[richard collier] la segunda guerra mundial

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La guerra en el desierto - Time life folio

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LA

SEGUNDA GUERRA

MUNDIAL LA GUERRA EN EL DESIERTO I

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LA

SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

LA GUERRA EN EL DESIERTO I

LIFE

Page 4: [Richard Collier] La Segunda Guerra Mundial

Dirección editorial: Julián Viñuales Solé

Coordinación editorial: Julián Viñuales Lorenzo

Dirección técnica: Pilar Mora Oliver

Producción: Miguel Angel Roig Farrera

Coordinación técnica: Luis Viñuales Lorenzo

Autor: Richard Collier

Colaboradores: Coronel John R. El ting, Martin Blumenson

Título original: The war in the desert

Traducción: Daniel Laks

Publicado por:

Ediciones Folio, S.A.

Muntaner, 371

08021 Barcelona

© Time-life Books Inc. All rights reserved

© Ediciones Folio, S.A. (20-11-1995)

ISBN: 84-413-0000-3 (Obra completa)

ISBN: 84-413-000-11-9 (volumen 11)

Impresión: Cayfosa

Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)

Depósito legal: B-18.159-1995

Printed in Spain

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CONTENIDO

CAPÍTULOS 1: Una apuesta demasiado fuerte 18 2: El pasmoso golpe de Rommel 60 3: El triunfo rehúye a los británicos 82

ENSAYOS FOTOGRÁFICOS Italia busca la gloria 6 El Zorro del Desierto 34 El campo de batalla del infierno 48 Malta bajo las bombas 72 Ligero respiro en El Cairo 94

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ITALIA BUSCA LA GLORIA

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Soldados italianos elegantemente uniformados en Libia, sus ametralladoras montadas en un camión, se muestran confiados antes de la invasión de Egipto, en septiembre de 1940.

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LOS PLANES DEL DUCE PARA EL ESTABLECIMIENTO DE UN IMPERIO ROMANO

Desde el balcón de mármol de su despacho en el Palazzo Venezia de Roma, un Mussolini beligerante anunáa que le ha declarado la guerra a Francia y Gran Bretaña.

«Italianos: coged las armas y mostrad vuestra tenacidad y vuestro valor», exclamó el dictador Benito Mussolini a la mu-chedumbre enardecida que llenaba la gran plaza bajo su bal-cón (izquierda). Era el 10 de junio de 1940, el día en que Ita-lia entró en la guerra contra los Aliados. Hitler estaba completando rápidamente su conquista de Europa occidental, y el Duce, que no quería quedarse atrás, decidió realizar algu-nas llamativas conquistas propias y, de'paso, triplicar el tama-ño de su imperio en el continente africano. Mussolini ya po-seía Libia en el norte, y Eritrea, la Somalia Italiana, y Etiopía, en el sureste. Ahora que Gran Bretaña luchaba por su propia supervivencia, parecía el momento adecuado para hacerse con territorios británicos en el área del Mediterráneo.

El 28 de junio , Mussolini o rdenó la invasión de Egipto, «esa gran recompensa por la que aguarda Italia». Gran Bre-taña tenía apenas 36.000 hombres en Egipto; al otro lado de la frontera, en Libia, había casi 250.000 italianos. Aun así, Ita-lia tardó casi dos meses y medio en los preparativos para lan-zar el ataque. Durante el verano, el Alto Mando italiano avi-vó el entusiasmo en el f ren te de casa con grandiosos pronunciamientos de victorias en otros lugares de África. Los ejércitos de Mussolini tomaron puestos a lo largo de la fron-tera libio-egipcia, entraron en Kenia, penetraron en el Sudán y se apoderaron de la Somalia Británica. En el corazón de Roma, los avances italianos eran representados en un mapa enorme (derecha), y pronto el pueblo se empezó a decir: «So-mos fuertes otra vez. Podemos luchar.»

Finalmente, el 13 de septiembre los italianos lanzaron su expedición contra Egipto, esperando avanzar sin mayores contrat iempos hasta el Canal de Suez. Un cont ingente de 80.000 soldados cruzó la f rontera Libia. Había cinco divisio-nes de infantería y siete batallones de tanques. Cuando se disiparon el humo y el polvo del primer ataque, los británicos se asombraron al ver una gran parte de esta formidable fuer-za dispuesta delante de ellos como para pasar revista: primero los motociclistas, luego los tanques ligeros y más atrás los otros vehículos, ordenados en hileras perfectas. Los británicos, infe-riores en número, se replegaron, pero no antes de que - e n palabras del primer ministro Winston Churchill- «nuestra ar-tillería causase numerosas bajas entre el enemigo».

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Mientras un trabajador subido en una escalera da los últimos toques, un grupo de transeúntes romanos observan un mapa levantado para seguir de cerca los éxitos del ejército italiano en Africa del Norte.

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Listos para entraren acción, un grupo de camisas negras italianos pasan marchando a paso de la oca delante del mariscal Rodolfo Graziani, en Bengasi, el 14 de agosto de 1940, de camino al frente libio.

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PONIÉNDOSE EN CAMINO POR LA RUTA DEL DESASTRE Mientras las tropas italianas penetraban en Egipto, daban la impresión de ser una fuerza de combate formidable. Pero la realidad era muy distinta. Sus tanques eran tan endebles que se partían bajo el fuego. Sus camiones de rígidas ruedas no soportaban las piedras del de-sierto y se reventaban. Y muchos soldados esta-ban mal preparados.

No obstante, al principio de la campaña las cosas marcharon bien. A los cuatro días, los ita-lianos ocuparon Sidi Barraní, un puesto de avanzada a 100 kilómetros de distancia ganado sin oposición de los británicos. Allí se detuvie-ron para consolidar sus conquistas antes de la arremetida final, y allí experimentaron por vez primera lo que era el desierto. La tierra era ári-da y la vida espartana. Los oficiales estaban sa-tisfechos. Comían bien y dormían en sábanas; para ellos, la victoria era algo seguro y la adver-sidad una situación que valía la pena soportar. Pero la moral de las tropas, que estaban mal ali-mentadas y vivían en condiciones muy duras, flaqueaba. «Esto es un infierno que debe pasar pronto», escribió un soldado. Otros se empeza-ban a preguntar qué hacían allí. Uno de ellos comentó: «Esta es una guerra europea librada en África con armas europeas contra un enemi-go europeo. No nos damos cuenta de ello... No estamos luchando contra los abisinios.»

El 9 de diciembre empezó la tormenta. Los británicos, que habían aprovechado el respiro para reorganizar sus fuerzas, lanzaron una con-traofensiva..., y, súbitamente, los italianos fue-ron derrotados.

Soldados de a pie italianos con fusiles y ametralladoras ligeras al hombro, cruzan el desierto durante su ofensiva de septiembre de 1940. La mayor parte del ejército italiano estaba compuesta por tropas de infantería, de escasa utilidad contra los más móviles británicos.

Camiones Lancia, con tropas de artillería italianas, esperan en las arenas libias órdenes para avanzar. Un

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grupo de ofiáales viaja m un Fiat descapotable (derecha); el vehículo con ruedas enormes (al fondo, a la izquierda) se utilizaba para tirar de cañones y cocinas de campaña.

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Mientras los proyectiles de artillería estallan al fondo, soldados italianos cargan a través del Desierto Occidental en diciembre de 1940 contra posiciones británicas.

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Estos actos heroicos no detuvieron la contraofensiva británica, que arrasó con tres divisiones italianas en Sidi Barraní y luego se apoderó del baluarte de Bardia.

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Un torrente interminable de prisioneros italianos marcha hacia un área de detención tras la caída de Bardia a principios de enero de 1941. Para entonces, menos de

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un mes después de que los británicos lanzaran su contraofensiva, unos 80.000 italianos se habían rendido o habían sido hechos prisioneros.

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Mussolini apuesta fuerte Las tácticas evasivas de un guerrero reticente

La engañosa tregua de Sidi Barraní Peligros de un terreno seco

Un golpe de refilón a la flota de guerra italiana Malos presagios provenientes de Grecia

Churchill contra su propio general Una sucesión de victorias británicas

Hitler decide intervenir

En el amanecer del 13 de septiembre de 1940 sonó una fan-farria de trompetas plateadas a través del árido paisaje del desierto norafricano. Desde el Fuerte Capuzzo, a escasa dis-tancia de la f rontera libia con Egipto, partió una larga hile-ra de tanques seguidos de tres regimientos de infantería, un regimiento de artillería, un batallón de ametralladores y sen-das compañías de ingenieros y morteros. A la cabeza de la columna, en el r imbombante estilo de una guerra más anti-gua, marchaban las tropas de choque de camisas negras co-nocidas como Arditi, armadas de dagas y granadas de mano. Y en la retaguardia avanzaban camiones cargados de monu-mentos de mármol que debían señalar el progreso triunfal de los combatientes italianos mientras atravesaban Egipto y se lo arrebataban a los soldados británicos.

Esa, al menos, era la intención de Mussolini. Durante un año,, desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el dicta-dor italiano había contemplado con envidia cómo Adolf Hit-ler, su aliado del Eje, obtenía u n a conquista tras otra en Eu-ropa. Ahora, a finales del verano dé 1940, el cont inente entero parecía al alcance de las garras de Hitler. Por sojuzgar sólo quedaba Gran Bretaña, y el asalto aéreo alemán cada vez más intenso contra sus ciudades prometía acelerar el proceso.

Tras considerar la situación, Mussolini previo un final muy poco halagüeño. Si no montaba su propio espectáculo de poderío militar cuando aún estaba a tiempo, no iba a poder compart i r los f ru tos de la victoria del Eje. «Necesito unos cuantos miles de muertos», le dijo al mariscal Pietro Bado-glio, jefe del Estado Mayor italiano, «para poder asistir a la conferencia de paz como beligerante.»

Esta tesis ya había sido sometida a prueba en Francia, aun-que con resultados desalentadores. En junio, con Francia a pun to de ser der ro tada por los alemanes, Mussolini había declarado súbitamente la guerra y enviado tropas a la fron-tera con su vecino. La incursión le había hecho quedar como un chacal que intentaba alimentarse de un cadáver y apenas le había significado un territorio insignificante. Hitler no le permitió hacerse con más.

Sin embargo, África ofrecía mejores perspectivas. En la inva-sión de Egipto, los italianos jugarían con cierta ventaja. Una de ellas era la apremiante situación de los británicos. Pese a que desde hacía mucho dominaban Egipto, primero bajo un protectorado y, más recientemente, bajo un tratado que per-mitía el estacionamiento de tropas británicas, ahora estaban p lenamente dedicados a de fender su propia isla. Con sus recursos de hombres y material de guer ra bajo mínimos, apenas se podían permit i r reforzar su bastión en Oriente Medio.

UNA APUESTA DEMASIADO FUERTE

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Una segunda ventaja para los italianos era sus propios años de asentamiento en África. Libia, con cerca de 1.600 kilóme-tros de fachada estratégica al Mediterráneo, estaba en manos italianas desde 1911, y Eritrea y la Somalia Italiana, en la cos-ta oriental africana, aún más tiempo. A sus posesiones de África Oriental, Mussolini había añadido, recientemente, Etiopía. Libia limitaba por el oeste con Egipto, y Etiopía confinaba con las colonias británicas de África Oriental. Así pues, la domina-ción británica de la zona podía ser desafiada en dos frentes.

A pesar de sus bravatas, Mussolini sabía que era muy difí-cil repetir la rápida victoria sobre las tribus etíopes de 1936 en una guerra contra las bien preparadas tropas británicas de Egipto. Sin embargo, dada la acuciante situación de Gran Bretaña, el éxito parecía posible. Y demostraría a Hiüer que el Duce estaba luchando por la causa del Eje con el debido fervor.

El hombre elegido por Mussolini para dirigir las fuerzas norafricanas de Italia fue el mariscal Rodolfo Graziani, de 58 años de edad, un muy condecorado veterano de anteriores campañas africanas contra nativos rebeldes, conocido como «el Carnicero» por su modo de tratar a los adversarios.

Graziani creía que su labor iba a ser más que nada defen-siva: defender Libia de incursiones británicas por el este y de ataques del protec torado francés de Tunicia por el oeste. Pero la caída de Francia había eliminado la amenaza de Tu-nicia. Al tomar posesión de su puesto, Graziani se enteró, ho-rrorizado, que su misión era penetrar casi 500 kilómetros en territorio egipcio y capturar la gran base naval británica de Alejandría. De inmediato voló a Roma para interceder ante Mussolini y el j e fe del Estado Mayor Badoglio.

Sus fuerzas, argumentó Graziani, no estaban a la altura de las de los británicos. Apenas tenía medios de transporte para cuatro batallones. Algunas de las armas a su disposición esta-ban totalmente obsoletas: cañones y fusiles del siglo xix, ame-tralladoras atacadas por el óxido. Andaba escaso de equi-pos modernos : aviones, tanques, artillería ant i tanque y antiaérea, incluso minas. En algunos puntos a lo largo de la frontera egipcia, los soldados italianos de las patrullas noctur-nas se veían obligados a desactivar y robar minas británicas para sembrar sus propios campos de minas.

El retrato desolador que pintó Graziani no pudo haber sorprendido a Mussolini y Badoglio. Las aventuras militares de los últimos años - e n especial la campaña etíope y la inter-vención en la Guerra Civil española- habían menguado la fuerza militar italiana.

Luego, en abril de 1939, Italia había invadido a la diminuta Albania, su vecino al otro lado del Adriático, como respues-

ta a la invasión alemana de Checoslovaquia. Aunque Albania se había rendido sin oponer resistencia, los italianos habían enviado una gran fuerza de ocupación, con hombres y armas que, de otro modo, habr ían sido puestos a disposición de Graziani.

Pero Mussolini ansiaba alguna victoria en África del Nor-te, y las protestas de Graziani resultaron inútiles. Todo lo que consiguió del Duce fue un pobre consuelo. «No estoy fijan-do objetivos territoriales precisos», le aseguró Mussolini. «Sólo le pido que ataque a las fuerzas británicas.» Egipto, predijo el Duce, sería una recompensa preciosa, su conquis-ta «el golpe final a Gran Bretaña».

El consternado Graziani volvió a Libia con una sola pro-mesa tangible. Pronto, le prometió Badoglio, se le enviarían 1.000 tanques..., el arma más eficaz en el desierto. La prome-sa nunca se cumpliría, si bien durante un t iempo le dio a Graziani la excusa para postergar la invasión mientras espe-raba la entrega de los tanques. Mientras tanto, las hostilida-des con los británicos se limitaron a escaramuzas fronterizas. El desigual número de bajas confirmó los temores del maris-cal: 3.500 soldados italianos, 150 británicos.

Cada vez más irritado por las evasivas de Graziani, el Duce fijó una fecha límite. Listas o no, las fuerzas italianas debían entrar en Egipto en cuanto la inminente victoria aérea de Hitler sobre la Isla llevase a los primeros soldados alemanes a pisar suelo británico. A principios de septiembre, Mussoli-ni ya no estaba dispuesto a esperar a que se materializase el desembarco. Ordenó a Graziani que se pusiese en marcha en dos días..., o sería substituido.

Al principio, el pesimismo de Graziani pareció infundado. Cuatro días después de que sus tropas abandonasen el Fuer-te Capuzzo, se encontraban 100 kilómetros dentro de Egip-to y en posesión del asentamiento costero de Sidi Barrani {mapa, página 27). Salvo por su mezquita y su delegación de policía, esta aldea era poco más que una colección de caba-ñas de barro. Pero Radio Roma no desperdició la oportuni-dad de jactarse de la victoria hasta límites insospechados. «Gracias a la habilidad de los ingenieros italianos», anunció, «los tranvías han vuelto a funcionar en Sidi Barrani.»

Lo que los complacidos oyentes italianos no podían saber era que los británicos se habían retirado de Sidi Barrani se-gún un plan, replegándose 130 kilómetros hasta el pueblo de pescadores de esponja de Mersa Matruh. Conocido en la antigüedad como Paraetonium, en cuyas aguas azules habían retozado Marco Antonio y Cleopatra, Mersa Matruh era aho-ra la estación final de un ferrocarril de vía estrecha de Ale-jandría. Este pueblo proporcionaba una ventaja importante a los británicos. Si los italianos continuaban avanzando, sus

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líneas de suministros se extenderían y quedarían expuestas a ataques, mientras que los británicos, próximos a sus propias fuentes de suministros, podían esperar el momento adecua-do para lanzar una contraofensiva.

Sin embargo, Graziani no estaba dispuesto a enviar más lejos a sus tropas. No sólo su flanco izquierdo, sino también el flujo de los suministros a lo largo de la única carretera cos-tera desde Libia corría el riesgo de ser bombardeado por bu-ques de guerra británicos desde el Mediterráneo. Graziani decidió que sus hombres se hiciesen fuertes en Sidi Barraní.

Desde su cuartel general unos 500 kilómetros más atrás, en la población libia de Cirene, o rdenó a su comandante sobre el terreno, general Mario Berti, que dispersase en aba-nico las fuerzas italianas en un semicírculo de siete puestos de defensa. Durante los siguientes tres meses, estas avanzadas asumieron el aire pausado de un acantonamiento de tiempos de paz, con refinamientos tales como colonias y cepillos de plata en las dependencias de los oficiales, vasos grabados en sus clubes, j a m ó n en lata y vino Frascati en sus mesas. En todas partes, en las paredes y las puertas, había carteles con

citas de los discursos de Mussolini, irónicamente inapropia-dos para un ejército que ya se empezaba a cansar de la bús-queda de un Imperio Romano moderno: Chi se ferma éperduto (El que vacila está perdido) y Sempre avanti (Avanzar siem-pre).

También los británicos se atr incheraron, bajo el mando del teniente general Richard Nugent O'Connor, un hombre-cillo tímido con aspecto de pájaro y maneras humildes. Du-rante las largas semanas de espera, Mersa Matruh se convir-tió en un pueblo de trogloditas mientras las tropas de O 'Connor -al imentadas con una dieta espartana de cocido de carne de vaca y té dulce cargado- cavaban trincheras y refugios subterráneos en las rocas de piedra caliza bajo la arena.

En el cuartel general británico de El Cairo, el comandante en jefe para Medio Oriente, general sir Archibald Wavell, tam-bién esperaba la hora propicia, aguardando la llegada de tro-pas de refuerzo y un envío de tanques diseñados para actuar en apoyo directo de las tropas en avanzada. El tanque britá-

LA DEBACLE EN ÁFRICA ORIENTAL DEL DUQUE DE AOSTA

Mientras sus ejércitos en Libia se preparaban para la invasión de Egipto que hizo estallar la guerra del desierto, Mussolini puso en movi-miento la otra mitad de su plan para la conquis-ta de África: un ataque a los británicos en Áfri-ca Oriental. Para encabezar esta campaña eligió al duque de Aosta, primo del rey Víctor Manuel III y gobernador general de la África Oriental Italiana. El duque de Aosta era popular entre sus vecinos británicos en África Oriental. Le encontraban encantador y refinado. Cuando Mussolini le or-denó atacar, en junio de 1940, lo hizo contra su voluntad pero con sentido del deber. En dos me-ses, partes de Sudán y Kenia, y toda la Somalia Británica cayeron en manos de sus tropas. Sin embargo, un año más tarde, los británicos ha-bían recuperado sus pérdidas, y también con-trolaban la África Oriental italiana. El duque fue capturado en las montañas etíopes y murió al año siguiente de tuberculosis y malaria como prisionero de guerra en Kenia. Pero sus anti-guos amigos atesoraron un recuerdo de sus ca-ballerosos modos. Antes de abandonar su cuar-tel general en Addis Abeba, había redactado una nota cortés agradeciendo de antemano a los británicos por proteger a las mujeres y niños de la ciudad, «demostrando así que aún existen pro-fundos lazos de humanidad entre nuestras na-ciones».

El duque de Aosta, en su calidad de virrey de Etiopia, recibe los honores de un dignatario etíope en la sala del trono del exiliado emperador Haile Selassie.

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nico «I» (de infantería) , apodado Matilda, pesaba unas 30 toneladas. Su blindaje de 7,5 cm era impenetrable para los cañones italianos, mientras que su propio cañón, de 20, po-día penetrar el mejor de los tanques italianos.

Pero hacía falta algo más que armas para imponerse en aquel paisaje seco y desolado. Ambos bandos se iban a en-frentar, no sólo entre sí, sino también a los desafíos únicos del terreno. El Desierto Occidental - c o n que originalmente se había designado a la zona occidental de Egipto, pero que más adelante llegó a incluir el este de Libia- abarcaba un área relativamente rectangular de unos 800 kilómetros de largo y 240 kilómetros de ancho. Detrás de una llanura arenosa que colindaba con el Mediterráneo se extendía una alta meseta desértica, gran parte de cuya superficie parda estaba cubier-ta de rocas y piedras. Pese a los estragos que esta superficie suponía para el paso de tanques y camiones, cruzar la mese-ta era relativamente fácil; no así llegar hasta ella. Entre la meseta y la f ranja costera se interponía una escarpa con ele-vaciones de hasta 150 metros y muy escasos lugares aptos para el paso de vehículos de ruedas u orugas.

Desde un punto de vista militar, el peor aspecto del Desier-to Occidental era su falta de puntos de referencia. Excepto por la única carretera costera, atravesarlo era como navegar en un océano inexplorado, valiéndose únicamente del sol, las estrellas y el compás.

El escritor australiano Alan Moorehead, entonces corres-ponsal del Daily Express de Londres, trazó con gran habilidad la analogía entre la guerra del desierto y la guerra marítima. «Cada camión o tanque», escribió, «estaba tan aislado como un destructor, y cada escuadrón de tanques o cañones reco-rría grandes extensiones de desierto del mismo modo que una escuadra de acorazados desaparece detrás del horizon-te... Cuando establecías contacto con el enemigo, maniobra-bas a su a l rededor para encont ra r un pun to adecuado de ataque, del mismo modo que dos flotas se colocan en posi-ción para la acción... El principio fundamental que goberna-ba siempre era que las fuerzas del desierto debían ser móvi-les... Buscábamos hombres, no terrenos, como un buque de guerra busca a otro buque de guerra, sin preocuparse por el mar en el que tiene lugar el combate.»

También se requería algo intangible: un «sentido del de-sierto», que le decía a un hombre que nunca debía intentar imponerse a este formidable entorno, sino utilizarlo o evitar-lo como pudiese. Los experimentados hombres de la fuerza británica del Desierto Occidental habían adquirido este sen-tido, y el corresponsal Moorehead describió algunas de las maneras en que lo llevaron a la práctica:

«Siempre era el desierto el que imponía el ritmo, fijaba la

dirección y diseñaba el plan. El desierto ofrecía colores en marrones, amarillos y grises. Así pues, el ejército adoptó es-tos colores para camuflarse. Prácticamente no había caminos. El ejército dotó a sus vehículos de enormes neumáticos de globo y se desplazaba sin caminos. Nada se movía con rapi-dez en el desierto, excepto un pájaro ocasional. Para fines corrientes, el ejército se movía a un ritmo de 8 a 10 kilóme-tros por hora. El ejército ofrecía agua de mala gana, y a me-nudo salobre. El ejército redujo la ración de agua - t an to de generales como soldados- a un galón al día para las posicio-nes de avanzada.»

En suma, escribió Moorehead: «No intentábamos hacer llevadero el desierto, ni sojuzgarlo. Encontramos que la vida del desierto era primitiva y nómada, y de manera nómada y primitiva vivió y luchó el ejército.»

Para los italianos, instalados con comodidades en Sidi Barraní a la espera de una guerra estática, la forma británi-ca de adaptarse al desierto era sumamente desagradable. Iban a descubrir sus ventajas, a un alto precio, a partir de diciembre de 1940.

Pero antes de ello, en otros lugares del Mediterráneo ocurrie-ron dos acontecimientos con implicaciones directas para la campaña norafr icana. U n o de ellos resultaría beneficioso para los británicos; el otro les iba a causar graves problemas.

El 11 de noviembre, bombarderos nocturnos cargados con torpedos, del portaaviones Illustrious, descendieron sobre Tarento, en el sur de Italia, base principal de la flota italiana, e inutilizaron tres acorazados en sus amarraderos. El ataque redujo sustancialmente la amenaza naval italiana contra los convoyes de suministros británicos que hacían la ruta de Gi-braltar a Egipto. También permitió que la flota británica del Mediterráneo, bajo las órdenes del almirante sir Andrew Cunningham, se dedicase más a hostigar a los convoyes ita-lianos en su trayecto mucho más corto de Sicilia a Libia. Durante los siguientes meses, el Mediterráneo hizo honor al apodo que le pusiera la Royal Navy: «el charco de Cunning-ham».

El otro acontecimiento sucedió unos días antes. El 28 de octubre, Mussolini se embarcó de pronto en otra aventura extranjera, enviando a sus tropas de ocupación de Albania a invadir la cercana Grecia; ofendido por no haber recibido ningún aviso previo a la ocupación alemana de Rumania, un nuevo converso de la causa del Eje, decidió, en sus propias palabras, «pagar a Hitler con la misma moneda».

La invasión italiana de Grecia planteó un problema para los británicos. Aunque pronto se encontró con una resisten-cia tenaz, también enfrentó a Gran Bretaña con la necesidad

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de cumplir con la promesa dada a los griegos - e n abril de 1939, por Neville Chamberlain, el predecesor de Winston Churchil l - de ayudarles con armas y hombres si eran ataca-dos. Pese a las menguadas reservas de Gran Bretaña, Churchill decidió que los británicos debían hacer honor a su palabra y envió un telegrama a Ioannis Metaxas, primer ministro griego: «Les enviaremos toda la ayuda que esté a nuestro alcance.»

Al principio, Metaxas, temeroso de que la injerencia bri-tánica decidiese a Hitler a acudir en ayuda de los italianos, rechazó la propuesta de Churchill. Pero la reticencia de los griegos sólo fue temporal, y su aceptación final de la caballe-rosa oferta de Churchill estaba destinada a prolongar la gue-rra en África del Norte. La ayuda para Grecia sólo podía sa-lir de la reserva de fuerzas británica de Oriente Medio.

Algunos de los hombres del en torno de Churchill se sin-tieron consternados ante lo que consideraron un gesto im-prudente y poco aconsejable de su parte. «Disparate estraté-gico», anotó Anthony Edén, ministro de Guerra, en su diario. Esta postura era unánimemente compartida por el trío encar-gado de proteger los dominios de Gran Bretaña en Oriente

Medio por tierra, mar y aire: general Wavell, almirante Cun-ningham y teniente general sir Arthur Longmore, comandan-te del área de la RAF. Wavell, como comandante general de las fuerzas de Oriente Medio, deploró más que nadie la de-cisión del primer ministro. De ahora en adelante, tendría que planificar su contraataque contra los italianos en África del Norte como una carrera contra el t iempo y en medio de las renovadas exigencias de Churchill de entrar en acción para ayudar a Grecia.

Al problema se añadían las incompatibilidades esenciales entre ambos hombres , un choque de químicas que con el t iempo acabaría en la separación de Wavell de su puesto. Churchill era franco y elocuente, Wavell introvertido y taci-turno. Una vez, cuando Robert Menzies, primer ministro de Australia, le pidió una valoración de la situación en Oriente Medio, Wavell respondió: «Es una cuestión complicada», y luego se sumió en una silenciosa meditación de diez minutos. De Wavell, Churchill había dicho que era «un buen coronel medio». Wavell detestaba a los políticos que se entrometían en los asuntos militares. Veterano de las campañas de la Pri-

El teatro norafricano se extendía a lo largo de más de 3.200 km de El Alamein, en Egipto, al sur de Casablanca, en Marruecos. La guerra tuvo lugar dentro de los límites

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mera Guerra Mundial en Palestina y Francia —donde había perdido el ojo izquierdo—, no consideraba los breves períodos de servicio de Churchill en Sudán y Francia, en la Primera Guerra Mundial, como excusas suficientes para meterse en cuestiones militares.

A lo largo del o toño de 1940, Churchill protagonizó un aluvión de consejos, comentarios y críticas que Wavell resu-mió como «abucheo», término australiano para designar los gritos de protesta de los espectadores en un encuentro depor-tivo con el fin de desconcertar a los jugadores. Aunque cons-ciente de que Churchill había empezado a sospechar que era poco resuelto, Wavell estaba decidido a no atacar en el desier-to hasta considerarse suficientemente preparado. También estaba decidido a no revelar, excepto a sus subordinados más próximos, el plan que estaba cobrando forma en su mente.

Pero una visita de Anthony Eden a El Cairo le obligó a revelar sus planes. El ministro de Guerra propuso transferir tanto material de guerra para los griegos que, en palabras de Wavell, «le tuve que decir lo que tenía en mente para evitar que me despellejaran hasta el extremo de no poder llevar a

cabo una ofensiva». Edén quedó tan impresionado por lo que le dijo Wavell que garabateó una nota que decía: «Egipto más importante que Grecia», y, ni bien llegar a Londres, comuni-có el plan secreto a Churchill. Para sorpresa de Wavell, Chur-chill quedó profundamente encantado. Al escuchar los deta-lles, recordar ía más tarde el pr imer ministro, «ronroneé como seis gatos».

El plan giraba en torno a un trozo de información transmi-tido por los exploradores y conf i rmado por los fotógrafos aéreos: los italianos habían dejado una brecha de 25 kilóme-tros, sin patrullar y sin fortificar, entre dos de los siete pues-tos de avanzada que habían dispuesto como un escudo para Sidi Barraní. Los puestos en cuestión eran Nibeiwa, al sur de Sidi Barraní en la llanura costera, y Rabia, encaramado sobre la escarpa, en el suroeste. El lado fort if icado de todos los puestos daba al este, hacia los británicos. Si los británicos pasaban inadvertidos por la brecha entre Nibeiwa y Rabia, podrían situarse por detrás y caer sobre la retaguardia de los italianos.

del Desierto Occidental hasta finales de 1942, y luego se concentró en las playas y pueblos de Marruecos y Argelia. Alcanzó su desenlace en las colinas de Tunicia, en 1943.

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Con casco de vuelo y anteojos, Italo Balbo recibe sus alas de piloto militar de manos del Duce en 1927. Balbo recibe un baño de serpentina en Nueva York.

Antes de empezar su viaje de ida y vuelta de 43 días de Italia a Chicago, Balbo revisa su hidroavión Savoia-Marchetti con sus hélices de popa a proa.

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LA CAÍDA EN DESGRACIA DE UN MAGNÍFICO AVIADOR

El aviador italiano Italo Balbo era todo lo que Mussolini siempre había querido ser: un hé-roe internacional vistoso y bien parecido. En 1933, el barbado aviador lideró una flota de 24 hidroaviones de doble casco en un sensa-cional viaje de ida y vuelta de 19.200 millas entre Italia y la Feria Mundial de Chicago.

Tras amerizar en el lago Michigan, Balbo fue recibido por más de 100.000 admirado-res, muchos de ellos agitando la bandera tricolor italiana. En Nueva York, el mayor John P. O'Brien le organizó un desfile de serpentinas y dijo que el nombre de Balbo quedaría ligado a los de Colón y Marconi. Y en Washington, el aviador cenó con el pre-sidente Roosevelt.

Pero el triunfo transatlántico y la fama mundial que le dio a Balbo también tuvie-ron su contrapartida: la peligrosa y secreta enemistad del envidioso Duce. Mussolini le dio a Balbo un cálido recibimiento público con un beso en la mejilla y la medalla del águila de oro del primer teniente general de Italia, pero tres meses después, el héroe era enviado a Libia como gobernador de la co-

lonia italiana. El puesto era casi un exilio ig-nominioso para un hombre de la talla públi-ca y la popularidad de Balbo, pero lo asimi-ló con estoicismo. «Obedezco órdenes», dijo. «Soy un soldado.»

Aunque Balbo era un fascista ardiente -era miembro fundador del movimiento y se decía que había inventado nuevos méto-dos para torturar a los antifascistas-, no com-partía el entusiasmo por la guerra del Duce. Sin duda, sus objeciones debieron de haber irritado a Mussolini. Cuando el Duce se incli-nó por una alianza con Hitler, Balbo protes-tó: «Está lamiéndole las botas a Alemania.» Estaba convencido de que las tropas italianas no eran rival para las fuerzas británicas de Egipto. Pero no viviría para comprobarlo.

Volando sobre Tobruk el 28 de junio de 1940 -sólo 18 días después de que Italia le declarara la guerra a Gran Bretaña- fue derribado y asesinado por sus propias bate-rías antiaéreas. Los artilleros italianos le habían confundido con un avión enemigo. (En efecto, más tarde pasó un avión británi-co, pero sólo para lanzar una nota de con-dolencia del comandante de la RAF en Oriente Medio, sir Arthur Longmore.) Y quedó la sospecha de que Balbo había muerto, no por accidente, sino por instruc-ciones secretas del resentido Duce.

Balboy el rey Víctor Manuel III (izquierda) pasan revista a las tropas en Libia, en 1938.

Buscando los efectos personales del héroe muerto, un soldado registra con minuciosidad los restos del avión de Balbo después de que fuera misteriosamente derribado por fuego antiaéreo italiano.

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Perfeccionado por Wavell y su comandante sobre el terre-no, el plan disponía la utilización de las dos divisiones de la fuerza del Desierto Occidental , la 4- de Indígenas y la 7~ Acorazada. Ambas divisiones penetrarían por la brecha entre Nibeiwa y Rabia. Luego la 4- de Indígenas, apoyada por el 7° Regimiento Real de Tanques, avanzaría hasta el norte y toma-ría Nibeiwa por la retaguardia. Inmediatamente después, la 4- atacaría más al norte para tomar otros tres puestos de la llanura costera, así como la propia Sidi Barraní. Un ataque frontal a lo largo de la costa por tropas británicas de la guar-nición de Mersa Matruh, apoyado por lanchas cañoneras de la Royal Navy, tomaría el puesto costero de Maktila y ayuda-ría a rematar Sidi Barraní. Tras penet rar por la brecha, la mayor parte de la División Acorazada se dirigiría por el noroeste hacia Buq Buq, un pun to en la carretera costera entre Sidi Barraní y la f rontera libia, para evitar que los ita-lianos enviasen refuerzos. Mientras tanto, el resto de la 7a

Acorazada giraría hacia el oeste, en dirección a la escarpa, para impedir cualquier interferencia desde Rabia y Sofafi, el otro puesto de la zona.

Wavell no contemplaba una ofensiva de gran envergadura. Planificó una incursión de no más de cinco días, con Buq Buq, a 40 kilómetros al oeste de Sidi Barraní, como línea tope para los británicos. Sus objetivos eran tres: someter a prueba el temple italiano en batalla y no en meras escaramuzas, ase-gurarse unos cuantos miles de prisioneros y - sob re t o d o -asestar un golpe decisivo antes de que los alemanes intervi-niesen en Libia.

Contra unos 80.000 italianos, el general O 'Connor apenas tenía 30.000 hombres, una fuerza he terogénea compuesta por británicos, nativos del Ulster, camerunenses, sijs, paquis-taníes e hindúes.

A las 7 a.m. del 6 de diciembre, las dos divisiones se pusie-ron en movimiento, tanques, cureñas y camiones separados por 180 metros en un f rente de 1.800 metros. Las rocas y las astillas de los camellos a menudo frenaban la marcha. Tenían que cubrir unos 120 kilómetros antes de entrar en batalla, pero O'Connor, gran conocedor del desierto y consciente de las t remendas dificultades que imponía el terreno, lo tenía todo previsto. Durante todo un día y una noche, sus 30.000 hombres acamparían a cielo abierto, a medio camino entre Mersa Matruh y los puestos italianos. Aunque estarían a mer-ced de los aviones de observación italianos, era muy poco lo que se había dejado al azar. O 'Connor había ordenado, inclu-so, que se quitaran los parabrisas de los camiones, no fuera que el reflejo del sol llamase la atención de un piloto enemigo.

Delante del avance había suministros enterrados a gran

profundidad en cisternas de desierto, plantadas allí por pa-trullas al milenario estilo de los sarracenos. Se había almace-nado suficiente comida, combustible y munición para cinco días, hasta el previsto regreso a Mersa Matruh.

La mayoría de los hombres de O 'Connor creían que esta-ban en un rutinario ejercicio de entrenamiento. En las re-uniones con los oficiales no se dio detalles comprometedores: a los comandantes de tanques se les dijo, sencillamente, que avanzarían hasta cierto punto, se detendrían a pasar la noche, y que al día siguiente seguirían hacia un objetivo no especi-ficado. Los oficiales del 7° de Húsares de la reina estaban tan convencidos de que volverían pronto a la base que despacha-ron una orden prioritaria a Alejandría: una celebración espe-cial para el día de Navidad.

En la noche del 8 de diciembre, las-tropas reanudaron la marcha. Su camino estaba ahora iluminado por una cadena de balizas colocadas por las patrullas de modo que fuesen invisibles desde los campamentos italianos: latas de gasolina, cortadas por la mitad y orientadas hacia los vehículos que se acercaban, ocultaban el brillo estable de las lámparas a prue-ba de viento. A la 1 a.m., a unos cuantos kilómetros de la parte trasera del campamento italiano de Nibeiwa, se detuvie-ron los británicos.

La suerte estaba de su lado y ellos no lo sabían. A prime-ras horas del mismo día, habían sido avistados nada más y nada menos que por el teniente coronel Vittorio Revetra, comandante de la fuerza italiana de cazas, durante un vuelo rutinario desde una base costera. Revetra informó de inme-diato al mariscal Graziani, en el cuartel general, que había visto «un número impresionante de vehículos blindados» saliendo de Mersa Matruh. Para su estupefacción, Graziani le o rdenó tranquilamente que le enviase la información «por escrito». Más tarde, el mariscal af irmó que había notificado a sus subordinados sobre el terreno. Pero no se tomó ningu-na acción contra las columnas británicas.

A las 5 a.m. del 9 de diciembre, los británicos se levanta-ron en la oscuridad. En silencio, los hombres se desayunaron con bacon enlatado y té caliente, regado con un «estimulante trago» de ron. Los musulmanes, que tenían prohibido beber alcohol, chuparon naranjas. Al este, las tropas del campamen-to fortificado de Nibeiwa se empezaban a levantar. A las 7.15 a.m., los primeros tanques británicos se pusieron en movi-miento. Curiosamente, mientras avanzaban, algunos de los hombres pudieron oler la tentadora fragancia del café calien-te y las pastas: los italianos estaban preparando el desayuno.

No se lo iban a comer. Hilera tras hilera, los tanques en-traron rugiendo. Con ellos, las cureñas, sus ametralladoras apuntando contra los sorprendidos centinelas de las murallas.

A partir de Fuerte Capuzzo, las fuerzas italianas (flechas rojas) avanzaron 100 kilómetros hacia el este, hasta Sidi Barraní, Egipto, donde levantaron siete campamentos fortificados (círculos rojos). Los británicos (flechas negras) se

replegaron a Mersa Matruh. Tres meses más tarde lanzaron una contraofensiva, moviéndose por la costa, penetrando por una brecha sin defender entre Nibeiwa y Rabia, y haciendo retrocederá los italianos. La mayor parte de las restantes fuerzas italianas se rindieron en Beda Fomm, casi 480 kilómetros en el interior de Libia.

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Luego llegó un sonido que los italianos nunca habían oído: el frenético son de las gaitas llamando a la carga mientras los camerunenses se lanzaban a toda carrera, el sol resplande-ciendo en el metal de sus bayonetas. En la confusión, los caballos italianos se asustaron y huyeron en estampida, chi-llando entre nubes de humo.

Los italianos no tuvieron ninguna posibilidad. Veinte de sus tanques estaban aparcados fuera del perímetro del cam-pamento. Los Matilda los convirtieron en montones de cha-tarra y continuaron su avance. Los defensores respondieron con ametralladoras y granadas; muchos murieron de mane-ra sangrienta bajo las orugas de los Matilda. Los tanques avan-zaban, en palabras de un soldado, «como varillas de hierro sondeando un avispero».

Otros hombres retendrían otros recuerdos: el hedor de los barriles de creosota al estallar; oficiales italianos, envueltos en pesados uniformes azules de caballería, tratando de infundir ánimo a sus hombres; un reguero de comida sin probar y munición sin usar entre las tiendas. Para el subteniente Roy Farran, la atropellada velocidad del ataque fue semejante a «una carrera estelar en el Klondike». El cabo Jimmy Mearns, del 29 de Camerunenses disparó como en un sueño contra un africano que llevaba una ametralladora; de pie sobre el soldado negro caído, mientras la sangre manaba de un agu-jero en su cuello, Mearns experimentó la horrible sensación de cobrar su primera vida y vomitó.

A ambos lados había una salvaje determinación. El gene-ral Pietro Maletti, comandante de Nibeiwa, salió de un salto de su tienda, disparando una ametralladora; luego cayó, dis-parando aún, alcanzado en los pulmones. El teniente James Muir, médico del 1Q de Argyll y Sutherland, su hombro y su pelvis destrozados, yacía en una camilla bajo fuego de proyec-

tiles y metralla, explicando a los por tadores de la camilla cómo tratar a los heridos.

A las 9 a.m. se acabó el combate. El primer puesto de avan-zada italiano había caído en tan sólo tres horas. Contra toda expectativa, el ataque había rendido 2.000 prisioneros. Mien-tras la batalla se movía hacia Tummar Este y Tummar Oeste, otros dos campamentos enemigos 16 kilómetros al norte de Nibeiwa, una sensación de euforia se apoderó de los británi-cos. Era como si, cual jugadores en su día de suerte, ya no pudiesen perder. Un capitán cuyo camión se averió, decidió no abandonarlo; hizo que le remolcasen hasta la batalla ha-cia atrás, su soldado-ayudante sentado, imperturbable, a su lado. Una sección del I s de Fusileros Reales avanzó hacia Tummar Oeste pateando un balón de fútbol, hasta que una bala italiana lo reventó entre sus pies. A su lado, vitoreando frenéticamente, pasaban los conductores neozelandeses de los camiones blindados, hombres a los que no se les había asig-nado ningún papel en el plan de batalla, pero que, sin embar-go, estaban poco dispuestos a perderse un solo combate.

Hubo muchas situaciones absurdas. El teniente coronel Eustace Ardeme, del Ia de Infantería Ligera de Durham, si-tuado con sus hombres ante el campamento italiano de Maktila, se preparó para atacar. Pero, después de dos dispa-ros de los ametralladores de Ardeme , u n o de sus oficiales gritó: «¡Hay una bandera blanca, señor!» «¡Tonterías!», espe-tó Ardeme. Pero era verdad. Dentro del fuerte , un general de brigada y sus 500 hombres estaban de pie, rígidos, en posición de atención. «Monsieur», saludó el general de briga-da a A r d e m e en francés diplomático. «Nous avons tiré la der-niére cartouche» («Señor, hemos disparado el últ imo cartu-cho»). Jun to a él había un montón alto de munición sin usar.

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La marcha a Sidi Barraní tomó dos días, en un punto a través de una tormenta de arena tan intensa que el regimien-to de Argyll se en f ren tó por e r ror a los camerunenses . El pueblo fue tomado rápidamente, y prácticamente se repitió la historia: los británicos cayeron por sorpresa. Tan precipi-tada fue la huida italiana que cuando los primeros Matilda entraron a las calles estrechas, aún envueltas en humo por los proyectiles del bombardeo naval británico, se encontró una víctima de apendicitis a la que ya se había abierto en la mesa de operaciones de un centro de primeros auxilios.

El 12 de diciembre, tres días después de que se iniciara el ataque, 39.000 italianos se habían rendido o habían sido cap-turados. Los británicos habían previsto 3.000 como máximo, y estaban avergonzados. Un comandante de tanque transmi-tió por radio: «Estoy detenido en medio de 200 - n o , 500-hombres con los brazos en alto. Por Dios santo, enviad a la

maldita infantería.» El camino de regreso a Mersa Matruh estuvo señalado por hileras interminables de italianos en uniformes verdes cubiertos de polvo. Allí, los oficiales respon-sables, asombrados por el número de prisioneros, entregaron madera y alambre de espino a los recién llegados para que construyesen su propia estacada.

Pronto se hizo pa tente un desencanto con el Duce y el fascismo. En Nibeiwa, los ingenieros italianos capturados, al ver a los artilleros británicos ponerse a levantar un nuevo emplazamiento de cañones, t rajeron ráp idamente palas y picos y se pusieron a ayudar. Otros prisioneros enseñaron a algunos de sus captores cómo cocinar espaguetis con salsa de tomate. Un italiano nacido en Pittsburgh resumió el estado de ánimo de muchos de sus compañeros: «Si pudiese ponerle las manos encima a ese maldito cabrón de Mussolini, le ma-taría ahora mismo.»

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En El Cairo, Wavell estaba comprendiendo rápidamente que este «asalto de cinco días» había adquirido el ímpetu de una gran campaña. El 11 de diciembre llegó un mensaje del campo de batalla: «Hemos llegado a la segunda B de Buq Buq», donde la ofensiva británica debía detenerse según el plan original. Los hombres de O ' C o n n o r cont inuaron su avance.

El 16 de diciembre, u n a semana después de iniciada la batalla, habían tomado Sollum y el Paso de Halfaya, y habían entrado en Libia para tomar el Fuerte Capuzzo, Sidi Omar y otros puntos fuertes que los italianos habían levantado en la escarpa, cerca de su baluarte de Bardia.

Tan p ron to como el equipo de planificación de Wavell producía estudios sobre la siguiente fase del combate, O 'Connor , cuya timidez ocultaba u n a sombrosa tenacidad, los volvía obsoletos. Enseñando la sala de operaciones del

cuartel general de El Cairo al almirante Cunningham, Wavell confesó con su candor habitual: «¿Sabe?, nunca imaginé que iba a salir así.»

Churchill estaba alborozado. Poco antes, había expresado la sospecha de que Wavell no daba la talla para el puesto. Ahora animó a su comandante de Oriente Medio con el texto de Mateo 7:7: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.» Pero las buenas relaciones entre los dos hom-bres no iban a durar mucho tiempo. Incluso cuando la prin-cipal fuerza de O'Connor, ahora mucho más allá de Buq Buq, se disponía a sitiar Bardia, un batallón tuvo que ser dejado atrás en el campo de batalla. Su misión, ordenada por Chur-chill, era recuperar las armas y vehículos italianos..., para enviarlos a los griegos, cuando finalmente aceptasen la ayu-da británica.

También estaba e m p e o r a n d o la relación ent re Graziani y Mussolini. En un telegrama «de hombre a hombre», el ma-riscal acusó a Mussolini de no haberle escuchado nunca y de empujarle hacia una aventura infructuosa. Graziani también solicitó apoyo aéreo masivo alemán, diciendo que «no se puede destruir el blindaje de acero con las uñas». Mussolini, como siempre que amenazaban los desastres militares, culpó a sus soldados. «Cinco generales están prisioneros y u n o está muerto», le dijo a su yerno, el conde Galeazzo Ciano, minis-tro de Relaciones Exteriores. «Este es el porcentaje de italia-nos que t ienen características militares y de los que no las tienen.»

Para el fu turo inmediato, el Duce estaba cifrando sus es-peranzas en un combat iente de pr imera línea: el teniente general Annibale Bergonzoli, comandante de Bardia, cuya vistosa barba roja le había ganado el apodo de «Bigotes Eléc-tricos». Lejos de ser un general de paja, Bergonzoli era un veterano de la Guerra Civil española que desdeñaba el lujo, comía y bebía con sus hombres y dormía en una t ienda sen-cilla de soldado.

«Estoy seguro de que resistirá con sus valientes soldados a cualquier precio», exhortó Mussolini a Bergonzoli. La res-puesta del general fue inequívoca: «Estamos en Bardia, y aquí nos quedaremos.»

Tenía buenas razones para estar confiado. Bardia se eleva-ba 105 metros sobre un puer to circular, tenía una guarnición de 45.000 hombres y estaba rodeado de un cinturón de de-fensas de 30 kilómetros. Su captura requería tanques, y una escasez temporal de recambios había dejado a O 'Connor con apenas 23 Matilda operativos. El grueso del asalto a Bardia recaería sobre la infantería, que tendría que asegurar u n a

Unos depósitos de combustible en llamas aún arrojan un manto de humo hollinoso sobre Tobruk, un importante puerto italiano en Libia, dos días después de su caída. Las fuerzas australianas invadieron el pueblo el 22 de enero de 1941, algunos de ellos con tanques capturados a los italianos que adornaron con canguros blancos para que sus propios compañeros no les confundiesen con el enemigo.

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cabeza de puente a través de un foso antitanque de 3,5 me-tros de ancho para facilitar el paso de los Matilda.

Pocos hombres estaban tan preparados para la empresa como los de la 6a División de Australianos, recién enviados desde Palestina para substituir a la 4a División de Indios. En los barcos de transporte de tropas en que habían llegado a Oriente Medio, los anzacs - c o m o se conocía colectivamente a los australianos y neozelandeses- habían hecho la vida im-posible a sus oficiales, nadando semidesnudos hasta las pla-yas de Ceilán para armar jaleo en las calles, invadiendo las cervecerías de Cape Town para montar juergas descomuna-les, besando a todas las mujeres con que se cruzaban. Ahora estos hombres sólo ansiaban una cosa: combatir.

El 2 de enero, los bombarderos Wellington del teniente general Longmore descendieron sobre Bardia. A lo largo del arco de defensas, una lluvia ininterrumpida de bombas des-truyó fortines y nidos de ametralladoras, e hizo volar tanques y depósitos de suministros. La RAF atacó duran te toda la noche; luego, al amanecer del 3 de enero, los australianos se pusieron en marcha. Los ingenieros dinamitaron el foso anti-

tanque para crear puntos de paso, cortaron el alambre de púas que rodeaba los campos de minas y lanzaron granadas para detonar las minas. Era un plan complicado que reque-ría u n a logística complicada; se repar t ieron 300 pares de guantes, traídos por la noche desde El Cairo, cuando los cortadores de alambre de púas empezaron a subir. Detrás de los cortadores de alambre vinieron varias oleadas de anzacs cantando bulliciosamente «Vamos a ver al mago, al maravillo-so mago de Oz» y protegidos del fr ío con justillos de cuero sin mangas que los aterrados italianos tomaron por alguna especie de armadura. Al anochecer, los anzacs habían abier-to una cuña en las defensas de 11 kilómetros de ancho y 2,7 kilómetros de profundidad.

Mientras tanto, Bardia era objeto de un intenso bombar-deo por una fuerza de la Royal Navy consistente en tres aco-razados, incluido el Warspite, buque insignia del almirante Cunningham, y siete destructores. Cuando acabó el bombar-deo, las lanchas cañoneras Ladybird y Aphis, y el monitor Te-rror, un buque de guerra fuer temente acorazado que se uti-lizaba principalmente para acción costera, se deslizaron hasta

Protegido contra el frío de las primeras horas de la mañana, el teniente general Richard O'Connor

(izquierda), comandante de las fuerzas del desierto de Gran Bretaña, y el general sir Archibald

Wavell, comandante en jefe de Oriente Medio, conversan cerca de Bardia un día antes de que el

baluarte italiano cayese en sus manos.

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la orilla. Una vez a corta distancia, empezaron a lanzar pro-yectiles contra las defensas, más allá del acantilado en el que Bardia estaba situado.

Al amanecer del 4 de enero, una espesa nube de h u m o negro colgaba sobre el castigado pueblo. Luego, toda una sección del acantilado cedió y se deslizó rugiendo hasta el mar, llevándose consigo muchas de las posiciones de armas de los defensores.

Antes de anochecer, Bergonzoli comprendió que su situa-ción era irremediable. Los bombardeos habían cortado el suministro de agua y destruido los depósitos de alimentos. Con un puñado de tropas, salió furtivamente de Bardia ves-tido de paisano y pasó lo bastante cerca de las líneas británi-cas como para oler sus fogatas. Ocultándose en cuevas duran-te el día y viajando de noche, Bergonzoli huyó hacia Tobruk, 112 kilómetros al oeste.

Al atardecer del 4 de enero, cuando se arrió la bandera italiana de la gobernación de Bardia, los británicos tenían más de 40.000 nuevos prisioneros de guerra.

El siguiente objetivo era Tobruk, un puer to importante. Los tanques y camiones de O 'Connor continuaron su avan-ce inexorable como una flotilla de batalla, sus lados adorna-dos con orgullosos enblemas: los canguros blancos de la 16a

Brigada de Infantería Australiana, las ratas del desierto escar-lata de la 7a División Acorazada. También había camiones italianos capturados, adornados con frases como «Autobús de Benito», pasando j u n t o a señales de tráfico recientemente colocadas que rezaban: «Si te gustan los espaguetis SIGUE AVANZANDO. Próxima parada: Tobruk. 27 kilómetros.»

Pero cuando las fuerzas de O 'Connor llegaron al períme-tro de Tobruk -casi 200 kilómetros más allá de su objetivo inicial-, Wavell, en El Cairo, recibió un nuevo recordatorio de que la campaña se estaba llevando a cabo con el t iempo ago-tado. Una vez más, Churchill urgió a los griegos para que aceptasen la ayuda británica. Metaxas volvió a poner reparos, pero Churchill se mostraba inflexible. En un mensaje a Lon-dres, Wavell cuestionó la política del pr imer ministro hacia Grecia: «nada que podamos hacer desde aquí», dijo, «podría detener a t iempo el avance alemán, si se llega a producir.»

La respuesta de Churchill fue u n a repr imenda . «Nada debe obstaculizar la captura de Tobruk, pero, de allí en ade-lante, todas las operaciones en Libia quedarán subordinadas a la ayuda a Grecia», informó a Wavell, añadiendo en tono ácido: «Esperamos y exigimos el cumplimiento pronto y ac-tivo de nuestras decisiones.»

A lo largo del otoño de 1941, las ideas de Adolf Hitler acer-ca del teatro de guerra del Mediterráneo fueron meticulosa-

mente registradas en el diario del jefe del Estado Mayor Ge-neral alemán, general Franz Haider. En un apunte del 1 de noviembre se lee: «El Führer está muy irritado por las manio-bras italianas en Grecia..., no está de h u m o r para mandar nada a Libia... que los italianos se las arreglen solos.» Y el 3 de noviembre: «El Führer ha afirmado que ha decidido des-entenderse del asunto Libio.»

Pero el ataque británico a Tarento ocho días más tarde, y la advertencia del gran almirante Erich Raeder de que los británicos «han asumido la iniciativa en todos los puntos del Mediterráneo» hicieron que Hitler cambiase de opinión. A principios de diciembre, o rdenó que una serie de unidades aéreas alemanas fueran transferidas a bases del sur de Italia para tomar parte en los ataques a barcos británicos en el Mediterráneo.

Esta decisión, puesta en vigor menos de una semana des-pués de la derrota italiana en Bardia, iba a alterar el curso de la guerra del desierto. La intervención de la Luftwaffe prác-ticamente confirió inmunidad a los convoyes de suministros del Eje y representó un peligro mortal para los de los britá-nicos.

Los resultados fue ron rápidos y devastadores. El 10 de enero de 1941, el teniente general Hans-Ferdinand Geisler, comandante del Cuerpo Aéreo X de la Luftwaffe, acababa de instalarse en su cuartel general del espléndido hotel San Domenico, en Taormina, Sicilia, cuando llegó la noticia del avistamiento de un convoy británico con una numerosa escol-ta de buques de guerra. Navegaban con tropas y aviones de Gibraltar a la isla de Malta, la vital base aérea y naval británi-ca en la zona central del Mediterráneo.

Entre los buques que escoltaban al convoy estaba el Illus-trious, de 23.000 toneladas, cuyos bombarderos habían ataca-do Tarento. Uno de los portaaviones más modernos de Gran Bretaña, ostentaba una cubierta de vuelo acorazada. Consti-tuía un peligro terrible para los convoyes de suministros de Italia, y Geisler recibió un suscinto mensaje de Berlín: «El Illustrious debe ser hundido.»

A las 12.28 p.m., el capitán Denis Boyd, en el puente del Illustrious, a 160 kilómetros al oeste de Malta, escudriñaba ansiosamente el cielo. Unos minutos antes, un grupo de ca-zas Fulmar había despegado del barco con rumbo a Sicilia, a la caza de dos bombarderos de torpedos italianos Savoia. En la cubierta de vuelo, otro escuadrón de Fulmar, los motores encendidos, tenían previsto despegar en siete minutos. Boyd se preguntó si debía hacerlos despegar antes, pero se abstuvo.

En esos siete cortos minutos el destino de la flota británi-ca del Mediterráneo cambió de dirección como un péndulo sobrecargado de peso. En el cielo, a 3.600 metros de altitud,

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aparecieron entre 30 y 40 bombarderos medianos Junkers-88 y bombarderos de vuelo en picado Stuka. Los Stuka, cayen-do a plomo en un ataque perfectamente coordinado, se lan-zaron aullando sobre el Illustrious. Seis bombas de 450 kilos hicieron blanco en el portaaviones. Una de ellas penetró la cubierta de vuelo y estalló en el depósito de pintura, lanzan-do llamaradas hacia el cielo. Otra estalló en el segundo cañón de estribor, arrancándolo de su base y matando a la tripula-ción. Una tercera alcanzó la plataforma elevadora, destruyen-do un avión con su piloto. Otras bombas cayeron en el cora-zón del barco, des integrando las pantallas contra las llamaradas y convirtiendo el hangar en un arco gigante. Un torrente de fuego sacudió al Illustrious.

Boyd estaba ahora ante la crisis que los comandantes de portaaviones más temían: con su cubierta de vuelo inutiliza-da, n inguno de sus aviones podía aterrizar ni despegar. Mor-disqueando u n a pipa vacía («para dejar de castañetear los dientes», explicó más tarde), Boyd puso rumbo a Malta a 21 nudos con el Illustrious vomitando nubes de h u m o negro y escorándose peligrosamente a estribor. Tres veces durante el trayecto, aviones del Eje -Savoia, Stuka, y Savoia otra vez-volvieron para atacar, reavivando los fuegos del portaaviones y destruyendo su enfermería y su cámara de oficiales. Pero hacia las 10.15 p.m., había atracado en el muelle Parlatorio de Malta, aclamada por una banda y un mar de manos agi-tándose.

Pero la pesadilla no había terminado. Varios ataques de aviones Stuka le dieron la bienvenida en el muelle, abriéndo-le un boquete debajo de la línea de flotación e inundando su sala de calderas. Dos semanas más tarde, con los andamios de reparación balanceándose aún a los lados, huyó de Malta al amparo de la oscuridad y, al cabo de un tiempo, consiguió llegar a Alejandría, aún a flote pero inoperante por 11 meses.

El bombardeo del Illustrious señaló el inicio de una cada vez más intensa ofensiva contra Malta que duraría casi dos años y convertiría a la isla en uno de los objetivos más bom-bardeados de la guerra. Más de 14.000 toneladas de bombas caerían sobre los malteses antes de que acabara la pesadilla.

El 20 de enero, O 'Connor estaba situado delante de To-bruk. Sus hombres habían eliminado ocho divisiones italia-nas; de la fuerza norafr icana original de 250.000 hombres, sólo quedaban unas 125.000 tropas enemigas mal pertrecha-das. Pero, a menos que acabase con el ejército italiano de Libia en un mes y pusiese toda la provincia cirenaica bajo control británico, lo más probable era que intervinieran los alemanes.

Los 50 kilómetros del per ímetro de defensas de Tobruk fueron atravesados en día y medio. Avanzando a través de una

tormenta de arena que obligó a algunos de ellos a ponerse sus máscaras de gas, los australianos introdujeron explosivos debajo de las alambradas y las hicieron volar en pedazos. Hacia el atardecer del 21 de enero, las primeras unidades habían pene t rado 13 kilómetros en el propio Tobruk. Un australiano que había servido en Palestina comentó: «La policía de Tel Aviv nos da más guerra.» Mientras avanzaban hacia el centro del pueblo, un saludo de un aviador austra-liano que habían capturado los italianos marcó el tono del día: «¡Bienvenidos amigos! El pueblo es todo vuestro.»

Derna, 160 kilómetros al oeste de Tobruk, cayó ocho días más tarde. O'Connor , tenso, inquieto y afectado por proble-mas estomacales, se enfrentaba ahora a la p rueba más críti-ca: ¿podría de tener a los italianos antes de que evacuasen Cirenaica? Se estaban replegando rápidamente a lo largo de la carretera costera, de Derna a Trípoli, pasando por Benga-si. Si se movía rápidamente, podría cerrarles el paso antes de que logarsen huir. Furioso porque una poderosa fuerza de tanques italianos había escapado a un intento británico de atraparlos en Mechili, un fuer te cerca de Derna, O 'Connor se permitió un estallido de cólera. Tronó contra el general de división sir Michael O 'Moore Creagh, comandante del 7s de Acorazados: «Va a cortar la carretera costera al sur de Benga-si, y lo va a hacer ahora mismo. Repito: ¡ahora mismo!» Poco después, los oficiales transmitían la orden: «La palabra en clave es Galope.»

Al amanecer del 4 de febrero, el 7° de Acorazados, ahora reducido a 70 tanques semi-pesados y 80 ligeros, salió de Mechili por la t ierra yerma del interior de Cirenaica para intentar cortar el paso a los italianos en retirada más allá de Bengasi. Durante unas 30 horas, afanándose por cubrir 240 kilómetros, los hombres fueron dando tumbos en tanques y camiones sobre un terreno rocoso e impracticable, hostiga-dos por tormentas cegadoras y vomitando de puro cansancio. Pisándoles los talones venían O 'Connor y el general de bri-gada Eric Dorman-Smith, el enviado de Wavell ante la Fuer-za del Desierto Occidental. Alarmado por el espectáculo de los tanques británicos estropeados y abandonados que jalona-ban el camino, a O ' C o n n o r le asaltaron las dudas. «Dios mío», le dijo a Dorman-Smith, «¿cree que saldrá bien?»

Pero al mediodía del 5 de febrero llegó la señal que todos sus hombres habían estado aguardando, de un coche acora-zado cerca de la aldea de Beda Fomm, al sur de Bengasi. La carretera había sido cortada. Media hora más tarde, dejando una estela de polvo, los primeros camiones de la columna italiana en retirada aparecieron por la carretera del norte. O 'Connor había montado su t rampa con media hora de so-bra.

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La batalla que se desató duró un día y medio. De vez en cuando, los tanques italianos cargaban en masa, en un inten-to desesperado de abrirse paso; pero apenas tenían un equi-po de radio por cada 30 tanques, lo que imposibilitaba las tareas de coordinación. Una extraña escena se repetía duran-te los breves descansos entre combates: los árabes locales, sus camellos paciendo tranquilamente a escasa distancia, apare-cían para vender huevos a ambos bandos.

Hacia el 6 de febrero, con una brigada británica reducida a 15 tanques semi-pesados, los faroles empezaron a contar tanto como los vehículos acorazados. Cuando un cabo se quejó de que el cañón de su fusil se había deformado com-pletamente, su comandante de tanques le sugirió que man-tuviese su posición y diese la impresión de ser peligroso.

Al amanecer del 7 de febrero, O 'Connor recibió la noticia de que el mariscal Graziani había huido a Trípoli y que el ejér-cito que había abandonado se estaba rindiendo; ya no podía luchar. En su coche, O 'Connor y Dorman-Smith cruzaron un campo de batalla jalonado a lo largo de 24 kilómetros por los escombros de la guerra. Cada elevación estaba cubierta de tanques quemados. Las dunas, moviéndose lentamente, cu-brían a los muertos; pájaros del desierto daban vueltas enci-ma. «Dick, ¿qué se siente al obtener una victoria total?», pre-guntó Dorman-Smith. O 'Connor respondió sosegadamente: «Nunca me sentiré un buen general hasta haber guiado a mis tropas en un repliegue.»

A lo largo del día, en la tienda de rancho del campo de batalla y en el nuevo cuartel general de O 'Connor cerca de Beda Fomm, hubo una extraña sensación de anticlimax. Al-gunos hombres se preguntaron si realmente había acabado la batalla. Cuando se le comunicó que 400 italianos estaban listos para rendirse, el teniente coronel John Combe, del 11° de Húsares, respondió en tono de hastío: «Dígales que vuel-van por la mañana.» Bebiendo u n a copa por la victoria, O 'Connor se disculpó ante un general italiano capturado por los alojamientos improvisados, comentando que desde 1911, cuando había asistido a una resplandeciente reunión interna-cional en la India, nunca había visto tantos generales italia-nos en un mismolugar." Entre ellos estaba el general Bergon-zoli. T ímidamente , Bergonzoli p ronunc ió lo que podr ía haber servido de epitafio de la campaña: «Llegaron demasia-do pronto.»

Por todos lados había recordatorios de que los italianos habían pagado un precio muy alto por el sueño norafricano de Mussolini. El subteniente Roy Farran y sus hombres, en-viados a enterrar a la tripulación de un tanque enemigo, no consigueron cumplir con su cometido. Los cuatro hombres de la tripulación habían sido decapitados por un proyectil mientras permanecían sentados en sus puestos; el hedor den-tro del tanque era insoportable. De pronto, en una horrible parodia del combate, el tanque rodó colina abajo, su motor en marcha, el pie de un muerto pisando aún el acelerador. Ho-rrorizados, Farran y sus hombres finalmente se acercaron al tanque, lo rociaron de gasolina y le prendieron fuego.

El 12 de febrero, el general de brigada Dorman-Smith estaba de regreso en El Cairo para una misión importante: convencer al comandante en jefe de que aprobase la solici-tud de O 'Connor de seguir hasta Trípoli, la capital de Libia. Pero cuando en t ró en la sala de mapas de Wavell, supo la respuesta. Los mapas del desierto habían desaparecido de las paredes de Wavell, substituidos por mapas de Grecia.

Wavell señaló los mapas. «Ya ve, Eric», dijo en tono sarcás-toco. «Me encuentra ocupado con mi campaña de primave-ra.» El pr imer ministro Metaxas, de Grecia, había muer to súbitamente, y su sucesor, Alexander Koryzis, había aceptado finalmente el ofrecimiento de ayuda de Churchill.

Hubo otra amarga ironía para Wavell. En dos meses, O 'Connor había avanzado 800 kilómetros y tomado 130.000 prisioneros, unos 400 tanques, más de 1.000 fusiles y las im-portantes fortalezas de Bardia y Tobruk. Pero había vencido demasiado rápido a los italianos. Cuatro meses más tarde, todos los recursos de Hiüer habrían sido irremediablemen-te destinados a su obsesivo ataque a la Unión Soviética, y otras aventuras militares habrían estado fuera de toda cuestión. Ahora, las semillas de la desgracia habían sido plantadas para los británicos en Africa.

El domingo 9 de febrero, el general de brigada Enno von Rintelen, agregado militar alemán en Roma, se llegó a Villa Torlonia, la mansión de 40 habitaciones de Mussolini, con noticias que causaron gran regocijo al Duce. Alemania iba a mandar una división panzer y una división mecanizada lige-ra como fuerza de bloqueo a Tripolitania, la provincia libia al oeste de Cirenaica.

Alemania acudía al rescate de los italianos en África del Norte.

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El teniente general Eraún Rom mel, con una alegre bufanda escocesa y un par de anteojos de sol capturados a los británicos, conduce a sus panzer a través del desierto norteafricano.

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UN SOLDADO LEGENDARIO CON UN SEXTO SENTIDO

Como instructor de reclutas del ejército en 1912, el joven teniente Rommel era un hombre solnio y serio, fascinado por los minuciosos detalles militares. En enero de 1942, mientras las fuerzas aliadas de África del

Norte luchaban por recuperar el terreno ganado por los ale-manes, el pr imer ministro Winston Churchill habló ante la Cámara de los Comunes y rindió un homenaje singular a uno de los enemigos más tenaces de Gran Bretaña: «Tenemos ante nosotros a un adversario muy valiente y hábil y, a pesar de los estragos de la guerra, un gran general.»

Ese general era Erwin Rommel, un soldado agresivo, in-cansable y audaz, cuyas hazañas en Africa del Norte le habían ganado el apodo de «Zorro del Desierto» y le habían conver-tido en una leyenda entre sus enemigos. Como comandante del Afrika Korps, Rommel aplicaba las tácticas de la guerra relámpago en el desierto con u n a maestría que imponía res-peto a los británicos. Entre las tropas que se le oponían, su nombre llegó a ser sinónimo de éxito, tanto así que cualquier soldado británico que destacaba en su desempeño podía ser comparado con Rommel por sus compañeros.

Nacido en el pueblo alemán de Heidenheim, hijo de un profesor de escuela, Rommel se unió al ejército a la edad de 18 años y obtuvo importantes condecoraciones por su valor y destreza en combate contra los franceses e italianos en la Primera Guerra Mundial. Cuando cumplió los 25 años, ofi-ciales de mayor graduación le pedían consejo en tácticas de campo de batalla. Dos décadas más tarde, para entonces ge-neral de brigada, Rommel condujo una división panzer a tra-vés de Francia en una operación tan afortunada que de inme-diato le convirtió en héroe nacional alemán.

En el desierto, su ritmo era tan trepidante como el de una to rmenta de arena. Dirigía sus panzer desde las líneas del frente, indiferente al fuego de artillería y a la amenaza de ser capturado, protegido por lo que sus soldados llamaban Fin-gerspitzengefühl, «una intuición en los dedos», un sexto senti-do. «Ningún almirante ganó jamás una batalla naval desde la costa», decía, orgulloso como estaba de comparar el comba-te en el desierto con la guerra en el mar. Sus ágiles e ingenuas respuestas en plena batalla a m e n u d o violaban los principios de los manuales de tácticas militares y sumían al enemigo en la confusión. Era un maestro de lo inesperado, con un talen-to especial para la improvisación. Además de la guerra, tenía escasos intereses. «Era 100 por cien un soldado», dijo un general que había combatido con él. «Estaba entregado en cuerpo y alma a la guerra.»

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En un retrato realizado porHeinrich Hoffmann, el principal fotógrafo de Hitler, Rommel exhibe el bastón de mariscal de campo que le concedió elFührer en 1942.

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MOMENTOS DE SOSIEGO EN EL ASCENSO A LA FAMA «Mi querida Lu» era el encabezado de las cartas que Rommel escribía casi cada día a su esposa desde los trascendentales campos de batalla de su carrera militar. Además de los temas milita-res, las preocupaciones de Rommel se limita-ban a su mujer, Lude Maria Mollin, con quien se había casado en 1916, y a Manfred, su hijo. Como soldado de la vieja escuela, Rommel no se interesó por las maniobras revolucionarias que tuvieron lugar en Alemania entre las dos guerras. Aunque devoto a Hitler, Rommel nun-ca se unió al Partido Nazi. No le gustaban las tropas SS del Führer, y con el tiempo llegó a contemplar la mayor parte del entorno de Hit-ler con desdén.

En 1937, Rommel publicó un libro sobre tác-ticas de infantería. Hitler lo leyó y lo encontró admirable, se interesó por su autor y asignó a Rommel a su equipo personal. Como protegido del Führer, Rommel se aseguró un papel clave en la guerra que estaba a punto de estallar.

El teniente Rommel, de 24 años de edad, consigue un aire de despreocupación durante una tregua en la

batalla, en 1915, en los bosques franceses de Argonne. Se acababa de. recuperar de su primera herida.

Rommel, vestido con su flamante -uniforme del Ejército Alemán, presenta un semblante frío en un retrato de 1910 con sus hermanos más jóvenes, Gerhard y Karl, y su hermana mayor; Helene.

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Un Rommel condecomdo posa al lado de su esposa, Lude, en 1917, tras su mayor triunfo de la Primera Guerra Mundial: la captura de una montaña italiana y sus 9.000 defensores.

Durante la Segunda (hierra Mundial, en un breve descanso entre campañas, Rommel visita a su mujer y a su hijo, Manfred, en su casa de Wiener Neustadt, un pueblo en las montañas al sur de Viena.

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Absorto en el estudio de un mapa de batalla, Rommel discute las tácticas con sus oficiales en el norte de Francia, a finales de la primavera de 1940. Durante el impresionante avance de su 7- División Panzer a través del campo francés hasta la costa atlántica, se expuso repetidas veces a la acción de las líneas del frente y salvó par muy poco de ser capturado.

LA DIVISIÓN FANTASMA ACECHA EL NORTE DE FRANCIA

«¿Qué quiere?», le preguntó Hitler a Rommel unos meses antes de la invasión alemana de Francia, en 1940. «El man-do de una división panzer», respondió Rommel de inme-diato.

El consiguiente obsequio del Führer - la 7a División Panzer- desempeñó un papel devastador en la derrota de Francia. Rommel cruzó la frontera belga el 10 de mayo de 1940, y acometió sin parar durante cinco semanas, sus panzers disparando en pleno movimiento, sus torretas gi-rando como las de los acorazados. Apodada la «División Fantasma» por sus repentinas e inesperadas apariciones, la 7a División Panzer sorprendió a cuarteles llenos de sol-dados franceses, rebasó a destacamentos franceses en re-tirada y aterrorizó a civiles desprevenidos. Estrechando la mano de Rommel, una campesina le preguntó si era bri-tánico. «No, señora», respondió. «Soy alemán.» «¡Dios mío, los bárbaros!», chilló ella, huyendo a casa.

La División Fantasma avanzó hasta el Canal de la Man-cha, y luego giró por la costa hacia el oeste para capturar Cherburgo, cubriendo hasta 240 kilómetros en un día. La calculada audacia de Rommel para librar la guerra de tan-ques fue sólo un anticipo de su brillante desempeño en África del Norte, un año más tarde.

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En una playa de piedras francesa, Rommel planta simbólicamente su bota de combate en las aguas del Canal de la Mancha. «La visión del mar con los acantilados a ambos lados nos estremecía a todos», escribió más tarde.

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Los primeros soldados del Afiiha Korps m llegar de Alemania descaman durante un desfile en una calle de Trípoli.

DE LA VICTORIA EN FRANCIA A LAS ARENAS SEMBRADAS DE PALMERAS «Es una manera de tratarme el reuma», escribió Rommel a su esposa antes de trasladarse a la árida Libia en febrero de 1941, Era su mensaje en clave para hacerle saber que su campa-ña del desierto estaba por empezar.

En su puesto de comandante del Afrika Korps, Rommel tendía a ser impaciente y brusco con los oficiales de mayor graduación, pero bondadoso y comprensivo con sus subordinados, que llevaban el peso del combate. Compartía sus infortunios y contaba con su respeto. En el frente, corría los mismos riesgos que las tropas. Endurecido por el montañismo y el esquí de su juventud, subsistía con pequeñas cantidades de sueño y las raciones básicas -carne enla-tada y pan negro- de los soldados rasos. Parecía impermeable a la dura vida del desierto.

Casi inmediatamente después de llegar a África, Rommel empezó a empujar a los britá-nicos hacia el este, en dirección a Alejandría. El 21 de junio de 1942, condujo a sus hombres a la victoria más espectacular cuando la fortaleza británica de Tobruk se rindió a sus panzer. Sin embargo, unos meses después, paralizado por la falta de suministros y el desinterés del Alto Mando alemán por la guerra del desierto, las fuerzas de Rommel iniciaron su lento des-censo hacia la derrota final. Rommel en un descapotable durante un desfile en Tripo

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junio al general Halo Gariboldi, el comandante italiano en África del Norte. Más tarde, Rommel diría de la mayoría de italianos que «ciertamente, no sirven para la guerra».

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Con los siempre presentes binoculares colgando de su mello, Rommel ayuda a sus oficiales a liberar su coche ífe la arena del desierto. No tenía ningún inconveniente en ensuciarse las manos junto a sus hombres.

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Aficionado a dar discursos improvisados o conferencias detalladas sobre las tácticas de batalla, Rommel agradece a sus homines por su desempeño en combate cerca del pueblo de Sollum, en 1941.

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Aunque no poseía licencia de piloto, Rommel era un aviador aficionado y a menudo salía en misiones aéreas de• reconocimiento del desierto.

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En un cuartel de campana montado en mayo de 1941 en el emplaza miento de un viejo pozo, Rommel utiliza un teléfono para dirigir el sitio de Tobruk. Las

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robustas defensas de Tobruk frustraron a Rommel durante todo un año, hasta que el 21 de junio de 1942 cayó finalmente tras un solo día de ataque concentrado.

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EL CAMPO DE BATALLA DEL INFIERNO

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Pese al fuerte viento del desierto, un soldado italiano se aventura a salir de un puesto de mando cerca de Sidi Barraní El cuerno de la izquierda era un amuleto de la suerte.

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EL DESIERTO OCCIDENTAL: UN SEGUNDO ENEMIGO

Soldados del Afrika Korps con gafas ajustadas para protegerse los ojos de la arena levantada por el viento y los vehículos.

A finales de abril de 1941, en los límites del Desierto Occi-dental, las tropas de infantería del Afrika Korps del teniente general Erwin Rommel capturaron una loma desolada al sur de Tobruk. Poco después, una barrera de artillería británica les inmovilizó. En su intento por atrincherarse, los alemanes descubrieron que ni siquiera podían abrir un surco en el manto de piedra caliza subyacente. Tuvieron que pasar el día sin moverse, bajo un sol abrasador, in tentando no atraerse más fuego de los británicos. Fueron atacados una y otra vez por enjambres de moscas negras. La oscuridad sólo empeo-ró su situación, ya que la temperatura descendió fuertemen-te y les dejó tiritando toda la noche. Al día siguiente, el cie-lo se cubrió y fueron víctimas de una tormenta de arena.

Para los soldados de la guerra del desierto, éstas no eran experiencias poco habituales. El Desierto Occidental, donde tuvieron lugar la mayor parte de los combates, formaba un rectángulo de 800 kilómetros de largo y 240 de ancho. Aun-que bordeado por un litoral fértil, sus extensiones más inte-riores eran yermos desprovistos de vida excepto por unos cuantos beduinos nómadas y especies adaptadas a la falta de agua como los venenosos escorpiones y víboras. Sólo se po-día obtener agua de depósitos muy dispersos o taladrando un hueco profundo en el suelo. Cualquier objeto que quisiese o necesitase un soldado tenía que ser traído en camión.

Eran muchas las tormentas del desierto. Las temperaturas fluctuaban hasta 32 grados el mismo día. La arena, fina como polvo de talco, a menudo obturaba las recámaras de los fusi-les e inflamaba los ojos, y, arrastrada por los calientes vientos del sur, taponaba las ventanas de la nariz, penetraba por las grietas de los vehículos y las tiendas de campaña, enterraba la comida y los equipos, y reducía la visibilidad a unos cuan-tos metros. En los días despejados, los espejismos jugaban malas pasadas a los ojos, y ocultarse en un territorio tan de-solado se convertía en el arte de un prestidigitador.

Y, sin embargo, el desierto era un lugar único para librar una guerra. Los espacios abiertos y la ausencia de obstáculos naturales (así como de asentamientos humanos permanen-tes) hacían de él un t e r reno ideal para el movimiento de tanques. En palabras de Fred Majdalany, cronista de las ha-zañas del Octavo Ejército británico: «No había nadie ni nada que dañar, excepto los hombres y los equipos del ejército ene-migo.»

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Parcialmente oculto tras un improvisado parapeto de rocas, un observador de avanzada alemán mira por un instrumento periscópico utilizado para ajustar el fuego de artillería.

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Una tormenta de arena avanza sobre vehículos y hombres al sureste de ElAlamein en septiembre de 1942. Estas tormentas del desierto tapaban el sol, elevaban la

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temperatura y, a veces, paralizaban las acciones en el campo de batalla durante días. Sus vientos podían alcanzar hasta 144 kilómetros por hora.

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Haciendo un alto en la marcha a Bengasi en la primavera de 1941, soldados alemanes se desnudan para darse un curioso baño en una cisterna del desierto. Estos depósitos recogían y conservaban el agua de lluvia, pero, puesto que rara vez llovía, las cisternas solían estar vacías y los ejércitos las utilizaban como depósitos de suministros.

ARREGLANDOSELAS EN UNA TIERRA DE EXTREMOS

El artículo más preciado en la guerra del de-sierto era el agua. Cuando el Afrika Korps ata-có la línea Gazala, 560 kilómetros al oeste de El Alamein, en el verano de 1942, sólo se llevó provisiones para cuatro días: tres litros por día por hombre, cuatro por camión y ocho por tanque. Si se acababa el agua antes de que ter-minase la batalla, los soldados tendrían que sobrevivir de lo que encontrasen..., o morir de sed. Afortunadamente para los alemanes, la batalla terminó pronto, en victoria.

La falta de agua en las áreas remotas del de-sierto planteaba un gran desafío para ambos

ejércitos. No se podía desperdiciar ni una gota. El agua sucia se conservaba y se filtraba para los radiadores. La obtención de suministros frescos era una cuestión de enorme importan-cia. Los británicos copiaron una robusta lata de agua alemana -la suya goteaba- y la llama-ron lata Jerry por el enemigo, conocido como «Jerry» por dos generaciones de soldados bri-tánicos. Cargados con estos receptáculos de 17 litros, flotas enteras de camiones atravesaban el desierto para llevar agua a los puestos de avanzada.

El agua destilada del salado Mediterráneo y químicamente tratada dejaba mucho que de-sear. Los británicos la hirvieron para preparar té, pero descubrieron que al añadirle leche se cuajaba y se posaba en el fondo de las tazas en grandes trozos.

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A falta de agua, un soldado alemán restriega su uniforme con arena para deshacerse de la sal, el aceite y la suciedad. Para limpiar la ropa y ahorrar agua, los británicos solían utilizar gasolina además de arena. Sin estos métodos improvisados, la ropa se hubiese puesto rígida a causa de la suciedad y el sudor.

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Cubiertos con redecillas para proteger sus ojos, narices y bocas de los enjambres de moscas, estos soldados alemanes hacen frente a otra plaga del desierto: el polvo y la

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arena en sus armas. Los vendajes de gasa eran esenciales para evitar que la arena entrase en contacto siquiera con las heridas más pequeñas, que no se hubiesen curado.

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Un soldado alemán fríe huevos en el casco recalentado de un tanque. Cocinar de esta manera no era práctica habitual, pero cualquier metal expuesto directamente al sol estaba a veces lo bastante caliente como para infligir serias quemaduras a quienquiera que lo tocase accidentalmente.

Acurrucado en una pequeña trinchera y abrigado contra el aire helado nocturno del desierto, un soldado británico duerme con su equipo a mano. Estas trincheras no sólo protegían de las bombas y el fuego de artillería, sino que también ofrecían a sus ocupantes un poco de calor.

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2 Un maestro alemán de la audacia y el engaño

Las defensas británicas bajo mínimos El ataque de una división de cartón

Los alemanes van a por todas en Cirenaica Un repliegue británico ignominioso

El Eje se hace con un tesoro en latón británico El Zorro del Desierto: la forja de una leyenda

Tobruk, asediada y castigada La embotada «hacha de batalla» británica

Una resistencia firme del Eje en un paso crucial Churchill llama a un nuevo comandante

Era un espectáculo concebido para impresionar a la pobla-ción italiana de Trípoli e imponer respeto a cualquier posi-ble espía británico. Por la plaza principal de la ciudad pasa-ba una columna aparentemente interminable de formidables panzer III y IV, camuflados con el amarillo del desierto. Los comandantes de los tanques, con uniformes tropicales de un color similar al de sus vehículos, permanecían en posición de atención en las torretas, impasibles como los distintivos de calaveras que adornaban sus solapas. Recibiendo el saludo en la tarima de pasar revista estaba el hombre que había orde-nado aquel desfile como exhibición de poderío acorazado, un pequeño y musculoso teniente general alemán de ojos azules: Erwin Rommel, comandante del recién constituido Afrika Korps.

Jun to a Rommel, un joven edecán,-el teniente Heinz-Wer-ner Schmidt, observaba asombrado la línea continua de tan-ques que cruzaban la plaza con estruendo y salían por una calle lateral. «El extraordinario número de. panzer que pasa-ban empezó a llamar mi atención», recordó más tarde. Des-pués de unos 15 minutos, cuando notó un Panzer IV con un defecto llamativo que ya había visto antes durante el desfile, Schmidt soltó una risita. El día anterior, en un discurso para los oficiales alemanes, Rommel había destacado la importan-cia de engañar al enemigo acerca de la capacidad del Afrika Korps, que aún aguardaba la llegada de la mayor parte de sus fuerzas desde Europa. Ahora, se dio cuenta Schmidt, su jefe estaba haciendo pasar a los tanques una y otra vez para ha-cer que el regimiento de panzer pareciese un verdadero cuer-po acorazado.

Era el 12 de marzo de 1941. Rommel, que había llegado a África del Nor te hacía apenas cuatro semanas, ya estaba dando muestras de su maestría en la audacia y el engaño, cualidades que iban a desempeñar un papel tan importante como el verdadero poderío acorazado en la siguiente fase de la guerra del desierto. Eran cualidades con las que los britá-nicos aún tenían que aprender a manejarse. Incluso la iden-tidad de Rommel había sido ocultada a los británicos hasta hacía un par de días. Hasta el 8 de marzo, el equipo del ge-neral Wavell sólo se habían podido referir al nuevo coman-dante alemán como al «general X». Ahora, gracias a sus ser-vicios de espionaje, sabían que era Rommel, y la noticia causó cierta inquietud en El Cairo.

Rommel tenía reputación de ser un general combativo con un sentido intuitivo de las debilidades de su enemigo, dedicado a los conceptos gemelos de velocidad y sorpresa. Su máxima era Sturm, Swung, Wucht (ataque, ímpetu, peso). En mayo de 1940, como comandante de la 7- División Panzer - la «División Fantasma»-, Rommel había burlado más de una

EL PASMOSO GOLPE DE ROMMEL

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vez a los británicos que se replegaban en Francia, abalanzán-dose sobre ellos por donde menos se lo esperaban.

De 49 años de edad, proveniente de una familia pobre y sin influencias, Rommel era orgulloso y resuelto, y no siem-pre ocultaba su desprecio hacia algunos jefazos del Ejército Alemán. Consideraba al mariscal de campo Walther von Brauchitsch, el comandante en jefe del Ejército, un patricio hipersensible y pusilánime. Y al j e fe del Estado Mayor del Ejército, el acerbo y ambicioso general Franz Haider, un inú-til soldado de escritorio. El propio Rommel era un hombre de campo de batalla que disfrutaba de la acción y de poca cosa más. No fumaba y apenas bebía. Casi todos los días es-cribía a su mujer, Lucie, pero, aparte de su familia, su única pasión era el combate... , y los triunfos. Jubiloso como un adolescente al ganar, se volvía colérico y petulante cuando perdía.

Este exponente de la ofensa sin límites había sido envia-do a África del Norte para cumplir un cometido claramente limitado. Los italianos se habían parapetado en Trípoli y te-mían que los británicos avanzaran por la costa y atacasen la ciudad portuaria en cualquier momento. Muchos tenían pre-parados los petates, esperando que se les ordenara abordar los barcos de evacuación para un viaje de ida a Italia. Aunque Hitler consideraba a África del Nor te un teatro de escasa importancia, también creía que Alemania no debía permitir que su aliado del Eje fuese expulsado de la región. Había aceptado enviar ayuda. Pero Brauchitsch le había dejado cla-ro a Rommel que su tarea era puramente defensiva; por el momento, Alemania no estaba en condiciones de enviar fuer-zas suficientes para expulsar a los británicos de Cirenaica, la provincia oriental de Libia.

La transferencia a África del Norte de una de las divisio-nes asignadas a Rommel, la 5~ Ligera, empezó a mediados de febrero, y debía terminarse hacia mediados de abril. Más formidable que su nombre, la 5- División Ligera incluía el 5e

Regimiento Panzer, que tenía 80 tanques medianos (Panzer III y IV) y 70 tanques ligeros. Hacia finales de mayo, se le dijo, Rommel recibiría una auténtica división panzer, la 15-. Lo que quedaba de las fuerzas motorizadas italianas en África del Norte -básicamehte la división acorazada Ariete, con 60 tan-ques obsoletos- también estaría bajo el mando de Rommel. Pero por cuestiones diplomáticas, el alemán debía servir bajo las órdenes del general Italo Gariboldi, de 62 años de edad, que había sucedido al de r ro tado mariscal Graziani como comandante italiano en África del Norte.

Cuando Rommel llegó a Trípoli, el 12 de febrero, temía que los británicos reanudasen pronto su avance hacia el oes-te. Sabía que si atacaban de inmediato, antes de que llegasen

sus refuerzos, había escasas posibilidades de detenerles. Sin hombres y pertrechos para una defensa fuerte, cifró sus espe-ranzas en una gran exhibición de defensa. «Estaba convenci-do de que si los británicos no detectaban ninguna oposición, cont inuar ían su avance», escribió más tarde, «pero que si veían que tendrían que librar otra batalla, aguardarían a re-forzarse. Ganando tiempo de esta manera, esperaba robuste-cer nuestras propias fuerzas hasta ser capaces de aguantar el ataque del enemigo.»

Unas horas después de llegar a Trípoli en avión, ya estaba de nuevo en el aire, en un vuelo de reconocimiento del de-sierto al este de la ciudad. Decidió establecer una posición defensiva de avanzada en el área de Sirte, un pueblo en la carretera costera a medio camino entre Trípoli y el lugar en el que los británicos finalmente habían detenido su avance: El Agheila. El general Gariboldi se mostraba poco dispuesto a arriesgar las pocas tropas que le quedaban moviéndolas 400 kilómetros en la dirección del enemigo, pero Rommel insis-tió. «En vista de la tensa situación y la lenti tud del mando italiano», dijo, «he decidido tomar el mando del f ren te lo antes posible.»

Al día siguiente, dos divisiones de infantería italianas y la División Ariete se encaminaban a Sirte. El 14 de febrero, lle-garon a Trípoli las primeras tropas alemanas - u n batallón de reconocimiento y u n o ant i tanque- , que partieron al día si-guiente hacia Sirte. Mientras tanto, «para aparentar la mayor fortaleza e inducir a los británicos a adoptar la máxima pru-dencia», Rommel echó mano de una treta. Hizo que un ta-ller le construyese tanques de madera y lona montados sobre chasis Volkswagen. El 17 de febrero, Rommel estaba lo bas-tante satisfecho con su pequeño ejército de mentira como para escribir a su mujer: «Todo marcha sobre ruedas... Por lo que a mí respecta, pueden venir ahora mismo.»

Pero los británicos no vinieron. En lugar de ello, se dirigie-ron a Grecia. La expedición a Grecia, lanzada el 4 de marzo, dejó las defensas británicas en el este de Libia bajo mínimos. Cirenaica era ahora «una zona de batalla pasiva» vigilada por «la mínima fuerza posible». En teoría, esta consistía en la 9-División Australiana y la 2a División Acorazada. Pero ambas habían sido prácticamente desmanteladas para la campaña de Grecia. Lo que quedaba era poco más que una división de infantería escasamente preparada y pertrechada, y una briga-da acorazada débil y sin experiencia con tanques que se es-tropeaban constantemente bajo las condiciones del desierto. El flanco occidental de las fuerzas británicas de Oriente Medio era, pues, peligrosamente vulnerable.

Por si fuera poco, el único hombre cuya intuición en el

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EL ZORRO DEL DESIERTO COMO AFICIONADO A LA FOTOGRAFÍA Entre las muchas habilidades que Erwin Rommel empleó en África del Norte estaba su talento para la fotografía, una afición de tiempos de paz. Tan sólo unas horas después de llegar a Libia, despegó en su Heinkel-111, cámara en mano, para «conocer un poco el país» que iba a defender. Así, Rommel abría el capítulo africano de un álbum que iba de vistas aéreas a tanques británicos destruidos. Durante los meses en el desierto, Rommel tomó miles de fotografías. Además de ser recuerdos de sus campañas, quería utilizarlas para ilustrar un libro de posguerra que tenía planificado..., y que nunca escribiría. Pero al reunir su archivo visual, Rommel eludió cui-dadosamente un tema. Como le explicó a su hijo: «No fotografío mi retirada.» Con su lírica, Rommelfotografía una de sus propias armas, un cañón de 150 mm camuflado.

En su primer vuelo de reconocimiento sobre el desierto libio, Rommel sacó esta instantánea de un foso antitanque italiano al este de Trípoli.

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Una de las fotografías del general muestra la escarpa que separa la llanura de Trípoli de la meseta libia que se extiende en el interior.

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campo de batalla podía haber rivalizado con la de Rommel, e l teniente general Richard O ' C o n n o r -neces i tado de un descanso tras su victoriosa campaña contra los italianos- ha-bía sido promovido al mando de las tropas británicas en Egip-to. A finales de febrero, fue substituido como comandante en Cirenaica por el teniente general Philip Neame, un militar conocido por su valor, pero un ingeniero sin experiencia en la guerra del desierto.

Como admitiría Wavell más tarde, había cometido un te-rrible error de cálculo al disponer la defensa de Cirenaica. No fue sino hasta mediados de marzo —«cuando ya era dema-siado ta rde»- que realizó un reconocimiento personal del área de Bengasi y las posiciones británicas de avanzada. Des-cubrió, consternado, que tenía «una idea totalmente erró-nea» de la escarpa que se alzaba al sur de Bengasi. Había pensado que era una barrera para los tanques que sólo po-día ser escalada por un par de lugares fácilmente defendibles. «Cuando sobrevolé la zona y vi la escarpa, me di cuenta de que se podía acceder a ella por un montón de puntos despro-tegidos.» Las disposiciones tácticas de Neame le parecieron «absurdas» e inmedia tamente cambió ciertos despliegues. «Pero lo más alarmante», relató más tarde, «era el estado de los tanques semipesados de la 2a División Acorazada, que constituían el núcleo de toda la fuerza.» De 52 tanques, la mitad estaban en los talleres y cada día se estropeaban varios más.

Wavell instruyó a Neame para que, en caso de un ataque a sus tropas de pr imera línea en El Agheila, retrocediese hasta Bengasi con tácticas retardatorias. En caso de necesi-dad, Neame debía renunciar a Bengasi y salvar sus vehículos acorazados subiendo a la escarpa que estaba al este de Ben-gasi. «Volví ansioso y depr imido de la visita», dijo Wavell, «pero no era mucho lo que podía hacer al respecto. La cam-paña en Grecia estaba en pleno movimiento y a mí no me quedaba casi nada en África.»

Aun así, Wavell no creía que Rommel estaría en condicio-nes de atacar antes de mayo. Tampoco el Alto Mando ale-mán. El 19 de marzo, un día después de que Wavell volviese a El Cairo tras su visita al frente, Rommel voló a Berlín. Ha-bía tomado conciencia de la «transitoria debilidad británica» y creía que debía ser «explotada, con la mayor energía, para ganar la iniciativa de una vez por todas». Pidió permiso para atacar a los británicos de inmediato. La respuesta de Brau-chitsch fue un no rotundo.

El Alto Mando alemán, le dijo Brauchitsch a Rommel, aún no había planificado ninguna ofensiva terminante en África del Norte, y no debía con refuerzos fue ra de los que ya le habían prometido. (Aunque Rommel no lo sabía, existían

otras prioridades para las fuerzas alemanas disponibles. Hit-ler estaba a punto de enviar tropas para ayudar a Mussolini en la guerra contra Grecia y estaba planificando secretamen-te invadir la Unión Soviética.) Quizás a finales de mayo, des-pués que el Afrika Korps se viese reforzado con la llegada de la 15a División Panzer, Rommel podría lanzar un ataque limi-tado contra las posiciones de avanzada británicas, penetran-do, tal vez, hasta Agedabia (mapa, página 67), dijo Brauchits-ch. Más tarde se le permitiría recuperar Bengasi. Pero no iba a haber una ofensiva general. Rommel señaló que «no basta con tomar Bengasi; tenemos que ocupar toda el área de Ci-renaica, ya que Bengasi no se puede conservar por sí sola». Brauchitsch se mostró inflexible: Rommel no debía hacer nada hasta finales de mayo. Rommel escuchó sus órdenes y luego volvió a África del Norte para desobedecerlas.

Antes de partir hacia Berlín, Rommel había dado instruccio-nes a la parte de la 5a División Ligera que ya había llegado a África del Norte -básicamente el 5a Regimiento Panzér- para que se preparara para atacar El Agheila el 24 de marzo. Ni bien volver, ordenó que se procediese a atacar. Su excusa para desafiar la cautelosa directiva del Alto Mando era que patru-llas británicas de El Agheila habían estado hostigando a las columnas de suministros con destino al puesto de avanzada italo-germano de Marada, 144 kilómetros al sur. Para conser-var este puesto de avanzada, tenía que expulsar a los británi-cos de El Agheila.

El Agheila no estaba fuertemente protegido, y los soldados británicos que lo ocupaban creían, con Wavell, que no esta-ban inmediatamente amenazados por el enemigo. Pero, al amanecer del 24 de marzo, Rommel lanzó su ataque. Dis-puestos a lo largo de un frente de 900 metros, los tanques y carros bl indados del 3er Batallón de Reconocimiento del mayor I rmfr ied von Wechmar cargaron contra El Agheila. Detrás venían camiones cuyos conductores se esforzaban por obedecer la orden de Rommel: «Los vehículos traseros deben levantar polvo..., nada más que polvo.» Por primera vez, Rom-mel ponía a prueba en el desierto una de sus tácticas de en-gaño. Muchos de los «tanques» de Wechmar eran incapaces de disparar un tiro; eran los falsos tanques con chasis Volkswa-gen, conocidos ahora como la «División de Cartón». Pero sus siluetas en el polvo que se arremolinaba en el aire sugerían una formidable fuerza de combate. La guarnición británica de El Agheila se replegó rápidamente, retrocediendo hasta Mersa Brega, 48 kilómetros al noreste.

Al enterarse de que los alemanes habían avanzado hasta El Agheila y de que los británicos no habían contraatacado, Churchill envió un cable a Wavell el 26 de marzo: «Supongo

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que está esperando a que la tortuga saque la cabeza lo bastan-te para cortársela.» En una respuesta larga y enmarañada , Wavell detalló los penosos esfuerzos a que se veían sometidas sus fuerzas en Libia, debilitadas como estaban por el trasla-do de efectivos a Grecia, y explicó que no tenía refuerzos para enviar a Neame. En cualquier caso, estaba convencido de que los alemanes no lanzarían una ofensiva importante en breve. El 30 de marzo, Wavell envió un cable a Neame en el que le recomendaba no preocuparse excesivamente por el enemigo; «no creo que esté en condiciones de hacer ningún gran esfuerzo al menos en un mes». Al día siguiente, Rommel atacó Mersa Brega.

Había hecho una pausa de u n a semana en El Agheila, pero temía que, si permanecía allí hasta que llegara su divi-sión panzer (en mayo), los británicos fortificarían un desfila-dero que hacía de Mersa Brega un baluarte natural. El 5° Regimiento Panzer, que avanzaba por la carretera costera, cargó con el grueso del ataque alemán. La resistencia britá-nica en el desfiladero fue resuelta, y hacia el final de la tar-de el ataque había quedado interrumpido. Pero, por la no-che, Rommel envió un batallón de ametralladores a través de unas altas colinas de arena hacia el nor te de la carretera. Atacaron el f lanco de los defensores y les expulsaron del desfiladero. Los británicos abandonaron apresuradamente Mersa Brega mientras el Afrika Korps ingresaba en el pueblo de casas blancas acribilladas al grito de «Heia Safari!»... «¡Ade-lante!», en bantú.

A la mañana siguiente, Rommel supo, por la Luftwaffe, que los británicos seguían replegándose hacia el nor te en lugar de preparar posiciones defensivas para resistir de nue-vo. Las puertas de Cirenaica parecían abiertas de par en par. Para Rommel, pese a sus órdenes de no lanzar ninguna ofen-siva hasta finales de mayo, «era una oportunidad a la que no me pude resistir».

O r d e n ó que la 5~ División Ligera continuase su avance

hacia Agedabia. El 2 de abril, después de una breve batalla, Agedabia y el vecino puer to de Zuetina fueron capturados. Gariboldi intentó ahora frenar a Rommel, insistiendo en que cualquier movimiento adicional sería una violación directa de las órdenes. El alemán no le hizo el menor caso. «Decidí pi-sarle los talones al enemigo en retirada», dijo Rommel, «e intentar hacerme con toda el área de Cirenaica de un solo golpe.»

Rommel dividió sus fuerzas, enviando un grupo al norte, por la carretera costera, hasta Bengasi, otro al este, hacia Maaten el Grara y Ben Gania, y un tercero por una ruta cen-tral hasta Antelat y Msus (mapa, página 67). No tenía un plan rígido para su campaña, pero puso a prueba al enemigo aquí y allá y siguió embistiendo mientras los británicos retrocedían. Pronto, las fuerzas de Neame estaban.en retirada general.

En el cuartel general de avanzada de Rommel, cerca de Agedabia, los ordenanzas entraban y salían con noticias de los avances, mientras el mayor Georg Ehlert, el oficial de opera-ciones, trasladaba los movimientos de las columnas alemanas y del enemigo a su mapa. El propio Rommel pasaba gran parte de su t iempo en el aire o en el campo, controlando a sus fuerzas o azuzándolas. Un comandante , cuya columna estaba temporalmente detenida, se alarmó cuando le lanza-ron un mensaje desde la cabina del avión Fieseler Storch de Rommel: «O se pone en movimiento de inmediato, o baja-ré. Rommel.»

Las ansias de avanzar rápido de Rommel le obligaron a correr grandes riesgos. El 3 de abril, la 5- División Ligera in formó que la mayor parte de sus vehículos estaban muy escasos de gasolina y necesitaban un descanso de cuatro días para repostar. Rommel ordenó que todos los camiones fue-sen descargados y enviados al depósito de la división, instru-yendo a los chóferes para que volviesen en 24 horas con su-ficiente combustible, comida y munición para el resto de la campaña. Fue una apuesta peligrosa: los hombres de la divi-

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sión quedaron inmovilizados 24 horas en el desierto, impo-sibilitados de moverse si eran atacados. Pero, en cambio, la 5- División Ligera quedó fuera de acción un día y no cuatro.

Ese día, Gariboldi - p a r a entonces furioso por la actitud desafiante de Rommel - volvió a llamar al orden al alemán. «Quería que interrumpiera toda acción y no volviese a dar un paso sin su expresa autorización», recordó Rommel. «Yo no estaba dispuesto a dejar pasar tan buena opor tun idad . La conversación subió un poco de tono.»

Esa noche los alemanes ocuparon Bengasi, que había sido evacuado por los británicos. En una carta a su esposa, el jú-bilo juvenil de Rommel se mezcla con sus dudas acerca de la reacción de sus superiores: «Querida Lu: Hemos estado ata-cando desde el 31 con un éxito arrollador. Habrá consterna-ción entre los jefes en Trípoli y Roma, quizá también en Berlín. Tomé el riesgo contra las órdenes e instrucciones porque la oportunidad parecía favorable. No me cabe duda de que más adelante se verá con buenos ojos... Los británicos huyen en desbandada... Entenderás que no puedo dormir de alegría.»

Rommel no exageraba al referirse a la reacción de los britá-nicos. Los movimientos veloces e impredecibles del general estaban produciendo en las fuerzas de Neame exactamente los mismos efectos que él deseaba: confusión y pánico. El avance del Eje hasta Mersa Brega había provocado un replie-gue de una semana y 800 kilómetros de los británicos. Con humor negro, algunos soldados británicos se refirieron más tarde a su apresurado repliegue como «El Derby de Tobruk» o el «Hándicap de Bengasi». Más típica, tal vez, fue la reac-ción de Roy Farran, un subteniente que describió esa sema-na como los días más ignominiosos de la historia del Ejérci-to Británico. A falta de instrucciones para resistir y luchar, los británicos se replegaron en desorden, amontonados en los camiones, los nervios al borde del colapso por falta de sue-ño, las caras cubiertas de polvo amarillo como víctimas de ictericia.

La tradicional frialdad de los británicos pareció desertar-les súbitamente. En Antelat, un cabo que gritaba a terrado «¡Retirada en masa! ¡Los alemanes se acercan!» se cayó solo cuando el teniente coronel Crichton Mitchell amenazó con dispararle. En Msus, un capitán, avisado de que se acercaba una columna del enemigo, voló todo un depósito de combus-tible para evitar que cayera en manos del Eje..., y luego reco-noció, demasiado tarde, que el «enemigo» era una patrulla británica.

Neame, desde su cuartel general en Barce, a 80 kilómetros al noreste de Bengasi, intentó inútilmente restaurar el orden

con una serie de telegramas a sus comandantes, pero no in-tentó visitar el frente. El 2 de abril, Wavell se trasladó a Bar-ce para evaluar la crisis. «Pronto comprendí que Neame ha-bía perd ido control», dijo más tarde. Mandó a llamar a O ' C o n n o r para que se hiciese cargo de la situación. O ' C o n n o r llegó el 3 de abril y t ímidamente sugirió que Neame se mantuviese al mando y que él actuase como asesor de Neame, porque «cambiar de caballos en medio de la ca-rrera no mejorará las cosas». El tacto no fue la única razón por la que O 'Connor puso reparos. Más tarde escribió: «No puedo fingir que me alegraba la idea de tomar el mando en medio de una batalla que ya estaba perdida.»

La presencia de O 'Connor no fue suficiente para alterar el curso de los acontecimientos. Rommel había desarrollado su Swung - í m p e t u - y lo manten ía contra viento y marea. «Cada vez era más evidente que el enemigo nos creía más fuertes de lo que en realidad éramos», dijo Rommel, «idea que era preciso mantener dando la apariencia de una ofen-siva a gran escala.» No dejó escapar ni una opor tunidad . Mientras la 2a División Acorazada británica, que había perdi-do numerosos tanques en acciones pequeñas y averías en el camino, se replegaba en Mechili, Rommel convirtió a esa diminuta fortaleza del desierto en el objetivo de su avance. Tres columnas alemanas part ieron hacia Mechili por rutas convergentes: el cuerpo principal de la 5a División Ligera y la División Ariete de Ben Cania y Tengeder, el 5e Regimiento Panzer reforzado por 40 tanques italianos a través de Msus, y el 3er Batallón de Reconocimiento de Bengasi, vía Charruba.

Un cuarto g rupo del Eje avanzaba hacia Derna por la misma carretera costera por la que la 9- División Australiana se había replegado con la esperanza de resistir j u n t o a un Wadi (cauce seco de un río). El 6 de abril, las fuerzas del enemigo que se concentraban en el sur, alrededor de Mechi-li, y la columna del Eje que avanzaba por la carretera coste-ra plantearon u n a amenaza demasiado grande para la 94

División Australiana, forzando un apresurado repliegue hacia el este. Fue tan apresurado, en efecto, que sólo el ruido de los vehículos en retirada alertó a los fusileros del teniente coronel E. O. Martin, que estaban en Derna, de que estaban siendo dejados atrás. Levantaron rápidamente su campamen-to y se unieron al repliegue.

Esa tarde, Neame y O'Connor, que habían perdido todo contacto con la 2~ División Acorazada, y comprendiendo que su situación personal era peligrosa, decidieron que era el momento de retirarse de su cuartel general. Los dos genera-les estuvieron entre los últimos en abandonar. Una vez en el coche de Neame se dirigieron a Tmimi, a unos 160 kilóme-tros al este. Durante la noche tomaron una salida er rónea y

Estratégicamente situados en el desierto, falsos tanques alemanes, hechos de madera y lona sobre chasis de automóviles -parte de la División de Cartón de Rommel-, crean la ilusión de una fuerza acorazada. Al enviar estas réplicas al campo de batalla, Rommel le dijo al comandante de sus tanques de mentira: «Si pierde uno o dos, no se los echaré en cara.»

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acabaron en la carretera a Derna. Hacia las 3 a.m., Neame, que había estado durmiendo en el asiento trasero, despertó para descubrir que estaban en medio de un convoy detenido en las afueras de Derna. Desde la oscuridad llegaron gritos en un idioma extranjero, y el chófer de Neame aventuró: «Han de ser esos conductores chipriotas, señor.» Segundos más tarde, los generales eran apuntados por los cañones de unas metralletas alemanas. Pasarían los siguientes tres años como prisioneros de guerra en el norte de Italia.

En el inmenso, impenetrable desierto, la confusión no sólo se cebaba en los británicos. Las unidades de avanzada de Rommel perdieron contacto con la radio del cuartel de Age-dabia, y, cada día, el general pasaba horas en su avión, inten-tando encontrarles y coordinar sus movimientos. Las frecuen-tes tormentas de arena desviaban de su rumbo a las columnas alemanas e inmovilizaban temporalmente al avión de Rom-mel y a otras máquinas que les hubiesen podido guiar. El 5a

Regimentó Panzer del coronel Herber t Olbrich, que avanza-ba desde Msus, se perdió durante todo un día. Buscándolo desesperado, Rommel estuvo a punto de abandonar prema-turamente la guerra. Viendo lo que creyó era la columna de Olbrich, hizo que su piloto diese vueltas en círculo mientras, abajo, las tropas desplegaban una gran cruz de aterrizaje de tela en un terreno llano. Justo antes de que el avión tocase tierra, Rommel vio, por los cascos, que los soldados eran bri-tánicos. El avión se elevó en una lluvia de fuego de ametra-lladoras, pero sólo fue alcanzado una vez, en la cola.

Pese a la pérdida de fuerzas y a la cada vez mayor escasez de combustible, el 7 de abril los alemanes e italianos rodea-ron Mechili. Atrapados en el sitio estaban los restos de la 2~ División Acorazada, la 3a Brigada Motorizada de la India y un puñado de unidades británicas que no habían conseguido huir a tiempo. Rommel envió un requerimiento de rendición al oficial británico de más alta graduación, general de división Michael Gambier-Parry, comandante de la 2a División Acora-

zada. «Por supuesto, se negó», relató Rommel, sin sorpren-derse. En la mañana del 8 de abril, los británicos intentaron romper el cerco en el mismo momento en que las fuerzas del Eje iniciaban un ataque general. En la confusión, unos cuan-tos británicos consiguieron escapar, pero Mechili cayó hacia el mediodía y Gambier-Parry pasó a formar parte de la comi-tiva de prisioneros de alta graduación.

Rommel, eufórico, observó cómo sus tropas llenaban un camión con generales británicos, y se acercó para coger unas gafas de protección desproporcionadas. «Botín. Tengo dere-cho a cogerlas. Incluso de un general», dijo, sonriendo mien-tras se las colocaba. Esas mismas gafas aparecerían en nume-rosas fotos que se le tomaron durante los siguientes 22 meses. Se estaba for jando la leyenda del Zorro del Desierto.

El mismo día, en un hotel de playa en Tobruk, Wavell anunció una decisión crucial a un grupo de oficiales de alta graduación: había que conservar Tobruk. La 9a División Aus-traliana, que había escapado de la red de Rommel al retirar-se de Derna, tomaría posiciones defensivas en la ciudad cos-tera, uniéndose a las unidades de Gran Bretaña y la Commonwealth que ya estaban acantonadas en Tobruk.

Ninguno de los presentes en la reunión desafió la lógica de Wavell. Rommel iba a continuar su avance hacia el este, pero mientras Tobruk estuviese en manos británicas no llega-ría muy lejos. La permanencia en Tobruk le negaría el uso del único puerto idóneo de Cirenaica al este de Bengasi. Sus tropas necesitaban 1.500 toneladas de agua y raciones al día; sin Tobruk, todos estos suministros tendrían que ser transpor-tados a través del desierto desde Bengasi o Trípoli. Conservar Tobruk no iba a ser tarea fácil. Rommel haría todo lo posi-ble por echar a los defensores al mar. Toda su comida, sus municiones y sus equipos tendrían que llegar por mar bajo las bombas y el fuego de la Luftwaffe, que controlaba el es-pacio aéreo sobre la ciudad. Pero no había otra opción. Se-ñalando sobre el mapa las escasas unidades británicas disper-sas por 720 kilómetros de desierto - e n Bardia, Sidi Barraní,

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Mersa Matruh- , Wavell dijo en tono seco a sus oficiales: «No hay nada entre ustedes y El Cairo.»

Nadie era más consciente de ello que Rommel. En los si-guientes días, su Afrika Korps evitó Tobruk y avanzó hacia el este por la costa, capturando el Fuerte Capuzzo, Sollum y el Paso de Halfaya, pero era inútil seguir adelante mien-tras los bri tánicos siguieran const i tuyendo u n a amenaza para su flanco y su re taguardia desde Tobruk. Tobruk se convertiría en una espina en su costado, u n a obsesión que le perseguiría durante siete meses. Rommel, que ahora pla-neaba conquistar Egipto y el Canal de Suez, se vio detenido en el umbral del t r iunfo por una simple e insolente guarni-ción británica.

«Debemos atacar Tobruk cort todo lo que tenemos... an-tes de que los británicos tengan t iempo de hacerse fuertes», le dijo Rommel a u n o de sus comandantes. Pero los británi-cos ya se habían hecho fuertes. Los británicos habían empe-zado a reforzar las viejas defensas italianas de Tobruk a me-diados de marzo, y el enclave d^ 570 kilómetros cuadrados era más formidable de lo que suponía Rommel. El perímetro de 50 kilómetros, llamado la Línea Roja, estaba señalado por rollos de alambre de espino y erizado por 140 puestos forti-ficados, refugios subterráneos de concreto con capacidad para 20 hombres cada uno. Tres kilómetros detrás de la Lí-nea Roja se extendía la Línea Azul, un abigarrado campo de minas surcado de más alambre de espino y tachonado de puestos fortificados separados por 450 metros entre sí.

Incluso después de que los tanques alemanes que sondea-ron el perímetro el 11 y el 12 de abril fueran rechazados por la artillería, Rommel estaba convencido de que Tobruk cae-ría bajo el asalto a gran escala previsto para el 14 de abril. «Querida Lu», escribió en la mañana de aquel día. «Es posi-ble que hoy mismo veamos el final de la Batalla de Tobruk.» Las tropas alemanas confiaban en que los británicos se reple-gasen ni bien se empezaran a acercar los panzer. Alentados por la confianza de Rommel en una rápida victoria, un bata-

llón incluso colocó su camión de administración en la reta-guardia de la columna de asalto.

Semejante confianza pareció justificada al inicio de la ba-talla. A las 5.20 a.m., la pr imera oleada de tanques de la 5S

División Ligera cargó sin estorbos a través de una brecha abierta en el alambre, al sur de Tobruk. Los australianos ins-talados en los puestos del per ímetro no hicieron nada por detener a los tanques..., pero, al superar los puestos fortifica-dos, la infantería alemana fue atacada con fuego feroz desde la retaguardia. Indiferentes a la carnicería que tenía lugar detrás, los panzer siguieron avanzando. Al cabo de poco tiem-po, habían penetrado 3 kilómetros en el perímetro.. . , y se-guían avanzando minuto a minuto hacia una trampa elabo-rada y mortal.

De pronto, las tripulaciones de los panzer se encontraron en un corredor de fuego intenso. La artillería, desplazada desde sectores cercanos, disparaba desde ambos flancos a una distancia de apenas 550 metros. Un impacto arrancó la sóli-da torreta de un tanque Panzer IV de su soporte. El tenien-te coronel alemán Gustav Ponath, que se había dirigido im-petuosamente al campo de batalla en su coche oficial, fue alcanzado por un proyectil antitanque. Los panzer circulaban en masa, confundidos por el humo y el polvo, que obstacu-lizaban la visión de los conductores y los artilleros. Finalmen-te se les ordenó que se retiraran, y tuvieron que abrirse paso hasta el per ímetro pasando por los mismos peligros. En la refriega, los alemanes perdieron 17 tanques..., al menos uno de ellos inmovilizado por un australiano que introdujo una palanca en la oruga. El 8e Batallón de Ametralladores-sufrió un 75 por ciento de bajas. La batalla fue una «caldera de bruja», escribió un comandante de tanques más tarde. «Fue una suerte escapar con vida.»

Rommel estaba furioso por haber sido vencido. Descargó su cólera sobre el general de división Johannes Streich, co-mandante de la 5a División Ligera, diciendo que sus panzer no habían dado lo mejor de sí. Afirmó que tanto Streich

Con el dedo sobre un punto cerca de la costa, Rommel (página opuesta) estudia un mapa de Cirenaica durante su primera ofensiva. Empezando por el oeste de Mersa Brega, su avance (flechas rojas) expulsó a los británicos de Libia, excepto por una guarnición en Tobruk, hacia mediados de abril. Inátado por Churchill, el general británico Wavell montó en junio la contraofensiva Hacha de Guerra, cuyos avances (flechas negras) fueron repelidos por Rommel.

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como Olbrich, comandante del 5s Regimiento Panzer, habían actuado «sin resolución».

Dos días más tarde, el 16 de abril, Rommel volvió a inten-tarlo. Esta vez asumió personalmente el mando, utilizando la División Ariete y una división de infantería italiana contra las defensas occidentales de Tobruk. Tan p ron to como se les empezó a disparar, los tanques italianos se refugiaron en un wadi y Rommel no pudo inducir a sus comandantes a que reanudaran el ataque. La infantería italiana, que llevó el peso de un contraataque australiano, se rindió de inmediato. Uno de los oficiales de Rommel vio a un solitario vehículo de patrulla británico llevando en manada a toda una compañía italiana al cautiverio. Disparó al coche para dar a los italianos la oportunidad de correr. Corrieron, anotó Rommel triste-mente, «pero hacia las líneas británicas». Más de 800 italianos fueron capturados durante el ataque de dos días; la División Ariete perdió al menos el 90 por ciento de sus tanques..., por averías. El 17 de abril, Rommel suspendió el ataque.

Seguía creyendo que, con la llegada de los refuerzos ade-cuados, estaría en condiciones de tomar Tobruk. Había infra-valorado la determinación de sus defensores. Dentro del perímetro de Tobruk había 35.000 soldados -anzacs, británi-cos, indios- comandados por un australiano tan tenaz como el propio Rommel.

El general de división Leslie James Morshead, de 51 años de edad, era conocido entre sus tropas como «Ming el Des-piadado», por un personaje de la tira cómica Flash Gordon. Su idea de su cometido era sencilla. «Aquí no habrá ningún Dunkerque», les dijo a sus oficiales. «Si tenemos que salir, nos abriremos paso combatiendo. No habrá rendición ni replie-gue.» Cuando un periódico australiano publicó un titular que decía «Tobruk puede aguantar», Morshead montó en cólera. «No estamos aquí para aguantar», clamó. «Estamos aquí para dar.»

Cada noche enviaba patrullas de 20 hombres para atacar por sorpresa al enemigo. Al cabo de poco tiempo, Rommel se dio cuenta de su mortal eficacia. Una mañana, al acercarse a un

sector italiano de su línea, se quedó paralizado ante la visión de cientos de cascos decorados con las plumas de gallo de un reputado regimiento de fusileros Bersaglieri. El batallón en-tero había sido atacado durante la noche. No todas las tropas de Morshead se molestaban en hacer prisioneros. Una patru-lla de rajputs, una casta guerrera de indios de Jodhpur , re-prendidos por sobrevalorar la muerte de su enemigo, regre-saron unas noches más tarde con dos pequeños sacos de pruebas: 32 orejas humanas.

Puesto que moverse en la superficie duran te el día era cortejar a los francotiradores, los hombres que protegían el perímetro de Tobruk cambiaron por completo su rutina dia-ria. Se desayunaban a las 9.30 p.m., comían a medianoche y cenaban al amanecer. El ocultamiento era la clave para la supervivencia. Al entrar a los refugios subterráneos, los sol-dados borraban sus huellas para que los bombarderos no les siguiesen la pista. No sólo tenían que luchar contra el enemi-go, sino también contra el aburrimiento, las quemaduras de sol, los piojos, las pulgas de arena y la disentería.

La Luftwaffe mantuvo sus ataques contra los barcos de suministros. El puer to se llenó pronto de restos de embarca-ciones destruidas por los Stuka alemanes. Con razón los marineros de la Western Desert Lighter Flotilla (la Flotilla Ligera del Desierto Occidental), que suministraba comida y pertrechos de Alejandría, aseguraban que sus iniciales que-rían decir «We Die Like Flies» («Morimos como moscas»).

En el perímetro, una conciencia general de las penurias compart idas engendró una cierta camaradería sardónica. Ambos ejércitos soportaban las mismas privaciones: agua que «parecía café y sabía a sulfuro», en palabras de u n o de los oficiales de Rommel, y carne enlatada a la que los alemanes llamaban «el culo de Mussolini». Había efímeras relajaciones de la tensión. El sargento Walter Tuit, un camillero británi-co, en busca de víctimas en tierra de nadie tras un combate en el perímetro, fue ayudado por alemanes que le entregaron heridos y muertos británicos y le dijeron que otros británicos habían sido enviados al hospital de campaña alemán. Luego le ofrecieron una l imonada fría antes de que ambas fuerzas

Las «ratas de Tobruk» -la expresión despectiva del Eje para las tropas británicas sitiadas en el puerto libio- hacen lo que pueden por sobrevivir en su difícil

situaáón. Un soldado australiano (derecha) se refresca en una bañera abandonada mientras sus compañeros esperan su turno. Otras actividades

intuían periódicos mimiografiados, servidos religiosos diarios y comidas servidas en una de las muchas cuevas de Tobruk (página opuesta) para protegerse de los

bombarderos Stuka.

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se retirasen a sus líneas. Y cada noche, a las 9.57 p.m., los británicos y los alemanes sintonizaban Radio Belgrado para oír a Lale Andersen cantar —en a l emán- el triste y sensual lamento acerca de la chica que aguardaba bajo la farola jun-to a la entrada del cuartel: «Lili Marlene». Se había conver-tido en el h imno extraoficial de todos los soldados del de-sierto.

El 30 de abril, Rommel había recibido suficientes refuerzos de la 15a División Panzer para volver a intentarlo. A las 6.30 p.m., los alemanes iniciaron el más furioso de sus ataques contra Tobruk hasta la fecha. Los bombarderos Stuka y la artillería bombardearon una colina llamada Ras el Medauer, en el perímetro suroccidental del baluarte, mientras los tan-ques alemanes cargaban contra las defensas por el norte y el sur de la prominencia. En tres horas, los alemanes habían capturado la colina y los panzer habían penetrado tres kiló-metros en el perímetro. Pero no habían conseguido eliminar una serie de puestos fortificados de avanzada ocupados por australianos que luchaban, dijo Rommel, «con extraordina-ria tenacidad. Incluso sus heridos continuaban defendiéndo-se y permanecían en la batalla hasta el último suspiro». Estos puestos fortificados seguían activos a la mañana siguiente, hostilizando el avance alemán desde atrás mientras los britá-nicos se tomaban la revancha con artillería y contraataques.

Esta lucha despiadada continuó con pleno vigor tres días más. Las cegadoras tormentas de arena dificultaban el con-trol táctico a ambos ejércitos. En el caos frenético, resultaba difícil saber con certeza quién estaba ganando, o duran te cuánto tiempo. Un médico alemán, acercándose a la alam-brada en una ambulancia, golpeó furiosamente al anzac que le apuntó; convencido de que Rommel había tomado To-

bruk, el médico había llegado para tratar al alemán herido. (Tomado prisionero, trató a ambos ejércitos de manera im-parcial.)

Fue el combate más costoso de Rommel hasta la fecha. Perdió más de 1.000 hombres en la batalla. A su lado, para presenciar la carnicería, había estado el teniente general Friedrich Paulus, un oficial fr ío y escrupuloso del estado mayor que había llegado el 27 de abril en una misión urgente del Alto Mando del Ejército para, de algún modo, vigilar a Rommel. (El coronel general Haider dijo que se había elegi-do a Paulus porque era «tal vez el único hombre con suficien-te influencia para persuadir a aquel militar enloquecido».) Paulus se escandalizó por el número de bajas y por el hecho de que las tropas alemanas estaban «luchando en condicio-nes inhumanas e intolerables». Le dijo a Rommel que era im-posible tomar Tobruk. Aun así, cuando los británicos termi-naron su último y desventurado contraataque en la mañana del 4 de mayo, los alemanes habían conseguido oc.upar una porción del perímetro de unos cinco kilómetros de extensión por tres de profundidad.

Casi al mismo tiempo llegó un furioso ultimátum de Brau-chitsch. El comandante en jefe prohibió a Rommel volver a atacar Tobruk, o continuar su avance hacia Egipto. Rommel debía mantener su posición y conservar sus fuerzas. El co-mandante del Afrika Korps se resintió por tener que adoptar una postura defensiva en lugar de tener autorización para conquistar Egipto. Pero p ron to demostrar ía tener tantos dotes para la defensa como para el ataque.

A instancias de Churchill, los británicos estaban a punto de lanzar su propia ofensiva cirenaica. Se había sentado el te r reno el 20 de abril, cuando cuando el pr imer ministro concibió una idea audaz, típicamente suya. En aquel momen-

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to, un convoy con 295 tanques para Wavell se disponía a zar-par hacia el Canal de Suez vía el cabo de Buena Esperanza. Churchill propuso que los barcos ahorrasen 40 días de viaje girando en Gibraltar y pasando por los peligros del Medite-r ráneo hasta Alejandría.

Los convoyes británicos no se atrevían a cruzar el Medite-r ráneo desde principios de enero, después de que la Luft-waffe infligiese graves daños al portaaviones Illustrious. Pero Churchill, consciente de que Rommel estaba siendo reforza-do con toda una división panzer, consideró que valía correr el riesgo. Si Wavell recibía los 295 tanques antes de que los nuevos blindados alemanes entrasen en funcionamiento en África del Norte, podía invertirse el recientemente desastro-so curso de la batalla. «Si este envío llega a tiempo», escribió el pr imer ministro, con gran optimismo, a Wavell, «no debe quedar ningún alemán en Cirenaica hacia finales de junio.»

De hecho, «el Convoy del Tigre», como se le llamó, sólo perdió un barco..., por u n a mina del enemigo; el 1 de mayo descargó 238 tanques en Alejandría. El día de su llegada, en un mensaje a Wavell, Churchill citó un pasaje de la Segunda Epístola a los Corintios: «Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación.» Wavell no estaba tan con-vencido. Los tanques habían llegado en malas condiciones, con los cambios de marcha cascados, orugas inservibles y sin filtros de arena para los motores, tan esenciales para el desier-to. No se tomaría ninguna acción hasta mediados de junio, comunicó Wavell a Londres.

Churchill reaccionó con cólera y decepción, pero no era un problema de falta de iniciativa. El 15 de mayo, aun sin los nuevos tanques, Wavell había puesto en marcha la operación Brevedad, una campaña limitada para asegurar una posición de avanzada para la ofensiva prevista. Bajo el mando del ge-neral de brigada W. H. E. Gott, los británicos enviaron tres columnas de asalto a través de la f rontera libio-egipcia. Dos de ellas subieron a la escarpa que se extendía paralela a la costa, una para dirigirse por el noroeste hacia Sidi Azeiz, la otra para recuperar el Fuerte Capuzzo, al oeste de Sollum. La tercera debía atacar el paso de Halfaya, una hendedura en la escarpa que conducía a la Meseta Libia. El paso dominaba el acceso a la meseta, así como la carretera costera a Sollum y otros puntos del oeste.

Los británicos habían tomado rápidamente Capuzzo y el paso de Halfaya, y avanzaban hacia Sidi Azeiz cuando Rom-mel contraatacó, haciéndoles retroceder a primeras horas del 16 de mayo. Gott se replegó al Paso, que, de conservarlo,

justificaba por sí mismo las pérdidas de la operación Brevedad: hasta el momento , 18 tanques y 160 bajas. Pero, el 27 de mayo, una fuerza alemana superior expulsó a los británicos

del Paso, al precio para Wavell de 173 bajas y cinco tanques más. Brevedad no había servido de nada.

Churchill, consciente de que cada día que pasaba Rommel fortalecía más sus defensas, insistió a Wavell sobre la necesi-dad de que pusiera en marcha el gran ataque cuanto antes. Sin embargo, la ofensiva del Desierto Occidental no era la única preocupación de Wavell. Estaba rodeado de problemas. Los británicos habían sido expulsados de Grecia a finales de abril, y ahora Creta -e l refugio al que había sido evacuada la mayoría de tropas de Grecia- estaba siendo amenazada por los alemanes. Mientras tanto, Wavell estaba planificando cam-pañas en Siria e Irak por las actividades de los gobiernos tí-teres del Eje. Como un malabarista que intenta manipular demasiadas bolas a la vez, Wavell empezaba a desfallecer.

Pero a las 2.30 a.m. del 15 de junio , Wavell puso en marcha -ba jo el nombre en código Hacha de Guerra- la ofensiva de Cirenaica. El plan era similar al de la operación Brevedad, pero a mayor escala. Un grupo brigada de infantería (una brigada reforzada) con un escuadrón y medio de tanques debía capturar el Paso de Halfaya. Al mismo t iempo, una brigada acorazada y una brigada de infantería debían atacar el Fuerte Capuzzo mientras una brigada acorazada reforzada avanzaba por el oeste hacia Sidi Azeiz, protegiendo a las otras fuerzas británicas de las tropas del Eje en Sidi Omar.

El ancla de la defensa de Rommel, un batallón de artille-ría en el Paso de Halfaya, escucharon el ruido de los tanques británicos a las 6 a.m. del 15 de junio . Estos defensores eran conocidos entre los británicos como «los hombres de los siete días», porque se les suministraba munición, comida y agua para una semana, y tenían que luchar hasta la última bala y la última gota de agua. Su comandante era el capitán Wil-helm Bach, de 50 años de edad. Durante su vida como civil había sido ministro evangélico en Mannheim, y llegaría a ser conocido entre sus leales tropas como «el pastor de Halfaya».

Por sus binoculares, el corpulento capitán Bach divisó a los tanques alemanes a unos 3 kilómetros de distancia. «No dis-paren bajo ninguna circunstancia», dijo a sus hombres. «De-j en que se acerquen.» A medida que avanzaban, los tanques empezaron a disparar, agujereando las alturas marrones del Paso. Pero los hombres de Bach y una batería italiana bajo el mando del mayor Leopoldo Pardo no abrieron fuego.

A las 9.15 a.m., el teniente coronel británico Walter O'Carroll, cerca de la retaguardia de la columna que avanza-ba hacia el Paso, escuchó con satisfacción por su radio el mensaje en clave «Manchas rosadas»: la acción estaba bajo control y marchaba bien. Luego surgieron las palabras aterra-das del mayor C. G. Miles, que iba en el pr imer tanque:

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«¡Dios mío! Tenían cañones de calibre grueso enterrados y están despedazando mis tanques.»

Desde emplazamientos ocultos a lo largo del risco, caño-nes antiaéreos de 88 mm, nivelados para ser utilizados con-tra tanques, estaban disparando proyectiles de 10 kilos que podían hacer agujeros del tamaño de una pelota de balon-cesto en un Matilda desde un kilómetro y medio de distan-cia. En unos cuantos minutos, 11 de los 12 tanques delan-teros ard ían como hogueras. Cinco veces los bri tánicos in tentaron tomar el Paso por asalto, y cinco veces fue ron repelidos por los cañones de Bach. A partir de aquel día, Halfaya sería conocida entre los soldados británicos como «Paso del Infierno».

Arriba en la escarpa, mientras tanto, los tanques británicos del centro del avance consiguieron rechazar a las tropas del Eje del área de Fuerte Capuzzo y luego giraron por el este para seguir hacia Sollum. Pero por el oeste, el brazo izquier-do del avance británico fue detenido en la Sierra de Hafid por emplazamientos de defensa alemanes con una buena cantidad de cañones de 88 mm utilizados como armas anti-tanque. Y durante el día Rommel trajo refuerzos del área de Tobruk, incluida la 5a División Ligera y parte de la 15- Divi-sión Panzer.

En la mañana del 16 de junio, Rommel hizo uso de sus reser-vas. La 15a División Panzer atacó a los británicos en Capuzzo, pero fue rechazada y se vio obligada a interrumpir las accio-nes antes del mediodía. Al mismo tiempo, la 5a División Li-gera de Rommel dio un rodeo por el sur y atacó el flanco izquierdo de los británicos a la al tura de Sidi Omar. Tras una fiera batalla con los tanques del 7e Regimiento Acora-zado británico, la 5a División Ligera se abrió paso y empe-zó a avanzar hacia el este, con dirección a Sidi Suleiman. «Este ha sido el pun to decisivo de la batalla», dijo Rommel. Ahora tenían la opor tunidad de situarse a espaldas del ene-migo, atraparle y aplastarle. Rommel o rdenó que la mayor parte de la 15a División Panzer abandonase el área de Ca-puzzo, diese la vuelta por el suroeste, y se uniese a la 5a

División Ligera en su avance hacia el este. El 17 de junio , t e m p r a n o por la mañana , estas un idades l legaron a Sidi Suleiman y Rommel ordenó que continuasen hacia el Paso de Halfaya, previendo satisfecho la destrucción de las fuerzas británicas.

Pero, a las 11 a.m., el general de división F. W. Messervy, comandante de la 4a División India, incapaz de ponerse en contacto con el cuartel general para pedir autorización, de-cidió por su cuenta y riesgo ordenar un repliegue de las fuer-zas británicas a t iempo para que la mayoría escapase de la

trampa. Más tarde, en una pista de aterrizaje del desierto, Messervy se entrevistó con un Wavell ceñudo. Recordó que Wavell le miró así varios minutos sin abrir la boca. «Pensé que me iba a degradar», dijo Messervy. Finalmente, Wavell habló: «Creo que acertó al replegarse en estas circunstancias, pero tendría que haber obtenido órdenes de la Fuerza del Desier-to Occidental.»

Dicho esto, la operación Hacha de Guerra les costó a los británicos cerca de 90 tanques, más de 30 aviones (con gran esfuerzo, la Royal Air Force había logrado mantener la supe-rioridad aérea a lo largo de la batalla), casi 1.000 hombres y la oportunidad de restablecer la moral mediante una victoria en el desierto. Rommel consideró que la planificación de Wavell había sido «excelente», pero que el general británico había «jugado con desventaja debido a la lenti tud de sus pesados tanques de infantería, que le impedían reaccionar con la rapidez suficiente a los movimientos de nuestros velo-ces vehículos».

En Londres, algunos no fueron tan comprensivos cuando recibieron el tenso reconocimiento de la derrota de Wavell: «Siento mucho el fracaso de Hacha de Guerra.» Sir Alexander Cadogan, subsecretario p e r m a n e n t e del Foreign Office, manifestó una de las opiniones predominantes: el Ejército Alemán tenía, sencillamente, mejores generales. «Wavell y los de su clase no están a su altura. Es como p o n e r m e a mí a jugar contra Bobby Jones en un campo de 36 hoyos.»

La postura de Churchill ya era de todos conocida. En fe-cha tan temprana como mediados de mayo, había hablado de reemplazar a Wavell por el teniente general sir Claude Au-chinleck, comandante en jefe en la India. Churchill le había dicho al mariscal de campo sir J o h n Dill, j e fe del Estado Mayor Imperial, que no quería ver a Wavell en Londres, vi-viendo en una habitación de su club. El primer ministro dijo que, en India, Wavell disfrutaría «sentado bajo un árbol». En la mañana del 22 de julio, el jefe del Estado Mayor de Wavell, teniente general sir Arthur Smith, se presentó en casa de su superior en El Cairo. Wavell estaba en el baño afeitándose, las mejillas cubiertas de espuma. En voz baja, Smith le leyó un mensaje que acababa de enviar Churchill: «En favor del in-terés público, he decidido que el general Auchinleck le releve al f rente de los ejércitos de Oriente Medio.»

Wavell mantuvo la mirada fija hacia delante. Sin aparen-te emoción, n ingún signo visible de pesar, dijo: «F.1 primer ministro hace bien. Este puesto necesita un nuevo hombre.» Luego cont inuó afeitándose. Era un tributo propio de un caballero de gran corazón a su sucesor. Pero no había ningu-na garantía de que el nuevo hombre estaría más capacitado para luchar contra Rommel que el viejo.

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MALTA BAJO LAS BOMBAS

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La Valetta, capital de Malta, aparece destacada contra el humo de las explosiones de bomba en este fotograma de un documental filmado durante los intensos ataques de la primavera de 1942.

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LA HEROICA EXPERIENCIA DE UNA ISLA ROCOSA

Un trabajador maltes ensancha la boca de uno de los centenares de refugios antiaéreos labrados por civiles en la suave piedra caliza de Malta.

Uno de los objetivos más intensamente bombardeados de la guerra no fue ni un gran complejo industrial ni un arsenal. La diminuta Malta británica era u n a pequeña mancha en medio del Mediterráneo, con tres bases aéreas pequeñas y mal equipadas y un magnífico puer to natural. Pero en 1941 esa mancha de rocas se convirtió en la piedra angular de la defensa británica en África del Norte..., y en un obstáculo im-portante para la campaña del desierto del Eje.

Mientras las bases aéreas y submarinas de la isla fuesen operativas, los convoyes que sostenían a los ejércitos del Eje en África serían presa fácil de los ataques británicos. En no-viembre de 1941, las tripulaciones con base en Malta estaban destruyendo más de tres cuartas partes de los barcos de Rom-mel. Desesperado, el mariscal del Reich H e r m a n n Goring ordenó que la isla fuese «coventrada», destruida totalmente desde el aire, como lo había sido la ciudad británica de Co-ventry en 1940.

A tan sólo 112 kilómetros de las bases aéreas de Sicilia, Malta era un objetivo bastante accesible para los cientos de bombarderos de la Luftwaffe enviados para neutralizarla. Durante los primeros meses de 1942, los alemanes descarga-ron sus bombas sobre las pistas de aterrizaje y los muelles de Malta, y sobre la capital, La Valetta, una media de ocho veces por día. Sólo en abril, Malta soportó 6.728 toneladas de bom-bas, 13 veces la cantidad que había destruido Coventry. Du-rante estos meses, prácticamente todos los convoyes con su-ministros para la isla fueron destruidos, y los alimentos y las municiones empezaron a escasear gravemente.

Pero los valientes defensores de Malta no cedieron. Perso-nal de la RAF reparaba las pistas aéreas a diario, enviando cazas para enfrentarse a los alemanes siempre que era posi-ble. Los 280.000 malteses aprendieron a soportar las duras condiciones de guerra. Luego, en abril de 1942, durante los peores días del cerco, el rey Jorge VI concedió a la isla la Cruz Jorge, la más alta condecoración honor civil británica a la valentía. Elevada su moral por este tributo, los malteses apre-taron los dientes y perseveraron. Gradualmente, conforme cambió el curso de la guerra en África del Norte, se levantó el cerco. La Luftwaffe trasladó sus aviones de Sicilia a Rusia y África del Norte, y, hacia finales del otoño, golpeada pero exuberante, Malta recuperó su papel de base de ataques a convoyes alemanes.

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La estatua de la reina Victoria permanece imperturbable en medio de los escombros de la Plaza de la Reina, en el centro de La Valetta. A la derecha se ven las ruinas engalanadas con leones del Palacio del Gobernador.

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Jugando sobre los restos de un bombardero alemán, estos niños molieses parecen habituados al paisaje de devastación. Como sus mayores, aprovechaban cualquier

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oportunidad para salir de los malsanos refugios subterráneos donde, durante la peor parte del cerco, dormían, estudiaban y tomaban sus frugales comidas.

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Un grupo de malteses examina las ruinas de la Ópera Real de La Valetta, uno de los aproximadamente 37.000 edificios destruidos o dañados durante el asedio.

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Un grupo de soldados realiza trabajos de desescombro en Kingsway, la principal avenida de La Valetta, a la mañana siguiente de un ataque aéreo.

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La Cruz Jorge y la mención enmarcada del rey fueron concedidas como tributo del Imperio Británico a la entereza de los malteses.

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En honor al triunfo de Malta sobre sus atacantes, el rey Jorge VI saluda auna muchedumbre de isleños jubilosos el 20 de junio de 1943, durante una gira que realizó por el Mediterráneo.

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Cruzada para atrapar a un zorro Encarnizado encuentro el Domingo de los Muertos

Rommel sigue sus huellas cirenaicas La batalla de las cajas británicas

La valiente resistencia de los Franceses Libres El avance del Octavo Ejército hacia Egipto Las ratas de Tobruk se quedan sin tiempo

El Cairo bajo la amenaza alemana Auchinleck traza los límites en El Alamein

Churchill pone sus esperanzas en dos nuevos líderes

El general sir Claude Auchinleck parecía el hombre ideal para el puesto cuando asumió el mando de las fuerzas britá-nicas de Oriente Medio. A los 57 años de edad, ni conocía ni aspiraba a otra vida que la de un oficial del ejército británi-co. Había hecho una carrera estable desde su graduación en el Royal Military College de Sandhurst, sirviendo en el ejér-cito indio en tiempos de paz y en varias campañas en las dos guerras mundiales.

Además de sus credenciales formales, «Auk», como le lla-maban afectivamente sus tropas, poseía cualidades esenciales de liderazgo. Para empezar, comprendía inmediatamente los problemas estratégicos y tácticos..., una necesidad urgente en aquel momento , ante un enemigo personificado en el apa-rentemente invencible Rommel. Detrás de su barbilla sobre-saliente y su mirada fija había una severa autodisciplina que le llevaba a imponerse a sí mismo las mismas austeridades que sufrían sus hombres (puesto que sus oficiales tenían prohibi-do llevar sus esposas a El Cairo, dejó a la suya en Nueva Del-hi) . Tenía una voluntad resuelta que inspiraba confianza en sus subordinados. También tenía poderes de persuasión que le permi t ían ob tene r lo que quer ía de sus superiores.. . , como descubrió el mismísimo Winston Churchil l cuando Auchinleck se opuso al impaciente pr imer ministro, insis-t iendo en que la siguiente ofensiva británica no debía lan-zarse p rematuramente en el verano, sino que debía aguar-dar hasta noviembre, cuando Auchinleck tuviese suficientes refuerzos.

Sin embargo, j un to con sus formidables cualidades desta-caba un defecto fundamental: Auchinleck era muy malo para elegir a sus comandantes. Una vez le otorgaba su confianza a alguien, daba por sentado que sus órdenes serían llevadas a cabo sin necesidad de un seguimiento. Y cuando cometía un er ror en su elección, una combinación de terquedad y lealtades equivocadas le impedían rectificar a tiempo.

La pr imera tarea con la que se encont ró Auchinlech al llegar a El Cairo fue la de reorganizar la Fuerza del Desierto Occidental y buscarle un comandante. La fuerza se había tri-plicado -Churchill había autorizado su concentración en Áfri-ca del Norte porque Hitler estaba preocupado por la guerra en Rusia- y ahora se llamaba el Octavo Ejército. Para coman-dante, Auchinleck se decidió por el teniente general sir Alan Gordon Cunningham..., que parecía una buena elección. Cun-ningham, de 54 años de edad, de temperamento vivo y pron-ta sonrisa, se había distinguido en 1941 en África Oriental al derrotar completamente a los italianos, comandados por el duque de Aosta {página 20) en apenas ocho semanas.

«Solicité a Cunningham», escribió Auchinleck más tarde, «porque estaba impresionado por su rápido y vigoroso man-

EL TRIUNFO REHÚYE A LOS BRITÁNICOS

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do en Abisinia y su obvia inclinación por la acción veloz y móvil. Quería desterrar la idea, entonces predominante, de aferrarse a la f ranja costera, y moverme con libertad y a mis anchas contra el flanco y las líneas de comunicación del ene-migo.» Por desgracia, Cunningham nunca había estado al frente de tanques, y no era innovador por naturaleza. Ante los veloces movimientos del poco or todoxo Rommel, éstas iban a ser serias desventajas. Por si fuera poco, Cunningham estaba sufriendo una privación personal que iba a tener sus efectos más allá de su naturaleza aparentemente nimia. Fu-mador empedernido, su médico le había ordenado dejar la pipa por razones de salud. Bajo las presiones de los meses venideros, la pérdida de su reconfortante pipa iba a hacer estragos en sus nervios.

La primera asignación importante de Cunningham como comandante del Octavo Ejército fue dirigir la operación Cru-zado, la mayor ofensiva lanzada por los británicos en el desier-to. Los objetivos de Cruzado eran nada más y nada menos que enfrentarse a y destruir las columnas acorazadas del enemi-go, socorrer a la guarnición británica de Tobruk del cerco del Eje que tenía lugar desde abril, reconquistar la totalidad de Cirenaica y, finalmente, tomar Trípoli.

A mediados de noviembre, en vísperas de la operación Cruzado, Cunningham estaba lleno de optimismo, y también lo estaban sus oficiales y soldados. Tenían razones de sobra para ello: el Ministerio de Guerra no había escatimado esfuer-zos para garantizar el éxito de la operación. El nuevo ejérci-to tenía un total de 118.000 tropas, más de 700 tanques, 600 cañones de campaña, 200 cañones antitanque, y estaba equi-pado con abundancia de vehículos y armas. Y tenía el apoyo de la recientemente reforzada Fuerza Aérea del Desierto, que ahora tenía cerca de 650 aviones.

En cambio, Rommel no parecía estar tan bien pertrecha-do. Si bien había conseguido crear una nueva división -llama-da la 90a Ligera, o División Africana- con pequeñas unidades estacionadas en África del Norte, no recibía refuerzos de Eu-ropa desde junio. La vieja 5- División Ligera había sido rebau-tizada 21a División Panzer, pero no había sufrido cambios fun-damentales. El mando de Rommel había recibido una nueva denominación: Grupo Panzer de África. Incuía al Afrika Korps (que ahora se componía de las divisiones panzer 15a y 21a, y de la 90a División Ligera) y a dos cuerpos italianos que sumaban seis divisiones. Rommel tenía cerca de 119.000 tro-pas, pero apenas 400 tanques (150 de ellos obsoletos vehícu-los italianos), 50 de los cuales estaban siendo reparados cuan-do los británicos lanzaron la operación Cruzado. Más aún: las fuerzas aéreas del Eje, con menos de 550 aviones en Cirenai-ca, eran ahora inferiores en número a la de los británicos. A

Rommel iba a costarle mucho conseguir refuerzos adiciona-les de Hitler, porque la campaña en Rusia, que había empe-zado con gran éxito en jun io , empezaba a mostrar signos ominosos de desastre.

Según el ambicioso plan de Cunningham, el Cuerpo XXX, bajo el teniente general C. W. M. Norrie, debía avan-zar hacia el oeste desde el cuartel del Octavo Ejército en Fuerte Maddalena, a unos 80 kilómetros al sur de la costa, y dar la vuelta detrás de las defensas alemanas, que se exten-dían hacia el sur desde Bardia, en la costa, a Sidi Omar (mapa, página 84). Una vez que el Cuerpo XXX hubiese re-basado a los alemanes, dos de sus unidades, las brigadas aco-razadas 22a y 7a, se dirigirían por el noroeste hasta Gabr Sa-leh, a medio camino entre Maddalena y Tobruk. El único interés de Gabr Saleh era que estaba situado a horcajadas sobre el Trigh el Abd, una carretera interior que, se creía, iba a ser la principal ruta de avance de Rohmel en su respuesta a la ofensiva británica. Cunningham esperaba que Rommel enviase sus panzer a Gabr Saleh, donde las columnas blinda-das británicas los atacarían y destruirían. Luego los británicos estarían libres para girar por el noreste hacia el cuartel del Afrika Korps en Barcia, o por el noroeste, hacia la asediada Tobruk.

Mientras tanto, la 4a Brigada Acorazada - q u e también for-maba parte del Cuerpo XXX- giraría por el noroeste, detrás de las líneas alemanas. Cumpliría la doble tarea de proteger el flanco derecho de la 7a Brigada Acorazada en su avance hacia Gabr Saleh y el flanco izquierdo del Cuerpo XIII, en su mayor parte de infantería, bajo las órdenes del teniente ge-neral A. R. Godwin-Austen, quien había servido con Cun-ningham en África Oriental. El propio Cuerpo XIII se man-tendría al sur y al este de la primera línea del Eje, hostigando a las unidades italianas que protegían la frontera hasta que las unidades acorazadas de Norrie hubiesen eliminado los tanques de Rommel. Sólo entonces se uniría el Cuerpo XIII al avance sobre Tobruk, donde se enfrentaría a la infantería de Rommel.y levantaría el asedio a la fortaleza. La guarnición de Tobruk intentaría romper el cerco coincidiendo con el ataque del Cuerpo XIII a las líneas que asediaban la ciudad. Todo esto, esperaba Cunningham, no tomaría más de una semana.

Desde luego, Rommel tenía sus propios planes. Por fin había conseguido la autorización del Alto Mando alemán para llevar a cabo otro asalto a Tobruk. Desde la primavera, había dejado la tarea de man tene r el sitio a los italianos. Hacia principios de noviembre, había empezado a mover sus divisiones alemanas de la f rontera egipcia hacia Tobruk. Te-nía previsto atacar el 21 de noviembre.

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Los británicos pasaron a la acción antes que él. Al amane-cer del 18 de noviembre, las brigadas del Cuerpo XXX cru-zaron la frontera a la altura de Fuerte Maddalena y se disper-saron en abanico por el desierto. Cunningham fue también, con el equipo del cuartel de Norrie, para dirigir las acciones desde el campo de batalla. Con escasa oposición en su avan-ce, las brigadas 22a y 7a alcanzaron sus posiciones en las cer-canías de Gabr Saleh hacia la noche.

Cunningham tuvo que pasar por una larga e intranquila espera de la reacción de Rommel. El alemán, en su cuartel de Bardia, estaba ocupado con los planes para su ataque a To-bruk. No había sido prevenido del ataque británico, debido al pobre reconocimiento aéreo alemán y al excelente oculta-miento británico de los movimientos de sus tropas durante las semanas previas al inicio de la ofensiva. Rommel no sólo fue cogido por sorpresa, sino que, por extraño que parezca, tar-dó mucho en comprender la verdadera naturaleza del avan-ce de su enemigo. El teniente general Ludwig Crüwell, co-mandan te del Afrika Korps - q u e a veces era un mejor estratega que Rommel- había advertido a su jefe que se olía una ofensiva y le urgió para que moviera las dos divisiones panzer hacia el sur, para contestar al ataque. Pero Rommel se mostró poco dispuesto a cambiar sus planes; creyó que los británicos sólo estaban haciendo un prudente sondeo.

Cunningham, aun sin ninguna reacción real del enemigo, mandó al día siguiente columnas de tanteo hacia el oeste, a Bir el Gubi, y hacia el norte, a Sidi Rezegh. En ese momen-to, Rommel empezó a dudar de su idea original acerca de lo que se traía entre manos el enemigo. Cedió un poco a las solicitudes de sus asesores y permitió que algunos de sus pan-zer se moviesen hacia el sur, para encontrarse con las colum-nas británicas. El resultado fue una serie de enfrentamientos encarnizados y aislados que costaron 50 tanques a los britá-nicos y 30 al Eje. Pero hasta entonces no había ocurrido nada parecido a la gran batalla que Cunningham tenía en mente. Los combates permitieron a los británicos apoderarse de una base aérea en Sidi Rezegh, j u n t o con 19 aviones enemigos capturados en la pista de aterrizaje. Con Sidi Rezegh en la talega y aparentemente ninguna respuesta vigorosa de Rom-mel en perspectiva, el 20 de noviembre Cunningham regre-só a su cuartel en Fuerte Maddalena concluyendo que la ope-ración marchaba sobre ruedas.

Estaba equivocado. Rommel, convencido finalmente de que los británicos estaban desplegando una ofensiva de ver-dad, había aparcado sus planes para capturar Tobruk y cam-biado radicalmente de postura. El 22 de noviembre, unos 70 tanques de la 21a División Panzer se abalanzaron sobre la 7a

Brigada Acorazada británica en Sidi Rezegh. Las brigadas 22a

En la ofensiva británica Cruzado, de noviembre de 1941, el Octavo Ejéráto (flechas negras) levantó el sitio de Tobruk y persiguió a Rommel a través de Cirenaica hasta El Agheila. Cuando las fuerzas del Eje

(flechas rojas) lanzaron su contraofensiva en enero de 1942, el Octavo Ejéráto se replegó hasta una cadena de fortificaríones conocida como la línea Gazala. En junio, Rommel aplastó estas fortificaciones,

capturó Tobruk y persiguió a los británicos a través de Egipto hasta ElAlamein.

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y 4- británicas corrieron en su auxilio, pero llegaron por se-parado y demasiado tarde para cambiar las cosas. Al final del día apareció la 15- División Panzer para aumentar el núme-ro de bajas británicas. Invadió el cuartel de la 4- Brigada Acorazada y capturó a su comandante . Al final del día, los británicos habían perdido la base aérea, más de 100 tanques y unos 300 hombres.

No había sido más que un botón de muestra de lo que iban a sufrir al día siguiente, el 23 de noviembre, que dio la casualidad de ser Totensonntag, «el Domingo de los Muertos», cuando, tradicionalmente, los alemanes honraban a sus com-patriotas muertos en la Primera Guerra Mundial. Temprano por la mañana, Rommel envió su concentración de tanques contra las unidades británicas que estaban dispersas alrede-dor de Sidi Rezegh; se les enfrentó una por una, y una por una acabó con ellas. Cuando cayó la noche, la zona estaba ilu-minada por las llamas de cientos de vehículos ardiendo. Prác-ticamente, todas las formaciones británicas fueron castigadas sin piedad. La que llevó la peor parte fue la 5~ Brigada Sura-fricana, u n a un idad de infanter ía que fo rmaba par te del Cuerpo XXX; perdió 3.400 de sus 5.700 hombres. Totensonn-tag supuso el mayor número de bajas sufrido hasta entonces por los británicos en la guerra del desierto.

Rommel había sido, claramente, el ganador de la prime-

ra fase de la operación Cruzado, y lo sabía. Esa noche le escri-bió a Lu, su esposa: «La batalla parece haber superado su crisis. Estoy muy bien, de buen humor y sumamente confia-do.» Si bien había sido superado en número y había sufrido un gran número de bajas, incluida, tal vez, una docena de oficiales de alto rango y unos 250 tanques, había dado a los británicos una lección de táctica. Consolidando sus fuerzas - a g r u p a n d o sus tanques y coordinando sus ataques con la infantería, los cañones antitanque, la artillería y el apoyo aé-reo-, había conseguido alcanzar una ventaja numérica eficaz con una fuerza más pequeña. «¿De qué le sirve tener dos tan-ques por cada uno de los míos si los dispersa y me deja des-truirlos uno por uno?», le preguntaría más tarde a un oficial británico prisionero. «Me envió tres brigadas acorazadas una detrás de la otra.»

En el cuartel del Octavo Ejército la radio se había estro-peado y Cunningham esperaba ansioso los primeros infor-mes. Cuando a últimas horas del día se enteró de la magni-tud del desastre sufrido por los británicos, se quedó de una sola pieza. Pensó que tal vez debía dar por finalizada la ope-ración Cruzado y replegarse a Egipto. Allí, al menos, iba a poder reorganizar sus fuerzas con relativa tranquilidad. Lu-chando contra sus nervios y su indecisión, envió una solicitud desesperada a Auchinleck a El Cairo, sugiriendo que el co-

El general sir Claude Auchinleck, que dirigió la ofensiva Cruzado, había pasado tres años de su niñez, así como gran parte de su vida profesional, en la India. Audaz y poco convencional, sentía un saludable respeto por los soldados indios, y ejerció presiones para mecanizar su ejército en una época en que algunos temían entregar armas a los indios. La confianza depositada en ellos quedó confirmada por el buen desempeño de los indios que lucharon bajo sus órdenes en la guerra del desierto.

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mandante en jefe viniese a ver el frente por sí mismo. Auchin-leck voló de inmediato a Fuerte Maddalena y realizó una rápida valoración. «Supuse que las fuerzas de Rommel habían sido tan castigadas como las nuestras», escribió más tarde, «y ordené que continuase la ofensiva.» Auchinleck mantuvo fir-me su resolución. Le dijo a Cunn ingham que atacase «sin parar al enemigo, utilizando todos sus recursos, hasta el úl-timo tanque».

En realidad, no todos los planes británicos estaban sa-liendo mal. Dos días antes, Cunningham había autorizado al Cuerpo XIII - q u e comprendía la División Neozelande-sa, la 4- División India y una brigada de t anques - que ini-ciase su avance sin esperar el resul tado de los combates entre las unidades acorazadas en el oeste. El Cuerpo XIII se puso en marcha hacia el norte detrás de las líneas del Eje en la frontera, y avanzó hasta la costa al noroeste de Bardia, capturando Fuerte Capuzzo y aislando las guarniciones de Bardia y el Paso de Halfaya del grueso de las fuerzas del Eje por el oeste.

Para aliviar la presión sobre sus fuerzas fronterizas, Rom-mel, embriagado por sus éxitos, se embarcó en una aventu-ra muy arriesgada. «La velocidad es fundamental», dijo a sus

principales oficiales. «Tenemos que sacar el máximo partido del shock de la derrota del enemigo.» En la mañana del 24 de noviembre, mientras los británicos de los alrededores de Sidi Rezegh seguían tambaleándose , c o n d u j o descarada-mente a todo el Afrika Korps y a dos divisiones italianas en un avance veloz hacia el este, a través de las líneas del ene-migo. Su objetivo era atravesar la f rontera y amenazar la re-taguardia británica, u n a táctica que, esperaba, obligaría a Cunningham a cancelar la ofensiva y replegarse. De manera imprudente , hizo caso omiso de las enormes pérdidas que había sufrido y del consejo del general Crüwell, quien pen-saba que antes que nada los alemanes debían acabar con las castigadas fuerzas británicas que permanecían cerca de Sidi Rezegh.

El ataque repent ino fue tan inesperado y veloz que los efectivos de la retaguardia británica se aterraron y huyeron en desbandada. Era como una repetición de la primera ofen-siva de Rommel en Cirenaica. Las unidades de ambos lados corrieron hacia el este durante seis horas y, en su prisa, se encont raron tan confundidos, que muchos no tuvieron la menor idea de d ó n d e estaban ni quién tenían al lado. Al anochecer, un policía militar británico que dirigía el tráfico

INCURSORES SUBMARINOS ITALIANOS

A finales de 1941, para desafiar el control británi-co del Mediterráneo, la Armada italiana recurrió a la utilización de submarinos de bolsillo que eran poco más que torpedos manejados por per-sonas. En la noche del 19 de diciembre, tres sub-marinos de bolsillo se deslizaron en el puerto de Alejandría. Su misión: destruir los únicos acora-zados británicos del Mediterráneo, el Queen Eliza-beth y el Valiant, e incendiar el puerto haciendo estallar un petrolero.

Dos de los equipos engancharon las cabezas de los torpedos a los cascos del Queen Elizabeth y el petrolero, luego abandonaron sus submarinos de bolsillo y nadaron hasta la playa. El tercer equipo fue capturado en el agua cerca del Valiant, tras dejar su bomba de relojería en el fondo marino, debajo de la embarcación. Colocados en la bode-ga del barco a tan sólo 5 metros encima del explo-sivo, los italianos guardaron silencio durante dos horas y media y luego advirtieron al capitán.

Minutos más tarde, tres explosiones estreme-c i e r o n el p u e r t o . El Qiieen Elizabeth y el Valiant se escoraron de modo peligroso; el petrolero estalló en llamas. Los acorazados pudieron ser repara-bles, pero, mientras estuvieron fuera de acción, las fuerzas del Eje en África del Norte recibieron suministros sin cortapisas.

En esta pintura italiana de la época de la guerra, un par de hombres rana sobre un submarino de bolsillo cortan una red antisubmarinos.

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se dio cuenta de pronto que los vehículos que ahora contro-laba eran alemanes. El propio Rommel, j un to con el general Crüwell, pasaron gran parte de la noche rodeados por tropas británicas. Nadie lo notó: los alemanes iban en un gran vehícu-lo cerrado que había sido capturado a los británicos, y sus marcas alemanas no eran visibles en la oscuridad.

Al decidir su audaz avance hacia el este, Rommel había percibido correctamente el desorden del Octavo Ejército..., pero no había contado con su fuerza oculta en la persona de Auchinleck. Si Cunn ingham hubiese estado ac tuando por cuenta propia, el repentino avance del Eje le habría podido inducir a cancelar la operación Cruzado. Pero Auchinleck permaneció dos días más en Fuerte Maddalena, apuntalan-do a las tropas, así como al flaqueante Cunningham. Auchin-leck dijo a sus hombres que, al repartir golpes a diestro y si-niestro, el enemigo «está tratando de distraernos de nuestro objetivo, que es destruirlo por completo. No nos distraere-mos y él será destruido». Y dijo de Rommel: «Está haciendo un esfuerzo desesperado, pero no llegará muy lejos. Esa co-lumna de tanques no puede recibir suministros. Estoy con-vencido de ello.»

Tenía razón. Rommel penetró unos 25 kilómetros dentro de Egipto, pero el 26 de noviembre sus panzer se tuvieron que retirar a Bardia para repostar. Irónicamente, durante su rápido avance había pasado jun to a dos enormes depósitos de suministros bien camuflados en los que el Octavo Ejército conservaba alimentos, combustible y agua para las fuerzas de la operación Cruzado.

Al hacer las cuentas finales, su avance demostró ser un costoso rodeo. Cuando Rommel empezó el ataque, la balan-za de la batalla se estaba incl inando decididamente en su favor. Pero para cuando acabó el impulso del ataque, los bri-tánicos habían vuelto a pasar a la ofensiva. La noche en que los tanques del Afrika Korps repostaban en Bardia, la División Neozelandesa del Cuerpo XIII cruzó las líneas de las fuerzas del Eje que rodeaban Tobruk y se unieron a las tropas de la guarnición acosada que luchaban por romper el cerco. De momento al menos, Tobruk había sido socorrida. Más al sur, las brigadas acorazadas 4a y 22a habían aprovechado la ausen-cia de Rommel para réagruparse y recuperar algunos de los tanques averiados que habían sido abandonados en Sidi Re-zegh. Cuando los panzer de Rommel abandonaron Bardia el 27 de noviembre, dirigiéndose hacia el oeste para ayudar a las fuerzas del Eje que rodeaban Tobruk, las columnas acoraza-das británicas les cerraron el paso. Sólo cuando los británicos se replegaron para levantar el campamento y descansar por la noche, los alemanes pudieron seguir su camino hacia el oeste.

Después de volver a El Cairo el 25 de noviembre, Auchinleck había tomado dos decisiones difíciles. Para él y para sus cole-gas en el cuartel general, la inclinación de Cunningham a re-plegarse después de Totensonntag había sido un signo de timi-dez injustificado en vista de las numerosas pérdidas del enemigo. El teniente general sir Arthur Smith, jefe del Esta-do Mayor en El Cairo, creía que Cunningham había «perdi-do el control. Ya no es el mismo... Ya no es Cunningham». Dejarlo en su puesto era arriesgar la existencia del Octavo Ejér-cito y toda la presencia británica en África del Norte. Sin em-bargo, el hecho de retirarlo podía disminuir la moral de las ya confusas tropas británicas y, al mismo tiempo, elevar la del enemigo; sin duda, los alemanes e italianos considerarían la destitución de Cunningham como una admisión de la derro-ta. No obstante, Auchinleck decidió que «había que hacerlo: estuviese equivocado o no». El 26 de noviembre, relevó a Cun-ningham del mando del Octavo Ejército. Cunningham acep-tó de mala gana hacerse un reconocimiento en un hospital de El Cairo, donde se encontró que sufría de fatiga física "y mental.

Como sucesor de Cunningham, Auchinleck eligió - o , en sus propias palabras, impuso inesperadamente el pues to- al general de división Neil M. Ritchie, que había servido en El Cairo como segundo je fe del Estado Mayor de Auchinleck. Ritchie estaba familiarizado con los planes de Auchinleck y sabía cómo pensaba su jefe.

A los 44 años de edad, Ritchie era el general más joven del Ejército Británico. Era bien parecido, rico y tendía a ver el lado positivo de las cosas, incluso en las peores circunstancias. El general Godwin-Austen, comandante del Cuerpo XIII, dijo que Ritchie era «un sujeto lleno de confianza, aunque un caso muy especial». Pero, añadió después de reflexionarlo más, no todos pensaban igual. Ritchie no había dirigido unas tropas en combate desde la Primera Guerra Mundial, cuan-do era comandante de batallón.

Pero, en realidad, no tenía importancia. Auchinleck esta-ba prácticamente al mando, y Ritchie actuaba como su repre-sentante. Auchinlech volvió a trasladarse a Maddalena el 1 de diciembre, y permaneció allí diez días. Con el comandante en jefe al alcance de Ritchie -y, después de ello, no más dis-tante que la conexión de radio desde El Cairo-, el Octavo Ejército se sobrepuso y reanudó la operación Cruzado. Rom-mel seguía dando mucho trabajo a los británicos. Aunque la relación de tanques era ahora de u n o alemán por cuatro británicos, había consiguido volver a poner sitio a Tobruk el 30 de noviembre. Pero sin provisiones y recambios para sus tanques y armas, no p u d o resistir la presión sostenida del Octavo Ejército. En una semana, los británicos le obligaron a retroceder 64 kilómetros en dirección oeste, hasta Gazala,

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donde , previamente, el Eje había p reparado una l ínea de defensa de repliegue.

La posición defensiva de Rommel se extendía unos 60 ki-lómetros hacia el suroeste de Gazala, en la costa. El 15 de diciembre, Ritchie atacó la línea desde el este mientras una brigada acorazada se dirigía hacia su extremo sur en un in-tento de situarse detrás del enemigo e impedir que se replega-se. Rommel estaba decidido a salvar lo que quedaba de sus fuerzas para luchar otro día. Aunque los comandantes italia-nos, temiendo el abandono de sus unidades de infantería no motorizada, se opusieron enérgicamente, el 16 de diciembre ordenó el repliegue, y se escabulló de la t rampa antes de que los británicos pudiesen cerrarla. A lo largo de tres semanas, el Eje se replegó por el mismo camino que había cruzado du-rante su triunfal avance nueve meses antes. Pese a la tenaz persecución de los británicos, el repliegue - incluido el de los soldados de a pie italianos- se llevó a cabo de manera orde-nada y Rommel consiguió evitar mayores daños a sus tropas mientras retrocedía hasta El Agheila. De hecho, el 28 de di-

ciembre aprovechó una oportunidad para atacar a una aisla-da brigada acorazada británica cerca de Agedabia: el balan-ce de los daños fue de 37 tanques británicos y tan sólo siete alemanes.

Por más hábil que fuese su repliegue y de terminada su resistencia en la derrota, no cabía duda de que Rommel ha-bía sufrido su primer revés importante. La operación Cruza-do había proporcionado una gran victoria a los británicos. A principios de enero, las tropas del Eje que se habían queda-do atrás en la frontera egipcia, en Bardia y Halfaya, finalmen-te se r indieron. Entre el 18 de noviembre y mediados de enero los británicos habían tomado cerca de 33.000 prisione-ros del Eje y destruido 300 tanques enemigos. Habían perdi-do más tanques que el Eje, pero sólo habían sufrido la mitad de bajas. Más aún: habían recuperado. Cirenaica..., y habían hecho retroceder a Rommel hasta el punto mismo en que había empezado su marcha del desierto en marzo de 1941. «Fue un momento de alivio», escribió Churchill, «y de satis-facción en la guerra del desierto.»

Corriendo a toda velocidad en la arena, soldados franceses salen resueltamente de Bir Hacheim en junio de 1942. En una batalla épica de 14 días, la asediada Brigada de los Franceses Libres defendió valientemente el puesto de avanzada que bloqueaba el avance de Rommel hacia Tobruk. Determinados a redimir el honor del ejército francés, que había sido ensuciado en la caída de Francia, la aguerrida guarnición se negó a rendirse tres veces y finalmente se abrió paso combatiendo.

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En diciembre de 1941, acontecimientos lejanos ejercieron una poderosa influencia sobre la guerra del desierto. El ata-que j aponés a los territorios británicos en Lejano Oriente obligó a Londres a desviar a esta área hombres y pertrechos destinados a África del Norte. Luego, hacia finales de año, la intensificación de los bombardeos de la Luftwaffe sobre Malta y la llegada de submarinos alemanes al Medi ter ráneo -as í como los exitosos ataques de los submarinos de bolsillo ita-lianos al puer to de Alejandría (página 86)- empeoraron los problemas de abastecimiento de los británicos y mejoraron los del Eje. El 5 de enero, Rommel recibió por convoy 54 tanques nuevos y una gran provisión de combustible. Ahora se sentía lo bastante fuerte como para atacar las posiciones de avanzada británicas, que, sabía, eran débiles.

El 21 de enero, las fuerzas del Eje - q u e ahora se denomi-naban Ejército Panzer de África- destacadas en El Agheila empezaron su avance hacia el norte. Rommel tomó rápida-men te Agedabia y Beda Fomm, hac iendo re t roceder a los británicos. Lo que empezó como una acción limitada para adelantarse a cualquier avance británico se convirtió pronto en una ofensiva a gran escala. El 29 de enero, Rommel entró en Bengasi, que los británicos habían abandonado, y allí se hizo con un gran botín, incluidos 1.300 camiones. Hacia el 6 de febrero, había hecho retroceder a los británicos - q u e ahora tenían graves problemas de abastecimiento- hasta Gazala, media Cirenaica más atrás. En dos semanas, las fuer-zas de Ritchie habían perd ido 40 tanques, 40 cañones de campaña y unos 1.400 oficiales y soldados.

La creciente crisis tenía una doble vertiente para Ritchie: sus subalternos de mayor graduación habían empezado a desconfiar de él. Godwin-Austen descubrió, inquieto, que Ritchie «tenía una tendencia a pedir consejo y, tras recibirlo, actuar de manera contraria», y, lo que es aún peor, que Rit-chie pasaba por encima de él para dar órdenes a los oficiales del cuerpo de Godwin-Austen. A consecuencia de ello, God-win-Austen solicitó, a principios de febrero, que se le releva-ra del mando del Cuerpo XIII. Auchinleck aceptó, y el gene-ral de brigada W. H. E. Gott fue trasladado de la 7~ División Acorazada para ocupar el puesto de Godwin-Austen.

Otros oficialés tampoco se fiaban demasiado del coman-dante del Octavo Ejército. «Para entonces Ritchie estaba com-ple tamente confuso», recordó el general de división F. W. Messervy, que había asumido el puesto de Gott al f ren te de la 7~ División Acorazada. «Un día se decidía a contraatacar en u n a dirección, y al día siguiente en la otra. Era optimis-ta e intentaba no creer que nos habían dado un buen golpe. Cuando le informé del estado de la Ia División Acorazada en un m o m e n t o en que pensaba utilizarla para contraatacar,

vino a verme y casi concluyó que me estaba sublevando.» Percibiendo problemas, Auchinleck envió al general de

brigada Eric Dorman-Smith, un viejo amigo y asesor, a inves-tigar. A su regreso, Dorman-Smith le dijo a Auchinleck que Ritchie no era «lo bastante imaginativo» para su puesto y re-comendó su relevo. Aunque inquieto por el informe, Auchin-leck se negó. «Ya he relevado a un comandante del ejército», respondió. «Relevar a otro en tres meses tendría efectos so-bre la moral.» Dejó a Ritchie donde estaba.

Durante el resto del invierno hubo una tregua en la bata-lla. Hasta la primavera, las fuerzas británicas y las del Eje permanecieron en sus respectivos lados de la línea Gazala, una cadena de 96 kilómetros de defensas construida por los británicos.

Desde Gazala en la costa, la línea seguía un curso desigual hacia el sureste a lo largo de unos 64 kilómetros, y luego tor-cía hacia el noreste otros 32 kilómetros. La línea estaba den-samente plantada de minas, y dispersos a intervalos grandes e irregulares a lo largo y hacia el este había una serie de pla-zas fuertes, cada una de 3 a 5 kilómetros cuadrados, llamadas «cajas» por los soldados allí emplazados. Había unas seis ca-jas en total. Algunas, como la de Bir Hacheim, eran conoci-das por nombres de viejos asentamientos árabes; otras, levan-tadas en zonas ocupadas del desierto, habían sido bautizadas por los soldados británicos con nombres tales como «Knights-bridge» y «Commonwealth Keep».

Cada una de estas cajas estaba rodeada de minas, alambre de espino, trincheras y fortines, y tenía suficientes provisiones para resistir un asedio de una semana. Entre las cajas, los tanques británicos rodaban libremente. Su función era inter-ceptar cualquier tanque del Ejército Panzer de África que pretendiese avanzar a través de su sector y acudir en ayuda de cualquier caja que pudiese ser atacada.

Hacia finales de mayo, Rommel estaba listo para reanudar su ofensiva. Mientras la infantería del Eje y algunos tanques lan-zaban ataques limitados contra la parte nor te de la Línea Gazala para entretener a las divisiones de la zona, Rommel tenía planeado conducir al Afrika Korps y a una división ita-liana hacia el sur, detrás de Bir Hacheim, la caja que forma-ba el recodo de la línea. Luego giraría hacia el nor te para aplastar a las unidades acorazadas y atacar el resto de la línea desde la retaguardia. Para después se había reservado un placer especial: la toma de Tobruk.

El Eje atacó el norte el 26 de mayo. A primeras horas del 27 de mayo, Rommel condujo a sus 10.000 vehículos alrede-dor del flanco británico, al sur de Bir Hacheim, dejando a algunas unidades para atacar la caja, y avanzó en abanico

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hacia el norte y el este. En su primer encuentro, a unos ocho kilómetros al noreste de Bir Hacheim, dispersó rápidamen-te a la 3a Brigada Motorizada India. Hacia mediodía, sus fuer-zas habían dado cuenta de otras tres brigadas acorazadas y motorizadas.

Pero esa tarde se topó con una sorpresa desagradable. Los británicos acababan de recibir un envío de tanques estado-unidenses: Grant nuevos de 28 toneladas, equipados con cañones de 75 mm capaces de disparar proyectiles altamen-te explosivos que podían destrozar el blindaje alemán.

Hacia el atardecer del segundo día, gracias a la tenaz re-sistencia británica y a los letales Grant nuevos, las dos divisio-nes panzer habían perdido un tercio de sus tanques y habían sido detenidos en las afueras de la caja Knightsbridge, a unos 16 kilómetros detrás de la principal Línea Gazala y a medio camino entre Bir Hacheim y la costa. Las fuerzas del Eje se replegaron a un terreno semicircular de unos 260 kilómetros cuadrados, rodeado de fortines y minas británicas..., un área que llegaría a ser conocida como «la Caldera» por las encar-nizadas batallas que tuvieron lugar allí. Mientras Rommel se reagrupaba, los ingenieros italianos le abrieron una nueva línea de suministros desde el oeste, a través de los campos de minas, pero el fuego de la artillería británica dificultaba el abastecimiento por esta ruta. Inmovilizadas, las tropas del Eje se habían convertido en presa fácil para Ritchie. Había llega-do la hora de concentrar sus unidades acorazadas y aplastar a Rommel. Auchinleck, consciente de la situación, despachó un mensaje en el que urgía a Ritchie a tomar la ofensiva cuanto antes, añadiendo: «Tenemos que estar preparados para movernos de inmediato, hacia donde sea que salte el gato.»

Ritchie no estaba preparado. Se reunió con los comandan-tes de sus dos cuerpos, Norrie y Gott, para considerar, en petit comité, diversos planes de acción. Los generales británicos deliberaron durante dos días, y, mientras lo hacían, Rommel reagrupaba sus fuerzas. El 1 de jun io abrió una brecha más grande en la Línea Gazala, estableciendo un acceso directo a sús líneas de suministro. En el proceso destruyó más de 100 tanques británicos, tomó 3.000 prisioneros, aplastó a la 150a

Brigada de Infantería y eliminó la caja que ella defendía. Ritchie, su irreprimible optimismo impertérrito, informó

a Auchinleck: «Estoy muy dolido por la pérdida de la 150a

Brigada después de un combate tan valiente, pero la situación nos es favorable y mejora cada día.»

Ahora Rommel se volvió hacia el sur, para enfrentarse a Bir Hacheim, repel iendo al mismo tiempo algunos inútiles asaltos británicos desde el norte. Bir Hacheim, la caja más meridional de la Línea Gazala, era crucial para la defensa

británica..., y estaba mejor defendida de lo que pensaba Rom-mel. Los italianos que la habían empezado a atacar el 27 de mayo no habían hecho ningún progreso. Las 3.600 tropas de Bir Hacheim, en su mayoría Franceses Libres, estaban bajo el mando del general de brigada Pierre Koenig, un francés alto, de ojos azules, conocido por sus soldados como «el Conejo Viejo». Rommel esperaba capturar Bir Hacheim en 24 horas; en cambio, le tomó más de u n a semana. «Pocas veces he encontrado resistencia tan tenaz en África», escribió en su diario.

Entre el 2 y el 10 de junio, la Luftwaffe realizó 1.300 sali-das contra Bir Hacheim, mientras que en tierra las fuerzas de Rommel mantuvieron un bombardeo pe rmanen te , día y noche. Varias veces le pidió Rommel a Koenig que se rindie-ra, y en todas Koenig se negó cortésmente. El 10 de junio, la fortaleza se había quedado casi sin comestibles, y por orden de Ritchie los defensores evacuaron Bir Hacheim. El propio Koenig condujo a sus tropas, y, aquella noche, 2.700 de los 3.600 soldados se abrieron paso a través de las fuerzas de Rommel. Cuando los alemanes asaltaron el fuerte a la maña-na siguiente, sólo encontraron a los heridos y algunas armas abandonadas en la huida.

Después de adueñarse de Bir Hacheim, Rommel siguió su avance hacia el norte, a lo largo de la Línea Gazala. Una por una fue capturando las cajas. Gracias a la velocidad de sus maniobras pudo neutralizar la ventaja de los nuevos tanques del enemigo y destruir tantos carros de combate del enemi-go que hacia la tercera semana de jun io la relación de fuer-zas era de 2 a 1.

Con la Línea Gazala hecha trizas, Rommel dirigió su aten-ción hacia Tobruk.

En jun io de 1942, Tobruk era una fortaleza mucho más dé-bil que la que había resistido el asalto de Rommel el año anterior. En parte porque había sido desprovista de hombres y equipos que se necesitaban en otros lugares, y en parte porque el Octavo Ejército había puesto casi todas sus esperan-zas en la Línea Gazala. Más aún, Auchinleck no tenía planes para otra defensa de último recurso de la fortaleza. Ya el 4 de febrero había anunciado que, ocurriese lo que ocurriese tras el avance de Rommel «no es mi intención seguir conservan-do Tobruk una vez que el enemigo esté en posición de inver-tirlo con eficacia». Explicó que no podía permitirse mante-ner toda una división acorralada den t ro del per ímetro defensivo. Sus planes obtuvieron el asentimiento de Londres, y empezó a hacer preparativos para evacuar Tobruk y destruir sus provisiones si así lo exigían las circunstancias.

Ahora, en junio, la guarnición tenía un nuevo comandan-

Artitleros alemanes colocan en posición un mortal cañón de 88 mm, cerca de Tobruk. Como muescas en el revólver de un pistolero, los anillos blancos pintados en su cañón llevan la cuenta del número de tanques británicos que la formidable arma ha destruido. Utilizado originalmente como cañón antiaéreo, el 88 fue

dirigido contra las unidades acorazadas del Octavo Ejército con efectos demoledores. «Podía atravesar nuestros tanques como si fuesen mantequilla», dijo más tarde un inglés con tono de respeto.

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te, el general de brigada surafricano H. B. Klopper, que tenía cerca de 35.000 hombres, en su mayoría surafricanos, pero también británicos e indios. Como el propio Klopper, la mayoría de los soldados eran recién llegados, y pocos tenían experiencia en combate. Muchas de las minas que poco an-tes habían protegido al pueblo habían sido retiradas cuando las tropas asediadas se habían aventurado fuera en noviem-bre, durante la operación Cruzado. Otras habían sido trasla-dadas a la Línea Gazala durante el invierno, cuando Tobruk parecía estar fuera de peligro.

En los calamitosos días de principios de junio, a medida que iban cayendo las cajas de la Línea Gazala y los alemanes avanzaban sin parar hacia el norte, las tropas de Tobruk ha-bían hecho esfuerzos de último momen to por reforzar sus defensas. Pero sin saber si se les iba ordenar resistir o evacuar la fortaleza. Ritchie no se pronunciaba ni en uno ni en otro sentido.

Los comandantes británicos estaban tan despistados como la guarnición. El 15 de junio, tras caer la última caja, Auchin-leck recibió un telegrama de Churchill que decía: «Asuma que no vamos a entregar Tobruk.» Cuando, después de unos cuantos mensajes más, esta asunción de Churchill se convir-

tió en orden, Auchinleck respondió: «Ritchie está poniendo en Tobruk lo que considera es u n a fuerza adecuada para conservarlo.»

Ritchie estaba intentando proteger Tobruk conservando una nueva línea que se extendía unos 50 kilómetros hacia el sur desde la fortaleza. Pero el 16 de jun io autorizó a las uni-dades británicas de su línea, que estaban sufr iendo duros castigos de los panzer, a retirarse a la f rontera egipcia para escapar de la destrucción. Se replegaron al día siguiente y, el 18 de junio, Tobruk volvió a estar sitiada por 'fuerzas del Eje.

«Para cada u n o de nosotros», escribió Rommel más tarde, «Tobruk era un símbolo de la resistencia británica, y ahora íbamos a acabar con ella para siempre.» El Afrika Korps y el XX Cuerpo Italiano - c o n el crucial apoyo de la Luftwaffe-empezaron el asalto de Tobruk el 20 de junio. En el transcur-so de ese día, unos 150 bombarderos realizaron 850 salidas. «Se lanzaban sobre el per ímetro en uno de los ataques más espectaculares que he visto», escribió el mayor Freiherr von Mellenthin, oficial de espionaje de Rommel. «Se alzaba una gran nube de polvo y h u m o desde el sector que estaba sien-do atacado, y, cuando las bombas empezaron a caer sobre las defensas, toda la artillería alemana e italiana se unió con un

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fuego intenso y bien coordinado. La fuerza combinada de la artillería y las bombas era demoledora.»

Tan pronto se abrió una brecha en t re las minas que las tropas de Tobruk habían plantado a toda prisa en los últimos días, las infanterías alemana e italiana se colaron en tropel, enfrentándose en combates cuerpo a cuerpo a las tropas bri-tánicas. Luego entraron los tanques.

A últimas horas de la tarde, cuando la caída de Tobruk parecía inminente , Klopper empezó a volar provisiones y material bélico por valor de millones de dólares que estaban allí para sostener el esfuerzo bri tánico del desierto. En el proceso también derribó la mayor parte de sus líneas telefó-nicas y telegráficas..., perdiendo el contacto con sus tropas. Sin embargo, hacia las 9.00 p.m., desde una de las pocas lí-neas que le quedaban, Klopper consiguió comunicarse con Ritchie al cuartel general del Octavo Ejército. «Situación fue-ra de control», telegrafió Klopper. «No me quedan tanques. Sólo la mitad de los cañones.» Y concluyó con una nota las-timera: «Si está contraatacando, hágamelo saber.»

No iba a haber contraataque. El último mensaje de Ritchie a Klopper, enviado a las 6.00 a.m. de la mañana siguiente, decía: «No sé cuál es la situación táctica, y usted deberá tomar sus propias decisiones respecto de la capitulación.»

A las 9.40 a.m. del 21 de junio, Klopper se entregó a Rom-mel. I rónicamente, la demolición que había prensado sus propias comunicaciones y movimientos había sido demasia-do reducida y tardía para engañar al enemigo. Cuando Rom-mel tomó Tobruk, se hizo con un espléndido botín: 2.000 vehículos, incluidos 30 tanques operativos británicos, 400 cañones, suficiente combustible para llenar los depósitos de sus tanques y empezar el avance hacia Egipto, 5.000 tonela-das de provisiones y grandes cantidades de municiones.

A Rommel le había tomado poco más de 24 horas llevar a cabo el golpe..., el objetivo que se había trazado hacía tan-to tiempo. «¡Tobruk! Qué batalla más maravillosa», escribió ese día a su esposa. Se contaba que, sonriendo de modo jo-vial, había dicho a un grupo de oficiales británicos captura-dos: «Caballeros, para ustedes ha acabado la guerra. Han luchado como leones y han sido dirigidos por burros.» Al día siguiente' supo que Hitler había recompensado sus esfuerzos ascendiéndole a mariscal de campo. Más tarde, al recibir su bastón de mariscal de campo de manos del Führer, le dijo a su esposa Lucie: «Hubiese preferido mucho más que me die-se otra división.»

La caída de Tobruk fue un golpe muy duro para los Aliados. El primer ministro Churchill se refirió a ella más tarde como una «derrota contundente y penosa». Se enteró de la noticia en

Washington, mientras se reunía con el presidente Roosevelt. Su único comentario en aquel momento fue: «Desconcertante.» Pero el general Sir Hastings Lionel Ismay, jefe del Estado Mayor de Churchill, que también estaba presente, recordó el momen-to como la primera vez que vio estremecerse a Churchill.

Churchill tenía razones para alarmarse; estaba en cuestión su propio futuro político, y, lo que es más importante, la su-pervivencia de Gran Bretaña. Al volver a casa tuvo que en-frentarse a un voto de censura en la Casa de los Comunes por su manejo de la guerra.

Ganó la votación por amplio margen, pero el dilema de la nación no se resolvió tan fácilmente. El camino a Egipto es-taba ahora abierto de par en par, y por él avanzaba Rommel sin cortapisas. El general alemán había predicho a sus tropas que llegarían al Nilo en diez días. Sólo en una semana de tomar Tobruk, había llegado hasta Mersa Matruh, a 220 ki-lómetros pasada la f rontera libia, y casi a medio camino de Alejandría.

Mientras Rommel se internaba implacablemente en Egip-to, Alejandría y El Cairo se empezaron a preparar para la invasión. Una capa de humo permanecía suspendida sobre la embajada británica, mientras los oficiales quemaban a toda prisa los archivos. Los automóviles y los camiones obstruían las carreteras que salían de la ciudad, y los trenes estaban atiborrados de refugiados que escapaban. En Alejandría, el Barclay's Bank desembolsó un millón de dólares en un solo día, a clientes que temían una quiebra. En El Cairo, los co-merciantes intentaban capitalizar el desorden. Uno, que in-tentaba hacer negocio con los que abandonaban la ciudad, apiló decenas de maletas en su escaparate. Otro ofrecía ven-dajes a los que se quedaban, como una sabia precaución con-tra los ataques aéreos. El único que parecía imperturbable en medio de la crisis era el jovial y corpulento embajador britá-nico, sir Miles Lampson. Organizó una cena para 80 perso-nas en el club Mohammed Alí. «Cuando llegue Rommel», dijo sir Miles, «sabrá dónde encontrarnos.»

Sin embargo, Auchinleck tenía otros planes. El 25 de ju-nio voló a Mersa Matruh, relevó a Ritchie de su puesto y se hizo cargo personalmente del Octavo Ejército. De Mersa Matruh se replegó a El Alamein..., un emplazamiento que las tropas británicas habían fortificado con antelación. El Ala-mein estaba 380 kilómetros dentro de la f rontera egipcia y a tan sólo 100 kilómetros de Alejandría. Pero se encontraba en un cuello de tierra que, a pesar de ser un emplazamiento del desierto, era defendible, porque limitaba por el norte con el Mediterráneo y por el sur por unas colinas que formaban el borde de la infranqueable Depresión de Qattara, a 210 me-tros por debajo.

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Allí se atrincheró Auchinleck. Durante las siguientes seis semanas, vivió con sus tropas, du rmiendo a cielo abierto y comiendo raciones espartanas. Con su tranquilo aplomo Au-chinleck intentó elevar la moral del desmoralizado Octavo Ejército. A lo largo de julio, Rommel atacó una y otra vez la Línea de El Alamein, pero, mediante una hábil combinación de tácticas ofensivas y defensivas, Auchinleck le mantuvo a raya.

Sin embargo, para el gabinete de Churchill en Londres -y para el pueblo británico-, esto no era suficiente. Auchin-leck debía asumir parte de la responsabilidad de las derrotas del Octavo Ejército en los últimos meses, y especialmente por los desaciertos de Ritchie. Churchill y el pueblo bri tánico eran lentos para perdonar, y la reputación de Auchinleck se había visto afectada por los errores de los que él había pues-to al mando de las fuerzas británicas. Churchill sintió que debía elevar la moral del pueblo con otro cambio en el man-do de la guerra del desierto.

Por consiguiente, en agosto aparecieron dos nuevas figu-ras en África del Norte. Una era el general sir Harold Leofric Rupert Alexander, veterano de Dunkerque, donde había sido el último comandante en abandonar la playa. Era rico, imper-

turbable, y poseía una mente militar de pr imera clase. Se decía que durante el peligroso repliegue de Dunkerque , Alexander, riguroso con el decoro aun en los peores momen-tos, se sentó a tomar el desayuno ante una mesa con un man-tel inmaculado, comiendo serenamente su tostada con mer-melada. Ahora se le había asignado al puesto de Auchinleck como comandante en je fe de Oriente Medio.

El otro recién llegado era el teniente general Bernard Law Montgomery: ambicioso, voluble, implacable y poco conven-cional. En cuanto al carácter, Montgomery era el polo opues-to del aristocrático Alexander, pero ello no evitó que ambos establecieran pronto una magnífica relación laboral.

El 12 de agosto, un día antes de que Montgomery asumie-se el puesto de Ritchie como comandante en jefe del Octa-vo Ejército, se reunió con Alexander para tomar el té de la tarde en el esplendoroso salón del Hotel Shepheard en El Cairo. Allí, Alexander sólo le dio una orden al nuevo coman-dante del Octavo Ejército. «Vaya al desierto y derrote a Rom-mel.» Montgomery, de 54 años de edad y a punto de asumir su primer mando de importancia, partió determinado a cum-plir con su cometido.

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LIGERO RESPIRO EN EL CAIRO

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En la terraza del Hotel Shepheard -uno de los lugares para tomarse una copa más populares de El Cairo-, oficiales británicos se relajan entre civiles, algunos de los cuales solían ser espías del Eje.

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CERVEZA, BAÑOS Y MONUMENTOS ANTIGUOS

Soldados neozelandeses, armados de mosqueadores para ahuyentarlas moscas que pululaban en las estrechas y sucias callejas de El Cairo, examinan las ofertas de un bazar.

Para los sedientos y exhaustos luchadores del desierto de los ejércitos aliados, una licencia en El Cairo significaba más que un respiro del combate. El Cairo era un raro oasis de lujos excepcionales que iban desde lo más sencillo hasta lo más exótico, desde un baño caliente y una cerveza fría hasta una velada observando las ondulaciones de las bailarinas del vien-tre de Madame Badia. Los soldados se olvidaban momentá-neamente de la guerra al pasar por las atestadas y ruidosas calles de esta ciudad del Nilo, buscar gangas entre los gritos estridentes de los vendedores árabes o-alquilar camellos para dar una vuelta por las cercanas pirámides. Los oficiales, de permiso de sus cuarteles o de descanso del desierto, eludían el polvo y las moscas de El Cairo para jugar polo, golf o cric-ket en los campos de depor te de Gezira, una hermosa isla verde en el Nilo.

Las miserias de la guerra apenas llegaban a El Cairo. En-tre los escasos recordatorios de las duras batallas que se libra-ban en las arenas del oeste estaban los convoyes de ambulan-cias que llegaban del desierto con heridos, los convalecientes con sus brazos y piernas vendados y la Bolsa de Valores de El Cairo, en la que los precios bajaban con cada nueva victoria del Eje.

A través de esta atmósfera de ociosa suficiencia corría una corr iente de insinuaciones e intrigas. Las comunicaciones entre El Cairo y el desierto eran deficientes; la verdad acer-ca del desarrollo de los combates llegaba tarde a la ciudad, y, en su ausencia, predominaban los rumores. En los bares y cabarés, los chismorreos acerca de la guer ra fluían con la misma libertad que el alcohol. Los espías del Eje rondaban por los lugares nocturnos de El Cairo visitados por oficiales para conseguir informaciones que pudiesen ayudar a Rom-mel en su avance hacia la ciudad. Aunque Egipto había roto relaciones diplomáticas con Alemania, no le había declarado la guerra, y en la población nativa de El Cairo había un con-tingente ruidoso, aunque inútil, de simpatizantes del Eje. Los estudiantes organizaban manifestaciones en apoyo del avan-ce alemán, cantando «¡Adelante, Rommel!». Yen el ejército egipcio, una camarilla de oficiales que aspiraban al fin de la presencia británica en su país esperaban impacientes a que Rommel invadiese la ciudad..., u n a invasión que nunca se produciría.

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Una sonriente mujer soldado del ejéráto británico y su compañero se toman un respiro para relajarse y pasear por una de las atracáones turísticas cercanas a El Cairo: la Esfinge.

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Un guía egipcio montado sobre un burro conduce a dos soldados surafricanos en una expedición a

camello por la pirámide de Cheops, cerca de El Cairo. Los guías y vendedores ambulantes de la ciudad

prosperaron con la afluencia de soldados británicos y de la Commonwealth.

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La flexible Hekmet, la bailarina del vientre más famosa de Egipto, actúa para sus admiradores. Hekmet fue más tarde arrestada y acusada de espiar para los alemanes.

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UN TORBELLINO SOCIAL INDIFERENTE A LA GUERRA

Por las tardes, cuando empezaba a soplar una brisa fresca prove-niente del Nilo, el ambiente de El Cairo se suavizaba, volviéndose alegre y romántico. Los oficiales y sus mujeres salían a bailar a la azotea ajardinada del Hotel Continental o al Shepheard, un hotel llevado por suizos con magníficas habitaciones y suntuosas comidas. Los militares de menor rango aliviaban las tensiones en guaridas como el Melody Club, donde la banda estaba protegida de los albo-

rotadores por alambre de espino. El momento culminante de la juerga de una noche era a menudo una actuación de la bailarina del vientre Hekmet (izquierda).

Mientras se desarrolló la guerra -incluso con los panzer de Rom-mel a menos de 160 kilómetros de distancia-, El Cairo no dejó de ofrecer distracción a los soldados. Sus filetes de ternera eran tier-nos; sus vinos, franceses, y sus acompañantes, afectuosas.

Un grupo de ofiáales y sus acompañantes disfruta de una de las cenas-baile nocturnas que daba el Hotel Shepheard, un lugar de reunión social para los británicos de El Cairo.

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Por cuatro centavos al mes, los oficiales destinados al campo de batalla podían dejar sus efectos personales en el almacén del Hotel Shepheards. Muchos de estos baúles nunca volvieron a ser reclamados después de que sus propietarios perdiesen la vida en las arenas del oeste.

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Aunque El Cairo no fue invadida, las evidencias de la guerra que se libraba a escasa distancia eran visibles en

la presencia de soldados heridos, como este oficial de la Brigada de Franceses Libres que desciende lentamente por

las escaleras principales del Hotel Shepheard.

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