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44 nueva revista · 144 UN MUNDO DE PAPEL CINCO HITOS EN LA IMPRENTA ESPAÑOLA DEL SIGLO XX José-Carlos Mainer ¿ MUCHOS LIBROS?: ESTOICOS FRENTE A ILUSTRADOS ¿Hay «demasiados libros», como ya señalaba el título de un imprescindible ensayo —nada apocalíptico, sin embar- go— del mexicano Gabriel Zaid, publicado en 1972 (lo cito por la última edición revisada: Los demasiados libros, Mondadori, Barcelona, 2010)? Por supuesto, al hacer esa pregunta, tan aviesamente performativa, pensamos (como Zaid) tanto en el excesivo número de autores y editores empeñados en darnos a conocer sus invenciones y opinio- nes como, de añadidura, en los dispendios de papel y espa- cio físico a que obliga esa universal manía. Como concluye el autor, «la conversación continúa, entre los excesos de la grafomanía y los excesos del comercialismo, entre el caos de la diversidad y la concentración del mercado». A muchos, la pregunta con que hemos comenzado pa- recerá muy reciente y recordará que la han respondido, de modo expeditivo, no solo los lectores que se han pasado a leer (o a husmear) en Internet sino los bibliotecarios y

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UN MUNDO DE PAPEL

CINCO HITOS EN LA IMPRENTA

ESPAÑOLA DEL SIGLO XX

José-Carlos Mainer

¿ M U C H O S L I B R O S ? : E S T O I C O S

F R E N T E A I L U S T R A D O S

¿Hay «demasiados libros», como ya señalaba el título deun imprescindible ensayo —nada apocalíptico, sin embar-go— del mexicano Gabriel Zaid, publicado en 1972 (locito por la última edición revisada: Los demasiados libros,Mondadori, Barcelona, 2010)? Por supuesto, al hacer esapregunta, tan aviesamente performativa, pensamos (comoZaid) tanto en el excesivo número de autores y editoresempeñados en darnos a conocer sus invenciones y opinio-nes como, de añadidura, en los dispendios de papel y espa-cio físico a que obliga esa universal manía. Como concluyeel autor, «la conversación continúa, entre los excesos dela grafomanía y los excesos del comercialismo, entre elcaos de la diversidad y la concentración del mercado».

A muchos, la pregunta con que hemos comenzado pa-recerá muy reciente y recordará que la han respondido,de modo expeditivo, no solo los lectores que se han pasadoa leer (o a husmear) en Internet sino los bibliotecarios y

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expertos que han propuesto (y llevado a cabo) un verda-dero holocausto del papel impreso en beneficio de la mi-crofilmación y ahora de la digitalización, casi a la vez quelos perspicaces libreros anticuarios han dejado de adquirirbibliotecas de particulares que ya nadie quiere comprar-les. Todo un plebiscito contra los «demasiados libros».Pero el recelo por su abundancia es muy antiguo. En ri-gor, han convivido desde siempre dos tradiciones cultura-les divergentes respecto a la escritura y la posesión del li-bro. La convicción estoica ama la meditación propia de laexperiencia, que siempre se satisface con muy pocos li-bros; lo señalaba Séneca en la segunda Carta a Lucilio, alrecomendar: «Mantente alejado de la plétora de libros: sino puedes leer todo lo que puedas poseer, suficiente tesea poseer lo que puedas leer. A veces —dices— quierohojear tal libro, a veces tal otro. Empalagarse con muchascosas es lo propio de los estómagos hastiados. Lo muchoy lo muy diverso, no nutre: contamina». Parecidas razonesesgrimió Francesco Petrarca en los diálogos que tituló Deremediis utriusque fortunae, donde el Gozo y la Razón ar-gumentan acerca de la vanidad «Del que tiene muchoslibros».

Pero creo que la otra tradición —la de la multiplicidadinagotable de libros— ganó la batalla a partir de la Ilus-tración, que en rigor fue una pugna a favor de la libertadde opinar y de imprimirlo, y del siglo XIX, que hizo de laescritura y de la posesión del libro una parte de la intimi-dad del ser humano. Antes, tuvo a su favor a Cervantesque confesó que lo leía todo («como soy aficionado a leeraunque sean los papeles rotos de las calles», Quijote, I, IX)

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y después a Jorge Luis Borges, el hombre que agotó lasposibilidades de entender la biblioteca como metáfora dela vida verdadera: escribió que se sentía más orgullosode los libros que había leído que de los que había escri-to, y consignó, al tomar posesión de la dirección de la Bi-blioteca Municipal de Buenos Aires, siendo ya ciego, sucurrículo de lector: «Yo, que me figuraba el Paraíso / bajola especie de una biblioteca» («Poema de los dones», Elhacedor).

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A fuer de estoico, Francisco de Quevedo tuvo prevencio-nes sobre los muchos libros: en el soneto «Indígnase mu-cho de ver propagarse un linaje de estudiosos hipócritas yvanos ignorantes compradores de libros», opinaba que«No es erudito, que es sepulturero, / quien solo entierracuerpos noche y día; / bien se puede llamar libropesía /sed insaciable de pulmón librero», aludiendo a la inflama-ción del cuerpo por la hidropesía. Pero en otro soneto nomenos estoico, había definido los libros como «músicoscallados contrapuntos / que al sueño de la vida hablandespiertos», y pocas metáforas han sido tan certeras aldescribir lo que el libro tiene de íntima posesión y lo quesu lectura tiene de sustitución de la vida. La experienciade la lectura, que es intensa y absorbente, se asocia mu-cho mejor al territorio cerrado del libro impreso que lapromiscuidad y la multiplicidad dispersivas del merodeoelectrónico. Nadie ha dicho todavía nada tan hermosocomo lo que Quevedo dice del libro con respecto al tactode las teclas que convocan las letras en nuestro ordenador

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o a los ruiditos —presuntamente simpáticos— que acom-pañan sus funciones. Quizá todo se andará.

En un artículo del eminente bibliógrafo Robert Darn-ton, «El libro electrónico y el libro tradicional» (que ellector puede encontrar en su reciente volumen miscelá-neo Las razones del libro. Futuro, presente y pasado, Tra-ma, Madrid, 2010), se repasan las ventajas técnicas delprimero sobre el mejor de los e-books o el más ligero delos tablets. El libro impreso hizo de la literatura un hábitoy contribuyó, quizá como ninguna otra cosa, a la constitu-ción de la cultura como derecho individual y colectivo. Lahistoria de la literatura es, en buena parte, la historia delos libros que la han acogido. Han sido los resistentes me-canismos que unen a los escritores entre sí (incluyendo alos críticos de oficio), a los escritores y a sus lectores y, enno menor grado, a unos lectores y a otros. Y todos han sa-bido que, tras ellos, se habían afanado otros actores quehan contribuido al milagro: empresarios y tipógrafos; co-merciantes, libreros y buhoneros; ilustradores, traductoresy bibliotecarios... Es una crónica de complicidades engar-zadas y también, a veces, de enemistades perdurables: lapira y el censor también forman parte de la historia de loslibros.

El libro es la única conquista técnica de la humanidadque tiene relación con todas las demás hazañas de la inte-ligencia o la inventiva. Por eso, cuando en estos tiemposde sospechas de catástrofe, se me pidió hablar de algoque me pareciera imprescindible de las letras españolasdel siglo XX, no vacilé en hacerlo de la materialidad de loslibros que nos las han dado a conocer. Las páginas que si-

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guen recordarán algunas deudas (no todas) que el lectorespañol del siglo pasado contrajo con la industria editorialespañola. Evocarán lo que nos dice una cubierta anodinao atractiva, la significación que tuvo el designio editorialde una colección y, a fin de cuentas, recordaremos lo quedebe a la historia editorial la configuración y variacionesde un canon. En los últimos treinta años, la historia de laedición y la tipografía en España han dado pasos de gi-gante y lo he contado en un trabajo al que remito al lectorinteresado («Hacia una nueva historia literaria. Entre li-bros y lectores», L’histoire culturelle en France et en Es-pagne, études réunies et présentées par Benoit Pellistran-di et Jean François Sirinelli, Casa de Velázquez, Madrid,2008, pp. 59-76, que en la fecha de su redacción no pudoincluir el divertido e inteligente panorama de Andrés Tra-piello, Imprenta moderna: tipografía y literatura en España,1874-2005, Campgràfic, Valencia, 2006). En modestohomenaje a esta nueva bibliografía y en un brindis por losmuchos libros de papel, me limitaré a comentar cincomomentos estelares (permítame el plagio Stefan Zweig) deuna fecunda historia.

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La ascética cubierta de Biblioteca Renacimiento que seha reproducido (fig. 1) no hace mucho favor a una tareaeditorial en la que fueron importantes las cubiertas copio-samente ilustradas y, sobre todo, la presencia del logotipoempresarial, unas y otro dibujadas por Fernando Marco:los dibujos de aquellas amalgaban la melancólica evocación

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modernista y la moderna nitidezde la línea; el emblema de la edi-torial representaba a una damalectora del siglo XVI, sentada enun sillón frailuno. No debe olvi-darse que, en fechas poco poste-riores, el editor Rafael Caro Rag-gio hizo que su cuñado RicardoBaroja recogiera en el logotipo desu casa la figura de Erasmo, se-gún el famoso retrato de Holbein,porque hablar de imprenta era,sin duda, recordar sus más ilustres orígenes. Pero quizátampoco debemos olvidar que, hacia 1910, la moda ele-gante había generalizado los muebles oscuros y pesadosde lo que se llamó estilo «Renacimiento español», contodo lujo de bargueños, mesas de patas salomónicas y ele-mentos de forja, con el añadido de alguna cerámica vi-driada y algún espejo en copioso marco dorado: los vendíaen Madrid el anticuario Lissarrague y, algún tiempo des-pués, la siempre activa esposa de Juan Ramón Jiménez,Zenobia Camprubí, abrió su tienda de antigüedades enlos aledaños del Congreso de los Diputados.

La Biblioteca Renacimiento tomó su nombre de unarevista de 1907 —la mejor del modernismo español— yla sacaron adelante, en 1910, el librero Victoriano Prieto,el administrador José Ruiz Castillo (que luego fue gerentede la revista España, en 1915, y fundador de la editorialBiblioteca Nueva en 1919) y, como director literario, elpolivalente Gregorio Martínez Sierra, que había sido in-

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ventor y referente de la revista de 1907. Renacimientoduró poco porque en 1918 empezó la crisis de los cobrosprocedentes de América, donde el negocio se había ex-pandido mucho, y desapareció como entidad indepen-diente, aunque sobrevivió como preciado sello editorial enmanos de otros. En 1915 había editado un catálogo inol-vidable, que todavía es objeto de deseo por parte de losbibliófilos: no solo reproducía buena parte de las cubier-tas de los libros sino que los editores encargaron caricatu-ras de sus autores al dibujante barcelonés Luis Bagaría,que firmó la más divertida y certera galería de los presti-gios literarios del momento (en 1984, la desaparecida edi-torial El Crotalón inició su colección de «Antojos y Re-buscas» con una reproducción facsimilar de ese catálogo,Biblioteca Renacimiento, 1915, precedido de una nota deVíctor Infantes y un estudio mío).

Quizá aquel «culto del autor» fue el legado capital deRenacimiento. Extendió los primeros contratos estables ybien retribuidos que beneficiaron a amigos de MartínezSierra como Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado,Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Pío Baroja y Ri-cardo León (que fue el segundo director de la editorial)...Pero también se buscó la popularidad de otros autores, pormás que no rimaran mucho con la exigencia estética de ladirección: los éxitos de Felipe Trigo y los primeros de Al-berto Insúa estuvieron también ligados a nuestro sello edi-torial, para escándalo de algunos. Si algo supo MartínezSierra fue que el futuro del negocio estaba a medias entrelos escritores populares y los maîtres à penser. Y confirma-ron el acierto de las primeras colecciones de novelas cor-

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tas de periodicidad semanal (El Cuento Semanal, de 1907,fue la primera; La Novela Corta, de 1915, la más durade-ra) que usaron la misma política de nombres y que tam-bién contribuyeron al «culto del autor» llevando a sus cu-biertas sus caricaturas o sus fotografías.

Otra dimensión de ese culto fue precisamente la edi-ción de las obras completas de un autor en varios volúme-nes, y por eso se ha querido traer aquí el tomo XII, Políti-ca y toros, de las de Ramón Pérez de Ayala. Lo hicieronotros muchos autores entre 1910 y 1930: Azorín probócon Caro Raggio, Francisco Vilaespesa con Mundo Lati-no... El más original de todos, Ramón del Valle-Inclán,confió a varios editores (Perlado, Páez, la Sociedad Gene-ral Española de Librería y nuestra Biblioteca Renacimien-to) una serie que empezó en 1912 y que otorgó su primernúmero ordinal a su libro más difícil y complejo, La lám-para maravillosa, que fue su tardía proclamación estética.A esta fueron fieles aquellas Opera Omnia, cuyas cubier-tas ocupaba la ornamentación plateresca que dibujó Moyadel Pino. Para ellas se redactaron colofones en lengua la-tina e incluso el precio de los volúmenes se señaló en rea-les. Todo, por supuesto, remitía a la pose valleinclanesca,aristocratizante, refinada y arcaica, que formaba parte desu leyenda personal. Y es que el «culto del autor» empe-zaba por uno mismo; el de Valle-Inclán era quizá el másestrafalario y llamativo, pero su caso no era distinto de laestudiada impersonalidad de Azorín, de la vehemencia co-municativa de Unamuno o del capricho individualista yradical de Pío Baroja.

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Bibliográficamente considerado, ni siquiera es un libro elimpreso que describimos ahora (fig. 2); nos recuerda, sinembargo, la intensidad y eficacia de la comunicación se-manal con los lectores que establecieron las coleccionesde quiosco, entre 1907 y hasta poco después de la guerracivil. Hemos hablado ya de El Cuento Semanal, que acli-mató el género de la novela corta y abrió un largo ciclo deseries periódicas. Pero, en nuestrocaso, se trata de una colección ex-clusivamente dedicada a las obrasde teatro que eran ya viejas bene-ficiarias de sistemas de venta pa-recidos. Al ser textos más breves,fueron siempre propicias a edicio-nes baratas que aprovecharan eleco de los estrenos y constituyeranuna fuente de regalías, paralela alas representaciones: por eso, des-de el lejano siglo XVII los empresa-rios solían ser a menudo editores. Y cuando los autores serebelaron, a fines de siglo, contra esa tiranía, pasaron aautoeditarse a través de la Sociedad General de Autores,que habían constituido en régimen de cooperativa. Peromuy pronto las boyantes colecciones de novelas cortascrearon series paralelas de teatro y se estableció un activocomercio de ediciones baratas que sobrevivió incluso alde los relatos breves. Nuestro volumen pertenece a unacolección, La Farsa, fue un caso especial de vitalidad po-

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pular y de calidad selectiva; surgió en el año de 1927, porobra del escritor hispanoargentino Valentín de Pedro, y sevinculó al periódico republicano Estampa, que la mantuvohasta 1936, tras casi medio millar de entregas.

El número cuya cubierta se reproduce desmiente quetodo el teatro español de entreguerras se redujera a la em-palagosa comedia benaventina, o al humor regeneracio-nista de Arniches, a la sal gorda de Muñoz Seca, a la cas-tiza y discreta comicidad de los Quintero, o a la retóricaflorida del «teatro poético» de tema histórico. La calle fueuna obra singular que se estrenó en Madrid el 14 de no-viembre de 1930, en plenas huelgas obreras socialistas yanarquistas y apenas un mes antes de las fallidas subleva-ciones republicanas de Jaca y del aeródromo de CuatroVientos. La adaptación era de Juan Chabás y el originalera un drama del americano Elmer Rice (judío, hijo dealemanes, muy imbuido de la estética expresionista), es-trenada en Estados Unidos en 1929, con enorme éxito.Street Scene contribuyó a la moda de retratar la imagenvertiginosa y múltiple de la ciudad —un barrio de NuevaYork, en su caso—, cosa que estuvo presente en la novela(John Dos Passos o Alexander Döblin), en la pintura (des-de el expresionismo alemán al nuevo realismo de EdwardHopper), en la edad de oro de la fotografía social y, muyparticularmente, en el cine: recordemos Berlín, sinfoníade una ciudad, de Walter Ruttman, y Sous les toits de Pa-rís, de René Clair. Sobre Street Scene, Kurt Weill hizo unaópera en 1947, usando una adaptación del poeta LangstonHughes, y en 1931 se rodó una película sonora de KingVidor, con Silvia Sidney. Nuestra actriz más relevante,

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Margarita Xirgu, estrenó La calle y así aparece en la cu-bierta de nuestro librito, al lado de José Bruguera que ledio la réplica; de fondo, puede verse algo de los atrevidosdecorados originales de Salvador Bartolozzi (una casa conpracticables, por donde se asomaban los personajes parasus intervenciones), porque la obra se montó con cin-cuenta actores en escena, nada menos... Nunca se habíavisto algo tan original, y es que la España de 1930 tam-bién se insertaba en el revuelto e incitante mundo deaquel año de vísperas.

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Las siguientes ilustraciones nos remiten a otro milagroeditorial español: la primera colección de libros de bolsi-llo, que salían por entregas, con periodicidad fija y unprecio imbatible (figs. 3 y 4). Fue una invención del ge-rente de La Papelera Española, Nicolás María de Urgoiti,que creó la Compañía Anónima de Librería, Publicacio-nes y Ediciones (CALPE) en 1918, unos meses después dehaber lanzado el diario El Sol. Ni uno ni otra empezaroncon beneficios, pese a su prestigio intelectual; el éxito depúblico y las ganancias llegaron con esta Colección Uni-versal, de 1919, que ofrecía sus tomitos a 30 céntimos,impresos a ritmo de veinte entregas mensuales. Su propó-sito, confiado por Urgoiti a Manuel García Morente, ca-tedrático y fiel edecán editorial de Ortega y Gasset, eraservir los clásicos de todos los tiempos y lenguas en tra-ducciones fiables. Se empezó con el Poema del Cid (enuna excelente versión modernizada de Alfonso Reyes),

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que se llevó cuatro entregas; luego, Fuenteovejuna, queocupó dos; el número 7 fue el breve ensayo La paz perpe-tua, de Kant; las entregas 8-10, El vicario de Wakefield,de Oliver Goldsmith, y las 11 y 12, una selección de lasMemorias de La Rochefoucauld. Hemos reproducido lacubierta amarilla de un tomito de Poesía y verdad (Dich-tung und warheit), de Goethe (en versión de Tenreiro) y lailustrativa contracubierta que resume los objetivos de la se-rie que, al comienzo, tenía el enfático lema «El tesoro li-terario de la Humanidad». Lo era, en cierto modo: graciasa ella, muchos españoles leyeron Los papeles póstumos delclub Pickwick, de Dickens, o lo más representativo de lanovela rusa clásica y de más actual (Vladimir Korolenko,Leonid Andreiev, Ivan Bunin...), lo que fue una experienciacapital en la imaginación europea y entre nosotros. Y tam-bién se publicó algún libro español memorable: allí vieronla luz Soledades, galerías y otros poemas (1919), de AntonioMachado; la Segunda antolojía poética (1922), de Juan

Fig. 3 Fig. 4

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Ramón Jiménez, sin duda el libro más influyente de la po-esía hispánica del siglo pasado, y las Notas (1928), de Or-tega y Gasset, con las que la colección celebró haber so-brepasado su número 1.000.

Hoy el proyecto y la ejecutoria de CALPE han sido ob-jeto de una monografía excelente de Juan Miguel Sán-chez Vigil (CALPE, paradigma editorial, Trea, Gijón, 2005).Con el tiempo, CALPE se fusionó con la editorial barcelo-nesa Espasa y sus productos —entre otros, nuestra Co-lección Universal, el Diccionario Enciclopédico, la Sum-ma Artis, Los Toros o la Historia de España, dirigida porMenéndez Pidal— fueron hitos trascendentales de la im-prenta hispánica. La colección Austral (fig. 5) heredóbuena parte del catálogo y función de la Colección Uni-versal (con la que llegó a convivir) pero nació al otro ladodel mar: fue una creación de la filial argentina de Espasa-Calpe, concebida para el mercado americano aunque ya afinales de los cincuenta la mayoría de los volúmenes seimprimían y distribuían en España. La Austral renunció alas pequeñas entregas y solo abordó volúmenes únicos; nofue la única lección que aprendió de la colección anglosa-jona Penguin Books, que fue fundada por sir Allan Laneen 1935: puede que también vinieran de esta el atractivo yla simplicidad de las cubiertas, y hasta el uso el emblema,tan «austral» por otro lado, de la constelación de Capricor-nio. He querido reproducir un libro de Miguel de Unamu-no, todavía de la época argentina, que se retiró de la ventaen España, cuando en 1956 una disposición de Pío XII(impulsada por obispos nacionales) incluyó al escritor enel Índice de libros prohibidos. También se retiró entonces

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Del sentimiento trágico de la vida,que había sido el número 4 de laserie y que, como La rebelión delas masas, de Ortega, que fue el nú-mero 1, fueron denunciados cuan-do empezaron a circular en la zonafranquista durante la guerra civil.

La colección Austral ha sidouna universidad por sí misma,mucho más eficaz a menudo quela muy menguada que podía ofre-cer el régimen. Allí estaba todo loque valía la pena leer en aquellos años: Azorín y AntónChéjov; Baroja y Unamuno; Valle-Inclán, que quizá fuesu mayor éxito... Y se podía elegir entre la cubiertas grisesde los clásicos, las azules de los relatos; las verdes del en-sayo; las moradas de la poesía y el teatro; las anaranjadasde las biografías; las negras de los libros de viajes y lasamarillas de los que se definían como «libros políticos ydocumentos del tiempo». Afinidades cromáticas tan mis-teriosas como las de las vocales de Arthur Rimbaud.

R E C O N S T R U Y E N D O E L E S P A C I O

D E L A L I B E R T A D : B I B L I O T E C A B R E V E

Las figuras 6 y 7 reproducen sendas sobrecubiertas de laBiblioteca Breve, de la barcelonesa editorial Seix Barral,y la propaganda que insertaban sus primeras solapas. Co-rrían ya los años cincuenta y todo empezaba a cambiar enla España franquista. Había, de entrada, un lector distin-to que había creado, en buena parte, la benemérita Aus-

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tral, pero también la editorial Destino y sus novelas, y loslibros de poesía de la colección Adonais, y las obras deteatro que publicaba Alfil, y la afluencia del ensayo uni-versitario, que nos ocupará enseguida... Aquella mítica«casa oscura» de la editorial Seix-Barral en la calle deCórcega, había sido una reputada editorial de cartografíay libros escolares y solo en 1955, Víctor Seix aceptó conentusiasmo la idea de su socio Carlos Barral y de sus ami-gos: un profesor represaliado, Joan Petit; antiguos compa-ñeros de universidad, como los hermanos Gabriel y JoanFerraté; el hijo de un notorio escritor exiliado, que llegóde Estados Unidos, como Jaime Salinas; un crítico, JoséMaría Castellet, y un poeta, Jaime Gil de Biedma, quetambién pertenecían al ámbito universitario de finales delos cuarenta. Ese fue el comité informal que creó una se-

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rie que buscó un modelo en las elegantes ediciones turi-nesas de Einaudi y cuyos volúmenes asociaremos siemprea las sobrecubiertas de una irrepetible generación de fotó-grafos catalanes: Oriol Maspons, Xavier Miserachs, Leo-poldo Pomés... Eran siempre un poco enigmáticas y unmucho intencionadas, como las que ahora podemos ver:ese lector en un banco entre árboles invernizos, que sereproduce en La hora del lector, o el bulto de un cuerpodesnudo que transparenta una hamaca, elegida para Laplaya y otros relatos.

Por supuesto, se han elegido muy adrede los libros...La Biblioteca Breve inició su andadura en 1956 con latraducción por José María Castellet de un libro de temamuy atrayente, La nueva novela norteamericana; era, en ri-gor, una modesta síntesis de Frederick J. Hoffman perocumplió entre nosotros la misma función reveladora que

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los artículos de Cesare Pavese en Italia o los de Jean PaulSartre en Francia, todo a fines de los cuarenta. Precisa-mente, La hora del lector, de Castellet, pretendió resumiraquello: los cambios en la historia de la novela, la compa-tibilidad del realismo objetivista y la intencionalidad polí-tica y, sobre todo, la proclamación de la adultez del lector,a quien ya no ampararía en su lectura la mano protectoradel autor-padre. Y quizá el mejor ejemplo práctico decómo la tersura de un relato podía ocultar una profundasima de descontento e incomunicación no explícitas esta-ba en las novelas cortas de Cesare Pavese, que se habíasuicidado en Turín en el cercano 1950. Por eso, he queri-do reflejar también cómo trataban los textos de las sola-pas a los eventuales compradores de sus libros: una sabiamezcla de exigencia, soberbia y complicidad que eran lasconsignas de una nueva cultura antifranquista.

P A R A L A H I S T O R I A D E U N A P O S G U E R R A :

L A F O R T U N A D E L E N S A Y O A C A D É M I C O

La publicación de ensayos fue, en sus comienzos, uno delos designios más claros de Biblioteca Breve. Y fue también,como ya se ha indicado, uno de los índices de la madurezdel lector español en los tiempos oscuros. La censuranunca lo temió demasiado, por considerarlo cosa minori-taria y abstrusa; los editores sabían que, con las excepcio-nes de rigor, era más fácil intentar la traducción de un en-sayista radical o marxista que la de sus equivalentes en lanovela y el teatro. Y muy pronto, el incremento de la acti-vidad universitaria en España —laboratorio de las trans-formaciones morales y políticas de las clases medias espa-

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ñolas— ofrecieron a los avezados editores de ensayos aca-démicos dos elementos imprescindibles para su trabajo:nuevos autores para editar y nuevos lectores para cuantoeditaban. Dos empresas fueron expresión muy cabal deese proceso: una que adoptó ambicioso nombre de mon-taña (se trataba de Gredos; conviene recordar que hubootra llamada Guadarrama); otra, con un soñador nombrede constelación lejana, Taurus (figura 8).

La prehistoria de Gredos empezó en 1944 con losaportes económicos de cuatro recién licenciados en Filo-logía Clásica, Julio Calonge, Severiano Carmona, Hipóli-to Escolar y Valentín García Yebra, que empezaron a dedi-carse a la edición de textos de autores clásicos para usoescolar. En 1950 entraron en el terreno de la filología es-pañola con una colección memorable, la «Biblioteca Ro-mánica Hispánica», que tradujo textos señeros (la Teoría

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de la literatura, de René Wellek y Austin Warren, o Lin-güística e historia literaria, de Leo Spitzer) y que afianzómuy pronto el campo académico de la estilística española:sus best sellers fueron Poesía española. Ensayo de métodos ylímites estilísticos, de Dámaso Alonso; la Teoría de la ex-presión poética, de Carlos Bousoño, y Materia y forma enpoesía, de Amado Alonso. Pero no cabe olvidar los originaleslibros de Joaquín Casalduero, hoy tan injustamente olvida-do, y las contribuciones de Rafael Lapesa y Eugenio Asen-sio, que precedieron en poco tiempo a los de la segundagran promoción de la escuela española de filología: Fernan-do Lázaro Carreter, Manuel Alvar, Gonzalo Sobejano...

Se ha querido que representara a Gredos un libro enque colaboraron dos estrellas del momento filológico —Seiscalas en la expresión literaria española (1951), tan repre-sentativo de la mezcla de tecnicismo y pasión, que fue latónica de la mejor estilística— y, al lado de esa cubiertatan ascéticamente germánica, se ha decidido que campeela más moderna y llamativa de otra colección posterior,«Persiles», del grupo editorial Taurus. Fue este una inven-ción madrileña de Francisco (Pancho) Pérez González,hijo de emigrantes en Argentina, librero en Santander eimportador de libros americanos (prohibidos en buenaparte). González creó su editorial con la asesoría de unsabio diplomático y filólogo colombiano, formado en Ale-mania, Rafael Gutiérrez Girardot. Y Taurus debió mucho,como la consolidación de Gredos, a los años del ministe-rio de Educación de Joaquín Ruiz-Giménez: el catálogode la nueva editorial contó con la asesoría y apoyo de Pe-dro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Antonio Tovar,

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Federico Sopeña..., que eran «falangistas liberales», cató-licos progresistas, socialdemócratas incipientes, o de todoun poco. Los primeros éxitos de Taurus se debieron a co-sas muy diversas: por un lado, a los libros de Rafael Azco-na en la colección de humor «El Club de la Sonrisa» (re-cordemos cosas tan corrosivas como El pisito. Novela deamor e inquilinato o El repelente niño Vicente) y, por otro,a los volúmenes de antropología —teñida de espiritualidadal borde la heterodoxia— del P. Theilhard de Chardin, pu-blicados en «Ensayistas de Hoy». Lo que debe hacerlos re-cordar que otro sacerdote y profesor de Lovaina, CharlesMoeller, vio traducidos por la editorial Gredos los exce-lentes y minuciosos volúmenes de Literatura del siglo XX ycristianismo que, para muchos lectores de la época, fue-ron la primera confrontación seria con la opinión y los te-mas de escritores que estaban prohibidos en España.

Aquí he querido traer, sin embargo, algo que conmo-cionó a muchos y suscitó no pocas discusiones: la prime-ra recepción de las hipótesis sobre el oculto «ser de Espa-ña» que Américo Castro propuso en su libro de 1948(España en su historia, luego La realidad histórica de Espa-ña, ni uno ni otro autorizados hasta tiempo después). Encambio, pudimos leer De la edad conflictiva, Hacia Cer-vantes y Origen, ser y existir de los españoles, que no eranmal viático de angustias y de dudas en un tiempo de dog-mas: en ellos (y en otras experiencias) aprendió el nove-lista Juan Goytisolo a ser Juan sin Tierra. �

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