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?A 5b Víctor Bravo Figuraciones del poder y la ironía Esbozo para un mapa de la modernidad literaria Monte Avila Editores Latinoamericana CDCHT Universidad rde Los Andes í

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Victor Bravo. Figuraciones Del Poder y La Ironia

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Víctor Bravo

Figuraciones del poder y la ironía

Esbozo para un mapa de la modernidad literaria

Monte Avila Editores Latinoamericana

CDCHT Universidad rde Los Andes

í

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I a edición, 1997

Ilustración de portada EL Bosco

El Jardín de las Delicias (tríptico) Detalle del postigo izquierdo, «El Infierno»

Óleo sobre madera 220 x 97 cm

Colección Museo del Prado

©Monte Ávila Editores Latinoamericana,C.A., 1996 Apartado postal 70712, Caracas 1070, Venezuela

ISBN 980-01-0981-1 Diseño de colección: Claudia Leal

Realización de portada: Gustavo González Autoedición electrónica: Sonia Velásquez

Impreso en Venezuela Printed in Venezuela

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LO REAL, EL LENGUAJE Y LA CONCIENCIA IRÓNICA

La antigua alianza está rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del universo.

Jacques Monod

LA VISIÓN IRÓNICA es la visión nacida en las entrañas mismas de la cultura moderna. Superando la persistente ceguera del discurrir cotidiano que afirma las presuposiciones de lo real y de la verdad como los horizontes plenos del existir, la visión irónica pone en evidencia inesperados pliegues y vertientes donde no es la certeza sino la incerti­dumbre y la incongruencia, no el reconocimiento sino el sinsentido lo que quiere brotar como lo indominable y el vértigo que siempre, por más que los ignoremos, nos acosan.

Cicerón y Quintiliano estudiaron la ironía en la amplia tela de la retórica, pero el hombre moderno ha ido más allá de esos límites y ha transformado la ironía en perspectiva de una visión del mundo, en la expresión misma de la conciencia crítica que le ha dado, en los momen­tos de mayor lucidez o vértigo, el poder de separarse de las identidades, de los imperativos, de cuestionar las evidencias y presupuestos de lo real, y asomarse, con la lámpara de la reflexividad, al abismo de la negatividad y de los estremecimientos; abismo donde el ser, en el resquebrajamiento de su identidad con lo divino, en ese proceso único en la historia de las culturas que Wétíér follámádo «<dés^ñíafifaBfifcl£ to-, muestra su fragilidad y su esciáión^f áéóme áfigluaSlOtOtíSSpa-decimiento y expresión. E n este context&iaaí^iídaél,ígilía^íüerteza en

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su milenario pacto con la moral, revela, sin embargo, su condición de simulacro, su continuada subordinación a la jerarquía y el poder; el tiempo, ese continuo discurrir de acontecimientos y repeticiones, mues­tra su poder devorador de toda instauración del sentido; el espacio, la más inmediata de nuestras certezas, se muestra en la posibilidad de su división infinita, en su curvatura rozando la transfiguración misma del tiempo, en la posibilidad de sorprendentes simultaneidades; y el len­guaje, ese fabricante incesante de certezas y sentidos, mostrando su delirio de mundos imposibles, su capacidad de nombrar lo inexistente y de hacer de lo real un simulacro.

Desde la perspectiva restrictiva de la retórica, la ironía no designa sino un tropo: «decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender» o «decir una cosa para dar a entender otra». La ironía puede así asimilar­se a la antífrasis o «inversión semántica» y, tal como ha señalado Heinrich Lausberg (1975), parte de dos estrategias: la dissimulatio, «ocultación de la propia opinión», actitud propia de Sócrates, quien evita toda afirmación propia y, con preguntas aparentemente inocen­tes, pone en evidencia al interlocutor, quien termina rindiéndose ante la opinión no expresada; la segunda estrategia, también usada por Sócrates, es \zsimulatio, fingimiento de coincidir con la opinión con­traria. E n el Teeteto platónico, Sócrates compara su enseñanza de dissimulatio ysimulatio con la mayéutica, el arte de la partera, y al señalarse a sí mismo como «ausente de sabiduría» no hace sino llevar lasimulatio a sus últimas consecuencias. Así señala (PlatónTI: 43):

A mi arte de parterismo le son comunes otras cosas con el de las parteras; mas se diferencia en hacer de partero de hombres y no de mujeres, y en examinar las almas en trance de parir, y no de los cuer­pos. Empero, lo máximo en mi arte consiste en poder poner a prueba, de todas las maneras, si la mente del joven da a luz algo fantasmagó­rico y falso, o bien genuino y verdadero. Porque esto de común tengo con las parteras: el que soy infecundo en sabiduría; y lo que muchos me echan en cara: que pregunto a otros, mas yo no respondo a nada por no tener sabiduría, me lo echan en cara de verdad. Mas la causa es esta: el dios me ha condenado a ser partero; pero me impide parir.

Esta concepción de la ironía fue modelada por Sócrates y, como señala Lausberg, se vierte como tropo en la retórica.

A finales del sigloxvm y principios delxix, en el horizonte abierto por la modernidad, la ironía se coloca en una nueva perspectiva: como visión del mundo en la revelación de sus ocultas incongruencias.

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LO REAL, EL LENGUAJE Y LA CONCIENCIA IRÓNICA

A partir de las tesis de Schlegel, la ironía desborda los cauces de la retó­rica para convertirse en una visión filosófica sobre las incongruencias y las incertidumbres que corren como el río secreto de lo real. La ironía, a partir de Schlegel, se convierte en la concreción filosófica y estética de la conciencia crítica de Occidente, que parece tener uno de sus remotos orí­genes en la pregunta de Job y que con la modernidad pone en permanente cuestionamiento la gnosis, el saber que se cree absoluto, las verdades fijas y legitimadas por alguna forma de la trascendencia.

E n el fragmento 42 del Lyceum dirá Schlegel: «La filosofía es la auténtica patria de la ironía, que podría definirse como belleza lógica. Porque allí donde se filosofe, en diálogos hablados o escritos, y en una forma no totalmente sistemática, se debe hacer y exigir ironía». La iro­nía como desenmascaramiento de las presuposiciones del mundo se despliega en la estética (expresándose en el arte como la revelación estética de las incongruencias) y en la filosofía (y, podríamos decir, en todas las formas del saber) y se convierte de este modo en rasgo funda­mental de la modernidad.

El hombre se encuentra sumergido, así, en un mundo de certezas y reconocimientos donde despliega las capacidades y límites de su per­cepción. Allí avanza por horizontes homogéneos, que le muestran la tranquilizadora firmeza del «sentido» (tanto «causal» como «ideoló­gico»). E n ese «avanzar» podrá ser atravesado, en algún instante, por la duda, por las aguas tormentosas de la ambigüedad o del extravío, pero él sabe o intuye que siempre podrá poner el pie en un seguro piso de certezas, en signos de lo indubitable por donde transcurran sus ho­ras cotidianas. Wittgenstein nos ha enseñado en este sentido que toda duda presupone certeza y que el juzgar y el obrar comienzan por el no dudar, por el fiarse. Wittgenstein señala que «el hombre razonable tie­ne ciertas dudas» y que «la superación de la duda está ya en su propia indubitabilidad que se da en la acción»; el humano ser se encuentra sumergido en el mundo de certezas que configuran su realidad, pues necesita de una asunción de lo real como del oxígeno para respirar. Merleau-Ponty (1945:407) ha señalado que «mi acto de dudar estable­ce ya la posibilidad de una certeza»; y precisa: «La verdad es que ni el error ni la duda nos escinden jamás de la verdad, porque están rodeados de un horizonte de mundo en donde la teleología de la conciencia nos invita a buscar su resolución».

Quizás sea la literatura la piel más sensible de la modernidad. Ya Adorno señalaba que era en el campo estético donde la modernidad tenía la más grande de sus realizaciones. ¿Cómo se expresa la visión

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irónica en el tramado estético de la literatura? La expresión literaria ha mantenido, desde siempre, una compleja relación de fidelidad y/o trai­ción con lo real: o se subordina a lo real para ser su más prestigiosa propagandista, o rompe amarras y muestra sus fulgurantes capacidades de crear propios universos: la identidad y la diferencia han acompaña­do a la literatura en su amistad y en su enemistad con lo real. La litera­tura moderna, partiendo de esas dos grandes imantaciones (la identi­dad y la diferencia) ha desarrollado diversos procesos textuales de la ironía: procesos de la diferencia, como la paradoja y el absurdo que, en su capacidad de refutación de lo real, abren la posibilidad de mundos imposibles; y procesos de la identidad, como la parodia y lo grotesco, la alegoría y el humor, que, en una afirmación paradójica de lo real, crean posibilidades expresivas, y reconstrucciones de sentido, en el turbión mismo de la negatividad.

La ironía socava, niega y afirma lo real; pero, ¿qué es lo real, ese horizonte donde alcanza su sentido, o su máscara, el existir?

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SIGNOS DE LO REAL

El mundo es mi representación: esta verdad es aplicable a todo ser que vive y conoce, aunque sólo al hombre lesea dado tener con­ciencia de ella.

Schopenhauer

CADA CULTURA se diferencia y caracteriza por su modo de en­tender lo real; cada cultura «construye» los promontorios e inflexiones de su realidad, pero lo real se muestra como si estuviese desde siempre afirmado por los signos de la objetividad y la universalidad. Así, el hombre de la Edad Media y de las sociedades tradicionales y míticas concibe lo real como engendrado de raíces ontológicas: lo real está allí, dispuesto por fuerzas superiores, y el existir se realiza en procesos de identidad y reconocimiento con esas formas de lo real. Si el Renaci­miento inicia una nueva forma de organización cultural en Occidente y, por tanto, una distinta forma de entender lo real, es posible observar hasta finales del siglo xvi, tal como lo ha demostrado Foucault, una realidad engendrada por «la imaginación de la semejanza», por el per­manente reconocimiento de los signos.

Hasta finales del sigloxvi —señala Foucault (1966: 26)—, la seme­janza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En gran parte, fue ella la que guió la exégesis e interpre­tación de los textos; la que organizó el juego de los símbolos, permi­tió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, designó el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas y la hierba

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ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre. La pintura imitaba el espacio. Y la representación —ya fuera fiesta o saber— se daba como repetición: teatro de la vida o espejo del mundo, he allí el título de cualquier lenguaje, su manera de anunciarse y de formu­lar su derecho a hablar.

Si, como hemos recordado, se puede señalar el año mil quinientos como el iniciador de una nueva forma de cultura donde grandes aconteci­mientos —Reforma, Descubrimiento, teoría copernicana.. .— estreme­cen y cuestionan los firmes reconocimientos de lo real y la verdad, si a partir de entonces se abre una fisura y la cultura adviene un pensar desde la diferencia, tal como luego trataremos de señalar, es importante indicar, no obstante, que los procesos instauradores de lo real por el reconocimiento y la identidad no fueron ni han sido derrotados: éstos se encuentran, permanentemente, en los actos del existir, pues son con­sustanciales con la estructura del lenguaje. E n su tarea comunicativa, que tiene en la condición de verdad su fundamento, el lenguaje otorga de manera incesante, al hablante y a la cultura, estructuras homologas con lo real, que Nietzsche ha llamado estructuras de dominio, que fun­dan criterios, valoraciones, efectos de objetividad. «Todas las lenguas —señala Habermas (1988:179)— ofrecen la posibilidad de distinguir entre aquello que es verdadero y aquello que tenemos por verdadero. La pragmática de todo uso del lenguaje lleva inscrita la suposición de un mundo objetivo común. Y los roles dialógicos de cada situación de ha­bla imponen una simetría de las perspectivas de los participantes. Abren a la vez la posibilidad de la mutua asunción de perspectivas en­tre egoyalter, así como la canjeabilidad de las perspectivas del partici­pante y del observador.»

E l pensar irónico, que se fundamenta en la diferencia, supondrá de este modo no sólo una crítica a lo real sino también una crítica al lenguaje: el cuestionamiento de sus procesos de identificación y el hallazgo, en el lenguaje mismo, de vertientes de diferenciación des­de donde es posible nombrar la dualidad y la escisión del ser y del mundo.

La idea de un devenir del mundo —nos dice Habermas (1988: 33)— que se efectuaría a través de diferencias sistema-entorno, deja fuera de juego a las premisas ontológicas habituales de un mundo del ente racionalmente ordenado, de un mundo de objetos representables referidos a los sujetos cognoscentes, o de un mun­do de estados de cosas existentes susceptibles de representación lingüística.

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Sin duda que la visión desde la diferencia, el distanciamiento irónico, en su lucha con los procesos lingüísticos y culturales de la identidad, no es asumida, en el interior de una cultura, por los integrantes posi­bles de ser sometidos a censos y estadísticas, sino que se manifestará fundamentalmente, en la conciencia crítica que atravesará ciertas es­feras de la cultura: la esfera ética y, como lo señalara Adorno, la esfe­ra estética.

La modernidad rompe así con «las premisas ontológicas» de lo real y nos enfrenta a una de las formas más complejas de la dualidad del mundo al revelar que lo real es, en cierto sentido, una construcción, un enrejado creado por la cultura misma que nos impone todas sus formas de reconocimiento. Un filósofo comojean Franqois Lyotard (1983:16) ha llevado este señalamiento a sus extremos:

La realidad no es aquello que «se da- a este o aquel sujeto; la reali­dad es un estado del referente (aquello de que se habla) que resulta de efectuar procedimientos de establecerla definidos por un protoco­lo unánimemente aceptado y de la posibilidad que cualquiera tiene de recomenzar esa realización tantas veces como lo desee.

Lo real es así «lo establecido», y todo proceso no consciente de identifi­cación es una ceguera, una forma de dominio, tal como lo advirtiera Nietzsche. Lo real, su exigencia de reconocimiento e identificación, puede ser visto como una asunción de sometimiento, y el pensamiento moderno ha reaccionado contra las formas opresivas que le son consus­tanciales a lo real, señalando su génesis constructiva, su constitución como representación frágil y, desde cierta perspectiva, provisoria.

El pensamiento moderno —señala Deleuze (1968: 32)— nace del fracaso de la representación, a la vez que de la pérdida de las identi­dades, y del descubrimiento de todas las fuerzas que actúan bajo la representación de lo idéntico. El mundo moderno es el mundo de los simulacros.

Si lo real se desprende de su razón ontológica y adviene construcción, conjunto de pautas y restricciones, de presuposiciones y reconocimien­tos, el pensamiento emancipador señalará las formas de dominio y de reificación que lo real instaura. Quizás ésta sea una de las más apasio­nadas empresas de la modernidad e, incluso, en muchas de sus vertien­tes, la génesis de sus escepticismos, al develar la imposibilidad de salir de esas redes reificadoras. Quizás, después de Nietzsche, nadie como Roland Barthes (1978:13), en suLección Inaugural ante el Colegio de

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Francia, de 1977, ha observado ese poder reificador de lo real que se inscribe fundamentalmente en la lengua, en tanto que clasificación y constitución opresiva:

Por su estructura misma, la lengua implica una relación fatal de alie­nación. Hablar, y con mayor razón todavía discurrir, no es comuni­car, como suele repetírselo de común y comente, es someter: toda la lengua es un sometimiento generalizado.

Barthes ve en la literatura una posible salida a esa estructura de dominio, y, sin duda, la literatura atravesada por la conciencia irónica, da cuenta de esas redes, de la paradoja de señalar la imposibilidad de una salida en el mismo momento en que la conciencia crítica se asume como conciencia emancipadora. Es posible decir, en este mismo sentido, que aquella litera­tura que asume lo real en su razón ontológica, de la cual no sería sino un reflejo —tal es el caso de la mayoría de los «realismos-—, no representará la resistencia sino la propagación de las reificaciones de lo real.

Si lo real es, como lo enseña el pensamiento moderno, una construc­ción, ¿sus raíces estarían no en la ontología sino en la subjetividad? Sin duda la valoración de lo subjetivo en la relación entre el ser y el mundo es una de las grandes conquistas de la modernidad, al punto de romper, por ejemplo, en el campo de la estética, con la asunción de la tradición de la belleza objetiva, que dominó por veintidós siglos, para introducir las imprevisibles formas estéticas forjadas en ese ámbito de transfor­maciones, de metamorfosis, que es la subjetividad; pero, sin duda, la construcción de lo real no se reduce al campo de lo subjetivo, pues su proceso de construcción es más complejo.

De este modo, si lo real es un horizonte y una certeza, también es un cruce de metamorfosis y de diferentes perspectivas. Es cierto que lo real es un conjunto de presuposiciones y de objetividades compartido por una comunidad o una cultura en su acaecer, pero también es cierto que de un individuo a otro, de una sociedad a otra, de una cultura a otra rasgos distintos crean sus propios paisajes, sus distintos lenguajes y expresio­nes. Hay una realidad objetiva, posible de determinar fundamentalmente por movimientos causales, que permite hablar de un universalismo de lo real (tal como lo probó el mecanicismo, sobre todo a partir de Laplace); pero esa objetividad no es absoluta: se encuentra penetrada, con mayor o menor énfasis, por la intersubjetividad de una cultura determinada que interpreta a su modo las objetivaciones de lo real; y por la subjetividad que procesa incesantemente, desde la interioridad del individuo, la di-

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versidad de lo real. Objetividad, intersubjetividad y subjetividad conflu­yen y se interceptan como tres esferas que, en frágil equilibrio, crean, fijan y transforman, de manera incesante, lo real.

Lo real parece presentarse, en una primera instancia, como un com­plejo e incesante proceso identificatorio: reconocimiento de sujeto y tiempo, de espacio y modo, de causalidad y finalidad, de lenguaje y sentido crean los horizontes de homogeneidades para el existir; en ese proceso lo real se expresa como un orden cuyos signos tienden a articularse en términos de jerarquía y de poder.

Lo real es un horizonte y un ámbito. Su creación, consustancial con el humano ser, traza también los límites con una extraterritorialidad, irreal, informe, caótica, que se resiste a la identidad, que vive en la ebullición misma de la diferencia, y que a la vez palpita y acecha desde lo invisible y lo innombrable. E n sus límites, lo real vive una doble tensión, la de someter a la domesticación de su dominio, por medio de infinitas y sutiles estrategias de integración, lo que se expresa desde la alteridad; y la de excluir lo indominable, lo que se resiste al someti­miento, en permanente vigilancia de su acecho, de su peligrosa y acaso fatal irrupción. Lo real intenta preservarse, alcanzar una fijeza, pero la doble tensión que lo atraviesa crea inestabilidad, estremecimientos, metamorfosis.

Lo real está allí, como la creación misma de los dioses, prolongación de la vida y asunción del sentido como trascendencia; o como perma­nente construcción, como elaboración y confluencia de las esferas obje­tiva, subjetiva e intersubjetiva.

La realidad como fijeza ontológica hace confluir todas las discur-sividades en la fuerza identificatoria, y así filosofía y literatura, cantos y representaciones se convierten en agentes propiciadores de la identi­dad. Es posible de este modo observar la filosofía y la literatura de la Edad Media como defensores de un orden sostenido en valores teoló­gicos y donde, en la relación apariencia-esencia, se produce la asun­ción de la esencia legitimada por lo divino. La filosofía de los Padres de la Iglesia, Tomás y Agustín, nos otorgarán los basamentos de esa esen-cialidad y la literatura se convierte no solamente en canto a lo divino sino también en afirmación de las estructuras jerárquicas a través, por ejemplo, de la ejemplificación y glorificación del héroe.

La modernidad es, respecto a la época de la Edad Media, un intenso proceso de desconstrucción de lo real y gran parte de la literatura deviene entonces critica al poder, a lo instituido y a las presuposiciones de la configuración de lo real: sujeto y causalidad, finalidad y espacio,

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lenguaje y sentido... Podríamos decir queüZQuijote inicia ese demole­dor proceso de desconstrucción que aún no cesa y que cada vez muestra inesperadas vertientes y expresiones: la paradoja, como expresión esté­tica que nombra lo real en el mismo instante de la imposibilidad de ese real; el absurdo, como revelación de lo discontinuo y el sinsentido en el seno mismo de la continuidad y el sentido; la parodia, como cues-tionamiento de la topología de los valores y donde se produce un festivo proceso de degradación; lo grotesco, como refutación de la idealidad de la belleza y la perfección; la indeterminación, como infinita vertiente del lenguaje; el humor, como distancia festiva y reflexiva ante las discontinuidades del mundo: prácticas textuales de la conciencia críti­ca, irónica, que atraviesa la literatura moderna en esa apetencia por la desconstrucción de lo real que parece encontrarse en el corazón mismo de la literatura de los últimos siglos.

Desconstrucción que en el giro epistemológico de la primera moder­nidad presuponía el hallazgo de la esencialidad, de la plenitud utópica, tal como lo registra toda una literatura, y que en el «giro lingüístico» que se inicia con Shopenhauer y Nietzsche, con Freud y Frege, supone pensar la expresión de lo real como una complejidad e intersección de interpretaciones, de apariencias, de creaciones por el lenguaje: la poe­sía, revelando, como en Mallarmé, el lenguaje esencial; y revelándose en Hólderlin (y en Heidegger) como morada plena del ser. ¿No es la literatura moderna la creación fervorosa de utopías, en la creación de mundos posibles, y de utopías de lenguaje donde, por arte de la poesía, y tal como lo señalara Heidegger, el lenguaje se convierte en la casa del ser? De Nietzsche a Heidegger y Lacan el ser se dibuja en las capas del lenguaje, en su superposición de apariencias que crean el espesor de lo real; de Mallarmé a Lezama Lima y Octavio Paz la plenitud del ser se alcanza en la posibilidad de la palabra poética.

E l proceso de desconstrucción de lo real crea a la vez una problemá­tica del sentido: la posibilidad de su pérdida por la fragmentación del ser y el mundo, tal como lo testimonian obras como las de Beckett, y la alegría de su posible reconstrucción. Es posible mencionar, por ejem­plo, el relato policiaco como escenario privilegiado para la reconstruc­ción del sentido, y es posible mencionar obras cuyo inesperado efecto de sentido se graba para siempre en la memoria del lector, como por ejemplo, enEl almohadón de plumas (1917), de Horacio Quiroga, don­de la revelación final del verdadero causante de la muerte nos sumerge en el horror, en la impotencia, en la perplejidad; enLas ratas (1943), de José Bianco, cuyo sentido del suicidio se revela inesperadamente

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SIGNOS DF. LO REAi 19

como asesinato; o en Los adioses (1953), de Juan Carlos Onetti, donde el develamiento inesperado del verdadero sentido pone en evidencia la condición abyecta de quienes asumían el papel de juzgar: inesperados efectos de sentido que desconstruyen la realidad, que la reformulan en un movimiento lleno de estremecimientos.

El proceso de desconstrucción de lo real también es posible obser­varlo en el desencadenamiento hacia la indeterminación en el lengua­je, tal como puede verse desde el Ulysses (1922), de James Joyce, hasta Cosmos (1965), de Witold Gombrowicz; en el sumergimiento lúdico hacia las fuentes mismas del sentido y el sinsentido, como por ejemplo, en Locussolus (1965), de Raymond Roussel. Muchos textos pueden citarse como ejemplos de la respuesta de una cultura, desde los ámbitos de su imaginario, al intenso proceso de desconstrucción de lo real que se encuentra entre sus más intransferibles apetencias.

El ser, «condenado a muerte y encadenado al deseo», avanza, con la lámpara de Diógenes del lenguaje, atenazado por las fuerzas contradic­torias de la identificación y la separación de lo real.

Es posible decir que lo real se presenta de manera distinta de un individuo a otro, de una cultura a otra, de una época a otra. También es posible decir que, para serlo, lo real debe manifestarse en un conjunto de presuposiciones y evidencias compartidas. En este sentido quizás podría responderse a la interrogante sobre qué es lo real, en tanto que construcción, diciendo que es la presuposición de sujeto, tiempo y causalidad, espacio, número y lenguaje, realizada en la intersección de tres esferas fundamentales: lo subjetivo, lo intersubjetivo y lo objetivo. Es necesario detenerse en cada uno de estos aspectos.

LAS TRES ESFERAS DE LO REAL

La verdadera esencia de la realidad es precisa­mente la simultaneidad de diversos estados.

Schopenhauer

La -construcción frágil» que constituye lo real se produce, de este modo, en el equilibrio de las tres esferas mencionadas:

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Cada esfera presiona para transformar y marcar sus rasgos en la constitución de lo real; que siempre se producirá en la intersección de las tres esferas. La esfera objetiva remite a la presuposición de causalidades y leyes, y es, en la época moderna, el basamento funda­mental del saber científico, y sus estrategias hipotético-verificadoras fundan lo real como certidumbre. Este saber tiende a excluir las otras esferas de la constitución de lo real, y muchas veces identifica su per­cepción con aquella que ve en lo real una razón ontológica. E l saber científico ve, no obstante, lo real como dualidad al partir de la certeza de leyes aún no descubiertas, acumulables como saber en la historia de los hallazgos, descubrimientos e invenciones, y en un «progreso» hacia un saber más pleno de los procesos objetivos de lo real. La cien­cia, sin duda, a partir fundamentalmente de Newton, ha modificado y enriquecido la percepción de lo real, pero la celebración objetiva de la ciencia ha ocultado por lo menos dos cegueras que empiezan a revelarse de manera especial en el siglo xx, y que, en la certidumbre de la objetividad y la ley, se revela, de pronto, como la fisura para la irrupción del desorden y del caos: la destrucción ecológica, producida a la par y como consecuencia del avance científico; y el hallazgo de realidades materiales no sujetas a causalidades y leyes.

Los procesos de destrucción ecológica , al parecer irreversibles dentro del esquema de desarrollo científico y tecnológico de Occiden­te, llevan en sí el germen de la destrucción que, según las opiniones más extremas, es indetenible. La conciencia ecológica es la concien­cia de la modernidad que cuestiona la asunción absoluta de lo real en su esfera objetiva, que lleva, en el acto mismo de su conocimiento y

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dominio, paradojalmente, a la destrucción. Claude Levi-Strauss (1955: 417) levanta su voz en este sentido:

El mundo empezó sin el hombre y terminará sin él. Desde que co­menzó a respirar y a alimentarse hasta la invención de los instru­mentos termonucleares y atómicos, pasando por el descubrimiento del fuego —y salvo cuando se reproduce a sí mismo— el hombre no ha hecho nada más que disociar alegremente millares de estruc­turas para reducirlas a un estado donde ya no sean susceptibles de integración.

La conciencia ecologista lleva a cuestionar la asunción de lo real en el extremo dominante de la esfera objetiva, y llama a reestablecer el equi­librio en el concierto de las otras esferas que configuran lo real.

El hallazgo de realidades observables y no sujetas a las leyes de la ciencia clásica, fundamentalmente las teorías cosmogónicas delBig Bang, que colocan el orden, y las leyes que lo fundan, en el vértigo permanente del caos y de la catástrofe; y la física cuántica, que refuta, en la micromateria, la ley, por la instauración de la probabilidad, abren el pensar científico a un inesperado universo de incertidumbre, que lo obligan a recurrir a las esferas de lo intersubjetivo y de lo sub­jetivo. El neocientificismo, tal como llama Edgar Morin a esta nueva realidad científica, asume que lo objetivo es sólo una instancia de lo real, y que la plenitud y preservación de lo real sólo es posible en la complejidad de intersección de sus diversas esferas.

Lo real se expresa en la pantalla de la subjetividad que es, pode­rosamente, el ámbito de las metamorfosis y de las transformaciones. E n la subjetividad, por arte de lo que se ha llamado la imaginación, el mundo, permanentemente, se transforma, asediado por el deseo y la intuición. La sabiduría popular ha subrayado que la subjetividad es centro o génesis de lo real, al decir que cada cabeza es un mundo, pero lo subjetivo, desprendido de la mesura que le otorgan las otras esferas constitutivas de lo real, puede llegar, en su poder de meta­morfosis, a los delirantes territorios de la locura. - E l mundo es mi representación», señalaba Schopenhauer y, en efecto, el punto de partida para la representación de lo real es el yo. E l idealismo inglés, sobre todo en la filosofía de Berkeley, llevó esta idea a la más extre­ma fascinación, que alimenta y es génesis de muchos textos borgianos; pero la subjetividad, y la formación de la realidad desde lo subjetivo, sólo es posible en el continuo desbordamiento e integración con las esferas de lo intersubjetivo y lo objetivo. Quizás esto sólo es posible por

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22 FIGURACIONES DEL PODER Y LA IRONIA

la doble capacidad del lenguaje, tal como ha sido puesto en evidencia por las teorías lingüísticas modernas, de ser la afirmación de una subje­tividad (quien habla lo hace desde la afirmación de su «yo»), en el acce­so permanente hacia lo universal, que es constitutivo de la competencia de las lenguas y de la comunicación. Los estudios de lingüistas como Émile Benveniste han demostrado que cierta clase de signos llamados embragues (pronombres personales, demostrativos, adverbios...), que alcanzan su significación en el acto de enunciación, son los puentes entre individualidad y universalidad que el lenguaje incansablemente establece. Por el lenguaje la subjetividad se afirma en el acto mismo de integrarse a las otras esferas de lo real. Humboldt ha señalado esa doble cualidad del lenguaje:

La individualidad se disgrega, pero de forma tan maravillosa que, precisamente mediante la separación, despierta el sentimiento de unidad, e incluso aparece como medio para establecer, a lo menos en idea, esa unidad. Y aquí, de forma realmente prodigiosa, viene en su ayuda el lenguaje, el cual une también al aislar, e insufla bajo la cascara de la expresión más individual la posibilidad de un enten­dimiento universal (Habermas, 1988: 202).

" ^ L o subjetivo puede convertirse en momentos en dominante, y transfor­mar el complejo de lo real. E l poeta puede tomar este papel, y el yo, desde la locura, será su expresión patológica. El lenguaje, como obser­vamos, será el gran puente entre la esfera de lo subjetivo y las otras esferas de lo real.

E n la tradición clásica del arte lo subjetivo fue excluido y la activi­dad artística fue concebida como la expresión de la belleza objetiva. La belleza, desde los griegos, y hasta el advenimiento del romanticis­mo, fue asumida como la razón suprema del arte, y concebida en su expresión de armonía y proporción, de perfección absoluta, que tiene en Dios su máxima expresión. Concepción estética que, como señala la historia de la estética, dominó por veintidós siglos, desde el siglo v, a. de C , hasta el sigloXVIII, d. de C , y que va a ser estremecida por la valoración de la subjetividad, que es postulada en la estética de la modernidad, sobre todo a partir del romanticismo. No se trata desde luego de negar la belleza como objetivo del arte, pero la introducción de lo subjetivo revela otras razones de la expresión estética, que se libera del imperativo clásico de atender a las reglas y al modelo y rompe el sagrado principio de la proporción, para, por ejemplo, intro-

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ducir la estética de lo informe y lo feo, e incluso, la de la revelación de la belleza en la manifestación misma de la fealdad. Y a Gaetan Picón señaló que el romanticismo es el subjetivismo en la literatura, y es posible decir que a partir de entonces, en el ámbito de lo estético, el hombre moderno ha podido celebrar lo informe y el caos, e intuir, en esta celebración, formas nuevas e imprevisibles de la belleza. Lo feo y lo grotesco, lo corporal y lo extraño, son vistos desde entonces como ámbitos paradójicos donde es posible, por la fuerza de la subjetividad, la manifestación estética.

•X La subjetividad, centro de metamorfosis, también es el lugar para el engendramiento de una forma particular del lenguaje: el discurso metamórfico de la metáfora y la metonimia. Si es posible pensar una pantalla plena de lo subjetivo esa es sin duda, y así lo pensó Freud, la de los sueños. Allí Freud observó la realización de una discursividad que describió en términos de condensación y desplazamientos y que, posteriormente, Lacan observaría como los procedimientos propios de la metáfora y la metonimia. Si el inconsciente, ese amplio universo de lo subjetivo, está «estructurado como un lenguaje», según la famo­sa expresión lacaneana, este lenguaje es el lenguaje retórico, donde la subjetividad a plenitud se expresa. E l hallazgo lacaneano se inscribe en una larga tradición filosófica, de Rousseau y Vico a Nietzsche, que ve en el lenguaje retórico el lenguaje de las pasiones. Frente a la «ca­tegoría» del lenguaje objetivo, propio de la ciencia, la «metáfora» del lenguaje subjetivo ilumina, desde su poderoso turbión de metamorfo­sis, zonas fundamentales de lo real.

^ La subjetividad, para realizarse en la sociedad y en la cultura, ha de convertirse en intersubjetividad. La pantalla de la subjetividad ha de reconocerse en el otro, que aparece como la más rica experiencia de diferencia e identidad: el otro que asume el mundo desde una diferen­cia que dialécticamente se integra a un pacto de movibles identidades, y que tiene en la capacidad dialógica del lenguaje la más natural de sus realizaciones. La intersubjetividad se alimenta del reconocimiento, pero también —pues la subjetividad no cesa de afirmarse en su valor a u t ó n o m o — en la diferencia subjetiva que, más allá de todos los acuer­dos, persiste en la relación dialógica, pues es en el lenguaje, repitámos­lo, donde es posible la intersección de lo subjetivo y lo intersubjetivo.

En la acción comunicativa —señala Habermas (1988: 231)— las proposiciones de autodeterminación y autorrealización mantie­nen un sentido estrictamente intersubjetivo: quien juzga y actúa

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moralmente ha de poder esperar el asentimiento de una comunidad ilimitada de comunicación.

La intersubjetividad dibuja el perfil social y cultural de una comuni­dad, le otorga signos identificatorios que la cohesionan y la diferen­cian, con mayor o menor énfasis, de otras comunidades. La expresión popular «al país que fueres haz lo que vieres», pone en evidencia, más allá de los valores de universalidad del ser humano, ese carácter de cohesión y de identidad intersubjetiva que caracteriza a los diferentes grupos humanos.

Lo real, así, sólo es posible en la intersección de estas tres esferas. E n un momento dado una esfera puede dominar sobre otras, produ­ciendo transformaciones en la percepción de lo real, pero la propen­sión es hacia un equilibrio, que siempre será frágil.

LO REAL ES EL ORDEN

No se puede vivir sino según un orden. Robert Musil

La forma de manifestarse lo real es a través del orden, pues el hombre, en su intransferible apetencia de lo real, no puede vivir, como señalara Musil, sino según un orden. E n referencia a Hegel, Edgar Morin (1977: 50) señala la entrañable unión entre orden y realidad:

Es solamente en la superficie donde reina el juego de azares irra­cionales, decía Hegel. La verdadera Realidad es Orden físico, donde toda cosa obedece a las leyes de la Naturaleza, Orden biológico, don­de todo individuo obedece a la Ley de la especie; Orden social, don­de todo humano obedece a la Ley de la Ciudad.

¿Cómo se manifiesta y se hace posible el orden? Podríamos señalar por lo menos la instauración de tres procesos: la jerarquía, el sentido, la exclusión.

Todo orden supone el establecimiento de formas jerárquicas, mos­trándose a veces de manera evidente o soterrada, pero siempre presen­tes. La reflexión de Foucault nos enseña que el poder, en sus infinitas e imprevisibles formas, es consustancial con el orden que dibuja, en su

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instauración, en sus transformaciones o permanencia, complejas rela­ciones de señorío y servidumbre, en el sentido hegeliano de la expre­sión. Nietzsche nos enseña que esta voluntad de poder se encuentra en la «estructura de dominio» de la lengua misma. Desde la Ilustración la historia ha sido concebida en Occidente como una travesía ascendente hacia la emancipación del hombre, y podríamos decir que es esa certe­za la que engendra el fervor de la Revolución Francesa. «La razón hu­mana camina desde hace largo tiempo contra los tronos», señaló Robespierre. Max Weber identificó esa esperanza de superación y ple­nitud, colocada por la modernidad al final de la historia, y que gestó el «progreso» como uno de los grandes mitos de Occidente, con la con­cepción judeocristiana de «redención». La filosofía marxista heredó este fervor y postuló, con las certezas de lo objetivo científico, la más noble de las utopías: la emancipación total del hombre, la ruptura, por el camino de la historia, de las cadenas de la servidumbre humana. El siglo veinte ha sido escenario de la construcción social de esa utopía; y de su caída. Las cadenas de señorío y servidumbre parecen resurgir con fuerza, de las formas más inesperadas. E n este sentido Umberto Melotti (1979: 297) ha señalado que el hombre es «un animal territorial y jerár­quico», e incluso que «la existencia de jerarquías y de dominio consti­tuye lo más característico de las relaciones sociales detectables en los vertebrados». La reflexión de Foucault vio con impecable claridad los hilos intransferibles de poder que se encuentran en esa expresión de lo real que es el orden. E n referencia a la producción discursiva, Foucault (1970:11) ejemplifica el carácter de dominio de todo orden:

En toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.

La noción de orden, con sus hilos jerárquicos y de poder, otorga al hom­bre un horizonte de homogeneidades, de continuidades, de reconoci­mientos, que lo identifica con la más alta expresión de la continuidad: la valoración y preservación de la vida. El orden es, a la par de opresivo y excluyente, albergue protector del ser humano que, por el orden, se coloca a distancia y crea la necesaria ilusión de conjurar las terribles formas de la discontinuidad que permanentemente lo acechan.

E n este contexto el poder desteje y teje el horizonte de lo humano; se abre como el cauce para el flujo de la vida, y es el verdadero creador de la geometría del orden, de sus deslindes, aperturas y coacciones.

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E l poder, tal como lo señalara Roland Barthes, es plural como los demonios, y se extiende en los ámbitos públicos y privados, en la expre­sión objetiva de los actos y en las zonas de la subjetividad y de la con­ciencia. No hay resguardo posible contra sus redes, que se extienden en las reglamentaciones jurídicas, expresamente indicadas, en las estrate­gias políticas; pero también, silenciosamente, en los hábitos y costum­bres, en el sopor muchas veces inconsciente de lo cotidiano.

Esfera máxima de concentración del orden, como llama Morin al poder, su propensión es hacia la cristalización jerárquica, y se expresa en el Estado, la Administración, la Policía, el Ejército, la Iglesia; en un complejo proceso de legitimidad, protección, interdicción y coacción.

DOS FORMAS DE PODER

Es posible pensar por lo menos dos grandes formas de poder que caracterizan diversos tipos de sociedad o, como en Occidente, dife­rentes épocas de su historia; dos formas de poder que siempre están presentes, pero una domina sobre la otra, caracterizando los tipos de sociedades: el poder legitimado por su carácter sagrado; y aquel, racio­nal, con arreglo a valores y a disposiciones legales. Es claro que las "Sociedades míticas», llamadas por Levi-Strauss del pensamiento sal­vaje, se organizan en torno a la sacralidad del poder concentrado en el Chamán y en aquellos investidos por la divinidad; es claro que en Occi­dente, hasta la fractura de la modernidad, que lo coloca sin más en las manos del hombre, el poder de los reyes y de los señores tenía la fuerza y la fijeza de la legitimación divina.

LEGITIMACIÓN DIVINA DEL PODER

En el Antiguo Testamento se expresa claramente que la verda­dera fuente de la autoridad humana se encuentra en Dios y que es en nombre de Dios como gobiernan los reyes, príncipes y demás poderosos sobre la tierra. E n la «Epístola a los romanos», san Pablo, en la resonan­cia del Antiguo Testamento, enseñará que todo poder emana de Dios, reafirmando así su legitimación divina. «Non estpotestas nisi a Deo» («No hay poder que no venga de Dios»), afirmará, colocando el poder

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más allá de todo cuestionamiento y toda resistencia que viniere de lo humano. EnCivitasDei san Agustín retomará las ideas de San Pablo, y así dirá: -que la disposición del Imperio Romano fue por mano del ver­dadero Dios, de quien dimana toda potestad y con cuya providencia se gobierna todo», y subrayará: -Los tiempos de todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad de Dios». Los Pa­pas, por siglos, han difundido estas enseñanzas como manifestación in­conmovible de la verdad, convirtiendo de este modo a la Iglesia en la institución por excelencia para la legitimación y la vigilancia del poder.

Sin embargo, como antes señaláramos, en las entrañas mismas de la religiosidad de Occidente se anidará una resistencia que finalmente romperá la fijeza de la legitimación divina del poder y lo orientará ha­cia nuevas formas de relación y de legitimación entre los hombres. Esa resistencia se encuentra ya en germen, recordémoslo, en las pruebas de Abraham y Job en el Antiguo Testamento, y se expresará, de manera espectacular, en Jesús como figura del amor frente a las manifestacio­nes humanas del poder. E n -El Gran Inquisidor», de Dostoievski, es posible ser testigo de ese enfrentamiento entre el amor por los hombres, por su albedrío y su libertad, representado en Cristo en su segunda ve­nida, y el régimen de coacciones y vigilancia del poder, representado por el Gran Inquisidor.

La modernidad abrirá la brecha, hará posible el florecimiento de aquel germen, pero el poder no abandona totalmente su legitimación divina y es posible encontrar, en esa persistente genuflexión que, según Bataille, acompaña a la condición humana, la tendencia, acaso irracio­nal e inconsciente, de divinizar el poder, en una desdibujada fidelidad a aquella legitimación divina. E n La sociedad abierta y sus enemigos (1962), Popper destaca esa fidelidad inconsciente:

...los homDres se sienten inclinados a reverenciar el poder. Pero no puede caber ninguna duda de que la adoración del poder es uno de los peores tipos de idolatría humana, un resabio del tiempo de las cadenas, de la servidumbre y la esclavitud.

E l dominio y la sumisión parecen presentarse como huellas imbo­rrables en el ser humano quien, por el proceso de desacralización que se inicia con la modernidad, avanza hacia las puertas de la libertad, arrastrando sin embargo sus cadenas. Quizás nadie como Nietzsche ha señalado con énfasis el peso de esa sumisión, y la necesidad de que el hombre se supere a sí mismo y deje de ser el hombre de las cadenas. De

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allí la exigencia nietzscheana: «el hombre es algo que debe ser supera­do. ¿Qué habéis hecho para superarle?».

La «grieta» de la modernidad, al romper el hilo de la legitimación divina, al romper la fijeza de la verdad, coloca el poder en las manos del hombre, en la exigencia de nuevas formas de legitimación. E n el contexto de esta exigencia, quizás puedan observarse dos grandes lí­neas del «poder humano»: aquella que justifica las más extremas for­mas de dominación por la vocación autodestructora del hombre, y aque­lla que parte de la creencia en la condición bondadosa del humano ser, y el poder como un acuerdo para la preservación de los altos valores del bien y de la libertad.

La primera línea tiene su primera sistematización importante e n Elleviathan (1651), de Thomás Hobbes; la segunda, en£7Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau.

HOMO HOMINI LUPUS

'Homo homini lupus», «el hombre como lobo del hombre», según Hobbes, legitima la estructura de dominio entre dominante y dominado, basada en el temor, en el castigo, en el establecimiento de dispositivos poderosos de autoridad para el castigo y la vigilancia; la legitimación de un poder que salve al hombre del hombre. Hobbes siste­matiza una de las fundamentaciones del poder que se manifestará de manera reiterada en diversas naciones, y que justificará conquistas e imposiciones de valores.

El escepticismo hacia el poder de la razón humana —señala Popper, en Conjeturas y refutaciones (1963)—, hacia el poder del hombre para discernir la verdad, está casi invariablemente ligado con la des­confianza hacia el hombre. Así, el pesimismo epistemológico se vin­cula, históricamente, con una doctrina que proclama la depravación humana y tiende a exigir el establecimiento de tradiciones podero­sas y a la consolidación de una autoridad fuerte que salve al hombre de su locura y de su perversidad.

Para Hobbes en el hombre predomina el ansia de poder que lleva a la lucha del hombre contra todos y de allí a la necesidad de transmitir el poder al soberano. El ansia de poder parece correlativa, de este modo, con la debilidad del humano ser, esa fragilidad que lo imanta, simultá-

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neamente, hacia el mal y el sometimiento. De allí el desfiladero huma­no de la perversión, de allí lo que luego Nietzsche llamará la voluntad de rebaño.

Jamás como en el cristianismo se ha presentado el terrible drama de la debilidad del hombre, de su propensión al mal y de la necesidad de legitimar, contra los fundamentos del amor mismo, las férreas estruc­turas de poder. El monólogo del Inquisidor, ante el Cristo que ha regre­sado, presenta en todo su extremo dramatismo esta compleja y contra­dictoria relación entre el amor y el poder.

E n el texto de Dostoievski, ante el pueblo como testigo el Gran Inquisidor manda a prender a Cristo, y el poder y la genuflexión se imponen:

Es tan grande el poder del Inquisidor; tan acostumbrado está el pue­blo a someterse, a obedecerlo, temblando, que la muchedumbre, en medio de un silencio de muerte, se aparta apresurada, dando paso a los esbirros; éstos lo arrestan y se lo llevan. El pueblo todo, como un solo hombre, se inclina, dobla la espalda hasta el suelo ante el viejo Inquisidor, que lo bendice en silencio y sigue su camino.

E l Inquisidor frente a Jesús; éste, cuya presencia es la afirmación del hombre, en la posibilidad de asumir su propio destino de salvación; aquél, asumiendo el poder como la necesaria capa protectora de la con­dición débil del humano ser. D e allí el reclamo, la palabra feroz del Inquisidor:

¿Eres tú? ¿Tú? Y, como no recibiera respuesta alguna, añade rápi­damente: ¡Nada digas, cállate! Además, ¿qué podrías decir? ¡Harto lo sé! No tienes derecho a añadir ni una palabra a las que en otros tiempos pronunciaste. ¿Por qué has venido a perturbarnos? Nos perturbas, sí, bien lo sabes. ¿Sabes también lo que sucederá maña­na? Ignoro si eres tú o sólo tu apariencia; mañana te condenaré, serás abrasado como el peor de los herejes y ese mismo pueblo que hoy te besa los pies, mañana, a una señal mía, se apresurará a ali­mentar, gozoso, la hoguera en la que has de perecer. ¿Lo sabes? Sí, tal vez lo sepas...

E l Inquisidor anuncia un segundo sacrificio de Dios, el que restituya lo que se había quebrantado con la crucifixión, el de la legitimación divi­na del poder, pues, «no existe para el hombre ansia más atormentadora que encontrar a un ser en quien delegar el don de esa libertad que trae consigo al nacer». E l Inquisidor fundamenta el poder por la debilidad

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del hombre: «Te lo juro: el hombre es más débil, es más vil de lo que pensaste», busca, «un amo a quien reverenciar», y el Inquisidor, ante un Dios que ha renunciado al poder por el amor, es capaz de ajusticiarlo y pactar con Satán para que el poder se preserve. He allí planteada de manera magistral, en el relato de Dostoievski, esa condición entre de­bilidad y poder que justificará las formas arbitrarias de dominación, que separará el poder de toda autenticidad ética, y que ya en Hobbes se manifiesta como una racionalidad política organizadora.

Este horizonte del poder explicará una figura como la de Maquiavelo en la historia del poder en Occidente. E l poder absoluto que en la legi­timación divina tenía su fundamento, conseguirá, en la teoría de Maquiavelo, una reafirmación, una posibilidad para la condición amo­ral que el absoluto del poder conlleva. E n Elpríncipe (1513) señala que el gobernante ha de olvidarse de obligaciones éticas y ha de permitirse el uso de cualquier tipo de medios con el fin de preservar el poder abso­luto. Para Maquiavelo el gobernante, para conservar el poder «no sólo ha de valerse de la fuerza, sino también del engaño, la ruptura de los tratados, la mentira y la traición, la hipocresía, la intriga y hasta el asesinato como medios normales de su política. La fuerza precede al derecho. Todo está permitido con fines políticos». Para el florentino, como para Hobbes, el hombre es malo por naturaleza y por tanto el poder ha de actuar por coacción y la obediencia debe estar sustentada en el miedo.

E l absolutismo maquiavélico, al revelar el poder por el poder, sin la presencia legitimadora de los dioses, revela el horror que el poder arras­tra consigo y que la legitimación divina lograba quizás enmascarar: la imposición de las jerarquías y los privilegios, la negación de la vitali­dad transformadora de la vida humana y su conversión en servidumbre, el pacto y la glorificación de lo más antihumano del hombre.

E l maquiavelismo parece estar vivo, de forma manifiesta o soterra­da, en toda expresión política del poder, y de allí todo demonismo del poder que debe ser conjurado en la búsqueda de una distinta dimensión de lo humano.

Quizás podría decirse que la filosofía de Nietzsche responde a este deber ser, al señalar la «estructura de dominio» que acompaña al hom­bre, y en la necesidad de buscar un hombre distinto, el superhombre, por medio de lo que llama la voluntad de poder.

Para Nietzsche la identificación con el orden y sus valores es someter­se al dominio, es ser víctima de «la enfermedad de las cadenas», es vivir en el eterno despojo. «La obediencia — s e ñ a l a — ha sido hasta ahora la

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cosa mejor y más prolongadamente ensayada y cultivada entre los hom­bres, ... no hay ningún tipo de hombre actual y pasado que se substraiga a la lógica deformante de dominio, ya sea esclavo o amo». Para Nietzsche estamos atrapados en las redes de la obediencia, pues se obedece incluso mandando, de allí que el más fuerte de los instintos humanos es el instin­to de rebaño. Lo real, con su estructura rígida del tiempo, con su presupo­sición de causalidad, nos envuelve en el sometimiento, y el hombre, para liberarse de tan pesada estructura, ha de asumir una voluntad de poder para superarse a sí mismo, y asumir, en el devenir, la posibilidad del superhombre. Así dirá: «El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre: una cuerda tendida sobre un abismo». Para Maurice Blanchot la figura del superhombre nietzscheano es ambigua y quizás sea posible decir que esto se explica porque el cuestionamiento de la epis­temología de la verdad que se encuentra en el centro de la reflexión nietzscheana lo lleva a desplazar la reflexión de la discursividad concep­tual o categorial (propia de un pensamiento que «establece» o «descubre-verdades) a figuras más bien metafóricas (propias de un pensamiento que se propone más como una hermenéutica que como una epistemología); así pues, las «figuras- de la reflexión de Nietzsche (Superhombre y eter­no retorno, devenir y voluntad de poder, etc.) muestran su significación fundamentalmente en el marco de atributos metafóricos que van confi­gurando su sentido. Así interpreta Blanchot, en El diálogo inconcluso (1969), la noción de superhombre:

El superhombre no es el hombre de hoy elevado hasta la desmesura, ni una especie de hombre que rechazaría lo humano, haciendo de lo arbi­trario su ley y de la locura titanesca su regla. No es el alto funcionario de alguna voluntad de poder, ni el hechicero destinado a introducir en la tierra la felicidad paradisíaca. El superhombre es aquel que sólo conduce al hombre a ser lo que es: el ser de la superación, en lo cual se afirma para él la necesidad de pasar y de perecer en este paso.

Si el hombre es concebido como un puente, «un tránsito-, «algo que debe ser superado» para alcanzar la posibilidad del superhombre, es porque es concebido como atrapado en las feroces redes de dominio, porque el hombre es concebido como un animal venerador y el cristia­nismo como el dador, en Occidente, de los valores de «una metafísica del verdugo». La filosofía de Nietzsche es una de las más apasionadas requisitorias contra las estructuras de dominio, y es la expresión de la conciencia como resistencia ante el poder. Frente al amoralismo de un Hobbes, de un Maquiavelo, Nietzsche opondrá una eticidad del poder

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que desprenda al hombre de las redes de dominio que desde siempre lo han acompañado. ¿Es el superhombre sólo la enunciación de un deseo, de una imposibilidad? Marx, en la otra vertiente de la concepción del hombre como naturalmente bueno, vertiente que se inicia en Rousseau, llegará, mutatis mutandis, a la misma afirmación optimista.

VOX POPULI VOX DEI

Juan Jacobo Rousseau desplazará la legitimidad del poder, ini­ciando un proceso que alcanzará su máxima expresión en la Revolu­ción Francesa y en el marxismo: el poder no tiene un origen divino, sino que nace en el seno mismo de la sociedad que lo delega a los gobernan­tes, dando origen así a la concepción de la soberanía popular. Según Rousseau el hombre es bueno por naturaleza y el poder, para alcanzar ese valor, debe responder no a la voluntad de un hombre sino a la de todos. Ya Aristóteles, enZíipoética, distinguía tres tipos de poderes: el monárquico, en el que el poder soberano pertenece a uno solo (y donde el poder se legitima, fundamentalmente, en lo divino), el oligárquico, que pertenece a varios (donde el poder se fundamenta en una jerarquía de privilegios), y el democrático, que pertenece a todos (y que se ejerce por representación). E l paso de la monarquía a la democracia es el paso de la legitimación divina a la popular, y Rousseau, situándose en el extremo de Hobbes y Maquiavelo, dará a la modernidad una de las pri­meras fundamentaciones teóricas sobre esa concepción. Rousseau in­augura el mito de la autoridad y univocidad de la voluntad popular que en Montesquieu llevará a la separación racional de los poderes repre­sentados, y en Hegel a la doctrina de la «astucia de la razón» que se vale de las pasiones para la aprehensión y manifestación de la verdad, y que en Marx es la verdad de la historia para los caminos de la libertad del hombre: la soberanía popular como uno de los mitos optimistas de la modernidad.

E n El espíritu de las leyes (1748), Montesquieu enfrentará la condi­ción absoluta del poder por medio de su disgregación en tres poderes regidos por una constitución, disgregación que ya había sido propuesta por Aristóteles y que delimita la esfera de influencia del poder. Esa delimitación, que rige aún las democracias occidentales, se orienta a una conversión central en la historia del hombre: el paso de siervo a sujeto del poder. Con Rousseau y fundamentalmente, con Montesquieu,

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al lado de la obediencia nacen los derechos del hombre como resisten­cia frente al poder. «Para que no se pueda abusar del poder —señala Montesquieu—es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder. Una constitución puede ser tal que nadie está obligado a hacer las cosas no preceptuadas por la ley, y a no hacer las permitidas». La delimitación del poder, su división en poderes, cambia las jerar­quías e imposición de la obediencia en contra inclusive de la vida mis­ma por la delegación del poder y la disposición de la ley, ante la cual todos los hombres serían iguales. E n Marx, como decíamos, esta tesis llega a las más sorprendentes conclusiones: como una extensión de la frase de Robespierre, «La razón humana camina desde hace largo tiem­po contra los tronos», Marx concibe a la historia como un proceso regi­do por leyes, en primer lugar por la de la lucha de clases, que avanza hacia la emancipación, hacia la liberación del yugo del amo y del escla­vo. Este «mito optimista» de la modernidad intenta cambiar la topolo­gía del poder, de su verticalidad jerárquica a una horizontalidad solidaria donde el poder regrese a su seno originario de la voluntad popular.

FORMAS DF.L PODER EN LA ESCENA LITERARIA

La escena literaria ha sido lugar privilegiado de los horrores y de las bellezas de esta concepción del poder: la sordidez de aparatos administrativos impersonales e implacables, tal como se presenta ma-gistralmente en la obra de Franz Kafka, o la tensión entre voluntad popular y poder, tal como Michel Foucault ya cree ver enEdipo Rey, de Sófocles, y tal como se presenta magistralmente en muchas obras maes­tras de la modernidad, entre ellas Yo elsupremo (1975), de Augusto Roa Bastos, novela que mencionaremos a título de ejemplo, entre otras muchas posibilidades.

Weber, al distinguir los tipos de dominación, se detiene en aquella de carácter racional, fundamentada en «un conjunto de reglas abstrac­tas» que crea un orden impersonal por el que orienta sus disposiciones. E l poder se ejerce por medio de un cuadro administrativo burocrático. E l poder, «en representación» de las sociedades modernas, se orientó, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo pasado y, en el siglo xx, de manera atroz en los macroestados socialistas, al cuadro de mani­festaciones impersonales de poder que generaron nuevas formas de reificación.

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La obra de Kafka, lo decíamos, se constituye en uno de los expedien­tes, desde la imaginación del relato, de esas nuevas formas de rei-ficación que, una vez más, colocan al hombre en actitud de obediencia e inhumanidad. EnElproceso, Joseph K, en la hora del desayuno, reci­be la inesperada notificación de un proceso que convierte en una situa­ción del absurdo toda causalidad legal y donde el derecho (esa condi­ción ganada al poder que exige permanentemente la obediencia) se convierte en un laberinto, en una imposibilidad, en una cadena de actos inútiles y autodestructivos. E l inicio del proceso es la revelación del sinsentido que corre, secretamente, junto a todo orden, negándolo, poniéndolo en cuestionamiento. Lo terrible puesto en evidencia en la novela se encuentra justamente en el hecho de que el poder (gran or­denador y fundamento del orden) penetra sin embargo en el pequeño orden cotidiano para anularlo en términos absolutos. Por ello, en un momento Joseph K piensa que la restitución del orden conjuraría la amenaza del proceso:

En todas las pequeñas pausas de su trabajo de aquel día, K había pensado en el asunto, de modo que sin que lo supiera con precisión le parecía que los acontecimientos de aquella mañana debían de ha­ber determinado un gran desorden en la pensión de la señora Grubech y que era necesaria su presencia para restaurar el orden. Pero una vez reestablecido éste, desaparecería sin duda todo rastro de aquellos acontecimientos, de suerte que la vida volvería a reco­brar su antiguo curso.

E l «pequeño orden» de K ha interferido en el macroorden, creando el prodigio de una doble irrealidad: desde la perspectiva de K, el poder que emana del proceso debería responder, como respondió Dios a Job, a sus demandas, de allí sus incansables cuan inútiles acciones para en­frentar su proceso. K es una suerte de Job que reclama ante un Dios todopoderoso y ausente; desde el macropoder K es culpable y debe ser excluido del horizonte del orden. Pero, ¿culpable de qué? El horror del poder es la desmesura que anula al hombre mismo cuando es capaz de crear una culpa con sólo señalar al acusado. Así lo reconoce el mismo K: «...pero la comisión investigadora puede haber reconocido que soy inocente o por lo menos no tan culpable como se había supuesto». E n u n «orden» de la desmesura del poder, de la presencia de ese poder como lo innombrable, como desconocido y todopoderoso, todos somos culpables, todos podemos ser condenados. ¿No es la narrativa de Kafka la hiperbolización del pecado original, donde la redención es una im-

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posibilidad? Si para Nietzsche la finalidad de la vida es la muerte (por tanto no hay finalidad trascendente), para Kafka el destino del hombre parece la condena por el peso de la culpa de haber vivido, y el poder es la materialización de los mecanismos y procesos para que, en esa asun­ción «indiferente» del horror que da el absurdo, la condena se realice.

La obra de Kafka presenta la paradoja de las puertas abiertas del ámbito del orden y la ley que, sin embargo, jamás podrán ser franquea­das por quien ha sido señalado por la culpa, por quien ha sido excluido. Joseph K jamás podrá franquear la puerta de la ley que le permita tener —como sí la tuvo Job- respuesta a su demanda; así como el agrimensor, en El castillo, jamás podrá llegar al castillo, a pesar de que sólo basta­ría seguir los pasos de los demás; la persistencia de un obstáculo que está allí, con su poder de negación, pero ausente. Kafka nos presenta lo que María Zambrano ha llamado el sueño del obstáculo, donde el final de la travesía (que otorgaría el sentido) no sólo es inaccesible (cuando es accesible a los demás) sino también porque no hay centro al que dirigirse: Joseph K se extravía en el laberinto administrativo burocráti­co porque en realidad no hay centro, no hay estancia de llegada, hay sólo el extravío en el desgarramiento silencioso del sinsentido; el agri­mensor no puede llegar al castillo y se pierde en infinitos trámites buro­cráticos que lo alejan antes que lo acercan a su objetivo, que está allí, a la vista, que es visitado por los funcionarios y habitantes de la aldea, quienes van y vienen sin obstáculos, y que, paradojalmente, estando a la vista no existe, no tiene centro, pues el castillo no es tal sino una acumulación desigual de edificaciones:

Y vio entonces allá arriba el castillo —se dice en la novela—. No era ni un antiguo burgo feudal, ni un suntuoso palacio nuevo, sino una planta extensa que se componía de pocas construcciones de dos pi­sos, y de muchas construcciones bajas en cambio, que se estrechaban unas contra otras; de no haberse sabido que era el castillo, hubiera podido tomárselo por un pueblecito.

No hay centro posible para la travesía, que se hace extraviada, labe­ríntica, y no hay posibilidad de franquear la puerta de la ley para «res­tablecer el orden» y el sentido. E n un brevísimo cuento deLa condena (reproducido, de manera especular con la novela, al final deElproce-só), titulado «Ante la ley», Kafka nos presenta de manera desnuda esta imposibilidad de franquear la puerta de la ley, pues ésta, resguardada por guardianes cada vez más poderosos, colocará el signo de la nega­tividad absoluta en el lugar para la afirmación de lo humano.

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Cuando se acerca a los linderos de lo absoluto, el poder moderno alcanza formas del horror impensables en aquel poder absoluto legiti­mado por la divinidad, pues allá lo divino era el centro y el rostro para la expresión del sentido trascendente de la vida y el poder; en cambio, en el poder absoluto moderno el lugar de la divinidad está vacío, no hay centro posible y el hombre cae más abajo de la obediencia, en el desfila­dero de la exclusión y la negación, en el sinsentido y el absurdo. La obra de Franz Kafka es estremecedor testimonio de estas formas del horror y del absurdo que el poder conlleva.

Frente al horror kafkiano del poder, y atendiendo a la tradición ini­ciada por Rousseau de la soberanía popular, es posible asistir al cuestionamiento y transformación del poder desde la fuerza de esa so­beranía donde, a diferencia de los personajes kafkianos, el hombre se enfrenta al poder, opone la verdad en sí (la adecuada a los hechos) a la verdad por el poder fabricada, y logra vencer, transformando al poder, apartándolo de nuevo de esa imantación hacia lo inhumano, que es una de sus tendencias más persistentes. Esta posibilidad sólo se manifiesta cuando el poder traslada su soberanía a lo colectivo, esa masa sin poder (porque lo ha delegado, porque otro u otros lo detentan) que en momen­tos estelares, cuando el poder alcanza la desmesura o la inhumanidad, lo toma para sí y realiza las transformaciones para la consecución de un nuevo orden. He allí el fundamento optimista de la revolución, invento sin duda de la modernidad. Las guerras de la antigüedad se proponían la restitución de un orden; la revolución moderna, sobre todo a partir de la Revolución Francesa, se propone redistribuir las relaciones de poder, conjurar su desmesura e inhumanidad, y crear relaciones inédi­tas frente al poder, de libertad, derecho o plenitud. D e la Revolución Francesa, en el sigloXVIII a las revoluciones socialistas del siglo xx esa intencionalidad ha guiado los movimientos sociales, en esa fuerza emancipatoria de la modernidad para transformar, como decíamos, la topología del poder: de la jerarquía y sumisión vertical a la solidaridad horizontal donde graviten como dominantes la libertad y los derechos de la condición humana.

Michel Foucault ve ya elEdipoRey, de Sófocles (en una lectura muy distinta y muy distante a la realizada por Freud), esa intransferible y compleja relación entre el hombre y la verdad, entre el hombre y el poder, y donde se abre la posibilidad de que la verdad sin poder pero legitimada en los hechos, la verdad del testigo, enfrente y venza a la verdad sostenida y legitimada por el poder. E n el litigio sobre quién mató al rey Layo aparece un elemento frente al poder del Rey: el testi-

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monio del pastor que, con la sola fuerza de la verdad, es capaz de juzgar a los propios señores: «El testigo —señala Foucault, enla verdadylas

formas jurídicas (1978)—, el humilde testigo puede por sí solo, por medio del juego de la verdad que vio y enuncia, derrotar a los más po­derosos». Entra en escena, de este modo, el derecho de dar testimonio, de oponer la verdad al poder: «Este derecho —subraya Foucault— de oponer una verdad sin poder a un poder sin verdad dio lugar a una serie de grandes formas culturales que son características de la sociedad grie­ga». La posibilidad de una fuerza que emerja desde lo colectivo y sea capaz de redimensionar el poder ha generado en las democracias mo­dernas lo que se ha denominado «la opinión pública», que ha alcanza­do en el discurso periodístico una de sus más fuertes concreciones, pudiendo mantener siempre abierta la posibilidad de cuestionar el po­der, denunciar su desmesura, controlar su voraz apetito de absoluto, desplazarlo hacia prácticas cada vez más humanas.

Este complejo movimiento del poder que se desprende de la sobera­nía de lo colectivo parece corresponderse con la estructura y práctica del lenguaje. Si es posible concebir el poder como representación (en uno o varios individuos) de todo un colectivo donde tiene su verdadero asiento, es posible observar su correspondencia con el uso del lenguaje: perteneciendo a lo colectivo, sin embargo, cuando un individuo habla, se apropia del lenguaje a través de la apropiación del «yo». E l «yo» que habla se apropia no sólo del lenguaje sino que también se convierte en centro de relaciones personales y objetuales (centro con relación a un «tú», a un «él», a los otros), espaciales (aquí con relación al allá) y temporales (ahora o ya con relación a antes o después). El prodigio del lenguaje, tal como lo han enseñado teóricos como Jakobson y Ben-veniste, se encuentra en que el «yo» es un significante «vacío» (es un «shifter» o «embrague»: no significa sino la persona que habla) que se desplaza con fluidez de una persona a otra, haciendo de la «apropia­ción» una delegación, y manteniendo, en la asunción del lenguaje por los hablantes, el carácter colectivo que al lenguaje le es constitutivo.

Es posible pensar una situación, sin embargo, que rompa el equili­brio, que paralice lo que era fluido y se produzca la «apropiación» en desmesura del «yo»: un hablante, en virtud del poder, se apropia del «yo» de manera indefinida, creando una relación de poder donde lo dominante sea lo individual y no lo colectivo. Es claro que si toda rela­ción humana supone alguna relación de poder el «yo» tendrá mayor fijeza en quien tiene el poder que en quien no lo tiene o lo tiene en menor grado, pero el poder mostrará su lado oscuro y horrible cuando

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en la relación del yo y el otro éste se somete a la imposibilidad de la expresión, a la imposibilidad de convertirse en «yo». E n los gobiernos «fuertes», el colectivo es el otro a quien se le negará la posibilidad de la expresión, mientras que el gobernante, «dictador», es aquel que se apropia del lenguaje en términos absolutos. E l poder que hemos deno­minado de la desmesura y de la inhumanidad tendrá como base de su afirmación la utilización monologizante del lenguaje, mientras que en el poder que se sumerge permanentemente en lo colectivo su basamen­to es fundamentalmente dialógico.

El dictador—señala Blanchot, enEl libro que vendrá (1959)—nom­bre que induce a la reflexión. Él es el hombre del dictare, de la re­petición imperiosa, el que pretende luchar contra el peligro de la palabra extraña, cada vez que éste se anuncia, mediante el rigor de un mandamiento sin réplica ni contenido. A lo que es murmullo sin límite él opone la nitidez de la consigna, a la insinuación de lo que no se oye, el grito perentorio.

Ante el sujeto del dictare, que ordena, proclama, enjuicia y crea jerar­quías y privilegios, el otro silenciado, el colectivo, se expresa como una fuerza subterránea que, como la fuerza subterránea de la tierra o de los mares, se expresa en un eterno murmullo que es el signo de su presen­cia, de su misterio, de su soledad, de su posibilidad de irrupción. Desde esta perspectiva es significativo que Pedro Páramo (1953), la novela de Juan Rulfo que nos presenta la soledad de un colectivo desgarrado por esa otra forma de la soledad en el poder que Pedro Páramo repre­senta, tenía como título inicial «Murmullos». Quizás una de las mons­truosidades generadas por el poder de la desmesura sea la de la soledad: soledad del gobernante pues, en el absoluto del poder, su relación con los otros está signada por la inhumanidad (la imantación sobre los otros que produce el poder, «la corte» que lo rodea, no crea sino una soledad en la multitud), y soledad de los gobernados, por su caída permanente en la negación, en la fragmentación, en el despojo. Los textos de Rulfo y, luego, los de Gabriel García Márquez dan cuenta de esta relación entre la soledad y el poder.

Es claro que la soledad y el despojo ante el poder absoluto sólo es posible enfrentarlo por medio de la resistencia ante el poder. Mencio­nemos brevemente en este sentido una de las grandes obras sobre el poder producidas en América Latina en el siglo XX: Yo el supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, donde la tensión entre el poder absolu­to y lo colectivo alcanza una de las formas más complejas.

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La novela se inicia con la reproducción (en una grafía distinta a la del resto del texto) del -pasquín catedralicio», donde el dictador orde­na las disposiciones para el momento de su muerte (-Yo el Supremo Dictador de la República. Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echa­das al vuelo...»), el texto, manuscrito, contrapone su grafía con la voz del dictador que inicia y domina en la novela: «¿Dónde encontraron eso?. Clavado en la puerta de la Catedral, Excelencia... Te ordeno que busques y descubras al autor del pasquín... E n menos de tres días has de llevar al culpable bajo el naranjo. Darle su ración de cartucho a bala. Quienquiera que sea. Aunque sea El Supremo». Como el Rey Edipo (quien ordena que el asesino de Layo sea ajusticiado, quienquiera que sea), El Supremo da la orden que será capaz de ejecutarse incluso sobre el propio poder absoluto (de tal manera que el poder se muerde la cola, se traga a sí mismo), y que es justamente, a nuestro parecer, el centro de la obra: la posibilidad de su negación, de su deslegitimación y caída por la fuerza de lo colectivo.

Señalemos el complejo movimiento de esta relación entre el poder absoluto y la acción de lo colectivo por restituir el poder en su verdade­ra dimensión humana: E l Supremo es el dueño absoluto del poder, el que se ha apropiado de los bienes, de las vidas, del lenguaje. La voz de lo colectivo aparecerá pero camuflada en una compleja inversión: si el dictador se ha apropiado de la voz colectiva, por medio del «pasquín catedralicio» el colectivo se apodera a su vez de la voz del dictador. E l «ordeno» del «pasquín» es la voz del Supremo, pero usurpada (el úni­co que puede ordenar; de allí que la orden de castigo para «quienquiera que sea. Aunque sea El Supremo» ya es una condena a muerte del poder absoluto). Hay pues una orden en el pasquín que proviene de dos abso­lutos del poder: de la voz de El Supremo (absoluto por usurpación) y de la voz del pueblo (que es donde debe reposar el «absoluto» del poder). Toda la novela puede leerse como la lucha del poder supremo por evitar que se cumpla esa orden, y en esa lucha el texto despliega una de las más complejas estructuras dialógicas de nuestra novelística, sólo para que al final el dictamen del pasquín se cumpla, tal como puede obser­varse en el apéndice «Los restos del Supremo». E n atención a su estruc­tura dialógica la novela aún nos proporciona otra sorpresa: la negación del «dictador» de la novela, del autor, y la afirmación del «com­pilador», quien reúne las diferentes voces que tejen la compleja trama del poder.

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La novela de Roa Bastos, llevando las posibilidades del género a sus extremos, se convierte en escenario privilegiado para la reflexividad sobre el poder, en tanto que compleja composición discursiva que acep­ta múltiples estratos. Son conocidas las tesis de Bajtin sobre el deslinde entre novelas que llama «monológicas», dominadas poruña perspectiva discursiva que jerarquiza y redistribuye las diferentes discursividades de la novela; y la novela dialógica, que pone en interrelación los dife­rentes estratos discursivos, que pone ante el lector las diferentes pers­pectivas sin tomar partido por ninguna. Novelas focalizadas en un discurso que proyectan una unívoca visión del mundo, o una visión del mundo dominante; y novelas de pluralidad de voces y conciencias in­dependientes e inconfundibles, de estructura polifónica, que profun­diza en la compleja relación dialógica entre los hombres. Es posible distinguir la expresión del poder en uno y otro tipo de novela, y cómo la polifonía (que es sin duda la expresión textual, e n la novela, de la conciencia crítica) es campo propiciatorio de la reflexividad. Yo el su­premo nos presenta de este modo una original estructura dialógica para la reflexividad sobre el poder.

E l poder político está allí, como el principio organizador de las so­ciedades, atraído por la apetencia de lo absoluto, de la desmesura, de la inhumanidad, y por la exigencia colectiva de un poder humano someti­do al derecho de los hombres, a la verdad, al equilibrio, al límite. E l poder, en su esencia, tal como lo recordara Canetti (1960), desprecia las transformaciones, tiende a enraizarse en la fijeza de un orden, pro­piciando los procesos identificatorios, y excluyendo lo que lo perturba o niega, pero la fuerza de lo colectivo lo obliga a la transformación, a la redistribución, al límite. E l paso de la monarquía a la democracia es el paso del poder absoluto a la presencia de lo colectivo como sujeto regu­lador de las tendencias a la desmesura y al desbordamiento del poder.

Pero el poder no se expresa solamente en las macroformas políticas; permanentemente se expresa, a veces de manera sutil e imperceptible, en todos los actos humanos. Junto a la «macrofísica» del poder político, es posible pensar, tal como lo expresara Foucault, una «microfísica-del poder, la que se presenta en imperceptibles redes en todo acto hu­mano, la que como el aire, envuelve y penetra toda disposición y aconte­cimiento del humano ser. Junto a la interdicción del incesto que organiza la familia en relaciones claramente establecidas, el poderestablece sus disposiciones en todo tipo de relación, en relación al saber, a los roles sociales, al afecto, a la disposición personal, etc. Así por ejemplo la persona del médico que reúne en sí, como señala Foucault, -secretos,

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amenazas, prescripciones y toda una fuerza inquietante* en atención al rol que las reglas sociales le otorgan; así por ejemplo el maestro o pro­fesor, el ídolo o el triunfador, que determinan conductas, modos de vida. Recordemos la frase del Gran Inquisidor, en la novela de Dostoievski: «Hay en el hombre necesidad de aceptar la dominación-. QLiizás por ello se produce la legitimación y el atractivo de la estructura militar que, sobre todo en tiempos de paz, revelan su fundamento: la jerarquía del poder y el ejercicio de la obediencia. E n ninguna otra institución de las sociedades modernas la relación entre dominación y obediencia al­canza su forma más desnuda: quien domina debe a su vez obedecer, y ese parece ser el sentido primero e infinito de esta institución. Decimos que en tiempos de paz esta estructura evidencia con mayor énfasis ese su sentido fundamental de dominación y obediencia, pues en tiempos de guerra la estructura deviene ejército, sujeto de lucha que enfrenta y resguarda, legitimado por altos valores. De los tiempos napoleónicos a la Segunda Guerra Mundial los ejércitos ejercieron a plenitud su fun­ción y no necesitaban legitimar demasiado su existencia. E l ejército es lucha, acción, sacrificio, heroicidad; la estructura militar es jerarquía, ritualidad del poder y la obediencia, oficialidad de privilegios; el regre­so de los ejércitos a los cuarteles y el cambio de los términos de las guerras en el mundo hicieron inútiles a los ejércitos en muchos países, y entonces se transformaron en estructuras militares fijas, rituales, je­rárquicas, delimitadas, presentando en fechas patrias, para el poder político, el espectáculo del ritual de la obediencia y la disciplina, de la uniformidad por el poder. La mayoría de los militares de más alta gra­duación de nuestros países saben de las guerras por los libros ilustrados pero han ascendido por todos los grados en el ritual acuartelado del mando, de la disciplina, de la obediencia. Aparte de la amenaza, como una espada de Damocles, de la imposición del poder absoluto sobre los pueblos por medio de los llamados «golpes de estado», las estructuras militares parecen justificar los altos presupuestos que las naciones in­vierten en su mantenimiento, en el espectáculo del dominio y la obe­diencia que se ofrece como modelo ante el que Nietzsche llamaría el hombre de las cadenas, como una plenitud para su apetencia, como un •perfecto- modo de vida.

Lo cierto es que el poder cubre con sus múltiples hilos el aconteci­miento de la vida del humano ser y es posible decir que en todas las horas de la vida del hombre se establece una lucha en la topología del poder: su verticalidad de dominio y obediencia; y su horizontalidad de solidaridad y estímulo. C o n más frecuencu de lo que somos

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conscientes somos testigos o actores de una u otra forma de esta topolo­gía del poder, y es frecuente encontrar la confluencia de ambas formas como una de las manifestaciones más dinámicas, dentro de los contex­tos democráticos, de la efectividad del poder.

La •democratización» del poder tiene muchos peligros, entre ellos la disolución, la disminución o carencia de efectividad en la realiza­ción de tareas y objetivos, la corrupción o apropiación indebida de los bienes colectivos. E l poder "democrático» tiene sin embargo por lo menos dos dispositivos que, usados adecuadamente, se constituyen en elementos fundamentales de cohesión: la vigilancia y la evaluación.

Vigilancia es poder, y es posible decir que, por la mirada, todos, consciente o inconscientemente, vigilamos a los demás y somos vigila­dos. La mirada es una de las evidencias más inmediatas de que el poder está en todas partes, al acecho de nuestros actos, cubriéndonos como un manto, protegiéndonos y/o sancionándonos. La mirada expresa de mu­chas formas el poder, y una de ellas es que jamás miramos de igual a igual; aunque sea de manera sutilísima la mirada establece sus jerar­quías para destacar unas cosas y otras no, para mirar sin ver o para que el objeto mirado se ilumine, se destaque entre los demás. No mira igual el sirviente al jefe que éste al sirviente, no el médico que el enamorado, no la madre que el transeúnte. La mirada es una red con la cual estable­cemos, muchas veces de manera inconsciente, jerarquías sobre el mun­do. La vigilancia en la casa, en la calle, en el trabajo, garantiza los procesos identificatorios con lo real, y si bien es cierto que los cuerpos de vigilancia (policías, guardias, etc.) están allí, con sus uniformes y sus armas para garantizar la cohesión del orden, lo más importante es la interiorización de esa vigilancia, la forma como se aloja en nuestra conciencia (o en nuestro inconsciente) como hábito, como valor ético, como culpa. EnSurveilleretpunir(1975), Foucault habla de la inven­ción del "panóptico» (edificación carcelaria donde es posible vigilar sin ser visto) como una de las formas más acabadas del poder de la vigilancia, pero es posible decir que ese «panóptico» ya está en nuestra interioridad cuando sentimos esa exigencia de valores, de legitimidad, incansable, que desde nosotros mismos vigila nuestros actos. El proce­so identificatorio con lo real alcanza su real eficacia cuando los inte­grantes de ese orden han interiorizado tal necesidad de identificación.

La evaluación permanente de los actos (propios y ajenos) constituye uno de los rasgos de la «microfísica» del poder. Las instituciones que tienen como objetivo la eficiencia tienen como una de sus estrategias de estímulo y depuración la evaluación permanente de sus miembros (eva-

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luación de logros y fracasos, de méritos y carencias), pero la evaluación acompaña todos los actos de nuestra vida. Llevamos siempre una ba­lanza para pesar los actos de los demás y, menos frecuentemente, para pesar los propios. Quizás por ello una de las desviaciones más frecuen­tes de la evaluación es el enjuiciamiento, la asignación de inferioridad en los actos de otro.

La dicha que da la sentencia negativa —señala Canetti— es siempre inconfundible. La sentencia es sentencia sólo si es emitida con atemorizante seguridad... ¿En qué consiste este placer?. Uno relega algo lejos de sí a un grupo inferior, lo que presupone que uno mismo pertenece a un grupo mejor. Uno se eleva rebajando a otro... Los que se guardan de dictar sentencia porque se avergüenzan de ello pueden contarse con los dedos de las manos.

He aquí de nuevo la topología del poder expresada en su verticalidad: el -juicio» nos coloca inmediatamente en una dimensión superior al en­juiciado. De allí quizás el placer de la murmuración y el chisme, que no es sino la difusión, con las máscaras del secreto, de un enjuiciamiento. De allí quizás la propensión a participar de «la risa de los dioses», para emplear la expresión de Blanchot, la risa que festeja la degradación del otro y la afirmación del yo. D e allí, finalmente, la poca frecuencia en el reírnos de nosotros mismos y de ser autocríticos de nuestros actos.

La evaluación asumida como valoración integral de méritos y caren­cias, de esfuerzos y objetivos, es propia de una vida asumida como per­manente aprendizaje, como formación, como continuo ascenso hacia un nuevo o más amplio conocimiento o sensibilidad. Es posible una evaluación permanente para una efectividad objetiva, pero también lo es para lo que podría llamarse un crecimiento interior.

MICROFÍSICA DEL PODER Y MASIFICACIÓN DE LOS MEDIOS

La microfísica del poder como control e imposición de con­ductas y gustos, de valores y signos, ha alcanzado en las últimas dé­cadas un elaborado desarrollo en la masificación de los medios de comunicación.

Jamás había multiplicado sus sutilezas el poder como con la masi­ficación de los medios. Podría decirse que del mismo modo en que, con

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la cárcel como lugar de reclusión, se produce el paso del castigo a la vigilancia, así, sobre todo en la segunda mitad del sigloxx, el desarro­llo de los medios audiovisuales y la posibilidad de universalización de los mensajes ha producido el paso de la dominación militar a la do­minación ideológica. La "democratización» de occidente más que una situación igualitaria ha creado estructuras de dominio basadas en «le­yes» económicas que crean una relación de centro-periferia, donde los países desarrollados, poseedores de una infraestructura científica y tec­nológica, proyectan sobre los países de la periferia o subdesarrollados necesidades identificatorias con los valores de las culturas centrales, en una proyección permanente de apetencias consumistas. Los medios, por ejemplo, por décadas han modelado la figura heroica y superior del hombre blanco, europeo y norteamericano, lo han caracterizado con los atributos del bien, en una delimitación con los «otros», de otras razas y países, quienes son los portadores de los antivalores del mal: desde la delimitación heroica ante el «mal» alemán, en los filmes sobre la Segunda Guerra Mundial, y la delimitación ante el «mal» de los viet­namitas en los filmes y series televisivas sobre la guerra de Vietnam, hasta la proliferación incesante del espectáculo de la sexualidad y la violencia, del consumismo desenfrenado y la idolatría de personajes televisivos que se extiende con su fuerza persuasiva en todos los actos e intenciones del hombre de hoy en su cotidianidad. La masificación de los medios ha alcanzado lo que podría pensarse como la mayor aspira­ción de un orden: la uniformidad. E n la gran ciudad y en el lugar más apartado se distribuye la misma estrategia de valores y es cada vez más frecuente observar, por ejemplo, la sustitución, incluso en centros de enseñanza, de las manifestaciones folclóricas o propias de la región por la reproducción, por ejemplo en «actos culturales», de espectáculos «modelizados» por el patrón televisivo. E l televisor y no la biblioteca se ha convertido en el objeto imprescindible en todo hogar, y no es exa­gerado afirmar que la conciencia crítica que puede ser conformada por la actividad lectora, se reduce cada vez más, hasta ser casi inexistente en muchos países o en muchas capas de la población de un país, mien­tras que la «cultura» televisiva cubre prácticamente en su totalidad a la población. Esta es una realidad para los países del «centro» como para los de la «periferia», pero éstos tienen el agravante de someterse (de manera además entusiasta) a la intensa identificación con los valores proyectados desde las culturas centrales.

E n el sigloxx, con la revolución mexicana y la revolución rusa, y, hasta la década del sesenta, con la afirmación y propagación de los va-

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lores de la revolución cubana, la guerra de Vietnam, la insurrección y la transmutación de valores que recorrió a Occidente y, de manera par­ticular a países como los de América Latina, plantearon la posibilidad objetiva de un profundo proceso social de emancipación donde el poder se legitimara en lo colectivo; y es posible constatar la producción de toda una literatura (narrativa y poesía, ensayo y teatro) que daba fe de ese entusiasmo y de esa intencionalidad. Sin embargo, para muchos de manera inesperada, se produjo el derrumbe de las utopías.

No la fuerza militar sino la fuerza de las leyes del mercado, en cohe­sión y correspondencia con la universalización de los medios, produjo la relegitimación del antiguo orden que, ante tal reanimación, se revela de nuevo como lo innombrable, lo impersonal: las leyes del mercado y la concentración y flujo de capitales rigen el mundo como la divinidad im­placable, y la masificación de los medios expande los mil hilos de la microfísica del poder para cohesionar los procesos identificatorios y ase­gurar la homogeneidad y permanente rearticulación del orden. Así, si en la década del sesenta una figura como la del Che Guevara era capaz de estremecer y poner en peligro el orden establecido, hoy su figura se banaliza en la reprodución en franelas y otras prendas de vestir. Jamás como ahora los procesos identificatorios del orden habían tenido la capa­cidad de integrar y poner a su servicio lo que le era adverso.

Poder político y económico y microfísica del poder se integran, conflu­yen, acrecentando lo que con Nietzsche podría denominarse «el instinto de rebaño»: la identificación entusiasta con las estructuras de dominio.

E n este contexto la literatura, la expresión estética en general y el pensamiento reflexivo de la sociología, de la antropología, de la filoso­fía, desconstruyen lo real, se colocan con frecuencia en un ámbito de diferencia, abren posibilidades de resistencia ante el poder, diagnos­tican, a menudo con escepticismo o desdén, sin reales posibilidades de cambio y transformación, el imperio del orden. La literatura y la filosofía del escepticismo y de la debilidad del ser sustituyen a la lite­ratura y a la filosofía de los grandes sistemas y las grandes utopías; la expresión de la postmodernidad y del desencanto sustituyen de mane­ra muchas veces imperceptible a la literatura y la filosofía de la mo­dernidad optimista.

La tarea que Theodor Adorno veía en el texto literario moderno (medio donde se da un conocimiento no reificado, donde se revela la irracionalidad y el carácter falso de la realidad existente y, al mismo tiem­po, la prefiguración de un orden de reconciliación) parece perder sus poderes reconstructivos y situarse en la fuerza de la negatividad. Sin

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embargo la visión crítica e irónica de la estética moderna, su asunción de la discontinuidad y el sinsentido que a veces se desprende hacia los desfiladeros delnihil, produce a ratos atisbos para la afirmación del ser lejos de las reificaciones del orden y de la genuflexión ante el poder; atisbos para la afirmación de lo que Nietzsche llamara el devenir, la posibilidad de una morada en permanente lucha contra los espejismos reificadores del orden.

EL ORDEN Y EL PARADIGMA CÓSMICO

Estudiosos como Edgar Morin han establecido analogías entre la «historia del orden- en Occidente, y el paradigma cosmogónico vi­gente en un momento dado: la percepción y la certeza de lo real del hombre escrito en la lámina del cielo. E l primer paradigma, propuesto por Aristóteles en el año 340 a . d e C , enDe los cielos, y ampliado por Ptolomeo en el sigloXI d. de C, estableció que la tierra era el centro del universo, otorgando de este modo la certeza cósmica del principio de identidad que regirá el orden de la Edad Media: el hombre como ima­gen y semejanza de Dios. E l paso del paradigma aristotélico-pto-lomeico al paradigma copernicano abre una fisura en la relación del hombre con el orden: ya el hombre no es el centro ni es el soberano de la identidad: la instauración de un nuevo orden ha de considerar la nueva situación de periferia y de diferencia del hombre respecto al cosmos. Pero, en el corazón de la diferencia, la «Ley» otorgará un nuevo princi­pio al orden; la ley, inexorable y perfecta que rige el misterio del cos­mos; y la ley de la Naturaleza, que rige el mundo. De Kepler a Newton, de Galileo a Laplace, se abre el campo para la certeza y la objetividad de la ciencia, como una de las conquistas del orden de la modernidad. C o n la instauración del paradigma del caos y de la catástrofe, en las teorías cosmogónicas delSteadyStatey delBig Bang, el hombre pare­ce acceder al más profundo estremecimiento del orden: la irrupción del abismo del sinsentido. Así lo ha señalado Ilya Prigogine (1982:159): «Los conceptos de ley y de orden no pueden ya considerarse inamovi­bles, y hay que investigar el mecanismo generador de leyes, de orden, a partir del desorden, del caos».

D e la teoría ptolomeica a las tesis del caos, la permanente gestación del sentido es consustancial con la posibilidad de lo real y del orden. Si algo le es insoportable al hombre es el sinsentido. Cuando el hombre se

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topa con la fisura, con la discontinuidad del sinsentido, elabora la intui­ción de un sentido superior, oculto y por manifestarse en las grietas de esa discontinuidad. Con Aristóteles como trasfondo, es posible señalar con claridad dos de los procedimientos a través de los cuales se gesta el sentido en el acontecer de lo real: la causalidad y la finalidad. La causalidad, que explica el acontecer en el fluir de causas y efectos; y la finalidad, que es el sentido final y global de toda forma de existencia. E l absurdo, que rompe el fluir de la causalidad y niega toda razón teleo-lógica, coloca al ser en el vértigo del sinsentido, de la negación de un orden homogéneo y continuo donde reconocerse y guarecerse. -El pre­tendido instinto de la causalidad —señala Nietzsche— no es otra cosa que temor a lo inusitado». E l sentido es la razón del orden y de lo real, la transparencia y la claridad que permite los reconocimientos. »E1 sentido — h a señalado Deleuze (1969: 50)— es como la esfera en la que ya estoy instalado para operar las designaciones posibles, e incluso para pensar sus condiciones. E l sentido está siempre presupuesto desde el momento en que yo empiezo a hablar; no podría empezar sin este presupuesto».

Lo discontinuo, que cerca con el vértigo del sinsentido todo orden, genera «formas superiores de testificar». Así, los sistemas simbólicos que, como las religiones, otorgan un sentido trascendente a la disconti­nuidad de la muerte; así, por ejemplo, la alegoría como emergencia de un sentido superior; así el humor y la risa como conciencia o explosión liberadora ante la inesperada manifestación de la discontinuidad.

Para instaurar la homogeneidad y el reconocimiento del sentido, lo real delimita su ámbito de una exterioridad extraña, y hasta enemiga, con la que, permanentemente, mantiene las fuerzas contrarias de la integración y de la exclusión. El orden de lo real intenta someter lo que le es exterior, domesticarlo en el reconocimiento de los signos que lo constituyen. Un ejemplo claro de este proceso es posible observarlo en la relación «gobernante» (sustentador de un orden político) y «revo­lucionario» (transgresor del orden político). La estrategia política del orden consistirá en integrar al transgresor a las reglas políticas del or­den; la imposibilidad de esta integración daría paso a la exclusión. Freud, por un lado, y los teóricos de la literatura del terror, por otro, han puesto en evidencia que la irrupción de lo otro excluido da paso al sentimiento de lo siniestro, al temor por la destrucción del orden, al vértigo del sinsentido. Es fascinante la revelación freudiana de que esa exterioridad se encuentra, paradojalmente, en el interior del orden mis­mo, y lo siniestro es su manifestación. Así, por ejemplo, el «orden» de la vida, que el hombre intenta preservar, se encuentra amenazado

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permanentemente por la discontinuidad de la enfermedad y de la muerte; sin embargo, esas "extraterritorialidades» se encuentran en las entrañas de la vida misma. «Ser hombre es estar enfermo», seña­ló Thomás Mann para indicar la presencia, solapada o evidente, de la enfermedad en el vivir; y la muerte, por mucho que la excluya­mos, acompaña al vivir, haciéndose cada minuto más poderosa, has­ta el advenimiento absoluto, y, en el fondo, incomprensible, de su discontinuidad.

E n su deslinde y compleja relación con lo que le es exterior, el orden pacta con la moral. «Se confirma la posibilidad —señala D e l e u z e — de un vínculo profundo entre la lógica del sentido, la ética y la moral o la moralidad». La legitimación ética de lo real identifica las formas de reconocimiento del orden con el Bien, y las expresiones de la exteriori­dad que se resisten al orden con el Mal. La asunción crítica del orden como reificación y dominio, al separarse de la esfera legitimadora de la moral, ve en las expresiones excluidas signos de la libertad, y asume el mal no como opresión de la culpa sino desde la emancipación. La bús­queda y elogio del mal en la estética, a partir del romanticismo, que convierte a Satán en el ángel de la libertad y de la poesía, se coloca en esta perspectiva crítica sobre el orden y lo real.

Si el hombre no puede vivir sino según un orden, también es cierto, por consiguiente, que no puede vivir sino según una moral. E l hombre contempla y actúa en atención a una escala de valores, escala que repre­senta a la vez los valores universales (que es posible llamar «princi­pios» o «eticidad») y los valores propios de una cultura (que corresponde a su específica concepción del bien y del mal, no necesariamente idén­tica de una cultura a otra, y que es posible llamar «moral»). Es frecuen­te el uso como sinónimos de «ética» y «moral», o concebir la ética como el estudio de la moral que no sería sino la práctica del bien y la exclu­sión del mal. La comprensión de la moral como una específica concep­ción cultural de la ética permite observar el relativismo de los valores, la asunción del bien (identificado al orden y al poder) y el mal (exclui­do de ese orden), y observar c ó m o la conciencia crítica o reflexiva (so­cial, política o estética) puede transformar esa sintaxis y observar el mal que el bien contiene; y lo contrario: observar c ó m o ciertas formas del mal ocultan en realidad inesperadas formas del bien.

E n atención a un orden dado, a una presuposición de lo real, el bien es la afirmación de los procesos identificatorios, y el mal su negación; el mal habita en los ámbitos de la diferencia. Para Roland Barthes ya el lenguaje, ese gran objetivador de lo real, al ser fundamentalmente

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asertivo, proporciona al hablante la distinción entre los dos valores morales. Orden, verdad y bien se conjugan en la cohesión de lo real y el lenguaje, por medio de un proceso de afirmaciones y exclusiones (afir­mación del sentido y exclusión del sinsentido, búsqueda de la certeza y reducción de la incertidumbre, etc.), se convierte en su más eficaz ins­trumento legitimador.

Platón y Aristóteles, como es sabido, proporcionarán a Occidente el diagrama de lo que será por los siglos, mutatis mutandis, su moral. Para Platón la moral es concebida en atención a una escala: el hombre ha de ascender hacia el encuentro con el bien que es también el encuen­tro con la belleza. Para Platón toda degeneración es degeneración mo­ral, pero esta puede ser superada por la voluntad moral del hombre quien puede hacer de su vida una travesía ascendente hacia el bien. Esta expectativa es sin duda la gran creadora de las promesas de felici­dad y de las utopías. La «República» perfecta (el orden perfecto) es en Platón la consecución del máximo bien. Es claro que la certeza de una trascendencia en la religión cristiana (y la promesa de un orden perfec­to y de felicidad después de la muerte) tal como lo concibe el cristianis­mo, tiene importantes raíces en la concepción platónica del bien.

Si Platón identifica bien y belleza, el cristianismo agregará un tercer elemento identificatorio: Dios. Es la presencia de Dios lo que hace po­sible la moral, la asunción del Bien, así como toda «muerte de Dios» supone el cuestionamiento de la moral. E n las épocas poderosas de las religiones la moral alcanza su más extrema fijeza, y en nombre de la moral legitimada por la divinidad se llega a acciones (guerras o asesi­natos, insurrecciones o persistente preservación de valores) difíciles de entender desde la perspectiva moderna del cuestionamiento y relati­vismo de la moral. Así, en las últimas décadas del sigloxx, el mundo moderno occidental es testigo, con estupor y asombro, de las guerras religiosas de ciertos países orientales, de la intolerancia de sus posicio­nes, de la defensa de sus valores.

E l poder de Dios es el poder de la moral, de allí que las religiones no son solamente sistemas simbólicos de lo divino y de lo invisible sino también de la configuración del orden y lo real.

Es importante señalar que si bien las sociedades religiosas hacen uso de coacciones y penalizaciones, entre los iniciados éstas constitu­yen acciones excepcionales pues el fundamento moral de la religión se orienta hacia la subjetividad, a modelar e imprimir sus disposiciones en la conciencia. Ya Hume señalaba que era vana la búsqueda de pro­piedades morales objetivas, y, más contemporáneamente, Jankelevitch

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señala que la moralidad es coesencial a la conciencia y que la concien­cia está sumergida totalmente en la moralidad. He allí las sociedades religiosas, atadas fervorosamente a la ritualidad y a los procesos identificatorios del orden, identificando moral, voz de la conciencia y existencia de Dios; a diferencia de las grandes ciudades modernas, desacralizadas, donde no hay cabida para Dios (tal como escribió Dostoievski, «si Dios no existe, todo ha de estar permitido»), en una permitida y entusiasta transgresión de los cauces morales, y donde la coacción ha de presentarse de manera objetiva, por medio de aparatos represivos, o, como ocurre a partir de la masificación de los medios audiovisuales, por medio de una nueva intervención de la conciencia, ahora no por un Dios riguroso y moral, sino por el «amoralismo» festi­vo y consumista.

Es posible encontrar en Aristóteles, sin embargo, la posibilidad de una moral que antes que en su fundamento divino se base en la conve­niencia social. Sin duda que desde esta perspectiva es posible ver en Aristóteles el antecedente de El Contrato de Rousseau. Para Aris­tóteles, según su Ética a Nicómaco, la felicidad está en la virtud y es posible deslindar una «lista de virtudes» en oposición a la «lista de vicios»; por otro lado afirma que la verdadera moralidad se encuentra en el justo medio entre el exceso y la falta:

el que de todo huye y tiene miedo y no resiste a nada, se vuelve cobar­de; el que no teme absolutamente a nada y a todo se lanza, temerario; igualmente el que disfruta de todos los placeres y de ninguno se abs­tiene se hace licencioso, y el que los rehuye todos como los rústicos, una persona insensible. Así pues, la templanza y la fortaleza se destru­yen por el exceso y por el defecto, y el término medio las conserva.

Así pues se postula una moral más por conveniencia que por trascen­dencia: «...llamo término medio de la cosa al que dista lo mismo de ambos extremos, y éste es el mismo para todo... Todo conocedor rehuye el exceso y el defecto, y busca el término medio y lo prefiere». La Ilus­tración heredará esta concepción de la moral y la convertirá en el fun­damento de la racionalidad y de la objetividad. Si es posible una episte­mología de la verdad, tal como la concibió la Ilustración, también es posible una racionalidad de la moral. D e allí que sea factible vincular a Aristóteles con Moore, tal como lo señala Francisco Bravo, a través de una lógica de la moralidad. La «teoría de la conducta» de Aristóteles, y la lógica de Moore, constituyen, según Bravo, en su Ética y razón (1992), «los dos fundadores de la filosofía moral en épocas diferentes».

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La concepción platónico-cristiana del bien y la concepción aris-totélico-ractonalista de la virtud y el justo medio proporcionan, desde diferentes perspectivas, los procesos identificatorios con el orden y lo real. Si, como hemos señalado, el poder es elemento central de cohe­sión del orden y lo real, toda asunción moral es asunción de un poder. Kant percibe esa exigencia identificatoria y propone un principio de autonomía de la moral respecto al poder, en el sentido de que frente a una orden de autoridad, por ejemplo, podemos juzgar si es moral o inmoral obedecerla. Sin embargo será Nietzsche quien denuncie el pacto entre el poder y la moral, y la necesidad de producir una -transva­lorización» de los valores, destruir las promesas y encantos del bien y descubrir las posibilidades de libertad que se encuentran en el mal. Así dirá que -toda moral es una tiranía contra la naturaleza» y que «hay una moral de señores y una moral de esclavos». A lo largo de su obra se encontrará esa intención de lo que Vattimo llamará «la supresión meta­física entre lo verdadero y lo falso», entre el bien y el mal, y la postulación de -lo real como tal, en su concreta y multiforme presen­cia». «El mal es la mayor fuerza del hombre», dirá Zaratustra, y en esa y en otras muchas lapidarias afirmaciones Nietzsche develará en el bien la coacción de la libertad, la extirpación de las pasiones, la vergonzosa preservación del poder, la negación de la naturaleza; y en el mal lo inverso: la posibilidad de la libertad y de una «transvalorización»; la construcción de una moral superior que no someta al hombre al vasa­llaje y a la servidumbre.

Nietzsche realiza un giro de ciento ochenta grados en la tradición moral de Occidente y desata las coacciones de la moral de Dios y de la racionalidad. A partir de la lectura de Nietzsche se pueden comprender las propuestas de Sade y de William Blake (para quien, en oposición al justo medio aristotélico, 'Belleza es exuberancia'), se puede concebir una poética del demonismo que sea a la vez una ética de la libertad, una liberación de la más importante prisionera de la moral, la sexualidad, y también es posible enfrentar por primera vez las gruesas cadenas de la culpa que la moral cristiana había colocado, como el mayor de los pe­sos, sobre los hombres.

Para muchos la crítica a la moral realizada por Nietzsche llega de­masiado lejos. Su glorificación de la impiedad y afirmaciones como la siguiente de Zaratustra parecen confirmarlo: «Hermanos míos, ¿son males la guerra y las batallas? Son males necesarios; entre las virtudes son necesarias la envidia, la desconfianza y la calumnia». Frases como ésta hicieron decir a Bernard Shaw que para muchos la filosofía de

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Nietzsche era «un evangelio para matones»; sin embargo, tal como lo reveló en primer lugar la lectura que de Nietzsche hace Bataille, el mal que se encuentra en la filosofía nietzscheana, y que se inscribe en una larga lista de pensadores y escritores, de Sade y William Blake a Baudelaire y Rimbaud, postula la libertad del hombre frente a la coac­ción y reificación de las formas de lo real, y revela el carácter relativo de los valores. «El Mal —señala en este sentido Bataille enLa literatu­ra y el mal (1957)—una forma aguda del Mal, que la literatura expre­sa, posee para nosotros, por lo menos así lo pienso yo, el valor soberano. Pero esta concepción no supone una ausencia de moral, sino que en realidad exige una hipermoral». Bataille señala el rasgo esencial de esa «hipermoral», al hablar de un «Mal» emancipatorio distinto del Mal que es también arma de poder: «...no del Mal que hacemos abusando de la fuerza a costas de los débiles; sino de ese Mal, al contrario, exigido por un deseo enloquecido de libertad, y que va contra el propio inte­rés». Es en el contexto de este Mal que puede entenderse la afirmación de Mefistófeles ante la pregunta de Fausto, en la obra de Goethe: «¿Quién eres? Soy aquel que queriendo siempre hacer el mal, siempre hace el bien»; o la asunción de Michelet, enLa bruja (1862), para quien el bien del verdugo es el verdadero mal y la maldad de la bruja es el bien de la humanidad sufriente.

Michel Foucault ha señalado cómo, desde el interior de la estructura de lo verdadero y lo falso es común aceptar la verdad y la exclusión de lo falso (como diríamos trasponiendo a la moralidad, la asunción de lo bueno con exclusión de lo malo), pero desde una perspectiva más glo­bal (en la conciencia crítica que es posible ver fundamentalmente a partir de Nietzsche) se puede considerar la verdad (o el bien) como un sistema de coacción. Citemos las palabras de Foucault enEl orden del discurso (1970): «Ciertamente, si uno se sitúa al nivel de una proposi­ción, en el interior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violen­ta. Pero si uno se sitúa en otra escala... se ve dibujarse algo así como un sistema de exclusión...».

Sólo la distancia producida por la conciencia crítica permite ver la sintaxis de lo verdadero y lo falso (correlativa de la del bien y el mal) como un sistema de coacciones que puede ser negado, refutado, paro­diado; y puede decirse que toda una glorificación del mal que nace de cierta vertiente filosófica y estética, se constituye en la materialización de la conciencia crítica que cuestiona el orden y lo real, la coacción y el poder, como realidades del ser humano, asediado por la soledad de su

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condición frágil, y que, como señalara Ricoeur, avanza «condenado a muerte y encadenado al deseo», sometiéndose a las estructuras de do­minio, y construyendo las capas y virtualidades de los sistemas simbó­licos que le proporcionan el sentido de la trascendencia. La conciencia crítica, al develar el sistema de coacciones de la verdad y de la moral, coloca ciertamente al humano ser en una dimensión negativa, pero tam­bién es cierto que a partir de allí es posible la construcción de infinitas formas de la utopía. La moral es la cohesión del orden, y la crítica a la moral es la postulación (o el ansia) de otro orden donde la coacción se encuentre subordinada a la libertad y a los derechos, y donde toda posi­bilidad de jerarquización y verticalidad se encuentre subordinada a la sintaxis de la solidaridad y la horizontalidad. La moral tiende a la fijeza del orden, tal como es posible observarlo en la historia de las culturas, pero la conciencia crítica se presenta como resistencia ante el orden, propicia la transformación de la topología del poder, borra los límites y permite vasos comunicantes entre los estamentos de la moralidad. La conciencia crítica se sitúa en una perspectiva ética global donde la es­pecificidad cultural del bien y el mal revela su relatividad, su límite, su sujeción a estructuras de dominio. La conciencia crítica abre la posibi­lidad de una nueva moralidad, de una identificación de los valores morales con los principios éticos que preservan la condición humana del humano ser.

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PRESUPOSICIONES DE LO REAL

Lo reales una construcción frágil. G. Balandier.

Lo REAL, lo decíamos, es el continuo reconocimiento de un conjunto de presuposiciones: sujeto, tiempo y causalidad; espacio, nú­mero y lenguaje.

EL SUJETO POR FIN CUESTIONADO

La primera presuposición de lo real es la del sujeto: sujeto del hacer y del decir; el que realiza la travesía en el fluir del acontecer, sosteniendo las riendas de la causalidad y de la finalidad; y el que funda un centro enunciadoren la apropiación, como hablante, del lenguaje.

E l poema de Parménides fundará el ser en la permanencia, pero la teoría heraclitiana del acontecer colocará el ser en el drama de su pro­pia negación. -Difícilmente —señala Popper (1962: 2 7 ) — pueda sobreestimarse la grandeza de este descubrimiento, que ha sido califi­cado de aterrador y cuyo efecto se ha comparado con un terremoto en el cual todo parece oscilar». E l cambio, consustancial con el fluir cons­tante, deja abierta la puerta para la concepción del acontecer hacia la plenitud o hacia la decadencia, senderos que se bifurcan en el acontecer

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del ser y que ponen en evidencia su complejidad. El mito judeocristiano de la redención humana y las mitologías del progreso, de la moderni­dad, articulan una plenitud final del acontecer; la asunción de la nega­ción absoluta de la discontinuidad de la muerte, y la negación de las utopías del progreso ponen en evidencia la vertiente negativa del acon­tecer, su extravío y su sinsentido: el carácter destructor del fluir de la temporalidad.

Quizás sea en la escena del relato donde mejor se exprese esa doble vertiente del ser y del acontecer. El mito heroico se encuentra presente en todas las culturas y las ansias colectivas de los pueblos. E l ser del héroe sólo alcanza su plenitud en el hacer heroico, en su acto luminoso de lucha y conquista. «El héroe solo es acción —señala Blanchot (1979: 572)—, la acción lo hace heroico. El heroísmo es la soberanía lumino­sa del acto. Sólo el acto es heroico, y el héroe no es nada si no actúa y no es nada fuera de la claridad del acto que ilumina y lo ilumina». E l ser del héroe, legitimado por la sangre y la genealogía, no se revelará sin embargo sino en la heroicidad de su acto. Amadís de Gaula no se sabrá hijo de reyes y amado de Oriana sino en su luminoso triunfo contra todo un ejército en la guerra de Gaula. E l héroe se presenta como el guar­dián del orden: por él la causalidad se realiza (su acto será, siempre, triunfante) y la teleología de la existencia alcanza su plenitud (el ima­ginario del héroe es también el imaginario del final feliz). Por el héroe triunfante lo real se reestablece y afirma. La contraposición al héroe triun­fante, que alcanza en la épica su esplendor, el héroe trágico purgará, con su propia negación, la negación del orden: ambos héroes, el esplen­dente y el negado por el fatum, responderán por el resguardo del orden y lo real.

A partir de El Quijote, la visión irónica abre una distinta vertiente del acontecer heroico. La conciencia crítica en la escena del relato in­vertirá los signos de la heroicidad para enfrentar el ser no a la lumino­sidad de su triunfo o al absoluto de su fatum sino al desamparo y a la intrascendencia de su debilidad. «El héroe —dirá en este sentido Blanchot— es el don ambiguo que nos concede la literatura antes de tomar conciencia de sí misma». E l «don ambiguo» de la heroicidad, cuestionado y refutado por la conciencia heroica, da entrada al héroe moderno que, según Lacan, realiza «hazañas irrisorias en una relación de extravío», al ser en su fragilidad y en su fracaso; al ser, trenzado en la negatividad del acontecer, que, de El Quijote al Ulysses, de Kafka a Beckett, de Onetti a Salvador Garmendia, tiene en la escena del relato uno de sus más claros expedientes; es el ser del temor y de la angustia

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que nos describe Kierkegaard, y es el ser moderno de la finitud y de la culpabilidad del que nos habla Paul Ricoeur. Es el ser «condenado a muerte y encadenado al deseo», al decir de Ricoeur, que se niega y se culpa en el espejo de la mirada del otro, de fuerzas insuficientes, y que alimenta, en su fragilidad, la posibilidad del mal. Ser del extravío, de la culpa, de la conciencia desdichada que cae de bruces en la alteridad devoradora: la muerte o la locura, la abyección o el absurdo; la expe­riencia de la fragilidad como «el descubrimiento de la soledad del hom­bre en el mundo» (Entralgo, 1983: 28). Asunción de la diferencia como escisión, ya no en la tranquila identidad de ser imagen y semejanza con Dios, sino en la herida permanente de la disolución y de la fragmenta­ción, y en el ansia de alcanzar de nuevo un centro para articular, desde esa nueva realidad, la posibilidad del ser; desde la diferencia, la razón, el cogito cartesiano, otorga de nuevo la posibilidad de constitución del ser: se existe en el pensar, y la racionalidad que cubre el cosmos, la naturaleza y el hombre, construye nuevas finalidades, engendra nuevos sentidos para otorgar al hombre una nueva plenitud de sentido, una confirmación de su trascendencia en el seno mismo de lo humano. A finales del siglo xix, y sobre todo a partir de Nietzsche y Freud, el centro monolítico de la razón se rompe y el ser se muestra una vez más en la herida de su escisión. La valoración de lo falso y el cues­tionamiento de la moral en Nietzsche y, sobre todo, el descubrimiento del inconsciente en Freud, rompen el señorío de la razón y colocan al sujeto en una dualidad insuperable: el ser, desde la razón, como desde la punta de un iceberg que oculta una dimensión profunda y esencial donde habla el lenguaje de las esenciales revelaciones: el incons­ciente. A la certeza cartesiana de «pienso, luego existo», Lacan, en un regreso a las fuentes freudianas, dirá irónicamente marcando la escisión del ser, «pienso donde no soy, y soy donde no pienso». El ser freudiano es siempre dos: el yo, y el otro que habita en el interior de sí mismo, un «otro yo mismo», para usar la expresión de Merleau-Ponty, que es la proyección del yo, y la afloración de sus terrores y sus más sepultados deseos. Ese ser escindido, y tal como lo puso en evidencia Otto Rank, ha creado la figuración imaginaria del doble, donde el yo vive la experiencia estremecedora de la alteridad, como un otro que siendo sin embargo «yo mismo», reclama, irrumpe y nos sumerge en el abismo imposible de la alteridad. D e Dostoievski y Hoffmann a Felisberto Hernández y Julio Garmendia, la literatura moderna ha puesto en la escena del relato la estremecedora experiencia de la alteridad en el seno del sujeto.

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El lenguaje proporciona también, por arte de la enunciación, un cen­tro al sujeto. Como han enseñado los famosos ensayos de Benveniste, y las teorías posteriores de la pragmática, el yo no significa nada sino la persona que habla. De este modo, si el lenguaje es una estructura de objetivación de lo real, también se plantea como la capacidad de la constitución del sujeto, al objetivar, en la posibilidad enunciativa, un yo que habla.

La conciencia irónica de la modernidad, sin embargo, llevando el poder de su negatividad a los extremos, ha colocado en el lugar del yo una tachadura; en una paradoja, inadmisible desde la perspectiva obje­tiva de la pragmática, ha dejado el centro enunciador vacío. E l psicoa­nálisis al colocar el engendramiento del lenguaje esencial en el lado oscuro e innombrable del ser ha problematizado la objetividad de la enunciación, que, desde entonces, ha convertido en fundamental la pre­gunta ¿Quién habla? La epistemología freudiana ha hecho de la com­plejidad de la posible respuesta su reflexión fundamental. Según Foucault, ésta se ha convertido en la pregunta central de la narrativa moderna. Se ha señalado la obra de Samuel Beckett como uno de los ejemplos estelares, en la narrativa moderna, que dramatiza esta inte­rrogante. Igualmente, en la narrativa latinoamericana del sigloxx es posible señalar, a título de gran ejemplo, la novela de Guillermo Meneses El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), donde la confe­sión, acaso el discurso más afirmativo del yo, cae en el vértigo de las tachaduras del yo que, finalmente, dejan el centro enunciador vacío. La novela de Meneses es uno de los momentos estelares de la reflexividad, en el ámbito del relato, sobre el sujeto enunciador.

Si para la escucha del confesor el discurso confesional revela y señala al yo, produciendo, en el baño del lenguaje, el reconocimiento de la culpa y el acto de la purificación, ante la escucha del analista (escucha que es, en el mejor de los sentidos, crítica, irónica), ese discurso es una coartada de sentidos sepultados en la zona oscura del inconsciente y que afloran, secretamente, en los signos más irrelevantes. La escucha psicoanalítica será sorda a la más inmediata confesión, pues sabe que es, sin proponér­selo, una máscara, y atenderá a otra respuesta ante la interrogante •¿quién habla?-, pues sabe que en el sujeto, fundamentalmente dual, es­cindido, el lenguaje atraviesa el yo, hablando desde otro lugar; e incluso, desde la negatividad imposible de un -no lugar». Novelas como las de Beckett o Meneses han intuido esta complejidad escindida del ser, que es el mapa interior de sus angustias y sus deseos, y nos han dado, en la escena del relato, la visión irónica del sujeto escindido de la modernidad.

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Si es posible una historia de la modernidad, desde aquella fecha glo­bal del mil quinientos hasta el sigloxx, cuando sus valores y los mitos que ha creado comienzan a ser cuestionados en esa nueva forma de la reflexividad que se ha dado en llamar postmodernidad, esa historia también puede ser la de las escisiones del sujeto: la de la escisión ante la divinidad, que lo introduce en el vértigo de las diferencias, la esci­sión de la razón, que lo hace un ser dividido en la más profunda interio­ridad, la de su disolución y fragmentación en el mundo, por donde avanza entre reflejos y simulacros.

LA TEMPORALIDAD Y LA EXPERIENCIA HUMANA

El tiempo, lo que nos destruye. José Lezama Lima

La conciencia crítica de la modernidad alcanza su mayor pro­fundidad y extensión en la conciencia de la temporalidad. E l conoci­miento del tiempo objetivo, medible, y sus relaciones con las formas subjetivas de la temporalidad, se encuentran en el centro de la reflexi­vidad moderna, como la formulación de una de sus más fascinantes paradojas. Es posible ubicar en el libro XI délas confesiones, de san Agustín, una de las más complejas aporías de la temporalidad.

¿Qué es, entonces, el tiempo?—se pregunta san Agustín—. Si na­die me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé. Sin embargo, con toda seguridad afirmo saber que, si nada pasase, no habría tiempo pasado, y que si nada sobre­viniese, no habría tiempo futuro, y que si nada hubiese, no habría tiempo presente.

La aporía agustiniana se situará en la persistencia de lo temporal en el acto mismo de su negatividad:

Aquellos dos tiempos, pues, el pasado y el futuro, ¿cómo son, puesto que el pasado ya no es, y el futuro no es aún?. En cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a pretérito, ya no sería tiempo sino eternidad, ¿cómo decimos también que él es, si la razón por la que es, es que no será, de modo que, en realidad, no podemos decir en verdad que el tiempo es, sino porque tiende a no ser?

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H e allí pues la temporalidad vista desde la conciencia crítica de la negatividad, y de donde será retomada por el pensar crítico moderno. San Agustín explica la paradoja del ser en el tiempo, «que tiende a no ser», en la formulación de otra paradoja, la del triple presente-, «Hay tres tiempos, presente de lo pasado, presente del presente y presente del futuro... El presente del pasado es la memoria; el presente del presente es la visión; el presente del futuro es la espera o expectación». La para­doja agustiniana pone en evidencia una de las más complejas manifes­taciones del tiempo que será objeto de reflexión por el pensamiento moderno: la coexistencia. La tendencia al «no ser» del tiempo, expre­sado en su continuo fluir, se une paradojalmente en una forma de ser temporal, en la confluencia y simultaneidad de las diferentes experien­cias temporales. El pensamiento de la modernidad, sobre todo a partir de las propuestas filosóficas de Henri Bergson, pondrá en evidencia esas formas de la existencia del tiempo, a través de manifestaciones como la duración.

Para Heidegger la temporalidad es el carácter determinante de la experiencia humana («El sentido del existir humano — d i r á — es la temporalidad»). De este modo toda pregunta sobre el ser es también pregunta sobre las manifestaciones de la temporalidad. El conflicto fi­losófico entre Parménides y Heráclito, entre el ser y el devenir, se en­cuentra en el centro de la filosofía moderna, al colocar la interrogante sobre el ser y la temporalidad en el turbión incesante de lo negativo.

¿De qué manera es posible pensar el carácter complejo de la tem­poralidad? Tal como lo señala Stephen Jay G o u l d (1987), vivimos inmersos en el paso del tiempo, tocados por lo inmanente, que no puede cambiar; por la repetición cósmica de días y estaciones; por los sucesos aislados de guerras y desastres naturales; por una aparente direccionalidad en la vida, desde el nacimiento y el desarrollo, hasta la decrepitud y la muerte. E n esta inmersión dos figuras del tiempo se imponen: la circularidad y la linealidad; de un lado, como señala Jay Gould, «los sucesos no se consideran como episodios específicos con un impacto causal sobre una historia contingente. Los estados fun­damentales son inmanentes al tiempo, siempre presentes y nunca cambiantes. E l tiempo no tiene dirección». Tal como ha probado la antropología contemporánea, ese tiempo es el que caracteriza a las so­ciedades de pensamiento mítico. Por el contrario, la concepción lineal, que tiene como metáfora central la «flecha del tiempo», presupone que la historia es una irreversible secuencia de sucesos, irrepetibles y en una sola dirección. «Muchos estudiosos —señala Jay Gould (1987:

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2 8 ) — han identificado la flecha del tiempo como la más importante y específica contribución del pensamiento judío. La mayor parte de los demás sistemas, anteriores y posteriores, han favorecido la inmanencia del ciclo del tiempo sobre la cadena de la historia lineal». La flecha del tiempo introduce al hombre occidental en la fascinación y el terror de la historia, lo que le ha permitido la noción de progreso, y el desprendi­miento desde la fe hacia la secularización. Muchas formas del ciclo del tiempo, sin embargo, sobreviven en el tiempo lineal, como ritos o actos inconscientes de las sociedades o los individuos, a veces como nostal­gia y como resistencia ante la fugacidad del tiempo lineal. E l tiempo rectilíneo ha permitido, con la modernidad, la conciencia de la tempo­ralidad y, desde esa conciencia, quizás, el deslinde entre tiempo objeti­vo y tiempo subjetivo permita interrogar adecuadamente sus aporías, sus insólitas paradojas.

El tiempo que podríamos llamar objetivo se encuentra atravesado por una doble fascinación: la del tiempo rectilíneo, que hace de la fle­cha hacia el futuro su metáfora fundamental; y la de la repetición, como permanencia del vivir en contraposición a la negatividad misma del fluir constante.

La flecha del tiempo, que hace al acontecer cuantificable, medible, coloca el énfasis en el futuro, y se at re hacia dos valoraciones distintas, a veces excluyentes, a veces inesperadamente complementarias: el acontecer como ascenso hacia una promesa de felicidad, de plenitud; y el acontecer como expresión devoradora, como caída hacia la degene­ración y la decadencia.

La concepción optimista del fluir del tiempo hacia un futuro de ple­nitud, ha gestado dos de las grandes mitologías de la modernidad: el progreso y la utopía. La «mitología del progreso» ha sido la gran dado­ra del sentido de la historia. Las leyes de la historia, en su ascenso hacia la felicidad del hombre, crean, en su teleología, la plenitud de sentido del existir: se vive para la conquista del futuro donde el sentido de la existencia finalmente se revelará, y donde el ser alcanzará su expresión plena y humana. La asunción y la certeza del progreso han legitimado, por un lado, el avance tecnológico y, por otro, la universalización de los valores occidentales en el globo. Las guerras mundiales del sigloxx, el poder destructor de la energía nuclear y la conciencia ecológica de las últimas décadas, han puesto en evidencia el rostro terrible de la mitolo­gía del progreso; a la par del poder reifícador de la universalización a través de los medios masivos de información. El «progreso», como sen­tido pleno del hombre en el fluir de la temporalidad, se revela de este

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modo en su vertiente estremecedora de la negación misma de la exis­tencia. La idea de la historia como travesía ascensional del hombre, que encontramos legitimada, de distintas maneras, en Hegel, en la idea de desarrollo universal en Dilthey, en una concatenación de sentido ascendente en Marx, a través de una lucha hacia la emancipación, pa­rece quebrarse, y la vocación utópica de la modernidad occidental, que tiene sus primeras gestaciones en Hesíodo y Platón, y que es, a partir del Renacimiento y, después, a partir de los procesos revolucionarios que se inician con la Revolución Francesa, razón y sueño del hombre y de la cultura, parece iniciar el estruendo de su caída, el develamiento de su imantación ilusoria. E l acontecer como promesa de felicidad, que tiene en el imaginario del progreso y de la utopía una de sus más fuertes afirmaciones, llega a su agotamiento en las últimas décadas del siglo xx, y acentúa lo que acaso es el poder más cierto de la temporalidad, el de la destrucción y la degeneración.

•El tiempo, señala el poeta José Lezama Lima, es lo que nos destru­ye», y si el descubrimiento heraclitiano es, como señalara Popper, aterrador, lo es porque devela ese poder destructor e indetenible del tiempo en el desgarramiento silencioso del acontecer. Este poder es tan fuerte que incluso en la imaginación utópica de un tiempo pleno y de la perfección asoman las garras de la degeneración. Así, en las primeras concepciones de la historia, por ejemplo en Hesíodo, el acceso de la humanidad a la Edad de Oro no es la detención del acontecer, sino el continuo fluir, a partir de allí, para la degeneración tanto física como moral. E l ascenso a una forma de plenitud, y luego la degeneración, que es tan evidente de observar en los seres vivos, se traslada en Hesíodo a la humanidad misma, y, a través de los siglos, es posible observarla en muchos pensadores. Recordemos, a título de ejemplo, la tesis spengleriana de la decadencia de Occidente, donde esta vertiente de la reflexión sobre la temporalidad y la degeneración de las culturas alcanza uno de sus más interesantes desarrollos.

Platón sin duda realiza una síntesis entre Heráclito y Parménides, y en su reflexión las manifestaciones del mundo y del acontecer son afir­madas sólo para transponerlas a la trascendencia de lo inalterable que es el universo de las formas y de las ideas. ¿No es la metafísica, inaugu­rada por Platón, la gran -construcción» de la cultura de occidente para refutar el carácter devastador del tiempo y, con ello, preservar el senti­do de la existencia?. Platón realiza la primera gran refutación del poder destructor del tiempo (ya Heráclito había intuido esta posibilidad al observar la persistencia de la ley), al señalar que el mundo del aconte-

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cer es una ilusión y que el mundo verdadero es inalterable. E n el Timeo excluye el pasado y el futuro de la eternidad, prefigurando así el eterno presente que las religiones harán ámbito esencial de la divinidad. Por otro lado, su idea del Estado Perfecto, inalterable, es la génesis de todas las utopías, que no son sino refutaciones imaginarias del poder destruc­tor del tiempo. E l tiempo se abre así hacia la inalterable eternidad, o hacia la decadencia. E n el imaginario religioso la Ciudad de Dios es la expresión plena del primer sentido, y ciudades como Sodoma y G o -morra, la expresión extrema del segundo.

La narrativa moderna ha puesto en evidencia la tensión entre el an­sia de permanencia y la herida degeneradora del tiempo sobre el ser. Relatos como, por ejemplo, El retrato de Donan Gray (1891) de Oscar Wilde, oEl inmortal (1949), de Jorge Luis Borges, señalan el demo­nismo y el laberinto de esa doble tensión que la temporalidad impone sobre el ser.

Junto al fluir constante que dibuja, como señaláramos, la metáfora de una flecha hacia el futuro, la temporalidad también se presenta, en la experiencia del existir, como una incansable repetición. En términos globales la antropología ha distinguido dos tipos de sociedades según la dominante sea la del tiempo sucesivo e histórico, o repetitivo y circu­lar. Sociedades «históricas» o «míticas» marcarán así su distinción en la diferente asunción del tiempo, pero en las sociedades «históricas», dominadas por la «flecha de la temporalidad», el tiempo de la repeti­ción aparece en forma de rituales y hábitos que se integran como una persistencia al fluir de la existencia. La repetición de la temporalidad tiene sus signos exteriores en la repetición del día y de la noche, en el cumplimiento de los horarios y en la repetición —insconciente— de los hábitos. Sin embargo y tal como lo han señalado pensadores como Kierkegaard, Freud y Nietzsche, la repetición es el medio para conjurar la disipación del tiempo, para volver a vivir el tiempo vivido, y trans­formar el pasado, lo que ya no es, en una presencia.

El que no ha comprendido que la vida es repetición —señala Kierkegaard (1846)— y que en ésta estriba la belleza de la misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morirse en el acto, sin necesidad de aguardar a que las Parcas corten el hilo de sus días... La repetición es la realidad y la necesidad de la existencia.

Para Freud esta repetición se encuentra profundamente ligada al placer y su práctica, la mayoría de las veces, es inconsciente.

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Es importante señalar las vinculaciones entre la repetición y la me­moria. La memoria es sin duda la capacidad de recordación de lo vivi­do, pero la repetición es el acto de vivir lo ya vivido. Una y otra vertien­te son formas de enfrentar, desde el vivir, el carácter devorador del tiempo. Por la memoria, el ser y la cultura alcanzan una gravitación, una forma de existencia, y el acceso a ese gran «depósito» se hace si­guiendo las huellas del presente: ruinas, restos, jeroglíficos, o, como nos enseña Proust, un olor o un sabor que abren las puertas hacia la gran pantalla imaginaria de la memoria. Es necesario señalar que la memoria no es una presencia constante sino más bien una floración, acaso inesperada, desde las capas protectoras del olvido. La memoria constante, sin la necesaria distancia del olvido, sería una monstruosi­dad y un imposible, tal como nos lo muestra Borges en «Funes el me­morioso» (1944). Pero la ausencia de la memoria colocaría al ser en el extravío y el absurdo. Así, Vladimir y Estragón, enEsperando a Godot (1952), de Samuel Beckett, anclados en la certeza de la espera, divagan por la inutilidad de sus actos, extraviados en la desmemoria. La memo­ria aflora desde el olvido, que es rasgo de la conciencia, pues, como lo ha probado Freud, el inconsciente no olvida y, por la fuerza de los sig­nos de la recordación, es posible hacer florecer el más inesperado re­cuerdo de lo vivido. Las aiinas, decíamos, son huellas para que la me­moria regrese. María Zambrano (1973: p.251) ha intuido esta verdad fundamental: «Las ruinas son lo más viviente de la historia, pues sólo vive históricamente lo que ha sobrevivido a su destrucción, lo que ha quedado en ruinas». Las ruinas se convierten en signos del lenguaje del tiempo:

Las ruinas nos ofrecen la imagen de nuestra secreta esperanza en un punto de identidad entre nuestra vida personal y la histórica. Un edi­ficio venido a menos, no es, sin más, una ruina. Algo alcanza la cate­goría de ruina cuando su derrumbe material sirve de soporte a un sentido que se extiende triunfador: supervivencia, no ya de lo que fue, sino de lo que no alcanzó a ser. Por las ruinas se aparece ante nosotros la perspectiva del tiempo, de un tiempo concreto, vivido, que se prolonga hasta nosotros y aún prosigue.

La memoria se presenta así como una densidad dormida y sólo a través de las huellas que persisten en el presente es posible despertarla. ¿No se alimentan los sueños, las ansias, las visiones e incluso las cegueras del ser de esa densidad? ¿No es por la memoria como el ser sobrevive al turbión negativo del tiempo? Sin duda que sí; y también por la repetí-

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ción. Francis Yates, en un libro fundamental (1966), señala c ó m o la memoria se ha convertido en uno de los centros de reflexión de Occi ­dente, desde sus fuentes griegas, a Giordano Bruno en el Renacimien­to. Los estudios de Bergson a finales del siglo xix replantearon, desde una perspectiva moderna, la reflexión sobre la memoria, y la gravita­ción del ser por la memoria, por medio de la duración.

Cercana a la memoria, la repetición no es recordación, sino, como la palabra lo indica, vivir lo vivido. Pero la repetición se vive, como lo ha señalado Deleuze, desde la diferencia, pues no se realiza en la identi­dad, tal como se observa en el eterno retorno nietzscheano. «Lo antiguo y lo actual presentes —señala Deleuze (1968:153)— no son como dos instantes sucesivos en la línea del tiempo, sino que lo actual comporta necesariamente una dimensión de más mediante la cual se representa lo antiguo y en la que se representa a sí mismo». Si la memoria aflora a la conciencia, la repetición, la mayoría de las veces, es inconsciente. Una y otra, al insistir como permanencia en el fluir del tiempo, se plan­tean como resistencia, como persistencia del ser en el seno mismo de la negatividad.

Memoria y repetición nos introducen en la vertiente subjetiva de la temporalidad: junto al tiempo objetivo, medible y fuente de la precisión de los relojes, que otorga la certeza de la ciencia, de la producción y de la vida reglamentada de una sociedad y de una cultura, el tiempo subje­tivo se vive como una experiencia más cercana a la incertidumbre, en juegos e interconexiones que transforman el carácter lineal del tiempo y lo convierten en experiencia de la simultaneidad, de la coexistencia. E l tiempo vivido en la subjetividad puede convertir la experiencia de instantes en una «duración» que correspondería a «horas» del tiempo objetivo; o lo contrario: puede vivir como experiencia inacabable lo que en términos objetivos puede medirse como corto tiempo. Desde esta perspectiva de la subjetividad es posible pensar también un tiempo «intersubjetivo»; es posible, por ejemplo, pensar una diferente expe­riencia del tiempo en una comunidad campesina y en una comunidad urbana.

Tiempo objetivo y tiempo subjetivo se entrecruzan permanentemen­te para hacer posible la gravitación del ser en el mundo.

La expresión literaria es la expresión de la temporalidad. Gastón Bachelard ha visto, por ejemplo, en la poesía moderna, una poética del instante, una metafísica instantánea. E l poema, o mejor, la realización estética del verso, se convierte, por la sensibilidad, en experiencia del instante. Siguiendo la filosofía de Roupnel (que es filosofía del instante,

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en oposición a la de Bergson, que es filosofía de la duración), Bachelard señalará que «el tiempo, sólo tiene una realidad, la del instante. E n otras palabras, el tiempo es una realidad ceñida al instante y suspendi­da entre dos nadas». Para Bachelard (1939:15 y 115), en el instante se realiza «la síntesis del ser», y es desde la valoración del instante que debe vivirse la experiencia poética. «El poeta destruye la continuidad del tiempo encadenado para construir un instante complejo, para unir sobre ese instante numerosas simultaneidades». E n esta concepción «el tiempo no corre, brota», y se convierte en la cristalización del hecho poético. E n esta perspectiva se coloca por ejemplo Octavio Paz cuando concibe el poema como «consagración del instante», y se colocan las «poéticas» modernas, de Mallarmé a José Lezama Lima, que conciben el poema, fundamentalmente, como revelación.

Del instante a la duración, del poema al relato: la narración es una de las más plenas concreciones y objetivaciones discursivas de la com­plejidad del tiempo. «La narración —señala Paul Ricoeur (1987: 117)—, se eleva a la condición identificadora de la existencia tempo­ral». Tiempo y narración se convierten en expresión uno del otro:

Entre la actividad de narrar una historia y el acontecer temporal de la existencia humana —explica Ricoeur— existe una correlación que no es puramente accidental, sino que presenta la forma de necesidad transcultural. Con otras palabras: el tiempo se hace tiempo humano en la medida en que se articula en un modo narrativo, y la narración alcanza su plena significación cuando se convierte en una condición de existencia temporal.

Esa estrecha correlación entre tiempo y relato quizás explique la tra­dición narrativa de pueblos y culturas, que despliegan la escena narra­tiva como el espejo más auténtico donde contemplarse.

El relato —señala Barthes (1966: 9 )— está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato co­mienza con la historia misma de la humanidad; no hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos... Internacional, transhistórico, transcultural, el relato está allí como la vida.

E l relato clásico reproduce sin duda la estructura lineal del tiempo, y es posible decir que la travesía del héroe se inscribe en la «flecha» de la temporalidad: la travesía hacia su glorioso triunfo y su encuentro con la amada, establece sus analogías con la concepción lineal y ascendente

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de la temporalidad que, como decíamos, tiene, mutatis mutandis, su expresión judeocristiana en la redención, y su expresión moderna en la promesa de felicidad del progreso. La afirmación del héroe es la afir­mación de alguna forma de teleología, de allí que sea propicio su culto en regímenes de todo tipo; de allí que su glorificación ha alcanzado uno de sus últimos avatares en la planetización de los mass media: el héroe aparece y reaparece en la pantalla mass mediática para significar la reconstrucción de un orden.

La narrativa moderna se sitúa en general en una perspectiva distin­ta: su progresión es el despliegue de la subjetividad temporal, de las imprevisibles formas que el tiempo, en su interconexión con los mun­dos metamórficos de la subjetividad, alcanza.

Si es cierto —señala Ricoeur— que la principal propensión de la teoría moderna de la narración —tanto en historiografía como en el arte de narrar— es -descronologizar» la narración, la lucha contra la concepción lineal del tiempo no tiene necesariamente como única salida -logicizar" la narración, sino profundizar su temporalidad.

Podría decirse que una de las obsesiones fundamentales de la narrativa moderna, en la reflexividad que abre la conciencia hacia los propios procesos de producción, es el tramado y la complejidad de lo temporal. La doble temporalidad que abre el descenso de Don Quijote a la cueva de Montesinos es sin duda uno de los primeros signos, en la literatura de la modernidad, de una narrativa que indagará en los laberintos tem­porales en el mismo acto en que indaga sobre los laberintos del relato.

Proust y Joyce, Virginia Woolf y Fontinel, Enrique Bernardo Núñez y Carpentier, Onetti y García Márquez, Borges y Carlos Fuentes, por ejemplo, fundarán, en el siglo XX, desde diferentes perspectivas y pre­supuestos, la conciencia estética moderna y la reflexividad sobre el complejo horizonte de la temporalidad, que se presenta entonces como laberinto y diseminación, como multiplicidad y coexistencia, como vér­tigo de afirmaciones y negaciones, como grieta en el quebradizo desti­no de los hombres.

La interrelación entre tiempo y relato convierte a este último en un horizonte para la relación del ser y del mundo. D e allí quizás la tenden­cia a la representación en el relato, el sometimiento de alguna forma a lo que Blanchot ha denominado la ley de verosimilitud en el relato. Lo verosímil se convierte en límite del que parte el relato para la extensión de sus figuraciones.

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La condición de verdad determina y permite deslindar, en este senti­do, dos tipos de relatos: el relato histórico y el relato de ficción. En su monumental estudio, Ricoeur (1987: 16), establece el deslinde: «Reservo el término de ficción para aquellas creaciones literarias que ignoran la pretensión de verdad inherente al relato histórico». ¿De qué manera se'vinculan a la verdad uno y otro relato? Sin duda que el relato histórico debe atender a la objetividad de lo acontecido, sometiéndose a las huellas de su acaecer: testimonios, documentos, pruebas objetivas diversas. Esa objetividad por sometimiento a la condición de verdad es, sin embargo, relativa: la inteligencia irónica, como veremos, cuestiona el estatuto de verdad al revelar su continuado pacto con el poder. En este sentido Walter Benjamín ha señalado que el discurso histórico tie­ne empatia con los vencedores, y Octavio Paz, por su parte, ha indicado que todo recuento histórico que sea algo más que indicación cro­nológica, es invención. La inteligencia irónica ha planteado la exigen­cia de un cuestionamiento del efecto de objetividad del relato histórico, y la historiografía moderna ha puesto en cuestionamiento con mayor o menor énfasis, sus presupuestos de objetividad.

El relato de ficción puede atender a la creación por lo imaginario, pero es frecuente que, en atención a su necesidad de verosimilitud, se alimente del dato histórico. Lejano de todo compromiso con la condi­ción de verdad, el relato de ficción puede asumir la referencialidad histórica en cumplimiento de la «datación», o puede, en virtud de esa libertad con la condición de verdad, partir de la referencialidad históri­ca para transfigurarla en juegos de anacronismos, variaciones hiper­bólicas, etc. En la narrativa latinoamericana del sigloxx, por ejemplo, las primeras novelas de Alejo Carpentiery obras como£/general en su laberinto (1990), de Gabriel García Márquez, y La visita en el tiempo (1990), de Arturo Uslar Pietri, responden a la primera exigencia; nove­las como Terra nostra (1975), de Carlos Fuentes,Daimón (1978), de Abel Pose y El otoño del patriarca (1975), de García Márquez, por ejemplo, responden a la segunda. Es posible señalar obras que reúnen estos dos procedimientos textuales, de regirse por la «datación», y pro­ceder a la vez por anacronismos y otras libertades del relato. Un ejem­plo claro de tal confluencia es Cubagua, la novela de Enrique Bernardo Núñez publicada en 1931. La novela, sobre el trasfondo histórico de la fundación, esplendor y abandono de Nueva Cádiz (una de las primeras ciudades en el Nuevo Mundo, levantada en la aridez misma de la falta de agua, pero en el fragor de la riqueza de las perlas, trasponiendo sim­bólicamente los valores semánticos de riqueza y aridez), identifica el

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destino, en 1925, de Leiziaga (quien, sobre las ruinas que «sepultan» la historia quiere restituir el «esplendor» con una nueva riqueza: el petró­leo), con el de Lampugnano, en 1528 (ambos personajes posibles de ser verificados en documentos históricos). Este procedimiento textual se amplía a otros personajes: Nila Cálice, contemporánea de Leiziaga, es también la hija de Rimarima, un cacique tamanaco que muere asesina­do; y Fray Dionisio, que recorre los dos estratos históricos (tiempo de la fundación de Nueva Cádiz, siglo X V I ; presente del relato, siglo X X ) , como expresión de los vasos comunicantes que el relato pone en escena para «acarrear» los materiales de la historia en la concreción de un nuevo horizonte narrativo.

E l relato de ficción puede alimentarse de otras fuentes, y es posible decir que si el relato histórico tiene su referencialidad en la datación histórica, el relato de ficción tiene una de sus referencialidades más importantes en la memoria. E l relato de ficción, en la libertad de su no sometimiento a la condición de verdad, puede ser escenario de las más insólitas transfiguraciones, de las más inesperadas causalidades, y así lo ha puesto en evidencia el relato moderno; sin embargo, como un ancla hacia las identidades, siempre ha de responder a algún signo de verosimilitud, a algún efecto de realidad. Se plantea de este modo una paradoja en el relato moderno: cuestionando lo real produce, a la vez, un efecto de realidad. Refiriéndose a la novela, Blanchot (1943: 202), señala:

lleva en sí cierta tendencia a la objetividad, ya sea porque aparece como el retrato de una sociedad, ya porque representa a los seres como sumidos en una acción dramática humana; en ambos casos exi­ge a la vez que la sociedad o los personajes representados sean todo lo cercano posible a modelos que cada lector puede imaginarse como reconocibles.

Para Blanchot el novelista «es un hombre sometido por entero a la ley de la verosimilitud», y la novela, «pese a todas sus metamorfosis, vuel­ve constantemente al realismo, única convención que le pertenece por entero». Esta convención puede generalizarse más allá de la novela: con mayor o menor énfasis, todo relato, por muy imaginativo y trans-figurador, por mucho que extreme sus rasgos diferenciales con el mun­do, ha de tener un ancla con lo verosímil, pues su textura es la de la temporalidad, la misma de la vida.

E l tiempo que, según san Agustín, tiende «a no ser», alcanza la con­creción del sentido, una forma de la inteligibilidad, en la causalidad.

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Aristóteles, Hume y Kant, como se sabe, han realizado los estudios tenidos por clásicos sobre la causalidad. E n el libro quinto de suMe-tafisica, Aristóteles hace un inventario de los tipos de causas, y seña­la: «Éstas se presentan bajo una multitud de aspectos, pero pueden reducirse también estos modos a un pequeño número». Aristóteles reduce los tipos de causas a seis, de las cuales es posible realizar un deslinde global: la relación causa-efecto, y la causa final o teleo-lógica. Sin duda que el sentido se articula, como en dos planos, en esta doble relación: la inmediata de causa y efecto; la mediata, final, que le otorga sentido global a los acontecimientos y acciones. E n su Investigación sobre el conocimiento humano (1748), Hume ve en la relación causa-efecto una de las más importantes conexiones de lo real. «Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho — s e ñ a l a — parecen fundarse en la relación causa-efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos». El conocimiento de esta relación no se alcanza, para Hume, por un conocimiento a priori, sino por la experiencia; así dirá: «...Todos los argumentos acerca de la existencia se fundan en la relación causa efecto, ...nuestro conocimiento de esa relación se deri­va totalmente de la experiencia, y todas nuestras conclusiones experi­mentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado». Sin duda que en este punto, donde lo real se presenta como lo homogéneo, lo uniforme, lo previsible desde el conocimiento de la causalidad, se encuentra el fundamento de la ciencia, de sus estrategias experimentales, y es el límite, tal como el mismo Hume ha puesto en evidencia, de la apetencia de lo desconocido y maravilloso intuidos desde siempre, en contraste con la homogeneidad causal de lo real. E n La crítica de la razón pura (1781), Kant entiende la causalidad en el contexto de las «analogías de la experiencia», según el siguiente principio: «Todos los cambios acontecen según la ley de enlace de causas y efectos»; según Kant, sólo en virtud de esa ley son posibles los objetos de la experiencia, y la causalidad se constituye en el modo como los fenómenos «entran en el tiempo», pues «el tiempo en sí no puede ser percibido» y es el «principio de razón suficiente» de toda experiencia posible.

La categoría de causa y efecto —señala Cassirer (1964:184), en la perspectiva de reflexión abierta por Hume y Kant— es la que trans­forma la mera intuición de la sucesión en la idea de un orden temporal unitario del acaecer.

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Por la causalidad la experiencia del tiempo nos regala el efecto de u n orden, la certeza de un sentido, que se integra estrechamente al sentido de la finalidad, al sentido global que otorga al acontecer la teleología. E n este sentido Descartes ha señalado que «no existe nin­guna cosa de la cual no quepa preguntar cuál es la causa de que exis­ta», y Schopenhauer (1813: 79), siguiendo ésta afirmación cartesiana, ve en la causalidad el principio mismo de lo real:

Para el sujeto el principio de razón suficiente se presenta como ley de la causalidad, y lo llamo en cuanto tal el principio de razón sufi­ciente del devenir. Todos los objetos que se ofrecen en la represen­tación general, que constituye el complejo de la realidad empírica, están vinculados unos con otros, en relación con el comienzo y la terminación de sus estados y en la dirección del curso del tiempo.

La causalidad es la gran dadora del sentido de lo real en la cultura occi­dental, y atiende al principio fundamental de nuestra cultura según el cual el mundo puede ser comprendido. «El principio de la comprensibi­lidad del mundo —señala Jorge Wagensberg (1985: 66)—, es decir, la tácita hipótesis asumida desde los griegos en virtud de la cual el mundo es inteligible» E n este mismo sentido Donald Davidson (1980) ha señalado que «la causa es el cemento del universo; el concepto de causa es lo que mantiene unida nuestra imagen del universo». E l relato, con­creción discursiva de la temporalidad, tiende a afirmarse en las dos ex­presiones del sentido temporal: la causalidad y la finalidad. De allí que, como señaláramos, el hacer heroico del relato clásico se articula en la previsión causal, pues su trayectoria se realiza en etapas —inicial, inter­media y final— bien delimitadas, y, de manera secreta o manifiesta, arti­cula una teleología. E n este sentido ha señalado Frank Kermode (1966: 435): «Al tratar de 'hallar sentido' al mundo, persiste siempre en noso­tros la necesidad, más intensa que nunca, de satisfacer, a causa de un escepticismo acumulado, de experimentar esa concordancia entre princi­pio, medio y final que es la esencia de nuestras ficciones explicativas». La narración, de este modo, busca crear una imagen de «continuidad, coherencia y sentido», tal como señala Hayden White (1987:42): «Cual­quier presentación narrativa de cualquier cosa es una presentación ideológica». El relato es escena privilegiada para el despliegue de la causalidad y la trascendencia de la finalidad; también para su cues­tionamiento: el relato es escena privilegiada para la materialización de la «inasible» temporalidad. De allí quizás la apetencia de todas las culturas y de todos los individuos por el relato; de allí que el vivir, permanente-

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mente, se desplaza del acaecer al contar: incesantemente «contamos» lo que hacemos y pedimos a los demás que nos cuenten sus encuentros y experiencias. El placer de un viaje se encuentra no solamente en la expe­riencia del viaje en sí sino también en la posibilidad de contarlo. Podría decirse por ejemplo que el turista, ese viajero muchas veces distraído y superficial, viaja fundamentalmente para contar: su cámara fotográfica y su equipaje lleno de «souvenirs» son los testimonios legitimadores del contar al regreso del viaje.

Contamos, con mayor frecuencia de lo que realmente somos conscien­tes, nuestro viaje por las horas cotidianas, en esa apetencia por materiali­zar, en la «inasible» temporalidad, la travesía de la existencia.

E l relato literario ha respondido en su larga tradición, como veremos, a esa apetencia de temporalidad del existir: identificatorio, ha recons­truido incesantemente la sintaxis de la causalidad y finalidad de la exis­tencia; diferencial, ha abierto, sobre todo a partir de la modernidad, las vertientes imaginarias de inusitadas causalidades, y de la ausencia de finalidades donde el sentido de manera incesante se cuestiona. La con­ciencia irónica de la modernidad, al poner en cuestionamiento las presu­posiciones temporales en el relato, ha puesto también en cuestionamiento las presuposiciones de la causalidad y la finalidad como formas absolutas de asumir lo real. La exploración en el absurdo y lo fantástico, el «aban­donarse al vórtice del lenguaje», como señala Habermas, para desatar formas del arbitrio frente al determinismo, la simultaneidad, contradic­toria, de líneas narrativas, el relato paralizado, en la ausencia del acontecer, la búsqueda de «lo no narrativo», del non-sense, son vías de la narrativa moderna en su cuestionamiento de las representaciones tempo­rales de lo real. El deseo de Flaubert de narrar sobre nada ilustra esa aspiración del narrador moderno de alcanzar otros pliegues y territorios del tiempo y de lo real. E n «El jardín de senderos que se bifurcan» (1944), de Jorge Luis Borges, acaso uno de los textos estelares de la narrativa latinoamericana con una profunda reflexión sobre la naturaleza del tiem­po y del relato, las bifurcaciones y multiplicidades, contradicciones y paradojas, consustanciales del tiempo y del relato, revelan la compleji­dad sepultada, apenas entrevista desde las presuposiciones de la cau­salidad yla finalidad. «El jardín de senderos que se bifurcan —se dice en el texto—es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiem­po». Siendo una reflexión sobre el tiempo y el relato,

es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pen. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su

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antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos diversos, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se igno­ran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín me ha encon­trado muerto; en otro, yo digo esas mismas palabras pero soy un error, un fantasma.

Refutación de lo real en el acto mismo de la afirmación paradójica de las infinitas posibilidades de lo real. El relato, de este modo, ofrece esos dos distantes poderes: el reconocimiento de las presuposiciones de lo real en escenificación de la causalidad y de la finalidad, o el hallazgo de formas imprevisibles de lo real, en la escenificación narrativa de formas imprevisibles de la temporalidad.

E l tiempo, esa expresión que desde san Agustín podemos situar en un ámbito de indeterminación entre el ser y el no ser, manifiesta la dualidad señalada por la conciencia irónica: las presuposiciones que otorgan la tranquilidad de lo real y del mundo, y las imprevisiones de mundos imaginarios, incluso imposibles, que brotan desde las entrañas de la realidad misma.

EL ESPACIO Y LA OBJETIVACIÓN DE LO REAL

La exacta diferenciación de las posiciones espaciales y de las dis­tancias espaciales constituye el punto de partida para procederá la estructuración de la realidad objetiva y a la determinación de los objetos.

Ernst Cassirer.

Si el tiempo tiende -al no ser-, el espacio es, por el contrario, la más inmediata expresión de las objetivaciones del mundo. Quizás por ello las designaciones de lo temporal en la mayoría de las lenguas son permanentemente penetradas por metáforas espaciales. Cassirer (1964: 182), señala que ésta es una marcada característica de las lenguas de los pueblos primitivos, pero «aún en nuestras modernas lenguas cultas ambas esferas constituyen en gran medida una verdad inseparable; aún en ellas el hecho de emplear una misma palabra para

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expresar relaciones espaciales y temporales constituye un fenómeno co­rriente. Involuntariamente, las formas estructurales del tiempo se transforman en las del espacio». El espacio es el horizonte donde lo real se hace posible. ¿Cómo expresa lo espacial sus objetivaciones? Sin duda que, en primer lugar, por medio de la distancia y, en segundo lugar, por la coexistencia (que se relaciona con lo numérico).

La distancia permite el deslinde de lo cercano y lo lejano, de lo alto y lo bajo, y la expresión objetiva de un «centro» (que, expresado en el len­guaje es el «yo», pero que, en términos espaciales puede ser un punto de referencia). La «distancia» usualmente establece sus analogías con la eticidad y lo afectivo, y, así, lo cercano se corresponde con la esfera afectiva de lo amoroso o querido, por lo menos reconocible, y lo lejano con lo extraño; lo alto, por su parte, establece su analogía con lo bueno y positivo, y lo bajo con el mal y lo monstruoso. Así, el imaginario de los hombres siempre ha visto en el cielo la posibilidad del mensaje de lo divino sobre el destino deseado, y siempre ha colocado en las entrañas de la tierra las formas del mal y del averno. Los dioses y héroes del bien han de venir en el carro del sol, mientras que los monstruos infernales, tal como lo imaginó por ejemplo Lovecraft, emergen con su abyección y vis­cosidad de las grietas infernales de la tierra. E l «centro» también distri­buye y establece valoraciones espaciales: separa lo sagrado y lo profano, lo interno y lo externo, lo íntimo y lo público, el hogar y la exterioridad. La casa es centro como lo es la comarca o la ciudad (metáforas extensivas de la casa, así como lo es la tierra respecto al cosmos). La concepción aristotélico-ptolomeica de la tierra como centro del universo, que fue el paradigma cosmogónico que rigió la Edad Media, parece responder, más allá de su refutación y negación por teorías cosmogónicas posteriores, a la más legítima persistencia del imaginario de los hombres: la certeza de un centro para la objetivación del ser y lo real. E l poder, en tanto que fuerza organizadora del orden, instaura un centro desde donde se expan­de. Todo poder instaura un centro, a pesar de su fuerza diseminadora por los intersticios del orden y lo real.

Estrechamente ligado a lo espacial el número objetiva la disposición de objetos, pero también permite pensar el espacio desde la abstrac­ción. El número permite la percepción de lo idéntico y lo diverso, de la unidad y la multiplicidad, y se instala tanto en la coexistencia espacial como en la sucesión temporal. Espacio y número nos otorgan la percep­ción de la distancia y la disposición, producen la objetivación para que la sucesión temporal pueda ser percibida. Lo real completa así los ras­gos de su objetivación. «Espacio, tiempo y número —señala Cassirer

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(1964: 223)— integran la auténtica estructura fundamental de la intui­ción objetiva tal y como ésta se configura en el lenguaje». Es importan­te subrayar la compleja forma como esa objetivación se realiza en el lenguaje. Los pronombres personales (los embragues, o shifters, como los llama Jakobson) son los responsables de tal tarea: -yo» establece un centro desde donde, de manera dinámica, se organiza el mundo y lo real, en su relación dialógica con el «tú», y referencial con «él», esta­blece una disposición, «yo-tú-él», (relación del sujeto con «otro», y con el mundo); los pronombres demostrativos y posesivos, los verbos con­jugados y los adverbios, establecen desde el «yo» la distribución espa­cial y la sucesión temporal. E l lenguaje se convierte así en el más efi­ciente instrumento de objetivación de lo real.

Tiempo, espacio y número nos indican que lo real no es lo dado ontológicamente sino, como lo pensara Schopenhauer, una representa­ción, de allí que la conciencia irónica no sólo abre su reflexividad sobre las representaciones temporales de la existencia, sino también sobre los procesos de objetivación espaciales y numéricos. E l planteamiento moderno del espacio poético, fundamentalmente a partir de Mallarmé y, desde otra perspectiva, desde Apollinaire; y la significación espacial y numérica orientada hacia lo intrascendente y lo alegórico, en Kafka y Joyce; el tratamiento de los espacios urbanos como laberintos del ser en Macedonio Fernández y José Balza, por ejemplo; la poetización de es­pacios míticos en obras como Tres de cuatro soles (1974), de Miguel Ángel Asturias; el vértigo de espacios oníricos como enNadja(1928) o como en las novelas de Scevo, y en otras muchas posibilidades estéti­cas, la literatura moderna da cuenta de esta reflexividad. E n muchas novelas modernas, de Las olas (.1931), de Virginia Woolf, zFerdydurke (1964), de Wiltold Grombrowicz, o Impresiones en África (1979), de Raymond Roussel, la extrema indeterminación se corresponde con una extrema disolución espacial. Recordemos, por otro lado, en un sentido menos experimental que encantatorio, como ejemplo reciente de un insólito tratamiento narrativo del espacio, La prisión de la libertad (1992), de Michel Ende. Los diferentes cuentos que integran el libro establecen inusitadas sintaxis o experiencias del espacio, derivando hacia el absurdo o el humor; así, en «La meta de un largo viaje», la ausencia en el personaje del espacio identificatorio del hogar y el ori­gen propicia la iniciación de un inusitado viaje hacia ese lugar, a la vez imaginario y real, como ya habían enseñado los románticos; así, en «La casa de las afueras» nos enfrentamos a una casa que tiene realidad es­pacial desde afuera y no desde adentro; así en «Sin duda algo pequeño»

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la expresión -el coche es más grande por dentro que por fuera», lleva, en la literalización de la frase, a la hilarante situación de un coche don­de caben todas las personas, donde cabe la casa donde viven esas perso­nas, y hasta el garage donde se guarda el coche...

Quizás sea en la pintura, sin embargo, donde mejor se ejemplifica la conciencia crítica sobre la objetivación espacial: el cuestionamiento de la perspectiva en la pintura moderna, la simultaneidad de espacios, por ejemplo, en el cubismo, la disolución de las referencias espaciales por el color, entre otras muchas posibilidades estéticas, fundan una refle­xividad sobre las formas de objetivación de lo real que, como decíamos, tiene en el lenguaje su más poderosa manifestación.

La primera característica del espacio es, de este modo, la objetividad: de Euclides y Aristóteles a Einstein el espacio se hace inteligible en la certeza del trazado geométrico: los ejes verticales y horizontales que, con respecto a un centro, crean las referencias del arriba y el abajo, delante y detrás, derecha e izquierda, que ya se encuentran descritos en el cuarto libro de la Física, de Aristóteles, y responden al principio de objetividad que aún rige la intelegibilidad del espacio objetivo que permite las comu­nicaciones, las trayectorias, los desplazamientos, los viajes (terrestres, aéreos, interestelares...); frente a este espacio, e íntimamente relaciona­do con él, se despliega el espacio subjetivo que abre perspectivas y hori­zontes, que es vivido como protección u hostilidad, que está allí, como la condición misma para la posibilidad de lo real y la existencia. Para Kant tiempo y espacio son -juicios sintéticos a priori»My -es imposible conce­bir que no existe espacio». El espacio no está sumado a la existencia sino que es consustancial con ella. Así lo ha entendido Heidegger (1954:137): •Cuando se habla de hombre y espacio, oímos esto como si el hombre estuviera en un lado y el espacio en otro. Pero el espacio no es un enfrente del hombre, no es ni un objeto exterior ni una vivencia interior. No hay hombre y además espacio». E n el mismo sentido Merleau-Ponty (1945: 258) ha señalado: -El espacio no es el medio contextual (real o lógico) dentro del cual las cosas están dispuestas, sino el medio gracias al cual es posible la disposición de las cosas». E l espacio así concebido se hace, de manera indisoluble, objetivo y subjetivo, cubriendo con sus signos la in­teligibilidad de la vida (que no es posible sino en un espacio); por tal razón las valoraciones y simbolizaciones del lenguaje recurren frecuen­temente a este referente que es a la vez objetivación y subjetivación de la existencia: su misma posibilidad.

La relación más íntima entre existencia y espacio se encuentra en esa fundación de ámbitos que es el habitar. -El habitar—ha señalado

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Heidegger (1954:141)— es el rasgo fundamental del ser según el cual son los mortales». E n este rasgo fundamental el humano ser crea el arraigo, la identificación con un espacio protector. D e allí la casa como espacio antropológico de la identificación y el arraigo que alcanza en la poesía una de sus más altas expresiones, tal como lo ha puesto en evi-denciaZ#poétique de l'espace (1957), el clásico estudio realizado por Gastón Bachelard. D e allí la ambivalente significación de la ciudad, como espacio dominado o infernal, como resguardo o laberinto; de allí la naturaleza como el espacio hostil o de la pureza; del mar como metá­fora del infinito, de la libertad, o vientre del mal o lo abominable; de allí el camino como extravío o como expresión de la trascendencia del hombre; de allí el horizonte como expresión de la lejanía y del límite. E l humano ser, al habitar el espacio, de alguna forma lo sacraliza, aun­que se encuentre en los extravíos mismos de la secularización, pues si bien los mitos y las religiones distinguen claramente los espacios sa­grados de los profanos, este deslinde ya lo hace el humano ser cuando realmente habita un espacio, pues al hacerlo lo funda como ámbito se­parado e íntimo frente al espacio abierto del mundo. Casa y templo comparten de este modo una misma dimensión simbólica: la del cons­tituirse en espacios identificatorios del ser. Desde estos lugares el hu­mano ser parte y regresa; o crea, desde la nostalgia de los exilios en que la vida lo coloca (exilios políticos, culturales, existenciales...) la figu­ración de los paraísos que brotan, en la distancia, desde la identifica­ción originaria. Si el inevitable transcurrir de las horas hace del vivir una continua mudanza, esa figuración de los espacios identificatorios se convierte en uno de los signos recurrentes de la existencia humana.

E l espacio se da «a priork está ya constituido para la posibilidad de la existencia. Su vastedad y sus límites, su protección o su hostilidad, su fijeza o sus metamorfosis son los mismos de la interioridad del hu­mano ser.

EL LENGUAJE Y LA OBJETIVACIÓN DE LO REAL

Uno de los más importantes descubrimientos de la modernidad, quizás podría decirse, es la indicación de que los signos no sólo se

La proposición es unafigura de la realidad. Ludwig Wittegenstein

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transparentar! para que el sentido sea posible y los hablantes tengan acceso a la comprensión del mundo referencial, sino también que esos signos constituyen una especie de malla que nos impone una determinada visión del mundo. Nietzsche, como decíamos, desde una perspectiva filosófica, señaló que la lengua es «una estructura de dominio», donde estamos inmersos, y Hjemslev, desde una pers­pectiva lingüística, ha mostrado c ó m o las lenguas, cada una a su manera, establecen sobre la realidad, como una rejilla, las distincio­nes y disposiciones que se imponen a nuestra visión. Especie de len­te que establece las posibilidades y límites de nuestra mirada, las lenguas nos imponen, en su intransferible mediación, las formas del mundo. La propuesta borgiana de que el universo es producto del sueño de un dios menor parece hacerse realidad en su traslación a las lenguas: el universo es el sueño de las lenguas que hablamos y que, por tanto, se hablan en nosotros. Ya Kant señalaba que nuestro conocimiento del mundo exterior depende de nuestros modos de percepción, y Heidegger, de manera más directa, indicaba: «El hom­bre se comporta como si fuese el creador y amo del lenguaje, mien­tras que por el contrario, éste es el que sigue siendo su soberano». La reflexión filosófica de Michel Foucault, y muchos textos de Roland Barthes se orientan a interrogar esa mediación fundamen­tal, esa estructura de poder que las lenguas nos imponen.

La modernidad, en tanto que conciencia reflexiva e irónica, es, an­tes que nada, una indagación sobre el lenguaje, la continua revelación de que, como diría Von Villeurs, «en el lenguaje viven más animales extraños que en las profundidades del océano». «La autorreferencia —señala Bronowski (1979:112)—, como la autoconciencia, es real­mente la gloria de la mente humana. Es lo peculiar del funcionamiento de nuestro lenguaje». E n el ámbito que funda esta autorreferencia, Nietzsche cuestionó la condición de verdad de la comunicación y glori­ficó el poder de lo falso. E n virtud de esa autorreferencia han surgido, por arte de la literatura moderna, los «animales extraños» del lenguaje: la incertidumbre, la posibilidad de otros mundos, de otra belleza, de otros terrores, y el vértigo imposible del sinsentido.

Como ha probado la lógica, la condición de verdad es indispensable para que la comunicación sea posible. «Nadie podría aprender a hablar —señala Russell (1940: 34)— si la verdad no fuese la regla». Esta con­dición permite al lenguaje una dualidad: poder enunciar tanto lo verda­dero como lo falso. Russell subraya esta doble vertiente:

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El habla no tiene siempre la finalidad de afirmar un hecho real; por el contrario, es posible hablar con intención de engañar. -El lengua­je nos ha sido dado para que seamos capaces de ocultar el pensa­miento». Es interesante que el lenguaje puede afirmar hechos reales, pero también es interesante que puede afirmar falsedades.

He allí la primera dualidad del lenguaje: afirmar un mundo de refe­rencias; y la posibilidad de afirmar un mundo inexistente. Lo falso, como lo intuyó Nietzsche, es la posibilidad del lenguaje de crear otros mundos, distintos a la más inmediata realidad. Es importante pregun­tarnos en una primera instancia, c ó m o se realiza el proceso de la ver­dad en el lenguaje para, en la crítica a la verdad y a las formas de objetivación de lo real por el lenguaje, interrogar ese poder creador del lenguaje, donde el hombre, quizás, encuentre una puerta de salida de la «estructura de dominio» donde se encuentra inmerso.

Para hacer posible la comunicación, el lenguaje logra su condición de verdad por lo menos a través de dos procedimientos: la verificación y la credibilidad. La verificación es la confrontación del enunciado con la evidencia (su apoyo es el universo referencial); la credibilidad es la convicción de que quien habla dice o no la verdad (se apoya, por tanto, en el hablante). E n la dinámica de la comunicación la dominante es la credibilidad, y es posible decir que, más exactamente, es la condición de credibilidad la que permite la comunicación. «No el que tú me hayas mentido —señala Nietzsche— sino el que yo ya no te crea a ti, eso es lo que me ha hecho estremecer». Cuando el hablante no proyecta credibi­lidad, aunque esté diciendo la verdad, la comunicación se rompe; y lo contrario: un hablante, con una intensa proyección de credibilidad, hace posible la comunicación aunque sólo diga mentiras. Son signifi­cativos en este sentido los casos del discurso del político «carismático», y del amante que habla en la intensidad de la pasión compartida. E n estos casos la verificación se excluye (el escucha puede saber, incluso, que se le está diciendo mentiras), pero la credibilidad se mantiene y la comunicación se hace estrechamente compartida. E l discurso del poder crea muchas veces su credibilidad con exclusión, a veces total, de una posible verificación. ^

Una de las críticas centrales a la condición de verdad es justamente su pacto con el poder: ante los hechos en sí, posibles de verificar, el poder legitima sus verdades, a veces con total exclusión de las verdades en sí (posibles de verificar). E n una sociedad lo ideal es el equilibrio y la correspondencia entre estos dos tipos de verdades, pero la práctica

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del poder permanentemente se asume como dominante, rompiendo el equilibrio y legitimando verdades distintas y distantes de las verdades en sí.

E n la antigüedad, en tanto que representante de la divinidad, el Rey era incuestionable; pero en las sociedades modernas, por el contrario, la ejecutoria del poder debe ser continuamente legitimada por lo colec­tivo para que se preserve la identidad entre verdad legitimada (por el poder) y la verdad en sí (sancionada por la verificación). Es importante destacar que esta dinámica se realiza de manera plena en la condición a la vez individual y colectiva del lenguaje: el lenguaje, como la verdad, reposa en lo colectivo, pero, para realizarse, debe ser apropiado por el yo. El funcionamiento de la simultaneidad de valor individual y colec­tivo se hace posible, tal como ya habíamos señalado, porque >yo» no designa a nadie en particular sino a la persona que habla y, por tanto, cualquiera puede apropiarse del lenguaje, que se desplaza, de este modo, de un individuo a otro, conservando su rasgo fundamental de propiedad colectiva. Sin embargo las relaciones de la verdad y el len­guaje no se plantean, en un orden social, en la situación «horizontal» que hemos descrito (donde cualquiera puede convertirse en hablante, y en detentador de la verdad); situación que se presentaría como ideal. No. Todo orden social es estratificado, instaura jerarquías de poder, crea infinitas versiones, a veces apenas visibles, de la relación señorío-servidumbre. E n esa estratificación el yo y la verdad se «fijan» en los detentadores del poder, y sólo una extraordinaria fuerza de lo colectivo puede romper, sin duda por poco tiempo, esa fijeza de privilegios y restituir las relaciones de identidad entre verdades legitimadas y verda­des en sí. La crítica de la modernidad al lenguaje se convierte de este modo en crítica a la verdad y critica al poder, y la concepción moderna de la revolución como motor de la historia, presente en las ideas de la Revolución Francesa, y sustrato fundamental de la teoría marxista, su­braya esa certeza de que la verdad y el poder se encuentran en lo colec­tivo que, en momentos estelares, se convierte en el sujeto que recupera lo que le es consustancial. La dominante del poder que rompe el equili­brio y fija un centro que determina y crea verdades parece la propen­sión de todo orden, y, en este contexto, el yo pierde su movilidad, se hace propiedad de un centro de poder, que se apodera, en primer lugar, del gran objetivador de lo real que es el lenguaje. Es interesante desta­car en este sentido el carácter reflexivo sobre el lenguaje y el poder de un texto de Blanchot, que luego se convierte en tramado intertextual de una de las novelas latinoamericanas del sigloxx que más lejos ha lie-

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vado la reflexión sobre la complejidad del poder.- Yo el supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, tal como ya hemos indicado. Texto que pone en evidencia lo que hemos tratado de describir: el poder como apropiación y como determinación.

La novela de Roa Bastos pone en escena narrativa lo señalado en la descripción de Blanchot, al punto de que el texto de Blanchot parece el programa mismo de la novela: la tensión entre el «murmullo sin lími­te» de lo colectivo y la palabra del dictare, hace de la novela de Roa, como lo indicáramos, una amplia reflexión narrativa sobre la naturale­za y la complejidad del poder. Un acercamiento de los dos textos, de Blanchot y Roa, quizás pueda ponerse en evidencia: La afirmación de Blanchot, «Así los dictadores vienen naturalmente a reemplazar a los escritores, a los artistas y a los pensadores», y la «Nota final del Compilador», de la novela, que hace una reescritura del texto blanchotiano:

Así, imitando una vez más al Dictador (los dictadores cumplen pre­cisamente esta función: reemplazar a los escritores, historiadores, artistas, pensadores, etc.), el acopiador declara, con palabras de un autor contemporáneo, que la historia encerrada en estos Apuntes se reduce al hecho de que la historia que en ella debió ser narrada no ha sido narrada.

Blanchot y Roa Bastos nos muestran el carácter complejo del poder y su manifestación en las redes del lenguaje.

La relación pendular entre el equilibro y el desequilibrio del poder se subsume a la relación entre justicia e injusticia, tal como ha sido expresado por el derecho moderno, y revela el carácter «demoníaco» del poder, su propensión al desequilibrio que lo hace fon'ar presuposi­ciones de la verdad y de lo real, lejanas muchas veces de la evidencia y la verificación; pero también revela la posibilidad del continuo rees­tablecimiento del equilibrio a través de la conciencia crítica y de las fuerzas que, desde el «afuera», demandan tal reestablecimiento. La fá­bula de Andersen sobre el traje del Emperador revela la fragilidad de tal equilibrio, la capacidad del poder de crear parámetros propios de lo real, y la posibilidad (planteada en la fábula en el alerta del niño), de restituir, desde el afuera no controlado por el poder, la realidad en sí. La literatura moderna, al poner en cuestión lo real, la verdad, el len­guaje, parece colocarse en esa perspectiva de alerta para decirnos que más allá de lo establecido por el poder, el rey va realmente desnudo.

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La literatura se concibe de esta manera como un proceso de reconstruc­ción que pone en evidencia las determinaciones reificadoras de lo real (de allí la condición negativa de la expresión estética de la moderni­dad), y su posible salida (de allí su vocación utopista). Habermas (1981: 90), ve en la actitud negativa el carácter mismo de lo moderno: «La modernidad vive de la experiencia de rebelarse contra todo lo que es normativo». Adorno (1988: 17), por su parte, ve en la estética el lugar donde la modernidad cumple el doble ciclo de negación y reconstruc­ción, de ruptura y utopía: «El trabajo estético es el único medio donde se da un conocimiento no reificado. E n él se revela la irracionalidad y el carácter falso de la realidad existente y, al mismo tiempo, su síntesis estética prefigura un orden de reconciliación». La literatura, desde el romanticismo, se encuentra atravesada por esa vocación de ruptura, y por la búsqueda, acaso utópica, de un lenguaje esencial que exprese la plenitud del ser. ¿No es esa la intuición poética de Mallarmé al postular la búsqueda del lenguaje esencial en el poema, y la certeza filosófica de Heidegger, cuando concibe el lenguaje como la casa del ser? Si la mo­dernidad en occidente puede concebirse como el más portentoso proce­so de desmitificación de lo real y de la verdad, del ser y del lenguaje, también es cierto que es, por la invención de los infinitos rostros de la utopía, un proceso de afirmación del ser, en el paradójico contexto de las negatividades, consustanciales con la modernidad. Sabido es que la postmodernidad, la «caída» de las utopías, que pone en evidencia que la travesía ascensional del ser y de la historia es una ilusión, ha clausu­rado tanto entusiasmo utópico y ha colocado al hombre, en los años finales del siglo, en la perplejidad y en las aristas de la negatividad y el sinsentido.

Junto al cuestionamiento de lo real y de la verdad, la modernidad ha interrogado los límites y simulacros de uno de los más importantes va­lores de la comunicación en el lenguaje: la certeza.

La narratología moderna ha puesto en evidencia que, en «la lógica de los posibles narrativos», la realización del relato (Virtualidad - Ac­tualización - F in logrado, según las categorizaciones de Claude Bremont, 1966), reprime y cancela otras posibilidades. Un texto que recupere las posibilidades y riquezas del relato habrá de permitir la realización de todas las posibilidades narrativas, colocándose en el vér­tigo de la incertidumbre. E l texto ya citado de Borges, «El jardín de senderos que se bifurcan» es uno de los más claros ejemplos de un rela­to que realiza todas las posibilidades. Entre los numerosos textos mo­dernos que exploran las múltiples posibilidades del relato citemos, a

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título de ejemplos, Museo de la novela de la eterna (1967), de Macedonio Fernández, novela que se regodea en la multiplicidad de inicios, en prólogos de prólogos; y Si una noche de invierno un viajero (1979), de Italo Calvino, donde, desde otra perspectiva, la multiplici­dad de inicios del relato constituye la textura del relato mismo. ¿De qué manera opera la conciencia irónica en la escenificación de esta multi­plicidad? Quizás pueda decirse que la reificación que el relato conlleva se devela al desatarse esa libertad. White (1987: 29) ha señalado esa reificación del relato. Según este autor, -se plantea la sospecha de que la narrativa en general, desde el cuento popular a la novela, desde los anales a la 'historia', plenamente realizada, tiene que ver con temas como la ley, la legalidad, la legitimidad o, más en general, la autori­dad». Desde esta perspectiva la estructura misma del relato (como la estructura de dominio de la lengua), supone un proceso de adoc­trinamiento:

Si toda narrativa plenamente realizada, definamos como definamos esa entidad conocida pero conceptualmente esquiva, es una especie de alegoría, apunta a una moraleja o dota a los acontecimientos, rea­les o imaginarios, de una significación que no poseen como mera secuencia, parece posible llegar a la conclusión de que toda narrati­va histórica tiene como finalidad latente o manifiesta el deseo de moralizar sobre los acontecimientos de que trata.

Este residuo de reificación es refutado por la narrativa moderna en la desconstrucción permanente del relato, en la diseminación de sus com­ponentes, en el cuestionamiento de sus presupuestos. La paradoja y el absurdo, la parodia y la abyección, la indeterminación y el humor, se constituyen en los procesos textuales de la ironía en el relato, que lo desconstruyen en una intencionalidad de emancipación y libertad.

Los procesos de desconstrucción en el relato se corresponden con la vertiente de indeterminación en la lengua misma. Si para comunicar­nos necesitamos un mínimo de certezas, la indeterminación, que se encuentra como posibilidad en el lenguaje, nos coloca en el umbral de otros mundos, en los «animales extraños» que Von Villeurs intuyó en el seno del lenguaje.

Del mismo modo que el relato, al realizar su travesía, cancela posi­bilidades narrativas, el lenguaje, al colocar los signos en su dimensión sintagmática, para hacer posible el proceso comunicativo, cancela provisoriamente otras posibilidades de sentido de esos signos que se encuentran en la dimensión paradigmática, en la competencia del

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hablante. El triunfo de la certeza es, desde otra perspectiva, una muti­lación de las posibilidades de sentido del lenguaje. Así, por ejemplo, la palabra «mesa», en toda su amplia matriz de posibles sentidos, se redu­ce a uno para hacer posible la certeza de la comunicación. Al decir «La mesa de mi cuarto», produzco a la vez certeza de comunicación y re­ducción de posibilidades de sentido. La poesía primero, y luego la na­rrativa de la modernidad se propusieron desatar las posibilidades de sentido del lenguaje y, al hacerlo, colocaron los signos en los infinitos territorios de la incertidumbre. Es un prodigio la confluencia histórica de estas exploraciones estéticas de la incertidumbre, que tienen en la obra de Mallarmé y j o y c e momentos estelares de fijndación, y los ha­llazgos, en el neocientificismo, de la refutación de las certezas y causalidades, y la revelación de la incertidumbre en el conocimiento del microcosmos y el macrocosmos: desde 1514 cuando Copérnico ex­pone su teoría del universo, y 1687, cuando Newton publica su Philosophiae NaturalisPrincipia Mathematica que, según Stephen W. Hawking (1988: 21), «es probablemente la obra más importante publi­cada en las ciencias físicas en todos los tiempos», hasta el modelo del universo determinista de Laplace, un paradigma de certezas domina en Occidente, hasta el descubrimiento de Hubble, que introduce la inde­terminación en nuestra concepción del universo; el paso de una a otra episteme es señalado por Hawking (pp.64-65): «El descubrimiento de que el universo se está expandiendo ha sido una de las grandes revolu­ciones intelectuales del sigloxx», y agrega: «La creencia en un univer­so estático era tan fuerte que persiste hasta principios del sigloxx». E l paso de una «episteme» a otra es el paso a una concepción del universo desde las certezas a una visión desde las incertidumbres: la percepción que destruye toda finalidad del existir, al observar que en el universo todo surge y avanza hacia la gran catástrofe, tal como aparece anuncia­do en la segunda ley de la termodinámica. Si la incertidumbre, como señalara Hawking, domina desde entonces lo «extraordinariamente in­menso», también domina «lo extraordinariamente diminuto»: los ha­llazgos de la física cuántica revelan, en la microfísica, la refutación de todas las causalidades y la instauración de la probabilidad como princi­pio de comportamiento de los corpúsculos, expresiones metafísicas de la materia. Para explicar el comportamiento de estas partículas, el cien­tífico alemán Werner Heisenberg formuló en 1926 su famoso principio de incertidumbre. A partir de entonces la ciencia sabe que, más allá de las presuposiciones de causalidad, que permite el avance del saber por la experimentación, hay una vertiente del saber que debe atender a otros

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parámetros. Planck descubre el quantum de acción en 1900, el mismo año de la publicación de la Interpretación de los sueños, de Freud, que coloca al ser en la incertidumbre de su dualidad, y tres años después que Mallarmé publicara -Un coup de des jamáis n 'abolirá le hasard» (1897), poema donde el lenguaje alcanza límites insospechados de la indeterminación. La confluencia del hallazgo de la indeterminación en la estética y el lenguaje, a la par que en el saber científico, es, como decíamos, un prodigio de la modernidad. No es irrelevante, en este sen­tido, como lo ha hecho notar Hawking, que el nombre de las partículas quarks tenga su origen en una frase de uno de los creadores de la inde­terminación estética moderna: James Joyce. «Hasta hace veinte años —señala Hawking (1987:95)—, se creía que los protones y los neutro­nes eran partículas 'elementales', pero experimentos en los que colisio-naban protones con otros protones o con electrones a alta velocidad indicaron que, en realidad, estaban formados por partículas más pe­queñas. Estas partículas fueron llamadas quarks por el físico de Caltech, Murray Gell-Mann, que ganó el Premio Nobel en 1969 por un trabajo sobre dichas partículas. El origen del nombre es una enigmática cita de James Joyce: «Tres quarks para Muster Mark». La noción de incertidumbre como proceso de desconstrucción del relato, es también un proceso de desconstrucción de los presupuestos de lo real.

Las presuposiciones de lo real, sujeto, tiempo y causalidad, espacio y número, verdad y lenguaje, son develadas en su doble fondo por el pensamiento irónico de la modernidad; lo real, asumido de este modo como construcción, antes que como ontología, revela los procesos de reificación y dominio, que le son consustanciales, y la conciencia iróni­ca al señalarlos, sobre todo en las esferas ética y estética, abre las com­puertas para la creación del imaginario de la emancipación, de la liber­tad, de la utopía.

¿Podrá esa emancipación lograrse? ¿No es la vocación utópica, el «principio esperanza», como lo denomina Erns Broch, una de las ce­gueras de la existencia? ¿La conciencia irónica, cuando es llevada al extremo, no se da de tope con el sinsentido y el vacío? Los personajes más característicos de esa conciencia extrema podrían ser los que atra­viesan las novelas de Beckett. Si el lenguaje es una red de jerarquías y dominios, y el humano ser se encuentra atrapado, irremediablemente atrapado, en la telaraña de las lenguas, entonces no hay reconstrucción posible. Sin embargo, en este contexto, Nietzsche y Mallarmé, Hólderlin y Heidegger han visto, en el horizonte de las caídas de las utopías, la afirmación de las «utopías de lenguaje», la posibilidad de

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una salida por la experiencia estética: el hallazgo de la plenitud del ser en el hallazgo del lenguaje esencial de la poesía y del arte. Sin duda que estas -utopías de lenguaje», como las llamara Barthes, reproducen la certeza romántica de la plenitud del hombre a través de su «formación estética». E n suLecon inaugúrale de la chaire desémiologie littéraire du collége de France (1977), Roland Barthes dirá en este sentido —tal como ya hemos citado—, que «toda lengua es un sometimiento genera­lizado»; e incluso dirá, llevando al extremo su afirmación: «Desde el instante en que es proferida, así sea en la intimidad más profunda del sujeto, la lengua entra al servicio de un poder». E n contraposición, la experiencia estética, en la mejor tradición mallarmeana, nos salva, según Barthes, de ese poder que todo lo cubre, pues nos permite «es­cuchar a la lengua fuera-del-poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, yo la llamo, por mi parte, literatura». E n el escepticismo ante las utopías de la modernidad, cuyos comienzos pode­mos observar en Nietzsche, y que aún no cesa sino que se profundiza en esta «era del vacío» que es la postmodernidad, nuestra contemporánea, la utopía estética parece ser lo único que ha quedado en pie, a pesar del empobrecimiento, la «pérdida del aura», que ha sufrido por las revolu­ciones técnicas, tal como ya lo advertía Walter Benjamín (1935) en un temprano texto. Si la lengua es «un sometimiento generalizado», tam­bién es cierto que alberga la posibilidad de la conciencia irónica, en su doble vertiente de creadora de utopías y de escepticismos.

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IRONÍA, VÉRTIGO DEL SENTIDO

Ironía es clara conciencia de la agilidad eterna, del caos lleno e infinito.

Friedrich von Schlegel

Es claro que por muy diferente del real que se ima­gine un mundo debe tener algo—una forma— en común con el mundo real.

Ludwig Wittgenstein

L A IRONÍA, ENTENDIDA como percepción del mundo en su dua­lidad, es el germen de lo que Octavio Paz ha denominado la pasión crítica de la modernidad^La ironía es, en este sentido, una profunda visión en el contexto de las cegueras del mundo. Visión que ve, en la aparente homogeneidad de lo real, pliegues y repliegues donde respi­ran y persisten otras realidades; y que es capaz de alcanzar, más allá de lo real, la posibilidad infinita de otros mundos. Como ha señalado Richard Rorty (1989: 92), la ironía es lo contrario del sentido común, pues, «tener sentido común es dar por sentado que las afirmaciones formuladas por ese léxico último bastan para describir y para juzgar las creencias, las acciones y las vidas... E l ironista, en cambio, piensa que nada tiene una naturaleza intrínseca, una esencia real». E l sentido co­mún se extenderá en tina suerte de ciego existir de lo cotidiano, y la mirada irónica se extenderá en la permanente refutación de las homo­geneidades de lo real, en el distanciamiento ante el llamado a la iden­tificación con las verdades establecidas, en el escepticismo ante los valores aceptados, en la negación de los adoctrinamientos, en la afir­mación del yo consciente y distanciado.

E n la historia de Occidente es posible señalar por lo menos tres momentos estelares del pensamiento irónico: la ironía como forma de

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conocimiento, en Sócrates; la ironía como concepción estética, sobre todo a partir de las teorías románticas de Friedrich von Schlegel; y la ironía como visión del mundo, ya implícita sin duda en las concepcio­nes anteriores, pero desarrollada sobre todo por los ironistas contempo­ráneos, partiendo del gran desplazamiento, de lo retórico a lo filosófico, efectuado por los románticos.

Toda la ironía está ya en Sócrates, en la forma dialógica que inventa como estrategia de conocimiento: la afirmación de un conocimiento presupuesto para luego, de manera progresiva e implacable, revelar las antítesis, que refutan y fundan otra dimensión, inesperada e irrepro­chable del saber.

Hegel ha descrito con gran claridad las «características específicas» del método socrático:

Consiste en infundir a los hombres desconfianza con respecto a las premisas de que parten, después de haber hecho vacilar su fe, empujándolos a buscar lo que es dentro de ellos mismos... lo cierto es que empieza siempre haciendo suyas las concepciones corrientes que aquellos reputan por verdaderas. Pero, para obligar a los otros a exponerlas, finge ignorarlas; dándose aires de inocencia, formula preguntas a sus interlocutores, como si quisiera aprender de ellos, cuando en realidad trata de escrutarlos.

Hegel (1833; 52-3) describe así «la famosa ironía socrática», la «mayéutica», indicando con ello una estrategia de conocimiento:

Lo que con ello se propone Sócrates es, sencillamente, que los de­más, al exponer sus principios, le den pie para ir desarrollando, a la luz de cada tesis sentada por ellos, la tesis contraria, como conse­cuencia implícita en aquélla o como una conclusión a que puede llegarse, partiendo de la propia conciencia y sin pronunciarse direc­tamente contra la tesis en cuestión...De este modo, Sócrates enseña a aquellos con quienes dialoga a darse cuenta de que no saben nada.

Sócrates enseña que lo presupuesto puede ser cuestionado y, en ese cuestionamiento, descubrir una dimensión distinta, incluso antitética, que no era evidente. Sócrates ve el mundo como dualidad en el mismo acto en que señala la ceguera de los otros.

Hegel critica a los románticos, sus contemporáneos, en especial a Friedrich von Schlegel, el querer convertir la ironía socrática en «un principio general», como «ironía general del mundo», pero como lo han probado teóricos posteriores, los románticos intuyeron el espesor

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real de la ironía, el de ser una visión del mundo que puede ser, por ejemplo, premisa para una estrategia del conocimiento (como en Sócrates), o como práctica estética (como en los románticos).

Para los románticos la ironía es, de manera central, autorrefle-xividad del arte. Endens (Benjamín, 1974:123), en este sentido, deno­mina a la ironía la capacidad de «moverse inmediatamente desde lo representado en la invención hasta el centro representante y desde allí contemplar al primero». El arte, interrogándose a sí mismo, llevando, como decía Novalis, «un ideal a priori, una necesidad interna de exis­tir», pero, a la vez, en la paradoja que funda la autorreferencia, destru­yendo la ilusión de sus representaciones. E n este sentido dirá Schlegel que «todo lo que no se anula a sí mismo no es libre ni tiene valor». Alfredo de Paz (1992) dirá en un reciente ensayo: «El concepto de iro­nía es un modo específico de destrucción de la obra... es la representa­ción destructiva del aspecto de ilusión de la obra de arte».

La ironía permite a la estética romántica romper con «la gran teo­ría», con la presencia absoluta de la belleza, en tanto que medida, pro­porción y armonía, y abrir las vertientes reflexivas del humor, de lo grotesco, de lo paródico, de lo paradojal: de la expresión de las incon­gruencias de lo real. E n sus «Fragmentos del Lyceum», de 1797, Friedrich von Schlegel señala que en la ironía respira «el aliento divi­no», y en ella «vive de verdad la bufonería trascendental». La ironía romántica revela la autorreflexividad del arte que se abre sobre el mun­do, para proyectar sobre él su capacidad develadora de otros mundos en el interior del mundo mismo. El reclamo de Hegel a los románticos de convertir la ironía socrática en un principio general sobre el mundo, no es sino el señalamiento del gran hallazgo romántico: desde la perspec­tiva estética otorga a la conciencia reflexiva la visión de la dualidad, la capacidad de hacer brotar lo heterogéneo, lo incongruente, lo alterno, en el horizonte de las homogeneidades. Como ha señalado Fernando Pessoa (Ballart, 1994: 18), «la ironía es el primer indicio de que la conciencia se ha tornado consciente».

^ Los ironistas contemporáneos, en herencia recibida de los románti­cos, ven la ironía no sólo como una estrategia retórica ni sólo como una actitud subjetiva de un autor, sino, fundamentalmente, como un estado del mundo: si lo real es una construcción siempre es posible percibirlo desde la negatividad, y desde esta perspectiva se coloca el pensamiento irónico. La asunción de lo real como lo dado, como lo que debe ser asumido, identificado como lo verdadero, es exigencia fundamental de todo orden y es, como decíamos, el norte del sentido común, propenso

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al reconocimiento de lo presupuesto. Desde esta perspectiva, subra­yémoslo, la cotidianidad con sus hábitos y horarios, con sus rituales y costumbres, es un vivir en la ceguera (lo que hemos llamado el ciego existir de lo cotidiano), y la ironía es una lucha contra esa ceguera, una forma de visión, el develamiento de otras vertientes de lo real, acaso abismales, acaso contradictorias, pero siempre cercanas al estremeci­miento de lo bello o de lo siniestro. E n el corazón de la ironía se en­cuentra la experiencia de la alteridad: la floración de las formas de la exterioridad silenciadas o negadas por el orden y lo real. «La ironía —señala Jankelevitch (1964:19)— es la conciencia de la revelación a través de la cual, en un momento fugaz, lo absoluto se realiza y al mis­mo tiempo se destruye». La ironía, según Jankelevitch, «desconfía de lo real» y, por tanto, se pregunta, «¿Y si la ironía fuese uno de los ros­tros de la sabiduría?». Sabiduría sobre el mundo y sobre el lenguaje. Y a Kenneth Burke afirmaba que «no podemos emplear con madurez el lenguaje hasta tanto no nos sintamos espontáneamente a gusto con la ironía» y teóricos como Richard Rorty, Wayne Booth y Paul de Man la han visto como el carácter fundamental del pensamiento moderno. Uti­lizando la noción de «léxico», mutatis mutandis, en el sentido en que nosotros utilizamos la noción de presuposición, Rorty (1989: 91) ubica la ironía en el cuestionamiento permanente de la realidad asumida, en la duda corno condición de existencia:

Llamaré ironista a la persona que reúna estas tres condiciones: 1. Tenga dudas radicales y permanentes acerca del léxico último que utiliza habitualmentc; 2. Advierta que un argumento formulado con su léxico actual no puede ni consolidar ni eliminar esas dudas; 3. F.n la medida en que filosofa acerca de su situación, no piensa que su léxico se halle más cerca de la realidad que los otros, o que esté en contacto con un poder distinto a ella misma.

Es posible ubicar la ironía así concebida en el paradigma de la moder­nidad que, según Edgar Morin, se inicia con la filosofía cartesiana: la duda sobre lo real, convertida a su vez en método para la busca de la realidad última. Booth (1974: 13), al intentar una tipología de la iro­nía, subraya su fuerza negativa:

La ironía se contempla normalmente como algo que socava clarida­des, abre vistas en las que reina el caos, o bien libera mediante la destrucción de todo dogma o destruye por el procedimiento de hacer patente el ineludible cáncer de la negación que subyace en el fondo de toda afirmación.

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E n la visión irónica, así, ya se encuentra la intuición del caos y la catástrofe, y, ciertamente, teóricos y escritores han subrayado este po­der destructor. Así, en Bajo la mirada de Occidente]. Conrad señala: «Recuerda Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios odian la ironía, que es la negación de todas los instintos salvadores, de toda fe, de toda devoción, de toda acción». Sin embargo, y tal como lo han señalado teóricos como Adorno y Paul de Man, la ironía absoluta lleva a la locura y, por tanto, la modernidad plantea una salida. Adorno ve de esta manera en el arte, y tal como ya señalamos, una vertiente (un segundo momento) de «reconciliación», y Paul de Man (1971: 207) se pregunta si la alegoría es el más seguro camino de superar la negativi­dad irónica. Sin duda que la fuerza negativa de la ironía pone en crisis el sentido, que es consustancial con lo real, pero en esa negatividad, y el arte es uno de los más claros expedientes de este hecho, se produce la reconciliación, el proceso de reconstrucción del sentido. De esta mane­ra es posible decir que la expresión estética de la modernidad, a la par de irónica, es utópica: en la negación de lo presupuesto busca la revela­ción de una realidad esencial. E n este sentido, Lukács (1920: 308 y 359), para quien la novela es «expresión del desamparo trascenden­tal», ve en la ironía la libertad frente a la ausencia de Dios. «La condi­ción trascendental de la objetividad de la configuración... la ironía es la libertad suma posible en un mundo sin Dios». Los procesos textuales de la ironía que la literatura y, en especial la narrativa, ponen de mani­fiesto, expresan ese doble movimiento de la modernidad: la negati­vidad, turbión irónico que rompe todas las presuposiciones, todas las homogeneidades, todos los sentidos, y la reconstrucción de un sentido, acaso distinto de, como diría Lezama Lima, «una forma superior de testificar». Para Friedrich Solger (Hegel, 1842: 52), uno de los prime­ros románticos, la ironía es el modo constitutivo de ser de toda literatu­ra, «el principio supremo del arte» y quizás tengamos en el arte y la literatura, a partir del romanticismo, una de las más importantes expre­siones del hombre moderno: la posibilidad de una existencia dual que experimente a su vez la dualidad del mundo, la discontinuidad que ha­bita silenciosa en toda homogeneidad, instaurada por lo real: la belleza y el horror de la pérdida del sentido que no es sino el vértigo imposible, y, quizás, la reconstrucción tranquilizadora en el imaginario (social o de lenguaje) de la utopía.

E n el escepticismo ante las grandes certezas optimistas de la mo­dernidad, la ironía se distancia de ¡os procesos reconstructivos y pro­fundiza su fuerza negativa; es la ironía que despliega, por ejemplo, la

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filosofía de Ciorán o la narrativa de Beckett. En un comentario sobre el autor deMolloy, Ciorán (1984: 34) marca esta diferencia, en con­traste incluso con la filosofía nietzscheana:

Anunciando en la parte fastidiosamente «constructiva» de su obra, un nuevo tipo de humanidad —la del superhombre— Nietzsche cayó en la ingenuidad y en el ridículo; no hace falta ser en absoluto profe­ta para percibir claramente que el hombre ha agotado ya lo mejor de sí mismo, que está perdiendo la compostura, si es que no la ha perdi­do ya. «El universo entero apesta a cadáver», dice Clov en Fin de partida, esa respuesta a Zaratustra.

La visión irónica, hija de la pasión crítica de la modernidad, se despliega en la postmodernidad para mirar de frente los ojos de me­dusa, del sinsentido.

LOS PROCESOS TEXTUALES DE LA IRONIA

La autorreferencia no se resume en absoluto al acto de referirse a sí. Es la capacidad de referirse a sí al mismo tiempo que se refiere a lo que no es sí.

Edgar Morin

La modernidad abre la posibilidad de la conciencia crítica so­bre la diferencia, pero no anula la identidad que, como el deseo, es indestructible. Por mucho que cuestione lo real el hombre no puede vivir sino según la identificación con una forma de lo real; por mucho que cuestione la verdad, en la relación con el otro ha de existir, elabora­da de alguna forma, una condición de verdad para que la comunicación sea posible. Quizás tan compleja razón de existir, explique «ese enig­mático impulso a la verdad» que, según Nietzsche, acompaña persis­tentemente al hombre. Don Quijote sale por los caminos de España buscando identidades y consigue diferencias; el señor Bloom camina por las calles de Dublín en busca de diferencias y consigue identidades: los dos caminos que forman el laberinto del héroe del extravío de la modernidad. «^.La literatura, tal como la pensó Adorno, es ámbito privilegiado para la expresión de la conciencia de la modernidad. ¿Cómo se textualiza,

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en la obra literaria, esta conciencia? La obra literaria moderna puede ahondar en la diferencia que la funda en su relación con lo real, desa­rrollando las posibilidades estéticas de la paradoja y del absurdo; o pue­de proceder en la derivación misma de los procesos de identidad, por medio de la parodia o de lo grotesco. La crisis del sentido que la negatividad de la ironía conlleva, por otro lado, alcanza procesos de reconstrucción a través del humorismo y la alegoría. '>^L

La forma más extrema de situarse en la diferencia y refutar lo real és postular la imposibilidad de ese real. El lenguaje, lo decíamos, es el más inmediato instrumento de objetivación y, para lograr su propósi­to, extiende las redes de las presuposiciones; éstas se sostienen en por lo menos tres principios lógicos: el principio de identidad (que afirma que si un enunciado es verdadero, entonces es verdadero), el principio de no contradicción (que afirma que ningún enunciado puede ser verdadero y falso); y el principio del tercero excluido (que afirma que un enunciado o es verdadero o es falso). Estos principios forman parte del conjunto de presuposiciones que amerita un acontecimiento de lenguaje para hacer posible la objetivación de lo real. La paradoja, como uno de los posibles acontecimientos de lenguaje, se coloca en la más extrema diferencia, en la capacidad misma de romper esos tres principios (un enunciado para­dójico puede romper el principio de identidad siendo verdadero sin serlo, puede transgredir el principio de no contradicción, siendo a la vez verda­dero y falso, y puede refutar el principio de tercero excluido, no siendo ni verdadero ni falso), poniendo en cuestionamiento el fundamento mismo de lo real: el sentido. E l lenguaje, ese gran instrumento generador de sentido, tiene en su seno, por la paradoja, la capacidad de la refutación del sentido. De allí que el lógico Charles Dodgson tenga dentro de sí al inventor de las paradojas, Lewis Carroll, para mostrar la valija de doble fondo que es el lenguaje: principios lógicos objetivadores de lo real, y mundo de las paradojas desde donde somos en la perplejidad, en el asom­bro festivo, en el estremecimiento.

LA P A R A D O J A Y LA I M P O S I B I L I D A D D E L O R E A L

Quien sea intensamente reflexivo tropezará con una valla continua de paradojas.

Luis Ferré

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Deleuze (1969: 25 y 27) define la paradoja en atención a la proble-matización del sentido: «el buen sentido es la afirmación de que, en todas las cosas, hay un sentido determinable; pero la paradoja es la afir­mación de los dos sentidos a la vez». La paradoja se presenta así como la posibilidad de la destrucción del sentido en el interior del lenguaje. «La paradoja es primeramente lo que destruye el buen sentido como sentido único pero luego es lo que destruye al sentido común como asignación de identidades fijas». Si la paradoja nos enfrenta a la dualidad, a la alteridad, al sinsentido en el seno del lenguaje, es claro que la reflexivi­dad irónica, que ve al mundo como dualidad, se instala, como en un dis­curso propio, en el vértigo que las paradojas instauran. La lógica ha inte­rrogado con atención la realidad lingüística de las paradojas y su capacidad de refutación de lo real. Una de las paradojas clásicas estudia­das por la lógica es la del cretense Epiménides, a quién se le atribuye haber dicho que todos los cretenses son siempre mentirosos. Si es cierto lo que dice Epiménides entonces su afirmación es falsa, pues él es creten­se, abriendo así un vértigo de sentido. La paradoja hace de la afirmación un imposible. Los lógicos han estudiado muchas otras paradojas deriva­das, en su principio de composición, de la paradoja del mentiroso. Ejem­plos: «esta oración es falsa» que, en caso de ser verdadera, entonces lo que dice es el caso; por tanto es falso. Susan Haack (1978: 108-9) intro­duce un catálogo de dichas oraciones: las variantes incluyen indirecta­mente las oraciones autorreferenciales tales como: «la oración siguiente es falsa. La oración anterior es verdadera». Y la «paradoja de la tarjeta postal», cuando uno supone que en una cara de la tarjeta se ha escrito: «la oración que hay en la otra cara de esta tarjeta es falsa»; y en la otra cara: «la oración que hay en la otra cara de esta tarjeta es verdadera»; y las variantes imperativas («desobedece esta orden»).

La paradoja ha intranquilizado desde siefnpre a los lógicos pues es la negación absoluta, en las redes mismas del lenguaje, de su función estelar: la articulación y determinación del sentido. Con su famosa «Teoría de los tipos», Russell ha intentado, en el interior de la lógica, enfrentar la negación de la paradoja. Si ésta, como señala Lyotard (1983:18), «descansa en la facultad de una proposición de tomarse a sí misma como referente», para impedir esta clase de proposiciones Russell introduce la restricción que fundamenta la teoría de los tipos: una proposición que se refiere a una totalidad de proposiciones no pue­de ser parte de esa totalidad; en otras palabras, la proposición cuyo referente es todas las proposiciones no debe formar parte de su referen­te. E n el contexto de esta restricción una proposición como la de Epi-

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ménides el cretense no sería posible, pues ella forma parte de su refe­rente, es una proposición autorreferencial.

La teoría de Russell no cierra la brecha que abre la paradoja, la de nombrar el sinsentido. Simplemente lo prohibe, pero el lengtiaje y la conciencia reflexiva siguen encontrando en su camino ese conjunto de proposiciones imposibles que son las paradojas, de allí que, a la parque genera el terror de los lógicos, la paradoja es, como señalara Deleuze, elpathoso la pasión de la filosofía.

El teorema de Gódel adquiere especial significación pues revela el «pliegue», la posibilidad de la paradoja en el seno mismo de la axio-matización de la matemática, como un movimiento recursivo que pone en cuestión los fundamentos mismos. E n 1910 y 1913, Russell y Whitehead habían publicado susPrincipia mathematica, donde habían formulado el cálculo axiomático en términos de pureza y perfección. E n esa obra los autores formularon la «teoría de los tipos» que se pro­ponía la imposibilidad del pliegue paradojal en el interior de la lógica. Pues bien, Gódel hace una formulación que hoy no puede verse sino como la manifestación irónica del pliegue paradojal en el seno mismo de un sistema «perfecto». En su estudio de 1931, «Sobre las proposicio­nes formalmente indecidibles de losPrincipia mathematica y sistemas conexos», Kurt Gódel desplaza la paradoja de Epiménides, cretense, «Todos los cretenses son mentirosos», a la axiomática de los números enteros, produciendo una metamatemática en un mismo nivel, y produ­ciendo de este modo una «recursividad que haría la proposición inde­mostrable. E n la paradoja de Epiménides, el cretense, el enunciado a propósito de sí mismo, sería verdadero si fuese falso, y falso si fuese verdadero. E n matemáticas, la «metamatemáticas» es tolerable y cohe­rente si se mantiene a diferentes niveles ; así por ejemplo, «'X' es una variable», es un enunciado metamatemático a dos niveles : en el nivel de los números enteros, 'X', y en el de las proposiciones, «es una varia­ble». Para producir la paradoja dentro de la matemática, Gódel crea una formulación metamatemática en el mismo nivel, transformando el nivel de los números en proposiciones (o lo contrario : las proposicio­nes en números) , provocando un «pliegue», una «recursividad» y, por tanto, la incompletud, la indemostrabilidad matemática. E l Teorema de la Incompletud de Gódel es el siguiente (transformando los números en proposiciones) : «Esta aseveración de teoría de los números no tiene ninguna demostración en el sistema de losPrincipia mathematica».

El teorema afirma de sí mismo su propia indemostrabilidad : si es falso, tendríamos que decir que es demostrable, mas esto entraría en

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contradicción con el valor de consistencia de los fundamentos matemá­ticos, tal como se presenta en los Principia o en cualquier otra base axiomática ; según este valor, las proposiciones falsas no son demos­trables en un sistema consistente ; si el teorema es verdadero, entonces, como claramente lo expresa, no es demostrable. Al implantar la paradoja en el corazón mismo de la matemática, y no como una -aberración lógi­ca-, posible de salvar, como lo intentan Russell y Whitehead con la teoría de los tipos, Gódel abre la espectacular posibilidad, desde el sistema del orden y la armonía, de la «desconstrucción» del orden y de la formula­ción de lo imposible ; nos enseña que el imperativo lógico nos da un ordenamiento del mundo, con su previsión y su finitud, pero que al tras­pasar los límites por la lógica impuestos, accedemos al mundo de lo im­posible, de lo infinito. ¿No son esas las dimensiones que nos abren textos como «La biblioteca de Babel» o «El aleph», como -Tlón, Uqbar, orbis tertius» o «Las ruinas circulares», de Jorge Luis Borges? Hofstadter (1979) ha observado en los dibujos y pinturas de M. C. Escher (1898-1971) una representación cercana al teorema de Gódel, donde los parámetros de la lógica estallan para mostrarnos realidades imposibles. E l cuadro «Una mano pintando a la otra», revela la recursividad presente como principio de la obra de Escher. Así en «Cascada», donde el agua fluye produciendo una cascada que revela niveles espaciales en un espa­cio que, sin embargo, infringe las leyes de la lógica: los pilares de la construcción y el recuadro por donde el agua fluye crean una paradoja espacial, una recursividad; en -Ascendiendo y descendiendo», los perso­najes caminan a través de niveles, en un espacio jerarquizado, pero sólo para encontrarse de vuelta en el punto de partida.

La fascinación que las paradojas han ejercido sobre los hombres, de Zenón de Elea a Jorge Luis Borges, se encuentra justamente en nom­brar, como decíamos, el sinsentido y, por tanto, lo irreal. Esta brecha abre un juego de vértigo tanto filosófico como estético, y al que gustaba de especial manera la reflexión borgiana: si lo irreal puede ser nombra­do (por el discurso de las paradojas) entonces lo irreal se objetiva, se convierte en realidad; por tanto lo que antes asumíamos por realidad puede ser una ilusión, una irrealidad. Así, la paradoja, al nombrar lo imposible, lo irreal, nombra lo real como simulacro. -Admitamos —señala Borges en «Avatares de la tortuga» (1932)— lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho.- busquemos irrealidades que confirmen ese carácter. Las hallaremos, creo, en las antinomias de Kant y la dialéctica de Zenón».

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E l sinsentido de la paradoja puede derivar hacia esa forma de la re­construcción que es el humor (por el humor vivimos lo incongruente, lo discontinuo, en un desencadenamiento que muchas veces se expresa en la explosión de la risa y que no es sino una estrategia psíquica para reconstruir tal discontinuidad), o en esa forma psíquica de la disconti­nuidad que es el horror. E l sinsentido también puede derivar hacia la alegoría que reconstruye el sentido. Benjamín observa cómo la alegoría es una de las recurrencias de la literatura moderna, y una de sus expli­caciones puede encontrarse en esa intencionalidad de crear «formas superiores de sentido», en una literatura imantada hacia la exploración del sinsentido.

Finalmente, por su capacidad de nombrar lo imposible, lo irreal, el discurso de las paradojas se convierte en discurso de la materialización de lo invisible, de allí que sea el sustrato discursivo fundamental de las religiones.

La paradoja —señala Ferré (1969: 288-90)— anida en las entrañas de la religiosidad... La paradoja trabaja por la penetración de Dios en el hombre o de lo eterno en el tiempo y es la conciencia de esta penetración... La relación del hombre con la divinidad, incluso la gloriosa y beatífica, siempre será paradojal.

Con la paradoja refutamos lo real en el acto mismo en que nombra­mos lo irreal, lo invisible. E n su intencionalidad estética de explorar el sinsentido y las formas alternas de lo real, la literatura moderna se ha fundado muchas veces en estructuras paradojales. Las novelas de Lewis Carroll son en este sentido textos fundacionales de un mundo paradojal que permanentemente deriva hacia la alegoría y el humor; en otro sen­tido, el personaje de la gran novela de Robert Musil, Ulrich, realiza su travesía entre una multitud de personajes y situaciones que lo colocan, de manera irrisoria, en situaciones paradojales que conviertenfiAom-bresin atributos (1930 y 1942) en una de las novelas modernas carac­terizadas por la reflexividad. Sin duda, como veremos, las situaciones absurdas de los personajes kafkianos son situaciones con un sustrato paradojal. Igualmente podríamos decir que muchos de los universos ilusorios borgianos, por ejemplo los de «Tlón, Uqbar, Orbis tertius» y «Las ruinas circulares», parten de la realidad imposible de las parado­jas. E n algunos momentos de su obra Borges cita y refiere las aporías de Zenón; esta referencia, a la par de responder a la irónica erudición que atraviesa la obra borgiana, devela uno de los principios estéticos de la

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obra del autor argentino: la refutación de lo real en la representación lúdica de estructuras paradojales. E n otro sentido, el sistema poético de José Lezama Lima se articula en una serie de paradojas expresamente enunciadas. Podríamos decir, parafraseando a Edgar Morin, que la li­teratura moderna, a diferencia del temor lógico de Russell, se alimenta de las paradojas en lugar de morir de ellas.

LO ABSURDO Y LA EXPERIENCIA DE LA ALTERIDAD

Un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda ligado a ello para siempre.

Albert Camus

El absurdo es la asunción de la incongruencia del mundo, de la manifestación del sinsentido. Con Aristóteles, tal como ya hemos señalado, sabemos que el sentido se hace posible en lo real en dos ver­tientes estrechamente ligadas: la causalidad y la finalidad. La explica­ción causal de los hechos y su sentido final instauran la homogeneidad de lo real, su contexto de presuposiciones, la tranquilidad de su recono­cimiento. «Sin el supuesto de la causalidad y la finalidad —señala Rupert Riedl (1981: 6 4 ) — no se podría pensar razonablemente. Kant fundó la necesidad de la causalidad y la finalidad en sus grandes escri­tos: La causalidad en la Crítica de la razón pura, la finalidad en la Crítica del juicio».

La manifestación de lo absurdo en lo real se produce de esta forma de dos posibles maneras: como ruptura de la presuposición de causalidad y/ o como supresión de la finalidad, clausurando de este modo las fuentes del engendramiento del sentido. La presencia de una causa o de un efecto insólitos (que rompa cualquier parámetro de presuposiciones) asumido como «normal», se convierte en una experiencia del absurdo; los aconte­cimientos asumidos como normales pero que no responden a ninguna finalidad configuran también una situación del absurdo.

La experiencia del absurdo cuestiona los más exaltados optimismos de la modernidad: el determinismo causal (que dio origen a la fe en la ciencia clásica) y la finalidad (que dio origen a la mitología del progre­so y a una versión ya no teológica del destino divino, sino racional de la superioridad del hombre sobre la naturaleza y sobre el mismo hombre).

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El año de 1789 es importante en esta «mitología» de la modernidad: se produce la Revolución Francesa que instaura la certeza de la travesía ascendente del hombre hacia la libertad; y Darwin publica La evolu­ción de las especies, que instaura la certeza de una evolución biológica hacia la superioridad del hombre; se instaura lo que Jacques Derrida ha denominado «la mitología blanca».

La teoría de la evolución —señala Jacques Monod (1970: 51)— en vez de hacer desaparecer la ilusión (antropocéntrica) parecía confe­rirle una nueva realidad haciendo del hombre no el centro, sino el heredero por siempre esperado, natural, del universo entero ... fue preciso esperar a la segunda mitad del siglo XX para que el nuevo espejismo antropocéntrico incluido en la teoría de la evolución se desvaneciese.

El progreso y la ascensión histórica del hombre hacia la libertad revela­ron su sentido ilusorio y develaron el paso del hombre no hacia la liber­tad sino de una forma de servidumbre a otra (caracterizando una de las más novísimas: la servidumbre a las leyes del mercado); del mismo modo el optimismo de la evolución biológica reveló su rostro terrible de poder y de certeza de la superioridad de razas. Jean Servier (1964: 9 y 54), por ejemplo, ha refutado la razón científica de la evolución y ha denunciado su contenido racista:

Nuestros manuales escolares, nuestros museos, insistiendo en convertir al mono en el antepasado de la humanidad, inculcan los principios básicos del racismo al considerar a los hombres de las civilizaciones tradicionales como fósiles-testigos, jalones del cami­no real que conduce al trono del hombre blanco, el único adulto y civilizado, cabal resultado de toda evolución.

Para Servier la teoría de la evolución no hace sino servir de legitima­ción ideológica a las actitudes racistas:

La teoría del evolucionismo se ha insinuado hasta en las ciencias que se proponen el conocimiento del hombre. Su contribución ha sido la temible división de la humanidad en razas superiores y en razas inferiores: afirmación llena de consecuencias, pero que sosiega el espíritu y halaga al hombre blanco a quien ella convierte en el resul­tado de la creación.

En contraposición a esta «ilusión», Servier destaca el lenguaje, pre­sente en todas las culturas e instrumento único de creación cultural, y

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señala, en refutación de la superioridad instaurada por la evolución: •El hombre tiene las mismas estructuras mentales cualquiera que sea la civilización a la cual pertenezca». La finalidad, certeza instauradora del sentido de lo real, revela de este modo sus monstruos, instaura sus terri­bles mitologías. -Mitología blanca —señala Derrida (1971: 253)— que reúne y refleja la cultura de Occidente: el hombre blanco toma su propia mitología, la indoeuropea, sulogos, es decir, elmythos de su idioma, por la forma universal de lo que todavía debe querer llamar la Razón». La finalidad, esa persistencia del humano ser por darle a todas las cosas y aconteceres un sentido, revela su fragilidad, su «construcción», como la realidad que comporta. Causalidad y finalidad marcan de este modo el derrotero de cultura en Occidente.

Durante milenios —señala Paul Watzlawick (1981: 83)—, desde Aristóteles pasando por Descartes y Newton hasta el pasado reciente, este pensamiento construye no sólo la imagen científica del mundo sino también la imagen social. De este pensamiento derivan también en última instancia los conceptos occidentales de responsabilidad, de derecho y de culpa, de moral, de estética y de ética y sobre todo los conceptos de lo verdadero y lo falso.

Frente a la causalidad y la finalidad, el absurdo se revela como el abis­mo de la carencia de sentido, tanto en la causalidad como en la finali­dad, pero en la intuición misma de un sentido superior. «En el abismo habita la verdad» señalaba Schiller, y el absurdo, en el estado de náu­sea, que según Sartre provoca, señala quizás esa otra verdad.

Freud y Nietzsche, Kierkegaard y Kafka, van a interrogar desde perspectivas distintas y confluyentes, el sinsentido del absurdo, a ver en sus rasgos los signos de la contradictoria y endeble naturaleza del hombre, atraído por las certezas tranquilizadoras de lo real, y por las imantaciones de los abismos de la alteridad.

Para Freud el sinsentido del sueño (como el sinsentido de los actos inconscientes de cualquier naturaleza) no hace sino expresar el sentido último, el del deseo. Más allá de las lógicas que objetivan lo real, Freud descubre y describe los procedimientos de otra lógica más profunda que expresa lo que está sometido a la coacción. Así, en la dualidad constitu­tiva del hombre entre consciente e inconsciente, el discurso habla de dos maneras: con la certeza sobre el mundo, y con el jeroglífico «absur­do» del deseo. Este segundo discurso se expresa no sólo en los sueños sino también en los chistes, juegos de palabras, olvidos, signos expre­sados de manera no consciente, etc. La portentosa obra de Freud que

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tanto ha influido en la reflexión sobre el hombre, nos enseña que en el acto de transgresión de las formas objetivadoras de lo real, en el vértigo del sinsentido que allí se genera, otro sentido se expresa, el sentido coaccionado e indestructible del deseo.

Para Nietszche, la causalidad y la finalidad son -simples consecuen­cias de la voluntad de poder que se desarrolla en todo acontecimiento», que establece un orden jerárquico e instaura «la apariencia de orden de medios y finalidades». D e este modo la reflexividad nietszcheana se constituye en una crítica al poder, a lo real, y a la verdad que lo instaura, a ver en lo falso y en la mentira una puerta de libertad, y a concebir lo absurdo como «atributo de la autenticidad». Heredando la noción de «realidad como representación», de Schopenhauer, Nietszche concibe que toda objetivación de lo real es una máscara que oculta su verdadera constitución: la apariencia. Con Freud y Nietszche, como nunca antes, la reflexividad revela los procesos de construcción de lo real y la ver­tiente absurda del humano ser.

Kierkegaard y Kafka se acercan en su concepción del absurdo como expresión de la condición humana: para ambos lo absurdo esta allí, en el más inmediato acontecimiento «normal», gestando el movimiento metafísico de la imposibilidad, de la angustia, de la orfandad.

Para Kierkegaard (1844:181) el absurdo genera el sentimiento más humano, la angustia. -Si el hombre fuese un animal o un ángel, — s e ñ a l a — no sería nunca presa de la angustia. Pero es una síntesis y, por tanto, puede angustiarse, y cuando más hondamente se angustia tanto más grande es el hombre». El autor de Temory temblorconcibe el sentimiento del absurdo como uno de los caminos del hombre hacia Dios. Si el absurdo es la carencia de sentido, allí se albergará el sentido superior, la búsqueda de Dios, que se revelará a través de la fe. Así, en Kierkegaard, el sinsentido del absurdo no hace sino gestar el sentido de la esperanza. «Lo único que en verdad puede armarnos caballeros con­tra los sofismas de la angustia — s e ñ a l a — es la fe, es el denuedo de creer que el estado mismo es un nuevo pecado, el denuedo de dar con­traorden a la angustia sin angustia; lo que hace es más bien, arrancarse por la fuerza eternamente a la mirada mortal de la angustia». Para Kierkegaard el temor, la ansiedad, la angustia generada en el hombre por el sentimiento del absurdo, son expresiones emocionales necesa­rias en la búsqueda de la fe. Por ello llegará a afirmar (1846:137): «La fe es la más alta pasión del hombre». El absurdo, de este modo, como las paradojas de la religiosidad, se convierte en Kierkegaard, en «una forma superior de testificar», en camino hacia la divinidad. Más de

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cien años después de la publicación de, El concepto déla angustia, Jean Delumeau (1978: 33) retoma, desde una perspectiva secularizada, la angustia kierkegaardiana, y la convierte en el rasgo fundamental del hombre moderno:

Para Kierkegaard, que publica en 1844 su obra sobre el concepto de la angustia, es el símbolo del destino humano, la expresión de su inquietud metafísica. Para nosotros, hombres del siglo xx, se ha con­vertido en la contrapartida de la libertad, en la emoción de lo posi­ble. Porque liberarse equivale a abandonar la seguridad, a afrontar un riesgo. La angustia es, por tanto, la característica de la condición humana y lo propio de un ser que se crea sin cesar.

Ya Camus (1951: 43 y 50) había señalado que «es casi imposible ser lógico hasta el fin», que «un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda ligado a ello para siempre», y que lo absurdo «es el esta­do metafísico del hombre consciente». El absurdo aflora de este modo en la conciencia crítica, en la inteligencia irónica que ve, más allá de lo real, y en sus entrañas mismas, la manifestación abismal del sinsentido. La modernidad, indica Thomas Mann, «cultiva una simpatía por el abismo», y podríamos decir que ese abismo es el obligado hallazgo de la conciencia crítica.

¿Es la obra narrativa de Franz Kafka la expresión estética de las ideas de Kierkegaard? Es posible pensar una respuesta afirmativa al observar el absurdo kafkiano como expresión de la naturaleza del hombre; es posi­ble observar una diferencia fundamental al observar que el hombre del absurdo kafkiano parece tener cerrado el sentido afirmativo de la espe­ranza y de la fe. La manifestación de lo absurdo en la más intrascendente cotidianidad, y la falta de asombro ante el hecho inesperado, hacen de los personajes kafkianos seres sumergidos en inesperadas vertientes del ab­surdo y de la imposibilidad: el Agrimensor, imposibilitado de llegar a un Castillo que está allí, sin embargo, a pocas horas de camino; Joseph K, sumergido en la extraviada burocracia de un proceso, y una condena que llegará irremediablemente pero que no arranca en el personaje la más mínima pregunta sobre su causa o naturaleza; la metamorfosis de Gregorio Samsa, que es la literalización absurda de una metáfora de una condición humana, asumida en sus efectos, en el espesor de una cotidia­nidad que persiste en mantenerse en términos de normalidad. Quizás el más kierkegaardiano de los personajes kafkianos sea Karl Rossman, el protagonista de América, quien, a pesar de caer en «el teatro natural de Oklahoma», como en un juego de máscaras donde se oculta el mal,

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tiene un atisbo de fe interior que es más difícil de observar en los perso­najes de las otras obras. Gregorio Samsa, enLa metamorfosis, no llega a preguntarse firmemente sobre lo insólito de su transformación, y sus preocupaciones derivan hacia su falta en el trabajo y en el hogar. La condición absurda de Samsa nos enfrenta a la experiencia del vivir des­de la discontinuidad: la metamorfosis no es sino una muerte que no abandona los ámbitos de la vida, que se convierte en una presencia desgarradora, estremecedora. La muerte final de Samsa no es sino una segunda muerte, la que definitivamente lo separa de la vida y permite que ésta discurra por los carriles de la normalidad; pero mientras esto no sucede, esa -muerte-, presente en la metamorfosis de lo horrible, devela con su absurdo el absurdo mismo de la existencia. Es posible establecer una analogía, en este sentido, entre La metamorfosis, y un texto a primera vista distinto pero que nos permitirá, quizás, ver lo horrible de lo otro manifestado en el discurrir de lo cotidiano, en este caso, sin que se produzca la metamorfosis física; nos referimos a «La tercera orilla del río» (1962), de Joao Guimaraes Rosa. E n este relato el personaje decide partir, pero se queda a mitad del río, en una imposible tercera orilla que impide la integración o la exclusión (situaciones que permitirían a la cotidianidad retomar su discurrir) y que convierte a la muerte (pues la partida, simbólicamente, se vive como una muerte) en una presencia insoportable en la vida. Lo absurdo, así, se ha manifesta­do y cuando lo que ha debido quedar oculto se ha manifestado, como nos enseña Freud, se produce la experiencia insoportable de lo sinies­tro, de lo ominoso. En El proceso la servidumbre ciega y sin réplica ante el poder innombrable que instaura, por su propio dominio, causalidades y finalidades del absurdo, nos muestra la imagen contra­puesta de Job: la sumisión absoluta al dictamen del poder sin rostro. Joseph K jamás se pregunta de qué se le acusa, ni quién ni por qué; y por mucho que tramite o enfrente su proceso, está condenado de ante­mano. El poder que, como sabemos desde Nietzsche, funda y legitima lo real, no hace sino sumergir al hombre en el sinsentido del absurdo. E n El Castillo el absurdo se presenta por medio de lo que María Zambrano llama el sueño del obstáculo: «Si el Castillo le resulta inac­cesible es porque no le es posible recorrer la distancia que de él le sepa­ra: un camino por el que otras personas van y vienen sin dar signos de fatiga». Zambrano (1965: 158 y 167) contrapone esta parálisis a la aventura, extraviada sin duda, pero llena de acontecimientos de otro héroe moderno, el Quijote:

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La distancia infranqueable que a K le separa del Castillo, señal del obstáculo en los sueños del ser, ha congelado la posible novela. Ha congelado el tiempo ante todo. K, el que sea, no puede ni tan si­quiera ponerse en marcha hacia ese lugar de donde ha sido llama­do. Y esto le distingue en esencia de Don Quijote que nunca llegó al Palacio de Dulcinea y que no lo vislumbró siquiera, pero que desplegó su libertad moviéndose, combatiendo realmente, amando realmente.

E l Castillo es, en primera instancia, el centro hacia donde debe ir K para darle sentido a su viaje y a su estadía, que es como decir, a su vida misma. Pero el Castillo no es un «centro», es un conjunto de edificacio­nes irregularmente distribuidas. El Castillo se ve a simple vista, pero no hay tal Castillo. Su presencia y su ausencia es una de las primeras paradojas de la novela. De allí la corta distancia que hay desde la aldea; de allí la imposibilidad, para K, de llegar hasta él. La lectura que Borges hace de esta obra nos enseña que el absurdo no es sino la exten­sión de la paradoja: la paradoja de Zenón contra el movimiento que señala que un objeto no podrá alcanzar su destino pues el espacio es infinitamente divisible, parece tener una confirmación en K, quien no podrá nunca alcanzar el Castillo. La negatividad de la paradoja y del absurdo, nos revelan, en el «sueño del obstáculo», de Kafka, la nega­tividad misma del ser, su imposibilidad y la ciega y derrotada insisten­cia del ser que revela su naturaleza paradójica, su estar desde la negatividad, en el mundo.

Kafka funda un ámbito, como expediente del ser en el mundo, que será desde entonces una recurrencia en la reflexividad estética de oc­cidente. Recordemos, a título de ejemplo, el «sueño del obstáculo», presente en el filme de Luis Buñuel, «El ángel exterminador» (1962), donde las puertas abiertas y la ausencia de obstáculos físicos, impiden sin embargo la salida de los personajes de la mansión; recordemos la obra de Musil, de Ionesco, de Peter Weiss y, de manera particular, la obra narrativa y teatral de Samuel Beckett.

La insignificancia del ser, el universo informe donde se mueve, su desesperación y su extravío, la negación en el corazón mismo de la búsqueda imposible, el testimonio del hombre mirándose en sus abis­mos, se muestran con indiferencia, con fatalidad, en un conjunto de novelas, Murphy (1947), Molloy (1951), Malone muere (1952), El innombrable (1953), Como es (1962), que son expedientes del ser y su desesperanza. Testimonio paradojal de la imposibilidad, del fraca­so, incluso, de la impotencia de la palabra, las obras de Beckett nos

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revelan, desde una poética del absurdo, lo negativo de la condición humana.

De Kafka a Beckett el absurdo pone en evidencia la condición trági­ca del hombre. Con Gógol pone en evidencia su condición humorística. E n textos como «La nariz» (1842) el absurdo se desvía hacia esa forma de reconstrucción del sentido que es el humor. Como Gregorio Samsa, el personaje de «La nariz», amanece un día insólitamente transforma­do: no tiene nariz; pero ese hecho no lo hunde, como a Samsa, en el abismo de la negatividad, sino que lo hace protagonista de una serie de vicisitudes insólitas, atravesadas por un gran humorismo, que lo lleva­rán a la recuperación de tan preciada parte del rostro. C o n Kafka el absurdo coloca al ser en el vértigo de la negatividad; con Gógol en el horizonte, a veces inesperadamente patético pero siempre festivo del humor. Estas dos líneas, deslindables sin duda en la literatura moderna del absurdo, sin embargo permanentemente se cruzan y se prestan sus atmósferas, sus tonos, sus inflexiones.

Borges y Cortázar, Felisberto Hernández y Julio Garmendia, por ejemplo, expresan, en la literatura latinoamericana del sigloxx, el ab­surdo en distintas modalidades estéticas.

E n una derivación estética, permanentemente irónica y lúdica de las tesis filosóficas que suponen una refutación de lo real, de Zenón de Elea a Berkeley y Schopenhauer, la narrativa de Jorge Luis Borges lleva a hallazgos estéticos inesperados la condición absurda de la existencia hu­mana, en un mundo que es una apariencia, una proyección imaginaria, un simulacro. Quizás no se ha señalado con énfasis la similitud de intencionalidad estética entre Borges y Lewis Carroll. Ambos son, como creadores, homo ludens, en el sentido que Johan Huizinga le da a esta expresión: ambos asumen una referencialidad lógica y filosófica para poner en escena el juego del sinsentido y de los simulacros. Si hay una crítica al ser y a lo real en la estética de estos creadores no se produce en la angustia o desde una desgarradora desesperanza, sino desde el brillo estético del juego y de la elaboración consciente de la fabricación de la ilusión (podríamos decir incluso que ésta es la dominante en estos cuatro autores a los que hacemos referencia). La noción de ironía, tal como fue formulada por Friedrich von Schlegel, alcanza aquí una de sus expresio­nes más profundas y sorprendentes. Dos de las nociones recurrentes en Borges, «conjetura» y «laberinto», expresan claramente la expresión es­tética como reflexividad y juego de la inteligencia, y la asunción del mun­do como una construcción, como un laberinto, pero falso. Borges, como Red Scharlach, el asesino constructor de laberintos falsos en «La muerte

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y la brújula» (1944), no hace sino crear ilusiones para revelar, en la pro­fundidad filosófica del juego estético, el carácter ilusorio de lo real.

La narrativa de Julio Cortázar, en especial su cuentística, se coloca, mutatis mutandis, en esta perspectiva estética: la exploración de lo fan­tástico, la figuración estética del doble y, sobre todo, la manifestación del absurdo, son recurrencias cortazarianas, desde Bestiario (1951), y a lo largo de su extensa cuentística. Así por ejemplo, la irrupción de lo otro, asumido en una atmósfera de -normalidad» que hace aflorar el absurdo, como se da en «Casa tomada», la mirada como hilos desde la alteridad, en textos como «Ómnibus» u «Oxolotl», el juego ana-gramático y la llamada del doble, tal como se expresa en «Lejana», la simultaneidad de destinos y tiempos históricos, como en «La noche boca arriba», la prolongación de la ficción en la vida, como en «Conti­nuidad de los parques», son ejemplos, entre innumerables textos que indagan en la perplejidad y lo insólito, que hacen de la cuentística de Cortázar una de las propuestas latinoamericanas de grandes hallazgos en la indagación estética del absurdo.

Si el absurdo puede ser considerado como uno de los rasgos reflexi­vos de la conciencia irónica de la modernidad, puede decirse que Felisberto Hernández y Julio Garmendia, a partir de la década del vein­te, son iniciadores, en Latinoamérica, de una «tradición» de la moder­nidad que no deja de sorprendernos con hallazgos estéticos.

E l «extraño» mundo felisbertiano, deFulano de Tal (1925) a Tierra déla memoria (1965), desde una estética del absurdo, nos presenta por lo menos tres instancias deslindables en el relato: la presencia del yo dividido, las formas de la representación, y la postulación de una esté­tica. Partiendo de la intuición de lo absurdo corporal, ya planteado por Gabriel Marcel en su Diario metafísico (1927), que crea la dualidad entre «ser cuerpo» y «tener un cuerpo», sin duda una de las génesis del imaginario del doble, la narrativa de Felisberto Hernández nos presen­ta la escisión del yo en el extrañamiento de lo corporal, y en el desga­rramiento entre una realidad de degradación y Lina figuración deseante de realización; esta escisión se proyecta en formas absurdas y obsesivas de representación: las muñecas, en «Las hortensias» (1949), las som­brillas y escenas, en «El balcón» (1947), los juegos de la visión en «El acomodador» (1947), la insólita casa inundada, en correspondencia con el cuerpo de Margarita, enLa casa inundada (1960); el túnel, en «Menos Julia» (1947), se presentan como las concreciones simbólicas de la representación, donde el absurdo se une a Lina representación del deseo y donde se postula una estética: la del texto como ilusión y pro-

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ducción (en las recurrencias en la representación, de los medios y ayu­dantes ocultos o evidentes de esa representación, en la disposición del espectáculo y, como irrupción, la continua manifestación del tragar/ expeler, etc.), en la dialéctica entre plenitud y carencia del arte (que pone en evidencia parodias de lo sublime y lo cursi en el arte, la inver­sión de sus valores y, con ello, la inversión de los valores de la represen­tación, que nos presenta al artista como artista del hambre, etc.), y todo en derivaciones hacia lo grotesco y hacia el humor.

La tienda de muñecos (1927), de Julio Garmendia, parece abrir otra vertiente, en América Latina, del discurso moderno: lo fantástico y lo absurdo unidos al humor y a la reflexividad festiva de la obra literaria ante su propia producción. E n el prólogo que Jesús Semprúm escribe para la primera edición del libro, afirma que Garmendia no tiene ante­cedentes en la literatura venezolana. Hoy podemos afirmar, con Ángel Rama, que en el momento de la aparición de La tienda de muñecos, Garmendia se inscribe en una amplia familia latinoamericana que en­tiende la literatura como una festiva e insólita manera de profundizar la fisura entre la literatura y la vida; familia a la que pertenecen sin duda Julio Torri en México, Graca Aranha en Brasil, Macedonio Fernández en Argentina, y, como indicáramos, Felisberto Hernández en Uruguay.

Quizás en «El cuento ficticio», de Garmendia, tengamos uno de los primeros textos latinoamericanos de ficción que tiene como referente su propia reflexividad. La condición del héroe que, como un nuevo Quijote, realiza la travesía para rescatar una vez más el carácter verda­dero de lo imaginario, y la vindicación, a la vez apasionada y paródica, de lo ilusorio de la ficción hacen de «El cuento ficticio» un «manifiesto» de modernidad. Quizás nunca antes como en «La tienda de muñecos», «La realidad circundante» y «El librero», la ficción en el continente había abierto las compuertas que unen y separan lo real y lo imagina­rio, uniendo a lo absurdo esa forma leve del humor que a falta de otra palabra llamaremos perplejidad. Quizás nunca como en «El alma» y •El difunto yo», la pantalla de la subjetividad fue testigo y horizonte de la insólita presencia del otro, que aparece allí para escenificar el despo­jo y el engaño que hacemos de nosotros mismos. E n «El alma» la pre­sencia del diablo nos coloca una vez más en esa tradición del pacto demoníaco que adquiere rasgo de modernidad con Goethe, que se ha abierto en infinidad de variantes desde entonces, y que en el cuento de Garmendia, como en «El alguacil alguacilado», de Quevedo, hombre y diablo miden sus propios engaños demoníacos . E n «El difunto yo»,

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el absurdo del otro que es «yo» sin serlo, se convierte a la vez en un absurdo lingüístico que se desborda hacia el humor. Con la publicación de La tienda de muñecos, lo fantástico, el absurdo y la levedad del hu­mor abren el horizonte de una magistral literatura, la de la sensibilidad moderna atravesada por la conciencia irónica.

Borges y Cortázar, Felisberto Hernández y Julio Garmendia hacen una literatura en América Latina: la del absurdo como juego de la inte­ligencia, como simulacro a la vez festivo y escéptico, como derivación hacia las formas leves del humor. Con Juan Carlos Onetti y Salvador Garmendia, por ejemplo, lo absurdo alcanza otra dimensión, en heren­cia creadora de los universos narrativos de Franz Kafka.

La extensa obra narrativa de Onetti, deElpozo (1939) aCuandoya no importe (1993) es, desde una poética del absurdo y de lo grotesco, una indagación sobre el sinsentido de la existencia, un registro exhaus­tivo del sopor y de la abyección del hombre que cae sobre sí mismo, en el silencioso derrumbamiento de las ilusiones e ideales, que, en su mas­carada, en sus signos de la falsedad, convierte toda afirmación humana en una caricatura, en el lastimoso espectáculo de la derrota. Moncha Insaurralde, por ejemplo, enLa novia robada (1968), en su alucinante recorrido de meses por la ciudad, vestida de novia, en busca de un no­vio que ya ha muerto, convierte la ilusión en el más feroz engaño, en uno de los caminos hacia el suicidio. EnLa vida breve (1950), uno de los personajes, Brausen, inventa una ciudad, Santa María, y desde en­tonces, en posteriores textos narrativos, esa ciudad inventada será el lugar para la representación de la angustia del ser. EnLa novia robada y en Jacob y el otro (1961) Santa María es la ciudad del extravío y la derrota, e n Z « muerte y la niña (1973), es una ciudad en ruinas; en Cuando entonces (1987) aparece como referencia de otra ciudad, La-vanda y, reaparecerá como una obsesión, con el más ambiguo y repre­sentativo de sus personajes, el Doctor Díaz Grey, en su última novela, Cuando ya no importe (1993). La ciudad es la proyección sórdida e irónica de la interioridad del ser, de la crueldad y de la imposibilidad de la comunicación y del existir, y del absurdo como una postergación de lo absoluto de la muerte. La invención de Santa María parece respon­der a la obsesiva necesidad de representación que en la narrativa de Onetti busca un sentido que se revela como imposible. Podría decirse que en todos sus relatos se encuentra esta necesidad de representación, de repetir imágenes que regresan punzantes y desdibujadas a la memo­ria, de satisfacer ansias de desciframientos de sueños y angustias. Un relato paradigmático en este sentido es «Un sueño realizado» (1941),

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donde la representación de un sueño indescifrable, como el señalamien­to del culpable en Hamlet, necesita ser representado para que emerja a su sentido que se desdibuja, quizás, en las vidas miserables, como una promesa de felicidad; la representación, como en Hamlet, hace emer­ger ciertamente el sentido, pero, paradojalmente, éste es el sinsentido de la muerte. Los personajes onettianos, Jasón en Tiempo de abrazar (1974), Linajero en El pozo, Brausen en La vida breve, Larsen en El astillero (1961) yJuntacadáveres (1964), y el Doctor Díaz Grey, atra­vesando, como otros, varias obras, hilando la angustiosa y perfecta ce­rrazón de ese universo de la desolación y la soledad, proyectan en imágenes, en representaciones, ilusorias ansias que fatalmente se con­vierten en atmósferas de pesadillas. Como en Beckett, la escritura de Onetti se sitúa en la paradoja de ser escritura de la imposibilidad. De pronto, en ese universo, un atisbo de salvación parece dibujarse en la afirmación de la juventud, única capaz de refutar la sordidez de la exis­tencia, pero que lleva la negación en sí misma al estar condenada a lo efímero; y la escritura, que por momentos se ofrece como una salida, para inmediatamente ser olvidada en el fragor de la sordidez del exis­tir. La narrativa de Onetti es reflexividad sobre la condición humana, sometida a los engañosos simulacros de lo real, desgarrada por el sinsentido de la existencia, abrumada por la imposibilidad de la salva­ción, extraviada en la lenta e implacable disolución de ser. La obra de Onetti es una de las más estremecedoras manifestaciones, en la narrati­va latinoamericana del sigloxx, de la negatividad del ser.

En el fragor de las construcciones utópicas la obra de Juan Carlos Onetti tendrá una discreta recepción, y no será sino hasta la apertura, quizás como una herida, de lo que con Lipovetsky podemos llamar la •sensibilidad postmodema», cuando la obra de este escritor empieza a ser leída con fervor, y empieza a ser vista como un espejo de nuestra más inmediata contemporaneidad. La sensibilidad postmodema em­pieza a ver como suyo «el compromiso esencial con la condición huma­na» que despliega el mundo onettiano, desde la publicación deElpozo, en 1939.

Onetti (1966: 537) ha situado su indagación narrativa en el vacío dejado por la ausencia de Dios. Así, señala expresamente:

Creo que existe una profunda desolación a partir de la ausencia de Dios. El hombre debe crearse ficciones religiosas. El hombre debe vivir actos religiosos (debo aclarar que no me refiero exclusivamente a la vivencia de un templo). La pérdida del sentido a causa del alcohol,

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o a causa de estar escribiendo casi obsesivamente o el momento en que se hace el amor, son hechos religiosos. La vida religiosa —en el senti­do más amplio— es la forma que uno quiere darle a la vida.

E n esta declaración encontramos el señalamiento de la desolación, de la ausencia de Dios, pero también la razón de lo imaginario y de la escritura («ficciones religiosas»), como posibles salidas de salvación. Así dirá enLa vida breve (1950): «Cualquier cosa repentina y simple iba a suceder y yo podría salvarme escribiendo». Esta posibilidad de salvación, que se presenta de manera compleja en el universo onettiano, explica también la fidelidad del escritor a su obra, y la coherencia de su escritura.

Onetti se ha confesado lector de Schopenhauer, y esta confesión, creemos, no es inocente. Como en Schopenhauer, en Onetti lo real se presenta no como lo dado sino como una representación a veces inde­terminada, a veces equívoca. E n el mundo de la desolación y sin Dios, tal como se verá después de Schopenhauer en la filosofía de Nietszche, sin el apoyo de una verdad incuestionada, lo real se vuelve movedizo e incierto, y el humano ser desprende su mirada de las ansias de su tras­cendencia para ser testigo del crujir de su propio deterioro y del abismo de su muerte. La narrativa de Onetti es testimonio de esta implacable mirada, de esta insostenible conciencia.

Según María Zambrano (1973: 155), el hombre «es el ser que pade­ce su propia trascendencia»; ese padecimiento lleva a los personajes onettianos a crear otros mundos donde puedan ser otros, donde puedan salir de sí, de su condición de decadencia; en ese salir de sí, a veces, brilla, levemente, un signo de pureza o salvación, pero, de manera irre­mediable, se encontrará, a veces con mayor énfasis, su trágico destino. E l personaje onettiano es, en sentido kantiano, ciudadano de dos mun­dos, pues continuamente sale de sí para vivir equívocas representacio­nes de lo real.

Sin duda que la más inmediata dualidad de mundos se presenta, su­brayémoslo, enLa vida breve, novela de permanentes duplicidades (en el seno mismo de la carencia, de la mutilación), donde la morfina, usa­da en el tratamiento de la mutilada Gertrudis, lleva a Brausen a imagi­nar una ciudad y un personaje, Diaz Grey, que trafica con morfina. E n el guión de cine que escribe, Brausen crea la ciudad imaginaria de San­ta María, iniciando una de las más impresionantes sagas narrativas que tendrá su intento de clausura enDejemos hablar al viento (1979), pero que es retomada en Cuando ya no importe (1993), su última novela. E n

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ese universo se desarrollarán sus grandes novelas y la mayoría de sus cuentos; en él, como parodia de un mundo sin Dios, Brausen se conver­tirá en el Dios a quien se dirigirán las invocaciones y juramentos, pero también las imprecaciones, como ocurre con el comisario Medina, en Dejemos hablar al viento. E n ese universo las duplicaciones equívocas se suceden sin cesar, desde el carnaval que abre y cierra La vida breve, hasta el mundo de sinsentido y pesadilla, como simulacro de una vida con logros, que mantiene Larsen, en El astillero (1961). Larsen va a sintetizar lo que es uno de los sentidos representacionales de la obra onettiana: la del ser sumido en la degradación, que intenta salir de sí, crear la representación de otra realidad donde la salvación sea posible, pero donde se reencontrarán, con mayor ferocidad, las aristas de la de­gradación que lo hieren y lo conducen, muchas veces, a la muerte. Con intención de ejemplificar esta recurrencia, quisiéramos hacer mención de por lo menos cuatro breves textos: «Esbjerg, en la costa» (1946), «Jacob y el otro» (1961), «Un sueño realizado» (1941) y «El infierno tan temido» (1957). E n «Esbjerg, en la costa», asistimos a la proyec­ción de un mundo idealizado desde la realidad de la degradación, y la manera como esa proyección se convierte en una suerte de «peso» que hunde aún más a los personajes en su condición degradada. Degrada­ción del matrimonio (ella, Kirsten, «corpulenta»; él, Montes, «bajo, aburrido y nervioso») y del trabajo. Mundo degradado donde nace, de pronto, la proyección, desde la subjetividad de Kirsten, de un mundo idealizado, el de la lejana Dinamarca («Le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle, o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones...»), para hacer posible el viaje a ese lugar donde «los árboles eran más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único aun mezclado con los otros olores de los bosques», Montes roba y, como decíamos, el acto para hacer realidad el deseo es otro abismo de degra­dación que clausura la posibilidad de su realización. El silencioso ho­rror se muestra, sin embargo, cuando la ilusión se mantiene, como la terrible «ilusión» sostenida por Larsen en El astillero, más allá de toda refutación por parte de lo real: «Le digo que iba siempre al puerto, a cualquier hora, a mirar los barcos que salen para Europa». La frágil y terca representación de un deseo, en esbozo imposible de la utopía, des­taca, por contraste, la realidad de abyección y la imposibilidad de la felicidad humana. E n «Jacob y el otro», la indeterminación de los acon­tecimientos y la verdad, que va uniendo sus piezas en el testimonio de

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los diversos narradores, va revelando la condición abyecta de la repre­sentación: la del desafío y la lucha de un campeón, vencido por la edad. La representación engañosa es montada por Órsini, de un desafío que no sería tal, y por la intransigencia de la novia del retador de hacer verdad la representación del desafío, pues «necesitamos los quinientos pesos para casarnos». La presentación, en los inicios del relato, de una mujer «pateando» y «escupiendo» al «cadáver», se ofrece como una escena sin sentido; el progreso de las historias la dotará de sentido: la ciega crueldad ante un deseo, en primera instancia noble y no cumpli­do. E l inesperado triunfo de Jacob, por otra parte, invierte a su vez los signos y se ofrece como la desolada derrota de la condición humana. E n «Un sueño realizado» asistimos de nuevo a ese sentido de la duplicidad: en la situación de degradación de los personajes se abre la posibilidad de una representación, en principio absurda, pero donde, inesperada­mente, se muestra algún signo de felicidad. «Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella... Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente». La representación, como una suerte de Hamlet dentro del Hamlet — y como paródicamente se expresa en las reiteradas bromas de Blanes-— revelaría el sentido (que, como se sabe, en el Hamlet sería el señalamiento del asesino del padre; y en el sueño representado de la mujer, en el cuento de Onetti, en la manifestación del intuido atisbo de felicidad). E l sentido se revela, ciertamente, pero como imposibilidad: el sentido del sueño representado, como en el Hamlet, es la propia muerte, la negación de todo sentido. E n «El infier­no tan temido», las fotografías enviadas a Risso por Gracia César, no sólo articulan la insólita representación de una venganza, sino, en un continuo acto autodestructivo y cada vez más abyecto, muestra la inusi­tada crueldad que puede encerrar el sentimiento amoroso. Estos textos son señalados a título de ejemplos: no pretendo agotar en tan breves comentarios la complejidad de composición y sentido que entrañan; quiero solamente destacar ese «compromiso esencial con la condición humana» de la narrativa de Onetti, que lo lleva a revelar el desamparo del ser, y las representaciones ilusorias con que se aferra, con callada, a veces inconsciente desesperación, a la vida.

La representación equívoca pone en cuestionamiento la verdad y lo real, revela la pretensión de la verdad de convertirse en la legitimación de lo real. EnElpozóse plantea, de manera expresa, ese cuestionamiento de la verdad: «Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más

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repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene». Sin duda que el relato no reflexivo se propone instaurar una verdad: se propone como un mode­lo de la vida, como su ideologización; el relato, por el contrario, que parte del cuestionamiento de la verdad, se cuestiona permanentemente a sí mismo, se desconstruye, abriéndose hacia el sinsentido y la indetermina­ción, hacia la conjetura y la permanente refutación.

Quizás/tora una tumba sin nombre (1959) represente, de manera clara, la multiplicidad de sentidos que pueden desprenderse del relato, de una diversidad de relatos sobre el mismo hecho, borrando los límites entre la falsedad y la verdad. La extraña historia de Rita y el chivo, que empieza con un no menos extraño entierro, pone en evidencia, por las variantes del cuento, que la ilusión de realidad del relato no hace sino crear representaciones de lo real, y que la verdad no está dada sino que nace de esas representaciones.

Onetti, es sabido, fue un gran lector de relatos policiacos. Quizás la atracción de este tipo de relatos se encuentre en el impecable proceso de reconstrucción del sentido que entrañan. Jorge Luis Borges (1975: 57), otro gran lector de relatos policiacos, señala:

Edgar Alian Poe, publicó en Philadelphia -Los crímenes de la Rué Morgue», el primer cuento policial que registra la historia. Este rela­to fija las leyes esenciales del género: el crimen enigmático y, a pri­mera vista, insoluble, el investigador sedentario que lo descifra por medio de la imaginación y la lógica, el caso referido por un amigo impersonal y, un tanto borroso, del investigador.

D e este modo, ante la víctima y el enigma sobre quién puede ser el asesino, el sentido (la respuesta a esa interrogante central) se encuentra diseminado en objetos y huellas a primera vista irrelevantes que, sin embargo, para la mirada del detective, se rearticulan en el sentido bus­cado: la revelación del asesino. Si el hombre no puede vivir sino inmer­so en el sentido, el relato policiaco otorga el prodigio de la rearticula­ción del sentido perdido; y en esa rearticulación, refuta la posibilidad del sinsentido.

Si algo fascina del relato policiaco es ciertamente su puesta en cues­tión del sentido: la dramatización de su pérdida y rearticulación. Tal como lo ha señalado Frisby (1985: 231 y ss), el relato policiaco tiene como centro la ratio, en un mundo vacío de realidad. Citando a Kracauer, Frisby ve en el detective la significación de la ratio, que no

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se identifica ni con el criminal ni con el policía, situándose en una dis­tancia irónica: «El detective, como personificación de la ratio, y en virtud de su posesión de las categorías, puede hacer la conexión entre las partes de la diversidad; la unidad de la conexión inmanente se logra mediante la idea». Desde una suerte de malabarismo racional, el relato policiaco nos presenta la escena, mediante el crimen y el enigma, de la disolución o diseminación del sentido, y mediante la racionalidad del detective, su insólita, inesperada rearticulación, como un estelar regre­so a la homogeneidad, a la normalidad, donde el sentido fluye en la inflexión misma de su transparencia.

Sin ser, en rigor, relatos policiacos, algunos textos de Onetti crean la representación del enigma y de la incesante rearticulación de la inteligi­bilidad, no para establecer el sentido final, como en el relato policiaco, sino para revelar que el sentido último es imposible, para indicarnos que naufraga en una red de equívocos. E n «Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput» (1956), por ejemplo, las con­jeturas se van tejiendo, de manera equívoca, alrededor de la pareja que llega a la ciudad; enZos adioses (1953), el juego más preciado es la inter­pretación del destino de los otros, como el establecimiento, inútil y cruel, del sentido de esas vidas enfermas:

En general me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siem­pre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin nece­sitar nada más que verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y esperanza, de disimulo y de reto.

Esa incesante interpretación del destino trágico de los otros, en ese pue­blo de enfermos, revela sin embargo su abyección cuando, ante el nue­vo hombre que llega, comienza la cadena de interpretaciones que crean una vida y un destino llenos de miseria; cadena de interpretaciones que, al final, se revela como una cadena de equívocos que pone al descubier­to la crueldad y el profundo acto de injusticia de la mirada que juzga.

La representación, como el lugar desde donde la condición humana vive las formas de lo real, se presenta en Onetti como el vértigo mismo de lo verdadero y lo falso, como la figuración de idealizaciones que brotan en el seno mismo de la intransferible degradación, como el par­padeo lejano, quizás inaprensible, en el permanente naufragio del hu­mano ser en su propia abyección y miseria, ante el sinsentido de su propia ruina y de su muerte. «Era muy niño —confiesa O n e t t i — cuando descubrí que la gente se moría. Eso no lo he olvidado nunca;

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siempre está presente en mí». Esta aparentemente ingenua confesión, llena de estremecimientos la obra narrativa de Onetti: la conciencia del ser para la muerte enfrenta al humano ser a la conciencia de su propia degradación, de su propia ruina, y hace estremecer los cimientos de lo real y la verdad.

Sin embargo, lo decíamos, un atisbo de salvación se muestra en este universo de representaciones equívocas, de degradaciones implacables. La escritura, tal como lo confiesa Brausen, desde La vida breve, se muestra a veces como uno de los actos posibles de salvación; el regreso a la pureza, o más exactamente, su nostalgia, en contraste con el tiem­po que, desde las entrañas de la vida, destruye, mancha, degrada, se presenta a ratos como una condición edénica, como lo afirmativo hu­mano que, no obstante, desde la conciencia, es lo irremediablemente perdido. -Creo que toda la gente tiene una zona de pureza — h a señala­do Onetti—. A veces, se le murió para siempre. A veces, misteriosa­mente, renace». La pureza, tal como lo ha señalado Jankelevitch (1960: 122), es una de las virtudes más frágiles: «La pureza original no es la edad más antigua de la historia, sino que pertenece a un orden comple­tamente diferente de la historia; de entrada es suprahistórica»; y seña­la: «la pureza no existe, y, no obstante, define nuestra vocación». Esa pureza se encuentra como nostalgia en la obra de Onetti, y por ello el autor podrá decir: «Mi literatura es una literatura de bondad».

La pureza deriva muchas veces en Onetti hacia una nostalgia de la juventud, y por ello la juventud aparece como el lugar de la pureza, sin embargo desvanecida y perseguida en un arco de abyección, como el de­seo desde la imposibilidad. Así, para señalar algunos ejemplos, puede verse enPara esta noche (1943), a Ossorio, el perseguido, acompañado de una niña de trece años; así encontraremos el amor por una adolescente e n La cara de la desgracia (1960); o a la condena de la/ pérdida de la juventud, en «Bienvenido Bob» (1944). La pureza y la juventud aparecen en la narrativa onettiana como el brillo desde la distancia en el humano ser, atenazado por la fragilidad y la finitud de su existencia.

Sin duda que el cuestionamiento de la verdad y el sujeto, de lo real y de los diversos signos de la trascendencia, llevan a una problemática de la duplicidad, de la representación, en una confluencia de signos que son también los signos de la más profunda crisis de la condición humana, la crisis de la conciencia — y de la ceguera— de su desamparo: personajes de la conciencia desdichada, en el sentido hegeliano de la expresión.

La filosofía y la literatura han dado cuenta de esa crisis y ese vérti­go, y la obra de Juan Carlos Onetti se presenta como una indagación

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narrativa de la fragilidad del humano ser, de las infinitas formas de su degradación, y del ansia'de trascendencia que se trama, de manera expre­sa o secreta, en sus representaciones. Es en la complejidad de este radical desencanto, entre los signos de la degradación y el brote, desde la insal­vable lejanía, de la pureza, donde la narrativa de Onetti se encuentra «sometida a su compromiso esencial con la condición humana».

La obra de Salvador Garmendia de Los pequeños seres (1959) a Zas pies de barro (1973), y de Memorias de Altagracia (1974) a Cuentos cómicos (1991), se constituye en expediente fiel de algunas obsesiones fundamentales: la existencia, como conciencia desdichada de la nega­tividad del ser, lo grotesco, cruel y humorístico como signo indiferente del existir, y la infancia, como lugar perdido y del esplendor, donde es posible situar la génesis misma de lo imaginario. La conciencia desdi­chada, tal como la refiere Hegel enLa fenomenología del espíritu (1807), es una visión entre las cegueras del existir, ciertamente, pero no es visión de la inteligencia irónica que establece distancias para elaborar el espe­sor de la reflexividad; es la visión génesis de la angustia, la interio­rización de los desgarramientos del sinsentido y del absurdo de la exis­tencia. La visión de la angustia es la de Mateo Martán, el personaje de Los pequeños seres. Ante la ceguera de los otros que ven en la muerte del jefe la afirmación del futuro de Mateo, éste logra ver, en una interio­rización de la angustia que no es sino, paradojalmente, la ceguera propia de la conciencia desdichada, el sinsentido de todo ascenso, de todo logro. La conciencia desdichada, que es la de Mateo, lo lleva al extravío y a la muerte. ConZospequeños seres Garmendia funda un universo que ex­plorará desde diferentes vertientes en posteriores textos: enZos habi­tantes (1961), el tiempo detenido de un día de fiesta señala la intrascen­dencia y la desesperanza del existir; enDía de ceniza (1963) y La mala vida (1968), la sordidez de la existencia muestra las aristas del absurdo; enLospies de barro, el peso abyecto del existir funda la negatividad en el corazón mismo de la pasión revolucionaria. En estas novelas el cuerpo grotesco se convierte en la ruindad de la existencia, y nos da la recu-rrencia de la mirada que pone, como en relieve, cuerpos que, permanen­temente, se desbordan en su sordidez. E n Garmendia, lo absurdo de la existencia tiene su huella en el cuerpo grotesco. E n este ámbito de negatividad, el imaginario de la infancia, que tiene sus signos en el juego de las metamorfosis subjetivas, se convierte en una posible salida, en una posible salvación. Es el imaginario de la infancia el que se convierte en resistencia (vencida, finalmente) para que Mateo Martán no caiga en la locura; es ese imaginario el que hace leves los cuerpos pesados del gro-

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tesco de las anteriores novelas y lo metamorfosea en el vuelo infantil de la imaginación enMemorias de Altagracia, una de sus más celebradas novelas. En correspondencia con lo señalado, a partir deDifuntos, extra­ños y volátiles (1970), y en textos como Crónicas sádicas (1990) y Cuen­tos cómicos, el absurdo deriva hacia un humorismo, la mayoría de las veces, atravesado por los signos de la crueldad.

Onetti y Garmendia representan, en la narrativa moderna del siglo xx, en América Latina, dos propuestas estéticas del absurdo que con­figuran, con sus diferencias de tonos y lenguajes, pero en un diálogo profundo en intuiciones fundamentales, una reflexividad sobre la natu­raleza humana, sobre la paradojal afirmación del ser en la negatividad que surge del mundo y desde el interior de sí mismo.

E l absurdo, ese «estado metafísica del hombre consciente», es una de las revelaciones, ante la conciencia irónica de la modernidad, de una con­dición del ser y del mundo. La literatura, que es el mapa sensible donde lo moderno inscribe y deja las huellas de sus obsesiones y recurrencias, es claro expediente de esa experiencia de lo discontinuo, de esa puesta en cuestionamiento de lo real, de esa anulación del sentido, de esa reflexividad que es uno de los más profundos estremecimientos del ser.

LA PARODIA, METAMORFOSIS DE LA IDENTIDAD

La parodia es un caso de imitación a través del lenguaje.

Yoshihiko Ikegami

Si la paradoja y el absurdo instauran su reflexividad en la diferencia, la parodia, por el contrario, lo hace en la identidad. La parodia es imitación para, en el mismo instante, ser transformación. De allí que sea a la vez homenaje y crítica del objeto parodiado. Para Freud la parodia es «procedimiento de degradar objetos eminentes», así, por la parodia la conciencia irónica pone en cuestión la jerarquía, lo instituido. La parodia, desde esta perspectiva, no es sino discurso desmitificador, desde lo colectivo, de las élites de poder. Así lo enten­dió Bajtin en su estudio de la cultura carnavalesca, al ver la fuerza de la parodia en la voz colectiva que, de manera festiva, degrada los valores

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altos del poder y de la jerarquía. ¿Es la parodia la presencia de lo popu­lar, de su conciencia, en la cultura? La novela, género paradigmático de la modernidad, es, fundamentalmente, multiplicidad de voces, pre­sencia de lo colectivo y no es irrelevante en este sentido que sea, en la modernidad, el género paródico por excelencia.

E n su paradojal imitación, la parodia crea una conciencia sobre lo real al degradar sus estructuras jerárquicas, y podría decirse que frente a la fijeza a la que propende todo poder, toda jerarquía, la parodia es permanente cuestionamiento desde la conciencia colectiva. A partir de El Quijote, la parodia se hace crítica del poder, de la cultura y de la literatura, y por tanto deviene reescritura e intertextualidad: estrategia de la conciencia irónica.

La noción de reescritura tiene su más claro antecedente en la concep­ción religiosa del texto sagrado (escrito por la mano de Dios) y perdido, y a partir del cual el texto de la reescritura se constituye a la vez como una hermética y como una hermenéutica. La Cabala judía y el Thorá, y las sociedades secretas que por medio de ritos iniciáticos acceden a una ver­dad sagrada y a la práctica de interpretación de esas verdades, asumen la textualidad como una reescritura de un texto fundamental y perdido. De Mallarmé a Lezama Lima, en una trasposición de lo religioso a lo estéti­co, en ese arco de la secularización que es la modernidad, el milagro de la poesía es la revelación, la incesante reescritura de un texto primigenio y fundamental. De allí que en estos escritores la intencionalidad estética se expresa en la metáfora del regreso y del hallazgo del lenguaje esencial.

E n este sentido, el texto paródico es reescritura de un texto anterior, pero no por revelación o hallazgo sino por afirmación y negación, identi­dad y diferencia. Para usar el término introducido por Derrida podemos decir que la parodia es reescritura desconstructiva: desmonta y niega los valores del modelo en el mismo acto en que lo afirma e, incluso, le hace un homenaje. Don Quijote, en este sentido, es la negación festiva de la novela de caballerías, a la vez que es una novela de caballerías. Afirma­ción y negación articulan su paradoja en la conciencia paródica. Booth (1974:111) ha señalado:«(La parodia) es irónica en el sentido de nues­tra definición: hay que rechazar el significado superficial y encontrar, mediante la reconstmcción otro significado, incongruente y superior». Desde la perspectiva de nuestra reflexión, y subrayando lo señalado por Booth, la parodia es, a plenitud, uno de los procesos de la conciencia irónica, la percepción, desde la identidad, de la incongruencia de lo real, de la dialéctica de la identidad y la diferencia, de la identidad y la nega­ción que se encuentran en las fibras mismas de lo instituido.

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Teóricos como Claude Bouché han asimilado la reescritura consti­tutiva de la parodia a la intertextualidad, término introducido por Ju­lia Kristeva en su lectura de la obra de Bajtin. Para Bouché (1974: 31) la relación entre el modelo y el texto paródico es, fundamentalmente, una relación intertextual, y señala: «El texto paródico es, de hecho, un texto construido con otros textos, elaborándose a la vez por ellos y en contra de ellos, de tal manera que perdería toda significación si el mecanismo de referencia que es su principio mismo dejara de ser per­cibido como tal». Reescritura, intertextualidad, degradación, afirma­ción: las formas de la dualidad del discurso paródico; la expresión paródica de la conciencia irónica.

C o n El Quijote, la parodia es crítica y reflexividad, y es posible de­cir que, a partir de entonces, la percepción de lo incongruente se realiza en varias esferas: parodia de la literatura, de la cultura, del poder.

La parodia de la literatura, como nos enseña El Quijote, no es sólo parodia de un modelo literario (la novela de caballerías), que sufre un festivo proceso de degradación y negación, sino que es, a partir de allí, parodia de los elementos constitutivos del género novela que en ese instante se está fundando: héroe y aventura, narrador y procesos cons­tructivos de la obra. La parodia, a partir de El Quijote, funda la reflexividad sobre sí misma, en la obra literaria. Desde esta primera esfera, la reflexión se irradia, como decíamos, hacia las esferas de la cultura y el poder, hacia sus valores y jerarquías. C o n la novela de Cervantes se funda, por la parodia, la conciencia irónica sobre estas tres esferas. Para muchos críticos la parodia es el rasgo constitutivo de la literatura moderna, en especial de la narrativa; y, en efecto, si bien no es el único, sí es uno de los procesos textuales más persistentes como expresión de la conciencia irónica de la modernidad. Entre innumera­bles obras paródicas mencionemos, a título de ejemplo, el Tristam Shandy (1767) de Laurence Steme, que es una incesante parodia de los procesos de construcción de la obra; Bouvardy Pécuchet (1881), de Gustave Flaubert, que parodia las incongruencias y la estupidez del saber y de la cultura; el Ulysses (1922), de James Joyce, que es rees­critura paródica de La Odisea; en América Latina es posible mencionar como un hallazgo estético, dentro de las posibilidades de la parodia, el Pierre Menard, autor de El Quijote (1944),de Jorge Luis Borges, impe­cable escritura, a la vez literal y paródica, de la obra fundadora de la escritura paródica de la modernidad; es posible mencionar, por ejem­plo, Viernes de dolores (1968), de MiguelÁngel Asturias, que es parodia carnavalesca del poder; las parodias de Cabrera Infante y Severo Sarduy

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sobre la obra de Carpentier; de Vargas Llosa sobre los procesos de cons­trucción de la novela; de Manuel Puig, sobre los discursos de la masi-ficación comunicativa; la parodia de la cultura y de la literatura que están presentes en Terra riostra de Carlos Fuentes; la parodia por el hiper-bolismo, de la irracionalidad de la historia, e n £ / mundo alucinante (1968) de Reinaldo Arenas; la parodia del poder y de la novela en Yo el supremo de Augusto Roa Bastos; la crítica paródica de la tradición litera­ria cubana enLaspalabrasperdidas(1992), de Jesús Díaz; la parodia sobre el relato y sobre los valores de la cultura enRajatabla (1970) y Abrapalabra (1980), de Luis Britto García. Ejemplos entre multiplici­dad de textos que hacen una historia estética de la modernidad como visión irónica sobre las esferas del arte, de la cultura, y del poder.

La reescritura paródica, que se abre como un arco desde la utopía anacrónica de Don Quijote (tal como la llamara Bloch) al extravío es-céptico del señor Bloom, alcanza, por ejemplo, en la obra de Severo Sarduy (1937-1993), una de las más extremas, delirantes y festivas manifestaciones: la posibilidad misma de la abolición de lo real en el instante mismo en que el mundo representado en el relato se convierte en expediente y reflexividad sobre la cultura. E n la obra de Severo Sarduy se produce la tensión barroca de la resistencia al referente: las duplicaciones — c u y a manifestación más simple la constituye la mimesis— se multiplican al infinito, en rodeos que alcanzan lo que el autor ha llamado la hipertelia: la sucesión de artificios que transfor­man toda esencia en un vacío, en una borradura que, desde la lejanía, emite signos. Uno de esos fascinantes rodeos se encuentra en la intermediación plástica: la escena narrativa establece sus correspon­dencias no con lo real sino con obras pictóricas. La crítica, y el propio autor, han hecho un registro de esa intermediación. Así, en Gestos (1963), su primera novela, la realidad cubana se transpone en el desvío pictórico. En entrevista con Emir Rodríguez Monegal, el autor declara: «La planta eléctrica que describo, por ejemplo, es un Vasarely y luego un Soto; los muros son Dubuffet. Esos gestos no son, como se ha dicho, movimientos de gente que habla, o al menos, no son únicamente movi­mientos de manos, sino pintura gestual. E l arte me sirvió de interme­diario con la realidad». La historia de la mulata lavandera que lleva una bomba en su cartera para colocarla en la Central Eléctrica de La Habana, en la lucha contra Baptista, desplaza el relato entre escenas de carnaval y teatro. E n De dónde son los cantantes (1967) la estructura de la novela responde a la «superposición» de las tres culturas de la isla, la española, la africana y la china, y allí el desvío plástico es recu-

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rrente; así, la imagen erótica entre María Eng y el marino se traspone en un cuadro erótico de la China antigua, y la segunda parte establece correspondencias con la pinaira de Wilfredo Lam, específicamente con el cuadro «La jungla». Así Pup, enCobra (1972), remitirá a la infanta Margarita, de las «Meninas de Velázquez»; en Colibrí(1984), el com­bate y la huida en ese delta y esa jungla no es sino de nuevo el cuadro de Lam. E n este sentido Sarduy ha confesado: «En casi todo lo que hago hay influencias de Lam, en particular de su cuadro «La jungla». La trasposición plástica, que puede encontrarse en toda su obra, es uno de los procesos textuales del desvío, de resistencia al referente que tiene otra de sus más ricas expresiones en la metamorfosis.

E l juego metamórfico es, sin duda, una de las más claras separacio­nes de la esencia: sobre el apoyo o la borradura de las esencias, la meta­morfosis se despliega en multiplicidad de máscaras, de apariencias, que, cuando se hace «hipertélica» va más allá del modelo y revela, en el lugar de la esencia, el vacío. El impulso extremo de la metamorfosis es la proliferación desde el vacío. La sustitución, como ya lo había postu­lado el viejo Heráclito, y como se encuentra en la filosofía nietzscheana, de la sustancia por el devenir. La metamorfosis, cuando alcanza su máxima creación, el vacío de las esencias, pone en cuestionamiento toda fijeza de lo real, la legitimidad del orden y el saber, y el esplendor del sentido que brota de lo originario. El proyecto estético de Severo Sarduy se propone ser una estética de la metamorfosis en el mismo ins­tante que una estética del vacío. La metamorfosis atraviesa toda la obra de Sarduy en una fiesta de la hibridación, de la parodia, del humoris­mo, del carnaval, y es posible encontrarla en el movimiento pendular entre teatro y carnaval en Gestos, en las metamorfosis de la china per­seguida por el lujurioso militar y en el desenfreno metamórfico de Auxilio y Socorro, enDe dónde son los cantantes, y es posible encon­trarla en Cobra, donde la metamorfosis se despliega en el texto como una forma de la recursividad. Cobra se metamorfosea por prodigio del lenguaje, en esa forma de la metamorfosis que es el anagrama, atravie­sa las separaciones con el Otro, incluso las del sexo, se somete a opera­ciones con el Dr. Katzob para hacer de la transformación una suerte de tatuaje sobre la corporeidad, y recrea la metamorfosis del cuerpo como una figuración del vacío, tal como se encuentra en el Carnicero de Chuang Tsu, quien porta no la sustancia opaca sino la articulación del vacío (Baudrillard 1980:140). Metamorfosis que es anamorfosis, posi­bilidad e imposibilidad de la representación; y es, una vez más, impul­so hipertélico que alcanza una de sus concreciones en el travestí.

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Quizás sea en la figura del travestí donde la obra de Sarduy alcanza la más compleja articulación entre metamorfosis y vacío; así dirá: «hay un travestí constante en mi literatura». Sarduy ve en el travestí la metamorfo­sis sin límites, pues no copia, simula, olvidándose de su modelo: «no se reduce a la imitación de un modelo real, determinado sino que se precipita en la persecución de una irrealidad infinita, y desde el inicio del «juego» aceptado como tal, irrealidad cada vez más huidiza e inalcanzable... los travestís son hipertélicos, van más allá de sus fines». He aquí el tramado estético de Sarduy que lo lleva a la resistencia ante el referente, al desvío de la representación pictórica, a los juegos anagramáticos, al delirio meta­mórfico: la paradoja de la representación del vacío, que es en sí mismo irrepresentable. Tarea esta, inaudita y delirante, del barroco; esa escritura que, según Deleuze, se pliega en un movimiento sobre sí misma hasta el infinito, escritura de la sobreabundancia y el desperdicio, de la perversión y el erotismo; escritura, en palabras de Sarduy, de la fluorescencia del vacío.

La parodia nace con la novela moderna y, por tanto, es recons­tructiva: es negación (por la degradación de valores que pone en esce­na) y afirmación (por el proceso de reconstaicción o de fundación que instaura). La «percepción del mecanismo de referencia» que Bouché ve como constitutivo de esta forma de expresión, dibuja el texto parodiado como presencia, en el trasfondo, del juego paródico. Esta doble presen­cia (texto paródico en primer plano; texto parodiado en el trasfondo) deja en pie el fundamento del arte (la «institución arte»). Don Quijote y el señor Bloom fundan en su trayectoria, de manera distinta sin duda, el ámbito posible de un género, de una expresión; de una distinta rela­ción del hombre con el mundo. La fisura de la postmodernidad no cancela la parodia sino que pone en cuestionamiento, de manera más profunda, sus procesos desconstructivos: la parodia postmodema, en la perspectiva de una visión irónica llevada a los extremos, es aquella que pone en cuestionamiento lo indubitable, los fundamentos mismos.

LO GROTESCO Y EL HORROR A LO CORPORAL

Lo grotesco es el mundo distanciado. Wolfgang Kayser

La «descorporeización» es el acceso a lo social, así como a la belleza, e n el sentido clásico del término. La c o a c c i ó n sobre lo corporal, el deseo de su supresión, ha sido característica de la cultura

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occidental: la sociedad, tal como ha sido señalada, entre otros, porBau-drillard, cierra el cuerpo, lo desmaterializa y lo anula, contraponiéndo­lo a valores espirituales; así mismo, el concepto clásico de belleza, que dominó a Occidente por más de veintidós siglos, en su aspiración a la perfección y a la armonía, realiza un permanente proceso de descor­poreización.

La asunción moderna del cuerpo como lenguaje se enfrentará a esa coacción, que tiene en el horror al cuerpo de la ética medieval su expre­sión más extrema. E l cuerpo, lugar del pecado y la corrupción, sufrirá el determinante rechazo ético. Así, en el siglo X, Odón, abate de Cluny (Delameau,1978: 483), dirá: «La belleza física no va más allá de la piel. Si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, la vista de las mujeres les sublevaría el corazón. Cuando no podemos tocar con la punta de los dedos un escupitajo o la porquería, ¿cómo podemos desear abrazar ese saco de estiércol?». La sanción ética a lo corporal va a tener en la corporeidad femenina su mayor énfasis. El cuerpo femenino será el cuerpo de la sexualidad y del pecado, el cuerpo del mal y de las excrecencias corruptas. E n este imaginario ético, la bruja representará el cuerpo perverso y corrompido, frente al cuerpo «descorporeizado», asexuado, de la Virgen: frente a la corrupción, lo sublime y lo divino. Igual pasión puso el hombre de la Edad Media en perseguir a la bruja que en adorar a la Virgen.

La modernidad va a asumir el cuerpo como lenguaje y, al hacerlo, explora las posibilidades expresivas de lo abyecto, la fuerza de su negatividad; e introduce, en la esfera de lo estético, la expresión de lo feo. El cuerpo nombrado por la modernidad es el de las excrecencias y orificios, de los hiperbolismos y las deformaciones, de los extraña­mientos y de los órganos. E l cuerpo grotesco, estudiado como nega­tividad por W. Kayser, en un libro ya clásico, puede ser concebido, sin embargo, en dos vertientes distintas que, no obstante, a veces se cru­zan: la concepción «carnavalesca», tal como ha sido estudiada por Bajtin, y la percepción abyecta, tal como fue propuesta por Kayser, y estudiada en algunas de sus modalidades por Bataille y Kristeva.

Para Bajtin el cuerpo grotesco asumido por la conciencia colectiva es una visión festiva que entraña tanto la negatividad como la recupe­ración, positiva, de la corporeidad. Los cuerpos hiperbolizados de Gargantúa y Pantagruel, en la novela de Rabelais, sus pedos que engen­dran figuras contrahechas, sus bocas y órganos habitados por pueblos enteros, trazan la visión festiva de lo popular sobre la corporeidad, el desencadenamiento de lo cómico ante la materialidad de lo corporal y

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de su fuerza negativa. Lo cómico, como trataremos de explicar más adelante, es una forma de reconstrucción del sentido, quebrado por la irrupción de lo discontinuo y lo negativo en el seno de lo real. La visión carnavalesca es, de esta manera, reconstrucción del sentido, por parte de lo colectivo, ante la negatividad de lo corpóreo. Kayser, desde otro extremo, ha señalado el carácter estremecedor de la negatividad corpo­ral, la rasgadura de su abyección.

La abyección de un ser humano —señala Bataille (1970: 326)— es incluso negativa en el sentido formal de la palabra, puesto que tiene como origen una ausencia: es, simplemente, la incapacidad de asu­mir con una fuerza suficiente el acto imperativo de exclusión de las cosas abyectas (que constituye la base de la existencia colectiva).

La abyección es una de las manifestaciones del cuerpo grotesco y en ella el cuerpo se manifiesta en la mancha y en el pecado, en la corrup­ción y en la impureza. «Igual que la interdicción del incesto —señala Kristeva (1980: 92 )— la abyección es un fenómeno universal. Se la puede hallar no bien se constituye la dimensión simbólica y/o social de lo humano, y a lo largo de las civilizaciones».

Con Cervantes y Rabelais, primero, y con el romanticismo, posterior­mente, la corporeidad va a entrar en la escena literaria para refutar las presuposiciones y valores de lo real, y para rechazar la presuposición de belleza, como fundamento de la estética. En el primer sentido transgrede, tal como lo ha señalado Kristeva, una interdicción social; en el segundo, como indicáramos, introduce el valor de la fealdad (que, contradictoria­mente, hace muchas veces brotar la belleza de su seno), como una de las intencionalidades del arte: los cuerpos grotescos de Goya, de «Los desas­tres de la Guerra» a «Los caprichos», la obsesión por lo bajo y lo excremental en Quevedo, la irrupción de lo siniestro en Hoffmann, el canto de lo monstruoso en Baudeláire, son ejemplos fundamentales de una estética que asume la vertiente negativa de la corporeidad, como una de sus obsesiones fundamentales. En su «Préface» ácCromwell, de 1827, Hugo plantea la celebración de lo feo en el arte:

Lo bello sólo posee un tipo, lo feo miles. Se da el hecho de que lo bello, por hablar humanamente, es sólo la forma considerada en su relación más simple, en su simetría absoluta, en su más íntima ar­monía con nuestro organismo. De este modo nos ofrece siempre un conjunto completo, pero restringido como nosotros. Lo que llama­mos feo, al contrario, es un detalle de un gran conjunto que se nos

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escapa y que se armoniza no ya con el hombre sino con toda la crea­ción. Por ello se nos presenta sin aspectos nuevos, incompletos.

D e allí se deriva, para la modernidad, la convicción de una expresión estética de lo feo, de lo grotesco, de la materialidad de lo corporal, que se presenta, por la conciencia de lo grotesco, en «un otro yo mismo», en la extrema dualidad del ser que ve el cuerpo a la vez como «yo mismo» y como «otro». Quizás podría escribirse una historia de Occidente que sea a la vez la historia del horror y la fascinación por el cuerpo. E l cuerpo como lugar del pecado y la corrupción, de la mancha y de la muerte, como lo innombrable, que debe ser flagelado y, finalmente, ol­vidado, como un peso del que es necesario desprenderse, tal como lo señaló el imaginario de la Edad Media; el cuerpo que somos, en el mis­mo instante en que es otro, cómplice y materialización de la vida, uni­verso y límite del existir que no es sino respiración y extensión de lo corpóreo, tal como se expresa en el imaginario de la modernidad. E n la superficie y en la hendidura del cuerpo concurren los universos simbó­licos de las culturas. Es posible de este modo reconstruir el mapa de una cultura por las huellas y jeroglíficos de su corporeidad. Casa y ho­rizonte, albergue y universo se afirman de manera recurrente en la ima­ginación simbólica, como extensiones del cuerpo. Y el cuerpo como metáfora y síntesis del universo y de las más imprevisibles formas del afuera. E l arte y la literatura de la modernidad, de Velázquez y Goya a Bacon, y de Cervantes y Rabelais a Joyce y Beckett, nos han mostrado un desfiladero simbólico de la corporeidad: la angustia y la fragilidad del ser como herida corporal; la intrascendencia y la derrota del vivir como tumoración, mancha, mutilación; la debilidad y la orfandad como trazo, huella, abertura; el desencadenamiento humorístico de la des­proporción y del hiperbolismo corporal. El cuerpo gravitando con un peso inaudito hacia sí mismo, en inescapable y fatal socavamiento de sí. La belleza corporal de las superficies, en contraste con el horror de la profundidad de los órganos, productora incansable de excrementos: el cuerpo ciertamente como saco de estiércol, tal como lo pensó el imaginario de la Edad Media, que es nombrado finalmente por la mo­dernidad que lo recupera, lo hace caminar dejando el rastro de sus excrecencias, pero colocando en sus desgarraduras el sentido, a veces feroz, a veces dulce, de la existencia. Los cuerpos erotizados, de Sade a Bataille, los cuerpos sumidos en su abyección, en la obra pictórica de Francis Bacon, los cuerpos fragmentados de Beckett, los cuerpos «esperpénticos», de Valle-Inclán, inscriben sobre la corporeidad los

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signos de la debilidad y negatividad del ser. E n América Latina, el cuerpo esperpéntico de Tirano Banderas (1926), de Valle-Inclán, ini­cia una literatura que señala, en la huella abyecta de lo corporal, una mancha, una culpa, una crueldad, como marcas del poder, tal como luego se expresará en El Señor Presidente (1945), de Miguel Ángel Asturias, o, mucho más tarde, en el magistrado de£/ recurso del mé­todo (1974), de Alejo Carpentier. Los cuerpos voluminosos que al­canzan rasgos a ratos festivos, a ratos de belleza, de la narrativa de García Márquez o la pintura de Botero, el grotesco que se convierte en marca corporal de la sexualidad hiperbolizada de Farraluque, per­sonaje deParadiso (1966), de J o s é Lezama Lima, el canto a la feal­dad en Antonio Arráiz o en algunos textos de Cuentos grotescos (1922), de José Rafael Pocaterra, que luego se encontrará en la litera­tura de, por ejemplo, Salvador Garmendia; las metamorfosis festivas y grotescas del cuerpo como geografía misma de la cultura, en Macunaíma, de Mario de Andrade, hacen de lo grotesco una de las vertientes expresivas de la literatura moderna, una de las expresiones de la conciencia irónica. Así, para detenernos una vez más, a título de ejemplo, en la narrativa de Salvador Garmendia, es posible decir que en Los pequeños seres (1959) Mateo Martán es, fundamentalmente, el personaje que mira por sobre la ceguera de los demás los signos de su desdicha, que lo hunden en una ceguera mayor, la de su propia disolución. Visión y ceguera que fundan una conciencia, sí, pero en el sentido hegeliano, una conciencia desdichada, tal como ya lo hemos señalado, y que se expresa, con marcas de flagelaciones, en la corporeidad: el cuerpo muerto que, según Baudrillard, reúne los sig­nos de lo abyecto y lo negativo, es el generador de los signos equívo­cos de la finalidad, y de los signos del extravío de la angustia enLos pequeños seres. A partir de esta novela la escritura de Garmendia pondrá en evidencia, de manera obsesiva, como si ese fuese el centro de todos los enigmas y fatalidades, el cuerpo fragmentado, que nos estremece con sus signos de extrañeza e identidad, desde el fondo abominable del espejo; y el cuerpo de la abyección y del horror, que en Garmendia es el cuerpo inmóvil, monumento impávido de su des­moronamiento. Un fragmento de Los pequeños seres podría describir la situación de los cuerpos abyectos en la obra de Garmendia: «Todo a su alrededor respiraba un aliento precario de ruinas, de muros agrie­tados y techos hundidos por el peso de muchas lluvias. Su cuerpo car­gado de humedad y cansancio, había renunciado al movimiento-. E l cuerpo inmóvil es el cuerpo derrotado que muestra las huellas de la

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destrucción y, a veces, los débiles signos de la nostalgia de un posible y pasado resplandor. Quizás por ello el primer acto de conciencia de Mateo Martán es poner su cuerpo en movimiento, en una ciudad que será desde entonces, en la narrativa de Garmendia, también cuerpo car­comido, en ruinas; pero, lo decíamos, la conciencia de Martán es ciega, desdichada y, por tanto, su movimiento es travesía de negatividad, en situación de extravío, de caída.

E n esta narrativa, con implacable sesgo irónico, el cuerpo joven se muestra en su efímero y ciego poderío, en el espejo mismo del cuerpo en el abismo de la decadencia, devorado en sus entrañas por las aves de presa del tiempo y el sinsentido. ¿Esa no fue, a su modo, la intención de J o s é Rafael Pocaterra, y no es la ironía y la angustia que atraviesa la obra de Juan Carlos Onetti? Es frecuente encontrar, e n los textos de Garmendia, cuerpos que emanan poder o armonía y que, inesperada­mente, muestran sus vertientes de la insignificancia o la monstruosi­dad. Así, se dirá por ejemplo, en Los pies de barro (1973): «...un perfil bien tallado y vigoroso y era imposible pensar en el horror del otro lado, esa máscara incompleta que ya no podía ver y que estaría agre­diendo a la mujer rolliza que lo escuchaba, luchando penosamente con­tra la desesperada necesidad de apartar la mirada de aquella estoica deformidad»; o, en El único lugarposible (1981):

Creo, sí, haber tropezado con una de esas caras que crean espejis­mos: las divisamos a distancia, radiantes y llenas de vida, mientras que a dos pasos de la realidad, es decir, cuando ésta suele ser más atroz, una rojez enfermiza descalabra y disuelve esos rasgos que en­tonces reaparecen llenos de pequenez y fealdad.

Cuerpos en caída sobre sí mismos por el peso de la deformidad, cuerpos como expedientes de la fragilidad y el sinsentido del existir; cuerpos flagelados por sus propias entrañas y límites, por su propia ceguera, por la asunción sin asombro y sin lucha de la desesperanza; cuerpos terrestres, con pies de barro y fango, habitantes de la mala vida y de las pequeñas traiciones cotidianas. Seres de la violencia, de la imposibili­dad heroica, de la intrascendencia; cuerpos del hastío, pero, de manera inesperada, por arte de la escritura y de lo imaginario, subrayémoslo, cuerpos también de la levitación, del vuelo.

Como Pegaso saliendo de las entrañas abismales de la Medusa, la escritura de la corporeidad de Salvador Garmendia levanta vuelo en la pantalla de metamorfosis de la subjetividad, en la levedad despiadada del humor, en la transfiguración imaginaria de la infancia.

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Por la subjetividad como centro de metamorfosis, la obra narrativa de Garmendia, sobre todo en sus cuentos, ha fundado un ámbito cuyas aristas son el absurdo y lo fantástico, el humor y lo paródico, en contra­dicción permanente con una obsesiva y minuciosa descripción de lo nimio y lo grotesco. El humor, q L i e es una forma de la levedad de la conciencia irónica, es génesis de muchas de las exploraciones de lo absurdo y de lo fantástico que desprenden a los cuerpos garmendianos de su gravitación para transfigurarlos en cuerpos de la levitación y del vuelo. A diferencia de la travesía del extravío de Mateo Martán, Marinferínfero, por ejemplo, en Memorias de Altagracia (1974), se transfigurará, sin perder su condición de cuerpo mutilado, para la tra­vesía en su V L i e l o por los tejados, que tiene como fin dar a conocer el mar al narrador; por esa condición de levedad de los cuerpos aparece­rán las mujeres largas de la lluvia, el tío Gilberto atravesará las pare­des, y asistiremos al insólito vuelo de Absalón Olavarrieta por los te­chos de Altagracia. E n f / único lugar posible, El capitán Kid (1988), Crónicas sádicas (1990), Cuentos cómicos (199D, así como en los tex­tos breves deDoblefondo (1968), Los escondites (1972),Difuntos, ex­traños y volátiles (1970), Hace mal tiempo afuera (1987), yLagatay la señora (1991), el juego de la subjetividad y el humor redistribuye los signos de esta escritura de la corporeidad: la gravitación del cuerpo deforme y mutilado se transfigura en la levitación de los cuerpos que, por arte de la subjetividad, se metamorfosean, asumen, a veces por un instante, las propiedades de la luz y el vuelo, agrietan la piedra de Sísifo de la seriedad del vivir, y nos regalan, junto a las formas grises de la vida, la fiesta indestructible de lo imaginario.

La paradoja y el absurdo, fundando la conciencia irónica, desde la diferencia; la parodia y lo grotesco, fundando la fuerza de lo negativo en el proceso textual mismo de la imitación, de la identidad, ponen en permanente cuestionamiento el sentido como presuposición iden-tificadora del ser y de lo real. Pero el hombre no puede vivir sino en el reconocimiento de un sentido. Cuando la discontinuidad se manifiesta el hombre intuye que un sentido superior, que una forma superior de testificar le aguarda, pues asumir el absoluto del sinsentido y de la dis­continuidad es la negación absoluta del ser y de toda forma posible de lo real. Ante los procesos textuales de la conciencia irónica, que hemos descrito, el arte moderno ha desarrollado dos procesos de re­construcción de sentido: la alegoría y el humor.

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ALEGORÍA Y HUMOR: LA RECONSTRUCCIÓN

DEL SENTIDO

En el abismo habita la verdad. Schiller

En la medida en que la ironía designay controla el poder de la negatividad, llega a convertirse en ese mismo poder, aun si en un principio la ironía apa­rece como la superación de la negatividad.

Peter Szondi

L A C O N C I E N C I A IRÓNICA, al poner en cuestionamiento las homogeneidades del ser y del mundo, cuestiona también la persistencia del sentido. Pero así como el hombre no sabe vivir sin la presuposición de un real, tampoco puede vivir sin la presuposición de un sentido. Cuando el hombre se topa con el sinsentido (y la conciencia irónica es camino para ese encuentro), en el vértigo de esa herida, de esa imposi­bilidad, el hombre intuye un sentido superior, alegórico, o disfruta humorísticamente la percepción de la discontinuidad, de lo incon­gruente, en la certeza de la inmediata reconstrucción, del regreso a lo homogéneo.

La alegoría, de ilustre ascendiente teológico, se abre hacia la multi­plicidad de sentidos en el discurso estético de la modernidad, en un proceso de reconstrucción de lo que la conciencia irónica ha colocado e n un ámbito de negatividades. Teóricos como Blanchot, Benjamín y Paul de Man han señalado esta propensión de la literatura moderna hacia la alegoría; en el sinsentido kafkiano, en la intrascendencia del mundo joyciano, se revela (y se desdibuja) la promesa de un sentido que revele rasgos esenciales de la naturaleza humana. Si la alegoría tradi­cional es edificante, la alegoría moderna se propone solamente la reformulación del sentido, no de manera determinante, sino desde el

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amplio campo de la indeterminación y la ambigüedad. Contracara del sin sentido, la alegoría moderna, presente en la mayoría de las novelas importantes de Occidente, se constituye en uno de los signos de equili­brio ante las fuerzas negativas de la paradoja y el absurdo, de la parodia y lo grotesco. La ironía, por la alegoría, se hace utópica. Paul de Man (1971: 233) ha señalado los momentos identificatorios entre ironía y alegoría, y ha subrayado que comparten la misma estructura, -ya que la relación entre el signo y el significado es, en ambos casos, discontinua, e implica un principio extrínseco que determina cuándo y cómo se arti­cula esa relación. Es decir que, en ambos casos, el signo indica algo que difiere de su sentido literal y cuya función es tematizar esa diferencia-. Ese principio extrínseco que determina la discontinuidad entre signo y significado permite el distanciamiento, sin embargo la coincidencia «estructural» entre ironía y alegoría se produce en el encuentro de mo­vimientos contrarios: la discontinuidad que pone en escena la ironía está signada por la negatividad, por la desconstrucción de los presu­puestos, y su punto extremo, tal como ocurre en los textos post­modernos, es el sinsentido; la que pone en escena la alegoría es reconstructiva, y su fin último es la rearticulación de un sentido supe­rior. La alegoría, mutatis mutandis, cumple la misma función que la ratio del detective en el relato policiaco: conjurar la diseminación del sinsentido, y rearticular el sentido. La ironía traza un camino que es recorrido de manera inversa por la alegoría; por ello, gran parte de la literatura moderna, profundamente irónica, reescribe la posibilidad del sentido por medio de procesos alegóricos.

Similarmente, el humor entra en la literatura de Occidente como una de las expresiones de la conciencia irónica, en la percepción de lo incongruente, asumido de manera festiva por la certeza de la recons­trucción de las homogeneidades de lo real. Ya Friedrich von Schlegel, en su Fragmentos del Athenáum, de 1788, lo concibió de esta manera: «Humor tiene que ver con ser y no ser, y su verdadera esencia es la reflexión». «Ser y no ser», desplazamiento pendular entre el sinsentido y la reconstrucción, entre lo incongruente y la homogeneidad y reflexividad:jel humorista se distancia de la realidad, relativiza la verdad, degrada los valores consagrados¿_de allí que en el verdadero humorista se encuentre la conciencia críticai E n la intuición de la capa­cidad desconstructiva del humor y de lo cómico, Macedonio Fernández (1974: 273) ha señalado: «La comicidad no es más que una de las for­mas de la percepción de aptitudes para la felicidad». Diversos teóricos han interpretado el fenómeno del humor, siempre ligándolo a la per-

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ALEGORÍA Y HUMOR: LA RECONSTRUCCIÓN DEL SENTIDO 131

cepción de lo incongruente. Ya Kant lo refiere a «una afección que nace de la reducción repentina a la nada de una intensa expectativa», y Schopenhauer como «la percepción repentina de una incongruencia entre una idea y el objeto real»; para Bergson, «una situación es siem­pre cómica cuando a un mismo tiempo pertenece a dos series de aconte­cimientos enteramente independientes y puede interpretarse a la vez en dos sentidos muy diferentes»; para Freud, por su parte, el humor se produce en el debilitamiento de la coerción: la instantánea transgre­sión de un interdicto, realizada más en el plano discursivo que en el de los hechos. La transgresión humorística tiene en la representación discursiva, más que en los hechos referenciales, su ámbito recurrente; de allí la proliferación de esos núcleos referenciales que son los chistes; de allí los juegos de lenguaje como efectos de humor/ Para Alfred Stern (1975:75), el humor se produce por una degradación de valores (de allí su capacidad de reconstrucción) y no de una pérdida de valores que en tanto que es imposible su reconstrucción, da entrada al llanto; «Para ser cómicos — s e ñ a l a — un hombre o una cosa deben hallarse en rela­ción con un valor superior o un sistema de valores superiores. Pues sólo ante un valor superior puede un valor inferior constituir un valor de­gradado»! Degradación y no pérdida de valores, he allí el centro del humorismo y la razón de su poder reconstructivo. Cuando nos reímos no de la degradación sino de la pérdida de valores, damos entrada a otro sentimiento, el de la crueldad. E n este sentido, Kant señalaba que era una singular cualidad de lo cómico el no poder engañar más que por un instante; y Freud en un breve ensayo sobre el humor de 1927, más de veinte años después de la publicación deEl chiste y su relación con el inconsciente (1905), señala ese carácter restitutivo del humor:

El humor no es resignado, es opositor; no sólo significa el triunfo del yo, sino también el del principio de placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las circunstancias reales [...] Con su de­fensa frente a la posibilidad de sufrir, ocupa un lugar dentro de la gran serie de aquellos métodos que la vida anímica de los seres hu­manos ha desplegado a fin de substraerse a la compulsión del pade­cimiento, una serie que se inicia con la neurosis y culmina en el de­lirio, y en la que se incluyen la embriaguez, el abandono de sí, el éxtasis.

Es importante señalar esta compleja significación del humor: es de­gradación de valores y restitución del sentido; es distancia crítica y triunfo del yo, sustracción «de la compulsión del padecimiento». E n

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una palabra: la conciencia crítica sobre el universo degradado supone la superioridad del yo frente a ese universo. E l humor se revela así como una forma de poder que se desencadena en la risa.

La risa es ciertamente la reacción desencadenante ante la degrada­ción instantánea de los valores. E n su clásico ensayo D e l'esence de tire (1882), Baudelaire subraya que la risa está ligada a «una degrada­ción física y morah y a la «creencia en la propia superioridad». Para Baudelaire (1882: 596) la risa, que es expresión de la superioridad del hombre sobre el hombre y sobre la naturaleza, es de raíz satánica pues va dirigida a «la debilidad o la desgracia de sus semejantes». «El hom­bre muerde con la risa» señala, y agrega: «la risa proviene de la idea de la propia superioridad ¡Idea satánica si alguna vez la hubo! ¡Orgullo y aberración!». Sin duda que la manera de conjurar el satanismo se en­cuentra en la actitud del yo de degradarse a sí mismo, de reírse de sí mismo. Quizás por ello el payaso de circo desencadena una risa trans­parente, no satánica, pues la risa se engendra en la asunción consciente de la situación ridicula del yo. La risa, como expresión desencadenante del humor, supone crítica al poder (pues degrada a lo instituido) y afir­mación de un poder (de allí la posibilidad de su satanismo, tal como lo expresa Baudelaire); pero la risa también se transparenta cuando la dominante, sobre la degradación, es la percepción instantánea de lo incongruente. Si bien la degradación presupone lo incongruente, no toda incongruencia es degradación. Es claro que la risa carnavalesca, tal como ha sido estudiada por Bajtin, es un acto de libertad de lo colec­tivo ante el poder. La otra vertiente de la risa se expresa, sin embargo, como lo intuyó el autor de Lasflores del mal, cuando el poderoso se ríe del débil, cuando el yo se afirma ante lo que degrada, cuando, como diría Blanchot (1971:162), se expresa «como atributo de la existencia que se basta a sí misma». La risa de los poderosos, de los amos, de los dioses, y quizás, la risa más feroz y satánica, la de los perdedores y humillados que de pronto tienen poder, de los que se siguen sintiendo íntimamente humillados e inferiores por los que están debajo de su po­der. La risa es satánica cuando es engranaje de la férrea estructura del señorío y la servidumbre.

Es importante en este sentido intentar la distinción entre humoris­mo y comicidad. Podría decirse qué lo cómico es el efecto de lo incon­gruente que desencadena la risa; eitiumorismo es noción más englo-badora, y supone, junto al posible efecto de lo cómico, la distancia crítica sobre esa percepción de lo incongruente. La ironía se ubicaría en el humor, antes que en lo cómico, y supondría, a diferencia de éste,

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ALEGORÍA Y HUMOR: LA RECONSTRUCCIÓN DEL SENTIDO 133

negatividad sobre lo afirmado y lo instituido. E n este sentido, la comi­cidad se convierte en espectáculo de divertimento, y el humor en crítica de lo degradado y de lo incongruente. «Esta capacidad de distanciarse de sí mismo, señala Plessner (1941: 191), es precisamente la piedra de toque del humor y su verdadera fuente». Lo cómico puede formar parte en este sentido del humor pero puedejiaber humor sin comicidad cuan­do lo dominante es lo reflexivo! Es posible decir que cuando el énfasis se coloca en lo cómico, lo desencadenante es la risa; cuando se coloca en lo reflexivo, el humor se hace escéptico, incluso serio. Se puede ob­servar el paso de la dominante de lo cómico a lo reflexivo en el humo­rismo de El Quijote y por ello Unamuno ha señalado que al leer El Quijote empezamos riéndonos y terminamos escépticos y serios. E l desplazamiento es de la comicidad a la reflexividad en la percepción irónica del humorismo. Si es válida esta distinción es posible deslindar entre el cómico que puede realizar con eficacia el efecto de la incon­gruencia para desencadenar la risa, pero sin conciencia reflexiva (al punto que muchos cómicos al alcanzar fama e influencia social, al refe­rirse en su espectáculo a las instituciones, se convierten antes que en humoristas en moralistas) y el humorista que a medida que ahonda su conciencia reflexiva sobre lo incongruente, se vuelve más reflexivo y menos cómico. Podríamos señalar, en la historia del cine en el siglo XX, dos ejemplos: Cantinflas sería el más claro ejemplo del c ó m i c o que hemos descrito; Chaplin (y más contemporáneamente, Woody Alien) el ejemplo claro del humorista. Es posible observar que la risa está más cerca de la comicidad que del humorismo, de allí quizás la afirmación (antes que la desmitificación) de un poder, su satanismo, en el sentido baudelairiano.

Es en el humorista donde se vive la conciencia irónica, la percep­ción de lo dual del mundo y del ser, y la intuición de pertenecer a la vez a varios planos de la existencia. E n este sentido ha señalado Escarpit (1960: 86):«¿Quién nos asegura que los humoristas no estén atormen­tados por el absurdo y la crueldad de la vida y no intenten superarlos fingiendo creer que la vida es un juego?». Por el juego del humor lo incongruente de la vida y el ser alcanza, muchas veces su rearticula­ción, la certeza de laReconstrucción del^seruido. E l humorismo, sin embargo, cuando se profundiza en la visión escéptica, es capaz de tole­rar las aristas del sinsentido.

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CONCLUSIONES: IRONÍA Y MODERNIDAD

Nuestra herencia más próxima es precisamente la negación de estructuras estables del ser, a las cuales el pensamiento debería atenerse para •fundarse" en certezas que no sean precarias.

Gianni Vattimo

L o REAL ES un orden (o una multiplicidad de estamentos rela­tivamente ordenados) que tiende a la fijeza. Podría decirse que el poder y la verdad proporcionan los soportes de esa fijeza: el poder legiti­mándose en términos absolutos al presentarse como don de la divini­dad; la verdad como fundamentación e instrumento del poder así legi­timado. La Edad Media de Occidente quizás podría ejemplificar esta manifestación de lo real. La identificación con un orden así establecido es asimilada inmediatamente con el Bien. La no identificación, con el Mal. La asunción del orden y de la verdad es también la asunción de una moral que ha tomado partido por el Bien. La literatura y el arte de la E d a d Media asumen en este sentido la defensa y glorificación del orden legitimado, y esto es válido no sólo en el arte religioso sino tam­bién en el épico. La aventura del Cid, por ejemplo, desencadenada por la expulsión del héroe y la negación de los favores por parte del Rey, no tendrá otro objetivo que abrir de nuevo la posibilidad para que el héroe regrese a su condición de subdito. La toma de Valencia, que convierte al Cid en un guerrero más poderoso que el mismo Rey, es el escenario y la oportunidad no para el enfrentamiento y la rebelión sino para el más grande acto de obediencia. La figura del héroe glorioso, quizás una de las más antiguas tradiciones del imaginario literario de Occidente,

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136 FIGURACIONES DEL PODER Y LA IRONÍA

cumple su travesía de hazañas para restituir un orden, para ser acepta­do como subdito, para glorificar un reinado. El héroe es, en muchos sentidos, el guardián y el gran recuperador de los valores gloriosos del orden y del bien.

La más grande de las conmociones la empieza a sufrir Occidente fundamentalmente a partir de los siglos xv y xvi iniciando una época que se ha denominado de la modernidad; época que ya cumple quinien­tos años, que a lo largo de ese tiempo ha cumplido una historia de pro­fundas transformaciones, y que aún hoy nos ofrece sus signos: época que podríamos caracterizar como de la crítica de la verdad.

Cuestionar los fundamentos de la verdad es, consecuentemente, cuestionar los fundamentos del orden y del poder, de la moral y de la divinidad.

E l cuestionamiento de la verdad presupone el cuestionamiento de lo real. Si en la Edad Media lo real se asumía en la certeza de raíces ontológicas, la modernidad asumirá lo real en una permanente des­construcción, en una complejidad de negaciones y afirmaciones, don­de toda presuposición es amenazada por la incertidumbre y donde la ilusión y lo imaginario rompen los diques de separación con lo objeti­vo. E l hombre de la Edad Media vive en un horizonte de lo real distin­to al del hombre de la modernidad. Allá, los procesos identificatorios se planteaban en la certeza y la legitimidad; aquí esos procesos son socavados, con mayor o menor énfasis, por las fauces de la diferencia. Quizás sea la figura del héroe uno de los lugares estelares donde se pone en evidencia el paso de un tiempo al otro: el héroe glorioso da paso al héroe sumido en el turbión de la negatividad, al héroe sin aventura o al de la aventura paródica, al héroe humorístico que ejecu­ta su trayectoria dibujando el signo de la conciencia irónica sobre el mundo, al héroe fragmentado que pone en evidencia el vértigo del sinsentido y la irreductible fragilidad del ser. La puesta en crisis de la heroicidad es un signo de la puesta en crisis de lo real que se expresa en uno de los fenómenos centrales de la modernidad: la conciencia de sí misma, la reflexividad que interroga toda afirmación; que interro­ga no sólo los fundamentos de lo real sino también el lenguaje que nombra esos fundamentos; la reflexividad cuya lámpara es la duda y que estremece las presuposiciones de lo real y los presupuestos del lenguaje. En este contexto la literatura de la modernidad se propone, de manera incesante, la desconstrucción de lo real en el mismo acto en que despliega la desconstrucción de sí misma, de la multiplicidad de sus lenguajes.

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CONCLUSIONES: IRONÍA Y MODERNIDAD 137

La modernidad es la intromisión en lo real de la duda y de la incer­tidumbre, de la alteridad y del sinsentido, de la silenciosa herida de la perplejidad y el estremecimiento. Como un nuevo Job ante una divi­nidad ausente, el hombre de la modernidad articula la terrible pre­gunta sobre el sinsentido del ser y de lo real. La modernidad es, de este modo, un ámbito de negatividades: negatividad del sujeto y de la causalidad, del tiempo y de la verdad, del ser y de las diversas presu­posiciones de lo real y del mundo. Pero es también, muchas veces, reconstrucción de lo negado, en una esfera superior, en una forma superior del sentido. Las dos caras de la modernidad son las de la negación (de la ruptura) y de la utopía.

La conciencia irónica se realiza en la percepción del mundo como dualidad, como incongruencia, donde lo real es estremecido por ver­tientes de la negatividad. La primera fuerza de la ironía es la fuerza negativa, pero puede abrirse a fases reconstructivas de lo negado, a través, por ejemplo, de la alegoría, y acceder a los terrenos de la utopía, ese lugar fundado por el imaginario de los hombres, donde coinciden los signos del orden, de la verdad, del sentido. E n el or­den perfecto del ámbito utópico no hay lugar para el distanciamiento de la ironía.

Es importante señalar que la conciencia irónica es una visión -des­de afuera», perspectiva desde donde es posible, según Foucault, cues­tionar la verdad, y que la percepción de la dualidad y del sinsentido, cuando se alcanza sin la conciencia irónica, sin esa distancia del -afue­ra» sino, por el contrario en el interior mismo del ámbito del existir, se expresa en interiorización de la angustia, y se alcanza lo que Hegel ha descrito como la conciencia desdichada. Así, por ejemplo, enLospe-queños seres, de Salvador Garmendia, es posible observar una -con­ciencia desdichada» en el personaje Mateo Martán, quien sufre la an­gustia del sinsentido de su ascenso y de su futuro, sin alcanzar la conciencia crítica que se sitúa, para la perspectiva del lector, en la es­tructura misma de la novela.

Si lo real es un conjunto de presuposiciones que hacen posible el existir, en una intersección de las esferas de lo objetivo, lo subjetivo y lo intersubjetivo, la conciencia irónica señala los límites de esas esfe­ras y la relatividad de aquellos presupuestos. Así pues la conciencia irónica cuestionará la dominante objetiva para comprender lo real, así como la posible dominante subjetiva o intersubjetiva; y cuestiona los presupuestos de sujeto, causalidad y finalidad, de tiempo y espa­cio, de orden y verdad.

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138 FIGURACIONES DEL PODER Y LA IRONÍA

E n una perspectiva histórica y global, y tal como lo ha señalado Habermas, se puede situar el primer momento importante de la con­ciencia crítica de la modernidad hacia el año mil quinientos, cuando las presuposiciones de lo real, heredadas de la Edad Media, son cues­tionadas en la confluencia de diversos acontecimientos en el plano del saber: la teoría copernicana y los viajes de Colón, la Reforma y la valo­ración de la razón que tendría, posteriormente, en Descartes y la Ilus­tración su centro, estremecen el reconocimiento de las homogeneidades y colocan al hombre en el vértigo de la duda, de la pregunta escéptica, de la alteridad. E n este contexto, la Revolución Francesa, de 1789, abre la escena de un movimiento «negativo» social (la revolución), capaz de destruir un orden, y un movimiento positivo, de reconstrucción, que postula, en el orden social, una sitviación de justicia. Entre los mo­mentos estelares de la modernidad del siglo xix (donde Habermas hace énfasis en la revolución educativa), creemos importante desta­car la llamada «escuela de la sospecha»: la teoría freudiana que escinde el sujeto en una dualidad esencial; la filosofía marxista, que postula el movimiento de la historia, en una lucha de clases, en un proceso de revolución (de rupturas) hacia la libertad del hombre (de utopías) , que le daría pleno sentido de finalidad a la historia; y la reflexión nietzscheana, en su cuestionamiento del orden y de la verdad. E l pensa­miento crítico de la modernidad, que hemos denominado «conciencia irónica», pues su fundamento es la percepción de lo dual, se despliega, con diferentes modalidades y características por casi cinco siglos, y en el s igloxx entra con las revoluciones del siglo, en la afirmación de las utopías; pero también asistirá al escepticismo ante el proceso reconstructivo, a la caída de todos sus «relatos», como los denomina Lyotard, de todas sus afirmaciones y utopías, dando paso, en la fuerza de su negatividad, a lo que los teóricos de la cultura han denominado postmodernidad.

Como bien lo ha señalado Adorno, la literatura es escena privilegia­da para la conciencia irónica de la modernidad. Allí mostrará su fuerza negativa y su posible «reconciliación», sus procesos reconstructivos. Tomando como patrón de referencia a la narrativa es posible describir los procesos textuales más importantes a través de los cuales la con­ciencia irónica se expresa: la paradoja y el absurdo, como procesos di­ferenciales, que parten de la refutación de lo real y de la exploración lingüística, lógica y estética del sinsentido; la parodia y lo grotesco, que parten de la identificación con lo real para, en un proceso de defor­mación, alcanzar la crítica y el cuestionamiento de esas identidades.

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CONCLUSIONES: IRONÍA Y MODERNIDAD 139

E n este contexto, aparecen la alegoría y el humor como procesos reconstructivos de lo real, gestados desde la conciencia irónica.

Entre las cegueras del existir, la modernidad le ha dado al hombre la conciencia de los abismos, el estremecimiento de la alteridad, de la dis­continuidad, del sinsentido; y le ha dado, en el fondo de vértigo de esa conciencia, el atisbo, quizás indestructible por necesario para el existir, de la reconstrucción, la posibilidad, siempre, de otro sentido, de las infinitas formas de la esperanza y de la utopía.

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ÍNDICE

L O R E A L , E L L E N G U A J E Y LA C O N C I E N C I A IRÓNICA 9

S I G N O S D E L O REAL 1 3

Las tres esferas de lo real 19 Lo real es el orden 2 4 Dos formas de poder 2 6 Legitimación divina del poder 2 6 Homo Homini Lupus 2 8 Vox populi vox dei 3 2 Formas de poder en la escena literaria 3 3 Microfísica del poder y masificación de los medios 4 3 E l orden y el paradigma cósmico 4 6

P R E S U P O S I C I O N E S D E L O REAL 5 5

El sujeto por fin cuestionado 55 La temporalidad y la experiencia humana 59 E l espacio y la objetivación de lo real 7 3 El lenguaje y la objetivación de lo real 7 7

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I R O N Í A , V É R T I G O D E L S E N T I D O 8 7

Los procesos textuales de la ironía 9 2 La paradoja y la imposibilidad de lo real 9 3 Lo absurdo y la experiencia de la alteridad 9 8 La parodia, metamorfosis de la identidad 1 1 7 Lo grotesco y el horror a lo corporal 1 2 2

A L E G O R Í A Y H U M O R : LA R E C O N S T R U C C I Ó N D E L S E N T I D O 1 2 9

C O N C L U S I O N E S : IRONÍA Y M O D E R N I D A D 1 3 5

B I B L I O G R A F Í A 141