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Misericordia Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Misericordia

Benito Pérez Galdós

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

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1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I-Dos caras, como algunas personas, tiene la

parroquia de San Sebastián... mejor será decir laiglesia... dos caras que seguramente son másgraciosas que bonitas: con la una mira a losbarrios bajos, enfilándolos por la calle de Cañi-zares; con la otra al señorío mercantil de la Pla-za del Ángel. Habréis notado en ambos rostrosuna fealdad risueña, del más puro Madrid, enquien el carácter arquitectónico y el moral seaúnan maravillosamente. En la cara del Surcampea, sobre una puerta chabacana, la imagenbarroca del santo mártir, retorcida, en actitudmás bien danzante que religiosa; en la del Nor-te, desnuda de ornatos, pobre y vulgar, se alzala torre, de la cual podría creerse que se poneen jarras, soltándole cuatro frescas a la Plazadel Ángel. Por una y otra banda, las caras ofachadas tienen anchuras, quiere decirse, patios

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cercados de verjas mohosas, y en ellos tiestoscon lindos arbustos, y un mercadillo de floresque recrea la vista. En ninguna parte como aquíadvertiréis el encanto, la simpatía, el ángel, di-cho sea en andaluz, que despiden de sí, comotenue fragancia, las cosas vulgares, o algunasde las infinitas cosas vulgares que hay en elmundo. Feo y pedestre como un pliego de ale-luyas o como los romances de ciego, el edificiobifronte, con su torre barbiana, el cupulín de lacapilla de la Novena, los irregulares techos ycortados muros, con su afeite barato de ocre,sus patios floridos, sus hierros mohosos en lacalle y en el alto campanario, ofrece un conjun-to gracioso, picante, majo, por decirlo de unavez. Es un rinconcito de Madrid que debemosconservar cariñosamente, como anticuarioscoleccionistas, porque la caricatura monumen-tal también es un arte. Admiremos en este SanSebastián, heredado de los tiempos viejos, laestampa ridícula y tosca, y guardémoslo comoun lindo mamarracho.

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Con tener honores de puerta principal, la delSur es la menos favorecida de fieles en díasordinarios, mañana y tarde. Casi todo el señor-ío entra por la del Norte, que más parece puertaexcusada o familiar. Y no necesitaremos hacerestadística de los feligreses que acuden al sa-grado culto por una parte y otra, porque tene-mos un contador infalible: los pobres. Muchomás numerosa y formidable que por el Sur espor el Norte la cuadrilla de miseria, que acechael paso de la caridad, al modo de guardia dealcabaleros que cobra humanamente el portaz-go en la frontera de lo divino, o la contribuciónimpuesta a las conciencias impuras que van adonde lavan.

Los que hacen la guardia por el Norte ocu-pan distintos puestos en el patinillo y en las dosentradas de este por las calles de las Huertas ySan Sebastián, y es tan estratégica su coloca-ción, que no puede escaparse ningún feligréscomo no entre en la iglesia por el tejado. En

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rigurosos días de invierno, la lluvia o el fríoglacial no permiten a los intrépidos soldados dela miseria destacarse al aire libre (aunque loshay constituidos milagrosamente para aguantara pie firme las inclemencias de la atmósfera), yse repliegan con buen orden al túnel o pasadizoque sirve de ingreso al templo parroquial, for-mando en dos alas a derecha e izquierda. Biense comprende que con esta formidable ocupa-ción del terreno y táctica exquisita, no se escapaun cristiano, y forzar el túnel no es menos difí-cil y glorioso que el memorable paso de lasTermópilas. Entre ala derecha y ala izquierda,no baja de docena y media el aguerrido contin-gente, que componen ancianos audaces, indó-mitas viejas, ciegos machacones, reforzados porniños de una acometividad irresistible (entién-dase que se aplican estos términos al arte de lapostulación), y allí se están desde que Diosamanece hasta la hora de comer, pues tambiénaquel ejército se raciona metódicamente, paravolver con nuevos bríos a la campaña de la tar-

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de. Al caer de la noche, si no hay Novena consermón, Santo Rosario con meditación y pláti-ca, o Adoración Nocturna, se retira el ejército,marchándose cada combatiente a su olivo contardo paso. Ya le seguiremos en su interesanteregreso al escondrijo donde mal vive. Por depronto, observémosle en su rudo luchar por lapícara existencia, y en el terrible campo de bata-lla, en el cual no hemos de encontrar charcos desangre ni militares despojos, sino pulgas y otrasferoces alimañas.

Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, enque se helaban las palabras en la boca, y azota-ba el rostro de los transeúntes un polvo que porlo frío parecía nieve molida, se replegó el ejérci-to al interior del pasadizo, quedando sólo en lapuerta de hierro de la calle de San Sebastián unciego entrado en años, de nombre Pulido, quedebía de tener cuerpo de bronce, y por sangrealcohol o mercurio, según resistía las tempera-turas extremas, siempre fuerte, sano, y con

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unos colores que daban envidia a las flores delcercano puesto. La florista se replegó tambiénen el interior de su garita, y metiendo consigolos tiestos y manojos de siemprevivas, se puso atejer coronas para niños muertos. En el patio,que fue Zementerio de S. Sebastián, como declarael azulejo empotrado en la pared sobre la puer-ta, no se veían más seres vivientes que las po-quísimas señoras que a la carrera lo atravesa-ban para entrar en la iglesia o salir de ella,tapándose la boca con la misma mano en quellevaban el libro de oraciones, o algún clérigoque se encaminaba a la sacristía, con el manteoarrebatado del viento, como pájaro negro queahueca las plumas y estira las alas, asegurandocon su mano crispada la teja, que también quer-ía ser pájaro y darse una vuelta por encima dela torre.

Ninguno de los entrantes o salientes hacíacaso del pobre Pulido, porque ya tenían cos-tumbre de verle impávido en su guardia, tan

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insensible a la nieve como al calor sofocante,con su mano extendida, mal envuelto en raídacapita de paño pardo, modulando sin cesarpalabras tristes, que salían congeladas de suslabios. Aquel día, el viento jugaba con los pelosblancos de su barba, metiéndoselos por la narizy pegándoselos al rostro, húmedo por el lagri-meo que el intenso frío producía en sus muer-tos ojos. Eran las nueve, y aún no se había es-trenado el hombre. Día más perro que aquel nose había visto en todo el año, que desde Reyesvenía siendo un año fulastre, pues el día delsanto patrono (20 de Enero) sólo se habían hechodoce chicas, la mitad aproximadamente que elaño anterior, y la Candelaria y la novena delbendito San Blas, que otros años fueron tan deprovecho, vinieron en aquel con diarios de sietechicas, de cinco chicas: ¡valiente puñado! «Y mepaice a mí -decía para sus andrajos el buen Pu-lido, bebiéndose las lágrimas y escupiendo lospelos de su barba-, que el amigo San José tam-bién nos vendrá con mala pata... ¡Quién se

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acuerda del San José del primer año de Ama-deo!... Pero ya ni los santos del cielo son comoes debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto dela festividá, o, como quien dice, la probeza honra-da. Todo es por tanto pillo como hay en la polí-tica pulpitante, y el aquel de las suscricionespara las vítimas. Yo que Dios, mandaría a losángeles que reventaran a todos esos que en lospapeles andan siempre inventando vítimas, alcuento de jorobarnos a los pobres de tanda. Li-mosna hay, buenas almas hay; pero liberalespor un lado, el Congrieso dichoso, y por otro lascongriogaciones, los metingos y discursiones y tan-tas cosas de imprenta, quitan la voluntad a losmás cristianos... Lo que digo: quieren que nohaiga pobres, y se saldrán con la suya. Pero paentonces, yo quiero saber quién es el guapo quesaca las ánimas del Purgatorio... Ya, ya se pu-drirán allá las señoras almas, sin que la cris-tiandad se acuerde de ellas, porque... a mí queno me digan: el rezo de los ricos, con la barriga

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bien llena y las carnes bien abrigadas, no vale...por Dios vivo que no vale».

Al llegar aquí en su meditación, acercóseleun sujeto de baja estatura, con luenga capa quecasi le arrastraba, rechoncho, como de sesentaaños, de dulce mirar, la barba cana y recortada,vestido con desaliño; y poniéndole en la manouna perra grande, que sacó de un cartucho quesin duda destinaba a las limosnas del día, ledijo: «No te la esperabas hoy: di la verdad. ¡Coneste día!...

-Sí que la esperaba, mi Sr. D. Carlos -replicóel ciego besando la moneda-, porque hoy es eluniversario, y usted no había de faltar, aunquese helara el cero de los terremotos (sin dudaquería decir termómetros).

-Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, mevoy defendiendo, que no es flojo milagro conestas heladas y este pícaro viento Norte, capazde encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza

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Mayor. Y tú, Pulido, ten cuidado. ¿Por qué note vas adentro?

-Yo soy de bronce, Sr. D. Carlos, y a mí ni lamuerte me quiere. Mejor se está aquí con laventisca, que en los interiores, alternando conesas viejas charlatanas, que no tienen educa-ción... Lo que yo digo: la educación es lo prime-ro, y sin educación, ¿cómo quieren que haigacaridad?... D. Carlos, que el Señor se lo aumen-te, y se lo dé de gloria...».

Antes de que concluyera la frase, el D. Car-los voló; y lo digo así, porque el terriblehuracán hizo presa en su desmedida capa, yallá veríais al hombre, con todo el paño arremo-linado en la cabeza, dando tumbos y giros, co-mo un rollo de tela o un pedazo de alfombraarrebatados por el viento, hasta que fue a darde golpe contra la puerta, y entró ruidosa yatropelladamente, desembarazando su cabezadel trapo que la envolvía. «¡Qué día... vaya conel día de porra!» -exclamaba el buen señor, ro-

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deado del enjambre de pobres, que con chilli-dos plañideros le saludaron; y las flacas manosde las viejas le ayudaban a componer y estirarsobre sus hombros la capa. Acto continuo re-partió las perras, que iba sacando del cartuchouna a una, sobándolas un poquito antes de en-tregarlas, para que no se le escurriesen dos pe-gadas; y despidiéndose al fin de la pobreteríacon un sermoncillo gangoso, exhortándoles a lapaciencia y humildad, guardó el cartucho, queaún tenía monedas para los de la puerta delfrontis de Atocha, y se metió en la iglesia.

-II-Tomada el agua bendita, don Carlos Moreno

Trujillo se dirigió a la capilla de Nuestra Señorade la Blanca. Era hombre tan extremadamentemetódico, que su vida entera encajaba dentro

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de un programa irreductible, determinante desus actos todos, así morales como físicos, de lasgraves resoluciones, así como de los pasatiem-pos insignificantes, y hasta del moverse y delrespirar. Con un solo ejemplo se demuestra elpoder de la rutinaria costumbre en aquel santovarón, y es que, viviendo en aquellos días de suancianidad en la calle de Atocha, entraba siem-pre por la verja de la calle de San Sebastián ypuerta del Norte, sin que hubiera para ello otrarazón que la de haber usado dicha entrada enlos treinta y siete años que vivió en su renom-brada casa de comercio de la Plazuela delÁngel. Salía invariablemente por la calle deAtocha, aunque a la salida tuviera que visitar asu hija, habitante en la calle de la Cruz.

Humillado ante el altar de los Dolores, ydespués ante la imagen de San Lesmes, perma-necía buen rato en abstracción mística; despaci-to recorría todas las capillas y retablos, guar-dando un orden que en ninguna ocasión se

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alteraba; oía luego dos misitas, siempre dos, niuna más ni una menos; hacía otro recorrido dealtares, terminando infaliblemente en la capilladel Cristo de la Fe; pasaba un ratito a la sacrist-ía, donde con el coadjutor o el sacristán se per-mitía una breve charla, tratando del tiempo, ode lo malo que está todo, o bien de comentar elcómo y el por qué de que viniera turbia el aguadel Lozoya, y se marchaba por la puerta que daa la calle de Atocha, donde repartía las últimasmonedas del cartucho. Tal era su previsión, querara vez dejaba de llevar la cantidad necesariapara los pobres de uno y otro costado: comoaconteciera el caso inaudito de faltarle una pie-za, ya sabía el mendigo que la tenía segura aldía siguiente; y si sobraba, se corría el buenseñor al oratorio de la calle del Olivar en buscade una mano desdichada en que ponerla.

Pues señor, entró D. Carlos en la iglesia, co-mo he dicho, por la puerta que llamaremos delCementerio de San Sebastián, y las ancianas y

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ciegos de ambos sexos que acababan de recibirde él la limosna, se pusieron a picotear, puesmientras no entrara o saliera alguien a quienacometer, ¿qué habían de hacer aquellos infeli-ces más que engañar su inanición y sus tristeshoras, regalándose con la comidilla que nadales cuesta, y que, picante o desabrida, siempretienen a mano para con ella saciarse? En estoson iguales a los ricos: quizás les llevan ventaja,porque cuando tocan a charlar, no se ven cohi-bidos por las conveniencias usuales de la con-versación, que poniendo entre el pensamiento yla palabra gruesa costra etiquetera y gramatical,embotan el gusto inefable del dime y direte.

«¿No vus dije que D. Carlos no faltaba hoy?Ya lo habéis visto. Decir ahora si yo me equivo-co y no estoy al tanto.

-Yo también lo dije... Toma... como que es elaniversario del mes, día 24; quiere decir quecumple mes la defunción de su esposa, y DonCarlos bendito no falta este día, aunque lluevan

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ruedas de molino, porque otro más cristiano,sin agraviar, no lo hay en Madrid.

-Pues yo me temía que no viniera, motivadoal frío que hace, y pensé que, por ser día deperra gorda, el buen señor suprimía la festividá.

-Hubiéralo dado mañana, bien lo sabes,Crescencia, que D. Carlos sabe cumplir y pagalo que debe.

-Hubiéranos dado mañana la gorda de hoy,eso sí; pero quitándonos la chica de mañana.Pues ¿qué crees tú, que aquí no sabemos decuentas? Sin agraviar, yo sé ajustarlas como lamisma luz, y sé que el D. Carlos, cuando se lehace mucho lo que nos da, se pone malo porahorrarse algunos días, lo cual que ha de saber-le mal a la difunta.

-Cállate, mala lengua.

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-Mala lengua tú, y... ¿quieres que te lo di-ga?... ¡adulona!

-¡Lenguaza!».

Eran tres las que así chismorreaban, sentadi-tas a la derecha, según se entra, formando ungrupo separado de los demás pobres, una deellas ciega, o por lo menos cegata; las otras doscon buena vista, todas vestidas de andrajos, yabrigadas con pañolones negros o grises. Laseñá Casiana, alta y huesuda, hablaba con ciertaarrogancia, como quien tiene o cree tener auto-ridad; y no es inverosímil que la tuviese, puesen donde quiera que para cualquier fin se reú-nen media docena de seres humanos, siemprehay uno que pretende imponer su voluntad alos demás, y, en efecto, la impone. Crescenciase llamaba la ciega o cegata, siempre hecha unovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacan-do del envoltorio que con su arrollado cuerpoformaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas.La que en el anterior coloquio pronunciara fra-

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ses altaneras y descorteses tenía por nombreFlora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sen-tido se ignora, y era una viejecilla pequeña yvivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía yalborotaba el miserable cotarro, indisponiendoa unos con otros, pues siempre tenía que deciralgo picante y malévolo cuando los demás re-partijaban, y nunca distinguía de pobres y ricosen sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, la-crimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza yla malicia. Su nariz estaba reducida a una bolitaroja, que bajaba y subía al mover de labios ylengua en su charla vertiginosa. Los dos dientesque en sus encías quedaban, parecían correr deun lado a otro de la boca, asomándose tanpronto por aquí, tan pronto por allá, y cuandoterminaba su perorata con un gesto de desdénsupremo o de terrible sarcasmo, cerrábase degolpe la boca, los labios se metían uno dentrode otro, y la barbilla roja, mientras callaba lalengua, seguía expresando las ideas con untemblor insultante.

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Tipo contrario al de la Burlada era el de señáCasiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apre-ciaba fácilmente su delgadez por llevar, segúndicho de la gente maliciosa, mucha y buenaropa debajo de los pingajos. Su cara larguísimacomo si por máquina se la estiraran todos losdías, oprimiéndole los carrillos, era de lo másdesapacible y feo que puede imaginarse, conlos ojos reventones, espantados, sin brillo niexpresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; lanariz de gancho, desairada; a gran distancia dela nariz, la boca, de labios delgadísimos, y, porfin, el maxilar largo y huesudo. Si vale compa-rar rostros de personas con rostros de animales,y si para conocer a la Burlada podríamos imagi-narla como un gato que hubiera perdido el peloen una riña, seguida de un chapuzón, digamosque era la Casiana como un caballo viejo, y per-fecta su semejanza con los de la plaza de toros,cuando se tapaba con venda oblicua uno de losojos, quedándose con el otro libre para el fisgo-neo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda

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región del mundo hay clases, sin que se ex-ceptúen de esta división capital las más ínfimasjerarquías, allí no eran todos los pobres lo mis-mo. Las viejas, principalmente, no permitíanque se alterase el principio de distinción capital.Las antiguas, o sea las que llevaban ya veinte omás años de pedir en aquella iglesia, disfruta-ban de preeminencias que por todos eran res-petadas, y las nuevas no tenían más remedioque conformarse. Las antiguas disfrutaban delos mejores puestos, y a ellas solas se concedíael derecho de pedir dentro, junto a la pila deagua bendita. Como el sacristán o el coadjutoralterasen esta jurisprudencia en beneficio dealguna nueva, ya les había caído que hacer.Armábase tal tumulto, que en muchas ocasio-nes era forzoso acudir a la ronda o a la parejade vigilancia. En las limosnas colectivas y enlos repartos de bonos, llevaban preferencia lasantiguas; y cuando algún parroquiano daba unacantidad cualquiera para que fuese distribuidaentre todos, la antigüedad reclamaba el derecho

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a la repartición, apropiándose la cifra mayor, sila cantidad no era fácilmente divisible en partesiguales. Fuera de esto, existían la preponderan-cia moral, la autoridad tácita adquirida por ellargo dominio, la fuerza invisible de la anterio-ridad. Siempre es fuerte el antiguo, como elnovato siempre es débil, con las excepcionesque pueden determinar en algunos casos loscaracteres. La Casiana, carácter duro, dominan-te, de un egoísmo elemental, era la más antiguade las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosi-lla, picotera y maleante, era la más nueva de lasnuevas; y con esto queda dicho que cualquiersuceso trivial o palabra baladí eran el fulminan-te que hacía brotar entre ellas la chispa de ladiscordia.

La disputilla referida anteriormente fue cor-tada por la entrada o salida de fieles. Pero laBurlada no podía refrenar su reconcomio, y enla primera ocasión, viendo que la Casiana y elciego Almudena (de quien se hablará después)

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recibían aquel día más limosna que los demás,se deslenguó nuevamente con la antigua, di-ciéndole: «Adulona, más que adulona, ¿creesque no sé que estás rica, y que en Cuatro Cami-nos tienes casa con muchas gallinas, y muchaspalomas, y conejos muchos? Todo se sabe.

-Cállate la boca, si no quieres que dé parte aD. Senén para que te enseñe la educación.

-¡A ver!...

-No vociferes, que ya oyes la campanilla dealzar la Majestad.

-Pero, señoras, por Dios -dijo un lisiado queen pie ocupaba el sitio más próximo a la iglesia-. Arreparen que están alzando el Santísimo Sa-cramento.

-Es esta habladora, escorpionaza.

-Es esta dominanta... ¡A ver!... Pues, hija, yaque eres caporala, no tires tanto de la cuerda, y

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deja que las nuevas alcancemos algo de la li-mosna, que todas semos hijas de Dios... ¡A ver!

-¡Silencio, digo!

-¡Ay, hija... ni que fuas Cánovas!».

-III-Más adentro, como a la mitad del pasadizo,

a la izquierda, había otro grupo, compuesto deun ciego, sentado; una mujer, también sentada,con dos niñas pequeñuelas, y junto a ella, enpie, silenciosa y rígida, una vieja con traje ymanto negros. Algunos pasos más allá, a cortadistancia de la iglesia, se apoyaba en la pared,cargando el cuerpo sobre las muletas, el cojo ymanco Elíseo Martínez, que gozaba el privile-gio de vender en aquel sitio La Semana Católica.Era, después de Casiana, la persona de más

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autoridad y mangoneo en la cuadrilla, y comosu lugarteniente o mayor general.

Total: siete reverendos mendigos, que espe-ro han de quedar bien registrados aquí, con lasconvenientes distinciones de figura, palabra ycarácter. Vamos con ellos.

La mujer de negro vestida, más que vieja,envejecida prematuramente, era, además denueva, temporera, porque acudía a la mendici-dad por lapsos de tiempo más o menos largos,y a lo mejor desaparecía, sin duda por encon-trar un buen acomodo o almas caritativas quela socorrieran. Respondía al nombre de la señáBenina (de lo cual se infiere que Benigna se lla-maba), y era la más callada y humilde de lacomunidad, si así puede decirse; bien criada,modosa y con todas las trazas de perfecta sumi-sión a la divina voluntad. Jamás importunaba alos parroquianos que entraban o salían; en losrepartos, aun siendo leoninos, nunca formulóprotesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni de

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lejos la bandera turbulenta y demagógica de laBurlada. Con todas y con todos hablaba el mis-mo lenguaje afable y comedido; trataba conmiramiento a la Casiana, con respeto al cojo, yúnicamente se permitía trato confianzudo,aunque sin salirse de los términos de la decen-cia, con el ciego llamado Almudena, del cual,por el pronto, no diré más sino que es árabe,del Sus, tres días de jornada más allá de Marra-kesh. Fijarse bien.

Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cier-to punto finos y de buena educación, y su ros-tro moreno no carecía de cierta gracia intere-sante que, manoseada ya por la vejez, era unagracia borrosa y apenas perceptible. Más de lamitad de la dentadura conservaba. Sus ojos,grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojoque imponen la edad y los fríos matinales. Sunariz destilaba menos que las de sus compañe-ras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abulta-das coyunturas, no terminaban en uñas de

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cernícalo. Eran sus manos como de lavandera, yaún conservaban hábitos de aseo. Usaba unavenda negra bien ceñida en la frente; sobre ellapañuelo negro, y negros el manto y vestido,algo mejor apañaditos que los de las otras an-cianas. Con este pergenio y la expresión senti-mental y dulce de su rostro, todavía bien com-puesto de líneas, parecía una Santa Rita de Ca-sia que andaba por el mundo en penitencia.Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente,si bien podría creerse que hacía las veces deesta el lobanillo del tamaño de un garbanzo,redondo, cárdeno, situado como a media pul-gada más arriba del entrecejo.

A eso de las diez, la Casiana salió al patiopara ir a la sacristía (donde tenía gran meti-miento, como antigua), para tratar con D. Senénde alguna incumbencia desconocida para loscompañeros y por lo mismo muy comentada.Lo mismo fue salir la caporala, que correrse laBurlada hacia el otro grupo, como un envolto-

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rio que se echara a rodar por el pasadizo, ysentándose entre la mujer que pedía con dosniñas, llamada Demetria, y el ciego marroquí,dio suelta a la lengua, más cortante y afiladaque las diez uñas lagartijeras de sus dedos ne-gros y rapantes.

«¿Pero qué, no creéis lo que vos dije? La ca-porala es rica, mismamente rica, tal como loestáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos loquita a las que semos de verdadera solenidá,porque no tenemos más que el día y la noche.

-Vive por allá arriba -indicó la Crescencia-,orilla en ca los Paúles.

-¡Quiá, no, señora! Eso era antes. Yo lo sé to-do -prosiguió la Burlada, haciendo presa en elaire con sus uñas-. A mí no me la da ésa, y hetomado lenguas. Vive en Cuatro Caminos,donde tiene corral, y en él cría, con perdón, uncerdo; sin agraviar a nadie, el mejor cerdo deCuatro Caminos.

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-¿Ha visto usted la jorobada que viene porella?

-¿Que si la he visto? Esa cree que semos bo-bas. La corcovada es su hija, y por más señascosturera, ¿sabes?, y con achaque de la joroba,pide también. Pero es modista, y gana dineropara casa... Total, que allí son ricos, el Señor meperdone; ricos sinvergonzonazos, que engañana nosotras y a la Santa Iglesia católica, apostóli-ca. Y como no gasta nada en comer, porquetiene dos o tres casas de donde le traen todoslos días los cazolones de cocido, que es la gloriade Dios... ¡a ver!

-Ayer -dijo Demetria quitándole la teta a laniña-, bien lo vide. Le trajeron...

-¿Qué?

-Pues un arroz con almejas, que lo menoshabía para siete personas.

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-¡A ver!... ¿Estás segura de que era con alme-jas? ¿Y qué, golía bien?

-¡Vaya si golía!... Los cazolones los tiene en cael sacristán. Allí vienen y se los llenan, y halacon todo para Cuatro Caminos.

-El marido... -añadió la Burlada echandolumbre por los ojos-, es uno que vende teas yperejil... Ha sido melitar, y tiene siete crucessencillas y una con cinco riales... Ya ves quéfamilia. Y aquí me tienes que hoy no he comidomás que un corrusco de pan; y si esta noche nome da cobijo la Ricarda en el cajón de Cham-berí, tendré que quedarme al santo raso. ¿Túqué dices, Almudena?

El ciego murmuraba. Preguntado segundavez, dijo con áspera y dificultosa lengua:

-¿Hablar vos del Piche? Conocierle mí. Noser marido la Casiana con casarmiento, por la

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luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz,quirido.

-¿Conócesle tú?

-Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él...de mi tierra dos rosarios, y una pieldra imán.Diniero él, mucho diniero... Ser capatazo de lasopa en el Sagriado Corazón de allá... y en todala probieza de allá, mandando él, con garrotaél... barrio Salmanca... capatazo... Malo, mumalo, y no dejar comer... Ser un criado del Go-berno, del Goberno malo de Ispania, y de losdel Banco, aonde estar tuda el diniero en cajassoterranas. Guardar él, matarnos de hambreél...

-Es lo que faltaba -dijo la Burlada con aspa-vientos de oficiosa ira-; que también tuvierandinero en las arcas del Banco esos hormigona-zos.

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-¡Tanto como eso!... Vaya usted a saber -indicó la Demetria, volviendo a dar la teta a lacriatura, que había empezado a chillar-. ¡Calla,tragona!

-¡A ver!... Con tanto chupío, no sé cómo vi-ves, hija... Y usted, señá Benina, ¿qué cree?

-¿Yo?... ¿De qué?

-De si tien o no tien dinero en el Banco.

-¿Y a mí qué? Con su pan se lo coman.

-Con el nuestro, ¡ja, ja!... y encima codillo dejamón.

-¡A callar se ha dicho! -gritó el cojo, vende-dor de La Semana-. Aquí se viene a lo que seviene, y a guardar la circuspición.

-Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!...¡Ni que fuas Vítor Manuel, el que puso preso alPapa!

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-Callar, digo, y tengan más religión.

-Religión tengo, aunque no como con la Igle-sia como tú, pues yo vivo en compañía delhambre, y mi negocio es miraros tragar y verlos papelaos de cosas ricas que vos traen de lascasas. Pero no tenemos envidia, ¿sabes, Eliseo?y nos alegramos de ser pobres y de morirnos deflato, para irnos en globo al cielo, mientras quetú...

-Yo ¿qué?

-¡A ver!... Pues que estás rico, Eliseo; no nie-gues que estás rico... Con la Semana, y lo que tedan D. Senén y el señor cura... Ya sabemos: elque parte y reparte... No es por murmurar:Dios me libre. Bendita sea nuestra santa mise-ria... El Señor te lo aumente. Dígolo porque teestoy agradecida, Eliseo. Cuando me cogió elcoche en la calle de la Luna... fue el día que lle-varon a ese Sr. de Zorrilla... pues, como digo,mes y medio estuve en el espital, y cuando salí,

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tú, viéndome sola y desamparada, me dijiste:«Señá Flora, ¿por qué no se pone a pedir en untemplo, quitándose de la santimperie, yarrimándose al cisco de la religión? Véngaseconmigo y verá cómo puede sacar un diario, sinrodar por las calles, y tratando con pobres de-centes». Eso me dijiste, Eliseo, y yo me eché allorar, y me vine acá contigo. De lo cual vino elestar yo aquí, y muy agradecida a tu condutafina y de caballero. Sabes que rezo un Padre-nuestro por ti todos los días, y le pido al Señorque te haga más rico de lo que eres; que vendassinfinidá de Semanas, y que te traigan buen bo-drio del café y de la casa de los señores condes,para que te hartes tú y la carreterona de tu mu-jer. ¿Qué importa que Crescencia y yo, y estepobre Almudena, nos desayunemos a las docedel mediodía con un mendrugo, que serviría paraempedrar las santas calles? Yo le pido al Señorque no te falte para el aguardentazo. Tú lo ne-cesitas para vivir; yo me moriría si lo catara... ¡Yojalá que tus dos hijos lleguen a duques! Al uno

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le tienes de aprendiz de tornero, y te mete encasa seis reales cada semana; al otro le tienes enuna taberna de las Maldonadas, y saca buenaspropinillas de las golfas, con perdón... El Señorte los conserve, y te los aumente cada año, yvéate yo vestido de terciopelo y con una patanueva de palo santo, y a tu tarasca véala yo consombrero de plumas. Soy agradecida: se me haolvidado el comer, de las hambres que paso;pero no tengo malos quereres, Eliseo de mi al-ma, y lo que a mí me falta tenlo tú, y come ybebe, y emborráchate; y ten casa de balcón conmesas de de noche, y camas de hierro con suscolchas rameadas, tan limpias como las del Rey;y ten hijos que lleven boina nueva y alpargatade suela, y niña que gaste toquilla rosa y zapa-tito de charol los domingos, y ten un buen ana-fre, y buenos felpudos para delante de las ca-mas, y cocina de co, con papeles nuevos, y unabatería que da gloria con tantismas cazoletas; ybuenas láminas del Cristo de la Caña y SantaBárbara bendita, y una cómoda llena de ropa

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blanca; y pantallas con flores, y hasta máquinade coser que no sirve, pero encima de ella po-nes la pila de Semanas; ten también muchosamigos y vecinos buenos, y las grandes casasde acá, con señores que por verte inválido tedan barreduras del almacén de azúcar, y pape-laos del café de la moca, y de arroz de tres pasa-das; ten también metimiento con las señoras dela Conferencia, para que te paguen la casa o lacédula, y den plancha de fino a tu mujer... teneso y más, y más, Eliseo...

Cortó los despotriques vertiginosos de laBurlada, produciendo un silencio terrorífico enel pasadizo, la repentina aparición de la señáCasiana por la puerta de la iglesia.

-Ya salen de misa mayor -dijo; y encarándo-se después con la habladora, echó sobre ellatoda su autoridad con estas despóticas pala-bras: «Burlada, pronto a tu puesto, y cerrar elpico, que estamos en la casa de Dios».

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Empezaba a salir gente, y caían algunas li-mosnas, pocas. Los casos de ronda total, dandoigual cantidad a todos, eran muy raros, y aqueldía las escasas moneditas de cinco y dos cénti-mos iban a parar a las manos diligentes de Eli-seo o de la caporala, y algo le tocó también a laDemetria y a señá Benina. Los demás poco onada lograron, y la ciega Crescencia se lamentóde no haberse estrenado. Mientras Casianahablaba en voz baja con Demetria, la Burladapegó la hebra con Crescencia en el rincónpróximo a la puerta del patio.

-¡Qué le estará diciendo a la Demetria!

-A saber... Cosas de ellas.

-Me ha golido a bonos por el funeral de pre-sencia que tenemos mañana. A Demetria le danmás, por ser arrecomendada de ese que celebra laprimera misa, el D. Rodriguito de las mediasmoradas, que dicen es secretario del Papa.

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-Le darán toda la carne, y a nosotras los hue-sos.

-¡A ver!... Siempre lo mismo. No hay comoandar con dos o tres criaturas a cuestas parasacar tajada. Y no miran a la decencia, porqueestas holgazanotas, como Demetria, sobre serunas grandísimas pendonazas, hacen luego delvicio su comercio. Ya ves: cada año se trae unalechigada, y criando a uno, ya tiene en el buchelos huesos del año que viene.

-¿Y es casada?

-Como tú y como yo. De mí nada dirán, puesen San Andrés bendito me casé con mi Roque,que está en gloria, de la consecuencia de unacaída del andamio. Esta dice que tiene el mari-do en Celiplinas, y será que desde allá le hacelos chiquillos... por carta... ¡Ay, qué mundo! Tedigo que sin criaturas no se saca nada: los seño-res no miran a la dinidá de una, sino a si da elpecho o no da el pecho. Les da lástima de las

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criaturas, sin reparar en que más honrás somoslas que no las tenemos, las que estamos en lasenetú, hartas de trabajos y sin poder valernos.Pero vete tú ahora a golver del revés el mundo,y a gobernar la compasión de los señores. Poreso se dice que todo anda trastornado y alrevés, hasta los cielos benditos, y lleva razónPulido cuando habla de la rigolución mu gorda,mu gorda, que ha de venir para meter en cintu-ra a ricos miserables y a pobres ensalzaos».

Concluía la charlatana vieja su perorata,cuando ocurrió un suceso tan extraño, fenome-nal e inaudito, que no podría ser comparadosino a la súbita caída de un rayo en medio de lacomunidad mendicante, o a la explosión de unabomba: tales fueron el estupor y azoramientoque en toda la caterva mísera produjo. Los másantiguos no recordaban nada semejante; losnuevos no sabían lo que les pasaba. Quedáron-se todos mudos, perplejos, espantados. ¿Y quéfue, en suma? Pues nada: que Don Carlos Mo-

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reno Trujillo, que toda la vida, desde que elmundo era mundo, salía infaliblemente por lapuerta de la calle de Atocha... no alteró aqueldía su inveterada costumbre; pero a los pocospasos volvió adentro, para salir por la calle delas Huertas, hecho singularísimo, absurdo,equivalente a un retroceso del sol en su carrera.

Pero no fue principal causa de la sorpresa yconfusión la desusada salida por aquella parte,sino que D. Carlos se paró en medio de los po-bres (que se agruparon en torno a él, creyendoque les iba a repartir otra perra por barba), lesmiró como pasándoles revista, y dijo: «Eh, se-ñoras ancianas, ¿quién de vosotras es la quellaman la señá Benina?».

-Yo, señor, yo soy -dijo la que así se llamaba,adelantándose temerosa de que alguna de suscompañeras le quitase el nombre y el estadocivil.

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-Esa es -añadió la Casiana con sequedad ofi-ciosa, como si creyese que hacía falta su exequa-tur de caporala para conocimiento o certifica-ción de la personalidad de sus inferiores.

-Pues, señá Benina -agregó D. Carlos em-bozándose hasta los ojos para afrontar el frío dela calle-, mañana, a las ocho y media, se pasausted por casa; tenemos que hablar. ¿Sabe us-ted dónde vivo?

-Yo la acompañaré -dijo Eliseo echándoselade servicial y diligente en obsequio del señor yde la mendiga.

-Bueno. La espero a usted, señá Benina.

-Descuide el señor.

-A las ocho y media en punto. Fíjese bien -añadió D. Carlos a gritos, que resultaron apa-gados porque le tapaban la boca las felpashúmedas del embozo raído-. Si va usted antes,

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tendrá que esperarse, y si va después, no meencuentra... Ea, con Dios. Mañana es 25: metoca en Montserrat, y después, al cementerio.Con que...

IV-¡María Santísima, San José bendito, qué co-

mentarios, qué febril curiosidad, qué ansia deinvestigar y sorprender los propósitos del buenD. Carlos! En los primeros momentos, la mismaintensidad de la sorpresa privó a todos de lapalabra. Por los rincones del cerebro de cadacual andaba la procesión... dudas, temores, en-vidia, curiosidad ardiente. La señá Benina, que-riendo sin duda librarse de un fastidioso hur-goneo, se despidió afectuosamente, comosiempre lo hacía, y se fue. Siguiola, con minutosde diferencia, el ciego Almudena. Entre los res-

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tantes empezaron a saltar, como chispas, lasfrasecillas primeras de su sorpresa y confusión:«Ya lo sabremos mañana... Será por desempe-ñarla... Tiene más de cuarenta papeletas.

-Aquí todas nacen de pie -dijo la Burlada aCrescencia-, menos nosotras, que hemos caídoen el mundo como talegos».

Y la Casiana, afilando más su cara caballuna,hasta darle proporciones monstruosas, dijo conacento de compasión lúgubre: «¡Pobre DonCarlos! Está más loco que una cabra».

A la mañana siguiente, aprovechando lacomunidad el hecho feliz de no haber ido a laparroquia ni la señá Benina ni el ciego Almude-na, menudearon los comentarios del extrañosuceso. La Demetria expuso tímidamente laopinión de que D. Carlos quería llevar a la Be-nina a su servicio, pues gozaba ésta fama degran cocinera, a lo que agregó Eliseo que, en

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efecto, la tal había sido maestra de cocina; perono la querían en ninguna parte por vieja.

«Y por sisona -afirmó la Casiana, recalcandocon saña el término-. Habéis de saber que hasido una sisona tremenda, y por ese vicio se veahora como se ve, teniendo que pedir para unarosca. De todas las casas en que estuvo la echa-ron por ser tan larga de uñas, y si ella hubiátenido conduta, no le faltarían casas buenas enque acabar tranquila...

-Pues yo -declaró la Burlada con negro escep-ticismo-, vos digo que si ha venido a pedir esporque fue honrada; que las muy sisonas jun-tan dinero para su vejez y se hacen ricas... quelas hay, vaya si las hay. Hasta con coche las heconocido yo.

-Aquí no se habla mal de naide.

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-No es hablar mal. ¡A ver!... La que hablapestes es bueycencia, señora presidenta de mi-nistros.

-¿Yo?

-Sí... Vuestra Eminencia Ilustrísima es la queha dicho que la Benina sisaba; lo cual que no esverdad, porque si sisara tuviera, y si tuviera novendría a pedir. Tómate esa.

-Por bocona te has de condenar tú.

-No se condena una por bocona, sino por ri-ca, mayormente cuando quita la limosna a lospobres de buena ley, a los que tienen hambre yduermen al raso.

-Ea, que estamos en la casa de Dios, señoras -dijo Eliseo dando golpes en el suelo con su patade palo-. Guarden respeto y decencia unas paraotras, como manda la santísima dotrina».

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Con esto se produjo el recogimiento y tran-quilidad que la vehemencia de algunos alterabatan a menudo, y entre pedir gimiendo y rezarbostezando se les pasaban las tristes horas.

Ahora conviene decir que la ausencia de laseñá Benina y del ciego Almudena no era casualaquel día, por lo cual allá van las explicacionesde un suceso que merece mención en esta verí-dica historia. Salieron ambos, como se ha dicho,uno tras otro, con diferencia de algunos minu-tos; pero como la anciana se detuvo un ratito enla verja, hablando con Pulido, el ciego marroquíse le juntó, y ambos emprendieron juntos elcamino por las calles de San Sebastián y Ato-cha.

«Me detuve a charlar con Pulido por espe-rarte, amigo Almudena. Tengo que hablar con-tigo».

Y agarrándole por el brazo con solicitud ca-riñosa, le pasó de una acera a otra. Pronto ga-

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naron la calle de las Urosas, y parados en laesquina, a resguardo de coches y transeúntes,volvió a decirle: «Tengo que hablar contigo,porque tú solo puedes sacarme de un grancompromiso; tú solo, porque los demás conoci-mientos de la parroquia para nada me sirven.¿Te enteras tú? Son unos egoístas, corazones depedernal... El que tiene, porque tiene; el que notiene, porque no tiene. Total, que la dejarán auna morirse de vergüenza, y si a mano viene, segozarán en ver a una pobre mendicante por lossuelos».

Almudena volvió hacia ella su rostro, y has-ta podría decirse que la miró, si mirar es dirigirlos ojos hacia un objeto, poniendo en ellos, yaque no la vista, la intención, y en cierto modo laatención, tan sostenida como ineficaz.Apretándole la mano, le dijo: «Amri, saber túque servirte Almudena él, Almudena mí, comopierro. Amri, dicermi cosas tú... de cosas tigo.

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-Sigamos para abajo, y hablaremos por elcamino. ¿Vas a tu casa?

-Voy a do quierer tú.

-Paréceme que te cansas. Vamos muy a pri-sa. ¿Te parece bien que nos sentemos un rato enla Plazuela del Progreso para poder hablar contranquilidad?».

Sin duda respondió el ciego afirmativamen-te, porque cinco minutos después se les veíasentados, uno junto a otro, en el zócalo de laverja que rodea la estatua de Mendizábal. Elrostro de Almudena, de una fealdad expresiva,moreno cetrino, con barba rala, negra como elala del cuervo, se caracterizaba principalmentepor el desmedido grandor de la boca, que,cuando sonreía, afectaba una curva cuyos ex-tremos, replegando la floja piel de los carrillos,se ponían muy cerca de las orejas. Los ojos erancomo llagas ya secas e insensibles, rodeados demanchas sanguinosas; la talla mediana, torcidas

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las piernas. Su cuerpo había perdido la confor-mación airosa por la costumbre de andar a cie-gas, y de pasar largas horas sentado en el suelocon las piernas dobladas a la morisca. Vestíacon relativa decencia, pues su ropa, aunquevieja y llena de mugre, no tenía desgarrón niavería que no estuvieran enmendados por unzurcido inteligente, o por aplicaciones de par-ches y retazos. Calzaba zapatones negros, muyrozados, pero perfectamente defendidos concosturones y remiendos habilísimos. El sombre-ro hongo revelaba servicios dilatados en dife-rentes cabezas, hasta venir a prestarlos en aque-lla, que quizás no sería la última, pues las abo-lladuras del fieltro no eran tales que impidieranla defensa material del cráneo que cubría. Elpalo era duro y lustroso; la mano con que loempuñaba, nerviosa, por fuera de color mo-renísimo, tirando a etiópico, la palma blanque-cina, con tono y blanduras que la asemejaban auna rueda de merluza cruda; las uñas bien cor-tadas; el cuello de la camisa lo menos sucio que

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es posible imaginar en la mísera condición yvida vagabunda del desgraciado hijo de Sus.

«Pues a lo que íbamos, Almudena -dijo laseñá Benina, quitándose el pañuelo para volvera ponérselo, como persona desasosegada y ner-viosa que quiere ventilarse la cabeza-. Tengo ungrave compromiso, y tú, nada más que tú, pue-des sacarme de él.

-Dicermi ella, tú...

-¿Qué pensabas hacer esta tarde?

-En casa mí, mocha que jacer mí: lavar ropamí, coser mocha, remendar mocha.

-Eres el hombre más apañado que hay en elmundo. No he visto otro como tú. Ciego y po-bre, te arreglas tú mismo tu ropita; enhebrasuna aguja con la lengua más pronto que yo conmis dedos; coses a la perfección; eres tu sastre,tu zapatero, tu lavandera... Y después de pedir

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en la parroquia por la mañana, y por las tardesen la calle, te sobra tiempo para ir un ratito alcafé... Eres de lo que no hay; y si en el mundohubiera justicia y las cosas estuvieran dispues-tas con razón, debieran darte un premio... Bue-no, hijo: pues lo que es esta tarde no te dejotrabajar, porque tienes que hacerme un servi-cio... Para las ocasiones son los amigos.

-¿Qué sucieder ti?

-Una cosa tremenda. Estoy que no vivo. Soytan desgraciada, que si tú no me amparas metiro por el viaducto... Como lo oyes.

-Amri... tirar no.

-Es que hay compromisos tan grandes, tangrandes, que parece imposible que se puedasalir de ellos. Te lo diré de una vez para que tehagas cargo: necesito un duro...

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-¡Un durro! -exclamó Almudena, expresandocon la súbita gravedad del rostro y la energíadel acento el espanto que le causaba la magni-tud de la cantidad.

-Sí, hijo, sí... un duro, y no puedo ir a casa siantes no lo consigo. Es preciso que yo tenga eseduro: discurre tú, pues hay que sacarlo de de-bajo de las piedras, buscarlo como quiera quesea.

-Es mocha... mocha... -murmuraba el ciegovolviendo su rostro hacia el suelo.

-No es tanto -observó la otra, queriendo en-gañar su pena con ideas optimistas-. ¿Quién notiene un duro? Un duro, amigo Almudena, lotiene cualquiera... Con que ¿puedes buscármelotú, sí o no?».

Algo dijo el ciego en su extraña lengua queBenina tradujo por la palabra «imposible», ylanzando un suspiro profundo, al cual contestó

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Almudena con otro no menos hondo y lastime-ro, quedose un rato en meditación dolorosa,mirando al suelo y después al cielo y a la esta-tua de Mendizábal, aquel verdinegro señor debronce que ella no sabía quién era ni por qué lehabían puesto allí. Con ese mirar vago y dis-traído que es, en los momentos de intensaamargura, como un giro angustioso del almasobre sí misma, veía pasar por una y otra bandadel jardín gentes presurosas o indolentes. Unosllevaban un duro, otros iban a buscarlo. Pasa-ban cobradores del Banco con el taleguillo alhombro; carricoches con botellas de cerveza ygaseosa; carros fúnebres, en el cual era condu-cido al cementerio alguno a quien nada impor-taban ya los duros. En las tiendas entrabancompradores que salían con paquetes. Mendi-gos haraposos importunaban a los señores. Conrápida visión, Benina pasó revista a los cajonesde tanta tienda, a los distintos cuartos de todaslas casas, a los bolsillos de todos los transeúntesbien vestidos, adquiriendo la certidumbre de

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que en ninguno de aquellos repliegues de lavida faltaba un duro. Después pensé que seríaun paso muy salado que se presentase ella en lacercana casa de Céspedes diciendo que hicieranel favor de darle un duro, siquiera se lo diesena préstamo. Seguramente, se reirían de tan ab-surda pretensión, y la pondrían bonitamente enla calle. Y no obstante, natural y justo parecíaque en cualquier parte donde un duro no re-presentaba más que un valor insignificante, selo diesen a ella, para quien la tal suma era...como un átomo inmenso. Y si la ansiada monedapasara de las manos que con otras muchas laposeían, a las suyas, no se notaría ninguna alte-ración sensible en la distribución de la riqueza,y todo seguiría lo mismo: los ricos, ricos; pobreella, y pobres los demás de su condición. Puessiendo esto así, ¿por qué no venía a sus manosel duro? ¿Qué razón había para que veinte per-sonas de las que pasaban no se privasen de unreal, y para que estos veinte reales no pasaranpor natural trasiego a sus manos? ¡Vaya con las

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cosas de este desarreglado mundo! La pobreBenina se contentaba con una gota de agua, ydelante del estanque del Retiro no podía tener-la. Vamos a cuentas, cielo y tierra: ¿perderíaalgo el estanque del Retiro porque se sacara deél una gota de agua?

-V-Esto pensaba, cuando Almudena, volviendo

de una meditación calculista, que debía de sermuy triste por la cara que ponía, te dijo:

«¿No tenier tú cosa que peinar?

-No, hijo: todo empeñado ya, hasta las pape-letas.

-¿No haber persona que priestar ti?

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-No hay nadie que me fíe ya. No doy un pa-so sin encontrar una mala cara.

-Señor Carlos llamar ti mañana.

-Mañana está muy lejos, y yo necesito el du-ro hoy, y pronto, Almudena, pronto. Cada mi-nuto que pasa es una mano que me aprieta másel dogal que tengo en la garganta.

-No llorar, amri. Tú ser buena migo; yo arre-mediando ti... Veslo ahora.

-¿Qué se te ocurre? Dímelo pronto.

-Yo peinar ropa.

-¿El traje que compraste en el Rastro? ¿Ycuánto crees que te darán?

-Dos piesetas y media.

-Yo haré por sacar tres. ¿Y lo demás?

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-Vamos a casa migo -dijo Almudena le-vantándose con resolución.

-Prontito, hijo, que no hay tiempo que per-der. Es muy tarde. ¡Pues no hay poquito queandar de aquí a la posada de Santa Casilda!».

Emprendieron su camino presurosos por lacalle de Mesón de Paredes, hablando poco. Be-nina, más sofocada por la ansiedad que por laviveza del paso, echaba lumbre de su rostro, ycada vez que oía campanadas de relojes hacíauna mueca de desesperación. El viento frío delNorte les empujaba por la calle abajo, hinchan-do sus ropas como velas de un barco. Las ma-nos de uno y otro eran de hielo; sus naricesrojas destilaban. Enronquecían sus voces; laspalabras sonaban con oquedad fría y triste.

No lejos del punto en que Mesón de Paredesdesemboca en la Ronda de Toledo, hallaron elparador de Santa Casilda, vasta colmena deviviendas baratas alineadas en corredores so-

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brepuestos. Entrase a ella por un patio o co-rralón largo y estrecho, lleno de montones debasura, residuos, despojos y desperdicios detodo lo humano. El cuarto que habitaba Almu-dena era el último del piso bajo, al ras del suelo,y no había que franquear un solo escalón parapenetrar en él. Componíase la vivienda de dospiezas separadas por una estera pendiente deltecho: a un lado la cocina, a otro la sala, quetambién era alcoba o gabinete, con piso de tie-rra bien apisonado, paredes blancas, no tansucias como otras del mismo caserón o humanamadriguera. Una silla era el único mueble, puesla cama consistía en un jergón y mantas pardas,arrimado todo a un ángulo. La cocinilla no es-taba desprovista de pucheros, cacerolas, bote-llas, ni tampoco de víveres. En el centro de lahabitación, vio Benina un bulto negro, algocomo un lío de ropa, o un costal abandonado. Ala escasa luz que entraba después de cerrada lapuerta, pudo observar que aquel bulto tenía

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vida. Por el tacto, más que por la vista, com-prendió que era una persona.

«Ya estar aquí la Pedra borracha.

-¡Ah! ¡qué cosas! Es esa que te ayuda a pagarel cuarto... Borrachona, sinvergüenzonaza...Pero no perdamos tiempo, hijo; dame el traje,que yo lo llevaré... y con la ayuda de Dios, sa-caré siquiera dos ochenta. Ve pensando en bus-carme lo que falta. La Virgen Santísima te lodará, y yo he de rezarle para que te lo dé do-blado, que a mí seguro es que no quiere darmecosa ninguna».

Haciéndose cargo de la impaciencia de suamiga, el ciego descolgó de un clavo el traje queél llamaba nuevo, por un convencionalismomuy corriente en las combinaciones mercanti-les, y lo entregó a su amiga, que en cuatro zan-cajos se puso en el patio y en la Ronda, tirandoluego hacia el llamado Campillo de Manuela.El mendigo, en tanto, pronunciando palabras

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coléricas, que no es fácil al narrador reproducir,por ser en lengua arábiga, palpaba el bulto dela mujer embriagada, que como cuerpo muertoen mitad del cuartucho yacía. A las expresionesairadas del ciego, sólo contestó con ásperosgruñidos, y dio media vuelta, espatarrándose yestirando los brazos para caer de nuevo en so-por más hondo y en más brutal inercia.

Almudena metía mano por entre las ropasnegras, cuyos pliegues, revueltos con los delmantón, formaban un lío inextricable, y acom-pañando su registro de exclamaciones furibun-das, exploró también el fláccido busto, como siamasara pellejos con trapos. Tan nervioso esta-ba el hombre, que descubría lo que debe estarcubierto, y tapaba lo que gusta de ver la luz deldía. Allí sacó rosarios, escapularios, un fajo depapeletas de empeño envuelto en un pedazo deperiódico, trozos de herradura recogidos en lascalles, muelas de animales o de personas, yotras baratijas. Terminado el registro, entró la

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Benina, de vuelta ya de su diligencia, la cualhabía despachado con tanta presteza, como si lahubieran llevado y traído en volandas los ange-litos del cielo. Venía la pobre mujer sofocadísi-ma del veloz correr por las calles; apenas podíarespirar, y su rostro sudoroso despedía fuego,sus ojos alegría.

«Me han dado tres -dijo mostrando las mo-nedas-, una en cuartos. No he tenido poca suer-te en que estuviera allí Valeriano; que a llegar aestar el ama, la Reimunda, trabajo que costarasacarle dos y pico».

Respondiendo al contento de la anciana,Almudena, con cara de regocijo y triunfo, lemostró entre los dedos una peseta.

«Encuentrarla aquí, en el piecho de esta... Co-gerla tigo.

-¡Oh, qué suerte! ¿Y no tendrá más? Buscabien, hijo.

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-No tenier más. Mi regolver cosas piecho».

Benina sacudía las ropas de la borracha es-perando ver saltar una moneda. Pero no salta-ron más que dos horquillas, y algunos pedaci-tos de carbón.

«No tenier más».

Siguió parloteando el ciego, y por las expli-caciones que le dio del carácter y costumbres dela mujerona, pudo comprender que si se hubie-ran encontrado a esta en estado de normal des-pejo, les habría dado la peseta con sólo pedirla.Con una breve frase sintetizó Almudena a sucompañera de hospedaje: «Ser güena, ser ma-la... Coger ella tudo, dar ella tudo».

Acto continuo levantó el colchón, y escar-bando en la tierra, sacó una petaca vieja y sucia,que cuidadosamente escondía entre trapos ycartones, y metiendo los dedos en ella, comoquien saca un cigarro, extrajo un papelejo, que

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desenvuelto mostró una monedita de dos re-ales, nueva y reluciente. La cogió Benina, mien-tras Almudena sacaba de su bolsillo, dondetenía multitud de herramientas, tijeras, canutode agujas, navaja, etc., otro envoltorio con dosperras gordas. Añadió a ellas la que había reci-bido de D. Carlos, y lo dio todo a la pobre an-ciana, diciéndole: «Amri, arriglar así tigo.

-Sí, sí... Pongo lo mío de hoy, y ya falta tanpoco, que no quiero molestarte más. ¡Gracias aDios! Me parece mentira. ¡Ay, hijo, qué buenoeres! Mereces que te caiga la lotería, y si no tecae, es porque no hay justicia en la tierra ni enel cielo... Adiós, hijo, no puedo detenerme ni unmomento más... Dios te lo pague... Estoy enascuas. Me voy volando a casa... Quédate en latuya... y a esta pobre desgraciada, cuando des-pierte, no la pegues, hijo, ¡pobrecita! Cada uno,por el aquel de no sufrir, se emborracha con loque puede: esta con el aguardentazo, otros conotra cosa. Yo también las cojo; pero no así: las

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mías son de cosa de más adentro... Ya te con-taré, ya te contaré».

Y salió disparada, las monedas metidas en elseno, temerosa de que alguien se las quitara porel camino, o de que se le escaparan volando,arrastradas de sus tumultuosos pensamientos.Al quedarse solo, Almudena fue a la cocina,donde, entre otros cachivaches, tenía una pa-langanita de estaño y un cántaro de agua. Selavó las manos y los ojos; después cogió uncazuelo en que había cenizas y carbones apa-gados, y pasando a una de las casas vecinas,volvió al poco rato con lumbre, sobre la cualderramó un puñadito de cierta substancia queen un envoltorio de papel tenía junto a la cama.Levantose del fuego humareda muy densa y unolor penetrante. Era el sahumerio de benjuí,única remembranza material de la tierra nativaque Almudena se permitía en su destierro va-gabundo. El aroma especial, característico decasa mora, era su consuelo, su placer más vivo,

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práctica juntamente casera y religiosa, puesenvuelto en aquel humo se puso a rezar cosasque ningún cristiano podía entender.

Con el humazo, la borracha gruñía más, ycarraspeaba, y tosía, como queriendo daracuerdo de sí. El ciego no le hacía más caso quea un perro, atento sólo a sus rezos en lenguaque no sabemos si era arábiga o hebrea, tapán-dose un ojo con cada mano, y bajándolas des-pués sobre la boca para besárselas. Medianorato empleó en sus meditaciones, y al terminar-las, vio sentada ante sí a la mujerzuela que conojos esquivos y lloricones, a causa del picorproducido por el espeso sahumerio, le miraba.Presentándole gravemente las palmas de lasmanos, Almudena le soltó estas palabras:

«Gran púa, no haber más que un Dios...b'rracha, b'rrachona, no haber más que un Dios...un Dios, un Dios solo, solo».

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Soltó la otra sonora carcajada, y llevándosela mano al pecho, quería arreglar el desordenque la mano inquieta de su compañero de vi-vienda había causado en aquella parte intere-santísima de su persona. Tan torpe salía delsueño alcohólico, que no acertaba a poner cadacosa en su sitio, ni a cubrir las que la honesti-dad quiere y ha querido siempre que se cubran.«Jai, tú me has arregistrao.

-Sí... No haber más que un Dios, un Dios so-lo.

-¿Y a mí, qué? Por mí que haigan dos o cua-renta, todos los que ellos mesmos quieranhaberse... Pero di, gorrón, me has quitado lapeseta. No me importa. Pa ti era.

-¡Un Dios solo!».

Y viéndole coger el palo, se puso la mujer enguardia, diciéndole: «Ea, no pegues, Jai. Bastaya de sahumerio, y ponte a hacer la cena.

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¿Cuánto dinero tienes? ¿Qué quieres que tetraiga?...

-¡B'rrachona! no haber diniero... Llevarlo losembaixos, tú dormida.

-¿Qué te traigo? -murmuró la mujer negratambaleándose y cerrando los ojos-. Aguárdateun poquitín. Tengo sueño, Jai».

Cayó nuevamente en profundo sopor, y Al-mudena, que había requerido el palo con inten-ciones de usarlo como infalible remedio de laembriaguez, tuvo lástima y suspiró fuerte,mascullando estas o parecidas palabras: «Pegarti otro día».

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-VI-Casi no es hipérbole decir que la señá Beni-

na, al salir de Santa Casilda, poseyendo el in-completo duro que calmaba sus mortales an-gustias, iba por rondas, travesías y calles comouna flecha. Con sesenta años a la espalda, con-servaba su agilidad y viveza, unidas a una per-severancia inagotable. Se había pasado lo mejorde la vida en un ajetreo afanoso, que exigíatanta actividad como travesura, esfuerzos locosde la mente y de los músculos, y en tal ense-ñanza se había fortificado de cuerpo y espíritu,formándose en ella el temple extraordinario demujer que irán conociendo los que lean estapuntual historia de su vida. Con increíble pres-teza entró en una botica de la calle de Toledo;recogió medicinas que había encargado muy demañana; después hizo parada en la carnicería yen la tienda de ultramarinos, llevando su com-pra en distintos envoltorios de papel, y, por fin,entró en una casa de la calle Imperial, próxima

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a la rinconada en que está el Almotacén y FielContraste. Deslizose a lo largo del portal angos-to, obstruido y casi intransitable por los colga-jos de un comercio de cordelería que en él exis-te; subió la escalera, con rápidos andares hastael principal, con moderado paso hasta el se-gundo; llegó jadeante al tercero, que era elúltimo, con honores de sotabanco. Dio vuelta aun patio grande, por galería de emplomadoscristales, de suelo desigual, a causa de los hun-dimientos y desniveles de la vieja fábrica, y alfin llegó a una puerta de cuarterones, despinta-da; llamó... Era su casa, la casa de su señora, lacual, en persona, tentando las paredes, salió alruido de la campanilla, o más bien afónico cen-cerreo, y abrió, no sin la precaución de pregun-tar por la mirilla, cuadrada, defendida por unacruz de hierro.

«Gracias a Dios, mujer... -le dijo en la mismapuerta-. ¡Vaya unas horas! Creí que te había

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cogido un coche, o que te había dado un acci-dente».

Sin chistar siguió Benina a su señora hastaun gabinetillo próximo, y ambas se sentaron.Excusó la criada las explicaciones de su tardan-za por el miedo que sentía de darlas, y se pusoa la defensiva, esperando a ver por dónde salíadoña Paca, y qué posiciones tomaba en su iras-cible genio. Algo la tranquilizó el tono de lasprimeras palabras con que fue recibida; espera-ba una fuerte reprimenda, vocablos displicen-tes. Pero la señora parecía estar de buenas, do-mado, sin duda, el áspero carácter por la inten-sidad del sufrimiento. Benina se proponía, co-mo siempre, acomodarse al son que le tocara laotra, y a poco de estar junto a ella, cambiadaslas primeras frases, se tranquilizó. «¡Ay, señora,qué día! Yo estaba deshecha; pero no me deja-ban, no me dejaban salir de aquella benditacasa.

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-No me lo expliques -dijo la señora, cuyoacentillo andaluz persistía, aunque muy ate-nuado, después de cuarenta años de residenciaen Madrid-. Ya estoy al tanto. Al oír las doce, launa, las dos, me decía yo: 'Pero, Señor, por quétarda tanto la Nina?'. Hasta que me acordé...

-Justo.

-Me acordé... como tengo en mi cabeza todoel almanaque... de que hoy es San Romualdo,confesor y obispo de Farsalia...

-Cabal.

-Y son los días del señor sacerdote en cuyacasa estás de asistenta.

-Si yo pensara que usted lo había de adivi-nar, habría estado más tranquila -afirmó lacriada, que en su extraordinaria capacidad paraforjar y exponer mentiras, supo aprovechar el

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sólido cable que su ama le arrojaba-. ¡Y que noha sido floja la tarea!

-Habrás tenido que dar un gran almuerzo.Ya me lo figuro. ¡Y que no serán cortos de tra-gaderas los curánganos de San Sebastián, com-pañeros y amigos de tu D. Romualdo!

-Todo lo que le diga es poco.

-Cuéntame: ¿qué les has puesto? -preguntóansiosa la señora, que gustaba de saber lo quese comía en las casas ajenas-. Ya estoy al tanto.Les harías una mayonesa.

-Lo primero un arroz, que me quedó muy apunto. ¡Ay, Señor, cuánto lo alabaron! Que siera yo la primera cocinera de toda la Europa...que si por vergüenza no se chupaban los de-dos...

-¿Y después?

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-Una pepitoria que ya la quisieran para sí losángeles del cielo. Luego, calamares en su tinta...luego...

-Pues aunque te tengo dicho que no me trai-gas sobras de ninguna casa, pues prefiero lamiseria que me ha enviado Dios, a chupar hue-sos de otras mesas... como te conozco, no dudoque habrás traído algo. ¿Dónde tienes la ces-ta?».

Viéndose cogida, Benina vacilé un instante;mas no era mujer que se arredraba ante ningúnpeligro, y su maestría para el embuste le sugiriópronto el hábil quite: «Pues, señora, dejé la ces-ta, con lo que traje, en casa de la señorita Obdu-lia, que lo necesita más que nosotras.

-Has hecho bien. Te alabo la idea, Nina.Cuéntame más. ¿Y un buen solomillo, no pusis-te?

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-¡Anda, anda! Dos kilos y medio, señora. So-tero Rico me lo dio de lo superior.

-¿Y postres, bebidas?...

-Hasta Champaña de la Viuda. Son el diantrelos curas, y de nada se privan... Pero vámonosadentro, que es muy tarde, y estará la señoradesfallecida.

-Lo estaba; pero... no sé: parece que me hecomido todo eso de que has hablado... En fin,dame de almorzar.

-¿Qué ha tomado? ¿El poquito de cocido quele aparté anoche?

-Hija, no pude pasarlo. Aquí me tienes conmedia onza de chocolate crudo.

-Vamos, vamos allá. Lo peor es que hay queencender lumbre. Pero pronto despacho... ¡Ah!también le traigo las medicinas. Eso lo primero.

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-¿Hiciste todo lo que te mandé? -preguntó laseñora, en marcha las dos hacia la cocina-.¿Empeñaste mis dos enaguas?

-¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué,y otras dos que me dio D. Romualdo por ser susanto, he podido atender a todo.

-¿Pagaste el aceite de ayer?

-¡Pues no!

-¿Y la tila y la sanguinaria?

-Todo, todo... Y aún me ha sobrado, despuésde la compra, para mañana.

-¿Querrá Dios traernos mañana un buendía? -dijo con honda tristeza la señora, sentán-dose en la cocina, mientras la criada, con ner-viosa prontitud, reunía astillas y carbones.

-¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto.

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-¿Por qué me lo aseguras, Nina?

-Porque lo sé. Me lo dice el corazón. Mañanatendremos un buen día, estoy por decir que ungran día.

-Cuando lo veamos te diré si aciertas... Nome fío de tus corazonadas. Siempre estás conque mañana, que mañana...

-Dios es bueno.

-Conmigo no lo parece. No se cansa de dar-me golpes: me apalea, no me deja respirar. Trasun día malo, viene otro peor. Pasan añosaguardando el remedio, y no hay ilusión queno se me convierta en desengaño. Me canso desufrir, me canso también de esperar. Mi espe-ranza es traidora, y como me engaña siempre,ya no quiero esperar cosas buenas, y las esperomalas para que vengan... siquiera regulares.

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-Pues yo que la señora -dijo Benina dándoleal fuelle-, tendría confianza en Dios, y estaríacontenta... Ya ve que yo lo estoy... ¿no me ve?Yo siempre creo que cuando menos lo pense-mos nos vendrá el golpe de suerte, y estaremostan ricamente, acordándonos de estos días deapuros, y desquitándonos de ellos con la granvida que nos vamos a dar.

-Ya no aspiro a la buena vida, Nina -declarócasi llorando la señora-: sólo aspiro al descanso.

-¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo meencuentro muy a gusto en este mundo fandan-guero, y hasta le tengo ley a los trabajillos quepaso. Morirse no.

-¿Te conformas con esta vida?

-Me conformo, porque no está en mi mano eldarme otra. Venga todo antes que la muerte, ypadezcamos con tal que no falte un pedazo de

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pan, y pueda uno comérselo con dos salsasmuy buenas: el hambre y la esperanza.

-¿Y soportas, además de la miseria, la ver-güenza, tanta humillación, deber a todo elmundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos,trampas y embustes, no encontrar quien te fíevalor de dos reales, vernos perseguidos de ten-deros y vendedores?

-¡Vaya si lo soporto!... Cada cual, en esta vi-da, se defiende como puede. ¡Estaría bueno quenos dejáramos morir de hambre, estando lastiendas tan llenas de cosas de substancia! Esono: Dios no quiere que a nadie se le enfríe elcielo de la boca por no comer, y cuando no nosda dinero, un suponer, nos da la sutileza delcaletre para inventar modos de allegar lo quehace falta, sin robarlo... eso no. Porque yo pro-meto pagar, y pagaré cuando lo tengamos. Yasaben que somos pobres... que hay formalidaden casa, ya que no haigan otras cosas. ¡Estaríabueno que nos afligiéramos porque los tende-

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ros no cobran estas miserias, sabiendo, comosabemos, que están ricos!...

-Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quierodecir, decoro; quiero decir, dignidad.

-Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca yestómago natural, y sé también que Dios me hapuesto en el mundo para que viva, y no paraque me deje morir de hambre. Los gorriones,un suponer, ¿tienen vergüenza? ¡Quia!... lo quetienen es pico... Y mirando las cosas como de-ben mirarse, yo digo que Dios, no tan sólo hacriado la tierra y el mar, sino que son obra suyamismamente las tiendas de ultramarinos, elBanco de España, las casas donde vivimos y,pongo por caso, los puestos de verdura... Todoes de Dios.

-Y la moneda, la indecente moneda, ¿dequién es? -preguntó con lastimero acento laseñora-. Contéstame.

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-También es de Dios, porque Dios hizo eloro y la plata... Los billetes, no sé... Pero tam-bién, también.

-Lo que yo digo, Nina, es que las cosas sondel que las tiene... y las tiene todo el mundomenos nosotras... ¡Ea! date prisa, que sientodebilidad. ¿En dónde me pusiste las medici-nas?... Ya: están sobre la cómoda. Tomaré unapapeleta de salicilato antes de comer... ¡Ay, quétrabajo me dan estas piernas! En vez de llevar-me ellas a mí, tengo yo que tirar de ellas. (Le-vantándose con gran esfuerzo.) Mejor andaría yocon muletas. ¿Pero has visto lo que hace Diosconmigo? ¡Si esto parece burla! Me ha enfer-mado de la vista, de las piernas, de la cabeza,de los riñones, de todo menos del estómago.Privándome de recursos, dispone que yo digie-ra como un buitre.

-Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevoa mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da

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el bien más grande de nuestros cuerpos: elhambre santísima!».

-VII-Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos

infeliz Doña Francisca Juárez de Zapata, cono-cida en los años de aquella su decadencia las-timosa por doña Paca, a secas, con lacónica yplebeya familiaridad. Ved aquí en qué paranlas glorias y altezas de este mundo, y qué pen-diente hubo de recorrer la tal señora, rodandohacia la profunda miseria, desde que ataba losperros con longaniza, por los años 59 y 60, has-ta que la encontramos viviendo inconsciente-mente de limosna, entre agonías, dolores y ver-güenzas mil. Ejemplos sin número de estas caí-das nos ofrecen las poblaciones grandes, másque ninguna esta de Madrid, en que apenas

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existen hábitos de orden, pero a todos los ejem-plos supera el de doña Francisca Juárez, tristí-simo juguete del destino. Bien miradas estascosas y el subir y bajar de las personas en lavida social, resulta gran tontería echar al desti-no la culpa de lo que es obra exclusiva de lospropios caracteres y temperamentos, y buenamuestra de ello es doña Paca, que en su propioser desde el nacimiento llevaba el desbarajustede todas las cosas materiales. Nacida en Ronda,su vista se acostumbró desde la niñez a las ver-tiginosas depresiones del terreno; y cuandotenía pesadillas, soñaba que se caía a la pro-fundísima hondura de aquella grieta que lla-man Tajo. Los nacidos en Ronda deben de tenerla cabeza muy firme y no padecer de vértigos nicosa tal, hechos a contemplar abismos espanto-sos. Pero doña Paca no sabía mantenerse firmeen las alturas: instintivamente se despeñaba; sucabeza no era buena para esto ni para el go-bierno de la vida, que es la seguridad de vistaen el orden moral.

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El vértigo de Paquita Juárez fue un estadocrónico desde que la casaron, muy joven, conD. Antonio María Zapata, que le doblaba laedad, intendente de ejército, excelente persona,de holgada posición por su casa, como la novia,que también poseía bienes raíces de muchacuenta. Sirvió Zapata en el ejército de África,división de Echagüe, y después de Wad-Raspasó a la Dirección del ramo. Establecido elmatrimonio en Madrid, le faltó tiempo a la se-ñora para poner su casa en un pie de vida frívo-la y aparatosa que, si empezó ajustando lasvanidades al marco de las rentas y sueldos,pronto se salió de todo límite de prudencia, yno tardaron en aparecer los atrasos, las irregu-laridades, las deudas. Hombre ordenadísimoera Zapata; pero de tal modo le dominaba suesposa, que hasta le hizo perder sus cualidadeseminentes; y el que tan bien supo administrarlos caudales del ejército, veía perderse los su-yos, olvidado del arte para conservarlos. Paqui-ta no se ponía tasa en el vestir elegante, ni en el

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lujo de mesa, ni en el continuo zarandeo debailes y reuniones, ni en los dispendiosos capri-chos. Tan notorio fue ya el desorden, que Zapa-ta, aterrado, viendo venir el trueno gordo, hubode vencer la modorra en que su cara mitad letenía, y se puso a hacer números y a quererestablecer método y razón en el gobierno de suhacienda; pero ¡oh triste sino de la familia!cuando más engolfado estaba el hombre en suaritmética, de la que esperaba su salvación,cogió una pulmonía, y pasó a mejor vida elViernes Santo por la tarde, dejando dos hijos decorta edad: Antoñito y Obdulia.

Administradora y dueña del caudal activo ypasivo, Francisca no tardó en demostrar suineptitud para el manejo de aquellas enredosasmaterias, y a su lado surgieron, como los gusa-nos en cuerpo corrupto, infinitas personas quese la comían por dentro y por fuera, devorán-dola sin compasión. En esta época desastrosa,entró a su servicio Benigna, que si desde el

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primer día se acreditó de cocinera excelente, alas pocas semanas hubo de revelarse como lamás intrépida sisona de Madrid. Qué tal seríala moza en este terreno, que la misma doñaFrancisca, de una miopía radical para la inspec-ción de sus intereses, pudo apreciar la rapaci-dad minuciosa de la sirviente, y aun se deter-minó a corregirla. En justicia, debo decir queBenigna (entre los suyos llamada Benina, y Ninasimplemente por la señora) tenía cualidadesmuy buenas que, en cierto modo, compensa-ban, en los desequilibrios de su carácter, aqueldefecto grave de la sisa. Era muy limpia, de unaactividad pasmosa, que producía el milagro deagrandar las horas y los días. Además de esto,Doña Francisca estimaba en ella el amor inten-so a los niños de la casa; amor sincero y, si sequiere, positivo, que se revelaba en la vigilanciaconstante, en los exquisitos cuidados con quesanos o enfermos les atendía. Pero las cualida-des no fueron bastante eficaces para impedirque el defecto promoviera cuestiones agrias

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entre ama y sirviente, y en una de estas, Beninafue despedida. Los niños la echaron muy demenos, y lloraban por su Nina graciosa y so-boncita.

A los tres meses se presentó de visita en lacasa. No podía olvidar a la señora ni a los ne-nes. Estos eran su amor, y la casa, todo lo mate-rial de ella, la encariñaba y atraía. Paquita Juá-rez también tenía especial gusto en charlar conella, pues algo (no sabían qué) existía entre lasdos que secretamente las enlazaba, algo decomún en la extraordinaria diversidad de suscaracteres. Menudearon las visitas. ¡Ay! la Be-nina no se encontraba a gusto en la casa dondea la sazón servía. En fin, que ya la tenemos otravez en la domesticidad de Doña Francisca; ytan contenta ella, y satisfecha la señora, y lospequeñuelos locos de alegría. Sobrevino enaquel tiempo un aumento de las dificultades yahogos de la familia en el orden administrativo:las deudas roían con diente voraz el patrimonio

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de la casa; se perdían fincas valiosas, pasandosin saber cómo, por artes de usura infame, a lasmanos de los prestamistas. Como carga precio-sa que se arroja de la embarcación al mar en losapuros del naufragio, salían de la casa los mejo-res muebles, cuadros, alfombras riquísimas: lasalhajas habían salido ya... Pero por más que sealigeraba el buque, la familia continuaba enpeligro de zozobra y de sumergirse en los ne-gros abismos sociales.

Para mayor desdicha, en aquel funesto pe-riodo del 70 al 80, los dos niños padecierongravísimas enfermedades: tifoidea el uno;eclampsia y epilepsia la otra. Benina les asistiócon tal esmero y solicitud tan amorosa, que sepudo creer que les arrancaba de las uñas de lamuerte. Ellos le pagaban, es verdad, estos cui-dados con un afecto ardiente. Por amor de Be-nina, más que por el de su madre, se prestabana tomar las medicinas, a callar y estarse quiete-citos, a sudar sin ganas, y a no comer antes de

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tiempo: todo lo cual no impidió que entre amay criada surgiesen cuestiones y desavenencias,que trajeron una segunda despedida. En unarrebato de ira o de amor propio, Benina saliódisparada, jurando y perjurando que no volver-ía a poner los pies en aquella casa, y que al par-tir sacudía sus zapatos para no llevarse pegadoen ellos el polvo de las esteras... pues lo que esalfombras, ya no las había.

En efecto: antes del año, apareciose Beninaen la casa. Entró, anegado en lágrimas el rostro,diciendo: «Yo no sé qué tiene la señora; yo nosé qué tiene esta casa, y estos niños, y estas pa-redes, y todas las cosas que aquí hay: yo no sémás sino que no me hallo en ninguna parte. Encasa rica estoy, con buenos amos que no repa-ran en dos reales más o menos; seis duros desalario... Pues no me hallo, señora, y paso lanoche y el día acordándome de esta familia, ypensando si estarán bien o no estarán bien. Meven suspirar, y creen que tengo hijos. Yo no

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tengo a nadie en el mundo más que a la señora,y sus hijos son mis hijos, pues como a tales lesquiero...». Otra vez Benina al servicio de DoñaFrancisca Juárez, como criada única y para to-do, pues la familia había dado un bajón tre-mendo en aquel año, siendo tan notorias lasseñales de ruina, que la criada no podía verlassin sentir aflicción profunda. Llegó la ocasiónineludible de cambiar el cuarto en que vivíanpor otro más modesto y barato. Doña Francisca,apegada a las rutinas y sin determinación paranada, vacilaba. La criada, quitándole en mo-mentos tan críticos las riendas del gobierno,decidió la mudanza, y desde la calle de ClaudioCoello saltaron a la del Olmo. Por cierto quehubo no pocas dificultades para evitar un de-sahucio vergonzoso: todo se arregló con la ge-nerosa ayuda de Benina, que sacó del Montesus economías, importantes tres mil y pico dereales, y las entregó a la señora, estableciéndosedesde entonces comunidad de intereses en laadversa como en la próspera fortuna. Pero ni

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aun en aquel rasgo de caridad hermosa des-mintió la pobre mujer sus hábitos de sisa, ydescontó un pico para guardarlo cuidadosa-mente en su baúl, como base de un nuevo mon-tepío, que era para ella necesidad de su tempe-ramento y placer de su alma.

Como se ve, tenía el vicio del descuento, queen cierto modo, por otro lado, era la virtud delahorro. Difícil expresar dónde se empalmabany confundían la virtud y el vicio. La costumbrede escatimar una parte grande o chica de lo quese le daba para la compra, el gusto de guardar-la, de ver cómo crecía lentamente su caudal deperras, se sobreponían en su espíritu a todas lasdemás costumbres, hábitos y placeres. Habíallegado a ser el sisar y el reunir como cosa ins-tintiva, y los actos de este linaje se diferencia-ban poco de las rapiñas y escondrijos de laurraca. En aquella tercera época, del 80 al 85,sisaba como antes, aunque guardando medidaproporcional con los mezquinos haberes de

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Doña Francisca. Sucediéronse en aquellos díasgrandes desventuras y calamidades. La pensiónde la señora, como viuda de intendente, habíasido retenida en dos tercios por los prestamis-tas; los empeños sucedían a los empeños, y porlibrarse de un ahogo, caía pronto en mayoresapreturas. Su vida llegó a ser un continuo afán:las angustias de una semana, engendraban lasde la semana siguiente: raros eran los días derelativo descanso. Para atenuar las horas tristes,sacaban fuerzas de flaqueza, alegrando conafectadas fantasmagorías los ratos de la noche,cuando se veían libres de acreedores molestos yde reclamaciones enfadosas. Fue preciso hacernuevas mudanzas, buscando la baratura, y delOlmo pasaron al Saúco, y del Saúco al Almendro.Por esta fatalidad de los nombres de árboles enlas calles donde vivieron, parecían pájaros quevolaban de rama en rama, dispersados por lasescopetas de los cazadores o las pedradas delos chicos.

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En una de las tremendas crisis de aqueltiempo, tuvo Benina que acudir nuevamente alfondo de su cofre, donde escondía el gato omontepío, producto de sus descuentos y sisas.Ascendía el montón a diez y siete duros. Nopudiendo decir a su señora la verdad, salió conel cuento de que una prima suya, la Rosaura,que comerciaba en miel alcarreña, le había da-do unos duros para que se los guardara. «Da-me, dame todo lo que tengas, Benina, así Dioste conceda la gloria eterna, que yo te lo devol-veré doblado cuando los primos de Ronda mepaguen lo del pejugar... ya sabes... es cosa dedías... ya viste la carta».

Y revolviendo en el fondo del baúl, entre milbaratijas y líos de trapos, sacó la sisona doceduros y medio y los dio a su ama diciéndole:«Es todo lo que tengo. No hay más: puede cre-erlo; es tan verdad como que nos hemos demorir».

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No podía remediarlo. Descontaba su propiacaridad, y sisaba en su limosna.

-VIII-Tantas desdichas, parecerá mentira, no eran

más que el preámbulo del infortunio grande,aterrador, en que el infeliz linaje de los Juárez yZapatas había de caer, la boca del abismo enque sumergido le hallamos al referir su historia.Desde que vivían en la calle del Olmo, DoñaFrancisca fue abandonada de la sociedad que laayudó a dar al viento su fortuna, y en las callesdel Saúco y Almendro desaparecieron las pocasamistades que le restaban. Por entonces la gen-te de la vecindad, los tenderos chasqueados ylas personas que de ella tenían lástima empeza-ron a llamarla Doña Paca, y ya no hubo formade designarla con otro nombre. Gentezuelas

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desconsideradas y groseras solían añadir alnombre familiar algún mote infamante: DoñaPaca la tramposa, la Marquesa del infundio.

Está visto que Dios quería probar a la damarondeña, porque a las calamidades del ordeneconómico añadió la grande amargura de quesus hijos, en vez de consolarla, despuntandopor buenos y sumisos, agobiaran su espíritucon mayores mortificaciones, y clavaran en sucorazón espinas muy punzantes. Antoñito, de-fraudando las esperanzas de su mamá, y esteri-lizando los sacrificios que se habían hecho paraencarrilarle en los estudios, salió de la piel deldiablo. En vano su madre y Benina, sus dosmadres más bien, se desvivían por quitarle dela cabeza las malas ideas: ni el rigor ni las blan-duras daban resultado. Se repetía el caso deque, cuando ellas creían tenerle conquistadocon carantoñas y mimos, él las engañaba confingida sumisión, y escamoteándoles la volun-tad, se alzaba con el santo y la limosna. Era

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muy listo para el mal, y hallábase dotado deseducciones raras para hacerse perdonar sustravesuras. Sabía esconder su astuta maliciabajo apariencias agradables; a los diez y seisaños engañaba a sus madres como si fueranniñas; traía falsos certificados de exámenes;estudiaba por apuntes de los compañeros, por-que vendía los libros que se le habían compra-do. A los diez y nueve años, las malas compañ-ías dieron ya carácter grave a sus diabluras;desaparecía de la casa por dos o tres días, seembriagaba, se quedó en los huesos. Uno de losprincipales cuidados de las dos madres era es-conder en las entrañas de la tierra la poca mo-neda que tenían, porque con él no había dineroseguro. La sacaba con arte exquisito del seno deDoña Paca, o del bolso mugriento de Benina.Arramblaba por todo, fuera poco, fuera mucho.Las dos mujeres no sabían qué escondrijos in-ventar, ni en qué profundidades de la cocina ode la despensa esconder sus mezquinos tesoros.

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Y a pesar de esto, su madre le quería entra-ñablemente, y Benina le adoraba, porque nohabía otro con más arte y más refinado histrio-nismo para fingir el arrepentimiento. A susdelirios seguían comúnmente días de recogi-miento solitario en la casa, derroche de lágri-mas y suspiros, protestas de enmienda, acom-pañadas de un febril besuqueo de las caras delas dos madres burladas... El blando corazón deestas, engañado por tan bonitas demostracio-nes, se dejaba adormecer en la confianza cómo-da y fácil, hasta que, de improviso, del fondode aquellas zalamerías, verdaderas o falsas,saltaba el ladronzuelo, como diablillo de tram-pa en el centro de una caja de dulces, y... otravez el muchacho a sus correrías infames, y laspobres mujeres a su desesperación.

Por desgracia o por fortuna (y vaya usted asaber si era fortuna o desgracia), ya no había enla casa cubiertos de plata, ni objeto alguno demetal valioso. El demonio del chico hacía presa

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en cuanto encontraba, sin despreciar las cosasde valor ínfimo; y después de arramblar por losparaguas y sombrillas, la emprendió con la ro-pa interior, y un día, al levantarse de la mesa,aprovechando un momento de descuido de susmadres y hermana, escamoteó el mantel y dosservilletas. De su propia ropa no se diga: enpleno invierno andaba por las calles sin abrigoni capa, respetado de las pulmonías, protegidosin duda contra ellas por el fuego interior de superversidad. Ya no sabían Doña Paca y Beninadónde esconder las cosas, pues temían que lesarrebatara hasta la camisa que llevaban puesta.Baste decir que desaparecieron en una nochelas vinajeras, y un estuchito de costura de Ob-dulia; otra noche dos planchas y unas tenaci-llas, y sucesivamente elásticas usadas, retazosde tela, y multitud de cosas útiles aunque devalor insignificante. Libros no había ya en lacasa, y Doña Paca no se atrevía ni a pedirlosprestados, temerosa de no poder devolverlos.Hasta los de misa habían volado, y tras ellos, o

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antes que ellos, gemelos de teatro, guantes enbuen uso, y una jaula sin pájaro.

Por otro estilo, y con organismo totalmentedistinto del de su hermano, la niña daba tam-bién mucha guerra. Desde los doce años se des-arrolló en ella el neurosismo en un grado tal,que las dos madres no sabían cómo templaraquella gaita. Si la trataban con rigor, malo; sicon mimos, peor. Ya mujer, pasaba sin transi-ción de las inquietudes epilépticas a una lan-guidez mortecina. Sus melancolías intensasaburrían a las pobres mujeres tanto como susexcitaciones, determinantes de una gran activi-dad muscular y mental. La alimentación deObdulia llegó a ser el problema capital de lacasa, y entre las desganas y los caprichos famé-licos de la niña, las madres perdían su tiempo,y la paciencia que Dios les había concedido alpor mayor. Un día le daban, a costa de grandessacrificios, manjares ricos y substanciosos, y laniña los tiraba por la ventana; otro, se hartaba

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de bazofias que le producían horroroso flato.Por temporadas se pasaba días y noches llo-rando, sin que pudiera averiguarse la causa desu duelo; otras veces se salía con un geniecillodisplicente y quisquilloso que era el mayor su-plicio de las dos mujeres. Según opinión de unmédico que por lástima las visitaba, y de otrosque tenían consulta gratuita, todo el desordennervioso y psicológico de la niña era cuestiónde anemia, y contra esto no había más terapéu-tica que el tratamiento ferruginoso, los buenosfiletes y los baños fríos.

Era Obdulia bonita, de facciones delicadas,tez opalina, cabello castaño, talle sutil y esbelto,ojos dulces, habla modosita y dengosa cuandono estaba de morros. No puede imaginarse am-biente menos adecuado a semejante criatura,mañosa y enfermiza, que la miseria en que hab-ía crecido y vivía. Por intervalos se notaban enella síntomas de presunción, anhelos de agra-dar, preferencias por estas o las otras personas,

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algo que indicaba las inquietudes o anunciosdel cambio de vida, de lo cual se alegraba DoñaPaca, porque tenía sus proyectos referentes a laniña. La buena señora se habría desvivido porrealizarlos, si Obdulia se equilibrara, si atendie-ra al complemento de su educación, bastantedescuidada, pues escribía muy mal, e ignorabalos rudimentos del saber que poseen casi todaslas niñas de la clase media. La ilusión de DoñaPaca era casarla con uno de los hijos de su pri-mo Matías, propietario rondeño, chicos guapi-nes y bien criados, que seguían carrera en Sevi-lla, y alguna vez venían a Madrid por San Isi-dro. Uno de ellos, Currito Zapata, gustaba deObdulia: casi se entablaron relaciones amorosasque por el carácter de la niña y sus extravagan-cias melindrosas no llegaron a formalizarse.Pero la madre no abandonaba la idea, o al me-nos, acariciándola en su mente, con ella se con-solaba de tantas desdichas.

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De la noche a la mañana, viviendo la familiaen la calle del Olmo, se iniciaron, sin sabercómo, no sé qué relaciones telegráficas entreObdulia y un chico de enfrente, cuyo padreadministraba una empresa de servicios fúne-bres. El bigardón aquel no carecía de atractivos:estudiaba en la Universidad y sabía mil cosasbonitas que Obdulia ignoraba, y fueron paraella como una revelación. Literatura y poesía,versitos, mil baratijas del humano saber pasa-ron de él a ella en cartitas, entrevistas y hones-tos encuentros.

No miraba esto con buenos ojos Doña Paca,atenta a su plan de casarla con el rondeño; perola niña, que tomado había en aquellos tratos nopocas lecciones de romanticismo elemental, sepuso como loca viéndose contrariada en suespiritual querencia. Le daban por mañana ytarde furiosos ataques epilépticos, en los que segolpeaba la cara y se arañaba las manos; y, porfin, un día Benina la sorprendió preparando

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una ración de cabezas de fósforos con aguar-diente para ponérsela entre pecho y espalda. Lamarimorena que se armó en la casa no es parareferida. Doña Paca era un mar de lágrimas; laniña bailaba el zapateado, tocando el techo conlas manos, y Benina pensaba dar parte al admi-nistrador de entierros para que, mediante unabuena paliza u otra medicina eficaz, le quitase asu hijo aquella pasión de cosas de muertos, cipre-ses y cementerios de que había contagiado a lapobre señorita.

Pasado algún tiempo sin conseguir apartar ala descarriada Obdulia del trato amoroso con elchico de la funebridad, consintiéndoselo a vecespor vía de transacción con la epilepsia, y porevitar mayores males, Dios quiso que el conflic-to se resolviera de un modo repentino y fácil; yla verdad, con tal solución se ahorraban unas yotros muchos quebraderos de cabeza, porquetambién la familia fúnebre andaba a mojiconescon el chico para apartarle del abismo en que

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arrojarse quería. Pues sucedió que una mañani-ta la niña supo burlar la vigilancia de sus dosmadres y se escapó de la casa; el mancebo hizolo propio. Juntáronse en la calle, con propósitofirme de ir a algún poético lugar donde pudie-ran quitarse la miserable vida, bien abrazaditos,expirando al mismo tiempo, sin que el uno pu-diera sobrevivir al otro. Así lo determinaron enlos primeros momentos, y echaron a correrpensando simultáneamente en cuál sería la me-jor manera de matarse, de golpe y porrazo, sinsufrimiento alguno, y pasando en un tris a laregión pura de las almas libres. Lejos de la calledel Almendro, se modificaron repentinamentesus ideas, y con perfecta concordancia pensaroncosas muy distintas de la muerte. Por fortuna,el chico tenía dinero, pues había cobrado latarde anterior una factura de féretro doble de zincy otra de un servicio completo de cama imperial yconducción con seis caballos, etc... La posesión deldinero realizó el prodigio de cambiar las ideasde suicidio en ideas de prolongación de la exis-

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tencia; y variando de rumbo se fueron a almor-zar a un café, y después a una casa cercana, dela cual, ya tarde, pasaron a otra donde escribie-ron a sus respectivas familias, notificándolesque ya estaban casados.

Como casados, propiamente hablando, no loestaban aún; pero el trámite que faltaba teníaque venir necesariamente. El padre del chico sepersonó en casa de Doña Paca, y allí se convino,llorando ella y pateando él, que no había másremedio que reconocer y acatar los hechos con-sumados. Y puesto que Doña Francisca no pod-ía dar a su niña dinero o efectos, ni aun enmínima cantidad para ayuda de un catre, éldaría a Luquitas alojamiento en lo alto del de-pósito de ataúdes, y un sueldecillo en la secciónde Propaganda. Con esto, y el corretaje que pu-diera corresponderle por trabajar el género en lascasas mortuorias, colocación de artículos de lujo, opor agencia de embalsamamientos, podría vivirel flamante matrimonio con honrada modestia.

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-IX-No se había consolado aún la desventurada

señora de la pena que el desatino de su hija lecausara, y se pasaba las horas lamentándose desu suerte, cuando entró en quintas Antoñito. Lapobre señora no sabía si sentirlo o alegrarse.Triste cosa era verle soldado, con el chopo acuestas: al fin era señorito, y se le despegaba lavida de los cuarteles. Pero también pensaba quela disciplina militar le vendría muy bien paracorregir sus malas mañas. Por fortuna o pordesgracia del joven, sacó un número muy alto,y quedó de reserva. Pasado algún tiempo, ydespués de una ausencia de cuatro días, pre-sentose a su madre y le dijo que se casaba, quequería casarse, y que si no le daba su consenti-miento él se lo tomaría.

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«Hijo mío, sí, sí -dijo la madre prorrumpien-do en llanto-. Vete con Dios, y solitas Benina yyo, viviremos con alguna tranquilidad. Puestoque has encontrado quien cargue contigo, ytienes ya quien te cuide y te aguante, allá te lashayas. Yo no puedo más».

A la pregunta de cajón sobre el nombre, lina-je y condiciones de la novia, replicó el silbanteque la conceptuaba muy rica, y tan buena queno había más que pedir. Pronto se supo que erahija de una sastra, que pespuntaba con primor,y que no tenía más dote que su dedal.

«Bien, niño, bien -le dijo una tarde Doña Pa-ca-. Me he lucido con mis hijos. Al menos Ob-dulia, viviendo entre ataúdes, tiene sobre quécaerse muerta... Pero tú, ¿de qué vas a vivir?¿Del dedal y las puntadas de ese prodigio?Verdad que como eres tan trabajador y taneconómico, aumentarás las ganancias de ellacon tu arreglo. ¡Dios mío, qué maldición hacaído sobre mí y sobre los míos! Que me muera

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pronto para no ver los horrores que han de so-brevenir».

Debe notarse, la verdad ante todo, que des-de que empezó el noviazgo de Antoñito con lahija de la sastra, se fue corrigiendo de sus ma-ñas rapaces, hasta que se le vio completamentecurado de ellas. Su carácter sufrió un cambioradical: mostrándose afectuoso con su madre ycon Benina, resignábase a no tener más dineroque el poquísimo que le daban, y hasta en sulenguaje se conocía el trato de personas máshonradas y decentes que las de antaño. Esto fueparte a que Doña Paca le concediera el consen-timiento, sin conocer a la novia ni mostrar ga-nas de conocerla. Charlando con su señora deestas cosas, Benina aventuró la idea de que talvez por aquel torcido sendero de la boda delmequetrefe, vendría la suerte a la casa, pues lasuerte, ya se sabe, no viene nunca por dondelógicamente se la espera, sino por curvas y ve-ricuetos increíbles. No se daba por convencida

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Doña Paca, que sintiéndose minada de unamelancolía corrosiva, no veía ya en la existencianingún horizonte que no fuera ceñudo y tem-pestuoso. Con hallarse ya las dos mujeres, porla colocación de los hijos, en mejores condicio-nes de reposo y de vida, no se avenían con susoledad, y echaban de menos a la familia menu-da; cosa en verdad muy natural, porque es leyque los mayores conserven el afecto a la des-cendencia, aunque esta les martirice, les maltra-te y les deshonre.

A poco de celebrarse las dos bodas, traslado-se Doña Paca de la calle del Almendro a la Im-perial, buscando siempre baraturas, que al fin yal cabo no le resolvían el problema de vivir sinrecursos. Estos se habían reducido a cero, por-que el resto disponible de la pensión apenasbastaba para tapar la boca a los acreedores me-nudos. Casi todos los días del mes se pasabanen angustiosos arbitrios para reunir cuartos,cosa en extremo difícil ya, porque no había en

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la casa objetos de valor. El crédito en tiendas oen cajones de la plazuela, habíase agotado. Delos hijos nada podía esperarse, y bastante hac-ían los pobres con asegurar malamente su pro-pia subsistencia. La situación era, pues, deses-perada, de naufragio irremediable, flotando loscuerpos entre las bravas olas, sin tabla o made-ro a que poder agarrarse. Por aquellos días,hizo la Benina prodigiosas combinaciones paravencer las dificultades, y dar de comer a su amagastando inverosímiles cantidades metálicas.Como tenía conocimiento en las plazuelas, porhaber sido en tiempos mejores excelente parro-quiana, no le era difícil adquirir comestibles aprecio ínfimo, y gratuitamente huesos para elcaldo, trozos de lombardas o repollos averia-dos, y otras menudencias. En los comerciospara pobres, que ocupan casi toda la calle de laRuda, también tenía buenas amistades y rela-ciones, y con poquísimo dinero, o sin ninguno aveces, tomando al fiado, adquiría huevos chi-cos, rotos y viejos, puñados de garbanzos o

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lentejas, azúcar morena de restos de almacén, ydiversas porquerías que presentaba a la señoracomo artículo de mediana clase.

Por ironía de su destino, Doña Paca, afligidade diversas enfermedades, conservaba su buenapetito y el gusto de los manjares selectos; gus-to y apetito que en cierto modo venían a sertambién enfermedad, en aquel caso de las másrebeldes, porque en las farmacias, llamadastiendas de comestibles, no despachan sin dine-ro. Con esfuerzos sobrehumanos, empleando laactividad corpórea, la atención intensa y la inte-ligente travesura, Benina le daba de comer lomejor posible, a veces muy bien, con delicade-zas refinadas. Un profundo sentimiento de ca-ridad la movía, y además el ardiente cariño quea la triste señora profesaba, como para compen-sarla, a su manera, de tantas desdichas y amar-guras. Conformábase ella con chupar algunoshuesos y catar desperdicios, siempre y cuandoDoña Paca quedase satisfecha. Pero no por cari-

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tativa y cariñosa perdía sus mañas instintivas;siempre ocultaba a su señora una parte del di-nero, trabajosamente reunido, y la guardabapara formar nuevo fondo y capital nuevo.

Al año del casorio, los hijos, que habían en-trado en la vida matrimonial con regular des-ahogo, empezaron a recibir golpes de la suerte,como si heredaran la maldición recaída sobre lapobre madre. Obdulia, que no pudo habituarsea vivir entre cajas de muerto, enfermó de hipo-condría; malparió; sus nervios se desataron; lapobreza y las negligencias de su marido, que deella no se cuidaba, agravaron sus males consti-tutivos. Mezquinamente socorrida por sus sue-gros, vivía en un sotabanco de la calle de laCabeza, mal abrigada y peor comida, indiferen-te a su esposo, consumiéndose en letal ociosi-dad, que fomentaba los desvaríos de su imagi-nación.

En cambio, Antoñito se había hecho hombreformal después de casado, tal vez por obra y

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gracia de la virtud, buen juicio y laboriosidadde su mujer, que salió verdadera alhaja. Perotodos estos méritos, que habían producido elmilagro de la redención moral de Antonio Za-pata, no bastaban a defenderle de la pobreza.Vivía el matrimonio en un cuartito de la callede San Carlos, que parecía el interior de unabombonera, y apenas se entraba en él se veía entodo una mano hacendosa. Para mayor dicha,el que en otro tiempo perteneció a la clase delos llamados golfos, adquiría el hábito y el gustodel trabajo productivo, y no habiendo cosa me-jor en que ocuparse, se había hecho corredor deanuncios. Todo el santo día le teníais como unazacán, de comercio en comercio, de periódicoen periódico, y aunque de sus comisiones habíaque descontar el considerable gasto de calzado,siempre le quedaba para ayuda del cocido, ypara aliviar a la Juliana de su enorme tarea enla Singer. Y que la moza no se andaba en chiqui-tas: su fecundidad no era inferior a su disposi-ción casera, porque en el primer parto se trajo

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dos gemelos. No hubo más remedio que ponerama, y una boca más en la casa obligó a dupli-car los movimientos de la Singer y las correríasde Antoñito por las calles de Madrid. Antes dela venida de los gemelos, el ex-golfo solía sor-prender a su madre con esplendideces y rasgosde amor filial, que eran las únicas alegrías sabo-readas por la infeliz señora en mucho tiempo:le llevaba una peseta, dos pesetas, a veces me-dio duro, y Doña Paca lo agradecía más que sisus parientes de Ronda le regalaran un cortijo.Pero desde que se posesionaron de la casa losmellizos, ávidos de vida y de leche, que habíaque formar con buenos alimentos, el dichoso yasendereado padre no pudo obsequiar a laabuelita con los sobrantes de su ganancia, por-que no los tenía. Más que para dar estaba paraque le dieran.

Al contrario de este matrimonio, el de los fu-nerarios, Luquitas y Obdulia, iba mal, porque elesposo se distraía de sus obligaciones domésti-

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cas y de su trabajo; frecuentaba demasiado elcafé, y quizás lugares menos honestos, por locual se le privó de la cobranza de facturas deservicios mortuorios. Obdulia no tenía ni aso-mos de arreglo; pronto se vio agobiada de de-udas; cada lunes y cada martes enviaba recadi-tos a su madre con la portera, pidiéndole cuar-tos, que Doña Paca no podía darle. Todo estoera ocasión de nuevos afanes y cavilacionespara Benina, que amaba entrañablemente a laseñorita de la casa, y no podía verla con ham-bre y necesidad, sin tratar al instante de soco-rrerla según sus medios. No sólo tenía queatender a su casa, sino a la de Obdulia, cuidan-do de que lo más preciso no faltase en ella.¡Qué vida, qué fatigas horrorosas, qué pugilatocon el destino, en las sombras tétricas de la mi-seria vergonzante, que tiene que guardar elcrédito, mirar por el decoro! La situación llegóa ser un día tan extremadamente angustiosa,que la heroica anciana, cansada de mirar a cieloy tierra por si inopinadamente caía algún soco-

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rro, perdido el crédito en las tiendas, cerradostodos los caminos, no vio más arbitrio paracontinuar la lucha que poner su cara en ver-güenza saliendo a pedir limosna. Hízolo unamañana, creyendo que lo haría por única vez, ysiguió luego todos los días, pues la fiera necesi-dad le impuso el triste oficio mendicante,privándola en absoluto de todo otro medio deatender a los suyos. Llegó por sus pasos conta-dos, y no podía menos de llegar y permanecerallí hasta la muerte, por ley social, económica,si es que así se dice. Mas no queriendo que suseñora se enterase de tanta desventura, armó elenredo de que le había salido una buena propor-ción de asistenta, en casa de un señor eclesiásti-co, alcarreño, tan piadoso como adinerado. Consu presteza imaginativa bautizó al fingido per-sonaje, dándole, para engañar mejor a la seño-ra, el nombre de D. Romualdo. Todo se lo creyóDoña Paca, que rezaba algunos Padrenuestrospara que Dios aumentase la piedad y las rentasdel buen sacerdote, por quien Benina tenía algo

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que traer a casa. Deseaba conocerle, y por lasnoches, engañando las dos su tristeza con char-las y cuentos, le pedía noticias de él y de sussobrinas y hermanas, de cómo estaba puesta lacasa, y del gasto que hacían; a lo que contestabaBenina con detalladas referencias y pormeno-res, simulacro perfecto de la verdad.

-X-Pues señor, atando ahora el cabo de esta na-

rración, sigo diciendo que aquel día comió laseñora con buen apetito, y mientras tomaba losalimentos adquiridos con el duro del ciego Al-mudena, digería fácilmente los piadosos enga-ños que su criada y compañera le iba metiendoen el cuerpo. Había llegado a tener Doña Pacatal confianza en la disposición de Benina, queapenas se inquietaba ya por las dificultades del

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mañana, segura de que la otra las había de ven-cer con su diligencia y conocimiento del mun-do, valiéndole de mucho la protección del ben-dito D. Romualdo. Ama y criada comieron jun-tas, y de sobremesa Doña Paca le decía: «Nodebes escatimar el tiempo a esos señores; yaunque tu obligación es servirles no más quehasta las doce, si algún día quieren que te estésallí por la tarde, estate, mujer, que ya me en-tenderé yo aquí como pueda.

-Eso no -respondió Benina-, que tiempo haypara todo, y yo no puedo faltar de aquí. Ellosson gente buena, y se hacen cargo...

-Bien se les conoce. Yo le pido al Señor queles premie el buen trato que te dan, y mi mayoralegría hoy sería saber que a D. Romualdo mele hacían obispo.

-Pues ya suena el run run de que van a pro-ponerle; sí, señora, obispo de no sé qué punto,allá en las islas de Filipinas.

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-¿Tan lejos? No, eso no. Por acá tienen quedejarle para que haga mucho bien.

-Lo mismo piensa la Patros, ¿sabe? la mayorde las sobrinas.

-¿Esa que me has dicho tiene el pelo entre-cano y bizca un poco?

-No; esa es la otra.

-Ya, ya... Patros es la que tartamudea, y pa-dece de temblores.

-Esa. Pues dice que a dónde van ellas poresos mares de tan lejos... No, no; más vale sim-ple cura por aquí, que arzobispo allá, donde,según dicen, son las doce del día cuando aquítenemos las doce de la noche.

-En los antípodas.

-Pero la hermana, Doña Josefa, dice quevenga la mitra, y sea donde Dios quisiere, que

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ella no teme ir al fin del mundo, con tal de veral reverendísimo en el puesto que le corres-ponde.

-Puede que tenga razón. ¿Y qué hemos dehacer nosotras más que conformarnos con lavoluntad del Señor, si nos llevan tan lejos alque, amparándote a ti, a mí también me ampa-ra? Ya sabe Dios lo que hace, y hasta podríasuceder que lo que creemos un mal fuera unbien, y que el buen D. Romualdo, al marcharse,nos dejara bien recomendadas a un obispo deacá, o al propio Nuncio...

-Yo creo que sí. En fin, allá veremos».

No pasó de aquí la conversación referente alimaginario sacerdote, a quien Doña Paca conoc-ía ya como si le hubiera visto y tratado, forján-dose en su mente un tipo real con los elementosdescriptivos y pintorescos que Benina un día yotro le daba. Pero lo demás que picotearon se

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queda en el tintero para dar lugar a cosas demayor importancia.

«Cuéntame, mujer. Y Obdulia ¿qué dice?

-Pues nada. ¿Qué ha de decir la pobre? El pi-llo de Luquitas no parece por allí hace dos días.Asegura la niña que tiene dinero, que cobró deun embalsamado, y se lo gasta con unas pendan-gas de la calle del Bonetillo.

-¡Jesús me valga! Y su padre, ¿qué hace?

-Reprenderle, castigarle, si le coge a mano.Lo que es a ese no le enderezan ya. A la niña lemandan comida de casa de los padres; pero tantasada, que no le llega al colmillo. Se moriría dehambre si no le llevara yo lo que le llevo. ¡Pobreángel! Pues verá usted: estos días me la he en-contrado contenta. Ya sabe usted que la niña esasí. Cuando hay más motivos para que estéalegre, se pone a llorar; cuando debiera estartriste, se pone como unas castañuelas. Sólo Dios

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entiende aquella zampoña y la manera de tem-plarla. Pues la he visto contenta, sí señora, y esporque da en figurarse cosas buenas. Más valeasí. Es de las que se creen todo lo que fabricanellas mismas en su cabeza. De este modo, sonfelices cuando debieran ser desgraciadas.

-Pues si le da por lo contrario, ayúdame tú asentir... ¿Y estaba sola, enteramente sola con lachica?

-No, señora: allí estaba ese caballero tan finoque la acompaña algunas mañanas; ese que esde la familia de los Delgados, paisanos de us-ted.

-Ya... Frasquito Ponte. Figúrate si lo cono-ceré. Es de mi tierra, o de Algeciras, que viene aser lo mismo. Ha sido elegantón y se empeñaen serlo todavía... porque te advierto que esmás viejo que un palmar... Buena persona, ca-ballero de principios, y que sabe tratar con da-mas, de estos que no se estilan ya, pues ahora

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todo es grosería y mala educación. Viene a serPonte cuñado de unas primas de mi esposo,porque su hermana casó con... en fin, ya no meacuerdo del parentesco. Me alegro de que tratea mi hija, pues a esta le convienen relaciones desujetos dignos, decentes y de buena posición.

-Pues la posición del tal D. Frasquito me pa-rece a mí que es como la del que está montadoal aire, lo mismo que los brillantes.

-En mis tiempos era un solterón que se dababuena vida. Tenía un buen empleo, comía encasas grandes, y se pasaba las noches en el Ca-sino.

-Pues debe de estar ahora más pobre queuna rata, porque las noches se las pasa...

-¿Dónde?

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-En los palacios encantados de la señá Ber-narda, calle de Mediodía Grande... la casa dedormir, ¿sabe?

-¿Qué me cuentas?

-Ese Ponte duerme allí cuando tiene los tresreales que cuesta la cama, en el dormitorio deprimera.

-Tú estás trastornada, Benina.

-Le he visto, señora. La Bernarda es amigamía. Fue la que nos prestó los ocho duros aque-llos, ¿sabe? cuando la señora tuvo que sacarcédula con recargo, y pagar un poder paramandarlo a Ronda.

-Ya... la que venía todos los días a reclamarla deuda y nos freía la sangre.

-La misma. Pues con todo, es buena mujer.No nos hubiera reclamado por justicia, aunquenos amenazaba. Otras son peores. Sepa usted

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que está rica, y con las seis casas de dormir quetiene, no le baja de cuarenta mil duros lo que haganado, sí señora, y todo ello lo ha puesto en elBanco, y vive del interés.

-¡Qué cosas se ven! Bueno está el mundo...Pues volviendo al caballero Ponte, que así le lla-maban en Andalucía, si es tan pobre como di-ces, dará lástima verle... Y más vale así, porquela reputación de la niña podría sufrir algo, si envez de ser el tal una ruina, un pobre mendigode levita, fuera un galán de posibles, aunqueviejo.

-Yo creo -dijo Benina riendo, pues su condi-ción jovial se mostraba en cuantito que los afa-nes de la vida le daban un respiro-, que vaallá... para que le embalsamen... Buena falta lehace. Y que se den prisa, antes que esté corru-to».

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Doña Paca se rió un poco con aquellas ocu-rrencias, y después pidió informes de la otrafamilia.

«Al niño no le he visto ni hoy ni ayer -respondió Benina-; pero me ha dicho la Julianaque anda corriendo ahora como las mismasexhalaciones, porque, con esto del trancazo, lehan salido muchos anunciantes de medicinas.Piensa ganar mucho dinero y echar él un perió-dico, todo de cosas de tienda, poniendo, unsuponer, dónde venden este artículo o el otroartículo. Los dos mellizos parecen dos rollos demanteca; pero buenos cocidos y buenos guisa-dos les cuestan, que el ama se sabe cuándo em-pieza a comer, pero no cuándo acaba. La Julia-na me dijo que probaremos algo de la matanzaque le ha de mandar su tío el día del santo, yademás dos cortes de botinas, de las echadas aperder en la zapatería para donde ella pespun-ta.

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-Es buena esa chica -dijo con gravedad DoñaPaca-, aunque tan ordinaria, que no emparejani emparejará nunca conmigo. Sus regalos meofenden, pero se los agradezco por la buenavoluntad... En fin, es hora de que nos acoste-mos. Pues ya me parece que va medio hecha ladigestión, prepárame la medicina para dentrode media hora. Esta noche me siento más car-gada de las piernas, y con la vista muy perdida.¡Santo Dios, si me quedaré ciega! Yo no sé quées esto. Como bien, gracias a Dios, y la vista seme va de día en día, sin que me duelan los ojos.Ya no paso las noches en vela, gracias a ti, quetodo lo discurres por mí, y al despertar, veo lascosas borradas y las piernas se me hacen dealgodón. Yo digo: ¿qué tiene que ver el reúmacon la visual? Me mandan que pasee. ¿Pero adónde voy yo con esta facha, sin ropa decente,temiendo tropezarme a cada paso con personasque me conocieron en otra posición, o con esostipos ordinarios y soeces a quien se debe algu-na cantidad?».

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Acordose al oír esto Benina de lo más impor-tante que tenía que decir a su señora aquellanoche, y no queriendo dejarlo para última hora,por temor a que se desvelara, antes de que sa-lieran de la cocina, y mientras una y otra recog-ían las escasas piezas de loza para fregarlas, nodesdeñándose Doña Francisca de este bajo ser-vicio, le dijo en el tono más natural que usarsabía:

«¡Ah! ya no me acordaba... ¡qué cabeza ten-go! Hoy me encontré al Sr. D. Carlos MorenoTrujillo».

Quedose Doña Paca suspensa, y poco faltópara que se le cayera de las manos el plato queestaba lavando.

«D. Carlos... Pero ¿has dicho D. Carlos? Yqué... ¿te habló, te preguntó por mí?

-Naturalmente, y con un interés que...

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-¿Es de veras? A buenas horas se acuerda demí ese avaro, que me ha visto caer en la mise-ria, a mí, a la cuñada de su mujer... pues Puritay mi Antonio eran hermanos, ya sabes... y no hasido para tenderme una mano...

-El año pasado, tal día como hoy, cuando sequedó viudo, mandó a la señora un socorrito.

-¡Seis duros! ¡Qué vergüenza! -exclamó Do-ña Paca, dando vueltas a su indignación y a lainquina y despecho acumulados en su almadurante tantos años de oprobio y escasez-. Lacara se me pone como fuego al decirlo. ¡Seisduros! y unos pingajos de Purita, guantes su-cios, faldas rotas, y un traje de sociedad, anti-quísimo, de cuando se casó la Reina... ¿Para quéme sirvieron aquellas porquerías?... En fin, si-gue contando: le encontraste, ¿a qué hora, enqué sitio?

-Serían las doce y media. Él salía de San Se-bastián...

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-Ya sé que se pasa toda la mañana de iglesiaen iglesia, royendo peanas. ¿Dices que a lasdoce y media? ¡Pues si a esa hora estabas túsirviendo el almuerzo a D. Romualdo!».

No era Benina mujer que se acobardaba poresta cogida. Su mente, fecunda para el embuste,y su memoria felicísima para ordenar las men-tiras que antes había dicho y hacerlas valer enapoyo de la mentira nueva, la sacaron del apu-ro.

«¿Pero no dije a usted que cuando ya habíanpuesto la mesa, faltaba una ensaladera, y tuveque ir a comprarla de prisa y corriendo a laplaza del Ángel, esquina a Espoz y Mina?

-Si me lo dijiste, no me acuerdo. ¿Pero cómodejabas la cocina momentos antes de servir elalmuerzo?

-Porque la zagala que tenemos no sabe lascalles, y además, no entiende de compras.

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Hubiera tardado un siglo, y de fijo nos trae unajofaina en vez de una ensaladera... Yo fui vo-lando, mientras la Patros se quedaba en la coci-na... que lo entiende, crea usted que lo entiendetanto como yo, o más... En fin, que me encontréal vejestorio de D. Carlos.

-Pero si para ir de la calle de la Greda a Es-poz y Mina no tenías que pasar por San Sebas-tián, mujer.

-Digo que él salía de San Sebastián. Le vi ve-nir de allá, mirando al reloj de Canseco. Yo es-taba en la tienda. El tendero salió a saludarle.D. Carlos me vio; hablamos...

-¿Y qué te dijo? Cuéntame qué te dijo.

-¡Ah!... Me dijo, me dijo... Preguntome por laseñora y por los niños.

-¡Qué le importarán a ese corazón de piedrala madre ni los hijos! ¡Un hombre que tiene en

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Madrid treinta y cuatro casas, según dicen, tan-tas como la edad de Cristo y una más; un hom-bre que ha ganado dinerales haciendo contra-bando de géneros, untando a los de la Aduanay engañando a medio mundo, venirse ahoracon cariñitos! A buenas horas, mangas verdes...Le dirías que le desprecio, que estoy por demásorgullosa con mi miseria, si miseria es una ba-rrera entre él y yo... Porque ese no se acerca alos pobres sino con su cuenta y razón. Cree querepartiendo limosnas de ochavo, y propor-cionándose por poco precio las oraciones de loshumildes, podrá engañar al de arriba y estafarla gloria eterna, o colarse en el cielo de contra-bando, haciéndose pasar por lo que no es, comointroducía el hilo de Escocia declarándolo per-cal de a real y medio la vara, con marchamosfalsos, facturas falsas, certificados de origenfalsos también... ¿Le has dicho eso? Di, ¿se lohas dicho?

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-XI--No le he dicho eso, señora, ni había para

qué -replicó Benina, viendo que Doña Franciscase excitaba demasiado, y que toda la sangre alrostro se le subía.

-Pero tú no recordarás lo que hicieron con-migo él y su mujer, que también era Alejandroen puño. Pues cuando empezaron mis desastres,se aprovechaban de mis apuros para hacer sunegocio. En vez de ayudarme, tiraban de lacuerda para estrangularme más pronto. Meveían devorada por la usura, y no eran paraofrecerme un préstamo en buenas condiciones.Ellos pudieron salvarme y me dejaron perecer.Y cuando me veía yo obligada a vender mismuebles, ellos me compraban, por un pedazode pan, la sillería dorada de la sala y los corti-nones de seda... Estaban al acecho de las gan-gas, y al verme perdida, amenazada de un em-bargo, claro... se presentaban como salvado-

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res... ¿Qué me dieron por el San Nicolás de To-lentino, de escuela sevillana, que era la joya dela casa de mi esposo, un cuadro que él estimabamás que su propia vida? ¿Qué me dieron?¡Veinticuatro duros, Benina de mi alma, veinti-cuatro duros! Como que me cogieron en unahora tonta, y yo, muerta de ansiedad y de sus-to, no sabía lo que me hacía. Pues un señor delMuseo me dijo después que el cuadro no valíamenos de diez mil reales... ¡Ya ves qué gente!No sólo desconocieron siempre la verdaderacaridad, sino que ni por el forro conocían ladelicadeza. De todo lo que recibíamos de Ron-da, peros, piñonate y alfajores, le mandábamosa Pura una buena parte. Pues ellos cumplíancon una bandejita de dulces el día de San An-tonio, y alguna cursilería de bazar en mi cum-pleaños. D. Carlos era tan gorrón, que casi to-dos los días se dejaba caer en casa a la hora aque tomábamos café... ¡y cómo se relamía! Yasabes que el de su casa no era más que agua defregar. Y si íbamos al teatro juntos, convidados

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a mi palco, siempre se arreglaban de modo quecomprase Antonio las entradas... De la groseríacon que utilizaban a todas horas nuestro coche,nada te digo. Ya recordarás que el mismo díaen que ajustamos la venta de la sillería, se estu-vieron paseando en él todita la tarde, dándoseun pisto estrepitoso en la Castellana y Retiro».

No quiso Benina quitarle la cuerda con inte-rrupciones y negativas, porque sabía que cuan-do se disparaba en aquel tema, era mejor dejarque le diese todas las vueltas. Hasta que nopuso la señora el punto, sofocada y casi sinaliento, no se aventuró a decirle: «Pues D. Car-los me mandó que fuera a su casa mañana.

-¿Para qué?

-Para hablar conmigo...

-Como si lo viera. Querrá mandarme unalimosna... Justamente: hoy es el aniversario de

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la muerte de Pura... Se saldrá con alguna por-quería.

-¡Quién sabe, señora! Puede que se arran-que...

-¿Ese? Ya estoy viendo que te pone en lamano un par de pesetas o un par de duros, cre-yendo que por este rasgo han de bajar los ánge-les, tocando violines y guitarras, a ensalzar sucaridad. Yo que tú, rechazaría la limosna. Mien-tras tengamos a nuestro D. Romualdo, pode-mos permitirnos un poquito de dignidad, Nina.

-No nos conviene. Podría incomodarse y de-cir, un suponer, que es usted orgullosa y qué séyo qué.

-Que lo diga. ¿Y a quién se lo va a decir?

-Al propio D. Romualdo, de quien es amigo-te. Todos los días le oye la misa, y despuésechan un parrafito en la sacristía.

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-Pues haz lo que quieras. Y por lo que puedasobrevenir, cuéntale a D. Romualdo quién es D.Carlos, y hazle ver que sus devociones de últi-ma hora no son de recibo. En fin, yo sé que nohas de dejarme mal, y ya me contarás mañanalo que saques de la visita, que será lo que elnegro del sermón».

Algo más hablaron. Benina procuraba extin-guir y enfriar la conversación, evitando lasréplicas y dando a estas tono conciliador. Perola señora tardó en dormirse, y la criada tam-bién, pasándose parte de la noche en la prepa-ración mental de sus planes estratégicos para eldía siguiente, que sería, sin duda, muy dificul-toso, si no tenía la suerte de que D. Carlos lepusiera en la mano una buena porrada de du-ros... que bien podría ser.

A la hora fijada por el Sr. de Moreno Trujillo,ni minuto más ni minuto menos, llamaba Beni-na a la puerta del principal de la calle de Ato-cha, y una criada la introdujo en el despacho,

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que era muy elegante, todos los muebles iguali-tos en color y hechura. Mesa de ministro ocu-paba el centro, y en ella había muchos libros yfajos de papeles. Los libros no eran de leer, sinode cuentas, todo muy limpio y ordenadito. Lapared del centro ostentaba el retrato de DoñaPura, cubierto con una gasa negra, en marcoque parecía de oro puro. Otros retratos de foto-grafía, que debían de ser de las hijas, yernos ynietecillos de D. Carlos, veíanse en diversaspartes de la estancia. Junto al cuadro grande, ypegadas a él, como las ofrendas o ex-votos en elaltar, pendían multitud de coronas de trapo configuradas rosas, violetas y narcisos, y luengascintas negras con letras de oro. Eran las coronasque había llevado la señora en su entierro, yque D. Carlos quiso conservar en casa, porqueno se estropeasen en la intemperie del campo-santo. Sobre la chimenea, nunca encendida,había un reloj de bronce con figuras, que noandaba, y no lejos de allí un almanaque ameri-cano, en la fecha del día anterior.

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Al medio minuto de espera entró D. Carlos,arrastrando los pies, con gorro de terciopelocalado hasta las orejas, y la capa de andar porcasa, bastante más vieja que la que usaba parasalir. El uso continuo de esta prenda, aun másallá del 40 de Mayo, se explica por su aborreci-miento de estufas y braseros que, según él, sonla causa de tanta mortandad. Como no estabaembozado, pudo Benina observar que traíacuellos y puños limpios, y gruesa cadena dereloj, galas que sin duda respondían a la etique-ta del aniversario. Con un inconmensurablepañuelo de cuadros se limpiaba la continuadestilación de ojos y narices; después se sonócon estrépito dos o tres veces, y viendo a Beni-na en pie, la mandó sentar con un gesto, y élocupó gravemente su sitio en el sillón, compa-ñero de la mesa, el cual era de respaldo alto ytallado, al modo de sitial de coro. Benina des-cansó en el filo de una silla, como todo lo de-más, de roble con blando asiento de terciopeloverde.

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«Pues la he llamado a usted para decirle...».

Pausa. La cabeza de D. Carlos hallábaseafectada de un crónico temblor nervioso, mo-vimiento lateral como el que usamos para ladenegación. Este tic se acentuaba o era casi im-perceptible, según los grados de excitación delindividuo.

«Para decirle...».

Otra pausa, motivada por un golpe de desti-lación. D. Carlos se limpió los ojos ribeteadosde rojo, y se frotó la recortada barba, la cual notenía más razón de ser que la pereza de afeitar-se. Desde la muerte de su esposa, el buen señor,que sólo por ella y para ella se rapaba la cara,quiso añadir a tantas demostraciones de dueloel luto de su rostro, dejándolo cubrir, como deuna gasa, de pelos blancos, negros y amarillos.

«Pues para decirle a usted que lo que le pasaa la Francisca, y el encontrarse ahora en condi-

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ción tan baja, es por no haber querido llevarcuentas. Sin buen arreglo, no hay riqueza queno venga a parar en la mendicidad. Con orden,los pobres se hacen ricos. Sin orden, los ricos...

-Paran en pobres, sí, señor, -dijo humilde-mente Benina, que, aunque ya sabía todo aque-llo, quiso recibir la máxima como si fuera des-cubrimiento reciente de D. Carlos.

-Francisca ha sido siempre una mala cabeza.Bien se lo decíamos mi señora y yo: «Francisca,que te pierdes, que te vas a ver en la miseria», yella... tan tranquila. Nunca pudimos conseguirque apuntara sus gastos y sus ingresos. ¿Hacerella un número? Antes la mataran. Y el que nohace números, está perdido. ¡Con decirle a us-ted que no supo jamás lo que debía, ni en quéfecha vencían los pagarés!

-Verdad, señor, mucha verdad -dijo Beninasuspirando, en expectativa de lo que D. Carlosle daría después de aquel sermón.

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-Porque usted calcule... si yo tengo en mi ve-jez un buen pasar para mí y para mis hijos; sino me falta una misa en sufragio del alma demi querida esposa, es porque llevé siempre conmétodo y claridad los negocios de mi casa. Hoymismo, retirado del comercio, llevo al día lacontabilidad de mis gastos particulares, y nome acuesto sin pasar todos los apuntes a laagenda, y luego, en los ratitos libres, lo paso alMayor. Vea usted, véalo para que se convenza -añadió marcando más el temblor negativo-. Loque yo quisiera es que Francisca pudiera apro-vechar esta lección. Aún no es tarde... Entéreseusted».

Y cogió un libro, y después otro, y los fuemostrando a la Benina, que se acercó para vertanta maravilla numérica.

«Fíjese usted. Aquí apunto el gasto de la ca-sa, sin que se me pase nada, ni aun los cincocéntimos de una caja de fósforos; los cuartosdel cartero, todo, todo... En este otro chiquitín,

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las limosnas que hago y lo que empleo en su-fragios. Limosnas diarias, tanto. Limosnasmensuales, cuánto. Después lo paso todo alMayor, donde se puede saber, día por día, loque gasto, y hacer el balance... Usted calcule: siFrancisca hubiera hecho balance, no estaríacomo está.

-Cierto, señor, muy cierto. Y yo le digo a laseñora que haga balance, que lleve todo porapuntación, lo que entra como lo que sale. Masella, como ya no es niña, no puede apencar porla buena costumbre. Pero es un ángel, señor, yno hay que reparar en si apunta o no apuntapara socorrerla.

-Nunca es tarde para entrar por el aro, comoquien dice. Yo le aseguro a usted que si hubieravisto en Francisca siquiera intenciones o deseosde llevar sus cuentas en regla, le hubiera pres-tado... prestar no, le hubiera facilitado mediosde llegar a la nivelación. Pero es una cabeza

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destornillada; convenga usted conmigo en quees una cabeza destornillada.

-Sí, señor, convengo en ello.

-Y se me ha ocurrido... para eso la he llama-do a usted... se me ha ocurrido que el mejordonativo que puedo hacer a esa desgraciada eseste».

Diciéndolo, D. Carlos cogió un libro largo yestrecho, nuevecito, y lo puso delante de sí paraque Benina lo cogiera. Era una agenda.

«Vea usted -dijo el buen señor hojeando ellibro-: aquí están todos los días de la semana.Fíjese bien: a un lado, la columna del Debe; aotro, la del Haber. Vea cómo en los gastos semarcan los artículos: carbón, aceite, leña, etc...Pues ¿qué trabajo cuesta ir poniendo aquí loque se gasta, y en esta otra parte lo que ingresa?

-Pero si a la señora no le ingresa nada.

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-¡Caramelos! -exclamó Trujillo dando unapalmada sobre el libro-. Algo habrá, porque supoco de consumo hacen ustedes, y para eseconsumo alguna cantidad, corta o larga, chica ogrande, han de tener. Y lo que usted saca de laslimosnas, ¿por qué no ha de anotarse? Vamos aver, ¿por qué no ha de anotarse?».

Benina le miró entre colérica y compadecida.Pero más pudo la ira que la lástima, y hubo unmomento, un segundo no más, en que le faltópoco para coger el libro y estampárselo en lacabeza al Sr. D. Carlos. Conteniendo su furor, ypara que el monomaníaco de la contabilidad nose lo conociera, le dijo con forzada sonrisa: «Demodo que el señor apunta las perras que nos daa los pobres de San Sebastián.

-Día por día -replicó el anciano con orgullo,moviendo más la cabeza-. Y puedo decirle austed, si quiere saberlo, lo que he dado en tresmeses, en seis, en un año.

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-No, no se moleste, señor -indicó Benina, sin-tiendo otra vez ganas de darle un papirotazo-.Llevaré el libro, si usted quiere. La señora se loagradece mucho, y yo también. Pero no tene-mos pluma ni lápiz para un remedio.

-Todo sea por Dios. ¿En qué casa, por pobreque esté, no hay recado de escribir? Se ofreceechar una firma, tomar una cuenta, apuntar unnombre o señas de casa para que no se olvi-den... Tome usted este lápiz, que ya está afila-do, y lléveselo también, y cuando se le gaste lapunta, se la saca usted con el cuchillo de la co-cina».

Y a todas estas, D. Carlos no hablaba de dar-le ningún socorro positivo, concretando su ca-ridad a la ofrenda del libro, que debía ser fun-damento del orden administrativo en la des-quiciada hacienda de Doña Francisca Juárez. Alverle mover los labios para seguir hablando, yechar mano a la llave puesta en el cajón de laizquierda, Benina sintió grande alegría.

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«No hay ni puede haber prosperidad sinadministración -afirmó D. Carlos, abriendo lagaveta y mirando dentro de ella-. Yo quieroque Francisca administre, y cuando adminis-tre...

-Cuando administre, ¿qué? -dijo Benina conel pensamiento-. ¿Qué nos va usted a dar, viejoloco, más loco que los que están en Leganés?Así se te pudra todo el dinero que guardas, y sete convierta en pus dentro del cuerpo para querevientes, zurrón de avaricia.

-Coja usted el libro y el lápiz, y lléveselo conmucho cuidado... no se le pierda por el camino.Bueno: ¿se ha hecho usted cargo? ¿Me respon-de de que apuntarán todo?

-Sí, señor... no se escapará ni un verbo.

-Bueno. Pues ahora, para que Francisca seacuerde de mi pobre Pura y rece por ella... ¿Mepromete usted que rezarán por ella y por mí?

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-Sí, señor: rezaremos a voces, hasta que senos caiga la campanilla.

-Pues aquí tengo doce duros, que destino alsocorro de los necesitados que no se determi-nan a pedir limosna porque les da vergüenza...¡pobrecitos! son los más dignos de conmisera-ción».

Al oír doce duros, Benina abrió cada ojo comola puerta de una casa. ¡Cristo, lo que ella haríacon doce duros! Ya estaba viendo el descansode muchos días, atender a tantas necesidades,tapar algunas bocas, vivir, respirar, dando demano al petitorio humillante, y al suplicio de labusca por medios tan fatigosos. La pobre mujervio el cielo abierto, y por el hueco la docena depesos, compendio hermosísimo de su felicidaden aquellos días.

«Doce duros -repitió D. Carlos pasando lasmonedas de una mano a otra-; pero no se los

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doy en junto, porque sería fomentar el despilfa-rro: se los asigno...».

A Benina se le cayeron las alas del corazón.

«Si se los diera, mañana a estas horas notendría ya ni un céntimo. Le señalo dos durosal mes, y todos los días 24 puede usted venir arecogerlos, hasta que se cumplan los seis meses,y pasado Septiembre yo veré si debo aumentaro no la asignación. Eso depende, fíjese usted, deque yo me entere, tocante a si se administra ono se administra, si hay orden o sigue el... elcaos. Mucho cuidado con el caos.

-Bien, señor -manifestó Benina con humil-dad, pensando que más cuenta le tenía confor-marse, y coger lo que se le daba, sin meterse encuestiones con el estrafalario y ruin vejete-. Yole respondo de que se llevarán los apuntes conministración, y no se nos escapará ni una hila-cha... ¿Con que pasaré los días 24? Nos vienebien para ayuda de la casa. El Señor se lo au-

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mente, y a la señora difunta téngala en su santodescanso... por jamás amén».

D. Carlos, después de anotar, gozando mu-cho en ello, la cantidad desembolsada, despidióa Benina con un gesto, y mudándose de capa yencasquetándose el sombrero nuevo, prendaque no salía de la caja sino en días solemnes, sedispuso a salir y emprender con voluntad segu-ra y firme pie las devociones de aquel día, queempezaban en Montserrat y terminaban en laSacramental de San Justo.

-XII-«El demontre del viejo -se decía la señá Beni-

na, metiéndose a buen andar por la calle de lasUrosas-, no puede hacer más que lo que lemanda su natural. Válgate Dios: si cosas muy

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raras cría Nuestro Señor en el aquel de plantasy animales, más raras las hace en el aquel depersonas. No acaba una de ver verdades queparecen mentiras... En fin, otros son peores queeste D. Carlos, que al cabo da algo, aunque seapor cuenta y apuntación... Peores los hay, y tanpeores... que ni apuntan ni dan... El cuento esque con estos dos duros no se me arregla el día,porque quiero devolverle a Almudena el suyo,que bueno es tener con él palabra. Vendrándías malos, y él me servirá... Me quedan veintereales, de los cuales habré de dar parte a la niña,que está pereciendo, y lo demás para comerhoy, y... Tendré que decirle a la señora que supariente no me ha dado más que el libro decuentas, con el cual y el lápiz pondremos unpuchero que será muy rico... caldo de númerosy substancia de imprenta... ¡qué risa!... En fin,para las mentiras que he de decirla a Doña Pa-ca, Dios me iluminará, como siempre, y vamostirando. A ver si encuentro a Almudena por elcamino, que esta es la hora de subir él a la igle-

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sia. Y si no nos tropezamos en la calle, de fijoestá en el café de la Cruz del Rastro».

Dirigiose allá, y en la calle de la Encomiendase encontraron: «Hijo, en tu busca iba -le dijo laBenina cogiéndole por el brazo-. Aquí tienes tuduro. Ya ves que sé cumplir.

-Amri, no tener priesa.

-No te debo nada... Y hasta otra, Almudeni-lla, que días vendrán en que yo carezca y tú mesirvas, como te serviré yo viceversa... ¿Vienesdel café?

-Sí, y golvier si querer tú migo. Convidar ti-go».

Asintió Benina al convite, y un rato despuéshallábanse los dos sentaditos en el café económi-co, tomándose sendos vasos de a diez céntimos.El local era una taberna retocada, con ridículaselegancias entre pueblo y señorío; dorados chi-

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llones; las paredes pintorreadas de marinas ypaisajes; ambiente fétido, y parroquia mixta depobretería y vendedores del Rastro, locuaces,indolentes, algunos agarrados a los periódicos,y otros oyendo la lectura, todos muy a gusto enaquel vagar bullicioso, entre salivazos, humode mal tabaco y olores de aguardiente. Solos enuna mesa Benina y el marroquí, charlaron desus cosas: el ciego le contó las barrabasadas desu compañera de vivienda, y ella su entrevistacon D. Carlos, y el ridículo obsequio del librode cuentas y de los dos duros mensuales. De lasriquezas que, según voz pública, atesoraba Tru-jillo (treinta y cuatro casas, la mar de dinero enpapelorios del Gobierno, muchismos miles demiles en el Banco), charlaron extensamente,corriéndose luego a considerar, verbigracia, elsinnúmero de pobres que podrían ser felicescon toda aquella guita, que a D. Carlos le veníatan ancha, pues descontando una parte parasus hijos, que de natural debían poseerlo, con lodemás se apañarían tantos y tantos que andan

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por estas calles de Dios ladrando de hambre.Pero como ellos no habían de arreglarlo a sugusto, más cuenta les tenía no pensar en talcosa, y buscarse cada cual su mendrugo de pancomo pudiera, hasta que viniese la muerte ydespués Dios a dar a cada uno su merecido. Porfin, con extraordinaria gravedad y tono de con-vicción profunda, Almudena dijo a su amigaque todos los dinerales de D. Carlos podían serde ella, si quisiera.

«¿Míos? ¿Has dicho que todo lo de D. Carlospuede ser mío? Tú estás loco, Almudenilla.

-Tudo tuya... por la bendita luz. Si no creermí, priebar tú y ver.

-Vuélvemelo a decir: que todo el dinero deD. Carlos puede ser mío, ¿cuándo?

-Cuando querer ti.

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-Lo creeré, si me explicas cómo ha de ser esemilagro.

-Mí sabier cómo... Dicir ti secreto.

-Y si tú puedes hacer que todo el caudal deese viejo loco, un suponer, pase a ser de otrapersona, ¿por qué te conformas con la miseria,por qué no lo coges para ti?».

Replicó a esto Almudena que la persona quehiciera el milagro, cuyo secreto él poseía, habíade tener vista. Y el milagro era seguro, por labendita luz; y si ella dudaba, no tenía más queprobarlo, haciendo puntualmente todo cuantoél le dijera.

Siempre fue Benina algo supersticiosa, y sol-ía dar crédito a cuantas historias sobrenaturalesoía contar; además, la miseria despertaba enella el respeto de las cosas inverosímiles y ma-ravillosas, y aunque no había visto ningún mi-lagro, esperaba verlo el mejor día. Un poco de

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superstición, un mucho de ansia de fenómenosestupendos y nunca vistos, y otro tanto de cu-riosidad, la impulsaron a pedir al marroquíexplicaciones concretas de su ciencia o arte demagia, pues esto había de ser seguramente.Díjole el ciego que todo consistía en saber elarte y modo de pedir lo que se quisiera a un serllamado Samdai.

«¿Y quién es ese caballero?

-El Rey de baixo terra.

-¿Cómo? ¿Un Rey que está debajo de la tie-rra? Pues el diablo será.

-Diablo no: Rey bunito.

-¿Eso es cosa de tu religión? ¿Tú qué religióntienes?

-Ser eibrío.

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-Vaya por Dios -dijo Benina, que no habíaentendido el término-. ¿Y a ese Rey le llamas tú,y viene?

-Y dar ti tuda que pedir él.

-¿Me da todo lo que le pida?

-Siguro».

La convicción profunda que Almudena mos-traba hizo efecto en la infeliz mujer, quien, des-pués de una pausa en que interrogaba los ojosmuertos de su amigo y su frente amarilla lus-trosa, rodeada de negros cabellos, saltó dicien-do:

«¿Y qué se hace para llamarlo?

-Yo diciendo ti.

-¿Y no me pasa nada por hacerlo?

-Naida.

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-¿No me condeno, ni me pongo mala, ni mecogen los demonios?

-No.

-Pues ve diciendo; pero no engañes, no en-gañes, te digo.

-N'gañar no ti...

-¿Podemos hacerlo ahora?

-No: hacirlo a las doce del noche.

-¿Tiene que ser a esa hora?

-Siguro, siguro...

-¿Y cómo salgo yo de casa a media noche?...Amos, déjame a mí de pamplinas. Verdad quepodría decir, un suponer, que se ha puesto ma-lo D. Romualdo y tengo que velarlo... Bueno:¿qué hay que hacer?

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-N'cesitas cosas mochas. Comprar tú cosas. Loprimiero candil de barro. Pero comprarlo has túsin hablar paliabra.

-Me vuelvo muda.

-Muda tú... Comprar cosa... y si hablar novaler.

-Válgate Dios... Pues bueno: compro mi can-dil de barro sin chistar, y luego...».

Almudena ordenó después que había debuscar una olla de barro con siete agujeros, consiete nada más, todo sin hablar, porque sihablaba no valía. ¿Pero dónde demontres esta-ban esas ollas con siete agujeros? A esto replicóel ciego que en su tierra las había, y que aquípodían suplirse con los tostadores que usan lascastañeras, buscando el que tuviese siete buje-ros, ni uno más ni uno menos.

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«¿Y ello ha de comprarse también sinhablar?

-Sin hablando naida».

Luego era forzoso procurarse un palo de ca-rrash, madera de África, que aquí llaman laurel.Un vendedor de garrotes, en el primer tingladocabe las Américas, lo tenía. Había que comprár-selo sin pronunciar palabra. Bueno: pues re-unidas estas cosas, se pondría el palo al fuegohasta que se prendiera bien... Esto había de serel viernes a las cinco en punto. Si no, no valía. Yel palo estaría ardiendo hasta el sábado, y elsábado a las cinco en punto se le metía en elagua siete veces, ni una más ni una menos.

«¿Todo callandito?

-Hablar naida, naida».

Luego se vestía el palo con ropas de mujer,como una muñeca, y bien vestidito se le arri-

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maba a la pared, poniéndole derecho, amos, enpie. Delante se colocaba el candil de barro, en-cendido con aceite, y se le tapaba con la olla, demodo que no se viese más luz que la que saldr-ía por los siete bujeros, y a corta distancia seponía la cazuela con lumbre para echar lossahumerios, y se empezaba a decir la oraciónuna y otra vez con el pensamiento, porquehablada no valía. Y así se estaba la persona, sindistraerse, sin descuidarse, viendo subir elhumo del benjuí, y mirando la luz de los sieteagujeros, hasta que a las doce...

«¡A las doce! -repitió Benina sobresaltada-.¡Y al dar las doce campanadas viene... sale, seme aparece!...

-El Rey de baixo terra: pedir tú lo que quierer,y darlo ti él.

-Almudena, ¿tú crees eso? ¿Cómo es posibleque ese señor, sin más que las cirimonias que has

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contado, me dé a mí lo que ahora es de DonCarlos Trujillo?

-Verlo tú, si queriendo.

-Pero con tanto requesito, si una se descuidaun poco, o se equivoca en una sola palabra delrezo mental...

-Tener tú cuidado mocha.

-¿Y la oración?

-Mi enseñarla ti; dicir tú: Semá Israel AdonaiElohino Adonai Ishat...

-Calla, calla: en la vida digo yo eso sin equi-vocarme. Como no sea castellano neto yo noatino... Y también te aseguro que tengo mieditisde esas suertes de brujería... quita, quita... Pero¡ah! ¡si fuera verdad, qué gusto, cogerle a esezorrocloco de D. Carlos todo su dinero... amos,la mitad que fuera, para repartirlo entre tantospobrecitos que perecen de hambre!... Si se pu-

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diera hacer la prueba, comprando los cacharrosy el palitroque sin hablar, y luego... Pero no,no... cualquier día iba a venir acá ese Rey Ma-go... También te digo que suceden a veces cosasmuy fenómenas, y que andan por el aire los quellaman espíritus o, verbigracia, las ánimas, mi-rando lo que hacemos y oyéndonos lo quehablamos. Y otra: lo que una sueña, ¿qué es?Pues cosas verdaderas de otro mundo, que sevienen a este... Todo puede ser, todo puedeser... Pero yo, qué quieres que te diga, dudomucho que le den a una tanto dinero, sin másni más. Que para socorrer a los pobres, un su-poner, se quite a los ricos medio millón, o lamitad de medio millón, pase; pero tantas, tan-tismas talegas para nosotros... no, esa no cuela.

-Tuda, tuda la que haber en el Banco, millonasmochas, lotería, tuda pa ti, hiciendo lo que decir ti.

-Pues si eso es tan fácil, ¿por qué no lo hacenotros? ¿O es que tú solo tienes el secreto? ¡Elsecreto tú solo! Amos, cuéntaselo al Nuncio, que

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aquí no nos tragamos esas papas... Yo no tedigo que no sea posible... y si supiera yo hacerla prueba, la haría, con mil pares... Vuélveme adecir la receta de lo que ha de comprar una sinhablar...».

Repitió Almudena las fórmulas y reglas delconjuro, añadiendo descripción tan viva y pin-toresca del Rey Samdai, de su rostro hermosísi-mo, apostura noble, traje espléndido, de suséquito, que formaban arregimientos de prínci-pes y magnates, montados en camellos blancoscomo la leche, que la pobre Benina se embele-saba oyéndole, y si a pie juntillas no le creía, sedejaba ganar y seducir de la ingenua poesía delrelato, pensando que si aquello no era verdad,debía serlo. ¡Qué consuelo para los miserablespoder creer tan lindos cuentos! Y si es verdadque hubo Reyes Magos que traían regalos a losniños, ¿por qué no ha de haber otros Reyes deilusión, que vengan al socorro de los ancianos,de las personas honradas que no tienen más

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que una muda de camisa, y de las almas decen-tes que no se atreven a salir a la calle porquedeben tanto más cuanto a tenderos y prestamis-tas? Lo que contaba Almudena era de lo que nose sabe. ¿Y no puede suceder que alguno sepa loque no sabemos los demás?... ¿Pues cuántascosas se tuvieron por mentira y luego salieronverdades? Antes de que inventaran el telégrafo,¿quién hubiera creído que se hablaría con lasAméricas del Nuevo Mundo, como hablamosde balcón a balcón con el vecino de enfrente? Yantes de que inventaran la fotografía, ¿quiénhubiera pensado que se puede una retratar sólocon ponerse? Pues lo mismo que esto es aquello.Hay misterios, secretos que no se entienden,hasta que viene uno y dice tal por cual, y lodescubre... ¡Pues qué más, Señor!... Allá estabanlas Américas desde que Dios hizo el mundo, ynadie lo sabía... hasta que sale ese Colón, y conno más que poner un huevo en pie, lo descubretodo y dice a los países: «Ahí tenéis la Américay los americanos, y la caña de azúcar, y el taba-

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co bendito... ahí tenéis Estados Unidos, y hom-bres negros, y onzas de diez y siete duros». ¡Aver!

-XIII-No había acabado el marroquí su oriental

leyenda, cuando Benina vio entrar en el café auna mujer vestida de negro. «Ahí tienes a esafandangona, tu compañera de casa.

-¿Pedra? Maldita ella. Sacudir ella yo estamañana. Venir, siguro, con la Diega...

-Sí, con una viejecica, muy chica y muy flaca,que debe de ser más borracha que los mosqui-tos. Las dos se van al mostrador, y piden dostintas.

-Señá Diega enseñar vicio ella.

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-¿Y por qué tienes contigo a esa gansirula,que no sirve para nada?».

Contole el ciego que Pedra era huérfana; supadre fue empleado en el Matadero de cerdos,con perdón, y su madre cambiaba en la calle dela Ruda. Murieron los dos, con diferencia dedías, por haber comido gato. Buen plato es elmicho; pero cuando está rabioso, le salen pintasen la cara al que lo come, y a los tres días,muerte natural por calenturas perdiciosas. Enfin, que espicharon los padres, y la chica sequedó en la puerta de la calle, sentadita. Erahermosa: por tal la celebraban; su voz sonabacomo las músicas bonitas. Primero se puso acambiar, y luego a vender churros, pues teníatino de comercianta; pero nada le valió su bue-na voluntad, porque hubo de cogerla de sucuenta la Diega, que en pocos días la enseñó aembriagarse, y otras cosas peores. A los tresmeses, Pedra no era conocida. La enflaquecie-ron, dejándola en los puros pellejos, y su alien-

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to apestaba. Hablaba como una carreterona, ytenía un toser perruno y una carraspera quetiraban para atrás. A veces pedía por el caminode Carabanchel, y de noche se quedaba a dor-mir en cualquier parador. De vez en cuando selavaba un poco la cara, compraba agua de olor, yrociándose las flaquezas, pedía prestada unacamisa, una falda, un pañuelo, y se ponía depuerta en la casa del Comadreja, calle de Me-diodía Chica. Pero no tenía constancia paranada, y ningún acomodo le duró más de dosdías. Sólo duraba en ella el gusto del aguar-diente; y cuando se apimplaba, que era un día síy otro también, hacía figuras en medio delarroyo, y la toreaban los chicos. Dormía susmonas en la calle o donde le cogía, y más bofe-tadas tenía en su cara que pelos en la cabeza.Cuerpo más asistido de cardenales no se cono-ció jamás, ni persona que en su corta edad,pues no tenía más que veintidós años, aunquerepresentaba treinta, hubiera visitado tan a me-nudo las prevenciones de la Inclusa y Latina.

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Almudena la trataba, con buen fin, desde quese quedó huérfana, y al verla tan arrastrada,dábale de tres cosas un poco: consejos, limosnay algún palo. Encontrola un día curándose suslamparones con zumo de higuera chumbo, yaliñándose las greñas al sol. Propúsole que sefuera con él, poniendo cada cual la mitad delalquiler de la casa, y comprometiéndose ella acortar de raíz el vicio de la bebida. Discutieron,parlamentaron; diose solemnidad al convenio,jurando los dos su fiel observancia ante un em-plasto viscoso y sobre un peine de rotas púas, yaquella noche durmió Pedra en el cuarto deSanta Casilda. Los primeros días todo fue con-cordia, sobriedad en el beber; pero la cabra notardó en tirar al monte, y... otra vez la endia-blada hembra divirtiendo a los chicos y dandoque hacer a los del Orden.

«No poder mí con ella. B'rracha siempre. Esun dolor... un dolor. Yo estar ella migo porlástima...».

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Al ver que las dos mujeres, después de ati-zarse un par de tintas, miraban burlonas al cie-go y a Benina, esta tuvo miedo y quiso retirar-se.

«Dir tú no, Amri. Quedar migo -le dijo el cie-go cogiéndola de un brazo.

-Temo que armen bronca estas indinas... Acávienen ya».

Aproximáronse las tales, y pudo la Beninaver y examinar a su gusto el rostro de Pedra, deuna hermosura desapacible y que despedía.Morena, de facciones tan regulares como pro-nunciadas, magníficos ojos negros, cejas que aljuntarse culebreaban, boca sucia y bien ras-gueada, que no parecía hecha para sonreír,cuerpo derecho y esbeltísimo en su flaqueza ydesaliño, la compañera de Almudena era unafigura trágica, y como tal impresionó a Benina,aunque esta no expresaba su juicio sino pen-

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sando que le daría miedo encontrarse con talpersona, de noche, en lugar solitario.

De la Diega no podía determinarse si era jo-ven o entre-vieja. Por la estatura parecía unaniña; por la cara escuálida y el cuello rugoso,todo pliegues, una anciana decrépita; por losojos, un animalejo vivaracho. Su flaqueza eratan extremada, que Benina no pudo menos decomentarla mentalmente con una frase andalu-za que usar solía su señora: «Esta es de las quesacan espinas con los codos».

Pedra se sentó, dando los buenos días, y laotra quedose en pie, sin alzar del suelo más quela cabeza de Almudena, en cuyos hombros diofuertes palmetazos.

«Tati quieta -le dijo este enarbolando el palo.

-Cuidado con él, que es malo y traicionero...-indicó la otra.

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-Jai... ¿verdad que eres malo y pegar tú mí?

-Yo ero beno; tú mala, b'rracha.

-No lo digas, que se escandalizará la señoraanciana.

-Anciana no ser ella.

-¿Tú qué sabes, si no la ves?

-Decente ella.

-Sí que lo será, sin agraviar. Pero a ti te gus-tan las viejas.

-Ea, yo me voy, señora, que lo pasen bien -dijo Benina, azoradísima, levantándose.

-Quédese, quédese... ¡Si es groma!».

La Diega la instó también a quedarse, aña-diendo que habían comprado un décimo de laLotería, y ofreciéndole participación.

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«Yo no juego -replicó Benina-: no tengocuartos.

-Yo sí -dijo el marroquí-: dar vos una pieseta.

-Y la señora, ¿por qué no juega?

-Mañana sale. Seremos ricas, ricachonas enefetivo -dijo la Diega-. Yo, si me la saco, San An-tonio me oiga, volveré a establecerme en la ca-lle de la Sierpe. Allí te conocí, Almudena. ¿Teacuerdas?

-No mi cuerda, no...

-Vos conocisteis en Mediodía Chica, por lacasa de atrás.

-A este le llamaban Muley Abbas.

-Y a ti Cuarto e kilo, por lo chica que eres.

-Poner motes es cosa fea. ¿Verdad, Almude-nita? Las personas decentes se llaman por el

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santo bautismo, con sus nombres de cristiano.Y esta señora, ¿qué gracia tiene?

-Yo me llamo Benina.

-¿Es usted de Toledo, por casualidad?

-No, señora: soy... dos leguas de Guadalaja-ra.

-Yo de Cebolla, en tierra de Talavera... y di-me una cosa: ¿por qué esta gorrinaza de Pedri-lla te llama a ti Jai? ¿Cuál es tu nombre en tureligión y en tu tierra cochina, con perdón?

-Llamarle mi Jai porque ser morito él -dijo latrágica remedando su habla.

-Nombre mío Mordejai -declaró el ciego-, yser yo nacido en un puebro mu bunito que llamarallá Ullah de Bergel, terra de Sus... ¡oh! terradivina, bunita... mochas arbolas, aceita mocha, mie-la, frores, támaras, mocha güena».

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El recuerdo del país natal le infundió uncandoroso entusiasmo, y allí fue el pintarlo ydescribirlo con hipérboles graciosas, y un colo-rido poético que con gran entretenimiento ygozo saborearon las tres mujeres. Incitado porellas, contó algunos pasajes de su vida, todallena de estupendos casos, peligrosas empresasy fantásticas aventuras. Refirió primero cómose había fugado del hogar paterno, de edad dequince años, lanzándose a correr mundo, sinque en todo el tiempo transcurrido desde aquelsuceso, tuviese noticia alguna de su patria yfamilia. Mandole su padre a casa de un merca-der amigo suyo con este recado: «Dile a RubénToledano que te dé doscientos duros que nece-sito hoy». El tal debía de ser al modo de ban-quero, y entre ambos señores reinaba sin dudapatriarcal confianza; porque el encargo se hizoefectivo sin ninguna dificultad, cogiendo Mor-dejai los doscientos pesos en cuatro pesadoscartuchos de moneda española. Pero en vez deir con ellos a la casa paterna, tomó el caminito

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de Fez, ávido de ver mundo, de trabajar por sucuenta, y de ganar mucho dinero para el autorde sus días, no los doscientos duros, sino dosmil o cientos de miles. Comprando dos borri-cos, se puso a portear mercaderías y pasajerosentre Fez y Mequínez, con buenas ganancias.Pero un día de mucho calor, ¡castigo de Dios!pasó junto a un río y le entraron ganas de darseun baño. En el agua flotaban dos caballosmuertos, cosa mala. Al salir del baño le dolíanlos ojos: a los tres días era ciego.

Como aún tenía dinero, pudo algún tiempovivir sin implorar la caridad pública, con latristeza inherente al no ver, y la no menos hon-da producida por el brusco paso de la vida ac-tiva a la sedentaria. El muchacho ágil y fuertese hizo de la noche a la mañana hombre en-clenque y achacoso, y sus ambiciones de co-merciante y sus entusiasmos de viajero queda-ron reducidos a un continuo meditar sobre loinseguro de los bienes terrenos, y la infalible

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justicia con que Dios Nuestro Padre y Juez sien-ta la mano al pecador. No se atrevía el pobreciego a pedirle que le devolviese la vista, puesesto no se lo había de conceder. Era castigo, y elSeñor no se vuelve atrás cuando pega de firme.Pedíale que le diera dinero abundante parapoder vivir con desahogo, y una muquier que leamara; mas nada de esto le fue concedido alpobre Mordejai, que cada día tenía menos dine-ros, pues estos iban saliendo, sin que entraranotros por ninguna parte, y de muquieres nada.Las que se acercaban a él fingiéndole cariño, noiban a su covacha más que a robarle. Un díaestaba el hombre muy molesto por no podercazar una pulga que atrozmente le picaba,burlándose de él con audacia insolente, cuan-do... no es broma... se le aparecieron dos ánge-les.

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-XIV-«¿Pero tú ves algo, Almudena? -le preguntó

Cuarto e kilo.

-Ver mí burtos ellos».

Explicó que distinguía las masas de obscuri-dad en medio de la luz: esto por lo tocante a lascosas del mundo de acá. Pero en lo de los mun-dos misteriosos que se extienden encima y de-bajo, delante y detrás, fuera y dentro del nues-tro, sus ojos veían claro, cuando veían, mismocomo vosotras ver migo. Bueno: pues se le apare-cieron dos ángeles, y como no era cosa de apa-recérsele para no decir nada, dijéronle que ven-ían de parte del Rey de baixo terra con una em-bajada para él. El señor Samdai tenía quehablarle, para lo cual era preciso que se fuesemi hombre al Matadero por la noche, que estu-viese allí quemando ilcienso, y rezando en me-dio de los despojos de reses y charcos de san-

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gre, hasta las doce en punto, hora invariable dela entrevista. No hay que añadir que los ángelesse marcharon con viento fresco en cuanto die-ron conocimiento de su mensaje a Mordejai, yeste cogió sus trebejos de sahumar, la pipa, laración de cáñamo en un papel, y se fue caminitodel Matadero: el largo plantón que le esperaba,se le haría menos aburrido fumando.

Allí se estuvo, sentado en cuclillas, aspiran-do los vahos olorosos del sahumerio, y fuman-do pipa tras pipa, hasta que llegó la hora, y loprimerito que vio fue un par de perros, másgrandes que el cameio, brancos, con ojos de fue-go. Él, Mordejai, mocha medo, un medo que lequitaba el respirar. Vino después un arregimien-to de jinetes con mucho cantorio, galas mochas;luego empezó a caer lluvia espesísima de arenay piedras, tanto, tanto, que se vio enterradohasta el pescuezo... y no respiraba. Cada vezmás medo... Por encima de toda aquella escoriapasó velocísimo otro escuadrón de jinetes, dan-

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do al viento los blancos alquiceles, y sin cesardisparando tiros. Siguió un diluvio de culebrasy alcranes, que caían silbando y enroscándose.El pobre ciego se moría de medo, sintiéndoseenvuelto en la horrorosa nube de inmundosanimales... Pero luego vinieron hombres y mu-jeres a pie, en pausada procesión, todos conblancas vestiduras, llevando en la mano canas-tillas y bateas de oro, y pisando sobre flores,pues en rosas y azucenas se habían convertidomágicamente las serpientes y alacranes, y enolorosas ramas de menta y laurel todo aquelmaterial llovido de arena cálida y puntiagudosguijarros.

Para no cansar, apareció por fin el Rey, her-moso, con humana y divina hermosura, barbalarga y negra, aretes en las orejas, corona de oroque parecía tener por pedrería el sol, la luna ylas estrellas. Verde era su traje, que por lo finodebía de ser obra de unas arañas muy pulidasque en los profundos senos de la tierra tejen

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con hebras de fuego. El séquito de Samdai eratan vistoso y brillante que deslumbraba. Comole preguntara la Petra si no venía también SuMajestad la Reina, quedose un momento para-do el narrador, recordando, y al fin dio cuentade que vido también a la señora del Rey, perocon la cara muy tapada, como la luna entre nu-bes, y por esta razón Mordejai no pudo distin-guirla bien. La Soberana vestía de amarillo, deun color así como nuestros pensamientos cuan-do estamos entre alegres y tristes. Expresabaesto el ciego con dificultad, supliendo las tor-pezas de su lenguaje con el juego fisonómico dela convicción, y los mohines y gestos elocuen-tes.

Total: que a una orden del Rey le fueron po-niendo delante todas aquellas bateas y canastosde oro que traían las mujeres de blanco vesti-das. ¿Qué era? Pieldras de diversas clases, mo-chas, mochas, que pronto formaron montonesque no cabrían en ninguna casa: rubiles como

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garbanzos, perlas del tamaño de huevos depaloma, tudas, tudas grandes, diamanta fina ental cantidad, que había para llenar de ellos sa-cos mochas, y con los sacos un carro de mudan-zas; esmeraldas como nueces y trompacios comopoño mío...

Oían esto las tres mujeres embobadas, mu-das, fijos los ojos en la cara del ciego, entre-abiertas las bocas. Al comienzo de la relación,no se hallaban dispuestas a creer, y acabaroncreyendo, por estímulo de sus almas, ávidas decosas gratas y placenteras, como compensaciónde la miseria bochornosa en que vivían. Almu-dena ponía toda su alma en su voz, y con lalengua hablaban todos los pliegues movibles desu cara, y hasta los pelos de su barba negra.Todo era signos, jeroglífico descifrable, orientalescritura que los oyentes entendían sin saberpor qué. El fin de la espléndida visión fue queel Rey le dijo al bueno de Mordejai que de lasdos cosas que deseaba, riquezas y mujer, no

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podía darle más que una; que optase entre laspedrerías de gran valor que delante miraba, ycon las cuales gozaría de una fortuna superior ala de todos los soberanos de la tierra, y unamujer buena, bella y laboriosa, joya sin dudatan rara que no se podía encontrar sino revol-viendo toda la tierra. Mordejai no vaciló unmomento en la elección, y dijo a Su Majestad debaixo terra, que para nada quería tanta pedreríapor fanegas, si no le daban muquier... «Querer miella... gustar mí muquier, y sin muquier migo, noquerer pieldras finas, ni diniero ni naida».

Señalole entonces el Rey una hembra quebien envuelta en un manto que la tapaba toda,el rostro inclusive, iba por el camino, y le dijoque aquella era la suya, y que la siguiese hastacogerla o más bien cazarla, pues a paso muyligero iba la condenada. Y dicho esto por elRey, se dignó Su Majestad desaparecerse, y conél se fueron todos los de su comitiva, y los arre-gimientos y las señoras de blanco, y tudo, tudo,

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no quedando más que un olor penetrante delilcienso, y los ladridos de los dos perrazos quese iban perdiendo en las lontananzas de la no-che fría, cual si despavoridos huyeran hacia losmontes. Tres meses estuvo enfermo Mordejaidespués de este singular suceso, y no comíamás que agua y harina de cebada sin sal. Que-dose tan flaco que se contaba al tacto todos loshuesos, sin que se le escapara uno en la cuenta.Por fin, arrastrándose como pudo, emprendiósu camino por toda la grandeza del mundo enbusca de la mujer que, según dicho del divinoSamdai, era suya.

«Y no la encontraste hasta tantismos años decorrer, y se llamaba Nicolasa -dijo la Petra, que-riendo ayudar al biógrafo de sí mismo.

-¿Tú qué saber? No ser Nicolasa.

-Entonces será la señora -apuntó la Diega, se-ñalando no sin cierta impertinencia a la pobreBenina, que no chistaba.

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-¿Yo?... ¡Jesús me valga! Yo no soy ningunatarascona que anda por los caminos».

Contó Almudena que desde Fez había ido ala Argelia; que vivió de limosna en Tlemcénprimero, después en Constantina y Orán; queen este punto se embarcó para Marsella, y reco-rrió toda Francia, Lyon, Dijon, París, que es mugrande, con tantos olivares y buenos pisos decalle, todo como la palma de la mano. Despuésde subirse hasta un pueblo que le llaman Lila,volviose a Marsella y a Cette, donde se em-barcó para Valencia.

«Y en Valencia encontraste a la Nicolasa, conquien veniste por badajes, que vos daban losaiuntamientos, con dos riales de tapa -dijo la Pe-tra-, y de Madrid vos fuisteis a los Portugales, ytres años te duró el contento, camastrón, hastaque la golfa se te fue con otro.

-Tú no saber.

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-Que cuente la historia de Nicolasa y cómo aél le cogieron en Madrid para llevarle a SanBernardino, y ella fue al espital; y estando él unanoche durmiendo, se le aparecieron dos muje-res del otro mundo, verbigracia, ánimas, paradecirle que la Nicolasa hablaba en el espital conuno que le iban a dar de alta...

-No ser eso, no ser eso: cállate tú.

-Otro día nos lo contará -indicó Benina, que,aunque gustaba de oír aquellos entretenidosrelatos, no quería detenerse más, recordandosus apremiantes quehaceres.

-Espérese, señora: ¿qué prisa tiene? -le dijo laDiega-. ¿A dónde irá usted que más valga?

-Otro día contar más -indicó el ciego son-riendo-. Mí ver mundo mocha.

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-Estás cansadito, Jai. Convídanos a un mediopara que se te remoje la lengua, que la tienesmás seca que suela de zapato.

-Yo no convidar mí ellas, b'rrachonas. No te-ner diniero migo.

-Por eso no quede -dijo la Diega, rumbosa.

-Yo no bebo -declaró la Benina-, y ademástengo prisa, y con permiso de la compañía mevoy.

-Quedar ti rato más. Dar once reloja.

-Dejarla -manifestó con benevolencia la Pe-tra-, por si tiene que ir a ganarlo; que nosotrasya lo hemos ganado».

Interrogadas por Almudena, refirieron quehabiendo cogido la Diega unos dineros que ledebían dos mozas de la calle de la Chopa, sehabían lanzado al comercio, pues una y otratenían suma disposición y travesura para el

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compra y vende. La Petra no se sentía mujerhonrada y cabal sino cuando se dedicaba altráfico, aunque fuese en cosas menudas, comopalillos, mondarajas de tea, y torraé. La otra eraun águila para pañuelos y puntillas. Con eldinero aquel, venido a sus manos por milagro,compraron género en una casa de saldos, y enla mañana de aquel día pusieron sus bazaresjunto a la Fuentecilla de la Arganzuela, tenien-do la suerte de colocar muchas carreras de bo-tones, varas muchas de puntilla y dos chalecosde bayona. Otro día sacarían loza, imágenes, ycaballos de cartón de los que daban, a partirganancias, en la fábrica de la calle del Carnero.Largamente hablaron ambas de su negocio, y sealababan recíprocamente, porque si Cuarto e kiloera de lo que no hay para la adquisición degénero por gruesas, a la otra nadie aventajaba ensalero y malicia para la venta al menudeo. Otraseñal de que había venido al mundo para ser ocomercianta o nada, era que los cuartos ganadosen la compra-venta se le pegaban al bolsillo,

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despertando en ella vagos anhelos de ahorro,mientras que los que por otros medios iban asus flacas manos, se le escapaban por entre losdedos antes de que cerrar pudiera el puño paraguardarlos.

Oyó Benina muy atenta estas explicaciones,que tuvieron la virtud de infundirle cierta sim-patía hacia la borracha, porque también ella,Benina, se sentía negocianta; también acarició sualma alguna vez la ilusión del compra-vende.¡Ah! si, en vez de dedicarse al servicio, traba-jando como una negra, hubiera tomado unapuerta de calle, otro gallo le cantara. Pero ya suvejez y la indisoluble sociedad moral con DoñaPaca la imposibilitaban para el comercio.

Insistió la buena mujer en abandonar la gra-ta tertulia, y cuando se levantó para despedirsecayósele el lápiz que le había dado D. Carlos, yal intentar recogerlo del suelo, cayósele tam-bién la agenda.

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«Pues no lleva usted ahí pocas cosas -dijo laPetra, cogiendo el libro y hojeándolo rápida-mente, con mohines de lectora, aunque másbien deletreaba que leía-. ¿Esto qué es? Un libropara llevar cuentas. ¡Cómo me gusta! Marzo,dice aquí, y luego Pe...setas, y luego céntimos. Esmu bonito apuntar aquí todo lo que sale y entra.Yo escribo tal cual; pero en los números meatasco, porque los ochos se me enredan en losdedos, y cuando sumo no me acuerdo nunca delo que se lleva.

-Ese libro -dijo Benina, que al punto vis-lumbró un negocio-, me lo dio un pariente demi señora, para que lleváramos por apuntaciónel gasto; pero no sabemos. Ya no está la Magda-lena para estos tafetanes, como dijo el otro... Yahora pienso, señoras, que a ustedes, que co-mercian, les conviene este libro. Ea, lo vendo, sime lo pagan bien.

-¿Cuánto?

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-Por ser para ustedes, dos reales.

-Es mucho -dijo Cuarto e kilo, mirando lashojas del libro, que continuaba en manos de sucompañera-. Y ¿para qué lo queremos nosotras,si nos estorba lo negro?

-Toma -indicó Petra, acometida de una risainfantil al repasar, con el dedo mojado en sali-va, las hojas-. Se marca con rayitas: tantas can-tidades, tantas rayas, y así es más claro... Se daun real, ea.

-¿Pero no ven que está nuevo? Su valor,aquí, lo dice: «dos pesetas».

Regatearon. Almudena conciliaba los inter-eses de una y otra parte, y por fin quedó cerra-do el trato en cuarenta céntimos, con lápiz ytodo. Salió del café la Benina, gozosa, pensandoque no había perdido el tiempo, pues si resul-taban fantásticas las pieldras preciosas que enmontones Mordejai pusiera ante su vista, posi-

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tivas y de buena ley eran las cuatro perras, co-mo cuatro soles, que había ganado vendiendoel inútil regalo del monomaníaco Trujillo.

-XV-El largo descanso en el café le permitió reco-

rrer como una exhalación la distancia entre elRastro y la calle de la Cabeza, donde vivía laseñorita Obdulia, a quien deseaba visitar y so-correr antes de irse a casa, pues era indudableque a la niña correspondía la mitad, perra máso menos, de uno de los duros de D. Carlos. Alas doce menos cuarto entraba en el portal, quepor lo siniestro y húmedo parecía la puerta deuna cárcel. En lo bajo había un establecimientode burras de leche, con borriquitas pintadas en lamuestra, y dentro vivían, sin aire ni luz, laspacíficas nodrizas de tísicos, encanijados y cata-

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rrosos. En la portería daban asilo a un conocidode Benina, el ciego Pulido, que era tambiénpunto fijo en San Sebastián. Con él y con el bu-rrero charló un rato antes de subir, y ambos ledieron dos noticias muy malas: que iba a subirel pan y que había bajado mucho la Bolsa, señallo primero de que no llovía, y lo segundo deque estaba al caer una revolución gorda, todoporque los artistas pedían las ocho horas y losamos no querían darlas. Anunció el burrero conprofética gravedad que pronto se quitaría todoel dinero metálico y no quedaría más que pa-pel, hasta para las pesetas, y que echarían nue-vas contribuciones, inclusive, por rascarse y pordarse de quién a quién los buenos días. Conestas malas impresiones subió Benina la escale-ra, tan descansada como lóbrega, con los pel-daños en panza, las paredes desconchadas, sinque faltaran los letreros de carbón o lápiz gara-bateados junto a las puertas de cuarterones, porcuyo quicio inferior asomaba el pedazo de este-ra, ni los faroles sucios que de día semejaban

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urnas de santos. En el primer piso, bajando delcielo, con vecindad de gatos y vistas magníficasa las tejas y buhardillones, vivía la señorita Ob-dulia; su casa, por la anchura de las habitacio-nes destartaladas y frías, hubiera parecido con-vento, a no ser por la poca elevación de los te-chos, que casi se cogían con la mano. Esteras yalfombras allí eran tan desconocidas, como enel Congo las levitas y chisteras; sólo en lo quellamaban gabinete había un pedazo de fieltroraído, rameado de azul y rojo, como de dosvaras en cuadro. Los muebles de baratillo de-claraban con sus chapas rotas, sus patas inváli-das, sus posturas claudicantes, el desastre desus infinitas peregrinaciones en los carros demudanza.

La misma Obdulia abrió la puerta a Benina,diciéndole que la había sentido subir, y al pun-to se vio la buena mujer como asaltada de unapareja de gatos muy bonitos, que mayando lamiraban, el rabo tieso, frotando su lomo contra

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ella. «Los pobres animalitos -dijo la niña conmás lástima de ellos que de sí misma-, no sehan desayunado todavía».

Vestía la hija de Doña Paca una bata de fra-nela color rosa, de corte elegante, ya descom-puesta por el mucho uso, las delanteras man-chadas de chocolate y grasa, algún siete en lasmangas, la falda arrastrada, revelándose entodo, como prenda adquirida de lance, que a sudueña le venía un poco ancha, por aquello de quela difunta era mayor. De todos modos, tal vesti-menta se avenía mal con la pobreza de la espo-sa de Luquitas.

«¿No ha venido anoche tu marido? -le dijoBenina, sofocada de la penosa ascensión.

-No, hija, ni falta que me hace. Déjale en sucafé, y en sus casas de perdición, con las sociasque le han sorbido el seso.

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-¿No te han traído nada de casa de tus sue-gros?

-Hoy no toca. Ya sabes que lo dejaron en undía sí y otro no. No ha venido más que JuanaRosa a peinarme, y con ella se fue mi Andrea.Van a comer juntas en casa de su tía.

-De modo que estás como los camaleones.No te apures, que Dios aprieta, pero no ahoga,y aquí estoy yo para que no ayunes más de lacuenta, que el cielo bien ganado te lo tienes ya...Siento una tosecilla... ¿Ha venido ese caballero?

-Sí: ahí está desde las diez. Con las cosas bo-nitas que cuenta me entretiene, y casi no meacuerdo de que no hay en casa más que dosonzas de chocolate, media docena de dátiles, yalgunos mendrugos de pan... Si has de traermealgo, sea lo primero para estos pobres gatosaburridos, que desde el amanecer no me dejanvivir. Parece que me hablan, y dicen: «Pero

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¿qué es de nuestra buena Nina, que no vienecon nuestra cordillita?».

-En seguida traeré para remediaros a todos -dijo la anciana-. Pero antes quiero saludar a esecaballero rancio, que es tan fino y atento con lasseñoras».

Entró en el llamado gabinete, y el señor dePonte y Delgado se deshizo con ella en afectuo-sos cumplidos de buena sociedad. «Siempreechándola a usted de menos, Benina... y muydesconsolado cuando brilla usted por su ausencia.

-¡Que brillo por mi ausencia!... ¿Pero quédisparates está usted diciendo, Sr. de Ponte? Oes que no entendemos nosotras, las mujeres depueblo, esos términos tan fisnos... Ea, quédensecon Dios. Yo vuelvo pronto, que tengo que darde almorzar a la niña y a los señores gatos. Yaunque el Sr. D. Frasquito no quiera, ha dehacer aquí penitencia. Le convido yo... no, leconvida la señorita.

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-¡Oh, cuánto honor!... Lo agradezco infinito.Yo pensaba retirarme.

-Sí, ya sabemos que siempre está usted con-vidado en casas de la grandeza. Pero como estan bueno, se dizna sentarse a la mesa de lospobres.

-Consideración que tanto le agradecemos -dijo Obdulia-. Ya sé que para el Sr. de Ponte esun sacrificio aceptar estas pobrezas...

-¡Por Dios, Obdulia!...

-Pero su mucha bondad le inspira estos yotros mayores sacrificios. ¿Verdad, Ponte?

-Ya la he reñido a usted, amiga mía, por sertan paradójica. Llama sacrificio al mayor placerque puede existir en la vida.

-¿Tienes carbón?... -preguntó Benina brus-camente, como quien arroja una piedra en unmacizo de flores.

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-Creo que hay algo -replicó Obdulia-; y si no,lo traes también».

Fue Nina para adentro, y habiendo encon-trado combustible, aunque escaso, se puso aencender lumbre y a preparar sus pucheros.Durante la prosaica operación, conversaba conlas astillas y los carbones, y sirviéndose delfuelle como de un conducto fonético, les decía:«Voy a tener otra vez el gusto de dar de comera ese pobre hambriento, que no confiesa suhambre por la vergüenza que le da... ¡Cuántamiseria en este mundo, Señor! Bien dicen quequien más ha visto, más ve. Y cuando se creeuna que es el acabose de la pobreza, resulta quehay otros más miserables, porque una se echa ala calle, y pide, y le dan, y come, y con mediopanecillo se alimenta... Pero estos que juntan lavergüenza con la gana de comer, y son delica-dos y medrosicos para pedir; estos que tuvieronposibles y educación, y no quieren rebajarse...¡Dios mío, qué desgraciados son! lo que discu-

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rrirán para matar el gusanillo... Si me sobradinero, después de darle de almorzar, he de vercómo me las compongo para que tome la pesetaque necesita para pagar el catre de esta noche.Pero ¡ay! no... que necesitará ocho reales. Me dael corazón que anoche no pagó... y como esacondenada Bernarda no fía más que una vez...será preciso pagarle toda la cuenta... y a saber sile ha fiado dos o tres noches... No, aunque yotuviera el dinero, no me atrevería a dárselo; yaunque se lo ofreciese, primero dormía al rasoque cogerlo de estas manos pobres... ¡Señor,qué cosas, qué cosas se van viendo cada día eneste mundo tan grande de la miseria!».

En tanto el lánguido Frasquito y la esmirria-da Obdulia platicaban gozosos de cosas gratas,harto distantes de la triste realidad. Desde quevio entrar a la Providencia, en figura de Benina,sintiose la niña calmada de su ansiedad y so-bresalto, y el caballero también respiró por elpropio motivo feliz, y se le alegraron las pajari-

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llas viendo conjurado, por aquel día, un graveconflicto de subsistencias. Uno y otro, marchitadama y galán manido, poseían, en medio de suradical penuria, una riqueza inagotable, eficací-sima, casi acuñable, extraída de la mina de supropio espíritu; y aunque usaban de los pro-ductos de este venero con prodigalidad, mien-tras más gastaban, más superabundancia teníansus caudales. Consistía, pues, esta riqueza, en lafacultad preciosa de desprenderse de la reali-dad, cuando querían, trasladándose a un mun-do imaginario, todo bienandanzas, placeres ydichas. Gracias a esta divina facultad, se daba elcaso de que ni siquiera advirtiesen, en muchasocasiones, sus enormes desdichas, pues cuandose veían privados absolutamente de los bienespositivos, sacaban de la imaginación el cuernode Amaltea, y lo agitaban para ver salir de éllos bienes ideales. Lo extraño era que el Sr. dePonte Delgado, con tener tres veces lo menos laedad de Obdulia, casi la superaba en poder

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imaginativo, pues en la declinación de la vida,se renovaban en él los aleteos de la infancia.

D. Frasquito era lo que vulgarmente se llamaun alma de Dios. Su edad no se sabía, ni en partealguna constaba, pues se había quemado elarchivo de la iglesia de Algeciras donde le bau-tizaron. Poseía el raro privilegio físico de unaconservación que pudiera competir con la delas momias de Egipto, y que no alteraban con-tratiempos ni privaciones. Su cabello se conser-vaba negro y abundante; la barba, no; pero conun poco de betún casi armonizaban una conotro. Gastaba melenas, no de las románticas,desgreñadas y foscas, sino de las que se usaronhacia el 50, lustrosas, con raya lateral, los me-chones bien ahuecaditos sobre las orejas. Elmovimiento de la mano para ahuecar los dosmechones y modelarlos en su sitio, era uno deesos resabios fisiológicos, de segunda naturaleza,que llegan a ser parte integrante de la primera.Pues con su melenita de cocas y su barba prin-

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gosa y retinta, el rostro de Frasquito Ponte erade los que llaman aniñados, por no sé qué ex-presión de ingenuidad y confianza que veríaisen su nariz chica, y en sus ojos que fueron viva-ces y ya eran mortecinos. Miraban siempre conternura, lanzando sus rayos de ocaso melancó-lico en medio de un celaje de lagrimales pitaño-sos, de pestañas ralas, de párpados rugosos, deextensas patas de gallo. Dos presunciones des-collaban entre las muchas que constituían elorgullo de Ponte Delgado, a saber: la melena yel pie pequeño. Para las mayores desdichas,para las abstinencias más crueles y mortifican-tes, tenía resignación; para llevar zapatos muyviejos o que desvirtuaran la estructura perfectay las lindas proporciones de sus piececitos, nola tenía, no.

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-XVI-Del arte exquisito para conservar la ropa no

hablemos. Nadie como él sabía encontrar enexcéntricos portales sastres económicos, quepor poquísimo dinero volvían una pieza; nadiecomo él sabía tratar con mimo las prendas deuso perenne para que desafiaran los años, con-servándose en los puros hilos; nadie como élsabía emplear la bencina para limpieza de mu-gres, planchar arrugas con la mano, estirar loencogido y enmendar rodilleras. Lo que le du-raba un sombrero de copa no es para dicho.Para averiguarlo no valdría compulsar todaslas cronologías de la moda, pues a fuerza de serantigua la del chisterómetro que usaba, casi eramoderna, y a esta ilusión contribuía el engañode aquella felpa, tan bien alisada con amorososcuidados maternales. Las demás prendas deropa, si al sombrero igualaban en longevidad,no podían emular con él en el disimulo de añosde servicio, porque con tantas vueltas y trans-

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formaciones, y tantos recorridos de aguja y pa-ses de plancha, ya no eran sino sombra de loque fueron. Un gabancillo de verano, clarucho,usaba D. Frasquito en todo tiempo: era suprenda menos inveterada, y le servía para ocul-tar, cerrado hasta el cuello, todo lo demás quellevaba, menos la mitad de los pantalones. Loque se escondía debajo de la tal prenda, sóloDios y Ponte lo sabían.

Persona más inofensiva no creo haya existi-do nunca; más inútil, tampoco. Que Ponte nohabía servido nunca para nada, lo atestiguabasu miseria, imposible de disimular en aqueltriste occidente de su vida. Había heredado unaregular fortunilla, desempeñó algunos destinosbuenos, y no tuvo atenciones ni cargas de fami-lia, pues se petrificó en el celibato, primero poradoración de sí mismo, después por haber per-dido el tiempo buscando con demasiado escrú-pulo y criterio muy rígido un matrimonio deconveniencia, que no encontró, ni encontrar

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podía, con las gollerías y perendengues quedeseaba. En la época en que aún no existía lapalabra cursi, Ponte Delgado consagró su vida ala sociedad, vistiendo con afectada elegancia,frecuentando, no diré los salones, porque en-tonces poco se usaba esta denominación, sinoalgunos estrados de casas buenas y distingui-das. Los verdaderos salones eran pocos, y Fras-quito, por más que en su vejez hacía gala dehaber entrado en ellos, la verdad era que ni porel forro los conocía. En las tertulias que frecuen-taba y bailes a que asistía, así como en los casi-nos y centros de reunión masculina, no diga-mos que desentonaba; pero tampoco se distin-guía por su ingenio, ni por esa hidalga mezclade corrección y desgaire que constituye la ele-gancia verdadera. Muy estiradito siempre, esosí; muy atento a sus guantes, a su corbata, a supie pequeño, resultaba grato a las damas, sininteresar a ninguna; tolerable para los hombres,algunos de los cuales verdaderamente le esti-maban.

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Sólo en nuestra sociedad heterogénea, librede escrúpulos y distinciones, se da el caso deque un hidalguete, poseedor de cuatro terru-ños, o un empleadillo de mediano sueldo, seconfundan con marqueses y condes de sangreazul, o con los próceres del dinero, en los cen-tros de falsa elegancia; que se junten y alternenlos que explotan la vida suntuaria por sus ne-gocios, o sus vanidades, o bien por audacesamoríos, y los que van a bailar y a comer y de-partir con las señoras, sin más objeto que pro-curarse recomendaciones para un ascenso, o elfavor de un jefe para faltar impunemente a lashoras de oficinas. No digo esto por FrasquitoPonte, el cual era algo más que un pelagatosfino en los tiempos de su apogeo social. Su de-cadencia no empezó a manifestarse de un mo-do notorio hasta el 59; se defendió heroicamen-te hasta el 68, y al llegar este año, marcado en latabla de su destino con trazo muy negro, des-plomose el desdichado galán en los abismos dela miseria, para no levantarse más. Años antes

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se había comido los últimos restos de su fortu-na. El destino que con grandes fatigas pudoconseguir de González Bravo, se lo quitó des-piadadamente la revolución; no gozaba cesant-ía, no había sabido ahorrar. Quedose el cuitadosin más rentas que el día y la noche, y la com-pasión de algunos buenos amigos que le senta-ban a su mesa. Pero los buenos amigos se mu-rieron o se cansaron, y los parientes no se mos-traban compasivos. Pasó hambres, desnudeces,privaciones de todo lo que había sido su mayorgusto, y en tan tremenda crisis, su delicadezainnata y su amor propio fueron como piedraatada al cuello para que más pronto se hundie-ra y se ahogara: no era hombre capaz de impor-tunar a los amigos con solicitudes de dinero,vulgo sablazos, y sólo en contadísimas ocasio-nes, verdaderos casos críticos o de peligro demuerte, en la lucha con la miseria, se aventuróa extender la mano en demanda de auxilio,revistiéndola, eso sí, para guardar las formas,de un guante, que aunque descosido y roto,

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guante era al fin. Antes se muriera de hambreFrasquito, que hacer cosa alguna sin dignidad.Se dio el caso de entrar disfrazado en el figónde Boto, a comer dos reales de cocido, antesque presentarse en una buena casa, donde si leadmitían con agasajo, también lastimaban concrueles bromas su decoro, refregándole en elrostro su gorronería y parasitismo.

Con angustioso afán buscaba el infeliz me-dios de existencia, aunque fueran de los menoslucrativos; pero la cortedad de sus talentos difi-cultaba más lo que en todos los casos es difícil.Tanto revolvió, que al fin pudo encontrar algu-nos empleíllos, indignos ciertamente de su an-terior posición, pero que le permitieron viviralgún tiempo sin rebajarse. Su miseria, al cabo,podía decorarse con un barniz de dignidad.Recibir un corto auxilio pecuniario como pa-sante de un colegio, o como escribiente de unosboteros de la calle de Segovia, para llevarles lascuentas y ponerles las cartas, era limosna cier-

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tamente, pero tan bien disimulada, que no hab-ía desdoro en recibirla. Arrastró vida míseradurante algunos años, solitario habitante de losbarrios del Sur, sin atreverse a pasar a los delCentro y Norte, por miedo de encontrar conoci-mientos que le vieran mal calzado y peor vesti-do; y habiendo perdido aquellos acomodos,buscó otros, aceptando al fin, no sin escrúpulosy crispaduras de nervios, el cargo de comisio-nista o viajante de una fábrica de jabón, para irde tienda en tienda y de casa en casa ofreciendoel género, y colocando las partidas que pudiera.Mas tan poca labia y malicia el pobrecillo des-plegaba en este oficio chalanesco, que prontohubo de quedarse en la calle. Últimamente ledeparó el cielo unas señoras viejas de la Costa-nilla de San Andrés, para que les llevara lascuentas de un resto de comercio de cerería, queliquidaban, cediendo en pequeñas partidas lasexistencias a las parroquias y congregaciones.Escaso era el trabajo; mas por él le daban tansólo dos pesetas diarias, con las cuales realizaba

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el milagro de vivir, agenciándose comida y le-cho, y no se dice casa, porque en realidad no latenía.

Ya desde el 80, que fue el año terrible para elsin ventura Frasquito, se determinó a no tenerdomicilio, y después de unos días de horrorosacrisis en que pudo compararse al caracol, por elaquel de llevar su casa consigo, entendiose conla señá Bernarda, la dueña de los dormitorios dela calle del Mediodía Grande, mujer muy dis-puesta y que sabía distinguir. Por tres reales ledaba cama de a peseta, y en obsequio a la ex-cepcional decencia del parroquiano, por sóloun real de añadidura le dejaba tener su baúl enun cuartucho interior, donde, además, le per-mitía estar una hora todas las mañanasarreglándose la ropa, y acicalándose con suslavatorios, cosméticos y manos de tinte. Entra-ba como un cadáver, y salía desconocido, lim-pio, oloroso y reluciente de hermosura.

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La restante peseta la empleaba en comer yen vestirse... ¡Problema inmenso, álgebra impo-sible! Con todos sus apuros, aquella temporadale dio relativo descanso, porque no sufría lahumillación de pedir socorro, y malo o bueno,tuerto o derecho, tenía el hombre un medio devivir, y vivía y respiraba, y aún le sobrabatiempo para dar algunas volteretas por los es-pacios imaginarios. Su honesto trato con Obdu-lia, que vino del conocimiento con Doña Paca yde las relaciones comerciales de las viejas cere-ras con el funerario, suegro de la niña, si llevó alespíritu de Ponte el consuelo de la concordan-cia de ideas, gustos y aficiones, le puso en elgrave compromiso de desatender las necesida-des de boca para comprarse unas botas nuevas,pues las que por entonces prestaban servicioexclusivo hallábanse horrorosamente desfigu-radas, y por todo pasaba el menesteroso, menospor entrar con feo pie en las regiones de lo ide-al.

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-XVII-Con el espantoso desequilibrio que trajeron

al menguado presupuesto, las botas nuevas yotros artículos de verdadera superfluidad, co-mo pomada, tarjetas, etc., en los cuales fue pre-ciso invertir sumas de relativa consideración, sequedó Frasquito enteramente vacío de barrigay sin saber dónde ni cómo había que llenarla.Pero la Providencia, que no abandona a losbuenos, le deparó su remedio en la casa mismade Obdulia, que le mataba el hambre algunosdías, rogándole que la acompañase a almorzar;y por cierto que tenía que gastar no poca salivapara reducirle, y vencer su delicadeza y corte-dad. Benina, que le leía en el rostro la inanición,gastaba menos etiquetas que su señorita, y leservía con brusquedad, riéndose de los melin-dres y repulgos con que daba delicada forma ala aceptación.

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Aquel día, que tan siniestro se presentaba, yque la aparición de Benina trocó en uno de losmás dichosos, Obdulia y Frasquito, en cuantocomprendieron que estaba resuelto el problemade la reparación orgánica, se lanzaron a cienmil leguas de la realidad, para espaciar sus al-mas en el rosado ambiente de los bienes fingi-dos. Las ideas de Ponte eran muy limitadas: lasque pudo adquirir en los veinte años de suapogeo social se petrificaron, y ni en ellas hubomodificación, ni las adquirió nuevas. La miseriale apartó de sus antiguas amistades y relacio-nes, y así como su cuerpo se momificaba, supensamiento se iba quedando fósil. En su ma-nera de pensar, no había rebasado las líneas del68 y 70. Ignoraba cosas que sabe todo el mun-do; parecía hombre caído de un nido o de lasnubes; juzgaba de sucesos y personas con can-dorosa inocencia. La vergüenza de su aflictivoestado y el retraimiento consiguiente, no teníanpoca parte en su atraso mental y en la pobrezade sus pensamientos.

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Por miedo a que le viesen hecho una facha,se pasaba semanas y aun meses sin salir de susbarrios; y como no tuviera necesidad imperiosaque al centro le llamase, no pasaba de la PlazaMayor. Le azaraba continuamente la mono-manía centrífuga; prefería para sus divagacio-nes las calles obscuras y extraviadas, donderara vez se ve un sombrero de copa. En talessitios, y disfrutando de sosiego, tiempo sin tasay soledad, su poder imaginativo hacía revivirlos tiempos felices, o creaba en los presentesseres y cosas al gusto y medida del mísero so-ñador.

En sus coloquios con Obdulia, Frasquito nocesaba de referirle su vida social y elegante deotros tiempos, con interesantes pormenores:cómo fue presentado en las tertulias de los se-ñores de Tal, o de la Marquesa de Cuál; quépersonas distinguidas allí conoció, y cuáleseran sus caracteres, costumbres y modos devestir. Enumeraba las casas suntuosas donde

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había pasado horas felices, conociendo lo me-jorcito de Madrid en ambos sexos, y recreándo-se con amenos coloquios y pasatiempos muybonitos. Cuando la conversación recaía en cosasde arte, Ponte, que deliraba por la música y porel Real, tarareaba trozos de Norma y de Maria diRohan, que Obdulia escuchaba con éxtasis.Otras veces, lanzándose a la poesía, recitábaleversos de D. Gregorio Romero Larrañaga y deotros vates de aquellos tiempos bobos. La radi-cal ignorancia de la joven era terreno propiopara estos ensayos de literaria educación, puesen todo hallaba novedad, todo le causaba elembeleso que sentiría una criatura al ver jugue-tes por primera vez.

No se saciaba nunca la niña (a quien es for-zoso llamar así, a pesar de ser casada, con suaborto correspondiente) de adquirir informes ynoticias de la vida de sociedad, pues aunquealgunos conocimientos de ello tuviera, por re-cuerdos vagos de su infancia, y por lo que su

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madre le había contado, hallaba en las descrip-ciones y pinturas de Ponte mayor encanto ypoesía. Sin duda, la sociedad del tiempo deFrasquito era más bella que la coetánea, másfinos los hombres, las señoras más graciosas yespirituales. A ruego de ella, el elegante fósildescribía los convites, los bailes, con todas susmagnificencias; el buffet o ambigú, con sus va-riados manjares y refrigerios; contaba las aven-turas amorosas que en su tiempo dieron quehablar; enumeraba las reglas de buena educa-ción que entonces, hasta en los ínfimos detallesde la vida suntuaria, estaba en uso, y hacía elpanegírico de las bellezas que en su tiempobrillaron, y ya se habían muerto o eran arrinco-nados vejestorios. No se dejó en el tintero suspropias aventurillas, o más bien pinitos amoro-sos, ni los disgustos que por tales excesos tuvocon maridos escamones o hermanos suscepti-bles. De las resultas, había tenido también suduelo correspondiente, ¡vaya! con padrinos,condiciones, elección de armas, dimes y diretes,

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y, por fin, choque de sables, terminando todoen fraternal almuerzo. Un día tras otro, fue con-tando las varias peripecias de su vida social, lacual contenía todas las variedades del libertina-je candoroso, de la elegancia pobre y de la ton-tería honrada. Era también Frasquito un exce-lente aficionado al arte escénico, y representóen distintos teatros caseros papeles principalesen Flor de un día y La trenza de sus cabellos. Aúnrecordaba parlamento y bocadillos de ambasobras, que repetía con énfasis declamatorio, yque Obdulia oía con arrobamiento, arrasados losojos en lágrimas, dicho sea con frase de la época.Refirió también, y para ello tuvo que empleardos sesiones y media, el baile de trajes que dio,allá por los años de Maricastaña, una señoraMarquesa o Baronesa de No sé cuántos. Noolvidaría Frasquito, si mil años viviese, aquellagrandiosa fiesta, a la que asistió de bandido ca-labrés. Y se acordaba de todos, absolutamentede todos los trajes, y los describía y especifica-ba, sin olvidar cintajo ni galón. Por cierto que

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los preparativos de su vestimenta, y los pasosque tuvo que dar para procurarse las prendascaracterísticas, le robaron tanto tiempo día ynoche, que faltó semanas enteras a la oficina, yde aquí le vino la primera cesantía, y con lacesantía sus primeros atrasos.

Aunque en muy pequeña escala, tambiénpodía Frasquito satisfacer otra curiosidad deObdulia: la curiosidad, o más bien ilusión, delos viajes. No había dado la vuelta al mundo;pero ¡había estado en París! y para un elegante,esto quizás bastaba. ¡París! ¿Y cómo era París?Obdulia devoraba con los ojos al narrador,cuando este refería con hiperbólicos arranqueslas maravillas de la gran ciudad, nada menosque en los esplendorosos tiempos del segundoImperio. ¡Ah! ¡la Emperatriz Eugenia, los Cam-pos Elíseos, los bulevares, Nôtre Dame, PalaisRoyal... y para que en la descripción entraratodo, Mabille, las loretas!... Ponte no estuvomás que mes y medio, viviendo con grande

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economía, y aprovechando muy bien el tiempo,día y noche, para que no se le quedara nada porver. En aquellos cuarenta y cinco días de liber-tad parisiense, gozó lo indecible, y se trajo aMadrid recuerdos e impresiones que contarpara tres años seguidos. Todo lo vio, lo grandey lo chico, lo bello y lo raro; en todo metió sunariz chiquita, y no hay que decir que se permi-tió su poco de libertinaje, deseando conocer losencantos secretos y seductoras gracias que es-clavizan a todos los pueblos, haciéndoles tribu-tarios de la voluptuosa Lutecia.

Precisamente aquel día, mientras Benina condiligencia suma trasteaba en la cocina y come-dor, Frasquito contaba a Obdulia cosas deParís, y tan pronto, en su pintoresco relato, des-cendía a las alcantarillas, como se encaramabaen la torre del pozo artesiano de Grenelle.

-Muy cara ha de ser la vida en París -le dijosu amiga-. ¡Ah! Sr. de Ponte, eso no es parapobres.

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-No, no lo crea usted. Sabiendo manejarse,se puede vivir como se quiera. Yo gastaba decuatro a cinco napoleones diarios, y nada se mequedó por ver. Pronto aprendí las corresponden-cias de los ómnibus, y a los sitios más distantesiba por unos cuantos sus. Hay restauraneseconómicos, donde le sirven a usted por pocodinero buenos platos. Verdad es que en propi-nas, que allí llaman pour boire, se gasta más dela cuenta; pero créame usted, las da uno congusto por verse tratado con tanta amabilidad.No oye usted más que pardon, pardon a todashoras.

-Pero entre las mil cosas que usted vio, Pon-te, se olvida de lo mejor. ¿No vio usted a losgrandes hombres?

-Le diré a usted. Como era verano, los gran-des hombres se habían ido a tomar baños.Víctor Hugo, como usted sabe, estaba en laemigración.

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-Y a Lamartine, ¿no le vio usted?

-En aquella época, ya el autor de Graziellahabía fallecido. Una tarde, los amigos que meacompañaban en mis paseos me enseñaron lacasa de Thiers, el gran historiador, y tambiénme llevaron al café donde, por invierno, solía ira tomarse su copa de cerveza Paul de Kock.

-¿El de las novelas para reír? Tiene gracia;pero sus indecencias y porquerías me fastidian.

También vi la zapatería donde le hacían lasbotas a Octavio Feuillet. Por cierto que allí meencargué unas, que me costaron seis napoleo-nes... ¡pero qué hechura, qué género! Me dura-ron hasta el año de la muerte de Prim...

-Ese Octavio, ¿de qué es autor?

-De Sibila y otras obras lindísimas.

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-No le conozco... Creo confundirle con Eu-genio Sué, que escribió, si no recuerdo mal, losPecados capitales y Nuestra Señora de París.

-Los Misterios de París, quiere usted decir.

-Eso... ¡Ay, me puse mala cuando leí esaobra, de la gran impresión que me produjo!

-Se identificaba usted con los personajes, yvivía la vida de ellos.

-Exactamente. Lo mismo me ha pasado conMaría o la hija de un jornalero...».

En esto les avisó Benina que ya tenía prepa-rada la pitanza, y les faltó tiempo para caersobre ella y hacer los debidos honores a la torti-lla de escabeche y a las chuletas con patatasfritas. Dueño de su voluntad en todo acto querequiriese finura y buenas formas, Ponte se lascompuso admirablemente con sus nervios parano dar a conocer la ferocidad de su hambre

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atrasada. Con bondadosa confianza, Benina ledecía: «Coma, coma, Sr. de Ponte, que aunqueesta no es comida fina, como las que a usted ledan en otras casas, no le viene mal ahora... Lostiempos están malos. Hay que apencar con to-do...

-Señora Nina -replicaba el proto-cursi-, yoaseguro, bajo mi palabra de honor, que es ustedun ángel; yo me inclino a creer que en el cuerpode usted se ha encarnado un ser benéfico y mis-terioso, un ser que es mera personificación de laProvidencia, según la entendían y entienden lospueblos antiguos y modernos.

-¡Válgate Dios lo que sabe, y qué tonteríastan saladas dice!».

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-XVIII-Con la reparadora substancia del almuerzo,

los cuerpos parecía que resucitaban, y los espí-ritus fortalecidos levantaron el vuelo a las másaltas regiones. Instalados otra vez en el gabine-te, Ponte Delgado contó las delicias de los ve-ranos de Madrid en su tiempo. En el Prado sereunía toda la nata y flor. Los pudientes iban deestación a la Granja. Él había visitado más deuna vez el Real Sitio, y había visto correr lasfuentes.

«¡Y yo que no he visto nada, nada! -exclamaba Obdulia con tristeza, poniendo ensus bellos ojos un desconsuelo infantil-. Creausted, amigo Ponte, que ya me habría vueltotonta de remate, si Dios no me hubiera dado lafacultad de figurarme las cosas que no he vistonunca. No puede usted imaginar cuánto megustan las flores: me muero por ellas. En sutiempo, mamá me dejaba tener tiestos en el

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balcón: después me los quitaron, porque un díaregué tanto, que subió el policía y nos echaronmulta. Siempre que paso por un jardín, mequedo embobada mirándolo. ¡Cuánto me gus-taría ver los de Valencia, los de la Granja, los deAndalucía!... Aquí apenas hay flores, y las quevemos vienen por ferrocarril, y llegan mustias.Mi deseo es admirarlas en la planta. Dicen quehay tantísimas clases de rosas: yo quiero verlas,Ponte; yo quiero aspirar su aroma. Se dan gran-des y chicas, encarnadas y blancas, de muchasvariedades. Quisiera ver una planta de jazmíngrande, grande, que me diera sombra. ¡Y cómome quedaría yo embelesada, viendo las milflorecillas caer sobre mis hombros, y prendér-seme en el pelo!... Yo sueño con tener unmagnífico jardín y una estufa... ¡Ay! esas estu-fas con plantas tropicales y flores rarísimas,quisiera verlas yo. Me las figuro; las estoyviendo... me muero de pena por no poder pose-erlas.

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-Yo he visto -dijo Ponte-, la de D. José Sala-manca en sus buenos tiempos. Figúresela ustedmás grande que esta casa y la de al lado juntas.Figúrese usted palmeras y helechos de granaltura, y piñas de América con fruto. Me pareceque la estoy viendo.

-Y yo también. Todo lo que usted me pinta,lo veo. A veces, soñando, soñando, y viendocosas que no existen, es decir, que existen enotra parte, me pregunto yo: '¿Pero no podríasuceder que algún día tuviera yo una casamagnífica, elegante, con salones, estufa... y quea mi mesa se sentaran los grandes hombres... y yohablara con ellos y con ellos me instruyera?'.

-¿Por qué no ha de poder ser? Usted es muyjoven, Obdulia, y tiene aún mucha vida pordelante. Todo eso que usted ve en sueños, véalocomo una realidad posible, probable. Dará us-ted comidas de veinte cubiertos, una vez porsemana, los miércoles, los lunes... Le aconsejo austed, como perro viejo en sociedad, que no

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ponga más de veinte cubiertos, y que invitepara esos días gente muy escogida.

-¡Ah!... bien... lo mejor, la crema...

-Los demás días, seis cubiertos, los convida-dos íntimos y nada más; personas de alcurnia,¿sabe? personas allegadas a usted y que le ten-gan cariño y respeto. Como es usted tan her-mosa, tendrá adoradores... eso no lo podrá evi-tar... No dejará de verse en algún peligro, Ob-dulia. Yo le aconsejo que sea usted muy amablecon todos, muy fina, muy cortés; pero en cuan-to se propase alguno, revístase de dignidad, yvuélvase más fría que el mármol, y desdeñosacomo una reina.

-Eso mismo he pensado yo, y lo pienso a to-das horas. Estaré tan ocupada en divertirme,que no se me ocurrirá ninguna cosa mala. ¡Quegusto ir a todos los teatros, no perder ópera, niconcierto, ni función de drama o comedia, niestreno, ni nada, Señor, nada! Todo lo he de ver

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y gozar... Pero crea usted una cosa, y se la digocon el corazón. En medio de todo ese barullo,yo gozaría extremadamente en repartir muchaslimosnas; iría yo en busca de los pobres másdesamparados, para socorrerles y... En fin, queyo no quiero que haya pobres... ¿Verdad, Fras-quito, que no debe haberlos?

-Ciertamente, señora. Usted es un ángel, ycon la varilla mágica de su bondad hará desapare-cer todas las miserias.

-Ya se me figura que es verdad cuanto ustedme dice. Yo soy así. Vea usted lo que me pasa:hace un rato hablábamos de flores; pues ya seme ha pegado a la nariz un olor riquísimo.Paréceme que estoy dentro de mi estufa, viendotantos primores, y oliendo fragancias delicio-sas. Y ahora, cuando hablábamos de socorrer lamiseria, se me ocurrió decirle: 'Frasquito, trái-game una lista de los pobres que usted conozca,para empezar a distribuir limosnas'.

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-La lista pronto se hace, señora mía -dijoPonte contagiado del delirio imaginativo, ypensando que debía encabezar la propuesta conel nombre del primer menesteroso del mundo:Francisco Ponte Delgado.

-Pero habrá que esperar -añadió Obdulia,dándose de hocicos contra la realidad, paravolver a saltar otra vez, cual pelota de goma, yremontarse a las alturas-. Y diga usted: en esecorrer por Madrid buscando miserias que ali-viar, me cansaré mucho, ¿verdad?

-¿Pero para qué quiere usted sus coches?...Digo, yo parto de la base de que usted tiene unagran posición.

-Me acompañará usted.

-Seguramente.

-¿Y le veré a usted paseando a caballo por laCastellana?

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-No digo que no. Yo he sido regular jinete.No gobierno mal... Ya que hemos hablado decarruajes, le aconsejo a usted que no tenga co-cheras... que se entienda con un alquilador. Loshay que sirven muy bien. Se quitará usted mu-chos quebraderos de cabeza.

-¿Y qué le parece a usted? -dijo Obdulia yadesbocada y sin freno-. Puesto que he de viajar,¿a dónde debo ir primero, a Alemania o a Sui-za?

-Lo primero a París...

-Es que yo me figuro que ya he visto aParís... Eso es de clavo pasado... Ya estuve:quiero decir, ya estoy en que estuve, y que vol-veré, de paso para otro país.

-Los lagos de Suiza son linda cosa. No olvideusted las ascensiones a los Alpes para ver... losperros del Monte San Bernardo, los grandes

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témpanos de hielo, y otras maravillas de la Na-turaleza.

-Allí me hartaré de una cosa que me gustaatrozmente: manteca de vacas bien fresca...Dígame, Ponte, con franqueza: ¿qué color creeusted que me sienta mejor, el rosa o el azul?

-Yo afirmo que a usted le sientan bien todoslos colores del iris; mejor dicho: no es que este oel otro color hagan valer más o menos su belle-za; es que su belleza tiene bastante poder paradar realce a cualquier color que se le aplique.

-Gracias... ¡Qué bien dicho!

-Yo, si usted me lo permite -manifestó elgalán marchito, sintiendo el vértigo de las altu-ras-, haré la comparación de su figura de ustedcon la figura y rostro... ¿de quién creerá?... puesde la Emperatriz Eugenia, ese prototipo de ele-gancia, de hermosura, de distinción...

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-¡Por Dios, Frasquito!

-No digo más que lo que siento. Esa mujerideal no se me ha olvidado, desde que la vi enParís, paseando en el Bois con el Emperador. Lahe visto mil veces después, cuando flaneo solitopor esas calles soñando despierto, o cuando meentra el insomnio, encerrado las horas muertasen mis habitaciones. Paréceme que la estoy vien-do ahora, que la veo siempre... Es una idea, esun... no sé qué. Yo soy un hombre que adora losideales, que no vive sólo de la vil materia. Yodesprecio la vil materia, yo sé desprenderme delfrágil barro...

-Entiendo, entiendo... Siga usted.

-Digo que en mi espíritu vive la imagen deaquella mujer... y la veo como un ser real, comoun ente... no puedo explicarlo... como un ente,no figurado, sino tangible y...

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-¡Oh! sí... lo comprendo. Lo mismo me pasaa mí.

-¿Con ella?

-No... con... no sé con quién».

Por un momento, creyó Frasquito que el serideal de Obdulia era el Emperador. Incitado acompletar su pensamiento, prosiguió así:

«Pues, amiga mía, yo que conozco, que conoz-co, digo, a Eugenia de Guzmán, sostengo queusted es como ella, o que ella y usted son unamisma persona.

-Yo no creo que pueda existir tal semejanza,Frasquito -replicó la niña, turbada, echandolumbre por los ojos.

-La fisonomía, las facciones, así de perfilcomo de frente, la expresión, el aire del cuerpo,la mirada, el gesto, los andares, todo, todo es lomismo. Créame usted, yo no miento nunca.

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-Puede ser que haya cierto parecido... -indicóObdulia, ruborizándose hasta la raíz del cabe-llo-. Pero no seremos iguales; eso no.

-Como dos gotas de agua. Y si se parecen us-tedes en lo físico... -dijo Frasquito, echándosepara atrás en el sillón y adoptando un tonillo defranca naturalidad-, no es menor el parecido enlo moral, en el aire de persona que ha nacido yvive en la más alta posición, en algo que revelala conciencia de una superioridad a la que to-dos rinden acatamiento. En suma, yo sé lo queme digo. Nunca veo tan clara la semejanza co-mo cuando usted manda algo a la Benina: seme figura que veo a Su Majestad Imperial dan-do órdenes a sus chambelanes.

-¡Qué cosas!... Eso no puede ser, Ponte... nopuede ser».

Entrole a la niña un reír nervioso, cuya es-tridencia y duración parecían anunciar un ata-que epiléptico. Riose también Frasquito, y des-

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bocándose luego por los espacios imaginativos,dio un bote formidable, que, traducido al len-guaje vulgar, es como sigue:

«Hace poco indicó usted que me vería pase-ando a caballo por la Castellana. ¡Ya lo creo quepodría usted verme! Yo he sido un buen jinete.En mi juventud, tuve una jaca torda, que erauna pintura. Yo la montaba y la gobernaba ad-mirablemente. Ella y yo llamamos la atención enLa Línea primero, después en Ronda, donde lavendí, para comprarme un caballo jerezano,que después fue adquirido... pásmese usted...por la Duquesa de Alba, hermana de la Empe-ratriz, mujer elegantísima también... y que tam-bién se le parece a usted, sin que las dos her-manas se parezcan.

-Ya, ya sé... -dijo Obdulia, haciendo gala deentender de linajes-. Eran hijas de la Montijo.

-Cabal, que vivía en la plazuela del Ángel,en aquel gran palacio que hace esquina a la

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plaza donde hay tantos pajaritos... mansión dehadas... yo estuve una noche... me presentaronPaco Ustáriz y Manolo Prieto, compañerosmíos de oficina... Pues sí, yo era un buen jinete,y créame, algo queda.

-Hará usted una figura arrogantísima...

-¡Oh! no tanto.

-¿Por qué es usted tan modesto? Yo lo veoasí, y suelo ver las cosas bien claras. Todo loque yo veo es verdad.

-Sí; pero...

-No me contradiga usted, Ponte, no me con-tradiga en esto ni en nada.

-Acato humildemente sus aseveraciones -dijo Frasquito humillándose-. Siempre hice lomismo con todas las damas a quienes he trata-do, que han sido muchas, Obdulia, pero mu-chas...

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-Eso bien se ve. No conozco otra personaque se le iguale en la finura del trato. Franca-mente, es usted el prototipo de la elegancia... dela...

-¡Por Dios!...».

Al llegar a esta frase, el punto o vértice deldelirio hízoles caer de bruces sobre la realidadla brusca entrada de Benina, que, concluidassus faenas de fregado y arreglo de la cocina ycomedor, se despedía. Cayó Ponte en la cuentade que era la hora de ir a cumplir sus obliga-ciones en la casa donde trabajaba, y pidió licen-cia a la imperial dama para retirarse. Esta se ladio con sentimiento, mostrándose pesarosa dela soledad en que hasta el próximo día quedabaen sus palacios, habitados por sombras dechambelanes y otros guapísimos palaciegos.Que estos, ante los ojos de los demás mortales,tomaran forma de gatos mayadores, a ella no leimportaba. En su soledad, se recrearía discu-rriendo muy a sus anchas por la estufa, admi-

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rando las galanas flores tropicales, y aspirandosus embriagadoras fragancias.

Fuese Ponte Delgado, despidiéndose conafectuosas salutaciones y sonrisas tristes, y trasél Benina, que apresuró el paso para alcanzarleen el portal o en la calle, deseosa de echar conél un parrafito.

-XIX-«Sí, D. Frasco -le dijo codeándose con él en

la calle de San Pedro Mártir-. Usted no tieneconfianza conmigo, y debe tenerla. Yo soy po-bre, más pobre que las ratas; y Dios sabe lasamarguras que paso para mantener a mi señoray a la niña, y mantenerme a mí... Pero hayquien me gana en pobreza, y ese pobre de mássolenidá que nadie es usted... No diga que no.

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-Señá Benina, repito que es usted un ángel.

-Sí... de cornisa... Yo no quiero que ustedesté tan desamparado. ¿Por qué le ha hechoDios tan vergonzoso? Buena es la vergüenza;pero no tanta, Señor... Ya sabemos que el Sr. dePonte es persona decente; pero ha venido amenos, tan a menos, que no se lo lleva el vientoporque no tiene por dónde agarrarlo. Puesbueno: yo soy Juan Claridades; después de aten-der a todo lo del día, me ha sobrado una peseta.Téngala...

-Por Dios, señá Benina -dijo Frasquito pali-deciendo primero, después rojo.

-No haga melindres, que le vendrá muy bienpara que pueda pagarle a Bernarda la cama deanoche.

-¡Qué ángel, santo Dios, qué ángel!

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-Déjese de angelorios, y coja la moneda. ¿Noquiere? Pues usted se lo pierde. Ya verá comolas gasta la dormilera, que no fía más que unanoche, y apurando mucho, dos. Y no salga di-ciendo que a mí me hace falta. ¡Como que notengo otra! Pero yo me gobernaré como puedapara sacar el diario de mañana de debajo de laspiedras... Que la tome, digo.

-Señá Benina, he llegado a tal extremidad demiseria y humillación, que aceptarla la peseta,sí, señora, la aceptaría, olvidándome de quiénsoy y de mi dignidad, etc... pero ¿cómo quiereusted que yo reciba ese anticipo, sabiendo, comosé, que usted pide limosna para atender a suseñora? No puedo, no... Mi conciencia se suble-va...

-Déjese de sublevaciones, que no somos aquíde tropa. O usted se lleva la pesetilla, o me enfa-do, como Dios es mi padre. D. Frasquito, nohaga papeles, que es usted más mendigo que elinventor del hambre. ¿O es que necesita más

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dinero, porque le debe más a la Bernarda? Eneste caso, no puedo dárselo, porque no lo ten-go... Pero no sea usted lila, D. Frasquito, ni sehaga de mieles, que esa lagartona de la Bernar-da se lo comerá vivo, si no le acusa las cuaren-ta. A un parroquiano como usted, de la aristo-cracia, no se le niega el hospedaje porque deba,un suponer, tres noches, cuatro noches...Plántese el buen Frasquito, con cien mil pares, yverá cómo la Bernarda agacha las orejas... Le dausted sus cuatro reales a cuenta, y... échese adormir tranquilo en el camastro».

O no se convencía Ponte, o convencido de lobuena que sería para él la posesión de la peseta,le repugnaba el acto material de extender lamano y recibir la limosna. Benina reforzó suargumentación diciéndole: «Y puesto que es elniño tan vergonzoso, y no se atreve con su pa-trona, ni aun dándole a cuenta la cantidá, yo lehablaré a Bernarda, yo le diré que no le riña, ni

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le apure... Vamos, tome lo que le doy, y no mefría más la sangre, Sr. D. Frasquito».

Y sin darle tiempo a formular nuevas protes-tas y negativas, le cogió la mano, le puso en ellala moneda, cerrole el puño a la fuerza, y se alejócorriendo. Ponte no hizo ademán de devolverleel dinero, ni de arrojarlo. Quedose parado ymudo; contempló a la Benina como a visión quese desvanece en un rayo de luz, y conservandoen su mano izquierda la peseta, con la derechasacó el pañuelo y se limpió los ojos, que le llo-raban horrorosamente. Lloraba de irritaciónoftálmica senil, y también de alegría, de admi-ración, de gratitud.

Aún tardó Benina más de una hora en llegara la calle Imperial, porque antes pasó por la dela Ruda a hacer sus compras. Estas hubieron deser al fiado, pues se le había concluido el dine-ro. Recaló en su casa después de las dos, horano intempestiva ciertamente: otros días habíaentrado más tarde, sin que la señora por ello se

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enfadara. Dependía el ser bien o mal recibidade la racha de humor con que a Doña Paca cog-ía en el momento de entrar. Aquella tarde, pordesgracia, la pobre señora rondeña se hallabaen una de sus más violentas crisis de irritabili-dad nerviosa. Su genio tenía erupciones repen-tinas, a veces determinadas por cualquier con-trariedad insignificante, a veces por misteriosdel organismo difíciles de apreciar. Ello es queantes de que Benina traspasara la puerta, DoñaFrancisca le echó esta rociada: «¿Te parece queson éstas horas de venir? Tengo yo que hablarcon D. Romualdo, para que me diga la hora aque sales de su casa... Apuesto a que te des-cuelgas ahora con la mentira de que fuiste a vera la niña, y que has tenido que darle de comer...¿Piensas que soy idiota, y que doy crédito a tusembustes? Cállate la boca... No te pido explica-ciones, ni las necesito, ni las creo; ya sabes queno creo nada de lo que me dices, embustera,enredadora».

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Conocedora del carácter de la señora, Beninasabía que el peor sistema contra sus arrebatosde furor era contradecirla, darle explicaciones,sincerarse y defenderse. Doña Paca no admitíarazonamientos, por juiciosos que fuesen. Cuan-to más lógicas y justas eran las aclaraciones delcontrario, más se enfurruñaba ella. No pocasveces Benina, inocente, tuvo que declararseculpable de las faltas que la señora le imputaba,porque, haciéndolo así, se calmaba más pronto.

«¿Ves cómo tengo razón? -proseguía la seño-ra, que cuando se ponía en tal estado, era de lomás insoportable que imaginarse puede-. Tecallas... quien calla, otorga. Luego es cierto loque yo digo; yo siempre estoy al tanto... Resultalo que pensé: que no has subido a casa de Ob-dulia, ni ese es el camino. Sabe Dios dóndehabrás estado de pingo. Pero no te dé cuidado,que yo lo averiguaré... ¡Tenerme aquí sola,muerta de hambre!... ¡Vaya una mañana queme has hecho pasar! He perdido la cuenta de

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los que han venido a cobrar piquillos de lastiendas, cantidades que no se han pagado yapor tu desarreglo... Porque la verdad, yo no sédónde echas tú el dinero... Responde, mujer...defiéndete siquiera, que si a todo das la calladapor respuesta, me parecerá que aún te digopoco».

Benina repitió con humildad lo dicho ante-riormente: que había concluido tarde en casa deD. Romualdo; que D. Carlos Trujillo la entretu-vo la mar de tiempo; que había ido después a lacalle de la Cabeza...

«Sabe Dios, sabe Dios lo que habrás hechotú, correntona, y en qué sitios habrás estado... Aver, a ver si hueles a vino».

Oliéndole el aliento, rompió en exclamacio-nes de asco y horror: «Quita, quítate allá, borra-cha. Apestas a aguardiente.

-No lo he catado, señora; me lo puede creer».

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Insistía Doña Paca, que en aquellas crisisconvertía en realidades sus sospechas, y con suterquedad forjaba su convicción.

«Me lo puede creer -repitió Benina-. No hetomado más que un vasito de vino con que meobsequió el Sr. de Ponte.

-Ya me está dando a mí mala espina ese se-ñor de Ponte, que es un viejo verde muy zorroy muy tuno. Tal para cual, pues también tú lasmatas callando... No pienses que me engañas,hipócrita... Al cabo de la vejez, te da por la diso-lución, y andas de picos pardos. ¡Qué cosas seven, Señor, y a qué desarreglos arrastra el mal-dito vicio!... Te callas: luego es cierto. No; siaunque lo negaras no me convencerías, porquecuando yo digo una cosa, es porque la sé...Tengo yo un ojo...».

Sin dar tiempo a que la delincuente se expli-cara, salió por este otro registro:

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«¿Y qué me cuentas, mujer? ¿Qué recibi-miento te hizo mi pariente D. Carlos? ¿Qué tal?¿Está bueno? ¿No revienta todavía? No necesi-tas decirme nada, porque, como si hubiera es-tado yo escondidita detrás de una cortina, sétodo lo que hablasteis... ¿A que no me equivo-co? Pues te dijo que lo que a mí me pasa es pormi maldita costumbre de no llevar cuentas. Nohay quien le apee de esa necedad. Cada lococon su tema; la locura de mi pariente es arre-glarlo todo con números... Con ellos se ha enri-quecido, robando a la Hacienda y a los parro-quianos; con ellos quiere al fin de la vida salvarsu alma, y a los pobres nos recomienda la me-dicina de los números, que a él no le salva ni anosotros nos sirve para nada. ¿Con que acierto?¿Fue esto lo que te dijo?

-Sí, señora. Parece que lo estaba usted oyen-do.

-Y después de machacar con esa monsergadel Debe y Haber, te habrá dado una limosna

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para mí... Ignora que mi dignidad se subleva alrecibirla. Le estoy viendo abrir las gavetas co-mo quien quiere y no quiere, coger el taleguitoen que tiene los billetes, ocultándolo para queno lo vieras tú; le veo sobar el saquito, guardar-lo cuidadosamente; le veo echar la llave... Y elmuy cochino se descuelga con una porquería.No puedo precisar la cantidad que te habrádado para mí, porque es tan difícil anticiparse alos cálculos de la avaricia; pero desde luego teaseguro, sin temor de equivocarme, que no hallegado a los cuarenta duros».

La cara que puso Benina al oír esto no puededescribirse. La señora, que atentamente la ob-servaba, palideció, y dijo después de brevepausa:

«Es verdad: me he corrido mucho. Cuarenta,no; pero, aun con lo cicatero y mezquino que esel hombre, no habrá bajado de los veinticincoduros. Menos que eso no lo admito, Nina; nopuedo admitirlo.

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-Señora, usted está delirando -replicó la otra,plantándose con firmeza en la realidad-. El Sr.D. Carlos no me ha dado nada, lo que se llamanada. Para el mes que viene empezará a darle austed una paga de dos duros mensuales.

-Embustera, trapalona... ¿Crees que me em-baucas a mí con tus enredos? Vaya, vaya, noquiero incomodarme... Me tiene peor cuenta, yno estoy yo para coger berrinches... Compren-dido, Nina, comprendido. Allá te entenderáscon tu conciencia. Yo me lavo las manos, y dejoa Dios que te dé tu merecido.

-¿Qué, señora?

-Hazte ahora la simple y la gatita Marirra-mos. ¿Pero no ves que yo te calo al instante yadivino tus infundios? Vamos, mujer, confiésalo;no trates de añadir a la infamia el engaño.

-¿Qué, señora?

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-Pues que has tenido una mala tentación...Confiésamelo, y te perdono... ¿No quieres de-clararlo? Pues peor para ti y para tu conciencia,porque te sacaré los colores a la cara. ¿Quieresverlo? Pues los veinticinco duros que te diopara mí D. Carlos, se los has dado a ese Fras-quito Ponte para que pague sus deudas, y vayaa comer de fonda, y se compre corbatas, poma-da y un bastoncito nuevo... Ya ves, ya ves, bri-bonaza, cómo todo te lo adivino, y conmigo note valen ocultaciones. Si sé yo más que tú. Aho-ra te ha dado por proteger a ese Tenorio fiam-bre, y le quieres más que a mí, y a él le atiendesy a mí no, y de él te da lástima, y a mí, que tan-to te quiero, que me parta un rayo».

Rompió a llorar la señora, y Benina que yasentía ganas de contestar a tanta impertinenciadándole azotes como a un niño mañoso, al verlas lágrimas se compadeció. Ya sabía que elllanto era la terminación de la crisis de cólera,la sedación del acceso, mejor dicho, y cuando

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tal sucedía, lo mejor era soltar la risa, llevandola disputa al terreno de las burlas sabrosas.

«Pues sí, señora Doña Francisca -le dijoabrazándola-. ¿Creía usted que habiéndomesalido ese novio tan hechicero y tan saleroso, lehabía de dejar yo en necesidad, sin darle para elpelo?

-No creas que me engatusas con tus bromi-tas, trapalona, zalamera... -decía la señora, yadesarmada y vencida-. Yo te aseguro que no meimporta nada lo que has hecho, porque el dine-ro de Trujillete yo no lo había de tomar... Prefe-riría morirme de hambre, a manchar mis manoscon él... Dáselo, dáselo a quien quieras, ingra-tona, y déjame a mí en paz; déjame que memuera olvidada de ti y de todo el mundo.

-Ni usted ni yo nos moriremos tan pronto,porque aún hemos de dar mucha guerra -le dijola criada, disponiéndose con gran diligencia adarle de comer.

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-Veremos qué porquerías me traes hoy...Enséñame la cesta... Pero, hija, ¿no te da ver-güenza de traerle a tu ama estas piltrafas as-querosas?... ¿Y qué más? coliflor... Ya me tienesapestada con tus coliflores, que me dan flato, ylas estoy repitiendo tres días... En fin, ¿a quéestamos en el mundo más que a padecer? Damepronto estos comistrajos... ¿Y huevos no hastraído? Ya sabes que no los paso, como no seanbien frescos.

-Comerá usted lo que le den, sin refunfuños,que el poner tantos peros a la comida que Diosda, es ofenderle y agraviarle.

-Bueno, hija, lo que tú quieras. Comeremoslo que haya, y daremos gracias a Dios. Perocome tú también, que me da pena verte tanajetreada, desviviéndote por los demás, y olvi-dada de ti misma y del alivio de tu cuerpo.Siéntate conmigo, y cuéntame lo que has hechohoy».

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A media tarde, comían las dos, sentaditas ala mesa de la cocina. Doña Paca, suspirandocon toda su alma, entre un bocado y otro, ex-presó en esta forma las ideas que bullían en sumente:

«Dime, Nina, entre tantas cosas raras, in-comprensibles, qué hay en el mundo, ¿no habr-ía un medio, una forma... no sé cómo decirlo,un sortilegio por el cual nosotras pudiéramospasar de la escasez a la abundancia; por el cualtodo eso que en el mundo está de más en tantasmanos avarientas, viniese a las nuestras quenada poseen?

-¿Qué dice la señora? ¿Que si podría sucederque en un abrir y cerrar de ojos pasáramos depobres a ricas, y viéramos, un suponer, nuestracasa llena de dinero, y de cuanto Dios crió?

-Eso quiero decir. Si son verdad los mila-gros, ¿por qué no sucede uno para nosotras, quebien merecido nos lo tenemos?

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-¿Y quién dice que no suceda, que no tenga-mos esa ocurrencia? -respondió Benina, en cuyamente surgió de improviso, con poderoso relie-ve y extraordinaria plasticidad, el conjuro queAlmudena le había enseñado, para pedir y ob-tener todos los bienes de la tierra.

-XX-De tal modo se posesionaron de su espíritu

la idea y las imágenes expresadas por el ciegoafricano, que a punto estuvo de contarle a suama el maravilloso método de conjurar y hacervenir al Rey de baixo terra. Pero recelando queaquel secreto sería menos eficaz cuanto más sedivulgara, contúvose en su locuacidad, y tansólo dijo que bien podría suceder que de la no-che a la mañana se les metiera por las puertas lafortuna. Al acostarse junto a Doña Paca, pues

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dormían en la misma alcoba, pensó que todoaquello de Almudena era una papa, y tomarloen serio la mayor de las necedades. Quiso dor-mirse, mas no pudo; volvió su espíritu a daragasajo a la idea, creyéndola de posible realiza-ción, Y si esfuerzos hacía por desecharla, conmayor tenacidad la pícara idea se le metía en elcerebro.

«¿Qué se pierde por probarlo? -se decía,arropándose en la cama-. Podrá no ser verdad...¿Pero y si lo fuese? ¡Cuántas mentiras hubo queluego se volvieron verdades como puños!...Pues lo que es yo, no me quedo sin probarlo, ymañana mismo, con el primer dinero que sa-que, compro el candil de barro, sin hablar. Elcuento es que no sé cómo puede tratarse unartículo sin hablar... En fin, me haré la sordo-muda... Luego buscaré el palitroque, tambiénsin hablar... Falta que el moro me enseñe la ora-ción, y que yo la aprenda sin que se me escapeun verbo...».

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Después de un breve sueño, despertó cre-yendo firmemente que en la salita próxima hab-ía unas esportonas o seretas muy grandes, muygrandes, llenas de diamantes, rubiles, perlas yzafiros... En la obscuridad de las habitacionesnada podía ver; pero de que aquellas riquezasestaban allí no tenía la menor duda. Cogió lacaja de fósforos, dispuesta a encender, pararecrear su vista en el tesoro; mas por no desper-tar a Doña Paca, cuyo sueño era muy ligero,dejó para la mañana el examen de tantas mara-villas... Pasado un rato, no tardó en reírse de suilusión, diciéndose: «¡Pues no soy poco lila!... Estodavía pronto para que traigan eso...». Alamanecer, despertose al ladrido de dos perra-zos blancos que salían de debajo de las camas;sintió la campanilla de la puerta; echose al sue-lo, y en camisa corrió a abrir, segura de quellamaba algún ayudante o gentilhombre del Reyde luenga barba y vestido verde... Pero no eranadie; no había ser viviente en la puerta.

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Arreglose para salir, disponiendo el desayu-no de la señora, y dando el primer barrido a lacasa, y a las siete salía ya con su cesta al brazopor la calle Imperial. Como no tenía un céntimoni de dónde le viniera, encaminose a San Sebas-tián, pensando por el camino en D. Romualdo ysu familia, pues de tanto hablar de aquellosseñores, y de tanto comentarlos y describirlos,había llegado a creer en su existencia. «¡Vayaque soy gilí! -se decía-. Invento yo al tal D. Ro-mualdo, y ahora se me antoja que es personaefetiva y que puede socorrerme. No hay más D.Romualdo que el pordioseo bendito, y a esovoy, y veremos si cae algo, con permiso de laCaporala». El día era bueno; al entrar, díjole Pu-lido que había funeral de primera, y boda en lasacristía. La novia era sobrina de un ministropleniputenciano, y el novio... cosa de periódicos.Ocupó Benina su puesto, y se estrenó con doscéntimos que le dio una señora. Sus compañe-ras trataron de hacerla cantar el para qué la hab-ía llamado D. Carlos; pero sólo contestó con

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evasivas y medias palabras. Suponiendo la Ca-siana que el señor de Trujillo había tratado conseñá Benina el darle los restos de comida de sucasa, la trató con miramiento, sin duda por lla-marse a la parte.

Al fin los del funeral no repartieron cosamayor; y si los del bodorrio se corrieron algomás, acudió tanta pobretería de otros cuadran-tes, y se armó tal barullo y confusión, que unoscogieron por cinco, y otros se quedaron in albis.Al ver salir a la novia, tan emperifollada, y a lasseñoras y caballeros de su compañía, cayeronsobre ellos como nube de langosta, y al padrinole estrujaron el gabán, y hasta le chafaron elsombrero. Trabajo le costó al buen señor sacu-dirse la terrible plaga, y no tuvo más remedioque arrojar un puñado de calderilla en mediodel patio. Los más ágiles hicieron su agosto; losmás torpes gatearon inútilmente. La Caporala yEliseo trataban de poner orden, y cuando losnovios y todo el acompañamiento se metieron

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en los coches, quedó en las inmediaciones de laiglesia la turbamulta mísera, gruñendo y pata-leando. Se dispersaba, y otra vez se reunía conremolinos zumbadores. Era como un motín,vencido por su propio cansancio. Los últimosdisparos eran: «Tú cogiste más... me han quitado lomío... aquí no hay decencia... cuánto pillo...». LaBurlada, que era de las que más habían apan-dado, echaba sapos y culebras de su boca, con-citando los ánimos de toda la cuadrilla contra laCaporala y Eliseo. Por fin, intervino la policía,amenazándoles con recogerles si no callaban, yesto fue como la palabra de Dios. Los intrusosse largaron; los de casa se metieron en el pasa-dizo. Benina sacó de toda la campaña del día,comprendido funeral y boda, 22 céntimos, yAlmudena, 17. De Casiana y Eliseo se dijo quehabían sacado peseta y media cada uno.

Al retirarse juntos el ciego marroquí y Beni-na, lamentándose de su mala sombra, fueron aparar, como la otra vez, a la plaza del Progreso,

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y se sentaron al pie de la estatua para deliberaracerca de las dificultades y ahogos de aquel día.No sabía ya Benina a qué santo encomendarse:con la limosna de la jornada no tenía ni paraempezar, porque érale forzoso pagar algunasdeudillas en los establecimientos de la calle dela Ruda, a fin de sostener el crédito y podertrampear unos días más. Díjole Almudena queél se hallaba en absoluta imposibilidad de favo-recerla; lo más que podía hacer era entregarlelas perras de la mañana, y por la noche lo quesacar pudiera en el resto del día, pidiendo en supuesto de costumbre, calle del Duque de Alba,junto al cuartel de la Guardia Civil. Rechazó laanciana esta generosidad, porque también élnecesitaba vivir y alimentarse, a lo que repusoel marroquí que con un café con pan migao, enla Cruz del Rastro, tenía bastante para tirarhasta la noche. Resistiéndose a admitir la ofer-ta, planteó Benina la cuestión de conjurar alRey de baixo terra, mostrando una confianza yfe que fácilmente se explican por la grande ne-

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cesidad en que estaba. Lo desconocido y miste-rioso busca sus prosélitos en el reino de la de-sesperación, habitado por las almas que en nin-guna parte hallan consuelo.

«Ahora mismo -dijo la pobre mujer-, quierocomprar las cosas. Hoy es viernes, y mañanasábado hacemos la prueba.

-Compriar ti cosas, sin hablar...

-Claro, sin decir una palabra. ¿Qué se pierdepor hacer la prueba? Y dime otra cosa: ¿ha deser precisamente a media noche?».

Contestó el ciego que sí, repitiendo las reglasy condiciones imprescindibles para la eficaciadel conjuro, y Benina trató de fijarlo todo en sumemoria.

«Ya sé -le dijo al fin-, que estarás todo el díaen la fuentecilla del Duque de Alba-. Si se meolvida algo, iré a preguntártelo, y a que me en-

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señes la oración. Eso sí que me ha de costartrabajo aprenderlo, sobre todo si no me lo po-nes en lengua cristiana, que lo que es en la tuya,hijo de mi alma, no sé cómo voy a componermepara no equivocarme.

-Si quivoquiar ti, Rey no vinier».

Desalentada con estas dificultades, separoseBenina de su amigo, por la prisa que tenía dereunir algunas perras con que completar lo quepara las obligaciones de aquel día necesitaba, yno pudiendo esperar ya cosa alguna del crédi-to, se puso a pedir en la esquina de la calle deSan Millán, junto a la puerta del café de los Na-ranjeros, importunando a los transeúntes con elrelato de sus desdichas: que acababa de salirdel hospital, que su marido se había caído deun andamio, que no había comido en tres se-manas, y otras cosas que partían los corazones.Algo iba pescando la infeliz, y hubiera cogidoalgo más, si no se pareciese por allí un malditoguindilla que la conminó con llevarla a los

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sótanos de la prevención de la Latina, si no selargaba con viento fresco. Ocupose luego encomprar los adminículos para el conjuro, em-presa harto engorrosa, porque todo había dehacerse por señas, y se fue a su casa pensandoque sería gran dificultad efectuar allí la endia-blada hechicería sin que se enterase la señora.Contra esto no había más recurso que figurarque D. Romualdo se había puesto muy malito,y salir de noche a velarle, yéndose a casa deAlmudena... Pero la presencia de la Petra podr-ía ser obstáculo: al peligro de que un testigoincrédulo imposibilitara la cosa, se añadía elinconveniente grave de que, en caso de éxitofeliz, la borrachona quisiera apropiarse todos ouna parte de los tesoros donados por el Rey...Por cierto que mejor que en piedras preciosas,sería que lo trajesen todo en moneda corriente,o en fajos de billetes de Banco, bien sujetos conuna goma, como ella los había visto en las casasde cambio. Porque... no era floja pejiguera tenerque ir a las platerías a proponer la venta de

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tantas perlas, zafiros y diamantes... En fin, quelo trajeran como les diese la gana: no era cosade poner reparos, ni exigir muchos perenden-gues.

Halló a Doña Paca de mal temple, porque sehabía parecido en la casa, muy de mañana, undependiente de la tienda, y habíala insultadocon expresiones brutales y soeces. La pobreseñora lloraba y se tiraba de los pelos, supli-cando a su fiel amiga que arase la tierra en bus-ca de los pocos duros que hacían falta, paratirárselos al rostro al bestia del tendero, y Beni-na se devanaba los sesos por encontrar la solu-ción del terrible conflicto.

«Mujer, por piedad, discurre, inventa algo -le decía la señora, hecha un mar de lágrimas-.Para las ocasiones son los amigos. En circuns-tancias muy críticas, no hay más remedio queperder la vergüenza... ¿No se te ocurre, como amí, que tu D. Romualdo podría sacarnos delcompromiso?».

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La criada no contestó. Preparando la comidade su ama, daba vueltas en su mente a las com-binaciones más sutiles. Repetida la proposiciónpor Doña Paca, pareció que Benina la encontra-ba razonable. «D. Romualdo... sí, sí. Iré a ver...Pero no respondo, señora, no respondo. Quizásdesconfíen... Una cosa es hacer caridad, y otraprestar dinero... y no salimos del paso con me-nos de diez duros... ¿Qué dijo ese bruto de Ga-bino? ¿que volvería mañana a darnos otroescándalo?... ¡Canalla, ladrón... que todo lovende adúltero!... Pues, sí, es cosa de diez duros,y no sé si D. Romualdo... Por él no quedaría;pero su hermana es puño en rostro... ¡Diez du-ros!... Voy a ver... Pero no extrañe la señora quetarde un poco. Estas cosas... no sabe una cómotratarlas... Depende de la cara que pongan; a lomejor salen con aquello de «vuelva usted...».Me voy, me voy; ya me entra la desazón... tar-daré... pero no tarda quien a casa llega...

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-Sobre todo si no trae las manos vacías. Vete,hija, vete, y el Señor te acompañe y te afine lasentendederas. Si yo tuviera tu talento, prontosaldría de estas trapisondas. Aquí me quedorezando a todos los santos del cielo para que teinspiren, y a las dos nos saquen de este Purga-torio. Adiós, hija».

Habiéndose trazado un plan, el único que,en su certero juicio, le ofrecía remotas probabi-lidades de éxito, dirigiose Benina a la calle deMediodía Grande, y a la casa de dormir pro-piedad de su amiga Doña Bernarda.

-XXI-La dueña del establecimiento brillaba por su

ausencia. Fue recibida Benina por la encargada,y por un hombre llamado Prieto, que disfrutaba

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de toda la confianza de aquella, y llevaba lacontabilidad del alquiler diario de camas. Notuvo la anciana más remedio que esperar, puesaquel par de congrios carecían de facultadespara resolverle el problema que tan atrozmentela inquietaba. Hablando, hablando, del negociode dormir (el año iba muy malo, y cada nochedormía menos gente, y los micos menudeaban),ocurriole a Benina preguntar por FrasquitoPonte; a lo que respondió Prieto que la nocheanterior se habían visto en el caso de no admi-tirle porque era deudor ya de siete camas, y nohabía dado nada a cuenta.

«¡Pobre señor! -dijo Benina-; habrá dormidoal raso... Es un dolor... a sus años... Mejorandolo presente, es más viejo que la Cuesta de laVega».

Refirió la encargada que no sabiendo DonFrasquito dónde meterse, había conseguido seralbergado en la casa del Comadreja, calle deMediodía Chica, dos pasos de allí. Por más se-

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ñas, había corrido la noticia de que estaba en-fermo. Al oír esto, olvidósele repentinamente aBenina el objeto principal que a tal sitio la lle-vara, y no pensó más que en averiguar qué hab-ía sido del desamparado Frasquito. Tiempotenía de dar un salto a la casa del Comadreja, yvolver a punto que regresase a su domicilio laDoña Bernarda. Dicho y hecho. Un momentodespués, entraba la diligente anciana en la fe-mentida tabernuca que da la cara al público enel establecimiento citado, y lo primero que allívio fue la abominable estampa de Luquitas, elesposo de Obdulia, que con otros perdidos ydos o tres mujeres zarrapastrosas, jugaba a lascartas en una sucia mesilla circular, entre copasde Cariñena y Pardillo. En el momento de en-trar Benina, acababan un juego, y antes deechar otra mano, el hijo de Doña Paca tiró sobrela mesa los asquerosos naipes, que en mugrecompetían con las manos de los jugadores; selevantó tambaleándose, y con media lengua yfinura desconcertada, de la que suelen emplear

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los borrachos, ofreció a la criada de su suegraun vaso de vino. «Quite allá, señorito, yo ya hebebido... Se agradece...» -dijo la anciana, recha-zando el vaso.

Pero tan pesado se puso el señorito, y con talinsistencia le coreaban los demás pidiendo quebebiese la señora, que esta tuvo miedo, y tomóla mitad del contenido del vaso pegajoso. Noquería ponerse a mal con aquella gentuza, porlo que pudiera tronar, y sin perder tiempo nimeterse en dimes y diretes con el vicioso Lu-quitas, por el abandono en que a su mujer tenía,se fue derecha a su objeto: «¿Y no está por aquíla Pitusa?

-Aquí está para servirla -dijo una mujer es-cuálida, saliendo por estrecha puertecilla, biendisimulada entre los estantes llenos de botellasy garrafas que había detrás del mostrador. Co-mo grieta que da paso al escondrijo de una an-guila, así era la puerta, y la mujer el ejemplarmás flaco, desmedrado y escurridizo que pu-

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diera encontrarse en la fauna a que tales hem-bras pertenecen. Tan flaco era su rostro, que alverlo de perfil podría tenérsele por construidode chapa, como las figuras de las veletas. En sucuello no cabían más costurones, y en una desus orejas el agujero del pendiente era tangrande, que por él se podría meter con todaholgura un dedo. Los dientes mellados y ne-gros, las cejas calvas, las pestañas pitañosas, losojos tiernos, de mirada de lince, completabansu fisonomía. Del cuerpo no he de decir sinoque difícilmente se encontrarían formas másexactamente comparables a las de un palo deescoba vestido, o, si se quiere, cubierto de tra-pos de fregar suelos; de los brazos y manos,que al gesticular parecía que azotaban, comolos tirajos de un zorro que quisiera limpiar elpolvo a la cara del interlocutor; de su habla yacento, que sonaban como si estuviera haciendogárgaras, y aunque parezca extraño, diré tam-bién, para dar completa idea de la persona, quede todas estas exterioridades desapacibles se

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desprendía un cierto airecillo de afabilidad, unmoral atractivo, por lo que termino asegurandoque la Pitusa no era antipática ni mucho menos.

-«¿Qué trae por acá la señá Benina? -le dijosacudiéndole de firme en los dos hombros-. Oícontar que estaba usted en grande, en casa ri-ca... Ya, ya sacará buenas rebañaduras... ¡Y queno tendrá usted mal gato!...

-Hija, no... De eso hace un siglo. Ahora es-tamos en baja.

-¿Qué? ¿Le va mal?

-Tirando, tirando. Si sopas, comerlas, y si no,nada... Y el Comadreja, ¿está?

-¿Para qué le quiere, señá Benina?

-Hija, te pregunto por saber de él, si está consalud.

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-Se defiende. La herida se le abre cuandomenos lo piensa.

-Vaya por Dios... Dime otra cosa...

-Mándeme.

-Quiero saber si has recogido en tu casa a uncaballero que le llaman Frasquito Ponte, y si letienes aquí todavía, porque me dijeron queanoche se puso muy malo».

Por toda respuesta, la Pitusa mandó a Beninaque la siguiera, y ambas, agachándose, se escu-rrieron por el agujero que hacía las veces depuerta entre los estantillos del mostrador. De laotra parte arrancaba una escalera estrechísima,por la cual subieron una tras otra.

«Es una persona decente, como quien dice,personaje -añadía Benina, segura ya de encon-trar allí al infortunado caballero.

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-De la grandeza. Vele aquí a dónde vienen aparar los títulos».

Por un pasillo mal oliente y sucio llegaron auna cocina, donde no se guisaba. Fogón y vasa-res servían de depósito de botellas vacías, cajasdeshechas, sillas rotas y montones de trapos. Enel suelo, sobre un jergón mísero, yacía cuanlargo era D. Francisco Ponte, en mangas de ca-misa, inmóvil, la fisonomía descompuesta. Dosmujeronas, de rodillas a un lado y otro, la unacon un vaso de agua y vino, la otra atizándolefriegas, le hablaban a gritos: «Vuelva en sí...¿Qué demonios le pasa?... Eso no es más quemaulería. ¿No quiere beber más?».

Benina, de hinojos, se puso también a gritar-le, sacudiéndole: «D. Frasquito de mi alma,¿qué es eso? Abra los ojos y véame: soy la Ni-na».

No tardaron las dos tarascas que, entreparéntesis, si apostaran a repugnantes y feas,

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no habría quien les ganara; no tardaron, digo,en dar a la anciana las explicaciones que delsuceso pedía. No admitido Ponte en las alcobasde la Bernarda, arrimose al quicio de la puertade la capilla de Irlandeses para pasar la noche.Allí le encontraron ellas, y se pusieron a darlebromas, a decirle cosas... amos... cosas que sedicen y que no eran para ofenderse. Total: queel pobre vejete mal pintado se hubo de inco-modar, y al correr tras ellas con el palo levan-tado para pegarles, pataplum, cayó redondo alsuelo. Soltaron ellas la risa, creyendo que habíatropezado; pero al ver que no se movía, acudie-ron; llegose también el sereno, le echó a la carala linterna, y entonces vieron que tenía un ata-que. Húrgale por aquí, húrgale por allá, y elbuen señor como cuerpo difunto. Llamado elComadreja, lo desanimó, y dijo que todo era unsincopiés; y como es caritativo él, buen cristiano él,y además había estudiado un año de Veterina-ria, mandó que le llevaran a su casa para asis-

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tirle y devolverle el resuello con friegas y sina-pismos.

Así se hizo, cargándole entre las dos y otracompañera, pues el enfermo pesaba como unmanojo de cañas, y en casa, a fuerza de pelliz-cos y restregones, volvió en sí, y les dio las gra-cias tan amable. La Pitusa le hizo unas sopas,que tomó con apetito, dando a cada momentolas más expresivas gracias... tan fino, y así estuvohasta la mañana, bien apañadito en su jergón.No podían ponerle en un cuarto, porque entoda la noche apenas los hubo desocupados, yallí, en la cocina vieja, estaba muy bien, por serpieza de ventilación.

Lo peor fue que a la mañana, cuando se le-vantaba para marcharse, le repitió el ataque, ytodo el santo día le daban de hora en hora unossincopieses tan tremendos, que se quedaba comocadáver, y costaba Dios y ayuda volverle en sí.Le habían dejado en mangas de camisa, porquese quejaba de calor; pero allí estaba la ropa sin

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que nadie la tocase, ni le afanaran cosa algunade lo que tenía en los bolsillos. Había dicho elComadreja que si no se recobraba en la noche,daría parte a la Delegación para que le llevaranal Hospital.

Manifestó Benina a la Pitusa que era un do-lor mandar al Hospital a tan ilustre señorón, yque ella se determinaría a llevarle a su casa, sí...Hirió la mente de la anciana una atrevida idea,y con la resolución que era cualidad primariade su carácter, se apresuró a ponerla en prácticacon toda prontitud. «¿Quieres oírme una pala-brita? -dijo a la Pitusa, cogiéndola por el brazopara sacarla de la cocina. Y al extremo del pasi-llo, entraron en la única habitación vividera dela casa: una alcoba con cama camera de hierro,colcha de punto de gancho, espejos torcidos,láminas de odaliscas, cómoda derrengada, y unSan Antonio en su peana, con flores de trapo ylamparilla de aceite. El diálogo fue rápido ynervioso:

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«¿Qué se le ofrece?

-Pues poca cosa. Que me prestes diez duros.

-Señá Benina, ¿está usted en sus cabales?

-En ellos estoy, Teresa Conejo, como lo esta-ba cuando te presté los mil reales, y te salvé deir a la cárcel... ¿No te acuerdas? Fue el año y eldía del ciclón, que arrancó los árboles del Botá-nico... Tú habitabas en la calle del Gobernador;yo en la de San Agustín, donde servía...

-Sí que me acuerdo. Yo la conocí a usted deque comprábamos juntas...

-Te viste en un fuerte compromiso.

-Empezaba yo a rodar por el mundo...

-Y rodando, rodando, caíste en una tenta-ción...

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-Y como servía usted en casa grande, yo cal-culé y dije: 'Pues esta, si quiere, podrá sacarme'.

-Te llegaste a mí con mucho miedo... lo quepasa... no querías levantarte el faldón, y que yote dejara destapada.

-Pero usted me tapó... ¡Cuánto se lo agra-decí, Benina!

-Y sin réditos... Luego tú, en cuanto hicistelas paces con el del almacén de vinos, me pa-gaste...

-Duro sobre duro.

-Pues bien: ahora soy yo la que se ha caído:necesito doscientos reales, y tú me los vas a dar.

-¿Cuándo?

-Ahora mismo.

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-¡Mecachis... San Dios! ¡Como no se mevuelva dinero la chimenea de los garbanzos!

-¿No los tienes? ¿Ni tu Comadreja tampoco?

-Estamos como el gallo de Morón... ¿Y paraqué quiere los diez duros?

-Para lo que a ti no te importa. Di si me losdas o no me los das. Yo te los pagaré pronto; ysi quieres real por duro, no hay incomeniente.

-No es eso: es que no tengo ni un cuarto par-tido por medio. Este ganado indecente no traemás que miseria.

-¡Válgate Dios! ¿Y...?

-No, no tengo alhajas. Si las tuviera...

-Busca bien, maestra.

-Pues bueno. Hay dos sortijas. No son mías:son del Rey de Bastos, un amigo de Rumaldo,

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que se las dio a guardar, y Rumaldo me las dioa mí.

-Pues...

-Si usted me da su palabra de desempeñar-las dentro de ocho días y traérmelas, pero pala-bra formal, ¡San Dios! lléveselas... Darán losdiez por largo, pues una de ellas tiene un bri-llante que da la catarata».

Poco más se habló. Cerraron bien la puerta,para que nadie pudiera fisgonear desde el pasi-llo. Si alguien lo hiciera, no habría oído másque un abrir y cerrar de los cajones de la cómo-da, un cuchicheo de Benina, y roncas gárgarasde la otra.

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-XXII-A poco de volver las dos mujeres al lado del

desmayado Frasquito, entró el Comadreja, queera un mocetón achulado, de buen porte, contez y facciones algo gitanescas, sombrero an-cho, bien ceñido el talle, y lo primero que dijofue que pronto sería conducido el interfezto alHospital. Protestó Benina, sosteniendo que laenfermedad de Ponte era de las que exigen tra-to casero y de familia; en el Hospital se moriríasin remedio, y así, valía más que ella se le lleva-ra a la casa de su señora Doña Francisca Juárez,la cual, aunque había venido muy a menos,todavía se hallaba en posición de hacer unaobra de caridad, albergando a su paisano el Sr.de Ponte, con quien tenía, si mal no recordaba,lejano parentesco. En esto volvió de su desva-necimiento el galán pobre, y reconociendo a subienhechora, le besó las manos, llámandolaángel y qué sé yo qué, muy gozoso de verla a sulado. Con gesto imperioso, al que siguió una

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patada, la Pitusa ordenó a las dos arrapiezasque se fueran a su obligación en la puerta de lacalle; el Comadreja bajó a despachar, y quedán-dose solas la Benina y su amiga con el pobrePonte, le vistieron del levitín y gabán parallevársele.

«Aquí en confianza, D. Frasquito -le dijo laBenina-, cuéntenos por qué no hizo lo que lemandé.

-¿Qué, señora?

-Dar a Bernarda la peseta, a cuenta de no-ches debidas... ¿O es que se gastó la peseta enalgo que le hacía falta, un suponer, en pinturapara la fisonomía del bigote? En este caso, nodigo nada.

-Cosmético, no... yo se lo juro -respondióFrasquito con lánguido acento, sacando de suboca las palabras como con un gancho-. Logasté... pero no en eso... Tenía que pro... pro... si

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lo diré al fin... que proporcionarme una foto...grafía».

Rebuscó en el bolsillo de su gabán, y de en-tre sobadas cartas y papeles, sacó uno que des-dobló, mostrando un retrato fotográfico, tama-ño de tarjeta ordinaria.

«¿Quién es esta madama? -dijo la Pitusa, quecon presteza lo cogió para examinarlo-. Comoguapa, lo es...

-Quería yo -prosiguió Frasquito tomandoaliento a cada sílaba-, demostrarle a Obdulia superfecta semejanza con...

-Pues este retrato no es de la niña -dijo Beni-na contemplándolo-. Algo se le parece en elcorte de cara; pero no es mismamente.

-Digan ustedes si se parece o no. Para mí sonidénticas... La una como la otra, esta comoaquella.

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-¿Pero quién es?

-La Emperatriz Eugenia... ¿Pero no la ven?No lo había más que en casa de Laurent, y no lodaban por menos de una peseta... Forzoso ad-quirirlo, demostrar a Obdulia la similitud...

-D. Frasquito, por la Virgen, mire que vamosa creer que está ido... ¡Gastar la peseta en unretrato!...».

No se dio por convencido el caballero pobre,y guardando cuidadosamente la cartulina, seabrochó su gabán y trató de ponerse en pie;operación complicadísima que no pudo reali-zar, por la extraordinaria flojedad de sus pier-nas, no más gruesas que palillos de tambor.Con la prontitud que usar solía en casos comoaquel, Benina salió a tomar un coche, para locual antes tenía que evacuar otra diligencia desuma importancia. Mas como era tan ejecutiva,pronto despachó: con sus diez duros en el bolsi-llo, volvió a Mediodía Grande en coche simón

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tomado por horas, y en la puerta de la casa setropezó con Petra la borrachera y su compañeraCuarto e kilo, que de la taberna vociferando sal-ían.

-«Ya, ya sabemos que se le lleva consigo... -dijéronle con retintín-. Así se portan las mujeresde rumbo, que estiman a un hombre... Vaya,vaya, que eso es correrse... Bien se ve que sepuede.

-¡A ver!... Pero como a ustedes no les impor-ta, yo digo... ¿Y qué?

-Pues na... En fin, aliviarse.

-¡Contento que tiene usted al ciego Almude-na!

-¿Qué le pasa?

-Que ha esperado a la señora toda la tarde...¡Cómo había de ir, si andaba buscando al caba-llero canijo!...

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-Un recadito nos dio para usted por si la ve-íamos.

-¿Qué dice?

-A ver si me acuerdo... ¡Ah! sí: que no com-pre la olla...

-La olla de los siete bujeros... que él tiene unaque trajo de su tierra.

-¿Y qué? ¿Van a poner fábrica de coladores?Si no, ¿para qué son tantos ujeros?

-Cállense las muy boconas. Ea, con Dios.

-Y estamos de coche. ¡Vaya un lujo! ¡Cómose conoce que corre la guita!

-Que os calléis... Más valdría que me ayuda-rais a bajarle y meterle en el coche.

-Vaya que sí. Con alma y vida».

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De divertimiento sirvió a todas las de casa ya las de fuera. Fue una ruidosa función el actode bajar a Frasquito, cantándole coplas en sonfunerario, y diciéndole mil cuchufletas aplica-das a él y a la Benina, que insensible a los des-ahogos de la vil canalla, se metió en su coche,llevando al caballero andaluz como si fuera unlío de ropa, y mandó al cochero picar hacia lacalle Imperial, cuidando de despabilar bien alcaballo.

No fue, como es fácil suponer, floja sorpresala de Doña Francisca al ver que le metían en lacasa un cuerpo al parecer moribundo, transpor-tado entre Benina y un mozo de cuerda. La po-bre señora había pasado la tarde y parte de lanoche en mortal ansiedad, y al ver cosa tan ex-traña, creía soñar o tener trastornado el sentido.Pero la traviesa criada se apresuró a tranquili-zarla, diciéndole que aquel no era cadáver, co-mo de su aspecto lastimoso podía colegirse,sino enfermo gravísimo, el propio D. Frasquito

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Ponte Delgado, natural de Algeciras, a quienhabía encontrado en la calle; y sin meterse enmás explicaciones del inaudito suceso, acudió aconfortar el atribulado espíritu de Doña Pacacon la fausta noticia de que llevaba en su bolsonueve duros y pico, suma bastante para aten-der al compromiso más urgente, y poder respi-rar durante algunos días.

-«¡Ah, qué peso me quitas de encima de mialma! -exclamó la señora elevando las manos-.El Señor le bendiga. Ya estamos en situación dehacer una obra de caridad, recogiendo a estedesgraciado... ¿Ves? Dios en un solo punto yocasión nos ampara y nos dice que amparemos.El favor y la obligación vienen aparejados.

-Hay que tomar las cosas como las dispone...el que menea los truenos.

-¿Y dónde ponemos a este pobre mamarra-cho? -dijo Doña Paca palpando a Frasquito,que, aunque no estaba sin conocimiento, ape-

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nas hablaba ni se movía, yacente en el santosuelo, arrimadito a la pared».

Como después del casamiento de Obdulia yAntoñito habían sido vendidas las camas deestos, surgió un conflicto de instalación domés-tica, que Nina resolvió proponiendo armar sucama en el cuartito del comedor, para colocaren ella al pobre enfermo. Ella dormiría en unjergón sobre la estera, y ya verían, ya verían siera posible arrancar al cuitado viejo de las uñasde la muerte.

«Pero, Nina de mi alma, ¿has pensado bienen la carga que nos hemos echado encima?... Túque no puedes, llévame a cuestas, como dijo elotro. ¿Te parece que estamos nosotras para me-ternos a protectoras de nadie?... Pero acaba decontarme: ¿fue D. Romualdo bendito quien...?

-Sí, señora, Rumaldo... -respondió la ancia-na, que en su aturdimiento no se había prepa-rado para el embuste.

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-¡Bendito, mil veces bendito señor!

-Ella... Teresa Conejo.

-¿Qué dices, mujer?

-Digo que... ¿Pero usted no se entera de loque hablo?

-Has dicho que... ¿Por ventura es cazador D.Romualdo?

-¿Cazador?

-Como has dicho no sé qué de un conejo.

-Él no caza; pero le regalan... qué sé yo... tan-tas cosas... la perdiz, el conejo de campo... Puesesta tarde...

-Ya; te dijo: 'Benina, a ver cómo me ponesmañana este conejo que me han traído...'.

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-Sobre si había de ser en salmorejo o conarroz, estuvieron disputando; y como yo nadadecía y se me saltaban las lágrimas, 'Benina,¿qué tienes? Benina, ¿qué te pasa?...'. En fin,que del conejo tomé pie para contarle el apuroen que me veía...».

Convencida Doña Paca, ya no se pensó másque en instalar a Frasquito, el cual parecía nodarse cuenta de lo que le pasaba. Al fin, cuandoya le habían acostado, reconoció a la viuda deJuárez, y mostrándole su gratitud con apreto-nes de manos y un suspirar afectuoso, le dijo:

«Tal hija, tal madre... Es usted el vivo retratode la Montijo.

-¿Qué dice este hombre?

-Le da porque todas nos parecemos a... no séquién... a los emperadores de Francia... En fin,dejarlo.

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-¿Estoy en el palacio de la plaza del Ángel? -dijo Ponte examinando la mísera alcoba conextraviados ojos.

-Sí, señor... Arrópese ahora; estese quietecitopara que coja el sueño. Luego le daremos buencaldo... y a vivir».

Dejáronle solo, y Benina se echó nuevamentea la calle, ávida de tapar la boca a los acreedo-res groseros, que con apremio impertinente ydesvergonzado abrumaban a las dos mujeres.Diose el gustazo de ponerles ante los morroslos duros que se les debían, hizo más provisio-nes, fue a la calle de la Ruda, y con su cestabien repleta de víveres y el corazón de esperan-zas, pensando verse libre de la vergüenza depedir limosna, al menos por un par de días,volvió a su casa. Con presteza metódica se pusoa trabajar en la cocina, en compañía de su ama,que también estaba risueña y gozosa. «¿Sabeslo que me ha pasado -dijo a Benina- en el ratoque has estado fuera? Pues me quedé dormidi-

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ta en el sillón, y soñé que entraban en casa dosseñores graves, vestidos de negro. Eran D.Francisco Morquecho y D. José María Porcell,paisanos míos, que venían a participarme elfallecimiento de D. Pedro José García de losAntrines, tío carnal de mi esposo.

-¡Pobre señor; se ha muerto! -exclamó Ninacon toda el alma.

-Y el tal D. Pedro José, que es uno de losprimeros ricachos de la Serranía...

-Pero dígame: ¿es soñado lo que me cuenta oes verdad?

-Espérate, mujer. Venían esos dos señores,D. Francisco y D. José María, médico el uno, elotro secretario del Ayuntamiento... pues veníana decirme que el García de los Antrines, tío car-nal de mi Antonio, les había nombrado testa-mentarios...

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-Ya...

-Y que... la cosa es clara... como no tenía eltal sucesión directa, nombraba herederos...

-¿A quién?

-Ten calma, mujer... Pues dejaba la mitad desus bienes a mis hijos Obdulia y Antoñito, y laotra mitad a Frasquito Ponte. ¿Qué te parece?

-Que a ese bendito señor debían de hacerlesanto.

-Dijéronme D. Francisco y D. José María quehace días andaban buscándome para darmeconocimiento de la herencia, y que preguntan-do aquí y acullá, al fin averiguaron las señas deesta casa... ¿por quién dirás? por el sacerdote D.Romualdo, propuesto ya para obispo, el cualles dijo también que yo había recogido al señorde Ponte... 'De modo -me dijeron echándose areír-, que al venir a ofrecer a usted nuestros

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respetos, señora mía, matamos dos pájaros deun tiro'.

-Pero vamos a cuentas: todo eso es, comoquien dice, soñado.

-Claro: ¿no has oído que me quedé dormidaen el sillón?... Como que esos dos señores queestuvieron a visitarme, se murieron hace treintaaños, cuando yo era novia de Antonio... figúra-te... y García de los Antrines era muy viejo en-tonces. No he vuelto a saber de él... Pues sí,todo ha sido obra de un sueño; pero tan a lovivo que aún me parece que les estoy miran-do... Te lo cuento para que te rías... no, no escosa de risa, que los sueños...

-Los sueños, los sueños, digan lo que quie-ran -manifestó Nina-, son también de Dios; ¿yquién va a saber lo que es verdad y lo que esmentira?

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-Cabal... ¿Quién te dice a ti que detrás, o de-bajo, o encima de este mundo que vemos, nohay otro mundo donde viven los que se hanmuerto?... ¿Y quién te dice que el morirse no esotra manera y forma de vivir?...

-Debajo, debajo está todo eso -afirmó la otrameditabunda-. Yo hago caso de los sueños,porque bien podría suceder, una comparanza,que los que andan por allá vinieran aquí y nostrajeran el remedio de nuestros males. Debajode tierra hay otro mundo, y el toque está ensaber cómo y cuándo podemos hablar con losvivientes soterranos. Ellos han de saber lo malque estamos por acá, y nosotros soñando ve-mos lo bien que por allá lo pasan... No sé si meexplico... digo que no hay justicia, y para que lahaiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana, ysoñando, un suponer, traeremos acá la justicia».

Contestó Doña Paca con una sarta de suspi-ros sacados de lo más hondo de su pecho, yBenina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea

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fija, a pensar nuevamente en el maravillosoconjuro. Trasteando sin sosiego en la cocina,con los ojos del alma, no veía más que el cazue-lo de los siete bujeros, el palo de laurel, vestido,y la oración... ¡demontres de oración! ¡Esto síque era difícil!

-XXIII-Todo iba bien a la mañana siguiente: Don

Frasquito mejorando de hora en hora, y con lasentendederas en estado de mediana claridad;Doña Paca contenta; la casa bien provista devituallas; aquel día y el próximo asegurados,por lo cual la pobre Benina podría descansar desu penosa postulación en San Sebastián. Massiéndole preciso sostener la comedia de su asis-tencia en la casa del eclesiástico, salió comotodos los días, la cesta al brazo, dispuesta a no

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perder la mañana y hacer algo útil. Al salir ledijo su ama: «Me parece que tendremos quehacer un obsequio a nuestro D. Romualdo...Conviene demostrar que somos agradecidas ybien educadas. Llévale de mi parte dos botellasde Champagne de buena marca, para que acom-pañe con ellas el guisado, que le harás hoy, delconejo.

-¿Pero está loca, señora? ¿Sabe lo que cues-tan dos botellas de Champaña? Nos empeñaría-mos para tres meses. Siempre ha de ser usted lomismo. Por gustar tanto del quedar bien, se veahora tan pobre. Ya le obsequiaremos cuandonos caiga la lotería, pues de hoy no pasa quebusque yo quien me ceda una peseta en undécimo de los de a tres.

-Bueno, bueno: anda con Dios».

Y se fue la señora a platicar con Frasquito,que animado y locuaz estaba. Una y otro evoca-ron recuerdos de la tierra andaluza en que hab-

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ían nacido, resucitando familias, personas ysucesos; y charla que te charla, Doña Franciscasalió por el registro de su sueño, aunque seguardó bien de contárselo al paisano. «Dígame,Ponte: ¿qué ha sido de D. Pedro José García delos Antrines?». Después de un penoso espurgoen los obscuros cartapacios de su memoria,respondió Frasquito que el D. Pedro se habíamuerto el año de la Revolución.

«Anda, anda; y yo creí que aún vivía. ¿Sabeusted quién heredó sus bienes?

-Pues su hijo Rafael, que no ha querido ca-sarse. Ya va para viejo. Bien podría suceder quese acordara de nosotros, de sus hijos de usted yde mí, pues no tiene parentela más próxima.

-¡Ay! no lo dude usted: se acordará... -manifestó Doña Paca con grande animación enlos ojos y en la palabra-. Si no se acordara, seríaun puerco... Lo que me decían D. FranciscoMorquecho y D. José María Porcell...

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-¿Cuándo?

-Hace... no sé cuánto tiempo. Verdad que yapasaron a mejor vida. Pero me parece que lesestoy viendo... Fueron testamentarios de Garcíade los Antrines, ¿no es cierto?

-Sí, señora. También yo les traté mucho.Eran amigos de mi casa, y les tengo muy pre-sentes en mi memoria... Me parece que les estoyviendo con sus levitas negras de corte antiguo...

-Así, así.

-Sus corbatines de suela, y aquellos sombre-ros de copa que parecían la torre de Santa Mar-ía...».

Prosiguió el coloquio con esta vaga fluctua-ción entre lo real y lo imaginativo; y en tanto,Benina, calle arriba, calle abajo, ya con la mentedespejada, tranquilo el espíritu por la posesiónde un caudal no inferior a tres duros y medio,

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pensaba que toda la tracamundana del conjurode Almudena era simplemente un engaña-bobos. Más probable veía el éxito en la lotería,que no es, por más que digan, obra de la ciegacasualidad, pues ¿quién nos dice que no andapor los aires un ángel o demonio invisible quese encarga de sacar la bola del gordo, sabiendode antemano quién posee el número? Por estose ven cosas tan raras: verbigracia, que se re-parte el premio entre multitud de infelices quese juntaron para tal fin, poniendo este un real,el otro una peseta. Con tales ideas se dio a pen-sar quién le proporcionaría una participaciónmódica, pues adquirir ella sola un décimo pa-recíale mucho aventurar. Con la Petra y sucompañera Cuarto e kilo, que probaban fortunaen casi todas las extracciones, no quería cuen-tas, mejor se entendería para este negocio conPulido, su compañero de mendicidad en la pa-rroquia, del cual se contaba que hacía combina-ciones de jugadas lotéricas con el burrero veci-no de Obdulia; y para cogerle en su morada

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antes de que saliese a pedir, apresuró el pasohacia la calle de la Cabeza, y dio fondo en elestablecimiento de burras de leche. En los esta-blos de aquellas pacíficas bestias daban alber-gue a Pulido los honrados lecheros, gente bue-na y humilde. Una hermana de la burrera vend-ía décimos por las calles, y un tío del burrero,que tuvo el mismo negocio en la misma calle ycasa, años atrás, se había sacado el gordo, re-tirándose a su pueblo, donde compró tierras. Laafición se perpetuó, pues, en el establecimiento,formando hábito vicioso; y a la fecha de estahistoria, con lo que los burreros llevaban gasta-do en quince años de jugadas, habrían podidotriplicar el ganado asnal que poseían.

Tuvo Benina la suerte de encontrar a toda lafamilia reunida, ya de regreso las pollinas de suexcursión matinal. Mientras estas devoraban elpienso de salvado, los racionales se entreteníanen hacer cálculos de probabilidades, y en aqui-latar las razones en que se podía fundar la cer-

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tidumbre de que saliese premiado al día si-guiente el 5.005, del cual poseían un décimo.Pulido, examinando el caso con su poderosavista interior, que por la ceguera de los ojoscorporales prodigiosamente se le aumentaba,remachó el convencimiento de los burreros, yen tono profético les dijo que tan cierto era quesaldría premiado el 5.005, como que hay Diosen el Cielo y Diablo en los Infiernos. Inútil esdecir que la pretensión de Benina cayó en aque-lla obcecada familia como una bomba, y que elprimer impulso de todos fue negarle en absolu-to la participación que solicitaba, pues elloequivalía a regalarle montones de dinero.

Picose la mendiga, diciéndoles que no le fal-taban tres pesetas para tirarlas en un decimito,todo para ella, y este golpe de audacia produjosu efecto. Por último, se convino en que, si ellacompraba el décimo, ellos le tomarían la mitad,dándole una participación de dos reales en elmágico 5.005, número seguro, tan seguro como

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estarlo viendo. Así se hizo: salió Benina, y llevóal poco rato un décimo del 4.844, el cual, vistopor los otros, y oído cantar por el ciego, produjoen toda la cuadrilla lotérica la mayor confusióny desconcierto, como si por arte misterioso lasuerte se hubiera pasado del uno al otro núme-ro. Por fin, hiciéronse los tratos y combinacio-nes a gusto de todos, y el burrero extendió laspapeletas de participación, quedándose la an-ciana con seis reales en el suyo y dos en el otro.Salió Pulido refunfuñando, y se fue a su parro-quia de muy mal talante, diciéndose que aque-lla eclesiástica pocritona había ido a quitarles lasuerte; los burreros se despotricaron contraObdulia, afirmando que no pagaba el pan ycompraba tiestos de flores, y que el casero laiba a plantar en la calle; y Benina subió a ver ala niña, a quien encontró en manos de la peina-dora, que trataba de arreglarle una bonita cabe-za. Aquel día sus suegros le habían mandadoalbóndigas y sardinas en escabeche; Luquitashabía entrado en casa a las seis de la mañana, y

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aún dormía como un cachorro. Pensaba la niñairse de paseo, ansiosa de ver jardines, arbole-das, carruajes, gente elegante, y su peinadora ledijo que se fuera al Retiro, donde vería estascosas, y todas las fieras del mundo, y ademáscisnes, que son, una comparanza, gansos depescuezo largo. Al saber que Frasquito, enfer-mo, se hallaba recogido en casa de Doña Paca,mostró la niña sincera aflicción, y quiso ir averle; pero Benina se lo quitó de la cabeza. Másvalía que le dejara descansar un par de días,evitándole conversaciones deliriosas, que le tras-tornaban el seso. Asintiendo a estas discretasrazones, Obdulia se despidió de su criada, per-sistiendo en irse de paseo, y la otra tomó el oli-vo presurosa hacia la calle de la Ruda, dondequería pagar deudillas de poco dinero. Por elcamino pensó que le convendría ceder parte dela excesiva cantidad empleada en lotería, y aeste fin hizo propósito de buscar al ciego moropara que jugase una peseta. Más seguro era

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esto que no la operación de llamar a los espíri-tus soterranos...

Esto pensaba, cuando se encontró de manosa boca con Petra y Diega, que de vender venían,trayendo entre las dos, mano por mano, unacesta con baratijas de mercería ordinaria. Pará-ronse con ganas de contarle algo estupendo yque sin duda la interesaba: «¿No sabe, maestra?Almudena la anda buscando.

-¿A mí? Pues yo quisiera hablar con él, porver si quiere tomarme...

-Le tomará a usted medidas. Eso dice...

-¿Qué?

-Que está furioso... Loco perdido. A mí porpoco me mata esta mañana de la tirria que metiene. En fin, el disloque.

-Se muda de Santa Casilda... Se va a lasCambroneras.

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-Le ha dado la tarantaina, y baila sobre unpie solo».

Prorrumpieron en desentonadas risas lasdos mujerzuelas, y Benina no sabía qué decir-les. Entendiendo que el africano estaría enfer-mo, indicó que pensaba ir a San Sebastián en subusca, a lo que replicaron las otras que no habíasalido a pedir, y que si quería la maestra encon-trarle, buscárale hacia la Arganzuela o hacia lacalle del Peñón, pues en tal rumbo le habíanvisto ellas poco antes. Fue Benina hacia dondese le indicaba, despachados brevemente susasuntos en la calle de la Ruda; y después de darvueltas por la Fuentecilla, y subir y bajar repe-tidas veces la calle del Peñón, vio al marroquí,que salía de casa de un herrero. Llegose a él, lecogió por el brazo y...

«Soltar mí, soltar mí tú... -dijo el ciego es-tremeciéndose de la cabeza a los pies, cual sirecibiese una descarga eléctrica-. Mala tú, gaña-dora tú... matar yo ti».

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Alarmose la pobre mujer, advirtiendo en elrostro de su amigo grandísima turbación: con-traía y dilataba los labios con vibraciones con-vulsivas, desfigurando su habitual expresiónfisonómica; manos y piernas temblaban; su vozhabía enronquecido.

«¿Qué tienes tú, Almudenilla? ¿Qué moscate ha picado?

-Picar tú mí, mosca mala... Viner migo... Que-rer yo hablar tigo. Muquier mala ser ti...

-Vamos a donde quieras, hombre. ¡Si pareceque estás loco!».

Bajaron a la Ronda, y el marroquí, conoce-dor de aquel terreno, guió hacia la fábrica delgas, dejándose llevar por su amiga cogido delbrazo. Por angostas veredas pasaron al paseode las Acacias, sin que la buena mujer pudieraobtener explicaciones claras de los motivos deaquella extraña desazón.

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«Sentémonos aquí -dijo Benina al llegar jun-to a la Fábrica de alquitrán-; estoy cansadita.

-Aquí no... más abaixo...».

Y se precipitaron por un sendero empinadí-simo, abierto en el terraplén. Hubieran rodadolos dos por la pendiente si Benina no le sostu-viera moderando el paso, y asegurándose biende dónde ponía la planta. Llegaron, por fin, aun sitio más bajo que el paseo, suelo quebrado,lleno de escorias que parecen lavas de unvolcán; detrás dejaron casas, cimentadas a ma-yor altura que las cabezas de ellos; delante ten-ían techos de viviendas pobres, a nivel más bajoque sus pies. En las revueltas de aquella hon-donada se distinguían chozas míseras, y a lolejos, oprimida entre las moles del Asilo de San-ta Cristina y el taller de Sierra Mecánica, la ba-rriada de las Injurias, donde hormiguean fami-lias indigentes.

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Sentáronse los dos. Almudena, dando reso-plidos, se limpió el copioso sudor de su frente.Benina no le quitaba los ojos, atenta a sus mo-vimientos, pues no las tenía todas consigo,viéndose sola con el enojado marroquí en lugartan solitario. «A ver... amos... a ver por qué soytan mala y tan engañadora. ¿Por qué?

-Poique ti n'gañar mí. Yo quiriendo ti, tú qui-rier otro... Sí, sí... Señor bunito, cabaiero galán... tiqueriendo él... Enfermo él casa Comadreja... túllevar casa tuya él... quirido tuyo... quirido... ricoél, señorito él...

-¿Quién te ha contado esas papas, Almude-na? -dijo la buena mujer echándose a reír contoda su alma.

-No negar tú cosa... Tu n'fadar mí; riyendo túmí...».

Al expresarse de este modo, poseído desúbito furor, se puso en pie, y antes de que Be-

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nina pudiera darse cuenta del peligro que laamenazaba, descargó sobre ella el palo con todasu fuerza. Gracias que pudo la infeliz salvar lacabeza apartándola vivamente; pero la paletilla,no. Quiso ella arrebatarle el palo; pero antes deque lo intentara recibió otro estacazo en elhombro, y un tercero en la cadera... La mejordefensa era la fuga. En un abrir y cerrar de ojos,se puso la anciana a diez pasos del ciego. Estetrató de seguirla; ella le buscaba las vueltas; seponía en lugar seguro, y él descargaba sus furi-bundos garrotazos en el aire y en el suelo. Enuna de estas cayó boca abajo, y allí se quedócual si fuera la víctima, mordiendo la tierra,mientras la señora de sus pensamientos le de-cía: «Almudena, Almudenilla, si te cojo, verás...¡tontaina, borricote!...».

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-XXIV-Después de revolcarse en el suelo con

epiléptica contracción de brazos y piernas, y degolpearse la cara y tirarse de los pelos, lanzan-do exclamaciones guturales en lengua arábiga,que Benina no entendía, rompió a llorar comoun niño, sentado ya a estilo moro, y continuan-do en la tarea de aporrearse la frente y de cla-var los dedos convulsos en su rostro. Llorabacon amargo desconsuelo, y las lágrimas calma-ron sin duda, su loca furia. Acercose Benina unpoquito, y vio su rostro inundado de llanto quele humedecía la barba. Sus ojos eran fuentespor donde su alma se descargaba del raudal deuna pena infinita.

Pausa larga. Almudena, con voz quejumbro-sa de chiquillo castigado, llamó cariñosamentea su amiga.

«Nina... amri... ¿Estar aquí ti?

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-Sí, hijo mío, aquí estoy viéndote llorar comoSan Pedro después que hizo la canallada denegar a Cristo. ¿Te arrepientes de lo que hashecho?

-Sí, sí... amri... ¡Haber pegado ti!... ¿Doler timocha?

-¡Ya lo creo que me escuece!

-Yo malo... yorando mí días mochas, poiquepegar ti... Amri, perdoñar tú mí...

-Sí... perdonado... Pero no me fío.

-Tomar tú palo -le dijo alargándoselo- Venirqui... cabe mí. Coger palo y dar mí fuerte, hastaque matar tú mí.

-No me fío, no.

-Tomar tú este cochilo -añadió el africano sa-cando del bolso interior del chaquetón unaherramienta cortante-. Mercarlo yo pa pegar

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ti... Matar tú mí con él, quitar vida mí. Mordejaino quierer vida... muerte sí, muerte...».

Como quien no hace nada, Benina se apo-deró de las dos armas, palo y cuchillo, yarrimándose ya sin temor alguno al desdichadociego, le puso la mano en el hombro. «Me haspartido algún hueso, porque me duele mocha -ledijo-. A ver dónde me curo yo ahora... No, hue-so roto no hay; pero me has levantado unosmorcillones como mi cabeza, y el árnica quegaste yo esta tarde tú me la tienes que abonar.

-Dar yo ti... vida... Perdoñar mí... Yorar yomeses mochas, si tú no perdoñando mí... Estarloco... yo quierer ti... Si tú no quierer mí, Almu-dena matar si él sigo.

-Bueno va. Pero tú has tomado algún malefi-cio. ¡Vaya, que salir ahora con ese cuento deenamorarte de mí! ¿Pero tú no sabes que soyuna vieja, y que si me vieras te caerías paraatrás del miedo que te daba?

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-No ser vieja tú... Yo quiriendo ti.

-Tú quieres a Petra.

-No... B'rracha... fea, mala... Tú ser muquieruna sola... No haber otra mí».

Sin dar tregua a su intensa aflicción, cortan-do las palabras con los hondos suspiros y elcontinuo sollozar, torpe de lengua hasta lo su-mo, declaró Almudena lo que sentía, y en ver-dad que si pudo entender Benina lenguaje tanextraño, no fue por el valor y sentido de losconceptos, sino por la fuerza de la verdad queel marroquí ponía en sus extrañísimas modula-ciones, aullidos, desesperados gritos, y sofoca-dos murmullos. Díjole que desde que el ReySamdai le señaló la mujer única, para que le si-guiera y de ella se apoderara, anduvo corriendopor toda la tierra. Más él caminaba, más delanteiba la mujer, sin poder alcanzarla nunca. An-dando el tiempo, creyó que la fugitiva era Nico-lasa, que con él vivió tres años en vida errante.

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Pero no era; pronto vio que no era. La suyadelante, siempre delante, entapujadita y sindejarse ver la cara... Claro, que él veía la figuracon los ojos del alma... Pues bueno: cuandoconoció a Benina, una mañana que por primeravez se presentó ella en San Sebastián, llevadapor Eliseo, el corazón, queriendo salírsele delpecho, le dijo: «Esta es, esta sola, y no hayotra». Más hablaba con ella, más se convencíade que era la suya; pero quería dejar pasartiempo, y priebarlo mejor. Por fin llegó la certi-dumbre, y él esperando, esperando una ocasiónde decírselo a ella... Así, cuando le contaronque Benina quería al galán bunito, y que se lohabía llevado a su casa nada menos que en co-che, le entró tal desconsuelo, seguido de tanespantosa furia, que el hombre no sabía si ma-tarse o matarla... Lo mejor sería consumar a untiempo las dos muertes, después de haber des-pachado para el otro mundo a media humani-dad, repartiendo golpes a diestro y siniestro.

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Oyó Benina con interés y piedad este relato,que aquí se da, para no cansar, reducido amínimas proporciones; y como era mujer debuen sentido, no incurrió en la ligereza de en-greírse con aquella pasión africana, ni tampocohizo chacota de ella, como natural parecía, con-siderando su edad y las condiciones físicas deldesdichado ciego. Manteniéndose en un justomedio de discreción, miraba sólo el fin inme-diato de que su amigo se tranquilizara, apar-tando de su mente las ideas de muerte y exter-minio. Explicole lo del galán bunito, procurandoconvencerle de que sólo un sentimiento de ca-ridad habíala movido a llevarle a la casa de suseñora, sin que mediase en ello el amor, ni cosatocante a las relaciones de hombre y mujer. Nose daba por convencido Mordejai, que planteópor fin la cuestión en términos que justificabanla veracidad y firmeza de su afecto, a saber:para que él creyese lo que Benina acababa dedecirle, convenía que se lo demostrara conhechos, no con palabras, que el viento se lleva.

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¿Y cómo se lo demostraría con hechos, de modoque él quedase plenamente satisfecho y con-vencido? Pues de un modo muy sencillo: de-jando todo, su señora, casa suya, galán bunito;yéndose a vivir con Almudena, y quedandounidos ya los dos para toda la vida.

No respondió la anciana con negación ro-tunda por no excitarle más, y se limitó a pre-sentarle los inconvenientes del abandono brus-co de su señora, que se moriría si de ella se se-parase. Pero a todas estas razones oponía elmarroquí, otras fortalecidas en el fuero y leyesde amor, que a todo se sobreponen. «Si tú quie-rer mí, amri, mí casar tigo».

Al hacer la oferta de su blanca mano, acom-pañándola de un suspirar tierno y de remilgosde vergüenza, con sus enormes labios que sedilataban hasta las orejas o se contraían for-mando un hocico monstruoso, Benina no pudoevitar una risilla de burla. Pero conteniéndose

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al instante, acudió a la respuesta con este dis-cretísimo argumento:

«Hijo, así te llamo porque pudieras serlo...agradezco tu fineza; pero repara que he cum-plido los sesenta años.

-Cumplir no cumplir sisenta, milienta, yo quiererti.

-Soy una vieja, que no sirve para nada.

-Sirvi, amri; yo quierer ti... tú mais que la luzbunita; moza tú.

-¡Qué desatino!

-Casar migo tigo, y dirnos migo con tú a terramía, terra de Sus. Mi padre Saúl, rico él; misgermanos, ricos ellos; mi madre Rimna, rica bu-nita ella... quierer ti, dicir hija ti... Verás terra mía:aceita mocha, laranjas mochas... carnieras mochaspadre mío... mochas arbolas cabe el río; casa

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grande... noria d'agua fresca... bunito; ni frío nicalora».

Aunque la pintura de tanta felicidad influíalevemente en su ánimo, no se dejaba seducirBenina, y como persona práctica vio los incon-venientes de una traslación repentina a paísestan distantes, donde se encontraría entre gentesdesconocidas, que hablaban una lengua de to-dos los demonios, y que seguramente se dife-renciarían de ella por las costumbres, por lareligión y hasta por el vestido, pues allá, de fijoandaban con taparrabo... ¡Bonita estaría ella contaparrabo! ¡Vaya, que se le ocurrían unas cosasal buen Mordejai! Mostrándose afectuosa yagradecida, le argumentó con los inconvenien-tes de la precipitación en cosa tan grave comoes el casarse de buenas a primeras, y corrersede un brinco nada menos que al África, que es,como quien dice, donde empiezan los Pirineos.No, no: había que pensarlo despacio, y tomarsetiempo para no salir con una patochada. Mucho

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más práctico, según ella, era dejar todo ese líodel casamiento y del viaje de novios para másadelante, ocupándose por el pronto en realizar,con todos los requisitos que aseguraran el éxito,el conjuro del rey Samdai. Si la cosa resultaba,como Almudena le aseguró, y venían a poderde ella las banastas de piedras preciosas, quetan fácilmente se convertirían en billetes deBanco, ya tenían todas las cuestiones resueltas,y lo demás prontamente se allanaría. El dineroes el arreglador infalible de cuantas dificultadeshay en el mundo. Total: que ella se compromet-ía a cuanto él quisiera, y desde luego empeñabasu palabra de casorio y de seguirle hasta el findel mundo, siempre y cuando el rey Samdaiconcediese lo que con todas las reglas, ceremo-nias y rezos benditos se le había de pedir.

Quedose meditabundo el africano al oír esto,y después se dio golpetazos en la frente, comohombre que experimenta gran confusión y des-

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consuelo. «Perdoñar mí tú... Olvidar mí dicer ticosa.

-¿Qué? ¿Vas a salir ahora con inconvenien-tes? ¿Es que la operación no vale porque faltar-ía algún requisito?

-Olvidar mí requesito... No valer, poique ser túmuquier.

-¡Condenado! -exclamó Benina sin podercontener su enojo-, ¿por qué no empezaste porahí? Pues si el primer requesito es ser hombre...¡a ver!

-Perdoñar mí... Olvidar cosa migo.

-Tú no tienes la cabeza buena. ¡Vaya unaplancha! Pero ¡ay! la culpa es mía, por habermecreído las paparruchas que inventan en tu tie-rra maldecida, y en esa tu religión de los de-monios coronados. No, no lo creí... Era que lapobreza me cegaba... Y no lo creo, no. Perdó-

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neme Dios el mal pensamiento de llamar aldiablo con todos esos arrumacos; perdónemetambién la Virgen Santísima.

-Si no valer eso poique ser tú muquier... -replicó Almudena vergonzoso-, saber mí otracosa... que si jacer tú, coger has tú tuda la dinieraque tú querier.

-No, no me engañas otra vez. ¡Buen pájaroestás tú!... Ya no creo nada de lo que me digas.

-Por la bendita luz, verdad ser... Rayo delcielo matar mí, si n'gañar ti... ¡Coger diniero,mocha diniero!

-¿Cuándo?

-Cuando quiriendo tú.

-A ver... Aunque no he de creerlo, dímelopronto.

-Yo dar ti p'peleto...

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-¿Un papelito?

-Sí... Poner tú punta lluengua...

-¿En la punta de la lengua?

-Sí: entrar con ello Banco, p'peleto en llengua,y naide ver ti. Poder coger diniero tuda... No verti naide.

-Pero eso es robar, Almudena.

-Naide ver, naide a ti dicir naida.

-Quita, quita... Yo no tengo esas mañas. Ro-bar, no. ¿Que no me ven? Pero Dios me verá».

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-XXV-No desistía el apasionado marroquí de ganar

la voluntad de la dama (que así debemos lla-marla en este caso, toda vez que como tal él laveía con los ojos de su alma); y conociendo quelos medios positivos eran los más eficaces, yque antes que las razones con que él pudieraexpugnarla la rendiría su propia codicia y elanhelo de enriquecerse, se arrancó con otrosortilegio, producto natural de su sangre semí-tica y de su rica imaginación. Díjole que entretodos los secretos de que por favor de Dios eradepositario, había uno que no pensaba confiarmás que a la persona que fuese dueña de todosu cariño; y como esta persona era ella, la mujersoñada, la mujer prometida por el soberanoSamdai, a ella sola revelaba el infalible proce-dimiento para descubrir los tesoros soterrados.Aunque afectaba Benina no dar crédito a taleshistorias, ello es que no perdió sílaba del relatoque Almudena le hizo. La cosa era muy senci-

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lla, por él pintada, aunque las dificultadesprácticas para llegar a producir el mágico efectosaltaban a la vista. La persona que quisiera sa-ber, siguro, siguro, dónde había dinero escondi-do, no tenía más que abrir un hoyo en la tierra,y estarse dentro de él cuarenta días, en pañosmenores, sin otro alimento que harina de ceba-da sin sal, ni más ocupación que leer un librosanto, de luengas hojas, y meditar, meditar so-bre las profundas verdades que aquellas escri-turas contenían...

-¿Y eso tengo que hacerlo yo? -dijo Beninaimpaciente-. ¡Apañado estás! ¿Y ese libro estáescrito en tu lengua? Tonto, ¿cómo voy a leeryo esos garrapatos, si en mi propio castellanonatural me estorba lo negro?

-Leyerlo mí... leyer tú.

-Pero en ese agujero bajo tierra, que será lacasa de los topos, ¿podemos estar los dos?

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-Siguro.

-Bueno. Y para poder ver bien la letra de eselibro -dijo con sorna la dama-, llevarás antipa-rras de ciego...

-Mí saberlo de memueria -replicó impávido elafricano».

La operación, pasados los cuarenta días depenitencia, terminaba por escribir en un papeli-to, como los de cigarro, ciertas palabras mági-cas que él sabía, él solo; luego se soltaba el pa-pelito en el aire, y mientras el viento lo llevabade aquí para allá, ella y él rezarían devotamenteoraciones mochas, sin quitar los ojos del papelvolante. Allí donde cayese, se encontraría, ca-vando, cavando, el tesoro soterrado, probable-mente una gran olla repleta de monedas de oro.

Manifestó Benina su incredulidad soltandola risa; pero alguna huella dejaba en su espíritula nueva quisicosa para encontrar tesoros, por-

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que con toda formalidad se dejó decir: «No creoyo que haya dinero enterrado en los campos.Puede que en tu tierra se den esos casos; perolo que es aquí... donde lo tienes es en los patios,en las corraladas, debajo del suelo de las leñe-ras, almacenes y bodegas, y, si a mano viene,empotrado en las paredes...

-Mismo poder yo discubrierlo él... Yo dicer ti,si tú quiriendo mí, si tú casar migo.

-Ya trataremos de eso más despacio -dijoBenina quitándose el pañuelo y volviéndoselo aponer, señal de impaciencia y ganas de mar-charse.

-No dirti tú, amri, no -murmuró el ciego que-jumbroso, agarrándola por la falda.

-Es tarde, hijo, y hago falta en casa.

-Tú migo siempre.

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-No puede ser por ahora. Ten paciencia,hijo».

Poseído nuevamente de furor, al sentir quese levantaba, se arrojó sobre ella, clavándole lazarpa en los brazos, y manifestando con rugi-dos, más que con voces, su ardiente anhelo detenerla en su compañía. «Mí queriendo ti... Ma-tar mí, ajogar mismo yo en río, si tú no veniermí...

-Déjame por Dios, Almudena -dijo con acen-to de aflicción la dama, creyendo vencerle mejorcon súplicas afectuosas-. Yo te quiero; pero mellaman mis obligaciones.

-Matar yo galán bunito -gritó el ciego apre-tando los puños, y dando algunos pasos haciala anciana, que medrosa se había apartado deél.

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-Ten juicio; si no, no te quiero... Vámonos. Sime prometes ser bueno y no pegarme, iremosjuntos.

-Piegar ti no, no... quiriendo ti más que a labendita luz.

-Pues si no me pegas, vamos -dijo Benina,aproximándose cariñosa, y cogiéndole por elbrazo».

Apaciguado el buen Mordejai, emprendie-ron otra vez la marcha hacia arriba, y por elcamino dijo el ciego a la dama que se había des-pedido de Santa Casilda, por romper con laPetra; y como los tiempos venían malos y no seganaban perras, pensaba trasladarse aquellamisma tarde a las Cambroneras, cabe el Puentede Toledo, pues en aquel barrio había estanciaspara dormir por solos diez céntimos cada no-che. No aprobó Benina el cambio de domicilio,porque allí, según había oído, vivían en grandeestrechez e incomodidad los pobres, amonto-

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nados y revueltos en cuartuchos indecentes;pero él insistió, dolorido y melancólico, asegu-rando que quería estar mal, hacer penitencia,pasarse los días yorando, yorando, hasta conse-guir que Adonai ablandase el corazón de la mu-jer amada. Suspiraron ambos, y silenciosos su-bieron toda la calle de Toledo.

Como Benina le ofreciese un duro para lamudanza, Almudena expresó un desinteréssublime: «No querier mí diniero... Diniero cosapuerca... asco diniero... Mí quierer amri... muquiermía migo.

-Bueno, bueno: ten paciencia -le dijo Benina,temerosa de que se descompusiera al final de lajornada-. Yo te prometo que mañana hablare-mos de eso.

-¿Viner tú Cambroneras?

-Sí, te lo prometo.

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-Mí no golver pirroquia... Carga mí gente su-berbiosa: Casiana, Eliseo... asco mí genta. Mí pe-dir Puenta Tolaido...

-Espérame mañana... y prométeme tener jui-cio.

-Yorando, yorando mí.

-¿Pero a qué vienen esos lloriqueos?... Al-mudenilla, si yo te quiero... Amos, no me desdisgustos.

-Ora ti, casa tuya, ver galán bunito, jacer tú ca-riños él.

-¿Yo? ¡Estás fresco! ¡Sí, sí, para él estaba!¿Pero tú qué te has creído? ¡Valiente caso hagoyo de esa estantigua! Tiene más años que laCuesta de la Vega: es pariente de mi señora, ypor encargo de esta se le recogió para llevarle acasa.

-¡Mam'rracho él!

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-¡Y tan mamarracho! Ni hay comparanza en-tre él y tú... En fin, chico: tengo mucha prisa.Adiós. Hasta mañana».

Aprovechando un momento en que el ma-rroquí se quedaba como lelo, apretó a correr,dejándole arrimadito a la pared, junto a la tien-da llamada del Botijo. Era la única forma posi-ble de separación, dada la tenaz adherencia delpobre ciego. Desde lejos le miró Benina, in-móvil, la cabeza caída. Pasado un rato, se dejócaer en el suelo, y allí le vieron toda la tarde lostranseúntes, sentado, mudo, la negra manoextendida.

No encontró la Nina en su casa grandes no-vedades, como por tal no se tuviera el contentode Doña Paca, que no cesaba de alabar la finurade su huésped, y la gracia con que a la conver-sación traía los recuerdos de Algeciras y Ronda.Sentíase la buena señora transportada a susverdes años; casi olvidaba su pobreza, y movi-da del generoso instinto que en aquella edad

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primera había sido fundamento de su carácterimprevisor y de sus desgracias, propuso a Ninaque se trajeran para Frasquito dos botellas deJerez, pavo en galantina, huevo hilado, y cabe-za de jabalí.

«Sí, señora -replicó la criada-: todo eso trae-remos, y luego nos vamos a la cárcel, para aho-rrar a los tenderos el trabajo de llevarnos. ¿Perousted se ha vuelto loca? Para esta noche haréunas sopas de ajo con huevos, y san sacabó. Creausted que a ese caballero le sabrán a gloria,acostumbrado como está a comistrajos indecen-tes.

-Bueno, mujer. Se hará lo que tú quieras.

-En vez de cabeza de jabalí, pondremos ca-beza de ajo.

-Creo, con tu permiso, que en todas las cir-cunstancias, aunque sea sacrificándose, debe

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una portarse como quien es. En fin, ¿cuántodinero tenemos?

-Eso a usted no le importa. Déjeme a mí, queya sabré arreglarme. Cuando se acabe, no esusted quien ha de ir a buscarlo.

-Ya, ya sé que irás tú y lo buscarás. Yo nosirvo para nada.

-Sí sirve usted; y ahora, ayúdeme a pelar es-tas patatitas.

-Lo que quieras. ¡Ah!... se me olvidaba. Fras-quito toma té... y como está tan delicadillo, hayque traerlo bueno.

-Del mejor. Iré por él a la China.

-No te burles. Vas a la tienda, y pides delque llaman mandarín. Y de paso te traes un que-sito bueno para postre...

-Sí, sí... eche usted y no se derrame.

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-Ya ves que está acostumbrado a comer encasas grandes.

-Justamente: como la taberna de Boto, en lacalle del Ave María... ración de guisado, a real;con pan y vino, treinta y cinco céntimos.

-Estás hoy... que no se te puede aguantar.Pero a todo me avengo, Nina. Tú mandas.

-¡Ay, si yo no mandara, bonitas andaríamos!Ya nos habrían llevado a San Bernardino o almismísimo Pardo».

Bromeando así llegó la noche, y cenandofrugalmente, alegres los tres y resignados con lapobreza, mal tolerable y llevadero cuando nofalta un pedazo de pan con que matar el ham-bre. Y el historiador debe hacer constar asi-mismo que el buen temple en que estaba DoñaPaca se torció un poco al recogerse las dos en laalcoba, la señora en su cama, Benina en el suelo,por haber cedido su lecho a Frasquito. Como la

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viuda de Zapata era tan voluble de genio, en uninstante, sin que se supiera el motivo, pasabade la bondad apacible a la ira insana, de la cre-dulidad infantil a la desconfianza marrullera,de las palabras razonables a los disparates másabsurdos. Conocía muy bien la criada este fácilgirar de los pensamientos y la voluntad de suseñora, a quien comparaba con una veleta; y sintomar a pecho sus displicencias y raptos de ira,esperaba que cambiase el viento. En efecto, estevariaba de improviso, rolando al cuadrantebueno; y si en un momento la malva se habíaconvertido en cardo, en otro momento tornabaa su primera condición.

El mal humor de Doña Paca en la noche aque me refiero, debe atribuirse, según datosfehacientes, a que Frasquito, en sus conversa-ciones de la tarde, y en los ratos de la cena ysobremesa de esta, mostró por Benina unaspreferencias que lastimaron profundamente elamor propio de la viuda infeliz. A Benina mani-

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festaba el buen señor casi exclusivamente sugratitud, reservando para la señora una cortésdeferencia; para Benina eran todas sus sonrisas,sus frases más ingeniosas, la ternura de sus ojoslánguidos, como de carnero a medio morir; y atantas indiscreciones unió Ponte la de llamarlaángel como unas doscientas veces en el curso dela frugal cena.

Y dicho esto, oigamos a Doña Paca, entresábanas metida, mientras la otra se acostaba enel suelo: «Pues, hija, nadie me quita de la cabe-za que le has dado un bebedizo a este pobreseñor. ¡Vaya cómo te quiere! Si no fueras unavieja feísima y sin ninguna gracia, creería que lehabías hecho tilín... Cierto que eres buena, cari-tativa, que sabes ganar la simpatía por lo bienque atiendes a todo, y por tu dulzura y ese mo-dito suave... que bien podría engañar a los queno te conocen... Pero con todas esas prendas,imposible que un hombre tan corrido se prendede ti... Si te lo crees y por ello estás inflada de

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orgullo, mi parecer es que no te compongas,pobre Nina. Siempre serás lo que fuistes... y notemas que yo le quite a D. Frasquito la ilusión,contándole tus malas mañas, lo sisona que eras,y otras cosillas, otras cosillas que tú sabes, y yotambién...».

Callaba Benina, tapándose la boca con lasábana, y esta humildad y moderación encen-dieron más el rencorcillo de la viuda de Zapata,que prosiguió molestando a su compañera:«Nadie reconoce como yo tus buenas cualida-des, porque las tienes; pero hay que ponertesiempre a distancia, no dejarte salir de tu bajacondición, para que no te desmandes, para queno te subas a las barbas de los superiores.Acuérdate de las dos veces que tuve que echar-te de mi casa por sisona... ¡A tal extremo llegótu descaro, ¿qué digo descaro? tu cinismo enaquel vicio feo, que... vamos, yo, que jamás hehecho una cuenta, ni me gusta, veía mi dineropasando de mi bolsillo al tuyo... en chorro con-

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tinuo!... Pero ¿qué? ¿No dices nada?... ¿No con-testas? ¿Te has vuelto muda?

-Sí, señora, me he vuelto muda -fue la únicarespuesta de la buena mujer-. Puede que cuan-do la señora se canse y cierre el pico, lo abra yopara decirle... en fin, no digo nada».

-XXVI-«Ja, ja... Di lo que quieras... -prosiguió Doña

Paca-. ¿Te atreverías a decir algo ofensivo demí? ¡Que no he sabido llevar el Cargo y Data!¿Y qué? ¿Quién te ha dicho a ti que las señorasson tenedoras de libros? El no llevar cuentas niapuntar nada, no era más que la forma naturalde mi generosidad sin límites. Yo dejaba quetodo el mundo me robase; veía la mano delladrón metiéndose en mi bolsillo, y me hacía la

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tonta... Yo he sido siempre así. ¿Es esto pecado?El Señor me lo perdonará. Lo que Dios no per-dona, Benina, es la hipocresía, los procederessolapados, y el estudio con que algunas perso-nas componen sus actos para parecer mejoresde lo que son. Yo siempre he llevado el alma enmi rostro, y me he presentado a los ojos de todoel mundo como soy, como era, con mis defectosy cualidades, tal como Dios me hizo... ¿Pero túno tienes nada que contestarme?... ¿O es que nose te ocurre nada para defenderte?

-Señora, callo, porque estoy dormida.

-No, tú no duermes, es mentira: la concienciano te deja dormir. Reconoces que tengo razón,y que eres de las que se componen para disimu-lar y esconder sus maldades... No diré que seanprecisamente maldades, tanto no. Soy generosaen esto como en todo, y diré flaquezas... pero¡qué flaquezas! Somos frágiles: verdaderamentetú puedes decir: «No me llamo Benina, sinoFragilidad...». Pero no te apures, pues ya sabes

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que no he de ir con cuentos al Sr. de Ponte paradesprestigiarte, y deshojar la flor de sus ilusio-nes... ¡Qué risa!... No viendo en ti, como nopuede verlo, una figura elegante, ni un rostrofresco y sonrosado, ni modales finos, ni educa-ción de señora, ni nada de eso, que es por loque se enamoran los hombres, habrá visto...¿qué? Por Dios que no acierto. Si tú fueras fran-ca, que no lo eres, ni lo serás nunca... ¿Oyes loque digo?

-Sí, señora, oigo.

-Si tú fueras franca, me dirías que el Sr. dePonte te llama ángel por lo bien que haces lassopas de ajo, acartonaditas... Y ¿te parece a tique esto es suficiente motivo para que a unamujer la llamen ángel con todas sus letras?

-¿Pero a usted qué le importa?... Deje al Sr.de Ponte Delgado que me ponga los motes quequiera.

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-Tienes razón, sí, sí... Puede que te lo digairónicamente, que estos señorones, muy curti-dos en sociedad, emplean a menudo la ironía, ycuando parece que nos alaban, lo que hacen estomarnos el pelo, como suele decirse... Por si elhombre va por derecho, y se ha prendado de ticon buen fin... que todo podría ser, Benina... seven cosas muy raras... tú debes proceder conlealtad, y confesarle tus máculas, no vaya acreer Frasquito que la pureza de los ángeles delcielo es cualquier cosa comparada con tu pure-za. Si así no lo haces, eres una mala mujer... Laverdad, Nina, en estos casos, la verdad. Elhombre se ha creído que eres un prodigio deconservación, ja, ja... que has hecho un milagro,pues milagro sería, en plena vida de Madrid yen la clase de servicio doméstico, una virgini-dad de sesenta años... Puedes plantarte en loscincuenta y cinco, si así te conviene... Pero si leengañas en la edad, que esta es supercheríamuy corriente en nuestro sexo, no andes conbromas en lo que es de ley moral, Nina; eso no.

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Mira, hija, yo te quiero mucho, y como señoratuya y amiga te aconsejo que le hables clarito,que le cuentes tus faltas y caídas. Así el buenseñor no se llamará a engaño, si andando eltiempo descubre lo que tú ahora le ocultaras.No, Nina, no; hija mía, dile todo, aunque se teponga la cara muy colorada, y se te congestionela verruga que llevas en la frente. Confiesa tugrave falta de aquellos tiempos, cuando conta-bas treinta y cinco años... y ten valor para decir-le: «Sr. D. Frasquito, yo quise a un guardia civilque se llamaba Romero, el cual me tuvo tras-tornada más de dos años, y al fin se negó a ca-sarse conmigo...». Vamos, mujer, no es para quete pongas como la grana. Después de todo,¿qué ha sido ello? Querer a un hombre. Puespara eso han venido las mujeres al mundo: paraquerer a los hombres. Tuviste la desgracia detropezar con uno, que te salió malo. Cuestiónde suerte, hija. Ello es que estuviste loca porél... Bien me acuerdo. No se te podía aguantar;no hacías nada al derecho. Sisabas de lo lindo, y

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mientras tú no tenías un traje decente, a él no lefaltaban buenos puros... A mí, que veía tus pa-decimientos y tu ceguera, pues atormentada ysin un día de tranquilidad, en vez de huir delsuplicio, ibas a él; a mí, que vi todo esto, nadietiene que contármelo, Nina. Conozco la histo-ria, aunque no la sé toda entera, porque algome has ocultado siempre... y a mí me refirieroncosas que no sé si son ciertas o no... Dijéronmeque de tus amores tuviste...

-Eso no es verdad.

-Y que lo echaste a la Inclusa...

-Eso no es verdad -repitió Benina con acentofirme y sonora voz, incorporándose en el lecho.Al oírla, calló súbitamente Doña Paca, como elratoncillo nocturno que cesa de roer al sentir lospasos o la voz del hombre. Oyose tan sólo, du-rante largo rato, alguno que otro suspiro hondí-simo de la señora, que después empezó a que-jarse y a gruñir por lo bajo. La otra no chistaba.

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Había hecho rápida crisis el genio de la infelizseñora, determinándose un brusco giro de laveleta. La ira y displicencia trocáronse al puntoen blandura y mimo. No tardó en presentarse elsíntoma más claro de la sedación, que era unvivo arrepentimiento de todo lo que había di-cho y la vergüenza de recordarlo, pues no sig-nificaban otra cosa los gruñidos, y el quejarsede imaginarios dolores. Como Benina no res-pondiera a estas demostraciones, Doña Paca, yacerca de media noche, se arrancó a llamarla:«Nina, Nina, ¡si vieras qué mala estoy! ¡Vayauna nochecita que estoy pasando! Parece queme aplican un hierro caliente al costado, y queme arrancan a tirones los huesos de las piernas.Tengo la cabeza como si me hubieran sacadolos sesos, poniéndome en su lugar miga de pany perejil muy picadito... Por no molestarte, note he dicho que me hagas una tacita de tila, queme refriegues la espalda, y que me des una pa-peleta de salicilato, de bromuro, o de sulfonal...Esto es horrible. Estás dormida como un cesto.

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Bien, mujer, descansa, engorda un poquito...No quiero molestarte».

Sin despegar los labios, abandonaba Nina eljergón, y, echándose una falda, hacía la taza detila en la cocinilla económica, y antes o despuésdaba la medicina a la enferma, y luego las frie-gas, y por fin acostábase con ella para arrullarlacomo a un niño, hasta que conseguía dormirla.Anhelando olvidar la señora su anterior des-varío, creía que el mejor medio era borrar conexpresiones cariñosas las malévolas ideas deantes, y así, mientras su compañera la arrulla-ba, decíale: «Si yo no te tuviera, no sé qué seríade mí. Y luego me quejo de Dios, y le digo co-sas, y hasta le insulto, como si fuera un cual-quiera. Verdad que me priva de muchos bienes;pero me ha dado tu compañía y amistad, quevale más que el oro y la plata y los brillantes...Y ahora que me acuerdo, ¿qué me aconsejas túque debo hacer para el caso de que vuelvan D.

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Francisco Morquecho y D. José María Porcellcon aquella embajada de la herencia?...

-Pero, señora, si eso lo ha soñado usted... ylos tales caballeros hace mil años que estánmuy achantaditos debajo de la tierra.

-Dices bien: yo lo soñé... Pero si no aquellos,otros puede que vengan con la misma música elmejor día.

-¿Quién dice que no? ¿Ha soñado usted concajas vacías? Porque eso es señal de herenciasegura.

-¿Y tú, qué has soñado?

-¿Yo? Anoche, que nos encontrábamos conun toro negro.

-Pues eso quiere decir que descubriremos untesoro escondido... Mira tú, ¿quién nos dice queen esta casa antigua, que habitaron en otrotiempo comerciantes ricos, no hay dentro de tal

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pared o tabique alguna olla bien repleta de pe-luconas?

-Yo he oído contar que en el siglo pasado vi-vieron aquí unos almacenistas de paños, pode-rosos, y cuando se murieron... no se encontródinero ninguno. Bien pudiera ser que lo empa-redaran. Se han dado casos, muchos casos.

-Yo tengo por cierto que dinero hay en estafinca... Pero a saber dónde demontres lo escon-dieron esos indinos. ¿No habría manera de ave-riguarlo?

-¡No sé... no sé! -murmuró Benina, dejandovolar su mente vagarosa hacia los orientalesconjuros propuestos por Almudena.

-Y si en las paredes no, debajo de los baldo-sines de la cocina o de la despensa puede estarlo que aquellos señores escondieron, creyendoque lo iban a disfrutar en el otro mundo.

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-Podrá ser... Pero es más probable que sea enlas paredes, o, un suponer, en los techos, entrelas vigas...

-Me parece que tienes razón. Lo mismo pue-de ser arriba que abajo. Yo te aseguro quecuando piso fuerte en los pasillos y en el come-dor, y se estremece todo el caserón como si qui-siera derrumbarse, me parece que siento unruidillo... así como de metales que suenan yhacen tilín... ¿No lo has sentido tú?

-Sí, señora.

-Y si no, haz la prueba ahora mismo. Dateunos paseos por la alcoba, pisando fuerte, yoiremos...».

Hízolo Benina como su señora mandaba, conno menos convicción y fe que ella, y en efecto...oyeron un retintín metálico, que no podía pro-venir más que de las enormes cantidades deplata y oro (más oro que plata seguramente)

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empotradas en la vetusta fábrica. Con esta ilu-sión se durmieron ambas, y en sueños seguíanoyendo el tin, tin...

La casa era como un inmenso cuerpo, y su-daba, y por cada uno de sus infinitos porossoltaba una onza, o centén, o monedita de vein-tiuno y cuartillo.

-XXVII-A la mañanita del siguiente día iba Benina

camino de las Cambroneras, con su cesta albrazo, pensando, no sin inquietud, en las exal-taciones del buen Almudena, que le llevaríande pronto a la locura, si ella, con su buena ma-ña, no lograba contenerle en la razón. Más aba-jo de la Puerta de Toledo encontró a la Burladay a otra pobre que pedía con un niño cabezudo.

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Díjole su compañera de parroquia que había tras-ladado su domicilio al Puente, por no podersearreglar en el riñón de Madrid con la carestía delos alquileres y la mezquindad del fruto de lalimosna. En una casucha junto al río le dabanhospedaje por poco más de nada, y a esta ven-taja unía la de ventilarse bien en los paseos quese daba mañana y tarde, del río al punto y delpunto al río. Interrogada por Benina acerca delciego moro y de su vivienda, respondió que lehabía visto junto a la fuentecilla, pasado elPuente, pidiendo; pero que no sabía dónde mo-raba. «Vaya, con Dios, señora -dijo la Burladadespidiéndose-. ¿No va usted hoy al punto? Yosí... porque aunque poco se gana, allí tiene unasu arreglo. Ahora me dan todas las tardes unbuen platao de comida en ca el señor banquero,que vive mismamente de cara a la entrada porla calle de las Huertas, y vivo como una canó-niga, gozando de ver cómo se le afila la jeta a laCaporala cuando la muchacha del señor ban-quero me lleva mi gran cazolón de comestible...

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En fin: con esto y algo que cae, vivimos, DoñaBenina, y puede una chincharse en las ricas.Adiós, que lo pase bien, y que encuentre a sumoro con salud... Vaya, conservarse».

Siguió cada cual su rumbo, y a la entrada delPuente, dirigiose Benina por la calzada en de-clive que a mano derecha conduce al arraballlamado de las Cambroneras, a la margen iz-quierda del Manzanares, en terreno bajo. En-controse en una como plazoleta, limitada en ellado de Poniente por un vulgar edificio, al Surpor el pretil del contrafuerte del puente, y a losotros dos lados por desiguales taludes y terra-plenes arenosos, donde nacen silvestres espi-nos, cardos y raquíticas yerbas. El sitio es pin-toresco, ventilado, y casi puede decirse alegre,porque desde él se dominan las verdes márge-nes del río, los lavaderos y sus tenderijos detrapos de mil colores. Hacia Poniente se distin-gue la sierra, y a la margen opuesta del río loscementerios de San Isidro y San Justo, que ofre-

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cen una vista grandiosa con tanto copete depanteones y tanto verdor obscuro de cipreses...La melancolía inherente a los camposantos noles priva, en aquel panorama, de su carácterdecorativo, como un buen telón agregado porel hombre a los de la Naturaleza.

Al descender pausadamente hacia la expla-nada, vio la mendiga dos burros... ¿qué digodos? ocho, diez o más burros, con sus collarinesde encarnado rabioso, y junto a ellos grupos degitanos tomando el sol, que ya inundaba el ba-rrio con su luz esplendorosa, dando risueñobrillo a los colorines con que se decoraban bru-tos y personas. En los animados corrillos todoera risas, chacota, correr de aquí para allá. Lasmuchachas saltaban; los mozos corrían en supersecución; los chiquillos, vestidos de harapos,daban volteretas, y sólo los asnos se manteníangraves y reflexivos en medio de tanta inquietudy algarabía. Las gitanas viejas, algunas de tezcurtida y negra, comadreaban en corrillo apar-

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te, arrimaditas al edificio grandón, que es unacasa de corredor de regular aspecto. Dos o tresniñas lavaban trapos en el charco que hacia lamitad de la explanada se forma con las escurri-duras y desperdicios de la fuente vecinal. Al-gunas de estas niñas eran de tez muy obscura,casi negra, que hacía resaltar las filigranas col-gadas de sus orejas; otras de color de barro,todas ágiles, graciosas, esbeltísimas de talle ysueltas de lengua. Buscó la anciana entre aque-lla gente caras conocidas; y mira por aquí y porallá, creyó reconocer a un gitano que en ciertaocasión había visto en el Hospital, yendo a re-coger a una amiga suya. No quiso acercarse algrupo en que el tal con otros disputaba sobre unburro, cuyas mataduras eran objeto de vivasdiscusiones, y aguardó ocasión favorable. Estano tardó en venir, porque se enredaron a trom-pada limpia dos churumbeles, el uno con lasperneras abiertas de arriba abajo, mostrando lasnegras canillas; el otro con una especie de tur-bante en la cabeza, y por todo vestido un chale-

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co de hombre: acudió el gitano a separarlos;ayudole Benina, y a renglón seguido le embocóen esta forma:

«Dígame, buen amigo: ¿ha visto por aquíayer y hoy a un ciego moro que le llaman Al-mudena?

-Sí, señora: halo visto... jablao con él -replicóel gitano, mostrando dos carreras de dientesideales por su blancura, igualdad y perfectaconservación, que se destacaban dentro delestuche de dos labios enormes y carnosos, deun violado retinto-. Le vide en la puente... díjo-me que moraba dende anoche en las casas deUlpiano... y que... no sé qué más... Desapártese,buena mujer, que esta bestia es mu desconsiderá,y cocea...».

Huyó Benina de un brinco, viendo cerca desí las patas traseras de un grandísimo burro,que dos gandules apaleaban, como para cono-cerle las mañas y proveer a su educación asnal

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y gitanesca, y se fue hacia las casas que le in-dicó con un gesto el de la perfecta dentadura.

Arranca de la explanada un camino o calletortuosa en dirección a la puente segoviana. Ala izquierda, conforme se entra en él, está lacasa de corredor, vasta colmena de cuartos po-bres que valen seis pesetas al mes, y siguen lastapias y dependencias de una quinta o granjaque llaman de Valdemoro. A la derecha, variascasas antiquísimas, destartaladas, con corralesinteriores, rejas mohosas y paredes sucias, ofre-cen el conjunto más irregular, vetusto y míseroque en arquitectura urbana o campesina puedeverse. Algunas puertas ostentan lindos azulejoscon la figura de San Isidro y la fecha de la cons-trucción, y en los ruinosos tejados, llenos dejorobas, se ven torcidas veletas de chapa dehierro, graciosamente labrado. Al aproximarse,notando Benina que alguien se asomaba a unareja del piso bajo, hizo propósito de preguntar:era un burro blanco, de orejas desmedidas, las

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cuales enfiló hacia afuera cuando ella se puso alhabla. Entró la anciana en el primer corral, em-pedrado, todo baches, con habitaciones depuertas desiguales y cobertizos o cajones vivi-deros, cubiertos de chapa de latón enmohecido:en la única pared blanca o menos sucia que lasdemás, vio un barco pintado con almazarrón,fragata de tres palos, de estilo infantil, con chi-menea de la cual salían curvas de humo. Enaquella parte, una mujer esmirriada lavabapingajos en una artesa: no era gitana, sino paya.Por las explicaciones que esta le dio, en la partede la izquierda vivían los gitanos con sus polli-nos, en pacífica comunidad de habitaciones;por lecho de unos y otros el santo suelo, losdornajos sirviendo de almohadas a los raciona-les. A la derecha, y en cuadras también borri-queñas, no menos inmundas que las otras,acudían a dormir de noche muchos pobres delos que andan por Madrid: por diez céntimos seles daba una parte del suelo, y a vivir. Detalla-das las señas de Almudena por Benina, afirmó

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la mujer que, en efecto, había dormido allí; perocon los demás pobres se había largado tempra-nito, pues no brindaban aquellos dormitorios ala pereza. Si la señora quería algún recado parael ciego moro, ella se lo daría, siempre y cuan-do viniese la segunda noche a dormir.

Dando las gracias a la esmirriada, salió Be-nina, y se fue por toda la calle adelante, atis-bando a un lado y otro. Esperaba distinguir enalguno de aquellos calvos oteros la figura delmarroquí tomando el sol o entregado a sus me-lancolías. Pasadas las casas de Ulpiano, no seven a la derecha más que taludes áridos y pe-dregosos, vertederos de escombros, escorias yarena. Como a cien metros de la explanada hayuna curva o más bien zig-zag, que conduce a laestación de las Pulgas, la cual se reconoce desdeabajo por la mancha de carbón en el suelo, lasempalizadas de cerramiento de vía, y algo quehumea y bulle por encima de todo esto. Junto ala estación, al lado de Oriente, un arroyo de

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aguas de alcantarilla, negras como tinta, bajapor un cauce abierto en los taludes, y salvandoel camino por una atarjea, corre a fecundar lashuertas antes de verterse en el río. Detúvose allíla mendiga, examinando con su vista de lince elzanjón, por donde el agua se despeña con tur-bios espumarajos, y las huertas, que a manoizquierda se extienden hasta el río, plantadasde acelgas y lechugas. Aún siguió más adelan-te, pues sabía que al africano le gustaba la sole-dad del campo y la ruda intemperie. El día eraapacible: luz vivísima acentuaba el verdechillón de las acelgas y el morado de las lom-bardas, derramando por todo el paisaje notasde alegría. Anduvo y se paró varias veces laanciana, mirando las huertas que recreaban susojos y su espíritu, y los cerros áridos, y nada vioque se pareciese a la estampa de un moro ciegotomando el sol. De vuelta a la explanada, bajó ala margen del río, y recorrió los lavaderos y lascasuchas que se apoyan en el contrafuerte, sinencontrar ni rastros de Mordejai. Desalentada,

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se volvió a los Madriles de arriba, con propósi-to de repetir al día siguiente sus indagaciones.

En su casa no encontró novedad; digo, sí:encontró una, que bien pudiera llamarse mara-villoso suceso, obra del subterráneo genio Sam-dai. A poco de entrar, díjole Doña Paca con al-borozo: «Pero, mujer, ¿no sabes...? Deseaba yoque vinieras para contártelo...

-¿Qué, señora?

-Que ha estado aquí D. Romualdo.

-¡D. Romualdo!... Me parece que usted sue-ña.

-No sé por qué... ¿Es cosa del otro mundoque ese señor venga a mi casa?

-No; pero...

-Por cierto que me ha dado qué pensar...¿Qué sucede?

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-No sucede nada.

-Yo creí que había ocurrido algo en casa delseñor sacerdote, alguna cuestión desagradablecontigo, y que venía a darme las quejas.

-No hay nada de eso.

-¿No le viste tú salir de casa? ¿No te dijo queacá venía?

-¡Qué cosas tiene! Ahora me va a decir a míel señor a dónde va, cuando sale.

-Pues es muy raro...

-Pero, en fin, si vino, a usted le diría...

-¿A mí qué había de decirme, si no le he vis-to?... Déjame que te explique. A las diez bajó ahacerme compañía, como acostumbra, una delas chiquillas de la cordonera, la mayor, Cele-donia, que es más lista que la pólvora. Bueno: aeso de las doce menos cuarto, tilín, llaman a la

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puerta. Yo dije a la chiquilla: «Abre, hija mía, ya quien quiera que sea le dices que no estoy».Desde el escándalo que me armó aquel tunantede la tienda, no me gusta recibir a nadie cuandono estás tú... Abrió Celedonia... Yo sentía desdeaquí una voz grave, como de persona principal,pero no pude entender nada... Luego me contóla niña que era un señor sacerdote...

-¿Qué señas?

-Alto, guapo... Ni viejo, ni joven.

-Así es -afirmó Benina, asombrada de la co-incidencia-. ¿Pero no dejó tarjeta?

-No, porque se le había olvidado la cartera.

-¿Y preguntó por mí?

-No. Sólo dijo que deseaba verme para unasunto de sumo interés.

-En ese caso, volverá.

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-No muy pronto. Dijo que esta tarde teníaque irse a Guadalajara. Tú habrás oído hablarde ese viaje.

-Me parece que sí... Algo dijeron de bajar a laestación, y de la maleta, y no sé qué.

-Pues, ya ves... Puedes llamar a Celedoniapara que te lo explique mejor. Dijo que sentíatanto no encontrarme... que a la vuelta de Gua-dalajara vendría... Pero es raro que no te hayahablado de ese asunto de interés que tiene quetratar conmigo. ¿O es que lo sabes y quieresreservarme la sorpresa?

-No, no: yo no sé nada del asunto ese... ¿Yestá segura la Celedonia del nombre?

-Pregúntaselo... Dos o tres veces repitió: «Di-le a tu señora que ha estado aquí D. Romual-do».

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Interrogada la chiquilla, confirmó todo loexpresado por Doña Paca. Era muy lista, y nose le escapaba una sola palabra de las que oyeraal señor eclesiástico, y describía con fiel memo-ria su cara, su traje, su acento... Benina, confusaun instante por la rareza del caso, lo dio prontoal olvido por tener cosas de más importancia enqué ocupar su entendimiento. Halló a Frasquitotan mejorado, que acordaron levantarle dellecho; mas al dar los primeros pasos por lahabitación y pasillo, encontrose el galán con lanovedad de que la pierna derecha se le habíaquedado un poco inválida... Esperaba, no obs-tante, que con la buena alimentación y el ejerci-cio recobraría dicho miembro su actividad yfirmeza. Pronto le darían de alta. Su reconoci-miento a las dos señoras, y principalmente aBenina, le duraría tanto como la vida... Sentíanuevo aliento y esperanzas nuevas, presagiosrisueños de obtener pronto una buena coloca-ción que le permitiera vivir desahogadamente,tener hogar propio, aunque humilde, y... En fin,

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que estaba el hombre animado, y con la inago-table farmacia de su optimismo se restablecíamás pronto.

Como a todo atendía Nina, y ninguna nece-sidad de las personas sometidas a su cuidadose le olvidaba, creyó conveniente avisar a lasseñoras de la Costanilla de San Andrés, que deseguro habrían extrañado la ausencia de sudependiente.

«Sí, hágame el favor de llevarles un recaditode mi parte -dijo el galán, admirando aquelnuevo rasgo de previsión-. Dígales usted lo quele parezca, y de seguro me dejará en buen lu-gar».

Así lo hizo Benina a prima noche, y a la ma-ñana siguiente, con la fresca, emprendió denuevo su caminata hacia el Puente de Toledo.

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-XXVIII-Encontrose a un anciano harapiento que sol-

ía pedir, con una niña en brazos, en el Oratoriodel Olivar, el cual le contó llorando sus desdi-chas, que serían bastantes a quebrantar las pe-ñas. La hija del tal, madre de la criatura, y deotra que enferma quedara en casa de una veci-na, se había muerto dos días antes «de miseria,señora, de cansancio, de tanto padecer echandolos gofes en busca de un medio panecillo». ¿Yqué hacía él ahora con las dos crías, no tenien-do para mantenerlas, si para él solo no sacaba?El Señor le había dejado de su mano. Ningúnsanto del cielo le hacía ya maldito caso. No de-seaba más que morirse, y que le enterraranpronto, pronto, para no ver más el mundo. Suúnica aspiración mundana era dejar colocaditasa las dos niñas en algún arrecogimiento de losmuchos que hay para párvulas de ambos sexos. ¡Ypara que se viera su mala sombra!... Había en-contrado un alma caritativa, un señor eclesiás-

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tico, que le ofreció meter a las nenas en un Asi-lo; pero cuando creía tener arreglado el nego-cio, venía el demonio a descomponerlo... «Veráusted, señora: ¿conoce por casualidad a un se-ñor sacerdote muy apersonado que se llama D.Romualdo?

-Me parece que sí -repuso la mendiga, sin-tiendo de nuevo una gran confusión o vértigoen su cabeza.

-Alto, bien plantado, hábitos de paño fino, niviejo ni joven.

-¿Y dice que se llama D. Romualdo?

-D. Romualdo, sí señora.

-¿Será... por casualidad, uno que tiene unasobrinita nombrada Doña Patros?

-No sé cómo la llaman; pero sobrina tiene... yguapa. Pues verá usted mi perra suerte. Quedóen darme, ayer por la tarde, la razón. Voy a su

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casa, y me dicen que se había marchado a Gua-dalajara.

-Justamente... -dijo Benina, más confusa, sin-tiendo que lo real y lo imaginario se revolvían yentrelazaban en su cerebro-. Pero prontovendrá.

-A saber si vuelve».

Díjole después el pobre viejo que se moríade hambre; que no había entrado en su boca, entres días, más que un pedazo de bacalao crudoque le dieron en una tienda, y algunos corrus-cos de pan, que mojaba en la fuente para re-blandecerlos, porque ya no tenía hueso en laboca. Desde el día de San José que quitaron lasopa en el Sagrado Corazón, no había ya reme-dio para él; en parte alguna encontraba ampa-ro; el cielo no le quería, ni la tierra tampoco.Con ochenta y dos años cumplidos el 3 de Fe-brero, San Blas bendito, un día después de laCandelaria, ¿para qué quería vivir más ni qué

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se le había perdido por acá? Un hombre quesirvió al Rey doce años; que durante cuarenta ycinco había picado miles de miles de toneladasde piedra en esas carreteras de Dios, y que siem-pre fue bien mirado y puntoso, nada tenía quehacer ya, más que encomendarse al sepultureropara que le pusiera mucha tierra, mucha tierraencima, y apisonara bien. En cuantito que colo-cara a las dos criaturas, se acostaría para no le-vantarse hasta el día del Juicio por la tarde... ¡yse levantaría el último! Traspasada de penaBenina al oír la referencia de tanto infortunio,cuya sinceridad no podía poner en duda, dijo alanciano que la llevara a donde estaba la niñaenferma, y pronto fue conducida a un cuartolóbrego, en la planta baja de la casa grande decorredor, donde juntos vivían, por el pago detres pesetas al mes, media docena de pordiose-ros con sus respectivas proles. La mayor partede estos hallábanse a la sazón en Madrid, bus-cando la santa perra. Sólo vio Benina una vieja,petiseca y dormilona, que parecía alcoholizada,

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y una mujer panzuda, tumefacta, de piel vinosay tirante, como la de un corambre repleto, conla cara erisipelada, mal envuelta en trapos dedistintos colores. En el suelo, sobre un colchónflaco, cubierto de pedazos de bayeta amarilla yde jirones de mantas morellanas, yacía la niñaenferma, como de seis años, el rostro lívido, lospuños cerrados en la boca. «Lo que tiene estacriatura es hambre -dijo Benina, que habiéndolatocado en la frente y manos, la encontró fríacomo el mármol.

-Puede que así sea, porque cosa caliente noha entrado en nuestros cuerpos desde ayer».

No necesitó más la bondadosa anciana, paraque se le desbordase la piedad, que caudalosainundaba su alma; y llevando a la realidad susintenciones con la presteza que era en ella ca-racterística, fue al instante a la tienda de comes-tibles, que en el ángulo de aquel edificio existe,y compró lo necesario para poner un pucheroinmediatamente, tomando además huevos,

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carbón, bacalao... pues ella no hacía nunca lascosas a medias. A la hora, ya estaban remedia-dos aquellos infelices, y otros que se agregaron,inducidos del olor que por toda la parte baja dela colmena prontamente se difundió. Y el Señorhubo de recompensar su caridad, deparándole,entre los mendigos que al festín acudieron, unlisiado sin piernas, que andaba con los brazos,el cual le dio por fin noticias verídicas del ex-traviado Almudena.

Dormía el moro en las casas de Ulpiano, y eldía se lo pasaba rezando de firme, y tocando enun guitarrillo de dos cuerdas que de Madridhabía traído, todo ello sin moverse de un apar-tado muladar, que cae debajo de la estación delas Pulgas, por la parte que mira hacia la puen-te segoviana. Allá se fue Benina despacito, por-que el sujeto que la guiaba era de lenta andadu-ra, como quien anda con las nalgas encuader-nadas en suela, apoyándose en las manos, yestas en dos zoquetes de palo. Por el camino, el

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hombre de medio cuerpo arriba aventuró algunasindicaciones críticas acerca del moro, y de suconducta un tanto estrafalaria. Creía él queAlmudena era en su tierra clérigo, quiere decir-se, presbítero del Zancarrón, y en aquellos díashacía las penitencias de la Cuaresma majometa-na, que consisten en dar zapatetas en el aire,comer sólo pan y agua, y mojarse las palmas dela mano con saliva. «Lo que canta con la cítararonca, debe de ser cosa de funerales de allá,porque suena triste, y dan ganas de lloraroyéndolo. En fin, señora, allí le tiene ustedtumbado sobre la alfombra de picos, y tan quie-to que parece que lo han vuelto de piedra».

Distinguió, en efecto, Benina la inmóvil figu-ra del ciego, en un vertedero de escorias, casco-te y basuras, que hay entre la vía y el camino delas Cambroneras, en medio de una aridez abso-luta, pues ni árbol ni mata, ni ninguna especievegetal crecen allí. Siguió adelante el desperna-do, y Benina, con su cesta al brazo, subió gate-

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ando por la escombrera, no sin trabajo, puesaquel material suelto de que formado estaba eltalud, se escurría fácilmente. Antes de que ga-nar pudiera la altura en que el africano se en-contraba, anunció a gritos su llegada, diciéndo-le: «¡Pero, hijo, vaya un sitio que has ido a es-coger para ponerte al sol! ¿Es que quieres secar-te, y volverte cuero para tambores?... ¡Eh... Al-mudena, que soy yo, que soy yo la que subepor estas escaleras alfombradas!... Chico, ¿peroqué?... ¿Estás tonto, estás dormido?».

El marroquí no se movía, la cara vuelta haciael sol, como un pedazo de carne que se quisieratostar. Tirole la anciana una, dos, tres piedreci-llas, hasta que consiguió acertarle. Almudenase movió con estremecimiento; y poniéndose derodillas, exclamó: «B'nina, tú B'nina.

-Sí, hijo mío: aquí tienes a esta pobre vieja,que viene a verte al yermo donde moras. ¡Puesno te ha dado mala ventolera! ¡Y que no me hacostado poco trabajo encontrarte!

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-¡B'nina! -repitió el ciego con emoción infan-til, que se revelaba en un raudal de lágrimas, yen el temblor de manos y pies-. Tú vinir cielo.

-No, hijo, no -replicó la buena mujer, llegan-do por fin junto a él, y dándole palmetazos enel hombro-. No vengo del cielo, sino que subode la tierra por estos maldecidos peñascales.¡Vaya una idea que te ha dado, pobre morito!Dime: ¿y es tu tierra así?».

No contestó Mordejai a esta pregunta; calla-ron ambos. El ciego la palpaba con su manotrémula, como queriendo verla por el tacto.

«He venido -dijo al fin la mendiga- porqueme pensé, un suponer, que estarías muerto dehambre.

-Mí no comier...

-¿Haces penitencia? Podías haberte puestoen mejor sitio...

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-Este micor... monte bunito.

-¡Vaya un monte! ¿Y cómo llamas a esto?

-Monte Sinaí... Mí estar Sinaí.

-Donde tú estás es en Babia.

-Tú vinir con ángeles, B'nina... tú vinir confuego.

-No, hijo: no traigo fuego ni hace falta, quebastante achicharradito estás aquí. Te estásquedando más seco que un bacalao.

-Micor... mí quierer seco... y arder como paixa.

-En paja te convertirías si yo te dejara. Perono te dejo, y ahora vas a comer y beber de loque traigo en mi cesta.

-Mí no comier... mí ser squieleto».

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Sin esperar a más razones, Almudena exten-dió las manos, palpando en el suelo. Buscaba suguitarro, que Benina vio y cogió, rasgueandosus dos cuerdas destempladas.

«¡Dami, dami! -le dijo el ciego impaciente, to-cado de inspiración».

Y agarrando el instrumento, pulsó las cuer-das, y de ellas sacó sonidos tristes, broncos, sinarmónica concordancia entre sí. Y luego rompióa cantar en lengua arábiga una extraña melo-pea, acompañándose con sonidos secos yacompasados que de las dos cuerdas sacaba.Oyó Benina este canticio con cierto recogimien-to, pues aunque nada sacó en limpio de la letragutural y por extremo áspera, ni en la cadenciadel son encontró semejanza con los estilos deacá, ello es que la tal música resultaba de unamelancolía intensa. Movía el ciego sin cesar sucabeza, cual si quisiera dirigir las palabras desu canto a diferentes partes del cielo, y ponía enalgunas endechas una vehemencia y un ardor

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que denotaban el entusiasmo de que estabaposeído.

«Bueno, hijo, bueno -le dijo la anciana cuan-do terminó de cantar-. Me gusta mucho tumúsica... Pero ¿el estómago no te dice que a élno le catequizas con esas coplas, y que le gus-tan más las buenas magras?

-Comier tú... mí cantar... Comier yo con alegr-ía de ser tú migo.

-¿Te alimentas con tenerme aquí? ¡Bonitasubstancia!

-Mí quierer ti...

-Sí, hijo, quiéreme; pero haz cuenta de quesoy tu madre, y que vengo a cuidar de ti.

-Tú ser bunita.

-¡Mia que yo bonita... con más años que SanIsidro, y esta miseria y esta facha!».

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No menos inspirado hablando que cantan-do, Almudena le dijo: «Tú ser com la zucena,branca... Com palmera del D'sierto cintura tuya...rosas y casmines boca tuya... la estrella de latarde ojitas tuyas.

-¡María Santísima! Todavía no me había yoenterado de lo bonita que soy.

-Donzellas tudas, invidia de ti tenier ellas...Hiciéronte manos Dios con regocijación. Loan tiángeles con cítara.

-¡San Antonio bendito!... Si quieres que tecrea todas esas cosas, me has de hacer un favor:comer lo que te traigo. Después que tengas lle-na la barriga hablaremos, pues ahora no estásen tus cabales».

Diciéndolo, iba sacando de la cesta pan, tor-tilla, carne fiambre y una botella de vino. Enu-meraba las provisiones, creyendo que así ledespertaría el apetito, y como argumento final

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le dijo: «Si te empeñas en no comer, me enfado,y no vuelvo más a verte. Despídete de mi bocade rosas, y de mis ojitos como las estrellas delcielo... Y luego has de hacer todo lo que yo temande: volverte a Madrid, y vivir en tu casitacomo antes vivías.

-Si tú casar migo, sí... Si no casar, no.

-¿Comes o no comes? Porque yo no he veni-do aquí a perder el tiempo echándote sermones-declaró Benina desplegando toda la energía desu acento-. Si te empeñas en ayunar, me voyahora mismo.

-Comier tú...

-Los dos. He venido a verte, y a que almor-cemos juntos.

-¿Casar tú migo?

-¡Ay qué pesado el hombre! Pareces un chi-quillo. Me veré obligada a darte un par de mo-

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jicones... Ha, morito, come y aliméntate, que yase tratará lo del casorio. ¿Piensas que voy yo atomar un marido seco al sol, y que se va que-dando como un pergamino?».

Con estas y otras razones logró convencerle,y al fin el desdichado dejó de hacer ascos a lacomida. Empezando con repulgos, acabó pordevorar con voracidad. Pero no abandonaba sutema, y entre bocado y bocado, decía: «Casar yotigo... dirnos terra mía... Yo casar por arreligióntuya si quierer tú... Tú casar por arreligión mía, siquierer ella... Mí ser d'Israel... Bautisma jacieronmí señoritas confirencia... Poner mí nombre Jo-seph Marien Almudena...

-José María de la Almudena. Si eres cristia-no, no me hables a mí de otras arreligiones ma-las.

-No haber más que un Dios, uno solo, sólo Él-exclamó el ciego, poseído de exaltación místi-ca-. Él melecina a los quebrantados de corazón...

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Él contar número estrellas, y a tudas ellas pornombre llama. Adoran Adonai el animal y tudacuatropea, y el pájaro de ala... ¡Alleluyah!...

-Hombre, sí, cantemos ahora las aleluyas pa-ra que no nos haga daño la comida.

-Voz de Adonai sobre las aguas, sobre aguasmochas. La voz de Adonai con forza, la voz deAdonai con jermosura. La voz de Adonai quiebralos alarzes del Lebanón y Tsión como fijos deunicornios... La voz de Adonai corta llamas defuego, face temblar D'sierto; fará temblar AdonaiD'sierto de Kader... La voz de Adonai face adolo-riar ciervas... En palacio suyo tudas decir grolia.Adonai por el diluvio se asentó... Adonai bende-cir su puelbro con paz...».

Aún prosiguió recitando oraciones hebraicasen castellano del siglo XV, que en la memoriadesde la infancia conservaba, y Benina le oíacon respeto, aguardando que terminase paratraerle a la realidad y sujetarle a la vida común.

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Discutieron un rato sobre la conveniencia detornar a la posada de Santa Casilda; mas noparecía él dispuesto a complacerla en extremotan importante, mientras no le diese ella pala-bra formal de aceptar su negra mano. Trató deexplicar la atracción que, en el estado de suespíritu, sobre él ejercían los áridos peñascalesy escombreras en que a la sazón se encontraba.Realmente, ni él sabía explicárselo, ni Beninaentenderlo; pero el observador atento bienpuede entrever en aquella singular querenciaun caso de atavismo o de retroacción instintivahacia la antigüedad, buscando la semejanzageográfica con las soledades pedregosas en quese inició la vida de la raza... ¿Es esto un desati-no? Quizás no.

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-XXIX-Con todo su ingenio y travesura no pudo la

anciana convencer al marroquí de la oportuni-dad de volverse al Madrid alto. «Y no sé -le dijoechando mano de todos los argumentos-, no sécómo vas a arreglarte para vivir en este montede tus penitencias. Porque tú no pides; aquínadie ha de traerte el garbanzo, como no seayo; y yo, si ahora tengo algún dinero, prontome quedaré sin una mota, y tendré que volver apedirlo con vergüenza. ¿Esperas tú que aquí tecaiga el maná?

-Cader sí manjá -replicó Almudena con pro-funda convicción.

-Fíate de eso... Pero dime otra cosa, hijito:¿habrá por aquí dinero enterrado?

-Haber mocha, mocha.

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-Pues, hijo, a ver si lo sacas, que en este casono perderías el tiempo. Pero ¡quia! no creo yolas papas que tú cuentas, ni las hechicerías quete has traído de tu tierra de infieles... No, no:aquí no hay salvación para el pobre; y eso desacar tesoros, o de que le traigan a uno las ca-rretadas de piedras preciosas, me parece a míque es conversación.

-Si tú casar migo, mí encuentrar tesoro mocha.

-Bueno, bueno... Pues ponte a trabajar parala averiguación de dónde está la tinaja llena dedinero. Yo vendré a sacarla, y como sea verdad,a casarnos tocan».

Diciéndolo, recogía en su cesta los restos decomida para marcharse. Almudena se opuso aque se fuese tan pronto; pero ella insistía enretirarse, con la firmeza que gastaba en todaocasión: «¡Pues estaría bueno que me quedarayo aquí, puesta al sol y al aire como un pellejoen secadero de curtidores! Y dime, Almudenita:

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¿me vas tú a mantener aquí? ¿Y a mi señora,quién le mantiene el pico?».

Esta referencia a la casa de la señora des-pertó en Mordejai el recuerdo del galán bunito; ycomo se excitara más de la cuenta con tal moti-vo, apresurose Benina a calmarle con la noticiade que Ponte se había marchado ya a sus pala-cios aristocráticos, y de que ni ella ni su amaDoña Francisca querían trato ni roce con aquelviejo camastrón, que les había dado un malpago, despidiéndose a la francesa, y quedándolesa deber el pupilaje. Tragose el africano esta bolacon infantil candor; y haciendo prometer y ju-rar a su amiga que a verle volvería diariamentemientras él continuase en aquella obligación desus acerbas penitencias, la dejó marchar. FueseBenina por arriba, prefiriendo subir hacia laestación, como salida más cómoda y practica-ble.

De vuelta a casa, lo primero que su señora lepreguntó fue si sabía cuándo regresaba de

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Guadalajara D. Romualdo, a lo que respondióella que no se tenían aún noticias seguras delregreso del señor. Nada ocurrió aquel día dignode notarse, sino que Ponte mejoraba rápida-mente, poniéndose muy gozoso con la visita deObdulia, que estuvo cuatro horas platicandocon él y con su mamá de cosas elegantes, y desucesos rondeños anteriores en cuarenta años ala época presente. Debe hacerse notar tambiénque a Benina se le iba mermando el dinero,pues comió allí la niña, y fue preciso añadirmerluza al ordinario condumio, y además dáti-les y pastas para postres. Con el gasto de aque-llos días, con las prodigalidades caritativas enlas Cambroneras, los duros que restaron delpréstamo de la Pitusa, después de saldadosdébitos apremiantes, se iban reduciendo porhoras, hasta quedar en uno solo, o poco más, eldía de la tercera escapatoria al arrabal delPuente de Toledo.

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Es cosa averiguada que en aquella terceraexcursión le salió al encuentro el anciano deldía anterior, que dijo llamarse Silverio, y con éliban, formados como en línea de batalla, otrosmíseros habitantes de aquellos humildes caser-íos, llevando de intérprete al hombre desper-nado, que se expresaba con soltura, como si conesta facultad le compensara la Naturaleza porla horrible mutilación de su cuerpo. Y fue ydijo, en nombre del gremio de pordioseros allípresente, que la señora debía distribuir sus be-neficios entre todos sin distinción, pues todoseran igualmente acreedores a los frutos de suinmensa caridad. Respondioles Benina con in-genua sencillez que ella no tenía frutos ni cosaalguna que repartir, y que era tan pobre comoellos. Acogidas estas expresiones con absolutaincredulidad, y no sabiendo el lisiado qué opo-ner a ellas, pues toda su oratoria se le habíaconsumido en el primer discurso, tomó la pala-bra el viejo Silverio, y dijo que ellos no se hab-ían caído de ningún nido, y que bien a la vista

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estaba que la señora no era lo que parecía, sinouna dama disfrazada que, con trazas y pingajosde mendiga de punto, se iba por aquellos sitiospara desaminar la verdadera pobreza y reme-diarla. Tocante a esto del disfraz no había duda,porque ellos la conocían de años atrás. ¡Ah! ycuando vino, la otra vez, la señora disfrazada, atodos les había socorrido igualmente. Bien seacordaban él y otros de la cara y modos de latal, y podían atestiguar que era la misma, lamisma que en aquel momento estaban viendocon sus ojos y palpando con sus manos.

Confirmaron todos a una voz lo dicho por eloctogenario Silverio, el cual hubo de añadir quepor santa fue tenida la señora de antes, y porsantísima tendrían a la presente, respetando sudisfraz, y poniéndose todos de rodillas ante ellapara adorarla. Contestó Benina con gracejo quetan santa era ella como su abuela, y que mira-ran lo que decían y volvieran de su grave error.En efecto: había existido años atrás una señora

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muy linajuda, llamada Doña Guillermina Pa-checo, corazón hermoso, espíritu grande, lacual andaba por el mundo repartiendo los do-nes de la caridad, y vestía humilde traje, sinfaltar a la decencia, revelando en su modestiasoberana la clase a que pertenecía. Aquelladignísima señora ya no vivía. Por ser demasia-do buena para el mundo, Dios se la llevó alCielo cuando más falta nos hacía por acá. Yaunque viviera, amos, ¿cómo podía ser confun-dida con ella, con la infeliz Benina? A cien le-guas se conocía en esta a una mujer de pueblo,criada de servir. Si por su traje pobrísimo, llenode remiendos y zurcidos, por sus alpargatasrotas, no comprendían ellos la diferencia entreuna cocinera jubilada y una señora nacida demarqueses, pues bien pudiera esta vestirse demáscara, en otras cosas no cabía engaño niequivocación: por ejemplo, en el habla. Los queoyeron la palabra de Doña Guillermina, que seexpresaba al igual de los mismos ángeles,¿cómo podían confundirla con quien decía las

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cosas en lenguaje ordinario? Había nacido ellaen un pueblo de Guadalajara, de padres labra-dores, viniendo a servir a Madrid cuando sólocontaba veinte años. Leía con dificultad, y deescritura estaba tan mal, que apenas ponía sunombre: Benina de Casia. Por este apellido, al-gunos guasones de su pueblo se burlaban deella diciendo que venía de Santa Rita. Total: queella no era santa, sino muy pecadora, y no teníanada que ver con la Doña Guillermina de ma-rras, que ya gozaba de Dios. Era una pobre co-mo ellos, que vivía de limosna, y se las gober-naba como podía para mantener a los suyos.Habíala hecho Dios generosa, eso sí; y si algoposeía, y encontraba personas más necesitadasque ella, le faltaba tiempo para desprenderse detodo... y tan contenta.

No se dieron por convencidos los misera-bles, dejados de la mano de Dios, y alargandolas suyas escuálidas, con afligidas voces pedíana Benina de Casia que les socorriese. Andrajo-

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sos y escuálidos niños se unieron al coro, yagarrándose a la falda de la infeliz alcarreña, lepedían pan, pan. Compadecida de tantas des-dichas, fue la anciana a la tienda, compró unadocena de panes altos, y dividiéndolos en dos,los repartió entre la miserable cuadrilla. Laoperación se dificultó en extremo, porque todosse abalanzaban a ella con furia, cada uno queríarecibir su parte antes que los demás, y alguienintentó apandar dos raciones. Diríase que seduplicaban las manos en el momento de mayorbarullo, o que salían otras de debajo de la tierra.Sofocada, la buena mujer tuvo que comprarmás libretas, porque dos o tres viejas a quienesno tocó nada, ponían el grito en el cielo, y albo-rotaban el barrio con sus discordes y lastimeroschillidos.

Ya se creía libre de tales moscones, cuandola llamó con roncas voces una mujer que lleva-ba en brazos a un niño cabezudo, monstruoso.Al punto en ella reconoció a la que había visto

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con la Burlada días antes, camino de la Puertade Toledo. Pretendía la tal que Benina subiesecon ella a un cuarto alto de la casa de corredor,donde le mostraría el más lastimoso cuadro quepodría imaginarse. Prestose Benina a subir,porque más podía en ella siempre la piedadque la conveniencia, y por la escalera le expli-caba la otra la situación de su desdichada fami-lia. No era casada; pero por lo civil había tenidodos niños que se le habían muerto de garrotillo,uno tras otro, con diferencia de seis días. Aquelque llevaba, de cabeza deforme, no era suyo,sino de una compañera que andaba con un cie-go de violín, borracha ella, y si a mano venía,tomadora. La que contaba estas tristezas llamá-base Basilisa; tenía a su padre baldadito, deandar en el río cogiendo anguilas, con el aguahasta los corvejones; a su hermana Cesáreabizmada, de los golpes que le dio su querido,un silbante, un golfo, un rata, «a quien tieneusted toda la noche jugando al mus en cas del

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Comadreja, Mediodía Chica. ¿Conoce la señoraese establecimiento?

-De nombre -dijo Benina medianamente in-teresada en la historia.

-Pues ese sinvergüenza, tras apalear a mihermana, nos empeñó los mantones y las ena-guas. Debe usted de conocerle, porque otro másgranuja no lo hay en Madrid. Le llaman pormal nombre Si Toséis Toméis... y por abreviar ledecimos Toméis.

-No le conozco... Yo no me trato con gentede esa».

Subieron, y en uno de los cuartos más estre-chos del corredor alto, vio Benina el tremendoinfortunio de aquella familia. El viejo reumáticoparecía loco; en la desesperación que le causa-ban sus dolores, vociferaba, blasfemando, yCesárea, de la inanición que la consumía, esta-ba como idiota, y no hacía más que dar azotes

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en las nalgas a un chico mocoso, lloricón, y queponía los ojos en blanco de la fuerza de sus be-rridos y contorsiones. En medio de este desba-rajuste, las dos mujeres expresaron a Beninaque su mayor apuro, a más del hambre, erapagar al casero, que no las dejaba vivir, recla-mando a todas horas las tres semanas que sedebían. Contestó la anciana que, con gran sen-timiento, no se hallaba en disposición de sacar-las del compromiso, por carecer de dinero, y loúnico que podía ofrecerles era una peseta, paraque se remediaran aquel día y el siguiente.Traspasado el corazón de lástima, se despidióde la infeliz patulea, y aunque se mostraron lasdos mujeres agradecidas, bien se conocía quealgún reconcomio se les quedaba dentro delcuerpo por no haber recibido el socorro queesperaban.

En la escalera detuvieron a Benina dos ve-janconas, una de las cuales le dijo con mal mo-do: «¡Vaya, que confundirla a usted con Doña

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Guillermina!... ¡Zopencos, más que burros! Siaquella era un ángel vestido de persona, y es-ta... bien se ve que es una tía ordinaria, que vie-ne acá dándose el pisto de repartir limosnas...¡Señora!... ¡vaya una señora!... apestando a ce-bolla cruda... y con esas manos de fregar... Aho-ra se dan santas del pan pringao, y... ¡a cuarto lasimágenes; caras de Dios a cuarto!».

No hizo caso la buena mujer, y siguió sucamino; pero en la calle, o como quiera que sellame aquel espacio entre casas, se vio impor-tunada por sinnúmero de ciegos, mancos y pa-ralíticos, que le pedían con tenaz insistenciapan, o perras con qué comprarlo. Trató de sa-cudirse el molesto enjambre; pero la seguían, laacosaban, no la dejaban andar. No tuvo másremedio que gastarse en pan otra peseta y re-partirlo presurosa. Por fin, apretando el paso,logró ponerse a distancia de la enfadosa pobre-tería, y se encaminó al vertedero donde espera-ba encontrar al buen Mordejai. En el propio

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sitio del día anterior estaba mi hombreaguardándola ansioso; y no bien se juntaron,sacó ella de la cesta los víveres que llevaba, y sepusieron a comer. Mas no quería Dios queaquella mañana le saliesen las cosas a Beninaconforme a su buen corazón y caritativas inten-ciones, porque no hacía diez minutos que esta-ban comiendo, cuando observó que en el cami-no, debajito del vertedero, se reunían gitanillosmaleantes, alguno que otro lisiado de mala es-tampa, y dos o tres viejas desarrapadas y furi-bundas. Mirando al grupo idílico que en la es-combrera formaban la anciana y el ciego, todaaquella gentuza empezó a vociferar. ¿Qué de-cían? No era fácil entenderlo desde arriba. Pa-labras sueltas llegaban... que si era santa depega; que si era una ladrona que se fingía beatapara robar mejor... que si era una lame-cirios ychupa-lámparas... En fin, aquello se iba po-niendo malo, y no tardó en demostrarlo unapiedra, ¡pim! lanzada por mano vigorosa, y queBenina recibió en la paletilla... Al poco rato,

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¡pim, pam! otra y otras. Levantáronse ambosdespavoridos, y recogiendo en la cesta la comi-da, pensaron en ponerse en salvo. La dama co-gió por el brazo a su caballero y le dijo:«Vámonos, que nos matan».

-XXX-Trepando difícilmente por el declive pedre-

goso, cayendo y levantándose a cada instante,cogidos del brazo, las cabezas gachas, huían delformidable tiroteo. Este llegó a ser tan intenso,que no había respiro entre golpe y golpe. ABenina la tocaron los proyectiles en partes ves-tidas, donde no podían hacer gran daño; peroAlmudena tuvo la desgracia de que un guijarrole cogiese la cabeza en el momento de volversepara increpar al enemigo, y la descalabradurafue tremenda. Cuando llegaron, jadeantes y

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doloridos, a un sitio resguardado de la terriblelluvia de piedras, la herida del marroquí cho-rreaba sangre, tiñendo de rojo su faz amarilla.Lo extraño era que el descalabrado callaba, y laque había salido ilesa ponía el grito en el cielo,pidiendo rayos y centellas que confundieran ala infame cuadrilla. La suerte les deparó unguarda-agujas, que vivía en una caseta próximaal lugar del siniestro, hombre reposado y píoque, demostrando tener en poco a las víctimasdel atentado, las acogió como buen cristiano ensu vivienda humilde, compadecido de su des-gracia. A poco llegó la guardesa, que tambiénera compasiva, y lo primero que hicieron fuedar agua a Benina para que le lavase la herida asu compañero, y de añadidura sacaron vinagre,y trapos para hacer vendas. El moro no decíamás que: «Amri, ¿pieldra ti no?

-No, hijo: no me ha tocado más que una chi-na en el cogote, que no me ha hecho sangre.

-¿Dolier ti?

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-Poco... no es nada.

-Son los embaixos... espirtos malos de soterrá.

-¡Indecentes granujas! ¡Lástima de pareja dela Guardia civil, o siquiera del Orden!

Con los procedimientos más elementales lehicieron la cura al pobre ciego, restañándole lasangre, y poniéndole vendas que le tapabanuno de los ojos; después le acostaron en el sue-lo, porque se le iba la cabeza y no podía tenerseen pie. Volvió la mendiga a sacar de su cesta elpan y la carne a medio comer, ofreciendo partircon sus generosos protectores; pero estos, envez de aceptar, les brindaron con sardinas yunos churros que les habían sobrado de su al-muerzo. Hubo por una y otra parte ofrecimien-tos, finuras y delicadezas, y cada cual, al fin, sequedó con lo suyo. Pero Benina aprovechó lasbuenas disposiciones de aquella honrada gentepara proponerles que albergasen al ciego en lacaseta hasta que ella pudiese prepararle aloja-

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miento en Madrid. No había que pensar en quevolviese a las Cambroneras, donde sin duda letenían mala voluntad. A Madrid y a su casa deella no podía conducirlo, porque ella servía enuna casa, y él... En fin, que no era fácil explicar-lo... y si los señores guarda-agujas pensabanmal de las relaciones entre Benina y el moro,que pensaran. «Miren ustedes -dijo la ancianaviéndoles perplejos y desconfiados-, no poseomás dinero que esta peseta y estas perras.Tómenlas, y tengan aquí al pobre ciego hastamañana. Él no les molestará, porque es bueno yhonrado. Dormirá en este rincón con sólo quele den una manta vieja, y tocante a comer, de loque ustedes tengan».

Después de una corta vacilación aceptaron eltrato, y permitiéndose dar un consejo a la paraellos extraña pareja, dijo el guarda: «Lo quedeben hacer ustedes es dejarse de andar de va-gancia por calles y caminos, donde todo es aje-treo y malos pasos, y ver de meterse o que los

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metan en un asilo, la señora en las ancianitas, elseñor en otro recogimiento que hay para ciegos,y así tendrían asegurado el comer y el abrigopor todo el tiempo que vivieran». Nada con-testó Almudena, que amaba la libertad, y laprefería trabajosa y miserable a la cómoda suje-ción del asilo. Benina, por su parte, no querien-do entrar en largas explicaciones, ni desvanecerel error de aquella buena gente, que sin dudales creía asociados para la vagancia y el mero-deo, se limitó a decir que no se recogían en unestablecimiento por causa de la mucha existenciade pobres, y que sin recomendaciones y tarjetasde personajes no había manera de conseguirplaza. A esto respondió la guardesa que podr-ían lograr sus deseos de recogerse, si se entend-ían con un señor muy piadoso que anda enestas cosas de asilos; un sacerdote... que le lla-man D. Romualdo.

«¡D. Romualdo!... ¡Ah! sí, ya sé; digo, no leconozco más que de nombre. ¿Es un señor cura,

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alto y guapetón, que tiene una sobrina llamadaDoña Patros, que bizca un poco?».

Al decir esto, sintió la Benina que se renova-ba en su mente la extraña confusión y mezco-lanza de lo real y lo imaginado.

«Yo no sé si bizca o no bizca la sobrina... -prosiguió la guardesa-; pero sé que el D. Ro-mualdo es de tierra de Guadalajara.

-Es verdad... Y ahora se ha ido a su pueblo...Por cierto que le proponen para Obispo, yhabrá ido a traer los papeles».

Convinieron todos en que el D. Romualdomisterioso no vendría del pueblo sin traerse lospapeles, y en seguida se cerró trato para el hos-pedaje y custodia de Almudena en la caseta porveinticuatro horas, dando Benina la peseta yperros que tenía (menos tres piezas chicas queguardó aparte), y comprometiéndose los otros acuidar del ciego como si fuera su hijo. Aún tuvo

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la pobre Nina que bregar un poquito con elmarroquí, empeñado en que le llevara sigo; pe-ro al fin pudo convencerle, encareciéndole elpeligro de que la herida de la cabeza le trajeraalgún trastorno grave si no se estaba quietecito.«Amri, golver ti mañana -decía el infeliz al des-pedirla-. Si dejar mí solo, murierme yo migo».Prometió la anciana solemnemente volver a sucompañía, y se fue melancólica, revolviendo ensu magín las tristezas de aquel día, a las cualesse unían presagios negros, barruntos de mayo-res afanes, porque se había quedado sin uncuarto, por dejarse llevar del ímpetu caritativode su corazón dando tanta limosna. Segura-mente vendrían para ella grandes apreturas,pues tenía que devolver pronto a la Pitusa susjoyas, allegar recursos para mantener a la seño-ra y a su huésped, socorrer a Almudena, etc...Tantas obligaciones se había echado encima,que ya no sabía cómo atender a ellas.

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Llegó a su casa, después de hacer sus com-pras a crédito, y encontrando a Frasquito muybien, propuso a Doña Paca darle de alta, y quese fuera a desempeñar sus obligaciones y a ga-narse la vida. Asintió a ello la señora, y la tris-teza de ambas se aumentó con la noticia, traídapor la criada de Obdulia, de que esta se habíapuesto muy malita, con alta fiebre, delirio, y untraqueteo de nervios que daba compasión. Alláse fue Benina, y después de avisar a los suegrosde la señorita para que la atendieran, volvió atranquilizar a la mamá. Mala tarde y peor no-che pasaron, pensando en las dificultades yaprietos que de nuevo se les ofrecían, y a lasiguiente mañana la infeliz mujer ocupaba supuesto en San Sebastián, pues no había otramanera de defenderse de tantas y tan complejasadversidades. Cada día mermaba su crédito, ylas obligaciones contraídas en la calle de la Ru-da, o en las tiendas de la calle Imperial, laabrumaban. Viose en la necesidad de salir tam-bién al pordioseo de tarde, y un ratito por la

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noche, pretextando tener que llevar un recado ala niña. En la breve campaña nocturna, sacabaescondido un velo negro, viejísimo, de DoñaPaca, para entapujarse la cara; y con esto y unosespejuelos verdes que para el caso guardaba,hacía divinamente el tipo de señora ciega ver-gonzante, arrimadita a la esquina de la calle deBarrionuevo, atacando con quejumbroso recla-mo a media voz a todo cristiano que pasaba.Con tal sistema, y trabajando tres veces por día,lograba reunir algunos cuartos; mas no todo lonecesario para sus atenciones, que no eran po-cas, porque Almudena se había puesto mal, yseguía en la caseta de las Pulgas. Nada cobrabael guarda-agujas por hospedaje del infeliz mo-ro; pero había que llevar a este la comida. Ob-dulia no entraba en caja: era forzoso asistirla demedicamentos y caldos, pues los suegros sellamaban Andana, y no era cosa de mandarla alHospital. Tenía, pues, sobre sí la heroica mujercarga demasiado fuerte; pero la soportaba, yseguía con tantas cruces a cuestas por la empi-

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nada senda, ansiosa de llegar, si no a la cumbre,a donde pudiera. Si se quedaba en mitad delcamino, tendría la satisfacción de haber cum-plido con lo que su conciencia le dictaba.

Por la tarde, pretextando compras, pedía enla puerta de San Justo, o junto al Palacio arzo-bispal; pero no podía entretenerse mucho, por-que su tardanza no inquietara demasiado a laseñora. Al volver una tarde de su petitorio, sinmás ganancia que una perra chica, se encontrócon la novedad de que Doña Paca, acompañadade Frasquito, había ido a visitar a Obdulia.Díjole además la portera que momentos anteshabía subido a la casa un señor sacerdote, alto,de buena presencia, el cual, cansado de llamar,se fue, dejando un recadito en la portería.

«¡Ya!... Es D. Romualdo...

-Así dijo, sí, señora. Ya ha venido dos veces,y...

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-¿Pero se marcha otra vez a Guadalajara?

-De allá vino ayer tarde. Tiene que hablarcon Doña Paca, y volverá cuando pueda».

Ya tenía Benina un espantoso lío en la cabe-za con aquel dichoso clérigo, tan semejante, porlas señas y el nombre, al suyo, al de su inven-ción; y pensaba si, por milagro de Dios, habríatomado cuerpo y alma de persona verídica elser creado en su fantasía por un mentir inocen-te, obra de las aflictivas circunstancias. «En fin,veremos lo que resulta de todo esto -se dijosubiendo pausadamente la escalera-. Bien ve-nido sea ese señor cura si viene a traernos al-go». Y de tal modo arraigaba en su mente laidea de que se convertía en real el mentido yfigurado sacerdote alcarreño, que una noche,cuando pedía con antiparras y velo, creyó reco-nocer en una señora, que le dio dos céntimos, ala mismísima Doña Patros, la sobrina que biz-caba una miaja.

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Pues, señor, Doña Paca y Frasquito trajeronla buena noticia de que Obdulia se restablecíalentamente. «Mira, Nina -le dijo la viuda-: comoquiera que sea, has de llevarle a Obdulia unabotella de amontillado. A ver si te la fían en latienda; y si no, busca el dinero como puedas,que lo que tiene la niña es debilidad. La otra semostró conforme con esta esplendidez, por nochocar, y se puso a hacer la cena. Taciturna es-tuvo hasta la hora de acostarse, y Doña Francis-ca se incomodó con ella porque no la entreten-ía, como otras veces, con festivas conversacio-nes. Sacó fuerzas de flaqueza la heroica ancia-na, y con su espíritu muy turbado, su mentellena de presagios sombríos, empezó a despo-tricar como una taravilla, para que se embelesa-ra la señora con unas cuantas chanzonetas y miltonterías imaginadas, y pudiera coger el sueño.

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-XXXI-Repuesto de su herida el ciego moro, volvió

a pedir, a instancias de su amiga, pues no esta-ban los tiempos para pasarse la vida al sol to-cando la vihuela. Las necesidades aumentaban,imponíase la dura realidad, y era forzoso sacarlas perras del fondo de la masa humana comode un mar rico en tesoros de todas clases. Nopudo Almudena resistir a la enérgica sugestiónde la dama, y poco a poco se fue curando deaquellas murrias, y del delirio místico y peni-tencial que le desconcertó días antes. Convinie-ron, tras empeñada discusión, en trasladar supunto de San Sebastián a San Andrés, porqueAlmudena conocía en esta parroquia a un señorclérigo muy bondadoso, que en otra ocasión lehabía protegido. Allí se fueron, pues; y aunquetambién en San Andrés había Caporalas y Elise-os, con distintos nombres, por ser estos caracte-res como fruto natural de la vida en todo grupoo familia de la sociedad humana, no parecían

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tan despóticos y altaneros como en la otra pa-rroquia. El clérigo que al marroquí protegía eraun joven muy listo, algo arabista y hebraizante,que solía echar algún párrafo con él, no tantopor caridad como por estudio. Una mañanaobservó Benina que el curita joven salía de laRectoral acompañado de otro sacerdote, alto,bien parecido, y hablaron los dos mirando alciego moro. Sin duda decían algo referente a él,a su origen, a su habla y religión endemonia-das. Después uno y otro clérigos en ella se fija-ron, ¡qué vergüenza! ¿Qué pensarían, qué di-rían de ella? Suponíanla quizás compañera delafricano, su mujer quizás, su...

En fin, que el presbítero alto y guapetón sefue hacia la Cava Baja, y el otro, el sabio, sedignó parlotear un rato con Almudena en len-gua arábiga. Después se fue hacia Benina, y contodo miramiento le dijo: «Usted, Doña Benigna,bien podría dejarse de esta vida, que a su edades tan penosa. No está bien que ande tras el

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moro como la soga tras el caldero. ¿Por qué noentra en la Misericordia? Ya se lo he dicho a D.Romualdo, y ha prometido interesarse...».

Quedose atónita la buena mujer, y no supoqué contestar. Por decir algo, expresó su agra-decimiento al Sr. de Mayoral, que así nombra-ban al clérigo erudito, y añadió que ya habíareconocido en el otro señor sacerdote al benéfi-co D. Romualdo.

«Ya le he dicho también -agregó Mayoral-,que es usted criada de una señora que vive enla calle Imperial, y prometió informarse de sucomportamiento antes de recomendarla...».

Poco más dijo, y Benina llegó al mayor gra-do de confusión y vértigo de su mente, pues elsacerdote alto y guapetón que poco antes viera,concordaba con el que ella, a fuerza de mencio-narlo y describirlo en un mentir sistemático,tenía fijo en su caletre. Ganas sintió de correrpor la Cava Baja, a ver si le encontraba, para

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decirle: «Sr. D. Romualdo, perdóneme si le heinventado. Yo creí que no había mal en esto. Lohice porque la señora no me descubriera quesalgo todos los días a pedir limosna para man-tenerla. Y si esto de aparecerse usted ahora concuerpo y vida de persona es castigo mío,perdóneme Dios, que no lo volveré a hacer. ¿Oes usted otro D. Romualdo? Para que yo salgade esta duda que me atormenta, hágame el fa-vor de decirme si tiene una sobrina bizca, y unahermana que se llama Doña Josefa, y si le hanpropuesto para Obispo, como se merece, y ojaláfuera verdad. Dígame si es usted el mío, mi D.Romualdo, u otro, que yo no sé de dónde pue-de haber salido, y dígame también qué demon-tres tiene que hablar con la señora, y si va adarle las quejas porque yo he tenido el atrevi-miento de inventarle».

Esto le habría dicho, si encontrádole hubiera;pero no hubo tal encuentro, ni tales palabrasfueron pronunciadas. Volviose a casa muy tris-

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te, y ya no se apartó de su mente la idea de queel benéfico sacerdote alcarreño no era invenciónsuya, de que todo lo que soñamos tiene su exis-tencia propia, y de que las mentiras entrañanverdades. Pasaron dos días en esta situación,sin más novedad que un crecimiento horrorosode las dificultades económicas. Con tanto por-diosear mañana y tarde, nunca le salía la cuen-ta; no había ya ningún nacido que le fiara valorde un real; la Pitusa amenazola con dar parte sino le devolvía en breve término sus alhajas.Faltábale ya la energía, y sus grandes ánimosflaqueaban; perdía la fe en la Providencia, yformaba opinión poco lisonjera de la caridadhumana; todas sus diligencias y correrías paraprocurarse dinero, no le dieron más resultadoque un duro que le prestó por pocos días Julia-na, la mujer de Antoñito. La limosna no bastabani con mucho; en vano se privaba ella hasta desu ordinario alimento, para disimular en casa laescasez; en vano iba con las alpargatas rotas,magullándose los pies. La economía, la sordi-

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dez misma, eran ineficaces: no había más re-medio que sucumbir y caer diciendo: «Lleguéhasta donde pude: lo demás hágalo Dios, siquiere».

Un sábado por la tarde se colmaron sus des-dichas con un inesperado y triste incidente.Salió a pedir en San Justo: Almudena hacía lomismo en la calle del Sacramento. Estrenoseella con diez céntimos, inaudito golpe de suer-te, que consideró de buen augurio. ¡Pero cuángrande era su error, al fiarse de estas golosinasque nos arroja el destino adverso para atraer-nos y herirnos más cómodamente! Al poco ratodel feliz estreno, se apareció un individuo de laronda secreta que, empujándola con mal modo,le dijo: «Ea, buena mujer, eche usted a andarpara adelante... Y vivo, vivo...

-¿Qué dice?...

-Que se calle y ande...

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-¿Pero a dónde me lleva?

-Cállese usted, que le tiene más cuenta...¡Hala! a San Bernardino.

-¿Pero qué mal hago yo... señor?

-¡Está usted pidiendo!... ¿No le dije a ustedayer que el señor Gobernador no quiere que sepida en esta calle?

-Pues manténgame el señor Gobernador,que yo de hambre no he de morirme, por Cris-to... ¡Vaya con el hombre!...

-¡Calle usted, so borracha!... ¡Andando digo!

-¡Que no me empuje!... Yo no soy criminala...Yo tengo familia, conozco quién me abone... Ea,que no voy a donde usted quiere llevarme...».

Se arrimó a la pared; pero el fiero polizontela despegó del arrimo con un empujón violentí-simo. Acercáronse dos de Orden público, a los

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cuales el de la ronda mandó que la llevaran aSan Bernardino, juntamente con toda la demáspobretería de ambos sexos que en la tal calle ycallejones adyacentes encontraran. Aún tratóBenina de ganar la voluntad de los guardias,mostrándose sumisa en su viva aflicción. Su-plicó, lloró amargamente; mas lágrimas y rue-gos fueron inútiles. Adelante, siempre adelante,llevando a retaguardia al ciego africano, que encuanto se enteró de que la recogían, se fue hacialos del Orden, pidiéndoles que a él también leechasen la red, y al mismo infierno le llevaran,con tal que no le separasen de ella. Presióngrande hubo de hacer sobre su espíritu la des-graciada mujer para resignarse a tan atroz des-ventura... ¡Ser llevada a un recogimiento demendigos callejeros como son conducidos a lacárcel los rateros y malhechores! ¡Verse imposi-bilitada de acudir a su casa a la hora de cos-tumbre, y de atender al cuidado de su ama yamiga! Cuando consideraba que Doña Paca yFrasquito no tendrían qué comer aquella noche,

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su dolor llegaba al frenesí: hubiera embestido alos corchetes para deshacerse de ellos, si fuer-zas tuviera contra dos hombres. Apartar nopodía del pensamiento la consternación de suseñora infeliz, cuando viera que pasaban horas,horas... y la Nina sin parecer. ¡Jesús, VirgenSantísima! ¿Qué iba a pasar en aquella casa?Cuando no se hunde el mundo por sucesostales, seguro es que no se hundirá jamás... Másallá de las Caballerizas trató nuevamente deenternecer con razones y lamentos el corazónde sus guardianes. Pero ellos cumplían unaorden del jefe, y si no la cumplían, medianoréspice les echarían. Almudena callaba, andan-do agarradito a la falda de Benina, y no parecíadisgustado de la recogida y conducción al de-pósito de mendicidad.

Si lloraba la pobre postulante, no llorabamenos el cielo, concordando con ella en sombr-ía tristeza, pues la llovizna que a caer empezóen el momento de la recogida, fue creciendo

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hasta ser copiosa lluvia, que la puso perdida depies a cabeza. Las ropas de uno y otro mendigochorreaban; el sombrero hongo de Almudenaparecía la pieza superior de la fuente de losTritones: poco le faltaba ya para tener verdín.El calzado ligero de Benina, destrozado por elmucho andar de aquellos días, se iba quedandoa pedazos en los charcos y barrizales en que semetía. Cuando llegaron a San Bernardino, pen-saba la anciana que mejor estaría descalza.«Amri -le dijo Almudena cuando traspasaban latriste puerta del Asilo Municipal-, no yorar ti...Aquí bien tigo migo... No yorar ti... contentadomí... Dar sopa, dar pan nosotras...».

En su desolación, no quiso Benina contestar-le. De buena gana le habría dado un palo.¿Cómo había de hacerse cargo aquel vagabun-do de la razón con que la infeliz mujer se que-jaba de su suerte? ¿Quién, sino ella, compren-dería el desamparo de su señora, de su amiga,de su hermana, y la noche de ansiedad que pa-

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saría, ignorante de lo que pasaba? Y si le hacíanel favor de soltarla al día siguiente, ¿con quérazones, con qué mentiras explicaría su largaausencia, su desaparición súbita? ¿Qué podíadecir, ni qué invento sacar de su fecunda ima-ginación? Nada, nada: lo mejor sería desechartodo embuste, revelando el secreto de su men-dicidad, nada vergonzosa por cierto. Pero bienpodía suceder que Doña Francisca no lo creye-se, y que se quebrantara el lazo de amistad quedesde tan antiguo las unía; y si la señora se eno-jaba de veras, arrojándola de su lado, Nina semoriría de pena, porque no podía vivir sin Do-ña Paca, a quien amaba por sus buenas cuali-dades y casi casi por sus defectos. En fin, des-pués de pensar en todo esto, y cuando la metie-ron en una gran sala, ahogada y fétida, dondehabía ya como un medio centenar de ancianosde ambos sexos, concluyó por echarse en losbrazos amorosos de la resignación, diciéndose:«Sea lo que Dios quiera. Cuando vuelva a casadiré la verdad; y si la señora está viva para

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cuando yo llegue y no quiere creerme, que nome crea; y si se enfada, que se enfade; y si medespide, que me despida; y si me muero, queme muera».

-XXXII-Aunque Nina no lo pensara y dijera, bien se

comprenderá que el desasosiego y consterna-ción de Doña Paca en aquella triste noche su-peraron a cuanto pudiera manifestar el narra-dor. A medida que avanzaba el tiempo, sin quela criada volviese al hogar, crecía la angustiadel ama, quien, si al principio echó de menos asu compañera por la falta que en el orden mate-rial hacía, pronto se inquietó más, pensando enla desgracia que habría podido ocurrirle: cogi-da de coche, verbigracia, o muerte repentina enla calle. Procuraba el bueno de Frasquito tran-

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quilizarla, pero inútilmente. Y el desteñido vie-jo tenía que callarse cuando su paisana le decía:«¡Pero si nunca ha pasado esto; nunca, queridoPonte! Ni una sola vez ha faltado de casa entantísimos años».

Surgieron dificultades graves para cenarformalmente, y nada se adelantaba con que laschiquillas de la cordonera se brindasen oficio-sas a sustituir a la criada ausente. Verdad queDoña Paca perdió en absoluto el apetito, y lomismo, o poco menos, le pasaba a su huésped.Pero como no había más remedio que tomaralgo para sostener las fuerzas, ambos se propi-naron un huevo batido en vino y unos pedaci-tos de pan. De dormir, no se hable. La señoracontaba las horas, medias y cuartos de la nochepor los relojes de la vecindad, y no hacía másque medir el pasillo de punta a punta, atenta alos ruidos de la escalera. Ponte no quiso sermenos: la galantería le obligaba a no acostarsemientras su amiga y protectora estuviese en

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vela, y para conciliar las obligaciones de caba-llero con su fatiga de convaleciente, descabezóun par de sueñecitos en una silla. Para estohubo de adoptar postura violenta, haciendoalmohada de sus brazos, cruzados sobre el res-paldo, y al dormirse se le quedó colgando lacabeza, de lo que le sobrevino un tremendotortícolis a la mañana siguiente.

Al amanecer de Dios, vencida del cansancioDoña Paca, se quedó dormidita en un sillón.Hablaba en sueños, y su cuerpo se sacudía derato en rato con estremecimientos nerviosos.Despertó sobresaltada, creyendo que había la-drones en la casa, y el día claro, con el vacío dela ausencia de Nina, le resultó más triste y soli-tario que la noche. Según Frasquito, que en estopensaba cuerdamente, ningún rastro parecíamás seguro que informarse de los señores encuya casa servía Benina de asistenta. Ya lo hab-ía pensado también su paisana la tarde anterior;pero como ignoraba el número de la casa de D.

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Romualdo en la calle de la Greda, no se deter-minaron a emprender las averiguaciones. Por lamañana, habiéndose brindado el portero a in-quirir el paradero de la extraviada sirviente, sele mandó con el encargo, y a la hora volvió di-ciendo que en ninguna portería de tal calle da-ban razón.

Y a todas estas, no había en la casa más quealgún resto de cocido del día anterior, casi avi-nagrado ya, y mendrugos de pan duro. Graciasque los vecinos, enterados del conflicto tan gra-ve, ofrecieron a la ilustre viuda algunos víveres:este, sopas de ajo; aquel, bacalao frito; el otro,un huevo y media botella de peleón. No habíamás remedio que alimentarse, haciendo de tri-pas corazón, porque la naturaleza no espera: esforzoso vivir, aunque el alma se oponga, enca-riñada con su amiga la muerte. Pasaban lentaslas horas del día, y tanto Ponte como su paisanano podían apartar su atención de todo ruido depasos que sonaba en la escalera. Pero tantos

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desengaños sufrieron, que, al fin, rendidos y sinesperanza, se sentaron uno frente a otro, silen-ciosos, con reposo y gravedad de esfinges, ymirándose confirieron tácitamente la solucióndel enigma a la divina voluntad. Ya se sabría elparadero de Nina, o los motivos de su ausencia,cuando Dios se dignara darlos a conocer por losmedios y caminos a que nunca alcanza nuestraprevisión.

Las doce serían ya, cuando sonó un fuertecampanillazo. La dama rondeña y el galán deAlgeciras saltaron, cual muñecos de goma, ensus respectivos asientos. «No, no es ella -dijoDoña Paca con gran desaliento-. Nina no llamaasí».

Y como quisiese Frasquito salir a la puerta ledetuvo ella con una observación muy en supunto: «No salga usted, Ponte, que podría seruno de esos gansos de la tienda que vienen adarme un mal rato. Que abra la niña. Celedo-nia, corre a abrir, y entérate bien: si es alguno

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que nos trae noticias de Nina, que pase. Si esalguien de la tienda, le dices que no estoy».

Corrió la chiquilla, y volvió desalada al ins-tante diciendo: «Señora, D. Romualdo».

Efecto de gran intensidad emocional, que ca-si era terrorífica. Ponte dio varias vueltas depeonza sobre un pie, y Doña Paca se levantó yvolvió a caer en el sillón como unas diez veces,diciendo: «Que pase... Ahora sabremos... ¡Diosmío, D. Romualdo en casa!... A la salita, Cele-donia, a la salita... Me echaré la falda negra... Yno me he peinado... ¡Con qué facha le recibo!...Que pase, niña... Mi falda negra».

Entre el algecireño y la chiquilla la vistieronde mala manera, y con la prisa le ponían la ropadel revés. La señora se impacientaba, llamándo-les torpes y dando pataditas. Por fin se arreglóde cualquier modo, pasose un peine por el pelo,y dando tumbos se fue a la salita donde aguar-daba el sacerdote, en pie, mirando las fotograf-

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ías de personas de la familia, única decoraciónde la mezquina y pobre estancia.

«Dispénseme usted, Sr. D. Romualdo -dijo laviuda de Zapata, que de la emoción no podíatenerse en pie, y hubo de arrojarse en una silla,después de besar la mano al sacerdote-. Graciasa Dios que puedo manifestar a usted mi grati-tud por su inagotable bondad.

-Es mi obligación, señora... -repuso el clérigoun tanto sorprendido-, y nada tiene usted queagradecerme.

-Y dígame ahora, por Dios -agregó la señora,con tanto miedo de oír una mala noticia, queapenas hablar podía-; dígamelo pronto. ¿Quéha sido de mi pobre Nina?».

Sonó este nombre en el oído del buen sacer-dote como el de una perrita que a la señora sele había perdido.

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«¿No parece?... -le dijo por decir algo.

-¿Pero usted no sabe...? ¡Ay, ay! Es que haocurrido una desgracia, y quiere ocultármelo,por caridad».

Prorrumpió en acerbo llanto la infeliz dama,y el clérigo permanecía perplejo y mudo. «Se-ñora, por piedad, no se aflija usted... Será, o noserá lo que usted supone.

-¡Nina, Nina de mi alma!

-¿Es persona de su familia, de su intimidad?Explíqueme...

-Si el Sr. D. Romualdo no quiere decirme laverdad por no aumentar mi tribulación, yo selo agradezco infinito... Pero vale más saber... ¿Oes que quiere darme la noticia poquito a poco,para que me impresione menos?...

-Señora mía -dijo el sacerdote con impacien-te franqueza, ávido de aclarar las cosas-. Yo no

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le traigo a usted noticias buenas ni malas de lapersona por quien llora, ni sé qué persona esesa, ni en qué se funda usted para creer queyo...

-Dispénseme, Sr. D. Romualdo. Pensé que laBenina, mi criada, mi amiga y compañera másbien, había sufrido algún grave accidente en sucasa de usted, o al salir de ella, o en la calle, y...

-¿Qué más?... Sin duda, señora Doña Fran-cisca Juárez, hay en esto un error que yo debodesvanecer, diciendo a usted mi nombre: Ro-mualdo Cedrón. He desempeñado duranteveinte años el arciprestazgo de Santa María deRonda, y vengo a manifestar a usted, por en-cargo expreso de los demás testamentarios, laúltima voluntad del que fue mi amigo del alma,Rafael García de los Antrines, que Dios tengaen su santa gloria».

Si Doña Paca viera que se abría la tierra ysalían de ella escuadrones de diablos, y que por

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arriba el cielo se descuajaraba, echando de sílegiones de ángeles, y unos y otros se juntabanformando una inmensa falange gloriosa y bu-fonesca, no se quedara más atónita y confusa.¡Testamento, herencia! ¿Lo que decía el clérigoera verdad, o una ridícula, despiadada burla?¿Y el tal sujeto era persona real, o imagen fingi-da en la mente enferma de la dama infeliz? Lalengua se le pegó al paladar, y miraba a D. Ro-mualdo con aterrados ojos.

«No es para que usted se asuste, señora. Alcontrario: yo tengo la satisfacción de comunicara Doña Francisca Juárez el término de sus su-frimientos. El Señor, que ha probado sin dudaya con creces su conformidad y resignación,quiere premiar ahora estas virtudes, sacándolaa usted de la tristísima situación en que ha vi-vido tantos años».

A doña Paca le caía un hilo de lágrimas decada ojo, y no acertaba a proferir palabra. ¡Cuálsería su emoción, cuáles su sorpresa y júbilo,

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que se borró de su mente la imagen de Benina,como si la ausencia y pérdida de esta fuese su-ceso ocurrido muchos años antes!

«Comprendo -prosiguió el buen sacerdoteenderezando su cuerpo y aproximando el sillónpara tocar con su mano el brazo de Doña Fran-cisca-, comprendo su trastorno... No se pasabruscamente del infortunio al bienestar, sinsentir una fuerte sacudida. Lo contrario seríapeor... Y puesto que se trata de cosa importan-te, que debe ocupar con preferencia su aten-ción, hablemos de ello, señora mía, dejandopara después ese otro asunto que la inquieta...No debe usted afanarse tanto por su criada oamiga... ¡Ya parecerá!».

Esta frase llevó de nuevo al espíritu de DoñaPaca la idea de Nina y el sentimiento de su mis-teriosa desaparición. Notando en el ya pareceráde D. Romualdo una intención benévola y op-timista, dio en creer que el buen señor, despuésque despachase el asunto principal, le hablaría

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del caso de la anciana, que sin duda no era desuma gravedad. Pronto la mente de la señoracon rápido giro de veleta tornó a la idea de laherencia, y a ella se agarró, dejando lo demásen el olvido; y observando el presbítero su an-siedad de informes, se apresuró a satisfacerla.

-Pues ya sabrá usted que el pobre Rafaelpasó a mejor vida el 11 de Febrero...

-No lo sabía, no, señor. Dios le haya dado sudescanso... ¡ay!

-Era un santo. Su único error fue abominardel matrimonio, despreciando los excelentespartidos que sus amigos le proponíamos. Losúltimos años vivió en un cortijo llamado lasHigueras de Juárez...

-Lo conozco. Esa finca fue de mi abuelo.

-Justamente: de D. Alejandro Juárez... Bue-no: pues Rafael contrajo en las Higueras la afec-

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ción del hígado que le llevó al sepulcro a loscincuenta y cinco años de edad. ¡Lástima democetón, casi tan alto como yo, señora, con unamusculatura no menos vigorosa que la mía, yun pecho como el de un toro, y aquel rostrorebosando vida!...

-¡Ay!...

-En nuestras cacerías del jabalí y del venado,nunca conseguí cansarle. Su amor propio eramás fuerte que su complexión fortísima. Desa-fiaba los chubascos, el hambre y la sed... Puesvea usted aquel roble quebrarse como una ca-ña. A los pocos meses de caer enfermo se lepodían contar los huesos al través de la piel... sefue consumiendo, consumiendo...

-¡Ay!...

-¡Y con qué resignación llevaba su mal, yqué bien se preparó para la muerte, mirándolacomo una sentencia de Dios, contra la cual no

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debe haber protesta, sino más bien una con-formidad alegre! ¡Pobre Rafael, qué pedazo deángel!...

-¡Ay!...

-Yo no vivía ya en Ronda, porque tenía in-tereses en mi pueblo que me obligaron a fijarmi residencia en Madrid. Pero cuando supe lagravedad del amigo queridísimo, me plantéallá... Un mes le acompañé y asistí... ¡Qué pe-na!... Murió en mis brazos.

-¡Ay!...».

Estos ayes eran suspiros que a Doña Paca sele salían del alma, como pajaritos que escapande una jaula abierta por los cuatro costados.Con noble sinceridad, sin dejar de acariciar ensu pensamiento la probable herencia, se asocia-ba al duelo de D. Romualdo por el generososolterón rondeño.

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«En fin, señora mía: murió como católicoferviente, después de otorgar testamento...

-¡Ay!...

-En el cual deja el tercio de sus bienes a susobrina en segundo grado, Clemencia Sopela-na, ¿sabe usted? la esposa de D. Rodrigo delQuintanar, hermano del Marqués de Guadaler-ce. Los otros dos tercios los destina, parte a unafundación piadosa, parte a mejorar la situaciónde algunos de sus parientes que, por desgraciasde familia, malos negocios u otras adversidadesy contratiempos, han venido a menos. Hallán-dose usted y sus hijos en este caso, claro estáque son de los más favorecidos, y...

-¡Ay!... Al fin Dios ha querido que yo no memuera sin ver el término de esta miseria igno-miniosa. ¡Bendito sea una y mil veces el que day quita los males, el Justiciero, el Misericordio-so, el Santo de los Santos!...».

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Con tal efusión rompió en llanto la desdi-chada Doña Francisca, cruzando las manos yponiéndose de hinojos, que el buen sacerdote,temeroso de que tanta sensibilidad acabase enuna pataleta, salió a la puerta, dando palmadas,para que viniese alguien a quien pedir un vasode agua.

-XXXIII-Acudió el propio Frasquito con el socorro

del agua, y D. Romualdo, en cuanto la señorabebió y se repuso de su emoción, dijo al des-medrado caballero: «Si no me equivoco, tengoel honor de hablar con D. Francisco Ponte Del-gado... natural de Algeciras... Por muchos años.¿Es usted primo en tercer grado de Rafael An-trines, de cuyo fallecimiento tendrá noticia?

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-¿Falleció?... ¡Ay, no lo sabía! -replicó Pontemuy cortado-. ¡Pobre Rafaelito! Cuando yo es-tuve en Ronda el año 56, poco antes de la caídade Espartero, él era un niño, tamaño así. Des-pués nos vimos en Madrid dos o tres veces... Élsolía venir a pasar aquí temporadas de otoño;iba mucho al Real, y era amigo de los Ustáriz;trabajaba por Ríos Rosas en las elecciones, y porlos Ríos Acuña... ¡Oh, pobre Rafael! ¡Excelenteamigo, hombre sencillo y afectuoso, gran caza-dor!... Congeniábamos en todo, menos en unacosa: él era muy campesino, muy amante de lavida rústica, y yo detesto el campo y los arboli-tos. Siempre fui hombre de poblaciones, degrandes poblaciones...

-Siéntese usted aquí -le dijo D. Romualdo,dando tan fuerte palmetazo en un viejo sillónde muelles, que de él se levantó espesa nube depolvo.

Un momento después, habíase enterado elgalán fiambre de su participación en la herencia

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del primo Rafael, quedándose en tal maneraturulato, que hubo de beberse, para evitar unsoponcio, toda el agua que dejara Doña Fran-cisca. No estará de más señalar ahora la perfec-ta concordancia entre la persona del sacerdote ysu apellido Cedrón, pues por la estatura, la ro-bustez y hasta por el color podía ser comparadoa un corpulento cedro; que entre árboles yhombres, mirando los caracteres de unos yotros, también hay concomitancias y parentes-cos. Talludo es el cedro, y además, bello, noble,de madera un tanto quebradiza, pero grata yolorosa. Pues del mismo modo era D. Romual-do: grandón, fornido, atezado, y al propiotiempo excelente persona, de intachable con-ducta en lo eclesiástico, cazador, hombre demundo en el grado que puede serlo un cura, deapacible genio, de palabra persuasiva, tolerantecon las flaquezas humanas, caritativo, miseri-cordioso, en suma, con los procedimientosmetódicos y el buen arreglo que tan bien seavenían con su desahogada posición. Vestía

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con pulcritud, sin alardes de elegancia; fumabasin tasa buenos puros, y comía y bebía todo loque demandaba el sostenimiento de tan fuerteosamenta y de musculatura tan recia. Enormespies y manos correspondían a su corpulencia.Sus facciones bastas y abultadas no carecían dehermosura, por la proporción y buen dibujo;hermosura de mascarón escultórico, miguel-angelesco, para decorar una imposta, ménsulao el centro de una cartela, echando de la bocaguirnaldas y festones.

Entrando en pormenores, que los herederosde Rafael anhelaban conocer, Cedrón les dionoticias prolijas del testamento, que tanto DoñaPaca como Ponte oyeron con la religiosa aten-ción que fácilmente se supone. Eran testamen-tarios, además del Sr. Cedrón, D. Sandalio Ma-turana y el Marqués de Guadalerce. En la parteque a las dos personas allí presentes interesaba,disponía Rafael lo siguiente: a Obdulia y a An-toñito, hijos de su primo Antonio Zapata, les

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dejaba el cortijo de Almoraima, pero sólo enusufructo. Los testamentarios les entregarían elproducto de aquella finca, que dividida en dosmitades pasaría a los herederos del Antonio yde la Obdulia, al fallecimiento de estos. A DoñaFrancisca y a Ponte les asignaba pensión vitali-cia, como a otros muchos parientes, con la rentade títulos de la Deuda, que constituían una delas principales riquezas del testador.

Oyendo estas cosas, Frasquito se atusaba so-bre la oreja los ahuecados mechones de su me-lena, sin darse un segundo de reposo. DoñaFrancisca, en verdad, no sabía lo que le pasaba:creía soñar. En un acceso de febril júbilo, salióal pasillo gritando: «¡Nina, Nina, ven y entéra-te!... ¡Ya somos ricas!... ¡digo, ya no somos po-bres!...».

Pronto acudió a su mente el recuerdo de ladesaparición de su criada, y volviendo al ladode Cedrón, le dijo entre sollozos: «Perdóneme;

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ya no me acordaba de que he perdido a la com-pañera de mi vida...

-Ya parecerá -repitió el clérigo, y tambiénFrasquito, como un eco:

-Ya parecerá.

-Si se hubiera muerto -indicó Doña Francis-ca-, creo que la intensidad de mi alegría la haríaresucitar.

-Ya hablaremos de esa señora -dijo Cedrón-.Antes acabe de enterarse de lo que tanto le in-teresa. Los testamentarios, atentos a que usted,lo mismo que el señor, se hallan en situaciónmuy precaria, por causas que no quiero exami-nar ahora, ni hay para qué, han decidido... paraeso y para mucho más les autoriza el testador,dándoles facultades omnímodas... han decidi-do, mientras se pone en regla todo lo concer-niente al testamento, liquidación para el pago

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de derechos reales, etcétera, etcétera... han deci-dido, digo...».

Doña Paca y Frasquito, de tanto contener elaliento, hallábanse ya próximos a la asfixia.

«Han decidido, mejor dicho, decidieron odecidimos... de esto hace dos meses... señalar austedes la cantidad mensual de cincuenta duroscomo asignación provisional, o si se quiere an-ticipo, hasta que determinemos la cifra exactade la pensión. ¿Está comprendido?

-Sí, señor; sí, señor... comprendido, perfec-tamente comprendido -clamaron los dos al uní-sono.

-Antes hubieran uno y otro recibido este ji-carazo -dijo el clérigo-; pero me ha costado untrabajo enorme averiguar dónde residían. Creoque he preguntado a medio Madrid... y porfin... No ha sido poca suerte encontrar juntas enesta casa a las dos piezas, perdonen el término

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de caza, que vengo persiguiendo como unazacán desde hace tantos días».

Doña Paca le besó la mano derecha, y Fras-quito Ponte la izquierda. Ambos lagrimeaban.

«Dos meses de pensión han devengado us-tedes ya, y ahora nos pondremos de acuerdopara las formalidades que han de llenarse, a finde que uno y otro perciban desde luego...».

Llegó a creer Ponte que hacía una rápida as-censión en globo, y se agarró con fuerza a losbrazos del sillón, como el aeronauta a los bor-des de la barquilla.

«Estamos a sus órdenes -manifestó DoñaFrancisca en alta voz; y para sí-: Esto no puedeser; esto es un sueño».

La idea de que no pudiera Nina enterarse detanta felicidad, enturbió la que en aquel mo-mento inundaba su alma. A este pensamiento

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hubo de responder, por misteriosa concatena-ción, el de Ponte Delgado, que dijo: «¡Lástimaque Nina, ese ángel, no esté presente!... Pero nodebemos suponer que le haya pasado ningúnaccidente grave. ¿Verdad, Sr. D. Romualdo?Ello habrá sido...

-Me dice el corazón que está buena y sana,que volverá hoy... -declaró Doña Paca con ar-diente optimismo, viendo todas las cosas en-vueltas en rosado celaje-. Por cierto que... Per-done usted, señor mío: hay tal confusión en mipobre cabeza... Decía que... Al anunciarse elseñor D. Romualdo en mi casa, yo creí, fiján-dome sólo en el nombre, que era usted el digní-simo sacerdote en cuya casa es asistenta miBenina. ¿Me equivoco?

-Creo que sí.

-Es propio de las grandes almas caritativasesconderse, negar su propia personalidad, parade este modo huir del agradecimiento y de la

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publicidad de sus virtudes... Vamos a cuentas,Sr. D. Romualdo, y hágame el favor de no hacermisterio de sus grandes virtudes. ¿Es cierto quepor la fama de estas le proponen para obispo?

-¡A mí!... No ha llegado a mí noticia.

-¿Es usted de Guadalajara o su provincia?

-Sí, señora.

-¿Tiene usted una sobrina llamada Doña Pa-tros?

-No, señora.

-¿Dice usted la misa en San Sebastián?

-No, señora: la digo en San Andrés.

-¿Y tampoco es cierto que hace días le rega-laron a usted un conejo de campo?...

-Podría ser... ja, ja... pero no recuerdo...

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-Sea como fuere, Sr. D. Romualdo, usted measegura que no conoce a mi Benina.

-Creo... vamos, no puedo asegurar que me esdesconocida, señora mía. Antójaseme que la hevisto.

-¡Oh! bien decía yo que... Sr. de Cedrón, ¡quéalegría me da!

-Tenga usted calma. Veamos: ¿esa Benina esuna mujer vestida de negro, así como de sesen-ta años, con una verruga en la frente?...

-La misma, la misma, Sr. D. Romualdo: muymodosita, algo vivaracha, a pesar de su edad.

-Más señas: pide limosna, y anda por ahí conun ciego africano llamado Almudena.

-¡Jesús! -exclamó con estupefacción y sustoDoña Paca-. Eso no, ¡válgame Dios! eso no...Veo que no la conoce usted».

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Y con una mirada puso por testigo a Fras-quito de la veracidad de su denegación. Mirótambién Ponte al clérigo, después a la señora,atormentado por ciertas dudas que inquietaronsu conciencia. «Benina es un ángel -se permitiódecir tímidamente-. Pida o no pida limosna, yesto yo no lo sé, es un ángel, palabra de honor.

-¡Quite usted allá!... ¡Pedir mi Benina... y an-dar por esas calles con un ciego!...

-Moro, por más señas -indicó D. Romualdo.

-Yo debo manifestar -dijo Ponte con honradasinceridad-, que no hace muchos días, pasandoyo por la Plaza del Progreso, la vi sentada al piede la estatua, en compañía de un mendigo cie-go, que por el tipo me pareció... oriundo delRiff».

El aturdimiento, el vértigo mental de DoñaPaca fueron tan grandes, que su alegría se trocósúbitamente en tristeza, y dio en creer que

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cuanto decían allí era ilusión de sus oídos; ficti-cios los seres con quienes hablaba, y mentiratodo, empezando por la herencia. Temía undespertar lúgubre. Cerrando los ojos, se dijo:«¡Dios mío, sácame de tan terrible duda; arrán-came esta idea!... ¿Es esto mentira, es esto ver-dad? ¡Yo heredera de Rafaelito Antrines; yo conmedios de vivir!... ¡Nina pidiendo limosna; Ni-na con un riffeño!...

-Bueno -exclamó al fin con súbito arranque-.Pues viva Nina, y viva con su moro, y con todala morería de Argel, y véala yo, y vuelva a casa,aunque se traiga al africano metido en la cesta».

Echose a reír D. Romualdo, y explicando elcuándo y cómo de conocer a Benina, dijo quepor un amigo suyo, coadjutor en San Andrés,clérigo de mucha ilustración y humanista muyaprovechado, que picaba en las lenguas orien-tales, había conocido al árabe Almudena. Conél vio a una mujer que le acompañaba, de lacual le dijeron que a una señora viuda servía,

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andaluza por más señas, habitante en la calleImperial. «No pude menos de relacionar estasreferencias con la señora Doña Francisca Juá-rez, a quien yo no había tenido el gusto de vertodavía, y hoy, al oír a usted lamentarse de ladesaparición de su criada, pensé y dije para mí:«Si la mujer que se ha perdido es la que yo creo,busquemos el caldero y encontraremos la soga;busquemos al moro, y encontraremos a la oda-lisca; digo, a esa que llaman ustedes...

-Benigna de Casia... de Casia, sí, señor, dedonde viene la broma de que es parienta deSanta Rita».

Añadió el Sr. de Cedrón que, no por sus me-recimientos, sino por la confianza con que ledistinguían los fundadores del Asilo de ancia-nos y ancianas de la Misericordia, era patrono ymayordomo mayor del mismo; y como a él sedirigían las solicitudes de ingreso, no daba unpaso por la calle sin que le acometieran mendi-gos importunos, y se veía continuamente ase-

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diado de recomendaciones y tarjetazos pidien-do la admisión. «Podríamos creer -añadió-, quees nuestro país inmensa gusanera de pobres, yque debemos hacer de la nación un Asilo sinfin, donde quepamos todos, desde el primero alúltimo. Al paso que vamos, pronto seremos elmás grande Hospicio de Europa... He recorda-do esto, porque mi amigo Mayoral, el cleriguitoaficionado a letras orientales, me habló de re-coger en nuestro Asilo a la compañera de Al-mudena.

-Yo le suplico a usted, mi Sr. D. Romualdo -dijo Doña Francisca enteramente trastornadaya-, que no crea nada de eso; que no haganingún caso de las Beninas figuradas que pue-dan salir por ahí, y se atenga a la propia y legí-tima Nina; a la que va de asistenta a su casa deusted todas las mañanas, recibiendo allí tantosbeneficios, como los he recibido yo por conduc-to de ella. Esta es la verdadera; esta la quehemos de buscar y encontraremos con la ayuda

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del Sr. de Cedrón y de su digna hermana DoñaJosefa, y de su sobrina Doña Patros... Usted menegará que la conoce, por hacer un misterio desu virtud y santidad; pero esto no le vale, noseñor. A mí me consta que es usted santo, y queno quiere que le descubran sus secretos de ca-ridad sublime; y como me consta, lo digo. Bus-quemos, pues, a Nina, y cuando a mi compañíavuelva, gritaremos las dos: ¡Santo, santo, san-to!».

Sacó en limpio de esta perorata el Sr. deCedrón que Doña Francisca Juárez no tenía lacabeza buena; y creyendo que las explicacionesy el contender sobre lo mismo no atenuarían sutrastorno, puso punto final en aquel asunto, yse despidió, quedando en volver al día siguien-te para el examen de papeles, y la entrega, me-diante recibo en regla, de las cantidades deven-gadas ya por los herederos.

Duró largo rato la despedida, porque tantoDoña Paca como Frasquito repitieron, en el

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tránsito desde la salita a la escalera, sus expre-siones de gratitud como unas cuarenta veces,con igual número de besos, más bien más quemenos, en la mano del sacerdote. Y cuandodesapareció por las escaleras abajo el granCedrón, y se vieron solos de puerta adentro ladama rondeña y el galán de Algeciras, dijo ella:«Frasquito de mi alma, ¿es verdad todo esto?

-Eso mismo iba yo a preguntar a usted... ¿Es-taremos soñando? ¿Usted qué cree?

-¿Yo?... no sé... no puedo pensar... Me falta lainteligencia, me falta la memoria, me falta eljuicio, me falta Nina.

-A mí también me falta algo... No sé discu-rrir.

-¿Nos habremos vuelto tontos o locos?...

-Lo que yo digo: ¿por qué nos niega D. Ro-mualdo que su sobrina se llama Patros, que le

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proponen para Obispo, y que le regalaron unconejo?

-Lo del conejo no lo negó... dispense usted.Dijo que no se acordaba.

-Es verdad... ¿Y si ahora, el D. Romualdoque acabamos de ver nos resultase un ser figu-rado, una creación de la hechicería o de las ar-tes infernales... vamos, que se nos evaporara yconvirtiera en humo, resultando todo una ilu-sión, una sombra, un desvarío?...

-¡Señora, por la Virgen Santísima!

-¿Y si no volviese más?

-¡Si no volviese!... ¡Que no vuelve, que nonos entregará la... los...!».

Al decir esto, la cara fláccida y desmayadadel buen Frasquito expresaba un terror trágico.Se pasó la mano por los ojos, y lanzando ungraznido, cayó en el sillón con un accidente

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cerebral, semejante al de la noche lúgubre, en-tre las calles de Irlandeses y Mediodía Grande.

-XXXIV-Gracias a los cuidados de Doña Paca, asisti-

da de las chicas de la cordonera, pronto se re-puso Ponte de aquella nueva manifestación desu mal, y al anochecer, conversando con la da-ma rondeña, convinieron ambos en que D. Ro-mualdo Cedrón era un ser efectivo, y la heren-cia una verdad incuestionable. No obstante,entre la vida y la muerte estuvieron hasta elsiguiente día, en que se les apareció por segun-da vez la imagen del benéfico sacerdote, acom-pañado de un notario, que resultó antiguo co-nocimiento de Doña Francisca Juárez de Zapa-ta. Arreglado el asunto, previo examen de pa-peles, en lo que no hubo dificultad, recibieron

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los herederos de Rafaelito Antrines, a cuenta desu pensión, cantidad de billetes de Banco que aentrambos pareció fabulosa, por causa, sin du-da, de la absoluta limpieza de sus respectivasarcas. La posesión del dinero, acontecimientoinaudito en aquellos tristes años de su vida,produjo en Doña Paca un efecto psicológicomuy extraño: se le anubló la inteligencia; per-dió hasta la noción del tiempo; no encontrabapalabras con qué expresar las ideas, y estaszumbaban en su cabeza como las moscas cuan-do se estrellan contra un cristal, queriendoatravesarlo para pasar de la obscuridad a la luz.Quiso hablar de su Nina, y dijo mil disparates.Como se oye un rumor de lejanas disputas, delas cuales sólo se perciben sílabas y voces suel-tas, oía que Frasquito y los otros dos señoreshablaban del asunto; creyó entender que la fu-gitiva parecería, que ya se había encontrado elrastro, pero nada más... Los tres hombres esta-ban en pie, el notario junto a Cedrón. Chiquitíny con perfil de cotorra, parecía un perico que se

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dispone a encaramarse por el tronco de unárbol.

Despidiéronse al fin los amables señores conofrecimientos y cortesanías afectuosas, y solosla rondeña y el de Algeciras, se entretuvieron,durante mediano rato, en dar vueltas de unaparte a otra de la casa, entrando sin objeto ni finalguno, ya en la cocina, ya en el comedor, parasalir al instante, cambiando alguna frase ner-viosa cuando uno con otro se tropezaban. DoñaPaca, la verdad sea dicha, sentía que se leaguaba la felicidad por no poder hacer partíci-pe de ella a su compañera y sostén en tantosaños de penuria. ¡Ah! Si Nina entrara en aquelmomento, ¡qué gusto tendría su ama en darle lagran sorpresa, mostrándose primero muy afli-gida por la falta de cuartos, y enseñándole des-pués el puñado de billetes! ¡Qué cara pondría!¡Cómo se le alargarían los dientes! ¡Y qué cosasharía con aquel montón de metálico! Vamos,que Dios, digan lo que dijeren, no hace nunca

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las cosas completas. Así en lo malo como en lobueno, siempre se deja un rabillo, para que lodesuelle el destino. En las mayores calamida-des, permite siempre un suspiro; en las dichasque su misericordia concede, se le olvida siem-pre algún detalle, cuya falta lo echa todo a perder.

En uno de aquellos encuentros, de la sala ala cocina y de la cocina a la alcoba, propusoPonte a su paisana celebrar el suceso yéndoselos dos a comer de fonda. Él la convidaría gus-toso, correspondiendo con tan corto obsequio asu generosa hospitalidad. Respondió DoñaFrancisca que ella no se presentaría en sitiospúblicos mientras no pudiera hacerlo con ladecencia de ropa que le correspondía; y comosu amigo le dijera que comiendo fuera de casase ahorraba la molestia de cocinar en la propiasin más ayuda que las chiquillas de la cordone-ra, manifestó la dama que, mientras no volvieseNina, no encendería lumbre, y que todo cuantonecesitase lo mandaría traer de casa de Botín.

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Por cierto que se le iba despertando el apetitode manjares buenos y bien condimentados...¡Ya era tiempo, Señor! Tantos años de forzadosayunos, bien merecían que se cantara el ¡allelu-ya! de la resurrección. «Ea, Celedonia, ponte tufalda nueva, que vas a casa de Botín. Te apun-taré en un papelito lo que quiero, para que note equivoques». Dicho y hecho. ¿Y qué menoshabía de pedir la señora, para hacer boca enaquel día fausto, que dos gallinas asadas, cua-tro pescadillas fritas y un buen trozo de solomi-llo, con la ayuda de jamón en dulce, huevohilado, y acompañamiento de una docena debartolillos?... ¡Hala!

No logró la dama, con este anuncio de unreparador banquete, sujetar la imaginación y lavoluntad de Frasquito, que desde que tomó eldinero se sentía devorado por un ansia loca desalir a la calle, de correr, de volar, pues alascreyó que le nacían. «Yo, señora, tengo quehacer esta tarde... Me es imprescindible salir...

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Además, necesito que me dé un poco el aire...Siento así como un poco de mareo. Me convie-ne el ejercicio, crea usted que me conviene...También me urge mucho avistarme con mi sas-tre, aunque no sea más que para ponerme altanto de las modas que ahora corren, y ver depreparar alguna prenda... Soy muy dificultoso,y tardo mucho en decidirme por esta o la otratela.

-Sí, sí, vaya a sus diligencias; pero no se co-rra mucho, y vea en este suceso feliz, como loveo yo, una lección que nos da la Providencia.Por mi parte, me declaro convencida de lo bue-nos que son el orden y el arreglo, y hagopropósito firme de apuntar todo, todito lo quegasto.

-Y el ingreso también... Lo mismo haré yo, esdecir, lo he hecho; pero no me ha valido, creausted, amiga de mi alma, que no me ha valido.

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-Teniendo renta segura, el toque está enacomodar las entradas a las salidas, y no extra-limitarse... Por Dios, querido Ponte, no haga-mos otra vez la barbaridad de reírnos del ba-lance y de la... Ahora reconozco que Trujillotiene razón.

-Más balances he hecho yo, señora, que pe-los tengo en la cabeza, y también le digo a us-ted que no me han valido más que para calen-tarme la ídem.

-Ya que Dios nos ha favorecido, seamos or-denados: yo me atrevería a rogar a usted que, sino le sirve de molestia y va de compras, me trai-ga un libro de contabilidad, agenda, o como sellame».

¡Pues no faltaba más! No un libro, sino me-dia docena le traería Frasquito con mil amores;y prometiéndolo así, se lanzó a la calle, ávidode aire, de luz, de ver gente, de recrearse encosas y personas. Del tirón, andando maqui-

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nalmente, se fue hasta el Paseo de Atocha, sindarse cuenta de ello. Luego volvió hacia arriba,porque más le gustaba verse entre casas queentre árboles. Francamente, los árboles le eranantipáticos, sin duda porque, pasando junto aellos en horas de desesperación, creía que leofrecían sus ramas para que se ahorcara. In-ternándose en las calles sin dirección fija, con-templaba los escaparates de sastre, con exhibi-ción de hermosas telas; los de corbatas y decamisería elegante. No dejaba de echar tambiénun vistazo a los restaurants, y en general a todaslas tiendas, que en su larga vida de penuriabochornosa había mirado con desconsuelo.

Pasó en esta vagancia dichosa algunas horas,sin cansancio. Sentíase fuerte, saludable, y has-ta robusto. Miraba cariñoso, o con cierto aireci-llo de protección, a cuantas mujeres hermosas oaceptables a su lado pasaban. Un escaparate deperfumería de buen tono le sugirió una ideafeliz: había echado sus canas al aire de una ma-

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nera indecorosa, sin aliñarlas y componerlascon el negro disimulo del tinte, y aquella her-mosa tienda le ofrecía ocasión de remediar tangrave falta, inaugurando allí la campaña derestauración de su existencia, que debía co-menzar por la restauración de su averiado ros-tro. Allí cambió, pues, el primer billete de laresma que le diera D. Romualdo Cedrón; des-pués de hacerse presentar diferentes artículos,hizo provisión abundante de los que creía másnecesarios, y pagando sin regateo, ordenó quele llevasen a la casa de Doña Francisca el volu-minoso paquete de sus compras de drogueríaolorosa y colorante.

Al salir de allí, pensaba en la convenienciade procurarse pronto una casa de huéspedesdecente y no muy cara, apropiada a la pensiónque disfrutaba, pues de ningún modo se exce-dería en sus gastos. A los dormitorios de Ber-narda no volvería más, como no fuera a pagarlelas siete noches debidas, y a decirle cuatro ver-

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dades. Y divagando y haciendo risueños cálcu-los, llegó la hora en que el estómago empezó aindicarle que no se vive sólo de ilusiones. Pro-blema: ¿dónde comería? La idea de meterse enun restaurant de los buenos fue prontamentedesechada. Imposible presentarse hecho untipo. ¿Iría, siguiendo la rutina de sus tiemposmiserables, al figón de Boto? ¡Oh, no!... Siemprele habían visto allí teñido. Extrañarían verle enrepentina vejez, lleno de canas... Por fin,acordándose de que debía al honrado Boto unpiquillo de anteriores comistrajos, creyó quedebía ir allí, y corresponder con un pago pun-tual a la confianza del dueño del establecimien-to, dándole la excusa de su grave enfermedad,que bien claramente en su despintado rostro sepintaba. Encaminó sus pasos a la calle del AveMaría, y entró un poquillo avergonzado en lataberna, haciendo como que se sonaba, al atra-vesar la pieza exterior, para taparse la cara conel pañuelo. Estrecho y ahogado es aquel recintopara la mucha parroquia que a él concurre,

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atraída por la baratura y buen condimento delos guisotes que allí se despachan. A la taberna,propiamente dicha, no muy grande, sigue unpasillo angosto, donde también hay mesa, consu banco pegado a la pared, y luego una estan-cia reducida y baja de techo a la cual se subepor dos escalones, con dos mesas largas a unlado y otro, sin más espacio entre ambas que elpreciso para que entre y salga el chiquillo quesirve. En esta parte del establecimiento se poníasiempre Ponte, creyéndose allí más apartado dela curiosidad y el fisgoneo de los consumidores,y ocupaba el hueco de mesa que veía libre, si enefecto lo había, pues se daban casos de estartodo completo, y los parroquianos como sardi-nas en banasta.

Aquella tarde, noche ya, se coló Frasquito enel departamento interior con buena suerte, puesno había dentro más que tres personas, y unade las mesas estaba vacía. Sentose en el rincón,junto a la puerta, sitio muy recogido, en el cual

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no era fácil que le vieran desde el público, esdecir, desde la taberna, y... Otro problema: ¿quépediría? Ordinariamente, el aflictivo estado desu peculio le obligaba a limitarse a un real deguisado, que con pan y vino representaba ungasto total de cuarenta céntimos, o a igual ra-ción de bacalao en salsa. Uno u otro condumio,con el pan alto, que aprovechaba hasta la últi-ma miga, comiéndoselo con el caldo y la ra-cioncita de vino, le ofrecían una alimentaciónsuficiente y sabrosa. En ciertos días solía cam-biar el guiso por el estofado, y en ocasionesmuy contadas, por la pepitoria. Callos, caraco-les, albóndigas y otras porquerías, jamás lasprobó.

Bueno: pues aquella noche pidió al chico re-lación completa de lo que había, y mostrándoseindeciso, como persona desganada que no en-cuentra manjar bastante incitante para desper-tar su apetito, se resolvió por la pepitoria. «¿Leduelen a usted las muelas, Sr. de Ponte? -

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preguntole el chico, viendo que no se quitaba elpañuelo de la cara.

-Sí, hijo... un dolor horrible. No me traigaspan alto, sino francés».

Frente a Frasquito se sentaban dos que co-mían guisado, en un solo plato grande, raciónde dos reales, y más allá, en el ángulo opuesto,un individuo que despachaba pausada y metó-dicamente una ración de caracoles. Era verda-deramente el tal una máquina para comerlos,porque para cada pieza empleaba de un modoinvariable los mismos movimientos de la boca,de las manos y hasta de los ojos. Cogía el mo-lusco, lo sacaba con un palito, se lo metía en laboca, chupaba después el agüilla contenida enla cáscara, y al hacer esto dirigía una miradarencorosa a Frasquito Ponte; luego dejaba lacáscara vacía y cogía otra llena, para repetir lamisma función, siempre a compás, con igual-dad de gestos y mohines al sacar el bicho, y alcomerlo, con igualdad de miradas: una de sim-

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patía hacia el caracol en el momento de cogerlo;otra de rencor hacia Frasquito en el momentode chupar.

Pasó tiempo, y el hombre aquel, de rostrojimioso y figura mezquina, continuaba acumu-lando cáscaras vacías en un montoncillo, quecrecía conforme mermaba el de las llenas; yPonte, que le tenía delante, principiaba a in-quietarse de las miradas furibundas que comofigurilla mecánica de caja de música le echaba,a cada vuelta de manubrio, el comedor de cara-coles.

-XXXV-Sentía Ponte Delgado vivas ganas de pedir

explicaciones al tipo aquel por su mirar imper-tinente. La causa de este no podía ser otra que

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la novedad que Frasquito ofrecía al público conel despintado de su rostro, y el buen caballerose decía: «¿Pero qué le importa a nadie que yome arregle o deje de arreglarme? Yo hago de mifisonomía lo que me da la gana, y no estoyobligado a dar gusto a los señores, presentán-doles siempre la misma cara. Con la vieja, lomismo que con la joven, sé yo hacerme respetary dejar bien puesto mi decoro». Ya se proponíacontraponer al mirar cargantísimo de aquelpunto una ojeada de desprecio, cuando el delos caracoles, vaciado, comido y chupado elúltimo, y puesta la cáscara en su sitio, pagó elgasto; se colocó en los hombros la capa, que sele había caído; encasquetose la gorrilla, y le-vantándose se fue derecho al desteñido caballe-ro, y con muy buen modo le dijo: «Sr. de Ponte,perdóneme que le haga una pregunta».

Por el tono cordial del individuo, compren-dió Frasquito que era un infeliz, de estos que

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expresan con el modo de mirar todo lo contra-rio de lo que son.

«Usted dirá...

-Perdóneme, Sr. de Ponte... Quería saber,siempre que usted no lo lleve a mal, si es ver-dad que Antonio Zapata y su hermana hantenido una herencia de tantismos millones.

-Hombre, tanto como de millones, no creo...Diré a usted: mi parte en la herencia, como laque también disfruta Doña Francisca Juárez, nopasa de una pensión, cuya cuantía no sabemosaún a punto fijo. Pero podré darle a usted de-ntro de poco noticias exactas. ¿Por casualidades usted periodista?

-No, señor: soy pintor heráldico.

-¡Ah! Yo creí que era usted de estos que ave-riguan cosas para ponerlas en los periódicos.

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-Lo que yo pongo es anuncios. Porque comoel arte heráldico está tan por los suelos, me de-dico al corretaje de reclamos y avisos... Antonioy yo trabajamos en competencia, y nos hacemosuna guerra espantosa. Por eso, al saber queZapata es rico, quiero que usted influya con élpara que me traspase sus negocios. Soy viudo ytengo seis hijos».

Al decir esto, poniendo en su tono tanta sin-ceridad como hombría de bien, clavaba en elrostro de su interlocutor una mirada semejantea la del asesino en el momento de dar el golpe asu víctima. Antes de que Ponte le contestara,prosiguió diciendo: «Yo sé que usted es amigode la familia, y que habla con Doña Obdulia... Ya propósito: Doña Obdulia, o su señora madre,ahora que son ricas, querrán sacar título. Yo queellas lo sacaría, siendo, como son, de la Gran-deza de España. Pues que no se olvide usted demí, Sr. de Ponte... Aquí tiene mi tarjeta. Yo lescompongo el escudo y el árbol genealógico, y la

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ejecutoria en letra antigua, con iniciales en pur-purina, a menor precio que se lo haría el pintormás pintado. Puede usted juzgar de mi trabajopor los modelos que tengo en casa.

-Yo no puedo asegurarle a usted -dijo Fras-quito dándose mucha importancia, con un pali-llo entre los dientes-, que saquen título ni queno saquen título. Nobleza les sobra para ellopor los cuatro costados, pues así los Juárez,como los Zapatas, y los Delgados y Pontes, sonde lo más alcurniado de Andalucía.

-Los Pontes tienen una puente sínople sobregules, y cuarteles de azur y oro...

-Verdad... Por mi parte no pienso sacar títu-lo, ni mi herencia es para tanto... Esas señoras,no sé... Obdulia merece ser Duquesa, y lo es porla figura y el tono, aunque no se decida a po-nerse la corona. De Emperatriz le corresponde,como hay Dios. En fin, yo no me meto... Y de-

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jando a un lado la heráldica, vamos a otra co-sa».

En esto, el de los caracoles se había sentadojunto a Frasquito, y con su mirar siniestro era elterror de los parroquianos que les rodeaban.

«Puesto que usted se dedica al corretaje deanuncios, ¿podría indicarme una buena casa dehuéspedes?...

-Precisamente hoy he hecho dos... Aquí lastengo en mi cartera para Imparcial y Liberal.Entérese usted... Son de lo bueno: 'habitacioneshermosas, comida a la francesa, cinco platos...treinta reales'.

-Me convendría más barata... de catorce odiez y seis reales.

-También las hago... Mañana podré darle unalista de seis lo menos, todas de confianza».

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Les cortó el diálogo la aparición repentinade Antonio Zapata, que entró sofocado, me-tiendo ruido, bromeando a gritos con el dueñodel establecimiento y con varios parroquianos.Subió al cuarto interior, y tirando sobre la mesala voluminosa cartera que llevaba, y echándoseatrás el sombrero, se sentó junto a Frasquito yel de los caracoles.

«¡Vaya una tarde, caballeros, vaya una tarde!-exclamó fatigado; y al chiquillo que servía ledijo-: No tomo nada. He comido ya... Mi señoramadre nos ha metido en el cuerpo una gallina ami mujer y a mí... y encima tira de Champagne...y tira de bartolillos.

-¡Chico, quién te tose ahora!... -le dijo el delos caracoles, la palabra dulce, el mirar terrorí-fico-. Y es preciso que me des pronto una razón:¿me cedes o no me cedes tu negocio?

-¡Buena se puso mi mujer cuando le propuseno trabajar más! Creí que me mordía y que me

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sacaba los ojos. Nada: que seguiremos lo mis-mo, ella en su máquina, yo en mis anuncios,porque eso de la herencia no sabemos qué pate-ta será... Amigo Ponte, ¿conoce usted esa fincade la Almoraima? ¿Cuánto nos dará de renta?

-No puedo precisarlo -replicó Frasquito-. Séque es una magnífica posesión, con monte, po-trero, tierras de sembradura, ainda mais, el me-jor puesto de Andalucía para codornices, cuan-do van a pasar el Estrecho.

-Allá nos iremos una temporada... Pero mimujer, ni pa Dios quiere que deje yo este oficiode pateta. Aguántate por ahora, Polidura, quecon mi Juliana no se juega: le tengo más miedoque a una leona con hambre... Y cuéntame,¿qué has hecho hoy?... ¡Ah! ya no me acordaba:mi madre quiere comprar una araña...

-¡Una araña!

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-Sí, hombre, o lámpara colgante para el co-medor. Me ha dicho si sabemos de alguna bue-na y vistosa, de lance...

-Sí, sí -replicó Polidura-. En la almoneda dela calle de Campomanes la tenemos.

-Otra... También quiere saber si se propor-cionarán alfombras de moqueta y terciopelo enbuen uso.

-Eso, en la almoneda de la Plaza de Celen-que. Aquí lo tengo: 'Todo el mobiliario de unacasa. Horas, de una a tres. No se admiten pren-deros'.

-Mi hermana, que, entre paréntesis, sezampó esta tarde media gallina, lo que quierees un landó de cinco luces...

-¡Atiza!

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-Yo he aconsejado a Obdulia -indicó Frasqui-to con gravedad-, que no tenga cocheras, que seentienda con un alquilador.

-Claro... Pero no dará pa tanto el cortijo depateta. ¡Landó de cinco luces! Y que tiren de éllas burras de leche del señó Jacinto».

Soltó la risa Polidura; mas notando que alalgecireño le sabían mal aquellas bromas, quisovariar de conversación al instante. El desver-gonzado Antonio Zapata se permitió decir aPonte: «Con franqueza, D. Frasco: creo que estáusted mejor así.

-¿Cómo?

-Sin betún. Bonita figura de caballero ancia-no y respetable. Convénzase de que con el tinteno consigue usted parecer joven; lo que parecees... un féretro.

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-Querido Antonio -replicó Ponte haciendorepulgos con boca y nariz para disimular su ira,y figurar que seguía la broma-, nos gusta a losviejos espantar a los muchachos para que... pa-ra que nos dejen en paz. Los chicos del día, porquerer saberlo todo, no saben nada...».

El pobre señor, azarado, no sabía qué decir.Sus tonterías envalentonaron a Zapata, queprosiguió mortificándole:

«Y ahora que estamos en fondos, amigo Pon-te, lo primero que tiene usted que hacer es jubi-lar el sarcófago.

-¿Qué?

-El sombrero de copa que tiene usted paralos días de fiesta, y que es de la moda que segastaba cuando ahorcaron a Riego.

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-¿Qué entiende usted de modas? Estas se re-nuevan, y las formas de ayer vuelven a llevarsemañana.

-Así será en la ropa; pero en las personas, elque pasó, pasado se queda. No le quedan austed más que los pinreles. Los juanetes quedebía tener en ellos, se le han subido a la cabe-za... Sí, sí... yo digo que usted piensa con loscallos».

Ya le faltaba poco a Frasquito para estallaren ira, y de fijo le hubiera tirado a la cabeza elplato, el vaso de vino y hasta la mesa, si Polidu-ra no tratara de atenuar la maleante burla conestas palabras conciliadoras: «Cállate, tonto,que el Sr. de Ponte no ha entrado en Villavieja, ylleva sus añitos mejor que nosotros.

-No es viejo, no... Es de cuando Fernando VIIgastaba paletot... Pero, en fin, si se ofende, mecallo... Sr. de Ponte, sabe que se le quiere, y quesi gasto estas bromas es por pasar el rato. No

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haga usted caso, maestro, y hablemos de otracosa.

-Sus chanzas son un poco impertinentes -dijo Frasquito con dignidad-, y si quiere, irres-petuosas... Pero es usted un chiquillo, y...

-¡Pata!... Ea, se acabó. Voy a preguntarle unacosa, respetable Sr. de Ponte: ¿en qué emplearáusted los primeros cuartos de la pensión?

-En una obra de justicia y de caridad. Lecompraré unas botas a Benina cuando parezca,si parece, y un traje nuevo.

-Pues yo le compraré un vestido de odalisca.Es lo que le cuadra, desde que se ha dedicado ala vida mora.

-¿Qué dice usted? ¿Se sabe dónde está eseángel?

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-Ese ángel está en el Pardo, que es el Paraísoa donde son llevados los angelitos que pidenlimosna sin licencia.

-Bromas de usted.

-¡Humoradas de la vida, Sr. de Ponte! Yosabía que la Nina se arrimaba a la puerta deSan Sebastián, por pescar algún ochavo... Lanecesidad es terrible consejera. ¡Cuando la po-bre Nina lo hacía!... Pero yo no supe hasta hoyque anda emparejada con un moro ciego, y quede ahí le viene su perdición.

-¿Está usted seguro de lo que dice?

-Lo he visto. A mamá no he querido decirlenada, porque no se disguste; pero... ya estoy altanto. En una redada que echaron los policías,cogieron a Nina y al otro, y les zamparon enSan Bernardino. De allí me les empaquetaronpara el Pardo, de donde me mandó Nina unpapelito, diciéndome que haga un empeño para

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que la suelten... Veréis lo que hice esta mañana:alquilé una bicicleta y me fui al Pardo... Antesque se me olvide: si sabe mi mujer que he pa-seado en bicicleta, tendremos bronca en casa.Tú, Polidura, ten cuidado de no venderme: yasabes cómo las gasta Juliana... Pues sigo: meplanté allá, y la vi: la pobre está descalza y conlos trapitos en jirones. Da pena verla. El moroes tan celoso, ¡Dios! que cuando me oyó hablarcon ella se puso frenético, y me quiso pegar...'Galán bunito -decía-, mí matar galán bunito'. Porno escandalizar, no le di un par de morradas...

-Yo no creo que Benina, a sus años... -indicóFrasquito tímidamente.

-¿Qué ha de hacer usted más que encontrarmuy naturales los pinitos de los ancianos?

-En fin -dijo Polidura, arrojando todo el fu-ror de su mirada sobre Antonio-, haz por sacar-la. Habrá que buscar un empeño en el Gobiernocivil.

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-Sí, sí... Gestionemos inmediatamente -propuso Ponte-. ¿Será todavía Gobernador PepeAlcañices?

-¡Hombre, por Dios! ¿Quién dice? ¿El Duquede Sexto? Usted se empeña en no pasar del añode la Nanita.

-Si eso es del tiempo de la guerra de África,Sr. de Ponte, o poco después -afirmó el de loscaracoles-. Yo me acuerdo... cuando la uniónliberal... Era Ministro de la Gobernación D. JoséPosada Herrera. Yo estaba en La Iberia con Cal-vo Asensio, Carlos Rubio y D. Práxedes... Puesapenas ha llovido desde entonces...

-Sea lo que quiera, señores -añadió Frasquitoponiéndose en la realidad-, hay que sacar aNina...

-Hay que sacarla.

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-Con su morito a rastras. Mañana mismo iréa ver a un amigo que tengo en la Delegación...Pero no se olviden: tú, Polidura, ten cuidado yno metas la pata... Si sabe Juliana que alquilé labicicleta, ya tengo máquina para un semestre.

-¿Va usted a volver al Pardo?...

-Puede. ¿Y usted, maneja el pedal?

-No lo he probado. En todo caso, yo iría acaballo.

-Anda, anda, y qué calladito se lo tenía.¿Monta usted a la inglesa o a la española?

-Yo no sé... Sólo sé que monto bien. ¿Quiereusted verlo?

-Hombre, sí... Vaya, una apuestita: si no serompe usted la cabeza, pago el alquiler del ca-ballo.

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-Y si usted no se desnuca en la máquina, lapago yo.

-Convenido. ¿Y tú, Polidura?

-¿Yo?... en el coche de San Francisco.

-Pues allá los tres. Sus convido a caracoles.

-Yo convido a lo que quieran -dijo Frasquitolevantándose-; y si conseguimos traernos a Ni-na y al riffeño, convite general.

-El disloque...».

-XXXVI-No se consolaba Doña Paca de la ausencia

de Nina, ni aun viéndose rodeada de sus hijos,que fueron a participar de su ventura, y a darle

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parte principal de la que ellos saboreaban conla herencia. Con aquel cambio de impresionesplacenteras, fácilmente se transportaba el espí-ritu de la buena señora al séptimo cielo, dondese le aparecían risueños horizontes; pero notardaba en caer en la realidad, sintiendo el vac-ío por la falta de su compañera de trabajos. Envano la volandera imaginación de Obduliaquería llevársela, cogida por los cabellos, a darvolteretas en la región de lo ideal. Dejábaseconducir Doña Francisca, por su natural aficióna estas correrías; pero pronto se volvía para acá,dejando a la otra, desmelenada y jadeante, denube en nube y de cielo en cielo. Había pro-puesto la niña a su mamá vivir juntas, con eldecoro que su posición les permitía. De hecho seseparaba de Luquitas, señalándole una pensiónpara que viviera; tomarían un hotel con jardín;se abonarían a dos o tres teatros; buscarían re-laciones y amistades de gente distinguida...«Hija, no te corras tanto, que aún no sabes loque te rentará tu mitad de la Almoraima; y

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aunque yo, por lo que recuerdo de esa hermosafinca, calculo que no será un grano de anís,bueno es que sepas qué tamaño ha de tener lasábana antes de estirar la pierna».

Al decir esto, hablaba la viuda de Zapatacon las ideas de la práctica Nina, que se reno-vaban en su mente y en ella lucían como lasestrellas en el Cielo. Por de pronto, Obduliadejó su casa de la calle de la Cabeza, instalán-dose con su madre, movida del propósito debuscar pronto vivienda mejor, nuevecita y ensitio alegre, hasta que llegara el día de sentarsus reales en el hotel que ambicionaba. Aunquemás moderada que su hija en el prurito degrandezas, sin duda por el vapuleo con que ladomara la implacable experiencia, Doña Pacase iba también del seguro, y creyéndose razo-nable, dejábase vencer de la tentación de adqui-rir superfluidades dispendiosas. Se le habíametido entre ceja y ceja la compra de una buenalámpara para el comedor, y hasta que viese

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satisfecho su capricho, no podía tener sosiego lapobre señora. El maldito Polidura le propor-cionó el negocio, encajándole un disforme ma-motreto, que apenas cabía en la casa, y que,colgado en su sitio, tocaba en la mesa con suscolgajos de cristal. Como pronto habían de te-ner casa de techos altos, esto no era inconve-niente. También le hizo adquirir el de los cara-coles unos muebles chapeados de palosanto, yalgunas alfombras buenas, que tuvieron elacierto de no colocar, extendiendo sólo retazosallí donde cabían, para darse el gusto de pisaren blando.

Obdulia no cesaba de dar pellizcos al tesorode su mamá para adquirir tiestos de bonitasplantas, en los próximos puestos de la Plazuelade Santa Cruz, y en dos días puso la casa quedaba gloria verla: los sucios pasillos se trocaronen vergeles, y la sala en risueño pensil. En pre-visión de la vida de hotel, adquirió tambiénplantas decorativas de gran tamaño, latanias,

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palmitos, ficus y helechos arborescentes. VeíaDoña Francisca con gozo la irrupción del reinovegetal en su triste morada, y ante tanta belle-za, sentía emociones propiamente infantiles,como si al cabo de la vejez volviera a jugar conlos nacimientos. «¡Benditas sean las flores -decía, paseándose por sus encantados jardines-,que dan alegría a las casas, y bendito sea Dios,que si no nos permite disfrutar del campo, nosconsiente, por poco dinero, que traigamos elcampo a casa!».

Todo el día se lo pasaba Obdulia cuidandosus macetas, y tanto las regaba, que en algúnmomento faltó poco para que se hiciera precisoatravesar a nado el trayecto desde la salita alcomedor. Ponte la incitaba con sus ponderacio-nes y aspavientos a seguir comprando flores, ya convertir su casa en Jardín Botánico, o pocomenos. Por cierto que el primero y segundo díade aquella vida nueva, tuvo que reñir DoñaPaca al buen Frasquito, porque siempre que

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salía se le olvidaba llevarle el libro de cuentasque le había encargado. El galán manido sedisculpaba con la muchedumbre de sus ocupa-ciones, hasta que una tarde entró con diversospaquetes de compras, y la dama rondeña vioentre estos el libro, del cual se apoderó al ins-tante con ganas de inaugurar en él la cuenta yrazón de un porvenir dichoso. «Pasaré en se-guida todo lo que tengo apuntado en este pape-lito -dijo-: lo que se trae de casa de Botín, laaraña, las alfombras, varias cosillas... medica-mentos... en fin, todito. Y ahora, hija mía, a vercómo me das nota clara de tanta y tanta flor,para apuntarlas ce por be, sin que se escape niuna hoja... Pon mucho cuidado para que salgael balance... ¿Verdad, Frasquito, que tiene quesalir el balance?».

Curiosa, como hembra, no pudo menos deguluzmear en los paquetes que llevó Ponte. «¿Aver qué trae usted ahí? Mire que no he de per-mitirle tirar el dinero. Veamos: un hongo cla-

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ro... Bien, me parece muy bien. A buen gustonadie le gana. Botas altas... ¡Hombre, qué ele-gantes! Vaya un pie: ya querrían muchas muje-res... Corbatas: dos, tres... Mira, Obdulia, québonita esta verde con motas amarillas. Un cin-turón que parece un corsé-faja. Bueno debe deser esto para evitar que crezca el vientre... Yesto ¿qué es?... ¡Ah! espuelas. Pero Frasquito,por Dios, ¿para qué quiere usted espuelas?

-Ya... es que va a salir a caballo -dijo Obduliagozosa-. ¿Pasará por aquí? ¡Ay, qué pena noverle!... ¿Pero a quién se le ocurre vivir en estecuartucho interior, sin un solo agujero a la ca-lle?

-Cállate, mujer, pediremos a la vecina, DoñaJusta, la profesora de partos, que nos permitapasar y asomarnos cuando el caballero nosronde la calle... ¡Ay, pobre Nina, cuánto se ale-graría también de verle!».

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Explicó Ponte Delgado su inopinado renacera la vida hípica, por el compromiso en que seveía de ir al Pardo en excursión de recreo convarios amigos, de la mejor sociedad. Él solo iba acaballo; los demás, a pie o en bicicleta. De lasdistintas clases de sport o deportes hablaron unrato con grande animación, hasta que les inte-rrumpió la entrada de Juliana, la mujer de An-tonio, que desde la noticia de la herencia fre-cuentaba el trato de su suegra y cuñada. Eramujer garbosa, simpática, viva de genio, de tezblanca y magnífico pelo negro, peinado conarte. Cubría su cuerpo con mantón alfombrado,y la cabeza con pañuelo de seda de cuarteleschillones; calzaba preciosas botinas, y sus bajosdenotaban limpieza y un buen avío de ropa.«¿Pero esto es el Retiro, o la Alameda de Osu-na? -dijo al ver el enorme follaje de arbustos yflores-. ¿A qué viene tanta vegetación?

-Caprichos de Obdulia -replicó Doña Paca,que se sentía dominada por el carácter, ya

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enérgico, ya bromista, de su graciosa nuera-.Esta monomanía de hacer de mi casa un bos-que, me está costando un dineral.

-Doña Paca -le dijo su nuera cogiéndola solaen el comedor-, no sea usted tan débil de natu-ral, y déjese guiar por mí, que no he de enga-ñarla. Si hace caso de las bobadas de Obdulia,pronto se verá usted tan perdida como antes,porque no hay pensión que baste cuando faltael arreglo. Yo suprimiría el bosque y las fieras...dígolo por ese orangután mal pintao que hantraído ustedes a casa, y que deben poner en lacalle más pronto que la vista.

-El pobre Ponte se va mañana a su casa dehuéspedes.

-Déjese llevar por mí, que entiendo del go-bierno de una casa... Y no me salga con la ma-traca del librito de llevar cuentas. La personaque tiene el arreglo en su cabeza, no necesitaapuntar nada. Yo no sé hacer un número, y ya

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ve cómo me las compongo. Siga mi consejo:múdese a un cuarto baratito, y viva como unapensionista de circunstancias, sin echar humosni ponerse a farolear. Haga lo que yo, que meestoy donde estaba, y no dejaré mi trabajo hastaque no vea claro eso de la herencia, y me enterede lo que da de sí el cortijo. Quítele a su hija dela cabeza lo del hotel si no quieren verse porpuertas, y tome una criada que les guise, y atajeel chorro de dinero que se va todos los días a latienda de Botín».

Conforme con estas ideas se mostraba DoñaFrancisca, asintiendo a todo, sin atreverse acontradecirla ni a oponer una sola objeción atan juiciosos consejos. Sentíase oprimida bajo laautoridad que las ideas de Juliana revelabancon sólo expresarse, y ni la ribeteadora se dabacuenta de su influjo gobernante, ni la suegra dela pasividad con que se sometía. Era el eternopredominio de la voluntad sobre el capricho, yde la razón sobre la insensatez.

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«Esperando que vuelva Nina -indicó tími-damente la señora-, he pedido a Botín...

-No piense usted más en la Nina, Doña Paca,ni cuente con ella aunque la encontremos, queya lo voy dudando. Es muy buena, pero ya estácaduca, mayormente, y no le sirve a usted paranada. Además, ¿quién nos dice que quiere vol-ver, si sabemos que por su voluntad se ha ido?Le gusta andar de pingo, y no hará usted carre-ra de ella como la prive de estarse la mitad deldía tomando medida a las calles».

Para no perder ripio, insistió Juliana en larecomendación que ya había hecho a su suegrade una buena criada para todo. Era su primaHilaria, joven, fuerte, limpia y hacendosa... y defiel no se dijera. Ya vería pronto la diferienciaentre la honradez de Hilaria y las rapiñas deotras.

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«¡Ay!... Pero es muy buena la Nina -exclamóDoña Paca, rebulléndose bajo las garras de laribeteadora, para defender a su amiga.

-Muy buena, sí, y debemos socorrerla... Nofaltaba más... darle de comer... Pero créame,Doña Paca, no hará usted nada de provecho sinmi prima. Y para que no dude más, y se quitequebraderos de cabeza, esta misma tarde, ano-checido, se la mando.

-Bueno, hija, que venga, y se encargará de lacasa... Y a propósito: aquí hay una gallina asadaque se va a perder. Ya me indigesta tanta galli-na. ¿Quieres llevártela?

-¿Cómo no? Venga.

-También quedaron cuatro chuletas. Ponteha comido fuera.

-Vengan.

-¿Te lo mando con Hilaria?

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-No, que me lo llevo yo misma. Vamos a vercómo me arreglo. Lo pongo todo en un plato, yel plato en una servilleta... así; agarro mis cua-tro puntas...

-¿Y este pedazo de pastel?... Es riquísimo.

-Lo envuelvo en un periódico, y ¡hala, que estarde! Y toda esta fruta, ¿para qué la quiere?Pues apenas ha traído manzanas y naranjas...Deme acá... las pongo en mi pañuelo...

-Vas a ir cargada como un burro.

-No importa... ¡A lo que estamos, tuerta!Mañana vendré por aquí, a ver cómo anda esto,y a decirle a usted lo que tiene que hacer... Pe-ro, cuidadito, que no salgamos con echarse enel surco y volver a las andadas. Porque si miseñora suegra se tuerce en cuanto yo vuelva laespalda, y empieza a derrochar y hacer dispara-tes...

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-No, no, hija... ¡Qué cosas tienes!

-Claro, que si se me dice tanto así, yo no memeto en nada. Con su pan se lo coma, y cadapalo aguante su vela. Pero yo quiero que ustedtenga conduta y no pase malos ratos, ni se vea,como hasta ahora, entre las uñas de los usure-ros.

-¡Ay, si cuanto dices es la pura razón! Tú síque sabes, tú sí que vales, Juliana. Cierto quetienes el geniecillo un poco fuerte; pero ¿quiénno ha de alabártelo, si con ese ten con ten hasdomado a mi Antonio? De un perdido hashecho un hombre de bien.

-Porque no me achico; porque desde el pri-mer día le administré el bautismo de los cincomandamientos; porque le chillo en cuanto leveo cerdear un poco; porque le hago andar de-recho como un huso, y me tiene más miedo quelos ladrones a la Guardia civil.

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-¡Y cómo te quiere!

-Es natural. Se hace una querer del marido,enjaretándose los calzones como me los enjare-to yo... Así se gobiernan las casas chicas y lasgrandes, señora, y el mundo.

-¡Qué salero tienes!

-Alguna sal me ha puesto Dios, sobre todoen la mollera. Ya lo irá usted conociendo. Ea,que me marcho. Tengo que hacer en casa».

Mientras esto hablaban suegra y nuera, en lasalita Obdulia y Ponte departían acerca deaquella, diciendo la niña que jamás perdonaríaa su hermano haber traído a la familia una per-sona tan ordinaria como Juliana, que decía dife-riencia, petril y otras barbaridades. No haríannunca buenas migas. Al despedirse, Juliana diobesos a Obdulia, y a Frasquito un apretón demanos, ofreciéndose a plancharle las camisolas,al precio corriente, y a volverle la ropa, por lo

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mismo o menos de lo que le llevaría el sastremás barato. Además, también sabía ella cortarpara hombre; y si quería probarlo, encargáraleun traje, que de fijo no saldría menos eleganteque el que le hicieran los cortadores de portalque a él le vestían. Toda la ropa de su Antoniose la hacía ella, y que dijeran si andaba mal elchico... ¡a ver! Pues a su tío Bonifacio le habíahecho una americana que estrenó para ir alpueblo (Cadalso de los Vidrios) el día del San-to, y tanto gustó allí la prenda, que se la pidióprestada el alcalde para cortar otra por ella. Diolas gracias Ponte, mostrándose escéptico, congalantería, en lo concerniente a las aptitudes delas señoras para la confección de ropa masculi-na, y la despidieron todos en la puerta,ayudándola a cargarse los diversos bultos, ata-dijos y paquetes que gozosa llevaba.

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-XXXVII-No queriendo ser Obdulia inferior a su cu-

ñada, ni aparecer en la casa con menos autori-dad y mangoneo que la intrusa chulita, dijo asu madre que no podrían arreglarse decorosa-mente con una criada para todo, y pues Julianaimpuso la cocinera, ella imponía la doncella...¡así! Discutieron un rato, y tales razones dio laniña en apoyo de la nueva funcionaria, que notuvo más remedio Doña Francisca que recono-cer su necesidad. Sí, sí: ¿cómo se habían de pa-sar sin doncella? Para desempeñar cargo tanimportante, había elegido ya Obdulia a unamuchacha finísima educada en el servicio decasas grandes, y que se hallaba libre a la sazón,viviendo con la familia del dorador y adornistade la Empresa fúnebre. Llamábase Daniela, erauna preciosidad por la figura, y un portento deactividad hacendosa. En fin, que Doña Paca,con tal pintura, deseaba que fuese pronto la

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doncella fina para recrearse en el servicio que lehabía de prestar.

Por la noche llegó Hilaria, que se inauguródando a Doña Francisca un recado de Juliana,el cual parecía más bien una orden. Decía suprima que no pensara la señora en hacer máscompras, y que cuando notase la falta de algu-na cosa necesaria, le avisase a ella, que sabíacomo nadie tratar el género, y sacarlo bueno yarreglado. Ítem: que reservase la señora la mi-tad lo menos del dinero de la pensión, para irdesempeñando las infinitas prendas de ropa yobjetos diversos que estaban en Peñíscola, dan-do la preferencia a las papeletas cuyo venci-miento estuviese al caer, y así en pocos mesespodría recobrar sin fin de cosas de mucha utili-dad. Celebró Doña Paca la feliz advertencia deJuliana, que era la previsión misma, y ofrecióseguirla puntualmente, o más bien obedecerla.Como tenía la cabeza tan mareada, efecto de losinauditos acontecimientos de aquellos días, de

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la ausencia de Benina, y ¿por qué no decirlo?del olor de las flores que embalsamaban la casa,no le había pasado por las mientes el revisar lasresmas de papeletas que en varios cartapaciosguardaba como oro en paño. Pero ya lo haría, síseñora, ya lo haría... y si Juliana quería encar-garse de comisión tan fastidiosa como el des-empeñar, mejor que mejor. Contestó la nuevacocinera que lo mismo servía ella para el casoque su prima, y acto continuo empezó a dispo-ner la cena, que fue muy del gusto de DoñaPaca y de Obdulia.

Al día siguiente se agregó a la familia ladoncella; y tan necesarios creían hija y madresus servicios, que ambas se maravillaban dehaber vivido tanto tiempo sin echarlos de me-nos. El éxito de Daniela el primer día fue, pues,tan franco y notorio como el de Hilaria. Todo lohacía bien, con arte y presteza, adivinando losgustos y deseos de las señoras para satisfacerlosal instante. ¡Y qué buenos modos, qué dulce

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agrado, qué humildad y ganas de complacer!Diríase que una y otra joven trabajaban desa-fiadas y en competencia, apostando a cuál con-quistaría más pronto la voluntad de sus amas.Doña Francisca estaba en sus glorias, y lo únicoque la afligía era la estrechez de la habitación,en la cual las cuatro mujeres apenas podíanrevolverse.

Juliana, la verdad sea dicha, no vio con bue-nos ojos la entrada de la doncella, que malditala falta que hacía; pero por no chocar tan pron-to, no dijo nada, reservándose el propósito deplantarla en la calle cuando se consolidase unpoco más el dominio que había empezado aejercer. En otras materias aconsejó y llevó a lapráctica disposiciones tan atinadas, que lamisma Obdulia hubo de reconocerla como ma-estra en arte de gobierno. Ocupábanse ademásen buscarles casa; pero con tales condiciones decomodidad, ventilación y baratura la quería,que no era fácil decidirse hasta no revolver bien

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todo Madrid. Claro es que Frasquito ya se hab-ía ido con viento fresco a su casa de pupilos(Concepción Jerónima, 37), y tan contento elhombre. No tenía Doña Paca habitación para él,y aun acomodarle en el pasillo habría sido difí-cil, por estar lleno de plantas tropicales y alpes-tres; además, no era pertinente ni decoroso queun señor reputado por elegante y algo calavera,viviese en compañía de cuatro mujeres solas,tres de las cuales eran jóvenes y bonitas. Fiel ala estimación que a Doña Francisca debía, lavisitaba Ponte diariamente mañana y tarde, yun sábado anunció para el siguiente domingola excursión al Pardo, en que se proponía re-verdecer sus aficiones y habilidades caballeres-cas.

¡Con qué placer y curiosidad salieron lascuatro al balcón prestado del vecino para ver aljinete! Pasó muy gallardo y tieso en un caballo-te grandísimo, y saludó y dio varias vueltas,parando el caballo y haciendo mil monerías.

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Agitaba Obdulia su pañuelo, y Doña Paca, en laefusión de su amistoso cariño, no pudo menosde gritarle desde arriba: «Por Dios, Frasquito,tenga mucho cuidado con esa bestia, no vaya atirarle al suelo y a darnos un disgusto».

Picó espuelas el diestro jinete, trotando haciala calle de Toledo para tomar la de Segovia yseguir por la Ronda hasta incorporarse con susamigos en la Puerta de San Vicente. Cuatrojóvenes de buen humor formaban con AntonioZapata la partida de ciclistas en aquella excur-sión alegre, y en cuanto divisaron a Ponte y sugigantesca cabalgadura, saludáronle con vítoresy cuchufletas. Antes de partir en dirección a laPuerta de Hierro, hablaron Frasquito y Zapatadel asunto que principalmente les reunía, di-ciendo este que al fin, con no pocas dificulta-des, había conseguido la orden para que fuesenpuestos en libertad Benina y su moro. Partierongozosos, y a lo largo de la carretera empezó elmatch entre el jinete del caballo de carne y los

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del de hierro, animándose y provocándoserecíprocamente con alegres voces e imprecacio-nes familiares. Uno de los ciclistas, que eracampeón laureado, iba y venía, adelantándosea los otros, y todos corrían más veloces que eljamelgo de Frasquito, quien tenía buen cuidadode no hacer locuras, manteniéndose en un pasoy trote moderados.

Nada les ocurrió en el viaje de ida. Reunidosallá con Polidura y otros amigos pedestres, quehabían salido con la fresca, almorzaron gozo-sos, pagando por mitad, según convenio, Fras-quito y Antonio; visitaron rápidamente el reco-gimiento de pobres, sacaron a los cautivos, y ala tarde se volvieron a Madrid, echando pordelante a Benina y Almudena. No quiso Diosque la vuelta fuese tan feliz como la ida, porqueuno de los ciclistas, llamado, y no por malnombre, Pedro Minio, de la piel del diablo, habíaempinado el codo más de la cuenta en el al-muerzo, y dio en hacer gracias con la máquina,

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metiéndose y sacándose por angosturas peli-grosas, hasta que en uno de aquellos pasos fuea estrellarse contra un árbol, y se estropeó unamano y un pie, quedándose inutilizado paracontinuar pedaleando. No pararon aquí las des-dichas, y más acá de la Puerta de Hierro, yacerca de los Viveros, el corcel de Frasquito, quesin duda estaba ya cargado del vertiginoso gi-rar con que las bicicletas pasaban y repasabandelante de sus ojos, sintiéndose además malgobernado, quiso emanciparse de un jineteridículo y fastidioso. Pasaron unas carretas debueyes con carga de retama y carrasca para loshornos de Madrid, y ya fuera que se espantaseel jaco, ya que fingiera el espanto, ello es queempezó a dar botes y más botes, hasta quelogró despedir hacia las nubes a su elegantecaballero. Cayó el pobre Ponte como un sacomedio vacío, y en el suelo se quedó inmóvil,hasta que acudieron sus amigos a levantarle.Herida no tenía, y por fortuna tampoco sufriógolpe de cuidado en la cabeza, porque conser-

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vaba su conocimiento, y en cuanto le pusieronen pie empezó a dar voces, rojo como un pavo,apostrofando al carretero que, según él, habíatenido la culpa del siniestro. Aprovechando laconfusión, el caballo, ansioso de libertad, es-capó desbocado hacia Madrid, sin dejarse cogerde los transeúntes que lo intentaron, y en pocosminutos Zapata y sus amigos le perdieron devista.

Ya habían traspuesto Benina y Almudena,en su tarda andadura, la línea de los Viveros,cuando la anciana vio pasar veloz como el vien-to, el jamelgo de Ponte, y comprendió lo quehabía pasado. Ya se lo temía ella, porque noestaba Frasquito para tales bromas, ni su edadle consentía tan ridículos alardes de presun-ción. Mas no quiso detenerse a saber lo ciertodel lance, porque anhelaba llegar pronto a Ma-drid para que descansase Almudena, que sufríade calenturas y se hallaba extenuado. Paso apaso avanzaron en su camino, y en la Puerta de

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San Vicente, ya cerca de anochecido, sentáronsea descansar, esperando ver pasar a los expedi-cionarios con la víctima en una parihuela. Perono viéndoles en más de media hora que allíestuvieron, continuaron su camino por la Vir-gen del Puerto, con ánimo de subir a la calleImperial por la de Segovia. En lastimoso estadoiban los dos: Benina descalza, desgarrada ysucia la negra ropa; el moro envejecido, la caraverde y macilenta; uno y otro revelando en susdemacrados rostros el hambre que habían pa-decido, la opresión y tristeza del forzado encie-rro en lo que más parece mazmorra que hospi-cio.

No podía apartar la Nina de su pensamientola imagen de Doña Paca, ni cesaba de figurarse,ya de un modo, ya de otro, el acogimiento queen su casa tendría. A ratos esperaba ser recibidacon júbilo; a ratos temía encontrar a Doña Fran-cisca furiosa por el aquel de haber ella pedidolimosna, y, sobre todo, por andar con un moro.

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Pero nada ponía tanta confusión y barullo en sumente como la idea de las novedades que habíade encontrar en la familia, según Antonio convagas referencias le dijera al salir del Pardo.¡Doña Paca, y él, y Obdulia eran ricos! ¿Cómo?Ello fue cosa súbita, traída de la noche a la ma-ñana por D. Romualdo... ¡Vaya con Don Ro-mualdo! Le había inventado ella, y de los senosobscuros de la invención salía persona de ver-dad, haciendo milagros, trayendo riquezas, yconvirtiendo en realidades los soñados donesdel Rey Samdai ¡Quia! Esto no podía ser. Ninadesconfiaba, creyendo que todo era broma delguasón de Antoñito, y que en vez de encontrara Doña Francisca nadando en la abundancia, laencontraría ahogándose, como siempre, en unmar de trampas y miserias.

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-XXXVIII-Temblorosa llegó a la calle Imperial, y

habiendo mandado al moro que se arrimara ala pared y la esperase allí, mientras ella subía yse enteraba de si podía o no alojarle en la quefue su casa, le dijo Almudena: «No bandonar túmí, amri.

-¿Pero estás loco? ¿Abandonarte yo ahoraque estás malito, y los dos andamos tan de capacaída? No pienses tal desatino, y aguárdame.Te pondré ahí enfrente, a la entrada de la callede la Lechuga.

-¿No n'gañar tú mí? ¿Golver ti pronta?

-En seguidita que vea lo que ocurre por arri-ba, y si está de buen temple mi Doña Paca».

Subió Nina sin aliento, y con gran ansiedadtiró de la campanilla. Primera sorpresa: le abrióla puerta una mujer desconocida, jovenzuela,

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de tipito elegante, con su delantal muy pulcro.Benina creía soñar. Sin duda los demonios hab-ían levantado en peso la casa para cargar conella, dejando en su lugar otra que parecía lamisma y era muy diferente. Entró la prófugasin preguntar, con no poco asombro de Daniela,que al pronto no la conoció. ¿Pero qué signifi-caban, qué eran, de dónde habían salido aque-llos jardines, que formaban como alameda depreciosos arbustos desde la puerta, en todo lolargo del pasillo? Benina se restregaba los ojos,creyendo hallarse aún bajo la acción de lasestúpidas somnolencias del Pardo, en las féti-das y asfixiantes cuadras. No, no; no era aque-lla su casa, no podía ser, y lo confirmaba la apa-rición de otra figura desconocida, como de co-cinera fina, bien puesta, de semblante altane-ro... Y mirando al comedor, cuya puerta al ex-tremo del pasillo se abría, vio... ¡Santo Dios, quémaravilla, qué cosa...! ¿Era sueño? No, no, quebien segura estaba de verlo con los ojos corpo-rales. Encima de la mesa, pero sin tocar a ella,

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como suspendido en el aire, había un montón depiedras preciosas, con diferentes brillos, luces ymatices, encarnadas unas, azules o verdesotras. ¡Jesús, qué preciosidad! ¿Acaso DoñaPaca, más hábil que ella, había efectuado elconjuro del rey Samdai, pidiéndole y obtenien-do de él las carretadas de diamantes y zafiros?Antes de que pudiera comprender que todoaquel centellear de vidrios procedía de los col-gajos de la lámpara del comedor, iluminadospor una vela que acababa de encender DoñaPaca para revisar los cuchillos que de la casa depréstamos acababa de traerle Juliana, aparecióesta en la puerta del comedor, y cortando elpaso a la pobre vieja, le dijo entre risueña ydesabrida:

-«Hola, Nina. ¿tú por aquí? ¿Has parecidoya? Creímos que te habías ido al Congo... Nopases, no entres; quédate ahí, que nos vas aponer perdidos los suelos, lavados de esta tar-

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de... ¡Bonita vienes!... Quita allá esas patas, mu-jer, que manchas los baldosines...

-¿En dónde está la señora? -dijo Nina, vol-viendo a mirar los diamantes y esmeraldas, ydudando ya que fueran efectivos.

-La señora está aquí... Pero te dice que nopases, porque vendrás llena de miseria...».

En aquel momento apareció por otro lado laseñorita Obdulia, chillando: «Nina, bien venidaseas; pero antes de que entres en casa, hay quefumigarte y ponerte en la colada... No, no tearrimes a mí. ¡Tantos días entre pobres inmun-dos!... ¿Ves qué bonito está todo?».

Avanzó Juliana hacia ella sonriendo; pero altravés de la sonrisa, hubo de vislumbrar Ninala autoridad que la ribeteadora había sabidoconquistar allí, y se dijo: «Esta es la que ahoramanda. Bien se le conoce el despotismo». A lasarrogancias revestidas de benevolencia con que

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la acogió la tirana, respondió Nina que no seiría sin ver a su señora.

«Mujer, entra, entra -murmuró desde el fon-do del comedor, con voz ahogada por los sollo-zos la señora Doña Francisca Juárez.

Manteniéndose en la puerta, le contestó Be-nina con voz entera: «Aquí estoy, señora, y co-mo dicen que mancho los baldosines, no quieropasar; digo que no paso... Me han sucedidocosas que no le quiero contar por no afligirla...Lleváronme presa, he pasado hambres... hepadecido vergüenzas, malos tratos... Yo no hac-ía más que pensar en la señora, y en si tendríatambién hambre, y si estaría desamparada.

-No, no, Nina: desde que te fuiste, ¡mira quécasualidad! entró la suerte en mi casa... Pareceun milagro, ¿verdad? ¿Te acuerdas de lo quehablábamos, aburriditas en esta soledad, ¡ay! enaquellas noches de miseria y sufrimientos?Pues el milagro es una verdad, hija, y ya pue-

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des comprender que nos lo ha hecho tu DonRomualdo, ese bendito, ese arcángel, que en sumodestia no quiere confesar los beneficios quetú y yo le debemos... y niega sus méritos y vir-tudes... y dice que no tiene por sobrina a DoñaPatros... y que no le han propuesto para Obis-po... Pero es él, es él, porque no puede haberotro, no, no puede haberlo, que realice estasmaravillas».

Nina no contestó sílaba, y arrimándose a lapuerta, sollozaba.

«Yo de buena gana te recibiría otra vez aquí-afirmó Doña Francisca, a cuyo lado, en la som-bra, se puso Juliana, sugiriéndole por lo bajo loque había de decir-; pero no cabemos en casa, yestamos aquí muy incómodas... Ya sabes que tequiero, que tu compañía me agrada más queninguna... pero... ya ves... Mañana estaremos demudanza, y se te hará un hueco en la nuevacasa... ¿Qué dices? ¿Tienes algo que decirme?Hija, no te quejarás: ten presente que te fuiste

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de mala manera, dejándome sin una miga depan en casa, sola, abandonada... ¡Vaya con laNina! Francamente, tu conducta merece que yosea un poquito severa contigo... Y para que to-do hable en contra tuya, olvidaste los sanosprincipios que siempre te enseñé, largándotepor esos mundos en compañía de un morazo...Sabe Dios qué casta de pájaro será ese, y conqué sortilegios habrá conseguido hacerte olvi-dar las buenas costumbres. Dime, confiésamelotodo: ¿le has dejado ya?

-No, señora.

-¿Le has traído contigo?

-Sí, señora. Abajo está esperándome.

-Como eres así, capaz te creo de todo... ¡has-ta de traérmele a casa!

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-A casa le traía, porque está enfermo, y no levoy a dejar en medio de la calle -replicó Beninacon firme acento.

-Ya sé que eres buena, y que a veces tu bon-dad te ciega y no miras por el decoro.

-Nada tiene que ver el decoro con esto, ni yofalto porque vaya con Almudena, que es unpobrecito. Él me quiere a mí... y yo le miro co-mo un hijo».

La ingenuidad con que expresaba Nina supensamiento no llegó a penetrar en el alma deDoña Paca, que sin moverse de su asiento, ycon los cuchillos en la falda, prosiguió dicién-dole:

«No hay otra como tú para componer las co-sas, y retocar tus faltas hasta conseguir queparezcan perfecciones; pero yo te quiero, Nina;reconozco tus buenas cualidades, y no te aban-donaré nunca.

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-Gracias, señora, muchas gracias.

-No te faltará qué comer, ni cama en quédormir. Me has servido, me has acompañado,me has sostenido en mi adversidad. Eres bue-na, buenísima; pero no abuses, hija; no me di-gas que venías a casa con el moro de los dátiles,porque creeré que te has vuelto loca.

-A casa le traía, sí, señora, como traje a Fras-quito Ponte, por caridad... Si hubo misericordiacon el otro, ¿por qué no ha de haberla con este?¿O es que la caridad es una para el caballero delevita, y otra para el pobre desnudo? Yo no loentiendo así, yo no distingo... Por eso le traía; ysi a él no le admite, será lo mismo que si a míno me admitiera.

-A ti siempre... digo, siempre no... quiero de-cir... es que no tenemos hueco en casa... Somoscuatro mujeres, ya ves... ¿Volverás mañana?Coloca a ese desdichado en una buena fonda...no, ¡qué disparate! en el Hospital... No tienes

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más que dirigirte a D. Romualdo... Dile de miparte que yo le recomiendo... que lo mire comocosa mía... ¡ay, no sé lo que digo!... como cosatuya, y tan tuya... En fin, hija, tú verás... Puedeque os alberguen en la casa del Sr. de Cedrón,que debe ser muy grande... tú me has dicho quees un casetón enorme que parece un convento...Yo, bien lo sabes, como criatura imperfecta, notengo la virtud en el grado heroico que se nece-sita para alternar con la pobretería sucia y apes-tosa... No, hija, no: es cuestión de estómago yde nervios... De asco me moriría, bien lo sabes.¡Pues digo, con la miseria que traerás sobre ti!...Yo te quiero, Nina; pero ya conoces mi estóma-go... Veo una mota en la comida, y ya me re-vuelvo toda, y estoy mala tres días... Llévate turopa, si quieres mudarte... Juliana te dará lo quenecesites... ¿Oyes lo que te digo? ¿Por qué ca-llas? Ya, ya te entiendo. Te haces la humildepara disimular mejor tu soberbia... Todo te loperdono; ya sabes que te quiero, que soy buenapara ti... En fin, tú me conoces... ¿Qué dices?

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-Nada, señora, no he dicho nada, ni tengonada que decir -murmuró Nina entre dos sus-piros hondos-. Quédese con Dios.

-Pero no te irás enojada conmigo -añadió contrémula voz Doña Paca, siguiéndola a distanciaen su lenta marcha por el pasillo.

-No, señora... ya sabe que yo no me enfado...-replicó la anciana mirándola más compasivaque enojada-. Adiós, adiós».

Obdulia condujo a su madre al comedor di-ciéndole: «¡Pobre Nina!... Se va. Pues mira, a míme habría gustado ver a ese moro Muza yhablar con él... ¡Esta Juliana, que en todo quieremeterse!...».

Atontada por crueles dudas que desconcer-taban su espíritu, Doña Francisca no pudo ex-presar ninguna idea, y siguió revisando loscubiertos desempeñados. En tanto, Juliana,conduciendo a la Nina hasta la puerta con sua-

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ve opresión de su mano en la espalda de lamendiga, la despidió con estas afectuosas pala-bras: «No se apure, señá Benina, que nada ha defaltarle... Le perdono el duro que le presté lasemana pasada, ¿no se acuerda?

-Señora Juliana, sí que me acuerdo. Gracias.

-Pues bien: tome además este otro duro paraque se acomode esta noche... Váyase mañanapor casa, que allí encontrará su ropa...

-Señora Juliana, Dios se lo pague.

-En ninguna parte estará usted mejor que enla Misericordia, y si quiere, yo misma le hablaréa D. Romualdo, si a usted le da vergüenza. Do-ña Paca y yo la recomendaremos... Porque miseñora madre política ha puesto en mí toda suconfianza, y me ha dado su dinero para que selo guarde... y le gobierne la casa, y le suministrecuanto pueda necesitar. Mucho tiene que agra-decer a Dios por haber caído en estas manos...

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-Buenas manos son, señora Juliana.

-Vaya por casa, y le diré lo que tiene quehacer.

-Puede que yo lo sepa sin necesidad de queusted me lo diga.

-Eso usted verá... Si no quiere ir por casa...

-Iré.

-Pues, señá Benina, hasta mañana.

-Señora Juliana, servidora de usted».

Bajó de prisa los gastados escalones, ansiosade verse pronto en la calle. Cuando llegó juntoal ciego, que en lugar próximo le esperaba, lapena inmensa que oprimía el corazón de la po-bre anciana reventó en un llorar ardiente, an-gustioso, y golpeándose la frente con el puñocerrado, exclamó: «¡Ingrata, ingrata, ingrata!

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-No yorar ti, amri -le dijo el ciego cariñoso,con habla sollozante-. Señora tuya mala ser, túángela.

-¡Qué ingratitud, Señor!... ¡Oh mundo... ohmiseria!... Afrenta de Dios es hacer bien...

-Dir nosotros luejos... dirnos, amri... Dispreciarti mondo malo.

-Dios ve los corazones de todos; el mío tam-bién lo ve... Véalo, Señor de los cielos y la tierra,véalo pronto».

-XXXIX-Dicho lo que antecede, se limpió las lágrimas

con mano temblorosa, y pensó en tomar lasresoluciones de orden práctico que las circuns-tancias exigían.

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«Dirnos, dirnos -replicó Almudena cogiéndo-la del brazo.

-¿A dónde? -dijo Nina con aturdimiento-.¡Ah! lo primero a casa de D. Romualdo».

Y al pronunciar este nombre se quedó uninstante lela, enteramente idiota.

-«R'maldo mentira -declaró el ciego.

-Sí, sí, invención mía fue. El que ha llevadotantas riquezas a la señora será otro, algún D.Romualdo de pega... hechura del demonio...No, no, el de pega es el mío... No sé, no sé.Vámonos, Almudena. Pensemos en que tú estásmalo, que necesitas pasar la noche bien abriga-dito. La señá Juliana, que es la que ahora cortael queso en la casa de mi señora, y todo lo su-ministra... en buen hora sea... me ha dado esteduro. Te llevaré a los palacios de Bernarda, ymañana veremos.

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-Mañana, dir nosotros Hierusalaim.

-¿A dónde has dicho? ¿A Jerusalén? ¿Ydónde está eso? ¡Vaya, que querer llevarme aese punto, como si fuera, un suponer, Jetafe oCarabanchel de Abajo!

-Luejos, luejos... tú casar migo y ser tigo migouno. Dirnos Marsella por caminos pidiendo...En Marsella vapora... pim, pam... Jaffa... ¡Hieru-salaim!... Casarnos por arreligión tuya, por arre-ligión mía... quierer tú... Veder tú sepolcro; entrartú S'nagoga rezar Adonai...

-Espérate, hijo, ten un poco de calma, y nome marees con las invenciones de tu cabezadeliriosa. Lo primero es que te pongas bueno.

-Mí estar bueno... mí no c'lentura ya... mícontentada. Tú viener migo siempre, por mondogrande, caminas mochas, libertanza, mar, terra,legría mocha...

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-Muy bonito; pero ahora caigo en la cuentade que tú y yo tenemos hambre, y entraremos acenar en cualquier taberna. Si te parece, aquí enla Cava Baja...

-Onde quierer tú, yo quierer...».

Cenaron con relativo contento, y Almudenano cesaba de ponderar las delicias de irse junti-tos a Jerusalén, pidiendo limosna por tierra ypor mar, sin prisa, sin cuidados. Tardarían me-ses, medio año quizás; pero al fin darían consus cuerpos en la Palestina, aunque la empren-diesen por la vía terrestre hasta Constantinopla.¡Pues no había pocos países bonitos que reco-rrer! Objetaba Nina que ella tenía ya los huesosduros para correría tan larga, y el africano, nosabiendo ya cómo convencerla, le decía: «Ispa-nia terra n'gratituda... Correr luejos, juyando den'gratos ellos».

En cuanto cenaron se recogieron en casa deBernarda, dormitorios de abajo, a dos reales

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cama. Muy tranquilo estuvo Almudena toda lanoche, sin poder coger el sueño, delirando conel viajecito a Jerusalén; y Benina, por ver decalmarle, mostrábase dispuesta a emprendertan larga peregrinación. Inquieto y dolorido,cual si la cama fuera de zarzas punzadoras,Mordejai no hacía más que volverse de un ladopara otro, quejándose de ardores en la piel y depicazones molestísimas, las cuales no eran mo-tivadas, dicha sea la verdad, por cosa algunatocante a la miseria que se combate con polvosinsecticidas. Ello provenía quizás de un extrañogiro que la fiebre tomaba, y que se manifestó ala mañana siguiente en un rojo sarpullo en bra-zos y piernas. El infeliz se rascaba con desespe-ración, y Benina le llevó a la calle, con la espe-ranza de que el aire libre y el ejercicio le servir-ían de alivio. Después de vagar pidiendo, porno perder la costumbre, fueron a la calle de SanCarlos, y subió Benina a ver a Juliana, que allíle tenía su ropa, y se la dio en un lío, diciéndoleque mientras gestionaban para que fuese reco-

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gida en la Misericordia, se albergara en cual-quier casa barata, con o sin el hombre, aunquemejor le estaba, para su decoro, dejarse decompañía y tratos tan indecentes. Añadió queen cuanto se limpiara bien de toda la inmundi-cia que había traído del Pardo, podía ir a visitara Doña Paca, que gozosa la recibiría; pero queno pensase en volver a su lado, porque los hijosse oponían a ello, atentos a que su mamá estu-viese bien servida, y suministrada con regulari-dad. Con todo se mostró conforme la buenamujer, que en ello veía una voluntad superiorincontrastable.

No era mala persona Juliana; dominante, esosí, ávida de mostrar las grandes dotes de go-bierno que le había dado Dios, mujer que nosoltaba a dos tirones la presa caída en sus ma-nos. Pero no carecía de amor al prójimo, secompadecía de Benina, y habiéndole dicho estaque el moro la esperaba en la calle, quiso verley juzgarle por sus propios ojos. Que la traza del

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pobre africano le pareció lastimosa, se conocióen el gesto que hizo, en la cara que puso, y en elacento con que dijo: «Ya le conocía yo a este, deverle pedir en la calle del Duque de Alba. Esbuen punto, y muy enamorado. ¿Verdad, Sr.Almudena, que le gustan a usted las chicas?

-Gustar mí B'nina, amri...

-Ajajá... Pobre Benina, ¡no se le ha sentadomala mosca! Si lo hace por caridad, de verasdigo que es usted una santa.

-El pobrecito está enfermo, y no puede va-lerse».

Y como el morito, acometido de violentísi-mas picazones en brazos y pecho, hiciera garrasde sus dedos para rascarse con gana, la ribetea-dora se acercó para mirarle los brazos, que hab-ía desnudado de la manga. «Lo que tiene estehombre -dijo con espanto- es lepra... ¡Jesús, quélepra, seña Benina! He visto otro caso: un pobre,

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del Moro también, mendigo él, de Orán él, quepedía en Puerta Cerrada, junto al taller de mipadrastro. Y se puso tan perdido, que no habíacristiano que se le acercara, y ni en los santosHospitales le querían recibir...

«Picar, picar mocha -era lo único que Almu-dena decía, pasando las uñas desde el hombroa la mano, como se pasaría un peine por la ma-deja.

Disimulando su asco, por no lastimar a la in-feliz pareja, Juliana dijo a Nina: «¡Pues no le hacaído a usted mala incumbencia con este tipo!Mire que esa sarna se pega. Buena se va usted aponer, sí señora; buena, bonita y barata... O esusted más boba que el que asó la manteca, o nosé lo que es usted».

Con miradas no más expresó Nina su lásti-ma del pobre ciego, su decisión de no abando-narle, y su conformidad con todas las calami-dades que quisiera enviarle Dios. Y en esto,

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Antonio Zapata, que a su casa volvía, vio a sumujer en el grupo; llegose a ella presuroso, yenterado de lo que hablaban, aconsejó a Beninaque llevara al moro a la consulta de enferme-dades dermatológicas en San Juan de Dios.

«Más cuenta le tiene -afirmó Juliana- man-darle para su tierra.

-Luejos, luejos -dijo Almudena-. Dir nos Hie-rusalaim.

-No está mal. 'De Madrid a Jerusalén, o lafamilia del tío Maroma...'. Bueno, bueno. A otracosa, mujercita mía, no pegues y escucha. Nohe podido hacer tus encargos, porque... te digoque no pegues.

-Porque te has ido al billar, granuja... Sube,sube, y ajustaremos cuentas.

-No subo porque tengo que volver a los ca-rros de pateta.

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-¿Qué dices, granuja?

-Que no va el carro grande por menos decuarenta reales, y como me mandaste que nopasase de treinta...

-Tendré yo que verlo. Estos hombres no sir-ven mas que de estorbo, ¿verdad, Nina?

-Verdad. ¿Y qué es? ¿Se muda la señora?

-Sí, mujer; pero ya no podrá ser hasta maña-na, porque este marido tonto que me ha dadoDios, salió antes de las ocho a tomar la casa yavisar el carro, y ya ve usted a qué hora se des-cuelga por aquí, con todo ese cuajo, sin haberhecho nada.

-Bastante he corrido, chica: A las nueve en-traba yo en casa de mamá con el contrato paraque lo firmara. Ya ves si ganábamos tiempo.¿Pero tú sabes el que he perdido con FrasquitoPonte, que nos ha dado una tabarra tremenda?

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Como que tuvimos que llevarle a su casa Poli-dura y yo con grandísimo trabajo. ¡Dios, cómoestá el hombre, y qué barullo tiene en la cabezadesde el batacazo de ayer!».

Igualmente interesadas Benina y Juliana enla buena o mala suerte del hijo de Algeciras,oyeron atentas lo que Antonio les refirió de lasconsecuencias funestísimas de la caída del jine-te en el camino del Pardo. Cuando le vieron entierra, despedido por el jaco, pensaron todosque en aquel crítico instante había terminado laexistencia mortal del pobre caballero. Pero allevantarle, recobró Frasquito, como quien resu-cita, el movimiento y la palabra, y asegurandono haber recibido golpe en la cabeza, que era lomás delicado, y palpándose en distintas partesdel cráneo, les dijo: «Nada, nada, señores,tóquenme y no hallarán el más ligero chichón».De brazos y piernas, si al principio parecióhaber salido con suerte, pues hueso roto segu-ramente no tenía, a poco de echar a andar co-

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jeaba horrorosamente de la pierna izquierda,efecto, sin duda, del violento choque contra elsuelo. Pero lo más extraño fue que, al ser pues-to en pie, rompió en una charla incoherente,impetuosa, roja la cara como un tomate, vibran-te y entrecortada la lengua. Lleváronle a su casaen coche, creyendo que un reposo absoluto lerestablecería; frotáronle todo el cuerpo conárnica, le acostaron, se fueron... Pero el maldito,según les dijo después la patrona, no bien sequedó solo, vistiose precipitadamente, yechándose a la calle se fue a casa de Boto, y allíestuvo hasta muy tarde, metiéndose con todo elmundo, y provocando con destempladas inso-lencias a los pacíficos parroquianos. Tan con-trario era esto al natural plácido de Frasquito, ya su timidez y buena educación, que segura-mente había perturbación cerebral grave, porcausa del batacazo. No se sabe dónde pasó elresto de la noche: se cree que estuvo alborotan-do en las calles de Mediodía Grande y Chica.Ello es que a poco de llegar Antonio y Polidura

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a la casa de Doña Francisca, entró Frasquitomuy alborotado, el rostro encendido, brillanteslos ojos, y con gran sorpresa y consternación delas señoras, empezó a soltar de su boca, un po-co torcida, atroces disparates. Combinando lamaña con la fuerza, pudieron sacarle de allí yvolverle a su casa, donde le dejaron, encargan-do a la patrona que le sujetara si podía, y quehiciera por darle de comer. Entre otras tenaci-dades monomaniacas, tenía la de que su honorle demandaba pedir explicaciones al moro porel inaudito agravio de suponer, de afirmar enpúblico que él, Frasquito, hacía la corte a Beni-na. Más de veinte veces se arrancó hacia la callede Mediodía Grande, procurando ver al Sr. deAlmudena, decidido a entregarle su tarjeta;pero el africano escurría el bulto y no se dejabaver por ninguna parte. Claro: se había ido a sutierra, huyendo de la furia de Ponte... pero élestaba decidido a no parar hasta descubrirle, yobligarle a cumplir como caballero, aunque seescondiese en el último rincón del Atlas.

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«Si venier mí galán bunito -dijo el moro rien-do tan estrepitosamente, que los extremos de suboca se le enganchaban en las orejas-, dar mí élpatás mochas.

-¡Pobre D. Frasquito... cuitado, alma de Dios!-exclamó Nina cruzando las manos-. Yo metemía que parara en esto...

-¡Valiente estantigua! -dijo la Juliana-. ¿Y anosotros qué nos importa que ese viejo pintadose chifle o no se chifle? ¿Sabéis lo que os digo?Pues que todo eso proviene de las drogas quese pone en la cara, lo cual que son venenosas yatacan al sentido. Ea, no perdamos el tiempo.Antonio, vuélvete a la calle Imperial, diles quepreparen todo, y yo iré al carro a ver si lo arre-glo para esta tarde. Nina, vete con Dios, y cui-dado no se te pegue... ¿sabes? ¡Ay, hija, se tepegará, por mucho aseo que tengas! ¿Ves? yaempiezas a sufrir las consecuencias del malpaso... por no hacer caso de mí. Doña Paca medijo que te permitiera ir allá. Quiere verte: ¡po-

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bre señora! Yo le di mi conformidad, y hoypensaba llevarte conmigo... pero ya no me atre-vo, hija, ya no me atrevo. Habiendo de por me-dio esta pestilencia, no puedes rozarte... Yohabía determinado que fueras todos los días arecoger la comida sobrante en casa de la quefue tu ama.

-¿Y ya no...?

-Sí, sí: la comida es tuya... pero... verás loque debes hacer... te llegas al portal a la horaque yo te fije, y mi prima Hilaria te la bajará yte la dará... acercándose a ti lo menos que pue-da... Ya comprendes... cada una tiene su escrú-pulo... No todos los estómagos son como eltuyo, Nina, a prueba de bomba... con que...

-Comprendo... señora Juliana. Quédese conDios».

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-XL-Las adversidades se estrellaban ya en el co-

razón de Benina, como las vagas olas en el ro-busto cantil. Rompíanse con estruendo, se que-braban, se deshacían en blancas espumas, ynada más. Rechazada por la familia que habíasustentado en días tristísimos de miseria y do-lores sin cuento, no tardó en rehacerse de laprofunda turbación que ingratitud tan notoriale produjo; su conciencia le dio inefables con-suelos: miró la vida desde la altura en que sudesprecio de la humana vanidad la ponía; vioen ridícula pequeñez a los seres que la rodea-ban, y su espíritu se hizo fuerte y grande. Habíaalcanzado glorioso triunfo; sentíase victoriosa,después de haber perdido la batalla en el terre-no material. Mas las satisfacciones íntimas de lavictoria no la privaron de su don de gobierno, yatenta a las cosas materiales, acudió, al pocorato de apartarse de Juliana, a resolver lo másurgente en lo que a la vida corporal de ambos

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se refería. Era indispensable buscar albergue;después trataría de curar a Mordejai de su sar-na o lo que fuese, pues abandonarle en tan las-timoso estado no lo haría por nada de estemundo, aunque ella se viera contagiada delasqueroso mal. Dirigiose con él a Santa Casilda,y hallando desocupado el cuartito que antesocupó el moro con la Petra, lo tomó. Felizmen-te, la borracha se había ido con Diega a vivir enla Cava de San Miguel, detrás de la Escalerilla.Instalados en aquel escondrijo, que no carecíade comodidades, lo primero que hizo la ancia-na alcarreña fue traer agua, toda el agua quepudo, y lavarse bien y jabonarse el cuerpo; cos-tumbre antigua en ella, que siempre que podíapracticaba en casa de Doña Francisca. Luego sevistió de limpio. El bienestar que el aseo y lafrescura daban a su cuerpo, se confundía encierto modo con el descanso de su conciencia,en la cual también sentía algo como absolutalimpieza y frescor confortante.

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Dedicose luego al arreglo de la casa, y con elpoquito dinero que tenía hizo su compra, y lepreparó a Mordejai una buena comida. Pensaballevarlo a la consulta al día siguiente, y así se lodijo, mostrándose el ciego conforme en todocon lo que la voluntad de ella quisiese determi-nar. Mientras comían, le entretuvo y alentó conesperanzas y palabras dulces, ofreciéndole ir,como él deseaba, a Jerusalén o un poquito másallá, en cuanto recobrara la salud. Mientras nose le quitara el sarpullo, no había que pensar enviajes. Se estarían quietos, él en casa, ella sa-liendo a pedir sola todos los días para ver desacar con qué vivir, que seguramente Dios noles dejaría morir de hambre. Tan contento sepuso el ciego con el plan concebido y propuestopor su inteligente amiga, y con sus afectuosasexpresiones, que rompió a cantar la melopeaarábiga que ya le oyó Benina en el vertedero;pero como al huir de la pedrea había perdido elguitarrillo, no pudo acompañarse del son deaquel tosco instrumento. Después propuso a su

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compañera que echase el sahumerio, y ella lohizo de buena gana, pues el humazo saneaba yaromatizaba la pobre habitación.

Salieron al día siguiente para la consulta; pe-ro como les designaran para esta una hora de latarde, entretuvieron la primera mitad del díapordioseando en varias calles, siempre con mu-cho cuidado de los guindillas, por no caer nue-vamente en poder de los que echan el lazo a losmendigos, cual si fueran perros, para llevarlosal depósito, donde como a perros les tratan.Debe decirse que el ingrato proceder de DoñaPaca no despertaba en Nina odio ni mala vo-luntad, y que la conformidad de esta con laingratitud no le quitaba las ganas de ver a lainfeliz señora, a quien entrañablemente quería,como compañera de amarguras en tantos años.Ansiaba verla, aunque fuese de lejos, y llevadade esta querencia, se llegó a la calle de la Le-chuga para atisbar a distancia discreta si la fa-milia estaba en vías de mudanza, o se había

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mudado ya. ¡Qué a tiempo llegó! Hallábase enla puerta el carro, y los mozos metían trastos enél con la bárbara presteza que emplean en estaoperación. Desde su atalaya reconoció Beninalos muebles decrépitos, derrengados, y no pu-do reprimir su emoción al verlos. Eran casi su-yos, parte de su existencia, y en ellos veía, comoen un espejo, la imagen de sus penas y alegrías;pensaba que si se acercase, los pobres trastoshabían de decirle algo, o que llorarían con ella.Pero lo que la impresionó vivamente fue versalir por el portal a Doña Paca y a Obdulia, conPolidura y Juliana, como si se fueran a la casanueva, mientras las criadas elegantes se queda-ban en la antigua, disponiendo la recogida ytransporte de las menudencias, y de toda lamorralla casera.

Turbada y confusa, Nina se escondió en unportal, para ver sin ser vista. ¡Qué desmejoradaencontró a Doña Francisca! Llevaba un vestidonuevo; pero de tan nefanda hechura, como cor-

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tado y cosido de prisa, que parecía la pobreseñora vestida de limosna. Cubría su cabezacon un manto, y Obdulia ostentaba un sombre-rote con disformes ringorrangos y plumas. An-daba Doña Paca lentamente, la vista fija en elsuelo, abrumada, melancólica, como si la lleva-ran entre guardias civiles. La niña reía, charlan-do con Polidura. Detrás iba Juliana arreándolos atodos, y mandándoles que fueran de prisa porel camino que les marcaba. No le faltaba másque el palo para parecerse a los que en vísperasde Navidad conducen por las calles las mana-das de pavos. ¡Cómo se clareaba el despotismohasta en sus menores movimientos! Doña Pacaera la res humilde que va a donde la llevan,aunque sea al matadero; Juliana el pastor queguía y conduce. Desaparecieron en la PlazaMayor, por la calle de Botoneras... Benina dioalgunos pasos para ver el triste ganado, ycuando lo perdió de vista, se limpió las lágri-mas que inundaban su rostro.

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«¡Pobre señora mía! -dijo al ciego en cuantose reunió con él-. La quiero como hermana,porque juntas hemos pasado muchas penas. Yoera todo para ella, y ella todo para mí. Me per-donaba mis faltas, y yo le perdonaba las suyas...¡Qué triste va, quizás pensando en lo mal quese ha portado con la Nina! Parece que está peordel reúma, por lo que cojea, y su cara es de nohaber comido en cuatro días. Yo la traía enpalmitas, yo la engañaba con buena sombra,ocultándole nuestra miseria, y poniendo micara en vergüenza por darle de comer conformea lo que era su gusto y costumbre... En fin, lopasado, como dijo el otro, pasó. Vámonos, Al-mudena, vámonos de aquí, y quiera Dios que tepongas bueno pronto para tomar el caminito aJerusalén, que no me asusta ya por lejos. An-dando, andando, hijo, se llega de una parte delmundo a otra, y si por un lado sacamos el pro-vecho de tomar el aire y de ver cosas nuevas,por otro sacamos la certeza de que todo es lomismo, y que las partes del mundo son, un

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suponer, como el mundo en junto; quiere decir-se, que en donde quiera que vivan los hombres,o verbigracia, mujeres, habrá ingratitud,egoísmo, y unos que manden a los otros y lescojan la voluntad. Por lo que debemos hacer loque nos manda la conciencia, y dejar que sepeleen aquellos por un hueso, como los perros;los otros por un juguete, como los niños, o estospor mangonear, como los mayores, y no reñircon nadie, y tomar lo que Dios nos ponga de-lante, como los pájaros... Vámonos hacia elHospital, y no te pongas triste.

-Mí no triste -dijo Almudena-; estar tigo con-tentado... tú saber como Dios cosas tudas, y yoquirier ti como ángela bunita... Y si no quierer túcasar migo, ser tú madra mía, y yo niño tuyobunito.

-Bueno, hombre; me parece muy bien.

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-Y tú com palmera D'sierto granda, bunita; túcom zucena branca... llirio tú... Mí dicier ti amri:alma mía».

Mientras iba la infeliz pareja camino delHospital, Doña Paca y su séquito, en direccióndistinta, se aproximaban a su nueva casa, callede Orellana: un tercero limpio, con los papelesy estucos nuevecitos, buenas luces, ventilación,cocina excelente, y precio acomodado a las cir-cunstancias. Pareciole muy bien a Doña Fran-cisca, cuando arriba llegó, sofocada de la inter-minable escalera; y si le parecía mal, cuidaba deno manifestarlo, abdicando en absoluto su vo-luntad y sus opiniones. El flexible, más queflexible, blanducho carácter de la viuda, seadaptaba al sentir y al pensar de Juliana; yviendo esta que se le metía entre los dedosaquella miga de pan, hacía bolitas con ella. Norespiraba Doña Paca sin permiso de la tirana,quien para los más insignificantes actos de lavida, tenía no pocas órdenes que dictar a la

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infeliz señora. Esta llegó a tenerle un miedoinfantil; se sentía miga blanda dentro de la ma-no de bronce de la ribeteadora, y en verdad queno era sólo miedo, pues con él se mezclaba algode respeto y admiración.

Descansaba la dama del ajetreo de aquel día,ya metidos todos los muebles, trastos y macetasen la nueva casa, y atacada de una intensísimatristeza que le devoraba el alma, llamó a sutirana para decirle: «No me has explicado bienpor el camino lo que hablasteis. ¿Qué historiascuenta Nina de su moro? ¿Es este bien pareci-do?».

Dio Juliana las explicaciones que su súbditale pedía, sin herir a Nina ni ponerla en mal lu-gar, demostrando en esto finísimo tacto.

«Y quedasteis... en que no puede venir averme, por temor a que nos contagie de esapeste asquerosa. Has hecho bien. Si no es por ti,me vería expuesta, sabe Dios, a que se nos pe-

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gara la pestilencia... Quedasteis también en querecogería las sobras de la comida. Pero esto nobasta, y yo tendría mucho gusto en señalarleuna cantidad, por ejemplo, una peseta diaria.¿Qué dices?

-Digo que si empezamos con esas bromas,señora Doña Paca, pronto volveremos a Peña-randa. No, no: una peseta es una peseta... Bas-tante tiene la Nina con dos reales. Así lo hepensado, y si usted dispone otra cosa, yo melavo las manos.

-Dos reales, dos... tú lo has dicho... y basta,sí. ¿Sabes tú los milagros que hace Nina conmedia peseta?».

En esto llegó Daniela muy alarmada, dicien-do que llamaba a la puerta Frasquito; y Obdu-lia, que por la mirilla le había visto, opinó queno se abriera, a fin de evitar otro escándalo co-mo el de la calle Imperial. Pero ¿quién le habíadicho las señas del nuevo domicilio? Sin duda

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fue Polidura el soplón, y Juliana hizo juramentode arrancarle una oreja. Ocurrió el contratiem-po grave de que mientras Ponte llamaba connerviosa furia, decidido a romper la campani-lla, subió Hilaria de la calle y abrió con el llavín,y ya no fue posible cortar el paso al intruso, quese precipitó dentro, presentándose ante lasasustadas señoras con el sombrero metido has-ta las orejas, blandiendo el bastón, la ropa engran detrimento y manchada de tierra y lodo.Se le había torcido la boca, y arrastraba peno-samente la pierna derecha.

«Por Dios, Frasquito -le dijo Doña Paca su-plicante-, no nos alborote. Está usted malo, ydebe meterse en cama».

Y salió también Obdulia declamando enfáti-camente: «Frasquito: ¡una persona como usted,tan fina, de buena sociedad, decirnos esas co-sas!... Tenga juicio, vuelva en sí.

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-Señora y madama -dijo Ponte desencas-quetándose el sombrero con gran dificultad-.Caballero soy y me precio de saber tratar condamas elegantes; pero como de aquí ha salidola absurda especie, yo vengo a pedir explica-ciones. Mi honor lo exige...

-¿Y qué tenemos que ver nosotras con elhonor de usted, so espantajo? -gritó Juliana-.¡Ea, no es persona decente quien falta a las se-ñoras! El otro día eran para usted emperatrices,y ahora...

-Y ahora -dijo Ponte temblando ante el enér-gico acento de Juliana, como caña batida delviento-. Y ahora... yo no falto al respeto a lasseñoras. Obdulia es una dama; Doña Franciscaotra dama. Pero estas señoras damas... me hancalumniado, me han herido en mis sentimien-tos más puros, sosteniendo que yo hice la cortea la Benina... y que la requerí de amores des-honestos, para que por mí y conmigo faltase ala fidelidad que debe al caballero de la Arabia...

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-¡Si nosotras no hemos dicho semejante des-atino!

-Todo Madrid lo repite... De aquí, de estossalones salió la indigna especie. Me acusan deun infame delito: de haber puesto mis ojos enun ángel, de blancas alas célicas, de pureza in-maculada. Sepan que yo respeto a los ángeles:si Nina fuese criatura mortal, no la habría res-petado, porque soy hombre... yo he catado ru-bias y morenas, casadas, viudas y doncellas,españolas y parisienses, y ninguna me ha resis-tido, porque me lo merezco... belleza perma-nente que soy... Pero yo no he seducido ánge-les, ni los seduciré... Sépalo usted, Frasquita;sépalo, Obdulia... la Nina no es de este mun-do... la Nina pertenece al cielo... Vestida de po-bre ha pedido limosna para mantenerlas a us-tedes y a mí... y a la mujer que eso hace, yo nola seduzco, yo no puedo seducirla, yo no puedoenamorarla... Mi hermosura es humana, y la deella divina; mi rostro espléndido es de carne

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mortal, y el de ella de celeste luz... No, no, no lahe seducido, no ha sido mía, es de Dios... Y austed se lo digo, Curra Juárez, de Ronda; a us-ted, que ahora no puede moverse, de lo que lepesa en el cuerpo la ingratitud... Yo, porque soyagradecido, soy de pluma, y vuelo... ya lo ve...Usted, por ser ingrata, es de plomo, y se aplastacontra el suelo... ya lo ve...».

Consternadas hija y madre, gritaban pidien-do socorro a los vecinos. Pero Juliana, más va-lerosa y expeditiva, no pudiendo sufrir concalma los impertinentes desvaríos del desdi-chado Ponte, se fue hacia él furiosa, le cogió porlas solapas, y comiéndoselo con la mirada y lavoz le dijo: «Si no se marcha usted pronto deesta casa, so mamarracho, le tiro a usted por elbalcón».

Y seguramente lo habría hecho, si la Hilariay la Daniela no cogieran al pobre hijo de Alge-ciras, poniéndole en dos tirones fuera de lapuerta. Presentáronse los porteros y algunos

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vecinos, atraídos del alboroto, y al ver reunidatanta gente, salieron las cuatro mujeres al rella-no de la escalera para explicar que aquel sujetohabía perdido el juicio, trocándose de la másatenta y comedida persona del mundo, en lamás importuna y desvergonzada. Bajó Frasqui-to renqueando hasta la meseta próxima: allí separó, mirando para arriba, y dijo: «Ingrata,ingrrr...». Quiso concluir la palabra, y una vio-lenta contorsión denunció la inutilidad de susesfuerzos. De su boca no salió más que un bra-mido ronco, como si mano invisible le estran-gulara. Vieron todos que se le descomponíanhorrorosamente las facciones, los ojos se le sal-ían del casco, la boca se aproximaba a una delas orejas... Alzó los brazos, exhaló un ¡ay! an-gustioso, y se desplomó de golpe. A la caída desu cuerpo se estremeció de arriba abajo toda laendeble escalera.

Subiéronle entre cuatro a la casa para pres-tarle socorro, que ya no necesitaba el infeliz.

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Reconociole Juliana, y secamente dijo: «Estámás muerto que mi abuelo».

FinalEjemplo de los admirables efectos de la vo-

luntad humana en el gobierno de las grandescomo de las pequeñas agrupaciones de seres,era Juliana, mujer sin principios, que apenassabía leer y escribir, pero que había recibido deNaturaleza el don rarísimo de organizar la viday regir las acciones de los demás. Si conforme lecayó entre las manos la familia de Zapata lehubiera tocado gobernar familia de más fuste, ouna ínsula, o un estado, habría salido muy airo-

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sa. En la ínsula de Doña Francisca estableciócon mano firme la normalidad al mes de haberempuñado las riendas, y todos allí andabanderechos, y nadie se rebullía ni osaba poner entela de juicio sus irrevocables mandatos. Ver-dad que para obtener este resultado preciosoempleaba el absolutismo puro, el régimen deterror; su genio no admitía ni aun observacio-nes tímidas: su ley era su santísima voluntad;su lógica, el palo.

A los caracteres anémicos de la madre y loshijos no les venía mal este sistema, ensayado yacon feliz éxito en Antonio. Tal dominio llegó aejercer sobre Doña Francisca, que la pobre viu-da no se atrevía ni a rezar un Padrenuestro sinpedir su venia a la dictadora, y hasta se advert-ía que antes de suspirar, como tan a menudo lohacía, la miraba como para decirle: «No lle-varás a mal que yo suspire un poquito». Entodo era obedecida ciegamente Juliana por sumamá política, menos en una cosa. Mandábale

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que no estuviese siempre triste, y aunque laesclava respondía con frases de acatamiento,bien se echaba de ver que la orden no se cumpl-ía. Entraba, pues, la viuda de Zapata en la nor-malidad próspera de su existencia con la cabezagacha, los ojos caídos, el mirar vago, perdido enlos dibujos de la estera, el cuerpo apoltronado,encariñándose cada día más con la indolencia,el apetito decadente, el humor taciturno y de-sabrido, las ideas negras.

A los quince días de instalarse Doña Fran-cisca en la calle de Orellana, juzgó la mandonaque más eficaz sería su poder y mejor goberna-da estaría la familia viviendo todos juntos: ge-neral y subalternos. Trasladose, pues, y allá fuemetiendo su ajuar humilde, y sus chiquillos, yel ama, para lo cual antes hizo hueco, echandofuera la mar de tiestos y tibores de plantas, yponiendo en la calle a Daniela, que en rigor noservía más que de estorbo. A sus funciones degran canciller agregó pronto las de doncella y

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peinadora de su suegra y cuñada. Así todo sequedaba en casa.

Pero como no hay felicidad completa en estepícaro mundo, al mes, poco más o menos, de lamudanza, señalada en las efemérides zapates-cas por la desastrosa muerte de Frasquito PonteDelgado, empezó a resentirse Juliana de altera-ciones muy extrañas en su salud. La que por sulozana robustez había hecho gala de comparar-se a las mulas, daba en la tontería de padecer lomás contrario a su natural perfectamente equi-librado. ¿Qué era ello? Embelecos nerviosos yráfagas de histerismo, afecciones de que Julianase había reído más de una vez, atribuyéndolas aremilgos de mujeres mimosas y a trastornosimaginarios, que, según ella, curaban los mari-dos con jarabe de fresno.

Comenzó el mal de Juliana por insomniosrebeldes: se levantaba todas las mañanas sinhaber pegado los ojos; a los pocos días del in-somnio empezó a perder el apetito, y, por fin, al

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no dormir se agregaron sobresaltos y angustio-sos temores por las noches, y de día una melan-colía negra, pesada, fúnebre. Lo peor para lafamilia fue que con estos alifafes enojosos no seatenuaba el absolutismo gobernante de la tira-na, sino que se agravaba. Antonio le proponíasacarla a paseo, y ella a paseo le mandaba concien mil pares de demonios. Hízose displicente,y también mal hablada, grosera, insoportable.

Por fin, sus monomanías histéricas se con-densaron en una sola, en la idea de que los me-llizos no gozaban de buena salud. De nada val-ía la evidencia de la extraordinaria robustez delos niños. Con las precauciones de que les ro-deaba, y los cuidados prolijos y minuciosos queen su conservación ponía, les molestaba, leshacía llorar. De noche arrojábase del lecho ase-gurando que las criaturas nadaban en sangre,degolladas por un asesino invisible. Si tosían,era que se ahogaban; si comían mal, era que leshabían envenenado.

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Una mañana salió precipitadamente, conmantón y pañuelo a la cabeza, y se fue a losbarrios del Sur buscando a Benina, con quientenía que hablar. Y por Dios que no gastó pocashoras en encontrarla, porque ya no vivía enSanta Casilda, sino en los quintos infiernos, osea en la carretera de Toledo, a mano izquierdadel Puente. Allí la encontró después de enfado-sas pesquisas, dando vueltas y rodeos poraquellos extraviados caseríos. Vivía la ancianacon el moro en una casita, que más bien parecíachoza, situada en los terrenos que dominan lacarretera por el Sur. Almudena iba mejorandode la asquerosa enfermedad de la piel; pero aúnse veía su rostro enmascarado de costras re-pugnantes: no salía de casa, y la anciana ibatodas las mañanitas a ganarse la vida pidiendoen San Andrés. No sorprendió poco a Juliana elverla en buenas apariencias de salud, y ademásalegre, sereno el espíritu, y bien asentado en elcimiento de la conformidad con su suerte.

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«Vengo a reñir con usted, señá Benina -le di-jo sentándose en una piedra, frente a la casu-cha, junto a la artesa en que la pobre mujer la-vaba, a respetable distancia del ciego, echaditoa la sombra-. Sí, señora, porque usted quedó enir a recoger la comida sobrante en nuestra casa,y no ha parecido por allí, ni hemos vuelto averle el pelo.

-Pues le diré, señora Juliana -replicó Nina-.Puede creerme que no ha sido desprecio; noseñora, no ha sido desprecio. Es que no lo henecesitado. Tengo la comida de otra casa, con locual y lo que saco nos basta; y así, bien puedeusted dárselo a otro pobre, y para su concienciaes lo mismo... ¿Qué quiere usted saber? ¿Quequién me da la comida? Veo que le pica la cu-riosidad. Pues debo esa bendita limosna a D.Romualdo Cedrón... le he conocido en SanAndrés, donde dice la Misa... Sí, señora: D.Romualdo, que es un santo, para que lo sepa...Y ya estoy segura, después de mucho cavilar,

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que no es el D. Romualdo que yo inventé, sinootro que se parece a él como se parecen dosgotas de agua. Inventa unas cosas que luegosalen verdad, o las verdades, antes de ser ver-dades, un suponer, han sido mentiras muygordas... Con que ya lo sabe».

Declaró la ribeteadora que se alegraba mu-cho de lo que oía referir; y que puesto que DonRomualdo la favorecía, Doña Paca y ella daríansus sobrantes de comida a otros menesterosos.Pero algo más tenía que decirle: «Yo estoy endeuda con usted, Benina, pues dispuse que mimadre política, a quien gobierno con una hebrade seda, le señalaría a usted dos reales diarios...Como no nos hemos visto por ninguna parte,no he podido cumplir con usted; pero me pe-san, me pesan en la conciencia los dos realesdiarios, y aquí se los traigo en quince pesetas,que hacen el mes completo, señá Benina.

-Pues lo tomo, sí señora -dijo Nina gozosa-;que esto no es de despreciar... Vienen a mí estas

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pesetillas como caídas del cielo, porque tengouna deuda con la Pitusa, calle de MediodíaGrande, y lo arreglamos dándole yo lo que fue-ra reuniendo, y peseta por duro de rédito. Conesto llego a la mitad y un poquito más. Pedra-das de estas me vengan todos los días, señoraJuliana. Sabe que se le agradece, y quiera Diosdárselo en salud para sí, y para su marido y losnenes».

Con palabra nerviosa, afluente y un tantohiperbólica, aseguró la chulita que no tenía sa-lud; que padecía de unos males extraños, in-comprensibles. Pero los llevaba con paciencia,sin cuidarse para nada de su propia persona.Lo que la inquietaba, lo que hacía de su exis-tencia un atroz suplicio, era la idea de que en-fermaran sus niños. No era idea, no era temor:era seguridad de que Paquito y Antoñito caíanmalos... se morían sin remedio.

Trató Benina de quitarle de la cabeza talesideas; pero la otra no se dio a partido, y despi-

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diéndose presurosa, tomó la vuelta de Madrid.Grande fue la sorpresa de la anciana y del moroal verla aparecer a la mañana siguiente muytemprano, agitada, trémula, echando lumbrepor los ojos. El diálogo fue breve, y de muchasubstancia o miga psicológica.

«¿Qué te pasa, Juliana? -le preguntó Nina tu-teándola por primera vez.

-¿Qué me ha de pasar? ¡Que los niños se memueren!

-¡Ay, Dios mío, qué pena! ¿Están malitos?

-Sí... digo, no: están buenos. Pero a mí meatormenta la idea de que se mueren... ¡Ay, Ninade mi alma, no puedo echar esta idea de mí! Nohago más que llorar y llorar... Ya lo ve usted...

-Ya lo veo, sí. Pero si es una idea, haz porquitártela de la cabeza, mujer.

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-A eso vengo, señá Benina, porque desdeanoche se me ha metido en la cabeza otra idea:que usted, usted sola, me puede curar.

-¿Cómo?

-Diciéndome que no debo creer que se mue-ren los niños... mandándome que no lo crea.

-¿Yo?...

-Si usted me lo afirma, lo creeré, y me curaréde esta maldita idea... Porque... lo digo claro: yohe pecado, yo soy mala...

-Pues, hija, bien fácil es curarte. Yo te digoque tus niños no se mueren, que tus hijos estánsanos y robustos.

-¿Ve usted?... La alegría que me da es señalde que usted sabe lo que dice... Nina, Nina, esusted una santa.

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-Yo no soy santa. Pero tus niños están bue-nos y no padecen ningún mal... No llores... yahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar».

FIN DE LA NOVELA

Madrid, Marzo-Abril de 1897