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Cristina Blasco Almiñana DG-122-06 Jorge Sánchez Gil DG- Lidia Alcocer Arnal DG-028-07 Paloma Latorre Ortiz DG-048-07

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Cristina Blasco Almiñana DG-122-06 Jorge Sánchez Gil DGLidia Alcocer Arnal DG-028-07 Paloma Latorre Ortiz DG-048-07HISTORIA DEL DISEÑO GRÁFICO / Historia del cartel cinematográficoCarteles de cine, carátulas, pósters, afiches de películas… ¿Se imaginan acudir a una sala de cine sin el reclamo de un cartel? Es evidente que los carteles de cine forman parte de nuestra memoria sentimental. Por otro lado, su alto valor estético los sitúa en una posición privilegiada en el campo de la publicidad

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Cristina Blasco Almiñana DG-122-06Jorge Sánchez Gil DG-Lidia Alcocer Arnal DG-028-07Paloma Latorre Ortiz DG-048-07

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Carteles de cine, carátulas, pósters, afiches de películas… ¿Se imaginan acudir a una sala de cine sin el reclamo de un cartel? Es evidente que los carteles de cine forman parte de nuestra memoria sentimental. Por otro lado, su alto valor estético los sitúa en una posición privilegiada en el campo de la publicidad y del diseño gráfico. Por eso mismo, es oportuno recorrer su historia, que viene a ser la historia del séptimo arte.

En el último tercio del siglo XIX ya nos encontramos con algunas referencias cartelísticas sobre los diversos espectáculos que pueblan el continente europeo, espe-cialmente los Dioramas, Panoramas y, en fin, todos esos procedimientos que buscaban sorprender al público del momento, fascinándoles mediante artilugios mecánicos que permitían la proyección de sombras o la ilusión de movimiento a través de un aparato singular. El universo del precinema también ha generado nuevas ilustraciones de todo tipo, sobre todo a partir de las sombras chinescas. Sobre su influencia social cabe destacar las investigacio-nes de J. E. Varey (Títeres, marionetas y otras diversiones populares de 1758 a 1859. Madrid. Instituto de Estudios Madrileños. 1959) y Rafael Gómez Alonso Arqueología de la imagen fílmica. De la prefotografía al nacimiento del cine. Madrid. Universidad Complutense. 1999), entre otros.

No pormenorizaremos los rasgos sociales que favorecie-ron la generalización del cartel de cine, pero sí podemos observar cómo su existencia, sin duda alguna, permitió el desarrollo de los espectáculos precinematográficos y del propio cinematógrafo en sus primeras décadas, tan difíciles.

Los programas del Museo Grévin en París se aprovecha-ron de la luminosidad y riqueza creativa de Jules Chéret,

un litógrafo de ya conocido. En este momento confluyen un singular intercambio de intereses técnicos y artísticos –pintura, caricatura, publicidad, teatro, ópera, music-hall, cabaret, variedades, cine– que serán los promotores de la irrupción, con gran fuerza, del cartel en el espacio ur-bano.

No obstante, antes de abordar los detalles específicos del cartel cinematográfico, creemos oportuno referirnos, aunque sea brevemente, al lugar que ocupa el programa de mano en el ámbito publicitario y promocional. Sin duda, desde su aparición, el programa de mano atiende a un doble cometido: informar de lo programado en la sala correspondiente y atraer la atención del posible especta-dor con textos sugerentes e imágenes atractivas. Resul-ta claro, dadas las circunstancias sociales que rodean al mundo del espectáculo del XIX, que sus promotores se veían obligados a utilizar todo tipo de resortes comuni-cativos para llamar la atención de todos los transeúntes. De ahí que se contemplara la fórmula más sencilla y cu-riosa para ser manipulada por quien la recibía de manos de los improvisados repartidores callejeros (En los primi-tivos impresos cinematográficos predomina el texto so-bre la imagen, pues resulta prioritario incluir los diversos títulos que componían el programa diario de la sala en cuestión).

Es así como el programa de mano consolida lentamen-te su rango de reclamo popular en los primeros años del siglo XX, ofreciendo unos contenidos que tienden a rea-vivar el interés del espectador en potencia, al mostrar los ingredientes básicos de la película que se estrena (acto-res, argumento, género…) combinados con una ilustra-ción llamativa y expresados mediante una tipografía ad hoc. En muchas ocasiones, esa fórmula coincidirá con la del cartel impreso, ubicado en la cartelera situada a la

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puerta y en el hall de la sala de exhibición, y también pe-gado en distintos lugares de la ciudad.

Con el paso de los años, sobre todo desde la consolida-ción del largometraje como patrón de producción, las distintas productoras van imprimiendo un sello personal a toda la papelería publicitaria que generan. Ha de en-tenderse que el logotipo del Estudio comienza a ser pro-tagonista en el momento en que se consolidan las gran-des firmas de Hollywood –en el primer lustro de los años veinte–, impulsoras del star-system –el estrellato cinema-tográfico–, modelo promocional ya aplicado tímidamen-te unos años antes.

A comienzos del siglo XX la industria del cine norteame-ricano se asentaba principalmente en Nueva York y Chi-cago, donde un amplio conjunto de empresas marcaba el producto de referencia luego exhibido en las salas de todo el mundo.

La impronta estadounidense va a ser ineludible para el desarrollo de toda la parafernalia publicitaria que no sólo se irá sosteniendo en los efímeros programas de mano o los menos accesibles carteles, sino que, al tiempo, impon-drá nuevos recursos y soportes que desarrollarán inevi-tablemente los departamentos de publicidad de las pro-ductoras y distribuidoras más importantes. Es así como la riqueza de propuestas va convirtiendo al programa de mano en un soporte publicitario protagonista entre los recursos de cada empresa, sobre todo porque es el pri-mero en llegar a las manos del espectador. Con el fin de resaltar unos títulos sobre otros, se imprimen pequeñas joyas –conservadas con el tiempo por numerosos colec-cionistas– que muestran el alarde creativo y la imagina-ción desplegada en el sector.

Formatos, tipografías, troquelados, etc., todo va en fun-ción de un diseño que, pese al férreo control de los de-partamentos comerciales, nunca estará alejado de las corrientes artísticas contemporáneas. Al fin y al cabo, se trata de seducir. Y para ello se plantean obras sorpren-dentes, ricas en su iconografía y, por supuesto, mágicas para quien las tiene entre sus manos. Claro está: el ob-jetivo inmediato es conectar con el posible espectador. Para ello, se impone la inmediatez y por eso se recurre al rostro o icono más representativo de la trama. A partir de ahí surgen todo tipo de modelos que se irán adaptando a los más diversos soportes que forman parte, substan-cial o complementaria, de la campaña publicitaria de una película. Los años veinte conforman, sin duda, la primera edad del merchandising (mercadotecnia). Durante esa etapa, los ídolos no sólo aparecen en mil postales dife-rentes: también se plasmará su efigie en cajas de cigarros, cerillas o galletas, en estuches de bolígrafos y juegos de naipes, en chapas, bandejas y, por supuesto, en múltiples revistas.

Este despliegue publicitario surge en el momento de máxima rivalidad empresarial entre los Estudios esta-dounidenses que buscan, por encima de cualquier otra posibilidad, hacerse con el mercado cinematográfico. Tal rivalidad es un acicate para la imaginación de los depar-tamentos promocionales y publicitarios de cada firma, y la producción de todo tipo de artilugios se mantendrá, con cierta intermitencia, a los largo de los años. Se pue-de decir que antes de que el negocio volviera a resurgir con fuerza de la mano de George Lucas –como motivo del lanzamiento de La guerra de las galaxias (1976)– sólo cabe hablar de Walt Disney como el principal –y casi úni-co– empresario que supo mantener vivo este mercado y consolidar una de las estructuras financieras más firmes que se conocen en la comercialización cinematográfica.

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Principios del Cine. Siglo XIX

Los Lumière –como antes ya lo había hecho Thomas A. Edison a la hora de difundir sus nuevos aparatos– apro-vechan el cartel para dar a conocer sus primeras proyec-ciones. De ellas queda constancia en la prensa del mo-mento, pero asimismo en los carteles que encargaron a H. Brispot, Abel Truchet y, sobre todo, a Auzolle, autor del cartel más conocido internacionalmente [aquel en el cual se ve a una familia situada en la primera fila de butacas, contemplando El regador regado (1896)].

A partir de este momento, productores como Pathé o Gaumont van a encargar el diseño y elaboración de car-teles a creadores conocidos y a meros artesanos. Bien es verdad que en esos años se aprecia una inclinación por divulgar el Cinematógrafo como tal, y para ello se pro-mueve una cartelística que “ilustraba” los programas dia-rios de la sala.

Muchas de estas pinturas se convierten en los preceden-tes más directos de los grandes murales que, con los años, poblarán las fachadas de los cines. Los primeros cartelo-nes se componían de una mezcla heterogénea de ele-mentos referentes a la película: fotos, algunas imágenes de mayores dimensiones, textos escritos a mano, cuadros horarios y frases publicitarias.Siglo XX

Esta opción es preferida a la de subrayar elementos de la película, sus personajes o la historia. Corren los primeros años del siglo XX y el cine abandona progresivamente el barracón, la provisionalidad, iniciándose la construcción de las primeras salas estables dedicadas exclusivamente a ese menester.

Cuando los productores y exhibidores asumen con fide-lidad el criterio de relevancia, aplican unos criterios co-merciales en la elaboración de los carteles de cine. Así lo acreditan dos hechos: primero, el cartel destaca el mo-mento más representativo de la película o presenta una ajustada alegoría del tema que aborda; y segundo, co-mienza a mostrar los rostros de los actores y actrices más populares.

Cabe recordar los carteles que la Gaumont encarga para la serie Fantōmas, de Louis Feuillade, o los que prepara la Biograph para las películas de David W. Griffith (véase Corazones del mundo,1918. Director también de Ben-Hur o el Aniversario de una Nación), o los de la Pathé para las historias de Max Linder (Frankenstein y el Hijo de Frankenstein, 7 años de mala suerte).

En cualquier caso, la marca de la productora ocupa siem-pre un lugar visible, en uno de los ángulos del cartel, como valor añadido y garantía de “prestigio” en el merca-do interno e internacional.

1910

En los años diez del siglo XX, y sobre todo en el segundo lustro, nos encontramos con un emergente “star–system” que protagonizará, en sus más variadas formas, el recla-mo principal de los estrenos, oscureciendo a los directo-res responsables de las películas. (Es éste el deslumbrante periodo de apogeo de Mary Pickford, Douglas Fairbanks, Mabel Normand, Theda Bara, Mae Marsh, Roscoe “Fatty” Arbuckle y John Bunny; un periodo que desembocará en el estrellato de Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd o Rodolfo Valentino). En algunas de las propuestas cartelísticas se perciben aportaciones más implicadas

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con los estilos artísticos de la época, como por ejemplo puede ser el Art Nouveau. Hollywood, no obstante, vi-vió un tanto al margen de todas las novedades que se estaban produciendo en Europa. En cualquier caso, las tendencias sociales de alguna manera también quedan implícitas en el acabado del cartel, siempre colorista y volcado en destacar los “valores” de la película. Y como ejemplos de lo dicho podemos referirnos al cartel de la First National para El chico (1921), de Chaplin, o a los de la United Artists para La quimera del oro (1925), de Cha-plin, El maquinista de la General (1926), de Keaton, o El vagabundo poeta (1927), de Alan Crosland (director de “El cantor de jazz” primera película hablada).

1920

En esta década de los veinte, quizá marcada por la cali-dad de muchas de las producciones realizadas, se aprecia un notable cuidado en la “imagen” que se quiere transmi-tir al espectador. El acabado de muchos de los productos publicitarios es muy interesante, y por ello no sorpren-de la apuesta que se lanza en películas como El ladrón de Bagdad (1924) y otras aventuras protagonizadas por Douglas Fairbanks. Algo similar cabe señalar sobre las grandes epopeyas dirigidas por Cecil B. De Mille (Los diez mandamientos, 1923; Rey de reyes, 1927).

Quizá la revolución que produce la incorporación del so-nido a la película, hace comprender a los grandes mag-nates que ya no pueden “tutelar” de la manera como lo venían haciendo –muy “paternalista”– la publicidad de todas sus producciones. Por eso, y al igual que se rees-tructuran varios departamentos del Estudio, también se crean otros nuevos –prioritariamente el de los técnicos de sonido– entre los que, en este momento, cabe desta-

car al nuevo departamento de publicidad, en el que no sólo se habla de un jefe de prensa sino, también, de un grupo de personas que estudia detenidamente los por-menores de la “imagen” de la películas, de los actores y actrices, de la promoción, etc.

No hay que olvidar otras grandes producciones que per-duran aún en la historia, como Metrópolis (1927), banda sonora también muy conocida.

1930

Los años 30 van a ser diferentes en cuando al diseño car-telístico del cine estadounidense. La tendencia quizá no permite hablar de un estilo determinado en un Estudio, sino más bien de una línea creativa, en la estela de los géneros. Así, basta acercarse al cine de terror para com-probar cómo, desde los años veinte, hay un concepto vi-sual que pretende transmitir la atmósfera de la historia: los sucesivos carteles muestran sombras proyectadas en una pared, garras que surgen de un plano superior, monstruos, fantasmagorías, imágenes reflejadas sobre espejos, bolas de cristal, canales que encierran extraños personajes, etc. Más o menos ajustados, los años treinta repiten este llamativo reclamo de extremado colorismo y cuidada composición. En este caso es inevitable mostrar la imagen de Bela Lugosi o Boris Karloff, pues la estrella –como en otros géneros– sirve de reclamo. Las implicaciones entre la forma y el fondo del cartel se dan en las más diversas corrientes fílmicas. Así suce-de, por ejemplo, en el expresionismo alemán, cuya obra cartelística confirma las influencias que el cine recibe de otras artes. Baste recordar los carteles realizados por Otto Stahl–Arpke para El gabinete del doctor Caligari (1919),

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de Robert Wiene, o los de Theo Matejko para Tartufo (1925), de F. W. Murnau.

Los cartelistas beben de todas la inquietudes artísticas coetáneas –Art Decó, constructivismo, dadaísmo, racio-nalismo, etc.– al tiempo que también comienzan a asumir las novedades verificadas en campos como la publicidad, el diseño gráfico y la fotografía.

Llegada la hora de actualizar la representación visual (según los recursos que la impresión permite) seguirá dominando durante bastantes años la cartelística euro-pea; especialmente, a partir de las iniciativas alemana y soviética. Baste recordar los trabajos de Vladimir y Geor-gii Stenberg para La sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann, o el cartel de Alexander Rodchenko para El acorazado Potemkin (1925), de Serguei M. Eisens-tein.

En este sentido, el cartel francés va a demostrar que el torrente creativo parisino también le afecta –cubismo, neoimpresionismo, futurismo–, de ahí deriva el interés de las creaciones de Fernand Léger, Alain Cuny o Boris Bilinsky, destinadas a estrenos franceses y también es-tadounidenses. En los inmediatos años treinta pasarán a suavizar sus propuestas visuales, configurando un mode-lo más cercano a los intereses de la industria, en el cual se concilian elementos de la caricatura y el cómic.

1940-1950

En pleno apogeo del “star–system”, durante los años cua-renta y cincuenta, los grandes Estudios promueven una línea de carteles en la cual se resaltan los ingredientes caractéristicos del género al que pertenece el filme, sin

desdeñar el estereotipo reiterado. Es quizá, en este mo-mento, cuando el cine, el cómic y la publicidad estrechan sus vínculos. En síntesis, es ésta una etapa en la cual la imagen impone su dominio. Es indudable, no obstante, que los problemas que el mundo vive a partir de finales de los cincuenta, y de manera total, en los sesenta, van a dejar una huella profunda en la creatividad del cartel cinematográfico estadounidense.

En Europa, cada productora parece aplicar un criterio propio en la imagen publicitaria de sus películas, aunque por sus resultados resulta más apropiado hablar de anar-quía que de heterogeneidad. En Gran Bretaña la Ealing y la Rank, buscaron aunar caricatura, dibujo, fotomontaje, tradición pictórica e imagen real para que cada título tu-viese una imagen precisa. Recuérdense en este sentido el cartel de Eric Pulford para Enrique V (1944), de Laurence Olivier, y el de Ronald Searle y S. John Woods para Oro en barras (1951), de Charles Crichton (en el caso de los estu-dios Ealing, cabría incorporar a la lista un buen número de imaginativos carteles). También podíamos hablar de los carteles de la Associated Talking Pictures, de Two Ci-ties, etc.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la ciudad de París aco-ge a un buen número de exiliados que, sobre todo en el campo artístico, aportarán su grano de arena a la revita-lización creativa. No obstante, quienes estaban llegando al mundo del cartel, en muchos países, eran los dibujan-tes que desarrollaban su trabajo en el campo publicitario, y así lo confirma el francés Raymon Gid (Le silence de la mer, 1948, de Jean–Pierre Melville), entre otros. Un repa-so por algunas de la muchas aportaciones cartelísticas que se generan en estos años hablan en abundancia de influencias pictóricas tanto surrealistas como cubistass. Es el caso de Félix Labisse o Bernard Villemot: El primero

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es el autor, entre otros, de Garou, Garou le Passe. Muraille (1951), de Jean Boyer; el segundo dibujó el cartel de La cabeza contra la pared (1959), de George Franju.

En Italia, las directrices que toma el cine de postguerra –el “neorrealismo”– va a configurar en gran medida el diseño de los carteles, pues en buena parte de ellos se atiende al “tono” realista que demandaban los temas abordados, aunque a finales de la década, en plena transición creati-va, no les importe a los creadores centrar su atención en los actores nacionales o internacionales que intervienen en sus películas.

Un ejemplo es el cartel de Stromboli (1949), de Roberto Rossellini: en el marco del volcán en erupción se sitúa a Ingrid Bergman y Mario Vitali en apasionado abrazo, que-dando la mitad inferior del cuadro para destacar, con un cuerpo de letra grande, aquello que ofrece la película: el lugar, la actriz… bajo la inspirada direc ción de…

También en las cinematografías nórdicas encontramos algunos excelentes trabajos, como los de los noruegos Niels RÝder (Bastard, 1940, de Helge Lunde) y Alexej Zai-tow (Ung frue forsvunnet, 1953, de Edith Calmar), entre otros.

Son, igualmente, buenos años para el cartel de cine en Polonia, en donde jóvenes que habían estudiado Bellas Artes comienzan a mostrar su original estilo. Henryk To-maszewski, Tadeusz Trepkopski, Walerian Borowczyk (lue-go director) y Wiktor Gorka (cuyo cartel más destacado es aquel que diseñó para Cabaret, 1972, de Bob Fosse) son quienes enriquecen el diseño cartelístico a partir de los años cuarenta, compartiendo espacios con los excelentes pinceles de Franciszek Starowieyski (Les trois font la paire, 1958, de Sacha Guitry) y Roman Cieslewicz (sorprende su

cartel para Los caballeros teutónicos, 1960, de Aleksan-der Ford). En esta medida cabe hablar, igualmente, de los trabajos de cartelistas y diseñadores checos, eslovacos o húngaros. Así, pues, en este periodo tan heterogéneo, confluyen intereses comerciales y puramente creativos (los países socialistas permitieron una mayor autonomía en este sentido).

1960-1970

A lo largo de los años sesenta y setenta, con el asenta-miento de su revolución, Cuba privilegia una generación de cartelistas cuya singularidad sorprendente se une a la función ideológica primaria de todo contenido visual o audiovisual. En esa línea hay que estudiar el cartel antiim-perialista –del todo anaranjado– que Alfredo Rostgaard idea para Hanoi, martes 13 (1967), de Santiago Alvarez; la multicolor psicodelia de Raúl Martínez para Lucía (1968), de Humberto Solas; y la combinación de lenguajes que plantea Luis Vega para promocionar Terror ciego (1973), de Richard Fleischer.

Los movimientos sociales y artísticos de los años sesen-ta afectan también al cartel cinematográfico, sobre todo porque muchos cartelistas se habían volcado en el dise-ño de carteles para conciertos musicales y, en gran me-dida, se dejaba sentir todo el ambiente contracultural. El Pop–art trata de transmitir el sentimiento cotidiano de la época, fruto de la espontaneidad individual.

La renovación que en el mundo del cine francés se pro-duce con la llegada de los jóvenes de la “nouvelle vague”. En estos años, las combinaciones son diversas y parten de una definida elaboración de los ingredientes de la pe-lícula (tal es el caso del cartel de Clément Hurel para

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Al final de la escapada, 1959, de Jean Luc Godard) para desembocar en los presupuestos artísticos del mundo “pop” (caso del fotomontaje de René Ferracci para Dos o tres cosas que yo sé de ella, 1966, de J.L. Godard). Una vez más, se advierte el solapamiento del cine y el cómic en las aportaciones de jóvenes creadores que irán proyectando su estilo hasta los noventa. Si René Ferracci y Léo Kouper marcaron una imborrable impronta en los cincuenta–se-tenta, en la última década del siglo XX entran en juego Phillippe Druillet, Jean Giraud “Moebius” y Enki Bial, sobre quienes volveremos a hablar en otros apartados.

Sobre el cartel portugués, cabe decir que a partir de los setenta recupera su identidad, después de lo realizado en los años treinta por el artista Almaida Negreiros. Son años en que destacan las creaciones de José Brandao (Deus, Patria, Autoridade, 1975, de Rui Simoes), Edgar Valdez Marcelo (Cerromaior, 1978, de Luis Filipe Rocha), además de Camara Leme, Alda Rosa y, especialmente, Judite Cilia (Un S/marginal, 1980, de José de Sá Caetano; Francisca, 1981, de Manoel de Oliveira) (Para ampliar datos véase Emilio C. García Fernández: ”El cartel en el mundo”, en Historia universal del cine. Madrid. Fascículos Planeta. 1982. Tomo XII. 2ª Edición, págs. 1559–1560).

Desde mediados de los años sesenta, un grupo de dibu-jantes y diseñadores británicos y alemanes convierten el cartel de cine en un soporte de indudable valor para establecer sus inquietudes y las de su entorno, sobre todo en películas de marcada personalidad. Así, llaman la atención el trabajo de Tomi Ungerer para ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), de Stanley Kubrick, y el car-tel de Alan Aldridge para el estreno inglés de la película de Andy Warhol, Chelsea Girls (1968), así como las obras realizadas por los alemanes Heinz Edelman (The Yellow Submarine, 1968, de George Dunning) y Hans Hillmann.

En el cine estadounidense van a consolidarse las carreras de dibujantes nativos e ingleses como Robert Peak (Apo-calypse Now, 1979, de Francis F. Coppola), Vic Fair (The Man Who Fell to Earth, 1976, de Nicholas Roeg), Richard Amsel, y, especialmente, Frank Frazetta, un gran dibujan-te de cómics que desarrolla una intensa carrera como car-telista cinematográfico.

Desde mediados de los setenta, el cartel estadounidense cambia al tiempo que lo hace la industria del cine, adap-tándose a los nuevos intereses y temáticas que afloran sin interrupción en el mercado mundial. El mestizaje que se verifica en el contexto de los géneros, también se advier-te en el cartel, en cuyo diseño se mezclan diversos estilos y tendencias, generando un procucto artístico de intere-sante resultado.

El predominio internacional de la cinematografía norte-americana se impone con la generación que da origen al nuevo Hollywood –George Lucas, Steven Spielberg, Mar-tin Scorsese, Brian de Palma y un buen grupo de discípu-los como John Landis, Jonathan Demme, etc.–. Una de las consecuencias de esta nueva coyuntura en el campo que nos ocupa es la imposición del patrón estadounidense en las promociones, de suerte que poco margen hay para la adaptación de los carteles en los restantes países. En este sentido, los únicos países que parecen escapar, en cierta medida, a este control son los del ámbito asiático –Chi-na, Japón, India–, dado que en los demás apenas surgen aportaciones esporádicas de cartelística autóctona.

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Carteles de cine en España

El cartel español dedicado a anunciar películas dispone de precedentes que se remontan a mediados del siglo XIX, cuando el cartel taurino (Juan Moyano, Daniel Ubarrie-ta, F. Mañas o C. Ruano Llopis) prevalecía sobre cualquier tipo de promoción de espectáculos en este soporte. No obstante, es a comienzos del siglo XX cuando se advier-ten los primeros carteles referidos de forma específica a exhibiciones cinematográficas.

En el marco del cartel cinematográfico, la publicidad y la ilustración se desenvuelven autores como F. García, Ra-món Casas y Alexandre de Riquer o Apel.les Mestres. Pero en el ámbito cinematográfico su estilo, en exceso pictó-rico, dominará las primeras décadas del siglo XX, sobre todo si tenemos en cuenta carteles tan representativos como el de Pere Montanyá para la película Don Pedro I, el cruel (1911), de A. Marro y R. Baños, o el realizado por Ruano Llopis para Los chicos de la escuela (1925), de Flo-rián Rey. En estos años la nómina de cartelistas puede ampliarse con L. Estrems, quizá el más activo en los vein-te, L. Barreira, César Fernández Ardavín “Vinfer” y Gago y Palacios.

Algunas publicaciones recientes (Baena Palma, F.: Los programas de mano en España. Barcelona. F.B.P. 1994) recogen una nómina mucho más amplia, tanto de aque-llos que realizaron carteles de películas españolas como los correspondientes a los estrenos extranjeros. Nombres como los de Salvador Bartolozzi (recordemos El bandido de la sierra, 1926, de E. Fernández Ardavín), Rafael de Pe-nagos (como muestra Agustina de Aragón, 1928, de Flo-rián Rey) o Joaquín García Moya, entre otros.

(Si bien han aparecido diversos libros sobre la materia, la práctica totalidad se han limitado a reproducir carteles, programas de mano y otro tipo de elementos publicita-rios, sin entrar en un estudio detenido. La información va apareciendo muy salpicada, pero sin una coherencia en el análisis de las obras y sus autores.

Al margen de que centremos este epígrafe en los carteles españoles, se advierte que la producción ha sido bastan-te generosa. Baste para comprobarlo revisar las revistas especializadas de la época y los fondos reunidos en la fo-toteca de Filmoteca Española y en colecciones privadas).

Durante los años treinta, seguirán trabajando alguno de los creadores mencionados anteriormente, aunque de una manera más extensa en el campo publicitario e ins-titucional. Asimismo, participan en actividades diversas durante la República otros pintores, decoradores y auto-res asentados en Barcelona, Valencia y Madrid.

En estas tres ciudades se encuentras a lo largo del siglo XX las imprentas más activas volcadas en la impresión de carteles. Entre todas cabe destacar varias en Valencia (Litografía J. Aviñó, Gráficas Valencia, Litografía Mirabet, Litografía Vicente Martínez, Gráficas Vicent), en Barcelo-na (Gráficas Bobs, Hijos de J. M. Arnau, Martí y Mari, I. G. Viladot S.L., Vior, Hijo de B. Bañó) y Madrid (Arte Madrid, Industrias Gráficas Martín, Ribadeneyra S.A., H.P. Gráfico, A. G. Sol, Grafos, Royper).

Enrique Herreros, José Morell, Rafael Raga Montesinos (“Raga”) –de quien se recuerda, especialmente, su cartel para La verbena de la Paloma (1935), de Benito Perojo–, Antonio Clavé, el Estudio LLO/AN (Llorca y Angel Cama-cho) o Fernando Piñana, son algunos de los dibujantes y pintores que diseñaron carteles de cine nacionales y

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extranjeros, trabajando para las filiales españolas de los grandes estudios estadounidenses.

En este periodo, destaca el trabajo de Josep Renau, uno de los artistas más completos de su generación, intere-sado en todas las formas y soportes visuales, admirador de algunas de las corrientes de vanguardia de los años veinte, y creador de un amplio repertorio cartelístico en donde queda plasmada su capacidad compositiva que demostró tanto en su trabajo en España (ha realizado algunos carteles para películas como Muñecas, 1926, de Mario Roncoroni; El novio de mamá, 1934, de Florián Rey; Chapaiev, el guerrillero rojo, 1934, de Serguei y Georgi Vasiliev; La mulata de Córdoba, 1945, de A. Fernández Bustamante; y Locura de amor, 1948, de Juan de Orduña), como en su periplo mexicano (entre otros Arroz amargo, 1948, de G. de Santis, y Raíces, 1955, de B. Alazraki).

En años cuarenta las fachadas de los cines recobran su co-lorido y por las calles proliferan –como ya hemos comen-tado– los programas de mano que reparten incansables voceadores. Los productos generados por Cifesa, Suevia Films, Ifisa, Ufilms, etc., sirven para apreciar el protago-nismo que alcanzan los grandes rostros de la pantalla (nuestro particular “star–system”). Esteban, por ejemplo, refuerza el protagonismo de Miguel Ligero en el cartel de Héroe a la fuerza (1941), de Benito Perojo. Lo mismo suce-de, a modo de ejemplo, en otras películas como El clavo (1944), de Rafael Gil, y Mar abierto (1945), de Ramón To-rrado, en donde predominan los rostros de Amparo Rive-lles y Maruchi Fresno.

Desde estos años se suman a los citados otros cartelis-tas como Emilio Chapí Rodríguez, José Peris Aragó (quien trabaja para Cifesa a lo largo de dos décadas dejando una impronta en la imagen cartelística de la empresa valen-

ciana), Josep Soligó Tena, López Ruiz, José María, Diarco y Mora, entre otros. Todos ellos intentaban compaginar el rostro del actor o la actriz más representativa con otro tipo de detalles, buscando en muchos casos una síntesis precisa. En este sentido, invitamos al estudio de los car-teles y programas de mano como rica fuente de informa-ción inconográfica. Baste señalar la prolífica trayectoria que, especialmente desde los cincuenta, tienen firmas como el estudio MCP (Román Martí, Josep Clavé y Her-nán Picó), y cartelistas como Francisco Fernández Zarza (“Jano”), Macario Gómez Quibus (“Mac”), José Montalbán Saiz, Fernando Albericio y otros, que según se puede apreciar cumplieron con detalle los encargos de las dis-tribuidoras multinacionales.

En los años sesenta y setenta también se comprueba cómo el cartel cinematográfico interesa a algunos de nuestros más afamados humoristas gráficos, caso de Manuel Summers, Antonio Mingote y Antonio Fraguas “Forges”. Con la llegada de la democracia, el marchamo publicitario parece adueñarse en buena medida de este sector, lo cual induce algunos cambios notables en los que participan, en mayor o menor medida, estudios o dibujantes y diseñadores como Cruz Novillo (del Grupo 13), Enric Satué, Patrick Ferron (para Clave 2), Rolando & Memelsdorf (Carlos Rolando y Frank Memelsdorf ), Per Torrent “Peret”, Stvdio Gatti (Juan Gatti) y Oscar Mariné Brandi, entre otros.

Los nombres y los estilos se acumulan desde finales de los años setenta, y junto a los sorprendentes trabajos de Pepa Estrada para La portentosa vida del padre Vicente (1977), o M. Boix para Jalea Real (1980), disponemos de las aportaciones que el propio Fernando Colomo realiza para sus películas. También contamos con las firmas de José Luis Saura, José Ramón Sánchez y pintores como

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Antonio Saura, figurinistas como Félix Murcia, artistas po-lifacéticos como Luis Eduardo Aute, dibujantes de cómics como Juan Ballesta y Ceesepe y fotógrafos como Ouka Lele.

Un nombre, no obstante, pasa a ocupar un cierto espacio mítico en el más reciente cartelismo cinematográfico es-pañol: Iván Zulueta, autor de dos largometrajes (Un,dos, tres, al escondite inglés, 1969, y Arrebato, 1979) y varios cortometrajes, siempre dentro de una línea experimen-tal.

Este ocasional director ha desarrollado una extensa labor como cartelista, en la cual se refleja su densa vivencia ar-tística. Desde mediados de los años sesenta, Zulueta ilus-tra carteles de películas españolas (Furtivos, 1975, de J.L. Borau; Sonámbulos, 1978, y Maravillas, 1980, ambas de M. Gutiérrez Aragón; Laberinto de pasiones, 1982, y ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, 1984, ambas de P. Al-modóvar; etc.) y extranjeras (los reestrenos de La calle 42, 1933; Sra. Miniver, 1941; La jungla de asfalto, 1950; e Ivan-hoe, 1953; y estrenos como Burdella, 1976, de Pupi Avati; y The Bus, 1977, de Bay Okan), destacando especialmente dos trabajos para el reestreno español –en 1978 y 1979– de dos películas de Luis Buñuel (La edad de oro, 1930; y Viridiana, 1961)

Los carteles cinematográficos de los noventa juegan con una composición basada en una imagen de la película, el fotomontaje o la sugerencia visual directamente rela-cionada con la historia. Lejos de un tratamiento original, creemos que la rutina se ha apoderado de este soporte que acerca la película al público.

En absoluto, pues, debemos pensar que el cartel cinema-tográfico español carece de importancia como vehículo

artístico. Su complejidad visual permite variados y mo-vedizos acercamientos, atendiendo no sólo al dibujante, sino a la productora, la circunstancia político-social e in-cluso a la proyección publicitaria de los protagonistas del filme. Hasta la fecha, tan sólo se han divulgado las imáge-nes, pero aquellos que tengan la paciencia de investigar en los archivos gráficos de Filmoteca Española o tengan acceso a colecciones privadas, podrán descubrir los por-menores de este sector.

HISTORIA DEL DISEÑO GRÁFICO / Historia del cartel cinematográfico