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1 Memorias “De los Presocráticos a Pessoa” Cátedra abierta Grandes temas de nuestro tiempo Versión 2013 -Separata de la Revista Aleph- Edición impresa a cargo de Facultad de Ingeniería y Arquitectura

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Memorias

“De los Presocráticos a Pessoa”

Cátedra abierta Grandes temas de nuestro tiempo

Versión 2013

-Separata de la Revista Aleph-

Edición impresa a cargo de

Facultad de Ingeniería y Arquitectura

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Universidad Nacional de Colombia – Sede Manizales

“Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo” Versión 2013

Tema: “De los Presocráticos a Pessoa”

Convocó: Vicerrectoría de Sede, con apoyo de las facultades de Ingeniería y Arquitectura,

Administración y Ciencias Exactas y Naturales Director de la Cátedra GTNT: Carlos-Enrique Ruiz, profesor emérito UN

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La Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo comenzó labores en la UN-Manizales en 1990 y en su historia, un tanto oscilante (también se tuvo en la Universidad de Caldas), ha permitido traer a más de 70 personalidades intelectuales, nacionales y extranjeras, en variados campos del conocimiento. La versión que se ofreció hace parte de esa significativa trayectoria académica, de convocatoria pública. Personalidades invitadas para la versión 2013, en calidad de conferenciantes: Carlos Gaviria-Díaz, Eduardo Escobar, Beatriz-Helena Robledo, Jerónimo Pizarro-Jaramillo.

 

   

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Programación  y  sinopsis  de  hojas  de  vida    

1.  Agosto  15.    Carlos  Gaviria-­‐Díaz:  “Mito  o  logos–  Por  qué  sí  y  por  qué  no  Platón”.    Auditorio  principal  UN,  campus  Palogrande,  10:00  am.  

Carlos Gaviria-Díaz (n. 1937). Profesor universitario y conferencista internacional. Magistrado de la Corte Constitucional (1993-2001), autor de

fundamentales y polémicas sentencias. Teórico del derecho y la filosofía. Autor, entre otras, de las siguientes obras: “Superación de los dualismos jurídicos en Kelsen” (1962), “La inconstitucionalidad de la constitución” (1972), “¿Qué puede significar una expresión como: ‘la conducta x es obligatoria’?” (1974), “Kelsen,

Wittgenstein y las fronteras del lenguaje” (1980), “La ética del ‘como si’ “ (1991), “¿Son normas los usos sociales?” (1991), “Sieyès y el constitucionalismo colombiano” (1992), “Temas de introducción al derecho” (1992), “Fundamentos ético-jurídicos para despenalizar el consumo de drogas” (1994), “La tutela como instrumento de paz” (1995), “Argumentos éticos y jurídicos para despenalizar la eutanasia activa” (2000), “Sentencias, herejías constitucionales” (2002), “Mito o logos – Hacia ‘La república’ de Platón” (2013).

2. Septiembre   16.     Eduardo   Escobar   (n.   1943):     “Cuando   nada  concuerda”  (Tema  motivado  por  su  más  reciente  libro;  además  hará  lectura  de  poemas  suyos).    Apertura  de  la  “semana  universitaria”.  Auditorio  principal  UN,  campus  Palogrande,  10:00  am.   Eduardo Escobar (n. 1943). Poeta y ensayista, supérstite de la generación del nadaísmo, columnista del diario “El Tiempo” (que le valió el Premio Simón Bolívar en el 2000 como la mejor columna de opinión), publica ensayos y artículos en diferentes medios (“Revista Universidad de Antioquia”, etc.). Autor de los

 

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siguientes libros: “Invención de la uva” (1966), “Monólogo de Noé” (1967), “Segunda persona” (1969), “Del embrión a la embriaguez” (1969), “Cuac” (1970), “Buenos días, noche” (1973), “Confesión mínima –antología-” (1975), “Cantar sin motivo” (1976), “Antología poética” (1978), “Correspondencia violada” (1980), “Escribano del agua” (1986), “Vámonos de fracasos por el aire desnudo –poema bolivariano- (1987), “Gonzalo Arango. Ensayo biobibliográfico” (1989), “Nadaísmo crónico y demás epidemias” (1993), “Antología de la poesía nadaísta” (1993), “Manifiestos del nadaísmo” (1993), “Cucarachas en la cabeza” (1993), “Las rosas de Damasco” (2001), “Ensayos e

intentos” (2001), “Prosa incompleta” (2003), “Poemas ilustrados” (2007), “Cuando nada concuerda” (2013).  3.  Octubre  10.    Beatriz-­‐Helena  Robledo:  “La  literatura,  un  mundo  habitable”.      Auditorio  Principal  UN,    campus  Palogrande,    10:00  am.   Beatriz-Helena Robledo (n. 1958). Es narradora, ensayista y profesora. Desde 1997 dirige el Taller de Talleres, asociación que promueve la lectura, la escritura y

la literatura infantil y juvenil, y desde 2004 es profesora de la cátedra de literatura infantil del Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana. Ha realizado una intensa labor de investigación de la literatura infantil a la que debemos, entre otros, los volúmenes: “Los mejores relatos infantiles” (antología, 1997), “Literatura infantil o una manera joven de leer literatura” (1998), “Literatura y valores” (como investigadora principal, 2000), “Poesía colombiana para jóvenes” (antología, 2001), “Poesía colombiana para niños” (antología, 2001) y “Narraciones y

cuentos vueltitos. Tejidos por niñas y niños de Sahagún” (2005). También ha realizado varios libros de carácter docente y los de ficción “Fígaro” (2007), “Un día de aventuras: una historia con adivinanzas” (2006), “Siete cuentos maravillosos” (2005), “Rafael Pombo, la vida de un poeta” (2005), “Un acto de magia” (2000), “Flores blancas para papá” (2011), “Todos los danzantes: panorama histórico de la

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literatura infantil colombiana” (2012). Se desempeñó como subdirectora de la Biblioteca Nacional de Colombia. 4. Noviembre  14.    Jerónimo  Pizarro-­‐Jaramillo:  “Fernando  Pessoa,  el  viajero  inmóvil”.      Auditorio  Principal  UN,  campus  Palogrande,    10:00    am.   Jerónimo Pizarro-Jaramillo (n. 1977). Profesor de la Universidad de los Andes y titular de la Cátedra de estudios portugueses del Instituto Camões en Colombia.

Cursó un doctorado en la Universidad de Lisboa (2006) y otro en la de Harvard (2008), en Lingüística portuguesa y en Literaturas hispánicas. En el marco de la Edición crítica de las obras de Fernando Pessoa, publicadas por la INCM, contribuyó ya con siete volúmenes; el último fue la primera edición crítica del "Livro do Desasocego". En 2010 la editorial D. Quixote publicó "A biblioteca particular de Fernando Pessoa", libro que

preparó con Patricio Ferrari y Antonio Cardiello, después de haber coordinado juntos la digitalización de esa biblioteca, con el apoyo de la Casa Fernando Pessoa. En 2011, la editorial Legenda publicó el libro "Portuguese Modernisms in Literature and the Visual Arts", co-organizado con Steffen Dix, con quien ya había co-editado, en 2008, un número especial de la revista "Portuguese Studies", y en 2007, un libro de ensayos, "A arca de Pessoa". Pizarro coordinó dos nuevas series de la editorial Ática (1. Fernando Pessoa | Obras; 2. Fernando Pessoa | Ensaística). En 2013, asumió funciones de "comissário" de la presencia portuguesa en la FILBo – Feria Internacional del Libro de Bogotá – y fue distinguido con el “Premio Ibérico Eduardo Lourenço” (2013). En este año se publicó su libro de ensayos “Alias Pessoa” (Ed. Pre-textos, España).      

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Carlos Gaviria-Díaz, con “Mito o logos…” No hay que olvidar que los cimientos más profundos de la cultura occidental están en la Grecia antigua, donde se sucedieron personajes y escuelas que exploraron por el sentido de muchas cosas, con pies en la tierra, mirada al universo y condición politeísta. Su método: el libre discernimiento y expresión en la poesía y en la lógica argumentativa, con personalidades emblemáticas como Parménides, de la escuela eleática, y Heráclito, de la escuela jónica, dos vertientes contrapuestas que tuvieron efectos en pensadores como el eleático Spinoza (s. XVII), de fuerte apoyo en la razón, y Hegel el jónico (s. XIX), con soporte en la teoría de los contrarios. Allá se originaron la ciencia y el pensamiento, con aventuras de exploración celeste y merodeos por el mundo de las realidades escurridizas. Los griegos construyeron apreciaciones valederas sobre observaciones, bajo maneras de pensar desafiantes. Los pasos serios de los que hoy se dispone, aun con las dudas y las timideces que subsisten, tienen aquellos puntales para los nuevos desafíos, con una prolongada historia. Carlos Gaviria-Díaz es académico y pensador que ha tenido pasión por el estudio y la reflexión sobre autores y obras de aquellos tiempos. Reconocido por ser conciencia jurídica en momentos álgidos de la patria, paradigma de racionalidad humanista, no exento de dosis justa de escepticismo intelectual y de audacia heterodoxa. Es personalidad pública que ha sorteado riesgos, con firmeza en la vocación por pensar en libertad y por exponer de viva voz sus meditaciones, como socrático que es de la mejor estirpe. Obra amplia la suya, explícita en sabias lecciones en los claustros universitarios, en textos escritos, en la Corte Constitucional con sentencias históricas que todavía hoy son motivo de debate nacional e internacional, y en la inesperada acción política que lo tuvo como candidato a la presidencia de Colombia. Ha regresado a los ámbitos académicos, con la escritura y las conferencias en universidades por el mundo. Resultado de su trajín es el nuevo libro: “Mito o logos – Hacia La república de Platón”, publicado este año por “Luna Libros”, editorial de la Universidad del Rosario, en Bogotá. Obra que recoge, en cuatro capítulos, sus indagaciones en tiempos de exilio, refugiado en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, “donde Borges –nos dice- recibió el beneficio de la ceguera y el castigo de los libros”, en especie de introducción al estudio de la principal obra de Platón, La república. Su libro es el tema de la exposición a su cargo, incluso bajo la comprensión gráfica de por qué sí y por qué no Platón.

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Esta conferencia es, en simultaneidad, apertura de nuestro semestre académico, y la primera de la versión 2013 en la “Cátedra abierta - Grandes temas de nuestro tiempo”, que cuenta con los auspicios del vicerrectorado y de las facultades en nuestra sede. Tenga la bondad, querido profesor Carlos Gaviria-Díaz, de tomar la palabra en este escenario simbólico del estudiante de la mesa redonda. Gracias.

Carlos-Enrique Ruiz Manizales, UN, jueves 15 de agosto de 201 3

De izquierda a derecha: Carlos Gaviria-Díaz, Carlos-Enrique Ruiz, Germán-Albeiro Castaño

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Mito o logos – Hacia La república de Platón∗

Carlos Gaviria-Díaz En primer lugar, muchas gracias a Carlos-Enrique Ruiz y a las directivas de la Universidad Nacional – Sede Manizales por esta invitación tan amable que me han hecho para reflexionar aquí, en voz alta con ustedes, acerca de un tema que para mí es apasionante, y de una gran importancia para cualquier persona pensante, como es el pensamiento de Platón. Hace tiempo no preparo conferencias académicas, sino que reflexiono con el público y, por lo tanto, los invito a que en cualquier momento me interrumpan, o me pidan mayor claridad sobre uno de los temas que esté exponiendo o me pidan información adicional. Lo que me gusta es esa especie de diálogo con el auditorio. Hace mucho tiempo aprendí en Karl Popper que entre el expositor y el auditorio no debe mediar una hoja de papel; no me gustan esas conferencias extensas, en las que el conferencista lee, muchas veces incluso casi sin mirar al auditorio, y el auditorio simplemente escucha; me encanta la exposición de viva voz. Generalmente es un tanto más precaria, la forma lingüística más imperfecta, pero creo que todo queda compensando en una exposición más viva y, por lo tanto, voy a empezar de una manera bastante espontanea a plantearles algunos de los temas que me parecen pertinentes en relación con esta pequeña obrita∗∗ que se ha dado a publicidad, del por qué me interesé por Platón y por qué pienso que todas las personas, muy especialmente los universitarios, pueden extraer gran utilidad de su lectura. ¿Por qué llegué a Platón? Para mí el problema fundamental de la persona humana es el problema ético, y el problema ético es: ¿qué hacer con mi vida?, ¿cuál es el patrón de comportamiento correcto?, ¿qué orientación le doy a mi existencia’?, y ¿de qué manera me relaciono con los demás? Es un problema del que podríamos decir apasionante y decepcionante, en la medida que nos estamos refiriendo al siglo V antes de Cristo. Y en el siglo V antes de Cristo se planteaban asuntos que

                                                                                                               ∗*  Este texto constituye una adaptación de la conferencia pronunciada, sin papel a mano alguno, por el Prof. Dr. Carlos Gaviria-Díaz, el 14 de agosto de 2013, a oscuras, por apagón prolongado en el campus universitario y recurso de velas para iluminación parcial del escenario. El cuidado estuvo a cargo de los profesores María-Dolores Jaramillo y Heriberto Santacruz-Ibarra, a quienes expresamos gratitud.

La conferencia tuvo como base el libro: Carlos Gaviria-Díaz. Mito o logos: hacia La república de Platón. Luna Libros, Editorial Universidad del Rosario, Bogotá 2013.

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siguen hoy vivos. Eso no ocurre en las ciencias positivas de la naturaleza; y en la matemática es mucho lo que se ha progresado desde entonces hasta hoy. Si hay algo inquietante en la lectura de Platón es de qué manera se platean preguntas y problemas que siguen hoy en la misma situación. ¿Será acaso que quienes se han dedicado a pensar en este tipo de problemas carecen del talento suficiente o del genio que han tenido los físicos o los biólogos o los matemáticos? Yo no lo creo. Lo que sucede es que este tipo de problemas tiene una estructura epistémica completamente distinta y eso los hace mucho más apasionantes, porque el problema de la caída de los cuerpos nos lo resolvieron Galileo hace mucho tiempo, y Newton con la ley de la gravitación universal. Pero el problema de cuál es el comportamiento bueno, cuál es el comportamiento correcto no nos lo ha resuelto nadie. Ese problemas lo tenemos que resolver nosotros, y eso es lo que me parece a mí que hay de apasionante y de enriquecedor en una lectura de Platón y en una lectura como ésta que quiero hacer con ustedes en voz alta. El primer diálogo de Platón que cayó en mis manos –estaba yo iniciando mi carrera de derecho–, que leí ávidamente y que me planteó serios problemas, que siguen siendo tales, fue Eutifrón – o de la piedad. ¿Y qué tiene ese diálogo de apasionante? Muchas cosas. La primera: mi personaje –confesión personal que les hago– es Sócrates. No hay una persona en la historia de la humanidad que yo admire como admiro a Sócrates. Lo insinúo en el cuarto capítulo de esta pequeña obrita, cuando subrayo ¿qué era lo que Sócrates buscaba? Sócrates buscaba claridad e integridad. Para mí la claridad es esencial, no únicamente en el campo lógico, en el campo del conocimiento, sino en el campo vital: ¿qué hacer con mi vida? Hay que tener claro qué se va a hacer con la existencia, qué sentido le atribuyo a mi existencia. Y la integridad, que es para mí una meta moral alta y altamente deseada, ¿en qué consiste? Consiste en que yo amolde mis palabras a mis pensamientos y mi acción a mis palabras, que la gente sepa con certeza que lo que digo es lo que pienso y lo que pienso es lo que hago. Y eso es excepcional. Y sí que es excepcional especialmente en el mundo del que vengo –así lo haya transitado muy brevemente–, como es el mundo de la política. El mundo de la política poco tiene que ver con el mundo de la integridad: es el mundo del engaño, es el mundo de la impostación, es el mundo de la mentira; en cambio, Sócrates lo

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que se proponía era claridad e integridad, por eso es mi personaje. Y ese primer diálogo que leí tiene mucho que ver con la personalidad de Sócrates. En Eutifrón se ratifica el propósito socrático de buscar el conocimiento que él decía no tener. Querofonte, un amigo de Sócrates, había preguntado a la pitonisa del oráculo de Delfos: ¿Hay en Atenas un hombre más sabio que Sócrates? Sócrates dice que a él le preocupó mucho la respuesta negativa, porque él era el primero en confesar su ignorancia. Entonces empezó a hacer un ejercicio apasionante: ir donde aquellos que se decían poseedores de un saber para ver en qué consistía ese saber. Los diálogos aporéticos o problemáticos de Platón son aquéllos que preguntan por la esencia de una virtud en particular, por ejemplo: ¿qué es la valentía?, ¿qué es la sabiduría?; ¿cuál es la esencia de valentía?, ¿cuál es la esencia de la sabiduría? Y en este caso ¿cuál es la esencia de la piedad? Entonces Sócrates va donde alguien que tiene fama de saber en qué consiste la piedad y de ser piadoso, y es un sacerdote ateniense: Eutifrón. La pregunta inicial que le plantea Sócrates a su interlocutor es la siguiente: ¿tú sabes en que consiste la piedad? Y él responde sin vacilación: “mejor que nadie”. ¿Y eres piadoso? “Como ninguno en Atenas”. Ese es el hombre que Sócrates necesita para que le aclare en qué consiste la piedad. Y empieza a dialogar y a mostrarle a Eutifrón que dista mucho de saber en qué consiste la piedad, y por lo tanto a dudar de si en realidad sí posee la virtud que él mismo dice poseer: la piedad. Y la pregunta fundamental que le hace es esta: “Eutifrón, ¿las cosas son buenas porque los dioses las quieren o los dioses las quieren porque son buenas?” Y naturalmente la confusión de Eutifrón es bastante grande. Esa pregunta aparentemente inocua que le formula Sócrates a Eutifrón es tan rica que da para una disputa escolástica en los siglos XII y XIII entre santo Tomás y Duns Scoto, y aún hoy sigue viva. Pero les decía que a propósito de esto voy a poner de relieve algo significativo de la personalidad de Sócrates. Cuando Eutifrón se declara confundido frente a la pregunta que Sócrates le formula, Sócrates le dice lo siguiente: lo malo es que el diálogo lo vamos a dejar trunco, no podemos seguir adelante porque yo tengo ahora un compromiso. Y cuando Eutifrón le pregunta: ¿cuál es el compromiso que debes cumplir? Sócrates le dice que enseguida debe comparece frente al tribunal de los 500.

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Lo van a juzgar por impiedad, por corrupción de la juventud y por tantos otros cargos –sobre lo que habría que volver, no obstante los análisis pormenorizados que muchos autores ya han realizado. De momento, lo que quiero poner de presente es esto: ante la respuesta de Sócrates Eutifrón se siente sobrecogido. Le dice: “¿tú vas ahora a comparecer frente al tribunal de los 500, que te puede condenar a muerte, y estás hablando conmigo sobre estas cosas que para tanta gente pueden ser superfluas? ¿Por qué no estás más bien preparando tu defensa?” Y Sócrates le dice: mi defensa no tengo que prepararla, para eso me he preparado toda la vida. Está sereno, completamente tranquilo para dar cuenta ante el tribunal de los 500 de lo que ha sido su conducta. Esa defensa tiene dos versiones: la jenofontina y la platónica, que es, a mi juicio, especialmente la versión que hace Platón de ella –porque Platón tiene una inspiración poética y un amor por Sócrates extraordinario–, pero que en lo esencial coincide con lo que dice Jenofonte de lo que Sócrates dijo ante el tribunal de los 500. Esa pieza, les digo, para mí es la pieza literaria más hermosa. Si a mí me dicen: elija una pieza, una sola, que usted pueda mostrar como ejemplo de belleza, de estética literaria, yo no dudo en elegir la Apología socrática, una pieza que no fue escrita sino dicha verbalmente, y no para producir los efectos que en realidad en personas como nosotros produce –hablo de mi experiencia personal–, sino con un fin práctico: defenderse, exponer su vida. ¡Que pieza tan hermosa!, dicha de viva voz, no escrita, y además no con el objeto de producir efectos estéticos, sino con el objeto de producir un fin práctico: defenderse ante el tribunal de los 500. Esta circunstancia pone muy de presente cuál era el temple de Sócrates. Y Eutifrón pone de presente la riqueza de los diálogos que yo prefiero de Platón, que son para mí los típicamente socráticos, los llamados “problemáticos” o “aporéticos”. ¿Cuál es la característica de esos diálogos? La característica de ellos es que terminan en un interrogante sin respuesta. Me referí también a Laques -o de la valentía. ¿Qué hace Sócrates en él? Va a averiguar en qué consiste la valentía. Y ¿con quienes va a averiguar en qué consiste la valentía? Con quienes dicen poseer esa virtud. Dialogará entonces con dos generales atenienses: Nisas y Laques, y les preguntará en qué consiste la valentía; y lo que les demuestra es que no saben en qué consiste. Y si no saben en qué consiste la valentía es altamente dudoso que posean esa virtud. El diálogo termina más o menos de esta manera: “es evidente que ustedes no saben en qué consiste el valor. Yo tampoco. La conclusión es que unos y otros necesitamos un maestro”.

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En Cármides se propone averiguar en qué consiste la sabiduría. Busca a Cármides, un joven que tiene fama de ser sabio y le pregunta: ¿tú eres sabio? “Lo soy”. ¿Sabes en qué consiste la sabiduría? “Desde luego”. Y el ejercicio dialéctico de Sócrates con Cármides llega a la misma conclusión: que Cármides no sabe en qué consiste la sabiduría, y Sócrates dice no saber tampoco en qué consiste. A esta misma clase pertenece el primero de los diálogos socráticos que leí, y que me apasionó y me introdujo en la lectura de Platón. ¿Por qué? Porque lo más importante no es que a uno le resuelvan los problemas, sino ser consciente de los problemas que hay, y del reto que implica para cada quien responder de manera responsable y satisfactoria preguntas de esa clase. Son diálogos con un contenido absolutamente moral y ético; apuntan a eso: cómo me planteo yo en el mundo, qué orientación le doy a mi vida, qué sentido le atribuyo a mi existencia. Y en eso yo soy insustituible. Don José Ortega y Gasset tiene una distinción que me parece fascinante, como muchas de las que él hace. Dice que en cada uno de nosotros conviven dos seres: uno el trivial y otro el monástico. Y ¿en qué consiste el ser trivial? El ser trivial está constituido por una serie de actividades que nosotros realizamos, que cumplimos diariamente, pero en las cuales somos completamente sustituibles; por ejemplo ¿qué debo hacer yo hoy?; necesito una camisa, pero debo dedicar mi tiempo a otra cosa. Entonces le digo a un amigo, a una amiga, a mi mujer, que me compren esa camisa de tales y tales características, y cualquiera de ellos puede cumplir esa función por mí. Otro ejemplo: la Universidad Nacional tuvo la amabilidad de que tuviera con ustedes esta charla. Bien hubiera podido invitar a otro, a otro persona, y, por lo tanto, para hacer una reflexión ante ustedes yo cumplo una función completamente sustituible, eso pertenece a mi ser trivial. Sin embargo, lo que yo les estoy diciendo no hubiera podido delegarlo en nadie. Decirle a una persona: mira, voy a hablar en la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales sobre Sócrates, ¿por qué no preparas tú lo que voy a decir sobre Sócrates para yo decirlo? ¡Imposible! Eso pertenece a mi ser monástico. Nuestro ser monástico está constituido por aquellas actividades que nosotros debemos cumplir estrictamente nosotros mismos. Fíjense ustedes: el acto monástico por excelencia es la muerte; lo tenemos que cumplir estrictamente solos, como lo subrayaba Don Miguel de Unamuno. Aunque estemos acompañados por las personas más amorosas, más afectuosas, que nos toman las manos y nos dicen “no te vayas, queremos que vivas todavía”, etc., lo cumplimos nosotros absolutamente solos. Nadie puede ofrecerse a morir por mí; y esa es una característica del sentido de la vida, que es un acto que no pertenece al ser trivial sino que está anclado en la raíz del ser monástico. ¿Qué

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sentido le doy a mi vida? Yo no puedo ir donde un amigo a preguntarle ¿dime: qué sentido le doy a mi vida? Cito a menudo un episodio que me parece conmovedor, muy bello e ilustrativo sobre este tema. Lo menciona Jean Paul Sartre en un librito muy hermoso que se llama El existencialismo es un humanismo. Allí dice Sartre que cuando París estaba ocupado por los ejércitos alemanes fue un estudiante donde él y le dijo: “maestro, yo creo en usted, usted es una persona sabia y quiero que me diga qué debo hacer yo en la circunstancia en la que me encuentro”. Y le dice Sartre: ¿cuál es la circunstancia en la que usted se encuentra? “Es esta: yo soy hijo único y mi madre está enferma. Si me voy a la guerra mi madre se va a morir, pero si yo no me incorporo al ejército francés para defender a mi patria de los alemanes, me sentiré un traidor a la patria”. Y Sartre le dice: ese problema no es mío, ese problema es suyo; no me traiga usted a resolver un problema que sólo puede resolver usted, porque usted tiene las cosas completamente claras. Sartre hacía allí una alusión a la propuesta ética kantiana: usted sabe en qué consiste el imperativo categórico: obra de tal modo que tus actos puedan convertirse en regla de comportamiento universal. Usted sabe que puede convertirse en un hijo ejemplar y entonces decir “me desentiendo de mi patria y cuido a mi madre” o en un patriota ejemplar y decir “abandono a mi madre a su propia suerte, incluso puede morir, pero voy a defender mi patria” ¿Y usted lo que quiere es que yo le diga si es más importante un patriota que un buen hijo? ¡Ese problema no lo puede resolver sino usted! Esa es la manera de remitir a una persona a que asuma las obligaciones de las que no puede claudicar, obligaciones que no puede endosar. Y eso es, en eso consiste, la raíz del problema ético: ¿cuál es el buen obrar?… voy a averiguarlo; voy a ver si Spinoza me da luz –uno se puede ilustrar leyendo a Spinoza, leyendo a Kant, ahora incluso leyendo a Habermas, leyendo a Russell, etc.; ellos le dan criterios, le iluminan a uno la conciencia para que uno definitivamente decida lo que debe decidir. Y como este no es un problema banal, intranscendente, sino un problema fundamental, es el problema del que yo debo hacerme cargo. Recuerden el planteamiento que les hacía al comienzo diciéndoles: ¿será que las personas que han dedicado su vida a pensar en la ética y en la moral tienen un genio recortado, un talento disminuido, no comparable al de Euclides, al de Newton, al de Heisenberg, etc.? No; lo que pasa es que son problemas de otra índole, y en la incertidumbre que plantean y en ese estar condenados a no ser nunca resueltos de manera definitiva y satisfactoria radica su esencia, y es lo que más atractivos los hace. Esto está íntimamente ligado con la afirmación que ahora les hacía en el sentido de que mi personaje es Sócrates, porque Sócrates es el que se

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embelesa planteando preguntas de esta naturaleza y mostrándoles a los demás que no las saben responder, pero que él tampoco las sabe responder. Es el ejercicio a mi modo de ver más apasionante y más provechoso que una persona pueda hacer. Lo hasta ahora dicho es un pequeño ejercicio introductorio al que yo considero el libro más completo de Platón: La república. Aquí nos topamos con un problema que han tratado los mayores helenistas y los mayores platonistas: el de que Sócrates no escribió nada, excepto, quizás, un himno a Apolo. En cualquier caso, los problemas que a él le apasionaban no los dejó por escrito. Quien los recogió fue Platón. Y en Platón hay también algo apasionante: él era un poeta y un escritor de obras de teatro, y cuando conoció a Sócrates abandonó la poesía y el teatro porque Sócrates lo apasionó y entonces se dio a recoger lo que Sócrates había dicho. En la obra de Platón ustedes encuentran diálogos de muy distinta índole, pero que podríamos reducirlos a estas dos categorías: unos donde lo que se hace es preguntar y dejar el interrogante, no tienen respuesta; y otros donde se dan respuestas. Aunque sé que es una temeridad, me atrevo a dar respuesta a preguntas que se hacen todos los estudiosos de Platón: ¿Qué dijo en realidad Sócrates de lo que le atribuye Platón? ¿Qué fue lo que Platón dijo de su propia cosecha y lo puso en labios de Sócrates para darle más crédito? Sobre eso hay escuelas, por ejemplo la Escuela escocesa de Burnet, que dice que todo lo que Platón le atribuye a Sócrates en realidad lo dijo Sócrates y que, por lo tanto, entre el Sócrates platónico y el Sócrates histórico no hay ninguna diferencia; que el Sócrates que nos muestra Platón en sus diálogos corresponde rigurosamente al Sócrates histórico. Pero un gran platonista y socrático, conocedor de la cultura helénica y específicamente de la cultura de Sócrates y Platón, Hans Maier dice: es que Sócrates no existió; no existió a la manera en que Platón nos lo presenta. Dice: Sócrates fue un ciudadano, admirable, en realidad valeroso, que tomaba las armas para defender a Atenas cuando había que hacerlo, cumplidor de la ley, etc. Pero no era ese personaje excepcional que nos pinta Platón; ese personaje es una construcción del poeta que era Platón. Ahí tienen ustedes dos tesis opuestas. En cambio Edward Zeller, por ejemplo, dice: algunos de esos diálogos, algunas de las cosas que Platón le atribuye a Sócrates las dijo Sócrates y otras no, ¿cuáles sí y cuáles no? Y aquí es donde está mi osadía. Yo creo lo siguiente: que los diálogos típicamente aporéticos, que terminan en una pregunta, son los típicamente

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socráticos. Sócrates no tenía solución para nada, o al menos no le gustaba dar soluciones; lo que le encantaba era plantear preguntas, dejar interrogantes, dejar perplejo al interlocutor y participar él de la perplejidad de su interlocutor, y, por lo tanto, esos diálogos llamados aporéticos o problemáticos son los típicamente socráticos. En cambio, hay diálogos, los llamados protrépticos o exhortativos, donde se sostienen tesis; esos son típicamente de Platón. Y se puede rastrear incluso las razones de esta afirmación: eran dos personas muy diferentes, incluso en su extracción social. Sócrates era un hombre pobre –como él mismo lo dice en su apología: “jamás le he pedido dinero a nadie ni ayuda a nadie, y pongo al mejor testigo para que deponga a mi favor, aquí tienen a ese mejor testigo mi pobreza, yo soy un hombre pobre”. No era un hombre paupérrimo, no. Se armó como hoplita y eso necesitaba algún recurso económico; yo diría que era un hombre de clase media. Mientras que Platón era un aristócrata y rico, y, por lo tanto, tenía un poco la prepotencia que tienen quienes pertenecen a esa clase, que no se conforman simplemente con formular preguntas sino que dan respuestas; no sólo formulan hipótesis sino que sostienen tesis. Por lo tanto, esos diálogos protrépticos donde hay respuestas son típicamente platónicos, donde hay elementos socráticos desde luego, porque en todos ellos hay preguntas y las preguntas se desenvuelven, y al darle desarrollo a las preguntas se van formulando respuestas. La república es para mí el diálogo platónico por excelencia, el más bello, el más completo y donde hay una propuesta política, la propuesta aristocrática. Ese diálogo transcurre en la casa de Céfalo, un rico ateniense, y allí está Sócrates rodeado de sofistas, están Claucón, Adimanto, Trasímaco, etc., y alguno de ellos le pregunta: Sócrates, dinos: ¿quién es un hombre justo? Y Sócrates responde: “para hacer esa averiguación más bien pongámosla en caracteres mayores y no preguntemos quién es un hombre justo sino qué es un Estado justo, para luego proyectar esos caracteres en minúscula y responder la pregunta.” Me interesa eso porque es la primera propuesta de un Estado eminentemente antropológico, en el sentido de que el Estado y la persona humana, que van a constituir al Estado, se encuentran en reciprocidad de perspectivas, y lo que encontramos en las personas lo encontramos en el Estado. Allí se postulan los tres estratos que debe haber en cada Estado: la cabeza, el corazón y el abdomen. En la cabeza va a estar el filósofo, que es entonces quien debe gobernar, aquél en quien prevalece la razón porque ha dedicado toda su vida a la reflexión, ha dedicado toda su vida al conocimiento y, para Sócrates y Platón, que son intelectualistas sumos –especialmente Sócrates–, entonces no hay nada más elevado que el pensamiento, no hay nada más elevado que la razón.

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En segundo lugar –los griegos no conocían la voluntad, hay personas en quienes prevalecen los instintos. Los superiores o irascibles, es decir, aquellos que convocan o impulsan a la persona a actos que les darán la gloria, que los llevan a batirse en el campo de batalla, a defender la patria, etc. Las personas en quienes prevalecen esas tendencias son los guerreros, que van a ocupar también un puesto importante dentro de la república platónica; pero no tan importantes como el filósofo, que va a ser el gobernante. Luego están las personas en quienes prevalecen los instintos inferiores: el instinto de preservación natural, la necesidad de comer, el instinto de conservación de la especie, el instinto sexual, la gratificación erótica, y, por lo tanto, esas personas pertenecen a la categoría más baja. Para Platón, sin embargo, esas personas no se van a sentir infelices en el estado, porque –y aquí tienen ustedes la primera definición de justicia que se formula sistemáticamente– la justicia consiste en que cada cual haga lo suyo: lo suyo del filósofo es gobernar, lo suyo del guerrero es defender al estado-ciudad y lo suyo del trabajador es trabajar para que los otros puedan dedicarse a gobernar y a defender su patria. Los trabajadores, dirá Platón en esa propuesta, son también completamente felices dentro de esa sociedad porque están haciendo lo suyo. De la misma manera que el Estado justo es aquel en el cual los filósofos gobiernan, los guerreros defienden la patria y los trabajadores producen para que los otros se dediquen a lo suyo, en el hombre justo la razón prevalece sobre los instintos de gloria, que son los instintos superiores, y sobre los instintos bajos, que son los instintos sexuales. Pero a eso se llega después de hacer una reflexión acerca de lo que es el Estado justo. Retomemos ahora el tema del mito y el logos observando la simetría que hay entre La república y el Timeo. ¿Qué es el Timeo? Si ustedes me ven leyendo un libro y me preguntan “¿qué está leyendo?”, y yo les digo: estoy leyendo el Timeo de Platón; y ustedes me dicen: “¡ah! está leyendo filosofía!” Les digo: no estoy leyendo filosofía, eso es fantasía, eso es poesía, pero nada más. ¿Por qué? ¿Qué se plantea allí Platón? Se plantea este problema: ¿cómo se hizo el mundo?, ¿quién lo hizo? y ¿cómo se hizo el hombre? (en el sentido antropológico incluyendo hombre y mujer, la persona humana). Y entonces va a decir Platón –para que vean que esto no es filosofía, es pura imaginación, pura fantasía, pura ficción–: el Demiurgo. Los griegos nunca pusieron en tela de juicio la eternidad de la materia y nunca se preguntaban ¿quién creo la materia?, sino ¿la materia eterna

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que siempre ha existido quién la moldeo y cómo la moldeó? La moldeó el Demiurgo, que es el supremo artesano. Entonces ¿qué dispuso el Demiurgo en la persona humana? Dispuso lo siguiente: que tiene tres almas (recuerden lo que acabamos de decir sobre el Estado): un alma racional que se encuentra en la cabeza, entonces fíjense en la imaginación de Platón tan coherente que lo lleva a postular que la caja craneana es la parte del cuerpo más dura que tiene el hombre, porque allí radica el alma más valiosa, su alma racional. Después de esa, ¿cuál es la parte más dura del cuerpo? Es el pecho, el tórax, que no es tan dura como la caja craneana, pero es dura porque allí hay un alma valiosa: la de los instintos superiores, que llevan al valor, a la valentía, a la gloria. Y luego un alma que es la inferior –llamémosla “el alma mezquina”–, en donde radican los instintos de supervivencia individual y de la especie, el deseo de comer y la gratificación sexual y, por lo tanto, esa parte no merece ser protegida: si se atenta contra ella nada se pierde, es el abdomen donde no hay huesos. Fíjense ustedes en la imaginación de Platón… ¿será eso pensamiento racional? ¡Eso es fantasía, la fantasía del poeta!, porque Platón era un poeta, y su amor al mito nunca lo abandonó. Lo que encontramos en el Timeo es un puro mito sobre la creación del universo. Allí nos dice que el mundo es redondo, y uno se pregunta: ¿y cómo lo supo, si durante tanto tiempo se dijo que la tierra era plana, y solamente en una etapa posterior –en el renacimiento– se estableció que la tierra era redonda? Platón se anticipó a decir que la tierra era redonda por una razón casual, la de haber recibido un legado pitagórico. Pitágoras decía que el mundo era redondo, y esa afirmación de Pitágoras ¿era una afirmación científica? De ninguna manera; aunque casualmente acertada, era una afirmación mítica también. Él decía que la figura perfecta por excelencia es la esfera, debido a su equilibrio: todos los puntos equidistan de su centro. Y por eso el Demiurgo debió hacer la tierra perfecta, y por ello la tierra es redonda. ¡Eso no puede ser un argumento para defender la redondez de la tierra! Se trata de una imaginación poética coincidente con la realidad, pero allí no hay un método que se haya seguido para hacer ese tipo de afirmación. Con esto quiero decirles que cuando Platón plantea en el Timeo estas cosas, el mito, que él decía haber abandonado a partir del conocimiento de Sócrates, nunca lo abandonó. En efecto, Platón quiso ser un pensador racional y lo fue, pero no abandonó nunca el mito. Cultivo el logos, desde luego, pero lo mezclaba con el

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mito y lo mezclaba de una manera artificiosa, de tal manera que la persona que lo escuchara no supiera dónde terminaba el mito y dónde empezaba el logos. Muchos diálogos dan cuenta de esto. Por ejemplo, el Gorgias –o de los Sofistas– se plantea un problema bello, una pregunta hermosa e inquietante: ¿por qué en las asambleas populares, cuando se trata de la construcción de caminos solo son escuchados los ingenieros, cuando se trata de la construcción de edificios los arquitectos, si se trata de problemas de la salud los médicos, pero cuando se trata de la justicia cualquier ciudadano puede opinar? Eso parece una paradoja: ¿es que el de la justicia es un problema subalterno, mientras que los otros requieren conocimiento técnico y especializado que determina que solo los especialistas puedan responder, mientras que tratándose de la justicia cualquier ciudadano puede hacerlo? ¿Y qué respuesta racional tiene? Sócrates no le da una respuesta racional, pero Platón apela al mito, al mito de la creación del hombre, de la criatura humana. Una vez que la criatura humana fue tal, el Demiurgo advirtió que la había dejado en inferioridad de circunstancias que las demás especies, porque el hombre no es tan fuerte como el león, tan veloz como la gacela ni puede volar como el águila. Entonces Prometeo, que era un dios favorable a los hombres, les mandó a través de Hermes, el dios del comercio, un regalito a los humanos: la sindéresis, la capacidad de distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, y como la justicia es un problema de esa estirpe ahí cualquiera puede opinar. Naturalmente la respuesta que da es hermosa, imaginativa, fantástica, pero mítica, eminentemente mitológica. Y eso Platón lo hace permanentemente, mezclar el logos con el mito. ¿Por qué? ¡Porque nunca dejó de ser el poeta que quiso dejar de ser! Siempre fue un poeta, siempre fue un dramaturgo, su destreza para los diálogos justamente la empleó luego en la exposición de temas filosóficos. El diálogo ¡qué manera tan didáctica, tan eficaz de atender problemas filosóficos y a veces de responder! ¿Por qué Platón expulsa de la república a los poetas? Massimo Cacciari –un filósofo político italiano, militante y alcalde varias veces de Venecia– tiene un libro muy interesante que se llama Hombres póstumos. Allí nos da una respuesta muy bella: ‘Platón los expulsa porque quiere que todo en la república sea logos y la poiesis es remisa a someterse a la sabiduría del logos; el poeta no se somete a los estados de la razón, y como no se somete a los estados de la razón hay que excluirlo. Lo que hace Platón es reivindicar el logos, querer abandonar el mito, pero nunca lo abandona. No hay un solo diálogo de los más célebres de Platón donde el mito no esté vinculado con el logos.

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Gorgias –o de la retórica– es un diálogo magnífico. A mí me gustan muchas cosas de él, pero hay una que es la que más me gusta, y es que Gorgias era el mayor de los retóricos, el sofista mejor orador y tal vez el mejor orador ateniense en su momento. Allí Sócrates –quien se encuentra de manera casual con Gorgias, que acababa de pronunciar un discurso muy extenso– les pregunta a los discípulos: bueno ¿y qué es lo que Gorgias enseña? Y ellos le dicen que le pregunte directamente a él. Entonces Sócrates va y le pregunta: ¿qué es lo que tú enseñas? Y Gorgias le responde: “la más noble de las artes, la más alta”. Y Sócrates le dice: no te estoy preguntando qué es, qué excelencia tiene sino en qué consiste. “Lo que yo enseño es la retórica”. ¿Y en qué consiste la retórica? “En hablar bien, yo enseño a hablar bien”. Y le dice Sócrates, ¿a hablar bien de qué?, porque de la salud habla bien el médico, de la construcción de caminos el que habla bien es el ingeniero, de la construcción de edificios el que habla bien es el arquitecto, entonces tú ¿enseñas a hablar bien de qué? Ahí tienen ustedes una pregunta hermosa contra la retórica vacua, contra esos discursos frondosos a través de los cuales no hay nada. Sócrates prefería la dialéctica, la confrontación desnuda de mi argumento contra tu argumento, de la pregunta que yo te formulo con la respuesta que tú me das, o viceversa. Lo mismo se puede decir de un diálogo hermoso que se llama Protágoras –o de los Sofistas–, diálogo que está clamado por una puesta en escena, porque desde el comienzo hasta el fin uno quisiera verlo representado. Fíjense ustedes, llega un adolescente, bastante niño todavía, muy temprano a la casa de Sócrates y toca. Y le dice Sócrates: “¿qué te trae tan temprano a mi casa?”. Y le dice el niño –Hipócrates, que no es el médico: es que Protágoras está en Atenas. Y Sócrates le dice: “sí, yo he oído lo mismo”. Y me dicen que tú eres amigo de Protágoras. “Sí, yo soy amigo de Protágoras”. Y quiero que tú me presentes a Protágoras. “¿Y por qué quieres que te presente a Protágoras?”. Porque quiero que Protágoras sea mi maestro. Entonces emprenden el camino hacia la casa de Calias, el rico ateniense, donde se hospeda Protágoras, y en el camino le va preguntando Sócrates al niño: “¿Y por qué quieres que Protágoras sea tu maestro?”. Porque él tiene fama de ser el más importante de los maestros que hay en Grecia. Y entonces le dice Sócrates: “debes tener mucho cuidado al elegir a tu educador, porque si tú vas al mercado y compras unas barras de género y te engañan, tú las puedes devolver, pero en materia de educación no puedes devolver lo que te dieron; esa arcilla ya se plasmó de un determinado modo y no es susceptible de ser reformada, mucho ojo al elegir al maestro”.

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Desde ese momento uno sabe que se van a enfrentar dos colosos: Sócrates y Protágoras. Van camino de la casa de Calias. Sócrates va conversando con Hipócrates y uno sabe a dónde van dirigidas las preguntas, y cuando llegan lo encuentran en los jardines de esa mansión tan hermosa acompañado de Pródico de Ceos –un lingüista, y de Hipias de Élide –un matemático. Todos los sofistas tenían un conocimiento variado, eran eruditos; está pues acompañado de sus amigos sofistas. Sócrates empieza a preguntarle esto: dime Protágoras: ¿la virtud es una o las virtudes son varias? Y Protágoras dice: “Hay varias virtudes”. ¿De modo que la belleza y la justicia son cosas distintas? “Son cosas distintas”. De modo que hay cosas justas que son feas o cosas injustas que son bellas. Entonces empieza ese razonamiento para mostrar que la pluralidad de virtudes es insostenible. Sócrates hace permanentemente retroceder a Protágoras para preguntarle finalmente lo que ya había preguntado en el diálogo el Menón –o de la virtud–: Tú dices que eres maestro de la virtud ¿es que acaso la virtud se puede enseñar? Y esa tesis o esa pregunta –que es apasionante, como les decía cuando empezaba esta reflexión–, es actual, vigente. La podemos plantear de esta manera: ¿la ética se puede enseñar? Lo que le pregunta Menón a Sócrates es: “Sócrates, ¿la virtud se puede enseñar?” Y como en los diálogos no sobra nada, todo tiene su sentido, las pullas contra los sofistas están predispuestas. Entonces ¿quién es Menón? Menón es un militante del partido democrático ateniense, y la democracia ateniense acababa de ser restaurada en una guerra muy costosa en vidas, que es la guerra contra los 30 tiranos. Sócrates le responde: Menón ¿por qué no procedemos lógicamente?; averigüemos primero qué es la virtud para saber si se puede enseñar. Pero Menón, que no es filósofo sino político, le dice: “Yo no tengo tiempo para esas tonterías, eso tú que estás tan viejo y te sigues dedicando a esas fruslerías. Yo lo que quiero es que me des una respuesta práctica: si quiero que mis hijos sean virtuosos ¿donde quién los mandó?” Sócrates cede ante esa solicitud y dice –otra vez una pulla contra los sofistas, aquí se enfrentan un filósofo y un político y los sofistas eran fundamentalmente políticos–: Si tú me dices que tu hijo quiere ser un gran esgrimista, o que tú quieres que tu hijo sea un gran jinete, conozco de buenos maestros del jinetear, pero yo no conozco maestro de virtud (eso era en contra de los sofistas, que se consideraban maestros de virtud) y por lo tanto no sé dónde quien mandarlo. En el Protágoras se retoma el problema, pero el diálogo termina de una manera sorprendente. ¿Por qué? Porque Sócrates cree que la virtud es racional, pero que no se puede enseñar; en cambio Protágoras cree que la virtud sí se puede enseñar. Pero con las preguntas que Sócrates le hace incurre a menudo en contradicciones: ¿La

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virtud es una o las virtudes son múltiples? “¡Ah! son múltiples”, le hace decir finalmente Sócrates. Y si son múltiples, lo son al modo como las partículas que constituyen una barra de oro son múltiples, pero constituyen algo homogéneo como una barra de oro, o al modo como las partes del rostro humano constituyen una unidad aunque sean diferentes. Y naturalmente todas esas preguntas son problemas que le va planteando Sócrates y que resultan insolubles para Protágoras, con el propósito “malévolo” de mostrarles a los que se jactan de ser muy sabios que no saben nada. Recordemos la anécdota de Querofonte, quien va al santuario de Apolo en Delfos a preguntarle si en Atenas hay alguien más sabio que Sócrates, y la pitonisa dice que no hay nadie más sabio, por lo que Sócrates se sentía confundido, puesto que él decía que era un ignorante. ¿Cómo podía ser el más sabio de Atenas? Cuando hizo ese recorrido hizo quedar mal a todos los que presumían de saber en qué consiste la piedad, en qué consiste la sabiduría, en qué consiste la valentía. A todos los hizo quedar mal, y eso fue lo que le cobraron mediante las acusaciones de Anito y Meleto, quienes lo acusaron frente al tribunal de los 500 de ser corruptor de la juventud y de crear nuevos dioses. Concluyó, finalmente, que tal vez la pitonisa tenía razón; que a lo mejor él era el más sabio porque conocía su ignorancia y los demás no la conocían. Una cosa estremecedoramente hermosa, bella como son todos los diálogos de Platón. ¿Qué hago yo aquí? Un ejercicio meramente introductorio, porque en el primer capítulo me ocupo del tema del mito y el logos, que lo planteo de una manera elemental. La persona humana es la persona condenada a ser libre –decía Sastre- y condenada a saber; el saber es un gran bien. Y es que no podemos no saber, la persona inicialmente comparte con las demás criaturas muchas cosas en común, pero hay una que no comparte con ninguna otra, la de saber en qué medio se mueve, por qué está allí, para dónde va, problemas todos inherentes a la condición humana: siempre nos estamos planteando ese tipo de problemas. Hans Vaihinger, un filósofo entre nosotros muy ignorado, en cuya obra más importante, La filosofía del como si, escrita en 1911, dice que el conocimiento es simplemente una facultad práctica, que nos sirve para adaptarnos al medio en que nos encontramos o movemos, pero que nos gusta tanto la manera cómo funciona, que entonces empezamos a averiguar otras cosas que no tienen que ver con nuestras necesidades inmediatas, sino con otro tipo de necesidades. Empezamos a utilizar el conocimiento para otras cosas.

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De manera semejante, Spengler dice, en la Decadencia de Occidente, que el arte no empieza con la casa, que la arquitectura no empieza con la construcción de la casa sino del castillo, porque la casa hay que construirla incluso de una manera rústica y tosca para satisfacer la necesidad de vivienda, cuando ya la tengo satisfecha puedo embelesarme en construir no solamente una casa sino una casa bella. De la misma manera –esta es la hipótesis que elabora Vaihinger–, el conocimiento es una facultad práctica para adaptarnos en el mundo, pero una vez que ya hemos agotado esa necesidad y ya sabemos adaptarnos en el medio en el que estamos, empezamos a emplearla en otras cosas; por ejemplo, a preguntarnos por qué estamos aquí, quién dispuso que estuviéramos aquí, y qué ocurre después de esta vida, etc., entonces empezamos a realizar una actividad con la que originariamente no se contaba, una actividad científica o una actividad filosófica. Lo que me propongo en la segunda parte de esta reflexión – si es que llego a poner en obra blanca lo que tengo en obra negra– es mirar problemas como los que les he esbozado. Ahora trato el mito y el logos para mostrar que en Sócrates hay logos, en Platón hay mito y logos. Sócrates es el prototipo del logos y Platón, que quiere imitarlo, no puede abandonar su condición poética y por tanto continuará mezclando razones con mitos. En el segundo capítulo del libro planteo un problema muy lindo: la disputa entre Heráclito y Parménides, que generalmente se ha planteado en estos términos: Parménides, el primer ontólogo, el primer metafísico, sostenía que el ser es uno, inmóvil, mientras que Heráclito va a decir que todo está en perfecto movimiento y que nunca nos bañamos en el mismo río, porque ni el río es el mismo cuando llegamos a él por segunda vez, ni nosotros somos los mismos porque también estamos cambiando como el río –una de las obsesiones poéticas que Borges trabaja muy bellamente. En el tercer capítulo trato el problema de la sofística, que es apasionante por una razón. Ahora les decía que Platón hace víctimas a los sofistas de sus pullas, más o menos los construye a su manera, con el objeto de que en su disputa con Sócrates, Sócrates resulte triunfante. Pero eran grandes los sofistas, como lo pone de manifiesto Bertrand Russell en la Historia de la filosofía occidental. Eran tan grandes que, a pesar de que se les conoce por su caricatura malévola, han pasado a la historia; y a pesar de que las obras de ellos no se conservan. Pero fíjense en estas dos circunstancias. Ellos se proclamaban maestros de virtud, y eso los hace risibles, vanidosos, presuntuosos. Pero resulta que esa afirmación era

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revolucionaria y humanística ¿Por qué revolucionaria? Porque en la Grecia arcaica la virtud era propia apenas de los hijos y descendientes de dioses o semidioses, los demás hombres no descendientes de dioses o semidioses estaban condenados a no ser virtuosos; era un don que se transmitía a través de la sangre, y si los sofistas decían: “nosotros somos maestros de la virtud. Si la virtud se puede enseñar, es porque la virtud se puede aprender, y si la virtud se puede aprender es porque no es un don divino sino una conquista humana”. ¡Esa es una lección extraordinaria! De la misma manera, en el fragmento que se conoce de Gorgias, el Elogio de Palamedes, se muestra que Palamedes era un rey que advirtió varias cosas: una de ellas que un lente, un vidrio que proyectaba la luz del sol de cierto modo, podía quemar un leño, y que, por lo tanto el fuego no era un don divino que habían regalado los dioses a través de Prometeo, sino un descubrimiento del ser humano. Ese grupo de los sofistas tan mal tratado en los diálogos socráticos es un grupo de humanistas y de demócratas, de ahí que el movimiento sofístico sea tan importante. El cuarto capítulo lo dedico a tratar a Sócrates. Las dos cosas que más me apasionan de él son: por una parte, la búsqueda de la claridad. Para muchos la claridad es un medio, para mí la claridad es un fin en sí mismo, yo busco la claridad por la claridad. Y eso se proponía Sócrates: buscar la claridad, pues sin claridad no hay saber. Por otra parte, la integridad, que consiste en que yo sea capaz de comportarme de acuerdo con lo que digo y que diga aquellas cosas que realmente pienso, con las que realmente estoy de acuerdo. De modo que esa búsqueda socrática de la claridad y de la integridad me parecen maravillosas, y todo lo que muestro ahí –desde luego, una cosa muy precaria y en unos capítulos muy breves-, es qué era lo que buscaba Sócrates, o al menos lo que yo pienso qué es lo que buscaba Sócrates, y por qué me gusta Sócrates. Presento disculpas porque me he excedido en el uso de la palabra y en realidad les agradezco tanta atención y tanta paciencia.

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Carlos Gaviria-Díaz en “Mito o logos”

Carlos-Enrique Ruiz

Siempre he creído que las ideas son parte fundamental de la vida democrática. No puedo creer que podamos pensar los cambios que reclama la nación sin replantearnos con vigor el sentido de nuestras metas y aspiraciones colectivas. Tengo la convicción de que Colombia necesita pensar la política de otra manera; ejercerla a través de los medios de civilización y respeto que la humanidad entera busca anhelante. La ética, o, para decirlo de otra manera, la decencia pública, no es un adorno o sortilegio de la vida, sino que, por el contrario, expresa las realizaciones de la virtud ciudadana y la fuerza de la democracia, viva, actuante y participativa. Carlos Gaviria-Díaz

Personalidad liberal en el más riguroso de los sentidos. Librepensador, formado en las disciplinas del estudio y la reflexión, con acendrada vocación académica. Pensador con erudición de fácil compartir. Sus más hondas preocupaciones: la justicia y la libertad. Por circunstancias de su formación y profesionalismo fue a dar a la Corte Constitucional donde lució sus condiciones de libre examen, con liderazgo de sentencias históricas que todavía tienen pensando al mundo en temas cruciales de la eutanasia, el consumo de drogas alucinantes, la libertad de expresión, entre otros. Su libro: “Sentencias – Herejías constitucionales” recoge esas contribuciones suyas (Ed. Fondo de Cultura Económica, Bogotá 2002; 453 pp.) Sus criterios rectores como conciencia jurídica de la nación han sido, de manera imperturbable, dos: “Nadie por encima de la ley” y “La igualdad es la base de la justicia”. Como defensor de los derechos humanos le tocó salir a duros años de exilio, y llega a la política como formador de condiciones para la honradez, los comportamientos decentes, la elaboración de principios para el ordenamiento de la sociedad con la participación de la ciudadanía. Y llegó al Senado de la República, donde su voz de sabia racionalidad no fue siempre debidamente oída. También su liderazgo de conciencia ética y jurídica, con sentido social, lo conduce a ser candidato a la presidencia de la República, por partido que contribuyó a integrar como alternativo a lo perniciosamente dominante. Pero las condiciones en esos ámbitos le generaron más desgaste que retribuciones alentadoras. Y ahora se encuentra de nuevo

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dedicado a la academia, como es apenas natural por su vocación de estudio y meditación, con llamados permanentes de universidades de Colombia y otros países para nutrirse de su sabiduría.

Su pasión es Sócrates que ha asimilado con rigor, hasta distinguir en los Diálogos de Platón aquellos en los que Sócrates es como es, por desarrollarse siempre en términos de la duda, con interrogantes continuos, desmontando el saber autoconvencido de autoridades atenienses. Su reciente libro: “Mito o logos – Hacia La república de Platón” (Ed. Luna Libros, Universidad del Rosario, Bogotá 2013; 136 pp.), es un propio rescate de sus notas en el exilio, con anuncio de un segundo volumen. Tuvo como antecedente la justificación de año sabático concedido por la Universidad de Antioquia, en 1987, para desarrollar investigación sobre “Saber, virtud y poder en Platón”. Proyecto interrumpido por el asesinato del doctor Héctor Abad-Gómez, presidente del comité de derechos humanos de Antioquia, el 25 de agosto, del cual Gaviria era su vicepresidente. Con urgencia va a Buenos Aires al exilio y a pesar de las angustias y desasosiegos, se dedica a estudiar, concretando la escritura de este libro concebido “para quienes se acercan al pensamiento filosófico con espíritu lúdico y gozoso”. Libro que apenas ahora ve la luz, puesto que el autor tuvo agitados paréntesis de magistrado, senador, candidato presidencial, con ajetreos de la política que le dejaron inocultables desazones. En él rastrea los pensadores y obras, con visión de camino, que en lo fundamental dan origen a la obra de Platón. Los títulos de los cuatro capítulos que lo integran son realmente seductores: 1. ¿Mito o logos? Primera encrucijada del espíritu; 2. Contemplación del ser o esclarecimiento de su senda: ¿un dilema inexorable?; 3. Del cielo a la tierra, y 4.

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Claridad e integridad: una pasión y una meta. En el primero se pasea, en cuatro apartados, con meditación, a partir de considerar la pregunta como anuncio del espíritu, con la claridad en la urgencia que se tiene por comprender y explicar tantas cosas que involucran al ser humano. En esta ambición nos vemos compelidos a dos caminos: uno sin límites, y el otro el de la discreción o la mesura, con el marco en verso de Hölderlin: “El hombre es un rey cuando sueña y un esclavo cuando piensa”. De este modo aparecen como opuestos, pero no siempre, la fantasía y la razón, el mito y el logos, incluso concibe el autor ocasiones en que se encuentran fusionados. Se trata de la dicotomía de Platón manifiesta en el lenguaje. En los comienzos del pensar, la poesía es la expresión, como antesala de la filosofía. Acude a Hesíodo para recordarnos su intención de buscar la verdad, descubriéndola, para mejorar la condición humana, hacia comportamientos de dignidad y labor. Y se remonta a Homero, ubicado en el mito, como “esencia perenne de la poesía”. Advierte que el paso del mito al logos se dio con la filosofía milesia, por la manera como reivindican la razón a partir de observar con ahínco la naturaleza. Pasan por sus consideraciones Diógenes Laercio, Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras… En Anaximandro encuentra el salto de la poesía a la prosa, con anticipo venturoso en la relación lenguaje y pensamiento, que le abre camino a la ciencia. Con Pitágoras, influenciado por culturas orientales en especial de Egipto, se inaugura el sentido riguroso de Escuela, el “pitagorismo”, con desarrollos en la ética por medio de la purificación (ascesis), la gimnasia y la música, para amortiguar la sensualidad y exaltar el espíritu. Influencia decisiva en Grecia, con expresión inicial en Platón. Pitágoras adivinó, por azar, que la tierra es redonda, al estimar que sería lo pensable puesto que la esfera es la forma más perfecta, mientras que Tales y Anaxímenes la veían como un disco flotante y Anaximandro como un cilindro o tambor. Los pitagóricos se consagraron en la historia de la cultura por su dedicación a la matemática, con base supersticiosa al estimar que el número es la base o esencia de todas las cosas, al observar la armonía que debe reinar en el mundo, interpretable con expresiones matemáticas, sobre bases en estudios de la música vinculados a la moral. Esas dos vertientes de mito y logos, vienen a dar en Platón, a quien Gaviria identifica como “poeta sensitivo tan ávido de logos”, o como un “converso y duro racionalista”, “nostálgico de la fantasía insumisa”. En el capítulo segundo, con ocho apartados, Gaviria explora el tema del ser y de la

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senda, con detenimiento en Parménides y en Heráclito de Éfeso. Destaca en ellos la preocupación por el “saber riguroso”, guiados por la intuición, a través de tanteos, confiados en la experiencia pero sin darse cuenta de lo que buscan ni a donde llegar, por lo cual suelen desacertar, ubicándose más en la metafísica, a pesar de la intención en lo físico. La actuación de Parménides, cabeza de la escuela eleática, le parece singularmente memorable y al relacionarlo con los jonios usa una expresión común que ubica en forma debida los respectivos campos: “a los jonios les interesaban los árboles y a Parménides el bosque”. El tema de preocupación central de Parménides es el Ser, que aborda con solemnidad y aproximación mística, con recursos en la poesía, en conjunción expresiva de esta y del mito. El método usado toma lo descubierto por la razón pero para convencer a los demás apela a los dioses como portadores de la verdad. Gaviria recuerda que este proceder es dogmático, por cuanto subordina la razón al mito. Aun cuando destaca que Parménides tuvo la lucidez de concebir que para llegar a la verdad es indispensable elegir muy bien el camino. Karl Popper en su célebre conferencia sobre los Presocráticos (1958) atribuye a Heráclito el haber anticipado a Parménides al distinguir entre realidad y apariencia. Y le reconoce intuición extraordinaria al concebir que las cosas son procesos y que las personas son llamas. Valora a Heráclito como el mayor y más audaz pensador entre los Presocráticos. Gaviria señala a Parménides como el primer pensador que asume el problema fundamental de la lógica, pero que al identificar el pensar con el ser disuade la lógica en ontología. Resalta que Parménides finalmente es consecuente, puesto que procede acorde con su prédica, al saber que se consigue persuadir si la verdad es la que se enseña. Y destaca la manera como anticipa la dicotomía platónica de mundo sensible/ mundo inteligible. Es de recordar que la poesía en Parménides es un recurso formal de cierto esplendor, pero carente de emoción, por cuanto lo entretiene o distrae la lógica. En contraste con Parménides, Gaviria acude a Heráclito de Éfeso, un tanto críptico, con predilección por el lenguaje que lleva a interpretar de una cierta manera la convergencia entre filosofía y poesía. Aun cuando la forma de expresión de Heráclito es la prosa, la emplea con emoción, dolor y gozo. Su talante es la del esteta que utiliza el recurso sensible para convencer, no despojado de ironía, desprecio y sátira, con el objetivo de moralizar. De recordar el generalizado conocimiento en la expresión de Heráclito: “No es posible ingresar dos veces en el mismo río”. En Parménides el movimiento es ilusión. Gaviria ubica a Parménides

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como metafísico y a Heráclito de moralista. Heráclito llega al devenir, Parménides al ser. En Heráclito el mundo es sensible y en Parménides el mundo es inteligible. En Heráclito encuentra Gaviria cierta relación con Pitágoras, por cuanto desliga la ética de lo divino y místico, actitud que luego es asumida por Platón en especial en el diálogo “Eutifrón o de la piedad”. Y se asoma a Heidegger con esa reminiscencia, citándolo: “los dioses de los griegos nada tienen que ver con la religión”. Y a su vez Gaviria redondea la idea al decir: “La divinidad heraclítea es demasiado fina para dejarse asimilar al mito y excesivamente racional para ser religiosa.” Salta a recordar que en Platón ética y política no tienen separación alguna (idea tan lejana a los aconteceres perniciosos de hoy), en quien se da un gran aparato teórico para formular un propósito magno: un Estado justo donde todos los seres humanos puedan ser felices. Este estudio le sirve a Gaviria para atisbar en sus orígenes el “sentido ético de la ley”, la “existencia de normas que prescriben conductas honestas”, con el ejercicio de vida que lo ha identificado, al entender y ejercer la ética en tanto estética, dos campos inseparables. El tercer capítulo, “Del cielo a la tierra”, de diez apartados, comienza con epígrafe de Protágoras de Abdera, quien asegura no poder saber acerca de la existencia de los dioses, por lo oscuro del tema y por la brevedad de la vida. Recuerda Gaviria que con Parménides se inicia la ontología y que Heráclito consigue articular con racionalidad, como hazaña, el ser humano y el universo. Y deja establecida en la cosmovisión pitagórica el ser humano como sujeto moral, sin dejar de lado lo supersticioso. Destaca el gran salto que fue el haber subordinado los sofistas el mito al logos, en tanto lección asumida de los jonios. Identifica en los sofistas los temas centrales de su trabajo: individuo y sociedad, lo político en la coexistencia, el pensamiento como progreso, el poder implícito de la palabra, la educación como factor de perfeccionamiento, la capacidad humana en la transformación de la polis. Gaviria encuentra que Sócrates asume ese conjunto de factores enunciados por los sofistas, pero cuestionando las respuestas que dieron. Cita a Cicerón para aseverar que Sócrates hizo de la filosofía un bien terrestre, con ámbito en las ciudades, hasta conseguir que fuese motivo de diálogo en las familias y elemento indispensable para indagar sobre la vida y la moral, el bien y el mal. Gaviria se ocupa de desentrañar quiénes eran los sofistas, a sabiendas que Platón los trata de manera despectiva, no sin develar aspectos valederos en medio de la manipulación. Antes de Platón aquella denominación aludía a personas instruidas y

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prudentes. Platón identifica a los principales integrantes de los sofistas: Protágoras de Abdera, Gorgias de Leontini, Hipias de Elis y Pródico de Ceos. Y nombra otros de menor relieve, por la alusión que hacen de aquellos como maestros: Calicles, Polo, Eutidemo y Trasímaco. Los sofistas tuvieron un objetivo común: enseñar la virtud. Serio asunto que da pie a Platón para criticarlos de manera implacable (“no siempre impecable”, anota Gaviria) y de esa manera aprovecha para hacer suya la filosofía de Sócrates. Gaviria se pregunta por el sentido y validez de enseñar la virtud. O, en otros términos, qué es lo que hace mejores a las personas. Para dar respuesta alude a la contraposición de las expresiones techné y areté. La primera, con el sentido de conocimiento y habilidades en una profesión, que por su naturaleza son practicables y transmisibles en la enseñanza. La segunda expresión, areté, es la virtud, que Homero había usado para denotar la excelencia humana y la superioridad de otros seres. El pensamiento arcaico atribuye la virtud como propia de quienes descienden de los dioses, o de la divinidad y, por consiguiente, no accesible a la gente del común. Acude a Protágoras quien trata de definir lo enseñable en la areté: la prudencia y la perfección, que son virtudes, con lo cual se cae en especie de círculo. Entonces para explorar qué es lo que puede enseñarse como virtud, en la pretensión de los sofistas, Gaviria acude al Gorgias, diálogo en el que Sócrates quiere saber qué es lo que saben y enseñan los sofistas, para finalmente dar la respuesta: los que saben y enseñan es el arte oratorio. Y contrapone las respuestas que le dieron a Sócrates tanto Polo como Gorgias, el primero con evasión y ambigüedad, y el segundo con precisión. Gaviria en este momento de su indagación establece como avance que “los hombres son mejores cuando saben cómo tratar a las personas que de ellos dependen y qué hacer con los bienes que están bajo su cuidado”. Pasa Gaviria a dilucidar en un contexto democrático la manera de acceder al desempeño de funciones públicas por medio de la persuasión, para asegurar el buen destino de la polis que es el compromiso del estadista. Gorgias asegura que la capacidad de persuadir mediante la palabra es el supremo bien. Y se llegará al poder por consenso de los ciudadanos sólo en la democracia. Pero resulta que es posible persuadir en lo que no sea verdad. Al ser los sofistas eruditos y no científicos, la búsqueda de la verdad no es lo que los apasiona. Situación que aprovecha Sócrates para afrontar como adversa la retórica. De este modo se llega a precisar que lo enseñable como virtud por los sofistas es más bien algo que obedece a las leyes de la retórica, que corresponde al campo de la techné.

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Gaviria valora a los sofistas por la racionalidad humanista, por la actitud heterodoxa y el escepticismo intelectual que representan y por haber sido “cosmopolitas y modernos”. Además les adjudica el haber tenido mucho que ver en el origen de la idea occidental de cultura, justo al haberse proclamado maestros de la virtud, y no de una techné cualquiera. El capítulo cuatro y último, “Claridad e integridad: una pasión y una meta”, lo dedica a la gran pasión de su vida: Sócrates, en diez apartados. De entrada cita a Sócrates en su defensa: “¡Dichoso yo, si supiera lo que otros no vacilan en creer que saben! Pero no sé nada, atenienses, y ante vosotros me presento desnudo y sin los adornos de una mentirosa certeza.” Gaviria estima, con razón, que la vida de Sócrates es un suceso estelar en la historia del espíritu. Se le condena a muerte bebiendo la cicuta por dos acusaciones infamantes que los enemigos le hacen: por no reconocer a los dioses oficiales, es decir, impío, y por corromper a la juventud. Acusaciones que afronta con valentía y racionalidad, pero sin surtir el efecto deseado de ser declarado inocente. Ante el “Tribunal de los 500” que lo juzgan, Sócrates compareció con serenidad y humildad, al esgrimir su pobreza como testigo. Jenofonte lo calificó como “el más sobrio y el más casto de los hombres”. Bertrand Russell lo identifica de persona muy segura de sí misma, de elevada inteligencia, indiferente al éxito mundano, persuadido de que la claridad de pensamiento es requisito para vivir con rectitud. La singularidad de Sócrates, dedicado por completo a pensar y hablar, lo hacía reconocer como persona sabia pero al margen de las muchedumbres, muy diferente al común de los mortales. Sócrates fue devoto de los dioses de Atenas, en especial de Apolo, con lo cual se aprecia la falsedad al acusarlo de impío. Además era profundamente respetuoso de los demás en sus creencias y costumbres. Pero su condición reflexiva rompía el sosiego de las mentes agraciadas con lo establecido. En su exaltación de los dioses utilizaba alegorías o metáforas, lo que ocasionó endilgarle la creación de otros dioses, tal los casos de sus alusiones al daimon, o al genio, o al trueno. Gaviria acude a referenciar las dos versiones conocidas de la Defensa de Sócrates: la de Platón y la de Jenofonte, distintas pero coincidentes en los aspectos fundamentales. Asimismo identifica en Heráclito el antecedente de la idea socrática de daimon, y recupera una línea entre ambos pensadores. Incluso acude al testimonio de Diógenes Laercio, quien recoge lectura hecha por Sócrates de Heráclito, con la apreciación de haber dicho que lo entendido por él es muy bueno.

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Hay un hecho que reivindica Gaviria: Sócrates es temible para la democracia en Atenas por tratarse de pensador en extremo racional, siendo considerado de mentalidad crítica, sin capacidad alguna para aceptar lo establecido sin el debido discernimiento. El autor resalta, al concluir uno de los apartados: “Sócrates era un gran hombre, pero los atenienses constituían un gran pueblo.” Gaviria llama la atención sobre lo nefasto que ha sido en la humanidad remplazar el saber por la creencia, es decir, el logos por el mito, que se dio incluso en Atenas. Y llega a cuestionar “Las nubes” de Aristófanes, por haber hecho de Sócrates una caricatura cruel, un contraventor de supuestas costumbres sanas, maestro de majaderías, ducho en hacer triunfar malas causas, pero explica esa obra por tratarse de una comedia que busca apoyo en la realidad para hacer sátira. En últimas, Sócrates se hizo incómodo para el poder reinante por su método de abordar los temas esenciales, con el diálogo de libre examen, con interlocutores de toda condición, así fuesen transeúntes ocasionales o personalidades consagradas en la sociedad. Ante afirmación categórica del interlocutor, Sócrates revertía con la duda por medio de preguntas, y así sucesivamente hasta dejar al otro sin el advertido sustento en seguridad de las expresiones y las ideas. Gaviria redondea su comprensión de Sócrates al aceptar que la actitud racional de este fue de riesgo para la democracia en Atenas, puesto que todo lo sometía al análisis de la razón, incluso lo sagrado. Y asevera Gaviria, al término del libro, que Sócrates llevó a un grado superior la actitud precursora de los sofistas, para dar mejor cimiento a la democracia en tanto favorecedora del logos y su consecuencia, la virtud. Popper en la referida conferencia establece que en la escuela jónica, y en general en los Presocráticos, se inventó la tradición crítica o racionalista, la cual se perdió durante dos o tres siglos, a partir de la doctrina de la episteme, de Aristóteles, relativa al conocimiento cierto y demostrable, con la ventaja de haber brotado en el Renacimiento, en especial gracias a Galileo Galilei, y en el siglo XX con Albert Einstein. “Mito o logos – Hacia La república de Platón” es bello y oportuno libro en estos tiempos tan faltos de mirar la historia sin pasión ni ortodoxia, para recordar, en especial, a los Presocráticos como creadores del pensamiento crítico, con intuición y audacia, en libertad, a riesgo de la vida personal, soportes que fueron de lo más valedero en la cultura de Occidente. / [Manizales, en Aleph, a 05.IX.2013]

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Eduardo Escobar en el laberinto de la vida y la palabra

… la vida es hermosa porque es ardua, porque no es simple, porque es enigmática, y que merece vivirse con defectos y todo,…

Eduardo Escobar La poesía es la expresión primera desde antes de Homero, con Homero y en los Presocráticos. Las culturas reconocidas como aborígenes la utilizan en la preservación de tradiciones y en rituales, con la música del espíritu y repercusión en la danza. Pero en el fondo el ritual mayor de su significado es creación, elucubración, sentido del sinsentido, sinsentido de realidades en contraste, búsqueda de símbolos, de los destellos para la alucinación y la sorpresa. Y el mundo siguió en el despropósito de construir entelequias de la nada, hasta el fin de los tiempos, en consonancia con armonía desarmónica del universo. A finales de los años cincuenta, justo en 1958, un grupo de muchachos con inquietudes de la lectura y la escritura levantaron bandera, agrupados bajo el mote de “nadaísmo”, y revolcaron las páginas de los diarios, los noticieros de la radio, los atrios parroquiales, las plazas públicas, con irreverencias y excentricidades a montón, a la manera de arrebatados publicistas, declarándose geniales, locos y peligrosos, pero no dejaban de ser mansas palomas. Fue una ebullición de rebeldía creadora, con exageraciones escénicas que todavía hoy se recuerdan, pero en lo sustantivo estuvo que esos muchachos tenían talento y expresión que fue consolidándose en obra sólida, en algunos de ellos. Su jefe, el autodenominado “monje loco”, fue Gonzalo Arango, poeta, narrador, periodista. Y en el trasfondo estuvo la actitud intelectualmente distinta de un escritor notorio, Fernando González, el “filósofo de Envigado”. Grupo que marcó la historia de las letras en Colombia, con extensión de relumbre en otras comarcas. Su presencia ha quedado salvaguardada en la expresión “movimiento nadaísta”, integrado por personas en comunión de amistad, escándalo, contrarios al odio e identificados en los grandes amores, en las obsesivas lecturas y en las escrituras desbordadas. Su integrante más joven recoge en las siguientes palabras las ambiciones de ese movimiento: “… intuíamos –dice- una revolución de las ideas y las costumbres, de la mente y la cultura, urbana y campesina, fantástica y simple, social-sexual, del arte y del lenguaje, de la vida total, de la física y la metafísica, patafísica,

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arrevesada, concreta, imprevisible, la Revolución de los Cielos Terrestres que soñaron profetas y poetas, dementes y videntes… y que parece siempre tan lejana.” De recordar los nombres: Gonzalo Arango, Amílcar Osorio (Amílcar U), Elmo Valencia, Darío Lemos, Humberto Navarro, Jaime Jaramillo-Escobar (X-504), Eduardo Escobar, Armando Romero, Jotamario Arbeláez, Pablus Gallinazo, Raquel Jodorowski,… Y detrás y en los entornos de ellos un torrente de muchachos de variopinta condición. Recorrieron el país y celebraron la vida a contracorriente. Con la perspectiva de los años puede apreciarse la contribución del movimiento y la obra significativa de sus protagonistas principales. Eduardo Escobar tenía catorce años al surgir y vincularse al grupo, y su vida ha sido de trajines y fascinaciones, siempre apegado a la literatura, como creador en verso y prosa. Trashumante de seminarios, de reformatorios y del más variado ejercicio de sobrevivencia. Lector voraz, con acceso a grandes autores de todas las épocas y latitudes. Prolífica obra, con 24 libros publicados en poesía, novela, y ensayo, pero hace falta todavía otra novela que rehace de continuo, bajo el título de “Ejemplos de anamorfosis”, a la que dedicó unos primeros nueve años, con 500 páginas en 7 extensos párrafos, pero también de un solo párrafo en otra versión, en monólogo de personaje que relata un fratricidio, con la historia de Querubín Santamaría, el protagónico, y su hermano Anselmo. Columnista de prensa galardonado, colaborador en revistas de prestigio nacional e internacional, y gestor de programas en radio y televisión. Destaco en especial el rescate que hizo de la valiosa correspondencia del “monje” mayor, recogida en volumen bajo el título: “Gonzalo Arango, correspondencia violada” (1980, 2011), dos ediciones con el sello de la Universidad de Antioquia, salvando de ese modo una preciosa componente en la obra del significativo escritor. Asimismo, Eduardo ha escrito páginas memorables en recuerdo del movimiento nadaísta y de sus integrantes, como testimonio de una época de ruptura con lo acartonado, y en ocasiones superfluo, de una tradición. Época que enlaza con la memorable y civilizadora Revista Mito, que termina ediciones con un monográfico sobre el nadaísmo. Es singular la autoformación de Eduardo, en campos de la poesía, el pensamiento, la historia y la música, lo que le permite expresarse con fluidez al analizar obras, épocas, circunstancias, al establecer conexiones en asuntos que por capacidad de interpretación consigue con acierto. Su poesía tiene el encanto narrativo, y sostenido ritmo, con referencias en lo experimental, lo circunstancial, hasta alcanzar elaboración idiomática en tono y sentido. Su poema “Homenaje a un anticuario muerto”, en memoria de su padre, es de antología mayor. Sus ensayos que se imbrican con la crónica o el reportaje, ilustrados e ilustrativos, están elaborados con soportes de paciente pesquisa y escritura juiciosa, prolongada.

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Singular siempre en la forma de expresión, incluso musicales, para una lectura atrayente. Ahora se publica nueva colección de ellos bajo el título “Cuando nada concuerda” (Siglo del Hombre Editores, Bogotá 2013; 304 pp.), con punto de partida en “Los Buddenbrook”, novela de Thomas Mann que Escobar rememora con frecuencia, en la que descubre cuál fue el libro que estremeció al protagonista en sus deliquios sobre el tiempo, el ser, la muerte y la fe de la infancia, con pensamientos sombríos desprendidos de la metafísica. Se trataba de “El mundo como voluntad y representación”, de Arthur Schopenhauer. Ensayo modélico es “Acerca de Habla, memoria”, la autobiografía de Vladimir Nabokov. Estudio juicioso que lo lleva a discernir sobre la obra del autor, la que califica de “un glorioso mecano de sombras y espectros”, con “libros llenos de agudeza y gracia”, autor al que también aprecia como “uno de los poetas mayores de la prosa del siglo XX”. Estudio que hace al superar pasajes laberínticos e intrincados en ella, con alusión a la afición de integrantes del grupo o movimiento al que perteneció en el nadaísmo por los autores conflictivos, combativos, críticos de la sociedad. Autobiografía que considera de las más bellas escritas en el siglo pasado. Destaca en Nabokov la ironía, como predilecta diversión, cualidad que Eduardo califica de imprescindible cuando la inteligencia es verdadera, con capacidad de superar cualquier golpe momentáneo de ingenio; de igual modo considera la ironía como reveladora, consoladora, alada y comprensiva, con algo de ácido en la conciencia de las cosas. La diferencia de manera rotunda del sarcasmo, que hiede, y la acerca a la noción de la ternura en el reproche. Ese estudio sobre Nabokov y su autobiografía lo remite a Nietzsche, a Borges, a Joyce, a García-Márquez, a Proust, incluso a Rilke “para quien la única patria es la infancia”. Autores que conoce y a los cuales alude con sentido de pertinencia e interconexiones esclarecedoras. Otro ensayo de destacar en el libro es el dedicado a Albert Camus (“Vigencia de Albert Camus”), donde examina la cercanía y el alejamiento que tuvo el argelino con Sartre, precedido con estimados sobre problemas en la historia, por irrupción de la soberbia, el cinismo, la autocomplacencia del orgullo, la crueldad y su afín el crimen justiciero, la tendencia preponderante a dudar de todo y a la revisión compulsiva como manía del siglo XX; en general con puesta en evidencia del malestar de la cultura. Pero subraya los efectos de la “Razón Ilustrada”, en la generación de “pavores inesperados y desórdenes mortíferos”. Y llega en los comienzos a una hipótesis sorpresiva: la libertad como refugio contra el desánimo, pero a sabiendas que cada elección que hagamos conduce a una nueva mutilación y cada descubrimiento a un nuevo enigma y a un nuevo peligro.

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Valora en Sartre sus contribuciones literarias, que califica con apelativos de grandeza y vivacidad en la prosa, y de vigor y rigor en el pensamiento, pero identifica falta de sinceridad en él. Critica su veleidad con filosofía política extrema, y considera que Sartre “encarnó el fracaso de las obsesiones de una época”. En contraste valora por encima a Camus, “a cuyas meditaciones es útil volver”, dice, y destaca en este el nunca haber renunciado a la certeza de ser las personas las que dan sentido a las cosas con los sueños, la amistad, el gusto por tomar el sol y el apego a la vida. En otro ensayo con el título de “La higuera estéril” asume el estudio de la obra del Premio Nobel (1978) Isaac Bashevis Singer, con las premisas en las actitudes de Kafka y Gonzalo Arango, al igual de otros nadaístas, por la simultaneidad de lo deprimente y la ambición de cambiar el mundo con una literatura nueva. Se remonta a señalar la influencia de Kierkegaard en Kafka, a quienes identifica como almas gemelas, y señala a Marx, Freud y Nietzsche en la condición de tuteladores en la vocación sustantiva de la modernidad a través de la duda. Entre líneas Escobar medita sobre la esperanza, la que establece como “el cebo del instinto de conservación que nos mantiene atados a la noria, agonizando”. Esa introducción del ensayo le sirve para ubicar a Singer con alma emparentada con Kafka, pero resaltando en aquel la pretensión de recrear al individuo y a la historia por la acción política o por las quimeras de la fe, quizá por la tradición hebrea que suele no distinguir entre el profeta y el poeta. En la obra de Singer critica el uso inapropiado de la ternura que lo lleva –dice Eduardo- a caer en los peores vicios de los escritores del naturalismo, a lo cual le agrega la falta de capacidad para apreciar el lado bueno de la vida. A pesar de ciertas afinidades de Singer y Kafka, subraya la incapacidad del primero para reír, o siquiera sonreír, mientras que Kafka disfrutaba con la lectura de sus relatos a los amigos. Utiliza el parangón para acudir de nuevo a la comprensión de la ironía, con referencia en cita de Cesare Pavese, quien adjudica ser irónico al arte moderno. Pero Escobar se pregunta si acaso la ironía será lujo y consuelo para personas sin ilusiones. El último de los ensayos en el libro, “En el punto muerto de la escritura”, lo dedica a quienes llama “raros habitantes del severo callejón sin salida del habla humana”, los desesperados de una escritura exclamativa, el silencio simbolista extremo y las incursiones de los surrealistas, hasta desembocar en el Ulises de Joyce, y en autores como Artaud, Beckett, Céline y Bernhardt. Destaco el recuerdo que dedica a las

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lecturas de Ferdinand Céline, al que señala como el más implacable de los escritores franceses, acabando por sumergirse en el “deslumbramiento de su prosa acezante”. Y en Bernhardt identifica la escritura fascinante que no se recrea en veleidades románticas y facilistas, en quien celebra su negativa a dejarse manosear; en especial resalta la idea de Bernhardt en lo urgente que es la “reeducación sentimental en la lucidez, en la honradez”. En ese capítulo final incorpora una muy bella apología del libro, en estos tiempos de lo digital y del ciberespacio, al que aprecia como la sombra de algo inconsciente que aspira a aparecer, siendo además manifestación de pánicos, neurosis y desórdenes de algún personaje, con la señal de representar una época y hasta la historia secreta de un tiempo. Eduardo se reconcilia a cada instante con el libro al deleitarse con ellos en sus estantes, de la propia biblioteca, al detenerse en alguno para recordar las circunstancias de su encuentro y de sus lecturas, con la remembranza quizá del librero de gafas caídas que se lo recomendó, o que inmóvil en el armario le susurraba para que lo llevase consigo. El escritor total, de tiempo completo, que es Eduardo Escobar nos acompaña ahora en esta “Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo”. Tenga la bondad de asumir, querido escritor, la palabra en este espacio simbólico del estudiante de la mesa redonda. Carlos-Enrique Ruiz Manizales, Universidad Nacional de Colombia, 16 de septiembre de 2013

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Cuando nada concuerda

Eduardo Escobar Muchas gracias a la universidad y a Carlos-Enrique por la invitación, primero que todo. Sus palabras me dejan apabullado, en especial, porque el listado de cosas que me atribuye, me deja la impresión de que yo ya debería, en justicia, ser rico o glorioso, o ambas cosas, después de tantos oficios, de tantas dificultades, de tantos reformatorios, tantos seminarios y tantos libros escritos y leídos… Pero hoy se trata de hablar de Cuando nada concuerda, un libro, mi último libro publicado, que me parece que encaja bien en los grandes temas de nuestro tiempo, que es el nombre de este ciclo, por cuanto es una crónica del pensamiento del siglo XX, que para mí empezó terminando el XIX, con la muerte de Nietzsche, si hablamos de filosofía, y con las novelas de Gustave Flaubert, quien convirtió la literatura, por primera vez, no en un medio para transmitir anecdotarios, para divertir con un chisme y envanecerse, como habían hecho los prosistas anteriores a él, sino en un sacerdocio de la palabra justa, con su descripción minuciosa de los escenarios, y su rigor lingüístico, y por el modo como reconstruye el estado de ánimo de sus personajes, de un modo, no por indirecto, menos minucioso. Flaubert inicia para mí las formas de la escritura del siglo XX, que según trato de decir en Cuando nada concuerda, desembocaron en los grandes nombres de, digamos solo dos, Vladimir Nabokov, y Gabriel García-Márquez, a quien nosotros los nadaístas descubrimos muy temprano, antes de que fuera valorado universalmente. Gonzalo Arango reconoció la excelencia de García Márquez, sus dotes de fabulista, desde sus primeros trabajos, en notas aparecidas en El Colombiano de Medellín. Yo descubrí, mientras escribía Cuando nada concuerda, porque en el libro, cada ensayo formó parte en último término de una sola argumentación, que el escritor es solo un medio a través del cual el habla se va manifestando, y que a partir de este proceso que va de Flaubert a los escritores mayores del siglo XX, la literatura, o mejor dicho el género novela, halló las grandes narraciones panorámicas como la famosa de Proust y las de León Tolstoi y más cerca en el tiempo, como El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, que es la gran novela de amor del siglo y que fue un libro de culto entre los nadaístas antioqueños. Allí, en el Cuarteto, están reseñadas todas las formas del amor, las más tiernas y las más perversas, el incesto,

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la pedofilia, y la homosexualidad de los hombres y las mujeres, con el fondo de los conflictos sociales del mundo árabe esos tiempos cuando Durrell fue diplomático de Su Majestad en esas tierras. Esas novelas panorámicas, contaron, más allá de los acontecimientos, más allá de las peripecias de los agonistas, protagonistas y antagonistas, el estado espiritual de una sociedad, el espíritu de un tiempo, con sus contradicciones y sus esperanzas. Como si sus personajes, a veces encantadores en su singularidad, pero al mismo tiempo como decía Sartre sin importancia colectiva en apariencia, mientras envejecían, se transformaban, luchaban con ellos mismos y entre sí, y se enamoraban y sufrían remordimientos, expresaran al mismo tiempo el desarrollo del habla que desembocaría en lo que llamo en mi libro la escritura exclamativa, uno de cuyos mayores exponentes fue Ferdinand Céline, un escritor que descubrí cuando estaba terminando el libro y cuyo descubrimiento me obligó a reescribir el último capítulo. Aunque los nadaístas habían leído y mencionaban con frecuencia a Céline en sus charlas, yo lo había descuidado, y su descubrimiento tardío, me pareció el summum de esta forma de literatura exclamativa, aunque ésta deba remontarse al Rimbaud de Una temporada en el infierno. Rimbaud, profeta en muchas cosas, inaugura esta angustia de la expresión, esta imposibilidad de decir un mundo en una situación que en últimas solo puede expresarse por medio de los puntos suspensivos, los signos de admiración y en frases acezantes, cortas y punzantes, que se quedan empezadas, porque pretenden entenderse con una realidad que nos supera. Los libros de Céline, El viaje al fin de la noche, o Muerte a crédito, y los otros, todos, son libros paradigmáticos de esta imposibilidad para explicarse de una cultura que ha llegado a los extremos de sus posibilidades positivas y negativas en su exploración inconsciente. Todas las sociedades se parecen en sus rasgos mayores, pero ninguna en el pasado como la nuestra vivió los horrores de las dos guerras mundiales, totalizadoras… y la serie de las pequeñas guerras focalizadas que fueron las consecuencias de la paz de la primera, cuando todas las facultades humanas, todos los descubrimientos humanos, todos los logros del esfuerzo humano: los de la ciencia, la química, y la mecánica, y la radio y la retórica política, fueron puestos al servicio de la destrucción y la muerte. Ustedes todos los que están aquí recuerdan Irak, una guerra transmitida por televisión donde vimos multitudes de niños calcinados por las bombas de la industria militar, del llamado aparato industrial militar norteamericano, sin brazos, sin piernas, amontonados en las clínicas, despellejados, achicharrados. Ninguna sociedad del pasado vio jamás el horror como nosotros hemos sido condenados a padecerlo. Cuando nada concuerda, narra el proceso por el cual la literatura es hoy como es, y se apoya en cierto modo en las experiencias de lectores de un grupo de jovencitos

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-cuando apareció el nadaísmo en Medellín el mayor era Gonzalo Arango con 25 años, o 26, y yo el menor, contaba apenas 14, casi todos salidos de los seminarios o de familias religiosas, conservadoras y católicas- que decepcionados de la religión, fuimos descubriendo el racionalismo y los filósofos mayores de nuestro tiempo, a veces ilusionados con la esperanza de que el marxismo y las teorías sociales en boga iban a reemplazar esos valores que habíamos heredado en la infancia y que habían pelado el cobre, mostrándose monstruosos, andamiajes de la hipocresía y la codicia. En mi libro, se explica, cómo, entonces, nos pusimos del lado de la revolución, y escribimos poemas al Che Guevara, y defendimos el experimento cubano, para darnos cuenta al final de que solo habíamos caído en otro ciclo del terror, y de que la izquierda marxista era de cierta manera más que evidente otra forma del pánico inquisitorial que habíamos denunciado en el cristianismo, una forma inesperada de las viejas religiones semíticas, con sus dogmas, su parusía y sus pecados. Su dogmatismo y sus violencias fueron dejando un inmenso vacío en el espíritu. Ese vacío que llevó a Gonzalo Arango, al final de su vida, a dar marcha atrás para retornar a los valores de la niñez, al cristianismo de doña Nena, su madre, revestido con el misticismo jipi, influenciado por su última mujer, Angelita, digna representante de las tribus de los niños de las flores y cuya madre, a quien llamábamos la Lady, era la corista en una iglesia anglicana en los suburbios en Londres, y estaba casada con un ordeñador de vacas y jardinero de la clase media. La Lady, que vino a visitar a Gonzalo para ver con qué clase de hombre andaba su hijita, se volvió pronto a su casa, al seno de la pérfida Albión, cuando en Popayán vio la avispa en una finca caucana. El trópico la espantó. Cuando nada concuerda, 300 páginas, es un texto de crítica literaria sin perendengues estructuralistas ni alardes eruditos o la necias disquisiciones de fastidiosa ética, que desdeñaba el gran poeta antioqueño, León de Greiff, y oculta una perversidad. La de la vida cuando se muestra aciaga. Detrás del estilo cuidadoso, me demoré 6 años escribiéndolo, puliendo cada frase, a fin de que resultara más misteriosa y atractiva, hay una revelación perniciosa y siguiendo el hilo de las lecturas primerizas de un grupo de poetas jóvenes que se aburrían en Medellín y se empeñaban en reinventar la vida, hace una crítica de la civilización de la Biblia cuya influencia califico de nefanda e inacabable, pues advertí, tejiéndolo, la persistencia del pensamiento religioso en el occidente moderno, lo mismo en la política y en las filosofías del sentido y en las del sin sentido, que en los actos más pertinentes de la cotidianidad como comer o vestirse o en los de aspectos más desvalidos como leer o más arrogantes como escribir para ser leído. El libro reproduce el movimiento por el cual el orbe católico del mundo –incluido el reformado puesto que tuvo su origen en un monasterio de agustinos-, hizo del ejercicio literario un ejercicio demoníaco a veces, en Baudelaire por ejemplo, y

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otras veces convirtió a sus letrados, al fin y al cabo descendientes directos del reputado mester de clerecía, en arcángeles y profetas, de un modo tan enfático que estos se creyeron el cuento. A partir de una relectura de los escritores más queridos por aquellos muchachos de Medellín, como Kafka y Nabokov, y Sartre y Camus -en el libro hago un paralelo entre las figuras de Sartre y Camus que fueron guías fundamentales para mi generación, aunque también eran en sus similitudes muy diferentes-, pruebo que el diablo sigue vivo y que las guerras de Dios no han terminado, pues aunque Nietzsche asegura haber hallado su cadáver, su presencia se sigue manifestando, de un modo al mismo tiempo abrupto y solapado. En Una temporada en el infierno, Rimbaud, el poeta más querido por nosotros, por razones obvias, pues era natural que nos identificáramos con el adolescente genial que fue, dice: “el evangelio ha muerto, ¡ay, el evangelio!”. Y el correlato de mi libro interpreta por caminos sesgados la misma desesperación, siguiendo el hilo tenue de unos libros y de unas ideas. A medida que avanza, el libro revela su carácter depravado, en el sentido episcopal, al describir en una prosa tranquila y hasta esmerada las crisis de la fe que marcaron el siglo XX y le dieron el tono cínico que paró en una profunda desconfianza en todo, en la religión de nuestros padres en primer lugar y después en la política, e incluso en la literatura, que es el asunto crucial de Cuando nada concuerda desde la primera página, hasta el profuso índice onomástico. El libro abre con una cándida evocación de un paterfamilias de la burguesía alemana que lee un libro en un libro de Thomas Mann -ese juego del libro que vive dentro de otro libro es un hermoso recurso retórico por lo menos desde el Quijote, donde Cervantes pretende apoyarse en el inventado de Benengeli. Y este paterfamilias de la burguesía alemana siente como este libro hace temblar sus certezas, pero así mismo termina por apartarse de sus insinuaciones para sumirse en su mala conciencia y seguir participando en la incubación del gran cataclismo social que culminó en las bestiales miserias de las ideologías en el siglo XX, en los dos holocaustos de las dos grandes guerras y en los campos de concentración del nazismo y de los comunistas, tan aficionados a las alambradas, y cuyos terrores, en fin, desprestigiaron para siempre la diosa razón y la idea de la revolución, su hija bastarda. Creo que nuestra generación se distinguió, entre otras cosas, por el repudio que hicimos de la razón, pues como también dije antes, la vimos y la experimentamos convertida en una máquina demoledora que destruyó a Europa y sembró sobre una cultura que se reía invencible y lúcida, montones de cenizas y de polvo y la perplejidad que paró en el dadaísmo y el surrealismo. La generación de los jipis,

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que siguió a la nuestra, extremó el recelo, desdeñando incluso los libros, la cultura libresca, las bibliotecas, las universidades. Me acuerdo que si uno le mencionaba a un jipi a Platón, se limitaba a decir, retirando el porro de los labios: Platón es un plato. Los libros que mantuvieron vigentes los jipis, fueron los libros enigmáticos. Como el Tao Te Ching, uno de los pocos libros que merecieron el honor de las mochilas de los niños de las flores, entre los cachos de marihuana y los frascos de LSD y las diademas de margaritas. Otro, fue el principal de Rimbaud, que a veces inspiró a los baladistas del hipismo. Y Blake, a veces… entre los mejor educados. Les estoy hablando del libro más no del autor, porque en este caso, el autor no importa, pues como dije por una misteriosa casualidad el libro más allá de mis decisiones conscientes arribó a sus propias conclusiones como un ciego, y mientras lo escribía me enseñó y me reveló muchas cosas que no sabía. Lo di por terminado por lo menos media docena de veces, pero me obligó a reescribirlo contra mi querer una y otra vez, pues la propia dinámica del lenguaje se me impuso cuando creía que ya estaba terminado, para volver al comienzo y redondear los filos y afinar la caída de las plomadas. Escribir a veces tiene la magia de llevarnos hacia donde no sabíamos. Hace tres días, cuando me disponía a venir a Manizales, encontré en la feria del libro de Medellín, un libro de Marx del cual no tenía noticia, El cuaderno Spinoza. Spinoza es un autor que me interesa mucho. Este judío, escapado con su familia de la Portugal de la inquisición, quiso ponerse a salvo en Holanda, donde los rabinos de las sinagogas holandesas le condenaron al sicario. Pues, bien El cuaderno Spinoza, de Marx, me hizo lamentar no haberlo conocido antes, pues quizás me hubiera servido para redondear algunas ideas en mi trabajo, como el descubrimiento de Céline. Pero ya es tarde. Algún día, quizás, haré hincapié en el hecho de que Marx, a quien llamo en mi libro un profeta judío, asimilándolo a los isaías y los jeremías bíblicos, haya empleado un buen tramo de su juventud escribiendo estos cuadernos de reflexiones y consideraciones paralelas a su lectura del sabio portugués. A propósito, dicen los editores de El cuaderno Spinoza, que Marx escribió montones de cuadernos parecidos, testimonios de sus lecturas, que después destruía, lo cual lleva a pensar y el asunto concuerda con todo lo que estoy tratando de decir, que no siempre la escritura es un sistema de comunicación, un modo de acercarse a los otros, sino que también a través de la escritura el habla que nos habla nos va revelando secretos y nos va dilucidando problemas o planteándolos. Quién sabe si eso que llamamos la cultura más que encontrar soluciones es la

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capacidad para plantearse problemas; de todos modos, el escribir a veces tiene la magia de llevarnos hacia donde no querríamos, y de poner en evidencia las cosas arrastrados por las lógicas secretas del lenguaje. Para cerrar su parábola, Cuando nada concuerda quiere demostrar que en la comunidad con los muertos, como nombró Sartre el mundo de fantasmas que llamamos la literatura, el siglo XX, rebajó al escritor a simple apéndice de las industrias del papel en su proceso aniquilador, convirtiéndolo en una estrella como las de la farándula. Después de que el habla arribara al punto muerto del lenguaje, a lo indecible de Wittgenstein, a través de hombres como Ferdinand Céline, Thomas Bernhard y Samuel Beckett a quienes dediqué el último capítulo, al parecer la literatura pasó a formar parte del show bussines. Así como las estructuras religiosas y la metafísica antigua, fueron acaparadas por los políticos, lobos vestidos de pastores. Y en consecuencia en las páginas de crítica literaria de los periódicos los prosistas se encuentran mezclados con los romances de Shakira y las menciones a la nueva edición de Aullido, de Ginsberg, con el último alarido de la moda discográfica, a cargo de algún muchachito que hace delirar a las muchachas. Y en consecuencia, también, las catedrales acabaron siendo suplantadas por las iglesias de garaje. No es la manera de recomendar un libro describirlo como un regalo negativo, pero las cosas son como son. No obstante, siendo superfluo como todas las cosas, Cuando nada concuerda me parece que merece ser leído. En Medellín lo presentó una persona entrañable para mí, X-504, ex X-504, ahora llamado Jaime Jaramillo Escobar, que en una lectura muy juiciosa del libro, como es él siempre juicioso, puntilloso y riguroso, hizo una descripción de mi obra capítulo por capítulo. Donde destacó el recuento de la historia del nadaísmo en Medellín, que allí hice, o que allí se hizo, las pruebas que aporto sobre la persistencia de la idea de los dioses o de un Dios totalizador, el ensayo sobre la literatura judía, mis reflexiones sobre el demonio, un personaje que fue muy importante para nosotros, pues siempre andaba persiguiéndonos con sus pedos y sus hálitos de magnolias vinagres a medida que íbamos descubriendo la gran literatura y el pensamiento modernos, y rompiendo tabúes, llama devastador el quinto ensayo sobre la mentira, y lo relaciona con el sexto, donde me dedico a explorar las simbolizaciones que representan las modas y los trajes, y con el séptimo, dedicado a la hipocresía que representa en el universo católico del mundo, la exclusión de la sexualidad de los niños, y con ironía, se refiere al último capítulo donde exploro el punto muerto de la escritura, que califica de desolador, por concluir diciendo que vivimos una civilización malsana, malvada, pervertida por las razones de la codicia, que devolvió con rigor sistemático el canto a la ecolalia del principio, y la danza a las convulsiones

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prehistóricas que parecían superadas en el tango, para poner un ejemplo arrastrado. Pero reconoce Jaime que mi pesimismo no es gratuito, puesto que, dice, está sustentado en extensas y documentadas reflexiones. Y al fin me felicita y me agradece que haya escrito un libro tan erudito y amañador. Esto último es el mejor elogio de mi libro. Si conseguí hacer amañador un análisis de problemas tan álgidos, complejos y tristes, no perdí mi tiempo. Antes de la conversación prevista como remate de estas palabras, Carlos Enrique me pidió que leyera un poema. Pero no supe cuál elegir. Que sirva para reemplazarlo, la promesa de uno que pienso escribir pronto. El poema, o el proyecto de poema, me recuerda de alguna manera “La carroña”, de Baudelaire, uno de los poemas emblemáticos del autor de Las flores del mal, y “El durmiente del valle”, de Rimbaud, uno de los poemas más bellos que leí jamás, un poema que habla de un soldado muerto sobre un montón de berros en la rivera de un arroyo que la luz besa, pero en el cual el poeta, mientras se ocupa de la belleza del entorno, nos retrasa la visión de la muerte de un muchacho reclinado en medio del paisaje ideal. Solo en el último verso nos revela que tiene una herida en el costado derecho. ‘Naturaleza, mécelo con calor, tiene frío’ dice Rimbaud. El poema de cuando en cuando me vuelve a la memoria y me parece que es en el cuerpo de la poesía del hijo de la señora Vitalie Cuif, una señora feroz y, en su obra desgarrada, una joya. Las brumas industriales de la noche bogotana de verano sobre nosotros reflejaban el incendio titilante de las luces de la ciudad adormeciéndose a esa hora, y sobre el parpadeo de los semáforos, en un desgarramiento de la nube venenosa del smog, un puñado de estrellas vencía la fealdad urbana con un fulgor suficiente para poner un poquito de felicidad en nosotros. Junto al portal de una casa inglesa, junto a la alta puerta entre columnas, de vidrios esmerilados, había un montón de trapos podridos. Una insolencia. Una chaqueta de montañista, dos zapatos de colores distintos arruinados hace años, unos calzones anchos de rayas, de payaso, inmóviles, indiferentes a la belleza de la noche incipiente, llenos de desgarrones. Al acercarme vi que ese rollo de trapos, ese montón de basuras de marca, contenía unos tobillos hirviendo en larvas como tesoros vivos, como en el poema de Baudelaire, a quien recordé. Debía estar muerto, me dije. La mano derecha puesta sobre el sexo bajo el pantalón tenía la muñeca cortada. Y la otra servía de almohada a la maraña de pelos que semejaba un nido de pájaros, proliferante de piojos. La cosa hedía, y la camisa abierta, sin botones, dejaba ver el pecho hirsuto enmazorcado de virulencias. ¿Debía llamar a la policía? Pensé. Y me aproximé con cautela. Y entonces esa piltrafa de un hombre me sonrió de un modo tan bello que me obligó a preguntarme qué cosas tan dulces estaría soñando ese muchacho, en

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cuáles paraísos y qué significaba en este mundo, en nuestra civilización técnica, en medio de nuestro afamado progreso, esa sonrisa tan bella a pesar de sus amontonados dientes rotos y de la mugre y los parásitos. Quizás, había llegado a ser un hombre muy rico, que disfrutaba de sus pérdidas, de su derrota que vengaba nuestros triunfos. Y me prometí que le escribiría un poema. Se los quedo debiendo. Muchas gracias. Ahora, podemos pasar a la charla que forma parte del programa. Ustedes, como yo, deben estar llenos de inquietudes, pues estamos reunidos aquí para debatir sobre los grandes temas de nuestro tiempo. Tan nuestro y tan ajeno a pesar de todo.    

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Beatriz-Helena Robledo y la vocación por motivar la lectoescritura Esta es la tercera conferencia del ciclo 2013 de la “Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo”, y corresponde a la intervención de una personalidad de nosotros, formada y fogueada en ámbitos nacionales e internacionales, con el reto mayor de crear y compartir para despertar y motivar vocaciones por la lectura y la creación. Desde muy temprano esa ha sido su dedicación, influida en la infancia con las lecturas selectas y bien entonadas de su recordado padre, el ingeniero Alfredo Robledo-Isaza, profesor eminente que fue en esta institución, con destacados desempeños profesionales, tempranamente ido. Leer es asomarse a otros mundos, a espacios de sorpresa, de innovación, incluso de susto y sobrecogimiento, por medio de la palabra escrita, o la palabra compartida de viva voz. Y con mayor provecho de la mano de personas con capacidad motivadora, que seduzcan a los niños, jóvenes y adultos para incursionar en referentes de vida, con el acercamiento a tradiciones y la valoración de autores consagrados en las dimensiones distintas de época y geografía. Beatriz-Helena Robledo tiene un asombroso expediente de ejercicio de vida, desde muy temprano. Vocación docente para entusiasmar a personas por el trabajo con la palabra, condición de investigadora, que le ha llevado a los lugares más extraños y distantes de nuestro país, y promotora solidaria; viajera por otras naciones y culturas, con el sentido de integrar saberes que comparte en sus obras, y en vivo en el aula y en los talleres. Innegable disposición de calificada escritora en narrativa, ensayo, biografía, y en la poesía que todavía no se decide a publicar. Decir que se conocen quince o veinte libros suyos editados, no es nada frente a su apasionada labor con las personas, de todas las edades, en especial de los niños y jóvenes. Se inventó un “Taller de talleres” como método para acercar la palabra en la fraternidad del diálogo. Suma y multiplica, sin contención alguna. Ha sido protagonista de alta efectividad en campañas de lectura con el auspicio de instituciones, públicas y privadas, en especial de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Me haría extenso al presentar así sea un abreviado panorama de su obra, pero si quiero resaltar el rescate que ha hecho de la literatura para niños y jóvenes, con aprovechadas antologías, que incorpora incluso volúmenes sobre la poesía, en afirmación del sentido de la palabra ligado a cualidades de fortalecer en el desempeño de las personas, en especial del recurso de la lectoescritura para el mejoramiento académico. Estima la poesía como acertado medio para conquistar en

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el deleite, en la búsqueda metafórica, con exploración libre en sentidos, en especial a los niños. Su libro en colaboración “Por una escuela que lea y escriba” es prueba fehaciente de lo que puede lograrse con maestros comprometidos en el aula, trabajo cumplido en doce escuelas de Bogotá, habiendo tenido como resultado un modelo flexible de programa de promoción de la lectura, de acoger por el Ministerio de Educación y de replicar en ciudades, pueblos y campos. Su biografía de Rafael Pombo, dedicada a su padre, es magna obra, porque muestra su capacidad de investigar al detalle, sin perder visión integradora, con incursión en amplia bibliografía y en archivos, hasta tejer un relato palpitante sobre ese personaje que sigue gravitando en los aprendizajes de los colombianos, estimado alguna vez como el “poeta nacional”, pero todavía no suficientemente difundido en las facetas que examina la autora, desde poeta romántico juguetón, costumbrista, hasta el autor trascendente y angustiado, de profundidades conceptuales, imaginativo y solitario. Y nos lo ubica con acceso a autores grandes y a lenguas, con sentido de universalidad, que le permitieron ser, además, traductor calificado de autores como Horacio, Byron, Víctor Hugo, Lamartine, Bryant, Musset, Longfellow, Shakespeare, Goethe… Beatriz-Helena reconoce en Pombo a un innovador de la lengua, con atrevimientos de acierto. “Fígaro” es una especie de bella noveleta de Beatriz-Helena, ilustrada con gracia por Olga Cuéllar y dedicado a sus hijas, con la historia de un gato que pasa las de sanquintín, con sufrimientos y gozos, desde la soledad hasta la alianza con congéneres de la calle, pertenecientes a la cofradía de “el parche de la casa abandonada”, y participa de la aventura de encontrar, víctima de un secuestro, a una princesa felina. A Fígaro lo salva su vocación lectora y dialogante. Otro libro muy singular de Beatriz-Helena es el titulado “Así somos – Tradiciones de Colombia”, dedicado a la mamá, bellamente ilustrado por Alekos, en edición conmemorativa del bicentenario de la independencia, en el cual reúne con impecable y agraciada escritura, además de gran poder de síntesis, tradiciones de la pluralidad en nuestra cultura, con orígenes multiétnicos y sentido de provechoso mestizaje. En ella se recogen carnavales y fiestas, juegos y juguetes, personajes populares, creencias, hasta los agüeros relacionados con salud, futuro y amor. Es decir, la literatura es una estrategia pedagógica de aprovechar en todos los escenarios, para la conciliación, la creatividad o innovación, y para la recreación infaltable. Ahora con la aventura de mostrar maneras reales de construir o reconstruir país con la literatura y el arte, incluso en zonas de conflicto.

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Tenga la bondad, admirada y querida profesora/escritora Beatriz-Helena Robledo de asumir la palabra con su conferencia: “La literatura, un mundo habitable”, en este escenario simbólico del estudiante de la mesa redonda, Gracias. Carlos-Enrique Ruiz Manizales, Universidad Nacional de Colombia, a 10 de octubre de 2013

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La  literatura,  un  espacio  habitable    

Beatriz-­‐Helena  Robledo    

   El   sin   par   borracho   Antón   cayendo   de   un   tropezón   gritó   con   todo   su  aliento:   ¿quién   se   cayó?  Y   en   la  pared  de  un   convento   el   eco   le   contestó:  ¡yo!  -­‐Mientes  pícaro  yo  fui  y  si  el  casco  me  rompí  lo  taparé  con  pelucas.  ¡Lucas!  -­‐¿Me  conoces  tú  tunante?  Pues  aguárdate  un  instante  conocerás  mi  navaja.  ¡Baja!  -­‐Bajaré   con   sumo  gusto   ¿te   figuras  que  me  asusto?  Al   contrario,  más  me  exalto.  ¡Alto!  -­‐Alto  a  mi  piensa  el  bandido  que  al  callarme  estoy  marchito.  ¡Chito!  -­‐¿Qué  calle  yo  miserable?  ¡Hable!  

 Y   en   ese   punto   intenso   de   la   escena   se   trunca   el   recuerdo   de   lo   que   fue   la  primera  pieza  de   tradición  oral   que  quedó   guardada   en  mi  memoria.   La   voz  dulce  y  profunda  de  mi  padre,  y  la  fascinación  que  ejercía  en  mí  el  poder  jugar  al   eco   con   un   personaje   que   sólo   a   través   de   su   palabra   yo   lograba  imaginarme:  un  verdadero  truhán,  borracho,  pendenciero  y  mal  hablado  y  que  tenía  además,  la  valentía  de  encararse  frente  a  frente  con  el  Eco.  Sólo  la  fuerza  creadora  del  lenguaje  y  mi  asombrada  imaginación  de  niña  pueden  explicar  la  riqueza  visual  de  la  escena  de  esta  retahíla  con  regusto  a  picaresca  española:  puedo  jurar  ahora  en  este  ejercicio  de  la  memoria  que  yo  escuchaba  el  rugido  del  viento,  el  retumbar  sonoro  y  profundo  del  eco,  y  veía  a  Antón  tropezándose  con  la  pared  de  ese  convento  enclavado  en  un  risco  montañoso.    Este   texto   de   la   tradición   oral   española  me   lo   entregó  mi   padre   cuando   era  muy   pequeña   y   no   lo   hizo   en   una   sola   entrega.   Fue   necesario   que   papá  recreara  al  borracho  Antón  de  múltiples  maneras,  en  diversos  lugares,  con  risa  algunas  veces,   con  entusiasmo  otras,  para  que  el  borracho  Antón  se  quedara  

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conmigo   y   pudiera   viajar   por   el   tiempo   y   el   espacio   y   tener   el   honor   de  acompañarnos  hoy,  más  de  cuarenta  años  después.        ¿Qué  hace  que  el  borracho  Antón  se  haya  quedado  conmigo  y  me  acompañe  a  donde   vaya?   ¿Qué   hace   que   ese   texto   anónimo   y   desconocido   haya   viajado  desde  un  remoto  pueblo  del  medioevo  español  a  una  fría  montaña  colombiana  a  más  de  2000  metros  de  altura  y  se  haya  metido  en  el  corazón  de  una  niña  de  ocho  años,  y  se  haya  quedado  a  vivir  con  ella,  la  haya  adoptado  como  lectora  y  la  haya  acompañado  toda  la  vida?    No  lo  sabemos,  o  quizás  si…No  sabemos  qué  profundos  significados  le  entregó  Antón  a  esa  niña  educada  en  un  ambiente  monacal  y  solitario,  no  sabemos  qué  mensajes   le  trajo  el  eco,  qué  cadencias,  qué  revelaciones  le  hizo…Sí  sabemos,  como   promotores   o  mediadores   de   lectura,   que     el   afecto   y   la   alegría   de   su  padre   tuvieron   mucho   que   ver   en   este   encuentro;   sabemos   además   que   el  juego  repetido  con  Antón  hasta  lograr  que  la  niña  se  aprendiera  la  retahíla  y  la  recordara  con  gusto  y  con  placer,  también  tienen  mucho  que  ver.    Así  de  misteriosos  son  los  textos  y  así  de  prometedores.    Cada  uno  de  ustedes,  si  busca  en  su  interior,  encontrará  ese  texto  fundacional  que   viajó   quién   sabe   desde   qué   remoto   lugar,   atravesando   ríos,   mares   y  montañas  hasta  llegar  a  habitarlos  durante  toda  la  vida.        Y  es  aquí  desde  donde  me  quiero  detener  hoy  e  invitarlos  a  que  pensemos  en  la   figura   del   mediador   de   lectura,   no   únicamente   como   un   buscador   de  lectores,   sino  como  un  explorador  de   textos.  Los   textos  buscan   lectores,  y  yo  mediador,  promotor,  intérprete  de  la  cultura  escrita,  busco  textos  para  ofrecer  a  los  lectores,  pero  textos  cargados  de  sentidos.    En   este   doble   juego   ocurren   las   epifanías.   Y   es   que   el   lector   se   transforma  cuando   un   texto   le   dice   algo.   Y   no   estamos   hablando   de   los   significados  funcionales  de  la  cultura  escrita.  Esos  hay  que  enseñarlos  y  son  necesarios  o  se  aprenden  por  necesidad  de  manera  empírica:  para  qué  sirve  una  flecha  o  una  señal   de  prohibición,   cómo   leer   el   cartel   del   autobús  para  no  perderse   en   la  gran   ciudad,   cómo   descifrar   las   instrucciones   de   un   manual   para   activar   el  electrodoméstico,   cómo   escribir   un   correo   electrónico,   cómo   chatear,   cómo  participar  en  un  blog;  cómo  buscar  la  información  en  internet  para  una  tarea  escolar  o  para  una   investigación  y   cómo  reconocer   la   fuente   confiable,   cómo  

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leer   un   contrato,   cómo   buscar   una   noticia   en   internet   que   fue   publicada   la  semana  pasada.  Tampoco   se   trata  de  detenernos  en  el   soporte  de   los   textos.  Los  textos  viajan  en  tren  o  en  coche,  a  través  de  la  oralidad  o  de  la  escritura,  en  papel  o  en  autopistas  virtuales.    No  es  eso  lo  que  hace  la  diferencia.      En  este  sentido  es  muy  lúcida    Margaret  Meek  cuando  dice:  “poder  leer  y  ser  un   lector   no   son   exactamente   lo   mismo.   La   habilidad   de   leer   para   fines  prácticos,  por  muy  importante  que  sea,  difiere  de  la  lectura  que  complace  a  los  que  son  lectores,  la  que  los  vuelve  adictos  a  leer…”  (Meek:  2004,    p.  60)        Más   adelante   dice:   “Los   grandes   secretos   de   la   lectura   residen   en   la   ficción”    (Meek:  2004,    p.  63)    Y   son   esos   textos   literarios   los   que   tienen   el   poder   de   viajar   a   través   del  tiempo,   de   los   lugares   y   de   las   diversas   culturas   y   encontrar   a   los   lectores.  Textos   que     hablan   con     voz   propia   al   interior   de   los   lectores,   textos   que  provocan   encuentros,   encuentros   furtivos   y   azarosos   como   los   de   la   vida.  Encuentros   inesperados   que   me   revelan,   me   descubren,   me   confrontan,   me  permiten  mirarme  a  mí  mismo.    Quizás  lo  que  los  lectores  tengamos  que  hacer  es  escuchar,  con  el  oído  interno,  las   voces   de   los   textos.   De   nuevo   Margert   Meek   nos   dice:   “Los   lectores  experimentados  saben  que  la  vida  se  prolonga  en  la  literatura”      (Meek:  2004,  pag.  63)    Y   aquí   quiero   contar   algunas  historias  de   lectores,-­‐   tomadas  de   experiencias  vividas   en   diferentes   proyectos,   -­‐   a   quienes   el   encuentro   con   los   textos  transformó,  o  quizás  historias  de   textos  que  encontraron  a  sus   lectores  en  el  preciso  momento  en  que  iban  a  cruzar  la  calle.      Una   es   la   historia   de   Angélica   María,   una   joven   de   15   años   que   vive   en   un  hogar  de  protección  y  para  quien  La  hija  del  Espantapájaros  de  Maria  Gripe  le  habló  a  su  ser  más  profundo,  escuchémosla:    “En  los  días  que  leían  los  cuentos  yo  no  estaba,  pero  sí  leí  uno  que  se  llama  La  hija  del  espantapájaros,  y  me  gustó  muchísimo  porque  de  una  u  otra  razón  se  ha   identificado   con   algunos   de   nosotros,   porque   como   la   hija   del  espantapájaros   permanecemos   solas   sin   ninguna   compañía.   Pero   así   y   todo  podemos  salir  adelante  y  demostrarle  a  la  gente  que  sí  podemos.  Que  a  pesar  

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de   lo  que  la  mucha  gente  piensa  de  nosotros  somos  personas  que  valemos  la  pena  y  sabemos  luchar  por  lo  que  queremos.”  Angélica  María  Peña.      Angélica  María  se  leyó  tres  veces  La  hija  del  Espantapájaros  de  Maria  Gripe.  La  primera  vez   lo  escuchó  de  “viva  voz”  en   las  sesiones  nocturnas  de   lectura  en  los   dormitorios   del   hogar.   Cuántas   noches,   Angélica   María   se   sintió  acompañada   por   una   niña   igual   a   ella,   a   quien   sus   padres   también   habían  abandonado,  como  a  ella.  Cuántas  veces  Angélica  María  se  miró  a  sí  misma  a  través  de  los  sentimientos  y  aventuras  de  la  hija  del  espantapájaros.  Angélica  María   necesitó   volver   al   libro   varias   veces   buscando   quién   sabe   qué  misteriosas  relaciones,    qué  secreta  esperanza  de  sentirse  amada  y  respetada.      Otra   historia   surge   de   una   sesión   de   lectura   con   jóvenes   desvinculados   del  conflicto   armado   en   Colombia,   centrada   en   la   recuperación   de   su   memoria  individual   y   colectiva,   y   en   el   reconocimiento   de   sí   mismos   a   través   de   la  palabra  del  otro  y  la  he  denominado:  Lo  que  logró  un  niño  de  cuatro  nombres,  que  ni  siquiera  era  muy  grande      

Entonces  Guillermo  Jorge  se  sentó  con  la  señorita  Ana  y  le  fue  entregando  cada  cosa,   una   por   una.   -­‐   Qué   niño   tan   querido   y   extraño   que  me   trae   todas   estas  cosas  maravillosas,  pensó  la  señorita  Ana.  Y  comenzó  a  recordar...  (Tomado  de:  Guillermo  Jorge  Manuel  José.    Mem  Fox.  Ediciones  Ekaré.  Caracas,  1988)    

De  la  misma  manera  que  la  señorita  Ana  pudo  recuperar  su  memoria  a  partir  de  algunos  objetos  cargados  de  sentido,  así  lo  hicieron  Leslie,  María,  Juan,  Julio,  quienes   convivían     resguardados   en   casas   de   protección,   mientras   se  reubicaban  e  intentaban  darle  otro  sentido  a  su  vida  diferente  al  de  la  guerra.    Después   de   escuchar   a   Guillermo   Jorge   sentados   en   círculo,   Leslie   sale   al  centro,  se  cubre  los  ojos  con  un  pañuelo  cual  si  fuera    la  Gallina  Ciega,  y  de  una  cesta   como   la   del   cuento,   busca   con   el   tacto   un   objeto   que   le   diga   algo,   un  objeto  con  significado.    Para  sorpresa  de   todos,  Leslie  saca  una  carta  de   juego,  el  as  de  oros,  aunque  ella  no  sabe  que  es  el  as,  y  eso  ahora  no  importa.  Con  la  carta  en  las  manos  y  los  ojos  vendados,  Leslie  comienza:  “magia,  magia  blanca,  magia  negra,  magia  verde,   magia   azul”.   Leslie   aprendió   de   su   padre,   quien   hizo   un   curso   de  brujería  allá  en  el  Putumayo  en  un  caserío  cerca  de  Mocoa.  Su  padre  sabía  leer  las   cartas   y     predecir   el   futuro.   Pero   él   no   le   hacía  mal   a   nadie,   ni   usaba   la  magia  para  otros,   lo  hacía  para  sí  mismo,  para  saber   lo  que   iba  a  pasar.  El   le  

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enseñó   todos   los   secretos,   pero   también   le   advirtió   que  debía   tener   cuidado  con  eso.  Él  sabía  magia  negra  pero  no  para  hacerle  daño  a  nadie,  sino  porque  necesitaba   conocer   el   mal   para   poder   contrarrestarlo,   es   decir,   aplicar   una  “contra”.  Leslie  había  aprendido  mucho  de  su  papá.  Por  ejemplo,   sabía  cómo  enamorar  a  un  hombre,  pero  eso  era  magia  negra,  no  es  bueno  enamorar  a  un  hombre  por  la  fuerza.    Ella  conocía  la  manera  de    llenarle  el  cuerpo  de  llagas  a  alguien,  pero  nunca  lo  había   aplicado   porque   eso   se   le   devuelve   a   uno.   Leslie   sabía   cómo   hacerse  invisible  y  eso,  pensó,  le  podría  ser  útil    en  las  filas,  pero  nunca  quiso  aplicarlo  por  miedo  a  no  volver  a  aparecer.    Para  Ángela,  en  cambio,  el  cuento  de  Guillermo  Jorge  tomó  forma  de  muñeca,  muñeca  morena  y  hermosa  como  ella,  que   le  había   regalado  su   tía  el  día  del    cumpleaños.  Lala,  se  llamaba  la  muñeca  y  con  ella  jugaba  a  la  mamá,  le  quitaba  y  ponía  la  ropa,  la  alimentaba  de  verdad  con  un  gotero.  Le  abrió  un  rotico  en  la  boca  y  por  allí  le  echaba  agua  y  jugo  de  frutas  y  para  que  Lala  pudiera  orinar  le  quitaba   una   pierna.   Ángela   se   sumergió   gustosa   en   su   recuerdo   hasta   el  momento  en  que  la  voz  que  la  guiaba  hacia  ese  remoto  pero  temprano  pasado  preguntó:  -­‐¿Cuándo  fue  la  última  vez  que  tuviste  a  Lala  en  las  manos?    Ángela,  cambiando  la  alegría  de  niña    por  una  tristeza  adulta  y  profunda  dijo:  -­‐  El  4  de  mayo  de  1997,  el  día  en  que  mataron  a  mi  papá  -­‐...”    Otra   fue   la   historia   de   Julio.   Estábamos   contando  mitos   y   leyendas   ante   un  mapa   de   Colombia   que   tenía   ubicados   los   diferentes   grupos   indígenas   que  pueblan   nuestro   país.   Nunca   imaginamos   que   un   mapa   pudiera   significar  tanto...Verlo,   tenerlo   allí   presente   mientras   escuchaban   los   cuentos   y   las  leyendas,   les   fue   configurando   sus  propias  historias,   pero   también   su  propia  geografía.  A  medida  que  leíamos  y  señalábamos  la  procedencia  del  mito  o  de  la  leyenda,   ellos   iban   recordando:   lugares,   ríos,   pueblos,   por   los   que   habían  pasado.    De  pronto,  como  un  “abra  cadabra”,  al  hablar  de  La  Llorona,  La  Madremonte,  El   Mohán,   la   palabra   de   estos   jóvenes,   represada   hacía   tantos   años   por   la  guerra,   reemplazada   por   el   ruido   sordo   de   los   fusiles,   empezó   a   fluir   y  comenzaron  a  contar.    Se  sabían  leyendas  de  La  Muelona,  de  La  Llorona,  de  los  duendes  y  de  acuerdo  con  la  región  de  donde  provenían  iban  surgiendo  historias.  Dos  muchachos  del  

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Tolima   recordaron   al   Mohán.   Cómo   El   Mohán   se   llevaba   a   las   lavanderas  jóvenes  y  las  seducía;  un  joven  paisa  habló  de  los  duendes  que  se  aparecían  en  el   camino...De   un   momento   a   otro   Julio,   moreno,   alto,   delgado,   con   un   ojo  extraviado,  a  quien  no  le  habíamos  escuchado  aún  la  voz,  se  puso  de  pie  y  con  decisión   dijo     “-­‐   yo   puedo   contarles   mucho.   Yo   sé   todo   sobre   el   Casanare.”  Buscó  en  el  mapa  el   río  Meta  y   con  el  dedo   fue   señalando   la   zona  que  había  recorrido.  “yo  me  crié  en  un  pueblo  del  Casanare,  llamado  Villahermosa,  y  yo  por  allí  conozco  todo.  Allí  hay  muchas  leyendas  de  la  Patasola,  y  de  la  Bola  de  Fuego.   Yo   trabajaba   desde   pequeño   recogiendo   pepa   de   la   palma   de   aceite,  todo   lo   que   tenga  que   ver   con   la   tierra  me   gusta.  Después  me   fui   a   las   filas.  Nosotros   caminábamos   todo   eso   por   allí,   andábamos   de   día   y   de   noche  dormíamos  en  casas  de  la  gente.  A  mí  esa  vida  en  las  filas  me  gusta,  porque  allá  a   uno   le   pagan,   y   yo   esa   plata   se   la   mandaba   a   mi   mamá.     A   veces   los  enfrentamientos  eran  muy  cerca,  como  de  aquí  a  allá,  le  veía  uno  hasta  la  cara  al   enemigo.   Y   eso   es  mejor   pelear   así,   porque   no   se   le   pierde   a   uno   la   bala;  porque  es  que  uno  ahí  en  las  filas  si  no  mata,  lo  matan.  ¿Miedo?  No,  a  mi  no  me  daba   miedo,   uno   se   acostumbra.   A   mí   me   hirieron.   Una   bala   entró   por   el  hombro  y  salió  por  la  espalda,  mire...  (y  se  levantó  la  camisa  para  mostrarnos  la  cicatriz).  Y  ahí  fue  cuando  me  capturaron  y  aquí  estoy...  Aquí  yo  no  hablo  con  nadie  pues  yo  soy  de  un  grupo  diferente  y  a  uno  le  enseñaron  allí  que  no  hay  que  hablar  con  nadie  y  menos  con  un  civil”...      ¿Qué  significan   los  cuentos,   las   leyendas,   las  historias,   la  palabra,    para  estos  niños  que  han  cambiado  el  trompo,  la  cometa  y  la  muñeca  por  el  fusil;  que  han  cambiado,  sin  mucha  conciencia  de  ello,  el  juego  por  la  guerra?      La  experiencia  vivida  no  hace  más  que  confirmar  los  supuestos  teóricos  y  las  reflexiones  de  quienes  desde  diferentes  disciplinas  afirman  cómo  la  lectura,  y  en  especial   la   literatura,   es  un  espacio  habitable.  Un  mundo   lleno  de   sentido  que   nos   permite   construirnos   y   reconstruirnos.   Mirarnos   a   medida   que  miramos  al  otro  que  vive,  siente,  calla,  grita,  allí  en  la  historia  que  el  libro  nos  cuenta.  Es  además,   la  posibilidad  de  tomar   la  palabra,  como  lo  hizo  Julio.  Las  leyendas  leídas  le  recordaron  sus  propias  leyendas,  y  el  mapa,  texto,  territorio  y  piso,  le  permitió  ubicarse  y  leerse  a  sí  mismo.  Frente  al  texto-­‐leyenda,  frente  al  texto-­‐mapa,  Julio  obtuvo  la  fuerza  necesaria,  el  impulso  vital  suficiente  para  ponerse  de  pie  y  apropiarse  del  lenguaje,  de  su  palabra  que  le  fue  dando  forma  y   sentido   a   su   propia   experiencia   vital.   Julio   -­‐a   pesar   de   lo   doloroso   de   su  testimonio  -­‐      habló  ese  día  lo  que  no  había  hablado  en  años.    

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Estas   vivencias   confirman   además     los   hallazgos   y   las   reflexiones   de  Michel  Petit  en  su  libro  Nuevos  acercamientos  a  los  jóvenes  y  la  lectura,  sobre  todo  en  lo  que  puede  empezar  a  significar  el  uso  del   lenguaje,  precisamente  en  estos  jóvenes  que  vienen  de  condiciones  en   las  cuales   la  palabra  está  ausente  y  en  los  que  se  ha  coartado  su  capacidad  de  simbolización.          Dice  Petit:    

 Cuando  carece  uno  de  palabra  para  pensarse  a  sí  mismo,    para  expresar  su  angustia,  su  coraje,  sus  esperanzas,  no  queda  más  que  el  cuerpo  para  hablar:  ya  sea  el  cuerpo  que  grita  con  todos  sus  síntomas,  ya  sea  el  enfrentamiento  violento  de  un  cuerpo  con  otro,  la  traducción  en  actos  violentos    (Petit,  1999,    p.  74)    

 Estos   jóvenes  se  encuentran  en  un  grado  de  marginalidad  mucho  más  grave,  quizás,   que   lo   que   genera   un   desplazamiento   forzoso   o   la   pérdida   de   seres  cercanos   por   un   desastre   natural,   en   la   medida   en   que   su   infancia   ha   sido  cercenada,   el   espacio   del   juego   ha   sido   reemplazado   por   la   guerra,   sus  procesos   de   formación   cognitiva   y   social   se   han   visto   interrumpidos,  generando   un   desajuste   en   su   desarrollo   que   los   hace   especialmente  susceptibles   a   cualquier   grado   de   manipulación.     De   allí   que   la   experiencia  literaria   tenga   para   ellos   un   impacto   mayor,   así   necesite   de   más   tiempo   y  dedicación  para  que  dé  los  frutos  deseados.        En  el  aspecto  emocional  el  camino  que  fuimos  encontrando  estaba  relacionado  con     lo   que   significaba   para   estos   niños   y   jóvenes   hablar   sobre   sí  mismos   y  sobre   sus   vivencias   y   experiencias.   Al   principio   fue   difícil   porque   nos   dimos  cuenta  que  venían  de  un  medio  en  el  cual  la  palabra  está  ausente.  La  disciplina  militar  en   tiempos  de  guerra  y  en  condiciones  adversas  es   implacable,   sobre  todo  cuando  perteneces  al  rango  más  bajo.  Estos  niños  estaban  acostumbrados  a   cumplir   órdenes   sin   ninguna   posibilidad   de   refutar   o   disentir,  acostumbrados  a  callar,  en  un  medio  en  el  que  demostrar  o  recibir  afecto  está  prohibido;   alejados   totalmente   del   universo   del   conocimiento,   en   donde   la  información   que   necesitas   es   inmediata,   relacionada   directamente   con   la  necesidad  de  sobrevivir.  Sus  niveles  de  lectura  y  escritura  son  precarios,  pues  muchos  se  referían  a  su  paso  por  la  escuela  como  a  algo  lejano  y  desagradable.    Recuerdo  a  John,    un  grandote  de  16  años,  cuando  cogió  una  crayola  y  dijo  -­‐  yo  no   sé   dibujar,   no   sé   escribir.   -­‐Pero   puedes   echar   color-­‐   y   comenzó   con   la  felicidad   de   un   niño   pequeño   y   el   miedo   a   no   ser   capaz,   a   llenar   un   pliego  completo   de   papel   con   amarillo   chillón.   O   a   Stella,   cuando   estábamos  elaborando  máscaras  que  luego  ellos  personificarían  para  hacer  una  película,  

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quien   se   quedó   una   tarde   entera   fascinada   rasgando   las   tiras   de   periódico,  mientras  sus  compañeros   las  pegaban  untadas  de  engrudo  sobre  una  bomba  inflada.   O   Juan,   en   una   propuesta   de   creación   de   personajes   a   partir   de   su  propia   silueta   dibujada   en   papel   craft,   quien   empieza   caracterizando   a   un  deportista  nadador:   le  pinta  su  pantaloneta  de  baño,  prepara  el  color  para   la  piel,  pero  no  le  sale  el  rosado  que  esperaba  sino  un  morado  que  asocia  con  la  muerte.  Decide  ahogar  al  nadador.  O  Viviana,  quien  se  pinta  a  ella  misma  como  personaje  y  está  feliz  porque  la  silueta  dibujada,  copia  de  su  pequeño  cuerpo,  salió  más  grande.  La  Viviana  creada  por  ella  es  más  grande  que  ella.      Todo   esto  que   cuento,   no   es  más  que   la   experiencia   literaria   de   estos  niños,  son   sus   reacciones   a   la   lectura   de   cuentos   e   historias   que   los   tocaron,   los  volcaron   hacia   sí   mismos,   después   de   haber   mirado   por   un   instante   el  horizonte.     Los   personajes,   las   escenas,   las   relaciones   de   los   cuentos   que  leímos  con  ellos  los  movieron:  movieron  su  territorio  emocional,  reprimido    y  confuso,  pero  también  movieron  la  posibilidad  de  imaginar  y  de  crear.    Ellos,  tan  atropellados,  vivieron  esta  experiencia  de  manera  precaria.  Para  muchos  era  la  primera  vez  que  escuchaban  un  cuento  leído  en  voz  alta,    para  otros  era  una  ventana  para  escapar  de  un  lugar  en  el  que  se  sentían  prisioneros.        A   través   de   la   lectura   de   obras   de   ficción   de   calidad   los   niños   y   jóvenes  desarrollan  procesos  de  identificación  con  los  personajes  de  los  libros  que  les  ayudan   a   conocerse   mejor,   a   aceptarse   y   a   confrontarse   con   diversas  situaciones  similares  a  las  que  ellos  pueden  estar  viviendo.  De  igual  manera,  se  da  entrada  al  universo  de  lo  posible,  ensanchando  las  fronteras  de  la  realidad  y  permitiendo  así  proyectarse  y  ampliar  sus  referentes.      No   es   cualquier   lectura   ni   es   cualquier   texto.   Retomo   aquí   el   concepto  desarrollado  por  George  Steiner,  que  él  llama  la  capacidad  literaria  humana.  Es  consciente  que  la  literatura  de  por  sí  no  hace  mejores  seres  humanos:  algunos  de   los   hombres   que   concibieron   y   administraron   Auschwitz   habían   sido  educados  para  leer  a  Shakespeare  y  a  Goethe,  y  no  dejaron  de  leerlos.      Pero  lo  que  sí  nos  ofrece  la  literatura  es  conocimiento  de  la  condición    humana.  Dice  Steiner:    

 Ningún   descubrimiento   de   la   genética   sobrepasa   lo   que   Proust   sabía     acerca   del  hechizo  y  las  obsesiones  parentales;  cada  vez  que  Otelo  nos  recuerda  el  orín  del  rocío  

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en  la  espada  brillante,  experimentamos    más  de  la  realidad  sensitiva,  transitoria,  en  la  que  nuestras  vidas  deben  transcurrir,de  lo  que  pueden  transmitirnos  el  contenido  o  la  ambición   de   la   física.   Ninguna   sociometría   de   los   motivos   o   las   tácticas   políticas  pueden  competir  con  Stendhal.  (Steiner:  2003,    p.  22).      

 Las   palabras   de   Steiner   nos   explican   las   escenas   con   los  muchachos,   con   la  diferencia   que   él   cita   textos   para   un   lector   experimentado   y   nosotros  estábamos   apenas   iniciando.   Pero   el   sentido   vale   para   ambas   situaciones:    para  Steiner  la  lectura  es  un  modo  de  acción.  “Conjuramos  la  presencia,  la  voz  del   libro.   Le   permitimos   la   entrada,   aunque   no   sin   cautela,   a   nuestra   más  honda   intimidad.   Un   gran   poema,   una   novela   clásica   nos   asedian;   asaltan   y  ocupan  las  fortalezas    de  nuestra  conciencia.  Ejercen  un  extraño  y  contundente  señorío   sobre   nuestra   imaginación   y   nuestros   deseos,   sobre   nuestras  ambiciones  y  nuestros  sueños  más  secretos.  Los  hombres  que  queman  libros  saben  lo  que  hacen.”    

…Leer  bien  significa  arriesgarse  mucho.  Es  dejar  vulnerable  nuestra  identidad,  nuestra  posesión   de   nosotros  mismos…   quien   haya   leído   la  metamorfosis     de   Kafka   y   pueda  mirarse  impávido  al  espejo  será  capaz,  técnicamente,  de  leer  la  letra  impresa,  pero  es  un  analfabeta  en  el  único  sentido  que  cuenta.    (Steiner:  2003,    p.  22)  

 Ante  la  crisis  de  valores  actual,  Steiner  le  propone  algo  a  los  críticos,  que  bien  vale   para   los   mediadores   de   lectura:   reconstruir   el   arte   de   la   lectura,   la  verdadera   capacidad   literaria,   esa   manera   de   leer   como   seres   humanos  íntegros.      Quizás   lo  que  Steiner  propone  no  sea   fácil,  pero  creo  que  es  precisamente  el  territorio  propicio  para  ejercer  la  mediación  entre  los  lectores  que  se  inician  y  los  textos.  Es  en  ese  espacio  de  diálogos  posibles  entre  el  lector  y  el  texto,  de  vínculos  entre  el  texto  y  la  vida  del  lector,    donde  el  mediador  de  lectura  tiene  todo   por   hacer.   De   allí   mi   propuesta   inicial:   sumerjámonos   en   los   textos,  explorémoslos   sin   prisa,   con   paciencia   de   relojero   y   agudeza   de   explorador,  para  encontrar   las  pistas  que  nos  permitan  re-­‐crear   la  experiencia  propuesta  por  el  texto,  para  habitarlo  y  dejarse  habitar,  para  ir  a  ese  lugar  al  que  el  texto  nos  lleva  y  volver  diferentes.      Finalizo  con    unas  palabras  de  Margaret  Meek  que  sintetizan  nuestra  reflexión:      

Ser  usuario  de  la  cultura  escrita    es  el  resultado  de  conocer  los  beneficios  de  la  lectura,  de   entregarnos   a   ella   de   tal  modo   que   podamos   ensanchar   nuestra   comprensión   no  

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sólo  de  los  libros  y  de  los  textos,  de  qué  tratan  y  cómo  están  escritos,  sino  también  de  nosotros  mismos.  (Meek:  2004,    p.  64)    

     Bibliografía    1.  Steiner,  George.  Lenguaje  y  silencio.  Editorial  Gedisa,  Barcelona:  2003  2.  Meek,  Margaret.  En  torno  a  la  cultura  escrita.  Fondo  de  Cultura  Económica.  México:  2004  3.  Petit,  Michel.  Nuevos  acercamientos  a  los  jóvenes  y  a  la  lectura.  México:  1999        

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Jerónimo Pizarro, con el viajero inmóvil Con esta cuarta conferencia termina el ciclo 2013 de la “Cátedra abierta – Grandes temas de nuestro tiempo”, espacio de extensión académica que sostenemos, con naturales altibajos, desde 1990. En esta oportunidad la intervención está a cargo de joven académico, especialista en la obra de Fernando Pessoa (1888-1935), aquel casi mítico personaje lusitano, creador de heterónimos en la literatura, quien publicó poco en vida y pasadas décadas de su muerte su obra ha surgido como de las cenizas, a nivel internacional. Sus dos baúles repletos de escrituras innovadoras, sabias y enigmáticas, al cuidado de la Biblioteca Nacional en Lisboa, han dado ocasión a expertos para publicar obras suyas, múltiples, de sorprendente acogida en el mundo de las letras. Y Jerónimo Pizarro es uno de ellos, quien ha tenido a su cargo la publicación de más de veinte obras de y sobre Pessoa. Como hemos difundido en boletines de convocatoria para esta ocasión, Jerónimo es doctor en Lingüística portuguesa de la Universidad de Lisboa y doctor en Literaturas hispanoamericanas de la Universidad de Harvard, profesor/investigador de la Universidad de los Andes y titular de la cátedra de estudios portugueses en el Instituto Camôes en Bogotá. Su obra es significativa y ha merecido reconocimientos internacionales como el reciente “Premio Eduardo Lourenço”, conferido por el Centro de Estudios Ibéricos. Premio que Jerónimo recogió generándole expectativas para sus futuros trabajos, como partícipe investigador del “nuevo boom de estudios pessoanos” comenzado en 2006, heredero de estudiosos y traductores de la talla de Ángel Crespo, Antonio Tabucchi, Octavio Paz, Rodolfo Alonso… Su oficio ha sido el de investigar, con asidero en archivos, hacer clases, editar, organizar eventos, traducir, escribir. En la pasada feria internacional del libro, en Bogotá, Portugal fue el país invitado, y Jerónimo fue protagónico en su organización, promoviendo libros y autores, con montaje de bella y aleccionadora exposición sobre Fernando Pessoa, la que hoy hemos tratado de difundir por medios digitales. Ocasión que motivó un más amplio conocimiento de la cultura portuguesa en Colombia. Experiencia que le dejó la idea de llevar a cabo, con cierta frecuencia, festivales literarios luso-colombianos, con la esperanza que Manizales pueda ser receptora de uno de ellos. Gracias a Pessoa y sus intérpretes/editores podemos apreciar esa obra maravillosa y extraña, como la de sus personajes creados, los heterónimos, en especial Alberto

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Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. El mismo Jerónimo registra que el nombre de Pessoa se confunde con Portugal y en especial con Lisboa, de manera análoga como lo fueron Joyce para Dublín, Musil para Viena, Kafka para Praga, Cavafis para Alejandría… Tenga la bondad, apreciado profesor Dr. Jerónimo Pizarro-Jaramillo, de asumir la palabra en este escenario simbólico del estudiante de la mesa redonda, con su conferencia “Fernando Pessoa, el viajero inmóvil”. Gracias. Carlos-Enrique Ruiz Manizales, Universidad Nacional de Colombia, Nov. 14 de 2013

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Fernando Pessoa, el viajero inmóvil...1

Jerónimo Pizarro-Jaramillo

OooooOoooo (sonido de un tren) En un conocido poema, publicado en vida, Fernando Pessoa remata su texto de esta manera: «¿Sentir? ¡Sienta quien lea!» (Presença, n.º 38, abril de 1933, p.7). Si cambiamos ese verbo por otro, el verso tal vez pudiera ser este: «¿Viajar? ¡Viaje quien lea!» Finalmente, como habrá dicho Álvaro de Campos – el poema no tiene atribución de autoría, pero ésta parece indudable – «la mejor manera de viajar es sentir». Cito el sugestivo fragmento lírico en el que Campos lo afirma:

Al final, la mejor manera de viajar es sentir. Sentir todo de todas las maneras. Sentir todo excesivamente, Porque todas las cosas son, en verdad, excesivas Y toda la realidad2 es un exceso, una violencia, Una alucinación extraordinariamente nítida Que vivimos todos en común con la furia de las almas, El centro hacia el cual tienden las extrañas fuerzas centrífugas Que son las psiques humanas en su acuerdo sensorial. Cuanto más sienta, cuanto más sienta como varias personas, Cuanto más personalidades tenga, Cuanto más intensamente, agudamente las tenga, Cuanto más simultáneamente sienta con todas ellas, Cuanto más unificadamente diverso, dispersamente atento Esté, sienta, viva, sea3, Más poseeré la existencia total del universo, Más completo seré por el espacio entero. Más análogo seré a Dios, sea él quien sea, Porque, sea él quien sea, con certeza es Todo, Y fuera de Él sólo existe Él, y Todo para Él es poco. Cada alma es una escalera hacia Dios,

                                                                                                               1 Presenté la primera versión de este texto en Matosinhos, el 24 de mayo del 2013, en la conferencia inaugural del fetival Lev – Literatura em Viagem. Todas las traducciones son mías. 2 En el original, por lapso, «relaidade». 3 Con un fragmento rayado: «Estiver, viver, ser, sentir, viver, fôr» / «Esté, viva, sea, sienta, viva, sea».

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Cada alma es un pasillo-Universo hacia Dios, Cada alma es un río corriendo por márgenes del Exterior Hacia Dios y en Dios con un susurro taciturno.

(Pessoa, 1990, p. 263; signatura 69-44)

Afinal, a melhor maneira de viajar é sentir (signatura 69-44).

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Para poseer «la existencia total del universo», Pessoa propone que se sienta y que se sienta «como varias personas», siendo que cada una de esas personas sería un mundo y «un corredor-Universo para Dios». Viajar, viajar físicamente, fue algo que, de hecho, hizo – fue y volvió de África del sur – y que simultáneamente cultivó como un sueño y un objetivo lejano – cambiar de país e irse a Inglaterra –, pero que, a pesar de todo, nunca buscó de forma activa, como una forma de conocer nuevos mundos y acceder a nuevas experiencias de vida. Incluso en Portugal, Pessoa habría viajado poco y no sabemos si llegó siquiera a visitar Oporto, por ejemplo. Mientras Camilo Pessanha viajaba entre China y Portugal4, mientras Mário de Sá-Carneiro sentía las «ansias» de París o de Barcelona, mientras António Ferro preparaba su Viaje alrededor de las dictaduras – título de un conjunto de entrevistas publicado en 1927 –, Fernando Pessoa «viajaba» a Oriente a través del opiómano Álvaro de Campo (cf. «Opiario»), «viajaba» por Europa de la mano de Sá-Carneiro, y «viajaba» infinitamente en el perímetro de su propio cuarto, de su oficina y de su ciudad, primero bajo la máscara de Vicente Guedes y, más tarde, bajo el nombre de Bernardo Soares. En uno de los textos más fragmentarios del Libro del desasosiego, el autor declara:

El Ganges también pasa por la calle de los Douradores. Todas las épocas están en este cuarto estrecho – la mezcla la sucesión multicolor de las maneras, las diferencias de los pueblos, y la vasta variedad de las naciones

(Pessoa, 2013, p. 248; signatura 1141-18v)

Esta frase siempre me impresionó: «El Ganges también pasa por la calle de los Douradores». Pessoa, a quien me habría gustado ver en otro tipo de fotografías – en trajes exóticos, o en traje de baño o caminando bajo la nieve, nunca recorrió la planicie del Ganges, ni los 2500 km de extensión de ese río de la India, pero en esa frase a modo de haiku, hace que el Ganges coincida con la calle que él universalizó en el Libro del desasosiego. Verdad o no – y la verdad no interesa mucho en literatura –, lo cierto es que ese pasaje nos despierta la imaginación, ya que podemos imaginar, por ejemplo, que la calle es un río, y que en los márgenes de la calle de los Douradores, como en los márgenes del Ganges, también crece y florece una civilización, aunque la de Lisboa sea más urbana. Sentimos y viajamos. Leemos y viajamos, aunque no abandonemos nuestro lugar de lectura. Siente quien lee. Viaja quien lee. Entonces, ¿por qué viajar físicamente si la propia literatura nos

                                                                                                               4 Ver una memorable fotografía de Camilo Pessanha en traje de mandarín – fecha del original: ca. 1894-1896 – en la página web de la Biblioteca Nacional Digital: http://purl.pt/14714.

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hace viajar, parece preguntarnos Pessoa, lanzándonos un desafio? Por qué hacerlo, si tanto viajamos peregrinando o leyendo la Peregrinación de Fernão Mendes Pinto, deambulando o leyendo las deambulaciones de Stephen Dedalus en Ulisses de James Joyce?

***

Fotografía de Camillo Pessanha.

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Antes de volver a Fernando Pessoa y a un tipo de viajero más sedentario, siempre en el muelle sin querer partir, siempre en el apeadero sin querer proseguir, me gustaría evocar a otro escritor portugués que admiro: Dinis Machado. Machado escribió una epopeya del Barrio Alto de Lisboa, tal como Joyce la de ciertos barrios de Dublín. En una entrevista dirigida por Sara Belo Luís para la revista Ler (otoño de 2002), la periodista le preguntó al escritor: «¿Qué viajes hizo?»; y esta fue la respuesta del autor de Lo que dice Molero:

No hice prácticamente ningún viaje. Y los que hice estuvieron casi siempre relacionados con el fútbol. Una vez fui a Londres, mientras trabajaba en el Diario Ilustrado, a cubrir un partido entre las selecciones militares de Portugal e Inglaterra. También fui a Madrid, a causa de un Sporting-León, a Munich y a Barcelona, una ciudad fulgurante de cuya fuerza quedé admirado. Pero yo soy sedentario, no me gusta viajar. Mis viajes son todos como los de Céline, por la imaginación. Por lo demás, no necesito ir a los sitios: tengo fotografías, relatos, novelas, películas, mapas... Me hago una idea de cómo son las cosas, de dónde están y cómo funcionan. Conozco, por ejemplo, las calles de Nueva York porque recuerdo el cine de Raoul Walsh, y de Howard Hawks. Claro que, como los archivos nunca están completos, sólo entiendo lo que es posible entender. Pero, a fin de cuentas, todo en la vida es un poco arbitrario y nadie puede tener la biblioteca total y saberlo todo. Una vez, le preguntaron a Borges sobre su tarea con la literatura. «Mi tarea» dijo él, «no sería particularmente difícil, sólo necesitaría ser inmortal para realizarla»

(en Luís, 2008, pp. 56-57) Dinis Machado evoca de forma sintomática a Borges, que en 1984, dos años antes de morir y ya ciego, publicó un libro intitulado Atlas, cuya carátula muestra, dentro de un globo, al autor argentino acompañado por María Kodama. Pero Borges es menos celebrados por ese Atlas que por los libros que escribió después de su regreso definitivo a Buenos Aires, donde viajó, como Dinis Machado, a través de «fotografías, relatos, novelas, películas, mapas...» y diversas enciclopedias. Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Dinis Machado, Alexandre O’Neill y muchos otros escritores que conocieron el «modo funcionario de vivir» (O’Neill, 2000, p.52) – el modo de vivir de un funcionario de oficina – y que no lograron, o no desearon vivir lejos de la patria, viajaron menos por la inmensidad física del orbe, que a través de la imaginación.

Tal vez por ello el muchacho sobre el cual escribe Molero en su informe, en el libro Lo que dice Molero, después de trazar un retrato del artista adolescente, anda y anda hasta encontrar la última frontera, tal como había predicho Sara, la gitana, un día en el Barrio Alto. Así, en la novela, el muchacho utiliza tres camellos para

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atravesar el desierto del Sahara, duerme en los iglús de los esquimales a lo largo de los seis meses de noche en el Polo Norte, se enamora de una «negrita de ébano» (Machado, [1977] 2007, p.141) en la Patagonia, mata en defensa personal un cocodrilo en África, se hace callos en la manos en Pequín y aprende a decir «mi amor» en chino, persigue búfalos en un caballo blanco – oferta de tres cow-boys en una pradera de Texas –, reencuentra a un compañero del Barrio Alto en una calle de Estambul y termina en un burdel, aprende a bailar tango en Buenos Aires – donde le hablan de «un tal Jorge Luis Borges» (p.145) –, sigue al Pacífico y allí parte cocos, se pierde en Mato Grosso y reaparece en Monte Carlo, pasa a ser, entre muchas otras cosas, portero de bar nocturno [boîte], actor de fotonovelas, fijador de afiches callejeros, aprendiz de faquir, mendigo y donador de sangre, tiene «su cuota de accidentes de tránsito, terremotos, naufragios y volcanes en erupción» (p.150), y regresa finalmente al Barrio Alto «en una cierta noche de luna llena» (p.151). Y sólo al final de esa circunnavegación, el muchacho afirma: «la tierra entera es este barrio y este sueño» (p.152), tal como había dicho Bernardo Soares: «A veces pienso que nunca saldré de la calle de los Douradores. Y esto escrito me parece entonces la eternidad» (Pessoa, 2013, p.361; signatura 2-67).

Dinis Machado no viajó mucho, pero creó este personaje errabundo que se volvió el «nómada de los nómadas» (Machado, 2007, p.156); su vida fue discreta – Lo que dice Molero es un libro que esconde «la discreta y despreciada soledad de los viejos gatos pardos llenos de heridas» (p.140) –, pero la prosa de su obra-prima es todo menos moderada, circunspecta o recatada. En Lo que dice Molero las palabras rompen diques, atraviesan fronteras, saltan como un chorro. En la novela, las deambulaciones por el espacio más «real» (el Barrio Alto) se conjugan con los viajes por los espacios imaginarios (todos los continentes) y, tal como en toda la narrativa portuguesa posterior al Libro del desasosiego, lo físico y lo metafísico, el interior y el exterior, lo individual y lo colectivo se entrelazan, se corresponden.

*** Ahora sí volvamos a Pessoa y a sus desafíos implícitos y llenos de provocación. En el Libro del desasosiego, donde imaginaba un «Viaje nunca hecho» y un «Viaje en la cabeza», encontramos un pasaje que comienza así:

¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como de estación en estación, adentro del tren de mi cuerpo, o de mi destino, fijándome en las calles y las plazas, en los gestos y los rostros, siempre iguales y siempre diferentes, como todos los paisajes son al fin y al cabo. Si imagino, veo. ¿Qué más hago si viajo? Sólo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir.

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«Cualquier carretera, incluso ésta de Entepfuhl, te llevará hasta el fin del mundo». Pero el fin del mundo, desde que el mundo se agotó una vez le dimos la vuelta, es el mismo Entepfuhl de donde partimos. En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro concepto del mundo. Es en nosotros donde los paisajes tienen paisaje. Por eso, si los imagino, los creo; si los creo, existen; si existen, los veo como a los otros. ¿Para qué viajar? En Madrid, en Berlín, en Persia, en la China, en ambos Polos, ¿dónde estaría yo sino en mí mismo, y en el tipo y género de mis sensaciones? La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

(Pessoa, 2013, p.445; signatura 2-51) Se podrían evocar muchos otros textos en los cuales Pessoa cuestiona la pertinencia del acto de viajar. Otro muy célebre, comentado por Eduardo Lourenço, es aquél en el cual el poeta exclama: «¡Viajar! Perder países!» (Pessoa, 2004, p.148; signatura 118-24). Entonces, «para qué viajar», si reiteramos la pregunta táctica de Pessoa? A mi modo de ver, porque el universo no cabe en un libro, aunque cada libro busque ser (o sea de hecho) un microcosmos. Fernando Pessoa, Dinis Machado, António Lobo Antunes nos dan a conocer Lisboa, por ejemplo, pero uno nos muestra la zona de la Baixa, otro el Barrio Alto y otro el barrio de Benfica. ¿Y si yo quisiera conocer Madrid, Berlín, lo que fuese Persia, China o ambos Polos? Además, si yo ya vivo, si yo ya siento, si yo ya leo, ¿por qué no habría de viajar también? Existir, como dice Pessoa, ya es una especie de viaje, pero de cada uno de nosotros depende redimensionar ese viaje. Hay viajes más intensivos, como los de Pessoa; y viajes más extensivos, como las de Fernão Mendes Pinto. E incluso algunos viajeros frecuentes, como Pablo Neruda, ya fueron llamados viajeros «inmóviles» por sus biógrafos (Rodríguez Monegal, 1966), porque es posible viajar quieto, sea la inmovilidad física o espiritual. En este sentido, podríamos afirmar, simplificando, que Pessoa no se mueve, pero viaja; mientras que Neruda viaja, pero no se mueve. Pero todo viaje, sea de orientación estática, o de orientación dinámica cambia al viajero, lo transforma. Y sólo raras personas viven muchas vidas en una sola vida...

Ahora bien, aunque Pessoa hubiera viajado y no hubiera encontrado sino lo que ya era (cf. «Lo que vemos [es] lo que somos»), yo confieso que me hubiera gustado ubicar en su archivo un diario tardío que se titulara, por ejemplo, «Durban Revisited», o haber podido leer las impresiones que un hipotético viaje a Nueva York hubiera dejado en Álvaro Campo, su heterónimo más anglómano. Eduardo Lourenço considera que en el imaginario de Pessoa tal vez «el desinterés por el acto de viajar y por el viaje fuera el resultado de las múltiples formas de desgano

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vital que le definió infancia»5. Es posible. Yo tiendo a creer que Pessoa vivió el viaje de regreso a Portugal, en 1905, como una enorme pérdida – atrás quedaban su casa y su madre –, así como muchos retornados sienten el vacío del «regreso», y que, después de ese año, Pessoa nunca quiso dejar Lisboa, con temor a perder la ciudad (o a perderse a sí mismo) después de haberse habituado a las calles de Lisboa. Pero habría, sin duda, sido fascinante si Pessoa hubiera viajado unos años por el mundo, como el muchacho de Lo que dice Molero, hasta encontrar la última frontera, y que nos llegaran fotografías de Pessoa y de sus heterónimos dentro un globo o sentado en el dorso de un elefante. De hecho, siempre que veo las pocas fotografías existentes de Pessoa, imagino las que me gustarían ver, es decir, las que me «faltan». Alguien todavía tendrá, un día, que escribir un libro llamado Los viajes nunca hechos de Fernando Pessoa, que tal vez haya sido esbozado por Saramago cuando escribió El año de la muerte de Ricardo Reis.

***

En una crónica de Viajes por mi Era (alusión a Viajes por mi tierra), Onésimo Almeida escribe: «No me hacen falta las islas Azores porque no me acuerdo de haber salido de allá. Como ya escribí en alguna parte, no se regresa al lugar del que nunca se partió» (Almeida, 2001, p.160). Allí tenemos al «viajero inmóvil», es decir, el viajero que viaja con su tierra natal siempre dentro de sí. Abro una vez más un libro de Alexandra Lucas Coelho, Viva México – que integra la colección de literatura de viajes, dirigida por Carlos Vaz Marques en Tinta-da-china –, y releo la constatación final de la autora: « […] a lo largo de tres semanas de viaje por México, del desierto de Chihuahua a la selva de Yucatán, vi como soy del Viejo Mundo» (Coelho, 2010, p. 361). México fue «desarmante» para la autora – la desarmó –, pero también sirvió, por contraste, para que ella reencontrara su identidad. Hasta cierto punto, Viva México parece validar las palabras de Fernando Pessoa: «En realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro concepto de mundo». «¿Para qué viajar?», vuelvo y pregunto. Me gusta la respuesta implícita que Carlos Vaz Marques nos da, en la contracubierta de Viva México, citando a Agostinho de Hipona: «El mundo es un libro enorme del cual solamente leen una página aquellos                                                                                                                5 Cf. «“Viajar, perder países” [léase: “Viajar! Perder paizes!”] es uno de los versos en los cuales Pessoa revela una actitud completamente opuesta a la de Cesário Verde, para quien viajar significaba ganar países. Tal vez en el imaginario de Pessoa, el desinterés por el acto de viajar y por el viaje fue el resultado de las múltiples formas de desgano vital que le definió la infancia. Todo y cualquier esfuerzo serio en el sentido de volverse otro o diferente mediante el mero cambio de escenario le parecía una pérdida del ser, aquello que más tarde expresaría recurriendo a una imagen célebre: la del cansancio invencible que le impidiría tomar el tranvía»(Lourenço, [1989] 2004, p. 149).

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que nunca salen de la casa ». A lo que uno de nuestros viajeros inmóviles podría replicar: si el mundo ya es un libro, ¿para qué salir de los libros, o abandonar el sueño de cifrar toda la existencia en un libro? Para mí, Viva México, es tanto una serie de crónicas, como una maleta de lecturas, algunas de las cuales yo mismo ya había leído: Roberto Bolaño, Frida Kahlo, J.M.G Le Clézio, Malcolm Lowry, Carlos Monsiváis, Octavio Paz y Juan Rulfo, entre otros. Y entonces, me pregunto – yo que viví en México – ¿por qué ir nuevamente a ese México que la autora relata? Tal vez para poder sentirlo una vez más, pero entonces algo de razón tenía Pessoa cuando decía: «Solo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que dislocarse para sentir».

Pienso que el motivo para viajar es otro. Viajar, para mí, es menos una cuestión de salir o no de la casa – esa es una cuestión más temporal que espacial, y sobre todo hoy en día, con acceso a internet –, es menos una cuestión de viajar dentro o fuera de mí – esa es una cuestión de carácter –, que una posibilidad de construir mi propio mundo y afinar mi visión del Otro. Y para construir ese mundo y afinar esa visión, necesitaré siempre de innúmeros libros, de ficción o testimonio, y de innúmeros viajes, reales o imaginarios. Por ello siento con intensidad, como Dinis Machado, la frase de Jorge Luis Borges: «Mi tarea no sería particularmente difícil, sólo necesitaría ser inmortal para realizarla ».

¿Para un buen imaginario, medio viaje basta…? ¿«Cuando se siente en exceso, el Tajo es Atlántico sin número, y Cacilhas, otro continente, e incluso otro universo» (Pessoa, 2013, p.445)? Sin duda. Pero para expandir nuestro mundo y nuestras fronteras, para tener más patrias que una sola y pensar en varias lenguas, medio viaje parece no bastar, aunque ese medio viaje intensamente sentido permita intuir realidades más grandes, «e incluso otro universo». Bibliografia ALMEIDA, Onésimo Teotónio (2001). Viagens na Minha Era (dia-crónicas). Lisboa: Temas &

Debates. COELHO, Alexandra Lucas (2010). Viva México. Lisboa: Tinta-da-china. LOURENÇO, Eduardo ([1989] 2004). «Pessoa ou as trêsviagens», en O Lugar do Anjo. Ensaios

Pessoanos. Lisboa: Gradiva, pp. 147-160. Publicado inicialmente en la Revista de Occidente, n.º 94, marzo de 1989, pp. 27-42.

LUÍS, Sara Belo (2008), «Só quis escrever um livro» (entrevista a Dinis Machado, otoño de 2002), en revista Ler, noviembre, pp. 54-57.

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MACHADO, Dinis ([1977] 2007). O Que Diz Molero. Ilustraciones de António Jorge Gonçalves. Lisboa: Bertrand. 21.a edición. Existe traducción española de Ángel Crespo, el primer traductor de el Livro del desasosiego.

RODRÍGUEZ-MONEGAL, Emir (1966). El viajero inmóvil: introducción a Pablo Neruda. Buenos Aires: Losada.

PESSOA, Fernando (2013). Livro do Desassossego. Edición de Jerónimo Pizarro. Rio de Janeiro & Lisboa: Tinta-da-china.

_____ (2004). Poemas de Fernando Pessoa, 1931-1933. Edición de Ivo Castro. Lisboa: INCM. _____ (1990). Poemas de Álvaro de Campos. Edición de Cleonice Berardinelli. Lisboa: INCM. _____ (1933). «Isto», en Presença – Folha de Arte e Critica, n.º 38, año séptimo, volumen

segundo, abril, p. 7.