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---------------- LosCuadernosdePérezdeAyala ---------------- GLATERRA Y LA NOVELA DE RAMON PEREZ DE AYALA Agustín Coletes Blanco D ecía Alejo Carpentier que «la novela em- pieza a ser gran novela cuando deja de parecerse a una novela». Si alguien, en la nrativa española del siglo XX, se ha esforzado porque la novela deje de parecerse a una novela, ése es sin duda Ramón Pérez de Ayala. Dentro de la tradición novelística española, el escritor asturiano está alineado dentro de una hto sutil vena de intelectualismo novelístico, que arrancando del clasicista Valera y el maestro ayalino, Clarín, pasa por Unamuno y sus «nivo- las» y por el propio Ayala para llegar, en nuestros días, a un Francisco Ayala, un Torrente Ballester o un Martín-Santos. En un sentido sincrónico, cabe decir que la ge- neración de Ayala es particularmente europea, in- telectual y crítica, lo_ cu no q�ja de ser, en sí mismo, excepcional dentro de la tradición espa- ñola. Ortega no sería Ortega sin Alemania, Mada- riaga es el europeo por excelencia, y D'Ors, e incluso Marañón, serían incomprensibles sin Francia. Pero Ayala es en sí un caso aparte, y si algo le hace distinto, es su clasicismo integral y, sobre todo, su britanismo y anglofilia a toda prueba. El escritor español al uso se asomaba a Europa por la ventana ancesa y veía a lo lejos, entre brumosas vagarosidades, el pensamiento germánico como meta suprema: Pérez de Ayala volverá los ojos hacia Inglaterra. Si algo caracteriza a la cultura inglesa, es el liberalismo entendido como respeto por las razo- nes de los demás. Cuando la Europa medieval se encontraba atiborrada con el monismo omnicom- prensivo de la escolástica, en Inglaterra Guillermo de Ockam profesaba el nominalismo radical. Y si a algún pensador podemos considerar padre de la auténtica sociedad moderna, es al inglés Locke y su empiricismo. Quizá el hecho de ser asturiano hubiera predis- puesto espiritualmente a Pérez de Ayala hacia el amor por todo lo inglés. A Asturias e Inglaterra las une -que no separa- el mismo mar, la misma niebla y el mismo verde, que es lo mismo que decir el mismo sentido crítico, el mismo cosmopo- litismo entreverado con el amor al terruño y el mismo humorismo, matizado y siempre irónico. Inglaterra está presente, en diversas ocasiones, en la biogría de Pérez de Ayala: viaja al país inglés en 1902 ó 1903, a poco de concluir sus estudios en Oviedo. Vuelve en 1907, se pone en 68 . En Londres, como embajador de la República, con Antonia Mercé. contacto, a marchas forzadas, con la literatura inglesa y con el pueblo inglés, envía sus crónicas londinenses a El Imparcial y se siente como pez en agua... hasta que al cabo de un año le llega el telegrama anunciador de la muerte paterna. Re- gresa, en fin, en 1922 y, sobre todo, en 1931, año de su nombramiento como Embajador de España en Londres, puesto que ocuparía hasta 1936. Du- rante todos estos viajes, y algunó más que realiza- ría posteriormente, penetra hasta el tuétano del país anglosajón, sus costumbres, su cultura, sus virtudes y sus defectos. Y cuando se encuentra en España, su amigo Cunnighame Graham no deja de enviarle, puntualmente, todos los libros ingleses que considera puedan ser de interés para el espa- ñol, a la vez que se desayuna devorando, como recuerda Gregorio Marañón Moya, decenas de pe- riódicos españoles, argentinos, pero sobre todo ingleses. ¿Qué veía Ayala en Inglaterra? Veía muchas

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INGLATERRA Y LA

NOVELA DE RAMON

PEREZ DE AY ALA

Agustín Coletes Blanco

Decía Alejo Carpentier que «la novela em­pieza a ser gran novela cuando deja de parecerse a una novela». Si alguien, en la narrativa española del siglo XX, se

ha esforzado porque la novela deje de parecerse a una novela, ése es sin duda Ramón Pérez de Ay ala.

Dentro de la tradición novelística española, el escritor asturiano está alineado dentro de una harto sutil vena de intelectualismo novelístico, que arrancando del clasicista Valera y el maestro ayalino, Clarín, pasa por Unamuno y sus «nivo­las» y por el propio Ayala para llegar, en nuestros días, a un Francisco Ayala, un Torrente Ballester o un Martín-Santos.

En un sentido sincrónico, cabe decir que la ge­neración de Ayala es particularmente europea, in­telectual y crítica, lo_ cual no q�ja de ser, en sí mismo, excepcional dentro de la tradición espa­ñola. Ortega no sería Ortega sin Alemania, Mada­riaga es el europeo por excelencia, y D'Ors, e incluso Marañón, serían incomprensibles sin Francia.

Pero Ayala es en sí un caso aparte, y si algo le hace distinto, es su clasicismo integral y, sobre todo, su britanismo y anglofilia a toda prueba. El escritor español al uso se asomaba a Europa por la ventana francesa y veía a lo lejos, entre brumosas vagarosidades, el pensamiento germánico como meta suprema: Pérez de Ayala volverá los ojos hacia Inglaterra.

Si algo caracteriza a la cultura inglesa, es el liberalismo entendido como respeto por las razo­nes de los demás. Cuando la Europa medieval se encontraba atiborrada con el monismo omnicom­prensivo de la escolástica, en Inglaterra Guillermo de Ockam profesaba el nominalismo radical. Y si a algún pensador podemos considerar padre de la auténtica sociedad moderna, es al inglés Locke y su empiricismo.

Quizá el hecho de ser asturiano hubiera predis­puesto espiritualmente a Pérez de Ayala hacia el amor por todo lo inglés. A Asturias e Inglaterra las une -que no separa- el mismo mar, la misma niebla y el mismo verde, que es lo mismo que decir el mismo sentido crítico, el mismo cosmopo­litismo entreverado con el amor al terruño y el mismo humorismo, matizado y siempre irónico.

Inglaterra está presente, en diversas ocasiones, en la biografía de Pérez de Ayala: viaja al país inglés en 1902 ó 1903, a poco de concluir sus estudios en Oviedo. Vuelve en 1907, se pone en

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. En Londres, como embajador de la República, con Antonia Mercé.

contacto, a marchas forzadas, con la literatura inglesa y con el pueblo inglés, envía sus crónicas londinenses a El Imparcial y se siente como pez en agua ... hasta que al cabo de un año le llega el telegrama anunciador de la muerte paterna. Re­gresa, en fin, en 1922 y, sobre todo, en 1931, año de su nombramiento como Embajador de España en Londres, puesto que ocuparía hasta 1936. Du­rante todos estos viajes, y algunó más que realiza­ría posteriormente, penetra hasta el tuétano del país anglosajón, sus costumbres, su cultura, sus virtudes y sus defectos. Y cuando se encuentra en España, su amigo Cunnighame Graham no deja de enviarle, puntualmente, todos los libros ingleses que considera puedan ser de interés para el espa­ñol, a la vez que se desayuna devorando, como recuerda Gregorio Marañón Moya, decenas de pe­riódicos españoles, argentinos, pero sobre todo ingleses.

¿Qué veía Ayala en Inglaterra? Veía muchas

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cosas que al país anglosajón le sobraban y que a España le faltaban: la sensibilidad cultural, la polí­tica entendida como conciencia ética, el espíritu ilustrado y liberal, la estabilidad social. Por si fuera poco, a Ayala, que siempre pareció haber nacido para gran señor, le fascinaba el arquetipo del gentleman inglés: sólo así se explica el «dan­dysmo» y esnobismo de muchos de sus escritos, cualidades que, a no ser porque sabemos consti­tuyen simplemente la parte visible del iceberg, fácilmente nos repelerían.

Toda, absolutamente toda la obra de Ayala se encuentra sazonada, en una u otra medida, con especies de cuño inglés o norteamericano. En sus cuentos, especialmente en los primerizos, la pre­sencia de Inglaterra no suele rebasar los niveles de lo anecdótico o de lo «dandy»: abundancia de anglicismos, personajes que llegan de Inglaterra con valijas inglesas, zapatos norteamericanos y llamando squares a las plazoletas, y otras lindezas

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por el estilo, disculpables -eso al menos creo yo­en el casi adolescente que ha descubierto El Do­rado, léase Inglaterra.

En poesía, la presencia de Whitman, el gran bardo norteamericano, es fundamental en El sen­dero andante, libro que marca su más alta cota como poeta lírico. Sin embargo, Ayala, es dema­siado inteligente y en exceso regolvín para seguir a Whitman y su ore rotundo, su optimismo y su bambolla, a ultranza. Después de cantar al «hom­bre robusto», solemnemente whitmaniano, Ayala se ríe de sí mismo, de nosotros y por supuesto de Whitman con el «Palique de la gaviota y el cuervo»:

Dijo el cuervo: ¿Qué opinas, mi querida ga­viota? -Juro que nunca he visto un hombre másidiota.

Resumir la presencia de Inglaterra en la dilatada obra ensayística del escritor asturiano, es tarea poco menos que imposible por la cantidad y la calidad de aquélla. Valga, a modo de guía somera, lo siguiente: es Ayala defensor, en los días difíci­les de la caída de la monarquía y de la dictadura de Primo de Rivera, del liberalismo político britá­nico en nuestro país (Política y Toros). Dedica prolijos ensayos a Osear Wilde, y habla antes que nadie en España de la dramaturgia revolucionaria de Bernard Shaw. Sus observaciones sobre el arte dramático de Shakespeare, las comparaciones en­tre los teatros inglés, español y griego, su cons­tante tratamiento de las figuras de Hamlet y Otelo, son originales a la vez que profundas (Las Másca­ras). En la coyuntura difícil de la Gran Guerra aparece como un decidido aliadófilo (Hermann Encadenado). Traduce a poetas ingleses, comenta a Byron y Shelley (Tabla rasa, Divagaciones lite­rarias), analiza a John Bunyan y a Thomas Hob­bes (Tributo a Inglaterra), nos habla de la vida, política y sociedad inglesa y norteamericana (Tri­buto a Inglaterra, El país del futuro), dedica en­sayos magistrales a la gran tradición de la novela inglesa -Fielding, Richardson, Dickens, Joyce ... -, cita, glosa y se apoya en la autoridad de los maes­tros del ensayismo inglés: Lord Bacon, Addison y Steele, Carlyle, Ruskin (Principios y finales de la novela, Apostillas y divagaciones, etc.), está al tanto de las novedades editoriales inglesas, nos habla de los últimos artículos del Times e, incluso, aborda el campo -tan yermo- de la literatura comparada hispano-inglesa: Cervantes en Dic­kens, «Rinconete y Cortadillo» en Oliver Twist, etcétera (Principios y finales de la novela).

Pero, con ser importante todo lo anterior, si algo hay perdurable en Ayala, son sus novelas. Y en todas ellas, como cabría esperar, está amplia­mente presente el tema y la influencia de Inglate­rra.

La primera novela ayalina es Tinieblas en las cumbres (1907). Ya de entrada nos encontramos con sendos lemas de Shakespeare y Carlyle acerca

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del simbolismo sueño-muerte, para seguir abrién­donos paso entre abundosa copia de anglicismos y citas y llegar a uno de los últimos párrafos de la novela, en el que el autor, mofándose una vez más de sí mismo y de nosotros, ironiza acerca de tales citas:

Entienda aszm1smo, que si he puesto en ocasiones sobrado caudal de citas inglesas, latinas y hasta griegas, no es porque yo haya sido pedante, sino por cierto inmode­rado afán, que siempre sentí, de mofarme un tanto de mis presuntos lectores.

Más importancia, sin embargo, tiene el «colo­quio superfluo» -que no hace falta decir es el nudo gordiano de la novela- entre el protagonista Alberto y Yiddy Warble. La segunda figura es trasunto de Philip Walsh, aquel ingeniero inglés a quien Ramón había conocido de niño, en Gijón, y que le había regalado una humilde gramática in­glesa que, según propia confesión, habría de in­fluir en él más que todos los libros doctísimos conque luego se hubo de adoctrinar. El hombre es, para Ayala, «el ave canora presa en una jaula de tierra roja, de barro amasado con sangre». No otra cosa representa el nombre de Yiddy Warble, y su diálogo con Alberto no es, en el fondo, sino ejemplificación de la eterna dialéctica entre el pragmatismo y el idealismo, la vida y la literatura: Ayala da forma literaria a su propia problemática vital y artística ejemplificando con un personaje inglés -y con una manera de pensar muy inglesa-. Pero de la confianza que tiene en resolver su pro­pio problema, y de aplicar su resolución a los demás, nos ilustra la doble interrupción del diá­logo por parte de la Luqui, una ramera a lo que se ve no muy leída: «¡No me jorobes, leche!» y «tó­came el alma», exclama respectivamente.

En A.M.D.G. (1910), la novela que no es, en el fondo, sino la autojustificación del carácter entre soñador y errabundo de Alberto, tras haber pa­sado por la imborrable experiencia jesuítica, salen a colación Shakespeare, Shelley, Byron, Dickens y otros varios autores ingleses. La faceta funda­mental de inspiración inglesa es, sin embargo, la historia de la bella inglesa Ruth. El personaje tiene una base real: había vivido en Gijón, años atrás, una señora inglesa, bondadosa y muy religiosa, casada con un español. Pero esto es puramente anecdótico. Lo que interesa destacar es la doble función que cumple la figura de Ruth. Por una parte, da interés a la acción y variedad a la no­vela, que de otro modo resultaría en exceso sofo­cante por la constante dialéctica Bertuco-educa­ción jesuítica. Es un recurso parecido al que más tarde utilizaría con la historia de Pedro y Angus­tias en Belarmino y Apolonio. La segunda función es aún más importante: la figura de Ruth le sirve a Ayala para hacer una feroz crítica, por contraste, de ciertas actitudes típicamente hispanas: el ma-

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Portada de Máximo Ramos.

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RAMON PEREZ

li)

AYALA

chismo y el problema del honor, de modo espe­cialmente señalado. A.M.D.G. precede en seis años al Retrato del artista adolescente, de James Joyce, el impecable e implacable retrato de la educación tradicional irlandesa, de cuño católico. Ambas novelas son paralelas, y los afanes y trau­mas de los respectivos protagonistas, Bertuco y Stephen, similares.

La siguiente novela ayalina es La pata de la raposa (1912). Tras el eclipse de Alberto, que no es sino última fase de la noche jesuítica, viene la búsqueda del tiempo perdido. Alberto adquiere conciencia de la dimensión temporal de la existen­cia, como un personaje de Proust, o de Thomas Wolfe, y se entrega a una actividad febril: corteja a Fina en Pilares, se hace titiritero, pasa por la cárcel, viaja a Londres y regresa precipitadamente a Pilares. Se hace escritor, pasa a Lugano, en Suiza, se enamora de Meg, vuelve de nuevo a Pilares ... Fina ha muerto. Es una especie de Pil­grim 's Progress con final infeliz.

Toda la novela, pero en especial el correspon­diente «capítulo prescindible», es un a modo de cuadro impresionista en el cual el efecto de con­junto se consigue por medio de técnicas de yuxta­posición y superposición. No deja ello de recor­darnos la novelística de Virginia Woolf y sus in-

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Portada de Máximo Ramos.

tentos de captar ese mist, ese halo inmarcesible que flota sobre la realidad y la conforma ... Es la niebla ayalina, de la que tan bien ha hablado Ma­nolo A vello, que se confunde con el mist anglosa­jón.

Alberto es, como ha notado Baquero Goyanes, una especie de Hamlet pilarense, el intelectual que se debate entre el ser o no ser y que con sus vacilaciones provoca la muerte de la Ofelia redi­viva que es Fina. No es esto solamente una im­presión subjetiva: en la novela existe un pasaje que es consciente remedo de la escena del cemen­terio y la calavera en Hamlet. El episodio no puede cerrarse con mayor negrura: «Después de morir. .. ya ve usted -exclama el sepulturero- se dan muy buenas berzas.»

Después de morir. .. hay un cielo, para los ani­males: es lo que sostiene Ayala en la última de las poesías del ya citado «capítulo prescindible», al escribir la franciscana poesía En el cielo, corres­pondiente en forma y espíritu a la titulada Hea­ven, del inglés Rupert Brooke, que Ayala traduci­ría años más tarde: «Pero los hombres no quisie­ron entender, concluye otra vez -nihilistamente­Ayala.

De poco le sirve al protagonista Alberto su rega­lada y «dandy» vida londinense -recuerdo de la

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reciente experiencia del escritor-, su colonia At­kinson, su Eno's Fruit Salt y su cigarro Henry Clay. De poco le sirve su sweet Meg y sus toma­duras de pelo al pobre Mosiú Levitón, aquel «sa­jón nacido en solar ibérico», alma de la troupe circense. Tras recorrer un tortuoso camino de pu­rificación, Alberto llega a querer ser, como escri­tor, «conciencia de la humanidad», ya que «nada hay que sea feo ... nada hay que sea una mala acción»: Emerson y Whitman en estado puro, y ya sabemos lo que la gaviota le dijo al cuervo acerca de estos señores. El paraíso horaciano des­crito en Telling the bees, el famoso poema de Whit­tier con que finaliza la novela, se transforma en infierno por boca del fatal cancerbero que es tita Anastasia: «Que en por los siglos de los siglos te queme el alma Satanás!» ... Y así finaliza la novela que registra mayor influencia de lo inglés en la obra de Ayala.

La siguiente es Troteras y danzaderas (1913), ese gran fresco de la vida bohemia matritense escrito por Ayala desde Alemania. No cede esta novela en cuanto a espíritu inglés, por lo que a citas y lemas de autores británicos se refiere. Pero también hay episodios de mayor trascendencia. Uno es la presencia de Walt Whitman, al que Ayala sigue dando vueltas. Alberto, tras traducir unos versos del Song of Myself, propone titular­los: Nací en la Mancha. Cae Ayala en la cuenta del carácter ibérico del bardo norteamericano: su vitalismo individualista, su profundo anarquismo anímico, su indomable sentido de la libertad. Es lo que Pemán, escribiendo sobre Ayala, denominaba el «chistar sin obedecer», propio del anarquismo ibérico y tan equidistante del «obedecer sin chis­tar», propio del gregarismo germánico, como del «obedecer chistando», privativo de la cultura an­glosajona.

El otro espisodio a que nos referíamos es la lectura ante Verónica, por parte de Alberto, del Otelo de Shakespeare. Verónica se va identifi­cando sucesivamente con los distintos personajes de la obra. En todos encuentra su correspondiente razón vital: ninguno es «malo»; todos tienen razón a su modo. Ese gran diseccionador de las pasiones humanas que es Shakespeare le proporciona a Ayala la base teórica de toda su especulación dramática, como él mismo admite en el prólogo a Las máscaras. Su concepción sobre la tragedia se enfrenta así a la de Ortega, para quien el drama se centra en los actos de voluntad del propio héroe, y no en el espectador (Verónica), como en Ayala: Leon Livingstone ha visto aquí la influencia del pensador inglés David Hume, a quien Ayala, desde luego, cita en varias ocasiones.

Pero Alberto, ese pilgrim entre mundano y agó­nico, ya no es el protagonista de Troteras. Si algún protagonista hay aquí, es indudablemente Teófilo, el lamentable poeta modernista... que vive dos vidas, la real y la imaginaria, igual que Walter Mitty, como ya ha notado Amorós. Hay muchas carátulas o'neillianas en esta obra, desta-

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cando qmza, como quiere Baquero Goyanes, la del inefable don Teófilo. Importante es, en fin, destacar que en esta obra, en la que significativa­mente Alberto va realizando un discreto mutis por el foro, hay ya mucho de novela-ensayo, y la novelística ayalina va discurriendo por los sende­ros de «la novela que se parece cada vez menos a una novela»: la de un Joyce o un Huxley.

Las Novelas poemáticas de la vida española (1916) son el refinado canto del cisne del primer Ayala, que por lo que a la novela se refiere inau­gurará pronto su segunda, y por desgracia defini­tiva, etapa de «temas universales». Por lo que a nuestra parcela respecta, en Prometeo tenemos la curiosa admiración profesada por ese nuevo Uli­ses, reencarnado en Pilares, que es el inefable Marco de Setiñano, por los ingleses. Admira su pragmatismo, que para él tiene algo de heroico: «En ellos vio algo que se acercaba al arquetipo heroico hacia donde él se orientaba, en el cual se funde la fortaleza, la gracia y la astucia en propor­ciones de equilibrio perfecto». Esto es pensa­miento no sólo de Marco, sino del propio Ayala: su britanismo se asentaba y encontraba en casa dentro de los esquemas normativos de su afición por el mundo clásico, como queda patentizado en muchos de sus ensayos.

Nos encontramos ahora con un novelista, más intelectual que nunca, que en éstas sus últimas obras novelísticas interna/iza sus influencias in­glesas: se reduce, casi desaparece, el «dandysmo» y su cohorte de anglicismos redichos y personajes medio ingleses; pero se produce una clara sintonía con la novela europea, y concretamente inglesa, más vanguardista.

Aún así, todas estas obras -y en ello enlazan con las anteriores- tienen una o dos facetas en las que el espíritu formalmente inglés es fundamental: en Belarmino y Apolonio (1921), la filosofía es­penceriana, que Sara Suárez ha visto a propósito de la discusión estética entre Lirio y Lario en plena Rúa Ruera; así como las teorías lingüísticas ayalinas, que para Carlos Clavería proceden de la lectura del germano-oxoniano Max Müller y sus célebres Lectures on the Science of Language. En la siguiente, Luna de miel, luna de hiel, y su segunda parte, Los trabajos de Urbano y Simona (1923), las novelas de la educación erótica, nos encontramos con que la fase «plenilunio» no es sino desarrollo y ampliación de una de las cartas de Pamela en la novela epistolar del mismo título escrita por el inglés Richardson, como ya vio Julio Matas. La novela de Richardson gira, igual que la de Ayala, en torno al eje inocencia-erotismo, y sabemos que Ayala conocía bien a este autor. Finalmente, en Tigre Juan y su secuela El cura­dero de su honra (1926), el tema del honor y los celos de Tigre Juan, amanuense y sangrador, trae a colación, en ocasiones, al Otelo de Shakespeare, como cuando el inefable vendedor del Fontán re­vive unas frases del moro de Venecia, «que había representado alguna vez en el teatro de la Fon-

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Embajador en Londres.

tana», y exclama patéticamente: «¡ Tan pronto como dejo de amarla, el mundo se convierte en un caos!». A renglón seguido le corta Ayala, el Ayala de la risa entre buena y mala, que dijo Valle­Inclán, por medio de Nachín de Nacha: «Ruede a sus anchas el mundo. El mundo no tiene igua».

Lo que no tiene igua, además del mundo, es que Ayala está definitivamente imbricado, con es­tas obras, en las más vanguardistas y renovadoras tendencias de la novelística contemporánea, en gran parte capitaneadas por autores ingleses y americanos. Aquel iceberg de que hablábamos al principio da la vuelta, y nos muestra su opípara parte oculta. Ya no se trata de una influencia más o menos directa de tal o cual autor, ni muchomenos de un gusto meramente «dandy» por loinglés: Ayala, tras un _período de aprendizaje y

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vivencias en el cual la cultura inglesa juega un papel primordial, se codea en estas obras con el alemán Thomas Mann, con el francés Marce! Proust, con el americano William Faulkner y, so­bre todo, con los británicos Joyce, Virginia Woolf, Aldous Huxley o D. H. Lawrence.

La frase ya citada de Alejo Carpentier es ahora perfectamente aplicable a la novelística ayalina, con sus «capítulos prescindibles», sus ensayos de técnica teatral y sus poesías, su estructuración original y sus grandes «flash-back», sus digresio­nes ensayísticas y su tratamiento del tiempo. Si A.M.D.G. nos recordaba al Retrato del artistaadolescente, ahora tenemos a un zapatero filósofoque -nada menos- se inventa un lenguaje de usopropio, y que nos trae a la mente (ya lo ha notadoGuillermo de Torre) al Finnegan's Wake, del pro-

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pío Joyce. Toda la obra Luna de miel, luna dehiel, y su segunda parte, Los trabajos de Urbanoy Simona, es un cuento de hadas, tan fantástico e inverosímil como hermoso, que, mutatis mutan­dis, podría haber sido escrito por un Kafka o un Joyce. Y, por otra parte, el ideal de Ayala por lo que a educación erótica se refiere, como recuerda Andrés Amorós en ese libro fundamental que es La novela intelectual de Ramón Pérez de Aya/a,es parangonable al expuesto por D. H. Lawrence en el canto al amor y la naturaleza que es Elamante de lady Chatterley: «Quiero que los hom­bres y las mujeres puedan pensar las cosas sexua­les plenamente, honestamente, limpiamente». Y dice Ayala, por boca de don Cástulo y don Leon­cio respectivamente: «Lo absurdo es que no po­damos hablar naturalmente de cosas naturales», y «lo tenemos que aprender [lo que es el amor) de tapadillo, cuchicheando ... »

En cuanto a Tigre Juan, la estructuración musi­cal de las partes y la consiguiente concepción del todo como una sinfonía, es un intento paralelo al ensayado por Huxley en Contrapunto (publicado en 1928, es decir, dos años más tarde que la obra de Ayala), siendo a su vez ambos parangonables a la composición «en rosetón» de Marcel Proust y, en fin, a los intentos generalizados de los más vanguardistas autores contemporáneos para que la novela se vaya pareciendo cada vez menos a una novela -léase, a una novela decimonónica tradi­cional-.

* * *

En el Instituto de Mieres se descubrió hace poco una piedra conmemorativa con la siguiente sentencia de Belarmino y Apolonio:

Pero este hombre, cuando, en lugar de ver tantas cosas en una sola cosa, en todas las cosas distintas no vio ya sino una y la misma cosa, porque había penetrado en el sentido y en la verdad de todo; al llegar a esto, este hombre ya no volvió a hablar ni una palabra. Y los demás le llamaban loco.

Si Ayala levantara la cabeza en éste su centena­rio, se dirigiera a la sala de profesores del «Ber­naldo de Quirós» y viera la piedra, sin duda pon­dría su mejor sonrisa, entre buena y mala, y se reiría de sí mismo y del mundo, incluidos usted, beatífico lector, y yo, al ver que, como el Cid campeador, gana batallas después de muerto: ¿Qué pinta una lápida que nos habla, desde el estofado de sus letras doradas, de afasia y locura, en un centro donde si algo se intenta es cultivar la cordura por medio de la comunicación?

A Ayala, como buen asturiano, no se le puede tomar nunca demasiado en serio. ¿O es el silencio y la locura lo único que se puede y se d�be tomar en serio? Preguntádselo a Be- ... larmino, aunque no estoy muy seguro de ...., si os responderá.