her-moso. ¡Con decir que tardé tres años en adivi-nar qué querían de nosotros los hombres quenos conducían!.. La ciencia de todo esto consis-te en que el cuerpo no destaque contra el cielo,porque, si esto sucediera, serviría uno de blan-co. Acuérdate de esto, muchacho. Escóndetesiempre todo lo que puedas, aun cuando tengasque desviarte un cuarto de legua de tu camino.Yo soy el que dirijo la batería cuando hay quehacer una de esas ascensiones.

-¡Tirarle a uno sin darle siquiera la posi-bilidad de arrojarse contra quien le dispara! -dijo el caballo, muy pensativo-. No puedo so-portar eso! ¡Me moriría de ganas de atacar, jun-to con Dick!

-¡Oh! ¡No lo creas! Sabemos que, encuanto están los cañones en posición, ellos son

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los que se encargan del ataque. Esto es científi-co y elegante; pero los cuchillos...¡puf!

El camello había estado balanceando lacabeza hacía rato con muchas ganas de entre-meterse en la conversación. Por último le oídecir, carraspeando nerviosamente:

-Yo... yo..... he estado también en unaque otra batalla; pero no trepando ni corriendo.

-¡Claro! Y ahora que hablas de ello, creoque no fuiste hecho ni para trepar ni para co-rrer mucho. En fin, ¿cómo fue eso, costal depaja?

-Fue... como debe ser -respondió el ca-mello-. Nos echamos todos...

-¡Por mi pretal y mi grupera! -dijo entredientes el caballo. ¿Se echaron?...

-Nos echamos... y éramos cien... -siguiódiciendo el camello. Formamos un gran cuadro,y luego los hombres amontonaron nuestrosfardos y sillas, fuera del cuadro, y empezaron adisparar por encima de nosotros, desde los cua-tro lados a la vez.

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-¿Qué clase de hombres? ¿Los primerosque se presentaron? -dijo el caballo, A nosotrosnos enseñan en la escuela de equitación a ten-dernos y dejar que nuestros amos disparen porencima de nosotros; pero sólo confiaría yo enDick Cunliffe para que hiciera eso. Me molestahaciéndome cosquillas junto a la cincha, yademás, con la cabeza en el suelo no se puedever nada.

-¿Qué importa quién dispara por enci-ma de uno? -dijo el camello. Muchísimos hom-bres y camellos están al lado de uno y ademásmuchísimas nubes de humo. Entonces no tengomiedo. Permanezco quieto y espero.

-Y sin embargo tienes pesadillas en lanoche y alborotas todo el campamento -repusoBilly-. ¡Vaya! ¡Vaya! Antes que tenderme ypermitirle a ningún hombre disparar por enci-ma de mí, creo que mis patas y su cabeza tra-barían conocimiento. ¿Cuándo se escuchó cosatan terrible como ésa?

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Se hizo un largo silencio, y a continua-ción uno de los bueyes levantó su enorme ca-beza y dijo:

-Todo eso es pura tontería. Sólo hay unamanera de entrar en la lucha.

-¡Ah! ¡Sigue, sigue! -respondió Billy-. Note fijes en que yo estoy delante. Supongo queustedes, buena gente, pelean sosteniéndosesobre el rabo.

-No hay sino una manera -repitieronambos a la vez. (Seguramente eran gemelos)-. Yésta es la manera: uncimos, los veinte pares quesomos nosotros, al cañón grande, en cuantoempieza a trompetear el de las dos colas. (Se lellama "el de las dos colas" en el lenguaje delcampamento, al elefante.)

-¿Y por qué suena él la trompa? -preguntó el muleto.

-Para mostrar que no quiere acercarsemás al humo que hay de aquel lado. El de lasdos colas es un grandísimo cobarde. Luegoempujamos todos juntos el cañón grande...

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¡Heya! ¡Hullah! ¡Heeyah! ¡Hullah!... Nosotrosno nos encaramamos como gatos ni corremoscomo terneros. Atravesamos la llanura, veintepares de frente, hasta que nos desuncen denuevo, y entonces, a pacer, mientras los gran-des cañones le dirigen la palabra al través delllano a alguna ciudad de paredes de tapia, lasque caen en grandes pedazos, y nubes de polvose elevan en el aire como si regresaran a casainnumerables rebaños.

-¡Oh! ¿Y ustedes aprovechan ese mo-mento para pacer? -dijo el muleto.

-Ése o cualquiera otro. Siempre es agra-dable comer. Nosotros esperamos hasta quenos uncen de nuevo y arrastramos el cañónhasta donde está esperándolo el de las dos co-las. En algunas ocasiones en la ciudad hay ca-ñones grandes que contestan a los nuestros ymatan a algunos de nosotros, y así, es másabundante el pasto para los que quedan. Cosasdel destino... sólo del destino. Sea como fuere,el de las dos colas es un grandísimo cobarde.

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Éste es el verdadero modo de combatir. Noso-tros somos dos hermanos, hijos de Hapur.Nuestro padre era uno de los toros sagrados deSiva. Hemos dicho.

-¡Bueno! A la verdad, algo he aprendidoesta noche dijo el caballo-. Y ustedes, caballerosde la batería de cañones de montaña, ¿tambiénsienten ganas de comer cuando los cañonesdisparan contra ustedes y a retaguardia per-manece el de las dos colas?

-Tan poco, como son pocas las ganasque sentimos de echarnos y permitir que loshombres se tiendan sobre nosotros, o lánzarnosentre personas que esgrimen cuchillos. Nuncaoí tales simplezas. El borde de un precipicio,una carga bien equilibrada, un arriero de quienpueda uno estar seguro que lo dejará escogersu camino.., con eso que me den, cuenten con-migo: pero lo demás... ¡no! dijo Billy pegandouna patada en el suelo.

-Por supuesto dijo el caballo-, no todossomos de la misma madera, y veo bien que su

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familia, por la línea paterna, a duras penas en-tendería ciertas cosas.

-Deje en paz a mí familia y a su línea pa-terna dijo Billy enojado (porque a todo mulo ledisgusta que le recuerden que su padre era unasno)-. Mi padre fue un caballero del Sur, ypodía derribar, morder, y convertir en piltrafasa coces, a cualquier caballo que cruzara su ca-mino. ¡Acuérdate de esto, gran Brumby!

Brumby significa un caballo salvaje, sincrianza. Imaginad lo que sentiría el noble bruto,vencedor en las carreras, si oyera que lo llama-ba acémila uno que arrástrara un carro, y asípodréis imaginaros lo que sentiría el caballoaustraliano en aquel momento. Vi cómo le bri-llaba en la sombra el blanco de los ojos.

-Mira, hijo de un garañón importado deMálaga -dijo, apretando los dientes-, tendré queenseñarte que, por línea materna, desciendo deCarbine, ganadora de la Copa de Melbourne; yque en mi tierra no estamos acostumbrados adejarnos pisotear por un mulo, charlatán como

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loro, y con sesos de cerdo, y que sólo pertenecea una batería de cerbatanas para juegos de ni-ños. ¡En guardia!

-¡Y tú sobre tus patas traseras! -chilló Bi-lly.

Así lo hicieron, frente a frente, y ya es-peraba yo una furiosa lucha, cuando, de enmedio de la oscuridad, hacia la derecha, se oyóuna voz gutural, profunda, que decía:

-Niños, ¿por qué se pelean? Esténsequietos.

Ambas bestias dejaron caer las patas conun ronquido de disgusto, pues no hay caballoni mulo que pueda soportar la voz del elefante.

-Es el de las dos colas -dijo el caballo-.¡No puedo soportarlo! ¡Tener una cola en cadaextremo no es jugar limpio!

-Yo pienso exactamente lo mismo -respondió Billy, y se apretó contra el caballopara sentirse acompañado-. En algunas cosas,nos parecemos mucho.

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-Supongo que las heredamos de nues-tras madres -observó el caballo. No vale la penapelear por eso. ¡Eh! ¡Dos colas! ¿Estás atado?

-Sí -respondió éste, con una risita queparecía subirle trompa arriba-. Estoy atado paratoda la noche. Ya oí, amigos, lo que han estadohablando. Pero no teman; no me acercaré.

Los bueyes y el camello dijeron casi envoz alta:

-¡Sentir miedo por el de las dos colas!...¡Qué tontería! -Y los bueyes prosiguieron:

-Sentimos que lo hayas oído pero escierto. Dos colas: ¿por que le tienes miedo a loscañones cuando disparan?

-Pues... -empezó el de las dos colas, fro-tando una de sus patas traseras contra la otra,tal y como lo hace un chiquillo cuando declamaversos-, no estoy muy seguro si me entenderánustedes.

-No entenderemos, pero la cosa es quetenemos que arrastrar los cañones dijeron losbueyes.

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-Sí; lo sé. También sé que ustedes sonmucho más valientes de lo que creen. Pero nosucede lo mismo conmigo. El capitán de mibatería me llamó el otro día "anacronismo pa-quidermatoso".

-¿Una nueva manera de combatir, su-pongo? dijo Billy, que empezaba a recobrar eluso de sus facultades.

-Por supuesto, tú no sabes lo que esosignifica, pero yo sí. Significa algo que está en-tre dos aguas, entre dos luces, y así estoy yo.Veo dentro de mi cabeza lo que ocurrirá cuan-do estalle una bomba; ustedes, bueyes, no pue-den verlo.

-Pero yo sí dijo el caballo. En parte, a lomenos. Pero hago por no pensar en ello.

-Yo lo veo mejor que tú, y pienso enello.., Sé que tengo un enorme corpachón quehay que cuidar, y sé que nadie sabe cómo cu-rarme cuando estoy enfermo. Lo único quepueden hacer es no pagarle a mi cornac hastaque me alivio, y no puedo fiarme de él.

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-¡Ah! -interrumpió el caballo. Eso lo ex-plica todo. Yo puedo fiarme de Dick.

-Podrías ponerme encima todo un regi-miento de Dicks sin que me sintiera muchomejor. Sé lo suficiente para sentirme a disgusto,y no lo suficiente para seguir adelante a pesarde todo.

-No entendemos dijeron los bueyes.-Ya sé que no lo entienden. Pero no les

estoy hablando a ustedes. Ustedes no saben loque es sangre.

-¡Lo sabemos! -respondieron los bueyes-. Es una cosa roja que la tierra chupa y que hue-le.

El caballo tiró una coz, dio un salto y re-linchó.

-¡No hablen de eso! dijo. Me parece oler-la ahora, con sólo imaginármela. Me dan ganasde correr... cuando no llevo a Dick sobre mí.

-¡Pero si aquí no la hay! -dijeron el ca-mello y los bueyes-. ¡ Vaya que eres tonto!

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-Es vil cosa dijo Billy-. A mí no me danganas de correr, pero no quiero hablar de ella.

-¡Ahí tienen ustedes! dijo el de las doscolas, moviendo la suya para explicarse mejor.

-Ciertamente. Y aquí nos hemos tenidodurante toda la noche -dijeron los bueyes.

El de las dos colas pateó en el suelo has-ta que su anillo de hierro resono.

-No les hablo a ustedes. Ustedes nopueden ver lo que sucede dentro de su cabeza.

-Claro que no. Sólo vemos lo que pasaafuera de nuestros cuatro ojos. Sólo vemos loque está delante de nosotros.

-Si yo pudiera hacer eso y sólo eso, a us-tedes no los necesitarían absolutamente paraarrastrar los grandes cañones. Si yo fuera comomi capitán -él puede ver las cosas dentro de sucabeza antes de que empiece el fuego, y tiemblatodo él, pero sabe demasiado como para que seeche a correr-, si yo fuera como él, podría arras-trar los cañones. Pero si yo fuera así de sabio,ciertamente no estaría aquí. Sería un rey en la

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selva, como lo fui antaño, durmiendo la mitaddel día y bañándome cuando se me antojara.Hace un mes que no tomo un buen baño.

-Todo eso está muy bien dijo Billy-; perodarles a las cosas nombres rimbombantes no lasmejora.

-¡Chitón! dijo el caballo. Creo que en-tiendo lo que quiere decir Dos colas.

-Dentro de un momento lo entenderásmejor -dijó éste de mal humor-. ¿Quisieras sóloexplicarme por qué a ti no te gusta esto?

Empezó a hacer resonar furiosamente sutrompa.

-¡Basta, basta! dijeron Billy y el caballoal mismo tiempo. Y oí cómo pateaban y tem-blaban. El trompeteo de un elefante es siempredesagradable, sobre todo de noche.

-¡No quiero callar! dijo el de las dos co-las-. ¿Me quieren hacer el favor de explicarmeesto? ¡Rrrumf! ¡Rrrert! ¡Rrrumf! ¡Rrrah! Luegodetúvose de pronto y escuché un quejido en laoscuridad, y supe que al fin Vixen había dado

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conmigo. Sabía ella tan bien como yo que hayalgo en el mundo que asusta al elefante másque nada, y es el ladrido de un perro; por eso separó, para molestar al de las dos colas, en ellugar donde estaba atado, y allí ladró entre susenormes pies. Dos colas se agitó y empezó achillar.

-¡Vete, perro! -dijo. No me huelas loszancajos o te pateo. ¡Perrito bueno... perritomono! ¡Lárgate a tu casa, bestezuela que noparas de ladrar! ¿Por qué alguien no lo apartade allí? En un momento más me morderá.

-Me parece -le dijo Billy al caballo- quenuestro amigo Dos colas tiene miedo a unmontón de cosas. Si a mí me hubieran dado unbuen pienso por cada perro que he lanzado deuna coz al otro lado del campo de maniobras,estaría tan gordo como Dos colas.

Silbé y Vixen vino corriendo hacia mí,toda llena de lodo, me lamió la nariz, y menarró un larguísimo cuento de sus aventuras enel campamento mientras iba en mi busca. Nun-

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ca le había dicho que yo entendía el lenguaje delos animales, porque se hubiera tomado todaclase de libertades conmigo. La puse, pues, so-bre mi pecho, abotonando por encima de ellami sobretodo, y Dos colas se movió cuanto qui-so, y pateó y gruñó, solo ya.

-¡Extraordinario! ¡ Extraordinario! -dijo-.Esto viene ya de familla. ¡A ver! ¿Dónde se me-tería ahora aquel diablo de animalejo?

Le oí que tanteaba acá y allá con latrompa.

-Todos parecemos tener un punto flaco -prosiguió, soplando para limpiarse la nariz-.Ustedes, señores, me parece que se alarmaronun poco cuando me oyeron trompetear.

-Precisamente alarmamos, no, dijo el ca-ballo. Pero sentí como que me picaban algunostábanos donde suelo llevar la silla. No empiecesde nuevo.

-A mí me asusta un perrillo, y a ese ca-mello le asustan las pesadillas que tiene de no-che.

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-Es una suerte que no todos tengamosque combatir de la misma manera dijo el caba-llo.

-Lo que yo quisiera saber -dijo el muloque había estado callado durante largo rato-, loque yo quisiera saber es por qué tenemos quecombatir, del modo que fuere.

-Porque así nos lo mandan dijo el caba-llo con un ronquido de desprecio.

-¡Órdenes! dijo Billy el mulo. Y sus dien-tes rechinaron.

-¡Hukm hai! (es una orden) -dijo el ca-mello con un ruido gutural; y Dos colas y losbueyes repitieron: ¡Hukm hai!

-Sí, pero, ¿quién da las órdenes? dijo elmuleto, el recluta.

-El hombre que va a tu lado... o que se tesienta encima.., o que sostiene la cuerda queatan a tu nariz. . . o que te retuerce la cola... -dijeron, uno después de otro, B¡lly, el caballo, elcamello y los bueyes.

-Pero, ¿quién les da a ellos las órdenes?

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-Joven, quieres saber demasiado -dijoBilly-, y eso es exponerse a recibir una coz. To-do lo que tienes que hacer, es obedecer al hom-bre que te guía, y no preguntar nada.

-Tiene razón dijo el de las dos colas-. Yono Siempre puedo obedecer, porque estoy co-mo entre la espada y la pared; pero Billy tienerazón. Obedece al hombre que está a tu lado yque te da la orden; de lo contrario, toda la ba-tería tendrá que detenerse por tu culpa, y esto,sin contar la paliza que te darán.

Los bueyes se levantaron para marchar-se.

-La mañana se acerca -dijeron-. Regre-samos a nuestros puestos. Es cierto que noso-tros sólo vemos con nuestros ojos y que no so-mos muy listos; pero, así y todo, somos los úni-cos que esta noche no hemos sentido miedo.¡Buenas noches, valientes!

Nadie contestó, y entonces el caballo di-jo, para cambiar de conversación:

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-¿Dónde está el perrito aquel? Un perrosiempre significa que el hombre no anda lejos.

-Aquí estoy -ladró Vixen-, bajo la cure-ña, con mi amo. ¡Tú, camello, gran bestia,echaste abajo nuestra tienda! Mi amo está muyenojado contigo.

-¡Psché! dijeron los bueyes-. ¡Debe serun blanco!

-Por supuesto dijo Vixen-. ¿Creen que amí me cuida algún boyero negro?

-¡Huah! ¡Ouach! ¡Ugh! -dijeron los bue-yes-. Vámonos pronto. Se lanzaron entre el ba-rro, y sin saber cómo, metieron por el yugo quellevaban la lanza de un carro de municiones, yallí se quedaron cogidos.

-¡Se lucieron! dijo calmosamente Billy-.Nada de forcejear. Aquí tendrán que quedarsehasta que se haga de día. ¿Qué diablos les pasaahora?

Los bueyes lanzaron aquellos largos ysilbantes ronquidos que da el ganado de la In-dia, y se empujaron chocando el uno contra el

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otro, y dieron vueltas, patearon, resbalaron ycasi se cayeron en el barro, gruñendo salvaje-mente.

-Yan a romperse el pescuezo! -dijo el ca-ballo-. ¿Qué tienen contra el hombre blanco? Yovivo entre hombres blancos.

-Ellos, los blancos... ¡nos comen! ¡Tira!¡Tira! -respondió el buey que estaba más cerca.El yugo saltó en pedazos, y se marcharon jun-tos, andando pesadamente.

Nunca había sabido yo antes por qué elganado indio le teme tanto a los ingleses. Noso-tros comemos buey -cosa a la que nunca tocaallí un boyero-, y, por supuesto, al ganado no legusta eso.

-¡Que me azoten con las mismas cade-nas de mi basto! ¿Quién hubiera creído que dosenormes pedazos de carne como ésos perderíande tal modo la cabeza? dijo Billy.

-No importa. Voy a ver a ese hombre.Creo que la mayor parte de los hombres blan-cos llevan cosas en los bolsillos -dijo el caballo.

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-Pues entonces, te dejo. No soy muy afi-cionado a ellos. Además, hombres blancos queno tienen un lugar dónde dormir, son proba-blemente ladrones, y yo llevo sobre mis espal-das una parte bastante regular de propiedaddel gobierno. Ven, muchacho, regresemos anuestros puestos. ¡Buenas noches, Australia!Creo que nos veremos mañana en la parada.¡Buenas noches, costal de paja, y controla tussentimientos, ¿eh? ¡Buenas noches, Dos colas! Sinos vemos mañana eh el campo de maniobras,no hagas sonar tu trompa. Desbaratarías laformación.

Se marchó Billy el mulo renqueando unpoco y balanceándose con el aire de un vetera-no, en tanto que la cabeza del caballo venía aoliscar en mi pecho. Le di bizcochos, mientrasVixen, que es una perrita muy vanidosa, lecontó muchas mentiras acerca de las docenasde caballos que entre ella y yo poseíamos.

-Mañana iré a ver la parada en mi dog-cart -dijo-. ¿Dónde estarán ustedes?

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-A la izquierda del segundo escuadrón.Yo marco el paso para toda la compañía, dami-sela -dijo él cortésmente-. Pero tengo que regre-sar a donde está Dick. Mi cola está toda llena debarro, y él necesitará trabajar duro durante doshoras para ponerme en disposición de ir a laparada.

La gran parada de treinta mil hombrestuvo lugar aquella tarde, y Vixen y yo tuvimosun excelente lugar junto al virrey y el emir deAfganistán que llevaba su grande y alto gorronegro de astracán con la gran estrella de di-amantes en el centro. La primera parte de larevista fue todo sol. Los regimientos desfilabancomo oleadas de piernas que se movieran todasa la vez, y como multitud de fusiles puestos enlínea, hasta que nuestros ojos se nos iban ya almirarlos. Llegó entonces la caballería, alcompás de la bella música para medio galopellamada Bonnie Dundee, y Vixen enderezó unade sus orejas en el lugar del dog-cart en queestaba sentada. El segundo escuadrón de lance-

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ros pasó rápidamente, y allí estaba nuestro ca-ballo, luciendo la cola como seda acabada dehilar; la cabeza inclinada sobre el pecho, unaoreja hacia adelante y la otra hacia atrás, mo-viendo el compás para todo el escuadrón, mo-viendo las patas con tanta suavidad como lasnotas de un vals. Luego vinieron los cañones degrandes dimensiones, y vi a Dos colas y a doselefantes más, enganchados en fila a un cañónde sitio de los de cuarenta, en tanto que veintepares de bueyes caminaban detrás. El séptimopar llevaba un yugo nuevo, y parecía cansado yse movía con cierta dificultad. Por último ven-ían los cañones de montaña, y Billy el mulomarchaba como si él fuera quien tuviese elmando de todas las tropas, y sus arreos eranlimpios y relucientes, gracias a una capa deaceite, y parecían despedir luz. En mi interiorvitoreé a Billy el mulo; pero él ni siquiera miróni a derecha ni a izquierda.

Empezó a llover de nuevo, y durante untiempo la neblina no permitió ver lo que las

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tropas hacían. Habían formado un gran semi-círculo en la llanura, y luego se desplegaron enlínea recta. Esa línea creció, creció y creció hastaque tuvo una longitud de un cuarto de legua deuna a otra de las alas, y formó como un sólidomuro de hombres, caballos y cañones. Se diri-gió entonces hacia el virrey y el emir, y, con-forme se acercaba, la tierra empezó a trepidarcomo la cubierta de un vapor que marcha atoda máquina.

A no verlo allí mismo, no puede unoimaginarse el pavoroso efecto que causa estesostenido avance de tropas hacia los espectado-res, aunque saben éstos que sólo se trata de unaparada. Miré al emir. Hasta entonces no habíamostrado el menor asombro, ni nada; pero enaquel momento sus ojos empezaron a agran-darse cada vez más, y echó mano a las riendasde su caballo y miró hacia atrás. Durante unminuto pareció que desenvainaría su espada yque se abriría paso entre los ingleses e inglesasque estaban en los carruajes situados detrás de

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él. Luego el avance paró repentinamente, latierra permaneció quieta y la línea entera sa-ludó, y treinta bandas de música empezaron atocar. Esto era el final de la revista, y los regi-mientos regresaron a sus campos, bajo la lluvia,mientras la banda de infantería tocaba:

De dos en dos los animales ¡Hurra!marchaban los animales de dos en dos,los elefantes lo mismo que las mulas.¡Y se metieron en el arcapara guarecerse de la lluvia!

Entonces escuché a un jefe asiático delarga y entrecana cabellera, que había venidojunto con el emir, hacerle algunas preguntas aun oficial indígena.

-Ahora -dijo-, decidme ¿cómo ha podidollevarse a cabo cosa tan maravillosa?

Y el oficial respondió:-Se dio una orden, y ellos obedecieron.-Pero, ¿saben tanto las bestias como los

hombres? dijo el jefe.

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-Ellas obedecen, como obedecen loshombres. El mulo, el caballo, el elefante, elbuey, obedecen al que los guía, y el guía a susargento, y el sargento al teniente, y el tenienteal capitán, y el capitán al mayor, y el mayor alcoronel, y el coronel al brigadier, el cual mandaa tres regimientos; y el brigadier al general, elcual obedece al virrey, que es servidor de laemperatriz. Así es como se hace esto.

-¡Ojalá así sucediera en Afganistán! -dijoel jefe-, porque allí cada quien obedece sólo a supropia voluntad.

-Y por esta razón dijo el oficial indígenaretorciéndose el bigote-, vuestro emir, al cualno obedecéis, tiene que venir aquí y recibirórdenes de nuestro virrey.

CANCIÓN DE LOS ANIMALES DELCAMPAMENTO CON MOTIVO DE LA GRANPARADA

Los elefantes que arrastran los cañonesDímosle a Alejandro la fortaleza de Hércules,la sabiduría de nuestras frentes, la fuerza de

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nuestras rodillas.Al yugo sometimos nuestros cuellos;nunca más levantamos, libre, nuestra cabeza.¡Abrid paso! ¡Paso a los cañones,a los grandes cañones de cuarenta!

Los bueyesEsos héroes de vistosos arreos le huyen a labala de cañón.Cuando huelen la pólvora se les revuelve elestómago a todos.Nosotros entramos en acción y empujamos loscañones de nuevo.¡Paso! ¡Paso para las diez yuntasde los grandes cañones de cuarenta!

Los caballosPor la señal que nos dejó el hierro,la mejor marcha es la nuestra:la de los lanceros, húsares y dragones;y más grato que "establos" o "agua" suena a mioídola canción de la caballería "Bonnie Dundee".Venga el pienso, y luego domadnos y pulidnos,

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dadnos buenos jinetes y ancha tierra,y cantadnos "Bonnie Dundee", y nos veréis vo-landoformando escuadrones en hileras.

Los mulos de las baterías de montañaMientras montaña arriba subíamos yo y miscompañeros,mucho forcejeamos por el atajo de piedras, peroavanzamos.Podemos subir y trepar, compañeros, y volver-nos hacia donde queramos.Nuestra delicia es a la montaña trepar, que nossobran piernas.Bendición, pues, a todo sargento que nuestrocamino nos deja escoger.¡Malhadado el torpe que no supo nuestra cargaatar!Podemos subir y trepar, compañeros, y volver-nos hacia donde queramos,y nuestra delicia es a la montaña trepar, quenos sobran piernas.

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Los camellosNo tenemos nosotros una canción propiaque nos ayude a aligerar la marcha;pero nuestros cuellos son como trompas...(Ra, ta, ta... ¡qué bien suenan!)Esta es nuestra canción de marcha:¡Sí! ¡No! ¡No quiero! ¡No puedo!¡Que lo repita toda la línea con fuerza!A alguien se le cayó la carga de la espalda,¡ojalá fuera la mía!La carga de alguien cayó a la vera del camino...Parémonos gritando ¡Urrr! ¡Yarrh! ¡Grr! ¡Arrh!¡A alguien están golpeando!

Todos los animales juntosSomos los hijos del campamento,sirviendo cada quien en su grado;los que llevan yugo, basto, arreos;mirad, en la llanura, nuestra filaque parece maniota dobladabarriendo el suelo en que rueda.Entre tanto, polvorientos van los hombresa nuestro lado, silenciosos, pesados;

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nadie puede decir por qué marchamosy sufrimos un día tras otro.Somos los hijos del campamento,sirviendo cada quien en su grado;los que llevan yugo, basto, arreos,los que ante la aijada tiemblan.

La Foca Blanca¡Duérmete, niñito! Llegó la noche;

negra es el agua que verde brillaba.La luna, sobre las olas, nos mirarecostadas en su seno dormir.Tu lecho pon donde chocan revueltas,y allí ve y descansa,revuélcate bien, la cola torciendo:no ha de despertarte tormenta airada,ni tiburón osado hará de ti presa.¡Duerme al arrullo del mar que te mece!

(Canción de cuna de las focas.)Lo que voy a narrar ocurrió muchos

años hace, en un lugar llamado Novastoshnah,o Cabo del Noreste, en la Isla de San Pablo, allápor el mar de Behring. Todo esto me lo refirió

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Limmershin, el reyezuelo de invierno, cuandoel viento lo arrojó contra la arboladura de unbarco que llevaba rumbo al Japón; yo lo recogíy me lo llevé a mi camarote; lo calenté y lo ali-menté durante dos días, hasta que se recuperólo suficiente para volar y regresar a San Pablo.Limmershin es un pajarillo de un carácter bas-tante raro, pero no sabe mentir.

Nadie acude a Novastoshnah, exceptopara negocios y los únicos seres que tienen allísiempre negocios que ventilar son las focas.Acuden en los meses de verano por centenaresy por millares, saliendo del mar frío y gris; por-que la playa de Novastoshnah tiene las mejorescualidades del mundo para hospedar a las fo-cas.

Muy bien sabía esto Gancho de Mar, ycada primavera se iba nadando hasta Novas-toshnah, desde cualquier punto en que se halla-ra, en línea recta, como un torpedero, y pasabaun mes luchando con sus compañeros por ga-nar un buen lugar en las rocas, lo más cerca del

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mar que fuera posible. Gancho de Mar teníaquince años y era una enorme foca macho decolor gris, con una piel sobre los hombros queparecía crin, y largos y amenazadores dientescaninos. Cuando se levantaba sobre sus extre-midades anteriores, se elevaba a más de unmetro de altura del suelo, y si alguien hubieratenido suficiente atrevimiento para pesario,hubiera visto que su peso era de unas setecien-tas libras. Estaba todo lleno de cicatrices, seña-les de feroces luchas; pero, a pesar de ello,siempre estaba dispuesto para sostener unalucha más. Ladeaba en tales casos la cabeza,como si sintiera miedo de mirar cara a cara a suenemigo; de pronto, caía sobre él como un rayo,y cuando sus enormes dientes se habían clava-do firmemente en el cuello de su enemigo, pod-ía éste escapar si lo lograba, pero no era cierta-mente Gancho de Mar quien le ayudara a ello.

No obstante, nunca atacó a ninguna focaya herida por otras, pues esto era contra lasreglas de la playa. Tan sólo quería un lugar

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junto al mar para su prole; pero, como cuarentao cincuenta mil focas luchaban por lo mismocada primavera, el silbar, bramar, rugir y reso-plar que se oían en aquella playa era algo te-rrorífico.

Desde una colina llamada Colina deHutchinson cualquiera hubiera podido ver unaextensión de cerca de una legua de tierra ente-ramente cubierta de focas que luchaban entresí; y a la hora de la resaca, la playa se divisabacomo salpicada de puntos que eran las cabezasde otras muchas focas que se apresuraban allegar a tierra para unirse a las combatientes.Luchaban sobre los rompientes, en la arena, yhasta sobre las desgastadas rocas de basaltodonde tenían sus viveros, pues eran tan estúpi-das y tan poco complacientes como si fueranhombres. Sus esposas, las hembras, nunca ibana la isla hasta fines de mayo o principios dejunio, porque no les complacía que pudieranhacerlas pedazos; y en cuanto a las pequeñas dedos, tres y cuatro años, que todavía ignoraban

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cómo mantener una familia, se iban tierra aden-tro, a cierta distancia, al través de las filas de loscombatientes, y se ponían a jugar sobre las du-nas en grupos y en legiones, y destruían cuantaplanta verde crecía allí. Se les llamaba los"holluschickíe" (la gente joven), y sólo en No-vastoshnah había unos doscientos o trescientosmil.

Un día de primavera había terminadoGancho de Mar su pelea número cuarenta ycinco, cuando Matkah, su dulce y suave esposade mirar lánguido, salió del mar, y él la agarrópor el pescuezo y la plantó en el espacio deterreno que se había reservado, diciéndole re-funfuñón:

-Tarde, como siempre. ¿Dónde has esta-do?

La costumbre de Gancho de Mar era nocomer nada durante los cuatro meses que pasa-ba en la playa, y por eso se ponía de malhumor.

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Matkah sabía que lo mejor en tales casosera no contestar nada. Tendió la mirada en tor-no y dijo suave y tiernamente:

-Qué atento has sido conmigo! Tomasteel lugar de otras veces.

-¡Por supuesto que sí! -respondió Gan-cho de Mar-. ¡Mírame!

Estaba lleno de arañazos y sangraba porveinte lugares distintos; tenía un ojo hundido, yen los costados la piel le colgaba a pedazos.

-¡Ah, lo que son los hombres! -dijo Mat-kah, abanicándose con una de las aletas poste-riores-. ¿Por qué no sois razonables y os re-partís en paz y calma los lugares? ¡Parece comosi hubieras peleado con el Cetáceo Carnicero!

-No he hecho ninguna otra cosa sino pe-lear desde mediados de mayo. La playa estáterriblemente llena esta temporada. Lo menosme he encontrado con cien focas de Lukannonque buscaban alojamiento. ¿Por qué no puedequedarse la gente en su propia casa?

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-He pensado muchas veces que sería-mos más felices en la isla de Otter que en unlugar tan concurrido como éste -dijo Matkah.

-¡Bah! Los únicos que van a la isla de Ot-ter son los holluschickie. Si vamos nosotros,dirán que lo hacemos por miedo. Debemosguardar las apariencias, querida.

Hundió orgullosamente Gancho de Marla cabeza entre los gruesos hombros, y duranteunos minutos fingió que dormía, pero durantetodo el tiempo estuvo ojo avizor por si teníaque luchar. Ahora que todas las focas machoscon sus hembras estaban ya en tierra, cualquie-ra podría oír su clamoreo a algunas leguas maradentro, por encima del ruido de los más furio-sos vendavales.

Contando por lo bajo, había en la playapor lo menos un millón de focas: focas viejas,focas madres, pequeñuelos y holluschickie,peleando, retozando, balando, arrastrándose yjugando; y en grupos y a veces formando ver-daderos ejércitos, iba y volvía ese millón del

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mar a la playa y de la playa al mar, y se echa-ban en cada metro de terreno en toda la exten-sión que podía abarcar la vista y se entreteníanen continuas escaramuzas al través de la niebla.Casi siempre hay niebla en Novastoshnah, ex-cepto cuando el sol brilla y hace que todo pa-rezca como cuajado de perlas y matizado conlos colores del iris.

En medio de esa confusión había nacidoKotick, el pequeñuelo de Matkah, y era todocabeza y hombros, con ojos claros, de azul deagua, como deben ser las focas pequeñas; peroalgo había en su piel que hacía que su madre lomirara con mucha atención.

-¡Gancho de Mar -dijo al cabo- nuestrohijo va a ser blanco!

-¡Caramba! -refunfuñó Gancho de Mar-.Nunca se ha visto cosa tan rara en el mundocomo una foca blanca.

-Pues no sé qué decirte; ahora se vera.

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Y cantó con voz baja y berreante la can-ción de las focas que todas las que son madrescantan a sus hijos:

No debes nadar hasta que tengas seissemanassi no quieres hundirte sin remedio;tormentas estivales y feroces cetáceosmalos son para las focas pequeñas.Malos son para las focas pequeñas, ratoncillomío,tan malos, tan malos como sólo ellos puedenser.Pero báñate, crece, hazte fuerte,y entonces no tengas ya miedo,hijo del inmenso mar.

Por supuesto, el pequeñuelo no enten-dió al principio aquellas palabras. Chapoteaba,o andaba a gatas al lado de su madre, y apren-dió a escaparse, tropezando, cuando veía a supadre peleando con otra foca y ambos rodabanbramando ferozmente por encima de las resba-ladizas rocas. Matkah solía ir al mar a buscar

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comida y al pequeño sólo se le alimentaba unasola vez cada dos días; pero entonces comíacuanto podía y así iba creciendo.

Lo primero que hizo fue gatear tierraadentro, y allí encontró miles y miles de pe-queñuelos de su misma edad, y jugaron todoscomo cachorros y durmieron en la arena lim-pia, y luego jugaron de nuevo. La gente vieja delos viveros no hacía caso de ellos, y los hollus-chickie se mantenían en su propio terreno, y asílos chiquillos podían jugar a sus anchas.

Al volver Matkah de su pesca en altamar, íbase derechamente al lugar de los juegosy llamaba como la oveja llama a su corderillo, yesperaba hasta que le contestara otro balido deKotick. Entonces se iba en derechura hacia él,abriéndose paso con las aletas delanteras, dan-do golpes y echando por el suelo a derecha eizquierda a los chiquillos que le estorbaban.Siempre había unos centenares de madres queiban en busca de sus hijos al través del lugar delos juegos; los pequeños llevaban una vida muy

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animada. Pero, como le dijo Matkah a Kotick:"Mientras no te eches en el fango y cojas sarna;mientras no te restriegues una cortadura o ara-ñazo en la dura arena; mientras, finalmente, nose te ocurra ir a nadar con la mar picada, nadapodrá dañarte aquí."

Cuando las focas son pequeñas, no sa-ben nadar, igual que sucede con los niños; perono están contentas hasta que aprenden. La pri-mera vez que Kotick se echó al mar, una ola selo llevó a donde había más profundidad de laconveniente para él, y su gruesa cabeza se hun-dió, y sus pequeñas aletas posteriores se fueronpor lo alto encima del agua, tal y como habíadicho su madre que sucedería en la canción quehemos copiado; gracias a que otra ola lo recogióy lo lanzó de nuevo a la playa, porque si no, sehubiera ahogado.

Después de esto, aprendió a estarse ten-dido en un charco de la playa, y dejar que lasoleadas lo cubrieran y lo levantaran mientras élchapoteaba; pero siempre se mantuvo alerta

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por si venían grandes olas que pudieran cau-sarle daño. Durante dos semanas estuvoaprendiendo cómo usar de sus aletas; y esto,mientras entraba y salía del agua deslizándose,y tosía, gruñía, se arrastraba por la playa ydormitaba sobre la arena, y luego, de nuevo alas andadas. Finalmente se convenció de que elagua era verdaderamente su elemento.

Entonces, ya podemos imaginarnos loque se divertiría con sus compañeros, dandochapuzones para pasar bajo las olas, o llegandoa la playa sobre la cresta de una de ellas y ca-yendo con un ruido sordo, y resoplando, parano ahogarse, en tanto que la enorme ola subíacomo torbellino por la arena; o alzándose sobrela cola y rascándose la cabeza, como la gentemadura lo hacía; o jugando a "Yo soy el rey delcastillo" sobre las rocas resbaladizas y llenas devegetación, que asomaban a flor de agua. Decuando en cuando veía una delgada aleta, se-mejante a la de un enorme tiburón, que iba cos-teando, y como sabía que aquello era el Cetáceo

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Carnicero, el delfín, que se come a las focaspequeñas cuando puede apoderarse de ellas,Kotick se dirigía como una flecha hacia la playay la aleta se alejaba bailando lentamente sobreel agua, como si nada buscara por allí.

A fines de octubre empezaron las focasa abandonar la isla de San Pablo para internar-se en alta mar, reunidas en familias y en tribus,y no hubo más peleas por causa de los viveros,y los holluschickie podían jugar donde les plu-guiera. "El año que viene -díjole Markah a Ko-tick-, tú serás también un holluschickie; peroeste año deberás aún aprender cómo se cazanlos peces."

Partieron juntos, al través del Pacifico, yMatkah le enseñó a Kotick a dormir de espal-das, con las aletas plegadas a los lados, y consolo la naricilla asomando por encima del agua.No hay cuna tan cómoda como el largo y conti-nuo balanceo de las aguas del Pacífico. CuandoKotick empezó a sentir cierto hormigueo en lapiel, Matkah le dijo que entonces estaba apren-

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diendo a "sentir el agua", y que esos hormigue-os y pinchazos significaban que haría maltiempo, por lo que deberían nadar más aprisa yalejarse.

-Dentro de poco -le dijo-, sabrás a dóndehabrás de nadar, pero por ahora seguiremos alcerdo marino, a la marsopa, que sabe mucho.

Toda una escuela de marsopas agitábasey se chapuzaba en el agua, correteando de unlado para otro, y Kotick las siguió tan rápida-mente como pudo.

-¿Cómo saben ustedes hacia dónde hayque ir? -preguntó anhelante.

La directora de la escuela movió losblancos ojos mirando a todos lados y se lanzóde cabeza bajo el agua.

-Siento hormigueos en la cola, mucha-cho -respondió- Esto quiere decir que detrás demí viene un temporal. ¡Vámonos! Cuando unose encuentra al sur del mar Pegajoso (queríadecir el Ecuador), y siente que le pica la cola,eso quiere decir que te viene de frente un tem-

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poral y que hay que dirigirse hacia el Norte.¡Ven! La mar está aquí muy picada.

Ésta fue una de las muchas cosas queaprendió Kotick, y siempre estaba aprendien-do. Matkah le enseñó a perseguir los bacalaos ylas platijas a lo largo de los bancos de arena, yasí mismo a arrancar el esperinque de sus agu-jeros tapados con hierba; le enseñó cómo bor-dear los restos de naufragios depositados a cienbrazas bajo el agua, y lanzarse con la rapidezde una bala entrando por una de las portas ysaliendo por la otra, como hacen los peces;cómo sostenerse sobre la cresta de las olascuando los rayos cruzan el espacio, y saludarcortésmente al albatros de corta y ancha cola, oal halcón, el navío de guerra, cuando éstos pa-san por los aires siguiendo la dirección delviento; cómo saltar tres o cuatro pies fuera delagua, como lo hacen los delfines, con las aletasapretadas a los lados y la cola encorvada. Y leenseñó a dejar tranquilos a los peces voladoresporque no son sino un montón de espinas; y

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cómo arrancar de un bocado un pedazo de es-palda a un bacalao corriendo a toda velocidad adiez brazas bajo la superficie del mar; a no pa-rarse nunca a mirar un bote o un buque, perosobre todo a ningún barco de remos. A los seismeses, lo que Kotick no sabía sobre la pesca enalta mar, era porque no valía la pena de saber-se, y durante todo este tiempo sus aletas nuncatocaron tierra seca.

Sin embargo, un día, mientras dormita-ba en las tibias aguas, en un sitio cercano a laisla de Juan Fernández, se sintió como con unadejadez y un mareo en el cuerpo, exactamentecomo se sienten las personas al llegar la prima-vera, y recordó las dulces y seguras playas deNovastoshnah, a siete mil millas de distancia;los juegos con sus compañeros; el olor de lasplantas marinas, y el bramar de las focas y lasluchas continuas. En ese mismo instante hizorumbo hacia el Norte, nadando pausadamente,y al poco tiempo encontró a muchísimos de sus

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compañeros que llevaban la misma dirección, yellos le dijeron:

-¡Salud, Kotick! Este año sómos todosholluschickie y podemos bailar la danza delfuego en los rompientes de Lukannon, y jugarsobre la hierba. Pero, ¿de dónde sacaste esa,piel?

Ahora la piel de Kotick era casi comple-tamente blanca, y aunque se sentía muy orgu-lloso de ella, dijo tan sólo:

-¡Nademos aprisa! Los huesos me due-len por el deseo de llegar a tierra.

Y así se fueron todos a las playas dondehabían nacido, y oyeron a sus padres, las focasviejas, peleándose entre la niebla.

Aquella noche Kotick bailó la danza delfuego con las focas de un año de edad. El marestá lleno de fuego en las noches de verano entodo el espacio que va de Novastoshnah a Lu-kannon, y cada foca deja en pos de sí una estelacomo de aceite hirviendo, y como un haz dechispas al saltar en el agua, y las olas rompen

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las unas contra las otras en grandes y fosfores-centes rayas y remolinos. Fuéronse despuéstierra adentro hacia los lugares reservados a losholluschickie, y se revolcaron en el recién naci-do trigo silvestre, y refirieron las historias de loque habían hecho durante el tiempo de su es-tancia en el mar. Hablaban del Pacífico comohablarían los niños del bosque en el que estu-vieron jugando y recogiendo frutos, y si alguienlos hubiera oído, con los datos que suministra-ban hubiera podido trazar un mapa tan deta-llado como nunca hubo otro alguno. Losholluschickie de tres y cuatro años de edad seprecipitaron desde la colina de Hutchinsongritando:

-¡Largo de aquí, jóvenes! El mar es hon-do y ustedes no saben todo lo que hay en él.Esperen hasta que hayan doblado el cabo. ¡Ji, ji!¡Pequeño! ¿Dónde conseguiste esa piel tanblanca?

-No la conseguí -respondió Kotick-.Creció sola.

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Y exactamente cuando iba a darle un re-volcón a la que acababa de hablar, dos hombresde cabello negro y rojas caras aplastadas, salie-ron de detrás de una duna, y Kotick, que nuncahabía visto a un hombre, tosió y bajó la cabeza.Los holluschickie tan sólo se replegaron enmontón a unos metros de distancia y se senta-ron, mirando estúpidamente. Los hombres erannada menos que Kerick Booterin, jefe de loscazadores de focas de la isla, y Patalamon, suhijo. Venían de la aldea situada a una medialegua del vivero de las focas, y estaban deci-diendo cuáles escogerían para llevarlas al ma-tadero (pues las focas sé dejan conducir comocorderos) para convertirlas más tarde en abri-gos de piel para señoras.

-¡Oh! -exclamó Patalamon-. ¡Mira! Allíhay una foca blanca.

Kerick Booterin se puso casi completa-mente blanco, bajo la capa de aceite y humoque le cubría la cara, pues era un aleuta, y los

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aleutas no son gente limpia. Luego, empezó amurmurar una oración.

-No la toques, Patalamon -dilo-. No sehabía vuelto a ver una foca blanca.., desde quenací. Quizás es el alma del viejo Zaharrof. Des-apareció el año pasado durante aquella terribletempestad.

-No me le acercaré -respondió Patala-mon-. Da mala suerte. ¿Crees realmente que seael alma del viejo Zaharrof, que vuelve del otromundo? Le debo algunos huevos de gaviota.

-No la mires -dijo Ketick-. Llévate eserebaño de las de cuatro años. Los hombres de-bieran desollar hoy doscientas, pero apenasempieza la temporada y les falta práctica. Concien bastará. ¡Anda!

Patalamon hizo sonar un par de omó-platos de foca dándole al uno contra el otrofrente a la manada de holluschickie, y todos sequedaron como muertos, quietos, y resoplando.Adelantó luego unos pasos y las focas empeza-ron a moverse, y Kerick las iba guiando tierra

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adentro, y ellas ni siquiera intentaban regresara donde estaban sus compañeras. Centenaresde miles de otras focas vieron cómo se las lle-vaban, pero siguieron jugando como si nadasucediera. Kotick fue el único que hizo algunaspreguntas, pero ninguno de sus compañerossupo qué cóntestar, excepto que los hombressiempre se llevaban de esa manera muchas fo-cas durante seis semanas o dos meses cada año.

-Las seguiré -dijo, y sus ojos casi se lesaltaban mientras seguía al rebaño.

-Nos sigue la foca blanca -gritó Patala-mon-. Ésta es la primera vez que una foca vieneal matadero por sí sola.

-¡Chist! ¡No mires hacia atrás! -respondió Kerick-. ¡Es el alma de Zaharrof! De-beré hablarle de esto al sacerdote.

La distancia hasta el matadero no eramás que de unos ochocientos metros, pero se lefue una hora entera en recorrerla, porque Ke-rick sabía que si las focas iban demasiado apri-sa, se acalorarían, y entonces, al desollarlas, la

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piel saldría a pedazos. Por tanto, fueron muydespacio, pasando por la Garganta del LeónMarino y por la Casa de Webster, hasta quellegaron a la Casa de la Sal, mucho más allá delalcance de las miradas de las focas que perma-necían en la playa. Kotick proseguía su perse-cución, anhelante y asombrado. Creyó que sehallaba en el fin del mundo, pero los bramidosprocedentes de los viveros de las focas que seoían detrás de él, resonaban tan fuertementecomo un tren al pasar por un túnel. EntoncesKerick se sentó sobre la hierba, y sacó un pesa-do reloj de peltre y dejó que el rebaño se enfria-ra algo durante treinta minutos, y Kotick podíaescuchar cómo caían de la gorra de aquel hom-bre las gotas de agua que la niebla había dejadoen ella. Luego Kotick pudo ver a diez o docehombres más, cada uno de ellos armado de unacachiporra recubierta de hierro, de un metromás o menos de largo; Kerick les señaló una odos focas del rebaño que habían sido mordidaspor sus compañeras, o que aún no se enfriaban

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bastante, y los hombres las apartaron del reba-ño, a puntapiés, propinados con sus pesadasbotas de piel de morsa. Kerick dijo entonces:

-¡Ahora!Y los hombres golpearon en la cabeza

con las cachiporras a las morsas, con toda larapidez posible.

Diez minutos después, Kotick ya no re-conocía a sus compañeras, pues sus pieles hab-ían sido arrancadas desde la nariz hasta lasaletas posteriores, secadas y puestas en el sueloformando un gran montón.

Esto fue suficiente para Kotick. Se vol-vió en redondo y galopó (una foca puede galo-par velozmente durante un breve rato) de nue-vo hacia el mar, con sus nacientes bigotes eri-zados de terror. En la Garganta del León Mari-no, donde esos animales descansan en el lugarhasta donde llega la resaca, se lanzó de cabeza,aletas en alto, en el agua fresca, y allí se balan-ceó, suspirando tristemente.

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-¿Quién anda allí? -gruñó un león demar, porque, en general, a éstos no les placeotra sociedad que la de sus iguales.

-¡Scoochnie! ¡Ochen scoochnie! (Estoysolo, muy solo) -dijo Kotick-. ¡Están matando atodos los holluschickie en todas las playas!

El león marino volvió la cabeza en di-rección a tierra.

-¡Tonterías! -respondió-. Tus amigosestán alborotando como siempre. Seguramenteviste a ese viejo de Kerick despachando unamanada. Hace treinta años que está haciendo lomismo.

-¡Es horrible! -dijo Kotick, nadandohacia atrás en el momento en que lo cubría unaola, y afirmando el cuerpo con un movimientoen espiral de sus aletas, qúe lo levantó comple-tamente erguido y a tres pulgadas de distanciadel borde dentado de una roca.

-¡No lo hiciste mal para tu edad! -dijo elleón marino, buen juez en materia de natación-.Supongo que fue horrible para ti, juzgando la

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cosa según tu criterio; pero si ustedes las focasse empeflan en venir aquí año tras año, loshombres, por supuesto, lo saben, y a menos quepuedan ustedes encontrar una isla a la que ellosno vayan, siempre serán perseguidas.

-¿No existe alguna isla de ésas?-He perseguido al poltoos (la platija)

durante veinte años, y todavía no puedo decirque haya encontrado tal isla. Pero, mira.. . (veoque te gusta hablar con tus superiores), podríasir al islote del Caballo Marino y hablar con SeaVitch. Quizás él sepa algo. No salgas disparadode esa manera. Hay una distancia de seis millashasta allá, y si yo estuviera en tu lugar echaríaantes un sueñecito, pequeño.

A Kotick le pareció muy bueno el conse-jo; de modo que nadó hasta su propia playa,saltó a tierra y durmio media hora con estreme-cimientos en todo el cuerpo, como suelenhacerlo las focas. Después salió al islote delCaballo Marino, un pequeño trozo de isla roco-sa situada casi al noreste de Novastoshnah,

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lleno de picos y de nidos de gaviotas, donde lasmorsas se reunían.

Saltó a tierra junto al viejo Sea Vitch, elenorme, feo, hinchado y granujiento caballomarino del Norte del Pacífico, ancho de cuello,de colmillos largos, sin otros modales que losque tiene cuando duerme... que es lo que hacíaentonces, con las aletas posteriores mitad fueray mitad dentro del agua.

-¡Despierta! -díjole ladrando Kotick,porque las gaviotas hacían mucho ruido.

-¡Ah! ¡Oh! ¿Qué?... ¡qué hay!... -dijo SeaVitch, y le dio un golpe con los colmillos a lamorsa que tenía al lado, despertándola, y éstagolpeó a la más próxima, y así sucesivamente,hasta que todas estuvieron despiertas y mira-ron en todas direcciones, excepto en la que deb-ían.

-¡Je, je! Soy yo -dijo Kotick, agitándoseen la orilla, donde tenía el aspecto de una pe-queña babosa blanca.

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-¡Vaya! ¡Que me desuellen!... -exclamóSea Vitch, y todos miraron a Kotick, como pue-de imaginarse uno que los soñolientos viejossocios de algún casino mirarían a un niño queapareciera entre ellos.

Kotick no quiso que hablaran más dedesollar, pues ya había visto demasiado de eso.Así pues, dijo gritando:

-¿No hay un lugar a donde puedan ir lasfocas, sin peligro de que se encuentren conhombres?

-Ve y búscalo tú -respondió Sea Vitch,cerrando los ojos-. ¡Vete, que bastante quehacertenemos aquí!

Kotick, al estilo de los delfines, dio unsalto en el aire y gritó a plenos pulmones:

-¡Tragaostras! ¡Tragaostras!Sabía que Sea Vitch nunca había cogido

un pez en toda su vida, sino que se limitaba ahozar buscando ostras y plantas marinas, loque no impedía que se las echara de terrible.Naturalmente, los chickies, los gooverooskies y

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los epatkas, las gaviotas de todas clases y losmergos que siempre están buscando el momen-to de mostrar su mala educación, hicieron cororepitiendo aquellas palabras, y -así me lo contóLimmershin-, por casi cinco minutos no hubie-ra podido oírse el disparo de una escopeta en elislote del Caballo Marino. Toda la poblacióngritaba a voz en grito:

-¡Tragaostras! ¡Stareek! (viejo). Y entre-tanto Sea Vitch se movía de un lado a otro, re-funfuñando y tosiendo.

-¿Hablarás ahora? dijo Kotick casi sinaliento.

-Anda y pregúntale a Vaca Marina -respondió Sea Vitch-. Si todavía vive, ellapodrá decírtelo.

-¿Y cómo conoceré a Vaca Marina cuan-do la encuentre? -dijo Kotick, marchándose ya.

-Es la única cosa más fea, de lo que exis-te en el mar, que el mismo Sea Vitch -gritó unagaviota deslizándose bajo las mismas barbas deéste-; lo más feo y de peores modales. ¡Stareek!

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Nadó de nuevo Kotick hacia Novas-toshnah dejando que las gaviotas gritaran cuan-to quisieran. Pero allí se encontró con que nadietomaba el menor interés por descubrir un lugartranquilo para las focas. Le dijeron que loshombres siempre se habían llevado a losholluschickie, que esto era parte de su trabajodiario, y que si no quería ver cosas desagrada-bles, no debería haber ido a los mataderos. Peroningima de las otras focas había visto aquellasmatanzas, en no haberlas visto estribaba la di-ferencia entre él y sus compañeras. Además,Katick era una foca blanca.

-Lo que debes hacer -dijo Gancho deMar después que oyó las aventuras de su hijo-,es crecer y convertirte en una foca grande comotu padre, y tener un vivero en la playa; enton-ces te dejarán en paz. En otros cinco años yaestarás capacitado para valerte y defendertepor ti mismo.

Y hasta la amable Matkah, su madre, di-jo:

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-Nunca podrás detener esas matanzas.Anda y juega en el mar, Kotick.

Y se fue éste y bailó la danza del fuego,pero con el corazón oprimido por la tristeza.

Aquel otoño abandonó la playa tanpronto como pudo y se puso en marcha com-pletamente solo porque le bullía una idea en sucabeza. Iba en busca de la Vaca Marina, si eracierto que existía en el mar tal personaje, y en-contraría una isla tranquila con playas seguraspara que viviesen allí las focas, y en donde elhombre no pudiera llegar hasta ellas. Así pues,exploró y exploró él solo desde el Norte al Surdel Pacífico, nadando hasta trescientas millasen veinticuatro horas. Imposible sería narrartodas sus aventuras; por poco escapó de serdevorado por los tiburones y por el pez marti-llo, y tropezó con todos los más peligrososmalhechores que vagan por los mares, y congrandes e inofensivos peces, y con las conchaspintadas de color escarlata que permanecencomo ancladas en un mismo sitio por centena-

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res de años, y en ello cifran su orgullo. Peronunca encontró a la Vaca Marina, ni una islacomo aquella en la que soñaba. Si la playa eramuy buena, dura, con un poco de declive tierraadentro donde las focas pudieran jugar, siem-pre se veía en el horizonte la columna de humode un ballenero que estaba hirviendo grasa, yKotick sabía lo que aquello significaba. O bien,notaba que la isla había sido visitada por lasfocas y que éstas habían sido muertas, y Koticksabía que donde el hombre había puesto unavez los pies, allí regresaría de nuevo.

Juntóse con una vieja albatros que le di-jo que la isla de Kerguelen era el mejor lugarpara vivir con paz y tranquilidad, y cuandoKotick se dirigió hacía allá, por poco quedahecho pedazos contra la negra y acantilada cos-ta, durante una fuerte tormenta de granizoacompañada de rayos y truenos. No obstante,luchando contra el viento, pudo ver que allíhabía habido en alguna ocasión un vivero de

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focas. Lo mismo le sucedió en cuantas islas vi-sitó.

Limmershin me mencionó la larga listade todas ellas, porque Kotick se pasó cinco es-taciones en continua exploración, intercalandoun descanso anual de cuatro meses en Novas-toshnah, durante el cual los holluschickie seburlaban de él y de sus islas imaginarias. Estu-vo en las Galápagos, un Sitio horriblementeseco del Ecuador en donde le pareció que lococían vivo; fue asimismo a las islas Georgias, alas Orcadas, a la isla de la Esmeralda, a la delRuiseñor, a la de Gough, a la de Bouvet, a la deCrossets y hasta a una isleta, no más grandeque una mancha, que se encuentra en el sur delcabo de Buena Esperanza. Mas en todas esaspartes le dijeron lo mismo. Las focas habían idoa esas islas en tiempos inmemoriales, y habíansido perseguidas y exterminadas por los hom-bres. Inclusive en una ocasión en que nadóunos miles de millas y llegó a un lugar llamadoCabo Corrientes (y esto sucedía cuando volvía

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de la isla de Gough), se encontró a unos cente-nares de focas sarnosas que descansaban sobreuna roca, y ellas le dijeron que también allí ibanlos hombres.

Esto la entristeció hasta el fondo del co-razón, y enfiló hacia el Cabo para regresar a suspropias playas; por el camino abordó a una islallena de verdes árboles, en donde encontró auna foca muy, muy vieja, moribunda; Kotickcogió algunos peces para ella y le contó susdesventuras.

-Ahora -le dijo Kotick-, regreso a Novas-toshnah y si me llevan al matadero con losholluschickie, poco me importará.

La foca vieja le dijo:-Prueba una vez más. Yo soy la última

de la perdida tribu de Masafuera, y en los díasen que los hombres nos mataban a centenaresde miles, corría por las playas la conseja de quealgún día una foca blanca, venida del Norte,llevaría al pueblo de las focas a un lugar tran-

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quilo. Soy vieja y jamás veré ese día, pero otrassí lo verán. Prueba una vez más.

Kotick se retorció los bigotes (y los teníamuy hermosos), y dijo:

-Yo soy la única foca blanca que ha na-cido en playa alguna, y yo soy también la úni-ca, blanca o negra, que haya pensado en descu-brir nuevas islas.

Este encuentro la animó muchísimo, ycuando aquel verano estuvo de nuevo de regre-so en Novatoshnah, Matkah, su madre, le rogóque se casara y viviera tranquilo, porque ya noera un holluschickie, sino un Gancho de Mar,hecho y derecho, con su blanca melena rizadasobre la espalda, y tan pesada, grande y de fe-roz aspecto como la de su padre.

-Dame una estación más de espera -respondió él-. Acuérdate, madre: siempre es laséptima ola la que llega más lejos en la playa.

Cosa curiosa fue que hubo otra foca quetambién pensó en aplazar el casarse hasta elpróximo año, y Kotick bailó con ella la danza

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del fuego en toda la extensión de la playa deLukannon, la noche antes de que saliera para elúltimo de sus viajes de exploración.

En esta ocasión se dirigió hacia el oeste,porque había descubierto el rastro de un grannúmero de platijas, y él necesitaba por lo me-nos un centenar de libras de pescado para man-tenerse en buena salud. Las persiguió hastacansarse, y entonces se enroscó y se durmió enuno de los agujeros que deja en la tierra la resa-ca, en dirección a la isla del Cobre. Conocíaperfectarnente aquella costa, y así, hacia me-dianoche, cuando sintió que caía blandamenteen un lecho de plantas marinas, dijo:

-¡Huy! La marea sube rápidamente estanoche.

Y dando media vuelta en el agua, abriólos ojos calmosamente y se desperezó. Peroluego brincó como un gato, porque vio algoenorme que olfateaba por encima de los bajíosy engullía grandes flecos de algas.

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-¡Por las olas del Estrecho de Magalla-nes!... -se dijo-. ¿Quiénes son esas personas?

No eran como los caballos marinos, nicomo los leones ni como los osos de mar, nicomo las focas, ballenas, tiburones, peces oconchas que Kotick estaba acostumbrado a ver.Tenían entre veinte y treinta pies de largo ycarecían de aletas posteriores; pero tenían encambio una cola en forma de pala, que parecíahaber sido recortada de un pedazo de cueromojado. Sus cabezas tenían un aire de lo másestúpido que verse pueda, y se balanceaban enel agua, en el extremo de sus colas, cuando co-mían, saludándose solemnemente unos a otrosy agitando sus aletas delanteras, como losfiambres muy gruesos mueven los brazos.

-¡Ejem! dijo Kotick-. ¿Pinta bien la suer-te, caballeros?

Y aquellos seres enormes respondieronsaludando y agitando las aletas, como lo hacíaFrog-Footman. Cuando empezaron a comer denuevo, notó Kotick que el labio superior lo ten-

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ían partido en dos pedazos que podían apartaruno del otro cosa de medio metro y que podíanjuntarlos otra vez luego, sosteniendo con am-bos pedazos más de media fanega de algas. Lasmetían en la boca y mascaban solemnemente.

-¡Vaya un sucio modo de comer! -dijoKotick. Como saludaron nuevamente, Kotickempezó a perder la paciencia.

-¡Bueno! -dijo-. Si es que tenéis una arti-culación extra en las aletas delanteras, no deb-éis demostrarlo tanto. Veo que saludáis conmucha gracia, pero quisiera saber cómo osllamáis.

Los labios partidos se movieron y se se-pararon, y los vítreos y verdes ojos miraronfijamente; pero aquellos seres no pronunciaronpalabra.

-¡Vaya! -prosiguió Kotick-. Vosotros soislas únicas personas que he encontrado más feasque Sea Vitch... y peor educadas que él.

Acudió entonces a su memoria con larapidez del relámpago lo que le había dicho la

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gaviota en la isla del Caballo Marino cuando notenía más de un año; se dejó caer de espaldas alagua, sintiéndose contento porque supo quehabía encontrado a la Vaca Marina.

Las vacas marinas continuaron buscan-do algas y mascándolas, y mientras tanto Ko-tick les hacía preguntas en cada uno de los len-guajes que había aprendido en sus víajes, y hayque saber que el pueblo marino usa casi tantoslenguajes como los seres humanos. Pero lasvacas marinas no le respondieron, porque nohablan. Tienen únicamente seis huesos en elcuello en vez de siete, y dice la gente del mun-do submarino que tal cosa les impide hablarhasta a los de su misma clase. Pero, como ya lodijimos, tienen una articulación extra en lasaletas delanteras, y, al moverlas de arriba abajoy de un lado al otro, forman una especie detorpe clave telegráfica con la que se entiendenentre ellas.

Al clarear el día, la melena de Kotick es-taba completamente erizada, y su paciencia

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había ido a parar a donde van los cangrejoscuando mueren. Entonces, las vacas marinasempezaron a hacer rumbo hacia el Norte conmucha calma, parándose de cuando en cuandopara llevar a cabo absurdos conciliábulos enque no hacían otra cosa que saludarse, y Koticklas seguía, diciéndose:

-La gente que es tan estúpida como ésta,hace mucho tiempo que hubiera sido muerta sino hubiese encontrado alguna isla en la quepueda vivir sin cuidado; y lo que es bastantebueno para la vaca marina, lo es también paraGancho de Mar. Sea como fuere, ojalá que seapresuraran un poco más.

Era aquello un fatigoso trabajo para Ko-tick. La manada sólo recorría cuarenta o cin-cuenta millas al día, se paraba de noche paracomer y siempre se mantenía cerca de la playa,en tanto que Kotick nadaba en torno suyo, porencima y por debajo, pero no lograba que fue-ran ni media milla más aprisa.

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Al acercarse más hacia el Norte, tuvie-ron otros conciliábulos a intervalos de unascuantas horas, y Kotick casi se arrancaba losbigotes de tanto mordérselos, por la impacien-cia, hasta que finalmente vio que remontabanuna corriente de agua tibia, y entonces respetóun poco más a aquellos seres.

Una noche se hundieron al través delagua reluciente -se hundían como piedras-, y,por primera vez desde que él los conociera,empezaron a nadar rápidamente. Las siguióKotick, y tanta rapidez lo dejó admirado, por-que nunca pensó que las vacas marinas fuesentan buenas nadadoras. Se dirigieron hacia unsitio acantilado de la costa, que se hundía en elagua, y se sumergieron en un agujero que habíaal pie, a veinte brazas bajo el mar. Nadaron ynadaron en aquel oscuro túnel, y Kotick que ibatras ellas sintió que necesitaba desesperada-mente aire fresco después de haber nadadotanto.

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-¡Por vida de!... dijo al salir, boqueandoy resoplando, al mar abierto y libre, en el ladoopuesto-. Fue largo el chapuzón, pero valió lapena.

Las vacas marinas se separaron unas deotras, y comían perezosamente a la orilla de lasmás bellas playas que Kotick jamás viera. Hab-ía allí grandes extensiones de roca, desgastaday pulida, que se extendían por millas enteras,adecuadas para viveros de focas; otras que es-taban formadas de dura arena, detrás de lasprimeras y en declive tierra adentro, buenaspara jugar en ellas; y rompientes para que pu-diesen bailar las focas sobre el agua; blandahierba para revolcarse; dunas para trepar por laarena, descendiendo luego; y, lo mejor de todo,Kotick supo, con solo tocar el agua, cosa quenunca engaña a un Gancho de Mar, que jamáshabía llegado un hombre hasta allí.

Lo primero que hizo fue asegurarse deque la pesca era buena, y luego nadó bordean-do la playa y conté todos los deliciosos y bajos

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islotes de arena, medio escondidos en la her-mosa y rastrera niebla. A lo lejos, hacia el Nor-te, se veía una línea de bancos de arena, de es-collos y de rocas que le hubieran impedido acualquier barco acercarse a menos de seis mi-llas de la playa, y entre las islas y la tierra firmehabía un profundo canal que llegaba a tocar losacantilados perpendiculares de la costa, debajode los cuales se abría la boca del túnel.

-Esto es otro Novastoshnah, pero diezveces mejor -dijo Kotick-. La vaca marina ha deser más lista de lo que yo creía. Los hombres -silos hubiera- no podrían bajar por los cantiles;en cuanto a los escollos del lado del mar, pron-to convertirían a cualquier barco en un montónde astillas. Si hay un lugar en el mar que seaseguro, éste es, indudablemente.

Empezó a pensar en la foca que habíadejado esperándolo, pero, aunque mucho qui-siera apresurarse por volver a Novastoshnah,exploró completamente aquel nuevo país, parapoder contestar a cuanta pregunta se le forrnu-

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lara. Luego se zambulló en el agua y se metiópor la boca del túnel, y nadó por él rápidamen-te hacia el Sur. Sólo una vaca marina o una focahubieran pensado que existía un lugar comoaquél, y cuando desde lejos Kotick se volviópara mirar hacia los acantilados, se maravillóde haber estado allí.

Tardó seis días en regresar a su país,aunque no iba nadando despacio, y, cuandotocó tierra por la Garganta del León Marino, loprimero que vio fue a la foca que le esperaba, lacual, al ver cómo brillaban los ojos de Kotick,comprendió que al fin había encontrado la isladeseada.

Pero los holluschickie y Gancho de Mar,su padre, y todas las demás focas, se burlaronde él cuando les dijo lo que había descubierto, yuna foca de su misma edad, le dijo:

-Todo eso está muy bien, Kotick, perono puedes venir quién sabe de dónde y orde-narnos que abandonemos este lugar. Recuerdaque hemos luchado largo tiempo por nuestros

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viveros, y eso tú no lo hiciste nunca; preferisteandar buscando por esos mares. -Al oír esto, lasdemás focas se rieron, y la foca joven movió lacabeza a uno y otro lado. Se había casado aquelmismo año, y por eso se daba mucha importan-cia.

-Yo no tengo vivero que defender -dijoKotick-. Tan sólo deseo mostrarles un lugardonde podrán todos vivir tranquilos. ¿Para quéestar siempre luchando?

-¡Oh! Si tratas de salirte por la tangente,por supuesto nada más tengo que decir dijo lafoca joven, con una risita sarcástica.

-¿Vendrás si lucho contigo y te venzo? -dijo Kotick; brilló una luz verde en su mirada,porque estaba verdaderamente furioso de tenerque combatir.

-¡Muy bien! -respondió la foca joven,como al descuido-. Si me vences, iré contigo.

Ni siquiera tuvo tiempo de cambiar deopinión, pues ya Kotick alargaba la cabeza ysus dientes se clavaban en la gordura del cuello

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de la joven foca. Luego se echó hacia atras yarrastró a su enemiga por la playa, la sacudió, yla golpeó, revolcándola por el suelo.

Luego, Kotick, dirigiéndose a las focas,rugió:

-Hice todo lo que pude por ustedes du-rante las últimas cinco estaciones. Encontré laisla en donde pueden vivir seguras, pero a me-nos de que les arranquen la estúpida cabeza delcuello, no creerán ustedes lo que se les dice.Pero ya les enseñaré yo... ¡En guardia!

Me contó Limmershin que nunca en suvida -y cada año él ve diez mil focas viejas enluchas continuas-, que nunca en su pequeñavida vio cosa semejante a la embestida que dioKotick contra los viveros. Se lanzó contra elmayor "gancho de mar" que tuvo a su alcance,lo cogió por el pescuezo, casi ahogándolo, y lozarandeó y golpeó de lo lindo hasta que el otrole pidió que le perdonara la vida; después deesto, lo arrojó a un lado y arremetió contra elsiguiente. Hay que ver que Kotick nunca había

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ayunado durante cuatro meses al año, como lohacen las focas grandes; sus viajes a nado enalta mar lo mantenían en excelentes condicio-nes, y, lo mejor de todo, nunca antes había pe-leado. Su blanca melena se erizaba de cólera, lellameaban los ojos y brillaban sus grandes ca-ninos, y en resumen, ofrecía magnífico aspecto.

El viejo Gancho de Mar, su padre, lo viobatiéndose desenfrenadamente, arrastrandopor el suelo a viejas focas cuyo pelo empezabaa encanecer, arrastrándolas como si fueran pla-tijas, y a las más jóvenes revolcándolas por to-dos lados, y entonces, Gancho de Mar dio ungran bramido y gritó:

-Puede ser tan tonto como se quiera, pe-ro es el mejor luchador de estas playas. ¡Nopelees con tu padre, hijo mío! ¡Estoy de tu par-te!

Kotick respondió con otro bramido y elviejo Gancho de Mar, caminando como los pa-tos y resoplando como locomotora, se mezclóen la lucha, en tanto que Matkah y la foca que

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iba a casarse con Kotick, se agachaban y con-templaban a sus hombres. Fue una pelea admi-rable, pues las dos focas lucharon hasta que yano hubo foca que osara levantar la cabeza, yentonces se pasearon orgullosamente de unextremo al otro de la playa, emparejadas y mu-giendo.

Por la noche, cuando la aurora borealparpadeaba y lanzaba vivos destellos al travésde la niebla, trepó Kotick a una desnuda roca ymiró hacia abajo, hacia los destruidos viveros ylos heridos y sangrantes cuerpos de las focas.

-Ahora -dijo-, les di la lección que nece-sitaban.

-¡Por vida mía! -exclamó el viejo Ganchode Mar, enderezándose trabajosamente puesestaba todo derrengado-. ¡Ni el mismo CetáceoCarnicero les hubiera hecho más daño! ¡Hijomío, me siento orgulloso de ti, y lo que es más,iré a tu isla... si es verdad que existe!

-¡Atención, piara de cerdos marinos!¿Quién viene conmigo al túnel de la Vaca Ma-

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rina? ¡Respondan, o empiezo de nuevo! -rugióKotick.

Se produjo un murmullo como el suaverumor de la marea cuando sube o baja por lasplayas.-¡Iremos contigo! dijeron miles de voces fatiga-das-. Seguiremos a Kotíck, la Foca Blanca.

Entonces hundió Kotick la cabeza entrelos hombros y cerró orgullosamente los ojos. Yano era una foca blanca, sino roja de la cabeza alos pies. Pero daba lo mismo; se hubiera sentidoavergonzada de mirar o de tocar una sola desus heridas.

Al cabo de una semana, él y su ejército(cerca de diez mil focas, entre holluschickie yfocas viejas) salieron con rumbo al Norte haciael túnel de la Vaca Marina, dingiéndolas a to-das Kotick, mientras que las que se quedabanen Novastoshnah las llamaban estúpidas. Peroa la primavera siguiente, cuando se encontra-ron todas en las pesqueras del Pacífico, las fo-cas de Kotick contaron tales maravillas de las

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nuevas playas, al otro lado del túnel de la VacaMarina, que cada día abandonaban mayornúmero las playas de Novastoshnah.

No se hicieron esas cosas de golpe, porsupuesto, pues las focas necesitan largo tiempopara darle vueltas a una cosa en la cabeza, peroaño a año abandonaban más focas a Novas-toshnah, a Lukannon y otros viveros, para diri-girse a las abrigadas playas donde Kotick pasaahora todo el verano, creciendo, engordando yponiéndose más fuerte cada año, en tanto quelos halluschickie juegan en torno suyo en aquelmar no visitado por ningún hombre.

LUKANNON(Ésta es la gran canción de altamar que

todas las focas de San Pablo cantan cuando vande regreso a sus playas en verano. Es una espe-cie de himno nacional muy triste.)

Me encontré en la mañana con mis ami-gospero, ¡ay! ¡qué vieja estoy ya!

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donde, rugiendo las olas en verano,contra cien arrecifes van a chocar.

Cantaban a coro; su vozla del mar sofocaban;dos millones de voces cantabansobre las playas de Lukannon.

Canción de reposo junto a los lagos,canción de dunas en que juega un escuadrón,canción de las danzas nocturnasentre el fuego del mar.

¡Playas de Lukannon que el hombre aúnno profanó!Encontré muy de mañana a mis amigas,a las que nunca encontraré ya más;iban y venían por legiones quetoda la playa ennegrecían.

Y al través de la espuma, desde dondela vozpuede llegar, saludábamos, gritando, su entra-da,mientras ellas subían por el arenal.

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¡Las playas de Lukannon!... donde creceel trigo, la hierba, el liquen,que la niebla humedeció...donde sobre pulidas rocas jugamos,donde nacimos todas. . . ¡allí está nuestro amor!

Hallé por la mañana a mis amigas, ¡po-cas quedaban del bando nuestro!En el agua dábanles caza los hombres,y en tierra las golpeaban sin piedad.

Como mansos y tontos corderosa morir nos llevaban.., pero todavía, ¡ay!,cantamos a las playas de Lukannon,antes que el cazador las viniera a hollar.

¡Hacia el Sur, hacia el Sur, Gooverooska¡Cuéntales a los reyes del mar nuestro dolor:¡pronto desiertas estarán nuestras playas,como huevo de muerto tiburon!

¡Nunca más verán a sus hijoslas playas de Lukamion!

Los EnterradoresQuien le llame al chacal "hermano mío"

y comparta su comida con la hiena,

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es como el que pacta tregua con Jacala,vientre que en cuatro patas corre.Ley de la selva.

-¡Respeto para los ancianos!Era una voz pastosa... una voz fangosa

que os hubiera hecho estremecer. . . una vozcomo de algo blando que se parte en dos peda-zos. Había en ella un quiebro, algo que la hacíaparticipar del graznido y del lamento.

-¡Respeto para los ancianos, compañerosdel río!... ¡Respeto para los ancianos!

Nada podía verse en toda la anchura delrío, excepto una flotilla de gabarras, de velascuadradas y clavijas de madera, cargadas depiedras para construcciones, que acababa dellegar bajo el puente del ferrocarril siguiendocorriente abajo. Hicieron que se movieran lostoscos timones para evitar el banco de arenaque el agua había formado al rozar en los estri-bos del puente, y mientras pasaban de tres enfondo, la horrible voz empezó de nuevo:

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-¡Brahmanes del río, respetad a los an-cianos y achacosos!

Volvióse uno de los barqueros, sentadoen la regala de uno de los barcos, levantó lamano, dijo algo que no era precisamente unabendición y los botes siguieron adelante, cru-jiendo, iluminados por la luna. El ancho ríoindio, que parecía más bien una cadena de pe-queños lagos que una corriente continua, eraterso como el cristal y reflejaba el cielo de colorde arena roja en el centro, pero se veía salpica-do de manchas amarillentas y de un color depúrpura oscuro cerca de las orillas bajas y to-cando con ellas. Se formaban caletas en el río,en la estación lluviosa; pero ahora sus secasbocas quedaban por encima de la superficie delagua. Sobre la orilla izquierda y casi bajo elpuente del ferrocarril, había una aldea edifica-da con fango y ladrillos, con bálago y palos,cuya calle principal, llena de ganado que volvíaa sus establos, corría en línea recta hacia el río yterminaba con una especie de tosco desembar-

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cadero de ladrillo, en el que la gente que queríalavar podía meterse en el agua paso a paso.Este lugar se llamaba el Ghaut de la aldea deMugger-Ghaut.

Caía rápidamente la noche sobre loscampos de lentejas, arroz y algodón, en las tie-rras bajas inundadas cada año por el río; sobrelos cañaverales que bordeaban el vértice delrecodo que aquél formaba y sobre la enmara-ñada maleza que crecía en las tierras de pastos,detrás de las quietas cañas. Los papagayos y loscuervos, que habían estado charlando y chi-llando al beber por la tarde, habían volado yatierra adentro para ir a dormir, cruzándose conlos batallones de murciélagos que entoncessalían; y nubes de aves acuáticas venían chi-rriando a buscar abrigo en los cañaverales.Había gansos de cabeza en forma de barril y denegro lomo; cercetas, patos silbadores, lavan-cos, tadornas, chorlitos, y aquí y allá un fla-menco.

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Cerrando la marcha podía verse unagrulla de las llamadas ayudantes que volabacomo si cada aletazo fuera a ser el último

-¡Respeto para los ancianos! ¡Brahmanesdel río. .. respetad a los ancianos!

La grulla volvió a medias la cabeza,desvióse un poco en dirección hacia la voz, ytomó tierra muy tiesa en el banco de arena quehabía debajo del puente. Entonces pudo versebien su aire brutal y rufianesco. Por detrás pa-recía enormemente respetable, pues su estaturaera de casi dos metros, y se parecía mucho a uncorrectísimo pastor protestante de gran calva.Por delante era distinto, porque su cabeza a loAlly Sloper y su cuello no tenían una sola plu-ma, y en su mismo cuello, bajo la barbilla teníauna horrible bolsa de desnuda piel.. . y allí iba aparar cuanto robaba con su afilado y largo pico.Sus patas eran largas, flacas y descarnadas,pero las movía con mucha suavidad y las con-templaba con orgullo cuando se alisaba lasplumas de la cola, mirando de soslayo por en-

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cima de su hombro y cuadrándose luego comosi le dijeran: ¡firmes!

Un chacal pequeño y sarnoso que habíaestado ladrando de hambre en una hondonada,levantó las orejas y la cola y corrió al encuentrode la grulla.

Era el ser más bajo de su casta -sin quequiera decir esto que haya mucho de bueno enlos chacales; pero en éste era algo muy particu-lar la bajeza, pues era la mitad mendigo y laotra mitad criminal-; se dedicaba a limpiar losmontones de basura de la aldea, exagerada-mente tímido o salvajemente fiero, con hambreperpetua y lleno de astucia que nunca le sirviópara nada.

-¡Uf! -dijo, sacudiéndose lastimeramenteal pararse-. ¡ Que la sarna se coma a los perrosde esta aldea! He recibido tres mordiscos porcada pulga que traigo encima, y todo porquemiré (tan sólo miré, fijáos bien), un zapato viejoque había en un corral de vacas. ¿Tengo que

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alimentarme de barro? -Y se rascó bajo la orejaizquierda.

-Yo oí -dijo la grulla con una voz quesonaba como sierra embotada pasando al travésde gruesa tabla-, oí decir que había un perrillorecién nacido dentro del zapato.

-Del dicho al hecho, hay gran trecho -respondió el chacal, que sabía muchos prover-bios que había aprendido escuchando a loshombres sentados alrededor de las fogatas, alcaer la tarde.

-Así es. Por tanto, para estar segura dela verdad, tomé bajo mí cuidado a ese cachorromientras los perros andaban ocupados en otrolado.

-Estaban muy ocupados -dijo el chacal-.Bueno, no debo ir de caza a la aldea, por lassobras, durante algún tiempo. ¿De veras habíaun perrillo ciego dentro de aquel zapato?

-Aquí está -respondió la grulla mirandopor encima del pico a su gran bolsa, que estaballena-. Poca cosa, pero muy aceptable en estos

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tiempos en que la caridad ha muerto en estemundo.

-¡Ay! El mundo es duro como el hierroen estos tiempos -gimió el chacal. En ese mo-mento sus inquietos ojos notaron una levísimaondulación en el agua, y prosiguió rápidamen-te-: Dura es la vida para todos nosotros, y nodudo de que, aun nuestro excelente amo, elOrgullo del Ghaut, la Envidia del rio...

-Del mismo huevo salieron al mismotiempo un embustero, un adulador y un chacal-dijo la grulla sin dirigirse a nadie en particular,porque ella también es una grandísima embus-tera, cuando quiere tomarse la molestia de ser-lo.

-Sí, la Envidia del río -repitió el chacalelevando la voz-. No dudo que hasta él opinaque desde que construyeron el puente, la comi-da es más escasa. Pero, por otra parte, y aunquede ninguna manera quisiera yo decir esto en supropia y noble cara, es tan sabio y tan virtuo-so.., como ¡ay!, tengo yo poco de esas cosas...

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-Cuando el chacal reconoce que es gris,¡cuán negro debe ser! -murmuró la grulla. Nopreveía entonces lo que iba a suceder.

-Que no le falte nunca comida, y, enconsecuencia..

Oyóse un ruido suave, de algo que ro-zaba, como si un bote acabara de encallar en unbajío. Rápidamente volvióse en redondo el cha-cal y se encaró (siempre es mejor encararse) conla criatura de la cual había estado hablando.Era un cocodrilo de más de siete metros de lar-go, encerrado en lo que parecía una plancha decaldera de triples remaches, claveteada y care-nada, mostrando como adorno un crestón; lasamarillas puntas de sus dientes superiores col-gaban desde la mandíbula superior, pasandosobre la inferior, terminada bellamente en unpico de flauta. Era el achatado Mugger (bocón),de la aldea de Mugger-Ghaut, más viejo queninguno de los hombres de la aldea, que habíadado su nombre al lugar; era como demonio enla parte vadeable del río antes de que se cons-

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truyera el puente del ferrocarril: era un asesino,un devorador de carne humana y un fetichelocal, todo en una pieza. Se quedó tendido, conla barba en la orilla, y se mantenía así medianteuna casi invisible ondulación de la cola, y biensabía el chacal que un solo golpe de esa cola,dado en el agua, bastaría para elevar al Muggerpor la vera con la velocidad de una máquina devapor.

-¡Un encuentro de buenos auspicios,protector de los pobres! -dijo adulonamente,retrocediendo un poco a cada palabra-. Oímosuna voz deleitosa y nos acercamos con la espe-ranza de charlar amablemente. Mi desmedidapresunción me indujo, mientras esperábamosaquí, a hablar de usted. Espero que nada sehabrá entreoído.

Ahora bien: el chacal había hablado pre-cisamente para que lo oyeran, porque sabía quela adulación era el mejor medio de procurarsecomida; y el Mugger sabía que sólo con tal finhabía hablado el chacal; y el chacal sabía que el

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Mugger no ignoraba esto; y el Mugger sabíaque el chacal sabía que aquél lo sabía; y así,todos se quedaban tan contentos.

El viejísimo animal avanzó, jadeando ygruñendo, sobre la orilla, farfullando:

-¡Respeto para los viejos y achacosos!Y durante todo este tiempo sus ojillos

brillaban como brasas, bajo los pesados ycórneos párpados, encima de su triangular ca-beza, mientras arrastraba el cuerpo, hinchadocomo un barril entre sus ganchudas patas. Lue-go se detuvo, y acostumbrado y todo comoestaba el chacal a sus maneras, no pudo menosde estremecerse, por centésima vez, cuando viocuán exactamente imitaba el Mugger a un leñoarrojado en la margen del río. Aun había toma-do el cuidado de tenderse en el ángulo exactoen que, al encallar, formaría un madero, te-niendo en cuenta cómo era la corriente en aque-lla época y lugar. Todo eso, por supuesto, noera sino cuestión de hábito, porque el Muggerhabía venido a tierra únicamente por gusto;

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pero un cocodrilo nunca se siente harto, y si elchacal hubiera sido engañado por lo que parec-ía, no hubiera vivido lo suficiente para filosofarsobre ello.

-Hijo mío, no oí nada -dijo el Mugger,cerrando un ojo-. Tenía agua en mis oídos y mesentía desfallecido por el hambre. Desde queconstruyeron el puente del ferrocarril, la gentede mi aldea ha dejado de quererme, y esto metraspasa el corazón de dolor.

-¡Qué vergüenza! -dijo el chacal-. ¡ Uncorazón tan noble como el de usted! Pero todoslos hombres son parecidos, según creo.

-¡No, no! Hay, por cierto, grandes dife-rencias entre ellos -respondió suavemente elMugger-. Unos son delgados como bicheros debote. Otros son gordos, como cachorros dechac... digo, de perro. No quisiera yo hablarmal de los hombres, sin motivo. Los hay demuy diversas clases, pero los largos años quehe vivido me han demostrado que, en general,son muy buenos. Hombres, mujeres, finos...; no

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hallo nada que reprocharles. Y acuérdate, hijo,de que aquel que desprecia al mundo, serádespreciado por el mundo.

-La adulación es peor que una lata vacíaen el estómago. Pero lo que acabo de oír, espura sabiduría dijo la grulla, bajando una desus patas.

-Considera, no obstante, su ingratitudcon quien es tan bueno -empezó a decir el cha-cal muy tiernamente.

-¡No, no, no son ingratos! -respondió elMugger-. No piensan en los demás, eso es todo.Pero yo he notado, mientras yazgo en mi pues-to allá debajo del vado, que las escaleras delpuente nuevo son terriblemente difíciles desubir tanto para los ancianos como para losniños. Los ancianos, por cierto, no son dignosde consideración; pero me apenan, me apenanverdaderamente los niños que están gordos.Pero creo que, a no tardar, cuando ya haya pa-sado esa novedad del puente, veremos a misgentes chapoteando por el agua del vado como

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antes, valerosamente, con las morenas piernasdesnudas. Entonces el viejo Mugger se veráhonrado de nuevo.

-Pero ciertamente vi guirnaldas decaléndulas flotando esta misma tarde en el bor-de del Ghaut -dijo la grulla.

Las guirnaldas de caléndulas son mues-tra de veneración en toda la India.

-¡Error! ¡Error! Era la esposa del vende-dor de confituras. Pierde la vista más y máscada año, y no puede distinguir entre un made-ro y yo... el Mugger del Ghaut. Vi la equivoca-ción cuando arrojó la guirnalda, porque yo es-taba echado al pie mismo del Ghaut, y, sihubiera dado un paso más, le hubiera demos-trado la diferencia entre un leño y yo. Pero laintención era buena y hay que tener en cuentael espíritu con que se hace la ofrenda.

-¿De qué sirven las guirnaldas de calén-dulas cuando ya uno está en el estercolero? -dijo el chacal, cazando las pulgas que tenía pero

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sin quitar el ojo, con cierto aburrimiento, de suprotector de los pobres.

-Cierto, pero aún no han empezado ahacer el estercolero al que iré a parar yo. Cincoveces he visto al río retroceder desde la aldea ydejar descubierta nueva tierra al pie de la calle.Cinco veces he visto reedificar la aldea en lasorillas y cinco veces más la veré reedificar. Nosoy un gavial inconstante que se dedica a cogerpeces, hoy en Kasi, mañana en Prayag, comodice el proverbio, sino el verdadero y constantevigilante del vado. Por algo, muchacho, la aldealleva mi nombre, y "quien mucho vigila" comodicen, "obtendrá, al final, su recompensa".

-Yo he vigilado mucho... mucho.., casitoda mi vida, y mi premio sólo han sido mor-discos y cardenales -replicó el chacal.

-¡Jo, jo, jo! -se carcajeó la grulla.En agosto nació el chacal, en septiembre

caen las lluvias; ¡No puedo recordar, dice, tantremenda lluvia como ésta!

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La grulla ayudante tiene una particula-ridad muy desagradable. En épocas que seproducen con irregularidad, sufre de agudosataques de hormigueos o calambres en las pa-tas, y aunque la virtud de la resistencia sea ma-yor en ella que en cualquiera de las otras clasesde grullas que, a pesar de todo, muestran granimpasibilidad, se echa a revolotear en salvajesdanzas guerreras, que baila sobre una suerte dezancos torcidos, abriendo a medias las alas ymoviendo su cabeza calva de arriba abajo; y entanto hace esto, por motivos que ella sabrá,cuida mucho de que sus más fuertes ataquesvayan acompañados de sus más acerbas críti-cas. Cuando pronunció la última palabra de sucantar, se cuadró de nuevo muy tiesa, diez ve-ces más digna que nunca del nombre de Ayu-dante qtie llevaba.

El chacal retrocedió acobardado, aunqueya su edad le había permitido ver tres estacio-nes completas; pero no puede uno darse porofendido y contestar un insulto que proviene

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de una persona que posee un pico de un metrode largo y el poder de clavarlo como una jaba-lina. La grulla era una reconocida cobarde, peroel chacal era aún peor que ella.

-Hay que vivir para aprender -dijo elMugger-, y puede decirse esto: los chacalespequeños abundan mucho, hijo; pero un bocóncomo yo, es raro. Sin embargo, no me sientoorgulloso de ello, porque el orgullo es destruc-tivo; pero fíjate bien, esto es cosa del Hado, ycontra el Hado nada debieran decir cuantosnadan, caminan o corren. Yo estoy contento delHado. Con buena suerte, buen ojo y la costum-bre de asegurarse de que está libre la salidaantes de entrar en alguna cala o remanso, pue-de hacerse mucho.

-En una ocasión oí decir que incluso elprotector de los pobres se había equivocadodijo el chacal maliciosamente.

-Es cierto, pero entonces vino en miayuda el Hado. Ello sucedió antes de quehubiera adquirido todo mi desarrollo. .. tres

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hambres antes de la última que hubo. (iPor lamargen izquierda y derecha del Ganges, cuántacorriente llevaban los ríos en aquella época!) Sí,yo era joven y atolondrado, y cuando vino lainundación, ¿quién estaba más contento queyo? Poca cosa bastaba entonces para que yo mesintiera feliz. La aldea estaba completamenteinundada, y yo nadé por encima del Ghaut yfui tierra adentro hasta los campos de arroz queestaban llenos de barro. Me acuerdo también deun par de brazaletes que encontré aquella tar-de, y que, por cierto, eran de cristal y no leshice ningún caso. Sí, brazaletes de cristal, ytambién encontré, si mi memoria no me falla,un zapato. Debiera haber sacudido aquellosdos zapatos, pero tenía mucha hambre. Mástarde aprendí a proceder mejor. Sí. Así pues,comí y descansé. Pero, cuando me disponía aregresar al río, la inundación había bajado denivel y caminé por el barro de la calle principal.¿Quién, si no yo, hubiera hecho eso? Acudiótoda mi gente, sacerdotes, mujeres y niños, y yo

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los miré con benevolencia. No es buen lugar elbarro para combatir bien. Uno de los barquerosdijo:

-Busquen hachas y mátenlo; es el Mug-ger del vado.

-No -dijo el Brahman-. Miren: se llevapor delante la inundación. Es el dios de la al-dea.

Entonces me arrojaron gran cantidad deflores, y alguien tuvo el feliz pensamiento deponer una cabra en mitad del camino.

-¡Qué sabrosa. . . qué sabrosa es la cabra!dijo el chacal.

-Tiene muchos pelos... muchos pelos... ycuando la encuentra uno en el agua es más queprobable que haya escondido dentro de ella unanzuelo en forma de cruz. Pero les acepté aque-lla cabra, y luego me fui hasta el Ghaut triun-falmente. Más tarde, el Hado hizo que cayeraen mis manos el barquero que había queridocortarme la cola con el hacha. Su bote emba-

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rrancó en un banco de que no se acordaríanustedes aunque se lo mencionara.

-No todos somos aquí chacales -dijo lagrulla-. ¿Era el banco que se formó donde sehundieron los barcos que cargaban piedras, elaño de la gran sequía.., un banco de arena muylargo que duró por espacio de tres inundacio-nes?

-Había dos -respondió el Mugger-; unomás arriba y otro más abajo.

-¡Ah, se me había olvidado! Los dividíaun canal que más tarde se secó también -dijo lagrulla que se sentía muy orgullosa de su buenamemoria.

-En el banco de abajo encalló la barcadel hombre que abrigaba tan buenas intencio-nes tocante a mi. Estaba durmiendo en la proa,y, medio despierto, saltó al agua que le dabahasta la cintura.. . no, hasta las rodillas, paraempujar la embarcación, la cual, vacía, siguióadelante hasta tocar de nuevo en la tierra en elpróximo recodo que la corriente formaba en-

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tonces. Yo seguía adelante también, porquesabía que vendrían más hombres para arrastrarel barco hasta la playa.

-¿Y vinieron? -dijo el chacal un tantodespavorido. Ésta era una cacería en una escalatal, que lo impresionaba.

-Acudieron hombres de allí y de másabajo. No seguí adelante; pero esto me permitióapoderarme de tres en un día.. . tres manjis(barqueros) muy gordos, y, a excepción delúltimo (con el cual me descuidé un tanto), niuno solo pudo gritar para advertir a los que seencontraban en la orilla del río.

-¡Ah! ¡Qué manera de cazar! ¡Pero cuán-ta habilidad y qué superior juicio reclama! -exclamó el chacal.

-Habilidad no, muchacho, sino sólopensar un poco. Un poco de pensamiento escomo la sal sobre el arroz, como dicen los bar-queros, y yo siempre he pensado profunda-mente. Mi primo el gavial, el que come peces,me ha dicho cuán difícil es para él seguirlos, y

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cuánto difieren los unos de los otros, y cómonecesita él conocerlos a todos en conjunto y acada uno por separado. Sabiduría digo yo quees esto; pero, por otra parte, mi primo, el gavial,vive entre su gente. Mi gente no nada en ban-dadas, con la boca fuera del agua, como lo haceRewa; ni sale constantemente a la superficie, nise vuelve de lado, como Mohoo y el diminutoChapta; ni se reúne en los bancos de arena des-pués de una inundación, como Batchua y Chil-va.

-Todos son deliciosos manjares dijo lagrulla, dando un chasquido con el pico.

-Así dice mi primo, y hace una ocupa-ción muy seria del cazarlos; pero ellos no seencaraman a los bancos de arena para eludirsus dientes. Mi gente es muy diferente. Vive enla tierra, en casas, entre sus ganados. Yo necesi-to saber lo que hacen y lo que están a punto dehacer; y así, poniendo primero la trompa delelefante y luego la cola, reconstruyo, como di-cen, al elefante entero. ¿Cuelga de una puerta

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una rama verde con un anillo de hierro? El vie-jo Mugger sabe que ha nacido un niño en aque-lla casa y que algún día vendrá al Ghaut a ju-gar. ¿Va a casarse una doncella? El viejo Mug-ger sabe esto, porque ve a los hombres ir y ve-nir con regalos; y, por último, ella también acu-de al Ghaut para bañarse antes de la boda. . . yallí está él. ¿Ha cambiado el río su curso, y dejanuevas tierras donde antes sólo arena había? ElMugger sabe también esto.

-Bueno, ¿de qué sirve saber eso? -objetóel chacal-. El río ha cambiado de lugar hastadurante mi corta vida.

Los ríos de la India están casi siemprecambiando su curso y se desvían a veces hastauna media legua o más en una sola estación,inundando los campos de una de las orillas yesparciendo cieno fertilizante sobre la Otra.

-No hay conocimiento tan útil como éste-dijo el Mugger-, porque nuevas tierras signifi-can nuevas pendencias. El Mugger lo sabe. ¡Oh!Lo sabe perfectamente. Cuando las aguas se

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retiran, se arrastra él por grietas tan estrechasque los hombres piensan que no son lo suficien-temente anchas para que allí pueda esconderseun perro, y allí espera. Luego aparece un la-briego diciendo que plantará allí pepinos, yacullá melones, en la tierra nueva que el río leha dado. Tantea el cieno excelente con los piesdesnudos. A poco llega otro labriego diciendoque cultivará allí cebollas, zanahorias y caña deazúcar, en este y aquel sitio. Se acercan comobotes que toman rumbo hacia el mismo punto,y mira cada quien al otro con unos ojos queparecen rodar bajo el enorme turbante azul. Elviejo Mugger ve y oye. Llámanse el uno al otro"hermano", y van a amojonar la nueva tierra. ElMugger corre detrás de ellos, a uno y otro lado,deslizándose, aplastado contra el suelo, por ellodo. ¡Ahora empiezan a disputar! ¡Se dicenpalabras ásperas! ¡Se arrancan los turbantes!Ahora enarbolan los garrotes, y, por último, caeuno de espaldas en el lodo, y el otro huye.Cuando regresa, la cuestión ha quedado ya

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zanjada, como da fe de ello el bambú herradodel vencido. Y sin embargo, nada le agradecenal Mugger. No; gritan: ¡un asesinato! Las fami-lias pelean a garrotazos, veinte de cada bando.Mi gente es muy buena gente.. . jats de las mon-tañas... malwais del Bêt.

Cuando pegan, no pegan por juego, y,cuando la lucha termina, el viejo Mugger espe-ra allá lejos en el río, fuera de la vista de la al-dea, detrás de las matas de kíkar que por alláhay. Entonces bajan mis jats de anchos hom-bros, ocho o nueve juntos, bajo la luz de lasestrellas trayendo al muerto en una camilla.Son viejos de barbas canas y de voz tan pro-funda como la mía. Encienden un fuego (¡ah!¡cómo conozco yo ese fuego!), tragan tabaco yformando círculo mueven la cabeza todos a lavez hacia adelante y haciá un lado, hacia elmuerto que está en la orilla. Dicen que las leyesinglesas arreglarán aquello con la horca, y quepasará gran vergüenza la familia del matador alver cómo lo cuelgan en el patio grande de la

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cárcel. Los amigos del muerto dicen: "¡Que locuelguen!, y empieza de nuevo la conversa-ción... una, dos, veinte veces durante la nocheinterminable. Entonces, por último, dice uno:"La pelea fue limpia. Tomemos el dinero quenos ofrecen, un poco más de lo que nos ofrecen,y no digamos nada de lo sucedido."

Empiezan a regatear por el dinero, puesel muerto es un hombre robusto que ha dejadomuchos hijos. Sin embargo, antes del amratvela(la salida del sol), lo queman un poco, como esla costumbre, y el muerto viene a parar a mí, yél ya no dirá nada del asunto. ¡Ah, hijos míos!El Mugger sabe... sabe muchas cosas... y losMalwah jats son buena gente.

-Tienen el puño demasiado apretado. . .son muy mezquinos para llenarme el buche -graznó la grulla-. No malgastan el lustre en loscuernos de una vaca, como dicen; y, veamos,¿quién puede espigar después que ha pasadoun Malwah?

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-¡Ah! Yo... los espigo a ellos -replicó elMugger.

-Pues bien: en Calcuta del Sur, en tiem-pos antiguos -siguió diciendo la grulla-, tirabantodo a la calle y nosotros podíamos escoger yrevolverlo todo. ¡esos eran buenos tiempos!Pero ahora mantienen las calles tan limpiascomo la cáscara de un huevo, y mi gente huye.Ser limpio es una cosa; pero quitar el polvo,barrer y regar siete veces al día, aburre hasta alos mismos dioses.

-Un día un chacal de las tierras bajas mecontó que en Calcuta del Sur todos los chacalesestaban tan gordos como nutrias en la estaciónde lluvias -dijo el chacal, y la boca se le hizoagua sólo de pensarlo.

-¡Ah! Pero allí están los de la cara blan-ca.. . los ingleses.., y ellos llevan consigo perrosgordos que conducen de quién sabe dónde, ríoabajo, en unos barcos, los que cuidan de queesos chacales de que hablas estén flacos -repusola grulla.

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-¿Son, pues, de corazón tan duro comoesa gente? Debí suponerlo. Ni la tierra, ni elcielo ni el agua son caritativos con el chacal. Yovi las tiendas de uno de los de cara blanca du-rante la última estación, después de las lluvias,y además le cogí unas riendas nuevas, amari-llas, para comérmelas. Los blancos no sabenpreparar bien las pieles. Aquellas riendas meenfermaron.

-A mí me ocurrió algo peor -dijo la gru-lla-. Cuando no contaba yo más que tres esta-ciones, y era tan joven como atrevida, me fui alrío, al lugar donde atracan los barcos grandes.Los barcos de los ingleses son de triple tamañoque el tamaño de esta aldea.

-Ha estado en Nueva Delhi... y quierehacernos creer que la gente allí camina de cabe-za -murmuró el chacal.

El Mugger abrió el ojo izquierdo y mirófijamente a la grulla.

-Es verdad -insistió la enorme ave-. Unembustero sólo miente cuando espera que le

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creerán. Nadie que no haya visto esos barcospodría creer esta verdad que digo.

-Eso es ya más razonable -observó elMugger-. ¿Y qué más?

-De los costados de uno de esos barcosestaban sacando grandes pedazos de una mate-ria blanca que, al cabo de poco rato, se convert-ía en agua. Buena parte de ella se desmenuzó,cayendo sobre la orilla, y el resto lo colocaronen una casa de gruesas paredes. Pero un bar-quero, que reía, cogió uno de aquellos trozos,no más grande que un perrillo, y me lo tiró.Yo... como todos los míos. . . trago sin reflexio-nar, de modo que tragué aquello según nuestracostumbre. Inmediatamente sentí un gran fríoque, empezando en el buche, me corría hasta lapunta de los dedos, y me privé de hablar, entanto que los barqueros se burlaban de mí.Nunca he sentido tanto frío. Por el dolor y alaturdimiento, bailé hasta que pude recobrar elaliento, y entonces bailé de nuevo, gritandocontra la falsedad de este mundo, y los barque-

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ros continuaban riéndose de mí hasta caerse alsuelo. ¡Lo más maravilloso de todo, aparteaquel frío tan intenso, es que nada absoluta-mente había en mi buche cuando terminé mislamentaciones!

La grulla había hecho todo lo posiblepara describir lo que había sentido después detragarse un pedazo de hielo de siete libras, pro-veniente del lago de Wenham, traído de allí porun barco americano de los dedicados al trans-porte, antes de que Calcuta fabricara su hielocon máquinas; pero, como el ave no sabía loque era el hielo, y como menos aún lo sabían elMugger y el chacal, el cuento no produjo elefecto deseado.

-Cualquier cosa -dijo el Mugger, cerran-do de nuevo su ojo izquierdo-, cualquier cosaes posible cuando procede de un barco quetiene tres veces el tamaño de Mugger-Ghaut.Mi aldea no es una aldea pequeña.

Se oyó un silbido por encima del puen-te, y el tren correo de Delhi pasó por él, llenos

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de luz todos los coches y tras ellos las sombrasa lo largo del río. Se hundió con estruendo a lolejos en la oscuridad, pero el Mugger y el chacalya estaban tan acostumbrados a esto que nisiquiera volvieron la cabeza.

-¿Acaso no es eso tan maravilloso comoun barco de triple tamaño que Mugger-Ghaut?-dijo el ave mirando hacia arriba.

-Yo vi edificar eso, muchacho. Piedrapor piedra vi elevarse los estribos del puente, ycuando los hombres se caían (generalmenteeran maravillosamente diestros en no poner elpie en falso... pero, cuando se caían), allí estabayo alerta. Después que el primer estribo estuvohecho, ya nunca pensaron en ir corriente abajoen busca de los cadáveres para quemarlos. Ycon esto me evitaron muchas molestias. Nohubo, por lo demás, nada de extraño en la cons-trucción del puente -concluyó el Mugger.

-Pero, ¿eso que pasa por encima de él,tirando de los carros techados? ¡Eso sí es extra-ño! -dijo la grulla.

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-Es, sin duda, un buey de alguna nuevaespecie. Algún día perderá pisada y caerá delmismo modo que cayeron los hombres. El viejoMugger estará también entonces alerta.

El chacal miró a la grulla, y ésta al cha-cal. Si había algo de que pudieran estar segurosmás que de cualquiera otra cosa, era de que lamáquina podía ser cualquier cosa menos unbuey. El chacal la había observado muchas ve-ces desde las matas de áloe que bordeaban lalínea; y la grulla había visto locomotoras desdeque la primera locomotora corrió en la India.Pero el Mugger no había visto la máquina másque desde abajo, y la cupulilla de bronce le pa-recía la especie de joroba de un buey.

-Sí; un buey de una nueva especie -repitió, pesando las palabras, el Mugger, comopara persuadirse a sí mismo, y el chacal res-pondió:

-Ciertamente es un buey.-Y también podría ser. .. -empezó a decir

el Mugger con cierta aspereza.

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-Cierto... cierto que sí -interrumpió elchacal, sin esperar a que el otro terminara.

-¿Qué? dijo el Mugger enojado, porquesentía que los demás sabían más que él-. ¿Quépodría ser? No había yo terminado de hablar.Tú dijiste que era un buey.

-Es cualquier cosa que el protector delos pobres quiera. Yo soy su servidor... y no elde esa cosa que atraviesa el río.

-Sea lo que fuere, es obra de los de carablanca -dijo la grulla-, y por mi parte no quisie-ra yo echarme en un lugar que se halla tan cer-ca de eso, como este banco de arena.

-Tú no conoces a los ingleses como yo -dijo el Mugger-. Había aquí un cara blancacuando construían el puente; y el blanco semetía muchas veces, a la caída de la tarde, enun bote, y golpeaba con los pies las tablas delfondo, murmurando: "¿Está aquí? ¿Está aquí?Traigan mi escopeta." Yo le oía aun antes deverle, oía cada ruido que producía, los crujidos,el resuello, cada golpecito dado en la escopeta,

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mientras iba río arriba y río abajo... Tan ciertocomo que yo le había privado de uno de susobreros, y con esto le hice ahorrar un gran gas-to de leña que hubieran necesitado para que-marlo; tan cierto como esto era su constanteempeño en venirse hasta el Ghaut, y gritar queme iba a matar, librando así al río de mi pre-sencia... de la presencia del Mugger, de Mug-ger-Ghaut. ¡A mí! Hijos míos, yo nadé hora trashora bajo la quilla de su bote, y oía cómo dispa-raba contra algunos leños; y cuando estaba yobien seguro de que él estaba cansado, me levan-taba junto a él y hacía castañear mis dientesfrente a su cara. Cuando el puente estuvo ter-minado, se marchó. Todos los ingleses cazan deese modo, excepto cuando son ellos los caza-dos.

-¿Quién caza a los de la cara blanca? -ladró el chacal excitado.

-Ahora, nadie; pero yo los cacé en misbuenos tiempos.

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-Me acuerdo un poco de esa caza. En-tonces era yo joven -dijo la grulla haciendo so-nar su pico de modo significativo.

-Estaba yo aquí perfectamente estable-cido. Mi aldea era reedificada por tercera vez,según recuerdo, cuando mi primo, el gavial, metrajo noticias de ciertas aguas muy ricas másarriba de Benares. No quise ir al principio, por-que mi primo, que sólo come peces, no siempredistingue lo bueno de lo malo; pero oí a mi gen-te hablar por las tardes, y lo que dijeron medecidió.

-¿Y qué fue lo que dijeron? -preguntó elchacal.

-Lo suficiente para que yo, el Mugger deMugger-Ghaut, me saliera del agua y echara aandar. Partí de noche, sirviéndome hasta de losmás pequeños arroyos según se me iban pre-sentando; pero era entonces el principio delverano, y todos llevaban muy poca agua. Crucécaminos llenos de polvo; atravesé altas matasde hierba; escalé colinas a la luz de la luna.

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Hasta trepé por las rocas, hijos míos... piensenbien en ello. Crucé el extremo del río Sirhind, elseco, antes de que pudiera encontrar la serie deafluentes que desembocan en el Ganges. Unmes de continuo viaje era preciso para regresara donde se hallaba mi gente y el río que yo co-nocía. ¡Fue algo maravilloso!

-¿Y qué tal de comida durante el cami-no? -preguntó el chacal, que no tenía más almaque su estómago, y no estaba ni tantito impre-sionado por los viajes del Mugger.

-Lo que encontraba, eso comia... primo -dijo el Mugger pausadamente, arrastrando ca-da palabra.

Ahora bien; no se le llama primo a nadieen la India a menos de que pueda uno llegar aestablecer cierto parentesco con esa persona, ycomo sólo en los cuentos de hadas se casa unMugger con un chacal, nuestro chacal com-prendió por qué motivo se había visto de pron-to elevado al círculo de la familia del Mugger.Si hubieran estado solos, no le hubiera impor-

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tado; pero brillaron los ojos de la grulla al oír lapesada broma.

-Ciertamente, padre, debí haberlo su-puesto -dijo el chacal-. A un Mugger no le gustaque lo llamen padre de ningún chacal, y elMugger de Mugger-Ghaut respondió entoncestanto y mucho más de lo que sería discreto re-petir aquí.

-El protector de los pobres fue quien mellamó pariente. ¿Cómo puedo yo acordarme delgrado de parentela que hay entre nosotros?Además, comemos la misma clase de comida.Él lo dijo -respondió el chacal.

Esto agravó aún más las cosas, porque alo que apuntaba el chacal era a indicar que elMugger debía de haber devorado su comidafresca todos los días en aquella marcha a pie, envez de guardarla junto a sí hasta que estuvieracomo él la necesitaba, como lo hacen todos losMugger que se respetan algo, y también la ma-yor parte de las fieras, cuando pueden. A decirverdad, uno de los peores insultos que pueden

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dirigirse en el cauce del río los animales, estildarse de "devoradores de carne fresca". Estoes casi tan malo como llamar caníbal a un hom-bre.

-Aquella carne fue comida hace treintaestaciones -dijo tranquilamente la grulla-. Aun-que habláramos durante treinta estaciones más,nunca la volveríamos a ver. Cuéntanos ahoraqué ocurrió cuando llegaste a aquellas aguastan buenas, después de tu maravilloso viaje portierra. Si escucháramos el aullido de cada cha-cal, los negocios de la ciudad se paralizarían,como dice el proloquio.

El Mugger debió agradecer la interrup-ción, porque prosiguió precipitadamente:

-¡Por la margen izquierda y derecha delGanges! ¡Cuando llegué allá, nunca había vistoaguas como aquéllas!

-¿Eran mejores, entonces, que la graninundación de la última estación? -preguntó elchacal.

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-¡Mucho mejores! Esa inundación sólofue lo que ocurre cada cinco años.., un puñadode forasteros ahogados, unas cuantas gallinas,un buey muerto en el agua lodosa, gracias a lascorrientes cruzadas. Pero en la estación de queme acuerdo ahora, el río estaba bajo, el aguacorría mansa, igual siempre, y como me lo hab-ía advertido el gavial, los ingleses bajaban porella tocando uno con otro. En aquella estaciónengordé y crecí. Desde Agra, cerca de Etawah ydel lugar en que la corriente se ensancha, nomuy lejos de Allahabad.

-¡Oh! ¡Qué remolino se formó bajo losmuros del fuerte de Allahabad!... -dijo la grulla-. Acudieron allí como los patos a los juncales, ybailaban dando vueltas... así.

Empezó otra vez su horrible danza,mientras el chacal la miraba con envidia. Él nose acordaba naturalmente del terrible año de lainsurrección. El Mugger continuó:

-Sí; cerca de Allahabad, uno se tendíaquieto en el agua mansa, y dejaba que pasaran

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veinte cuerpos para escoger uno. Y sobre todo,los ingleses no iban llenos de joyas y anillos enla nariz y en los tobillos, como mis mujeresacostumbran hoy. El que gusta mucho de ador-nos, acaba con una cuerda al cuello como collar,como dice el refrán. Todos los cocodrilos quehabía en todos los ríos engordaron entonces;pero quiso mi Hado que yo engordara más queninguno. Las noticias que corrían era que secazaba a los ingleses arrojándolos a los ríos, y,¡por las dos orillas del Ganges! nosotros está-bamos seguros de ello. Así lo creí durante todoel tiempo que fui en dirección al Sur; llegué allásiguiendo la corriente hasta más allá de Mong-hyr y de las tumbas que dominan el río.

-Conozco ese sitio -dijo la grulla-. Desdeaquellos días, Monghyr es una ciudad abando-nada. Pocos viven allí ahora.

-Después de esto, me fui corriente arribadespacio, perezosamente, y un poco más allá deMonghyr encontré un bote lleno de blancos...¡todos vivos! Eran, me acuerdo bien, mujeres,

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que yacían bajo una tela sostenida por palos, ylloraban a gritos. No nos disparaba entoncesnadie ni un tiro: éramos los únicos guardianesde los vados en aquellos tiempos. Todas lasarmas de fuego estaban ocupadas en otra parte.Las escuchábamos día y noche tierra adentro; elestruendo iba y venía según a donde soplara elviento. Me levanté por completo frente al bote,porque nunca había visto caras blancas vivas,aunque bien los conocía, por otra parte. Unniño blanco desnudo, estaba de rodillas en unode los costados del bote, e, inclinándose, se leantojó arrastrar las manos por las aguas del río.Es hermoso ver cómo juega un niño con el aguaque corre. Yo había comido ya aquel día; perotodavía en mi estómago había un rinconcitovacío. Sin embargo, más por juego que por co-mer, me levanté hasta casi tocar las manos delniño. Ofrecían un blanco tan fácil que ni siquie-ra las miré cuando cerré las mandíbulas; peroeran tan pequeñas que, aunque cerré las quija-das debidamente -estoy seguro de ello-, el niño

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las retiró con rapidez sin recibir en ellas el me-nor daño. Seguramente pasaron por el espacioque media entre un diente y otro... aquellaspequeñas manos blancas. Hubiera podido en-tonces asirlo por los codos, pero, como dije, mehabía acercado allí sólo por juego y por el deseode ver cosas nuevas. Gritaron uno tras otro losque iban en el bote, y luego de unos momentosme levanté de nuevo para observarlos. El barcoestaba demasiado pesado para hacerlo zozo-brar. Iban en él sólo mujeres, pero quien se fíade una mujer, es como si caminara sobre hier-bas que ocultan una laguna, como dice el pro-verbio, y. . . ¡por las dos márgenes del Ganges!,eso es verdad.

-En una ocasión una mujer me dio unapiel seca, como si fuera pescado -observó elchacal-. Desde entonces, espero poder apode-rarme de su niño; pero más vale comer carne decaballo que recibir de él una coz, como dice elproverbio. ¿Qué hicieron las mujeres?

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-Me dispararon una arma muy corta, deuna clase que nunca antes había visto y que nohe vuelto a ver. Me dispararon cinco veces, unatras otra (el Mugger debió habérselas con algúnantiguo revólver); yo me quedé con la bocaabierta, bostezando, con una nube de humo entorno de mi cabeza. Nunca vi cosa igual. ¡Cincoveces, y tan rápidamente como cuando muevola cola... ¡ásí!

El chacal, que se sentía cada vez más in-teresado por el relato, apenas si tuvo tiempo debrincar hacia atrás en el momento mismo enque la cola cortaba el aire como una guadaña.

-Hasta que sonó el quinto disparo -prosiguió el Mugger, como si jamás hubierapensado en causarle daño a sus oyentes-, hastaque sonó el quinto disparo me hundí en elagua, y torné a salir de ella en el momento pre-ciso en que un barquero les decía a aquellasmujeres blancas que sin duda había quedadoyo muerto. Una de las balas se me había incrus-tado en el cuello. No sé si todavía estará allí,

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porque no puedo volver la cabeza. Ven y miratú, muchacho. Quiero demostrar que mi histo-ria es verídica.

-¿Yo? -dijo el chacal-. ¿Quien come za-patos viejos y rompe huesos para comer puededudar de la palabra del que es la envidia delrío? ¡Que mi cola sea engullida por cachorrillosciegos si la sombra de ese pensamiento me hapasado por la cabeza! El protector de los pobresse ha dignado contarme a mí, su esclavo, queuna vez en su vida fue herido por una mujer.Con esto basta, y les contaré el cuento a todosmis hijos, sin pedir pruebas de él.

-La excesiva urbanidad es a veces tanmala como la descortesía excesiva, porque, co-mo dice el proverbio, hasta con requesonespuede ahogarse a un invitado. No deseo queningún hijo tuyo sepa que el Mugger de Mug-ger-Ghaut recibió de una mujer la única heridaque ha recibido en su vida. Tus hijos tendránque pensar en muchas otras cosas, para procu-

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rarse la comida por tan tristes medios como losque emplea su padre.

-¡Olvidado está, y desde hace muchotiempo! ¡Nunca dije tal cosa! ¡Jamás existió niii-guna mujer blanca! ¡Nunca hubo barco alguno!¡Nunca ocurrió nada!

El chacal movió la cola, como si barrierael suelo, para mostrar cuán totalmente quedabatodo borrado de su memoria, y sentó con airede suficiencia.

-Ciertamente sucedieron muchas cosas,continuó el Mugger, derrotado por segundavez, al querer llevarle ventaja a su amigo. (Nin-guno de ellos, sin embargo, tenía mala inten-ción. Comer y ser comido eran cosa completa-mente legal en toda la extensión del río, y elchacal se encontraba allí para recoger las sobrascuando el Mugger hubiera terminado su comi-da.)

-Abandoné aquel bote -prosiguió-, y mefui corriente arriba, y, cuando llegué a Arrah ya las aguas situadas detrás, no hallé más ingle-

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ses muertos. El río estuvo vacío durante ciertotiempo. Luego llegaron uno o dos cadáverescon chaquetas de color rojo; pero no ingleses,sino todos de una misma clase -del Indostán yPurbeahs-. Después, cinco o seis de frente, y,por último, desde Arrah hasta el Norte, másallá de Agra, parecía como si se hubieran arro-jado al agua pueblos enteros. Salían de las calasuno tras otro, como bajan los maderos en laépoca de las lluvias; cuando se levantaba el río,también ellos se levantaban, en compañías en-teras, de los bancos de arena en que habíanestado reposando. Luego, al bajar el agua de lacorriente, los arrastraba al través de los camposy de la tierra virgen, por los largos cabellos.Toda la noche, así mismo, yendo hacia el Norte,escuché disparos de armas de fuego, y duranteel día el rumor de pies calzados que atravesa-ban los vados, o el que producen las ruedas deun pesado carro al rodar sobre la arena pordebajo del agua; y cada ola traía nuevos cadá-veres. Al fin, hasta yo mismo sentí miedo, por-

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que dije: "Si esto les ocurre a los hombres,¿cómo podrá salvarse el Mugger de Mugger-Ghaut?" También había barcos que veníandetrás de mí, corriente arriba, ardiendo conti-nuamente, como arden a veces las embarcacio-nes que llevan algodón, pero sin jamás hundir-se.

-¡Ah! -dijo la grulla-; barcos como losque van a Calcuta del Sur. Son altos y negros,con una cola que golpea el agua por detrás, y...

-Y son tres veces tan grandes como mialdea. Mis barcos eran bajos y blancos; golpea-ban el agua a cada lado, y no eran más grandesque los botes de quien habla sujetándose a laverdad. Me dieron mucho miedo, por lo queabandoné aquellas aguas y me vine a este caucemío, ocultándome de día y caminando de no-che, cuando no podía encontrar arroyos que meayudaran. Me volví a mi aldea, pero no espera-ba ver en ella a ninguno de los de mi gente. Sinembargo, aquí estaban, arando, sembrando y

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segando luego las mieses; iban de un lado alotro tan tranquilamente como sus ganados.

-¿Y había aún buena comida en el río? -dijo el chacal.

-Más de la que yo hubiera deseado. In-cluso -y eso que yo no como barro-, inclusoestaba cansado, y, por lo que recuerdo, un tantoasustado de aquel constante bajar por el ríogente silenciosa. A los de mi aldea les oí decirque todos los ingleses habían muerto; pero losque llegaban, boca abajo, con la corriente, noeran ingleses, según pudo ver mi gente. Enton-ces mi gente dijo que lo mejor era no decir na-da, sino pagar la contribución y arar la tierra.Después de mucho tiempo, el río quedó limpiode cadáveres, y los que por él bajaban eran sinduda ahogados procedentes de las inundacio-nes, como podía verlo yo claramente; y aunqueentonces no era fácil procurarse comida, mealegraba cordialmente de ello. Un poco de ma-tanza aquí y allá, no es malo.., pero hasta el

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Mugger puede algunas veces hartarse, comodice el proverbio.

-¡Maravilloso! ¡ Verdaderamente mara-villoso! -dijo el chacal-. Yo he engordado ya,nada más de tanto oír hablar de comer. Y des-pués de esto, ¿qué cosa, si se me permite pre-guntarlo, hizo el protector de los pobres?

-Me dije a mí mismo -y por las dos ori-llas del Ganges, que me mantuve firme en mijuramento-, me dije a mí mismo que nunca másvagabundearía de aquel modo. Así pues, hevivido junto al Ghaut, muy cerca de mi gente, ylos he vigilado año tras año, y ellos me quierentanto, que hasta me arrojaban guirnaldas decaléndulas cada vez que me veían levantar lacabeza del agua. Sí, mi Hado ha sido muy bue-no conmigo, y el río es lo suficientemente bue-no para respetar mi presencia, débil y enfermocomo estoy; sólo que...

-Nadie es feliz por entero, desde el picohasta la cola -dijo la grulla con simpatía-. ¿Quémás necesita el Mugger de Mugger-Ghaut?

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-Aquel niño tan pequeño y tan blancodel que no me apoderé -dijo el Mugger, con unprofundo suspiro-. Era muy pequeño, pero nolo he olvidado. Ahora estoy viejo, pero antes demorir quisiera probar algo nuevo. Es verdadque ellos son gente de pies pesados, y mediolocos, y poco juego sería el cazarlos, pero to-davía me acuerdo de aquellos tiempos que paséalgo más lejos de Benares, y si el niño vive, éltambién aún se acordará. Es posible que paseepor la orilla de algún río diciendo cómo unavez pasó las manos por entre los dientes delMugger de Mugger-Ghaut, y quedó vivo paranarrar el cuento. Mi Hado ha sido muy buenoconmigo; pero a veces, en sueños, me molestaeso... el pensamiento de aquel niñito blanco queiba en el bote.

Bostezó y cerró las quijadas.-Y ahora voy a descansar y a pensar -

prosiguió-. Guardad silencio, hijos míos, y res-petad a los ancianos.

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Se volvió con dificultad y se arrastróhasta lo alto del banco de arena, en tanto que elchacal se retiraba con la grulla para refugiarsedetrás de un árbol que se había detenido en elrío, en el extremo más cercano del puente delferrocarril.

-Ésa ha sido una vida agradable y pro-vechosa -dijo aquél sardónicamcnte, mirandocon expresión interrogante al ave que lo domi-naba desde su altura-. Y fíjate que ni una solavez creyó oportuno decirme dónde podría en-contrar un bocado en algún banco de arena. Ysin embargo, yo le he señalado cien veces mu-chas buenas cosas que estaban en el barro, co-rriente abajo. ¡Qué cierto es el proverbio quedice: "todo mundo ignora al chacal y al barberouna vez que por ellos se han sabido las noti-cias!" Ahora se va a dormir. ¡Aarh!

-¿Y cómo puede cazar un chacal juntocon un cocodrilo? dijo fríamente la grulla-. Unladronazo y un ladronzuelo; fácil sería adivinarquién se llevaría los mejores bocados.

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El chacal se volvió gimiendo de impa-ciencia, y se iba a enroscar bajo el tronco de unárbol, cuando de pronto se acurrucó y se puso amirar, al través de las ramas, hacia el puenteque estaba casi encima de su cabeza.

-¿Qué sucede ahora? -preguntó la gru-lla, abriendo las alas, algo inquieta.

-Espera un poco y lo veremos. El vientosopla de nosotros hacia ellos, pero no nos bus-can a nosotros.., esos dos hombres.

-¿Hombres son? Mi oficio me protege.En toda la India se sabe que soy sagrada.

La grulla, que es allí un excelente basu-rero, se mete por donde le place, y por eso lanuestra nunca se acobardaba.

-No valgo la pena para que me den másgolpes que el que puede dar un zapato viejo -dijo el chacal, escuchando de nuevo-. ¿Oyesesos pasos? No es ruido de zapatos de campe-sinos; es calzado de un pie de blanco. ¡Escuchaotra vez! ¡Roce de hierro contra hierro! ¡Es una

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escopeta! Amiga, esos locos ingleses de piespesados han venido a hablar con el Mugger.

-Adviérteselo, pues. Hace un rato fuellamado protector de los pobres por un ciertochacal hambriento.

-Deja que mi primo proteja él mismo supiel. Me ha dicho mil veces que nada hay quetemer de los caras blancas. Éstos deben ser ca-ras blancas. Ninguno de los aldeanos de Mug-ger-Ghaut se atrevería a perseguirlo. ¿Ves? ¡Yadije yo que era una escopeta! Ahora, con unpoco de suerte, tendremos alimento antes deque apunte el día. Él no oye bien fuera delagua, y... ¡en esta ocasión no tendrá que habér-selas con una mujer!

Durante un momento brilló el cañón deuna escopeta sobre las traviesas del puente. ElMugger estaba echado en el banco de arena, tanquieto como su propia sombra, un poco abier-tas las patas delanteras, la cabeza caída entreellas, roncando como un... cocodrilo.

Sobre el puente murmuró una voz:

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-El tiro resulta un poco raro, casi en di-rección perpendicular; pero tan seguro comocapital invertido en casas. Lo mejor es apuntar-le al cuello. ¡Caramba! ¡Qué enorme animal!Los aldeanos se pondrán furiosos si lo mata-mos. Como que es el deota, el dios de estos lu-gares.

-Me importa un rábano -respondió otravoz-. Me quitó unos quince de mis mejores coo-lies mientras se construía el puente, y ya eshora de acabar con él. Lo he perseguido en botedurante semanas enteras. Prepare el "martini"para cuando le haya disparado yo los dos ca-ñones de mi escopeta.

-Cuidado, pues, con el culatazo. No esbroma un doble disparo de calibre cuatro.

-Eso habrá de decirlo él. ¡Allá va!Se oyó un estruendo como el producido

por un cañón de pequeñas dimensiones (lasmayores escopetas para la caza de elefantes nose diferencian mucho de una pequeña pieza deartillería) y una doble llamarada, seguido todo

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esto de la detonación seca y penetrante de un"martini", cuya larga bala penetra sin dificultadpor las gruesas placas de un cocodrilo. Pero lasbalas explosivas habían hecho ya el trabajo.Una de ellas dio exactamente detrás del cuello,un poco hacia la izquierda de la espina dorsal;la otra estalló más abajo, donde empieza la co-la. En el noventa y nueve por ciento de los ca-sos puede un cocodrilo mortalmente heridoarrastrarse hasta el agua, en los lugares de cier-ta profundidad, escapando así. Pero el Muggerde Mugger-Ghaut había quedado literalmenteroto en tres pedazos. Apenas sí movió la cabezaantes de morir, y yacía tan aplanado en el suelocomo el chacal.

-¡Rayos y truenos! ¡Rayos y truenos! -dijo el miserable animalejo-. ¿Aquella cosa quearrastra por el puente los carros cubiertos se havenido abajo por fin?

-No es sino una escopeta -dijo la grulla,aunque las plumas de la cola le temblaban-. Es

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sólo una escopeta. Ciertamente está muerto.Ahí vienen los blancos.

Los dos ingleses se habían apresurado abajar del puente y a cruzar el banco de arena, yallí se detuvieron a admirar la longitud delMugger. Entonces un indígena que portaba unhacha cortó la enorme cabeza y cuatro hombresla arrastraron por la lengua de tierra que allíhabía.

-La última vez que tuve mi mano en laboca de un cocodrilo -dijo uno de los ingleses,agachándose (era el que había dirigido la cons-trucción del puente)-, fue cuando yo tenía cincoaños de edad, bajando en bote por el río, haciaMonghyr. Yo era uno de los niños "del tiempode la insurrección", como les llaman. Mi pobremadre estaba también en el bote, y ella con fre-cuencia me refirió que había disparado con unrevólver a la cabeza del animal.

-¡Vaya! Ciertamente se ha vengado us-ted en el jefe de toda la familia... aunque el cu-latazo le hizo arrojar usted sangre por la nariz

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¡Eh, barqueros! Arrastren la cabeza fuera deaquí; la herviremos para conservar la calavera.La piel está demasiado agujereada para conser-varía. ¡A dormir, ahora! Valía la pena haberpermanecido levantados durante toda la noche,¿verdad?

Cosa curiosa: el chacal y la grulla hicie-ron la mismísima observación, dos o tres minu-tos después que se fueron los hombres.

LA CANCIÓN DE LA OLALa corriente cruzó un día,

por el vado, una doncella;el sol ya se ponía;la ola, enamorada, fuea besar su mano bella.Y le habló de esta manera:-Espera, niña, espera,que soy la muerte.-Iré a donde amor me invita,vergüenza me daría que aguardara;pez que en el mar se agita,no esperará, si llego tarde.

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-Pie leve, corazón hermosoespera el cargado bote."Espera, espera, niña,espera, que soy la muerte."-Me apresuro si amor me llama,que desdén nunca se casa.A su talle ligero ya llegael agua que pasa.Fiel y bella loquilla,nunca tocará su pie la orilla;la onda rueda lejos,con sangrientos reflejos.

El Milagro de Purun BhagatLa noche que sentimos

que la tierra se abriría,lo hicimos, tomado de la mano,en pos nuestro venirse.Porque lo amábamos con el amoraquel que conoce pero no entiende.Y cuando de la montañael estallido percibióse,y todo hubo caído

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como lluvia extraña,lo salvamos nosotros,nosotros, pobre gente;pero, ¡ay! siemprepermanece ausente.¡Gemid! Lo salvamos,pues también aquí,entre esta pobre gente,hay sinceros amores.¡Gemid! No despertaránuestro hermano.Y su propia gentenos echa de nuestro remanso.

(Canto elegíaco de los langures.)En la India había una vez un hombre

que era primer ministro de uno de los estadossemi-independientes que hay en el noroeste delpaís. Era un brahmán de tan alta casta, que lascastas ya no tenían ningún significado para él;su padre había tenido un importante cargo en-tre la gentuza de ropajes vistosos y de descami-

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sados que formaban parte de una corte india ala antigua.

Pero, conforme Purun Dass crecía, nota-ba que el antiguo orden de cosas estaba cam-biando, y que si cualquiera deseaba elevarse,era necesario que estuviera bien con los ingle-ses y que imitara todo lo que a éstos les parecíabueno. Al mismo tiempo, todo funcionario deb-ía captarse las simpatías de su amo. Algo difícilera todo esto, pero el callado y reservadobrahmancito, ayudado por una buena educa-ción inglesa recibida en la universidad de Bom-bay, supo manejarse bien, y se elevó paso apaso hasta llegar a ser primer ministro del re-ino; esto es, disfrutó de un poder más real queel de su amo, el Maharajah.

Cuando el viejo rey -siempre receloso delos ingleses, de sus ferrocarriles y de sus telé-grafos- murió, Purun Dass mantuvo su influen-cia con el sucesor que había tenido por tutor aun inglés;y entre los dos, aunque él siemprecuidó de que el crédito fuera para su amo, esta-

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blecieron escuelas para niñas, construyeroncaminos, fundaron hospitales y publicaron unainformación anual o libro azul sobre "El pro-greso moral y material del Estado", por lo queel ministerio de Negocios Extranjeros inglés yel gobierno de la India estaban muy contentos.Muy pocos estados indígenas aceptan en con-junto los progresos ingleses, porque no creen,como Purun Dass mostró creer, que lo que esbueno para un inglés debe ser doblemente bue-no para un asiático. Llegó el primer ministro aser muy amigo de virreyes, gobernadores ysecretarios; de médicos con misiones especiales;de los misioneros comunes; de oficiales ingle-ses, jinetes excelentes que cazaban en los terre-nos del Estado; y asimismo de todo un ejércitode viajeros que recorría la India en inviernodando a la gente lecciones de cómo hay quehacer las cosas. A ratos perdidos fundaba bol-sas para el estudio de la medicina y de la indus-tria, siguiendo estrictamente los modelos ingle-ses, y escribía cartas a El Explorador, el mayor

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de los periódicos indios, explicando las ideas yobjetivos de su amo.

Hizo por último un viaje a Inglaterra, yhubo de pagar enormes sumas a los sacerdotescuando regresó, porque incluso un brahmán detan elevada casta como Purun Dass quedabadegradado cuando cruzaba el negro mar. EnLondres vio y habló con cuanta gente valía lapena conocer -personas que son conocidas entodo el mundo-, y vio mucho más cosas de loque él contaba. Le concedieron títulos honora-rios académicos sabias universidades y habló ehizo discursos acerca de la reforma social de laIndia ante damas inglesas vestidas de etiqueta,hasta que todo Londres proclamaba: "este es elhombre más fascinante del mundo con quienjamás se sentó alguien a manteles desde queéstos existen."

Cuando regresó a la India se vio envuel-to en un halo de gloria, pues el Virrey en per-sona visitó al Maharajah para concederle laGran Cruz de la Estrella de la India (toda di-

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amantes, cintas y esmalte); y en la misma cere-monia, mientras los cañones tronaban, PurunDass fue proclamado comendador de la Ordendel Imperio Indio; y así, su nombre se convirtióen Sir Purun Dass, K.C.I.E.

Aquella tarde, a la hora de la comida enla gran tienda del virrey se puso en pie osten-tando la placa y el collar de la Orden, y, contes-tando a un brindis en honor de su amo, dijo undiscurso que pocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando ya la ciudadhabía vuelto a su reposo, hizo algo que ningúninglés hubiera jamas soñado hacer, pues muriópara todo lo concerniente a los negocios de estemundo. Las ricas insignias de la Orden volvie-ron al Gobierno de la India; se nombró a otroprimer ministro que se encargara de los nego-cios; entre los demás empleados empezó unjuego de idas y venidas, como si se tratara dejugar a correos. Los sacerdotes sabían lo ocu-rrido, y el pueblo lo adivinaba; pero la India esuno de aquellos lugares en que un hombre

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puede hacer lo que guste y nadie le preguntarápor qué lo hace, y el hecho de que Dewan SirPurun Dass, K.C.I.E. hubiera renunciado a suposición, a su palacio y a su poderío, adoptan-do el cuenco y el vestido color ocre de unsunnyasi o santón, a nadie le parecía cosa ex-traordinaria. Había sido, como lo recomienda laantigua ley, joven durante veinte años, lucha-dor durante otros veinte años (aunque jamáshabía llevado consigo arma alguna), y duranteotros veinte más, cabeza de familia. Había usa-do de sus riquezas y su poder en lo que él sabíaque había sido útil; recibió honores cuando lesalieron al paso; había visto hombres y ciuda-des que se hallaban cerca y lejos, y hombres yciudades se pusieron en pie para honrarle.Ahora se desprendía de todo eso, como unhombre deja caer un manto que ya no necesita.

Detrás de él, mientras cruzaba las puer-tas de la ciudad, con una piel de antílope y unamuleta de travesaño de cobre bajo el brazo, yen su mano un moreno cuenco pulimentado

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hecho de coco de mar, descalzo, solo, con losojos clavados en el suelo... detrás de él retum-baban las salvas de los bastiones en honor dequien había tenido la fortuna de ocupar su lu-gar. Purun Dass saludó. Aquella vida habíaterminado para él; no le tenía ni mejor ni peorvoluntad de la que puede tenerle un hombre aun incoloro sueño que soñó en la noche. Él eraun sunnyasi... un mendigo errante sin hogarque recibía de la caridad pública el pan de cadadía; y mientras haya en la India qué compartir,no se morirá de hambre ni un sacerdote ni unmendigo. Nunca había comido carne en su vi-da, y rarísima vez, pescado. Un billete de bancode cinco libras esterlinas le hubiera bastadopara pagar sus gastos personales, por comida,durante cualquiera de los muchos años en quefue dueño absoluto de millones en metálico.Inclusive cuando en Londres se convirtió en elhombre de moda, nunca olvidó su sueño depaz y reposo.., el largo, blanco, polvorientocamino, lleno de huellas de desnudos pies; el

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incesante tránsito, y el acre olor de la leña que-mada, cuyo humo sube en espirales bajo lashigueras, a la luz de la luna, donde los cami-nantes se sientan a cenar.

Cuando llegó el momento de realizar es-te sueño, el primer ministro tomó sus disposi-ciones, y al cabo de tres días más fácil hubierasido encontrar una burbuja de agua en las pro-fundidades del Atlántico, que a Purun Dassentre los errantes millones de hombres en laIndia, que ora se reúnen, ora se separan.

Por la noche extendía su piel de antílopedonde se le hacía de noche, unas veces en unmonasterio de sunnyasis ubicado junto al ca-mino: otras, cabe una columna hecha de tapiade algún lugar sagrado en Kala Pir, donde losyoguis, que son otro nebuloso grupo de santo-nes, lo recibían como lo hacen los que sabenqué valor tiene eso de las castas y grupos; otrasveces, en las afueras de un pueblecito indio, adonde acudían los niños con la comida prepa-rada por sus padres; no pocas veces, por últi-

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mo, en lo más alto de desnudas tierras de pasto,donde la llama del fuego encendido con cuatropalitroques despertaba a los adormecidos ca-mellos. Todo era lo mismo para Purun Dass... oPurun Bhagat, como ahora se llamaba a sí mis-mo, Tierra, gente, comida.., todo era lo mismo.Pero inconscientemente fuéronlo llevando suspies hacia el Norte y hacia el Este; desde el Surhacia Rohtak; de Rohtak a Kurnool; de Kurnoolal arruinado Samanah, y de allí, subiendo porel seco cauce del Gugger, que sólo se llenacuando la lluvia cae en las montañas vecinas,hasta que un día vio la lejana línea de los gran-des Himalayas.

Entonces sonrió Purun Bhagat, porquese acordó que su madre era de origen brahmá-nico, de la raza de los rajhputras, allá por elcamino de Kulu (una montañesa, pues, quesiempre echaba de menos las nieves), y bastaque un hombre lleve la más pequeña gota desangre montañosa en sus venas, para que, alfinal, vuelva al lugar de donde salió.

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-Allá abajo -díjose Purun Bhagat, su-biendo de frente por las primeras lomas de losmontes Sewaliks, donde los cactos se yerguencomo candelabros de siete brazos-, allá me sen-taré a meditar. Y el fresco viento del Himalayasilbó en sus oídos al caminar por la ruta quelleva a Simla.

La última vez que había pasado por allí,había sido con gran cortejo, con una ruidosaescolta de caballería, para visitar al más cortés yamable de todos los virreyes; y ambos hablarondurante una hora de los amigos mutuos deLondres, y de lo que realmente piensa la gentede la India de muchas cosas. En esta ocasiónPurun Bhagat no hizo ninguna visita, sino quese recostó sobre una verja del paseo, contem-plando la hermosa vista de las llanuras que seextendían diez leguas delante de él; hasta queun policía mahometano del país le dijo queinterrumpía la circulación, y Purun Bhagat sa-ludó respetuosamente al representante de la leyporque sabía el valor de aquélla, e iba en busca

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de una que fuera la suya propia. Siguió adelan-te y aquella noche durmió en una choza aban-donada, en Chota Simia, que parece ser el findel mundo, pero que sólo era el principio de suviaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet,vía de tres metros de ancho abierta en la rocaviva a poder de barrenos, o apuntalada conmaderos sobre el abismo de trescientos metrosde profundidad, que se hunde en tibios, húme-dos, cerrados valles, y trepa por colinas desnu-das de árboles y con algo de hierba, en dondereverbera el sol como en un espejo ustorio; oque caracolea al través de espesos, oscuros bos-ques, donde los helechos arborescentes cubrende alto abajo los troncos de los árboles y dondeel faisán llama a su compañera. Se encontró conpastores del Thibet, con sus perros y rebaños decarneros, y cada carnero llevaba una bolsita conbórax sobre su espalda; con leñadores errantes;con lamas del Thibet que llegaban en peregri-nación a la India, cubiertos con mantos y abri-

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gos; con enviados de pequeños y solitarios es-tados, perdidos entre montañas, que corrían laposta rápidamente en caballitos cebrados opíos; o bien, se encontró con la cabalgata de unrajah que iba a hacer una visita; o también leocurría no ver a nadie en un claro y largo día,excepto un oso negro, que gruñía y desenterra-ba raíces allá abajo, en el valle. Durante lasprimeras jornadas, todavía resonaban en susoídos los rumores mundanales, como el es-truendo de un tren que pasa por un túnel sequeda aún resonando mucho tiempo despuésque el tren ha salido de él. Pero, una vez quedejó atrás el paso de Mutteeanee, todo terminó,y Purun Bhagat se quedó a solas consigo mis-mo, caminando, vagabundeando y pensando,clavados los ojos en el suelo y con sus pensa-mientos en las nubes.

Una tarde cruzó el más alto desfiladeroque había encontrado hasta entonces -la ascen-sión habíale tomado dos días-, y se encontrófrente a una línea de nevados picos que ceñían

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todo el horizonte: montañas de cinco a seis milmetros de altura que parecían lo suficientemen-te cerca para alcanzarlas de una pedrada, peroque en realidad se encontraban a catorce oquince leguas de distancia. El desfiladero esta-ba coronado de un denso y oscuro bosque dedeodoras, castaños, cerezos silvestres, olivos yperales también silvestres; pero principalmentedeodoras, que son los cedros del Himalaya; a lasombra de estos árboles se levantaba un temploabandonado dedicado a Kali. . . que es Durga,que es Sitala, y que recibe adoración por suvirtud contra la viruela.

Purun Dass barrió el suelo de piedra,sonrió a la estatua que parecía hacerle unamueca, con barro arregló un hogar donde pu-diese encender fuego detrás del templo; exten-dió su piel de antílope sobre un lecho de pino-cha verde, apretó bien su bairagi (su muleta contravesaño de cobre) bajo la axila y se sentó adescansar.

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Casi por debajo de él estaba el declivedel monte desnudo, pelado en una altura decuatrocientos metros, en donde una aldehuelade casas hechas de piedra con techos de tierraamasada, parecía colgar de la escarpada pen-diente. En derredor, se extendían estrechos te-rrenos en forma de terraplenes, como delanta-les formados de retazos y puestos sobre la faldade la montaña, y vacas que parecían tener eltamaño de escarabajos pacían en los espaciosque quedaban entre los círculos, empedradosde pulidas piedras, que servían de eras.

Al mirar al través del valle, el ojo se en-gañaba sobre el tamaño de las cosas, y al prin-cipio no podía convencerse de que lo que pa-recía un grupo de arbustos, al lado de la mon-taña, era en realidad un bosque de pinos detreinta metros de alto. Purun Bhagat vio a unáguila hundiéndose en la enorme hondonada;pero la inmensa ave pareció ir decreciendo entamaño hasta no ser más que un punto antes deque llegara a la mitad del camino.

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Grupos de nubes enfilaban por el valle,enredándose en la cima de la montaña, oelevándose para desvanecerse cuando llegabana la altura de los picos en los desfiladeros."Aquí hallaré la paz", se dijo Purun Bhagat.

Ahora bien, para un montañés, no cuen-tan unas cuantas docenas de metros más abajoo más arriba, y tan pronto como los aldeanosvieron humo en el templo abandonado, el sa-cerdote del pueblecillo subió por la ladera deterraplenes para saludar al forastero.

Al fijar su mirada en los ojos de PurunBhagat -ojos de hombre acostumbrado a man-dar a miles de hombres-, se inclinó hasta el sue-lo, cogió el cuenco sin decir palabra y regresó ala aldea diciendo:

-Por fin tenemos a un santón. Nunca vihombre como éste. Es un hijo de los llanos, pe-ro de color pálido... Es la quinta esencia de unbrahmán.

Entonces todas las mujeres de la aldeadijeron:

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-¿Crees que permanecerá entre noso-tros?

Y cada una hizo cuanto pudo para coci-nar los más sabrosos manjares para el Bhagat.La comida montañesa es muy simple, pero conalforfón, maíz, pimentón; pescado del río quecorre por el valle; miel de las colmenas cons-truidas en forma de chimeneas sobre las pare-des de piedra; albaricoques secos; azafrán deIndias; jengibre silvestre y tortas de harina detrigo, una mujer que quiera lucirse puede hacermuy buenas cosas, y estaba bien lleno el cuencocuando el sacerdote se lo llevó al Bhagat.

¿Pensaba quedarse allí? -preguntó-.¿Necesitaría un chela (un discípulo) que men-digara para él? ¿Tenía una manta para abrigar-se del frío? ¿Le gustaba aquella comida?

Comió Purun Bhagat y le dio las graciasal donante. Pensaba quedarse. Esto es suficien-te, dijo el sacerdote. Que dejara el cuenco fueradel templo abandonado, en el hueco de dosraíces torcidas, y diariamente recibiría su ali-

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mento, porque el pueblo se sentía muy honradocon que un hombre como él -y miró tímida-mente a Bhagat en el rostro- se quedara entreellos.

Aquel día terminó el vagabundeo paraPurun Bhagat. Había llegado al sitio que le es-taba destinado... a un lugar todo silencio y es-pacio. Después de esto, se detuvo el tiempo, yél, sentado a la entrada del templo, no podíadecir si estaba vivo o muerto, si era un hombrecon control sobre los miembros de su cuerpo, osi formaba parte de los montes, de las nubes, dela mudable lluvia y de la luz del sol. Se repetíaa sí mismo suavemente un nombre centenares ycentenares dc veces, hasta que, a cada repeti-ción, parecía separarse más y más de su cuerpo,y deslizarse hasta los umbrales de alguna tre-menda revelación; pero, en el preciso momentode abrirse la puerta, lo arrastraba hacia atrás supropio cuerpo, y dolorosamente se sentía denuevo atado a la carne y a los huesos de PurunBhagat.

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Cada mañana, en silencio, el cuenco lle-no era colocado sobre la especie de muleta queformaban las retorcidas raíces fuera del templo.Algunas veces lo traía el sacerdote; otras, unmercader ladakhi que paraba en el pueblo, yque, ganoso de hacer méritos, subía trabajosa-mente por el sendero; pero, con más frecuencia,lo traía la mujer que había cocinado la comidala noche antes, y murmuraba tan bajo que ape-nas se le oía:

-Interceded por mí ante los dioses, Bag-hat. Rogad por Fulana, la esposa de Mengano.

En ocasiones se le permitía igual honora algún muchacho atrevido, y Purun Bhagat looía colocar el cuenco y echar a correr tan aprisacomo sus piernas se lo permitían; pero el Bha-gat nunca descendió hasta el pueblo, al cualveía extendido como un mapa a sus pies. Podíaver también las reuniones que se celebraban alcaer la tarde, en el círculo donde estaban laseras, pues era éste el único terreno llano quehabía; podía ver el hermoso y poco nombrado

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verdor del arroz cuando es joven; los colores deazul de añil del maíz; los trozos de terrenodonde se cultivaba el alforfón, semejantes adiques; y, en su estación propia, la roja flor delamaranto, cuyas pequeñas semillas, puesto queno son ni grano ni legumbre, puede comerlastodo indio en época de ayuno, sin faltar por elloen lo más mínimo.

Cuando el año llegaba a su fin, los te-chos de las chozas parecían cuadraditos depurísimo oro, porque sobre los techos poníanlos aldeanos las mazorcas de maíz para que sesecaran. La cría de abejas y la recolección de losgranos, la siembra del arroz y su descascarilla-do, pasaron ante su vista; todo como bordadoallá abajo en los trozos de campo de mil distin-tas orientaciones. Y él meditó sobre todo lo queabarcó su vista, preguntándose a qué conducíatodo aquello, en último y definitivo resultado.

Hasta en los lugares poblados de la In-dia, un hombre no puede sentarse y permane-cer completamente quieto durante un día, sin

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que los animales salvajes corran por encima desu cuerpo como si fuera una roca; y en aquellasoledad, muy pronto los animales salvajes, queconocían muy bien el templo de Kali, fueronllegando para mirar al intruso. Los langures,los grandes monos de grises patillas del Hima-laya, fueron, naturalmente, los primeros por-que siempre están devorados por la curiosidad;una vez que tiraron el cuenco, haciéndolo rodarpor el suelo, y probaron la fuerza de sus dientesen el travesaño de cobre de la muleta, y le hicie-ron muecas a la piel de antílope, decidieron queaquel ser humano, que allí estaba sentado tanquieto, era inofensivo. Al caer la tarde saltabandesde los pinos, pedían con las manos algo pa-ra comer, y luego se alejaban balanceándose engraciosas curvas. También les gustaba el calordel fuego, y se apiñaban en derredor de él hastaque Purun Bhagat tenía que empujarlos a unlado para echar leña; más de una vez se habíaencontrado por la mañana con que un monocompartía su manta. Durante todo el día, uno u

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otro de la tribu se sentaba a su lado, mirandofijamente hacia la nieve, dando gritos y po-niendo una cara indeciblemente sabia y triste.

Después de los monos llegó el bara-singh, ciervo de especie parecida a los nuestros,pero más fuerte. Llegábase allí para restregar elterciopelo de sus cuernos contra las frías pie-dras de la estatua de Kali, y pateó al ver en eltemplo a un hombre. Pero Purun Bhagat nohizo el menor movimiento, y poco a poco elmagnífico ciervo avanzó oblicuamente y le tocóel hombro con el hocico. Deslizó Purun Bhagatuna de sus frías manos por las tibias astas, y elcontacto pareció refrescar al animal, que agachóla cabeza, y Purun Bhagat siguió restregandomuy suavemente y quitando la aterciopeladacapa. Después, el baras¡ng trajo a su hembra y asu cervato, mansos animales que se ponían amascar sobre la manta del santón; otras vecesvenía solo, de noche, reluciéndole los ojos conreflejos verdosos por la vacilante luz de lahoguera para recibir su parte de nueces tiernas.

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Por último, acudió también el ciervo almizcle-ro, el más tímido y casi el menor de los ciervos,erguidas sus grandes orejas parecidas a las delconejo; y hasta el abigarrado y silencioso mus-hicknabha sintió deseos de averigar qué eraaquella luz que brillaba en el templo, y puso suhocico, parecido al de una anta, sobre las rodi-llas de Purun Bhagat, yendo y viniendo con lassombras que el fuego producía. Purun Bhagatlos llamaba a todos "mis hermanos", y su bajogrito de ¡Bahi! ¡Bahi! los sacaba del bosque porlas tardes, si se hallaban a buena distancia paraoírlo. El oso negro del Himalaya, sombrío ysuspicaz (Sona, que tiene bajo la barba unamarca en forma de V), pasó por allí más de unavez; y como el Bhagat no mostró miedo, Sonano se mostró malhumorado, sino que observóun poco, se acercó luego y pidió su parte decaricias, un pedazo de pan o bayas silvestres.Con frecuencia, en la quieta hora del amanecer,cuando Bhagat subía hasta lo más alto del des-filadero para ver al rojo día rodar por los neva-

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dos picachos, encontraba a Sona arrastrándosey gruñendo a sus pies, metiendo una manocuriosa bajo los caídos troncos y sacándola conun ¡uuuf! de impaciencia; o bien sus pasos des-pertaban al oso que dormía enroscado, y elenorme animal se levantaba erguido, creyendoque se trataba de una lucha, hasta que escucha-ba la voz de Purun Bhagat y reconocía a su me-jor amigo.

Casi todos los ermitaños y santones queviven separados de las grandes ciudades tienenla reputación de ser capaces de obrar milagroscon los animales; pero el milagro consiste enmantenerse muy quieto, en no hacer nunca unmovimiento precipitado, y, por largo ratocuando menos, no mirar directamente al reciénllegado. Los ancianos vieron la silueta del bara-sing caminando como una sombra al través deloscuro bosque detrás del templo; al minaul, elfaisán del Himalaya, luciendo sus mejores colo-res ante la estatua de Kali, y a los langures sen-tados en el interior y jugando con cáscaras de

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nuez. También algunos muchachos habían oídoa Sona canturreando para sí mismo, como sue-len hacer los osos, detrás de las rocas caídas, yla reputación de Bhagat como milagrero seafirmó cada vez mas.

Sin embargo, nada más lejos de su men-te que los milagros. Creía él que todas las cosasson un enorme milagro, y cuando un hombrellega a saber esto, sabe ya algo que le sirve debase. Sabía con toda certeza que no había nadagrande o pequeño en el mundo; día y nocheluchaba para llegar a penetrar en el corazónmismo de las cosas, volviendo al sitio de dondesu alma había salido.

Pensando en todo esto, el descuidadocabello empezó a caerle sobre los hombros; enla losa que había al lado de la piel de antílopese hizo un agujerito por el continuo roce delextremo de la muleta que sobre ella se apoyaba;el lugar, entre los troncos de los árboles, endonde ponía su cuenco día tras día, se hundió yse gastó hasta hacerse un hueco tan pulimenta-

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do como la misma cáscara de color de tierraque allí se ponía; cada animal conocía con todaexactitud el lugar que le correspondía junto alfuego. Los campos cambiaban sus colores deacuerdo con las estaciones; las eras se llenabany se vaciaban, y luego se llenaban una y otravez; y así mismo muchas veces, cuando llegó elinvierno, los langures saltaban por entre lasramas cubiertas de ligera capa de nieve, hastaque, al llegar la primavera, las monas traíandesde valles más cálidos a sus pequenuelos demirada lánguida. Pocos cambios hubo en elpueblo. El sacerdote había envejecido, y mu-chos de los niños que en otros tiempos solíanvenir con el cuenco, mandaban ahora a suspropios hijos; y cuando alguien preguntaba alos aldeanos durante cuánto tiempo el santónhabía vivido en el templo de Kali, allá en elextremo del desfiladero, respondían: "Siempre."

Llegaron entonces tales lluvias de vera-no, como jamás se habían visto en aquellasmontañas en muchas estaciones. Durante tres

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meses cumplidos el valle estuvo envuelto ennubes y en niebla húmeda... y el agua caíasiempre, sin parar y se sucedían las tormentasla una tras la otra. El templo de Kali quedabageneralmente por encima de las nubes, y huboun mes durante todo el cual el Bhagat no pudoecharle una ojeada a la aldea. Estaba ésta en-vuelta por una cubierta blanca de nubes que sebalanceaba, que cambiaba de lugar, que rodabasobre sí misma o que se arqueaba hacia arriba,pero que nunca se desprendía de sus estribos,los chorreantes flancos del valle.

Durante todo ese tiempo no escuchó si-no el sonido de millones de gotas de agua sobrelas copas de los árboles, y por debajo de ellas,siguiendo el suelo, atravesando la pinocha,cayendo a gotas de las lenguas de enlodadoshelechos y lanzándose, en fangosos canales queacababan de abrirse, por todos los declives.Luego salió el sol que hizo elevarse de los deo-doras y de los rododendros su agradable aro-ma, y así mismo aquel lejano y purísimo olor

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que los montañeses llaman "el olor de las nie-ves". Duró el sol una semana y luego las lluviasse reunieron en un postrer diluvio; el agua em-pezó a caer formando sábanas que le quitaronsu corteza a la tierra y que hicieron que de nue-vo se convirtiera en barro. Purun Bhagat en-cendió aquella noche un gran fuego, porqueestaba seguro de que sus hermanos necesitaríancalor; pero ni un sola animal acudió al templo,aunque los llamó una y otra vez hasta que sequedó dormido, preocupado por lo que podríahaber ocurrido en los bosques.

Era ya plena noche y la lluvia tambori-leaba como si fuesen mil tambores, cuando sedespertó por los tirones que le daban a su man-ta, y, alargando la mano, tocó la mano pequeñí-sima de un langur.

-Mejor se está aquí que entre los árboles-dijo él soñoliento, levantando un poco la man-ta-. Toma y caliéntate.

El mono le cogió la mano y tiró de ellafuertemente.

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-¿Quieres entonces alimento? -dijo Pu-run Bhagat-. Espera un poco y te lo prepararé.

Mientras se arrodillaba para echarle le-ña al fuego, el langur corrió hasta la puerta deltemplo, lloriqueó allí, regresó corriendo y letiró de la rodilla.

-¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre, herma-no? -dijo Purun Bhagat, porque los ojos dellangur decían muchas cosas que el animal nopodía manifestar-. A menos que alguno de tucasta haya caído en una trampa... pero nadiepone trampas aquí... no saldré con este tiempo.¡Mira, hermano, hasta el barasing viene a refu-giarse aquí!

Al entrar a grandes pasos en el templo,las astas del ciervo golpearon contra la grotescaestatua de Kali. Las bajó hacia Purun Bhagat ygolpeó el suelo, inquieto, y resopló con fuerzapor las contraídas narices.

-¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! -dijo el Bhagat haciendosonar sus dedos-. ¿Éste es tu pago por hospe-darte una noche?

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Pero el ciervo lo empujaba hacia lapuerta, y al hacer esto, Purun Bhagat oyó elsonido de algo que se abría y vio que en el sue-lo se separaban dos losas la una de la otra, entanto que la pegajosa tierra formaba como unoslabios que se apartaban con un chasquido.

-Ahora comprendo -dijo Purun Bhagat-.No es extraño que mis hermanos no se sentaranen torno al fuego esta noche. La montaña sehunde. Y sin embargo... ¿por qué marcharme?

Cayeron sus ojos en el vacío cuenco ycambió la expresión de su rostro.

-Me dieron comida diariamente desde...desde que me encuentro aquí, y, si no me doyprisa, mañana no habrá ni un alma en el valle.Indudablemente tengo que ir y advertirles atodos de lo que pasa. ¡Atrás, hermano! Déjamellegar hasta el fuego.

Retrocedió el barasing de mala gana yPurun Bhagat cogió una antorcha, la hundió enlas llamas y la revolvió hasta que estuvo bienencendida.

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-¡Ah! ¡Vinisteis a avisarme! -dijo, le-vantándose-. Ahora deberemos hacer algo mu-cho mejor, mucho mejor. Vamos fuera ahora, ypréstame tu cuello, hermano, porque no tengosino dos pies.

Se agarró con la mano derecha de lacerdosa crucera del barasing, sosteniendo conla izquierda la antorcha y salió del templo,hundiéndose en la horrible noche. No se sentíael menor soplo del viento, pero la lluvia casiapagaba la tea al deslizarse el gran ciervo por lapendiente, resbalándose sobre las ancas. Encuanto salieron del bosque, más hermanos delBhagat se unieran a él. Oyó, aunque no podíaverlo, que los langures se apiñaban en torno deél, y tras él resonaba el ¡uh! ¡uh! de Sona. Lalluvia tejió su largo pelo de tal modo que parec-ían cuerdas; el agua lo salpicaba al poner enella los pies desnudos y su amarillo ropaje sepegaba a su frágil cuerpo envejecido; pero élseguía adelante con paso firme, apoyándose enel barasing. Ya no era un santón,. sino Sir Pu-

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run Dass, K.C.I.E., primer ministro de un Esta-do que no era ya pequeño, un hombre acos-tumbrada a mandar y que iba ahora a salvarvidas. Por el sendero rápido y fangoso descen-dieran juntos el Bhagat y sus hermanos hastaque las patas del ciervo dieron contra el murode una era, y el animal dio un bufido, porquehabía olido la presencia de hombres. Estabanahora en el extremo de la única y tortuosa callede la aldea, y el Bhagat golpeó con su muletalas cerradas ventanas de la casa del herrero, entanto que la tea que le servía de antorcha lla-meaba al abrigo del alero de la casa.

-¡Levántense y salgan a la calle! -gritóPurun Bhagat, y él mismo no reconocio su pro-pia voz, porque hacía muchos años que nohablaba en voz alta a ningún hombre-. ¡Lamontaña se hunde! ¡La montaña se hunde!¡Levántense y salgan fuera todos los que esténen las casas!

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-Es nuestro Bhagat -dijo la mujer delherrero-. Viene rodeado de sus animales. ¡Re-coge a los pequeños y da la voz de alarma!

Corrió de casa en casa en tanto que losanimales apiñados en la estrecha vía se atrope-llaban en torno del Bhagat y Sona resoplabacon impaciencia.

Toda la gente salió a la calle -no eranmás de setenta personas por todas- y a la luz delas antorchas vieron a su Bhagat que agarrabaal aterrorizado barasing, impidiéndole huir,mientras los monos se asían con aspecto lasti-mero a la ropa de aquél, y Sona se sentaba ydaba bramidos.

-¡Atraviesen el valle y suban al monteopuesto! -gritó Purun Bhagat-. ¡Que nadie sequede atrás! ¡Nosotros os seguiremos!

Corrió entonces toda la gente como sólolos montañeses saben correr, porque sabían quecuando ocurre un hundimiento de tierras hayque subirse al sitio más alto, al otro lado delvalle. Huyeron, lanzándose al estrecho río que

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había al extremo, y casi sin aliento subieron porlos terraplenados campos del otro lado, mien-tras que el Bhagat y sus hermanos los seguían.Subían y subían por la montaña opuesta,llamándose los unos a los otros por su nombre(éste es el modo de tocar llamada en la aldea),y, pisándoles los talones, subía el gran barasing,sobre el cual pesaba el cuerpo casi desfallecien-te de Purun Bhagat. Detúvose al cabo el ciervoa la sombra de un tupido pinar, a ciento cin-cuenta metros de altura en la vertiente. Su ins-tinto, que le había advertido del próximo hun-dimiento, le dijo también que allí se hallabaseguro.

A su lado cayó casi desmayado PurunBhagat, porque el frío de la lluvia y aquelladesesperada ascensión lo estaban matando;pero antes les había dicho a los desparramadosportadores de antorchas que iban a la cabeza:

-Deténganse y cuenten a toda la gente.Y luego murmuró dirigiéndose al cier-

vo, al ver que las luces se agrupaban:

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-Quédate conmigo, hasta que me muera.Se oyó en el aire un ruido leve como un

suspiro, y que luego se convirtió en murmullo;luego este murmullo se convirtió en una espe-cie de rugido; el rugido pasó los límites de laque puede resistir el oído humano, y la vertien-te en que se hallaban los aldeanos recibió unchoque en la oscuridad y retembló hasta suscimientos. Y luego una nota firme, profunda yclara como un do grave arrancado a un órgano,sofocó todas los demás ruidos por un espaciode alrededor de cinco minutos, y mientrasduró, temblaban hasta las mismas raíces de laspinos. Pasó, y el ruido de la lluvia que caía so-bre muchísimas metros de tierra dura y dehierba, se tornó en ahogado tamborileo de aguaque cae sobre tierra blanda. Esto lo explicabatodo.

Ni durante un momento ninguno de losaldeanos -ni siquiera el sacerdote- tuvieronsuficiente valar para hablar al Bhagat que habíasalvada las vidas de todos. Se acurrucaron bajo

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los pinos, y allí esperaron hasta que vino el día.Y cuando éste llegó, miraron al través del valley vieron que, lo que había sido bosque, y cam-pos de cultivo, y tierras de pasto cruzadas desenderos, era ahora un informe y sucio montón,pelado, rojo, en forma de abanico, en donde seveían unos cuantos árboles tirados, con la copahacia abajo, sobre el declive. Subía esta masaroja hasta muy arriba de la montaña donde sehabían refugiado, deteniendo la corriente delpequeño río que había empezado ya a ensan-charse y a formar un lago de color de ladrillo.De la aldea, del camino que conducía al templo,y aun del templo mismo y del bosque situado asu espalda, nada había quedado. En un espaciode un cuarto de legua de ancho y a más de seis-cientos metros de profundidad, todo el flancode la montaña había literalmente desaparecido,alisado por completo de arriba abajo.

Y los aldeanos, uno a uno, se acercaronal Bhagat al través del bosque para rezar anteél. Vieron al barasing de pie a su lado, el cual

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escapó al acercarse ellos; oyeron a los languresquejándose entre las ramas, y a Sona lamentán-dose tristemente montaña arriba; pero su Bha-gat estaba muerto, sentado y con las piernascruzadas, apoyando la espalda en el tronco deun árbol y la muleta bajo la axila, y su rostroestaba vuelto hacia el Noreste.

El sacerdote dijo:-¡Mirad: ved un milagro tras otro, por-

que precisamente en esa actitud deben ser ente-rrados todas los sunyasis! Por tanto, dondeahora está, le elevaremos un templo a nuestrosantón.

Construyeron el templo antes de queaquel año terminara (un templo pequeño, detierra y piedra) y llamaron a la montaña LaMontaña del Bhagat y allí lo adoraron lleván-dole luces, flores y dádivas, lo que siguenhaciendo hasta el día de hoy. Pero ignoran queel santo de su devoción es el difunto Sir PurunDass, K.C.I.E., D.C.L., Ph.D., etc., que duranteun tiempo fue el primer ministro del progresis-

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ta e ilustrado Estado de Mohiniwala, y miem-bro honorario o correspondiente de muchasmás sabias y científicas sociedades de lo quepuede ser de algún provecho en este mundo oen el otro.

CANCIÓN AL ESTILO DE KABIRComo leve peso era el mundo en sus

manosy carga insoportable eran para él sus riquezas;prefirió siempre la mortaja al gúddeey ahora vaga por la tierra como bairagi.

El polvo del camino ve que sus pies seposanen el camino que lleva a Delhi;en él, cuando el sol quema,sólo el sal y el ikar le aguardan.

Llama su casa al lugar donde reposa,ya duerma entre la gente o en el desierto;el sigue adelante su camino, el caminode perfección en que el bairagi sueña.

Clavó su mirada en el hombre,su mirada limpia y clara:

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un Dios hubo, un Dios hay;tan sólo uno, el gran Kabir dijo.

Cual leve nube es el problema de la ac-cióny él vaga, como bairagi, por la tierra.Quiere amar a sus hermanos:el césped, las fieras, Dios mismo;el poder olvida y toma su mortaja;¿Oís? -dice Kabir-. Baíragi queda.

Toomai de los elefantesQuiero pensar en lo que fui

y olvidar cadenas y lazos;recordar tiempos idosy del bosque cuanto vi.Venderme no quiero al hombrepor un montón de cañas,sino huir hacia los míosy entre los míos perderme.Quiero vagar en el albasentir el viento que correy recibir el beso de las aguas.Olvidar quiero mis cadenas

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pesadas y mi dolor todo;revivir mis viejos amores,y ver a mis camaradas.

Kala Nag, que quiere decir "serpientenegra", sirvió al gobierno de la India de todoslos modos posibles en que puede hacerlo unelefante, durante cuarenta y siete años, y comotenía veinte bien cumplidos cuando lo cazaron,el total da cerca de setenta ....... la edad madurade un elefante.

Se acordaba de haber tirado, con uncojín de cuero en la frente, de un cañón atasca-do en el barro, y esto sucedió antes de la guerradel Afganistán, en 1842, cuando aún no habíaadquirido todo su desarrollo. Su madre, RadhaPyari (Radha, la niña mimada), que fue cogidaen la misma cacería junto con Kala Nag, le dijo,antes de que mudara sus colmillos de leche,que los elefantes que tienen miedo, siempreterminan por hacerse daño; Kala Nag sabía queeste consejo era correcto, porque la primera vezque vio estallar una bomba, retrocedió dando

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gritos hasta un lugar donde había rifles queformaban un pabellón, y las bayonetas se leclavaron en las partes más blandas del cuerpo.Por tanto, antes de cumplir los veinticinco años,ya no tenía miedo, y por ello era el elefante másquerido y mejor cuidado de todos los que serv-ían el Gobierno de la India. Había llevado acuestas tiendas, mil doscientas libras de pesode tiendas, en la marcha al través de la Indiaseptentrional; había sido izado a un barco, alextremo de una grúa de vapor, llevándolo acontinuación durante muchos días por mar, yobligándolo a transportar un mortero sobre suespalda en un país extraño y lleno de rocas,muy lejos de la India; vio al emperador Teodo-ro tendido muerto en Magdala, y había vueltoen el barco, con méritos suficientes, decían lossoldados, para ganarse la medalla de la guerrade Abisinia. Vio a otros elefantes, compañerossuyos morir de frío, de epilepsia, de hambre ode insolación en un lugar llamado Ali Musjid,diez años después; luego, lo habían enviado a

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centenares de leguas hacia el sur para acarreary apilar enormes vigas de madera de teca en losalmacenes de Moulmein. Ahí dejó medio muer-to a un elefante joven que se insubordinó resis-tiéndose al trabajo.

Después de eso lo separaron de la ocu-pación de acarrear madera, y lo emplearon,junto con unos cuantos elefantes más ya entre-nados en el oficio, a ayudar en la caza de ele-fantes salvajes, en las colinas de Garo. El Go-bierno de la India cuida mucho de todo lo queconcierne a los elefantes. Hay un departamentocompleto que no hace más que cazarlos, coger-los y domarlos, y mandarlos de un lado a otrodel país, según se necesiten para el trabajo.

Kala Nag medía, del suelo a la cruz, tresbuenos metros, sus colmillos habían sido corta-dos hasta dejarlos como de metro y medio delargo, y, para que no se rajaran, iban cubiertosen el extremo con tiras de cobre; pero podíahacer más con aquellos trozos que cualquier

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elefante no adiestrado con sus colmillos ente-ros.

Cuando, después de semanas y semanasde vigilante labor acorralando a los elefantespor las montañas, los cuarenta o cincuentamonstruos salvajes eran dirigidos hacia la últi-ma empalizada, y la enorme puerta de troncosde árbol unidos, después de levantada, caía conestrépito detrás de ellos, Kala Nag, a una vozde mando, entraba en aquel movedizo y bra-mador pandemónium (generalmente de nochecuando la vacilante luz de las antorchas dificul-taba juzgar bien las distancias), y, cogiendo porsu cuenta al mayor y más salvaje de los elefan-tes, y de más largos colmillos, lo golpeaba yacosaba hasta reducirlo al silencio y a la quie-tud, mientras los hombres, montados en otroselefantes, lanzaban cuerdas y ataban a los máspequeños.

Nada ignoraba, en cuestión de luchas,Kala Nag, la vieja y avisada serpiente negra,porque en sus viejos tiempos más de una vez

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había resistido la embestida del tigre herido, y,enroscando la suave trornpa para resguardarlade peligro, había lanzado al aire a la fiera en elmomento en que ésta saltaba, haciendo todoesto con un rápido movimiento de cabeza, pa-recido al que hace una hoz, e inventado por élmismo; la había revolcado por el suelo y luegose le arrodillaba encima y allí mantenía susenormes rodillas hasta que la vida abandonabael cuerpo con un suspiro y un rugido, y dejan-do sólo sobre la tierra una masa fofa y rayadaque luego arrastraba Kala Nag asiéndola de lacola.

-Sí -dijo Toomai el mayor, su cornaca,hijo de Toomai el Negro que lo había llevado aAbisinia, y nieto de Toomai el de los elefantesque lo había visto coger-; nada hay que asuste aSerpiente Negra, excepto yo. Ha visto a tresgeneraciones de nuestra familia alimentarlo ycuidarlo y vivirá hasta ver la cuarta.

-También a mí me teme -dijo Toomai elchico, poniéndose en pie en toda su estatura de

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poco más de un metro, con sólo un trapo liadoal cuerpo. El hijo primogénito de Toomai elmayor tenía diez años de edad, y, de acuerdocon la costumbre, tomaría el lugar de su padreen el cuello de Kala Nag, cuando fuera mayor,y empuñaría el pesado ankus de hierro, la agui-jada para elefantes, cuya punta ya su padrehabía desgastado por el uso, como la habíandesgastado también su abuelo y su bisabuelo.Sabía el muchacho lo que decía; había nacido ala sombra de Kala Nag, había jugado con elextremo de su trompa antes de empezar a an-dar; cuando ya pudo andar, lo condujo al abre-vadero, y Kala Nag jamás hubiera pensado endesobedecer sus chillonas voces de mando,como no había pensado tampoco en matarleaquel día en que Toomai el mayor puso al re-cién nacido y moreno niño bajo los colmillos deKala Nag, y le dijo a éste que saludara a su fu-turo amo.

-Sí -dijo Toomai el chico-, me teme. -Diolargos pasos hacia Kala Nag llamándole "cerdo

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cebado" y le hizo levantar las patas una trasotra.

-¡Vaya! -dijo-. Eres un elefante enorme.Movió su desgreñada cabeza y repitió

las palabras de su padre:-Puede el Gobierno pagar por los elefan-

tes; pero pertenecen a nosotros, los mahouts.Cuando seas viejo, Kala Nag, vendrá un rajahrico y te comprará al gobierno, por tu tamaño ypor lo bien educado que estás, y entonces ya notendrás que hacer nada, como no sea llevaranillos de oro en las orejas, un pabellón de orosobre la espalda y una tela roja a los lados,también cubierta de oro, y abrirás así la marchaen las procesiones del rey. Entonces me sentaréen tu cuello, Kala Nag, llevando un ankus deplata, y algunos hombres portando bastonesdorados correrán delante de nosotros y gri-tarán: "¡Paso al elefante del rey!" Bueno seráeso, Kala Nag, pero no tan bueno como nues-tras cacerías por las selvas.

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-¡Psch! -dijo Toomai el mayor-. Eres unchiquillo y tan salvaje como un búfalo joven.Ese correr por entre las montañas no es el mejorservicio que prestamos al gobierno. Yo mevuelvo viejo, y no me gustan los elefantes sal-vajes. Que me den establos de ladrillo, con uncompartimiento para cada elefante; gruesasestacas para amarrarlos fuertemente; y caminosllanos y anchos para hacerlos maniobrar, en vezde ese ir y venir, acampando hoy aquí y maña-na en otro lado. ¡Ah!, ¡Vaya que eran buenos loscuarteles de Cawnpore! Había cerca de ellos unbazar, y sólo trabajábamos tres horas cada día.

Toomai el chico se acordó de los localespara elefantes de Cawnpore, y no dijo nada.Prefería con mucho la vida del campamento, yodiaba aquellos caminos llanos, anchos; la dia-ria obligación de ir a forrajear en los lugaresdestinados para ellos; las largas horas en queno había nada que hacer, excepto mirar a KahaNag moviéndose impaciente, atado a sus esta-cas,

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Lo que le gustaba a Toornai el chico erasubir por veredas difíciles que sólo un elefantepodía seguir; hundirse en el valle, allá abajo;entrever a lo lejos a los elefantes salvajes, pa-ciendo a pocas leguas de distancia; la huida deljabalí asustado o del pavo real, casi a los pies deKala Nag; las lluvias calientes y cegadoras,cuando humean montes y valles; las hermosasmañanas llenas de niebla en que nadie sabíaaún dónde se acamparía aquella noche; la cons-tante y cautelosa persecución de los elefantessalvajes, y la loca carrera y el ruido y las llama-radas de la última noche de caza, cuando loselefantes son empujados hacia la empalizadacorno peñas desprendidas en algún hundimien-to de terreno, y, viendo que no podían salir deallí, se arrojaban contra los pesados troncos, yno se apartaban de ellos sino a fuerza de gritos,de blandir llameantes antorchas y de dispararcartuchos de salva.

Hasta un chiquillo podía ser útil allí, yToomai lo era como tres. Empuñaba su antor-

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cha y la agitaba y gritaba como el que más. Pe-ro lo mejor de todo era cuando empezaban asacarse fuera los elefantes, y la keddah (esto es,la empalizada), parecía un cuadro del fin delmundo, y los hombres tenían que entendersepor signos porque no podían escucharse ni a símismos. Entonces Toomai el chico trepaba has-ta el extremo de uno de los vacilantes troncosde la empalizada, con el pelo castaño sobre loshombros, aquel pelo requemado, desteñido porel sol hasta hacerlo blanquear, y el rapaz parec-ía un duende iluminado por las llamas de lasteas; cuando se calmaba algo de tumulto, seoían entonces las chillonas voces con que ani-maba a Kala Nag, dominando bramidos, cruji-dos, chasquear de cuerdas y gruñir de los ata-dos elefantes.

-¡Maîl, Maîl, Kala Nag! (¡Sigue, sigue,Serpiente Negra!) ¡Dant do! (¡Dale con el colmi-llo!) ¡Somalo! ¡Somalo! (¡Cuidado! ¡Cuidado!)¡Maro! ¡Maro! (iDuro! ¡Duro con él!) ¡Cuidadocon el poste! ¡Arre! ¡Arre! ¡Hai! ¡Yai! ¡Kya-a-ah!

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-gritaba el muchacho, y la gran lucha entre KalaNag y el elefante salvaje era sostenida ya en unlado, ya en otro, dentro de la empalizada; loscazadores de elefantes se enjugaban el sudorque les escurría por el rostro, y no se olvidabande dirigir un saludo de aprobación a Toomai elchico, el cual bailaba de alegría en el extremode los troncos.

Pero hizo algo más que bailar. Una no-che se dejó resbalar del tronco en que estaba yse mezcló entre los elefantes, y arrojó el cabo deuna cuerda, que estaba allí en el suelo, a uno delos cazadores que trataban de lanzarla a la patade uno de los elefantes más jóvenes, en tantoque éste coceaba (los pequeños siempre danmás trabajo que los ya crecidos). Kala Nag lovio, lo cogió con la trompa y se lo pasó a Too-mai el mayor; éste le dio unos pescozones y locolocó de nuevo sobre el tronco.

A la mañana siguiente lo regañó dicién-dole:

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-¿Acaso no es suficiente para ti tenerbuenos establos de ladrillo para los elefantes yacarrear tiendas de un lado al otro, ya que aho-ra necesitas ponerte a coger elefantes por tupropia cuenta, como un perdido? Sabe esto: loscazadores, esos locos, que ganan menos salarioque yo, le hablaron ya del asunto a PetersenSahib.

Toomai el chico sintió miedo. Conocíapoco acerca de los hombres blancos, pero Peter-sen Sahib era el más grande hombre blanco delmundo para él. Era el jefe de las operaciones dela keddah: el hombre que cogía todos los ele-fantes para el Gobierno de la India, y el queconocía mejor que nadie sus costumbres.

-¿Qué... qué sucederá? -dijo Toomai elchico.

-¿Qué sucederá? Sucederá lo peor. Pe-tersen Sahib es un loco. Si no lo fuera, ¿crees túque iría a caza de esos diablos? Inclusive puedepedirte que seas un cazador de elefantes, y quete haga dormir en cualquier parte de esas sel-

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vas llenas de fiebres, para que finalmente tepateen hasta matarte en la keddah. Bueno esque todas esas bromas terminen ahora, sin ac-cidentes. La semana próxima se acaba la cacer-ía, y nosotros, la gente del llano, seremos en-viados de nuevo a nuestros puestos. Entoncespodremos andar por buenos caminos y olvi-darnos de todas estas cacerías. Pero, hijo mío,me duele que te mezcles en un asunto que per-tenece a esas sucias personas de la selva que sellaman asameses. Kala Nag sólo me obedece amí, y por tanto debo ir con él a la keddah; peroél no es más que un elefante de combate, y noayuda a atar a los demás. Por eso permanezcoyo sentado con toda comodidad, como convie-ne a un mahout (no a un mero cazador); a unmahout, digo, a un hombre que podrá disfrutarde una pensión cuando termine el servicio.¿Acaso la familia de Toomai el de los elefantesmerece que la pisoteen en el polvo de una ked-dah? ¡Mal hijo! ¡Pillo! ¡Perdido! Ve y lava a KalaNag, límpiale las orejas, y ve que no tenga es-

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pinas en las patas; de lo contrario, PetersenSahib te cogerá y hará de ti un cazador mediosalvaje... un ojeador de elefantes, de los quesiguen sus huellas, un oso de la selva. ¡Oh!¡Qué vergüenza! ¡Vete!

Toomai el chico se alejó sin decir pala-bra, pero le contó a Kala Nag todas sus penasmientras le examinaba las patas.

-No importa -dijo el muchacho, le-vantándole la punta de la pesada oreja derecha-. Le dijeron mi nombre a Petersen Sahib, yquizás...... quizás.., quizás... ¿quién sabe? ¡Ah!¡Mira qué espina tan grande te arranco!

Los siguientes días se emplearon enreunir a los elefantes; en obligar a caminar a lossalvajes, que acababan de ser capturados, entreotros dos ya domesticados, para que luego nodieran tanto trabajo al emprender la marchadescendente hacia los llanos; y por último enrecoger mantas, cuerdas y otras cosas que hab-ían quedado estropeadas o se habían perdidoen el bosque.

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Petersen Sahib llegó en una diestra ele-fante hembra llamada Pudmini. Ya había visi-tado otros de los campamentos ubicados entrelos montes, porque la estación terminaba, ydebía verificar los pagos; bajo un árbol, sentadoa una mesa, estaba un empleado suyo, indíge-na, que les entregaba a los cazadores, uno auno, su salario. Una vez que había cobrado,volvíase cada hombre al lado de su elefante y seunía a la fila que estaba próxima a partir. Losojeadores, cazadores y domadores, los hombresempleados siempre en la keddah, que pasan unaño de cada dos en la selva, iban sentados sobrelos elefantes que formaban parte de las fuerzaspermanentes de Petersen Sahib, o bien se recos-taban contra los árboles teniendo el fusil al bra-zo, haciendo burla de los cornacas que se iban yriéndose cuando los elefantes recién cazadosrompían filas y echaban a correr.

Toornai el mayor se acercó al empleadode las cuentas llevando tras él a Toomai el chi-

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co, y Machua Appa, el jefe de los ojeadores, ledijo en voz baja a uno de sus amigos:

-¡Ahí va uno que mucho sirve para ca-zar elefantes! ¡Es una lástima que a ese gallitode la selva lo manden a mudar de pluma a losllanos!

Ahora bien, Petersen Sahib tenía exce-lente oído, como un hombre avezado a escu-char al más silencioso de todos los seres: el ele-fante salvaje. Dióse media vuelta sobre el lomode Pudmini, donde estaba echado, y preguntó:

-¿Qué dices? No sabía que entre los cor-nacas del llano hubiera siquiera uno lo suficien-temente listo como para atar a un elefantemuerto.

-No mencionamos a un hombre, sino aun niño. Se metió en la keddah durante la últi-ma cacería y le arrojó la cuerda a Barmao cuan-do queríamos separar de la madre a aquel jo-ven elefante que tiene una pústula en el hom-bro.

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Machua Appa señaló a Toomai el chico,Petersen Sahib lo miró, y el muchacho se in-clinó hasta tocar el suelo.

-¿Él arrojó una cuerda? Es más pequeñoque una estaca. Chiquillo, ¿cómo te llamas? -dijo Petersen Sahib.

Toomai el chico estaba demasiado asus-tado para hablar, pero Kala Nag estaba detrásde él, por lo que Toomai le hizo una seña; elelefante lo cogió con la trompa y lo levantó a laaltura de la cabeza de Pudmini, precisamenteenfrente del gran Petersen Sahib. Toomai elchico se cubrió la cara con las manos, porque alfin era sólo un chiquillo, y, excepto para todo loconcerniente a elefantes, era tan tímido comocualquier otro muchacho.

-¡Oh! -dijo Petersen Sahib, sonriendo ba-jo el mostacho-. ¿Y por qué le has enseñado a tuelefante ese truco? ¿Para que te ayude a robar eltrigo verde que ponen a secar en el techo de lascasas?

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-Trigo verde, no, protector de los po-bres. . pero melones, sí -respondió el muchacho,y todos los hombres prorrumpieron en ruidosacarcajada. La mayor parte de ellos había ense-ñado a sus elefantes a hacer lo mismo. Toomaiel chico estaba colgado en el aire a unos dosmetros y medio; pero hubiera querido estar enaquel momento a igual profundidad bajo tierra.

-Es Toomai, mi hijo, Sahib -dijo Toomaiel mayor, frunciendo el entrecejo-. Es un chiqui-llo muy malo y acabará en presidio, Sahib.

-Lo que es eso, lo dudo -respondió Pe-tersen Sahib-. El muchacho que a esa edad seatreve a meterse en una keddah en pleno, nopara en ningún presidio. Mira, chiquillo, allítienes cuatro annas para que compres dulces,porque ya veo que bajo ese montón de greñas,hay una verdadera cabeza. Con el tiempo, tútambién puedes llegar a cazador.

Toomai el mayor frunció las cejas másque nunca.

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-Pero acuérdate de que las keddahs noson para que los niños jueguen allí -continuóPetersen Sahib.

-¿No me permitirán ir a ellas, Sahib? -preguntó Toomai el chico, suspirando profun-damente.

-Sí -respondió Petersen Sahib sonriendode nuevo-. Cuando hayas visto el baile de loselefantes. Entonces será el momento oportuno.Ven a verme cuando hayas visto bailar a loselefantes, y te dejaré entrar en todas las ked-dahs.

Hubo entonces otra explosión de carca-jadas, porque esto es un viejo chiste entre loscazadores de elefantes, y ello equivale a decirnunca. Existen grandes y llanos claros escondi-dos en los bosques a los cuales dan el nombrede salones de baile de los elefantes; pero inclu-so el hallarlos es pura casualidad, y no hayhombre que haya visto nunca bailar allí a loselefantes. Cuando un cornaca alaba mucho suhabilidad y valor, le dicen los otros:

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-¿Cuándo viste bailar a los elefantes?Kala Nag puso a Toomai el chico en el

suelo y éste de nuevo saludó profundamente yse marchó con su padre, y le regaló a su madrela moneda de cuatro annas; ella estaba criandoa un hermanito del muchacho; subieron todossobre el lomo de Kala Nag, y la fila de elefantes,gruñendo y profiriendo agudos gritos, bajóhacia la llanura por un atajo de la montaña. Lamarcha fue muy animada, porque los elefantesnuevos suscitaban grandes dificultades a cadavado, y necesitaban que los acariciaran o lespegaran continuamente.

Toomai el mayor aguijoneaba a KalaNag con aire de despecho, pues estaba de muymal humor; pero Toomai el chico estaba dema-siado feliz para hablar. Petersen Sahib se habíafijado en él, y le había dado dinero, por tanto sesentía como un soldado raso a quien hubieranhecho salir de filas para recibir elogios del ge-neral en jefe.

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-¿Qué quería decir Petersen Sahib conaquello del baile de los elefantes? -dijo porúltimo en voz baja dirigiéndose a su madre.

Lo oyó Toomai el mayor y refunfuñó:-Que no has de ser nunca uno de esos

búfalos montañeses que se llaman ojeadores.Eso es lo que quiso decir. ¡Eh, los de adelante!¿Qué es lo que nos cierra el paso?

Un cornaca asamés se volvió en redon-do de mal humor; iba a la distancia de dos otres elefantes delante de él, y gritó:

-Trae a Kala Nag y haz que este elefantemío obedezca. No sé por qué Petersen Sahib meescogió a mí para acompañaros a vosotros, bu-rros de los arrozales. Pon tu animal de lado,Toomai y déjalo que empuje con los colmillos.¡Por los dioses de las montañas! ¡Esos elefantestienen los diablos en el cuerpo u olfatean a suscompañeros en la selva!

Kala Nag le pegó en las costillas al ele-fante nuevo hasta sacarle el aire, mientrasToomai el mayor decía:

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-Limpiamos de elefantes salvajes todaslas montañas en la última cacería. Pero ustedesconducen muy mal. ¡Tendré que mantener yo elorden en toda la fila!

-¡Escuchen lo que dice! -respondió elotro cornaca-. ¡Limpiamos las montañas!... Sonustedes muy sabios, hombres del llano. Cual-quiera que no sea una de esas cabezas huecasque no ha visto nunca la selva, sabe que ellosya saben que ha terminado la temporada ac-tual. Por tanto, todos los elefantes salvajes, estanoche... Pero, ¿por qué desperdicio mi sabidur-ía con una tortuga de río?

-¿Qué harán los elefantes esta noche? -gritó Toomai el chico.

-¡Hola, muchacho! ¿Estás allí? Bueno; ati te lo diré, pues tienes bien asentada la cabeza.Bailarán esta noche, y más valiera que tu padre,que limpió de elefantes todas las montañas,doblara el número de cadenas que se atan a lasestacas.

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-¿De qué están allí charlando? -dijoToomai el grande-. Durante cuarenta años mipadre y yo hemos cuidado elefantes, y nuncahenios oído que sea verdad que bailen.

-Sí; pero un hombre del llano, que viveen una barraca, sólo conoce las cuatro paredesde su barraca. ¡Bueno! Deja libres a tus elefan-tes esta noche, y verás lo que sucede. En cuantoal baile, yo he visto el lugar donde... ¡Bapree-Bap! ¿Cuántos recodos más tiene este ríoDihang? Aquí hay otro vado, y tendremos quehacer nadar a los pequeños. ¡Párense, los quevienen detrás!

Y de esta manera, charlando, disputan-do y chapoteando en el río, se llevó a cabo laprimera marcha hasta una especie de campa-mento para los elefantes nuevos; pero los con-ductores habían perdido la paciencia cien vecesmucho antes de que llegasen allí.

Luego se sujetó a los elefantes por laspatas traseras con cadenas fijas a las estacas, y alos nuevos se les añadió además un refuerzo de

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cuerdas; se les puso delante un montón de fo-rraje y los cornacas rnontañeses regresaron pa-ra unirse a Petersen Sahib, aprovechando lasúltimas luces de la tarde, no sin antes decirles alos cornacas del llano que tuvieran más cuida-do aquella noche, riéndose cuando éstos lespreguntaron el motivo.

Toomai el chico cuidó de la comida deKala Nag, y cuando empezó a oscurecer vagópor el campamento, indeciblemente feliz y bus-cando un tantán. Cuando el corazón de un mu-chacho indio está lleno de felicidad, no correteasin ton ni son ni hace ruido de un modo irregu-lar. Se sienta solo y goza a solas de su felicidad.¡Y a Toomai el chico le había hablado nada me-nos que Petersen Sahib! Si no hubiera podidohallar lo que buscaba, hubiera estallado, comodicen. Pero el vendedor de dulces del campa-mento le prestó un pequeño tantán, especie detamboril que se tocaba con la mano, y se sentó,cruzadas las piernas, frente a Kala Nag, mien-tras en el cielo iban apareciendo las estrellas, y

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con el tantán en las rodillas estuvo toca quetoca, y cuanto mas pensaba en el honor que sele había hecho, más tocaba, solo, completamen-te solo, entre el forraje de los elefantes. No hab-ía ni melodía ni palabras en su música, pero lohacía feliz tocar el tamboril.

Los elefantes nuevos tiraban de lascuerdas y daban gritos y bramidos de cuandoen cuando, y a ratos podía él oír también a sumadre, en la barraca del campamento, adorme-ciendo a su hermanito, cantándole una antigua,muy antigua canción sobre el gran dios Siva,que una vez les había indicado a todos los ani-males lo que habían de comer. Es una canciónde cuna muy tierna; sus primeros versos dicen:

Siva, que da al hombre las cosechasy hace que soplen los vientos,sentado en el umbral de un claro día,mucho, mucho tiempo hace,diole a cada uno su porciónde pan, trabajos y duelos,desde al Rey que en el guddee se apoya

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hasta al mísero pordiosero.Todo hizo Siva, Siva el Protector;sí, todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Espino al camello, forraje al buey,y a ti, niño mío, de tu madre el corazón.

Toomai el chico acompañÓ con alegretamborileo el final de cada estrofa, hasta quesintió sueño y se tendió sobre el forraje, junto aKala Nag.

Por último los elefantes empezaron aecharse uno a uno, según su costumbre, hastaque sólo Kala Nag quedó en pie a la derecha dela fila; entonces se balanceó suavemente con lasorejas hacia adelante para escuchar los rumoresdel viento de la noche mientras soplaba blan-damente en las montañas. El aire estaba llenode todos aquellos ruidos nocturnos que, juntos,producen un gran silencio: el chocar de unbambú contra otro; el correr de algún ser vi-viente entre los matorrales; el arañar y los chi-llidos del pájaro medio despierto (los pájaros sedespiertan de noche mucho más frecuentemen-

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te de lo que imaginamos); y el caer del agualejos, muy lejos. Toomai el chico durmió duran-te algún tiempo, y cuando despertó, la lunabrillaba plenamente, y Kala Nag aún estaba enpie con las orejas hacia adelante. VolvióseToomai el chico, acompañado del crujir delforraje, y observó la curva del enorme lomoproyectándose contra la mitad de las estrellasdel cielo; y mientras esto observaba, oyó, tanlejos que parecía sólo un puntito de ruido atra-vesando aquel gran silencio, el huut-tuut de unelefante salvaje.

Todos los elefantes que formaban las fi-las saltaron como si les hubieran disparado untiro, y sus gruñidos terminaron por despertar alos mahouts, los cuales, saliendo, empezaron amartillar con enormes mazos las estacas, apre-taron más las cuerdas e hicieron nudos en otras,hasta que todo volvió a la tranquilidad. Uno delos elefantes nuevos había casi arrancado suestaca, y entonces Toomai el mayor le quitó aKala Nag la cadena que le sujetaba la pata, y

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con ella ató las patas posteriores del otro elefan-te a las anteriores; pero a Kala Nag le pasó, enel lugar donde había estado la cadena, un lazode fibras retorcidas, y le dijo que se acordara deque quedaba bien atado. Cientos de veces hab-ían hecho lo mismo él, su padre y su abuelo.Kala Nag no respondió a aquello con su glu-gluhabitual. Siguió de pie, mirando a lo lejos, a laluz clarísima de la luna, levantada un tanto lacabeza y extendidas las orejas como abanicosabiertos en dirección de los grandes replieguesde las montañas de Garo.

-Ve si aumenta su intranquilidad, másentrada la noche -dijo Toomai el mayor al chi-co, y luego se dirigió a su choza a dormir.Toomai el chico estaba también a punto dedormirse, cuando oyó que se rompía la cuerdade fibra de coco, produciendo un leve, casimetálico ruido; y Kala Nag se movió avanzan-do, desde donde estaban las estacas, tan despa-ciosa y silenciosamente como una nube que sedesliza fuera de la embocadura del valle. Too-

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mai el chico corrió detrás de él, descalzo, poraquel camino al que la luz de la luna bañaba ydiciéndole muy bajo:

-¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame conti-go, Kala Nag!

El elefante se volvió sin hacer ruido, diotres pasos hacia el muchacho a la luz de la luna,con la trompa se lo subió al cuello y casi antesde que el muchacho se hubiera sentado bien, sedeslizó hacia el bosque.

Hubo tina ráfaga de furiosos bramidosde las filas de los elefantes y luego el silenciocayó sobre todas las cosas y Kala Nag avanzóhacia adelante. Algunas veces un montón dealtas hierbas le acariciaba los costados como laola acaricia los de un barco; otras, un colganteracimo de pimienta silvestre le rozaba el lomo,o un bambú se quebraba por el sitio donde él lotocaba con el hombro; pero mientras tanto,marchaba sin hacer el menor ruido, resbalandocomo el humo al través del cerrado bosque deGaro. Marchaba monte arriba, pero, aunque

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Toomai el chico veía las estrellas por entre losárboles, no sabría decir en qué dirección.

Entonces Kala Nag llegó a la cima de lapendiente y se detuvo por un momento, y elmuchacho pudo ver las copas de los árbolescomo manchas, o como grandes pieles tendidasa la luz de la luna, en un espacio de muchísi-mas leguas de terreno, y la niebla, de colorblanco azulado, que flotaba sobre el río, en lahondonada. Se echó Toomai hacia adelante y,casi recostado, miró, sintiendo que todo el bos-que velaba allá lejos, que todo él velaba y vivía,y estaba habitado por multitud de seres. Pasórozándole una oreja uno de esos enormes ypardos murciélagos que se alimentan de frutos;en la espesura se oyo el choque de las púas deun puerco espín; y allá en la oscuridad, entrelos troncos de los árboles, oyó a un jabalíhozando en la tierra húmeda y tibia, resoplan-do al hacerlo.

Luego se cerraron de nuevo las ramassobre su cabeza, y Kala Nag empezó a bajar

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hacia el valle, pero ya no suavemente, comoantes, sino de una sola embestida, como cañónque se soltara por un empinado terraplén. Losenormes músculos se movían con rapidez depistones, abarcando a cada paso una distanciade dos metros y medio, y su arrugada piel de laespaldilla crujía sobre las puntas de los huesos.La maleza, a cada lado del animal, se abría vio-lentamente, haciendo un ruido como de rajadocañamazo, y luego los retoños que apartaba aderecha e izquierda con los hombros saltabande nuevo hacia él y le pegaban en los costados,en tanto que grandes colgajos de enredaderas,todas mezcladas, pendían de sus colmillos almover él la cabeza a uno y otro lado, abriéndo-se paso.

Toomai el chico tendióse, bien apretadocontra el ancho cuello para que no lo arrojara alsuelo alguna de las ramas que se balanceaban,y en su interior se dijo que ojalá estuviera mejorde vuelta en donde se hallaban los otros elefan-tes.

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La hierba empezó a estar húmeda; laspatas de Kala Nag se hundían al pisar, y la ne-blina de la noche helaba a Toomai el chico.

Se oyó un chapoteo y luego un ruido deagua corriente, y Kala Nag entró dando zanca-das en el lecho de un río, tanteando a cada pasoel camino. Dominando el rumor del agua quese arremolinaba entre las patas del elefante,podía oír Toomai el chico, más chapoteos yalgunos bramidos a uno y otro extremo del río,grandes gruñidos y ronquidos de cólera; y todala neblina que flotaba parecía estar llena demóvibles y ondulantes sombras.

-¡Ah! -dijo a media voz y dando dientecon diente-. Todos los elefantes se han echadofuera esta noche. Esto es, pues, el baile.

Kala Nag salió del río con estrépito; hizosonar su trompa para limpiarla del agua, y em-pezó una nueva ascensión. Pero esta vez noestaba solo ni tenía que abrirse camino. Ya hab-ía uno hecho, por el que debieron pasar, pocosminutos antes, innumerables elefantes. Toomai

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el chico miró hacia atrás, y a su espalda, unosalvaje de enormes colmillos, con ojillos de cer-do brillándole como ascuas, salía en ese mo-mento entre la neblina del río. Luego se cerróde nuevo el ramaje de los árboles, y siguieronadelante subiendo, entre bramidos frecuentes yel estallido de ramas que se rompían a su paso.

Kala Nag paróse al fin entre dos troncosde árboles en la misma cumbre de la montaña.Formaban aquéllos parte de un círculo de árbo-les que crecían alrededor de un espacio irregu-lar de unas ciento cincuenta áreas, y en todo eseespacio pudo ver Toomai el chico que la tierrahabía sido apisonada hasta que estuvo duracomo un ladrillo. Algunos árboles crecían en elcentro de aquel claro, pero su corteza habíadesaparecido por algún roce, y la madera blan-ca al descubierto aparecía brillante y como pu-limentada a trechos por la luz de la luna. Col-gaban, de las ramas más altas, enredaderas cu-yas flores, como campanillas, grandes, blancascomo de cera, y parecidas a clemátides, colga-

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ban también, profundamente dormidas; perodentro de los límites de aquel claro no crecía niun solo tallo de hierba; sólo había la tierra api-sonada.

La luna daba a ésta un color gris de hie-rro, excepto donde algunos elefantes permanec-ían de pie, y su sombra era negra como tinta,Toomai el chico miró, conteniendo el aliento,con ojos que querían salírsele de las órbitas, ymientras miraba, más y más elefantes salíanbalanceándose de entre los árboles y entrabanen el espacio abierto. Toomai el chico no sabíacontar sino hasta el número diez, y contó una yotra vez con sus dedos, hasta que perdió lacuenta de tantos dieces y la cabeza parecía dar-le vueltas.

Fuera del claro oía el chasquido de lamaleza al romperse cuando pasaban los elefan-tes, subiendo por la montaña; pero, una vezque entraban en el círculo formado por lostroncos de los árboles, se movían como si sólofueran sombras.

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Había allí muchos salvajes de blancoscolmillos, con hojas, frutos y ramitas que se leshabían quedado en las arrugas del pescuezo oen los pliegues de las orejas; gruesas hembrasde pesado andar, con inquietos pequeñuelos deun color negro un poco rosado, que no medianmás que un metro aproximadamente de alturaque correteaban por debajo del vientre de susmadres; jóvenes elefantes cuyos colmillos ape-nas les empezaban a salir, y que se sentían muyorgullosos de tenerlos; hembras flacas, dema-cradas, que habían quedado solteronas, de ca-ras ansiosas y hundidas, y trompas que seme-jaban ásperas cortezas; elefantes luchadores,viejos y salvajes, llenos de cicatrices desde lapaletilla hasta el costado, con grandes verdu-gones y heridas mal cerradas de las pasadasluchas, y el barro de sus solitarios baños col-gando, endurecido, de cada lado de los hom-bros; y por último había uno con un colmilloroto y las señales, el terrible vaciado, que dejala garra del tigre en la piel.

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Estaban todos de pie frente a frente, ocaminaban de un lado a otro en aquel pedazode terreno, de dos en dos, o se mecían solita-sios. . . docenas y más docenas de elefantes.

Toomai sabía que, mientras permanecie-ra acostado y quieto sobre el cuello de KalaNag, nada le ocurriría; porque, hasta en las em-bestidas y luchas de una keddah, ningún ele-fante salvaje coge con la trompa a un hombrepara desmontarlo del cuello del elefante do-mesticado; por lo demás, aquéllos ni siquiera seacordaban de los hombres en tal noche. Por unmomento se mantuvieron quietos y alerta conlas orejas hacia adelante, al oír sonar unos hie-rros en el bosque; pero se trataba de Pudmini,el elefante mimado de Petersen Sahib, que hab-ía arrancado por completo su cadena y llegabagruñendo, resoplando, montaña arriba. Debióhaber roto sus estacas y dirigídose derechamen-te hacia aquel sitio, desde el campamento dePetersen Sahib. Toomai el chico vio tambiénotro elefante que no conocía, con profundas

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desolladuras en los lomos y en el pecho produ-cidas por cuerdas. Probablemente se había es-capado de algún campamento situado en lasmontañas.

Por fin ya no se oyeron en el bosquemás ruidos de elefantes, y Kala Nag avanzó,desde su lugar entre los árboles, hasta el centrodel grupo, produciendo una especie de rarocloqueo acompañado de guturales susurros, ydespués de esto todos los elefantes empezarona moverse y a hablar en su lenguaje.

Echado como estaba, Toomai el chicovio centenares de anchos dorsos, orejas que sebalanceaban, trompas que se movían y ojillosque rodaban en sus cuencas. Oyó el golpear decolmillos al chocar casualmente unos contraotros; el seco rozar de las trompas enlazadas; elde los enormes costados y espaldillas en mediode aquella muchedumbre y el chasquido ozumbido de las enormes colas. Luego, pasó unanube por delante de la luna, y se quedó él en lamás completa oscuridad; pero siguió del mis-

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mo modo el silencioso rozar, empujar y produ-cir sordos ruidos guturales. Sabía el muchachoque había elefantes en torno de Kala Nag y queno había la menor probabilidad de sacarlo deaquella reunión; por tanto, apretó los dientes yse echó a temblar. Por lo menos en una keddahhabía luz de antorchas y gritería; pero aquí es-taba completamente solo y a oscuras, y hubo unmomento en que sintió, junto a su rodilla, elroce de una trompa.

Después bramó un elefante y todos loimitaron durante cinco o diez terribles segun-dos. El rocío cayó desde los árboles como lluviasobre las invisibles espaldas, y empezó a escu-charse un ruido sordo, muy bajo al principio, yToomai el chico no adivinaba de dónde proven-ía o qué significaba; pero fue creciendo y cre-ciendo, y Kala Nag levantó una pata delanteray luego la otra y las dejó caer en el suelo -¡una,dos! ¡una, dos!-, con tal fuerza, como si fuesengrandes martillos de herrería. Ahora los elefan-tes pateaban todos a la vez, y aquello resonaba

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como tambor de guerra que alguien tocara a laboca de una caverna. El rocio cayó de los árbo-les hasta que ya no hubo más; el estruendo con-tinuaba, la tierra retemblaba y Toomai el chicose tapó los oídos con las manos para amorti-guar el ruido. Pero era tan gigantesco, desapa-cible y repetido aquel golpear de centenares depesadas patas sobre la tierra desnuda, que lepareció que su cuerpo vibraba todo entero. Unao dos veces sintió cómo Kala Nag y los otros seadelantaban algunos pasos, y el pisar ruidosose convertía en rumor de cosas verdes, tiernas yjugosas, que eran aplastadas; pero, un minuto odos después, empezaba de nuevo aquel violen-to moverse de las patas sobre la dura tierra. Apoca distancia de él crujía y parecía quejarse unárbol. Alargó el brazo y tocó la corteza; perosiguió adelante Kala Nag, pateando aún, y nopudo darse cuenta del lugar donde se encon-traba. Los elefantes no producían ninguno dcsus acostumbrados sonidos, excepto una vez,cuando dos o tres de los más jóvenes chillaron

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al mismo tiempo. Luego escuchó un pesadogolpe; después un rumor de confusión y desor-den y siguió aquel patear. Debió durar doshoras bien cumplidas, y a Toomai el chico ledolía cada fibra del cuerpo; pero ahora, por elolor característico del aire de la noche, adivina-ba que la mañana se aproximaba.

Despuntó el alba tendiendo un mantode amarillo claro por detrás de las montañas, y,al primer rayo de luz, se detuvo el estruendocomo a una orden de mando. Antes de que aToomai el chico hubieran cesado de zumbarlelos oídos; antes aún de que hubiera tenidotiempo de cambiar de posición, no quedóningún elefante a la vista, excepto Kala Nag,Pudmini y el de las desolladuras producidaspor las cuerdas; y no había ni el más leve signo,ni roce ni murmullo en las vertientes de losmontes que indicara a dónde habían ido losdemás elefantes.

Toomai el chico miró fijamente una yotra vez. El claro aquel, según recordaba, había

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aumentado durante la noche. Había más árbo-les en el centro, pero la maleza y la hierba delos lados había retrocedido. Miró de nuevo elmuchacho atentamente. Ahora comprendía elapisonar. Los elefantes habían agrandado elsitio pateándolo todo: la hierba espesa y losjugosos juncos de Indias habían sido converti-dos, primero, en una masa inmunda; después,la masa en tiras; las tiras en fibras delgadísimasy las fibras, por último, en dura tierra.

-¡Ah! -dijo Toomai el chico, y sentía quesus ojos se cerraban-. Kala Nag, señor mío,juntémonos con Pudmini y vamos al campa-mento de Petersen Sahib, o de lo contrario, mecaeré de tu cuello al suelo.

El tercer elefante miró marcharse juntosa los otros dos; resopló, dio media vuelta, ytomó su propio camino. Debía de pertenecer aalguno de los reyezuelos indígenas que estaríaa diez, veinte o treinta leguas de distancia.

Dos horas más tarde, mientras PeterscnSahib desayunaba, los elefantes, que habían

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sido atados con doble cadena aquella noche,empezaron a dar bramidos, y Pudmini, llena debarro hasta los hombros, junto con Kala Nag,que tenía las patas muy doloridas, entraronbamboleándose en el campamento.

La cara de Toomai el chico estaba páliday hundida, y tenía el muchacho el pelo lleno dehojas y empapado de rocío; pero hizo un es-fuerzo y saludó a Petersen Sahib, gritando convoz apagada:

-¡El baile!... ¡El baile de los elefantes!...¡Lo he visto... y... me estoy muriendo!... Y alecharse Kala Nag, él resbaló del cuello, presade mortal desmayo.

Pero, como los niños indígenas no tie-nen nervios de los que valga la pena hablar, alcabo de dos horas ya estaba acostado muy con-tento en la hamaca de Petersen Sahib, con elcapote de caza de éste bajo la cabeza, y en elestómago un vaso de leche caliente, un poco debrandy, una pequeña dosis de quinina; y mien-tras los viejos cazadores de las selvas, velludos

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y cubiertos de cicatrices, estaban sentados detres en fondo delante de él, mirándolo como sivieran a un fantasma, contó el muchacho lo quetenía que contar, en breves palabras, comohacen los niños, y terminó así:

-Ahora, si creen que dije mentiras, man-den hombres para que lo vean, y verán que elpueblo de los elefantes apisoné un espacio mu-cho mayor que el de un salón de baile, yhallarán también diez... diez... y muchas vecesdiez, pistas que llevan a ese salón. Ensancharonel sitio con las patas. Yo lo vi. Kala Nag mellevó, y yo lo vi. Kala Nag también tiene muycansadas las piernas.

Toomai el chico se tendió y durmió du-rante toda la tarde hasta el anochecer, y mien-tras dormía Petersen Sahib y Machua Appasiguieron la pista de los dos elefantes, al travésde los montes, durante cuatro leguas. Dieciochoaños había pasado Petersen Sahib cazando ele-fantes, y sólo un salón de baile como aquél hab-ía visto con anterioridad.

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Machua Appa no tuvo que mirar dosveces para darse cuenta de lo que habían hechoallí, y sólo necesitó arañar una vez con el dedodel pie en la tierra compacta, apretada.

-Dijo verdad el muchacho -observó-.Todo esto lo hicieron anoche; y conté setentapistas diferentes que cruzaban el río. Mirad,Sahib, aquí los hierros de Pudmini cortaron lacorteza de este árbol. Sí; también estuvo en lareunión.

Se miraron el uno al otro, asombrados,de arriba abajo, porque las cosas de los elefan-tes exceden en profundidad a todo lo que pue-da imaginar un hombre, blanco o negro.

-Hace cuarenta y cinco años dijo Ma-chua Appa-, que sigo a los señores elefantes:pero nunca oí que ningún ser nacido de hom-bre hubiera visto lo que vio este muchacho.¡Por todos los dioses de las montañas! Esto es...¿cómo podríamos llamarlo? -y sacudió la cabe-za.

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Cuando regresaron al campamento eraya la hora de la cena. Petersen Sahib comió soloen su tienda; pero dio orden de que a su genteallí acampada, se les dieran dos corderos y al-gunos pollos, y doble ración de harina, arroz ysal, porque era necesario que hubiera algo debanquete.

Toomai el mayor había llegado a pasomás que regular del otro campamento, en lallanura, en busca de su hijo y de su elefante, y,cuando los encontró, los contempló a uno y alotro de tal manera que parecía que le causabanmiedo. Hubo fiesta junto a las llameanteshogueras, ante las filas de atados elefantes, yToomai el chico füe el héroe de ella; y los gran-des cazadores, los ojeadores, cornacas y laceros;los hombres que conocían todos los secretospara domar los más feroces elefantes, se lo pa-saron de uno a otro, y señalaron su frente con lasangre del pecho de un "gallo de la selva" re-cién muerto, indicando con esto que era unhabitante de los bosques, un iniciado, y por

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tanto, libre en toda la extensión que abarcan lasselvas.

Y por último, cuando las llamas empe-zaban a apagarse y la luz rojiza de los tizoneshacía que los elefantes parecieran empapadosen sangre, Machua Appa, jefe de todos los cor-nacas de todas las keddahs; Machua Appa, elalter ego de Petersen Sahib, que durante cua-renta años nunca vio un camino hecho por loshombres; Machua Appa, cuya grandeza eratanta que nadie sabía que tuviera otro nombreque el de Machua Appa, saltó sobre sus pies, ylevantó en el aire, por encima de su cabeza, aToomai el chico, y gritó:

-Escuchad, hermanos. Escuchadmetambién vosotros, señores míos que estáis allíen filas; ¡soy yo, Machua Appa, quien habla!Este pequeño ya no se llamará en adelanteToomai el chico, sino Toomai el de los elelantes,como se llamó su bisabuelo antes de él. Lo quejamás vio hombre alguno lo vio él durante todauna noche... porque es el favorito del pueblo de

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los elefantes, y también, de los dioses de todaslas selvas, que con él están. Llegará a ser ungran ojeador; llegará a ser más grande que yo,que yo mismo, Machua Appa. Sabrá seguir lapista reciente, la medio borrada, y la mixta, conojo seguro. Ningún daño recibirá en la keddahcuando corra por debajo de los elefantes salva-jes para atarlos, y si por casualidad cayera yresbalara ante un elefante feroz, al embestiréste, y sabiendo la fiera quién es él, no se atre-verá a aplastarlo. ¡Aihai!, señores míos que est-áis allí entre cadenas -y dio media vuelta hacialas hileras de estacas-, ved aquí al pequeño quevio vuestros bailes en escondidos lugares... ¡loque jamás vio hombre alguno! ¡Homenaje a él,señores míos! ¡Salaam karo, hijos míos! ¡Salu-dad a Toomai el de los elefantes! ¡Gunga pers-had, ahaa! ¡Hira Guj, Birchi Guj, Kuttar Guj,ahaal ¡Pudmini -tú lo viste en el baile, y tú tam-bién, Kala Nag, perla de los elefantes-, ahaaa!Todos a la vez; ¡a Toomai el de los elefantes!¡Barrao!

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Y al oír el último de estos salvajes gritos,la fila entera de elefantes alzó las trompas, en-corvándolas hasta tocarse con ellas las frentes,y prorrumpió en el gran saludo, el trompetearatronador que sólo oye el virrey de la India, elSalaamut de la keddah.

Pero todo esto se hacía sólo por Toomaiel chico, que vio lo que iamás vio antes hombrealguno: ¡el baile de los elefantes, en la noche ysolo, en el corazón de las montañas de Garo!

SIVA Y EL SALTAMONTES(Canción que le cantaba a su hijo menor

la madre de Toomai.)Siva que regala al hombre las cosechas

y hace que el viento sople,sentado en el umbral de un claro día-de ello hace ya mucho tiempo-repartió a cada ser su porción:pan, trabajos y duelos,desde el Rey que se reclina en el guddeehasta el pordiosero que a la puerta de la ciudad

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se sienta.Él hizo todo, Siva, el que protegeél lo hizo todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Espinos para el camello, al buey forraje,y el corazón de la madre para él niño queduerme.Trigo al rico, mijo al pobre;al que va pidiendo de puerta en puertale dio mendrugos, a ese pobre;reses al tigre, carroña al milano,trapos y huesos a los lobosque de noche rondan fieros.A todos proveyó, a ningunopasó por alto, rico o pobre;pero Parbati, su mujer,quiso jugarle un juego,al verlo en tantas cosas ocupado.Robóle al dios un saltamontes;ocultólo en su pecho con cuidado.Esto hizo ella a Siva, el Grande,¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Si hubiera sido un buey...

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pero, hijo mío, sólo era un insecto.Terminado que hubo el reparto,díjole ella a su dueño:"Entre un millón de bocas, ¿no quedará una sinalimento?"Respondióle él riendo:"Ninguna -y añadió sonriendo-:ni siquiera la que ocultas en tu seno."Del pecho sacó el insecto Parbati,la ladrona, y viólo comer verde hojuelanacida en aquel momento.Vio ella asombrada el portento,y a los pies de Siva cayó temblando,y al dios rezó, al dios que, cierto,a cuanto existe dio alimento.Todo hizo Siva, el que protege,todo hizo... ¡Mahadeo!espino dio al camello, forraje al buey,y para ti, mi niño, mi corazónaquí en el pecho.