republicanismo y socialismo. un debate global desde la
TRANSCRIPT
Republicanismo y socialismo. Un debate global desde la Cuba de ahora. Dossier
En las últimas semanas, la prensa internacional ha tenido a Cuba como uno de sus focos.
Habría razones distintas para que así fuera: Cuba está liderando en América Latina la
elaboración de la vacuna contra el COVID-19; en Cuba no colapsó el sistema de salud en las
fases epidemiológicas más agudas de la pandemia; Cuba atraviesa por una crisis económica
más recia que la que ya tenía antes de 2020, amplificada por el bloqueo económico del
gobierno de Estados Unidos hacia el pueblo de ese país. Pero, además, Cuba tiene, como
cualquier otro país, conflictos internos; y es eso lo que ha estado en la escena mediática.
En línea gruesa, en Cuba se han visibilizado actores sociales que ocupan lugares distintos
del espectro político y que reclaman para sí un lugar en el mapa de la nación. Están en
cuestión sus legitimidades, alianzas, lealtades, definiciones, programas. Están bajo
interrogación mutua, también, sus referentes, horizontes, dispositivos políticos. Estado de
derecho, democracia y república, son algunos de los contenidos de discusión en una parte de
las voces más audibles; otras ignoran esos debates cuando se les vincula con el socialismo
por desprecio explícito hacia ese programa, y aún otras los deslegitiman por considerarlos
fuera de orden respecto al contexto cubano.
Este dossier participa de la conversación que está teniendo lugar en Cuba respecto a estos
temas. Su resorte fue un texto del intelectual argentino Néstor Kohan, respecto a la situación
cubana y algunos de sus actores y sentidos políticos. Ese primer texto abre al compendio. Le
Néstor Kohan Carlos Fernández Liria José Miguel Ahumada Harold Bertot Triana
27/12/2020
siguen otras tres reflexiones, escritas para Sin Permiso, que conversan con Kohan o con
algunos de sus análisis: textos del filósofo y profesor español Carlos Fernández Liria; de
José Miguel Ahumada, economista chileno; y de Harold Bertot Triana, jurista y profesor
cubano.
En distintos sentidos, Cuba continúa siendo, para muchas personas honestas y defensoras
de la justicia, una brújula política. El “tema Cuba” –como se evalúe, valore, procese– llega a
ser, incluso, un parteaguas dentro de las izquierdas y un foco de atención para las derechas;
una inspiración para “los de abajo” y una espina clavada para “los de arriba”. Es por eso que,
el mapa global, latinoamericano y de las izquierdas del mundo, los conflictos internos
cubanos no son domésticos; son claves para pensar también América Latina y otras
geografías. Es por eso, también, que Sin Permiso presenta este dossier, que tendrá más de
una edición. SP
Revolución cultural es lucidez y es socialismo —a propósito del reciente
debate cubano—Néstor Kohan
Con dolor y no poca angustia publico estas líneas. No dejo de pensar en la amistad. Valor ético
supremo para un vecino de mi barrio llamado Epicuro.
Escribí este texto en una noche de insomnio hace exactamente una semana. Lo reelaboré muchas
veces. Dudé mucho en publicarlo. Lo compartí en privado con compañeros y compañeras de México,
Chile, estado español, El Salvador y Argentina. También, con tres o cuatro amigas y amigos de
Cuba. Les pedí opinión. Escuché y leí observaciones diversas, incluso encontradas entre sí. Decidí
entonces no publicarlo, sobre todo privilegiando la amistad. Los lectores y lectoras iniciales me
insistieron en que debía publicarlo. Me resistí. No quiero meter la pata afirmando algo desatinado.
Sin embargo, al leer el excelente artículo de Llanisca Lugo: «No sintamos vergüenza de querer la
revolución» cambié de opinión. Aquí está finalmente.
Vivimos la crisis capitalista más profunda de la historia mundial. Más aguda incluso que las de 1929,
1973-74 y 2007-2008. Una crisis multidimensional, estructural, sistémica — distinta de las crisis
cíclicas de sobreproducción de capitales y mercancías así como de las de subconsumo, inflación y
estancamiento — . Esta crisis no es sólo financiera, también es productiva, ecológica, demográfica y
sanitaria. La especie humana está en peligro, como alertara Fidel en 1992. El planeta cruje. El
capitalismo nos lleva de forma acelerada al abismo, si no lo frenamos a tiempo.
En medio de esta crisis de alcance mundial, la pandemia del COVID-19 ha hecho temblar las
economías más poderosas del planeta.
Mientras Estados Unidos ha superado los 300,000 muertos en menos de un año — número
equivalente al de sus fallecidos en cinco guerras de Vietnam — , la administración neofascista del
magnate Donald Trump llega a su fin. Todo en medio de un circo electoral — con acusaciones de
fraude y resistencia a dejar el cargo — típico de una potencia… bananera. En escasos días, el gran
admirador de la supremacía blanca, heredero del Ku Klux Klan, misógino y atropellador, deberá dejar
la famosa casa de paredes blancas.
Por contraposición con esa tragedia humanitaria que desangra a Estados Unidos, ocurrida
inmediatamente después de que estallara la rebelión afrodescendiente más importante de los
últimos cincuenta años, por todo el mundo circula el pedido de Premio Nobel para la brigada médica
internacionalista «Henry Reeve» de la revolución cubana. Cuando las grandes potencias se disputan
el negocio ultramillonario de la vacuna del COVID-19, Cuba trabaja a todo vapor en sus propias
vacunas «Soberana 01» y «02».
En ese singular contexto geopolítico global, que excede de lejos el microclima de La Habana… había
que correr el eje de atención. ¡Con urgencia!
¿Cómo permitir que Cuba, un pequeño país que perdió por segunda vez el petróleo — primero el
soviético, luego el venezolano — , siga en el centro de atención de la opinión pública mundial por su
política sanitaria y su solidaridad internacionalista inquebrantable? Era necesario que se desplazara
la agenda de debate internacional sobre la mayor de las Antillas. ¡Que ocurra algo ya!
¡Se necesitaba un «escandalete» en forma perentoria! Y no en el 2021, sino ANTES que « el
energúmeno de la Casa Blanca» — como lo denominaba Walter Martínez en TELESUR — entregue
el cetro imperial y se reemplacen todos los equipos y estaciones de la contrainsurgencia global.
Sí. Tenía que pasar «algo»… y, enorme casualidad, al fin sucedió. Todo de manera «espontánea»,
porque así debe ser.
Entonces nos enteramos del «Movimiento» San Isidro y el affaire que lo rodeó.
La cobertura mediática internacional fue automática, como no podía ocurrir de otro modo. Incluso el
diario El País de España, baluarte del «periodismo independiente» que durante años hizo silencio
frente a la tortura de jóvenes vascos y vascas, participó activamente de la movida con uno de sus
colaboradores.
En La Florida — Estados Unidos — había clima de fiesta. Hasta un hombre tan sutil y refinado como
Mike Pompeo, reconocidísimo y prestigioso experto en cuestiones estéticas — se comenta que se
sabe de memoria la Crítica del juicio de Kant, en idioma original, y La distinción de Pierre Bourdieu y
suele dictar conferencias en El Pentágono sobre la herencia de André Breton — descorchó una
botella carísima de champán. Estaba eufórico. Y lo hizo saber en público, desfilando por varios
medios de Miami.
Atención. Estamos hablando de prensa «seria», «democrática» y «equidistante». De esa que promueve
reemplazar el 10 de diciembre como «Día Mundial de los Derechos Humanos» por « Día Mundial del
Anticomunismo».
Entonces un hermano chileno, de esos imprescindibles, combatiente internacionalista de la
revolución latinoamericana, me envía preocupado un « Manifiesto» o carta o llamamiento — «
Articulación plebeya» — , firmado, para mi sorpresa y desconcierto, por varios amigos y amigas,
compañeros y compañeras y también por algún que otro tránsfuga que conozco.
Con dolor veo que mis amigos y los sinvergüenzas, aparecen allí… ¡todos mezclados!, como en el
tango Cambalache de E.S. Discépolo.
Cuba, perdón, la revolución cubana, es parte de mi historia, mi identidad, mis alegrías y tristezas.
¿Puedo callarme? Sería lo más saludable. Pero no me sale. Nunca me salió.
Confieso que desprecio y he despreciado toda mi vida a los obsecuentes, los chupamedias sumisos
y obedientes, los que siempre asienten y aplauden, sea lo que sea. No lo inventé yo. Lo aprendí de
mi padre. También de mi maestro Ernesto Giudici. Y de tantos maestros y maestras de vida que me
enseñaron a mantener los principios, contra viento y marea. Fernando Martínez Heredia incluido, por
supuesto.
No fui obsecuente con quienes más amé, las queridas Madres de Plaza de Mayo, a las que dediqué
los mejores años de mi vida juvenil. Por no compartir algunas de sus posturas y giros políticos, no
me quedó más remedio que alejarme de ese movimiento, al que sigo queriendo y respetando. Como
las quería mucho, quizás fui debilucho a la hora de alertarlas sobre la operación de inteligencia que,
a través de un personaje sombrío se intentó implementar contra ellas para tratar de ensuciarlas con
dinero, desprestigiarlas, quitándoles ese oleo sagrado de dignidad y resistencia reconocido en todo
el mundo. Fui débil por privilegiar afectos.
Y lo mismo me pasó con John Holloway y su teoría disparatada de « cambiar el mundo sin tomar el
poder» — simplificación esquemática y poco representativa del zapatismo rebelde — . Como John
era un amigo, una buena persona, sencillo y modesto, y yo lo sentía querible, no me animé a darle
duro por un libro que hizo estragos en el movimiento popular durante muchos años. Hasta que
finalmente comprendí que a veces hay que hacer un momentáneo paréntesis en los afectos
personales y criticar lo que hará mucho daño si no se detiene a tiempo.
No, nunca fui obsecuente ni «oficialista». Quise mucho y admiré a Hugo Chávez, a quien tuve el
honor de conocer personalmente. Siempre lo defendí. Pero cuando cometió el gravísimo error de
entregar a un revolucionario colombiano al narco-estado vecino, lo critiqué públicamente, sin
perderle el cariño. Tampoco fui obsecuente con Evo Morales, ya que después de más de una
década en el gobierno no logró construir una defensa propia, independiente de la policía y el ejército
convencionales. No obstante, denuncié desde el minuto uno el golpe de estado que cierto
posmodernismo «progre» — financiado por… — apoyó de forma cómplice.
¿Y frente a Cuba y Fidel? También tuve el honor de conocer al Comandante y conversar largamente
con él. Una de las grandes alegrías de mi vida. Escribí sobre él un libro biográfico, acerca de su
trayectoria político-intelectual.
El libro lleva por título Fidel. Se publicó en varios países, incluido Estados Unidos — donde me
insultaron a gusto y piacere — . Hasta donde tengo noticias, no se publicó en Cuba. Jamás me
quejé. El mundo es más ancho que el ombliguito propio, incluso para un argentino — no, por favor
no hagan más chistes sobre argentinos, suspéndanlos durante media hora aunque sea — .
De modo que, frente a la asfixiante, ininterrumpida y creciente agresividad del imperialismo — el «duro
» y el «sonriente», la contrainsurgencia de los halcones y la más «suave», de las falsas palomas — ,
así como frente a la socialdemocracia neocolonial, la poblada galaxia oenegera — ONGs — y esa
inmensa orquesta que aparenta interpretar múltiples partituras pero en realidad repite un mismo
estribillo con entonaciones apenas distinguibles, siempre defendí a las madres de plaza de mayo —
en sus varias líneas internas — , al proceso indígena y popular del estado plurinacional de Bolivia, a
la revolución bolivariana de Venezuela y, por supuesto, a la revolución cubana.
Sin desconocer en ninguno de estos casos falencias, limitaciones ni defectos, tomé posición
tratando, siempre, de no perder la brújula, el eje de la lucha de clases y las relaciones de fuerza,
como sugería otro vecino de mi barrio — que sabía un poquito de estrategia — llamado Gramsci.
Saturnino Longoria, personaje de la conocida novela Cuatro manos de Paco Ignacio Taibo II, había
perdido la memoria por anciano. Y no le preocupaba en lo más mínimo. Sólo le importaba algo muy
simple:
saber de qué lado de la barricada están los compañeros del propio campo y de cual otro está el
enemigo. Esa distinción es la clave del asunto — ¡«simplismo binario»! gritaría despotricando Jacques
Derrida y sus franquicias criollas — . Quien no lo tenga en claro se resbalará, lenta o rápidamente,
por la pendiente de barro que en su declive sólo conduce a una deshonrosa capitulación política,
intelectual y, en última instancia, moral.
¿Pero acaso no existen matices ni colores intermedios? Por supuesto que sí. Ahora bien, la paleta
multicolor, a la larga o a la corta, se enfrenta al dilema de caminos que se bifurcan. O termina
enriqueciendo el arcoíris que envuelve y abraza las tonalidades del rojo o culmina siendo cubierta
por el polvo gris, triste y opaco, del dólar y el euro.
Ante el promocionado affaire del «Movimiento» San Isidro y la polémica cubana que lo sucedió al
terminar este 2020, vuelvo sobre aquel llamamiento de algunos intelectuales y artistas de Cuba —
porque hablan en nombre de las mayorías pero, se lo admita o no, son apenas algunos y algunas —
. Me refiero, reitero, al mencionado «Articulación plebeya».
Aunque breve, encuentro en él señales parpadeantes que me dañan la vista y, por momentos, me
hacen salir agua de los ojos. Destaco algunos pocos núcleos problemáticos. Poquitos, para no
saturar el espíritu.
— «RECONCILIACIÓN». Ay, ay, ay………. ¿Reconciliación? ¿Con la gusanera extremista y
revanchista de la Florida, bastión de la extrema derecha de Estados Unidos?
Me viene inmediatamente a la memoria la consigna de mis hermanos y hermanas de HIJOS [de
desaparecidos y desaparecidas]: «Ni olvido ni perdón. No nos reconciliamos. No perdonamos». Años
después, muchos, me enteré que esa consigna de HIJOS, propia de Argentina, venía de muy lejos,
de las guerrillas del gueto de Varsovia que combatían a los nazis. Yo no lo sabía. Quizás la
militancia de HIJOS tampoco. Pero no creo en la « reconciliación» con la extrema derecha, con el
supremacismo racista y misógino, con el neofascismo y los nostálgicos de Monroe, Ford y Hitler,
cada día más envalentonados a escala mundial. Se presenten reivindicando la memoria de Félix
Rodríguez, el verdugo cubano-americano de la Florida que asesinó al Che Guevara a sangre fría en
Bolivia o con sonrisas amables, propias de la contrainsurgencia «soft» y las «revoluciones de colores»
que intentan reinstalar la economía capitalista en sus antiguas posesiones perdidas en 1959.
— «SUPERAR EL LENGUAJE POLÍTICO POLARIZANTE». Uy, uy, uy……. ¿Se agotó la política,
como predicaba Daniel Bell, el ex izquierdista, más tarde converso, devenido gurú de las altas
finanzas y la revista Fortune? ¿Adiós al proletariado?, como solía despedirse, con el reloj fuera de
hora, André Gorz. ¿Fin de las grandes narrativas?, según decretaba Jean-François Lyotard,
exactamente el mismo año en que subía al poder Margaret Thatcher.
— «ARTICULACIÓN DE TODAS LAS IDEOLOGÍAS». ¡Recórcholis, Batman!….. ¿O sea que se han
evaporado la lucha de clases, las luchas nacionales y anticoloniales, la resistencia de dos siglos
frente al soberbio anexionismo de Monroe y Adams? ¿Todo se ha vuelto equivalente, intercambiable
y homologable? ¿Da lo mismo simpatizar con el Ku Klux Klan, la doctrina social de la Iglesia
sacerdotal, la teología de la liberación y su mensaje profético, la socialdemocracia liberal o el
marxismo revolucionario? ¿Estas ideologías se han convertido en simples recursos retóricos y
comodines intercambiables?
— «REALIZACIÓN PLENA DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA Y EL ESTADO DE DERECHO»
Hmmm……. O sea que ¿hasta luego, queridos V.I.Lenin, Pietr Stucka y Eugeni B.Paschukanis;
bienvenido Hans Kelsen? ¿Hasta siempre Karl Marx? ¿Welcome Isaiah Berlin, Karl Popper y
Norberto Bobbio? ¡Ahora sí que retornarían a La Habana, como en aquellos viejos buenos tiempos
de la Constitución de 1940, la «libertad negativa» de Berlin, la «sociedad abierta» de Popper y la
«democracia procedimental» de Bobbio!
Houston… ¿Me copian? Estamos en problemas.
En tan cortas líneas del «Manifiesto», la lista de guiños inconfundibles continúa, en una dirección
unívoca. Y cansa. Agota.
Principalmente el espíritu fetichista que se arrodilla — ¿ingenuamente? — ante la letra jurídica
impresa creyendo que la ley no es expresión histórica de una correlación de fuerzas y de poder entre
las clases sociales sino el demiurgo autosuficiente que, por sí mismo, generaría realidad a partir de
la simple deducción lógica de su norma fundamental.
Fetichismo jurídico que corre parejo con la idealización política y cultural, pretendidamente inocente,
de la REPÚBLICA NEOCOLONIAL PREVIA a 1959.
Seamos transparentes. Abandonemos los eufemismos y dialoguemos con la mano en el corazón.
Esa insistencia obsesiva por cantar loas a la imaginaria panacea « REPUBLICANA» está inspirada,
palmo a palmo, paso a paso, milímetro a milímetro, por intelectuales eurocomunistas, ex miembros
de los stalinismos aggiornados del Occidente europeo que en los ’70 se jubilaron, abandonando la
lucha, y se convirtieron en apologistas acríticos de una « REPÚBLICA» que en la práctica terrenal y
mundana dejó intacto el régimen de la transición española post-franquista, con su bandera de sólo
dos colores y sus instituciones represivas. ¿O no?
Digamos la verdad, sin miedo. Sólo la verdad es revolucionaria. Idealizar hasta el paroxismo la vida
cultural de la Cuba PREVIA a Fidel y al Che, puede sonar muy refinado, exótico y hasta original
frente a la vulgata de los antiguos manuales y una cristalización pedagógica que termina
despolitizando a la juventud, aburrida de rituales vacíos de contenido. Pero en la lucha política de
Nuestra América, en pleno siglo XXI, ese camino trillado camina a paso de tortuga y marcha varios
kilómetros atrás del reformismo sincero y con aspiraciones radicales de un Salvador Allende, por no
mencionar otros reformismos muchos menos genuinos y dignos de respeto que el del noble líder
chileno sacrificado en septiembre de 1973.
No vamos a analizar una por una las firmas del llamado al «diálogo» cubano que circula por las redes.
No somos detectives ni nos interesa esa profesión, salvo que se trate de novelas. Pero tampoco
somos ingenuos. Allí aparecen algunos amigos y amigas que mucho queremos y respetamos pero
también otros personajes, más bien detestables, que he tenido la oportunidad de conocer
personalmente… como un curioso ex soplón que tuvo el atrevimiento en sus épocas de
OFICIALISMO EXTREMO Y SECTARIO de acusar a Fernando Martínez Heredia de « trotskista» —
¡como si fuera el pecado más horrendo! — para luego desertar de la revolución cubana, mientras
hoy, desde el exterior, posa de «experto en procesos democráticos», siempre con el correspondiente
financiamiento a la mano, por supuesto. Una simple ladilla para hacer rima con su apellido. Punto y
aparte.
Y sí, también amigos — algunos de ellos entrañables, por eso el dolor que siento — con los que he
compartido veinte años de luchas, risas y fraternidad por los mismos ideales. Pero con quienes,
debo reconocerlo, sin perder la amistad y el compañerismo fraternal, he discutido no pocas veces,
para ser sincero.
En una de esas discusiones, escuché que me decían «Aquí, Néstor, [se trata de Cuba. N.K.], hay una
DICTADURA» [sic]. Luego de refrenar mi tentación de carcajada, les pregunté: «¿Ustedes alguna vez
han estado presos? Yo sí. ¿Ustedes alguna vez han enfrentado a la infantería de la policía con sus
bastones, sus escopetas y fusiles recortados? Obviamente la respuesta fue negativa. Y continué:
¿Ustedes han participado en manifestaciones donde las fuerzas de represión y sus carros de asalto
disparan los proyectiles de gases lacrimógenos directamente a la cara de la gente que se
manifiesta? — en el año 2001 a una ex novia del pasado le partieron la frente, casi le sacan el ojo
derecho y a mí me provocaron una herida en el cuero cabelludo — . Por supuesto que tuvieron que
reconocer que no. Aunque, insistentes, me alzaron la voz indignados diciendo: « ¡Pero aquí nos
escuchan los teléfonos, Néstor!». Y ahí sí pegué una carcajada. Y les respondí: « ¿Y ustedes creen
que en Argentina no nos escuchan el teléfono, no nos leen los correos electrónicos, no nos vigilan ni
nos fotografían en cada actividad política?». Cualquier militante de Argentina lo sabe de memoria. El
intercambio siguió…, siempre en un tono amigable y camaraderil, pero aquella noche habanera, al
dormirme, me tuve que tomar una pastilla de BUSCAPINA por el dolor de estómago que tenía. Esa
discusión, casi surrealista, me generaba ácido estomacal. ¡Cómo se notaba que no habían conocido
una dictadura de verdad!
En otra de las discusiones, algunos años después, me toné el atrevimiento de dar un consejo. Como
si fuera un viejo sabiondo y no un don nadie, simple militante de base. «No aceptes dinero de la gente
que te ofrece un blog de internet «para que escribas lo que tú quieras». — En realidad la frase exacta
que pronuncié, en buen tono porteño de Argentina, fue: « para que escribas lo que vos querés» — . «
NADA ES GRATIS, hermano. Si te ofrecen eso, siempre hay un peaje que pagar. Y nunca
confundas al Vaticano con Camilo Torres… porque no son y nunca fueron lo mismo». Evidentemente
no he sido un buen consejero. No me han hecho caso. Pero bueno, yo se los dije, como diría un tío
de la familia.
Por eso me duele muy adentro ver gente valiosa, lúcida, inteligente, erudita y comprometida, de
extensa y sincera trayectoria revolucionaria, enredada y mezclada con desertores confesos,
integrando una misma lista tan heterogénea donde los admiradores de Julio Antonio Mella y Antonio
Guiteras terminan ensuciados figurando junto a personajes despreciables que hace largos años ya
no tienen nada que ver no sólo con la revolución cubana en ninguna de sus muchas vertientes y
diferentes corrientes político-culturales sino tampoco con las otras luchas emancipatorias de Nuestra
América.
Y hablo de las diferentes corrientes político-culturales, porque la revolución cubana, desde su
gestación, siempre ha sido plural ¿o no? Un pluralismo que no estuvo exento de conflictos, agudas
polémicas, tiras y aflojes — Remito a la entrevista que le hice en La Habana, en enero de 1993 [en
medio de un apagón del período especial] a Fernando Martínez Heredia: « Cuba y el pensamiento
crítico», recopilada en varias antologías, de CLACSO y de otras instituciones y ediciones — .
Quizás en el pasado, cuando se formó tremendo lío aquella vez en que unos burócratas de la TV
cubana pretendieron rendirle tributo a un antiguo censor del mal llamado « quinquenio gris», hubo
muchos errores de las autoridades cubanas. No lo sé. Es para pensarlo. Creo que algunos manejos
no del todo inteligentes empujaron a muchos jóvenes inquietos, sanamente rebeldes, iconoclastas y
heterodoxos — ¡como debe ser toda revolución! — a romper amarras o terminar descreyendo de la
mera posibilidad de dar batallas al interior de la revolución. Me acuerdo que mi fallecida amiga Celia
Hart me envío al correo electrónico la inmensa madeja de estocadas que se tiraban en uno y otro
sentido. Creo que aquella ocasión fue un punto de inflexión. ¿Será irreversible? No tenemos la bola
de cristal y lamentablemente no creemos en el tarot.
Humildemente creemos que este nuevo conflicto podrá desenredarse en un sentido positivo y
revolucionario, en una dirección opuesta a la contrainsurgencia « soft» promocionada desde
gringolandia, si prima la lucidez. Sí, es verdad. Como solía decir el viejo Alfredo Guevara. Con
lucidez. Y privilegiando la cultura como tanto insistían Armando Hart Dávalos y Roberto Fernández
Retamar.
Pero eso sí. En el difícil y tensionado juego entre el proyecto y el poder, entre la utopía y el realismo,
quienes de verdad quieran dialogar deberían hacerlo — como me imagino que recomendaría
Fernando Martínez Heredia, si no me equivoco… pues tampoco creo en los oráculos — sin perder
por un segundo de vista el horizonte innegociable de la revolución socialista [donde dice « socialista»
debe leerse: SOCIALISTA].
No el «socialismo democrático» neocolonial de Felipe González que introdujo, sin vergüenza alguna,
a España en la OTAN ni el «socialismo democrático» de Mário Soares en Portugal — condecorado
por Frank Carlucci, jerarca de la CIA, por haber desmantelado en 1975 la revolución de los claveles
encabezada por el general marxista Vasco Gonçalvez — . Tampoco el « socialismo democrático» de
Carlos Andrés Pérez en Venezuela que reprimió salvajemente a su pueblo en 1989 — dejando como
secuela más de 3.000 muertos y desaparecidos — contra el cual se insurreccionó Hugo Chávez con
su propuesta de socialismo bolivariano del siglo XXI.
Sino el socialismo «a la cubana» que no es otro que el socialismo martiano de Fidel y el Che.
Revolución socialista, la cubana, que durante décadas ha sido y seguirá siendo la única vacuna y el
único antídoto para garantizar la autodeterminación nacional y popular de Cuba frente a las
pretensiones anexionistas de Estados Unidos, sea en su versión neofascista, sea en su presentación
light y «soft», igualmente imperialista. Porque nadar alegremente en las ensoñaciones imaginarias de
una eventual socialdemocracia cubana — lo mismo que un socialcristianismo — no llevará a la isla
hacia las costas y acantilados de Suecia o Noruega sino hacia el triste vasallaje de Puerto Rico.
Antipático, pero hay que decirlo claramente. Nobleza obliga.
En ningún lugar del mundo existen democracias sin apellido, sin determinaciones específicas,
desnudas, puras y vírgenes, sin ropaje alguno. Puramente «procedimentales».
Toda profundización democrática y participativa, sustentada en el poder popular y comunal a escala
nacional, regional e incluso barrial, es deseable, imprescindible e impostergable. Siempre y cuando
se haga apuntando hacia el socialismo y rechazando las manzanas envenenadas de la
contrainsurgencia «amable» que apuesta a cooptar, con elegancia y estilo, a algunos segmentos de la
sociedad civil cubana, especialmente en el campo de la cultura, las ciencias sociales y el arte
—quien no nos crea está en todo su derecho, pero le recordamos y sugerimos el maravilloso libro de
Frances Stonor Sounders: La CIA y la guerra fría cultural, editado en Cuba [se puede descargar
gratis en el siguiente link: —
Quien convoque a «LA DEMOCRACIA EN GENERAL» — en abstracto — , lo quiera o no, sea
consciente o no, nos invita a cruzar el charco y ya sabemos cómo terminó Jesús Díaz, uno de los
más brillantes intelectuales cubanos del proceso que se inició con el Moncada o, si ustedes
prefieren, en 1959 [Jesús Díaz (1941–2002), junto con Fernando Martínez Heredia y Aurelio Alonso
Tejada, entre otros y otras, también formó parte de Pensamiento Crítico. Transitaba con luz propia la
esfera artística — era guionista de cine — y las ciencias sociales — un gran conocedor, en detalle,
de la obra de Lenin — . Pero a diferencia de Martínez Heredia y Alonso Tejada, no tuvo la
perseverancia suficiente que caracteriza tanto a los corredores de maratón como a la militancia
revolucionaria de por vida. Corrió rápido y se cansó pronto. Por eso terminó perdiendo sus mejores
batallas y mordió el anzuelo, dilapidando sus saberes, su prestigio y su rebeldía, aceptando la
invitación turbia y tentadora que siempre estará ahí, a la mano, para el campo artístico y el campo
intelectual, mientras exista el imperialismo. Un final triste y solitario, aunque previsible para quien no
tenga constancia en la larga maratón de la lucha popular].
Ese camino, regado de sonrisas y caricias de los poderosos, « apoyos altruistas», palmaditas en la
espalda y financiamientos «desinteresados», repleto de alabanzas envenenadas… es un callejón sin
salida. Jesús Díaz terminó negándose a sí mismo, enterrando casi de manera masoquista su propia
historia y su propia obra.
Dice el refrán popular: Roma no paga traidores. Tampoco lo han hecho nunca ni la Ford, la NED o la
USAID, ni el Bundesbank o la Fundación Ebert — que lleva el nombre, dicho sea de paso, de uno de
los responsables del asesinato de Rosa Luxemburg — , ni el Banco Ambrosiano o la Fundación
Vaticana.
¡Lucidez, lucidez, lucidez! Es decir: más y mejor socialismo. Esto vale — humildemente así
pensamos, como internacionalistas solidarios con la revolución cubana — para todo el mundo
involucrado en el debate.
En cuanto a las instituciones cubanas: lo más sabio e inteligente sería evitar cualquier tentación
dogmática de caza de brujas, demonizaciones arbitrarias o sectarismos estrechos. Tensar
artificialmente la cuerda y provocar rupturas, sin distinguir entre (a) reclamos justos y legítimos, y (b)
provocaciones mercenarias; constituiría hoy una gran torpeza a la hora de defender la revolución
cubana frente al imperialismo crepuscular.
En cuanto a quienes redactaron y acompañaron el «Manifiesto»: si se ha ganado un prestigio
personal merecido, un reconocimiento popular y un afecto juvenil por haber trabajado pacientemente
durante décadas en la línea antiimperialista de Mella y Guiteras, y en el horizonte cultural
revolucionario de Alejo Carpentier y Tomás Gutiérrez Alea, ¿vale la pena rifarlo y despilfarrarlo todo
aceptando caricias envenenadas del enemigo? Modestamente, y siempre con la mano fraternal en el
corazón, pensando en Martí y en Epicuro, sospechamos que no.
Con afecto y con dolor, pero con esperanza,
Buenos Aires, nueva madrugada de insomnio, 18 de diciembre de 2020
Fuente: https://medium.com/la-tiza/revoluci%C3%B3n-cultural-es-lucidez-y-es-soci...
Cuba 2020. A propósito de un Manifiesto polémico
Carlos Fernández Liria
He leído un artículo de Néstor Kohan, hablando de un doloroso conflicto entre amigos y amigas a
causa de una desavenencia política. El detonante es un Manifiesto firmado por un extenso grupo de
intelectuales cubanos. Entre los muchos firmantes, se encuentran, en efecto, muchos amigos
nuestros, míos y también de Néstor Kohan, al que, por cierto, también considero mi amigo a
distancia (el Atlántico, de por medio). Néstor ha dudado mucho si publicar lo que piensa al respecto,
pero finalmente ha decidido dar rienda suelta a sus impresiones. Creo que yo debo hacer lo mismo.
Y aunque no conozco mucho los acontecimientos que han dado lugar al Manifiesto, sí quisiera
apuntar algunas consideraciones sobre la respuesta de Néstor. Digamos que se esto debería ser
una reflexión interna entre marxistas, una especie que todavía no se ha extinguido, pese a lo que
piensan algunos.
En especial, me ha llamado la atención la forma en la que Kohan cita el Manifiesto: “¿Realización
plena de la república democrática y el Estado de Derecho?”, para comentar en seguida, “Hmmm…
O sea que ¿hasta luego queridos V. I. Lenin, Pietr Stucka y Eugeni B. Paschukanis, bienvenido Hans
Kelsen? ¿Hasta siempre Karl Marx?”. A mí no me ha parecido nunca que Lenin o Paschukanis
tuvieran mucho que ver con lo que Marx tenía en la cabeza respecto a estos temas. Más bien todo lo
contrario. Lo que Luis Alegre y yo intentamos demostrar en nuestro libro El orden de El capital (Akal,
2011) es que era posible una lectura republicana de la obra de Marx; que se entendía mucho mejor a
este gran pensador si lo insertábamos en el interior de la tradición republicana, en tanto que un
defensor radical de la Ilustración.
No pienso que eso suponga “dar la bienvenida a Karl Popper o a Hans Kelsen”, como dice Kohan.
Lo que sí que llevo pensando desde hace ya bastantes años es que hay dos tipos de motivos muy
diferentes por los que algunos siempre nos hemos considerado marxistas. Y la discrepancia tiene
que ver, ante todo, con el tipo de objetivo político que pretendemos. A este respecto, por mi parte, yo
no he pretendido nunca ser muy original, porque me creí a pies juntillas eso que decía Kant de que
había una meta irrenunciable de cualquier proyecto político: una república en la que los que
obedecen la ley son al mismo tiempo colesgiladores, de tal modo que, al obedecer las leyes no se
obedecen en verdad más que a sí mismos. Esta república “irrenunciable” no es más que esa
sociedad en la que obedecer la ley y ser libre serían una y la misma cosa. Y no me ha parecido
nunca mal que semejante meta sea calificada de “estado de derecho”, sobre todo porque es la mejor
manera de denunciar hasta qué punto nuestros autoproclamados “estados de derecho”, por ejemplo,
europeos, están muy lejos de serlo verdaderamente.
Y es por este motivo, por el hecho de tener algo tan “irrenunciable” que defender, por lo que algunos
nos hemos declarado marxistas y radicalmente anticapitalistas. Sencillamente porque estamos
convencidos de que esa república irrenunciable es absolutamente incompatible con las condiciones
capitalistas de producción. Es una gran estupidez estar contra algo si no tienes algo mejor que
defender. Y la verdad, me parece que el ser humano no ha inventado nada mejor que un orden
republicano bajo el imperio de la ley y la base de la democracia, ahí donde la ley no es sino la
gramática misma de la libertad. Siempre me ha parecido una tontería pretender ser más todavía más
inteligente que todo esto, llevando la contraria a Rousseau, Montesquieu, Condorcet, Robespierre o
Kant, a la espera de que entre Stalin, Mao y el Ché, tengan una idea más imaginativa o mejor. Lo
mismo que siempre me ha parecido una estafa y una inmoralidad, no reconocer a las claras que
semejante modelo político no es compatible con la dictadura de los poderes económicos que resulta
inevitable bajo el capitalismo.
He pretendido explicar muchas veces por qué esta convicción no es para nada ajena al pensamiento
de Marx. Pero sí que es verdad que no ha sido la predominante en la tradición comunista. No es
cuestión de repetir una vez más los mil motivos por lo que creo que se optó por una vía suicida.
Dicho muy en resumen: a la humanidad le costó siglos y siglos de reflexión y de esfuerzo político
inventar una maquinaria institucional capaz de levantarnos sobre el suelo religioso que parecía tan
connatural al ser humano. Lo logró, finalmente, la Ilustración, y fue sin duda la idea más grandiosa y
más irrenunciable que jamás haya tenido la Humanidad. El mayor disparate y la mayor estupidez
que pudo cometer la tradición marxista fue pretender que podía inventar algo mejor que todo eso,
creando, en su lugar, un “hombre nuevo”, una especie de atleta moral al que el Derecho y la
Ciudadanía le vendrían pequeños. Costó mucho idear una escalera para hacer posible la
ciudadanía. Y si al llegar al final de la escalera, pretendes pasarte de listo dando un paso más arriba,
lo que te ocurre es que te caes al suelo. El “hombre nuevo” comunista soviético, o maoísta, (lo
mismo que el “fascista”) no supuso más que una recaída en la religión, el adoctrinamiento y el culto a
la personalidad. Y la escalera era, ni más menos, que el Derecho. Sencillamente, no se ha inventado
ninguna otra cosa, ni mejor ni peor. Y seguro que no se va a inventar.
Dice Néstor Kohan que la ley no es más que la “expresión histórica de una correlación de fuerzas y
de poder entre las clases sociales” y “no el demiurgo autosuficiente que, por sí mismo, generaría
realidad a partir de la simple deducción lógica de su norma fundamental”. En fin, hay ciertas cosas
que sí son irrenunciables como “norma fundamental”, algo así como los “Derechos del Hombre y del
Ciudadano”, o los actuales “derechos humanos”. Si no, pienso que no tendríamos ningún motivo de
peso para ser anticapitalistas. Algunos no somos comunistas para ser “camaradas”, “hombres
nuevos” o “militantes” del Partido. Tampoco es que tengamos muchas ganas de vivir en un mundo
de monjes franciscanos dispuestos a compartir sus zapatillas y su cepillo de dientes. Algunos somos
comunistas porque pensamos que es la única manera de llegar a ser, algún día, “ciudadanos”, es
decir, individuos emancipados que no tengan que pedir permiso a nadie para existir. El capitalismo
ha depauperado al ser humano en todos los sentidos, dañando sus nervios antropológicos más
elementales. Pero, sobre todo, la mayor objeción contra el capitalismo es haber hecho imposible la
realidad de la ciudadanía, haber imposibilitado la condición ciudadana del ser humano. La cosa es
bastante simple de diagnosticar: resultó que toda la maquinaria institucional del Estado de Derecho,
que había de convertir al ciudadano en protagonista de la sociedad, no funcionaba, sencillamente,
no podía funcionar, en una sociedad de clases. El triunfo de la burguesía en las mal llamadas
revoluciones burguesas (más bien fueron contrarrevoluciones burguesas que masacraron el
proyecto político de la ciudadanía), supuso la derrota del programa político de la Ilustración.
Y, sí, por supuesto, que en una sociedad de clases la ley es el resultado de una correlación de
fuerzas. Pero incluso en ese sentido conviene no disparatar regalando el Derecho al enemigo para
quedarnos nosotros con la ilegalidad y la violencia revolucionaria. Como dijo un abate del siglo XVI,
“entre el fuerte y el débil, la libertad oprime y la ley libera” (lo había dicho ya Platón en el Gorgias).
Las luchas populares han logrado gigantescas victorias que han quedado incrustadas
legislativamente en las Constituciones y los ordenamientos jurídicos, empezando por la declaración
de los derechos humanos, la escuela pública o la sanidad estatal y terminando por el derecho
laboral, los impuestos progresivos, o los subsidios de desempleo. En estos tiempos que corren, el
desprecio al derecho ya no es patrimonio de la izquierda, sino, más bien, al contrario, del
anarcocapitalismo neoliberal. Y desdichadamente no les va demasiado mal en la actual correlación
de fuerzas, todo lo contrario. Lo único que faltaba es que las izquierdas “revolucionarias” les dieran
la razón.
En vez de repetir tópicos leninistas sobre el Derecho en tanto que instrumento de dominación de la
clase dominante, la escolástica marxista debería reflexionar un poco sobre este texto de Marx: “Las
leyes no son medidas represivas contra la libertad, lo mismo que la ley de los graves tampoco es
una regla represiva contra el movimiento por el hecho de que, aunque por un lado como ley de la
gravitación impulsa los eternos movimientos de los cuerpos en el mundo, por el otro, como ley,
empero, de la caída, se abate sobre mí si la violo y me empeño en danzar en el aire. Las leyes son,
por el contrario, las normas positivas, luminosas, universales, merced a las cuales la libertad ha
ganado una existencia impersonal, teórica e independiente del capricho (arbitrio) del individuo. Un
código de leyes es la Biblia de la libertad de un pueblo” (Gaceta Renana, nº 132, 12 de mayo de
1842).
En el año 2005 publiqué un librito titulado Cuba, la Ilustración y el Socialismo (en La Habana, en
España se llamó Cuba 2005), y aunque todo ha quedado sin duda muy anticuado, me reafirmo en mi
convicción fundamental. Cuba está llamada a convertirse en una brújula para la humanidad, porque
tiene un gran reto por delante: demostrar que el socialismo puede ser posible en estado de derecho.
O mejor dicho, mucho más radicalmente: que el Estado de derecho sólo es posible bajo condiciones
socialistas. Esto es algo que ya estuvo a punto de demostrarse en Europa, en los años sesenta y
setenta, bajo el Estado del Bienestar sueco, noruego y alemán, sin duda que bajo condiciones
económicas privilegiadas. No hay más que pensar que Olof Palme, el primer ministro sueco hasta
1986, habría sido considerado hoy en día un político radical de extrema izquierda. El hecho es que
fue casualmente o no tan casualmente asesinado. En todo caso, todos los intentos de lograr algo
parecido en los países más pobres fueron masacrados con una violencia brutal, a veces
inconcebible. Un socialismo que hiciera posible el sueño democrático de la Ilustración era un ejemplo
demasiado inquietante. Sería una inmensa lección, inconmensurable, para el resto de la humanidad.
Ese experimento crucial, el más importante y grandioso de la historia universal, la realización de una
verdadera república democrática (imposible bajo el capitalismo), fue impedido a sangre y fuego
durante todo el siglo XX. Lo que menos podía permitirse es que algún país osara transitar por la vía
del socialismo en estado de derecho. No se escatimaron medios para impedirlo, como prueba el
rosario de golpes de Estado que jalonaron todo el siglo XX, las invasiones, los bloqueos y los
chantajes económicos con los que se castigó a todos los que intentaron ensayar esa posibilidad, que
no era otra que la de la una verdadera república democrática, libre de la división de clases que hasta
el momento la habían convertido en imposible.
La cosa no ha hecho sino confirmarse en lo que llevamos de siglo XXI: es absurdo alardear del
hallazgo político de la división de poderes, ahí donde el poder no es político, sino económico. Grecia,
en 2015, era un Estado de Derecho y una democracia en la que había ganado la izquierda y el
pueblo había votado en un referéndum para no aceptar el chantaje del Eurogrupo. Pero los golpes
de Estado ya no necesitan ahora de tanques, como declaró el ministro Yanis Varoufakis, momentos
después de tener que presentar su dimisión.
Se trata de demostrar al mundo la compatibilidad entre socialismo y democracia. Este reto que Cuba
tiene por delante, seamos conscientes de ello, es absolutamente desproporcionado. Todo el siglo XX
fracasó en el intento de llevarlo a término (o mucho mejor dicho, todos los intentos de lograrlo fueron
derrotados con una violencia brutal). Sin embargo, en Cuba se dan ahora algunas circunstancias
que también tienen algo de milagrosas o, al menos, de inéditas. En pocos sitios como en Cuba,
podrá encontrarse a una generación tan inteligente y formada, tan comprometida con el socialismo
y, al mismo tiempo, tan convencida de que el único camino digno por el que merece la pena apostar
es el de un orden republicano democrático estable y socialista, capaz de garantizar los derechos
individuales, la división de poderes y la libertad de expresión. Lo que estos muchachos tienen en
sus manos no es el futuro de su país, sino la brújula que podría orientar a todos los proyectos
políticos del planeta. Pues, al fin y al cabo, Kant tenía razón: la idea de un orden republicano en
estado de derecho es irrenunciable. Lo único que no podía entender -y que gracias a Marx
entendemos bien- es que el capitalismo ha vuelto imposible lo irrenunciable (y, en realidad, a corto
plazo ya, la supervivencia ecológica más elemental de este planeta).
Fuente: www.sinpermiso.info, 27-12-2020
Socialismo y el ideal republicano: apuntes para una defensa
José Miguel Ahumada
I
En 1998 el profesor y militante socialista Néstor Kohan publicaba un libro denominado “Marx en su
Tercer Mundo: hacia un socialismo no colonizado”. Me acuerdo mucho de ese texto porque me abrió
la mirada más allá de los manuales de marxismo ortodoxo -que ya en esa época nos brindaban
débiles herramientas y vocabularios para impugnar al orden neoliberal-, de la socialdemocracia
acomodaticia y del posmodernismo estilo Negri. Kohan, en dicho texto, volvía a poner en el centro
del tablero la cuestión del poder en las relaciones económicas (cuestión prohibida para la economía
neoclásica convencional y aún dominante) al mismo tiempo que sacaba al marxismo de todo rasgo
lineal, mecanicista y teleológico y hacía un importante esfuerzo de traer de vuelta la libertad a la
tradición socialista.
En este último punto, Kohan nos planteó un desafío fundamental. De acuerdo a él, el debate sobre la
libertad y su significado “..se ha constituido en un eje clave y decisivo para cualquier proyecto social
y político emancipatorio contemporáneo.”1 Para dar un puntapié inicial, Kohan realizó una radical
critica tanto a la visión negativa de la libertad que el liberalismo clásico y el neoliberalismo
contemporáneo han defendido, como a su visión de lo social entendido como una serie de mónadas
aisladas que existen en un espacio neutral y horizontal. Contra aquello, Kohan nos trajo de vuelta a
Marx y su crítica encaminada a poner luz en las relaciones autoritarias y de dominación que suceden
el corazón del capital y, precisamente, en nombre de esa libertad negativa.
II
Creo que hay que tomarse muy en serio el desafío y la invitación que Kohen nos brindara en esa
época. Hay que traer de vuelta la libertad a nuestra tradición. Y esto no por un sentido táctico, sino
por un sentido de urgencia.
En nombre de la libertad del capital, hoy por hoy la sociedad entera está viviendo un creciente
‘camino de servidumbre’ en todos los espacios de la vida socio-política. La libertad del capital (su
capacidad de romper todos los cortafuegos, restricciones y barreras que el movimiento popular le
impuso durante el siglo XX) ha venido de la mano de un creciente autoritarismo al interior de las
empresas (la relaciones laborales en gigantes como Amazon y Walmart son ejemplos prístinos de
esto), de una concentración del poder económico a niveles no vistos anteriormente (llevando incluso
a economistas liberales como Martin Wolf o Luigi Zingales a preocuparse por el futuro del propio
capitalismo), aumento de las desigualdades (como Thomas Piketty o Branko Milanovic han
demostrado de sobremanera), una democracia crecientemente asediada y restringida e incluso a un
estancamiento económico de la mano de crecientes desastres medioambientales.
En buenas cuentas, la libertad del capital ha implicado el sometimiento de la población trabajadora a
una condición de creciente servidumbre económica y política. Algunos liberales progresistas dirán
que eso se debe a que algunos empresarios han logrado coludirse e impedir que la competencia
desate sus fuerzas emprendedoras. Otros dirán que esto se debe a una pérdida de valores
comunitarios que restrinjan el apetito utilitario de algunos. Otros dirán que esto son dolores
temporales de una sociedad que, a pesar de todo, avanza en nuevas tecnologías y fuerzas
productivas.
Los socialistas disentimos. El asunto no es ni normativo, ni tecnológico, ni de competencia. Es
político en su sentido profundo, esto es, implica las relaciones de poder sobre las cuales se erige la
competencia capitalista. Hoy las clases trabajadoras no solo carecen de las protecciones materiales
que habían conquistado a partir de las luchas del siglo pasado sino que están desposeídas de bases
materiales autónomas de existencia que les impida verse sometidas, para sobrevivir, a relaciones de
dependencia con el capital. Esa vida dependiente del capricho de las elites para garantizar su
existencia es, en su definición clásica, una vida de esclavo, lo opuesto al ser libre. José Martí
compartió esa idea en su forma exacta: “esclavo es todo aquél trabaja para otro que tiene dominio
sobre aquél”.2
Así visto, la libertad para los socialistas no es únicamente la ausencia de interferencias (como
correctamente Kohan asocia al liberalismo), sino una vida que no dependa de la voluntad arbitraria
de nadie (o como nos recordara Antoni Domènech sobre Marx, vivir sin pedir permiso). En esta línea,
el orden político que defendemos es, por tanto, aquel en que asumimos como responsabilidad
colectiva de todas y todos el garantizar la base material y el principio normativo necesario para que
nadie viva bajo esas condiciones de sometimiento.
III
Ahora bien, ese orden político que basa su legitimidad en un compromiso entre iguales a garantizar
que todos los miembros tengan aseguradas bases materiales y normativas para que puedan vivir sin
ser esclavos, como hombres y mujeres libres, es lo que denominamos como República.
En este sentido, la república que defendemos está en las antípodas de la idea de república que tiene
el liberalismo. Incluso nos atrevemos a decir que, desde la revolución francesa, ha sido su principal
oponente. Mientras el liberalismo solo entiende república como un aparato formal de división de
poderes, un gobierno representativo y un procedimiento electoral de selección de elites políticas,
nosotros sostenemos que el núcleo de la república es lo anterior pero de la necesaria mano de
garantizar una base material de existencia a todas y todos los ciudadanos para que puedan vivir sin
verse sometidos a ningún lazo de dependencia ni en el hogar, ni en la empresa ni con el gobierno.
Lo anterior implica que para que la república pueda ser un espacio donde los ciudadanos (y sus
representantes) se encuentren como iguales para determinar las normas que nos proponemos como
sociedad (sin que, por tanto, sean estas el resultado de voluntades arbitrarias) debe venir de la mano
de una redistribución del poder económico (democratizando las empresas), una redistribución del
ingreso (impedir las desigualdades que impactan en la legitimidad de la democracia) y una
desmercantilización de áreas fundamentales de la vida social (salud, vivienda, educación, etc.).
Esta dimensión material de la política Robespierre (como nos recuerda Domènech) la denominó
como la fraternidad (la base material para podamos vernos como iguales) siendo el tercer pilar que,
junto a la libertad y la igualdad, constituyen el corazón de una república. Mientras el liberalismo cree
que la república solo incluye la libertad (como no interferencia) y la igualdad (formal) desatendiendo
sus bases materiales (bajo la premisa de que el mercado es un espacio horizontal de mónadas
utilitarias como señala Kohan), los socialistas creemos que, para que la república no sea papel
mojado, debe venir de la mano de una serie de medidas que redistribuyan la propiedad,
democraticen la producción y saquen al mercado de áreas claves de la reproducción social.
Ese proceso de asegurar las bases materiales de la república y que dispute al capital las áreas del
mercado, la producción y la inversión, es lo que entendemos como el carácter socialista de una
república. República sin socialismo, de este modo, es el gobierno de las oligarquías, pero socialismo
sin república es el gobierno de la burocracia.
IV
Kohan a fines de los 1990s nos invitó a reflexionar, con lucidez, sobre la revolución y la libertad. Lo
que el socialismo representa, a nuestro entender, es en efecto una defensa irrestricta a la libertad.
Pero una libertad considerablemente más exigente que la liberal y que demanda una vida sin
dependencias arbitrarias ni dominaciones. Esa promesa (la mayor promesa de la ilustración y la
modernidad) implica, para nosotros, dos elementos, uno institucional y otro material. En el primero,
implica una república que garantice la expresión política de la pluralidad de opiniones de la sociedad
civil, la elección de representantes y división de poderes. Esto con el fin de garantizar la soberanía
del pueblo. Pero esa soberanía solo será papel mojado si no viene de la mano de una radical re-
ingeniería económica, una democratización de la producción y redistribución de la propiedad para
que pueda tener sólidas bases materiales que garantice la autonomía de sus miembros.
Este proyecto republicano socialista, como es evidente para cualquiera que observe con lucidez y
seriedad, es un ataque frontal a la democracia liberal de Popper y Berlin y su arbitraria concesión de
la esfera económica a poderes privados; al eurocomunismo y su incapacidad de problematizar la
propiedad y su distribución como base para la libertad y centrarse únicamente en tenues políticas
distributivas; y al capitalismo, y su tendencia endógena a concentrar el poder en actores privados, a
profundizar la precariedad y crear en forma creciente, una mayoría social dependiente expropiada de
las condiciones materiales para que puedan vivir una vida libre y soberana.
Fuente: www.sinpermiso.info, 27-12-2020
Algo sobre un “constitucionalismo republicano” en Cuba.
Harold Bertot Triana
El uso tendecioso de las categorías políticas es una constante en la historia del pensamiento político.
La deslegitimación de su uso, no por su contenido, sino por el “contexto” o por la “intencionalidad” de
quien lo defienda, no es nueva y es algo que no debe sorprendernos. Pero hay algo que al menos se
ha logrado en este fenómeno: en el contenido de las categorías o conceptos muchas veces se
coincide por la justeza y los ideales emancipadores que lo respaldan, pero se disiente en el
momento de su utilización y defensa. ¿Quién puede estar en contra de más democracia, de más
respeto a los derechos humanos, de una sociedad más igualitaria, de más fraternidad, de más
bienestar colectivo? Se está de acuerdo con todo ello, piensa el avezado censor, y son muy bellos,
pero está el contexto, está el preguntarse quién me lo dice, qué pretende con ello, qué busca con
esos nobles ideales con los que es imposible no estar de acuerdo.
Es obvio que siempre en este tipo de personas que no discute el contenido, sino que te disputa la
oportunidad y tu derecho a exponerlo -dando el beneficio de que el avezado censor está de acuerdo
con el contenido-, se combina una cierta y pretendida jerarquización académica, una funcionalidad al
poder, una visión del mundo, la política y el lugar del ser humano en ellas, así como la finalidad que
es asignada a los procesos sociales, a la comprensión de la política como fin o la política como
medio para un fin, etc. Son muchas variables que siempre han estado presentes en este tipo de
fenómenos, y que son en extremo peligrosas cuando atiza el conflicto, cuando se le marca un
derrotero a roles políticos o sociales que no lo pretenden, y cuando se rechaza un discurso
democrático y de convivencia pacífica. Muchas veces son bien intencionados, no lo dudo, pero
muchas veces también devienen anacrónicos, descontextualizados, cuando intentan aplicar como
fórmula universal el método de lucha revolucionario de la Europa del siglo XIX y principios del XX a
cualquier “situación revolucionaria” o proceso político, o incluso para impugnar actores sociales que
comulgan en la misma línea de igualdad y de justicia pero que difieren en los métodos. Aquellos
proceso no pudieron conocer los enormes avances democráticos y de derechos humanos a la largo
de ese siglo para entender que es preciso canalizar las diferencias, hasta las últimas consecuencias,
y si todos están de acuerdo, por cauces democráticos. En mi consideración, para no ser más de lo
mismo, se puede ser profundamente antimperialista, socialista (o de izquierda) pero se tiene que ser
también profundamente democrático y humanista.
Por ello una interpretación de alguien de izquierda que asuma, en cualquier contexto, no la
“reconciliación”, “superar el lenguaje político polarizante”, la “articulación de todas las ideologías” y la
“realización plena de la república democrática y el Estado de Derecho”, ya sea en una isla perdida
en el pacífico o en la más populosa y exuberante de nuestras repúblicas americanas, nos invita a
pensar, esencialmente, en la naturaleza y el fundamento de los fracasos de los modelos de izquierda
durante el siglo XX, el rol de los intelectuales y qué proyecto se opta defiende por su justeza y su
superioridad ética. Y es verdad que el ámbito de las descalificaciones no es algo nuevo. Ha existido
un discurso de izquierda, que a la largo de la historia ha tildado de “reformista”, “revisionistas”, entre
otras, a expresiones que se les imputa apartarse del legado original, de la norma revelada; a los que
achacan muchas veces de no “entender” consciente o inconscientemente el momento histórico, el
balance histórico correcto en un momento particular de la historia.
Sin embargo, casi todas han sido excusas con profundos déficit democráticos, con una visión
ideológica -como toda ideología-, lastrada por una visión del mundo cuyas soluciones puede no
coincidir exactamente con la realidad, o peor, ser en el campo de la política profundamente
discriminatoria. Muchas veces importa poco el individuo; muchas veces -y hablo también desde una
perspectiva epistemológica- se desdibuja de la ecuación el individuo, la persona humana, y se olvida
entender y defender procesos políticos como medio para unos fines que tengan su centro en el ser
humano y su desenajenacion social, política y espiritual, y no solo para unos pocos sino con intentos
de que sea para todos. Todas esas posiciones discriminatorias en política han reproducidos los
mismo campos de dominación estructural, simbólico o cultural que han esgrimidos combatir. Y es
verdad que al final han terminado fracasando o han terminado rectificando porque han replicado en
otro nivel, y con otros matices, el mismo patrón excluyente en lo político: como lo han sido en
algunas de sus variantes la idea liberal, demoliberal, liberal-conservador, etc.
No piensen, y lo digo con solemnidad, que sostener algo diferente es hacer una interpretación
“abstracta” de la historia, que obvia las complejidades de los procesos políticos y que está ausente
de asumir los derroteros de la “cruda” realidad o que no se toma partido. Nada de esto tiene sentido
si con ello se pretende que se baje la cabeza ante una exigencia de entender el campo de lo político -
aun en procesos radicales de cambio extendidos en el tiempo- como un campo en el que no hay
retorno, y que libra a la suerte de cada quien el lado en que te puso el destino o tu posición de clase
o ideológica. Mucho se ha avanzado en la historia de la humanidad para que los procesos políticos
no haya que entenderlos en términos tan absolutos como de vida o muerte, cuando las partes están
dispuestos a dirimirlos dialógicamente.
No es un secreto para nadie y es sabido: la regularidad histórica de los procesos de izquierdas
llegados al poder durante toda la historia del siglo XX (el ejemplo paradigmático tal vez sea la
revolución bolchevique) muestra una absoluta incapacidad para combinar su existencia y
reproducción con procesos de extensión de patrones democráticos. Los ataques de exterior, los
problemas internos acumulados, la complejidad en la construcción de alternativas, termina muchas
veces siendo una reivindicación de los derechos y la emancipación para una sola “clase” o grupo
social; o la posición política termina siendo el baremo entre el disfrute y ejercicio de derechos
políticos o de una “muerte civil” en vida. Por el excesivo celo en la defensa de los componentes
fundamentales de un modelo o sistema, entre presiones de lo externo y de lo interno, se termina
perdiendo al menos dos cosas fundamentales: la perspectiva universal de la emancipación y con ello
una perdida de la centralidad del ser humano en los procesos políticos.
La política no es un campo de rosas, y siempre ha sido un escenario de batallas encarnizadas donde
casi nunca todo el mundo sale vencedor. Pero tal vez el problema mayor y desafío que deben
enfrentar modelos y propuestas políticas, cuya legitimación y fundamento se erige en derribar las
barreras de modelos o sistemas que permiten patrones de desigualdad social y el ejercicio de
derechos sólo para unos pocos, es no reproducir estos patrones a la inversa. No importa si es una
mayoría real o “autoproclamada” la que exige este estado de cosas y la que desde el poder los
reclama. Nunca tiranía de mayorías sobre las minorías sino convivencia democrática. Aun en
tiempos de máxima presión para su subsistencia el campo de lo político no puede transformarse de
perdedores y ganadores en víctimas y victimarios de una aniquilación y anulación de los roles
políticos. Cuando se actúa así, no engañarse tampoco, esa ausencia de centralidad del ser humano,
esa ausencia de patrones democráticos alcanza también a esa “mayoría” que pretende imponerse a
cualquier costa: poco de desenajenación hubo en el “homo sovieticus” (Aleksandr Zinóviev), poco de
desenajenación hay en sistemas que controlan hasta los aspectos más íntimos de tu vida privada,
que acuden a la “sospecha”, a definirte unilateralmente por un línea de comportamiento y de ser, que
exigen radicalmente un pensamiento único para “ser y estar”, que invitan a pensar en más de una
ocasión -para no buscarte problemas- qué decir y cómo decirlo.
¿Es válido insistir en el republicanismo? ¿Tiene algo que decir para Cuba?
Existen un largo recorrido teórico y doctrinal sobre el republicanismo, que hurga en sus orígenes y
desarrollo y sus distintas reivindicaciones en el siglo XX. Por tal razón sería redundante insistir en
estos puntos de sobra conocidos del público interesado en estas cuestiones y que tiene en Cuba
autores más que especializados en la materia. Por ello prefiero concentrarme en una concepción del
republicanismo que engarza con una idea del constitucionalismo -que podría llamarlo, y no sé si ya
existe- “constitucionalismo republicano”, y que intenta combinar la garantía de la libertad en las
relaciones políticas verticales (Rousseau) y la libertad a garantizar en las relaciones de poder
horizontales (Montesquieu).
En mi concepción del republicanismo hay que lograr al menos dos engarces el pensamiento de
Rousseau y Montesquieu, pues ninguno por separado es viable: una representación política
desenajenada, que en la idea de Rousseau pasaba por entender la imposibilidad de la
“representación” pues “la soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede
ser enajenada”, es decir, que “los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus
representantes; no son sino sus comisarios: no pueden acordar nada definitivamente”; y la
racionalidad del poder en el viejo Montesquieu cuando pretendió asegurar la libertad política
mediante una organización del poder desconcentrada.
Siempre he creído posible la confluencia de ambos idearios, más que buscar una simple oposición
entre la ausencia de libertad advertida por Rousseau en los ingleses en su Contrato Social (“
El pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho: no lo es sino durante la elección de los miembros
del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada. En los breves momentos
de su Libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda”) y ese “deseo inmoderado de libertad”
del pueblo que achacó Montesquieu a los patricios (“Los patricios, queriendo impedir la vuelta de los
reyes, trataron de aumentar el ansia de libertad existente en el espíritu del pueblo; pero fueron más
allá de los que se proponían: a fuerza de inspirarle el odio a los reyes, hicieron nacer en él un deseo
inmoderado de libertad”.3 Creo que no es posible una verdadera desenajeación política, yendo un
poco más allá de lo pensado por Rousseau, si el poder no se racionaliza.
Si queremos un ejemplo claro del fracaso en la absolutización de uno sólo de estos principios,
podemos advertirlo en las experiencias revolucionarias de finales del siglo XIX y principios del XX. La
experiencia inicial de la revolución bolchevique, por lo menos en la voz de Lenin, asume en algunos
de sus diseños el ideal republicano de participación romana y de los revolucionarios franceses de
1793, en la línea de Rousseau, que había tenido una experiencia clarificadora en la Comuna de
París. Se defendió en el discurso que la vida política debía estar atravesada por instituciones en
franca sintonía con el pensamiento roussoniano: “responsabilidad directa de las masas en el control
y dirección de la cosa pública”; la “elección y revocación de mandatos”, etc., pero no se racionalizó el
poder. No lo hizo tampoco la Comuna de París, cuando en su diseño apostó por una organización
que luego se tradujo en la institucionalidad soviética como “unidad de poder”. Y no se racionalizó el
poder porque sencillamente la política no estaba pensada en términos de consenso ni de
conciliación o “reconciliación”, sino en la “lucha de clases” entendida como la supresión de las
“clases explotadoras”, y en el mantenimiento del poder a toda costa, ya sea con la aniquilación de
enemigos internos como externos. Desde ahí, como ha ocurrido a lo largo de la historia, los procesos
revolucionarios también se hicieron con un lógica del poder consustancial a procesos de rupturas
sociales y políticas: en nombre de una mayoría, con propósitos cualitativamente superiores -al
menos en el discurso-, es “legítimo” una emancipación social limitada, que no alcance a todos, un
campo en que la política sólo existe y tiene derecho a existir si es para lograr los anhelos de esa
mayoria, real o ficticia, o de los designios que marcan algunos (los “iluminados”, diría alguien).
La realidad política de Cuba demanda esta idea de un “constitucionalismo republicano”. Ya sabemos
que muchas de la características del modelo político cubano obecede a una lógica de confrontación.
Que el poder actúa como si una pretendida (o real) mayoría sostenida en el tiempo legitimara un
sistema con mucho celo por sobrevivir a cualquier costa, de cerrar espacio a la más mínima
disidencia. Es verdad que resulta imposible para cualquier persona antimperialista, de izquierdas, de
profundas raíces nacionalistas, no asuma y sienta como suyo un proyecto social y político como el
cubano que ha plantado cara a una potencia que ha buscado por todos los medios destruirla y que
desde el inicio le hizo la vida imposible. La política norteamericana hacia el proyecto social cubano
es la principal violatoria de todas las normas de convivencia nacional e internacional. No hay
justificación jurídica, moral ni ética en el comportamiento de los gobiernos norteamericanos hacia la
isla. Mucho de doble rasero, de oportunismo, de crueldad hacia el pueblo cubano, bajo el manto de
combatir al gobierno.
Pero hay que decirlo con toda la franqueza del mundo: el problema de convivencia a lo interno de
Cuba (que a su vez es imposible entenderlo aislado del entorno externo) es el diseño del modelo
político, la naturaleza del sistema político y cómo se ha estructurado el poder, que ha impedido en
buena medida una desanejación política vertical y una racionalización del poder horizontalizada. Lo
necesario únicamente deviene virtud para unos pocos si prevalece una discriminación política
sostenida en el tiempo, sin capacidad de rectificarse, sin atender a las justas y leales demandas de
un sector no comprometido con la destrucción de una nación. Un destacado profesor cubano en
alguna ocasión decía que podía existir “pluralismo político” en un sistema unipartidista. Y creo yo que
pensaban esta posibilidad de pluralidad acotada a un sector patriota, de profundas raíces
nacionalistas sin agendas anexionistas ni de otra índole. No obstante, pese a todo, en verdad nunca
he creído cómo eso puede ser posible, porque en este caso siempre ha habido una correlación
aterradora entre el diseño y la práctica. La función del partido comunista en Cuba, la instancia
política que marca y delinea el rumbo de la nación cubana, encuentra en el Estado una organización
del poder montado bajo el principio de unidad de poder. Ello se combina para que sea muy difícil
garantizar todos los estándares fijados para un Estado de Derecho que aparece en el texto
constitucional cubano de 2019 como “Estado socialista de derecho”. Existen razones obvias: es
imposible que estructural y orgánicamente pueda garantizarse la supremacía constitucional si se
rechaza un sistema de poder basado en el control entre los poderes -check and balance, o en la
línea descrita, sin una “racionalización del poder”-, que impide que pueda controlarse actos (por
ejemplo, de la Asamblea Nacional del Poder Popular) viciados de inconstitucionalidad; que pueda
garantizarse el efectivo ejercicio y realización de los derechos de las personas que puedan ser
vulnerados por órganos que escapan del control de otros órganos; si la garantías de los derechos
tiene que realizarse frente a instituciones que actúan orquestadamente al compás de un orientación
partidista; si la capacidad para decidir y controlar en política queda substraída por tantas
mediaciones y un mundo cultural y simbólico de constricciones, de no “saltarte los canales”, de
“cuidar las expresiones”; como si fuera el mundo de un equilibrista que debe saber con precisión la
delgada línea que separa el “decir correcto” de aquellas expresiones que pueden estar “ayudando al
enemigo”.
Yo preguntaría, más alla de una “comprensión histórica del momento”, si alguien, por decencia, por
ética y por humanidad, puede justificar y estrechar la mano de determinados actos en un proyecto
social que debe ser por esencia superior al anterior (sobre todo éticamente), si ello consiste en estar
de acuerdo en naturalizar detenciones arbitrarias, restricciones ilegales a la libertad de movimiento,
la utilización de medios públicos para la calumnia y la difamación de personas, etc. ¿Cómo puede
defenderse todo esto ante un sistema que ya está montado para que no haya alternativa política
(serían “concesiones” intolerables), para exigir la conformidad con un pensamiento único (en el
acceso a las instituciones, en tus expresiones cotidianas, en la forma de “ser y existir”), y para
anularte política y civilmente si te resignas a conciliar con una única ideología?
En tales circunstancias, el rol del intelectual de izquierda, como lo concibo yo, jamás podrá ayudar a
que se “institucionalice” en la mente de las personas los desvíos de las reglas marcados en la
Constitución y las leyes, la naturalidad de métodos poco democráticos para anular a los
“adversarios” (concepto en que lamentablemente entran muchos, sin serlo en muchas ocasiones) y
para asumir una condición nacionalista y de izquierda como excusa para legitimar actos arbitrarios e
ilegales incluso dentro un marco normativo problemático. Es posible, insisto, militar en cualquier
tendencia ideológica, y tener como norte cosas sagradas: la igualdad, la justicia, la fraternidad, la
civilidad, la patria y tantas otras que de seguro el censor avezado tildara de abstractas y de oscuros
contornos. No importa, yo creo que vale la pena asumirlas; así también lo hizo Martí, que ojala sea el
que nos guíe.
1 Kohan, N. (2003). Marx en su tercer mundo. Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura
Cubana Juan Marinello: La Habana.
2 Citado en Guanche, J.C. (2017). Prólogo a La democracia republicana fraternal y el socialismo de
gorro frigio.
3 Montesquieu: Grandeza y Decadencia de los Romanos, p.52.
Fuente: www.sinpermiso.info, 27-12-2020
investigador del CONICET y profesor de la Universidad de Buenos Aires.
Néstor Kohan
Profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y escritor.
Carlos Fernández Liria
Economista y profesor chileno.
José Miguel Ahumada
Jurista y profesor cubano.
Harold Bertot Triana
Fuente: AAVV URL de origen (modified on 27/12/2020 - 18:43):https://www.sinpermiso.info/textos/republicanismo-y-socialismo-un-debate-global-desde-la-cuba-de-ahora-dossier