trabajo de programacion (las 30 diapositivas)marco faz

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trabajo de programacion

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Precisamente. Y esto quiere decir que el

hombre nuevo debe ser forjado de un modo nuevo.

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los principales pedagogos eran celadores, probablemente suboficiales retirados, cuyas obligaciones consistían en vigilar cada paso de sus educandos, tanto durante el trabajo como durante el recreo, y en dormir por las noches junto a ellos en la habitación contigua.

la pedagogía de esos celadores no brillaba por ninguna complicación especial. Exteriormente se expresaba por un instrumento tan simple como el palo.

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Kalina Ivánovich

Para este período había sido planteada una tarea muy en su punto: la concentración de los valores materiales imprescindibles para la educación del hombre nuevo.

Llegaron a la colonia dos educadoras: Ekaterina Grigórievna y Lidia Petrovna. En mis búsquedas de pedagogos, yo había llegado casi a la desesperación completa; nadie quería consagrarse a la educación del hombre nuevo en nuestro bosque.

En ellos no había absolutamente nada de niños abandonados. Los apellidos de estos primeros educandos eran Zadórov, Burún, Vólojov, Bendiuk, Gud y Taraniets.

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En la colonia tiene que haber disciplina.

Si no os gusta, marchaos cada uno a

donde queráis. Pero el que se quede

aquí, observará la disciplina. Como

gustéis. Aquí no habrá ninguna cueva

de ladrones.

- Es obligatorio asistir a las clases.

Una de las principales necesidades de los colonos era la comida .

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Con acentos vigorosos y coléricos describí a los muchachos el delito: robar a una anciana, cuya única felicidad residía en esos pobres trapos, robarla, aunque nadie en la colonia trataba con más cariño que ella a los muchachos, robarla cuando pedía ayuda, significaba no tener realmente nada de humano, significaba no ser ni siquiera un reptil, sino un reptilillo. El ser humano debía respetarse, debía ser fuerte y altivo y no arrebatar a las viejecillas débiles sus últimos trapos.

Por fin, Burún

- Yo... jamás... volveré a robar.

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Más que las convicciones morales y que

la ira, fue esta lucha verdaderamente

práctica e interesante lo que originó los

primeros brotes de un buen ambiente colectivo.

Al nos sentíamos hermanados por la

lucha, nos fundíamos en un todo único que se llamaba colonia Gorki.

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La pobreza elevada al último extremo, los

piojos y los pies helados no nos

impedían soñar con un futuro mejor.

El presidente del Comité Ejecutivo

Provincial resolvió:

- Necesitamos un dueño para la

hacienda, y aquí tenemos a unos

dueños sin hacienda. Que se queden con la finca.

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Sofrón el herrero nos propuso traer su yunque y su hornillo, añadir algún otro instrumental y trabajar con nosotros como instructor. Incluso se comprometió a reparar la fragua por su cuenta. A mí me sorprendió tanto afán de ayudarnos.

Ese parásito de Sofrón , trabajando aquí, tendrán que considerarle como si estuviera sirviendo a los Soviets.- trabajará como es debido.

asi que se quedara

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La llegada de nuevos colonos debilitó sensiblemente nuestra poco firme colectividad, y de nuevo adquirimos el aspecto de una cueva de malhechores.

Nuestros primeros educandos se habían formalizado únicamente para las necesidades más imprescindibles. Los adeptos del anarquismo patrio eran todavía menos partidarios de someterse a cualquier orden. Debe hacerse constar, sin embargo, que en la colonia jamás volvieron a aparecer la franca resistencia y la grosería respecto al personal educativo.

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Un domingo se embriagó Osadchi. Le trajeron a mi presencia porque estaba escandalizando en el dormitorio. Sentado en mi habitación, no cesaba de proferir tonterías de borracho ofendido. Era inútil hablar con él. Le dejé allí y le ordené que se acostara. Dócilmente se quedó dormido.

Pero, al entrar en el dormitorio, noté olor a alcohol. Numerosos muchachos rehuían evidentemente hablar conmigo. No quise complicar las cosas buscando a los culpables y me limité a decir:- No es sólo Osadchi quien está borracho.

Algunos días más tarde hubo nuevos casos de embriaguez en la colonia. Parte de los muchachos ebrios evitaban encontrarse conmigo; otros, arrepentidos en medio de su borrachera, acudían, por el contrario, a mí y, entre lágrimas, charlaban por los codos y me juraban afecto.

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Los ascetas de la educación socialista eran cinco, yo incluido. Nos llamó así un camarada. Nosotros mismos no nos llamamos nunca de tal modo. Al contrario, ni siquiera pensábamos que estuviésemos realizando una hazaña. No lo pensábamos cuando la colonia daba tan sólo sus primeros pasos ni lo pensamos más tarde, al cumplir la colonia el octavo aniversario de su nacimiento.

Al hablarse de ascetismo, no se tenía únicamente en cuenta al personal de la colonia Gorki y por eso nosotros considerábamos en nuestro fuero interno esas palabras como una frase alada, imprescindible para el mantenimiento de la moral de los trabajadores de las casas y de las colonias de niños.

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Entonces había mucho heroísmo en la vida soviética y en la lucha revolucionaria, y nuestro trabajo era excesivamente modesto, tanto en sus expresiones como en sus éxitos.

Nosotros, personas de lo más corriente, teníamos una infinidad de diversos defectos. Y, hablando con propiedad, no conocíamos nuestra profesión: nuestra jornada de trabajo estaba llena de errores, de movimientos inseguros, de ideas confusas. Y por delante teníamos unas tinieblas infinitas, en las que discerníamos difícilmente, a retazos, los contornos de nuestra futura vida pedagógica.

Se podía decir todo lo que se quisiera acerca de cada uno de nuestros pasos: hasta tal punto eran casuales. No existía nada indiscutible en nuestro trabajo. Pero cuando empezábamos a discutir, la cosa era peor aún; de nuestros debates, ignoro por qué causa, no nacía la verdad.

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Cada día era más evidente que la vida en la primera colonia estaba llena de dificultades para nosotros. Nuestras miradas se volvían con más y más frecuencia a la segunda colonia, allí donde, a orillas del Kolomak, los jardines florecían opulentos en primavera y brillaba lustrosa la grasienta tierra negra.

No obstante, la reparación de la segunda colonia avanzaba con extraordinaria lentitud. Los carpinteros, que cobraban una miseria por su trabajo, eran capaces de construir jatasaldeanas, pero les intimidaba cualquier techumbre un poco complicada.

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A pesar de todo, dos o tres edificios grandes quedaron reparados ya para finales del verano, aunque no se podía vivir en ellos por la falta de cristales. Conseguimos reparar también algunos pequeños pabellones, pero allí vivían los carpinteros, los albañiles, los fumistas, los guardias. No valía la pena de trasladar a los muchachos, porque, sin talleres y sin una tierra aneja, no tenían nada que hacer.

Los colonos iban todos los días a la segunda colonia. Una gran parte de los trabajos eran ejecutados por ellos mismos. Durante el verano, unos diez muchachos, alojados en chozas, trabajaron en el jardín y enviaron a la primera colonia carros enteros de manzanas y de peras. Gracias a ellos, el jardín de los Trepke adquirió un aspecto bastante digno.

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El desarrollo de nuestra hacienda seguía un camino lleno de milagros y de sufrimientos. De milagro consiguió Kalina Ivánovich, a fuerza de súplicas, una vaca vieja, que, según las palabras del propio Kalina Ivánovich, era estéril por naturaleza; de milagro también obtuvo en una institución ultra bien organizada, distante de nosotros, una yegua negra, no más joven que la vaca, barriguda, epiléptica y perezosa; de milagro, aparecieron bajo nuestros cobertizos carros, carretas y hasta un faetón. El faetón debía ser tirado por dos caballos y, para nuestros gustos de entonces, era bonito y cómodo, pero ningún milagro nos ayudó a encontrar el correspondiente par de caballos.

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Antón no era un muchacho abandonado. Su padre trabajaba de panadero en la ciudad; también tenía madre, y él era el único vástago de esa familia honorable. Pero, desde la edad más temprana, Antón había sentido aversión por sus penates. Entabló las más amplias relaciones con los golfos y los rateros de la ciudad. Volvía a la casa únicamente de noche. Se distinguió en algunas aventuras audaces y divertidas, fue conducido varias veces a la cárcel y, por último, cayó en la colonia. Tenía sólo quince años. Era un muchacho guapo, esbelto, con el pelo rizado y los ojos azules. Extraordinariamente sociable, no podía permanecer solo ni un minuto. Había aprendido a leer en algún sitio y se sabía de memoria todos los libros de aventuras, pero no experimentaba el menor deseo de estudiar y tuve que sentarle violentamente ante el pupitre. Al principio desaparecía con frecuencia de la colonia, pero regresaba a los dos o tres días sin sentirse culpable.

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En el invierno y en la primavera de 1922 hubo terribles explosiones en la colonia Gorki. Estas explosiones sucedíanse casi sin interrupción, y actualmente se funden en mi memoria como una madeja común de infortunios.

Sin embargo, esos días, aun con todo su dramatismo, eran días de auge tanto de nuestra economía como de nuestra salud.

Inesperadamente apareció entre nosotros el antisemitismo. Hasta entonces no habíamos tenido judíos en la colonia. En otoño nos fue enviado el primer hebreo; después llegaron varios más, uno tras otro. Uno de ellos había trabajado antes en el Departamento de Investigación, y sobre él recayó, en primer lugar, la ira feroz de nuestros veteranos.

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El primer judío se llamaba Ostromújov.Ostromújov empezó a ser maltratado con motivo y sin motivo. Los colonos le pegaban, se burlaban de él a cada paso, le quitaban un buen cinturón o unos zapatos en perfecto uso y le daban, a cambio, algo que no servía para nada; recurriendo a cualquier artimaña, le dejaban sin alimentos o se los hacían incomibles; le irritaban interminablemente, le injuriaban y, lo peor de todo, le mantenían en un estado continuo de miedo y de vejación. Eso es lo que hallaron en la colonia no sólo Ostromújov, sino también Schnéider, Glézer y Kráinik. Fue terriblemente difícil luchar contra ello. Todo se hacía en medio de un misterio absoluto, con mucha cautela y casi sin riesgo, porque previamente se atemorizaba de tal modo a los judíos, que ni se atrevían a quejarse. Sólo por indicios indirectos, por su aspecto de abatimiento, por su actitud silenciosa y tímida, se podía establecer alguna que otra conjetura.

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Sin embargo, no se podía ocultar plenamente ante el personal pedagógico el ultraje continuo de todo un grupo de colonos, y llegó un instante en que dejó de ser un secreto para nadie el desenfreno antisemita a que había llegado la colonia. Se pudo establecer, además, la lista de los ofensores. Todos ellos eran viejos conocidos nuestros -Burún, Mitiaguin, Vólojov, Prijodko-, pero dos colonos, Osadchi y Taraniets, desempeñaban el papel principal.

Osadchi sentía gusto por la vida y procuraba siempre celosamente que no pasara día alguno sin proporcionarle su correspondiente satisfacción. En materia de satisfacciones, Osadchi era hombre de pocas exigencias. Generalmente, se contentaba yendo de paseo a Pirogovka, aldea próxima a la ciudad, poblada por medio-kulaks, medioartesanos. En aquellos tiempos, Pirogovka brillaba por su abundacia de muchachas guapas y de aguardiente, y ambas cosas constituían la principal satisfacción de Osadchi. Su eterno acompañante era Galatenko, un muchacho famoso en toda la colonia por lo vago y glotón.

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No sabíamos a dónde se había marchado Osadchi. Unos decían que se había ido a Tashkent, porque allí todo estaba barato y se podía vivir alegremente; otros aseguraban que Osadchi tenía un tío en nuestra ciudad, y los terceros rectificaban esta versión, diciendo que no era tío, sino un conocido, cochero de oficio.

Yo no podía rehacerme después del nuevo derrumbamiento pedagógico. Los colonos me fastidiaban con sus preguntas sobre si sabía algo de Osadchi.En la colonia vibraba la vida. Yo sentía su pulso sano y animoso; bajo mi ventana resonaban bromas y travesuras en las horas libres (a todos, no sé por qué, les gustaba congregarse al pie de mi ventana); nadie se quejaba. Y una vez Ekaterina Grigórievna me dijo con tal expresión, que no parecía sino que yo era un enfermo grave y ella una hermana de la caridad:

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Sí. Es decir, todo iba bien. Pero, ¡qué desorden, qué caos llenaba mi alma pedagógica! Un pensamiento me abrumaba: ¿sería posible que yo no encontrara la clave del secreto? Parecía que ya lo tenía entre las manos, que únicamente me faltaba asirlo. Los ojos de muchos colonos brillaban ya de un modo nuevo... y, de pronto, todo se venía lamentablemente abajo. ¿Sería posible que debiese comenzar de nuevo?

Me indignaba la técnica pedagógica, tan mal organizada, y me indignaba también mi impotencia técnica. Con repugnancia y con rabia pensaba yo acerca de la ciencia pedagógica:En lo que menos pensaba yo era en Osadchi. Le había incluido en la cuenta de pérdidas inevitables en toda empresa. Su marcha presuntuosa me inquietaba menos todavía.Y, además, Osadchi volvió pronto.

Sobre nuestra cabeza se abatió un nuevo escándalo, a consecuencia del cual supe, por fin, lo que quiere decir que se le pongan a uno los pelos de punta.

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En el invierno de 1922 había seis muchachas en la colonia. Por aquel entonces, Olia Vóronova había espigado y estaba verdaderamente hermosa. Los muchachos la admiraban en serio, pero Olia observaba con todos la misma actitud cariñosa e inaccesible, y solamente Burún era su amigo. Tras las amplias espaldas del muchacho, Olia no tenía miedo a nadie en la colonia y podía incluso contemplar desdeñosamente el enamoramiento de Prijodko, el muchacho más fuerte, más tonto y más torpe de la colonia. Burún no estaba enamorado. Lo que le unía a Olia era una auténtica amistad juvenil, y esta circunstancia había aumentado en mucho el respeto de que los dos gozaban entre los colonos. A pesar de su belleza, Olia no destacaba en nada. Le gustaba mucho la agricultura; el trabajo en el campo, hasta el más duro, le atraía como una bella música, y soñaba.

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Quien llevaba la voz cantante entre las muchachas era Nastia Nochévnaia. La habían enviado a la colonia con un voluminoso expediente, en el que se hablaba de ella: ladrona, vendedora de objetos robados, mantenedora de una guarida de ladrones. Y por eso, nosotros mirábamos a Nastia como si fuese un milagro. Criatura excepcionalmente honesta y simpática, no tenía arriba de quince años, pero se distinguía por su apostura, su rostro blanco, su gesto arrogante y su carácter firme. Sabía reprender a las muchachas sin arrebatarse ni chillar, sabía también llamar al orden a cualquier colono sólo con la mirada y reconvenirle de manera breve, aunque enérgica:

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Nastia tenía una voz profunda, de pecho, en la que se transparentaba una fuerza recóndita.Nastia hizo amistad con las educadoras, leía mucho, tenazmente, y marchaba sin la menor duda hacia el objetivo propuesto: el Rabfak. Pero el Rabfak se hallaba todavía en un horizonte lejano para Nastia, lo mismo que para los demás colonos que también aspiraban a él: Karabánov, Vérshnev, Zadórov, Vetkovski. Nuestros primogénitos eran demasiado incultos y les costaba trabajo asimilar las profundidades de la aritmética y de la cultura política elemental. Raísa Sokolova era la más instruida de todos: por eso la enviamos al Rabfak de Kíev en el otoño de 1921.

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En la primavera cayó sobre nosotros una nueva plaga: el tifus exantemático. El primero que enfermó fue Kostia Vetkovski.

No había médico en la colonia. Ekaterina Grigórievna, que en otro tiempo había asistido a un instituto de medicina, actuaba como médico en los casos imprescindibles en que era violento llamar a algún médico y no podíamos pasarnos sin él. Su especialidad en la colonia eran la sarna y la cura de urgencia en casos de quemadura, corte o golpe, así como en casos de heladuras de las extremidades inferiores durante el invierno, frecuentes por culpa de la imperfección de nuestro calzado. Me parece que ésas eran todas las dolencias que accedían a sufrir nuestros colonos, nada caracterizados por la inclinación a perder el tiempo con médicos y medicinas.

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Yo he sentido siempre profundo respeto ante los colonos por su falta de exigencias para con la medicina y personalmente aprendí mucho de ellos en este sentido. Entre nosotros era en absoluto normal no considerarse enfermo con treinta y ocho grados de fiebre, y presumíamos mutuamente de nuestra capacidad de resistencia en tales casos. Por lo demás, se trataba casi de una necesidad, ya que los médicos nos visitaban de bastante mala gana.

Por ello, cuando enfermó Kostia y llegó a tener casi cuarenta grados de fiebre, eso fue una novedad en nuestra vida. Acostamos a Kostia y procuramos rodearle de toda clase de atenciones. Por las noches se reunían los amigos alrededor de su cama, y, como eran muchos los que estaban en buenas relaciones con él, cada noche le rodeaba una verdadera multitud. Para no dejar solo a Kostia y para no originar una situación embarazosa a los muchachos, también nosotros pasábamos junto a su lecho las horas nocturnas.

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Poco a poco nos íbamos olvidando del más guapo, de los disgustos que nos había proporcionado el tifus, nos olvidábamos del invierno con su séquito de pies helados, con la tala, con su pista de patinar, pero en la delegación de Instrucción Pública no podían olvidar mis fórmulas casi militares de disciplina. En la delegación empezaron a hablarme de un modo también militar:

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En mi informe acerca de la disciplina yo me había permitido poner en duda el acierto de tesis que entonces eran reconocidas generalmente y que afirmaban que el castigo no hace más que educar esclavos, que se debía dar libre espacio al espíritu creador del niño y, sobre todo, que era preciso hacer hincapié en la auto organización y en la autodisciplina. Me permití sostener el punto de vista, para mí incuestionable, de que, mientras no existiera la colectividad con sus organismos correspondientes, mientras faltasen la tradición y los hábitos elementales de trabajo y de vida, el educador tendría derecho a la coerción, a cuyo empleo no debía renunciar. También afirmé que era imposible fundamentar toda la educación en el interés, que la educación del sentimiento del deber se hallaba frecuentemente en contradicción con el interés del niño, en particular tal como lo entendía él mismo.

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La reparación de la propiedad de los Trepke resultó algo increíblemente pesado y difícil para nosotros. Había muchos edificios, y casi todos necesitaban ser construidos de nuevo y no una simple reparación. De dinero andábamos siempre cortos. La ayuda concedida por las instituciones provinciales se expresaba principalmente en la entrega de diversas autorizaciones para recoger materiales de construcción. Con estas autorizaciones teníamos que ir a otras ciudades: Kíev, Járkov. Allí consideraban altivamente nuestros papeles, y unas veces nos daban un diez por ciento de los materiales solicitados y otras veces no nos daban nada.

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La falta de dinero nos colocaba en una situación sumamente embarazosa en el capítulo de la mano de obra: casi no podíamos contar con obreros asalariados. Con ayuda de un artel (1) efectuábamos únicamente los trabajos de carpintería.

No obstante, pronto dimos con la fuente de la energía monetaria: estaba en los viejos cobertizos y en las cocheras destrozadas, tan abundantes en la segunda colonia. Los hermanos Trepke tenían diversas dependencias para la cría caballar; pero la cría de caballos de raza no entraba, de momento, en nuestros planes y, por otra parte, la restauración de esas cocheras era una empresa superior a nuestras posibilidades, no estaba al alcance de nuestro bolsillo, como decía Kalina Ivánovich.

Lo que hicimos, pues, fue desmontar esas construcciones y vender los ladrillos a los campesinos. Encontramos muchos compradores: cada persona decente necesitaba construir un horno y pavimentar el sótano. Además, los representantes de la tribu de los kulaks, con la codicia propia de esta tribu, adquirían los ladrillos simplemente como reserva.

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PERDON POR LA HORA

GRACIAS LICEN

HASTA LUEGO

A.T.T MARCO FAZ