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Lecturas 221 EGIDO LEÓN, Ángeles (ed.), Repu- blicanos en la memoria. Azaña y los suyos, Madrid, Eneida, 2006, 320 pp., ISBN 84-95427-90-7. Republicanos en ¿a memoria es, ante todo, un intento de reivindicar el lugar histórico que corresponde a un puñado de republi- canos que tuvieron conexión directa con el alto proyecto político que encarnó Manuel Azaña en la década de los años treinta. Si en su anterior libro dedicado a la definición del pensamiento de Azaña, si^añay los otros.; la profesora Egido León, coordinadora también de este texto, daba forma a la ideología azañista en oposi- ción a las figuras e instituciones con las que trabajó, pero en las que no siempre encontró coincidencia, en este nuevo— trabajo existe la intención de sacar a la luz la obra y la trayectoria de una serie de personalidades muy cercanas ideológica- mente al presidente y cuya idea esencial del Estado compartieron. Unos cuantos hombres y una mujer —Margarita Xirgu— que ofrecieron en diversos campos de la vida pública toda su valía para un proyec- to en ciernes que no fue sólo de Azaña: fue también el suyo. La cercanía ideológica con Manuel Azaña de las figuras cuyo análisis protagoniza este libro, a pesar de la independencia de criterio de todos ellos, se concretó en la mayoría de los casos en su pertenencia a Izquierda Republicana. Es este texto, por ello, y a la postre, una reivindicación del papel que jugó en la construcción de la Segunda República el partido de Azaña o sus más allegados ideológicamente, que, dicho sea de paso, no ha sido suficiente- mente reivindicado por la historiografía reciente. Azaña no fue el único en tener una visión del futuro de nuestra vida po- lítica, social y cultural. Compartió un ar- duo trabajo con una serie de profesiona- les de todos los ámbitos, políticos, artis- tas e intelectuales que, en última instan- cia, practicaron la máxima de la indepen- dencia intelectual, encuadrada dentro de su republicanismo de izquierdas. No todos los personajes que protagoni- zan este libro son figuras olvidadas. Hay un espacio reservado para los dos presi- dentes del gobierno que tuvieron que encajar la histórica responsabilidad de finalizar el último período de paz de la República —Santiago Casares Quiroga— y de abordar el comienzo del enfrenta- miento bélico que acabaría con ella — José Giral— . En el primero de estos estudios, el referido a Casares Quiroga, la inten- ción de su autor, Ángel Páramo Casas, es considerar el trabajo del presidente desde un punto de vista más ecuánime que el que ha merecido hasta el momento, criti- cado frecuentemente por su pasividad y su indiferencia ante la gravedad de la si- tuación en los albores de la guerra. El autor repasa la trayectoria profesional de Santiago Casares, desde su formación en la política galleguista hasta su participa- ción en el escenario nacional, donde fina- lizó su carrera política bajo la acusación de enfrentar con indiferencia y poca dili- gencia el alzamiento militar, idea que el autor trata de demostrar errónea. En el caso de la figura de José Giral, me- nos vituperada por todos los sectores ideológicos, la autora del estudio, Ánge- les Egido, proyecta un enfoque nuevo sobre la visión del personaje a través del análisis de sus memorias, recopiladas y corregidas por su hijo, Francisco Giral, y finalmente editadas por sus nietos. En ellas, el testimonio del propio José Giral y de su familia nos acerca a su papel co- mo un hombre de ciencia que creyó en las posibilidades de la educación para transformar la sociedad. Un hombre de ciencia embarcado en un proyecto políti- co, como muchos de sus correligionarios

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Lecturas 221

EGIDO LEÓN, Ángeles (ed.), Repu­blicanos en la memoria. Azaña y los suyos, Madrid, Eneida, 2006, 320 pp., ISBN 84-95427-90-7.Republicanos en ¿a memoria es, ante todo, un intento de reivindicar el lugar histórico que corresponde a un puñado de republi­canos que tuvieron conexión directa con el alto proyecto político que encarnó Manuel Azaña en la década de los años treinta. Si en su anterior libro dedicado a la definición del pensamiento de Azaña, si^ añ ay los otros.; la profesora Egido León, coordinadora también de este texto, daba forma a la ideología azañista en oposi­ción a las figuras e instituciones con las que trabajó, pero en las que no siempre encontró coincidencia, en este nuevo— trabajo existe la intención de sacar a la luz la obra y la trayectoria de una serie de personalidades muy cercanas ideológica­mente al presidente y cuya idea esencial del Estado compartieron. Unos cuantos hombres y una mujer —Margarita Xirgu— que ofrecieron en diversos campos de la vida pública toda su valía para un proyec­to en ciernes que no fue sólo de Azaña: fue también el suyo.La cercanía ideológica con Manuel Azaña de las figuras cuyo análisis protagoniza este libro, a pesar de la independencia de criterio de todos ellos, se concretó en la mayoría de los casos en su pertenencia a Izquierda Republicana. Es este texto, por ello, y a la postre, una reivindicación del papel que jugó en la construcción de la Segunda República el partido de Azaña o sus más allegados ideológicamente, que, dicho sea de paso, no ha sido suficiente­mente reivindicado por la historiografía reciente. Azaña no fue el único en tener una visión del futuro de nuestra vida po­lítica, social y cultural. Compartió un ar­duo trabajo con una serie de profesiona­les de todos los ámbitos, políticos, artis­

tas e intelectuales que, en última instan­cia, practicaron la máxima de la indepen­dencia intelectual, encuadrada dentro de su republicanismo de izquierdas.No todos los personajes que protagoni­zan este libro son figuras olvidadas. Hay un espacio reservado para los dos presi­dentes del gobierno que tuvieron que encajar la histórica responsabilidad de finalizar el último período de paz de la República —Santiago Casares Quiroga— y de abordar el comienzo del enfrenta­miento bélico que acabaría con ella —José Giral—. En el primero de estos estudios, el referido a Casares Quiroga, la inten­ción de su autor, Ángel Páramo Casas, es considerar el trabajo del presidente desde un punto de vista más ecuánime que el que ha merecido hasta el momento, criti­cado frecuentemente por su pasividad y su indiferencia ante la gravedad de la si­tuación en los albores de la guerra. El autor repasa la trayectoria profesional de Santiago Casares, desde su formación en la política galleguista hasta su participa­ción en el escenario nacional, donde fina­lizó su carrera política bajo la acusación de enfrentar con indiferencia y poca dili­gencia el alzamiento militar, idea que el autor trata de demostrar errónea.En el caso de la figura de José Giral, me­nos vituperada por todos los sectores ideológicos, la autora del estudio, Ánge­les Egido, proyecta un enfoque nuevo sobre la visión del personaje a través del análisis de sus memorias, recopiladas y corregidas por su hijo, Francisco Giral, y finalmente editadas por sus nietos. En ellas, el testimonio del propio José Giral y de su familia nos acerca a su papel co­mo un hombre de ciencia que creyó en las posibilidades de la educación para transformar la sociedad. Un hombre de ciencia embarcado en un proyecto políti­co, como muchos de sus correligionarios

222republicanos y de izquierda.Tampoco podemos situar en el terreno del desconocimiento histórico a las figu­ras de Cipriano de Rivas Cherif y Marga­rita Xirgu. Los autores que han elaborado el capítulo dedicado al primero —Juan Aguilera y Manuel Aznar— han centrado su análisis en un doble enfoque de su figura: la del hombre de teatro que reno­vó la escena española, reinterpretando su conocimiento de las vanguardias euro­peas y adaptándolas a la sensibilidad ar­tística de nuestro país; y la del amigo en­trañable del presidente Azaña, estímulo vital fundamental para este último duran­te prolongados períodos de su vida. Es­tos dos presupuestos en la trayectoria de Cipriano de Rivas, que confluirán en su asunción de un papel político práctico en tiempos de la guerra civil, ocupando el puesto de cónsul general de España en Ginebra, son el eje fundamental de su compromiso republicano y terminarán costándole la condena a muerte, conmu­tada finalmente por la cárcel, y el defini­tivo exilio.A Margarita Xirgu, emblema del teatro de la República, se dedica un capítulo marcado por la descripción de la fuerza de su carrera dramática y su compromiso —más que político, ligado al terreno de lo personal— con hombres e instituciones republicanas. Disfrutó, según la autora, del nuevo espacio de libertad que le pro­porcionó la República para su desarrollo artístico. Ya en plena contienda, se con­virtió en el baluarte del recuerdo de su amigo Federico García Lorca, profun­damente afectada por su muerte. En su­ma, se trata del recuerdo de un mito del teatro español, a través de su trabajo y su posicionamiento moral al lado de la Re­pública.El compromiso estrictamente político de tres profesionales del Derecho, Ángel

Ossorio y Gallardo, Augusto Barcia Tre- lles y Emilio Baeza Medina, es analizado en la primera parte del libro con la pers­pectiva de la reconstrucción de tres carre­ras bastante desconocidas. La vinculación a lo largo de la vida de Ángel Ossorio con una ideología progresivamente más izquierdista, el matiz intelectual del traba­jo de Augusto Barcia para la República, y la vinculación con el republicanismo local malagueño de Emilio Baeza Medina son los ejes de análisis de las biografías de estos políticos e intelectuales que, si bien no ocuparon posiciones centrales, fueron elementos destacados en la configuración política de la Segunda República.La cercanía ideológica al presidente de personajes con responsabilidades milita­res está representada por Juan Hernán­dez Saravia, militar profesional de dilata­da trayectoria republicana, y Ossorio- Tafall, que partió del republicanismo ga­llego y ocupó el puesto de comisario ge­neral del Ejército de Tierra en plena gue­rra civil. A pesar de la notable diferencia de formación y trayectoria, ambos perso­najes, ligados políticamente a Izquierda Republicana, abogaron por la necesidad de la profesionalización y la militariza­ción en el Ejército Popular de la Repúbli­ca para conducir el enfrentamiento a buen puerto. Sus posiciones simbolizan aspectos dispares de la concepción mili­tar que se produjo en la guerra civil: la del militar profesional profundamente com­prometido con la República, y la del inte­lectual que asumió la fiscalización política del Ejército. Y a pesar de la innegable contradicción de sus posturas encontra­das, existe una coincidencia ideológica en el análisis del papel que ambos atribuían al ejército republicano en guerra.El trabajo de un penalista mundialmente reconocido, cuya reivindicación en Espa­ña está aún por llegar, Mariano Ruiz-

Lecturas 223Funes, es elegido como ejemplo del des­conocimiento causado por el truncamien­to del proyecto republicano. El capítulo dedicado a Ruiz-Funes reproduce las vicisitudes a las que sometió el exilio al insigne penalista, y aboga por la defensa de uno de los hombres de más valía inte­lectual de nuestro panorama político, prácticamente ausente, sin embargo, de nuestras páginas de Historia.Un último grupo de trabajos, dedicados a la contribución de los hombres de la cul­tura y del arte, entre los que encontramos a Luis Bello, Juan Peset, José Puche, José María Ots Capdequí, Antonio Espina y Carlos Esplá, muestran el vigor con el que se manifestó el ideario republicano en todas las páginas de la vida pública española. Luis Bello —cuya semblanza es realizada por Agustín Escolano Benito- abrazó un republicanismo que hundía sus raíces en la tradición krausista y regene- racionista y empeñó sus esfuerzos en la consecución de una mejora radical de las instituciones educativas, y de la escuela, en particular, a través de la crítica perio­dística y asumiendo el programa republi­cano hasta sus últimas consecuencias; Juan Peset, doctor en Medicina, Ciencias Químicas y Derecho, fue un hombre esencialmente de la universidad. Su in­corporación a la vida política fue muy tardía, coincidiendo con la llegada de la República, pero desde sus primeros compromisos políticos hasta su fusila­miento en mayo de 1941, prestó sus vas­tos conocimientos al proyecto de moder­nización y transformación de la realidad española. Continúa el texto con el análisis de la aportación de José Puche Álvarez, a quien la autora del capítulo, María Fer­nanda Mancebo, considera un ejemplo de honestidad republicana. De sus estudios de Medicina y su participación profesio­nal en la vida universitaria valenciana,

donde fue elegido rector tras el triunfo del Frente Popular, pasó a ocupar cargos políticos como la dirección del Instituto Nacional de Higiene y Alimentación, y en una etapa más avanzada de la guerra, fue nombrado por Negrín, director de Sani­dad de todos los ejércitos. Constituye, sin lugar a dudas, un ejemplo más de la cien­cia al servicio de la República.Hombres que pertenecieron específica­mente del mundo de las letras y las artes, como José M. Ots Capdequí, Antonio Espina y Carlos Esplá dedicaron sus creaciones historiográficas, literarias o periodísticas a la consecución de los grandes ideales del republicanismo y con­tinuaron haciéndolo más allá de la ruptu­ra definitiva del proyecto, incluso en el exilio.

En definitiva, la propuesta de An­geles Egido aúna la multiplicidad de es­fuerzos de todo tipo que congregó la República. Como un caleidoscopio que descompusiera y multiplicara los puntos de vista sobre los que se formó la Repú­blica, a través de un puñado de protago­nistas, RepuM canos en ¿a memoria bucea en la complejidad de las diversas realidades que compusieron la Segunda República española: la política, la ciencia, la cultura, el Ejército, las artes... En todos los cam­pos quedan aún singulares figuras por descubrir y por reinterpretar. Figuras que, como estos dieciséis personajes, conocie­ron desde diversos terrenos de la vida pública el significado que tuvo, en la dé­cada de los años treinta y para el resto de sus vidas, ser un republicano de izquier­das.

Manuela Aroca Mohedano

224CRUZ, Rafael, En el nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la España de 1936, Madrid, Siglo XXI, 2006, 403 pp., ISBN 84-323-1230- 4.¿Qué es el pueblo? ¿Dónde nace, qué come, dónde se acuesta y se levanta? So­bre todo, ¿dónde reside, cómo se mueve, qué órganos lo crean? ¿Cuál fue el pueblo que se construyó durante la Segunda Re­pública, quién se apropió de sus visceras, y por qué? ¿Por qué en julio de 1936 to­dos los sujetos colectivos que se lanzaron a la matanza del enemigo y a la conquista del Estado se creyeron las legítimas y verdaderas cadenas de transmisión del sentir popular?Muchos son los libros que sobre la Se­gunda República y la Guerra Civil vienen editándose en este 2006 infectado de “aniversaritis” mediática y editorial. Y, aun a riesgo que comenzar una reseña con un evidente juicio de valor, creo que los mejores, los más interesantes y los más sugestivos de entre esos muchos no son los que se recrean en una supuesta objetividad y un holismo equidistante, sino los que en vez de respuestas mani­das buscan hacerle nuevas preguntas a ese pasado. Por más que pareciera que el tema de la república, la guerra y la pos­guerra está tendiendo hacia el cierre defi­nitivo, pues como se ha señalado la épo­ca posmoderna en que vivimos (y estu­diamos) lleva mas a la reflexión sobre la síntesis que sobre el objeto de estudio en sí mismo, lo cierto es que por las rendijas del objetivismo y la síntesis complacien­temente “definitiva”, del firmemente asentado bipolarismo y de la simplifica­ción, siguen colándose preguntas. Pre­guntas como la última que se plantea en el primer párrafo, y a la que trata de res­ponder Rafael Cruz en el que, a mi juicio, es posiblemente el libro más sugerente,

complejo y arriesgado de los aparecidos en 2006 sobre la república y la guerra.Una de las claves para comprender el breve período de la Segunda República y de la Guerra Civil radica en entender cómo en tan poco tiempo se crearon o exacerbaron en las calles, las plazas, los casinos, los cafés o los teatros unas nue­vas nociones de ciudadanía. En descifrar, en definitiva, la compleja interacción en­tre símbolos y personas, entre individuos y nación, entre identidades políticas e identidades culturales. Hace no mucho, Sandie Holguín (Repúb/ica de ciudadanos. Cultura e identidad nacional en /a España re­

publicana, Barcelona, Crítica, 2003) trató de resolver la ecuación mediante el análi­sis del empeño republicano puesto en crear Spaniards, en nacionalizar desde el mundo urbano al rural a través de lo cul­tural y simbólico. Pero faltaba, tal vez, en esa regla del tres un elemento central, como fue el de la identificación entre política y sociedad, entre ideología y na­ción, entre proyectos de Estado y sus depositarios. Para tratar de despejar esa duda, y para introducir un elemento de reflexión que, si bien no es nuevo, aquí es presentado con formas y perfiles no­vedosos, Rafael Cruz ha puesto sobre la mesa una noción: la del “pueblo”.El planteamiento es explícitamente arriesgado. Hacer piedra de toque de una noción tan manida y herrumbrosa, tan desgastada en sí misma cuanto acuchilla­da por el individualismo epistemológico del que hoy cada vez más autores hacen gala (algunos explícitamente, como Seidman, y otros menos, como Ranzato) como la de “pueblo” conlleva enfrentarse a muchos problemas. El primero, eviden­temente, es la carga mítica y propagandís­tica vertida sobre el mismo ya desde los años que el autor afronta en sus pesqui­sas. El segundo, su aparente incapacidad

Lecturas 225para definir a los grupos sociales que pugnaron por el poder entre 1931 y 1939.Y el tercero, en consecuencia, su actual indefinición. Lo cual no quiere decir que sea un término inválido en sí mismo: pa­ra los políticos republicanos, el “origen de su poder [...] había sido la comunidad popular” (p. 33). Simplificando mucho, podría decirse que el mismo autor asume una noción construida a posteriori: pue­blo sería aquél que ejerce la voluntad so­berana previamente negada, “un senti­miento compartido de pertenencia a una comunidad definida por ser víctima de una situación de exclusión de la vida polí­tica y, en concreto, de los derechos de ciudadanía” (p. 29). Pero “pueblos” y esencias de pueblos había muchos, pues revestidas de “cualidades morales y cívi­cas” (p. 26) convivían bajo el manto po­pular identidades dispares y, metidas en la arena política, competidoras entre sí. Estaba aquél para el cual la esperanza republicana supuso, ante todo, la adquisi­ción de los “derechos de ciudadanía”. Y también el “pueblo católico”, que vio en los supuestos límites al ejercicio de su fe un menoscabo a esos mismos derechos, movilizándose hasta entrar abiertamente en la pugn . política e identitaria sobre la noción misma del pueblo y la voluntad popular (p. 4). El interés del libro, en ese sentido, no está tanto en aseverar qué “pueblo” lo era más, en cuál residía la legitimidad o en cuál todo se resumía en mera propagandística identitaria y movi- lizadora. Está en observar cómo esas nociones, esas identidades y legitimida­des, acabarían induciendo a coger las ar­mas para matarse entre sí, para convertir­se en exclusivas.En ese sentido, el libro da buena cuenta de cómo el anhelo de conversión de la comunidad popular en una república de ciudadanos fue extinguiéndose y eclip­

sándose según fueron más restrictivas las políticas de acceso a los derechos ciuda­danos, según el “pueblo” vio menosca­bada su capacidad de crecer en cuanto sujeto de derecho y de legitimidad. La esperanza republicana se truncaría, pues, prontamente. En 1932 y 1933 ya estarían en pugna abierta las identidades abierta­mente opuestas y empeñadas en ser la cadena de transmisión del “verdadero” sentir popular. Y su consecuencia sería la invasión del espacio público, la expresión de las identidades en las calles y, cómo no, la violencia. Algaradas militares, insu­rrecciones, pistolerismo y muertes a ma­nos de las fuerzas del orden que, si bien tuvieron como efecto contrario la movi­lización política y el reclamo de derechos hasta hacía bien poco más que restringi­dos, fueron poniendo los jalones para justificar (a posteriori) el levantamiento militar, el “plebiscito armado”. Y en eso tuvo mucho que ver la propaganda, co­mo canal de identificación y creador de voluntades de índole abiertamente movi- lizadora y, a veces, violenta. “Dios puso a los bolcheviques en el mundo para dis­tinguir el Mal” (p. 17): ningún régimen fue derrocado en Europa entre 1920 y 1945 por una revolución comunista o socialista pero, sin embargo, su amenaza fantasmagórica fue utilizada profusamen­te como encarnación misma del desastre, del Apocalipsis, del fin de los tiempos y del mundo tal y como se había conocido. Algo de ello, o mucho, encontramos en la campaña propagandística que precedió al golpe de Estado de 1936, y sobre cu­yos exacerbados paradigmas los subleva­dos elevaron la bandera de sus justifica­ciones. Es lo que Rafael Cruz denomina “El gran miedo” (p. 190). Un miedo que tuvo como detonante definitivo la insu­rrección de 1934 y que, en sí mismo, no fue otra cosa que una enorme campaña

226propagandística o, mejor dicho, una gran patraña aún hoy defendida por historia­dores como Stanley G. Payne o cacareada por vociferantes seudohistoriadores. La enorme mayoría de las muertes violentas entre esa “revolución” y el estallido de la Guerra Civil hay que apuntárselas no a los revolucionarios, no a los comunistas, socialistas o anarquistas, sino a las fuer­zas del orden público y al ejército.El golpe militar de 1936 no fue, de tal modo, tanto reactivo cuanto preventivo, sin que eso signifique asumir las tesis autojustificativas de los golpistas, que el autor denomina de “carácter patriótico con afán profiláctico” (p. 229). Ni la si­tuación del orden público ni la capacidad movilizadora, más allá de la propaganda, de los conspiradores derechistas contra el gobierno de izquierdas hacía suponer que España estuviese abocada irremisible­mente a una guerra civil. Pero con las armas invadiendo el espacio público, bajo el estruendo de los disparos y entre el olor de la pólvora las cosas serían bastan­te diferentes. Los grupos civiles con an­sias ■insurreccionales se vieron abocados a abrazar los idearios y métodos de quienes sí tenían armas y capacidad de moviliza­ción contra el gobierno, es decir, el ejér­cito (p. 204). Y a la resistencia al golpe le seguiría, por otro lado, una nueva —e im­provisada— expresión de exacerbada “vo­luntad popular”. Nueva, improvisada, y seguramente la más explosiva de las ja­más ocurridas en España. El “pueblo en armas” no abortó la sublevación -salvo en los distritos rurales con pequeñas guarniciones de la Guardia Civil: aquí Rafael Cruz ha atendido solamente a los procesos urbanos, dejando otros de la­do—, pero en su fracaso parcial vio abier­ta la puerta a su tan ansiada revolución. Armado, superó el umbral de la protesta para adentrarse en nuevas aguas: las de la

construcción de la sociedad nueva. Y el Estado perdió, de paso, el monopolio de ejercicio de la violencia.Y es en ese momento cuando el libro de Rafael Cruz alcanza sus momentos de mayor intensidad y, posiblemente, mayor complejidad. Entre otras cosas, por asu­mir, de un lado, que pueda considerarse “revolucionaria” la situación de la reta­guardia sublevada, por más que existiese una subversión del orden político (pues, en definitiva, dicha subversión se redujo a su control m am m ilitaría al asesinato de los cargos electos frentepopulistas), y por otro por considerar que el estado repu­blicano seguía prácticamente intacto y en pie tras la entrega de las armas al “pue­blo”. La reconstrucción de los poderes estatales y, sobre todo, del monopolio gubernativo de la violencia frente a la situación de extrema fragmentación de unos y otra sería, de hecho, uno de los elementos más procelosos y complejos de cuantos hubieron de asumirse tras la fractura golpista. Y lo fue, fundamental­mente, porque una de las claves para la consecución de la victoria en los frentes hubo de pasar por la retirada de esa vo­luntad popular que, como se ha visto, había sido el garante de las decisiones políticas. Disciplina, orden, limpieza polí­tica fueron las bases para vencer una gue­rra que, a su fin, acabó borrando cual­quier viso de ese “pueblo” que tan fé­rreamente había defendido su nueva si­tuación de ciudadanía.Concluir así, empero, el volumen y esta reseña sería tal vez demasiado lógico, demasiado sencillo. Y no va por ahí la apuesta de Rafael Cruz. Antes bien, el autor rompe con esa linealidad y ese bi- narismo (el de la imposición de una vic­toria y una dictadura sobre el pueblo re­sistente) lanzando, una vez más, una compleja cuestión. Y esa no es otra que

Lecturas 227la de considerar la Guerra Civil, en una y otra retaguardia, como el proceso nacio- nalizador más importante y efectivo de cuantos acontecidos en la España del siglo XX. En el libro se atiende, de tal modo, preferentemente a la capacidad movilizadora que los símbolos, las imá­genes y las retóricas identitarias tuvieron a lo largo de la contienda. En particular, a cómo lo sagrado y lo laico (aunque pre­dominando lo primero), lo “tradicional” y lo “nuevo”, los símbolos políticos y del poder, fueron investidos tras el fracaso del golpe de Estado de 1936 de nuevos significados. El culto a la bandera y a los símbolos religiosos, las paradas militares y los funerales de masa, entre otros ele­mentos, contribuyeron poderosamente a separar los repertorios simbólicos de los sublevados y de la República, cuando no a la imposición, a veces sin solución de continuidad, de los unos sobre los otros. Así, por más que el libro concluya anali­zando la lógica del extermino del adver­sario, ese “gran relato” sobre la Guerra Civil che cada vez tiene más predicamen­to entre la historiografía y que el autor asume como propio, deja abierta una de las grandes preguntas a la que la historio­grafía sobre la violencia en retaguardia habrá, antes o después, de responder: la cuestión sobre la movilización, la identi­ficación y la cohesión en torno al poder a través del empleo, implicación y conni­vencia con las represiones.En la cuenta de los “peros” de En e¿nom ­bre de/pueb/o habría que poner una cierta descompensación entre la explicación, introducción y contextualización teórica con sus correspondientes narrativas, así como una cierta linealidad en el empleo de datos y cifras empíricas. El uso recu­rrente de los ejemplos portugués y fran­cés como contrapuntos al español, muy bien trabada en algunos momentos deja,

en otros, un sabor ucrónico. Asimismo, se percibe otra descompensación entre el análisis más puramente teórico, ideológi­co y discursivo, y su traslación a realida­des concretas, como, sin ir más lejos, la de la explosión de violencia en el verano y el otoño de 1936. Y, por fin, la noción nuclear del volumen, la de “pueblo”, se­guramente no dejará satisfechos a mu­chos. Parece difícil, en definitiva, que se convierta en una herramienta al uso para el análisis del complejo período de los años treinta. Pero, sin duda, este libro hará cuestionarse a muchos la validez o invalidez de los conceptos y de las herramientas conceptuales que se mane­jan habitualmente cuando se habla de la Segunda República y la Guerra Civil: na­ción, pueblo, identidad o democracia, sobre todo.Rafael Cruz resume la situación y el sino de la república y de la guerra con dos muy acertadas expresiones extraídas de San Camilo 1936. Sobre la república y la ciudadanía, al decir que al “pueblo” se le permitió, por primera vez, no caminar por las aceras sino ocupar la calle. Y so­bre la guerra, que lo malo de armar al “pueblo” es que después éste no devolvía las armas. Y ese podría ser perfectamente el corolario de la obra de Rafael Cruz. El pueblo hallado en el centro de la narra­ción histórica aprendió enseguida a ca­minar por el centro y a matar para defen­derlo. Los que asesinaban sin piedad ni remordimiento es porque estaban segu­ros de lo que hacían. Pues lo que hacían, en definitiva, venía revestido de una páti­na ética: era justo y necesario. Era la vo­luntad del pueblo.

Javier Rodrigo

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ARÓSTEGUI, Julio, Por qué el 18 de julio... y después, Barcelona, Flor del Viento Ediciones, 2006, 605 pp. ISBN 84-96495-13-2.Como mecanismo forzado de conquista del poder gubernamental, el golpe de Estado ha tenido a lo largo del siglo XX una presencia determinante en la escena política. Los golpes de Estado presentan una serie de rasgos característicos, como el secretismo en su organización y la ne­cesaria rapidez de su ejecución, que les dan una impronta muy característica de acto repentino, inesperado y en ocasiones —como la presente— impredecible. Su ejecución implica una transferencia de poder donde está presente la fuerza o la amenaza de su uso, pero algunos estudio­sos advierten que la verdadera esencia del golpe de Estado no radica en su natura­leza intrínsecamente violenta, sino en su carácter ilegal, de trasgresión del orde­namiento jurídico-político tanto en los medios utilizados como en los fines per­seguidos! En resumen, el golpe de Esta­do puede\er evaluado como un cambio de gobierno efectuado por algunas elites poseedoras de algunas instancias del po­der gubernamental en desafío de la cons­titución legal del Estado.Por su enorme potencial de cambio bru­tal y repentino de la trayectoria histórica de nuestro país, el golpe iniciado en el protectorado español de Marruecos el 17 de julio de 1936 puede presentarse, qui­zás, como el acontecimiento por anto­nomasia de nuestro siglo XX, y merece por ello un estudio reflexivo y detallado. El profesor Julio Aróstegui, poseedor de un dilatado currículo profesional en el estudio de la dinámica interna de los bandos beligerantes en la Guerra Civil (desde la conspiración antirrepublicana a la paramilitarización de la vida política y

del ulterior esfuerzo de guerra, la con­formación de instrumentos político- militares de gobierno como la Junta de Defensa de Madrid o el estudio de las implicaciones de la guerra en la memoria colectiva y la tarea historiográfica), está perfectamente capacitado para abordar esta tarea. Aquí nos propone un ensayo que es mucho más que un simple reco­rrido narrativo sobre el golpe de Estado de julio de 1936; es un intento de expli­cación global y compleja del estallido de la Guerra Civil.Antes de desarrollar sus argumentos, muchos de ellos enunciados o desplega­dos en publicaciones anteriores, el autor nos endosa un extenso pero jugoso exor­dio sobre la actitud que el “atento lector” debiera adoptar ante un asunto tan po­lémico, plagado de justificaciones o in­terpretaciones ex p ostfa d o. En él se pre­coniza un análisis historiográfico no ba­sado en juicios preconcebidos, sino en el estudio y la comprensión de los hechos y de las actuaciones en las condiciones his­tóricas en que éstas se produjeron. De ahí que, contra las tesis que aseguran el carácter ineluctable de una guerra direc­tamente causada por la crisis del régimen republicano (el “No fue posible la paz” de algunos memorialistas) y contra el reparto equidistante de responsabilidades (el “Todos fuimos culpables” de otros), Aróstegui destaque y reivindique las con­tingencias de la historia, los límites de la racionalidad instrumental de unos actores que, evidentemente, no quisieron provo­car una guerra civil, pero cuyas opciones estratégicas arrojaron un resultado per­verso e imprevisto de esta naturaleza, cuya responsabilidad no puede ser divi­dida de forma aritmética. Contra el mito de la inevitabilidad de la Guerra Civil, Aróstegui no duda en afirmar que pudo haberse evitado, ya fuera por vías de ne­

Lecturas 229gociación como la iniciativa Martínez Barrio de 19 de julio, ya fuera por una actitud más enérgica, coordinada y eficaz de los conjurados o del gobierno. De modo que “cuando el equilibrio en la falta de predominio de una opción histórica sobre otras no puede ser roto por la vía transaccional, por la incapacidad para la negociación o por la absoluta incompatibi­lidad de las propuestas, puede desembo­carse en la guerra civil” (p. 283). Ninguno de los bandos acumuló el suficiente po­der político para eliminar la amenaza del adversario; de ahí la opción para obtener ese poder eliminando físicamente al mismo una vez iniciada la contienda.Para explicar por qué se produjo el 18 de julio y qué costes (consecuencias) produ­jo su advenimiento, el autor utiliza un original recurso discursivo: ei análisis de las causas, desde las más superficiales a las más profundas, y desde las más co- yunturales a las más remotas, en progre­sivas aperturas del “campo focal” históri­co. Tras un detallado relato de lo aconte­cido en cada región del país en las jorna­das del 17 al 20 de julio, desde Marruecos a la Península, pasando por el fracaso del golpe en Madrid y Barcelona (donde se hace un uso crítico, aunque quizás abusi­vo de la H istoria de ¿a Cru^add), contem­plamos el despliegue de los factores de­sencadenantes o coadyuvantes al golpe de Estado, desde la causa eficiente de los hechos (las razones y los objetivos de los conjurados y la mecánica del alzamiento militar con apoyo civil) hasta las circuns­tancias que lo facilitaron, como la in­competencia del gobierno a la hora de controlar un proceso conspirativo que ya era un secreto a voces a la altura de mar­zo de 1936. Luego, en sucesivos fla sh - back, se analizan las reacciones políticas (entre el ansia de reformas profundas y el miedo a una revolución inexistente) ante

el advenimiento al poder del Frente Po­pular, y en una perspectiva a más largo plazo, los problemas estructurales que el régimen republicano quiso abordar y sol­ventar, y las resistencias interpuestas a este proyecto reformista. Y todo ello in­sertando el proceso político español en el más amplio problema del eclipse de la democracia en la Europa de entreguerras, donde en medio de un intrincado conflic­to multisectorial se entrelazaron y se en­frentaron las alternativas reformistas, revolucionarias y contrarrevolucionarias a la crisis del liberalismo clásico. De lo an­teriormente expuesto, Aróstegui deduce que la Guerra Civil, consecuencia de la incapacidad que mostraron estas alterna­tivas para imponerse por vías no violen­tas, resultó un modo arcaico, por extre­madamente costoso, de resolución de un conflicto sociopolítico absolutamente moderno en su planteamiento ideológico, similar al que se suscitó en otros estados europeos en vías de industrialización, pero que tuvo un desenlace anómalo en forma de guerra civil. La inaudita oleada de violencia que generó el fracaso parcial del golpe no tuvo parangón con otras conmociones políticas de épocas pasadas, y tuvo un carácter fundacional por cuan­to hizo duradera tabla rasa del conjunto del orden político existente.En el balance de esta primera parte se abordan cuestiones polémicas como el pretendido carácter cívico-militar del movimiento insurreccional o el papel jugado por la violencia política en la pri­mavera de 1936. Respecto de la primera cuestión, se argumenta que la iniciativa y la dirección del golpe siempre corres­pondió a los militares, aunque con apo­yos, connivencias e incitaciones proce­dentes del mundo civil. Sobre el segundo asunto, se asevera que la conspiración antirrepublicana prácticamente nada tuvo

230que ver con el problema de la violencia política a la que tanto contribuyeron las actitudes intransigentes de unos y otros. Como puede constatarse en el tipo de violencia desplegada (evidente en el ca­rácter reivindicativo y no revolucionario de las agitaciones campesinas desarrolla­das durante el Frente Popular, o en el fuerte contraste existente entre la violen­cia paramilitar de preguerra y la genui- namente militar y represiva de la guerra), el conflicto de 1936-1939 no fue la con­secuencia de las confrontaciones armadas del período anterior, sino una radical rup­tura con el mismo. La violencia en gran escala la iniciaron los sublevados al alzar­se contra el régimen republicano y pro­vocar una división de la seguridad estatal que degeneró en un peligroso vacío de poder. Este se tradujo a su vez en una pérdida del monopolio de la coerción y abrió el camino a la revolución y a la vio­lencia colectiva. La violencia, por tanto, no fue la causa, sino la consecuencia, manifestación y efecto de un golpe de Estado que, al fracasar, degeneró en gue­rra civil al coadyuvar a la definición de los bandos en los múltiples conflictos planteados con anterioridad.La segunda parte del ensayo revisa las consecuencias del golpe de Estado. En primer lugar, la conversión de un golpe militar que se pretendía simultáneo, re­pentino y unánime (el alzamiento se or­ganizó como una auténtica reacción na­cional, al menos en ciertas regiones; algo que se pretendía por su mismo nombre — “movimiento” o “alzamiento” nacional, de amplias reminiscencias decimonóni­cas, al igual que los vocablos “generalísi­mo”, “caudillo” o “milicia nacional”— como algo diferente a una militarada o a un golpe de Estado) en un rosario de conflictos armados de carácter local que desarticularon el poder estatal republica­

no sin que por ello fuera sustituido por otro contrapoder efectivo a escala nacio­nal.Lo que se produjo cuando el fracaso par­cial de la sublevación y la intervención extranjera fueron configurando un esce­nario de guerra civil fue que la necesidad de utilizar instrumentos políticos y milita­res modernos (donde la movilización de las masas politizadas resultaba esencial) para ganar un conflicto armado conven­cional impuso profundos cambios en la estructura política, económica y adminis­trativa de ambos bandos. En el rebelde, el proyecto diseñado por Mola, basado en una “intervención quirúrgica” paran- gonable a la de Primo de Rivera (quien instauró un régimen militar de excepción en un marco institucional monárquico, mientras que el “Director” pretendía algo similar en un marco que seguiría siendo republicano) que impusiese una dictadura provisional pero que preservase la esen­cia del régimen establecido, fue dejando paso al autoritarismo “apolítico” de la Junta Técnica del Estado, y luego a un Nuevo Estado corporativo e incorpora- dor de masas en sentido totalizante, em­parentado con el Estado N ovo salazarista, en N uopo Stato mussoliniano o el Reichs- faa t schmittiano o el Stándestaat de Doll- fuss. Fue, en todo caso, un movimiento de radical “restauración” social presenta­do como la construcción de una “nueva España”, pero basado en la realidad más primaria de la imposición de “una bayo­neta en busca de una ideología”. En el republicano, el estallido contrarrevolu­cionario provocó la instauración tempo­ral de un proceso revolucionario plasma­do en la proliferación de poderes locales y regionales autónomos, y caracterizado por la feroz concurrencia de diversos proyectos de modelo socioeconómico: la colectivización cenetista, la sindicaliza-

Lecturas 231ción preconizada por el socialismo largo- caballerista y o la estatalización apoyada por el PCE.La doble crisis de abril-mayo de 1937 trajo como corolario el reforzamiento del poder de Franco y la ulterior “normaliza­ción” institucional del Nuevo Estado, mientras que en el bando gubernamental la reordenación profunda de la política republicana se tradujo en la apuesta por una mayor cohesión de las formaciones frentepopuüstas, una política de resisten­cia a ultranza complementada con una ofensiva diplomática, y el fortalecimiento del poder del Estado.Aunque Aróstegui da prioridad a la pers­pectiva política y, en segundo término, a la militar y diplomática (falta, sin embar­go, un análisis de los apoyos sociales de ambos bandos y de las actitudes del menú peupíe al estilo de lo sugerido por Michael Seidman para el bando republicano), su trabajo resulta relevante y ambicioso, ya que no sólo se hace un balance de las razones que llevaron a aquel 18 de julio, sino que aborda con solvencia una autén­tica reflexión general sobre el desarrollo y las consecuencias de la Guerra Civil.

Eduardo González Calleja

MEES, Ludger, El profeta pragmáti­co. Aguirre, el primer lehendakari (1939-1960), Irún, Alberdania, 2006,371 pp., ISBN 84-96643-03-4.La vida y la obra del iehendakariJosé An­tonio Aguirre (1904-1960), el principal líder del PNV durante el siglo XX, han sido estudiadas en varios libros, pero has­ta ahora adolecían unos de brevedad y otros de ser hagiográficos. Además, se centraban en el primer Aguirre, cuando fue diputado en la II República y presi­dente del gobierno vasco durante la Gue­

rra Civil, y apenas trataban del segundo Aguirre, que vivió en el exilio desde 1939 hasta 1960. El interés de su biografía en esta etapa fue puesto de relieve por dos obras fundamentales de la historiografía vasca reciente: el libro de Juan Carlos Jiménez de Aberásturi D e la derrota a ia esperanza: P olíticas vascas duranie ia I I Guerra M undial (1999) y el segundo tomo de E í pénduio patriótico. H istoria d ei Partido N acio- naiista Vasco (2001), escrito por Santiago de Pablo, Ludger Mees y José Antonio Rodríguez Ranz.Ahora uno de estos autores, Ludger Mees, catedrático de Historia Contempo­ránea de la Universidad del País Vasco, ha publicado la mejor biografía de Agui­rre, si bien no es completa, pues no abar­ca el primer Aguirre, sino sólo el menos conocido, desde el final de la Guerra Ci­vil hasta su muerte. Su libro proporciona una visión novedosa de su figura, alejada tanto de la hagiografía de sus correligio­narios como de la demonización de sus enemigos políticos, y sustentada en su investigación en diversos e importantes archivos vascos, españoles y extranjeros, especialmente en la rica y copiosa docu­mentación inédita conservada en el Ar­chivo del PNV, sito en Artea (Vizcaya).Al fallecer José Antonio Aguirre en París en 1960, su rival político, Indalecio Prie­to, diputado socialista por Bilbao y minis­tro durante la República y la Guerra Ci­vil, le dedicó una emotiva semblanza titu­lada «José Antonio y su optimismo». En ella, junto a este rasgo de su personali­dad, el inquebrantable optimismo de Aguirre, Prieto le diferenció de Sabino Arana, el fundador del PNV, al escribir: “Sabino era un apóstol y José Antonio, un político. Ni José Antonio servía para el apostolado, ni Sabino tenía aptitud para la política, y menos para cualquier política gubernativa” (artículo necrológi­

232co incluido en su libro Convulsiones de España., 1967).Aun siendo en gran medida cierta esta tajante distinción entre estos dos líderes carismáticos del nacionalismo vasco, de­be ser matizada en ambos casos. Sabino Arana (1865-1903) fue no sólo el ideólo­go radical e integrista de su primera etapa (1893-1898), sino también un político pragmático como diputado provincial de Vizcaya (1898-1902), e incluso autono­mista y oportunista en el último año de su vida (1902-1903), cuando planteó su polémica “evolución españolista”, aun­que en su fuero interno continuaba sien­do independentista. Del mismo modo, Aguirre no fue siempre un político pragmático, que en ocasiones pecó de oportunismo, sino que, como su amigo Manuel Irujo, diputado del PNV y minis­tro de la República, atravesó por una fase de nacionalismo radical e independentista durante la II Guerra Mundial, cuando soñó, al igual que Arana, con la indepen­dencia de Euskadi con la ayuda de Esta­dos Unidos y Gran Bretaña.Si el sueño de Arana se lo llevó a la tum­ba, junto con su “evolución españolista”, en 1903, el de Aguirre sucumbió en 1945, al término del conflicto bélico, momento en el que llevó a cabo uno de los mayores virajes políticos del PNV en su historia centenaria. Entonces pasó de no querer saber nada de la República, considerando muertos la Constitución española de 1931 y el Estatuto vasco de 1936, a con­vertirse en el defensor de las instituciones republicanas en el exilio, mediando con su prestigio entre los divididos republica­nos, socialistas y catalanistas, y contribu­yendo a la reconstrucción de su gobierno (presidido en 1945 por José Giral), del cual Irujo fue ministro y el mismo Agui­rre pudo haber sido presidente en 1947 y en 1951, a propuesta de Diego Martínez

Barrio, presidente de la República. Dicho viraje obedeció a que Aguirre e Irujo se percataron de que para resolver el pro­blema vasco era imprescindible solucio­nar primero el problema español: la susti­tución de la dictadura de Franco por un régimen democrático. De ahí que Aguirre se volcase en esa tarea hasta el punto de convertirse en una figura clave de la polí­tica republicana en la posguerra mundial. Dar a conocer en detalle todo esto es una de las aportaciones relevantes de la bio­grafía escrita por Ludger Mees. Su título, E ¿profeta pragm ático, puede parecer para­dójico e incluso contradictorio; pero su lectura demuestra que Aguirre no fue sólo un político caracterizado por su pac- tismo y su pragmatismo, sino que tuvo también, en menor medida que Arana, una faceta de profeta, cuya misión con­sistía en guiar al pueblo vasco a la tierra prometida, esto es, a una Euskadi libera­da del yugo de la dictadura franquista.Ese aspecto aumentó su gran carisma, que se forjó en la República y la Guerra Civil, se consolidó con su odisea en la Alemania nazi durante la Guerra Mun­dial, culminó en la inmediata posguerra y declinó en la triste década de 1950 por el fracaso de sus proyectos políticos y la imposibilidad de regresar a Euskadi, al mismo tiempo que se deterioraba su sa­lud física. Su prematura muerte en 1960 produjo un auténtico trauma a la comu­nidad nacionalista vasca, que lo veneró y mitificó sobremanera, aunque sin alcan­zar la mitificación sacralizada de Sabino Arana. Su repentino fallecimiento le im­pidió conocer las graves consecuencias que para su movimiento político iba a tener la más importante escisión en toda la historia del PNV, acaecida medio año antes, con el nacimiento de ETA en 1959.La muerte de Aguirre representó el final

Lecturas 233de una etapa del exilio vasco tras la Gue­rra Civil, cuyos rasgos principales quedan perfectamente trazados en esta rigurosa y bien narrada biografía. En ella Ludger Mees deja patente que José Antonio Aguirre fue, junto con Manuel Irujo, uno de los pocos dirigentes nacionalistas vas­cos con talla de estadista por su influen­cia no sólo en la política española sino también en la política internacional. En este sentido, el único de los políticos vas­cos del siglo XX comparable a Aguirre fue su rival, pero también amigo, Indale­cio Prieto, quien murió igualmente en el exilio, en México en 1962, sin volver a pisar su país. No en vano ambos fueron los padres del Estatuto de 1936, origen de la efímera Euskadi autónoma en la Guerra Civil y del primer gobierno vasco de la historia, de coalición PNV-Frente Popular, presidido por el iehendakari Aguirre durante casi un cuarto de siglo.

José Luis de la Granja

AVILÉS, Juan, Pasionaria: la mujer y el mito, Barcelona, Plaza Janés, 2005, 303 pp, ISBN 84-01-37900-8.Es probable que en un listado de las diez personalidades políticas más representa­tivas del siglo XX español, Dolores Ibá- rruri, Pasionaria., ocupe un lugar destaca­do. Y así mismo es también cierto que, compartiendo con sus contemporáneos — Azaña, Negrín, Franco...— la concitación de valoraciones enfrentadas, pocos como ella han sido nimbados con un aura míti­ca, de naturaleza dual, suministradora de lecturas tan antagónicas como las que han transitado, sin solución dé continui­dad, de la hagiografía más exacerbada a la execración más peyorativa. Quizás sea el precio a pagar por quien, durante déca­das, fuera cabeza visible del comunismo

español, referencia emblemática de la Guerra Civil, y símbolo del exilio y de la resistencia contra el franquismo. Convengamos, de partida, que no resulta tarea fácil abordar la biografía de un ico­no. Máxime cuando parece que apenas quedara nada más que decir acerca de una figura sobre la que se han vertido ríos de tinta, la mayor parte de ellos ma­nados de fuentes ajenas al ámbito histo- riográfico. Durante muchos años, el per­sonaje se prestó a ser abordado dentro de un género que constituía la prolongación de la Guerra Civil llevada al papel impre­so, en el que apenas se escuchaba otra cosa que el discurso monocorde de los libelos anticomunistas suscritos por fun­cionarios policiales, periodistas a sueldo y antiguos compañeros de viaje desenga­ñados. La democracia trajo consigo el alumbramiento de otras perspectivas, enfocadas por periodistas más o menos cercanos al universo de la izquierda, que pretendían presentar a la sociedad espa­ñola el perfil humanizado de una de las figuras más demonizadas por la dictadura (Andrés Carabantes y Eusebio Cimorra, Un m ito iiamado Pasionara., Planeta, Barce­lona, 1982; Andrés Sorel, D oiores Ibárruri. M emoria Humana, Exadra, 1989).Tras la muerte de Ibárruri y la implosión del modelo comunista en el Este de Eu­ropa en los años noventa, autores como Manuel Vázquez Montalbán {Pasionariay ios siete enanitos; Planeta, Barcelona, 1995), y Rafael Cruz (Pasionaria: D oiores Ibárruri, historia y simboio, Biblioteca Nueva Ma­drid, 1999) reflexionaron sobre la natura­leza y la edificación del mito Pasionaria, como referente simbólico dotado de una intensísima carga de emotividad y de una capacidad de movilización propias ya de una época periclitada. Sin embargo, am­bos libros requerían, por parte del lector, un cierto grado de iniciación y el dominio

234de algunas claves que podían no estar al alcance del público general. Siguieron echándose en falta trabajos que conjuga­ran la epistemología del historiador y la capacidad divulgativa, pues la pedagogía de la Historia reciente no ha sido, por ahora, uno de los puntos fuertes de nues­tro sistema democrático.Una vez que la cuestión comunista dejó de ser un asunto candente de la agenda política inmediata parecería que debería haberse iniciado una normalización de su tratamiento historiográfico. Sin embargo, como no hay batalla del presente que no se libre recurriendo al pasado, asistimos actualmente a un aluvión de vulgatas re­visionistas que, impulsadas por determi­nados intereses políticos y amparadas por no menos poderosos grupos editoriales, se han puesto a la tarea de envolver las rancias tesis de los Arrarás, Foxá, Comín Colomer, Ruíz Albéniz, Borrás y Aznar en el brillante celofán del supuesto testi­monio inédito (caso de M atanzas en M adrid republicano, de Félix Schlayer) o de la “versión definitiva” de los consabidos libelistas mediáticos, cuando no en sub­productos (Santiago Carrillo y Ángel Maestro, Do/ores Ibárruri, Barcelona, Edi­ciones B, 2004) donde contienden los viejos maniqueísmos de siempre, so capa de un supuesto equilibrio equidistante.Es por ello que el libro de Juan Avilés — permítaseme el lugar común— viene a cubrir un hueco. Y lo hace satisfactoria­mente porque cumple los requisitos esenciales de un libro eminentemente divulgativo: una clara secuencia cronoló­gica, por la que discurre una naríáción amena y documentada; una adecuada contextualización del personaje en el en­torno de cada etapa biográfica; y una ca­racterización, en fin, de Dolores Ibárruri en cuanto sujeto histórico, despojado de alharacas y estigmas.

Avilés es un buen conocedor de la histo­ria del movimiento comunista en España, cuyos primeros balbuceos ya abordó en La f e que vino de Rusia: ¿a revolución bolchevi­que j ¿os españoles (1917-1931), Madrid, 1999. Su repaso a la vida de Pasionaria recorre los hitos fundamentales que con­formaron su liderazgo carismático: la raigambre proletaria otorgada por sus orígenes mineros; su formación política autodidacta; su elevación a la categoría de símbolo de la defensa de la República, acrisolada en la formulación de consignas directas, de amplio calado popular, y en discursos electrizantes, que le otorgaron relevancia dentro y fuera de España; su capacidad, ante las cambiantes circuns­tancias de la sociedad española, para apostar por una superación de la Guerra Civil que constituiría la principal aporta­ción del PCE a la génesis de la moderna democracia española.Pero Avilés no descuida los aspectos menos favorecedores del personaje: un liderazgo basado en la intuición política, en la simplificación y en el doblegamien- to a las consignas externas, desdeñoso de la reflexión teórica y receloso del análisis intelectual; la obnubilación ante el mito soviético, al que, a pesar de los años y de las revelaciones sobre la naturaleza per­versa del estalinismo, Pasionaria siguió manteniendo una imperturbable fideli­dad; su insensibilidad ante la represión estaliniana, su propia complicidad en la persecución de la disidencia y su impla­cable aplastamiento de cualquier brote de crítica interna.Con Pasionaria: ¿a m ujer y e/ mito, Juan Avi­lés viene a poner al alcance del lector medio el conocimiento de un personaje clave de nuestra historia reciente, algo tan necesario ahora que los sondeos realiza­dos al calor del septuagésimo aniversario del inicio de la Guerra Civil revelan que

Lecturas 235sigue existiendo un alto índice de igno­rancia de la historia del siglo XX español, ejemplificado en el desconocimiento, por casi un tercio de los encuestados, de la identidad de algunos de sus más signifi­cados actores. Algo que denota también que, a pesar de lo que sostienen última­mente algunas posturas críticas con la pertinencia de la reivindicación de la memoria histórica, la ingente investiga­ción académica emprendida durante el último cuarto de siglo no ha permeado lo suficiente a los niveles básicos del siste­ma educativo, que es donde se forman las representaciones con que la mayor parte de los ciudadanos se aproxima al conocimiento de su historia reciente. Ra­zón de más para que sean necesarios más libros que, como el de Juan Avilés, con­tribuyan a mostrar a los personajes que, con sus luces y sus sombras, su impronta y sus contradicciones, la protagonizaron.

Femando Hernández Sánchez

GÓMEZ RUIZ, Carmen y CAMPOS OSABA, Luis, Cárcel de Amor. Una historia real en la dictadura franquis­ta. Documentación, Introducción y Estudio Preliminar de Encamación Lemus, Sevilla, Fundación El Monte, 2005, 331 pp., ISBN. 84-8455-147-4. Caree/ de A mor es el título de una corres­pondencia de amor muy especial. En primer lugar, el libro reúne las cartas que una pareja de represaliados, Carmen Gómez Ruiz y Luis Campos Osaba, se cruzaron mientras estuvieron juntos en la misma cárcel, la de Sevilla, sin poder ver­se: una carta semanal hasta la ejecución de Campos Osaba. En total 96 cartas, que se han conservado íntegramente. La

documentación, de un destacable valor histórico y literario por hallarse la corres­pondencia completa, como se ha subra­yado, es fruto de una labor de investiga­ción intensa desarrollada por Encarna­ción Lemus López, que publica las cartas bajo el nombre de Carmen y Luis e in­cluye un detallado estudio preliminar en el que se explica el contexto político de la posguerra, segunda mitad de la década de los cuarenta, el marco de los intentos de reconstrucción del Partido Comunista con apoyo desde el exterior, la sistemáti­ca represión y las sucesivas caídas, la crueldad de las sentencias, el papel feme­nino en esta militancia política y la histo­ria de amor vivida por los protagonistas, mostrada a través de su correspondencia, mientras se establecen diversos modelos literarios, que en cierta medida, presentan paralelismos, bien vitales bien en la ex­presión de los sentimientos, con los pro­tagonistas.La investigación se inscribe en el marco del fenómeno de recuperación de la me­moria histórica que ahora atraviesa la historiografía contemporánea, y se ha convertido en un referente de la historia española reciente, y se ha articulado so­bre un análisis crítico de los documentos de distinta naturaleza enriquecido con una aproximación psicológica a las figu­ras retratadas, construyendo una línea narrativa que abre las fronteras metodo­lógicas de la crítica histórica y literaria. Metodológicamente, como una meta permanente en la historiografía, se ha intentado enlazar con coherencia la na­rración de lo singular y la articulación de lo global/general en una documentación de esta naturaleza (biografías, correspon­dencia, fotografías particulares). Se ha tratado de buscar en lo singular cuanto haya de representativo de comportamien­tos o preocupaciones comunes y que por

236ello justifican la valoración histórica del acontecimiento. Toda la historiografía de la microhistoria y de la historia del acon­tecimiento —événeme?itie¿/e- gira sobre esa conexión de lo necesario y lo accidental. También lleva implícita una reflexión sobre cómo escribir historia, lo que signi­fica una forma de preguntarse nueva­mente sobre la compleja y eterna relación entre historia y literatura. En realidad, cómo escribir historia de una forma “en­tretenida, amena” y en la que se controle la imaginación del relator (autor), que respete la veracidad como objetivo.A la reflexión sobre cómo tratar esta his­toria se ha unido la preocupación de có­mo contarla: se ha tratado de insertar ágilmente lo individual en el eje central de lo social y de reunir en la prosa la exi­gencia de la veracidad y solvencia histo- riográficas con un ritmo literario distinto y que funda el contexto histórico con el bagaje cultural de una época —lecturas, películas, creencias— con el objetivo de llegar a un público mayor. Una última consideración historiográfica implícita gira en cómo conectar a la íiistoriado- ra/investigadora y a los protagonistas. Se podría haber colocado en primer plano la investigación y su fruto: hablar más de la militancia femenina, de las condiciones carcelarias, de las formas de vida de los presos, las condiciones sanitarias, alimen­tación, etc. y utilizar fragmentariamente las cartas insertándolas en ese texto o bien realizando una selección. No obs­tante, la historiadora ha preferido dar prioridad a los protagonistas: sus palabras orales y escritas, sus fotografías, como núcleo de la historia, y ello obligaba a mantener el conjunto documental, máxime cuando se daba la circunstancia —poco frecuente— de que la colección de cartas estaba completa. Por otra parte se tuvo en cuenta que tanto las cartas como

el expediente militar y el diario de Luis Campos, conservado por su compañera Carmen, pudieran servir como documen­tos primarios para posteriores estudios. Es decir se pretendió ayudar lateralmente a la recuperación patrimonial.En definitiva, se ha querido recuperar para el público actual un testimonio so­bre otras formas de vivir la vida. Más concretamente, frente a esta etapa de “debilidad de las ideologías” o de la “ideología del consumo”, que potencia creencias y afectos capaces de adaptarse coyunturalmente al cambio de las cir­cunstancias, la autora dibuja una epopeya basada en la fortaleza de las ideas y de los sentimientos que reivindica conceptos infravalorados hoy: amor y política. El texto también intenta mostrar la pareja como ejemplo de relación, y también de educación, en igualdad. Se ha prestado especial atención al esfuerzo que el mari­do concede a reforzar la escasa valora­ción que la protagonista manifiesta en ocasiones, subrayándole su formación, su calidad humana, su valía personal, el inte­rés de sus actividades políticas. Estas si­tuaciones también demuestran cómo, con cuánta frecuencia, la falta de valora­ción social de la implicación política fe­menina enraizaba en la autoconciencia de la propia mujer.La historia narrada sirve, en fin, para ilus­trar el papel femenino en la custodia del testimonio: este trabajo ha sido posible gracias al interés consciente mantenido durante décadas por la protagonista, a su voluntad de conservar la memoria frente a los silencios oficiales. Y lo ha hecho de una forma sencilla: guardando fotografí­as, todas las cartas, perseverando en que se reconociera la entrega de sus compa­ñeros de partido, haciendo posible la transmisión. Si hoy es viable la recupera­ción de la memoria histórica con apoyo

Lecturas 237de fuentes testimoniales es porque mu­chas mujeres, como el caso aquí estudia­do, la han custodiado.

RICHMOND, Kathleen, Las mujeres en el fascismo español. La Sección Femenina de Falange, 1934-1959, Ma­drid: Alianza, 2004, 277 pp., ISBN 84- 206-4702-0La tesis doctoral de Kathleen Richmond, profesora en el Instituto Sandown de la isla de Wigh, fue publicada en Inglaterra por Routledge en 2003. El original inglés, Women and Spanish Fascism, ha sido tradu­cido al español por José Luis Gil Aristu un año después. La investigación, vincu­lada a la Universidad de Southhampton y la de Salamanca, analiza la trayectoria general de la organización falangista en el primer franquismo desde una perspectiva nacional. El trabajo se articula a partir del análisis documental del archivo creado por la Asociación Nueva Andadura, con materiales de la Delegación Nacional de la Sección Femenina (SF), y mediante entrevistas a antiguos cargos de la orga­nización. Las m oeres en e/ fascism o español evalúa la actividad y orientación de la organización desde una perspectiva ideo­lógica, por su grado de afinidad y sumi­sión al sistema político impuesto por Franco, definido como régimen fascista. Partiendo de la total subordinación de la SF a las autoridades franquistas, Kathleen Richmond expone cómo, en cierta mane­ra, la SF abrió un camino para la evolu­ción de los patrones de género que había impuesto el régimen. De la mano de una actitud sumisa, en posición no polémica y sin que cupiese ningún cuestionamiento de la dictadura, la SF sentaría unos prin­cipios de “ayuda” a la población femeni­

na durante el primer franquismo que permitirían, en un futuro, estimular cier­tos cambios sobre la condición social y jurídica de la mujer. En definitiva, cómo cabría entender que la SF, sosteniendo patrones de género tradicionalistas y anti­feministas, pudiera lidiar a favor de las “cuestiones femeninas”. Destaca la auto­ra la curiosidad de que fuesen las propias “mujeres del régimen” las que transmitie­ran un modelo de género discriminatorio, atribuyéndoles así una imagen de “mo­dernidad” que las haría diferenciarse de otras agrupaciones femeninas, como las católicas. En este sentido y por los es­fuerzos de la SF por equilibrar los princi­pios joseantonianos con una realidad política cada vez más distante de la doc­trina falangista, Richmond reitera el van­guardismo en la organización femenina, identificándola como la rama más mo­derna del Movimiento.Se formulan en el libro ciertos paralelis­mos entre la SF y las mujeres de la Ale­mania nazi, que se vieron solapados por una clara y definitiva influencia de la Igle­sia católica, con su carga de valores tradi­cionalistas sobre la función familiar de la mujer española. Plantea la autora hasta qué punto la base ideológica de la SF presentó las características del peculiar “fascismo español”. Para Richmond, las mujeres falangistas mantuvieron inaltera­dos los cimientos doctrinales que fueron debilitándose en otras secciones del par­tido. Clara muestra de ello la daría la co­existencia de un planteamiento populista para con las españolas y de unos criterios elitistas en lo referente a los mandos de la organización. Estos principios opuestos, atribuidos a un falangismo genuino, per­vivirían hasta la disolución de la SF. Queda manifiesto de este modo que la SF fue una organización clasista: no sólo eludió en la práctica su imagen populista,

238que pretendía legitimar a través de un discurso de “justicia social” y promoción a través de la meritocracia, sino que perpetuó y reafirmó la importancia de los apellidos para ocupar cargos de relevan­cia en la organización.La preeminencia de valores conservado­res en el patrón de género cuya transmi­sión se encargó a la SF no puede expli­carse sin referir al especial significado que la religión católica tuvo en su con­fección. La concepción de la religiosidad fue, sin embargo, un punto de fricción entre la SF y otros sectores del régimen, e incluso de buena parte de la población española. Siguiendo la asunción “falan­gista” del sentir católico, la SF abogó por desdeñar la religiosidad pacata de muchas mujeres de clase acomodada, considerada artificial y pasiva. Señala Richmond cómo la eüte de la SF optaría por eliminar ese ritual barroco y apostaba por una religio­sidad interiorizada, auténtica, adoptando el culto benedictino. La pe«mnencia de una visión conservadora de la religión, sobre todo en el medio rural, originó di­sensiones entre la base de afiliadas, algu­nas entidades políticas y eclesiásticas y los mandos de la SF.El aperturismo adoptado por la SF para con la religión católica es a juicio de Richmond un exponente de la voluntad de evolución, lenta y discreta, de la SF. Sin embargo, no ha de obviarse cómo la organización sustentó, a lo largo de toda la dictadura, algunos de los más impor­tantes pilares sociales del régimen, como el mencionado de la religión, el consenso político, el higienismo social o la aplica­ción del ruralismo falangista. Aunque exceden al marco cronológico y temático que la autora escogió para su investiga­ción, se anuncian ciertas medidas “pro­gresistas” que, a pesar de su lentitud y superficialidad, actuarían como paliativo

en la situación de grupos femeninos más desfavorecidos, como las mujeres rurales y las obreras.La ambigüedad existente entre las con­ductas predicadas por los mandos de la organización, por un lado, y las prácticas cotidianas de estos mismos, que algunas investigadoras apuntaron (Carme Moli­nero, Inmaculada Blasco, Helen Graham y Victoria Enders, entre otras), es reitera­da y ampliada en este libro, con ejemplos ilustrativos al respecto. Kathleen Rich­mond perfila la composición humana de la SF, estableciendo una clara diferencia entre el protagonismo de los mandos y el anonimato de su personal o de las afilia­das. Siguiendo la tónica de las contradic­ciones internas de la SF, la autora trae a colación episodios de vacilación respecto a la doctrina de la que bebía la SF y las situaciones en las que se veía envuelta por el devenir de los tiempos. Los con­flictos por anacronismo fueron una cons­tante en las altas esferas de la organiza­ción falangista, siempre dubitativas entre dar prioridad a la ideología o ser conse­cuentes con la realidad sociopolítica del régimen y la de las españolas.Alguno de estos momentos de tensión doctrinal llevaría a la SF a apostar por medidas parciales, que no afectasen a la esencia de la organización, sino a conse­guir una imagen más dinámica y a una funcionalidad mayor. Acierta la autora al decir que su fidelidad a los principios falangistas, demasiado ligada al pasado, imposibilitaría que la SF pudiera haberse considerado como una organización fe­menina coherente y actualizada. Sin em­bargo, la influencia de la SF debe inter­pretarse al margen de cifras de afiliación sino por su penetración en consignas morales y culturales muy arraigadas en la población (p. 239) que dirigiendo la mi­rada al panorama del folclore regional de

Lecturas 239España, a través de sus grupos de Coros y Danzas, pueden detectarse todavía hoy. En ocasiones la mirada que sobre la or­ganización falangista lanza Richmond es demasiado complaciente con el fin últi­mo de la organización falangista, que fue el de adoctrinar a las mujeres españolas en el patrón de género que el Estado franquista había construido para ellas, echando por tierra toda suerte de liberta­des y mejoras sobre la condición femeni­na que hubieran podido lograrse en épo­ca republicana. La afirmación de que la SF se opuso a las represalias, prestó ayu­da a cuantos la solicitaron y, hasta donde podemos juzgar, no tomó parte en la maquinaria represiva del Estado (p. 160) resulta demasiado audaz y puede estar relacionada con la metodología utilizada para la investigación. Las entrevistas an­tiguas mandos de la SF y el material de archivo emanado de la Delegación/Ña- cional, programas, informes y circulares imbuidos de doctrina, alejados de la am­pliación práctica de las consignas de la organización, no han de ofrecer más que una visión parcial y dulcificada de la ac­ción de las mujeres falangistas. Proveerse de información oral más diversa y recu­rrir a documentación más local hubiese desmontado esa afirmación con facilidad. La autora cierra la publicación con algu­nos planteamientos esbozados a lo largo del libro, que resultan tan certeros como polémicos. No obstante lo atinado de dar a la organización cierto protagonismo en los futuros cambios respecto a la situa­ción de la mujer en la dictadura, la autora engrandece la intervención de las repre­sentantes de la SF en la escena pública. En la época que se trata en el libro el régimen apenas toleró cambios que afectasen a la situación sociopolítica de la mujer. La autora considera que las accio­nes promovidas por la SF, la afirmación y

promoción de la mujer a través de la domesticidad y el esfuerzo personal por realizarse a través de esta función domés­tica, vaticinaron una apuesta auténtica por la promoción de la mujer que vendría más tarde (p. 141).La SF no sustituiría su la apología de la domesticidad por la “defensa de la mu­jer”, por limitada y paternalista que fuera ésta, de una forma tan sencilla como pa­rece proponer la autora. Las m ujeres en e l fascism o español resulta una obra compro­metida porque, si bien prefiere no aden­trarse profundamente en las diferentes parcelas de actuación de la SF, permite lanzar una mirada sintética que aúna las numerosas contradicciones que se origi­naron en el interior de la SF. El análisis de estas ambigüedades y otras fuentes de conflicto hasta la reestructuración de la organización falangista en 1958, convier­te a este libro en el estudio más arriesga­do de la Sección Femenina publicado hasta el momento.

Sescún Matías

PENELLA, Manuel, La Falange Teórica. De José Antonio Primo de Rivera a Dionisio Ridruejo, Barcelo­na, Planeta, 2006,465 pp., ISBN 84- 08-06678-1.

Dentro de la colección España E scrita de la editorial Planeta, dedicada a los aspec­tos más relevantes del siglo XX español, aparece esta historia del movimiento fa­langista a cargo del filósofo y escritor Manuel Penella.Dado el sugestivo título, que parece anunciar el tan necesario estudio sobre la historia del pensamiento político del fa­langismo, y los trabajos precedentes del autor, en cuyo haber se cuentan, entre

240otros, una interesante biografía de Dioni­sio Ridruejo (D ionisio Ridrue/o; p o eta y p o lí­tico. Relato de una existencia auténtica, Sala­manca, 1999), diversos prólogos y edi­ciones críticas de la producción literaria del poeta soriano (Cuadernos de Rusia. En la soledad d el tiempo. Cancionero en Ronda. E legías, Madrid, 1981; M emorias de una imaginación. Papeles escogidos e inéditos, Ma­drid, 1993) y varios libros de tinte histó- rico-político (Ea Segunda República, Ma­drid, 1980; Eos ongen esy ¿a evolución d el Par­tido Popular, Salamanca, 2005), pero espe­cialmente por el hecho de que Manuel Penella fuera secretario particular de Ri­druejo desde 1971 y cuidara a su muerte de la organización de su archivo personal —hoy felizmente depositado en el Archi­vo General de la Guerra Civil de Sala­manca—, cabría pensar que nos encon­tramos ante un texto coi perspectivas novedosas sobre el fenómeno falangista y sustentado en un importante volumen de documentación inédita.Sin embargo, el autor anticipa ya en el prólogo —y pese a declarar previamente que su objetivo es la comprensión de lo que Dionisio Ridruejo denominaba “Fa­lange Teórica”— que su principal cometi­do consiste en ofrecer “un relato de la acción falangista” (p. 13), de tal forma que su doctrina no quede expuesta de manera sistemática, sino que se integre en el discurso a medida que aparezca en la descripción de la trayectoria concreta del movimiento. En este sentido, Penella reduce la presencia de elementos teóricos a los escritos y discursos de José Antonio Primo de Rivera y el citado Dionisio Ri­druejo, al que califica como el “más ex­presivo y coherente sucesor” (p. 14) del fundador de Falange Española. La justifi­cación aducida por el autor es tanto el carácter embrionario del falangismo en el momento de estallar la guerra, lo que le

habría impedido desarrollar un coherente cuerpo doctrinal, como su propia natura­leza fascista, en función de la cual - siempre según Penella, que afirma basar­se para este presupuesto en la interpreta­ción del fascismo enunciada por Robert O. Paxton— habría primado la acción sobre la teoría.De carácter narrativo y estructurada cro­nológicamente, la obra comienza con un breve recorrido por los antecedentes y el contexto nacional e internacional de apa­rición del falangismo (capítulos 1 y 2); a continuación, y en lo que constituye el núcleo central del volumen, se realiza una exposición del camino seguido por Fa­lange Española durante el período repu­blicano (capítulos 3 al 9), para abordar seguidamente su actuación en tiempo de guerra y durante los primeros años de la conflagración mundial, etapa decisiva marcada por su fracaso en imponer un modelo de Estado inspirado en los prin­cipios joseantonianos, esfuerzo del que Dionisio Ridruejo habría sido el principal promotor (capítulos 10 y 11), tanto es así que su “ruptura” con el régimen fran­quista, que el autor sitúa en julio de 1942 —en concreto en la carta que remitió al dictador a su vuelta de la División Azul—, es considerada como “la señal o marca que nos indica el límite de la Falange Teórica” (p. 413), por lo que con ella se cierra el lapso temporal abarcado por el estudio. A la descripción de este proceso de separación de Ridruejo respecto del franquismo, así como a la realización de una postrera reflexión sobre las pervi- vencias de la doctrina falangista en el Estado franquista y en la derecha durante la transición y la democracia, quedan des­tinadas las páginas finales (capítulo 12).La idea de la “Falange Teórica”, utilizada en la práctica como sinónimo del discur­so más populista y seudorrevolucionario

Lecturas 241de la Falange fundacional, es el hilo con­ductor que articula el conjunto del libro. En este sentido, cada actividad o prota­gonista del falangismo situado dentro del marco cronológico indicado recibe suce­sivamente el calificativo de ajustado o no a los parámetros de dicha “Falange Teó­rica”. Aunque no se formula de manera explícita en ningún momento, la tesis fundamental del libro viene a ahondar en la concepción de una Falange “pura” que, traicionada por el general Franco, habría sido incapaz de materializar la desde entonces conocida como “Revolu­ción pendiente” nacionalsindicalista, so­bre la que, pese a señalar sus analogías con los movimientos_fascistas italiano y alemán, el autor subraya las distancias en cuanto a sus aspectos más extremistas.En relación con este planteamiento se destacan las que quizá sean únicas consi­deraciones originales del estudio, esto es, situar el definitivo punto de inflexión entre el falangismo “auténtico” y el fran­quista no en el decreto de Unificación de abril de 1937, en la crisis de mayo de 1941 —de la que apenas se hace mención— , en la caída de Mussoüni de 1943 o en el eclipse parcial del partido de 1945, sino en la renuncia personal de Ridruejo a sus cargos en el seno del régimen, y, por otra parte, afirmar que “el falangismo injertó en la derecha española una conciencia social despierta”, labor pionera sin la cual “difícilmente habría podido llegar el franquismo al famoso Estado de obras autolegitimado” (pp. 422-425).La obra, impecable desde el punto de vista formal y en general de fácil lectura, resulta no obstante, a nuestro juicio, un mero ejercicio de recopilación de datos y situaciones perfectamente conocidas con anterioridad, presentados en formato cronológico sin el menor atisbo de análi­sis y presa de numerosas contradicciones.

Probablemente como resultado de su carencia de aparato crítico y de la com­pleta falta de referencias documentales — ni en la bibliografía ni en las notas apare­ce como consultado archivo alguno— el texto adolece de una linealidad excesiva e incluso peca de superficialidad en deter­minadas ocasiones —véase los juicios so­bre Nietzsche (p. 41) o sobre la influen­cia del ejemplo de Flitler y Dollfus (p. 51)—. En este sentido, el libro no aporta nada nuevo respecto a estudios prece­dentes sobre Falange —cuyas líneas bási­cas están, al menos hasta 1945, bien de­limitadas— como los de Joan Maria Thómas, Ismael Saz, José Luis Rodríguez Jiménez o los ya clásicos análisis de Shee- lagh Ellwood o Stanley G. Payne, que contienen una carga interpretativa muy superior y resultan más adecuados tanto para especialistas en cuanto síntesis de cara a la “alta divulgación”, propósito al que parece destinado el trabajo reseñado. De la misma forma, las bases sobre las que se sustenta la argumentación pueden ser objeto de múltiples objeciones. En primer lugar respecto al propio concepto de “Falange Teórica” del que, pese a vehicular en buena medida el discurso, no se ofrece definición alguna. Así, acon­tecimientos y personajes quedan englo­bados o separados de dicha noción sin más justificación que el criterio personal del autor. Solo de esta manera resulta comprensible la exclusión de figuras co­mo Rafael Sánchez Mazas y Eugenio Montes (p. 137), o José Luis de Arrese, del que se afirma erróneamente que era neofalangista (p. 419), mientras se catalo­ga como integrante de la “Falange Teóri­ca” a José Antonio Girón de Velasco (p. 424), uno de los representantes más des­tacados del francofalangismo.El autor parte en numerosas ocasiones de una aceptación aerifica de los puntos

242programáticos y de las proclamas falan­gistas sin atender a la trayectoria real del parddo, justamente en senddo contrario a lo anunciado en el prólogo. Esta cir­cunstancia deriva en una visión idealizada de Falange, cuyo culto a la violencia ape­nas es mencionado y que queda exonera­da en buena medida de aspectos como la represión nacionalista durante la Guerra Civil —“Hedilla prohibió a los falangistas que participasen en las tareas represivas [...] la Falange joseantoniana había per­dido su pureza por involucrarse en esas tareas de manera francamente atroz” (p. 354)— o el proyecto nazi del “Nuevo Or­den” continental —“Los divisionarios es­pañoles [...] lo ignoraban casi todo sobre los métodos alemanes y sobre su objetivo final” (p. 410)-.Esta identificación entre Falange y sus contenidos más socialmente avanzados, ignorando su faceta más reaccionaria, es especialmente perceptible cuando se abordan las trayectorias de José Antonio Primo de Rivera y de Dionisio Ridruejo. En el caso del primero, su alejamiento de la derecha tradicional durante la II Repú­blica es presentado no como fruto de una estrategia política, sino únicamente en función de su supuesta evolución doctri­nal (pp. 258-259). Sobre el poeta soriano, y máxime a la luz de recientes investiga­ciones, la interpretación de que en 1942 “Dionisio Ridruejo había roto con el franquismo desde la perspectiva de la Falange Teórica. Y lo había hecho al modo de José Antonio, es decir, sacrifi­cando su posición social, entregado a su idea y sin atenerse a ningún cálculo” (p. 415) resulta, cuando menos, benévola, ya que, sin restar un ápice de la valentía per­sonal e intelectual de Dionisio Ridruejo, consideramos que su definitiva ruptura con el régimen no llegaría hasta 1956.En la misma dirección, las afirmaciones

sobre la preocupación social de los falan­gistas y su naturaleza novedosa para la derecha política, visión que elude expre­samente cualquier aportación de las co­rrientes católico-sociales o conservado­ras, así como su consideración por el autor como antecedente de la tecnocra­cia, implican una importante simplifica­ción tanto del conjunto del espectro ideológico derechista como de las luchas internas protagonizadas por las distintas tradiciones que convivían en el marco del régimen franquista.Por último, señalemos cómo la circuns­cripción de la obra al período anterior a 1942, guiada por la estimación de que la doctrina falangista quedó adulterada fa­talmente con la llegada del franquismo, plantea una importante contradicción con el modelo desarrollado por Robert O. Paxton —citado como principal apoya­tura teórica por Penella—, que establece claramente que todo movimiento fascista experimenta una redefinición de sus pre­supuestos doctrinales iniciales al pasar de la fase de arraigo y conquista del poder a la del ejercicio concreto de las responsa­bilidades de gobierno. En este sentido, la permanencia tanto de personal político como de elementos ideológicos falangis­tas en las estructuras del Estado franquis­ta a lo largo de toda su historia conlleva que, con todas las matizaciones necesa­rias al particular caso español, una visión global sobre el fenómeno del falangismo teórico deba igualmente, en nuestra opi­nión, tomar en consideración el largo ciclo de la dictadura.

Nicolás Sesma Landrin

Lecturas 243

MORENTE, Francisco, Dionisio Ri­druejo. Del fascismo al antifranquis­mo, Madrid, Síntesis, 2006, 559 pp., ISBN 84-9756-373-5.SESMA LANDRÍN, Nicolás, En busca del bien común, Biografía polí­tica de José Larraz López (1904-1973), Zaragoza, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2006, 222 pp., ISBN 84-8324- 111-0. ^Las biografías están de moda, y para comprobarlo basta con recordar algunas de las publicadas recientemente sobre protagonistas políticos del siglo XX es­pañol, como Largo Caballero, de Juan F. Fuentes; la reedición de A lejandro Lerroux. E lem perador delParalelo, de Alvarez Junco; N iceto A lcalá-Zamora, de Julio Gil Pecha- rromán; Ramiro Eedesma, de Ferrán Galle­go (todas ellas editadas por Síntesis); Fe­derica M ontsenj, de Susanna Tavera (Te­mas de Hoy) e Irene Lozano (Espasa Calpe); Pasionaria, de Juan Avilés (Plaza y Janés) y Santiago Carrillo (Ediciones B); Juan N egrín, de Ricardo Miralles (Temas de Hoy), Gabriel Jackson (Ediciones B) y Enrique Moradiellos (Península); E luis Companjs, de Caries Bonet; J o sé M. Gil- Robles, de Miquel Ardid (las dos en Edi­ciones B), o sobre los generales republi­canos Juan H ernández Sarama, de Aroca Mohedano (Oberón) y Vicente Rojo, de José A. Rojo (Tusquets). Aparte de las inevitables revisiones de la figura de Franco, las semblanzas de grandes inte­lectuales (Unamuno, Machado, Ortega) o las muchas dedicadas a las vivencias de activistas políticos menos conocidos o víctimas de la represión. En ese afán bio­gráfico creo que confluyen varias tenden­cias distintas, desde el regreso de la na­rración política y la onda larga de la “nueva” historia cultural —que contribuye a superar la clásica percepción político-

psicológica del personaje a favor de su contextualización socio-cultural— a las crecientes exigencias editoriales y de mercado.A ese interés por las biografías se ha su­mado, en la última década, un interés renovado por las derechas en general y por el franquismo en particular, no sólo por sus conflictos políticos internos, sino cada vez más por sus distintos proyectos ideológicos y culturales. Fruto de ello es la reciente aparición de dos libros sobre personalidades del régimen muy distintas por su origen, carácter y evolución: Dio­nisio Ridruejo y José Larraz, un “falangis­ta” y un “católico” si nos ceñimos a las taxonomías habituales del periodo. Pero que, puestos así juntos, dan una idea bas­tante exacta de lo que fue el nacimiento del franquismo como una coalición reac­cionaria y de los mecanismos que utilizó para perpetuarse y conservar el apoyo de sus bases sociales gracias a un complejo entramado de intereses personales y co­lectivos. Dos biografías que se acercan a su objeto de estudio, como veremos, de maneras diferentes.Francisco Morente, profesor de la Uni­versidad Autónoma de Barcelona, espe­cialista en la cultura y socialización políti­ca bajo los regímenes fascistas, es autor de La escuela y e i Estado Nuevo. Ea depura­ción d ei m agisterio nacional, 1936-1943 (1997), Libro e moschetto. P oiitica edu ca tiva j

política de ju ven tud en la Italia fa scista , 1922- 1943 (2001) y coeditor, con Ferrán Ga­llego, de Ensayos sobre ¿os orígenes sociales y culturales delfranquism o (2005). Morente se ha acercado a la vida apasionante de Dionisio Ridruejo con una mirada “filo­lógica”, llevando a cabo un análisis tex­tual y contextúa!, crítico y diacrónico, del personaje a través de sus palabras y sus obras. De este modo consigue situar a Ridruejo en su circunstancia histórica, y

244sin duda una de las virtudes del libro está en la amplia y excelente información que ofrece sobre el franquismo de los años cuarenta y cincuenta, no tanto de los se­senta y primeros setenta, donde el interés decae sensiblemente.Pero, sin duda alguna, la mayor aporta­ción del libro consiste en la “deconstruc­ción” filológica del personaje en dos ni- vqks: el Ridruejo que fue, de verdad, y el que era cuando reinterpretó su propio pasado, cuando se estaba “reinventando a sí mismo, recomponiendo el proceso evolutivo que le había llevado del nacio­nalsindicalismo y la admiración por Hider a sus nuevas posiciones inequívo­camente democráticas” (p. 468). Las lla­mativas autocensuras que hizo a partir de 1964 en sus libros de (casi) memorias, censurando sin aviso párrafos enteros de sus artículos de las dos décadas anterio­res, entre ellos los fundamentales «Exclu- yentes y comprensivos» (Revista., 17 de abril de 1952) y «Meditación para el Io de abril» {Arriba, 1 de abril de 1953), nos dicen mucho de lo que pensaba Ridruejo en los primeros años cincuenta, pero también una década después. Y desmien­ten su interpretación a posteriori: que tras su viaje a Italia y en 1951 estaba ya radicalmente distanciado de sus posicio­nes originarias, que le parecía vaga y retó­rica la presunta síntesis falangista entre los valores nacionales y tradicionales con los sociales y revolucionarios.Morente entra de lleno en la polémica sobre los presuntos “falangistas libera­les”, sobre los cuales afirma en un pasaje del libro que “uno no acaba de estar se­guro de si suben o si bajan” (p. 397), y de paso en un debate mucho más general, el que enfrenta historia y memoria, recons­trucción historiográfica y juicios morales.Y deja clara su posición: que no es de recibo la justificación avanzada por Ri­

druejo al escribir que, dadas las circuns­tancias y para sacar adelante el programa del grupo (según él, la democratización paulatina del régimen desde dentro), hubo que modular el mensaje en función del lugar y del destinatario, de lo que “re­sultaron no pocas ambigüedades” (p. 395). Porque de ser cierta, “a fuerza de camuflajes tácticos, se corría el peligro de quedar completamente mimetizado con el paisaje dominante, hasta el punto de hacer irreconocible la supuesta intención inicial” (p. 403). Para Morente la posición “comprensiva” de Ridruejo mantenía determinados objetivos de su fe falangis­ta originaria, aunque con medios ajusta­dos a la nueva realidad histórica, pues era evidente que ya no tenía sentido plantear la revolución nacional como una década antes, en los tiempos de Escoria/. Sólo así es posible entender muchas de las cosas que hicieron él y sus amigos políticos, Laín, Tovar y los otros “ridruejos”, en definición de Franco, pero también Ruiz- Giménez, desde el Ministerio de Educa­ción Nacional (1951-1956).Es aquí donde el libro se muestra más contundente y original, en la senda reno­vadora de la historia cultural e intelectual trazada con maestría por Santos Juliá y Jordi Gracia, a quienes debe mucho este libro. Y por lo mismo, por la contunden­cia de esa mirada “externa”, es aquí don­de muestra sus mayores limitaciones. En el empeño deliberado de evitar cualquier tentación de empatia con el biografiado, pese a no mostrarle en ningún caso anti­patía, Morente realiza un ejercicio histo- riográfico necesario e higiénico, pero incompleto. Las posiciones de Ridruejo mostraban proyectos diferentes dentro del franquismo, actitudes incluso enfren­tadas en temas como la integración na­cional de los vencidos o la función de los intelectuales y la cultura, pero no sólo.

Lecturas 245En ocasiones el —necesario, repito— ajuste de cuentas con el pasado de Ridruejo queda envuelto en juicios morales que, sin embargo, ocultan la generosidad de una evolución y la dureza de una autocrí­tica cuyos méritos sí pueden reconocerse “por contraste”, sin que eso les reste va­lor, precisamente porque todo compor­tamiento moral se valora inevitablemente contrastándolo con otros. Estoy de acuerdo con el autor en la importancia que da a los años 1954-1956 en esa tra­yectoria y, al igual que Santos Juüá, en que aquélla tomó impulso más de la defi­nitiva derrota política de los “ridruejos” y “ruiz-giméneces” que de cualquier posi­ble examen de conciencia iniciado pre­viamente. Otra cosa bien distinta es tratar de entender, más allá de juicios morales, a una persona enfrentada con su propio pasado y dar sentido a sus acciones. Nicolás Sesma Landrín, investigador del Instituto Universitario Europeo (IUE) de Florencia, recibió en 2003 el V Premio de Investigación para Jóvenes Investigado­res de la Asociación de Historia Con­temporánea (revista A yer, 53, 2004) por un artículo sobre el Instituto de Estudios Políticos, tema de su tesis doctoral. Su biografiado, José Larraz, un miembro de la ACNP y economista, tenía muy poco en común con Ridruejo salvo en que ambos sirvieron al mismo régimen du­rante el mismo periodo. El revoluciona­rio totalitario y el funcionario pragmáti­co, el idealista generoso (y peligroso) y el ambicioso algo cínico, pero tranquilo, convivieron bajo el mismo palio nacio- nalcatólico y se alejaron de él por cami­nos divergentes. Uno rompiendo pública y ruidosamente, sin abandonar su pasión política, el otro con indiferencia sorda y desencantado por la intromisión de esa misma política en las grandes cuestiones del Estado, para dedicarse primero a sus

negocios y luego a la realización de una magna obra sobre el “bien común” inspi­rada en la filosofía escolástica, el corpora- tivismo catolicismo y la unidad de las ciencias en una síntesis superior. Igual que en los años treinta, como si nada hubiera cambiado y la Pacem ¿n Terris., Juan XXIII o el Concilio Vaticano II no hubieran existido.La vida de Larraz es una parábola de mu­chos católicos de su generación, incorpo­rados al catolicismo político en los años treinta de la mano de Herra Oria y la ACNP, marcados por la dura experiencia de la guerra —aunque vivos gracias al res­peto del gobierno republicano por el asi­lo diplomático- y colaboradores de un régimen que les dio poder y privilegios, pero que no les permitió llevar a cabo sus programas de “alta política”, ni de hege­monía cultural ni, al menos durante largo tiempo, de reorganización administrativa e institucional. Es verdad, como señala Nicolás Sesma, que el franquismo sólo retrasó la incorporación a Estado de téc­nicos cooptados por criterios de eficacia y no de pertenencia política (p. 197), cor­tando una línea que venía de la Segunda República y la Monarquía liberal, pero discrepo cuando distingue claramente entre esos técnicos como Larraz y los “tecnócratas” opusdeístas (p. 193). Creo, al contrario, y siguiendo la interpretación de Alfonso Botti, que éstos no surgieron de la nada y que existe una línea que par­te de las iniciativas de los jesuítas a prin­cipios de siglo y, pasando por la ACNP, llega hasta la fortuna del Opus De¿ tecno- crático en los años sesenta y primeros setenta.El estudio de Sesma está muy bien do­cumentado, encuadra con brevedad pero con eficacia el momento histórico y se mantiene lejos de cualquier tentación de identificarse con el personaje, ni siquiera

246de ofrecer un retrato psicológico como ha sido norma en la gran tradición bio­gráfica anglosajona. Por eso mismo llama la atención que aparezcan, de forma más o menos implícita, juicios algo acríticos que van desde el desafortunado título — unía cosa es el bien común a secas y otra diferente la doctrina católica del “bien común”, así entre comillas— al presunto “alejamiento” del régimen motivado por su acercamiento a la causa de la restaura­ción monárquica en la persona de Juan de Borbón. Es evidente que “Larraz nunca llegó a romper de manera definiti­va con el régimen”, vista su plena dispo­nibilidad a retomar una cartera ministerial (p. 155), por más que utilizara la sorna aragonesa para referirse al “Caudillo” y a su escaso conocimiento de los asuntos económicos. Y es bastante menos evi­dente, por el contrario, que “el dilema del colaboracionismo o la inhibición frente a la dictadura” dividiera profundamente a la ACNP y, menos aún, “al conjunto del movimiento católico español” (p. 134). Pero, en general, el autor no deja de se­ñalar los enormes límites del europeísmo “tecnocrático” de Larraz —por mucho que el conservador L e Fígaro le presentara nada menos que como «Le Jean M onneí espagnoly- y de sus proyectos intelectuales, desde la reforma de la Academia de Ciencias Morales —echando en cara a un colega el pecado de solicitar la conme­moración de E/ espíri/u de ia s ¿eyes de Mon- tesquieu— hasta su ya citada summa filosó­fica sobre ese oscuro objeto de la doctri­na social católica que llaman “bien co­mún”. Y es que incluso para los católicos de su generación el franquismo fue un Saturno que devoró a sus propios hijos, o ahogó en la mediocridad talentos indu­dables como el del joven Larraz para la política hacendística, pero también para la historia económica como demuestra su

excelente trabajo sobre La época de/ mer- can/i/ismo en Cas/itía (1500-1700).

Javier Muñoz Soro

IBÁÑEZ ORTEGA, Norberto y PÉ­REZ PÉREZ, José Antonio, Orma- zábal. Biografía de un comunista vas­co (1910-1982), Madrid, La Torre Lite­raria, 2005, 433 pp., ISBN. 84-933199- 2-9.La biografía del dirigente comunista vas­co Ramón Ormazábal, Orrna, aquí pre­sentada es mucho más que la biografía de un político. En efecto, a lo largo de su estudio los autores presentan un pano­rama general de toda una época de la historia europea y española del siglo XX dispuesto en tres niveles simultáneos. En la historia social y política del País Vasco se inserta la acción política del partido comunista que durante muchos años tie­ne al frente a uno de los más destacados y duraderos dirigentes de ese partido, en muchos aspectos un prototipo de esa misma ideología. Norberto Ibáñez y José Antonio Pérez trazan con pulso firme y claro la trayectoria valiente y a menudo conflictiva de Ormazábal, afrontan los momentos más difíciles del Partido Co­munista y su líder y analizan críticamente las decisiones políticas adoptadas en los diversos períodos, puesta la atención en los diferentes puntos de vista en juego. Sobre todo en sus primeros capítulos, el libro es una historia de la fertilidad del comunismo vasco, de sus múltiples e importantes dirigentes en el comunismo español -Ibárruri, Uribe, Hernández, Larrañaga, Errandonea y Zapirain, entre otros—, de sus desdichas y de su sacrifi­cio, a veces ejemplar, al servicio de su causa. Es de destacar, sin embargo, que esta nómina de dirigentes no haya aboca­

Lecturas 247do a una obra política propia legada a la posteridad, más allá del talante luchador, ni haya hecho del comunismo vasco una fuerza política principal en algún mo­mento de su historia. Sobre paradojas semejantes podrían los autores arrojar luz en ulteriores reflexiones.Ramón Ormazábal pertenece a la segun­da generación del comunismo español, la que se forja en la Guerra Civil y en el estalinismo. La impronta de esta época, ese llamado “temple bolchevique”, no le abandonará en ningún momento como militante y dirigente comunista, como se ve a lo largo de su biografía. La genera­ción de Ormazábal tomó las riendas del comunismo español en la posguerra y con ellas se mantuvo al frente del partido durante todo el franquismo y la transi­ción hasta el colapso final. Ibáñez y Pérez acompañan al dirigente vasco en todas las etapas de su periplo político, desde laII República, la Guerra Civil, el exilio, la clandestinidad y la represión, hasta la legalidad posfranquista. En todas ellas Orma desempeñó un papel destacado, si bien de segundo rango, y no faltaron los momentos de oscuridad y postración.El viaje comienza en el Irún natal fronte­rizo, solar del primer activismo radical en los años republicanos, en tareas de agita­ción y propaganda. En 1935 nacería el Partido Comunista de Euskadi, sección del Partido Comunista de España (de hecho, aclaran los autores, hasta 1977 no se utiliza con propiedad el nombre de EPK-PCE, Partido Comunista Vasco. Hasta entonces, me parece entender, de­beríamos hablar de comunistas vascos, militantes o dirigentes del PCE).La caída del Norte, con el análisis de res­ponsabilidades en Barcelona, dio lugar a una primera crisis del comunismo vasco. Después, Ormazábal vivió el final de la guerra en Madrid, enfrentado a los “ca-

sadistas”, sufrió la tragedia del cerco en el puerto de Alicante, el encierro en Albate- ra y en la prisión en Valencia, de donde se fuga. Tras una incierta y oculta estan­cia en Madrid, se pone a resguardo en el exilio francés. Siempre en precario, sobre todo si se compara su trayectoria con la paralela de Carrillo, Ormazábal pasa por Estados Unidos, México, Buenos Aires, hasta su vuelta a Europa, a Portugal. Sal­ta a Argelia para preparar el desembarco en la guerrilla española, pero, imposibili­tado por sus malas condiciones físicas, se impone nuevamente el exilio francés y la dedicación a la lucha antifranquista en territorio vasco-francés desde la direc­ción comunista vasca.Con la Guerra Fría y el aislamiento de los comunistas, expulsados del gobierno vas­co en el exilio presidido por Aguirre, Ormazábal vive una primera etapa de ostracismo, por causas que siguen sin conocerse. Con la lenta reconstrucción del comunismo vasco en la clandestini­dad, siempre atacada por una omnipre­sente represión y el resurgir del movi­miento obrero como telón de fondo des­tacado por los autores, se llega a los cambios políticos en el PCE, la Reconci­liación Nacional de 1956, a los que se incorpora activamente Ormazábal. Su presencia en España, año 1962, acaba rápidamente en captura. Procesado con otros importantes militantes vascos del frente intelectual (Pericás, Ibarrola, De Nicolás, etc.), convierte el juicio, celebra­do poco antes del de Grimau, en un acto de denuncia antifranquista, de propagan­da de su lucha. Ormazábal es el ejemplo del temple resistente antifranquista.El paso por el penal de Burgos presenta uno de los capítulos más controvertidos de la vida de Ormazábal, su pretensión de imponer su visión política dogmática a los demás presos comunistas, su condena

248despectiva de las posiciones de Claudín- Semprún y, finalmente, a consecuencia de lo primero, su enfrentamiento con la dirección de París. Muestra del mismo temple comunista es su aceptación sumi­sa de las amonestaciones de la dirección y su autocrítica incondicional que le llevan a un nuevo apartamiento político. Recuperado en los años setenta, Ramón, en libertad desde 1969, vuelve al frente del comunismo vasco. Se mueve en una sociedad vasca, “novedosa” en su evolu­ción y desarrollo para él, a la que preten­de preparar, fiel impulsor del programa carrillista, para el posfranquismo. Orma­zábal, apoyado más en el obrerismo tra­dicional, siente que la intrusión naciona­lista va minando sus posiciones políticas y su papel dirigente. Los sucesivos fraca­sos electorales comunistas, la pérdida de respaldo social y la falta de apoyos en la dirección central le llevan a la derrota frente a las generaciones jóvenes vasquis- tas y neutralizan su liderazgo. Al fin llega la escisión y el lento naufragio de las fuerzas comunistas, como le sucederá pronto al propio Santiago Carrillo. Or­mazábal no llegará a ver el triste final.La obra de Ibáñez y Pérez en conjunto aparece como una investigación a fondo, rigurosa por sus fuentes y enriquecedora de la historia del comunismo vasco, ana­lizado en momentos significativos con detalle y precisión, ya sea la vida en los presidios de posguerra, la reconstrucción de la resistencia en los cuarenta, el rena­cer de la oposición en los cincuenta o el desarrollo del proceso, condena y cárcel de Orma —algunos de los aspectos que más me han arrastrado como lector— que los autores exponen con abundancia y riqueza de matices. No hacen, por otra parte, juicios de valor concluyentes, si bien no ahorran la presentación de los desaciertos y puntos negros que destacan

desde el contexto en que se mueve el biografiado. En la obra aparece un diri­gente comunista ortodoxo, siempre fiel a su organización, de no grandes cualida­des políticas e intelectuales, pero sí reves­tido de una tenacidad resistente hasta el límite, puesta a prueba en la larga aventu­ra que los autores han reconstruido con dramatismo y tensión, excepto, a mi en­tender, en el último acto de la crisis final en que el relato zigzageante parece discu­rrir con dificultad.Puestos a señalar algunas sugerencias externas para posible corrección en el futuro, matizaría las referencias al PSUC (y aquí se abre un interesante tema de debate: la diferente trayectoria del comu­nismo catalán y vasco). Situados en los orígenes, se habla de la constitución del Partido Comunista de Euskadi en 1935, pero “su creación estuvo supeditada a las indicaciones de la Internacional Comu­nista, con el fin de evitar precavidamente la repetición de la experiencia catalana del [...] PSUC fuera del marco estricto del PCE.” Como es sabido, este partido catalán se funda el 23 de julio de 1936 como resultado de la fusión de la USC, la Federado Catalana del PSOE, el PCC y el PCP, con Joan Comorera como secre­tario general (p. 46; en octubre de 2006 precisamente se ha celebrado el I Con­greso de Historia del PSUC en Barcelo­na).Al aludir a los enfrentamientos con el PSOE en la época en que los gobiernos republicanos en el exilio quieren des­hacerse de los comunistas, se alude (p. 175) al gobierno Giral, en 1947. En esta fecha, el presidente, como también se sabe, era Rodolfo Llopis y contaba como Ministro de Economía con el represen­tante del PCE, Vicente Uribe.En fin, a propósito de este último viene la tercera observación. En entrevista a

Lecturas 249Santiago Carrillo, los autores preguntan quién decidió enviar a Ormazábal a tra­bajar clandestinamente en España, hecho que se produce efectivamente el 13 de mayo de 1962. En el año 2001, Carrillo reparte la responsabilidad de la decisión entre Clajjdfn o Uribe. Conviene recordar aquí que Carrillo es el responsable de la Comisión de Interior del PCE desde 1953, es el hombre fuerte del partido desde 1956 y secretario general desde el VI congreso de diciembre de 1959. Eso significa que nada de lo referido a la acti­vidad en el interior se decidía sin Carrillo. Por el contrario, Uribe, segundo en la jerarquía comunista en la posguerra, es defenestrado en 1956, relegado a tareas menores —cuestiones agrarias— en Praga y rebajado a simple miembro del comité central desde 1959. Vicente Uribe muere el 11 de julio de 1961, nueve meses antes de la llegada de Ormazábal a España (la entrevista con Carrillo en pp. 223-224; sobre la muerte de Uribe ver Mundo Obre­ro, 16, del 31 de julio de 1961). Convendría que todos, y lo digo por que me afecta directamente, empezáramos a no tomar como documento de valor his­tórico las palabras de Santiago Carrillo sin contrastarlas debidamente, entre otras cosas probadas por su empeño en depo­sitar la responsabilidad de muchos de sus actos en sus colaboradores, como cuando acusa a Semprún de la detención de Grimau, a Eduardo García de la expul­sión de Claudín-Semprún... Lo nunca visto hasta ahora es atribuir la responsa­bilidad a un difunto.Es de desear que el ejemplo de esta bio­grafía política rinda frutos entre nosotros y dé lugar a empresas investigadoras de rigor y calidad equivalentes.

Felipe Nieto

YUSTE, Miguel Ángel, La II Repú­blica Española en el exilio en los ini­cios de la Guerra Fría (1945-1951), Madrid, Fundación Universitaria Es­pañola, 2005, 336 pp., ISBN 84-7392- 577-7.Como el propio autor indica en su intro­ducción, el objetivo último del libro que nos ocupa, fruto de su tesis doctoral, es contribuir a la respuesta del por qué de la gran duración del régimen franquista, centrando su atención para ello en el pe­ríodo de su definitivo asentamiento in­ternacional y en la oposición política ejercida por el exilio de izquierdas. Abor­da pues un tema de preferencia en la his­toriografía sobre el franquismo, cuyas bases ya se sentaron en la década de los ochenta, y consigue, mediante el uso de fuentes recientemente accesibles como el Archivo de la II República Española en el exilio, confirmar, matizar y refinar en gran medida la historiografía precedente. Para ello el autor se centra en el periodo de la posguerra mundial, mostrando co­mo el fracaso de la opción presentada por las fuerzas agrupadas en las institu­ciones republicanas no fue causado úni­camente por las condiciones internacio­nales abrumadoramente opuestas. Para el autor las causas de la derrota del gobier­no exiliado fueron endógenas; para de­mostrarlo se fija en las principales áreas en las que el gobierno se mostró deficien­te y que bastaban, a pesar del marco in­ternacional, para augurar su derrota.En primer lugar su relación con el resto de fuerzas de la oposición antifranquista resultó lo suficiente tensa como para im­posibilitar la unificación de éstas en torno al objetivo común: el derribo del fran­quismo. Esto dio lugar a la aparición de “representatividades paralelas” del anti­franquismo que hacían más difícil la ob­

250tención del apoyo internacional. De esta forma la voluntad de las instituciones republicanas exiliadas por erigirse como líder á é la oposición a la dictadura espa­ñola dio lugar a la alienación del antifran­quismo clandestino que sobrevivía en España, el cual resultaba ser uno de los principales capitales a la hora de reivindi­car el apoyo de las potencias democráti­cas.Por otra parte, el PSOE, la principal fuerza del antifranquismo exiliado, tam­bién terminó por retirar su apoyo al ca­mino propuesto por el gobierno, deter­minado a poner en práctica una solución propia, más flexible, con la que resolver el problema español. Esa fue la iniciativa propuesta y llevada a la práctica por In­dalecio Prieto, la cual preveía la búsqueda de una alternativa posfranquista a través de un plebiscito que otorgase al pueblo español la posibilidad de decidir su futu­ro institucional y del intento por obtener su aceptación por parte de los monárqui­cos liberales adictos al pretendiente don Juan. Esto significó la definitiva separa­ción y abandono por el PSOE del go­bierno exiliado, el cual quedaría confor­mado desde entonces por partidos pura­mente republicanos. Como relata el autor la vía augurada por los socialistas resulta­ría también un fracaso, a pesar de obte­ner bastantes más apoyos que la propues­ta por el gobierno republicano.No se obtuvieron mejores resultados en la proyección internacional de las institu­ciones republicanas. Tal y como queda reflejado en el libro, los éxitos obtenidos en 1946 —“el año que pareció el último de Franco”, en las atinadas palabras del autor-, como fueron el cierre de la fron­tera franco-española, la Nota Tripartita firmada por Francia, Reino Unido y Es­tados Unidos y la resolución de las Na­ciones Unidas de diciembre por la que se

impedía a España entrar en los organis­mos internacionales dependientes de la ONU y se recomendaba la retirada de los embajadores de los países miembros, no fueron debidamente explotados por el gobierno. A partir de ese momento la posición de las instituciones republicanas como elemento de solución al problema español se fue reduciendo a favor de otras propuestas hasta quedar, para los inicio de la década de los cincuenta como mero símbolo, como “una gran fuerza moral” en palabras de Alvaro de Albor­noz.Las causas del fracaso en esas áreas pue­den hasta cierto punto resumirse en el intransigente legitimismo republicano que contemplaba como única opción aceptable la restauración integra del ré­gimen nacido en 1931, lo que impedía la colaboración con fuerzas que apoyaban soluciones más posibilistas y reducía las posibilidades de ser considerado como opción por los gobiernos de las potencias democráticas, necesarios en ese momen­to para poner fin a la dictadura española. Yuste se ocupa también la actitud de esas potencias internacionales a las que sitúa como causa principal de la permanencia del franquismo si bien no como única razón de la derrota del republicanismo, como ya se ha dicho. Las razones del comportamiento hacia la dictadura espa­ñola y hacia las fuerzas antifranquistas de las potencias durante la posguerra mun­dial se cifran, según el autor, en el cre­ciente miedo a una confrontación entre los bloques enfrentados que se perfilaban paulatinamente y que determinarían la Guerra Fría. De esa forma la “cuestión española” aparecía en los planes de las democracias occidentales como un pro­blema menor en el cual resultaba deter­minante la necesidad de regímenes esta­bles en Europa y, dentro de ella, en Es­

Lecturas 251paña. Por ello no se llegó a contemplar la restauración de una república que se per­cibía como inestable, prefiriéndose en un primer |momento las propuestas de solu­ciones pactadas o puramente monárqui­cas. El problema se resolvería decantán­dose, una vez Estados Unidos tomó el relevo de la política occidental, por la menos traumática solución de la acepta­ción de la realidad franquista en lugar de primar dudosas alternativas ya fuesen republicanas o monárquicas.A través del argumentarlo aquí esbozado Yuste consigue contribuir a la respuesta de la pregunta inicial —el por qué de la duración del franquismo— determinando que la acción del gobierno republicano resultó débil y confusa, ensimismado en sus propios problemas, por lo que no tuvo casi impacto sobre las posibilidades de una victoria democrática sobre Franco ni en la estabilización del régimen espa­ñol. Como causa principal de esa estabili­zación señala claramente la acción de las potencias democráticas, temerosas de la actitud de España en una posible con­frontación mundial, confirmando en de­talle lo determinado por la historiografía de la oposición antifranquista y de las relaciones internacionales españolas du­rante el primer franquismo.La estructura del libro marca claramente lo apuntado, empleando sus dos prime­ros capítulos en relatar la tardía reactiva­ción de la política republicana en 1945 y los logros alcanzados durante 1946 que parecían augurar buen futuro al antifran­quismo. El tercero se ocupa de la opción presentada por el PSOE y de la evolu­ción de sus tratos con las fuerzas monár­quicas del exilio. El cuarto y el quinto ofrecen la actitud y las acciones de los gobiernos democráticos respecto a la “cuestión española”. Y por último el sex­to cierra el libro refiriéndose a la definiti­

va consolidación del franquismo y la de­rrota de las expectativas republicanas.En definitiva, el libro de Miguel Angel Yuste ofrece no sólo una clara y precisa recapitulación de lo ya asentado historio- gráficamente sobre la acción política exi­liada en el inicio de la Guerra Fría, sino que gracias a su análisis aclara y matiza muchos puntos de ésta. Todo ello queda reflejado con una gran concisión, a la vez que consigue captar la complejidad, las contradicciones y las decepciones gene­radas por un medio político mutable en el que se intentaban llevar a efecto las políticas de la II República exiliada.

Luis Carlos Hernando

SÁNCHEZ RECIO, Glicerio (co- ord.), La Internacional Católica. Pax Romana en la política europea de posguerra, Biblioteca Nueva, Univer­sidad de Alicante, 2005, 309 pp.,ISBN. 84-9742-346-1.

El libro que presentamos es fruto de la reflexión y el trabajo de un seminario celebrado en la Universidad de Alicante en marzo de 2002 entorno a la importan­cia que tuvieron las organizaciones cató­licas en España durante los años cuarenta y cincuenta, y el uso que Franco hizo de ellas, especialmente de Pax Romana, fun­dada en Friburgo en julio de 1921 para la unión de estudiantes e intelectuales cató­licos de todo el mundo, creando entre ellos lazos de caridad cristiana que favo­recieran la ayuda mutua y la expansión del pensamiento católico a nivel interna­cional. En España funcionó como un organismo más de la AC dedicado al apostolado seglar en el campo de las rela­ciones internacionales. Su estricta depen­dencia de la jerarquía, que la alejaba del peligro de una concreción política, y su afinidad con las “democracias cristianas”

252la hicieron más que atractiva a los ojos del dictador que la utilizará como vehícu­lo de las relaciones internacionales hasta la normalización de éstas en 1953.El libro es una recopilación de artículos a modo de capítulos presentados por su coordinador, Glicerio Sánchez Recio, y un epílogo de Joaquín Ruiz-Giménez cuya importancia estriba en ser el testi­monio, la reflexión, del que fuera presi­dente de Pax Romana y ministro de Edu­cación con Franco en un momento clave de la colaboración de los católicos con la política franquista, para caminar con pos­terioridad por la senda de una democra­cia cristiana de amplias miras y compro­misos concretos. Los tres primeros capí­tulos a cargo de los profesores Sánchez Jiménez, Sevillano Calero y Moreno Se­co, se centran en la AC y la ACNP como organizaciones cantera de dirigentes que tendrían en Pax Romana su lugar de com­promiso y, por tanto, su protagonismo en el interior y en la escena internacional. Se analiza de manera precisa la relación entre la AC y la democracia cristiana, sus referentes ideológicos y doctrinales co­munes, la necesidad de crear “un espacio católico” por parte de la ACNP donde poder hacer viable su comprensión de lo político y lo religioso, y la figura de Fer­nando Martín-Sánchez Juliá, cofundador de Pax Romana, en la que confluyen los ideales del líder político alimentados por la formación acenedepista y la colabora­ción con el régimen desde su influencia política en una segunda fila y su autori­dad de primer orden en la ACNP.

Un cuarto artículo, de Sánchez Recio, centra el tema del libro y del se­minario: Pax Romana al servicio de las relaciones internacionales del gobierno español, entre 1945 y 1952. Se analiza en él la privilegiada situación de esta organi­zación en el seno de la AC y se afirma la

actuación consciente de la misma al tras­ladar una imagen al exterior que no se correspondía con la situación interior. Así el autor, en la línea de trabajos ante­riores, sitúa las actuaciones de Pax Roma­na, Joaquín Ruiz-Giménez y Alberto Martín Artajo dentro de las “prestacio­nes” que la Iglesia hizo a la política exte­rior de Franco, entre otras. El artículo, además, explica la organización y las fun­ciones de Pax Romana, la actividad de esta organización en la posguerra europea y el caso concreto de España, para el que aporta una clarificadora cronología de las etapas que podemos individualizar en las relaciones de Pax Romana c on el gobierno de Franco a través del Ministerio de Asuntos Exteriores.

El marco en el que se sitúa la acti­vidad de la Internacional Católica en el contexto español lo aporta el profesor Moreno Juste al analizar la política euro­pea de los católicos españoles, el discurso del nacionalcatolicismo ante la Europa de la posguerra, la política cultural exterior del franquismo y la presencia internacio­nal activa del nacionalcatolicismo. Una perspectiva comparada necesaria nos la dan los artículos de Guido Formigoni y María Manuela Tavares Ribeiro sobre los casos italianos y portugués. El compor­tamiento de la democracia cristiana en Italia y el paralelismo político de Portugal y España son los puntos de referencia para un conocimiento más amplio de la situación que nos ocupa.Finalmente el trabajo de Matilde Eiroa San Francisco rescata la historia de la Obra Católica de Asistencia Universitaria y del Colegio Mayor “Santiago Apóstol” para la acogida de estudiantes universita­rios del Este de Europa; experiencia e historia donde la solidaridad se mezcla con la actitud anticomunista en el interior y en el exterior de los miembros de Pax

Lecturas 253Roman^, el artículo tiene un gran valor no sólo por lo original y desconocido del tema, sino especialmente por la docu­mentación y los testimonios de primera mano que la autora maneja.

La obra recopila y expone un aba­nico de estudios, miradas y perspectivas suficientes para que el lector pueda re­componer la actuación de la Internacio­nal Católica, no sólo en su relación cola­boradora con el régimen franquista, sino también en algunos aspectos fundamen­tales tales como sus objetivos, estructura, elementos formativos o personajes liga­dos a dicha organización; posiblemente sea éste el valor más destacable del libro, el ser una unidad abierta, inconclusa, no lineal, que obliga a mover distintos ele­mentos para llegar a una comprensión intuitivamente ordenada. Aporta, ade­más, un conjunto de estudios y reflexio­nes que abren caminos y perspectivas para jóvenes estudiantes e investigadores en un campo al que, como el propio Mo­reno Juste reconoce, se ha prestado una atención escasa: la presencia del catoli­cismo español, colaborador o no con la dictadura, en los organismos internacio­nales durante la inmediata posguerra.Es precisamente en 1945 cuando la Igle­sia universal desarrolla, al menos en Eu­ropa, un gran esfuerzo en la creación de organismos internacionales que dieran unidad y potenciaran la presencia del elemento católico a nivel internacional. España no fue ajena a este movimiento que organizó y coordinó a intelectuales, obreros jóvenes y adultos, hombres y mujeres, en su labor apostólica. La “pre­sencia activa” de los laicos españoles en Europa es un espacio abierto donde li­bros como el que presentamos cobran todo su sentido y una especial relevancia.

Basilisa López García

PALOMARES, Cristina, Sobrevivir después de Franco. Evolución y triun­fo del reformismo, 1964-1977, Madrid, Alianza Editorial, 2006, 398 pp., ISBN 84-206-4769-1.ANDRÉ-BAZZANA, Bénédicte, Mi­tos y mentiras de la Transición, Bar­celona, El Viejo Topo, 2006, 209 pp., ISBN 84-95776-29-4.Hay dos acontecimientos que marcan las fronteras de nuestra historia presente: uno de ellos traumático y destructivo, la guerra civil y la inmediata posguerra; otro, la transición a la democracia, positi­vo y constructivo, al menos en teoría. Uno divide las memorias de los españo­les, mientras que el otro permite su con­vivencia pacífica, incluso en algún mo­mento se pensó que había conseguido hacerlas converger en una memoria “compartida”, basada en la reconciliación e intensamente proyectada hacia el futu­ro, a los retos de la democratización, la modernización y la integración europea. Pero en esta época de saturación de me­moria, en la que las conmemoraciones oficiales, los congresos y la enorme can­tidad de nuevos títulos sobre el pasado reciente coexisten, en apariencia paradó­jicamente, con crecientes reivindicaciones ligadas a la llamada “memoria histórica” y a la denuncia del supuesto “pacto del olvido” como indeseado peaje de la Transición, era inevitable que también ésta fuera sometida a revisión y crítica. La ley del péndulo histórico, historiográfico en este caso, parece haber dictaminado el descrédito de las versiones dominantes - no tanto “oficiales”- de una transición a la democracia consensuada, pacífica e incluso erigida en modelo universal, para dar paso a versiones enfrentadas donde algunos destacan las deficiencias y servi­

54dumbres del proceso, con las indeseadas consecuencias que ello habría tenido en la calidad democrática del actual sistema político español, y donde otros se sienten obligados a defender las virtudes del pro­ceso. Las motivaciones que llevan a unos u otros a tomar postura no son unifor­mes y van —en clave política, individual o generacional- desde las convicciones ideológicas a la participación en dicho proceso, en un debate donde lo historio- gráfico se ve cada vez más desbordado por el publicismo mediático y la confron­tación partidista, como ya es habitual para bien y para mal.Esta doble reseña presenta dos libros pueden adscribirse a esas respectivas pos­turas: uno, el de Cristina Palomares, ejemplifica muy bien - en el doble senti­do de representatividad política y de cali­dad historiográfica- la defensa de la Transición desde posiciones cercanas a las del Partido Popular (la autora es cola­boradora de la FAES) como momento fundacional del actual sistema constitu­cional, aunque su obra se retrotraiga unos años atrás para tratar de demostrar el protagonismo central que en él habrían ocupado los reformistas del franquismo. El otro trata de desenmascarar los su­puestos “mitos y mentiras” de la Transi­ción, desde una perspectiva exterior, en este caso la del hispanismo francés (se trata de una tesis presentada en 2002 a la A ssodatton F ranfatse de Sdente Podtique), que precisamente se había caracterizado hasta hace poco por una declarada admi­ración hacia la democratización española y el papel desempeñado en ella por el rey, las élites políticas y el “maduro” pueblo español.Traducción del original inglés, publicado en 2004 con el título The J2 « estfor Survtvat a fter Franco. M oderate Francoism and the S/ow Joum ey to t ie Polis, 1964-1977 (Sussex

Academic Press), su joven autora, Cristi­na Palomares, es doctora por la London School of Economics and Political Science -la edición española cuenta con un breve prólogo de Paul Preston- y máster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Cambridge. Buenos avales para un libro que, además, llega precedido por las excelentes críticas de su edición inglesa, pero por esa misma ra­zón es mayor la desilusión que produce su lectura. No ya porque uno esté o no de acuerdo con su tesis, que en casi nin­gún momento se explícita salvo en un título muy bien elegido y, de pasada, en un par de páginas de un libro de casi cua­trocientas, sino porque no aporta re­flexiones novedosas sobre el tema ni nuevas fuentes para su interpretación. No hay conclusiones, sino un epílogo con un apretado resumen de casi veinte años de historia de la democracia españo­la y del Partido Popular (PP), y cuando se explícita su tesis es para preguntarse si la acción de los reformistas “quizá, sin la presencia de una fuerte oposición, habría sido implementada de forma más gra­dual” (p. 274), precisamente lo que uno esperaba que el libro contribuyera, al menos, a explicar.En cuanto a las fuentes, se hace un uso acrítico, meramente informativo y no contrastado de ellas; los conceptos son usados a veces con escasa precisión, por ejemplo cuando se define como “demó­cratas encubiertos” a Marcelino Oreja o Iñigo Cavero, “democratacristiano” a Ruiz-Giménez en 1951, y “progresista” a Fraga Iribarne (en cualquier época), o simplemente se cometen errores por ge­neralización, como al hacer comunista al FLP (que no FELIPE). Tampoco se en­tienden cierto afán de precisar cosas que tendrían que ser obvias, como la escasa credibilidad democrática de los referen-

Lecturas 255dos franquistas o que “en el caso espa­ñol, el sistema político era literalmente un Estado de Derecho, porque se cumplía la ley. Ahora bien, no era el Estado de De­recho que asociamos hoy en día directa­mente con un sistema democrático” (p. 112): esto ya lo explicó Elias Díaz en un libro que justo ahora cumple cuarenta años.Cristina Palomares acaba ofreciendo un análisis poco preciso donde más cabría esperar: en el “teórico” derecho de aso­ciación y el “mito” de las asociaciones políticas. Se habla mucho de esa “nueva estirpe de franquistas moderados, aunque plenamente integrada en el régimen, [que] iba a desempeñar un papel decisivo en el éxito de la transición a un sistema democrático” (p. 115), pero al final no sabemos muy bien quiénes eran, aparte de algunas listas indiferenciadas de nom­bres donde aparecen Areilza junto a Fra­ga, Ortí Bordás junto a Fernández Ordó- nez. Se atiende, eso sí, a la cronología, a la evolución de esos “aperturistas” desde los años sesenta, y sin duda ahí radica una de las claves de interpretación, pues si damos la vuelta a la perspectiva del análisis, lo que sorprende una vez más de todo el proceso fueron los enormes lími­tes del aperturismo franquista y el fracaso del proyecto reformista en 1976, ya muerto el dictador. Otra cosa es que esos “aperturistas” de los años sesenta con­vertidos en “reformistas” bien avanzados los setenta, muy tarde y a fuerza de las circunstancias, aún pudieran prestar en algunos casos un servicio notable desde el poder a la transición democrática. De modo que “la categórica conclusión de este estudio”, es decir, que “los políticos moderados que formaban parte del régi­men de Franco entre los años sesenta y setenta y que apoyaban la reforma políti­ca del sistema fueron un factor esencial

para el éxito de la transición democrática en España” (p. 301), puede asumirse siempre que se trate sólo “un” factor, pero no “el” esencial. No cabe duda de que si el régimen franquista hubiera lle­gado a la altura de 1975 como un bloque monolítico, compacto en la defensa de los valores del 18 de julio, la transición habría sido mucho más difícil.No es el cometido del libro, ni de esta reseña, juzgar moralmente a esos jóvenes consejeros nacionales y/o procuradores, subsecretarios, funcionarios técnicos o jurídicos del Estado, que desde sus orí­genes neofalangistas o católicos y su leal­tad nunca negada a un régimen autorita­rio tuvieron un notable protagonismo en la transición a la democracia, en la cual encontraron buen acomodo público y privado. Otra cosa muy distinta es hacer­los pasar por “demócratas agazapados” o arnnt ¿a ¿ettre, como hace la autora si­guiendo los testimonios de sus fuentes e interlocutores sin ponerlos en duda o asumiendo de manera implícita sus tesis políticas, como hace al afirmar que “la drástica propuesta de la oposición, que estipulaba el desmantelamiento de las instituciones franquistas, amenazaba no sólo la supervivencia política de los re­formistas sino también la estabilidad del país” (p. 301). Más bien era el franquis­mo el que parecía amenazar la conviven­cia civil y la estabilidad del país a todos los niveles.Si bien la propia autora escribe que la modernización del sistema era “inevita­ble” (p. 274) tras la muerte de Franco y que en ese proceso resultó decisiva la presión de la sociedad civil y la oposición antifranquista organizada, no intenta ex­plicar la relación de tales fenómenos con el proceso de cambio político llevado a cabo desde el poder. En su orden causal son los aperturistas del régimen quienes

llevaron la iniciativa para adaptarse a tales cambios estructurales y antes de que la oposición pusiera en peligro su supervi­vencia política, aunque al final el proyec­to canovista de democracia limitada y a la “germánica”—sin el PCE— patrocinado por los reformistas durante los dos go­biernos de Arias Navarro fracasara “sin paliativos” y Fraga acabara patrocinando una alternativa con otros ministros fran­quistas más bien poco reformistas. En suma, la principal virtud del libro de Cris­tina Palomares es la de replantear y dar elementos a la polémica sobre un tema central de nuestra historia presente: la transición a la democracia.Elementos de discusión que no faltan tampoco en el libro de André-Bazzana, planteado desde su mismo título con afán polemista y con la pretensión de desen­mascarar las supuestas “mentiras” y “mi­tos” de la Transición. Ya sabemos que no es el único y aunque aquí se parta de una posición ideológica contraria, claramente de izquierda, al final tampoco queda claro a qué mitos ni mentiras se refiere, ni si­quiera cuál es esa “versión oficial” tantas veces citada que se pretende deconstruir. A lo sumo se revisan y critican una serie de conceptos, interpretaciones y valora­ciones comunes a numerosas versiones historiográficas, sociológicas y políticas del proceso publicadas en las dos últimas décadas, lo cual no es poco, ni muchísi­mo menos, aunque siempre venda menos que denunciar presuntos contubernios mitológicos.El resultado es una obra desigual. Por una parte farragosa y excesiva en sus más de trescientas páginas, en las que se repi­ten una y otra vez las mismas ideas sin avanzar en una interpretación coherente, y donde el empeño deconstructivo del discurso muy en la tradición del estructu- ralismo francés se queda a menudo en

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vacías piruetas lingüísticas, con muy esca­so soporte documental o bibliográfico. Es el caso de las páginas dedicadas a cri­ticar los conceptos de “pacto”, “diálogo” o “consenso”, donde el suspense creado ante la expectativa de grandes denuncias y desenmascaramientos queda repetida­mente defraudado. Por otra parte, se en­cuentran ideas sugerentes diseminadas a lo largo del texto, a veces incluso intui­ciones brillantes, que puestas todas juntas sí ofrecen elementos interesantes para avanzar no tanto en la revisión historio- gráfica de la Transición, sino sobre todo en su valoración en términos políticos tal y como demandan cada vez más amplios sectores de la sociedad española.La conclusión más positiva del libro es hacer evidente, una vez más, la necesidad de contextualizar histórica y cronológi­camente el proceso de transición a la democracia y distinguir dentro de él las tensiones entre el pacto y la confronta­ción. Al final el tan manido “modelo es­pañol” consistiría en el “desencantamien­to de lo político”, es decir, en el abando­no de las ideologías en favor de solucio­nes medianas que admiten un amplio consenso. Creo que André-Bazzana acierta al dar protagonismo al surgimien­to de una sociedad civil, de una burocra­cia de Estado estable y de una oposición ilegal organizada, con partidos políticos clandestinos, en un contexto internacio­nal favorable aunque no homogéneo, como clave explicativa del carácter que asumió finalmente el proceso político iniciado en 1976. También cuando anali­za el oportunismo político de las élites franquistas y define a Suárez como un político capaz de adaptarse a las circuns­tancias cambiantes y de extraer lecciones rápidamente en cada ocasión, a diferencia de otros como Fraga atados a proyectos mucho más rígidos. Recoge la hipótesis

Lecturas 257de Juan J. Linz acerca de la posibilidad de que un gobierno de origen no democráti­co sea preferible para gestionar una tran­sición política respecto a otro integrado por la oposición, tentado de retrasar las elecciones para realizar otras transforma­ciones sociales y económicas (una posibi­lidad contemplada en los programas de la oposición antifranquista, si bien poco probable llegado el momento). Así que “los mejores estrategas de la democrati­zación no serían pues los propios demó­cratas sino los que piensan que no hay otra solución para mantenerse en el po­der que transformar su régimen”. Una hipótesis discutible, en apariencia más cercana a las tesis de Cristina Palomares, aunque tal capacidad de adaptación no presuponga en ningún caso voluntad democratizadora y menos aún convenci­miento sobre las virtudes de la democra­cia parlamentaria.

Javier Muñoz Soro

CORDERO OLIVERO, Inmaculada, El espejo desenterrado. España en México, 1975-1982, Sevilla, Fundación El Monte-El Colegio de Jalisco, 2005, 337 pp., ISBN 84-8455-156-6.Las relaciones diplomáticas entre España y México, a partir de 1821, se han carac­terizado por la serie de encuentros y des­encuentros a través del tiempo. Sin em­bargo, la ruptura oficial más larga e in­tensa fue la que se produjo desde el final de la guerra civil española hasta poco después de la muerte de Francisco Fran­co. A partir de este momento, 1975, po­co o nada se conoce, de las relaciones hispano-mexicanas. Y quién mejor que Inmaculada Cordero, profesora de la Universidad de Sevilla, que ya en una obra anterior (Los transterrados j España; m exilio sin fin , Huelva, Universidad de

Huelva, 1997) hace un análisis de la inte­gración e imagen que los exiliados espa­ñoles provocaron en el México posrevo­lucionario, el México del PRI, entre 1939 y 1975.En E l espe/o desenterrado. España en M éxico 1975-1982, Cordero Olivero historia una temática novedosa: las relaciones hispa- no-mexicanas entre 1975 y 1982, es decir, el primer tramo del encuentro, luego del longevo desencuentro diplomático, mas no oficioso claro está, entre ambos paí­ses. El estudio comprende, además de los tratados diplomáticos, las relaciones cul­turales, las transacciones comerciales y desde luego las visitas de Estado de es­pañoles a México y de mexicanos a Es­paña entre 1975 y 1982.Durante el siglo XX, España y México han vivido procesos políticos similares que se entrecruzan justo en el momento de su apertura diplomática en marzo de 1977. Y es así cómo, partiendo de este precepto, que la autora realiza el análisis de esta compleja relación que divide en ocho apartados. El libro se auxilia de fuentes primarias, en las que sobresale la prensa mexicana de la época, además de, entre otras, el manejo de Anuarios y Es­tadísticas del Archivo General de Migra­ciones, que se acompañan de un esplén­dido trabajo de recopilación de imágenes, veintidós para ser exactos, que se presen­tan como “Las relaciones España-México en la caricatura mexicana”.En “Sobre la imagen de España en Méxi­co” hace una síntesis de la relación entre México y España de 1821 a 1939. Los avatares políticos que aquejaron a la jo­ven nación independiente influyeron en su relación con la Corona española. Las buenas relaciones que había entre el ré­gimen mexicano de Porfirio Díaz y los monarcas españoles se vieron trastocadas por el inicio de la revolución mexicana en

2581910, sin embargo, una vez instaurado el nuevo régimen posrevolucionario mexi­cano, en 1920, sobrevino una etapa de solidaridad y compromiso con el republi­canismo español.En “México y el régimen de Franco” hace un análisis del ideario diplomático que distinguió a la política exterior de México teniendo como ejemplo uno de sus temas más sensibles, su relación con las dos Españas: la de Franco y la repu­blicana, incluida la crisis diplomática de septiembre de 1975, entre ambos países. No menos interesante es lo que ofrece el apartado “Un socio interesante: las rela­ciones económicas”, motor de los con­tactos entre México y España entre 1939 y 1975. Lo cierto es que esas relaciones aumentaron con el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea y, en México, debido a las interesantes previ­siones que provocaron los descubrimien­tos de nuevos yacimientos petroleros.“Un aliado bajo sospecha” pone al des­cubierto los contactos diplomáticos. La postura de Luis Echeverría con respecto a España, al saberse candidato a la presi­dencia de México, se alejó de la postura tradicional de los presidentes que le ante­cedieron. El capítulo se cierra con la po­lémica designación de Gustavo Díaz Or- dás, presidente de México entre 1964 y 1970, como embajador de México en España, por su presunta responsabilidad en la represión estudiantil de 1968. El quinto capítulo “España en México, México en España” gira en torno a las visitas de Adolfo Suárez a México, de José López Portillo a España y de los reyes de España a territorio mexicano. Es justo mencionar que es en éste y en el capítulo siguiente, en donde se toca el tema de la percepción de “lo mexicano” en España. La otra cara de la moneda. Además de las relaciones comerciales, sin

duda el otro motor de los contactos hispano-mexicanos entre 1939 y 1975 fue el de las relaciones culturales, que aunque se transformaron, no desaparecieron du­rante los años tratados en el libro. De ello trata el apartado “Un aliado natural: los contactos culturales”. De donde surge una nueva interrogante: qué tratamiento dará la España democrática al exilio y su legado. El séptimo capítulo habla de la participación de España y México, en el conjunto de naciones, unidas por un len­guaje común: Iberoamérica. Porque,además de historias paralelas, México se convierte en la frontera norte de Hispa­noamérica y España en el representante de Iberoamérica en la Unión Europea. El resultado: la occidentalización de España y su intermediación con Latinoamérica. El apartado final refrenda lo anunciado en el libro: los paralelismos históricos, con sus matices, entre España y México. El espejo desenterrado es original y bien logrado porque, por un lado, ofrece una interpretación moderna de las recientes relaciones hispano-mexicanas y expone alcances y perspectivas de dos naciones que, además de ser socios comerciales, se caracterizan porque sus territorios son utilizados por inmigrantes que buscan mejorar su situación económica. Sin con­tar a los propios connacionales, para el caso de México, que salen hacia los Esta­dos Unidos. Y por otro, porque las rela­ciones hispano-mexicanas, a partir de la transición española, han sido un tema descuidado por los hispanistas en México y por los mexicanistas en España.Con respecto a esto último la autora se­ñala, desde la introducción, que es en México, vecino de la potencia política y militar del planeta, donde se dan fenó­menos tan particulares con respecto a la imagen que de España se tiene en lo que fueron sus territorios en América. Esos

Lecturas 259fenómenos son: que México es la fronte­ra norte de Hispanoamérica, que en sus entrañas habita la antigua colonia españo­la, uno de los grupos con un peso especí­fico en el mundo de los negocios, y que su gobierno se convierte en juez y parte del conflicto civil hispano que deriva en una abierta y sin cortapisas simpatía hacia el bando republicano, lo que en parte, explica, que en el país los conceptos co­mo la hispanofobia y la hispanofilia estén tan marcados, como se aprecia en el li­bro. Estos elementos son dignos de aten­ción por parte del historiador, porque además de “acrecentar el interés, por un tema poco tratado por investigadores españoles, ofrece, múltiples aristas”. Ciertamente, las noticias de España en México influyeron en los ámbitos políti­cos, culturales, intelectuales, diplomáticos y naturalmente en el de los negocios. Es­tas noticias son, en ocasiones, asumidas como problemas que nos atraen. Y esta situación se sustenta en la tesitura del texto. Como ejemplo de lo anterior, Cor­dero Olivero, dice que la Guerra Civil española y la Transición “sirvieron a la opinión pública mexicana como cataliza­dores de problemas de carácter interno. Los mexicanos vivieron la contienda, antes lo habían hecho con la República, como si de un asunto de política interna se tratara” (p. 43). Lo que no deja de sor­prender a la autora es que, a pesar del desconocimiento de “lo mexicano” en España, en la prensa contemporánea de México es atendido con interés lo acon­tecido en la península. Aunque en oca­siones la fuente «nos dice tanto, sino más, del observador que del observado». Sin duda el libro se inscribe dentro de la historiografía de las relaciones hispano- mexicanas, sólo que en su faceta más reciente, y nos invita a reflexionar sobre la labor que aun queda por realizar cuan­

do se tocan estos temas, pero sobre todo a historiar la otra parte de esta historia: la de la imagen de México y los mexicanos en España, incluso en la España de hoy.

José Francisco Mejía Flores

MUÑOZ SORO, Javier, Cuadernos para el Diálogo (1963-1976). Una his­toria cultural del segundo franquis­mo, Madrid, Marcial Pons, 2006, 401 pp., ISBN 84-96467-14-7.La interesante historia que nos cuenta Muñoz Soro comienza en los primeros años sesenta. La sociedad española expe­rimentaba entonces un acelerado proceso de cambio en sentido modernizador, en un contexto de crecimiento económico, expansión del consumo de masas, aper­tura al exterior en contacto con el turis­mo y progresiva integración en los mer­cados internacionales. El régimen fran­quista estaba a esas alturas plenamente consolidado y no se justificaba ya el tota­litarismo estatal de la ley de prensa de 1938, una ley dictada en plena guerra civil que suponía un férreo control de la acti­vidad periodística a través de la censura previa, esto es, de la facultad de la Admi­nistración de revisar y corregir todos los contenidos periodísticos antes de que fueran publicados, y a través también de otros mecanismos como las consignas y los artículos de obligada inserción. Por si fuera poco, el gobierno se reservaba el derecho de nombrar y cesar a los directo­res de las publicaciones.Cuando Manuel Fraga Iribarne sustituyó a Gabriel Arias Salgado como ministro de Información y Turismo, en julio de 1962, el clamor por un cambio en la le­gislación de prensa era bastante general. Los periodistas no ocultaban el malestar, el desaliento y hasta la humillación que

260les suponía ver constantemente mutilado el ejercicio de su quehacer cotidiano. En unos años de expansión empresarial, también las empresas periodísticas aspi­raban a hacer negocio aumentando las tiradas de sus periódicos, y sentían el rí­gido corsé de la censura como un sofo­cante impedimento.Este es el contexto en el que se surge la revista Cuadernos para e¿ D íáíogo, fundada en octubre de 1963 por Joaquín Ruiz- Giménez, ex ministro de Franco, que desde los primeros años sesenta se situó en una posición de creciente oposición al franquismo, aunque durante un tiempo creyó posible una profunda reforma del régimen “desde dentro”. Cuadernos.; debi­do a su fundador, quien recibió con in­tensidad el impacto que supuso el Conci­lio Vaticano II, nació con un fuerte com­ponente cristiano y fue pionera en la di­fusión del llamado “diálogo cristiano- marxista” que se inició tras el Concilio. Pero, como afirma Muñoz Soro, “la re­vista fue desde el primer número una plataforma de expresión plural y abierta a muy distintas posiciones ideológicas, bien que éstas sólo pudieran expresarse dentro de los estrechos límites impuestos por la censura”. Fue, en efecto, como demues­tra el autor de este estudio, lugar de con­fluencia de gentes ideológicamente dispa­res, pero que compartían como proyecto común construir en España un verdadero Estado de Derecho, con pluralismo polí­tico y respeto a los derechos humanos, propiciando el diálogo como medio de convivencia. Su título es muy indicativo de esta postura: “diálogo” fue la palabra clave en el vocabulario de los que hacían la revista, que practicaron en sus páginas lo que luego se llamó el “consenso”. Sin duda Cuadernos “fue una buena escuela de aprendizaje democrático”.Sin abandonar ese talante de tolerancia y

diálogo que siempre le caracterizó, la re­vista fue evolucionando hacia una radica- lización de su discurso y una posición más izquierdista, en parte porque incor­poró a un plantel de jóvenes periodistas y escritores, de una generación no hipote­cada por la guerra civil. Hubo muchos “cuadernícolas” —miembros del consejo de redacción o colaboradores habituales— que luego se harían muy conocidos en otros medios, muchos de ellos en E l País, como Juan Luis Cebrián, Joaquín Estefa­nía, Soledad Gallego o Vicente Verdú.Esa evolución fue posible también por­que la nueva ley de prensa de 1966, la conocida como “ley Fraga”, concebida para adaptar el marco legal del franquis­mo a los nuevos tiempos, introdujo algu­nas novedades a pesar de todas sus limi­taciones, como la supresión de la censura previa. Para Cuadernos para e í D íáíogo la bocanada de aire fresco que trajo la nue­va ley supuso un despegue, lento pero constante, de su tirada y optó por arries­garse a publicar opiniones y noticias que acentuaban su posición de distanciamien- to crítico con respecto al régimen. Sufrió por ello múltiples multas, secuestros y suspensiones, aunque desde otros medios se consideró que se le daba un trato be­névolo quizá por la innegable personali­dad política de Ruiz-Giménez, quizá por el reducido y escogido número de sus lectores, básicamente universitarios, lo que hacía al censor más indulgente res­pecto de otros medios más populares que podían llegar a más gente.En efecto, Cuadernos fue una revista muy intelectual, elitista, de alta cultura y para minorías ilustradas donde, como pone de manifiesto este libro, se ventilaron den­sos debates ideológicos que difícilmente podían llegar al gran público.Cuadernos dosificó su atrevimiento por­que, aunque a partir de 1966 estuvo claro

Lecturas 261que la prensa más audaz fue la que alcan­zó mayor éxito de público, había que tener también en cuenta que una sanción excesiva —un secuestro, recuerda Félix Santos, podía llegar a costar hasta un mi­llón de pesetas— podía significar un au­téntico desastre económico para la em­presa, nunca rentable y que podía desli­zarse hacia una situación financiera críti­ca si acumulaba sanciones. La incerti- dumbre sobre el rigor sancionador de la Administración era tal que Cuadernos, obligada a un difícil equilibrio entre ries­go y comedimiento, se autocensuró, mo­deró y suavizó su lenguaje, y por supues­to recurrió a la abstracción, la elipsis, la metáfora y la escritura críptica, obligando al lector en muchas ocasiones a leer entre líneas.“Presentación austera, estilo algo farrago­so y tirada discreta”, Cuadernos se convir­tió durante sus quince años de vida, en “uno de los símbolos culturales y políti­cos del antifranquismo” y contribuyó de forma muy destacada a preparar el am­biente para el cambio democrático ai­reando el hasta entonces enrarecido am­biente con el diálogo político y el debate sobre temas hasta entonces tabú. Por sus páginas pasaron la mayor parte de los intelectuales y políticos de la oposición democrática al franquismo.En España, se ha dicho, la transición a la democracia comenzó en la prensa bas­tante antes que en la política. En la últi­ma década del franquismo, en un contex­to dictatorial que toleraba cierta apertura informativa, la prensa sustituyó a unas instituciones caducas y a otras que aún no habían nacido. Llevó a cabo una im­portante labor propagandística democrá­tica frente al inmovilismo franquista, se erigió en el gran lugar de debate y en el “parlamento de papel”, según una expre­sión que hizo fortuna y que utilizó Cua­

dernos para titular un editorial de junio de 1974. Con el horizonte de un próximo cambio de régimen por simples razones biológicas —el inevitable “hecho biológi­co”, como se decía entonces eufemísti- camente para referirse a la muerte de Franco— la prensa escrita, mucho menos controlada que la radio y la televisión, contribuyó en gran medida a preparar el cambio democrático. Fue una época de gran efervescencia periodística en con­traste con la anquilosada vida política.Las revistas políticas fueron las que, con la habilidad y el riesgo precisos, se atre­vieron a expresar las opiniones más críti­cas con respecto al régimen. Era lógico que fueran más atrevidas, más combati­vas que los diarios por su periodicidad y porque al ser menor la cuantía de sus costes de edición podían permitirse con más facilidad una suspensión. Como re­compensa obtuvieron un significativo aumento de tiradas. Cuadernospara e¿D iá­logo cumplió sin duda un papel funda­mental al abrir a la sociedad española hacia horizontes democráticos. No estu­vo sola en ese cometido, le acompañaron otras muchas revistas como Triunfo, D es­tino, Cambio 16, Guadiana, Posible, f)u e', Gentieman, Opinión, Realidades, Mundo, Sá­bado G ráfco, Gaceta Ilustrada, La A ctualidad E spañola? También tuvieron un impor­tante papel las revistas de humor como La Codomi Eíermano Lobo o Porfapor.Creo que queda clara la importancia del objeto de estudio de este libro, que es el resultado de una tesis doctoral defendida en la UNED. Un estudio exhaustivo y concienzudo, muy denso, que se corres­ponde con la densidad de la propia revis­ta, cuyas vicisitudes ha rastreado Muñoz Soro a través de un pormenorizado análi­sis de contenido de la misma, pero tam­bién a través de fuentes archivísticas — fundamentalmente del AGA, donde se

262guarda la documentación del Ministerio de Información y Turismo y otros archi­vos donde ha podido consultar corres­pondencia privada—, así como de memo­rias y entrevistas a algunos de sus princi­pales colaboradores y miembros del con­sejo de redacción.Con ser interesante el pormenorizado análisis de la trayectoria y evolución de la revista durante esos años, creo que el principal interés de este riguroso estudio para cualquier interesado en la historia española contemporánea es el agudo y lúcido análisis que el autor hace de las diferentes culturas políticas y corrientes ideológicas antifranquistas del segundo franquismo hasta la transición. En sus páginas aparece toda una generación inte­lectual —son numerosos los nombres ci­tados— que protagonizó el cambio cultu­ral y político desde la dictadura a la de­mocracia. A través de un foco de investi­gación en apariencia limitado, como es una revista, esta minuciosa investigación ofrece al lector una amplia visión de lo que fue la historia cultural, política y so­cial de España en unos años decisivos.

Susana Sueiro Seoane