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Mil

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PUBLlCACION QUINCENAL

DIRECTOR: A. FERNANDEZ ESCOBÉS

COLABORADORES: Mario AGUILAR

Victor ALBA Dom,mec de BELLMUNT

Juan B. BERGUA Alfonso CAMIN

Luis CAPDEVILA Alejandro CASONA

Mercedes COMAPOSADA F. CONTRERAS PAZO

Ezequiel ENDÉRIZ Antonio ESPINA Angel FERRAN

Ramon J. SENDER Roberto MADRID

~

Dr. Félix MARTI IBANEZ Alvaro de ORRIOLS José Maria PUYOL

Mateo SANTOS Arturo SERRANO PLAJA

Eduardo ZAMACOIS

DIBUJANTE : ..

Antonio ARGUELLO

PROXIMO NUMERO :

UNA NOVELA

INEDITA DE

EDUARDO ZAMACOIS

8uscripcionetS, correspondencia y giros (c. C.P. 1191-56 al1!t.áministrador: D. TORRES: 10, RUE DE LANGUEDOC. TOULOUSE <HT:e-GNE)

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A. FERNANDEZ ESCOBES

¿ PARA · UIÉN TE PINTAS .

LOS BIOS, . MARI LENA ? •

NOVELA CORTA INEDITA

lo~ RUE DE LANGUEDQC

TOULOUSE

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Dépo t l éga l

1 m p r i m

Tous drvit.s de traduction, de ... ~prod'lctton et d'ad8[l.tation réservés pour OOUS 'les ¡pays, y oompris la Rllssie.

Oopyright 'by iL A N O V E IL A E S P A ñ O L A , 19 4 8 .

pre mi e r t rimest r e "1 94 8

• e e n P r n e

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L alféizar sin huella de codos. Ni tiesto de albahaca, ni claveles, ni gera­nios. La ventana desnuda, sin sol y

• •• sIn paIsaJe; como una ventana ciega. Ni pajarera con jilguero, ni jaula con grillo; como une. ventana. m'ij~

da. Sólo la pared de enfrente, gris sucio los raros días secos, gris la­vado y sombrío lOs dlas de lluvia. Una ventana como para no aso­marse más que al pasado. Lo pri­mero qUe hizo Marilena al aposen­tarse en tan sombría habitación, fué lavar los visillos en la jofaina ­no babía fregadero - y devolv~r­les SU rígida blancura de almidón. Pero ni aun así consiguió dar cla­ridad a la pieza. La misma bom­billa pendiente del techo, sin tulipa, en el centro, alta, como lejana, no proyectaba sino una luz am'ariI1enta y melancólica :

- Parece una tumba ... Una tum-

A tu sonrisa, L. C.

ba para mi soledad de refugiada -juzgó Marilena.

Pero el instinto de conservaCIón es anterior al instinto artístico. Lo primero para Marilena fué hallar un refugio en Francia y ya estaba en él. Había cubierto las etapas de la tremenda a ventura forzosa del éxodo español con un impulso que ella se desconocía, sin pensarlo, como bracea un náufrago, y con una suerte buscada. Primero, de Barcelona a Figueras, en un auto­móvil de oficiales del ejército repu­blicano, que le ofrecieron apretado hueco en sU compañía, más qUe por haber sido recomendada, por ser joven y guapa. Luego, la sorpresa de salir indemne de los bombardeos de Figueras, y la presurosa ' marcha hacia la frontera. ¿ A pie? ¿ En vehículo? Todavía no le había que­dado tiempo de poner en orden sus recuerdos, y no podía precisarlo. Pasó la frontera con el alud hu­mano, un guiñapo más entre la mu]. titud espantada. Se recobró un ins­tante al llegar a Cerbére y ence­rrarse, s in hacer caso de voces auto­ritarias que la llamaban, en el ga-

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binete de toilette de la estación. Un respiro, al fin. El espejo reflejó una Marilena descuidada, con greñas de insomnio, señales de fatiga en el palmito y arrugas y manchas en la ropa. Tal como se veía reflejada no podía seguir otro camino que el de la multitud conducida a los campos de concentración. Y ese destino de manada la horrorizaba. Marilena estaba ya harta de dormir en cual-

• quíer parte - casa abandonada, cu-neta o pajar, - al lado de cual­quiera; de vivir en montón, sin inti­midad ni confianza. Era una mujer de interior, sin ambiciones de lujo; pero con necesidades de hogar. Des­oyendo las intermitentes llamadas en la puerta, se aseó lo mejor que pudo, cambiándose el vestido por uno de repuesto que guardaba en la maleta como un tesoro. List a ya, se pintó los labios con un carmín discreto. Y estaba bordeando cuida­dosamente con la barrita roja la pulpa de la boca, cuando oyó real .Y cercana una frase íntima:

- ¿ Para quién te pintas los la­bios, Marilena ?

Tan cercana y tan real que vol­vió automáticamente la cabeza. Na­.die más que ella en el gabinete de toilette. Parecía la voz de Manuel, su esposo; pero también hubiera dicho que era la voz de Rogelio. Asombroso: no distinguía a qué timbre de voz correspondía la frase; después de haber oído y escuchado tantísimas veces a los dos, en to­dos los tonos de la voz familiar, hasta ahora no se enteraba de que tenían el mismo . registro. Pero ¿ no sería ella, Marilena, la que daba a ambas voces un mismo tono, como había dado a los dos hombres un mismo corazón? Sí; era ella. Como era su recuerdo, que empezaba a

ordenarse, el que le había repetido, ante el espejo, la inolvidable pre­gunta.

Cuando salió del lavabo - alta, bien plantada, fresca y atractiva -se dirigió a la taquilla de la esta­ción. Tuvo que cerrar un momento los ojos, qUe no volver la cabeza, porque se sintió como culpable de abandono, de .insolidaridad con aquella masa harapienta, doliente y vocinglera que los gendarmes em­butían en los trenes. Marilena era como una molécula que, traicio­nándolo, se desprendía del destino -comun.

Ya en fila ante la ventanilla de los billetes, creÍase salvada cuando observo que un · gendarme. celoso cumplidor de s u debel', se dirigía l'ecto hacia ella. Marilena cerró los ojos, s intió que la sangre se le agol­paba en la cabeza; instintivamente abrió el monedero y tomó unos bi­lletes franceses. ¿ Para qué? Los pasos del gendarme resonaban en el corazón de la atribulada, los escu­chaba tan espantada como cuando le rasgara los tímpanos en Figue­ras el característico chirrido de las bombas al caer; percibió cada ins­tante más cercano el olor' a paja cuartelera y a cuero recién lustrado del gendarme; hasta creía adivinar la satisfacción profesional del guar­dia por la infracción descubierta, cuando oyó una voz de mando, en un francés muy nasal:

- La señora viene conmigo. Oyó un taconazo y cómo los pa­

sos del gendarme se alejaban a un ritmo automático. Al levantar los párpados, dirigió una mirada de gratitud a unos ojos de varón que la miraban entre corteses y admi­rativos. Eran los claros ojos grises de un rubio capitán del ejército

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARJIENA? 5

francés, un poco incómodo en SU unifornle, muy pagado de su galan­tería. El mismo oficial, sin consul­tarla, sacó con su pase otro billete para París, le entregó ambos pape­les y tomó con una mano la maleta ·de Marilena y con otra la suya. i Qué tiesa . y qué aliviada pasó la moza, al lado del capitán, por de­lante del gendarme! Ya en el va­gón, mientras el capitán colocaba ambas maletas en el estante, Mari­lena pensó:

- Salvada de todos los peligros, menos del mayor: el hombre ... Este creerá. que me ha conquistado con su gesto.

Sentáronse frente a frente. Apro­vechando la ausencia de otros via­jeros, Marilena se apresuró a abrir el bolso para pagar al capitán el importe del billete.

- ¿ Qué va usted a hacer? -protestó él, en un castellano co­rrecto, pero con marcado acento francés.

- Ante todo agradecerle de cora­zón SU intervención salvadora; des­pués, restituirle SU dinero. Quisiera conservar de usted el recuerdo lim-

• pio que debe tener de un gesto aSl una mujer bien casada.

- Está usted muy nerviosa. - Vea esas desesperadas mujeres

yesos infelices niños, compatriotas míos, que amo~tonan en esos tre­nes, después de haberlos separada de marido y padre. Yo estoy huyen­do de su destino... Me parece que les hago traición. ¿ N o quiere usted que esté nerviosa ?

- No es esa sólo. Tranquilícese y aparte de sU pensamiento toda idea de frivolidad por mi parte en tan trágicas circunstancias. Soy un buen amigo de ustedes, profesor de español, movilizado. Amaba a Espa-

ña por su arte, por sU folklore, por su reciedumbre, por BU sinceridad, por SU belleza: ahora la amo más por su desgracia. Lo que haya po­dido hacer por usted, bien poca cosa que el azar ha facilitado, lo he hecho por España ... no por don­juanjsmo.

- Gracias, gracias ... Yo no enga­ñaría a -mi marido con nadie. ni por nada ...

- i Qué española es usted! Tan española que, ante la presencia del hombre, no concibe que pueda él reaccionar más que en español. Tranquilícese. En Francia, las mu-­jeres solas viajan seguras ... muchas veces, a pesar de ellas mismas. El hombre europeo es muy distinto ... aunque cualquier nación de Europa esté más poblaba que España. En cuanto al dinero del billete, guár­delo; se lo suplico. Sospecho que a lo largo de su desventura lo necesi­tará. Es mi donativo a España. No había hecho hasta hoy ninguno, te­miendo que mi bote de leche no lle­gara al destinatario.

Hubo un largo silencio. El miiitar desplegó un diario y se enfrascó en la lectura. A pesar de las palabras del capitán, Marilena se mantenía en expectante prevención. Casi le agradecía que empleara ese tono reticente y sutilmer.lte superior, por­que así neutralizaba con una dosis de antipatía la de gratitud que sen­tía hacia él. Su presencia en el va­gón, frente a Marilena, le era al mismo tiempo conveniente y desa­gradable; conveniente porque se sentía protegida en su fuga; desa­gradable, porque se creía amena­zada como mujer. Rendida de can­sancio, necesitaba dormir; pero te­mía quedarse dormida por miedo a encontrarse, al despertar, sin la

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presencia del militar que, huml\lado por el desprecio, se habría ido a otro vag6n, y ante la policía, presta a detenerla por indocumentada. ])e.. cidió, pues, vencer su inclinación al sueño y mantener con el militar un diálogo de frases breves cortadas por largos silencios. Ella misma, desp1!és de arrellanarse en el asien­to, le pregunt6 :

.- ¿ Por qué me ha sacado usted billete hasta Paris ?

- Es la estación de término. Ignoro adónde se dirige usted; pero un billete para París sirve para ir a la capital y para quedarse en cualquier estación del trayecto. De­pende de dónde la espere SU ma­rido ...

- j Mi marido! - exclamó Ma­rilena, denunciándose, mientras le brotaba una lágrima incontenible -j Ay! ¿ Dónde estar¿. el pobre?

- Entonces no vaya ustel'i. a Pa­rís. Comprendo su dolor ... y su re­serva. No tema nada de mí. Repito qUe soy un buen amigo de ustedes. Convénzase de que la veo COlll0 si simbolizara a España, a SU trage­dia. Es usted una desdichada que huye. Voya darle unOs consejos; to­me usted de ellos . lo que quiera. i No vaya a París! Resista a esa humana tentación universal. Qué­dese en Chartres. Francia 10 com­prende todo. Es el pills de las medi­das elásticas, de las excepciones; de los campos de concentración y del « negociado de la facilidad ». Por

.. eso ha dejado algunas ciudades li­bres para los refugiados españoles. Chartres es una de ellas. Le exten­derán documentación ' regulai' y la policía no la molestará. En Char­tres, feria húmeda y levítica, hay un obispo que ha predicado contra ustedes; pero la catedral se asienta

sobre un amplio balc6n para eepí­, ritus convalecientes, desde el que se

contempla un panorama suave- y ' dulce. Quédese en Chartres.

- ¿ y qué hago en Chartres ? - ¿ y qué hace usted en cual-

quier otro lugar? Buscar a su ma­rido. .

- ¿ En Chartres ? - ¿ Por qué no? Pero si no.

desde Chartres. Mire 'usted este pe­riódico en que lo épico degenera en doméstico Su. última página está llena de anuncios terribles: r.efugia­dos españoles que preguntan con angustia dónde se encuentran los suyos, o que indican, con esperanza. d6nde se haIJan eIJos. Los débiles gimen: « ¿ Dónde estáis? »; los fuertes. gritan: « j Aquí estoy! ». Las moléculas tienden a agruparse. Si no da con su marido en Char­tres, inserte usted también su anun­cio en este diario: « Fulana de Tal, que vive en tal sitio. desea saber el paradero de su esposo. » ". Por fin descubro el br!l1o de la alegría en esos ojos cansados, Ahora, ciérre­los y duerma confiada. La espada la vela, vela, que diría su García Lorca.

Esta vez la mirada de gÍ-atitud fué acompañada de una graciosa sonrisa. Y ya tranquila, sin acor­darse de su estrategia de frases cortas y -largos silencios. se durmió confiada. Fué un sueño reparador y profundo, después de tantos días de miedos y de intemperies; tan profun­do que el profesor movilizado tuvo que despertarla al llegar a la esta­ción en que debía cambiar de tren.

Ya en Chartres - pequeña ciudad blanca, negra y gris; blanca de nieve, negra de pizarra, gris de luz, - las cosas sucedieron tal y conforme le informara SU salvador;

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¿ . PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 7

fácilmente, sin ningún tropiezo, con la mayor naturalidad. Tuvo desde el primer dia sus papeles en regla, . privilegio anhelado en aquel mismo instante por medio millón de espa­ñoles; tuvo una habitación libre, como cada vecino, . en una calle estrecha y tortuosa, con nombre de antiguo gremio. Eso, cuatro menu­dencias femeninas y hasta un par de miles de francos en el bolso; en la maleta, dos mudas y tres recuer­dos. Y su vida. Y nada más. Sola en la sombría habitación, quiso lim­piarse los dientes, y no había vaso; quiso calentar agua para lavarse, y no había cazo; quiso planchar SUS

ropitas arrugadas en la maleta, y no haqía plancha; quiso guardar sus prendas, y no había armario; quiso escribir el anuncio y mandarlo en­seguida al periódico, y no había pa­pel, ni vade, ni sobre, ni pluma, ni tintero. Quiso siquiera reposar la mirada en algo familiar o acogedor, y las paredes le respondieron con una frialdad hostil; no había en ellas más que media docena de cla­vos desnudos y un cuadro, una lito­grafía de « Las espigadoras », de Millet; pues ni siquiera esas tres campesinas, atentas a la búsque.da de la espiga caída, miraban a Ma­rilena. Salvada, sí; es decir, con vida. Y nada más. Sola en aquella tumba de refugiO.

Era. absolutamente necesario reaccionar. O alzarse contra el me­dio y transformarlo, darle su pro­pio reflejo humano, o morir. Y mo­rir ahora, no. Sólo una vez, vencida por la adversidad, secas de repente las fuentes del amOr y de la espe­ranza, quiso morir Marilena. Morir, viendo venir a una Muerte descar­nada, fea y fría, en el instante en que cerrara los ojos para no verla.

Morir de consunción y de catás­trofe: dejándose secar como un árbol sin savia destinado al leña­dor. Mórir de abandono, como un incurable pegado a la sábana-suda­rio. Y al mismo tiempo, morir de repente, entre dos alertas, escom­bro de fresca carne entre los escom­bros de ladrillo y argamasa seca. Salvada esa crisis, nunca más pensó en morir. Cuando los bombardeos de Figueras, tuvo la. sorpresa de quedar indemne; pero no la de que­dar con vida. Demasiado llena de

, vida e ilusión para pensar en la muerte como fatalidad. Todo su largo y aventurado camino de Bar­celona . a Chartres no había sido otra cosa que ansia de vivir, ins.., tinto de conservación. Saldría a la calle, a ponerse en contacto con la vida, a descubrir la ciudad, a com­prar lo más necesario. Se enfrentó con el espejo, se alisó los cabellos con mano experta y graciosa; des­pués, se pasó la barrita de carmín por la boca. Y nuevamente oyó, con su propio sonido, clara y como era, la voz íntima: .

- ¿ Para quién te pintas los la­bios, Marilena ?

Era la voz de Rogello. ¿ Cómo pudo haberla confundido con la de Manuel ? Era la de Rogelio, la del primero que se lo dijo, porque in­ventó esa frase para ella; la' del que, antes que Manuel, estrujó con sUs labios sin pintar la respuesta enamorada de los labios pintados. Pero ¿ cómo la había confundido con la de Manuel ? La de éste era voz de barítono, como la de Roge­lio, sí, pero siempre igual : voz re­posada, de descanso, de amparo, de serena vida cotidiana; voz de regis­tros monotonos: sensatos, ni aira­dos, ni suplicantes, como la voz de

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8 A. FERNANDEZ ESCOBES

un técnico que sabe lo que dice pa­labra por palabra. La de Rogelio era voz cambiante, plena de su­surros y de órdenes, de gracia y de orgullo, de pasión y de mimo, de inesperado y de aventura. La de Manuel era voz de puesta de sol, de regreso; la voz del hogar tranquilo. La de Rogelio era voz de amanecer. de ida, de siempre novio. ¿ Cómo había podido confundirlas?

- ¿ No he de confundir sus voces

- pensó Marilena -, si be ·confun­dido en mí sus vidas? ¡Amores mios ~ si, los dO!J, los 408; amores míos, ¿ dónde estáis?

Marllena, deshecha en lágrimas,_ se arrojó de bruces Bl 'bre el lecho; sobre aquel lecho extraño y frío; Por la ventana entraba luz Bom­·bría; por la ventana, que había ro­brado de súbito una monorrítmica musicalidad: . la melancólica melo­pea de la lluvia.

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 9

SE « ¿ dónde estáis? » no va· _ lía lo mismo para Manuel que

para Rogelio. De sobra sabía Marilena dónde estaba Roge-

lio: muerto. Muerto en esa zona •

vaga que llaman el frente, en tierra perdida. El enemigo puso una cruz de palo en su fosa y lo entregó al 01 vido, sin flores ni plegaria. Un rojo menos. 'Manuel, en cambio, vi_ o vía, debía de vivir; pero ¿ dónde? Marilena preguntaba por los dos porque ella, ahora, en su triste so­ledad de náUfrago, perdidos ambos, los englobaba en un mismo senti­miento. Sin Rogelio, Manuel no hu­biera existido en el corazón de Ma­rilena. Eran hermanos. Los dos fueron sus maridos. La guerra lo quiso así. Sin la guerra, Manuel no

-habría sido en la vida de Marilena más que un pariente distinguido; el soso de su cuñado. Con la guerra, Manuel, aquel ser odioso que llega-

. ba cada día con el pan debajo del br~zo, lo fué todo. Si no hubiésemos conocido el pan - pensó una vez Marilena - ¿ pOdríamos pasarnos sin él ?

i Lo que la había hecho penar Rogelio ! Penar de mal de amores. Ella se enamoró de él casi desde que le conoció, en 1934, en su domi­cilio de Barcelona. Una vecinita, modistilla como ella, que como ella vivía en el segundo piso, se lo señaló:

- Hay nuevos vecinos en la casa, . en el tercero: dos hermanos, solos. El uno, parece atontado; pero el otro, moreno él, garboso, i hay que verlo!

Marilena lo vió. Y lo revió. Y cuanto más 10 veía, más se afirmaba en su juicio:

- i Cómo se parece a lo que yo quiero!

La vecindad les facilitó ocasiones de encontrarse y charlar. Cuanto más hablaba con él, más sentía la necesidad de continuar hablando, de tenerle cerca, de mirarle a los ojos n egros. Iban al trabajo a las mismas horas. Marilena se las com­ponía para salir de su cuarto justa­mente en el momento en que él lle­gaba al rellano de ella. El... él, unas veces la acaramelaba, acompañán­dola y diciéndole piropos bonitos ; otras, se escabullía con un « hoy tengo prisa », y b~jaba los escalones de un salto, ágil y vigoroso, sin vol­ver la cabeza. Más de una vez -

. muchas, demasiadas - pasaba por donde Marilena se las había inge­niado para coincidir con él, como por pura casualidad; pero pasaba de bracero con otra, atronando la calle con su risa escandalosa, ·pica­da de presunción. Entonces Mari­lena se mordía los labios y pensaba: « Le daré celos con su hermano. » y se ponía nerviosa. Pero cuando por verdadera casualidad tropezaba con Manuel, se apresuraba a salu­darle secamente, rompiendo todo propósito de conversación, mientras Se decía: « Con este soso, no. » ¿ Soso? Después, cuando le conoció verdaderamente, cuando sustituyó en el corazón al muerto, rectificó este ligero juicio. SOBO, no: sobrio, parco de palabras; un hombre sin adornos, pero con muy buenas pren-

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10 A. FERNANDEZ ESCOBES

das. Rogelio le dió celos con todas las chicas bonitas del barrio y con algunas feas. Y cuando Marilena decidía dárselos a él, ¡ no podía! Asi, hasta "la ocasión en que ... Sería la una y media de la tarde. N o : sería, no : era, era. i Pues no miraba Marilena pocas veces -su relojito de pulsera hasta que las saetas marca­ban exactamente la hora de regreso al trábajo! El también, el muy pí­caro, esperaba a la una y media en punto para salir de casa; pero ella no lo supo hasta que fueron casa­dos y . él, en confidencias de alcoba, le explicó la tramoya de su comedia amorosa. Era la una y media en punto, pero no oí~ los pasos de él. Transcurrieron dos minutos, tres, cinco, diez; iba a llegar tarde al trabajo. Un cuarto de hora. Imposi­ble esperar más. Abrió la " puerta y salió al rellano ... y todavía se de­tuvo un instante, el último. Para llenarlo con una excusa. resolvió volver a pintarse los labios. Y es­taba bordeando la pulpa de su boca con el carnlírt discreto, cuando Ro­gelio descendió como de un salto y se plantó delante de ella y le pre­guntó con voz de mieles:

- ¿ Para quién te pintas los la­bios, Marilena ?

Hasta el nombre de Marilena era de Rogelio. Ella se llamaba María Elena; pero él había unido los dos nombres, como si ya fueran suyos, en uno que nadie la diera antes.

- Para tus labios sin pintar -comenzó a responder ella, vencida y entregada; pero no pudo acabar la frase; los labios de Rogelio la truncaron, mientras los ojos . son­reian de dicha joven. Salieron cogi­dos del brazo, con mucha prisa, dis­puestos a no ~rder la ta rde de trabajo. Poco a poco los pies se vol-

vieron lentos, caprichosos, remolo .. nes, y cuando Marilena y , Rogelio quisieron darse cuenta, estaban en los jardines de MontjuiCh, envueltos en la púrpura dorada del crepús­culc.

- Nos casaremos en seguida -le dijo Rogelio, al despedirse aquelJa noche en la escalera de la casa.

- Si - accedió Marilena. Y como si le . hubiera nacido de repente una sensate!!; doméstica, añadió: - Dos hombres solos no estáis bien. Hace falta una mujer en la casa.

- Lo que hace falta, lo que me hace falta es saberte mía a todas horas.

Año y medio tardaron en casarse. Rogelio · quería poner casa) su nido aparte, pero no ahorraba un cénti­mo; cuanto ganaba lo derrochaba con Marilena, pensando siempre:

« Esta es la última locura; desde mañana, a guardar como un ava­ro. » Tardaron año y medio . en unirse, y no se hubieran casado nunca a no haber sido por Manuel. El soso ' aquel anticipó a su herma­no, sin esperanza de recobrarlo, el capitalito necesario para comprar mobiliario y ajuar. A los pocos días, le dejaron solo.

Así eran los dos hermanos. Mari­lena encontraba mil detalles con­cretos para diferenciarlos. Ahora recordaba uno: A Manuel le ve­nían bien los trajes de Rogelio, como si ·se los hubieran hecho a medida; pero los llevaba desgali­chado. Rogelio no se hubiera puesto nunca jamás un traje de Manuel, aunque le sentara perfectamente.

Cuando estalló la guerra, a Roge­lio le faltó tiempo para"" irse al

" " . frente. Marilena intentó retenerlo; él la atajó, seco:

- Pero ¿ es que tú podrlas seguir

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¿ P2\RA QUIItN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA.? 11

queriéndome si yo faltara a mi de­ber, si yo fuera cobarde?

- Lo que quiero es seguir tenién­dote, cariño de mi vida.

- No ha nacido todavía el guapo que me tumbe a mí.

y se · fué al frente. Manuel, pana­dero de oficio, sabiendo moler el trigo y fabricar harina, fué incor4

porado a la Intendencia militar, y perma n eció en la retaguardia. Ni un sólo día faltó a Marilena la vi­sita de sU cuñado, ni el chusco -blanco por dentro, tostado por fuera, tierno y esponjoso, como si lo hubie ra amasado ·y cocido para su cuñada. Y ni una vez siquiera pudo atisbar Marilena que aquel hombre estuviese prendado de ella. Nunca, ni la más velada alusión, ni una fior, ni un equívoco. Un padre severo no habría procedido de otra manera con un,a hija, A los pocos meses, en una descubierta sobre Huesca, Rogelio quedó tendido en el campo, con tres compañeros más. Los soldados que les protegían, con­taron que le vieron detenerse un instante, como si algo le fallara ' o hubiese tropezado; avanzar decidi­damente hacia el enemigo, llevarse una mano a la pierna derecha · y desplomarse redondo algunos pasos más adelante. Quedó inmóvil, sobre terreno de nadie. ' El oficial que pre­s-enciaba con el telémetro la incur­sión, sentenció: « i Lo han caza­do! ». Por la noche, algunos com­pañeros salieron decididos a traer el cadáver a nuestras filas. No pu­dieron lograrlo. El enemigo, descon­fiado y alerta, vigilaba y, al menor ruido, barria el frente 'con el fuego de sus ametralladoras, con tal in­tensida d que hubo que contestarle con los morteros. Al día siguiente, ya no pudo distinguirse a los cuatro

cadáveres: la tierra estab& llena de hoyos abiertos por los morterazos. Al otro día, en aquel terreno cavado por la metralla, aparecieron unas cruces de palo. Marilena tardó algún tiempo en saber la luctuosa nueva. Después de siete días sin carta de Rogelio, Marilena pre­guntó a Manuel:

- ¿ Has recibido carta de él ? - Si. - Este hombre, siempre el mis-

mo. Sabe con el ansia que vivo, y ni escribirme. No es que tema nada, no; más te diré : le espero de un momento a otro. Aparecerá de re­pente, como una ventolera, estará un cuartito de hora conmigo, y el mismo viento se 10 llevará de nuevú. y a penar otra vez ...

A la semana siguiente ~ Marilena volvió a preguntar a Manuel:

- ¿ Has tenido ~arta ' de él ? - Sí. - Déjame leerla.. - Sí. - Fingió torpemente bus-

car la carta en un bolsillo, luego en otro. - Me la he debido de dejar en casa.

- Mírame, Manuel; mÍrame a la cara... ¿ Por qué bajas los ojos ? ¡Muerto! ¡Muerto!... ¿ Dónde .está ?.. i Quiero verlo! ¡Verlo, aunque esté muerto! i Llévame! ... i Rogelío, cariño de mi vida, 'entra-- ., nas mlas ....

- Sé fuerte, Marilena ... - ¿ Fuerte sin él ? ... i Ay ! F"'uer-

te, sí, i para maldecir L.. ¿ Y a quién? ¿ A quién? i A todos esos emboscados de la retaguardia! Ellos no caen nunca. Los oyes día tras día, por la radio, y no mueren. Los ves retratados en los periódi­cos, y no mueren, Se mueven de un lado para otro, y no mueren. Van a banquetes diplomáticos, a festejos

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. . 12 A. FERNANDEZ ESCOBES

militares, a congresos obreros, y no mueren ... Van cayendo sus mejores, y ellos están siempre de pie. Orde­nan, disponen, se disputan el honor y el mando y la primera liJa de la retaguardia : se creen todos en po­sesión de la verdad; pero la verdad verdadera, la verdad que yo les da­ría, la verdad de los muertos, ¡esa no la tienen!

. M·l I -. I an ena .... - Sólo caen los jóvenes, ]05

jóvenes de cuerpo y alma, los más viriles, los más verdaderos: i la a legria y la salud de España! ... í Sólo caen los que son como el mío !... ¿ Dónde e~tá. Manuel? ¿ dónde está mi hombre? o •• Lléva­me junto a él, que quiero darle mi vida y sorber su muerte y hacerme polvo consigo!

- . Reflexiona, Marilena ... - i Cállate, ave fría! o.. ¿ Qué

sabes tú lo qUe es a mar! Hasta ahora, en esta hela da habi­

tación oscura y extranjera, la llu­via azotando los cristales como un estribillo melancólico, n o había me­dido Marilena el grada de su tiolor, ni la intensidad de su cólera, ni lo injusto de su reproche a Manuel. Manuel sí que sabía lo que ¡;:!s amar; que no llevaba el amor en los la­bios, como Rogelio, sino ·muy hondo. Manuel la quería tanto como Roge­lio, pero sin explosión, silenciosa­mente. Si no la hubiera querido, no la habría salvado; no hubiera aguantado, paciente y comprensivo, sus quejas irritadas; no la hubiera velado y protegido sin un desmayo, nI una réplica; sin pedir nunca nada: palabra. mirada ni sonrisa. Cada día, tras una noche de tra­bajo, aparecía con SU pa n debajo del brazo, con sU rostro sereno, con SU segura solicitud. Marilena, toda-

vía acostada cuando entraba Ma­nuel, apenas correspondía a su salu­do con un sonido bronco. La moles­taba su presencia. El también era de los de la retaguardia, aunqué de los del montón. La casa entera rebo­saba de señales de abandono. Mari­lena, tan limpia (¿ no había inicia­do su vida de refug iada lavando unos visillos ?), tan cuidadosa, tan mujer de sU casa, sólo vivía para el dolor. El piso estaba sucio, la despensa vacía, los cristales empa­ñados, los muebles cubiertos de pol­vo, los vértices con telarañas, la va­jilla en desorden. Una cosa nada más aparecía cuidada: 'el negro crespón ·enlutando el retrato de Ro­gelio. Manuel, s ufridamente, con una infinita compasión y un abso­luto desprecio de lo q~e los hombres entienden por costumbres masculi­nas, una vez por semana, barría, limpiaba, ordenaba, llenaba la des­pensa. Cuando Marilena, obligada por un imperativo físico, o cansada de esperar en vano la bomba que la descuartizase en el mismo lecho en qUe la h a bía adorado el único hombre de su vida, se levanta ba con aire sonámbulo, hallaba el hogar cuidado, la mesa puesta con un cu­b!erto, de qué comer y un ramo de flores lozanas debajo del retrato de Rogelio. :Manuel habíase marchado silenciosamente. Otros días no se iba sin preguntar a Marilena :

_. ¿ Quieres algo? - Que no me quites mi soledad

- respondía ella, agria. Sin Manuel, Marilena también ha­

bría muerto. Muerto precisamente de la manera trágica que esperaba, si antes no hubiese muerto, ajada y sucia, entre_ las basuras de SU casa. Muerta el alma de pena y de mise­ria el cuerP9. Muerta de la VOIUD-

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 13

tad de dejarse morir. Ahora, aho­ra que anhelaba vivir, qUe por que­rer vivir había cubierto las etapas de la tremenda: aventura forzosa del ~odo español, con un impulso des­conocido; ahora, comprendía bien lo que fué y lo que era Manuel en su vida. Ahora comprendía, sin re­mordimiento, sin ofensa para la memoria de Rogelia, un poco con el sentimiento especial de la madre que pone en el nuevo hijo el cariño que puso .en el hijo muerto, su .. mor por Manuel. El lo había ga­nado . a pulso, acción por acción, con una constancia de escultor que va modelando golpe a golpe una figura gigantesca, sin otro afán, ni otro pensamiento que el de crear su propia obra. Ahora, en su . completa loledad de refugiada, reconocía que quiso mucho, mucho, a Rogelio; pero que quería mucho, mucho, a Manuel.

En los primeros días de abandono iuicida, cuando odiaba a Manuel porque su presencia la condenaba a vivir, había pensado muchas veces que no era un hombre. Como legí­tima mujer española, Marilena sen­tía un instintivo desprecio secreto por el hombre que la remplaza VQ~ luntariamente en los quehaceres ca­seros. Un día de iracundia, en que la memoria del recién muerto le enviaba recuerdos sexuales como un perfume extraño, Marilena pensó:

- Tendré que acabar querién­dole ... como a una hermana .

i QUe no era un hombre ! ... No tardó Manuel en sacarla de- dudas. Un mes después de saber la muerte de Rogelio, cuando se presentó Manuel, Marilena seguía pegada a la sábana sucia. Además del pan de cada día, su -brazo apretaba una

caja grande de cartón. Saludó a Marilena, quizás algo más vivo que de ordinario, y salió de la alcoba e;n seguida, con la caja, a trajinar por el piso. Marilena oyó el grifo soltar SU chorro de agua con una sostenida alegría musical. Se sintió hidrófoba; se cubrió toda con el embozo, y como aun así oyera ~l cantar del agua, escondió la cabeza debajo de la almohada como la esconde debajo del ala el avestruz. Media hora después, Marilena en­vuelta en la sabana, fué de pronto arrancada del lecho, por unos bra­zos membrudos, que la sostenían como si fuera una pluma. Asomó la cabeza: era Manuel.

. D·· I • S ·lt I - I eJame .... I ue ame .... ¿ Qué pretendes de mí ?

Ni le respondió. La condujo, en una brazada, a la cocina. Un delan­tal velaba la ventana; en el suelo, habia un lebrillo con agua, no lejos del cubo de la basura; en los fogo­nes, el agua' borbotaba en los pu­cheros "más grandes. Parecía como si todo estuviera preparada para una matanza casera. Manuel depo­sitó a Marilena -en el suelo; cerró la puerta, corrió el pestillo, quitóse la chaqueta, se arremangó los bra­zos ... Marilena le observaba estupe­facta. Con fuerza de macho irri­tado le rasgó de arriba abajo la sá­bana, la hizo un rebujo y la arrojó ' al cubo de la basura.

- ¿ Qué haces, sacrílego? ... ¿ Pero no comprendes que todavía me huele a él ? - gritó Marilena, fuera de sÍ.

- Si" creerías tú que te iba a de­jar pUdrir viva ...

De arriba abajo le rasgó los vesti­dos, de arriba abajo las medias. Pronto la dejó desnuda y descalza. Marilena estaba tan sobrecogida,

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14 A. FERNANDEZ ESCOBES

qUe se cubría los ojos en vez de cu­brirse el sexo. Desnuda, la t6mó Manue.! Y. como a un perro faldero, la metió en el lebrillo. Con una des­treza de enfermero, la enjabonó toda, llenando la cocina de olor a heno. Cambió el agua y la volvió a enjabonar, la frotó de cabeza a pie.:; con una manopla de hilo, la dejó limpia como una Venus brotando de la espuma. Luego, utilizando las manos con un raro conocimiento anatómico, la obligó a ponerse de pie. Y entonces, sólo entonces, la contempló desnuda. un instante , nada más que ~ instante. Y en­tonces, sólo entonces, Marilena com­prendió que Manuel era un hombre. .e hizo lo que no hiciera: cruzar sus manos más abajo del vientre y ce­rrar los ojos, mientras en SUs me­jl\las se abrían las rosas del pudor.

- i Qué bien hecha estás! - su­surró Manuel, con voz de instinto.

Rápido como una centella, se fué a la puerta de la cocina, arrancó el pestillo de un tirón · enfurecido, la abrió de un golpe, y salió. Un se­gundo después, la entreabrió para decir con voz trémula :

- Vístete pronto con esas ropas . nuevas que hay en la caja de car­tón.

Un cuarto de hora más tarde, la puerta de la cocina se abrió, y en­tró Manuel. Era de nuevo. el hom- ­bre seco e inalterable de siempre, pero tenía la voz más varonil, con tonos de mando.

- Estoy decidido a sacarte de aquí para siempre, y no me gusta­ría volver a ser violento. Rogelio no me perdonaría que te dejara mo­rir, abandonada a tu desesperación.

Marilena no le respondió; pero le siguió dócilmente. Nunca Be explicó por qué le había seguido, por qué

había abandonado la casa, si estaba resuelta a morir en ella. Ahora se lo explicaba: es que le amaba ya. sin saberlo. Manuel Ja condujo a _su casa, al mismo edificio en cuya es"; calera. conociera a. Rogelío, donde la esperaba una habitación.

_ . Es la de él, de soltero - expli­có su. cuñado.

y esa habitación, y esa escalera y ese edificio y la caHe y el barrio, en un conjunto de recuerdos de su primer amor, fué lo que ató a Ma­rilena a la voluntad de Manuel, ade­más de un sentimiento descono­cido que entonces ni siquiera sos­pechaba. Tres noches · después, tras un bombardeo, el nigo matrimonial no era más que un montón de hu­meantes escombros. La bomba que Marilena había deseado en su loca desesperación, llegó demasiado tai'­de. Ahora, en Chartres, Marilena pensaba que había llegado a su tiempo, Si : demasiados testigos estorban para. rehacer una vida; basta dejar al recuerdo 10 que la memorip. toma.

Como Manuel trabajaba por la noche y dormía. durante buena parte del día, la convivencia no fué insoportable en. los primeros tiem­pos. Apenas si ' estaban juntos, frente a frente, a la hora de cenar. Manuel se comportaba con discre­ción, sin mostrarse demasiado pa­tente, como una suerte de huésped que se da cuenta de que estorba y desea molestar lo menos posible para que lo toleren. Ya no se ponía a las faenas domésticas-; Marilena había vuelto a ser la mujer hacen­dosa. Así como le rehuía al princi­pio, luego se acostumbró a la pre­sencia de MaRuel, hasta llegar a echarle de menos. En sU soledad , no sólo pensaba en Rogelio. Poco a

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARIJ.ENA? 15

poco fué dedicando largos silencios reflexivos a su cuñado. Ya no le disgustaba convivir con él; pero a veces estimaba más su soledad, so­bre todo en aquellos momentos en que el recuerdo le devolvía la esce­na en que su. pudor acusó la pre­liiencia del hombre. Manuel tuvo la delicadeza de no aludir nunca a aquella tentación; ni aun de casa­dos. Mientras tanto, la acción, lenta pero segura, del tiempo, iba modi­ficando muchas cosas: Marilena rectificaba día por día sus falsas apreciaciones acerca de Manuel, como un pintor corrige las torpezas de su pincel de retratista. Manuel

. era más cordial de lo que aparen­taba. Volvía a ser el mismo hombre solícito y parco que iba a verla con el pan debajo del brazo; el mismo hombre serio, sin las graciosas puerilidades de la juventud chillona y superficial. Un día Marilena des­cubrió que hasta que no había con· vivido con Manuel, no había sabido enteramente lo que es el hogar. An· dando el tiempo, Manuel, durante una ce.na, le preguntó:

- ¿ Estás resignada, Marilena ·? - Sí. Y vivo contigo con toda

confianza. - Yo, también. Es como si le

estuviéramos esperando. En aquel instante se dió cuenta

Marilena de que había cometido adulterio; de pensamiento, de cora­zón, sin intervención de la carne, pero adúltera. Porque en aquel mo­mento pensó esto, que calló, a ver· gonzada, que jamás confesaría:

- Eso: como si le estuviéramos esperando ... conv.encidos de que no puede venir.

Transcurrió más de un año. La guerra iba de mal en peor. Marl­lena estaba curada de BU viudedad.

Un día en que se pintaba ante el espejo, vió reflejada en él el rostro de Manuel, sintió su aliento en la nuca y oyó que le repetía:

- ¿ Para quién te pintas los la­bios, Marilena. ?

Lo culpable fué que le sonó gra­tamente, con un tono renovado y caricioso que jamás hubiera sos­pechado en el soso aquel, y qUe no se preguntó cómo sabía Manuel la frase. Manuel continuó: .

_. No me respondas aún. Una viuda joven no está bien al lado de un hombre soltero. Marilena: la gran ilusión de mi vida sería ca­sarme contigo la semana que viene.

Marilena rompió a llorar . - Si no es tu gusto ... - Calla. Si lloro de vergüenza

porque me alegra decirte que es también mi ilusión. Creerás que si te digo que sí es porque no está bien que una viuda joven .viva al lado de un soltero joven. Creerás que soy falsa, o que busco mi con-

• • venlenCla ... - Yo sé cómo eres tú. La semana

que viene, ¿ entonces? _ . La semana que viene, Manuel. Más acá de la semana que viene,

la vida de Marilena varió lo que debía variar. En su alma sólo habia un reproche: haber pensado que Manuel no era un hombre. Un hom­bre de cuerpo entero. Como Roge­liD ... pero diferente. Por ejemplo: Con Rogelio le gustaba componerse y cogerse de sU brazo y salir juntos de verbena. Con Manuel, le gustaba sentarse a coser y mirarle a hurta­dillas, mientras él leía y acercarse poco a poco a él, sin que él lo nota­ra, y reclinar la cabeza eli su pe-­cho, y quedarse así en casa el raro dia de fiesta. Por ejemplo: se au­sentaba Rogelio, y Marilena estaba

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16 A. FERNANDEZ ESCOBES

deseando que volviese. Se ausentaba Manuel, y la casa quedaba plena de él. Por ejemplo: con Rogelio la hu­biera disgustado tener hijos pronto; con Manuel, no tenerlos.

Por todo ello, el « ¿ dónde es­táis ? » de Marilena no podía. valer lo mismo para el uno que para él otro

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 17

envió inmediata­mente el anuncio al periódico, tal y como lo había redactado er" oficial francés: « Marilena,

que vive en Chartres (Eure-et-Loir), 23, rue de la Clouterie, desea saber el paradero de SU esposo. »

No todos los 'anuncios obtenían respuesta. Mucha gente no pudo pa­sar la barrera de los Pirineos. Unos, quedaron despanzurrados por los bombardeos; otros, cosidos a bala­zos en los ametrallamientos de las carreteras; muchos se perdieron por los montes o, rendidos de can­sancio, quedáronse en ·el camino, sin fuerzas para seguir adelante, y fueron capturados por los franquis­tas; algunos desesperados, se arro­jaron desde los a)tos peñascos, para no sobrevivir al dolor o a la ver­güenza; los más de'sventurados, una vez en Francia, no pudieron ni leer neriódicqs, porque fueron con­sumidos por la colitis.

Marilena esperó largos días de in­certidumbre la 'respuesta de Ma­nuel. Mientras tanto, se fué abrien­do uaso en la nequeña ciudad. Hizo ' arqueo: era dueña de casi dos mil francos, suma estimable en aque­llos tiempos. Se los había dado Ma­nuel, el mismo día en que la reco­mendó a los militares republicanos para que la encaminasen a la fron­tera. El, perma..necería en ~arcelona hasta que el mando ordenara la evacuación y el traslado. Manuel ora aSÍ. Rogelio ' hubiera procedida de manera diferente: se habría presentado a última hora, sucio de pólvora y de frente, con el revólver

caliente todavía; hubiera tomado a Marilena en los brazos y la habría colocado en el camión en que él ,se retirase con los suyos; pero n9 hu­biese previsto que en Francia po­dría no tener curso la moneda espa­ñola, qUe el . valor de los héroes sólo se cotiza en Banca cuando triunfan.

Marilena hizo sus compras im­prescindibles y algunas amistades útiles. Una señora francesa, casada con un frutero valenciano, la tomó afecto en seguida y le facilitó tra­bajo de mqdista, en casa, a espaldas de los seguros sociales y de los con­venios colectivos sindicales. La elo­giaban mucho, pasmadas de que . una española pudiera sobresalir por SU gusto y su primor en el país de la moda femenina; pero la paga­ban mal. En la ciudad, residían otros refugiados españoles, en nu­mero cada día creciente. Marilena los encontraba en el malecón del monumento a los muertos de 1914. Los reconocía como compatriotas al primer golpe de vista y había aprendidO a distinguirlos: los altos funcionarios y los personajes de se­gunda fila deambulaban, lentos y cariacontecidos, en pequeños grupos muy seleccionados, cohibidos, des­confiados, con estudiado cuidado de pasar desapercibidos, sin chocar en la vida francesa. La gente del pue­blo se paseaba en grupos mayores, continuamente engrosados, discu­tiendo a v:oz en grito, gesticulando; ignoraban a la población francesa . celebraban efusivamente, chillones y aparatosos, la aparición de un co-

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nocido recién llegado, y andaban deprisa, contentos, resueltos, como ' si tuvieran algo importante que ha­cer. Los primeros, alicaídos y rece­-losos, daban la impresión de estar convencidos de que el exilio sería inacabable y querer adaptarse a la v ida Írancesa. Los segundos, natu­rales y desnreocupados, parecían estar de paso en tierra conquistada o de visita en su propio pueblo. La realidad era que los primeros intri­gaban para tomar el vapor lo antes posible, y que los segundos, destina­dos a quedarse en F'rancia, espera­ban confiadamente a que los emhat'­casen de la noche a la mañana. Por los primeros, el malecón de Char­tres tenía ya nombre español: Pa­seo ,de los Taciturnos. Marilena, absorta en su incertidumbre, se li­mitaba a saludarles con aire " de no querer enhebrar la aguja. ~anuel tardó en dal' señales de

vida. A mediados de abril de 1939, Marilena recibió carta suya. Aun­que hubiera estado escrita a máqui­na y sin firma, habría reconocido que era de su esposo. Decía que, gracias a un diario muy atrasado, de los que en el campo circulaban de mano en mano, sabía que Mari­lena estaba sana y salva y dónde vivía; que él gozaba de buena salud; que su oficio de molinero panadero era muy solicitado y que muchas veces había pretendido sacarle del campo. contratado por un patrono, pero que él « no quería trabajar para esta gente, que no lo mere­cian »; que en vista de que habían logrado establecer contacto, acep­taria en seguida la prime.ra oferta, y que en cu¡mto reuniese el dinero necesario, tomaria el tren e iria a buscarla; que, no obstante, si Mari· lena necesitaba dinero, lo pedirla

prestado y se lo giraría a vuelta de correo; que no tardara en contes­tarle, y que· ya sabía ella « que no podía olvidarla su marido, que mu­cho la queria, Manuel ». La. lectura de esta carta arrancó lágrimas a Marilena, que inmediatamente to­mó la pluma y le respondió así:

Q UERIDO ESPOSO A.1ÍO, .

La presente es para decirte que na "te quedes ni un momento mas en ese campo, por esas tierras . Toma el tren .v vente. Te mando 'el din ero por giro postal. Este es un departamento triguero .v en la oficina de colocación me han dicho que tienen trabajo para ti en Cuantito que te presen­tes. No me hagas sufrí,. más. Vente en seguida . Aquí se es libre y además yo te necesito. Estoy muy soJa y muy triste, pensando a cada momento que te puedo perder, y no comprendo poi qué estamos separados, habiendo podido librarnos los dos de tanta calamidad. Por eso cuando en tu carta me dices que me quieres, me parece que escribes una fórmula de esas de los modelos de cartas . Yo sí que te quiero, con toda mi .alma, y como te quiero más que a mi vida, te quiero a mi . lado. Pon me un telegrama. SI pasado ma­ñana no recibo tu telegrama, tomo el tren y voy a traerte por las orejas. Estoy muy enfadada contigo; pero todo se me pasará en cuanto te vea, porque seré la mujer mas feliz del mundo. Te quiere, te quiere, te quiere, soso mio, y es tuya

Ma ... ilena.

P.-S. - Te escribirla mucho más largo, contandotelo todo y la alegria que me ha dado tu carta, que tanto me ha disgus­tado; pero como estoy rablosilla, te pon­dria muchas barbaridades, y no quiero. Ven al mismo tiempo que ti telegramtf. Vale.

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¿ PARA QUJÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARrr.ENA? 19

A pesar del tono conminatorio de e,sta carta, Manuel no llegó a Char­tres sino a fines de mayo, en que se concluyó el papeleo oflcial para sa~ carIe del campo, con todas las de la

> ley, contratado por un"a harinera chartriana. Marilena le recibió como a la primavera y fué la tercera luna de miel de su vida. Era hora ya, porque ella, 'a sus muchas intran­quilidades y amarguras, había uni­do una nueva inquietud: la de ha­ber visto un día en la plaza de Mar­ceau al rubio oficial francés. Sospe­chó Marilena que él la buscaba y, muy · azorada, procuró perderse en seguida, antes de que él la descu­briera. Cada ·vez que en su cuarto oscuro, cosiendo, oía pasos . en la escalera, temía que fuesen los del profesor movilizado.

Con Manuel, entró en aquella ha­bitación sombría la luz, el contento y la confianza. Ni jilguero, ni grill<;>; pero, dentro, Marilena era,. un pája­ro canoro· que cantaba . dichosa­mente aires españole~, sobre todo los del género chico. · Aunque llovía con. frecuencia, de ve2; en cuando asomaba el sol, tanto más bello cuanto más raro, y el gris sucio de la pared de enfrente se llenaba de una capa de tenue luz. La vida, ya sin zozobras, se hizo cotidiana y se animó con pequeñas anécdotas caseras. En medio de la, vida inse­gura de los otros españoles de Chartres, la de Marilena era de una extraña y sorprendente normalidad: pa~, trabajo, cariño hogareño, sa­lud. Un bienestar sin otras ambi­ciones.

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20 A. FERNANDEZ ESCOBES

EPTIEMBRE trajo las lluvias continuas y el drama inespe­rado. La habitación recobró su oscuridad característica, y

la pared de enfrente, sU gris lavado. La melancólica melope,a de la lluvia acompañó las canciones de Mari­lena. En la mañana del día tres, que era domingo, Manuel se le­vantó, aseóse y salió a enterarse de los rumores de guerra inminente que corrían. Marilena limpió la ha­bitación, hizo la cama, y se dispo­nía a componerse para salir de com_ pras cuando la puerta se abrió de par en par, como empujada por una ventolera. Marilena se volvió rápida y quedó pasmada.

- i Marilena! - gritó una voz vieja y nueva, una voz de aman~­cer y de inesperado, una voz eterna de siempre novio, que resonó en el corazón de la mujer con una ale­gría de traca valenciana y c- -::>n un terror de tormenta.

-. i Rogelio ! Era él, sí : el muerto. El muerto,

que le había enviado desde todos los avatares de su vida su mensaje claro: « ¿ Para quién te pintas los labios, Marilena ? » El muerto que estaba presente con su salud y SU alegría desbordante, abiertos los brazos, brillantes los ojos, húmedos los labios, la sangre caliente. El muerto, con un hermoso barniz aceitunado en el rostro, una cana de sufrimiento en el cabello azaba­chado, un aspecto de madurez lo­grada y una expresión de joya infi­nita. El muerto, por quien ella qui­so morir pegada a una sábana que

conservaba los últimos sudores del último abrazo. No la dejó ni repo­nerse de SU tremenda sorpresa. La estrujó en un abrazo ansioso, con unos brazos más vigorosos que nunca. hierro y seda a la vez; la besó con frenesí de delirio y ardor de fiebre, en la boca aun no pintada aquel día, en las mejillas rojas de rubor y calientes de sobresalto, en los ojos cerrados de espanto y de dicha. Y ella.,. también; también ella le apretó con toda SU fuerza. como le hubiera estrechado en los días en que únicamente des·eaba morir. y también le besó como le hubiera besado entonces, con una felicidad de resurrección. Y mientr.as le be­saba así, mordiendo casi los labios varoniles, con un regusto de cópula, pensaba Marilena :

.....:..... Quisiera morirme así, en este preciso instante, antes de que sepa la. verdad.

- Déjame que te contemple. Ponte los brazos en la nuca y mí­rame, bien plantada, Marilena.

- i Rogelio! - Déjame que te adore. Te llevo

-en mí; si me abrieran de arriba abajo, sólo encontrarían tu imagen; pero quiero remirarte a mi gusto. j Qué bonita eras cuando te dejé y qué hermqsa te encuentro! i Cómo te ha conservado mi ca­riño! . - i Rogelio, Rogelio! ...

- N o llores, que me vas ~ hacer llorar de contento, y yo no he llo­rado nunca ... Si sé que me has que­rido siempre, siempre: como yo a ti. Lo sé muy bien. Mira.

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 21

Sacó del bolsillo un recorte de pe­riódico, cuidadosamente doblado, y lo alargó triunfal a Marilena.

- Nunca pensé que el diario traería una noticia para . mí sólo. Para mí sólo. « Marilena ... desea sa­ber el paradero de SU esposo. »-... Si no necesito tus palabras; si está todo ahí. j T"odo!. A los tres años de ausencia, sin una noticia, Mari­lena. sigue queriendo saber. el para­dero de su esposo; a los tres años de estar separados, todavía me bus­cas. y me hubieras buscado toda la vida, como yo a ti, vida de mi vida.

- Calla, Rogelio; no te excites -suplicó Marilena, atormentada. De pronto se fijó que llevaba la pierna derecha de palo: - ¿ Estás invá­lido ?

- '. Inválido, no; cojo _ . rectificó él, sonriente - . Creí dejar la vida y no dejé más que una pata ... i La juventud, Marilena !." De buena me salvé, no creas. j Se armó un zafa­rrancho! Los míos quisieron venir a buscarme; los fachas se dieron cuenta, ellos que me creían muerto, y barrieron el frente con el fuego de las ametralladoras, mientras me sacaban de aquel infierno. No por caridad, sino por que les diera in­formación de nuestro frente. Y fué a tiempo, porque los míos respon­dieron con morterazos, dejando la tierra como un colador. Me lo contó todo, en el hospital de sangre, uno de los chicos que me sacaron de allí. Un. galleguiño. No era mal chico; sin convicciones; lo mismo hubiera abe decid' a nuestro lado. Al pobre le dejaron sin brazos tres días después ... Yo saqué una pierna de menos, nada más; pero así y todo, Marilena, con sólo una pierna, pero ' contigo, andaría el mundo en­tero ... A pie he venido a busc~rte".

-¿Apie? - A la pata coja. N o tuve pacien-

cia de esperar el tren --- fanfarro­neó Rogelio.

- Estarás nlUy cansado. Querrás tomar algo. ¿ Te sirvo un tazón de leche? _

_ . Sí. Dame · un tazón de leche, y ponle una gota de la de tus pechos de nácar. ¿ Tenemos un hijo, Mari­lena?

- No. - Ya los tendremos... Pronto,

cuando estemos en Méjico y nos ha­gamos una vida nueva, i ya los ten­dremos!

j Qué fuerza había en sus pala­bra! i Qué seguro se sentía frente a la vida y ante el porvenir, creyen­do haber recobrado a la mujer per­dida! j Cómo en él la juventud es­taba hinchada de afirmación varo­nil ! Las palabras calladas durante tres años, en la zona franquista, fingiendo ' siempre para. inspirar confianza y poder evadirse, las con­centraba ahora en unas cuantas, plenas de robustez. Más tarde ven­drían las explicaciones lentas, a lo largo de toda la vida, en las horas de confidencia y memoria. Ahora, necesitaba decir lo primero, en pa· labras plenas de robustez, como preñadas; palabras dobles, como. los claveles dobles; dobles hasta para Marilena, como los disciplina­zos de los anacoretas: dolor y cari­cia a un tiempo. No sólo las pala­bras: aquella mirada eléctrica, aquellos ojos de un flúido fascina­dor, que atraían a Marilena aun re­sistiéndose a acercarse.

- j Sus ojos! - pensó la desdi~ chada -. Me quieren ciar la vida, y me están dando la muerte, pero una muerte que es vida.

Rogelio bebió la leche con gula

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22 A. F'ERNANDEZ ESCOBES

de hambriento. Envolvió a MarlJena en una mirada que era · como un vejo de novia. La tomó por Ja cin­tura, con una mano amplia, ahiertat

ardiente, de un empujar suave, pero irresistible, y la condujo, en un in­grávido andar nupcial, hasta la ca­ma. Todas Jas mleJes del deseo con­tenido florecieron en una sonrisa masculina, al abrir la boca para decir: .

- Está recién hecha: me estuviera esperandO.

• como SI

Marilena, subyugada, dejóse con­ducir, como a un sacrificio glorioso. y pensó:

- Si tuyiera un puñal, sería de Rogelio, como él mío, y en seguida me daría la muerte.

Sólo cuando él, al borde del Je­cho, intentó desabrocharla para que surgieran los pechos contenidos, Marilena gritó con una voz prohibi­toria que no podía ser coquetería:

.- i No! - ¿ Qué pices, amor de mis amo­

res? En tres años no he pensado en otra cosa que en este momento.

- i No! i No! . - ¿ Qué es eso? ¿ Pues en qué

pensabas tú cuando pusiste el anun", cio? i Déjame darte el hijo más bello del mundo!

- i No! No, R ogelia: i yo soy; una mujer casada !

-:- Claro que casada: ¡conmigo! , - No, Rogelio, no : j con otro! Todo el calor se volvió hielo. La

mirada amorosa, rayo. La mano ca­ricioBa, puño amenazante. El color aceitunado, lividez. La palabra do­ble, grito:

- , ¿ Con quién? - ¡ Te dieron por muerto, Roge.

l · I 10 . . ..

- ¿ Con quién?

- ". Yo Jeí el papel de defun­ción, que aun conservo ... _

- ¿ Con quién? - '" Quise morir también, como

tú, podrida en el lecho en que tu me habías querido nor última vez ...

- ¿' Donde está ese hombre? - Déjame explicarte. i Mátame,

mátame! pero después de oírme ... Mátame, porque no es posible so­brevivir a esta tragedia, Rogelio; pero no me juzgues r.-:al, j no me condenes!

- ¿ Con quién? ... ;. Dónde está ese hombre? masculló Rogelío, con voz de crimen.

Marilena reclinó la cabeza, como para recibir el golpe morta l, y mu-sitó : .

- Con tu hermano. - i Con mi hermano! '" - rugió

Rogelio, gOlpeándose el pecho, y, en un alarido de impotenCia, aña­dió :' - i Con el único hombre a quien no puedo matar!

- ¡ Mátame a mí ! - rogó Mari­lena, en el paroxismo del dolor. Se rasgó con ambas manos la blusa de seda negra, y los pechos brotaron tiesos, redondos, de nácar: -i Aquí, en el corazón!

Rogelío corrió a arrojarse sobre una silla, los codos apoyados en la mesa, la cabeza atormentada entre las manos trémulas de furor.

- i Tápate ese seno! " . i Matar­te a ti ! ... j Matar a mi hermano! ... Con una pierna sola, hubiera corri­do el mundo de polo a polo; con una palabra tuya, me has dejado cojo y manco. Ya no soy un hom­bre ...

Marilena se postró a sus pies, se abrazó estremecida a la pierna en­tera y a la pierna de palo, regó con sus lágrimas Jas rodillas de Roge­lic.

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¿ PARA QUIÉN 1'E PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 23

- i Con mi hermano "! " . Fué para mi un padre: mi niñero en la in­fancia, mi camarada en la niñez huérfana, mi compañero en la ju­ventud, mi padrino en la edad viril. Todo me lo dió él. Gracias a su di­nero pudimos casarnos... Todo me lo dió, j pero ine ha quitado más!

_. j El, no ! -. Discúlpale encima. _. El, no. Ni yo. i La guerra! .. ,

Esa hecatombe que habéis armado los hombres, lanzándoos como fieras hermano contra hermano. i La fatalidad de la guerra! i La maldición de la guerra! i El castigo de la guerra!

Llamaron a la puerta: Un golpe discreto, más seña que llamada:

-. Es él _. murmuró Marilena -. Hasta en eso es é1. Está llamando en su casa, y tiene que pedir per..:.

• mIse . Reéogió los pechos como pudo y

abrió la puerta. Manuel iba a be­sarla en la frente, pero Marilena la retiró diciendo, con la voz de lo irreparable:

- Mira. _. j Rogelio, heI'mano mío! -

exclamó Manuel, con un asombro más tierno qUe fatal.

- Calla, calla; no hables, Ma­nuel... Tántos hombres que han caído, dejando mocitas y viudas, tántas mujeres que sobraban cada dia más ... ¿ y no hubo para ti otra mujer que la mía, Manuel?

- ¿ Hubo para ti otra que ésa en el mundo, Rogelio ? .. Con la misma razón podría yo decirte: Tántos hombres que han muerto, de todos los pelajes y las edade,S ~as, ¿ y eres tú el único que resucita 'para venir a disputarme lo mío?

- ¿ Lo tuyo? - i Lo mío !Todo el bien de mi

vida: i mi mujer! ... En vida te lo di todo; dado de buena gracia. ¿ Y vienes a quitarm.e lo que he here­dado de ti ? Cuanto más que tam­poco la he heredado, que la gané a pulso, con honradez, día tras día y a la luz del sol, después de habér­sela arrebatado a la muerte ... Esta mujel', Rogelio, i es bien mía!

- ¡Tuya!.. Que lo diga ella -desafió Rogelio. Y, como Marilena callara, no pudiendo salir de su pechO sino suspiros entrecortados, le preguntó:

- ¿ De quién eres tú, Marilena. ? Ella oyó: « ¿ Para quién te pin­

tas los labios, ~arilena ? » Y lo oyó como cuando estaba en el gabinete de toilette de la estación de Cer­bero: sin poder disting uir a cuál de los dos hombres correspondía la vo~. Los dos la miraban, con idén­tica ansiedad en los ojos; los dos, con · UD. mismo amor; los dos, con igual derechc. Pero ella sentía por los dos la misma preferencia y ya no lOS veía sino como un sólo ser, completándose el uno al otro. Y Ma­rilena, dejapdo hablar a sU corazó.n, respondió con su verdad virgen:

_. De los dos. - ¿ Qué? - masculló Rogelio. - i De los dos! - ¿ Qué estás diciendo, grandi-

sima ... ! - rugió Rogelio, ciego de cólera.

Manuel se fué hacia él y le cortó: - i Dila, dila eso que ibas a de­

cir y te mato! - i De los dos! - repitió Mari­

lena, como obsesionada, colocándose entre ambos hermanos -. No os lancéis fratricidas el uno contra el otro. Partidme. La mitad para cada uno. j Partidme en dos!

La habitación sombría "e llenó del dolor del tri .. le sufrimiento. Ni

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24 A. FERNANDEZ ESCOBES

fior, ni pájaro. ni paisaje,. T.as espi­gadoras continuaban mudas, incli­nadas para recoger una espiga-que jamás volvería al haz. Rogelio, callaba, transido de pena; transido de 'pena, callaba Manuel. ·Un silen­cio patético llenaba la fría alcoba. Los labios -sin pintar de Marilena, temblaban de desesperación, Pero ella iba arroja~do a los dos hom­bres su confesión postrera, en una voz delgada como un chorrillo de agua, acerada como un puñal, inexorable como la muerte misma. . .

- ¡ De los dos! o,, Nunca he sido tuya, Manuel, amOr mío, sin qUe en mi suspiro hubiera un no sé qué de Rogelio ...

- ¿ Lo ves como es mía? -exclamó Rogelío.

• - Nunca pOdré ser ya tuya, Ro-

gelio, amor mío, sin que en mi sus­piro haya un no sé qué de Manuel...

- ¿ Es tuya o mía? - i De los dos! ... Quitadme el

sexo. No me matéis, que y0 amo la vida, que sois vosotros; pero i arrancadme el sexo! Y cuando no haya en mí simpatías de carne, ni olores de instinto, yo Os querré ,a los dos como una madre, y como a una madre me amaréis vosotros ... Los tres juntos, juntos los tres, con-

vlrllendo la fatalidad en paz de casa.,.. ¿ Por qué no? i Mis niños, que ya no podré tener con uno solo!

- i Calla, calla, cruel! - ¿ Le tienes miedo a la verdad,

Rogelio, tú que no has teni.do nunca miedo a nada? ... Me voy a la guerra para que no me llames co­barde, me digiste. ¿ Y vuelves co­barde de ella?

- ¿ Cobarde? i No fuera mi her_ mano, y le diera muerte delante de t·· , 1 mlsma ..

- No es eso ... - ¿ y si él te la diese a ti, Ro-

gelio '? - ¡Callad ! No habléis más de

muerte. Todo lo arregláis matán­doos... Los hombres del ideal, los que se llenan la boca de quijotismo y espiritualidad, pero que cifran el honor y la honra en un trozo de carne, y se matan por él... ¡Callad! ¡callad! ... Y salgamos de esta ha­bitación, de esta tumba. que me asfixio, i y quiero vivir! Salgamos los tres al aire libre. i Ya veremos después! ... Dame tu brazo, Manuel; dame el tuyo, Rogelio ... Y marche­mos los tres juntos. Así.

- Ponte siquiera en chal por en­cima - aconsejó Manuel.

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARlT.ENA? 25

ALMENTE les condu­de un paso lento, al Paseo

de los Taciturnos. Encontra­ron otros españoles. Los altos

funcionarios y las personalidades de segunda fila, apenas los miraban por el rabillo del ojo; la gente dei pueblo, observaba con curiosidad al recién llegado; le estaban catalo­gando : « Ese, era de tal brigada y pertenece a tal organización, » Al­guien, en quien pudo más el paisa­naje, les gritó alegremente : « i Sa­lud! » y ellos correspondieron con un triple «i Sal~ld! » en que cada cual procuró disimular su dolor. Al pa­sar por delante del Monumento a los Muertos en la guerra del 14, los dos hombres dirigieron una mirada diferente a la ancha losa de már­mol, llena de nombres grabados en oro ' deslucido. Marilena volvió como ellos la cabeza, y -habiendo sorprendido las miradas, clavó sus ojos angustiados en los ojos del uno y en los ojos del otro. No se decían ni una palabra. Nada les arrancaba un comentario. Hacía fresco, sedan­te para las tres cabezas ardientes. Parecía como si no anduviesen ellos, sino la ciudad, con sus agudos tejadOS de pizarra y sus maderas Viejas y sus altos árboles y su cris­talino río con puentes antiguos, y su tristeza y su soledad aparente y

SU silencio, desfilando en revista ante Marinela, Manuel y Rogelio, con sus ' paisajes de antaño. No llevaban rumbo fijo, ni prisa; parecian autó­matas. Al aire libre, las palabras irreparables se mustiaban en el pecho.

Cuando se dieron cuenta estaban en el pueblecillo inmediato. Se oía el tañer de las campanas pregonan. do la guerra con tonos de lúgubres presagios. De pronto, surgiendo de la esquina de una callejuela medie­val, se les vino encima un ciclista embriagado; se diría pegadO a la bicicleta, como un centauro de hoy. contagiándola sus eses alcohólicas ~ se diría un equilibrista grotesco. Los tres se apartaron. Mas el beodo frenó en seco y, descendiendo en una pirueta chocante, se quitó la gorra y exclamó, con acento cir­cense:

- Ouí, M'síeu.rs-Dame, c'est la guerre! La guerre, encore une foíE !

En el momento en que iba a des­plomarse sobre los guijarros, ven­cido por la borrachera, se aupó so­bre el cuadro, y rompió a rodar de nuevo, culebreando, como si sintiera aversión de la línea recta.

- i La guerra! - repitió Mari­lena, como un eco perdido en la le-. , Janla.

Las campanas doblaban muy cerca, en una triste iglesia próxima, con una torrecilla como un cucu­rucho charolado con la punta hacia el cielo; los muros, del mismo gris sucio, de barro, de las casas no pin­tadas; el portón sin estilo, como una "'uerta cochera. Y en el muro, una vidriera multicolor con un tema bíbltc.o, pequeña, .pobre, humilde, como una proyección minúscula y limosnera de los grandes ricos vitra­les de la catedral de Chartres. Era una iglesuca humana, que no' sobre­cogía. A cada: campanada, una gár-

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26 A. FERNANDEZ ESCOBES

gola sin imaginación dejaba caer una gota de agua como una lágrima. Una iglesuca hu.:..: ana, sí; edificada vulgarmente 'pattll el humano dolor ' del hombre, y no para la gloria inJ­perial de una religión. Hacia ella se dirigían unas monjas - azul y blanco -, con el rostro severo y una compunción de circunstancias, las manos en el rosario, y tres mu­jeres rigurosamente enlutadas -negro y pergamino las dos viejas; negro y rosa, la joven -, con los ojos arrasados de lágrimas: la viuda de 1870, la viuda de 1914, la posible futura viuda ue 1il3S, huér­tana del 16. Una mujer del pueblo, saliendo de una taberna, hipaba a.paratosamente, acompañando con SUs gemidos al tañer de las campa­nas.

- i Vámonos de aquí! - gritó Marilena.

Dieron. la vuelta, y emprendieron despaciosamente el regreso hacia la ciudad fría y melancólica, que se dibujaba a lo lejos como el telón de fondo". de un drama de capa y espada.

Ya enfilaban la cuesta del male­cón, cuando Marllena distinguió al rubio capitán francés de los ojos claros y el gesto salvador. Ya no temía ·SU. posible intento de con­quista; ahora, la inquietud de Mari. lena era otra: « Si viene a nuestro encuento, y no lo puedo evitar, ¿ a cuál de los dos le presento como mi esposo? » Su brazo dió un leve tirón involuntario, como para guiar a los hombres hacia otra dirección. Rogelio lo notó; lo notó Manuel.

-. ¿ Qué te ocurre? - le pre­guntó Rogelio, con voz susceptible, de sospecha.

- No quiero cruzarme con ese milita .....

- ¿ Por qué? - Ya te lo contaré, Rogello. Es

el oficial que me aconsejó venir aquí - aclaró Marilena a Manuel.

- ¿ Ese que habla español? -preguntó Manuel.

- Ese, sí. No conozco otro. - Ese es mi hombre . - juzgó

Manuel, y, desprendiéndose, Se di­rigió hacia él.

- ¿ Qué vas a hacer? - preguntó . Marilena, nerviosa e . intranquila, sin comprender tan repentin&. de­terminación.

- Déjale - mandó Rogello. Le vieron alcanzar al capitán y

ponerse los dos a conversar. Segui­damente, ambos emprendieron, a buen paso, el rumbo hacia el centro de la ·ciudad. Marilena intentó se­guirles; pero Rogelio la contuvo.

- ¿ Quién es ese militar? - in­quirió severo.

- ¿ Vas a sospechar que también con ése ... ? Rogelio, Rogelio... Lo sabrás todo, todo, y por estrechas que sean tus investigaciones de juez celoso, no hallarás nada en mi vida que no sea claro y puro.

- ¿ y por qué cuando estábamos tú y yo a solas querías que te ma­tase, y en cuanto vino él querías sobre todo vivir?

--o Rogelio, i no abuses de que estoy sola! El, no abusó nunca de mí... ¿ Y por qué cuando tú apa.re­ciste te besé con locura, y cuando se presentó él esquivé su beso, re­tirando mi frente? Ya te he dicho, ya Os he dicho, que soy de los dos; cada uno de vosotros me inspira un sentimiento diferente. Que por ti descubrí mi cuerpo y por él, mi alma. Con él, quiero vivir porque él . sabe comprender. Contigo quiero morir, porque tú sólo sabes amar apasionadamente.

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARJI.ENA? '1.7

- ¿ Pero a ti no te gusta que yo te quiera así?

- i Con delirio de muerle ! - j Como que no hay otro amor - , qUe eso. , - La vida no se compone sólo de

delirios. Ya 10 verás más tarde, cuando no seas tan joven ...

_. i Pues no me lleva Manue] tantos años!

_. No; años, no. Manuel te lleva el sesto.

El qUe Marilena le hubiera dicho que le amaba con delirio, arrancaba a Rogelío sus torturas internas. Sentia un consuelo grato yendo de su brazo, solos los dos, como en ' los tiempos dichosos. Hacíase la ilu­sión de haberla recobrado, entera y ma.dura; de que había desaparecido la trágica rivalidad; cerraba los ojos, para reconcentrarse todo él en 12. sensación cariciosa del suave ca-101' del brazo de Marilena, y pensar que cuanto ocurrió no fué sino una de esas pesadillas que vuelven más gratos y más alegres los desperta­res. Se evadía de la realidad, como se había evadido del campo de con­centración de Albate 3., en España : COl'. el a lma esperanzada del que se Jibera.

- Todo ello no ha ocurrido sino para apretar más nuestro lazo, para hacer más grande nuestra felicidad. Ahora es toda mía, como nunca.

Su paso era cada vez más corto, más perezoso, como si temiera que luera. ahora cuando soñaba.

Marilena pensaba en Manuel. La inquietaba, su < actitu(l. · repentina. ¿ Sentiría él, también, celos y ha­bría ido a batirse con el oficial, bus­cando con una muerte loca solución al tremendo caso? No. Manuel no reaccionaba asÍ... Y, sin embargo, ¿ no había amenazado de muerte a

su pr<;>pio hermano, actitud que jamás hubiera sos!1echado Marllena en él ? ¿ Cómo pudo pensar alguna vez que no fuese un hombre? j Con qué hombría defendió 10 suyo, y la dignidad de 10 suyo, ante SU propi<f herolano! Marilena, abrumada, ya no insistía en caminar deprisa. Te­mía encerrarse en la habitación con uno solo de los dos, sobre todo con Rogelio. Los necesitaba a ambos~

, se preguntaba cómo concluiría su patética fatalidad. ni buscaba una solución. Aceptaba la realidad tal como era, como quien se ve san­grandO sin poder cortar la hemo­rragia, ni curarse. Habría querido· secarse, como un olivo o una higue­ra; que la desapareciese de pronto cuanto daba color a sus mejillas y calor a SU sangre; convertirse de súbito, como en un cuento de hadas , pero al revés, en. una anciana ru­gosa, de andar lento, sin. memoria del ardor juvenil, sostenida e n su marcha temblona y vacilante por Jos dos hombres eternamente jóve-· nes. Pronto reconocía que tal pre­tensión era absurda y desvariada, y la verdad, implacable: dos hombres (~:sputándose a cadp. momento. hora tras hora , día tras día, año tras año, mirada, palabra y ade­mán. Mientras estuvieran fuera de casa, menos mal. Pero, ¿ y al llegar la noche, con las vestales del de­seo? ¿ Y al día siguiente, cuando Manuel marchara al trabajo? Ella conocía bien a Rogelio : la seguiría como su sombra ; no pOdría Mari-· lena mirar nada sin encontrarse con los ojos de Rogelío, vidriosos de celos, interceptando Sl1. mirada como se intercepta úna señal de guerra. Imposible vivil' juntos los tres; pero ... ¿ es que pOdría vivir en' lo sucesivo con uno de el1os~

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28 A. FERNANDEZ ESCOBES

nada más que con uno cualquiera de los dos ? ,La · reconcili~ción entre ambos hermanos era difícil; la con4

vivencia, imposible. i Ay ! Marilena había podido fundir los dos re· cuerdos en uno; pero "no la verdad de carne y hueso.

_ . Va mos pronto al cuar.to, Mari­. lena.

.:....-. No; no quiero entrar en": el cuarto sin que estemos los tres.

-. ¿ Sabemos nosotros adónde ha ido, ni cuándo volvérá ·? :

- Yo sé que vendrá .. ~ Le espera­remos en la calle; en' un café, si tarda... ,

Era casi de noche cuando re­gresó Ma nuel. Se reunió con Mari­lena y Rogelio en la terraza de un bar cercano a la habitación. No quiso tomar nada. Los tres empren­dieron la marcha hacia el cuarto. Apenas entraron en la « chambre », cuando Manuel anunció, grave y so­lemne, con una emoción no disimu­lada :

- Ya está solucionado. - ¿ 'Qué? - preguntaron a un

tiempo Marilena y Rogelio. - Nuestra fatalidad ... Que la

guerra deshaga lo que la guerra

hizo. Me he alistado voluntario, en un "regimiento .de vang,uardia. Ma­ñaria, antes ' de que amanezca, debo incorporarme y marchar al frente. '- . - i Manuel de . mi alma ! -exclamó Marilena, arrojándose en sus bra·zos y estrechándole convul­sivamente, con dolor sobrehumano.

- i Hermano mío ! - exclamó Rogelio, con los ojos llenos de lá­grimas, y una expresión de· inequí­voco alborozo.

Se ,sintió heroico y grande, con una generosidad. de sangre; rival en sacrificio de su rival en amores; quiso ponerse a la altura de su her­mano, con un gesto excelso que le redimiera ante Marilena y le subli­mara ante su hermano. Y con voz, que la emoción no dejaba ser llana y sencilla, ofreció su regalo para las bodas postreras :

- Despídete de ella esta noche, Manuel. Yo estaré al amanecer en la estación, para darte, sin reserva,. mi mejor abrazo fraternal.

y golpeando el suelo con sU pata de -palo, como si martilleara, salió de la « chambre ». El martilleo, golpe tras golne, se perdió escalera 'abajo.

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 29

OGELIO no habia tomado en todo el día más que un tazón de leche. Sin gotas de nácar. Entró en un restaurante, por ,

matar ·el tiempo y distraerse, más que por comer. ·Pidió de cenar. Re­chazó lo que le sirvieron: no que­ría sopa, ni platos franceses. Pidió unas jUdías con una. sardina aren­que. No había. Pidió unos cal10s a la madrileña. No había. Pidió un bacalao a la vizcaína. No había. Congestionado e .iracundo, reclamó, risiblemente, sin enterarse de que pedía platos exóticos:

- i Algo, algo de España! O" Una tortilla a la francesa y queso de bola.

Lo comió sin gusto, tragando gruesos pedazos y mirando a la gente con un aire jaqu,e. provocando la disputa. Sentía la necesidad im­periosa de reñir como un gallo con quien le resistiera. Pero los co­mensales eran indiferentes a su d€EeO y a sU dolor, y nadie, ni por equivocación, se prestó a su juego. Pagó largamente y se marchó asqueado de la empalagosa obse~ quiosidad servil con que le agrade­ció la camarera la abundante pro~ pina. .

Salió a la calle dispuesto a pe­garse con el primero que pasara. Pero no encontró un alma. En Chartres no hay serenos, como no los hay en casi Francia entera. Las calles' desiertas y las ventanas ce­rradas y las puertas metálicas corri­das. Los reverberos, velados de azul añil, volvían más oscuras las tinie­blas y más lóbregas las calles y

más callada la ciudad. En el cielo no brillaba ninguna estrella. Emp~­zaba a lloviznar. Cansado de no to­par con alguien en quien desahogar sU apetito de bronca, se metió en un hotel de mala muerte, con mues­tra richeliana y sórdido .aspectq. Alquiló una habitación. Un viejo huraño, de pocas palabras, le acom­pañó hasta la alcoba. El único hom­bre que hallaba era un anciano, al qUe no sería de hombres cruzarle la cara. La alcoba era angosta, como un nicho individual, insuficiente parGl, albergar a un obeso; una cama de vago estilo Imperio, con ~1tos colchones y un edredón ama~ rillo; y una mesilla con una jofaina y una jarra de hierro esmaltado, la ocupaban toda. Ni armario, ni percha, ni agua corriente, y una silla sin ·.pareja. La ocasión era que ni pintiparada para protestar; pero Manuel se avergonzaba de increpar a un viejo, por ser viejo. Sin em~ bargo, pensó :

_ . Si me desea buena noche, lo mato como a un perro.

"El anciano desapareció de la ha­bitación sin desplegar los labios, y se perdió por la e.scalera estrecha, como \:ln fantasma.

- ¡ Qué mal educado! - se dijo Rogelio - No decirme: « Que usted descanse. »

Levantó las cortinillas de perca­lina de la mesa, en busca del cubo para tirar las aguas sucias, y halló, oculto, un bidé.

- j Cochinos! - gritó, irritado. Se desnudó violentamente. Al

quitarse la pata de palo, la tiró

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30 A FERNANDEZ ESCOBES

como si no fuese un objeto íntimo, que formaba parte de su persona. Al meterse entre las sábanas, le sácudió un escalofrio; estaban hela­das Y como húmedas.

- Mejor se dorolia en Albatera -• penaD.

Poco a poco, la cama se puso ti­bia, del propio calor de Rogelio, y entonces éste se dijo que sería bue­no y reparador dormir de un tirón hasta el amanecer, en que iría a la estación a despedir a su hermano ... y a tomar posesión de sU amada, sin sospechar el egoísmo y lo homi­cida de SUs pensamientos. Pero no conseguía pegar los ojos. Dió media vuelta, poniéndose del lado izquier­do. Tampoco estaba a gusto. Se vol­vió del derecho. Como antes. Se ten­dió de espaldas, se echó de bruces. Ni por esas. Probó cuantas posturas conocía, . y cuantas más vueltas daba, más se irritaba y menos ve­nia el sueño ... Diversos pensamien­tos le asaltaban; pero él, con un movimiento brusco, intentaba st\cu­dírselos, como si fueran algo mate­rial de lo 'que con un ademán pu­diera. desprenderse.

Al estarse quieto, con una leve esperanza de iniciar por fin el des·· canso, oyó en la habitación de al lado los rumores inaguantables de una lucha amorosa. La pared debía, de ser de cartón, porque dejaba fil­trar, con una claridad terrible para Rogelio, todos los detalles descrip­tivos del ardiente dúc- . Inevitable­rnente pensó en Marilena y en Ma­nuel.

Furioso, se tiré .de la cama, buscó la pata de palo, se la caló y pegó la cama a la pared de enfrente. No le fué difícil; la « cham bre » era tan estrecha qUe desde el lecho hubiera podido sin gran esfuerzo correr el

mueble. Se arrancó ·,l~ pierna de palo. Volvió a hundirse en el lecho, se cubrió hasta la cabeza, se hizo un ov1l10, .como un gato recogido en rosca. Vanas todas las precauciones. Igualmente en la habitación de este otro lado, una pareja se decía ter­nezas para- ellos solos.

_. j Qué furor de vida da la guerra! - gritó Rogelio -. i To­dos se están despidiendo para mar­chal' al combate!

No aguantó más. Se vistió rápida­mente, descendió las escaleras a toda marcha. Salió a la calle. Llo­vía. El mismo silencio, la misma ne­grura, igual soledad. La pierna de palo de Rogelio sonaba en los gui­jarros o en el asfalto con un ruido metálico, nota disc'ordánte · en ]a monocorde melopea del agua . . Roge­lio sentía ahora, más irritado que nunca, SU cólera homicida. Era abso­lutamente necesario que descargara su veneno sobre alguien,. fuera quien fuese. Pero la ciudad parecia haberse tragado o recogido a sus habitantes, como si temiese -el pri­mer bombardeo y los hubiera cobi­jado en sus sótanos, como una ga­llina a sus polluelos bajo las alas. UI1. incomprensible imán atrajo a Rogelio hacia el malecón, hacia el monumento a 108 muertos. No lejos de él, la débil luz de una bombilla azul se proyectaba pálidamente so­bre un hombre. Se diría qUe éste estaba ebrio, pero con una · curda di screta, s in. haber perdido por com_ pleto el dominio de SUs mo'vimien­tos ; en 'zigzag, más que en curvas.

- - i Por fin ! - se dijo Rogelio, con. una salvaje alegría - . Parece borracho, pero no del todo. Le fal ta la. última copa ... i Pues le voy a dar eJ amoníaco!

Avanzó como una flecha hacia .él,

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¿ PARA QUIÉN TE PINTAS LOS LABIOS, MARILENA? 31

en dos zancadas. Cuando apenas estaba a un metro, le gritó: .

- i Eh, tú, borracho cabrón! o.,

E!' hombre, volviéndose de un salto, como movido por un resorte, se tiró contra Rogelio y le sujetó por las solapas.

- El cabrón y el borracho ... -- ¡Manuel! - i Rogelio, hermano mío! - i Hermano de mi alma, sangre

de mi sangre! o, , Pero ¿ por qué la has dejado sola? - exclamó Roge­liD, las lágrimas en los ojos, estre­cha-ndo a su hermano con emocio­nado agradecimiento.

- Porque h8:Y que respetar su dolor.

-- Vamos. vamos pronto a bus­carla ... D o miremos los tres, en la misma habitación. Ella, en el lecho; tú y yo, en el suelo, sobre un col­chón ... Los tres, como ella quería ... Sobre el mismo colchón, hermano, juntos los dos. y ' como ella es tan buena y tan santa y tiene cora zón, vendrá a arroparnos ceñidamente. y 'nos parecerá, como cuando éra­mos muy pequeñitos los dos, ¿ te

acuerdas?, que es nuestra madre ... Vamos, vamos, Manuel; deprisa ...

- N o corras. Te molestará la • pIerna ... - i Si esto de la pierna no es

nad~. !

Juntos los tres, como ella quería, en el mismo cuarto, en aquella tum­ba de refugio. Marilena, en la cama; los dos heI'nlanOS, 'en el suelo, en el mismo colchón, entre las mismas sábanas, bajo el mismo abrigo del mismo embozo.

-. Rogelio - llamó a media voz Manuel.

- ¿ Qué) ? _ . ¿ No duermes? _ . Ya me duermo, sí. - Duerme tranquilo, pequeño ...

Yo no volveré. .

La lluvia torrencial tamborileaba en los cristales de la ventana sin flores ni pájaro, apenas amorti­guando los sofocados sollozos de Marilena .

Toulouse ( Francia ) , diciembre de 1947.

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ofre ceró o sus lectores :

El 15 de enero :

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Ello de febrero :

EUGENIO NOEL •

EL ALLEGRETTO DE LA SINFONIA VII

El 15 de febrero :

CAMPOS Y HOMBRES ~

D E E S P A N A ANTOLOGIA DE

ANTONIO MACHADO

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ELLOS LO DIERON TODO, ,

que. p

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