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Editorial Ponciano Arriaga / Secretaría de Cultura de SLP El Colegio de San Luis La bruja guachichil Palabras para otra magia (fragmento) Alexandro Roque

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  • AlexAndro roque

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    Editorial Ponciano Arriaga / Secretaría de Cultura de SLPEl Colegio de San Luis

    La bruja guachichil Palabras para otra magia

    (fragmento)

    Alexandro Roque

  • La bruja guachichiL. PaLabras Para otra magia

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    Dentro de la 68.a edición del Certamen 20 de Noviembre, convocado por el Gobierno del Estado de San Luis Potosí, la obra La bruja guachichiL, paLabras para otra magia

    de Alexandro Roque obtuvo el Premio de Literatura Manuel José Othón de narrativa 2019

    
por
decisión
del
jurado
calificador
integrado
por
Antonio Ramos Revillas, Josué Sánchez y Vicente Alfonso.

    Hecho en México: 2020

    Fotografías en este adelanto en versión electrónica:gabrieL Figueroa FLores

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    Nunca he necesitado un nombre, si lo hubiera tenido ya lo hubiera olvidado.

    Para estar aquí con ustedes, para ser nosotros, puedo existir con otras palabras, con ciertas imágenes. Así ha sido desde hace mucho, desde... desde que ya no me acuerdo. Y a donde voy ni las palabras son obligatorias. ¿Qué importa un nombre cuando los demás sonidos están de más, cuando han perdido su significado?

    Todos hablan pero nadie dice nada, murmura con la mirada en el piso la condenada a muerte. Sus viejos ojos brillan entre las bolsas de carne, se entornan en el piso, como el quicio de una puerta durante un incendio.

    El camino de tierra está poblado de ecos, de repeticiones alrededor del improvisado cadalso. Es babel alrededor, pero ella no los oye. Las voces en su mente hablan en otomí, pame, guachichil, castilla, náhuatl, tarasco, como los que la rodean, pero no dicen lo mismo. Se sonríe. ¿Y creen que esto es la muerte? ¿Qué saben de los caminos que he andado, de los que deben recorrer las almas para reencontrarse? ¿Cuándo han sabido nombrar lo que no pueden ver?

    Decenas de verrugas cruzan el ajado cuello de la india. Podrían ser constelaciones o las letras pequeñas de un pacto. El verdugo vence su repugnancia e intentando mantener sus

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    manos lejos de tales marcas de lo que considera maldad, le coloca la soga, sin apretar demasiado. La anciana alza la cara, apenas visible entre el estropajoso cabello, y el verdugo se voltea, temeroso de ser el blanco de esos ojos.

    ¿Tendrá tantos poderes como dicen?, se pregunta. Entre sus arrugas, patas de gallo y mezquinos, la mirada.

    Todas las de los pueblos cercanos pendientes de ella, mientras la de la vieja india se dirige al caballo blanco del Justicia Mayor, el capitanísimo don Gabriel Ortiz de Fuenmayor. Donde todos oyen un relincho, ella presiente al animal compadecerla. La compasión es mutua.

    Ni nombre ni apellido como yo, sólo un nombre que es muchos nombres, un nombre que no es propio sino común, como es común entre los animales una bondad que parecen tener pocos blancos.

    Caballo. India. Vieja. Guachichila. Muerte. Non omnis moriar, dijo alguien. Sólo palabras.

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    *

    ¿Cuántos recuerdan qué palabras para expresar lo necesario? La muerte tiene mil nombres en castilla y en lenguas. Y no bastan: hay tantos tipos de muertes que deberían ser conocidas como algo distinto, apropiado para cada persona. Ese sí sería un nombre para llevar con orgullo.

    El corcel chasquea los belfos, como si quisiera advertirle algo, con alarma en sus ojos, o al menos la india cree sentir una mirada de inteligente complicidad, como la del caballo que vio hace ya mucho, aquella luna cuando conoció a los naguales del pueblo.

    Otro relincho. Rampante, a pesar del esfuerzo de un soldado por controlarlo, el caballo hace raudo una especie de guardia final mientras la voz de la trompeta real cambia su tono, que la ha acompañado al paso de la caravana por el camino, apenas empedrado, a Tlaxcalilla, por una voz sorda, advertencia de las cercanías de lo rojo y lo negro. Aunque aún flojo, lo pajizo del mecate se apodera de la piel y como una serpiente tatúa contrastante una llaga rojiza en la anciana, que apenas puede esperar un reencuentro que ha planeado durante décadas.

    Sonríe, haciendo que el miedo se apodere de quienes notan su gesto. La muerte tiene mil caminos y éste es el más aburrido, piensa: colgar del cuello, cuando es el corazón el que debe entregar su fluido para confundirse y hacerse uno con la madre tierra, la dadora de vida. Sería tan bello impregnar tantas miradas con el líquido rojo, en una gran cascada de esperanza, suspira.

    Dando un alarido, un ave negra se posa en lo alto de la

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    horca. Indios y españoles, multitud, hacen el coro de la o. Idú, idú. Alguien dice que el amanecer huele a flor de xempazuchil, la flor de los muertos, aunque el paisaje lo forman unos cuantos cactos y nopales enclenques.

    El Justicia Mayor no puede sustraerse a hacer la señal de la cruz, aunque lo disimula como si se atusara el bigote, no vaya a ser que alguien piense que es supersticioso, ni lo quiera Dios, y sin querer surge en él un recuerdo (como todos los recuerdos, que se asocian delictuosamente y a veces no sabemos cuál de ellos fue el autor intelectual), el de la pintura de la señora santa Ana que pende en el muro norte del templo del pueblo: la misma mirada hueca, las cataratas blancas como las que ahora está a punto de curar para siempre.

    La condenada mira al cielo con los ojos cerrados. Aún sonríe. Tamborilea uno contra otro sus índices y cordiales, al ritmo de la trompeta. Parece rezar, pero quienes la conocen o dicen conocerla saben que es lo último que haría. Otra reclamación del ave negra, vigía en el mástil de esa improvisada nave, hace caer en muchos sudor frío, mas el rostro de ella se queda impávido ante el graznar, acostumbrada a otras voces, incomprendidas por los de otros lugares, imposibles de pronunciar para los blancos, pero cuyo sonido podría convocar la transformación. Su corazón sigue latiendo sin pedir permiso, sin desbocarse.

    Quisiera ser coyote, ave. Se siente libre. Aunque sabe las palabras para provocarlo, y el orden de ellas, no puede juntar las palabras para escapar, como la acusan, ni está borracha o ha comido peyote, como dijeron unas horas antes quienes trataban de defenderla.

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    No quiso comer en el poco tiempo que le dieron entre el juicio y la ejecución. Apenas ha pasado un día desde que la detuvieron a las afueras del templo, apenas un día desde que la mayoría parecía obedecerle ciegamente. En todo ese tiempo apenas le dio un breve trago a una jícara de mezcal con hojasén que le pasó Guaxcamá cuando dictaron la sentencia, y en ayunas la habían traído a la horca, paso a paso, para que todos oyeran el delito que conocían de sobra, para escarmiento de la indiada, para consolidar con este desfile el nuevo orden de estas tierras. Al frente, don Gabriel vestido con telas de la Península y su pertrecho militar reluciente, flanqueado por dos guardias de casco guerrero; después, la vieja hechicera, de pie en una carreta descubierta conducida por el viejo Simeón. Una manta raída, manchada entre amarillenta y grisacea, era el único tapujo de sus cueros, y su sonrisa iba custodiada por cuatro jinetes en cabalgaduras de diversos colores.

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    *

    Al dios de los blancos, recuerda, lo mataron con un juicio igual de injusto, pero era su destino. Como el mío. Tal vez. Ese dios pidió perdonar a quienes lo mataron, porque no sabían lo que hacían, pero para ella la ignorancia no es pretexto. Todo soportan, justifican los excesos mientras no les toquen sus casas y sus cosas. Le dan lástima, coraje, ternura casi. Pobres: aunque la oyeron prefirieron negarla, como al dios de los blancos. Bola de agachones, espero que algún día se les quite.

    No le importan los gritos que para lucirse con su voz más ronca le lanza un fraile, fray Antonio Granados. Quiere parecer osado pero sigue a la caravana no muy de cerca. Crucifijo en alto, fray Antonio se imagina a sí mismo haciendo historia, la Historia, resplandeciente como un ser que ha evitado la herejía en estas tierras, que proyecta rayos de luz, digno de ser ilustración de algún libro sobre fe.

    —¡Arrepiéntete! ¡Aún hay tiempo!No le importan las cuatrocientas voces de la multitud de

    indios que en sus lenguas claman por partes iguales que la cuelguen o que la liberen. La mayoría son guachichiles, algunos tarascos y tlaxcaltecas; menos, pero hay otomíes, pames, guaxcabanes y zacatecos. A los blancos les parece un clamor hereje, cantos venidos desde el quinto infierno, una rumorosa ola sin significado que por sus efectos intimidantes hay que parar de golpe, una enfermedad que se debe cortar de tajo para la propia sobrevivencia de la ciudad fundada apenas siete años atrás, en 1592.

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    *

    El camino de la ciudad de los españoles a los pueblos de indios le parece eterno a los seguidores, a los no creyentes y a los curiosos, aun cuando muchos están acostumbrados a correr grandes distancias y han llegado desde pueblos muy lejanos, hace dos noches, al llamado de la india, o hace una noche, durante el juicio. Juntos pero no revueltos, el camino a los pueblos está bordeado de piedras de minerales con formas humanoides y cactus barrocos.

    Casi sin esfuerzo, la vieja logra esquivar dos piedras que le lanzan los hasta hace unas horas sus vecinos, don Narciso Garay de Vega y don David de Cortés, a quienes solía aconsejar con tino acerca de sanaciones para sus dolencias estomacales con las plantas que le aconsejaban los abuelos. Las lanzaron con poco tino, como por no dejar, para que los vieran.

    Doliéndose de la poca fe de los incautos ingratos, ve entre ellos a san Miguelito arcángel y al señor Santiago, a san Isidro el de las buenas aguas y al quemado del Saucito, sin máscaras, plenos de pesar. No aprueban ni reprueban, ven pasar como quien espera.

    Es ella y su visión. Nadie más parece ver ni a los santos que pasean entre ellos ni a los seres que vuelan sobre la multitud, y parecen no oír la música que viene de lo alto, esa que antes se oía doquiera. Acaso el viejo Simeón parece que algo percibe, al mover la cabeza al mismo ritmo que ella, al ritmo de esas notas que la acompañaron durante ciclos enteros que ella y los suyos llamaban lunas, ciclos que mucho después supo que se llamaban meses.

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    Supo que era música eso que entra por los oídos con palabras no dichas, con sus silencios delirantes y tamborileos emocionantes. Suspira: faltan tan pocos meses para el apocalipsis que es una pena no estar aquí cuando todos resuciten. Pero los esperaré allá.

    Andrés permanece oculto entre la multitud. Se seca el sudor frío sin alzar la vista, temiendo que ella lo reconozca y que esta vez lo transforme en iguana, ahora sí para siempre. Vieja hechicera, si ya lo había cambiado en coyote por una noche bien puede poner el mundo al revés en un día en que el sol se ha negado a aparecer del todo, tímido entre las nubes negras que procrean los truenos, a los que ella le ha dicho que puede dominar. El único que está asomado con confianza allá arriba, representante de las serpientes nubes, es el hermano primogénito del sol, el arquero.

    La vieja sólo oye el relinchar del caballo de don Gabriel, que insiste en su voz grave y en alzar las patas frente a ella, sólo ve su mirada. Ya no son más venados sin cuernos, como cuando los conoció, tienen un nombre que se aplica a todos los animales que se les parecen y que suelen montar los pálidos invasores. Se le ocurre que tal vez es el mismo caballo que le habló de niña, o alguno de los resucitados que días ha había llevado a su casa. No es el caballo que le regaló el nagual-venado, pues ese es negro y está a buen resguardo en La Laguna, con las almas rescatadas de las garras de la nueva Tonantzin, la que con su mismo color se le había aparecido a los indios del sur, a los primeros que aceptaron el dominio de los blancos y de su dios.

    La cuerda se estrecha entre sus arrugas, enciende la piel con su sombra roja. Se adueña de las cervicales, que crujen con

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    el presentimiento, mientras el verdugo, que sigue sin verla, está a punto de soltar las de san Pedro, al solicitar con un gesto la orden de tirar del hierro colocado a los pies de la dicha india.

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    Un trueno (¿un disparo?) suena justo detrás del Justicia Mayor mientras éste da la orden, alzando la mano con el aplomo que tomó prestado de sus días de fingir absoluta fidelidad al capitán moreno. Los indios callan ante el aparente poder de don Gabriel, acaso hechicero no confeso, o más que Justicia Mayor, justiciero, ay. Mientras, varias cotorras verdes escapan como relámpagos de entre el camino de palmas tendido hasta la ciudad, con el toque negro del chanate que creyó haber encontrado en la horca un buen lugar para descansar.

    ¿Quién es el maligno aquí?, piensa la vieja, mordiéndose el labio inferior para que al menos un poco de su sangre gotee hasta la tierra amarillenta y alimente a todos los seres que la pueblan.

    Mujer, madre, sanadora… hechicera.

    No moriré del todo.

    Idú, idú… Y todo se oscurece una vez más.