31333481 de la pintura de historia a la cronica social por jose alvarez

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De la pintura de historia a la crónica social

en los fondos de laDiputación de Córdoba

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FUNDACIÓN PROVINCIAL DE ARTES PLÁSTICAS “RAFAEL BOTÍ”

PRESIDENTE

FRANCISCO PULIDO MUÑOZ

VICEPRESIDENTE

JOSÉ MARISCAL CAMPOS

CONSEJO RECTOR

RAFAEL BOTÍ TORRES

ISABEL GARCÍA GARCÍA

JOSÉ GUIRAO CABRERA

REYES LOPERA DELGADO

MARÍA JOSÉ MONTES PEDROSA

MERCEDES MUDARRA BARRERO

ANTONIO SÁNCHEZ VILLAVERDE

JUAN JOSÉ SASTRE PÉREZ

JOSEFA SOTO MURILLO

JUAN VICENTE ZAFRA POLO

COMISIÓN TÉCNICA

RAFAEL BOTÍ TORRES

JESÚS CANTERO MARTÍNEZ.MAGDALENA CANTERO SOSA.MÓNICA CARABIAS ÁLVARO.FRANCISCO JAVIER FLORES CASTI-LLERO. NIEVES GALIOT MARTÍN.MANUEL MUÑOZ MORALES. MARIANO NAVARRO HERRANZ.DIEGO RUIZ ALCUBILLA.TERESA SÁNCHEZ ALBERTI.

FUNDACIÓN CAJASUR

PRESIDENTE

SANTIAGO GÓMEZ SIERRA

VICEPRESIDENTE

SALVADOR BLANCO RUBIO

DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN

JOSÉ RAFAEL RICH RUIZ

EXPOSICIÓN

COMISARIO

JOSÉ ÁLVAREZ

COORDINACIÓN GENERAL

VICENTE RABASCO BRAVO

DIEGO RUIZ ALCUBILLA

PRODUCCIÓN

FUNDACIÓN CAJASUR Y

FUNDACIÓN PROVINCIAL DE

ARTES PLÁSTICAS “RAFAEL BOTÍ”

MONTAJE E ILUMINACIÓN

EMILIO CALDERÓN MÁRQUEZ

DANIEL EGEA PEÑA

JUAN MARÍN GIL

FRANCISCO RUBIO RODRÍGUEZ

JOSÉ ANTONIO RUIZ CABALLERO

TRANSPORTE

FUNDACIÓN PROVINCIAL DE

ARTES PLÁSTICAS “RAFAEL BOTÍ”

SEGURO

IB, INTERNATIONAL BROKING

CATÁLOGO

EDITA

FUNDACIÓN PROVINCIAL DE

ARTES PLÁSTICAS “RAFAEL BOTÍ”

TEXTOS

JOSÉ ÁLVAREZ

DISEÑO Y MAQUETACIÓN

JUANJO DISEÑADOR

FOTOMECÁNICA

FOTOGRABADOS CASARES

FOTOGRAFÍA

MANUEL PIJUÁN

IMPRIME

XXXXXXXX

DEPÓSITO LEGAL

XXXXXXXX

AGRADECIMIENTOS

DIPUTACIÓN DE CÓRDOBA

MUSEO DE BELLAS ARTES

DE CÓRDOBA

© DE LOS TEXTOS: SUS AUTORES

© DE LAS FOTOGRAFÍAS: SUS AUTORES

© DE LA PRESENTE EDICIÓN: FUNDACIÓN PROVINCIAL DE

ARTES PLÁSTICAS “RAFAEL BOTÍ”

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De la pintura de historia a la crónica social

en los fondos de laDiputación de Córdoba

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Índice9 Presentación

11 De la pintura de historia

a la crónica social

en los fondos de la Diputación de Córdoba

29 Catálogo de obras

65 Notas y bibliografía

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Desde la creación de las diputaciones provinciales al amparo de la Constitución Española pro-

mulgada en Cádiz en 1812 como forma de conferir autonomía administrativa a las provincias, el

nuevo ente territorial en que se vertebraba España, estas instituciones han sido arte y parte de mu-

chas de las sucesivas transformaciones culturales que ha ido experimentando la sociedad espa-

ñola en sus casi dos siglos de vida.

La colección artística de la Diputación de Córdoba incluye las numerosas obras provenientes de

las diversas desamortizaciones de bienes eclesiásticos realizadas por el Estado a lo largo del siglo

XIX, pero, sobre todo, las obras creadas a su amparo como institución mecenas y patrocinadora

de las artes, incentivadas por un continuo programa de becas, ayudas y premios, destinado a

aquellos artistas que, a más de solicitarlas, se hallaban en posesión de los méritos que para disfru-

tar de ellas eran precisos, lográndose de este modo un apoyo fundamental a la creación artística

vigente hasta nuestros días, al que se han acogido de uno u otro modo la práctica totalidad de

los artistas de relevancia de Córdoba, capital y provincia. A este extraordinario aporte creativo

procedente de la provincia responde esta exposición, mostrando de forma itinerante las obras de

los que un día abandonaron sus pueblos en busca de la fama. De entre la amplia colección artís-

tica de la Diputación, los fondos pictóricos se conforman por tanto como un excelente medio de

observar la evolución de la pintura en España, desarrollo al que prestaremos atención en esta

muestra en su tramo comprendido entre la segunda mitad del siglo XIX hasta los albores del siglo

XX. Con esta muestra comenzamos un ilusionante proyecto que mostrará por toda la provincia

una continuada selección de los fondos artísticos de la Diputación de Córdoba, un proyecto de

difusión itinerante que ha de poner al servicio y disfrute de los ciudadanos un patrimonio artístico

herencia de todos.

De la pintura de historia a la crónica social pretende mostrar, a través de las obras que compren-

den la exposición, una visión de las transformaciones que el arte español experimentó en el periodo

que nos ocupa y cómo esta actividad creativa refleja los cambios que en la sociedad se suceden

con los años. De la pintura de historia como valor superior, género fomentado por el oficialismo, en

el que las grandes gestas, las hazañas de los héroes, y las bondades, desgracias y demás circuns-

tancias de reyes y príncipes, se pasó a una visión más cercana de la existencia, en la que el común

de las personas, y sus costumbres, se erigen en protagonistas. De la grandilocuencia a la naturali-

dad, de los interiores regios o nobles, a las casas burguesas y populares, el arte es crónica de una

sociedad en evolución constante, en un siglo llamado de las revoluciones, en el que el arte no

sólo no estuvo al margen de éstas, sino que experimentó en sí mismo la mayor cantidad de trans-

formaciones posibles, allanando con su metamorfosis el camino a la modernidad que el siglo XX

trae a las artes plásticas.

José Mariscal CamposDiputado-Delegado de Cultura y

Vicepresidente de la Fundación Provincial

de Artes Plásticas Rafael Botí

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La llegada del Romanticismo a España, una vez sobrevenida la muerte de Fernando VII en 1833,

se extiende hasta pasada la segunda mitad del siglo, dejando en su transcurrir diversas corrientes

pictóricas que fueron evolucionando hasta la aparición de las vanguardias a inicios del siglo XX.

Pintura de historia, costumbrismo y realismo serán las corrientes principales a partir de la mitad del

siglo, situándose en estos estilos la mayoría de las obras de esta muestra. La pintura de historia se

consideró, desde el Clasicismo, el grand genre, el género superior, en el que los artistas debían

mostrar todas sus aptitudes pictóricas, aunando en la obra el dominio de la técnica, el equilibrio

en la composición, la justeza en el retrato y la habilidad descriptiva del paisaje. A todo ello hay que

unir la carga intelectual que la obra presentaba, exaltación de las glorias nacionales, de valores

superiores, nobles, en la que el artista debía demostrar además de su pericia técnica, el conoci-

miento histórico del hecho representado, mostrado así con un valor didáctico, ejemplificador.

Las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, instituidas por el Estado en 1856, tenían como fin el

apoyo a las artes plásticas, para lo que se instituyeron una serie de Premios o Medallas que, a más

del reconocimiento y los honores, llevaban aparejadas una determinada cantidad económica.

Asimismo, el Estado adquiría aquellas obras por las que se interesaba, destinándolas tanto a los

museos como a las diversas sedes institucionales. El presupuesto destinado a la organización de las

Exposiciones Nacionales se hizo elevado y, con ello, se estableció lo que se ha dado en llamar

“arte oficial”. Desde estas instancias se promovió la jerarquización de los géneros, consolidándose

la pintura de historia como el ideal de los principios academicistas, dejando en un segundo plano

los demás géneros, aunque no se puede afirmar que éstos no tuvieran cabida en las Nacionales;

la tuvieron, y fueron adquiriendo importancia con el paso de los años, a la vez que la pintura de

historia iba perdiendo el fervor de crítica y público.

Los pintores de historia trabajaron desde un primer momento con ansias veristas. Los cuadros tenían

un carácter narrativo y su lectura había de ser precisa. Para ello, la importancia de la caracteriza-

ción de los personajes, el paisaje, la representación arquitectónica, el atrezzo, en suma, había de

ser creíble y esta credibilidad era lo que daba visos de autoridad al mensaje ideológico que trans-

mitía la obra. El mensaje podía variar en función del artista creador de la obra, que reflejaba en ella

sus ideales, o del momento político que vivía la Nación. Así, José Casado del Alisal inmortalizaba la

victoria española en la guerra contra Francia en La rendición de Bailén (1864), y Antonio Gisbert pin-

taba una de las obras cumbres del género histórico: Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en

las playas de Málaga (1887-88), un alegato antiautoritario precisamente encargado por el gobierno

liberal de Práxedes Mateo Sagasta. Reyes aragoneses, navarros, castellanos, gestas de Jaume I, del

Cid, Numancia, Sagunto, Boabdil, Abd al-Rahman… una heterogénea variedad de temas inter-

pretados desde todas las provincias españolas fueron pintados ya para aspirar a las tan ansiadas

Medallas, ya para abastecer el interés de los compradores locales, privados o públicos.

De la pintura de historiaa la crónica social

José Álvarez

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José María Rodríguez de Losada, nacido en Sevilla en 1826, pertenece a la primera generación de

pintores de historia nacidos antes de 1840, cuyo máximo exponente lo encontramos en Eduardo

Cano de la Peña, quien con sus obras Cristóbal Colón en el Convento de la Rábida y Entierro del

condestable Don Álvaro de Luna, Primeras Medallas en las Nacionales de 1856 y 1857, respectiva-

mente, sentó las bases del género que protagonizaría buena parte de la segunda mitad del siglo

XIX. Rodríguez de Losada estuvo, al igual que Cano de la Peña, adscrito al círculo de los Bécquer

en Sevilla. De la primera época de Losada, costumbrista, se expone en el Museo de Cádiz una pin-

tura en la que se autorretrata junto a su esposa ambos vestidos de majos, realizada en 1843. Su

nombre comienza a ser conocido al serle concedida la Medalla de Plata de Carlos III en la Expo-

sición de Bellas Artes organizada por la Sociedad Económica de Amigos del País en 1849, con-

tando el pintor veintitrés años. En 1858 es premiado en la Exposición sevillana con Medalla de Plata

por su obra Una viuda encontrando el cadáver de su esposo en el campo de batalla. En este

mismo certamen presentó las obras Hernán Sánchez de Vargas en prisión, Pedro I presa del terror

y del remordimiento al aparecérsele la sombra de su hermano Don Fadrique y Valdés Leal inspi-

rándose en un panteón para pintar las Postrimerías, donde representa al pintor barroco en una

cripta rodeado de cadáveres descompuestos, un gusto por el tremendismo posromántico que

aflorará continuamente en su obra. Dedicado ya a la pintura de historia, su presencia en las Ex-

posiciones es constante, cosechando numerosas distinciones, con títulos muy en sintonía con los

gustos de la época como Muerte de Cristóbal Colón, Juana la Loca ante el cadáver de su esposo

o Quevedo leyendo un epigrama contra el Conde-Duque de Olivares. Es también 1858 el año en

que el prolífico Rodríguez de Losada intenta ver reconocido su talento más allá de Andalucía, pre-

sentando tres obras en la Exposición Nacional de Bellas Artes, de entre las cuales, la titulada El rey

moro entrega a San Fernando las llaves de Sevilla recibió Mención Honorífica. Igual galardón ob-

tuvo en su tentativa de 1867, en la que la obra presentada, Don Álvaro de Luna decapitado, a más

de la Mención, fue adquirida por el Senado.

Rodríguez de Losada se traslada a Córdoba en 1867, contratado por el Círculo de la Amistad para

decorar el Salón Liceo, realizando diez lienzos que, a modo de friso, muestran algunos episodios his-

tóricos de la ciudad de Córdoba: La sentencia de muerte de Séneca decretada por Nerón, Los

santos Acisclo y Victoria camino de su martirio, Resistencia de los visigodos en el templo de San Acis-

clo, Representación del embajador alemán Juan Gorz ante Abderramán III, La vuelta de Alman-

zor de la batalla de Calatañazor, La conquista de Córdoba por Fernando III el Santo, Desposorios

del Rey Enrique IV con Doña Juana de Portugal en Córdoba, Entrevista de Colón con la reina Isa-

bel la Católica, La prisión de Boabdil ante el Rey Católico y Oración del Gran Capitán ante el ca-

dáver de su adversario el Duque de Nemours.

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Esta serie le proporciona a Rodríguez de Losada gran fama, lo que le supondrá un elevado nú-

mero de encargos, la mayoría también de asunto histórico, representativos del estilo de tan fe-

cundo pintor, quien siempre gustó de temas dramáticos y hasta truculentos, como, por otra parte

era corriente en la producción artística de sus contemporáneos. No obstante, Rodríguez de Lo-

sada pintó asimismo diversos cuadros de tema religioso conservados en museos, colecciones pri-

vadas y numerosos templos de la provincia de Cádiz, sobre todo en Jerez; su obra Las muertes de

las Santas Justa y Rufina fue Medalla de Oro en la Exposición de Cádiz, y un San Jerónimo se cus-

todia hoy en el Museo Romántico. En este campo, Losada se alineó en un murillismo poco inno-

vador en lo temático, aunque la ejecución de Losada difería mucho de la suavidad en la

pincelada del pintor barroco. Completó su extensísima producción con cuadros de asunto do-

méstico y numerosos retratos de personajes destacados de la sociedad de su época, que se con-

servan en diversas colecciones. Su última etapa profesional transcurrió en Jerez de la Frontera,

adonde se trasladó en 1879. Allí fundó en el desamortizado convento de Santo Domingo la Aca-

demia de Bellas Artes del mismo nombre, posteriormente museo, al que legó un centenar de cua-

dros, entre ellos varios de historia y la colección completa de los Reyes de España, compuesta por

65 cuadros, desde el visigodo Rodrigo hasta Alfonso XII. En esta ciudad falleció en 1896

Su obra Historia de la Malmuerta, que perteneció a la colección de los marqueses de Villaseca

antes de ser adquirida por la Diputación, – descendientes, según la tradición, del Caballero Vein-

ticuatro protagonista del suceso - obedece al gusto por la representación de leyendas populares

en alternancia con la pintura histórica. Pintado con la economía de pinceladas que hizo posible

su extensísima producción, representa un episodio ligado al origen del nombre de la Torre de la Mal-

muerta. Según la leyenda, Fernán Alfonso dio muerte su esposa, creyéndola adúltera sin funda-

mento alguno, por lo que, arrepentido, solicitó perdón al rey, quien le mandó erigir la torre como

expiación, llamándola de la mal-muerta.

Este truculento suceso se basa en el histórico caso en el que el Caballero Veinticuatro Fernán Al-

fonso asesinó a su esposa y a sus dos parientes: el comendador de Cabeza del Buey, y el del Moral,

ambos caballeros de la Orden de Calatrava. Este asunto de celos, adulterios y venganza fue de-

formado hasta convertirse en el episodio de la mal-muerta, luego retomado por autores como

Antón de Montoro o Juan Rufo, quien escribió el romance en el que se basó Lope de Vega para

escribir a su vez la tragedia Los Comendadores de Córdoba.

José María Rodríguez de Losada traspasó su arte a su hijo, José Rodríguez de Losada y Santisteban,

quien compaginó la pintura con la enseñanza en la Escuela de Bellas Artes de Córdoba, donde

fue profesor junto a Rafael Romero Barros, José Muñoz Contreras, Enrique Cubero y Juan Montis,

entre otros, en las últimas décadas del siglo XIX, mientras su padre, trasladado a Jerez, ejercía de

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director de la Academia de Bellas Artes de Santo Domingo de aquella ciudad. Posteriormente, la

Academia jerezana fue transformada en Museo, institución en la que trabajó hasta su desaparición

su hermano Eduardo.

Rodríguez de Losada y Santisteban cultivó, al igual que su padre, la pintura costumbrista y el retrato,

ya pasado el interés historicista, así como la realización de decoraciones para teatros y esceno-

grafías. Su Gitana con mantón y guitarra - adjudicada en ocasiones erróneamente a su padre,

como alguna otra obra – pertenece a un costumbrismo andaluz cercano al realismo de tipos po-

pulares de entre siglos. En la composición se unen los recursos pintoresquistas – mantón, guitarra,

silla de anea, caña de vino – con detalles del entorno cordobés, como el capitel califal o una de

las célebres litografías de la revista taurina La Lidia, indispensables en cualquier venta o barbería

tanto de esa época como de posteriores.

El pintor cordobés Manuel Barrios, activo en la segunda mitad del siglo XIX, desarrolló su produc-

ción acorde con la tendencia mayoritaria del momento, cultivando la pintura de historia, así como

el campo del retrato, género en el que destacó. En La muerte del artista (1873), Manuel Barrios ha

representado el momento de tomar un apunte a un moribundo, tema que tradicionalmente se ha

asociado al discípulo de un artista retratando a su maestro en sus horas finales, una variante ico-

nográfica más amplia que Carlos Reyero titula de los “últimos momentos”1, representación que fue

muy del gusto de los pintores de fines del XVIII así como de los artistas del XIX. David, padre del

academicismo decimonónico, estableció esta corriente con su Muerte de Sócrates (1787) y otras

obras. En las Exposiciones Nacionales, el tema fue ampliamente representado, siendo la obra más

famosa de esta temática Doña Isabel la Católica dictando su testamento, de Eduardo Rosales. La

muerte, en general, mantuvo una presencia constante en las Nacionales, teniendo siempre favo-

rable acogida por parte de jurado y público, algo que condicionó a los artistas a la hora de ele-

gir tema. En 1858 son Medallas de Primera Clase el Entierro de don Álvaro de Luna de Eduardo

Cano y Últimos momentos del príncipe don Carlos, de Antonio Gisbert. Una Segunda Medalla ob-

tuvo Juan García Martínez representando el desgraciado fin de Los amantes de Teruel, tema que

repetiría Muñoz Degrain en 1884. También hubo una Tercera para Carlos María Esquivel, por su obra

Últimos momentos de Felipe II. En la siguiente de 1860 triunfan Antonio Gisbert con Los comuneros

Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo y Casado del Alisal con Últimos momentos de Fernando

IV el Emplazado. En 1862 hay Primeras Medallas para Alejo Vera y su Entierro de San Lorenzo, así

como para Ignacio Suárez Llanos por Sor Marcela de San Félix viendo pasar el entierro de Lope de

Vega, su padre. En la del 64 – triunfo de Rosales – otro pintor cordobés, un joven Ángel María de

Barcia, presenta Tintoretto contemplando el cadáver de su hija. Aún en el 67 Rosales y Manuel Do-

mínguez obtienen sendas Medallas de Primera Clase por Muerte de Lucrecia y Muerte de Séneca,

respectivamente. Veinte años después, los cordobeses José Garnelo y Tomás Muñoz Lucena son

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premiados con Segundas Medallas por Muerte de Lucano, del primero, y El cadáver de Álvarez de

Castro, del segundo, en una lista de premiados que incluye a Arturo Montero con Nerón ante el ca-

dáver de Agripina y a Virgilio Mattoni por Postrimerías de San Fernando. El tema sigue apareciendo

en todas las Exposiciones, hasta que ya en la última década del XIX, el interés por el naturalismo

trae otros asuntos a los certámenes.

Una muestra de la variedad y el eclecticismo que nutrió en gran medida la pintura del siglo XIX la

encontramos en el pintor almeriense, aunque cordobés de adopción, Joaquín Martínez de la Vega.

Nacido en 1846, su formación comienza en la Escuela de Artes y Oficios de Córdoba, ciudad a la

que la familia se había trasladado en 1861, cuando el pintor contaba 15 años. Un año después es

designado por la Diputación de Córdoba para ilustrar un álbum dedicado a la reina Isabel II, tras

de lo que se le concede una beca anual de mil pesetas para estudiar en la Real Academia de Be-

llas Artes de San Fernando, en Madrid. Pocos meses después, debido a los progresos demostrados

por el joven estudiante, la pensión se aumenta a mil quinientas pesetas.

En Madrid, Martínez de la Vega es discípulo de Madrazo, obteniendo las más altas calificaciones

durante los tres años que estudió en la institución. En estos años, de 1863 a 1866, cultiva un estilo

ecléctico, que incluye historicismo, costumbrismo y la escena de género, predilección que será

constante en gran parte de su carrera. Al segundo grupo pertenece Gaitero napolitano, lienzo

que envió a la Diputación de Córdoba como muestra de agradecimiento. También se conserva

en la institución cordobesa la obra El reparto de la gallofa (1865), obra primeriza donde mezcla lo

costumbrista con una cierta religiosidad murillesca, lienzo que presentó en la Nacional de 1867, un

certamen donde la temática religiosa copó las tres Primeras Medallas; Benito Mercadé por Trasla-

ción de San Francisco de Asís, Vicente Palmaroli por Sermón en la Capilla Sixtina y Alejo Vera por

Un coro de monjas.

En 1866, Martínez de la Vega recibe un incremento en su pensión de la Diputación, que aumenta

a tres mil pesetas, con objeto de que marche a estudiar a Roma. Sin embargo, la marcha no se

produce hacia la ciudad latina, sino hacia Málaga, adonde llega en 1869. Allí comienza la deco-

ración del techo del Salón de Actos del Liceo, junto a José Denis Belgrano (1844-1917). Esta institu-

ción lo nombra en 1873 socio-profesor de la Academia de Dibujo, así como vicepresidente de la

sección de Bellas Artes. En Málaga compagina la docencia con su faceta de retratista, donde re-

fleja a la sociedad del momento. Se convierte así en el pintor de moda, frecuentador de los am-

bientes burgueses, en los que es siempre solicitado y bienvenido. En la Nacional de 1871, el pintor

presenta su Retrato de Don Rafael Fajardo, con el que obtiene una Tercera Medalla, lo que asienta

su fama de retratista. Martínez de la Vega comienza asimismo a cultivar un estilo costumbrista re-

alista lleno de influencias, que sitúa su obra dentro del eclecticismo.

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En esta época de triunfo profesional, ya en 1885, contrae matrimonio, naciendo su hija un año des-

pués. En 1887, la prematura muerte de la niña sume a Martínez de la Vega en una profunda de-

presión. Comienza desde entonces un largo declive personal y profesional que se acrecentará

tras la muerte de su esposa en 1887. El consumo de alcohol y cocaína, sustancias de las que se

hace dependiente, empeora día a día su situación social y económica. Tras un nuevo matrimonio,

un desgraciado suceso ocurrido en la noche de bodas debido probablemente a la impotencia

causada por su drogodependencia, acaba con la fuga esa misma noche de la segunda esposa,

hecho que supone un enorme trauma vital para el pintor.

Su obra, mientras tanto, ha dado un giro radical. La influencia de nuevas corrientes artísticas se

adueña de su pintura, que pasa a mostrar un brillante colorido – con predominio de la técnica del

pastel - y una temática simbolista, con temas como la muerte, los sueños o la obsesión erótica,

cuestiones que adapta a su pintura religiosa. En su Tentación de San Antonio, hoy en colección par-

ticular malagueña, la lujuria es representada por una mujer ataviada a la moda de fines del XIX.

Martínez de la Vega se convierte así en un ejemplo del decadentismo de fin de siglo, donde se mez-

clan la experiencia vital y la creación artística, a razón del “desarreglo de los sentidos” del que

habla Rimbaud. Su obra, mientras tanto, ha pasado de ser crónica de la sociedad burguesa por

medio de sus retratos a mostrar un claro camino hacia la modernidad. Finalmente, Martínez de la

Vega, arruinado económica y físicamente, fallece en Málaga el 4 de diciembre de 1905.

Su Gaitero napolitano, también conocido por Muchacho saboyano pertenece a los años de 1863-

64, cuando se encontraba pensionado por la Diputación en Madrid. La obra refleja una temática

muy común en la época, si bien proveniente generalmente de los pensionados en la Academia

Española en Roma. En efecto, era común representar por parte de los estudiantes en Italia a los pai-

sanos del lugar que contrataban como modelos. De esta especie de subgénero hay numerosas

muestras, siendo célebre entre las modelos Pascuccia, una ciocciara o campesina que fue retra-

tada por Rosales, Palmaroli, Fortuny y otros.2

Ejemplo de la alternancia temática encontramos asimismo en el pintor Alfredo Lovato Camacho,

nacido en Córdoba en 1852, donde inicia sus estudios en la Academia de Bellas Artes. Su primer

éxito tuvo lugar en la Exposición Provincial de Pintura de 1873, en la que obtuvo el Primer Premio

con la obra Séneca reprendiendo a Nerón y un accésit por Una señora dando lección a una niña.

En 1875 fue pensionado por la Diputación de Córdoba para ampliar sus estudios en la Escuela Su-

perior de Bellas Artes de Madrid. Como muestra de sus progresos, Lovato envía en 1876 su Gitana

con pandero, línea costumbrista que alternó con todos los géneros. En el campo del retrato des-

tacó, sobresaliendo su Retrato del Rey Don Alfonso que realizara para el Instituto Provincial de Cór-

doba. Posteriormente ocupó la Cátedra de Geometría de Dibujantes en la Escuela Provincial de

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Bellas Artes de Córdoba. Circunstancias adversas en su vida le forzaron a dedicarse a pintar mucho

y barato, cambiando el arte por la producción en masa de tablitas decorativas con vistas de la

ciudad, marinas, paisajes y otros temas, muy vulgares, de escaso valor artístico, con las que inundó

el comercio. Una parálisis progresiva le obligó a dejar el oficio, falleciendo en 1920.

En Séneca reprendiendo a Nerón, Lovato representa al filósofo cordobés en una escena poco ha-

bitual en su iconografía, amonestando en actitud severa a su discípulo, que se muestra indolente.

Séneca fue un personaje grato a los artistas del siglo XIX, siendo tema de algunas de las obras

maestras de este periodo. En 1871 Manuel Domínguez gana Primera Medalla en la Nacional por

su Muerte de Séneca, premio que también obtuvo en 1904 Eduardo Barrón por su grupo escultó-

rico Séneca y Nerón, donde asimismo el emperador asiste aburrido a una charla de su mentor. El

cordobés Mateo Inurria participó en 1895 en la Nacional con su obra Lucio Anneo Séneca, con la

que logró Segunda Medalla. Séneca reprendiendo a Nerón es una obra meritoria, donde se apun-

tan las cualidades del pintor, quien pronto mostrará sus adelantos en los siguientes cuadros envia-

dos a la Diputación.

Su Gitana con pandero es un estudio de figura, mezcla de ejercicio académico y de la veraz fi-

guración costumbrista. Dentro de la línea de representación de tipos populares, Lovato pintó asi-

mismo un celebrado cuadro titulado Un quinto requebrando a una lavandera. La Gitana es un

cuadro de correcta factura, mejor elaborado que el Séneca, que sirve para comprobar los pro-

gresos del entonces pensionado. Vemos asimismo el gusto por la anécdota en el monigote que ha

representado en la pared, la cual ha pintado con soltura y sin excesivo detalle, probablemente de

memoria.

Figura fundamental en la pintura cordobesa del siglo XIX es Tomás Muñoz Lucena (1860 – 1942), na-

cido en Córdoba, en cuya Academia de Bellas Artes, dirigida por Rafael Romero Barros, inicia sus

estudios de pintura. Con diecinueve años marcha a estudiar a la Academia de Bellas Artes de San

Fernando, en Madrid, gracias a una beca de ampliación de estudios concedida por la Diputa-

ción de Córdoba. Su formación, bajo la tutela de Federico de Madrazo, se rige por las normas

academicistas del momento, adiestrándose en la composición y técnica heredadas de los auto-

res antiguos. Un ejercicio obligado en aquellos momentos era la copia de cuadros de autores con-

sagrados, tarea que Muñoz Lucena resolvió con pericia, dadas sus grandes cualidades. En 1880

vende a la Diputación de Córdoba una copia del lienzo de Francisco Pradilla Doña Juana la Loca,

Medalla de Honor en la Nacional de 1878 y posteriormente triunfadora en diversas exposiciones in-

ternacionales, a la sazón una de las obras de mayor renombre en el panorama artístico nacional.

El cuadro muestra un episodio histórico de gran carga dramática, el traslado del cadáver de Fe-

lipe el Hermoso a través de los campos de Castilla para ser enterrado en Granada. La figura de

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Juana de Castilla reunía todas las características para convertirse en un icono romántico, como así

fue, contándose entre las obras maestras del género histórico la obra de Pradilla y la anterior de

Lorenzo Vallés titulada Demencia de doña Juana de Castilla (1866).

Comienza a presentarse a las Exposiciones Nacionales en 1881, con el Retrato del poeta Fernández

Grilo, sin lograr premio, lo que no le desanima en absoluto, concurriendo en adelante a numerosas

convocatorias. En 1882 envía a la Diputación su cuadro Ofelia, un tema basado en la tragedia sha-

kesperiana, que popularizara Millais en 1852 con su celebrada obra homónima, si bien en la versión

de Muñoz Lucena, el artista ha elegido para la representación los momentos previos al fatal des-

enlace, cuando la desdichada doncella, desequilibrada por la muerte de su padre a manos de su

amado Hamlet, vaga por el bosque recogiendo flores. Presentada en la Nacional del 84, quedará

sin premio alguno. Marcha a Roma a proseguir sus estudios, becado por la Diputación, y es en la

ciudad latina donde pinta la obra El cadáver de Álvarez de Castro, Segunda Medalla en la Na-

cional de 1887. Muñoz Lucena, de natural proclive a la pintura naturalista, con especial interés en

la luz y el color, ha de plegarse en esta ocasión a los gustos del momento, muy dados al asunto ne-

crófilo, según se recoge en la referencia a La muerte del artista, de Manuel Barrios.

Nace en estos momentos el interés en al artista por marchar a París para tomar contacto con las

nuevas tendencias, solicitando aumento en su pensión para poder preparar su participación en la

Exposición Internacional de París de 1889, en la que presentó las obras Idilio y Pastora de pavos, ob-

teniendo una Tercera Medalla. Un año después gana una Segunda Medalla en la Nacional cele-

brada en Madrid por Las lavanderas, en la línea costumbrista que le haría célebre. Tras obtener una

plaza como Catedrático de Dibujo en el Instituto de Enseñanza de Córdoba, pierde su pensión en

el ejercicio 1890-91, dedicándose con intensidad a la pintura y concurriendo a gran número de cer-

támenes dentro y fuera de España. Su mayor triunfo es en la Nacional de 1901, donde obtiene Me-

dalla de Primera Clase por su Plegaria en las Ermitas de Nuestra Señora de Belén en Córdoba, de

tema localista. Alterna su pintura con la docencia, que ejerce, tras Córdoba, en Granada y en Se-

villa, donde se jubila en 1930. El pintor, trasladado finalmente a Madrid, fallece en esta ciudad a la

edad de 82 años.

Cuando Muñoz Lucena pinta la copia del célebre cuadro de Rosales, Doña Isabel la Católica dic-

tando su testamento, el género histórico está en su apogeo, y el tema de la muerte es uno de los

más representados, como ya hemos tratado anteriormente. Rosales, en su primer viaje a Roma, se

admiró ante el cuadro El Tintoretto pintando a su hija muerta, de Leon Cogniet, visto en Burdeos,

y al contemplar Cromwell ante el cadáver de Carlos I, de Paul Delaroche, obra que vio expuesta

en Nimes. En Burdeos realizó su famoso “voto formal de pintar un cuadro así, aunque me muera de

hambre”3, tal fue la impresión que le causó la escena de Cogniet, donde un anciano Tintoretto

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19

pinta el retrato de su hija agonizante, y cuyo eco llega hasta el Testamento. En Florencia Rosales

visita la Iglesia de Santa Trinitá, donde en la Capilla Sassetti Ghirlandaio ha representado la muerte

de San Francisco, asunto que, en carta a su hermano, dice ser “admirabilísimo; expresión verda-

dera y muy enérgica, divinamente compuesta, pero sin pretensión ni alarde de Arte; al contrario

una sencillez y naturalidad que pasman (…) En frente, unos frailes que, arrodillados y llorando por

la muerte del santo, le besan los pies y las manos; no he visto cosa como ella.”4 Cuando Rosales

busca tema para el cuadro que había de presentar a la Nacional de 1864 en busca del éxito que

asegurase su porvenir, y tras bastantes dudas, se decidió por el episodio en que la reina de Casti-

lla dicta su testamento en presencia del rey Fernando, de su hija Juana y de otros nobles y diri-

gentes del reino. Considerada su primera obra maestra, el Testamento es Primera Medalla en la

Nacional a la que se presenta y Medalla de Oro en la Exposición Universal de París en 1867, con-

virtiéndose así en cumbre del género. La excelente copia del Testamento que envía Muñoz Lu-

cena a la Diputación, como contraprestación de la ayuda que recibía de la institución, vino

acompañada de la certificación de Federico de Madrazo, en aquel momento Director de la Aca-

demia de San Fernando y del Museo Nacional de El Prado. En el documento, Madrazo trata de su

joven discípulo, de apenas veinte años, y “califica el concepto que dicho cuadro le merece y ca-

lifica el comportamiento del alumno en el último año de carrera.”5 La calidad del cuadro, junto con

los informes de Madrazo, sirvió para que la Diputación aumentara la pensión de Muñoz Lucena,

quien así lo había solicitado.

Un paje y un perro de caza fue enviado a la Diputación en 1889 desde Roma.6 De asunto histórico,

muestra a un joven sentado en el suelo, recostado en unos almohadones, sentado junto a un le-

brel. Por la vestimenta – calzas largas y pantalón corto bombacho, según la versión historicista de

la moda de influencia borgoñona de finales del siglo XV - y el escudo bordado en la ropilla, con el

águila de San Juan, la escena pudiera representar a un servidor de la corte de los Reyes Católicos,

primeros monarcas en adoptar este escudo. El trazo ágil y luminoso, cercano a Rosales, aprecia-

ble asimismo en su Estudio de cabeza, se aleja totalmente de la tendencia a la pincelada come-

dida y dibujística, común a gran parte de la pintura academicista del momento, y adelanta el

momento en que en no sólo cambia el tema representado sino también el modo de su ejecución.

Muñoz Lucena personifica el cambio de la pintura de asunto histórico, heredera del Neoclasicismo

y del Romanticismo, a la visión naturalista en el arte. Sus títulos nos hablan de asuntos cotidianos,

desprovistos de la teatralidad de muchas de las obras historicistas, imperantes en gran parte del

tiempo en el que el artista desarrolló su actividad profesional. La moza del cántaro, Un escribani-

llo, Pastora de pavos, Las gallinas, Enjalbegando, Flores de balcón o Los cármenes granadinos, tí-

tulos escogidos de entre su extensísima producción, muestran el cambio en las preferencias del

público, que abandona la solemnidad del asunto histórico para dar paso a una visión cercana, co-

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tidiana, del entorno, donde los protagonistas pasan de ser héroes, reyes o nobles, a ser ejemplos

de las clases sencillas y trabajadoras, que muestran sus labores diarias desde una perspectiva ama-

ble, visión que se establecerá como mayoritaria en las primeras décadas del siglo XX.

La saga de artistas cordobeses que comenzara con Rafael Romero Barros tiene en esta exposi-

ción a dos de sus más celebrados miembros. Rafael y Julio Romero de Torres. Nacido en 1865, Ra-

fael Romero de Torres tuvo desde su infancia una vinculación directa con el arte. Su padre, Rafael

Romero Barros, pintor y director tanto del Museo como de la Escuela de Bellas Artes de Córdoba,

le introdujo desde pequeño en el conocimiento de las distintas disciplinas artísticas, lo que posibi-

litó que Rafael pudiese ingresar en la Escuela de Bellas Artes a la temprana edad de ocho años,

vistas las cualidades que por entonces ya apuntaba el joven artista, sobre todo en el campo del

dibujo. Sus maestros, a más de su propio padre, pintores finiseculares como Muñoz Contreras, José

Saló o José Mª de Montis, cultivan en el alumno el gusto por la observación y dibujo del natural,

campo en el que Rafael Romero de Torres deja numerosos apuntes aún conservados, donde re-

presenta escenas costumbristas propias de su entorno. Con su padre trabaja en la realización de

Córdoba Monumental y Artística, una obra manuscrita donde se da cuenta de los principales te-

soros artísticos de la ciudad y en la que el joven Rafael deja su impronta en forma de numerosas

ilustraciones a la plumilla de una gran calidad.

En 1884 se traslada a Madrid, donde, a instancias de su padre, y gracias a una Beca de la Dipu-

tación de Córdoba, entra en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde estudia bajo

la tutela de los más celebrados pintores del momento, como Madrazo, Dióscoro Puebla, Casto

Plasencia o Carlos Luis de Ribera. Un año después, como prueba de sus progresos, envía a la Di-

putación su Muerte de Cleopatra, obra que responde a las normas de la pintura historicista del

momento, la cual causa una grata impresión en sus patrocinadores, quienes acuerdan aumentarle

la pensión a partir de ese momento. El cuadro es una teatral interpretación de la muerte de la

reina egipcia, quien, derrotada por Octavio Augusto, prefirió morir a ser exhibida como esclava en

Roma. En la representación de Romero de Torres, la reina yace en un suntuoso lecho, dentro de una

sala decorada con multitud de detalles fielmente representados. Junto a ella están sus sirvientas

Iras y Charmion, quienes llevaron a su ama el cesto de frutas en el que se escondía el áspid que

las llevó a la muerte. En el suelo yace una de las esclavas, mientras que la otra, representada como

nubia, pone el punto trágico a la escena. El áspid, mientras tanto, se esconde tras la basa de la

columna derecha, después de realizar su macabro trabajo.

El curso siguiente envía La prisión del príncipe de Viana, copia del original que Emilio Sala enviara

a la Nacional de 1871, donde fue premiada con una Segunda Medalla. Junto con la copia de

obras de autores reconocidos, según marcaba la tendencia academicista del momento, Romero

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de Torres produce en estos años diversas pinturas de género histórico, como Cristóbal Colón sa-

liendo de la Mezquita, obra conservada en el Museo de Bellas Artes de Córdoba. Rafael Romero

de Torres alterna sus estudios en Madrid con sus frecuentes visitas a Córdoba, en las que sigue co-

laborando con su padre en los distintos viajes arqueológicos que este realiza, afianzándose con

ellos su predilección por el naturalismo. Aparece entonces el interés del pintor por la temática so-

cial, realizando Sin trabajo en 1888, obra clave en su carrera, pues le proporciona la por tantos an-

siada beca de la Diputación para ampliar sus estudios en Roma. Aún en Madrid, en 1889 envía un

correcto retrato de La reina María Cristina y Alfonso XIII niño, junto con otro importante cuadro de

tema social como es El albañil herido o Los últimos sacramentos, la segunda obra de una trilogía

de clara denuncia que cerrará con En busca de otra patria (emigrantes a bordo), ya en 1892.

Sin trabajo muestra la tragedia del paro en las familias del siglo XIX, una situación muy distinta a la

actual, carente de cualquier cobertura social, que en numerosos casos llevaba a la emigración.

Trata así Romero de Torres lacerantes temas como el paro, la siniestrabilidad laboral y la emigración,

cuestiones que, más de un siglo después, siguen estando de plena actualidad. La visión que en su

momento produjo la obra en los mecenas del pintor estuvo lejos de observar en él cualquier tipo

de reivindicación social, consignándose en las actas como “un cuadro original de grandes di-

mensiones con su elegante moldura, en cuya composición hay varias figuras formando el intere-

sante grupo de una familia que contempla el pesar de un obrero jefe de ella que no halló trabajo

en días de escasez”. No muy diferente fue la crónica que en La Ilustración Española y Americana

se dedicó a En busca de otra patria, tras obtener Tercera Medalla en la Nacional de 1892, en cuyas

páginas se reseñó: “Reunidas en la cubierta de un buque se hallan agrupadas, a la hora de la co-

mida, varias personas de diversa condición, a quienes su destino impele a un porvenir incierto, en

busca de una nueva patria. Ignoran si encontrarán en ella la realización de sus esperanzas o el

desengaño y la infelicidad, y esta penosa preocupación se halla expresada con acierto en alguno

de sus personajes”, una visión de tono más realista, pero que tampoco incide en la evidente carga

de denuncia con que Romero de Torres cierra su trilogía de crítica social. La temprana muerte del

pintor, en 1898, privó al panorama artístico de un valor que en aquellos momentos se estaba es-

tableciendo como de los más sólidos. Es Rafael responsable asimismo del inicial interés de su her-

mano Julio por la temática social, campo en el que dejó diversas obras en los años del cambio de

siglo, cuando su carrera se estaba ya afianzando.

Nueve años menor que Rafael, la carrera de Julio estuvo asimismo determinada por el entorno en

el que vivieron los hermanos Romero de Torres, quienes sintieron desde jóvenes la atracción por el

mundo del arte, al que dedicaron todos sus esfuerzos. En sus comienzos, Julio Romero se vio muy

influenciado por la obra paterna, dedicándose al cultivo del paisaje, género predilecto de Ro-

mero Barros. El la última década del siglo XIX alterna esta pintura con el dibujo y la ilustración, una

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circunstancia común a los tres hermanos Romero de Torres que se dedicaron al arte. En 1891 pu-

blica en el Almanaque del Diario Córdoba una serie de ilustraciones con predominio de la figura

femenina – lo que sería una constante en su producción – de aire costumbrista, y con algunas re-

ferencias modernistas.

La importancia de las Exposiciones Nacionales era un hecho del que Julio Romero no podía que-

dar al margen. Envía su primer cuadro a este certamen en su edición de 1895, a la que envía Mira

qué bonita era, resultando acreedor de una Mención Honorífica. La obra está dentro del realismo

con tintes sentimentales, de pleno éxito en el momento, como demuestra el hecho de que la Pri-

mera Medalla de esta edición fuera para Joaquín Sorolla por Y aún dicen que el pescado es caro.

Julio Romero retrata una escena de costumbres, un velatorio de las clases populares, donde se

muestran diferentes tipos y niveles sociales, reunidos en torno al féretro de una muchacha recién

fallecida, situación real de la que el pintor fue testigo y en la que se inspiró para realizar esta po-

pular composición.

La influencia de su hermano Rafael, quien produjo una obra de claro interés social, con una clara

carga de denuncia, será visible en las obras realizadas por Julio en los años de entre siglos. El tema

se había introducido ya en las Nacionales y formaba parte de los géneros aceptados por la Aca-

demia. En 1897, optando a una beca para la Academia española en Roma, presenta al jurado el

óleo Conciencia tranquila, interpretación del tema propuesto por el jurado, titulado La familia del

anarquista. Esta espléndida obra de Julio Romero muestra el registro al que se ve sometida la vi-

vienda del protagonista, quien aparece maniatado y rodeado por guardias civiles. Un oficial del

juzgado registra el arcón en búsqueda de pruebas comprometedoras, esparciendo papeles, ropas

y enseres. La esposa del anarquista aparece en un segundo plano acunando a un pequeño, mien-

tras solloza. Otro hijo se agarra a la camisa del padre, lanzando una mirada temerosa al agente

de la autoridad. Mientras tanto, el padre se muestra con gran dignidad en el centro de la com-

posición, a sabiendas de que no oculta nada que pueda comprometer a su familia. La visión de

la escena, dramática, pero con ausencia de tintes trágicos o efectistas, muestra a un Romero de

Torres sensible al tema propuesto, que resuelve con gran eficacia.

La crónica social aparece en estos años en la obra de Julio Romero en cuadros como Feria de Cór-

doba, donde representa escenas de tono costumbrista en las que retrata a la sociedad de la

época, de una forma amable. Sus cuadros de patios e interiores también sirven para leer en ellos

una crónica del momento. En 1904 acude a la Nacional con tres obras de distinto tono (Rosarillo,

Aceituneras y Horas de angustia), donde se aprecia la variedad estilística que aún ejercía el pin-

tor, que oscila entre el presimbolismo, el regionalismo y el realismo social, visible en su Horas de an-

gustia. Es la Nacional de 1904 feliz para la familia Romero de Torres; Julio obtiene una tercera

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Medalla por Rosarillo y Enrique obtiene igual galardón por Camino de los Villares. Pronto se des-

engañará Julio Romero de las Exposiciones Nacionales, cuando su obra Vividoras del amor sea re-

chazada en la edición de 1906, calificada de inmoral. El asunto tratado – la prostitución en su visión

más cruda – no podía ser expuesto en los salones de la Nacional, según dictamen del jurado, que

premió ese año con primeras medallas títulos como Los abuelos, de Álvarez de Sotomayor o Madre,

de Benedito. La crítica de Julio Romero a los jurados de las Exposiciones Nacionales se hará pública

un año después, cuando publica una carta en el Heraldo de Madrid, donde califica al entorno ar-

tístico madrileño como “ñoño, mojigato y artificial, que retarda el progreso artístico”.7

En este año de 1907, el pintor expone en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en la muestra Pinto-

res Independientes, cosechando gran éxito, e iniciándose así el reconocimiento de su obra por

toda la sociedad, en particular por las clases altas, quienes mostrarán un gran interés por la obra

de Julio Romero de Torres. Las dos obras presentadas en esta exposición, un Retrato de Alfonso XIII

y el Retrato del Dr. León Torrellas Gallego, pertenecen a la primera época del pintor, y muestran los

inicios de Julio Romero en un campo, el del retrato, en el que fue muy solicitado, dejando a lo

largo de su carrera soberbios ejemplos.

Un caso de pintor de entre siglos que queda al margen de la creación vanguardista del momento

lo encontramos en José Muñoz García. Nacido en 1892, desde pequeño tuvo inclinación por las

tareas artísticas, ingresando en la Escuela Provincial de Bellas Artes de Córdoba. Tras serle conce-

dida una beca de la Diputación Provincial de Córdoba, marcha a ampliar estudios en Madrid. En

1913 gana el Premio de Arte Decorativo en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado de

Madrid, así como el Premio Madrigal de la Real Academia de San Fernando. Como pensionado,

envía diversos cuadros, entre ellos una copia de El entierro de San Lorenzo, de Alejo Vera, de re-

gular factura. Muñoz García recibe aún la enseñanza academicista decimonónica que se interesa

por los grandes temas y donde la copia de los grandes pintores es un elemento más de la ense-

ñanza. En Madrid es discípulo de Cecilio Pla, quien ejercía la docencia en la de San Fernando su-

cediendo a su maestro Emilio Sala en la clase de Estética del color y procedimientos pictóricos. Pla

– compañero de estudios de Muñoz Lucena en su juventud - había conseguido una Segunda Me-

dalla en 1895 por su cuadro Lazo de Unión, en una línea de pintura social con tintes emotivos, que

dulcificó posteriormente, dando a sus obras un tono anecdótico y un espectacular alarde téc-

nico. En el paisaje es donde Pla aporta la visión luminista de la escuela valenciana – fue asimismo

condiscípulo de Sorolla en la Academia de San Carlos de Valencia – y es este interés por la luz y el

color lo que transmite a sus alumnos.

Paisaje con figuras aúna el interés costumbrista por la representación de tipos populares y por el

paisaje. Muñoz García retrata a dos mujeres vistiendo el traje tradicional ansotano, dispuestas en

el umbral de una casa. El sol, en lo más alto, ilumina a los personajes de arriba abajo y de fuera a

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dentro, recurso del que se sirve el pintor para acentuar los volúmenes, dispuestos ante un fondo con

una sosegada paleta de tonos dorados, con la que ha representado un luminoso Valle de Ansó,

tras del que se levantan las montañas pirenaicas.

El fin del siglo XIX ha supuesto el fin de la pintura amparada por el oficialismo y el academicismo,

y ha acogido en sus dos últimas décadas la llegada de la modernidad. Los artistas nacidos en este

momento tendrán por tanto la opción de desarrollar una pintura más personal, sin el encorseta-

miento al que los pintores de generaciones anteriores hubieron de verse sometidos. Llegan las van-

guardias y, como hemos visto en Muñoz García, hay pintores que quedan al margen de éstas.

Igualmente ocurre con Rafael Cuenca Muñoz, quien prefiere desarrollar un personal estilo basado

en el costumbrismo y el localismo. Nacido en 1894, su primera formación es de carácter autodi-

dacta, obteniendo un primer reconocimiento con diecinueve años tras la realización de un álbum

festivo, circunstancia de la que se hace eco el Diario de Córdoba. Al año siguiente, 1914, una pri-

mera exposición personal logra notable éxito, accediendo de este modo a una pensión de la Di-

putación Provincial de Córdoba para la ampliación de sus estudios en la Escuela de San Fernando

de Madrid. Tras dos años de estancia en la capital, en los que tuvo ocasión de realizar algunos via-

jes al extranjero para conocer de primera mano las tendencias artísticas del momento, vuelve a

Córdoba, donde sigue pintando con predilección por el retrato. En los primeros años 20 Cuenca

Muñoz ejerce la docencia en Albacete como director de la Academia de Bellas Artes. Es en esta

ciudad manchega donde en mayo de 1924 da a la imprenta el primer número de la revista Cen-

tauro, de la que es director y propietario. Configurada como revista semanal ilustrada, contiene

secciones sobre arte, literatura, deportes, toros, en un formato al uso de la época. Con posteriori-

dad marcha a Huelva, donde trabaja como caricaturista en numerosos diarios y revistas, que mues-

tran sus hábiles aptitudes satíricas. Continúa mientras tanto con su producción pictórica, donde hay

gran presencia de la técnica del pastel.

En mayo de 1932 expone en los salones de la Unión Iberoamericana, en Madrid un total de treinta

obras, de las cuales veintinueve eran pasteles, con predominio del retrato – uno de ellos de la nieta

del ex ministro cordobés José Sánchez Guerra - , aunque también presentó bodegones y desnu-

dos, como el titulado Sinfonía. En el mes de noviembre realizó otra exposición de sus pinturas en Bil-

bao, en las salas del Hotel Carlton. Su producción es abundante en estos años, exponiendo en

numerosas ocasiones; en 1934 celebra tres exposiciones seguidas en Madrid sólo en los cuatro pri-

meros meses del año, una de ellas en el Círculo de Bellas Artes, donde expone sesenta obras, pre-

dominantemente retratos femeninos e infantiles, alguno de hombre, bodegones y desnudos. Este

mismo año expone en el Círculo de la Amistad de Córdoba, en una muestra organizada por el

Ayuntamiento y la Diputación. Los títulos expuestos dan idea de los temas predilectos de Cuenca

Muñoz: Mi familia, Ángela Reyes, Sinfonía, Los dos acólitos, Mujer y telas…

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Tras la Guerra Civil, Muñoz Cuenca se exilia en Argentina, donde su pintura se afianza en la visión

costumbrista. La mujer es ahora prácticamente protagonista de la obra del pintor. Majas, bailao-

ras, gitanas, se suceden en los lienzos del pintor cordobés, que logra gran éxito en exposiciones re-

alizadas en numerosos países americanos. Sus grandes dotes de retratista siguen proporcionándole

asimismo gran cantidad de trabajos, retratando a numerosos personajes de la vida social argen-

tina. También cultiva el género del paisaje, centrado en su añoranza de la tierra andaluza. En la es-

tación Palermo del Subterráneo de Buenos Aires se puede contemplar un gran mural cerámico

basado en una obra de Muñoz Cuenca titulado Almería, en el que se representa a una mujer des-

pidiendo un barco recién zarpado del puerto de la capital mediterránea, una clara alusión a la tra-

gedia de la emigración y el exilio. La nostalgia de su tierra le hace volver a España en el último

tramo de su vida, falleciendo en 1967.

Alegoría cordobesa, fechada en 1914, pertenece a la muy primera época en la carrera de Muñoz

Cuenca, cuando obtuvo su primera beca para ampliar sus estudios en Madrid. La obra presenta

una composición simbólica donde se ha pretendido reflejar el carácter de Córdoba, recurriendo

a los motivos que, con el paso del tiempo, han devenido en tópicos. De estructura acusadamente

geométrica, piramidal, la figura principal es una mujer que puede representar tanto al género fe-

menino como a la propia ciudad. Vestida con traje de faralaes y apoyada en la verticalidad de

una guitarra, se cubre con un mantón de Manila, en el lado izquierdo, y con una mantilla, en el de-

recho, aludiendo así a la fiesta pagana y a la religiosidad. A sus pies, un flamenco con capa es-

pañola y un torero con capote de paseo contrastan con un par de personajes vestidos a la usanza

árabe quienes, en segundo plano, realizan sendas ofrendas a la mujer, figura central del cuadro,

todo ello a su vez enmarcado por un diluido fondo de arcos califales. La influencia de Julio Ro-

mero de Torres es evidente, pintor éste a la sazón en un momento importantísimo de su producción,

donde da a la luz obras como Poema de Córdoba, La gracia, El pecado, Consagración de la

copla, y otras, llenas de simbolismo, si bien la paleta de Cuenca Muñoz se aleja bastante de los

tonos suaves y nacarados de Romero de Torres.

Con la obra de Adolfo Lozano Sidro Pequeña fiesta contemplamos la transformación que la pin-

tura española ha experimentado desde la segunda mitad del siglo XIX. Nacido en Priego de Cór-

doba en 1872, un cambio de destino de su padre, magistrado, hace que se traslade con su familia

a Málaga en 1885, donde estudia el Bachillerato, a la vez que se matricula en la Escuela de Bellas

Artes de la ciudad y en el estudio del renombrado pintor José Moreno Carbonero. Un nuevo tras-

lado de su padre a la Audiencia de Granada pone a Lozano Sidro en contacto con artistas como

López Mezquita, Ruiz de Almodóvar, José Carazo y Ramón Casas, por entonces en la capital na-

zarí. Tras matricularse en Derecho, el joven artista deja esta carrera para dedicar todos sus esfuer-

zos a la pintura. Marcha a Madrid, donde sigue trabajando en la academia que en la capital

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había instalado su maestro, estudiando a continuación con Joaquín Sorolla, de quien toma el in-

terés por la luminosidad que posteriormente se verá en sus excelentes paisajes.

Lozano Sidro, dentro de la dinámica habitual del pintor finisecular, acude a las Exposiciones Na-

cionales, siendo premiado en la de 1897 con una Mención de Honor por su obra Santa Teresa, lo

que supone el estímulo definitivo a su carrera, refrendada por una Tercera Medalla en la de 1910

y el éxito en las continuas exposiciones que realiza el pintor prieguense. Sin embargo, el hecho que

marcó al artista de forma definitiva fue el primer premio concedido en el concurso convocado por

la revista Blanco y Negro en 1904. Desde este momento, la pintura de Lozano Sidro es conocida en

toda España, a resultas de la amplia difusión que el éxito de la revista permite, y a la que aporta

cerca de un millar de obras. Su visión costumbrista está llena de aprecio por su tierra, a la que pinta

de una forma amable, llena de color y de dinamismo.

Lozano Sidro retrata asimismo a la sociedad del momento, tal y como vemos en Pequeña fiesta.

De gran elegancia y soltura técnica, la obra se nos muestra como un retrato de la burguesía de

los años veinte, en el que ha deslizado una gran carga irónica a través de los claros protagonistas

de la composición, la oronda señorita que, a la derecha del cuadro, es requebrada por un galán

que ya ha visto pasar sus mejores años. Mientras algunos asistentes están ajenos a este episodio,

otros, como la señora de los impertinentes, no pierden detalle. La crónica que nos deja Lozano

Sidro, es, de todas formas, un retrato simpático, apto para ser impreso en las páginas claramente

conservadoras de ABC y Blanco y Negro, donde dejaría memorables ilustraciones de sabor po-

pular con un claro recuerdo a su villa natal de Priego.

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Catálogo de obras

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José María Rodríguez de LosadaHistoria de la Malmuerta1872, O/L, 258 x 258 cm.

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José Rodríguez de Losada y Santisteban Gitana con mantón y guitarra

O/L, 63 x 105 cm.

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34

Manuel Barrios La muerte del artista

1873, O/L, 85 x 112 cm.

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36

Joaquín Martínez de la Vega Gaitero napolitano

1863 – 64, O/L, 102 x 113 cm.

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38

Alfredo Lovato Séneca reprendiendo a Nerón

1873, O/L, 100 x 150 cm.

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40

Alfredo LovatoGitana con pandero

1876, O/L, 96 x 170 cm.

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42

Tomás Muñoz Lucena Doña Isabel la Católica dictando su testamento

1881, O/L, 107 x 152 cm.

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44

Tomás Muñoz Lucena Ofelia

1882, O/L, 141 x 273 cm

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46

Tomás Muñoz Lucena Estudio de cabeza

1886, O/L, 30 x 56 cm.

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48

Tomás Muñoz Lucena Un paje y un perro de caza

1889, O/L, 98 x 145 cm.

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50

Rafael Romero de TorresMuerte de Cleopatra

1885, O/L, 112 x 146 cm.

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Rafael Romero de Torres Sin trabajo

1888, O/L, 152 x 206 cm.

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Julio Romero de TorresRetrato de Alfonso XIII

O/L, 93 x 128 cm

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Julio Romero de TorresRetrato del Dr. León Torrellas Gallego

O/L, 105 x 125 cm.

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José Muñoz García Paisaje con figuras

1914, O/L, 110 x 140 cm

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Rafael Cuenca MuñozAlegoría cordobesa

1929, O/L, 178 X 208 cm.

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Adolfo Lozano SidroPequeña fiesta

gouache sobre cartón, 47 x 72 cm

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Notas y bibliografía

1 Reyero, Carlos: “Iconografías representativas, verosímiles y verdaderas. Problemas en la recuperación visual del pasado en la

pintura española del siglo XIX”, Cuadernos de arte e iconografía, Tomo II-4, 1989.2 A principios del mismo año de 1863, Rosales realizó un cuadro por encargo para el que sirvió como modelo un hermano de

Pascuccia, titulado Ángelo. Posteriormente se expuso como Un calabrés (1864), Niño calabrés (1873 y 1902), El Chocharro

(1930) – una corrupción de ciocciaro o campesino – y el erróneo Charro (1936). Tras darse por desconocido su paradero, fue

localizado en 2002 por Rubio Gil en el Museo de Montevideo con el título de Saboyano. La vestimenta del muchacho pintado

por Martínez de la Vega y Ángelo es idéntica: alpargatas, medias blancas, calzón marrón claro, chaleco, chupa, camisa

blanca, capa corta y sombrero. Sobre el modelo, Rosales escribe en una carta: “le hago, naturalmente, con su traje napoli-

tano” (Rubio Gil, Luis: Eduardo Rosales, Ed. del Aguazul, Barcelona, 2002, p. 71).3 Aguilera, Emiliano M.: Eduardo Rosales, su vida, su obra y su arte, Iberia - J. Gil Editores, Barcelona, 1947, p. 14.4 Rubio Gil, Luís: Eduardo Rosales, Editorial del Aguazul, Barcelona, 2002, p. 41.5 Archivo de la Diputación de Córdoba (ADCO). Actas. 12-11-1881. ff. 123 v. y 124 r.6 ADCO. Actas. 5-4-1889. f. 54 r. En el acta se consigna: “Igual acuerdo (aumento de la pensión) se adoptó respecto de otro

cuadro, hábilmente concluido, en forma apaisada y como de dos metros por uno escaso de altura, que su autor el pensio-

nado para la misma clase de estudios, D. Tomás Muñoz Lucena, cede á la Corporación, representando un Paje y un perro de

caza, acompañando una instancia en que se solicita no le sea retirada dicha pensión”. 7 VV. AA.: Julio Romero de Torres. Símbolo, materia y obsesión. Catálogo de la exposición, TF Editores, Madrid, 2003, p. 399.

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- Aguilera, Emiliano M.: Eduardo Rosales, su vida, su obra y su arte, Iberia - J. Gil Editores, Barcelona, 1947.

- Banda y Vargas, Antonio de la: De la Ilustración a nuestros días, en “Historia del Arte en Andalucía”, Editorial Gever, Sevilla, 1991.

- Castro Castillo, Mª del Rosario: Manifestaciones artísticas a través del Diario de Córdoba entre los años 1890 – 1936, Publica-

ciones de la Fundación Provincial de Artes Plásticas Rafael Botí, Córdoba, 2003.

- Díez, José Luís y Barón, Javier (eds.): El siglo XIX en el Prado, Museo Nacional del Prado, Madrid, 2007.

- Fondos pictóricos de la Diputación de Córdoba, Catálogo de la exposición, Diputación de Córdoba, Córdoba, 1996.

- García de la Torre, Fuensanta: Julio Romero de Torres, Editorial Arco, Madrid, 2008.

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- Moreno Cuadro, Fernando (et al.): Becas y Premios. Patrimonio Histórico de la Diputación de Córdoba, Diputación de Cór-

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- Palencia Cerezo, José María: Museo de Bellas Artes de Córdoba, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Sevilla, 2003.

- Pantorba, Bernardino de: Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes celebradas en España, Ed. J. R. Gar-

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- Reyero, Carlos y Freixa, Mireia: Pintura y escultura en España, 1800-1910, Cátedra, Madrid, 2005.

- Reyero, Carlos: “Iconografías representativas, verosímiles y verdaderas. Problemas en la recuperación visual del pasado en la

pintura española del siglo XIX”, Cuadernos de arte e iconografía, Tomo II-4, 1989.

- Romero Coloma, Aurelia María: Aproximación al estudio de la personalidad artística de José María Rodríguez de Losada,

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- Rubio Gil, Luís: Eduardo Rosales, Editorial del Aguazul, Barcelona, 2002.

- Saúret Guerrero, Teresa y Conde-Pumpido Soto, Belén: Joaquín Martínez de la Vega, 1846-1905, Colegio de Arquitectos de Má-

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- VV. AA.: Inventario de bienes artísticos de la Diputación de Córdoba, Diputación de Córdoba, Córdoba, 1986, (ejemplar me-

canografiado).

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- Valverde Madrid, José: “El pintor prieguense Lozano Sidro”, Adarve, nº 715, junio 1966.

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- Zueras Torrens, Francisco: Figuras fundamentales del arte cordobés, Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, Córdoba, 1985.

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