príncipes de irlanda por edward rutherfurd

74

Upload: roca-editorial

Post on 08-Apr-2016

222 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

Una magnífica epopeya sobre el amor y la guerra, la vida de una familia y una intriga a lo largo de once siglos en Irlanda.

TRANSCRIPT

Page 1: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd
Page 2: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Príncipes de IrlandaEdward Rutherfurd

Traducción deMontserrat Gurguí y Hernán Sabaté

Page 3: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

PRÍNCIPES DE IRLANDA. LA SAGA DE DUBLÍN. VOLUMEN IEdward Rutherfurd

La primera parte de la magnífica epopeya sobre la historia de Irlanda. Por elautor de Londres, París y Nueva York.

Príncipes de Irlanda es un retrato inmejorable de la historia del país: desde lallegada de san Patricio a la isla pagana de Irlanda, la resistencia a la cristiani-zación o el enfrentamiento con los vikingos, hasta los conflictos entre los prín-cipes de Irlanda y los reyes de Inglaterra. Edward Rutherfurd nos enseña quepara comprender la vida de un país es necesario conocer su historia; esa es laoportunidad que brinda esta novela mediante historias ficticias y personajesinventados. Un viaje imaginario a través de los siglos, con parada en los hechosmás significativos del devenir de Irlanda, que se engarzan perfectamente a laficción y que llegará, en este primer volumen de los dos concebidos porRutherfurd, hasta el siglo XVI.

ACERCA DEL AUTOREdward Rutherfurd nació en Salisbury, Inglaterra. Se diplomó en historia yliteratura por la Universidad de Cambridge. Junto con Rusia, es el autor deSarum, Príncipes de Irlanda, Rebeldes de Irlanda, Nueva York, Londres yParís, todas ellas publicadas en Rocaeditorial. En todas sus novelasRutherfurd nos ofrece una rica panorámica de los países y de las ciudadesmás atractivas del mundo a través de personajes ficticios y reales que seponen al servicio de una investigación minuciosa en lo que ya se ha converti-do el sello particular de autor.

ACERCA DE SUS OBRAS«Un guiso exquisito con el punto justo de especias.»SuNdaY TeLegRaPh

«Suspense, aventuras de piratas y relatos apasionados de amor y guerra.»The TImeS

Page 4: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Para Susan, Edward y Elizabeth

Page 5: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Tara

ULSTER

LEINSTER

CONNACHT

MUNSTER

MEATHTumbasKells

Kildare Mtes. deWicklow

Mtes.SlieveBloom

Acantiladosde Moher

Shannon

Mull deKyntyre

ALBA

ISLA DEMAN

Uisnech

Trim Maynooth

Boyne

Carmun

Liffey

Dublína Chester

Glendalough

Ferns

WexfordWaterford

Cashel

Cork

Penínsulade Dingle

Limerick

L e t h M o g a

L e t h C u i n n

Slige Mhór

Armagh

IRLANDA

Marisma de Allen

a Bristol

Page 6: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

REGIÓN DE DUBLÍN

Malahide

Vado de Ath Cliath

DubhLinn

Dalkey

Carrickmines

Rathmines

Swords

Llanura de las Bandadas de Pájaros

Glendalough

Clontarf

Ojo de Irlanda

Ben deHowth

Granja de Harold

DonnybrookRathgar

Rathfarnham

R.Do

dder

R. Tolka

La Cruz de Harold

Rathconan

Montes deWicklow

Llanura del L i ffey

R. Li ffey

Clondalkin

Kilmainham Primerosasentamientos

vikingos

Maynooth

Fingal

R. Liffey

Rath

Page 7: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Libe

rtad

deSa

n Pa

trici

o

C. de lasTabernas

C. A

ltaC.

de lo

s

Deso

llado

res

Mue

lle d

e m

ader

a

Puer

ta d

elas

Dam

as

Igles

ia de

Cris

toHo

spita

l de

San

Juan

Clon

tarf

Oxm

anto

wn(O

stm

anby

)

Vado

Puer

taOc

ciden

talMerc

ado

Cran

eIg

lesia

deSa

n Ol

af Case

tas d

e pe

scad

o

Igles

ia de

San

Aude

on

Pico

ta

Thols

el

Cruz

C. d

e Sa

n Ni

colás

C. de

l Cas

tillo Ca

stillo

(Rat

h)

Pozo

de

Bríg

idaPo

zo d

e Sa

n Pa

tricio

Cate

dral

de S

an P

atric

ioM

onas

terio

de

los

Ui F

ergu

sa Hosp

eder

ía d

e Sa

n Ke

vin

Igles

ia de

San

Andr

és

Lagu

naDu

bh L

innCa

pilla

de

San

Jorg

e

Hogg

en G

reen

Conv

ento

Túm

ulo d

e la

Asam

bleaPied

raLa

rga

viking

a

Lepr

oser

ía d

eSa

n Es

teba

n

DUBL

ÍN M

EDIE

VAL

Muell

e de l

os m

erca

dere

s

Page 8: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Prefacio

El presente libro es, ante todo, una novela. Todos los personajesde las diversas familias, cuyas vidas sigue la obra a lo largo de va-rias generaciones, son ficticios; sin embargo, al narrar sus histo-rias, los he situado entre personas y sucesos que o bien existie-ron, o pudieron haber existido. El contexto histórico, cuando seconoce, se ofrece con precisión; allí donde se plantean divergen-cias de interpretación, he procurado reflejar o proporcionar unavisión equilibrada de las opiniones de los mejores estudiosos ac-tuales. De vez en cuando, en pro de la narración, ha sido precisoefectuar pequeños ajustes en acontecimientos complejos; sin em-bargo, tales ajustes son contados y ninguno contradice la historiageneral.

En las últimas décadas, Irlanda en general y Dublín en parti-cular han tenido la fortuna de recibir una atención extraordinariapor parte de historiadores cualificados. Durante las amplias in-vestigaciones que he efectuado para escribir este libro, he tenidoel privilegio de trabajar con algunos de los eruditos más distin-guidos de Irlanda, que han tenido la generosidad de compartirconmigo sus conocimientos y de corregir mis textos. En la notafinal de este volumen, detallo sus amables contribuciones, por lasque les expreso mi reconocimiento. Gracias al trabajo de los espe-cialistas, durante el último cuarto de siglo se ha producido unarevisión de ciertos aspectos de la historia de Irlanda y, como con-secuencia, el relato que sigue puede contener varias sorpresaspara el lector que conoce el tema. En la citada nota proporcionoalgunos apuntes adicionales para quien tenga curiosidad por sa-ber más.

Los nombres irlandeses de personas o lugares y los términostécnicos aparecen siempre en su forma más sencilla y conocida.Los libros modernos publicados en Irlanda utilizan una tilde, la

15

Page 9: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

fada, para indicar que una vocal es larga y otras marcas para se-ñalar la pronunciación correcta. Sin embargo, tales caracterespueden resultar confusos para los lectores no irlandeses, por loque no se han empleado en el texto de la novela.

edward rutherfurd

16

Page 10: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Prólogo

El sol esmeralda

Hace mucho tiempo. Antes, mucho antes de la llegada desan Patricio. Antes de la irrupción de las tribus celtas y de quenadie hablara la lengua gaélica. En la era de unos dioses irlan-deses de los que no ha quedado ni el nombre.

Muy poco puede afirmarse con rotundidad de esas épocas;aun así, pueden determinarse algunos hechos, pues en el terreno—y sobresaliendo de él— quedan rastros de la presencia de ta-les gentes antiguas. Además, como sucede desde que se narranhistorias, siempre podemos recurrir a la imaginación.

En esos tiempos arcaicos, cierta mañana de invierno, tuvolugar un pequeño suceso. Nos consta que fue así, pues esemismo hecho debió de producirse muchas veces: año tras año,cabe suponer. Siglo tras siglo.

Amanecía. El cielo invernal empezaba a adquirir un colorazul pálido. Muy pronto, el sol se alzaría sobre el mar. Desde lacosta oriental de la isla se adivinaba ya en el horizonte el res-plandor dorado.

Era el solsticio de invierno, el día más corto del año, aunquesi en esa época ancestral el año se señalaba con fechas, descono-cemos qué sistema de denominación se empleaba.

En realidad, la isla era una de las dos que se hallaban frente ala costa atlántica del continente europeo. Una vez, miles de añosatrás, cuando las dos quedaron atrapadas en la gran estancaciónblanca de la última Edad de Hielo, estuvieron unidas por una

17

Page 11: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

calzada de piedra que corría desde el extremo nororiental de laisla occidental, la más pequeña, al extremo superior de su vecina;esta, a su vez, quedaba unida por el sur a la masa continentalmediante un puente de tierra cretácica. Al término de la glacia-ción, cuando las aguas del Ártico en fusión inundaron el res todel mundo, cubrieron la calzada de piedra y quedó roto el puentede tierra, formándose así dos islas en el mar.

Las separaciones eran muy estrechas. La calzada hundidaentre la isla occidental, que un día recibiría el nombre de Ir-landa, y el promontorio de Gran Bretaña, conocido como elMull of Kintyre, medía apenas algo menos de veinte kilóme-tros; la distancia entre los acantilados blancos de la Inglaterrasudoriental y el continente europeo, algo más de treinta.

Cabría esperar, por tanto, que las dos islas fueran muy pa-recidas. Y en cierto modo lo eran, pero existían sutiles diferen-cias entre ellas, pues cuando el mar las separó, sus tierras ape-nas empezaban a deshelarse y a salir de su estado ártico y lasplantas y los animales todavía se hallaban en proceso de quelas colonizaran desde el sur, más cálido. Cuando la calzada depiedra quedó bajo las aguas, ciertas especies que habían alcan-zado la parte meridional de la isla mayor, la más oriental, nohabían tenido tiempo de llegar a la occidental. Así, mientrasque el roble, el avellano y el abedul abundaban en las dos, elmuérdago que crece en los robles británicos no llegó a los ár-boles irlandeses. Y, por la misma razón, mientras que la islabritánica estaba infestada de serpientes, Irlanda gozaba de lasingular bendición de estar libre de ofidios.

La isla occidental sobre la que estaba a punto de salir el solse hallaba cubierta de bosques tupidos, interrumpidos por zo-nas cenagosas. Hermosas sierras se alzaban aquí y allá, y abun-daban los ríos, pródigos en salmones y otros peces. El mayor deestos cursos de agua desembocaba en el Atlántico, al oeste, des-pués de serpentear en meandros a través de una compleja redde lagos y canales por el interior de la zona central de la isla.

Sin embargo, a los primeros hombres que llegaron a estadebieron de llamarles la atención, en particular, otras dos ca-racterísticas del paisaje. La primera de ellas era mineral. Aquí yallá, en los claros del tupido bosque o en las laderas abiertas de

edward rutherfurd

18

Page 12: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

las montañas, aparecían afloramientos rocosos, surgidos conviolencia de las entrañas de la tierra, que contenían el fulgormágico del cuarzo. Y en algunas de aquellas rocas deslumbran-tes aparecían vetas de oro aún más brillantes. Como conse-cuencia, en las diversas partes de la isla donde se encontrabantales afloramientos, los cursos de agua fluían cargados de pepi-tas y polvo de dicho metal.

El segundo rasgo era universal. Fuese debido a la humedaddel viento que soplaba del Atlántico, a la calidez de la corrien -te del golfo o al ángulo con el que incidía la luz del sol en aque-llas latitudes, o bien a una confluencia de esos tres factores yalguno más, la vegetación de la isla presentaba un color verdeesmeralda extraordinario e irrepetible. Y tal vez fue esta anti-gua combinación de verde esmeralda y oro fluyente lo que dioa la isla occidental su fama de lugar donde moraban espíritusmágicos.

¿Y qué seres humanos habitaban la isla esmeralda? Hastaque llegaron las tribus celtas en tiempos posteriores, los nom-bres de las gentes que poblaron sus tierras pertenecen solo a laleyenda: los descendientes de Cessair, Partholon y Temed, losFir Bolg y los Tuatha De Danaan. Sin embargo, resulta difícildeterminar si esos nombres pertenecen a personas de carne yhueso, a antiguos dioses o a ambos a la vez. Lo que se sabe aciencia cierta es que, tras la Edad de Hielo, hubo en Irlanda ca-zadores y, más tarde, agricultores. Estas gentes procedían sinduda de diferentes lugares. Como en otras partes de Europa,los isleños sabían edificar con piedra y fabricaban armas debronce y bellas cerámicas. También comerciaban con mercade-res que llegaban de lugares tan remotos como Grecia.

Estas gentes, sobre todo, elaboraban ornamentos con elabundante oro de la isla. Adornos para el cuello, brazaletes decordoncillo de oro, pendientes o discos solares de oro batido:los orfebres irlandeses estaban entre los más apreciados de Eu-ropa, donde se llegaba a calificarlos de «artesanos mágicos».

El sol aparecería en cualquier momento por el horizonte,encendiendo un gran surco dorado sobre el mar.

príncipes de irlanda

19

Page 13: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

En el centro, aproximadamente, de la costa oriental de laisla esmeralda se extendía una amplia y placentera bahía entredos promontorios. Desde la punta meridional, la panorámicade la costa hacia el sur abarcaba una sierra entre cuyas cum-bres se contaban dos pequeñas montañas volcánicas, que se al-zaban junto al mar con tal elegancia que un visitante podríacreerse transportado a los climas más cálidos de la Italia meri-dional. Al norte del otro promontorio, una amplia llanura seprolongaba hasta las otras montañas, más lejanas, que yacíanbajo la desaparecida calzada de piedra que comunicaba con laotra isla. En el centro de la bahía se extendían las amplias cié-nagas y los arenales de un estuario fluvial.

El sol asomaba ya sobre el horizonte e iluminaba el mar conun ardiente destello dorado. Y cuando sus rayos alcanzaron elpromontorio norte de la bahía y se propagaron por la llanura,encontraron la respuesta de otro destello, como si sobre el suelohubiera un gran reflector cósmico. Este segundo destello resul-taba de especial interés, pues emanaba de un objeto notable y debuen tamaño fabricado por la mano del hombre.

Unos cuarenta kilómetros al norte de la bahía, otro río cau-daloso fluía de oeste a este por un valle cuyo verdor esplendo-roso anunciaba la presencia de uno de los suelos más ricos delmundo. Y en las cimas de las colinas de suaves laderas que for-maban el valle, las gentes de la isla habían construido varias es-tructuras, grandes e impresionantes, la principal de las cualesacababa de lanzar al cielo aquel destello deslumbrante.

Se trataba de unos enormes túmulos circulares cubiertos dehierba. Sin embargo, no eran en absoluto unos toscos amonto-namientos de tierra. Su forma cilíndrica, los flancos verticalesy los amplios techos convexos sugerían una construcción inte-rior muy cuidadosa. Su base constaba de piedras monumenta-les en cuya superficie aparecían círculos grabados, zigzags yextrañas espirales alucinatorias. Pero lo más destacado era quetoda la cara que daba al sol naciente estaba revestida de cuarzoblanco. Y era este enorme muro curvado y cristalino lo que, al-canzado por el fulgor del astro naciente en aquel despejadoamanecer del solsticio, brillaba y refulgía y devolvía al cielo unreflejo del fuego solar.

edward rutherfurd

20

Page 14: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

¿Quién había edificado aquellos monumentos sobre las tran-quilas aguas del río surcadas por los cisnes? No lo sabemos se-guro. ¿Y con qué propósito se habían construido? Como lugarde reposo eterno para sus príncipes, eso sí lo sabemos con certe -za; con todo, sobre los príncipes que los ocupaban y si sus espíri-tus eran benignos o malévolos, solo podemos hacer conjeturas.Allí yacían, sin embargo, los antiguos ancestros de los isleños,unos espíritus que esperaban el momento de resurgir.

Además de tumbas, estos grandes túmulos eran tambiénsantuarios que, en determinadas ocasiones, acogían a las fuer-zas divinas y misteriosas del universo que habían otorgadovida cósmica al territorio. Y a ello se debía que, durante la no-che que acababa de terminar, la puerta del santuario hubierapermanecido abierta.

En el centro de la brillante fachada de cuarzo había una an-gosta entrada, flanqueada de piedras monumentales, tras lacual discurría un pasadizo estrecho, un tanto irregular perorecto, bordeado de piedras verticales, que llevaba al corazón delgran túmulo y que terminaba en una cámara interior en formade trébol. Igual que por fuera, muchas de las piedras del inte-rior del pasillo y de la cámara tenían grabados dibujos, entreellos una extraña composición de tres espirales. El estrecho pa-sadizo estaba orientado de tal manera que, precisamente du-rante el orto del solsticio de invierno, el rostro del sol nacientepenetraba directamente por la parte superior de la puerta alaparecer por el horizonte y enviaba sus cálidos rayos por el os-curo pasadizo hasta el centro del monumento.

Ahora, alzándose ya en el firmamento, los rayos de sol fulgu-raban sobre la bahía, sobre la línea de la costa, sobre los bosquesinvernales y en los pequeños claros que, alcanzados por la luz,quedaban bañados de repente por el resplandor del astro rey, queemergía del horizonte acuático. Iluminando el valle fluvial, losrayos se desplazaban hacia el túmulo cuyo cuarzo destellante,captando una luz reflejada del verde paisaje del entorno, parecíaencenderse en llamas y refulgía como un sol esmeralda.

¿No había algo frío e inquietante en aquel resplandor ver-doso, mientras los rayos de sol penetraban por el hueco de en-trada hasta el pasadizo oscuro del túmulo? Tal vez.

príncipes de irlanda

21

Page 15: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Sin embargo, en aquel instante sucedió algo maravilloso:tal era la precisión del trazado del pasadizo que, conforme el solse alzaba gradualmente, sus rayos —como si renunciaran porcompleto a su velocidad habitual— progresaron despacio por elpasadizo, no más deprisa que un niño a gatas, palmo a palmo,bañando las rocas a su paso con un suave brillo hasta que al-canzaron la cámara triple del centro. Allí, cobrando velocidadde nuevo, centellearon en las piedras, danzando aquí y allá yaportando luz, calor y vida a la tumba del solsticio de invierno.

edward rutherfurd

22

Page 16: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Uno

Dubh Linn

430 d. C.

I

Lughnasa. El momento culminante del verano. Pronto llega-ría el tiempo de la cosecha. Deirdre se apostó junto a la baran-dilla y contempló la escena. Tendría que haber sido un día ale-gre, pero a ella solo le había traído congoja: el padre al quetanto amaba y el tuerto iban a venderla y no podía hacer nadapor evitarlo.

Al principio, no vio a Conall.

En las carreras, era costumbre que los hombres compitie-ran desnudos. Se trataba de una tradición muy antigua. Siglosantes, los romanos ya mencionaban que los guerreros celtasdespreciaban la protección de los escudos y gustaban de desnu-darse para la batalla. Un guerrero tatuado, con los músculosprominentes, los pelos de punta como grandes púas y la caracontraída en un frenesí bélico, resultaba una visión aterradoraincluso para los curtidos legionarios romanos. A veces, cuandomontaban en sus carros, esos fieros guerreros celtas se poníanuna capa que ondeaba a su espalda y, en algunas zonas del Im-perio romano, los jinetes celtas utilizaban calzones; sin em-bargo, en la isla occidental, se había conservado la tradición de

23

Page 17: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

la desnudez en las carreras ceremoniales y el joven Conall nollevaba más que un pequeño taparrabos protector.

El gran festival de Lughnasa se celebraba cada tres años enCarmun. Éste era un enclave misterioso. En un territorio debosques despoblados y cenagales, era un espacio abierto y cu-bierto de hierba que se extendía, verde y desierto, casi hasta elhorizonte. El enclave, situado a poca distancia al oeste delpunto donde el curso del Liffey, si uno remontaba el río, co-menzaba a desviarse hacia el este en dirección a sus fuentes enlos montes de Wicklow, era absolutamente llano, a excepciónde algunos túmulos en los que estaban enterrados los jefes an-cestrales. El festival duraba una semana y constaba de diversasáreas destinadas al intercambio de productos agrícolas, a losmercados de ganado y al comercio de hermosas telas, pero lamás importante de todas era una amplia pista de carreras quese extendía sobre el prado.

La pista constituía una visión magnífica. La gente acampabaen torno a ella, agrupada por clanes en tiendas o cabañas provi-sionales. Hombres y mujeres vestían capas de brillantes coloresescarlata, verde o azul. Los hombres lucían espléndidos torquesde oro, como gruesos amuletos en torno al cuello, y las mujeresllevaban brazaletes y adornos de todo tipo. Algunos hombresiban tatuados y lucían bigotes y largas cabelleras, mientras queotros se embadurnaban el pelo de arcilla y se lo peinaban de pun -ta, en forma de terroríficas y belicosas púas. Aquí y allá se veíancarros de guerra magníficos. Los caballos se guardaban en co-rrales y los bardos contaban historias en torno a las hogueras.En aquel preciso instante, llegaba un grupo de acróbatas y ma-labaristas. Aquí y allá, el tañido de un arpa, de un silbato dehueso o de una gaita sonaba en el aire estival y el aroma de lacarne asada y de las tartas de miel impregnaba la ligera huma-reda que flotaba sobre la escena. Y en el túmulo ceremonial, allado de la pista de carreras y presidiendo la escena, se hallaba elrey del Leinster.

La isla estaba dividida en cuatro partes. Al norte, se encon-traban los territorios de las antiguas tribus de Ulaid, la provin-cia de los guerreros. Al oeste, quedaba una hermosa provinciade bravas costas y lagos mágicos, que llamaban la tierra de los

edward rutherfurd

24

Page 18: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

druidas. Hacia el sur, estaba la provincia de Muma, famosa porsu música. Según la leyenda, fue allí donde los hijos de Mil seencontraron por primera vez con la diosa Eriu. Y, por último, aleste se extendían los ricos pastos y campos de cultivo de las tri-bus de Lagin. Las provincias, que se conocían desde tiempos in-memoriales como Ulster, Connacht, Munster y Leister, segui-rían siendo las divisiones geográficas de la isla en los siglosvenideros.

De cualquier modo, la vida en la isla nunca permanecía es-tática. En las generaciones recientes se habían producido im-portantes cambios entre las antiguas tribus. En la mitad sep-tentrional —Leth Cuinn, la mitad de la cabeza, como gustabande llamarla—, se habían levantado unos poderosos clanes quehabían impuesto su dominio sobre la mitad sur, Leth Moga. Yse había formado una nueva provincia central, conocida comoMide, o Meath, de modo que ahora la gente hablaba de cincopartes de la isla y no de cuatro, como antes.

Entre todos los jefes de los grandes clanes de cada una delas cinco partes, el más poderoso gobernaba como rey y, a ve-ces, el más influyente de los monarcas se autoproclamaba reysupremo y exigía que los demás lo reconocieran como tal y lepagaran tributos.

Finbarr miró a su amigo y meneó la cabeza. Era media tardey Conall estaba a punto de competir en las carreras.

—Podrías sonreír, por lo menos —comentó Finbarr—. Eresun tipo de lo más triste, Conall…

—Lo siento —replicó el otro—. No era mi intención.Ser de tan alta cuna daba muchos problemas, pensó Finbarr.

Los dioses le prestaban a uno demasiada atención. En el mundocelta siempre había sido así. Los cuervos volaban sobre la casapara anunciar la muerte del jefe de un clan, y los cisnes aban-donaban el lago. La insensatez de un monarca podía afectar alclima. Y si uno era un príncipe, los druidas profetizaban lo quele ocurriría desde el día antes de que naciera; después de eso, yano había modo de escapar.

Conall, delgado, moreno, de rostro aguileño, atractivo, era

príncipes de irlanda

25

Page 19: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

un príncipe perfecto. Conall, hijo de Morna. Su padre habíasido un guerrero invencible. ¿No lo habían enterrado de pie, enun túmulo de héroe, vuelto hacia los enemigos de su tribu? Enel mundo céltico, este era el mejor cumplido que podía hacersea un difunto.

En la familia del padre de Conall, vestir de rojo traía malasuerte. Sin embargo, este no era sino el primero de los pro-blemas del joven. Había nacido tres meses después de lamuerte de su padre. Tal hecho, por sí solo, lo convertía en unapersona especial. Su madre era la hermana del Rey Supremo,el cual había asumido el papel de padre adoptivo. Esto signi-ficaba que toda la isla lo observaba. Y, luego, los druidas ha-bían dado su opinión. El primero de ellos había presentado alpequeño una colección de ramas de diversos árboles y él ha-bía alargado su mano diminuta hacia el avellano. «Será unpoeta, un hombre de conocimiento», declaró el druida. El se-gundo había hecho una predicción más sombría: «Causará lamuerte de un espléndido guerrero». Pero la familia se tomóestas palabras como un buen presagio, siempre y cuando aque-llo ocurriera en una batalla. Fue, sin embargo, el tercer druidaquien pronunció las tres geissi que seguirían a Conall durantetoda su vida.

Las geissi eran las admoniciones. Cuando un príncipe o ungran guerrero vivía bajo las geissi, debía tener mucho cuidado.Eran terribles porque se cumplían siempre; sin embargo, igualque muchos pronunciamientos religiosos, parecían un enigmay uno nunca podía estar del todo seguro de qué querían decir.Eran como trampas. Finbarr se alegraba de que nadie le hu-biera impuesto ninguna. Las geissi de Conall, como todo elmundo sabía en la corte del Rey Supremo, eran las siguientes:

Conall no moriría hasta que:

Primero: hubiera enterrado sus prendas de vestir.Segundo: hubiera cruzado el mar al amanecer.Tercero: hubiera llegado a Tara en medio de una bruma negra.

La primera era un sinsentido y tenía que cuidarse de no lle-var a cabo nunca la segunda. La tercera se antojaba imposible.

edward rutherfurd

26

Page 20: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

En el trono real del Rey Supremo en Tara había nieblas fre-cuentes, pero jamás se había visto ninguna de color negro.

Conall era un joven precavido y respetaba la tradición fa-miliar. Finbarr nunca había visto que vistiera algo rojo. En rea-lidad, el joven evitaba incluso tocar cualquier cosa de tal color.«A mí me parece —le comentó Finbarr en una ocasión— quesi te mantienes alejado del mar, vivirás para siempre.»

Eran amigos desde un día de su primera juventud en queun grupo de cazadores, entre los que se contaba el joven Co-nall, se detuvo a descansar en la modesta granja de la familia deFinbarr. Los dos chicos se habían conocido, se habían enfras-cado en un juego y, poco después, se habían enfrentado en unapelea y se habían batido con una pelota y un bastón en unjuego que los isleños llamaban hurling, ante la mirada de loshombres. Poco después, Conall había preguntado si podía lla-mar a su lado a su nuevo compañero de juegos; al cabo de unmes, ya se habían hecho amigos. Y cuando, tiempo más tarde,Conall preguntó si Finbarr podía formarse en la casa real yprepararse para ser un guerrero, le concedieron la petición. Lafamilia de Finbarr se había alegrado mucho de que se le hu-biera presentado tal oportunidad. La amistad entre los dos mu-chachos nunca flaqueó. A Conall le gustaba el carácter y elbuen humor de Finbarr y este admiraba la actitud meditativa yprofunda del joven aristócrata.

Conall no siempre era reservado. Aunque no se trataba delmás musculoso de los jóvenes deportistas, probablemente erael mejor atleta. Corría como un ciervo y solo Finbarr podía se-guirle el ritmo cuando competían en sus ligeros carros de dosruedas. Cuando Conall arrojaba una lanza, esta parecía volarcomo un pájaro y tenía una precisión letal. Volteaba su corazacon tal rapidez que uno apenas la veía y cuando atacaba con sureluciente espada favorita, los otros podían asestar golpes másfuertes, pero, cuidado, la hoja de Conall era siempre más veloz.Los dos muchachos también estaban dotados para la música. AFinbarr le gustaba cantar y a Conall tocar el arpa, y lo hacíanmuy bien. Y como muchachos que eran, a veces entretenían alos invitados en las fiestas del Rey Supremo. Estas celebracioneseran ocasiones felices en las que el monarca, de buen grado, les

príncipes de irlanda

27

Page 21: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

pagaba como si fueran músicos contratados. Todos los guerre-ros respetaban y apreciaban a Conall y los que recordaban aMorna coincidían en que el hijo tenía madera de líder, como él.

Sin embargo —y esto a Finbarr le resultaba realmente ex-traño—, era como si a su amigo aquello no le interesase en ab-soluto.

La primera vez que desapareció, Conall solo tenía seis años.Su madre llevaba toda la tarde buscándolo cuando, al atardecer,se presentó con un viejo druida.

—El muchacho ha estado conmigo —contó este.—Lo encontré en el bosque —explicó Conall, como si su

ausencia fuese la cosa más natural del mundo.—¿Y qué has hecho todo el día con el druida? —preguntó

la madre después de que el anciano se marchara.—Nada, hemos hablado.—¿De qué? —quiso saber ella, asombrada.—De todo —respondió él, contento.Así había sido siempre, desde su infancia. Jugaba con los

otros niños y luego se esfumaba. A veces se llevaba consigo aFinbarr y los dos vagaban por el bosque o seguían el curso delos ríos. Y no había una planta en la isla cuyo nombre el jovenpríncipe no conociera. Pero incluso en esos paseos, a veces, Fin-barr notaba que, por más que su amigo lo apreciara, deseaba es-tar solo; entonces, lo dejaba y se marchaba y Conall seguía va-gando por su cuenta durante medio día.

A Finbarr siempre le decía que era feliz, pero cuando se su-mía en profundos pensamientos su rostro adoptaba una expre-sión melancólica. Y a veces, cuando tocaba el arpa, la melodía setornaba extrañamente triste. «Aquí viene el hombre al que latristeza considera su amigo», decía Finbarr con afecto cuandoConall regresaba de sus paseos en solitario, pero el joven prín-cipe se limitaba a sonreír o le golpeaba en broma y salía co-rriendo.

Así, apenas sorprendió que a los diecisiete años, cuando al-canzó la edad adulta, los otros jóvenes se refirieran a Conall, nosin temor reverente, como «el Druida».

En la isla había tres tipos de hombres instruidos. Los máshumildes eran los bardos, narradores de historias que entre-

edward rutherfurd

28

Page 22: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

tenían a los invitados de las fiestas; una categoría claramentesuperior la constituían los filidh, guardianes de la genealo-gía, compositores de poesía y algunas veces incluso profetas.Pero por encima de ambos estaban los druidas, mucho más te -midos.

Se decía que mucho tiempo atrás, antes de que llegaran losromanos, los druidas más sabios y diestros vivían en la vecinaisla de Britania. En tal época, los druidas no solo sacrificabananimales, sino también hombres y mujeres. Aquello, sin em-bargo, había ocurrido hacía mucho tiempo. Ahora, los druidashabitaban en la isla occidental y nadie guardaba recuerdo del úl-timo sacrificio humano.

La preparación de un druida podía prolongarse veinte años.A menudo, conocía todo lo que los bardos y los filidh sabían,pero, aparte de eso, era también un sacerdote, con el conoci-miento secreto de los sortilegios y de los números sagrados yde cómo hablar con los dioses. Los druidas oficiaban las cere-monias y sacrificios del solsticio de invierno y de otros grandesfestivales anuales. También aconsejaban qué días se debía sem-brar la tierra y matar animales. Pocos reyes se atrevían a ini-ciar cualquier empresa sin consultarles. Si uno discutía conellos, se decía que sus palabras eran tan afiladas que levantabanampollas. La maldición de un druida podía durar diecisiete ge-neraciones. Sabios consejeros, jueces respetados, maestros cul-tos, temibles enemigos: todas estas cosas eran los druidas.

Pero, además de todo esto, había algo más misterioso.Ciertos druidas, como los chamanes, entraban en trance y ac-cedían al otro mundo. Podían incluso cambiar de forma yadoptar la de un pájaro u otro animal. Finbarr, a veces, se pre-guntaba si su amigo Conall poseía alguna de aquellas cualida-des mágicas.

A decir verdad, desde aquel primer encuentro de la infancia,Conall había pasado un tiempo considerable con los druidas. Sedecía que, al cumplir veinte años, sabía mucho más que cual-quier otro joven que se preparase para la vida espiritual. Talinterés no se juzgaba extraño, pues muchos de los druidas pro-cedían de familias nobles y, en el pasado, los guerreros más im-portantes habían estudiado con filidh y druidas; no obstante, el

príncipes de irlanda

29

Page 23: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

grado de interés que mostraba Conall era inusual, igual que supericia y su memoria eran asimismo fenomenales.

A Finbarr le parecía que, por más que su amigo dijera locontrario, se sentía solo en ocasiones.

Unos años antes, para sellar su amistad, el príncipe le habíaregalado un cachorro de perro. Finbarr iba a todas partes con elanimalito, al que llamaba Cuchulainn, como el héroe legenda-rio. Poco a poco, a medida que el cachorro crecía, Finbarr advir-tió la verdadera naturaleza de aquel regalo. Cuchulainn se es-taba convirtiendo en un magnífico lebrel, de esos por los quelos mercaderes cruzaban el mar desde tierras lejanas hasta laisla para comprarlos, a cambio de lingotes de plata o de mone-das romanas. El lebrel debía de tener un precio incalculable ynunca se separaba de Finbarr.

—Si alguna vez me ocurre algo —le dijo Conall en unaocasión—, tu lebrel Cuchulainn estará contigo para que teacuerdes de mí y de nuestra amistad.

—Serás mi amigo mientras viva —le aseguró Finbarr—.Creo que moriré antes que tú.

Y si a cambio no podía darle al príncipe un regalo de valorsimilar, podía por lo menos asegurarle que su amistad sería tanleal y constante como lo era el lebrel Cuchulainn.

Conall tenía, además, otro don: sabía leer.Los isleños no eran ajenos a la palabra escrita. Los merca-

deres de Britania y de la Galia que llegaban a los puertos sabíanleer. Las monedas romanas que usaban contenían palabras la-tinas. Entre los bardos y druidas, Finbarr conocía a algunos queleían. Unas cuantas generaciones antes, los hombres cultos dela isla, utilizando sonidos vocales y consonantes del alfabetolatino, habían inventado una sencilla escritura propia para gra-bar recordatorios en celta en los postes o en los menhires, queellos llamaban «las piedras alzadas». Pero aunque uno descu-briese de vez en cuando esas piedras con las extrañas marcas enogham, como las de una tarja, el primitivo alfabeto celta nuncallegó a utilizarse de manera generalizada. Ni tampoco se usaba,como sabía Finbarr, para llevar un registro del patrimonio sa-grado de la isla.

—Es fácil entender por qué —le había explicado Conall—.

edward rutherfurd

30

Page 24: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

En primer lugar, el conocimiento de los druidas es secreto y sedebe evitar que pueda leerlo una persona indigna. Eso enojaríaa los dioses.

—Y los sacerdotes perderían asimismo sus poderes secre-tos —comentó Finbarr.

—Tal vez sea cierto lo que dices, pero existe una razón más.La gran posesión de nuestros hombres ilustrados, bardos, filidhy druidas, es su dominio de la memoria. Gracias a ella, su mentees tremendamente potente. Si escribiéramos todo nuestro co-nocimiento para no tener que recordarlo, la mente se nos debi-litaría.

—Entonces, ¿por qué has aprendido a leer? —le preguntóFinbarr.

—Porque soy una persona curiosa —respondió Conall,como si se tratara de algo natural—. Además —añadió—, yono soy druida.

¡Cuántas veces habían resonado aquellas palabras en lamente de Finbarr! Pues claro que su amigo no era druida. Ibacamino de ser un guerrero. Y, sin embargo… En ocasiones,cuando Conall cantaba y cerraba los ojos, o cuando volvía deuno de sus paseos solitarios con una expresión distante y me-lancólica, como si estuviera en un sueño, Finbarr no podía pormenos que preguntarse si su amigo no habría cruzado…, nosabía qué: una especie de región fronteriza.

Y por eso no le había sorprendido, realmente, que hacia fi-nales de primavera Conall le confiara un anhelo: «Quiero adop-tar la tonsura de los druidas».

Los druidas se afeitaban la cabeza desde las orejas hasta lacoronilla. El objetivo de esta tonsura era lucir una frente alta yredondeada, a menos, por supuesto, que el druida hubiera co-menzado a quedarse calvo por delante, en cuyo caso la tonsuraapenas destacaba. En Conall, en cambio, que tenía el pelo muytupido, la tonsura dejaba una zona afeitada oscura en forma deuve encima de la frente.

Antes que él, otros príncipes se habían hecho druidas. Enrealidad, muchos isleños consideraban más elevada la casta delos druidas que la de los monarcas, incluso. Pensativo, Finbarrhabía mirado a su amigo.

príncipes de irlanda

31

Page 25: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

—¿Qué dirá el Rey Supremo? —le había preguntado.—Pues no lo sé, la verdad. Es una lástima que mi madre

fuese hermana suya.Sobre la madre de Conall, Finbarr lo sabía todo: su devo-

ción por el recuerdo del padre y su determinación para que elhijo siguiera los pasos de aquél como guerrero. Antes de morir,hacía dos años, había suplicado al Rey Supremo —su herma -no— que se asegurase de que la línea de su esposo tuviera con-tinuidad.

—Los druidas se casan —señaló Finbarr, pues, de hecho, elcargo de druida pasaba a menudo de padres a hijos—. Podríastener hijos que fuesen guerreros.

—Cierto —dijo Conall—, pero el Rey Supremo tal vezopine de otro modo.

—Si los druidas quieren que te unas a ellos, ¿podría prohi-bírtelo?

—Creo que si los druidas saben que el Rey Supremo no loaprueba —respondió Conall—, no me lo pedirán.

—¿Y qué harás?—Esperar. Tal vez pueda convencerlos.Fue un mes más tarde cuando el Rey Supremo convocó a

Finbarr.—Finbarr —comenzó—, sé que eres el mejor amigo de mi

sobrino. ¿Sabes algo de su deseo de hacerse druida?Finbarr asintió.—Sería una buena cosa que cambiara de idea —añadió el

monarca.Eso fue todo lo que dijo, pero, proviniendo del Rey Su-

premo, bastó.

Deirdre no había querido acudir por dos razones. La pri-mera, lo reconocía, era egoísta: no le gustaba ausentarse decasa.

Vivía en un sitio extraño, pero a ella le encantaba. En elcentro de la costa oriental de la isla, un río, que descendía desdelos agrestes montes de Wicklow situados al sur y trazaba unaamplia curva tierra adentro, terminaba en forma de estuario en

edward rutherfurd

32

Page 26: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

una amplia bahía entre dos promontorios como si, pensabaDeirdre, Eriu, la diosa de la tierra y madre de la isla, abriese losbrazos para abarcar el mar. En el interior, el río formaba unacuenca de inundación conocida como la llanura del Liffey. Eraun río de humor cambiante, sujeto a furias repentinas; cuandose enfadaba, sus aguas se precipitaban desde las montañas enviolentas riadas que se lo llevaban todo a su paso. Pero estos ac-cesos de cólera eran solo esporádicos. La mayor parte del tiempo,sus aguas resultaban tranquilas y su voz era suave, susurrantey melódica. Con sus anchurosas zonas mareales, sus marismasarboladas y sus tierras inundadas bordeadas de hierba, el es-tuario solía ser un lugar silencioso, salvo por los chillidos de lasgaviotas distantes y los silbidos de los zarapitos y las garzasque se deslizaban por las arenas de las playas, sembradas deconchas.

El estuario estaba casi deshabitado, a excepción de unascuantas granjas dispersas bajo el dominio de su padre. Sin em-bargo, destacaban en la zona dos pequeños hitos, cada uno delos cuales había dado ya nombre al lugar. Uno, situado justoantes de que el río se abriera en su estuario pantanoso de casidos kilómetros de ancho, era de construcción humana: una pla-taforma de madera que discurría sobre los marjales, cruzaba elrío sobre unos cañaverales en su punto menos profundo y con-tinuaba hasta llegar a terreno más firme en la orilla septentrio-nal. En la lengua celta de la isla lo llamaban Ath Cliath, el vadode los Zarzos.

El segundo punto destacado era natural. El lugar donde seencontraba Deirdre se hallaba en el extremo oriental de unasierra de poca altura que discurría paralela a la orilla meridio-nal y que dominaba el vado. Debajo de ella, un afluente queprocedía del sur se unía al río principal y, justo antes de ha-cerlo, al topar con el extremo de la sierra, trazaba una pequeñacurva en cuyo recodo se formaba un estanque profundo y os-curo. Lo llamaban Dubh Linn, la laguna Negra.

De todos modos, y aunque el lugar tenía dos nombres, casinadie vivía allí. Desde tiempos inmemoriales, en las laderas delos montes de Wicklow existían asentamientos humanos; y a lolargo de la costa, al norte y al sur de la boca del río, algún po-

príncipes de irlanda

33

Page 27: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

blado de pescadores y hasta pequeños puertos. En los marjales,sin embargo, y aunque a Deirdre le gustaba su tranquila be-lleza, no había muchas razones para establecerse.

Dubh Linn era una región fronteriza, una tierra de nadie.Los territorios de los jefes poderosos se hallaban al norte, al sury al oeste del estuario, pero, aunque uno u otro ocupase unas tie-rras de vez en cuando, aquel terreno no les interesaba y por esoFergus, su padre, había sido siempre el jefe indiscutido del lugar.

Por despoblado que estuviese, el territorio de Fergus dis-taba mucho de ser insignificante, pues en él se hallaba una delas encrucijadas más importantes de la isla. Unas carreteras an-tiguas, que a menudo bordeaban los densos bosques y eran lla-madas sliges, se cruzaban en el vado procedentes del norte ydel sur. La vieja Slige Mhor, o Gran Carretera, corría al oeste.Además de ser el guardián del cruce, Fergus también acogía ensu casa, con la tradicional hospitalidad isleña, a los viajeros quetransitaban por sus tierras.

Antaño, el lugar había tenido una actividad considerable.Durante siglos, el mar abierto allende la bahía había sido comoun gran lago entre dos islas habitadas por las muchas tribus delpueblo de Deirdre, que comerciaban y se casaban entre sí y seestablecían en una y volvían a la otra. Así había sucedido du-rante generaciones. Cuando el Imperio romano se apoderó de laisla oriental —Britania, la llamaron—, los mercaderes de Romallegaron a la isla occidental y fundaron pequeñas colonias co-merciales a lo largo de la costa, incluida la bahía, y entraron es-porádicamente en el estuario. Deirdre sabía que, en una oca-sión, las tropas romanas habían desembarcado y establecido uncampamento amurallado desde el cual los disciplinados legio-narios romanos, con su brillante armadura, habían amenazadocon conquistar también la isla entera. Sin embargo, no habíanalcanzado a hacerlo; finalmente, se habían marchado y habían de -jado en paz la mágica isla occidental. Deirdre estaba orgullosade ello, orgullosa de la tierra y del pueblo de Eriu que se habíamantenido fiel a las viejas costumbres y nunca se había ren-dido.

Y, ahora, el poderoso Imperio romano se batía en retirada.Las tribus bárbaras habían abierto brecha en sus fronteras y

edward rutherfurd

34

Page 28: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Roma, la mismísima capital imperial, había sufrido un saqueo.Las legiones habían abandonado Britania y las colonias comer-ciales de los romanos estaban desiertas.

Algunos de los jefes más aventureros de la isla occidentalhabían sacado partido de aquellos tiempos cambiantes y ha-bían llevado a cabo formidables incursiones en la ahora inde-fensa Britania. Oro, plata, esclavos: del otro lado del mar ha-bían llegado todo tipo de bienes para enriquecer los brillantessalones de Eriu. Aquellas expediciones, sin embargo, habíanpartido de puertos situados más al norte y, aunque los merca-deres se aventuraban de vez en cuando en el estuario del Lif-fey, en la zona apenas se registraba actividad.

La casa de Fergus, hijo de Fergus, constaba de una serie dechozas y almacenes —unos con techumbre de bálago y otroscon cubierta de turba— en un recinto circular situado en loalto de un cerro que dominaba la laguna y rodeado por unamuralla de tierra y una cerca. Tal fortificación circular —paradarle a la pequeña construcción de tierra su nombre técnico—era una de las que comenzaban a aparecer en la isla. En la len-gua céltica local, este baluarte se llamaba rath. En esencia, elrath de Fergus era una versión ampliada de la simple granja,formada por una vivienda y cuatro establos para animales, quepredominaba en las zonas más fértiles de la isla. Constaba de unapequeña pocilga, unos corrales para las reses, un granero, una ca -sa principal y una vivienda accesoria más pequeña. Casi todoslos edificios eran circulares, con firmes paredes de mimbre. Losdistintos habitáculos podían albergar fácilmente a Fergus y asu familia, al vaquero y a la suya, al pastor, a otras dos familias,a tres esclavos británicos, al bardo —porque el jefe, conscientede su estatus, tenía un bardo propio, cuyo padre y cuyo abuelohabían ocupado el mismo cargo antes que él— y, por su-puesto, a los animales. En la práctica, todas aquellas almas raravez coincidían allí al mismo tiempo, pero todas podían encon-trar acomodo a la vez por la sencilla razón de que la gente acos-tumbraba a dormir junta. Situado en la discreta elevación quedominaba el vado, así era el rath de Fergus, hijo de Fergus.Abajo, un molino de agua y un pequeño embarcadero junto alrío completaban el asentamiento.

príncipes de irlanda

35

Page 29: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

La segunda razón por la que Deirdre no había querido acu-dir tenía que ver con su padre. Temía que lo mataran.

Fergus, hijo de Fergus. La antigua sociedad de la isla occi-dental era una jerarquía estricta compuesta por muchas clases.Cada clase, del rey al druida o al esclavo, tenía su derbfine, elprecio de sangre que se pagaba en caso de muerte o lesión. To-dos los hombres conocían su estatus y el de sus antepasados. YFergus era un jefe.

Los habitantes de las granjas diseminadas, a los que él lla-maba su tribu, lo respetaban y lo consideraban un jefe de tem-peramento bondadoso, aunque incierto. En un primer encuen-tro, el jefe podía mostrarse silencioso y distante, pero no pormucho tiempo. Si se cruzaba con alguno de los granjeros que ledebían obediencia o con uno de sus ganaderos, entablaba con éluna larga y efusiva conversación. Por encima de todo, le gus-taba conocer gente nueva, porque el guardián del aislado vadode los Zarzos era un hombre muy curioso. En Ath Cliath, losviajeros eran agasajados y entretenidos de manera espléndida,pero podían abandonar toda esperanza de reemprender su ca-mino hasta que Fergus considerase que les había arrancadotoda la información que poseían, personal y general, y hastahaber soportado la cháchara interminable del jefe local.

Cuando apreciaba especialmente a un invitado, le ofrecíavino y luego, acercándose a la mesa donde tenía sus preciadasposesiones, regresaba con un objeto pálido que llevaba con re-verencia entre las manos. Se trataba de una calavera humanaque había sido trabajada meticulosamente. En lo alto del cráneose había horadado un agujero circular que estaba bordeado deplata. La calavera era muy liviana y el hueso blanco tenía untacto suave y delicado, casi como de cáscara de huevo. Las cuen-cas vacías de los ojos miraban inexpresivamente, como para re-cordar a los humanos que, igual que el propietario de aquel crá-neo, todos partirían a otro mundo. La extravagante sonrisa de laboca parecía decir que la condición de muerto tenía algo de ab-surdo, pues todo el mundo sabía que, en torno al fuego del ho-gar familiar, uno siempre estaba en compañía de los muertos.

—Ésta era la cabeza de Erc, el Guerrero —decía Fergus, or-gulloso, al visitante—. Lo mató mi propio abuelo.

edward rutherfurd

36

Page 30: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Deirdre siempre recordaba el día —era aún muy peque -ña— en que habían llegado los guerreros. En el sur había ha-bido una batalla entre dos clanes; cuando terminó, aquelloshombres habían emprendido camino hacia el norte. Eran tres ya la niña se le habían antojado enormes. Dos de ellos teníanlargos bigotes y el tercero llevaba la cabeza afeitada, a excep-ción de una cresta puntiaguda y alta en el centro. Aquellas fi-guras pavorosas, le dijeron, eran guerreros. Su padre los reci-bió calurosamente y los hizo pasar. Y en una correa de cueroque colgaba del lomo de uno de los caballos, Deirdre habíavisto algo espeluznante: tres cabezas humanas, con sangre coa -gulada y oscura en el cuello rebanado y unos ojos muy abier-tos que miraban sin ver. Las había contemplado con horror yfascinación y, al regresar a la casa, había visto a su padre brin-dando por los guerreros con la calavera de beber.

La pequeña pronto aprendería que debía venerar aquellaextraña calavera vieja. Como la espada y el escudo de su abuelo,era un símbolo de la orgullosa antigüedad de la familia. Susantepasados eran guerreros, dignos compañeros de príncipes,héroes y hasta de los dioses. Los dioses, en sus resplandecien-tes salones, ¿beberían en calaveras similares? Deirdre suponíaque sí. ¿Cómo había de beber un dios, sino como un héroe? Lafamilia solo dominaba un pequeño territorio, pero Deirdrepensaba en la espada, el escudo y la calavera de beber con el bordede plata y podía mantener la cabeza muy alta.

Deirdre recordaba haber presenciado durante su infanciaalgún esporádico acceso de ira de su padre. Normalmente, loprovocaba alguien que intentaba engañarlo o que no le mos-traba el respeto debido, aunque a veces, descubrió la muchachaal crecer, su demostración de mal genio podía ser premeditada,sobre todo si negociaba una compra o una venta de ganado. Aella no le importaba demasiado que su padre estallara a veces yrugiese como un toro. Un hombre que no perdía nunca los es-tribos era como un hombre que no estuviera dispuesto a lucharen ninguna ocasión: de hombre no tenía nada. Sin tales estalli-dos ocasionales, la vida habría resultado monótona y carentede emoción natural.

Pero durante los últimos tres años, desde la muerte de su

príncipes de irlanda

37

Page 31: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

madre, se había producido un cambio. El entusiasmo de su pa-dre por la vida había disminuido, no siempre se ocupaba de susnegocios como era debido, sus ataques de ira se habían vueltomás frecuentes y las razones de sus peleas no siempre estabanclaras. El año anterior casi había llegado a las manos con un jo-ven noble que le había llevado la contraria en su propia casa.Luego, estaba la bebida. Su padre siempre había bebido conmoderación, incluso en las grandes celebraciones; en los últi-mos meses, sin embargo, Deirdre había notado que, por la noche,el viejo bardo y él bebían más de lo habitual y su mal talanteen tales ocasiones había llevado, dos o tres veces, a explosionesde mal genio por las que al día siguiente pedía disculpas, peroque, en el momento de producirse, resultaban dolorosas. Deir-dre había estado orgullosa de su posición de ama de casa desdela muerte de su madre y siempre había temido en secreto quesu padre tomara otra esposa. En los últimos meses, sin em-bargo, había comenzado a preguntarse si no sería esta la mejorsolución. Y luego, pensaba, ella también tendría que casarse,porque en la casa no habría sitio para las dos mujeres. Y aque-llo no era una perspectiva que le apeteciese en absoluto.

Pero ¿podía haber alguna otra razón de la congoja de su pa-dre? Nunca lo decía —era demasiado orgulloso para eso—,pero ella a veces se preguntaba si su padre no estaría viviendopor encima de sus posibilidades. Ignoraba por qué tenía quehacerlo. Casi todas las transacciones importantes de la isla sepagaban en cabezas de ganado y Fergus tenía grandes hatos.Deirdre sabía que un tiempo atrás, había empeñado sus joyasfamiliares más valiosas a un mercader. Llevado alrededor delcuello como un amuleto, el torque de oro era el símbolo de suestatus de jefe. La explicación que le había dado en el momentoera sencilla: «Con el precio que me han ofrecido, puedo obte-ner ganado suficiente para volver a comprarlas dentro de unosaños. Me irá mejor sin ellas», le había dicho con aspereza. En elLeinster, había pocos ganaderos más hábiles que su padre, esoera cierto, pero sus explicaciones no la habían convencido. Elúltimo año lo había oído quejarse de las deudas en diversasocasiones y se preguntó cuánto más debería que ella no su-piese. En realidad, un incidente que había ocurrido tres meses

edward rutherfurd

38

Page 32: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

antes era lo que la había aterrorizado. Llegó al rath un hombreal que nunca había visto y anunció delante de todo el mundoque Fergus le debía diez vacas y que sería mejor que le pagasede inmediato. Nunca había visto a su padre tan enfadado, aun-que sospechó que lo que lo había enfurecido era la humillaciónde verse descubierto de aquella manera. Cuando se negó a pa-gar, el individuo regresó al cabo de una semana con veintehombres armados y no se llevó diez vacas sino veinte. Su pa-dre había perdido los estribos y había jurado vengarse. Aquellaamenaza nunca había llegado a materializarse, pero, desde en-tonces, su humor había empeorado y aquella semana había pe-gado dos veces a un esclavo.

Deirdre se había preguntado si en el gran encuentro deCarmun no habría otra gente con la que su padre estuviera endeuda. Imaginó que sí. ¿O decidiría que alguien lo había insul-tado? ¿O se enzarzaría con alguien en una pelea por otro mo-tivo? Le pareció que aquello era muy posible y la perspectiva lallenó de miedo porque en los grandes festivales había unanorma absoluta: las peleas estaban prohibidas. Era una normanecesaria en lugares donde se reunían muchedumbres a com-petir y a festejar. Causar un alboroto era un insulto al Rey queno sería perdonado. El mismísimo Rey podía acabar con la vidadel alborotador, y contaría con el apoyo de los druidas, los bar-dos y todo el mundo. En otras ocasiones, uno podía pelear consus vecinos, hacer una incursión para capturar ganado o enzar-zarse en una pelea con honor, pero en el gran festival de Lugh-nasa, el que lo hacía arriesgaba la vida.

En su estado actual, Deirdre pensaba que era muy fácil quesu padre se enzarzara en una pelea. ¿Y entonces? No habríacompasión para el viejo jefe de aquel pequeño y desconocidoterritorio de Dubh Linn. Temblaba solo de pensarlo. Duranteun mes, había intentado persuadirlo de que no fuera, pero nosirvió de nada. Estaba decidido a acudir al festival y a llevarla aella y a sus dos hermanos.

—Allí me espera un negocio importante —le dijo, aunqueno explicó de qué negocio se trataba.

Por ello, la pilló por sorpresa lo que sucedió el día antes dela partida. Cuando su padre estaba en las montañas con el ga-

príncipes de irlanda

39

Page 33: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

nado o se dirigía a pescar a la orilla del río, Fergus era incon-fundible. Su cuerpo alto se movía con facilidad y sin prisa y suslargos y lentos pasos devoraban la distancia. Cuando cami-naba, apenas hablaba, y mientras avanzaba por el tranquilopaisaje en su porte había algo que sugería que no solo conside-raba propiedad personal aquel territorio sino toda la isla.

Había cruzado un tramo de césped con un largo bastón enla mano y sus dos hijos que lo seguían cumplidamente. En re-poso, con el gran bigote y la larga nariz, su expresión era cau-telosa y abstraída, y en aquel estado, pensaba Deirdre, le recor-daba a un salmón sabio y viejo. Aun así, cuando se acercó, sucara se ensanchó en una contagiosa sonrisa.

—¿Has pescado algo, padre? —preguntó la muchacha.Pero en vez de responder a su pregunta, explicó animado:—Bien, Deirdre, mañana saldremos a buscarte esposo.

Para Goibniu, el Herrero, el extraño asunto había empe-zado una mañana del mes anterior. No podía realmente expli-car lo que ocurrió aquel día, ya que, como era sabido, el lugarestaba plagado de espíritus.

De todos los ríos de la isla, ninguno era tan sagrado como elrío Boyne. A un día de camino al norte de Dubh Linn, fluía ha-cia el mar oriental y sus exuberantes riberas estaban goberna-das por el rey del Ulster. De corrientes lentas, surtidas de mag-nífico salmón, el Boyne avanzaba suavemente a través de lossuelos más fértiles de toda la isla. Pero había un lugar, un espa-cio en la cresta de un cerro que dominaba la orilla septentrio-nal del Boyne, adonde casi todos los hombres temían ir. Era elemplazamiento de los antiguos túmulos.

Cuando Goibniu llegó al túmulo, era por la mañana tem-prano. Si pasaba por la zona, siempre subía al monumento. Losotros podían temer el lugar, pero él, no. Era una mañana muyhermosa y miró hacia abajo, hasta donde los cisnes centellea-ban en las aguas del Boyne. Un hombre con una hoz, que cami-naba por el sendero que orillaba el río, alzó la vista a Goibniuy lo saludó de mala gana con la cabeza, un gesto al que Goib-niu respondió con irónica cortesía.

edward rutherfurd

40

Page 34: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

No había mucha gente que apreciara a Goibniu, pero al he-rrero no le importaba lo que los demás sintieran. Aunque noera alto de estatura, su ojo inquieto y su rápida inteligencia pa-recían subyugar enseguida a cualquier grupo al que se uniera.Su rostro no era agradable. Tenía un mentón prominente y pé-treo, los labios colgantes, una nariz de gancho que descendíacasi hasta ellos y una frente que avanzaba bajo un cabello cadavez más escaso: eso solo creaba una cara difícil de olvidar. Dejoven, sin embargo, había perdido uno ojo en una pelea y, comoresultado, tenía uno permanentemente cerrado, mientras queel otro parecía brotar de la cara en un terrible estrabismo. Al-gunos decían que había adoptado aquella expresión de biz-quera antes incluso de perder el ojo, y tal vez fuese cierto. Encualquier caso, cuando no estaba presente, la gente lo llamabaBalar, igual que el malvado rey tuerto de los formorianos, unatribu legendaria de grotescos gigantes, y él lo sabía. Aquello lodivertía. No le tenían aprecio, pero le temían y él podía aprove-charse de esa situación.

Y tenían razón en temerlo. No se trataba solo de ese únicoojo que todo lo veía, sino del cerebro que había detrás.

Goibniu era importante. Como uno de los maestros artesa-nos más destacados de la isla, tenía el estatus de noble en todomenos en el nombre. Aunque era conocido como herrero —ynadie era capaz de forjar mejores armas de hierro que él—, suvocación lo había llevado a trabajar con metales preciosos. Enrealidad, se había hecho rico gracias a los altos precios que losgrandes de la isla pagaban por sus adornos de oro. El Rey Su-premo lo invitaba a asistir a sus fiestas, pero su verdadera im-portancia residía en aquel terrible y tortuoso cerebro. Los jefesmáximos, incluso los druidas sabios y poderosos, le pedían con-sejo. «Goibniu es profundo —reconocían, antes de añadir—:Oja lá nunca lo tengas por enemigo.»

Justo a su espalda se alzaba el mayor de los enormes tú -mulos circulares de la cresta del cerro. Los isleños llamaban sida dichas construcciones que, aunque misteriosas, eran abun-dantes.

Era evidente que el sid se había deteriorado desde tiemposmás remotos. Las paredes del cilindro se habían hundido en

príncipes de irlanda

41

Page 35: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

parte o habían desaparecido en numerosos puntos bajo exten-siones de césped. En vez de un cilindro con el techo curvado,ahora parecía más un altozano con distintas entradas. En sulado meridional, la cubierta de cuarzo que antaño había refle-jado el sol se había derrumbado casi por completo, lo que habíadado lugar a un pequeño corrimiento de tierras, compuesto depálidas piedras metálicas, frente al antiguo umbral. Goibniu sevolvió de cara al sid.

Allí habían morado los Tuatha De Danaan. El Dagda, elbondadoso señor del sol, vivió en este sid, pero todos los túmu-los que tachonaban las islas eran entradas al otro mundo. To-dos conocían esas historias. A la isla había llegado una tribu, ydespués otra. Dioses, gigantes, esclavos… Sus identidades ha-bían quedado suspendidas en el paisaje como capas de bruma.Los más gloriosos de todos habían sido, sin embargo, los Tua-thua De Danaan, miembros de la raza divina de la diosa Anu, oDanu, diosa de la riqueza y de los ríos. Guerreros y cazadores,poetas y artesanos, habían llegado a la isla, decían algunos,montados en las nubes. La suya había significado una edad deoro. Había sido a los Tuatha De Danaan a quienes las tribus ac-tuales, los hijos de Mil, habían encontrado en la isla cuando lle-garon. Y había sido una de ellas, la diosa Eriu, quien había pro-metido a los hijos de Mil que, si le ponían su nombre a la tierra,vivirían en la isla para siempre. De aquello hacía muchísimosaños. Nadie sabía cuántos con exactitud. Y había habido gran-des batallas, seguro. Y luego los Tuatha De Danaan se habíanretirado de la tierra de los vivos y se habían sumido en elmundo subterráneo. Todavía vivían allí, bajo las montañas,bajo los lagos, o lejos, al otro lado del mar, en las legendarias is-las occidentales, festejando en sus brillantes salones. Eso con-taba la historia.

Goibniu, sin embargo, dudaba. Veía que los túmulos erande construcción humana; en realidad, no diferían mucho de losedificios de tierra y piedra que construían los hombres de suépoca, pero si se decía que los Tuatha De Danaan se habían re-tirado debajo de ellos, probablemente datarían de una épocaanterior. Así pues, ¿los habían construido los Tuatha De Da-naan? «Probablemente», pensó. Fueran o no una raza divina,

edward rutherfurd

42

Page 36: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

habían sido humanos, también. Y sin embargo, si aquello re-sultaba correcto, lo curioso era que siempre que inspeccionabalas piedras labradas de aquellos lugares antiguos, notaba quelos dibujos se asemejaban a los que se hacían en metal en elmomento presente. Había visto trozos de oro bien trabajado,que habían encontrado en marismas y otros sitios, y que se su-ponía que eran muy antiguos. En ellos, los dibujos tambiéneran parecidos. Goibniu era un experto en aquellos asuntos.Las tribus que llegaron, ¿copiaron los modelos que había de-jado la raza desaparecida de la diosa Dana? ¿No era más proba-ble que algunos de esos pobladores antiguos se hubieran que-dado y hubiesen transmitido su saber? En cualquier caso, ¿eracierto que todo un pueblo, divino o no, se había esfumado de-bajo de las montañas?

Goibniu posó su ojo impasible en el sid. Había una piedraque, cuando pasaba junto a ella, siempre le llamaba la atención.Era una piedra grande, una enorme losa de casi dos metros endiagonal, frente a lo que otrora fuese la entrada. Se acercó aella.

Era una cosa curiosísima. Las líneas espirales grabadas enella formaban varios dibujos, pero el más significativo era elgran trébol de espirales de la cara izquierda. Como tantas veceshabía hecho antes, pasó las manos sobre la piedra, cuya ásperatextura como de arena, con aquel calor le resultaba fresca yagradable, al tiempo que sus dedos recorrían las ranuras. Si se-guía una de las espirales hacia fuera, llegaba a la segunda espi-ral, otra doble debajo de la primera. La tercera espiral, que eramás pequeña y única, se apoyaba tangencialmente en los hom-bros arremolinados de las otras dos. Y desde sus bordes exter-nos, las ranuras se unían en los ángulos donde se juntaban lasespirales, como marcas de la marea en una caleta, antes de ex-tenderse en forma de ríos circulares sobre la losa.

¿Qué significaban? ¿Cuál era el significado del trébol? Tresespirales, conectadas y, sin embargo, independientes, que siem-pre llevaban hacia dentro, pero que a la vez fluían hacia fuera,hacia una nada infinita. ¿Eran los símbolos del sol y la luna, yla tierra debajo de ellos? ¿O eran los tres ríos sagrados de unmundo medio olvidado?

príncipes de irlanda

43

Page 37: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Una vez, había visto a un individuo que estaba loco ha-ciendo un dibujo como aquél. Era precisamente en esta estacióndel año, antes de la cosecha, cuando el último grano viejo enmo-hecía y los pobres que lo comían actuaban de manera extraña ytenían sueños peculiares. Se lo había encontrado sentado juntoal mar, solo, alto y descarnado, con los ojos clavados en la naday un destrozado bastón en la mano, trazando espirales de aqué-llas en la arena vacía. ¿Estaba loco o era un sabio? Goibniu seencogió de hombros. A saber. Las dos cosas eran lo mismo.

Siguió las espirales con el dedo en el silencio de la mañanay movió la mano hacia delante y hacia atrás. Una cosa era se-gura: fuese quien fuera el que había hecho aquellas espirales,fueran los Tuatha De Danaan o no, Goibniu sintió que los co-nocía como solo podía conocerlos otro artesano. A los demás, elsid podía parecerles lúgubre y temible, pero a él no le impor-taba. Le gustaban las espirales cósmicas en la tierra fría comola piedra.

Y había ocurrido entonces. Había sido una extraña sensa-ción. No podía dársele un nombre, pero era como un eco en lamente.

La festividad de Lughnasa se acercaba. En la isla habríaabundantes celebraciones, y aunque le gustaba presenciar losgrandes juegos del Leinster, en Carmun, este año había planea -do ir a otro lugar; pero ahora, plantado junto a la piedra de lasespirales, le había llegado a la mente la sensación de que teníaque ir a Carmun, aunque no sabía por qué.

Aguzó el oído. Todo estaba en silencio. Sin embargo, pare-cía haber un significado en la mismísima quietud, un mensajetransmitido por un emisario que todavía se encontrara muy le-jos, como una nube escondida más allá del horizonte. Goibniuera un hombre obstinado; no era dado a las fantasías ni al mal-humor, pero no podía negar que, de vez en cuando, mientrasrecorría el paisaje de la isla, experimentaba la sensación de cap-tar cosas que era incapaz de explicar. Esperó. Ahí estaba otravez, aquel eco, como un sueño a medias recordado y sintió quealgo extraño iba a ocurrir en Carmun.

Goibniu se encogió de hombros. Quizá no significase nada,aun que uno no debía pasar por alto aquellas cosas. Su ojo recorrió

edward rutherfurd

44

Page 38: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

el horizonte meridional. Sí, durante Lughnasa bajaría a Carmun,decidió. ¿Cuándo había sido la última vez que había ido al sur? Elaño anterior, cuando estuvo recogiendo oro en las montañas quequedaban por debajo de Dubh Linn. Goibniu sonrió. El oro legustaba.

Luego frunció el entrecejo. La evocación de aquel viaje lehabía recordado algo más. Había cruzado por el vado de losZarzos. Allí había encontrado a un individuo corpulento. EraFergus. Asintió meditabundo. Aquel individuo corpulento es-taba en deuda con él, tenía que pagarle unas cuantas reses. Unadeuda que había vencido hacía mucho. Se preguntó si Fergusasistiría al festival.

Deirdre no había disfrutado del viaje a Carmun. Habían par-tido de Dubh Linn al amanecer, con una ligera y brumosa llu-via. Eran un grupo pequeño: solo Deirdre, su padre, sus herma-nos, el bardo y el más pequeño de los esclavos británicos. Loshombres montaban a caballo mientras que ella y el esclavoiban en el carro. Los caballos eran bajos y robustos —en unaépoca posterior serían llamados ponis—, pero caminaban conpaso seguro y eran resistentes. Cubrirían casi toda la distanciaantes del anochecer y, al día siguiente, llegarían a su destino.

La lluvia no le molestó. Era de esa suerte de llovizna que lagente de la isla no se tomaba en serio. Si alguien hubiera pre-guntado a Fergus, este habría dicho: «Hace un día templado».Para el viaje se puso ropa sencilla: un vestido de lana a cuadrosde tartán, una capa ligera abrochada al hombro y un par desandalias de cuero. Su padre iba ataviado de una manera muysimilar, con una túnica provista de cinturón y una capa. Comocasi todos los hombres de la isla, llevaba las piernas desnudas.

Avanzaron en silencio durante un rato y cruzaron el vado.Decía la historia que las vallas habían sido construidas muchotiempo atrás, siguiendo las órdenes de un vidente legendario.Fuera cual fuese el significado, Fergus, que ahora controlaba elterritorio, las había mantenido en su lugar. Cada valla estabaformada por un panel de mimbre sostenido con estacas y sujetocon pesadas piedras suficientemente sólidas, aunque una cre-

príncipes de irlanda

45

Page 39: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

cida del río podía arramblar con ellas. Al otro extremo, donde elpuente cruzaba aquel terreno pantanoso, el carro rompió partedel mimbre que se había podrido. «Tendré que ocuparme deello», murmuró el padre distraído, pero Deirdre se preguntócuántas semanas transcurrirían hasta que lo hiciera.

Una vez cruzado el vado, se dirigieron hacia el oeste, si-guiendo el Liffey río arriba. En las orillas crecían sauces. En latierra seca, abundaban los robles y los fresnos que formabanlos inmensos bosques de la isla. En celta, el roble se llamabadair y, a veces, un asentamiento levantado en el claro de un ro-bledal recibía el nombre de «Daire», pronunciado «Derry».Mientras seguían el sendero del bosque, la lluvia cesó y salió elsol. Cruzaron un gran claro; Deirdre no habló hasta que el ca-mino los llevó de nuevo al bosque.

—¿Y qué marido voy a tener?—Ya veremos. Uno que cumpla las condiciones.—¿Y cuáles son?—Las apropiadas para la única hija de esta familia. Tu ma-

rido se casará con la bisnieta de Fergus, el Guerrero. Nuada, elde la Mano de Plata, hablaba con él. No lo olvides.

¿Cómo iba a olvidarlo? ¿No se lo habían estado contandodesde antes de que pudiera caminar? Nuada, el de la Mano dePlata, el hacedor de nubes. En Britania, donde lo representabancomo al Neptuno romano, habían construido un gran temploconsagrado a él en la orilla occidental del río Severn. Pero en laisla occidental, fue adoptado como uno de los Tuatha De Da-naan, y los reyes de esa parte de la isla llegaron incluso a rei-vindicarlo como ancestro. Nuada había tomado mucho afectopor su bisabuelo. El futuro esposo de Deirdre tendría que ha-bérselas con aquello y con todo el resto del patrimonio fami-liar. La muchacha miró a su padre de soslayo.

—Tal vez me niegue —dijo.Según las antiguas leyes de la isla, una mujer tenía libertad

para elegir a su esposo y divorciarse de él más tarde si quería.En teoría, por tanto, su padre no podía obligarla a casarse conalguien, aunque, sin duda, le haría la vida imposible si se ne-gaba en redondo a contraer matrimonio.

En el pasado, algunos hombres habían hecho ofertas por

edward rutherfurd

46

Page 40: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

ella, pero, después de la muerte de la madre, con Deirdre encar-gada del cuidado de la casa y haciendo de madre de sus herma-nos, el asunto de la boda había quedado postergado. La últimaocasión de la que había tenido noticia se había dado un díamientras ella había salido a pasear. A su regreso, sus hermanosle contaron que un hombre la había pedido en matrimonio,pero el resto de la conversación no había sido alentador.

Ronan y Rian: dos y cuatro años más jóvenes que ella, res-pectivamente. Quizá no fuesen peores que otros chicos de suedad, pero la exasperaban.

—Vino mientras tú estabas fuera —dijo Ronan.—¿Y qué tipo de hombre era?—Oh, un hombre como otro cualquiera. Como padre. Más

joven. Iba de viaje a algún sitio.—¿Y?—Estuvieron hablando.—¿Y? ¿Y padre qué le dijo?—Estuvo… hablando, ya sabes. —Ronan miró a Rian.—No hemos oído demasiado —añadió Rian—, pero creo

que hizo una oferta por ti.Deirdre los miró. No se mostraban evasivos, eran así. Dos

jóvenes larguiruchos sin un pensamiento que compartir entresí. Eran como dos cachorros grandes. Si uno les señalaba unaliebre, la cazarían. Eso era casi lo único que los estimulaba. Notenían remedio.

Se preguntó qué harían sin ella.—¿Os apenaría que os dejara para casarme? —había que-

rido saber de repente.Los chicos se miraron de nuevo.—Tarde o temprano, te marcharás —respondió Ronan.—No nos pasará nada —dijo Rian y luego, como si acabase

de ocurrírsele, añadió—: Podrás venir a vernos.—Eres muy amable —replicó con amarga ironía, pero ellos

no la captaron.Era inútil, pensó Deirdre, esperar gratitud de unos mucha-

chos de su edad.Más tarde, cuando interrogó a su padre sobre el asunto,

este se mostró lacónico.

príncipes de irlanda

47

Page 41: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

—No ofreció suficiente.El matrimonio de una hija era una negociación complicada.

Por un lado, una joven hermosa de sangre noble era un valorpara cualquier familia, pero el hombre que se casara con ellatendría que pagar unas arras, de las que el padre recibiría unaparte, tal era la costumbre de la isla.

Y ahora, con la situación apurada por la que pasaba, era evi-dente que Fergus había decidido que debía venderla. Deirdresupo que no tenía por qué sorprenderse. Las cosas eran de esemodo. Aun así, no pudo por menos que sentirse algo herida ytraicionada. «Después de todo lo que he hecho por él tras lamuerte de mi madre, ¿es eso lo que soy para él? ¿Lo mismoque una cabeza de ganado, que conserva mientras le convieney luego la vende?», se preguntó. Deirdre había pensado que supadre la amaba. Y, en realidad, decidió, tal vez fuese así. En vezde sentirlo por ella, tendría que sentirlo por él e intentar ayu-darlo en la búsqueda de un esposo adecuado.

Deirdre era atractiva. Había oído decir a la gente que era her-mosa. No se trataba de que fuese especial, pues estaba segura deque en la isla debía de haber decenas de muchachas con el cabe-llo oro pálido y una boca roja y generosa con buenos dientesblancos como los suyos. Sus mejillas, como decía el refrán, erandel delicado color de la dedalera. También había pensado siempreque tenía los pechos pequeños y bonitos, pero su rasgo más sor-prendente eran los ojos, de un extrañísimo y hermoso colorverde. «No sé de dónde vienen, aunque dicen que en la familiade mi madre hubo una mujer con ojos mágicos», le había confe-sado su padre. Nadie en la familia ni de la zona de Dubh Linn te-nía unos ojos como aquéllos. Acaso no fueran mágicos —ella nocreía que poseyeran poderes especiales—, pero todo el mundolos admiraba. Ya de pequeña, los hombres se quedaban fascina-dos por ellos. Así que siempre había confiado en que, cuando lle-gara el momento, encontraría un buen marido.

Sin embargo, no tenía prisa. Solo tenía diecisiete años.Nunca había conocido a nadie con quien le hubiera gustado ca-sarse y, con toda probabilidad, el matrimonio la llevaría lejos deltranquilo estuario de Dubh Linn. Y cualesquiera que fuesen losproblemas de su padre con las deudas, no estaba segura de que

edward rutherfurd

48

Page 42: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

aquél fuese el momento propicio para marcharse y dejar a supadre y a sus hermanos sin una mujer que llevara la casa.

El festival de Lughnasa era una ocasión tradicional para en-contrar pareja, pero le parecía que no quería un esposo. Toda-vía no.

El resto del día transcurrió apaciblemente. No hizo máspreguntas porque era absurdo y su padre parecía animado, algode lo que podía estar agradecida. Y con un poco de suerte, quizáno se enzarzaría en ninguna pelea y no sería capaz de encon-trarle un marido aceptable. Luego todos podrían volver a casasanos y salvos y en paz.

A última hora de la mañana llegaron a una aldea en unclaro donde su padre conocía a gente, pero, por una vez, no sedetuvo a hablar. Al cabo de poco, mientras el Liffey se curvabahacia el sur, el sendero comenzó a empinarse desde la estrechallanura del río hasta terrenos más elevados en dirección oeste.Hacia el mediodía, llegaron a una interrupción de los árbolesque los llevó a una amplia plataforma de páramo de turba, ta-chonada de matorrales de aulaga.

—Allí. —Su padre señaló un objeto que tenían cerca—.Allí descansaremos.

Se sentaron en la hierba a tomar el almuerzo ligero que ellales había preparado. El sol del mediodía era cálido y agradabley su padre bebió un poco de cerveza para acompañar el pan.

El lugar que había elegido era un pequeño círculo de tierrajunto a una única piedra alzada. Estas piedras, solas o en grupo,eran un rasgo característico del paisaje y se decía que las ha-bían colocado allí personajes ancestrales o los mismos dioses.Alta como un hombre, esta se hallaba muy aislada y por eloeste dominaba una llanura boscosa que se extendía hasta el ho-rizonte. En el gran silencio, bajo el sol de agosto, a Deirdre lapiedra vieja gris le pareció amigable. Después de comer, y mien-tras los caballos pacían en las proximidades, se tumbaron al solpara descansar un rato. Los tranquilos ronquidos de su padrepronto le indicaron que estaba echando una cabezada y Deir-dre no tardó mucho en adormilarse.

Se despertó de repente y advirtió que debía de haber dor-mido un rato, ya que el sol había variado de posición. Todavía

príncipes de irlanda

49

Page 43: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

se hallaba en aquel estado confuso de quien ha recibido una sa-cudida a través de los velos del sueño para volver a un estadoconsciente demasiado luminoso. Mientras miraba el sol sus-pendido sobre la gran planicie, experimentó una curiosa vi-sión. Era como si el sol fuera una rueda con radios, como las deun carro de guerra, extraña y amenazante. Sacudió la cabezapara despejarse de las últimas brumas del sueño y se dijo queaquello eran tonterías.

Pero el resto del día, y por la noche, acostada e intentandodormir, no consiguió librarse de aquella vaga sensación de in-quietud.

Cuando Goibniu llegó, era casi mediodía. Estudió la escenacon el único ojo que todo lo veía.

Lughnasa: un mes después del solsticio de verano, la cele-bración de la inminente cosecha, un festival donde se concerta-ban matrimonios. Le gustaba su dios patrón, Lugo, el Brillante,Lugo, el del Largo Brazo, el maestro de los magos en todas lasartes, el guerrero valiente, el que curaba.

La gente llegaba a Carmun de todas las direcciones; jefes,guerreros, atletas de tribus procedentes de toda la isla. Se pre-guntó cuántas tribus habría. Unas ciento cincuenta, tal vez.Algunas eran grandes, con poderosos clanes a la cabeza, otraseran menores y estaban gobernadas por septs afiliados, y lashabía que eran poco más que un grupo de familias que proba-blemente compartían un ancestro común, pero que orgullosa-mente se denominaban tribu y tenían un jefe. En una isla quela naturaleza había dividido en innumerables territorios pe-queños mediante montañas y marismas, era fácil que cada tributuviera sus propias tierras, en el centro de las cuales se hallabael santuario sagrado de los ancestros, a menudo señalado conun fresno.

¿Y quiénes eran exactamente estas tribus? ¿De dónde ha-bían venido los hijos de Mil que habían enviado a los legenda-rios Tuatha De Danaan bajo las montañas? Goibniu sabía que

edward rutherfurd

50

Page 44: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

las tribus conquistadoras habían llegado a la isla occidentaldesde la vecina Britania y desde el sur, al otro lado del mar. Loshabitantes de la isla occidental formaban parte de un gran cri-sol de tribus, cuya cultura y lenguaje, llamado celta, se exten-día por buena parte de la Europa noroccidental. Con sus espa-das de hierro, sus espléndidos carros de guerra y su magníficotrabajo en metal, sus sacerdotes druidas y sus poetas, las tribuscélticas eran temidas y admiradas desde hacía mucho tiempo.A medida que el Imperio romano se extendía hacia el norte yBritania, los centros principales de cada territorio tribal ibanconvirtiéndose en destacamentos militares o mercados roma-nos y a los dioses celtas de la tribu local los vestían tambiéncon túnicas romanas. Así, en la Galia, por ejemplo, el dios celtaLugh, cuya festividad se celebraba ahora, había dado su nom-bre a la ciudad de Lugdunum, que más tarde se denominaríaLyon. Y las tribus, a su vez, se habían romanizado, perdiendoincluso la propia lengua para adoptar el latín.

En los márgenes externos, la cosa había sido bien distinta.En las zonas septentrionales y occidentales de Britania, que losromanos prácticamente no habían ocupado, las lenguas anti-guas y las costumbres tribales se conservaban. Y sobre todo, enla isla vecina por el lado occidental, adonde los romanos habíanido a comerciar, pero no a conquistar, la antigua cultura celta se-guía intacta en todo su esplendor. Los romanos no siempre sa-bían cómo denominar a los distintos pueblos. En la Britaniaseptentrional, que los romanos llamaban Alba, vivían las anti-guas tribus de los pictos. Cuando los colonizadores de la isla oc-cidental celta llegaron en barco y fundaron asentamientos enAlba, empujando gradualmente a los pictos hacia el interiorseptentrional británico, los romanos llamaron scotti (escoceses)a esos colonos celtas. Pero las tribus célticas de la isla occidentalno se conocían a sí mismas por ese nombre romano. Sabíanquiénes eran desde que habían llegado a la isla y encontrado allía una diosa amistosa: eran el pueblo de Eriu.

Mientras contemplaba a las tribus célticas que se acercabanal festival, su mirada permaneció serena. ¿Era uno de ellos? En

príncipes de irlanda

51

Page 45: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

parte, sin duda; pero igual que en aquellos extraños túmulosantiguos de encima del Boyne había experimentado una desco-nocida sensación de pertenencia al lugar, en aquellas grandesreuniones celtas no podía evitar la sensación instintiva de queera, en cierto modo, extranjero, que procedía de otra tribu que ha -bía estado en esta tierra desde mucho antes. Quizá los hijos deMil habían conquistado a su pueblo, pero él sabía cómo sacarprovecho de ello.

Siguió moviendo su único ojo sobre la escena, separando,con la precisión de una cuchilla, los pintorescos grupos en ca-tegorías distintas: importantes, no importantes, útiles, irrele-vantes, los que le debían algo o le debían un favor. Junto a lagran carreta vio a dos jóvenes deportistas, con los brazos grue-sos como troncos de árbol y tatuados. Eran los dos hijos de Cas,hijo de Donn. Ricos. Una amistad que cultivar. Un poco más le-jos había dos druidas y un bardo viejo. Goibniu sabía que elviejo tenía una lengua peligrosa, pero conocía unos cuantoschismorreos con los que podía entretenerlo. A la izquierda vioa Fann, hija del gran jefe Ross, una mujer orgullosa. Sin em-bargo, Goibniu sabía que se había acostado con uno de los hi-jos de Cas, algo que su marido ignoraba. El conocimiento espoder. Uno nunca sabe cuándo puede utilizarse esa informa-ción para cimentar un futuro negocio. No obstante, mientrasescudriñaba a la multitud, lo que más vio, fue gente que le de-bía algo.

El majestuoso y rechoncho Dermot: nueve vacas, tres ca-pas, tres pares de botas, un torque de oro alrededor del cuello.Culann, diez monedas de oro. Roth Mac Roth, una moneda deoro. Art, un cordero. Todos habían pedido prestado, los tenía atodos en su poder. Bien. Entonces divisó a Fergus.

El alto individuo de Dubh Linn, que le debía el importe deveinte vacas. Una chica bonita con él. Debía de ser su hija.Aquello se le antojó interesante y caminó hacia ellos.

Deirdre también había estado observando a la multitud.Los clanes y los septs todavía llegaban de todas las partes delLeinster. Era realmente una imagen impresionante. Mientras,

edward rutherfurd

52

Page 46: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

entre su padre y un mercader tenía lugar un curioso intercam-bio, relacionado con el magnífico torque de oro del jefe.

En la isla era costumbre que si uno daba sus joyas comoprenda para un préstamo, tenía que poder recuperarlas para lasgrandes festividades a fin de no caer en la deshonra. Una bon-dadosa dispensa. Si Fergus sintió vergüenza al recuperar el es-pléndido collar de oro del mercader, no dio muestras de ello. Dehecho, tomó la reliquia que le tendía el otro con toda solemni-dad, como si de una ceremonia se tratase. Cuando Goibniu llegó,acababa de colgárselo del cuello.

Fuera lo que fuese lo que el herrero pensara de Fergus, sucortesía fue intachable y se dirigió a él con el trato ampulosoque habría utilizado con el mismísimo Rey.

—Que el bien esté contigo, Fergus, hijo de Fergus. El tor-que de tus nobles ancestros te sienta muy bien.

Fergus lo observó con cautela. No esperaba que el herrerobajase a Carmun.

—¿Qué ocurre, Goibniu? —preguntó un tanto severamen -te—. ¿Qué es lo que quieres?

—Eso es fácil de decir —respondió Goibniu, amable—. Soloquería recordarte la promesa que me hiciste, antes del inviernopasado, sobre el importe de las veinte vacas.

Deirdre miró a su padre con nerviosismo. Desconocía tal deu -da. ¿Iba a ser aquello el principio de una pelea? De momento,la cara del jefe permanecía impasible.

—Es cierto —admitió Fergus—. Te lo debo, pero es duroque me lo pidas ahora —añadió en voz baja—, sobre todo du-rante el festival.

Porque era otra agradable costumbre del festival que Goib-niu no pudiese reclamar la deuda durante su celebración.

—Tal vez quieras tratar este asunto cuando termine el fes-tejo —sugirió el herrero.

—Sin duda alguna —dijo Fergus.Durante esta conversación, Deirdre continuó mirando a su

padre fijamente. ¿Disimulaba la ira? ¿Sería aquello la calmaque precedía a la tormenta? Goibniu era un hombre con ami-gos muy importantes. Tal vez a eso se debía la aparente docili-dad de su padre. Deseó que siguiera siendo así.

príncipes de irlanda

53

Page 47: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Goibniu asintió lentamente y luego posó el ojo en Deirdre.—Tu hija es hermosa, Fergus —comentó—. Tiene unos ojos

maravillosos. ¿La vas a ofrecer en matrimonio durante el fes -tival?

—Sí, es lo que tengo en la mente —declaró Fergus.—Será un hombre afortunado, sin duda, quien la consiga

—prosiguió el herrero—. No deshonres su belleza o tu noblenombre aceptando otra cosa que no sean las arras más altas.—Hizo una pausa—. Cómo me gustaría ser bardo —dijo, se-ñalando educadamente a la muchacha con la cabeza— paracomponer un poema sobre su belleza.

—¿Eso harías por mí? —preguntó ella, riendo, con la espe-raza de mantener el tono cordial de la conversación.

—Ciertamente —respondió Goibniu, mirando a Fergus consu único ojo.

Y entonces Deirdre vio que su padre observaba pensativo alastuto artesano. ¿Se estaba ofreciendo Goibniu a encontrarleun marido rico? Sabía que el herrero tuerto poseía mucha másinfluencia que su padre. Cualquiera que fuese el aspirante queFergus pudiera tomar en consideración, era probable que Goib-niu encontrase uno mejor.

—Vayamos a dar una vuelta —dijo el padre con una ama-bilidad nueva en la voz.

Deirdre los vio alejarse juntos.Así que se trataba de aquello… Este inesperado giro de los

acontecimientos había dado al traste con el momentáneo alivioque había sentido cuando su padre había evitado una pelea.Con su padre, al menos, sabía que mantenía cierto control de lasituación. El hombre podía enojarse y gritar, pero no la obliga-ría a casarse en contra de su voluntad. Su destino, sin embargo,estaba en manos de Goibniu; Goibniu, el consejero de los re-yes, el amigo de los druidas… A saber qué podía pergeñar suprofundo cerebro. Contra el tuerto, Deirdre no tenía ningunaesperanza. Observó a sus hermanos, que estaban admirandoun carro.

—¿Habéis visto lo que ha ocurrido? —gimió.Los chicos intercambiaron una mirada y sacudieron la ca-

beza.

edward rutherfurd

54

Page 48: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

—¿Algo interesante?—No —respondió, irritada—. Vuestra hermana está a punto

de ser vendida.

Lughnasa. La canícula. En las ceremonias, los druidas con-sagrarían a Lugh las ofrendas de la cosecha y las mujeres dan-zarían. Y ella, muy probablemente, sería entregada a un desco-nocido, allí y en aquel momento, y quizá nunca regresaría aDubh Linn.

Empezó a caminar sola por el claro. Aquí y allá, la gente delos vistosos tenderetes o la que charlaba en grupo se volvía amirarla, pero ella apenas se daba cuenta. Pasó ante algunastiendas y corrales y advirtió que debía de estar llegando cercade la gran pista donde tendrían lugar las carreras de caballos.No iba a celebrarse una enseguida, pero algunos de los jóvenesestarían ejercitando a sus monturas, o acaso organizando al-guna competición informal, pues le pareció que sacaban a loscaballos con ese objetivo. Cuando llegó a un recinto vallado enel que unos cuantos jinetes se preparaban para montar, el solde última hora de la mañana llenaba el cielo con una miradasevera.

Deirdre se detuvo ante la valla y contempló la escena.Los caballos de lomos desnudos estaban inquietos. Oyó ri-

sas y comentarios amables y jocosos. A su derecha había ungrupo de hombres, ataviados con ropa elegante, congregadosalrededor de un joven de cabello moreno. Era algo más alto quelos demás y, al verle la cara, descubrió que era insólitamentehermoso. Un rostro inteligente, pensativo, tal vez, cuya serenaexpresión, pese a su sonrisa, sugería que su mente quizá se ha-llase algo distante de la actividad en la que se ocupaba. Podíatratarse, pensó, de un druida de alta cuna, más que de un jovendeportista; se preguntó quién sería. El pequeño grupo se disol-vió y advirtió que él debía de estar a punto de participar en unacarrera, ya que, a excepción del taparrabos protector, iba com-pletamente desnudo.

Deirdre lo miró asombrada. Le pareció que nunca habíavisto nada tan hermoso en su vida. Tan esbelto, tan pálido y, sin

príncipes de irlanda

55

Page 49: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

embargo, perfectamente formado. El suyo era un cuerpo deatleta y no tenía ni una sola imperfección. El joven montó y ca-balgó con toda facilidad hacia la pista.

—¿Quién es ése? —preguntó a un hombre que tenía cerca.—Es Conall, hijo de Morna —respondió y al ver que ella

no lo había comprendido del todo, añadió—: Es el sobrino delmismísimo Rey Supremo.

—Oh —exclamó Deirdre.Presenció varias carreras. Los hombres montaban a pelo.

Aunque pequeños, los caballos de la isla eran muy veloces y lascarreras resultaron de lo más emocionante. En la primera ca-rrera, Conall entró justo después del vencedor; en la segunda,ganó él. En las dos siguientes no participó, pero, mientrastanto, iba llegando más gente al borde de la pista. Estaba apunto de comenzar una de las principales atracciones del día:las carreras de carros.

Deirdre vio que el rey del Leinster había llegado ya al pe-queño túmulo junto a la pista, desde cuyo punto elevado pre-sidiría el acto, porque si las carreras de caballos eran el de-porte de los guerreros, las de carros representaban el artebélico más elaborado y aristocrático. Los carros eran fuertesvehículos de dos ruedas, de construcción ligera, con una solalanza entre dos caballos. Cada carro iba guiado por un equipode dos hombres, el guerrero y su auriga. Eran rápidos y, enmanos de un auriga experto, muy fáciles de maniobrar. Con-tra la disciplinada armadura de las legiones romanas no eranefectivos, por lo que en las provincias romanas de Britania yla Galia habían caído en desuso hacía mucho. Pero aquí, en laisla occidental, donde la guerra se libraba según las tradicio-nes célticas, aquel arte antiguo aún se practicaba. Deirdre viounos veinte carros preparándose para acceder a la pista. Pare-cía, sin embargo, que primero habría una exhibición, porquedos carros acababan de entrar, solos, en el enorme ruedo cu-bierto de hierba.

—Ahí está Conall —comentó el hombre al que se había di-rigido antes— y su amigo Finbarr —añadió con una sonrisa—.Ahora verás lo que es bueno.

Conall y Finbarr iban desnudos, ya que en la tradición cél-

edward rutherfurd

56

Page 50: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

tica, los guerreros luchaban en cueros. Advirtió que Finbarrera de constitución fuerte, algo más bajo que Conall, pero teníaun tórax más ancho, sobre el que crecían unos rizos de pelomarrón claro. En pie, detrás de sus aurigas, cada uno de ellosportaba una coraza redonda decorada con bronce pulido quedestellaba bajo el sol. Los carros fueron juntos al centro del te-rreno antes de dirigirse cada uno a un extremo. Entonces co-menzaron.

Era asombroso. Deirdre había visto en acción a otros auri-gas, pero ninguno como estos. Abalanzándose a la velocidaddel rayo, los radios de las ruedas —que formaban una visiónborrosa cada una de ellas— casi se tocaron al pasar. Los carrosregresaron a los extremos y volvieron a girar. En esta ocasión,los dos héroes se habían provisto de unas grandes jabalinas.Mientras corrían juntos a la vez, lanzaron las jabalinas conuna habilidad letal, Finbarr arrojando la suya un instante an-tes que Conall. Mientras las dos armas se cruzaban en el aire,la multitud contuvo el aliento. Y con buena razón, porque lapuntería de ambos era mortal. El carro de Conall, que habíaencontrado un pequeño bache en el terreno, disminuyó la ve-locidad justo un momento, de modo que la jabalina lanzadapor Finbarr habría alcanzado al auriga y le habría matado siConall, raudo como una centella, no hubiese alargado el brazoy la hubiese desviado con la coraza. Por otro lado, la punteríade Conall fue tan perfecta que la jabalina cayó precisamentesobre el escudo que Finbarr levantaba, de modo que este pudodesviar limpiamente la afilada punta hacia un lado. La multi-tud rugió de admiración. Aquello era una contienda elevada ala categoría de arte.

Mientras los carros volvían a girar, los hombres sacaron susbrillantes espadas. Ahora, sin embargo, les tocaba a los aurigasdemostrar su destreza. En esta ocasión no se abalanzaron eluno contra el otro, sino que comenzaron un complicado tra-zado de persecución y huida, describiendo mareantes círculos yzigzags en el campo, lanzándose en picado uno sobre el otrocomo pájaros de presa que perseguían y eran perseguidos.Cada vez que se acercaban, en ocasiones ladeándose el uno ha-cia el otro, los dos guerreros acometían con la espada y se de-

príncipes de irlanda

57

Page 51: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

fendían con la coraza. Era imposible saber si aquellas luchas sebasaban en una coreografía previa y ensayada. Los aceros des-tellaban y tintineaban, Deirdre esperó ver sangre brotando encualquier momento de la piel blanca de los hombres y se des-cubrió casi jadeante y temblorosa de nerviosismo. Y la con-tienda se prolongó levantando gritos entre la multitud. Eraemocionante por la destreza y temible por su peligro.

Al final, terminó. Los dos carros, con Conall a la cabeza,dieron una vuelta triunfal al terreno para recibir los aplausosdel público, y al hacerlo, pasaron por delante de Deirdre. Co-nall se había adelantado y plantado en pie, perfectamente equi-librado en la lanza de entre los caballos. Los animales estabancubiertos de espuma y mientras recibía los vítores de la multi-tud, que gritaba encantada, el pecho de Conall todavía subía ybajaba debido al ejercicio. Estudiaba las caras y Deirdre supusoque se sentía complacido. Entonces, cuando el carro se apro-ximó, posó la vista en ella y la muchacha se descubrió mirán-dole a los ojos.

Pero la expresión de estos no tenía nada que ver con la queDeirdre había esperado encontrar. Eran penetrantes, pero noparecían satisfechos. Era como si una parte de él se hallara le-jos, como si mientras ofrecía emoción y placer al público, per-maneciera separado y solo, balanceándose hábilmente entre lavida y la muerte.

¿Por qué había elegido mirarla? Ella no lo sabía, pero susojos, como si quisieran hablarle, no la dejaron hasta que volvióla cabeza despacio al alejarse. Su carro pasó y Conall no volvió lavista atrás, pero Deirdre siguió mirando incluso después deque se hubiera marchado.

Entonces se volvió y divisó a su padre, que sonreía y la lla-maba con una seña para que se aproximase.

Acudir a Carmun había sido idea de Finbarr, pues esperabaque allí el estado de ánimo de su amigo mejorase. Tampoco ha-bía olvidado las instrucciones del Rey Supremo.

—¿No has pensado en encontrar una mujer atractiva, en elLeinster? —le había preguntado ya a Conall.

edward rutherfurd

58

Page 52: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Habían llegado la noche anterior y cuando habían ido apresentar sus respetos al rey del Leinster, no había sido solo elpropio rey de la provincia el que se mostrara encantado de aco-ger al sobrino del Rey Supremo, sino que apenas hubo mujeren la corte real que no ofreciera a Conall una sonrisa; no obs-tante, si el joven notó aquellas indicaciones de admiración, de-cidió hacer caso omiso de ellas.

A Finbarr le pareció que se le había presentado la oportu-nidad.

—Antes de que montaras en el carro, había una joven que temiraba, con los cabellos de oro y unos ojos asombrosos —dijo—.¿No la viste?

—No.—Pues ella te miró mucho rato —prosiguió Finbarr—. Creo

que le gustaste.—No me fijé —dijo Conall.—Es la chica a la que ahora mirabas —dijo Finbarr. Y le pa-

reció que su amigo sentía cierta curiosidad porque ojeaba a sualrededor—. Quédate aquí —añadió—. Iré a buscarla.

Antes de que Conall pudiera poner objeciones, se encaminócon Cuchulainn en la dirección en que, momentos antes, habíavisto marcharse a Deirdre.

—Goibniu tiene un hombre para ti. —Su padre rebosabade alegría.

—Qué suerte —dijo ella secamente—. ¿Y está aquí?—No, está en el Ulster.—Eso está muy lejos. ¿Y qué va a pagar? —inquirió en

tono cortante.—Una cantidad generosa.—¿La suficiente para que saldes tu deuda con Goibniu?—La suficiente para pagar todas mis deudas —replicó él sin

avergonzarse.—Entonces he de felicitarte —dijo Deirdre con ironía, pero

su padre no la escuchaba.—Él todavía no te ha visto, claro. Tal vez no le gustes, pero

Goibniu piensa que sí. Y así será —añadió el padre con fir-

príncipes de irlanda

59

Page 53: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

meza—. Un joven excelente. —Hizo una pausa y la miró concariño—. Pero si no te gusta, no tienes por qué casarte con él,Deirdre.

«No. Me dirás que te he arruinado», pensó la chica.—Goibniu hablará con ese joven el mes próximo —decía

su padre—. Podríais conoceros antes del invierno.Supuso que, por lo menos, debía de estar agradecida por

aquel ligero retraso.—¿Y qué puedes contarme de ese hombre? —inquirió—.

¿Es joven o viejo? ¿Es hijo de un jefe? ¿Es un guerrero?—Es satisfactorio —respondió el padre— en todos los as-

pectos, pero, en realidad, quien lo conoce es Goibniu. Esta no-che te lo contará todo.

Acto seguido, su padre se marchó, dejándola a solas con suspropios pensamientos.

Llevaba un rato sola cuando Finbarr y su lebrel se dirigie-ron hacia ella.

Finbarr había elegido a unos cuantos hombres y mujeresque estarían encantados de conocer al sobrino del Rey Su-premo. Cuando se había acercado a Deirdre, esta había dudadounos momentos y tal vez no lo habría acompañado si Finbarrno le hubiese dicho que una negativa por su parte se conside-raría una descortesía hacia el príncipe. Y como iría en compa-ñía de otros, no sintió vergüenza.

Conall iba vestido con una túnica y una capa ligera. Al prin-cipio no se dirigió a ella, por lo que la muchacha tuvo la oportu-nidad de observarlo. Aunque todavía era joven, se movía entreel grupo con una serena dignidad que la impresionó. Mientrastodo el mundo le sonreía y sus respuestas eran corteses y afa-bles, había una seriedad en su porte que parecía distanciarlo detodo. Sin embargo, cuando se acercó a ella, Deirdre advirtióque no sabía qué decir.

¿La había mandado a buscar? No lo sabía. Cuando Finbarrle había preguntado si quería conocer al príncipe y le había in-dicado que sería de mala educación negarse a ello, no había di-cho que Conall desease verla. Sería una más de los cientos y

edward rutherfurd

60

Page 54: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

cientos de caras que desfilarían ante él en una celebracióncomo aquélla, y la mitad, sin duda, serían mujeres deseosas deimpresionarlo. Su orgullo se rebeló contra la situación y em-pezó a sentirse avergonzada. «Mi familia no es lo bastante im-portante como para que se interese por mí», se dijo. Y además,mi padre y Goibniu ya me han encontrado pretendiente. Portanto, cuando Conall llegó a su lado, ya había decidido mos-trase atenta pero fría.

Él la miraba a los ojos.—Te he visto, después de la exhibición de carros.Los mismos ojos, aunque en vez de la mirada solitaria,

ahora se veían animados con una luz diferente. Escudriñabanlos suyos con curiosidad, como intrigados, interesados. Pese aestar absolutamente decidida a tratarlo con frialdad, notó quecomenzaba a ruborizarse.

Él le preguntó quién era su padre y de dónde venía. Eraobvio que sabía de la existencia de Ath Cliath, pero, aunquecuando mencionó a Fergus como jefe del lugar, Conall dijo«ah, sí», la muchacha sospechó que nunca había oído hablarde él. Le hizo unas cuantas preguntas más, intercambiaronunas palabras sobre las carreras y Deirdre advirtió que sehabía detenido más tiempo a hablar con ella que con los de-más. Entonces apareció Finbarr y le murmuró que el rey delLeinster preguntaba por él. La miró a los ojos con aire pen-sativo y sonrió.

—Quizá nos encontremos de nuevo.¿Lo había dicho de veras o era una muestra más de corte-

sía? En cualquier caso, no había muchas posibilidades de que seencontraran, pues su padre no se movía en el círculo del ReySupremo. Se sintió algo molesta porque tal vez él no había sidodel todo sincero y estuvo a punto de espetarle: «Bueno, ya sa-bes dónde encontrarme». Por fortuna, sin embargo, se controlóy casi se sonrojó al pensar lo vulgar y atrevida que hubiese pa-recido de haberlo dicho.

Así pues, se separaron y ella comenzó a regresar sola ha-cia el lugar donde probablemente encontraría a su padre.Había comenzado otra carrera de carros. Se preguntó si de-bía contar a su padre y a sus hermanos el encuentro con el

príncipes de irlanda

61

Page 55: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

joven príncipe, pero decidió que sería mejor no hacerlo. Soloconseguiría que se burlasen de ella, chismorrearan o la aver-gonzasen.

II

Era otoño y la caída de las hojas parecía el lento rasgueode unos dedos en un arpa. A media tarde, el sol comenzaba a de-clinar, los helechos brillaban con destellos de oro y era como siel brezo púrpura se derritiera en los montes.

La residencia de verano del Rey estaba situada en una coli nabaja y de cresta llana con una extraordinaria panorámica de lazona. Los cercados, los establos para el ganado y los campamen-tos del séquito real, cerrados con una empalizada, se diseminabanpor toda la cumbre del cerro. Resultaba impresionan te, porque elséquito del Rey Supremo era numeroso. Druidas, guardianes delas antiguas leyes brehon, arpistas, bardos, escanciadores —porno mencionar a los guerreros de la corte real— eran cargos dela más alta consideración y que a menudo pasaban de padres ahijos. En el extremo meridional estaba el cercado más grande, yen su centro había una enorme sala circular con las paredes demadera y mimbre y una alta techumbre de bálago. A este salónreal se accedía por un portal en cuyo centro había un maderoque sostenía una cabeza de piedra tallada con tres caras que mi-raban en diferentes direcciones, como si quisiera recordar a losallí reunidos que el Rey Supremo, igual que los dioses, lo veíatodo.

En el lado occidental de la sala había un palco elevado desdeel que era posible presenciar las reuniones del interior o con-templar el cercado de césped que rodeaba el recinto y el paisajemás allá. Y era en esta galería donde se habían colocado dosbancos cubiertos de colchas, a unos palmos de distancia entre sípara que, a última hora de la tarde, el Rey Supremo y su esposase sentaran allí a contemplar el ocaso, lo cual gustaban de ha-cer a menudo.

edward rutherfurd

62

Page 56: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

En menos de un mes llegaría la fiesta mágica de Samhain.Algunos años se celebraba en el gran centro ceremonial deTara; otros años, en lugares distintos. Por Samhain tenía lugarla matanza de animales sobrantes, mientras que los demáseran conducidos a los páramos para ser encerrados después enestablos, cuando el Rey Supremo y su corte emprendieran susviajes invernales. Hasta entonces, sin embargo, era un tiempotranquilo y pausado. La cosecha ya estaba recolectada y la tem-peratura aún era cálida. Para el Rey Supremo tendría que ha-ber sido una época de satisfacción.

Era un hombre atezado. Sus ojos azul oscuro miraban des -de debajo de los amplios despeñaderos de sus pobladas cejas, yaunque tenía la cara enrojecida por una redecilla de venas di-minutas, y su robusto y otrora fibroso cuerpo había engor-dado, aún conservaba una energía vibrante. Su esposa, unamujer grande y de cabello claro, llevaba tiempo sentada a sulado, sumida en el silencio. Al cabo, mientras el sol que se hun-día despacio se ocultaba tras una nube, dijo:

—Han pasado dos meses.Él no respondió.—Han pasado dos meses —repitió ella— desde la última

vez que me hiciste el amor.—¿Sí?—Dos meses.Si la Reina captó la ironía de su tono, no dio muestras de

ello.—Pues debemos hacerlo de nuevo, queridísima —dijo él

con falsedad.Antes hacían el amor frecuentemente, pero había transcu-

rrido mucho tiempo desde entonces. Sus hijos ya eran mayo-res. Contempló el paisaje sobre el que había caído una sombramomentánea y calló.

—No haces nada por mí —dijo la Reina de mal humor.El Rey esperó y luego chasqueó la lengua.—¿Ves eso de ahí? —preguntó, señalando en la distancia.—¿Qué es?—Son corderos. —Él los observó con interés—. Ahora está el

carnero. —Sonrió con satisfacción—. Puede cubrir a cien ovejas.

príncipes de irlanda

63

Page 57: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

La Reina soltó un bufido de desprecio, pero calló.—¡Nada! —prorrumpió de repente—. Un dedito blando y

mojado, eso es todo lo que tengo. Nada a lo que una mujerpueda agarrarse. He visto un pescado más tieso, he visto un re-nacuajo más grande. —El estallido no era del todo auténtico,como ambos sabían; pero si ella esperaba avergonzarlo, el ros-tro del monarca permaneció sereno. La Reina soltó otro bufidoy añadió—: Tu padre tenía tres esposas y dos concubinas.Cinco mujeres… Y podía con todas, pero tú…

Para los isleños, la monogamia no era ninguna virtud.—La nube está a punto de apartarse del sol.—No me sirves de nada.—Y sin embargo —el Rey se tomó su tiempo, hablando en

tono pensativo, como si discutiera sobre una curiosidad histó-rica—, hemos de recordar que yo me he apareado con una ye-gua.

—Eso es lo que tú dices.—Pues claro que lo hice. De otro modo, no podría estar

aquí sentado.

La ceremonia de iniciación en la que un gran clan elegía aun nuevo rey en la isla se perdía en las brumas de los tiemposy pertenecía a una tradición que también existía entre lospueblos indoeuropeos de Asia, más allá de los límites occiden-tales de Europa. Después del sacrificio de un toro blanco, enesta ceremonia el aspirante a rey debía aparearse con una ye-gua sagrada. Esta cópula aparece explícitamente representadaen las leyendas de Irlanda y en las tallas de los templos de laIndia. En contra de lo que pueda pensarse, no era una tareaque entrañase excesiva dificultad. La yegua en cuestión no eragrande. Sujetada por varios hombres fuertes y con los cuartostraseros adecuadamente abiertos, era presentada al futuro rey,quien, siempre que se excitase por cualquier medio, encontra-ría fácil penetrarla. Era un ritual apropiado para un puebloque, desde que había salido de las llanuras de Eurasia, habíaconfiado su liderazgo a hombres que se hubieran apareadocon una yegua.

edward rutherfurd

64

Page 58: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

ϒ

Era difícil saber si la Reina estaba pensando en la yegua ono, pero al cabo de un rato habló de nuevo, esta vez en voz baja.

—La cosecha se ha perdido.El Rey Supremo frunció el entrecejo. Sin querer, miró de

nuevo hacia el interior del salón vacío donde, desde su postetotémico, la cabeza de tres caras observaba la oscuridad de queestaba rodeada.

—Es culpa tuya —añadió la Reina.El Rey frunció los labios, pues ahora su esposa estaba ha-

blando de política.Al Rey la política siempre se le había dado muy bien. Cuan -

do pasaba el brazo por el hombro de un hombre, aquel hombresería siempre suyo para dominarlo o para engañarlo. Conocíalas debilidades de la gente y su precio. El éxito de su familia ha-bía sido considerable. Su clan real procedía del oeste y susmiembros eran terriblemente ambiciosos. El clan, que afir-maba descender de figuras míticas como Conn, el de las CienBatallas, y Cormac Mac Art —héroes que tal vez fuesen in-ventados— había expulsado ya de sus territorios a muchos je-fes del Ulster y su ascenso había culminado, en tiempos relati -vamente recientes, en el éxito que atribuían a su heroico jefeNiall.

Como muchos de los líderes históricos triunfadores, Niallera en parte un pirata y conocía el valor de la riqueza. Desde sujuventud, había llevado a cabo incursiones en la isla de Britaniay, con las legiones romanas en retirada, obtenía botines fáciles.Había robado, sobre todo, muchachos y muchachas para ven-der en los mercados de esclavos; los beneficios que sacaba losutilizaban él y sus seguidores. Era costumbre, cuando un reyse sometía a otro —cuando se avenía a «venir a su casa», como sedecía—, que pagara un tributo, normalmente en ganado, y quediera rehenes por su continuada lealtad. Eran tantos los reyes,se decía, que habían enviado a sus hijos a Niall como rehenes,que se le recordaba como Niall, el de los Nueve Rehenes. Supoderoso clan no solo había dominado la isla y se había apode-rado del cargo de rey supremo, sino que había obligado tam-

príncipes de irlanda

65

Page 59: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

bién a los reyes del Leinster a cederle el antiguo enclave deTara que había querido convertir en el centro ceremonial de supropia dinastía, desde donde el clan podía gobernar toda la isla.

Pero por poderoso que fuera el clan de Niall, hasta los reyessupremos estaban a merced de unas fuerzas naturales muchomayores.

Había ocurrido de una manera un tanto inesperada, inme-diatamente después del festival de Lughnasa. Diez días de llu-via torrencial y el terreno había quedado reducido a un treme-dal, con la cosecha completamente destruida. Nadie recordabaun verano como aquél. Y la culpa era del Rey Supremo. Aun-que los motivos de los dioses nunca eran claros, un tiempo tanterrible solo podía significar que al menos uno de ellos estabaofendido con el monarca.

Cada lugar tenía sus dioses. Se originaban en el paisaje y lashistorias de los seres que habían morado antes allí. Todo elmundo notaba su presencia. Y los dioses celtas de la isla eranunos espíritus listos y vivaces. Cuando un hombre subía a te-rrenos elevados y contemplaba los bosques y los pastos esme-ralda y respiraba el dulce aire isleño, su corazón casi estallabade gratitud por Eriu, la diosa madre de la tierra. Cuando el solsalía por la mañana, sonreía al ver a Dagda, el dios bueno, mon-tado en su caballo por el cielo; el bondadoso Dagda, de cuyocaldero mágico salían todas las cosas buenas de la isla. Si se de-tenía en la orilla y contemplaba las olas, podía parecerle quecasi divisaba a Manannan Mac Lir, el dios del mar, alzándose delas profundidades.

Los dioses también podían ser temibles. Abajo, en la puntameridional de la isla, en un afloramiento rocoso sobre lasaguas turbulentas, vivía Donn, el señor de los muertos. Todostemían a Donn. Y la diosa madre, cuando adoptaba la forma dela airada Morrigain y acudía con sus cuervos y gritaba sobrelos hombres entregados a la batalla, también era una figura te-rrorífica. ¿Estaba ahora enfadada?

Los reyes eran poderosos cuando complacían a los dioses,pero un monarca tenía que obrar con cautela. Si un rey enojabaa un dios —o incluso a uno de los druidas o a los filidh que ha-blaban con ellos—, podía perder una batalla. Si los hombres

edward rutherfurd

66

Page 60: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

acudían al rey supremo en busca de justicia y no la obtenían,los dioses probablemente enviarían plagas o mal tiempo. Todoel mundo lo sabía: un mal rey traía mala suerte; un buen reyera premiado con una buena cosecha. Tal vez la gente no lo de-cía abiertamente, pero él sabía lo que pensaban los súbditos: sila cosecha se perdía, la culpa era suya.

Aun así, por más que examinara su conciencia, el Rey Su-premo no encontró ningún desliz de importancia por su parteque hubiera podido propiciar la cólera de los dioses contra él.Poseía todas las cualidades reales. No era tacaño y recompen-saba bien a sus seguidores. Los banquetes del Rey Supremoeran espléndidos. Y, ciertamente, no era un cobarde. Tampoco eramezquino ni celoso. Ni siquiera su esposa podía quejarse de élen ese aspecto.

¿Qué debía hacer? Había consultado a los druidas. Éstoshabían realizado ofrendas. Al menos de momento no se habíapresentado nadie con otras sugerencias. Y hacía buen tiempo.Unos días antes, había decidido que el curso de acción más sa-bio era esperar y ver.

—En Connacht te humillaron.Como una daga, la voz de su mujer cortó el silencio que ro-

deaba sus pensamientos. El monarca respingó involuntaria-mente.

—Eso no es cierto.—Sí, te humillaron.—Mi humillación en Connacht trajo la lluvia. ¿Es eso lo

que quieres decir?Ella no respondió, pero, por una vez, una pequeña sonrisa

de satisfacción cruzó su rostro.Lo ocurrido en Connacht no había sido gran cosa. Era cos-

tumbre que en verano el Rey Supremo o sus sirvientes visita-ran partes de la isla y recaudaran los tributos. No solo se rea-firmaba con ello la supremacía del Rey Supremo, sino queconstituía también una importante fuente de ingresos. Se re-cogían grandes hatos de ganado, los cuales eran enviados a lospastos del monarca. Este verano había ido a Connacht, dondeel Rey lo había recibido con toda cortesía y le había pagado sindiscusión; sin embargo, había habido un déficit y el rey del

príncipes de irlanda

67

Page 61: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Connacht había explicado con cierto embarazo que uno de losjefes del territorio no le había llevado su cuota. Como las tie-rras del hombre se encontraban en el camino de regreso acasa, el Rey Supremo había dicho que él mismo se ocuparíadel asunto, lo cual, como advertiría más tarde, había sido unerror.

Cuando se presentó en casa del jefe del territorio, ni él ni suganado estaban allí y, tras unos días de infructuosa búsqueda,había proseguido su camino.

Al cabo de un mes, toda la isla se había enterado de lo suce-dido. Había enviado a un grupo de hombres otra vez a buscar aaquel individuo descarado, pero el hombre del Connacht habíaevadido la captura. El monarca tenía la intención de volver aocuparse del asunto después de la cosecha, pero las lluvias se lohabían impedido y ahora era el hazmerreír de todo el mundo.Aquel jefe pagaría cara aquella insolencia, pero mientras no lohiciera, la autoridad real quedaría en entredicho. Sin embargo,el Rey Supremo se tomaría su tiempo.

—Será una pobre hospitalidad la que nos brinden este in-vierno —prosiguió ella.

El Rey Supremo recaudaba los tributos en verano, pero eninvierno tenía otra manera de hacer sentir su presencia. Acu-día a los territorios para quedarse. Y aunque muchos jefes sesentían honrados de que el monarca fuera a exigirles unos díasde hospitalidad, cuando el séquito real se marchaba, se alegra-ban de ello. «Se han zampado todo lo que teníamos», solía serla queja habitual. Si aquel invierno el Rey Supremo quería co-mer bien, tendría que inspirar tanto miedo como amor.

—El hombre que te humilló, ese jefe insignificante —dijola Reina, recalcando «insignificante»—, te debe diez vaquillas.

—Sí, pero ahora le exigiré treinta.—No deberías hacerlo.—¿Por qué?—Porque ese hombre posee algo mucho más valioso, algo

que tiene escondido.No dejaba de asombrarse ante las cosas que sabía su esposa

sobre la vida de otra gente.—¿Qué es?

edward rutherfurd

68

Page 62: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

—Tiene un toro negro. Dicen que es el más grande de laisla. Lo tiene escondido porque quiere criar una nueva manaday hacerse rico con ella. —La Reina calló unos instantes y lomiró con aire funesto—. Como no haces nada por mí, podríastraerme ese toro.

Atónito, el monarca sacudió la cabeza.—Eres como Maeve —le dijo.Todo el mundo conocía la historia de la reina Maeve, quien,

celosa de que en el hato de su esposo hubiera un toro másgrande que en el suyo, envió al gran guerrero Cuchulainn, hé-roe legendario, a capturar el Toro Marrón de Cuailnge; además,cualquiera conocía el trágico derramamiento de sangre que oca-sionó esa acción. De todos los relatos de dioses y héroes que losbardos recitaban, aquél era uno de los más aclamados.

—Quiero que me traigas ese toro para mi manada.—¿Deseas que sea yo personalmente quien lo haga?—No lo sé —respondió, mirándolo enfurecida—. No sería

apropiado.Los reyes supremos no participaban en pequeñas incursio-

nes de captura de ganado.—Envía a tu sobrino Conall —dijo ella.Mientras lo pensaba, el Rey Supremo tuvo que admitir, y

no por primera vez, que su esposa era avispada.—Tal vez lo haga —dijo el monarca al cabo—. Quizá con

eso consiga quitarle de la cabeza esa idea que tiene de hacersedruida, pero creo —prosiguió— que eso deberíamos hacerlo lapróxima primavera.

Y ahora era la Reina la que, muy a su pesar, miraba con ad-miración a su esposo porque había adivinado lo que tenía en lamente. Podía ser incluso, pensó, que hubiera dejado sin resol-ver deliberadamente el asunto con el individuo del Connacht.Si entre los muchos jefes de la isla, algunos se sentían inclina-dos a desafiar la autoridad del Rey, este les concedería los me-ses de invierno para que demostraran sus intenciones. Quizácreyesen que urdían planes en secreto, pero el monarca estabaseguro de que se enteraría de ellos. Para algo era el Rey Su-premo. Una vez supiera quiénes eran sus enemigos, los aplas-taría antes de que tuvieran tiempo de agruparse.

príncipes de irlanda

69

Page 63: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

—Entonces, no digas nada todavía —susurró ella—, peroenvía a Conall a capturar el toro durante Bealtaine.

Había salido el arco iris. En esa parte de la isla, no era insó-lito verlo; ahora, tras el breve chaparrón, mientras el sol volvíaa aparecer a través del filtro de humedad, había un arco irissuspendido sobre el estuario del Liffey y la bahía.

Cómo le gustaba la región de Dubh Linn… Con la perspec-tiva de marcharse al Ulster siempre presente, Deirdre saborea -ba cada día. Si los lugares predilectos de su infancia siempre lehabían parecido maravillosos, ahora estaban imbuidos de unaintensidad especial. A menudo, vagaba por la orilla del río sinrumbo fijo y le gustaban sus cambios de humor. O caminabahasta el mar y seguía la larga y curvada playa de arena sem-brada de conchas que llevaba a la colina rocosa del extremomeridional de la bahía; no obstante, había un lugar que le gus-taba incluso más. Quedaba algo más lejos, pero merecía la penaacercarse hasta allí.

Primero cruzaba el vado de los Zarzos hasta la ribera sep-tentrional. Luego, siguiendo senderos por aquellos amplios ce-nagales, recorría el largo tramo de costa meridional que for-maba la mitad superior de la bahía. Las tierras bajas y losbancos de arena herbosos, algo apartados de la orilla, la acom-pañaban un buen trecho, pero luego cesaban poco a poco y, porfin, delante de ella, en la punta de una larga faja de tierra, veíala gran joroba de la península septentrional; entonces, con unanueva sensación de alborozo, seguía adelante y comenzaba aascender a ella.

En la joroba de la península, había un pequeño y agradablerefugio completamente aislado. Levantado allí por los hombreso por los dioses muchísimo tiempo atrás, se componía de unoscuantos menhires gruesos coronados por una enorme losaplana, algo inclinada, oblicua contra el cielo. Dentro de estedolmen, la brisa marina quedaba reducida a un plácido susurrosilbante; sentada en lo alto, sobre la piedra, Deirdre soñaba des-pierta bajo el sol o se deleitaba con la panorámica.

Y no era sorprendente que Deirdre disfrutase desde lo alto

edward rutherfurd

70

Page 64: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

del promontorio, porque desde allí se divisaba una de las mejo-res vistas costeras de toda Europa. Mirando hacia el sur, al otrolado de la anchurosa bahía, sus aguas gris azuladas parecíanlava acuosa fundida y, sin embargo, fresca: la piel del dios delmar brillando con suavidad. Y más allá de la bahía, siguiendo lacosta, cabos y promontorios, colinas y sierras, y las agradablesextensiones de los antiguos volcanes que se desvanecían enuna bruma que se dilataba hasta el horizonte.

Pero por mucho que Deirdre admirase aquella hermosavista meridional, lo que realmente le gustaba era mirar en laotra dirección, hacia el norte, más allá del promontorio. Tam-bién allí había una hermosa extensión de mar abierto, aunquemenos impresionante, y la plana tierra costera, conocida comoel llano de las Bandadas de Pájaros, era una agradable región,pero lo que más le interesaba eran dos rasgos geográficos mu-cho más cercanos. Inmediatamente después del promontoriohabía otra bahía más pequeña en forma de estuario, y en esteestuario había dos islas. La más grande y lejana, cuya silueta lerecordaba un pez, cuando las aguas estaban movidas parecíaderivar mar adentro. En realidad, ya estaba casi fuera del es-tuario. De todos modos, era la isla pequeña la que más le atraía.Se hallaba a una corta distancia de la costa. Podía llegarse a ellaremando, según pensaba. Tenía una playita de arena a un ladoy un pequeño altozano cubierto de brezo en el centro, pero enel lado de mar había un pequeño farallón agrietado, lo que de-jaba una zona protegida entre su cara y un pilar de piedra ver-tical, con una playa de guijarros abajo. Qué íntimo se veía… Laisla estaba deshabitada y no tenía nombre, pero parecía tanacogedora… La encontraba fascinante y las tardes de buentiempo podía pasarse horas mirándola. Una vez había llevado asu padre hasta allí y si regresaba tarde después de un largo pa-seo, él esbozaba una sonrisa y le decía: «¿Qué? ¿Has estadootra vez contemplando tu islita?».

Aquella mañana había estado allí y había vuelto de un hu-mor irritable. La había sorprendido un aguacero, pero eso noera nada. Lo que la deprimía era la perspectiva de la boda. To-davía no conocía al hombre que Goibniu y su padre le propo-nían; pero se casara con quien se casase, se marcharía de aque-

príncipes de irlanda

71

Page 65: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

llas amadas costas. «Cómo me gustaría casarme con las gavio-tas», pensó.

A su regreso, se encontró con que uno de los dos esclavosbritánicos había rajado un barril que contenía el mejor vino desu padre y se había perdido la mitad. Su padre y sus hermanoshabían salido, de otro modo el esclavo se habría ganado unazote, pero ella lo maldijo con rotundidad por todos los dioses.Y lo que aún la irritó más fue que en vez de pedir disculpas omostrarse al menos compungido por lo ocurrido, aquel desdi-chado, al oír que Deirdre invocaba a los dioses, se había arrodi-llado, persignándose, y había comenzado a murmurar sus ple-garias.

Comprar dos esclavos de Britania occidental había sido unade las mejores ideas de su padre. Por más debilidades que Fer-gus tuviera, cuando se trataba de seres vivos, ya fueran anima-les o humanos, su ojo era extraordinario. Muchos de los britá-nicos de la mitad oriental de la isla vecina no hablaban otracosa que latín, le habían contado. Deirdre suponía que tras si-glos de dominio romano, aquello no era sorprendente. Pero enla Britania occidental la gente hablaba una lengua muy pare-cida a la suya. Uno de los esclavos era grande y fornido; el otro,bajo; ambos tenían el cabello muy oscuro y lo llevaban rapado,como señal de que estaban sometidos a la esclavitud. Y traba-jaban muy duro, pero tenían su propia religión. Poco despuésde su llegada, los había descubierto rezando juntos y le habíanexplicado que eran cristianos. Sabía que muchos británicos loeran; había oído hablar de la existencia de pequeñas comunida-des cristianas en la isla, pero sobre esa religión Deirdre lo igno-raba casi todo. Un poco preocupada, había preguntado a su pa-dre, pero este la había tranquilizado.

—Los esclavos británicos son a menudo cristianos. Es unareligión de esclavos, pues les enseña a ser sumisos.

Dejó que el esclavo fornido murmurara sus plegarias y en-tró en la vivienda. Allí, en la tranquilidad y el silencio de lacasa, su humor tal vez mejoraría. Con la lluvia, el cabello se lehabía enredado y se sentó a peinarse.

La casa era de buena construcción, una estructura circularde unos cuatro metros y medio de diámetro con las paredes de

edward rutherfurd

72

Page 66: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

arcilla y mimbre. La luz se colaba por tres puertas que estabanabiertas para que entrase el aire limpio de la mañana. En elcentro del recinto había un hogar y los pequeños jirones dehumo se filtraban por la techumbre de bálago. Junto al fuegohabía un gran caldero y, en una mesa baja de madera, una co-lección de platos de madera, porque si bien los isleños habíanutilizado la alfarería, esta había caído en desuso. En otra mesacontigua a la pared se apiñaban las posesiones más valiosas dela familia: un hermoso cuenco de bronce de cinco asas; un mo-linillo de mano para moler grano; un par de dados oblongos decuatro caras que uno hacía rodar en línea recta; varias jarrascon unas bandas de plata en el borde y, por supuesto, la cala-vera de beber de su padre.

Deirdre estuvo un rato allí sentada, peinándose. Su irrita-ción había remitido, pero había algo más, algo que la inquie-taba desde hacía dos meses, desde su regreso de Lughnasa, yque no deseaba afrontar. Un príncipe alto y de tez pálida. Seencogió de hombros. Pensar en él no serviría de nada.

Entonces oyó que aquel estúpido esclavo la llamaba.

Conall se encontraba en su carro. Dos caballos veloces ibanenganchados a la lanza central. Llevaba un pesado brazalete debronce en el brazo y, como correspondía a su rango, el carrotransportaba su lanza, su escudo y su resplandeciente espada.Sobre el mar, advirtió, había un arco iris.

¿Qué iba a hacer? Desde el vehículo, Conall empezaba a di-visar ya Dubh Linn y el vado y todavía no lo sabía. Estaba apunto de concluir que todo era culpa de Finbarr, pero se habíacontrolado. No era culpa de Finbarr. Se trataba de la muchachacon el cabello de oro y los ojos maravillosos. Y había algo más,aunque ignoraba qué.

Conall no había estado nunca enamorado, aunque tenía al-guna experiencia con las mujeres. Los miembros del séquitodel Rey Supremo se habían encargado de eso, pero ninguna delas damas que había conocido hasta entonces había conseguidoimpresionarlo. Había notado la atracción, por supuesto, perocada vez que hablaba un rato con una mujer, sentía que una ba-

príncipes de irlanda

73

Page 67: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

rrera invisible se cruzaba entre los dos. Las mujeres no siem-pre advertían el detalle; si a veces el atractivo sobrino del ReySupremo parecía pensativo o incluso melancólico, lo encontra-ban interesante. Él deseaba que fuera de otro modo y se entris-tecía por no poder compartir aquellos pensamientos; además, leapenaba que los de ellas, en cambio, resultasen siem pre tan pre-visibles.

—Pides demasiado —le había dicho Finbarr con franque -za—. No puedes esperar que una muchacha sea tan profunda ysabia como un druida.

Pero era algo más que eso. Desde su más tierna infancia,cuando se sentaba a solas junto a los lagos o contemplaba el solrojo poniéndose tras el horizonte, lo embargaba una sensaciónde comunión profunda, un sentimiento que, por alguna razónespecial, los dioses le habían reservado. En ocasiones, lo llenabade una alegría inenarrable; en otras, le pesaba. Al principiopensaba que a todo el mundo le sucedía lo mismo, y le sorpren-dió descubrir que no era así. No le apetecía sentirse distante,pero, con el paso de los años, esas sensaciones no habían de -saparecido, por el contrario, se habían incrementado. Y tantoera así que, cuando voluntaria o involuntariamente miraba losojos de alguna muchacha bienintencionada, lo perturbaba unaincómoda voz interior que le decía que la joven era una dis-tracción que lo alejaba de la senda de su destino.

Entonces, ¿por qué iba a ser diferente con la muchacha delos ojos verdes y misteriosos? ¿No sería una distracción ma-yor? No, no se le antojaba distinta de las otras mujeres que ha-bía conocido. Y sin embargo, la voz incómoda que lo avisaba nole había hablado tan alto y se sintió atraído por ella. Queríasaber más. A Finbarr le habría parecido extraño que Conalldudase tanto tiempo antes de llamar a su carretero para queenjaezara dos de sus corceles más veloces y, sin decir adóndeiba, se hubiese puesto en camino hacia el vado de los Zarzos yla laguna negra de Dubh Linn.

Y ahora la había encontrado sola, acompañada únicamentede algunos de los mozos de la granja. El padre y los hermanoshabían salido de caza. Enseguida advirtió que la finca de Fergusera bastante modesta y aquello pareció simplificarle la visita.

edward rutherfurd

74

Page 68: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Si hubiera visitado a un jefe importante, las noticias habríancorrido por toda la isla al momento. En cambio, mientras cru-zaba las vallas vio que necesitaban una reparación y llegó contoda naturalidad al rath de Fergus pidiendo un refrigerio antesde proseguir el camino.

Deirdre lo recibió en la puerta. Después de saludarlo contoda cortesía y disculparse por la ausencia de su padre, lo llevóal interior y le ofreció la hospitalidad habitual que se brindabaa los viajeros. Cuando trajeron la cerveza, ella misma la sirvió.Recordó su encuentro por Lughnasa con tranquilidad y corte-sía, pero a Conall le pareció que en sus ojos había un brillo di-vertido. Había olvidado que fuese tan deliciosa. Y en el mo-mento en que pensaba en si debía prolongar aquel alto, ella lepreguntó si, después de cruzar el vado, había contemplado lalaguna negra que daba nombre al lugar.

—No —mintió él.Y cuando Deirdre le preguntó si quería que se la enseñase,

él dijo que sí.Tal vez se debió al hecho de que las hojas del roble que cre-

cía junto a la laguna se habían tornado marrón dorado o quizáfue algún juego de la luz, pero mientras miraban desde la altaorilla a su calmada superficie, Conall experimentó la momen-tánea aprensión de que las oscuras aguas de la laguna estabana punto de absorberlo, inevitablemente, hasta unas profundi-dades sin fin. Los estanques eran, por supuesto, mágicos. Bajosus aguas, unos pasadizos ocultos llevaban al otro mundo. Pre-cisamente por eso, las ofrendas de armas, calderos ceremonialeso adornos de oro a los dioses se lanzaban al agua; sin embargo,en aquel momento, la laguna negra de Dubh Linn parecía ofre-cer a Conall una amenaza mucho más misteriosa y anónima.Nunca hasta entonces había experimentado una sensación depánico tan inmensa y apenas supo qué decir.

La muchacha que se hallaba a su lado sonreía.—Aquí también tenemos tres pozos —comentó—. Uno de

ellos está consagrado a la diosa Brígida. ¿Quieres verlo?El joven asintió.Recorrieron los pozos, que estaban situados en el bello te-

rreno elevado por encima del Liffey. Para regresar al rath, vol-

príncipes de irlanda

75

Page 69: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

vieron cruzando el campo abierto. Mientras caminaban, Conalldescubrió que no sabía qué hacer. La muchacha no actuabacomo el resto de las jóvenes; ni se le acercaba demasiado ni leponía la mano en el brazo. Cuando lo miraba, lo hacía con unaagradable sonrisa. Era cordial y cariñosa. Él quiso pasarle elbrazo por el hombro, pero no lo hizo; cuando llegaron al rath,dijo que debía marcharse.

¿Había un asomo de decepción en el rostro de la mucha-cha? Tal vez sí. ¿Esperaba ver una cosa así? Sí, aquello era loque esperaba, advirtió.

—Tienes que pasar por aquí cuando regreses —le sugirió—y quedarte más tiempo con nosotros.

—Lo haré —prometió él—. Y será pronto.El hombre llamó a su carretero y emprendió la marcha.

Aquella noche, cuando Fergus volvió a casa y Deirdre le ha-bló del viajero, sintió una curiosidad inmediata.

—¿Qué clase de viajero? —inquirió.—Un hombre que se dirigía hacia el sur. Se quedó poco

rato.—¿Y no averiguaste nada sobre él?—Dijo que había estado en Carmun por Lughnasa.—Lo mismo que la mitad de los habitantes del Leinster

—replicó el padre.—Dijo que nos había visto allí —explicó Deirdre, confu -

sa—, pero no recuerdo nada más. —La idea de haber visto a undesconocido no una, sino dos veces, y de no saber nada de élquedaba más allá de la comprensión de su padre, que no podíahacer otra cosa que mirarla en silencio—. Le he dado cerveza—dijo, contenta—. Tal vez regrese.

Ante estas palabras y para su alivio, su padre se volvió, seacercó al lugar donde guardaba la calavera de beber, se arropócon una capa y se fue a dormir.

Sin embargo, Deirdre permaneció mucho tiempo despierta,sentada con las rodillas pegadas al mentón, pensando en losacontecimientos del día.

Aquella mañana se había sentido orgullosa de sí misma. La

edward rutherfurd

76

Page 70: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

primera vez que había visto a Conall acercándose, a duras pe-nas había contenido una exclamación y se había puesto a tem-blar. Había necesitado de toda su concentración y fuerza de vo-luntad, pero cuando él llegó a la entrada del rath, la joven habíarecuperado por completo la compostura. No se había rubori-zado en todo el tiempo que habían pasado juntos, pero ¿lo ha-bría alentado a volver? Aquélla era la cuestión. La idea dehaberlo decepcionado se le antojaba más terrible que la de ha-ber quedado en ridículo. Y mientras caminaban hacia la la-guna, se había preguntado si no debía acercarse más o tocarlo.Decidió que no y creía que había hecho las cosas bien, pero,cómo le habría gustado que, de regreso, él la tomara por loshombros… ¿Tendría ella que haberlo tomado por el brazo? ¿Ha-bría sido eso mejor? No lo sabía.

Lo que sí sabía era que cuanto más tiempo pudiera mante-ner a su padre en la ignorancia de lo que ocurría con el joven,mejor para ella. Dada su locuacidad, seguro que la dejaba en ri-dículo, eso en el caso de que pudiera hacerse esperanzas con elpríncipe, claro.

¿Y por qué, por su parte, sentía tanto interés por aquel apa-cible y pensativo desconocido? ¿Porque era un príncipe? No,no era por eso.

Según la tradición, el rey supremo tenía que ser un hombreperfecto. No podía poseer ninguna tacha. Todo el mundo cono-cía la historia de Nuada, el rey legendario de los dioses. Trasperder una mano en una batalla, renunció al cargo. Entonces ledieron una mano de plata que, con el paso del tiempo, se con-virtió en una mano natural. Solo entonces pudo Nuada, el de laMano de Plata, ser rey otra vez. Y eso era lo que ocurría con elrey supremo. Si no era perfecto, entonces no complacería a losdioses y plagas y calamidades se abatirían sobre el reino.

A Deirdre le parecía que el apuesto guerrero, el cual nohabía querido conocerla en la fiesta de Lughnasa, poseía esacualidad real. Su cuerpo era perfecto, eso lo había visto. Era,sin embargo, su aire contemplativo, su reserva, incluso la me-lancolía y soledad que veía en él lo que le hacía comprenderque era distinto. Aquel hombre era especial y no estaba hechopara una mujer burda y atolondrada. Y había acudido a Dubh

príncipes de irlanda

77

Page 71: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Linn a verla, estaba segura de eso. La cuestión era: ¿regresaría?Al día siguiente, hizo buen tiempo. La mañana transcu-

rrió sin incidentes, y todo el mundo se dedicó a sus quehace-res habituales. Era casi mediodía cuando uno de los esclavosbritánicos gritó que unos viajeros cruzaban el vado y Deirdresalió a mirar. Eran dos, montados en una carreta ligera y conuna pequeña hilera de caballos de carga. A uno de los hom-bres lo reconoció al momento. El otro, un individuo alto, nosabía quién era.

El pequeño era Goibniu, el Herrero.

Conall se despertó al amanecer. La noche anterior, despuésde dejar a Deirdre, había cruzado el alto promontorio al pie dela amplia bahía del Liffey y, tras elegir un lugar protegido poruna roca, pasó la noche en sus laderas meridionales. Ahora, conlas primeras luces del alba, se encaramó a la roca y contempló laniebla, entre la que a sus pies comenzaba a revelarse la pano -rámica.

A su derecha, iluminadas con los primeros rayos del sol, lassuaves colinas y las montañas volcánicas se elevaban hasta uncielo azul pálido del que todavía se marchaban las estrellas; a suizquierda, la bruma blanca y el brillo plateado del mar. Entreestos mundos elementales, la gran extensión de campo abiertose propagaba como una alfombra verde encima de las pendien-tes y a lo largo de la costa, hasta donde alcanzaba la vista, antesde que las nieblas la cercenasen. Por otro lado, siguiendo el lí-mite de la alfombra verde, discurrían, como una frontera, lospequeños acantilados de la costa, bajo los cuales la espuma delmar se extendía hacia las distantes arenas que la aguardaban.

Ante él, algo más abajo, vio un zorro que cruzaba el campoabierto y desaparecía entre los árboles. A su alrededor, el corodel amanecer llenaba el aire. Lejos, junto al mar, vio la siluetasilenciosa de una garza surcando el agua. Sintió el leve calordel sol naciente en las frías mejillas y volvió la cara hacia eleste. Era como si el mundo acabara de comenzar.

En momentos como aquéllos, en los que el mundo parecíatan perfecto que deseaba abrir la boca como los pájaros que lo

edward rutherfurd

78

Page 72: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

rodeaban y cantar alabanzas, los versos de los antiguos poetascélticos volvían a su mente. Aquella mañana recordó las estro-fas del que era el poeta más antiguo de todos, Amairgen, el poe -ta que llegó a la isla con los primeros invasores celtas que se laarrebataron a los Tuatha De Danaan divinos. Era Amairgen,desembarcando en una playa como aquélla, quien pronunciólas palabras que se convirtieron, a partir de aquel momento, enla base de toda la poesía celta. El poema de Amairgen era un an-tiguo mantra védico, ni más ni menos, como los que se canta-ban en toda la inmensa diáspora indoeuropea, desde las cancio-nes de los bardos celtas hasta los gitas de la India.

Soy el viento en el mar.Soy la ola del océano.Soy el rugido del mar.

Y así comenzó el gran cántico. El poeta era un toro, un bui-tre, una gota de rocío, una flor, un salmón, un lago, un armaafilada, una palabra, un dios. El poeta se transformaba en todaslas cosas, no por arte de magia, sino porque todas las cosas, pul-verizadas, eran una sola. El hombre y la naturaleza, el mar y latierra, hasta los mismísimos dioses procedían de una nieblaprimigenia y se habían formado a partir de un encantamientoinfinito. Aquél era el conocimiento de los antiguos, preservadoen la isla occidental. Aquello era lo que sabían los druidas.

Y esto era lo que él, Conall, experimentaba cuando se que-daba solo, la sensación de ser uno con todas las cosas. Era algotan intenso, tan importante, tan preciado para él que no sabíaseguro si podría vivir sin ello.

Y fue por esa razón por la que, en el hermoso silencio delamanecer, sacudió la cabeza. Había un gran interrogante parael que no tenía respuesta. Si uno vivía con otra persona, ¿per-día aquella gran comunión con todas las cosas? ¿Podía compar-tirse con una esposa o se perdía? La intuición le decía que seperdía, pero no estaba del todo seguro.

Deseaba a Deirdre, eso sí que lo sabía con certeza. Queríavolver a su lado; no obstante, si lo hacía, ¿iba a perder de al-guna manera, que aún no tenía muy clara, su vida?

príncipes de irlanda

79

Page 73: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Índice

Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Prólogo El sol esmeralda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

Uno Dubh Linn . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

Dos Tara . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116

Tres Patricio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169

Cuatro Los vikingos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213

Cinco Brian Boru . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 276

Seis Strongbow . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 404

Siete Dalkey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 549

Ocho The Pale . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 610

Nueve Silken Thomas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 685

Page 74: Príncipes de Irlanda por Edward Rutherfurd

Título original: The Princes of Ireland

Copyright © 2004 by Edward Rutherfurd

Primera edi ción en este formato: abril de 2015

© de la traducción: Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté© de esta edi ción: Roca Editorial de Libros, S.L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

© del diseño de portada: Opal Works

ISBN: 9788416306237

Todos los dere chos reser va dos. Esta publi ca ción no puede ser repro du ci da,ni en todo ni en parte, ni regis tra da en o trans mi ti da por, un sis te ma derecu pe ra ción de infor ma ción, en nin gu na forma ni por nin gún medio,sea mecá ni co, foto quí mi co, elec tró ni co, mag né ti co, elec troóp ti co, porfoto co pia, o cual quier otro, sin el per mi so pre vio por escri to de la edi to rial.