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Caminhando e contando Memória da ditadura brasileira

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Universidade Federal da Bahia

ReitorJoão Carlos Salles Pires da Silva

Vice-reitorPaulo Cesar Miguez de Oliveira

Assessor do ReitorPaulo Costa Lima

Editora da Universidade Federal da Bahia

DiretoraFlávia Goullart Mota Garcia Rosa

Conselho Editorial

Alberto Brum Novaes

Angelo Szaniecki Perret Serpa

Caiuby Alves da Costa

Charbel Ninõ El-Hani

Cleise Furtado Mendes

Dante Eustachio Lucchesi Ramacciotti

Evelina de Carvalho Sá Hoisel

José Teixeira Cavalcante Filho

Maria Vidal de Negreiros Camargo

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Marcia ParaquettSávio Siqueira

Org.

Caminhando e contando Memória da ditadura brasileira

Salvador - EDUFBA - 2015

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2015, autores.Direitos para esta edição cedidos à Edufba.Feito o Depósito Legal.Grafia atualizada conforme o Acordo Ortográfico da Língua Portuguesa de 1990, em vigor no Brasil desde 2009.

CapaJosé Amarante Santos Sobrinho

Projeto Gráfico e Arte FinalLúcia Valeska Sokolowicz

RevisãoTainá Amado

NormalizaçãoEquipe da EDUFBA

Sistema de Bibliotecas - UFBA

Editora filiada à:

Editora da Universidade Federal da BahiaRua Barão de Jeremoabo s/n Campus de Ondina — 40.170-115 Salvador — Bahia — BrasilTelefax: 0055 (71) 3283-6160/[email protected] — www.edufba.ufba.br

C183 Caminhando e contando: memória da ditadura brasileira / Marcia Paraquett, Domingos Sávio Siqueira (Organizadores). - Salvador : EDUFBA, 2015. 304 p.

ISBN 978-85-232-1379-4 1. Ditadura militar - Brasil. 2. Golpe militar de 1964. 3. Perseguição política - Brasil. I. Paraquett, Marcia. II. Siqueira, Sávio.

CDD — 320.981 CDU — 321.6

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Caminhando e cantando e seguindo a canção Somos todos iguais braços dados ou não

Nas escolas, nas ruas, campos, construções Caminhando e cantando e seguindo a canção

Vem, vamos embora que esperar não é saber Quem sabe faz a hora, não espera acontecer

Vem, vamos embora que esperar não é saber Quem sabe faz a hora, não espera acontecer

(Pra não dizer que não falei das flores, Geraldo Vandré)

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SUMÁRIO

PREFÁCIO

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APRESENTAÇÃO

15

DITADURA MILITAR Repressão e autocensura ou a genealogia da indiferença

Antônio Dias Nascimento

29

VERDES ANOS BRAVIOS DE MINHA TERRA NATAL

Eliana Bueno-Ribeiro

57

GERAÇÃO 1968

Eurídice Figueiredo

83

A DITADURA COMO EU LEMBRO

Heloisa Maria Galvão

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LEMBRAR É RESISTIR O relato de um espetáculo no qual

o espaço é o protagonista

José Carlos dos Santos Andrade

135

E ASSIM CHEGOU A DITADURA...

Livia Reis

163

FOI ASSIM Na certeza do amanhã, sobrevivemos à ditadura

Luiz Fernando Gualda Pereira

187

O DIA DA MENTIRA A ditadura na minha opção profissional

Marcia Paraquett

227

LUZ E SOMBRA Experiência em tempos difíceis

Raimundo Matos de Leão

253

ENTRE ALHEAMENTO E ALIENAÇÃO 50 anos atrás

Sávio Siqueira

277

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PREFÁCIO

El escritor uruguayo Mario Levrero dijo alguna vez: “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que a mí me interesa es recordar”. Esa frase me in-terpreta en plenitud.

El acto de recordar fue una de las razones para iniciar el proyecto Volver a los 17, un libro publicado en 2013, como la conmemoración de los 40 años del Golpe Militar en Chile. Para aquel libro convoqué a un grupo de escritores chilenos naci-dos entre 1969 y 1979 a recrear su propia historia en dictadura. Todos habíamos sido parte de la generación que no conoció la democracia sino hasta cuando ya fuimos adultos. La idea era relatar, como en un mosaico, fragmentos de los 17 años del ré-gimen de Pinochet desde la mirada de quienes nacieron bajo la sombra del Golpe de Estado que puso fin al gobierno de Salva-dor Allende el 11 de septiembre de 1973. Cada uno de los relatos era un pequeño trozo de una gran historia compuesta de re-cuerdos, atravesada por el temor que se colaba por los barrios y las plazas de juego.

Volver a los 17 era la memoria íntima de una generación que creció entre estados de sitio y cadenas nacionales, cuando las discrepancias se expresaban en voz baja y el poder se ves-tía de uniforme militar. Un ejercicio de memoria y el registro

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privado de una época áspera, años inapropiados para ser niño. Quienes escribimos este libro crecimos durante esos años, fui-mos los niños y adolescentes que sólo conocieron la democracia de oídas, como un recuerdo ajeno contado casi siempre en un tono de nostalgia amarga difícil de masticar. Una golosina añeja con un centro venenoso llamado Golpe de Estado que empapa el carácter con un regusto de temor que nunca termina de irse del todo. Eran las memorias de una generación que creció en dictadura.

Mis primeras memorias las fecho en la ciudad de Talca en 1978. Tenía cuatro años. Los recuerdos se relacionan con la di-fusa imagen de un militar argentino en la televisión, que segu-ramente era Videla, y un pensamiento que se me cruzó por la cabeza: los militares son los encargados de gobernar los países. Así son las cosas. Luego no hay más imágenes, sólo sonidos, pa-labras sueltas que mezclan fútbol y el murmullo de una posible guerra con Argentina por unas pequeñas islitas donde termina el mundo. Los argentinos, decían los mayores, iban a bombar-dear una presa cordillerana que terminaría por inundar la ciu-dad que, según me explicaba mi padre, estaba en una depre-sión, lo que facilitaría la faena enemiga. “Talca es un hoyo” dijo una vez mi padre, aventurándose a dar por sentado un rasgo geográfico que nunca comprobé.

A mí se me quedó grabada esa frase y trataba de buscar en el horizonte los bordes de ese agujero en el que vivíamos. Y los bordes eran el perfil de los cerros y montañas que circundaban la ciudad, la silueta de los volcanes descabezados en el hori-zonte oriental y el murallón curvo de colinas costeras resecas y pardas en el occidental. Pero no tenía sentido tratar de escapar de la eventual invasión argentina porque no había donde: llega-rían por el sur y por la cordillera y huir a la costa no tenía sen-tido: en el mar estaba la Armada que si bien era chilena no era completamente confiable, por razones que mi padre resumía en

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un resoplido que se balanceaba entre la leve molestia y el rictus de amargura que frecuentemente cruzaba su rostro. Argentina se veía más grande, estaba de color rosado y Chile era apenas una franjita verdosa sin la suficiente superficie como para es-tampar el nombre del país que debía ser anotado en medio del Pacífico, como una boya que señala un naufragio.

Brasil, en cambio, era un enorme pulmón azulado incógnito con vista a África que parecía darnos la espalda. ¿Tendrían un Pinochet ellos también? Brasil era un territorio que en mi fan-tasía se fue poblando de manera tardía: primero fue Pelé, luego la imagen de playas de arena blanca y gente semidesnuda en escenas fugaces de película y más tarde a través de teleseries de un mundo bronceado de gente apasionada que bailaba en una discoteque llamada Dancin’ Days y recordaba sus heridas con romances entre gente de distintos colores. ¿Por qué no nos en-señaban a ser felices? ¿Por qué no nos contaban el secreto de triunfar en el fútbol? ¿Por qué no nos rescataban del enemigo? Eran tiempos de amigos y enemigos, de tramas secretas, de la Operación Cóndor y de botas militares retumbando en todo el continente. Ahora que lo pienso, tal vez en Sao Paulo o Recife, habría un niño como yo mirando el mapa y buscando un sitio mejor para vivir.

En 1992 dejé la provincia y partí a Santiago a estudiar en la Universidad de Chile. Allí conocí a muchos de los que serían en adelante mis amigos, supe de nuevas historias y aprovisioné mi colección de recuerdos con otras voces y otros ámbitos. Un día uno de mis compañeros me contó sus recuerdos. Su nombre era Roberto y era parte de un grupo de alumnos reintegrados a la Universidad de Chile. Hombres y mujeres que habían sido ex-pulsados de sus carreras luego del Golpe y que volvían gracias a un programa especial de admisión.

Roberto debía tener menos de cuarenta, pero lucía mayor. Llevaba bigotes, estaba algo calvo y tenía un ojo sin vida que

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miraba fijo un horizonte inexistente. Parecía llevar a cuestas su pasado con una resignación elegante y humilde. Un día en la cafetería de la escuela de periodismo conversamos. Aquel lugar podría ser descrito como un sitio esperpéntico tal como los tiempos que se vivían a inicios de los 90: la cafetería era un par de habitaciones subterráneas en una casa que en algún mo-mento ocupó la Dina como cuartel de operaciones. El edificio estaba adaptado con esa demencial lógica de las casas de se-guridad, con habitaciones sin ventanas y conexiones subterrá-neas. Así había permanecido incluso después de transformarse en dependencia universitaria, o escuela de lobotomía como la bautizó un compañero.

Almorzamos con Roberto, cada uno con su bandejita celeste de comida desabrida y yo pregunté, como suelo hacerlo, y puse la cara que suelo poner, y me fijé en el rostro como casi siempre lo hago y funcionó: Me habló. Habló mucho. Habló de su padre obrero, de su vida de pobre en Concepción, del feroz envalen-tonamiento al que sucumbió como joven estudiante secunda-rio. Me habló del MIR, de los cupos universitarios para hijos de trabajadores, de cómo logró uno para él, me contó de su viaje a Santiago, del comienzo de sus días como estudiante en el otoño de 1973. En seguida, como si el giro de una película se transfor-mara en una fractura expuesta, me contó de las detenciones, de las torturas, me explicó cómo había perdido el ojo derecho, las razones por las que le dolía la espalda, la pierna y las pesadillas.

Todo eso me dijo en una habitación en la que alguna vez, hacía no mucho tiempo, había estado bajo la sombra del Mamo Contreras. Su relato, la situación, el ambiente, era como una metáfora pequeña y sutil de la transición que se había iniciado. No recuerdo si le pregunté cómo sobrevivió o por qué se quedó en Chile. Luego me habló de sus hijos, de sus trabajos esporádi-cos. Me habló y yo escuché. Tiempo después Roberto abandonó la universidad. Su cabeza no era la misma, ni la memoria, ni los

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tiempos que corrían como para que él lograra cursar la carrera. Tenía una familia que mantener, unos hijos que seguramente querrían su propia oportunidad. Para Roberto volver a la uni-versidad no había pasado de ser un gesto, una visita a un pasado que no podía ser presente. Nunca volví a ver a ese compañero. Alguien me contó años después que se lo encontró vendiendo algo –golosinas tal vez– arriba de una micro. Tengo la sensación de que quisimos olvidarlo.

Este libro Caminhando e Contando. Memória da ditadura bra-sileira es para mí el eco brasileño de mi propia historia y la de mis coetáneos bajo la dictadura de Pinochet. Los hijos de una historia común de juntas militares y asfixia democrática. Es el mosaico de una generación marcada por una cicatriz que en ocasiones resulta imperceptible a primera vista. La manera en que la violencia se instalaba en la vida diaria y cobraba distintas formas, más o menos ásperas, y el modo en que la percibimos. Testimonios sutiles, escenas, episodios, rastros de unos años que nunca terminamos de abandonar. Nuestra única patria es esa infancia. Este libro Caminhando e Contando. Memória da ditadura brasileira es un coro de recuerdos, una convocatoria a visitar lo que nunca termina por abandonarnos, aunque nos

empeñemos: nuestra propia historia.

Oscar Contardo Santiago, 23 de septiembre de 2014

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APRESENTAÇÃO

Apesar da organização deste livro ter sido de responsabilidade de dois autores, decidimos que a apresentação deveria ser es-crita em primeira pessoa, já que nossa proposta é, justamente, reunir relatos autobiográficos. Pareceu-nos difícil, portanto, assumir um discurso que não fosse individual, por isso sou eu, Marcia Paraquett, quem lhes escreve.

A motivação

Em outubro de 2013, participei de um evento no Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, realizado com o propósito de celebrar os 50 anos de trabalho acadêmico da conhecida e respeitada latino-americanista Ana Pizarro. Aqueles dias, que coincidiram com a intensa discus-são que estava ocorrendo no Chile sobre os 40 anos do início da ditadura de Pinochet (1973-1990), me levaram a profundas reflexões sobre a minha própria ditadura e os 50 que seriam re-memorados, mais efetivamente em 2014. Ao voltar para casa, trou xe comigo um livro que comprei na minha única tarde li-vre, o desejo de produzir algum projeto que me permitisse falar da ditadura brasileira e a lembrança da fala de Ana Pizarro ao encerrar aquele evento.

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O livro foi Volver a los 17: recuerdos de una generación en dictadura, de Oscar Contardo, publicado pela Editorial Planeta (Santiago/Chile), em 2013, motivação fundamental para a defi-nição de meu atual projeto de pesquisa, cujo produto principal é a organização deste livro. Por essa razão, o escritor chileno nos brindou com o prefácio.

Da fala de Ana Pizarro, recupero seus três “objetos de me-mória”, representações simbólicas de sua difícil experiência vivida na ditadura chilena. Pizarro estava valendo-se da ideia de “lugares de memória” (les lieux de mémoire), proposta pelo historiador francês Pierre Nora (1984), que se inspirou na tra-dição retórica latina, que associava uma ideia a um lugar com a intenção de se fixar a ordem do discurso. Segundo Nora, en-tender um personagem, um lugar ou um fato histórico como lugares de memória é dar-lhes sentido simbólico, ultrapassan-do-se, assim, os limites da realidade histórica.

Os “objetos de memória” da experiência de Ana Pizarro, como mencionado, foram três: uma carta do reitor da Univer-sidade de Concepción (Chile), informando seu desligamento por ser considerada uma “persona peligrosa para la seguridad nacional”; um recorte do jornal El Mercurio, onde se publicava uma lista com os terroristas que não poderiam entrar no país, na qual estavam seus três filhos, de seis, quatro e dois anos de idade; e, finalmente, um livro de capa branca, onde um tenente do Exército deixara seu nome escrito para identificar-se como responsável pela retirada de sua biblioteca particular.

Inspirando-me na querida mestra, quis recobrar os obje-tos de minha/nossa memória, entendidos da forma como ela os materializou. Como se verá, os artigos desta coletânea pos-sibilitarão a identificação de diversos objetos de memória que explicam os relatos dos autores que a constitui. Cada um de nós delimitou seus objetos memória, mas sempre entendidos como referência a algumas pessoas, alguns lugares e alguns episódios

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APRESENTAÇÃO 17

que explicam nossas opções, ao mesmo tempo em que contam a nossa história e a história da ditadura brasileira vista a partir de nossos olhares, possivelmente, despretensiosos.

A partir dessa motivação, convidei Sávio Siqueira, meu colega do Instituto de Letras da Universidade Federal da Bah-ia (UFBA) e atual coordenador do Programa de Pós-graduação em Língua e Cultura da UFBA, para organizarmos um livro que recuperasse nossas memórias e a de tantas outras pessoas que foram afetadas pela repressão da ditadura brasileira, ainda que não tenham participado diretamente de nenhum movimento, conforme foi o caso de nós dois. Sávio é muito mais jovem do que eu, tendo vivido, portanto, a experiência da ditadura de maneira diferenciada, o que em nada diminui a importância de seu relato, pois o tempo da ditadura foi muito maior do que os 21 anos contados a partir do golpe.

Com isso, quero chamar a atenção para o fato de que nos interessou menos a produção de relatos espetaculares, embora seja importante, mas relatos menores, mais simples, que não mereceram as manchetes dos jornais e nem estão computados na estatística da violência contra os direitos civis, mas que con-firmam a barbárie silenciosa e, para alguns, quase despercebi-da, que provocou a ditadura na formação das gerações poste-riores a 1964.

Dessa forma, nossa expectativa era que os textos repro-duzissem “pequenas” experiências que foram “grandes” para nossa vida pessoal, seja no nosso posicionamento diante da vida como professores, nas opções acadêmicas e profissionais, ou simplesmente nas escolhas que fazemos diante do que le-mos, do que ouvimos ou do que vemos na produção cultural, de dentro ou de fora do Brasil.

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O título escolhido também foi inspirado na obra de Con-tardo,1 pois retoma e parodia a canção brasileira Pra não dizer que não falei das flores, que ficou mais conhecida por seu pri-meiro verso (Caminhando e cantando) e que, no meu ponto de vista, mais emocionou a minha/nossa geração, do paraibano Geraldo Vandré, substituindo-se o verbo cantar por contar. Afinal, nossa proposta era produzir um livro com histórias individuais que contassem a ditadura através da narrativa de pessoas, a princípio, anônimas, mas tão fortemente marcadas como aquelas que sofreram fisicamente com a repressão.

Por conta das inspirações musicais, e de forma quase didá-tica, Sávio e eu tomamos o cuidado de escolher um trecho de alguma canção significativa daquele contexto que servisse de epígrafe para cada artigo, mas sempre em comum acordo com os autores, que, muitas vezes, também se valeram de canções para explicar seus relatos. É sabido que os duros anos da di-tadura brasileira proporcionaram a produção de muitas can-ções de protesto, não só porque a repressão aguçou e motivou a criação poética, mas, principalmente, porque nosso país esta-va vivendo fortes influências de movimentos musicais latino- americanos que falavam de liberdade, como os que ocorriam em Cuba, no Chile, na Argentina e no Uruguai. Por essas razões, a epígrafe que abre o livro não poderia ser outra, senão uma es-trofe da emblemática canção de Geraldo Vandré, originalmente escrita em 1968 para o Festival Internacional da Canção da-quele fatídico ano.

1 Volver a los diecisiete é de autoria de Violeta Parra (Chile), mas se imortalizou na voz de Mercedes Sosa (Argentina). No Brasil, foi gravada por Mercedes Sosa e Milton Nascimento e circulou por aqui exatamente durante a ditadura. Oscar Contardo se vale da canção de Violeta Parra não só porque é muito emblemática para seu país, mas porque a ditadura de Pinochet durou exatamente 17 anos (1973-1990).

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Como se pode observar, os autores são professores do ensi-no básico ou em universidades, com exceção de uma autora, já que este é o meu/nosso espaço de militância. Mas esse recorte se explica, sobretudo, porque o grande embate com a ditadura se deu nas universidades, conforme estão comprovando os es-tudos que se realizam hoje para evidenciar a perseguição a pro-fessores, alunos e técnicos administrativos durante a repressão. A UFBA, por exemplo, acaba de publicar o relatório realizado pela Comissão Milton Santos de Memória e Verdade, levando-me a convidar os colegas Olival Freire Jr. e Othon Jambeiro, mem bros da referida comissão, para escrever a orelha do li-vro. Nunca perco de vista que, pelo fato de sermos educadores, interferimos na formação de gerações mais jovens, aparente-mente tão distantes da memória da ditadura militar brasileira.

Apesar desse aspecto, que poderia trazer ao livro um ca-ráter mais acadêmico, esperamos por leitores que se interes-sem pelo relato de nossas experiências, valendo-se delas para a compreensão, ainda que parcial, da ditadura brasileira, como um episódio que afetou pessoas comuns de forma irremediável.

Diante da dificuldade de encontrar um critério que desse ordem à apresentação dos capítulos, Sávio e eu optamos pela ordem alfabética do nome dos autores, mas chamaria a aten-ção para algumas diferenças, que me parecem significativas. Há autores, como eu, que já passaram dos 60 anos, tendo vivido a ditadura militar em plena juventude, enquanto outros são mais jovens e nos falam de outras perspectivas. Da mesma forma, há pessoas que vivem em diferentes lugares do Brasil (Salvador, Rio de Janeiro, São Paulo) ou fora daqui (Boston e Paris), mas contando a mesma história, sem importar de onde e de quando falamos. Sendo assim, como em Rayuela (O jogo da amareli-nha), do incrível Cortázar, fica o convite para que o leitor esta-beleça a sua própria ordem de leitura, sem qualquer preocupa-ção com sequência ou desenrolar de fatos.

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Os textos

O texto de abertura é de Antônio Dias Nascimento, dono de uma narrativa vigorosa, que revela sua formação fortemente orientada para questões de ordem social e política. Seu capí-tulo, intitulado “Ditadura militar: repressão e autocensura ou a genealogia da indiferença”, recobra o clima de ameaça e medo que dominou sua geração, levando-a a viver em quaren-tena, “falando de lado e olhando pro chão”, como na canção de Chico Buarque, recobrada pelo autor. Oriundo do interior de Pernambuco, Antônio Dias inaugura sua trajetória com a vida metropolitana quando ingressa na Universidade Federal de Pernambuco (UFPE), em Recife, no ano de 1967. Lá viveria ricas experiências, que nos conta em narrativa emocionada. Mas antes estudou, à noite, em uma escola da Campanha Na-cional de Escolas da Comunidade (CNEC), enquanto, durante o dia, trabalhava em tempo integral nas obras sociais dirigi-das pelo Padre Melo, na Paróquia do Cabo. Conta-nos Anto-nio Dias que seu primeiro impacto com a repressão “aconteceu em menos de três meses depois de ter chegado a Recife, com o golpe militar, na madrugada de 31 de março para o 1º de abril de 1964. Passamos toda a madrugada deitados no assoalho do casarão paroquial, ouvindo as últimas transmissões da Radio Mayrink Veiga, até o momento em que, já alta madrugada, os seus transmissores foram silenciados”.

O segundo texto é de Eliana Bueno-Ribeiro, autora de uma narrativa de mulher, ora do ponto de vista da mãe, ora do ponto de vista da filha. Bonito imaginar seu pai esperando-a à porta da faculdade. A experiência da autora, contada no capítulo in-titulado “Verdes anos bravios de minha terra natal”, recobra sua rica experiência como aluna na Universidade Federal Flu-minense (UFF), no Rio de Janeiro, ocorrida entre 1967 e 1970, anos terríveis da ditadura brasileira. Eliana fala de namorados,

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APRESENTAÇÃO 21

de professores e de amigos, focando sua narrativa muito poética no contato com o grupo de teatro ao qual pertenceu. Numa via-gem com o grupo, a autora recupera um episódio quase teatral contado com humor e inteligência. Na cidade de Salvador, ficou hospedada num velho sobrado na Ladeira dos Aflitos, mas pre-cisava tranquilizar seus pais que não sabiam de seu paradeiro. Conta-nos Eliana que “decidida a economizar o mais possível, redigi o telegrama, com que pretendia tranquilizar meus pais, com o mínimo de palavras possível: ‘Aflitos n° X’. A lenda fami-liar registrou por muitos anos que meu pai, ao receber o tele-grama, já inquieto por ter recebido a mala sem sua proprietária, gritara por minha mãe, avisando-a de que estávamos em perigo e que pedíamos socorro”. Tempos de medo e de juventude.

O terceiro capítulo está a cargo de Eurídice Figueiredo, cujo título é “Geração 1968”. A autora inicia sua narrativa em tom romanesco, confundindo as fronteiras entre ficção e rea-lidade. Mas foi real: “Eu deixo o Brasil no carro de um contra-bandista paraguaio. Encolho-me no banco de trás, quero me tornar invisível. Medo. Tinha ido até Foz do Iguaçu com um contrabandista de Londrina, que vendia whisky para um tio. Ele devia estar a par de minha situação, não sei se o tio lhe ha-via dado algum dinheiro, eu só o vi no momento de partir”. A entrada no Paraguai foi apenas o início de um longo caminho até chegar à França, onde Eurídice se exilou até poder voltar ao Brasil, talvez mais leve, livre daquele sentimento de medo que a levou para bem longe de sua pequena cidade do interior de São Paulo. Um dos grandes desafios para ela talvez tenha sido furar o bloqueio cultural no seu novo país. Mas, por sorte, seu nome era familiar entre os franceses, graças ao filme Orfeu Negro, que o cineasta Marcel Camus havia rodado no Rio de Janeiro. As histórias de Eurídice estão cheias de vivências de uma geração que se movimentou em muitas partes do mundo. Em 1968, ela estava cursando o quarto ano do curso de Letras

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na Faculdade de Filosofia, Ciências e Letras de Assis, ao mesmo tempo em que participava de movimento estudantil. São expe-riências que merecem ser compartilhadas.

O quarto texto é de Heloisa Maria Galvão, a única autora desta coletânea que não seguiu a carreira de professor(a). Num texto povoado pelas marcas da oralidade, a autora nos conta a ditadura como foi capaz de se lembrar. Daí o título “A ditadu-ra como lembro”. Curioso que justo ela, que foi jornalista nos tempos da ditadura, assuma que sua narrativa não passe de lembrança. Heloisa nos traz histórias vividas nas cidades de Niterói e do Rio de Janeiro, quando ainda era ‘foca’ do jornal O Fluminense. Naquele momento, ela não se dava conta dos perigos que rondavam pelas ruas de nossas cidades: “quando deixo a memória correr solta, percebo que o meu grau de in-genuidade poderia ter sido fatal. Soube-se depois de quantas centenas de pessoas foram vítimas dos porões da ditadura por causa da mesma ingenuidade. Mas, aos 18 anos, o medo não fazia parte da minha existência. Eu crescera com liberdade de expressão e não podia acreditar que de uma hora para outra a regra mudara. A ficha demorou um pouco a cair. A liberdade demoraria 25 anos para ser restabelecida e, mesmo assim, pas-sados 50 anos, as gerações que nasceram na ditadura ainda não conseguiram resgatar a criatividade política e intelectual do fi-nal dos anos 50 e início dos anos 60 no Brasil”.

José Carlos dos Santos Andrade é o autor do quinto capítu-lo. Seu ponto de vista difere dos demais, na medida em que sua narrativa se centra no relato de um espetáculo ocorrido em São Paulo, no ano de 1999, portanto, já fora do período ditatorial, mas que reflete a ditadura que se viveu no Brasil. O capítulo, cujo título é “Lembrar é resistir. O relato de um espetáculo no qual o espaço é o protagonista”, nos fala de um projeto de cria-ção coletiva, do qual participaram autores, atores, diretores e público. Trata-se de uma encenação da peça Lembrar é Resis-

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tir, que se deu nos espaços do Destacamento de Operações de Informações — Centro de Operações de Defesa Interna (DOI-CODI), onde estiveram presas muitas vítimas do golpe militar, inclusive uma das atrizes que participou da encenação. A pro-posta não era “recorrer à representação explícita da violência praticada contra os prisioneiros, [mas] acordar nos especta-dores a consciência de que conhecer a história é a forma mais eficaz de evitar que ela se repita”. Sendo assim, diz-nos ainda o autor, “O que se discutia e o que se apresentava ao público co mo ponto para futuras reflexões era o que havia ocorrido nos subterrâneos dos quartéis e dos presídios”. Segundo a narrativa de José Carlos, apesar da violência praticada pela ditadura, o espetáculo conduzia os espectadores a um estado de rara poe-sia. Felizes, certamente, os que puderam vê-lo.

O sexto texto é de Livia Reis, que o chamou de “E assim chegou a ditadura”. Sua narrativa nos mostra que a ditadura chegou para todo mundo, embora alguns fossem tão jovens, conforme o seu caso. A autora inicia seu texto com uma per-gunta igual a que muitos de nós fizemos: “Por que um acadê-mico, professor, se propõe a contar sua história e expor suas es-colhas através de um texto que pretende resgatar, de diferentes maneiras, a história do Brasil recente?”. Essa resposta, de algu-ma forma, foi dada em muitos relatos desta coletânea, confor-me o leitor pode acompanhar. Mas Livia sabe que contá-la foi a maneira de procurar sua resposta para aquele episódio vivi-do “em algum mês depois de março de 1964, quando a menina de 10 anos, recém completados, recebe, à porta de sua casa, a visita de dois homens bem vestidos, trajando ternos e óculos escuros, perguntando por seu pai”. Mas a ditadura foi longa e acompanhou o crescimento da menina e de muitos meninos de nosso país. Em 1973, ela já estava na Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ), onde melhor entenderia a memória de sua infância. Com os diretórios acadêmicos fechados, restou a

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fuga pela e para a arte. O relato da experiência de Livia Reis é similar àquela de muitos universitários que fizeram do teatro, da música e da poesia a sua militância. Os ecos vindos da lite-ratura hispano-americana se transformaram em interesses de leitura, sobretudo para os que estavam na área de Letras. Com Livia Reis não foi diferente: “O terremoto mundial se traduziu no campo literário, a partir de inovação da linguagem literária, que surgia quase que simultaneamente em diferentes lugares do subcontinente, concretizado na escrita de jovens escritores como o peruano, Mario Vargas Llosa, o argentino, Julio Cor-tázar, o colombiano, Gabriel García Márquez, e o mexicano, Carlos Fuentes, apenas para citar alguns, que me trouxeram a certeza de minha opção”. Essa aliança com os países hispânicos da America Latina se mantém, por sorte.

O sétimo capítulo é de Luiz Fernando Gualda Pereira. Sua narrativa, “Foi assim. Na certeza do amanhã sobrevivemos à ditadura”, está entremeada de otimismo, resistência, incerteza e um pouco de cansaço. Sabe o autor que sua “geração universi-tária provavelmente sobreviveu a tantas tristezas, decepções e ameaças, sobretudo porque soube fortalecer o que de mais forte há entre os homens — a amizade, que gera laços de confiança, os quais, por sua vez, transformam o frágil indivíduo em múltiplas fontes de resistência”. Esse é o Luiz Fernando Gualda Pereira, que se revela em seu texto como pai, marido, professor e amigo. Foi o último presidente do diretório acadêmico da UFF antes que o sistema ditatorial fechasse suas portas. Mas Luiz Fernan-do optou pelo trabalho na educação básica, tornando-se, ao longo de sua vida profissional, um militante em prol da causa da escola pública. Trabalhou em diferentes escolas, criando, in-clusive, uma escola brasileira no Iraque em pleno conflito béli-co. Porém, de todas as ricas experiências que narra, percebe-se sua emoção mais marcada quando recupera os tempos vividos no Colégio Estadual Paulo Assis Ribeiro (CEPAR), ao que chama,

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carinhosamente, de Polivalente, e que está localizado no bairro onde vive até os dias de hoje, em Niterói. Sobre aquela institui-ção de ensino, o Professor Fernando, como sempre é chamado, encontrou “o espaço de trabalho, já arduamente construído por seus professores, [que] renovou em mim a certeza de que a seriedade dos profissionais pode determinar os rumos positivos de uma escola, mesmo com a inevitável presença de alguns que insistem em boicotar iniciativas, esquecendo-se de que a vida é combate que os fracos abate”, como está na Canção do Ta-moio, do poeta Gonçalves Dias.

Sou eu, Marcia Paraquett, quem assina o oitavo texto, cujo título é “O dia da mentira. A ditadura na minha opção profis-sional”. Minhas experiências com a ditadura acontecem quan-do ingresso no ensino médio, mas persistem por minha forma-ção universitária e início de minha carreira docente. Portanto, minhas histórias explicam, de certa forma, a surpresa de uma geração que gostaria de ter vivido os sonhos e as fantasias das meninas que me antecederam. Mas esse direito não me foi dado, pois em vez de brincar de princesa, precisei entender questões que estavam acima de minha capacidade e de minha vontade. O texto de minha autoria, portanto, reflete a proposta desta coletânea, pois nele vou tecendo minha trajetória. Falo com convicção da forte influência que tive através do conví-vio com os professores do Liceu Nilo Peçanha, em Niterói, da minha escolha pela língua espanhola na formação profissional e dos temas selecionados na minha formação acadêmica. Essa trajetória, goste eu ou não, confirma que sou fruto da ditadu-ra. Mas os ditadores não poderiam entender que, no meu caso, o tiro sairia pela culatra. A repressão imposta se transformou em movimento e em militância, materializada na prática pro-fissional. A minha narrativa revela experiências comuns, mas muito marcantes para mim. No meu texto, contei um episódio vivido com um colega assassinado pela ditadura, que me defen-

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deu diante da acusação do pai de um aluno que via nas minhas atitudes uma perseguição a seu filho: “Essa perseguição, na cabeça daquele pai, não passava de minha incompetência para lidar com alunos minados e inquietos, que buscavam na escola o espaço da liberdade que, certamente, não tinham em casa. Ja-ques cobrou da diretora uma atitude precisa, intensa e inequí-voca, que mostrasse àquela família, que a escola tinha autono-mia e que a rigidez que se via na minha atuação era a mostra do compromisso coletivo de todos os professores daquela escola. Ele virou meu ídolo e chorei quando morreu. E, de novo, senti muito medo”.

Já o nono texto é de Raimundo Matos de Leão, intitulado “Luz e Sombra. Experiência em tempo difícil”. O autor é tam-bém oriundo da área de Teatro, e seu capítulo nos fala da luz que precisávamos e da sombra imposta pelo sistema ditatorial. A narrativa está entremeada de muitas vozes, trazidas da filoso-fia e do cancioneiro brasileiro, tema bastante recorrente neste e nos outros escritos da coletânea: “Podem me prender / Po-dem me bater / Podem, até deixar-me sem comer / Que eu não mudo de opinião.” Raimundo, portanto, buscou sua militân-cia no teatro, fosse assistindo ou dele participando. Ao teatro, colou a sala de aula, juntando esses dois espaços naturalmente próprios à resistência: “Assim, o palco e a sala de aula confi-guravam-se como espaços de atuação. Sem planejamento cons-ciente, mas intuitivo, as possibilidades apareciam não como idealização, mas de forma concreta. Ainda que a timidez fosse um traço personativo, a absorção do transgressivo infiltrava-se no sentido de rejeitar o que impossibilitasse a concretização do que queria”. Desta forma, complementa o autor, “Diante da vida social e cultural, e de suas contradições, o universitário que eu era, procurava acertar. E como faz o colecionador e o tra-peiro, antípodas da modernidade, eu ordenava as lembranças e recolhia o inútil para organizar o meu movimento, o meu car-

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naval, desejando-os integrados aos movimentos e carnavais dos outros”.

O último capítulo é de Sávio Siqueira, com o título “Entre alheamento e alienação: 50 anos atrás.” O autor vai se valer de dois elementos naturais para, a partir deles, contar a sua histó-ria. Sávio nasceu “no meio do nada, distante de tudo, em terras praticamente invisíveis do interior do interior da Bahia, pou-quíssimo tempo antes do golpe, no mês e ano em que o presi-dente americano John Fitzgerald Kennedy foi assassinado, no-vembro de 1963”. Em suas palavras, é “filho do alheamento e, consequentemente, da alienação”. Esse é o tom que marca sua narrativa, através da qual temos a oportunidade de conhecer a força do silêncio imposto pelos anos da ditadura. Sávio não tem histórias de resistência vividas na escola e nem na universidade, como os demais autores dessa coletânea, o que nos leva a pensar que sua virada é espetacular. Enquanto o mundo se revolvia em inquietações (passeatas em Paris, Guerra do Vietnã, assassinato de Robert Kennedy, Atos Institucionais, etc.), Sávio era um me-nino confinado no interior do país, guardado para ser um bom menino. Cresceu ouvindo músicas da Jovem Guarda, através do rádio de sua casa. O advento da TV em preto e branco o pegou na adolescência, mas não trouxe mudanças que o ajudassem a ver o que acontecia para além daquela estrada que separava sua cidade interiorana da capital da Bahia. Aos 7 anos de idade, pu-lou e festejou o tricampeonato da seleção brasileira: “noventa milhões em ação / pra frente Brasil do meu coração / todos juntos vamos / pra frente Brasil salve a seleção”. Embora tão pequeno, Sávio nos recorda o episódio “dos 25 fuscas que foram ofertados a cada jogador e comissão técnica por um tal de Pau-lo Salim Maluf, prefeito de São Paulo à época, e que viera mais tarde se notabilizar como uma das figuras mais execráveis da não menos execrável política brasileira contemporânea”. Sávio e sua história, na realidade, representam os muitos jovens que

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foram fortemente influenciados pelas músicas ultranacionalis-tas e as cantadas em inglês que afetaram a formação de mui-tos deles. Por sorte, ele estava atento à produção da boa música brasileira que falava da resistência. De certa forma, Sávio foi salvo pela música. Carregado de emoção, o autor nos diz: “De-morei, mas, claro, com o tempo, entendi. Já mais familiarizado com essas temáticas, ao ouvir a mais que direta Para não dizer que falei das flores, de Geraldo Vandré, uma canção compos-ta no emblemático ano de 1968, tomei aquela porrada e com-preendi que este não era o país que eu me acostumara a ver nos livros, na escola e na minha própria cidade, onde, como já dis-se, se levava uma vida de inconteste tranquilidade e de uma paz irritante. Para mim, nunca houve praças, soldados armados, braços dados, ruas, campos e construções. Como muitos dos brasileiros dos confins do Brasil, eu ‘nunca fui embora’ porque simplesmente vivia totalmente alheio ao que estava acontecen-do no Brasil. Como poderia eu ‘fazer a hora’ se a minha cidada-nia, pelo menos nos seus anos iniciais, foi solenemente forjada por um estado de completa alienação?”

Estimado(a) leitor(a), foi por causa de cidadãos como Sávio, e muitos outros de sua idade ou mais jovens que ele, que escre-vemos este livro para você. Boa leitura.

Marcia Paraquett

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DITADURA MILITAR repressão e autocensura ou a genealogia da indiferença

Antônio Dias Nascimento

Hoje você é quem manda Falou, tá falado

Não tem discussão A minha gente hoje anda

Falando de lado E olhando pro chão, viu

Você que inventou esse estado E inventou de inventar

Toda a escuridão Você que inventou o pecado

Esqueceu-se de inventar O perdão

(BUARQUE , 1978)

O autor é professor de Bases Filosóficas da Contemporaneidade e Teoria da Comunicação na Universidade do Estado da Bahia (UNEB) desde 1999, mas pertenceu aos quadros da Universidade Federal da Bahia (UFBA) de 1979 até 2002. Tem bacharelado em Filosofia pela Universidade Federal de Pernambuco (UFPE/1970), bacharelado em Comunicação Social pela Universidade de Brasí-lia (UnB) e UFBA (1978), mestrado em Sociologia (UFBA/1984), doutorado em Sociologia pela Universidade de Liverpool (1993) e pós-doutorado em Educação Musical pela Universidade Federal do Rio Grande do Sul (UFRGS/2009). Par-ticipou da organização de seis livros, coordenou a edição do nº 34 da Revis-ta Educação e Contemporaneidade. Atua no Programa de Pós-Graduação em Educação e Contemporaneidade do Departamento de Educação do Campus 1 (DEDC) da UNEB, orientando dissertações e teses na linha de pesquisa Educa-ção, Gestão e Desenvolvimento Local e Sustentável.

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Introduzindo o cenário

Muito tempo ainda haverá de passar para que o povo brasileiro e mesmo as modernas democracias do mundo que lhe são con-temporâneas, de modo especial as da América Latina, como nos casos do Uruguai, Argentina, Chile e Bolívia, possam ter des-veladas todas as dimensões do terror que se propaga, tanto na vida política, como no cotidiano dos cidadãos, em decorrência de assaltos ao poder, por frações sociais minoritárias e intole-rantes com a participação cidadã nos seus respectivos Estados nacionais. Tudo se passa nessas ex-colônias como se houvesse ainda latente um certo revanchismo monárquico no sentido de recuperar a ideia de que a lei deve coincidir com a vontade de um poder central.

Estribados em concepções autoritárias do campo da polí-tica, os assaltantes ao poder democrático tentam, a todo cus-to, estabelecer uma ordem excludente que alija da vida política nacional toda e qualquer expressão de autonomia, tanto dos cidadãos, como de suas organizações sociais, reprimindo seve-ramente tudo o que lhe parece ameaçador. Extingue-se a ideia de participação social e passam a prevalecer, como modo de convivência dos cidadãos entre si e deles com as estruturas de gestão da sociedade, as estratégias de controle político e ideo-lógico e de segurança nacional.

Daí em diante, uma vez consumada a tomada do poder, todas as atenções e investimentos do poder público voltam-se

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para a defesa e incremento das elites que compõem o bloco do-minante. Todos os anseios dos setores populares e dos oprimi-dos passam a ser tratados como casos de polícia. Não são enca-minhadas medidas de soluções definitivas que possam permitir a superação das desigualdades sociais e muito menos mecanis-mos institucionais que impliquem em rompimento das estru-turas que asseguram a opressão que se abate sobre as grandes massas. A manutenção do estado de carência generalizada da maioria da população permite que ocorram, até certa altura, altos índices de acumulação, ou seja, o país poderá tornar-se rico graças à manutenção de uma população em estado perma-nente de pobreza, aliado a uma dependência crescente de in-vestimentos externos.

Consequentemente, quanto mais duradouro for o período ditatorial, mais profundas serão as marcas deixadas na alma nacional. Todos se tornam vítimas e, simultaneamente, agentes do medo. Assim, as pessoas não precisam necessariamente pas-sar pelos porões dos cárceres, sofrer torturas físicas e receber ameaças de morte para se alinharem à ordem ditatorial, basta apenas que ouçam os relatos sobre os casos que acontecem à sua volta para se precaverem, ainda que essa precaução lhes resulte em dano moral através da concordância silenciosa. As prisões, as torturas e os assassinatos constituem-se, portanto, na face mais visível do terror e, comumente, somente eles compare-cem nas páginas da história. Os atos de autopunição, realizados pelos cidadãos comuns, dificilmente serão tornados públicos e permanecem apenas latentes nos porões da memória dos in-divíduos. Mas são eles que asseguram a perpetuação do medo, que termina por produzir a indiferença aos outros, até que no-vas mobilizações ocorram, a democracia seja reconquistada e as bandeiras pelos ideais de justiça sejam novamente içadas.

No caso brasileiro, paralelamente à interdição dos proces-sos de ampliação da cidadania, através da contenção e mesmo

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desmantelamento dos movimentos sociais, sobretudo aqueles constituídos a partir das parcelas mais oprimidas da popula-ção, como no caso das Ligas Camponesas, foi emergindo uma geração indiferente à vida política nacional e profundamente voltada para os seus próprios interesses. Assim, a preocupação com um mundo mais justo, a solidariedade com os mais po-bres, com os excluídos e marginalizados quase que se tornaram coisas do passado, de modo especial no meio das juventudes universitária e estudantil que, em outros tempos, situaram-se entre os setores de vanguarda que mais se destacavam na luta por transformações sociais. São os jovens de hoje e a população da faixa etária abaixo dos 50 anos, portanto, as vítimas tardias do terror que se abateu sobre o Brasil nas décadas de 1960, 1970 e ainda na de 1980, na medida em que se tornaram indiferentes e desmobilizados em relação aos problemas básicos do país.

De fato, considerando-se a grandeza da população brasi-leira, ainda são poucos os cidadãos que se mobilizam em defesa de causas justas, como se evidencia através do estranhamento que se estabelece entre os cidadãos e os que deveriam repre-sentá-los no exercício do poder público. Isso nos faz supor que, junto com a indiferença produzida pelo terror, ainda sobraram também estruturas em nossa ordem institucional capazes de assegurar privilégios das oligarquias e a facilidade de acesso de agentes da corrupção às instâncias legítimas do poder. Embora tenhamos celebrado a conquista de uma nova Constituição, não podemos esquecer que ela foi concebida sob o comando dos que mais se beneficiaram do poderio civil-militar que ainda esta-mos por desmontar. Precisamos aprofundar o nosso processo de democratização, quem sabe através da instauração de uma Assembleia Nacional Constituinte, sem a participação de ne-nhum dos atuais parlamentares.

Retomando as considerações sobre a desmobilização, deve-mos lembrar que as lideranças estudantis até que tentaram reto-

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mar a participação nas lutas sociais, através da luta pela anistia dos cassados, presos políticos e exilados, pelas diretas já, con-tudo, não contaram tanto com as suas bases como outrora. Essa indiferença foi-se aprofundando drasticamente desde as cente-nas de prisões de estudantes, oriundos de todos os recantos do Brasil, efetuadas durante o XXX Congresso da União Nacional dos Estudantes (UNE), em Ibiúna (SP), em 12 de outubro de 1968, precisamente, dois meses antes do endurecimento do regime com a edição do Ato Institucional (AI) n° 5, baixado em 13 de dezembro de 1968, por acaso ou não, uma sexta-feira. A seguir, ainda no início de 1969, 26 de fevereiro, sob a mesma fúria de caça às bruxas, editou-se o Decreto-Lei 477, também chamado o AI 5 das universidades. Com base nesse decreto, foram cassa-dos estudantes, professores e técnicos de universidades públicas acusados de atividades subversivas. O decreto n° 477 somente foi revogado 10 anos depois, com a Lei nº 6.680, de 1979, também chamada Lei da Anistia.

O 477, como era popularmente conhecido nos meus tempos de universitário, passou a ser como uma densa e ameaçadora sombra que pairava sobre todos nós, estudantes, professores e técnicos das universidades. Cada um de nós passou a temer por tudo que dizia em voz alta em qualquer ambiente públi-co. Várias pessoas passaram a selecionar até mesmo as pessoas com as quais se relacionar e, mesmo assim, nada de anotações em agendas de endereços, diários, correspondências confiden-ciais, que, aliás, caíram de moda, pois tudo isso poderia servir de libelo contra você caso viessem a cair nas mãos dos “tiras” — como eram chamados os agentes secretos do regime. Assim se estabeleceu um clima generalizado de medo, onde todos eram mutuamente suspeitos. Um ícone fiel dessa situação foi cons-truído por uma parceria entre Chico Buarque e Francis Hime, que resultou na canção Meu Caro Amigo:

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Meu caro amigo me perdoe, por favor Se eu não lhe faço uma visita

Mas como agora apareceu um portador Mando notícias nessa fita

Aqui na terra tão jogando futebol Tem muito samba, muito choro e rock’n’roll

Uns dias chove, noutros dias bate o sol Mas o que eu quero é lhe dizer que a coisa aqui tá preta

Muita mutreta pra levar a situação Que a gente vai levando de teimoso e de pirraça

E a gente vai tomando que também sem a cachaça Ninguém segura esse rojão

(BUARQUE, 1976)

Daí em diante, cada um de nós era informado, com rela-tiva frequência, que na sua faculdade alguém havia sido preso ou desaparecido e que talvez a próxima vítima poderia ser você próprio. Ter o seu nome e o seu endereço na agenda de alguém que “caíra”, como se dizia a respeito de alguém que tivesse sido preso, era, de fato, algo muito perigoso, pois isso poderia levar você a ser acompanhado de perto pelos agentes de segurança do regime e, eventualmente, até mesmo ser convocado a prestar declarações ou sofrer reveses mais pesados.

Assim, diante das notícias recebidas, todos nós nos vía-mos, ouvíamos e, premonitoriamente, já nos imaginávamos na própria câmara de tortura da qual costumeiramente ouvíamos falar. Todas essas pavorosas sensações eram constantemente retroalimentadas pelas notícias de que professores renomados pela sua visão crítica de país e de mundo, cujos escritos eram de leitura obrigatória por todos os que almejavam um país autôno-mo e independente, foram sumariamente cassados, compulso-riamente aposentados, presos ou submetidos a inquéritos poli-ciais militares, os populares IPMs, de triste memória, e muitos outros exilados.

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Do mesmo modo, púnhamo-nos todos de quarentena, na contundente expressão de Chico Buarque, quando sabíamos das prisões arbitrárias e dos suplícios aos quais eram subme-tidos nossos colegas presos. As vítimas não tinham para quem apelar, todas as garantias cidadãs, conquistadas através de lutas heroicas ao longo da história, foram suprimidas. Familiares e amigos pouco podiam fazer pelos presos. Era comum, no en-tanto, ouvir-se a ponderação: “mas quem mandou ele ou ela envolver-se com essas coisas?” Desse modo, nos acostumamos com a ideia de que a culpa era da vítima, e não do regime que suprimiu a democracia do país.

Para mim, portanto, dentre as mais diversas expressões do terror instalado no país, duas delas me pareceram mais impres-sionantes e de profundas consequências sociais e políticas: a instalação da autocensura e a delação “voluntária”, aquela que não foi conseguida na tortura, mas por oportunismo, carreiris-mo e mesmo bajulação. Essas duas atitudes não foram resultan-tes de decretos, mas foram assumidas socialmente como se o tivessem sido, como estratégia de sobrevivência. Ninguém dis-se que era para ser assim, mas todos entendiam que o era. Por fim, uma vez que não houve a institucionalização formal delas, autocensura e a delação, também não houve a sua revogação. Restou, portanto, a cargo de cada sujeito, a elaboração interior da superação ou da assimilação permanente delas.

Do silenciamento à indiferença

Antes de chegarmos à análise do período mais cruento do re-gime que prevaleceu no Brasil entre março de 1964 e 1988, é preciso lembrar que ele resultou de uma poderosa aliança que extrapolava os limites das fronteiras nacionais. Os sujeitos mais visíveis dessa aliança foram os investidores americanos no Bra-sil, que se viam ameaçados pela onda de expropriações deter-

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minadas pela pressão de setores nacionalistas nos últimos anos que antecederam à ditadura. Esses investidores contavam com o apoio irrestrito do governo dos Estados Unidos, que chegou a criar vários programas de intervenção e acompanhamento da situação política brasileira, como a Aliança para o Progresso, que se desdobrava em várias ações. Entre elas, estavam a distri-buição gratuita de alimentos, medicamentos e vestimentas às nossas populações mais carentes, sobretudo do Nordeste, com o nome de Alimentos para a Paz; apoio e estímulo a centros de estudos americanos especializados em produzir conhecimen-to sobre o Brasil para uso estratégico da Central de Inteligência Americana (CIA), programa de cooperação militar que previa inclusive o deslocamento de contingentes militares para o Bra-sil em caso de eclosão de uma nova revolução de caráter socia-lista. (SKIDMORE, 1982; 1988)

De triste memória, deve ainda ser lembrado, devido à sua extensão em todo território nacional, a presença do Instituto Brasileiro de Ação Democrática (IBAD), que foi alvo de uma ampla investigação por parte do Congresso Nacional e, uma vez constatada a sua intromissão junto a vários setores da vida nacional, foi fechado nacionalmente por decreto do presidente João Goulart. Nos anos que se seguiram a 1964, essa relação es-tratégica dos Estados Unidos com o Brasil se aprofundou, como o evidenciam os acordos bilaterais em relação às nossas uni-versidades, que se tornaram conhecidos depois como o acordo Ministério da Educação−United States Agency for International Development (MEC-Usaid), presença ostensiva dos Voluntá-rios da Paz — Peace Corps, que se espalharam em larga escala pelo interior do Nordeste, além de outras ações ditas “humani-tárias”. (PAGE, 1972)

Do lado brasileiro, por sua vez, integravam e davam des-dobramento às ações da aliança dentro do país setores conser-vadores da política nacional ligados, sobretudo, às oligarquias

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rurais, a exemplo de Magalhães Pinto, Bilac Pinto, Carlos Lacer-da e outros. Integrando também as hostes civis, estavam inte-lectuais conservadores, principalmente no campo da economia e da ciência política, tais como, entre muitos outros, Roberto Campos e Vamireh Chacon. No entanto, a parte mais efetiva no sentido de implementar o projeto de implosão da democracia nascente com a participação dos movimentos sociais, intelec-tuais alinhados ao pensamento crítico, estudantes, operários e trabalhadores de várias outras categorias (IANNI, 1975) foram os militares, que, através de suas ações de violência, tornaram-se mais visíveis na cena política brasileira, ao ponto de, muitas vezes, deixar na sombra da memória nacional a presença dos dois outros setores: os civis conservadores e os interesses norte-americanos — embora a ditadura dos anos 60 a 80 tenha sido ao mesmo tempo militar e civil.

Com a vigência do AI 5 e do 477, além das prisões e sumi-ços que já vinham ocorrendo desde que se instalou o governo militar, professores e intelectuais dentre os mais brilhantes da época foram postos para fora do convívio universitário. Toda-via, muitos deles foram acolhidos por universidades estrangei-ras, outros constituíram centros de estudos importantes, como foi o caso do Centro Brasileiro Análise Planejamento (CEBRAP), criado em 1969 e do qual fizeram parte, inicialmente, pesqui-sadores e estudiosos, como Boris Fausto, Cândido Procópio Ferreira de Camargo, Carlos Estevam Martins, Elza Berquó, Fernando Henrique Cardoso, Francisco Weffort, Francisco de Oliveira, José Arthur Giannotti, José Reginaldo Prandi, Juarez Brandão Lopes, Leôncio Martins Rodrigues, Luciano Martins, Octavio Ianni, Paul Singer e Roberto Schwarz.

Nesse período também surgiram várias revistas, tabloi-des — também chamados de “imprensa nanica” — e editoras que buscaram levantar a alma nacional e manter acesa, ainda que tenuamente, a esperança, pois, como disse mais uma vez o

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poeta Chico Buarque, “apesar de você, amanhã há de ser outro dia”. A esse respeito, inicialmente, merece destaque a edição semanal do jornal Opinião, pela sua maior visibilidade no seio da juventude e dos setores ligados ao pensamento crítico. Ain-da no início da retomada da resistência, merecem também des-taque a Revista Argumento, o empreendimento editorial das editoras Paz e Terra, Civilização Brasileira, Brasiliense, Vozes e Zahar, sob liderança de Fernando Gasparian, Ênio da Silveira, Moacir Félix, que se nutriam da produção intelectual dos ex-poentes já mencionados acima, além de Celso Furtado, Flores-tan Fernandes, Antônio Callado, Octávio Ianni, Francisco de Oliveira, Carlos Nelson Coutinho, Caio Pardo Júnior, Werneck Sodré, Josué de Castro, Oscar Niemeyer e muitos outros, cujo elenco está a merecer um tratamento tanto memorialístico como analítico-interpretativo, pois eles, de fato, começaram a nos ajudar a conhecer o Brasil, rompendo com os paradigmas etnocêntricos. Se a memória não me falha, embora a censura política estivesse sempre fortemente ativa contra os espetácu-los, filmes e jornais desde o início da ditadura, em relação aos livros ela somente vai tornar-se mais ativa depois que a Junta Militar assumiu o governo, entre 1969 e 1971, recrudescendo ainda mais o regime, dando sequência ao que se costumou cha-mar de governo da Linha Dura, expressando, dessa forma, as contradições entre os próprios militares e seus aliados.

Outro aspecto a ser lembrado em relação à mutilação da vida acadêmica do país foi a implantação da disciplina Estudo dos Problemas Brasileiros, obrigatória para todos os cursos. Incial-mente era ministrada pelo rádio, pela televisão e pelos jornais nos finais de semana e, mais tarde, vencidas as resistências dos professores e estudantes no âmbito das universidades, passou a ser lecionada nas próprias salas de aula por professores e inte-lectuais que gozavam da confiança do regime. Ninguém se gra-duava sem a comprovação de aproveitamento nessa disciplina.

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Na verdade, ela foi pensada com o propósito de substituir nos corações e mentes da juventude o conteúdo crítico transmitido pelos intelectuais cassados e punidos pelo Decreto-Lei n° 477.

Outra maneira de oferecer formação alternativa ou com-plementar àquela prestada pelas universidades públicas foi o Projeto Rondon, que consistia em promover estágios de férias para estudantes universitários supervisionados por agentes do regime em áreas críticas do país, marcadas pela pobreza, pelo isolamento geográfico e pelas precárias condições de vida da população. Esse silenciamento produzido nas hostes universi-tárias e letradas do país estendeu-se profundamente também à população, em geral através do reforço ostensivo por parte do governo às telecomunicações. Definitivamente, o país entrara na era dos satélites. Sob o comando do Conselho de Segurança Nacional, do Ministério das Comunicações e da Assessoria Es-pecial de Relações Públicas, criada em 1968 e particularmente destinada a produzir a propaganda da imagem da ditadura jun-to à opinião pública, montou-se um poderoso arsenal de pro-dução midiática e de contrainformação a serviço do regime.

Nesse sentido, foi desenvolvido um volume bastante expres-sivo de ações que iam desde a produção ideológica dos sentidos a serem disseminados através da propaganda em todos os meios de comunicação, inclusive no cinema, passando pela liberação de generosas contas publicitárias para os jornais, revistas e ca-deias de rádio e televisão adeptos do Regime e de maior alcance social, até o forte estímulo, em termos de concessões, inclusive financeiras, a cadeias de rádio e televisão, como foi o caso so-bejamente conhecido da Rede Globo. No entanto, aos Festivais de Música Popular da TV Record, com o suporte desse arsenal político-ideológico, foram opostos outros eventos e programas que conseguiram, aos poucos, dividir a atenção dos jovens.

Dentre as diversas perspectivas que se abriram para a juven-tude, destacaram-se duas, como a liderada pela Jovem Guarda,

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cuja produção musical era mais descolada da realidade social e mais voltada para os novos costumes da época, inclusive com melodias e letras sentimentais; e a outra permaneceu nos festi-vais — a chamada esquerda festiva — e em outros eventos cul-turais, como os promovidos pelo Teatro de Arena, os debates do Teatro João Caetano e mesmo montagens das tragédias gre-gas por grandes expoentes das artes cênicas. Ainda à esquerda, uma perspectiva assumida por um seleto grupo de militantes foi a da luta armada, motivada pelos ventos revolucionários que ainda sopravam sobre a América Latina.

Todavia, tanto uns quanto outros, à direita e à esquerda, deram início a uma verdadeira revolução nos costumes, como bem registrou Zuenir Ventura em seu livro 1968: O ano que não terminou. Assim se expressa o autor:

Foi o ano em que experimentamos todos os li-

mites — lembra-se Cesinha — em que as moças

começaram a tomar pílula, que sentamos na Rio

Branco, que fomos para as portas das fábricas,

que redefinimos os padrões de comportamento.

Parte dessa geração queria trazer a política para o

comportamento, e parte queria levar o compor-

tamento para a política. (VENTURA, 1988, p. 31)

Para consumar o silenciamento imposto ao país, imprimiu-se uma ferrenha censura aos jornais, não apenas aos da impren-sa alternativa, mas inclusive aos jornais tradicionais. Alguns tabloides da imprensa nanica somente podiam ser impressos depois de terem passado pela censura da Polícia Federal, em Brasília, como foi o caso do Jornal Movimento. Os demais cor-riam o risco de serem apreendidos já nas bancas ou arrancados das mãos dos adeptos que se encarregavam da distribuição jun-to aos leitores. O caso do jornal O Estado de São Paulo foi em-blemático, pois os censores foram colocados dentro da própria

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redação desde que a direção do jornal recusou-se a retirar da edição do 13 de dezembro de 1968 — o dia em que foi baixado o Ato Institucional n° 5 — o editorial intitulado “Instituições em Frangalhos” e a coluna “Notas e Informações”. Para que as pá-ginas não saíssem estampando o claro das matérias censuradas, o jornal passou a publicar nesses vagos, ao longo de sete anos, trechos de Os Lusíadas. A censura ao jornal somente foi sus-pensa em 1975 por ocasião da celebração do seu centenário.

Do mesmo modo, sofreu censura prévia o jornal O São Pau-lo, órgão da Arquidiocese de São Paulo entre os anos de 1971 a 1978, por haver denunciado torturas e prisões. Segundo depoi-mento de Dom Angélico à Comissão da Verdade, foram obri-gados a enviar semanalmente todos os textos, fotos e vinhetas. Também não podiam deixar em branco os espaços deixados va-gos pelos censores, os quais eram preenchidos com anúncios “Leia e divulgue O São Paulo”. Também chegaram a circular duas edições falsas de O São Paulo, uma delas com uma foto de Dom Paulo Evaristo Arns, na capa, pedindo perdão por haver denunciado prisões e torturas. Já no final da ditadura, também foi criado o jornal Grita Povo, entre 1978 e 1981, na comunidade de São Miguel Paulista.

O fato motivador dessa reflexão

Nunca fui personagem importante nos meios estudantis, mes-mo porque, vindo do interior, nunca cheguei a assumir o status de cidadão metropolitano. Fiz toda a minha formação anterior à universidade no interior e em intenso contato com o meio ru-ral. Minha experiência com a vida metropolitana foi inaugurada com o acesso à Universidade Federal de Pernambuco (UFPE) em janeiro de 1967, por ocasião do primeiro vestibular classificató-rio. Essa modalidade de vestibular pôs fim à tradicional ques-tão dos “excedentes” — assim eram chamados os estudantes

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que ano a ano conseguiam ser aprovados nos vestibulares, mas não podiam ser admitidos porque não havia vagas suficientes. Daí por diante, o problema da aprovação ou não foi devolvido à sociedade, pois os candidatos deveriam esforçar-se por obter boas classificações, pois, em princípios, todos estariam aprova-dos, mas somente seriam admitidos os que obtivessem as me-lhores classificações, até o número de vagas determinados para cada curso. Semanticamente, mudou-se a situação de “repro-vado, ou excedente”, para “não classificado”.

A condição de pequenos agricultores de meus pais, acrescida ao fato de termos migrado recentemente, em 1959, de Boquim, no Estado de Sergipe, para Itapetinga, no Sudeste da Bahia, na época uma ainda nova fronteira agrícola, tornou-se demasia-damente fragilizada, ao ponto deles não terem condições de custear os meus estudos, pois na cidade somente havia colégio privado. Para aquela região também já havia migrado grande parte da minha família e legiões de sergipanos, para o trabalho na lavoura cacaueira. Seria o nosso Eldorado, na expectativa de meu pai. Mas continuamos nesse estado de penúria por quase 10 anos mais. Desse modo, quando conclui o curso ginasial em 1963, continuávamos sem condições econômico-financeiras de providenciar meu deslocamento para Salvador, centro urbano mais desenvolvido e mais próximo na época. Assim, não pude acompanhar a maior parte dos meus colegas de turma após a conclusão do curso. Convivi, nessa fase da adolescência, sob o pesadelo de ver frustrados os meus sonhos de chegar à universi-dade e seguir uma carreira acadêmica.

Diante disso, para dar continuidade aos meus estudos, tive de migrar mais uma vez e, nesse caso, já sem a família. Ainda em 1962, graças à mediação de meu cunhado Getro Guimarães, praticamente um dos fundadores da cidade, conheci o Padre Melo do Cabo, que foi a Itapetinga visitar os pais dele, também migrantes sergipanos e moradores da cidade, após a realização

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do I Congresso de Trabalhadores Rurais do Norte Nordeste do Brasil, do qual teria sido Presidente de Honra, na cidade de Ita-buna. Vale lembrar que foi nesse evento que os trabalhadores rurais, com o apoio de frações progressistas da Igreja Católica, conseguiram “arrancar” do Governo João Goulart as primeiras 22 cartas sindicais dos Sindicatos de Trabalhadores Rurais, no dia 13 de maio de 1962, mesmo sem ter sido ainda aprovado o Estatuto do Trabalhador Rural, o que veio a ocorrer somente em março de 1963.

Meu cunhado, também migrante para a região, egresso da Paraíba, tornara-se amigo do jovem padre, recém-ordenado, desde os tempos de juventude, quando juntos promoviam es-petáculos teatrais na região em prol da construção do primeiro templo católico da cidade. Conhecedor das dificuldades econô-mico-financeiras de minha família e da minha vontade de con-tinuar meus estudos, meu cunhado resolveu apresentar-me ao padre com o propósito de estudarmos a possiblidade de conse-guir um trabalho em Recife, em cuja arquidiocese estava basea-do o padre, de tal modo que eu pudesse adquirir o necessário para dar continuidade aos meus estudos, até então, em minha ansiedade de adolescente, um sonho quase impossível.

O encontro foi promissor, mas eu deveria concluir o ginásio ainda na casa de meus pais. Enquanto isso, em mais um ano, ele já estaria melhor instalado no Recife e certamente teria melho-res condições para me receber, e assim aconteceu. Como não havia linha de ônibus entre as duas cidades, viajei durante três dias, fazendo baldeações, de Itapetinga até Recife, onde che-guei no dia 11 de janeiro de 1964. Na época, eu nem entendia bem o que significava aquele movimento de criar sindicatos e estender direitos trabalhistas aos trabalhadores rurais. Embo-ra, ainda criança, em companhia de meu pai, já tivesse partici-pado, em Sergipe, de uma reunião de lavradores com o então Bispo de Aracaju, Dom José Vicente Távora, para implantar em

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nosso Município o Movimento de Escolas Radiofônicas — Mo-vimento de Educação de Base (MEB), o qual, somente depois de 1964, tomei consciência da sua importância para o processo de emancipação dos trabalhadores do campo.

Passaram-se mais três anos até que eu pudesse chegar à universidade. Estudei à noite em uma escola da Campanha Na-cional de Escolas da Comunidade (CNEC) e trabalhava em tem-po integral durante o dia ligado às obras sociais dirigidas pelo Padre Melo na Paróquia do Cabo. Mais tarde, depois que fiz ves-tibular, passei a trabalhar, em tempo parcial, em Recife, para o Departamento Nacional de Mão de Obra Ministério do Traba-lho. No entanto, durante todo esse período, desde o colégio e todo o tempo de faculdade, morei na cidade do Cabo de Santo Agostinho, situada na região metropolitana, distante de Recife a apenas 30 km.

Foram vários os momentos, na minha vida estudantil e aca-dêmica, em que me deparei com a repressão militar. O primei-ro grande impacto aconteceu em menos de três meses depois de ter chegado a Recife, com o golpe militar, na madrugada de 31 de março para o 1º de abril de 1964. Passamos toda a ma-drugada deitados no assoalho do casarão paroquial ouvindo as últimas transmissões da Radio Mayrink Veiga até o momento em que, já alta madrugada, os seus transmissores foram silen-ciados. Daí em diante, sintonizamos a “cadeia verde e amarela de libertação nacional”, formada pelas emissoras que já haviam aderido ao golpe, e passaram a anunciar a vacância da Presi-dência da República e a posse de Ranieri Mazzilli, então pre-sidente do Congresso Nacional, e o cercamento do Palácio das Princesas em Recife, onde estava o governador Miguel Arraes, por tropas do Exército e todas as operações militares que esta-vam sendo feitas pelo país afora. Já quase amanhecendo o dia, chegaram no casarão aonde estávamos duas lideranças da Ligas Camponesas do Cabo pedindo asilo ao Padre Melo, pois estavam

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sendo procuradas pelo Exército. Essas duas pessoas passaram a conviver conosco sob as medidas de segurança que tivemos de estabelecer para que elas fossem realmente protegidas até que a poeira dos dias iniciais do golpe fosse baixando e permitisse a transferência delas para outros esconderijos mais seguros.

Passados os três anos iniciais do golpe, enfim cheguei à tão sonhada universidade, em 1967. Morando no Cabo de Santo Agostinho, tinha de acordar, das segundas às sextas feiras, às 4h30 para alcançar o primeiro ônibus que fazia a linha inte-rurbana entre as duas cidades, pois eu tinha que trabalhar na Delegacia Regional do Trabalho pelas manhãs. Uma vez cum-prida a jornada de trabalho no Cais de Santa Rita, onde estava situada a DRT, saía às pressas para almoçar no restaurante uni-versitário, na Fafipinha — antiga sede da Faculdade de Filosofia de Pernambuco, na Soledade. Daí, seguia no ônibus da própria universidade para a Cidade Universitária, onde permanecia em aulas até o final da tarde.

Na Faculdade de Filosofia, apesar da sensação agradável de haver conquistado um grande tento em relação à perspectiva anterior de não poder chegar à universidade, sentia-me pro-fundamente estranho diante daquela mobilização estudantil como nunca tinha visto antes. Desde o momento da matrícula, já encontrávamos veteranos e experientes militantes estudan-tis que buscavam angariar a simpatia da calourada. Lembro-me que me tornei amigo de uma menina do curso de História que, anos mais tarde, viria a ser presa acusada de participar de um assalto a um Banco nos arredores de Recife. Os convites para reuniões de diretórios acadêmicos dificilmente podia atender, devido aos compromissos de trabalho que tinha de realizar de-pois da faculdade no Colégio Comunitário do Cabo de Santo Agostinho, onde estudei.

Contudo, mesmo não sendo um ativista estudantil junto com os demais colegas da universidade, estive envolvido em vários

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episódios marcados pela repressão direta, sobretudo nas pas-seatas de protesto, contra a Guerra do Vietnam, contra o Acor-do MEC/Usaid que transformou as universidades brasileiras em caudatárias das universidades americanas. No entanto, um de-les pareceu-me mais significativo pela repercussão que alcan-çou tanto na minha história pessoal, como na vida da faculdade. Cursávamos, em 1969, o terceiro ano do curso de Filosofia da UFPE. No ano anterior, 1968, mais precisamente no segundo se-mestre, houve um movimento grevista dos trabalhadores rurais do Cabo, reivindicando pagamento de salários, férias, 13º salário e outros direitos trabalhistas já conquistados, mas que usineiros e senhores de engenho se recusavam a respeitar.

Além disso, reivindicavam também o cumprimento do Con-trato Coletivo de Trabalho, cuja primeira experiência ocorrera no final de 1963, ainda no Governo Arraes; requeriam também a extensão da previdência social aos trabalhadores rurais, uma vez que ainda não eram beneficiários, e, por fim, ainda ha-viam incluído na pauta das reivindicações a divisão das terras da Cooperativa Agrícola de Tiriri entre as famílias camponesas que a constituíam. Aquela já era a terceira paralisação que se fazia no município do Cabo depois do Golpe Militar. Como as moagens do início da colheita da cana aconteciam em setem-bro, depois do período chuvoso mais intenso, era considerado o momento mais adequado para a paralisação dos canaviais, pois tanto senhores de engenho como usineiros estavam mais vul-neráveis perante o mercado financeiro, necessitavam urgente-mente refazer os caixas.

Era já de costume surgirem incêndios nos canaviais por oca-sião dos movimentos grevistas dos anos anteriores. Senhores de engenho e usineiros costumavam acusar os trabalhadores de atearem fogo aos canaviais. E tudo acabava em prisões de tra-balhadores inocentes e repressões. Diante disso, como medida cautelar, naquele ano de 1968, os trabalhadores, juntamente

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com suas lideranças, decidiram que, tão logo tivesse início a paralisação, os que haviam aderido à greve deveriam vir para a cidade, mesmo sem terem abrigo certo. A liderança do movi-mento teve a iniciativa de convocar um grupo de estudantes da Cidade do Cabo para montar um espetáculo teatral a ser apre-sentado nas principais faculdades do Recife, com o objetivo de esclarecer à população universitária sobre os objetivos do mo-vimento e torná-la avisada antecipadamente. Com essas apre-sentações em 25 faculdades, tinha-se a expectativa de angariar apoio logístico dos estudantes e da sociedade em geral, uma vez que não se dispunha de acesso aos meios de comunicação no caso de haver repressão ao movimento. Entre esses estudan-tes, lá também estava eu. Assim, antes de cada apresentação da peça escolhida (Morte e Vida Severina, de João Cabral de Melo Neto), os atores faziam uma exposição sobre o trabalho de or-ganização de base que vinha sendo feito entre os trabalhadores rurais no município do Cabo e em alguns municípios vizinhos, assim como esclareciam as reivindicações do movimento.

Quando efetivamente começou a paralisação, as lideranças dos trabalhadores, juntamente com seus assessores, voltaram às faculdades para falar aos estudantes e pedir-lhes apoio logístico. Prontamente, os estudantes saíram às ruas e, fazendo pedágios, conseguiram alimentos e jornais para alimentar e aquecer as noites mal-dormidas nas calçadas das ruas centrais da Cidade do Cabo. Foi uma mobilização muito intensa. Na minha facul-dade, de modo particular, passei a acompanhá-los de sala em sala, onde foi feita uma breve fala aos estudantes. No curso de Filosofia, a professora mais reacionária do curso tentou impedir a entrada dos trabalhadores e dos estudantes, mas nós entra-mos assim mesmo, enquanto os estudantes nos aplaudiam. Com esse episódio, desapareci da faculdade e somente fui reaparecer no período de provas finais. Com a chegada de dezembro, desa-

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bou a noite escura sobre o que ainda havia de esperança no povo brasileiro — o Ato Institucional nº 5.

No ano seguinte, 1969, portanto, primeiro semestre após a edição do Ato Institucional nº 5 e do Decreto n° 477, embo-ra a cidade estivesse chocada com a ação do Comando de Caça aos Comunistas (CCC) que acabara de torturar e assassinar o Padre Antônio Henrique, de 28 anos de idade, e secretário de D. Helder Câmara para a juventude, voltei à faculdade e come-cei a frequentar regularmente as aulas como todos os outros colegas, mas a cada dia a comunidade universitária tornava-se mais aterrorizada. Naquele ano, no entanto, foi-nos oferecida a disciplina de Filosofia da História, ministrada pelo professor Jarbas Maciel, também músico e matemático. Como matemáti-co, havia trabalhado para a National Aeronautics and Space Ad-ministration (NASA) — Administração Nacional da Aeronáutica e do Espaço —, nos Estados Unidos, até que a sua repulsa ao ra-cismo americano — apartheid — o levou à decisão de retornar ao Brasil. Como músico, violista erudito, amigo e companheiro de Ariano Suassuna, ajudou a implantar o Quinteto Armorial, tornando-se um dos cinco instrumentistas do grupo.

Como professor de Filosofia da História, levou-nos a pro-fundas reflexões sobre a história e sobre a constituição do fazer histórico, destacando o papel dos historiadores no desenvolvi-mento da consciência nacional e nas reflexões sobre as possibi-lidades de construção de um mundo mais harmonioso, apesar de toda ameaça que pairava no ar da eclosão de uma guerra nuclear que poderia levar a humanidade à extinção. Dentre os autores que nos pôs em contato, esteve Arnold Toynbee, histo-riador inglês, com o qual manteve uma relação de proximidade na medida em que foi tradutor da conferência que ele profe-riu naquela faculdade, em 31 de agosto de 1966. A conferência de Toynbee (1966) intitulou-se História, função e valor (por que estudar história?) e foi publicada, em forma de fascículo,

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pela UFPE. Nessa publicação, estão o texto da conferência em inglês, como falou o historiador, e sua tradução para o portu-guês, feita pelo próprio professor Jarbas Maciel.

As reflexões que o professor Jarbas desenvolveu em suas aulas expositivas sobre o pensamento de Toynbee, entre tanto outros que foram considerados, serviram para nos alertar, ain-da que muito veladamente, para/contra a presença ostensiva na cena política brasileira de economistas e engenheiros, e não mais de políticos e humanistas. Consequentemente, o equacio-namento de nossos grandes problemas nacionais passava pela intensificação do alinhamento do Brasil com as políticas de aju-da externa dos Estados Unidos. Assim, o próprio valor e sentido da história naquele contexto nacional tornava-se indispensável para a reconstrução da nossa nacionalidade, pois, como reco-nhecia o historiador inglês:

Há, entretanto, um outro campo da vida prática

em que o estudo da história tem indubitavelmen-

te servido como uma força efetiva nas relações

humanas, especialmente em tempos recentes.

Os estudos históricos têm sido um dos fatores que

estimularam o despertar de uma consciência na-

cional adormecida. Uma das características mais

salientes da história contemporânea tem sido

o ressurgimento de nacionalidades submersas.

Este movimento teve o seu início no Século XIX,

na Europa, com a revivescência as consciências

nacionais germânica e italiana. A partir daí, esse

despertar tornou-se um fenômeno mundial. Foi

responsável pela queda de uma série de impérios

e fez surgir um número ainda maior de estados

nacionais. Esta foi uma grande revolução, e uma

boa revolução. O conhecimento que um povo

tem de sua história nacional — ou a redescoberta

desse conhecimento, quando houve interrup-

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ção da continuidade histórica — constitui uma

das forças motoras responsáveis por esta revo-

lução. É uma que, no período de vida da minha

geração, mudou o mapa político da superfície da

terra ao ponto de torná-lo quase irreconhecível.

(TOYNBEE, 1966, p. 26)

Como tarefa para a avaliação do meio do ano em Filosofia da História, conforme de costume na época, o professor nos pro-pôs a elaboração de um texto com reflexões sobre o pensamen-to de Toynbee. Para os padrões da época, o historiador britâni-co era considerado um conservador, pois, embora houvesse no seu pensamento um profundo reconhecimento das mudanças e das suas necessidades no curso da história, não assumia ex-plicitamente nenhum compromisso com o marxismo, com a luta de classe, pelo contrário, reconhecia um certo empenho de setores das elites dominantes no sistema mundial, no sentido superar as desigualdades sociais. Tanto que, no texto, reconhe-ce que:

Durante os 5.000 anos de história da civilização,

até os nossos dias, quase todos os benefícios da

civilização foram monopolizados por uma pe-

quena minoria. A maioria, a bem dizer, custeou

a civilização, sem ter participado das suas ame-

nidades. Em nossos dias, a ciência moderna e a

sua aplicação, forneceram-nos os meios de pro-

ver uma participação nos benefícios da civiliza-

ção acessível a todos. A injustiça social deixou de

ser inevitável e, portanto, tornou-se intolerável.

Felizmente, tornou-se intolerável, tanto aos seus

beneficiários quanto às suas vítimas. Quase em

toda a parte, a minoria privilegiada está fazendo

esforços e sacrifícios de modo a diminuir o abis-

mo tradicional entre ricos e pobres. (TOYNBEE,

1966, p. 32)

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Evidentemente, o historiador tinha em mente a construção do Welfare State, tanto na Inglaterra como em outros países eu-ropeus, onde o Estado amparava os desempregados, os desvali-dos e, dentro de certas condições, também os outsiders, sobre-tudo perseguidos políticos em seus países de origem. (ELIAS, 2000) Mas para o desempenho da avaliação proposta pelo próprio professor Jarbas Maciel foram constituídas equipes de trabalho, posto que a elaboração do texto deveria ser coletiva. O meu grupo especificamente foi constituído por, além de mim, mais três colegas (um rapaz e duas moças). Após algumas discussões em horários que havíamos previamente combinado, chegamos à divisão de tarefas, ou seja, quem escreveria o quê.

A mim coube escrever a introdução do texto coletivo, en-quanto aos demais coube o desenvolvimento de aspectos que consideramos importantes para compreendermos o contexto em que estávamos vivendo no Brasil e no mundo com base no que havíamos lido em Toynbee. A ideia geral, enfim combina-da, era a de traçar um panorama com base nas perspectivas teóricas expostas pelo historiador em sua conferência, do per-curso a ser realizado para termos um possível futuro como povo brasileiro e como humanidade. Concluídos os textos, deixamos a cargo dos colegas que moravam em Recife a edição final do trabalho e, posteriormente, a entrega ao professor. Vieram as férias de meio de ano e nos dispersamos.

Retomado o ano letivo, um mês depois, no primeiro dia aula de Filosofia da História, recebemos os trabalhos devidamen-te avaliados e com as respectivas notas. Para minha surpresa, o nosso grupo não obteve a nota que esperávamos, tendo sido bem aquém da média da sala. Quando fui rever o texto que havia sido entregue ao professor no final do semestre anterior, perce-bi que não constava a parte que eu havia escrito. De imediato, procurei o professor e o interpelei quanto à ausência da minha participação escrita. Prontamente, respondeu-me que somente

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havia recebido aquele texto do nosso grupo. Os demais mem-bros do grupo, embora estivessem ouvindo o diálogo entre eu e o professor, permaneceram calados. Até que o mestre dirigiu-se aos meus colegas de equipe, coautores do trabalho, e pergun-tou-lhes o que teria havido com o texto que eu havia escrito. Eles se entreolharam e, como que em espasmo coletivo, res-ponderam ao mesmo tempo: “Tivemos medo de apresentá-lo e por isso resolvemos suprimi-lo. Pensamos que as considerações contrárias à violência e sobre a necessidade de que cada povo possa encarar com sabedoria as mudanças sociais a serem en-frentadas, embora estivessem coerentes com o pensamento de Toynbee, poderiam soar como uma afronta ao governo. E todo mundo sabe, na universidade, o que acontece com alguém que assume esse risco. Nem precisamos falar muito sobre isso aqui por que, como diz o dito popular, paus têm olhos e paredes têm ouvidos”.

Sinceramente, fiquei atônito e sequer conseguia respirar direito ao vir aquela explicação, mas, afinal de contas, onde está o meu texto? Indaguei e eles responderam com toda fran-queza: “Nós o pusemos no fogo!”

Ficamos todos emudecidos por alguns instantes diante do que vivenciáramos naquele momento, inclusive o professor. Talvez, naquele instante, compulsoriamente nos reconhecês-semos todos soldados, como cantou o poeta Geraldo Vandré, em canção que se tornou o hino de todos os oprimidos e per-seguidos: Para não dizer que não falei das flores. Após alguns minutos de silêncio sepulcral na sala de aula, o professor Jarbas Maciel ergueu sua pequena estatura, fitou-nos tranquilamente e começou a falar sobre a condenação de Sócrates à morte, cujo crime pelo qual fora condenado foi o de pensar livremente e com essas ideias corromper a juventude. Lembrou o mestre que o filósofo recusou até mesmo a fuga da prisão que lhe oferece-ram os seus discípulos, dizendo que “devemos um galo branco

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a Esculápio”, pois é através da morte que alcançamos a plena li-berdade de espírito. Pouco depois findamos a aula e o professor solicitou-me que eu apresentasse o meu texto na aula seguinte. Nos despedimos todos cabisbaixos.

Sinceramente, não tive raiva dos meus colegas, mas eu não esperava que o terror do regime tivesse alcançado tal dimen-são. Não se tratava de perdoá-los ou condená-los, no entanto, não me senti protegido. Pelo contrário, senti-me exposto, pois risco maior eu havia corrido no ano anterior, quando apoiei o movimento grevista dos trabalhadores rurais de Cabo, alguns poucos meses antes da edição dos fatídicos AI 5 e 477, e nada me acontecera. Passei a encarar a atitude de meus colegas como um prenúncio do que estava para acontecer, pois com quem teriam eles se aconselhado? Que queriam eles quando incineraram o meu texto? Uma vez que as ideias ali expressas estavam bem firmes na minha memória e na minha história de vida, de tal modo que nem eu mesmo poderia, nem saberia como, desfa-zer-me delas, ainda que assim o viesse a desejar? Então fui ca-paz de refazê-lo.

Levei comigo a forte memória do episódio e, durante a se-mana inteira, questionei-me sobre o que fazer, tentando vis-lumbrar quais seriam os meus próximos passos, não somente diante da faculdade, mas diante da vida, da história. Lembrou-nos o professor Jarbas que Sócrates teria imortalizado as ideias que transmitira a seus discípulos com seu passo firme rumo à finitude que lhe fora imposta por aqueles que tentavam con-ter o movimento da história. “Dos seus algozes, disse o Mestre, mais ou menos assim, restou apenas a memória da truculência que destrói mas que é superada pelo tempo. De Sócrates, po-rém, permaneceu o seu amor à liberdade de pensamento, ins-pirando todas as gerações que lhe sucederam até os nossos dias. Diferentemente de seus algozes, com a sua morte, assegurou a sua imortalidade”.

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Semana seguinte, lá estava eu novamente na aula de Filoso-fia da História, com um exemplar do meu texto para entregar ao professor, que, naquele caso, também já corria risco, que, com toda a sua dignidade, assumiu. Corrigiu a nossa nota, não apenas a minha, mas a dos outros colegas também. Diante da imprevisibilidade do que poderia ocorrer e, antes que tudo pu-desse terminar em silêncio, providenciei várias cópias do texto escrito por mim, com o acréscimo de um preâmbulo, expli-cando o episódio, e o distribui entre os colegas e professores do curso de Filosofia.

Apenas o memorável mestre Ariano Suassuna, de quem fui aluno por dois anos, procurou-me para comentá-lo comigo. Disse-me que concordava com tudo que estava ali escrito, mas recomendou-me cautela diante do momento crítico que está-vamos passando. Certamente, continuou o mestre, aquilo não duraria para sempre, e em tempos vindouros todas aquelas do-res e pavores se tornariam apenas memória e sairiam da ordem física, onde reinava a truculência do autoritarismo, e restariam, totalmente sobre o nosso domínio em nossos foros íntimos à mercê de nossas escolhas, superar o pavor ou conservá-lo.

Um episódio de alcance tão restrito e tão pouco acessível aos historiadores, mas que tive de carregá-lo comigo por todos esses anos. E as reflexões que tenho feito sobre ele têm-me per-mitido entender o porquê da indiferença não apenas dos inte-lectuais e jovens, mas de amplos setores da sociedade brasilei-ra, sobretudo as classes médias em relação às injustiças sociais. Aprendemos, por medo da repressão militar, a ter excessivo cuidado conosco mesmos e pouca importância passamos a dar à história, e menos ainda ao destino para onde caminha a hu-manidade.

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REFERÊNCIAS

ELIAS, N. Os estabelecidos e os outsiders. Rio de Janeiro: ZAHAR. 2000.

BUARQUE, C. Apesar de você. Intérprete: Chico Buarque. In: Chico Buarque. [S.l.]: Phonogram/Phillips, 1978. 1 disco sonoro (30 min 52 s). Lado B, faixa 6 (3 min 54 s).

BUARQUE, C.; HIME, F. Meu caro amigo. Intérprete: Chico Buarque. Meus caros amigos. [S.l.]: Phonogram/Phillips, 1976. 1 disco sonoro (34 min 12 s). Lado B, faixa 5 (4 min 30s).

IANNI, O. O colapso do populismo no Brasil. 3. ed. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira, 1975.

PAGE, J. A Revolução que nunca houve: o Nordeste do Brasil, 1955 a 1964. São Paulo: Record, 1972.

SKIDMORE, T. Brasil de Castelo a Tancredo. Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1988.

SKIDMORE, T. Brasil: de Getulio a Castelo. 14. ed. Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1982.

TOYNBEE, A. História, função e valor (Por que estudar história?). Recife: Imprensa Universitária, 1966.

VENTURA, Z. 1968: O ano que não terminou: a aventura de uma geração. 13. ed. Rio de Janeiro: Nova Fronteira, 1988.

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VERDES ANOS BRAVIOS DE MINHA TERRA NATAL

Eliana Bueno-Ribeiro

Vai passar Nessa avenida um samba popular

Cada paralelepípedo Da velha cidade

Essa noite vai Se arrepiar Ao lembrar

Que aqui passaram sambas imortais Que aqui sangraram pelos nossos pés

Que aqui sambaram nossos ancestrais(BUARQUE , 1984)

A autora nasceu em Niterói, Rio de Janeiro. Graduada em Português e Literatu-ras de língua portuguesa pela Universidade Federal Fluminense (UFF) e douto-ra em Ciência da Literatura pela Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ), tem pós-doutorado em Literatura Comparada pela Universidade de Paris III, La Sorbonne Nouvelle. Professora da UFRJ, foi professora-visitante nas universi-dades “La Sapienza”, de Roma, Rennes 2 e Toulouse le Mirail. Atualmente, é pesquisadora-associada ao Centro de Estudos Afrânio Coutinho, da UFRJ, e ao Institut des Amériques, da Universidade de Rennes 2. É editora da revista ele-trônica Passages de Paris. Além de numerosos artigos acadêmicos em revistas especializadas, publicou Tonico Pereira, uma autobiografia não autorizada (2010) e Santo Antônio (2012).

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Não quero ficar dando adeus Às coisas passando, eu quero

É passar com elas, eu quero

(MACALÉ, 1972)

Mamãe, mamãe não chore A vida é assim mesmo

Eu vou-me embora

(VELOSO, 1968)

I

Tenho lido e mesmo ouvido que algumas pessoas mais jovens gostariam de ter vivido sua juventude nos anos 60-70 no Brasil. Quando tudo parecia mais claro — bandido era bandido, polícia era polícia, como queria o personagem Lúcio Flávio1 —, quan-do tudo parecia mais vivo, quando a utopia brilhava diante dos recém-chegados à idade adulta, quando “Mão/violão/canção/espada/E viola enluarada/Pelo campo e cidade/Porta-bandei-ra, capoeira/ Desfilando (iam) cantando/ Liberdade”.2

Quem completou 18 anos nesse momento, no entanto, talvez tivesse preferido nascer um pouco antes. Ou um pouco depois. De fato, o fim da adolescência implica necessariamente o con-flito com a ordem instituída e com sua representação imediata,

1 Lucio Flavio, o passageiro da agonia. Filme de Hector Babenco, 1976.

2 “Viola enluarada” de Marcos e Paulo César Valle, 1968.

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a família. Implica viver o caos para poder parir a estrela, como disse Nietzsche. É, pois, intrinsecamente, um momento de con-frontações, de lutas e disputas que serão tão melhor resolvidas quanto mais estável for o contexto em que se derem.

O que não foi o caso dos “soixante-huitards” brasileiros que, semelhantemente à geração que completou 18 anos no início dos anos 40 na França ocupada, teve de se construir sob uma ditadura militar sanguinária, quando a lei era ilegítima, quando o que aparecia oficialmente como positivo devia, o mais das vezes, ser lido como negativo e vice-versa. Quando, para fazer rir, era preciso o brilhantismo de Quino, que fazia Mafalda dizer que “todo lo que me gusta es ilegal, inmoral o engorda”.3

Hoje, quando assisto, como mãe retardatária que sou, a meus filhos começarem a viver suas vidas independentemente de mim, penso em como se iniciou minha própria vida adulta. E em como as circunstâncias históricas em que isso se deu con-tribuíram para complicar esse processo e torná-lo mais doloro-so que o necessário. E não posso deixar de pensar em meus pais.

O problema dos filhos é que eles ficam prontos para convi-ver com os pais muito depois da hora certa. Muitas vezes, tarde demais. É a lei da vida, dirão todos. A solidariedade interge-racional dá-se em direção ao futuro, não ao passado. Seremos sempre o apoio de nossos filhos, que o serão de seus próprios filhos... Mas, bem-aventurados os poucos que podem sê-lo dos próprios pais. É assim a vida, concluem Hamlet e o Rei Leão... Mas, como diria o poeta, como dói!

II

Para mim, a ditadura começou ao som de música clássica. O 1° de abril de 1964 foi uma quarta-feira e, ao voltar para casa, à hora

3 Mafalda, Quino.

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do almoço, escutei, do portão do jardinzinho, o rádio, extraordi-nariamente ligado àquela hora. Minha mãe, com sua fisionomia calma demais das grandes crises, me anunciou que tinha havido um golpe militar e que as rádios estavam censuradas. Meu pai chegou e, durante o almoço, minha mãe e ele comentaram os úl-timos acontecimentos.

Meus pais tinham opiniões políticas ligeiramente diferen-tes entre si, o que fazia com que as conversas sobre o assunto fossem interessantes lá em casa. Minha mãe votava no Partido Social Democrático (PSD) e, geralmente, em seu voto, seguia as indicações dadas pelos padres que supervisionavam as Fi-lhas de Maria de Niterói, embora, ao se casar, tivesse deixado compulsoriamente de pertencer a essa organização; meu pai era do Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), mais próximo das atividades sindicais e da liderança de Roberto Silveira, de cuja campanha para governador do Estado do Rio de Janeiro par-ticipara. Eram ambos getulistas e nacionalistas. Eram ambos pequenos funcionários públicos do Estado. Representavam a ascensão social das classes populares, muito felizes e orgulho-sos por integrarem a máquina estatal por concurso, o que de-viam a Getúlio e sua reforma do Estado. Afinal, o mérito era reconhecido, quem estudava e se preparava obtinha emprego, o Brasil tornava-se pouco a pouco verdadeiramente uma na-ção. Minha mãe era professora primária, mas trabalhava como redatora na Secretaria de Viação e Obras Públicas; meu pai era escrivão de polícia. Ambos se lembravam muito bem de 1935 e de suas desastrosas consequências. Tinham votado pelo “pre-sidencialismo” no plebiscito de 1963 e nos ensinado, a minha irmã e a mim, as vantagens desse sistema para a democracia. Logicamente, apoiavam o presidente João Goulart.

Meu pai comprava todos os dias dois jornais, um pró, ou-tro contra o governo, O Jornal do Brasil e o Correio da Ma-nhã (comprava também O Jornal dos Sports, O Fluminense e,

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posteriormente, A Tribuna, além de, aos domingos, também o O Jornal. Meu pai tinha a mania dos jornais, mas isso, como J. Pinto Fernandes, não entra na história). Minha mãe seguia atentamente os textos de Carlos Heitor Cony, leitura também recomendada pelo avô de uma de minhas melhores amigas do colégio, Alice Conde Dias. De seus artigos políticos, passamos a sua literatura (Pesach; a travessia, de 1967, é um dos grandes romances da literatura brasileira).

Naquela época, a maior parte das mulheres que trabalhava fora tinha empregada, e minha mãe não era exceção. Floriana, a empregada lá de casa, tinha um irmão “marítimo”, cabo ou sargento, e nos trazia diariamente notícias do que se passava na Marinha entre os suboficiais. Notícias que deixavam meus pais inquietos. Comentavam eles, depois que ela ia embora, como sua linguagem estava mudando e como, dia a dia, seu vocabulário integrava novas expressões, como até mesmo sua postura corporal se modificava ao falar das esperanças de seu irmão — que eram também suas — no presidente e nas mudan-ças que haviam de vir. Ela e minha mãe planejavam montar um atelier de costura, pois minha mãe sabia modelar e cortar e ela tinha sido costureira de um alfaiate. No caso de um movimen-to político qualquer que bloqueasse os salários dos funcionários públicos (e consequentemente o de Floriana), teriam ambas do que viver. As notícias e os boatos nessa época eram numerosos e desencontrados.

A juventude e a emoção de João Goulart eram contagiantes, e lá em casa ninguém duvidava de suas boas intenções. Já seus métodos eram menos apreciados. Lembro-me da inquietação de meus pais por ocasião do comício da Central do Brasil e da euforia de Floriana ao comentar o mesmo evento, do qual tinha tido notícia por intermédio do irmão, que nele estivera presente. Meus pais julgavam que Jango fora imprudente. Ambos tinham

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medo da influência de Brizola (“um incendiário”) sobre o presi-dente, que, na opinião deles, brincava com fogo.

Não me lembro da reação de Floriana no dia 1° de abril por-que certamente ela estava lá em casa. Mas me lembro de seu desespero a seguir, quando seu irmão foi preso, de seu medo. Ela continuou trabalhando lá em casa muito tempo, trabalhou depois em casa de uma de nossas primas, de minha irmã e de amigos. Até a sua morte, ela continuou em contato com nossa família, mas nunca mais quis saber de política. De protestante que era, então passou a uma igreja da Assembleia de Deus e dis-pôs-se a esperar pacientemente o Reino dos Céus.

Não me lembro de outras reações imediatas ao golpe, nem em casa, nem na vizinhança, nem no colégio de freiras, que fre-quentava desde o jardim de infância. Em São Domingos, bairro de classe média baixa onde morávamos nessa época, entrar nas Forças Armadas era o sonho da maioria dos rapazes de nosso círculo. Vários de nossos amigos tinham tentado repetidas ve-zes ingressar na Marinha (a prova mais difícil), no Exército ou na Aeronáutica. Somente um deles conseguira passar para esta última arma, recebendo a admiração de todos. Até hoje me per-gunto como se terá portado ele durante os duros tempos que atravessamos. Soube apenas que chegou a Brigadeiro. Por outro lado, nascido em 1911, meu pai respeitava e admirava os mili-tares como garantia do executivo e da legalidade e, sem apoiar o golpe, supunha que eles convocariam imediatamente novas eleições e que uma anistia geral viria ainda naquele ano. Sua de-cepção frente aos fatos que se encadearam foi dolorosa. Foi todo um mundo de valores que desabou para ele.

E a vida seguiu. Comecei a “namorar firme” o rapaz ideal (meu padrinho se referia a ele como “o príncipe”, e sem iro-nia!), dançava nas domingueiras do Clube de Regatas Gragoatá e com os amigos refazia o mundo ao som de Ray Connif, os Ro-mânticos de Cuba e os Single Singers. E sonhava e me embru-

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lhava. Os sonhos românticos de amor, casamento e formação de família vinham junto com uma sensação de sufocamento. Meu namorado começou a me dar joias, o que, na época, era significativo de suas “boas intenções”. E quando, em casa, se falava em meu projeto de fazer faculdade — eu seria a primei-ra universitária da família —, alguma coisa indefinível na rea-ção familiar não me agradava. Minha expectativa com relação aos estudos superiores era que a universidade fosse um lugar de movimento, de mudança. E a família, até meu pai, que me apoiava muitíssimo, falava do curso de Letras como apenas um degrau além do Curso Normal: de professora primária, passaria eu a professora do secundário. Um alargamento de espaços in-telectuais e profissionais, decerto, mas a partir da mesma base de valores. Nessa época, eu tinha uma taquicardia visível a olho nu. Coração na boca, coração disparado, o médico consultado recomendou calmantes e pôs a culpa no vago simpático que não era exatamente o que eu pensava.

III

Às vésperas de minha formatura como professora, saímos da pequena casa de São Domingos para uma linda casa em Icaraí, o bairro mais animado de Niterói naquele tempo e onde eu ado-raria ter passado a adolescência. Mas àquela altura, o local de moradia não tinha mais a mínima importância para mim. Tendo frequentado bailinhos e domingueiras desde os 13 anos, aos 18 não quis participar de meu baile de formatura, no salão do Clube da Aeronáutica, perto do aeroporto Santos Dumont, no Rio de Janeiro. Muito impressionada com todas as luzes recém-con-quistadas no cursinho pré-vestibular organizado pelo Diretório Acadêmico da Faculdade de Filosofia, Ciências e Letras da Uni-versidade Federal Fluminense (UFF), onde muito se aprendia, sobretudo fora das salas de aula, considerei tal comemoração

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conservadora e convencional. No fim daquele ano, fiquei entre os primeiros colocados no vestibular para Letras e pude escolher o turno da noite — na mitologia do momento, o turno de elite, pois reunia os alunos que já trabalhavam, a maioria como pro-fessor de português ou de línguas estrangeiras e se sentiam qua-se que fazendo um curso de aperfeiçoamento. E dancei anima-damente a noite inteira no Baile dos Calouros promovido pelo Diretório Acadêmico.

A turma era interessada e, sobretudo, crítica. Meninas e ra-pazes de 18 anos, homens e mulheres mais velhos, professores que trabalhavam com autorizações provisórias do Ministério da Educação (MEC), mulheres que voltavam à faculdade depois de os filhos terem entrado na escola, gente que estava em sua segunda faculdade, um ex-preso político de 64, já em liberda-de, comprometido com a educação de adultos e o método Paulo Freire, três militares que não sabíamos se ali estavam para es-tudar como nós ou para espionar a faculdade, mas que eram, os três, simpáticos, amáveis, estudiosos e inteligentes. Como negar-lhes o cumprimento, ignorar sua gentileza, negar-lhes o acesso aos grupos de estudo?

No início daquele ano, me apaixonei pelo clássico bad boy, para consternação de minha família. Terminei o namoro com meu príncipe e comecei a vida profissional como professora primária num colégio particular perto de casa.

O curso de Letras exigia muito trabalho, o que complicava a vida de quem dava aulas na parte da manhã e tinha, conse-quentemente, também de prepará-las. Mas era como se esti-vesse fora do mundo, completamente fora, sobretudo da Facul-dade de Filosofia, Ciências e Letras, na qual se destacavam, nas conversas e discussões nos corredores e na cantina, os alunos de História e do recém-criado curso de Ciências Sociais, tão novo que não estava ainda normatizado pelo MEC. Esses colegas me apareciam como os verdadeiros intelectuais, os que conhe-

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ciam “o caminho das pedras” para compreender o que então se indicava como “a atual conjuntura”. No primeiro ano, estudá-vamos, entre outras disciplinas, latim e deveríamos traduzir a Guerra da Gália; francês, e deveríamos ler Victor Hugo; litera-tura portuguesa — e no primeiro semestre, a professora pediu que comparássemos três “Histórias da Literatura Portuguesa”; sintaxe; e uma disciplina que me pareceu interessantíssima, análise de edições e preparação de edições críticas, ministrada pelo professor Maximiano de Carvalho e Silva. Nessa discipli-na, o livro me aparecia, pela primeira vez, como um artefato, mutante ao fio das edições, dependente não só do autor, como também do editor. Como, além disso tudo, estudar História, que sentíamos todos estar na base de qualquer estudo das cha-madas humanidades?

Logo nos primeiros dias de aula, uma colega do último ano, muito simpática, aproximara-se dando as boas-vindas e con-versara longamente comigo sobre a situação do país. Com toda a certeza, compreendi menos do que supus de tudo o que dis-se ela, mas fiquei muito lisonjeada pela atenção recebida e me aproximei do Diretório Acadêmico, que passou a ser um lugar privilegiado para mim. Só muitos anos depois soube que ela, uma das melhores alunas de sua classe, pertencia ao Partido Comunista Brasileiro e, ao me abordar, estava recepcionando os calouros. No fim do ano, o grupo de teatro do Diretório mon-tou a peça Memórias do fim da rua, de Rubem Rocha Filho, com direção do próprio autor, que se deslocou a Niterói para os ensaios a convite de um dos universitários, o atualmente crí-tico de arte Vicente de Percia. Lembro de ter gostado muito da apresentação a que assisti, mesmo se do texto só retive a ex-pressão do desejo do jovem niteroiense de atravessar a baía (de Guanabara) em busca das luzes da Cidade Maravilhosa, senti-mento que eu compreendia perfeitamente.

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A entrada na faculdade foi, de fato, a entrada num novo mundo, do qual a heterogeneidade era a característica mais marcante. Minha geração aproveitou o movimento do início da década de 60 (os Centros Populares de Cultura) em direção da cultura popular, das culturas populares. E foi assim que, vinda de uma classe média baixa em ascensão e de um colégio de clas-se média alta, foi a partir do espaço universitário que participei do carnaval de rua e frequentei ensaios de escolas de samba, fiz amigos entre praticantes da umbanda e do candomblé e, católi-ca praticante que era, pude relativizar o conceito de “caminho da salvação”.

Em 1967, os tempos já eram bicudos e meu pai ia me bus-car toda a noite na faculdade. Chegava mais cedo, fez amiza-de com o livreiro que montava sua banca sob os pilotis, depois com o dono do bar onde o livreiro guardava os livros. Muito simpático, fez amizade também com meus colegas, amigos e eventuais namorados, a quem emprestava livros e com quem trocava ideias. Como recusar sua companhia? E como conciliar sua companhia com a necessidade que sentia de justamente me afastar da família? Como conciliar o desejo de separação, legí-timo e necessário a meu crescimento, com a proteção familiar que me era imposta e que eu reconhecia não ser inútil, e muito pelo contrário?

No início de 1968, passei em 1° lugar no concurso para pro-fessora primária efetiva do Estado do Rio de Janeiro, deixei o colégio particular e comecei a dar aulas no município de São Gonçalo, contíguo a Niterói, no bairro do Alcântara. No início desse ano, participei da representação discente na comissão paritária entre professores e alunos para a discussão e conse-quente aprovação da Reforma Universitária, na qual a Faculda-de de Filosofia desapareceu, dando lugar aos diversos institu-tos, dentre os quais o Instituto de Letras. Foi aí que pude “ver” a universidade dentro da sociedade, seu papel, sua importância.

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Compreendi como cada modelo de universidade se relacionava com um determinado modelo de sociedade. E dentro do cur-so de Letras, a importância, tanto “técnica” quanto estrutural, política, de cada disciplina.

Ao mesmo tempo, participei da fundação do grupo de tea-tro patrocinado pelo recém-criado Diretório Acadêmico do Instituto de Letras da UFF, do qual participavam alunos não só de Letras, mas de toda a universidade, e mesmo um certo An-tônio Carlos Pereira, cuja única relação com a universidade era o fato de ser primo da namorada do presidente do Diretório e namorado, por sua vez, da professora de Latim do curso pré-vestibular do mesmo Diretório. Ao lado de Imara Reis, a dona da ideia de organizar o grupo, esse Antônio Carlos Pereira iria profissionalizar-se, adotando o nome de Tonico Pereira. Mes-mo se eu já pertencera a um grupo de Teatro Amador — “Os Provincianos” —, organizado a partir da Secretaria de Cultura de Niterói, a participação no grupo que, em homenagem a Gro-towski, batizamos “Laboratório”, foi determinante para minha vida acadêmica e para minha formação, não só intelectual, mas também existencial.

Como nossos cursos terminavam às 22h30 e havia pessoas que estudavam noutras unidades ou davam aulas no turno da noite de colégios, os ensaios, uma ou duas vezes por semana, nunca começavam antes das 23h00, 23h30, e iam até às 3h da manhã. No dia seguinte, eu devia levantar antes às 6h, de modo a estar no Grupo Escolar às 7h. E nos fins de semana havia en-saios maiores e depois saíamos para os bares, para a casa de um ou de outro, para o teatro, no Rio, ou para as sessões de meia-noite no CINEARTE UFF. Além disso, eu tinha de estudar para a faculdade e preparar as aulas da semana para a escola... Mui-tas de nós éramos professoras primárias. Não sei como faziam as outras, mas eu vivia pelas tabelas. E morta de culpa de, por estar tão cansada, não dar aulas melhores na escola primária,

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nem ser melhor aluna na Letras. Culpa reforçada pela família, que me fazia continuamente ver o quanto eu faltava às minhas obrigações.

“Se seu namorado te vir comendo esse sanduíche enorme, ele termina com você”, me disse uma vez uma colega ao me ver desembrulhar meu almoço. De fato, naqueles tempos muitas de nós ainda não sabíamos muito bem se tínhamos “autorização” para comer de acordo com nossa fome. As moças deviam “co-mer como um passarinho”, dizia minha avó-torta. E não comer rabada nos bares ou tomar cerveja com os rapazes. Sobretudo, a cerveja, além de ser de mau-gosto, estragava o corpo. A vivên-cia na universidade exigia também uma franca reavaliação de alguns valores sociais e morais.

Assim, de outra feita, uma das jovens mães de nossa turma veio me dizer que eu tomasse cuidado porque estava ficando “falada” na classe. A razão era minha amizade com outra cole-ga, de outra classe, mas do grupo de teatro, que tinha fama de “dormir com todo mundo”, como eufemisticamente se dizia, de “ser puta”, como violentamente também se dizia. Chocada, corri para prevenir minha amiga. Sentamos nas escadas da fa-culdade e transmiti-lhe o que julgava ser a má noticia: “Fula-na, imagine que estão dizendo que você é puta, que você dorme com todo mundo!!!” E minha amiga serenamente me explicou: “Calma, é um engano! Eu não sou puta não! Eu não cobro! Eles não sabem disso. Puta é quem cobra. É uma confusão de con-ceitos, entendeu?” Refleti e relaxei. Daí pra frente, quando me repetiam a observação — e olha que me repetiram!!! — eu repe-tia a resposta. Eu tinha compreendido o conceito novo.

Na faculdade, ouvi pela primeira vez a afirmação de que todos os policiais eram corruptos e violentos. Ora, minha irmã e eu tínhamos sido criadas dentro da ideia de que havia na polícia os corruptos e violentos, mas que a polícia, como instituição, era a defesa do pobre, do fraco, a mão do Estado

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mantendo a ordem. E corrupto, meu pai? Impossível. Nesse dia cheguei em casa preocupada e interroguei meu pai: como po-dia ele provar sua idoneidade? Como podia provar que não re-cebia propina do jogo do bicho, que, segundo eu sabia, pagava uma “mesada” aos policiais para poder agir livremente? Meu pai não se perturbou e me explicou que, de fato, muitos poli-ciais recebiam essa aviltante “mesada” e que pelo menos seus conhecidos faziam-no por necessidade. Ele não se sentia capaz de julgá-los. No entanto, ele jamais recebera nada, nem um tostão. Como minha mãe também trabalhava, o que recebiam os dois era suficiente para vivermos. — Como você pode provar isso? Insisti aflita. E ele calmamente me respondeu que a prova do que afirmava era a vida que levávamos, numa casa que só muito recentemente tinha televisão: — Qualquer um que entre aqui poderá constatar que vivemos de nossos salários, sua mãe e eu, respondeu ele. Eu admirava imensamente meu pai.

Num outro momento, uma colega veio me contar que uma terceira, que conhecera minha família porque estudara comi-go em nossa casa para o vestibular, tinha ido dizer no Diretó-rio que as pessoas deviam ter cuidado comigo porque eu era filha de um policial. E que, diante da apreensão geral, aquela minha amiga “que dormia com todo mundo”, e que era uma das maiores lideranças da faculdade, proclamara que se todos os policiais fossem como meu pai — que ela conhecia bem, pois também frequentava nossa casa — ninguém precisaria ter medo da polícia. E que, por sua intervenção, a questão morrera no nascedouro. Eu admirava imensamente essa amiga leal e cora-josa e, por extensão, todo o grupo do Diretório Acadêmico e do grupo de teatro.

Do Grupo Escolar, eu ia diretamente para a faculdade, onde, depois de almoçar o sanduíche, que levava de casa porque os tempos eram outros e o cobertor era curto, deveria ir para a biblioteca estudar até às 17h30, quando começavam as aulas.

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Isso quando não permanecia na salinha do Diretório Acadêmi-co, onde se conversava muito, muito se discutia. onde aprendi enormemente; onde, de fato, conheci o espírito universitário em sua dimensão crítica; e onde obtive algumas fundamentais referências teóricas e bibliográficas.

A essa altura, eu, literalmente, não respirava direito. Quan-do “a coisa” me atacava, eu ficava sem poder falar e sem poder me mexer, às vezes de boca aberta, aspirando o ar que parecia não entrar, que, em todo caso, “não dava uma voltinha” lá den-tro. E “a coisa” me atacava muitas vezes, de repente por nada, mas sistematicamente à hora das refeições. Quando, mais tar-de, ouvi Belchior, soube que não só eu e uma de minhas primas sofríamos daquele mal: “No centro da sala/diante da mesa/ no fundo do prato/comida e tristeza/a gente se olha, se toca e se cala/ e se desentende na hora em que fala... /é hora do almoço”.

A mobilização estudantil estava no auge, mas eu era com-pletamente exterior a ela. Não participei de nenhuma das ma-nifestações que se realizavam no Rio, durante o dia, quando eu estava no Grupo Escolar. Nada envolvida nas organizações estudantis de resistência à ditadura, que conhecia de mui-to longe, não me sentia autorizada a faltar ao trabalho para ir às passeatas. Soube da morte de Edson Luis pelo jornal e nem mesmo pensei em comparecer à passeata “dos cem mil”, perto das provas parciais dos alunos. Que é que poderia dizer a eles? E a seus pais, que não tinham a mais pálida ideia do que fosse ditadura, repressão ou resistência, mas que queriam que seus filhos passassem de ano? E à diretora, tão dedicada ao Grupo Escolar e que parecia nada saber — nem querer saber — de polí-tica? De fato, era como se eu vivesse em dois mundos completa-mente diferentes: na escola, as preocupações eram com a baixa aprendizagem dos alunos, com suas condições sociais, com o relacionamento com os pais, com o prejuízo que provocavam para a organização escolar as eventuais faltas de professores,

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com as turmas enormes, 40 alunos por vezes numa sala não era possível, com minha falta de experiência, com minha falta de tempo para me dedicar ao magistério; em casa e na faculdade, com os problemas do país, a censura à imprensa, o perigo que corríamos, a necessidade (ou não, era conforme) justamente de correr mundo e correr perigo (“Mamãe, mamãe não chore/eu quero é correr mundo/correr perigo”), com a necessidade de compreender o que se passava e o medo de não estar com-preendendo nada, de não dominar os conceitos por não ter lido os textos fundamentais e, ao contrário, o medo de estar viven-do do lado de fora da história, ou pior, de ser omissa.

Como se não estivesse integralmente em lugar nenhum, sempre dividida, eu respirava mal. No grupo de teatro, se não chegava a ser considerada “alienada”, era certamente dos mais “caretas” e menos “engajados”; na família, de “moça mode-lo” tinha passado a “ovelha negra”, a que “vai matar os pais de desgosto e susto”.

Meus pais tinham de fato medo. Meu pai dizia que nós es-távamos “brincando com fogo”, que um grupo de teatro que ensaiava num prédio público até às 3h da manhã estava sem dú-vida alguma sob vigilância. Eu redarguia dizendo que, se assim fosse, estávamos seguros, pois não fazíamos nada ilegal, fazía-mos teatro. E nessa discussão inútil e, muitas vezes, violenta, gastava eu ainda no mínimo meia-hora de meu pouco sono das madrugadas. E meus pais diziam que não podiam dormir antes que eu chegasse, de medo de que tivéssemos sido presos e que não tinham mais idade para isso. Nessa época, se uma boa rela-ção com meus pais era muito importante para mim, a atividade teatral e a participação no grupo de teatro eram importantís-simas, diria mesmo vitais. O poeta Jayro José Xavier, de quem tive a honra de ser colega nessa época, apresentou-me à poesia de Constantino Kavafis, que acabava de ser traduzida. E nela me apontou especificamente o poema “Mires”, sobre o jovem

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de família cristã que fora de casa entregara-se às orgias pagãs e ao amor homossexual e que, depois de morto, fora retomado pela família, que lhe preparara um velório cristão: “Para minha amiga mirar-se e remirar-se em Mires”, escreveu ele como de-dicatória no livro que me deu de presente.

IV

O futuro está nos ovos, de Ionesco, é uma ácida crítica à so-ciedade industrial, de produção, de consumo e de controle, tomando como metáfora a família que pretende que os jovens usem o amor como motor de reprodução, de produção. Por suas características “de absurdo”, acentuadas pela montagem, era uma peça difícil de ser censurada. Mas o que dizia era cla-ro, claríssimo. Meus colegas cobravam minha presença até o fim nos ensaios, aos quais, evidentemente, não admitiam fal-tas. E desejavam, felizmente, minha presença nos programas de diversão. Meus pais, por outro lado, não estavam, de modo nenhum, de acordo com meus novos horários, inconcebíveis tanto do ponto de vista moral quanto do “sanitário”, da segu-rança política. E também cobravam minha presença nas festas de família nos fins de semana e nas visitas a meu avô, no inte-rior do estado, o que punha em xeque minha participação nos ensaios. E proibiam terminantemente os acampamentos que o grupo fazia em alguns feriados ou fins de semana prolonga-dos, fossem em Paraty ou em Ponta Negra, Maricá. “Loucura pura”, diziam eles. “Um acampamento de jovens numa praia? Você e seu namorado? Mas onde já se viu? E, sobretudo, isso é um prato feito para a polícia!” Se não havia mais consenso sobre o que fosse “uma moça de família”, “uma boa moça”, as consequências do congresso de Ibiúna vieram reforçar o pâ-nico em que vivia minha família e do qual eu tentava escapar, afirmando sempre não ter nada a ver com política, só fazer

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teatro. No entanto, a palavra “desaparecido” começava a to-mar um sentido particular, impossível de ser ignorado.

Quando o AI 5 foi promulgado, talvez por autodefesa, não realizei o que tinha acontecido. “Não há nada de ilegal no que fazemos”, continuava a argumentar. “Fazemos teatro num Ins-tituto de Letras! Nada mais normal!” Era muito sofrimento ter de enfrentar uma família com quem tinha laços não só afetivos, mas também intelectuais, com a qual partilhava muitos valo-res. E que estava completamente apavorada. Minha mãe me recomendava uma “confissão geral” que apagasse o pecado de minha rebeldia, a qual, como Lúcifer, eu pagaria caro. Mas eu não queria ter medo, queria continuar a fazer teatro, a convi-ver com “o grupo”. Porque fora daquele espaço, além dos com-panheiros “do grupo”, não conseguia me sentir vivendo, era como se a vida passasse na janela da Carolina, de Chico, como se eu balançasse sem sair do lugar, como os barcos amarrados do clube Audax, no cais, não da Bahia de Capinam e Macalé, mas do Gragoatá, que eu conhecia tão bem.

Em 1969, O Futuro... apresentou-se no Festival de Teatro Jovem de Niterói e ganhamos o 1° lugar em várias categorias. José Carlos Gondim, Imara Reis e Antônio Carlos Pereira con-quistaram, além disso, prêmios individuais de melhor diretor e melhores atores respectivamente. Eu respirava cada dia pior e a cada refeição meu pai se exasperava e queria que eu fizesse um exame cardiológico. Depois do sucesso de O Futuro, o grupo mudara de composição, elementos tinham saído, outras pes-soas tinham entrado. Ensaiávamos Prometeu Acorrentado, de Ésquilo, que terminava com a frase “E as palavras são obras”. Com essa peça nos apresentamos no Festival de Teatro Jovem do Estado do Rio de Janeiro e viajamos pelo Brasil: ônibus da Reitoria, hospedagem mais que precária, viagens, que, por ve-zes, exigiam dos que já trabalhavam um verdadeiro exercício diplomático junto aos chefes e diretores para a obtenção das

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necessárias licenças. Petrópolis, Teresópolis e, sobretudo, a Al-deia de Arcozelo, de Paschoal Carlos Magno, no Rio de Janeiro, São José do Rio Preto e São Carlos, em São Paulo, Bom Jesus, no Rio Grande do Sul, Caruaru, em Pernambuco: Festivais de Teatro Amador que ganhamos sem exceção. “E as palavras são obras”, gritava Prometeu em seu penhasco. — “E as palavras são obras”, repetia o coro das Oceânidas. E o público.

A ida a Caruaru foi a mais importante dessas excursões e a última do grupo com o nome de Laboratório. Nela vivemos mo-mentos realmente inesquecíveis, como a travessia do São Fran-cisco, de balsa, na “barra do dia”. Na volta, parte do grupo de-cidiu, a convite do grupo da Bahia, ficar por alguns dias na boa terra. Os baianos se encarregaram de nos encontrar alojamento em casas de amigos, e o ônibus da reitoria voltou com as malas que entregou de casa em casa. Voltaríamos de carona, o que nos diziam ser muito fácil. Alguns amigos e eu fomos instalados na casa do administrador do Teatro Castro Alves, em Salvador, um belo sobrado, embora já decadente, com uma varanda em que havia uma luneta focada sobre a Baía de Todos os Santos, no alto da Ladeira dos Aflitos. Decidida a economizar o mais pos-sível, redigi o telegrama, com que pretendia tranquilizar meus pais, com o mínimo de palavras: “Aflitos n° X”. A lenda familiar contou por muitos anos que meu pai, ao receber o telegrama, já inquieto por ter recebido a mala sem sua proprietária, gritara por minha mãe, avisando-a de que estávamos em perigo e pe-díamos socorro. E que tinha sido necessária a calma de minha mãe para fazê-lo identificar na mensagem simplesmente a co-municação de um endereço. A volta de carona não foi fácil e tal-vez por isso tenha sido tão emocionante. Dois dias e duas noites de caminhão em caminhão, com motoristas que davam carona porque estavam “virando” noites e queriam companhia para não dormir... Dois dias a bordo de Mercedes Benz que algumas vezes ameaçavam sair perigosamente da estrada... Chegamos

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ao Rio sem comer havia 24 horas, com o dinheiro contadinho para a passagem para Niterói.

Depois de Caruaru, com outro nome — Grupo Independen-te de Teatro (GRITE) —, outra formação e outra direção (Ade-mar Nunes, o Dema), montamos ainda A Peste, de Renzo Casa-li, com tradução coletiva do espanhol: “España, España aquí/ España, España, allá”, cantávamos, enquanto representávamos uma América Latina do século XVII, oprimida pela colonização espanhola. A Peste, em 1974, foi minha última peça. A gradua-ção já ia longe, eu já começara o mestrado na Universidade Fe-deral do Rio de Janeiro (UFRJ), fora monitora de Teoria Literá-ria na UFF e pensava em seguir a carreira acadêmica. O teatro universitário já me dera “régua e compasso”. E amizades que fertilizaram minha vida e, felizmente, perduram.

A ditadura parecia enraizar-se, sua violência se institucio-nalizava e outras frentes de luta se apresentavam: os profes-sores se reconheciam como trabalhadores e exigiam melhores condições para o exercício de sua profissão; a luta pela anistia, pelo reconhecimento da tortura e dos desaparecidos políticos tomava vulto.

Em 1977, participei da fundação da Sociedade Estadual de Professores do Estado do Rio de Janeiro (SEP), que se fazia às vezes de sindicato, já que os funcionários públicos eram proi-bidos de se sindicalizar. Em 1979, essa entidade associou-se a duas outras representantes dos profissionais da educação, a União dos Professores do Estado do Rio de Janeiro (UPERJ) e a Associação dos Professores do Estado do Rio de Janeiro (APERJ), formando o Centro Estadual de Professores (CEP) do Rio de Ja-neiro, que organizou a primeira grande greve de professores do Estado. Todos os que já participaram de uma greve sabem o quanto ela é educativa e, assim, os ganhos intelectuais, polí-ticos, e diria mesmo existenciais, que obtivemos foram muito além da conquista de um piso salarial de cinco salários míni-

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mos para o pessoal docente. De fato, ninguém sai de uma greve como entrou. Ao mesmo tempo, participei do projeto de Rei-naldo Cabral e Ronaldo Lapa, de levantamento de depoimen-tos de amigos e familiares de “desaparecidos” políticos, que resultou no livro Desaparecidos Políticos, publicado em 1979 pela Editora Opção e pelo Comitê Brasileiro pela Anistia, seção RJ.4 Depois de dois concursos públicos, minha vida profissio-nal estava já consolidada. “A luta continua”, diziam os slogans. Os anos 70 chegavam ao fim.

V

De propósito pulei um episódio, o que determinou minha com-preensão da época e da vida em geral e, em grande parte, o curso dos acontecimentos de minha vida e da vida de minha família. Depois que o furacão passou — foi um furacão —, fica-mos tão aliviados todos que a pressão de meus pais sobre mim relaxou, ao passo que minha própria vigilância aumentou. Pas-samos todos a respirar melhor. E acreditamos que tudo aquilo pertencia, a partir de então, a um passado que quisemos deixar entre parênteses. Mas que acabou por nos recapturar.

No dia 1° de julho de 1970 (ou teria sido dia 2?), ao subir os três degraus da faculdade, estranhei a cara fechada de minha amiga (a que “não cobrava”) à porta do Diretório Acadêmico. Antes que eu dissesse qualquer palavra, ela me anunciou a pri-são, naquela tarde, de meu namorado da época e de um caro amigo, que dividiam um apartamento, participantes ambos do grupo de teatro. Como? Por quê? A resposta só soubemos depois: meu namorado era tio de uma das pessoas que tinham tentado, naquela manhã (ou teria sido na véspera? Há grandes falhas na lembrança que tenho desse momento!), sequestrar

4 Disponível em: <http://www.portalmemoriasreveladas.arquivonacional.gov.br/media/Desaparecidos.pdf>.

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um avião — o último dos sequestros de avião —, com o objetivo de obter o resgate de mais alguns prisioneiros políticos. O fra-casso da iniciativa provocara a prisão de várias pessoas da famí-lia de meu namorado, comprometidas em diferentes graus com a resistência à ditadura. Meu namorado não tinha nada a ver com a operação, embora, assim como nosso amigo, seu compa-nheiro de apartamento, pudesse ser relacionado, ainda que de maneira indireta, com movimentos de oposição ao regime. Mas era acusado de ter financiado as passagens aéreas dos quatro militantes, na medida em que, trabalhando num banco, teria recursos para tanto, e motivos para fazê-lo não lhe faltariam, pois um de seus cunhados seria um dos presos a serem resga-tados. Mas tudo isso só soubemos muito depois.

Naquela noite, fui buscar uma prima pra dormir lá em casa, sem coragem de enfrentar meus pais sozinha. De manhã bem cedo, contei a meu pai o que se passava. Ele ordenou que eu nada dissesse a minha mãe e que ficasse em casa. À hora do almoço, ele voltou da rua, o rosto fechado. Depois de algum tempo, me disse em particular: — Falei com todos os meus amigos da polí-cia. Ninguém pode fazer nada por ele. Ele foi entregue à polícia do Exército. Está perdido. Lá ninguém entra. Sua mãe já sabe. Hoje você não vai à faculdade. Meus amigos disseram que cer-tamente você será convocada para depor. Você fique em casa.

Com certeza não pude ficar em casa mais de três dias, mas não me lembro bem como terminei aquele semestre. O pior era à noite. Morávamos numa esquina e a cada virada de um carro, a cada reduzida que um automóvel dava antes de fazer a curva, eu pensava que era a polícia que chegava. E tenho certeza de que, no quarto ao lado, meus pais pensavam o mesmo. Lem-bro-me de ter ido ao Rio visitar a mãe de meu namorado — que eu não conhecia —, que o procurava por todos os quartéis, sem sucesso. Não havia em nenhum lugar o registro de sua prisão, embora tivesse sido preso dentro do banco em que trabalhava,

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o Banco do Estado do Rio Grande do Sul, na praça do Rink, no centro de Niterói, diante de todos os colegas e do gerente, em-bora a polícia civil de Niterói, como constatara meu pai, esti-vesse perfeitamente a par das circunstâncias de sua prisão.

Meu pai e meus tios tinham sido escoteiros. O Grande Lobo, a autoridade máxima do grupo escoteiro a que pertencia ain-da um de meus tios, era um almirante da reserva, tido como pessoa de grande sensibilidade e homem de princípios, respei-tado e admirado na cidade. Sua filha fora a chefe do grupo de bandeirantes de que eu participara na adolescência. Pensei em recorrer a ele, que, sem dúvida, teria autoridade para locali-zar meu namorado, cuja família só pretendia isso, saber onde ele estava. Afinal, o escotismo era uma escola de verdade, de lealdade e de coragem. Confiante, bati, pois, à porta da bela casa do Almirante e fui recebida pela filha, a quem expliquei, evidentemente, do que se tratava. Ela não me deixou falar com seu pai. Perguntou-me duramente se eu podia ter certeza de que meu namorado era inocente. Surpresa pela acolhida ines-peradamente hostil, respondi-lhe que eu não sabia sequer do que o acusavam! Que o que eu desejava, assim como a mãe dele, era, simplesmente, saber onde ele estava preso, porque se sabia que tinha sido preso — diante de todos — e não estava em lugar nenhum! E aquela senhora que eu tanto admirara me repetia, me fixando com seus olhos claros como se quisesse fazer uma menina “dizer a verdade”: — “Mas você tem certeza de que ele não está implicado em nada?” Eu repeti com outras palavras o que já tinha dito e terminei, em desespero de causa, afirman-do que sim, que tinha certeza de que ele não estava implicado em nada, que o conhecia, que ela me conhecia, conhecia minha família e que afinal... Mas ela me despediu, afirmando que seu pai não poderia fazer nada e que se meu namorado não esta-va implicado em nada, nada tinha a temer... Desci a ladeira em que moravam, considerando que, se ela pensava que eu estava

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me fazendo de burra, estava errada, pois eu era, de fato, muito burra. Eu realizava enfim o AI-5.

Não me lembro quanto tempo meu namorado ficou preso. Mais de um mês, pois o segundo semestre começou e ele não tinha ainda voltado. Meu pai me acompanhava ao grupo esco-lar, mas não conseguira impedir que eu voltasse ao grupo de teatro, que tinha retomado os ensaios. Nosso amigo em comum foi solto depois de, num ato de coragem desesperada, quebrar e engolir uma parte das lentes de seus óculos, o que lhe provocou uma hemorragia e o levou da tortura para o hospital. E meu na-morado, nada. Meus pais certamente continuavam apavorados, mas nunca me disseram o clássico “eu não disse?”. Pareciam, paradoxalmente, até mais calmos.

Finalmente, num início de noite, ele apareceu no portão de casa. E não me disse nada. Me abraçou como nunca. E chorou muito, abraçado a mim. Subiu — nós morávamos num sobra-do — e abraçou meus pais. E me disse poucas palavras, poucas frases, meio soltas. Que seria impossível falar do que vivera. Impossível, repetia. Da humilhação de atravessar algemado na barca para o Rio. Da violência que tinha começado dentro do camburão que o levara à polícia do Exército na Rua Barão de Mesquita. Que quando entrara no camburão... e não podia continuar, soluçando. Que sua irmã, cujo marido estava preso, tinha sido torturada nua, na sua frente. “Nua!” — repetia ele, que nunca tinha visto sua irmã nua, nunca estivera nu dian-te dela. De família de formação protestante, a nudez sua e da irmã constituía para ele uma tortura suplementar. Que depois do período de tortura na polícia do Exército da Rua Barão de Mesquita, passara ele um período na base aérea ao lado do aero-porto Santos Dumont (ou do aeroporto do Galeão?). Ali teve de esperar que as marcas da tortura desaparecessem e recuperar o peso perdido, recebendo alimentação de três em três horas...

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VERDES ANOS BRAVIOS DE MINHA TERRA NATAL 81

Ele voltara muito diferente. Como se tivesse entrado no tú-nel do tempo como o jovem que era e de lá saído um homem feito. Embora o admirasse muito, eu já não o acompanhava existencialmente. Não estava a sua altura. Como se tivesse fica-do na beira do cais vendo o barco que saía da barra.

Assim que ele voltou, minha mãe teve uma gripe que a pôs de cama, sem poder se levantar, por um mês, ela que nunca fi-cava doente. E depois a vida retomou seu curso e o teatro con-tinuou, e vieram as viagens, os prêmios, novos conhecimentos, novos namorados. O Brasil ganhou a Copa do Mundo no México e fomos todos para a rua festejar, para não deixar que a ditadu-ra nos sequestrasse a alegria de nossos 20 anos.

“É um tempo de guerra, é um tempo sem sol./ Sem sol, sem sol, sem sol/ Sem sol, sem sol, sem sol”, cantávamos, escon-jurando o medo. “Apesar de você,/ amanhã há de ser/ outro dia”, esperávamos. “Vai passar!”, rimos em 1984, finalmente, livres do pesadelo. Passou! Respiramos todos. Qual!

Trinta e quatro anos depois daquela manhã de 1970, quando a demência senil surpreendeu, de chofre, minha mãe, depois de um dia que dedicara inteiramente a mim, que já morava no exterior, dia no qual tínhamos discutido alguns de meus pro-blemas profissionais — eu a consultei durante toda a vida —, foi a presença das tropas na rua que ela viu da janela de um quinto andar de Botafogo, Rio de Janeiro: — “Minha filha, como você demorou! Fiquei tão preocupada! Houve um golpe, as tropas estão na rua!”.

Foram as imagens de uma tortura que ela não sofreu e não testemunhou diretamente, mas que temeu, que anteviu, de que teve notícia por relatos entrecortados, pelo depoimento mais que eloquente do choro convulso e do discurso lacunar daquele meu namorado dos tempos de faculdade que se fizeram pre-sentes em sua alucinação. Foi o medo por mim que ela sofreu naqueles tempos e que teve de sopitar, de controlar, que, então,

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sem freios, explodiu: “Socorro! Eles vão me prender, vão me torturar! Vão querer que eu diga o que não sei! Socorro! Eu vi alguma coisa que não devia ter visto! Eu não sei o que, mas eles sabem. Que será que eles sabem que eu não sei que sei? Que será que eu vi que não devia? Me ajudem! Eles vão chegar e me pren-der! Eles estão na porta! Estão entrando pela janela! Socorro!”

Assistindo impotente ao sofrimento de minha mãe, com-preendi o que sofreu Frei Tito de Alencar, o que sofreram, e tal-vez ainda sofram, tantas outras vítimas diretas e indiretas da ditadura. Não, Chico, não passou, não vai passar.

REFERÊNCIAS

HOLLANDA, C. B. Vai passar. Intéprete: Chico Buarque. Chico Buarque. Rio de Janeiro: Barclay/Polygram/Phillips, 1984. 1 disco sonoro (30 min 52 s). Lado B, faixa 10 (6 min 12 s).

LÚCIO FLAVIO, o passageiro da agonia. Direção: Hector Babenco. Produção: Ignácio Gerber. Roteiro: Hector Babenco, Jorge Durán, José Louzeiro. Intérpretes: Alvaro Freire, Ana Maria Magalhães, Érico Vidal, Grande Otelo, Ivan Cândido, Ivan de Almeida, Ivan Setta, José Dumont, Jurandir de Oliveira, Lady Francisco, Milton Gonçalves, Paulo César Peréio, Reginaldo Faria, Sergio Otero, Stepan Nercessian. Rio de Janeiro: H. B. Filmes, 1976. 1 DVD (118 min.), widescreen, color.

MACALÉ, J.; CAPINAM, J. C. Movimento dos barcos. Intépretes: Jards Macalé. In: Jards Macalé. Rio de Janeiro: Phillips, 1972. 1 disco sonoro (37 min 18 s). Lado B, faixa 5 (2 min 47s).

VALLE, M. Viola enluarada. Intérprete: Marcos Valle. In: MARCOS VALLE. Viola Enluarada. [S. l.]: EMI- Odeon, Brasil, 1968. 1 disco sonoro. Lado A, faixa 1.

VELOSO, C. Mamãe coragem. Intérprete: Gal Costa. Tropicália ou panis et circenses. São Paulo: RGE, 1968. 1 disco sonoro (38 min 38 s). Lado B, faixa 4 (2 min 30 s).

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GERAÇÃO 1968Eurídice Figueiredo

O bêbado com chapéu coco fazia irreverências mil Prá noite do Brasil, meu Brasil

Que sonha com a volta do irmão do Henfil Com tanta gente que partiu num rabo de foguete

Chora a nossa pátria mãe gentil Choram marias e clarisses no solo do Brasil

(BLANC; BOSCO, 1979)

A autora fez o curso de graduação em Letras Neolatinas na Faculdade de Filo-sofia, Ciências e Letras de Assis (1968) e mestrado (1979) e doutorado na Uni-versidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ) (1988). Atualmente, é professora aposentada, atuando no Programa de Pós-Graduação em Estudos de Litera-tura na Universidade Federal Fluminense (UFF). Publicou Mulheres ao espe-lho: autobiografia, ficção e autoficção (2013), Representações de etnicidade: perspectivas interamericanas de literatura e cultura (2010), Construção de identidades pós-coloniais na literatura antilhana (1998), além de artigos em obras coletivas e revistas nacionais e internacionais. Organizou, entre outros, o livro Conceitos de literatura e cultura (2005), além de números de revistas. É pesquisadora do Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecno-lógico (CNPq).

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Outubro de 1970: Ponte da Amizade

Eu deixo o Brasil no carro de um contrabandista paraguaio. En-colho-me no banco de trás, quero me tornar invisível. Medo. Tinha ido até Foz do Iguaçu com um contrabandista de Londri-na, que vendia whisky para um tio. Ele devia estar a par de mi-nha situação, não sei se o tio lhe havia dado algum dinheiro, eu só o vi no momento de partir. Viajamos o dia inteiro, conver-samos, não falamos de política e nem de meus problemas. Dor-mimos num hotel qualquer. No dia seguinte, bem cedo, expli-cou-me que iria do outro lado e seu parceiro viria me buscar no hotel porque o controle brasileiro não verificava os veículos pa-raguaios que cruzavam a fronteira. Não me senti muito segura. Escrevi um bilhete para mim mesma e lhe disse que o parceiro paraguaio deveria me entregar o papel com a minha assinatura, esta seria a senha. O contrabandista chega cerca de uma hora depois, me entrega o pedaço de papel e diz: “Vamos?” Nenhu-ma outra palavra. Sento no carro, levo uma imensa mala, para uma viagem sem volta. Vou observando a ponte, ansiosa. Noto que cruzamos a fronteira. Entre aliviada e ansiosa, pergunto ao contrabandista: “já saímos do Brasil?” Ele diz que sim (parece não entender pergunta tão idiota). Estou livre. Primeira etapa vencida.

Em Puerto Presidente Stroessner (atual Ciudad del Este) não tenho nada a fazer. Tomo o primeiro ônibus para Assunção, vou procurar a única pessoa que conheço no Paraguai, Lucía.

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Tínhamos nos encontrado em 1968, em Assunção, num con-gresso da Juventude Universitária Católica (JUC), uma associa-ção de jovens, liderada por padres progressistas e, até então, apoiada pela Igreja.

Devo ter pensado no trajeto que me levava à capital, que só tinha um número de telefone, nada mais. Se ele não funcionas-se, o que faria? Cheguei à noite, telefonei. Atenderam. O pai de Lucía foi me buscar na rodoviária e me levou para a casa. Fiquei hospedada lá uns 10 dias. Era uma casa grande, de piso frio. Fazia muito calor, havia enormes ventiladores de teto. Uma empregada, que só falava guarani, perguntou a Lucía se eu era americana, meu português lhe parecia tão incompreensível que ela pensava se tratar de inglês.

No dia seguinte, vou ao consulado do Brasil pedir um pas-saporte. Sabia que eles poderiam me prender, afinal, o consu-lado é território brasileiro. Tinha prisão preventiva decretada no Brasil, a Polícia Federal não tinha liberado meu passaporte. O despachante tinha me dito “negativo”. Agora lá ia eu para a boca do lobo. Rafael, o noivo da Lucía, me acompanha, dan-do-me um pouco mais de segurança. Ele foi meu anjo protetor, sem ele não teria conseguido sair do Paraguai. Inventou uma história que eu tinha ido a uma reunião da JUC e que deveria prosseguir viagem, indo a um encontro católico na Colômbia. O pessoal do consulado não deve ter acreditado; depois de mui-to regateio, propôs me conceder um salvo-conduto para a Co-lômbia. Já naquela época, os países do Cone Sul só exigiam car-teira de identidade no controle das fronteiras, mas a Colômbia não tinha nenhum tipo de acordo com o Brasil. Na minha lem-brança dessa cena no consulado estou sempre muda, só Rafael fala. Imagino que falei também, devia estar gelada por dentro, tentando parecer normal, mas a verdade é que só pensava na possibilidade de ser presa.

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A ideia do salvo-conduto para a Colômbia me desarvorou, eu precisava de um passaporte para ir para a França. Voltei para a casa desconsolada. Eu estava determinada a ir para a França. Tinha feito licenciatura de Francês na Faculdade de Filosofia, Ciências e Letras de Assis (SP), que viria a fazer parte da Uni-versidade Estadual Paulista (UNESP), quando de sua criação em 1976. Tinha vontade de conhecer a França. Já estava acertada minha ida ao Institut Européen des Hautes Études Internatio-nales, em Nice, que me concedia uma pequena bolsa. O diretor, Monsieur Alexandre Marc, sabia da minha situação, me espera-va, mas as aulas já tinham começado em setembro. Como fazer? Sem passaporte, eu nunca chegaria à França; só me restaria ir para o Chile.

Como Rafael tinha acesso à alta hierarquia da Igreja, achou que a única saída era apelar para o Núncio Apostólico, pedindo-lhe para interceder por mim. Solicitou uma audiência. Demorou alguns dias para conseguir conversar com ele. Para mim, foram dias vazios, de angústia, de espera. Finalmente, recebo a notícia de que o Núncio falaria com o cônsul brasileiro. Em último caso, ele assegurava que me daria um passaporte do Vaticano. Menos mal, mas seria bizarro demais viajar com um passaporte do Va-ticano. Tudo o que queria era passar despercebida. Ora, che-gar à França com um passaporte do Vaticano era uma coisa que chamaria muita atenção. Alguns dias depois, o Núncio avisa que podemos ir ao Consulado. O comportamento do pessoal muda, o passaporte é liberado. Deixo as fotos, pago a taxa. Tenho de voltar para buscar o passaporte dois ou três dias depois. Que po-der tinha e continua tendo a Igreja Católica na América Latina!

Pego meu passaporte no fundo de uma gaveta, olho para minha foto, examino o que está escrito. Lá está: emitido pelo Consulado Geral do Brasil em Assunção, dia 4 de novembro de 1970. O valor da taxa foi de 560,00 cruzeiros. É assinado pelo cônsul geral, Paulo da Costa Franco. Será que foi para ele que o

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Núncio telefonou? A validade era de dois anos e, naturalmen-te, não era válido para Cuba. Esse passaporte foi renovado na França em 1972, com validade para mais dois anos.

Aliviada, saio do consulado direto para a agência da Air France. Peço uma passagem de ida. O funcionário me informa que o voo mais direto era com escala no Rio de Janeiro. Recuso, não posso pisar em solo brasileiro. Ele diz que tem um voo com conexão em Buenos Aires, que será preciso esperar e trocar de avião. Aceito esse, parece-me conveniente. Vejo hoje no meu passaporte que no dia 7 de novembro passei pelo aeroporto de Ezeiza, rumo a Paris, rumo a Nice, rumo a uma nova vida. Lem-bro-me que o avião fez uma escala técnica em Dakar (Senegal), descemos e tomamos café da manhã num restaurante do aero-porto. A única vez em que pisei no continente africano.

Passo uns três dias em Paris, no apartamento do Padre Sena, que tinha conhecido na JUC. Ele morava na Rue de Rennes, Quartier Latin. Saio na rua e leio numa banca de jornal De Gaul-le est mort, la France est veuve. Frase de efeito do presidente Georges Pompidou, a França estava viúva com a morte do grande homem. Confesso que foi um choque para mim. Minha geração conhecia a figura de De Gaulle. Antes do início dos filmes, os ci-nemas brasileiros mostravam Les actualités françaises, um jor-nal narrado em português com forte sotaque francês. De Gaulle sempre aparecia. Minha chegada coincidia com sua morte.

Nice, 1970

Chegando a Nice, tomo um táxi no aeroporto e dou o endereço. O chofer me pergunta: Vous venez des colonies?1 Respondo que não, que venho do Brasil. Mas fico matutando: que diabo de co-lônias a França tem? De onde ele acha que eu venho? Por que me

1 Vem das colônias?

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perguntou isso? Na verdade, não sabia nada sobre o império co-lonial francês e o recente processo de descolonização dos países africanos. Nos dois anos que vivi na França, passei por experiên-cias que me ajudaram a compreender a pergunta. Em primei-ro lugar, porque sou considerada pelos franceses typée, ou seja, exótica; não sou exatamente branca como uma europeia, tenho traços que traem minha origem mestiça. Em segundo lugar, por-que falo bem francês, o que significa que venho de uma colônia (ou ex-colônia, ou departamento de ultramar) em que se fala francês; não se supõe que se possa aprender uma outra língua.

Perguntaram-me repetidas vezes se vinha da Martinica ou da Guadalupe, do Taiti ou de Madagascar, todos eles ex-colô-nias francesas com população mestiça. A análise de meus tra-ços fisionômicos — algo que os brasileiros nunca fazem — era constante. Como os franceses achavam que eu era proveniente de suas ex-colônias, chegavam a duvidar que fosse brasileira. Parece que ser brasileira dava mais prestígio. Um homem che-gou a me testar, perguntando-me o nome do presidente da re-pública. É estranho pensar isso, mas os franceses têm um amor intenso pelo Brasil, a colônia que eles gostariam de ter tido na América. Uma colônia fantasmática.

O meu nome, que aprendi a dizer sempre com pronúncia francesa para facilitar a compreensão, era motivo de admi-ração, quase pasmo. Eles adoraram o filme Orfeu Negro, que Marcel Camus tinha rodado no Rio de Janeiro. Todos me per-guntavam se eu tinha visto o filme. Não tinha. Vi muitos anos depois, já de volta ao Brasil. Mas, depois de tanto me contarem o filme, comecei a dizer que sim, evitava ouvir tudo de novo. Ao longo do tempo, cogitei que os franceses devem gostar do meu nome por causa do filme. No Brasil sempre foi um nome pesa-do, mal pronunciado e, atualmente, é quase sempre estropiado pelas máquinas falantes que assolam o telemarketing.

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No filme de Marcel Camus, o papel de Orfeu coube a um bra-sileiro, Breno Mello, mas foi Marpessa Dawn, bela atriz fran cesa de origem afro-norte-americana, que teve o papel de Eurídice. O filme foi um enorme sucesso mundial: recebeu a Palme d’Or do Festival de Cannes em 1959 e o Oscar de melhor filme estran-geiro em 1960. Esse filme, que ajudou a projetar a música brasi-leira e talvez tenha reforçado alguns clichês sobre o país, parece ter sido esnobado por aqui. O impacto na França foi tão forte que 10 anos depois as pessoas ainda se lembravam do filme com ver-dadeira paixão. E a figura de Marpessa Dawn era inesquecível, todos se referiam a sua beleza.

Naquele tempo, a Europa não barrava os estrangeiros. Che-guei com passagem de ida, sem volta prevista, o que é hoje im-pensável. Como era estudante, fui à polícia pedir um visto de residente, a chamada carte de séjour, que me foi concedido sem problema. Os exilados brasileiros moravam em Paris, em Nice não havia exilados, só uns dois ou três estudantes brasi-leiros que eu encontrava às vezes no restaurante universitário. Fiquei amiga de alguns hispano-americanos, o que me levou a me iniciar no portunhol. Destacavam-se dos demais franceses os estudantes que vinham da Córsega, talvez porque na época não houvesse universidade lá. Os numerosos estudantes africa-nos, da África subsaariana e do Magreb, faziam muito sucesso com as loiras do norte da Europa que vinham fazer cursos de francês no verão.

Outubro de 1968, Assis

Tenho 21 anos em 1968, faço o quarto ano do curso de Letras na Faculdade de Filosofia, Ciências e Letras de Assis e participo do movimento estudantil. O ano de 1968 foi especial em vários países do mundo, entre eles, nos Estados Unidos, no Japão, na França. Os estudantes queriam mudanças políticas e sociais,

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ansiavam por evolução dos costumes. É proibido proibir, di-ziam os graffiti em Paris. Se a revolução política foi um fracas-so, a revolução nos costumes desencadeou uma transformação bastante radical, com o aparecimento de uma nova mentalida-de que se exprimia numa nova linguagem, muito mais descon-traída. Para as moças, sobretudo, 1968 pode ser considerado o marco de uma nova era: a pílula anticoncepcional abriu pos-sibilidades de maior liberdade sexual, a roupa se transformou com o uso de jeans e minissaia. A música acompanhava o mes-mo movimento de rupturas, com a bossa-nova e o rock. Minha vida começou a mudar: ia ao bar com os colegas, tomava cho-pe, fumava, falava palavrão. Na França, os que participaram do movimento de maio são chamados ainda hoje de soixante-hui-tards. Eu sou da geração 1968, a geração que ousou ir mais além porque rompeu com os valores da moral patriarcal e cristã que aprisionavam as moças. Talvez por essa razão nunca me senti inferiorizada por ser mulher.

Os quatro anos que passei na faculdade me abriram os hori-zontes, porque até 1965 lia em casa A marcha, jornal do Partido de Representação Popular (PRP), escrito em letras verdes, que denotava o nacionalismo fascista do partido, oriundo do mo-vimento integralista de Plínio Salgado. Na época, não entendi muito bem o golpe militar de 1964. A minha abertura para os movimentos sociais e culturais havia começado na Juventude Estudantil Católica (JEC) e continuado na JUC, a versão univer-sitária da mesma associação. Esses movimentos católicos eram de esquerda, liderados pelos “padres vermelhos”, como diziam os anticomunistas. Assim, fui-me aproximando da Ação Popu-lar (AP), ou, para ser mais exata, a AP se aproximou de mim, o que era bastante natural, já que ela própria era oriunda da JUC.

Viajei, no ano de 1968, para várias cidades do interior pau-lista. Em outubro estava previsto que eu iria ao congresso da União Nacional dos Estudantes (UNE) em Ibiúna, mas não pude

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ir, tinha acabado de chegar de viagem, estava exausta. Isabel Peron Andrade foi a representante da Faculdade de Assis. Todos foram presos e fichados.

A minha militância em Assis foi miúda, não participei de grandes eventos, como a Passeata dos Cem Mil no Rio de Janei-ro, nem de outras manifestações em São Paulo. Entrei na chapa da AP para a União dos Estudantes do Estado de São Paulo, que foi derrotada pela chapa encabeçada por José Dirceu. Concorria à suplente de secretária ou tesoureira, algo sem importância. Como diria Graciliano Ramos, fui uma líder estudantil muito chinfrim.

Minha turma da faculdade, rebelde, era contra formalismos e não quis vestir beca na formatura. A direção bateu pé: sem beca não realizava cerimônia de colação de grau pública. Acho que foi a única turma da faculdade de Assis que fez o juramento na secretaria, sem nada mais. Sem festa, sem cerimônia careta. Apesar de o ano de 1968 ter sido mais de militância do que de estudos, concluí meu curso.

No dia 13 de dezembro de 1968 veio o golpe dentro do gol-pe, o AI5. Escutei a notícia no rádio. Meu irmão, estudante de História, provocou meu pai, que apoiava a ditadura. Trocaram farpas. Eu não disse nada, sempre evitei embates inúteis. No dia seguinte, fui para São Paulo, me hospedei no Conjunto Resi-dencial da USP (CRUSP) com meu companheiro, Flávio. A bar-ra estava pesada, sentimos no ar que algo ia acontecer. Saímos de lá. No dia seguinte, o CRUSP foi invadido. A repressão expôs as armas encontradas: estilingues, bolinhas de gude, preserva-tivos, pílulas. Foi ridículo. Para os militares, a “dissolução dos costumes” era tão perigosa para a sociedade brasileira quanto o comunismo.

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Outubro de 1969, Rio de Janeiro

Em setembro de 1969, quando escutei no rádio a notícia do se-questro do embaixador americano, Charles Elbrick, pelo Movi-mento Revolucionário 8 de Outubro, tive consciência de que a repressão iria piorar. Eu e Flávio estávamos então infiltrados no movimento operário, trabalhávamos na fábrica de máquinas de escrever Remington e morávamos em Belford Roxo, na Baixa-da Fluminense. Era estranho se fingir de operária, embora não fosse difícil. Como eu vinha de família modesta e não tinha há-bitos burgueses, não sofri com as condições de vida. Não conse-guia, porém, comer a refeição servida no refeitório da fábrica, o cheiro me dava enjoo. Levava minha marmita.

Ficamos pouco mais de três meses na Remington. A pala-vra de ordem de nossos dirigentes era “tirar uma greve”; ao argumentar que isso não seria possível, fui acusada de “direi-tismo”. Quanta ingenuidade! Imaginem o cenário: de repente começam a aparecer panfletos nos banheiros dizendo “O povo unido jamais será vencido”, “Abaixo o imperialismo ianque”. O que fazem os patrões? Denunciam à polícia, é claro. Não foi difícil identificar o Flávio, que tinha sido fichado após a prisão em Ibiúna. Esta foi a minha sorte grande: como não tinha ido a Ibiúna, eles não tinham nenhuma referência sobre mim, meu nome estava “limpo”.

No dia 24 de outubro de 1969, saí da fábrica e fui para uma reunião da célula que tínhamos conseguido formar. Estranhei o fato de Flávio não ter aparecido. Lá pelas tantas, um compa-nheiro disse que tinha ouvido falar que alguém tinha sido pre-so, “um rapaz branquinho”. Fui para casa e tentei tirar todos os papéis comprometedores. Deixei um bilhete para dois com-panheiros da AP que moravam conosco — um operário e um jornalista —, tentando dizer, em linguagem cifrada, que deve-riam deixar a casa porque o Flávio tinha “caído”. Saí da casa por

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volta de 22 horas. Como a repressão exigia que o preso desse seu endereço a fim de fazer buscas no local, a orientação que tínha-mos era de não fornecer o endereço imediatamente para que os companheiros pudessem retirar o material comprometedor. Flávio aguentou até de madrugada, quando a casa foi invadi-da e os dois rapazes foram presos. Parece que não leram meu bilhete, pensaram que era destinado ao Flávio. Não sei bem o que aconteceu depois que saí de lá, carregando uma mala de panfletos e uma muda de roupa. Nunca mais voltei àquela casa e nem saberia dizer onde ela ficava exatamente. Reveria aquele jornalista numa festa de aniversário do diretor da Gazeta Mer-cantil, em 1986; foi um churrasco, feito em minha casa, quando já estava casada com outro jornalista, Severino. Conversamos, ele me disse seu nome verdadeiro, mas me esqueci.

Avisei aos pais de Flávio, que não tiveram autorização para ir vê-lo imediatamente. A praxe era primeiro torturar os pre-sos, para que falassem, e só liberar as visitas mais tarde. Os pais foram a Brasília tentar falar com o Almirante Augusto Rade-maker, então no governo da Junta Militar. Ilusão dos ricos que achavam que, conhecendo algum poderoso, iriam salvar seus filhos! Foi terrível para eles, foi terrível para mim. Imaginava o que ele estava passando debaixo de tortura. Não conseguia co-mer nada. A situação melhorou quando os pais começaram a visitá-lo na Ilha das Flores. Soube depois que chutaram muito sua cabeça, quando saiu da prisão teve de fazer tratamento para aliviar as dores.

A AP do Rio de Janeiro se desmoronou, foi um verdadeiro dominó, um após o outro ia caindo. Comecei a me sentir como o personagem Ubaldo, o paranoico, do Henfil. Todos os jovens de esquerda adoravam as tiras do Henfil, que eram, então, leitura obrigatória. E Ubaldo exprimia o sentimento de militantes e de seus parentes, como era o caso do próprio Henfil. Tinha conhe-cido pessoalmente Henfil por volta de julho de 1969, porque o

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irmão dele, Betinho, me pedira para levar um pacote para ele quando nós fomos mandados para o Rio de Janeiro. Tenho uma boa lembrança do encontro com Henfil: ele me mostrou muitos desenhos no seu apartamento no Flamengo, conversamos um bocado. Betinho tinha sido um dos fundadores da AP, era um dos dirigentes. Na época não sabia exatamente quem era, só se usava nome de guerra. O meu era Cristina, apelido Tina, que me parecia ser mais popular do que Cris.

Todas as pessoas que eu conhecia no Rio de Janeiro estavam presas, inclusive meu companheiro. Não tinha mais nada a fa-zer. Deixei a clandestinidade e voltei para São Paulo. Durante o ano de 1969, minha família não sabia onde eu morava, nem o que fazia. Eu não tinha telefone. Ligava de vez em quando para dar notícias. Inventava umas mentiras para assegurar que esta-va tudo bem, mas quando Flávio foi preso tive de avisá-la e ex-plicar, mesmo que superficialmente, o que estávamos fazendo. Voltando à vida legal, em janeiro de 1970 fui a Assis. Todos esta-vam contra mim, achavam que eu não tinha juízo. Minha irmã, grávida, prestes a dar à luz, acusou-me de ser egoísta. Na hora achei injusto porque eu tinha aderido à luta por solidariedade. Agora entendo que meu egoísmo se referia ao meu distancia-mento da família: pensava no perigo que eu corria, pensava no Flávio que estava preso e nos seus pais, mas não dava, talvez, o devido valor à preocupação de minha família.

Ação Popular

Minha visão da AP é a de alguém que estava na base da pirâmide, portanto, não sei qual foi ou qual é a avaliação dos que coman-davam a sua linha política. A AP tinha sido fundada por líderes oriundos da JUC, como Betinho, o que explica seu caráter ca-tequético, evangelizador, porque o trabalho que era feito tinha como objetivo “conscientizar” as pessoas. Meu primeiro con-

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tato com militantes da AP foi no movimento estudantil, que, em 1968, era contra o acordo Ministério da Educação-United States Agency for International Development (MEC-USAID), que já vinha sendo tramado pela ditadura desde 1964, só tendo vindo a público, porém, em 1966/1967. Não sei mais os termos exatos do acordo assinado pelo MEC do Brasil com o organis-mo de ajuda norte-americano USAID. O fato é que se tratava de uma ingerência americana inaceitável na reforma de ensi-no brasileiro, porque as diretrizes traçadas não condiziam com nossos interesses. Como a reação de professores e estudantes foi violenta, a ditadura acabou adaptando a reforma e descartando a assessoria americana. Houve uma reforma universitária logo a seguir, que transformou os cursos seriados em um currículo mais flexível; nas escolas, a carga horária de História diminuiu, a Filosofia e o Latim foram eliminados. Pode-se entender que as aulas de História e Filosofia se prestavam para discussões que não interessavam à ditadura. Foram introduzidas as matérias de Educação Moral e Cívica e Organização Social e Política Bra-sileira (OSPB) a fim de reafirmar valores patrióticos.

A AP, como os demais movimentos de esquerda, era contra a ditadura militar e o imperialismo americano. Em 1968 ainda se vivia em plena guerra fria e qualquer aproximação com os países comunistas era sentida, pelos Estados Unidos, como uma ameaça à sua hegemonia. Como o presidente João Goulart não se alinhara à política anticomunista, os americanos participa-ram da conspiração dos militares brasileiros para derrubá-lo. Aquilo que se pressentia em 1968 viria a ser comprovado pau-latinamente com a abertura dos arquivos norte-americanos, como foi mostrado no documentário O dia que durou 21 anos, de Camilo Galli Tavares (2012).

A política da AP era contra a luta armada, que só faria acir-rar as tensões, sem ter condições de dar prosseguimento “rumo à vitória final”. Era maoista sem saber de fato o que acontecia

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na China. Liam-se os textos de Marx e Lênin, mas também o Li-vro Vermelho de Mao. A AP criticava o Partido Comunista, por-tanto, a política da União Soviética; não aderia ao “foquismo” propugnado por Cuba, ou seja, a criação de focos de guerrilha como a do Araguaia. Assim, ela se voltou para a China, porque lhe parecia que a Revolução Cultural constituía uma mudança de estratégia. Da mesma maneira que os crimes de Stálin vie-ram a público após a sua morte, os de Mao também acabaram vindo à tona. Consolo-me hoje pensando que Jean-Paul Sartre também foi propagandista do maoismo, enganando-se tanto quanto nós, jovens imaturos na periferia do mundo.

Acreditava estar contribuindo para o fim das injustiças so-ciais, para o aumento da liberdade. Fazendo uma revisão críti-ca, vejo que éramos muito ingênuos, sonhadores e destemidos, colocando nossas vidas em risco por uma causa nobre. Vivía-mos a era das utopias e essa era acabou.

São Paulo, julho de 1970

No início de 1970 recomecei a vida normal e legal em São Paulo, dando aulas num cursinho pré-vestibular e dividindo um apar-tamento com a Isabel, a amiga que tinha sido presa em Ibiúna. Morava na Rua dos Pinheiros. Em junho, aconteceu a Copa do Mundo no México. Nossa seleção ganhou todas as partidas; a fi-nal contra a Itália foi eletrizante. A esquerda temia a utilização política que o governo Médici faria em caso de vitória. Apesar de, no início, torcer meio envergonhada, não deu para resistir. Lembro-me de ter ido para a Avenida Paulista, foi uma alegria geral. Aquela música Pra frente, Brasil, de Miguel Gustavo, era empolgante e, no entanto, ficou tão associada com a ditadura que tenho um sentimento ambíguo em relação a ela: gosto, mas ela me dá um certo mal-estar. O primeiro filme sobre a ditadura,

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que recebeu esse nome, acabou reforçando o estigma colado na música.

Em julho saiu publicada na Folha de São Paulo uma matéria sobre o processo da AP. Além dos presos, listava os nomes dos que tinham prisão preventiva decretada. Meu nome estava lá. Lembro-me bem da cena: minha tia, cuja filha, Lina, também da AP, estava presa em Minas, chegou bem cedo ao meu apar-tamento com o jornal na mão. Ela mostrou a matéria e disse: “olha o seu nome aí”. Ela estava apavorada porque sua filha ti-nha sido torturada, ela tinha a dimensão do perigo. E nos seis meses que morei em Pinheiros, perto dela, tinha-me tornado sua companheira, uma pessoa com quem ela podia desabafar. Houve uma grande cumplicidade entre nós, que continua viva. Ano passado fui ao seu aniversário de 90 anos.

Minha situação ficou insustentável. Tivemos de deixar o apar tamento imediatamente porque com a Operação Bandei-rante (OBAN) não dava para brincar. Esta exigia que os mora-dores deixassem seus nomes na portaria dos prédios de modo a possibilitar que os porteiros denunciassem moradores subver-sivos. Pagamos a multa da rescisão do contrato — não quería-mos dar prejuízo ao nosso fiador, o professor Jaime Pinsky, que conhecíamos do curso de História de Assis.

Abandonei o emprego, fui para o apartamento de uma pri-ma, depois para a casa de um amigo, Carlos, que morava então no início da Rua Girassol, Vila Madalena. Tal um poeta român-tico, procurei a casinha dele há alguns anos, não achei nada, pois tinha sido demolida. Carlos também veio a ter problemas com a repressão e foi para o Chile em 1972. Como perdemos o contato, a ideia de que ele tivesse morrido no Chile de vez em quando atravessava minha mente. Felizmente foi resgata-do pela ajuda humanitária dos canadenses, que o levaram para Montreal, onde se fixou e vive até hoje. Curiosamente, um dia ele me encontrou pela internet, no site da Associação Brasilei-

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ra de Estudos Canadenses (ABECAN). Havia uma foto de grupo com o Embaixador do Canadá e, abaixo, um pequeno texto com os nomes das pessoas. O reencontro ocorreu pouco tempo de-pois, por volta do ano 2000, quando fui a um congresso. Desde então, cada vez que vou a Montreal nós nos encontramos.

Em 1970 muitos estavam indo para o Chile. Não fui por pou-co. Recebi uma proposta do Nilo Odália, professor de História em Assis, para ir para a França. Ele tinha feito um curso de es-pecialização no Institut Européen des Hautes Etudes Interna-tionales, em Nice, e se oferecia para entrar em contato com o diretor de lá, pedindo-lhe uma vaga e uma pequena bolsa para mim. Ele me disse para providenciar o passaporte, garantindo que eu seria aceita. Tentei, através de despachante, no Rio e em São Paulo, mas a Polícia Federal não liberou o meu passaporte.

Estava um pouco à deriva. Não podia permanecer no Brasil, era grande o risco de ser presa a qualquer hora. Restava saber para onde ir. Um tio de Londrina sugeriu que eu viajasse para o Paraguai com um contrabandista de whisky que ele conhe-cia. Tive de esperar cerca de um mês, porque minha viagem dependia da necessidade dele de comprar muamba. Não tinha nada a fazer, a inatividade era uma agonia. Tocava no rádio Foi um rio que passou em minha vida, do Paulinho da Viola. Até hoje, quando ouço essa música, tenho vontade de chorar, não sei bem por quê.

Parlez-vous français?2

Ao desembarcar na França, possuía um bom conhecimento da língua francesa escrita. Podia ler um livro com a ajuda de um dicionário, mas nunca tinha visto um francês na minha fren-te, a prática da língua oral na faculdade era mínima. E naquela

2 Você fala francês?

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época não havia a facilidade de comunicação (televisão, inter-net) e de viagem que existe hoje.

As dificuldades que tive ao chegar foram às vezes cômicas, às vezes anódinas, mas algumas chegaram perto do drama. Co-meço com meu embarque em Paris rumo a Nice. Apresento-me ao balcão da Air France. A funcionária me diz que não, que devo me dirigir ao balcão da Air Inter. Ela fala como se fosse a coisa mais normal do mundo, com aquela atitude blasée. Não enten-do o que significa “errinter”, repetido depois à exaustão pela moça, até porque eu estava convencida de que tinha uma pas-sagem da Air France. E estava no balcão da Air France. Vendo que eu estava cada vez mais confusa, ela foi gentil e me mostrou onde devia ir. Posteriormente, vim a entender que a Air Inter era o braço da Air France que fazia os voos internos na França. Apesar do nervosismo, não desmoronei, mas nunca me esqueci dessa cena que agora considero hilária.

Em Nice, meu primeiro encontro com o estudante do Togo foi constrangedor. Fiz-lhe a pergunta clássica que todo mundo faz nesse tipo de situação: D’où venez-vous? Ele disse du Togo; não entendi, ele repetiu mais umas três vezes e eu continuava sem entender, porque simplesmente nunca tinha ouvido falar do Togo! Por fim, fingi entender e disse: Ah, oui! Aliás, cena parecida aconteceria comigo em 1979, na Aliança Francesa de Paris, quando alguém me disse que era do Sri Lanka. Além da mudança do nome do Ceilão para Sri Lanka ser, então, fato re-cente, o sotaque do rapaz não ajudava. Esses exemplos de in-compreensão não são meramente linguísticos, são de falta de conhecimento de Geografia mesmo!

No contato com os estudantes nos primeiros dias, não en-tendia quase nada do que eles diziam, porque só usavam gíria: bagnole (para voiture, carro), bouffer (para manger, comer), dégueulasse (para horrible, horrível), je m’en fous (para cela m’est égal, não ligo a mínima) e assim por diante. Como era

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meramente lexical, rapidamente me adaptei. O que importa quando se faz imersão em um país de língua estrangeira é do-minar a estrutura da língua, ou seja, a sintaxe. O resto é fácil. Em pouco mais de um mês já estava falando quase como eles.

O caso mais dramático de incompreensão foi na Préfecture de Police des Alpes Maritimes, onde devia tirar o visto de resi-dente (carte de séjour). Não entendi as explicações do funcio-nário, pedi-lhe que repetisse e, naturalmente, na segunda ex-plicação continuei sem entender, com cara de idiota. Os fran-ceses são, em geral, impacientes, não supõem que alguém possa não entender as regras deles ou o que eles dizem. Então o ho-mem me deu um fora, em altos brados. E eu caí no choro. Acho que foi todo o choro que eu não tinha chorado desde a prisão do Flávio, porque foi um choro convulsivo, como nunca tinha me acontecido. O pobre francês ficou desarmado, me acalmou, explicando-me tudo o que tinha de fazer. Emocionalmente, me colocou no colo. E eu saí de lá morrendo de vergonha do escân-dalo que tinha feito.

Por uma questão de sobrevivência, fui perdendo os defeitos de pronúncia típicos do sotaque brasileiro (nunca se perde to-talmente o sotaque), aperfeiçoei o meu francês, fiquei fluente. É curioso observar como os povos têm uma relação diferente com a língua. Os ingleses e americanos não ligam muito se al-guém fala bem ou mal, eles são pragmáticos, talvez porque o inglês é, há algumas décadas, falado por gente de muitos países, tendo se tornado uma espécie de língua franca no mundo. Já os franceses sabem que foram destronados e lutam pela preserva-ção do francês como língua de prestígio. Assim, noto que eles chegam a ficar comovidos quando veem alguém que fala bem sua língua. Já ouvi uma quantidade de vezes frases exclamativas do tipo: Comme vous parlez bien français! Comment ça se fait que vous parlez si bien?

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Doce-amargo exílio

Meus anos de exílio foram doces, com uma trava amarga, era uma moça alegre sobre um fundo de angústia. Tive vagas ideias de suicídio. A incerteza em relação ao futuro, como ia ganhar minha vida, me deixava insegura. Uma ideia obsessi-va me atravessava o espírito: se meus pais adoecessem, mor-ressem, não poderia vir. Eles não eram velhos, não sei por que temia tanto que isso acontecesse. Minhas irmãs já estavam ca-sadas, antes de minha partida; meus irmãos se casaram, vários sobrinhos nasceram, um deles recebeu o nome de Flávio, em homenagem àquele que era, à época, oficialmente, meu noivo. Escrevia uma carta por semana, não telefonava nunca, era caro demais para o meu orçamento. Nem sempre respondiam às mi-nhas cartas com a presteza desejada. Quando viajava, mandava cartões postais. Às vezes, fotografias. Recebia, também, fotos dos bebês que nasciam ou faziam aniversário.

Ao mesmo tempo, aos 23 anos tudo é possível, o mundo está aberto para você, é fácil fazer amigos, passear, rir. O Instituto tinha uns 30 estudantes, na maioria rapazes, vindos dos quatro cantos do mundo. As meninas eram em número pequeno: Pat (americana), Karola (alemã), Roberta (italiana), Dorte (dina-marquesa), Younghee (coreana) e eu. Com Pat e Roberta fui a Roma no Natal, na Fiat cinquecento da Roberta, um carro mi-núsculo. As malas iam no teto do carro. Na volta, nevava muito, elas ficaram cobertas de neve.

Minha melhor amiga foi a Younghee. Ela cozinhava arroz e enrolava em algas. Foi a primeira vez que vi algas, comi e es-tranhei um pouco, acabei gostando. A família dela tinha dei-xado a Coreia por problemas políticos também, o cunhado fora condenado à morte; o pai dela, com muito dinheiro, conseguira a liberdade para o genro e o exílio para todos. Younghee tinha ido para os Estados Unidos, adolescente. Em Nice, ela namorava

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um francês, embora soubesse que sua família só aceitaria que ela se casasse com um asiático, jamais com um ocidental. Ao voltar para os Estados Unidos, casou-se com um chinês, com quem se comunicava em inglês. Ela considerava que ter um ma-rido coreano seria insuportável, porque na língua coreana ficava patente a subalternidade da mulher, até no uso dos pronomes pessoais. Mantivemos uma correspondência até o início dos anos 1980. Quando meu filho nasceu em 1979, ela mandou uma jardineira OshKosh, de jeans listrado. Outro dia me emocionei vendo meu neto com uma jardineira parecida, da mesma marca.

O Instituto pregava a ideologia federalista, em defesa da união da Europa. Ele tinha sido criado por Alexandre Marc, um judeu russo, nascido em Odessa, que emigrou para a França após a Revolução e se converteu ao cristianismo. Atualmente, esse Instituto tem um programa de Master em Estudos Interna-cionais. Nós, alunos, fomos levados a conhecer Berlim, Estras-burgo (sede do Parlamento Europeu) e Aosta, na Itália, onde funciona o Collège d’Etudes Fédéralistes. Nessas viagens havia seminários, debates, visitas guiadas. Não faltavam passeios e diversões também. Creio que aproveitei muito bem todas essas oportunidades.

A bolsa do Instituto cobria o alojamento na Cidade Univer-sitária, os tíquetes para as refeições e algum argent de poche. Acho que eram 40 francos. Tinha uma pequena poupança com o que havia amealhado com familiares e amigos antes de par-tir. Gastava pouco dinheiro, no máximo tomava um café depois do almoço, sentada no terraço com os amigos. Alguns rapazes europeus tinham carro e nos levavam nos fins de semana para Ventimiglia e San Remo para tomar capuccino, passear ao longo da costa e nas montanhas. Visitávamos as cidadezinhas da re-gião, Eze Village, Vence, Saint-Paul de Vence, Vallauris, Grasse (a capital do perfume), Les Baux de Provence. Durante o Fes-tival de Cannes de 1971 fui de carona com Dorte, várias vezes,

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assistir às sessões da tarde. O filme Love Story era um grande sucesso de bilheteria. Vi o ator principal do filme ser barrado na porta do Palais des Festivals porque não apresentou ingresso. Ele se saiu com a clássica frase “Sabe com quem está falando?”. Disse simplesmente: My name is Ryan O’Neal. É claro que en-trou na hora.

Quando acabou o ano escolar 1970-71, trabalhei durante dois meses como garçonete em um restaurante do centro da cidade, morando na mansarda do prédio do restaurante. No fi-nal do primeiro dia tinha os pés em pandarecos, não imaginava que garçom andasse tanto. Aos poucos, eles se acostumaram. O menu fixe custava 8 francos. Almoçávamos e jantávamos no próprio restaurante. Uma das sobremesas era torta de morango. Viciei. Até hoje é minha sobremesa predileta. Entre o almoço e o jantar, nas horas de descanso, ia para a praia. O bronzeado só reforçou minha imagem de typée, ou seja, exótica. Os fregueses me perguntavam se eu era originária das Antilhas. Na época, eu tinha uma vaga ideia do que eram as ilhas da Martinica e da Guadalupe, minha origem presumida pelos franceses. De volta ao Brasil, acabei estudando os autores antilhanos, minha dis-sertação de mestrado na Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ) foi sobre Aimé Césaire, criador da negritude, ao lado de L.S.Senghor e L.G.Damas. Meu interesse, ainda inconsciente, pelas questões de etnicidade e alteridade, certamente tem sua origem ali, porque senti na pele o que é ser o “Outro”.

Com parte do dinheiro ganho no restaurante, passei duas semanas de férias na Grécia, a última semana na ilha de My-konos. Tudo barato, morando, como se dizia na França, chez l’habitant. Uma boa perspectiva se abria para o novo ano esco-lar: os dirigentes de uma organização de juventude federalista, que eu conhecera no Instituto, decidiram abrir um escritório em Nice. Younghee e eu fomos contratadas para administrar a

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filial. Com o pouco que ganhava, dava para tocar a vida. Através desses contatos, viajei para a Holanda e para a Dinamarca.

Nesse meu segundo ano em Nice, fiz uma Maîtrise de Li-teratura Francesa na Universidade de Nice, o que me permitia morar na Cidade Universitária e voltar para o campo da Litera-tura. Escrevi uma dissertação sobre Albert Camus, sob a orien-tação do professor Jean Onimus. Curiosamente, ao longo desses 40 anos, nada publiquei sobre Camus e volto a ele justamente agora, enquanto escrevo este texto; estudo sua obra jornalística no imediato pós-guerra.

Quando terminava minha dissertação, em 1972, recebi uma carta do Flávio, já fora da prisão, com a notícia de que tínhamos sido absolvidos por falta de provas. Eu fora julgada à revelia. Perguntei-lhe se queria ir me encontrar na França. Não quis ou não pôde, não sei, teve de se submeter a tratamentos por cau-sa da tortura. Decidimos, então, de comum acordo, romper. Já tinha licença para pensar em voltar e, no entanto, não voltei. Decidi ir para a Inglaterra morar com o Eric, um inglês de mãe francesa que havia conhecido em Nice e que viria a se tornar meu primeiro marido. Ele conhecia melhor a música brasilei-ra do que eu, inclusive o violão clássico de Turíbio Santos, que se apresentou em Nice em 1972. Sua avó francesa morava em Nice e se tomou de amores por mim, achava que eu tinha os pés no chão. Como ele tinha oferta de emprego na Universida-de de Oxford, como assistente de pesquisa, fui para lá depois da defesa de minha dissertação. Estudei inglês, dei umas aulas particulares de francês para um estudante americano. Li muito. Os dias de inverno eram curtos demais, havia pouco sol. Além de não me adaptar ao clima, não via muitas perspectivas de tra-balho para mim na Inglaterra. Quis voltar, o Eric também esta-va curioso em conhecer o Brasil. A decisão foi tomada.

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Fim do exílio, retorno ao país natal, país imaginado, quase mítico, depois dessa longa ausência. Alto risco de decepção de-pois de ter sonhado tanto com a volta.

Rio de Janeiro, julho de 1973

Desembarco no aeroporto do Galeão no dia 31 de julho de 1973. Tensão no controle de passaporte. Demora. Em princípio eu não tinha nada a temer, pois tinha sido absolvida. No entanto, não me sentia nada segura, porque ainda era ditadura, governo Mé-dici. O policial examinou aquele passaporte suspeito, emitido no Paraguai. Deve ter olhado todos os carimbos, que revela-vam as viagens que tinha feito. Não tinha ido a nenhum país da chamada Cortina de Ferro. Não tinha ido a Cuba, nem a China. Depois de alguns minutos de angústia, ele me devolveu o pas-saporte dizendo: “Para sair de novo vai ter que pedir visto”. Quer dizer que durante a ditadura os brasileiros tinham de pedir visto para sair? Não sei. De qualquer forma, não tinha intenção de sair. E aquele passaporte nunca mais seria usado. Só voltaria à França em janeiro de 1979, quando se tinha de pagar uma taxa para sair do país, exceto os alunos bolsistas. Eu tinha uma bolsa da Aliança Francesa, onde trabalhava, para fazer um estágio na Alliance Française de Paris. Não paguei a taxa.

Minha volta ao Brasil em 1973 foi exultante e exaustiva. Tinha comprado uma passagem tão barata que parecia ônibus parador: saí de Londres para Madri, onde esperei horas; desci no Rio de Janeiro quando tinha de ir para o interior de São Paulo. Tomei um ônibus e viajei 12 horas para chegar a Assis. Dois dias de viagem. Enfim, quando não se tem dinheiro, não se pode querer luxo.

Em Assis, a primeira providência era arrumar um trabalho, porque não tinha dinheiro e não podia depender de minha fa-mília. Mais uma vez, tive sorte: na faculdade, onde fui visitar os professores assim que cheguei, havia uma vaga de professora

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substituta de Literatura Francesa, porque uma professora esta-va de licença para tratamento de saúde. O professor Álvaro Lo-rencini me ofereceu a vaga para a duração da licença. O nome da disciplina era O Século XVII, Teatro Clássico. Tratei de es-tudar. Peguei umas aulas de Português numa escola pública de Florínea, também devido a uma licença médica. Fiquei em As-sis aquele semestre. O Eric chegou em outubro; em dezembro fomos passar um mês na Bahia — imersão no Brasil profundo —, em seguida, viemos morar no Rio de Janeiro. Em março de 1974 já trabalhava na Aliança Francesa, no ano seguinte começava o mestrado na UFRJ. Só entraria para o quadro da Universida-de Federal Fluminense (UFF) em 1983, por concurso público, e quando já não se exigia “atestado ideológico” para os professo-res. Os entraves para cercear a liberdade acabavam, a ditadura chegava ao fim.

Foi bom voltar. Estranho também. Depois de passar dois anos na França e um na Inglaterra, o retorno à nossa realida-de foi um choque. Em todos os sentidos. Tinha me acostumado com aqueles sinais de civilidade dos europeus, bonjour, Made-moiselle, au revoir, Mademoiselle, merci, Mademoiselle, je vous en prie, Mademoiselle. Em inglês, a mesma coisa, good morning, Nice Day today! Yes, please, No, thank you e por aí vai. O primeiro café que comprei no balcão de uma lanchonete não teve nada disso. O troco foi jogado, praticamente. A televi-são era espantosa: os programas eram ruins, já com as sempiter-nas novelas, não havia documentários como na British Broad-casting Corporation (BBC). As reportagens do Amaral Neto, em tom grandiloquente de Brasil Grande, sobre o Milagre Brasileiro e a Transamazônica, me davam arrepios. Morar na França e na Inglaterra havia me dado o gosto pela vida em países democrá-ticos, em que se podiam escrever piadas sobre o Presidente da República, em que se podia fazer passeata sem repressão.

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Senti necessidade de rever o Flávio. Depois de sua prisão, nunca mais tínhamos nos encontrado. Apesar do rompimento formal por carta, faltava alguma coisa, falar com ele era parte do trabalho de luto. Foi um encontro discreto e amigável, ele ia se casar em breve e eu aguardava a chegada do Eric, que vinha da Inglaterra para viver comigo. Fechei o círculo.

Caminhar em Assis depois de quase cinco anos de “desa-parecimento” era estranho, as pessoas às vezes me olhavam como se estivessem vendo um fantasma. Muitos boatos cor-riam pela cidade, inventaram muita coisa. Virei uma lenda ur-bana. Meu pai me contou que, durante minha ausência, per-guntavam-lhe se eu tinha morrido, se estava presa, se estava morando no México. Ainda recentemente, alguém perguntou a meu irmão por que ele não pedia indenização pela “morte da sua irmã”. Galhofeiro, ele respondeu que não tinha di-reito “a esse dinheiro, porque ela está bem viva e mora no Rio de Janeiro”. Meus pais foram, certamente, afetados pe-los acontecimentos, ainda que tenham se expressado pouco. A única vez que meu pai falou foi essa; demonstrava mágoa com as pessoas que pareciam dizer-lhe que sua filha era uma comunista, portanto, uma criminosa. Apesar de discordar de minhas ideias, depois da minha volta ele se mostrava orgulho-so de meu sucesso, já que, por bem ou por mal, fui a primeira pessoa da família a viver no exterior. Minha mãe era muito discreta, minha volta era sinônimo de felicidade para ela e isso lhe bastava. Como só fiquei um semestre em Assis e vim morar no Rio de Janeiro, continuei sendo a filha desgarrada, que me-recia, a cada regresso, que ela fizesse meus doces preferidos.

Rio de Janeiro, julho 2014

O bêbado e o equilibrista, música composta por Aldir Blanc e João Bosco, me emociona sempre, principalmente os versos

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que coloquei em epígrafe; eles fazem vibrar alguma corda do meu coração. Faço parte desse verso: “com tanta gente que partiu, num rabo de foguete”. A metáfora do “rabo de fogue-te” exprime bem o sentimento de quem sai fugido de seu país. Ela foi gravada por Elis Regina, o disco foi lançado pouco antes da anistia, portanto, da volta de Betinho, “o irmão do Henfil” e dos demais exilados.

Sempre quis escrever sobre essas minhas peripécias, minha saída clandestina do país, minha experiência na Europa, minha volta e, apesar de me sentir muito à vontade na produção de textos críticos sobre literatura, nunca consegui me sentar para narrar o que eu tinha vivido. Até podia imaginar que pudesse ser importante deixar por escrito esse depoimento. No entanto, algo dentro de mim me bloqueava. A iniciativa deste livro foi o empurrão de que precisava. Não é boa literatura, mas esta foi a maneira que encontrei para reconstituir em poucas páginas uma experiência de vida numa época crucial da história brasi-leira. Minha narrativa não é épica: não fui guerrilheira, não fui dirigente partidária, não fui grande liderança, fazia um traba-lho de conscientização, um trabalho miúdo, de base.

Nunca pedi indenização para o governo, porque considero que os três anos que passei na Europa foram uma experiência enriquecedora. Viver sozinha no exterior já fortalece emocio-nalmente uma pessoa jovem. Viver sozinha sob pressão tornou-me resistente, talvez um pouco durona. Aprendi muito sobre a situação política da Europa no Instituto. O convívio com pes-soas originárias de todos os continentes me descortinou outros horizontes, outras verdades. Meu mundo ficou muito mais am-plo, mais aberto.

Não me sinto vítima. Comparado com quem foi preso, tor-turado, o que eu passei não é nada. Penso no Flávio, na minha prima Lina, nos demais companheiros da AP. Lembro também de duas pessoas que conheci pessoalmente e que foram barba-

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ramente torturadas e assassinadas: o padre Henrique, em 1969, em Recife, e a Helenira Nazareth, na guerrilha do Araguaia, em 1972. São casos bastante conhecidos. O padre Henrique tra-balhava com Dom Hélder Câmara e sua morte foi uma forma de atacá-lo. Nós nos conhecemos nos encontros da JUC, ele era um jovem sorridente e doce. Já Helenira morava em Assis, fez o ensino médio na mesma escola que eu, a Dr. Clybas Pinto Ferraz, e foi para São Paulo. Fez Letras na Universidade de São Paulo (USP), foi presa em Ibiúna e prosseguiu na militância até ser morta.

Conservo uma enorme gratidão à França, que me acolheu e que recebeu, aliás, tantos exilados brasileiros naquela época. Sempre fui bem tratada pelos franceses, aprendi muito com eles, fiz muitos amigos. É um país ao qual retorno sempre, com o coração alegre de quem volta à casa, a uma outra casa. Conservo também um vínculo de afeto com a Inglaterra, porque lá está a família que me adotou como um de seus membros. E dedico este texto ao João, meu neto — descendente dessa família inglesa —, que um dia será capaz de ler este testemunho e saber um pouco mais sobre o passado do Brasil e sobre o passado daquela que, para ele, só terá sido a vovó.

REFERÊNCIAS

BLANC, A. M.; BOSCO, J. O bêbado e a equilibrista. Intérprete: Elis Regina. In: ELIS. Essa Mulher. Rio de Janeiro: WEA, 1979. 1 disco sonoro (31 min 49 s). Lado, faixa 2 (3 min 47 s).

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A DITADURA COMO EU LEMBROHeloisa Maria Galvão

Caminhando contra o vento Sem lenço e sem documento

No sol de quase dezembro Eu vou

O sol se reparte em crimes Espaçonaves, guerrilhas

Em cardinales bonitas Eu vou.

(CAETANO VELOSO, 1968)

A autora é jornalista, cofundadora e diretora-executiva do grupo Mulher Bra-sileira e professora no Departamento de Línguas Românicas da Universidade de Harvard. Nasceu na Ilha Grande, Rio de Janeiro, e vive em Boston, Massa-chusetts, Estados Unidos, há 27 anos. Tem mestrado em jornalismo e em tele-visão pela Universidade de Boston, escreve para jornais brasileiros em Boston, tem livros e trabalhos publicados sobre imigração, bilinguismo e gênero. Re-cebeu vários prêmios, inclusive o da Ordem de Rio Branco, da Presidência da República, em 2002.

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Um dia desses recebi um e-mail da minha amiga de infância Marcia Paraquett. Ela disse que ia fazer um livro sobre a di-tadura no Brasil e queria que eu fosse uma das participantes. Fiquei empolgada! Aderi imediatamente. “Por coincidência”, escrevi de volta, “falo muito sobre esse tema para meus alu-nos de português. Gosto de contar para eles o que foi ser foca e estudante universitária nos anos 60 e 70 no Brasil”. Ficou combinado, eu escreveria um artigo de umas 20 páginas sobre minhas memórias pessoais da ditadura.

Os dias correram, passou-se um mês e nada de eu come-çar a escrever o tal artigo. Relembrar e escrever são atividades completamente diferentes. Uma coisa era eu conversar com meus alunos, contar histórias soltas; outra era eu registrar em 20 páginas as minhas memórias de um período que vivi na ado-lescência, quando tentava me afirmar como mulher. As lem-branças são confusas e se misturam com a época de Liceu1, o pré-vestibular, o ingresso no Curso de Museus e o primeiro emprego. Aliás, emprego não, estágio não remunerado por dois anos no O Fluminense. No meio disso tudo aconteceu o golpe. Eu sabia que era uma coisa ruim, mas quão ruim eu nunca per-cebi até depois de 1968.

Quando vi o prazo para o tal artigo ficar pronto se aproxi-mar sem que eu tivesse produzido ao menos uma frase, criei co-

1 Liceu Nilo Peçanha, colégio público, na época o mais conceituado do estado do Rio de Janeiro.

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ragem e mandei um e-mail para Marcinha: “Não vou escrever, não sai nada”.

A resposta foi imediata:

Sem chance, meu amor. Você não pode ficar fo ra desse livro que é nosso. Você é a figura de minha memória afetiva no ensino médio. Fale o que vier à cabeça e conte coisas que possam não parecer importantes pra mais ninguém. Essa é a ideia. Descola e deixa a memória fun-cionar. Lembra do Liceu de Landim, de Mal-ca, de Vera,2 daquela gente querida que nos fez ver o que estava acontecendo, embora não soubéssemos de nada. Lembra de nossa pe-quena e linda biblioteca no fundo do corredor, pra onde corríamos em cada intervalo procu-rando ler livros que nos ajudaram a ser quem somos. Nosso Liceu era um oasis naquele con-texto. Você tem muito pra contar.

“Você tem muito pra contar”

A frase ficou martelando na minha mente, minhas lembranças pulando de cena em cena, igual trailer de filme. A lembrança mais remota é de um pedágio que fizemos na Avenida Amaral Peixoto, em frente ao Liceu e à Assembleia Legislativa do Estado do Rio de Janeiro. Isso aconteceu uns poucos meses antes do 31 de março de 1964, quando estudantes secundaristas tinham liberdade, faziam comício e tomavam as ruas. Não lembro por que fizemos o pedágio, mas lembro bem da maravilhosa sen-sação de empoderamento de parar carros, pedir e conseguir dinheiro dos motoristas, a maioria pais de alunos do Liceu e

2 Professor José Landin, diretor do Liceu na época; professoras Malca e Vera de Vives.

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que provavelmente eram condescendentes com nossas reivin-dicações. Esse fato é pré-golpe e a última vez que eu participei de movimento de rua sem medo da repressão. Dali para frente, tudo seria diferente.

Outra memória forte: A greve que fizemos no Curso de Museus, onde estudava. Minha foto bloqueando a porta de um ônibus, na primeira página do Correio da Manhã. A televisão — que canal seria? — deu um flash. Lembro de papai esconder o jornal para mamãe não ler e dando um jeito dela não assistir o jornal televisivo naquela noite. Lembro de papai me ligar to-dos os dias, exatamente às 13 horas, meu horário de entrar no O Fluminense, com a desculpa esfarrapada de querer saber “o que você vai querer jantar hoje?” Na realidade, ele queria ter certeza de que eu não fora presa.

Aqueles eram tempos tumultuados, qualquer passo em fal-so, qualquer declaração infeliz podia levar à prisão, tortura, desaparecimento, exílio. Eu não tinha a menor noção do que acontecia, menos ainda do que podia acontecer. Eu assumira a presidência do Centro Acadêmico na faculdade quando a presi-dente desapareceu. Até hoje não tenho ideia do que aconteceu com ela. Só lembro do primeiro nome, Sônia. Teria sido presa, morta, torturada? Teria escapado? O assunto nunca foi falado abertamente na faculdade.

Eu lembro das tardes na antiga redação do O Fluminense, na Rua da Conceição. Eu sentava bem em frente ao censor, três folhas de carbono na Remington. A primeira cópia era do cen-sor e se ele não gostasse do texto ou suspeitasse de tentativa de subversão pela escrita, a cópia e o original iam parar na lata do lixo. Depois de algum tempo, a gente aprendia a se autocensu-rar e escrevia de forma que o censor aprovaria. Eu tinha uma curiosidade mórbida de saber quem era aquele homem de meia-idade, terno lustroso já engomado muitas vezes, que tentava aparentar uma grande importância. Eu penso que ele acredita-

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va, ou queria acreditar, que dominava a todos nós. Eu matutava que vida triste devia ser aquela. Nos meus 17 anos, eu sonhava com uma vida cheia de aventuras e romance como nas matinês do Cinema Icarai. E aquele cara de meia-idade sentado bem na minha frente não fazia parte dos meus sonhos. Ao contrário, ele era um pesadelo, cortando o que eu escrevia, muitas vezes textos sem muita importância, sobre exposições ou cursos.

Eu lembro das noites não dormidas, a base de coca-cola com café, na redação do O Fluminense, ouvido grudado no rádio, à espera de qualquer notícia sobre o embaixador norte-america-no, Charles Elbrick, sequestrado em 4 de setembro de 1969 por um grupo do Movimento Revolucionário Oito de Outubro (MR-8). Eu ficava fascinada com as mensagens cifradas que a Rádio Nacional era obrigada a transmitir a mando dos sequestrado-res do embaixador alemão Von Holleben, em 7 de dezembro de 19703. O general-ditador de plantão era Garrastazu Medici, autor do Ato Institucional nº 5, que, com uma pincelada, des-mascarou o regime que pretendia ser chamado de revolução. A gente ouvia as transmissões cifradas e vibrava sem demons-trar, pois poderia dar margens à deduragem e consequente pri-são e tortura. Tínhamos orgulho e inveja da coragem dos se-questradores que haviam conseguido dobrar o governo.

Plantão como aquele, de 24 horas, na redação, sem nin-guém querer arredar o pé, só vi muitos anos depois, quando Trancredo Neves foi eleito e adoeceu sem assumir a Presidência. O diretor dos Diários Associados em Natal, Luis Maria Alves, avisou: “se ele morrer, voltem de onde estiverem que vamos colocar uma edição extra na rua”. Não deu outra, Trancredo morreu em um domingo, Dia de Tiradentes, bem no horário do

3 Entre setembro de 1969 e 1970, quatro embaixadores foram sequestrados: Char-les Burke Elbrick, dos Estados Unidos, Nobuo Okushi, cônsul do Japão, Ehrenfried Anton Theodor Ludwig Von Holleben, da Alemanha, e Giovanni Enrico Bucher, da Suíça. Esses sequestros resultaram na liberação de 130 presos políticos.

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Fantástico. Em menos de 30 minutos, a redação do Diário de Natal arrepiava com o tremular das máquinas.

Mas no final dos anos 60 e início dos 70, o clima era de medo. Tudo era sussurrado ou subentendido. Lembro de uma noite de domingo que eu voltava do Maracanã, onde assistira a um Fla x Flu (o Fluminense, meu time, perdera). Na estação das barcas, ouvi que o General Costa e Silva4 tivera uma trombose e estava impossibilitado de exercer a Presidência. O vice, Pedro Aleixo, fora afastado e estava sob prisão domiciliar. Uma Jun-ta de três generais5 assumira o poder. “Um já era ruim, como vamos fazer com 3?” Pensei. Eu lembro de ligações telefônicas sussurradas para a Livraria Diálogo, cujo único crime era ven-der livro bom e reunir a estudantada: “Fujam que vocês vão ser presos”.

O editor do jornal O Fluminense, Dr. Alberto Torres, um homem dos seus 60 e tantos anos e irmão de general, não es-condia sua preocupação comigo:

— Se você for presa, o que vou dizer aos seus pais?

— Manda levar um pacote de cigarro para mim na cadeia. — Eu fazia joça.

Dr. Alberto tinha noção do perigo. Um domingo de manhã foi chamado, com o editor de Política, Jorge Nunes, à Fortaleza Santa Cruz, onde os militares tinham um quartel general, para dar conta de um artigo sobre as eleições para o Diretório Acadê-mico da Universidade Federal Fluminense (UFF). A edição do-minical do jornal fora tirada de circulação e agora queriam saber quem escrevera o artigo “Topo Giggio ganha eleições para DCE

4 Artur da Costa e Silva, segundo presidente do regime militar, sucedeu o marechal Humberto Castelo Branco.

5 Ministro do Exército, Aurélio de Lira Tavares; Força Aérea, Márcio de Souza e Melo; e Marinha, Augusto Hamann Rademaker Grünewald.

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da UFF”. As eleições eram fajutas, geralmente só havia um can-didato, que era indicado pelos militares. Os estudantes da UFF, em protesto, votaram no famoso ratinho italiano, que roubava os índices de audiência com Agildo Ribeiro no horário nobre da televisão. Os militares ficaram furiosos e demandaram que Dr. Alberto e Jorge falassem. Os dois se responsabilizaram pelo artigo e jamais citaram meu nome. No outro dia, Dr. Alberto me chamou na sua sala e disse: “A partir de hoje, você não assina mais artigo no jornal”. Assim foi feito, eu sabia que ele queria me proteger e era grata, mas a frustração crescia.

A pressão aumentava para todo mundo, alguns colegas de redação diziam que eu tivesse cuidado, estava sendo seguida. “Ótimo, vão ver que vou à missa todo domingo”, eu desafiava. Ir à missa não ajudava nada para dizer a verdade, porque apesar da conivência de algumas figuras da Igreja Católica, os padres eram “mal-vistos”, principalmente os ligados às comunidades de base, como Don Helder Câmara, Arcebispo de Olinda, e Don Paulo Evaristo Arns, de São Paulo.

Quanto a mim, jamais, nem por um momento, passou pela minha cabeça que eu poderia ser presa. Por quê? Eu não tinha nenhuma participação política, não pertencia a nenhuma cédu-la terrorista. Era somente uma foca que escrevia sobre Educa-ção. Na verdade, eu não tinha a dimensão do perigo e nem do que realmente acontecia nos porões da ditadura. Não supunha que o governo militar não precisava de provas, justificativa ou razão para prender, torturar ou matar. Aos 17, 18 anos, acredita-va que poderia mudar o mundo, pertencia à geração que se ins-pirava em Edgar Morin, desdenhava os Estados Unidos e o Fun-do Monetário Internacional; lia Cahiers de Cinemá, não perdia filme do Antoniani ou do cinema Paissandu. Eu adorava carre-gar o “Segundo Caderno” do Jornal do Brasil debaixo do braço, ler a crônica do Carlinhos Oliveira e os artigos de pesquisa do Fernando Gabeira. Eu fazia parte da turma que discutia política

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no Petit Paris, um restaurante na esquina da Praia de Icaraí com a Rua Miguel de Frias, onde a intelectualidade de esquerda se reunia. A gente derrubava o governo tomando cerveja, como eu costumava dizer. A discussão era acalorada, mas não ia a lugar nenhum.

Quando deixo a memória correr solta, percebo que o meu grau de ingenuidade poderia ter sido fatal. Soube-se depois de quantas centenas de pessoas que foram vítimas dos porões da ditadura por causa da mesma ingenuidade. Mas aos 18 anos o medo não fazia parte da minha existência. Eu crescera com li-berdade de expressão e não podia acreditar que de uma hora para outra a regra mudara. A ficha demorou um pouco a cair. A liberdade demoraria 25 anos para ser restabelecida e, mesmo assim, passados 50 anos, as gerações que nasceram na ditadura ainda não conseguiram resgatar a criatividade política e inte-lectual do final dos anos 50 e início dos anos 60 no Brasil.

O golpe de estado da madrugada de 31 de março para 1º de abril de 1964 me pegou de surpresa. Eu tinha 16 anos, cursava o segundo científico no Liceu Nilo Peçanha e, pela primeira vez na minha vida, usufruía de uma certa liberdade. Era uma época de ouro para a juventude niteroiense. Na ingenuidade da nossa adolescência, fazíamos tudo que nos vinha à cabeça. O golpe esfacelou tudo isso, mas eu não percebi logo, nem entendi que os acontecimentos daquela madrugada de 31 de março para primeiro de abril de 1964 aboliriam a nossa capacidade de fa-lar, reivindicar, lutar pelo que acreditávamos. Só um ano mais tarde, quando comecei a estagiar no O Fluminense, sob a tutela de dona Vera de Vives, eu comecei a entender o que realmente se passava.

Nós éramos uma geração que agia. Ser aluna do Liceu Nilo Peçanha, o colégio mais famoso e considerado da região, signi-ficava ser o melhor nos estudos, mas também responder quan-do chamada à luta. Isso ficara provado três anos antes, quando

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uma tragédia matou 500 pessoas. Era uma tarde de domingo quente e ensolarado, quase véspera do Natal, quando pegou fogo o Gran Circus Norte-Americano. Diante da tragédia, para a qual Niterói estava totalmente despreparada, os alunos do Li-ceu Nilo Peçanha foram convocados à ação. Doações de frutas variadas chegavam ao Liceu intermitentemente. Os alunos ti-nham que fazer sucos que eram levados ao Hospital Universi-tário Antônio Pedro, onde as vítimas estavam hospitalizadas. Era época de prova final, mas os exames foram secundados pelo nível de queimadura e a falta de mão de obra do hospital. Os professores se solidarizaram — em situação de calamidade pública, o que era mais importante, as provas ou as vítimas? Naquele ano, todo mundo que ajudou, eu incluída, passou por média. Depois daquela experiência, nós achávamos que estáva-mos prontos para qualquer eventualidade. Mas ninguém ima-ginava o que seriam os próximos 30 anos.

Logo após a tragédia do Gran Circo ingressei no científico, eu me envolvi mais ainda com o Centro Acadêmico, comecei a fazer parte da Sociedade Estudantil, conheci Claudio Lysias, Celso Barata, Trajano de Moraes, Emilton Santos, Maria Lucia Whiltshire de Oliveira, José Luis Veloso, Flavio Thamsten, os irmãos Humberto e Luciano Medeiros. Essas pessoas foram um facho de luz na minha vida, como se tivessem aberto uma porta que me mostrou o mundo além do Cubango Fonseca6. Eles fa-lavam de coisas, movimentos, publicações que me fascinavam. Eu, aquela mocinha raquítica, feia, complexada, dentuça, que morava no Cubango (todo mundo morava em Icaraí, só eu mo-rava naquele bairro jeca, ainda por cima chamado Cubango). Eu era a insegurança em pessoa, me encolhia sem coragem de abrir a boca, mas quando me enturmei, ganhei força, cresci, fi-nalmente, pertencia a um grupo que me aceitava e no qual eu

6 Bairro de Niterói.

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podia me expressar. Enquanto tudo isso acontecia, eu passando por um momento de transição importante em que tentava me afirmar, os militares deram o golpe.

De início, o golpe de estado não mudou muito a minha vida. Eu ouvia alguns comentários, aqui e acolá, mas não entendia muito bem o que se passava, ou melhor, não previ as conse-quências. Não me parecia certo que um presidente eleito pelo povo fosse derrubado assim, pela força. Além disso, eu crescera ouvindo meu pai falar bem de Jango. “Ele é um homem bom”, dizia. E para reforçar seu ponto de vista, contava que o então vice-presidente de Juscelino Kubistchek mandara dar um lan-che farto para as famílias de soldados demitidos por maus tratos a presos da Ilha Grande7. As famílias haviam ido ao Catete apelar para que as demissões fossem revogadas. Para papai, esse fato por si só era prova irrefutável da bondade do herdeiro político de Getúlio Vargas. Meu pai, gaúcho de Cruz Alta, era getulista doente e acreditava piamente que, tão logo Jânio Quadros fosse eleito, uma bandeira norte-americana ia “tremular no Pão de Açúcar”. Ele ficou muito feliz com a renúncia de Quadros, mas entendeu que as consequências não tardariam. A primeira coisa que fez no dia primeiro de abril de 1964 foi esconder o revólver que possuía e tinha licença, pois trabalhava como guarda na Pe-nitenciária Lemos de Brito. Em 2000, quando meu pai faleceu, alguém aconselhou minha mãe a não devolver o revólver à Po-lícia Federal “porque alguém pode cometer um crime e você vai se encrencar”. Minha mãe achou melhor seguir o conselho e, sem consultar as filhas, uma manhã embrulhou a arma bem

7 Meu pai, Archimedes Galvão, era funcionário do Ministério da Justiça e trabalhou na Ilha Grande por cerca de 30 anos. Os presídios da Ilha, principalmente o do Abraão, onde nasci, abrigaram presos políticos durante várias fases, inclusive na ditadura Vargas e depois durante a militar. Para lá, eram mandados criminosos com alto índice de periculosidade e também estrangeiros considerados traidores durante a Segunda Grande Guerra.

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embrulhada em jornal, papel de presente por fora, pegou uma barca e disfarçadamente jogou o embrulho no meio da Baía de Guanabara.

As minhas lembranças ficam mais turvas entre o final do científico, o ingresso na faculdade e o início do estágio no O Flu-minense. O Curso de Museus, onde ingressei “a convite” de Ma-ria Theresa de Almeida (Tessa) e Flavio Thamsten, funcionava no Museu Histórico Nacional, na Praça V. O diretor era um almiran-te da Marinha, e as estudantes, com raríssimas exceções, eram filhas de famílias tradicionais e abastadas do Rio de Janeiro, mui-tos pais e tios tinham funções no governo militar. Sem eira nem beira, éramos cinco: eu, Tessa, Flavinho, Rafael e Aécio Oliveira. Quando fizemos greve, as minhas colegas de turma desaparece-ram por semanas. Enquanto eu aparecia na primeira página do Correio da Manhã e na televisão, elas — a maioria absoluta era mulher — eram mandadas para terrenos mais seguros: uma para Londres, outra para uma fazenda da família em Mato Grosso, ou-tra para uma fazenda afastada onde não havia perigo de ser con-fundida com as grevistas do Museu.

Nessa época, eu tinha tudo para incomodar a ditadura. Não que eu fosse envolvida no movimento de esquerda — eu nem sabia bem o que isso queria dizer — ou nos diversos grupos que se formavam para derrubar o governo militar. Naquela época, ser estudante, ainda mais do diretório acadêmico, jovem e tei-mosa bastava para justificar prisão, tortura, desaparecimento. Eu nunca fui presa, torturada, exilada ou desaparecida, mas alguns amigos se preocupavam que isso poderia acontecer se eu não parasse de ser atuante e de escrever, cobrir o movimen-to estudantil e matérias polêmicas. Uma vez, a mando de dona Vera de Vives, mas de pleno acordo e achando o máximo, entrei disfarçada de médica no Antônio Pedro para denunciar a situa-ção precária do hospital. A matéria ocupou uma página na edi-

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ção dominical e se a memória não me falha, era intitulada “Ra-diografia de um desengano”. Claro que deu pano para manga!

Meu pai preocupava-se comigo. Ciente do perigo, como já contei, todos os dias ligava para a redação do jornal para ter certeza que eu chegara. Sempre dava um jeito de poupar a ma-mãe de ver a filha nas manchetes ou chegando em casa tarde no carro do jornal, só com o motorista (o que os vizinhos vão dizer?). Meu pai sabia do perigo, mas nunca deixou de dar força à filha, nunca me proibiu de fazer coisa alguma. Ao contrário dos pais das minhas colegas do Curso de Museus, me incentiva-va a fazer “o que seu coração mandar, o que você acredita que é certo”.

Certo para mim era reportar, contar o que eu via. Eu me realizava no jornalismo, embora não tivesse a menor noção do que era um lead ou os princípios básicos do jornalismo. Quan-do fui ao O Fluminense pedir emprego, a única coisa de que tinha certeza era que essa era a profissão que eu iria seguir. Efrem, genro do Dr. Alberto Torres, era o mandachuva e nada simpático. Concordou em ter-me como estagiária, pagando absolutamente nada, e eu aceitei de bom grado porque que-ria a experiência. Anos depois, quando mandei contar o tempo de serviço para efeito de aposentadoria, faltaram exatamente dois anos para eu me aposentar com salário integral. Dei en-trada na justiça trabalhista reivindicando a contagem dos dois anos trabalhados para O Fluminense sem carteira assinada, mas a juíza negou, embora eu tivesse várias matérias assina-das com meu nome e citações na coluna social de Carlos Ruas. Esses dois anos eram tudo que eu precisava para me aposentar com salário integral, mas como não foram contados, tive de me aposentar pelo Instituto Nacional do Seguro Social (INSS) proporcionalmente.

Mas em 1967 nada disso passava pela minha cabeça, tudo que eu queria era a chance de trabalhar na redação do jornal.

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O ambiente me fascinava, as máquinas de escrever, o alarido, a informação fresquinha, em primeira mão, a adrenalina, o cor-re-corre, a absoluta falta de horário e a desorganização organi-zada, a pressão de ter de escrever rápido com a oficina esperan-do o texto. Junto comigo, entrou no jornal José Roberto Fontes, filho de juiz, amigo do Nelson Pereira dos Santos, que morava em Icaraí, na Moreira Cesar, quase esquina da Miguel de Frias. Frequentávamos a mesma turma. Eu continuava morando no Cubango, um apartamento na esquina das ruas Noronha Torre-zão e 22 de Novembro. A minha porta de escape era a faculdade e o jornal. Todas as manhãs, bem cedo, eu pegava a barca Rio-Niterói, andava da Praça XV para o Museu Histórico Nacional, na Rua Marechal Câmara, voltava ao meio-dia e ia direto para o jornal, de onde só saía às 18h, se não tivesse acontecido nada de especial.

Eu era a única mulher da redação e me colocaram para tra-balhar com dona Vera de Vives, minha ex-professora de fran-cês no Liceu Nilo Peçanha. Dona Vera era uma mulher educada, inteligente, amiga e paciente. Uma vez por semana, acho que às sextas-feiras, vinha à redação entregar a página de Educa-ção publicada na edição de domingo. Sempre almoçava em um restaurante português tradicional que existia ao lado do jornal e sempre comia bacalhau à portuguesa. Eu passei a ir com ela. Pacientemente, mostrava-me meus textos reescritos com ca-neta de tinta azul e letra de professora. A caneta BIC passava impiedosa por cima da minha datilografia. Naquela época, não havia computador, a copidescagem era feita a mão, na base da caneta. Foi assim que eu ingressei no jornalismo, pelas mãos da minha professora de francês. Foi ela que me ensinou o que é lead, sublead, como tornar a matéria interessante. Dona Vera não se cansava e nem se impacientava com minha pouca noção de técnica jornalística, e assim fui adquirindo confiança e prá-tica. O chefe de reportagem, João Vita, começou a me pautar.

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Eu podia não ter texto final, mas topava qualquer pauta, até polícia. Uma tarde de sábado, me mandaram cobrir um aci-dente na Boa Viagem: Um fusca despencara morro abaixo em direção ao mar com uma família inteira dentro. Falhara o freio ou o motorista acelerara?

O tempo passava, a ditadura ficava cada vez mais dura e im-piedosa, eu comecei a cobrir passeatas, sequestros, velórios (o de Costa de Silva foi o que mais me impressionou, porque não vi ninguém triste, conversava-se e ria-se muito). O perigo e a incerteza me atraiam. Eu não tinha noção do perigo verdadeiro, mas sabia que cobrir passeata era uma faca de dois gumes. Uma que cobri de tardezinha, quase em frente à Estação das Barcas, acabou em pancadaria feia: a polícia distribuía bordoada de cassetete a torto e a direito. O fotógrafo d’O Fluminense não foi poupado e já não lembro se lhe quebraram a máquina. Eu fugi correndo pela calçada da Rua Visconde do Uruguai e tentei entrar em um prédio cuja porta da rua estava aberta — todas as lojas e prédios àquela altura estavam cerradas. Era a redação da Última Hora, que, não demorou muito, foi cercada pelo Depar-tamento de Ordem Política e Social (DOPS). Consegui chegar na Redação e, empolgada, escrevi minha matéria. No outro dia, fui convidada a ir entrevistar uma estudante de Minas Gerais, cha-mada Marlene, presa no DOPS de Niterói e que aparentemente viera organizar a passeata.

O Delegado de plantão, muito afável, me recebeu em seu gabinete, me mostrou os documentos da moça e me disse que ela perguntara por mim:

— Como vocês se conheceram?

— Eu não a conheço. — Respondi surpresa, revirando uma vez mais a carteira de identi-dade nas mãos.

— Tem certeza? — Insistiu o delegado.

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— Claro.

Ele, então, me convidou a percorrer as dependências da prisão. Fomos de cela em cela, pequenos cubículos escuros, com paredes de cimento frio. Nada de eu ver Marlene em uma das celas.

— Isso aqui é muito ruim, escuro — Disse-me o delegado. — Você não tem medo?

— Não. — Respondi naturalmente. — Eu nasci na Ilha Grande, estou acostumada com prisão e piores do que essas.

Desconcertado, o delegado me levou de volta para o andar térreo e me deixou sair. Eu nunca vi a tal Marlene, nem ele a mencionou novamente. Eu fui embora aliviada de estar de volta sob o sol escaldante da Avenida Amaral Peixoto.

A pressão psicológica, o medo, o terror de ser presa e tortu-rada sem deixar rastros era a melhor arma do governo militar. Com o passar dos anos, e principalmente depois do sequestro do embaixador Charles Elbrick, dos Estados Unidos, o mundo começou a perceber o que se passava no Brasil. Antes a censura era total, ninguém saía para contar, mas quando os 15 presos políticos trocados por Elbrick chegaram ao México, a imprensa estava lá e preparada para ouvir e relatar.8

8 Onofre Pinto, fundador da Vanguarda Popular Revolucionária (VPR), que sofreria uma emboscada no Paraná, entrando para lista dos desaparecidos da ditadu-ra desde 1974; Luis Travassos, ex-presidente da União Nacional dos Estudantes (UNE), morto em um acidente de automóvel em 1982, no Rio de Janeiro; Ricardo Zaratini, do movimento operário, irmão do ator Carlos Zara, envolvido em lide-ranças partidárias no Brasil pós-ditadura; Rolando Fratti, morto por um câncer em 1991; Vladimir Palmeira, líder estudantil que comandou a Passeata dos Cem Mil em 1968, futuro deputado federal pelo Partido dos Trabalhadores (PT); José Dirceu de Oliveira e Silva, líder estudantil, preso em Ibiúna, futuro ministro da Casa Civil do governo do presidente Lula; Gregório Bezerra, líder sindical, morto por um câncer em 1983; Ivens Marchetti, arquiteto que viveu na Suécia, militan-te da Dissidência de Niterói, morto por um câncer em 2002; João Leonardo da

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O sequestro de Elbrick foi um marco porque foi a primeira vez que o governo militar foi obrigado a se dobrar aos “terro-ristas”. Era atender as reivindicações ou ter de devolver o corpo do embaixador para o governo norte-americano. Não dava para correr o risco com um aliado que colocara todo um esquema de segurança à disposição logo nas primeiras horas do golpe e que continuava a oferecer apoio incondicional, inclusive treinando policiais brasileiros nas técnicas mais bárbaras de tortura.

Do princípio ao fim, o sequestro foi tenso para os dois la-dos. A imprensa pisava em terreno movediço: o que era pos-sível dizer? Imediatamente após a divulgação do sequestro, a imprensa concentrou-se na casa do embaixador no Morro Vermelho. Eu também fui, mais intimidada pelos meus cole-guinhas do O Globo, Jornal do Brasil e Correio da Manhã do que pela polícia propriamente dita. Os meus colegas jornalis-tas pareciam saber exatamente o que fazer, perguntar, a quem abordar. Eu só observava. Anos depois, fiquei sabendo pelo meu amigo e compadre Celso Barata que um dos carros usados no sequestro, uma kombi, pertencia ao jornalista Chico Nel-son, um amigo em comum. Na verdade, mais amigo de Celso do que meu, eu só acompanhava a turma.

Chico Nelson era amigo de Gabeira, a quem emprestara a kombi, sem saber para quê. Naquele momento, ninguém sus-

Silva Rocha, militante da Ação Libertadora Nacional (ALN), morto pela ditadura, no interior da Bahia, em 1974; Maria Augusta Carneiro, única mulher da lista, militante da Dissidência da Guanabara (DI-GB), presa em Ibiúna, futura proprie-tária de uma escola para deficientes no Rio de Janeiro; Mário Roberto Zanconato, fundador da Corrente Revolucionária ligada à ALN, futuro médico da prefeitura de Diadema, em São Paulo; Ricardo Vilasboas Sá Rego, militante da DI-GB, fu-turo músico e compositor, que deixou a luta armada para viver na França; José Ibrahim, líder do movimento operário paulista, futuro secretário de relações in-ternacionais da Força Sindical; Agnaldo Pacheco da Silva, militante da ALN; e Flá-vio Tavares, jornalista, coordenador do Movimento Nacionalista Revolucionário (MNR), colaborador do jornal O Estado de S. Paulo. “Os Sequestros que Abalaram a Ditadura Militar”, jeocaz.worldpress.com.

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peitava do envolvimento de Fernando Gabeira no sequestro do embaixador norte-americano. Chico tão pouco podia suspei-tar que sua kombi seria usada no sequestro. Quando o veículo foi localizado pela polícia, a revista O Cruzeiro mandou Chico e um fotógrafo cobrir. Quando Chico Nelson chegou e reco-nheceu seu carro, entendeu imediatamente o risco que corria. “Ele sabia que não tinha como explicar e dali mesmo caiu na clandestinidade”, lembra Celso. Chico não pertencia ao Par-tido Comunista, nem tinha militância política, mas de alguma forma achou quem o ajudasse a se esconder, até que foi retirado do país e mandado para o Chile, onde viveu até o assassinato de Salvador Allende. Depois foi para a Suécia, onde reencon-trou Gabeira, já exilado, e, por ironia do destino, ambos tra-balharam como motorneiros de bonde em Estocolmo. Chico aparentemente não aguentou a pressão do exílio e buscou na bebida um refúgio. Virou alcoólatra e morreu em decorrência do alcoolismo ainda jovem no Rio de Janeiro, para onde retor-nou após a anistia.

Alguns fatos marcam as lembranças que guardo da dita-dura. Uma foi a cobertura do sequestro do embaixador da Ale-manha, Ehrenfried Anton Theodor Ludwig Von Holleben, pois as rádios tinham de transmitir comunicados entre as regionais responsáveis pelo sequestro.9 No caso do sequestro do embai-xador suíço, Giovanni Enrico Bucher, foram 40 dias de cativei-ro e plantão na redação e daí a ideia de beber coca-cola com café para aguentar o rojão10. Não se sabia exatamente o que estava

9 O sequestro de von Holleben em 11 de junho de 1970 aconteceu bem no início da Copa do Mundo e durou somente cinco dias. O governo militar concordou rápido com as exigências de liberar 40 presos, divulgar um manifesto em diversos ve-ículos de comunicação e divulgar pela rádio nacional de comunicados entre as regionais.

10 O governo repressor negou-se a libertar 20 dos presos listados — 70 no total —, e o embaixador só não foi morto por intercessão pessoal de Carlos Lamarca. A exemplo, Bucher negou-se a identificar os sequestradores.

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acontecendo e ninguém queria pregar o olho ou se afastar da redação. Foram dias e dias, horas e horas tensas até que a notí-cia da liberação foi transmitida.

Outra cena de que me recordo muito bem e que sempre me pareceu surrealista foi a segunda-feira após a vitória do Brasil na Copa de 1970. Como todos os dias de semana, eu ia para a Estação das Barcas antes das 7 horas e sempre era um sufoco, muita gente, empurra-empurra, todo mundo querendo entrar na Barca ao mesmo tempo e a polícia montada, nada paciente, nos rodeando. Naquela segunda-feira, no entanto, embora as filas se estendessem pela rua até quase o prédio dos Correios, o bom humor era contagiante. Povo e policiais, acho que os cavalos também, sorriam e se cumprimentavam como velhos amigos. Havia uma euforia no ar que há muito tempo não se via. Naquela manhã, o Brasil era tricampeão e isso era tudo que importava. Claro que para os militares não poderia haver notí-cia melhor, quem ia se preocupar com prisões, mortos e desa-parecidos quando o Brasil acabara de ganhar a Taça Jules Rimet?

Dias depois, eu fui mandada para cobrir a chegada da Sele-ção Brasileira de retorno do México. Quando o avião aterrissou e a porta começou a abrir, houve uma tentativa de invasão da pista. Eu só não fui pisoteada porque um jornalista do Jornal do Brasil (JB) me segurou à mão e me obrigou a ficar colada nele. O goleiro Felix desceu, Gilmar desceu com a Taça, o público completamente alucinado gritava e queria pegar nos jogado-res. Fomos em carreata para o Hotel das Nações, no Flamengo, onde a seleção ficaria hospedada por alguns dias. O percurso do Aeroporto Galeão ao Flamengo levou horas, porque o trânsito estava totalmente congestionado. Os jogadores iam em carro aberto do Corpo de Bombeiros, e ao longo de todo o percurso havia gente que não se contentava em acenar e gritar. Naque-la hora ninguém pensava em ditadura ou tortura ou injustiça. E Medici soube aproveitar bem a vitória do Brasil, utilizando a

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seleção como instrumento de satisfação popular. Quem não se lembra do hino da Copa de 70: “Pra Frente Brasil”?

Em 1971, eu ganhei uma bolsa de estudos do Conselho Na-cional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (CNPq) para fazer arqueologia no Rio Grande do Norte. Pedi demissão do jornal onde trabalhava há cinco anos e fui embora para Na-tal. A decisão não foi difícil, eu estava pronta para fazer algo di-ferente e empolgante. Morar em Natal, onde praticamente não conhecia ninguém, era um desafio. No dia em que fui encontrar com o senador Dinarte Mariz para lhe pedir apoio, ele disse: “Por que você quer ir para Natal? Aqui só vem gente me pedir para sair de Natal. Você é a única pessoa que eu conheço que quer ir do Rio para Natal”.

Natal era a única chance concreta de mudança que me apa-recera até então. Eu tinha 22 anos, queria sair da casa dos meus pais, ter liberdade de ir onde bem quisesse, sair da tutela dos meus companheiros de redação que me controlavam com ré-deas curtas como se irmãos mais velhos fossem. A mudança não poderia ser maior e mais transformadora. De jornalista passei à pesquisadora e arqueóloga, classificando artefatos indígenas no Instituto de Antropologia Câmara Cascudo. Morava sozinha, no próprio Instituto. Havia um guarda de segurança no portão, há metros de distância. À noite, eu podia ouvir o tic-tac do meu relógio de pulso. O meu pavor então eram as baratas cascudas que entravam pelas venezianas de madeira.

Muito pouca informação chegava a Natal. Afastada do jor-nalismo, cada dia sabia menos do que se passava no Brasil. Co-mecei a trabalhar na Secretaria de Educação do Estado, casei, tive dois filhos, até que em 1977 fui convidada a voltar para o jornalismo. Aceitei alucinadamente feliz. Era o fim dos anos 70 e a ditadura estava ficando velha, ainda machucava, mas esta-va começando a caducar. Em 1979, o último general presiden-te, João Batista de Figueiredo, decretou a anistia “perdoando”

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quem havia fugido ou se exilado, restabelecendo os direitos políticos e permitindo a volta ao serviço de militares e fun-cionários da administração pública, excluídos de suas funções durante a ditadura. Muitos voltaram, inclusive Gabeira. O país parecia voltar à normalidade. Finalmente, em 1989, ano em que o muro de Berlin caiu e que 3 mil manifestantes foram mortos na Praça Celestial da Paz em Pequim, houve a primeira eleição direta para Presidente da República. A primeira em 29 anos.

Eu já estava morando no exterior em uma cidade onde não existia consulado. Conclusão, não votei. A última eleição dire-ta para Presidente da República ocorrera em 1960 e eu tinha 12 anos. Eu só pude exercer minha cidadania plena votando para Presidente da República em 1992, aos 44 anos. A ditadura não me prendeu, nem me torturou, nem me exilou, mas me privou de um dos direitos cívicos mais importantes do ser humano. Talvez por isso, desde então, eu nunca mais deixei de votar e nunca deixei de trabalhar para educar as pessoas sobre o valor e a importância do voto na construção de uma sociedade mais justa e humana.

Essas são as minhas lembranças da ditadura. Acredito que algumas pessoas vão ler e discordar ou lembrar de outra forma. Essas são as minhas lembranças. Olhando para trás, eu que fi-quei adolescente e mulher durante os anos de ditadura, penso que uma das consequências menos falada, mas mais duradou-ra, é o efeito que a censura e o governo forte provocaram nas gerações que se seguiram. Os meus filhos, por exemplo, foram ensinados na escola de forma subliminar, que não se confronta a autoridade. O que o diretor ou a professora falam é lei.

Eu aprendi com meu pai que questionar é saudável e uma obrigação de cidadania. Foi assim que ensinei meus filhos. “Nunca aceitem o que lhes for dito sem questionar. Pergun-tem sempre”. O Brasil, 50 anos depois, ainda está amadure-cendo sua capacidade de criticar, se expressar, reivindicar.

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E quando algumas pessoas tentam fazê-lo, muitas vezes são mal-vistas. O processo de amadurecimento de um povo, sabe-mos bem, não acontece da noite para o dia. Eu, que moro no exterior há 27 anos, aprendi que cidadania não é fruto do nas-cimento, não se refere apenas à terra onde alguém nasceu, mas sim a um conjunto de direitos e deveres que qualquer ser hu-mano tem, independente de ter nascido ou não naquele pedaço de terra.

No início deste ano, me emocionei assistindo ao documen-tário Jango (1984), do Silvio Tendler. A voz do ex-presidente era idêntica à voz do meu pai. Eu podia fechar os olhos e fazer de conta que meu pai estava ali, do meu lado, falando comigo. Eu nunca havia notado isso antes. Mas agora, meio século após a deposição de Jango e 14 após a morte do meu pai, a voz de Jan-go reacendeu lembranças amortecidas pelo tempo. O filme me devolveu mais ainda, me devolveu a lembrança de uma adoles-cência feliz, criativa, onde éramos livres para fazer e acontecer. Nós éramos felizes e não sabíamos. Eu quis compartilhar essa emoção com os presentes à projeção, mas ninguém tinha uma história como a minha. Os brasileiros eram poucos e nascidos depois dos anos 70; os norte-americanos, em maior número, nada sabiam daquele período da nossa história.

Naquela noite fui para casa com saudades dos anos 50 e iní-cio dos anos 60, com saudades do Liceu, hoje tão grafitado e já sem o mesmo glamour, e pensei que a ditadura, além de nos roubar a liberdade, matar, torturar e reprimir, privou as gera-ções depois da nossa da capacidade de questionar.

REFERÊNCIAS

AGOSIN, M. I invented a country. In: AFKHAMI, M. (Ed.). Women in exile. Charlottesville: University Press of Virginia, 1994. p. 140-149.

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ALENCAR, F. S. de. A Pátria não é ninguém. Natal (RN): A. S. Editores, 2002.

COSTA, A. O. et al. Memórias das mulheres do exílio. Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1980. v. 2.

GASPARI, E. A didadura encurralada. São Paulo: Companhia das Letras, 2004.

GASPARI, E. A ditadura derrotada. São Paulo: Companhia das Letras, 2003.

GASPARI, E. A ditadura envergonhada. São Paulo: Companhia das Letras, 2002.

GASPARI, E. A ditadura escancarada. São Paulo: Companhia das Letras, 2002.

LEE-MEDDI, J. Os sequestros que abalaram a ditadura. 2009. Disponível em: <https://jeocaz.wordpress.com/2009/07/26/os-sequestros-que-abalaram-a-ditadura-militar/>. Acesso em: 28 maio 2015.

PIRES, Y. A. Exílio: testemunho de vida. São Paulo: Casa Amarela, 2011.

VELOSO, C. Alegria, alegria. Intérprete: Caetano Veloso. In: CAETANO VELOSO. Caetano Veloso. Rio de Janeiro: Phillips Records, p1968. 1 disco sonoro (34 min 54 s). Lado A, faixa 4 (2 min 50 s).

VENTURA, Z. 1968. O ano que não terminou. São Paulo: Planeta do Brasil, 2008.

VENTURA, Z. Minhas histórias dos outros. São Paulo: Planeta do Brasil, 2005.

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LEMBRAR É RESISTIRO relato de um espetáculo no qual

o espaço é o protagonista

José Carlos dos Santos Andrade

Sonhar mais um sonho impossível Lutar quando é fácil ceder

Vencer o inimigo invencível Negar quando a regra é vender

Sofrer a tortura implacável Romper a incabível prisão

Voar no limite provável Tocar o inacessível chão

(BUARQUE, 1975 )

Dramaturgo de nome artístico Zecarlos Andrade, o autor possui bacharelado em Teatro pela Escola de Comunicações e Artes pela Universidade de São Paulo (1973), graduação em Língua Inglesa pela União Cultural Brasil Estados Uni-dos (1971), mestrado em Artes Cênicas pela Universidade de São Paulo (2006) e doutorado em Artes Cênicas pela Universidade de São Paulo (2010). É professor da Faculdade Paulista de Artes, orientador da Escola Morumbi, sócio-diretor da Associação dos Produtores de Espetáculos Teatrais do Estado de São Paulo, sócio-diretor da Sociedade Lítero-Dramática Gastão Tojeiro, sócio-diretor da Associação Paulista de Autores Teatrais e sócio-colaborador da Sociedade Bra-sileira de Autores Teatrais.

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LEMBRAR É RESISTIR 137

Como tudo começou

A história foi assim [...] Comemorava-se naquele

ano (1999), 20 anos da Lei da Anistia no Brasil, se

não me engano! — 20 anos — era o aniversário da

anistia [...]1

Lei da anistia é a denominação popular da Lei n°6.683, pro-mulgada pelo presidente João Baptista Figueiredo em 28 de agosto de 1979, após uma ampla mobilização social, ainda du-rante a ditadura militar. A lei estabelece que:

Art. 1º - É concedida anistia a todos quantos, no

período compreendido entre 2 de setembro de

1961 e 15 de agosto de 1979, cometeram crimes

políticos ou conexos com estes, crimes eleitorais,

aos que tiveram seus direitos políticos suspensos

e aos servidores da Administração Direta e Indi-

reta, de fundações vinculadas ao poder público,

aos Servidores dos Poderes Legislativo e Judiciá-

rio, aos Militares e aos dirigentes e representan-

tes sindicais, punidos com fundamento em Atos

Institucionais e Complementares. (BRASIL, 1979)

Belisário dos Santos Júnior, Secretário de Justiça do Estado de São Paulo, chamou seu amigo Silnei Siqueira, conceituado diretor teatral paulista, porque tinha em mente fazer um espe-

1 Depoimento pessoal de Analy Alvarez prestado ao autor em fevereiro de 2014.

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táculo para celebrar os 20 anos da Anistia. Ambos haviam tra-balhado juntos na Faculdade de Direito do Largo de São Fran-cisco, quando Silnei dirigiu o texto do Cesar Vieira, O Evange-lho segundo Zebedeu, no qual Belisário tomava parte.

Silnei Siqueira gostou da ideia e sugeriu que se utilizasse o Teatro São Pedro e que fosse promovido um evento comemo-rativo em um único dia. Silnei tinha algumas ideias vagas do que poderia ser concebido enquanto encenação. Imaginava ini-cialmente que poderia haver alguém que lesse um texto, outro que declamasse um poema, mais um terceiro que cantasse uma música. Poderiam ainda selecionar trechos da dramaturgia da época e, de posse desse material, o espetáculo seria levantado.

Analy Alvarez trabalhava como Diretora do Departamen-to de Teatro da Secretaria de Estado da Cultura, quando Silnei Siqueira foi procurá-la, em princípio para saber se era possível conseguir a locação do Teatro São Pedro, um equipamento des-sa mesma Secretaria. Analy foi a primeira pessoa a quem Sil-nei recorreu e, depois de algumas conversas, partiu do diretor o convite para que Analy, premiada autora teatral, com vasta experiência profissional na área, participasse também da con-cepção do evento.

Nesse meio tempo, paralelamente, estava em andamento um projeto desenvolvido por Belisário que culminaria com a devolução do prédio do Departamento de Ordem Política e So-cial (DOPS), pertencente à Secretaria de Justiça e que seria en-tregue à Secretaria de Cultura. A intenção era converter o lúgu-bre edifício em um centro cultural, abrigando também em suas dependências um memorial referente ao período da ditadura militar, já que havia servido de prisão para inúmeras pessoas perseguidas politicamente.

Tendo esse projeto como objeto de estudo, Analy Alvarez já havia mantido longas conversas com o Secretário de Esta-do da Cultura, deputado Marcos Mendonça, sugerindo que a

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devolução do prédio deveria ser pontuada com um aconteci-mento revestido de caráter teatral. A primeira ideia era con-vidar alguns atores que, dentro das celas remanescentes, sob a forma de relatos, dariam vida às memórias dos antigos deten-tos. Pensava-se que esse experimento poderia produzir junto ao público um forte impacto, considerando-se que muitas das histórias que seriam narradas poderiam ter acontecido justa-mente ali, naquele espaço, mas nada estava ainda muito bem definido. Surgiram também outras propostas, inclusive a de que se rezasse uma missa no local. Quando Silnei chegou com suas intenções, Analy perguntou a ele: “Mas por que o Teatro São Pedro, se alguma coisa parecida com isso pode ser realizada aqui nessa prisão?”

E assim nasceu a sugestão de que um trabalho em parceria tivesse as dependências do antigo DOPS como palco de repre-sentação. Silnei foi levado por Analy para conhecer o espaço e, em princípio, considerou-o inviável para uma encenação. Analy argumentou indicando que era possível construir um texto a partir de outros já existentes, e aí ambos, ainda em dú-vida, foram falar com Belisário, Secretário de Justiça, para lhe expor esse esboço de projeto.

Belisário ficou muito entusiasmado com a proposta e soli-citou que se agilizasse a burocracia de transferência do prédio entre as secretarias. Foi a partir desse momento que as primei-ras providências começaram a ser tomadas. Os registros da memória dos envolvidos ainda estão um pouco nublados, mas o repasse efetivo do prédio aconteceu oficial e formalmente pou-cos dias antes da estreia de Lembrar é Resistir.

Firmado o compromisso artístico entre Analy e Silnei, a autora começou a pesquisar textos que pudessem ser usados na montagem. Usar a dramaturgia da época, considerada uma das mais ricas do teatro brasileiro, parecia ser um bom come-ço. Buscou-se em primeira mão a peça Missa Leiga, de Chico

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de Assis. Gianfrancesco Guarnieri foi lembrado com sua obra Ponto de Partida, mas, por mais que avançasse, a pesquisa não direcionava para outros textos que se ajustassem aos ideais da proposta. Lembrou-se também de uma peça de Lauro César Muniz, Sinal de Vida, igualmente considerada, sem que se en-contrasse ali muito material que pudesse se encaixar no que se pretendia.

A autora deu início então a uma pesquisa no campo da poesia, principalmente na obra de Thiago de Mello e Carlos Drummond de Andrade, mas ainda sem uma meta claramen-te estabelecida, que determinasse um norte para este evento- espetáculo. A investigação poética fez surgir um sem-número de possibilidades, mas Analy deparou-se então com a dificul-dade de transmitir a vivência em um cárcere, já que nunca esti-vera presa. Questões diversas passavam pela sua cabeça: “Como é que essa gente se expressa? Como é que um policial fala com um presidiário? Como é que um detento fala com outro? Como é a atmosfera desse ambiente carcerário?” Foi exatamente nes-se momento que Analy veio a se encontrar com Izaías Almada, recém-chegado de Portugal.

Almada, que estivera preso durante o período da ditadura, interessou-se pelo projeto e, juntos, começaram a trabalhar, ten do em mente que a costura entre os textos selecionados se-ria a memória dos presos políticos, dando voz a esses autores. A participação do novo aliado seria significativa na constru-ção do texto final, já que este tinha uma visão exata de como se davam as relações no universo dos presídios. Os primeiros rascunhos do texto começaram então a ser elaborados, mas é necessário sublinhar que grande parte do resultado final foi determinado a partir das discussões, relatos e improvisações dos atores.

Havia uma premência de tempo para que tudo ficasse pron-to para a data de 28 de agosto, quando seria comemorado o vi-

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gésimo aniversário da Lei da Anistia no Brasil. Segundo os en-volvidos com o projeto, a encenação na sua totalidade foi reali-zada em um espaço compreendido entre 12 e 15 dias anteriores ao predeterminado.

A construção do texto

Enquanto preparavam uma hipotética colagem de textos dos autores da época, relatando experiências de cárcere, uma se-gunda obra chegou às mãos de Analy e Izaías: o relato literário de Frei Betto — Batismo de Sangue: os dominicanos e a morte de Carlos Marighella —, atualmente em sua nona edição. Esse livro foi responsável pela determinação de alguns rumos a se-rem seguidos.

No livro de Frei Betto há uma personagem que saiu do plano real para adentrar o ficcional e, involuntariamente, tornar-se peça emblemática na construção da dramaturgia de Lembrar é Resistir. Frei Tito de Alencar Lima foi um dos vários religio-sos encarcerados e submetido a terríveis sevícias pelo delegado Sérgio Paranhos Fleury, um dos maiores carrascos da ditadura. Frei Tito foi libertado em troca do embaixador suíço Ehren-fried von Holleben, juntamente com outros presos políticos, em 11 de junho de 1970, vindo a se exilar na França. Frei Tito não conseguiu jamais superar as sequelas a ele impingidas, sui-cidando-se quatro anos depois.

À medida que Analy ia dando andamento à sua pesquisa, foi percebendo que as personagens com as quais iria compor o painel dramático da peça nasceriam dessas leituras e o seu tra-balho seria ajustá-las ao desenvolvimento da trama. Frei Tito virou um personagem e foi durante esse processo que Izaías lhe passou um livro de sua autoria intitulado Tiradentes: um pre-sídio da ditadura, escrito em parceria com Alípio Freire J. A. de Granville Ponce. Nessa obra, Analy encontrou um referencial

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fabuloso de depoimentos testemunhais, como o de Rose No-gueira, que, logo após a primeira leitura, converteu-se igual-mente em personagem de Lembrar é Resistir.

Ainda de acordo com o relato de Analy Alvarez, essas per-sonagens começaram a “dançar” em sua mente, fazendo emer-gir um sem-número de situações e circunstâncias. A partir de Rose Nogueira, brotou-se a ideia de ter uma cela só com mu-lheres, representando o contingente feminino perseguido pela ditadura.

Ao lado da crueza exposta dessas experiências de vida, a au-tora adicionou a poesia de Thiago de Mello, principalmente no poema Iniciação do prisioneiro, em que, na primeira estrofe, ele diz:

É preciso que amor seja a primeira Palavra a ser gravada nesta cela

Para servir-me agora de companheira Seja amanhã de quem precise dela [...]

Esse poema foi escrito no dia 21 de novembro de 1965, numa cela do Quartel da Polícia do Exército do Rio de Janeiro, ao qual Thiago de Mello foi recolhido por haver participado de uma manifestação contra a ditadura em frente ao Hotel Glória, no mesmo instante em que ali chegava o Presidente Castelo Bran-co, convidado a inaugurar uma conferência da Organização dos Estados Americanos (OEA). Desse protesto, participaram outros intelectuais de respeito, como Antônio Callado, Jayme de Azeve-do Rodrigues, Carlos Heytor Cony, Márcio Moreira Alves, Flávio Rangel, Glauber Rocha, Joaquim Pedro de Andrade e Mário Car-neiro, todos eles presos e aos quais foi dedicado o poema citado.

Izaías Almada contribuiu de forma notável, informando detalhes sobre quem eram aquelas pessoas e toda a experiên cia adquirida durante o tempo de convívio com elas. Nilda Maria, atriz convidada desde o início do processo, também tinha ou-

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tras tantas histórias de vulto que em muito contribuí ram para a construção dos episódios que compuseram a edição final do texto.

Analy acredita que a primeira versão foi finalizada nos já mencionados 12 dias, mas, mesmo depois da estreia, sempre que se fez necessário, ou sempre que surgiram oportunidades interessantes, novas informações foram agregadas.

O elenco

Segundo Analy Alvarez, pensou-se inicialmente em convidar apenas atores que tinham estado na condição de presidiários, mas todos que possuíam essa passagem em sua história, por razões diversas, não aceitaram o convite. No princípio dos tra-balhos tiveram então que contar com apenas três atores que preenchiam esse requisito: Luiz Serra, Tin Urbinatti e a já cita-da Nilda Maria, perseguidos e encarcerados pelo regime militar da ditadura. A participação dessa última foi muito expressiva, porque, tendo passado muito tempo presa, ainda guardava na memória inacreditáveis recordações dessa época.

Durante o processo de ensaios, Nilda relatava aconteci-mentos significativos, e Analy, assistindo a esses testemunhos, transformava-os em material para construir a dramaturgia fi-nal do espetáculo. A autora faz questão de dizer que muito do texto foi finalizado pelos próprios atores, que colaboravam com sua experiência de vida, e assim foram surgindo vários episó-dios marcantes, como o da “jangada”.

Há uma música de autoria de Dorival Caymi, compositor baiano, muito famosa no repertório da música popular brasi-leira, intitulada Suíte dos Pescadores, que tem seu início di-zendo: “Minha jangada vai sair pro mar, vou trabalhar, meu bem querer [...]” — A música relata o cotidiano dos pescadores do Nordeste, mas, nas celas das prisões, ela era entoada em coro

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todas as vezes em que um prisioneiro era solto. A música havia se tornado um hino à liberdade.

Nesses memoráveis 12 dias, atores, autores e diretor, tra-balhando juntos, produziram o material que serviu de matéria prima para a elaboração definitiva do espetáculo.

O elenco da primeira montagem de Lembrar é Resistir era composto por ordem de entrada em cena: Mauro de Almeida, Emerson Caperbat, Pedro Pianzo, Renato Modesto, Norival Ri-zzo, Ia Santos, Nilda Maria, Lourdes de Moraes, Tânia Sekler, Luiz Serra, Luti Angelelli, Tin Urbinatti, Renato Mursa, Fábio Grabarz.

A produção do espetáculo

Logo no começo, não havia verba alguma para financiar o tra-balho, mas conforme a proposta foi tomando corpo, Belisário, o Secretário de Justiça, foi também se empolgando e sugeriu que se elaborasse um projeto para a Lei Rouanet. Sérgio Motta era o Ministro das Comunicações durante o governo de Fernando Henrique Cardoso e essa era a única forma de se obter recursos para produzir o espetáculo.

Coube a Efren Colombani a responsabilidade de preparar o projeto, sabendo antecipadamente que muito pouco seria ne-cessário para levantar a peça, mas, ainda assim, havia a neces-sidade imperativa de algum capital para que pelo menos o elen-co convidado tivesse um mínimo de remuneração.

Mesmo sem nenhuma perspectiva positiva em vista, a equi-pe de criação deu prosseguimento ao trabalho, acabando mer-gulhada por completo no processo. Não havia certeza alguma de que esses recursos seriam obtidos, mas a proposta era tão fascinante que ninguém quis abandoná-la. Depois do projeto pronto, Belisário dos Santos e Marcos Mendonça entraram em

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contato com Sérgio Motta e, a partir daí, as coisas se resolveram mais rapidamente.

Marcos Mendonça mobilizou funcionários da Secretaria da Cultura para que se realizasse uma rigorosa higienização do espaço coberto de entulho, quase impedindo o deslocamento das pessoas de um local para outro. Ao final, foram necessárias várias caçambas para que se removesse todo esse material. In-teressante observar que durante a limpeza foram encontrados alguns bancos grandes de madeira, aproveitados para acomo-dação do público.

Por sugestão de Analy Alvarez, foi aberta uma fenda em uma das paredes, para que se criasse uma passagem de circula-ção, já que o cômodo originalmente possuía apenas janelas. Foi com essa brecha que surgiu um espaço útil para a construção de camarins para os atores e também para o acesso dos espectado-res. Banheiros químicos foram alugados e uma última limpeza geral foi realizada no dia que antecedeu a estreia.

Carlos Alberto Dêgelo, diretor do Departamento de Enge-nharia de Materiais (DEMA), órgão da Secretaria de Estado da Cultura, conseguiu alguns refletores para colocar do lado de fora do prédio e também distribuí-los em um espaço que ser-viria como saguão, onde o público aguardaria o início do espe-táculo. Nessa mesma área, foi montada também uma exposi-ção de foto jornalística com diversas matérias vindas de fontes diversas sobre os excessos cometidos pela ditadura militar. É preciso que se diga que a peça estreou em 28 de agosto sem a exposição estar completamente finalizada e o seu processo de acabamento estendeu-se ao longo da temporada.

Dêgelo foi o responsável pelos biombos expositores, assim como pela montagem da exposição em si, já que esta era uma das atribuições do seu departamento. Nezito Reis, respeitado iluminador dos palcos paulistanos, foi chamado para conceber a luz do espetáculo, que, de acordo com a opinião da maioria de

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pessoas que assistiram à montagem, era belíssima, já que fu-gia do padrão convencional da iluminação cênica. Tratava-se muito mais de uma luz ambiental delicada, sutil e adequada à atmosfera da peça.

A Secretaria de Estado da Cultura deslocou também uma pequena verba inicial que permitiu a manutenção do espetáculo durante o primeiro mês, enquanto era aguardada a liberação dos recursos obtidos por meio da Lei Rouanet. Com essa curta verba, Analy Alvarez e Marcos Weinstock, cenógrafo e figurinista que também estivera preso, compraram algumas peças de vestuário industrial, transformadas em uniformes de presidiários, e assim se deu início à produção da peça propriamente dita.

Aquela quantia também foi suficiente para cobrir as despe-sas de iluminação, sonoplastia e um pequeno cachê, como aju-da de custo para os atores. Posteriormente, com o sucesso da montagem, a produção entrou pela segunda vez no edital da Lei Rouanet, garantindo assim a permanência da peça pelo segun-do ano consecutivo, mantendo os ingressos gratuitos.

Os ensaios

Os ensaios tiveram início no centro da cidade, em uma das salas da Associação dos Produtores de Espetáculos Teatrais do Esta-do de São Paulo (APETESP), no Teatro Maria Della Costa, e só foram transferidos para o local da representação após o rompi-mento da passagem para acesso aos camarins.

A partir daí, o espetáculo começou a ser organizado como uma montagem itinerante, que obrigaria o público a se deslo-car por entre as celas e conhecer as diferentes dependências do DOPS. Um padre foi chamado para benzer o ambiente, porque a grande maioria achava que aquele espaço estava carregado de más energias.

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Segundo informações obtidas junto a várias pessoas que participaram da encenação, o espaço em si era opressivo e pro-vocava um profundo mal-estar em todos que nele passavam durante algum tempo. Era comum ouvir-se entre os atores “Yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay!” Todos concor-dam que havia ali uma atmosfera pesada, que muitas vezes, inexplicavelmente, levava as pessoas a discutirem entre si, tal era o estado de sensibilidade que despertava em cada um dos indivíduos que por ali permanecesse.

Para dar início aos trabalhos de preparação do espetácu-lo, o diretor propôs que fossem realizadas algumas discussões de mesa para que a temática fosse bem absorvida por todos os integrantes do elenco. É possível que tenham sido utilizados aproximadamente cinco dias unicamente para esses debates. Foi nessas ocasiões que Nilda Maria, dotada de viva memória, relatou fatos contundentes ocorridos durante o seu período de confinamento, sensibilizando todos os presentes.

A atriz Nilda Maria Toniolo tinha sido detida no dia 5 de maio de 1970, durante a apresentação do espetáculo O Balcão, de Jean Genet, com direção de Victor Garcia e encenado na Sala Gil Vicente do Teatro Ruth Escobar. Nilda acumulou muita ex-periência durante os seis meses em que passou encarcerada. Durante esse tempo, ela saiu do DOPS, foi transferida para o Presídio Tiradentes e de lá foi levada para as dependências do Destacamento de Operações de Informações — Centro de Ope-rações de Defesa Interna (DOI-CODI), na Rua Tutóia, onde fun-cionava a temível Operação Bandeirantes (OBAN). Lá, ela ficou na Torre das donzelas, um espaço onde eram reunidas as mu-lheres presas pelos agentes dessa fatídica operação. Enquanto esteve no DOI-CODI, Nilda passou por todas as fases do pro-cesso que lhe foi imputado, tendo sido julgada, finalmente ab-solvida e libertada.

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Tudo que era dito era cuidadosamente anotado pela autora, que, ao chegar em casa, valia-se desse material para elaborar cenas e apresentá-las ao diretor e ao elenco já no dia seguinte. Segundo a própria autora, essa foi a fase mais estimulante do trabalho, quando ainda não estava muito claro o conceito de como iria ficar o todo, depois que essas peças fossem encaixa-das em seus devidos lugares.

Conforme ia sendo aprontado, o texto era ensaiado por partes na sala da APETESP. O trabalho maior concentrava-se no entendimento das falas e das relações entre as personagens, já que ainda não se tinha uma noção clara de como ficaria o lo-cal escolhido para a representação depois de efetuada a grande limpeza. Ensaios e faxina aconteciam simultaneamente e uma coisa somava-se à outra, permitindo que dia a dia o espetáculo fosse ganhando corpo.

Os atores, no início, ensaiavam como se estivessem cada um em sua cela e assim foram se formando os núcleos de persona-gens. Luiz Serra vivia o velho comunista que dividia a cela com Luti Angelelli, que, por sua vez, vivia o sofrido Frei Tito. Ter-minada a ação dramática desenvolvida com aquela dupla, ti-nha início alguma outra cena, independente da sequência final apresentada na montagem.

O trabalho do diretor, Silnei Siqueira, foi fornecer elemen-tos para que cada um dos atores fosse se adaptando à situação. As cenas levantadas eram tão fortes e o espaço tão opressivo, que, ao final, conseguia-se o resultado pretendido desde o início: mostrar ao público a cruel realidade dos que passaram pelas prisões políticas durante os anos de chumbo. Na cela das mulheres havia quatro presidiárias e ali foi necessário criar uma espécie de marcação, imaginando que o público estaria tam-bém ocupando o mesmo espaço. É preciso que se diga que Silnei Siqueira conduziu o processo de forma a fazer com que tudo

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surgisse espontaneamente, valendo-se das memórias dos mo-mentos vividos nos porões da ditadura.

O naipe dos prisioneiros estava dividido entre as quatro celas remanescentes do edifício e representavam a população carcerária brasileira durante os anos mais agudos da ditadura militar, quando a tortura desumana, sadicamente planejada, era uma prática comum.

Na primeira cela ficava o ator Norival Rizzo, depois substi-tuído por Walter Breda e, no final da temporada, por Amaury Alvarez. Nessa primeira personagem estavam concentrados, sob a forma de monólogo, os poemas de Thiago de Mello. Era uma conversa de si para si mesmo e abria o espetáculo com in-tensidade, angústia e poesia.

Na segunda cela ficavam as mulheres. Em princípio eram quatro: Tânia Sekler, depois substituída por Malu Rocha, Nil-da Maria, Lourdes de Moraes e Ia Santos. Quando o espetáculo foi reestruturado, entrou uma quinta personagem, vivida pela atriz Neusa Velasco.

A cela feminina mostrava a pressão sofrida pelas mulheres, distribuídas em cinco tipos distintos: Tânia e Malu viviam uma personagem nascida sob a inspiração de Rose Nogueira, cuja passagem pelos cárceres está relatada no volume Tiradentes — Um presídio, de Izaías Almada e Alípio Freire.

Nilda Maria, por ter trazido sua própria experiência de vida, nunca foi definida como uma representação dela mesma ou uma síntese da mulher aprisionada. Em seus depoimentos foram igualmente acrescentados trechos de poemas de Thiago de Mello.

Lourdes de Moraes trazia para o espaço cênico a vivência das mulheres mais velhas, mães e esposas, igualmente vítimas da perseguição política.

Ia Santos tinha uma experiência maior como cantora e foi aproveitada para inserir um lado mais lírico e delicado ao am-

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biente da prisão. Ela cantava a maior parte do tempo e suas in-terferências serviam sempre como um hiato dramático no qual se baixava um pouco o nível de tensão, para que, com o próxi-mo monólogo, voltasse a crescer.

Neusa Velasco, quando de sua entrada, recebeu como in-cumbência dar vida à mulher de um operário procurado pela polícia. Era uma mulher assustada e muito fragilizada, revelan-do uma enorme vulnerabilidade. Por temor aos suplícios, ela não hesitava em entregar o esconderijo do esposo, mesmo pre-vendo que isso custaria a vida dele. O peso dessa culpa ela irá carregar pelo resto de sua vida.

Na terceira cela alojavam-se os atores Luiz Serra e Luti An-gelelli, vivendo, respectivamente, o velho comunista e Frei Tito.

Na quarta e última cela reuniam-se os intérpretes Tin Ur-binatti e Pedro Pianzo. As personagens vividas por eles não tinham sido extraídas de ninguém em particular, mas repre-sentavam justamente a força da resistência. Tin era o prisio-neiro que retornava à cela, bastante machucado, após um cruel interrogatório. Ainda assim, visivelmente debilitado, instilava coragem e ânimo no jovem ator (Pedro Pianzo), para que este não dissesse nada do que desejavam saber e tentasse, enquanto possível, não esmorecer.

A noite de estreia

O dia era 28 de agosto de 1999. Uma sexta-feira. Para a noi-te da estreia havia um público composto por convidados que não excedia o número de, aproximadamente, 25 pessoas. Além de Marcos Mendonça, Secretário de Estado da Cultura, e Beli-sário Santos Junior, Secretário de Estado da Justiça, estiveram presentes Eduardo Suplicy, Senador da República pelo Estado de São Paulo; José Genoíno, Deputado Federal; Lélia Abramo, atriz; Ruth Escobar, atriz e produtora teatral internacional, e

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outras personalidades ilustres. Uma dessas celebridades, digna de nota, foi Don Paulo Evaristo Arns, Cardeal Arcebispo de São Paulo, que havia se destacado como um fervoroso defensor dos direitos humanos e especialmente preocupado com a causa dos presos políticos.

Durante a operação de limpeza que foi realizada no local, encontraram também alguns pequenos bancos individuais que foram separados para atender às pessoas de idade ou portado-ras de necessidades especiais. Um desses bancos foi reservado para Don Paulo, que, educadamente, recusou, preferindo per-manecer em pé como os demais convidados.

O espetáculo de abertura da temporada foi contundente e sensibilizou de forma notável todo o público presente. Ruth Escobar, que tinha participado intensamente na campanha de libertação de inúmeros presos políticos, principalmente os da classe teatral, sentiu-se mal e foi obrigada a retirar-se antes do final da representação.

Em seguida à apresentação da montagem foi servido um coquetel, mas o espetáculo era tão contundente que as pessoas não se sentiam à vontade para comer.

Nessa noite, em particular, não houve nenhum comentário de desaprovação e todos foram unânimes em afirmar o quanto o espetáculo era importante para o cenário artístico paulista e que, pela primeira vez, o teatro brasileiro emitia sua opinião a respeito das arbitrariedades praticadas pela ditadura militar.

A emoção estava presente e visível no semblante de cada um dos espectadores, que não pouparam elogios a toda a equipe, desde os autores, passando pelo diretor, detendo-se no cui-dadoso trabalho de construção das personagens realizado por cada um dos atores. Os aplausos estendiam-se também aos técnicos envolvidos com a produção, comprovando que para a execução daquela obra havia existido um espírito ímpar de co-laboração e solidariedade.

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A temporada

A publicidade espalhou-se rapidamente por meio do boca a boca e, durante todo o tempo em que esteve em cartaz, Lem-brar é Resistir nunca teve menos do que casa lotada. O caráter itinerante do espetáculo, apoiado pela interatividade estabele-cida com o público, foi alguns dos fatores contribuintes para o êxito da representação.

Os espectadores, assim que chegavam, deviam preencher uma ficha cadastral com seus dados pessoais, como se estives-sem passando pela triagem de uma delegacia de polícia. Alguns reagiam negativamente, mas essa era uma condição irrefutável para que se pudesse assistir ao espetáculo. Impressões digitais eram colhidas e esses dois fatores pesavam de forma notável para colocar o público no clima da representação.

O espetáculo não recorria em nenhum momento à repre-sentação explícita da violência praticada contra os prisioneiros. Apenas os seus efeitos eram expostos de forma tocante. Nunca houve a intenção de sensibilizar o público valendo-se de uma reprodução teatral das atrocidades cometidas. O intuito maior era acordar nos espectadores a consciência de que conhecer a história é a forma mais eficaz de evitar que ela se repita.

Em princípio, as pessoas que compunham a plateia eram curiosos e interessados em teatro, mas, logo em seguida, o es-petáculo foi descoberto, espontaneamente, pelo público jovem, principalmente os alunos dos muitos cursos pré-vestibulares que existem na capital de São Paulo. Sem que isso fizesse parte dos planos da equipe de criação responsável por Lembrar é Re-sistir, a peça havia se tornado matéria discutida em sala de aula e recomendada pelos professores de História, Sociologia e Arte Contemporânea.

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Os alunos vinham em grupos, e as escolas se responsabi-lizavam pela reserva dos ingressos, que deveria ser feita com bastante antecedência, já que a demanda era grande.

Quando do início dos trabalhos, Silnei Siqueira, o diretor, imaginou que naquele espaço não poderiam caber mais de 15 pessoas, mas como se tratava de um evento comemorativo e de curta duração, isso não representaria nenhum problema. Uma vez festejados os 20 anos da Lei da Anistia e tendo atingido o público-alvo interessado, o espetáculo seria retirado de cartaz após um prazo imaginário que girava em torno de um mês.

Ocorre que, logo na estreia, esse número foi excedido e a solicitação das escolas aumentou espantosamente, implican-do na permanência do espetáculo enquanto houvesse públi-co. Diante do interesse crescente, o limite de espectadores foi aumentado para 50 pessoas e, ainda assim, havia um número expressivo que voltava diariamente sem conseguir entrar. As escolas insistiam em mandar cada vez mais alunos e, mais uma vez, a quantidade de espectadores foi aumentada para 70, ten-do aí atingido o seu limite máximo.

Frei Beto, autor já citado do livro Batismo de Sangue, com-pareceu uma noite acompanhado da atriz Cássia Kiss, que, na-quele momento estava morando no estado de Minas Gerais. Frei Beto fez questão que sua amiga viesse, pois sabia que o assunto iria lhe interessar sobremaneira. Sábato Magaldi, importante crítico teatral de São Paulo e membro da Academia Brasileira de Letras, esteve presente e fez questão de divulgar o espetáculo junto aos seus amigos mais íntimos. Uma dessas pessoas foi o diretor Augusto Boal, preso e exilado pela ditadura. Boal, fun-dador do Teatro de Arena em São Paulo, criador do Sistema Co-ringa, autor de vários livros sobre o fazer teatral, sendo talvez o mais importante deles o Teatro do Oprimido, atendeu ao con-vite de Sábato, veio do Rio de Janeiro e conferiu a montagem do espetáculo. Luis Inácio Lula da Silva, na época Deputado Fede-

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ral e, posteriormente, Presidente do Brasil de 2003 a 2011, com-pareceu para prestigiar a montagem. Marcou presença também o vice-governador do estado de São Paulo, Geraldo Alckmin, que, na ocasião, representava o governador Mário Covas, que já se encontrava enfermo, vindo a falecer posteriormente.

O espetáculo teve a sua temporada dividida em duas fases distintas: a primeira, com o elenco original que estreou a mon-tagem, e uma segunda, com as substituições que se fizeram ne-cessárias. Estreado em 1999 e permanecendo à disposição do público até 2001, sempre com ingressos gratuitos, realizando 6 sessões semanais, calcula-se que a encenação tenha sido assis-tida por aproximadamente 35 mil espectadores.

Quando se chegou ao final da primeira temporada, os en-volvidos perceberam que o espetáculo lhes pertencia por com-pleto e esse caráter de propriedade nunca foi contestado. Auto-ra, diretor, atores, técnicos e demais participantes sentiam-se como agentes criadores da encenação, que lhes conferia esse sentimento de propriedade em relação à obra final.

A Secretaria de Estado da Cultura nunca interferiu na rotina do espetáculo e só manifestou-se contrária à sua permanência quando priorizou uma reforma geral em todo o edifício, para que, posteriormente, abrigasse um centro cultural. Infeliz-mente, esse projeto não saiu do papel. Os arquitetos que assi-navam a transformação do edifício constataram que o mesmo não possuía fundações suficientemente fortes que sustentas-sem uma reforma desse nível.

A repercussão

Lembrar é Resistir, mesmo tendo ficado dois anos em cartaz, foi visto por poucos representantes da classe teatral paulis-tana. Razões para isso são difíceis de serem avaliadas. Alguns acreditam que o desinteresse se devia ao fato de que o tema era

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desagradável e o assunto merecia ser esquecido. Há outros que entendem que a montagem deixou de ser vista porque, ofe-recendo ingressos gratuitos, havia sempre uma grande fila de interessados e, com isso, os colegas da classe sentiam-se des-motivados.

Existe também uma terceira vertente, que entende que o espetáculo não alcançou a devida repercussão porque havia sido idealizado e produzido sob a égide o Partido da Social De-mocracia Brasileira (PSDB). É necessário destacar que o PSDB havia perdido grande parte da sua força contestatória quando se tornou situação e passou a ter como opositor o Partido dos Trabalhadores (PT) no estado de São Paulo. Apesar do PSDB ter nascido do antigo Partido do Movimento Democrático Brasi-leiro (PMDB), único partido de oposição ao governo militar da ditadura, tendo como antagonista apenas a Aliança Renovadora Nacional (ARENA), o PT entendia que aquela era uma questão que só a ele dizia respeito, pois havia se filiado ao PT a grande maioria dos presos políticos e perseguidos pela repressão mili-tar. A classe teatral sempre fora simpática aos propósitos do PT desde a sua fundação, e daí, talvez, essa posição refratária em relação ao texto de Analy Alvarez e Izaías Almada e ao espetá-culo de Silnei Siqueira.

Como observador, entendo que o espetáculo tinha um al-cance muito mais vertical, mergulhando fundo no âmbito dos direitos humanos, sem levantar estandarte de nenhuma espé-cie. O que se discutia e se apresentava ao público como ponto para futuras reflexões era o que havia ocorrido nos subterrâneos dos quartéis e dos presídios, sem que, na época, isso pudesse ter sido levado ao conhecimento do público pela mídia. Divulgar o horror dos anos de chumbo e das atrocidades cometidas era o objetivo maior da equipe de produção do espetáculo, buscando, inclusive, que se mantivesse viva a memória desses tristes fatos, visando evitar que voltem a se repetir.

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Até hoje se lamenta que o espetáculo tenha sido ignorado pelos companheiros da mesma categoria, mas nomes ilustres e significativos na cultura brasileira estiveram presentes e fi-zeram questão de hipotecar seu apoio, sublinhando a impor-tância da montagem e suas qualidades artísticas. Renata Pal-lottini (dramaturga), Maria Bonomi (artista plástica), Jefferson del Rios (crítico teatral) foram algumas dessas pessoas que se emocionaram com o discurso de Lembrar é Resistir.

Os idealizadores da proposta pensavam, no início da tem-porada, que a montagem despertaria as atenções das pessoas que tinham vivido naquela época e ainda possuíam, guarda-do na memória, o registro das passagens mais contundentes. Certamente esse público compareceu, assim como muitos dos que estiveram atrás das grades durante o regime militar, mas a grande surpresa foi descobrir que Lembrar é Resistir interes-sava sobremaneira ao público jovem, cuja faixa de idade variava entre os 18 e 25 anos.

A razão para esse interesse se deve consideravelmente ao fato de que o período mais terrível da ditadura militar ainda está sendo desvendado e, infelizmente, sabemos que muitas coisas abomináveis ainda estão para vir à tona. Os jovens não passa-ram por esses instantes, e as páginas da história estudadas nos livros escolares não se detêm o suficiente nesse triste capítulo da nossa trajetória política. Acreditamos que por ser um espe-táculo inovador, de caráter documentário, valendo-se de um local real como cenário, para falar de pessoas reais que haviam passado por lá e voltaram anos depois, como artistas, revivendo aquela monstruosa barbárie, Lembrar é Resistir cumpria junto aos jovens a função de esclarecer alguns aspectos do passado recente do país.

O deslocamento dos espectadores, o trânsito por entre as celas e a proximidade com os atores proporcionavam uma in-teratividade contundente. Luiz Serra, um dos atores que esteve

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no elenco desde a primeira representação até a última, vivendo o papel de um velho comunista recolhido à prisão por sua ideo-logia contrária ao regime, recorda-se de uma passagem mar-cante ocorrida em uma das representações:

Houve um dia em que eu já estava chegando ao

fim da minha cena e, obedecendo à marcação, me

dirigi para o fundo da cela, junto à parede, e, exa-

tamente como havia sido ensaiado, falei o meu

texto final, acendi uma vela e comecei a assobiar

A Internacional. Inesperadamente, algumas pes-

soas do público começaram a cantar junto comi-

go e, antes de chegar ao fim, tive a impressão de

que todo o público cantava a uma só voz. (Infor-

mação verbal)

A poética do espetáculo

Há algo de mágico a ser observado nesse espetáculo. Apesar de toda a crueza e de todo o horror revivido, ele conduzia os es-pectadores a um estado de rara poesia. As grades carcomidas, as muitas inscrições sobre as paredes eram documentos vivos de tudo o que ali havia se passado. Entrar em contato com esse universo transformava-se em uma experiência artística dotada de uma poesia intensa e arrebatadora.

Chico de Assis, significativo dramaturgo contemporâneo brasileiro, ainda em atividade, autor de Missa Leiga, assistiu ao espetáculo várias vezes e em uma delas, refletindo sobre a en-cenação, constatou que o grande protagonista era o próprio es-paço da representação. Ainda segundo palavras de Chico de As-sis, era o espaço que convidava o público a penetrar nesse túnel do tempo, conduzindo-o pelos amargos labirintos da história e transformando os espectadores em qualidade dramática a cada uma das cenas apresentadas. A surpresa da plateia, assim que

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entrava no edifício, tomando contato com aquele espaço, era responsável pela mudança de postura do público. Havia algo de assustador que inspirava um respeito quase religioso diante da enormidade de sofrimento impingido a tantos seres humanos nos limites daquelas paredes.

Contribuindo de forma expressiva para essa ambientação poética, salienta-se a participação involuntária da passagem dos trens durante o espetáculo. O prédio do DOPS fica próximo a uma estação ferroviária, onde ainda circulam algumas com-posições. Segundo a atriz Nilda Maria, o barulho dos trens era um sinal de vida que entrava nas celas. Os detentos aprendiam a decodificar os vários ruídos de idas e de vindas dos trens, as-sim como o apito indicando que estavam se preparando para a partida. Os trens traziam para eles a confirmação de que a vida não havia sido interrompida e continuava pulsando do lado de fora daquelas grades. A realidade externa mantinha acesa a chama da esperança de que um dia aquele pesadelo iria ter-minar e todos poderiam voltar para um mundo onde os trens circulavam livremente e todos os homens gozavam do sagrado direito de ir e vir.

Nezito Reis, iluminador profissional com longa experiên-cia na área, criou uma luz simples, mas de grande eficácia, que contribuía, sobremaneira, para construir, minuto a minuto, o clima de tensão que se desenvolvia durante a peça. Luzes e sombras projetadas misturavam-se com o público e, muitas vezes, o ator refugiava-se nas zonas de penumbra, deixando o espectador, cidadão comum, debaixo dos refletores. Nesse momento, indubitavelmente, esse mesmo espectador percebia que ele também tinha muito a ver com aquela história.

O espetáculo encerrava-se com uma forca que pendia do teto, improvisada com um cinto de couro. O silêncio era per-turbador. Um foco único sobre a forca lançava na parede uma ameaçadora sombra ampliada. A referência ao episódio ocor-

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rido com Vladimir Herzog era imediatamente captada pela plateia. Tratava-se de uma liberdade poética, já que o enforca-mento de Herzog havia acontecido nas dependências do DOI-CODI, outro centro de torturas da ditadura militar.

Para a autora Analy Alvarez, aquele momento era uma refe-rência clara à obra de Gianfrancesco Guarnieri, Ponto de Parti-da. O texto, segundo Guarnieri, escrito de uma só vez em uma madrugada de 1976, recria, sob a forma de fábula, um episó-dio registrado na praça de uma aldeia medieval: a inesperada aparição de um corpo enforcado, elemento detonador da ação dramática da peça. Revela-se então que o morto é Birdo (filó-sofo, poeta e andarilho) e, de imediato, instaura-se a dúvida: Birdo foi assassinado ou teria mesmo se suicidado, de acordo com a versão oficial para sua morte? O que se segue é o ques-tionamento das causas políticas da morte, ao mesmo tempo em que surgem os interessados em apagar os rastros da violência praticada pelos poderosos e, sem medir esforços, subtrair por completo o fato da história real.

Lembrar de Lembrar é Resistir

A autora Analy Alvarez afirma que esse texto, assim como a sua montagem, representa uma das coisas mais importantes que já produziu enquanto artista. Ter entrado em contato com um tema assim tão delicado quanto terrível abriu-lhe novas possi-bilidades, dando início a uma pesquisa que 15 anos depois ainda não se extinguiu.

História dos Porões é um segundo texto teatral nascido a partir dos levantamentos dessa investigação. A história recen-te desse regime absolutista e seus reflexos na cultura brasileira apresentam-se como uma fonte inesgotável que acorda nos es-tudiosos o desejo de se aprofundar sempre mais.

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Apesar de nunca ter sido publicado, Lembrar é Resistir ha-bita a memória daqueles que tiveram a oportunidade de vê-lo convertido em espetáculo como uma das experiências artísticas mais contundentes e marcantes de suas vidas.

Luiz Serra, ator do espetáculo, também aponta Lembrar é Resistir como um trabalho relevante em sua carreira. Serra, como é conhecido, ficou encarcerado apenas alguns poucos dias, incomparáveis perto dos longos períodos de detenção de outros tantos presos políticos. Ele também não chegou a ser submetido a torturas e o seu contato com as autoridades militares que se encarregavam das investigações não foi além de um interroga-tório formal. Ainda assim, mesmo tendo saído ileso, recuperar esses momentos por meio do espetáculo veio a se constituir em uma experiência artística das mais gratificantes.

Neusa Velasco, outra atriz da montagem, concorda com seus colegas e não hesita em declarar que ter participado dessa mon-tagem ganhou o significado de um divisor de águas, não apenas em sua carreira como profissional do teatro, como também na sua vida particular. Sua personagem, a esposa de Fiel Filho, exis-tia para dar corpo a todos aqueles que não resistiram às torturas e cederam diante do terror provocado pelos inquisidores. Ter en-tregue o marido se transforma em uma culpa da qual aquela mu-lher jamais se libertaria. São palavras de Neusa Velasco: “Depois de ter participado de Lembrar é Resistir, eu me reinventei como atriz e isso me levou a me reinventar como pessoa”.

Nilda Maria, a única atriz que esteve encarcerada, demons-trou extrema coragem ao aceitar esse trabalho. Ter voltado ao espaço onde passou mais de seis meses detida foi a maior prova desse seu destemor. Em um dos espetáculos, durante a repre-sentação, ela identificou no meio do público um pequeno grupo composto por quatro mulheres que haviam sido suas colegas de cela. A emoção foi tanta que quase a impediu de chegar ao fim do espetáculo.

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Em depoimento à revista Isto é, Nilda Maria Toniolo afir-ma que foi muito difícil para seus filhos a verem encenar a peça Lembrar é Resistir: “Ficou uma marca, uma dor quase tão grande nos meus filhos, quanto a de quem passou por tudo aquilo. Ver que sua mãe foi espancada não é fácil. Houve um envolvimento brutal. Um passou mal. Cheguei até a pensar se tinha feito certo ou não”.

Um espetáculo teatral não tem força para modificar um pa-norama político que nos envergonha e rejeitamos determinan-temente. Mas por meio de cada um dos espectadores que recebe a mensagem de indignação e revolta, é possível construir uma escada de agentes multiplicadores que, devidamente conscien-tizados, transformam-se em uma legião em permanente estado de alerta, que se manifesta vibrante frente às hipotéticas amea-ças de que essa mesma história venha a se repetir.

O passado não se apaga, porque a história perpetuou-o na pele dos que lutaram para defender os princípios democráticos e assegurar um mínimo de liberdade para que se façam ouvir as vozes dissonantes. A arte não tem o poder de modificar um sistema político, mas pela sua óptica é possível torná-lo mais legível para os que não conseguem compreendê-lo em sua to-talidade. Quando uma manifestação artística traz luz aos olhos daqueles que ainda não haviam conseguido divisar a escura realidade, estamos certos de que, nesse instante, ela cumpriu a sua mais importante função.

Lembrar é Resistir recupera o passado cujo eco ainda as-sombra nossos ouvidos e atua como medida preventiva para que situações semelhantes não voltem a se repetir em nenhu-ma das instâncias deste país. Todos os que se envolveram com essa montagem tinham consciência de que o espetáculo não havia sido criado para apresentar soluções e nem mesmo apon-tar culpados individualmente, já que o grande monstro era, na

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verdade, a própria ditadura, e os seus algozes haviam sido ape-nas seus macabros instrumentos.

Não temos dúvidas de que ainda há muito por fazer, mas ex-perimentos como Lembrar é Resistir mostram que vale a pena levantar os véus que cobrem as vergonhosas mazelas não tão distantes do presente. A maior recompensa que se pode obter por esse gesto de coragem e ousadia é fazer que sejam ouvidos, ainda que por um grupo de atores, os gritos de dor e sofrimento daqueles que percorreram essa sangrenta trajetória.

REFERÊNCIAS

BRASIL. Lei n. 6.683, de 28 de agosto de 1979. Concede anistia, e dá outras providências. Diário Oficial [da] República Federativa do Brasil, Poder Executivo, Brasília, DF, 28 ago. 1979. Seção 1, p. 12265.

DARION, J.; LEIGHT, M. Sonho impossível. Intérpretes: Chico Buarque e Maria Bethânia. In. Chico Buarque e Maria Bethânia ao vivo. Rio de Janeiro: Phonogram/Philips, p1975. 1 disco sonoro (46 min). Lado A, faixa 2 (1 min 53 s).

MELLO, T. Faz escuro, mas eu canto. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira, 1965.

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E ASSIM CHEGOU A DITADURA...Livia Reis

E a vida E a vida o que é?

Diga lá, meu irmão Ela é a batida de um coração

Ela é uma doce ilusão.

[...]

Somos nós que fazemos a vida Como der, ou puder, ou quiser

Sempre desejada Por mais que esteja errada

Ninguém quer a morte Só saúde e sorte

(GONZAGUINHA, 1982)

Livia Reis possui graduação em Letras (1976) pela Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ), mestrado em Letras Neolatinas (1984) pela UFRJ e doutorado em Letras (literatura espanhola e hispano-americana) pela Universidade de São Paulo (USP). É professora Titular na Universidade Federal Fluminense (UFF), bolsista do Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (CNPq) e ex-Cientista do Nosso Estado (FAPERJ). Foi membro da comissão de avaliação da área de Letras da Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (CAPES) e consultora do Exame Nacional de Desempenho dos Estudantes (Enade). Tem experiência na área de Letras, com ênfase em litera-tura hispano-americana e comparada. É orientadora de mestrado e doutorado e tem trabalhado com os seguintes temas: Ensaio latino-americano, literatura de testemunho, feminismo e relações literárias e culturais na América Latina. De 2003 a 2010 foi diretora do Instituto de Letras da UFF e atualmente é Dire-tora de Relações Internacionais na mesma universidade. Tem artigos e livros publicados no Brasil e no exterior.

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Trabalhar com escritos da memória tem sido tarefa cotidiana na vida acadêmica, onde os textos de literatura-testemunho, au-toficção, autobiografia e outras modalidades de narrativas de si fazem parte de nossos cursos, de nossas pesquisas, do univer-so da literatura, pelo qual temos transitado ao longo dos anos. Os lugares da memória sempre são permeados pelas escolhas sobre o que lembrar, o que contar, que história construir.

Contar para não esquecer, contar para que a barbárie não se repita, contar para sobreviver à dor, para resgatar a razão de viver. Contar para manter vivas as lembranças que não podem ser esquecidas.

A verdade da memória ou a memória da verdade que deve ser contada. Verdade, mentira, real, ficção, vida e arte são cons-truções narrativas, condições que estão colocadas ao sujeito que narra, eterno perseguidor da verdade no seu contar.

Por que um acadêmico, professor, se propõe a contar sua história e expor suas escolhas através de um texto que pretende resgatar, de diferentes maneiras, a história do Brasil recente?

A ideia que motivou a organização deste livro é muito in-teressante e me entusiasmou a possibilidade de me juntar a este grupo de colegas que, neste volume, estão a contar suas experiências e sua relação com a ditadura militar que vivemos no Brasil durante 21 anos e que, em 2014, completam 50 anos. Como esse período alterou nossas vidas e determinou nossas escolhas pessoais e profissionais. Utilizando as palavras dos or-ganizadores, este é um livro construído com relatos nada espe-taculares, embora importantes, relatos menores, mais simples,

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que não mereceram as manchetes dos jornais e nem estão com-putados nas estatísticas da violência contra os direitos civis, mas que confirmam a barbárie silenciosa que provocou a dita-dura na formação das gerações posteriores a 1964.

Sem dúvida, o volume que o leitor tem em mãos está repleto de histórias de vida que, de maneira inconfundível, marcaram as trajetórias aqui expostas. Mas nem sempre é fácil enfrentar a exposição e as dificuldades que acarretam este narrar, pois são muitas, e cá estou eu a dar voltas antes de entrar na minha história. Pois vamos lá.

Era uma vez...

Essa história começa em algum mês depois de março de 1964, quando a menina de 10 anos, recém-completados, recebe, à porta de sua casa, a visita de dois homens bem-vestidos, tra-jando ternos e óculos escuros, perguntando por seu pai. Não, ele felizmente não estava em casa, e os homens perguntam a que hora o pai estaria no dia seguinte. A resposta foi a mais tranquila: “não sei, não sei, ele é professor, trabalha em muitos lugares, tanto de dia, quanto à noite”, ou algo parecido.

À noite, ao relatar o acontecimento aos pais, a menina per-cebe um ambiente estranho, a criançada foi colocada na cama mais cedo (nessa época, ainda éramos quatro, o último era re-cém-nascido e o caçula viria no ano seguinte) e os pais passa-ram horas tirando livros da grande estante da sala e fazendo uma grande fogueira no quintal da casa de vila em que morá-vamos. A menina adormeceu, sonhando com incêndios e bolas de fogo.

No dia seguinte, na hora do almoço, os homens vieram ou-tra vez. Agora o pai estava em casa e os recebeu polida e seca-mente. Ficamos afastados da sala onde havia a grande estante, mas se podia escutar as justificativas e explicações do pai sobre

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a existência de livros que não agradaram muito aos homens de terno escuro. Afinal, o pai era professor de história e, natural-mente, teria que possuir certas obras que faziam parte de seu cotidiano profissional, como o Capital, de Marx, que jazia tran-quilamente na estante. Nunca entendi porque esse livro não foi retirado na noite anterior, como tantos outros.

O pai foi convidado a dar um depoimento na polícia e logo liberado, nada pior aconteceu, diferente de outras histórias de professores presos e submetidos a interrogatórios mais violen-tos. Tudo isso ainda era anterior ao fatídico 1968, ano do Ato Inconstitucional n° 5 (AI5).

Naquele dia, a ditadura, que eu ainda não sabia o que era, entrou na minha vida. E trouxe muito medo. Tinha horror em pensar que meu pai poderia ser um comunista, coisa que a me-nina não sabia o que significava, mas tinha certeza que não era coisa boa, pois os comunistas eram sempre presos e, dentro da lógica infantil, quem vai preso fez alguma coisa errada, e a me-nina não queria ver o seu pai preso.

Antes desse episódio, não havia passado muito tempo que as coisas tinham ficado estranhas. Mesmo a ignorância infantil podia perceber um clima e um estado de coisas fora do normal. Havia filas para comprar comida, as manchetes dos jornais tra-ziam fotos de tanques pelas ruas do Rio de Janeiro, ouviam-se boatos sobre pessoas e vizinhos que tinham sido presos, mas nada do que acontecera no dia 1 de abril tinha muito a ver com a pacata vida nas ruas daquele bairro de Icaraí dos anos 60. Fora as filas e a boataria, tudo mais estava certo, como deveria estar. Pai e mãe professores, família de classe média, quatro filhos e mais um a caminho.

Por um lado, a família do pai, trabalhista, na verdade, isso é o que meu pai era, Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), getu-lista desde sempre. De origem humilde, era o primeiro membro de sua família a ter acesso à universidade. Tinha participado do

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movimento estudantil pela luta do “petróleo é nosso”, na época da criação da Petrobras. Engajado, de esquerda, polêmico, gos-tava de uma discussão. Uma figura polêmica, sem dúvida! Era apaixonado pelos filhos, pelo samba e pela Universidade Fede-ral Fluminense (UFF).

A origem de minha mãe é de classe média. Nascida em Ica-raí, trabalhou como professora de jardim de infância desde muito jovem. Quando a menina mais velha nasceu, ela parou de trabalhar para cuidar de mim e dos outros filhos, que chegavam a cada ano. Retornou anos mais tarde, quando a família esta-va grande e o dinheiro curto. Ela sempre foi uma batalhadora, professora e diretora de escola municipal, uma penca de filhos, dona de uma Kombi de transporte escolar, que havia sido com-prada para ajudar nas finanças da casa. Pé no chão, cuidava da família e traçava nossos rumos, junto ao marido sonhador. Anos mais tarde, por obra da ditadura, minha mãe seria afastada do jardim de infância municipal, modelo na cidade, que havia sido criado por ela, lugar onde havia trabalhado por muitos anos, construindo um projeto de inclusão na educação pré-escolar, revolucionário para a época.

Como em qualquer família de professores, meus pais traba-lhavam muito e nos ofereciam o melhor que podiam, criando uma família na qual a educação seria a única herança, frase que escutei ao longo da vida. Minha mãe, para a revolta da menina mais velha, passava os dias fora de casa, e meu pai raras vezes estava conosco à noite, horário em que ainda dava aulas de His-tória e Geografia em muitas escolas de Niterói e São Gonçalo.

Depois do curso primário, em um Grupo Escolar do Gover-no, excelente naquele tempo,1 eu deveria estudar no tradicional

1 Até os anos 60, os cursos de educação básica, então denominados primário, ginasial e colegial, nas escolas públicas eram de excelente nível. Dividiam com os colégios católicos a liderança de qualidade no ensino. A partir dos anos 70, o sistema começa a perder qualidade.

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Liceu, da cidade de Niterói, onde meus pais haviam estudado e se conheceram, e para onde eu deveria ir desde sempre, pois era público, e eu era filha de professores, fatores fundamentais, que eu não deveria esquecer jamais! No entanto, as coisas to-maram outro rumo e os pais sonhadores, mesmo com dificul-dades financeiras, me colocaram para fazer exame de admissão em uma nova escola que havia chegado a Niterói, três ou quatro anos antes, que, naquele momento, era uma novidade na cida-de, que não contava com nada parecido no seu sistema escolar. O Centro Educacional de Niterói (CEN), escola experimental, diferente e nada tradicional, mudaria a minha vida para sempre e me ajudaria a entender e me orgulhar na origem proletária e no suposto comunismo do meu pai, apesar de ser uma escola particular e cara.

Ter vivido e estudado nessa escola por oito anos, do admis-são ao terceiro ano clássico, entre 1965 e 1973, ou seja, em plena ditadura, foi essencial para a minha formação e para as escolhas que eu viria a fazer depois.

A formação

O CEN daquele tempo era uma escola experimental, de horá-rio integral, com um projeto pedagógico vanguardista para sua época, cujo lema era “liberdade com responsabilidade”. Estu-dávamos línguas estrangeiras, literatura, artes, filosofia, apre-ciação estética, além das disciplinas tradicionais. Praticávamos muitos esportes, éramos desaforados, pensantes e brigões. A es-cola fomentava a liberdade de opinião e de expressão, que não combinava com a ditadura que o país atravessava e muito menos com a realidade que se vivia nas escolas em geral. Oferecia aos seus alunos um tipo de educação ideal, hoje eu diria quase utó-pica, para um país pobre que era aquele Brasil de então.

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Desde o primeiro dia em que pisei na escola, entendi que aquele era o meu lugar, mas não sabia ainda que a menina que entrava sairia dali uma mulher, cheia de sonhos e atitudes. Sem dúvida, o que mais me marcou e ajudou a traçar a pessoa que me tornaria foi o convívio com um grupo de educadores, de alto nível, que formava o corpo docente da escola, em sua maioria com formação de esquerda, muitos deles cassados de seus car-gos de professores em escolas ou universidades públicas, onde a ditadura já começava a caçar as cabeças, a prender e, sobretu-do, a destituí-los de seus trabalhos.

A diretora de CEN, D. Mirthes Wenzel, educadora e perso-nagem bastante complexa e cheia de contradições, acolheu em sua escola muitos desses professores que ficavam do dia para a noite desempregados por obra da ditadura.

Nesse ambiente, me formei e ganhei consciência política, aprendi história, artes, línguas e, contraditoriamente, a mes-ma ditadura que havia tirado os livros de meu pai e espalhado o medo em nossa casa foi a responsável pela oportunidade de ter convivido com professores extraordinários, que, sem sa-ber, marcariam minhas escolhas profissionais. O ambiente de liberdade que vivíamos no colégio contrastava com o ambien-te de opressão que atravessava o Brasil. Naquele microcosmo utópico, descobri que queria mudar o mundo, que queria fazer como aqueles personagens que habitavam o meu imaginário de adolescente sonhadora. Ainda no clássico decidi que queria ser professora, embora também quisesse ser atriz, mas o caminho ao magistério era mais rápido, mesmo que não fosse mais fácil. Comecei a dar aulas de linguística e literatura para os alunos em recuperação da minha própria turma e das que estavam mais abaixo. Isso me fazia sentir útil, importante, e ajudaria a definir minhas escolhas profissionais.

O espaço de liberdade e utopia que se vivia no colégio tra-ria problemas no futuro, ao entrar na universidade e conhecer

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o mundo de verdade, com suas limitações e repressão, sem a proteção daquele espaço de onde viera. O mundo real era mais difícil, e na universidade a ditadura estava presente em todos os cantos.

A paixão pelas aulas de literatura e a alegria de conviver com aqueles professores incentivaram a primeira escolha, pois fiz vestibular para Letras para a Universidade Federal do Rio de Ja-neiro (UFRJ). Queria voar e, para isso, tinha que sair de Niterói.

Ser estudante universitário nos anos 70

Em 1973, já nos corredores do prédio de Letras, na Avenida Chile, outra vez a ditadura cortou o meu caminho, mais do que isso, eu, afinal, tinha saído da redoma utópica ideal em que me tornei adulta, o Centro Educacional. Agora eu já era estudan-te universitária e a história era outra. A sensação de proteção desaparecera junto com a vida de menina sonhadora que dava lugar a uma outra pessoa, de uma certa maneira despreparada para a vida cá fora.

Nos anos anteriores, enquanto eu ainda estava no colégio, a ditadura tinha destruído e acabado com os movimentos estu-dantis, que naqueles momentos se encontravam débeis e deso-rientados. Também já havia declarado guerra aos movimentos clandestinos e à luta armada. A maioria dos líderes estudantis estava presa, exilada ou, pior, desaparecida.

Na UFRJ e em todas as universidades do país, os Diretórios Acadêmicos estavam fechados por lei. A única forma de ex-pressão estudantil era através da arte, que driblava a ditadura. Na Faculdade de Letras da Avenida Chile, fundamos o Seminá-rio Mario de Andrade (SEMA), que, como diz o nome, prestava homenagem a nosso genial escritor. O SEMA tinha existência informal como grêmio cultural e literário. O nome do autor de Macunaíma evocava a liberdade de expressão e a criatividade

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naquele momento suspensas e sob controle. Naqueles anos, a censura era absoluta. O famoso Departamento de Censura, em Brasília, cortava trechos de peças de teatro, censurava músi-cas, filmes, jornais e revistas. Na universidade havia um index, ao estilo da Inquisição, que limitava as obras que poderiam ou não ser lidas nos cursos.

Em uma pequena salinha envidraçada no subsolo do Pavi-lhão Lusitano,2 nos reuníamos, discutíamos política e poesia, organizávamos greves contra a comida do restaurante e man-tínhamos viva, por mais tênue que fosse, a chama da política e das rebeliões estudantis. O espaço da arte e o espaço da política, juntos como em comunhão. Aqui, os jovens estudantes univer-sitários usaram a arte da mesma forma como já vinham fazendo os artistas consagrados e os militantes, ou seja, para burlar a ditadura.

Na década anterior tínhamos assistido a um verdadeiro ter-remoto comportamental, histórico e cultural, que se refletiu na mudança dos hábitos sociais, da música e da política em todo o mundo. Refiro-me aos jovens que naquele momento saíram às ruas de Paris, Nova Iorque, São Francisco e Rio de Janeiro para protestos com motivações muito diferentes entre si. Traziam demandas de origem política de esquerda, bandeiras feministas e de liberdade de opção sexual. Minha geração não tinha vivido nada disso. Fomos formados, durante toda a vida escolar, na ditadura. Estar na universidade trazia o desejo de participação, de ser protagonista, finalmente!

As marchas e passeatas no Rio de Janeiro já não existiam mais, o movimento estudantil estava aplastado, totalmente ar-rasado pela repressão, e o que nos restava era o medo e a imo-

2 O prédio que por décadas abrigou a Faculdade de Letras da UFRJ havia sido o Pavilhão Lusitano, na exposição de Portugal no Rio de Janeiro. Em uma instalação improvisada, a Faculdade de Letras esteve instalada desde 1968 até sua mudan-ça para o Campus do Fundão, em 1985.

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bilidade. A aridez de vida política e cultural e a censura fizeram com que proliferassem os grupos de estudo dedicados aos tex-tos marxistas, opção à clandestinidade de um lado e à imobi-lidade por outro. E foi a minha opção. Ler, estudar e conhecer melhor algo que, aparentemente, não parecia ter muito uso di-reto e imediato, mas que ajudaria, sem dúvida, a nos preparar para quando o momento chegasse.

Embora estivesse matriculada no curso de português-li-teraturas, cujo corpus são as literaturas de língua portugue-sa, o que me arrebatou naqueles anos foi a literatura hispano- americana. O terremoto mundial se traduziu no campo literá-rio a partir de inovação da linguagem literária, que surgia quase que simultaneamente em diferentes lugares do subcontinente, concretizado na escrita de jovens escritores como o peruano Mario Vargas Llosa, o argentino Julio Cortázar, o colombiano Gabriel García Márquez, e o mexicano Carlos Fuentes, apenas para citar alguns que me trouxeram a certeza de minha opção. Nos anos de 1967 e 1968 foram lançados os livros que trariam uma onda que fez com que a literatura hispano-americana passasse a ser lida não apenas no próprio continente, fato que também era inédito, mas se transformasse em um fenômeno li-terário sem precedente, que se espalhou pelo mundo inteiro, fenômeno que, posteriormente, seria batizado com o nome de boom da literatura hispano-americana. Em 1967, Gabriel Gar-cía Márquez lançaria Cem anos de solidão, obra emblemática que impulsionou de forma definitiva a literatura produzida ao sul do equador.

A narrativa dos anos 60 propunha opções utópicas e cons-truíram uma imagem também utópica da América. Utopia do desenvolvimento autossuficiente, do socialismo e da revolu-ção, da vontade histórica de desenvolvimento. Um universo autossustentável e desenvolvido. Território de pertencimento e de valores solidários. A literatura que reivindicou voz e ação

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contra as ditaduras, contra o capitalismo e pela construção de um espaço utópico ideal. Com Cortázar, García Márquez, Rul-fo, Fuentes, Donoso, Vargas Llosa e muitos outros, a literatura assumiu o papel de instrumento da ação na construção de um espaço utópico e ideal.

Era isso que eu queria fazer, eram esses os textos que eu queria estudar. Nesses primeiros anos da década de 70, a lite-ratura hispano-americana entrava no Brasil e, dessa forma, nos acostumamos a acompanhar as obras dos grandes autores da época, que líamos com sofreguidão, apesar da dificuldade de se conseguir os livros. Tive a sorte de ser de uma geração que leu essa literatura desde suas obras iniciais nos anos 70. Naqueles anos de ditadura, minha geração de jovens estudantes de letras, interessados em literatura latino-americana, se encantava com aquela escrita nova, diferente, fantástica e revolucionária, que tínhamos acesso através dos poucos livros traduzidos no Brasil e, principalmente, através de edições que chegavam da Argen-tina, que fazíamos cópias em xérox, aquelas xeroxes antigas, meio grudentas e caras, para poder ler e usufruir com liberda-de e prazer os mundos extraordinariamente fantásticos que as obras nos abriam.

Naquela década, vivíamos o auge da escrita fantástica de Córtazar e também do realismo mágico, proposto por Carpen-tier, levado ao grau máximo com as obras de García Márquez. Fomos apresentados a Borges, cuja complexidade e fascínio in-trigavam e provocavam aqueles leitores ainda iniciantes, sem a bagagem necessária para compreender aqueles textos, enten-dimento, compreensão que só o tempo seria capaz de nos ofe-recer. Estou falando sobre o momento conhecido por boom da literatura hispano-americana. A literatura dos 70 e a explosão de criatividade na literatura hispânica da época contrastam, contraditoriamente, com um continente que vivia o cotidiano de ditaduras que se alastravam de norte a sul.

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Política, medo, resistência, poesia, ditadura, prisões e exí-lio, esses foram os vocábulos que me acompanharam naqueles anos de vida universitária, navegando entre a Avenida Chile e as diversas escolas em que dava aulas em Niterói. Lembro-me da barca todos os dias, a caminhada pela Rua São José na com-panhia do meu amigo inseparável, André Trouche. Resistir era acreditar que era possível ser mais cidadão, mais digno, mudar o Brasil a partir do cotidiano das salas de aula, não ser preso, não ser torturado, sobreviver na corda bamba. As primeiras viagens aos países vizinhos foram nessa época. Conhecer lugares onde ainda havia democracia, como a Venezuela de 1975, era outra experiência nova, que nos levava à utopia de uma América mais livre e mais justa, utopia que vinha embalada nos sonhos do so-cialismo, alentado desde os primeiros anos da década de 1960, com o triunfo da revolução cubana.

A imagem e o som de um show de Mercedes Sosa, em Cara-cas, em 1976, onde, ao final, toda a plateia entoava as palavras de ordem “el Pueblo, unido , jamás será vencido”, ainda me enchem de emoção. Eu nunca tinha tido a chance de gritar esse slogan e esse desejo sempre me acompanhou. E cantei, pela primeira vez, em alto e bom tom, com uma multidão de desco-nhecidos, Canción con todos, imortalizada na voz de Mercedes Sosa: (TEJADA; ISELLA, 1970)

Todas las voces, todas Todas las manos, todas

Toda la sangre puede Ser canción en el viento.

¡Canta conmigo, canta Hermano americano

Libera tu esperanza Con un grito en la voz!

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Terminada a graduação, fui embora do Brasil. Fiz mestrado na Inglaterra, tendo sido aceita no Kings College, o que foi uma vitória e tanto. Mestrado em literatura hispano-americana, vi-ver com pouco dinheiro, dando muitas aulas de português para complementar a renda e, quando possível, viajar pela Europa, conhecer o mundo, voar, como eu havia planejado desde que fui para a UFRJ, atravessando a Baía da Guanabara e me jogando no mundo. A vida de estudante na Europa apresentava mui-to mais dificuldade do que parecia. Nada correspondia ao que o meu imaginário havia forjado nos mais remotos sonhos. Não tínhamos um quarto romântico, com teto de vidro dos artistas do século 19, mas a experiência era incomparável e se tornou inesquecível.

Longe de casa

Ao fim da década de 70, a Inglaterra ainda vivia o fim dos movi-mentos de contracultura e as ruas de Londres eram um atrativo à parte, tamanha a liberdade de expressão e de tipos que po-voavam a cidade. Mais uma vez, a ditadura atravessava a minha vida: quase todos os amigos que tivemos na Inglaterra e na Eu-ropa eram exilados. Havia um enorme contingente de jovens, ex-estudantes brasileiros, chilenos e argentinos, principalmente, que sobreviviam em subempregos e, ainda, para piorar a tra-gédia, tinham a nacionalidade de seus filhos e seus passaportes negados. Ou seja, tinham sua cidadania negada, não eram nada, legalmente não pertenciam a lugar algum. Na França, na Ingla-terra, na Suécia, em Portugal, a Europa assistiu e acolheu esse exército de jovens exilados de suas pátrias, expulsos pelas dita-duras que assolavam o continente.

Eu não era exilada, era estudante, estudava oficialmente na Inglaterra, mas a convivência com as histórias trágicas de vio-lência, tortura, desaparecimentos e outras mazelas provocadas

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pelas ditaduras no Cone Sul, contra os amigos chilenos, argen-tinos, além dos brasileiros, só aumentava a nossa convicção de que aquele continente tinha que mudar. No Brasil, apesar da censura, tínhamos notícias do que se passava nos países vizi-nhos, sobretudo sobre o estado de violência que se implantou no Chile após a queda e assassinato de Salvador Allende. No en-tanto, na Europa, convivendo cotidianamente com esses ami-gos e companheiros, não apenas a ditadura chilena e argentina, mas a brasileira crescia aos nossos olhos, através das histórias e mais histórias que ouvíamos por onde andávamos. Tudo se tor-nava mais claro e o impacto da ditadura era muito maior.

Creio que por essa época, além da minha já assumida pai-xão pela literatura hispano-americana, começa a se formar o meu sentido de latino-americanidade. No Brasil somos, antes de mais nada, brasileiros. Nunca nos ensinaram a pensar como pertencentes a um grupo mais amplo, mais heterogêneo, ao qual também pertencemos, que é a América Latina. Nunca tive-mos nenhum sentimento de pertencimento à América Latina. Na Inglaterra tudo mudou. Nós, os brasileiros, vivíamos dentro da comunidade de latino-americanos, entre argentinos, chi-lenos, venezuelanos, colombianos, uruguaios. Naquele lugar e naquele momento, nossas identidades nos uniam muito mais do que nossas diferenças. E, com exceção dos venezuelanos, to-dos vínhamos de países que viviam o pesadelos das ditaduras. Esse aspecto, junto ao estudo da literatura hispano-americana, foi essencial para a formação da professora que me tornei e das pesquisas às quais me dediquei.

Sem as facilidades da internet, Skype, telefones celulares, correio rápido, Facebook, a comunicação com o Brasil era di-fícil. Não tínhamos o Jornal do Brasil para ler e as chamadas telefônicas eram absurdamente caras. Na França, os brasileiros tinham descoberto maneiras de usar os telefones públicos sem pagar, mas esse não era o nosso caso na Inglaterra. As notícias

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chegavam através dos amigos, que ouviam de outros amigos, e das idas periódicas à agência da Varig, na Oxford Street, para ler os jornais, que ainda que não fossem do dia, eram razoavel-mente atualizados. A canção Meu caro amigo, de Chico Buar-que (1976), uma carta musical endereçada ao seu amigo Au-gusto Boal, nesse momento exilado na Europa, falava por todos nós, nos traduzia.

Meu caro amigo me perdoe, por favor, Se eu não lhe faço uma visita

Mas como agora apareceu um portador Mando notícias nessa fita

Aqui na terra tão jogando futebol Tem muito samba, muito choro e rock’n’roll

Uns dias chove, noutros dias bate o sol

Mas o que eu quero é lhe dizer que a coisa aqui tá preta

Muita mutreta pra levar a situação Que a gente vai levando de teimoso e de pirraça

E a gente vai tomando que também sem a cachaça Ninguém segura esse rojão [...]

É pirueta pra cavar o ganha-pão Que a gente vai cavando só de birra, só de sarro

E a gente vai fumando que, também, sem um cigarro Ninguém segura esse rojão

Meu caro amigo eu quis até telefonar Mas a tarifa não tem graça

Eu ando aflito pra fazer você ficar A par de tudo que se passa

Aqui na terra tão jogando futebol Tem muito samba, muito choro e rock’n’roll

Uns dias chove, noutros dias bate o sol [...]

De qualquer maneira, a vida, apesar da falta de dinheiro, era rica em encontros e, aos 23 anos, esse foi o primeiro grande ritual de passagem que vivi. Naturalmente, na hora em que se está vivendo, não se tem a dimensão que os fatos vão ganhar

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com o tempo. Voltei para o Brasil sem o título de mestra, mas com um dos meus maiores presentes, em Reading, na Inglater-ra, nasceu meu primeiro filho, Bernardo.

Nasce a pesquisadora

Anos 80, volta ao Brasil, novo mestrado na UFRJ, novos encon-tros, vida nova. Em 1984 defendi minha dissertação: Perfil do autoritarismo da literatura hispano-americana, e em 1980 chegou a minha princesa, Babi.

No trabalho, começado na Inglaterra e terminado no Bra-sil, estudei o fenômeno da presença de ditadores da literatu-ra hispano-americana. Trabalhei com vários romances que tematizam a enorme presença dos ditadores na literatura de nosso continente. El señor presidente, de Miguel Ángel Astu-rias; El recurso del método, de Alejo Carpentier; e Otoño del patriarca, de Gabriel García Marquez, no corpus principal de análise.

O que hoje pode parecer estranho, estudar os ditadores vi-vendo em uma ditadura, na época me pareceu que era a forma de me expressar contra o estado das coisas em que vivíamos no Brasil. Eu não falava de Brasil, nem de literatura brasileira, mas, através da minha crítica, pude me distanciar para observar esse continente e, através dele, poder ver também o nosso país. O trabalho me entusiasmou, até porque esse tema, hoje muito estudado entre nós, naquela época era bastante original, além de corajoso para aquele momento. Ou seja, as ditaduras agora faziam parte também da minha produção acadêmica, não era mesmo possível fugir ao tema que se impunha.

O mestrado me ensinou a me tornar uma pesquisadora, a escrever textos acadêmicos, mas os empregos continuavam sem muitas perspectivas, muitas escolas, trabalhos variados,

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o milagre brasileiro ainda não tinha chegado para mim e, de novo, fora do Brasil, por mais 10 anos.

Trabalhei como professora de português, de espanhol e de literatura em diferentes lugares e países. Fiz traduções, fui in-térprete em concurso de misses na Ásia, isso mesmo, fui da-quelas que traduz as preferências, quase sempre idiotas, das pobres meninas lindas, mas nunca perdi convicção de que es-tava no caminho certo, que as escolhas pessoais, profissionais e acadêmicas eram acertadas e que ser professora era a minha maneira de contribuir para a formação de novas gerações de jo-vens cidadãos, onde quer que eu estivesse.

O ensino da literatura, o direito à leitura e ao mundo que a América Latina apresentava aos jovens de diferentes latitudes, foi o meu oficio e companhia acadêmica durante esses anos er-rantes. A troca de lugares, a vida diferente em cada país e as-sistir ao crescimento das crianças fizeram com que o caminho natural, o doutorado, fosse adiado por muitos anos.

A vida em diferentes latitudes, mesmo que seja uma opção, é sempre muito difícil, mas sem dúvida nos enriquece e, sem que possamos perceber, estamos mais abertos às opções das margens e às diferenças culturais. Esse tipo de prática cotidia-na, em que temos que nos explicar culturalmente e nos esfor-çar para compreender o outro, nos traz um aprendizado que passa a fazer parte na nossa visão do mundo, na nossa leitura do mundo. Sair do pensamento teórico sobre alteridade e he-terogeneidade cultural para a prática exige muito mais tempo do que leitura.

Em 85, na trágica eleição de Tancredo Neves, que dava por encerrada a série de regimes militares do Brasil, eu não estava aqui, não pude ir para as ruas celebrar com meus filhos, junto aos cidadãos brasileiros. Mas me emocionei, de longe, ao ouvir Fafá de Belém cantar o hino nacional à capela. Esse momento não dá para esquecer. O Brasil estava longe e eu queria estar lá!

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A professora universitária

Em 1991 voltei para o Brasil e recuperei uma parte de mim que havia ficado para trás, fiz concurso para a UFF, onde estou até hoje, e este é o último capítulo desta história banal. De certa maneira, estava resgatando a minha história pessoal, fazendo as pazes com meu pai ao entrar para a UFF, universidade que ele amou e trabalhou por toda sua vida.

A essa altura, o Brasil já tinha recuperado o status de país livre, depois de tanto tempo já éramos uma democracia plena, ainda que em processo de amadurecimento. Para mim, esse ano marca minha volta à universidade, que havia sido abandonada desde o fim do mestrado. Nos anos em que estive fora do Brasil, trabalhei em muitos lugares, tive a sorte de sempre ser profes-sora, mas nunca em universidade. A UFF, universidade onde meu pai trabalhou toda sua vida e onde eu não quis estudar, me recebeu de braços abertos, como quem recebe um filho que re-torna. Ou seja, retornei ao lugar onde nunca tinha estado, mas que, sem saber, sempre estive. Mesmo com a forte presença da UFF na minha família, ao longo de toda minha vida, eu não percebi que a UFF estava em mim, de uma forma inimaginável.

Entrei para língua espanhola e literaturas hispânicas e, desde o início, tive que estudar bastante para superar as dificuldades que tantas novas disciplinas apresentavam. Por outro lado, foi um momento de muitos encontros e reencontros. Tive a sorte de fazer parte de uma equipe que me ensinou muito e que, além dos predicados acadêmicos, construí um forte elo acadêmico/afetivo que nos impulsionava e nos motivava como professores, pesqui-sadores e amigos, sempre esbanjando alegria. Junto com Magnó-lia, que tinha sido minha professora desde os tempos do Centro Educacional, pessoa que me havia ensinado a ler García Lorca, André, meu amigo de colégio e de infância, e Marcia, minha nova

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companheira, aqueles primeiros anos de trabalho na UFF foram os melhores e os mais produtivos que vivi.

Viajávamos para congressos, estudávamos, líamos os textos uns dos outros e nos criticávamos, tudo dentro de um clima de amizade verdadeira e de respeito mútuo. A alegria de estar jun-tos, de trabalhar em equipe, foi nosso principal ganho. Fomos felizes e sabíamos.

Nossa identidade ideológica e nosso engajamento acadêmi-co creio terem sido os fatores que mais contribuíram para o su-cesso de nosso trabalho. Mais uma vez, as opções e as escolhas traçam os roteiros de nossas vidas e de nossas relações.

O encantamento com a América Latina nos levou a percor-rer diferentes lugares e países em viagens acadêmicas que se transformavam em míticas, de pura descoberta. Viajamos e nos encantamos com o México, ancestral dos astecas e maias, com o Peru de Arguedas e a mágica Machu Pichu, os altos andinos, o Rio da Prata, a Resistência da Argentina e o belo Chile. No Chile, nossa história ganha mais um personagem. No país de Huidobro e Neruda, encontramos nossa mestra Ana Pizarro, cujos livros já tinham me entusiasmado desde os anos do mestrado. Meio sem saber, já tínhamos determinado que ela passaria a integrar o nosso mapa afetivo, cultural, acadêmico da América Latina.

O doutorado na USP consolidou minha carreia acadêmica e, mais uma vez, entendendo a literatura em profundo e inse-parável diálogo com a sociedade e o mundo. Trabalhei com li-teratura e história produzidas por autoras mulheres. Entender o feminismo como ponto de convergência do pensamento oci-dental, aberto às minorias, me levou aos textos de testemunho, tema sobre o qual me dediquei por alguns anos e que, de certa maneira, determina também uma maneira especial de se falar e de se pensar a literatura. Como disse em um texto publicado:

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Consoante com os problemas inerentes à lite-

ratura testemunho na América Latina, na sua

maioria relatos da barbárie das ditaduras, na Eu-

ropa, a literatura pós Auschiwitz incorpora di-

mensões e intensidades semelhantes que colocam

sob os holofotes as relações entre a linguagem e o

real. Narrar o inenarrável, contar o inverossímil

acarreta um complexo jogo entre o narrador/tes-

temunha, seu texto e o público leitor, pois narrar

implica em um engajamento moral e ético que

tenta preencher os espaços deixados em branco

pela historiografia oficial que, portanto, implica

em um contar da margem, do não autorizado,

tarefa árdua que coloca em confronto, a tragédia

e o trauma que significam negação da memória,

lado a lado com a tentativa de resgatar a história,

por necessidade de sobrevivência e reconstru-

ção de uma memória fragmentada pelo mesmo

trauma que a gerou. Portanto, narrar, esquecer,

lembrar, contar são procedimentos ambíguos em

constante luta no interior do sujeito narrador e

na exterioridade dos textos testemunho. A me-

mória existe ao lado do esquecimento, um com-

plementa e alimenta o outro. Para quem conta,

a narração combina memória e esquecimento.

(REIS, 2009, p. 22)

Da conversa nos corredores ao contato com os alunos, das salas de aulas ao cafezinho, das reuniões intermináveis aos no-vos amigos, das batalhas políticas aos chopes na Cantareira, a nova vida na UFF e o mundo acadêmico transformaram minha vida e ainda me deram um novo sentido de compromisso com a sociedade.

Por esses 23 anos como professora, sendo oito anos como di-retora do Instituto de Letras e, nos últimos quatro anos, à frente

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da Diretoria Internacional, junto à outra amiga que a universi-dade me brindou, Adriana, o trabalho na universidade completa a vida sem deixar de lado a poesia. Hoje trabalho com os pro-gramas de internacionalização da universidade, que, no nosso caso, significam sempre projetos de inclusão, seja do ensino de línguas estrangeiras para alunos que nunca tiveram a chance de estar expostos à aprendizagem de língua estrangeira, seja na in-ternacionalização do corpo discente, ajudando a formar cida-dãos com uma formação mais aberta ao mundo atual. O novo papel de gestora pública veio ressalvar minhas escolhas de antes ao colocar em prática algumas ações que ajudam a tornar nossa universidade mais justa, e, por conseguinte, nossa sociedade, ampliando as oportunidades para todos.

Cresci e me formei no Brasil, estudei e trabalho na universi-dade pública. Fiz toda a minha formação, do curso primário ao mestrado, sob o peso da ditadura. Estudei o discurso dos ditado-res, das mulheres, dos presos políticos, das margens em geral.

O cânone e as margens se encontram neste texto, também permeado pela dificuldade e, contraditoriamente, pela vontade de escrever esse relato. Sempre soubemos que as autobiografias eram destinadas aos homens e aos poderosos, todos homens. Às mulheres estava destinada a fala menor, já que essas não ti-nham nada de extraordinário para contar, a partir de suas vidas simples, repletas de histórias sem importância. Não fui presa, não fui torturada. Não fui militante da luta armada. Fui vítima de um tempo que, ainda que sombrio, me permitiu a claridade de poder ler o mundo e a sociedade à minha volta.

Narrar a partir de um norte, neste caso a presença da di-tadura em nossa vida, não foi tarefa fácil, sobretudo porque esse momento de nossa história significou rupturas em todos, muitas dores e perdas. Acho que, passado o momento da di-ficuldade inicial, uma vez começada, a narrativa vem, nasce aos borbotões, como em um jorro. Ao escrever essas páginas,

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E ASSIM CHEGOU A DITADURA... 185

me emocionei, tive raiva, lembrei de momentos lindos, ines-quecíveis e de outros que não gostaria de me lembrar. Ser ra-cional e tentar contar um tempo e aspectos de uma vida não foi simples, mas agora sinto que poderia começar tudo e con-tar outra vez e com mais detalhes o que contei. São incríveis os mecanismos da memória voluntária ou não, como já fala-va Benjamim. Tive filhos, plantei árvores e escrevi livros, sou professora, sou dona de minhas escolhas e de minhas opções.

Chego ao fim deste relato com a certeza de que a memória é falha e que, ao longo da história, muita coisa foi deixada de lado, outras tantas deveriam estar aqui, mas a memória não as recuperou. Esta é uma narrativa que, como na ficção, obedece a escolhas, voluntárias ou não, mas que tentam desenhar um sujeito que narra bastante próximo do que ele foi, do que ele é, do que ele viveu.

REFERÊNCIAS

HOLLANDA, C. B. Apesar de você. Intérprete: Chico Buarque. In: CHICO BUARQUE. Rio de Janeiro: Phillips, 1970. 1 disco sonoro (33 min 17 s). Lado B, faixa 6 (3 min 58 s).

HOLLANDA, C. B.; HIME, F. Meu caro amigo. Intérprete: Chico Buarque. In: CHICO BUARQUE. Meus caros amigos. Rio de Janeiro: Phonogram/Phillips, 1976. 1 disco sonoro (34 min 12 s). Lado B, faixa 5 (4 min 30s).

JÚNIOR GONZAGA, L. O que é o que é? Intérprete: Luiz Gonzaga Júnior. In: GONZAGA JÚNIOR. Caminhos do Coração. [S. l.]: Emi-Odeon Brasil, 1982. 1 disco sonoro. Lado A, Faixa 1 (4 min 19 s).

REIS, L. Conversas ao sul: ensaios sobre literatura e cultura latino-americana. Niterói: EdUFF, 2009.

TEJADA, G. A.; ISELLA, C. Canción com todos. Intérprete: Mercedes Sosa. In: MERCEDES SOSA. El grito de la tierra. [S. l.]: Phillips, 1970. 1 disco sonoro. Lado B, faixa 9.

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FOI ASSIM NA CERTEZA DO AMANHÃ,

SOBREVIVEMOS À DITADURA

Luiz Fernando Gualda Pereira

Tem dias que a gente se sente Como quem partiu ou morreu

A gente estancou de repente Ou foi o mundo então que cresceu

A gente quer ter voz ativa No nosso destino mandar

Mas eis que chega a roda-viva E carrega o destino pra lá

(BUARQUE, 1968)

O autor é professor de português aposentado do Colégio Pedro II (MEC). Além de licenciado em Letras, é bacharel em Direito e pós-graduado em Adminis-tração do Sistema Escolar — cursos realizados na Universidade Federal Flumi-nense (UFF). Exerceu, por mais de 40 anos, o magistério — em seus vários ní-veis —, tanto em sala de aula quanto em atividades de coordenação, orientação pedagógica, gerência de projetos e direção. Organizou, dirigiu e foi professor da escola brasileira para filhos e dependentes de funcionários da Petrobras In-teracional (Braspetro), em Basrah, no sul do Iraque, Oriente Médio. É autor de O Novo Acordo Ortográfico — Mudanças e permanências ortográficas no português (2009). Manteve por algum tempo a coluna Na ciranda das pala-vras, na revista Direcional Educador (Grupo Direcional, São Paulo).

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Para Tamico, grande amigo,

que muito participou de minhas histórias

Foi assim

Senhor Deus dos desgraçados! /Dizei-me vós, Senhor Deus!

Se é loucura... se é verdade /Tanto horror perante os céus[...]

(CASTRO ALVES, 2000)

Se aqueles fatos foram verdades, doeram — ao mesmo tempo em que fortaleceram as opções dos personagens envolvidos. Ou terá sido uma loucura coletiva, uma ânsia de sobreviver àqueles tantos horrores impostos a toda a sociedade e, particularmen-te, a nós, universitários na década de 1960?

Foi há tanto tempo... Foi ontem. E em parte está sendo ago-ra, quando tentamos justificar o cidadão que hoje somos em função das agruras pelas quais passamos, atores de um espetá-culo que duraria 21 anos.

As tentativas que ora fazemos exigem simultaneidade de movimentos de ascensão ao mais alto degrau e de mergulho profundo em nossas entranhas.

Como descreveríamos hoje as ações e omissões — por ex-cesso de quixotismo ou por profundo medo — ocorridas na-queles anos de incertezas, marcados, porém, felizmente, pela esperança e pelas amizades?

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Destaco as últimas: minha geração universitária provavel-mente sobreviveu a tantas tristezas, decepções e ameaças, so-bretudo porque soube fortalecer o que de mais forte há entre os homens — a amizade, que gera laços de confiança, os quais, por sua vez, transformam o frágil indivíduo em múltiplas fontes de resistência.

E a esperança... Ah! A esperança! Não me recordo de um só instante em que um baque negativo nos tenha levado ao de-sânimo. Descobrir um “infiltrado” na turma, decepcionar-se com uma postura ameaçadora de colegas, sentar-se ao lado de colegas fardados com arma sobre a carteira... Tudo isso tinha sua dose de sabedoria que nos lembrava da necessária convi-vência com diferentes, embora em certas ocasiões os choques ideológicos e de força se tornassem iminentes. Certa vez, em grande manifestação junto às barcas em Niterói, defrontamo-nos com policiais fortemente armados, e lá estava ele — um de nossos colegas de sala —, de escudo e cassetete, comandando as tropas de repressão.

Estávamos em 67 e 68, época em que se intensificavam as táticas do governo no sentido de dividir para melhor dominar. Em nossa Faculdade de Filosofia, Ciências e Letras da Universi-dade Federal Fluminense (UFF) — assim como em tantas outras —, onde um forte Diretório Acadêmico unia os universitários de Letras, História, Geografia, Ciências Sociais, Matemática e Pedagogia, o golpe divisionista foi violento: extinta a Faculda-de, seus Departamentos constituíram-se em Institutos isolados — politicamente enfraquecidos, porque, como consequência, o Diretório Acadêmico se desfez, e alguns cursos — como o de Ciências Sociais, o mais politicamente organizado — foram des-locados para outros endereços.

Tínhamos de agir com rapidez e estratégias de resistência. Nunca houve unanimidade em nosso curso de Letras, mas as contingências exigiam que nos uníssemos e, fortalecidos, man-

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tivéssemos a defesa dos pontos essenciais pelos quais vínhamos lutando no antigo de Diretório Acadêmico da Faculdade de Fi-losofia. Em tempo exíguo — mas apoiados naquela forte amiza-de de que já falei —, criamos o Diretório Acadêmico do Instituto de Letras (DAIL) a partir de uma única chapa, na qual eu era o candidato a presidente — levando para aquele desafio a expe-riência adolescente de ter sido presidente do grêmio estudantil do Liceu de Humanidades de Campos (LAECE) em 1963. Guar-dadas as grandes diferenças de datas, idades, compromissos e tempos históricos, ali estávamos para lutar, em todos os senti-dos, pelos interesses dos universitários de Letras da UFF.

Os demais componentes da primeira gestão do DAIL pode-riam, por suas vitórias profissionais, tecer suas próprias traje-tórias pós-universitárias. A trajetória, porém, do mais brilhan-te, daquele cuja risada espontânea contagiava a todos, daquele mais estudioso, do amigo José Fernando Vasco de Figueiredo, no entanto, terminou tragicamente ao ser atropelado trocando o pneu do seu primeiro carro — voltava de suas aulas no Insti-tuto de Educação do Rio de Janeiro e encerrou ali a linda histó-ria de vida que continuaria a escrever. Participavam — além de mim e de Zé Fernando — Suely (depois, e até hoje, minha mu-lher, dedicada professora, sempre envolvida com as causas da educação), Ana Maria, José Arrabal e Imara, sobre a qual falarei mais adiante.

Ana Maria Brandão é uma reconhecida pianista e concer-tista; por ter sido torturada por agentes da ditadura militar, foi ouvida na primeira sessão pública da Comissão da Verdade de Niterói, em julho de 2013. José Arrabal,1 atualmente em São Paulo, é professor universitário, jornalista, escritor, tradutor,

1 Seu mais recente livro, A chave e além da chave, é dedicado a “Luiz Fernando Gualda & Suely Gualda, casal de educadores, sempre bons professores de crian-ças, jovens, adultos [...]”. (BOOKS, 2009)

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ensaísta, conferencista, poeta e autor de contos, novelas e ro-mances.

Éramos, portanto, um grupo disposto a fazer do Diretório Acadêmico um espaço de permanente debate e resistência no Instituto de Letras, favorecendo o quanto possível os colegas e reagindo às absurdas posições e imposições da Direção.

Uma ação que exemplifica esse último compromisso foi ceder espaço físico no Diretório ao livreiro Fernando, que nos atendia no portão de entrada do prédio do Instituto. Niterói era (e continua sendo) carente de livrarias, o que favorecia o uso de apostilas em toda a universidade, e no nosso Instituto de maneira absurda. O livreiro Fernando nos levava os livros necessários, parcelando nossas compras; aparentemente, um pequeno detalhe, mas que nos aproximou dos distantes e caros livros de português, linguística, literaturas... O pulo do livreiro Fernando do portão do Instituto para dentro do Diretório foi o início de uma feliz história: abriu a livraria A Casa da Filosofia (perto da faculdade), vendendo-a depois para António Gomes Eduardo (dono do bar que frequentávamos, ao lado da livraria); nasceu daí a Livraria Gutemberg, uma livraria de referência em Niterói.

Nas conversas no Diretório também surgiu outra grande conquista dos estudantes de Letras, liderada pelo aluno José Carlos Gondim, hoje respeitado profissional em Belém: a partir de pequenos encontros, bate-papos, leituras, alongamentos, improvisações (e muita consciência sobre o terrível momento político), eis que explode o Grupo Laboratório de Teatro, com participação de alunos de outros cursos, como Iguatemi, de matemática — o meu grande amigo Tamico (Iguatemi Coqui-not), falecido muito cedo, a quem dedico este trabalho.

O Grupo agregou alunos de vários cursos e até mesmo o An-tônio Carlos, cansado trabalhador que atravessava a barca Rio-Niterói frequentemente para ver a prima Suely e o namorado

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Luiz Fernando, no Instituto de Letras. Como estávamos tam-bém envolvidos com o grupo de teatro, lá ficava o Antônio Car-los sem ter o que fazer, até que, segundo ele mesmo conta em seu livro (de autoria de Eliana Bueno-Ribeiro) indicado abai-xo (p. 99): “Luiz Fernando me convidou: Você não quer fazer teatro? Quis!”. E daí surgiu o grande ator de teatro, cinema e televisão Tonico Pereira.2

Também a partir do Grupo Laboratório, uma aluna de Le-tras, nossa colega no Diretório Acadêmico e sua segunda presi-dente, Imara Reis3 — radicada há muitos anos em São Paulo —, projetou-se com brilhantismo no teatro e no cinema.

Pois assim era nosso cotidiano na universidade através do Diretório Acadêmico: reafirmar aquelas amizades de que já tanto falei no início, na certeza de que somente assim nos fortaleceríamos para suportar ou vencer as ameaças internas e externas a nossas vidas universitárias. Todos nós tínhamos, entretanto, amplo acesso aos dirigentes do Instituto — profes-sores simples, mas revestidos da capa do medo, da vigilância a que eram submetidos, certos de que suas missões eram conter os estudantes e implementar as mudanças drásticas que o Mi-nistério da Educação (MEC) e o governo militar nos impunham.

No Diretório Acadêmico assumimos o compromisso da de-fesa de um curso de Letras de qualidade — missão difícil, devi-do à precariedade de docentes atualizados e ousados, condições essenciais a quem pretendia não apenas passar conhecimentos livrescos (ou pior, de apostilas!), mas também discutir as ver-tentes da língua e da literatura.

Juntamente com o Diretório de Matemática, propusemo-nos a garantir a regência de português e matemática somen-

2 Tonico Pereira: um ator improvável. De Eliana Bueno-Ribeiro, também autora neste livro.

3 Imara Reis: van filosofia. De Thiago Sogayar Bechara.

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te para os já formados ou alunos desses cursos. Foi uma guer-ra cansativa, mas vitoriosa. Em muitas escolas particulares e públicas — como no Liceu Nilo Peçanha — havia advogados e engenheiros (ou ainda universitários) lecionando português e matemática. Conseguimos que a Inspetoria Seccional envias-se aos nossos diretórios acadêmicos todas as necessidades de professores nas escolas de Niterói e adjacências, assim como as vagas ocupadas por não professores (ou alunos autorizados) de português e matemática. Semanalmente, expúnhamos as listas nos murais dos diretórios e os interessados se apresentavam à Inspetoria. Essa era, entre tantas, uma luta diária que se impu-nha como infinita, dadas as condições já mencionadas.

Ao lado dela, as ameaças que chegavam via Direção, Con-selhos Departamentais e Conselhos Universitários. Foi árdua a desgastante discussão com o diretor da época sobre a intenção de se extinguir o curso noturno. Nas reuniões do Conselho De-partamental (seria esse o nome?), meu voto valia tanto quanto o dos demais, apesar de sentirem que ali estava um aluno rebel-de, a exigir que o curso de Letras fosse de qualidade. Mas tenho a revelar com enorme simpatia pelos meus pares no Conselho: todos eram extremamente humanos, apesar de temerosos das próprias sombras. Eles sabiam, por exemplo, que eu e minha futura mulher Suely — à época também do Diretório — éramos vigiados e seguidos diariamente por um aluno de Geografia (de cujo nome, infelizmente, ainda me lembro). Era de fato grande a ameaça de que algo de ruim nos acontecesse naquele terrível 1969 — e levei esse meu temor ao Conselho. Até hoje visualizo a correria que se sucedeu, todos empenhados em proteger aquele “indefeso” aluno de Letras (porque eles sabiam que a ameaça de fato existia). Rapidamente se fez uma lista com seus nomes e telefones para que, em caso de meu desaparecimento, meus pais se comunicassem com eles. Aceitei a solidariedade, per-

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cebendo mais claramente o quão ingênuos ou incrédulos eram nossos professores.

À época das eleições para a direção do Instituto de Letras, o Diretório propôs a candidatura do administrador e advoga-do Dr. Luis Antônio Baronto — que já trabalhara com Anísio Teixeira. Tínhamos claramente duas intenções: levar para a direção um administrador de fato (função que nem sempre o professor exerce com sabedoria); e devolver às salas de aula o professor maldeslocado para uma função burocrática. Sabía-mos que o corporativismo dos professores elegeria — como aconteceu — um dos seus quadros. Continuamos sendo diri-gidos por professores não comprometidos com o Instituto nem com a política educacional, que se refletia nas perseguições aos alunos e nas deficiências no ensino.

Em plano mais alto, participávamos na Reitoria de sérias discussões acerca da reforma universitária através de comissões paritárias (10 professores e 10 alunos), situações que evidencia-vam a fragilidade e desinformação dos professores, estampada em cada proposta de mudança ou defesa de ideias. Sentíamos que ali estávamos para oficializar as imposições provindas das esferas de Brasília — e que deveriam ser aprovadas a qualquer custo. Em uma das votações, pedi recontagem de votos dos pro-fessores de Letras, pois era gritante que 11, e não 10, estavam vo-tando... Ou seja: ali não se jogava o jogo da honestidade — tudo justificava o cumprimento das determinações que levassem à implosão dos movimentos e das reivindicações estudantis.

Parecia que estávamos brincando de escolinha, quando, na verdade, tentávamos direcionar o ensino universitário para ca-minhos mais eficientes, o que — pelo que constatamos hoje — não aconteceu como desejávamos.

Paralelamente às atividades no Instituto de Letras, conti-nuamos — eu e Suely, já casados em 1970 — a dar cobertura a diversas ações contra as barbáries do governo: em nossa casa,

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em Icaraí, muitos se abrigaram anonimamente, crescendo em nós a força necessária ao cumprimento de nossos ideais de construção de uma sociedade mais homogênea e feliz.

Por diversas vezes, aparecia-nos alguém, geralmente jo-vem, necessitando de abrigo por um dia, uma noite, um perío-do. Conversávamos noites inteiras, aprendíamos muito sobre o Brasil, sobre os bastidores das perseguições. Não havia nomes, não nos interessava, não era necessário.

Certa vez, guardamos por dias (meses, talvez?) a rota de um amigo que fugiria via Paraguai. Ele tinha a chave de nossa casa e sabia onde estava escondida a preciosidade (o desenho bem-feito, detalhado, contatos, distâncias...). Chegávamos à casa, lá estava o importante papel. Até que um dia... E ele con-seguiu (soubemos muito tempo depois) cumprir seu destino de ser feliz no exterior. Se ficasse no Brasil, seria torturado e mor-to como tantos outros amigos. Em outra oportunidade, batem nervosamente de madrugada em nosso portão de ferro: dois amigos — moradores próximos, envolvidos com diversas ações de resistência — pedem que guardemos alguns objetos, pois ti-nham sido informados que outros do grupo haviam “caído”, e, certamente, eles estavam ameaçados. Mas também temiam que nós, quase vizinhos e ligados a eles, também pudéssemos ser procurados. Escondemos em uma pasta de couro vários livros, panfletos e um revólver. E que fazer com aquilo? A solução foi sair ainda de madrugada e esconder a pasta no meu antigo ar-mário de solteiro, no apartamento de meus pais, também em Icaraí. Fiz isso, e dormimos sossegados até o momento em que, pela manhã, novamente se ouvem pancadas no portão: meu pai, por um dos acasos da vida, se deparara com a pasta. Como explicar a um ex-militante integralista (que até hoje, aos 98 anos, guarda com orgulho sua carteirinha verde) o que acon-tecera naquela noite? Devemos ter feito malabarismos emocio-nais e verbais... Mas meu pai é até hoje um exemplo de compa-

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nheirismo — e, talvez por isso, pudemos continuar, eu e Suely, a participar dos movimentos que julgávamos justos.

Fica claro, portanto, que minha saída do Instituto de Le-tras deve ter sido festejada. Tanto é que, ao se instalar o curso de pós-graduação, alguns ex-alunos foram convidados para compor as primeiras turmas. Eu e Suely não. Dois anos depois fizemos a prova, sendo aprovados. Mas na relação afixada na Secretaria, diante do meu nome, a ressalva “aprovado, mas não aproveitado” (ou algo vergonhosamente similar). Reconheci o quanto o Instituto de Letras da UFF me queria ver bem dis-tante... E prometi a mim mesmo que não insistiria no convívio com aqueles que não me desejavam por perto. E me afastei do Instituto de Letras, embora tenha até hoje grande respeito a ex-professores e infinitos amigos conquistados naquelas salas.

Como desde o segundo ano já lecionava, pude comparar — já àquela época — minha atuação como professor com o que eu vivia no Instituto de Letras da UFF. Captei a seriedade de al-guns, de outros o amor aos livros, não me faltaram também exemplos de simplicidade e de honestidade. E, ao mesmo tem-po, tentei afastar tudo aquilo que via de negativo na atuação de meus professores. Portanto, já como profissional — embora com três anos de passagem pelo ensino superior —, optei pelo ensino secundário.

A sala de aula foi meu campo de ação, meu laboratório, meu cantinho de eterno aprendizado. A convivência com alunos em tantas e tão diferentes escolas me marcou profundamente. Fui professor de meu pai e de um dos três filhos (de alfabetização, no Iraque!). E talvez tenha adquirido uma marca distinta por ter, além das salas de aula, sempre atuado em situações diver-sificadas, diferentemente de professores que — por opção ou falta de oportunidade — mantiveram-se eternamente na fun-ção de regentes de classe.

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Não estou avaliando se foram melhores ou não minhas op-ções e oportunidades. Sinto, porém, que, em todas as situações de educação em que me envolvi, prezei acima de tudo a coerên-cia com as escolhas e atitudes — postura que sempre retomarei neste relato. Tanto nos empenhamos na faculdade no sentido de que nossa formação pedagógica se apoiasse na seriedade profissional e numa visão política-educacional da sociedade, que incorporei como naturais minha diversidade de ações: pro-fessor de escolas particulares (de elite e de periferia), professor e coordenador de escolas públicas (estaduais — 1º, 2º e 3º graus — e federal), gerente de projetos educacionais, chefe de Divisão de Supervisão de prefeitura, criador, diretor e professor de es-cola brasileira no Iraque, além de atividades inerentes à minha formação — membro de bancas de concursos, revisor de textos, palestrante, escritor...).

Agora, mergulhando nessas histórias, a cada releitura me depreendo com situações tão inusitadas, que me pergunto como fui capaz de sobreviver a elas. Muitas já me vêm dissipa-das pelo tempo e pela autodefesa: não quero saber mais disso! No entanto, no conjunto da minha vida, cada um desses fatos ganha sentido, porque eles se entrelaçam no emaranhado que criei a partir da certeza de que o magistério é mais que sala de aula — é todo o entorno que nos envolve, é toda aquela militân-cia dos tempos escolares, é, tenho certeza, a realização maior que o homem deseja para saber-se digno de ser chamado de professor.

Passearei por situações diversas da minha vida profissio-nal, procurando registrar aquilo que possibilite reiterar minhas certezas: na faculdade, não vivi em vão o período da ditadura — fomos oponentes fortes, que se reconheciam inimigos e usaram suas forças para sobreviver; como professor, procurei resgatar em cada comportamento profissional a coerência de que já fa-lei — sempre agi sem medo, porque tinha (tenho) certeza de

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que as atitudes tomadas foram (são) exclusivamente de minha responsabilidade. Por isso, não me censurarei ao relatar cir-cunstâncias que envolvam posturas desagradáveis de pessoas ou instituições: todos os envolvidos também viveram o período 1964-1985 e são, portanto, frutos bons ou ruins daquela dita-dura tão recente.

Sim, serei professor

E a minha vida ficava Cada vez mais cheia

De tudo.

(BANDEIRA, 1973)

E aquele que um dia, já cursando Direito, resolveu se arriscar no vestibular para Letras — com a única finalidade de “aprender português” para ser um bom advogado —, apaixonou-se pela sala de aula.

Por quê? — até hoje me indago, revendo tudo de incomum que tinha sido minha vida universitária, plena de conflito com a instituição, seus dirigentes e professores. Encontro prováveis respostas, deixando-me levar por uma muito simples, mas, pro-vavelmente, a mais forte: o poder renovar-se com os mais jo-vens, muitas vezes mais aprendendo do que ensinando — fato que pude constatar em várias ocasiões nas quais aplicava em casa, com os filhos, lições aprendidas com os alunos e vice-versa.

No Colégio Pedro II sempre trabalhei semanalmente com re-dação, valorizando tanto a qualidade quanto a quantidade (es-crever mesmo, sentar-se, usar o tempo, obrigar-se a pensar so-bre algo). E a “quantidade” — somatório das redações produzidas na semana, em sala ou em casa — contava pontos. Certa vez, uma das melhores alunas entregou-me seis ou sete redações que redi-gira, segundo ela, no fim de semana. Disse-lhe que não as recebe-

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ria, não era essa a minha intenção, e sim que fossem produzidas semanalmente para que eu pudesse lê-las e fazer as necessárias observações para as reescrituras. Choradeira, reclamações. Man-tive minha postura, mas, em casa, conversei com os meus filhos, adolescentes como a aluna: revidaram-me bravamente, queren-do saber se eu de fato tinha informado que as redações teriam de ser entregues semanalmente; se não seria mais importante eu ler o que ela tinha escrito, deixando de lado a posição rígida que to-mara; enfim, se eu estava feliz com o que fizera.

Que fazer? Pensei muito sobre o ocorrido, sobre o que é lidar com adolescentes, sobre a proposta de escrever muito e sempre... E contei à turma que em casa tinha conversado com os filhos sobre o ocorrido, ouvindo deles que eu estava erra-do — pois provavelmente não ficara clara a minha intenção. E, portanto, eu estava revendo minha posição e aceitando as re-dações que recusara na aula anterior. Choradeira maior, grita-ria, espanto em alguns. Mas acredito ter agido com a necessária coerência — eu estava entre jovens, e eles (alunos e filhos) têm felizmente visões diferentes das nossas, sendo capazes de nos redirecionar para a postura mais adequada.

Outra razão muito forte é de ordem ideológica: todo aque-le desejo de construir uma escola séria, com sujeitos presen-tes, atuantes, certos de que tantas desavenças com o sistema educacional imposto haveriam um dia de produzir melhores saberes, professores mais bem-formados e homens capazes de cuidar com carinho do nosso país. E como fazer isso senão na escola? Este atento professor não se formou em segundos, em mágica que o impediu de ser um advogado (como sonhara) para se transformar no apaixonado professor.

Vivendo intensos anos universitários — durante os quais colegas desapareceram e muitos foram torturados —, posso ver que a marca daquela época se enraizou de tal forma que passei a ver a escola como omissa, inoperante, muitas vezes cúmpli-

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ce de tais barbáries. Essas percepções também não se transfor-mam repentinamente em novas maneiras de ver o mundo. Tal como o Brás Cubas, do Machado, o homem-professor que se formava poderia ser justificado através do recorrente “o me-nino é o pai do homem” — que tantas elucubrações poéticas e psicológicas provocou.

Sim, sem o perceber, trouxe para o magistério aquilo que embrionariamente se forjava desde sempre e que me permitiu transitar por tantas e tão diferentes escolas, conviver com mi-lhares de alunos e — por que não seria assim? — me indispor frequentemente com diretores e coordenadores.

Sempre soube de meus limites em cada escola (e por isso trabalhava também em outras três ou quatro!), mas nunca dei-xei de praticar com orgulho e coragem os princípios humanos e os do ensino (correlatos), que sustentavam minhas aulas, meu discurso e minha prática política naquela escola. Fui demitido de várias (por isso trabalhava em outras), o que comprovava a certeza de que a seriedade de tais escolas não passava pela sala de aula.

Desde o tempo da faculdade trabalhei em pré-vestibulares de Diretórios Acadêmicos — com certeza, um dos mais gratifi-cantes prazeres de um professor. Posteriormente, por alguns anos lecionei literatura em um pré-vestibular comunitário, gratuitamente, em Pendotiba, Niterói, onde moro: outro gran-de prazer. E vivi também a massificação dos grandes cursos pré-vestibulares de Niterói da década de 1970, com 100, 200 alunos em sala. Mesmo assim, conseguia-se grande aprovação porque, mais que a lição das apostilas, preocupava-nos a lição de vida, capaz de criar no aluno a paixão pelo estudo e pelo co-nhecimento.

Foi, porém, nos estabelecimentos públicos que este profes-sor mais se realizou, porque ali estava a escola de verdade, de

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qualidade, embora já com as deficiências que a transformariam no que hoje se vê: desacreditada, desamparada, desgovernada.

Paradoxalmente, ali estava o aluno pronto para o cresci-mento, à espera do companheirismo e do respeito que só os verdadeiros professores são capazes de compartilhar.

Trabalhei em três colégios estaduais de Niterói e no Colégio Pedro II, no Rio de Janeiro, do Ministério da Educação. Em todos havia conflitos com as direções — principalmente no Pedro II, que guardava (e ainda guarda) resquícios de autoritarismo como marcas de um tempo em que o magister dixit predominava.

Alguns anos vivi no Colégio Pedro II

Toda a mudança é fecunda

Quando a alma se renova.

(LEITÃO, 1985)

Alguns anos vivi no Colégio Pedro II. E, principalmente, levei para lá características que Drummond adquirira em Itabira: ser forte, orgulhoso, de pedra. Sim, exigências sem as quais não teria sobrevivido a 16 anos de pressões extrassala de aula — porque nas minhas aulas jamais admiti intromissões absurdas ou retrógadas, penduricalhos dos anos de ditadura que tanto mal fizeram àquele magnífico colégio. A começar pela prepo-tência da Direção-Geral (hoje Reitoria), os demais detentores de cargos administrativos tentavam impor-se pela saudade dos generais — como fazia o coronel que dirigia a unidade São Cris-tóvão, onde sempre trabalhei. Tivemos constantes desavenças, acirradas pelas posturas de alguns professores mais velhos que — naturalmente, para a visão da época — opunham-se às ideias de liberdade que os chamados “novos” traziam para suas prá-ticas docentes.

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Não analiso aqui as vitórias pedagógicas que resultaram dos trabalhos dos professores — todos (talvez com poucas ex-ceções) dedicados à recuperação do prestígio do “velho-novo Pedro II”, como se dizia em 1983. Segundo os mais antigos, eu estava entrando no momento em que o Colégio Pedro II read-quiria confiabilidade, pois durante anos havia até sobra de va-gas no primeiro ano.

Aproximei-me dos ideologicamente confiáveis — professo-res e alunos —, ávidos por mudanças na condução militarizada do colégio.

Como os tempos eram outros, pude levar minha experiên-cia de presidente de grêmio estudantil e de diretório acadêmico para aquelas lideranças estudantis que pretendiam — apesar da direção do colégio — organizar um Grêmio Estudantil. Era um Pedro II que vivia mudanças — nunca, até a década de 1980, fizera greve, o que aconteceu a partir do surgimento da asso-ciação de professores e funcionários administrativos, inconfor-mados com os rumos que tal colégio seguia.

Sentia-me prestigiado como novo professor, tendo sido um dos primeiros a quem ofereceram o regime de 40 horas, pelo tra-balho que eu dedicava à 3ª série, reforçando conhecimentos ne-cessários ao êxito dos alunos nos exames para as universidades.

Mas, fora das salas, as pressões eram permanentes. Quan-do conseguimos eleições diretas para a direção das unidades, o progressista professor Kley tinha verdadeiras chances de ser eleito na unidade São Cristóvão, talvez a única possível vitória da “oposição” em todo o colégio.

Lembro-me de ter alertado os companheiros sobre uma prática rasteira, a que eu já assistira em eleição no Liceu Nilo Peçanha, em Niterói: no dia da eleição, a presença de enorme contingente de “eleitores” de última hora (no Liceu, ex-pro-fessores eram apanhados em casa, doentes, incapacitados, alie-nados do que se passava... e a diretora foi reeleita!). Sugeri que

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exigíssemos com antecedência a relação de eleitores da unidade São Cristóvão, mas não levamos adiante o projeto. Aconteceu o inevitável: funcionários e professores de outras unidades foram “transferidos” (por alguns dias) para São Cristóvão, garantindo a vitória do candidato da Direção-Geral.

São práticas extremamente tristes em ambientes escolares. Quando fui coordenador de português da unidade São Cristó-vão (já no período de “pós-ditadura”), opus-me frontalmente às práticas do diretor da época, que mantinha os mesmos ca-coetes de seus antecessores. Além disso, na própria equipe de português havia o ranço reacionário (que faziam esses colegas no tempo da faculdade?!), o que me levou a abreviar minha permanência no colégio, mesmo como professor, pois aque-le gostinho de trabalhar com total sinceridade já se diluíra no meio de indesejáveis companhias, aqui não nomeadas porque não me apraz escrever seus nomes.

Ao contrário, vale lembrar a força dos alunos, como exem-plifico com Jean Claudio — estagiário do extinto Banco Nacio-nal, morador da hoje chamada “comunidade”, um dos mais participantes e cultos alunos do 2º grau. Jean, em 1988, moti-vado pelas ocorrências criminosas na África do Sul decorrentes do apartheid4, escreveu a peça teatral Coisas antigas — Casos modernos. No Brasil: Morte ao apartheid, cuja epígrafe era “[...] qualquer homem comum pode embarcar com os Orixás e Zumbi? Faça-se responder.”

Acompanhamos — eu e a professora Zilda Oliveira — as ati-vidades de discussões, ensaios, divergências... E, junto com os alunos, fomos formalizar o pedido de disponibilidade do teatro

4 Apartheid: “Política racial implantada na África do Sul, segundo a qual a minoria branca — os únicos com direito a voto — detinha todo poder político e econô-mico no país, enquanto à imensa maioria negra restava a obrigação de obedecer rigorosamente à legislação separatista”. Vale lembrar que Nelson Mandela só foi libertado em 1990.

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do Colégio Pedro II para a apresentação da peça escrita e ence-nada por seus alunos. Mesmo conhecendo as práticas do colé-gio, foi muito decepcionante a constatação de que nada mudara em anos de pós-ditadura: o diretor se negou a ceder o teatro, com inaceitáveis e paradoxais argumentos. Grande decepção para os alunos; grande aprendizagem para aqueles futuros pro-fissionais que hoje, certamente, são pessoas dignas e produtivas em nosso país.

Apesar da frustração, o ânimo se refez porque nos foi cedido o Teatro dos Alunos da Universidade do Estado do Rio de Janei-ro (UERJ), no qual a peça foi apresentada — com “casa cheia” — nos dias 6, 7 e 8 de outubro de 1988. O aluno Jean teve reco-nhecido seu talento, teve recompensado seu destemor frente ao medo e à fragilidade dos dirigentes do colégio. E todos nós fomos premiados pelos belos espetáculos: a densidade da peça teatral e a certeza de que não se esgota na sala de aula a relação de confiança entre aluno e professor.

Eram permanentes as tensões com os superiores imediatos e administradores da educação federal. O Colégio Pedro II se envaidecia pelo fato de nunca ter feito greve, mas o clima de in-satisfação — por diferentes motivos — era tal que, finalmente, ocorreu a primeira greve, aprovada (será que foi por unanimi-dade?!) em histórica assembleia: erguemos orgulhosos nossos crachás vermelhos, colorindo alegremente aquele tradicional pátio. “Inda guardo renitente um velho crachá...”, símbolo de uma luta que vinha de longe, parte da própria história do Pedro II, como nos lembra a professora Maria Felisberta Baptista da Trindade: É oportuno recordar que mesmo no século XX per-sistiam as escolas para os meninos e as dirigidas às meninas. Reflexo disto acontecia, de forma singular, na década de 40, no Colégio Pedro II, instituição pública considerada como pa-drão educacional.

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Conta Felisberta que no velho casarão da Rua Marechal Flo-riano impunha-se a separação de gêneros: as “meninas” — com suas meias compridas e impedidas, durante o recreio, de se di-rigirem ao pátio — estudavam só no 1º turno, com separação de sexo para as turmas. E arremata seu comentário com uma constatação: Alguns movimentos reivindicatórios foram rea-lizados na época pelas meninas visando à ruptura desses pro-cedimentos. Conquistas obtidas anos depois.

Mas Felisberta não saiu ilesa de suas participações reivindi-catórias dentro e fora do colégio. Era época do movimento “O Petróleo é Nosso” (a partir de 1947) e lá estava a pré-adoles-cente Felisberta nas manifestações — fato que levou o colégio a “convidá-la” a se transferir de colégio. Ou seja: tínhamos aí talvez a primeira expulsão por motivos políticos.

Sintetizo tal episódio com a finalidade de uni-lo às greves que se sucederam no Colégio Pedro II. Em uma das assembleias, levei Felisberta, para que nos contasse — com sua fala alegre, com sua risada contagiante — o que lhe acontecera no Pedro II na década de 1940. Foi uma aula de ânimo, de história do Brasil, de muita descontração e fortalecimento das nossas contempo-râneas reivindicações.

Vivi no Colégio Pedro II intensos anos de magistério, de constante aprendizado com os alunos e colegas e de perma-nente tensão com coordenadores (mesmo de português, nos últimos anos) e diretores. Mas, se de tudo fica um pouco, em mim ficou um pouco de cada momento feliz, ficou o orgulho de ter trabalhado no Colégio Pedro II, ficou a certeza de que em nenhum momento minha coerência profissional e humana foi prejudicada por ações contrárias às posturas éticas que adotei.

Mas vejam como é triste: saí do Colégio Pedro II, mas fi-caram o diretor e tantos outros profissionais que insistiam em atravancar a felicidade dos bons professores e dos alunos.

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E agora, quando se esperava uma verdadeira mudança, com eleição direta do primeiro Reitor, mais uma vez a comunidade escolar fez uma questionável escolha, o que certamente man-terá o colégio em clima de tensão e pouca produtividade edu-cacional. E as greves? Enquanto escrevo, todo o Colégio Pedro II, pela milésima vez, encontra-se em greve.

Entre o lápis e a enxada

E um fato novo se viu/ Que a todos admirava: /

O que o operário dizia/ Outro operário escutava/

E foi assim que o operário/ Do edifício em construção

Que sempre dizia “sim”/ Começou a dizer “não”

(MORAES, 1959)

Um dos mais conceituados colégios de Niterói — pela quali-dade de seus professores aliada às audaciosas práticas educa-tivas — foi o Centro Educacional de Niterói (CEN), hoje ainda um bom colégio, mas com todas as deficiências proporcionadas pela precariedade de mão de obra, falta de recursos financeiros e, talvez com maior peso, ausência das indispensáveis revolu-cionárias e ousadas práticas pedagógicas que o projetaram no cenário nacional.

Não fui professor do ensino regular (1º e 2º graus), tendo atuado em dois segmentos que fizeram do CEN pioneiro nas respectivas ofertas de ensino. Na década de 1970, em cursos profissionalizantes do Centro de Capacitação e Aperfeiçoa-mento Profissional (CECAP) — época em que o CEN, como co-légio experimental, dedicou-se a capacitar profissionais para diversas áreas essenciais da economia —, alunos, mesmo du-rante o curso, já eram disputados para futuros empregos téc-nicos em grandes empresas. Era tempo de “Brasil grande”, o

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que exigia de nós, professores, muito tato político para so-breviver às forças contra as quais havíamos lutado por longos anos: servir a patrões capitalistas para atendimento às forças também do capitalismo.

Após breve trabalho no exterior (comentado mais adiante), voltei ao CEN em 1980, para implantação e implementação de um dos maiores projetos de ensino a distância do país até aque-les dias: Projeto Suplência de 1º Grau (com recursos do Salário Educação) — para atendimento inicial, só no estado do Rio de Janeiro (e depois Bahia, Paraná e Goiás), a cerca de 30 mil alunos, distribuídos em dezenas de Núcleos Pedagógicos em presídios, fábricas, indústrias, associações de moradores, igrejas, sindi-catos etc. Eu exercia acumulativamente a função de Gerente de Controle e Avaliação e substituto da Diretora — ex-diretora do Presídio Feminino Frei Caneca. Como conciliar profissionalismo e ideologia com a responsabilidade inerente à função?

Foi um longo período de constantes confrontos, durante os quais consegui manter o que mais prezei (e prezo) na atividade educacional: a coerência com os valores pessoais, éticos e mo-rais. Por exemplo, nunca solicitei bolsa de estudos para meus dois filhos que lá estudavam (os colegas achavam isso um ab-surdo) — mas eu fazia disso uma liberdade, uma postura que me impediria (e impediu) de me sujeitar ao que não fosse do meu agrado profissional.

O Projeto Suplência do CEN abarcou, de fato, milhares de alunos em centenas de Núcleos Pedagógicos, transformando positivamente a maneira de ver o mundo, de conviver com os familiares e patrões, de acreditar na possibilidade do cresci-mento pessoal através da educação. No entanto, algo de muito grave me atormentava: usava-se dinheiro público (Salário Edu-cação, cujos contribuintes são as empresas em geral e as enti-

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dades públicas e privadas vinculadas ao Regime Geral da Previ-dência Social), o que deveria tornar o Projeto o mais eficiente e transparente possível.

Atuávamos — tanto em empresas, igrejas e associações de moradores quanto em presídios —, com excelente material di-dático, no que se refere a conteúdos disciplinares; no entanto, faltava-nos o tato, a sensibilidade, o jeitinho apropriado de se lidar com esse aluno tão carente de conhecimentos escolares e de sinceras amabilidades. Como chegar a ele, um presidiário, um carregador de caixas de coca-cola, um motorista cansado e cheio de preocupações?

Em 1983, participamos do Congresso de Educação Popular, em Piracicaba, São Paulo (presença de Paulo Freire e tantos ou-tros respeitados professores), reforçando a certeza de que no Projeto Suplência precisávamos ampliar a aproximação com o aluno. Não um paternalismo, não um rebaixamento de exi-gências, mas o trato completo com o homem que está ali, ao nosso lado, aprendendo junto, vivendo os mesmos problemas. Incluímos palestras (mais uma responsabilidade que assumi) sobre Educação Popular nos cursos que os profissionais faziam para admissão no Projeto — uma tentativa a mais de aproxima-ção com os alunos.

Também integramos assistentes sociais ao grupo, com a missão de favorecer os contatos interpessoais, manter a har-monia necessária ao trabalho pedagógico e detectar problemas que estivessem ocorrendo nos Núcleos Pedagógicos. Mas em 1985 constatei que minha participação no projeto — reivindi-cando a seriedade de sua origem — já não agradava aos diri-gentes maiores. Com toda tranquilidade, como sempre o fizera, transferi minha dedicação a outras causas.

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E pra lá de Bagdá... uma escola brasileira

[...]e a leve impressão de que já vou tarde.

(BUARQUE, 1978)

Entre o primeiro trabalho no CEN (década de 1970) e o segundo (década de 1980, no Projeto Suplência), recebi, através de um ex-colega do CEN, convite para trabalhar no Iraque, no Oriente Médio. Levei na brincadeira: “Posso até ir, se souber onde fica o Iraque”. As páginas do Mário da Veiga Cabral e os mapas me rondavam a cabeça, mas, no momento, não sabia de fato onde se localizava o Iraque. Ele reagiu: “Estou falando sério. A Pe-trobrás precisa abrir uma escola lá, para filhos de brasileiros, e pensamos em você!”.

Eu, cheio de trabalhos, várias escolas, mulher grávida do terceiro filho, tentando reformar uma casa recém-comprada... Mas me veio a pergunta: “Por que não, se Suely concordar?”. Outubro de 1977. Em janeiro de 1978, deixo Suely aos cuida-dos da prima obstetra, em Petrópolis, os outros dois filhos com meus pais, e vou para Basrah, ao Sul do Iraque, com mais dois professores (de História e Matemática), com a missão de, par-tindo do zero, organizar uma escola para filhos e dependentes de funcionários da Braspetro — Petrobras Internacional. Até o ano anterior, todos moravam em Bagdá, e as crianças estu-davam na Escola Internacional. Por conveniência do governo iraquiano, ficou apenas uma gerência em Bagdá, indo todos os demais funcionários pra Basrah — sem escola internacional.

Antecipo o desfecho. Deveria ficar dois anos, inicialmente, mas conto o final: voltei antes, por desavenças com a gerência — ainda por conta daquela coerência que faço questão de pre-servar. Não vejo nisso grande novidade, pois desde a primeira carta (de 18 páginas) que mandei para Suely (de 13 de fevereiro

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de 1978), eu já sentira que o ambiente não seria suavemente suportado:

Pelo contrato, a Braspetro submete toda iniciativa,

pensamento, projeto de risada, projeto de com-

pra de móvel à INOC, a empresa de petróleo da-

qui (contrato que nenhuma outra firma faria, é o

que todos daqui já concluíram). Já conheci bem os

brasileiros que estão aqui, e unanimemente todos

criticam o que se passa. E a administração nossa é

caótica, simplesmente fraca e subserviente. Achei

que era só incompetência e cheguei a ter pena de

certos homens. Aos poucos concluí que existe

percentagem maior de mau-caratismo, e passei

a sentir profundamente onde amarrei a canoa. Já

sabíamos que íamos engolir sapos [...] aqui estão

eles, tamanho gigante. Há aqui uns diretores todo

poderosos que provocam um mal-estar geral, em

todas as famílias (a maioria é ótima, de verdade:

nortistas deliciosos, hospitaleiros, gente boa).

Aos poucos, descobrimos que a escola deveria ser um apên-dice, um algo a mais para atrair os técnicos em petróleo; e que, de preferência, não fosse exigente com qualidade, etc. Isso fi-cou bem claro quando entreguei ao Gerente Geral o primeiro relatório das atividades da escola. Historiei, detalhei, critiquei, sugeri... talvez deixando que um pouco do lado poético fluísse — tão grande foi a alegria de ver concretizada a escola, com seus alunos, suas salas, a biblioteca. O gerente, entretanto, todo po-deroso, me disse que não podia perder tempo lendo relatório da escola (e foi aí que disse que “aquilo era só um apêndice”). Aprendi que com esses técnicos a convivência teria de ser me-ramente profissional — no que dissesse respeito a necessidades materiais para a escola. Outro engano, pois tivemos de suspen-

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der aulas por vários dias: com calor de 40º graus, levava-se uma semana para consertar ou substituir aparelho de ar-condicio-nado. Pois tive de ir aprendendo que na Petrobras Internacional há profissionais de grande capacidade técnica e outros incapa-zes até de ler um relatório.

Conviver com a prepotência da gerência e o descaso com o bem da empresa, demonstrado em atos como beneficiar-se pessoalmente nas compras para a montagem da casa (um “pe-cadinho”); ou não reconhecer incompetência ao se perder — por erro de engenharia — um poço de seis milhões de dólares; ou achar insignificante abandonar no acampamento do deser-to um caminhão de vários eixos, apropriado para o transporte dos tubos de perfuração... mas impotente, porque seus pneus não eram adequados ao solo. Isso eu via ou ouvia de brasilei-ros honestos ou de iraquianos como Mr. Ali (que já trabalhara até na BBC de Londres), e que dizia com tristeza: “Já trabalhei com franceses, russos, poloneses [e vários outros], mas nun-ca tinha visto pessoas tão corruptas como os brasileiros.” E eu ouvia cabisbaixo, sem argumentos capazes de lhe provar o contrário.

Para sobreviver, dediquei-me à família (a mulher e os três filhos, o mais novo com poucos meses de vida), à escola e à con-vivência com o maravilhoso povo iraquiano.

Ao aceitar o convite para ir para o Iraque, impus uma con-dição, cumprida pela Braspetro: que fossem enviados cerca de 300 livros de minha biblioteca particular e outros tantos para a biblioteca da escola — a partir de uma relação que elabora-mos, eu e Suely. Tínhamos, portanto, uma biblioteca na escola — onde funcionava minha sala de aula; e outros tantos varia-dos livros em minha casa, expostos em grande estante na sala. Levei títulos e assuntos os mais diversos, já que estaríamos a milhares de quilômetros da civilização brasileira. E essa varie-

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dade também provocava olhares indagativos, surpresos: Paulo Freire, Graciliano Ramos, Frei Betto? Avisaram-me que se co-mentava sobre o perigo de meus livros... Portanto, muita coisa contribuía para que minha presença não agradasse aos donos do poder; ali, pequenos poderes, mas dignos do tamanho de cada um.

Não me importei com as reações dos pais, importavam-me os filhos, meus alunos. Concentramos na escola as grandes co-memorações que evocavam nossa pátria, nossa cultura, nossas raízes. Fizemos uma maravilhosa festa junina (muitos nordes-tinos e nortistas, uma beleza de festa!); dirigi e apresentei com os alunos um Auto de Natal, de Maria Clara Machado — O boi e o burro no caminho de Belém. No Dia das Mães, grande fes-ta. No Sete de setembro, apresentamos o jogral Independência do princípio ao fim — que redigi especialmente para a data e o local: relembrar a importância da liberdade e alertar (discreta-mente) para as censuras que ocorriam na empresa.

Tentamos um convênio com o Centro Educacional de Nite-rói, que, através de um programa à distância, habilitaria nossos alunos, concedendo-lhes os necessários certificados de térmi-no de séries. Já em andamento os acertos, a escola foi atrope-lada por decisão da Braspetro de fazer convênio com o Colégio Anglo-Americano, cujo dono e diretor apareceu em Basrah di-zendo que não lhe importava o valor do convênio, e sim o fato de ter uma escola no Oriente Médio, e que isso lhe seria útil para seu projeto de ser Ministro da Educação. E na sua prepotência, no jantar que lhe ofereci em minha casa no Iraque, juntamente com os demais professores e suas mulheres, fez o seguinte co-mentário quando lhe servi uísque 12 anos: “Uísque 12 anos?! Isso eu dou pro meus empregados!” Vale lembrar que, poste-riormente, não tendo sido ministro, teve de renunciar ao cargo de Senador da República para não ser cassado por corrupção.

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A essa altura, meus dias já estavam contados no Iraque. Um novo gerente se indispôs contra a escola, embora sua fi-lha adolescente — jogadora de vôlei — fosse uma das que mais se beneficiava com a convivência com os colegas e professores. Muitas famílias — rearrumadas às pressas para se deslocarem para o Iraque e receber em dólares — não conseguiam esconder dos filhos seus grandes problemas anteriores. Numa reunião de pais, na escola, disse a eles que, como professor de portu-guês, não me sentia bem lendo as redações de seus filhos, pois, qualquer que fosse o tema sugerido, os alunos tendiam a falar sobre os desconfortos em casa, as brigas dos pais, as saudades do Brasil, as reclamações a respeito da empresa. A escola era o confessionário, o local de esportes, de teatro, de passeios, de convivência, enfim, de sobrevivência para aqueles adolescentes distantes do país e dos pais.

E certo dia, o professor de Ciências — há pouco chegado do Brasil, com mulher e filho recém-nascido, a quem demos (eu e Suely) toda assistência — chamou-me à sua sala (cada discipli-na tinha sua sala) e, chorando, disse que ele fora para o Iraque com uma missão que lhe passara o diretor do Anglo-America-no: “Ajudar, de qualquer maneira, a tirar o Gualda da direção da escola”. Imaginando, talvez, que se defrontaria com uma fi-gura monstruosa, a missão foi assumida. Mas, continuando a conversa naquela sala fechada, confessou: “Quando cheguei aqui e conheci você e Suely, eu não sabia mais o que fazer, mas já estava tudo armado para tirar você”. Logo depois, es-crevi uma carta ao gerente dizendo que não seria mais diretor da escola, continuando como professor de português. Cinica-mente aceitou, porque um dos diretores da Petrobras Interna-cional estava em Basrah; mas, com o diretor ainda a caminho do Brasil, comunicou-me que dispensaria meus serviços.

Voltei para o Brasil com a leve impressão de que já vinha tarde, mas também com minha coerência e meu orgulho man-

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tidos. Aqui chegando, outra surpresa: nunca funcionário algum pagara os custos das caríssimas e intermináveis ligações inter-nacionais. Tentei ingenuamente pagar os minutos que eu usei nos telefones da Braspetro (tempo em que minha mulher ainda estava no Brasil) — tinha tudo anotado, data e duração dos te-lefonemas. Mas foi um grande problema, pois não havia na em-presa como receber esse dinheiro... Tanto insisti que receberam o que achavam que era devido. E sinto muito ver o que ainda hoje acontece com a Petrobras, penalizando seus excelentes profissionais — corpo técnico de qualidade internacionalmente reconhecida — por culpa de incompetentes burocratas.

Futuros professores

O professor disserta sobre ponto difícil do programa.

Um aluno dorme.

(DRUMMOND, 1986)

Em 1980 passei a atuar como professor de Língua Portuguesa e Linguística do Departamento de Letras da Faculdade de Forma-ção de Professores — hoje integrante da Universidade do Estado do Rio de Janeiro (UERJ), mas, à época, pertencente à Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro (Faperj).

Com o compromisso de “formar professores de português”, senti o peso que aceitara carregar, e toda minha vida universi-tária reapareceu em forma de atitudes exemplares e comporta-mentos que eu não poderia adotar. Lembro que o Instituto de Letras não me aceitou como mestrando e decidi que não faria lá minha pós-graduação. E não fiz em Letras, mas sim em Educa-ção. Como então aceitar ser professor de um curso de Formação de Professores? Não nego a importância dos títulos acadêmicos, mas conscientemente afirmo que não me faltou conhecimen-

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to para levar com honestidade e reconhecimento dos alunos e demais professores a regência das turmas com as quais convivi (até sendo paraninfo de algumas).

Retomo aqui a ênfase à coerência que destaco como minha condutora no magistério. Que tinha eu de fazer para cumprir plenamente aquelas diferentes ementas? Estudar mais, ler mais, organizar-me ainda mais nas aulas, transmitir aos alunos o prazer de ser um professor de português, juntamente com o dever de ser um confiável professor de português.

Fomos felizes durante dois anos, findos os quais me foi pro-posto um “decifra-me ou te devoro”. Eu tinha de dar a resposta correta a uma pergunta oficial: em quais das três instituições estaduais você permanecerá? Além da Faperj, eu já tinha duas matrículas estaduais (no Liceu Nilo Peçanha e na Escola Técnica Henrique Lage) — como era comum até então. Teria de abrir mão de uma: qual? Eu sentia que aqueles alunos de 3º grau, futuros professores de português, apresentavam as mesmas deficiências dos meus alunos do 2º grau; que minha partici-pação em pequenos períodos semestrais não lhes supriria tais deficiências, embora eu lhes passasse bibliografia, insistisse em lhes mostrar o enorme compromisso que o professor assume com seus alunos e com a sociedade.

Pesou novamente a coerência: permanecerei no 2º grau, com todos os seus maiores entraves e provocações; participarei mais efetivamente no ensino da escrita, na descoberta da lei-tura, na formação de uma bibliografia, na formação do homem que chegará mais inteiro à universidade. E assim fiz. Em carta ao diretor da Faperj (hoje UERJ — onde permanecem antigos companheiros), desliguei-me e continuei meu prazeroso ofício de professor secundário, aliado a mil outras atividades educa-cionais já mencionadas.

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Partidos — homens e tempos

Não é no silêncio que os homens se fazem,

mas na palavra, no trabalho, na ação-reflexão.

(FREIRE, 1975)

Voltando para o Brasil, em 1979, encontramos aqui um clima de euforia, conquistado a duras penas, mas que nos fazia acreditar na possibilidade da anistia aos perseguidos políticos, na força dos sindicalistas (o ABC à frente), no surgimento de lideranças e associações de professores — como, no estado do Rio de Ja-neiro, o Sindicato Estadual dos Profissionais de Educação (atual SEPE).

Em Niterói recomecei a trabalhar em escolas (a estadual Li-ceu Nilo Peçanha e outras) e assumi o cargo de Chefe da Divisão de Supervisão da Secretaria Municipal e Educação e Cultura.

Tínhamos participado da campanha do prefeito — um jo-vem sociólogo ligado ao Movimento Democrático Brasileiro (MDB), uma esperança de mudanças para nossa cidade. À época da campanha já se poderia prever, por algumas de suas ações e reações, que aquele político não mereceria por muito tempo a confiança de seus aliados. Participei de um grupo que levou a ele propostas concretas de revitalização da cultura em Niterói, mas, após nos ouvir, disse que aqueles assuntos não tinham re-levância, não significavam votos e sim despesas: “Educação e cultura não dão visibilidade”.

Vejam que ali se mostrava o político que até hoje continua se equilibrando, escorregando (ironicamente, alguns passaram a referir-se a ele como “quiabo”), Ministro do atual governo (2014). Mas tudo isso não tinha sido plenamente percebido e, portanto, passei a compor sua equipe na Secretaria de Educa-ção, com a séria incumbência de, na chefia da Supervisão, fa-

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vorecer as realizações pedagógicas nas unidades educacionais, atuando com os supervisores das diversas disciplinas.

O Secretário era também um político, tradicional, respeita-do. É possível que em suas pretensões nunca tenha pensado em ser secretário de uma pasta tão importante para nosso muni-cípio. Chamava-me ao gabinete, e lá ia eu de agenda em mãos, pronto para ouvir e propor. Mas a conversa se desenrolava em outras direções: eram lembranças — sempre interessantes — de casos políticos, familiares (ele era conhecido da minha família de Campos-RJ), folclóricos... Indagava sobre o que ocorria nas escolas, na certeza, porém, de que os projetos que eu lhe apre-sentava seriam bem sucedidos. De fato, no breve tempo em que lá fiquei foi grande o envolvimento dos coordenadores e profes-sores com atividades de leitura, matemática e artes (a última, com grande seminário no Teatro Municipal de Niterói).

Ironicamente, tive de participar como membro da Secre-taria, de reuniões com os professores da rede municipal em greve. E, após o expediente, eu — que estava em greve na rede estadual — me dirigia ao encontro dos colegas para as discus-sões e preparação de panfletos para divulgação e ampliação da nossa greve. Aí entra a ironia: uma ativa professora municipal que participava da reunião na Prefeitura — em que me via como representante do “patrão” — também participava de nossos encontros estaduais, muito cabreira, olhando-me com descon-fiança. Deixei-a matutar um tempo sobre a situação, até que a provoquei: “quem você pensa que eu sou?”. Ela foi sincera: “não te entendo”. Pude, então, lhe explicar o que eu conseguira com o Secretário municipal, que estava pressionado pelo Prefeito a cortar o ponto, punir as lideranças e impor novo calendário. Eu tinha conseguido do Secretário autorização para assumir com tranquilidade o recomeço das aulas — com o fim da greve —, sem punições e com liberdade para montar o “calendário de re-posição” (que sabemos que não funciona) com os supervisores,

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amenizando o quanto possível o final do ano letivo (irremedia-velmente perdido). E garanti à desconfiada colega que minha saída naquele momento seria um retrocesso no combinado com o Secretário. Felizmente, ela aceitou minhas explicações, pois é muito desagradável ser incompreendido (com toda razão) pelos próprios colegas professores.

Minha permanência na Secretaria durou um pouco mais após o fim do ano letivo: em agosto de 1979, o governo Figueire-do promulgou a Lei da Anistia — conquista há muito pretendida pela sociedade, a partir, entre outras organizações, do Comitê Brasileiro da Anistia, com sede na Associação Brasileira de Im-prensa (ABI), que pressionara o governo a votar o projeto. Foi bonita a festa pela volta de cada brasileiro exilado, como a de Betinho (Hebert de Souza), que emocionou a todos. No rastro da Anistia, em fins de 1979, o Congresso Nacional extinguiu o bipartidarismo (Arena e MDB), abrindo o caminho para a cria-ção de novos partidos. De imediato, surgiram o PMDB (suces-sor do MDB) e o Partido Democrático Social (PDS) — no lugar da Arena —; além desses, vieram o Partido Progressista (PP), o Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), o Partido Democrático Trabalhista (PDT) e o Partido dos Trabalhadores (PT).

O PDS foi fundado em janeiro de 1980, tendo entre seus filiados Fernando Collor e José Sarney, seu primeiro presiden-te. E que direção tomou o prefeito Moreira Franco, eleito pelo MDB? Mostrando claramente seus princípios de ser sempre governo, filiou-se ao PDS de Sarney e Collor de Mello. Como eu poderia participar de um governo do PDS? De imediato, encaminhei ao Secretário de Educação uma educada carta de demissão, “por motivos pessoais” — coerente com meus prin-cípios de não conviver com situações que contrariem minhas maneiras de pensar e agir.

Como muitos de minha geração, certos de que consegui-ríamos a tão desejada felicidade através da participação política

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digna e respeitada, fui um dos primeiros filiados do PT em Ni-terói, participando com alegria de seus movimentos. No entan-to, acredito ter sido também o primeiro (ou um dos primeiros) a me desfiliar do PT de Niterói, antes mesmo do escândalo do mensalão, motivado pela desilusão com o governo petista de Niterói. Senti que de nada valeram as campanhas que fizemos de moralidade, de seriedade — o PT de Niterói na prefeitura se igualou aos demais. Triste, escrevi carta ao Diretório Municipal do Partido dos Trabalhadores e registrei para mim, em “Três versos sem esperança”: E no quatro de agosto de dois mil e quatro/esperança finda./Adeus pt”.

Do MDB ao PT, uma trajetória de participação e esperança. E agora? Não estou em sala de aula; não passarei, portanto, como muitos dos colegas professores, o constrangimento de não conseguir explicar aos alunos a situação política pela qual passa nosso país. Lembro-me desse compromisso ao ouvir ain-da as palavras de Paulo Freire: “Não é no silêncio que os homens se fazem, mas na palavra, no trabalho, na ação-reflexão”. O professor não pode se calar, como também não pode tentar, pelo convencimento, impor suas crenças, quaisquer que sejam elas — e nós sabemos disso.

Reivindico, no entanto, a obrigação de o professor se mos-trar por inteiro, para que sua transparência permita aos alunos refletir sobre as “verdades” que frequentemente ouve nas di-versas aulas, em distintas palavras e em diversas ações-refle-xões. Não pode ter sido em vão nossa escolha: se sobrevivemos à ditadura — e à custa dela fortalecemos a dignidade da nossa profissão —, muito mais comprometedor se torna o dia a dia do professor (mesmo sem sala de aula): muito me orgulha a refe-rência que se faz à casa onde moro, em Pendotiba — lá é a “casa do professor”. E digo sem vaidade: o orgulho não é só meu, é também dos vizinhos que sabem que ali moram dois professo-res, que se fizeram respeitar pela profissão, que foram profes-

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sores de seus filhos, que continuam — como cidadãos — a exigir melhorias no bairro e a conviver respeitosamente com todos. Essa felicidade é resultado da perseverança, da crença em mu-danças, da certeza de “que há coisas que só o homem é capaz de fazer”, como disse (mais ou menos assim) Saint-Exupéry.

Uma escola pública de respeito

[...] a vida/ É luta renhida:/ Viver é lutar./ A vida é combate,/ Que os fracos abate,/

Que os fortes, os bravos/ Só pode exaltar.

(GONÇALVES DIAS, 1944)

E quantas solas de sapato gastamos em salas de aula e em pas-seatas em defesa do ensino público! Quantas horas de sofri-mento, perdido tempo mal-aproveitado: mas lá estava o aluno, à espera da aula séria, da palavra de incentivo, da informação nova para sua tantas vezes maltratada vida. O compromisso com o ensino público congregou profissionais com tamanha seriedade, que ouso dizer que conseguimos reverter algumas negativas situações tradicionalmente perpetuadas.

Recém-formado, não havia concursos públicos para o ma-gistério estadual. Eis que batem à minha porta (morava em Ica-raí, naquela casa onde moraram e se esconderam tantas pes-soas) e me surpreendo: lá estavam o diretor e o coordenador geral do Liceu Nilo Peçanha com um convite para que eu traba-lhasse naquele respeitadíssimo colégio. Havendo necessidade de um professor de Português, acontecera uma reunião com os dois e mais a coordenadora de Português e, coincidentemente, os três tinham o meu nome como sugestão para contratação — o que levou aqueles dois à minha porta para oficializar o convite.

No Liceu Nilo Peçanha convivi com respeitados professo-res e excelentes alunos. Pelos trabalhos que eu já realizava em

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pré-vestibulares, desde o início lecionei na série final do atual Ensino Médio, cujos alunos obtinham aprovação tranquila nos exames para o ensino superior. No entanto, as mudanças po-líticas e as consequentes mudanças da direção do colégio in-fluenciavam negativamente no comportamento dos professo-res e alunos, sujeitos a práticas corporativistas e submissas às imposições dos governantes.

Quando fui trabalhar no Iraque — assunto já comentado —, fiquei em licença sem vencimento, voltando posteriormente ao Liceu Nilo Peçanha, embora por pouco tempo: a diretora de outra escola estadual me convidou para, além de dar aulas, ser o seu Orientador Pedagógico. Uma grande mudança, que me permitiu novo trabalho, talvez o mais gratificante em toma mi-nha vida de magistério.

No Polivalente — nome carinhoso com que continuávamos a nos referir ao Colégio Estadual Paulo Assis Ribeiro (CEPAR), em Pendotiba, bairro onde moro —, o espaço de trabalho, já ar-duamente construído por seus professores, renovou em mim a certeza de que a seriedade dos profissionais pode determinar os rumos positivos de uma escola, mesmo com a inevitável pre-sença de alguns que insistem em boicotar iniciativas, esquecen-do-se de que “a vida é combate que os fracos abate.” E àquela época, no Polivalente, os fortes venceram, embora se saiba que hoje voltou a ser mais uma escola inexpressiva no contexto dos estabelecimentos estaduais, tão menosprezados pelos governos que se sucederam.

E por que no Polivalente foi possível a coexistência do bom ensino com a satisfação dos alunos, professores e funcionários? Pelo respeito estabelecido entre eles, cuja consequência natural foi a participação de todos — professores e comunidade — nas diretrizes da escola. E, particularmente entre os professores, a presença de muitos profissionais com histórico de participação efetiva em movimentos universitários, sindicais e políticos —

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sempre na busca do respeito à educação e, principalmente, ao aluno da escola pública.

Dentre esses, trago para a história do Polivalente, além de Suely Gualda (minha mulher), Maria Felisberta Trindade (aquela primeira aluna “expulsa” do Colégio Pedro II e depois diretora da Faculdade de Educação da UFF e Secretária de Edu-cação de Niterói), Márcia Paiva, Aparecida Wagner, Maria Regi-na Pinto, Ana Maria Wagner e Valdir Almada, propondo, estu-dando e colocando em prática a educação crítica, participativa, de todos.

Sob a direção de Felisberta, a escola se transformou em re-ferência de ensino e de inserção da comunidade, com pleno e feliz envolvimento de todos que dela participavam. Já era co-nhecido o trabalho de leitura na Biblioteca Manuel Bandeira — por onde necessariamente passavam todos os alunos, que liam por prazer ou orientados por professores, a partir do projeto de Suely Gualda. E a música — que tinha no coral regido pelo maestro Ermano Soares de Sá sua maior expressão — permitiu aos alunos a convivência respeitosa e o compromisso com a arte e belos projetos de construção da cidadania.

E foi nesse ambiente participativo que se implantou no Po-livalente o Conselho de Escola, cujo texto final a ser submetido à análise da assembleia foi redigido por mim, tendo como base os preceitos legais e, principalmente, a Lei Estadual n° 618/85 (proposta do deputado Listz Vieira, posteriormente presidente do Jardim Botânico do Rio de Janeiro). Em Niterói, o Polivalente foi a única escola a adotar a gestão democrática como estímulo ao exercício da cidadania, dividindo com a comunidade escolar as decisões sobre os caminhos a serem tomados.

Das escolas por onde passei, nos três níveis de ensino, par-ticulares ou públicas, somente no Polivalente encontrei espaço para o exercício do magistério em seu sentido pleno: uma escola estadual encravada em Pendotiba, bairro distante do centro de

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Niterói. Por quê? Certamente porque ali estavam aquelas pes-soas que viveram o tempo da ditadura não como pobres sofre-doras, mas com a convicção da necessidade de se fortalecerem para — no momento certo — agirem não só pela redemocrati-zação do país, mas também com o compromisso do envolvi-mento com a educação de qualidade, única possibilidade de se consolidar a democracia e a sempre perseguida igualdade de oportunidades.

Ditadura, até nunca mais

Amanhã/ Há de ser outro dia

(BUARQUE, 1978)

E daquele 31 de março de 1964 — dia em que eu completava 18 anos, vislumbrando um imediato tempo de felicidades e con-quistas — até hoje, passados 50 anos, muito aprendemos e, como professores, talvez tenhamos até ensinado. Mas, se de tudo fica um pouco, ficou certamente, para nós, a certeza de que ditadura nunca mais: nossa luta presente continua a ser pe-las conquistas democráticas de verdade, na esperança de que as próximas gerações não necessitem aprender como aprendemos — sob ameaças, torturas e ofensas.

Foi assim que eu vi e vivi esses 50 anos.

REFERÊNCIAS

BANDEIRA, M. Estrela da vida inteira: poesias reunidas. 3. ed. Rio de Janeiro: J. Olympio, 1973.

BECHARA, T. S. Imara Reis: van filosofia. São Paulo: Impressa Oficial, 2010. (Coleção Aplauso Perfil). Disponível em: <http://livraria.imprensaoficial.com.br/imara-reis-van-filosofia-colec-o-aplauso-perfil-2973.html>. Acesso em: 02 jun 2015.

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BUARQUE, C. Apesar de você. Intérprete: Chico Buarque. In: Chico Buarque. [S.l.]: Phonogram/Phillips, 1978. 1 disco sonoro (30 min 52 s). Lado B, faixa 6 (3 min 54 s).

BUARQUE, C. Roda viva. Intérprete: Chico Buarque. In: CHICO BUARQUE. Chico Buarque de Hollanda - Volume 3. Produção: Roberto Colossi. São Paulo: RGE, 1968. 1 disco sonoro (36 min 18 s). Lado A, faixa 6 (3 min 43 s).

BUARQUE, C. Trocando em miúdos. Intérprete: Chico Buarque. In: Chico Buarque. [S.l.]: Phonogram/Phillips, 1978. 1 disco sonoro (30 min 52 s). Lado A, faixa 3 (2 min 50 s).

BUENO, E. R. Tonico Pereira: um ator improvável. São Paulo: Impressa Oficial, 2010. (Coleção Aplauso). Disponível em: <http://livraria.imprensaoficial.com.br/catalogsearch/advanced/result/?name=tonico+pereira>. Acesso em: 2 jun. 2015.

CASTRO ALVES. Tragédia do mar: navio negreiro. Rio de Janeiro: Academia Brasileira de Letras, 2000.

GONÇALVES DIAS, A. Canção do Tamoio. In: Obras Poéticas. São Paulo: Companhia Nacional, 1944. v. 2. p. 42-43.

DRUMMOND, C. A. Mosaico de Manuel Bandeira: Bandeira, a vida inteira. Rio de Janeiro: Livroarte Editora, 1986.

FREIRE, P. Pedagogia do oprimido. 3. ed. Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1975.

JOSÉ ARRABAL. Books: divulgação Literária. [S.l.]: 2009. Disponível: <http://books.webcontente.com/?p=195>. Acesso em: 02 ju.n 2015.

LEITÃO, L. V. Longo caminho breve: poesias escolhidas 1943-1983. Rio de Janeiro: Imprenssa Nacional, 1985.

MORAES, V. Novos poemas (II). São Paulo: Companhia das Letras, 1959.

NETO, T.; VELOSO, C. Mamãe coragem. Intérprete: Gal Costa. In: Tropicália ou panis et circenses. São Paulo: RGE, 1968. 1 disco sonoro (38 min 38 s). Lado B, faixa 4 (2 min 29 s).

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O DIA DA MENTIRAA ditadura na minha opção profissional

Marcia Paraquett

Como beber dessa bebida amarga Tragar a dor, engolir a labuta

Mesmo calada a boca, resta o peito Silêncio na cidade não se escuta

De que me vale ser filho da santa Melhor seria ser filho da outra Outra realidade menos morta

Tanta mentira, tanta força bruta Pai, afasta de mim esse cálice

de vinho tinto de sangue

(BUARQUE; GIL, 1978)

Marcia Paraquett é professora de espanhol na Universidade Federal da Bahia (UFBA) desde 2009, mas pertenceu ao quadro da Universidade Federal Flu-minense (UFF), no Rio de Janeiro, de 1977 a 2007. Tem licenciatura em Letras (UFF, 1970), mestrado em Letras (UFF, 1977), doutorado em Letras (USP, 1997) e pós-doutorado em Linguística Aplicada (UNICAMP, 2002). É autora de três livros, organizou dois outros e mais uma revista, além de ter publicado diversos artigos na sua área de interesse científico. Atua no Programa de Pós-Graduação em Língua e Cultura do Instituto de Letras da UFBA, orientando teses e disser-tações na linha de pesquisa Aquisição, Ensino e Aprendizagem de Línguas, com foco no diálogo cultural entre o Brasil e a América Latina. É bolsista do CNPQ.

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Para Renato, Nina e Daniel, que justificam todas as minhas escolhas

A morte da princesa

O dia 1 de abril de 1964 não foi o dia da mentira para mim.1 Estava com 16 anos e havia iniciado o ensino médio, que, na-quele momento, se dividia em duas modalidades: o clássico e o científico. Havia escolhido o científico, porque achei que seria economista, mas mudei de ideia no meio do caminho, depois de ter aulas com alguns professores dos quais não me esque-ci nunca. Hoje sou professora de Espanhol, formada em Letras pela Universidade Federal Fluminense (UFF) desde 1970, onde fui professora de 1977 a 2007, embora esteja na Universidade Federal da Bahia (UFBA), para onde fiz um concurso em 2009.

Passaram-se exatamente 50 anos daquele dia, do qual te-nho vagas lembranças, mas me lembro, ainda com clareza, de uma conversa que ouvi na porta da casa de minha infância, quando escutei na voz de uma tia, por quem não tinha grandes afetos, que finalmente “ele” havia renunciado e a paz voltaria ao Brasil. Não sabia de quem falava e nem o que significava a renúncia, embora mais tarde tenha podido compreender que

1 Para os que não sabem, em muitas regiões do Brasil, o dia 1 de abril é entendido como o dia da mentira, quando, por tradição, se pregam mentiras para deixar al-guma pessoa em situação embaraçosa. Não passa de uma brincadeira inocente e que vem perdendo força cultural.

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se referia a João Goulart, o então presidente do Brasil. Ela e suas irmãs saltitavam de alegria e davam graças a Deus por tê-lo fei-to compreender que não deveria resistir.

Fiquei mais de um mês sem ir à escola, porque se manteve fechada. Estudava no Liceu Nilo Peçanha, uma escola de muita importância para a cidade de Niterói, no Rio de Janeiro, onde nasci e vivi até os 60 anos de idade. Estudar no Liceu era um privilégio e minha mãe se orgulhava muito disso. Eu também. Sabia que estava entre professores competentes e quase todos envolvidos com o processo político pelo qual passava o Brasil. Antes de 1964, talvez em 1963, lembro-me de ter participado de duas passeatas pela Avenida Amaral Peixoto, vestindo o uni-forme de meu colégio e conduzida pelo então diretor, o Prof. Landim, que nos levava pelas ruas, apoiado por outros pro-fessores, que nos ensinavam palavras de ordem, das quais não me lembro, porque, certamente, nada significavam para mim. Mas gostava de estar ali, quem sabe porque saíamos da rotina da escola ou porque não perdia uma única chance de exibir o uniforme de que tanto me orgulhava, com saia azul marinho e blusa branca.

Foi durante o ensino médio que soube que precisávamos lutar pela nossa liberdade. As aulas da professora Vera de Vi-ves2 nos falavam de nossos direitos como estudantes de esco-las públicas. Não havia cabimento que não houvesse material adequado ou livros disponíveis para todos os alunos. Tínhamos que falar com o diretor, porque ele saberia o que fazer. E sabia mesmo. Também não posso me esquecer das fantásticas au-las da professora Malca, onde ouvia coisas que nas conversas de minha casa não apareciam nunca. Essas professoras cuida-vam para que fôssemos cidadãos críticos, conscientes de nos-

2 Vera de Vives foi uma importante escritora e jornalista na cidade de Niteroi/RJ. Viveu de 1925 a 2011, colaborando na formação de muitos jovens.

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sos direitos. Essa consciência, no entanto, custou caro a alguns colegas, mas comigo nada aconteceu, pelo menos no nível de brutalidade como pude comprovar depois, quando já estava na universidade.

Em 1963, fui eleita a Princesa da Primavera do Centro Pró-Cubango (CPC), uma entidade esportiva e social do bairro onde morava em Niterói. Embora tenha nascido numa família de baixo poder aquisitivo, meus sonhos em nada se diferenciavam das demais meninas de minha idade. O projeto era casar e ter alguns filhos. A universidade não era um projeto de minha clas-se social, tanto que fui a primeira neta de meus avós maternos a fazer um curso superior, embora tivesse muitos primos mais velhos do que eu. Na família de meu pai, de onde trago o sobre-nome Paraquett, já havia três primos “doutores”, que enchiam de orgulho minha avó e minhas tias, aquelas mesmas que fala-vam da renúncia de Jango.

Está claro para mim hoje que as mudanças que me permiti-ram sair daquele lugar tão pequeno e tão sem projeções ocorre-ram no Liceu Nilo Peçanha, no contato com aqueles professores e com alguns colegas, que vinham de outra classe social e que aspiravam, quase naturalmente, a carreira em nível superior. A escola pública, naquele momento, era a escola de prestígio. Em minha cidade, a classe média e a classe alta colocavam seus filhos nas escolas públicas, onde estavam os bons professores, embora no meu caso fosse a única opção. Essa foi uma das he-ranças deixadas pela ditadura: o desprestígio da educação pú-blica. A recuperação daquele status nos está custando muito trabalho, mas faz parte de minha militância.

Sem condições financeiras para comprar livros e sem am-biente propício para estudar em casa, passei muitas tardes do meu ensino médio na pequena biblioteca municipal, na Praça da República, em frente ao Liceu Nilo Peçanha. Ali fiz amigos e entendi a importância dos livros na minha vida. Li toda a litera-

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tura brasileira acessível naquele momento, desde os românti-cos aos contemporâneos, quando Érico Veríssimo e Jorge Ama-do eram duas grandes estrelas. Não teria tido a chance de ler se não fosse aquela pequena biblioteca, mas com acervo suficiente para dar rumo à minha opção profissional.

O sonho da Princesa da Primavera começou a ruir, dando lugar a uma nova menina que cresceria nos bancos da UFF.

O nascimento da professora

Ao ingressar na universidade, fiz a opção pelo curso de Portu-guês-Francês, porque já havia estudado alguns anos na Aliança Francesa3 e achava que o caminho poderia ser mais fácil. Mas a facilidade me desmotivou e, pronta para enfrentar os desa-fios que me estimulavam, solicitei transferência para o curso de Português-Espanhol. A funcionária que me recebeu, no entan-to, me informou que não havia turmas abertas, mas como sabia da existência de uma professora paraguaia, convenci dois co-legas4 que me acompanhassem naquela empreitada, resultando na reabertura das disciplinas do curso de Espanhol na UFF. Era 1968.

Hoje, tenho a consciência do privilégio de ter frequentado uma universidade pública num momento tão instigante para as juventudes de muitos países. O Brasil não foi diferente e me

3 Embora tivéssemos um padrão econômico muito baixo, o curso na Aliança Fran-cesa foi pago por meu irmão (Roberto), apenas três anos mais velho do que eu, que já trabalhava, desde os 14 anos, num pequeno bar de uma de minhas tias paternas. Ele havia entendido que eu “dava pros estudos”, conforme sempre dizia minha mãe.

4 Esses colegas eram Waldir, que estudava à noite na mesma turma que eu, e Iuri, um queridíssimo colega do diurno, que morreu em 1970, um pouco antes de concluirmos o curso, vítima de um tumor no cérebro, possivelmente ocasionado pelos trotes que recebeu na Escola da Marinha, onde estudara antes de transfe-rir-se para o curso de Letras da UFF.

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lembro da forte emoção que sentíamos com o movimento mu-sical que crescia e nos dava orgulho de ser brasileiros. Eram tempos de canções de Chico Buarque, Gilberto Gil, Caetano Ve-loso, Ivan Lins, Edu Lobo, e de vozes como a de Milton Nasci-mento, Maria Bethânia, Nara Leão.

Mas que razões me teriam levado a escolher o curso de Es-panhol? Por que não escolhi Inglês, a língua estrangeira que ga-nhava prestígio no Brasil? Por que não me mantive no Francês? Apenas aquela ex-aluna do ensino médio do Liceu Nilo Peçanha poderia responder a essas questões. Ela havia aprendido que ti-nha o direito a escolher o curso que quisesse. Até porque havia uma professora disponível e que ficou muito feliz em saber que teria novos alunos para quem ensinar tantas coisas fantásticas, como as que me ensinou. O desprestígio do Espanhol frente ao crescimento do Inglês não era um caso específico do Brasil e se explica por razões que fogem a meus interesses agora. Mas, no nosso caso, essa limitação se juntava aos interesses dos gover-nos militares, que fizeram um grande esforço para apagar ou dificultar nossa relação cultural e política com países de língua espanhola da América Latina, particularmente com Cuba.

Para minha sorte, essa intenção de apagamento não resul-tou nunca, pois as aulas da professora Isidora me permitiram o contato com autores como Cervantes, Lorca, Unamuno, Ma-chado, Calderón de la Barca, Góngora, Quevedo, García Már-quez, Vargas Llosa, Neruda, Borges, Cortázar, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Roa Bastos ou Miguel Ángel Asturias, o escritor que a fascinava. Lembro-me, ainda, do impacto que me provocou a leitura da primeira página de El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias (1899-1974): “alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre sobre la podredumbre”. Certamente, esse fascínio passou para mim, tendo-me leva-do, inclusive, a usar esse mesmo texto do autor guatemalteco na prova didática de meu primeiro concurso público, quando,

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quase 10 anos depois, pleiteava uma vaga de professora naque-la mesma universidade, justamente para ocupar a que deixava minha querida professora ao se aposentar pelo sistema de apo-sentadoria compulsória.

Mas não foram apenas alegrias, pois, além dessas experiên-cias fantásticas, o curso de licenciatura em Letras me mostrou o autoritarismo do sistema ditatorial sob o qual vivíamos, pois tive a infeliz oportunidade de conviver com a truculência de muitos soldados do Exército que ocupavam os corredores de minha faculdade, tentando amedrontar-nos e silenciar-nos com suas armas. No mesmo prédio onde funcionava o curso de Letras, ficavam os de Matemática, Pedagogia, Geografia e His-tória, o que me levou a participar de um Diretório Acadêmi-co (DA) único5, onde havia diferentes tendências ideológicas, embora predominassem as ideias aprendidas naquelas difíceis leituras das obras de Karl Marx.

Dentre tantos episódios que vivemos, quero recuperar o que talvez mais tenha me assustado. Eu trabalhava numa em-presa pública de eletricidade, chegava atrasada todos os dias, perdendo parte da primeira aula. Como os professores sabiam de minha impossibilidade, nunca me criaram problemas, mas houve um dia, talvez em 1969 ou 1970, que encontrei alguns colegas na rua, inquietos, contando que havia acontecido uma briga dentro de nossa sala de aula. No primeiro momento, ne-nhum de nós pôde entender os motivos, mas como os dois eram militares, não tardou muito que soubéssemos que pertenciam a facções diferentes e que um deles não passava de espião. Ou seja, frequentava as aulas com o propósito de controlar o mo-vimento na universidade, o que me pareceu uma inverdade, já que se tratava de um colega simpático e muito amável com to-

5 O último presidente daquele DA foi Luiz Fernando Gualda, um dos autores deste livro.

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dos nós. Não apurei nunca se foi verdade ou mentira, mas não os vi mais no mesmo espaço físico. Onde estava um, o outro não se aproximava, criando uma sensação desconfortável de medo, susto e desconfiança.

É nesse contexto da política nacional que se dá uma espécie de racha dentro das Forças Armadas, dividindo coronéis e ofi-ciais de patentes mais baixas. Já havia ocorrido a substituição de Costa e Silva por Médici, quando passamos a ser governados pelo regime puramente militar. O vice-presidente de Costa Sil-va (Pedro Aleixo), que era civil, tinha sido impedido de seguir seu mandato ao lado do General Emilio Garrastazu Médici. Pos-so imaginar que meus colegas fossem de grupos separados, o que teria justificado o confronto com arma de fogo que tanto me assustou.

Talvez eu fosse mais alienada do que outros colegas, mas não me lembro dessas conversas ocuparem nossas aulas e nem os deliciosos momentos que se estendiam após as aulas, sobretudo para os que participávamos do grupo de teatro. Embora muito timidamente, foram esses ambientes, particularmente o DA e o grupo de teatro, que me ajudaram a compreender questões de ordem política e ideológica que orientaram minhas escolhas no campo profissional e pessoal, mas nada disso estava muito cla-ro naquele momento. Mais me interessavam a conversa no bar, as primeiras cervejas, a descoberta do sexo, enfim, a liberdade. No entanto, não me dava conta de que minha liberdade esta-va totalmente coibida, mas tinha uma imensa sensação de ser moderna e estar participando da modernidade daquele mundo, tão novo e tão instigante para aquela menina, recém-saída da-quele bairro periférico.

Outro episódio de extrema importância para minha forma-ção se deu numa viagem que fiz ao Paraguai com minha pro-fessora e um colega (Flávio). Saímos os três do Rio de Janeiro, em um ônibus, em busca de aventura, pelo menos para mim e

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para ele, pois nossa professora ficaria hospedada na casa de sua família. Era 1969 e o Paraguai estava sob o domínio ditatorial do General Strossner. Foi minha primeira viagem internacional, realizada em condições financeiras muito precárias, o que nos levou a ficar hospedados no quartel do exército paraguaio, ocu-pando um quarto pequeno que dividíamos para os dois. Aque-la hospedagem foi um privilégio obtido através do prestígio de nossa professora, tendo-se transformado numa experiência inigualável para nós dois. Lembro-me, ainda com náuseas, do cheiro e do gosto do mingau que tomávamos como café da ma-nhã, ao lado de muitos recrutas paraguaios, num salão imenso. Quase todos descalços e vestidos com uma roupa leve, embo-ra fizesse muito frio. Nunca me senti tão olhada, naquele salão com muitos homens, onde apenas eu era mulher.

Nosso alojamento ficava fora da cidade e a forma que en-contramos para passear em Assunção foi através de caronas. Nesses percursos, nos apresentávamos como estudantes bra-sileiros que estavam no Paraguai com a missão de estabelecer convênios com universidades paraguaias, embora não tivés-semos nenhuma autorização oficial de nosso país para repre-sentá-lo. Como sempre escolhíamos carros bonitos e elegantes, coincidiu que numa dessas vezes fomos agraciados com a com-panhia de um alto funcionário do Ministério da Educação, que nos recebeu em seu gabinete e nos apresentou ao estudante que dirigia, naquele momento, o Diretório Nacional de Estudantes. Chamava-se Roberto Reyes, com quem troquei cartas por al-gum tempo depois de nossa viagem.

É claro que Roberto dirigia o Diretório com a autorização do sistema, mas isso não me chamou a atenção de imediato. No entanto, seu contato foi muito importante para nossa ex-periência, porque pudemos visitar algumas escolas públicas e a Universidade Católica, onde conhecemos outros estudantes, aí sim contrários ao regime. Havia uma moça, de cujo nome não

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me lembro e com quem também mantive correspondência por algum tempo, que nos mostrou o lado duro da ditadura. Ela e outras pessoas haviam ficado presas na igreja da Católica por dois ou três dias, comendo o pão e bebendo a água que os fami-liares jogavam pelas janelas, porque o exército fechou as portas durante uma missa, na qual se incitavam os ânimos dos estu-dantes contra a ditadura.

Ela nos apresentou a um professor que ocupava alguma função administrativa na Católica e que nos levou a um grande salão, cujo chão era de tábuas corridas. Ele levantou uma das tábuas e pudemos ver um arsenal de armas, comprovando que estavam preparados para a luta armada. Nunca tive tanto medo na minha vida. Quis sair correndo e fugir daquele país antes que eu morresse junto com aqueles jovens. Essa foi, certamente, a experiência mais emocionante que vivi durante meus anos uni-versitários. Fiquei sempre atenta às notícias, mas nunca houve a tal revolução que pudesse ter diminuído o tempo de Strossner no controle do país, no qual se manteve até quando se cansou de brincar de ditador.

Outro contato muito interessante, feito durante os percur-sos entre o alojamento e Assunção, ocorreu num dia que chovia e não conseguimos uma carona num carro elegante. A solução foi seguir numa camionete preta, dirigida por um homem que levava galinhas para vender no mercado. Esse homem, no en-tanto, era poeta e músico, tendo inclusive participado de um dos festivais brasileiros de canção, que fortemente marcaram minha geração naqueles anos 60. Não me lembro de seu nome, mas fico achando que era Roberto. Talvez o Reyes não fosse Ro-berto e eu tenha me confundido. O que importa é que esse Ro-berto nos convidou para uma festa em sua casa ou na casa de um amigo, onde vi pela primeira vez o uso de drogas. O mundo se abria para mim e minha mãe se assustaria se soubesse das expe-riências que sua filha que “dava pros estudos” estava vivendo.

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Naquela festa também aprendi que, mesmo sendo mulher, não levava todos os homens que quisesse. Passei a noite disputando um homem com outro homem e perdi. Não sabia, até aquele momento, que um homem poderia preferir outro homem, em-bora eu fosse tão bonitinha e virgem.

Finalmente, Flávio e eu conseguimos uma audiência no Consulado brasileiro, valendo-nos do contato feito com o fun-cionário do Ministério da Educação, e assinamos um documen-to que estabelecia o Centro de Intercâmbio Cultural Latino-a-mericano, cuja proposta era formalizar um “intercâmbio per-manente entre o Estado do Rio de Janeiro e o Paraguai, dentro dos princípios de fraternidade existente em nosso Continente Americano”. Esse convênio bastante pretensioso nunca ocor-reu, mas vivemos uma agradável sensação de ter cumprido uma bonita missão naquela viagem.

Terminamos nosso curso de graduação em dezembro de 1970, exatamente no dia 16, quando houve uma festa de for-matura, da qual só participei da colação de grau porque era obrigatória. Vesti uma blusa branca e uma saia longa em tons de azul, feitas pela minha mãe, que era costureira. Saía da uni-versidade muito diferente de como entrara. Trazia na bagagem conhecimentos e vivências que afetariam de forma definitiva a minha atuação profissional, que sempre foi o lugar de minha militância.

A professora do(a)s patricinho(a)s

Em 1969, tomei a decisão de deixar a empresa pública onde tra-balhava para dedicar-me ao magistério. Mas como ainda não estava formada, o mercado de trabalho se restringiu à escola privada, onde aprendi muito na relação com o patronato e com a família de alunos de classes média e alta.

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A primeira escola onde trabalhei se chamava Ginásio Gua-nabara, depois de ter sido entrevistada pela diretora, professo-ra Ana Maria Portugal, bastante jovem para estar dirigindo uma escola, que, embora pequena, ocupava uma rua do bairro mais elegante de Niterói naquele momento. O bairro de São Francis-co, que ainda se chamava Saco de São Francisco, abrigava três tipos de família: os ricos, os emergentes e os alternativos. Como nossa escola tinha uma proposta vanguardista para a época, se-guindo o modelo construtivista, cativamos alunos oriundos de famílias que acreditavam numa educação para a liberdade. Mas também recebemos filhos de generais ou de pessoas influentes que, devido à facilidade de locomoção, optaram por deixá-los na escola do bairro.

Sem nenhuma experiência e cheia de ilusão, fiz quase tudo de errado que um professor pode fazer. Foi o meu laboratório e devo àqueles meninos e àqueles colegas o tanto que aprendi. Fi-quei lá por três anos, até que a escola foi fechada porque a pro-prietária, que nunca aparecia, se sentiu intimidada depois que um de seus professores foi morto pelo sistema. Lembro-me do dia em que cheguei à escola e as portas estavam fechadas. Nossa querida diretora, assustada, nos contava que Jaques, o profes-sor de História, tinha sido morto por encapuzados numa escola pública da cidade do Rio de Janeiro enquanto trabalhava num mimeógrafo a álcool, onde tirava as cópias da prova que aplica-ria a seus alunos. Não o vi morto, mas tive aquela imagem por muitos anos na minha mente. Recordava-o sempre afável com os alunos, mas duro nas reuniões que fazíamos com os demais professores. Era muito branco e falava pouco, mas me defendeu num dia em que um pai de aluno ligou para a escola pedindo que eu fosse substituída por outro professor de Português por-que estava perseguindo seu filho.

Essa perseguição, na cabeça daquele pai, não passava de mi-nha incompetência para lidar com alunos minados e inquietos,

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que buscavam na escola o espaço da liberdade que, certamen-te, não tinham em casa. Jaques cobrou da diretora uma atitude precisa, intensa e inequívoca, que mostrasse àquela família que a escola tinha autonomia e que a rigidez que se via na minha atuação era a amostra do compromisso coletivo de todos os professores daquela escola. Ele virou meu ídolo e chorei quando morreu. E, de novo, senti muito medo.

Depois que a escola fechou, alguns professores foram in-dicados para outras escolas de Niterói com carta de recomen-dação da proprietária e da diretora. Eu fui para o Colégio São Vicente de Paulo, uma escola religiosa, de forte tradição na ci-dade, talvez, naquele momento, o lugar para o qual eram man-dadas todas as meninas das classes alta e média de minha cida-de. Foi outra grande experiência ter tido contato com diretoras religiosas em pleno sistema autoritário.

Continuei como professora de Português porque não havia, naquele momento, nenhuma escola onde o espanhol fosse dis-ciplina, com exceção do Centro Educacional de Niterói, onde fiz meu estágio nas turmas da professora Magnolia Brasil, que depois veio a ser minha colega na UFF e de quem sou grande amiga e admiradora até hoje.

Muito rapidamente cresci no São Vicente de Paulo, valen-do-me da aprendizagem que havia tido no Ginásio Guanabara. Manifestava-me nas reuniões de professores e aprendi a convi-ver com meninas preparadas para serem princesas. A escola se abria, naquele momento, para receber meninos, tornando-se mista e afetando uma tradição que muitas famílias viam como positiva, pois “protegia” suas meninas num mundo cor de rosa. Minha postura, sempre questionadora e com forte liderança entre os alunos, me levou a ocupar um cargo nada importante, mas que me deu visibilidade entre os colegas. Como subcoor-denadora de língua portuguesa, passei a assessorar o primeiro

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segmento do ensino fundamental6, orientando para uma for-mação mais laica e menos religiosa, sem saber que os olhos cen-trais da escola mantinham o foco nas minhas atitudes.

Nas minhas aulas, trabalhava com textos do cancioneiro bra-sileiro e me lembro do impacto que provocava nos meus alunos, sobretudo no secundário, quando lia poemas-canções como Construção ou Deus lhe pague, de Chico Buarque. Não tinha a compreensão que tenho hoje no que tange a procedimentos teórico-metodológicos de leitura de textos, mas por intuição (ou porque repetia alguns professores sem sabê-lo), dava mais atenção aos sentidos do que à forma da língua. Ensinar o tal su-jeito e o objeto direto era uma exigência que seguia de minha coordenadora, mas meu desejo era ficar destrinchando aqueles textos, ajudando-me e ajudando meus alunos a compreenderem as mensagens subliminares, como em Cálice, também de Chico, feita em parceria com Gilberto Gil.

Aventureiramente, não me dei conta de que levava os alu-nos do Colégio São Vicente de Paulo a entenderem que o verso Pai, afasta de mim esse cálice significava, metaforicamente, que não deveriam calar-se diante da voz patronal, fosse esse patrão o pai ou o ditador. Eu lhes estava ensinando a dizer: Pai, afasta de mim esse cale-se, esse silencie-se, esse obedeça e não questione. Isso dito numa escola religiosa, absolutamente comprometida com os interesses da Igreja conservadora e uma classe média e alta felizes com o país que crescia economica-mente, foi o motivo para minha demissão. Com uma barriga de oito meses de gravidez, ouvi na voz da freira e professora Ro-seli, que representava a diretora, Catarina Mourão, que eu era

6 Naquele momento, falava-se em primário, ginásio e secundário, corresponden-do hoje ao fundamental 1 (1º a 5° ano), fundamental 2 (6° a 9° ano) e ensino mé-dio (1° a 3° ano), constituindo-se essas três etapas em educação básica. Como professora de Português, eu dava aulas a alunos do ginásio e do secundário, mas era coordenadora do primário.

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nociva àquela juventude. Sem nenhum direito de recurso, ape-sar de meu estado avançado de gravidez, fui para casa chorar e silenciar-me, com a desculpa de que agora só teria tempo para cuidar dos filhos. Pai, afasta de mim esse cale-se.

Renato nasceu duas semanas depois de minha demissão por justa causa. Era dezembro de 1974.

A professora da escola pública

Em 1971, já formada, comecei a dar aulas no curso noturno de uma escola técnica de Niterói, Aurelino Leal, como professora contratada. Meus alunos, portanto, eram do ensino médio e se preparavam para a atuação profissional, pois a projeção para a universidade era, naquela modalidade, pouco comum. Tomei contato com estudantes que, via de regra, trabalhavam durante o dia e estudavam à noite, permitindo-me o contato com um público mais maduro e, consequentemente, mais responsável. Mantive-me naquela escola até 1977, embora em 1975 tenha sido aprovada em meu primeiro concurso público, sendo de-signada para a Escola Normal Carmela Dutra, num bairro pe-riférico da cidade do Rio de Janeiro (Madureira), cujo público estava constituído de alunas que pretendiam a carreira do ma-gistério de primeiro segmento.

Ao tomar posse de meu cargo, por estar grávida, acabei ocu-pando uma vaga na secretaria da escola, de forma a não atra-palhar o ano letivo quando precisasse me ausentar. Portanto, minha experiência como professora no Carmela Dutra foi quase nenhuma e, após o nascimento de Nina (fevereiro de 1976), fui transferida para o Centro de Estudos Supletivos (CES), que fun-cionava no Edifício da Secretaria de Educação, em Niterói. Essa mudança se deu por dois motivos: o primeiro era pela facilidade que significava trabalhar perto de casa, quando já tinha dois fi-lhos. O segundo porque participaria de um projeto muito van-

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guardista para a época, que consistia na produção de material didático a ser utilizado em curso semipresencial para alunos do Supletivo7. Meu trabalho consistiria, portanto, na produção de apostilas de língua portuguesa que pudessem ser utilizadas pe-los alunos do CES, embora eu não os orientasse nos encontros presenciais do curso.

Fiquei pouco tempo desempenhando aquela função, por-que imediatamente a coordenadora do projeto, Eliana Bueno8, que havia sido minha colega na licenciatura e com quem havia feito o mestrado na UFF, convidou-me para compor a equipe de línguas estrangeiras, que começava a ser formada. Naquele momento, as leis brasileiras não obrigavam o ensino de línguas estrangeiras para alunos do Supletivo, mas como o projeto era muito vanguardista, abrimos uma espécie de curso de línguas dentro do CES, atendendo nossos alunos e ofertando vagas para a comunidade. Dessa forma, mesmo sem ter a real noção do que estávamos fazendo, (re)abríamos a oferta de Espanhol como disciplina escolar, em instituição pública, no estado do Rio de Janeiro.

Já que as línguas estrangeiras não eram disciplinas obriga-tórias para os alunos do CES, participavam dos cursos os que tinham disponibilidade de horário, posto que as aulas eram presenciais e, portanto, em horário fixo. Mas criamos uma me-todologia que se distanciava do modelo tradicional das escolas e dos cursos de idiomas, transformando a sala de aula num espaço de interação, de discussão e de conhecimento das culturas das línguas estrangeiras. No meu caso, particularmente, procurei levar os conhecimentos que havia adquirido no meu curso de licenciatura, recuperando a proposta da minha ex-professora,

7 O que se conhecia como Supletivo se denomina, hoje, Educação de Jovens e Adultos (EJA).

8 Eliana Bueno é autora neste livro.

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já tão ultrapassada diante das tendências do ensino comunica-tivista que surgia para ficar. Em lugar de lições que ensinassem ¡hola!, ¿qué tal?”, apresentei autores que os levassem a conhe-cer a produção cultural de países de língua espanhola e, entre tantas coisas que lemos, o teatro de García Lorca garantiu as salas cheias e me deu a oportunidade de falar da ditadura espa-nhola, de questões de gênero e de religião, temas tão frequentes na sua literatura.

Fiquei no CES até 1991, dedicando-me aos alunos do Suple-tivo por 14 anos, tempo que serviu para aprimorar minha expe-riência como professora de Espanhol, mas, sobretudo, para co-nhecer esse segmento, sempre tão abandonado pela educação brasileira. Naquele ano, decepcionada com os rumos da política no meu estado,9 pedi exoneração de meu cargo e solicitei o re-gime de Dedicação Exclusive (DE) na UFF, para onde já havia feito concurso desde 1977. Mas o CES tinha tamanho significado para mim, que só fui me dar conta do meu compromisso com a universidade anos depois.

No mesmo ano de 1977, nascia meu terceiro filho, Daniel. Ficava cada vez mais difícil conciliar a criação de três filhos e duas instituições que me exigiam muito: o CES e a UFF. É na-tural, portanto, que tivesse que fazer uma opção de forma a dar conta de tamanha exigência. Falava-se pouco na ditadura e o país seguia um rumo morno, sem muita criação cultural e nem movimento político. Ou, talvez, fosse eu que estivesse fecha-da no meu mundinho, olhando apenas o que a vista alcançava. Na verdade, foram tempos de pouca leitura e pouca circulação em cinemas ou em teatros. A vida acontecia entre o trabalho e

9 Em 1990, Leonel Brizola foi eleito, pela segunda vez, governador do Rio de Ja-neiro, mas no primeiro ano de seu governo tomou decisões que contrariaram a expectativa dos que haviam apoiado sua reeleição. Lembremos que, em 1992, ele não apoiou a campanha pelo impeachment do então presidente Fernando Collor, decepcionando seus eleitores.

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a casa, mas se acumulava dentro de mim uma energia que só explodiria no início dos anos 90, quando a ditadura já havia terminado, mas eu ainda guardava “uma sede de anteontem”.10 A partir de então, fiz minha própria abertura política.

O nascimento da pesquisadora

O doutorado foi adiado por muitos anos, mas finalmente em 1992 estava na Universidade de São Paulo (USP). Meu projeto se alinhava à minha formação e atendia a uma demanda sazonal: a relação entre história e literatura, tão comum naquela década entre estudiosos latino-americanos. Foram tempos de se falar em romance histórico e na delicada e instigante relação entre narrativas de ficção e historiográficas. Eu também fui conta-minada por aquelas tendências, o que me levou a produzir uma tese na qual procurei compreender a relação entre história e literatura, tomando como base a obra do escritor guatemalte-co, Arturo Arias, particularmente Jaguar en llamas (1989), um incrível romance, no qual parodia sarcasticamente a história de seu país e, por extensão, da América Latina. Observe-se que o país de Miguel Ángel Asturias (Guatemala) continuava a ha-bitar meu imaginário como espaço de representação política e ideológica daqueles que estão à margem do poder hegemônico: alumbra, lumbre de alumbre.., era o que, de certa forma, eu continuava esperando para meu país e meu continente.

Basta conhecer um pouco da história da Guatemala para compreender que minha opção estava relacionada à minha experiência com a ditadura brasileira e minha formação pro-fissional. O romance de Arturo Arias, assim como sua produ-ção ensaística, fala de temas com os quais me identifico, tendo escolhido seu discurso para manifestar minhas inquietações.

10 Parte de um verso da canção Feijoada Completa, de Chico Buarque.

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Com ele, aprendi que “todos intentamos historificar […] por-que adquirimos sentido en la medida en que hacemos un re-cuento.” (ARIAS, 1998) E é o que estou fazendo agora, já que este artigo nasce, exatamente, dessa necessidade de contar ou recontar a minha história, que é, ao mesmo tempo, a história de meu país.

Após o doutorado, ainda muito atenta ao tema das ditadu-ras, fui verificar se na produção literária hispano-americana dos anos de 1990, sobretudo na sua segunda metade, nasceria uma nova abordagem para se recontar a história. Acreditava que a nova narrativa literária, de “extração histórica”,11 se ocuparia com a limpeza das palavras contaminadas pelos regimes auto-ritários e pela história oficial de nosso continente. Parecia-me que seria a primeira tarefa a ser cumprida para que essa litera-tura pudesse escrever sua história, pois, com palavras censura-das, alteradas ou desgastadas, seria impossível empreender-se nessa difícil missão. Hoje estou segura de que muitos escritores colaboraram com essa tarefa: são os “escritores da democracia recuperada”, para valer-me de expressão utilizada por Mempo Giardinelli (1998) naquele contexto.

Foi o caso da escritora argentina, Liliana Heker, em espe-cial no romance El fin de la historia, publicado em 1996, que se constrói a partir das relações entre duas personagens femi-ninas: Diana Glass e Leonora, amigas desde os anos 50, quando frequentavam a Escola Normal. Diana, cujo sobrenome, em in-glês, significa “óculos”, é míope e, com sua visão “polissêmi-ca”, escreve um romance onde Leonora é a protagonista. Dessa maneira, a narrativa de Liliana Heker se constitui da união de dois discursos diferentes e separados, que confundem o leitor nos deslizes intencionais, mesclando-se, portanto, a escrita de

11 Termo cunhado por André Trouche na sua tese de doutorado, defendida na Uni-versidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ) em 1998.

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si e a escrita de outrem,12 num amálgama que deu ao romance uma estrutura bastante condizente com a época.

No texto há um sem fim de vocábulos destacados e que se apresentam como objetos de observação, ocupando, intencio-nalmente, a atenção de personagens, narradores e, claro, de leitores. Entre elas, se destacam três: “mar”, “madre” e “desa-parecido”, palavras vitalmente relacionadas à história da dita-dura Argentina (1976-1983).

No romance, a palavra “mar” se relaciona a “capitán” e se explica porque a narradora as associa ao mundo real e imagi-nário. Ou seja: os personagens femininos, na infância, davam a essas palavras um sentido de fantasia, próprio ao mundo da literatura infantil, quando os capitães comandavam os navios que carregavam as ilusões pelos mares inventados. No mun-do da realidade, essas palavras estão associadas ao lugar onde Leo nora esteve presa e torturada: a Escola da Marinha, onde os capitães da infância se transformaram nos torturadores. A rup-tura de sentido e o drástico roubo de significação se manifes-tam em protestos por parte da narradora, que lamenta não mais poder dizer “mar” e “capitão” sem que o novo sentido dessas palavras destrua a ilusão de um mundo em paz.

A palavra “madre” (mãe) estabelece uma conexão de sen-tido facilmente depreendido. As referências são as “Madres de la Plaza de Mayo” (hoje, “Abuelas”), movimento nascido do si-lêncio em palavras e de denúncia em ação. Mães dos filhos mor-tos pelo sistema e mães que, nos cubículos da prisão, tinham seus filhos recém-nascidos roubados por famílias militares. O pretexto encontrado por Liliana Heker para colocar em des-taque essa palavra revela ao leitor a mais reprimível ação de-nunciadora do romance: a traição. Ou sobrevivência. Leonora

12 Estou fazendo uma oposição entre a escrita autobiográfica (escritas de si) e a li-terária, quando há a figura do narrador (escrita de outrem). No caso do romance de Heker, a escrita de si é ficcional, por suposto.

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não resiste à tortura, colaborando com o sistema em troca da vida de sua filha. Por sorte, a palavra, “madre” não foi roubada pelo sistema autoritário, pois, ao contrário, as Mães da Praça de Maio são um símbolo de resistência. Na contramão do discurso autoritário, o sentido primeiro desse vocábulo ficou ainda mais forte, mais político e mais denunciador na trama da literatura.

A terceira palavra toca numa peculiaridade das ditaduras militares do Cone Sul. Estar ou ser “desaparecido”? Essa é uma questão importante, pois parece que os aspectos semântico e morfossintático da palavra foram modificados pelo sistema au-toritário de nossos países. Como se lê no romance, “desapare-cer” era, desde os tempos do gênio da lâmpada maravilhosa, uma ação interrompida, quando uma pessoa podia ver aparecer e desaparecer pessoas, lugares, coisas. Mas, os “desaparecidos” argentinos não voltaram a ver a luz. Esse verbo de sentido tran-sitório passou a permanente, já que na Argentina autoritária o que “estava” desaparecido, na verdade, “era” desaparecido.

O fim do conto

Ocupei-me de produzir uma “autobiografia como ensaio”, en-tendendo-a como uma escrita que se pretende ensaística, ao mesmo tempo em que assume o sujeito como autor ou testemu-nho do que está ensaiando. (FIGUEIREDO, 2013)13 Essa escolha se explica pela proposta de recuperar a minha memória da dita-dura brasileira, pois, como testemunha daqueles acontecimen-tos e como pesquisadora, tenho interesses em produzir textos que ajudem às novas gerações, nossos alunos universitários em particular, a perceber de que maneira fomos afetados pelos epi-sódios ocorridos entre 1964-1985. Porque me dedico à formação de professores de espanhol que atuarão em escolas da educação

13 Eurídice Figueiredo é autora neste livro.

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básica, estou sempre recorrendo à Literatura e à História, es-sas duas disciplinas (ou duas discursividades) que me ajudam a levar a meus alunos o compromisso que precisam ter diante da responsabilidade na formação de cidadãos brasileiros.

Tomo a formação de professores como exercícios de refle-xão e de prática que permitam nosso posicionamento diante da vida durante nossa experiência escolar. O mais atual documen-to nacional brasileiro, emitido pelo Ministério da Educação, reafirma que

[...] educar para os direitos humanos, como parte

do direito à educação, significa fomentar proces-

sos que contribuam para a construção da cidada-

nia, do conhecimento dos direitos fundamentais,

do respeito à pluralidade e à diversidade de na-

cionalidade, etnia, gênero, classe social, cultura,

crença religiosa, orientação sexual e opção po-

lítica, ou qualquer outra diferença, combaten-

do e eliminando toda forma de discriminação.

(BRASIL, 2013, p. 165)

Por isso a escola joga um papel fundamental na educação intercultural dos cidadãos brasileiros. Educar para os direi-tos humanos é discutir e compreender as diferenças étnicas, sexuais, religiosas ou de ideologia, cuja convivência nem sem-pre é passiva. Todos temos o direito de escolher nossas identi-dades, que se formam depois de muitos embates que travamos com nós mesmos. O que ouvimos e vemos em nossa casa, na escola ou nos diversos espaços socioculturais que frequentamos nos leva a fazer escolhas que nem sempre são as mais fáceis, sobretudo quando diferem da maioria. Mas só fará escolhas conscientes e maduras aquela pessoa que tiver a oportunidade de conhecer o que é diferente do que predomina em seu grupo familiar, escolar ou social. Revelar o diferente, sem preconcei-

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to e sem reduções de valores, é propiciar o amadurecimento e a autonomia de uma sociedade. Isso é educação intercultural. Ou, em outras palavras, é educar para a diferença; educar para os direitos humanos.

Falar de direitos e deveres no Brasil demanda reflexões e ações efetivas bastante complexas, mas possíveis de ocorrerem em médio prazo. Vivemos num país com dimensão continen-tal, o que, por si só, implica dificuldades estruturais. Somado a isso, nosso processo histórico deixou marcas que acentuam o desequilíbrio de direitos entre os diversos segmentos sociais e culturais. Ainda hoje, lamentavelmente, o direito à escola está negado para alguns segmentos, em especial no ensino médio e superior. Essa negativa não se dá por políticas explícitas, mas por práticas veladas de apagamento ou de abandono às classes mais pobres.

Veja-se, portanto, que não faltam razões que me motivem a empreender esforços com projetos interdisciplinares e inter-culturais sobre nossa história recente, fazendo com que a re-cuperação da memória da ditadura militar nos leve a ocupar, definitivamente, posições mais dignas no ranking mundial.

REFERÊNCIAS

ARIAS, A. Jaguar en llamas. Guatemala: Cultura, 1989.

ARIAS, A. La identidad de la palabra: narrativa guatemalteca a la luz del siglo XX. Guatemala: Artemis & Edinter, 1998.

BRASIL. Diretrizes curriculares nacionais para a educação básica. Brasília: Ministério da Educação/ Secretaria de Educação Básica, 2013.

BUARQUE, C. B.; GIL, G. Cálice. Intérprete. Chico Buarque. In: Chico Buarque. Rio de Janeiro: Polygram/Phillips, p1978. Lado A, Faixa 2.

FIGUEIREDO, E. Mulheres ao espelho. Rio de Janeiro: EDUERJ, 2013.

GIARDINELLI, M. El país de las maravillas: los argentinos en el fin del milenio. Buenos Aires: Planeta, 1998.

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HEKER, L. El fin de la historia. Buenos Aires: Alfaguara, 1996.

NORA, P. O acontecimento e o historiador do presente. In: LE GOFF, J. et al. A nova história. Lisboa: Edições 70, 1984. (Coleção Lugar de História)

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LUZ E SOMBRAExperiência em tempos difíceis

Raimundo Matos de Leão

Era um, era dois, era cem Era o mundo chegando e ninguém

Que soubesse que eu sou violeiro Que me desse o amor ou dinheiro...

Era um, era dois, era cem Vieram pra me perguntar:

“Ô você, de onde vai de onde vem?

Diga logo o que tem Pra contar”...

(LOBO, 1967)

Raimundo Matos de Leão é mestre e doutor em Artes Cênicas — Programa de Pós-graduação em Artes Cênicas da Universidade Federal da Bahia (PP-GAC/UFBA). Professor da Escola de Teatro da UFBA. Pesquisador da história do teatro na Bahia, autor de Abertura para outra cena, o moderno teatro na Bahia (2013) e Transas na cena em transe, teatro e contracultura na Bahia (2009). Escritor de literatura infantojuvenil e dramaturgo. Prêmio Adolf Aizen da União Brasileira de Escritores — Destaque de romance histórico, Da Costa do Ouro (2002). Prêmio Nacional de Literatura da Fundação Cultural do Es-tado da Bahia — Dramaturgia, Acrelírico (2005). Filiado ao grupo de pesquisa DRAMATIS — Dramaturgia, Mídias, Teoria, Crítica e Criação. Organizador, juntamente com Cássia Lopes, do livro Tempo de dramaturgias (2014). É autor de Primavera pop (1996), Braçoabraço (1998), Um campo de morangos para sempre (1999), Sob o Signo das Luzes (2008), Orum Ayê, um mito da criação (2014), entre outros títulos.

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Escrever é apoderar-se do possível e de suas exclusões.

Severo Sarduy

Corria o ano de 1974. Eu acabara de concluir a graduação em História na Faculdade de Filosofia e Ciências Humanas da Uni-versidade Federal da Bahia (UFBA). Determinado a continuar a carreira de ator em São Paulo, desembarquei na Estação Rodo-viária três dias antes do Carnaval. Um mês depois de deixar a Bahia, fui preso.

Certa noite, na solidão de uma cela do Departamento de Ordem Política e Social (DOPS), para não enlouquecer, voltei-me então para o passado e me vi aos 14 anos indo para o Giná-sio São Francisco cursar a quinta série. Essa experiência vivida entre a adolescência e a juventude é o que conto agora, ainda que Walter Benjamin (1994, p. 115) sinalize que a capacidade de narrar perdeu-se diante da “técnica sobrepondo-se ao ho-mem”. Então, o que dizer e como dizer para aqueles que virão depois de nós?

Quando Walter Benjamin fala do fim da narra-

ção e o explica pelo declínio da experiência [...],

ele retoma exatamente os [seguintes] motivos:

a continuidade entre as gerações, a eficácia da

palavra compartilhada numa tradição comum e

a temática da viagem de provações, fonte da ex-

periência autêntica — mesmo que seja para afir-

mar que estes motivos perderam suas condições

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de possibilidade na nossa (pós) modernidade.

(GAGNEBIN, 2006, p. 109)

Mesmo assim, luto contra o apagamento. Procuro, então, deixar pegadas, rastros, para não ensombrear o passado, rele-gando-o ao esquecimento. No entanto, mantenho-me alerta para o que diz Bertolt Brecht (2000, p. 57-58):

O que você disser, não diga duas vezes.

Encontrando seu pensamento em outra pessoa: negue-o.

Quem não escreveu sua assinatura, quem não deixou retrato.

Quem não estava presente, quem nada falou

Como poderão apanhá-lo?

Apague os rastros!

Cuide, quando pensar em morrer

Para que não haja sepultura revelando onde jaz

Como uma clara inscrição a lhe denunciar

E o ano de sua morte a lhe entregar

Mais uma vez:

Apague os rastros

Nos dias da pós-modernidade, aparentemente livre da opres são/repressão, paira sempre uma ameaça. O desejo de controle, favorecido pelos avanços tecnológicos e pelas ideo-logias, mostra-se ora furtivo, ora explícito. Não saberemos o que será feito do que é narrado por nós. Na incerteza, cito Santo Agostinho (2002, p. 280): “[como reprimir] essa força da me-mória, imensamente grande ó meu Deus”. A reflexão agosti-niana me impulsiona a continuar narrando,

[já que] não acabam aqui as imensas possibilida-

des de minha memória. Encontram-se também

nela as noções apreendidas pelo ensinamento

das ciências liberais e que nunca esqueci. Encon-

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tram-se como que escondidas em lugar muito

recôndito, que não é lugar. E não são apenas as

imagens, são as próprias realidades que carrego.

(SANTO AGOSTINHO, 2002, p. 281)

O tempo de outrora se tornou vivo enquanto lembrava pas-sagens da adolescência; tempo em que eu gostava de ver filmes, guardando todo o dinheiro que me caía nas mãos para ir ao ci-nema, mais preocupado em me divertir, ainda que fosse edu-cado pelo tratamento que os cineastas davam aos temas de seus filmes. Tornei-me mais sensível, mais solidário, mais atento ao outro vendo filmes. Desde que tinha seis anos passei a frequen-tar a sala do Cine Teatro Cliper, de propriedade de meu pai, numa cidade do sertão baiano.

Desde sempre, por questões relativas ao envolvimento de meu pai com a política, rejeitei qualquer contato com essa ma-nifestação do humano. Desconsiderei tanto a tendência con-servadora quanto a progressista e, por isso, para uns eu era um alienado. E acho que era mesmo.

Quando me entendi por gente, de cara e dente e nariz para frente, ouvia minha tia dizer: “Comunista come freira e crian-cinha”. Por esse motivo, quando se deu o golpe civil-militar, ela fez uma prece; mas ela não foi uma das que marchou com aqueles que gritavam pela pátria, por Deus e pela família. Por essa época, ainda sem muita convicção, eu comecei a descon-fiar que o mundo dividia-se entre duas forças. Passei então a prestar atenção nas conversas entre os familiares, mas eu não conseguia captar nada de extraordinário.

Não havia vigilância explícita no ginásio. A partir de abril de 1964, as conversas tornaram-se menos calorosas entre alguns colegas. Então, eu procurava entender os motivos do retrai-mento... Foi quando soube que o prefeito de Feira de Santana havia sido cassado. Como não conseguia apurar mais nada, fui

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deixando as preocupações de lado. Continuei a minha prazero-sa ligação com os livros, o cinema e a música, ensimesmando-me nesse estimulante universo, anteparo para a minha timidez e válvula para os meus sonhares permeados de melancolia. De imediato, não percebi mudança nos conteúdos das disciplinas do ginásio e nem na maneira de transmiti-los. Aprendi a ler o mundo com a ajuda de meus professores, mas tudo era ainda muito recente, embora a violência explícita e implícita aumen-tasse na medida em que o regime militar se entranhava no real e no imaginário dos brasileiros.

A vida voltou ao seu ritmo normal, assim pensava eu. Inte-ressado noutros assuntos, não me dei conta da anormalidade em que mergulhara o país. O Brasil havia mudado, mas a per-cepção de que eu não fora atingido diretamente fazia com que levasse a vida de estudante responsável, “c.d.f”, como diziam aqueles que levavam tudo a sério. Eu cumpria satisfeito as mi-nhas obrigações. A escola e seu ensino se davam de uma forma muito intensa, e o aprendizado indicava descobertas, ao mes-mo tempo em que vivia a dor e a delícia de adolescer.

Aparentemente, a realidade apresentava-se sem que eu percebesse o que de estranho passou a existir depois do golpe de 1964. Mas, internamente, nas confusões inerentes à idade, eu procurava respostas para os desequilíbrios emocionais que me rondavam.

Não me dei conta das prisões, da morte, do exílio e da cen-sura.

Tempos depois, tudo isso ficaria mais evidente, mas foi pre-ciso que eu fosse residir em Salvador.

No dia que eu vim-me embora

Minha mãe chorava em ai

Minha irmã chorava em ui

E eu nem olhava pra trás

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No dia que eu vim-me embora

Não teve nada de mais

Mala de couro forrada com pano forte e brim cáqui

[...]

Afora isto ia indo atravessando seguindo

Nem chorando nem sorrindo

Sozinho pra capital [...]

(VELOSO, 1990)

Foi então que tudo mudou. Este acontecimento se deu quando eu, aos 15 anos, tornei-me aluno do recém-inaugurado Centro Educacional Edgard Santos.

Corria o ano de 1965.Encarregado pelo meu pai de tomar conta de mim mesmo,

passei a residir numa pensão, morada de estudantes universi-tários e secundaristas, além dos hóspedes eventuais que por lá passavam. A dinâmica do casarão era acentuada pelas diferen-tes faixas etárias, interesses diversos, assim como diferentes motivações. Tudo contribuía para que a moradia nas imedia-ções da Praça da Piedade1 se tornasse um lugar de aprendizado. Num processo lento, mas intenso, eu tomava consciência do que eu era e do que eu queria. E é sempre assustador crescer.

Aos poucos, passei a ver o mundo com outros olhos. Além do ginásio, onde ia com a regularidade de aluno aplicado, co-mecei a aventurar-me pela cidade, removendo a venda que me encobria os olhos. Se, por um lado, o adolescente descobria a vida pelos livros e pelo cinema, por outro, enfrentava a reali-dade que se apresentava atrativa: os perceptos e os afetos como construtores da identidade. Absorvendo tudo, eu ingressava

1 Na Praça da Piedade (antigo Largo da Forca), situada na região central da cidade do Salvador, foram enforcados e esquartejados os líderes da Revolta dos Alfaia-tes (1789), João de Deus do Nascimento, Manoel Faustino dos Santos Lira, Lucas Dantas de Amorim Torres e Luiz Gonzaga das Virgens, em 8 de novembro de 1799.

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em um mundo dividido. Um mundo onde tínhamos que tomar uma posição na base do isso ou aquilo. E eu me perguntava:

— Se gosto de Arrastão e Carcará por que não posso gostar de Festa de arromba?

Fazer tais opções deixava-me confuso, beirando a esquizo-frenia, já que em alguns lugares era eu mesmo e noutros nem sempre revelava a minha interioridade. As cobranças começa-ram a desencadear irritação quando não retraimento. Como dar conta da objetividade de opinião?

Podem me prender

Podem me bater

Podem, até deixar-me sem comer

Que eu não mudo de opinião

[...]2

E deixar me embalar pela romântica canção de Pino Do-naggio:

Siamo qui, noi soli

come ogni sera, ma tu sei più triste

E io lo so perchè!

So che tu vuoi dirmi

Che non sei felicice

che io sto cambiando

E tu mi vuoi laciare3

No Centro Educacional Edgard Santos, participei e me deixei envolver pelas atividades. Fiz teatro. E, ao estrear com o texto

2 KETI, Zé. Opinião.

3 “Nós estamos aqui só nós / Como sempre será / Mas você está mais triste / E eu não sei por que / Talvez você queira me dizer que não quer mais / Eu não serei feliz / O que eu sou caminhando se você me deixar.”

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A bruxinha que era boa, de Maria Clara Machado, deparei-me com uma situação que me alertou para a conjuntura coercitiva no interior da instituição educacional. Acertada a estreia para o teatro que havia no Colégio Maristas, fomos impedidos pela professora da disciplina Organização Social e Política do Brasil (OSPB) de convidar os demais estudantes. De nada adiantou a justificativa da professora de Português, responsável pela ati-vidade. O trabalho foi mostrado no encontro de professores de OSPB. Ao buscarmos, eu e meus colegas do elenco, os motivos do impedimento, a professora nos disse que alunos podiam ba-gunçar o evento organizado por ela. Ao ouvir de nós que a peça destinava-se aos colegas, ela nos ameaçou com a intervenção do diretor. Autoritariamente, ela agiu da mesma forma que o professor de Educação Física. Ele tratava os estudantes como recrutas. E eu, de calção verde e regata branca, sentia-me o próprio Recruta Zero. Constrangido, o enfado estampado no rosto, forma para demonstrar minha insatisfação, cumpria os exercícios cantarolando baixinho:

It’s been a hard day’s night

And I’ve been workin’ like a dog

It’s been a hard day’s night

I should be sleepin’ like a log4

Já não havia o Cinema Olímpia, mas a cidade estava repleta de cinemas, lugar de meu refúgio, do meu prazer e das desco-bertas...

Na parede da cela silenciosa estava gravado “1974”. Os pre-sos dormiam, ou pareciam dormir. Reviro-me no magro col-chão. Tento encontrar respostas para o pesadelo daqueles dias. Penso na família distante e na sua ignorância, pois não havia meios de comunicação que eu pudesse usar. Ou não quises-

4 “Foi noite de um dia duro / E eu estive trabalhando como um cachorro / Foi noite de um dia duro / eu deveria estar dormindo como uma pedra”.

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se usar, já que não queria preocupá-los. Contava com a ajuda dos familiares dos amigos que tinham sido presos comigo. Um exemplar envelhecido de As vinhas da ira encontrava-se no chão, próximo à minha cabeça. A luz coada através da janela gradeada que dava para o pátio, onde se tomava banho de sol, não possibilitava a leitura. Naqueles dias, que pareciam uma eternidade, a única liberdade que eu tinha era pensar. Lem-brar, imaginar, devanear, meus únicos bens. E esses eles não podiam usurpar. Devaneios... “Estou sozinho, portanto penso no ser que curou a minha solidão, que teria curado as minhas solidões” (BACHELARD, 2006, p. 77), o meu duplo devaneador.

O ano de 1965 começa a findar, no próximo concluiria o curso ginasial. O convívio entre os estudantes no Centro Edu-cacional era tranquilo. Se havia algum estudante com que eu pudesse conversar particularidades, entre elas a situação polí-tica do país, não lembro. Recordo-me dos colegas mais próxi-mos, mas não dos assuntos, a não ser a minha dificuldade com o Francês, e depois com o Inglês. Se, por um lado, eu contava com a solidariedade dos amigos e amigas nas disciplinas que me criavam problemas, por outro, na hora em que eles precisavam de ajuda relativa aos estudos de História e de Desenho, lá estava eu, solícito.

Aos 16 anos, sem muita clareza, decidi que queria ser ator e/ou professor. Mas tal decisão, até aquele momento, não se mostrava inabalável. Esperei a hora chegar levando a minha vida, estudando quando necessário, divertindo-me quando podia e ficando mais esperto diante do mundo que se apresenta ao meu redor. Aos poucos, sentia o incômodo provocado pelas reações conservadoras fortalecidas pelo movimento “salva-dor” da pátria. Mas ainda não havia o sentimento da revolta instalado em mim.

Vivendo em tempos difíceis, de censura e autocensura, pa-radoxalmente, senti que havia no ar uma inquietação que se in-

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filtrava em meio aos rigores de uma vida controlada. Insinuava-se um jeito de contestação também politizado, mas de outra for-ma, sem a rigidez que percebia entre os setores mais engajados que se tornaram mais visíveis no ambiente escolar. À medida que o ano findava e eu me preparava para ingressar no Colégio Estadual da Bahia — Central, uma onda de alegria espalhava-se pelo cotidiano. Ao mesmo tempo, via surgir intensas manifesta-ções de contestação ao regime. Da noite para o dia, frases contra o regime apareciam pichadas nos muros da cidade:

Abaixo a ditadura — o povo unido jamais será vencido.

Ao ingressar no Colégio Central (1967), o meu mundo girou-gi-rou... A guinada foi intensa e visível para os moradores da pen-são. Os interesses tornaram-se menos turvos, mas a confusão não diminuía. Parafraseando Gilberto Gil, a vontade de ser ator não acabou me matando, como dizia uma de suas canções, visto que realizei esse querer ao completar 18 anos.

No pátio do Colégio, entre o arvoredo e os pavilhões, junta-va-me a um grupo de estudantes, meus amigos, minha turma. A confiança entre nós permitia que a mente se abrisse, as emo-ções fluíssem, a conversa rolasse solta, mesmo sabendo que no meio estudantil havia agentes infiltrados, bisbilhotando, pron-tos a agir. Nem tudo eram flores no momento em que o flower power começava a atrair os jovens. Por vezes, o clima pesava, gerando desconforto. Grupos de estudantes retrógrados criti-cavam e menosprezavam aqueles que se colocavam de uma for-ma menos rígida, mais libertária. Mudanças comportamentais ameaçavam a estabilidade de muitos. E nós, animados pelos ventos de Alegria, alegria, “caminhando contra o vento”, não tínhamos autocensura com relação ao que se produzia na mú-

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sica popular brasileira. Em meio às sonoridades das guitarras, não deixávamos de apreciar Ponteio.

Os professores, nem todos, mostravam-se receosos. Os mais destemidos não deixavam de falar sobre a realidade brasileira, mesmo utilizando-se de metáforas. No discurso de alguns mes-tres, percebíamos o ideário pré-64 com forte colorido naciona-lista e desenvolvimentista que embalou a juventude e a intelec-tualidade daquele tempo.

Aqui e ali, surgiam outras manifestações inquietas e des-confiantes “dos mitos nacionalistas e do discurso militante do populismo.” (HOLLANDA, 1980, p. 53) Parcela de jovens, e en-tre eles me incluo, tomava conhecimento de outros impulsos criativos e de outras visões a respeito das relações entre arte e sociedade:

[...] recebendo informações dos movimentos

culturais e políticos da juventude que explodia

nos EUA e na Europa — os hippies, o cinema de

Godard, os Beatles, a canção de Bob Dylan —, esse

grupo passa a desempenhar um papel fundamen-

tal não só para música popular, mas também para

toda produção cultural da época, com consequ-

ências que vem até os nossos dias. (HOLLANDA,

1980, p. 52-53)

O ano de 1968 amanheceu desassossegado. Tomado pelo es-pírito do tempo, vestindo calça azul marinho e camisa branca de tricoline, subia a Rua Chile, misturado à massa de colegas. Portando cartazes e gritando palavras de ordem, protestávamos contra a prometida reforma da educação decidida pelo acordo do Ministério da Educação e United States Agency for Interna-tional Development (MEC-USAID). A notícia da morte do se-cundarista Edson Luís, que na defesa do restaurante Calabouço, no Rio de Janeiro, fora baleado no peito, provocou uma onda de

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protesto entre os secundaristas, que receberam apoio dos uni-versitários, e o centro da cidade foi tomado pelos estudantes em protesto. Não tínhamos a camisa de Edson Luís manchada de sangue para levantar como bandeira, mas os gritos eram de revolta. Aquilo poderia acontecer com qualquer um de nós. Do alto dos edifícios, papéis picados revoavam que nem pombas brancas. O grito uníssono ecoava pelas ruas.

Os universitários decretaram greve. E eu, na Escola de Tea-tro, tateando para ser ator5, vi correr o semestre sem aulas; mo-bilização, ocupação, reuniões no Diretório Acadêmico ao som de Viola enluarada, Caminhando e na geleia geral Tropicália e Soy loco por ti, América. Já não me importava com cobranças para me definir; sentia-me inteiro, ainda que vacilante emo-cionalmente. Cantava o que queria cantar, via o filme que me desse vontade ou que o sistema aprovasse, já que havia uma censura vigilante, lia o que de bom caísse em minhas mãos. O mundo iluminou-se com a efervescência decorrente da pri-meira paixão, do primeiro amor.

Em setembro, na voz de Caetano Veloso, um grito de revolta ecoou Brasil afora:

Mas é isso que é a juventude que diz que quer

tomar o poder? Vocês têm coragem de aplaudir,

este ano, uma música, um tipo de música que vo-

cês não teriam coragem de aplaudir no ano passa-

do! São a mesma juventude que vão sempre, sem-

pre, matar amanhã o velhote inimigo que morreu

5 O Curso de Formação do Ator, para o qual fui aprovado no início do ano, era um curso técnico no interior da UFBA. Para ingressar na Escola de Teatro, era necessário ter 18 anos e passar por um teste, incluindo prova escrita e entrevista. O curso de nível superior, Direção Teatral, como toda a Escola, passava por uma crise resultante da saída do seu primeiro diretor, Martim Gonçalves, em 1961, e, principalmente pela política estudantil resultante do golpe militar. Crise esta que afetava a universidade.

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ontem! Vocês não estão entendendo nada, nada,

nada, absolutamente nada.6

Na noite de sexta-feira, 13 de dezembro de 1968, em rede de rádio e televisão, o governo decretava o Ato Institucional Nú-mero 5.

A pior das marcas ditatoriais do Ato, aquela que

haveria de ferir toda uma geração de brasileiros,

encontrava-se no seu artigo 10: “Fica suspensa

a garantia de habeas corpus nos casos de crimes

políticos contra a segurança nacional”. Estava

atendida a reivindicação da máquina repressiva.

(GASPARI, 2002, p. 340)

No ano seguinte, o último como estudante do Colégio Cen-tral, preparei-me para prestar vestibular. No início das aulas, para espanto dos estudantes, o antigo portão, entrada principal do Central, estava fechado por um muro. O muro nos isolava da dinâmica da rua, demonstração autoritária imperando de forma mais visível. Estava ali uma prova cerceadora, impossibilitan-do qualquer manifestação. Considerando que qualquer atitude mais engajada já estava plenamente cortada pela raiz, o muro nos dizia do vigiar e punir, mecanismo posto em prática his-toricamente pelas instituições, no caso a escolar (FOUCAULT, 2005), e por extensão a tudo que vinha do governo. Naquele momento escancarava-se o controle. Mas nem tudo estava per-dido, entre os muros da escola, entre aqueles que se afinavam, as notícias circulavam.

Pelas brechas, um desejo libertário se fazia sentir no am-biente cultural, apesar da censura e da repressão advindas do regime policialesco. Nesse clima, preparei-me para fazer vesti-

6 Discurso de Caetano Veloso durante a apresentação da canção É proibido proibir, III Festival Internacional da Canção,1968.

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bular. Tenso, por conta das pressões do processo seletivo, a mi-nha ansiedade aumentava, porque a responsabilidade era gran-de: se não fosse aprovado, teria que prestar, no ano seguinte, o vestibular unificado, fruto da reforma educacional preparada e posta em prática desde o golpe militar. Para quem somente estudara as matérias da área das humanidades, enfrentar Quí-mica, Física, Matemática e Biologia, não necessariamente nessa ordem, assombrava o meu sono.

Uma pedagogia tecnicista foi imposta e o ensino reestru-turado nesta direção. Disciplinas consideradas obsolescentes foram retiradas do currículo; outras sofreram a diminuição da carga horária, principalmente aquelas que pudessem desper-tar a consciência do sujeito do processo educativo, impedindo-o de transformar-se para transformar a realidade. Tomando como referência um documento da época, cito Márcio Moreira Alves (1968, p. 106):

A revolução só existe onde há consciência. Ad-

quire-se consciência mais facilmente na elite que

tem acesso à educação. Cria-se o conflito dentro

da classe dominante, que o vê como um choque

de gerações, quando é apenas uma luta entre os

que conseguem ver e os cegos.

Incluía-me entre os que viam. Retorno a Moreira Alves (p. 107):

E os jovens, o que queriam? Em primeiro lugar,

sua generosidade busca uma sociedade baseada

na ausência de egoísmo e de egolatria. Daí con-

testarem tudo, a sociedade de mercado, indivi-

dualista e egoísta por definição, como a sociedade

planificada e dominada por uma casta burocrá-

tica. Veem que ambas se mostram por opressão,

embora usando formas diferentes de opressão.

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Vejo no texto ecos do ideário que sustentou a contracultura dos anos 1970. E atento a esse movimento, ingresso na Licen-ciatura em História e ao mesmo tempo mantenho-me como estudante de teatro. No ambiente da Faculdade de Filosofia e da Escola de Teatro, a experiência educativa ampliava-se, mas tanto em um ambiente quanto no outro, luz e sombra cobriam a minha trajetória. Estávamos em pleno período do governo Mé-dici, repressão sem meios tons. Como eu não tinha inclinação para a ação política, atuava sem muito entusiasmo no Diretó-rio Acadêmico, numa tentativa de aglutinar os estudantes em torno de eventos possíveis de serem feitos, sem perder a es-perança, vislumbrando um raio luminoso em meio às trevas. Meus professores davam conta do recado, alguns deles, com tal brilhantismo, tornavam o curso estimulante. As aulas de Histo-riografia, ministradas por um jovem professor húngaro, eram entusiasmantes, não apenas pelo seu conhecimento, mas, so-bretudo, pela capacidade de traduzir temas complexos de for-ma que pudéssemos, eu e meus colegas, aprender. Em sua aula, eu percebia o estudo da História de forma crítica e concluía: se a História tem por objeto o homem no tempo, o seu estudo está submetido ao método científico. Essa percepção fez com que eu compreendesse a História sob outra perspectiva.

Quando percebi que o real e o imaginário impregnavam-se de outra força, fui ao seu encontro, ainda que timidamente. Para mergulhar neste lugar, era preciso banhar-me do princí-pio dinâmico que movia parte dos colegas e amigos da minha geração, desejosa de viver em um lugar, se não ideal, pelo me-nos distante da ferocidade repressora que tomou conta de tudo.

Percebendo os vestígios do espírito utópico manifestando-se na arte e impregnando a cultura brasileira, deixei-me levar pela inquietação que rompia com o rotineiro. E era preciso dar conta do novo tempo aprendendo formas não alienantes nem alienadoras de expressão. Expressão que indicava as rupturas

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derivadas da utopia, sem que a razão louca se interpusesse entre o ideal libertário e a irracionalidade que por vezes acometia os atos contestatórios e transgressores. Procurar o equilíbrio en-tre razão, emoção e intuição tornou-se, a princípio, uma meta não consciente. Mas essa busca, ainda em processo, prolongou-se ao longo dos anos, de forma que o sentir e o conhecer pos-sibilitassem vivenciar, experimentar ou compreender aspectos ou a totalidade de meu mundo interior, em diálogo permanente com a exterioridade.

Viver a universidade em tempos de luz e sombra reforçou o meu desejo de ser professor. A maneira como os mestres con-duziam suas disciplinas e agiam em sala de aula sinalizavam formas de comportamento condizente com a profissão. E eles eram muitos e diversos nos seus jeitos.

Identifiquei-me com alguns colegas. Lentamente forma-mos um grupo. Ao passar para o segundo semestre, fomos des-locados da Faculdade de Educação, em Nazaré, para a Escola de Medicina, no Terreiro de Jesus, para onde foi transferida a Faculdade de Filosofia e Ciências Humanas. Entre seus longos corredores sustentados por colunas lembrando um templo grego e pé direito altíssimo, eu amadurecia. E os miasmas que exalavam do Instituto Médico Legal Nina Rodrigues tornavam as aulas do final da manhã insuportáveis. Não precisava olhar o pátio interno, onde corpos no formol esperavam por seu último destino, para dar-me conta da finitude.

A diária percepção de que somos finitos é perturbadora, mesmo para um jovem pleno de vitalidade, mergulhado intei-ramente no presente, ainda que no seu âmago existisse a expec-tativa do futuro, conforme Santo Agostinho (2002). Mas viver o presente, procurando tirar dele tudo o que podia ser recolhi-do, fazia com que me sentisse integrado ao aqui-e-agora, sen-do tocado pelo espírito luminoso do tempo. Por esta época, fui atraído pelos eflúvios da contracultura, seu espírito transgres-

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sor, questionando as certezas da militância política que norteou a juventude dos anos 60. Vislumbrava, então, outra forma de afirmar a minha individualidade, a liberdade, a subjetividade, num exercício cotidiano de alerta para viver a experiência ob-jetiva do real, de forma que a minha “atuação” mostrasse dados divergentes da estrutura vivida na universidade, e sem deixar me abater pela barra pesada advinda do sistema imposto pelo governo.

Reunidos em um grupo um tanto heterogêneo, no pensar e no agir, mantínhamos uma convivência harmoniosa e meio apartada da maioria da turma. Sentados no fundo da sala numa atitude superior, fomos apelidados por um dos professores de “Os sete sábios da Grécia”. Não éramos nem sete e nem sábios. Embora houvesse uma dose de deboche por parte do nosso ad-mirado professor-poeta, o epíteto revelava uma dose de cari-nho, aproximando-nos do seu saber.

A convivência era pacífica e o ambiente universitário rico em experiência, apesar das ameaças pesando sobre os estudan-tes. Até que um dia, um dos colegas deixou de frequentar a fa-culdade. Passada uma semana, ficamos sabendo que ele tinha sido preso pelas forças da repressão e estava incomunicável. Comentávamos em voz baixa, receosos de ser ouvidos por al-gum estudante que estava ali para delatar colegas.

Certa manhã, fui surpreendido por um grupo que adentrou a sala sem pedir licença. Parados, os participantes olhavam fi-xamente para nós. Repentinamente, começaram a dizer textos que depois identifiquei: eram falas das peças Pequenos burgue-ses, de Máximo Gorki, O rei da vela, de Oswald de Andrade e de Galileu Galilei, de Bertolt Brecht, uma forma direta de di-vulgação pelo Grupo Oficina dos espetáculos apresentados em Salvador.

O Grupo, em viagem pelo Brasil, buscava outros caminhos para resolver a crise pela qual passava. Uma crise provocada

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por questões internas e externas. Percebi que aquele movi-mento espelhava os nossos impasses — ou os meus — diante da realidade que se apresentava matizada. Identifiquei-me com a energia visceralmente criativa e ao mesmo tempo desespera-da daqueles artistas a procura de rotas para continuar a existir. Existência que implicava romper com o que denominavam o teatro antigo. O teatro feito até então pelo Grupo.

No meio da viagem, o Teatro Oficina descobriu

que as experiências que estava fazendo não se

inseriam mais no conceito de linguagem teatral,

visto que tinham abolido, de vez, a máscara, a

personagem. A estrutura dos happenings era

muito simples e baseada no encontro dos ato-

res do conjunto com o povo da região. [...] Era a

transformação da arte em vida e da vida em arte.

Na entrevista ao Jornal da Bahia, por exemplo,

uma ação real — a entrevista — era transformada

numa ação simbólica — os atores fingiam morrer

em cima das mesas. [...] O nome teatro foi en-

tão, a meu ver inteligentemente, abandonado e a

nova proposição de comunicação seria chama de

‘Te-ato’ — nome com múltiplas significações que

vão desde ‘te uno a mim’, até... ‘te obrigo a unir-

se a mim’. (SILVA, 1981, p. 202-203)

Apreciei os espetáculos e aprendi. Assustei-me com a pro-posta de destruir o teatro, ainda mais o teatro feito por José Celso Martinez Correia e seus companheiros. Ao mesmo tem-po, via na inquietação dos artistas a potência de vontade trans-formadora, a fuga da institucionalização, o desejo de um novo tempo, histórico e teatral. A utopia me animava. No entanto, dava-me conta das minhas amarras, que o aprendizado em sala de aula e no palco não tinha afrouxado ainda. Mas aquele grupo de artistas em crise abalou minhas poucas certezas. Sem con-

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seguir identificar a profundidade do que se apresentava, intuía naquela energia uma vontade de mudança. Urgia uma necessi-dade de autotransformação: deixar de lado os hábitos conhe-cidos, encarar os meus medos, romper com eles, seguir na di-reção do autoconhecimento, afirmar a minha individualidade.

Ir ao teatro ver o Grupo Oficina era, de certa maneira, uma forma de protesto, assim como ir aos shows e comungar de um sentimento que tomava conta da plateia como no espetáculo de despedida de Caetano Veloso e Gilberto Gil antes do exílio. Ou então, no show realizado quando o artista retornou de Lon-dres. Vestindo uma calça de cetim rosa e tamancos, ao cantar O que é que a baiana tem, Caetano Veloso mexia os olhos e gesticulava como a Carmem Miranda, causando certo descon-forto em um bom número de espectadores, já irritados com canções do repertório e o jeito de cantá-las. Percebia-se algo de novo saltando do palco. Um outro código. O estranhamento abria espaço para formas diferentes de se colocar contra o sta-tus quo. Rebolar não era mais uma prerrogativa do feminino e usar cueca samba-canção não era atestado de masculinidade.

Em meio aos acontecimentos que cercavam a vida univer-sitária, seus avanços e retrocessos, eu percebia um caminho se configurando. O traçado, ainda sem definição afirmativa, re-velava por onde eu seguiria profissionalmente. O palco e a sala de aula mostravam-se como possibilidades, mas nada indicava que um dia eu deixaria a terra natal para viver noutro lugar.

Tocado pelo ideário contracultural, deixava-me levar por seu discurso da não violência, embora soubesse que muitos jo-vens optavam por ela, ingressando nos grupos que deflagraram o movimento guerrilheiro para contestar o sistema. Eu tinha consciência de que esse não era o meu caminho. A via contra-cultural sinalizava transformação na maneira de ver o mundo e de conduzir a minha ação, porque a vida social necessita de mudanças, como nos diz Gilberto Velho (2007, p. 204):

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A mudança é constitutiva, produz a vida social.

A vida social só existe porque existe mudança, e só

existe porque existe diferença. Porque as pessoas

são diferentes, porque os grupos se diferenciam,

porque as aspirações variam é que é possível haver

interação, troca. Essa é a vida social. [...] A contra-

cultura é, portanto, uma dimensão da vida social.

O desejo veemente por mudança interna e externa, ambas difíceis — embora fosse jovem —, mostrava-se conveniente e sem empecilhos maiores, já que ainda não cristalizara valores, hábitos, comportamentos, nem acreditava na metralhadora como um meio para arrebentar as estruturas de um sistema opressor. Assim, o palco e a sala de aula configuravam-se como espaços de atuação. Sem planejamento consciente, mas intui-tivo, as possibilidades apareciam não como idealização, mas de forma concreta. Ainda que a timidez fosse um traço perso-nativo, a absorção do transgressivo infiltrava-se no sentido de rejeitar o que impossibilitasse a concretização do que queria. Diante da vida social e cultural e de suas contradições, o uni-versitário que eu era procurava acertar. E como faz o colecio-nador e o trapeiro, antípodas da modernidade, eu ordenava as lembranças e recolhia o inútil para organizar o meu movimen-to, o meu carnaval, desejando-os integrados aos movimentos e carnavais dos outros.

Eu quero é botar meu bloco na rua

[...]

Eu, por mim, queria isso e aquilo Um quilo mais daquilo, um grilo menos disso

É disso que eu preciso ou não é nada disso Eu quero é todo mundo nesse carnaval

[...]

Eu quero é botar meu bloco na rua Brincar, botar pra gemer

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Eu quero é botar meu bloco na rua Gingar, pra dar e vender

( SAMPAIO, 1972)

Na cela. A luminosidade da outonal madrugada entrava sem muito clarear. Entre o sono e a vigília, o caudal de lem-branças formava um painel, rastros de uma vida de estudan-te em seus processos de formação. Repentinamente, um grito cortou o silêncio. Apreensivo, tentei não alimentar o medo que me acompanhava desde o dia em que adentrei a cela. Como não havia muito que fazer senão esperar o dia amanhecer, deixa-va o tempo correr. Era uma maneira de não me apavorar mais ainda. Lembrei-me da primeira noite, quando, acometido por uma febre inesperada, resignei-me ao banho frio, sugestão dos mais velhos, de idade e de tempo na prisão.

Outros ocupantes da cela ou dormiam ou se mantinham quietos, assim como eu. A tensão causada pela incerteza era tanta que o cansaço da noite mal dormida não me abatia. Fazia frio. O cobertor não ajudava muito, mas era o que tinha. Sentia saudades dos meus pais e de meus irmãos. Eles não imaginavam em que lugar eu estava. Melhor para eles. Virei-me para a pa-rede com os braços cruzados sobre o peito necessitando de um abraço. Voltei a cochilar.

As imagens passaram velozes, repentinamente tornaram-se nítidas. Encontro-me com meus colegas de turma na Igreja do Mosteiro de São Bento, local escolhido pela maioria para reali-zação da colação de grau. O grupo chamado de “Os sete sábios da Grécia” não concordou com a cerimônia e nem com o local, mas terminou acatando já que não haveria beca, nem discursos e nem as formalidades pomposas de formatura, solenidade em processo de negação por parte de muitos estudantes. Durante o ato, divaguei, pondo-me a pensar naquela casa que me abrigara quando fugia da polícia em meio à correria na dispersa passea-

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ta. Os estudantes eram protegidos pelo abade. Finda a missa, o coordenador do colegiado presidiu o ato solene. No momento da autorga do título de licenciado, dei-me conta de que era o único a ter o anel, fato que serviu de piada entre “Os sábios”, mas usa-do por todos, cumpriu-se o rito.

Com esse rito de passagem, já não pertencia à universidade. Afastava-me dela levando comigo luz e sombra, reconhecendo as limitações do tempo e espaço onde ela se inseria, frutos do estado de exceção que marcou a formação de muitos. Estaria eu pronto para enfrentar a vida profissional? Configurada a ques-tão, não havia paralisia, somente expectativa.

Acordei com a movimentação na cela e o barulho do carce-reiro preparando-se para servir o café da manhã.

REFERÊNCIAS

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ENTRE ALHEAMENTO E ALIENAÇÃO50 anos atrás

Sávio Siqueira

Não quero lhe falar Meu grande amor

Das coisas que aprendi Nos discos

Quero lhe contar como eu vivi E tudo o que aconteceu comigo.

Viver é melhor que sonhar Eu sei que o amor

É uma coisa boa Mas também sei

Que qualquer canto É menor do que a vida

De qualquer pessoa.

Por isso, cuidado, meu bem Há perigo na esquina

Eles venceram e o sinal

Está fechado pra nós Que somos jovens.

(BELCHIOR, 1976)

Domingos Sávio Pimentel Siqueira é professor de língua inglesa da Universida-de Federal da Bahia (UFBA) e doutor em Letras e Linguística pela própria UFBA. Atua, principalmente, na formação de professores de línguas e orienta, além de graduandos, mestrandos e doutorandos na área de Linguística Aplicada no Programa de Pós-Graduação em Língua e Cultura da UFBA, do qual é o atual coordenador. Nasceu numa vila de nome Lagoa Redonda, município de Entre Rios, Bahia, mas foi registrado e criado na pequena Pojuca, cidade próspera da região metropolitana de Salvador, onde obteve toda a sua educação inicial,

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ingressando adolescente no Colégio Técnico da Fundação José Carvalho, um projeto filantrópico pioneiro na formação de estudantes carentes e de alto de-sempenho intelectual. Formou-se ali como técnico em mineração e, mais tarde, atuando profissionalmente já como docente de língua inglesa, chegou ao cargo de vice-diretor da instituição. Antes de ingressar na UFBA, foi professor e co-ordenador acadêmico da Associação Cultural Brasil-Estados Unidos (ACBEU-Salvador) por quase 20 anos. Escreve extensivamente sobre temas como inglês como língua franca global, pedagogia crítica e ensino de línguas, entre outros, e tem como hobby principal a leitura. Mia Couto, escritor moçambicano, é um dos seus preferidos. Aprecia boa música, em especial a popular brasileira, que, como fica claro no texto, o ajudou a tornar-se cidadão. Um cidadão brasileiro.

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Este é um país que vai pra frente, ô, ô, ô, de uma gente amiga e tão contente, ô, ô, ô; este é um país que vai pra frente, de um povo unido,

de grande valor; é o país que canta, trabalha e se agiganta, é o Brasil do nosso amor.

(CARRILO, 1977)

Caminhando pela noite de nossa cidade, acendendo a esperança e apagan-do a escuridão. Vamos, caminhando pelas ruas de nossa cidade, viver der-

ramando a juventude pelos corações. Tenha fé no nosso povo que ele resiste.

(NASCIMENTO, 1978).

Sou filho do último regime ditatorial do Brasil. Permitam-me os devidos esclarecimentos antes que conclusões apressadas sejam tiradas em relação à forma como abro este breve rela-to. Lanço tal assertiva sem nenhum sentimento de orgulho ou alinhamento ideológico com o que quer que seja daquele perío-do, simplesmente porque vim ao mundo poucos meses antes de aqui ser instalado um dos mais violentos e, até hoje, obscuros regimes políticos da nossa história mais recente. Nasci no meio do nada, distante de tudo, em terras praticamente invisíveis do interior do interior da Bahia, pouquíssimo tempo antes do golpe, no mês e ano em que o presidente americano John Fitz-gerald Kennedy foi assassinado, novembro de 1963. Obviamen-te, só bem mais tarde viria me dar conta de que se tratava do mesmo mandatário que, através da notória e agressiva políti-ca externa estadunidense de manutenção do domínio sobre os

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“quintais” da América Latina, comandara a inserção e a atua-ção de sua poderosa e temida agência de espionagem, eufemis-ticamente nomeada de Agência Central de Inteligência (CIA)1, patrocinando, inclusive monetariamente, a desestabilização do governo brasileiro à época, com vistas a sedimentar o terreno para o avanço de coturnos ávidos para serem alçados ao poder. Grande parte da história já está fartamente documentada. Ou-tras histórias menos visíveis, contudo, estão sempre à espera para serem contadas.

Sou um dos milhões de filhos da ditadura que, por um pe-ríodo significativo de suas vidas, se sujeitaram a um regime de opressão, de restrição e supressão de direitos sem terem a mais vaga ideia do que estava acontecendo ao seu redor. Sou filho do alheamento e, consequentemente, da alienação. No ano de meu nascimento, já contávamos com a presença de um vice-presidente tido por certos setores como claudicante nas suas atitudes e, para seus opositores mais ferrenhos, simpático ao comunismo e ao socialismo, circundado, certamente, por altos níveis de desconfiança por parte das forças da direita conser-vadora brasileira. Não é à toa, está na história, que o congresso brasileiro, em uma ação supostamente conciliatória diante do cabo de guerra que se gerou a partir da renúncia de Jânio Qua-dros, instalou o regime parlamentarista para João Goulart assu-mir a presidência em 1961, quase duas semanas após a patética e polêmica saída do titular.

Foram alguns primeiros-ministros em muito pouco tempo, a começar por Tancredo Neves, tentando administrar um cená-rio de altos índices inflacionários e de grande confusão política. No início de 1963, como se sabe, aconteceu o emblemático ple-biscito que disse “não” ao regime parlamentarista e, por conta

1 É interessante notar que a sigla Central Intelligence Agency (CIA) se manteve no português e, embora de tradução simples, Agência Central de Inteligência (ACI), praticamente nunca foi utilizada dessa forma aqui no Brasil.

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do cenário de instabilidade que se consolidara naquele momen-to, acredito, pavimentou-se de vez a torta e sombria estrada que levaria àquilo que veio a se chamar, pelo menos para mim, a partir dos meus livros de História do Brasil à época, a “Revo-lução de 31 de março de 1964”.

Essa suposta revolução e eu temos praticamente a mesma idade. Ela nos marcou, povo brasileiro, profundamente, embo-ra, no meu caso, muito a distância e sem a direta participação em atos que, bem mais tarde, tomei conhecimento de que se tratavam da resistência daqueles que a ela se opunham e tam-bém meio de sobrevivência para aqueles que se viram ameaça-dos ou capturados por seus tentáculos assassinos. Meus livros de História do Brasil, me lembro muito bem, jamais fizeram qualquer menção a questões relacionadas à tortura, persegui-ção política, exílio forçado, entre tantas outras atrocidades que passeavam soltas pelos temidos porões do regime ditatorial brasileiro. Eu, filho daquele momento triste de um Brasil mer-gulhado em uma escuridão devastadora e maléfica, não tinha a consciência do que estava vivendo, pois apenas vivenciava uma vida simples, pacata e meio “abestada” do interior da Bahia.

Até os meus 6 anos de idade, vivi em um ambiente de vila misturado com fazenda, onde o que fazia sentido para mim eram os coqueirais espalhados pelas terras de meu padrinho, banhos de rio, gado, vaqueiro, cavalos, montaria. De minha infância, guardo a memória mais vívida de um lugar sem luz elétrica, os indefectíveis fifós de querosene e a romântica figu-ra da Maria Fumaça, o trem de carga e passageiros que, duas vezes ao dia, passava pela estação da Leste Brasileira, indo (ou vindo), não tinha qualquer ideia, de algum lugar para outro que minha memória já não mais resgata. Eu adorava ver aquela fu-maça negra brotando das entranhas da robusta máquina que puxava todo o comboio, além da sua imponência imposta a to-dos pelas mãos do maquinista ao puxar com todo vigor aquele

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apito ensurdecedor que o anunciava ao longe e para bem mais além. Estávamos em um período duro da ditadura, tempos de protestos, perseguições, muita coisa acontecendo no mundo, passeatas em Paris, Guerra do Vietnã, assassinato de Robert Kennedy, Atos Institucionais que, cada vez mais, ceifavam os direitos do cidadão brasileiro, e eu era apenas... um menino. É bem provável que todos esses e muitos acontecimentos che-gassem aos ouvidos de gente próxima de mim via rádio, mas o meu mundo, até ali, não registrava nada para além do fato de ser criança, vivendo, naturalmente, um mundo de inocência e desconhecimento.

Ainda em 1968, meus pais, gente simples do interior, de-cidiram que era hora de tomar o trem sem volta e seguir para um lugar maior, uma cidade de verdade, onde houvesse esco-la para que meu irmão e eu pudéssemos começar a nossa fase de estudante. A vida para nós, alheia como sempre, dava um passo para frente, nos levando a um contato com um mundo exterior onde, mesmo com acesso a quase nada de informação, ao menos havia escolas, onde poderíamos começar a aprender os segredos do mundo letrado. Sempre gostei de ler. Comigo, ao ingressar na escola primária, eu já trazia os primeiros rudi-mentos de estratégias de leitura, adquiridos a partir de minha curiosidade e interesse pelas figuras e diálogos nas fotonovelas em preto e branco, quase todas de origem italiana, traduzidas para o português, que minha mãe deixava espalhadas por seus móveis quando não mais as queria ler. O Brasil fervia naque-le momento, e eu e muitos dos meus amigos e colegas sequer imaginávamos o que se passava além da estrada que, de vez em quando, nos levava à cidade da Bahia, a capital de São Salvador. Sequer eu sabia que meu país estava sendo governado por um general, ou um bando deles. Vim tomar conhecimento, bem mais tarde, a partir de autores importantes que vivenciaram a dureza daqueles tempos como, por exemplo, Frei Betto (1982,

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p. 67-68), que, em Batismo de Sangue, resume 1968 no Brasil da seguinte forma:

O ano de 1968 foi um período de aguda crise polí-

tica no país. [...] A intromissão estrangeira atin-

ge inclusive o sistema educacional, através do

acordo MEC-USAID. [...] Estudantes, artistas e

intelectuais promovem passeatas e atos públicos,

divulgam manifestos, enfrentam a polícia impro-

visando barricadas e incendiando viaturas. [A]s

greves operárias, seguidas de ocupação das fábri-

cas, são duramente reprimidas. Aprende-se que,

sob tirania, quem ergue a voz não deve mostrar

o rosto.

Muito pouco ou quase nada do que descreve Frei Betto, cer-tamente, chegaria a uma criança de 5 anos, a não ser aquelas muitas que tiveram pais ou avós envolvidos nos embates de resistência ao golpe militar pelas praças e avenidas do Brasil, escondendo seus rostos e suas identidades na tentativa de per-seguir, acima de tudo, um país livre. Na nossa rotina escolar, agora tenho noção, além das disciplinas mais comuns como Língua Portuguesa, Matemática, Geografia e Ciências, éramos praticamente levados a estudar com todo afinco e dedicação História Geral e, claro, História do Brasil. Essa prática, assim como nossas professoras, nos assomava de roldão por um ca-minho de doutrinação que, estando conscientes ou não de tal estratégia, nos levava a incorporar de forma totalmente acrítica aquele sentimento de patriotismo atarantado, onde as figuras dos governantes e os símbolos nacionais eram tomados como ícones quase sagrados, aos quais devíamos render incondicio-nais respeito e reverência. Não é à toa que, todas as segundas-feiras, religiosamente, às oito da manhã, como membros de uma obediente e disciplinada manada, éramos colocados en-

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fileirados em frente aos pavilhões das bandeiras da nossa esco-la (e depois do ginásio) para, em bravos pulmões, cantarmos o Hino Nacional à medida que as flâmulas do Brasil, da Bahia e, por último, a da escola, alcançavam o topo dos mastros para, então, se entregarem à força do vento. O nosso ritual patriótico se repetiu anos a fio e eu sequer entendia que, no país dos meus tempos de menino, os ventos que sopravam eram dos mais ter-ríveis, onde dor e revolta se misturavam e, num constante es-tado de conflito e desassossego, serviam de combustível para os corações e as mentes daqueles que, por diversas razões, se colocaram na trincheira contrária ao status quo forçosamente instalado.

Entrei no ginásio e pouca coisa mudou. Fiz parte, provavel-mente, das últimas turmas do antigo primário que prestariam o chamado Exame de Admissão2 para cursar a 5ª série ginasial. Não era um teste fácil, mas para frequentarmos o ginásio públi-co, cuja qualidade era incontestável, tínhamos que obter nossa aprovação a todo custo no temido exame. O próximo momento de tensão máxima, nesse sentido, viria apenas com o vestibular, mais para a frente, depois dos três anos do antigo curso básico. Sem dúvida que as terminologias relativas à estrutura educa-cional do meu tempo não são mais as mesmas, porém hoje soa tão estranho para mim que, mesmo frequentando um ambiente em que, teoricamente, poderíamos começar a travar um con-tato mais próximo com a realidade do Brasil daquele momen-to, não me recordo de praticamente nada que tivesse a ver com algum tipo de trabalho de conscientização crítica sobre o que

2 O Exame de Admissão vigorou no Brasil de 1937 a 1969. Era uma espécie de ves-tibular entre o curso primário e o ginasial, isto é, após completar o quarto ano primário, o aluno, para prosseguir nos estudos, teria que passar no exame. Já naquela época, havia cursinhos preparatórios para o que chamávamos apenas de “a admissão”. Eu passei com a bagagem que adquirira na escola, em especial porque, como era muito novo, fiz o chamado 5º ano primário por não ter a idade mínima para entrar no ginásio.

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ocorria, principalmente nas cidades grandes. Se tínhamos um grêmio estudantil, não sei, dele não participei. Trago de memó-ria o fato de que muitas de nossas ações estudantis, caso possa-mos usar o termo dessa forma, se resumiam à participação em gincanas, desfiles de Sete de Setembro, passeios de conclusão de curso, entre outras atividades basicamente relacionadas ao que seria viver no país que expulsara Paulo Freire para longe de suas fronteiras exatamente porque o que ele mais desejava era que a nossa grande massa de oprimidos ao menos identificasse seu opressor para, enfim, armar-se para combatê-lo.

Nesse pormenor, posso dizer que, logicamente, embora não se pudesse perceber a claras vistas, a opressão estava lá para to-dos, em diferentes grau e intensidade, inclusive para mim, tal-vez disfarçada de vida pacata de cidade interior. Em tese, nos garantindo a sensação de que tínhamos nossas necessidades básicas atendidas, nos alheando para o fato que, como cida-dãos, éramos nada, ou seja, habitávamos um limbo teatral de vida que nos resumia à pura condição de meros expectadores. Éramos, não há como negar agora, uma horda de gente confor-mada, consumidora de uma doutrina perversa, jamais estimu-lada a pensar para além de suas fronteiras. Uma gente marcada a ferro como animais que só teve suas feridas reveladas muito tempo depois. Certamente, as nossas dores não foram nem são iguais àquelas dos perseguidos e assassinados pelo regime, mas, de qualquer maneira, as consequências dessa catástrofe a não mais se repetir dizem respeito a cada um de nós. E, contra isso, passe o tempo que passar, temos sempre que nos posicionar.

Como adolescente vivendo e crescendo nessas comunida-des pouco alcançadas pela comunicação mais ampla, não ofi-cial, não previamente censurada, quase nada de diferente ou incomum acontecia na minha vida, nem dos meus amigos, nem de ninguém. Nosso município, ainda que bem próximo a Salvador, parecia mesmo mais um daqueles cantos remotos do

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Brasil onde a vida faz toda questão de passar bem lentamen-te. Não me recordo de nenhum levante local contra a ditadura, nunca ouvi falar em qualquer família, ainda que com parentes distantes, que tivesse algum membro envolvido em atividades de combate político de esquerda3, jamais tomei notícia de mo-vimentos sociais ligados às chamadas pastorais da terra. Minha cidade era pesadamente católica e, tamanha era a nossa desim-portância no cenário local, que sequer tínhamos um pároco em tempo integral. Na realidade, e aquilo muito me intrigava, di-vidíamos com uma cidade vizinha, um padre do tipo boa gente, bonachão, professor de latim e, segundo falava-se nas entre-linhas das conversas além-átrio da nossa igreja matriz, dado a uns sutis e sofisticados “gorós”. Como todo pároco de interior, sempre amparado em seu séquito de beatas fieis e abnegadas, notadamente, exercia um certo grau de influência junto às “au-toridades” domésticas, dava lá suas aulinhas no ginásio e, cla-ro, alinhava-se sempre aos políticos de situação. Nossa religio-sidade, agora sei, não passava da porta da frente de cada uma das nossas casas. Pelo menos que eu me lembre, não havia nada relacionado a algum tipo de causa social ou engajamento em algum tipo de movimento de conscientização popular. A em-preitada a ser cumprida, concluo, era mesmo cuidar da alma e da fé daquela gente nos seus níveis mais superficiais. Nada mais. Nunca houve para mim D. Helder Câmera, jamais ouvira falar nas ideias controversas de Leonardo Boff,4 do engajamento po-lítico de Frei Betto, muito menos de um tal Frei Tito de Alencar

3 Uso aqui o termo “esquerda” me remetendo à diferenciação que, certamente, havia naqueles tempos de posicionamentos políticos e ideológicos mais claros e mais coerentes. Hoje em dia, pelo menos no Brasil, já não sei mais o que tal expressão representa, uma vez que a nossa notória promiscuidade político-ideo-lógica há muito tratou de redefini-la, resumindo a imensa maioria dos que atuam nessas frentes a um mero desejo de exercício de poder.

4 Segundo Santos, Goulart e Faber (2009), durante o período de ditadura civil-mi-litar brasileira (1964-1985), a Teologia da Libertação passou a ser a representan-

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Lima, dominicano cearense que, por conta das terríveis sessões de tortura que sofreu na prisão, enlouqueceu e, mais tarde, já em liberdade, se suicidou na França. Nunca ouvira falar do que Tito escrevera e passara, recontado com enorme realismo por Frei Betto (1982, p. 261):

[...] queriam que eu esclarecesse fatos ocorridos

naquela época. Apesar de declarar que nada sa-

bia, insistiam que eu ‘confessasse’. Pouco depois

levaram-me para o pau de arara. Dependurado,

nu, com mãos e pés amarrados, recebi choques

elétricos, de pilha seca, nos tendões dos pés e na

cabeça.

Quando a televisão em preto e branco chegou a nossa ci-dade, ficamos absolutamente encantados. Tenho certeza que deve ter sido a mesma reação em todos os lugares onde aque-la caixa que falava e ainda despachava imagens aportou pela primeira vez. Parecia mágica, coisa de outro mundo. Comigo não foi diferente. Era uma novidade e tanto para quem cres-cera ouvindo rádio, cantarolando músicas da Jovem Guarda, cujo expoente era Roberto Carlos, mas também incluía outros nomes como Sérgio Reis, Ronnie Von, Jerry Adriani, Wander-ley Cardoso, entre outros. Além de muita música, era comum ouvirmos a Ave Maria de todos os dias na voz de Altemar Dutra, além de programas sentimentais do tipo “Falando ao Coração”, comandados, se não me falha a memória, por Ubaldo Câncio de Carvalho, um narrador de futebol famoso da Rádio Sociedade da Bahia, ou de histórias sobrenaturais. Um daqueles progra-mas com o inesquecível título de “Eu Acredito no Incrível”, que era, nada mais nada menos, novelinhas de terror (rádio-teatro) narradas com tamanha carga de efeitos especiais e recheadas

te máxima da mobilização popular contra o regime, participando da formação do pensamento de esquerda nacional que surgiria após o fim da ditadura.

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de vozes soturnas que deixavam a todos nós atordoados, im-pressionados, com medo até de dormir em total escuridão. Não ouvíamos muito noticiário, muito menos futebol. Sequer me lembro de qualquer programa de notícia. Para nós, que morá-vamos próximo a Salvador, não estabelecemos a conexão que muitas cidades mais longínquas da Bahia desenvolveram com a Rádio Nacional e a Rádio Globo, por exemplo, ambas do Rio de Janeiro, as quais, tomei consciência mais tarde, eram muito mais diversificadas em termos de programação e, de certa for-ma, mesmo sob o garrote da censura, noticiavam, pelo menos, parte do que acontecia nas grandes cidades do Brasil naqueles turbulentos anos. Nossas estações locais, para mim, e provavel-mente por conta da repressão, caprichavam na superficialidade e na trivialidade da vida, que, no fundo, era o que permeava o nosso viver nesses cantinhos até hoje esquecidos do nosso país.

Não que a Bahia não tenha exercido um papel importante na resistência ao golpe e ao desenrolar dos governos militares5. Saiu daqui, como sabemos, Carlos Marighella, soteropolitano de ascendência italiana, um dos líderes políticos mais comba-tivos que, desde muito cedo, se interessou pela política de es-querda, ingressando ainda como estudante no Partido Comu-nista do Brasil (PCB), e que sempre demonstrou grande talento para desafiar o poder e os desmandos daqueles que, na sua vi-

5 Faz-se importante lembrar que, através da Resolução Conselho Universitário (CONSUNI) 10/2013, foi instalada, em 4 de dezembro de 2013, na Universidade Federal da Bahia, a Comissão Milton Santos de Memória e Verdade da UFBA, com o objetivo de conhecer e resgatar a história da Instituição durante os anos de repressão militar, desvelando-se os abusos impostos a estudantes que se tornaram foragidos e foram impedidos de se matricular, professores que foram perseguidos e expulsos, além de servidores que foram advertidos e exonerados. Em 18 de agosto de 2014, a comissão disponibilizou seu Relatório Final, apresentando os mais diversos fatos que vitimizaram integrantes da UFBA, incluindo o eminente geógrafo e intelectual baiano Milton Santos, que, segundo o documento, esteve preso na VI Região Militar para averiguações, no período de 9 de abril a 23 de junho de 1964.

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são, serviam a um modelo de estado diametralmente oposto ao que acreditava e defendia, ancorado principalmente em ideais socialistas. Marighella conheceu a prisão pela primeira vez com apenas 21 anos ao criticar o governo intervencionista de uma das figuras mais emblemáticas da política baiana, Juracy Maga-lhães. E já bem mais experimentado, célebre nas suas lutas por um país mais justo, vivia na clandestinidade, atuando no eixo Rio-São Paulo, sendo logo classificado como terrorista, tornan-do-se, portanto, “uma das pessoas mais procuradas pelo apa-relho policial-militar instalado no país após março de 1964.” (BETTO 1982, p. 33) Nada disso, pelo menos que eu me lembre, aparecia nas minhas aulas de História, muito menos naquelas aulas moralistas, com perdão do trocadilho, de Educação Moral e Cívica. Até os meus vinte e poucos anos, eu sequer sabia da existência desse meu conterrâneo e o que ele fizera e escrevera contra os regimes autoritários que, na sua ótica, teriam que ser combatidos de modo radical, uma vez que, segundo ele, até o que chamava de “democracia racionada” dos períodos anterio-res ao golpe era menos letal ao país. (BETTO, 1982)

O ano de 1970 foi emblemático para mim e me traz inte-ressantes memórias. O Brasil tornara-se tricampeão mundial de futebol no México, e nossa cidade, toda enfeitada de ver-de amarelo, cantava alegremente, fazia muita festa, ignorando solenemente o fato de que vivíamos, naquele momento, talvez os anos mais duros de consolidação da ditadura, onde ainda reverberavam as consequências nefastas do Ato Institucional n. 5 (AI5), uma excrescência jurídica baixada dois anos antes, em 13 de dezembro de 1968, e que, como ficou comprovado, se tornou famoso por representar um dos mais grotescos exem-plos institucionais de violação e supressão dos direitos de um povo. Como sabemos, foi a reação mais autoritária de um re-gime violento, visando a sufocar os acontecimentos de um pe-ríodo marcado por inúmeros protestos e grandes manifestações

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pelo país, incluindo a famosa passeata dos 100 mil, organiza-da pela União Nacional dos Estudantes (UNE) em 1968, no Rio de Janeiro, as greves de operários em Minas Gerais e, acima de tudo, o começo da organização da chamada guerrilha urbana, atraindo idealistas de esquerda que, entre muitas ações de re-sistência, planejaram assaltos a bancos e sequestros de embai-xadores com o intuito de obterem fundos para o movimento de oposição armada. Dessas ações, embora eu sequer soubesse do que se tratava, a de maior repercussão, acredito, foi o seques-tro do embaixador americano Charles B. Elbrik, idealizado pelo jornalista Franklin Martins, membro do atual governo, que vi-ria a ser contado por Fernando Gabeira, também envolvido no sequestro, em O que é isso, companheiro?, de 1979, após sua volta do exílio. O AI5, na sua sanha demolidora, entre outros desmandos, aposentou juízes, cassou mandatos, acabou com as garantias do habeas corpus e aumentou a repressão militar e policial em graus jamais imaginados. Eu não sabia que este era o país em que eu estava crescendo.

Nos seus seis primeiros anos (1964-1970), a ditadura já con-tara com três generais presidentes, cujos nomes completos eu aprendi a recitar de cor, como parte das nossas “singelas” ta-refas das já citadas aulas de cunho doutrinário e nacionalista: Humberto de Alencar Castelo Branco (nome do meu ginásio), Artur da Costa e Silva e Emílio Garrastazu Médici, um cearense e dois gaúchos, este último, na realidade, o estado que mais en-viou generais para Brasília, pois ainda teríamos Ernest Geisel, o penúltimo dos presidentes militares, que governou de 1974-1979, para, enfim, passar o poder para o carioca João Batista Fi-gueiredo, aquele que, declaradamente, preferia seus cavalos ao povo.

Na época do tri, Médici era o presidente e, entre outras coi-sas, na minha memória de menino, ficou marcado o momento em que a televisão mostrou em Brasília os campeões do mundo

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enfileirados para receberem os cumprimentos e saudações do presidente para, lógico, a partir dali, ser usada como instru-mento de alienação via ufanismo barato na terra dos “90 mi-lhões em ação, pra frente Brasil, salve a seleção”. Foi um de-lírio, eu, meninote, ver ali, ao vivo e em preto e branco, claro, Jairzinho, Tostão, Pelé, Gerson, Rivelino, Clodoaldo, Carlos Al-berto Torres, para mim, os eternos e maiores jogadores do Bra-sil do maior escrete futebolístico do planeta de todos os tempos.

O interessante disso tudo é eu saber bem depois que, nos bastidores, o que ali se consagrara como um momento de glória para todo o Brasil, de certa forma, percorrera uma trajetória re-cheada de percalços, incluindo interferências do próprio pre-sidente. O técnico da seleção era João Saldanha, comentarista dos mais famosos à época, pouco dado a palpites externos no seu trabalho e, como muita gente, nada simpático à ditadura. Um belo dia, Médici resolveu, num comentário, insinuar que Saldanha convocasse Dario, o “peito de aço” ou “Dadá Mara-vilha” ou ainda o “Dadá Beija-flor”, centro-avante goleador, mas de futebol limitado, atuando no Atlético Mineiro. Saldanha se recusou a aceitar a “dica” de Médici e ainda, de forma pouco solene, mandou dizer-lhe que, assim como ele não dava palpi-te na escolha dos ministros de Médici, o presidente que não se metesse na escolha de seus jogadores. O final, todos já sabem: Saldanha foi demitido, assumiu Zagallo, o Brasil foi tricampeão com Dadá Maravilha entre os convocados. Coisas do poder.

Desse período, me lembro também da história dos 25 Fus-cas que foram ofertados a cada jogador e comissão técnica por um tal de Paulo Salim Maluf, prefeito de São Paulo à época e que viera, mais tarde, se notabilizar como uma das figuras mais execráveis da não menos execrável política brasileira contem-porânea. Não entendi muito o que aquilo significava, mas achei curioso e mal tinha a consciência de que, desde aqueles tempos, a prática canalha brasileira, e hoje mundial, de se tentar jun-

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tar política e futebol, no fundo, se tratava de uma grande ar-timanha para desviar a atenção das pessoas para os problemas que as afligem. Talvez tenha sido a partir daí que eu comecei a achar que a expressão “Futebol é o ópio do povo”, dita por alguém que eu ignoro, fazia todo sentido. Segundo o jornalista Ricardo Cervisan (2013), em coluna para a Folha de São Paulo, essa expressão supostamente derivada da expressão “a religião é o ópio do povo”, atribuída a Karl Marx (1818-1883), foi uma máxima muito em voga justamente durante a ditadura militar, “principalmente na Copa de 1970, o campeonato do Tri, em que o ditador Médici, patrocinador dos porões da tortura, vestia o figurino do povão e de radinho de pilha na orelha corria para a galera, tentando mimetizá-la”. Eu, sem qualquer sombra de dúvida, era um daqueles deslumbrados milhões que, por muito tempo, só respirava futebol e, com uma carga altíssima de orgu-lho, me deixara contaminar pelo ufanismo patético e canhestro do já mencionado “Pra frente Brasil” que de nós se apoderara e que, logo adiante, se tornara uma das mais poderosas armas de alienação e manipulação popular do regime militar brasileiro.

Nessa história dos Fuscas, sabe-se que Maluf, contumaz co-laborador da ditadura6, fora processado para devolver o dinhei-ro dos carros aos cofres públicos, mas como tudo neste país, não é novidade para ninguém, “acaba em pizza” ou em “bola rolando”, pois, afinal, “somos o país do futebol carnavalizado” (SILVA, 2014, p. 141), ele foi inocentado por duas vezes, a últi-ma em 2006, mais de 30 anos depois do episódio, pelo próprio Supremo Tribunal Federal. A atitude de Maluf de se aproveitar

6 É sempre bom lembrar que na última eleição indireta para presidente, em 15 de janeiro de 1985, na disputa pela sucessão de João Batista Figueiredo, Paulo Maluf foi o candidato da situação pelo Partido Democrático Social (PDS) — antiga ARE-NA —, sendo derrotado por Tancredo Neves, do Partido do Movimento Democrá-tico Brasileiro (PMDB) no Colégio Eleitoral. O maior apoiador de Maluf foi ninguém menos que o chamado “bruxo da ditadura”, outro gaúcho, o general Golbery do Couto e Silva.

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da popularidade da seleção brasileira, por exemplo, no intui-to de potencializar a simpatia do povo para com os governos, incluindo o atual, se tornou algo corriqueiro no Brasil, e acho eu que, nesse caso específico, tal ação pode ser tranquilamente usada como um exemplo clássico para o argumento cada vez mais recorrente entre muitos historiadores que consideram o golpe de 64 uma ditadura civil-militar7, exatamente porque foram muitos, e agindo das mais diversas formas, os colabo-radores civis do regime autoritário. A doação dos Fuscas de 1970 pode até ter caído no nosso anedotário futebolístico, mas se examinada a fundo, veremos que ilustra com toda clareza a participação direta e decisiva de certos coadjuvantes do regime militar brasileiro, não necessariamente oriundos da caserna, mas a ela simpáticos e flagrantemente subservientes.

Eu vivia, provavelmente, mas sequer tinha qualquer ideia do que era um tal de “milagre brasileiro” dos anos 1970. Es-tudávamos nos livros de Geografia que o Brasil crescia em um ritmo acelerado e que estávamos a caminho de nos tornarmos uma grande potência mundial. Lembro claramente de textos e propagandas que falavam das grandes obras no interior do país, incluindo a mais impressionante de todas para mim, a Tran-samazônica, a rodovia gigantesca que, segundo os planos me-galomaníacos do governo Médici, ligaria o Nordeste brasileiro, começando em Cabedelo, na Paraíba, atravessaria os maiores estados do Norte, Pará e Amazonas, e chegaria até o Peru e o Equador.

7 Juremir Machado da Silva (2014, p. 11) vai além, observando que, na realidade, o golpe de 1964 foi midiático-civil-militar, uma vez que, segundo ele, a imprensa brasileira colaborou na preparação e legitimação do golpe de 1964, usando “todo o seu prestígio para convencer parte da população, especialmente as classes médias, a aderir aos propósitos das elites econômicas vinculadas aos interesses do capital internacional”.

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É desse período, segundo Robson Rodrigues, em texto na revista Aventuras na História, de 28 de abril de 2014, uma cé-lebre frase de efeito atribuída a Médici no tocante à importân-cia da estrada para a população daquela região: “Levar homens sem terra para uma terra sem homens”, deixando transpare-cer que o propósito maior seria levar os flagelados da seca do Nordeste para ocupar as terras inabitadas no longínquo Norte do país. Eu não me recordava claramente das propagandas da época, mas uma breve visita aos arquivos midiáticos de que dis-pomos na internet hoje em dia me trouxe de volta um comer-cial do Fusca, rodado em 1972, em plena construção da estrada, sustentado por imagens de tratores derrubando árvores e am-parado em um texto de apelo fortemente ufanista.

Homens e máquinas lutam contra a selva e contra

o clima para dar ao Brasil a sua maior obra rodo-

viária. Mas o esforço e a vitória serão amplamente

recompensados. Dentro de pouco tempo por aqui

rodarão confortavelmente quaisquer veículos

com toda segurança. (YOUTUBE, 2012)

Sabemos o que é Transamazônica atualmente, uma rodovia precária e praticamente intransitável em época de chuvas no Norte do país e cujo plano original chegou até o munícipio ama-zonense de Lábrea, distante 4.223 quilômetros do ponto zero. Desse período de “milagre”, temos ainda obras emblemáticas, como a Ponte Rio-Niterói, com o nome oficial do General Costa e Silva, a hidrelétrica de Itaipu e as usinas nucleares Angra 1, 2 e 3, estas últimas encomendadas aos alemães e que, até hoje, são uma grande dor de cabeça para o país e um exemplo primor-dial de desperdício de dinheiro público. Tornei-me adolescente durante esse período supostamente “miraculoso” da sociedade brasileira, mas sem jamais encontrar nos livros e debater na es-cola que, a reboque do tal desenvolvimento econômico, o Brasil

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encalacrou-se nas teias de uma dívida externa monstruosa e que, em vez de uma democratização da riqueza, de fato, houve um brutal aumento da concentração de renda e um alargamen-to significativo da pobreza. Ou seja, como nos dias de hoje, os dividendos são e sempre serão para poucos.

Durante esse período do milagre, como já mencionado, instaurou-se um sentimento ufanista de “Brasil potência”, que se evidenciou com a conquista da terceira Copa do Mundo, no México, desembocando para um clima de euforia generalizada, incentivado, emblematicamente, por canções como Pra frente Brasil. Nós, os alheios de um Brasil à parte e distante, não se pode negar, fomos facilmente tragados por tal estratégia. Nosso orgulho verde-amarelo aflorava com todo vigor diante de tan-tas conquistas e tantos exemplos de sucesso. Como poderia eu questionar alguma coisa se minha vida e da minha família se-guiam mais que tranquilas, sem quaisquer agitações ou turbu-lências? Na verdade, como todo aquele que vive alheio, só nós restava mesmo viver, sem pensar, sem questionar, experimen-tando o sentimento de conformismo típico das populações que são criadas e adestradas para um quase insuperável estado de resignação. Ainda bem que os estudos, mais adiante, me liber-taram dessa condição.

Mas voltando ao Pra frente Brasil, o nosso ufanismo à bra-sileira era pesadamente instilado nos ouvidos e nas mentes da população através da música, uma vez que, amparada em rimas fáceis, refrãos exaustivos e melodias simples, podia alcançar os quatro cantos do país, principalmente pelas ondas do rádio. As canções de cunho patriótico, para não dizer ultranaciona-lista, eram muitas e parte de uma delas aparece justamente na epígrafe deste texto, para mim, a mais marcante, que eu fui levado a cantarolar quase como uma ode ao “milagre” do Brasil e cantar em tantos eventos de nossas atividades escolares sem ter a mínima noção do que a mensagem oculta ali represen-

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tava. Isso era viver alheio. E aos alheios resta apenas repetir, mimetizar frases e discursos, nada mais.

Para muitos de nós, a ubíqua frase “Brasil, ame-o ou dei-xei-o” significava pouca coisa ou quase nada, e só mesmo o amadurecimento veio me dar a noção exata sobre o fato de que muitos brasileiros contrários à ditadura tiveram que deixar o país justamente por amá-lo ou apesar de amá-lo. Aquele tom de escolha, na realidade, escondia uma “não escolha”, pois tenho certeza de que a quem fosse dita tal frase numa situação de confronto, sem sombra de dúvidas, já estaria com seu des-tino previamente selado, isto é, ou fugia do Brasil ou iria para a prisão, correndo o sério risco de “ser desaparecido”. Para aqueles que, embora conscientes dos perigos que sempre os rondam numa situação como esta e optam por ficar para lutar por seus ideais, a clandestinidade era o único caminho viá-vel. E experimentar tal condição, como bem aponta Frei Betto (1982, p. 72-73), é tarefa dura e para os corajosos:

Viver na clandestinidade é como tornar-se in-

visível para os outros. As pessoas nos veem, mas

não conhecem, e os que conhecem não podem

nos encontrar senão por acaso. [...] Todo tem-

po de espera é longo, muito longo. Não há mui-

to a fazer quando só resta aguardar uma saída.

É como estar dentro de um imenso cilindro no

qual há centenas de portas desenhadas seme-

lhantes à única verdadeira.

Enquanto isso, as “musiquinhas” de tom ultranacionalista, de linguagem simples e rimas ordinárias, feitas sob medida para um povo aprisionado em seu pensar, permeavam todo o nos-so imaginário e nos transformavam em verdadeiros papagaios, repetindo-as à exaustão em desfiles cívicos, festas escolares e datas comemorativas. Infelizmente, foram essas as músicas

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que me fizeram companhia durante boa parte de minha ado-lescência, além, claro, das músicas em inglês que a gente can-tava, assoviava, imitava, mas (ainda) não tinha a menor noção do que diziam. Habitam minhas memórias desse tempo can-ções estrangeiras como California Dreamin’, dos The Mamas & the Papas (1965), Skyline Pigeon, de Elton John (1968), You’ve got a friend, de James Taylor (1971), Easy, dos Commodores (1977), How deep is your love, dos Bee Gees (1977), entre tan-tas outras. É possível que essas canções, ocas ideologicamente e pesadamente comerciais, tenham, de alguma sorte, exercido forte influência na minha decisão de um dia aprender línguas estrangeiras para conhecer o mundo e me tornar justamente professor de língua inglesa.

Mesmo assim, influenciado principalmente pela música americana, eu não ignorava totalmente a farta produção de talentos da nossa música popular brasileira, que, naquele pe-ríodo, aguçou em muito sua criatividade no sentido de levar ao público mensagens, ainda que subliminares, de esperança e resistência ao regime militar. Nos idos de 1976, período de res-caldo do milagre econômico, com apenas 13 anos, me chamou a atenção no rádio um cantor de voz diferente, meio fanhosa, falando de umas coisas que soavam muito interessantes para mim e que pareciam me despertar para certas temáticas que sequer faziam parte de minhas pueris curiosidades. Entre vá-rias letras que achei sofisticadíssimas e muito inteligentes para aquela época de música ufanista, havia uma canção que falava de América Latina e de alguém vindo do interior, sem dinhei-ro no banco, citando um tal compositor baiano “divino e ma-ravilhoso”, que, logo entendi, se tratava de Caetano Veloso, à essa altura, juntamente com Gilberto Gil, retornado do exílio na Inglaterra. Descobri Belchior: “Eu sou apenas um rapaz la-tino-americano sem dinheiro no banco, sem parentes impor-tantes e vindo do interior.”

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Aparentemente, acredito, não havia nas canções do compo-sitor cearense críticas ou alusões às práticas do regime ditato-rial, embora há quem diga que, na célebre Como nossos pais, eternizada na voz esplendorosa de Elis Regina, havia uma crítica ferrenha à juventude exatamente porque, ao viver sob a repres-são da ditadura, se escorava numa espécie de flagrante confor-mismo, agindo exatamente como a geração anterior, não de-monstrando muita vontade ou sentindo a necessidade de lutar para mudar o quadro político-social do país naquele momento. Verdade ou não, foi justamente por causa de Belchior, depois de umas leituras e conversas com amigos mais velhos, que pude en-tender que Caetano Veloso e Gilberto Gil, por exemplo, tinham sido mandados embora do Brasil exatamente porque incomoda-ram a tal da intelligentsia militar a partir, justamente, de golpes de inteligência e incomum genialidade na tessitura de canções e poemas, cuidadosamente engendrados para driblar e vencer os burocratas civis e militares que faziam parte da famigerada “censura federal”. E aí, nesse contexto, surge aos poucos para mim, ainda que de forma nebulosa e incipiente, o trabalho de outros compositores importantes daquele período como Chico Buarque, João Bosco, Aldir Blanc, Milton Nascimento, Fernando Brant, Ivan Lins, Vítor Martins e o grande Taiguara, artista uru-guaio radicado no Brasil, morto aos 50 anos, em 1996, por quem até hoje nutro imensa admiração.8 Na minha ignorância parti-cular, tenho certeza que cantei canções de Chico Buarque como Cálice e Apesar de você sem prestar a mais ínfima atenção para a poderosa mensagem que se desvelava por detrás de uma letra aparentemente despretensiosa.

Demorei, mas, com o tempo, claro, entendi. Já mais fami-liarizado com essas temáticas, ao ouvir a mais que direta Para

8 Taiguara foi um dos compositores mais censurados pelo regime militar. Ao longo de sua carreira, foram algo em torno de 200 canções rejeitadas.

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não dizer que falei das flores, de Geraldo Vandré, uma canção composta no emblemático ano de 1968, tomei aquela porrada e compreendi que este não era o país que eu me acostumara a ver nos livros, na escola e na minha própria cidade, onde, como já disse, se levava uma vida de inconteste tranquilidade e de uma paz irritante. Para mim, nunca houve praças, soldados arma-dos, braços dados, ruas, campos e construções. Como muitos dos brasileiros dos confins do Brasil, eu “nunca fui embora” porque simplesmente vivia totalmente alheio ao que estava acontecendo no Brasil. Como poderia eu “fazer a hora” se a mi-nha cidadania, pelo menos nos seus anos iniciais, foi solene-mente forjada por um estado de completa alienação? Não tinha como. Se bom ou ruim para mim, não há mais tempo de dizer, porém, pelo menos, a tomada de consciência do que foi o Brasil daquele momento viria com o passar dos anos.

E, assim, fui crescendo em um país em que a música e a li-teratura começavam a me mostrar a realidade brasileira tantas vezes disfarçada. Já tinha acesso a jornais e periódicos de circu-lação nacional que, mesmo de forma superficial, me forneciam subsídios importantes para entender a vida no Brasil para além de minha realidade. Compreendi com minhas leituras e con-versas com professores mais engajados de cidades maiores que aquele regime já estava apodrecido e, mais cedo ou mais tarde, teria que ser implodido. Com apenas 16 anos, vi na televisão de nosso vizinho as imagens de muitos brasileiros voltando do exílio graças à Lei da Anistia, de 28 de agosto de 1979, assinada no governo Figueiredo. Certamente, não me lembro de muitos nomes, mas é certo que, naquele momento, a letra da canção O bêbado e a equilibrista, de João Bosco e Aldir Blanc, passava a fazer enorme sentido para mim, pois eu não tinha a menor ideia quem seria o tal do “irmão do Henfil”, muito menos toda aquela “tanta gente que partiu num rabo de foguete”. Logo em 1979, como se sabe, retornaram Betinho, o irmão de Henfil,

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Leonel Brizola, Fernando Gabeira, Miguel Arraes, Luís Car-los Prestes, entre outros. Daí para frente, cada um tomou seu rumo, redesenhando a sua história no país que renasceria mes-mo ainda circundado por muitos dos seus vícios e tendo como “novos” protagonistas muitos civis que, de uma forma ou de outra, estiveram ao lado dos militares e os ajudaram a perpetrar as já notórias arbitrariedades.

A campanha das ‘Diretas Já’ começou quando eu já havia terminado o meu curso técnico e já estava trabalhando. Ainda morava na mesma cidade e, assim como o famigerado regime, estava entrando nas minhas duas décadas de vida. Como bra-sileiros, de lugares pequenos, nos sentíamos um pouco “meio cidadãos”, pois as coisas, verdadeiramente, só aconteciam nos grandes centros e de lá reverberavam na capital federal. Mas de alguma sorte, eu estava muito emocionado com a simples perspectiva de um dia votar, não apenas para presidente, pois, para mim, aquele seria o meu primeiro voto de verdade. O ano de 1985 chegou e trouxe, para o nosso alívio, mas não necessa-riamente nosso esquecimento, o ocaso de um período infeliz do nosso país. Mesmo tendo sido o primeiro presidente civil esco-lhido por um Colégio Eleitoral, a vitória de Tancredo Neves foi um sopro de esperança para jovens como eu que, finalmente, tomavam consciência do que é ser cidadão de verdade. Tancre-do não governou, como se sabe, e aí, na minha vida pessoal, aparecem algumas coincidências interessantes. Sua morte foi anunciada no dia 21 de abril de 1985. Eu estava justamente no Teatro Castro Alves, em Salvador, assistindo a um show de ninguém menos do que Taiguara, meu ídolo de tantos anos e de tantas noites regadas a vinho, romance e conversas de fu-turo. Foi justamente da boca de Taiguara que eu ouvi a notícia da morte de Tancredo. E ele, apesar de visivelmente comovido, nos mandou uma mensagem de otimismo, dizendo que agora o Brasil não teria como andar para trás. E, voltando-se para o

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seu inseparável piano, cantou os versos de uma de suas mais lindas e inesquecíveis canções, Que as crianças cantem livres, de 1973, cuja mensagem é exatamente aquela de esperança por tempos melhores, onde as crianças poderão, enfim, cantar li-vremente:

O tempo passa e atravessa as avenidas

E o fruto cresce, pesa e enverga o velho pé

E o vento forte quebra as telhas e vidraças

E o livro sábio deixa em branco o que não é [...]

E que as crianças cantem livres sobre os muros

E ensinem sonho ao que não pode amar sem dor

E que o passado abra os presentes pro futuro

Que não dormiu e preparou o amanhecer.

(TAIAGARA, 1973)

Apesar de todas as incertezas, aquela, para mim, foi uma noite memorável. Taiguara, finalmente, podia cantar livre por este país, sem a censura no seu encalço. A ditadura, por sua vez, pelo menos na sua cronologia, chegara ao fim e avizinhava-se a hora de reiniciarmos e repensarmos o que restara do Brasil. O ano de 1985 foi também o ano em que eu entrei na Univer-sidade Federal da Bahia (UFBA), aprovado no vestibular para o curso de Letras com Inglês. Era o meu futuro se desenhan-do. Não fui um estudante muito participativo no tocante à vida universitária, pois desde antes, como muitos alunos de famí-lias pouco aquinhoadas como a minha, eu já trabalhava para me sustentar. Tinha pouco tempo de folga. Fui, certamente, um bom aluno, dedicado e, cinco anos mais tarde, me tornei professor. Mais adulto, procurei sempre me inteirar da vida do meu país e, acima de tudo, aprender a desenvolver e a exerci-tar os meus direitos e a minha cidadania. Ainda daria tempo, claro, para eu arrancar de dentro de mim as marcas do estado

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de alienação e alheamento em que, mesmo sem querer, eu me encontrei desde o meu nascimento e durante boa parte de mi-nha juventude.

Rapidamente, tomei consciência de muitas das terríveis e inimagináveis ações que a ditadura brasileira perpetrou. Assim como dos desmandos e das atrocidades das outras ditaduras militares em vários países da América do Sul, como, por exem-plo, os violentos regimes do Chile e da Argentina. Aos poucos, todas as verdades, de alguma maneira, viriam à tona. Outras, sem dúvida, ainda estão por vir, em especial no tocante aos de-saparecidos que, até hoje, se convertem em feridas abertas no seio de tantas famílias enlutadas.

Cinquenta anos se passaram e muito se viveu, embora, como falei, muitas histórias ainda precisam ser (re)contadas. Estou mais velho e, de tudo isso, mesmo tendo vivido numa fronteira entre alheamento e alienação, a maior lição que aprendi ao lon-go do tempo foi: ditadura nunca mais! A continuação da letra da música Credo, de Milton Nascimento e Fernando Brant, ilus-tra vividamente o que penso e o que espero que possamos cons-truir daqui para frente, pois, como é fácil imaginar, ninguém jamais sai incólume a uma experiência como a que vivemos 50 anos atrás por ininterruptos e impensáveis 21 anos:

Caminhando e vivendo com a alma aberta

Aquecidos pelo sol que vem depois do temporal.

Vamos, companheiros pelas ruas de nossa cidade

Cantar semeando um sonho que vai ter de ser real.

Caminhemos pela noite com a esperança

Caminhemos pela noite com a juventude.

Esta é a minha esperança. Um caminhar com a alma aber-ta, almejando sempre um país que, em algum momento, até se volte para trás, apenas para lembrar que, apesar de todos os

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defeitos, a democracia ainda é a forma de governo que melhor pode proporcionar as condições necessárias para que sua so-berania seja exercida única e exclusivamente por seu povo. Ou seja, em poucas e curtas palavras, ditadura no more!

REFERÊNCIAS

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Colofão

Formato 15 x 22 cm

Tipografia Leitura Sans e Leitura News

Papel Alcalino 75 g/m2 (miolo)

Impressão EDUFBA

Capa e Acabamento Cian Gráfica

Tiragem 400 exemplares

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