el aguila del imperio

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7/30/2019 El aguila del imperio http://slidepdf.com/reader/full/el-aguila-del-imperio 1/116 EL AGUILA DEL IMPERIO SIMON SCARROW  LIBRO I DE QUINTO LICINIO CATO, DE LEGIONARIO A OPTI O

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EL AGUILA DEL IMPERIO

SIMON SCARROW 

LIBRO I DE QU I N T O LI C I N I O CATO , DE LEGIO NARIO A O PTI O

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PLANETA DeAGOSTINIColecc i ón : Nove las de Grec ia y RomaDi rec to r ed i to r i a l : V i rg i l i o O rtegaDi rec to r ed i to r i a l de Rea l i zac i ones : Fernando Cara l tC o o r d i n a c i ó n : M a c a r e n a d e E g u i l i o rRea l i zac i ón : I sabe l J iménezDiseño cub ie r ta : Hans RombergR e a l i z a c i ó n g r á f i c a : G u i l l e m S a n z

 

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Para Audrey y Tony, buenos padres y mejores amigos. 

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O r g a n i z a c i ó n d e u n a l e g i ó n r o m a n a

La segunda legión, al igual que todas las legiones romanas, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. Launidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo en elmando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto de las barracas, o una tienda siestaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble.A cada legión la aco mpañaba una unidad de caballería de ciento veinte hom bres, distribuida en cuatro escuadron es quehacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales:

 El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta años y dirigía la legión hasta un

máximo de cinco años . Su propó sito era hacerse buena fama a fin de mejorar su cons iguiente carrera política. El prefecto de campamento era un veterano de edad avanzada que había sido centurión jefe de la legión y se

encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra y estaba al m ando de la legión cuandoel legado se ausentaba o quedaba fuera de combate.

 Seis tribunos eran oficiales no profesionales. Eran hombres jóvenes de unos veinte años que servían por primera

vez al ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asum ir el cargo de o ficial subalterno en laadministración civil.

 

El tribuno superior, en cambio, estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión. Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión. Eran celosamente escogidos por su

capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. No es de extrañar, así, que el índice debajas entre éstos superara con mucho el índice de bajas en otros rangos. El centurión de mayor categoría dirigía laprimera centuria de la primera cohorte, y solía s er una persona res petada y laureada.

 Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender

a comandantes de las unidades auxiliares de caballería. A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando

menores. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión. Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado para un período de quince

años. En principio, sólo se reclutaban ciudadanos romanos, pero, cada vez más, se aceptaba a hombres de otraspoblaciones, y se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones.

 Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de

otras provincias ro manas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras técnicas especializadas. Se lesconcedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio.

 

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P r ó l o g o

—Es inútil, señor, este trasto se ha embarrancado hasta el fondo.El centurión se recostó contra el carro e hizo una pausa para recobrar el aliento. A su

alrededor, una veintena de legionarios agotados aguantaban el hediondo olor del cieno de lasmarismas, que les llegaba a la cintura. Desde el margen del camino, el general seguía con unafrustración creciente los esfuerzos de sus hombres. Al disponerse a subir a bordo de uno delos barcos de evacuación, le habían dado la noticia de que el carro se había salido delestrecho sendero. De inmediato, había montado uno de los pocos caballos que quedaban yatravesado las marismas a fin de conocer de primera mano la situación. El carro, hundido por elpeso del arcón que contenía, se resistía a todos los esfuerzos que hacían los soldados paradesvararlo. Ya no quedaba ayuda disponible dado que la retaguardia, tras cargar el barco, sehabía hecho a la mar. Entre el carro varado y el ejército de Casivelauno, que pisaba los talonesa los otrora invasores romanos, tan sólo quedaban el general, estos hombres y una escasaalineación de la unidad de caballería.

Al general se le escapó un exabrupto y su caballo levantó la cabeza asustado desde elbosquecillo. Era obvio que el carro era insalvable y el arcón demasiado pesado para sertransportado hasta el último barco, que esperaba anclado. Por seguridad, la llave del arcón laguardaba el intendente, que ya había zarpado.

Además, el arcón se había construido de forma que fuera imposible abrirlo sin lasherramientas apropiadas.

—¿Y ahora, qué, señor? —preguntó el centurión.El general dio una larga y dura mirada en silencio al arcón. No podía hacer nada, nada en

absoluto. Ni el carro, ni el arcón ni su contenido se moverían. Por un momento se atrevió adesest imar aquella posibilidad, ya que la pérdida del arcón supondría un ret roceso de al menosun año en sus planes políticos. En aquel momento desesperante de indecisión, un cuerno enson de guerra retumbaba cada vez más cercano. Una expresión de terror se apoderó de loslegionarios, y empezaron a vadear el cieno para recoger las armas que habían dejado en elcamino.

—¡Quedaos donde estáis! —bramó el general—. ¡No os he ordenado que os mováis!A pesar de tener al enemigo cada vez más cerca, los legionarios se detuvieron, tal era el

respeto que les infundía su comandante. Tras mirar por última vez el arcón, el general bajó lacabeza al t omar la decisión.

—Centurión, deshazte del carro.—¿Señor?—Deberá quedarse aquí hasta que volvamos el próximo verano. Hundidlo un poco más

hasta que el lodo lo cubra entero, haced una señal en el lugar y volved a la playa tan rápidocomo podáis. Haré que os tengan preparada una gabarra.

—Sí, señor.El general se dio una palmada con furia en el muslo, subió al caballo y se dirigió hacia la

playa a través de las marismas. Tras él se escuchó otro estallido del cuerno de guerra y losgolpes de espada de la unidad de caballería que combatía con la vanguardia del ejército deCasivelauno. Desde el momento del desembarco hasta ahora, que huían hacia la Galia, loshombres de Casivelauno no habían dejado de perseguir al ejército romano, en un constantehostigamiento a los soldados de vanguardia y retaguardia, sin mostrar un atisbo de piedad porlos invasores.

—¡Adelante, muchachos! —gritó el cent urión—. Un últ imo empujón..., apoyad los hombroscontra el carro. ¿Listos? ¡Empujad!

El carro se hundió poco a poco en el fango; de las grietas de la base brotaba un aguapantanosa de color marrón oscuro que iba cubriendo el lado visible del arcón.

—¡Vamos, empujad!Con un últ imo empellón, los hombres soltaron el carro en el cieno, y éste desapareció bajo

el agua oscura con un borboteo, dejando tras de sí un pequeño remolino sobre la superficieviscosa, quebrada únicamente por la vara del carro.

—Ya est á, muchachos. De vuelta al barco. Rápido.Los legionarios vadearon el lodo hasta la orilla y recogieron los escudos y las lanzas,

mientras el centurión esbozaba a t oda prisa un mapa del lugar en la tablilla de cera que llevabacolgada del hombro. Trazado el mapa, cerró la pizarra de golpe y se unió a sus hombres. Peroantes de ponerse en marcha la columna, un súbito golpeteo de cascos en el camino hizo darmedia vuelta a sus hombres, aterrados, sobrecogidos por el miedo. Instantes después, ungrupo de la unidad de caballería surgió a galope de ent re la niebla, cerca de la infantería. Entreellos, vieron a un hombre reclinado sobre el lomo de un caballo que corría con sangre del jineteen un costado. Momentos después desaparecieron.

Casi al instante oyeron llegar más caballos, esta vez acompañados de los crudos gritosbritanos que habían horrorizado antes a los legionarios. Unos gritos de guerra triunfales queprovocaron un escalofrío al ejército romano.

—¡Jabalina en ristre!El centurión gritó y sus hombres enarbolaron las armas arrojadizas a la espera de la orden.

El estruendo de sus perseguidores, invisible y aterrador, se aproximaba entre la neblina. Almomento aparecieron muy cerca unas figuras grises e imprecisas.

—¡Lanzad!Las jabalinas volaron en parábola y se perdieron de vista para caer sobre los imprudentes

britanos, que gritaron al ser alcanzados.—¡Formad fila! —gritó el centurión—. ¡A las órdenes..., rápido!La pequeña columna apretó el paso por el camino que les conduciría hasta el último y

lejano barco de evacuación que les esperaba y les pondría a salvo; el centurión marchaba junto a la fila sin dejar de mirar con inquietud hacia la neblina que envolvía el camino recorrido.La descarga de jabalinas no había retrasado demasiado a los britanos, y pronto oyeron otravez los cascos cerca, esta vez más cautos y pausados.

El centurión percibió un ruido sordo y uno de sus hombres emitió un grito ahogado dedolor. Se dio la vuelta y vio que de la espalda del último legionario sobresalía el asta de unaflecha. El herido, respirando a duras penas por la sangre en los pulmones, se desplomó sobrelas rodillas, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

—¡Al trote!Los cinturones y arneses de los legionarios se agitaban al acelerar éstos el paso en un

intento por distanciarse de sus invisibles hostigadores. De la neblina surgieron más flechaslanzadas a ciegas contra los romanos. Aun así, algunas dieron en el blanco y la columna desoldados fue reduciéndose según los hombres se desplomaban sobre el camino y, con laespada desenvainada, aguardaban su t riste final. Cuando el cent urión alcanzó la última colina,donde las marismas daban paso a la arena y los guijarros, sólo le quedaban cuatro hombres. Eldébil sonido del mar era alentador, y la ligera brisa de sept iembre disipaba la neblina que teníapor delante.

De repente, el camino desapareció. A doscientos pasos de ellos, una pequeñaembarcación les esperaba entre las olas. Mar adentro había un t rirreme anclado entre el suaveoleaje y, a lo lejos, en el horizont e, las manchas oscuras de la flota invasora se desvanecí an enla penumbra del ocaso.

—¡Corred hacia el barco! —gritó el centurión, tirando al suelo la espada y el escudo—.

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¡Corred!Los guijarros se dispersaban bajo sus pies al correr cuest a abajo hacia la embarcación. Al

instante, el cuerno de guerra retronó a sus espaldas. Los britanos ya divisaban el mar yespoleaban sus caballos para dar alcance a los supervivientes de su ataque antes de quepudieran ponerse a salvo. El centurión apretó los dientes y se lanzó por el suave declive,consciente de la inexorable proximidad del enemigo, pero no osó mirar atrás por miedo areducir el paso. En la parte t rasera del barco, vio a un hombre alto de pie que le apremiaba conademanes desesperados y, tras éste, la capa roja del general ondeando al viento. En cuantoavanzó unos cincuenta pasos, escuchó un grito agudo justo detrás de él; uno de los britanoshabía clavado una lanza al último legionario.

Desesperado por sobrevivir, el centurión atravesó la arena mojada de la orilla, avanzóentre las olas y se lanzó hasta la embarcación por la proa. Una manos impacientes loagarraron por los hombros y lo echaron hacia abajo con fuerza. Al momento, un legionario cayósobre él, intentando tomar aire. Los dos fornidos escoltas del general arrojaron sus lanzascontra los hostigadores que se habían detenido en la orilla, dado que ya habían ajustadocuentas con los invasores. Pero ya no llegaban a alcanzarles; el barco estaba en aguas másprofundas, y los remeros ya bogaban hacia el t rirreme, a salvo del enemigo.

—¿Habéis conseguido hundir el carro? —preguntó el general en tono preocupado.—Sí, señor... —resolló el centurión, y dio unas palmaditas a la tablilla de cera que llevaba

colgada a un lado—. Tengo un mapa, señor... Lo he trazado lo mejor que he podido, dado elpoco tiempo del que disponíamos.

—Bien hecho, centurión. Bien hecho. Déjamelo.Cuando el centurión le dio la tablilla al general, aquél miró a su alrededor y vio al único

hombre que habí a huido con él. Uno solo. Sobre la orilla, vio una veintena de jinetes agrupadosalrededor de otro de sus soldados, lo bastante estúpido para haberse dejado atrapar con vida,y se estremeció ante la idea de los horrores que aguardaban a aquel indefenso legionario.

Todos los hombres de a bordo observaban la escena en silencio hasta que, por fin, elgeneral habló.

—Volveremos. Volveremos y, cuando así sea, prometo que haremos que esos bellacos searrepientan del día en que se levantaron en armas contra Roma. Yo, Cayo Julio César, lo jurosobre la t umba de mi padre...

FRONTERA DEL RIN

Noventa y seis años más tarde, durante el segundo año del gobierno delEmperador Claudio

Finales del 42 d.C.

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C a p í t u l o IUna ráfaga de viento helado entró en la letrina al abrir la puerta el centinela.—¡Se aproxima un carro, señor!—¡Cierra la maldita puerta! ¿Algo más?—Y una columna de pocos hombres.—¿Soldados?—Creo que no. —El cent inela hizo una mueca—. A menos que haya habido cambios en la

instrucción de la marcha.El centurión de guardia levantó la vista con severidad:—Creo que no te he pedido tu opinión acerca de las normas, soldado.—¡No, señor!El centinela se cuadró ante la mirada de su superior. Tan sólo unos meses antes, Lucio

Cornelio Macro era un opt io, y todavía no habí a asimilado el ascenso a centurión. Sus antiguoscompañeros de rango aún le trataban como a un igual. Era difícil mostrar respeto por un

hombre a quien hacía poco habían visto como una cuba, vomitando vino barato. Pero Macrosabía que, a lo largo de los meses previos al ascenso, los oficiales superiores habíancontemplado la posibilidad de que ocupara la primera vacante en la categoría de centurión, y,por tanto, había procurado que sus indiscreciones fueran mínimas. Porque si valoraban suscualidades en conjunto, Macro era un buen soldado —cuando servía como tal—, aplicado ensu deber, digno de confianza y obediente; además, se podía contar con él para resistir en lalucha y mot ivar a los demás a hacer lo mismo.

De repente, Macro se dio cuenta de que hacía rato que miraba fijamente al centinela, yéste, como es natural, se sentía incómodo, al ser escrutado en silencio por un superior. Y unoficial podía ser un canalla imprevisible, pensó el cent inela, inquieto. En cuanto se les otorgabapoder, no sabían qué hacer con él o se limitaban a dar órdenes ret orcidas y estúpidas.

—¿Cuál es la orden, señor?—¿Orden? —Macro f runció el ceño—. De acuerdo. Ahora voy. Vuelve al port ón.—Sí, señor.El centinela dio media vuelta y salió rápidamente del cuarto de letrinas de los oficiales

subalternos, ante la mirada fulminante de media docena de centuriones. Una normasobreentendida era no permitir bajo ningún concepto la entrada a los soldados durante unareunión en las letrinas. Macro se aplicó el palo con la esponja, se subió los pantalones y sedisculpó ante los otros centuriones para salir a toda prisa.

Era una noche desagradable y soplaba un frío viento del norte que traía la lluvia de losbosques germanos. Ésta caía con fuerza sobre todo el Rin y sobre la fortaleza, y entraba enráfagas de aire helado entre los barracones. Macro sospechaba que no gustaba a sus nuevoscompañeros y estaba decidido a demostrar que se equivocaban. Aunque su propósito noestaba surtiendo precisamente el efecto deseado. La tarea de administrar el mando deochenta hombres se había convertido en una pesadilla: los pormenores de la distribución delas raciones, los turnos para la limpieza de las letrinas, los turnos de guardia, las inspeccionesde armas, las inspecciones de barracones, los libros de castigos, los recibos de la adquisiciónde pertrechos, la distribución del forraje para los caballos de la sección, el control de pagos,ahorros y funerales.

La única ayuda de la que disponía para desempeñar todas estas obligaciones proveníadel administrativo de las centurias, un tipo viejo y arrugado llamado Piso, de quien Macropresentía una actitud deshonesta o pura incompetencia. Macro no tenía forma posible deaveriguarlo, ya que era casi analfabeto. Tenía conocimientos básicos sobre letras y números,era capaz de reconocer la mayoría de éstos de forma aislada, pero de aquí no pasaba. Yahora era centurión, un rango que exigía ser letrado. El legado había dado por sentado que

Macro sabía leer y escribir al aprobar su nombramiento. Si se descubría que era tan analfabet ocomo un granjero, sabía que sería degradado de inmediato. Hasta entonces habíaconseguido sortear e l problema delegando en Piso los trámites burocrát icos, alegando que susotras tareas le ocupaban demasiado tiempo pero estaba seguro de que el administrativoempezaba a sospechar la verdad. Meneó la cabeza y se ajustó la capa al acercarse al portónde la fortaleza.

Era una noche cerrada y las nubes bajas oscurecían más el cielo, un claro indicio de quenevaría. Desde la penumbra se oían los sonidos propios de la vida en la fortaleza y que Macroya conocía desde hacía doce años. Se oía a las mulas rebuznar en los establos al final decada sección de barracones y a los soldados hablar y gritar desde las ventanas, a la luztemblorosa de las velas. En la barraca junto a la que pasaba, estalló una carcajada seguida deuna risa femenina más aguda. Macro detuvo el paso y escuchó. Alguien había conseguidointroducir a una mujer en el campamento. Ésta volvió a reír y empezó a hablar en latín con unfuerte acento, y su compañero la hizo callar al instante. Aquello suponía una flagranteviolación del reglamento, y Macro se dio la vuelta con brusquedad para disponerse a entrar.Entonces se detuvo. Su deber era irrumpir en el lugar dando gritos de autoridad, enviar alsoldado al cuartel militar y echar a la mujer del campamento. Pero esto significaba hacer unaanotación en el libro de cast igos, y, por tanto, tener que escribir.

Se contuvo, apartó la mano del cerrojo y volvió a la calle en silencio, al t iempo que la mujersoltaba otra risita que le remordió la conciencia. Echó un vistazo a su alrededor a fin deasegurarse de que nadie había presenciado su intento fallido de actuar y se apresuró hacia elportón sur. El maldito soldado se merecía una buena patada, y de haber pertenecido a sucenturia se la habría propinado; nada de papeleo, una buena patada en las gónadas paraasegurarse de que el castigo se correspondía con el delito. Además, por la voz, sólo podíatratarse de una de esas fulanas germanas del poblado próximo al campamento. Macro seconsoló con la idea de que aquel legionario tal vez contrajera la gonorrea.

Pese a la oscuridad que envolvía las calles, Macro se desplazaba por instinto en ladirección correcta, pues todas las bases respondían al mismo plano en campamentos yfortalezas. En cuestión de minutos, llegó a la calle más ancha de la Vía Pretoria y se dirigióhacia al portón, donde la calle atravesaba los muros y se prolongaba hacia la parte sur delcampamento base. El centinela que le había interrumpido en las letrinas le esperaba al pie dela escalera. Entró en la sala de guardia y subió la escalera de madera hasta la almena, dondeun brasero proyectaba un resplandor cálido e incandescente. Cuatro legionarios jugaban a losdados en cuclillas junto al fuego. Tan pronto apareció la cabeza del centurión por las escaleras,se cuadraron.

—Descansad, muchachos —dijo Macro—. Seguid con lo que hacíais.Cuando Macro levantó el pestillo, la puerta de la almena se abrió hacia dentro con un

golpe de viento y el brasero se inflamó. Macro salió y cerró de un portazo. En el pasillo deguardia, el viento batía con fuerza y le rizaba la capa; tanto, que le arrancó el pasador delhombro izquierdo. Macro se estremeció y lo agarró para sujetarlo con fuerza cont ra su cuerpo.

—¿Dónde están?El centinela miró con detenimiento a la oscuridad desde las almenas y apuntó su jabalina

en dirección sur, hacia una luz diminuta que parpadeaba en la parte t rasera de un carro. Macroforzó la vista y alcanzó a ver el contorno del vehículo y, tras éste, un grupo de hombrescaminando a duras penas. Al final de la columna, avanzaba con más orden la escolta, cuyotrabajo consistía en no permitir que los rezagados interrumpieran la marcha. En total habíaunos doscientos hombres.

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—¿Llamo a la guardia, señor?Macro se dio la vuelta hacia el cent inela:—¿Qué has dicho?—¿Llamo a la guardia, señor?Macro le miró cansinamente. Siro era uno de los hombres más jóvenes de la centuria y,

aunque Macro se sabía todos los nombres de los soldados bajo su mando, aún no conocíabien su forma de ser ni sabía sobre sus vidas.

—¿Hace tiempo que estás en el ejército?—No, señor. En diciembre hará un año.Macro pensó que no hacía mucho que había terminado la instrucción. Era evidente que

seguía al pie de la letra las normas y las aplicaba en todo momento. Con el tiempo aprendería;sabría encontrar el punto medio entre atenerse a ellas de forma estricta y hacer lo necesariopara salvar una situación.

—¿Por qué tenemos que llamar a la guardia?—El reglamento lo exige, señor. Si un grupo de hombres no identificado se acerca al

campamento, debe alertarse a la cent uria de guardia para cubrir el portón y los muros.Macro frunció el ceño sorprendido. Citaba de memoria. No cabía duda de que Siro se

había tomado la instrucción en serio.—¿Y luego qué?—¿Señor?—¿Qué pasa después?—El centurión de guardia, una vez sopesada la situación, decide si es necesario dar la

alerta general —contestó Siró sin variar el tono, y a continuación añadió—: señor.—Muy bien hecho.Macro sonrió y el centinela le devolvió la sonrisa aliviado, antes de que aquél se volviera

para mirar la columna que se acercaba.—Dime, ¿hasta qué punto crees que son una amenaza? ¿Te asustan, soldado? ¿Crees

que esos doscientos van a cargar contra nosotros, escalar los muros y matar salvajemente atodos los soldados de la segunda legión? ¿Qué crees?

El centinela miró a Macro, miró atentamente hacia las luces unos instantes y se volvióavergonzado al centurión:

—No lo creo.—No lo creo, señor —dijo Macro con brusquedad, al tiempo que le daba un golpe en el

hombro.

—Disculpe, señor.—Dime, Siro, ¿has prestado at ención a las inst rucciones para la guardia?—Por supuesto, señor.—¿Has prestado atención a cada detalle?—Creo que sí, señor.—Entonces recordarás que he dicho que esperábamos la llegada de un convoy de

reemplazo, ¿no? Y no tendrías que haberme sacado de la letrina y estropearme una buenacagada.

El centinela estaba abatido y le costaba soportar la expresión de resignación delcenturión.

—Lo siento, señor. No volverá a ocurrir.—Procura que así sea. De lo contrario, te doblaré las guardias de aquí a que acabe el año.

Reúne a los demás en el port ón. Yo llamaré a filas.Abochornado, el centinela saludó y volvió a la sala de guardia. Macro oyó a los soldados

levantarse y bajar las escaleras de madera para dirigirse hacia el port ón principal. Se sonrió. Elmuchacho era aplicado y se sentía culpable de su error. Lo suficiente para que no se repitiera.Eso estaba bien. Hasta ese punto se podía lograr que un soldado fuera de fiar, pues no senace soldado, reflexionó Macro.

Una inesperada ráfaga de aire sacudió al centurión, y éste se refugió en la sala de guardia.Se situó junto al brasero y suspiró aliviado cuando el calor invadió su cuerpo. Momentosdespués, abrió el post igo de la ventana y miró hacia la oscuridad de la noche. El convoy estabacerca y ya se distinguí an el carro y los hombres de la siguiente columna. «Un lamentable grupode reclutas—pensó—, sin un ápice de espíritu.» A pesar de avistar el refugio, seguíanmarchando con una penosa apatía.

De repente empezó a llover con más fuerza. Las gotas azotaban su piel, y ni aun así elconvoy aligeró el paso. Macro sacudió la cabeza en un ademán de desesperación y empezócon las formalidades. Abrió el postigo principal, sacó la cabeza por la ventana y respiró hondo.

—¡Alto ahí! —gritó—. ¡Identifíquense!El carro frenó a unos cincuenta metros del muro, y una figura junto al arriero se levantó

para contestar:—Convoy de refuerzo procedente de Aventico y escolta, Lucio Batacio Bestia al mando.—¿Contraseña? —exigió Macro pese a conocer perfectamente a Bestia, el centurión

superior de la segunda legión y, por tant o, muy por encima de su rango.—Erizo. ¿Permiso para aproximarnos?—Aproxímate, amigo.

El carretero apremió con el látigo a los bueyes para subir la cuesta que conducía alportalón, y Macro fue hasta el postigo de la fortaleza. Abajo, los centinelas se apiñaban a unlado para refugiarse de la lluvia.

—Abrid las puertas —ordenó Macro.Uno de los soldados se apresuró a descorrer el cerrojo y los otros apartaron la barra. Las

puertas de madera crujieron al abrirse de par en par cuando el carro ya había alcanzado el finalde la cuesta y t omaba impulso para entrar en el campamento. Desde la sala de guardia, Macroobservó al carro hacerse a un lado. Bestia saltó de su asiento para hacer señas con su bastónde vid a la procesión de nuevos reclut as, que iban cruzando el umbral empapados.

—¡Vamos, cretinos! ¡Moveos! ¡Deprisa! ¡Cuanto antes crucéis la puerta, antes entraréisen calor y antes os podréis secar!

Los reclutas, que habían seguido al carro a lo largo de más de trescientos kilómetros,empezaron a agruparse a su alrededor una vez dentro. La mayoría vestía capas de viaje yllevaba sus pertenencias en un atillo. Los más pobres no llevaban nada; algunos, ni siquieratenían capas y temblaban bajo la lluvia y el viento helado. Al final había una cadena de presosque habí an preferido el ejército a la cárcel.

Bestia enseguida se abrió paso entre la creciente multitud, apartando a los hombres conel bastón para hacerse un lugar entre ellos.

—¡No os quedéis ahí como borregos! Haced sitio para los soldados de verdad. Poneos alfinal de la calle y alineaos aquí . ¡¡Ahora mismo!!

El último de la fila cruzó a trompicones la entrada y siguió a los demás para ocupar unlugar en la línea irregular que se estaba formando frente al carro. Por último, la escolta deveinte hombres entró marcando el paso y se detuvo sincrónicamente al grito de mando deBestia. Hizo un pausa para evidenciar la comparación. Mientras, Macro daba a los cent inelas laorden de cerrar las puertas y volver a su trabajo. Bestia se volvió hacia los reclutas con laspiernas abiertas y las manos sobre las caderas.

—Estos hombres —Best ia los señaló con la cabeza— son miembros de la segunda legión,la legión augusta, la más fuerte de todo el ejército romano, no lo olvidéis. No hay una sola tribubárbara, por muy remota, que no haya oído hablar de nosotros ni sienta pánico hacia nosotros.

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La segunda legión es la unidad que ha matado a más escoria germana y la que más territoriosuyo ha conquistado. Y todo porque preparamos a nuestros hombres para ser los luchadoresmás malvados, más despiadados y más duros del mundo civilizado... Vosotros, en cambio, soisun montón de inútiles fofos e insignificantes. Ni siquiera sois hombres. Sois la forma de vidamenos digna de llamarse romana. Os desprecio a todos y voy a eliminar toda la escoria paraque sólo los mejores entren a formar parte de mi querida segunda legión y sirvan bajo el águila.Os he est ado observando desde Avent ico y, señoritas, no me han impresionado precisamente.Os alistasteis y ahora sois todos míos. Os instruiré, os curtiré, os haré hombres. Y entonces, siestáis preparados, y cuando yo lo decida, sólo ent onces, os permitiré ser legionarios. Si algunode vosotros no me da hasta la última brizna de energía y dedicación, lo destrozaré con esto —levantó en alto el sarmiento retorcido para que todos lo vieran—. ¿Ha quedado claro,miserables?

Los reclutas asintieron en un murmullo; algunos, de tan cansados, lo hicieron con lacabeza.

—¿Qué se supone que ha sido eso? —Bestia gritó enfadado—. ¡No he oí do una mierda!Se acercó a los reclutas y agarró a uno por el cuello de la capa. Macro se percató de que

éste no iba vestido como los demás. El corte de la capa era sin lugar a dudas caro, a pesar del

barro endurecido que lo cubría. Era el soldado más alto, aunque delgado y de aspectodelicado: la víct ima perfecta para un castigo ejemplar.

—¿Qué mierda es esto? ¿Qué carajo hace un soldado con una capa más cara de lo queyo me puedo permit ir? ¿La has robado, muchacho?

—No —contest ó el recluta con t ranquilidad—. Me la dio un amigo.Bestia le dio un golpe en el estómago con el bastón, y el recluta se dobló y cayó al suelo

sobre un charco. Best ia le miraba con el bastón levantado, a punto para otro golpe.—¡Cuando te dirijas a mí, di señor! ¿Entendido?Macro vio cómo el joven respiraba con dificultad al intentar responder. Bestia le atizó un

golpe más sobre la espalda, y el muchacho gritó.—Te he hecho una pregunta.—¡Sí, señor! —exclamó el recluta.—¡Más alto!—¡¡Sí, señor!!—Eso está mejor. Veamos qué más tienes por aquí .El centurión le cogió de un tirón la manta que le hacía las veces de bolsa y la abrió. El

contenido de ésta se desparramó por el suelo enfangado: algunas mudas, un frasquito, algo de

pan, dos pergaminos y un juego de caligrafía encuadernado en piel.—¿Pero qué...? —el centurión centró la mirada en esto último. Luego la levantólentamente—. ¿Qué es esto?

—Mis utensilios de escritura, señor.—¿Utensilios de escritura? ¿Para qué quiere un legionario utensilios de escritura?—Prometí escribir a mis amigos de Roma, señor.—¿Tus amigos? —Bestia se sonrió—. ¿No tienes a una madre a la que escribir? ¿Ni a un

padre? ¿Eh?—Murió, señor.—¿Sabes cómo se llamaba?—Por supuesto, señor. Era...—¡Silencio! —Bestia le interrumpió—. Me importa un carajo quién era. Aquí todos sois

unos cret inos. Así que dime, cret ino, ¿cómo te llamas?—Quinto Licinio Cato..., señor.—Bien, Cato, hay dos tipos de legionarios que saben escribir: los espías y los imbéciles

que se creen tan buenos que van a llegar a oficiales. ¿A qué grupo perteneces tú?El recluta le miró con recelo:—A ninguno de los dos, señor.

—En ese caso, estos bártulos no te harán ninguna falta, ¿verdad? —Bestia dio unapatada a los instrumentos y a los pergaminos, que cayeron en un canal de desagüe que habíaen medio de la calle.

—¡Cuidado, señor!—¿Qué has dicho? —el centurión se dio la vuelta bruscamente con el bastón preparado

—. ¿Qué me has dicho?—He dicho cuidado, señor. Uno de esos pergaminos es un mensaje personal para el

legado.—¡Un mensaje personal para el legado! Muy bien, en ese caso...Macro sonrió al ver al centurión vacilar por unos instantes. Había oído todo tipo de

excusas y explicaciones, pero era la primera vez que oía una así. ¿Qué demonios hacía unrecluta con un mensaje personal para el legado? Un gran misterio que además le había bajadolos humos a Bestia. Aunque por poco t iempo: el centurión clavó el bast ón en los pergaminos.

—Maldita sea, coge eso y tráelo aquí. Acabas de llegar y ya has puesto patas arriba elcampamento. Miserables reclutas —se quejó—. Me dais ganas de vomitar. Ya me has oído.¡Recógelo!

Mientras el recluta se agachaba a recoger sus pertenencias, Bestia gritó una serie de

órdenes para asignar un grupo de reclutas a cada miembro de la escolta para que loscondujeran a sus unidades correspondientes.—¡Moveos! ¡¡Tú no!! —Bestia se refería al recluta solitario que había conseguido guardar

sus pertenencias en la manta y ya se encaminaba, bajo la lluvia, hacia el grupo de soldados—.¡Aquí! ¿Y vosotros qué miráis?

La escolta de legionarios empezó a destacar sus órdenes. Mientras se llamaba yagrupaba a los reclutas, Bestia agarró el pergamino que Cato le ofrecí a. Resguardándolo comopodía de la lluvia, leyó la dirección del lacre. Comprobó el sello, volvió a comprobar la dirección,e hizo una pausa para pensar en el siguiente paso. Al levantar la vista a la sala de guardia,descubrió a Macro sonriendo. Aquello le hizo t omar una determinación.

—¡Macro! ¡Mueve el culo y baja!Instantes después Macro estaba cuadrado frente a Bestia, bajo la lluvia, que le hacía

guiñar los ojos a cada gota que caí a del ala de su casco.—Parece auténtico. —Bestia sacudió el pergamino bajo la mirada del oficial subalterno—.

Quiero que te lleves esto y que escoltes a nuestro amigo hasta el cuartel general.—Estoy de guardia.—Te sustituiré hasta que vuelvas. Moveos.—¡Cretino! —renegó Macro para sí. Bestia no t enía ni idea de la importancia de la carta, ni

siquiera de si era auténtica. Pero prefería no arriesgarse. En estos tiempos, lascomunicaciones a los legados se transmitían por medios extraños, incluso cuando procedíande altos rangos. Mejor sería que otro cargara con la culpa, en caso de que la carta no tuvieraningún valor.

—Sí, señor —contest ó Macro con desgana, al coger el pergamino.—No tardes demasiado, Macro. Tengo una cama caliente esperándome.Bestia se encaminó hacia la sala de guardia y subió las escaleras al abrigo del cuarto de

centinelas. Macro lo fulminó con la mirada. Luego se dio la vuelta para echar un vistazo alnuevo recluta, el causante de la caminata bajo la lluvia hasta el edificio del cuartel general.Tuvo que alzar la cabeza para escrutar al muchacho, que le sacaba unos treinta centímetros.Bajo la capa de viaje había una mata de pelo negro que la lluvia había aplastado formando

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hebras desordenadas. Bajo una frente plana, dos ojos penetrantes destellaban a cada lado deuna nariz larga y fina. El chico tenía la boca cerrada, pero el labio inferior temblaba ligeramente.Pese a tener la ropa empapada y salpicada de barro tras el largo viaje desde el depósito deAventico, ésta era de una calidad sorprendente. En cuanto a los utensilios de escritura, loslibros y la carta para el legado... Era evidente que aquel recluta tenía algo especial. Sabía quéera el dinero, pero, en tal caso, ¿por qué alistarse en el ejército?

—Cato, ¿verdad?—Sí.—A mí también se me llama señor —le dijo Macro con una sonrisa.Cato se puso erguido en una posición parecida a la de firme y Macro se rió:—Descansa, muchacho. Descansa. No desfilas hasta mañana por la mañana. Vamos a

entregar esta carta.Macro le dio un suave empujón y se dirigieron hacia el centro de la base, donde se divisaba

el imponente edificio del cuartel general. De camino, miró detalladamente la carta por primeravez y soltó un silbido.

—¿Sabes qué significa este sello?—Sí..., señor. Es el sello imperial.

—¿Y por qué el servicio imperial iba a ut ilizar a un recluta de mensajero?—No tengo ni idea, señor —contestó Cato.—¿De quién es?—Del emperador.Macro contuvo una exclamación. Decididamente, el chico había suscitado su interés.

¿Qué diablos hací a el emperador enviando un mensaje a t ravés de un recluta miserable? A noser que aquel muchacho fuera más importante de lo que parecía. Macro decidió que haríafalta un acercamiento diplomático inusual si quería saber algo más.

—Disculpa la pregunta, pero ¿por qué estás aquí?—¿Por qué estoy aquí, señor? Me he alistado al ejército, señor.—¿Pero por qué? —insistió Macro.—Por mi padre, señor. Antes de morir, estuvo en el servicio imperial.—¿A qué se dedicaba?Al ver que el chico no contestaba, le miró y vio que tenía la cabeza gacha y una expresión

preocupada:—Di.—Era un esclavo, señor —la vergüenza al admitirlo era evidente, incluso para un tipo

franco como Macro—. Antes de ser liberado por Tiberio. Yo nací poco antes.—Qué duro —Macro le compadeció; la categoría de liberto no se heredaba—. Entiendoque tú fuiste emancipado poco después. ¿Te compró tu padre?

—No se le permitió, señor. No sé por qué razón, Tiberio no le dejó hacerlo. Mi padre murióhace unos meses. En su testamento pedía que se me liberara a condición de que siguierasirviendo al Imperio. El emperador Claudio aceptó, siempre y cuando me alistara en el ejército, yaquí estoy.

—Hum. No es un trat o excelente que digamos.—No estoy de acuerdo, señor. Ahora soy libre. Es mejor que ser esclavo.—¿De verdad lo crees? —Macro sonrió. No parecía un buen cambio de categoría: de las

comodidades de palacio a la dura vida en el ejército, y la posibilidad ocasional de arriesgar lavida en la batalla. Macro había oído que algunos de los hombres más ricos y poderosos deRoma estaban entre los esclavos y libertos empleados en el servicio imperial.

—No importa, señor —terminó Cato en tono amargo—. Tampoco tuve ninguna posibilidadde escoger.

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C a p í t u l o IILos guardias a la puerta del edificio del cuartel general cruzaron las lanzas en cuanto

vieron salir a dos personas de la oscuridad: una llevaba el yelmo con cresta propio de uncenturión y la otra era un joven desaliñado. Entraron en el pórtico, a la luz de las antorchassujetas con abrazaderas.

—La contraseña.—Puerco espín.—¿De qué se trata, señor?—Este chico trae un despacho para el legado.—Un momento, señor.El guardia se dirigió hacia el patio interior y los dejó bajo la atenta mirada de los otros

guardias, tres hombres corpulentos, seleccionados para formar parte de la escolta del legado.Macro se desabrochó la correa de la barbilla y se quitó el casco para sujetarlo bajo el brazo,listo para presentarse ante un superior. Cato dejó caer el suyo sobre la espalda y se apartó las

greñas a un lado. Durante la espera, Macro se dio cuenta de que el joven se mirabaminuciosamente, a pesar de los escalofríos. Macro se compadeció de él al recordarse a símismo a la espera de ser admitido en el ejército: la emoción se mezclaba con el miedo a unmundo completamente desconocido de normas estrictas, peligros y una vida dura, lejos de lacomodidad del hogar.

Cato empezó a escurrirse el agua de la capa y pronto se formó un charco a sus pies.—¡Deja de hacer eso! —saltó Macro—. Lo estás poniendo todo perdido. Ya te secarás

después.Cato le miró con la capa entre las manos. Iba a quejarse cuando se dio cuenta de que los

otros soldados le miraban con desaprobación.—Lo siento mucho —murmuró y soltó la capa.—Mira, muchacho —dijo Macro lo más amablemente posible—, a nadie le importa que un

soldado esté hecho un desastre si no puede evitarlo. Lo que molesta es un soldado que no seestá quieto. Eso crispa los nervios. ¿Verdad, chicos?

Se dio la vuelta a los guardias, que asintieron con la cabeza rotundamente.—Así que, a partir de ahora, estate quieto. Acostúmbrate a no moverte y a esperar. Te

darás cuenta de que así es como pasamos la mayor parte del tiempo.Los guardias suspiraron en un gesto de conformidad. Se acercaron unos pasos

procedentes del patio interior y el guardia volvió al pórt ico.—Por favor, señor, sígame. El chico también.—¿Nos va a recibir el legado?—No lo sé, señor. Me han ordenado escoltarles hasta el tribuno superior. Por aquí, por

favor.Atravesaron un arco y llegaron a un patio rodeado de un pasillo cubierto. El agua de la

lluvia se derramaba por las t ejas y caía a chorros por los canalones que la desviaban a la calle.El guardia los llevó a un lado del patio hasta una entrada situada en el lado opuesto al pórtico.Tras la puerta, el edificio se ensanchaba en una gran sala con oficinas a cada lado y, al fondo,una enorme cortina púrpura cubría el altar de la legión. Dos portaestandartes con las espadasdesenvainadas estaban cuadrados frente a la cortina. El guardia torció a la izquierda, sedetuvo ante una puerta y llamó dos veces.

—Adelante —invitó a entrar una voz, y el guardia abrió la puerta al instante.Macro entró el primero e hizo señas a Cato para que le siguiera. Era una sala estrecha,

pero se prolongaba lo suficiente para albergar una mesa a lo largo de una pared y un estantede pergaminos al fondo. Sentado a la mesa había un tribuno. Macro lo conocía de vista, AuloVitelio, un mujeriego de Roma que había decidido decantarse por la carrera política a partir de

la administración de la legión. Vitelio era un hombre gordo cuya piel aceitunada revelaba suorigen del sur de Italia. Al ent rar las visitas, echó su silla hacia atrás y se volvió hacia ellos.—¿Dónde está esa carta? —Tenía una voz cavernosa y mostraba cierta impaciencia.Macro se la entregó y dio un paso atrás. Cato permaneció a su lado en silencio, junto al

brasero. Sonrió de sat isfacción al sentir el calor en el cuerpo y dejó de t emblar.Vitelio echó una mirada rápida a la carta y pasó los dedos por el sello imperial, muerto de

curiosidad.—¿Sabes qué es esto?—El chico dice que es...—No te pregunto a t i, centurión... ¿Y bien?—Creo que se trata de una carta personal del emperador Claudio, señor —contestó Cato.Al tribuno no le pasó desapercibido el carácter «personal» que recalcó Cato, y aquél clavó

una mirada fría sobre el muchacho.—¿Y qué crees que pueda ser tan personal que el emperador te haya confiado a ti la

entrega de la misma?—No lo sé, señor.—Exacto. De modo que puedes dejármela e irte tranquilo. Me encargaré de que el legado

la reciba a su debido t iempo. Pueden retirarse.Macro se dirigió de inmediato hacia la puerta, pero el joven recluta vaciló.—Disculpe, señor. ¿Me permite la carta?Vitelio levantó la vista atónito, al tiempo que Macro agarraba del brazo al chico.—Vamonos, muchacho. El tribuno es un hombre ocupado.—Se me ordenó que lo ent regara en persona, señor.—¿Cómo te atreves? —dijo Vitelio en voz baja juntando las cejas, a la vez que el fuego

del brasero se reflejaba sobre unos ojos oscuros.Por un instante Macro observó el intercambio de expresiones; la ira contenida del tribuno

frente al miedo y desafío del muchacho. En un gesto repentino, el tribuno dirigió su mirada alcenturión y forzó una sonrisa.

—De acuerdo. En persona será. —Vitelio se levantó con el pergamino en la mano. —Acompáñame.

Vitelio les condujo a través de un corto pasillo en pendiente que desembocaba en unaantecámara, donde el secretario del legado trabajaba en una mesa colocada junto a unaenorme puerta tachonada. Éste alzó la cabeza al verlos y, ante la presencia de Vitelio, selevantó con aire cansino.

—¿Puedo ver al legado? —preguntó Vitelio en tono firme.

—¿Es urgente, señor?—Se trata de un envío del emperador.Vitelio extendió el brazo para mostrar el sello. El secretario llamó enseguida al despacho

del legado sin esperar respuesta, entró y cerró la puerta. Se hizo un silencio, y luego la puertavolvió a abrirse. El secretario hizo pasar a Vitelio y ordenó con la mano a los otros queesperaran. Desde fuera, Macro oyó perfectamente a Vespasiano levantar el tono de voz,interrumpido por algún monosílabo de Vitelio. El rapapolvo no duró demasiado, pero el tribunoprocuró fulminar con la mirada al centurión al pasar junto a él, de camino a la oficina de la salade administración.

—El legado les espera —el secretario les hizo una señal con el dedo.Macro estaba furioso con Bestia. Él se encargaría de aquella maldita carta. Se le había

ordenado acompañar al muchacho al cuartel general, y estaba a punto de enfrentarse a la ira

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del legado por hacerle perder su valioso tiempo. Si el legado podía hacer callar a gritos altribuno, sólo los dioses sabían qué haría con un humilde centurión. Y todo por culpa delmaldito chico. En un acto reflejo, Macro pasó al joven la mirada que había recibido de Vitelio ytragó saliva, nervioso, al cruzar a paso rápido la puerta, ante la presencia del orgullososecretario. En aquel momento habría preferido luchar él solo contra diez guerreros galos.

Como cabía esperar, el despacho del legado era espacioso. La parte del fondo albergabauna mesa con la parte superior de mármol tras la que se sentaba Tito Flavio SabinoVespasiano, quien levantó la vista de la carta con el ceño fruncido.

—Bien, centurión. ¿Qué haces aquí ?—¿Señor?—Deberías estar de guardia.—Obedezco órdenes, señor. Se me ordenó acompañar a este nuevo recluta al cuartel

general y asegurarme de que le llegaba la carta.—¿Quién te envía?—Lucio Batacio Bestia. Me está relevando hast a que vuelva, señor.—¿Te está relevando? —Vespasiano frunció el ceño. Luego miró al joven recluta de pie,

 junto a Macro, inmóvil para destacar lo menos posible. El legado escrutó de un vistaz o al chico

para sopesar su potencial—. ¿Tú eres Quinto Licinio Cato?—Sí, señor.—¿De palacio? —Sí, señor.—No es muy normal, que se diga —dijo Vespasiano en tono pensativo—. De palacio no

salen demasiados reclutas para las legiones, a excepción de mi esposa; hasta a ella le estácostando adaptarse a las míseras estancias privadas del legado. Dudo que nuestro estilo devida sea de t u agrado, pero ahora eres un soldado, y no hay más.

—Sí, señor.—Esta carta —Vespasiano agitó el manuscrito— es un mensaje de presentación. Por lo

general, mi secretario se encarga de este tipo de asuntos banales porque yo tengo mejorescosas que hacer, como por ejemplo, estar al mando de la legión. De modo que puedes figurartehasta qué punto me ha irritado que el tribuno perdiera su tiempo y, más todavía, el mío, coneste asunto. —Vespasiano hizo una pausa, y los dos subordinados se empequeñecieron bajosu mirada. Luego prosiguió con un tono más moderado—: Sin embargo, dado que est a carta esde Claudio, como bien sabéis, debo respetar su poder para molestar a uno de sus legados condetalles insignificantes. Me dice que en agradecimiento al servicio prestado por tu padre aRoma en sus últimos años de vida te convierte en un hombre libre, y desea que te nombre

centurión de mi legión.—Oh —contestó Cato—. ¿Eso es algo bueno, señor?Macro resopló de furia por un momento antes de recuperar el control y apretar los puños

contra los muslos.—¿Ocurre algo, centurión? —preguntó Vespasiano.—No, señor —alcanzó a mascullar Macro entre dientes.—Bien, Cato —siguió diciendo Vespasiano en tono templado—, a pesar de los deseos del

Emperador, no cabe la posibilidad de que yo te nombre centurión. ¿Cuántos años t ienes?—Dieciséis, señor. Cumpliré diecisiete el mes que viene.—Dieciséis... Apenas eres adulto. Es evidente que eres demasiado joven para estar al

mando de un grupo de hombres.—Si me permite, señor, Alejandro sólo tenía dieciséis años cuando dirigió a su primer

ejército en una batalla.Los cejas de Vespasiano se levantaron en un gest o de sorpresa.—¿Te comparas con Alejandro? ¿Qué sabes de asuntos militares?—He estudiado sobre el tema, señor. Conozco la obra de Jenofonte, Herodoto, Tito Livio y,

por supuest o, Julio César.—Y ello hace de ti un experto en el ejército romano moderno, ¿verdad? —Vespasiano

estaba disfrutando con la desmedida soberbia del joven—. En fin, debo decir que desearía quetodos nuestros reclutas fueran tan duchos en el arte de la guerra. Sería toda una novedadque un ejército usara el intelecto en vez de la fuerza. Sería algo realmente distinto, ¿verdad,centurión?

—Sí, señor —contestó Macro—. Tendríamos jaqueca en vez de agujetas, señor.Vespasiano miró a Macro con sorpresa.—¿Eso pretendía ser un chiste, centurión? No apruebo que los oficiales subalternos se

hagan los graciosos. Esto es el ejército, no una comedia de Plauto.—Sí, señor. ¿Quién, señor?—Un dramaturgo —explicó Cato a Macro en tono paciente—. Plauto adaptó obras del

teatro griego...—Ya basta, hijo —interrumpió Vespasiano—. Resérvalo para las tertulias literarias, si es

que vuelves algún día a Roma. Y ya está decidido: no serás centurión.—Pero señor...Vespasiano alzó una mano para hacerle callar y luego señaló a Macro:—¿Ves a est e hombre? Ahora es cent urión. ¿Cómo te crees que llegó a serlo?Cato se encogió de hombros.

—No tengo ni idea, señor.—¿Ni idea? Pues escucha: este hombre, Macro, ha sido legionario muchos años...,¿cuántos, centurión?

—Catorce años, señor.—Catorce años. Y en ese tiempo ha recorrido la mitad del mundo conocido. Este hombre

ha luchado en sabe Júpiter cuántas batallas y cuántos combates menores. Ha sido adiestradopara usar todas las armas del ejército. Es capaz de recorrer más de trescientos kilómetros enun día cargado con el traje de campaña completo y los pertrechos. Ha sido instruido paranadar, construir caminos, puentes y fuertes. Es capaz de hacer todo esto y mucho más. Estehombre puso a salvo a sus hombres cuando los germanos les cortaron el paso en el otroextremo del Rin. Y entonces, y sólo entonces, se contempló la idea de ascenderle a centurión.Dime, de todo est o, ¿qué eres capaz de hacer tú? Ahora mismo.

Cato se detuvo un instante a pensar.—Sé nadar, señor..., un poco.—¿Te has planteado hacer carrera en la armada? —preguntó Vespasiano a la

expectativa.—No. Me mareo.—Vaya. En fin, me temo que el hecho de saber nadar no t e faculta para estar al mando de

un grupo de hombres, pero ya que necesitaremos a todos los hombres que podamos adiestrarcon vistas al próximo año, te permitiré alistarte en la segunda legión. Retírate... Es la forma dedecir en el ejército «por favor, sé un buen muchacho y espera afuera».

—Sí, señor.Una vez el joven salió por la puerta, Vespasiano movió la cabeza en un ademán de

desaprobación.—¿En qué se está convirtiendo el mundo? ¿Cree que podemos hacer de él un soldado,

centurión?—No, señor —respondió Macro inmediatamente—. El ejército es un lugar demasiado

peligroso para críticos teatrales.—También lo es Roma —suspiró Vespasiano, al recordar a aquellos que habí an osado dar

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una opinión precipitada sobre la producción literaria más tardía de Calígula. Y la situación nohabía mejorado bajo el gobierno de Claudio, su sucesor.

El nuevo primer secretario, el liberto Narciso, tenía espías por todas partes, encargadosde recopilar informes sobre la dudosa lealtad de cualquier romano que supusiera una mínimaamenaza para el nuevo régimen. Tras el intento fallido de golpe de estado secundado porEscriboniano, en Roma se respiraba un clima pernicioso, y Vespasiano había sido informadorecientemente de que habían detenido a varios amigos de su mujer. Hacía poco que Flavia,atemorizada, se había reunido con él en la base, y Vespasiano deseaba, si bien no por vezprimera, que su esposa fuera más prudente al escoger sus amistades. Era lo que cabíaesperar, pensaba Vespasiano, al casarse con una mujer que había sido educada en la altaesfera política de la familia imperial. Al igual que sucedía con el joven que esperaba tras lapuerta. Vespasiano levantó la vista.

—De acuerdo, centurión, veremos qué se puede hacer respecto al joven Cato. ¿Estárecuperada tu centuria? ¿No has perdido recientemente a t u asistente?

—Sí, señor. El optio ha muerto esta mañana.—Bien, eso facilita las cosas. Alista al muchacho en t u cent uria y nómbrale optio.—¡Pero señor!

—Pero nada. Es una orden. No podemos nombrarle centurión y yo no puedo modificardemasiado un mandato imperial. De modo que es inevitable. Ret írat e.

—Sí, señor —Macro saludó, dio media vuelta y salió del despacho quejándose entredientes.

Por tradición, el centurión era el encargado de financiar el puesto de optio, y no costabapoco dinero. Tendría que asegurarse, fuera como fuere, de que el chico no durara demasiado.Al fin y al cabo, un joven endeble de ciudad que no parecía querer estar en el ejército podía serfácilmente inducido a pedir la baja si se le daba el empujón adecuado.

Cato le esperaba afuera. El muchacho esbozó media sonrisa y Macro se contuvo para nodarle una patada.

—¿Qué se ha decidido, señor?—Cállate y ven conmigo.—Sí, señor.—Muchachos, os presento al nuevo opt io.En el oscuro comedor las caras se volvieron hacia el cent urión, iluminado con la pálida luz

naranja de las pocas lámparas que podían permitirse. Una vez desplazaron la mirada delcenturión al joven alto que había junto a él, pocos disimularon su asombro.

—¿Ha dicho..., el nuevo optio, señor? —preguntó alguien.—Así es, Pírax.—¿No es un poco..., en fin, joven?—Parece que no —respondió Macro amargamente—. El emperador ha decretado un

nuevo procedimiento de selección de oficiales subalternos. Hay que ser alto y flaco y saber dehistoria grecolatina. Y aquellos que se han tomado la molestia de leer extrañas obras literariastienen un trato preferente.

Los hombres le miraban sin comprender nada, pero Macro estaba demasiado contrariadopara dar una explicación convincente.

—Bien, aquí lo tenéis. Pírax, quiero que lo lleves ante mi administrativo. Inscríbelo y daleuna placa. Formará parte de t u sección.

—Señor, pensaba que sólo los oficiales podían inscribir a los reclutas.—Ahora estoy demasiado ocupado —bramó Macro—. De todas formas, es una orden. Lo

dejo bajo tu responsabilidad. Así que en marcha.Macro salió a toda prisa del comedor para dirigirse a su cuartel.Piso esperaba en su pequeña oficina con algunos papeles.—Señor, si es tan amable de firmar...—Más tarde. —Macro le apremió agitando una mano y agarró de un tirón una capa seca.

— Debo volver a hacer guardia.Al cerrarse la puerta, Piso se encogió de hombros y volvió a su escritorio.Algo más tarde, Cato estaba sentado sobre una litera de las habitaciones. Era tan alto

que tocaba con la cabeza la paja que había bajo las tejas. Se estremeció al pensar si nohabría ratas entre las vigas, y empezó a tocarse con nerviosismo la placa de plomo que lecolgaba del cuello. En ella había grabados su nombre, el de la legión y el sello imperial. Lallevaría con él hasta el día en que abandonara el ejército o muriera en combate. En tal caso,serviría para identificar su cadáver. Con la barbilla apoyada sobre las rodillas, Cato sepreguntaba cómo iba a librarse de aquella espantosa situación. La habitación de su sección,con literas apiñadas para ocho hombres, no era mejor que uno de los establos reservados paralos caballos de palacio.

¡Y aquellos hombres! Eran más bien animales. Pírax le había dado una vuelta depresentación por el comedor, y Cato había hecho un gran esfuerzo para disimular el asco quesentía de aquellos legionarios apestosos, borrachos, incapaces de contenerse los pedos yeructos. Por su parte, éstos no parecían saber con qué ojos mirarle, si bien se reflejaba en elloscierto rencor. Al parecer, eran muchos los que se esforzaban por conseguir el puesto de opt io.Nominalmente, Cato era su superior, pero ello no implicaba que fuera a ser t ratado como tal.

Las conversaciones se limitaban a discutir sobre quién se había acostado con másmujeres, quién había matado a más bárbaros, quién escupía más lejos, quién se tiraba lospedos más fuerte... Tal vez fuera estimulante para los sentidos, pero no para la mente. Trasesperar un tiempo prudencial, Cato había pedido a Pírax si era tan amable de indicarle dóndeestaba su habitación. Al preguntarlo, todo el comedor le miró boquiabierto, sin dar crédito a loque habían oí do. Cato intuyó entonces que había metido la pata, y pensó que si se acostabatemprano las cosas se calmarían.

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C a p í t u l o IIIAl día siguiente, al anochecer, cuando la penumbra caía sobre la fortaleza y el helado

viento de invierno empezaba a ser cortante, Cato entró en la habitación arrastrando los pies,agotado. La habitación de su sección estaba en silencio, pero al cerrar la puerta se dio cuentade que no estaba solo. Sintió una punzada de irritación por esa intromisión al momento deintimidad que había esperado encontrar. Pírax estaba sentado en su litera zurciendo unatúnica de repuesto a la débil luz del postigo abierto. Alzó la vista cuando Cato se disponía atumbarse en la litera sin desvestirse.

—Un día duro, ¿eh, novato?—Sí —gruñó Cato sin ganas de entablar una discusión.—Pues irá a peor.—No me digas...—¿Crees que aguantarás?—Sí —dijo Cato firmemente—. Aguantaré.

—Seguro que no. —Pírax acompañó su afirmación con un golpe de cabeza. — Eresdemasiado blandengue. Te doy un mes.—¿Un mes? —replicó Cato irritado.—Pues sí. Un mes si eres sensato... Más, si eres idiota.—¿De qué estás hablando?—No tiene sentido que tú estés aquí. No estás hecho para esto..., no eres más que un

chaval acoquinado.—Tengo casi diecisiete años, suficiente edad para ser soldado.—Demasiado joven todavía. Y no estás en forma. Bestia te va a destrozar en menos que

canta un gallo.—¡No es verdad! Puedes estar seguro. —Cato se dejó llevar de forma imprudente por un

arrebato de efusividad adolescente. — Antes moriré.—Es posible. —Pírax se encogió de hombros. — No creo que lo lamente mucha gent e.—¿A qué te refieres?—A nada...Volvió a encogerse de hombros y siguió cosiendo bajo la mirada de Cato, sin hacer caso

del bochorno que había provocado en el joven. En vez de prestarle atención, se concentró encoser los puntos rectos. Cato le observaba sin interés alguno: había visto a los esclavos depalacio remendando ropa miles de veces. Sin embargo, el trabajo de hilar, tejer y coser siemprehabía sido cosa de mujeres, y era novedoso ver a un hombre manejar la aguja con tantahabilidad.

Cato era muy consciente de que su nombramiento como optio estaba siendo la causa demucha antipatía hacia él. Parecía que ya tenía problemas con Bestia, el centurión encargadode la inst rucción. Aún peor, algunos reclutas no disimulaban su host ilidad hacia él, en concretoun grupo de hombres enviados a la legión, procedentes de la prisión de Perusia, que habíanhecho todo el viaje unidos por cadenas. Su líder autoproclamado era un hombre quedestacaba por ser fornido y feo hasta tal punto, que lo apodaron Pulcher, el bello. Cierto día,durante el viaje, Cato iba justo detrás de Pulcher cuando éste le pidió un trago de su petaca devino. Era un detalle insignificante, pero el tono empleado era tan amenazador que Cato le pasóla petaca sin pensarlo. Pulcher tomó un buen trago; cuando Cato le pidió la petaca, aquél se lahabía pasado a sus amigos.

—¿La quieres, muchacho? —pregunt ó Pulcher con una mueca burlona—. Pues t ómala.—Devuélvemela.—Oblígame.Cato se estremeció al recordar aquella situación, y la conciencia volvía a preguntarle si

aquella era la actitud propia de un soldado. Un soldado de verdad habría golpeado a aquelhombre y habría recuperado la petaca. Pero el lado racional de su mente se oponía, pues unotenía que estar hecho de ladrillo para enfrentarse a Pulcher, a sus robustos brazos y a susmanos como palas. Como si le hubiera leído el pensamiento, Pulcher le gruñó y Cato dio unpaso hacia atrás instintivamente, cosa que dio pie a que todos se rieran. Se había sonrojadode vergüenza y aún se sonrojaba ahora, a pesar de pensar que retirarse ante una fuerzasuperior era de lo más razonable; de hecho, era un alarde de sentido común. Un amablesoldado de la escolta recuperó la petaca y la lanzó a Cato entre carcajadas. Pulcher escupióen su dirección antes de que el soldado le empujara con el extremo de su lanza para quevolviera a colocarse en la fila.

—Te veré en el campamento, chico —gruñó Pulcher, alzando sus cadenas—. En cuantome libre de esto.

Desde su llegada a la fortaleza, los reclutas habían estado ocupados con los quehaceresdel ejército, y Cato esperaba que Pulcher se hubiera olvidado de él. Había tratado por todoslos medios de estar lo más lejos posible de él, hasta de su mirada, en un intento de hacerseinvisible. Cato había vuelto a los barracones t erminada la instrucción. Era imprescindible haceramigos cuanto antes, pensó. ¿Pero cómo? ¿Y quién? Los otros habían hecho pequeñosgrupos durante el viaje desde Aventico, mientras él había estado leyendo al maldito Virgilio, serecordó a sí mismo furioso. Daría lo que fuera por volver a iniciar el viaje sabiendo lo que sabí aahora.

Estaba solo y muy lejos de sus amigos de Roma. Por un momento, se sintió muydesgraciado y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se dio la vuelta de cara a la pared y hundió lacara contra la áspera tela del cabezal relleno de paja. Su pecho se estremeció y al instantesintió rabia, rabia de sí mismo, rabia por no ser lo bast ante hombre para no llorar y rabia porquela vida no le había preparado para aquellas circunstancias. Todos sus petulantes maestros degriego y su estúpida admiración por la retórica y poesía más selectas..., ¿de qué le servíanahora? ¿Cómo iba a protegerle la poesía de aquel animal, el centurión Bestia? En esemomento habría cambiado todos sus conocimientos por un solo amigo.

Pírax dejó de coser y le miró con la aguja sobre la túnica. Había oído al chico darse lavuelta y había reconocido el sollozo ahogado. Pírax bajó la cabeza con lástima. La mayoría dereclutas eran lo bastante adultos y fuertes para resistir. Luego había los jóvenes como éste,que no debían estar en el ejército. Quizá los curtiera, pero quizá los destrozara.

El muchacho volvió a sollozar intentando ahogar el llanto cont ra el cabezal.—¡Eh! —Dijo Pírax con severidad—. ¿Te importa? Me estoy intentando concentrar.Cato se incorporó.

—Perdona. Creo que me he resfriado.—Ya —dijo Pirax, y afirmó con la cabeza—. Seguro. Es fácil con est e t iempo.Cato se frotó la cara con el borde de la basta sábana militar para secarse las lágrimas,

fingiendo que se sonaba la nariz.—Ya está.—¿Mejor?—Sí, gracias —contestó Cato, agradeciendo que alguien se interesara por él.Al instante le saltó la preocupación de que alguien pudiera entrar e interrumpir la ocasión

de hablar con Pírax.—¿Dónde están los demás?—Jugando a los dados en el comedor. Yo iré en cuanto acabe esto. ¿Quieres venir

conmigo y conocer a los muchachos?

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—No, gracias. Necesito dormir un poco.—Como quieras.—Dime —dijo Cato dándose la vuelta y se incorporó—, ese centurión, Bestia, ¿es tan

canalla como parece?—¿Por qué crees que se llama Bestia? Pero no te lo tomes a pecho: trata a todos los

reclutas igual.—Puede —dijo Cato no muy convencido—, pero parece que la haya t omado conmigo.—¿Qué esperabas? —Replicó Pírax entre dientes, al tiempo que tensaba un nudo y

cortaba el hilo sobrante—. Hace una noche que estás en el campamento y ya te hanascendido a un puesto por el que muchos de nosotros hemos de esperar años.

Cato le miró con detenimiento antes de hablar.—¿Te molesta?—Por supuesto. No has demostrado tu valía. No eres más que un crío —dijo con

indiferencia—. ¿O no?Cato se ruborizó de vergüenza y de culpa, y agradeció que la tenue luz ocultara parte de

su rostro.—Yo no pedí el puesto.

—No tiene sentido. Los nombramientos directos son para hombres con algo deexperiencia en el ejército, pero ¿tú?... Me encantaría saber por qué.

—Es en recompensa a mi padre.—¡Ah! ¡Ésa es buena! —Ya se había hecho de noche y Pírax dejó la túnica a un lado. —A

propósito —Pírax se detuvo en la puerta—, no te quedes dormido en la cama. Tiene que estarlimpia para la mañana. Bestia no soporta a los soldados desordenados. Si la ha tomadocont igo, no le des ocasión de aprovechar cualquier excusa.

—Gracias.—Duerme bien, novato.—Me llamo... —empezó a decir Cato, pero la puerta ya se había cerrado, y su queja se

desvaneció en la oscuridad de la habitación.Se tendió sin moverse unos instantes y casi se durmió, pero la advertencia de Pírax le

hizo recuperar la conciencia de repente. Se incorporó y buscó a tientas con los dedos loscabezales junto al jubón de cuero. Los instructores habían mantenido despiertos a los nuevosreclutas desde que rompiera el alba. Lo habían sacado de la cama cuando aún no había luz ylo habían empujado hasta la calle, donde estaban reuniendo a todos los reclutas. En la pálidaluz del amanecer, habían sido conducidos medio dormidos, temblando de frío, encogidos bajo

la fina llovizna, hasta la intendencia, donde les habían hecho despojarse de sus ropas deciviles para ent regarles el uniforme de legionario.—¡Disculpe! —Gritó Cato—. ¡Disculpe!El ayudante del intendente volvió la cabeza y le miró por encima del hombro.—¿Qué ocurre?—Es que parece que esta túnica me queda un poco grande.El ayudante soltó una carcajada.—No, amigo. La talla es la correcta. Tu talla es la que está equivocada. Ahora estás en el

ejército. Una misma talla para t odos.—¡Pero mire esto! Es ridículo.Cato sostuvo la túnica frente a él. Era demasiado ancha para su cuerpo, y con su altura el

borde le quedaba sobre las rodillas.—Se me van a helar los pies. ¿No hay ot ra cosa?—No. Ya te adaptarás a la talla.—¿Qué? —Replicó Cato incrédulo—. Tengo la talla que tengo. No voy a encogerme y a

ensancharme de repent e. Búsqueme algo más adecuado.—Ya te lo he dicho. Esto es lo que hay, y te tienes que aguantar.Sus voces se oían por toda la sala, y los demás reclutas callaron para mirarles. Desde el

pequeño despacho que había tras el mostrador, se oyó el chirrido de una silla contra el suelode losa, y por la puerta apareció un hombre corpulento que les gritó furioso:

—¿Qué es t odo este escándalo?—¿Es usted el encargado? —preguntó Cato, contento de ver a alguien con autoridad a

quien dirigir su queja.Era tan terrible como en las tiendas de Roma. Se contrataba a personal incompetente,

personas a quienes no les importaban los artículos ni sabían nada acerca de ellos. Se habíavisto obligado a reclamar a los encargados tantas veces al hacer compras para palacio, quesabía exactamente qué actitud adoptar.

—Trat aba de explicar a este hombre...—¿Quién demonios eres tú? —rugió el intendente.—Quinto Licinio Cato, optio de la segunda legión, cuarta cohorte.El intendente frunció el ceño un instante y luego soltó una risotada.—¡Ah, ya me han hablado de ti! ¡Optio! ¡Ja! ¡Muy bien, optio! —sonrió—. ¿Qué problema

hay?—Mire. Sólo quiero que este hombre me dé una prenda de mi talla.—¡¿Me permites?! —el intendente extendió la mano para coger la túnica, y Cato se la

ofreció gustosamente.El intendente examinó detalladamente la túnica; pasó la mano sobre las rudimentariaspuntadas y la sostuvo cerca de la luz que venía de los postigos abiertos.

—Sí —dijo finalmente—. Es una túnica normal, en perfect o estado. No t iene ninguna tara.—Pero...—Y llámame «señor»..., ¡maldito mocoso advenedizo!Cato abrió la boca para expresar su indignación, pero se mordió la lengua.—Sí, señor.—Vamos. Ve a recoger el resto del equipo.El intendente se dirigió hacia su despacho, y entonces se dio cuenta de que todo el

mundo había interrumpido sus quehaceres para disfrutar del espectáculo.—¿Qué demonios estáis mirando?La sala de intendencia recuperó su actividad, y los nuevos reclutas continuaron

recogiendo el equipo que se les asignaba. Cato se encogió de hombros, plegó la túnica y sequedó de pie junto al mostrador, a la espera de que el ayudante terminara de apilar su ropa yequipo sobre la abollada superficie de madera. Aparte de la túnica, había un par de pant alonesde lana, un jubón de cuero amarillo, una gruesa capa roja impermeabilizada con grasa deanimal, unas botas con la suela cubierta de clavos de hierro y un plato de campaña. Elayudante deslizó hacia Cato una tabla.

—Firma aquí o pon tu sello.—¿Qué es esto?—Un recibo para tus ropas de civil.—¿Cómo?—No está permit ido quedarse con la ropa. Me la das a mí después de ponert e el uniforme.

Te la vendemos en el mercado y te damos el recaudo obtenido.—¡Me niego en rotundo! —exclamó Cato.El ayudante se dio la vuelta hacia el despacho y abrió la boca para llamar.—¡Espera! —Se adelantó Cato—. Firmaré. Pero ¿es imprescindible venderlos? Quiero

quedarme con las botas y la capa de viaje.

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—Los reclutas deben llevar uniforme. No puedes ir vest ido de cualquier manera. De t odasformas, tampoco hay espacio para guardar ropa. Pero te prometo que los venderemos a buenprecio.

Por algún motivo, Cato dudaba de que le dieran mucho a cambio de su ropa.—¿Cómo puedo estar seguro de que me daréis toda la suma?—¿Me estás acusando de fraudulencia? —replicó a su vez el ayudante, indignado.Cato se quitó la ropa lentamente y se vistió con la túnica que le habían dado. Le quedaba

tan mal como había imaginado, y le recordaba a las túnicas cortas que llevaban las prostitutasde Roma. Los pantalones eran incómodos y se los tenía que atar bien sobre las caderas paraevitar que se le cayeran. Y, además, picaban sobremanera. Igual de incómodas eran laspesadas botas militares, hechas de cuero grueso y con cordones duros. Los tacos de hierro dela suela hacían un ruido metálico al andar sobre la losa. Algunos de los reclutas más jóvenesse divertían haciendo saltar chispas al rozar el suelo con las botas, hasta que el intendenteasomó la cabeza por la puerta y les gritó que dejaran de hacerlo. Una vez Cato se hubocalzado y atado las botas, se pasó el pesado jubón de cuero por la cabeza y se abrochó lashebillas que había a cada lado. No era t area fácil, ya que el cuero del jubón nuevo era duro. Eradifícil inclinarse hacia delante, y sólo pudo alcanzar a atarse los cordones con un gran

esfuerzo. Se dio cuenta de que, por algún motivo, su jubón tenía una pieza de ropa blancacosida sobre el hombro derecho. Echó una ojeada al resto de reclutas y vio que su jubón era elúnico que t enía un parche.

La puerta principal que conducía al edificio de intendencia se oscureció un instante, yCato alzó la vista para ver entrar al centurión Bestia. Éste se plantó justo en el centro de lasala moviendo la cabeza en señal de lástima al contemplar a los nuevos reclutas, al tiempoque daba golpecitos contra sus grebas plateadas con el extremo del bastón.

—¡Estaos quietos! —gritó, y la sala quedó en silencio al instant e.Al empezar a marchar pausadament e a lo largo de la sala, los reclutas fueron apoyándose

contra la pared. Entonces Best ia bramó con sorna:—¡Ja! ¡Nunca había visto semejante grupo de mujeres! Muy bien, chicas..., ¡salid fuera

ahora mismo!La lluvia se había disipado al salir el sol, que brillaba a t ravés de una tenue neblina. Sobre

la piel se sentía el frescor del aire frío, y la fortaleza bullía de actividad. A Bestia le encantabaadiestrar a nuevos reclutas. Como buen instructor, había acumulado una serie de invectivaspara cualquier situación y había asumido sin problemas el papel de hombre inflexible con ciertapreocupación ferviente por los soldados a su cargo. Con el tiempo, despertaría su admiración

por él..., aunque tal vez no en t odos.Al pasar la mirada por las filas, Bestia la detuvo en Cato, cuya cabeza sobresalía entretodas y cuya altura se acentuaba al estar a la izquierda de Pulcher.

—¡Tú! ¡Sí, tú, amigo del emperador! —gritó Bestia, al acercarse a Cato y dar un golpesobre el parche blanco con el bastón—. ¿Qué demonios es esto?

Cato se estremeció.—No lo sé, señor.—¡Que no lo sabes! ¿Cuánto tiempo hace que estás en el ejército? ¡Casi medio día, y

todavía no sabes reconocer insignias de rango!De pie justo frente a Cato, le fulminaba con la mirada a poco menos de un palmo de

distancia.—¿Qué clase de soldado eres, maldita sea?—No lo sé, señor, yo...—¡No bajes la vista cuando yo te hable! —Bestia le salpicó con saliva al gritar—. ¡Mantén

los malditos ojos al frente! Siempre. ¿Me ent iendes?Cato miró al frente enseguida y se cuadró.—Sí, señor.—¿Por qué mot ivo llevas una insignia de opt io?

—Porque soy un opt io, señor.—¡Y un carajo! —Gritó Best ia—. No ascendemos a las damas de la noche a la mañana.—De hecho, fui nombrado optio anoche, señor —explicó Cato.—De modo que opt io hoy, centurión mañana, tribuno pasado mañana... ¡A este paso serás

Emperador al final de la semana! ¿Te crees que soy idiota, muchacho?—Disculpe, señor —dijo uno de los inst ructores en voz baja detrás de Best ia—. El chico es

optio.—¿Qué? —Bestia señaló a Cato con el dedo gordo—. ¿Éste?—Eso me temo, señor. Lo nombró el legado. Ha sido incluido en la nueva lista de turnos,

señor —el instructor le mostró una t abla encerada y le indicó el nombre de Cato.—Quinto Licinio Cato, optio —leyó Bestia en voz alta. Luego se volvió a Cato con una

mirada amenazante—. ¡Así que eso decía la carta! Amigos en puestos importantes, ¿eh?Pues no te servirá de nada. Puede que seas optio, pero estás en la instrucción básica yrecibirás el mismo trato que los demás. ¿Entendido?

—Sí, señor.—De hecho —Bestia se acercó a él y le susurró—, te trataré peor. Ya que te han

nombrado optio, tendrás que ganarte el puesto.

Entonces se dio la vuelta y se alejó de Cato. Se situó a unos diez pasos de la primera filade reclutas.—Primera lección, señoritas. La posición de firmes. Vuestros instructores os han

organizado en tres filas, a un paso exacto de distancia del hombre a vuestro lado, y a dosentre filas. Recordad vuestra posición. En adelante, cuando os ordene formar filas, iréisinmediatamente al lugar donde estáis ahora. La postura correcta para cuadrarse sin armas esésta.

Bestia soltó el bastón y se irguió, sacó pecho, echó los hombros hacia atrás, levantó labarbilla y puso los brazos rectos con las palmas de las manos abiertas, pegadas a los muslos.Hizo una pausa para dirigirse a los reclutas.

—¿Lo veis? Muy bien, a ver cómo lo hacéis.Con cierta vergüenza, los reclutas hicieron lo que pudieron para adoptar la postura,

mientras los instructores pasaban por las filas para corregirlos en caso necesario. Una vezsatisfechos, Bestia continuó.

—Lo siguiente. Cuando est éis cuadrados, siempre debéis tener la mirada al frente, pase loque pase. Y cuando digo pase lo que pase, es pase lo que pase, señoritas. Si Venus enpersona pasa a caballo con una corte de cien vírgenes desnudas y veo que alguno devosotros mueve siquiera un ojo, lo moleré a palos. ¿Entendido? ¡He dicho: ¿entendido?!

Los reclutas se estremecieron antes de contestar azorados con una ola de síes.—¡Más alto! ¡Esta vez quiero oíros, maldita sea!—¡¡Sí, señor!! —gritaron los reclutas.—Mejor... —Bestia sonrió—. Ahora cada uno forma parte de un mismo cuerpo. De ahora en

adelante, os moveréis, hablaréis y pensaréis como uno solo... De acuerdo, al armero a buscarvuestras armas. En cuanto yo diga: «Listos para marchar..., ¡en marcha!», abriréis el paso con elpie izquierdo y sin perder la posición. Yo marcaré el paso. Marcharemos a paso lento. Bien,señoritas. ¡Listos para marchar! ¡En marcha! Izquierda. Derecha... Izquierda... Izquierda...Izquierda.

Con el centurión al frente y flanqueados por los instructores, los reclutas iniciaron lamarcha a paso lento en una columna desordenada. Cato trataba de seguir el ritmo, pero el

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recluta que tenía delante, Pulcher, tenía un paso corto, y debía hacer un esfuerzo paraacortar el suyo con tal de no chocar con él. Hacía falta mucha fe para creer que dos hombresde t an dispares tamaños pudieran marchar en f ila al mismo paso. Como si los dioses hubieranquerido comprobarlo, Cato t ropezó con el tobillo de Pulcher.

—¡Joder! ¡Ve con cuidado, cretino! —le dijo Pulcher furioso.—¡Vosotros! ¡No se habla en la fila! —Les gritó un instructor—. ¡Estáis de instrucción!

¡Moveos!El bajo y fornido recluta miró a Cato con mala cara y recuperó la marcha al instante.

Momentos después, Pulcher le dijo ent re dientes sin mirar at rás:—Pagarás por esto, amigo.—Lo siento —replicó Cato.—Sentirlo no basta.—Ha sido sin querer.—Mala suerte.—Pero...—¡Callaos de una maldita vez antes de meterme en un lío!Cato siguió la marcha detrás de Pulcher, procurando mantener una distancia prudencial

de los pies de Pulcher.Los reclutas parecían confusos, pensó Macro sonriéndose al observarlos desde el

escritorio del armero jefe. A todos se les daban los pertrechos que les correspondían trasfirmar: el casco, la cota de malla y la daga, y caminaban con aire ufano por el arsenal, comoMacro había visto hacer a cientos de reclutas tantas otras veces. La ilusión de vestir ununiforme de soldado por primera vez era normal, y los reclutas se miraban los unos a los ot roscon admiración. Luego, los armeros empezaron a entregar las pesadas espadas de madera, losgrandes escudos de mimbre y las lanzas para la instrucción. Los reclutas miraban las armasatónitos, sosteniéndolas en alto, indignados.

—Siempre igual, ¿verdad? —dijo Macro con una sonrisa.—La ilusión dura un día —replicó Escévola—. Nunca aprenden. ¿Qué les pasa a los

 jóvenes de hoy?—Los problemas de siempre. Tú t ambién pasaste por ello en su momento.—¡Gilipolleces!—Escévola escupió. —Dime, joven Macro, ¿qué haces tú aquí? Hace un

año que no te veía. La última vez, cuando nos tomamos unos tragos tranquilamente, eras unmiserable legionario. Y ahora mírate: la maldita legión queda atrás. —Alzó la vista y vio cómobrillaban los ojos del centurión. — Si has venido para acabar conmigo...

—Esta vez no. —Macro le sonrió y alzó su copa. — Sólo he venido a compart ir un poco devino con un veterano y a charlar sobre las extrañas not icias.—¡Las extrañas not icias! —Exclamó Escévola con desdén—. Ya sé por qué has venido.—¿Ah, sí?—No tendrá nada que ver con el maldito inventario que te ha encargado el legado,

¿verdad?—Por supuesto que no. —Macro alzó el frasco y llenó la copa de Escévola. — ¿Por qué iba

a interesarme por eso?—Serías el único de la legión que no se interesara. —Escévola tomó un trago. — En fin, no

puedo decir nada: son órdenes.—Sí, claro —repitió Macro con insidia—. Son órdenes. Me pregunto adonde nos envían.

Espero que sea un lugar cálido, para variar. Estoy hast a las narices de Germania. Te congelasen invierno y t e asas en verano; y es imposible encont rar un buen vino..., es decir, a buen precio.

Macro enfatizó la última observación. El vino que estaban tomando era de la últimagarrafa de falerno que Macro guardaba, y era mucho mejor que el brebaje agrio de los galosque vendían los comerciantes de la zona. Esperaba que Escévola apreciara el detalle, y,asimismo, que el vino le hiciera hablar. Macro no sólo lo hací a por curiosidad: un centurión t eníaque hacer planes de antemano. Era útil saber adonde iba a ser enviada la legión para poder

así preparar el traslado y comprar lo necesario para el viaje antes de que la noticia se hicieraoficial, las provisiones volaran y los comerciantes subieran los precios. Escévola se t erminó deun t rago la copa, y Macro la rellenó inmediatamente.

—Cualquiera que sea el dest ino que nos toque, espero que haya buena bebida.—¡Lo dudo! —Exclamó Escévola con un bufido—. Más vale que aproveches este vino

ahora. No habrá mucho que beber allá.—¿Nada de nada? —Macro fingió pavor.—Nada —respondió Escévola y, acto seguido, se levantó bruscamente para gritar por

detrás de Macro—. ¡A esa maldita espada no le pasa nada! ¡Sujétala bien!Macro le dio la vuelta al taburete para buscar con la mirada el objeto de la furia de

Escévola. Como cabía esperar, allí estaba aquel chico nuevo de mil demonios. Examinaba suespada de madera, que tenía cogida por la punta.

—Pero señor, esta espada no es de verdad: es de madera.—Claro que es de madera.Bestia se abrió camino vociferando entre la multitud de reclutas para ver qué era aquel

alboroto.—¿Qué ocurre? ¿Ya vuelves a dar problemas? ¿Qué pasa ahora? ¿La espada no es de

tu t alla?—No, señor. Es de madera. No es una espada de verdad, señor.—¿De madera? Por supuesto. No es una espada de verdad porque tú no eres un soldado

de verdad. Si llegas a ser un soldado de verdad, tendrás el juguete de verdad. —Bestia respiróhondo para dirigirse a gritos a todos los reclutas. — Como muchos de vosotros os habréisdado cuenta, al igual que este mocoso, las armas que se os han dado no son auténticas.Porque, sencillamente, no os merecéis las auténticas. Si os diéramos armas de verdad,señoritas, os lesionaríais las unas a las otras en un santiamén. Al ejército no le interesaahorrarle al enemigo el esfuerzo. Antes de poder manejar una espada, debéis aprender arespetarla. Debéis aprender a usarla correctamente. Lo mismo ocurre con la lanza. Puede quelas armas os parezcan pesadas. Es porque pesan el doble que las normales. Sois escoria débile inútil y tenemos que haceros fuert es y convertiros en hombres. Y eso sólo es posible con unabuena instrucción y mucho ejercicio, y no será poco, señoritas. De modo que acostumbraos alpeso. El cinturón de la espada debe abrocharse con la espada a la derecha, ¡y no a laizquierda! Ahí sólo la llevan los oficiales. Coged la lanza con la mano derecha, el escudo con laizquierda..., y salid en cuatro filas... ¡Inmediatamente!

Los reclutas dejaron en el suelo escudos y lanzas y forcejearon con las duras hebillas delos cinturones ant es de recoger su equipo y salir corriendo hacia la puerta.

—Este vino es excelente —observó Escévola—. ¿Nos tomamos otro trago?Quedaba poco vino en el frasco, y Macro se aseguró de que Escévola se llevara la mejor

parte; él se reservaría lo que quedara.—¿De qué hablábamos? —preguntó Escévola.—De la bebida. Decías que allí adonde envían a la legión, el vino deja mucho que desear.—¿Eso he dicho? —Escévola levantó las cejas.—Imagino que te refieres a Ext remo Oriente —siguió diciendo Macro fingiendo indiferencia

—. Allí no hay nada que valga la pena. Sólo esa mierda que hacen con leche de cabrafermentada, según he oído. O peor, si nos envían a Judea.

Observó la cara de Escévola para ver si reaccionaba, pero el armero jefe se limitó a darotro t rago de vino y una cabezada.

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—Puede que sea Judea... Puede que no.Macro suspiró frustrado: sacarle información a aquel viejo astuto era más difícil que

contraer la gonorrea de una vestal. Decidió indagar por otra ví a.—Dime, ¿has encargado alguna túnica de tela ligera?—¿Por qué iba a hacerlo? —Se extrañó Escévola—. ¿Por qué demonios iba yo a encargar

una túnica de ésas?Macro respiró hondo para tratar de contener su creciente irritación por la forma soberbia

en que Escévola eludía la respuesta que buscaba.—Mira, Escévola. Dime lo que sabes. Una sola palabra. Tan sólo el nombre del lugar al que

vamos. El nombre de la provincia me basta. Y te prometo que no se lo diré a nadie. Tienes mipalabra.

—Sí, claro —Escévola sonrió—. Hasta que alguien te venga con un frasco de vino parasoltarte la lengua. Acato órdenes. El legado quiere mantenerlo en secreto el máximo tiempoposible.

—Pero, ¿por qué?—Digamos que a los hombres no les hará mucha gracia saber adonde nos envían. —

Escévola apuró su copa. — Ahora debo volver al trabajo. Vespasiano quiere que el inventario

se termine lo antes posible.—Muy bien, gracias —dijo Macro en tono resentido, al levantarse de la mesa—. Gracias

por nada.—¡No hay de qué! —Replicó Escévola con una sonrisa—. Pásate por aquí cuando quieras.Macro no respondió, y ya de camino a la puerta, Escévola lo llamó:—¡Ah, Macro, a propósito!—¿Sí?—Si pasas por aquí, trae más de ese vino. Macro apretó los dientes de rabia y salió de la

armería a grandes pasos.

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C a p í t u l o IVAl subir al podio del campo de desfile, Vespasiano vestía el uniforme de comandante de

legión. Las grebas plateadas, el peto y el casco reflejaban la luz del sol de mediodía. Un vientoligero agitaba su cimera y capa rojas; tras Vespasiano, estaban los portaestandartes quesostenían en alto el águila dorada de la segunda legión y la imagen del emperador Claudio, deun parecido más bien favorecedor, pensó Cato. La última vez que había visto al emperadorhabía sido en una cena imperial durante la que intentaba mantener una conversaciónfarfullando con comida en la boca. Bajo el águila colgaba una pieza cuadrada de piel roja conun peso en la base, sobre la que había bordada en let ras de oro augusta.

Los reclutas estaban de cara al podio en cuatro filas con Bestia y los instructores a cincopasos al frente. Todos estaban de pie, callados, lanzas y escudos sobre el suelo a cada lado,como se les había enseñado poco antes. Los reclutas sacaban pecho, alzaban las barbillas ymantenían los hombros erguidos, aunque Cato no podía dejar de sentirse algo ridículo conaquellos objetos a cada lado, pues parecían una cesta de mimbre y un juguete de madera.

Aun así, sabía comportarse en las grandes ocasiones, e hinchó el pecho para mirar consolemnidad hacia el podio, donde Vespasiano hacía la ofrenda ritual de dos gallos a los dioses.El legado se lavó las manos en el cuenco de ceremonias, las secó en un paño se seda y se diola vuelta para dirigirse a los reclutas reunidos.

—Yo, Tito Flavio Sabino Vespasiano, legado de la segunda legión Augusta por decreto ypor la gracia del emperador Claudio, presagio un buen augurio para aquellos hoy reunidos paraalistarse a la segunda legión y, por la presente, pido y exijo a los aquí reunidos que jurenlealtad a la legión, al legado, al Senado y al pueblo de Roma, encarnados en la persona delemperador Claudio. Legionarios, levantad las lanzas y haced vuestro juramento conmigo...

Doscientos brazos se alzaron y la luz del sol destelló sobre la punta de las lanzas.—Juro por los dioses del Capitolio, Júpiter, Juno y Minerva, que acataré las órdenes de mis

superiores por voluntad del Senado y del pueblo de Roma encarnados en la persona delemperador Claudio. Y juro por dichos dioses que defenderé los principios de mi legión y micenturia hasta la últ ima gota de mi sangre. ¡Lo juro!

Al apagarse los últimos ecos, se hizo un silencio mágico por un instante, y Cato sintió unnudo en la garganta. El juramento le había convertido en un hombre distinto. Ya no formabaparte de la sociedad; ahora tenía otra forma de existencia. Si al legado se le antojaba, podíanejecutarlo, y estaba obligado a obedecer. Acababa de entregar su vida para proteger unpedazo de oro inanimado sobre un simple bastón de madera. Cato tenía sus dudas en cuantoa la cordura de hacer semejante juramento. Era una irresponsabilidad sin sentido acatarobediencia incondicional a todo hombre que estuviera por encima de él, ya fuera por destino,nepotismo o mérito propio. Sin embargo, había algo más: una emoción abrumadora y unsentido de pertenencia a un grupo imbuido del misterio de ser una sociedad exclusivamentemasculina.

Vespasiano hizo una señal y Bestia ordenó a los reclutas que dejaran las lanzas en elsuelo.

—Nuevos reclutas de la segunda legión —empezó el legado—, ahora formáis parte deuna unidad con una orgullosa tradición y yo os exijo que honréis dicha t radición a cada instantedurante los próximos veintiséis años. Los meses siguientes serán duros, como imagino que yaos habrá comunicado el centurión Bestia. —Éste sonrió. — Pero son fundamentales paraconvertiros en soldados de los que me sienta orgulloso. Un legionario es el hombre mejorentrenado, el hombre más duro en combate del mundo..., y esto significa que debemosformaros para ser un t ipo de personas muy especial. Los años de experiencia harán el resto. Almiraros desde aquí, veo a hombres de campo y a hombres de ciudad. La mayoría soisvoluntarios, algunos sois conscriptos. Vuestro pasado es cosa vuestra, no del ejército.

Independientemente de lo que fuerais en vuestra vida de civiles, ahora sois soldados y se os juzgará como t ales. Sois hombres afort unados. Habéis ent rado a formar parte de la legión enun momento que hará historia. —Cato aguzó el oído. — En los próximos años, se os loará porser conquistadores, por ser hombres que osaron enfrent arse a uno de los mayores enigmas delos confines del mundo conocido. Pensad en esto: que sea vuestra fuente de inspiracióndurante la instrucción. Estáis en buenas manos. Nadie os podría instruir mejor que el centuriónBestia. Os deseo suerte y confío plenamente vuestro éxito. —Cato soltó un gruñido. —Adelante, centurión —con un movimiento de cabeza, Vespasiano instó a Bestia a dirigirse a losreclutas, y acto seguido bajó del podio seguido de los portaestandartes.

—¡Sí, señor! —Bestia se dio la vuelta de cara a los reclutas. — Bien, señoritas, aquítermina la ceremonia de alistamiento. Ahora sois todos míos. Y la instrucción empieza justodespués de la comida del mediodía. Para entonces, os quiero aquí . Si llegáis tarde, os azotaréla espalda con mi bast ón. ¡Podéis ret iraros!

Pasaron la tarde entera haciendo ejercicios básicos sin poder sentarse un momento, y aCato le dolían terriblemente los brazos y las piernas de sostener el pesado equipo deinstrucción. Tenía unas t erribles ganas de dormir, de descansar y alejarse del mundo inhumanoal que le habían obligado a entrar. Pero no podía dormir. El entorno extraño, los recuerdos deldía y la inquietud sobre el futuro se combinaban en un maremagno de actividad mental que leimpedía dormir. Se tumbó en la cama en una postura cómoda, pero le molestaban los duroslistones de madera que atravesaban la funda desgastada del colchón de lana. A su insomniocontribuían las constantes carcajadas y gritos de los hombres que jugaban a dados en lahabitación cont igua. Ni siquiera el almohadón que le cubría la cabeza sofocaba el ruido. Al finalse durmió panza arriba con la boca abierta y empezó a roncar, cuando dos manos ledespertaron bruscamente. Parpadeó para abrir los ojos y vio una mata de pelo oscura ygrasienta, unos ojos negros y una boca con dientes rotos que le sonreía con una muecasádica.

—Pulcher...—¡Levántate, cretino!—¿Sabes qué hora...? —empezó a decir Cato con inseguridad.—A la mierda la hora. Tenemos un asunt o pendiente. —Pulcher agarró a Cato por el cuello

de la túnica y lo hizo caer al suelo desde la litera. — Habría venido antes, pero Bestia mecast igó a limpiar let rinas por tu culpa. Te saliste con la t uya, ¿verdad, cretino?

—Lo siento. Fue un accidente.—Bien, entonces vamos a considerar un accidente lo que voy a hacer contigo. Así

quedaremos en paz.

—¿A qué te refieres? —preguntó Cato aturdido, mientras se ponía de pie.—A esto. —Pulcher sacó de su capa un puñal. — A un cortecito para que no te olvides de

que conmigo no se juega.—¡No hace falta! —Gritó Cato—. ¡Te prometo que me mantendré alejado de ti!—Las promesas se olvidan. Pero las cicatrices no... —Pulcher lanzó al aire el puñal y lo

cogió por el mango, con el extremo apuntando a la cara de Cato. — En la mejilla; así tambiénrecordarás a los demás que tengan cuidado conmigo.

Cato miró a su alrededor, pero estaba atrapado en el rincón sin posibilidad de huir de laamenaza de Pulcher. Una súbita carcajada procedente de la habitación contigua le hizo mirarhacia la pared.

—¡Si gritas, te dest ripo ahora mismo! —le amenazó Pulcher entre dient es.Luego se inclinó sobre el chico.

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Cato vio que el ataque era inminente y, en un acto de desesperación, arremetió contra suagresor para cogerle con las dos manos la muñeca. Pulcher no esperaba que aquel jovenasustado hiciera un primer movimiento y no consiguió apartar la mano a tiempo. El chico teníauna fuerza sorprendente, y Pulcher no podía soltarse por más que forcejara.

—¡Suelta! —Exigió Pulcher con brusquedad—. ¡Suelta, imbécil!—Cato no le hizo caso y, en lugar de soltarle, le hincó los dientes en el ant ebrazo. Pulcher

lanzó un alarido y, en un acto reflejo, golpeó con la otra mano a Cato en la cabeza y éste cayóde espaldas contra la litera. Cato lo vio todo blanco durante unos instantes y luego recuperó lavisión de la habitación. Pulcher se miraba una señal oscura en el brazo donde Cato le habíaclavado los dientes.

—¡Estás muerto! —En un movimiento rápido, Pulcher se agachó para coger el puñal. —¡Estás muerto, maldito!

De repente, la puerta se abrió de par en par y la habitación se iluminó con un rayo de luzdel exterior.

—¿Qué carajo pasa aquí ? —Gruñó Macro—. ¿Os est áis peleando?Pulcher se irguió.—No señor. Sólo le estoy enseñando al muchacho cómo manejar un puñal. Somos amigos,

señor.—¿Amigos? —Preguntó Macro sin convencimiento—. ¿Y entonces cómo te has hecho

eso en el brazo?—El chico se ha dejado llevar, señor. No quería hacerme daño, ¿verdad?Cato se levantó del suelo. Su primera reacción fue decir la verdad. Pero enseguida se dio

cuenta de que un soldado nunca haría eso. Si quería que alguno de sus compañeros lerespetara, no podía dar la imagen de acudir a la autoridad para protegerse. Además, si ahorano descubría a Pulcher, tal vez el matón se lo agradecería. A estas alturas, conveníaaprovechar cualquier ventaja.

—Sí, señor. Tiene raz ón. Somos amigos.—Hum —Macro se rascó la barbilla. — Pues si de verdad sois amigos, no me haría gracia

ser vuestro enemigo. Muy bien, optio..., quiero hablar contigo en mi despacho ahora mismo, asíque me temo que tu amigo tendrá que marcharse.

—¡Señor! —respondió Pulcher rápidamente—. Te veré mañana, Cato.—Sí...—Así podremos seguir con el ejercicio.Cato esbozó una débil sonrisa, y Pulcher salió de la habitación. Macro estaba sorprendido.

—¿De modo que ése es amigo tuyo?—Sí, señor.—Yo iría con más cuidado a la hora de escoger las amistades.—Sí, señor.—Bien, tenemos que hablar. Ven conmigo.Macro le condujo por el pasillo que llevaba a la sección de administración de los

barracones donde estaba situado su despacho. Con un ademán amistoso, el centurión le hizopasar a la sala que tenía dos escritorios a cada lado de la pared. El escritorio más grandeestaba completamente vacío, mientras que el pequeño estaba cubierto de pilas de papiro ytablas enceradas en orden.

—Ven —Macro señaló un taburete que había junto a la mesa más grande, y Cato sesentó mientras el centurión colocaba otra silla detrás del escritorio.

—¿Un trago? —Ofreció Macro—. Es un buen vino.—Gracias, señor.Macro sirvió a los dos un poco de vino y se dejó caer en la silla. Ya había bebido bastante

aquel día, y sentía un bienestar inusual. Por experiencia, debía saber que el bienestar de hoyera la resaca insoportable de mañana..., pero los dioses del vino y la memoria nunca habíanhecho buenas migas.

—He de explicarte en qué consistirá tu trabajo como optio. De momento, sólo quiero queayudes a Piso con los trámites burocráticos. No puedo ponerte al mando de otros hombres enla centuria... Se reirían de ti. Sé que oficialmente eres su superior, pero debes aceptar que, demomento, no puedes ejercer de optio. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor.—Con el tiempo, una vez hayas recibido instrucción..., ya veremos. Pero de momento me

hace falta un ayudante en la administración más que un asistente en la centuria. Piso teenseñará lo que sea necesario por la mañana.

—Sí, señor.—Ahora imagino que querrás dormir un poco; lo necesitas. Puedes ret irarte.—Gracias, señor.—Ya avisaré a Piso para que te enseñe cómo funciona todo mañana, después de la

instrucción.—Sí, señor. Con mucho gust o.

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C a p í t u l o VEl tiempo pasaba volando para consternación de Cato. No parecía haber suficiente

tiempo en un día para hacer todo lo que el ejército le exigía. Aparte de la despiadadainstrucción a manos de Bestia, Cato tenía trabajo administrativo que hacer y, además, debíalimpiar sus pertrechos a fondo para la mañana siguiente. Bestia tenía vista de lince, y unamínima mancha, una correa rota o una hebilla desprendida eran causa de castigo o de ungolpe de bastón. Cato había descubierto que el uso del bastón era todo un arte. La claveestaba en infringir el máximo dolor causando el mínimo daño: los soldados debían serdisciplinados, y no hospitalizados. Por consiguiente, Bestia limitaba sus golpes a las partescarnosas de las piernas, a los hombros y a las nalgas. Cato dio ocasión a Best ia para aplicar supericia un día en que no pudo abrocharse la hebilla del casco. Bestia se lanzó sobre él paraarrancarle el casco, y a punt o estuvo de arrancarle una oreja.

—¡Esto es lo que te ocurrirá en pleno combate, maldito imbécil! —Le espetó a la cara—.Un maldito germano te arrancará el casco y te hundirá la espada en el cráneo. ¿Es eso lo que

quieres?—No, señor.—Personalmente, me importa un carajo lo que t e pueda ocurrir. Pero no voy a permitir que

los contribuyentes echen su dinero a perder contigo sólo porque seas un cretino integral. ¡A ti,podemos sust ituirte, pero un soldado muerto significa equipo perdido, y no voy a permitir que ledes al intendent e cualquier excusa para que se me eche encima!

Bestia levantó el bastón, y antes de que Cato pudiera reaccionar, éste sintió un fuertegolpe sobre el hombro izquierdo y perdió la sensibilidad del brazo. Sus dedos soltaron elescudo de mimbre y lo dejaron caer al suelo.

—La próxima vez que se te olvide abrocharte el casco te daré en la maldita cabeza.—Sí, señor —dijo Cato con un grito ahogado.Al inicio de cada día, los reclutas debían presentarse vestidos con el uniforme y el equipo

al completo en cuanto sonaba el estruendo de las trompetas. Tras una inspección del equipo,tomaban un desayuno de pan y vino, que el ayudante de cocina, amargado por empezar el díacon los reclutas, racionaba en los platos de campaña. A continuación tenían la instrucción dedesfile: marchar sin perder el paso, alto, media vuelta al grito de las órdenes. Cada pasoimpreciso, cada vuelta mal dada, cada movimiento mal calculado era motivo de golpes eimproperios por parte de Bestia y los instructores. Al final, los reclutas eran capaces dereaccionar al instante a las órdenes y la instrucción pasaba a la siguiente fase: cambios deformación. De formación cerrada a formación abierta, de formación en fila a formación encolumna y vuelta a formación en fila. Aprendían a marchar en formación en cuña y enformación de tortuga, todo ello con el pesado equipo a cuestas.

Tras la comida del mediodía, el pelotón recibía el entrenamiento físico, que era todavíapeor. Durante e l primer mes, pasaron las t ardes marchando alrededor de la base, interminablesveces, hasta que el bruñido sol de invierno se ponía en un gris atardecer y, al fin, Bestia lesconducía de vuelta a la puerta principal sin permitirles reducir la marcha. Durante las primerassemanas, algunos reclutas se salían de la fila e, inmediatamente, un instructor se les echabaencima para llevarlos al final de la columna a golpes.

Tras el incidente en los barracones, Cato procuraba mantenerse alejado de Pulcher yagradecía que éste pensara que lo hacía por miedo. Y así era, un miedo atenuado por unalógica que le decía que un encuentro con Pulcher se prestaba a una única consecuencia:recibir una paliza t remenda. Cato no era part idario de satisfacer su propio orgullo a costa de sucuerpo. Si Pulcher le consideraba poco hombre porque Cato le negaba la ocasión de darle unapaliza, aquello medía la estupidez del matón y de cualquier otro hombre que pensara de igualforma. Cato enseguida advirtió las miradas de desdén que le dirigían los otros reclutas y la

forma en que se apart aban de él en los escasos ratos libres entre las sesiones de instrucción.—Tendrás que pelear con él —le dijo Pírax una noche, mientras estaban sentados en unbanco de la sala de comedores de centuriones.

Cato tomó un sorbo del vino rancio que había comprado para compartir con Pírax. Elasqueroso líquido le rascó la garganta, y tosió.

—¿Estás bien?Cato asintió con la cabeza.—Es el vino.Pírax miró su copa y tomó un buen trago.—El vino está perfectamente.—Puede que si me peleo con él borracho no me duela tanto —supuso Cato—. Él gana sin

problemas, yo recibo unos cuantos puñetazos y se acabó.—Puede. Pero yo no est oy tan convencido de que él quiera dejarlo en eso. Conozco a esa

clase de gente: una vez descubren que pueden ganarte, no pueden resistir volver a hacerlouna y otra vez. Te aconsejo que te enfrentes a él, que te dé una paliza..., pero no aflojesdemasiado pronto. Prueba a darle duro. Clávale un par de puñetazos y te dejará en paz...Quizás.

—¿Quizás? ¿Es eso lo mejor que puedo esperar? ¿Recibir una buena paliza y tenersuerte de que Pulcher lo quiera dejar ahí?

Pírax encogió los hombros.—¡Gracias, Pírax! Eso es de gran ayuda.—Sólo te digo lo que hay.Cato movió la cabeza.—Ha de haber otra alt ernativa. Algún modo de enfrentarse a él sin pelear.—Puede —dijo Pirax poco convencido—. Pero hagas lo que hagas, hazlo pronto, antes de

que demasiada gente te tome por un cobarde.Cato le miró un instante.—¿Eso dicen de mí?—¿Qué esperabas? Ésa es la impresión que das.—Yo no soy un cobarde.—Si tú lo dices... Pero más vale que lo demuestres.La puerta se abrió con una ráfaga de aire helado y entraron varios legionarios en el

comedor. Con el reflejo del brasero, Cato pudo ver que eran hombres de ot ra centuria. Mirarona su alrededor y luego se sentaron deliberadamente en un banco al otro extremo de la sala.Pírax se t erminó de un solo trago el vino que le quedaba y se puso de pie.

—Tengo que irme.—¿Por qué tan pronto? —Preguntó Cato—. Todavía queda mucho vino.—Cierto, pero tengo una reputación que cuidar —añadió Pírax con frialdad—. Recuerda lo

que te he dicho: haz lo que debas, pero hazlo pronto.Una vez Pírax se marchó del comedor, Cato siguió bebiendo un rato sin dejar de darle

vueltas al asunto y, al poco, levantó la vista un momento y cruzó la mirada con uno de lossoldados que habían llegado momentos antes. El hombre apartó la vista enseguida y siguióhablando en voz baja con sus amigos. Era difícil no pensar que estaban hablando de él, quehabía ido a aquel comedor por curiosidad, para ver al cobarde que habían sido nombradooptio.

Cato se levantó, se puso la capa y se apresuró a salir de allí. El aire era helado y el cielonocturno estaba surcado por finas nubes rodeadas por un halo de luz que emitía la media

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luna. Pensó que era una imagen bella y se detuvo para disfrutar de la tranquilidad delmomento. Pero enseguida volvió a pensar en la necesidad de aplacar la ira de Pulcher y, con unreniego, se fue directo a su habitación.

Pulcher no era lo único que le inquietaba. Aparte de la inhumana instrucción que recibíandurante el día, Cato debía dedicar la mayoría de noches a aprender sus obligaciones comooptio. Al secretario del centurión, Piso, se le había encargado enseñar al nuevo recluta el artede la administración militar. Y era tocio un arte, como Cato enseguida averiguó. Piso era elresponsable del registro de la centuria; era responsable de clasificar en detalle cada aspectode la vida de un soldado siempre y cuando afectara a la legión. Los historiales médicos, lospermisos otorgados, las condecoraciones recibidas, las infracciones de disciplina y los cast igoscorrespondientes, las deducciones del dinero para la comida y los equipos...

Una noche, poco después de hablar con Pírax, Macro encontró a Piso y a su protegidotrabajando en el cálido despacho de la centuria. El brasero resplandecía y la madera crujía alarder. Cato y Piso revisaban el último intento de Cato de escribir al tosco modo, tan apreciado,del ejército. Piso murmuraba sonidos de elogio al leer las recientes e irrefutables solicitudes ymovía la cabeza en un ademán reiterativo de aprobación ante las frases bien expresadas,pensadas para sugerir urgencia, o para insinuar que una autoridad con un rango muy superior

al de un humilde administrat ivo de centuria era el responsable directo de la pet ición.Se oyó el cerrojo al abrir la puerta, y Macro entró en la sala frotándose las manos, directo

al brasero. Extendió los brazos y sonrió al sent ir el calor. Un vago olor a vino dejó adivinar quevenía del comedor de centuriones.

—Una noche frí a, señor —dijo Piso con una sonrisa.—¡Terriblemente fría! —Asintió Macro con un golpe de cabeza—. ¿Cómo le va al chico

nuevo?—Bien, señor, bien. —Piso cruzó la mirada con Cato. — De hecho, algún dí a será un buen

administrativo.—¿De modo que crees que el joven Cato está listo para relevarte?—No he dicho eso, señor. Todavía le queda qué aprender. Pero tiene talento para este

trabajo, eso es incuestionable. Estábamos revisando algunos de los informes de requisa. ¿Leimportaría echar un vistazo, señor?

Macro negó con la cabeza.—En otro momento. Cuando no esté tan ocupado. De todas formas, estoy seguro de que

lo hace tan bien como dices. Y así debe ser, dada la educación que recibiste.—Sí, señor —respondió Cato, algo extrañado por el cambio de tono del centurión—. Es

evidente que me está siendo muy útil, señor.—Sí —Macro le miró en silencio un instante, con una expresión inescrutable. — De todasmaneras, no he venido para eso. Ya va siendo hora de que sepas qué es est ar en el campo debatalla. Mañana por la mañana se enviará a un destacamento a un poblado de la zona. El jefedel poblado echó a un recaudador de impuestos romano después de cortarle la lengua. Pareceque el jefe conoce a un alborotador que quiere hacerse un nombre al otro lado del Rin. Lacuestión es que Vespasiano quiere enviar a la tercera cohorte para arrestar al jefe y confiscartodos los metales y piedras preciosas para resarcir al recaudador. Uno de los centuriones de latercera cohorte se ha caído de un caballo esta tarde y el optio está en el hospital. Me handado órdenes de asumir el mando de esta centuria temporalmente..., y quiero que tú vengasconmigo.

—¿Habrá que luchar, señor?—No lo creo. ¿Por qué?—Porque en la instrucción aún no hemos utilizado armas de verdad.—No te preocupes por eso. Toma prestado el equipo de alguno de nuestros compañeros.

Aunque no creo que lo vayas a necesitar... En cuanto esos germanos nos vean llegar, harántodo lo posible para librarse de nosotros. Entraremos, haremos el arresto, requisaremos lo queencont remos y nos marcharemos. Estaremos de vuelta al anochecer.

—Oh... —Cato no pudo disimular su desengaño.Esperaba que la excursión le mantuviera alejado de Pulcher al menos unos días.—No te preocupes —dijo Macro amablemente, sin captar el sentido de la expresión de

Cato—. Algún día tendrás ocasión de presenciar un enfrentamiento, te lo prometo. Pero esbueno que t e intereses por ello. No sirve de nada ser un soldado si no te gust a el trabajo.

Cato esboz ó una débil sonrisa.—Sí, señor.—¡De acuerdo entonces! —Macro le dio una fuerte palmada en el hombro como un gesto

de confianza. —Te veré al alba en la puerta norte. Viste la capa, el traje de campaña alcompleto y toma provisiones para pasar el día.

—Sí, señor. Si a Piso no le importa, me gustaría irme a dormir temprano, señor.Macro miró a su administrat ivo con las cejas levantadas.—¡Por supuesto! —Piso sonrió—. Si el centurión exige a esos hombres lo que nos exige a

nosotros, te hará falta mucha energía para mañana.Una vez Cat o salió de la sala y sus pasos se alejaron por el pasillo, Macro se dio la vuelta

para interrogar a Piso.—¿Qué opinión te merece el chico?

—Tiene una habilidad especial para el papeleo; tiene buena mano y buena memoria.Piso hizo una pausa.—¿Pero...? —añadió Macro.—No estoy seguro de que est é hecho para el ejército. Parece demasiado débil.—¿Acaso has conocido alguna vez a alguien de palacio que no lo fuera? Demasiada

buena vida..., ése es su problema. La mayoría no aguantaría ni cinco días en el ejército, peroeste chico ha aguantado hasta ahora. Su resolución compensa sus carencias físicas.¿Sabes?, creo que, después de t odo, podremos sacar algo bueno del joven Cato.

—Si usted lo dice, señor...—Eso pienso, pero tú no, ¿verdad, Piso?—Para ser franco, no, señor. Una cosa es ser una persona resuelt a, pero hacen falta otras

cualidades para la lucha. Creo que no t iene lo que hay que tener. —Piso se calló un instante. —Se rumorea que es un cobarde.

—Sí, ya lo he oí do. Pero ya sabes cómo son los rumores..., casi nunca son del todo ciertos.El chico se merece una oportunidad.

Piso tuvo una intuición repentina:—Entonces ¿espera que haya problemas de verdad, señor?—Es posible. Ya sabes cómo son esos germanos: toda excusa es buena para provocar un

conflicto. Pero dudo que vaya más allá de cuatro golpes. Y así tendré ocasión de ver cómoreacciona Cato.

—Si lo que he oído es cierto, echará a correr.—¿Apostamos algo? —Propuso Macro con una sonrisa—. ¿Cinco sestercios? Sé que te

lo puedes permitir.—Sí, señor. Pero, ¿y usted?—Cinco sestercios —Macro hizo caso omiso de la burla y escupió en la palma de su mano.

—Cinco a que si hay problemas, Cato no echará a correr. ¿O es que no t e atreves a apostar?Piso vaciló un instant e y le dio una palmada al centurión.—¡Hecho! ¡Cinco!

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C a p í t u l o VIHabía sido una noche fría y la fortaleza de la segunda legión, envuelta en la neblina y

cubierta por un manto de escarcha blanca y brillante, empezaba a iluminarse con la tenue luzdel amanecer. Los hombres de la tercera cohort e se iban formando en centurias con eficiencia.Quinientos hombres, vestidos con la armadura y la pesada capa, se habían reunido a laintemperie; se frotaban las manos y daban golpes con los pies contra el suelo en un intento degenerar algo de calor en su cuerpo, expuesto al gélido aire de invierno. Se oían las burlas einsultos amistosos dirigidos a los legionarios de otras cohortes, que tenían la suerte dequedarse en la fortaleza aquel día. Los oficiales superiores estaban de pie, algo apartados delas irregulares filas de hombres, de modo que Cato no t uvo ningún problema en localizar al bajoy fornido Macro.

—¿Ése es tu protegido, Macro? —le preguntó el hombre que tenía al lado.Macro asintió con la cabeza.—Algo joven para ser optio, ¿no te parece?

—Ya veremos —gruñó Macro, a la vez que miraba de arriba abajo a Cato, que iba vest idocon una t única y una capa que le quedaban mal.El centurión dio una despaciosa vuelta alrededor del optio para observar de cerca el

equipo del joven; dio un tirón de las hebillas y movió hacia atrás la cabeza de Cato paraasegurarse de que la correa del casco estaba bien abrochada.

—Así está mejor. Bien, el tiempo que pasemos fuera del campamento quédate a mi lado yhaz lo que t e diga. Nada de alejarse; no hagas nada sin que yo dé el visto bueno. ¿Entendido?

—Sí, señor.—Ve y únete a la parte delantera de la última centuria de la fila... Es la sexta centuria.

Espérame allí.—Señor...—¿Qué ocurre?—¿Cuánto t iempo vamos a estar aquí de pie? —preguntó Cato t emblando de frío.—Por todos los dioses. Ni siquiera eres capaz de esperar, ¿verdad? —Macro movió la

cabeza en un gesto reprobador. —No por mucho tiempo, muchacho; hasta que llegue eltribuno.

Uno de los otros cent uriones escupió sobre el suelo helado.—Seguro que el muy cretino está todavía en la cama.—No creo —dijo Macro a su vez—. El legado está muy encima de él. Parece que quiere

poner a prueba a Vitelio. Pero esta excursión no es más que un ejercicio de mando. HastaVitelio haría lo que fuera para fastidiarla.

—Macro, hijo, nunca subestimes la incompetencia de tus superiores. Han nacido y hansido educados para el afrontar todo tipo de desastres...

La conversación quedó atrás a medida que Cato se alejaba hacia el estandarte que selevantaba sobre la sexta centuria. Al acercarse a ésta, algunos le miraron con curiosidad.

—¿Eres el optio de Macro? —le preguntó el portaestandarte.—Sí.—Dijo que tenía un muchacho nuevo, pero no sabía que lo decía en un sentido tan literal.Cato abrió la boca para replicar, pero se contuvo. Luego se sonrojó y se reprimió la furia.—No te separes del cent urión ni de mí, amigo, y no te pasará nada.Mientras Cato se quedaba en la parte delantera de la centuria, los otros optios ya habían

recibido la señal para ordenar a los hombres de sus centurias respectivas en columnas decuatro, y preparaban las filas, y al poco la cohorte estuvo formada y lista para ponerse enmarcha. Cato no pudo evitar darse cuenta de la creciente impaciencia que consumía a loshombres que esperaban de pie. El sol había disipado la niebla del amanecer entre las almenas,

y la luz empezaba a teñir la cohorte de un tenue resplandor anaranjado. Esperaron un buenrato más, el suficiente para que el frí o empezara a penet rar en sus cuerpos inmóviles.Al fin, se oyeron acercarse unos cascos procedentes del centro de la fortaleza, y Cato se

dio la vuelta para ver acercarse a un oficial con capa roja y casco con penacho, que rebotabacon cada paso del caballo. El grupo de centuriones se deshizo y cada uno volvió a surespectiva centuria. Vitelio pasó a caballo a lo largo de la columna de hombres y se situó alfrente de ésta. A continuación, dio una única orden y la centuria emprendió la marcha, cruzó lapuerta y avanzó por el camino que les alejaría de la fortaleza. Las demás centurias lasiguieron, y en cuanto la retaguardia de la quinta empezó a marchar, Macro contó diez pasos ygritó la orden de abrir la marcha.

La reacción de Cato, gracias a la severa disciplina de Bestia, fue automática, e inició lamarcha lenta que se le había enseñado, a dos pasos detrás de Macro, junto alportaestandarte. Atravesaron la puerta ent re el eco de las botas que dejaba atrás la canteríay se adentraba en el bosque salvaje de la provincia fronteriza. El sol naciente alargaba lassombras sobre la escarcha acumulada a la izquierda del camino, y en el aire helado seformaban las bocanadas de vaho de los soldados. El mismo camino que semanas antes habíaestado surcado por las rodadas de los carros en el fango estaba ahora helado. Pese al frío,Cato se sentía bien por alejarse de la legión; tendría todo un día para no pensar en Bestia nien Pulcher.

El soldado a la cabeza de una de las columnas llegó a la pequeña elevación del t erreno, yal descender la sexta centuria por la pendiente, Cato dio una última mirada a la fortaleza quese ext endía a lo largo del paisaje: un largo muro de piedra, con el edificio del cuartel general alfondo, coronado de tejas rojas, y al otro extremo, un asentamiento de bares, burdeles ysórdidos tugurios repartidos de forma irregular a los pies de la muralla. Al frente, una línea deárboles delimitaba el camino abierto por la segunda legión y el principio de uno de los antiguosbosques que se extendían por toda Germania. Más allá de los árboles jóvenes que luchabanpor recuperar parte del suelo asolado por los ingenieros de la legión, se alzaban pinos y roblesenormes, lóbregos e imponentes. Cato se est remeció, en parte por el frío y en parte al recordarel fatal destino de las tres legiones a las que el general Varo había conducido absurdamente alas profundidades de un bosque como éste unos treinta años atrás. Unos quince mil hombreshabían muerto masacrados bajo la maraña de ramas de la sombría penumbra; los germanoshabían dejado sus cuerpos en el fango, a merced de la putrefacción.

A medida que la columna avanzaba por el camino y los árboles empezaban a cerrarlo a loslados y al frente, los hombres iban callando; algunos miraban con inquietud hacia laprofundidad a la que se adentraban. Macro sabía perfectamente cómo se sentían, pues esta

remota parte de la frontera del Imperio albergaba algo extraño. No había bosques tan oscurose impenetrables como éstos en todo el mundo conocido. Incluso las tribus del lugar los temíany contaban historias de cómo los incansables espíritus de los muertos habían sidocondenados a vagar en forma de espectros pálidos entre las sombras y la luz verdosa de losárboles. La cohorte avanzaba por el camino que los ingenieros de la legión habían abierto através del bosque; antes de la llegada de los romanos, los extranjeros preferían rodear elbosque para desplazarse. Algunos se negaban, incluso ahora, a cruzar los bosques. Al parecer,los ingenieros también habían pasado miedo, pues el sendero no era recto, sino que describíauna curva que circundaba los árboles de tronco grueso, cosa que indicaba que aquéllos habíanquerido terminar cuanto antes su trabajo. Una vez la columna se hubo adentrado en elbosque, podían alcanzarse a ver poco más de veinte hombres al frente y otros tantos atrás, yCato sintió un escalofrío en la espalda.

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—¿Señor?Macro se dio la vuelta sin detenerse en el camino helado.—¿Qué ocurre, muchacho?—¿Cuánto queda para el poblado, señor?. — ¿Te refieres a cuánto nos queda para salir de este bosque? preguntó Macro con una

sonrisa.—Sí, señor.—Unos cuantos kilómetros antes de que el camino esté despejado de árboles;

deberíamos llegar a la aldea a mediodía. No te preocupes por est e lugar: es inofensivo.—Pero si nos at acaran...—¿Si nos atacaran? —Preguntó Macro en tono de burla—. ¿Si nos atacara quién? No

creo que fueran precisamente esos desgraciados a los que vamos a hacer una visita. Son unhatajo de granjeros simplones. Y el grupo guerrillero germano más cercano está más allá delotro lado del Rin. Así que t ranquilízat e, chico, estás poniendo nerviosas a las mujeres.

Macro apuntó con el dedo gordo hacia atrás, a los legionarios de la sexta centuria, y seoyó un fuerte abucheo. Cato se ruborizó y se encogió de hombros, sin dejar de mirar por elrabillo del ojo a los soldados.

Una vez superado el abrumador maleficio del bosque, los soldados dejaron de hablar ensusurros, y la columna siguió su camino a través de los árboles con el alborozo de bromas,chistes e insultos propio de los soldados. El espeso ramaje sofocaba en gran parte el bullicio,que sonaba vacío y extraño a sus oí dos.

Al fin, la columna salió del bosque para encontrarse ante una clara mañana de invierno enla que el sol bañaba la tierra con un cálido resplandor. Este lado del bosque había sido talado yla cohorte atravesaba ahora una tierra de cultivo tosca, salpicada de las adustas chozas deturba de los pobladores germanos, y de las que salía un hilo de humo. La mayoría de granjeroshabían encerrado el ganado, y de los establos de vacas y cerdos, que mugían y gruñían alpasar los soldados, se desprendía vapor. Había pocos signos de vida humana, aparte dealguna cara ext raña que observaba en silencio el paso de la columna por el sendero.

—Son gente agradable, ¿eh? —comentó el portaestandarte.—No parece que les molestemos demasiado —contestó Cato—. Pensaba que iban a

mostrar más int erés. No es así como imaginaba a los germanos.—¿Cómo esperabas que fueran?—Grandes y agresivos..., eso es lo que se dice en Roma.—Así es como son exactamente cuando luchas contra ellos —explicó el portaestandarte

con entusiasmo—. Pero éstos no son más que granjeros. Son como todos los civiles cuandoven pasar un ejército. Procuran no meterse en líos y esperan que no tengamos ningunaexcusa para prestarles atención. Tras esa puerta —el portaestandarte apuntó con la cabezaa una choza junto a la que pasaban—, y tras cada puerta hay una familia que reza por que nonos det engamos. Los soldados son malas not icias para ellos.

Desde el frente de la columna se gritó la orden de alto a la cohorte, y, al instante, cadacenturión la repitió a sus hombres. Los soldados se detuvieron y esperaron en silencio lasiguiente instrucción.

—¡Oficiales al frente!Macro, el centurión más alejado, se dirigió al trot e, a lo largo de la columna, junto a Vitelio,

que sobresalía a caballo entre la primera centuria. Desde el final de la cohorte, Cato vio que elsendero pasaba por una loma. Los oficiales se reunieron en torno a Vitelio a la distanciaprotocolaria de la infantería con respecto a los caballos, y éste dio sus órdenes con lasaclaraciones pertinentes. Una vez los of iciales se ret iraron, volvieron a su posición, al mando desu centuria respectiva. Macro se sonrió al ver la expresión inquisitiva del portaestandarte y eloptio.

—La aldea está just o det rás de esa loma. El t ribuno quiere hacerlo con calma. Sólo se llevaa la primera centuria. El resto formaremos a lo largo de la crest a para vigilar la aldea y actuar si

es necesario.—¿Por qué no vamos t odos, señor? —Preguntó Cato—. ¿Por qué dividir la cohorte?—Porque son sus órdenes, amigo —respondió Macro bruscamente, pero entonces bajó el

tono, porque se dio cuenta de que el optio había hecho una pregunta sensata—. No quiereque pongamos nerviosos a los del poblado. Sólo vamos a ejecutar el arresto, confiscar losobjetos de valor y marcharnos de forma pacífica. El tribuno cree que si entramos todospodemos asustarlos e incitarlos a cometer un error.

—¿Cometer un error?—¡A saber qué! —Macro se encogió de hombros para quitar importancia a lo dicho. —Yo

no me imagino a una horda de granjeros intentando abordarnos. Aun así, son órdenes. ¡Ah!Allá vamos. Vuelve a t u posición, opt io.

Vitelio avanzó en cabeza de la primera centuria hacia la cresta de la colina, y los hombresse perdieron de vista al descender al otro lado. Las siguientes centurias se desplazaron aderecha e izquierda a lo largo de la loma. Los centuriones de la segunda y tercera centuriamidieron a pasos la fila y señalaron la posición correspondiente a cada centuria, y ordenaronque marcharan en ángulos rectos hacia el camino. El espacio dejado para la sexta se extendíaa ambos lados del camino, y Cato, sin separarse del portaestandarte ni de Macro como se le

había ordenado, se encontró frente a una hilera de hombres formados en columnas de cuatroen fondo que se prolongaba a unos cien pasos a cada lado. Más adelante, el suelo bajaba enuna suave pendiente hasta la aldea, enclavada en un amplio meandro del río que surgía delbosque alrededor de la tierra de cultivo.

Cato se sorprendió ante el tamaño del poblado. Había esperado encontrarse con ungrupo de chozas de barro dispersas, encerradas en una empalizada. En cambio, habíacentenares de cabañas y construcciones más grandes apiñadas, rodeadas por un alto murode turba y una zanja llena de agua. La puerta principal estaba cerrada, flanqueada por dostorres de piedra achaparradas, desde las que se controlaba el estrecho puente levadizo. Unpoco más allá de la entrada, el camino se ensanchaba en una plaza ant e el mayor edificio de laaldea.

Había casi un kilómetro de la cresta al puente levadizo, y la primera centuria ya habíarecorrido casi todo el trecho del camino, mientras que la cohorte ya estaba en formación.Algunas caras se asomaban a los muros para avistar a sus visitantes, aunque la llegada de lossoldados no parecía haber causado ninguna reacción, dada la pacífica espera de loslugareños. Mientras las cinco centurias estaban en posición de descanso, se hizo correr la vozde que podían comer, y los hombres fueron sacando las raciones que llevaban en losmorrones. Cato sacó una t ira seca de carne de vaca, que, aunque dura, era sabrosa. La marchade la mañana le había dado más hambre de la que creía, y masticaba con ahínco mientrasobservaba el panorama a sus pies.

De repente, reparó en un movimiento en una parte alejada de la aldea. Tres hombrescargados con escudos y lanzas corrían hacia la línea de árboles que se dibujaba a lo lejos. Unaespesa mancha de humo ascendía en remolinos desde una enorme hoguera situada allídonde Cato acababa de ver a los hombres.

—¡Señor! —Gritó Cato a Macro—. ¡Allí!—¿Qué ocurre?—Allí, señor —Cato señaló con su jabalina. —Aquellos hombres que corren. ¿Los ha

visto?—Sí, muchacho, ya los veo.

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—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Cato.—¿Que qué hacemos? —Macro frunció el ceño. —Nada. Están demasiado lejos para

poder hacer nada. De todos modos, sólo son t res.—Tal vez debamos avisar al tribuno —insistió Cato.—No tendría sentido.Observaron en silencio a los tres hombres desaparecer entre las tierras de labranza en

dirección a los árboles, mientras Vit elio conducía a sus hombres por el sendero que llevaba a lapuerta, y les daba la orden de alto delante del puente levadizo. El tribuno agitó el brazo conresolución y, tras una breve pausa, la puerta se abrió para dejar paso a los soldados. Lacenturia entró en la aldea y, por unos instantes, desapareció de su vista entre las cabañasantes de volver a aparecer en la plaza. Vitelio detuvo a la columna y ordenó a dos hombresque se adelantaran hasta la puerta principal del edificio grande que daba a la plaza. Antes dellamar, la puerta se abrió, y apareció una mujer alta de cabellos largos y rubios. Aunque los queesperaban en la loma no oían y apenas podían ver nada desde su posición, era obvio queVitelio y la mujer estaban discutiendo.

—Pensaba que se nos había enviado para arrestar al jefe, señor —comentó Cato.—Así es, chico —dijo Macro con irritación—. No debería perder t iempo. La luz del día dura

poco en invierno. —Miró al cielo y vio que el sol ya empezaba a declinar hacia el horizonte. —No es muy agradable marchar de vuelta en la oscuridad.

Cato no pudo evitar mirar hacia el bosque en la distancia. El lugar ya era bastanteinquietante durante el día, Júpiter sabía cómo sería en plena noche.

—Si se hace de noche, ¿no sería mejor bordear el bosque, señor?Macro negó con la cabeza.—Es demasiada vuelta. Además, si hace falta, podemos encender antorchas. No tendrás

miedo, ¿verdad, muchacho?—No, señor.—Bien, sigue así —dijo Macro, aliviado de que sus cinco sestercios todavía no estuvieran

perdidos.En la aldea, la discusión concluyó a la fuerza cuando Vitelio hizo un ademán con el brazo

que llevó a dos soldados a inmovilizarla sin miramientos, sujetándole los brazos a la espalda.Un pelotón entró por la fuerza al gran edificio, para salir al poco cargado con un arcón. Una vezVitelio lo hubo vaciado, se dirigieron al siguiente edificio y forzaron la entrada.

—Parece que nuestro hombre ha huido —observó Macro, y bostezó ampulosamente—. Eltribuno no debería haber perdido tiempo con la mujer.

—A menos que sea el tipo de mujer que pueda gustarle al tribuno —dijo elportaestandarte entre dientes—. Ya se sabe cómo es Vitelio con las mujeres: no puederesistirse al impulso de galant ear.

—Pues tendría que hacerlo a su debido tiempo. Y no hacer perder tiempo al ejército. Ymucho menos al mío. Y menos en un maldito día frío como hoy.

—¡Señor! —Cato le interrumpió—. ¡Mire allí ! ¡En la ent rada!La puerta se estaba cerrando lentamente, y, mientras Macro miraba, el pequeño puente

levadizo empezó a subir. Le invadió una fría sensación de terror más fría que un escalofrío enun día de invierno. Miró entonces al centro de la aldea, pero Vitelio y sus hombres parecíanajenos a lo que estaba ocurriendo y siguieron asaltando las casas. A lo lejos, más allá de laaldea, un leve movimiento atrajo su mirada. Del bosque salía una sombra, como si el sol sepusiera antes de lo normal. Luego se dio cuenta de que era imposible, ya que el sol estabadetrás de la cohorte.

—¡Cato! Tus ojos son más jóvenes que los míos. ¿Qué está pasando allí, en el límite delbosque? —preguntó Macro con urgencia, apuntando con el dedo.

Cato no estaba seguro de lo que veía. Del suelo se había levantado una nube queocultaba parte de la vista. Pero la sombra borrosa se descompuso enseguida en formasdefinidas.

—Creo... Estoy seguro... Es un grupo de hombres. Salen del bosque y se dirigen hacia aquí.Miró a Macro con los ojos muy abiertos.—¿Germanos?—¿Qué, si no?—Pero, ¿y los que están en el pueblo? —preguntó Cato en tono alarmado—. Ellos no ven

nada.—Ya lo sé, muchacho. Ya lo sé.Algunos otros soldados vieron el peligro inminente y lo señalaron a sus compañeros. Se

oyó un murmureo de desasosiego por toda la f ila.—¡Silencio! —Gritó Macro—. ¡Cerrad el pico y est aos quietos!Los legionarios obedecieron al instante en cuant o se les recordó la d isciplina. El centurión

Cuadrato, de la segunda, el oficial superior presente, se acercó pasando junt o a la columna.—¡Macro! ¿Los ves?—Sí.—Será mejor que bajemos y nos unamos a ellos.—Se nos ordenó que nos quedáramos aquí —contestó Macro con firmeza—, a menos

que Vit elio nos hiciera la señal para movilizarnos.

—Pero él no los ve acercarse.Cuadrato apuntó con el dedo a los germanos que se aproximaban, que ya erancentenares y seguían saliendo del bosque en dirección a la aldea.

—Si bajamos, nos acorralarán a todos —dijo Macro—. Sugiero que en vez de bajar,intentemos captar su atención.

Cuadrato miró a Macro un instante y luego asintió con la cabeza. Se dio la vuelta hacia lafila, ahuecó las manos y las acercó a su boca para gritar:

—¡Estandartes! ¡Señal de retirada!Los cinco portaestandartes que quedaban empezaron a dar vueltas en círculo con las

enseñas en alto. Macro miró hacia la aldea donde los soldados de la primera centuria, ajenos aldesastre inminente, seguían tomando los objetos de valor fáciles de transportar.

—¡Vamos, vamos! —Murmuró Cuadrato—. Que alguno nos mire... Aquí...Al fin, vieron a un soldado señalar hacia ellos con su jabalina, y Vitelio hizo dar la vuelta a

su caballo. Se quedó inmóvil sobre éste un momento, se dio la vuelta y agitó un brazofrenéticamente. El soldado que los había visto salió corriendo de la plaza y poco despuésreapareció en lo alto de una de las torres de la puerta. A pesar de ello, del espacio existenteentre los edificios de la aldea surgieron algunos hombres que rodearon a Vitelio y sus soldados.La centuria se organizó enseguida en formación cerrada y retrocedió hacia la puerta. Algunoslugareños corrían y lanzaban piedras y trozos de madera a los romanos en retirada. Unainesperada cortina de jabalinas procedentes de la retaguardia cayó sobre los aldeanos, de losque cayeron una media docena y el resto huyó por las callejuelas. Pronto la centuria se perdióde vista tras los edificios de la aldea, en un intento de llegar hasta la puerta.

Desde la loma ya se veía claramente a los germanos aproximarse desde el bosque, ypodía adivinarse cuántos eran y a qué velocidad iban.

—Trescientos o cuatrocientos —calculó Cuadrato.Macro negó con la cabeza.—No tantos, diría yo.—Vitelio debería de tener bastante tiempo para salir antes de que lleguen a la aldea.—No les será difícil. Están a casi kilómetro y medio de la aldea. En cuanto Vitelio pase por

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la puerta, debería de alcanzar la loma antes de estar más cerca.—¿Y luego?—No sé. —Macro se encogió de hombros. —Habrá que esperar nuevas órdenes.Cato miraba a los dos oficiales con incredulidad. ¿Cómo podían mantener tal sangre fría

cuando sus compañeros se enfrentaban a una aniquilación inminente, allí, justo a sus pies? Ydespués, habría diez veces más germanos que hombres de la cohorte. Sintió un ardientedeseo de instar a gritos a todos los demás a hacer lo mismo. Pero su cuerpo se negó amoverse, en parte por la vergüenza y en parte por el pavor que le causaba la idea de hacer elviaje de vuelta solo por el bosque. Sin moverse, Cato, pendiente del avance de la primeracenturia, no dejaba de mirar a los germanos que se aproximaban y a la aldea. Entonces vio unmovimiento repentino en una de las torres de la entrada: un grupo de hombres acababa deapresar al legionario enviado por Vit elio; una lanza lo atravesó y el cuerpo cayó en el foso.

—¡Señor!—Ya lo he visto, muchacho.Una serie de destellos anunció la llegada de la primera centuria al límite de la aldea y se

entabló una breve lucha para tomar el control de la puerta de entrada. Al mismo tiempo, losgermanos se acercaban en masa para cerrar la trampa.

—Esto es inminente —dijo Cuádralo para sí—. Lo mejor será prepararse para batirse enretirada. Yo volveré a poner en marcha a las ot ras centurias. Macro, quiero que te quedes aquíy nos cubras hasta que llegue Vitelio.

—De acuerdo —Macro asintió con la cabeza—. Pero date prisa.Cuádrate se abrió camino en la fila gritando las órdenes necesarias y, una a una, las

centurias que estaban en lo alto de la loma deshicieron la fila para formar una columna yempezaron a marchar en dirección contraria, hacia el sendero. A su vez, Macro ordenaba a lasexta centuria, a diez pasos más abajo, que despejara el camino para Cuadrato. Cato vio queen la aldea la primera centuria había logrado derrotar a los aldeanos de la puerta y loslegionarios tiraban de la gruesa puerta de madera para escapar. Con Vitelio al frente en sucaballo, la primera centuria se desdobló para subir la colina y unirse al resto de la cohorte. Unreducido grupo de aldeanos les perseguía, hasta que una nueva lluvia de jabalinas descargósobre ellos. Una vez la centuria estuvo lo bastante lejos de la aldea para estar a salvo, Vitelioespoleó a su caballo para subir la pendiente y ponerse al mando de la cohorte. Se situó junto aMacro. Su caballo resoplaba con fuerza y echaba espuma. Tenía un corte profundo en la ijaday le salía sangre a borbotones.

—¿Qué diablos ocurre aquí, centurión? —gritó Vitelio furioso—. ¿Dónde está el resto?

—Cuadrato los ha llevado al camino, señor —explicó Macro.—¿Para qué? ¿Tiene miedo de cuatro miserables aldeanos? ¡Voy a entrar ahí con toda lacohorte y vamos a incendiar el poblacho hasta que sólo queden cenizas!

—Señor —le interrumpió Macro—. Mire hacia allí.—¿Eh? ¿Qué?—Más allá de la aldea, señor.Vitelio se quedó paralizado un instante al advertir el auténtico peligro de la situación.

Observó el oscuro torrente de germanos que se precipitaba sobre el pueblo y se dio cuenta delo que ya sabían los otros oficiales: no había posibilidad de enfrentarse a aquella extrañagente.

—Todavía nos separa suficiente distancia. Si podemos llegar hasta el bosque con tiempo,podemos emplear una retaguardia para aguantarlos.

—Creo que eso es lo que Cuadrato pretendía, señor.—Bien. De acuerdo, vosotros quedaos aquí . En cuanto llegue la primera, dejadles pasar y

ordenadles que se coloquen al final de la columna. Esta centuria será la retaguardia. Retiraosuna vez la cohorte haya empezado a moverse.

Vitelio volvió a mirar pendiente abajo para calcular la posición de cada bando.—Tardarán un poco antes de alcanzar la aldea. Con suerte, podremos mantenernos a

bastante distancia de ellos. Bien, centurión, ya conoce las órdenes.—Sí, señor.Macro saludó, y Vitelio espoleó a su caballo para dirigirse al frent e de la columna. Cuando

Cato estuvo seguro de que el tribuno no podía oírle, se dio la vuelta y miró a Macro.—¿Qué va a pasar?—Lo que ha dicho. Estar de vuelt a en el campamento enseguida. Eso es todo.Cato temía que las cosas no serían tan fáciles. Una angustiosa intuición le hacía pensar

que lo peor t enía que llegar, y maldijo a Macro en silencio por obligarle a unirse a la expedición.En vez de practicar el incruento ejercicio que éste le había prometido y de alejarse de Bestia yPulcher, debía enfrentarse a una horda de germanos despiadados. Hacía apenas cuatrosemanas que había iniciado su carrera militar, pensaba con amargura, y ya había personasque hacían cola para matarle.

Los hombres de la primera centuria alcanzaron sin aliento el final de la línea de legionariosque había a los pies de la loma y se les hizo seguir subiendo por el camino. Cuando el últimopasó junto a las filas, Macro ordenó a sus hombres retirarse diez pasos de su posición original.La centuria estaba a punto de formarse cuanto oyeron un leve fragor procedente del final de lacolumna.

Desde el lejano bosque surgió otra turba de germanos que empezó a correr a campotraviesa para cortar la retirada de la cohorte. Cato sólo tuvo que lanzar una fugaz mirada paradarse cuenta de que era evidente que los germanos llegarían al sendero antes de que laprimera centuria estuviera siquiera cerca de ést e. De repente, Cato lo vio todo con claridad: lostres hombres corriendo hacia el bosque, la señal de fuego, la mujer del jefe que provocaría elretraso. Una trampa muy hábil, pensó antes de que el pavor ante la situación le pusiera lospelos de punta. Al mirar a Macro para encontrar una solución, se sorprendió ante lamomentánea pérdida de compostura de su expresión. Volvió a mirar la nueva amenaza, yluego se volvió hacia la primera horda de germanos, que ya est aba a menos de un kilómetro dela parte más alejada de la aldea.

—¡Fantástico! —Exclamó Macro entre dientes—. Ahora sí que estamos bien jodidos.

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C a p í t u l o VIIEn cuanto la cohorte salió del campamento aquella mañana, la segunda legión inició su

rutina cotidiana. Los reclutas de Bestia iban de un lado a otro dando patadas contra el suelopara entrar en calor durante un descanso de la instrucción. Mientras, el comandante de laquinta cohorte sacaba a sus hombres del campamento para la marcha de entrenamiento queel ejército exigía a sus tropas una vez al mes. Aquel día, el personal administrativo del cuartelgeneral se unió a la cohorte, quejándose de la falta de consideración de Vespasiano haciaellos, pues su cat egoría les eximía del servicio.

Vespasiano observaba desde un balcón a la cohorte y los administrativos, apretujadosentre la tercera y la cuarta centuria, marchar en fila a lo largo de la Vía Pretoria, cosa que lehizo esbozar una sonrisa incontenible. La Segunda Augusta era la primera legión a su mando ypretendía hacer de ella la mejor, a pesar del disgusto del personal administrat ivo. Cada hombrey animal de la legión debía est ar preparado para la campaña que se avecinaba. Más aún, dadala condición especial de la operación explicada a grandes rasgos en la carta que le había

enviado el Estado Mayor del Imperio, los hombres de la segunda legión debían recibirinstrucción de tipo anfibio. Sabía muy bien que los soldados rechazaban todo cuanto teníaque ver con el agua, y más aún con el mar. La vida relajada de guarnición que la legión habíallevado en los últimos años no iba a ayudarles, pensó Vespasiano al tomar otro trago de vino.Hacía falta un período de adaptación, y los ejercicios de refuerzo del personal administrativoeran la primera fase del programa que había trazado para preparar a las tropas. De ahora enadelante, las marchas de entrenamiento y el adiestramiento en el uso de armas se redoblaríany no se permit iría a ningún oficial ni soldado ningún privilegio en cuant o a exención del servicio.

Tan pronto la cohorte hubo salido de la fortaleza, Vespasiano se encerró en sudependencia privada y cerró los postigos del balcón. Sobre una gran mesa de madera tenía losinventarios que había encargado y una serie de misivas procedentes de Roma en las que sedescribían los pormenores del traslado de la legión: la ruta que seguirían a través de la Galia,los depósitos de provisiones de los que la segunda legión podría disponer durante la marcha yla notificación de que durante la campaña se incorporarían a sus tropas especialistas enguerra anfibia. El documento responsable de t odos los cambios estaba bien guardado con susdocumentos confidenciales en un arcón bajo la mesa. De tant o leerlos, se sabía los detalles dememoria. Sin embargo, cogió la llave que llevaba colgada al cuello y abrió el arcón. El despachoestaba enrollado y aún quedaban restos de lacre rojo pegados al pergamino. Junto al rollohabía otro documento más pequeño, señalado con una marca que indicaba que sólo él podíaleerlo, escrito con un código creado por el propio Emperador. Vespasiano lo contempló uninstante con una expresión afligida y volvió a dejarlo en el arcón antes de sacar el rollo másgrande. Lo puso sobre la mesa, lo aplanó, sorbió otro poco de vino t ibio y lo leyó una vez más.

La segunda legión y las otras tres, junto con las treinta cohortes de tropas auxiliares,invadirían Britania en verano. El administrativo imperial que había redactado el documentoexponía el plan así de claramente, sin rodeos. A continuación, tal vez por cierto cargo deconciencia ante su falta de delicadeza, daba al texto un giro de locuacidad y procedía aexplicar con un lenguaje refinado la importancia de la campaña. Julio César, decía, apenashabía hecho un reconocimiento del suelo britano; una invasión eficaz haría renacer la gloria deRoma y volvería a recordar al mundo civilizado (y al no tan civilizado) la fuerza de Roma y desu nuevo emperador.

Vespasiano se sonrió. El nombramiento de Claudio se debía al apoyo de la guardiapretoriana. Pero para ellos, el nuevo emperador habría muerto en el derramamiento de sangreque siguió al asesinato de Calígula. Claudio tal vez fuera emperador, pero su aptitud para elpuesto era objeto de crítica en toda Roma. Incluso los plebeyos no estaban plenamenteconvencidos de que estuviera a la altura del cargo. El plan de campaña para la conquista de

Britania estaba claramente enfocado a dar una imagen heroica de Claudio. Una victoria rápida,un triunfo fastuoso y una prolongada celebración en la capital reafirmarían el aprecio delvoluble pueblo de Roma por su emperador.

El administrativo proseguía afirmando que las fuerzas enviadas para la invasión seríanmás que suficientes. Los servicios de información procedentes de Britania daban a entenderque la resistencia armada sería mínima y muy dispersa. La fuerza invasora eliminaríaenseguida cualquier forma de oposición concentrada, y el resto de la campaña consistiríasencillamente en reducir las fortalezas t ribales por medios diplomát icos o a la fuerza.

—Por medios diplomáticos o a la fuerza —repit ió Vespasiano en voz alta.Sólo un hombre de la administración imperial podía hacer que sonara tan sencillo.

Cualquier soldado con experiencia en zona fronteriza sabía cuan difícil era conseguir algo condiplomacia. Vespasiano dudaba que los britanos pudieran siquiera pronunciar la palabra, ymenos aún entender su significado.

Según la interpretación libre que el administrat ivo había hecho del César, los britanos eranchusma indisciplinada de pintorescas costumbres en el empleo de tácticas con cuadriga. Suspoblados fortificados venían a ser poco más que montículos de barro con endebles palizadas.Se preveían pocas bajas y los invasores tendrían grandes oportunidades para enriquecersecon el botín de guerra previsto, sobre todo con esclavos. A Vespasiano se le recordaba quedebía dejar claro este aspecto de la campaña a las tropas de la legión, que, por otra parte,podrían verse influenciadas por los oscuros rumores que corrían sobre la neblinosa isla situadamás allá de los confines del mundo conocido. Vespasiano suponía que en ese momento deltexto el administrativo tomaba conciencia de que se había excedido, y adoptaba de nuevo unestilo más objetivo. Se ordenaba a Vespasiano que tuviera mano de hierro con los quedifundían tales rumores y que impusiera el más elevado nivel de disciplina según la mejortradición del ejército romano. El informe concluía con un programa de instrucción para lastropas en los meses siguientes.

Vespasiano dejó el documento a un lado, dio el último trago a su copa, y miró los papelesque cubrían la mesa. Al menos, sería toda una aventura. La reunión de una gran fuerza y elalmacenaje de reservas para el abastecimiento posterior a la llegada a tierra, la construcciónde una f lota, la instrucción del ejército para operaciones anfibias y, además, la campaña en sí yla fundación de toda una nueva provincia con toda la infraestructura necesaria. ¿Y para qué?La carta hablaba de los grandes recursos de oro, plata y estaño de la isla. Por lo queVespasiano había oído decir a los comerciantes que pasaban por la fortaleza, la isla era unlugar sórdido sin ciudades ni cultura, de mujeres feas y ridículos peinados. No era un lugar delque Claudio pudiera estar precisamente orgulloso de mostrar al resto del Imperio. Pero era una

conquista, y la buena reputación se basaba en el éxito militar. Vespasiano era plenamenteconsciente de que necesitaba crearse un prestigio político si quería que sus ambiciones sehicieran realidad. Sí, la conquista de Britania sería algo positivo para todos los implicados,excepto para sus habitantes, reflexionó con una sonrisa en los labios.

Había que liquidar algunos asuntos antes de que la legión dejara la fortaleza en manos dela cohorte mixta de Macedonia designada para reemplazar a la Segunda durante la campaña.Había que resolver algunas cuestiones de territorio, así como el desagradable asunto con elrecaudador de impuestos, del que se estaba ocupando la tercera cohorte en aquel momento.El recaudador había hecho una petición al gobernador provincial para ser indemnizado, y enella estipulaba que si no le compensaban con la suma que exigía, sólo se daría por satisfechosi se ejecutaba al jefe de la aldea. Consciente de que la tribu había tenido una mala cosechaaquel año y tal vez necesitara comprar comida para pasar el duro invierno germano,

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Vespasiano había ofrecido como alternativa, cortarle la lengua al jefe de la aldea. Pero elrecaudador de impuestos, un galo zafio con un terrible acento, incapaz de conversar (algo queya no tenía solución posible), había insistido en recibir su dinero sucio o en dar muerte al jefe.De modo que se había enviado a Vitelio a solucionar el problema, misión que para el tribunoera necesaria para hacer valer la paz del Imperio. A Vespasiano le resultaba bastante difícilganarse la simpatía de su tribuno, pero no sabía bien por qué. El hombre era bastanteecuánime y muy popular en el comedor. Era un buen bebedor sin llegar a la embriaguez. Era unmujeriego empedernido..., como debía ser, pensó Vespasiano con aprobación. Además, aVitelio le gustaba el deporte y conducía cuadrigas como si hubiera nacido con las riendas enlas manos. Si algún vicio tenía era el juego, e incluso en eso era bueno. Tenía un don especialpara saber cuándo los dados iban a su favor o en su cont ra. También t enía una gracia especialpara hacer amigos, sobre todo hombres de influencia política, y tenía un gran futuro pordelante. ¿Quién sabía hasta dónde podría llegar aquel hombre? Y con esta pregunta,Vespasiano dio con la clave: el tribuno encarnaba la figura de un posible rival en el fut uro.

Y luego había otro asunto: el mensaje cifrado que había entregado el recluta semanasatrás procedente de la oficina personal del emperador con el código acordado entre Claudio yVespasiano. En él se informaba brevemente a Vespasiano de que algún hombre del

campamento había estado implicado en el intento de golpe de estado del año anteriorperpetrado por Escriboniano. En cuanto los secuaces que quedaban del golpe facilitaran laidentidad del conspirador, ésta se comunicaría a Vespasiano a fin de que pudiera tomarmedidas para hacer desaparecer discretamente al cómplice. Bonitos eufemismos, pensóVespasiano, y en sus labios se dibujó una sonrisa irónica al imaginar las técnicas empleadaspor los torturadores imperiales para obtener información y hacer desaparecer gente con lamayor de las discreciones. Como consuelo, el texto le aseguraba que había al menos un espíaimperial —no identificado— en el campamento para ayudarle del modo que éste creyera másconveniente.

Todo aquello era un maldito incordio dada la preparación que requería la participación dela legión en una importante campaña de ataque. Un soldado tenía que estar concentrado enobjetivos militares, y no en elevados asuntos políticos, para que un ejército actuara de formaefectiva. Y a partir de ese momento, tendría que observar a cada uno de sus oficiales que leinfundiera cierta sospecha, al menos hasta que algún pobre desafortunado de la prisión deMamertina ya no pudiera más y diera un nombre. Vespasiano no podía evitar desear que elnombre fuera el de Vitelio. Sería una buena solución para acabar con muchas de lasinquietudes que le atormentaban.

Vespasiano se sirvió más vino de la jarra que había puesto a calentar junto a las ascuasdel brasero. Tomó un sorbo, al tiempo que sentía no haber encontrado una empresa máspeligrosa que ofrecer a Vitelio que la simple tarea de ent rar en una aldea de la zona.

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C a p í t u l o VIIIEl tribuno llegó con su caballo corriendo al galope por el sendero. Dio un giro brusco para

detenerse junto a la última centuria y extendió un brazo para señalar en dirección a la aldea alfinal de la pendiente del camino.

—¡Macro! ¡Lleva a tus hombres hasta allí enseguida!—¿Señor? —Macro se sobresaltó con la orden.Dirigió la vista hacia donde apuntaba el tribuno y dio una rápida mirada a la aldea hacia

donde la horda germana se acercaba en masa a t ravés de la llanura.—¡Vamos, centurión! —gritó V itelio— ¡Rápido!—¡Sí, señor!—Y cuando lleguéis a la aldea, entrad y asegurad la puerta situada al ot ro extremo.—¡Sí, señor!—¡Que nada os det enga! ¿Entendido?—Señor.

Cuando Macro se dispuso a gritar la orden a la sexta centuria, Vitelio sacudió con fuerzalas riendas y espoleó al caballo para volver. La columna ya había dado media vuelta ymarchaba a paso ligero hacia la aldea. Macro agarró a Cato del brazo.

—Quédate cerca de mí. Pase lo que pase.Cato asintió con la cabeza.—De acuerdo, muchachos, al trot e. ¡Seguidme!Macro condujo pendiente abajo a la centuria, una pequeña columna de legionarios que

echaban remolinos de vaho al jadear mientras miraban hacia la parte más lejana del pueblo ycalculaban la distancia de la horda germana que se acercaba hacia ellos. Hasta Cato veía queel enemigo estaba seguro de que iba a alcanzar la puerta antes que ellos. ¿Qué ocurriríaentonces? Una lucha atroz en las sucias y estrechas calles y la muerte segura. De hecho, siuna mínima parte de lo que Posidonio había escrito sobre los germanos era cierto, erapreferible morir. Se oía el fuerte tintineo de las correas de arneses y vainas, y Cato, quetodavía no había perfeccionado la técnica de correr vestido con el traje de campaña, hacíagrandes esfuerzos por sostener la jabalina y el escudo y por que la vaina de la espada no se lemetiera entre los muslos. Por si fuera poco, el casco de talla única empezó a deslizarse sobrelos ojos al correr, con lo que debía echarlo hacia atrás cada dos por t res.

Macro echó una rápida mirada a sus espaldas y vio que las otras centurias pasaban por lacresta de la loma y empezaban a correr pendiente abajo. Asintió con la cabeza en un gesto deaprobación. El tribuno sabía lo que hacía al no permitirles correr colina abajo hasta la aldea yenfrentarse a los germanos sin poder recuperar el aliento. Macro miró hacia la puerta de laaldea. Un pequeño grupo de germanos, cargados con una variopinta variedad de armasantiguas y herramientas agrícolas de lo más peligrosas, esperaban sin saber muy bien a quéatenerse, sorprendidos de ver a los legionarios volver a toda prisa, sendero abajo. Macroestaba a unos veint e pasos de ellos y vio la expresión de miedo en la cara de aquellos que aúnno habí an huido. Tomó aire y desenvainó la espada.

—¡¡Grrraaarrr!!Cato se echó a un lado atónito.—¡Sigue corriendo, idiota! ¡Era para asust arles a ellos, no a t i!Y así había sido: los germanos que quedaban, antes de enfrentarse a un centurión

agresivo, habían preferido dar media vuelta y echar a correr hacia el interior de la aldea, sindetenerse siquiera a cerrar las puertas de sus casas. Apenas nadie miró al cadáver del romanoque yacía desgarbado junto a la puerta cuando los legionarios irrumpieron en la aldea gritandocon furia, disfrutando del efecto producido. Sólo Cato se mantuvo en silencio, mirando congravedad las toscas cabañas a su alrededor, abrumado ante el insoportable hedor del lugar.

—¡Más juntos! —Gritó Macro por encima del hombro—. ¡Y no dejéis de gritar!La centuria dobló una esquina y se dirigió hacia el primer grupo de adversarios que nohabía huido: una docena de hombres hirsutos con escudos y lanzas de caza que les cerrabanel paso de la calzada. Habían tenido la estúpida idea de colocarse demasiado cerca de laesquina y, antes de que Cato se diera cuenta de su presencia, ya habían sido arrollados. Losque habían sido empujados a un callejón desaparecieron de su vista y sobrevivieron. Losdemás habían sido pisoteados y rematados con estocadas de jabalina al paso de la centuria.Cato sólo vio morir a un germano a quien Macro le había golpeado la cara con el borde delescudo. El germano dio un grito estridente que desapareció con la aplastante presión queempujaba a Cato hacia el centro de la aldea. Cualquier posibilidad de sentir miedo habíadesaparecido ante la necesidad de concentrarse en mantenerse lo más cerca de Macroposible. A un lado, Cato oía al portaestandarte gritar « ¡Adelante! ¡Adelante!» con fuerza yuna sonrisa en los labios. Por todos los dioses, pensó Cato fugazmente, estos hombresestaban disfrutando. ¡Idiotas! ¿Querían acabar muertos?

De repente, estaban corriendo hacia la plaza frente al edificio del jefe que Cato habíavisto desde la ladera, cuando los aldeanos empezaron a abalanzarse sobre ellos.

—¡Déjalos! —Ordenó Macro— ¡Sigue conmigo!Guió a la centuria desde la plaza a través de la ruta más ancha, que seguramente

conducía a las puertas de la aldea que daban a la horda de germanos que se acercaba por elotro lado. El camino estaba despejado y la única señal de vida de los habitantes eran laspuertas que se cerraban bruscamente al acercarse la centuria. A través de una abertura en losedificios, Cato vio que se acercaban a la otra puerta que se alzaba sobre los techos de paja.Luego oyó un nuevo sonido, el griterío de una multitud, más fuerte incluso que los gritos de loslegionarios. A medida que se fueron dando cuenta del ruido, los legionarios se fueron callando,y aflojaron el paso unos momentos.

—¡No aflojéis, malditos vagos! —Gritó Macro—. ¡Vamos! Los legionarios aceleraron elpaso en un último intento de asegurar las puertas antes de que pudieran entrar los germanosque se aproximaban. Cato seguía al portaestandarte y a Macro en un desesperado tramo finalde la cuesta entre las pestilentes cabañas germanas, y entonces chocó contra la espalda delcenturión al detener ést e bruscamente la marcha. En el golpe, Cato dejó caer el escudo.

—¡Mierda! —bramó Macro. — ¡Disculpe, señor! No quería...—¡Formad filas! —Gritó Macro sin prestar atención a Cato—. ¡Jabalinas en ristre!Cato recogió su escudo, se irguió y se quedó quieto. Tenían la torre de entrada abierta de

par en par a cincuenta pasos, y hacia ellos avanzaba el rugido aterrador de los germanos queacababan de avistar al enemigo. Eran los seres más horrorosos que Cato había visto jamás.

Eran enormes y desgreñados, tenían la cara desfigurada por el ansia de sangre y la pest ilenciaanimal que desprendían era desconcertante.

—Ponte a un lado, hijo. —Macro apartó a Cato al final de la primera fila de legionariosdonde el portaestandarte había clavado en el suelo el estandarte y había desenvainado laespada. — ¡Las dos primeras filas! ¡Lanzad jabalinas!

Una docena de jabalinas volaron alto para caer en arco hacia los germanos, ydesaparecieron instantes después entre la multitud rabiosa que avanzaba de seis en fondohacia la calzada. Las primeras filas se detuvieron bruscamente, como si una cuerda hubieratirado de ellos. Unos habían sido atravesados por las jabalinas romanas otros, al tropezar conlos heridos, caían al ser empujados por la presión de at rás.

—¡Las dos siguientes filas, jabalina en ristre! —repit ió Macro en un grito claro y sereno.La segunda carga hizo del frente germano una masa informe de muertos y heridos, y los

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supervivientes forcejeaban para liberarse de la maraña de cuerpos. Macro sopesó la situacióny agitó su espada en lo alto.

—¡Vamos, chicos! ¡A por ellos! ¡A la carga!Y se abalanzó hacia los germanos con el escudo en alto para protegerse y la espada

empuñada hacia la garganta del enemigo más cercano. El centurión lanzó un grito y seprecipitó sobre él, y Cato volvió a verse inevitablemente arrastrado por la avalancha de locura.A diferencia de las primeras filas de legionarios, Cato todavía tenía la jabalina y, en vez decargar la incómoda arma contra el tumulto, prefirió lanzarla lo más lejos posible antes dedesenfundar la espada corta. Pero los lanzamientos de jabalina que había practicado en elcampamento no tenían nada que ver con lanzar una jabalina en una situación real. Al alzar elbrazo derecho para lanzar casi atravesó al legionario que tenía detrás.

—¡Ay! ¡Mira lo que haces, maldito cabrón! —Gritó el hombre furioso mientras se abríapaso a empujones para adelantar a Cat o—. ¡Vas a hacer daño a alguien!

Cato se sonrojó de vergüenza y enseguida lanzó el arma, que lamentablemente siguióuna trayectoria baja, rebotó contra el casco de Macro y cayó en horizontal sobre la bulliciosamultitud de germanos. Cato tragó saliva al ver la mirada furiosa que le lanzó el centurión, querenegó en voz alta y se dio la vuelta para aplacar su ira contra el primer germano que tuviera

delante. Cato desenvainó su espada al instante y se adelantó para evitar parecer elresponsable del proyectil errado.

Los legionarios del final animaban a gritos a los de las primeras filas, y sólo callaban pararematar a algún que otro germano que presentaba traicioneros signos de vida entre la masade cuerpos tumbada en el suelo. A Cato le impresionó ver a dos romanos entre los muertos;eran hombres que no conocía. Mientras los legionarios empujaban a los germanos hacia laspuertas, aparecieron más cuerpos de romanos; algunos de ellos todavía se miraban lasheridas, incrédulos. De los heridos brotaba sangre que se mezclaba bajo las botas con elfango. A medida que iban cayendo más romanos, la línea de ofensiva estaba cada vez máscerca, y Cato se armó de valor para el momento en que tendría que ocupar el espacio de unabaja.

Aprisionados contra la puerta, un grupo de germanos trató desesperadamente de ampliarla línea de lucha trepando a los muros que rodeaban las cabañas. Al grito de Macro cayó unalluvia de jabalinas procedente de las últimas filas y los germanos cayeron sobre la t urba.

Cato vio el estandarte agitarse al frente de la centuria mientras los legionarios se abríanpaso lentamente para llegar a la puerta. Luego, con Macro en cabeza, una nueva oleada desoldados consiguió situar a los romanos entre los gigantes pilares de la puerta.

—¡Quedaos aquí! —ordenó el centurión y, tras ensartar la espada contra la rabiosa turbagermana, se separó de la centuria y se abrió paso entre las filas de los legionarios queaguantaban el portalón. Una vez dentro se dirigió a las tropas restantes.

—Vosotros. Subid al muro. Tenemos que dejar espacio libre frente a la puerta. Usad las jabalinas, piedras..., cualquier cosa que encontréis.

Mientras los legionarios subían por las rampas de barro de la entrada, Macro vio a Cato ylo agarró del brazo.

—¡Optio! Quiero que tú y otros seis hombres tengáis a punto esa barra para atrancar lapuerta. Cuando dé la orden, metedla en las abrazaderas lo más rápidamente posible.¿Entendido?

—Sí, señor —respondió Cato, y vio un profundo corte en el brazo con el que Macroempuñaba la espada.

—Bien. Tú t e encargas.Y desapareció abriéndose paso entre empujones por las filas que defendían el portalón,

lanzando gritos de ánimo a sus hombres. Cato reaccionó y vio que los hombres más próximosa él le estaban mirando a la espera.

—¡De acuerdo! —Gritó tratando de sonar firme—. Ya le habéis oído. Envainad lasespadas y dejad los escudos.

Sin salir de su asombro, Cato vio cómo respondí an a la orden, y, liberados del peso de losescudos, se agacharon para agarrar con fuerza la tosca barra de cierre. Cato se quitó la correadel hombro y apoyó su escudo contra la pared de una cabaña, luego se agachó y agarró unextremo de la barra.

—¿Listos? ¡Arriba!Cato se fue enderezando poco a poco, respirando de forma entrecortada al hacer fuerza

para colocarse la barra sobre el hombro.—Bien —dijo ent re dientes—. ¡Acercadla a la puerta; con cuidado!La acercaron con dificultad poniendo los pies entre los cuerpos postrados de romanos y

germanos, y esperaron a un lado de la puert a donde la lucha parecía favorecer al enemigo. Lasmermadas filas de legionarios empezaban a verse obligadas a ceder terreno. Gracias a sualtura, Cato podía ver a los furiosos germanos al otro lado que gruñían y se arrojaban contralos romanos.

Macro gritó:—¡Los del muro, ahora! ¡Usad todo lo que encont réis!Los soldados de arriba lanzaron desesperadamente a los germanos las últimas jabalinas y

rocas y piedras que arrancaban de las cabañas más próximas. De forma instintiva, los

germanos de la parte delantera se apartaron de la puerta para evitar la escabechina.—¡A la puerta! —Macro se dio la vuelta y empujó hacia la puerta a los legionarios quetenía cerca. El resto se apresuró a retirarse mostrando los escudos al enemigo. El últimosoldado en entrar agarró por el borde la pesada puerta de madera y empujó hacia fuera paracerrarla. En el exterior se oyeron los alaridos del enemigo al darse cuenta de lo que estabaocurriendo y se abalanzaron en masa una vez más, sin tener en cuenta las piedras que searrojaban desde la parte superior del muro. Al frente de ellos iba un guerrero alto que tenía lasfacciones desfiguradas por la cólera y el odio. Cuando las puertas se cerraron frente a él,arremetió con su lanza cont ra el romano más próximo.

—¡No, maldito! ¡No t e saldrás con la tuya!Macro golpeó con su espada la punta de la lanza, y ésta cayó al suelo. Al no poder frenar,

el germano entró en el hueco que quedaba por cerrar y Macro le asestó un cabezazo que leaplastó la nariz con un horrible crujido. Macro echó de una patada al germano que no dejabade dar gritos.

—¡Vete al carajo, cabrón de mierda!La puerta se cerró con un ruido sordo y, antes de recibir la orden, Cato y sus hombres

alzaron la barra rápidamente para introducirla en las abrazaderas, donde la dejaron caer degolpe. Instantes después, las puertas empezaron a abombarse contra la barra, que crujía porla presión. Macro observó un momento para ver si estaban a salvo y luego, tras colocar a unguardia a la puerta, dio la orden de subir al muro a los hombres que quedaban de la cent uria.

La muralla de la aldea era una const rucción deplorable, alzada sobre t odo para protegersede bandas de saqueadores de la parte salvaje más allá del Rin. Habían amontonado la tierrade la zanja que rodeaba la aldea a partir de un terraplén de la parte interior recubierto de turbapara que la tierra no se desmoronara. A lo largo del muro habían construido un pasillorevestido con troncos alineados. Junto al muro había una empalizada de estacas afiladas quellegaba a la altura del pecho, aunque a un hombre bajo como Macro le llegaba a la altura delcuello, por lo que debía ponerse de puntillas para ver mejor la escena que se desarrollaba alotro lado de la puerta.

La furiosa aglomeración de germanos se estaba extendiendo alrededor de la aldea, como

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dos brazos que rodeaban a los romanos atrapados en su interior. Justo debajo de Macro losgermanos se apartaban de la puerta ante una nueva descarga de piedras, y frente a la gruesamadera se desplegaba un gran espacio cubierto de muertos y heridos. Más atrás, Macro vioque se estaban atando fajos de leña que los aldeanos tenían almacenada fuera del pueblopara evitar todo riesgo de incendio. Una vez tuvieron la leña preparada, sería cuestión detiempo llenar la zanja y acercarse al muro. Al menos, la centuria había ganado tiempo para elresto de la cohorte. Macro se dio la vuelta para ver si había rastro de alguna otra centuria. Portoda la aldea se oían gritos apagados, y de alguna parte procedía un débil sonido de armasenfrentadas. Desde su posición, Macro podía ver a otros legionarios tumbados junto al muro.La aldea parecía un lugar seguro. Bien. Era el momento de hacer un informe.

Con los ojos puestos sobre el mant o de cuerpos desparramados al pie de la puerta, Macrocalculó que una cuarta parte de sus hombres había muerto o estaba gravemente herida. Alzóla vista y cruzó su mirada con la de Cato, que la desvió al instante hacia el muro con unaexpresión absorta.

—¡Cato! ¡Esconde la maldita cabeza si no quieres que un germano haga prácticas de tirocon ella!

—Sí, señor.

—Ven aquí. Tienes trabajo.Encorvado por debajo de la empalizada, Macro se quitó el casco y se limpió la frent e con el

brazo ileso. Mientras se preparaba para dar los det alles del informe a Cato, se pasaba un dedosobre una abolladura en la part e superior del casco.

—¿No sabrás quién es el responsable, no? —Cato se sonrojó sin decir nada. — Esopensaba. Pero si alguien vuelve a lanzarme algo otra vez, le arranco el pellejo a ese cabrón.Bien, quiero que vayas en busca del tribuno. Encuéntrale cuanto antes y dile que estamosaguantando esta puerta. Dile que me quedan unos setenta hombres y que te dé las órdenes.¿Entendido?

Cato asintió con la cabeza.—¡Entonces, en marcha! —Macro le dio una palmada en el casco.El centurión observó a Cato correr rampa abajo hasta la calle y andar con cuidado pero

rápidamente entre muertos y heridos. Macro volvió a colocarse el casco y recordó que debíahablar con Bestia si llegaban a salir de allí. Sin duda, aquel chico necesitaba pract icar más conla jabalina. Dio un suspiro y miró con caut ela sobre la empalizada para ver los adelantos de losgermanos con los haces de leña.

Las botas de Cato golpeaban el suelo al correr hacia el lugar de donde había venido la

centuria poco antes. Solo, se sentía vulnerable y lanzaba miradas nerviosas a cada lado sindejar de correr ent re las sórdidas hileras de cabañas y edificios germanos. Pero no vio a nadiehasta que estuvo a punto de llegar a la plaza de la aldea. Había dos soldados romanoshaciendo guardia. Ante la proximidad de Cato, levantaron sus jabalinas con inquietud y miraronhacia el lugar de donde provenía el chico, pero se tranquilizaron cuando éste se detuvo

 jadeando.—¿Dónde está el tribuno?—¿Qué sucede, optio?—Nada..., debo hablar con el tribuno..., tengo un mensaje para él.Uno de los legionarios le indicó hacia atrás.—Allí, en la cabaña del jefe. ¿Cómo va todo en la ot ra puerta?—La están aguantando —gritó Cato al dejarlos atrás.Cuando salió de la estrecha calle a la plaza, Cato se detuvo ante el asombro. Cientos de

germanos de todas las edades daban vueltas en el centro de la plaza. Luego se dio cuenta deque los estaban apiñando unos legionarios, que los empujaban con los escudos y lospinchaban con las jabalinas a f in de reunirlos en grupos más cerrados para facilitar la vigilancia.Algunos acababan de ser traídos de las callejuelas por las que acababa de pasar Cato, queentró en la cabaña del jefe donde Vitelio estaba dando órdenes a un centurión.

—...y si oponen resistencia o intent an hacer algo, matadlos a t odos.—¿Matarlos?—El centurión miró vacilante a los aldeanos, muchos de los cuales no

dejaban de llorar. — ¿Matarlos a todos?—Eso he dicho —dijo bruscamente, y añadió con sorna—: ¿O es que no t enéis valor para

hacerlo?—¡No, señor! —el centurión parecía sorprendido—. Sólo creo que nos llevaría mucho

tiempo matarlos a todos, señor.—Entonces t endréis que hacerlo de forma rápida.—¡Señor!—interrumpió Cato—. ¡Traigo un mensaje para usted, señor! De Macro.—¿Qué demonios es esto, soldado? —Gritó Vitelio—. ¿Cómo osas presentarte aquí y

hablarme a gritos como si yo fuera un vendedor de mercado? ¡Di lo que tengas que decircorrectamente!

—Disculpe, señor. —El centurión tosió. — ¿Puedo retirarme?—¿Qué? Oh, claro. Ya tienes órdenes. Muévete —Vitelio miró a Cato y asintió con un

brusco golpe de cabeza. —Ahora tú.—Señor, el centurión Macro desea informarle de que está aguantando la otra puerta y...—¿Bajas?

—Unas veinte, señor. Le quedan setenta hombres, señor. El centurión quisiera saber sit iene alguna orden que darle, señor.—¿Alguna orden? —repitió Vitelio vagamente—. Muy bien. Dile que debe aguantar la

puerta. Hemos salvaguardado los muros y el resto de la aldea. Debemos esperar hasta quellegue la ayuda. —Vitelio alzó la vista al cielo cada vez más gris. — Esperamos volver alcampamento antes del anochecer. El legado pensará en algo tan pronto sepa que tenemosproblemas. Si tenemos suerte, será mañana por la mañana. De todos modos, estamos mejoraquí que en ese bosque.

—Sí, señor —convino Cato con ent usiasmo.—Exponle a Macro la situación y dile que tiene que aguantar la puerta a toda costa hasta

que sea relevado. ¿Me has entendido, optio?Cato asintió con la cabeza.—Entonces, vete.

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C a p í t u l o IXSobre la aldea germana el día empezaba a oscurecer al declinar el sol bajo un cielo gris.

Una vez se hubo calmado la lucha, el calor desatado y el ardor empleado en la batalla sefueron desvaneciendo y los legionarios en estado de alerta junto al muro temblaban por el fríode la oscuridad invernal. Para colmo, empezó a nevar. La emboscada inicial había fracasado ylos germanos, en retirada a falta de jabalinas, lanzaban insultos dirigidos a la aldea en suáspera lengua. Otros estaban ocupados atando haces de leña y arrancando ramas de lospinos jóvenes para construir rudimentarias escaleras. Los romanos observaban intranquilosdesde el muro, y de vez en cuando dirigían miradas de desespero hacia el lugar donde seencontraba la fortaleza, apenas a trece kilómetros de distancia. Más alarmante todavía erapara los legionarios de la sexta centuria ver cómo los germanos habían echado abajo un árbolde considerable tamaño para utilizarlo como ariete.

Macro tampoco había perdido el tiempo. Había ordenado a un grupo de hombresamontonar rocas pequeñas sobre el muro para compensar la falta de jabalinas, y a otro,

amontonar rocas más grandes y tierra contra las puertas para amortiguar el impacto del ariete.Eran buenas contramedidas, pero si los germanos conseguían coordinar con precisión suataque, la delgada fila de romanos que cubría el muro de la aldea sería sin duda aniquilada.Macro explicaba esto pacientemente a su joven optio, mientras éste le vendaba el corte delantebrazo.

—Entonces ¿qué?—¿Tú qué crees? —Preguntó Macro con una leve sonrisa, y dio una patada contra el

suelo—. Se nos echarán encima sin dejarnos ninguna salida. Nos harán pedazos.—Por favor, no se mueva, señor. ¿Harán prisioneros?—Mejor no pensar en ello —dijo Macro amablemente—. Créeme: es preferible estar

muerto.—¿En serio?—En serio.—El tribuno dijo que Vespasiano enviaría ayuda en cuanto supiera que teníamos

problemas. Si podemos esperar hasta ent onces...—Eso es mucho decir —replicó Macro—. Pero tal vez podamos. Tú procura hacer lo tuyo.—Eso haré. —Cato rasgó el trozo sobrante de la basta gasa y ató con firmeza los

extremos. —Ya est á, señor. ¿Cómo la siente?—No está mal —Macro dobló el brazo e hizo un gest o de dolor al sentir una punzada en el

codo. —Servirá. Es menos grave que otras veces.—¿Ya le habían herido alguna otra vez, señor?—Es normal cuando ent ras en el ejército. Pronto t e acostumbrarás.—Si sobrevivimos.—Todavía tenemos posibilidades. —Macro intentó adoptar un tono tranquilizador, y a

cont inuación, al ver la expresión sombría del joven, le dio un puñetazo en el hombro. — ¡Arribaese ánimo, muchacho! Aún no estamos muertos. No por mucho tiempo. Pero si morimos..., enfin, en ese caso no podremos hacer nada por evitarlo, así que más vale no preocuparse, ¿deacuerdo? Vamos a ver qué est án haciendo esos bellacos.

Macro echó un vistazo a las filas germanas bajo los copos de nieve y la oscuridadcreciente del anochecer. No vio ningún cambio importante, y el ruido apagado de los golpes dehacha sobre la madera era constante. Convencido de que la aldea estaba a salvo por elmomento, Macro se dio la vuelta hacia Cato.

—Voy a hablar con los demás muchachos. A animarlos. Mientras me ausento, quiero quevayas con dos hombres más a buscar algo que comer y beber. Tengo hambre. Es mejor quecomamos algo mientras esperamos a que Herman se ponga en movimiento.

Tras buscar por las cabañas más cercanas, encontraron un buen botín de carne seca,pan fresco y varias jarras de cerveza germana.—Id con cuidado con eso —avisó Macro, que hablaba por propia experiencia—. Procurad

que nadie se ponga como una cuba, o presentarán cargos contra ellos al volver alcampamento base.

Cato miró a lo lejos, sobre el hombro del cent urión.—¡Señor! El tribuno...Vitelio y una escolta de cuatro hombres corpulentos aparecieron por una calle en

penumbra y subieron rampa arriba hasta la puerta. Macro se irguió y estuvo a punto de llamara la centuria a firmes pero Vitelio le indicó con la cabeza que no lo hiciera.

—Deja descansar a los hombres, centurión. Se lo merecen.—Sí, señor. Gracias.—¿Cómo van las cosas?—Bueno, como puede ver —Macro extendió el brazo para mostrar el anillo de germanos

que rodeaba la aldea—, no podremos contener a todos esos germanos con setenta hombres,señor. No han dejado de atar haces de leña y hacer escaleras de asalto desde el últimoataque. Y allí casi han terminado de const ruir un ariete. En cuanto nos embistan con eso...

—Ya veo. —Vitelio se rascó la barbilla con un gesto de reflexión. —Tendréis que frenar suavance cuanto podáis.

—Sí, señor... ¿Cómo está el resto de la cohorte?—Nuestra posición no está mal. Tenemos controlado el muro y a todos los aldeanos que

no están heridos. La centuria de Cuádrate es la que peor lo ha pasado. Esa zorra, la mujer del jefe, abrió una rejilla de desagüe. Veinte de los suyos atacaron por la espalda a los hombres deCuadrato antes de descubrirla. Los fueron eliminando mientras trataban de mantener a losgermanos alejados del muro. Perdimos casi media centuria ant es de poder hacerlos salir.

—Puede confiar en Cuadrat o, señor —Macro sonrió.—Ya no: un germano le clavó una pica en el est ómago.—No puede ser...—Me temo que sí, centurión. Y también han matado a su optio. Por eso he venido.

¿Tienes a alguien que pueda sustituir a Cuádrate y se haga cargo de sus hombres?A cinco pasos de ellos, Cato les oía, y la sangre se le heló a la expectativa de oír su

nombre. Hizo un gran esfuerzo por no mirar a Macro y dirigió la mirada sobre el muro paraobservar con resolución a los germanos reunidos alrededor de las hogueras. Cato adoptó unapose que esperaba fuera la propia de un veterano despreocupado y siguió a la escucha con elcorazón palpitant e.

—Hum —caviló Macro mirando a su alrededor, y Cato casi sintió el peso de su miradasobre él.

—¿Qué te parece tu optio? —Preguntó Vitelio—. ¿Es un buen hombre?—Apenas es un hombre, señor. No es más que un muchacho nuevo. No puedo dejarlo

solo. Está bien predispuesto, pero no está preparado para lo que quieres.—Lástima.Cato sintió cómo el aplastante peso del rechazo le envolvía el corazón. Apretó los dientes

con fuerza y trató de contener lágrimas de humillación.—¿Tienes a alguien más?—Sí, señor. El portaest andarte es bueno. Lléveselo.—De acuerdo. —Vitelio asintió con la cabeza—. Ya sabe lo que hay que hacer, centurión.

Aguante las puertas pase lo que pase. Si podemos resistir la noche, Vespasiano debería

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enviarnos ayuda por la mañana. Cuento cont igo. Adelante.—Gracias, señor. —Macro llevó la mano al pecho para saludarle y luego vio al tribuno irse

con sus hombres hacia el lugar donde el estandarte de la centuria reposaba sobre el muro.—¡Mamón! —Maldijo Macro en voz baja—. «Cuento contigo...», como si Macro no

conociera su trabajo.Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie más habí a oí do la indiscreción. La pose

rígida del joven, con la mirada fija sobre el muro, era claramente poco natural.—¡Cato!—¿Señor? —la voz sonaba ofendida.—¿Algún indicio de movimiento?—No.—Mantén los ojos abiertos.—Sí, señor.El tribuno y su pequeño pelotón volvieron a la puerta a lo largo del muro con el

portaestandarte a la zaga. Vitelio asintió con un brusco golpe de cabeza al tiempo que él y sushombres se detenían.

—Cuídese, señor —dijo el portaestandarte.

—Tú también. —Macro le sonrió—. Cuidaremos del estandart e mientras no estés, Porcio.El portaestandarte se detuvo y posó una mirada apenada sobre el estandarte de la Sexta,

luego le pasó el jirón de madera a Macro t ratando de most rar la menor renuencia posible.—Aquí tiene.A continuación desaparecieron entre la fría oscuridad que rodeaba las sucias cabañas

germanas, y Macro se quedó con el estandarte en la mano, con el pendón colgando deltravesaño puesto en horizontal. Por un instante, Macro sintió una punzada de emoción alrecordar los años que había servido de portaestandarte. Le dio la vuelta al asta con cariño ysonrió ante las sensaciones que ésta le había vuelto a despertar, las de un hombre todavía

 joven, visceral y fascinado, y entonces reparó otra vez en Cato.—¡Muchacho! —gritó en tono suave—. ¡Ven aquí! Cato se cuadró ante su superior, con la

expresión rígida para cont rolar sus emociones.—Descansa, hijo. Tienes un nuevo trabajo. Quiero que cuides de esto. — ¿Señor? —

¿Has oído al tribuno?—Sí, señor.—Espero que sólo hayas oído eso. Ya no tenemos a Porcio y necesito a un hombre capaz

de encargarse del estandarte un rato. ¿Estás dispuesto a ser tú?

Por muy amable que fuera el tono era más una orden que una pregunta, y Cato se sintióeufórico mientras la amarga humillación de un momento antes desaparecía. Sin responder,dejó su escudo en el suelo y asió con fuerza el estandarte con la mano izquierda.

—Es una gran responsabilidad —dijo Macro—. Ya lo sabes.—Sí, señor. Gracias, señor. Lo defenderé con mi vida.—Más vale que así sea. Si Porcio encuentra un solo rasguño cuando se lo devolvamos,

colgará tus pelotas en la punta la próxima vez que entremos en acción. ¿Lo has entendido?Cato asintió solemnemente con la cabeza.—Mantente cerca de mí y, pase lo que pase, no sueltes el estandarte y mantenlo en alto,

donde los hombres lo puedan ver en todo momento. ¿Entendido...? ¿Qué est á pasando?Acababa de ver un repent ino movimiento de hombres en el muro. Todos los legionarios se

habían puesto de pie, con las espadas y los escudos preparados. Cato alzó el estandarte ysiguió a Macro hasta la empalizada. Detrás de los muros, los germanos se dirigían hacia lapuerta. Se veía una forma irregular entre la multitud allí donde había hombres que arrastrabantroncos. Algunos cargaban con antorchas, que iluminaban con un resplandor anaranjado lascaras de los hombres más próximos a éstas.

—Bien, recordad, muchachos —gritó Macro a sus soldados mientras desenvainaba laespada—: si llegan a entrar, la cohorte está perdida. Así que haced todo lo que esté en

vuestras manos.Un fuerte gritó se propagó por t oda la horda de germanos, y enseguida se convirtió en una

rugiente ovación de rabia y arrogancia. Algunos legionarios contestaron a su vez con gritos dedesafío.

—¡Silencio! —gritó Macro entre el barullo—. ¡No hacen más que gastar aliento! ¡Ynosotros no hemos de demostrarles nada!

A su lado, Cato estaba clavado en el suelo, paralizado ante la amenaza que seaproximaba. Por algún motivo, aquella masa que avanzaba con una feroz resolución parecíamucho más amenazadora en la oscuridad. Su imaginación estaba ocupada magnificando cadaruido y cada forma. A diferencia del ataque de aquella tarde en la aldea, la inminencia de unconflicto irrefrenable daba cabida a que los hombres contemplaran su propio valor, su propiadisposición a la lucha, y a imaginar gráficamente las peores consecuencias que pudieranacaecerles. Cato se estremeció, y enseguida se maldijo y miró a los hombres que había en elmuro a su alrededor.

—¿Tienes miedo, muchacho? —le preguntó Macro en voz baja.—Sí, un poco.Macro sonrió.

—Claro que t ienes miedo. Todos tenemos miedo. Pero ahora estamos aquí y no podemoshacer nada al respecto.—Ya lo sé, señor. Pero eso no hace las cosas más fáciles.—Sólo debes preocuparte de sujetar bien el estandarte.Los germanos avanzaban a paso regular, hasta que estuvieron cerca del muro. Entonces

se oyó el rugido de un cuerno de guerra en la noche, y luego ot ros cuernos alrededor de toda laaldea, y una oleada de salvajes gritos guerreros retumbó ante la delgada fila de romanos queguardaba la endeble empalizada. Frente a la puerta, las figuras oscuras trepaban a la zanja yarrojaban los troncos a la profundidad de las sombras, mientras otros lanzaban una lluvia deflechas, lanzas y rocas a los defensores. Con el escudo alzado sobre la cabeza, Macro mirabapara saber si la pila de leña estaba llenando la zanja en las dos posiciones, una a cada lado dela puerta. La zanja estaría llena en poco tiempo, con una anchura que permitiría a losgermanos hacer subir por el muro al grupo de hombres que cargaban con la escalera. Y peoraún: entre la horda se abría paso el ariete, la peor amenaza para su posición. Mientras loslegionarios no perdieran la cabeza, las escaleras podí an empujarse para hacerlas caer al suelo,pero un ariete atravesaría la tosca puerta de la aldea. Y entonces Macro y sus hombres notendrían defensas que les sirvieran de protección y los germanos les arrollarían por inmensamayoría. El valor temerario de los germanos les había llevado a llenar la zanja rápidamente y,en vez de perpetrar un asalto directo, Macro presenció con sorpresa cómo amontonaban lostroncos contra el muro. Los germanos que caían, simplemente lo hacían sobre el montón deleña cada vez más elevado.

De repente la horda enemiga se separó justo a la puerta, y un grupo de hombres fornidosllevaron hasta ésta el ariete, un fuerte tronco de pino con torgos que hacían las veces deasas. Cuando el ariete chocó contra la madera de la puerta, los hombres situados en el murosuperior a ésta notaron el impacto. Macro miraba detenidamente tras la puerta cuando sesintió el segundo golpe y vio la barra travesera que los legionarios de guardia, frenéticos, seesforzaban por sujetar. Algunas clavijas ya empezaban a saltar.

—Esto no va nada bien —murmuró Macro, y se dio la vuelta para mirar sobre el muro.A pesar de que los romanos lanzaran piedras, cada baja quedaba inmediatamente

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reemplazada, y seguían avanzando.—Esto no va nada bien.—¿Hay algo que podamos hacer, señor? —preguntó Cato.—¡Sí, claro! Si tuviéramos fuego griego los asaríamos a t odos.Cato recordaba vagamente lo poco que había leído sobre aquella arma experimental, y no

creía que el hecho de que el elemento ardiera tuviera que ver con una nacionalidad concreta.Pero dada la esperanza que brillaba en los ojos de Macro, la variante griega parecía algobastante especial.

—¿Servirá fuego germano, señor?—¿De qué demonios hablas?—Bueno, señor, es que en una cabaña todavía queda un horno grande encendido. Es una

suerte de tahona. Aunque no hay pan. Supongo que estarían preparando los hornos.Macro fijó en él la mirada unos instantes.—¿Y no se te había ocurrido informarme antes?—No, señor. Me ordenó que sólo buscara provisiones.—De acuerdo, necesitamos fuego inmediatamente, así que ocúpate de eso —dijo a su

vez Macro, tratando de ocultar su exasperación—. Encuentra a los hombres con los que

habías ido por comida y dales la orden de traer carbón al muro dentro de los escudos. Y luegovuelve aquí.

Una vez Cato se marchó, Macro examinó la puerta a nivel del suelo. Los golpes yaempezaban a abrir huecos en las gruesas vigas de madera, a través de los que podían verselos germanos. Cada nuevo golpe provocaba una nube de polvo y escombros procedentes delmuro de arriba, y Macro tuvo que parpadear varias veces para limpiarse los ojos. Corrió devuelta al muro y ordenó a algunos hombres que utilizaran horcas para recoger paja de lascabañas más cercanas y apilarla en los pasillos sobre la puerta. No fue hasta que el primerdestacamento volvió con los escudos alzados llenos de ascuas, cuando Cato se dio cuenta dela intención del centurión.

—¡Ponedlas en la paja!Los legionarios, sudorosos, inclinaron los escudos para dejar caer las ascuas en la paja y, a

pesar de la humedad, el humo y las llamas empezaron a tomar forma. Mientras el fuego seencendía y crepitaba, Macro arrojó más paja, y empezaron a desprenderse nubes de humo, loque hizo t oser a los legionarios que más cerca estaban.

—¡De acuerdo! ¡Arrojadlo por encima del muro! —Gritó Macro—. ¡Utilizad lo que t engáis amano, pero arrojadlo por encima del muro!

Los romanos hundieron las horcas, las jabalinas restantes y hasta las espadas cortas, ylos haces de paja en llamas, chispas crepitantes en la noche, cayeron para arder sobre losdesventurados germanos que cargaban con el ariete. Procedentes de abajo se oyeron gritos yalaridos de terror, y los golpes en la puerta cesaron. Macro vio el ariete abandonado en elsuelo, a los pies del muro, casi completamente cubierto de paja en llamas. El calor del fuego leazotó la cara y dio un paso atrás. Nadie osaría utilizar aquel ariete durante un buen rato,incluso si no se quemaba del todo.

—¡Ah! ¡Mirad cómo corren! —exclamó Cato con una sonrisa radiante—. No volverán aprobarlo esta noche.

—Puede —asintió Macro—. Puede. Pero donde las dan las t oman. ¡Mira allí!Cato se dio la vuelta para mirar en la dirección que indicaba el centurión. Las rampas que

el enemigo había construido ya estaban terminadas y, mientras miraba, de las filas germanaslanzaron antorchas que cayeron en una explosión de chispas entre la leña. En cuestión demomentos, las rampas se ardieron y de los muros que rodeaban la aldea brotaronrelumbrantes llamaradas anaranjadas que hacían echarse atrás a los legionarios. Undesafortunado soldado iluminado por el resplandor fue alcanzado por varias flechas, y cayósobre las llamas dando un alarido de horror que cesó de súbit o. Cato se est remeció, pero antesde poder pensar más en aquel pobre hombre, apareció de repente una llama pequeña ent re un

hueco del pasillo.—¡Oh, no! —Dijo entre dient es, y se dio la vuelta hacia Macro—. ¡Señor! ¡Mire allí!Macro miró a tiempo para ver otra lengua de fuego, más grande esta vez, agitarse entre la

madera del pasillo. La puerta estaba en llamas. Parte de la paja debía de haber caídodemasiado cerca.

—¡Maldita sea, estamos apañados! ¡Y por culpa del fuego germano! —Macro lanzó unamirada de reproche a Cato.

—¡Podríamos intentar apagarlo!—¡Calla! Demasiado tarde. —Macro trat aba de pensar en una solución.Los tres incendios de los muros se estaban extendiendo visiblemente. Ya no podían hacer

nada por apagarlos. Y si se quedaban en el muro serían arrasados por el fuego y, a la vez,proporcionarían a los germanos blancos bien iluminados. No había nada que hacer. Tendríanque ceder terreno hasta que el fuego se apagara y pudieran volver a subir para defender elmuro. Pero teniendo en cuenta que la puerta era una ruina en llamas y ya se abrían otras dosbrechas en el muro, en cuestión de una hora la zona defendida por la sexta centuria a aquellado de la aldea se vendría abajo como una barata casa de vecinos. Y eso ocurriría bastanteantes del alba y antes de que llegara cualquier ayuda.

—¡Atrás! —Bramó Macro para que todos sus hombres pudieran oírle sobre el chasquido yel rugido de las llamas—. ¡Apartaos del muro!Esperó hasta que el último de sus hombres hubo descendido por las rampas de la puerta,

y luego dirigió una última mirada hacia la empalizada, donde las afiladas estacas de maderasiseaban y humeaban en el abrasador calor. Al otro lado del muro, las primeras filas degermanos estaban intensamente iluminadas y la expresión triunfante de sus caras brillaba,deformada por el calor del aire. A cont inuación, Macro corrió a unirse a sus hombres y formó elcuerpo principal en la calle, con dos secciones menores colocadas a cada lado a lo largo delmuro incendiado por los germanos.

—¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó Cato.—Tenemos que esperar..., y confiar en que el fuego dure.

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C a p í t u l o XEl fuego no solamente duró, sino que ardió con furia. De él brotaban remolinos de chispas

que saltaban hacia la oscuridad del cielo, donde se mezclaban con los copos de nieve. Lamayoría de las chispas se desvanecían, pero algunas volvían a caer para posarse sobre lostechos de paja inclinados de la aldea. Mientras Macro se maldecía por haber decidido quemarel ariete, y, en consecuencia, la puerta que intentaba salvar de éste, Cato desvió su atención alas cabañas más próximas. De los tejados subían nubes de humo y en algunas partes se veíabrillar un centelleo que se esparcía en llamas. Macro miró a su alrededor con inquietud y vioque las cabañas a sólo unos cincuenta pasos del muro se estaban incendiando. A menos quese desplazaran, pronto estarían atrapados en el centro del infierno inminente. Un crujidorepentino le hizo desviar la mirada al frente, donde la puerta entera se estaba derrumbando,pasto de las llamas.

Al otro lado se oían los gritos triunfantes de los germanos, que empezaban a acercarse alfuego, esperando deseosos el momento en que el fuego decreciera lo bastante para poder

entrar en masa a la aldea y masacrar a la cohorte. Pero, por el momento, parecía que lasllamas no iban a amainar; al contrario, el fuego era cada vez más intenso al ext enderse por lascabañas. El calor de la calle era ya insoportable, y Cato se dio cuenta de que entrecerraba losojos para protegerlos del aire ardiente y sofocante. El centurión sabía que había llegado elmomento de retirarse, una amarga verdad que había que aceptar, pues la situación lo exigía.

—¡A mí todas las tropas! ¡A mí todas las tropas! ¡Volvemos a la calle!Los legionarios se dieron la vuelta y emprendieron marcha rápida hasta que llegaron al

límite del fuego, donde Macro les había ordenado detenerse y cerrarse una vez más. Loshombres miraron atrás con expresiones de alivio, agradecidos de estar fuera de peligro. Laposición que ocupaban momentos antes estalló en una lluvia de chispas al derrumbarse unedificio al otro lado de la calle.

—Por poco, señor —bufó ent re dientes uno de los hombres.—Aún no estamos a salvo —dijo Macro a su vez, con seriedad—. El fuego se está

extendiendo muy rápidamente. Nos replegaremos con su avance. Si hay suerte, podemosmantener el fuego vivo entre nosotros y Herman.

—Hasta que salgamos de la aldea —dijo Cato en voz muy baja.Macro se dio la vuelta de súbito, a punto de soltarle algún insulto, pero el chico tenía

razón.—Hasta que salgamos de la aldea —asintió—. O hasta que Vespasiano nos alcance.El fuego, descontrolado como una bestia fuera de su jaula en un anfiteatro, se extendía

con furia por toda la aldea, devorando todo lo que encontraba a su paso. El cielo reflejaba unresplandor anaranjado y la nieve caía para derretirse en lluvia. Poco a poco los legionariosfueron cediendo terreno y, al hacerlo, Macro se dio cuenta de que el incendio de la puertaempezaba a decaer más rápidamente de lo previsto. Frunció el ceño, asombrado. Luego vio aunos germanos tras las llamas moribundas. Éstos lanzaban cubos de agua sobre los restos dela puerta, donde el humo y el vapor se mezclaban. Mientras observaba la escena, los hombresque le rodeaban vieron lo que estaba sucediendo, y un murmullo de desesperación corrió porlas filas de la Sexta centuria. Era evidente que los germanos no se contentaban con dejar quela furia de las llamas terminara con los romanos; querían sangre, y en la calle que conducía a lapuerta casi no había llamas, dada su anchura.

—¡Silencio! —Gritó Macro—. Aún no estamos acabados. No mientras podamos mant enerel fuego entre ellos y nosotros. Los dos primeros pelotones conmigo. ¡Castor! —Macro sedirigía a gritos al veterano de la centuria. —Encárgate de que los demás tiren abajo algunasconstrucciones a lo largo de la calle, o haz cualquier otra cosa que ayude a extender el ruego.¿Entendido?

—Sí, señor.—Pero mantén la línea abierta para que nosotros podamos pasar. Cuando estéis listoscomunicádnoslo: nos replegaremos a través de vosotros. —Macro se dirigió a los dospelotones del frente—: De acuerdo, muchachos, escuchadme. Si Herman llega a la calle,tenemos que aguantarlo el tiempo suficiente para que los demás puedan hacer su trabajo.Después, echaremos a correr. Vamos allá.

Con Macro y Cato al frente, los dos pelotones marcharon a lo largo de la calle y sedetuvieron tan cerca de los restos de la puerta como el calor se lo permitía. Allí Macro losformó en una pared de escudos, y esperaron. Pero no por mucho t iempo. El fuego de la puertase extinguió pronto, dejando un montón humeante de madera quemada. Los germanoscruzaron la puerta a t rompicones, haciendo caso omiso de los restos de fuego, y reanudaron lacadena de jarras de agua allí donde los edificios habían caído. Mientras el enemigo avanzaba,los romanos esperaban en silencio, y Cato, en la segunda fila, sostenía el asta del estandartecon fuerza para contener el acusado temblor de su cuerpo. Miró de soslayo a los hombres quehabía a su alrededor, callados y quietos, con los ojos puestos en los germanos que avanzabanen su dirección. De repente, los germanos soltaron las jarras y se abrieron paso sobre lasruinas renegridas que quedaban entre ellos y los soldados, a gritos de guerra frenét icos.

—¡Cuidado, muchachos! —Bramó Macro—. ¡Mantened la fila! ¡Lucharemos en formación!Cato vio por encima del hombro de Macro al primero de los greñudos germanos corriendo

hacia ellos. Sin reducir el paso ni un momento, éste chocó contra la pared de escudos, y fuedespachado con una rápida estocada. Cayó al suelo con un grito ahogado. Pero le siguieronotros, que se lanzaron contra los escudos tratando desesperadamente de abrirse un hueco ala fuerza, a través del cual poder hincar sus cortas lanzas. Cuando se acumuló demasiadopeso, los legionarios cedieron terreno. El primero de ellos cayó herido en el costado por unalanza germana; de la herida manaba sangre, y acabó en el suelo. El hombre que tenía detrásocupó su lugar al instant e, y los compañeros del herido, sin poder impedirlo, siguieron cediendoterreno dejándole a merced de los germanos. Con un grito salvaje degollaron al romano, y unchorro de sangre salpicó el muro de escudos.

Cato se agachó para esquivar una lanza dirigida a su cabeza, y el estandarte lo siguió. Losgermanos arremetieron contra éste, y uno de ellos lo cogió por la bandera.

—¡Quita las manos, Herman! —gritó Macro, hundiendo su espada en el pecho delgermano. Soltó el estandarte de golpe, y Cato volvió a colocar rápidamente el estandarte enposición vertical, aterrado ante la vergüenza de lo que estuvo a punto de suceder.

Macro pudo mirar por un instante calle abajo y vio que el resto de la centuria habíaderrumbado varios edificios y apilaba los escombros y quemaba la paja de los tejados de un

lado al ot ro de la calle. Era el momento.—¡Sección de retaguardia! ¡Repliegue!No les hizo falta arenga, y dieron media vuelta para salir corriendo calle abajo hacia la

pequeña abertura dejada para ellos, donde Castor había colocado a algunos hombres concuerdas para derrumbar una pared sobre la calle. En cuanto los germanos vieron a laretaguardia retirarse a lugar seguro, sonaron gritos de desprecio y se abalanzaron con furiareavivada sobre el endeble muro de escudos. Hasta Cato vio que la última sección estaría engrave peligro durante la ret irada. Pero Macro estaba listo y, sin previo aviso, gritó la orden:

—¡Romped filas! ¡Al ataque!Con un grito, los legionarios embistieron con los escudos contra los germanos. El

movimiento inesperado los cogió desprevenidos, y por un momento ret rocedieron.—¡Corred!

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Al instante, la carga dio media vuelta y los soldados echaron a correr calle abajo, Catoentre ellos, maldiciendo el incómodo estandarte. Al estrecharse la calle hacia el lugar dondeesperaba el resto de la centuria, Macro se volvió hacia los germanos para asegurarse de quesus hombres podían huir. El enemigo aún no se había recuperado del giro repentino que habíatomado la táctica de los romanos y, Macro, con una siniestra sonrisa de satisfacción, echó acorrer tras los suyos.

Pero un germano más atento que los otros levantó la espada sobre su cabeza y la arrojócon toda su fuerza hacia los romanos que se batían en retirada. Cato, rebosante de alivio,corría hacia el espacio abierto por sus compañeros cuando oyó gritar a Macro.

—¡Ah! ¡Mierda!Cato se dio la vuelta enseguida. A diez pasos calle arriba, Macro había caído al alcanzarle

en el muslo una lanza. Su escudo y su espada estaba en el suelo, a un lado. Más allá, losgermanos se habían recuperado de su sorpresa y ya corrían hacia el centurión derribado.Macro alzó la vista y vio a Cato.

—¡Corre idiota!—Señor...—¡Salva el maldito estandarte! ¡¡Corre!!

En un momento de impensable calma, Cato vio la expresión de enfado del centurión, elgermano corriendo hacia él, el fuego ardiendo en los edificios y el reflejo rojo del cielo en lanoche... En ese instante, antes de tomar ninguna decisión consciente, arrancó a correr hacia sucenturión gritando cosas sin sentido a los germanos.

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C a p í t u l o XI—¿Has visto a T ito hoy?—¿Cómo? —Vespasiano alzó la vista desde su escritorio móvil. — ¿Qué has dicho?—Tu hijo, Tito. ¿Le has visto hoy? —Flavia le dio un golpecito con el dedo sobre el

hombro. — ¿O es que has est ado demasiado ocupado para acordarte de que t ienes un hijo?—Querida, no he tenido tiempo para nada.—Eso dices siempre. Siempre. Estos horribles papeles absorben toda tu vida. —Miró

dent ro del arcón de los documentos. — ¿No crees que deberías pasar más t iempo con tu hijo?Vespasiano soltó la pluma y la miró detenidamente con sentimiento de culpa. Tras dos

abortos y un hijo muerto al nacer, Tito había sido como un milagro. El difícil parto casi habíaacabado con la vida de Flavia y del niño. Desde su nacimiento en Roma, hacía dos años, elniño había sido tratado como un objeto valioso, siempre estaba envuelto en paños de lana ycon su madre al lado. Vespasiano había dedicado grandes esfuerzos para dar todo el apoyoposible por su parte, siempre consciente de que el tiempo que pasaba con su familia era

tiempo alejado de la política y de su carrera, cosa que a la larga jugaría a favor de Tito, sedecía convencido.Aceptar su nombramiento para el cargo en la legión no habí a sido una elección fácil. Flavia

se había mostrado muy reacia a abandonar Roma, pese a haberle animado de forma diligentea aceptar el cargo. Como toda mujer con respeto por la tradición, ella le había acompañadocuando Vespasiano asumió sus nuevas funciones de mando. Pese a que el aire fresco era uncambio agradable respecto al cargado hedor de Roma, no había sido beneficioso para Tito.Desde que habían llegado al campamento base, al niño le había atacado una enfermedad trasotra. El frío y húmedo clima era perjudicial para una complexión frágil, y tantas noches seguidasen vela junto a la cuna habían acabado por agotar a Flavia. La idea de perder a Tito lesaterrorizaba, pero Flavia no contaba con la distracción que tenía Vespasiano de trabajar el díaentero. Flavia había sido apartada de su círculo social, y ahora estaba aislada en el mundoasfixiante de una base militar con sólo un puñado de compañeras, las esposas de los otrosoficiales. No era de ext rañar, pues, que hubiera volcado toda su at ención en su hijo.

Como suele suceder con los niños, Tito lograba ser la causa de preocupación paradesesperación de su madre y de los criados. No había un estante, un borde de mesa o puertacontra el que no se hubiera golpeado la cabeza, ni silla ni arcón contra los que no hubieratropezado, ni alfombra ni estera que no le hubiera hecho caer al suelo. Debido a la curiosidadexagerada del niño, ningún intento de condicionar sus dependencias de forma segura bastaba,pues Tito siempre encontraba algo peligroso o sucio que llevarse a la boca o que meterse en elojo; y cuando se le antojaba, que era a menudo, siempre encontraba algo que meter en el ojode algún esclavo desafortunado. Sus niñeras tenían que enfrentarse a los afilados dientes delniño, que mordían cualquier parte del cuerpo que se pusiera a t iro.

Vespasiano se sonreía ante la idea de que, al menos, su hijo tuviera mucha energía.—¿Qué? —preguntó Flavia.—¿Eh?—¿Por qué sonríes? ¿En qué estás pensando?—Estoy pensando que va siendo hora de que pase más t iempo con mi hijo. —Vespasiano

se apartó del escritorio y se puso en pie. —Ven.Al salir del despacho y entrar por el pasillo cubierto que rodeaba el atrio de la casa de

Vespasiano, éste miró al cielo. Sobre la tenue luz de las antorchas del patio, la noche heladaempezaba a ofrecer sus primeros copos de nieve. Pensó que Vitelio aún no había vuelto, ypensó que la imagen del engreído tribuno volviendo de la aldea bajo una terrible tormenta denieve sería grata, aunque no para los pobres hombres que tenía bajo su mando.

Al abrirse la puerta de la pequeña habitación el niño se volvió para ver quién entraba, y

con un grito de placer se puso de pie apartando a su niñera a un lado para correr hacia suspadres.—¡Papá! —Gritó antes de abrazar las piernas de su padre, e inclinó hacia atrás la cabeza

con los ojos muy abiertos y una sonrisa—. ¡Aúpa! ¡Aúpa! ¡Aúpa!Vespasiano se inclinó hacia delante y cogió con fuerza al niño por debajo de los brazos y

lo levantó sobre su cabeza, cosa que llevó al niño a volver a dar gritos de entusiasmo.—¿Cómo está mi soldado? ¿Eh? ¿Cómo está mi niño hoy? —Vespasiano sonrió y miró a

su mujer. —Crece deprisa. Dentro de poco ya podrá ponerse su primera toga.—No es más que un niño t odavía —se quejó Flavia—. Todavía es mi niñito. ¿Verdad que

sí?Tito miró a su madre con una expresión indignada y la empujó para apartarla de él.

Vespasiano se rió y se inclinó para despeinarle el pelo.—¡Éste es mi soldadito!—¡No es un soldado! —Exclamó Flavia con seguridad—. Y no será soldado. Al menos no lo

será hasta que sea absolutamente necesario. Si yo puedo tener voz en esto, se quedará enRoma donde yo pueda cuidarle.

—Un día tendremos que dejarle decidir por sí mismo —dijo a su vez Vespasiano en tonoamable—. El ejército es una buena forma de vida para un hombre.

—¡No lo es! El ejército es un lugar peligroso e incómodo en el que sólo hay patanesordinarios.

—Te refieres a provincianos como yo...—Oh, no quería...—Sólo bromeo. Pero, fuera bromas, si Tito quiere forjarse una carrera en el Senado, antes

debe servir en las legiones.—Podrías procurar que le dest inaran cerca de casa.—Ya hemos hablado de esto. Los nombramientos los hace el Estado Mayor del Imperio.

Yo no tengo influencia sobre esto, al menos no de momento. Si quieres que tu hijo tenga éxitoen su carrera, antes debe servir en el ejército. Sabes perfectament e que así son las cosas.

—Sí. —Flavia asintió apenada y besó a Tito en la frente. El niño se dio cuenta del estadode ánimo de su madre, y de repente le dio un fuerte abrazo hundiendo la carita en el hombrode ésta. — Me gustaría t anto t enerle a esta edad durante más tiempo...

—Ya lo sé. De verdad te entiendo. Quizás algún día vengan más niños. Cuando estéspreparada.

Flavia levantó la vista para mirarle con sus ojos oscuros, llenos de recuerdos dolorosos, apunto de llenarse de lágrimas. Parpadeó y forzó una sonrisa para evitar el temblor de sus

labios.—Oh, eso espero. Quiero tantos y tantos niños. Y quiero tenerlos contigo. ¿Me prometes

que tendrás cuidado?—¿Cuidado?—En esta nueva campaña a Britania. Ten mucho cuidado.—¡Britania! ¿Cómo demonios...? —Vespasiano frunció el ceño, enfadado. —Se supone

que eso es un secreto. ¿Dónde lo has oído?—Las esposas de los oficiales... —Flavia se rió al ver su reacción. —Los hombres tenéis

mucho que aprender sobre guardar secretos, la verdad.—Típico —dijo Vespasiano entre dientes—. ¡No podía ser de otra forma! Hago prometer

a mis oficiales superiores que guarden absoluta discreción, y lo siguiente que sé es que unainformación confidencial se ha convertido en chismorreo. ¡Ya no se respeta nada!

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Tito se reía y movía la cabeza de un lado a otro.—No te preocupes, querido. —Flavia le dio una palmadita en el brazo. —Estoy segura de

que nadie más lo sabe. Pero no cambiemos de tema. Hablaba de Britania.—Y de eso parece que habla el resto de la gente —refunfuñó Vespasiano.—Debes prometerme que tendrás cuidado. Quiero tu palabra.Ahora mismo.—Te lo prometo.—Ya estoy más tranquila —asintió con la cabeza, en un ademán de satisfacción—. Dale

un beso al niño y acuéstalo.Vespasiano llevó al niño en brazos hasta la cuna que había en un rincón de la habitación.

Se inclinó para apartar con una mano las mantas de lana mullida y quitó el ladrillo quecalentaba la cama. Al bajar a la cuna, Tito protestó y se agarró con fuerza a los pliegues de latúnica de su padre.

—¡Dormir no! ¡Dormir no!—Ahora debes irte a dormir —le dijo Vespasiano con delicadeza, a la vez que trataba de

soltarle las manos de la túnica.Las manos del niño la asían con una fuerza sorprendente, y su padre tuvo que hacer un

esfuerzo para soltarlas mientras al niño se le llenaban los ojos de lágrimas de rabia yfrustración. Cuando Vespasiano ya había conseguido soltar al niño, Tito mordió a su padre enlos nudillos. Antes de poder hacer nada, Vespasiano juró en voz alta.

—¡Ese lenguaje! —Le censuró Flavia entre dientes—. ¿Quieres que a su edad diga esaspalabras?

Vespasiano pensó que cualquier niño que creciera en una plaza militar aprendería unvocabulario bastant e más amplio, impropio de los cí rculos de Roma.

—Este niño —añadió Vespasiano— tiene una buena dentadura.—Eso es bueno.—¿Tú crees? —Vespasiano se miró con las cejas levantadas la pequeña media luna que

le había hincado su hijo en la mano.—Es señal de que t iene carácter. —Flavia colocó en la cuna al niño, que aún forcejeaba, y

lo arropó con la manta.—Es señal de que t iene dientes —murmuró su marido.Tito lloriqueó un rato más hasta que sucumbió a su sentido de la rutina y se tumbó boca

abajo, cerró los ojos y, tras balbucear algunas cosas sin sentido, se durmió. Sus padres se loquedaron mirando unos instantes, maravillados ante la serena y perfecta carita y los últimos

movimientos de sus dedos regordetes a la luz titilante de las lámparas de aceite.Alguien llamó a la puert a. Tito se movió y abrió los ojos un momento.—¿Quién demonios es?—Hazlos callar enseguida —le dijo Flavia entre dientes—. Antes de que despierten a Tit o.Vespasiano abrió la puerta que daba al patio y se encontró con el centurión de guardia

acompañado de un legionario que tiritaba.—¡Señor! —gritó el cent urión en el más puro est ilo militar—. Si me permite, le informamos

que...—Silencio... Baja la voz. Mi hijo está durmiendo.El centurión se quedó con la boca abierta un segundo antes de hacer un esfuerzo para

seguir hablando en un susurro.—Si me permite, le informamos de un incendio.—¿Un incendio? ¿Dónde?—En dirección al bosque, señor, hacia el Rin.Vespasiano se quedó mirando con impaciencia al centurión.—¿Y crees que eso es lo bastante importante para molestarme?—Este cent inela dice que es un incendio muy grande, señor.—¿Grande? ¿Cómo de grande?

—No sé, señor —contest ó el legionario—. No se ve el incendio en sí ; sólo el resplandor enel horizonte.

El legado tuvo un mal presentimiento.—¿Ha vuelto ya la tercera cohorte?—No, señor —negó el centurión con la cabeza—. Todavía no han llegado.—De acuerdo, ahora voy. Os podéis retirar.Flavia se acercó a él a pasos cortos y silenciosos.—¿Problemas?—Puede. Voy a inspeccionar. Volveré pronto. Tú vet e a la cama.Cuando Vespasiano llegó a la torre sobre la puerta este, el parapeto había desaparecido

bajo una fina y curva capa de nieve.Al otro lado del muro de la fortaleza se extendía un paisaje en el que se alcanzaba a ver

el límite del bosque, apenas visible ent re la nieve que caí a formando remolinos. Sin embargo, elcenturión de guardia había hecho bien en llamarle: desde allí se veía un reflejo que teñía denaranja las nubes en la lejanía. El fuego tenía que ser considerable, pensó Vespasiano.Además, el incendio estaba a la misma altura que el poblado germano. Se dirigió al centuriónde guardia: — ¿Vitelio no ha vuelto t odavía? —No, señor.

Preocupante, muy preocupante. ¿En qué problema habría metido Vitelio a la terceracohorte? En los últimos informes secretos no había indicios de ánimo de rebelión entre loshabitantes del lugar. Aun así, la cohorte ya debería estar de vuelta a aquellas horas. Y laintensidad del resplandor indicaba la presencia de un incendio de grandes proporciones.Vespasiano reflexionó sobre el daño que sufriría su reputación si daba la señal de alarmaenseguida; no le costaba imaginar las risotadas de sus hombres. Pero este pensamiento sealejó en cuanto lo desest imó. Su orgullo quedó en segundo lugar para dar paso a su sent ido dela responsabilidad al frent e de la legión. Se dio la vuelta y le dijo al centurión de guardia:

—Llama al escuadrón de caballería. Que hagan un reconocimiento de la ruta que latercera cohorte siguió hasta la aldea. Que me informen en persona en cuanto descubran algo.Luego llama a la legión. Quiero a todos los oficiales superiores en el cuartel generalinmediatamente. Que los centuriones den a sus hombres la orden de batalla, listos paraponerse en marcha. Excepto la primera cohorte, que se quedará en la base. ¿Entendido? —Sí,señor.

—Pues en marcha. ¡Y corre!Cuando el centurión de guardia se hubo ido, Vespasiano volvió a mirar el incendio en la

lejanía. A menos que Vitelio se hubiera perdido al volver a la fortaleza, el fuego debía de estarrelacionado con la ausencia de la cohorte. — ¿Señor?

Al levantar la vista, Vespasiano vio la cara de preocupación del joven centinela.—¿Qué ocurre, soldado?—¿Cree que nuestros compañeros t ienen problemas?A sus espaldas se oyó por toda la base el primer grito de llamada a las armas, que otros

repitieron a su vez, y vieron salir a la oscuridad de la noche la silueta de los soldados de lasegunda legión. Vespasiano hizo un esfuerzo por sonreír.

—Más vale que tengan problemas o, de lo contrario, acabo de movilizar a cuatro milhombres para nada. Y eso no estarí a bien, ¿verdad?

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C a p í t u l o XIICato gritaba con todas sus fuerzas al precipitarse hacia los dos germanos que se

acercaban a su cent urión. En el último momento, bajó el estandarte y lo agitó de un lado a ot ro.El germano más cercano a Macro se preparó para atacar, alzó la vista al oír los alaridos y sevolvió para enfrentarse al nuevo peligro. Macro no dudó ni un segundo y le propinó unpuñetazo en la entrepierna. El hombre se dobló y cayó de rodillas retorciéndose de dolor. Catotropezó con él y cayó a su lado aparatosamente. El otro germano parecía bastante perplejo y,de repente, rompió a reírse a carcajadas. Cato se puso en pie furioso y blandió el estandartefrente a la cara de su enemigo.

—¡No te rías de mí, miserable!Por unos instantes, ambos se sostuvieron la mirada; el germano mostraba una expresión

más fría y calculadora que momentos antes. De pronto, se hizo a un lado, y Cato hizo girar enredondo el estandarte; el germano lo esquivó hacia atrás y empuñó la espada directamente ala axila del joven. El estandarte del ejército, al igual que todo estandarte, se había diseñado

para fines estéticos más que bélicos; la parte superior era tan pesada que, al girar, la base delasta se clavó en la cara del germano que corría hacia Cato, y lo interceptó. Con un gemido deasombro, el germano se desplomó sobre el suelo. Cato, que estaba de espaldas, se dio lavuelta con los dientes apretados esperando haber provocado una herida fatal, y, sin darcrédito a sus ojos, se quedó mirando al hombre desplomado en el suelo.

—¿Qué...?—¡Déjalo! —Le gritó Macro—. ¡Ven aquí, muchacho! ¡Arráncame est a lanza!—¿Señor?—¡Haz lo que te digo!Cato asió con firmeza la lanza con su mano libre, y Macro colocó la pierna en una postura

más cómoda.—¡Ahora!Cato tiró con todas sus fuerzas, y la punta de la lanza salió de la pierna con un chorro de

sangre. Macro dio un alarido de dolor que interrumpió cerrando la boca. Hizo ademán delevantarse, y Cato le ayudó asiéndole del brazo. La herida soltaba sangre, peroafortunadamente ésta fluía, en vez de salir a borbotones, lo que indicaba que no era mortal.Sin embargo el dolor era tan intenso que Macro se mareaba, y tuvo que sacar fuerzas deflaqueza para pasar el brazo sobre el hombre del joven, que lo llevó hasta la abertura entre losedificios derrumbados, donde esperaba el resto de la centuria. Detrás de ellos, sobre el rugidode las llamas, Cato oyó pasos atronadores que se acercaban, y miró atrás para ver a losgermanos que se les echaban encima gritando, sedientos de sangre romana. Cato redobló susesfuerzos y casi arrastraba al centurión consigo. Tropezaron y Macro cayó de rodillas; gritó alcaer sobre la pierna herida. Los soldados que les esperaban mostraban una claradesesperación, pues era evidente que no conseguirían llegar antes que los germanos.

—¡Vete! —Resopló Macro—. ¡Es una orden!—No le oigo, señor.—Salva el estandarte.En aquel momento, Castor hizo un gesto de contrariedad y dio la orden de echar abajo el

edificio. Los legionarios vacilaron un instante hasta que el veterano repitió la orden a voz engrito y las cuerdas se tensaron para hacer caer el muro con la paja en llamas.

—¡Mierda!Cato se det uvo y lanzó una mirada rápida hacia atrás. Casi tenían encima a los germanos.

A su derecha había una pared de piedra con una sólida puerta de madera. Descorrió el cerrojoa toda prisa, dio un golpe a la puerta, que se abrió hacia dentro, y arrojó estandarte y centuriónadentro. Entró agachado en un movimiento ágil y cerró de un portazo para echar el cerrojo. Al

otro lado, los primeros germanos aporrearon la puerta de tal forma que los golpes retumbaronen toda la habitación. Ésta era oscura, pero la luz de las llamas entraba por los bordes de lospost igos y los huecos de los aleros. La única ventana de la habitación daba a la calle, pero, porsuerte, estaba cerrada y atrancada, aunque ahora los germanos daban sacudidas cont ra ella.

—Averigua si hay otra salida —dijo Macro mientras se palpaba la herida para comprobarsu estado.

Seguía sangrando, y Macro no quería perder más sangre de la necesaria si quería estaralerta. Se desabrochó la correa de la espada y sacó la vaina para atarla sobre la heridaciñéndola lo más que pudo. Cuando Cato volvió, instantes después, de la herida apenasmanaba sangre.

—¿Y bien?—Parece un granero; en la parte trasera hay algo de paja y una salida de ventilación, pero

nada más.Las sacudidas de la puerta eran cada vez más constantes y, de repente, un golpe

asestado en la ventana hizo saltar una tablilla. En el lugar del golpe vieron un objeto negroclavado que enseguida desapareció para descargarse otra vez sobre el postigo. De la maderase desprendieron astillas, y entró un haz de luz anaranjada que at ravesó la penumbra.

—No podemos quedarnos aquí.—No —respondió Cato—. ¡Mire allí!Alzaron la vista y vieron un resplandor amarillo sobre el techo de paja, y luego otro que

empezó a prenderse rápidamente en llamas cada vez más violentas.Y los postigos seguían rompiéndose a golpes.—Tendremos que ut ilizar la salida de vent ilación —decidió Cato—. Hay una escalera, pero

con su pierna será difícil.—No tenemos otra opción.—No. Pero tenemos que retrasarlos cuanto más podamos. ¿Puede vigilar la ventana,

señor?—Sí, pero... —Por favor, señor, no hay tiempo para explicaciones.—De acuerdo —asintió Macro—. Ayúdame a levantarme y dame tu espada.Apoyándose sobre la pierna indemne, Macro se reclinó contra la pared junto a la ventana,

mientras Cato desaparecía en la parte posterior del granero. De pronto, se rompió un buentrozo del postigo y cayó al suelo. Una lanza entró por el hueco y un germano aferró las manosal marco de la ventana para entrar. Macro dejó caer la espada sobre la mano que más cercatenía, y los dedos amputados saltaron en el aire al tiempo que el germano se retiraba a gritos.

—¡Adelante, bellacos! —Gritó Macro—. ¿Quién quiere más?

El ataque a la puerta se hizo más violento y la madera empezó a ceder. Vigilar la ventanano era cosa fácil, pero vigilar la puerta era imposible.

—¡Cato! ¡Sea lo que sea lo que estés haciendo, acaba ya!—¡Ya voy, señor! —dijo Cato resoplando.Se acercó tambaleándose hacia la parte delantera del granero, cargado con una masa

informe de paja clavada en una horca. La echó en el suelo entre la puerta y la ventana y laesparció rápidamente. Luego empleó la horca para hacer caer parte de la paja incendiada deltecho, cubriéndose la cara con el brazo para protegerla de las chispas que se desprendían.Empezó a salir un humo espeso, el fuego prendió y, justo al ceder la puerta, las llamas y elhumo asfixiante invadieron aquella parte del granero.

—¡Por aquí! —gritó Cato al tiempo que tosía violentamente al inhalar el asqueroso humo.El joven ayudó como pudo a Macro a levantarse con la mano que tenía libre, y cargó con

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él medio a rastras hasta la parte posterior del granero, donde había una escalera que subía auna parte oscura.

—Suba usted primero, señor. Coja el estandarte y déme la espada. Dé un grito en cuantoesté arriba.

Macro no discutió las órdenes del muchacho y se dispuso a subir las escalerasmaldiciendo tanto su herida como el estandarte. El humo del techo incendiado era cada vezmás espeso a medida que ent raba en el granero. Macro lo sent ía en los pulmones, y los ojos lepicaban mientras ascendía por la escalera hacia la salida de ventilación, que estaba aunadistancia escasa pero desesperante. Dio un golpe para abrirla y sacó enseguida la cabeza enbusca de aire puro. Desde su elevada posición, Macro veía cómo aquella parte de la aldea eraconsumida por rugientes llamaradas que se extendían con rapidez gracias a una ligera brisaque avivaba el fuego. Para evitar el fuego, los germanos avanzaban con cuidado entre lassinuosas callejuelas en dirección a la plaza de la aldea, donde los restos de la cohorte sepreparaban para luchar por su vida.

La ventana daba a un corral donde dos cerdos iban de un lado a otro, presas del pánico.Justo debajo de Macro había un montón de forraje, de modo que lanzó el estandarte por laventana. Entonces un fuerte estrépito retumbó en el granero. La puerta acababa de ceder, y

un torrente de pies y fuertes gritos invadió el lugar.—¡Cato!—¡Salga, señor! —Gritó el chico—. ¡Salga ya!Los germanos se adentraron en el granero tosiendo, decididos a cazar a su presa romana

de una vez por todas, y Macro se apresuró a salir por la ventana. Se agachó para sacar elcuerpo y se colgó sobre la pared para soltarse inmediatamente. La caída fue más suave de loque esperaba, pues uno de los cerdos había decidido que el forraje sería un buen lugar donderefugiarse del estrépito del mundo exterior. Pero lo último que el cerdo podía esperar era queun soldado de infantería se desplomara sobre él. Se oyó entonces un chillido de terror y untaco al forcejear ambos por liberarse de la maraña. Macro atizó una patada al animal parahacerlo a un lado y se sentó sobre la paja respirando con dificultad, aunque ileso. El cerdo nohabía corrido la misma suerte; tenía la espalda partida y se arrastraba por el sucio patiohaciendo patéticos esfuerzos con las patas delanteras intentando huir del peligro. Todo ellosin dejar de soltar unos chillidos agudos y estridentes que Macro t emía llamaran la atención.

Procedentes del granero, oía a los germanos gritar furiosos arrasar con todo cuantoencontraban, ávidos de carne romana. A continuación se oyó un alarido y, al instante, el rocede la escalera. Macro colocó el estandarte junto a él, se cubrió con brazadas de paja y se

quedó inmóvil. Macro miraba entre las hebras con inquietud. De repent e vio aparecer del murouna cabeza oscura que contrastaba con el color anaranjado del cielo. El germano miró haciaabajo durante un momento que se hizo eterno, y luego, tras un intercambio de toscas eincomprensibles palabras, se retiró. Macro se quedó quieto mientras escuchaba atentamentelas voces en el granero, que acabaron por desvanecerse entre los estridentes gruñidos delcerdo malherido. Cuando consideró que est aba a salvo, se incorporó y se sacudió la hediondapaja. Una parte del corral parecía dar a una calle, pero al otro lado del muro se oían retumbarlos pasos de los germanos. En comparación la otra parte era más tranquila, de modo queMacro se agarró la pierna para enderezarse un poco y atisbo por encima del muro. Justodetrás de éste había una gran superficie llena de pocilgas de mimbre donde se oía gruñir a loscerdos.

Macro volvió a tumbarse, esperó a que el ruido de la calle disminuyera un poco y ent oncesllamó a Cato a la ventana.

No hubo respuesta. Volvió a llamarle, pero tampoco oyó nada.Maldito chico. ¿Por qué no había subido por la escalera al romperse la puerta? Sin

embargo, con cierto sentimiento de culpa Macro se dio cuenta de que los germanos le habríanseguido al oírle. Cato debía de saberlo y se sacrificó para salvarle a él y estandart e.

Los chillidos del cerdo habían alcanzado un tono más aterrado y desesperante, y Macro

no pudo contenerse y le atizó con fuerza en la cabeza.—¡Deja ya de chillar, maldito cerdo! —Volvió a darle una patada. — ¿Quieres que me

descubran?Pero todo lo que el cerdo hizo fue agudizar los chillidos despavorido. De forma inevitable,

unos germanos que pasaban por la calle se det uvieron para averiguar la procedencia del ruido.Macro no lo pensó dos veces. Lanzó el estandarte por encima del muro que daba a laspocilgas para luego saltar él; resbaló y cayó de lado sobre un montón de estiércol acumulado,procedente de los corrales más próximos. Agarró el estandarte y, agachado lo más cerca delsuelo que pudo, avanzó a gatas entre las pocilgas en dirección al centro de la aldea, tratandode no imaginar con qué se iba encontrar aunque llegara hasta la cohorte.

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C a p í t u l o XIIICuando la puerta se vino abajo, Cato pensaba desesperadamente en qué podía hacer.

Macro estaba a salvo, de modo que se desplazó a lo largo de la pared y se hundió cuanto pudoen el montón de paja que había agolpado en un rincón, mientras los germanos se adentrabanen el granero.

Luego oyó unas voces cerca y, de repente, un aullido procedente del exterior. Cato temiópor la vida de su centurión antes de darse cuenta de que ningún ser humano podía emitirsemejante alarido. Uno de los germanos soltó una risotada que se interrumpió con un ataquede tos. Cato empezaba a sentir el humo en la garganta, y usó todas sus fuerzas para no toser.

Algo se movió con rapidez entre la paja y se oyó un sonido metálico de algo que chocócontra la pared del granero. El ruido se repitió, esta vez más cerca de Cato, y éste,aterrorizado, cayó en la cuenta de que buscaban entre la paja con las lanzas. Se contuvo parano moverse, muy consciente de que la rendición era un suicidio. Los germanos siguieronhincando las lanzas en la paja a la caza de su presa sin dejar de toser aparatosamente entre

el humo cada vez más denso del granero incendiado. Alguien profirió un grito. Al instante labúsqueda cesó y los germanos salieron a t oda prisa del edificio en llamas.Cuando tuvo la certeza de que estaba solo, Cato salió con cautela de entre la paja. La

habitación estaba llena de humo, que era menos denso en la parte más próxima al nivel delsuelo. Se arrastró boca abajo hacia la parte delantera del edificio, donde la paja que pocoantes había quemado había quedado reducida a ascuas. Al otro lado del marco de la puertadestrozada, la calle estaba plagada de germanos. Uno de ellos gritó una serie de órdenes, traslo cual se desplazaron hacia el centro de la aldea. Cato esperó a que los pasos se alejaranantes de salir a la calle a rastras, y. al hacerlo, empezó a toser y a inspirar el aire de la noche,que el fuego había calentado. Sentía dolorosas punzadas en ojos y pulmones y cuando seenjugó las lágrimas vio con claridad la calle que tenía ante él. Pese a que los gritos de losgermanos se oían por encima del crepitar de las llamas, estaba solo, sin contar al hombre quemomentos antes había dejado sin sentido con el extremo del estandarte.

Cato se acercó a él para comprobar que todavía estaba fuera de combate; en la frente lehabía salido un terrible chichón negro y azul. Ante el hervidero de germanos y la escasez deromanos, Cato pensó que un cambio de aspecto sería una decisión sensata. Deshizo el cierrede la capa que llevaba el germano y giró al indefenso hombre para est irarla. Al echarla sobre supropia capa, la hedionda mezcla de sudor, suciedad humana y animal y grasaimpermeabilizante resultó ser insoportable, y a Cato le dieron arcadas. Tras desabrocharsecon no pocas dificultades la hebilla del casco, dejó caer al suelo la engorrosa pieza de hierro ybronce. No podía hacer nada por cambiar el aspecto de soldado romano que le daba el pelorasurado y, arrugando la nariz en un gesto de desagrado, se colocó el capuchón. Con laespada enfundada bajo la capa, Cato cogió del suelo la lanza y el escudo germanos. Al mirarsepensó que su apariencia, si bien no era en absoluto convincente, al menos le haría parecermenos romano.

Luego se planteó cuál sería el próximo movimiento. El único lugar que parecía brindarlealguna posibilidad de salvarse era la plaza de la aldea donde se encontraba el resto de lacohorte. Cato pensó en dirigirse hacia la parte trasera del granero, que ahora ardía enviolentas llamaradas, pero el fuego ocupaba el estrecho callejón por el que debía pasar. Lacara le ardía, y se apartó del callejón. Se ajustó bien la capa al cuerpo y la cabeza, respiróhondo y se lanzó de cabeza entre las llamas. El calor y la luz eran espectaculares y enseguidasintió el olor de la grasa impermeabilizante. Cato se encorvó todo lo que pudo sin dejar decorrer entre las llamas, que le abrasaban las piernas desnudas, y llegó a la parte trasera delgranero, lejos del peligro. La capa entera humeaba, y Cato apagó a manotazos algunas partesque ardían.

La altura del muro que delimitaba la parte t rasera del granero era demasiado elevada paraescalar, dado el cansancio y el abatimiento. Falto de aliento, Cato se encaramó y sólo fuecapaz de asomar la cabeza sobre la irregular pared de piedra. En el patio no parecía habernada más aparte de un enorme montón de paja.

—¡Señor! —gritó Cato con todas sus fuerzas.Algo se removió entre la paja, y el joven sintió un gran alivio. De repente oyó un terrible

alarido de agonía.—¡Señor! ¿Está malherido? —gritó Cato, preocupado, y al instante, una forma indefinida

se retorció entre el forraje profiriendo chillidos de agonía: un cerdo. ¿Dónde estaba elcenturión?

Cato soltó las manos y se descolgó del muro; joven, asustado y solo. Por un momento, susojos se llenaron de lágrimas de odio por cómo le habían tratado las parcas. De repente, eltecho del granero se vino abajo y el instinto de prot ección le hizo echarse al suelo. De acuerdo,estaba solo, rodeado por el enemigo y las llamas, pero no iba a entregar su vida sin antesluchar por ella.

Se imaginó un plano de la aldea con la posición aproximada de los romanos, los germanosy el fuego, para decidir la dirección que tomaría, y se apresuró a salir de la parte trasera delgranero a t ravés del callejón, con ojos y oídos alerta.

Los cerdos, pensó Macro, podían llegar a tener un sabor exquisito en manos de un buencocinero, pero vivos apenas eran soportables la mayoría de las veces; y los cerdos germanos,menos. Al avanzar a gatas sobre la inmundicia entre las pocilgas, de donde brotaba la orina yla más amplia variedad de mierda para caer en un canal de desagüe mal cavado, Macro hacíagrandes esfuerzos por mantener el estandarte lo más alejado posible de la suciedad. El olorera bastante insoportable, y lo aturdía de tal forma que aceleró, no sin dejar de insultar a cadacerdo junto al que pasaba. Macro se encaramó a una gran verja de mimbre. A través de las malelaboradas hebras, inspeccionó con cautela la calle al otro lado. Cerca quedaba la zona delmercado, hecha de tenderetes rudimentarios que estaban vacíos por ser invierno. El fuego nohabía llegado hasta esa parte de la aldea y los habitantes que habían logrado huir de laredada que Vitelio había ordenado se estaban llevando las pocas posesiones de valor que eltiempo del que disponían les permitía, sin dejar de lanzar miradas desesperadas por detrás deMacro, donde las llamas se alzaban en la oscuridad de la noche.

Por lo que había vist o desde la salida de ventilación, Macro calculaba que a poca distanciadetrás del mercado encontraría la plaza de la aldea. El grupo de aldeanos que había cercaeran mujeres, niños y ancianos; ninguno parecía una amenaza. Si cruzaba cerca de ellos consigilo, tal vez pasara desapercibido. Luego tendría que andar un trecho corto hasta llegar a la

cohorte.Se puso de pie con dificultad y retiró la estaca que cerraba la verja de mimbre. Se puso a

un lado de la calle y mantuvo el extremo del estandarte separado del suelo, en un intento deno hacer ruido y mantener la mayor discreción posible. Avanzaba poco a poco y empezaba adejar de sentir el dolor de la pierna herida y, lo que era peor, empezaba a sentir el mareoprovocado por la pérdida de sangre. Respiró hondo y se obligó a adentrarse en el mercado,entre los puestos vacíos, inadvertido por los aldeanos, que estaban más pendientes derecuperar sus objetos de valor y, de paso, de hacerse con los objetos de valor de los vecinosausentes. No les interesaba llamar más la atención que a Macro, y aquellos que le habían vistopasar se habí an limitado a mirarlo con recelo.

Al salir del mercado, el fragor de la lucha se acentuó y Macro se detuvo para recuperar el

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aliento en un pronunciado recodo de la calle que daba directamente a la plaza. La visión se leempezaba a nublar y la cabeza a darle vueltas. Se frotó los ojos, volvió a cont ener las náuseasy recuperó de forma gradual la visión y la claridad mental. El centurión asomó la cabeza.

El germano se le echó encima con tal rapidez que Macro sólo tuvo tiempo de darsecuenta cuando tuvo la espalda contra el suelo y el cielo naranja ante él; se había quedado sinaliento y resollaba para recuperarlo. El germano había caído a su lado, y había dejado caerestrepitosamente la lanza al suelo. Al intentar girar a un lado para coger su puñal, el germanofue más veloz. Se puso de pie al instante y recogió la lanza y dio vueltas alrededor de Macropara amenazarle con la hoja de metal en el cuello. Macro sacó su puñal sabiendo que nopasaría de ser más que un gesto de desafío.

—¡Gracias a Júpiter! —dijo el germano en perfecto lat ín.—¿Eh?El germano bajó la lanza y le ofreció una mano. Macro sólo podía mirar al hombre como si

estuviera loco.—¡Vamos, señor! No tenemos tiempo que perder —le apremió Cato; se echó la capucha

hacia atrás y arrugó la nariz—. ¿Qué es ese olor asqueroso?

Macro se apoyó a duras penas contra la pared con una sonrisa de alivio y la pérdidamomentánea de resolución fue motivo suficiente para que la cabeza le empezara a darvueltas otra vez. Pero no le importaba. Cato estaba allí, aquel muchacho... Quería descansarun momento...

—¡Señor!Unas manos le sacudieron con fuerza, y Macro parpadeó. Cato estaba inclinado sobre él

agarrado a las correas del peto.—¡Arriba! —gritó Cato con los dientes apretados por el esfuerzo que estaba haciendo

para poner a Macro de pie. Le aguantaba con un brazo, y se servía del otro para apoyar elpeso de ambos sobre la lanza. Macro se aferraba con tozudez al estandarte, que searrastraba tras ellos al avanzar éstos hacia la parte del mercado, hasta la siguiente esquina.Un vistazo bastó para ver que se acercaban más germanos mientras las primeras filas seabrían paso a la fuerza hacia la plaza de la aldea.

—La situación no es nada buena —dijo Cato—. Andan por todas las calles. Hay quebuscar otra alternativa.

—Necesito recuperarme.—¡No, señor! —Cato lo sacudió hasta que volvió a parpadear y abrir los ojos. — ¡Así!

Mucho mejor. Veamos.Cato abrió una puerta de una patada y arrastró a Macro hasta el interior de una choza. Elcenturión apenas era consciente de que le llevaban a través de habitaciones y patios suciosantes de que Cato le dejara junto a una pared de mimbre recubierta de tierra. El muchachodesenvainó la espada, se quitó la capa germana y se lanzó contra la pared con todas susfuerzas.

—¿Qué demonios estás haciendo, muchacho? —preguntó Macro con debilidad.—Creo que la plaza está al ot ro lado de esta casa. Si pudiéramos at ravesar esta pared.—Así que puedo descansar.—Puede descansar, señor.

Cato agarró la espada por la empuñadura y la clavó contra la pared, con lo que sedesprendieron grandes pedazos de arcilla, hasta que quedaron expuestas una buena parte delas cañas. Se secó la frente y volvió a asestar a golpes la fina pared de caña con desesperadoempeño. Macro le observaba con languidez, sin ya importarle nada, entregado al deseo dedejarse arrastrar por un sueño profundo.

El entramado de cañas era más resistente de lo que parecía, y a Cato le palpitaba el corazón

a cada golpe que daba con furia para abrir la pared. Al fin consiguió hacer un hueco lo bastant egrande para empezar a arremeter contra la capa compacta de tierra y arcilla que quedaba. Alpoco ya la había atravesado y la abertura pronto se hizo más grande. Cuando fue lo bastantegrande para pasar por ella levantó al centurión y lo llevó a rastras con cuidado hast a el agujero.

—Tú primero, hijo —se quejó Macro.—No, señor, es más fácil que pase usted primero que ayudarle a salir después.—De acuerdo.Con la ayuda de Cato, Macro pasó la cabeza, los brazos y los hombros a través de la

pared, con lo que se desprendió sobre él una lluvia de tierra. Resopló para tratar de recuperarel aliento, se sacudió la tierra de la cabeza y, de repente, alguien le dio una patada en elcostado.

—¡Malditos germanos: están entrando por la pared! —gritó alguien.—¡Tranquilos muchachos! ¡Soy romano!—¡Oh! ¡Perdona, amigo!Una mano agarró a Macro. Instantes después, Cato le estaba ayudando a sostenerse y a

quitarse la t ierra de la cabeza y el uniforme. El legionario que le había golpeado t ragaba salivaal percatarse de las medallas del peto.

—Señor, no sabía que...—No me has hecho daño, hijo. Llévanos hasta el t ribuno.—Por aquí, señor.Con un brazo sobre los hombros de Cato y el otro sobre los del legionario, el trío se abrió

paso entre las filas de la retaguardia que vigilaban las entradas a la plaza de la aldea.Encontraron a Vitelio a la puerta de la cabaña del jefe del poblado, junto con el trompeta y elportaestandarte de la cohorte. De la cabaña salían sonidos de gritos y lloriqueos ahogados.

—Deteneos un momento, amigos —ordenó Macro antes de levantar el brazo quereposaba sobre los hombros de Cato para hacer el saludo a Vitelio.

—¡Ah, de modo que sigues con nosotros, Macro! Me dijeron que los germanos habíanacabado contigo y con t u optio.

—Sí, señor.—Una fea herida. Será mejor limpiarla y vendarla —Vitelio señaló con el dedo pulgar en

dirección a la puerta de la cabaña. — Los ordenanzas están algo ocupados ahora, peropuedes llamarlos. Y que te limpien un poco esa mierda mientras te curan.

—¿Dónde está mi centuria, señor?—Ahora mismo están conteniendo la puerta principal. —Vitelio se hizo a un lado para

dejar pasar a una nueva baja. —Les hice soltar a los aldeanos entre asaltos. No podemospermitirnos desaprovechar tropas con las guardias.—¿Cómo va todo?Vitelio frunció el ceño antes de responder.—No muy bien. Nos quedan menos de trescientos hombres. Los germanos están

intentando abrirse paso a la plaza cinco calles más abajo. El fuego les ha cortado los demásaccesos, y todavía estamos conteniendo la puerta y el muro al otro lado de la aldea.

—¿Podremos aguantar hasta que llegue Vespasiano?—Tal vez. —Vitelio se encogió de hombros al tiempo que alzaba la vista al cielo lleno de

nieve. —Si el fuego los sigue canalizando hasta unas pocas calles. De momento estamosfrenando su avance, pero pueden permitirse el lujo de perder a más hombres, y nosotros no. Encuanto nos superen en número, nos volverán a empujar hasta la plaza. Luego opondremos la

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última resistencia aquí , con los heridos.—¿Y si el fuego nos alcanza antes que los germanos?—Nos veremos obligados a volver a la ent rada principal, y luego afuera, a los brazos de la

horda germana al acecho.Cato se preguntó qué sería peor, si morir calcinado por el fuego o destripado por los

germanos.—Que se ocupen de tu herida, Macro —ordenó Vitelio. Hizo una señal al trompeta y al

portaestandarte—. ¡Venid!—¿Y yo, señor? —preguntó Cato.Vitelio miró a Macro.—¿Tu chico puede encargarse del estandarte, centurión?—Sí, señor —Macro esbozó una triste sonrisa y entregó el estandarte de la sexta

centuria. —Guarda esto mientras me curan la herida. Yo lo cogeré en cuanto salga.Una vez Macro fue llevado adentro, una ordenanza se apresuró a examinar la herida. Con

un gest o de despreocupación, decidió que no era necesario tomar medidas drást icas. Agitó lasmanos para hacer salir a Cato de la cabaña. Cuando Cato se dio la vuelta para mirar por últimavez a su cent urión, el ordenanza est aba limpiando la herida con un trapo lleno de sangre.

Fuera, Cato trató de clavar el estandarte en el suelo a estacazos, pero el suelo estabahelado y todo esfuerzo era en vano. Acabó por desistir y lo dejó reposar sobre el hombro. Peseal alivio que sentía al estar de vuelta con la cohorte, la lucha no les era favorable. Las refriegasaisladas se habían convertido en una escaramuza complicada cuyo vencedor sería la parteque más peso tuviera al final. Sin embargo, espadas y jabalinas iban dejando su huella, y devez en cuando aparecía algún soldado herido entre las piernas de la muchedumbre. Los querecibían heridas demasiado graves para permitirles salir del tumulto morí an pisoteados.

Lenta, aunque inevitablemente, los romanos se vieron forzados a retroceder hacia laplaza. Cato sabía que en el momento en que los germanos se volcaran hacia la plaza, semezclarían con los romanos, a los que aniquilarían rápidamente. La mayor parte de la nocheya había pasado, pero aún quedaban unas horas antes del alba y, por tanto, medio día antesde la llegada de Vespasiano a la aldea.

Los germanos avanzaban, y el fuego empezaba a ganarles terreno al extenderse entrelas viviendas inflamables. Se oyeron cuernos de guerra a lo lejos, y los germanos lanzaron unbramido de rabia y frust ración. Los cuernos daban la orden de retirada con mayor insistencia, ylos germanos, mal que les pesara, se retiraron no sin antes intercambiar unos cuantos golpesdesesperados. Entonces la cohort e quedó a solas. Pero el alivio duró poco. La violencia de los

germanos fue sust ituida por la ira de Vulcano, y el fuego se fue acercando a la plaza arrasandoa su paso hileras enteras de casas. Un horrible resplandor rojo iluminaba a los romanos, queretrocedían, y proyectaba sus sombras alargadas. Pero se debilitó antes de lo esperado, y losromanos volvieron de nuevo a encogerse t ras sus escudos.

Un legionario llegó corriendo y con el dedo señalando en dirección a la calle que llevaba ala plaza.

—¡Retirada! ¡Hay que volver a la puerta principal! ¡Ahora mismo!La cohorte empezó a avanzar con dificultad para salir de la plaza, una columna irregular

de hombres agotados, donde algunos ayudaban a caminar a compañeros heridos y otrosusaban los escudos a modo de camillas improvisadas para transportar a los heridos que nopodían andar. Pero todos iban en silencio, estaban desesperados. Habían muerto demasiadosoficiales y la cohesión de la unidad se había deshecho por completo al avanzar con dificultadentre las siluetas rojizas de las cabañas germanas. En la puerta principal, Vitelio organizó uncordón de defensa con los heridos tras las últimas filas. Luego, los restos de la cohorteesperaron en silencio la llegada del fin.

Cato se había vuelto a unir a la sexta centuria después de haber ayudado al centurión asentirse lo más cómodo posible, y desde la torre de la entrada tenía una buena perspectiva dela inminente fat alidad. El viento favorecí a el avance de las llamas, que ya est aban arrasando la

otra mitad de la aldea. Al otro lado del muro Cato veía a los aldeanos apiñados mirar laincineración de sus hogares y víveres. Sin comida ni techo pocos sobrevivirían al invierno, y elresplandor del fuego iluminaba la aflicción y el desamparo que mostraban sus caras. Catosintió una punzada de culpa ante las consecuencias de la guerra, a pesar de saber que notardaría en morir.

Detrás de los aldeanos, las oscuras filas de guerreros germanos aguardaban tumbadas enla oscuridad de la noche, a la espera de que el fuego desplazara al enemigo fuera de la aldea.

Al acercarse el alba, Cato se sorprendió de ver a los hombres de la cohorte resignados asucumbir a un fatalismo. Los oficiales que habían sobrevivido y los soldados intercambiabanpalabras en voz baja sin tener en cuenta el rango. La muerte cercana eliminaba la condiciónsocial. Era reconfortante estar en su compañía justo antes de la salvaje carga final que lesrelegaría al olvido. Cato sintió que le invadía una cálida sensación de serenidad y se diocuenta de que sonreía. Su mirada se cruzó momentáneamente con la de un veteranoendurecido con una cara inexpresiva, que le devolvió la sonrisa. No intercambiaron palabras; noera necesario.

Al aparecer el primer resplandor del amanecer en el horizonte, el fuego casi les habíaalcanzado, y Vitelio, tras formar en columna tras la puerta, dio una serie de órdenes a los

hombres que quedaban. El tribuno se paró a pensar qué sería de los heridos graves que notendrían a nadie que les ayudara a caminar. Muchos habían pedido que les dejaran espadaspara poder morir luchando o, al menos, para privar a los germanos de la horrible diversión quereservaban a los prisioneros. Vitelio se preguntaba si sería más clemente matarlos a todosantes de que la cohorte los abandonara. Mientras reflexionaba, un centinela de la torre de lapuerta le gritó:

—¡Se están moviendo!Parecía que los germanos se habían dejado llevar por la impaciencia. Vitelio pensó que en

ese caso todo acabaría con un breve enfrentamiento en el muro, sin carga final. Subiócansinamente por las escaleras del interior de la torre, salió a la torre de vigilancia dondeestaba Cato de pie junto al centinela. El optio parecía confuso, e instantes después el tribunosupo por qué.

Era cierto que los germanos se estaban moviendo, pero en lugar de desplazarse haciadelante, hacia las puertas, se desplazaban a cada lado de la aldea, lejos del sendero queconducía al bosque.

—¿Qué demonios...? —Vit elio frunció el ceño.—Señor... ¿Qué están haciendo?—No tengo ni idea.Los germanos aceleraron el paso. Cato no acababa de creer lo que sus ojos veí an. Luego

percibió un sonido nuevo, un sonido que se oía sobre el fragor de las llamas que se agitaban asus espaldas. El aire del amanecer traía consigo el sonido agudo e inconfundible de lastrompetas, y en la cresta de la colina una fila de jinetes cabalgaba hacia ellos; en cabeza,marchaba un destacamento de oficiales con capa roja y cascos con cimera.

Parecía que Vespasiano no había esperado a que rompiera el alba para ir en su rescate.

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C a p í t u l o XIVEl ordenanza del hospital refunfuñaba entre dientes cada vez que oía sonar la campanilla

en el pasillo principal de la enfermería de la legión. Aquel paciente era casi insoportable. Nohacía más que exigir que le enviaran mensajes, que le trajeran comida y vino, y no dejaba depedir que le cambiaran la pierna de posición una y otra vez. Si no se hubiera tratado de uncenturión y, por tanto, jerárquicamente por encima de todos los enfermos del hospital aexcepción del cirujano, el ordenanza le habría quitado la campanilla y le habría dejado sufrir.Pero como era centurión, tenía derecho a estar en una sala aparte y a disponer de unacampanilla y de toda la atención del desafortunado ordenanza que estuviera de servicio.

Los soldados heridos en el último altercado con los germanos estaban apretujados ensalas de cinco camas y carecían de privilegios, como correspondía a los de rango inferior: seles daba la comida justa y tenían derecho a una visita programada del cirujano o de uno de susordenanzas para cambiarles las gasas, vaciar los drenajes y controlar su recuperación. Aaquellos a los que las heridas les habían inmovilizado se les proporcionaba orinales que los

ordenanzas vaciaban tres veces al día; el centurión tenía el privilegio de que le vaciaran elsuyo cada vez que orinaba.La herida de la pierna habría sido complicada e incluso mortal si Macro no se hubiera

aplicado un torniquete en su momento. El cirujano había cosido el músculo rasgado y la piel, yhabía dejado un pequeño abrojo en la herida para facilitar el drenaje de pus. Había ordenado alcenturión que guardara cama hast a que la herida est uviera limpia y empezara a curarse. Luegohabía sonreído con serenidad ante el consiguiente torrente de improperios del centurión ypara tranquilizarlo le había dicho que, en caso necesario, la segunda legión podríaarreglárselas sin él unas cuantas semanas. El cirujano le asignó un ordenanza personal y, conun gest o de sat isfacción por el propio trabajo realizado, dejó al quejicoso oficial para supervisarla situación de otros pacientes que al tribuno Vitelio le habían parecido lo bastante sanos parareincorporarse. La mayoría se recuperaban en pocos días, algunos morían —para disgusto delcirujano, que asumía cada muerte como una afrenta personal de sus conocimientos— y otrostardaban más en recuperarse, dada la gravedad de sus lesiones. El cirujano agradecía notener que atender a ningún germano: los que no se habían suicidado o habían muerto enmanos de los suyos, habían sido despachados bajo las órdenes de Vespasiano en un gest o declemencia. De modo que en el hospital no habí a ni un solo bárbaro apestoso.

No podía decirse lo mismo del asentamiento en la parte exterior de la fortaleza, queestaba abarrotado con los supervivientes de la aldea. Unos habían tenido la posibilidad depedir refugio a parientes lejanos y a amigos, que ahora devolvían con ínfulas el mismo desdénque habían sufrido antaño por haberse adaptado al estilo de vida romano. Otros habíancorrido menos suerte y se verían obligados a pasar el invierno en un conjunto de tristescabañas que se estaba levantando en la periferia del asentamiento. Muchos no aguantarían elduro invierno del norte, pero no recibirían ningún t ipo de compasión por parte de los romanos nide aquellos que vivían en el asentamiento.

La campanilla volvió a sonar, esta vez con más intensidad, y el ordenanza disminuyó elpaso al acercarse por el pasillo a las habitaciones vent iladas del final, reservadas para oficiales.

—¡Muévete, hombre! —Gritó Macro—. ¡Hace horas que hago sonar esta malditacampanilla!

—Disculpe la espera, señor —dijo el ordenanza—, pero otro paciente estaba a punto demorir y quería asegurarme de que sus efectos personales se entregaran a sus amigos antesde que la diñara.

—¿Y se los entregarán?—Los muchachos y yo haremos lo que podamos para que se enví e todo.—Después de coger lo que os interese.

—Por supuesto, señor.—¡Malditos buitres!—¿Buitres? —El ordenanza frunció el entrecejo. —No es más que una ventaja del trabajo,

señor. Y bien, ¿qué deseaba?—Llévate esto —Macro le acercó un orinal—, y aviva el fuego. Aquí hace un frí o que pela.—Sí, señor —el ordenanza asintió mientras dejaba el orinal sobre una mesa pequeña—.

Hace muy buen dí a, señor. El cielo está despejado y no sopla viento.—¿Ah, sí? Gracias por informarme. Pero aquí sigue haciendo frío.—No es que haga frío, señor. La habitación está bien ventilada: es bueno para usted.—¿Cómo va a ser bueno? Si la herida no me mata, lo hará el frí o.El ordenanza sonrió ante la reconfortante idea, al tiempo que depositaba más

combustible sobre las ascuas del brasero y soplaba para que prendieran fuego.—De acuerdo. Así est á bien. Coge el orinal y lárgate.—Sí, señor. —El ordenanza obedeció y salió con el bacín. Sin avisar, Cato entró en la

habitación, y el ordenanza se hizo a un lado con agilidad sin derramar una sola gota. Dio unchasquido con la lengua dirigido a Cato y cerró la puerta t ras él.

El optio se quedó de pie junto a la cama con una sonrisa.—Me alegro de verle, señor.—Por primera vez en tres días.—Hemos tenido mucho trabajo sin usted, señor. He intentado mantener el orden en la

centuria hasta que se recupere. ¿Cómo está la pierna?—Entumecida, y cada vez que intento moverla me duele como si me la metieran por

detrás. Pero esos matasanos dicen que me estoy recuperando.—Tiene mejor aspecto que la última vez.—No ha sido nada: una infección sin importancia. El cirujano calcula que ya casi está

curada.—¿Cuándo se reincorporará, señor?El centurión advirtió la incongruencia y la inquietud de sus palabras. Observó a Cato en

silencio.—Pensaba que un joven optio estaba disfrutando con su primera oportunidad de

desempeñar funciones de mando.—Así es, señor.—¿Pero...? —dijo Macro para sonsacarle más información.—No sabía que el trabajo era tan arduo. Hay que preparar la instrucción, organizar la

inspección de barracas, controlar los equipos, y luego todo el papeleo.

—Déjale el papeleo a Piso. Es lo que yo hago.—Sí, ha sido de gran ayuda, señor. Insistió en llevarlo él. Pero acabamos de recibir órdenes

de realizar un inventario de equipos y artículos personales no transportables. Y para colmo demales, el cuartel general ha dado órdenes de que se recoja toda cantidad superior a diezsestercios a finales de esta semana. ¿El trabajo es siempre tan agobiante, señor? —preguntóCato con impotencia.

—No.De modo que la legión tendría que trasladarse más adelante. La orden de restringir la

posesión de monedas indicaba que querían limitar la carga de los legionarios al marchar, y seharía un inventario de todos los objetos no transportables, para ser vendidos o almacenados.Si se vendían, lo más probable era que la legión se trasladara a largo plazo. Interesante. Peroen ese caso, caviló Macro, lo más seguro era que los heridos tuvieran que ser trasladados en

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carros, y la perspect iva de un viaje incómodo con baches y t raqueteos lo alarmó. La marcha talvez fuera agotadora, pero era un buen ejercicio y algo mucho más cómodo que viajar dandotumbos en la cama plana de un carro de transport e de legionarios.

—¿Has oído algo acerca del lugar al que vamos?—Nada oficial, señor, pero he oído rumores de que vamos a adherirnos a un ejército que

han reunido para invadir Britania.—¡Britania! ¿Qué emperador con la cabeza en su sitio querría anexionar esa basura al

Imperio? Ese lugar salvaje, agreste y lleno de ciénagas..., si es cierto lo que he oído. ¡Britania!Es ridículo.

—Es lo que he oído, señor —dijo Cato a la defensiva—. Y de todos modos, ¿quéemperador está en sus cabales hoy en día?

—¡Tienes razón! —Macro se animó—. Mira, respecto a todo ese papeleo del que tequejas... En eso consiste llevar una centuria. No tienes más remedio que arreglártelas; y quePiso te ayude.

—En realidad, no es e l papeleo lo que me desanima, señor —dijo Cato algo incómodo.—¿Qué es entonces?—Bueno..., es todo lo relacionado con el mando. Simplemente, no parece que yo sirva para

dar órdenes a los demás.—¿A qué te refieres?Cato se mostró inquieto y avergonzado en su intento de explicar el problema.—Sé que soy opt io y que, por tanto, los hombres deben obedecerme, pero eso no significa

que les haga gracia, para ser sincero, que un niño les d iga lo que t ienen que hacer. No es queno me obedezcan, porque sí lo hacen. Ya nadie me llama cobarde, pero no me respetandemasiado.

—Es normal. Eso no se consigue de un día para otro; hay que ganárselo. A todo oficialnuevo le pasa lo mismo. Ellos acatarán las órdenes porque est án acost umbrados a hacerlo. Laclave está en conseguir que obedezcan de buena gana, y para ello hace falta ganarse suconfianza. Entonces te respetarán.

—¿Pero cómo lo hago, señor?—Para empezar, deja de quejarte. Y a part ir de ahí, empieza a actuar como un opt io.—No puedo, señor.—¿Qué significa que no puedes? ¡Pues has de poder! ¡Ten voluntad, maldita sea! —

Macro se acodó sobre la cama con un gesto de dolor al intentar poner la pierna en una posturamás cómoda.

—Sí, señor.—Muy bien, entonces echa más leña al fuego, la más seca, antes de que se apague. Ycierra esa maldita ventana.

—¿Está seguro, señor? Se supone que el aire fresco acelera la recuperación.—Puede, pero no un aire tan frío. Lo único que esa ventana abierta puede acelerar es la

congelación, así que ciérrala ahora mismo.—Sí, señor. —Cato se apresuró a cumplir la orden y luego seleccionó la madera más seca

para el brasero.—¿Te has dado cuenta? —preguntó Macro.—¿De qué, señor?—De cómo has acatado las órdenes enseguida.Cato asintió con la cabeza.—A eso me refiero. Es el tono de voz. Tendrás que pract icar y dar muchas órdenes antes

de que te salga nat ural. Pero en cuant o lo consigas, es pan comido..., es tan fácil como respirar.—Si usted lo dice, señor.—Así es. Bien, dime: ¿hay novedades? —Macro se tumbó en la cama, con la cabeza

apoyada sobre el cabezal.Con la ventana cerrada, el fulgor rojo del brasero daba algo de luz a la habitación, además

de los escasos rayos que se filtraban a través de los postigos.—Acerca el taburete y ponme al corriente de todo. ¿Qué más has estado haciendo?Cato se movía intranquilo.—El legado me ha llamado al cuartel general esta mañana.—¿Ah, sí? —Macro sonrió. — ¿Y qué tenía que decirte Vespasiano?—Poca cosa... Me va a ot orgar una condecoración, una corona cívica. No sé muy bien por

qué.—Porque yo lo he recomendado —sonrió Macro—. Me salvaste la vida, ¿recuerdas? A

pesar de casi perder el estandarte al hacerlo. Te lo mereces, y una vez lleves el galón en elarnés, creo que los hombres te mirarán con otros ojos. Todo buen soldado respeta unacondecoración bien merecida. ¿Qué se siente al ser un héroe?

Cato se sonrojó y agradeció que el incómodo rubor de las mejillas se confundiera con elfulgor anaranjado del brasero.

—Francamente, me siento un poco farsante.—¿Por qué diablos?—No puedo ser un héroe en virtud de una sola batalla.—Ni siquiera ha sido una bat alla; más bien una escaramuza.

—Exacto, señor. Una escaramuza en la que sólo herí a un enemigo y fue por casualidad.Apenas puede considerase un acto heroico.—Matar hombres en una batalla no tiene por qué hacer de un hombre un héroe —le dijo

Macro con un tono tranquilizador—. Es cierto que sirve de mucho y cuantos más enemigosmuertos, mejor. Pero hay otras formas de heroicidad. De todas formas, yo no iría diciendo porahí que no le has partido la cabeza a ningún germano. Mira, no tenías por qué haber venido arescatarme, pero lo hiciste..., y a pesar de t enerlo todo en contra. En mi opinión, para hacer esohay que t ener mucho valor, y me alegro de que estés con nosot ros.

Cato le miraba tratando de captar algún indicio de ironía en sus palabras.—¿Habla en serio, señor?—Por supuesto. ¿Te he dicho alguna vez algo que no fuera en serio?—No.—Pues ya lo sabes. Fíate de lo que te digo y no te pongas sentimental. Así que entiendo

que habrá una invest idura, ¿no?—Sí, señor. El legado va a celebrar un desfile dentro de dos días. Van a darse unas

cuantas condecoraciones; entre ellas, una para Vit elio.—¿Ah, sí? —Macro le interrumpió con brusquedad—. Estoy seguro de que eso le servirá

para engrosar su currículo cuando vuelva a Roma.—Y luego habrá una cena. Ha invitado a todos los oficiales que sirvieron a la tercera

cohorte aquel día en la aldea; es decir, los que sobrevivimos.—Entonces será de lo más íntimo y acogedor. Es propio de Vespasiano; una cena a lo

grande a bajo precio.—Insistió en que ust ed también asistiera, señor.—¿Yo? —Macro se encogió de hombros y señaló la pierna herida. — ¿Y cómo se supone

que voy a ir?—Eso le pregunté yo al legado, señor.—¿Eso hiciste? ¿Y qué dijo?—Le enviará una camilla para recogerlo.—¿Una camilla? Fantástico. Tendré que hacer de inválido toda la noche y, encima, dar

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conversación. Será una maldita pesadilla.—En ese caso no vaya, señor.—¿Que no vaya? —Macro levantó las cejas. —Amigo, una invitación cortés de un

comandante de legión es más importante que una orden emitida por Júpiter personalmente.Cato sonrió y se puso de pie.—Será mejor que me vaya. ¿Quiere que le traiga algo la próxima vez? ¿Algo para leer tal

vez?—No, gracias. Tengo que descansar la vista. Tráeme en todo caso una jarra de vino y un

 juego de dados. Debo mejorar la técnica.Dados... Cato estaba algo decepcionado, pues no tenía un buen concepto de aquellos

que se negaban a aceptar que los dados caí an al azar (al menos, los dados normales). Bajó lacabeza y se dispuso a salir.

—¡Una cosa más! —le dijo Macro antes de que el muchacho saliera de la sala.—¿Señor?—Recuérdale a Piso que me debe cinco sestercios.

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C a p í t u l o XVEl centurión Bestia les fulminaba a todos con la mirada al pasearse a lo largo de las filas.

En muchos sentidos, la inspección era para los reclutas una de las cosas que más aborrecíande la instrucción. La marcha de entrenamiento, la instrucción en sí y el adiestramiento en eluso de armas no requerían nada más que esfuerzo mental mínimo. En cambio, prepararsepara una inspección requería algo de talento, cosa que hacía de ello algo casi artístico. Cadaobjeto del equipo debía estar limpio, abrillantado —y a fondo— y en perfecto estado. Habíacontados métodos para hacerlo rápidamente y, dado que Bestia los conocía todos, eran pocoslos reclutas que recurrían a ellos. Por eso Cato estaba nervioso, cuadrado en su posición en lalínea, y pedía a todos los dioses que podían ayudarle en aquella situación que Bestia noapreciara el barniz que había aplicado a su cinturón y sus correas. La visita al hospital no lehabía dejado tiempo para dar brillo a la piel desgastada, y se había limitado a aplicar el barnizcomo sustituto, siguiendo el consejo de Pírax. De pie, muy erguido, con la lanza a la derechaapoyada en el suelo y la mano derecha sobre el borde del escudo, Cato estaba muy pendiente

del ligero olor a barniz que desprendía. Si a Bestia se le ocurría tocar la piel pegajosadescubriría el engaño de Cato y se presentarían cargos contra él.Cuatro hombres de la fila le separaban de Bestia cuando, de repente, éste avistó a su

presa y les pasó revista de forma superficial.—¡Ah! Optio —vocalizó la palabra—. Ha hecho muy bien de unirse a nosotros esta

mañana.Como siempre, el sarcasmo del saludo era injusto, pues Cato no t enía ot ra elección y se le

eximía de la instrucción en dí as alternos según órdenes del cuartel general de la legión.—Bien. Parece que eres algo así como un héroe de guerra, ¿no es así, señorito Cat o?Cato mant uvo la boca cerrada sin dejar de mirar al frente con los ojos quietos.—Creo que te he hecho una maldita pregunta —instó Bestia, y luego se dirigió al optio

que le acompañaba en la inspección de las filas—. Acabo de hacerle una pregunt a, ¿verdad?—Sí, señor —contest ó el optio—. ¡Le ha hecho una maldita pregunt a, señor!—¡Pues contéstame!—¡Sí, señor! —gritó Cato.—Sí, señor, ¿qué?—Sí, soy algo así como un héroe de guerra, señor —contestó Cato con un tono de voz

más bajo.—¡Disculpa, hijo! —Gritó Bestia—. Pero debo de estar sordo, porque no he oído bien qué

mierda has dicho. ¡Repít elo! ¡Más alto!—¡Sí, soy algo así como un héroe de guerra, señor!—¿Ah, sí? Un joven como tú habrá acojonado a los germanos. Me refiero a que sólo con

mirarte ya me estoy poniendo nervioso. Lo siguiente será que envíen malditos fetos al frente.Los otros reclutas no pudieron contener la risa.—¡¡Cerrad el maldito pico!! —Bramó Bestia—. No os he dado permiso para reí r, señoritas,

¿o sí? He dicho: ¿o sí?—¡¡No, señor!! —gritaron a coro los reclutas.—Bien, en ese caso, héroe de guerra, tendrás que est ar a la altura. —Best ia se puso muy

cerca de la cara de Cato: tanto que éste alcanzaba ver cada arruga y cicatriz de la cara delveterano, así como el borde rosáceo de las aletas de la nariz.

Cato casi soltó un suspiro de alivio cuando el centurión dio un paso atrás, sacó un pañuelosucio y estornudó.

—¿Qué miras, chico? ¿Nunca has visto a un hombre resfriado?—Sí, señor.—No te voy a perder de vista, optio; comete algún error de ahora en adelante, y no tendré

piedad cont igo. —Bestia gruñó y luego siguió andando con fuertes pasos.—¿Qué hay? —preguntó Cato entre dientes, una vez el centurión estuvo lo bastantelejos para no oírle.

El optio de Bestia hizo un gesto de desdén al pasar, y Cato palideció. Pero el hombre leguiñó un ojo y se apresuró a alcanzar a Bestia.

Aquella mañana el centurión había cambiado la rutina. En vez del adiestramiento en eluso de armas que tenían programado, los reclutas recibieron lecciones elementales sobre laconstrucción de un campamento militar y les condujeron fuera de la fortaleza, donde habíauna zona dispuesta con hileras de banderas de colores que formaban un recuadro con variassubdivisiones. Junto al camino había un carro de suministro; un par de bueyes pacíanaburridos mientras miraban a los reclutas reunirse alrededor de Bestia. El centurión habíacogido un pico y una pala del carro y los sostuvo en alto.

—Señoritas, ¿alguna de vosotras puede decirme qué tengo en las manos?Los reclutas no contestaron para no arriesgarse con algo tan evidente.—Tal como imaginaba: tan inút iles como siempre. Tal vez penséis que estas herramientas

son para labores agrícolas, pero son el arma secreta del ejército. De hecho, son el arma másimportante que jamás llegaréis a utilizar. Con ellos podréis construir las fortificaciones másmonumentales del mundo conocido. Los ejércitos romanos son abat idos de vez en cuando, lasfort ificaciones romanas... ¡jamás! Puede que algunos hayáis oí do rumores de que la legión est áa punto de t rasladarse.

El anuncio se recibió con un murmullo de ent usiasmo: era la primera confirmación oficial delo que había corrido de mesa en mesa en el comedor durante los últimos diez días. Bestiaesperó a que callaran antes de proseguir.

—Por supuesto, señoritas, no se les informará del destino asignado, a diferencia de losoficiales superiores como yo mismo. Basta decir que no sabéis lo que os espera. Pero antes depoderos dejar salir de la base, vais a tener que aprender a construir desde un campo deentrenamiento hasta circunvalaciones dobles.

Aquello no lo entendieron; a excepción de los pocos que habían oído algo sobre la batallade Alexia en la época de César, los demás no tenían ni remota idea de lo que estabahablando.

—Señoritas, empezaremos poco a poco, ya que, salvo el héroe de guerra aquí presente,tendremos problemas para entender el potencial de defensa táctica de algo más grande queuna zanja. Empezaremos con el campamento de marcha. Cuando la legión hace maniobras porterritorio no hostil, se excava una zanja defensiva y una empalizada sobre montones de turba.Se otorgará a cada legionario, y a cada una de ustedes, señoritas, un pico y una pala. Esas

banderas amarillas no cosa vuestra: señalan la hilera de tiendas de cada centuria. Lasbanderas rojas señalan los límites de la zanja de protección. Cavaréis la zanja a partir de estalínea hacia dentro. A cada hombre le corresponde cavar poco más de medio metro de zanja,empezando por el héroe de guerra que está junto a la primera bandera. ¿Las señoritas lo hanentendido? Pues recoged las herramientas y a cavar.

Una vez se entregó a cada uno un pico y una pala (que se les descontaría de la paga,cosa que Cato ignoraba) y se situaron a lo largo de la línea de banderas, Bestia dio la orden deempezar a cavar. La tierra bajo la hierba estaba helada, si no congelada, y los reclutasutilizaban los picos para golpearla con todas sus fuerzas, para luego apilar junto a la zanja lospedazos de t ierra arcillosa. A medida que avanzó la mañana, los hombres dejaron de sent ir fríoy empezaron a sudar; las túnicas interiores de lana se les pegaban a la espalda. A pesar deestar acostumbrados a los duros ejercicios de los últimos meses, los reclutas encontraban la

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labor de atrincherar agot adora, pero Best ia no les concedió ningún descanso y les recordó que,durante la marcha, la legión tendría que construir este tipo de fortificaciones cada día. Lasmanos doloridas pronto se llenaron de ampollas y, cuando éstas reventaron, las palmas de lasmanos quedaron en carne viva por la tosca madera de los mangos, que no perdería suaspereza hasta pasados unos meses de trabajo duro. Cato sufría el dolor en absoluto silencio,mientras que aquellos reclutas de origen campesino apenas sentían la herramienta en susmanos callosas. Cato tuvo la mala suerte de ser colocado junto a Pulcher y, cuando losinstructores estuvieron lo bastante lejos para no oírles, Pulcher reanudó su campaña deintimidación.

—¿Héroe de guerra? ¿Tú? —masculló—. No te lo crees ni tú, desgraciado. ¿Por quién tedejaste follar para recibir esa mención de honor?

Cato no le contestó, ni siquiera levantó la vista de la zanja.—¡Eh, que estoy hablando contigo! —Cato no le hizo caso. — ¿Qué carajo es esto? ¿No

tienes modales? Y yo que pensaba que eras tan bien educado. Supongo que eres demasiadobueno para hablar con gente como nosotros —se rió del recluta—. Parece que el héroe deguerra se está haciendo ilusiones con su puesto.

—¡Vosotros, callaos! —Les gritó un inst ructor—. ¡Se trabaja en silencio!

Pulcher volvió al trabajo con un esfuerzo exagerado hasta que estuvo seguro de que yano le prestaban atención. Luego le lanzó una palada de t ierra a Cato en la cara.

—Como vuelvas a hacer ver que no me oyes, muchacho, te...—¿Qué harás? —Cato se volvió furioso con el pico medio alzado—. ¡Dime qué harás!

¡Vamos, dime, cretino!Pulcher asió con fuerza la pala, pero al acercarse Bestia, algo le dijo que era mejor seguir

cavando.—¿Qué es esto? Hacemos descansos sin permiso, ¿verdad, héroe de guerra?—No, señor.—¿Y por qué est ás lleno de tierra, muchacho?—Señor, me he...—¡Contesta mi maldita pregunta!—He resbalado, señor..., mientras arrojaba la tierra fuera de la zanja, señor.—¿Estás cansado, entonces, muchacho? —preguntó Bestia con falso interés.—Sí, señor, pero...—Bien, en ese caso parece que necesitas hacer más ejercicios de entrenamiento. Te

dedicarás a limpiar let rinas durante las próximas cinco noches.

—Pero señor, debo asistir a la f iesta del legado después de la invest idura.—Entonces tendrás que limpiar mierda a un ritmo el doble de rápido si quieres llegar at iempo. —Bestia esbozó una dulce sonrisa. — Y procura presentart e bien limpio o Vespasianopresentará cargos contra ti.

Bestia soltó una carcajada al imaginarse la escena. Luego le dio una calurosa palmadita enel hombro y prosiguió su paseo a lo largo de la fila.

—Que se joda, señor —renegó Cato en voz muy baja a la espalda del centurión, que sedio la vuelta inesperadamente ante la aterrada mirada de Cato y apuntó un dedo acusador alchico.

—Has dicho algo, ¿verdad?—He dicho «gracias, señor».—¿Me lo dices con sarcasmo?—No, señor —contestó Cato con cara de inocencia—. Le agradezco que me dé la

oportunidad de mejorar para llegar a ser un legionario del que est é orgulloso, señor.Bestia se lo quedó mirando un momento, y luego se dio la vuelta bruscamente y se

marchó. Junto a Cato, Pulcher agitó los hombros con un at aque de risa silencioso.—Me acordaré de esto —dijo Cato en voz baja.—¡Oh, me das tanto miedo! ¡Me meo en los pantalones de miedo! —susurró Pulcher.

Cato le miró un instante. Ya no le tenía miedo. Se había cansado de estar pendiente dePulcher, que no hacía más que buscar nuevas maneras de hacerle la vida imposible. Con unsuspiro de rabia contenida, volvió a clavar el pico contra el suelo con más fuerza que nunca yresopló al arrancar otro terrón. Tení a que hacer algo con Pulcher, y pronto.

A mediodía, Bestia les ordenó detenerse, y los hombres se cuadraron mientras élsupervisaba sus trabajos. La abrupta interrupción hizo que el sudor que empapaba las túnicasse enfriara y, con la postura quieta que les obligaban a mantener, muchos temblaban mientrasel equipo de instrucción iba arriba y abajo criticando la tosquedad de su técnica. La zanja seextendía de forma desigual en su parte interior, dado que bastantes soldados habían olvidadoque ésta debía medir dos palas de ancho. Otros no habían conseguido excavar la cantidad detierra necesaria del suelo helado y su parte no estaba al mismo nivel que la de sus vecinos.Sólo unos doce habían hecho su labor a sat isfacción de Bestia, entre ellos, Pulcher y Cato.

—Para serles franco, señoritas, no creo que esos bárbaros tengan miedo de Romamientras inútiles como vosotros formen la legión. Si consideráis que esto es una zanja dedefensa, yo soy una puta griega rastrera. De lo único que nos puede aislar esto es del frío. Demodo que, señoritas, lo volveremos a rellenar, haremos una breve pausa para comer algo, yesta t arde haremos otro intent o.

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C a p í t u l o XVILa entrada a la casa del legado estaba muy iluminada cuando Cato llegó corriendo desde

las barracas. Se detuvo un momento para tomar aliento y volver a colocarse la corona cívicaen la cabeza. De momento, su condecoración pendía de una cinta atada alrededor del cuello,sobre la parte delantera de la túnica. Más adelante la llevaría sobre su coraza de cota demalla, donde permanecería para el resto de su vida y se enterraría con él. Una vez recobradala compostura, se encaminó hacia la puerta principal, donde había un criado sentado a unamesa en el porche detrás de dos guardas. Éstos cruzaron lanzas para indicar que Cato debíadetenerse.

—¿Su nombre, por favor? —preguntó e l criado.—Quinto Licinio Cato.—Cato... —murmuró el criado, mientras hacía una señal en la t abla encerada con un estilo

—. Llega tarde, Cato, muy tarde. Dejadle pasar.Las lanzas se separaron, y Cato cruzó la entrada para salir a un pat io interior.

—Todo recto. —El criado señaló en dirección a la sala principal y arrugó la nariz y el ceñoal pasar Cato por delante.De las ventanas que había sobre la columnata salía un esplendoroso fulgor; entre el

alboroto de las voces se oían risas y música. Era de mala educación llegar tarde a una fiesta,pero era impensable haber rechazado la invitación, del mismo modo que era imposibledesobedecer las órdenes de Best ia de fregar y enjuagar los desagües de las letrinas. El cast igode aquella noche había durado más tiempo del habitual, y es que el campamento estabasufriendo las consecuencias de un virus intestinal que se estaba propagando con rapidez.Apenas le había quedado tiempo a Cato para ponerse su mejor túnica y luego correr a todaprisa hasta la otra punta de la fortaleza para llegar tarde. Ante el temor de ser interrogadoinevitablemente sobre su tardanza, Cato se acercó hacia la sala al paso de un hombrecondenado a muerte. Llamó a la puerta. Descorrieron el cerrojo al instante, y el mayordomo,casi incapaz de disimular su indignación, le abrió la puerta.

—¡Al fin ha llegado! Será mejor que tenga una buena excusa para el legado.—Me disculparé en cuanto tenga un momento de tranquilidad —prometió Cato—. ¿Crees

que hay forma posible de sentarme en mi sitio discretamente?—No lo creo, joven. Acompáñeme.El mayordomo cerró de un portazo y le condujo a través de una pesada cortina que daba

a una sala grande. Pese a que era más bien diminuta en comparación con las salas de palacio,pensó Cato, ésta se había dispuesto de la forma más agradable posible. El lugar estabailuminado por numerosas lámparas de aceit e que colgaban de las vigas. Dos bancos largos seextendían a cada lado de la sala y estaban cubiertos de almohadones para la comodidad delos comensales. Cato se sorprendió al ver que todos los tribunos y casi todos los centurionesestaban presentes con sus esposas. En el espacio que quedaba entre las mesas, un par deluchadores estaban unidos en un abrazo, enfrentándose con gruñidos en un intento deencontrar el modo de tumbar al oponente. Al fondo, en un rincón, un grupo de flautistas seesforzaba por hacerse oír sobre el barullo de los invitados. Cato no perdió tiempo y buscó unespacio en el banco más próximo para integrarse lo más sigilosamente posible, pero elmayordomo le hizo señas, y ambos avanzaron lentamente a lo largo de una pared hasta lamesa principal, donde Vespasiano y sus invitados más honorables yacían reclinados. Cato sepercató con pavor del claro intercambio de miradas entre Macro y Vespasiano. El legadofrunció el ceño al acercarse Cato, y el mayordomo forzó una sonrisa y les dirigió un saludocuando estuvieron lo bastante cerca.

—¡Optio! Me preguntaba qué habí a sido de ti.—Disculpe, señor —se excusó Cato, al tiempo que se acomodaba en el triclinio que había

 junto a Macro—. Tení a que acabar unos trabajos que se me habían ordenado.—¿Qué trabajos?—Prefiero no mencionarlos en la mesa, señor.—Me temo que no queda mucha comida. ¡Rúfulo! Trae algo de comer para el opt io; ta l vez

quede alguna exquisitez.—Sí, señor. —El mayordomo hizo una reverencia y dirigió una mirada furiosa a Cato.—Mientras esperas, prueba uno de estos lirones rellenos. —Vespasiano le ofreció una

fuente de oro alrededor de la cual había dispuestos los ratoncitos guisados. — Están rellenosde hierbas y queso del lugar. No es exactamente a lo que estabas acostumbrado en palacio,imagino, pero es una buena forma de recordar la gast ronomía romana. Toma uno.

Cato obedeció. A pesar de que los ratones estaban demasiado cocidos, eran un manjar deagradecer en comparación con la comida que se daba a los legionarios. Mientras Catosaboreaba gustoso los suculentos ratones, el legado ordenó a un esclavo traer para el reciénllegado un surtido de exquisiteces.

—Sírvete vino. —Vespasiano señaló una hilera de licoreras de Samos—. Hay un cécuboaceptable y un másico que no est á mal. Guardo el último falerno para un brindis.

Los ojos de Cato brillaron ante la idea.—Su cocinero ha hecho un magní fico t rabajo: propio de Apicio, diría. Gracias por invitarme.—No hay de qué, hijo. Hiciste un buen trabajo en ese asunto con los del poblado. Pero

más vale que te deje terminar la comida antes de que se enfríe. Más tarde quiero presentartea unas cuantas personas. A algunas ya las debes de conocer. —Vespasiano le sonrió. — Miesposa dice que est á muy interesada en ponerse al dí a con los chismes de palacio. Es decir, siconsigo arrancarla del lado de Vit elio.

Hizo un movimiento con la cabeza para señalar en dirección a una de las mesasprincipales donde Cato vio al tribuno por encima del hombro de una mujer esbelta. Ambosparecían estar muy concentrados en la conversación. De repente, la mujer del legado empezóa reír y Vespasiano puso mala cara. Desvió su atención hacia el optio.

—Como decía, las presentaciones pueden esperar. Pero ahora me temo que debo hablarcon el prefecto del campamento sobre asuntos de trabajo. Por favor, discúlpame y disfruta dela cena.

El legado se dio la vuelta, y Cato se concentró en llenar su estómago, aunque primero seregaló la vista con el banquete que tenía ante sí, para luego dar paso a la degustación.

—¿Qué demonios es ese olor? —preguntó Macro en tono acusador.—Me temo que soy yo, señor —contestó Cato, llenando su copa con tinto másico.—¿Y qué es? Apestas como una puta barata.

—Porque es un perfume que Pírax compró para una puta barata.—¿Te has puesto perfume? —Macro se apartó horrorizado.—No he tenido más remedio, señor. He estado toda la tarde con mierda hasta la rodilla,

señor. Me he lavado lo mejor que he podido, pero no hay forma de que el olor se vaya. Así quePírax me sugirió que lo disimulara con el perfume.

—Y que lo digas.—Dijo que era preferible oler como una put a que oler como un cerdo, o algo así .—No sé qué es peor.—¿Cómo tiene hoy la pierna, señor? —preguntó Cato al coger ot ro lirón.—Cada vez mejor. Pero aún quedan unas cuantas semanas antes de que pueda andar.

No me apetece pasar un viaje en un carro de transporte.—¿Sabe algo acerca del lugar adonde enví an a la legión?

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—¡Chss! Cierra el pico: se supone que aún no lo sabemos. Creo que por eso nos haninvitado a t odos.

—¿Tú crees?—¿Por qué, sino, invitar a tanta gente si sólo se trata de una cena sin más para celebrar la

investidura? Seguro que hay algo más.Flavia rió por educación, pero con discreción, la broma del tribuno; había que tener cuidado

al hablar del emperador Claudio. Además, quería saber más sobre Vitelio, de modo que siguiómostrándose animada.

—Esa historia es muy buena, Vitelio. Muy buena. Pero dime, ¿tú crees que Claudio sirvepara el cargo?

—Me preguntas qué pienso de Claudio. —La escudriñó con atención antes de responder.—Creo que es algo pronto para formarse una opinión, ¿no crees?

—Tengo amigos en Roma que me han contado que la gente ya dice que Claudio nodurará mucho, que está loco o, al menos, que es un poco simplón. Y que permite que suslibertos gobiernen el Imperio en su nombre; en concreto, un ta l Narciso.

—Sí, ya lo he oído. —Vitelio sonrió; le hacía gracia la forma en que la gente que hablabadel emperador siempre expresaba su propia opinión poniéndola en boca de amigos anónimos.

—Pero acaba de empezar su mandato, es normal que delegue algunos asuntos mientras élaprende cómo funciona todo.

—Supongo que tienes razón —contestó Flavia, cogiendo un pedacito de carne quequedaba en uno de los huesos de su plato—. Pero me pregunto cómo es posible que seespere que un hombre solo sea capaz de gobernar t odo un imperio..., es una carga. Sé que nosoy más que una mujer con conocimientos limitados sobre asuntos de estado, pero creo queuna labor semejante debería estar en manos de más de un hombre. ¿Seguro que haysuficientes mentes sabias en el Senado en las que se pueda confiar para ayudar en elgobierno del Imperio?

—¿Para ayudar al emperador a gobernar? ¿O para gobernar en su lugar? Y luego volveral derramamiento de sangre de la República. Casi todos los políticos se hacen soldados y lossoldados, polí ticos; y una vez se da est a situación, ya no hay elecciones..., sólo guerras.

—No es que ahora vuelva a haber elecciones. —Flavia sonrió.—No. No tenemos, pero ¿cuánto hace desde que los romanos se enfrentaron en una

sangrienta matanza entre ellos en nombre de las ambiciones políticas de su general?—Que yo recuerde, desde que Augusto eliminó a todos sus rivales e impuso al pueblo su

dinastía. Y, no lo neguemos, los emperadores tienen las manos manchadas de sangre. Son

muchos romanos los que sufrieron en manos de Augusto, Tiberio y Calígula. ¿Y quién dice queel emperador actual no seguirá la tradición?—Puede, pero ¿cuántos más habrían muerto si Augusto no se hubiera hecho con el

control del ejército desde el Senado y se hubiera puesto al mando?—¿Entonces se trata de una sencilla cuestión sobre los índices de mortalidad?—Una pregunta —dijo Vitelio—: ¿Estás sugiriendo que es preferible volver a la República?—No, no digo eso. —Flavia contestó con delicadeza. —Pero todo sea por hablar un poco

entre amigos durante una agradable cena... Dime, ¿no crees que la vuelta del gobiernosenatorial favorecería la situación actual?

—Interesante pregunta, Flavia. Muy interesante. Por supuesto, creo que hay argumentosen favor de ambos casos. Estoy seguro de que podría recurrirse a una reserva de talentoimportante si se restituyeran todos los poderes al Senado, pero me temo que hay mássenadores con planes de acumular poder para ellos mismos que aquellos que tienen unsincero interés por servir a Roma. No hay más que ver ese asunto escabroso del año pasadoen Dalmacia. El pobre Claudio acababa de afirmarse como emperador cuando tuvo se produjoel motí n. Si Escriboniano y los conspiradores que le secundaron hubieran recibido el apoyo deunas cuantas legiones más, quién sabe cómo habría acabado. Tenemos suerte de que losespías de Narciso cortaran la rebelión de raíz.

—¿De raíz? —Murmuró Flavia—. Bonito eufemismo para referirte a las docenas depersonas que mataron. Perdí a algunos buenos amigos antes de abandonar Roma. Seguroque tú también. Y todavía andan a la caza de los integrantes de la conspiración quesobrevivieron. No corren buenos t iempos.

—Ellos se lo buscaron, Flavia. Antes de part icipar en ese t ipo de asunt os, hay que sopesarlo que está en juego. Es una cuestión de todo o nada. Ellos perdieron y Claudio ganó. ¿Creesque habrían tenido más clemencia con él de haberse dado el caso cont rario?

—No, no creo —asintió con un gest o pensat ivo.—Tampoco es que tuvieran muchas posibilidades de salirse con la suya —añadió Vitelio

—. Los muy estúpidos cometieron el error de apelar al patriot ismo de los legionarios, en vez deapelar a sus carteras. En el momento en que Narciso entró en escena con el oro de Claudio seacabó todo.

—Parece —Flavia le miró fijamente a los ojos— que la moraleja de esta historia es que elejército es más leal al Imperio cuanto más opulento es el erario.

—¡Vaya, Flavia! —Dijo Vitelio con una carcajada—. ¡Yo no podría haberlo expresadomejor! Pero me temo que tienes razón. Al final resulta que todo depende de quién ofrece másdinero a las t ropas. Los ant ecesores, la sabiduría y la integridad ya no significan nada. El dinero

es la fuente de todo poder. Si se posee, el mundo está a tu favor; si no, no tienes mucho quehacer.—En ese caso —Flavia tomó un poco de vino—, espero que nuestro emperador pueda

permitirse mantener el cargo. De otro modo, como tú bien dices, es cuestión de tiempo que elejército busque un patrono más rico.

—Sí —dijo Vitelio—. Sólo es cuestión de t iempo. Pero dejemos de hablar de polít ica. Eresuna mujer interesante. Me habría gustado de verdad poder tener una conversación contigocomo es debido antes de esta noche.

—Habría sido muy agradable. Pero me temo que Vespasiano procura tenerme bajo llave,teniendo en cuenta cómo son las bases militares.

—Y estoy seguro —Vitelio se inclinó sobre ella— de que eres lo bastante lista paradeshacerte de las rest ricciones, si quieres. —Sí..., si quiero. —Y por eso t e casast e con él.

Flavia levantó la vista y vio que sus ojos la estaban escrutando descaradamente, mientraslos labios esbozaban una sonrisa propia de un seductor.

—No —Flavia negó con la cabeza—. Me casé con Vespasiano porque le quiero. Y tienemás genio del que t e puedas imaginar. Más te valdría recordarlo.

El tribuno arrugó el entrecejo y no supo cómo reaccionar al ser rechazado. Entonces serellenó la copa sin ofrecer vino a Flavia y la a lzó.

—Por tu marido—dijo en voz baja—. Puede que lo que dices sobre él sea cierto..., porahora.

Flavia parpadeó y ofreció una cálida sonrisa a Vespasiano, que se puso en pie. Vitelioenseguida lanzó una mirada sobre su hombro y vio que el legado se acercaba con el optiorecién condecorado. Dio un suspiro de renuencia, se calmó y se puso en pie.

—Me preguntaba cuándo ibas a presentarme a ese pobre chico —dijo Flavia con una risay los brazos extendidos hacia Cato.

El optio reaccionó un poco tarde y t ragó saliva.—¿Flavia?—La misma. ¿Cómo está mi pequeño Cato? Ya no t an pequeño, parece. ¡Deja que t e mire

bien!

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—Parece que el optio y mi esposa se conocían de su época en palacio —explicóVespasiano a Vitelio—. De modo que es como un reencuentro.

—El mundo es un pañuelo, señor —dijo a su vez el tribuno con soltura—. Parece quevivimos en una época de coincidencias.

—Sí. Tengo que hablar contigo. Seguro que mi mujer estará encantada de quedarse conel opt io y ponerse al día con varios años de chismorreo. ¿Querida?

—Desde luego. —Flavia asintió con gent ileza y condujo a Cato hast a la mesa.—Flavia, no tenía ni idea de que estaba aquí.—¿Cómo ibas a saberlo? —le sonrió—. A las mujeres de los oficiales se las ve raras veces

fuera de sus dependencias. Y sólo una lunática se expondría voluntariamente a los estragosde un invierno germano.

—¿Sabía que yo estaba aquí?—Claro que sí. No puede haber tantos Gatos de palacio que se unan a la legión. Y en

cuanto mi marido se refirió a un tal — ¿cómo dijo? — «ratón de biblioteca larguirucho», supeque tenías que ser tú. Me moría de ganas de verte otra vez, pero Vespasiano me dijo queprimero tenía que dejar que te adaptaras, que lo último que te hacía falta era una mujer quese inmiscuyera y te mimara delante de los otros hombres.

—Sí —Cato se estremeció ante tal imagen—. Mi señora, no puede imaginarse lo contentoque estoy de ver una cara familiar en este lugar.

—Ven, sentémonos.Flavia se sentó sobre el triclinio de su marido e invitó a Cato a sentarse junto a ella. Cato

miró a su alrededor, pero nadie parecía prestar demasiada atención. Había pasado bastantetiempo en el ejército para sentirse incómodo con tratos sociales entre rangos muy distintos.

—Cato, tienes que contarme cómo te va todo. Me cuesta aceptar que tú, de entre todoslos de palacio, hayas acabado aquí . Debe de ser t odo un cambio de est ilo de vida, ¿no?

Cato, pendiente de Macro, que estaba sentado junto a él, formuló su respuesta concuidado.

—Sí, mi señora, todo un cambio. Pero parece una vida bastante buena y deberíaconvertirme en un hombre.

Flavia le miró extrañada.—Lo cierto es que has cambiado bastante.—¿Me permite presentarle a mi centurión? —Cato hizo ademán de levantarse para avisar

a Macro.—Señora, —Macro agachó la cabeza con educación a la vez que se limpió el aceite de los

labios con la mano. —Lucio Cornelio Macro, comandante de la sexta centuria, cuarta cohorte—añadió de forma automática.—Encantada de conocerle, centurión. Confío en que está cuidando de mi amigo.—Hum... Ni más ni menos que a cualquiera de mis hombres —contestó Macro algo

resentido—. De todos modos, el chico puede cuidarse solo.—Eso he oído. Bueno, Cato, debes ponerme al día de todo lo que ha sucedido en palacio

desde que me fui.Mientras Cato hablaba, Macro estaba al tanto de la conversación hasta que acabó por

aburrirse. Con un gesto de indiferencia siguió comiendo y aprovechó todo lo que pudo el lujodel festín que disfrutaba, algo poco habitual. Flavia, por su parte, escuchaba con atención einterrumpía a Cato a menudo con preguntas sobre el auge y caída constantes de los diversosoficiales de palacio. Finalmente, había obtenido toda la información de Cato, y se reclinó sobreun brazo.

—En fin, el mismo hervidero de escándalos e intrigas de siempre. Eso no ha cambiado.—Por supuesto; es casi imposible no ent erarse de los chismes.—He de admitir que echo mucho de menos Roma.—Señora, podía haberse quedado allí. Algunos legados dejan a su esposa en casa

cuando están en servicio activo.

—Cierto, pero Roma me parece un lugar desagradable desde lo que pasó conEscriboniano en Dalmacia el año pasado. Demasiada gente preocupada en acusar a los demásde conspiradores. Eso ha apagado mucho la vida social..., no sabes lo difícil que es prepararuna cena cuando los espías imperiales te recortan la lista de invitados.

Cato le dio la razón.—Cuando salí de palacio, oí que Claudio ya había firmado cien sentencias de muerte. No

creo que a estas alturas queden muchos conspiradores.—Parece que Narciso ha estado muy ocupado.—Y más desde que Claudio le puso al mando del Estado Mayor del Imperio.—¿Ha cambiado mucho Narciso desde que me marché?—No demasiado —contest ó Cato—. Pero ahora casi todo el mundo mide sus palabras en

su presencia..., ahora que es el oído del Emperador.—¿Tiene el mismo aspecto? —preguntó Flavia con la mirada perdida sobre el borde del

manto, que estiraba con los dedos.Cato se paró a pensar antes de responder.—Tiene el pelo de las sienes algo más gris, pero no ha cambiado tanto desde la última vez

que le visto.

—Ya veo..., ya veo. E imagino que todavía guardamos nuestro secreto, ¿verdad? —preguntó con amabilidad.Cato esperaba la pregunta desde hacía un rato; asintió con resolución mirándola a los

ojos y le contestó:—El secreto sigue guardado, mi señora. Le di mi palabra. Mi promesa sigue en pie y lo

seguirá hasta la muerte.—Gracias.Se hizo un silencio embarazoso al recordar ambos la noche en que una terrible tormenta

azotó Roma y un niño, muerto de miedo por los truenos y relámpagos, se acurrucó en unrincón de una antesala donde un hombre y una mujer copulaban al resplandor tempestuoso delas ventanas. Más tarde, cuando el hombre se hubo marchado, Flavia descubrió al niñotemblando en el rincón. Por un instante lo miró fijamente temerosa de las consecuencias quepodía tener presenciar la escena. Lo cogió por los hombros y le hizo jurar que guardaría elsecreto. Luego, al ver el terror reflejado en su rostro, Flavia no pudo evitar proteger elcuerpecito del niño de la amenaza de la tormenta. Después, a pesar del abismo social entreellos, desarrollaría un sentido de la responsabilidad hacia Cato y vería que los otros esclavosde palacio le trataban igual de bien. Más tarde abandonó su hogar imperial y conoció aVespasiano.

Flavia decidió llevar la conversación a un t erreno más seguro.—Dime, Cato, ¿qué es lo que más echas en falta de Roma?—Las bibliotecas —respondió sin vacilar—. La mejor lectura que puedo encontrar aquí es

un manual del ejército hecho trizas.Cuando abandoné Roma estaba leyendo obras históricas de Tit o Livio.—¡Obras históricas! —Exclamó Flavia—. ¿Para qué lees obras históricas? Pensaba que a

los hombres jóvenes os gust aba la poesí a, Lucrecio, Catulo, Ovidio, ese t ipo de cosas.—Ovidio es un poco difícil de conseguir, mi señora —le recordó Cato—. De todas formas,

me temo que tengo unos gust os más conservadores. Sólo me ha interesado Virgilio.—Virgilio es un muermo —se quejó Flavia—. No t iene ni un ápice de emoción, de empatia.

Es pura elegancia ampulosa.

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—No estoy de acuerdo. A veces me parece magníf ico: es capaz de encont rar las palabrasprecisas para expresar conceptos eternos. Cuando esos poetas baratos de hoy en día que sehacen llamar románticos caigan en el olvido, la influencia de Virgilio seguirá vigente a lo largo delos siglos.

—No podías expresarlo de una forma más poética, Cato, pero ¿hablas del tiempo o delejército?

—Del ejército, imposible. —Cato y la esposa del legado se rieron. —La estética y laliteratura no ocupa precisamente un lugar primordial en la mente de estos hombres.

—Pásame los lirones —interrumpió Macro. —Sí, señor —respondió Cato con ciertaculpabilidad—. Aquí tiene, señor.

—¿Lee usted mucho? —Preguntó Flavia a Macro—. Sólo lo pregunto para acabar deconvencerme de que Cato está un poco fuera de lugar. Me cuesta creer que los oficiales de mimarido ignoren a las musas. — ¿Señora?

—¿Lee usted poesía, centurión?—No suelo, señora; estoy demasiado ocupado la mayor part e del t iempo.—¿Pero lee poesía? —insistió Flavia. —Por supuesto, señora. — ¿Y quién es su

preferido?

—¿Quién es mi preferido? Bueno, déjeme pensar. Seguramente ese tipo del que Catoacaba de hablar.

—¿En serio? —Flavia frunció el ceño. — ¿Y qué obra de Virgilio le merece su mejoropinión?

—Difícil pregunta, señora. Me gusta todo lo que escribe.—¡Cobarde! —Rió Flavia—. Francamente, dudo que haya leído algo de él, o de cualquier

otro poeta. De hecho, dudo que haya leído nada.Volvió a reírse, pero Macro bajó la mirada, y Cato advirtió que su centurión estaba muy

incómodo.—¡Silencio! —Flavia se llevó un dedo a los labios—. Creo que el legado va a decir algo.Y así era; Vespasiano terminó el vino de su copa y se puso en pie. Le hizo un guiño al

mayordomo para ordenar a los sirvientes distribuir rápidamente las licoreras de falerno entodas las mesas. Entonces éste dio un golpe contra el mosaico del suelo para dar la orden alos sirvientes. La habitación fue quedando en silencio gradualmente y todas las miradas sedirigieron a la mesa principal. Vespasiano esperó a que la sala quedara en absoluto silenciopara disponerse a hablar.

—Señoras y señores, seguramente han notado que durante las últimas semanas se han

estado haciendo preparativos para el traslado de la legión. Esta noche puedo confirmar que elEstado Mayor del Imperio nos ha dado la orden de desplazamiento. La legión procederá con ladebida rapidez hacia la cost a oeste de Galia...

Si Vespasiano esperaba ver alguna muestra de emoción se iba a llevar una decepción.Muchos oficiales de la sala miraron a otro lado con inquietud, avergonzados. Una o dospersonas educadas hicieron el esfuerzo de seguir mirando al orador y parecer sorprendidas,como si acabaran de oír una novedad, pero Vespasiano se dio cuenta enseguida y siguió eldiscurso en un tono resentido.

—Una vez allí, nos uniremos a una sección de otras cuatro legiones para la instrucciónconjunta de la invasión de Britania. En estos momentos se está reuniendo una flota, y antesde que acabe el año se habrá añadido una nueva provincia al Imperio en nombre de laglorificación de Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico. La legión se pondrá en marcha dent rode dos meses, y será reemplazada durante nuestra ausencia por una cohorte auxiliar mixta deMacedonia. Ya sabéis cómo funciona t odo. A partir de mañana, empezad a organizaros. Todolo que queda por hacer esta noche es brindar. ¡Así que llenad vuestras copas y brindemos porel emperador!

Mientras el ordenanza y Cato ayudaban a Macro a salir de la camilla y entrar en su cama,éste agarró a Cato por la túnica.

—Tú te quedas. Quiero hablar contigo en privado. —Macro tenía una expresión adusta.A solas con su superior, con la mente despejada gracias al frío de la noche, Cato se

preguntaba qué demonios podía haber hecho para que el centurión hubiera sufrido semejantecambio de humor. Por un instante, el centurión Macro miró a Cato atentamente antes de haceracopio de valor para decir lo que tenía en mente.

—Cato, ¿puedo confiar en ti?—¿Señor?—¿Puedo confiarte un secreto? ¿Algo que no me atrevo a contar a nadie más?Cato tragó saliva, nervioso, y, de forma instintiva, dio un paso atrás para alejarse de la

cama del centurión.—Depende, señor. Es decir, no puedo evitar sentirme halagado, pero ya sabe cómo

funciona el asunto: hay hombres que sí y otros que no. Y en mi caso no, señor. Sin ánimo deofender, señor.

—¿De qué carajo me hablas? —Macro le miró extrañado al tiempo que se apoyaba en elcodo. — Si se te ocurre pensar que me gustan los culos te arrancaré la cabeza. ¿Me has oídobien?

—Sí, señor. —Cato se relajó. —Entonces ¿cómo puedo ayudarle?

—Puedes ayudarme... Puedes ayudarme enseñándome a leer.—¿A leer?—¡Sí, a leer, maldita sea! Ya sabes, todas esas palabras y esas cosas. Quiero saber cómo

funcionan. De acuerdo, sé que es mucho. No quiero aprender a leer más que lo básico. Lacuestión es que tengo que leer y escribir si quiero seguir siendo centurión. Y esa zorra casi mepesca est a noche. Pero algún día se descubrirá y, cuando eso ocurra, me degradarán a f ilas. Amenos que aprenda a leer.

—Ya. ¿Y quiere que yo le enseñe?—Sí. Y que me prometas no decírselo a nadie. ¿Lo harás?Cato lo pensó un moment o e, inevitablemente, su carácter bondadoso le hizo responder.—Por supuesto que le enseñaré, señor.

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C a p í t u l o XVIIEl invierno pronto dio paso a la primavera, y la nieve se fundió; cayeron fuertes lluvias

durante varias semanas y las calles sin pavimentar pronto se convirtieron en lodazales. Elúnico movimiento en la fortaleza era el flujo constante de mensajeros imperiales que sedesplazaban veloces hasta la segunda legión con las últimas instrucciones referentes altraslado inminente. Una vez entregados los mensajes, volvían cargados de peticiones paracomprar animales de t iro, forraje y esclavos a f in de cubrir la campaña de invierno.

Anticipándose a la aprobación del cuerpo administrativo de Roma, la legión habíacontratado a un grupo de arrieros para que compraran el ganado necesario en las aldeas ypueblos de una amplia franja al sur del Rin. Se escogieron a los hombres cuidadosamente, deforma que fueran de f iar en la selección de los animales más sanos y fuertes para el largo viajeque les esperaba. También se confiaba en ellos para regatear el precio más bajo posible y,siempre y cuando el precio fuera razonable, los que estaban al mando se quedaban con unacomisión «ext raoficial», que iba a parar al bolsillo de los arrieros. Tanto era así , que las mulas y

otros animales engrosaban las filas pastando dentro de los cercados improvisados fuera de lafortaleza.Dentro, casi todo el espacio entre los muros y las barracas estaba ocupado por los

vehículos de transporte de la legión. A cada centuria se le asignaba un carro para lasherramientas de ingeniería, equipaje de administración (en concreto, la tienda del centurión ytodos los haberes personales de los que quisiera disponer para hacer más llevadera lacampaña) y las afiladas estacas para la construcción de las trincheras. También había unconvoy médico para transportar a los heridos que no podían desplazarse a pie; una compañíade artillería con las catapultas y ballestas sobre ruedas; grandes carros para transportar lareserva de cebada; el tren de carros del cuartel general y, por último, el convoy para los efect ospersonales de los administrativos. La legión viajaría ligera. No se podía perder tiemporecogiendo todo tipo de cosas, de modo que ya se habían instalado algunos depósitos degrano a lo largo de la ruta.

En la fortaleza, la marcha inminente era evidente, incluso para los soldados másdespreocupados. Los legionarios hacían lo posible por vender los objetos que no podíanllevarse a los comerciantes, que acudían como aves de rapiña para aprovecharse de laocasión. La noticia del traslado de la legión se había difundido por todas partes, y durante lassemanas que siguieron los comerciantes itinerantes del Imperio abarrotaron el poblado junt o ala fortaleza, atraídos por las ofertas del mercado.

Los legionarios, desconsolados, iban de un tratante a otro con todo tipo de objetos(sentimentales, decorativos o superfluos) y regateaban con tesón por sacar unas pocasmonedas de los bolsillos reticentes de los comerciantes, que, por otra parte, hacían pequeñasfortunas cada vez que se trasladaba a una formación importante.

Una fría y despejada tarde de primavera, Cato caminaba por el mercado improvisado enbusca de alguna lect ura sencilla para Macro.

—Que sea algo sencillo —le advirtió Macro—. Nada de esa literatura mariquita que lees.Algo sencillo con lo que me puedas enseñar.

—Pero a la larga tendremos que leer literatura, señor.—A la larga, pero por ahora no nos compliquemos la vida, ¿de acuerdo?—Sí, señor.—Te voy a dar una paga mensual, así que procura que el dinero se amortice.—Por supuesto que sí, señor.—Y no digas nada a nadie. Si alguien pregunt a, di que sólo quiero algo para leer durante el

viaje. Di que quiero ponerme al día en historia militar o algo así. Pero no te olvides: ni unapalabra de lecciones de lectura.

—Sí, señor.Y Cato se adent ró en el hervidero de soldados y mercaderes. Con la capa apretada cont rael cuerpo, Cato se fue abriendo paso entre las hileras de carros abarrotados de artículos:mercadería procedente de Samos, liras y otros instrumentos de música; una diversidad desillas, arcones, mesas y bibliotecas port át iles.

En un vagón, envuelta en una túnica desgastada y fina, había sentada una esclava joveny delgada que temblaba muerta de frío. Contra sus pies había un cartel que decía A la venta.Debía de tener unos dieciséis o diecisiete años y tenía los cabellos azabaches recogidoshacia atrás. Estaba sentada y apoyaba la barbilla sobre las rodillas, que abrazaba temblorosa.Levantó la mirada y Cato se detuvo de repente, cautivado por unos asombrosos ojos verdes.Se quedó allí parado mirando unos instantes, pero al momento se dio cuenta de que seestaba poniendo en evidencia y apartó los ojos bruscamente y salió disparado siguiendo lahilera de carros.

Pronto encontró lo que buscaba. Había un carro lleno de manuscritos y Cato se puso arebuscar en él. El propietario, un fenicio avispado, se alejó de un pequeño brasero junto al quese encontraba para saludar a su cliente. Al ver la edad y darse cuenta de la inexperiencia delsoldado, el mercader trató de levantar su interés por una colección de manuales depornografía que, aunque pobres en precisión anatómica, al menos eran amenos desde unpunto de vista conceptual. Al final Cato consiguió convencer al fenicio de que sus intereses seatenían estrictamente a temas históricos, y el joven se llevó unos cuantos libros parasat isfacción del avaricioso mercader.

Los libros no eran precisamente lo que ocupaba la mente de Cato al volver entre loscarros. Estaba más pendiente de ver otra vez a la joven esclava, de cruzar una vez másambos sus miradas. Sólo eso. ¿Qué más se podía esperar? Y aun así, sintió cómo el corazónse le aceleraba al acercarse al lugar del primer encuentro. El carro seguía allí, lleno demercaderías, pero no había rastro de la chica. Cato simuló buscar algo entre los objetos delsiguiente mercader y lanzó miradas de soslayo a las tiendas cercanas que había tras loscarros. Volvió sobre sus pasos con falsa indiferencia, rebuscando con su mano libre entre losdesport illados objetos de Samos.

—¿Busca algo en concreto, señor?Cato levantó la vista enseguida. Un mercante de tez morena vestido con una capa

impropia para aquella época del año se situó junt o a él.—¡Oh, no! ¡Nada! Sólo estoy mirando.—Ya. —El mercader le siguió mirando de cerca con un amago de sonrisa en sus labios

oscuros. —Sólo mirando, ¿no?

—Sí... Eh... Antes había una chica.El mercante asintió con un pausado movimiento de cabeza.—¿Es suya? Me refiero a si es un familiar suyo.—No, señor. Es una esclava. La he comprado a un tribuno est a mañana.—¿Ah, sí?—Sí. Y la he vendido hace un momento.—¡Que la ha vendido! —a Cato le dio un salto el corazón.—A aquella dama, señor —el mercante señaló en dirección a la muchedumbre, donde una

mujer alta y delgada se disponía a entrar por la puerta de la fortaleza.A su lado iba la chica que había visto antes, que seguía a su nueva dueña como un perro.

Sin dirigirle una palabra más al comerciante, Cato salió en su busca sin otro motivo que elpoderoso deseo de verla otra vez. Avanzó a toda prisa entre la multitud sin apartar los ojos de

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las dos mujeres. Al llegar a la puerta la mujer se dio la vuelta, y Cato reconoció al instante a laesposa del legado. Antes de poder reaccionar, su mirada se encontró con la de Flavia, queenseguida le saludó.

—¡Pero si es el joven Cato!Cato, trat ando de no sonrojarse, se acercó evitando mirar a la esclava.—Buenos días, mi señora.—Veo que has comprado libros; la verdad es que bastantes.—No son para mí, señora. Son para mi centurión.—Claro —Flavia sonrió—. Debe de ser agradable poder compartir gustos poéticos tan

similares. ¿Has encont rado algo para ti?—No, mi señora. —Cato desvió los ojos hacia la esclava y se ruborizó de vergüenz a al ver

que ella le sonreía. —No me lo puedo permitir, mi señora.—¿De verdad? Qué pena. Pero Cato, yo voy a tener que deshacerme de algunos porque

no hay espacio libre en los carros. Puede que no sean de tu agrado, pero te invito a quevengas y escojas los que quieras.

—Gracias, mi señora. Es muy amable por su parte.—Pasa por la casa del legado más tarde y ya veremos. ¿Os conocéis?

Cato le había estado devolviendo la sonrisa a la joven mientras Flavia le hablaba y,bruscamente, volvió a mirar a la señora.

—¡Oh, no, mi señora! ¡No nos conocemos!—¡Nadie lo diría! —Flavia rió. —Parecéis dos cachorros enamorados. Francamente, los

 jóvenes sólo tenéis una cosa en la cabeza. Sois peores que los conejos.—No, mi señora —Cato se sonrojó hasta adoptar un tono rosado nada favorecedor—. Le

aseguro que no tenía intención de...—¡Tranquilo, Cato! ¡Tranquilo! —Flavia alzó las manos. —No quería ofenderte. Lo siento.

Mira, te he hecho sonrojar. Discúlpame. ¿Me perdonas?—Sí, mi señora.—¡Vaya! Te he ofendido de verdad. Espero poder compensarte cuando pases por casa

más tarde. No puedo dejar que vayas por el campamento con esa cara. Te bajaría la moral.—Estoy bien, mi señora.—Claro que sí . En fin, te veré más tarde.—Sí, mi señora.—¡Vamos, Lavinia!Lavinia. Cato paladeó el nombre y, mientras Flavia se marchaba con su nueva adquisición,

la esclava se dio la vuelta y le guiñó un ojo.

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C a p í t u l o XVIIILa casa del legado estaba en plena agitación. Había cajas de embalaje por todas las

habitaciones y todos los esclavos estaban ocupados colocando entre capas de paja todas losobjetos frágiles. Los esclavos, por temor a Flavia —tenía muy mal genio cuando se laprovocaba y no le importaba azotar a un esclavo si las circunstancias lo requerían—manejaban la cerámica y la porcelana con el mayor de los cuidados. Aparte de los objetosfrágiles, Flavia tuvo que organizar el embalaje de la ropa blanca y objetos personales demadera para enviarlos a la casa de Vespasiano, de Quirinal, en Roma. Flavia y Tito loacompañarían hasta la costa gala y volverían a casa una vez se emprendiera la campaña.Para entonces, la caza de brujas de los conspiradores que apoyaron a Escriboniano ya habríaamainado y la vida social ya habría vuelto a la normalidad. Y Roma era el lugar ideal para laeducación de Tito. Vespasiano era partidario de que el niño recibiera una estricta formaciónprofesional en derecho y retórica, y quería que Flavia encontrara un tutor cuanto antes.

Entre la maraña de cajas de embalaje y montones de paja, una sirvienta se movía de un

lado a ot ro para llamar la at ención de Flavia.—¿De qué se trata?—Alguien ha venido a verla, señora. Un soldado —dijo con evident e desagrado.—¿Quién?—Un optio.—¿Cato?—Sí, señora. Así dice llamarse.—Muy bien. Creo que puedo t omarme un descanso.Un esclavo que había cerca alzó los ojos al cielo.—Lleva al optio al estudio. Estaré allí en un momento. Haz que se sienta cómodo y

ofrécele algo de beber.—Sí, señora.—Ahora mismo pensaba en ti —dijo Flavia al entrar en el estudio vestida con una estola

de seda fina.La habitación, como casi todas las habitaciones de la casa del legado, tení a un sistema de

calefacción con hipocausto y, momentos antes de entrar Flavia, Cato se estaba recreando conel calor del lugar.

—Tienes suerte de que esos idiotas no hayan desmontado el estudio todavía. Siéntate.Cato se volvió a sentar, y Flavia se acercó a un aparador repleto de pergaminos muy bien

ordenados. Se detuvo un instante y pasó una mano por encima de éstos con cariño antes dedirigirse al opt io.

—Puedes llevarte lo que quieras o, al menos, lo que puedas. Puedes llevarte las filípicas,un estilo algo grandilocuente, pero con algún toque ingenioso, y las geórgicas, una lecturabastante imaginativa, y aquí hay algunos volúmenes de Tito Livio. ¿Quieres algo de poesía?

—Sí, mi señora.Una hora después Cato tenía junto a él un montón de pergaminos y, a su pesar, tuvo que

decidir cuáles le cabrían en el macuto. Flavia le observaba pensativamente valorar cada libroantes de decidir en qué montón ponerlo.

—Lavinia te causó muy buena impresión, ¿verdad?—¿Señora? —Cato levantó la vista con un manuscrito en la mano.—La esclava que he comprado est a mañana.—¡Ah, esa chica!—¡Sí, claro, esa chica! A mí no me engañas, Cato, querido; conozco los signos. La

cuest ión es: ¿qué quieres hacer al respecto?Cato sostuvo la mirada. Estaba aturdido: se avergonzaba de que sus sentimientos fueran

tan evidentes y, a la vez, ardía en deseos de ver a Lavinia otra vez para poder mirar aquellosojos esmeralda.—Bueno, tal vez me haya equivocado —le provocó Flavia—. A lo mejor no quieres volver a

verla.—¡Mi señora! Yo... Yo...—Me lo imaginaba —Flavia se rió—. Sinceramente, conozco tan bien a los hombres que

casi nunca me equivoco. No t e preocupes, Cato, no t e impediré que la veas..., ni mucho menos,pero dale tiempo para que se adapt e a la casa y luego veremos qué puedo hacer.

—Sí, mi señora... Gracias.—Ahora es mejor que cojas los rollos y te vayas. Me encantaría hablar contigo, pero

queda tanto por hacer... Dejémoslo para otra ocasión, y tal vez Lavinia pueda unirse anosotros.

—Claro que sí , mi señora. Me encant aría.—¡Seguro que sí!Al observar a Cato desaparecer por la Vía Pretoria, Flavia sonrió. Un chico encantador,

pensó, y demasiado confiado. Si cultivara su amistad con esmero t al vez le sería út il algún día.—¿Qué es todo esto? —preguntó Macro con recelo al darle Cato los rollos, cada uno de

los cuales estaba bien revestido y catalogado.—La mayoría son ensayos y tratados de historia.—¿Nada de poesía?—No, señor, tal como ordenó —contestó Cato—. En estos manuscritos hay textos

bastante interesantes...—¿Interesantes? Mira, lo único que quiero es algo para leer. Eso es todo, en lo que a mí

respecta, ¿de acuerdo?—Sí, señor. Si eso es lo que quiere... Dígame, señor, ¿cómo le ha ido con las letras que le

enseñé?Macro sacó de debajo de la cama la tabla encerada y la entregó a su subordinado. Cato la

abrió y echó una ojeada al contenido. A la izquierda de la tabla había escritas las letras delalfabeto que Cato había escrito cuidadosamente sobre la superficie de cera; junto a éstashabía el torpe intento del centurión al copiarlas: líneas y curvas desiguales que de vez encuando tenían cierto parecido con el original.

—No ha sido fácil escribir sobre el regazo, ¿sabes? —Explicó Macro—. No había manerade mantener esa maldita cosa recta.

—Ya lo veo. Bueno, es una buena forma de empezar. ¿Ha podido recordar cómo suenacada una?

—Por supuesto que sí .—En ese caso, ¿le importaría repetirlas conmigo? Para practicar. Luego probaremos con

algunas palabras.Macro murmuró:—¿Crees que no soy capaz de hacerlo?—Estoy seguro de que sí. Pero la práctica hace al maestro, como usted siempre me dice.

¿Vamos a ello?Mientras Macro pronunciaba las letras del alfabeto, Cato hacía los comentarios justos,

pero a su mente no hacían más que acudir imágenes de Lavinia, que él rechazaba conbastante reticencia. Al final, hasta Macro se dio cuenta de que el joven no estaba por la labor.El centurión cerró la tabla con tal brusquedad que Cato casi se cayó del taburete.

—¿Qué t ienes en la cabeza, chico?

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—¿Señor?—Hasta yo sé que he leído mal algunas palabras, y tú estás ahí, dando golpes de cabeza

como una gallina. ¿Qué es tan importante que no te deja concentrar?—Señor, no es nada. No es más que un asunto personal. No volverá a suceder.

¿Seguimos?—No, si tu problema va a interrumpir el trabajo.La lección ya empezaba a aburrirle y no tenía ganas de continuar. Además, la reticencia

que mostraba el muchacho a explicar lo que le ocurría había despertado la curiosidad delcenturión.

—¡Suéltalo ya, muchacho!—De verdad, señor —se quejó Macro—, no es nada important e.—Yo juzgaré si es o no importante. Habla. Es una orden. No puedo permitir que mis

hombres vayan por ahí con cara de bobos. Los jóvenes pensáis la mayor parte del tiempo enpavonearos y en mujeres. Así que dime de cuál de las dos cosas se trata. ¿Quién la hatomado contigo?

—Nadie, señor.—Así ya descartamos una de las dos posibilidades. —Macro le guiñó un ojo con un gesto

lujurioso. — ¿Y quién es la mujer en cuest ión? Espero que no sea la esposa del legado, porqueentonces ya puedes empezar a escribir una nota de suicidio.

—¡No, señor! No es ella —respondió Cato con cara de espant o.—Entonces ¿quién es? —preguntó Macro.—Una esclava.—Y t e la quieres llevar a la cama, ¿no?Cato se lo quedó mirando y luego asintió con la cabeza.—¿Y dónde est á el problema? Ofrécele cuatro cosas ricas y ya está. Nunca he conocido a

una esclava que no estuviera dispuesta a abrirse de piernas a cambio de algo bueno. ¿Cómoes?

—Bastant e hermosa —contestó Cato en un susurro.—¡Serás idiota! Me refiero a qué le gusta.—Ah, ya —Cato se sonrojó—. Tampoco sé t anto de ella.—Pues descúbrelo. Pregúntale qué quiere a cambio, y ya lo t ienes.—Las cosas no son así , señor. Siento algo más que deseo.—¿Deseo? ¿Quién habla de deseo? Te la quieres tirar, ¿no? Pues ése es tu objetivo. Lo

único que tienes que hacer es desplegar una táctica para llevarla a un terreno que te sea

favorable y asegurarte así la conquista. Luego es pan comido.—¡Señor! —Cato pensaba que ya estaba habituado al humor ordinario del ejército, yaquello le cogió desprevenido y se sonrojó—. No es así , señor.

—¿Cómo que no es así?Cato int entó explicárselo, pero le resultó terrible hablar de sus sent imientos por Lavinia. El

problema no era encontrar las palabras adecuadas —en su mente fluían los versos dediversos poemas—, pero ninguna parecía albergar la esencia del desesperante dolor que leretorcí a el estómago y le desgarraba el corazón. Llegó a la determinación de que los poetas noeran más que el burdo reflejo del alma humana, escribientes importantes que se desahogabancon nimiedades para impresionar a sus amigos. Sus sent imientos por Lavinia iban más allá delsimple verso. ¿O se equivocaba? Quizá Macro tenía razón y sus motivos eran más prosaicosde lo que él creía.

—¿Qué tiene esta mujer que la haga tan distinta?—Creo que debería verla para entenderlo.—Supongo que es guapí sima, ¿eh?—Sí, señor. —Cato sonrió.—Pues dale a entender que estás interesado en ella y que pagarás lo que sea para

conseguir lo que quieres (dentro de lo razonable, claro, no tiene sentido que aumentes su

precio para los amigos que vengan det rás de t i); marca un precio y obtendrás lo que quieres.—Yo pensaba en algo más significativo y duradero.—¡No seas ridículo, maldita sea!—Sí, señor —se apresuró a contestar Cato. Se dio cuenta de que no había forma de

hablar con aquel hombre de tales asuntos—. ¿Seguimos con las letras, señor? Todavía nosqueda mucho por delante.

—Y a algunos les gustaría llegar hasta el final —dijo Macro con una sonrisa decomplicidad.

—Sí, señor. Las cartas, señor —Cato le acercó las tablas enceradas.—¡De acuerdo, maldita sea! Ya veo que no quieres hablar de esa mujer..., es cosa tuya,

¿verdad?—¿Seguimos con las letras, señor?—Bueno —contest ó Macro enfurruñado—, vamos allá con las condenadas letras.

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C a p í t u l o XIXEn la víspera de la partida de la legión ya se habían revisado todos los vehículos y

ensebado sus ruedas. Estaban dispuestos en largas hileras y cargados con los pertrechos yequipaje variado de la legión. Los animales de granja que había en los corrales junto a lafortaleza se comían con satisfacción el último forraje de invierno. La mayor parte del personaldel cuartel general, con el trabajo de las siguientes semanas terminado, estaba de juerga ent relas tiendas y los muros mugrientos, donde los habitantes de la zona vendían una bebidaalcohólica muy fuerte a la que la guarnición ya se había acostumbrado durante los años quehabían pasado en la frontera del Rin. Los veteranos más sobrios estaban ocupadosimpermeabilizando sus botas y comprobando que los tacos de las mismas estuvieran en buenestado para recorrer los casi quinientos kilómetros que tenían por delante.

En el cuartel general, unos pocos administrativos ultimaban los detalles en grandes salasque retumbaban con una extraña sensación de vacío: todos los documentos ya habían sidoordenados y guardados en arcones de archivo y luego trasladados a los carros. Todavía

debían liquidarse algunas deudas contraídas con los comerciantes del lugar y emitir lospermisos de viaje para las familias de los oficiales que se dirigían directamente a Italia. Undestacamento de la caballería debía escoltar al convoy hasta Corbumento antes de avanzarhacia el oeste para reunirse con la legión.

Vespasiano pasó junto a una hilera de escritorios sobre los que un equipo de cincoadministrativos est aban inclinados escribiendo a la luz escasa y t emblorosa de las lámparas deaceite. Miró los papeles que había esparcidos por todas las mesas.

—¿Qué es esto?—¿Señor? —el administrativo superior se levantó inmediatamente.—¿En qué estáis trabajando?—Son copias de una carta que nos ha encargado la señora Flavia, señor. Son para unos

tratantes de esclavos de Roma a los que les pide detalles sobre los mentores de niños de quepuedan disponer.

—Ya veo.—Dijo que usted lo había ordenado, señor.El tono de resentimiento era indiscutible, y Vespasiano sintió una punzada de culpa al ver

a aquellos hombres trabajar hasta tarde, cuando sus compañeros estaban dándose el gustode ent regarse al jolgorio.

—Bueno, no creo que un día de retraso altere sus planes. Tú y tus hombres podéisacabar las cartas en otro momento. Marchaos.

—Gracias, señor. Ya habéis oí do al legado, chicos.Ordenaron con entusiasmo los papeles, taparon los botes de tinta, limpiaron las plumas y

se levantaron para salir de la sala.—¡Esperad! —Vespasiano les llamó y ellos se dieron la vuelta para mirarle con inquietud.

Rebuscó en el portamonedas que le colgaba del cinturón y lanzó una moneda de oro al jefe. —Para ti y tus hombres... Tomaos unos tragos a mi salud. Habéis hecho un buen trabajo estosúltimos días.

Los administrativos murmuraron palabras de agradecimiento y se apresuraron a salirgritando de entusiasmo, dejando a Vespasiano tras ellos mirándoles con cierta nostalgia.Parecía que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que pasara una noche de

 juerga con sus compañeros para celebrar su nombramiento como tribuno. Le asaltaronrecuerdos de noches salvajes y resacas espantosas en los antros de perdición de Siria, y ledolió pensar en las delicias de la juventud, que llegaba a su fin cuando parecí a que acabara deempezar. Ahora estaba lejos de aquellos hombres por edad y, sobre todo, por rango.Vespasiano se dirigió con un andar pausado hacia la puerta del edificio del cuartel general y

tan sólo se detuvo a la puerta del despacho de Vitelio para saludarlo con la cabeza; ésteseguía organizando papeles bajo la luz de una lámpara. Vitelio había pasado mucho tiempoen el cuartel general últimamente, más tiempo del que podía ocuparle su trabajo y más quesuficiente para despertar la curiosidad de Vespasiano. Pero no podía preguntarledirectamente el motivo de su nueva diligencia, pues los tribunos debían ser diligentes ycualquier muestra de sospecha hacia éste podía interpretarse como un síntoma de paranoia,o peor: si Vitelio estaba tramando algo de verdad, la sospecha del legado lo pondría enguardia. Más extraño todavía era que el tribuno hubiera decidido llevar escolta. Su rango leconcedía tal derecho, pero nadie lo requería en los tiempos que corrían. Pero allí iba él,haciendo sombra a su superior por toda la base, un hombre rechoncho y fornido con la actitudde un matón profesional. A partir de ese momento, sería más que prudente y no perdería altribuno Vitelio de vista.

Como Lavinia había sido llevada a la casa de Vespasiano, Cato no había tenido ocasiónde hablar siquiera con ella, y sólo tenía la posibilidad de intercambiar fugaces miradas de vezen cuando al merodear por fuera de la casa una vez terminado el trabajo del día. Se las habíaarreglado para visitar a Flavia unas cuantas veces con la esperanza de que Lavinia estuvierapresente mientras ellos recordaban los viejos tiempos en palacio. Pero nunca aparecía, y Catose resistía a revelar el verdadero propósito de sus visitas, cosa que divertía a la esposa dellegado, que apenas lo disimulaba. Al fin, un día Flavia no pudo evitar reí rse.

—¡La verdad, Cato, deberías t ener más inventiva!—¿A qué se refiere, mi señora?—Me refiero a esas excusas que inventas para venir a verme —sonrió—, o para venir a ver

a Lavinia.Cato se ruborizó y farfulló una serie de explicaciones incomprensibles que sólo

consiguieron provocar más risas. Frunció el ceño.—¡Por favor, no te enfades! No me estoy riendo de ti. De verdad que no. Si lo que querías

era ver a la chica, sólo tenías que decirlo y yo os habría concertado un encuentro. ¿Quieresverla ahora?

Cato asintió con la cabeza.—De acuerdo; pero dentro de un momento. Antes tenemos que hablar.—¿Sobre qué, mi señora?—Imagino que sabes muy poco de Lavinia.—La conocí el mismo día que la compró.—Eso dijo ella.—El mercader que la vendió me contó que había pertenecido a un tribuno.

—Sí —asintió Flavia—, a Plinio. Un hombre agradable, muy inteligente..., un talentodesaprovechado en el ejército.

—¿Por qué la vendió? ¿Por qué no le dejó más que esos andrajos?—La respuesta a eso depende de quién la da.—¿Qué quiere decir, mi señora?—Plinio fue diciendo por ahí que la había vendido porque era una chica inútil como

sirvienta. Dijo que era perezosa, deshonesta e incapaz de aprender sus obligaciones. Segúndice, el colmo fue que le robara una de sus camisas de dormir de seda. —Flavia se inclinó haciadelante y añadió en voz más baja—: Pero la historia que se cuenta entre las esposas de losoficiales es más interesante. Dicen que Lavinia era algo más que una sirvienta. Con lo guapaque es, habría sido una autént ica lástima no aprovechar la ocasión. Bueno, se dice que Plinio lacompró a un comerciante de esclavos y la estaba preparando para amenizar sus noches de

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invierno.—¡Una concubina!—No exactament e. Plinio quería algo más sofisticado que una simple concubina. Quería a

alguien con quien pudiera hablar después. De modo que durante los últimos meses tuvo aLavinia escondida en sus dependencias, enseñándole a leer y escribir para poder iniciarla en laliteratura. Al parecer, fue más difí cil de lo que esperaba.

—Pero eso no es mot ivo para echarla.—Claro.—Entonces, ¿qué ocurrió?—Lo de siempre. Entre lección y lección ella se fijó en otro t ribuno, por lo visto más guapo y

agradable que Plinio. Y sin duda más astuto y versado en el arte del subterfugio y la seducción.Cato se paró a pensar un momento.—¿Vitelio?—¿Quién si no? Tenía que poseer a Lavinia tan pronto sus ojos se posaron en ella.

Lavinia, al ser más bien inexperta, cedió con una prest eza insolente..., lo cierto es que debió dequedarse prendada de Vitelio. Sea lo que fuere, él la tomó, y bastantes veces, según dicen.Hasta que un día Vitelio se excedió en el número de citas con ella y apareció Plinio, tras un día

de trabajo duro, con ganas de relajarse con unas lecciones de gramática. Ya puedesimaginarte la escena y lo que ésta supuso. Vitelio casi la regaló al mercader.

—Pobre Lavinia.—¿Pobre Lavinia? —Flavia alzó las cejas—. Querido, fue educada para eso. Seguro que

conocerías a alguna mujer de su clase en palacio en todos esos años. Eran casi habitualesdurante el mandato de los dos últimos emperadores.

—Es cierto —admitió Cato—. Pero mi padre hizo todo lo posible por mantenerme alejadode ellas. Me dijo que esperara a encont rar algo mejor.

—¿Ah, sí? ¿Y crees que Lavinia es algo mejor?—No sé qué es; sólo sé lo que siento por ella. No sé si todo esto tiene sentido, mi señora.—Claro que sí. Es la primera vez que te encaprichas de una mujer, y parece que te ha

dado fuert e..., pero no te preocupes. Se te pasará pront o. Siempre es así.Cato la miró y dijo en tono afligido:—¿Todos los adultos pensáis así?—Por supuesto que no, pero los jóvenes sí. En esto reside su encanto y su maldición. —

Flavia le sonrió. — Entiendo cómo te sientes, créeme. Dentro de unos años entenderás lo quete digo. Ni ahora ni entonces me lo agradecerás. Pero contemplemos la situación desde otra

perspectiva. ¿Qué crees que Lavinia piensa de t i?—No sé. No ha t enido ocasión de conocerme.Flavia esbozó una t ierna sonrisa y quedó en silencio un momento.—De acuerdo, mi señora..., yo tampoco he tenido ocasión de conocerla.—Así me gusta; empiezas a entrar en razón. Es importante que mantengas las ideas

claras al respecto. Mi marido piensa que prometes mucho, de modo que no hagas nadaimprudente que pueda afectarte el día de mañana. Es lo único que trato de decirte. Dime,entonces, ¿quieres verla otra vez?

—Sí.Flavia sonrió.—Como imaginaba.—La he decepcionado, ¿verdad, mi señora?—Al contrario. Un hombre que antepone una pasión a la lógica puede confiar en sus

principios. Sólo un necio da más importancia a la lógica que a sus sent imientos; los sofistas soncapaces de dar todo tipo de argumentos para validar cualquier principio; por tanto, no son defiar. Tienes sentimientos, pero también cabeza, Cato, sé prudente. Te diré lo que pienso:teniendo en cuenta cómo eres tú y cómo es ella, Lavinia sólo puede hacerte daño. Ya no dirénada más. Yo me encargaré de todo. No será fácil concertar un encuentro; no hay mucha

intimidad que digamos en medio de una legión. De todos modos, mi marido tiene ideas muyconservadoras en lo que respecta a sus propiedades.

Al sacar el águila y los demás estandartes de la cámara de la fort aleza, al alba, el legado ysus hombres respiraron con alivio. Dada la naturaleza superst iciosa de los soldados, cualquiermovimiento del águila al ser desplazada al principio de una campaña podía interpretarse comouna señal de mal augurio. Pero ese día el águila salió sin problemas del cuartel general ymarchó por la Vía Pretoria para colocarse en su lugar entre los portaestandartes queencabezaban la primera cohorte. Todos aquellos que alcanzaban a ver el águila presenciaronaquel momento importante: la legión estaba a punto de irse a la guerra por primera vez enaños, sin contar refriegas fronterizas de poca importancia. Un silencio expectante se apoderóde la fortaleza mientras soldados, arrieros y prostitutas esperaban la orden de partida. Losúnicos que se agitaban eran los animales, ajenos, como siempre, a los asuntos del hombre; loscascos herrados golpeaban los adoquines, las piezas sueltas de los arneses tintinaban y lascolas se movían de un lado a otro.

El legado bajó el brazo, y el centurión jefe echó hacia atrás la cabeza para gritar la orden.—¡Primera centuria! ¡Primera cohorte! ¡Segunda legión! ¡En marcha!

Las filas de capas rojas de la primera cohorte empezaron a avanzar en orden a lo largo de laVía Pretoria, pasando por delante del parque de vehículos y a través de la puerta oeste,donde los rayos del sol naciente se reflejaron sobre el rojo de las capas como el fuego. A pocadistancia de la primera cohorte marchaba la compañía del cuartel general encabezada porVespasiano y los tribunos, montados sobre lustrosos caballos.

Cato seguía a la cohorte y, tras ésta, las pesadas hileras de carros avanzabanlentamente para colocarse en el lugar que les correspondía en la línea de marcha. La últimacohorte, encargada de cubrir la retaguardia, seguía a los carros. De este modo, la legión saliópor la puerta oeste, cuesta arriba, dejando atrás la fortaleza. Eran muchos los habitantes dellugar que observaban la marcha de la legión con auténtica tristeza. Echarían de menos a lasegunda legión, sobre todo porque la sustituiría un millar de tropas auxiliares: dos cohortesprocedentes de Hispania cuya baja categoría les limitaba a servicios de sustitución. Al notener la ciudadanía romana, estas tropas recibían sólo un tercio de la paga de los legionarios.La economía local recibiría un golpe duro en los años venideros. A pesar de que las últimasfilas de la legión ya empezaban a desaparecer en la lejanía, una desanimada columna deciviles ya se encaminaba hacia el sur en busca de nuevos campament os de los que vivir.

 

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C a p í t u l o XX—¡Alto!La orden se repitió de inmediato en la columna.—¡Macutos al suelo!Los legionarios de la sexta centuria arrastraron los pies hasta el borde del camino para

desplomarse sobre la hierba de primavera que allí crecía. Dejaron suficiente espacio en elcamino para no obstruir el acceso de cualquier posible mensajero. Con un fuerte suspiro, Macrose dejó caer y se frotó la pierna. Hacía dos días que le habían autorizado, a petición propia, amarchar con la centuria. Los carros de enfermos eran, dentro de lo posible, cómodos, pero apesar de ello Macro era incapaz de soportar la oscilación constante y las desesperantessacudidas cada vez que encontraban un bache. La inevitable falta de ejercicio hacía la marchadifícil, pero la obstinada determinación a seguir adelante propia de un centurión le impulsaba ano decaer. Además, después de diez días, ya casi había recuperado su estado de salud. Lacicatriz aún era una línea amoratada que le cruzaba el muslo, pero se había cerrado bien y,

aparte de tener la pierna algo entumecida y sentir picor, no le suponía más problema que lasotras cicatrices que tení a.—Se acercan los aguadores, señor.—¿Queda algún rezagado, Cato?—Dos, señor. A ambos se les han imputado cargos.—Bien. De acuerdo, muchacho, tómate un descanso con nosotros. —Dio unas palmadas

sobre la hierba a su lado. — El legado está marcando un paso agotador. Es un milagro que nohayan abandonado más soldados; sólo siete desde que salimos.

Cato bajó la vista al ver que Macro se t ocaba la pierna.—¿Cómo está hoy la pierna, señor?—Bien. Cuesta un poco acostumbrarse, pero nada más.Un par de esclavos se acercaron a la fila con odres llenos de vino disuelto en agua, para

verter en los platos de campaña que los legionarios sostenían con no poca ansiedad. Losaguadores eran un contingente de esclavos que Vespasiano se había traído consigo paraprestar servicios de poca importancia para que, la legión no aminorara su marcha hacia lacosta. Avanzaban con rapidez y sólo se detenían para llenar cada plato hasta la mitad. Trasservir a Cato, éste sorbió con gusto la amarga mezcla de agua y vino barato. Las piernas ledolían a más no poder y la tira de la que colgaban sus pertrechos y objetos personales era tanpesada que se hacía insoportable. Sólo había hecho el esfuerzo de mantenerse en la fila pormiedo a que le vieran como a un ser débil, incapaz de seguir el ritmo de los veteranos, loshombres a los que tenía jerárquicamente por debajo en virtud de su influencia, no de méritopropio.

Macro observó unos instantes al joven dar otro sorbo de su plato de campaña y seenjuagó la boca con él para saborear su sabor refrescante. Cato estaba sentado, inclinadohacia delante, con los antebrazos caídos sobre la rodilla; tenía la mirada perdida y unaexpresión tensa. Macro se sonrió con un cariño casi paternal por el chico. Pese a supreocupación inicial, Cato había resultado valer mucho. No cabía duda de que tenía valor ysangre fría en situaciones extremas. Y al fin empezaba a actuar como un oficial. Daba órdenescon más naturalidad, si bien con cierta formalidad y con poco brío. Pero con el tiempo, todollegaría. Estaba demostrando que era un subordinado excelente, que cumplía las órdenes queMacro le daba concienzudamente y tenía iniciativa para hacer frente a circunstanciasimprevistas.

Macro le estaba más que agradecido. Al final de cada dí a, Cato dedicaba su t iempo libre aproseguir con las lecciones de lectura, con la discreción que las condiciones permitían. Macrose alegró de descubrir que aquella broma de aprender a leer era menos complicada de lo que

parecía. Aquellos signos horribles, indescifrables, empezaban a desvelarse a los ojos de Macro,que ya era capaz de leer textos sencillos de forma vacilante, siguiendo con el dedo cada letra,que los labios pronunciaban con dificultad para formar palabras.

—¡Macutos a la espalda!La orden pasó de voz en voz hasta llegar a la sexta centuria, donde Macro la gritó a voz

en cuello. La centuria se levantó cansinamente de la linde del camino y cargaron con susmacutos; mientras, otros soldados con suficiente energía volvían corriendo de los camposcercanos con los macutos cargados de fruta o cualquier animal de granja que habían podidocomprar (o robar) a los granjeros del lugar. La centuria estaba de pie, alineada, cuando lavanguardia de la columna empezó a avanzar. Volvían a ponerse en marcha, caminando condificultad sobre el camino pavimentado que iba de Divodoro hasta la Galia occidental.

Cato, por su falta de costumbre, sufría mucho en comparación con los sucios veteranos.La marcha de la tarde fue agoniosa, sobre todo desde que se le habían abierto las ampollas, ytodavía se estaba recuperando de los últimos días, que habían sido muy crudos. Habíadescubierto que la mejor forma de sobrellevar la situación era pensar en otras cosas,contemplar el bonito paisaje que les rodeaba o tratar de mantener la mente ocupada. Y en esoresidía el problema. Por mucho empeño que pusiera en centrar su atención en asuntosmilitares, allí est aba Lavinia, siempre presente en sus pensamientos.

Aquella noche, después de la cena y de los encargos adicionales de algunos superiores,Cato se estaba estirando y bostezaba cuando un esclavo entró en la tienda del centurión,iluminada con la tenue luz de las lámparas de aceite. El esclavo les miró con el mensajeapretado contra el pecho.

Macro levantó la vista desde su escritorio cubierto con el papeleo que ya era capaz dedespachar por su cuenta; éste contrarrestaba las ventajas que le proporcionaban losconocimientos de escritura básica recién adquiridos. Extendió el brazo:

—¡Dame!—Lo siento, señor —dijo a su vez el esclavo, sujetando él pergamino en una actitud

protectora—. Es para el optio.—Bien —repuso Macro.Observó con mucha curiosidad al muchacho arrancar el sello y desenrollar el pergamino. El

contenido del mensaje era breve y Cato se apresuró a mojar la pluma en tinta y garabateó unarespuesta, para devolver el rollo al esclavo, al que instó a salir de la t ienda.

—Parecía algo muy serio —dijo Macro.—No era nada, señor.—¿Nada?

Nada que ver con usted, pensó Cato, pero le sonrió antes de darle una respuest a.—No es más que un asunt o personal, señor. Eso es todo.—¿Un asunto personal? Ya. —Macro asintió con la cabeza, con una expresión divertida

que a Cato le resultó exasperante. —Supongo que no tiene nada que ver con esa esclava,¿verdad?

Cato se ruborizó y se alegró de la poca luz que había en la tienda, pero no abrió la boca.—¿Has terminado ya tu trabajo de hoy? —preguntó Macro con cierta intención.—No, señor. Todavía quedan algunas solicitudes de racionamiento por t erminar.—Piso puede acabarlo.Piso levantó la cabeza bruscamente desde su escritorio con gesto de fastidio.—Ya puedes irte, Cato. Ahora mismo. Pero no hagas demasiados esfuerzos. —Macro le

guiñó un ojo. —Recuerda que mañana nos espera otro largo dí a.

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—Sí, señor—Cato forzó una sonrisa y salió disparado de la tienda, muerto de vergüenza.—Estos chicos, ¿eh? —Macro soltó una carcajada. —Es lo mismo de siempre, desde el

principio de los t iempos. Te hace recordar viejos t iempos, ¿verdad, Piso?—Si usted lo dice, señor —murmuró éste, y luego suspiró al ver todos los rollos de

pergamino que tenía enfrente, para después lanzar una mirada de reproche al centurión.

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C a p í t u l o XXIVespasiano sonrió a pesar de frotarse la muñeca donde Tito le había hundido los dientes.

Debía imponer una fuerte disciplina a aquel niño. Tenía que dejar de morder, de tirar cosas alos demás, de salir corriendo con cosas que tenía prohibido siquiera tocar. Aquella noche,pocas horas ant es, aquel diablillo había irrumpido en la t ienda donde se desarrollaba el informenocturno de los tribunos. El niño se había metido bajo la mesa y se había llevado losdocumentos confidenciales del arcón de seguridad y había echado a correr con losmanuscritos de Claudio. Si Plinio no hubiera cortado la salida de la t ienda, Tito se habría salidocon la suya. El tribuno había cogido al niño para llevarlo en brazos hasta Flavia, quien,avergonzada, acababa de salir de la dependencia privada del legado. Cuando ésta forcejeabapara arrancarle el rollo de pergamino, el niño agitó el brazo y alcanzó a Plinio en la barbilla. Latienda explotó en carcajadas cuando Flavia, exasperada, perdió el manuscrito por un instanteentre los pliegues de su t oga. Cuando lo encont ró, lo devolvió al tribuno agraviado y salió con elniño alborotado en brazos.

—¿Me permites el documento, por favor? —pidió Vespasiano con la mayor serenidad quepudo. Tras echar un discreto y rápido vistazo al manuscrito, Plinio lo devolvió al legado—.Gracias —Vespasiano volvió a guardarlo enseguida en el arcón y prosiguió con su discurso—:Como ya sabéis, caballeros, hay rumores de que el ejército reunido en Gesoriaco está a punt ode amotinarse. Esta tarde una esclava doméstica me ha traído un mensaje del general Plautio.Me temo que los rumores tienen algo de cierto.

Alzó la vista y se encontró con las caras sorprendidas y preocupadas de sus oficiales. Sehizo un silencio que sólo interrumpió el ruido que hacía Tito al jugar cerca de allí. Los oficialesestaban inquietos. Eran muchas las carreras que estaban en juego en aquella invasión. Si elplan se truncaba, todos los nombres que se relacionaran con el fracaso se mancharían. Opeor, pues para aquellos que se daban cuenta de las implicaciones políticas más amplias quepodía comportar la situación, se pondría en tela de juicio la autoridad del propio emperador.Claudio ya habí a sobrevivido a un intent o de golpe de est ado, y a pesar de ser aclamado por elpueblo de Roma y apoyado por los ejércitos desplegados por todo el Imperio, su poder sedebilitaría. Una invasión victoriosa reuniría un cantidad considerable de tropas y alejaría laatención de las legiones de su desagradable interés en la política.

—Hace seis días una cohort e de la novena legión se negó a subir a bordo de un barco conrumbo a la costa de Britania con la misión de reconocer el terreno. Cuando los centurionestrataron de forzar a sus hombres a subir a bordo, éstos opusieron resistencia y doscenturiones resultaron muertos y otros cuatro heridos.

—¿La noticia se ha extendido al resto del ejército? —preguntó Vitelio.—Por supuesto —respondió Vespasiano con una sonrisa—. ¿Qué esperabas? He

conocido de primera mano la forma que t ienen los soldados de guardar secretos.Algunos t ribunos se sonrojaron y Vitelio añadió:—¿Se conoce el motivo por el que la cohorte se amot inó?—Parece ser que alguien ha estado removiendo los miedos supersticiosos de las tropas

sobre lo que van a encontrarse al llegar a Britania. Las tonterías de siempre sobre monstruosque escupen fuego y otros demonios. Sé que no son más que estupideces, pero, aunquenosotros no nos lo creamos, los legionarios sí. Tal como están las cosas, las tropas se hannegado a subir en ningún barco, ni siquiera para realizar ejercicios de inst rucción.

—¿Qué medidas se han t omado, señor?—Nosotros seguiremos avanzando hacia Gesoriaco, pero hemos recibido la orden de

detenernos a unos quince kilómetros temporalmente, hasta que el motín haya sido sofocado...,con o sin nuestra intervención. El nuevo jefe de administración del Imperio estaba en Lugdunocuando se supo la noticia. En estos momentos se dirige a toda prisa hacia el lugar de los

hechos, y nosotros debemos escoltarle desde Durocortoro. Parece que ha pedido hombres denuestra unidad porque t odavía no se han visto contaminados por el motí n.—¿Contaminados?—Son sus palabras, tribuno, no las mías.—¡Señor! —Protestó Plinio—. No insinuaba que...—No pasa nada. A veces Narciso no es demasiado diplomát ico, pero así son las cosas.—¿Narciso? —murmuró Vitelio lo bastant e alto para ser oído por los demás.—Narciso —asintió Vespasiano—. No pareces est ar de acuerdo, Vitelio.—Si me permite, señor, no estoy seguro de estar o no de acuerdo con un hombre cuyo

manejo del poder no guarda relación con su posición social.Algunos ot ros t ribunos, ajenos al origen provinciano del legado, rompieron a reí r.—A lo que me refería —prosiguió Vitelio— es a que no acabo de entender por qué motivo

el emperador debe enviar a su liberto..., a su secretario principal, para encargarse de lasituación en persona, como si el ejército no pudiera arreglarlo por su cuenta.

—Es una operación important e —dijo a su vez Vespasiano—. Yo diría que Narciso quiereasegurarse de que los hechos se solucionan de la forma más delicada posible, en nombre delemperador.

—Sin embargo, no deja de ser ext raño, señor —añadió Plinio al instante.Vespasiano se echó hacia atrás.—No hay nada de extraño en eso. Ya sabéis lo que dicen de él: es más torpe que avieso.

Narciso será escoltado hasta la costa, y punto. Si sus intenciones van más allá, yo lasdesconozco. ¿O quizás alguno de vosotros, caballeros, tenga conocimiento de informaciónque a mí no se me revela? ¿Es así?

Nadie osó mirarle a los ojos, ya por ser culpables, ya por miedo a parecerlo. Vespasianosuspiró cansado.

—Estoy empezando a hartarme de la política de las altas esferas, señores.Independientemente de lo que nos depare el futuro, somos soldados que cumplimos órdenes,que yo trato de obedecer dentro de mis posibilidades. Cualquier alternativa debe alejarse denuestro pensamiento. ¿Ha quedado claro? ¡Bien! No es necesario que os recuerde que esteasunto debe mantenerse en secreto. Si entre nuestros hombres corre la voz de que ha habidoun motín, el ejército no nos servirá de nada. Júpiter sabe cómo acabará todo. ¿Algunapregunta?

Los tribunos permanecieron en silencio.—Antes de la reunión mat inal, se os darán las órdenes para mañana. Podéis retiraros.Más tarde, solo en la tienda, Vespasiano se recostó en el triclinio y cerró los ojos. Desde

allí se oían los sonidos de la legión preparándose para la noche: los gritos de los centinelas ylos oficiales de servicio, el barullo de los hombres descansando tras un día de ejercicio, eincluso algunas risas. Aquello era algo positivo. Mientras los hombres estuvieran contentos,podía estar seguro de que serían leales a la autoridad que les unía. Un motín era siempre elmayor temor de un comandant e. Al fin y al cabo, ¿qué obligaba a miles de hombres a dirigir susesfuerzos a su voluntad, incluso hasta la muerte? En el momento en que los soldadosdecidieran desobedecer a sus superiores, el ejército dejaba de existir.

La noticia de lo sucedido en la costa era preocupante, y seguramente ya se habíapropagado por las carreteras del este. Era solamente cuestión de tiempo que los rumoresprocedentes de Gesoriaco llegaran hasta la legión. Cuando esto sucediera, tendría queproceder con la mayor prudencia posible; habría que encontrar un equilibrio entre mantener larigidez disciplinaria de la vida cot idiana en el ejército y no instigar a los soldados a una revuelt a.

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Se preguntó sobre la lealtad de las tropas. Parecía que le respetaban bastante, y, hasta esemomento del viaje, no le habían decepcionado. Un centurión entrecano le había aseguradoque apenas había rezagados a pesar de la dura marcha que llevaban. Sin embargo,Vespasiano no podía evitar pensar en cómo actuarían aquellos hombres si tuvieran la ocasión.El motín debía ser sofocado, si querían llevar a término los planes de la invasión. Sería buenoque Narciso demostrara ser t an hábil como se decía de él. Sin duda, Flavia estaba convencidade que éste sería capaz de solventar la situación, según había expresado durante la cena.

Por otra parte, había aquel otro asunto. La segunda parte del mensaje que había recibidoaquella tarde corroboraba la presencia de un conspirador en su legión. Pero le tranquilizabapensar que el espía imperial sería capaz de encargarse del traidor. Su identidad sólo seconocía en el círculo político más próximo al emperador. En el mensaje se explicaba aVespasiano que no debía preocuparse y que podía concentrarse en su trabajo de dirigir a lalegión.

—Como si... —murmuró Vespasiano.Se dio cuenta de que desde que sabía de la presencia de un traidor, medía cada una de

sus palabras cuando hablaba ante sus of iciales superiores por miedo a alarmar al conspirador,o a manifestar alguna idea que incitara a pensar que el espía imperial era desleal. Pese a que

tenía sus dudas sobre Vitelio, todavía no tenía pruebas ni indicios manifiestos de que eltribuno conspiraba contra el emperador. Con todo lo que ya sabía, podía ser perfectamentePlinio, aquel ratón de biblioteca. Su actitud de académico distraído podía encubrir susact ividades reales. Aunque por mucho que lo intent ara, Vespasiano no conseguí a considerar aPlinio como un posible espía. Además, a falta de pruebas, tendría que sospechar de todo elmundo..., y no sólo de sus oficiales superiores.

La presencia del espía imperial no era t ranquilizadora, ni mucho menos. Vespasiano sabíaque su trabajo consistiría en observar al comandante de la legión muy de cerca, así como enseguir la pista a cualquier posible t raidor. Y siguió pensando en quién podí a ser el espí a; dadala agitación polí tica del momento, éste podí a ser cualquier hombre bajo su mando. En realidad,podía ser aquel joven que se había alistado en la legión procedente directamente de palacio.Tomó not a de t ener al chico vigilado de cerca y luego gritó un improperio.

¡Cómo iba a hacer eso! ¿Cómo acabaría todo? Una legión dividida por intrigas dehombres espiando a hombres que espiaban. Se imaginó a una legión marchando hacia elcombate con los hombres lanzando miradas de sospecha a su vecino, y se rió. Era mejorreservar para otros el espionaje. Él trataría de ocuparse de que su legión luchara como esdebido en la campaña. No cabía duda que aquello mejoraría su reputación mucho más que

acechar a ot ros en cada esquina. Se rió de su ingenuidad y se fue a la cama.

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C a p í t u l o XXIIA pesar de que el invierno ya había pasado, las noches de primavera eran frías; Cato se

cubrió bien con la capa. En la nota que había recibido de Lavinia o, al menos, de su parte, sedecía que debían encontrarse en la parte trasera de las tiendas del cuartel general pocodespués de que la trompeta tocara el cambio de guardia. Una zona acordonada cercaba losvehículos de equipaje de los oficiales y dos centinelas marchaban pausadamente en derredor.Cato esperó a que éstos pasaran, y avanzó entonces con sigilo sobre la hierba y luego sedeslizó por debajo del cordón, para escabullirse entre las formas oscuras de los carros quehabía por todas partes. En algunas tiendas aún se veía el reflejo opaco de las lámparas deaceite. Cato se adentró en silencio entre los equipajes hasta encontrar ante él un gran murorevestido de piel. Se quedó inmóvil y esperó, maldiciendo los latidos de su corazón, pues no ledejaban prestar atención a algún posible movimiento. Pero no había rastro de la chica. Tal vezella se había arrepentido, o le habían encargado alguna tarea doméstica. De repente alguienlo cogió del hombro. Cato se dio la vuelta de un salto y solt ó un inevitable grito de sorpresa.

—¡Chss! —susurró Lavinia—. ¡Deprisa, ahí debajo!La joven tiró de su brazo y se situó debajo de un carro. Él la siguió sin rechistar y se colocóa su lado enseguida.

—¿Qué...? —murmuró Cato, pero ella le puso una mano en los labios para hacerlo callar. Élse maravilló ant e la suavidad de su piel y sintió el olor de una dulce fragancia.

—¿Quién va? —gritó una voz cercana—. ¡Sal de ahí!Cato se quedó quieto y aguantó la respiración, asustado y a la vez excitado por la

proximidad de Lavinia. Sintió un agradable calor en las ingles.—¿Qué ocurre? —se oyó ot ra voz desde un poco más lejos.—Creo que hay un ladrón. He oído algo por aquí .Frente al carro aparecieron un par de piernas y una lanza que se detuvieron. Un instante

después apareció el otro centinela.—¿Has encontrado algo?—Todavía no.Cato buscó a tientas la mano de Lavinia y al dar con ella la estrechó con fuerza al tiempo

que acercaba el cuerpo de la muchacha al suyo con la otra mano. Al principio se puso tensa yse opuso, pero luego se dejó abrazar.

—Todo parece bastante tranquilo.—Te digo que he oído algo.—Puede que viniera de una de las tiendas.—No creo.Cato pasó sus labios sobre el cabello de la chica y los bajó hasta su mejilla hasta

encontrarse con los de ella. Con una sensación delirante de placer, pese al peligro de lasituación, Cato la besó con suavidad, fascinado con el calor de su aliento y el latido de sucorazón contra sus pechos. Lavinia devolvió el beso con suavidad primero y luego le hundió lalengua. Cato tensó los músculos, extasiado.

—Mira, aquí no hay nadie —dijo el segundo cent inela con impaciencia.—Puede que no.—No tiene ningún sent ido buscar a alguien que ya se ha largado. Podemos chocar contra

algo. Olvídalo.El segundo centinela salió pisando fuerte. El otro, tras quedarse quieto un momento, se

alejó del carro con reticencia y, no muy convencido, volvió a su lugar junto a la cuerdafarfullando insultos a su compañero.

Bajo uno de los ejes, Cato se deleitaba en una pasión que nunca había experimentado. Sumano derecha se deslizó lentamente sobre la curva sedosa de las caderas de Lavinia hasta

llevarla ent re los muslos. Ella los cerró y se retorció para apartarse.—¡No! —dijo ella entre dientes.—¿Por qué?—¡Aquí no!—¿Qué tiene este sitio de malo? —preguntó Cato con desesperación.—Hace demasiado frío y es incómodo. La señora ha encontrado un sitio donde no nos

molestará nadie. —Ella le apretó la mano con fuerza—. Es un lugar más íntimo y agradablepara conocernos mejor. Vamos.

—¿Flavia? —Se preguntó Cato en voz alta—. ¿Flavia ha organizado esto? ¿Y por qué?— ¡Chss!

Lavinia t iró de su mano y salieron de ent re las ruedas del carro. Se detuvieron al final de lahilera de vehículos para asegurarse de que todo estaba en calma antes de entrarsigilosamente en la parte trasera de una tienda, donde la muchacha había dejado unapequeña abertura en la piel. Una vez dentro, la oscuridad hacía el avance casi impracticable,pero Lavinia conocía muy bien el camino y le llevó de la mano. Bajo sus pies, el suelo era detablas de madera y Cato t ropezó y casi t iró a Lavinia al suelo.

—Perdona —susurró—. ¿Adonde vamos?—Al lugar más tranquilo que encontramos.—¿Que encontrasteis? ¿Quiénes?—La señora y yo. Por aquí..., vamos.Pasaron por un largo pasillo con los faldones de la tienda bajados que conducía a las

secciones acomodadas para dormir y terminaba en un espacio amplio lleno de bultosindistinguibles en la oscuridad. Entonces Cat o not ó cómo le empujaba sobre un triclinio mullidoy, con una risita, Lavinia se echó sobre él. Al instant e, él buscó sus labios otra vez y la besó conla ardiente pasión que se extendía por cada extremidad de su cuerpo. Sin dejar de apretarlacontra él, Cato le deshizo el lazo de seda que llevaba y pasó los dedos entre la cabellerasuelta. De repente, Lavinia se incorporó y quedó sentada sobre el est ómago de Cato.

—¿Qué?—Calla. No te muevas —le apretó los labios con un dedo y con la otra mano buscó a

tientas su entrepierna. —Ella soltó una risilla divertida al descubrir la excitación del muchacho.— ¿Quieres hacerlo?

Cato soltó un «sí» ahogado.—De acuerdo. No tení a previsto permitirlo. Pero antes t engo que ir a buscar algo.—¿A qué te refieres?—A algo para evitar que me quede embarazada.

—¿Y ahora tenemos que interrumpir esto? —Preguntó Cato desesperado, sin dejar deacariciarla y apret arle los muslos—. Por favor.

—¡Todos sois iguales!Ella le dio una palmada en las manos para darle a ent ender que bromeaba.—No tengo por qué..., ya sabes, hacerlo dent ro —dijo Cato con timidez.—¡Sí, claro! Eso es lo que todos decís. «De verdad, puedo controlarme...», pero a la hora

de la verdad, ¡plop! Y entonces, ¿qué hace la pobre muchacha? Relájate. Volveré enseguida.Lavinia se puso de pie y le dio un beso con delicadeza para luego marcharse en la

oscuridad sin hacer ruido. Cato se quedó tumbado, con los ojos cerrados y el corazónpalpitante, recreándose en el último beso y la inesperada excitación que había provocado sumano al tocarle la entrepierna. Quería recordar aquel momento para siempre, de modo queabrió los ojos para memorizar cada detalle de la sala. Sus ojos, ya acostumbrados a la

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oscuridad, distinguían mejor el lugar. Con curiosidad, Cato deslizó la mirada sobre todos losobjetos propios de mando que había en la sala.

Ya hacía bastante rato que Lavinia se había ido, y a Cato le asaltó un atisbo de duda. Sepreguntó si debía ir en su busca. Seguramente no tardaría mucho más. A menos que tuviera laintención de emplear el método de control de natalidad más eficaz y, sencillamente, novolviera. Aquella idea no le hizo mucha gracia. De repente, tuvo la impresión de que habíaalguien más en la sala. Estuvo a punto de pronunciar el nombre de Lavinia, cuando oyó aalguien hacer a un lado un faldón desde la dirección opuesta a la que habí a tomado Lavinia.

Se quedó inmóvil, sin osar respirar, y aguzó el oído y la vista hacia el fondo de la tienda,donde un bulto oscuro se adentraba a través de un hueco en la piel. Una vez el bulto estuvodentro, se quedó un momento quieto, agazapado, listo para actuar. De pronto, Cato temió porLavinia y por lo que pudiera hacerle el intruso a su regreso. Pero la noche era bastantesilenciosa.

Entonces la f igura se desplazó a hurt adillas hacia la mesa, cubierta del papeleo de aquellanoche. Se situó t ras la mesa, y Cato alcanzó a distinguir una capa con una capucha que cubríauna silueta rechoncha. Se movía con una precisión felina. En la mano llevaba la inconfundibleespada de hoja corta de los legionarios. Cato sólo tenía una daga dentro de una vaina situada

bajo el muslo izquierdo. El intruso, a unos diez pasos de él, se agachó y buscó algo a tientaspor debajo de la mesa. Encontró algo y t iró de ello. Luego se vio con mayor claridad el extrañopeso que empezó a arrastrar; era un arcón, y el hombre hacía una pausa cada vez que lamadera del suelo crujía. Cato seguía estando tenso de miedo, sentía la sangre palpitar en losoídos y apenas se atrevía a respirar. El intruso se inclinó sobre el arcón y trató de abrir elcerrojo de hierro con suaves chasquidos hasta que el mecanismo cedió. El hombre rebuscódentro: era obvio que buscaba algo en concreto.

De repente, Cato se dio cuenta de que el hombre se iba a dar la vuelta de un momento aotro. Era difícil que advirtiera la presencia de un cuerpo tendido sobre el triclinio. Cato deslizócon cuidado la mano por su muslo y t iró de la empuñadura de la daga. Pero estaba aprisionadabajo su cuerpo y hacía falta dar un buen tirón para extraerla, de modo que levantó un poco lasnalgas para facilitar el movimiento. Pero no salió bien: al extraer la daga se oyó un ruido ásperode roce. El intruso se dio media vuelta y empuñó su espada, olvidando así un apartado de lainstrucción básica: mejor hundir la punta pocos cent ímetros que asestar un golpe con el filo. Laespada cayó de lleno en el borde del triclinio, justo sobre Cato, con un golpe que hizo saltarastillas.

Cato clavó su daga al bulto que se abalanzaba sobre él, y el arma penetró la ropa y algo

más blando debajo de ésta.—¡Mierda! —gritó e l hombre con un gruñido, al tiempo que daba un salt o hacia atrás.Chocó contra la mesa. Cato echó a correr a ciegas hacia la izquierda, con intención de salir

por el mismo faldón por el que había salido Lavinia, y se dio un golpe en la espinilla contra untaburete. Extendió los brazos al caer de cabeza al suelo. El intruso fue a por él agazapado,tratando de no fallar otra vez. Cato sintió un dolor punzante en la espinilla y se detuvo uninstante que duró demasiado antes de intentar ponerse en pie. Su agresor, recobrado de lasorpresa, echó a correr tras él con la espada dirigida a su gargant a.

—¡Socorro! —Gritó Cat o y se lanzó rodando bajo la mesa—. ¡Socorro!—¡Calla maldito cabrón! —gritó el hombre entre dient es y, por un momento, Cato est uvo a

punto de callar..., pero sólo por un moment o.La espada casi volvió a alcanzarle; se arrastró hasta el t riclinio y volvió a gritar:—¡Socorro! ¡Aquí dentro!Se oyeron voces soñolientas procedentes de las salas adyacentes al pasillo. Cato sintió

cierto alivio al oír que alguien llamaba a la guardia. El intruso también lo oyó y se detuvo paramirar en todas direcciones en busca de una salida. Un resplandor iluminó la parte delant era dela tienda y un centinela gritó:

—¡Por aquí!

El intruso enseguida se hizo a un lado del faldón de la tienda y alzó la espada para atacara Cato, que se agachó bajo la mesa. La punta de una lanza apartó el faldón y la tienda seiluminó con el resplandor de una ant orcha, al entrar un cent inela en ella. Desde su izquierda, enla oscuridad, el intruso levant ó su espada.

—¡Cuidado! —gritó Cato.El centinela miró en dirección a la voz de alerta y, al instante, recibió un golpe brutal en el

cuello. Lanzó un gruñido y cayó de rodillas para desplomarse de bruces ant e la aterrada miradade Cato. La antorcha en llamas cayó sobre el suelo de madera y rodó hasta una pila ordenadade mapas. Cuando Cato alzó al vista, la luz ya se desvanecía y vio al intruso correr para salirdel lugar. Sin pensarlo dos veces, Cato lo siguió y salió a t oda prisa de la habitación del legadoy se encontró en una antecámara donde había alineadas algunas mesas plegables para losescribas. Al frente, a la derecha, el extraño hizo un corte en el revestimiento exterior de latienda y se precipitó a través de él. De la izquierda se aproximaban los destellos de lasantorchas y los pasos sordos de los hombres que las llevaban. Cato se detuvo bruscamente,respirando con dificultad, presa del pánico.

Volvió corriendo a la habitación del legado y vio que los mapas ardían entre llamasamarillas y naranjas. Desde el otro lado de la tienda oía las voces de los que habían sido

despertados con el barullo. Por allí no había escapatoria posible. Se echó al suelo y levantó unfaldón. Una estaca se arrancó del suelo y Cato se deslizó por debajo de la piel. Vio que habíaido a parar a una zona de cocina con hierba pisoteada. No había tablas de madera para losesclavos. Aterrado ante la proximidad de los gritos a su espalda, Cato cruzó la cocina volandohasta llegar al lado cont rario, por donde salió rodando por una parte de la tienda.

Estaba fuera, tumbado en el suelo de cara a las estrellas que titilaban en la profundaserenidad del cielo nocturno. Se levantó y corrió hasta el espacio que había entre las tiendasde los tribunos y los carros de artillería, por donde pasó serpenteando hasta perder de vista latienda del cuartel general. Se apoyó un momento en un carro de balista para recuperar elaliento. El corazón le palpitaba y respiraba con dificultad. Cerca del cuartel general se veía unreflejo anaranjado y se oían las voces que gritaban pidiendo agua y más guardias para ayudara apagar el fuego.

Cato se dio cuenta entonces de que era mejor que nadie le viera por allí. Se puso a correrentre la artillería hast a llegar al muro de turba y la empalizada que rodeaba el campamento. Secolocó la capa sobre los hombros, torció a la izquierda y se dirigió hacia las tiendas de sucenturia con la esperanza de que fuera un lugar seguro. Si alguien le detenía, sabíaperfectamente que no podría dar una explicación coherente de su presencia allí.

Los centinelas que había junto al muro miraban hacia el campamento, pero la distancia yla oscuridad no les permitían distinguir a Cato, de modo que éste siguió su caminotranquilamente. Después de un buen rato de nervios, llegó hasta el estandarte de la cohorte yse apresuró a entrar en las tiendas de la sexta centuria. A lo lejos, se oyó la trompeta quellamaba a la cohorte de guardia. Sin siquiera mirar hacia atrás de reojo, entró en la t ienda de susección de ocho hombres y se tumbó directamente sobre la manta sin quitarse la capa ni lasbotas.

—Cato, ¿eres tú? —preguntó Pírax medio dormido.Cato no se movió ni contestó.—¿Cato?Era absurdo fingir que no le oía.—¿Sí?

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—¿Qué pasa ahí fuera?—¿Cómo voy a saberlo?—Acabas de entrar, ¿no?—Sólo he ido a las letrinas. Parece que hay un incendio por el cuartel general.—Esos idiotas son unos descuidados.Pírax bostezó.—Despiértame si llega hasta aquí . Buenas noches.—Buenas noches —musitó Cato fingiendo una voz soñolienta.Pero era imposible dormir y se quedó muy quieto mirando el techo de la tienda, presa del

miedo.

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C a p í t u l o XXIIIVespasiano contempló un instante la noche estrellada, con las manos en las caderas y la

cabeza echada hacia atrás, a través de un agujero abierto por el fuego en el techo de sut ienda. Luego miró al círculo de hombres que habí a de pie alrededor de la mesa. Los centinelasagacharon la cabeza avergonzados.

—¿Cómo creéis que el ladrón se las arregló para entrar en esta tienda, si hacíais vuestrotrabajo tan bien como aseguráis?

—Señor, vigilábamos con atención, como siempre —explicó el centurión—. Cuatrohombres guardaban la entrada y otros cuatro patrullaban los alrededores de las tiendas. Hehecho una inspección y he encontrado dos lugares donde la tienda habí a sido rajada, señor.

—¿Eso sospecháis, verdad? —Preguntó Vespasiano con cierto disgusto—. Muy agudopor su parte, centurión, muy agudo. Y mientras nuestro hombre entraba en la tienda, ¿dóndeestabais los demás?

—Señor, el tribuno nos había llamado.

—¿Qué t ribuno?—Gayo Plinio, señor. El tribuno que hacía la guardia de noche. Se presentó y exigió que sehiciera una inspección detallada.

—¿Y por qué motivo supones que lo hizo?—Con su permiso, señor, pero hablamos con él sobre la invasión.—¿De verdad? ¿Y qué dijisteis?—Bueno... —El centurión se mostró avergonzado—. Algunos muchachos dicen que la isla

está habitada por monstruos.—¿Y dónde han oí do esas tonterías? —preguntó Vespasiano, tratando de cont rolar su

nerviosismo.El centurión se encogió de hombros.—Son rumores, señores. —Vespasiano suspiró. —De modo que mientras Plinio os

amonestaba por hablar como un hatajo de viejas, tú crees que el intruso entró en mi tienda,¿no es así?

—Sí, señor.—Muy bien, presentaré cargos contra ti y la guardia. Y tú estás degradado a centurión de

fila. Ya os podéis marchar.Al ver cómo se marchaban arrastrando los pies, Vespasiano pensó que el último castigo

era el más acertado, y es que la guardia del cuartel general estaba considerada como unaprebenda en circunstancias normales: se comía mejor, el trabajo era menos duro y disfrutabande una posición bastante segura en la línea de batalla. Y ahora uno de ellos estaba en elhospital herido de gravedad. Estaba inconsciente y la herida no dejaba de sangrar por el cuelloy por un lado de la cabeza. Estaba vivo, pero el cirujano dudaba que sobreviviera a aquellanoche. Era una lástima, pues el herido seguramente había visto a su atacante y habría podidoidentificarlo. Y aquello era lo que Vespasiano necesitaba desesperadamente en aquellosmomentos.

Al entrar en la sala medio vestido, al igual que los que habían sido despertados por elestrépito de la tienda principal, lo primero que hizo fue comprobar el contenido de su caja. Sólole hizo falta echar una mirada para darse cuenta de que el manuscrito confidencial con el sellode Claudio había desaparecido. Todo lo demás estaba allí. Aquello significaba que el ladrónsabía exactamente lo que buscaba y lo había encontrado. Alguien en el campamento teníaen sus manos información política valiosísima, que podía emplearse para derrocar alemperador. No es que Vespasiano necesitara el documento, pues hacía tiempo que habíamemorizado el contenido de éste y trazado sus planes al respecto. Pero ahora alguien mástenía acceso a la información.

¿Y qué sería de él cuando llegara la not icia a Roma, a oídos de Claudio, de que el legadono había podido evitar el robo del pergamino? No cabría excusa alguna, pues laresponsabilidad recaía sobre él, y por eso había impuesto un castigo tan duro a los centinelas;tendrían que compartir el sufrimiento que le habían causado.

Al menos sabía que el ladrón tenía que estar cerca. Alguien de la legión, y seguramentese trataba del traidor al que Plautio se refería, en su carta. Quizás aún estaba a tiempo derecuperar el manuscrito antes de que la legión llegara a la costa y se mezclara con las demásunidades reunidas para iniciar la invasión. Habían descubierto unas manchas de sangre cercadel triclinio y alrededor de la mesa que formaban un reguero que se perdía en el camino que sealejaba de la t ienda. Todo indicaba que el ext raño había sido herido. Y al golpear al centinela alentrar, era evidente que el ladrón había sido sorprendido, lo cual llevaba a pensar que a éste lohabía herido un tercero.

¿Qué había ocurrido con Lavinia? A Cato le carcomía el miedo y la preocupación. Lamuchacha no volvió, pero ¿y si se había cruzado con el intruso mientras él la esperabatumbado en la tienda? Rezaba por que estuviera viva e ilesa. No podía arriesgarse a ir alcuartel general para verla: el guardia le había visto y no tendría problema en reconocerle.Tendría que contactar con Lavinia a través de Flavia; tenía que enviarle un mensaje cuantoantes, pero ignoraba hasta qué punto la mujer del legado conocía la situación y hasta quépunto podía confiar en ella. Si Vespasiano descubría que había estado en su tienda, todas laspruebas apuntarían en su contra y lo involucrarían al instante en el robo de aquel documento.Se había metido en un serio problema y necesitaba un aliado. Si pudiera ver a Flavia yexplicarle todo cuanto había presenciado, tal vez pudiera protegerlo. Se habían hecho amigosy ahora él la necesitaba. Por la mañana, haría lo posible por verla.

Al día siguiente, alguien despertó a Cato sacudiéndole los hombros. Abrió los ojos y,adormilado, vio la cara de Pí rax.

—¿Qué...?—El centurión quiere hablar contigo enseguida.Cato se incorporó inmediatamente sobre los codos y, al mirar hacia la pared de piel de la

t ienda, vio que el sol ya estaba alto. Movió la cabeza y se levantó.—¿Cuánto hace que ha sonado el toque de diana?—Ya hace un rato —respondió Pírax con cierta indiferencia—. Te has perdido el

desayuno y estamos a punto de desmontar las tiendas.—¿Por qué no me ha despertado nadie?—Ya eres mayorcito, amigo, ya t ienes edad para cuidar de t i mismo.—¿Dónde está el centurión?

—En su tienda. Yo que tú iría cuanto antes. Macro no parece muy contento... —Pírax bajóla vista—. ¿Qué te ha pasado en la mano?

Cato miró hacia donde Pírax, y vio que tení a sangre seca en el dedo gordo y el índice.—¡Ah, nada! Unos arrieros me dieron un trozo de carne de un animal que mataron anoche.

Me dejaron asarlo en su hoguera.—Todo un detalle por su parte —dijo Pírax de mala gana—. Pero podías haberte lavado

las manos después.—Lo siento. Tengo que irme.Se abrió paso entre los faldones de la tienda y se lavó las manos con un poco de agua de

un odre que colgaba de la armazón de la tienda. La sangre del ladrón se había secado, y Catotuvo que rascarla con las uñas para poder quitarla del todo. Pensó con horror queseguramente su daga también tendría restos de sangre, y al sacarla comprobó que estaba

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completamente sucia. Tardó algo más en limpiarla, y cuando entró en la tienda del centuriónéste estaba furioso. Piso estaba de pie al fondo de la tienda y tenía las cejas levantadas enseñal de aviso.

—¿Por qué has tardado tanto en llegar? Hace un buen rato que te he hecho llamar.—Disculpe, señor.—¿Y bien?—¿Señor?—¿Por qué has llegado tarde?—Estaba en las letrinas, señor... Anoche comí algo que no me sent ó bien.—Pues de ahora en adelante ten más cuidado con lo que comas —dijo Macro con

impaciencia—. Tenemos mucho trabajo. El legado ha destacado nuestra centuria de la legiónpara funciones de escolta. Han dado la orden durante el informe de esta mañana. Debemosadelantarnos a la legión hasta Durocortoro y encontrarnos con algún pez gordo de laadministración. Luego tendremos que escoltarlo hasta el cuartel del general Plautio deGesoriaco. Eso es todo. Y como tendremos que ir por delante de la columna, hay que darseprisa. Ya he dado la orden de cargar el carro y engancharlo. Quiero que requises algo de vino yalgunos obsequios para nuestro invitado. El oficial de intendencia ya ha sido avisado. Piso,

empieza a poner a los hombres en marcha; quiero que las tiendas estén desarmadas ycargadas, y que cada uno t enga sus cosas listas antes del próximo toque. Vamos, moveos. Losdos.

Una vez afuera, Cato miró a Piso inquisitivament e. —Ha empezado mal el día —murmuróPiso—. Algún asunt o peliagudo en el cuartel general anoche. — ¿Un asunto peliagudo?

—Parece que un ladrón robó al legado, apuñaló a un centinela y se escapó. AhoraVespasiano está hecho una furia con sus oficiales por no haber sido capaces de que sushombres hicieran bien la guardia.

—¿Se sabe qué han robado?—Parece que nada de valor. Pero el pobre diablo que vio al ladrón t iene los días contados.—Qué mala suerte —Cato intentó parecer preocupado al recibir con desazón la noticia, y

luego se imaginó al pobre centinela tumbado con las vendas, al borde de la muerte, y sintióvergüenza y culpa.

—No te lo tomes tan mal, hijo —Piso le puso una mano en el hombro—. Estas cosaspasan. Piensa en la suerte que has tenido de no ser tú.

El tribuno tenía la barbilla apoyada en las palmas de las manos y miraba a Pulcher, queestaba sentado en un taburete plegable curándose la herida. Tenía una herida profunda en la

parte superior del muslo que no dejó de sangrar hasta que llegó a la tienda y cortó lahemorragia. Pulcher llegó a la t ienda del t ribuno cojeando y, una vez allí , se vendó la herida. Porsuerte, ésta quedaría oculta bajo los pantalones y nadie tenía por qué descubrir que habíasido herido. Pero la marcha del día le resultaría angustiosa, pensó el tribuno con una sonrisaen los labios. Aquello le enseñaría a no fastidiarla la próxima vez..., si había una próxima vez.Vespasiano había dado órdenes de doblar la guardia y el acceso a la tienda principal sería casiimposible. Y Pulcher aún no sabía que tendría que volver a intentarlo.

—Imagino que tendrás ganas de volver a Roma —dijo el tribuno al servirle un poco de vino.—¡Así es! —Exclamó Pulcher—. Ya he tenido suficiente con estas estúpidas operaciones

secretas. Quiero volver a mi trabajo de soldado.—No creo que el trabajo en la guardia pretoriana pueda considerarse un trabajo propio de

un soldado —dijo el tribuno con serenidad.—Es el trabajo que me gusta.—Pero te ofreciste voluntario para éste.—Cierto. Pero con la suma que acordamos, cualquiera se ofrecerí a voluntario.—Pero no todo el mundo tiene tu talento para asegurarse de que estas cosas salgan

bien, para hacer hablar a los que nunca aflojan la lengua, para hacer desaparecer a la gente...,para este tipo de cosas. Y hablando de esto, ¿estás seguro de que no le viste la cara al

hombre que te vio en la tienda, el que consiguió herirte con t anta precisión?—No —contestó rabioso—. Pero cuando descubra quién fue, le haré sufrir antes de

matarlo. Me haré cargo de él por el mismo precio.—Asegúrate de encont rarlo. Si sabe quién eres, podría hacer que me implicaras.—Eso es imposible.—Una tortura bien aplicada es el mejor método para hacer hablar a alguien —le advirtió el

tribuno.Pulcher se limitó a resoplar con desdén, y el tribuno añadió: —Sin embargo, me temo que

tengo malas noticias para ti.—¿Eh?—No has hecho tu trabajo.—¿Qué quieres decir? —Pulcher señaló el pergamino con un dedo—. Eso es lo que

querías, y ahí lo tienes.—Claro que no —dijo a su vez el tribuno—. No creerás que me tomé la molestia de t raerte

desde Roma para hacerte ir a buscar un pergamino cualquiera.Extendió el rollo para que Pulcher pudiera leerlo. Pero no había nada escrito, estaba

completamente en blanco.

—Parece que alguien nos lleva la delantera. Y que Vespasiano ha sido bastante listo parautilizar su arcón de señuelo. O alguien cogió antes que nosotros el manuscrito y dejó esto ensu lugar.

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C a p í t u l o XXIVLa salida anticipada de la sexta centuria entusiasmó más a aquellos que presenciaban su

partida que a los propios integrantes de la centuria. En circunstancias normales, ningúnsoldado osaría salir del campamento sin los oficiales superiores y los abanderados. Por tanto,era evidente que la sexta centuria había sido destacada para un servicio especial. Pero sólo elcenturión, su optio y su secretario sabían de qué servicio se trataba; los soldados rasos sólopodían hacer conjeturas. Los carros salieron por la puerta principal y siguieron la hilera dehombres que marchaban en dirección a Durocortoro. La curiosidad de los espectadores sedesvaneció en cuanto sus superiores les hicieron volver al trabajo y desmontar las tiendaspara empezar la marcha del día.

La excitación de la sexta centuria era patente, y los hombres no hacían más que hablardel servicio especial al que estaban destinados. Al frente de la columna, Macro no pudo evitaroír la conversación que se desarrollaba a sus espaldas, al parecer, para llamar su atención.Dedicó una leve sonrisa a los hombres que hablaban en un evidente intento de sacarle

información. Era preferible dejarles disfrutar, pues pront o sabrían lo que les esperaba. Mientras,no iba a servir de nada ordenar que cesara el murmullo y marcharan en silencio como si fueranniños pequeños. Ya que estaban contentos, por qué no consentirlos. El centurión se alegrabade haber sido destacado de la legión: ya no tendría que ir detrás de los mismos traseros quehabía seguido a lo largo de los últimos más de trescientos kilómetros. No tendría que sufrir lasdesesperantes paradas provocadas por embot ellamientos, ni que esperar hasta la impacienciaa que los engreídos abanderados, cuya labor les hacía sentirse importantes, asignaran a sucenturia una parcela donde montar las tiendas. Por delante tenía un camino vacío que seextendía en una línea más o menos recta hacia el horizonte. Ante él tenía un cielo limpio yazul, y se oía el cant o de los pájaros. En pocas palabras, era una de esas mañanas que hací anque Macro se sint iera eufórico por el simple placer de est ar vivo.

Era raro que el optio, que marchaba a pocos pasos detrás del centurión, tuviera la cabezagacha y los ojos fijos en el suelo, con expresión preocupada y completamente ajeno a aqueldía espléndido. Macro se acercó al muchacho y le dio una palmada en el hombro.

—¿Qué diablos te ocurre esta mañana, Cato? El joven se sobresaltó al ser interrumpidossus pensamientos tan bruscamente. — ¿Señor?

—Te he preguntado qué te pasa. — ¿Qué me pasa? No me pasa nada.—Exactamente —dijo Macro con alegría—. Así que sonríe y disfruta de la vida. No

tendrás muchas ocasiones de desempeñar un servicio independiente de la legión. Aunqueconsista en hacerle de niñera a un oficial de la administración para llevarlo hasta el cuartelgeneral del ejército. —Si usted lo d ice, señor.

—Claro que sí, hombre. Y, créeme, sé lo que me digo. Así que sé bueno y trata dedisfrutar un poco más de las cosas. Te tomas la vida demasiado en serio, Cato, muchacho. Elopt io le miró con desagrado.

—Porque ahora mismo, señor, veo la vida como algo muy serio.—¿Sigues soñando con esa chiquilla? —Macro se rió al darle un codazo—. ¿Qué tal fue la

cosa anoche?Cato se sobresaltó y perdió el paso, hasta que alguien de la primera fila se quejó a gritos, y

el chico recuperó su posición junto al cent urión.—Bueno, ¿qué? —Macro le guiñó un ojo—. ¿Te la t iraste?—No, señor.—¿Y por qué diablos no? No me digas que te pusiste romántico y sentimental. Dime que

no.—No, señor —Cato bajo la vista al darse cuenta de que sería difícil engañar a Macro—.

Alguien nos interrumpió antes de... poder hacer nada.

—Qué lást ima —dijo Macro con cierta condescendencia—. ¿Y qué pasó?—Habíamos quedado en encontrarnos en los carros que hay justo detrás de las tiendasdel legado. Todo iba bien hasta que estalló ese alboroto. Habríamos seguido con lo nuestro sia Lavinia no la hubiera llamado su ama.

—Tendrí ais que haber echado uno rápido —sugirió Macro.—Ni siquiera hubo tiempo para eso, señor —dijo Cato con pesar—. Tuvo que irse a toda

prisa, y no pudimos concertar un próximo encuentro. Y ahora yo me marcho para formar partede este servicio de escolta, y ella se queda allí.

—No te preocupes, muchacho. Seguro que t e esperará ansiosa.—Sí, señor.—De modo que estabas allí cuando descubrieron a ese ladrón. ¿Viste algo?—Nada, señor. No vi absolutamente nada. Me fui de allí y me metí directamente en la

cama.—Pues te perdiste toda la diversión.—Sí, señor —aseguró Cato con la voz tan baja que Macro creyó que el chico seguía

preocupado musitando cosas sobre su primer amor.Macro sintió pena por el muchacho, por lo que el centurión le soltó lo primero que le vino a

la cabeza para apartar su atención de sus males.—Veamos mis avances con las palabras. Tú me dices una palabra y yo la deletreo. ¿Te

parece bien?—Como quiera, señor.Mientras Macro ponía en práctica su nueva habilidad y deletreaba con dificultad palabras

como «muralla», «centinela» o «jabalina», Cato se consumía de ansiedad. Si aquel centinelase recuperaba de la herida en la cabeza, era cuestión de tiempo que la investigación llegarahasta él. Y entonces ¿qué sería de él? Sería objeto de tortura, de hostigamientos paraconfesar y de una certera muerte humillante. Pero si Lavinia estaba a salvo, no correría peligroapoyándole en su versión de los hechos. A menos que, en el peor de los casos, ella temieraimplicarse. ¿Y Flavia? Al fin y al cabo, ella había preparado la cita. Podía negar lasdeclaraciones de Lavinia por la misma razón. Mientras la centuria estuviera destacada de lalegión, desconocería el desarrollo de los hechos.

—Cato —El centurión se cansó pronto de deletrear.—¿Señor?—El hombre al que vamos a escoltar...—¿Narciso?—Baja la voz —murmuró Macro—. Los demás no deben oí rnos.

—Disculpe, señor. ¿Qué ocurre con él?—¿Coincidiste alguna vez con él en palacio?—Sí, señor. Era amigo ínt imo de mi padre, o al menos lo fue ant es de hacer fort una.—¿Cómo es? —Preguntó Macro, y luego vio la cara extrañada de Cato—. Sólo lo digo

para empezar con buen pie al conocernos. Si vamos a escoltarlo en los próximos días, noquiero cagarla, y menos si es una persona del círculo personal del emperador. No es que letenga miedo ni nada parecido. Después de todo, no es más que un pobre liberto. Sólo quieroasegurarme de que esté a gusto con nosotros. No está de más que le caigamos bien. Así que,cuéntame algo de él.

—Bueno, señor... —Cato hizo una pausa para pensar.Aquello no iba a ser fácil. Lo que había oído de Narciso no era precisamente halagador, y

había sido bastante prudente para callar lo que sabía de él. Narciso le había hecho el vacío a

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su padre en los últimos años de su amistad con él, de modo que Cato no podía esperar ningúnfavor de él, la persona más influyent e del cí rculo más allegado de Claudio. Después de Narciso,solamente Mesalina, la ambiciosa mujer de Claudio, ostentaba más poder que el emperador.

—¿Y bien?—Es bueno..., es decir, brillante, señor. Al principio puede parecer algo frío y distante, pero

no es debido sino a su gran responsabilidad. En palacio solían decir que era el hombre másinteligente y trabajador del Imperio. Todos le respetaban mucho —aseguró Cato para concluirsu discurso con diplomacia.

—Eso suena bien, pero quiero saber qué tipo de hombre es. ¿Qué me aconsejas paracausarle buena impresión?

—¿Causarle buena impresión? —Cato le miró perplejo.—Sí. Me refiero a si es un hombre como hay que ser. ¿Le gusta un buen chiste? Yo

podría contarle muchos.—No, señor. Por favor, no trate de hacerse el gracioso —le pidió Cato al imaginarse a un

cosmopolita sofisticado agasajado con los chistes burdos propios de un legionario—.Simplemente muéstrese t al como es, señor. Sea profesional y guarde las distancias lo más quepueda. Y tenga cuidado con lo que dice.

CAPITULO XXV 

Poco después de salir el sol, Flavia estaba sentada ante una mesa plegable llena depapeles. Desde allí oía los chillidos y risas de Tito mientras su niñera intentaba darle eldesayuno. Flavia quería ponerse al día con la correspondencia que tenía pensado mandardesde que la legión habí a emprendido el viaje. Ya había enviado una cart a a un familiar lejanoal mando de una unidad de caballería que se iba a unir a la fuerza invasora. Con la misiva,pretendía encontrarse con él al llegar a Gesoriaco. Por otra parte, debía comunicar su regresoa algunas personas de Roma. Además, tenía que dar instrucciones al mayordomo de su casaen Quirinal, así como al administrador de la villa que tenía Vespasiano en Campaña. Eranecesario prevenir debidamente a la servidumbre de ambos lugares para que estuvierapreparada para recibir a Flavia y a su séquit o.

Pero aquellas cartas podían esperar hasta haber completado minuciosamente el trabajo

que tenía entre manos. Mojó la punta del estilo en el tintero y siguió escribiendo con calma ycuidado, haciendo alguna pausa de vez en cuando para copiar algún que ot ro detalle del mapaen el pergamino que se extendía ante ella. Desde fuera de la tienda alguien gritó un saludo, yella se apresuró a guardar el manuscrito en una pila desordenada de papeles; al instante entróVespasiano. Flavia sonrió y dejó el estilo sobre la mesa para ponerse en pie y darle un beso asu marido.

—Me temo que tendrás que empezar a guardar tus cosas un momento a otro —le pidióVespasiano—. Ni siquiera se permite que la mujer del legado haga demorar a la legión.

—Por supuesto, pero después del escándalo de anoche, nos podríais conceder algo detiempo para recobrarnos.

—¿Recobraros de qué? La falta de sueño forma parte de la vida en el ejército.—Yo no est oy en el ejército —se quejó ella.—No, pero estás casada con él.—¡Bruto! —Se quejó Flavia con mala cara—. Debía haberme casado con un senador viejo

y gordo apasionado por la vinicultura, en vez de vivir sin comodidades en una región salvaje ybárbara con un hombre que piensa que ser soldado t iene sentido.

—Nunca te obligué a hacerlo —dijo Vespasiano con serenidad.

Flavia le cogió la cara ent re las manos y le miró fijamente a los ojos.—Estoy de broma, tonto. Sabes muy bien por qué me casé contigo. Por amor..., por muypasado de moda que esté.

—Pero podías haber encontrado un mejor partido.—Imposible —Flavia lo besó—. Un día, serás más poderoso de lo que jamás hayas

soñado. Te lo garantizo.—Esa forma de hablar es insensata, Flavia. Por favor, no hables así. Es demasiado

peligroso pensar siquiera en est as cosas en los t iempos que corremos.Flavia le miró a los ojos un instant e y luego sonrió.—Tienes razón. Tendré cuidado con lo que digo. Pero toma nota: no pasarás a la historia

como un mero comandante de legión. Yo me encargaré de ello si nadie más lo hace. Lo ciertoes que deberías ser más ambicioso, ¿o sigues aferrado a esa modestia republicana tanprofundamente arraigada?

—Tal vez —Vespasiano se encogió de hombros—. Pero, de momento, creo que bastantesuerte tengo si conservo el mando de la segunda legión de aquí a que t ermine el mes.

—¿Por qué, querido? ¿Hay algún problema?—El incidente de anoche...—El incendio.

—La persona que lo provocó, el ladrón, robó algo bastante valioso..., algo secreto queNarciso me confió. Cuando descubra que ha sido robado, no creo que esté de humor para oírexcusas.

—No es culpa tuya que lo robaran —se quejó Flavia—. Sea lo que fuere. No puedereemplazarte por eso.

—Sí puede. Lo hará. Debe hacerlo.—¿Por qué? ¿Qué puede ser tan importante?Vespasiano esbozó una leve sonrisa.—Eso no te lo puedo decir. Al menos, las órdenes eran bastante explícitas en ese

aspecto.—¿Ah, sí? —Preguntó Flavia, y la inquietud le ruborizó un moment o las mejillas—. Cuando

nos unamos al resto del ejército, deja que hable con Narciso. Era un buen amigo cuando vivíaen palacio.

—Preferiría que no le dijeras nada. Deja que yo termine la investigación. Tarde o tempranoencont raremos al ladrón.

—¿Cómo está el centinela?—Bastante mal. El cirujano dice que ha perdido mucha sangre. No está en condiciones de

viajar y el trayecto de hoy lo acabaría de matar.—¿Y por qué no lo dejamos en Durocortoro hasta que se encuentre mejor para seguir a lalegión..., si es que sobrevive?

—Podríamos hacerlo si unos cuantos hombres lo transportan en una camilla cuando estédispuesto. Ya lo había pensado, pero no estará bajo el cuidado de un médico.

—Es un grave problema... si lo que he oído es cierto. ¿Y si lo dejo bajo el cuidado dePartenas? Es un médico con experiencia. Yo le he visto atender a los esclavos y parecebastante competente.

—De acuerdo —asintió Vespasiano—. El pobre tendrá más posibilidades de sobrevivirquieto en una cama que dando tumbos en un carro de enfermos. Y ahora, si no te suponedemasiada molestia, te agradecería mucho que recogieran y empaquetaran tus efectospersonales de inmediato.

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—De acuerdo.—¡Ah! ¡Y otra cosa! —Vespasiano sacó de su túnica un de seda rojo. — Me preguntaba si

has visto esto antes.—Déjame ver —Flavia miró el lazo de cerca un momento antes de contestar. — Es de

Lavinia. ¿Dónde lo has encont rado?—En mi tienda, sobre el triclinio. Aunque no hay razón por la que ella debiera haber

entrado, no recuerdo haberlo visto al salir de allí anoche. Es muy raro, ¿no t e parece?—¿Qué es raro?—Lavinia no tiene ningún mot ivo para entrar en mi t ienda. ¿Sabes algo de esto?—¿Por qué debería saber nada? Es tu tienda.—Y ella, tu sirvienta —Vespasiano levantó la vista con una expresión extraña que alarmó

a su esposa.—¿Qué pasa ahora?—Seguramente nada. Pero creo que voy a hablar con esa muchacha. Aquí está pasando

algo raro. 

CAPITULO XXVI 

—Y, si no me equivoco, bajo ese enorme y desproporcionado casco est á el joven Cato.Narciso sonrió y extendió las manos. Con cierta reticencia Cato le correspondió y Narciso

le estrechó la mano con una sacudida f irme, mirándole inquisitivamente a los ojos.—Me alegro de verte. Pero me sorprende sobremanera verte vest ido como un soldado.—Es que soy soldado..., señor —dijo Cato en tono formal—. Como probablemente

recordará, se me concedió la libertad a condición de alistarme en el ejército.—Me parece recordar algo así —contestó Narciso con indiferencia y afección—. ¿Y qué

te parece el ejército? Apuesto a que cualquier chico de tu edad disfrutaría con una vida al airelibre.

—No me puedo quejar, señor —respondió Cato con amargura, tragándose la humillaciónde ser tratado como un niño delante de su centurión—. Claro que requiere un mayor esfuerzofí sico que la vida en palacio.

Narciso esbozó una fina sonrisa.—Me temo que tienes razón..., yo hace años que no hago ejercicio. Ahora mi dedicación

principal es más bien polít ica. Pero no pasa nada. Me alegro de vert e ot ra vez, mi niño. Confíoen que rindas como se espera, ¿no es así, centurión?

—Sí, señor. El muchacho tiene madera para ejercer de opt io. Debe est ar orgulloso de quedel palacio salgan chicos tan buenos para el ejército como Cato.

—Hágame el favor y refrésqueme la memoria. ¿Qué era exact amente un opt io?—Es la segunda persona al mando de la centuria después de mí —contestó Macro,

sorprendido ante la ignorancia del civil—. Y hace muy bien su t rabajo.—Es de lo más gratificante que hasta el ejército sepa apreciar el valor de una buena

educación. —Macro se puso rojo de furia. — No era más que una broma inocente, centurión,sin intención de ofender.

Narciso lo cogió del brazo y lo condujo hasta el pabellón donde se había establecido lacomitiva imperial. El secretario imperial era de mediana edad y tenía unas patas de galloproducto del esfuerzo de sonreír durante tantos años. Tenía buen porte, y su facilidad paradesenvolverse se correspondía a su agilidad mental. Y sin embargo, su ingenio cáustico ymordaz era indicio de una mente acostumbrada a despreciar a los demás. Macro apretó loslabios: mientras aquel hombre estuviera bajo su protección, tendría que tolerar sus inevitablesdesaires y burlas. Macro llegó a la conclusión de que Narciso era como todos los hombres desu clase. Trataba a las personas socialmente superiores como seres intelectualmenteinferiores y —como había demostrado en su trato hacia Cato— trataba a las personasintelectualmente iguales como seres socialmente inferiores. Era imposible enfrentarse a unhombre así ; de modo que mejor no hacerle caso.

—¿Qué órdenes cumple, centurión? —le preguntó Narciso una vez entraron en el edificioy estuvieron solos—. Las órdenes exactas.

—Escoltarle hasta el cuerpo principal del ejército y luego esperar a la legión en un área deespera por especificar. Eso es todo, señor. Aparte de la ayuda que pueda necesitar.

—En otras palabras: debes obedecer mis órdenes.—Sí, señor —admitió Macro a su pesar—. Así es.—Bien —asintió Narciso—. Me alegra saber que al menos Vespasiano ha sido capaz de

hacer eso correctamente.Macro se puso tenso al oír la injuria injustificada sobre las aptitudes de su comandante.

Aquello habría sido bastante desagradable de haber venido de un ciudadano romano, pero oíra un liberto hablar de aquella manera era un claro incumplimiento del protocolo social máselemental.

—Centurión, debemos ponernos en marcha inmediatamente —ordenó Narciso dándole ungolpecito a Macro en el pecho para dejar claro lo dicho—. He de llegar a Gesoriaco cuantoantes porque hay mucho en juego. De hecho, puedo decirte que toda la campaña, y más,depende de que lleguemos a t iempo. ¿Entendido?

—No estoy seguro de qué quiere que entienda, señor —contestó Macro con sinceridad—.¿A qué se deben las prisas?

—Esa información es estrictamente confidencial.—Pero ¿para qué enviar toda una cent uria para escoltar a un solo hombre?—Basta con decir que algunos políticos descarriados preferirían que no llegara a

Gesoriaco..., eso es t odo lo que necesitas saber.—Sí, señor.—De acuerdo. —Narciso reanudó su discurso con entusiasmo. —Vamos allá. Viajo ligero

de equipaje; no llevo más que a mis camilleros y un guardaespaldas. Algunos de mis mozossucumbieron a una enfermedad local y me harán falta algunos de tus hombres para

sust ituirlos. Hay dos arcones frent e a los est ablos. Encárgate ahora, por favor, y yo me uniré ala fila enseguida.Macro apretó con t al fuerza los dientes que casi se oyó al salir éste del edificio y acercarse

a Cato.—Destaca a cinco hombres para el liberto. Le hacen falta mozos.—¿Mozos?—¿Estás sordo o qué? Hazlo y ya está. Pueden dejar sus macutos en el carro.—Sí, señor.—Al parecer, nos corre prisa llegar hasta la costa, de modo que no podremos cruzar la

Galia al paso lento que hemos seguido hasta ahora. Más nos valdría habernos quedado con lalegión —refunfuñó Macro.

La camilla de Narciso resultó ser un ligero modelo de viajé con cortinas que ocho enormes

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nubios cargaban con una fuerza y agilidad conseguidas con años de experiencia. La camilla sesituó en medio de la centuria. Tras ella, cinco legionarios amargados y resentidos cargaban,

 junto a los mozos, con los dos arcones. A éstos se les veía satisfechos de ver a alguienrebajarse a su nivel. Junto a la camilla iba el guardaespaldas: un hombre inmenso, musculoso,con una coraza negra y lustrosa y una espada corta. La coleta llena de enredos, la caraplagada de cicatrices y el parche negro de un ojo indicaban mucha experiencia en la vida. Derepente, una mano surgió entre las cortinas de piel de la camilla y chasqueó los dedos paraatraer la atención del guardaespaldas.

—¡Eh! ¡Politemo! Aparta las cortinas y átalas. Así contemplaremos el paisaje de estast ierras ignorantes durant e el viaje. ¡Muy bien, centurión! —Gritó Narciso—. Cuando queráis.

Macro dio la orden de abrir la marcha con cierto disgusto. La centuria empezó a marcharpor la calle recta que atravesaba Durocortoro, que, tras cruzar la puerta principal, seprolongaba en el camino hacia Gesoriaco. Al subir una suave pendient e, Cato se dio la vuelta y,a lo lejos, vio aparecer por el camino del bosque las primeras unidades de la legión en direccióna la ciudad que acababan de dejar at rás. Sintió una punzada al pensar en Lavinia y, al instant e,le asaltaron imágenes de la noche anterior; volvió la vista al frent e, aterrorizado.

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C a p í t u l o XXVIIA mediodía el tren de equipaje y la retaguardia de la segunda legión ya habían entrado en

Durocortoro, y Vespasiano ordenó hacer un breve descanso. El avance había sido lento debidoa que a unos niños del lugar les había dado por apedrear a los bueyes que tiraban de loscarros de artillería. Una piedra lanzada con fuerza había alcanzado a uno de los bueyes másgrande en los testículos, con lo que el animal trató de echarse atrás desesperadamente entremugidos de furia y dolor. Al ver al grupo de golfos responsables, el buey los embistió y volcó laballesta y el carro que la transportaba. Una vez la bestia se calmó y se recogió el estropicio,hubo que pasar la orden de alto del frente a la retaguardia de la columna. Al final se apartarona un lado el carro y la ballesta y, mientras un grupo de ingenieros reparaba los desperfect os, lacolumna reemprendió la marcha.

Vespasiano, que había acudido a caballo hasta el lugar del accidente para conocer elmotivo del retraso, maldijo la escasez de animales de carga que les había obligado a comprarmachos violentos. El buey, al que un arriero había conseguido tranquilizar, fue llevado hasta

una pequeña manada de animales lisiados destinados a servir de alimento a la legión; el niñose llevó una paliza que recordaría para el resto de su vida. Aunque a Vespasiano no le servíade consuelo, pues el retraso ya no t enía solución. Tampoco le agradaba la parada de la legióna mediodía. Sentado a una mesa, dio la orden de traer a una sirvienta de su esposa.

Mientras comía algo de pollo frío adobado con un vino imbebible del lugar — ¿cuándoaprenderían a cocinar aquellos galos?— le t rajeron a Lavinia. Con la boca llena le indicó que seacercara a la mesa y se la quedó mirando mientras hacía esfuerzos para masticar el pollo. Locierto es que era preciosa, pensó, ahora que podía observarla de cerca. Era una penadesaprovecharla como sirvienta; en Roma podría obtenerse una considerable suma si sevendía como cortesana. Tras tomar un trago de vino para aclararse el paladar, se dispuso ahablar con ella. Sacó el lazo de su túnica y lo dejó sobre la mesa. Le alegró ver que lamuchacha lo había reconocido al instante.

—¿Es tuyo?—Sí, mi amo. Pensaba que lo habí a perdido.—Y así es: casi se desliza bajo el almohadón de mi t riclinio.Lavinia fue a cogerlo, pero Vespasiano no hizo ademán de dárselo y ella retiró la mano.—Antes me gustarí a saber... —Vespasiano sonrió— por qué estaba allí.—¿Mi amo?—¿Qué hacías en mi tienda anoche?—¿Anoche? —pregunt ó Lavinia con los ojos abiertos y expresión inocente.—Eso mismo. El lazo no est aba allí cuando me fui a dormir. Así que dime, Lavinia, y no t e

andes con rodeos, ¿qué hacías allí?—¡Nada, señor! Lo juro. —Sus ojos suplicaban que la creyera. —Sólo entré para t umbarme

un rato. Estaba cansada. Quería descansar en un lugar cómodo. Y el lazo debió de caerse.Vespasiano la miró inquisitivamente ant es de proseguir.—¿Y sólo querí as descansar en mi t riclinio? ¿Sólo eso?Lavinia asintió con la cabeza.—¿Y no t e llevaste nada de la t ienda?—No, mi amo.—¿Y no viste nada ni a nadie?—No, mi amo.—Ya veo. Toma. —Le dio el lazo y se apoyó contra la silla mientras sopesaba los ruegos

de la muchacha. Podía estar diciendo la verdad, aunque tal vez pudiera contar algo distinto sise aplicaba alguna forma de persuasión física. Pero descartó enseguida la tortura. No teníaduda alguna de que fuera un método efectivo para soltar la lengua, pero había visto a

demasiadas víctimas dar la versión de los hechos que sus torturadores querían oír. No erauna forma t an efect iva de descubrir la verdad de lo sucedido. Debía cambiar de táct ica.—Según dice mi esposa, hace poco t iempo que estás de servicio en la casa.—Sí, señor.—¿A quién pertenecías antes?—Al tribuno Plinio, amo.—¡Plinio! —Vespasiano levant ó las cejas, sorprendido.Aquello cambiaba las cosas. ¿Qué hacía en su casa un antiguo esclavo de Plinio? ¿Era

una espía que t rataba de acceder a su arcón de seguridad? Pero al mirarla le costaba imaginarque fuera lo bastante astuta para desempeñar semejante cometido. ¿Otra falsa apariencia? Aaquellas alturas, Vespasiano era incapaz de asegurarlo.

—¿Por qué te vendió Plinio?—Se cansó de mí.—Perdona, pero eso es difí cil de creer.—Es cierto, amo —replicó Lavinia.—Ha de haber alguna otra razón. Habla, muchacha, y procura decir la verdad.—Hay alguna otra razón, amo —admitió Lavinia y ladeó la cabeza, como le había dicho

Flavia que hiciera, antes de seguir—. El t ribuno quería ut ilizarme..., para ot ras cosas.Vespasiano pensó que no era de extrañar.—Y quería más que eso, quería que sintiera algo por él. Yo no podía sentir algo por él a

voluntad, y él se enfadó conmigo. Y cuando descubrió que quería a otro, se encolerizó y mepegó.

Vespasiano chasqueó la lengua en señal de lástima.—¿Y quién es esa ot ra persona a la que amas?—Por favor, amo. —Lavinia levantó la vista y tenía los ojos llorosos. —No quiero decirlo.—Debes decírmelo, Lavinia —Vespasiano se incorporó para darle una palmadita

tranquilizadora en el brazo—. Debo saber quién es ese otro hombre. Es muy importante que losepa. Puedo obligarte a decí rmelo.

—¡Vitelio! —le espetó, y rompió a llorar a la vez que se llevaba las manos a la cara.Vitelio. De modo que amaba a Vitelio. Era suficiente para que ella hiciera lo que él quisiera.

Vespasiano pensó en lo peor.—¿Te has visto con Vitelio desde que llegaste a nuestra casa?—¿Mi amo?—Ya me has oí do. ¿Le sigues viendo?Ella asint ió.

—¿Le viste anoche, en mi tienda?Lavinia le miró con una expresión de espant o y negó con la cabeza.—Pero pensabais hacerlo, ¿verdad?—No llegó a aparecer, señor. Le esperé, pero no cumplió con su promesa. De modo que

volví a mi cama. No me he dado cuenta de que me faltaba el lazo hasta esta mañana.—Ya veo. ¿Vitelio te ha pedido alguna vez que le cuentes cosas sobre mí? ¿Te ha

preguntado alguna vez algo sobre la casa?—Hemos hablado alguna vez —respondió Lavinia con suavidad— pero no recuerdo qué

dijimos exactamente sobre la señora Flavia y ust ed, amo.—¿Y te ha pedido alguna vez que robes algo o que te lleves algo de mi tienda?—No, mi amo. Jamás.Vespasiano la miró a los ojos detenidamente, tratando de averiguar si decía la verdad.

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Lavinia lo miró con franqueza, hasta que ya no pudo sostener su mirada y bajó la vista. Suhistoria parecía auténtica. Pero si aún amaba a Vitelio, cabía la posibilidad de que él lapersuadiera a robar o que ella le preparara el acceso a la tienda, y así el tribuno pudiera entrary coger el pergamino una vez ella se cansara de esperar y se marchara.

—Puedes irte, Lavinia. —Vespasiano agit ó la mano. — Pero quiero que recuerdes esto: siVitelio te pide alguna otra vez información sobre mí o concierta otra cita, quiero saberlo. Y teadvierto que, de ahora en adelante, si no me dices la verdad, las repercusiones serándolorosas. ¿Queda claro?

—Sí, mi amo.—Bien. Vete.—¿Cómo ha ido entonces? —preguntó Flavia a Lavinia aquella tarde mientras esperaban

a que se terminaran de levantar las tiendas.—Creo que me creyó, ama. ¿Pero por qué tenía que decir que Vitelio estuvo en la tienda

anoche?—¿Habrías preferido decirle la verdad e implicar a Cato?—No, ama, claro que no.—En ese caso, si quitamos a Cato de la escena, alguien debe ocupar su lugar. Vitelio

reúne las condiciones perfect as. Para el caso, es el hombre ideal.Lavinia miró sorprendida a su ama. Era obvio que había algo más apart e de salvarle la piel

a Cato. La expresión satisfecha que tenía Flavia al observar inconscientemente a loslegionarios tirar de las cuerdas tensoras revelaba algo más que la tranquilidad de salvar al

 joven optio, y Lavinia no pudo evitar preguntarse si ella y Cato eran sólo las piezas de unatrama compleja. Flavia volvió a mirar a la esclava.

—Recuerda que debes procurar no variar la historia que acordamos, Lavinia. Mantén esaversión y todos estaremos a salvo, ¿de acuerdo? Pero no me pidas más explicaciones. Cuantomenos sepas, más honesta parecerás. Confía en mí.

—Sí, ama.

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C a p í t u l o XXVIIILa sexta centuria avanzaba por la campiña gala, exuberante de flores de primavera. Los

legionarios charlaban y bromeaban animados, y de vez en cuando se les oía cantar a gritoscanciones subidas de tono para hacer la marcha más amena. Y no decaían a pesar del pasorápido que Macro había ordenado, pues estaba ansioso por llegar al lugar de destino y dejar alsecretario imperial antes de que éste le incitara a cometer un acto de violencia. Narciso nohabía dejado escapar ninguna ocasión para hacer comentarios sarcásticos dirigidos al ejércitoy sus soldados, y en concreto a Macro. Al centurión le habría encantado partirle la boca de unpuñetazo a aquel miserable, aunque sólo fuera una vez, para hacerle entender que no podíacomportarse de aquel modo: «Allá donde fueres, haz lo que vieres, de modo que, en el ejércitote metes la lengua en el culo y muestras algo de respeto». Macro sonrió ante la idea, perosabía que nunca podría expresarla, y menos cara a cara, a un amigo íntimo y confidente delemperador. De modo que no tenía otro remedio que aguantar de mala gana el sarcasmo y lascríticas con buena cara, el destino de todo aquel sometido a la inseguridad de esta clase de

arribistas. El tormento era menor para Cato, dado que su origen común ayudaba a laconversación, a pesar de que Narciso hacía pat ente que, pese a las circunstancias del pasado,un abismo les separaba por su clase social. Afortunadamente, la única ocasión de conversarsurgía durante los descansos de la marcha y al final del día, cuando la centuria acampabapara pasar la noche. Durante la marcha, Macro y Cato encabezaban la columna, aunque unoficial más ambicioso se habría situado junto a la camilla del secretario imperial para darleconversación y habría aprovechado cualquier ocasión para adularlo. Pasado el primer día,Macro se empeñó en inspeccionar los equipos en cada descanso de la marcha. Sus hombresveían con curiosidad el entusiasmo con el que hacía la revisión y movían la cabeza en silenciocuando el centurión tiraba de las correas y se aseguraba de que los soldados mantenían lasarmas en condiciones.

La noche del tercer dí a de escolta, Macro calculó que llegarían a la costa al crepúsculo deldía siguiente, gracias a la marcha constante de la centuria. Si salían poco antes de nacer eldía y aceleraban el paso, podrían reunirse con el cuerpo principal del ejército antes delanochecer.

—Muy bien, centurión —afirmó Narciso con aprobación—. Además, si llegamos de nochellamaremos menos la at ención. Dadas las circunstancias, sería lo mejor.

Cato y Macro se miraron: de hecho, las circunstancias eran todo un misterio. Narciso nohabía dado ningún tipo de información en los tres días que llevaban juntos, y Macro erabastante buen soldado para no discutir sus órdenes. También tenía su orgullo y noconcedería al secretario imperial la satisfacción de negarle cualquier información que pidiera.Haría falta una t áctica más sutil.

—¿Más vino, señor? —Macro le ofreció el jarro con una sonrisa forzada.Esta vez fueron Narciso y Cato los que se miraron, sorprendidos ante la transparencia de

la invitación. Narciso se rió.—Sí, por favor, centurión. Pero me temo que haría falta más vino del que tenemos para

soltarme la lengua. No tienes más remedio que esperar.El sonrojo de Macro era visible a pesar del resplandor de la lumbre. Las noches aún eran

algo frías, y los hombres agradecían el calor de las hogueras y una cena caliente antes de irsea dormir. Piso se las había arreglado para llevarse comida de la reserva de los oficiales delEstado Mayor, y es que Vespasiano deseaba causar una buena impresión al distinguidoinvitado. Los comensales rebañaban los platos de argento, que el guardaespaldas de Narcisohabía sacado de un arcón, en los que se servía el estofado de carne de venado y verduras delt iempo. Macro se sirvió una segunda ración, chasqueó los labios y se los limpió con el dorso dela mano. Ello le valió una mirada de reprobación por parte de los otros dos, pero Macro los

contempló con indiferencia y se acabó el vino de la copa de un t rago para rellenarla otra vez.—Da gusto ver a un hombre disfrutar con la comida —señaló Narciso con una sonrisamaliciosa—. Aunque no se trate de un bocado sofisticado como el que se suministra a lossoldados rasos. Debo decir que casi me sient o uno de los vuestros al compartir las privacionesde la marcha, las raciones de campaña y la vida de ext erior entre las tierras salvajes de la Galiaagreste.

—¿La Galia agreste? —Macro le miró con asombro—. ¿Qué t iene de agreste?—¿Has visto algún teatro a nuestro paso por Durocortoro? ¿Hemos pasado ante alguna

finca ajardinada? Lo único que he visto ha sido un puñado de granjas en estado lamentable yalguna que ot ra posada mugrienta. A eso me refiero cuando digo agreste, centurión.

—Las posadas no tienen nada de agreste —replicó Macro con brusquedad.—No es que sean las posadas en sí, sino ese brebaje asqueroso que venden como vino.

Puede que lo devuelva todo antes de ocasionar más malestar a mi pobre estómago.—Pues tómeselo con calma, señor —dijo Cato con una sonrisa burlona—. Y dí ganos para

qué va a Gesoriaco. No creo que sea para supervisar la invasión..., los planes para ello ya debende est ar hechos desde hace meses. Algo ha ido mal, ¿verdad?

Narciso le miró pensando en qué iba a decir.—Sí, no puedo decir gran cosa. Pero hay mucho en juego. Debo llegar a Gesoriaco vivo.

Tengo que entregar cierta información para el general Plautio. Si algo me ocurriera, dudo quese llevara a cabo la invasión; y si no hubiera invasión, me temo que el emperador tendría susdías contados.

Narciso vio la incredulidad que levantaron sus palabras y se inclinó para hablarles más decerca, con la mitad de la cara hundida en la penumbra.

—El Imperio está en peligro como jamás lo habí a estado. Incluso sigue habiendo idiotas enel Senado que se creen capaces de gobernar el Imperio. No hacen más que intentar restarautoridad al emperador..., por eso tengo que ir a Gesoriaco. Muchos dicen que Claudio es unsimplón. —Sonrió con tristeza—. Siento mucho que os sorprenda oír esto. Y puede que seacierto, pero es el único emperador que tenemos y la dinast ía Julio-Claudia podría llegar a su fincon él.

—Hay quien afirma que puede que llegue a su fin igualmente —dijo Cato.—¿Y luego qué? —Preguntó Narciso con amargura—. ¿Vuelta a la República? ¿De qué

modo nos beneficiaría? Se repetirían las discusiones en el Senado, que se extenderían a lascalles en forma de actos violentos hasta que la guerra civil desgarrara el mundo civilizado. Alleer las tonterías infundadas de los historiadores republicanos, uno diría que en los días deSila, Julio César, Marco Antonio y los de su clase marcaron una especie de edad de oro.

Aquellos «héroes» pasaron a la historia con la sangre de tres generaciones de ciudadanosromanos. Necesitamos emperadores, necesitamos la estabilidad que proporciona unaautoridad que domine el estado. Los romanos ya no somos capaces de vivir bajo otrascondiciones.

—¿Somos?—De acuerdo, los romanos y libertos —reconoció Narciso—. Admito que mi destino está

vinculado al del emperador. Sin su mecenazgo, algún que otro senador alzaría al populacho yme quitarí an de en medio en cuest ión de dí as. Mi aniquilación sería sólo el principio. Incluso losque estáis en la frontera sufriríais las repercusiones.

—A mí no me importa quién esté en el poder —dijo Macro—. Yo no soy más que unsoldado. Siempre habrá un ejército, y eso es lo que importa.

—Puede. ¿Pero qué clase de ejército? Si Claudio cae, también entraréis en guerra..., pero

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contra romanos. Incluso os podrían llamar a luchar contra hombres que ahora consideráisamigos. Pensadlo. Y luego dad las gracias al emperador.

Cato miró a su centurión, a quien los ojos le brillaban con la luz de la hoguera. En la caradel joven se dibujó una sonrisa vacilante, y éste se volvió hacia Narciso.

—Nos estás poniendo a prueba, ¿verdad? Para ver cómo reaccionamos.—Por supuesto —admitió Narciso inmediatamente—. Un hombre ha de conocer la

inclinación de los demás con respecto a cuestiones fundamentales.—Siempre y cuando haya paz —rió Macro.—El silencio, centurión, puede ser tan comprometedor como las palabras. Pero dudo que

tú o tu optio supongáis una amenaza para el emperador. De modo que estáis a salvo..., demomento.

Macro buscó con inquietud la mirada de su optio para asegurarse de que el secretarioimperial bromeaba. Pero la mirada pétrea del joven le bastó para guardarse una risotadacomplaciente.

—En fin, ya hemos hablado bastante de esto. —Narciso se terminó el vino y dejó la copafrente a la jarra de vino. —Un penúltimo trago y a dormir. No sabéis la tranquilidad que me daestar lejos de las intrigas de Roma. Uno podría acostumbrarse a la vida que lleváis aquí.

Propongo un brindis —dijo, y Macro llenó hasta la mitad la copa que se le ofrecía y luego sellenó la suya hasta el borde.

—¡Por la buena vida! —Narciso alzó su copa—. ¡Por el ejército, que...!Una flecha surgió de la oscuridad y el secretario imperial gritó al salir disparada su copa y

romperse contra una roca. Narciso se apretó contra el pecho la mano que sostenía la copa ycontrajo la expresión en un gesto de agonía.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Cato.—¡A las armas! ¡¡A las armas!! —bramó Macro soltando la copa.Se puso en pie al instante y corrió a por su espada y escudo, apoyados contra la camilla.

Tan sólo un grupo de hombres que había cerca de la hoguera se pusieron de pie, cuandosobre ellos cayó una lluvia de flechas. Muchas iban dirigidas a Narciso, pero afortunadamenteno le alcanzaron; algunas cayeron sobre la hierba y otra se clavó en un trozo de madera delfuego, que iluminó por un segundo la oscuridad al saltar las chispas. El secretario imperialreaccionó enseguida y corrió a ponerse a cubierto bajo el carro de equipaje de la centuria,donde se t endió entre las ruedas y permaneció inmóvil.

Cato se apresuró a coger su escudo y desenvainar la espada, cuando un legionario fuealcanzado por la espalda mientras se pasaba por la cabeza la cota de malla. El soldado soltó

un resoplido al recibir el impacto y cayó al suelo de bruces, a la vez que sus manos buscaban atientas el asta hundida en el omoplato.Cato se cubrió con el escudo y corrió hacia el legionario herido, que empezó a toser y a

escupir sangre.—¡Déjalo! —Gritó Macro, y señaló a los otros soldados—. ¡Dales la orden de formar

alrededor del carro!Con el resplandor rojo de las llamas, Macro se abrió paso entre la centuria obligando a sus

hombres a agacharse y empujándoles hacia el carro. Algunos aún estaban aturdidos y se lestenía que poner el escudo y la espada en las manos para que reaccionaran y se precipitaranhacia el carro. Dos hombres más habían sido abatidos cuando Cato hubo formado unperímet ro irregular de soldados alrededor del carro bajo el que estaba el secretario, asombradopor la actividad que se desarrollaba ante él. Los legionarios se arrodillaron tras los escudos,como se les había enseñado que debían hacer ante un ataque de proyectiles. Pero nollevaban la armadura, y las túnicas de lana no frenarían las flechas ni las posibles estocadas.La mayoría no habían tenido tiempo de ponerse los cascos y mantenían la cabeza agachadapara protegerla de las flechas que surgían zumbando de la oscuridad y chocaban contra losescudos con un chasquido. Cato sabía que, debido a la trayectoria casi horizontal de lasflechas, los atacantes estaban cerca, de modo que se preparó para lanzarse contra ellos. Miró

a su alrededor y vio unos veinte hombres con él y otros más, encabezados por Macro, que seacercaban con dificultad desde la primera hilera de t iendas.

De repente, la descarga de flechas cesó, y al momento se oyó un fragor de gritos debatalla que salía de la oscuridad para precipitarse sobre ellos. De la penumbra surgieronformas oscuras y, desde no muy lejos, se oyó acercarse un ruido de cascos.

—¡Listos para afrontar a la caballería! —Gritó Cato—. ¡Acercaos a mí y cerrad el cí rculo!El pequeño grupo de hombres se apiñó alrededor del carro cuando apareció una veintena

de hombres a la refulgente luz de las hogueras, con las caras barbudas descompuestas por losgritos. Vestían gruesas capas negras, cascos puntiagudos y unas espadas con hojas curvas.Se lanzaron al ataque con una ferocidad que pocos romanos habían visto antes. Los tresprimeros se estrellaron contra los escudos y cayeron al suelo en una maraña de capas,escudos, brazos y piernas, y, al instante, los romanos que tenían cerca se encargaron dematarlos. Los demás agresores llegaron al t iempo que se iniciaba una lucha desesperada en laluz naranja de las llamas.

La fila romana se disolvió en una masa de enfrent amientos individuales, y Cato, perdido elmando de la unidad del grupo, se encontró ante un enemigo enorme, fornido, cuya expresiónse distorsionó al dar un gruñido. Éste vio enseguida a su joven oponente e hizo ademán de

abalanzarse sobre él. Cato se estremeció, pero mantuvo su posición, escudo en alto, con laespada a un lado. Al ver que su intento de asustar a Cato no surtió el efecto esperado, soltóuna risotada y esgrimió la espada en un arco dirigido a la cabeza de Cato; pero el escudo paróel golpe en un extremo y la cuchilla se desvió al suelo y arrancó un terrón de turba. Cato sintióel impacto desde la yema de los dedos hasta el hombro y gritó. El ímpetu del golpe llevó alhombre al suelo, y Cato cayó sobre una rodilla y se apartó a un lado para no ser aplastado porel enemigo; entonces le ensartó ferozmente la espada en las costillas. Éste se derrumbó conun gemido apagado y retiró la mano del joven de la espada hundida. Cato le dio una patada enla espalda e intentó arrancar la cuchilla sacudiendo a lado y lado el arma con muecas deesfuerzo; el guerrero gemía agonizante. Pero era inútil: la cuchilla estaba hundida entre lascostillas y sería difícil recuperarla. Cato miró a su alrededor y vio que la mayor parte deatacantes había caído, junto con algunos romanos.

Cerca de él había un hombre que había perdido su escudo y sólo tenía su brazo alzadopara defenderse de la espada que estaba a punto de desplomarse sobre su cabeza. Con unalarido violento, Cato se precipitó con su escudo contra la espalda del agresor, con lo queambos cayeron sobre la hierba. Cuando se puso en pie, el hombre al que acababa de salvar yale había abierto la garganta a su agresor con la daga.

Los adversarios se marcharon de forma tan inesperada como habían llegado, y losromanos se quedaron de pie, desconcertados ante la fugacidad de los hechos.

—¿Qué carajo estáis haciendo? —Gritó Macro a la vez que corría hacia el carro con loshombres que quedaban—. ¡Ya habéis oído al optio! ¡Listos para afrontar la caballería!

Por un instante, Cato se había olvidado de los caballos, pero ya estaban cerca, y loslegionarios se apresuraron a cerrar filas alrededor del carro con los escudos entrecruzados ylas espadas y jabalinas en ristre.

El segundo ataque llegó tan de súbito como el primero: de la oscuridad surgió una fila de jinetes pertrechados como el primer grupo de atacantes (unos con arcos, ot ros con lanzasbajo el brazo) que se acercaban emitiendo su temible grito de guerra. Macro miró enseguida aCato para comprobar que estaba ileso.

—¡Coge una espada, imbécil!

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Cato se dio cuenta de que estaba desarmado y cogió al instante la primera arma queencontró, uno de los sables enemigos. Al estar acostumbrado al peso y manejo de la espadacorta, resultaba ext raño asir aquella arma.

—¡Manteneos firmes, muchachos! —Les gritó Macro—. ¡Manteneos firmes ysobreviviremos!

Cuando los jinetes est uvieron lo bastante cerca, los romanos se irguieron: los que llevabanarcos desenvainaron flechas y esperaron a que algún romano estúpido se pusiera a tiro paraacribillarlo; los que empuñaban lanzas avanzaron entre el círculo de escudos. Se abalanzaroncon los caballos contra el muro de escudos, empujaron a los legionarios contra el carro yempezaron a clavar las largas cuchillas de las lanzas. La fuerza de los caballos y el miedo delos arqueros obligó a los romanos a mantenerse agachados bajo los escudos por puro instintode conservación. Algunos no perdían ocasión de dar estocadas a todo hombre o caballo a sualcance, y, alguna que otra vez, se oía algún grito o relincho que indicaba que habían sidoalcanzados. Pero los romanos no tenían al tiempo de su parte: ya habían caído cuatrohombres alrededor del carro y el suelo era un charco de sangre.

Para Macro era demasiado evidente cuál sería el resultado del enfrentamiento si tratabande defenderse: mermarían en número, y un ataque final eliminaría a los supervivientes. Justo al

pensar esto, el destino intervino de una forma curiosa. Dos jinetes descubrieron de pronto alsecretario que se escondía bajo el carro y lanzaron los caballos contra los romanos. Desde lamontura, se agacharon y dieron estocadas con las lanzas por debajo del carro. Narciso seapartó de éstas con un grito. Macro corrió en su ayuda, con la boca abierta en un gruñidoferoz. Agarró a uno de los hombres de un brazo y lo tiró del caballo. Una herida de espada enlos ojos lo dejó indefenso, y el centurión se apresuró a recoger la lanza del agresor parahundirla en la espalda del otro.

Mientras, Cato se puso en pie para emprenderla a patadas con el hombre que tenía máscerca.

—¡Arriba y a por ellos! ¡Vamos, arriba! ¡A la carga!Los romanos se abalanzaron sobre sus atacantes prorrumpiendo en gritos la orden de

ataque. Los oponentes, sorprendidos, se detuvieron momentáneamente, lo cual fue un errorfatal. La infantería romana se abrió paso entre ellos y empezó a echarlos abajo de los caballospara liquidarlos al caer al suelo. La cruenta escaramuza t ardó poco en t erminar; sólo quedaronun puñado de enemigos que intentaban huir y otros que ya se escapaban en la oscuridad de lanoche.

Cato se apoyó sobre su escudo; las venas le palpitaban y respiraba con dificultad. Entre

las hogueras había esparcidos los cuerpos inertes de la refriega. Los legionarios ibanrematando a los enemigos heridos que quedaban post rados en el suelo.—¡No! —gritó Narciso al salir a rastras de debajo del carro—. ¡No los matéis!El agudo tono de su voz detuvo a los soldados en su truculento empeño, espadas en alto,

a la espera de que Macro diera la contraorden de aquella ridícula instrucción.—¿Que no los matemos? —Macro estaba perplejo—. ¡Estos cabrones han estado a

punto de degollarte! ¡A t i y a nosotros!—¡Centurión, debemos tener prisioneros! Debemos averiguar quién es el responsable del

ataque.Macro se dio cuenta de que Narciso tení a razón. Se limpió la espada en la capa de uno de

los atacantes y la envainó.—¡Muchachos! ¡Si alguno de estos cabrones respira todavía, arrastradlo hasta aquí!

¡Jefes de sección! ¡Pasad lista y comunicad de inmediato el número de bajas al opt io!Poco después el campamento se llenó de gritos y gemidos de los romanos heridos que

recibían los primeros auxilios de la mano de sus compañeros inexpertos; Macro miraba con iraa los tres guerreros sent ados a sus pies. Cato salió de entre la oscuridad.

—¿Cuál es el recuento de la carnicería?—Ocho muertos y dieciséis heridos, señor.

—De acuerdo. Quitadles los cascos a los muertos, y destaca a un grupo de hombres paraque los entierren.

—¿Y mis camilleros? ¿Y mi guardaespaldas? —pregunt ó Narciso mientras se curaba unamano herida.

—Uno está muerto, el otro desaparecido, y el guardaespaldas está inconsciente... Alguienha dicho que lo golpeó un caballo.

—Muy bien, malditos cabrones —bramó Macro, y le dio una patada en el brazo al guerreroque tenía más cerca, quien soltó un fuerte grito de agonía—. Ocho de mis hombres estánmuertos. Ni se os ocurra pensar que no correréis la misma suerte. Pero podemos acelerar elproceso o bien hacer que sea lento y doloroso. Depende de las respuestas que le deis a estecaballero.

Señaló a Narciso con el pulgar y se hizo a un lado. El secretario imperial los miraba confuria, las manos en las caderas, pero a cierta distancia de ellos.

—¿Quién os ordenó matarme?—¿Matarte? —Preguntó Cato—. Pensaba que eran bandidos.—¡Bandidos! —Macro soltó una carcajada—. ¿Has oído alguna vez que un grupo de

bandidos atacara a una centuria? ¿No? Pues no seas estúpido. Además, fíjate en ellos, fíjate

en la ropa y las armaduras. Éstos forman parte de algo más organizado.—¿Como una unidad del ejército, por ejemplo?—Por ejemplo.Narciso alzó una mano para pedir silencio y volvió a hacer la pregunta:—He dicho ¿quién os ordenó matarme?Ninguno de los tres levantó la vista, incluso al repetir la pregunta con más energí a.—¿Centurión?Macro se acercó y propinó otra patada, esta vez a la cabeza. El hombre cayó a un lado

sobre el suelo con un grito agudo.—¿Me lo vas a decir?El hombre que aún no habí a recibido ningún golpe les miró y dijo algo en una lengua que ni

Macro ni Cato entendieron. Terminó la frase escupiendo a Narciso en el borde de la túnica.Macro hizo ademán de darle una patada.

—¡No! —Narciso alzó la mano—. No hay necesidad. Creo que conozco su lengua. Sonsirios. Si son quienes creo que son, tardarán en hablar.

—Yo no me f iaría, señor —dijo Macro a su vez con frialdad—. Hay ot ras formas de...—No tengo tiempo. No podemos retrasarnos. Nos llevaremos a estos hombres como

prisioneros. Una vez lleguemos a Gesoriaco, se les podrá dedicar t iempo de sobra. Ocupaos deque estén bien atados. Mañana pueden marchar t ras mi camilla.

A la mañana siguiente, cuando la centuria se preparaba, se conoció el resultado definit ivode las bajas. Se encontraron doce cuerpos más, entre ellos, más romanos, y los enterraron atodos en una zanja cavada precipitadamente, antes de que la centuria levantara elcampamento. Macro había ordenado a sus hombres marchar con el traje de campañacompleto, y emprendieron el camino a Gesoriaco con paso cansino, en formación cuadradaalrededor de la camilla de Narciso y el carro que transportaba a los heridos. El centurión notuvo piedad con los prisioneros, a los que mandó sujet ar tobillo con t obillo con la misma cuerdaque les ataba a la parte trasera del carro. Pese al agotamiento que arrastraban de la nocheanterior, se decidió que no harían ningún descanso hasta no estar a salvo de camino a lacosta. De vez en cuando, aparecían en la lejanía un par de jinetes que seguían de cerca a la

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centuria a la espera frustrada de la ocasión para atacarles. Poco antes del anochecer, loscaballos dieron media vuelta y desaparecieron tras una colina que se extendía a lo largo delcamino. A medida que caía la noche, el paso de la centuria se aceleraba y los soldadosmiraban con nerviosismo las sombras que empezaban a formarse a su alrededor, a la esperade una nueva emboscada.

Por fin dejaron atrás la cresta de la última colina, y Cato soltó una exclamación deasombro. A sus pies se extendía un inmenso campamento militar, plagado de miles dehogueras y braseros. En la zona había concentradas cuatro legiones al completo, además delmismo número de cohortes auxiliares de especialistas, ingenieros, constructores navales yoficiales de planificación: unos cincuenta mil hombres en total. Pero al acercarse a las puertasdel campamento, Macro se dio cuenta de que algo iba mal. Fuera de la base merodeabanpequeños grupos de hombres, desarmados y sin uniforme, y otros que jugaban a los dados osimplemente estaban sentados bebiendo ajenos a la llegada de la centuria.

Antes de que la sexta centuria fuera anunciada por alguno de los legionarios delcampamento, ésta fue interceptada por un oficial a caballo escoltado por varios centurionesque les ordenaron detenerse. Una vez confirmada la identidad del secretario imperial, el oficialdictó la orden inmediata de traslado de los prisioneros a un lugar seguro, y, a continuación,

acompañó al enviado del emperador al cuartel general del ejército. Aquella fue la última vezque Macro y Cato vieron a Narciso. Nadie se molestó en darles las gracias por el éxito de lamisión, ni se reconocieron las vidas que se perdieron por la causa.

El prefecto del campamento de la novena se presentó para organizar el traslado de losheridos al hospital de la novena legión. Luego condujo al resto de la sexta centuria fuera delcampamento, a una zona despejada, a pocos kilómetros del lugar dispuesto para la segundalegión.

La sexta centuria montó las tiendas rápidamente y, una vez colocadas las estacas, lossoldados enseguida se durmieron exhaustos.

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C a p í t u l o XXIXDos días después la segunda legión llegó al lugar donde se había establecido la sexta

centuria, y éste se llenó de soldados que hacían esfuerzos por levantar las tiendas. Según elprotocolo militar, la tienda del legado fue la primera en levantarse, y a continuación las de losoficiales superiores. Sólo después se permitió a los soldados rasos mont ar las suyas, algo mássencillas.

Vespasiano estaba sentado a una mesa pequeña en su tienda de mando, separada delas dependencias de los criados. De ella entraban y salían oficiales del cuartel general, quedejaban las tablas de madera que debían cubrir el suelo y desembalaban muebles y otrosobjetos. Sobre el ajetreo, oía a Flavia darles órdenes y apremiarlos. Él sabía que su esposa sealegraba de haber terminado el pesado viaje y de poder olvidarse de los apuros que suponíauna larga marcha, al menos, durante unas semanas, pues pronto debería emprender un viajeaún más largo hacia el sur, hacia Roma.

Vespasiano no estaba tan animado, pese a que Flavia le había devuelto el manuscrito

perdido pocos días atrás. Lo había encontrado entre juguetes en el arcón de viaje de Tito, yvio que el destinatario era su marido. El niño le dijo que lo había encontrado en el suelo; almenos, eso dijo ella, y, dada su temprana edad, era incapaz de ser más explícito. Vespasianoabrazó a Flavia al recuperarlo para luego guardarlo bajo llave en el lugar más oculto de suarcón. Todo apuntaba a que el ladrón había perdido el pergamino al huir de la tienda demando. Vespasiano se horrorizó ant e la idea de haber podido poner en peligro la seguridad delImperio. ¿Qué habría sucedido si, en vez de Tito, otra persona hubiera encontrado eldocumento? ¡Por Júpiter! No quería ni pensarlo. Pero la alegría de Vespasiano al recuperar elpergamino estaba empañada con la grave situación que se daba más allá de los confines desu tienda de mando.

A un día de marcha de Gesoriaco, un mensajero enviado por Plautio traía nuevasórdenes. Según la opinión del comandante del ejército —y aquí fue donde Vespasiano advirtióla intervención de Narciso—, no sería prudente que la segunda legión sofocara el motín. Seríamás efectivo acallar la rebelión por la vía diplomática que con la acción directa, pues seríaimprudente que el ejército iniciara una campaña importante con el reciente recuerdo de unarepresión cruenta. Tendría que aceptarse un retraso en la salida hacia Britania para podersofocar el motí n.

En lo que incumbía a Vespasiano, la misiva traía peores noticias: la segunda legión noestaría incluida en la primera oleada invasora. Otras dos legiones se habían estadopreparando en operaciones anfibias durante los últ imos meses y a ellas se concedería el honorde desembarcar y levantar la cabeza de playa para el resto del ejército. Vespasiano sabía quesi los britanos decidían ir a la playa al encuentro de los invasores, toda la gloria y el provechopolítico recaerían sobre los comandantes y oficiales de las unidades en punta de lanza. Previocon pesimismo un largo período de operaciones de limpieza, un desagradable proceso dedesgaste sin coronas de laureles que sería una simple anotación en las historias épicas que secontarían por las calles de Roma.

Siempre y cuando se lograra sofocar la rebelión.Al cruzar la base principal para informar a Plautio, el legado sintió una decepción al

presenciar la falta total de disciplina en las otras legiones. Pocos eran los soldados que semolestaban en saludarle al pasar y, aunque ninguno le había dicho nada, sus miradasdesafiantes —que le retaban a ejercitar su autoridad— enfurecieron a Vespasiano. Los únicosque todavía vestían el uniforme eran la escolta personal del comandante y los oficiales, quedesempeñaban su trabajo hasta donde les era posible.

Vespasiano fue conducido hasta el edificio de madera del cuartel general, situado en elcentro del inmenso campamento militar, y donde Narciso estaba sentado, junto al general

Plautio, en una mesa con un mapa. Vespasiano había coincidido con Plautio ant eriormente enalgún acto social, antes de alistarse en el ejército, y le impresionó ver la expresión cansina yhastiada del general.

—Me alegro de verte otra vez —dijo Plautio con una sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo.Habría preferido verte en mejores circunstancias. ¿Conoces a Narciso?

—No, señor, aunque su reputación le precede. Vespasiano asintió con la cabeza para notener que dar su opinión.

—Debo agradecerte la protección que han ofrecido tus tropas, legado.—Daré las gracias de su parte a los hombres que las merecen, si no se las ha dado ya

usted. —Todo un detalle.—Si me permiten... Vespasiano, el informe, por favor. —Plautio le invitó a sentarse. — ¿En

qué condiciones se encuentra tu legión? —Todavía reaccionan a las órdenes, si se refiere aeso, señor. —De momento, quizás. En pocos dí as, harán como las demás. — ¿Han descubiertoya a los cabecillas del motín? —preguntó Vespasiano.

—Gracias a Narciso tenemos sus nombres. El tribuno Aurelio, dos centuriones y unosveinte legionarios. Todos fueron t rasladados de las legiones dálmatas a la novena, con todo enregla, como podrás imaginar. — ¿Han exigido algo?

—Solamente que no se lleve a término la invasión. Han conseguido convencer a losdemás de que lo único que pueden encontrar al otro lado del océano son demonios y unamuerte segura.

—Tampoco es que sea un gran océano —añadió Narciso—. Pero las palabras tienencierto efecto depresivo sobre la imaginación de personas como los militares. Sin incluirles austedes, por supuesto. —Sonrió. — Me temo que estamos ante un acto de traiciónpremeditado, señores. Algo más sofisticado de lo que el tribuno Aurelio y su banda deamotinados pudieran urdir. Vespasiano y yo ya hemos decidido que lo mejor sería eliminar aeste grupo. Pero antes debemos descubrir la identidad de los instigadores en Roma. Aurelio ysus hombres fueron descubiertos cuando mis espías interceptaron un mensaje que enviabana sus caudillos de Roma. Desgraciadamente, el mensajero falleció antes de poder dar elnombre del supuesto destinatario. Así es la vida... bueno, no en su caso. Luego existe elasunto de la emboscada en el camino al salir de Durocortoro. Es evidente que los adversariosse enteraron de mis planes de viaje y del propósito de éste. Parece que alguien de «nuestrobando» no es lo que aparenta.

—Me llegó la noticia del ataque que sufristeis. Me han dicho que tenéis prisioneros. ¿Hanhablado ya?

—Me temo que no dijeron gran cosa antes de morir —contestó Narciso, lamentando el

inconveniente—. Se les interrogó a fondo, pero sólo se pudo averiguar que eran sirios, y,supuestamente, asaltantes de caminos. Es todo lo que les sacamos antes de degollarlos.

—¿Un grupo de asaltantes? —Vespasiano sacudió la cabeza. — Bastante inverosímil; ymás si asaltaron a una unidad militar...

—Exactamente —añadió Narciso—. Es casi imposible. Sus cabecillas pueden (o podían)estar orgullosos de su lealtad. Pero hay algo más preocupante todavía. He oído hace unosdías que, al parecer, una caballería de arqueros sirios ha desertado de una cohorte auxiliar deDalmacia para unirse a este ejército.

—¿De Dalmacia? —Preguntó Vespasiano con aire pensativo— ¿De la orden deEscriboniano?

—Así es.—Ya veo. ¿De qué unidad?

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—De la de Gayo Marcelo Dexter —respondió Narciso mirando de cerca al legado.—Me suena el nombre; puede que mi mujer lo conozca. ¿Y cree que los hombres que le

atacaron pertenecían a esta unidad? —preguntó Vespasiano.—Pronto lo sabremos. La cohorte llegará dentro de tres días. Guardaremos los cuerpos

hasta entonces y alguien los identificará.—Si pertenecían a esa unidad —añadió Plautio—, la conspiración es más compleja de lo

que temíamos. La pregunta es: ¿podremos sofocarla a tiempo para iniciar la invasión esteaño?

—Debemos, mi querido Plautio —dijo Narciso con firmeza—. No hay alt ernativa posible. Elpropio emperador tiene planes de unirse al ejército en Britania.

—¿Ah, sí? —Vespasiano se volvió hacia Plautio—. Pensaba que usted sería elcomandante en jefe, señor.

—Parece ser que no —respondió Plautio encogiéndose de hombros—. La mano derechadel emperador, aquí presente, me ha pedido que llame al emperador a nuestro «rescate» unavez el ejército esté preparado en la capital de Trinovante.

—Tranquilo, general —dijo Narciso a la vez que le daba una palmadita en la mano aPlautio, quien la retiró con su otra mano como si la hubiera tocado una serpiente—. Son

relaciones públicas necesarias. Usted estará al mando de toda la campaña. Claudio estarápresente para figurar, para conducir al ejército victorioso en la capital, para repartir las medallasy volver a Roma para celebrar el triunfo.

—Si el Senado se lo confiere —le recordó Vespasiano.—Ya está hecho. —Narciso sonrió—. Me gust a hacer planes a largo plazo, facilitar la labor

a los historiadores. De modo que Claudio tendrá su triunfo, el Imperio tendrá una nuevaprovincia, evitaremos una indeseable guerra civil, y nuestras carreras estarán garantizadaspara un futuro inmediato, que, cabe decir, no siempre es tan largo como uno desearía. Y todosaldrá tan bien como cabe esperar, siempre y cuando...

—Siempre y cuando sofoquemos el motín y metamos a las legiones en los barcos —terminó Plaut io con aire cansino.

—Eso es.Vespasiano ent ró en la conversación:—¿Y cómo lo conseguiremos?—Tengo un pequeño plan. —Narciso se dio un golpecito en la nariz. — No puedo

decírselo a nadie si queremos que funcione. Pero confiad en mí , es un plan magnífico.—¿Y si no funciona? —preguntó Vespasiano.

—En ese caso, os haré sitio en la cruz junto a la mía.Una vez la segunda legión se inst aló para pasar la noche y se dio a los cent inelas la ordenestricta de no permitir a nadie la entrada ni salida de la base, Vespasiano mandó llamar aMacro para que le presentara un informe completo de lo sucedido. Éste le había dado uninforme sucinto previamente, pero dada la atmósfera de secretismo que reinaba en el cuartelgeneral, Vespasiano quería recoger la mayor información posible. Ya entrada la noche,Vespasiano hizo pasar a Macro a su tienda, y éste se cuadró ante la mesa del legado.Vespasiano se estaba poniendo al día con el papeleo a la luz de un par de lámparas de aceite.Una vez se volvió a cerrar el faldón de la entrada a la tienda, el legado soltó el estilo y cerró eltintero.

—He oído que ha sido un viaje muy duro.—Sí, señor.—¿Has perdido a muchos hombres?—Ocho han muerto, y seis de los heridos se están recuperando en el hospital de la

novena.—Las pérdidas se añadirán al fondo común de reclutas.—Sí, señor.—Quiero que me cuentes detalladamente cómo sucedió. No pases nada por alto y

cuéntamelo tal como ocurrió, sin adornos.Vespasiano escuchó atentamente a Macro, que, mirando fijamente al fondo de la tienda,

pronunció con voz monótona un discurso prosaico que narraba la emboscada sufrida durantela marcha y el final del viaje hasta Gesoriaco. Cuando hubo concluido, Vespasiano le miró conseveridad.

—Y no le contaste a nadie el objetivo de tu misión.—A nadie, señor. Las órdenes eran muy claras.—¿De modo que podemos estar seguros de que los atacantes no actuaban con

conocimiento de información interna?—Sí, señor —asintió Macro antes de dar su opinión al respecto—. No eran un simple

hatajo de ladrones y sinvergüenzas. Esos hombres llevaron a cabo una emboscada planeada ylucharon como militares de carrera. Era muy obvio que iban a por el secretario imperial.

—Ya veo. —Vespasiano asintió sin expresar su decepción. Lo que le había contado elcenturión no aportaba nada nuevo a lo que ya sabía. Si lo que explicaba Macro era cierto, eraclaro que los agresores habían obtenido la información del desplazamiento de Narciso a partirde fuentes ajenas a la legión. Si el centurión no mentía, aquello simplificaría las cosas alsecretario. — Centurión, ¿puedo pedir tu opinión personal..., en términos estrictamente

extraoficiales?Macro se mostró inquieto. Le habría gustado responder: «Depende»; pero un soldado nopodía poner condiciones a un superior, de modo que no tuvo más remedio que asentir, si bienponiendo de manifiesto su reticencia.

—Sí, señor. Supongo que sí .—¿Crees que la invasión de Britania es acertada?—Es política de estado, señor —contestó Macro con recelo—. Es un asunto demasiado

elevado para mí. Supongo que el Emperador y su gabinete lo han planeado tododetenidamente y han tomado la decisión adecuada. No tengo ninguna opinión al respecto.

—He dicho que sería una opinión ext raoficial.—Sí, señor.Macro maldijo para sí al legado por ponerle en una situación tan delicada. Nada de lo que

pudiera decir un subordinado era del todo «extraoficial» si el oficial cambiaba de opinión en elfuturo.

—¿Y bien?—Sencillamente, no conozco t an bien el asunto como para darle una opinión que le pueda

servir de ayuda, señor.Vespasiano se percató de que aquella táctica de indagación había llegado a un punto

muerto. Debía buscar ot ro procedimiento si quería averiguar algo, un procedimiento que libraraal centurión de la responsabilidad de sus palabras.

—¿Qué dicen los hombres?—¿Los hombres, señor? Bueno, algunos están preocupados. Es normal: a ninguno nos

gusta el agua más que para beber. El mar está lleno de peligros. Además, se cuentan historiassobre lo que nos espera al llegar.

—Tu no temes al ejército britano, ¿verdad?—No al ejército en sí . Eso sólo me preocupa como le preocuparía a cualquier hombre que

se enfrenta a un enemigo nuevo. Tiene más que ver con los druidas, señor. Con ellos y los desu clase.

—¿Qué ocurre con los druidas?

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—Los hombres han oído decir que t ienen el poder de invocar demonios.—¿Y tú crees en esas cosas?—Por supuesto que no, señor —respondió Macro, ofendido—. Cualquiera con dos dedos

de frente sabe que eso es una sarta de tonterías. Pero ya sabe cómo son los hombres con lassupersticiones.

—Si no me equivoco, hasta hace poco t iempo tú eras uno de ellos.—Sí, señor.—¿Y t ú no eres superst icioso como ellos?—No, señor. Dejé todo eso atrás cuando me nombraron centurión. Un centurión no tiene

tiempo que perder con ese tipo de cosas.—¿Dónde han oído hablar tus hombres de los druidas?—Uno de nuestros mensajeros se encontró ayer con algunos soldados del campamento

principal, señor. Le hablaron de los druidas y luego dijeron algo sobre el motín.—¿Lo llamaron motí n? —Preguntó Vespasiano—. ¿Seguro?—De hecho, no, señor. Dijeron que seguían siendo leales al emperador y que la invasión

debía de ser una idea descabellada de Narciso que ningún hombre en su sano juicio apoyaría.Llámese como quiera, pero yo sigo pensando que es un motí n, señor.

—¿Y el resto piensa como tú?—Que yo sepa, sí , señor.—Muy bien, centurión. Muy bien. —Vespasiano reclinó la espalda sobre la silla.Al menos, por el momento, la legión era leal al Imperio. Pero a menos que el plan de Narciso

produjera un milagro, sería cuestión de tiempo que la segunda legión se contagiara y sedividiera como las demás. Sin embargo, mientras los oficiales como Macro hicieran bien sutrabajo, el motín podría contenerse, al menos durante unas semanas.

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C a p í t u l o XXXMientras los hombres de la sexta centuria observaban cómo el resto de la legión se

instalaba, Cato abandonó la fila de tiendas y se apresuró entre la multitud de soldados,animales y carros de transporte, y se dirigió hacia la zona donde se situaba el cuartel dellegado. El personal del cuartel general y los carros asignados a Vespasiano estabanadentrándose en la zona junto a la tienda destinada a los vehículos. Dado que el verano notardaría en llegar y la legión sólo acamparía durante dos meses antes de la invasión, elpersonal administrativo del ejército había señalizado el campamento para el levantamiento det iendas, más que de barracones.

Cato se mantuvo a una distancia suficiente de los carros para evitar llamar la atención, ybuscó algún indicio de Lavinia. Los arrieros conducían los carros ent re resoplidos y quejas. Lospasajeros bajaban de éstos para iniciar el pesado proceso de descargar los arcones de viajepara trasladarlos a las grandes tiendas que los legionarios estaban montando. A Cato se leiluminaron los ojos al ver los carros de Vespasiano, y su mirada desesperada y expect ante dio

con la gratificante visión de Lavinia bajando del carro particular del legado con Tito en brazos.Cato se controló para no saludarla o llamarla, y trató de pasar desapercibido entre loslegionarios que t rabajaban con esfuerzo. Observó a Lavinia seguir a su dueña: ambas entraronen una tienda que ya estaba levantada. Cato se quedó mirando la entrada de ésta un buenrato antes de irse andando poco a poco.

Merodeó por la legión hasta el anochecer, cuando llamaron para la cena y se dio cuentade que tenía hambre. Al mediodía no había comido, pues estaba nervioso ante la inminentellegada del resto de la legión con Lavinia y el cent inela herido; era una mezcla extraña de penay terror que resultaba algo dolorosa. Cuando volvió a su centuria, el sol se había puesto y lasfiguras de hombres y tiendas ya eran indistinguibles contra el horizonte. Se habían encendidohogueras para cocinar, y el aire fresco ya transportaba el olor de guisos. A Cato se le habíaasignado la segunda guardia y quería tener el estómago lleno antes de empezar las rondasdetrás del oficial de guardia, para recoger las señales que cada puesto había dejado enparedes y puertas. Macro, sentado junto al fuego de su sección, rebañaba su plato con panrecién horneado. Miró de soslayo a Cato y le pregunt ó:

—¿Dónde has estado?—He ido a dar un paseo, señor.—Conque un paseo, ¿eh? Imagino que no habrás pasado por delante del cuartel del

general.Cato sonrió.—Imagino que es esa mujercita. ¿Todavía estás pendiente de esa chica? —Macro meneó

la cabeza—. ¿Qué te dije sobre todo este asunto en la base? Un soldado que permite que sussentimientos empañen sus pensamientos es un soldado distraído, y el ejército no puedepermitirse ese lujo. Quítatela de la cabeza, chico. De hecho, tal vez pueda ayudarte con eso.Yo y algunos muchachos vamos a ir a la ciudad más t arde... Me las he arreglado para conseguirun pase para comprar provisiones de cebada para la cohorte. Nos han dicho dónde podemosencontrar una posada modesta, pero agradable, que ofrece algo más rico que la bebida dellugar. Si quieres, reúnete con nosot ros una vez hayas terminado la guardia.

—¿Es una orden, señor?Macro lo miró con dureza.—Pues que te jodan, enamorado. Sólo intento ayudarte. Pero si prefieres quedarte ahí

enfurruñado a t omarte unos t ragos con los amigos y olvidar los problemas, estás perdido.Cato sabía que tení a razón. La respuesta cortante del centurión había sido una reacción

impulsiva, y el muchacho lamentaba haberle ofendido.—Señor, le agradezco su invitación, pero ahora mismo no me apetece acompañarle. No

puedo evitarlo.—No puedes evitarlo, ¿eh? —Le espetó Macro—. ¡Pues haz lo que te dé la gana!Se puso de pie y se precipitó furioso hacia su tienda, no sin antes dedicarle una mirada

iracunda al muchacho.Mientras esperaba a que se hiciera la hora del cambio de guardia, Cato se hundió en su

desesperación. Quizás el centurión estaba en lo cierto. ¿Qué historia de amor podía tener conuna chica a la que apenas tenía ocasión de ver? Además, era peligroso relacionarse con ella,dado que podía testificar que él había estado en la tienda del legado aquella noche. Si porcualquier motivo fuera indiscreta, ambos tendrían que enfrentarse a Vespasiano. Y la verdadde lo sucedido sería difí cil de creer. Lo mejor que podí a hacer era olvidarla, olvidarse del amor yseguir adelante. Tal vez, después de todo, se reuniría con Macro y los demás.

Poco después del cambio de la segunda guardia, cuando todos dormían menos algún queotro desvelado, el cent inela de la entrada principal vislumbró a dos personas que se acercabanpor el camino en dirección al campamento. Pidió la contraseña y, al no recibir respuestainmediata, apuntó con la jabalina y les volvió a pregunt ar.

—¡Tranquilo, soldado! —Gritó una voz—. ¡Somos amigos!—¡La contraseña!—¡Somos amigos te digo! Del campamento de al lado.—¡Guardad la maldita distancia! —les gritó el centinela, algo aliviado al ver que hablaban

latín.—Queremos hablar con tu comandante. Tenemos una autorización firmada por el general

Plautio. Déjanos ent rar.—¡No! ¡Quedaos donde estáis! —el centinela más fornido dio un paso atrás y apuntó con

la jabalina a las dos figuras, a diez pasos escasos de él. Con la tenue luz del cielo estrelladopudo ver entonces que uno de los hombres era alto y delgado y vestía una capa oscura concapucha. El otro era un hombre gigant esco y llevaba una espada envainada.

—¡Optio! ¡Optio de guardia! ¡Venga, deprisa!La puerta lateral se abrió y el optio entró con un trozo de pan mojado en vino en la boca.—¿Qué ocurre? Espero que no sea ot ra falsa alarma, porque aún est oy comiendo.—Este hombre quiere hablar con el legado.—¿Ha dado ya la contraseña?—No, señor.—Pues dile que se largue..., a est as alturas deberías conocer las normas.—Si me permiten interrumpirles... —el hombre más alto dio dos pasos adelante.—Quédate donde estás, amigo —gruñó el optio.

—Tengo que hablar con el legado —insistió el hombre, y luego se sacó una tablilla dedebajo de la capa—. Aquí tenéis: tengo una autorización de entrada firmada por Aulo Plautio.

El optio se acercó con cautela y cogió rápidamente la pizarra que le mostraba y se dirigió ala puerta lateral, donde había bastante luz para leer lo escrito en ella. El pase era auténtico, yel sello circular marcado sobre la cera presentaba el águila de un general. Aun así, el optiocontempló la posibilidad de que fuera falso. Dada la rigurosidad que se estaba aplicando a lasnormas del campamento y las restricciones de entrada y salida, era evidente que el legado ylos oficiales superiores estaban nerviosos por algo.

El optio se detuvo a pensar un momento: una persona que traía una autorización deentrada firmada por el propio Plautio debí a de ser alguien de alto rango.

—Por favor, espere aquí , señor.—Tenéis una seguridad digna de elogio —dijo Narciso algo más tarde, al aceptar la copa

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que le ofrecía Vespasiano—. Fue muy difícil convencer al oficial de guardia para dejarnosentrar a verte, incluso con la autorización del general. Tus soldados se ciñen a las normas.

—Sin normas no habría orden; sin orden no habría civilización; sin civilización, Roma noexistiría. —Vespasiano citó de memoria el ant iguo adagio y alzó su vaso—. Pero me alegro deque hayas venido, sea por la razón que sea. Tengo que hablar cont igo a solas.

—En ese caso, el interés es mutuo.—¿Y qué hay de éste? —Vespasiano señaló con la cabeza al guardaespaldas, que

estaba de pie en la penumbra, quieto y callado.—Haz como si no estuviera —dijo Narciso—. Aquí dent ro estamos seguros, ¿no?—Por supuesto. Las entradas están bien vigiladas.—¿Ah, sí? —Narciso dio un trago a su copa y miró a Vespasiano fijamente a los ojos. —

Eso no es lo que me han comunicado mis fuent es.Vespasiano se ruborizó.—¿Tu espía t e ha informado?—Me informaron de que un int ruso hirió a un cent inela. Me dijeron que no robaron nada. Es

decir, nada importante.—Nada —dijo Vespasiano con firmeza, haciendo un esfuerzo por aguantar la mirada de

Narciso.—¿Y qué sucedió?—Que yo sepa, una esclava tenía que encontrarse con su amante en mi tienda de

mando. Él no acudió a la cita, ella esperó un rato y luego se marchó. Poco después, losguardias encontraron a a lguien en la tienda, que hirió a un cent inela y huyó. Una antorcha cayóal suelo y prendió fuego a la tienda, pero conseguimos apagarlo antes de que causarademasiados desperfectos. Y eso es todo lo que ocurrió.

Sin dejar de mirarle, Narciso tomó otro t rago.—¿Torturaste a la chica?—No fue necesario.—¿Ah, no? Algunos oficiales disfrutan de lo lindo con esas cosas.—Si crees que... —Vespasiano hizo ademán de levantarse y el gigante en la penumbra se

adelantó enseguida.Narciso ordenó con la mano al guardaespaldas que volviera a su sit io.—No creo nada. Solamente me preguntaba si conseguiste sonsacarle más información.—Sólo lo que acabo de contarte.—¿Y el nombre del amante en cuestión?

—Mira, Narciso, yo dirijo mi legión, y si hay que solucionar algún asunto, yo me encargo. Túno eres más que un liberto y no puedes darle órdenes a un legado. Esto no son las fiestasSaturnales, ¿sabes?

Narciso le dedicó una sonrisa ext raña.—Es curioso que digas eso. Pero no importa..., quiero saber quién es ese hombre.Vespasiano no contestó enseguida. Por mucho que no le gustara Vitelio, no quería dar

una información que pudiera destruir a un hombre que tal vez fuera inocente. Un hombreinocente que podría convertirse en un rival político; o en un aliado. No había nada escrito.

—Será mejor que me lo digas ahora —dijo Narciso en voz baja—, o será Politemo quien t elo pregunte.

—¿Cómo te atreves? —Vespasiano se echó atrás indignado—. ¿Me amenazas en mipropia tienda? ¡Ahora mismo podría llamar a mi guardia y haceros crucificar a ti y a este brutoasí! —intentó chasquear los dedos, pero al tener la mano húmeda no pudo.

A Narciso no le pasó por alto el fallo y se dio el gusto de sonreír con satisfacción antes deseguir hablando en un t ono más conciliador:

—Me temo que malinterpretas el valor distinto que tenemos tú y yo a los ojos delemperador. Un aristócrata con grandes pretensiones políticas vale diez veces más que unsestercio. Hay quien tiene un talento indiscutible (como tú, por ejemplo), pero son casos

aislados de su clase. Tantas generaciones de endogamia no han producido más que idiotasociosos y arrogantes. Nosotros, el emperador, podemos sustituirte por otro sin problema. Yo,en cambio, soy insustituible. ¿Cómo, si no, crees que un mero liberto ha sido capaz de medrarhasta convertirse en la mano derecha del emperador? Sólo en mi dedo hay más inteligencia,más astucia y más crueldad que en todo tu cuerpo. Recuérdalo bien, Vespasiano. Recuérdaloantes de que se t e vuelva a ocurrir reprenderme.

Vespasiano mantuvo la boca cerrada para controlar el torrente de ira que le abrasaba. Seasió con fuerza a los brazos de su silla y tragó saliva.

—Perfecto —asintió Narciso—. Es bueno saber que eres lo bastante listo para aceptaruna verdad difícil de aceptar como ésta. Acabarás de entender la importancia de esto cuandoregreses a Roma. Me alegra saber que no me equivocaba cont igo.

—¿Y en qué no te equivocabas? —preguntó Vespasiano entre dientes.—Tu cerebro está por encima de tus sentimientos, y tu orgullo está donde debe estar. Así

que sé bueno y dime quién es el hombre que debía encontrarse con la esclava en tu tienda.—Vitelio. Dijo que era Vitelio.—¿Vitelio? Qué interesante, ¿no te parece? Un tribuno que tiene una aventura con una

esclava en la tienda de mando del legado, donde hay guardados documentos importantes. Me

parece de lo más interesant e. Y no digamos sugerente, ¿verdad?Vespasiano se limitó a mirarlo firmemente.—¿Guardas todavía la carta?—Sí.—¿Tienes claro lo que debes hacer?—Por supuesto. Pero no será fácil encontrar un carro hundido en una ciénaga desde hace

cien años.—En tal caso, más vale que encuentres a los hombres adecuados para el trabajo. Que no

sean demasiados, cuantos menos lo sepan, mejor, y procura que sean discretos.—Ya he pensado en algunos.—Bien. Hay que localizar ese arcón, y cuando lo tengas, cuídalo como si fuera tu propia

vida. Cuando el emperador llegue con los refuerzos, una unidad especial de la guardiapretoriana trasladará el arcón hasta Roma. Y luego olvidarás que existió. Tanto tú como loshombres destacados para la misión.

Narciso apartó la copa y se levantó.—Me temo que ahora debo irme. Gracias por tu hospitalidad, Vespasiano. Y tranquilízate,

estoy seguro de que el emperador te estará muy agradecido cuando sepa que has colaboradode buena gana.

—Antes de irte, dime una cosa.—Sí.—¿Quién es el espía enviado en mi legión? Debo saber en quién puedo confiar cuando

llegue a Britania.—Entonces ya no me serviría para nada.—¿Para informarte sobre mí , por ejemplo?—Claro.—En tal caso, dime al menos quién es el traidor —pidió Vespasiano—. Debo saber a qué

atenerme.Narciso t rató de parecer comprensivo.—No lo sé. Sospecho de alguien, pero aún no estoy seguro... Necesito más pruebas. Si

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digo algo que te lleve a tratar a la gente que te rodea de forma distinta, el espía contrario sedará cuenta de que estamos cerrando el círculo. No hay que hacer nada que pueda levantarsospechas. No hables con nadie de este asunto. Ni siquiera con t u mujer. ¿Entendido?

Vespasiano asintió.—Entiendo que pones mi vida en peligro.—Eres un soldado. Acostúmbrate.El secretario dio media vuelta para salir de la tienda llamando con un dedo al

guardaespaldas. Vespasiano se quedó a solas sufriendo en silencio su rabia y frustración. Demomento, se había librado de las consecuencias que habría sufrido por el robo de la carta.Pero no estaba más cerca de encontrar una salida de la escabrosa intriga en la que estabainmerso.

Una vez fuera, Narciso se detuvo. No parecía que Vespasiano hubiera ordenado que lessiguieran. Se volvió hacia el guardaespaldas.

—Asegúrate de que no me siguen. Si te llamo, ven lo antes posible.Se marchó a toda prisa e, instantes después, el guardaespaldas le siguió, pendiente de

cualquier movimiento en la oscuridad y sin perder de vista a su amo. Narciso se dirigió hacia lastiendas de los tribunos y se detuvo ante la entrada de una. Cuando estuvo seguro de que

nadie le observaba, entró precipitadamente. Dentro le esperaba el espía enviado del Imperio,como habían convenido a través de un mensaje secreto. Se levantó de la silla de campañapara saludar al secretario imperial.

—¿Todo bien, señor?Narciso le dio la mano que le t endía y sonrió.—Sí, Vitelio, muy bien. Debemos charlar un momento sobre ese pergamino del que te

hablé hace unos meses. Es más, siento curiosidad por saber por qué no me dijiste queestuviste en la tienda del legado el día que se robó el manuscrito.

Vitelio le miró extrañado.—Es que no estuve en la tienda.—Vespasiano no dice lo mismo. Interrogó a una esclava que afirmó haber quedado en

verse contigo en la tienda.—Eso no es cierto. Juro que no es cierto.Narciso lo miró de cerca y luego asintió con la cabeza en un gesto de satisfacción por la

respuesta.—Muy bien. Te creo..., de momento. Pero si no es cierto, ¿por qué iba a decir eso? ¿O por

qué se le ordenaría decirlo?

—¿Ordenarle? ¿Quién?—Precisamente, est imado Vitelio, se te envió aquí para descubrirlo.

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C a p í t u l o XXXI—¡Cato! ¿Cómo demonios has entrado aquí?—He venido a traer un informe para mi centurión al cuartel general, mi señora. Me he

perdido buscando la salida, y aquí est oy.Flavia se rió y se levantó del suelo. Había estado ocupada preparando un arcón de

campaña para su marido y el suelo de madera estaba lleno de pilas ordenadas de ropa bienplegada.

—Tienes un aspecto horrible. ¿Has pasado una mala noche?—Sí, mi señora. Fui hasta Gesoriaco.—Los jóvenes nunca aprenderéis. Pero no me creo que hayas venido hasta aquí para

darme explicaciones. ¿Quieres ir a ver cómo avanza la construcción de la guardería que hemandado hacer para Tito?

—¿Señora?—He puesto a Lavinia al mando de algunos esclavos para arreglar el cuarto. Quiere hablar

cont igo. Y creo que a t i no t e importarí a volver a verla. —Flavia le guiñó un ojo. — Ve y déjameseguir con esto. Sal por ese faldón, es la tercera a la izquierda. Ah, y procura que nadie t e veaaquí dentro.

Varios pensamientos le asaltaron al salir en la dirección que le había indicado Flavia. Pesea estar desesperado por ver a Lavinia, todavía había preguntas sin contestar sobre aquellanoche en la tienda del legado. Tenía que saber si la joven había hablado con alguien sobre él.No había duda de que Flavia sabía que había estado allí, pero ¿alguien más? Cato se detuvoante la ent rada del que sería el cuarto de juegos de Tito.

Se armó de valor y entró. El lugar estaba lleno de juguetes y ropa de niño. Entre eldesorden había varios esclavos de Flavia agachados, esforzándose por crear un lugaragradable para jugar. Sentada a un lado del cuarto, Lavinia pintaba risueña una granja deanimales sobre una pequeña mampara. No habí a visto a Cato, y saltó cuando él la llamó.

—Mira qué me has hecho hacer —le dijo riendo, señalando con el pincel la mampara—. Lehe pintado una cola en la cabeza a mi vaca.

—¿Es una vaca? —Cato habrí a jurado que era un caballo.Lavinia se dio la vuelta hacia él. Por un instante, puso una cara seria y a él le dio un vuelco

el corazón. Luego ella extendió los brazos para cogerle las manos y le sonrió.—Estaba preocupada por ti después de saber lo del centinela.—¿Por qué no regresaste?—No pude. Cuando entré en mi cuarto, mi señora Flavia me dijo que me necesitaba; dijo

que Tito estaba enfermo. Yo no vi que le pasara nada malo, pero me dijo que me quedara conél mientras ella iba a buscar alguna medicina. Para cuando volvió, todo el mundo gritaba. Mealegro de que te marcharas antes de que tuviera lugar aquel suceso tan desagradable con elcentinela. No sabes lo preocupada que he estado. Me sentía muy mal por haberte dejado soloen la t ienda. Lo siento mucho, de verdad que lo siento.

Cato le apretó las manos.—No pasa nada. Me alegro de que estuvieras a salvo. Cuando aquel hombre entró en la

tienda, temí que te lo encontraras de cara al volver. Creo que te habría matado.—¿Había otro hombre?—Claro. ¿No creerás que yo ataqué al cent inela?—No..., pero ¿quien, si no?—No lo sé. Cuando me descubrió en la tienda, fue a por mí. Grité pidiendo ayuda y,

cuando entró el centinela, aquel hombre lo atacó y desapareció. Yo salí de allí lo másrápidamente posible.

—Vaya.

—En fin, me alegró tant o saber que estabas bien cuando te vi bajar de los carros.—¿Te alegraste? ¿De verdad?—Por supuesto.—Eres un encant o. —Lavinia se incorporó y le dio un beso en los labios. — Te preocupas

por mí, ¿verdad?Él no contestó y le devolvió un beso más largo; su corazón empezó a palpitar contra el

suave calor de sus pechos. Cuando se despegaron sus labios, la miró a los ojos y se sintió unpoco rastrero por lo que iba a preguntar:

—¿Ha identificado a alguien el cent inela?—Está muerto. Murió en Durocortoro. Mi ama lo ha sabido esta mañana. Nunca llegó a

decir nada..., así que est ás a salvo.—¿Hay alguien más, aparte de Flavia, que sepa que yo estuve allí aquella noche?—No. Pero el legado sabe que yo est uve allí. Encontró mi lazo.—¿Qué le dijiste? —Cato sintió un escalofrío.—Le dije que iba a encont rarme con ot ra persona y, como no llegó a aparecer, me fui a la

cama. Es todo lo que le dije. Lo juro.—Te creo. ¿Con quién dijiste que t e ibas a encontrar?—Con el tribuno Vitelio.—¿Por qué él? —Cato se sintió algo incómodo al involucrar a Vitelio en aquel asunto.Le vino a la mente una imagen de Vitelio dando órdenes entre las llamas del poblado

germano. Era un golpe bajo ponerlo bajo sospecha.—Porque mi ama así me lo ordenó. Al parecer, a su marido no le gusta el tribuno y cree

que es algo sospechoso. Ella dijo que era la alternat iva más natural.—No parece muy correcto —empezó a decir Cato, pero Lavinia lo at rajo hacia sí y volvió a

besarlo.—¡Calla! No importa mientras nadie sospeche de t i. Eso es lo único que a mí me importa.Lo condujo a una parte escondida entre cortinas que hacía las veces de vestidor y añadió:—No tenemos mucho tiempo y tenemos que ponernos al día.—Espera. ¿A qué te refieres con que no tenemos mucho tiempo?—Mi ama volverá pronto a Roma y me llevará con ella.Cato sintió desfallecer.—Intentaré esperarte en Roma —dijo ella en t ono cariñoso.—Puede que nunca vuelva. Y aunque no sea así, puede que pasen años.—Puede..., o puede que no. De uno u otro modo, no podemos hacer nada al respecto. —

Lavinia le tomó la mano suavemente. — Falta poco para separarnos, así que ven conmigo.

—¿Y qué hay de ellos? —Cato señaló con la cabeza a los otros esclavos.—No nos echarán en falta.Tiró de Cato y pasaron al dormitorio de Tito, situado tras unas cortinas que corrieron al

entrar. Sobre las tablas del suelo había dispuesto un lecho improvisado de mantas sobre elque Lavinia echó delicadamente a Cato. Acostado sobre el suelo, el corazón le latía; sus ojosse deslizaron por el cuerpo de la muchacha hasta llegar a las manos que levantaban la túnicaque la cubría.

—Dime —dijo Lavinia—, ¿dónde nos habí amos quedado?

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C a p í t u l o XXXIIPocos días después, las cohortes de las tres legiones amotinadas estaban reunidas en el

anfiteatro de turba construido junto al campamento. Plautio y Narciso, que ocupaban el palco junto a Vespasiano y otros oficiales superiores, habí an costeado para estas legiones unespectáculo de gladiadores en nombre del emperador. A lo largo del día pasaron por la arenahombres y bestias en una espléndida exhibición de sangre. El vino ofrecido al público habíacontribuido a la animación del público, que se most ró animado y bullicioso hasta el final.

En la arena, la última lucha de gladiadores llegaba a su inevitable desenlace. Como casisiempre, el reciario había dominado la situación y estaba de pie ante su víctima, con el tridentesobre el cuello del mirmidón, atrapado en la red. El reciario miró a la audiencia para conocer sudecisión. A pesar de las pocas posibilidades de ganar, el mirmidón había ofrecido un buenespectáculo y el público alzó su dedo para perdonarle la vida. Narciso vaciló un momento ybajó el pulgar. La multitud le abucheó y se volvió hacia la arena, donde el reciario hizo unareverencia. ¡El muy estúpido! Si los legionarios sospecharan por un momento que todo estaba

amañado..., pero habían bebido mucho vino y todos tenían la mente lo bastante embotadapara no darse cuenta de la actuación que tenían ant e ellos.De repente, Narciso se puso en pie y, sin previo aviso, saltó del palco para ir hasta el

centro de la arena. Alzó las manos para pedir silencio.Los legionarios no esperaban aquello y enseguida se callaron, llenos de curiosidad,

todavía animados. Se oyeron algunos murmullos que fueron acallados por sus compañeros,mientras Narciso esperaba a que se hiciera un silencio absoluto.

—¡Amigos míos! ¡Romanos! ¡Legionarios! ¡Escuchadme! —les dijo con voz solemne—.Todos me conocéis. Soy el secretario del emperador y, si bien no hablo en nombre de Claudio yno soy más que un liberto, me considero tan romano como cualquiera de vosotros.

Al no tener en cuenta la importante distinción entre ciudadano romano y liberto, el públicomurmuró en señal de desaprobación.

—¡Repito que mi corazón es tan romano como el de cualquier hombre aquí presente!Al decir esto, se rasgó la túnica y mostró al público su pecho blanco y enjuto. Hubo quien

no pudo cont ener una risilla ante la imagen.—Y como soy romano en todo menos de nombre, he venido a deciros que yo, Narciso,

estoy indignado con lo que veo. ¡La sangre se me hiela al ver cómo hombres a los queconsidero amigos romanos se alzan en rebelión contra los heroicos generales de Roma, aquienes tenéis el privilegio de servir y a quienes deberíais honrar con vuestras vidas! ¡Lloro alver cómo un hombre tan grande, un hombre de nuestras más grandes familias..., Aulo Plautio—Narciso t endió la mano hacia el general—, ha de sufrir la vergüenza, el oprobio de semejantealzamiento a traición!

Narciso echó la cara a un lado, la cubrió con la túnica y estalló en sollozos. Algunoshombres ya no pudieron cont rolar la risa ante el histrionismo del liberto.

Con lágrimas en los ojos, respiró hondo y dio unos pasos precipitados alrededor paraencararse a los espectadores.

—¡¡Cobardes!! ¡Sois unos cobardes desagradecidos que osáis haceros llamar romanos!¡Si no vais a seguir a un hombre valiente y honrado como Plautio, entregad las armas a unhombre que lo hará! ¡Invadiré Britania! ¡Solo, si es preciso! ¡Así que ent regadme las armas!

El secretario abrió los brazos implorando a la audiencia que le entregara las armas.—¡Toma, maldito cret ino!Un legionario se levantó y le tiró su espada a Narciso, que se agachó asustado. Acto

seguido, otros hicieron lo mismo, y a la arena empezaron a caer espadas y dagas, al tiempoque Narciso se hizo atrás para protegerse, se pisó el borde de la túnica y cayó al suelo. Loslegionarios se rieron a carcajadas.

Vespasiano sonrió y se controló para no reír al ver cómo el secretario volvía a caer. Rojode furia y vergüenza, Narciso se puso de pie y agarró una de las espadas.—¿Os reís de mí? ¿Osáis reíros de mí? Soy el único que está preparado para la lucha.

No estoy sentado sobre un culo gordo sin hacer nada. ¡Soy el único aquí presente digno dellevar la espada y e l águila gloriosa en la lucha contra las hordas bárbaras!

Algunos hombres lloraban de la risa ante el patético espectáculo, y Narciso se abalanzóhasta el frente del escenario para blandir la espada hacia ellos, calculando mal el golpe. Elimpulso le hizo dar vueltas y la espada se clavó a sus pies en la arena. Intentó recuperar elaliento entre resuellos.

—Mi naturaleza es débil por servir tantos años a Roma y, aun así, yo me enfrentaría a loque vosotros teméis. ¡Y os hacéis llamar romanos! No debería pediros que volvierais convuestros oficiales. Ni siquiera debería molestarme. No..., os ordeno que este motín llegue a sufin. ¡Os lo ordeno!

Aquello fue demasiado para las tropas, que se desternillaban de risa. Entre la multitud, seoyó una voz gritar « ¡Saturnales! ¡Saturnales!». Otros legionarios vocearon el nombre de lafiesta popular según la que los rangos sociales se invertían, y enseguida se extendió al restodel público, que empezó a lanzar a la arena todo t ipo de cosas. Narciso agitó el puño y soltó ungrito inaudible de desafío, para luego dar media vuelta y salir corriendo del escenario. Loslegionarios siguieron gritando « ¡Saturnales!» hasta que Narciso abandonó la arena. Entoncesla multitud empezó a dispersarse poco a poco para salir del anfiteatro, de vuelta alcampamento principal.

—Bueno, espero que haya surt ido efecto —dijo Plautio.—Ha sido una excelente forma de fomentar el espíritu de equipo —opinó Vespasiano en

tono reflexivo—. Será interesante ver si Narciso ha logrado avergonzarlos y les hace volver asu trabajo. ¿Puede imaginarse cómo reaccionará el resto del ejército cuando corra la voz deque un liberto se ha dirigido a ellos de esa manera? Y ahora, si me permite, señor.

—¿Qué? Oh, sí, claro. Toma lo que quieras. Yo también necesito beber algo.Vespasiano descendió hasta las rejas de separación que había a un lado del anfiteatro.—¿Alguien ha visto al secretario imperial?—Aquí estoy —se oyó un voz, y Narciso salió de un rincón oscuro—. ¿Estoy fuera de

peligro?—¡Justo a t iempo! —Exclamó Vespasiano—. Una actuación ejemplar.—Gracias.—Sólo por curiosidad; ¿hay algo por lo que no t e humillarías para favorecer t u causa?—¿Mi causa? Esa humillación que acabas de presenciar no ha sido por mí. Lo he hecho

por el emperador y por Roma. Un dí a aprenderás, Vespasiano —añadió Narciso con severidad—. Un día te darás cuenta de que lo único que mantiene en pie un estado son los burócratasque están dispuestos a tragarse la mierda para que siga en pie. Tal es la magnitud de sucompromiso. Y la magnitud de su éxito reside en que nunca serán mencionados por loshistoriadores. Vale la pena que lo recuerdes.

—Lo recordaré. Pero, dime, ¿qué t e hizo pensar en est a estrategia?—Corren tiempos cínicos —contestó Narciso—. Una llamada al patriotismo demasiado

directa estaba sentenciada al fracaso, así que hacía falta un acercamiento distinto. Pido a losdioses que con esto sea suficiente. ¿Crees que funcionará?

—Habrá que esperar.—Sí. ¿Puedo quedarme en tu campamento esta noche?—Nadie más te acogería —dijo Vespasiano con una mueca—. ¿Quieres una escolta para

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ir hasta allí?—Antes debo hablar con alguien. Hay un asunto sin importancia que debo zanjar. Hasta

luego.El secretario se cubrió la ropa rasgada con una túnica militar y se dirigió hacia la entrada

principal del campamento. Vespasiano volvió a su t ienda e hizo llamar a Macro.Poco después tení a cuadrado ante su mesa a un centurión que se había vestido a toda

prisa.—Centurión Macro, en vista de las cualidades que has demostrado tener para la lucha y

para la discreción en la misión de escolta, el jefe imperial y yo te hemos designado para untrabajo concreto en Britania...

El ambiente festivo que siguió a lo sucedido aquella tarde en el anfiteatro se mantuvohasta entrada la noche, hasta que el desenfreno de los soldados agotó la bebida en todo elcampamento, y todo el mundo se fue a dormir la borrachera. Hubo quien no fue capaz deandar hasta su tienda y se quedó dormido en cualquier rincón. De modo que pocas horasantes del amanecer, pocos quedaron para presenciar lo que sucedería.

Un pequeño destacamento de centuriones con un carro, encabezados por Vitelio yPulcher, fue arrestando por todo el campamento a los soldados cuyo nombre aparecía en una

lista que Narciso había elaborado. La mayoría de ellos eran veteranos que habían luchado enel ejército durante los últimos años del reinado de Augusto y despreciaban el declive moral quesiguió con la llegada al trono de Tiberio, primero, y de Calígula después. La mayoría estabandemasiado cansados o borrachos para resistirse a ser arrastrados fuera de sus tiendas.Pulcher se encargaba de atarlos bien antes de lanzarlos a la parte trasera del carro. Cuandouno de ellos intentó gritar para pedir ayuda, Pulcher lo degolló y amenazó a los demás conhacer lo mismo si se les ocurría abrir la boca. Y así , cuando el sol empezaba a iluminar el este,la pequeña procesión salió del campamento para dirigirse hacia un bosque lo bastante lejanopara que nadie pudiera oírles.

Mientras Vitelio volvía a encontrarse con Narciso para informarle, hicieron bajar a lossoldados prisioneros del carro y los dispusieron en una fila irregular. Se arrodillaron t emerososde Pulcher, al que no perdían de vista en su ir y venir a lo largo de la hilera, con una sonrisaaterradora que le descomponía la cara cicatrizada. Una vez acabada de formar la fila, Pulcherdesenvainó su daga con t ranquilidad.

—Muy bien, traidores, ya os habéis divertido bastante. Ahora me toca a mí. Quieronombres. Quiero saber quién os da órdenes desde Roma. Como supongo que muchos nosabréis nada, me da igual. Si me dais nombres viviréis; si no, moriréis. Así de claro.

Pulcher se acercó a un vet erano canoso al final de la fila.—Tú primero. ¿Algún nombre?El hombre apretó los labios y escupió en la cara de Pulcher. Sin vacilar un segundo, éste lo

agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás. La daga le segó la garganta y un chorro desangre se vert ió sobre el suelo. Pulcher lo soltó y el soldado se desplomó, se estremeció, y dejóde moverse.

—Muy bien, ¿quién será el siguiente?Poco después de salir el sol, Pulcher volvió al campamento de la segunda legión para

encontrarse con el tribuno Vitelio. Le dio una tablilla de cera con una lista de nombres. Viteliopasó el dedo por la lista con una expresión sombría (había pocas sorpresas), hasta quedetuvo el dedo.

—¿Estás seguro de éste? —preguntó con firmeza.—Eso dijo aquel hombre.—Eso explica cómo se enteró tan pronto la oposición de la visita de Narciso. ¿Quién t e dio

este nombre?—Aurelio, el tribuno superior de la novena. Tiene buenos contactos en Roma.—Eso ya lo sé, gracias —respondió Vitelio irritado—. Imagino que no hay posibilidad de

hablar con el t ribuno Aurelio.

Pulcher negó con la cabeza.—Usted dijo que debí a eliminarlos. Me temo que he sido t an aplicado como siempre.—Lástima. Me habría gustado confirmar este nombre personalmente. Pero tendremos

que fiarnos de la información que nos dio Aurelio.—¿Debernos comunicárselo a Narciso?—No. Creo que no. Al menos, por ahora.—De acuerdo. Entonces será mejor que vuelva al bosque. Tengo que cavar un rato.Bajo el sol de media mañana, los centinelas de la entrada principal al campamento vieron

salir un carro del inmenso bosque que se extendía, a lo lejos, de la costa hacia el interior. Elcarro iba escoltado por un par de adustos centuriones, y Pulcher silbaba contento desde ellado del auriga. Al entrar en el campamento, los centinelas no vieron más que unos picos yunas palas, y una mancha oscura sobre los tablones de madera.

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C a p í t u l o XXXIIIEl sol de poniente se vertía sobre la cubierta y recortaba la silueta del mástil y las jarcias

de la embarcación militar. En la proa, un marinero echaba una pesada cuerda por la borda paramedir la profundidad. El barco avanzaba, con lentitud canal adentro cuando el capitán ordenócolocar dos rizos más en la vela. Mientras los marineros trepaban por las jarcias y el peñol,Cato se acercó cuidadosament e a la base del bauprés.

Cato había empezado a marearse tan pronto habían zarpado de Gesoriaco y el barcohabía empezado a mecerse en el vaivén de las aguas del canal. Se había encontrado convarios hombres en la borda para vomitar en el mar espumoso por el que avanzaba el navío.Macro se dio el gusto de comerse unos pasteles que había comprado en el mercado delpuerto poco antes de embarcar. No pudo resistirse a ofrecer el último al optio, y soltó unacarcajada al ver la mirada de odio que le dedicó el muchacho ante la invitación.

Tan pronto la nave entró en las aguas abrigadas del fondeadero, Cato empezó a sentirque las náuseas remitían y, sin soltar el estay, miró hacia el frente, donde la flota invasora

estaba anclada. Cientos de barcos abarrotaban la reluciente superficie del mar: los elegantenavíos de guerra con almenas que descollaban sobre las hileras de remos a cada lado, losenormes buques de transporte de tropas de bajo calado se bamboleaban cerca de la orilla, ylas embarcaciones más pequeñas que llevaban suministros y equipo procedent es de Galia.

Los legionarios se agolparon junto a las bordas para ver mejor la escena, paraexasperación de los marineros, que los apartaban y maldecían, pues aún tenían que dirigir elbarco, que entraba pesadamente entre la brisa. La isla de Britania, misteriosa y siempreenvuelta en niebla, con costumbres tan distintas de las romanas, se les revelaba con unacosta sombría en el calor de un día de verano. La expectación de los hombres devinoentonces decepción al ver las granjas, el campo y el paisaje que desaparecía tierra adentroentre la niebla. Por todas part es había pequeñas columnas de legionarios, y más allá se veía eltenue rastro de polvo de la retaguardia de las dos primeras legiones, que seguían avanzandoisla adentro.

Durante los dos últimos días, los hombres sólo habían oído algún que otro detalle sobrelos progresos de la invasión. La tripulación del barco que había vuelto para formar parte de lasegunda división sólo había dicho que las dos primeras legiones habían desembarcado sinproblema. Cato vio que no había indicios de lucha violenta, ni hogueras funerarias para loscompañeros caídos, ni grupos de enemigos; no había ni rastro de los britanos. Era difícil decreer. Las crónicas de César hablaban del terrible peligro que suponía invadir Britania, asícomo de la fuerte resistencia del enemigo durante el primer desembarco, que esperó a losromanos en la playa y casi los venció en un enfrentamiento sangriento en la costa. En cambio,esta vez aquello se parecía más a los ejercicios anfibios con los que Plautio había instruido asus soldados en la costa de Galia dos semana antes: muchos romanos, pero ni un soloenemigo.

A un grito del capitán, el barco cambió el rumbo. Colocaron la vela mayor en ángulo con lacubierta, y la proa se meció en medio del canal. Los barcos se detuvieron en un espacio en lalínea de barcos cerca de la costa señalada con grandes gallardetes rojos que se fueron izandolentamente en la brisa. Unos cuantos barcos cargados con elementos de la segunda legión yahabían desembarcado, y Cato vio a un grupo de jinetes dirigirse hacia la playa y hacia un prado

 junto a ést a. Se t rataba de Vespasiano y su destacamento, que se disponí an a señalizar lazona donde se reuniría la segunda legión para pasar la noche antes de trasladarse tras lallegada de la vigésima y novena legiones.

Aunque Cato no se uniría a ellos, pensó el muchacho con un repentino escalofrío demiedo y excitación. Él formaría parte de un reducido destacamento al mando de Macro paradesempeñar una misión especial, mientras el resto de la legión debería enfrent arse al enemigo.

Pero el centurión aún no les había confiado los detalles de la misión, y estaba sentado lejos desus hombres, en la popa del navío, inclinado sobre el mar cenagoso. Escupió en el agua, se diola vuelta y vio que su subordinado le miraba. Esperó un momento y se dirigió hacia la proaabriéndose paso entre la multitud apiñada en la sección cent ral del barco.

—Al final resulta que no es t an aterradora, ¿no? —Señaló la costa con la mano.—No, señor —contestó Cato—. De hecho, es bastante agradable. Parece que tiene

buenas tierras de labranza para cuando nos asentemos.—¿Y qué sabrá un chico de palacio sobre agricultura?—No mucho —admitió Cato—. Lo poco que sé es por Virgilio. Hace que la agricultura

parezca algo fascinante.—Algo fascinant e —le imitó Macro—. La vida en el campo es muy dura..., no t iene nada de

poético. Sólo a un tipo de ciudad que viene a hacer la visita de turno a sus fincas puedeparecerle fascinante. —Macro se arrepintió enseguida de la severidad de sus palabras y sonrióal darle una palmadita en el hombro. — Perdona, eso ha estado fuera de lugar. Es que tengomuchas cosas en la cabeza.

—¿Qué cosas, señor?—Cosas que sólo atañen a personas de rango superior al tuyo. Lo siento, Cato. No puedo

decir nada hasta que no estemos lejos de la legión. Son órdenes.—¿Y órdenes de quién?, me pregunto —dijo Cato en voz baja—. ¿De nuestro

comandante? ¿O de Narciso, quizás?—No vas a sacarme nada. No puedo decirte ni una palabra. Ten paciencia. Pensaba que al

menos ya habrías aprendido eso en el ejército.Cato frunció el ceño y dirigió la mirada hacia fortificaciones que se alzaban en la playa y

alrededores.Vespasiano había dado la orden est ricta de guardar en secret o el objetivo de la misión. De

los once hombres que Macro había seleccionado para ésta, sólo se le había dicho a Cato, yaun así, sólo sabía que le habían destacado para desempeñar una peligrosa labor. MientrasMacro observaba la costa cada vez más próxima, recordó la noche anterior en la tienda deVespasiano, a la luz de la lámpara de aceite, ent re el golpeteo de la lluvia sobre la lona.

—Te hará falta una carreta para el viaje de vuelta.—Sí, señor.—Así que procura conseguir una de la flota de t ransportes... Encargaré a alguien para que

haga las gestiones necesarias. —Vespasiano apuró su copa y observó al centurión. — Confíoen que entiendes la importancia que tiene esta misión.

—Sí, señor. Con esa cant idad de dinero le hace falt a alguien en quien poder conf iar, señor.

—Sí, sí, claro —asintió Vespasiano—. Pero no se t rata sólo de eso. El emperador necesitatodo el oro y plata que pueda encontrar. Lo único que le mantiene en el poder en estosmomentos es el apoyo del ejército, y, en concreto, esos cabrones ambiciosos de la guardiapretoriana. Claudio mantendrá el poder mientras haya dinero con el que pagar a las tropas.¿Entiendes?

—Sí, señor.—De modo que es fundamental encontrar el arcón —Vespasiano prosiguió con un tono

más enfático—, y los hombres que has seleccionado no deben saber nada en absoluto. Esposible que los enemigos del emperador ya se hayan enterado de esto, y es preferible nollamar demasiado la atención. Si esta información llega a oídos equivocados, no seréis losúnicos en busca del arcón. Antes debéis localizarlo. Creo que los nativos ya supondránbastante peligro para no tener que preocuparos de los nuestros.

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—¿Me permite preguntar de quién en concreto no tengo que preocuparme, señor?Vespasiano negó con la cabeza.—Sospecho de algunos de nuestros compañeros de armas, pero ahora mismo no tengo

pruebas.—Ya veo.Macro lo veía claramente. Era evidente que aquella misión tenía un segundo objetivo:

desenmascarar a los miembros de la legión que suponían una amenaza para el emperador,aunque para ello fuera necesario utilizarle a él y a sus hombres de cebo.

—¿Y qué pasará cuando...?—Qué pasará si...—¿Si nos encontramos con ellos? ¿Qué ocurriría ent onces, señor?—Me demostrarías que escogí al hombre adecuado para el trabajo. Saldrás beneficiado

en un caso o en el ot ro, y te prometo que yo y el Emperador seremos generosos cont igo.

Macro abrió un poco la boca como muestra de agradecimiento. Entonces sería una misiónsumamente peligrosa, pero le pagarían bien si seguían el sencillo plan que Vespasiano habíadiseñado. Demasiado sencillo, reflexionó Macro. Tendría que conducir a un destacamento de

pocos hombres al sur de las marismas, lejos de la protección del cuerpo principal del ejército.Tendrían que evitar todo contacto con los nativos y los exploradores del ejército romano. Unavez en las marismas, tendría que seguir el mapa que Vespasiano le había proporcionado paraayudarle a localizar los restos del carro hundido en un cenagal hacía casi cien años. Una vezencontrado el carro, el destacamento tendría que recuperar el arcón y cargarlo en la carreta, yvolver hasta la legión, donde deberían entregarlo al legado en persona. El arcón no deberíaabrirse bajo ninguna circunstancia. La visión del tesoro que encerraba podía corromper lamente de los legionarios. Y si no había bastante con tener que enfrentarse a la curiosidad desus hombres, tenía que abrirse camino en territorio enemigo, tal vez tendrían que enfrentarsea nativos, y a romanos que formaban parte de un entramado político.

—¿Hay algo más que quieras saber, centurión?—Una cosa, señor. ¿Qué ocurre si no conseguimos localizar el carro?—Ni se te ocurra pensarlo —le advirtió Vespasiano.—Ya.El legado se alegraba de que Macro no fuera consciente. Si la misión fracasaba, el arcón

se quedaría en las marismas, a la espera de ser localizado por alguien. Nada le garantizabaque el mapa original que le había dado Narciso fuera el único, y ahora que le había confiadouna copia a Macro, nada le garantizaba que no se fueran a hacer más copias. Si la misiónfracasaba, no era conveniente tener un puñado de soldados por las marismas con la mínimaidea de lo que había bajo el cieno. Pero ya había pensado en eso.

—¿Es todo, centurión? —preguntó Vespasiano, y Macro asintió—. Pues más vale queempieces a preparar a tus hombres. No volveremos a hablar hasta que no vuelvas a la legióncon el arcón.

—Sí, señor.—Buena suerte. Y adiós.Al salir de la tienda, Macro dobló el mapa y se lo metió dentro del arnés; estaba algo

incómodo por el tono tajante con el que el legado le había despedido. Pero la misión ya estabaen marcha, no había vuelta atrás.

El capitán del barco gritó a la tripulación que soltaran las escotas y recogieron la vela quequedaba. El navío tenía bastante espacio para avanzar deslizándose en el agua a pocadistancia de la costa, y en la cubierta se sintió un temblor. Desde popa, el capitán ahuecó lasmanos y gritó:

—¡Rampa de desembarque!Los legionarios se apart aron para que los marineros pudieran sacar una rampa larga llena

de bisagras, y desplegarla a pocos metros de la orilla. Un marinero dio la señal y soltaron larampa, que cayó sobre el agua con un fuerte estrépito. Entonces atravesaron la parte traserade la rampa con dos barras de hierro que se clavaron en dos cavidades de la cubierta delbarco.

—¡Aquí está! —El capitán dio a Macro una fuerte palmada en el hombro—. Un servidor yaos ha transportado al otro lado del océano sanos y salvos. Espero que hayáis tenido un buenviaje.

—No ha estado mal —contestó Macro sin entusiasmo.Al igual que muchos soldados, Macro pensaba que la tierra era el lugar que correspondí a a

los hombres, y el mar, a los peces e idiotas que se molestaban en cruzarlo.—Gracias de todos modos.—Ha sido un placer. Procurad darles una paliza a esos britanos.—Se hará lo que se pueda.—Ahora le agradecería que hiciera desembarcar a sus hombres. Volvemos a Galia

enseguida. Esta noche hay que t raer algunos caballos de una cohort e siria.—¿Esta noche? —Macro se extrañó—. Pensaba que si podíais evitarlo, los marineros

nunca viajabais de noche.

—Por lo general, no —el capitán esbozó una sonrisa afable—. Pero nos pagan por hacerloy el dinero no nos sobra. Así que, si no le importa...Macro miró a los ojos expectant es del capitán.—Muy bien, muchachos, ya podéis bajar. Procurad no dejaros nada a bordo o no lo

recuperaréis.En fila de uno, los legionarios descendieron por la rampa de desembarque y, con el agua

por la cintura y los pertrechos en alto, avanzaron en t ropel hasta la playa. Para cuando Macro yCato ya habían llegado hasta la zona del agua con guijarros, ya habían recogido la rampa y losmarineros hacían fuerza con unos maderos en el agua para empezar a mover el barco.

—¿Por qué tienen tanta prisa? —Cato señaló el barco con la cabeza.—Dinero.—¡Qué hombre no haría algo por dinero! —Rió Cato—. Como si fuera lo más importante

del mundo.—Lo es.La dura expresión del centurión sorprendió al muchacho, que se lo quedó mirando

mientras Macro empezaba a gritar órdenes a la centuria. Era normal que estuviera tenso, comotodos los oficiales lo estaban tras la lenta desintegración del motín. La espléndida actuaciónde Narciso había llegado a oídos de todas las legiones, que recibían con hilaridad cualquier

imitación improvisada de la fanfarronada del burócrata. Como había pretendido el astutoliberto, todo el mundo había participado en la broma, y el clima de desconfianza y traiciónpronto se evaporó ante la misteriosa desaparición del tribuno Aurelio y sus colaboradores.Plautio había favorecido la situación invitando al séquito de jefes y príncipes britanos exiliadosa contar historias sobre las riquezas que les esperaban en Britania: oro, plata, esclavos ymujeres que esperaban ser rescatados de los salvajes ignorantes que se empeñaban enluchar desnudos. Su terrible aspecto (cuerpos pintados y cabellos blancos en punta) y susconstantes alaridos no tenían la menor repercusión en la lucha. Los grandes guerreros de laslegiones los vencerían y alcanzarían la victoria sin problema. Durante las semanas previas a lainvasión, los legionarios ganaron conf ianza ant e la perspect iva de la lucha, aquello para lo quemás preparados estaban.

Poco después de caer la noche, se levantó la última t ienda y los hombres de la centuria se

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sentaron a cenar unas gachas de cebada y algo de pan de Galia que todavía estaba fresco.Las conversaciones que se desarrollaban alrededor de las hogueras eran sobre los progresosde la campaña, que se conocían gracias a la poca información obtenida de los mensajeros yordenanzas encargados de abastecer a las líneas de vanguardia que volvían del frente. Pesea que el único contacto con el enemigo había sido alguna que otra escaramuza entreexploradores, hasta ese momento los aurigas britanos habían vencido a la caballería romana.Los más veteranos decían malhumorados a los nuevos reclutas que una vez llegara lainfantería pesada y se enfrentara a los britanos, aquello sería otra historia.

En la tienda del centurión, Macro daba instrucciones, sin levantar mucho la voz, a loshombres que había escogido para desempeñar la misión que Vespasiano había encargado.Aparte de Cato, había seleccionado a los diez mejores legionarios de su centuria, que,sentados sobre la hierba, escuchaban las explicaciones sobre la tarea especial para la que seles había destacado.

—Como habréis observado algunos, nuestra legión ha sido honrada con la presencia dealgunos miembros de la realeza, que se han aprovechado de la hospitalidad de Roma a lo largode los últimos años debido a algún malentendido con sus súbditos.

Los soldados sonrieron ante aquella descripción de los clientes del Emperador. Sucedía lo

mismo en todo el Imperio; los pueblos echaban a los déspotas que les oprimían, y éstosacudían a Roma para abogar en su favor y descubrir que Roma les concedía asilo a un preciomuy alto: la eterna obediencia.

—Y así —prosiguió Macro—, uno de nuestros amigos, de nombre Cogidubno, fue algoimprudente en sus comienzos cuando llegó por vez primera a Roma para negociar un tratado.Al parecer, le impresionó tanto lo que vio que prometió entregar su nación al Emperador si elImperio se extendía hasta Britania. Bien, como podéis observar, ya lo ha hecho. PeroCogidubno parece haber olvidado aquellas primeras buenas intenciones y espera que Roma leofrezca un t ratado mejor. Para su desgracia, cuando su pueblo lo echó, el carro en el que ibansus documentos personales se perdió en una ciénaga cerca de aquí. Por suerte, los espías delgeneral han descubierto el paradero del carro, y nuestro trabajo consiste en recuperar el arcóncon esos documentos y traerlos hasta la legión. Una vez Plautio tenga el documento queacredite la promesa inicial de Cogidubno de vender su pueblo a Roma, el general podrá hacerlecumplir su palabra. Si nos diera algún problema, siempre podríamos amenazarle con hacer vera su pueblo el concepto que t iene de él. Sería ponerle en un compromiso, ¿no os parece?

Macro hizo una pausa, satisfecho de haber conseguido que aquella invención fuera tanconvincente.

—Pero antes hay que recuperar esos documentos. Y ahí es donde intervenimos nosotros.Nos han destacado a los doce para recuperar el arcón.—¡Señor! —Uno de los legionarios alzó la mano.—¿Sí?—¿De verdad esperan que doce hombres se metan en territorio hostil por su cuenta? —El

soldado escupió al suelo con desprecio. — Sería una aut ént ico suicidio.—Esperemos que no. —Macro les dedicó una sonrisa t ranquilizadora. — Vespasiano dice

que los exploradores han encontrado poca resistencia desde que desembarcaron las dosprimeras legiones. No tiene por qué pasarnos nada si lo encontramos enseguida. Un par dedías bastarán.

—¿Cuándo saldremos, señor?—Esta noche. En cuanto salga la luna.

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C a p í t u l o XXXIVDurante la noche se levantó una niebla húmeda y pegajosa y el suelo se cubrió de un

manto blanco. Contra la luz roja de las hogueras se dibujaba la silueta de Vitelio y suguardaespaldas, Pulcher. El tribuno le dio a Macro una pequeña pizarra.

—Aquí tienes la autorización. También está firmada por el general, de modo que notendrás ningún problema con los piquetes, aunque dudo que esto sirva para controlar a algúnbritano que os podáis encontrar en el camino.

Macro no sonrió al meter la pizarra en su mochila. Era tí pico que un maldito oficial se rierade hombres a los que tal vez enviara a una muerte segura.

—Bien, centurión, confí o en que tengas éxito en t u misión..., sea ésta la que sea.Macro asintió sin decir nada.—Buena suerte.Macro saludó y volvió con sus hombres, que le esperaban quietos en la niebla fantasmal.

El último siseaba insultos a las dos mulas de la carreta. Tras descansar de un viaje

desconcertante por mar, las mulas estaban inquietas y no dejaban de mover las orejas. Macrodio la señal de ponerse en marcha, y el arriero pinchó a la mula delantera en la grupa con lapunta de la jabalina. Las mulas tiraron de los arreos con un gruñido. La carreta no llevabaninguna pieza suelta y los ejes estaban bien engrasados, de modo que el único ruido quehacía era el de la presión que ejercían las ruedas sobre el suelo. La niebla ahogaba los ruidosde la noche, y el de los pasos del destacamento al marchar sobre la hierba mojada les parecíaanormalmente fuert e. A sus espaldas fueron quedando las hogueras de la segunda legión, quese desvanecieron en la nada, y al poco ellos fueron los únicos que provocaban un ruidopropiamente humano en la noche.

Para Cato, que habí a nacido y crecido en la ciudad más grande del mundo, el silencio eraagobiante: su imaginación convertía cualquier ululato de un búho, cualquier susurro entre lahierba, en un britano al acecho, a la espera del momento ideal para atacarles. Marchaba trassu centurión y no era la primera vez que envidiaba el aire confiado e invulnerable que teníaMacro al andar, lo cual no dejaba de ser irónico, dadas las cicatrices que tenía.

La pequeña columna al mando de Macro marchaba en silencio hasta que éste fueinterrumpido con el grito de la contraseña que les pidió el centinela del piquete, y que observócon curiosidad la carreta que llevaban al final. Luego la extraña patrulla se perdió en la niebla,que pronto engulló el sonido de la carreta.

Con el relevo del centinela, se conoció la existencia del extraño destacamento en elcuartel general. Vespasiano se encont ró ante un oficial superior de guardia desconcertado quequería confirmar que Macro actuaba bajo órdenes.

—¿Doce hombres y una carreta, dices? —preguntó Vespasiano enfurecido, pues tenía unasunto más urgente que atender.

—Sí, señor.—Es muy extraño. No parece que sea una pat rulla de reconocimiento.—No, señor. Eso pensé —afirmó el oficial de guardia—. ¿Quiere que envíe una patrulla a

caballo?—No tendría ningún sentido. Ahora mismo no podemos prescindir de muchos hombres.

Los exploradores han perdido la pista de una columna britana: nos hacen falta todos lossoldados de caballería para localizarla.

—Entiendo. ¿Qué hago ent onces, señor?—Apuntarlo en el registro de guardia, por supuesto. Hasta que sepamos algo más, los

consideraremos desertores.—¿Desertores? —El oficial casi se rió ante una idea tan ridícula. — Pero si morirán en

manos de los primeros britanos que se crucen con ellos, señor.

El legado le lanzó una mirada glacial que le invitaba a no decir nada más.—He dicho desertores. Y si los cogen, quiero que los traigan ante mí cuanto antes. Nadiedebe verlos ni hablar con ellos.

—Sí, señor.Una vez solo, Vespasiano frunció el ceño. Se sentía algo culpable por tildar a Macro y a

sus hombres de desertores. Pero si fracasaban en su misión, tendrían que ser acallados paraevitar que nadie supiera de la existencia del arcón. El legado trató de no pensar más en elcenturión y la misión especial. En ese momento, los movimientos de los britanos eran algo másgrave de lo que preocuparse. Tan pronto había desembarcado la fuerza invasora, Plautiohabía enviado a su unidad de exploradores de caballería para localizar al ejército enemigo ycontrolar así, con información precisa, su magnitud y posición. Con la espesa niebla de lanoche anterior y la bruma, una importante fuerza britana de carros de combate e infantería denueve o diez mil hombres había conseguido despistar a los exploradores romanos, y elcomandante de caballería habí a intentado restablecer contact o desesperadamente a lo largode toda la noche. Vespasiano se había enterado de que la columna que había desaparecidotal vez estaba al mando de Togodumno, hermano de Carataco, el jefe de las fuerzas britanas,y, si los refugiados britanos estaban en lo cierto, era un buen estratega.

Un rayo de luz naranja cayó sobre los papeles que Vespasiano tenía frente a él, y alzó lavista para ver que el sol de la mañana entraba por una rendija de la tienda. Iba a ser un díadifícil, pero en cuanto tuviera tiempo, alguien iba a darle explicaciones sobre la chapuza detienda que habían montado.

Con los primeros rayos de luz en el horizont e, Macro dio la orden de alt o, y los hombres sedejaron caer a los lados del camino. Después de la tensión acumulada durante la marchanocturna, se alegraban de que la oscuridad comenzara a disiparse al despuntar el alba. Trasdejar atrás los piquetes, tuvieron que apretar el paso en dos ocasiones al oír acercarsecaballos, sin saber si los cascos que pasaban junto a ellos en la oscuridad eran exploradoresromanos o britanos. El resto de la noche habían seguido adelante guardando el mayor silencioposible, a la espera de ser atacados de un momento a otro. Bajo los primeros rayos de luz,Cato, agotado, mordisqueaba una t ira seca de cerdo. Se volvió hacia Macro.

—¿Queda mucho, señor?—Deberíamos llegar al anochecer. Allí —apuntó hacia la campiña, donde una extensión

plana todavía estaba cubierta con un manto de niebla, a los pies de un extraño montículo quese alzaba como un islote en un mar de leche—, allí empiezan las marismas.

—¿Y cómo se supone que vamos a encont rar el carro en un lugar tan vasto, señor?—Seguiremos este sendero hasta encontrar una depresión en el camino que lleva a un

bosquecillo. El carro está hundido en el cieno, junto a un tocón de roble quemado. Nodeberíamos tener ningún problema para encontrarlo.

Al mirar hacia donde el camino desaparecía entre la niebla, Cato dudó que la búsquedafuera t an fácil como Macro la pintaba. Las marismas les esperaban con sus frí as aguas, inertesy estancadas, y Cato sint ió un miedo irracional. Aquella era la imagen del infierno que su padrele había descrito cuando era pequeño. Espectros lúgubres que se alzaban entre las siluetasoscuras de los árboles y la neblina sinuosa.

Macro miró atentamente hacia en el camino y luego echó una mirada por la campiña queles rodeaba en busca de algún indicio de actividad. A la izquierda, se extendía el campo a loslejos, se veía el resplandor del mar, y a la derecha, las tierras de labranza daban paso a unbosque. Nada se movía. Los britanos se habían asegurado de no dejar animales de granja amerced de los invasores y, asimismo, habían quemado cualquier depósito de grano. Bien,

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decidió Macro, avanzar era seguro. Se puso de pie.—Levantaos, vagos. Hay t rabajo que hacer.Los hombres se levantaron de la hierba con actitud cansada y formaron fila. El centurión

empezó a marchar por el camino, y ellos le siguieron cansados y tensos. El camino bajaba enpendiente hacia las marismas y tuvieron que frenar con fuerza a las mulas para evitar que elcarro se precipitara. Allí donde empezaban las marismas, el camino se estrechaba, de modoque las ruedas del carro aplastaban la hierba a cada lado. El suelo a sus pies era blando, yCato notaba cómo se hundía un poco bajo las botas al avanzar entre la neblina. Al ratodesapareció el paisaje de la campiña britana y un inmenso horizont e blanco les rodeaba. A susespaldas, el sol apenas iluminaba entre la densa blancura y el aire era frío y pegajoso. Nadiehablaba; los únicos sonidos procedían de los resoplidos de las mulas al tirar del carro en elsuelo de turba donde se hundían las ruedas de la carreta.

El estrecho sendero se abría camino entre las marismas. Allí donde el suelo erademasiado blando para el paso de vehículos, se había colocado una pasarela de troncoscubiertos con guijarros. A pesar de ello, las ruedas de la carret a se at ascaban en el lodo de vezen cuando. Los soldados tenían que dejar espadas y escudos en el suelo para empujar larueda con todas sus fuerzas y hacerla girar otra vez y poder seguir avanzando. Macro les dio

un descanso y se dejaron caer sobre un montículo cubierto de musgo rodeado de unaextensión poco profunda de agua. Por la posición del pálido sol que la niebla engullía, Macro sedio cuenta de que era casi mediodía, y al ver a los hombres tan exhaustos, supo que no podíaesperar que marcharan mucho más y que, además, extrajeran el carro del barro una vez loencont raran. Debían de est ar cerca, si el mapa era correcto.

Un resplandor repentino le hizo mirar al cielo y vio que el sol empezaba a hacerse not ar. Laluz empezó a adent rarse en forma de rayos en la niebla, que empezaba a disiparse.

—¡Cato!—¿Señor?—Sube a aquel montí culo de allí y dime si ves el t ronco que buscamos.Macro señalaba en dirección a un otero cubierto de musgo que había junto al camino, y

Cato se levantó a regañadientes para obedecer. Puso un pie con cuidado sobre la superficieverde para saber si aguantaría su peso.

—¡No hagas el tont o, muchacho! —le dijo crispado—. Levántate.Con los brazos en cruz para cont rolar su caída, Cato se levant ó poco a poco. La superficie

bajo el musgo era sorprendentemente firme, y Cato se irguió para contemplar el paisajeinquietante que tenían delante. Al frente, el camino bajaba en pendiente y desaparecía entre

una ciénaga inmunda. Incluso a primera vista, era evidente que la carreta no podía seguiravanzando. A Macro no le gustaría oír aquello.—¿Ves algo parecido al tronco que buscamos?—No, señor.—¿Y eso de allí? —Macro señalaba hacia un espacio despejado de niebla donde había

algunos árboles muertos completamente negros y retorcidos.—No estoy seguro, señor.—¡Pues presta más atención, maldita sea!Cato entornó sus ojos, pero era difícil distinguirlos bien, y la niebla volvía a cerrarse

alrededor de los árboles otra vez. Se incorporó hacia delante para ver mejor. Con un crujidoapagado, la tierra del musgo se vino abajo y Cato cayó de cabeza al suelo del camino con losbrazos ext endidos. Se dio un buen golpe, que casi le dejó sin respiración unos momentos.

—¿Estás bien? —Macro se inclinó para ayudarle a levantarse.—Sí, señor.—Cato —le dijo Macro con una sonrisa—, he llegado a conocer soldados patosos en mi

vida, pero tú...—No fue culpa mí a, señor. El maldito suelo cedió.—Ya. —Macro miró hacia el lugar de donde Cato había caído. Un buen trozo de musgo

había cedido para dejar al descubierto una masa de vegetación putrefacta que sedesmoronaba.

—Allí, señor. ¿Lo ve? —Se quejó Cato, herido en su orgullo—. Está todo podrido.Se calló un instante y arrancó por curiosidad un terrón de musgo, y otro y otro,

lanzándolos a un lado con afán. Macro sonrió de nuevo.—No hay necesidad de que te lo tomes tan a pecho.Cato no le hizo caso y siguió arrancando musgo hasta que aparecieron los restos

podridos de un tocón. Cato se puso en pie y miró a su alrededor; había varios montículoscubiertos de musgo a cada lado del camino. Se acercó al más próximo y arrancó el musgo paradescubrir bajo él los restos de t ocón, y luego miró a Macro con una sonrisa burlona.

—¿Qué demonios haces? —El centurión estaba desconcertado por el comportamientoexcéntrico del joven.

—¡Señor! ¿No lo ve?—Veo que te has vuelto loco de remate.—¡Son tocones, señor! ¡Tocones!Cato hizo una pausa, esperando la reacción a sus palabras con una sonrisa de lado a lado

en su rostro salpicado de fango. Macro no pudo evitar sentir cierta ternura hacia el chico. Cato

parecía un niño pequeño: era imposible enfadarse con él.—¿Tocones? —Respondió Macro—. Sí, ya veo que son tocones. Seguramente cortaronlos árboles para usarlos en el camino.

—¡Exacto, señor! Exacto, los cortaron. ¿Cuántos diría que hay?Macro miró a su alrededor.—Unos diez o doce, más o menos.—¿Cree que diez o doce árboles bastan para formar un bosquecillo?Macro se lo quedó mirando y sintió un escalofrí o en la nuca que reconoció de otras veces.—¡Todo el mundo en píe!Los legionarios, cansados y sucios, podían haber mostrado incluso menos entusiasmo

ante la idea de hacer un esfuerzo, pero se levantaron.—El optio cree que estamos en el lugar correcto. Empezad a buscar los restos del carro a

los lados del camino.Los legionarios miraron la gris y lúgubre ciénaga que les rodeaba, y luego al cent urión, a la

espera de indicaciones más útiles.—¡Vamos, empezad! —Dijo Macro con firmeza—. ¡No va a aparecer por su cuent a!Sin esperar a los demás, el centurión empezó a arrancar terrones de musgo del montículo

más próximo a un lado del camino. Los otros hicieron lo mismo a desgana, y pronto, elmontículo estuvo completamente deshecho. Los legionarios fueron lanzando al aire terronesde musgo y tierra y se ensuciaron todavía más. El sol descendía poco a poco, y cada vezperdía más fuerza entre la niebla posada en la vasta extensión cenagosa. Los legionarios nohabían encontrado nada, y fueron sentándose uno a uno para investigar los restos negros ymarrones de turba y madera podrida, todo cuanto habían obtenido de su esfuerzo. Macro dejóque se det uvieran sin pronunciar palabra y se puso de cuclillas para lanzarle a Cato una miradaacusadora.

—Yo sólo he dicho que podría tratarse del lugar que buscamos —dijo Cato con un tonode culpabilidad—. Es decir, que es una suposición razonable, teniendo en cuenta cómo estánlas cosas.

—¿Una suposición? —murmuró Pírax crispado—. ¡Antes parecías muy seguro de lo que

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decías, maldita sea!—Tal vez me equivocara —Cato se encogió de hombros—. ¿Pero dónde, sino, puede

estar el carro? No puede haber avanzado en el camino y, por otro lado, ¿cuántos más árboleshemos pasado? Ninguno. Tiene que est ar cerca.

—¿Dónde, entonces? —Macro extendió un brazo para mostrar las excavaciones—. Yahemos buscado.

—Entonces aún no lo hemos encontrado.—¡Mierda! —Pí rax se puso en pie furioso—. Mira, centurión, es obvio que el carro no est á

aquí. Cualquier idiota se daría cuenta. O lo pasamos de largo, o nunca ha estado enterrado eneste lugar. ¿Por qué no volvemos con la legión?

Los demás legionarios murmuraron en señal de apoyo.Macro miró al suelo y reflexionó un momento antes de ponerse en pie.—No. Al menos, no todavía. El muchacho tiene razón. Si ese carro existe, ha de estar

aquí. Descansaremos y volveremos a cavar. Si al anochecer no hemos encontrado nada,volveremos.

Pírax soltó una maldición y escupió a los pies de Cato con el puño cerrado.—Es mi decisión, Pírax —intervino Macro con severidad—. Siéntate y descansa. Es una

orden. ¿Me has oído? 

Pírax se quedó mirando fijamente al optio sin decir nada. Luego se volvió hacia Macro yasintió con la cabeza.

—¡Te he preguntado si me has oído!—¡Sí, señor!—Bien, pues siéntat e.Tras mirar antes al opt io, Pírax se dio la vuelta y se sentó junto a los otros legionarios, que

también miraban a Cato con rabia.Era más de lo que Cato podía soportar en ese momento, y se fue andando hasta el borde

de la ciénaga para evadirse de la host ilidad que se cernía sobre él. Los restos de un árbol jovensobresalían de la superficie pantanosa al borde del montículo y colgaban formando un ángulocon el sendero. Con un suspiro de frustración, Cato fue a reclinarse contra el árbol paraintentar distraer sus pensamientos y contemplar el paisaje que tenía delante. En cuanto sucuerpo se apoyó contra el tronco, éste cedió con un fuerte crujido y cayó sobre la hierba a laorilla del montículo. Por un momento, Cato casi se cayó otra vez, pero recuperó el equilibrio conun movimiento ágil.

—¡Cato! —Gritó Macro—. ¡Maldita sea! ¿Es que no puedes estar de pie sin caerte cadados por tres? Te juro que he visto marineros borrachos menos patosos que tú.

—Lo siento, señor. Pensé que el árbol aguant aría mi peso.—¿Qué árbol? —Preguntó Macro al mirar entre la hierba hacia donde señalaba el joven—.

Eso no es un árbol.Se agachó para examinar la larga vara de madera. Bajo el liquen, la suciedad y el musgo, la

madera era demasiado f ina y regular para ser un árbol. Limpió el ext remo de la vara y aparecióuna chapa de hierro. Frotó un poco más y apareció una abrazadera de hierro de unos treintacentímetros, con dos mangos a cada lado del palo.

—Muy bien, Cato —empezó a decir—, puede que no seas el tipo más hábil que hayapasado por la legión, pero tu torpeza tiene sus buenos momentos. ¿Sabes qué es esto?

Cato negó con la cabeza, algo desconcertado ante la idea de que el árbol pudiera teneruna pieza de hierro.

—Es el extremo de la vara de un carro. Y donde hay una vara de carro, debe haber uncarro. Veamos.

Macro cogió la vara de madera, la alzó en alto y la siguió con la vista hasta dondedesaparecía entre el cieno. Tiró de ella para ver qué sucedía, pero, pese a que la vara subía ybajaba, había algo que la sujetaba en la base. Macro la dejó caer en la hierba y se dio la vuelta

para dirigirse a los otros legionarios, que le observaban con una curiosidad cansina.—¡Por última vez, muchachos! En pie. Parece que al final el optio estaba en lo cierto.

Sabía que podía confiar en él.De no ser porque at acar a un oficial de rango superior se consideraba una gran infracción,

Cato le habría pegado.

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C a p í t u l o XXXVLa noche empezaba a caer y aún no había señal alguna de la fuerza de Togodumno. A la

caballería de exploradores de tres legiones se habían unido cohortes auxiliares a caballo, y losalrededores ya habían sido reconocidos sin encontrar rast ro de los britanos. La segunda legiónestaría en peligro hasta que no la localizaran, y Vespasiano se resistía a abandonar unaposición fortificada mientras se desconociera el paradero y la magnitud de la fuerza enemiga.Le vino a la mente una imagen de las repercusiones que sufrirían sus hombres, de seratacados, al desplegarse en retirada. Un ataque bien calculado podría desmoronar a lasegunda. Por eso Vespasiano había enviado a los exploradores bajo las órdenes de Vitelio,que se había adentrado en los campos britanos bajo la orden de no volver hasta haberlocalizado a Togodumno.

Mientras, el general Plautio seguía ganando terreno al enemigo y había enviadomensajeros a la retaguardia para llamar a filas a dos nuevas legiones (la segunda y ladecimocuarta) para que se situaran al frente para mantener el impulso de la ofensiva. En su

informe decía que hacía falta un impulso veloz y aplastante. Si las cuatro legiones podíanalcanzar a los britanos antes de que pudieran interponer un río importante entre ellos, elcombate final desembocaría en la total destrucción del campo de batalla enemigo. Después,sólo sería cuest ión de liquidar el extraño poblado fortificado y reducir las fuerzas resistent es. Ellegado sonrió con dureza al leer aquello. Lo que el general no había mencionado —o, tal vez,previsto— era la guerra de guerrillas que se sucedería en los próximos años antes de quepudiera considerarse la nueva provincia un lugar pacificado.

A Vespasiano le habría gustado compartir la seguridad del general respecto al desarrollode la campaña. Pero las órdenes eran órdenes, y Plaut io quería desplazar a la segunda legiónal día siguiente al alba. Vespasiano sólo podía pensar que el general era consciente del riesgoque tomaban.

Según lo que Vespasiano había oído de los últimos informes, en los caminos al oeste delfrente no había rastro de enemigos, y hacia el sur los exploradores sólo habían llegado hastalas marismas, que, según los refugiados britanos, eran impracticables para una fuerza decualquier tamaño, pues las ciénagas habían cubierto con los años los senderos que allí había.Con lo que sólo quedaba la región frondosa al norte de la línea de combate: una onduladamasa de árboles y matorrales entrecruzada por numerosos senderos que los nativos conocíanmuy bien. De haber un at aque, sólo podía venir de aquella dirección.

El sol se ponía entre los bancos de neblina cuando Macro y sus hombres ya habíanretirado buena parte de la turba maloliente que cubría el carro. El cieno les llegaba a la cinturay tenían barro endurecido por todo el cuerpo. Al fin habían encontrado el arcón. Una vezquitaron todo el barro que lo cubría, Macro examinó con entusiasmo la pesada caja de maderareforzada con hierro. Aparte de las manchas y la humedad de la madera, el arcón estaba enmuy buenas condiciones, y el grueso cerrojo seguía cerrado. Los demás hombres compartíanel entusiasmo al ver el resultado de su esfuerzo, y ayudaron gustosos a arrastrar el arcónhasta una parte del suelo más firme. Éste resultó ser más pesado de lo previsto y estuvo apunto de volver a hundirse en el barro varias veces ant es de llegar a la orilla.

—Muy bien, muchachos; no hay tiempo que perder. Debemos cargarlo en la carreta yvolver con la legión.

Cato miró al cielo.—Pronto oscurecerá. No llegaremos antes de que anochezca, señor.—No, pero al menos saldremos de est e sitio. —Macro agarró una de las asas de hierro. —

¡Vamos! ¡Arriba!Los doce hombres rodearon el arcón y lo levantaron. Luego, con un último esfuerzo

acompañado de resoplidos, subieron el arcón a la part e posterior de la carreta, que crujió con el

peso. Los hombres se apoyaron a los lados de ésta para recuperar el aliento. Cato temblaba,había sometido su cuerpo a un esfuerzo excesivo. Le dolían los músculos de brazos y piernas,y empezaba a sentirse mareado tras el trabajo extenuante de las últimas horas. Al mirar a losdemás, vio que estaban agotados y que conseguir sacar la carreta de las marismas antes delanochecer estaba más allá de sus posibilidades físicas.

Macro tenía los brazos sobre el arcón. Estaba cansado, pero a la vez eufórico por el éxitode la misión. Una vez el arcón estuviera a salvo, Macro podría estar seguro de que tendría almenos un amigo en las altas esferas, que quizá le ayudara en sus futuros ascensos. Habíaalcanzado la cúspide de una carrera sólo con su competencia y aptitudes. Y los siguientesascensos de rango dependerían de su astucia, inteligencia y contactos personales. Macrosabía muy bien que carecía de las dos primeras; los contactos, acababa de conseguirlos. Diounas palmadas cariñosas al arcón.

—¡Bien hecho, centurión! —gritó una voz ent re la cada vez más espesa y oscura neblina.Macro se dio la vuelta, llevando la mano a la empuñadura de su espada. Sus hombres se

pusieron en pie enseguida, alerta, algunos con las espadas desenvainadas.Una silueta imprecisa apareció lentamente entre la neblina y vieron a un oficial romano: el

tribuno Vitelio, acompañado de hombres sirios a caballo. Al verlos, Cato sintió un escalofrío alreconocer el atuendo, y desenvainó lentamente su espada. Allí, sujetando las bridas delcaballo del tribuno, estaba Pulcher.

Vitelio se acercó a pie y se detuvo a unos diez pasos de la carreta.—Supongo que es el arcón que debíais recuperar.Macro aún no se había recuperado del susto ante la aparición del tribuno. Frunció el ceño

en un gest o de sospecha, pero no respondió.—¿Y bien, centurión? ¿Es éste el arcón? —Sí , señor. ¿Pero qué...?—Has hecho un muy buen trabajo. Te felicito a ti y a tus hombres.—Gracias, señor...—Yo me encargaré de esto ahora. Hay que devolver el arcón al legado cuanto antes. —

Vitelio se volvió hacia los jinetes. — ¡Los dos primeros hombres, aquí!Vitelio dio unos pasos alrededor del arcón y le dio una palmada con una sonrisa en los

labios.—Debéis de estar cansados. Supongo que os alegrará el relevo. Descansad un poco

antes de seguirnos hasta la legión.Macro asintió sin decir nada, mientras medía con cuidado las palabras que le dirigiría al

t ribuno. Iba a perder todo el mérito del éxito de la misión.—Señor, nos dieron órdenes de ent regar el arcón al legado personalmente.

—Lo sé. Pero las órdenes han cambiado.—El legado fue bast ante claro, señor: personalmente.—¿Estás poniendo en duda mi autoridad, centurión? —Preguntó Vitelio con frialdad—. Te

digo que las órdenes han cambiado. Entregarás la carreta a mis hombres, ¿entendido?Macro le miró fijamente con ojos frí os, llenos de resent imiento al ver que un superior iba a

arrebatarle el premio de las manos.—Ordene a sus hombres que se apart en de la carreta, señor —dijo Macro con serenidad.—¿Qué?—Dígales que se retiren. No os vais a llevar el arcón.—Centurión —Vitelio trató de resultar razonable—, no puedes hacer nada al respecto.

Cumplo órdenes directas de Vespasiano.—Yo cumplo órdenes de Aulo Plautio —mintió Macro—. No soltaremos el arcón hasta

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recibir nuevas órdenes del general en persona.Vitelio le miró sin decir palabra, y sus hombres, al ver que estaban ante un enfrentamiento

incipiente, se detuvieron cerca de la carreta. Luego Vitelio sonrió y retrocedió unos pasos,diciendo:

—Muy bien, centurión. De momento, quédate con el arcón, pero este asunto no quedaráasí..., te lo juro.

Se dio la vuelta e hizo una seña a sus hombres para que le siguieran hasta los jinetes.Mientras Cato los observaba, vio al tribuno desplazarse a un lado del camino, como si seapartara de la línea imaginaria entre sus hombres y la carreta. Un movimiento repentino de loshombres entre la neblina alarmó a Cato, que volvió a mirar al tribuno. Vitelio habíadesenvainado su espada y miraba en dirección al carro. Cato se dio cuenta entonces delpeligro inminente.

—¡Abajo! ¡Agachaos!Cato se lanzó sobre el centurión y ambos rodaron por el suelo fangoso, tras la carreta. Los

otros legionarios hicieron lo mismo, al tiempo que una lluvia de flechas caía en su dirección.Uno de los hombres reaccionó demasiado tarde, y una flecha le alcanzó en el cuello con ungolpe sordo. El legionario cayó de rodillas, ahogado en su sangre, intentando

desesperadamente arrancarse la flecha. Dos flechas de la siguiente descarga le alcanzaron enla cara y el pecho, y cayó al suelo con un grito.

—¡Detrás de la carreta! —Gritó Macro—. ¡Poneos detrás de la carreta!Los legionarios se acercaron a ésta agazapados, entre las flechas que caían a su

alrededor. Dos hombres fueron heridos y emitieron gritos ahogados al intentar arrancarse lasflechas.

—¡Dejadlas! —les gritó Macro al ver que se harían más daño al ext raerlas.Si sobrevivían, un cirujano tendrí a que cortar las puntas de las flechas. Si sobrevivían.Los sirios empezaban a abrirse en abanico a los lados del camino, hasta donde el borde

les permitía, para reducir el efecto protector de la carreta. Los legionarios se apiñaron lo másque pudieron. Habían dejado los escudos en la hierba de la orilla, sólo dos soldados los habíanapoyado en la carreta. Y ahora los habían colocado a cada lado del grupo para desviar lasflechas. A pesar de ello, alguna que otra flecha se abría camino, y otro hombre fue alcanzadopor una en la pierna.

—¿Qué carajo están haciendo? —Preguntó Pírax—. Son de los nuestros.—Parece que no —dijo Cato a su vez—. Haya lo que haya en ese arcón, tiene un gran

valor.

—¿Cuántos son? —Pregunt ó Macro—. ¿Alguien lo sabe?—He contado ocho —contestó Cato—. Vitelio, Pulcher y seis sirios.—Entonces estamos a la par. Podríamos atacarles.—¿Atacarles? —repitió Pírax horrorizado—. Señor, nos reducirían antes de acercarnos a

ellos.—Hasta que se les acaben las flechas.—Si aguantamos hasta entonces.Un chillido repentino sobresaltó a Cato. Habían alcanzado a una mula en el costado;

soltaba estridentes relinchos de dolor y se movía adelante y atrás. Por un instante pareció queel animal echaría a correr con la carreta que protegía a los legionarios, pero la otra mulaestaba espantada y se quedó inmóvil, mirando aterrorizada a su semejante.

—¡Id con cuidado, idiotas! —Gritó Vitelio—. Les habéis dado a las mulas. Apuntad bien:¡sólo a los hombres!

—Gracias, tribuno —dijo Macro con dureza, mientras seguían chocando flechas contra elcarro. —Miró a Cato y le hizo una señal con el pulgar. — Me estoy empezando a hartar deestos sirios. Ya es hora de que hagamos algo con ellos.

—Pero no ahora, señor —le imploró Cato—. Espere a que t engamos más posibilidades.Seguían cayendo flechas, pero cada vez menos, ya que los sirios dosificaban las

municiones. Pero la estrecha franja del montículo les impedía alcanzar a los legionarios, y, alrato, pareció que se igualaban las condiciones. Los legionarios, sin armaduras y con sólo dosescudos, no se atrevían a atacar a los arqueros; y éstos, escasos de municiones, no osabanenfrentarse cuerpo a cuerpo con una infantería pesada muy bien preparada. Los sirios sóloesperaban haber reducido la fuerza de Macro a un número lo bast ante inferior.

La carga de flechas se había interrumpido, pero los legionarios siguieron a cubierto por siera una artimaña.

—¡Macro! —Gritó Vitelio—. ¡Macro! ¿Sigues vivo?—¡Sí, señor! —respondió el centurión al instante.—Bien. Escucha, Macro, al final el arcón será mío, lo quieras o no. Estás atrapado y he

mandado ir a buscar más hombres. Tardarán un poco en llegar. Podemos esperarlescontemplándonos el uno al otro, o bien me das el arcón y te dejaré marchar con tus hombres.

—¡Que le jodan, señor! —Le espet ó Macro—. ¡Si lo quiere, tendrá que luchar!—¡Escúchame bien, centurión! Si me haces esperar, no tendré piedad. Seremos muchos

más en número y moriréis. Dame el arcón ahora y viviréis. Tienes mi palabra.—¿Su palabra? —Cato alzó las cejas—. ¿Qué se cree, que somos idiotas?—Eso mismo pienso yo, optio —le dijo Macro.

—¡Macro! —Volvió a llamar el tribuno—. Te daré un momento para que tú y tus hombreslleguéis a una decisión. Está en vuest ras manos ret rasar lo inevitable y morir, o darme el arcóny salir de aquí con vida.

Macro miró a sus hombres.—¿Y bien?—Nos va a matar igualmente —dijo Pírax firmemente—. No importa qué decidamos.—Tienes razón —asintió Macro—. ¿Entonces qué hacemos? Cargar contra ellos parece

descartado.—A menos que los at aquemos por dos flancos —sugirió Cato—. ¿Y cómo lo hacemos?Cato se acercó y se apoyó sobre un codo para poder dar indicaciones mientras hablaba.—Algunos vamos hasta el camino. La hierba es alta a los dos lados, y si nos agachamos

bastante nos ocultará. Luego entramos en el agua y nadamos formando un arco hasta la partedel camino que tienen detrás, y atacamos por ambos lados. Si hay suerte, la sorpresa bastarápara desconcertarlos el tiempo suficiente. —Cato t erminó de hablar, pero los demás le mirabana la espera de oír algo más. — Lo siento, eso es todo.

—¿Eso es un plan?Cato asintió.—Está bien. O eso o morir, supongo —dijo Macro, y miró a los supervivientes de su

escuadrón—. Bien, tú te llevas a Pí rax, Lentulo y Piso. Cuando lleguéis a sus espaldas, cargadcontra ellos y haced todo el ruido que podáis.

Cato dijo entonces, avergonzado:—Lo siento, señor, pero alguien tendrá que encabezar el ot ro grupo.—¿Por qué?—No sé nadar.—Le dijiste a Vespasiano que sí sabías..., la misma noche que llegaste a la legión.—Me temo que exageraba, señor. Lo siento.—Que ment ías, quieres decir.—Sí.Macro lo miró un instant e.

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—Eso es fantástico, optio. Ahora me tocará a mí hacerlo.—Sí, señor. Me aseguraré de aprender en cuanto volvamos a la legión.—Bien.Macro se desabrochó el pasador de la capa e indicó a los demás que hicieran lo mismo. Se

aseguraron de tener bien sujetas al cinturón las espadas y dagas, y Macro les encabezó por elsendero, lo más pegados que podían al suelo fangoso. Una vez se deslizaron en el aguapantanosa, se pusieron a nadar entre la neblina, y Cato se atrevió a mirar a un lado del carro.Los sirios se mantenían en la misma posición, Vitelio estaba sentado en lo alto de unmontículo, junto al que Pulcher sostenía el caballo.

Una flecha pasó volando cerca de Cato, que retiró la cabeza. Los otros tres, aún ilesos,sujetaban con fuerza sus espadas y permanecían agazapados, a la espera.

—Se acabó el t iempo, centurión. Entregar el arcón ahora o morir, ¿qué habéis decidido?Cato miró a los ot ros legionarios.—¿Qué dices, centurión?—¡Di algo! —siseó uno de los soldados.—¿Qué? ¿Qué digo? —les preguntó Cato desesperado.—Cualquier cosa, idiota.

—Se acabó —dijo Vitelio en t ono resuelto—. Vais a morir todos y ahora mismo.Con un bramido de furia, Macro y sus cuatro hombres surgieron de la penumbra detrás de

la fila de arqueros y se precipitaron por el camino. El ruido también sorprendió a Cato al oírlo,pero enseguida reaccionó y se levantó para atacar al sirio más próximo a él, gritando a sugrupo que le siguiera. Al ver a Cato correr hacia él con la cara descompuesta en un furiosogesto de ataque, el sirio soltó el arco y fue a coger el sable que tenía a un lado. Cato gritó contodas sus fuerzas, y el otro echó a correr dejando su arma en el suelo. Cato apuntó su espadaa la espalda del sirio, pero apenas penetró en la capa y fue a clavarse en las nalgas. El hombresoltó un grito sin dejar de correr a toda prisa, y al encontrarse con Macro y su grupo matando alos suyos, hizo un desesperado movimiento para esquivarlos.

Ante la huida de su enemigo, Cato miró a su alrededor en busca de otro enemigo y vio aPulcher ayudando a montar a Vitelio al caballo.

—¡Aquí! —Gritó Cat o—. ¡No le dejéis escapar! ¡Deprisa!Sin esperar a los demás, se lanzó hacia Pulcher con la espada en alto. En el último

momento, éste desenvainó su arma con una rapidez inesperada.Sin ceder terreno, el rechoncho legionario apuntó su espada a la garganta de su atacante.

Cato trat ó de esquivar la cuchilla y, ante su horror, sus pies resbalaron en el fango. Cayó sobre

las rodillas, bajo la espada de Pulcher, tratando de clavarle la suya en el estómago. Con elimpulso, cayó sobre las piernas del ot ro y ambos se fueron al suelo. Cato consiguió levantarsecon la espada aún limpia de sangre en la mano. La espada no había conseguido atravesar laarmadura de Pulcher, sólo lo había dejado sin aliento, y ahora estaba en el suelo intentandorecuperarlo. Antes de poder acabar con Pulcher, Cato se agachó al oír un silbido cerca de sucabeza. Vitelio se alzaba sobre él con la espada en alt o. Entonces la dejó caer, y Cato levant óa t iempo la suya para parar el golpe.

—¡Aquí! ¡Deprisa!Vitelio estaba a punto de matarlo, cuando oyó varios gritos de alerta. Soltó un reniego y se

abalanzó a caballo contra Cato. El optio se tiró a un lado, pero no lo bastante rápido paraevitar un golpe del caballo, que lo lanzó al suelo con un golpe de ijada al pasar.

El caballo, que se mantenía en pie a duras penas bajo el suelo resbaladizo, consiguióatravesar la fila de legionarios y pasó retumbando junto a la carreta, donde la mula heridatodavía relinchaba de dolor, y Vespasiano desapareció en la oscuridad de la niebla.

Macro corrió hasta donde estaba Cato y lo incorporó.—¿Estás bien?—Lo estaré..., en cuant o recupere el aliento. ¿Los t enemos?—Casi. Cinco han caído y tres se han largado. Es una lástima no haber pillado a ese

cretino de Vitelio.Cato miró alrededor y vio que tampoco habí a rastro de Pulcher.—Sí, señor —Cato respiró hondo y se puso una mano en el pecho; aparte de los

moratones, parecía estar bien. — ¿Qué vamos a hacer?—No tiene ningún sentido ir en su busca, si a eso te refieres. Debemos llevarle el arcón a

Vespasiano lo antes posible. Ant es de que el t ribuno acuda con más hombres.Una vez los legionarios engancharon a cuatro de los caballos a la carreta, amarraron a los

demás, junto con la otra mula, a la parte posterior. Preocupado por que la mula herida llamarala atención con sus relinchos, Macro la había llevado a un lado del camino para cortarle lagarganta y echarla en el cieno. Cuando ya habían subido a los heridos a la carreta, el pequeñogrupo volvió a recorrer el camino hasta el límite de las marismas. La noche cayó sobre ellos enel camino; gracias a los caballos, no tenían que detenerse cada dos por tres para liberar lasruedas del lodo.

Al aproximarse al confín de las marismas, divisaron la oscura extensión de colinas que sealzaba sobre la bruma; Macro oyó los cascos de un caballo que se acercaba.

—¡Alto! —Dijo en voz baja—. Coged los escudos y las lanzas y seguidme.Macro los condujo por el sendero y les ordenó que se escondieran cuatro a cada lado de

éste en línea, para asegurarse de que el jinete que se aproximaba no tuviera posibilidad dehuir. Cato se agachó, demasiado cansado para preocuparse. Instantes después surgió de laneblina la figura oscura de un hombre a caballo.

—¡Ahora! —gritó Macro, y ocho sombras salieron de entre la hierba a cada lado delcamino para impedir el paso del jinete. El caballo, desconcertado ante el movimiento repent ino,caracoleó y soltó un agudo relincho de pánico, y el jinete, tras un intento de recuperar el controldel animal, cayó al suelo. Macro se abalanzó sobre él, le dio un puñet azo en la cara y lo obligó aponerse en pie.

—¡Vaya! —Dijo con una risotada—. ¡Qué sorpresa verle otra vez, señor!Vitelio se limpió la sangre con el revés de la mano.—¡Quítame las manos de encima, centurión!—¿Que le quite las manos de encima?—Tienes que soltarme. Debo volver a la legión.—Escúchame bien, bellaco. Si crees que...—¡No hay t iempo para esto! —Gritó V itelio—. Se acerca un ejército por el camino. Casi me

doy de bruces con ellos. No creo que me hayan visto, pero pronto estarán aquí. ¡Debo avisar aVespasiano!

—Miente, señor —gruñó Pírax—. Matémosle y marchémonos.—¡Esperad! —Interrumpió Cato—. Ni siquiera sabemos qué buscaba.Pírax levantó su espada.—¿Quién quiere saberlo?—¡Baja esa espada, legionario! —Ordenó Macro—. ¡Ahora mismo!—¡Por favor! —Suplicó Vitelio—. Debéis soltarme. Debo avisar a Vespasiano. ¡Hemos

encontrado a Togodumno! Si esta columna de hombres sorprende a la legión, perderemos amiles de hombres. A miles de compañeros.

—¡Compañeros! —Pírax le escupió—. ¡Los compañeros no se matan entre ellos!Se hizo un silencio, un momento de indecisión: Vitelio de rodillas, Macro con el puño asido

con fuerza a la capa del tribuno, con una seria expresión de desdén.—Si se acerca tal columna —dijo Cato pausadament e—, el legado debe ser avisado.

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—¡No existe tal columna enemiga! —Pírax clavó la espada en el suelo—. Sólo intentasalvar él pellejo.

—¿Y por qué ha dado media vuelta?—Se extravió. ¿Por qué estamos perdiendo tiempo con esto? —Le dijo Pírax a Macro—.

¡Acabe con él de una vez, señor!Macro miró un instante al tribuno, y su expresión se endureció con la indignación y

resentimiento que le provocó el dilema que éste había creado al regresar. Luego le dio unpuñetazo en el pecho a V itelio, que cayó de espaldas en el barro.

—Ve y avisa a la legión. Pero no te quepa la menor duda de que, en cuanto esto termine,me encargaré de explicar al general lo que hiciste. Creo que le gust ará saber por qué un oficialsuperior ha querido matar a sus propios hombres para hacerse con el arcón. ¡Vete! ¡Vete,maldito bellaco, antes de que cambie de opinión!

Vitelio se levantó apresuradamente, montó de nuevo y agarró las riendas que sosteníauno de los legionarios. Sin demorarse, espoleó al caballo y salió al galope por el camino, dejóatrás la carreta y desapareció en la oscuridad de la noche.

—¡Muy bien! En marcha. Si nos ha dicho la verdad, no hay t iempo que perder. ¡En marcha!—¡Por supuesto que no ha dicho la verdad! —masculló Pírax.

—¿Vas a discut ir mi decisión? —preguntó Macro con frialdad.—Teníamos que haberlo matado.—¡Cuando te dirijas a mí , llámame señor!—¡Silencio! —Cato levantó la mano—. ¡Escuchad!El pequeño grupo se quedó inmóvil, y todos aguzaron el oído hacia donde señalaba Cato.

Por un momento, no oyeron nada aparte de los sonidos propios de la noche. Luego se oyó unrelincho en la lejanía, y otro, seguido de un lat igazo y un grito en lengua celta, cerca del caminoque tenían a sus espaldas.

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C a p í t u l o XXXVISabían que los britanos les alcanzarían antes de llegar a la cima de la colina. No había

posibilidad de dejar al enemigo atrás, se dijo Macro al tiempo que recorrí a con la vista la zona ypensaba en una alternativa.

—¡Por allí! —señaló hacia uno de los pliegues más grandes del terreno a la izquierda delcamino. Bajo la tenue luz de la luna llena, la niebla que se estaba formando en la hondonadano era precisamente acogedora, pero ofrecía la única posibilidad de ocultarse—. ¡Desviad elcarro lo más rápido que podáis!

Mientras los hombres conducían a los caballos entre la hierba y corrían cuesta abajohacia la hondonada, Macro les seguía tratando de cubrir los surcos más pronunciados de lasruedas sobre la hierba mojada. Rezando por que las marcas pasaran desapercibidas con lafalta de luz, y por miedo a que los britanos aparecieran en cualquier momento, Macro saliócorriendo tras la carreta, que ya estaba en el borde de la depresión, donde los soldados laestaban bajando por la pendiente. El sonido de cascos herrados cada vez más próximos hizo

apretar el paso a Macro, y en cuanto llegó a la hondonada, se lanzó al suelo y se quedó allí,tumbado, jadeando.La cuesta era empinada y la carreta estaba muy por debajo del nivel del banco de niebla,

que cubría el suelo con una capa espesa y perfecta. Cato ordenó a los demás que sequedaran donde estaban y procuraran mantener callados a los animales y a los heridos, ysubió la cuesta para unirse al centurión.

—Hemos tenido suert e, señor. El carro casi se vuelca al bajar por ahí —señaló con el dedohacia la pendiente.

—¿Ah, sí? —dijo Macro, y bostezó sin poder evitarlo—. Luego se dio la vuelta y se apoyóla barbilla en las manos. Mantente agachado y no hagas nada..., absolutamente nada. Sólocuando yo te lo ordene.

Cato bajó la cabeza y se quedó lo más quieto que pudo, a la espera de ver al enemigoaparecer entre las marismas. Y de repente, a apenas cien pasos de ellos, una pequeñacolumna de hombres y caballos surgió bajo la luz de la luna. Cato se sorprendió al ver lacaballería britana, pues César afirmaba que éstos preferían emplear los animales comobestias de carga. César estaba equivocado, o bien los britanos habían descubierto la utilidadde la caballería. Los jinetes se abrieron en abanico para subir colina arriba. El explorador, en elextremo izquierdo, pasó a unos quince metros de su escondrijo, y Macro y su optio se pegaronal suelo sin atreverse a respirar. Forzaron la vista para ver si el jinete descubría el rastro de lacarreta, pero éste pasó sin detener el paso.

Procedente de las marismas, oyeron un tintineo, y una oscura masa de carros e infanteríaapareció en el camino y subió colina arriba. Las voces que hablaban en aquella extraña lenguallegaron hasta los aterrados romanos, y a Cato le pareció agradable comparada con la durezade la lengua germana a la que estaba acost umbrado. Alguien dio una orden estricta al paso deun carro por la fila, y la columna obedeció y quedó en silencio hasta que el carro huboadelantado a la línea de exploradores y pasado por la cima de la colina. Luego se oyeron risasy se reanudaron las charlas.

El río de hombres que vení a de las marismas parecía interminable, y ya había rebasado lacolina. No dejaban de salir hombres, hasta que, por fin, la retaguardia apareció en el camino.Macro y Cato observaron la escena hasta que las últimas filas del enemigo desaparecierontras la colina, en la oscuridad de la noche.

—¿Cuántos cree que había, señor? —susurró Cato como si temiera que le oyeran losbritanos.

Macro miró las piedrecillas que tenía en la mano, e hizo un cálculo.—Digamos que el equivalente a veinte cohortes, es decir...

—¡Nueve mil! —Cato dio un silbido.Macro hizo las cuentas y asintió.—Más que suficientes para que Vespasiano deba preocuparse. Sin contar con la fuerza

de carros de guerra. Si le ganan vent aja al legado...—Entonces todo dependerá de Vitelio.—Sí —contestó Macro—, Vitelio... Vamos, será mejor que nos pongamos en marcha. Si

toda esa gente entra en escena, será mejor que abandonemos la carreta. Enterrad el arcónaquí, esconded el carro en algún sitio y utilizad los caballos para rodear a la columna y llegarantes que ellos a la legión.

—¿Que enterremos el arcón? ¿Después de todo lo que hemos pasado?—¿Quieres que nos lo quiten? O peor, ¿quieres que te capturen con él?—No, señor.—Pues tendremos que dejarlo aquí y volver a buscarlo si llegamos a la segunda sanos y

salvos.Era evidente que el caballo estaba agotado y se desplomaría de un momento a otro.

Vitelio se desvió del camino y desmontó en la penumbra de una arboleda frondosa. Mientras elcaballo resollaba y echaba vaho en el aire frío de la noche, Vitelio maldijo de rabia y frust ración.Casi había conseguido hacerse con aquel maldito arcón. El soborno del emperador: suficientepara financiar las carreras políticas más prometedoras; una fuente inagotable para comprar elfavor de senadores y soldados de la misma calaña. Quizá bastante para ganarse la lealtad dela guardia pretoriana. No cabía duda de que el espía pretoriano, Pulcher, había sido bienremunerado, y el oro le había impresionado lo bastante para alejar cualquier inconveniente. Ycomprar los servicios de los sirios había sido fácil, haciéndose pasar por un amigo íntimo deEscriboniano.

Era asombroso hasta qué punto la riqueza podía hacer cambiar los intereses de unhombre. Hasta hacía pocos meses, había sido leal al emperador, tan leal que hast a Narciso lehabía hecho partícipe de algunos secretos (más de los necesarios, o aconsejables). Pero encuanto Narciso le habló del arcón, sus ambiciones más ocultas empezaron a emerger. Larecuperación del arcón debía ser la prueba de lealtad de Vespasiano hacia Claudio, y Viteliocumplía órdenes de observar al legado y descubrir posibles signos de traición. Sin embargo,Vespasiano había actuado de forma impecable, y era en este estricto cumplimiento del deberdonde Vitelio había encontrado su oportunidad. Ante la certidumbre de que el legado haríatodo lo posible para llevar a buen término sus órdenes, Vitelio sólo tenía que presentarinformes sospechosos a Narciso. Una vez el t esoro hubiera desaparecido, la culpa recaería sinlugar a dudas sobre Vespasiano, que acabaña de inculparse al declararse inocente. Y Vitelio,

armado de una fortuna, esperaría en silencio su oportunidad.Aquél era su plan hasta momentos antes. Sus sueños se habían truncado. Al darse

cuenta, gritó una sarta de injurias y enseguida miró a su alrededor por miedo a que alguien lehubiera oído; pero la noche estaba en silencio. Vitelio suspiró. Había fracasado y, peor, habíatestigos de su fracaso. En cuanto aquel retaco de centurión y su optio aventajado volvieran ala legión, estaría en un apuro. Si hubiera una forma de conseguir que nunca volvieran... Cabíala posibilidad de que la columna de britanos que había visto en las marismas ya se hubieraencontrado con la carreta y masacrado a Macro y sus hombres; Vitelio deseaba sinceramenteque así fuera. Pero sabía que era absurdo contar con ello: aquel tipo, Macro, tenía bastantesuerte y era lo bastante astuto para mantenerse a flote en cualquier situación de peligro.Entonces acudió a su mente el recuerdo del enfrentamiento en el poblado germano: enconcreto, el de Macro sangrando de una salvaje herida de lanza. ¡Ojala aquel maldito germano

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hubiera tenido más puntería!Mientras Vitelio pensaba en su situación, su caballo se había recuperado lo suficiente

para ponerse a pastar tranquilamente bajo las ramas de un roble. De repente, éste levantó lacabeza y miró fijamente hacia la oscuridad. Al momento, el tribuno se dio cuenta de lainquietud del caballo; se acercó a éste y posó una mano sobre el lomo del animal paraapaciguarlo. El caballo se estremeció.

—¿Qué te pasa, muchacho?El animal resopló, movió las orejas y retrocedió unos pasos entre las sombras. Al mirar en

la misma dirección, Vitelio divisó una línea de hombres a caballo que se acercaban por elcamino bordeado de árboles, a apenas cien pasos de él.

El corazón se le aceleró e intentó montar al caballo, pero éste estaba nervioso y se hizoatrás con un fuerte relincho.

—¡Maldito estúpido!Vitelio dio un fuerte tirón a las riendas para inmovilizar al caballo y se subió al lomo. Ya se

oían los gritos, y Vitelio espoleó al animal en la ijada para que se alejara de los hombres quevenían hacia él. El pánico y el deseo de huir se apoderaron de Vitelio, y salió a galope en laoscuridad de la noche, sabiendo que la dirección que tomaba le alejaba de la segunda legión.

En tal caso, pensó, intentaría llegar hasta la decimocuarta para reunirse con Plautio.Vespasiano tendría que enfrentarse por su cuenta a los britanos, y Vitelio sobreviviría para serun héroe, algún día.

A los pies del roble donde se había cobijado el tribuno, sus perseguidores le vieron huir algalope; desde allí, oían los cascos del caballo.

—¿Quién demonios era? —Preguntó uno de los legionarios—. Parecía unos de losnuestros.

—Sería un mensajero idiota —cont estó su decurión—. Seguramente se habrá perdido.—¿Vamos t ras él, señor?El decurión dudó un instante y luego dijo:—¡No! No vale la pena. Si es uno de los nuest ros, tarde o t emprano encont rará el camino.—¿Y si es uno de ellos, señor?—En ese caso ha tenido suerte de huir. No vamos arriesgar el cuello en una persecución

en plena noche. Volvamos a la legión.El decurión hizo dar media vuelta a su escuadrón y los encabezó en dirección a la

segunda legión, algo preocupado por el informe poco alentador que tenía que ofrecer aVespasiano. No había rastro de Togodumno y sus fuerzas. Lo cierto era que el decurión

dudaba de que hubiera una columna enemiga con intención de flanquear al ejército.Seguramente, todo vendría de algún oficial administrativo paranoico que exageraba. Eldecurión se encogió de hombros con un gesto cansado. Hasta ese momento, la campañahabía sido bastante decepcionante; no había enemigos, ni botín ni mujeres. No valía la penahaber ido hasta allí, y ya se había resignado al hecho de que Plautio y las legiones devanguardia vencerían a los britanos antes de que la segunda legión pudiera entrar en acción.

Lástima, pensó. Una batalla no habría estado mal, sobre todo en vista de lasoportunidades de ascenso a las que daban lugar las bajas en combate. Pero no habría batalla,porque no había un britano en kilómetros a la redonda.

Para Macro y sus hombres, el viaje de noche estaba resultando un desast re. Los caballossirios eran inquietos; tal vez fueran útiles para correr entre las filas de una batalla mientras los

 jinetes disparaban flechas, pero no servían para llevar a más de un hombre a cuestas. Al final,tras insultarlos y espolearlos numerosas veces, Macro ordenó a sus hombres desmontar yemplear a los caballos para llevar sólo a los heridos. De t odas formas, sus hombres preferían irandando.

El grupo avanzó en silencio, tratando de seguir un camino que circundara a la columnabritana y les llevara hasta la segunda legión antes que a los enemigos. Macro había decididomantener su grupo en el lado del mar con respecto a los britanos, para estar lo más cerca

posible de la cabeza de playa fortificada. Con suerte, encontrarían una patrulla que lesescoltaría de vuelta a la legión.

Vitelio ya debía de haber llegado a la legión y dado la señal de alarma, así que, al menos,sus compañeros estarían advertidos de un posible ataque sorpresa. Aun así, un sexto sentidole decía a Macro que Vitelio les estaba preparando una sorpresa desagradable a su regreso, yse maldijo por haberle dejado escapar. Tenían que haberle cortado el cuello y haber tirado sucuerpo en las aguas pantanosas. Era más de lo que se merecía aquel bellaco traidor. Lapregunta que no dejaba de hacerse Macro era por qué les había atacado el tribuno.Vespasiano le había asegurado que el auténtico objetivo de la misión era un secreto muy bienguardado. Y no sólo Vitelio lo sabía, sino que, además, había tenido tiempo de reunir unabanda de colaboradores, seguramente, los mismos sirios que habían asaltado a la centuria deMacro en el camino hacia Gesoriaco. Alguien se traía algo muy serio entre manos, y él no eramás que una pieza de una intrincada confabulación.

Trató de concentrarse: no era el mejor momento para dudar. Tenía que poner sus cincosentidos en procurar que sus hombres volvieran a la legión sanos y salvos. Vio que estabanagotados; tenía que tener los ojos bien abiertos al cruzar aquel territorio hostil. Pese a pensaresto, sentía un suave dolor en las piernas provocado por el cansancio. Entonces supo que, de

un momento a otro, la cabeza empezaría a darle vueltas. Se frotó los ojos y se tambaleó, peroCato lo agarró del codo.—¡Cuidado, señor! —Le susurró Cato—. Casi se cae. Tiene que descansar.—No..., estoy bien.—¿Por qué no sube a uno de los caballos y yo le llevaré un rato, señor?—He dicho que no. No puedo hacer eso.Macro quería explicar que un oficial no podía ni pensar en hacer tal cosa, pero fue incapaz

de pronunciar siquiera las palabras; se limitó a murmurar unas palabras de agradecimiento y sesoltó del brazo.

A medida que avanzaba la noche, el pequeño destacamento de legionarios se abría pasoentre las sombras del paisaje ondulado. No osaban detenerse, no fuera que el sueño lesinvadiera. Todos ellos eran conscientes del peligro de la situación: estaban aislados en plenoterritorio enemigo. Llegaron hasta lo alto de una colina. A lo lejos ya se divisaba la extensión dehogueras del campamento de la legión romana. En el resplandor de la lejanía, se veíanpequeñas figuras de hombres que se movían de un lado a otro en una actividad frenética.

—Parece que hemos llegado justo a tiempo —sonrió Macro con aire cansado—. Pareceque ya están en marcha. Vespasiano siempre ha sido un hombre despierto. Me temo que hoyno podremos descansar.

Cato le sonrió. Pero Macro ya no miraba en dirección al campamento. Miraba fijamentehacia el horizonte, por donde empezaba a salir el sol. Desde la espesura del bosque queatravesaba la línea de marcha de la legión, se cernía sobre ellos una masa oscura de hombres,caballos y carros de guerra que avanzaban con el sigilo de una serpiente al acecho de supresa.

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C a p í t u l o XXXVIIVespasiano había dado órdenes de que le despertaran bastante antes del amanecer; la

segunda legión iba a marchar a través de territorio enemigo, y aunque los oficialesadministrativos habían dado ya sus órdenes a cada unidad, aún quedaban muchos detallesque requerían su atención personal. Aquello, pensó con una sonrisa, era lo más pesado de sutrabajo; el pueblo de Roma imaginaba a sus generales como los amos del campo de batalla,como héroes que cargaban contra el enemigo en circunstancias adversas, al frente de lalegión. La cantidad de papeleo y las tareas de carácter burocrático que también formabanparte del trabajo eran invisibles a los ojos de la gente, cuando esta dedicación a mantener unadisciplina y un orden era lo que hacía que un ejército funcionara. Pese a lo que el pueblo dijera,el secreto de ser un buen general residía en tener un buen ejército, y los mejores ejércitos losconstituían hombres capaces de hacer la guerra con una eficiencia metódica.

Vespasiano se levantó de la cama, se puso una túnica y se sentó a su mesa. Su esclavopersonal le había dejado una taza de vino caliente y pan con aceite de oliva en una pequeña

bandeja de plata, y Vespasiano se tomó gustoso el desayuno mientras trabajaba en losúltimos papeles que habí a recibido. Puso sus iniciales en las cifras de la cent uria y las dejó a unlado para ojear algunas peticiones que esperaban su aprobación. Por último, leyó el diarionocturno. Aún no había rastro de Togodumno, y las patrullas de caballería ya habían recorridoel norte y el sur. Era desconcertante, a menos que tal columna no existiera. Cabía laposibilidad, pero Vespasiano se negaba a descart ar todavía que pudieran encont rarla en algúnmomento. Así que mantendría las órdenes de marchar cerrados, por mucho que los hombresse quejaran. Era preferible ser prudente que insensato..., como aquel idiota de Vitelio, quehabía salido y desaparecido con sus exploradores y un escuadrón de caballería auxiliar, quebuena falta le hacía. Seguro que no hacía más que dar vueltas por la oscuridad, muerto demiedo. Se lo merecía.

Al acabar con los t rámites burocrát icos hizo llamar a su armero. El legado se quedó quieto,pensativo, mientras el armero le abrochaba el peto y ataba las cintas de la parte delantera.Luego terminó de preparar cuidadosamente el resto del equipo, y el legado miró el camafeo desu esposa y su hijo que tenía sobre la mesa, y un leve sentimiento de culpa le hizo fruncir elceño. Habían pasado unos días desde la última vez que se había parado a pensar en ellos; elvolumen de peticiones que debía atender un comandante de legión en campaña no dejabatiempo para pensar en su vida privada. Entonces se dio cuenta de cuánto les echaba demenos. Sólo hacía diez días que les había visto partir en el convoy de carros hacia Roma, yparecía que había pasado mucho más tiempo; y la perspectiva de una larga campaña tal vezno le permitiera verles durante años. Para entonces, Tito ya no sería un niño pequeño quebalbuceaba frases extrañas y no dejaba de moverse. ¿Y Flavia? ¿Cómo sería Flavia? Quizátendría más canas y más arrugas alrededor de los ojos y la boca al sonreír. De repente, sintióla imperiosa necesidad de abrazarlos y no soltarlos nunca; sintió un escozor en los ojos, yparpadeó ant es de que las lágrimas revelaran sus sentimientos.

—¿Está demasiado apretado, señor?—¿Qué? Oh, no, está bien. Puedes marcharte.—Sí, señor.Una vez a solas, Vespasiano se pellizcó el brazo. Por poco: de haberse recreado en su

añoranza mucho más, habría derramado lágrimas en presencia de un miserable esclavo. Sesonrojó ante la idea de que el esclavo les contara a sus amigotes el momento desentimentalismo del legado. Entonces no le habría servido de nada todo el esfuerzo por crearla imagen de un comandante duro y disciplinado, con un corazón de piedra y distante con sussubordinados. Estaba perdido si volvía a suceder. Agarró con rabia los retratos de Flavia y deTito para retirarlos de la mesa, y se dijo que ordenaría a un esclavo guardarlos en el fondo de

un arcón de viaje mientras durara la campaña.Después del amanecer aún le duraba el malhumor, y la hosquedad con que daba lasórdenes no se debía sólo a un intento de reparar su momento de debilidad. Cuando entraron aordenar la tienda del legado, nadie osaba mirarle a la cara, tal era la sombría expresión que ledaba el ceño fruncido y los labios apretados.

Tras un desayuno rápido de gachas de cebada, los legionarios se apresuraron a prepararsu equipo. Con la luz del sol en el horizonte, los hombres formaron fila en sus centuriascorrespondientes, listos para la marcha.

La orden de avance se extendió por todas las centurias y los soldados se quejaron ensilencio. Vespasiano decidió que marcharían en dos divisiones, una a cada lado del tren debagaje, con media cohorte a cada extremo de éste, una de vanguardia y otra de retaguardia.Los veteranos maldecían para sí la exagerada prudencia de su comandante y explicaban a losnovatos que, a pesar de que el tren de bagaje tuviera espacio de sobra en el camino, lospobres desgraciados de los flancos tendrían que sortear los obstáculos naturales que sefueran encont rando. Al final del día, los hombres de las columnas laterales acabarían llenos dearañazos, cansados y mojados, y todo porque el legado estaba preocupado por unos pocosbritanos de mierda.

—Y no te detengas para nada, ¿entendido?Cato asintió y t rató de mantener quieto al caballo.—Acude a Vespasiano y dile que es una trampa. Cuéntale que son muchos y dile cuándo

fue la última vez que les viste entrar en ese bosque.Macro tenía serias dudas de enviar al muchacho a la legión, pero ningún otro hombre

estaba por la labor.—¿Y usted, señor?—No te preocupes por mí, muchacho. Sólo ve y avisa a Vespasiano. ¿Qué carajo

esperas? ¡¡Vamos!!Macro dio una fuerte palmada en la grupa del caballo, que salió disparado y casi tiró a

Cato. El optio se aferró a las riendas y apretó tobillos y muslos contra el animal, aguantó sobreél a su manera. Tras echar una última mirada atrás al puñado de hombres que le miraban concierta preocupación, Cato condujo al caballo cuesta abajo en dirección al campamento romano.Cato nunca había sido muy buen jinete, y ahora se agarraba a las crines largas y sueltas ytiraba con fuerza de las riendas para cambiar de dirección. El animal respondía mejor de loesperado a su nuevo jinete, aunque no fácilmente, de modo que hombre y caballo avanzaron agalope lento mirándose el uno al otro con antipatía.

Al llegar al pie de la colina, Cato levantó la vista aterrorizado al haber perdido el

campamento. Pero se orientó con el sol, y la posición del terreno le acabó de convencer de queiba en la dirección correcta, de modo que espoleó con los talones. Mientras cabalgaba, sepreguntaba si Vitelio habría llegado al campamento, y si aquel galope desenfrenado iba aservir de algo. Pero por muy desagradable que le resultara aquella carrera, Cato debí a avisar aVespasiano del peligro inminente. Mientras avanz aba al t rote, asido a las crines, Cato imaginóla gratitud con que se recibiría la noticia que traía.

Un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Se horrorizó al ver a varios jinetes con elatuendo salvaje de los britanos galopando hacia él para interceptarlo. Estaban a apenas unoscuatrocientos metros de él, y espoleaban a sus caballos para cortarle el camino antes de quellegara a la cima de la siguiente colina. Cato gritó y espoleó al caballo para que corriera más,para que fuera veloz como el vient o, para que corriera como si le fuera la vida en ello. El animalsintió la urgencia del jinete, hizo atrás las orejas y bajó el lomo para galopar a toda velocidad

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colina arriba. Cato miró a su izquierda y vio que los britanos estaban más cerca. Se dio cuentaentonces de que no lo conseguiría: el campamento estaba demasiado lejos y en poco tiempoya estaría muerto... Se imaginó la sensación de una lanza clavada en la espalda.

La cima de la colina estaba a trescientos metros escasos de distancia, y Cato urgió alcaballo para que fuera más veloz aún. Pero el caballo ya corría con sus últimas reservas defuerza. Cato miró hacia atrás. Tenía a los perseguidores en los talones; estaban lo bastantecerca para poder distinguir su feroz expresión de triunfo al darse cuenta de que el muchachono tenía escapatoria. Lo alcanzarían en cuestión de momentos. El caballo de Cato consiguióllegar hasta lo alto de la colina; el campamento romano se extendía a sus pies a unos doskilómetros de distancia, a demasiada distancia. Cato soltó una mano de las crines para cogersu espada. Ya no sentía miedo, ahora sentía rabia y frustración. Iba de camino a una muertesegura, pero no permitiría que le mataran sin hacer el esfuerzo de luchar.

Cato volvió a mirar atrás, esperando ver a los britanos con las lanzas preparadas, pero,para su asombro, estaban refrenando, y el jinete que los encabezaba señalaba hacia Cato.Éste miró al frente y vio lo que los britanos acababan de advertir. A los pies de la colina, unapequeña pat rulla marchaba en dirección al campamento. A Cato le empezó a lat ir con fuerza elcorazón de júbilo, y dio un golpe al caballo en la grupa con la espada, y el animal se precipitó

colina abajo. Al mirar atrás, le sorprendió ver que los britanos habían desaparecido por la otravertiente de la colina.

Los soldados de la patrulla oyeron acercarse los cascos y se dieron la vuelta al instante,cubiertos con el escudo y con la jabalina en ristre. Cato ref renó el caballo a pocos pasos de losúltimos hombres. Descendió del caballo y corrió hacia ellos.

—¿Quién demonios eres tú? —preguntó el optio al mando.—No importa —respondió Cato jadeando—. ¡Tengo que ver al legado enseguida!—¿Quién eres?—Quinto Licinio Cato, optio, sexta centuria, cuarta cohorte. Debo informar a Vespasiano.—¿Informarle de qué?—El enemigo está preparando una emboscada.El optio negó con la cabeza.—¡Pero si estaban ahí mismo! —Cato apuntó hacia la colina—. Justo detrás de mí.

¡Tenéis que haberlos visto!Los soldados le miraban en silencio y miraron con incredulidad hacia donde señalaba.—¿Cómo puede ser que no los hayáis visto? Escuchad, tengo que ver al legado.Se dio la vuelta y cogió las riendas del caballo, e iba a disponerse a mont ar cuando el opt io

lo agarró del brazo y lo apartó del caballo.—¡No tan deprisa! Vienes con nosotros.—¿Qué? ¡No me habéis entendido! ¡Debo advertir a Vespasiano!—Lo siento, pero cumplo órdenes. Vas a t ener que acompañarnos.Cato no podía creerlo. El optio ordenó a uno de los soldados que se hiciera cargo del

caballo; luego empujaron a Cato en medio de la patrulla y le obligaron a marchar con doshombres det rás para vigilarlo.

—¿Qué carajo pasa aquí? —le espetó al optio.Éste se acercó a Cato para que los otros no le oyeran.—No puedes hablar con nadie hasta que no lleguemos al campamento.—¿Por qué? ¿Qué está pasando?—El cuartel ha ordenado a todas las patrullas buscaros a ti y a tus hombres, y traeros de

vuelta con discreción. Entre tú y yo, parece que estáis bien jodidos. No empeores la situación.Una palabra más, y te daré un golpe en la cabeza y te llevaré al campamento montado en elcaballo. ¿Ha quedado claro?

Cato abrió la boca para quejarse, pero el optio levantó las cejas en señal de aviso, y el joven bajó la cabeza.

Cuando la patrulla se acercaba al campamento, Cato vio que el grueso de legionarios ya

se dirigía hacia el bosque. Sólo quedaba la ret aguardia, que ya est aba formada, lista para salir.A menos que Vespasiano hubiera sido advertido de que los britanos estaban al acecho, eldesastre sería inevitable. Cato buscó al legado con la mirada, pero entre la aglomeración desoldados, carros de artillería y de equipaje, no había ni rastro del comandante de la legión. Lapatrulla se abrió paso entre la confusión para informar al oficial al frente de la retaguardia. Elt ribuno Plinio levantó la vista de su mesa de campaña al acercarse la patrulla.

—¿Qué tenemos aquí?—Hemos capturado a un desertor, señor —contestó el optio—. Se acercó a nosotros con

un caballo que habrá robado.—¡No soy un desertor!—Parece que el chico niega la acusación. ¿Y bien?—No somos desertores, señor —dijo Cato con serenidad—. Estábamos en una misión

secreta bajo las órdenes del legado.—¿Una misión secreta? Ya veo. —El tribuno Plinio no disimuló la gracia que le hizo oír

aquello. — De modo que est abais en una misión secreta, ¿no? ¿Y qué t ipo de misión?—Eso no importa, señor. Debo avisar al legado. ¡Antes de que sea demasiado tarde!—¿Demasiado tarde para qué?

—Están preparando una emboscada, señor, justo aquí delante, en el bosque. —Catoseñaló desesperadamente hacia la columna de legionarios que desaparecía entre los árboles.— Togodumno y su columna están esperándonos. Son miles de hombres, señor. ¡Debemosadvertir a Vespasiano enseguida!

El tribuno Plinio le miró en silencio unos inst antes, sopesando la información. No tení a porqué creerse aquel cuento descabellado. ¿Cómo podía Togodumno haber sorteado laspatrullas?

—¿Has visto a esos britanos con tus propios ojos?—¡Sí, señor! Le ruego que informe al legado...—¡Silencio!Fuera lo que fuera lo que había visto el chico, le había asustado bastante para que

estuviera tan alterado, razonó Plinio. ¿Pero y si se trataba de una falsa alarma? ¿Cómorepercutiría en su carrera? Por otra parte, ¿cómo repercutiría en caso de que la informaciónfuera cierta? No podía anteponer su reputación a la seguridad de la legión.

—Muy bien, coge el caballo y ve hasta el legado lo más deprisa que puedas. Dile que voy apreparar a la retaguardia para el combate y que nos reuniremos con él cuanto antes.

—¡Sí, señor! —Cato sint ió un alivio y se apresuró a recuperar el caballo.—¡Una última cosa! —le gritó Plinio.—¿Señor?—Si es una falsa alarma, me encargaré de crucificarte personalmente en el árbol más

próximo.

 

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C a p í t u l o XXXVIIILa segunda legión se había adentrado bastante en el bosque, y la vanguardia y los

portaestandartes avanzaban lentamente por el sendero hacia donde estaba el general Plautioy las otras tres legiones. La artillería y el equipaje también avanzaban, y las dos divisiones quelos flanqueaban formaban una fila de marcha de unos cuatrocientos metros a cada lado de loscarros y carretas tirados por animales. A pesar de ir avanzando, Vespasiano sabía que elorden de la marcha se alteraría de un momento a otro. Más adelante, los árboles estrechabanel camino a una anchura inferior a treinta pasos. Vespasiano había previsto el problema yhabía ordenado a cada centurión superior de cada división que estrechara las divisiones deflanqueo para facilitar el paso por la zona de árboles. Tal vez dejara al descubierto a la centuriacierto tiempo, pero de lo contrario tendrían que perder tiempo circundando el bosque, y Plautiohabía dado instrucciones a los legados de llevar las legiones al frente por la ruta más corta.Así, durante el avance de la vanguardia por el bosque, las cohortes de flanqueo recibieron laorden de formarse en columnas de dos para evitar enredarse con el t ren de bagaje.

La maniobra se llevó a cabo sin problema, y Vespasiano disfrutó al ver cómo las tropasoperaban con la facilidad propia de una unidad de élite sin dejar de avanzar bosque adentro.Pese a que los ingenieros de Plautio habían hecho un buen trabajo al retirar el follaje delcamino, no habían tenido tiempo de despejarlo con la distancia reglamentaria de un tiro deflecha. Una vez salieran del bosque, desharían la doble fila, formarían columnas de apoyo conla anchura normal y seguirían adelante para esperar al resto de la legión. Dado que estabanhaciendo maniobras de rutina, y los legionarios habían hecho muchas durante las marchas deinstrucción, el hecho de que estuvieran en territorio hostil provocaba un estado de tensión enlos oficiales que les hacía apremiar a sus hombres para salir cuanto antes del bosque,ansiosos por que sus unidades recuperaran una formación más segura.

A pesar de estar en pleno verano —y, por tanto, el bosque debía de rebosar de vidasalvaje—, un silencio lóbrego se cernía entre los árboles y las sombras de sus ramas.Vespasiano se fijó en ese detalle al avanzar hasta el frente de la columna para asegurarse deque sus unidades mantenían la cohesión.

Cuando Vespasiano llegó al frente de la columna, se alegró de ver que todo iba más omenos bien. Se permitió relajarse un poco, confiando en que la marcha de aquel día sería unasimple formalidad. Hasta los legionarios se habí an animado, y algunos le saludaban al pasar acaballo. El cielo era de un azul que le recordaba el color del Mediterráneo; nubes blancas ylustrosas coronaban el horizonte, y el sol resplandecía sobre las miles de flores junto al camino.Más allá de las filas de hombres, los árboles brillaban bajo la luz del sol y la suave brisa mecíalas ramas más altas en un susurro agradable. Daba gusto estar vivo para presenciar un díaasí, y Vespasiano sintió una emoción que le recorrió todo el cuerpo; tanto era así, que secomplació de ver un ciervo aparecer entre los árboles y detenerse a observar a los hombresque avanzaban hacia él por el camino del bosque.

—¡Mirad! —Vespasiano lo señaló con el dedo, revelando así un arrebato infant il.Sus hombres, que habían sufrido su malhumor a lo largo de la mañana, se alegraban de

ver el cambio en su estado de ánimo y miraron hacia donde señalaba. El ciervo alzó loscuernos y olisqueó el aire antes de decidir qué camino tomar. Vespasiano estaba fascinadoante la gracia del animal y el aire altivo de superioridad natural que adopt aba.

—De ese ciervo saldrían unos buenos filetes —dijo uno de los oficiales—. ¿Me permite,señor?

Vespasiano asintió; era una pena romper el encanto del momento, pero, al fin al cabo, losencantos no alimentaban, y la idea de cenar venado era demasiado atractiva para dejarlapasar.

El oficial espoleó a su caballo y tiró de las riendas para dirigirse hacia el venado. Los

legionarios se apartaron para dejarle paso, y el oficial sólo se detuvo para coger una jabalinaque le ofreció uno de los soldados, y se fue directo hacia el animal. Éste se quedó inmóvil uninstante, pero de repente dio un salto y se metió entre los árboles. El oficial lanzó un grito decaza, al tiempo que desaparecía entre las sombras tras el venado. Vespasiano sonrió al oírcrujir las ramas de la maleza que pisaba el oficial.

Pero los gritos entusiastas del joven se interrumpieron de súbito y, tras oírse un últimocrujido, el bosque quedó en silencio de nuevo. Los otros oficiales intercambiaron miradas dealerta. Vespasiano miró hacia la penumbra del bosque.

—¿Voy a buscarle? —se of reció alguien.Pero Vespasiano ya no escuchaba. Tenía la vista fija en las gruesas ramas de los árboles.

Entre ést os se movían sombras. Al darse cuenta de lo que est aba ocurriendo, el corazón le dioun vuelco, y supo enseguida que él y sus hombres corrían un gravísimo peligro. Y, comoprueba de la estúpida alineación de la legión, el enemigo salió del bosque a plena luz del día,con un silencio aún más desconcertante. Antes de que Vespasiano pudiera reaccionar, sonóun cuerno y los britanos lanzaron una descarga de flechas en forma de parábola hacia el cielo,que cayó describiendo una curva sobre los romanos. Éstos soltaron enseguida los yugos ycogieron rápidamente los escudos que llevaban a la espalda. Algunos fueron demasiado lentosy se cayeron sobre sus rodillas al ser alcanzados por la lluvia de f lechas, que repiqueteó sobreescudos y carros y atravesó los cuerpos desprotegidos. Entonces estuvieron unos momentosfuera de peligro, mientras los britanos preparaban las flechas para la siguiente carga.Vespasiano se volvió desde su caballo para ver que, milagrosamente, sus oficiales estabanilesos. Los centuriones y otros oficiales ya gritaban a sus hombres que formaran filas y seenfrentaran al enemigo. La interminable instrucción había servido para algo, pues loslegionarios cambiaron la formación de f ila a columna rápidamente y expusieron al enemigo susanchos escudos rectangulares, a pesar de caer sobre la legión una segunda descargadesordenada. Los hombres y animales que habían sido alcanzados la primera vez estaban enel suelo desprotegidos, y muchos fueron alcanzados por segunda vez y murieron al instante.En el espacio entre la cohorte y el bagaje yacían los cuerpos inertes de los muertos y loscuerpos de los hombres y animales heridos que se retorcían y gritaban de dolor. Pero lossoldados que se habían formado en fila y ahora se protegían tras los escudos estabanrelativamente a salvo.

Vespasiano dio órdenes a la cohorte de cara al norte para prepararse a avanzar, y losoficiales se acercaron al galope a cada extremo de la división. Al mirar al otro lado del tren debagaje, donde estaban las otras cohortes, Vespasiano sintió un alivio al ver que los oficiales yalas habían formado y cubrían los espacios entre el bagaje para que los soldados pudieran

pasar al otro lado. Con los legionarios en sus puestos, pronto acabarían con los arqueros. Yasuperada la impresión inicial, Vespasiano quedó a la espera de la inminente lucha e inevitablevictoria.

Fue entonces cuando los britanos lanzaron su auténtico ataque.Justo en el momento en que las cohortes de la parte sur se abrían paso entre el bagaje, el

cuerno emitió desde el bosque una nota grave, que otros cuernos repitieron hasta que se oyóuno junt o al camino. Con un rugido ensordecedor, los britanos irrumpieron del bosque hacia lascohortes desorganizadas, cuyos hombres se habían quedado inmóviles al oír los cuernos ymiraban con terror, boquiabiertos, la inminencia de su muerte. Algunos cent uriones con aplomogritaron una serie de órdenes para que los soldados se abalanzaran en masa para afrontar lacarga enemiga, pero la línea de batalla ordenada, tan característica del ejército romano,sencillamente se había desintegrado. Vespasiano observó la escena horrorizado: una oleada

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de britanos se lanzaba contra sus hombres con un estrépito atronador. El impacto empujó alos legionarios otra vez hasta el bagaje, y los hombres caían a veintenas en manos de losbritanos al intentar huir por los espacios que había entre los vehículos. Los que seenfrentaban al enemigo quedaron aislados, y al ver que del bosque salían más y más britanos,el legado se dio cuenta de que, al ser superiores en número, los enemigos masacrarían a sushombres, a menos que organizaran una línea de bat alla enseguida.

—¡Apártate de en medio! —gritó Cato desesperadamente, a la vez que esquivaba a unlegionario que se interponía en su camino. Al frente, vio a Vespasiano con sus oficiales. Elgrupo se había detenido y miraba hacia los árboles de su derecha. De repente, Cato advirtiómovimiento entre los árboles y vio salir de las sombras a los britanos. Un escalofrío le recorriótodo el cuerpo al darse cuenta de que llegaba demasiado tarde.

Se oyó retumbar un cuerno y a éste siguió un rugido. Antes de que Cato pudierareaccionar, su caballo soltó un relincho agudo, y lo tiró al suelo. Cato se apartó del animal, y almirar atrás vio que éste había sido alcanzado en el cuello con dos flechas y ahora se retorcíade dolor. Otras flechas alcanzaron a varios hombres que había a su alrededor. Algunoshombres habían soltado sus yugos y corrían en dirección al campamento.

Pero Cato no tenía intención de huir. Se agachó y miró a su alrededor. Se sintió vulnerable

sin armadura y se acercó a un legionario muerto para quitarle a toda prisa el escudo, el casco yla espada. Un poco más protegido, Cato se int rodujo en el grupo de hombres más cercano, quetrataba por todos los medios de organizarse para resistir al enemigo. Era una lucha desigual,pues los legionarios no habían formado filas y se enfrentaban cara a cara con un mayornúmero de hombres. Sólo aquellos que habían conseguido colocarse en pequeños grupos conlos escudos alzados se mantenían en pie frente a los golpes arrolladores y contundentes delas largas espadas britanas. Dos estilos de combate completamente distintos se enfrentaban,y mientras los britanos mantuvieran una lucha disgregada, las espadas más cortas de loslegionarios servirían de poco.

Cato se integró en la batalla con un grito salvaje al que casi era ajeno. Agotado hasta eldelirio y plenament e consciente de que aquella era una lucha por sobrevivir, buscó al enemigomás próximo. Un hombre de su altura, con colmillos pintados alrededor de la boca, se le pusodelante con la espada en alto. Cato se agachó y paró el golpe con el escudo y le hundió suespada en el est ómago. El britano se desplomó con un grito agudo, y Cato le arrancó la cuchillay lo remató con el tachón del escudo. El joven miró a su alrededor para localizar a su segundavíctima. Frente a él había un britano de pie ante un legionario tendido boca abajo que casihabía perdido el brazo que sostenía la espada. El britano se dispuso a alzar su espada para

acabar con su enemigo, pero Cato le alcanzó por la espalda. Desconcertado, el hombre cayó aun lado de la víctima frustrada.—¡Vamos! —Cato cogió al legionario de la mano ilesa y, acogiéndolo bajo su escudo, lo

arrastró hasta un grupo de romanos que había formado una fila cerrada de espaldas a doscarros. En el centro de la fila estaba Bestia, que daba ánimos a sus hombres con el mismovozarrón empleado en la instrucción. Cato dejó al hombre que había salvado con los otrosheridos y se volvió para tomar posición ent re los legionarios.

—¡Cato! —gritó Bestia, mirándole de soslayo—. Es hora de que me enseñes lo que vales.Cato asint ió con una expresión grave al dirigirse hacia el enemigo, dispuesto a enfrent ase

a cualquier britano más próximo a él, desviando los golpes de aquellas extrañas espadas quecaían con el impulso suficiente para arrancarle a un hombre la cabeza de una vez. De hecho,mientras luchaba codo con codo con sus compañeros, Cato vio a un romano agacharse pararematar a un enemigo herido, ajeno, en su momento triunfal, al britano que tenía al lado con laespada alzada. Ésta cayó de lleno sobre el cuello del legionario, y la punta se quedó clavadaentre la hierba ensangrentada del camino. La cabeza del legionario salió disparada haciadelante y cayó al suelo con un ruido sordo, al tiempo que del cuello arrancado brotaban chorrosde sangre escarlata.

Aquello sucedió en un instante, y Cato seguía apuñalando a los britanos que rodeaban el

pequeño grupo de romanos. Ahora que el impulso inicial de la carga había remitido, a amboslados se desataba una lucha cuerpo a cuerpo de miles de hombres; una lucha cuyos detallesquedarían grabados en la ment e de aquellos que sobrevivieran: el centurión Best ia propinandogolpes de espada con la eficiencia propia de un veterano, la expresión angustiada en la carade un enemigo, los dibujos exóticos que cubrían el cuerpo de los britanos, el pelo tieso depunta y los extraños tatuajes. Todo ello quedaba grabado en la mente, aunque fueran detallesnimios. Cato sentía una serenidad interior; su mente ya no dirigía su cuerpo, y ya luchaba porinstinto. Por primera vez sentía pertenecer a la segunda legión. Si la retaguardia llegaba atiempo, tal vez podría disfrutar de aquella sensación.

La batalla no iba a su favor, y Vespasiano vio que la línea sur de las cohortes —si podíaconsiderarse una línea— se desintegraría de un momento a otro a menos que se reforzara.Dos de las cohortes habían recibido la orden de avanzar contra los arqueros para despejar lalínea de árboles y negar al enemigo toda posibilidad de acribillar a los romanos. Las doscohortes restantes de la fuerza principal, unos ochocientos hombres, eran todo lo que lequedaba y las formó rápidamente en una línea de cara. Así, mientras sus compañerosentraban en la maraña de carros y animales de tiro, entre las líneas quedaban espacios parapermitirles pasar a la parte trasera de la línea, donde los oficiales se apresuraban a formar

nuevas filas de reserva con los supervivientes de las cohortes de la sección sur.Tal como iban las cosas, Vespasiano sabía que la batalla sólo podía tener un desenlace.Con pocos hombres y con la pérdida de un tercio de los suyos, los britanos acabarían porarrollar hasta la defensa más resistente. Por un momento pensó en ordenar a sus hombresromper filas y huir hacia el norte por el bosque, pero, dispersos y perdidos, serían presa fácilpara el enemigo, que, inevitablemente, saldría a su caza. La legión sería aniquilada antes simantenía su posición, pero de aquel modo también morirían más enemigos. Así, al menos,salvarían su reputación, y el nombre de Vespasiano no se relacionaría con el de Varo, queaños atrás había llevado a la misma suerte a sus tres legiones en los lúgubres bosquesgermanos.

La línea de reserva se mantenía firme, mientras el enemigo obligaba a sus compañeros aretroceder, cediendo terreno poco a poco a la matanza del enemigo. Una vez los romanosretrocedieron hasta una línea segura, a punto con sus jabalinas, Vespasiano hizo una señal altrompeta con la cabeza, y éste hizo sonar la orden concertada. Los hombres de las doscohortes prepararon las jabalinas.

—¡Lanzad! —gritó Vespasiano, y los centuriones repitieron al instant e la orden.Ochocientos brazos arrojaron sus jabalinas en un arco abierto sobre sus compañeros, en

dirección al otro lado de los carros, y éstas cayeron sobre los cuerpos poco protegidos de losbritanos que se concentraban al otro extremo. Los romanos supieron que habían tocado alenemigo al oír los gritos y alaridos, e intercambiaron sonrisas de satisfacción mientraspreparaban sus últimas jabalinas. Con la segunda descarga se oyeron más alaridos. Loslegionarios desenvainaron sus espadas, a la espera de que los britanos volvieran a la cargacontra las filas romanas. La legión había echado el resto y ahora se preparaba para reiniciar elcruento cuerpo a cuerpo definitivo.

Vespasiano bajó del caballo, se desabrochó el pasador del hombro y dejó caer su capa delegado en un montón desordenado. Un ordenanza le ofreció un escudo, y Vespasiano pasó lamano izquierda por la correa, cogió con fuerza la empuñadura de hierro y agarró su espadapara desenvainarla. Entonces se irguió y se abrió paso entre los hombres hast a llegar al centrode la primera fila de hombres que se enfrentaba al enemigo. Si aquel era el día de su muerte,

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caería luchando, como le dictaba su honor y respeto por la tradición romana: dando la cara alenemigo y empuñando la espada.

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C a p í t u l o IXLDesde la cresta de una colina que daba a la parte sur del bosque, Macro miraba a través

de las hojas de un gran roble. El camino les había llevado hasta allí, y Macro no podía esperarmás para saber cómo iban las cosas en la segunda legión.

—¿Y bien?—No acabo de verlo bien, señor —le gritó Pírax.—Dime lo que ves.—Veo con claridad los carros, pero hay hombres por .todas part es..., aunque no veo quién

es quién.Macro cerró la mano en un puño y asest ó un golpe de rabia contra el t ronco del árbol.—Eso no es nada bueno —murmuró, y luego se agarró a una rama y trepó. Llegó hasta

donde estaba Pírax, que observaba sentado con las piernas a cada lado de una ramaperpendicular al t ronco.— La próxima vez que quiera información —dijo Macro jadeando—, yomismo me encargaré de ello y no se lo pediré a alguien que está medio ciego.

Sentado junto a Pírax, Macro vio por primera vez la bat alla que se desarrollaba a lo lejos y,para su horror, vio cómo una oleada multicolor de tropas enemigas se abalanzaba sobre lasfilas rojas de la legión. Sólo la retaguardia parecía mant ener cierta organización. Así que Vitelioy Cato habían fracasado en su intento de avisar al legado, y éste, sin saberlo, había conducidoa sus hombres a la emboscada. Según parecía, la emboscada estaba a punto de convertirseen una masacre.

—¿Qué hacemos, señor?—¿Que qué hacemos? ¿Qué podemos hacer?—Quizá podamos ir a buscar una de las otras legiones, señor. O tal vez regresar a la

fortaleza en la costa.—De hecho, no serviría de mucho unirnos a la bat alla —dijo Macro con gravedad, y señaló

hacia el bosque con el pulgar—. Pero esperaremos. Puede que pase algo.—¿Algo como qué, señor?—No tengo ni puñetera idea. Así que esperaremos.Esperaron sentados en silencio, observando cómo sus compañeros, hombres que

conocían de t oda la vida, eran empujados contra los carros. Era una lucha por la supervivencia,que Macro y Pírax sólo podían imaginar. Era más de lo que Macro podía soportar, e intentódejar de llorar mientras presenciaba la muerte de la segunda legión.

—¿Señor?—¿Qué?—Mire allí. —Pírax apuntaba hacia el oeste del bosque forzando los ojos para ver con

más claridad. Macro miró hacia donde señalaba y vio una masa oscura de hombres en la queno había reparado cuando trataba de limpiarse las lágrimas. Pero al mirar, el destino fatal secernía sobre cualquier esperanza que le podía quedar a la segunda legión. Una segundacolumna de britanos se aproximaba al bosque para llevar a la legión a su dest ino final.

Los hombres de la segunda legión, apiñados, se habían visto obligados a ceder terreno alenemigo, y ya casi habían llegado a la parte del bosque donde habían aparecido los arqueros.Cato casi había agotado sus fuerzas; el escudo parecía diez veces más pesado y ya casi nipodía levantarlo del suelo. Las estocadas de su espada eran ahora débiles pinchazos contra lacara de los enemigos y esquivaba a duras penas los golpes que iban dirigidos a él. Pero seguí aluchando, resuelto a resistir hasta el final. Y ese momento, pensó, llegaría pronto. Bestia habíamuerto a manos de tres enemigos que habían saltado a la vez sobre él, y yacía en la hierbasanguinolenta con el cráneo a la vista. El hecho de que el legado estuviera luchando junto asus hombres era una prueba elocuente de que él también pensaba que la legión iba a seraniquilada. Las cohortes de la columna principal, separadas de la vanguardia y la retaguardia

con la emboscada, luchaban aisladas. El suelo estaba abarrotado de cadáveres, y los gemidosde agonía de los heridos se confundían con los gritos de guerra, los rugidos de ira y losbramidos de aquellos hombres que se habían rendido al ansia de sangre de la batalla. No seoían gritos de los romanos: en cuanto uno caía al suelo a merced de los britanos, moría amanos de éstos, arrebatado por la furia de ser invadido. La hierba estaba cubierta de sangre yresbaladiza, lo que suponía otro peligro para los hombres que libraban la batalla a lo largo detodo el camino del bosque.

A la izquierda de Cato, el legado de la segunda luchaba con un feroz desenfreno quesorprendía a los hombres que tenía alrededor, acostumbrado su austera serenidad. Pero conla muerte tan cerca, Vespasiano no veía ningún sentido a comportarse con decoro. Lo que sushombres necesitaban ahora no eran las frías órdenes de un superior, sino un ejemplo deespíritu combativo que les alentara a aguantar hasta el final. De modo que se abalanzabasobre cada enemigo que se le acercaba, y los despedazaba y apuñalaba sin tener en cuentasu propia seguridad. Seguía vivo, tal vez porque había tenido suerte de no recibir ningún golpe,mientras a su alrededor muchos hombres eran abatidos.

Pese a que los romanos no daban muestras de rendirse y a que parecían ganar fuerzacuanto más les hacían retroceder, los britanos empezaban a intuir su victoria. Tras la sorpresainicial de la emboscada, la legión se había cobrado tantas víctimas que los britanos sólo secontentarían con matarlos a todos. Vespasiano vio venir un carro a toda velocidad detrás delos britanos. En él iba un hombre alto vestido lujosamente que apuntaba una y otra vez conuna larga lanza en dirección a las líneas de romanos. Vespasiano pensó que tal vez podríaencabezar un grupo de hombres contra el comandante britano, con la esperanza de que, sieliminaban a Togodumno, les haría detener la lucha. Pero todos los romanos estabanentregados al combate y sería imposible formar una fuerza para tal ataque. Vespasiano perdiótoda esperanza al ver que el carro pasaba sin sufrir el menor daño, y luego, enardecido por lafuria, golpeó con el escudo a un britano enzarzado con un legionario junto a él y le ensartó laespada en el costado. No cabía duda de que Togodumno sería considerado como un héroepor su pueblo al final del día, y esa idea alentó a Vespasiano a seguir luchando con másviolencia.

Cuando la línea romana cedió finalmente al empuje britano, la legión perdió la cohesión yquedó dividida en pequeños grupos de combatientes aislados que luchaban por alargar unpoco más su vida, y hacer pagar al enemigo el privilegio de vencer.

Cato estaba en un grupo de unos cincuenta hombres que intentaban resistir contramuchos más britanos. Al darse la vuelta para enfrentarse a un britano, se encontró con unhombre gigantesco, desnudo y pintado con extraños dibujos celtas de la cabeza a los pies.

Con un rugido, el hombre dirigió a la cabeza de Cato una espada sujeta con las dos manos.Éste reunió todas sus fuerzas y frenó el golpe a tiempo con su escudo. La espada partió elescudo con un golpe estrepitoso que le dejó a Cato el brazo insensible. El escudo se le cayó alsuelo, y Cato quedó a merced del altísimo guerrero britano, que se rió en la cara de su víctimaindefensa. Dio un brutal empujón al muchacho, que cayó al suelo del impulso, y la espada no lealcanzó. El britano enarboló el arma para asestar el golpe definitivo acompañado de un grito deguerra, pero, antes de que pudiera soltar la espada, Vespasiano se interpuso entre ellos. Conun gruñido, el legado se lanzó a los pies del britano y desvió su espada con el escudo; luegodirigió su arma al cuello del britano, que reaccionó a t iempo y se hizo a un lado con una agilidadque indicaba un dominio del combate cuerpo a cuerpo. Ambos se echaron atrás y se miraron,dispuestos a saltar al ataque de un momento a otro.

Por un instante, una extraña quietud les rodeó; los britanos y romanos a su alrededor les

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observaban para ver el resultado final de la lucha entre el gigante britano y el legado. Habíallegado el momento decisivo de la bat alla. Pero a pesar de haberse detenido, oyeron un sonidonuevo: era el estruendo de instrumentos lejanos. Los dos hombres oyeron el ruido a pesar detener los ojos fijos el uno sobre el otro. Cato, tendido en el suelo y exhausto, pensó queimaginaba oír algo, pero vio que sus compañeros habí an reaccionado como él. ¿Era posible?

El sonido se repitió al instante, y Vespasiano sintió que el corazón le daba un vuelco: nocabía duda, la trompeta llamaba a relevo. Llegaban refuerzos, pero ¿de quién? Vespasianodejó de pensar en ello enseguida, cuando el guerrero dio un paso atrás de forma instintiva, aligual que el resto de britanos, que interrumpieron el contacto con su enemigo al ser asaltadospor primera vez por la duda. Vespasiano aprovechó la ocasión y clavó su espada en lagarganta de su enemigo, para retirarla a cont inuación con un movimiento enérgico. El guerrerobritano dejó caer su arma y se llevó la mano a la herida en un intento de contener el flujo desangre. Vespasiano no le hizo el menor caso, e intentó averiguar de dónde procedían lastrompetas que estaban cada vez más cerca. Sobre los britanos, a lo lejos, en el camino,apareció una línea de hombres a caballo con capas rojas, encabezados por la inconfundiblesilueta de un portaestandarte romano. Y en dirección contraria venía la retaguardia de lasegunda legión, que volvía al ataque al otro extremo del camino que conducía al bosque.

Los britanos empezaron a mostrarse inquietos al ver a la caballería aparecer por losflancos. Un puñado de hombres empezó a retirarse hacia la parte sur del bosque. Mientrasotros seguían su ejemplo, el carro en el que iba Togodumno avanzaba velozmente por lalínea, y éste ordenaba a gritos a sus hombres que aguantaran, pero el miedo se habíacontagiado entre los britanos, empezó a cundir el pánico y muchos empezaron a huir. Al verque algunos britanos incondicionales no cedían terreno, Vespasiano alzó la espada en alto. Noera necesario un discurso elocuente, así que rugió:

—¡A por ellos! ¡A por ellos!La línea romana salió en tropel tras los hombres que momentos antes creían tener la

victoria asegurada. Ahora corrían como conejos asustados hacia el bosque para ponerse asalvo, perdida así, en un instante, toda la confianza. Cato, que seguía tendido en el suelo, nopodía más que maravillarse del cambio repentino de situación.

Vespasiano no perdía de vista a Togodumno. El legado se rodeó de un grupo de hombrespara lanzarse en persecución del carro, pero el jefe de los britanos no era del todo idiota ysabía cuándo había perdido el control de una batalla. Gritó una orden al auriga y, con unlatigazo, el carro dio media vuelta y se lanzó a toda velocidad por el camino del bosque,alejándose así de la caballería que se acercaba. Vespasiano se limitó a mirar con rabia cómo el

carro se distanciaba a toda prisa; el auriga atropellaba todo lo que se interponía en su pasopara asegurarse de que Togodumno llegara a su destino sano y salvo.El legado ordenó a sus hombres que se detuvieran junto a los carros de avituallamiento y

subió al más próximo para tener una perspectiva general de la batalla. Allá donde mirara, losbritanos huían corriendo y, al oeste, la caballería que había visto pocos momentos antesavanzaba por el camino aniquilando sin piedad a todos los enemigos que encontraba. Alacercarse éstos, una persona alta sobre un caballo blanco se desvió de la persecución y sedirigió hacia Vespasiano.

—¿Vitelio? —murmuró Vespasiano para sí, sin estar del todo convencido.Pero enseguida se confirmó su suposición, y el legado movió la cabeza en señal de

sorpresa. Vitelio se detuvo junto al carro y saludó.—¿Qué demonios haces tú aquí, tribuno?—Es una larga historia, señor.—Seguro que sí. Y una vez todo esto termine, quiero una explicación detallada.En lo alto de la colina desde la que se dominaba el bosque, Macro casi cayó del árbol de

excitación. No paraba de moverse arriba y abajo sentado en la rama, golpeándose una manocon el puño al ver llegar a los elementos de la decimocuarta (porque sólo podía ser ladecimocuarta) y abalanzarse sobre el enemigo que rodeaba a la vanguardia de la segunda, al

tiempo que la retaguardia de ésta se precipitaba sobre el otro flanco de los britanos que huían.En cuanto el enemigo empezó a batirse en retirada, la caballería inició una persecucióndespiadada; los soldados de caballería arrasaban con todos los enemigos a su paso, y éstoshuían en tropel del campo de batalla.

—¡Magnífico! ¡Magní fico! —Le dio una palmada a Pírax en el hombro.—¡Cuidado, señor! —le gritó Pírax, que estuvo a punto de caerse de la rama.Macro se limitó a sonreírle y siguió disfrutando de su júbilo.—¡Esos malditos bellacos están por todas partes! ¡Mira cómo corren por el bosque!

¡Habrán salido disparados ent re los árboles a toda prisa!—¡Algunos corren hacia aquí, señor! —observó Pírax en voz baja.—Claro, van a tratar de llegar hasta las marismas, si pueden. Oh... —Macro miró entre las

ramas hacia el camino que conducía al bosque en una dirección y a las marismas en la otra—.Ya sé qué quieres decir.

—Será mejor que no estemos aquí cuando pasen. No creo que se alegren mucho deencontrar a más romanos.

—Entiendo lo que quieres decir. —Macro hizo una señal con la cabeza apuntando hacialos hombres que había tumbados en la hierba junto al roble. — Baja y hazlos subir. Y suelta a

los caballos; ya no nos sirven.—Sí, señor.Pírax bajó del árbol con rapidez, y dejó a Macro observando la última fase de la lucha que

se desplegaba ante él con una perspectiva panorámica. La caballería y las tropas deretaguardia salían del bosque para dar caza a los britanos que quedaban rezagados y que selanzaban al suelo en un intento de protegerse. Algunos soltaban las armas y se abandonabana la merced de sus perseguidores, pero a pocos les perdonaban la vida. A los que apresabanvivos se les rodeaba y apiñaba bajo la mirada atenta de un puñado de hombres robustos aquienes se había encargado la vigilancia. Pírax t enía razón: muchos de los hombres que huíande los romanos se dirigían hacia el camino que conducía a las marismas, el mismo que habíanutilizado para flanquear a la segunda legión, y en pocos momentos pasarían por debajo delárbol. Macro miró abajo y vio a sus hombres encaramarse por el roble; los heridos eranayudados por los compañeros que habían corrido mejor suerte, hasta que todos estuvieronescondidos entre las ramas frondosas.

Una vez a salvo de los britanos, Macro siguió mirando la persecución. Entonces le llamó laatención un movimiento en la linde del bosque, cerca de lo que había sido la zona de marchade la segunda legión, y vio cómo un carro daba media vuelta al final de la línea de árboles y sedirigía cuesta arriba por la colina, en dirección al camino. Mientras el auriga apremiaba a loscaballos, Macro se fijó en que el hombre que iba sentado atrás, asido a unos agarraderos demimbre, era un individuo muy corpulento que lucía unas ropas lujosas y un casco de bronceresplandeciente. Era evidente que se trataba de un guerrero importante. Un par de jinetesromanos tomaron una posición ventajosa junto al carro y cargaron contra él. El britano desviócon agilidad la estocada de la lanza y clavó la suya en la cara del jinete, que cayó del caballo. Elotro jinete fue igual de temerario y también perdió la vida cuando el jefe britano lo atravesó confacilidad con su lanza, que luego arrancó.

El carro siguió ascendiendo pesadamente la colina, y Macro advirtió que pasaría pordebajo del roble.

—¡Vamos a coger a ese bellaco!Macro señaló al carro y ordenó a los hombres ilesos de su patrulla que aún tenían armas

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que bajaran con él. Respirando con dificultad, con las espadas desenvainadas, se agacharon yesperaron. Algunos hombres de la infantería britana pasaron a paso ligero, pero se pusieron acorrer a toda prisa al ver la expresión macabra de las caras de los legionarios, que sosteníanbrillantes espadas cortas. A éstos les siguió el ruido de cascos y ruedas que anunciaba laaproximación del carro, y Macro se preparó para saltar. Entre el barullo se oían los gritosagudos del auriga, y Macro se arriesgó a asomar la cabeza desde el árbol para calcular bien ladistancia y el momento del asalto.

—¿Listos, chicos? Primero id por el auriga y los caballos. Luego nos encargaremos delgrandullón. —Esperó a que el carro estuviera al nivel del árbol. — ¡Ahora! ¡A por ellos,muchachos!

Macro salió corriendo siguiendo la trayectoria de los caballos y agarró los tirantes delarnés. Los hombres del carro no se lo esperaban, y no tuvieron tiempo de esquivar a losromanos. Macro tiró fuerte y detuvo a los caballos bruscamente. Pírax tiró abajo al auriga conuna rápida estocada, antes de que éste soltara las riendas. Cayó al suelo junto al carro y unade las ruedas le aplastó la cabeza cuando los caballos se hicieron a un lado. El jefe reaccionó ybajó del carro de un salto, con la lanza en una mano, y se dirigió hacia el tronco del árbol. Se diola vuelta y, con una carcajada, retó a los romanos con la lanza. Macro le miró con admiración;

aquel tipo estaba realmente dispuesto a luchar, pese a jugar con desventaja.—¡Desdoblaos! —Ordenó a sus hombres—. ¡Y tened cuidado con esa lanza!El britano no dejaba de mover la lanza contra cada uno de ellos a medida que se cerraba

el semicírculo de soldados. Uno de los hombres soltó un alarido al ser alcanzado por la lanzaen el vientre y se desplomó sangrando abundantemente.

—¡De acuerdo! —Gritó Macro sin apartar los ojos del britano—. Nos abalanzaremos sobreél. ¿Listos? ¡Ahora!

Seis hombres se lanzaron sobre el britano que, con una fortísima estocada, alcanzó a unode ellos en la pierna, mientras los demás se precipitaban sobre él y lo echaban al suelo. Peroante la desesperación de ser uno contra varios, el britano arrojó a dos hombres a un lado, sehizo con una espada romana, y se puso en pie con las rodillas flexionadas dispuesto aenfrentarse a sus enemigos con aquella extraña espada.

—¡Dejádmelo a mí! —Macro hizo una señal con la mano—. Si este cret ino quiere pelea, selas tendrá que ver conmigo.

Con su espada lista, Macro flexionó las rodillas y empezó a moverse de un lado a otrofrente al britano sin dejar de mirarlo. Éste tampoco dejaba de mirarle, y también calculaba lasposibilidades del bajo y fornido romano.

—Te las das de valiente, ¿verdad? —Dijo Macro en voz baja—. Puede que seas muygrande, cretino, pero no tienes ni idea de manejar esa espada. Está diseñada para darestocadas, no para rajar.

Macro hizo amago de avanzar, y, tal como esperaba, el britano enarboló la espada y seprecipitó hacia Macro con un salvaje rugido de furia. Macro se limitó a dejarse caer sobre lasrodillas, extendió el brazo, y dejó que el impulso del mismo britano hiciera el resto. El hombre dioun gruñido y se dobló sobre la espada, al tiempo que estiraba los brazos hacia delante paraagarrar con las manos el cuello de su enemigo. Macro cayó sobre la hierba con el britanoencima, que cada vez le apretaba con más fuerza la garganta. Sus caras estaban a menos detreinta centímetros, y Macro pudo ver el brillo victorioso de los ojos de su oponente, queapretaba los dientes y ceñía cada vez más las manos a la garganta del romano. Macro nohabía soltado la espada y la movió con fuerza contra el britano, tratando de tocar algúnórgano vital. Sentía que le iba a estallar la cabeza hasta que, por fin, el fuego de los ojos delbritano se apagó, tuvo un último espasmo y aflojó las manos. Macro las retiró del cuello y tomóaire desesperadamente. Apartó el cuerpo de su oponente a un lado y se puso de pie antes dededicar a sus hombres una mirada furiosa.

—¿Por qué diablos no me habéis ayudado?—Nos dijo que no lo hiciéramos, señor —protestó Pírax.

Macro se frotó el cuello y se estremeció al sentir todavía dolor.—La próxima vez tened algo de iniciativa, maldita sea. Si un cretino está a punto de

cargarse a vuestro centurión, entráis en juego y lo evitáis, independientemente de lo que oshayan ordenado. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor.—Bien, entonces, será mejor que aprovechemos el carro para algo. Subid en él a los

heridos, y a este cretino a uno de los caballos. Muchachos, volvamos a la segunda legión y, siesta noche alguien aguanta despierto, yo pago una ronda.

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C a p í t u l o XLLa segunda legión no siguió su avance aquel día, y los oficiales que sobrevivieron

reestructuraron sus unidades e hicieron el recuento de bajas. Recibieron con dolor las órdenesde Plautio de acudir a él cuanto antes. Casi una tercera parte de la segunda legión habíamuerto o estaba herida, y la mitad del convoy de pertrechos había quedado destruido oinmovilizado al perder los animales de tiro. Se estaba levantando un recinto improvisado,aunque nadie creía que los britanos pudieran agrupar a bastantes hombres para lanzarse a unnuevo ataque. De todas formas, habían dado muerte a Togodumno y su cuerpo estabaexpuesto frente al cercado que encerraba a los prisioneros britanos, que miraban con tristezay en silencio el cuerpo de su comandant e y lo lloraban sin vergüenza alguna.

Había largas hileras de romanos heridos que yacían en el suelo, a la espera de recibirayuda médica de los ordenanzas del hospital de la legión, que iban estableciendo un orden deprioridad en función de la gravedad de las heridas. Por todas partes se oían gemidos y gritosde dolor. A un lado del camino se estaba preparando una pira donde quemar los cuerpos

amontonados de los soldados muertos; encenderían la hoguera al caer la noche. Frente a latienda del cuartel general, toscamente alzada, el montón de placas de identidad de losmuertos era la prueba tácita del precio que había pagado la legión. Los britanos muertos eranarrojados sin contemplaciones a una serie de fosas cavadas a lo largo del borde del camino.Pese a la victoria obtenida, no tenían ganas de participar del júbilo de sus compañeros de ladecimocuarta; desde allí se oían los gritos de celebración procedentes de su campamentosituado en los confines del bosque.

En la tienda de Vespasiano dominaba un ánimo completamente distinto. Estaba sentadoa su mesa mirando a los tres hombres que tenía ante él, entre ellos Vitelio, que estabasentado con una ligera sonrisa irritante en los labios, y escuchaba el informe del centurión y suoptio. El tribuno advirtió las miradas de odio que le dirigían estos dos, pero sólo parecíandivertirle, mientras aguardaba el momento oportuno.

Macro, sucio y exhausto, intentaba dar un informe lo más claro posible de los hechos, peroel agotamiento de los últimos días le nublaba la mente, y constantemente se volvía hacia eloptio para corroborar lo que decía o para recordar algún detalle. Cato estaba cuadrado ante ellegado, con el brazo en cabestrillo, aún insensible por el golpe recibido.

Ambos parecían bastante cansados, pensó Vespasiano, pero estaba encantado conellos. Habían recuperado el arcón del cieno; un escuadrón de caballería de la legión había sidodestacado para recuperarlo del lugar donde lo habían escondido. Y no sólo eso, pues Macrohabía traído, además el cuerpo de Togodumno al campamento, y el cadáver había sidoidentificado por uno de los exiliados britanos que acompañaban a la decimocuarta legión, unhombre con cara de roedor llamado Adminio. Con Togodumno muerto, sólo quedaba suhermano Carataco para coordinar la resistencia britana cont ra los invasores. Con todo, decidióel legado, se había evitado un desastre mayor que había desembocada en victoria. En aquelaspecto, su carrera no corría peligro.

Pero quedaba el engorroso problema de las acusaciones del optio y su centurión contraVitelio. Hablaban con toda sinceridad del ataque de Vitelio en las marismas, y todas lassospechas que Vespasiano había tenido respecto al tribuno parecían confirmarse.

Macro terminó su informe y, t ras un momento de silencio, Vespasiano valoró su test imoniomientras observaba a cada uno de ellos por separado.

—¿Está completamente seguro de lo que dice, centurión? ¿Desea realmente presentaruna acusación contra el tribuno aquí presente?

—¡Sí, señor!—A un t ribunal le parecerá increíble lo que ha explicado. Eso lo sabe, ¿verdad?—Sí, señor.

—Muy bien. Muy bien, consideraré a fondo sus afirmaciones y le comunicaré mi decisión loantes posible. Pueden ret irarse.—¿Señor?—¿Qué ocurre, optio?El joven opt io calló un instant e para escoger sus palabras.—Todavía no entiendo por qué motivo nos incluyeron en la lista de desertores, señor.—Se han retirado los cargos —dijo Vespasiano en tono cort ante—. No se preocupe.—Sí, señor, ¿pero por qué se nos acusó? ¿Quién...?—Fue un error, opt io. No insista. Puede ret irarse.Cuando Macro y Cato se disponían a salir, Vespasiano los llamó.—Una última cosa. Tienen mi agradecimiento por haber avisado a la retaguardia. Dudo

que hubiéramos aguantado hasta que la decimocuarta hubiera venido al rescate, si Plinio nohubiera podido aguantar aquel ext remo de la columna. Vayan y descansen. Esperen fuera y lediré a mi ordenanza que les prepare algo de comida caliente.

—Gracias, señor —contest ó Macro.Cuando se quedó solo en la tienda con Vitelio, el legado se tomó con calma la siguiente

entrevista. La versión oficial de los hechos situaba ya a Vitelio como el héroe que habíadescubierto la columna de Togodumno sin la ayuda de nadie. Al no poder volver a dar la voz dealarma a la segunda legión, tuvo que llegar hasta la decimocuarta legión para que diera mediavuelta e interviniera, justo a tiempo para salvar a la segunda legión de la masacre. Enconsecuencia, el tribuno había sido objeto de una cantidad exagerada de alabanzas por sugallardía. Sin embargo, los dos hombres que acababan de marcharse hablaban de t raición.

—Supongo que no dará crédito a una acusación tan descabellada, señor.—Es toda una historia, ¿no cree?—Sí, pero no deja de ser una historia. Y como todas las buenas historias, no tiene ni un

atisbo de cierta.—Pero si el resto de la patrulla dice lo mismo, entonces estará en un pequeño aprieto.—En absoluto —prot estó con calma—. Es mi palabra contra la suya. La palabra del hijo de

un cónsul contra un hatajo de soldados rasos. ¿A quién creería antes un tribunal? Sobre tododespués de haber arriesgado mi vida para salvar a la legión de la derrot a segura. En el mejor delos casos, parecerá que no tiene fundamento. Y en el peor, parecerá una acusación con finespolíticos, y eso es difícil que prospere a los ojos de la plebe de Roma..., que suele decantarsepor los héroes, según tengo entendido. Yo en su lugar lo olvidaría. Vespasiano sonrió.

—Los héroes también deben llamar a sus superiores «señor» —dijo con calma.—Le pido disculpas..., señor.

—De momento, vamos a considerar que el centurión ha dicho la verdad. ¿Cómo teenteraste de la existencia del cofre?

Vitelio no contestó enseguida y sopesó las intenciones del legado.—¿Sabe? Podría negar que supiera de la existencia del arcón. Al fin y al cabo, actuaba

bajo sus órdenes para localizar la posición de Togodumno. Podría decir que, casualmente, meencontré con el grupo de hombres. Y que la niebla era muy espesa, que fue un caso deidentificación equivocada..., perfectamente comprensible.

—Comprensible, pero falso.—Por supuesto que es falso, señor. Pero en realidad no importa.—¿Por qué?—Porque nunca se sabrá nada. Nada de lo que ocurra entre nosotros aquí dentro se

sabrá fuera de esta t ienda.

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—¿Y cómo estás tan seguro, tribuno? —Vespasiano sonrió.—Enseguida lo sabrá. Ya que parece tan interesado en conocer la verdad, le daré el

placer: ¿Sabías que Narciso me habló del arcón?—¿Narciso?—Me lo dijo incluso antes de abandonar el campamento del Rin. Yo soy el espía imperial

del que le hablaron. Narciso no confiaba plenamente en usted y quería que vigilara laoperación. Por supuesto, yo estaba dispuesto a hacerle t al favor.

Vespasiano sonrió ante lo irónico de la situación. Incluso el astuto Narciso tenía su puntoflaco. Le había ent regado en bandeja a Vitelio un móvil y una coartada.

—Pero cuando me habló del carro, no me dijo dónde estaba. Por eso tenía que ver elmapa que había en aquel pergamino. Pero, desgraciadamente, alguien se me adelantó. Nosólo eso, sino que esa misma persona me t endió una t rampa para incriminarme en el robo. Peroa Pulcher le fue fácil seguir a sus hombres hasta las marismas y enviar a buscar ayuda encuanto empezaron a cavar. Le aseguro que quería evitar un derramamiento de sangre; esdecir, entre mis hombres. Si hubiera logrado convencer a Macro para que me diera el arcón,sólo tendríamos que haberlos matado. Pero el centurión demostró tener una aficióninoportuna por aplicar la estrategia propia de un soldado en circunstancias adversas. Así que

el arcón se recuperó para Claudio.—Pero ¿para que querías el arcón? —Preguntó Vespasiano—. Te habría sido casi

imposible manejar tant o valor sin llamar la atención.—Por supuesto. Espero que no crea que soy tan estúpido, señor. Nunca tuve la intención

de gastar ese dinero en mí mismo.—¿Y por qué llegar a ese extremo para conseguirlo?—Por la misma razón que el emperador. El oro es poder; y con toda esa riqueza podría

haber comprado la lealtad de cualquier hombre.—Claro —asintió Vespasiano—. Y ello te habría convertido en el traidor del que Narciso

me había advertido. Nunca habría pensado que el espía imperial y el traidor fueran la mismapersona. Creo que Narciso quedará igual de sorprendido cuando se lo diga.

—¿Yo, un traidor? ¿Es eso lo que cree? —Vitelio soltó una risotada—. ¡Imposible! Da lacasualidad de que sigo siendo el espía imperial... como siempre lo he sido. Al menos, eso es loque cree Narciso.

—¿Y por qué intentaste matarlo?—¿Intentar matarlo? —Vitelio le miró extrañado—. Oh, aquel ataque de camino a

Gesoriaco. Me temo que no soy el culpable. Y, de todos modos, ¿qué ganaría yo con su

muerte? Le necesitaba para ayudarle a sofocar el motín. Al fin y al cabo, ¿cómo habría podidoobtener el arcón si la invasión no se llevaba a cabo? No, aquella emboscada fue cosa de otro.Imagino que la dirigió alguien que pretendía detener la invasión. Usted sabe mejor que nadie laimportancia que tiene para Claudio conseguir respaldo para encumbrarse como emperador.Con Narciso muerto, el motín en pleno apogeo, la renuncia a la invasión y, por tanto, al arcón,¿cuánto cree que habría durado Claudio en el poder? Créame, hasta que no contemplé laposibilidad de hacerme con el arcón, sólo me importaba ayudar al emperador en suspropósitos.

—¿Y entonces, qué? —Preguntó Vespasiano—. No podrías haber conseguido unafortuna t an grande de una vez.

—Por supuesto que no. No la necesito ahora mismo. Sólo pienso en mi futuro. Claudio noestará en el poder et ernamente y alguien tendrá que ser emperador..., ¿y por qué no yo mismoalgún día?

—¿Tú? —Ahora era Vespasiano el que reía.—¿Y por qué no? O, de hecho, usted mismo.—No puede ser que hables en serio.—Hablo en serio. Muy en serio.—Pero Claudio t iene herederos, una familia para asegurarse de que alguien le suceda.

—Eso es cierto —reconoció Vitelio—. Pero se habrá percatado con qué facilidad losmiembros de la familia imperial sucumben a todo tipo de muertes extrañas. Son gente con unavida trágica. Y si algo ha de ocurrirles, tengo intención de estar allí para cuando se anuncie lavacante del trono. Pero ahora mismo no tengo prisa. Esperaré el momento oportuno, y sóloentraré en acción cuando esté seguro de tener los recursos para comprar el apoyo necesario.Pero por culpa de esos dos de ahí afuera, tendré que esperar un poco más.

Vespasiano estaba asombrado ante la ambición del tribuno. ¿Haría lo que fuera parasaciar su ansia de poder? Pero había una pregunta más importante que requería unarespuesta inmediata.

—Si tú no eres el espía de los traidores, ¿quién es, entonces?—Esperaba que hiciera esa pregunta. —Vitelio se apoyó contra el respaldo de la silla. —

Lo cierto es que me costó averiguarlo. Debía haberlo sabido mucho antes, mucho antes deque Pulcher consiguiera que el cabecilla del motí n se lo dijera.

Entonces, Vespasiano recordó la forma en que Plinio había mirado el pergamino quehabía recuperado de Tito aquella noche en la tienda de mando, así como su interés endistraer a los guardias justo en el momento en que el ladrón rebuscaba entre sus documentos.

—¿Plinio?

—¡Plinio! —Vitelio se rió—. ¿Él? Por favor, señor, seamos serios.—Si no es Plinio, ¿quién, entonces?—Yo recelaría de alguien mucho más cercano a usted.—¿Qué quieres decir? —Vespasiano sintió que se le secaba la garganta.—Si lo que dice Narciso es cierto, entonces parece ser que alguien trató de echarme la

culpa de lo sucedido en la t ienda aquella noche.—¿Niegas haber robado el pergamino?—No —reconoció Vitelio—. Pero el pergamino que ordené a Pulcher que robara est aba en

blanco. Alguien se había encargado de cambiarlo antes de que yo llegara.—Es imposible que estuviera en blanco, porque es imposible que alguien lo hubiera

cambiado. Ya estaba fuera del arcón de seguridad. Flavia lo encontró; dijo que Tito lo había...—Vespasiano sintió que se le helaba la sangre.

—Flavia lo encont ró. Qué oportuna —Vitelio sonrió al legado.—No puede ser.—Eso mismo pensé yo al principio. Hay que reconocerlo, Flavia es de las que saben

conseguir lo que quieren.—Pero..., pero ¿por qué?—¿Por qué? No puedo conocer todas sus intenciones. No creo que sea ni la mitad de

republicana que aparenta ser. Diría que es más probable que le estuviera facilitando las cosaspara fomentar tu carrera.

—¿A mí? —Vespasiano estaba pasmado.—Querido legado, puede que usted piense que su integridad moral le hace un hombre

respetable y que servir al emperador incondicionalmente es su primera obligación como militar,pero no sospechar de su esposa lo convierte en un títere político de lo más útil. Qué mejorcandidato para cubrir el vacío de poder que quedará tras la caída de Claudio que un hombreque tuviera la certeza de haber servido al viejo emperador con la máxima dedicación y lealtad.Los plebeyos le adorarían. Apuesto que, a su lado, el panegírico de Marco Antonio a Césarhabría sido una minucia.

—¿Cómo te atreves? —Dijo Vespasiano con serenidad, haciendo un esfuerzo por

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controlar su ira—. ¿Cómo te atreves a formular una acusación semejante cont ra Flavia?—¿Nunca sospechó de ella? Supongo que ése es su mérito como esposo. Estoy seguro

de que sería un gran estadista, pero un pésimo político. Los hombres que atacaron a Narcisoprocedían de una caballería al mando de Gayo Marcelo Dexter, uno de los oficiales deEscriboniano que, casualmente, es un primo lejano de su esposa. Supongo que no creerá quese trata de una coincidencia. Acéptelo, Flavia ha sido casi desenmascarada. Yo de ustedhablaría con ella pronto. Convénzala para que deje de inmiscuirse en juegos de poder y tal vezNarciso no tenga en cuenta su intervención en todo esto. Si quiere que su esposa mantengala salud, le sugiero que procure que yo nunca tenga la necesidad de hablar a nadie de susactividades extraoficiales. Aún no le he contado a Narciso lo que sé. Usted me da su palabrade que no hablará con nadie de lo que aquí hemos dicho, y yo le entrego la vida de Flavia. Untrato justo, ¿no le parece?

Vespasiano le miró. Su mente intentaba encontrar un modo de negar la evidenciarecordando los acontecimientos de los últimos meses. Aquella vez que había buscado atientas el pergamino que Tito había cogido en la tienda... El legado se daba cuenta ahora deque lo había cambiado con destreza.

—Señor, no espero que acept e mi propuesta ahora mismo. Pero piense en ello. No puedo

negar que no he prestado atención a muchos aspectos. Y podría convencer a Narciso de quecualquier acusación que usted pueda hacer contra mí es infundada o, incluso, falta deescrúpulos. Pero la mínima insinuación de que he sido algo más que un sirviente bueno y fiel,como él cree que soy, afectará seguro a mi posición. Es más, me veré obligado a revelar lo quesé sobre Flavia. Estoy seguro de que estará usted de acuerdo en que nos interesa a los dosser discretos en cuant o a lo sucedido en los últimos meses.

Vitelio esperó una respuesta, pero Vespasiano había bajado la cabeza, sumido en unadesesperación creciente, ajeno a los últimos comentarios del tribuno. Se llevó una mano a lacabeza, abat ido por aquellas revelaciones.

—Oh, Flavia... —murmuró—. ¿Cómo has podido?—Y ahora, señor, si me permite retirarme, tengo tareas que atender. —Vitelio se puso en

pie para salir de la tienda—. Y confío en que no volveré a oír nada más sobre las acusacionesdel centurión Macro contra mí.

Por un momento, Vespasiano hizo un esfuerzo para seguir hablando, para expresar suvergüenza y su miedo..., y su rabia por la soberbia superioridad del tribuno. Quería encontrarpalabras para poner a Vitelio en su sitio. Pero no pudo pronunciar una sola y, sencillamente,indicó con la cabeza la salida de la t ienda.

Mientras, Cato y Macro estaban sentados sobre un montón de paja para los caballos delos oficiales. Macro se durmió enseguida. Tenía la cabeza sobre el pecho y daba fuertesronquidos: se había entregado a la absoluta necesidad de descansar. Los ronquidos atraíanlas miradas de desaprobación de los ordenanzas que entraban y salían del cuartel general.Las ropas sucias de turba, la piel mugrienta y las manos y la cara embadurnadas con la sangreseca de Togodumno habían dejado al centurión en un estado lamentable. Aun así, Cato locontemplaba con afecto al recordar la honesta alegría que había mostrado Macro al ver queestaba sano y salvo al volver a la segunda legión. Cato pensaba que la sensación depertenecer a la legión que había experimentado durante la batalla era la que seexperimentaba al ser legionario, la unión con sus compañeros y el implacable estilo de vida alque se había visto abocado. Ahora el ejército era su vida. Pertenecía en cuerpo y alma a lasegunda legión.

Y así se sentía al mirar a uno de los cientos de britanos que había sentados en silencioen el espacio reservado a los prisioneros, el bot ín de guerra que enviarían a Roma y venderíancomo esclavos. Pero, de no ser por la última voluntad de su padre, Cato tal vez aún sería unesclavo, como aquel pobre salvaje. A todos ellos les esperaba una terrible vida de esclavos.Todo lo que un prisionero incivilizado podía esperar eran arduos trabajos agrícolas en algunafinca descomunal, o una muerte rápida en una cadena de presos en una mina de plomo.

Sin embargo, había algo en los ojos de aquel prisionero que revelaban un espírituindómito, un ansia por seguir luchando a cualquier precio, un fuego que ardería en su interiormientras un solo hombre alzara sus armas contra el invasor.

Cato tenía la certeza de que la campaña para someter a aquel pueblo iba a ser larga;larga y cruenta.

FIN

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ÍndiceOrganización de una legión romanaPrólogoCapítulo ICapítulo IICapít ulo IIICapítulo IVCapítulo VCapítulo VICapítulo VIICapít ulo VIIICapítulo IXCapítulo XCapítulo XI

Capítulo XIICapít ulo XIIICapítulo XIVCapítulo XVCapítulo XVICapítulo XVIICapítulo XVIIICapítulo XIXCapítulo XXCapítulo XXICapítulo XXIICapítulo XXIIICapítulo XXIVCapítulo XXVIICapítulo XXVIIICapítulo XXIXCapítulo XXXCapítulo XXXICapítulo XXXIICapítulo XXXIIICapítulo XXXIVCapítulo XXXVCapítulo XXXVICapítulo XXXVIICapítulo XXXVIIICapítulo IXLCapítulo XL

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