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MARTIN DOBRIZHOFFER S.J. HISTORIA DE LOS ABIPONES VOLUMEN II Traducción de la Profesora Clara Vedoya de Guillén UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE FACULTAD DE HUMANIDADES DEPARTAMENTO DE HISTORIA RESISTENCIA (CHACO) 1968 UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTE Rector: Dr. CARLOS A. WALKER Vicerrector: Dr. OSCAR L. AGUILAR INSTITUTOS CON ASIENTO EN CORRIENTES Facultad de Agronomía y Veterinaria Decano: Dr. HORACIO FERMÍN MAYER Facultad de Medicina Decano: Dr. OSCAR L. AGUILAR Facultad de Derecho Decano: Dr. ROBERTO R. PÉREZ DEMARÍA Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales Decano: Dr. ENRIQUE ISMAEL HERNÁNDEZ INSTITUTOS CON ASIENTO EN RESISTENCIA Facultad de Humanidades Delegado: Prof. LUIS ISE Facultad de Ingeniería, Vivienda y Planeamiento Delegado: Arq. FERNANDO MIGUEL VILLAR Facultad de Ciencias Económicas Decano: Estadístico Matemático MIGUEL ANGEL CANTINI Instituto de Patología Regional Director: Dr. ATILIO BÁEZ PONCE DE LEÓN Instituto Agrotécnico Director: Ing. PEDRO M. FUENTES GODO Departamento de Extensión Universitaria

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MARTIN DOBRIZHOFFER S.J. 

HISTORIADE LOS ABIPONES

VOLUMEN II 

Traducción de la ProfesoraClara Vedoya de Guillén

  

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTEFACULTAD DE HUMANIDADESDEPARTAMENTO DE HISTORIA

RESISTENCIA (CHACO)1968

   

UNIVERSIDAD NACIONAL DEL NORDESTERector: Dr. CARLOS A. WALKER

Vicerrector: Dr. OSCAR L. AGUILARINSTITUTOS CON ASIENTO EN CORRIENTES

Facultad de Agronomía y VeterinariaDecano: Dr. HORACIO FERMÍN MAYER

Facultad de MedicinaDecano: Dr. OSCAR L. AGUILAR

Facultad de DerechoDecano: Dr. ROBERTO R. PÉREZ DEMARÍA

Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y NaturalesDecano: Dr. ENRIQUE ISMAEL HERNÁNDEZINSTITUTOS CON ASIENTO EN RESISTENCIA

Facultad de HumanidadesDelegado: Prof. LUIS ISE

Facultad de Ingeniería, Vivienda y PlaneamientoDelegado: Arq. FERNANDO MIGUEL VILLAR

Facultad de Ciencias EconómicasDecano: Estadístico Matemático MIGUEL ANGEL CANTINI

Instituto de Patología RegionalDirector: Dr. ATILIO BÁEZ PONCE DE LEÓN

Instituto AgrotécnicoDirector: Ing. PEDRO M. FUENTES GODODepartamento de Extensión Universitaria

Director: Arq. MARGARITA D. DE CAMAUERTaller de Arte

Director: EDDIE JULIO TORRE 

INSTITUTO CON ASIENTO EN POSADASFacultad de Ingeniería Química

Delegado Interventor: Ing. EMILIO HERMANN GOTTSCHALK 

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ADVERTENCIA DE LA EDICION DIGITAL.

Uno de los problemas comunes en la presentación de texto electrónico o

digitalizado consiste en que no todos los caracteres o fuentes - como se llama a las

letras en léxico informático - que vemos en los libros, están disponibles en las

memorias de los equipos servidores o receptores finales de datos. La instalación de

fuentes adicionales del soporte multilenguaje disponibles en los instaladores

de los sistemas operativos comunes puede facilitar las cosas. Sin embargo, aun así

nuestro autor utiliza tildes y acentos poco comunes.

 Acentos y tildes utilizados por el autor:

á é í ó ú ý = acentos agudos.

à è ì ò ù `y = acentos graves.

ǎ ě ǐ ǒ ǔ ÿ = vocales guturales. (En caso de no aparecer esta serie, se trata de  la a, e, i, o, u con el tilde en v, como indica la primera sustitución de abajo)

â ê î ô û = circunflejos: pronunciación nasal.

ä ë ö ü = pronunciación no especificada (indicada como la ö francesa, húngara o alemana; o la ë española).

' (pusó) = utilización no especificada (Supuestamente suspende la voz).

ç = sonido de la z del español

 En la siguiente segunda tabla exponemos la imagen original gif de estas fuentes y

las substituciones que nos vimos obligados a efectuar.

Substituciones:

Se sustituye por   ÿ = vocal gutural.

Se sustituye por   ŷ  = vocal nasal y gutural.

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 Se sustituye por   ř  = sonido intermedio entre la R y la G.

 Se sustituye por   ň  = sonido nasal y gutural.

 

VOLUMEN II 

Advertencia de la Edición Digital sobre la grafía.Capítulo I El territorio de los abipones, su origen y sus diversos nombres.Capítulo II Sobre el color nativo de los americanos.Capítulo III Sobre la forma de los abipones y la conformación de su cuerpo.Capítulo IV De las deformaciones hereditarias y comunes.Capítulo V De los labios y las orejas perforadas de los bárbaros.Capítulo VI Sobre la firmeza y vivacidad de los abipones.Capítulo VII ¿Por qué los abipones son tan sanos y vivaces?Capítulo VIII Sobre la religión de los abipones.Capítulo IX Sobre los magos de los abipones, los hechiceros y los ancianos.Capítulo X Conjeturas sobre por qué los abipones tienen al mal espíritu por abuelo

suyo y a las Pléyades por su imagen.Capítulo XI Sobre la división del pueblo abipón, su escasez y la principal causa de

ello.Capítulo XII Sobre los magistrados de los abipones, capitanes, caciques y régimen

de gobierno.Capítulo XIII Sobre el modo de vida de los abipones y otros asuntos económicos.Capítulo XIV Sobre la forma y material de los vestidos, y la fabricación de los

demás utensilios.Capítulo XV Sobre los usos y costumbres de los abipones.Capítulo XVI Sobre la lengua de los abipones.Capítulo XVII Sobre otras propiedades de la lengua abipona.Capítulo XVIII Distintos tipos de lenguas americanas.Capítulo XIX Sobre las nupcias de los abipones.Capítulo XX Sobre el matrimonio de los abipones.Capítulo XXI Las cosas más notables del parto de las mujeres abiponas.Capítulo XXII Juegos genetlíacos por el nacimiento de un hijo varón del cacique.Capítulo XXIII Sobre las enfermedades, los médicos y las medicinas de los

abipones.Capítulo XXIV Sobre cierta enfermedad peculiar a los abipones.Capítulo XXV Sobre las viruelas, el sarampión y la peste de los ganados.Capítulo XXVI Sobre los médicos y los medicamentos de los abipones.Capítulo XXVII Sobre los ritos que acompañan y siguen a la muerte de los

abipones.Capítulo XXVIII Sobre el luto, las exequias y las ceremonias fúnebres de los

abiponesCapítulo XXIX Sobre solemne traslado de los huesos.Capítulo XXX Sobre las serpientes más conocidas.Capítulo XXXI Más cosas sobre el mismo tema y acerca de otros insectos.

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Capítulo XXXII Sobre los remedios contra las picaduras venenosas de los insectos.Capítulo XXXIII Sobre otros insectos dañinos y sus remedios.Capítulo XXXIV Continuación del mismo tema sobre los insectosCapítulo XXXV Sobre el ingenio militar de los abiponesCapítulo XXXVI Sobre las armas de los abipones.Capítulo XXXVII Sobre los espías y consejos bélicos de los abipones.Capítulo XXXVIII Sobre la partida y travesía hasta el enemigo y sobre los

campamentos de los abiponesCapítulo XXXIX Sobre el ataque y las actividades que lo preceden.Capítulo XL De qué modo los abipones se hacen temibles, y cuando en verdad

habría que temerlos.Capítulo XLI Algunos soldados españoles vendrían de nombre a Paracuaria.Capítulo XLII Alguna suerte de sacrificios entre los abipones vencedores.Capítulo XLIII Sobre las armas de los abipones y la manera de atacar cuando

luchan con otros bárbaros.Capítulo XLIV Sobre los aniversarios de las victorias y los ritos de los brindis

públicos.Capítulo XLV Sobre los ritos de los abipones cuando se consagran a alguien

merecedor de honra militar o se proclama a un cacique.

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Capítulo IEL TERRITORIO DE LOS ABIPONES, SU ORIGEN Y SUS DIVERSOS

NOMBRES 

La belicosa tribu de los abipones, de la provincia del /3 Chaco, está asentada en el

centro mismo de la Paracuaria, o por decir con mayor exactitud, deambula por ella.

No posee lugar fijo de residencia, ni más límites que los que le ha fijado el temor de

sus vecinos. Si éstos no se lo impiden, recorren hasta muy lejos de sur a norte,

desde oriente a poniente, /4 de acuerdo a la oportunidad de una invasión al

enemigo, o la necesidad de hallar algún camino. En el siglo pasado, tuvieron su

cuna en la costa norte del río que los españoles llaman Grande o Bermejo, y los

abipones Iñaté, tal como lo atestiguan los libros y registros contemporáneos. Pero a

comienzos de este siglo, ya sea por haber terminado la guerra que los realistas

emprendieron en el Chaco, o por temor a las colonias españolas del sur, emigraron

y ocuparon por fin el valle que en otro tiempo perteneció a los indios calchaquíes,

pueblo también de gigantes. A pesar de la oposición de los peninsulares, consideran

como propio este territorio que se extiende unas doscientas leguas. Sin lugar a

dudas en otro tiempo los antepasados de los abipones habían extendido desde

estas tierras hasta las costas del Paraguay.

 

Mapa del territorio de Paraquariae por F. Afner. (Fecit Vienna.) Pulsar sobre el icono para obtener la imagen.

 

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El cacique Ychamenraiquin, tenido como principal de su pueblo, afirmaba una vez

en la colonia de San Jerónimo que ellos habían llegado a lomo de mula cruzando

grandes aguadas; y decía también que él había sabido esto por boca de sus

antepasados. Ambas cosas se contradicen, así como suele haber contradicción

entre las fábulas, sin que – como yo lo sé – pueda sacarse alguna conclusión firme

que quede como monumento de las letras. Pero en verdad esta controversia sobre

la llegada de los abipones a Paracuaria pertenece a los americanos, si no me

equivoco, cien veces agitada, pero nunca dirimida. El español Solórzano trae once

opiniones sobre este asunto, y las rechaza una por una. El Padre Gumilla en su

historia sobre el río Orinoco trae otras conjeturas, y otros autores también aportan

otras. Cualquier cosa que digan, siempre encontrarán alguno que pueda

fundamentar un juicio contrario. Muy a menudo me viene a la mente pensar que los

americanos llegaron desde el extremo /5 norte de Europa, llevados por el deseo de

un cielo más apacible, hasta las extensiones que hoy llamamos América, en donde

fueron penetrando poco a poco, y que estarían unidas en alguna parte con los

confines de Europa, separados sólo por algún angosto estrecho que habrían

cruzado, ya a nado, ya en chalupas o en alguna otra embarcación. Encontramos

claramente en los abipones una cierta imitación de las costumbres y ritos que se

dice usan los lapones y las colonias de Nueva Zembla. He notado en nuestros

bárbaros una tendencia innata a orientar siempre el suelo patrio hacia el norte,

como si fuera una aguja magnética. Cuando se enojan por algún hecho adverso,

exclaman con voz amenazadora: "De tal modo me levantaré hacia el norte de

Mahaik". Me da la impresión de que con esta conminación quieren significar que se

volverán a aquellos lugares del norte de Paracuaria en donde sus parientes

bárbaros viven aún fuera de la obediencia de los españoles, fuera de la disciplina de

los cristianos, a su arbitrio.

Concedamos en verdad esto a la opinión de autores muy autorizados: ¿Por qué

me empeñaré en afirmar que los americanos son oriundos de Europa septentrional,

si todos los indios, descendientes de americanos, carecen de barba, la que tanto

abunda en los pueblos del norte de Europa? Cuídate de atribuirlo al aire, al clima o

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al cielo. Aunque veamos degenerar rápidamente y de modo evidente plantas

trasladadas desde Europa a América, tenemos la experiencia de españoles,

portugueses, franceses, notablemente barbados en Europa, que en ninguna parte

de América quedan imberbes; lo mismo sus hijos y sus nietos testimonian con la

barba su origen europeo. Decimos esto por propia experiencia, ya que después de

veinte años pasados en Paracuaria, pese a afeitarme a menudo la barba con navaja,

rápidamente me crecía. Si ves a algún /6 indio medianamente barbado, no dudes

que aunque su madre sea americana, su padre o su abuelo serán europeos. Ya que

los ralísimos pelos que aquí y allá crecen cerca del mentón de los indios

americanos, como una pelusa, me parecen indignos del nombre de barba.

Paracuaria es muy parecida a Africa; ¿pero podrá deducirse de esto que sus

habitantes emigraron de allí? Por otra parte, si así fuera, todos los paracuarios

tendrían que ser como los africanos, negros, morenos o plomizos. Los ingleses,

españoles y portugueses, habituados a la trata de esclavos, no quieren procrear

progenie negra de madre o padre negros, y sin embargo los hijos de padre y madre

india son de color algo blanco, que con el tiempo, el sol ardiente y el humo del

fuego que arde día y noche en sus tugurios, se oscurece algo. Los americanos no

son como los africanos, crespos, sino muy lacios aunque siempre de cabello muy

negro. Pero fuera de todo esto, la inmensidad del océano que separa las costas de

Africa meridional y de América, hace difícil la travesía en esa latitud, y – séame

lícito decirlo – también increíble en aquel tiempo en que sin brújula, los navegantes

apenas osaban apartarse de la orilla. Podrás decir que alguna tormenta arrojó a los

africanos a las costas de América; pero pregunto: ¿por qué camino habrían podido

escapar las más sanguinarias fieras? Por otra parte, esta ardua cuestión encuentra

todavía nuevas dificultades. El Cabo de Buena Esperanza, opuesto a los límites de

Paracuaria, tiene por habitantes a los hotentotes, cuyas costumbres bárbaras se

asemejan en algo a la de los indios paracuarios, aunque unos y otros difieren

totalmente en la /7 conformación del cuerpo, en los ritos y en la lengua. Yo he leído

esto en un folleto escrito por un alemán que vivió un tiempo en el Cabo de Buena

Esperanza. Hay algunos que afirman que Asia es la madre de los americanos, unida

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por algún nexo aún no encontrado. Si afirmaras que todos los americanos a una

cayeron de la luna, conocedor de la inconstancia de los indios, de su espíritu voluble

y de su mutabilidad acorde con la luna, aceptaría con pies y manos tu sentencia, si

no temiera, con razón, la risa de todos los sabios. De la increíble variedad de

lenguas que se hablan en América, no hay ninguna que haga referencia a su origen;

y nunca encontrarás ni el más ligero parecido de las lenguas europeas, africanas o

asiáticas con las americanas, pese a ser habladas por tan diversas bocas. Esta es

mi opinión y la de otros con quienes consulté el asunto. No es mi intención

detenerme en el origen de los americanos. Consulta a quienes tuvieron este

propósito. No obstante, cuando más leas, más dudarás; en esta cuestión hay tantas

sentencias como cabezas.

Sin embargo no se desanime la posteridad. Existe una nueva esperanza de que

habría en alguna parte del mundo conocido una conexión con América, que se

confirmará en otro tiempo, si las expediciones iniciadas con grandes peligros y

costos por los ingleses y rusos hacia todos los ángulos de la tierra y del mar

lograran algún fruto. Estos sagaces exploradores /8 de los mares, avanzando

siempre hacia el Norte, han descubierto nuevos pueblos y nuevas islas, (de las que

la más célebre es la de Othaita), y estrechos desconocidos por los antiguos; les

pareció de lejos que las costas de América estaban cerca de las de Asia, aunque en

realidad no se acercan. Les sucedió lo mismo que a Moisés, cuando, buscando la

Palestina a través de un larguísimo camino, le fue mostrada por Dios desde el

Monte Nebo. La augusta Catalina, actualmente emperatriz de los rusos, tan célebre

por sus victorias, por su conocimiento de la guerra y la paz, como por el esplendor

de su imperio, la pujanza de sus fuerzas navales y militares y el fomento de las

artes y de las letras, se resolvió, y no escatimó ningún esfuerzo, para descubrir

finalmente si en apartados lugares del océano desconocido son vecinas las costas

de Europa boreal, América y Asia. Esta empresa fue encomendada a los capitanes

más diestros: los capitanes Behring y Tschirikow, con dos naves construidas en

Ochotz, recorrieron desde el puerto de Kamtschatka hasta el Sur. Después de varias

andanzas y vicisitudes observaron a lo lejos unas tierras que tomaron por América y

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que, midiendo con sus instrumentos de navegación, distarían unos pocos grados al

N. O. de las costas de California; además encontraron islas desconocidas y pueblos

muy semejantes a los americanos del norte. Les pareció que habían alcanzado su

meta; pero cantaron victoria antes de tiempo, pues el capitán Krenizin, en el año

1768, emprendió la misma empresa con dos naves y vio esas y otras islas; mas

pese a haber usado toda su ciencia nunca pudo ver las tierras que sus antecesores

Behring y Tschirikow /9 creyeron ver y tuvieron por el continente americano.

Krenizin decía que se habrían engañado pensando que las grandes islas con las

abruptas cimas de sus montes eran la tierra firme americana; y en el mismo lugar

en que aquellos equivocadamente habían fijado el continente americano, él sólo

descubrió el mar abierto a lo largo y a lo ancho. Quienes creían a los primeros

disculpaban a Krenizin por no haber visto aquellas tierras, alegando que éste había

navegado hacia el Norte, y que si hubiera dirigido las proas hacia el sur, habría

encontrado también el mismo territorio. En este asunto tan discutido ¿quién puede

dar la sentencia? Unos y otros deben ser excusados si yerran. En un mar tan

proceloso, bajo un cielo a menudo cubierto por densas nubes, no puede ser

observado el mismo punto por varias personas, ni saber el modo de llegar a ese

punto. Las nieblas obstaculizan la vista e impiden ver las costas más próximas. Digo

esto por experiencia propia. Unos navegantes portugueses descubrieron la isla de

Madera observándola desde un mástil muy alto; y nosotros la habíamos tomado por

una nubecita; y navegando hacia Italia por el Mediterráneo con Norvegis pensamos

que la isla de Minorca era una nube. De modo que no es raro equivocarse por la

nubosidad.

De las repetidas observaciones de los rusos, si bien discordes, arguyen todos los

demás que el tránsito desde Europa septentrional hasta América se hace por mar, y

que ambas partes continentales están separadas por un estrecho. Y /10 finalmente,

que pueblos nómades fueron penetrando poco a poco por las islas próximas a la

costa hasta llegar a América. Convénzanse otros de esto, yo no puedo creer que tal

cosa pueda realizarse. Si capitanes tan idóneos, provistos de brújulas, con sólidos

barcos, con marineros capaces, poseyendo instrumentos aptos para la exploración

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del mar y la protección contra las tormentas vuelven, siempre frustrados, a

emprender el mismo camino sin lograr su objetivo, ¿podría creerse que bárbaros

incultos, apenas conocedores del arte de la navegación, con barquichuelos

insignificantes hechos de un tronco ahuecado o de corteza de árboles, adornados

con pieles de animales, habrían salido airosos en sus largos caminos por el mar

proceloso hasta llegar a las desconocidas costas de América? A no ser que sea

cierto que existe un estrecho que separa a Asia de América, como dicen que

encontró un afortunado explorador inglés. En efecto, éste descubrió los errores de

un mapa ruso, siguió el camino indicado en el mismo, desde California con dos

naves cuyos nombres eran Resolución y Discovery; mientras confió en esos datos

erróneos, corrió una y otra vez gravísimos peligros, tal como han escrito los

ingleses. Pero cuando encaminó sus embarcaciones hacia el Norte, encontrando la

línea continuada del litoral americano, puso fin a tantas cavilaciones, y halló los

últimos confines de América y de Asia, observando que éstos están separados por

un angosto estrecho; y siguiendo un poco más al Norte advirtió que el mar es poco

profundo. Cook anotó el grado de longitud y de latitud en que estaban estos límites,

pero que yo sepa, /11 todavía no ha sido divulgado por los ingleses. Partiendo de

las observaciones que realizó este sagaz capitán, no es lícito conjeturar sin peligro

de error; estos límites extremos de Asia y América están situados entre los grados

65 y 67 de latitud Norte, y alrededor de los 200 de longitud Este del meridiano de

Greenwich; en este punto se ubicó en otro tiempo a la tierra Nitada o a América de

D. Maty. La carta geográfica de los rusos editada, por Engel difiere mucho de esto;

pone muy hacia el S. O. el extremo de América. Estas dudas y controversias se

disiparán, espero, cuando los ingleses divulguen aquellos diarios de navegación del

capitán Cook que, si no hubiera muerto por las flechas de los enfurecidos bárbaros,

habría echado mucha luz en este asunto tan oscuro, sobreviviendo a tantos mares y

tempestades. Esperemos también ávidamente lo que nos anuncian los rusos que

hace poco exploraron aquellos mares para retomar la controversia. También el

celebrísimo Robertson los explorará con más claridad y detenimiento.

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Nadie ignora que el tránsito desde Europa septentrional hacia América se realiza

por el N./O. En el año 830 los noruegos descubrieron Groenlandia, establecieron allí

colonias y con frecuencia las visitaron. Los ingleses, suecos y daneses exploraron

hasta las extremas costas del Norte. Pero ya por los glaciares (que el capitán danés

Juan Münkens testificó que eran de 300 a 360 pies de alto), o por la ferocidad de los

bárbaros que se les interpusieron, no pudieron proseguir. Quienes recorrieron en el

siglo pasado las costas de Groenlandia que miran al N. O., anunciaron que están

separadas /12 de América por un angosto estrecho que probablemente sea la

conexión con este continente; ése es el camino de los navegantes groenlandeses

que tienen comercio con sus habitantes; por otra parte los bárbaros americanos

llamados esquimales son semejantes a aquellos en la conformación del cuerpo, los

vestidos y el modo de vivir. Todo esto es narrado por Granzius en su historia de

Groenlandia. Si esto fuera cierto o verosímil, no quedaría duda alguna sobre el

origen de los americanos. Pero en vista de la gran variedad de pueblos que habitan

en la inmensa América y de sus notables diferencias, en cuanto a lengua,

costumbres, vestidos y ritos, siempre me pareció que no habría un origen común y

una patria única para todos los americanos. Yo que he vivido tantos años entre las

tribus autóctonas, me río y desprecio a los autores que afirman que un indio es tan

parecido a otro como un huevo a otro huevo. En verdad sobre este asunto que

fatiga la curiosidad de muchos, se divaga muy libre y malamente; pero yo, en fin,

no lo he iniciado.

Aunque no osaría afirmar de donde llegaron los abipones en otro tiempo, sin

embargo diré por dónde deambulaban hoy día. Los caseríos de los abipones, que

están distribuidos en varias tribus, se ven en una gran extensión de tierra que va de

Norte a Sur desde el río Grande o Iñaté al territorio de Santa Fe y por el Este desde

el Oeste del río Paraguay, y se cierra con los límites del río Paraná, y con la región

de Santiago del Estero. No practican la agricultura ni tienen un domicilio fijo y

estable, y andan de aquí para allá en perpetua migración, ya en busca de agua o

comida, ya por temor a algún enemigo cercano. Son los más diestros entre los /13

ladrones. Llevada la destrucción a las colonias españolas del sur, se retiran al norte,

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y luego de maltratar a la ciudad de Asunción con sus muertes y latrocinios se

dirigen rápidamente hacia el sur. Si atacan con sus armas enemigas las fundaciones

guaraníticas o la ciudad de Corrientes, se alejan con sus familias a los escondites

del Oeste. Si invaden los campos de Santiago o de Córdoba, se ocultan sagazmente

con sus compañeros en las lagunas, islas o cañadas que por todas partes las hay en

el Paraná. Y ocultándose y alejándose de este modo, se sustraen a los ojos y a las

manos vengadoras de los españoles, que impedidos tanto por el desconocimiento

de los caminos como por su aspereza, de ningún modo pueden vengar las injurias

recibidas de los bárbaros. A veces los españoles se ven obligados a volverse porque

se les interpone una laguna o estero que los indios atraviesan como en un juego.

Aunque carecen de moradas fijas, casi no hay lugar de esas regiones de abipones

que no tengan un nombre que deba su origen a algún acontecimiento memorable o

a alguna propiedad de esa región, tal como en otro tiempo fue usual entre los

hebreos. Quiero mencionar aquí algunos lugares más conocidos: así Netagranàc

Lpatáge, nido de aves, porque a semejanza de las cigüeñas, cada año anidan en un

gran árbol de este lugar. Niquinránala, cruz, pues en otra época fue fijada una por

los españoles, Nihírenda Leënererquie, cueva de tigre. Paët latetà, gran grieta.

Atopèhenřa lauaté, albergue de /14 los lobos marinos. Lareca caëpa, altos árboles.

Lalegraicavalca, cositas blancas; habían matado tantos animales en ese lugar, que

todo el campo blanqueaba por los huesos desecados de los cadáveres. Otros

lugares tomaron el nombre del río que los alimenta. Los más conocidos son: Evò

ayè. Paraná, o Paraguay, Iñaté, Grande o Colorado, Ychimaye, Arroyo del Rey para

los españoles. Neboquelatèl, madre de las palmas, Malabrigo para los españoles,

Narahagem Inespin, Lachaoquè, nâuè, ycale, etc., Río Negro, Verde, Salado, etc.

Omito otros caudales menores, que son múltiples y sin nombre.

Ya dije que en el siglo pasado los abipones habitaron las costas del río Grande o

Iñaté; pero, movilizadas las tropas desde Tucumán, se dirigieron al Chaco, más a

causa del ruido de las armas que por imposición de los vencedores. En el siglo en

curso, hacia el año 60, ya serenados estos sucesos, numerosas familias de abipones

se habían retirado nuevamente hasta el río Grande o hasta los más recónditos

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lugares al norte del mismo por temor a los españoles, a quienes no obstante

ocasionaron grandes daños en sus reiterados asaltos. La última colonia de

abipones, a la que se dio el nombre de Rosario, distaba casi diez leguas al norte del

río Grande, ubicada en el sitio en que los bárbaros, que se llaman a sí mismos

Nataquebit, habían tenido sus viviendas un poco antes. Esta colonia fue fundada

por mí, y fui también su cuidador; ya hablaré de ella en otro lugar.

Unas pocas cosas he de decir de paso sobre el nombre /15 de estos indígenas de

los que me estoy ocupando. Los abipones son llamados Callagaik por los mocobíes,

tobas y yapitalakis; comidi por los guaycurúes; luc-uanit, por los vilelas, que

significa "hombres habitantes del sur". En otro tiempo los españoles los llamaron

Callegáes o frentones, por su gran frente, pues por arrancarse los pelos hasta tres

dedos del cráneo, parecía que la frente se prolongaba en una afectada calvicie.

Será ridícula la etimología que hace derivar del griego Ιππος caballos y a privativa;

del mismo modo que a los ignorantes de la divina religión llamamos ateos, así,

abipones significaría hombres sin caballos. ¿Qué cosa más absurda y hasta más

repugnante puede decirse? Aunque, como los demás americanos, antes de la

llegada de los europeos no conocían ni de nombre a los caballos, sin embargo no

creo que en este momento haya ningún pueblo de esta tierra que posea más

caballos que los abipones. En sus colonias conocí a algunos que poseían

cuatrocientos o más caballos. Y esto no admire a nadie. En aquellas inmensas

planicies erran infinitos grupos de potros salvajes que capturan sin ningún trabajo y

sin que nadie se oponga, los doman en poquísimo tiempo y los conservan con la

ayuda de la madre naturaleza sin ningún gasto, ya que en el campo encuentran

agua, forraje y establo. No falta al abipón industrioso cuantos caballos quiera. En el

transcurso de una guerra a menudo en una invasión arrebatan de una vez tres o

cuatro mil equinos de los campos españoles.

CAPÍTULO II    /16SOBRE EL COLOR NATIVO DE LOS AMERICANOS

 

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Cuando los pintores reproducen al hombre americano, lo representan de color

oscuro, nariz torcida y chata, ojos amenazantes, abdomen prominente, desnudo de

pies a cabeza e hirsuto, más semejante en todo a un fauno que a un hombre;

monstruo en la forma, corvo de hombros, armado de arco, flecha y clava, coronado

de plumas de colores; les parece que han realizado de modo perfecto la imagen del

hombre americano. Y en verdad yo mismo, antes de conocer América, me los había

figurado así in mente; pero mis ojos me mostraron mi error. Ya en otro tiempo dije

que esos pintores a quienes concedí fe son calumniadores del pueblo americano, al

modo de los poetas; éstos pintan con palabras, aquellos engañan infamemente con

el pincel. Entre los incontables indios de muchas tribus que conocí de cerca, nunca

vi aquellos vicios de forma que por doquier se atribuyen a los americanos. Si dudas

de mi palabra, cree, te lo ruego, a mis ojos. Yo he comprobado, que los americanos

no son negros como los africanos, ni tan blancos como los ingleses, alemanes o

muchos franceses; pero sí mas blancos que algunos españoles, portugueses o

italianos. Son en general blancos; en algunas tribus son trigueños, en otras un poco

más oscuros. Esta diferencia se debe en parte al cielo bajo el que viven, en parte a

su modo de vida, o bien a los alimentos que emplean. Pero si atendemos al

testimonio /17 de Ovidio que dice: "fuscantur corpora campo" (1), conviene más

tener color oscuro a los indios que a diario se tuestan en el campo por el sol estival,

que aquellos que viven inmersos en sus selvas nativas bajo cuya sombra se

esconden eternamente, de modo que ni ven el sol ni pueden ser vistos por él. He

visto a muchísimos salvajes de las selvas, de rostro tan blanco y hermoso que

podrían ser tenidos por europeos si se les adornara con ropa europea. Las mujeres

son siempre más blancas que sus maridos porque salen menos fuera de sus casas,

y cuando hacen un camino a caballo, por un sentimiento innato de pudor, cuidan

más que el sol no las lastime y cubren su rostro con una sombrilla hecha con largas

plumas de avestruz.

A menudo me he admirado de que los aucas, puelches, patagones u otros pueblos

habitantes de la tierra magallánica austral, de donde vienen los fríos hasta

Paracuaria, vecinos al polo y cercanos a los rígidos Andes, en donde hay tanta

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nieve, sean de rostro más oscuro que los abipones, mocobíes, tobas y otros pueblos

que viven a unos 10 grados al Norte donde el clima es más cálido. ¿Quién ignora

que los ingleses, franceses, suecos, daneses, belgas o alemanes, nacidos bajo un

cielo más frío son por lo general de rostro más blanco que los españoles,

portugueses e italianos, que viven bajo un cielo más caliente? Por lo mismo, los

indios australes, que viven en la región más fría de Paracuaria son menos blancos

que los abipones, habitantes del Norte, quienes soportan vientos más ardientes.

Entrego con gusto esto a los naturalistas para que lo discutan. ¿No influirá en algo

la variedad de alimentos? La carne de avestruz y de caballo que abundan en sus

campos, son casi los únicos alimentos de aquellos bárbaros del sur. /18 ¿No

contribuirá este factor al oscurecimiento de sus cutis? Pues los historiadores

refieren que los groenlandeses, sepultados casi entre nieves eternas, no son de

color blanco, sino entre el negro y el amarillo, y atribuyen esto a la grasa de

ballena, que es uno de sus constantes alimentos, sea como comida o bebida. Como

si dijéramos que tanto como el calor ardiente del sol, así la brisa del frío riguroso

quema la blancura de sus cuerpos. Si esto es así, pregunto yo ¿por qué, los

habitantes de Tierra del Fuego, en el grado 55 de latitud, en los últimos confines de

América austral no son medianamente blancos? Están muy próximos al polo

antártico, y el calor llega allí en el mes de enero, cuando los europeos sufren el frío;

y en el mes de marzo, que es parte del otoño, los montes se cubren de nieve y un

frío intenso desciende por todas partes. Los navegantes españoles que me trajeron

a Europa, me confiaron esto muy ampliamente. Pues cuando un poco antes habían

estado en la isla Maloina o Malvina, o como otros dicen, Macloviana, vecina a Tierra

del Fuego no cesaban de hablar del frío espantoso que soportaron allí. Contaban

que en ese lugar la nave fue obstruida por la nieve, sus cuerpos se congelaban, las

manos se les ponían rígidas de tal modo que a no ser porque se calentaban

bebiendo vino quemado, no hubieran podido desempeñar las tareas de la

navegación. ¡Cómo nos arrojan nuevamente la sospecha de que estos pueblos del

sur tienen su origen en Africa, trayendo a América su color tan oscuro! Si esta

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opinión hace reír a alguien, considere una y otra vez con qué cálculos habrían

atravesado ese mar inmenso que separa Africa de Paracuaria sin usar la brújula. /19

Ya que se hizo mención a los habitantes bárbaros de las costas magallánicas, es

oportuno tratar aquí la opinión sobre los patagones que hace tiempo está arraigada

en los espíritus de la mayoría. No pocos escribieron que éstos son gigantes con la

fuerza del cíclope Polifemo, y mucho más lo estiman todavía; pero créeme en

verdad, que aquellos se equivocan y éstos se engañan. En los comentarios sobre la

expedición del holandés Olivier Von Nord, que en 1598 circunnavegó todo el orbe

en viaje continuado de tres años, se cuenta, al narrar la travesía del estrecho de

Magallanes, que los patagones tienen diez y once pies de altura (2). Parece que

estos buenos hombres miran a aquellos bárbaros con microscopio, o que usan otro

metro. En el año 1766 los capitanes Wallis y Casteret midieron a los patagones y

afirmaron que tenían sólo seis pies, o alrededor de seis pies y seis pulgadas. En

1767 el célebre Bougainville, nuevamente los midió y los encontró de la misma

estatura que Wallis. El Padre Thomas Falconer, inglés, filósofo y médico, que fue

compañero mío en Paracuaria, apóstol durante muchos años en la región

magallánica, se ríe de la opinión de los europeos que cuentan a los patagones entre

los gigantes y atestigua que el cacique de esta zona, cacique Kangapol, que

superaba a otros por su estatura, mediría unos siete pies. Acepta tú, también, mi

testimonio como de testigo ocular. Recién llegado de Europa, vi en la ciudad de

Buenos Aires un grupo de estos bárbaros. No medí a ninguno, pero hablé con

muchos por medio de un intérprete; es verdad que la estatura de la mayoría es

grande, pero no tanta que merezcan ser considerados como gigantes. Tendrían que

llamarse /20 también gigantes a todos los indios de Paracuaria: abipones, mocobíes,

lenguas, o oaécacalot, mbayás. La mayoría de estos no exceden en estatura a los

patagones, aunque no se les parecen en el cuerpo tan grande, el rostro más oscuro

y las formas menos graciosas. Los jinetes que vemos diariamente en los ejércitos

europeos, o en las ciudades o en las viviendas rurales, no son inferiores a los

patagones. Esta leyenda sobre los patagones gigantes nació o fue confirmada por

unos huesos hallados en aquellas costas que pensaron serían de los naturales. Esa

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fue la opinión de algunos que en el siglo pasado recorrieron las llanuras

magallánicas y se afirmaron en que, en puerto Deseado habían sido vistos restos

humanos de dieciséis pies. Los españoles enviados por el Rey Católico, tal como ya

referí, para inspeccionar aquellas costas en el año 1745, encontraron allí tres

calaveras de los bárbaros, pero no las hallaron de un tamaño extraordinario. El

Padre Thomás Falconer, al que recién mencioné, dice que también encontró en las

costas de Carcarañal o Río Tercero, afluente del Paraná, varios huesos gigantes:

fémures, grandes costillas, fragmentos de cráneos, dientes molares que medían en

la raíz tres dedos de diámetro. Otros sostienen que frecuentemente se

desenterraron huesos así en las costas del Paraguay. También el Inca Garcilazo de

la Vega, el Livio del imperio peruano, escribe lo mismo sobre el Perú, y cuenta que

entre los indios del Perú subsiste la opinión recibida de sus antepasados de que en

otro tiempo los gigantes que habitaban sus tierras habían sido exterminados por

Dios en castigo al pecado sodomita. Pero habrás de saber /21 que de sus palabras

no puede deducirse la verdad histórica. Con frecuencia en las historias se imponen

comentarios arbitrarios de los antiguos en lugar de documentos de los antepasados.

Concedamos en verdad que los huesos hallados aquí y allá – que podrían ser de

ballenas u otros animales – hubieran sido de gigantes. Pero no por eso ha de

afirmarse que la tierra donde fueron hallados haya sido tierra de gigantes. Esos

huesos pudieron ser traídos desde costas lejanas por el aluvión de los ríos. Con

frecuencia leemos que en las entrañas de montes muy altos fueron hallados huesos

de elefantes, anclas, pedazos de embarcaciones muy grandes que sin duda han

sido llevados en otro tiempo por pasajes subterráneos. Lee el mundo subterráneo

de Kircher, lee a otros autores que tratan este asunto. Cree lo que quieras sobre los

huesos de los gigantes, pero, te lo ruego, deja de tener a los patagones por

hombres gigantescos.

 CAPÍTULO III

SOBRE LA FORMA DE LOS ABIPONES Y LA CONFORMACION DE SU CUERPO

 

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Los abipones son casi siempre de formas nobles, rostro hermoso y rasgos

similares a los europeos, salvo el color que, como ya dije, no es totalmente blanco

en los adultos, pero /22 sin embargo está muy lejos del de los africanos o los

mestizos. Son naturalmente blancos al nacer, y se oscurecen un poco, en parte por

el calor del sol, en parte por el humo. Se pasan casi toda la vida cabalgando por los

campos abiertos al sol; y en sus chozas que son al mismo tiempo dormitorio,

comedor y cocina, encienden día y noche un fuego en el suelo; necesariamente se

ennegrecen por el calor y el humo. Cuando sopla una brisa un poco fresca, acercan

el fuego al lecho o bajan la hamaca colgante en la que duermen; y de este modo se

ahuman lentamente como jamones de cerdo colgados de la chimenea. Las mujeres

de los abipones son más blancas que los varones porque cuando cabalgan a campo

abierto cubren su rostro con una sombrilla. Pero los hombres, como quieren ser más

temidos que amados por sus enemigos, tratan de aterrar a los que les salen al

encuentro, pues cuanto más tostados por el sol, y más desfigurados por cicatrices

están, más hermosos se creen.

Los ojos de casi todos los abipones son negros, un poco pequeños; pero ellos ven

con mayor agudeza que nosotros que los tenemos más grandes. En efecto:

distinguen cosas muy pequeñas o lejanas, que los europeos, tan perspicaces en

otras cosas, no alcanzan a distinguir. A menudo en nuestras travesías vimos que

corrían a algún animal muy distante, pero nosotros no podíamos adivinar cuál sería.

En ese caso un abipón no dudaba en decir si era caballo o mula, si era blanco,

negro o tordo; y siempre comprobamos que había acertado. Una vez caminaba el

Padre José Brigniel, compañero mío /23 en el pueblo de San Jerónimo, que era

realmente menudo de cuerpo. Un abipón de gran estatura que estaba subido a un

caballo alto le descubrió una pulga que tenía en la cara, y exclamó: Haraì Pay

netequink loâparàt. "¡Mira tu pulga, Padre mío!". Deduce de esta pulga el poder de

sus ojos. Estos bárbaros distinguen los pequeñísimos cuerpos de las abejas que

vuelan arriba y abajo por las flores de los prados. Tales ejemplos son suficientes

para probar la agudeza de su vista aunque podría traer muchos casos más. Ven

mejor que nosotros con la ayuda del microscopio o anteojos.

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Los abipones se caracterizan por la proporcionada conformación de los demás

miembros, como algún otro pueblo de América. Recuerdo casi no haber visto alguno

con la nariz chata como en la mayoría de los negros, estrecha, corva, casi más

gruesa de lo justo, con frecuencia aguileña, aguda y algo más larga de lo normal.

Las muchas deformaciones y defectos del cuerpo, tan frecuentes entre los

europeos, son aquí muy raras y ni siquiera conocidas de nombre. Nunca verás a un

abipón jorobado, con papada, labio leporino, de abdomen hinchado, piernas

abiertas, pies torcidos, o tartamudo, pronunciando la r en lugar de la s. Lucen

dientes blancos, y casi todos ellos los llevan intactos hasta la tumba. A veces en

Paracuaria se da el caso de caballos pigmeos; pero un abipón nunca es pigmeo,

como ningún otro pueblo indio. Entre tantos miles de indígenas que he conocido, no

vi ni uno enano. /24 Casi todos los abipones son de tal estatura que podrían formar

parte del batallón de pyrobolarios austríacos, si su grandeza de alma respondiera al

tamaño del cuerpo. En cuatro colonias abiponas, y no conté en más, conocí en siete

años, sólo a tres que, contra lo habitual en su pueblo, eran de cuerpo menudo, pero

de tal animosidad y destreza militar, que tenían la mejor fama por sus hazañas. El

primero fue el cacique abipón Debayakaikin, a quien los españoles apodaron el

Petiso por su baja estatura, pero que en todo el ámbito de la provincia fue en su

tiempo terrible. Frecuentemente lo recordaré en este relato. El otro, Eevachichi,

primero entre los vencedores. El tercero, Hamihegemkin, sagaz para los trabajos de

la guerra, intrépido y astuto. Una vez que nuestra colonia temblaba por la llegada

de numerosos enemigos, estando casi vacía porque sus habitantes habían salido de

caza, él dio pruebas de tal ingenio belicoso, que con astucia y audacia arrojó a los

enemigos en una fuga precipitada. Y no te admires que hombrecitos tan pequeños

encierren espíritus tan grandes. A menudo hay más espíritu donde hay menos

cuerpo. Así dice Estacio en la Tebaida, I: "Maior in exiguo regnavit corpore virtus".

(3) Y Claudio, en De Bello Getico, alabando al pueblo alano, muy belicoso: "Cui

natura breves animis ingentibus artus finxerat, immanique oculos infecerat ira". (4)

¿Qué cosa hay más picante que el pequeñísimo grano de pimienta? A veces en

América son más ponzoñosos los escorpiones u otras alimañas del tamaño de un

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palmo, que grandísimas serpientes. Alejandro de Macedonia y Atila, jefe de los

hunos, fueron ambos de cuerpo pequeño y los más célebres por su espíritu

guerrero. Perdona, te ruego, que use ejemplos tan grandes en cosas tan pequeñas.

No ignoro que Alejandro y Atila nunca podrán compararse con los bárbaros

Debayakaikin, Kebachichi y Hamihegemkin, pues éstos desvastaron las soleadas

tierras /25 de los españoles paracuarios y sus campos; aquéllos subyugaron a

provincias y ciudades fortificadas, como flagelo del mundo y rayo de guerra.

Los abipones como ya dije en otro lugar, carecen de barba, y lucen un mentón

pelado según es lo común entre los demás indios que nacieron de antepasados

indios. Si ves a alguno un poco barbado, no dudes que su abuelo o algún otro

antepasado fue de origen europeo. ¿Por qué los americanos son todos imberbes? Es

una cuestión que cuanto más se la quiere resolver, se envuelve en nuevas

dificultades. ¡Quién descubriera el arcano de la naturaleza que hará el gran Apolo!

No niego que a veces les crece una pelusa, como crece el trigo aquí y allá en

campos arenosos y estériles. Cuidan de no mantener esta tierna pelusa, que nadie

llamará barba, y se empeñan en arrancarla de raíz una y otra vez. Una vieja hace el

oficio de barbero. Apoya en su regazo la cabeza del abipón que va a rasurar, rocía

su rostro con abundante ceniza caliente y lo frota, con lo que suple al lilimento.

Luego arranca los pelos uno a uno con las puntas de una tenaza o pinza. Los

bárbaros afirman que este trabajo se cumple sin dolor, y para convencerme de esta

verdad, algunos de ellos quiso aplicar la tenaza a mi barba; casi no podía

desembarazarme de las manos del funesto peluquero. Por lo tanto preferí creerle,

antes que tener que llorar. El uso de la navaja no fue ni muy antiguo, ni universal.

Los antiguos no usaban las tijeras, ni /26 quitaban las barbas con pinzas, ni

quemaban con carbón encendido. Varrón lo atestigua en De re rustica, Libro I,

capítulo II: "Lanae vulsuram in ovibus, quam tonsuram antiquiorem esse: post

Roman conditam anno quadragentesimo quinquagesimo quarto tonsores (virorum)

primum ex Sicilia in italiam venisse a P. Ticinio Mena adductos." (5) No te admires

por esto que refiero de que los bárbaros paracuarios prefieran la pinza a la navaja.

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Los abipones soportan en silencio el dolor que les produce la anciana con la

tenaza, con tal de tener un rostro suave y depilado, ya que desprecian uno hirsuto y

áspero. Ni los hombres ni las mujeres conservan los pelos accesorios de los ojos,

pues arrancan del mismo modo tanto las pestañas como las cejas. Esta desnudez

de los ojos, aunque los afea terriblemente, es tenida por ellos como signo de

elegancia y hermosura. Reprueban y desprecian a los europeos cuyos ojos los

atemorizan con sus cejas densas, y dicen que los alemanes son hermanos de los

avestruces, porque tienen cejas más espesas que éstos. Creen que la vista será

molestada y obnubilada por esos pelos. Cuando van a la selva en busca de miel, y

vuelven a sus casas con las manos vacías, rápidamente se excusan diciendo que les

crecieron las pestañas y las cejas, y que no pudieron ver a las abejas que volaban ni

los indicios de las colmenas. Esta costumbre de llevar los ojos desnudos nos parece

ridícula, pero está confirmada por el ejemplo de los antiguos, si das fe a Herodoto

en Euterpe, que cuenta que en Egipto los sacerdotes rasuraron todo el cuerpo, la

cabeza y las cejas de Isis; y para que no le creciera ningún pelo, repitieron la

operación al tercer día. Marcial, aludiendo a estos sacerdotes de Egipto, /27 cantó:

"Extirpa, mihi crede, pilos de corpore toto." (6). Laertio, refiere que Eudoxio el

Geómetra, se rasuró las cejas y las pestañas, y Synesio lo confirma en su encomio a

la calvicie. También la ley impuesta por mandato divino a los hebreos: "Levitae

radans omnes pilos carnis suae". (7), Números, 8. C. Existe, pues, la creencia que a

los antiguos agradó la costumbre de extirpar los pelos, tal como hoy día entre los

abipones, mocobíes, tobas, guaraníes y otros pueblos de jinetes en Paracuaria.

Pasemos de los pelos a los cabellos.

Todos los abipones poseen abundante cabellera, más negra que el cuerpo; este

es el color común a todos cuantos he visto por las regiones de Paracuaria. Si

naciera un niño albino o pelirrojo sería tenido por un monstruo, apenas tolerable

entre los humanos. Varían en el modo de arreglarse el cabello, según la tribu, el

tiempo y la situación en que se encuentren. Los abipones salvajes, que aún no

vivían en nuestras reducciones, usaban el pelo dejando un círculo alrededor de la

cabeza al modo de los monásticos; tal la costumbre que observé entre los indios de

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Mbaevèrà y otros pueblos. Sin embargo, las mujeres mbayás, se rapan toda la

cabeza pero dejan un mechón de pelos que levantan desde la frente hasta la nuca,

como el penacho de un casco militar. Como los bárbaros carecen de navajas o de

pinzas, usan para tal fin una concha que afilan en una piedra o la mandíbula de una

palometa. La mayoría de los abipones que vivían en nuestras colonias se recogían

los cabellos moviéndolos según la costumbre de los soldados europeos. También

sus mujeres se recogen los cabellos, aunque los envuelven en una banda blanca de

algodón. Cuando entran al templo, o, según una antigua costumbre, se lamentan de

/28 alguna muerte, sueltan su cabellera y la dejan caer sobre los hombros. Por el

contrario los indios guaraníes, mientras vivían en las selvas sin conocer la religión,

se dejaban crecer el cabello. Ahora, después de haber abrazado la religión en

nuestras colonias, se lo cortan según la costumbre de los sacerdotes. Pero las

mujeres guaraníes en las mismas colonias, célibes o casadas, se lo dejan crecer, lo

recogen y atan con una banda blanca de algodón, tanto en la casa como en la calle.

Cuando entran a los oficios religiosos, se lo sueltan y lo dejan caer por la espalda.

Todos los americanos están convencidos que esta observancia es muestra de la

reverencia que se debe al lugar sagrado. Ruborícense los europeos que osan poner

el pie en el templo no sólo adornados con rizos, sino cargados de mil odornos.

De mañana, las mujeres abiponas tienen el trabajo de arreglar el cabello de sus

maridos, trenzándolo y atándolo, y peinan los mechones de los niños con una cola

de oso hormiguero a modo de peine. Muy raramente encontrarás una cabellera de

indio rizada por la naturaleza; por el artificio jamás. Encanecen muy tardíamente, y

muy pocos son calvos. Es digno recordar y celebrar la costumbre de los abipones,

tobas, mocobíes, que sin distinción de sexo o edad se quitan continuamente los

cabellos desde la frente como tres dedos de ancho, de modo que parece una

calvicie en la mitad delantera de la cabeza; ellos llaman a esto Nalemra y lo juzgan

un signo de nobleza y religiosidad. Una vez un matrimonio /29 de embusteros

(habían fingido ser consumados médicos y sacerdotes) rasuraron de ese modo a sus

dos hijos recién nacidos. Esta ceremonia es para ellos como la circuncisión entre los

hebreos o el bautismo para los cristianos, y creo que estos bárbaros de la

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Paracuaria la recibieron de pueblos muy antiguos del Perú. Pues bien, esos padres

rasuraron con una piedra afilada a modo de cuchillo los primeros cabellos de sus

hijos, como signo de consanguinidad y admisión en su parentesco, y así

consagrados, fue impuesto el nombre a los niños. Esta costumbre de rasurar la

mitad de la cabeza fue muy antigua en otros pueblos fuera de América. Así Plutarco

en el Teseo, cuenta las cosas que hacían para no exponer sus cabellos en combate:

"Verum cum pugnacissimi essent Germani, et cominus certare cum boste praecipue

didicissent – – – igitur ne ex crinibus occasionem adversariis se invadendi

praeberent, eos tondebant". (8) Cuántas veces leemos que los franceses echan las

puntas de sus cabellos sobre la frente para parecer más terribles al enemigo.

Una antigua costumbre establecida entre los abipones es que las viudas, para

lamentación de las mujeres y gozo de los hombres, deben raparse la cabeza y

cubrirse con una capucha de color ceniza y negro, tejida con hilos de caraguatá,

que no pueden quitarse hasta contraer nuevas nupcias. Otra ceremonia consiste en

cortarle la cabellera al viudo y cubrirle la cabeza con una red que no debe sacarse

hasta que crezca nuevamente el pelo. Para demostrar el luto por la muerte del

cacique, todos los varones se cortan la cabellera. Entre los guaraníes cristianos, se

considera una pena deshonrosa y llena de ignominia el castigar a una mujer de

mala vida rapándola. ¡Eh! ¡Cuántas transformaciones en el cabello de los /30

bárbaros! Pero en verdad parece que no fuera ninguna al lado de las de los

cultísimos europeos; vemos y nos reímos de la variedad de peinados y de las

invenciones que surgen cada dos años, como si no hubiera otro asunto más que el

tratamiento del cabello. Tal como dice Séneca en su libro Sobre la Brevedad de la

Vida, Capítulo II: "Quis est istorum, qui non malit rempublicam turbari, quam

contam suam? Hos tu otiosos vocas inter pectinem, speculumque occupatos? Nemo

illorum, qui non comptior esse malit, quam bonestior". (9). Ya expuse sobre la forma

hermosa que la naturaleza dio a los abipones. Resta ahora por hablar de lo que la

altera.

 CAPÍTULO IV

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DE LAS DEFORMACIONES HEREDITARIAS Y COMUNES El cuidado de la hermosura es innato entre los bárbaros, pero para lograrla,

emplean tales medios que la pierden; cuanto más quieren adornarse más se

estropean y afean. Por todas partes verás entre ellos a niños y niñas elegantes por

la proporción de sus miembros, su color, su voz y suavidad que muchos europeos

envidiarían. Pero esta elegancia, como en las flores, se marchita al crecer; su

elegancia nativa, por estigmas /31 y otras muchas costumbres que paso a referir,

es borrada. Cuando los europeos quieren embellecerse, andan a la caza de modos

extranjeros y nuevas formas de adornar el cuerpo. Los abipones depravan sus

formas para ser terribles, y respetan hasta la locura las antiguas costumbres de sus

mayores. Un ejemplo de ello son las marcas que hombres y mujeres estampan en

sus caras. Graban estas líneas con una aguda espina y la ennegrecen cubriendo la

herida con ceniza caliente, con lo que quedan indelebles. Estas marcas son hechas

con distintivos de familia y consisten en una cruz impresa en la frente, dos líneas

desde el ángulo de los ojos hasta las orejas, líneas transversales y arrugadas como

una parrilla encima de la raíz de la nariz, entre las cejas. Las viejas son las

encargadas de grabar esos trazos con espinas que no sólo pinchan la piel, sino que

las clavan en la carne viva hasta que mana sangre; dichos trazos se ennegrecen por

la ceniza, como ya dije, y no podrán borrarse en ningún tiempo ni de ningún modo.

Qué indican esas figuras, qué presagian, no lo sé, ni lo saben los mismos abipones

que se marcan con ellas. Ellos sólo saben que han heredado esa costumbre de sus

mayores y les es suficiente. La mayoría de los pueblos americanos carecen de un

vocablo que signifique cruz. Cuando fueron instruidos en la religión cristiana

adoptaron el vocablo que en latín es crux y en español cruz, y que otros corrompen

de diversas formas: los indios peruanos la llaman en lengua quichua, cruspa; los

guaraníes, curuzú; los chiquitos, curuzis; los Zamucos y los que hablan su misma

lengua: ygaroni, kaipotades, karaoi, tuachi, ymonii, etc., la llaman curuzire; los

lules, isistines y vilelas la llamaron /32 correctamente cruz, según la palabra

española. Muchos pueblos de Paracuaria, sin embargo, tienen un vocablo propio

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para denominarla. Los abipones la llaman Likinránala; los mocobíes, Latízenranras;

los tobas, Lotisdagañadae; los mataguayos o ychibayos, Lekakilús; los mbayás,

Nikenága.

No sólo vi cruces grabadas en la frente de algunos abipones, sino también cruces

negras tejidas en los vestidos rojos de muchos de éstos. Esto es admirable ya que

de ningún modo habían sido instruidos en la religión de Cristo ni conocían el valor

de la Santa Cruz. Quizás algo aprendieron con el contacto de los españoles que

cayeron cautivos de los abipones o por los abipones cautivos de aquéllos. Pero

podríamos decir que esta expresión de la cruz entre tales indígenas es más antigua

que la llegada de los españoles a América. Es cierto que quizás ya entonces se

veneraba entre los incas peruanos una espléndida cruz esculpida en mármol que

algunos llaman jaspe cristalino. Tenía una altura de tres codos y un espesor de tres

dedos; excelente en todos sus ángulos. Aquella cruz fue en verdad una magnífica

obra de arte, pero obra de qué artífice, en qué tiempo fue fechada o de dónde fue

traída, es algo que nunca se supo. Fue conservada siempre en el palacio real de la

ciudad de Cuzco, en el lugar sagrado que llaman huaca; cuando los españoles

conquistaron el Perú, la trasladaron al templo de la ciudad, ya que fue entregada

junto con el tesoro real como botín de guerra. Me parece verosímil que la noticia de

la cruz o su estima haya sido traída desde Perú a Paracuaria, junto con otros ritos,

por los indios peruanos que emigraron por temor a los españoles. Me viene a la /33

memoria lo que refiere Nicephorus, I, 18, cap. 20: "fueron enviados a

Constantinopla, al rey persa, unos turcos que llevaban tallada una cruz en sus

frentes; cuando se les preguntó el por qué de ese signo, respondieron que los

cristianos les habían enseñado el gran valor para rechazar la peste, y que ellos

habían experimentado la verdad de esto". También el Diácono Paulo recuerda estas

cruces grabadas en la frente de los turcos por consejo de los cristianos, y el

Cardenal Baronio atestigua que hacia el año 591 los turcos sobrevivieron inmunes a

la peste por este hecho. Los jacobitas, herejes sectarios de Jacobo el sirio, esculpían

una cruz en su frente con un hierro candente, tal como refiere el abad Joaquín en el

apéndice de los pueblos cristianos. El dicho de San Juan Bautista: "Ipse vos

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baptisabit in Spiritu Sancto et igni" (10), Mt, v. 11, fue interpretado erróneamente

por los jacobitas, dando pie a su herejía; pues esta cruz marcada con un hierro

candente en la frente de los catecúmenos, fue tenida por ellos en lugar del

bautismo. En tiempos tranquilos para la Iglesia, en que los cristianos de la

antigüedad profesaban impunemente la religión de Cristo, grababan en sus manos

con un hierro el nombre de Cristo; también los negros alarues aunque ignorantes de

la religión cristiana, llevan impresa una cruz en el brazo. Muchos navegantes

españoles y portugueses, que yo mismo he visto tantas veces, la llevan estampada

en los brazos, para que en caso de caer en cautividad de los moros, puedan ser

rescatados por los cristianos. Pero con qué fin los bárbaros abipones imprimen la

figura de la cruz en sus frentes y en sus vestidos, nuevamente confieso que lo

ignoro. No contentas las mujeres con estas marcas comunes /34 a ambos sexos,

señalan también el rostro, el pecho y los brazos con imágenes negras de variados

trazos, de modo que parecen unos tapices turcos. Abundan en figuras, más que en

aquello que sería conveniente para ellas. Pero ese adorno bárbaro, se obtiene con

mucha sangre y gemidos. Escucha la tragedia y si no te agrada el llanto de las niñas

atormentadas, ríete de los insanos ritos de este pueblo. Se ordena signar a la

adolescente de acuerdo al antiguo rito, al primer indicio de pubertad. Reclina su

cabeza en el regazo de una vieja que está sentada en el suelo. Para ser pintada es

punzada con una espina a modo de pincel; en lugar de pintura, se mezcla la sangre

con cenizas. Es necesario desgarrar la piel para obtener un buen adorno. La cruel

vieja describe los trazos, signos y líneas clavando muy hondo en las carnes las

puntas de las espinas, de modo que por casi todo el rostro mana sangre. Y si la

mísera niña se impacienta o gime de dolor, o retira la cabeza, es insultada con

burlescos oprobios y vituperios: "¡Aparta esa insolencia!", exclama furiosa la vieja:

"¡tú no eres grata a nuestra raza! ¡Monstruo a quien un leve cosquilleo de la espina

resulta intolerable! ¿Acaso no sabes que tú eres progenie de aquéllos que tienen

heridas y se cuentan entre los vencedores? ¡Avergüenzas a los tuyos, imbécil

mujerzuela! Pareces más blanda que el algodón. No hay duda que morirás célibe.

¿Alguno de nuestros héroes te juzgará digna de su unión, medrosa? Si me dejas

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cumplir esta costumbre manteniéndote quieta, yo te devolveré más hermosa que la

misma hermosura". La jovencita, aterrada con estas palabras y exclamaciones,

como no quiere estar en boca de todos ni ser materia de las habladurías de sus

compañeras, no osa decir nada, y ahoga en el silencio el dolor agudo; y con la

frente serena y los /35 labios apretados, tolera, por temor a los gritos, el desgarrón

de las púas, que ni siquiera se termina en un solo día. Pues hoy es devuelta a su

casa con una parte del rostro lastimado por las espinas; pero para herirle la otra

parte del rostro, el pecho y los brazos habrá que llevarla pasado mañana y muchas

veces más. Entre tanto, hasta que se termine esta obra, es encerrada todos los días

en la casa de su padre, cercada con cuero de buey para que no reciba la fresca

brisa. Se alimenta con carne, peces y algunos frutos, no sé cuáles, de arbustos

llamados Kakiè, Roayamì, Nanaprahete, ordenados religiosamente para estas

comidas. No pocas veces este debilitamiento de la sangre le produce la fiebre

terciana.

Con esta dieta de tantos días y la pérdida de tanta sangre, las adolescentes se

debilitan. El mentón no es grabado como otras partes con punzadas sucesivas, sino

con líneas rectas, que se hacen con un sólo trazo de la espina. ¿Qué son en verdad

esas líneas, al modo de caracteres musicales? Algunas de las espinas parecen

contener algo venenoso; por su punción los labios, las mejillas, los ojos, se hinchan

de un modo horrible; el cutis se embebe del tinte negro de la ceniza con que lo

cubren, de modo que te parecería ver alguna de las furias estigias mientras limpias

a la niña que sale del tratamiento de la vieja, y que queda irreconocible. ¡Oh.

cuánto distaba Niobe, Niobe de ella!, exclamarás. Los bárbaros padres de las niñas,

se mueven a veces a compasión, aunque no piensan en abolir este inhumano rito.

Sostienen que estas lastimaduras adornan a sus hijas, y que las preparan y orientan

para poder sobrellevar los dolores del parto. Del mismo modo que detesté la

crueldad y la dureza de corazón de aquellas viejas que así torturaban /36 a sus

jóvenes víctimas, así también admiré su habilidad para realizar este trabajo; pues

diseñan unas y otras figuras con admirable proporción de líneas y con gran simetría

de trazos, tanto en uno como en otro maxilar; sin embargo no usan más

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instrumentos que unas espinas de variado tamaño. Cuantas mujeres abiponas veas,

tantas variaciones de figuras encontrarás en sus rostros. Aquella que fuere más

pintada, punzada con más púas, la reconocerás como patricia, y nacida en un lugar

más noble. La cautiva o de estirpe plebeya, no dudes que apenas tendrá alrededor

de su rostro tres o cuatro líneas negras. Entre los tracios, también refiere Herodoto

en I, 5, que la faz de la mujer noble era herida por estigmas, en tanto que la faz de

las que no eran patricias, estaba limpia, sin presentar señal alguna. Lo mismo

confirma Prusaeus Dio, en la oración 14. Después que la disciplina cristiana fijó sus

raíces en las colonias abiponas, fue eliminada por nosotros que los aconsejamos,

esta funesta costumbre, y las mujeres conservan las formas que la naturaleza les

concediera. Es digno de admirar, pero a la vez lamentar, que las europeas

cristianas, desde niñas caigan en el ridículo, al utilizar con abuso el rojo y otros

colores, para atraer a aquéllos a quienes quieren agradar. Cuando se pintan, hacen

dispendio de su hermosura nativa del mismo modo que las americanas cuando se

lastiman con espinas. Perdido el color natural, y reemplazado por el rojo, no traerá

alabanzas, ni será aprobado por los ojos de los espectadores. /37

 CAPÍTULO V

DE LOS LABIOS Y LAS OREJAS PERFORADAS DE LOS BARBAROS Además de, estos estigmas del rostro, también usan otros para adornarse, según

ellos creen, pero que sin embargo los desforma. En efecto, con su modo de

mutilarse y perforarse, parecen apartarse de la figura humana y acercarse a la de

los animales. Es común a los abipones, como a la mayoría de los indios americanos,

atravesarse el labio inferior con un hierro o una aguda caña; una vez preparado el

orificio, unos introducen en él una caña, otros un tubo lleno de huesos, vidrios y

otras chucherías recibidas de los españoles. Este adorno es permitido sólo a los

maridos, nunca a las mujeres. Esta costumbre fue abolida hace poco entre los

abipones más modernos: pero rige todavía entre los guaraníes salvajes, mbayás,

guanás, payaguás, etc. Los abipones llaman a los que aún la practican Pesegmek,

por ese bárbaro apéndice del labio. Pero éstos se creen muy elegantes con dicho

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tubo que tiene el grosor de una pluma de escritor, largo como un palmo y que

llevan colgado desde el labio hasta el pecho, no sin ostentación. Resultan temibles

a los europeos por este instrumento de imaginaria belleza, pues son de soberbia

estatura, llevan pintado todo el cuerpo en varios tonos de rojo, teñidos los cabellos

de color púrpura semejante a la sangre, pegadas en las orejas las alas de un gran

buitre, reluciendo su faz con globos de vidrios /38 que llevan colgados del cuello, los

brazos, rodillas y piernas; y echando humo de tabaco por una larguísima caña. Así

ambulan por las calles, aterrorizando por su aspecto.

Los guaraníes llaman Tembetá a esto que llevan colgando atravesado de los

labios, de cualquier materia que sea; y mientras vagaban por las selvas, ignorantes

de la religión, todos lo usaban. Incorporados en las colonias a la religión romana,

desecharon este apéndice del labio; pero como no pudo cerrarse con ninguna

argamasa, el agujero les ha quedado, por lo que hablan arrojando un poco de saliva

y pronunciando con dificultad algunas palabras. Todos los indios plebeyos que

conocí en la selva Mbae berá, tanto adolescentes como adultos, usaban en lugar de

Tembetà una caña delgada y corta. Tres caciques tenían unos de una resina color

oro que tiene todo el aspecto de dicho metal. El árbol Abatimbaby deja caer

abundantemente aquella resina poco a poco de sus nódulos por la acción del calor

del sol, y los salvajes la usan en sus tembetà dándoles forma de globitos, cruces u

otras figuras. Se endurece como la piedra con el viento, y queda transparente como

el vidrio, sin que pueda ser disuelta por ninguna sustancia. Si esta resina no fuera

tan dura, se disolvería en los tembetà, llevados días enteros en los labios, por la

saliva que siempre sale. A menudo lamenté que no fuera traída desde América,

porque serviría para muchos usos en las fantasías europeas.

Y no es éste el único modo que tienen los bárbaros de atravesarse los labios. Los

antropófagos, que los españoles llaman Caribes y los guaraníes Abaporú, que se

ocupan en /39 cazar hombres por las selvas y devorarlos, no se traspasan el labio

inferior, sino que se lo rasgan a lo largo, de modo que al cicatrizar la herida quedan

como provistos de dos bocas. Andan esparcidos por las selvas; y consideran la

carne humana como una golosina, estos indios de Brasil y Paracuaria; muchas

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veces fueron buscados, pero en vano y no sin peligro, por nuestros hombres para

convertirlos a la religión. Algunos de ellos instruidos hace tiempo en la disciplina

cristiana, decían que la carne de vaca, o de cualquier otro animal les resultaba

fastidiosa e insípida, y ardían en deseo de carne humana. Conocimos a mocobíes y

tobas que si les urgía el hambre y no tenían otra comida, se alimentaban con carne

humana. Oprimieron con insidia a Alaikin, cacique de la fundación de Concepción,

que con un grupo de los suyos se encontraba acampando en campos muy lejanos.

La lucha duró un tiempo. Heridos los abipones, y dispersos en fuga, el cacique

Alaikin fue llevado al campamento con algunos compañeros; enseguida fue asado y

devorado por los hambrientos vencedores, que, satisfechos con el opíparo convite,

se fueron triunfantes. Un niño abipón de doce años, que solía servirnos la mesa, fue

entonces degollado por esos bárbaros y tomado, por su carne tierna, como una

confitura. Pero a una vieja abipona lastimada con múltiples heridas, la dejaron

intacta en el campo, porque nadie quería su carne ya dura. Cacherçaié Lpaché

Chigàt eyga, tan la yhòt, como algún mocobí, partícipe /40 de este combate y de

esta mesa, me contestó cuando yo me puse a averiguar, después de dos años,

sobre este asunto. Esto traje a colación con motivo de los antropófagos, que no se

atraviesan el labio, sino que se cortan la boca. Ahora digamos unas pocas cosas

sobre el adorno de las orejas, o mejor, sobre su tortura.

El uso de los pendientes es tan antiguo como variado entre las distintas naciones,

y entre los americanos es más ridículo y a veces hasta increíble. Dejando de lado el

uso de los otros pueblos que ahora me vienen a la mente, sólo referiré el de mis

abipones. Perforan las orejas de las niñas y niños desde la infancia. La mayoría de

los varones no usan aros; sin embargo algunos ancianos se perforan las orejas con

cuernos, maderas, trocitos de huesos, astillas de varios colores. Pero casi todas las

mujeres lo usan. Mira cómo es la costumbre: arrollan en espiral una hoja muy larga

de palmera de dos dedos de ancho; (del tamaño que suele tener la lengua de una

fierecita), de un diámetro un poco mayor que la Hostia que se usa en el Santo

Sacrificio. Se introduce en el agujero abierto en la oreja este rollito; con el correr del

tiempo, por la acción de éste, la piel se distiende lentamente y el agujero se

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agranda de tal modo que aquella espiral lo ciñe y por su fuerza elástica, dilata el

orificio de la oreja más y más hasta que cae hasta los hombros.

 

Rostros abipones. (Pulse sobre el icono para obtener la imagen).

 Cuídate de considerar exagerado el tamaño y capacidad de esta espiral. Para

describir este uso no hablo más de lo que he visto en innumerables mujeres con

este monstruoso adorno, y también a muchos varones de estos pueblos, pues los

Oaèkakalot, tan bárbaros, y los Tobas y otros pueblos americanos fuera de

Paracuaria lucen con orgullo los mismos aros que las mujeres abiponas. El rey

católico leyó con gran interés la historia del río Orinoco de nuestro Padre Gumilla

/41, quien refiere en una de sus páginas, que algunos tienen un agujero tan grande

en sus orejas a causa de estos aros, que por ellos puede pasar una bola de billar.

Entonces el monarca sonriendo, exclamó: me parece que este buen hombre hace

poesía, no historia; dijo esto, no dudando de la buena fe del historiador sino de la

veracidad de los hechos, admirando atónito la estulticia de los indios. Algunas

personas de Madrid repetían lo dicho por el rey a uno que llegó de Paracuaria, como

si fuera una fábula y no historia sobre América. Pero sobre este asunto que el rey

juzgó casi increíble, el paracuario, sabedor y conocedor de la verdad, respondió que

el Padre Cumilla había escrito la verdad, pero escasa, sobre el tamaño de esos

grandes aros; él mismo los había visto de mayor tamaño en varias naciones de

Paracuaria. Y nosotros, que vivimos entre los bárbaros de aquellas provincias, lo

testificamos. He conocido a negros traídos desde Madagascar a Paracuaria que los

usaban de ese tamaño. Las mujeres guaraníes llevan unos anillos de bronce que

miden, a veces, tres dedos de diámetro, pero no introducidos en el agujero de las

orejas sino pendientes de él a la usanza europea.

El múltiple uso de los aros, como muchos otros, parece haber sido aprendido por

los paracuarios del vecino Perú, que tuvo hegemonía en América del Sur. Su célebre

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rey y legislador, el inca Mancocapac otorgó en otro tiempo a los /42 pueblos que

sometía, en prueba de amistad, la facultad de perforar a ejemplo suyo las orejas; de

modo que el orificio fuera, en los demás pueblos, un poco más chico que el que él

usaba. Asignó distintos aros según la variedad de los pueblos: éstos metían una

maderita, aquéllos un hacecito de lana blanca no más grande que el dedo pulgar;

unos un junco, otros una corteza de árbol. A tres de los pueblos les concedió el

perforarse con agujero más grande que los demás. Los de estirpe real usaban a

modo de aros unos anillos colgantes que se extendían desde la cara hasta el pecho.

Los paracuarios, que al principio imitaron a los peruanos, con el correr del tiempo

eligieron otras más variadas y ridículas formas de aros que ningún europeo puede

mirar sin reírse. Esta costumbre de atravesarse las orejas, como consta en las

Sagradas Escrituras, era tan común en casi todas las naciones del mundo

contemporáneo, cuanto diversa la figura y la significación de los aros. Para los

indios orientales, los persas y atenienses, la oreja perforada fue signo de nobleza;

los más ricos se colgaban oro, marfil y piedras preciosas, tal como lo narra Adriano

en sus comentarios sobre la victoria de Alejandro.

A menudo me admiraba que los abipones que se pelan las cejas y las pestañas,

perforan los labios y los orejas, hieren la cara con espinas grabándose tantas

figuras, se arrancan la pelusa del mentón, y rasuran la cabellera de media cabeza,

dejen la nariz sin hacerle ningún agujero; cuando en otro tiempo los africanos,

peruanos y mejicanos perforaban su cartílago. El Padre José Acosta, autor de siete

libros de historia, cuenta en el capítulo XVII que Tikorik, rey de los aztecas, lucia

una gran esmeralda colgada de la nariz perforada. /43 Los brasileros no sólo

perforan el labio inferior desde su primera edad, sino también otras partes del

rostro; y en esas aberturas llevan piedrecitas alargadas. ¡Verdaderamente, tétrico

espectáculo!, como dice nuestro Maffei en el libro II de la Historia Indico. La cara de

los brasileros parece una obra de taracea o un mosaico. Tertuliano, en el libro I,

capítulo 10, sobre la cultura femenina, cuenta que los partos se perforaron

abundantemente deformándose varias partes del cuerpo e introduciendo allí

piedrecitas y granos preciosos, teniéndolo por llamativo adorno. También Diodoro

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de Sicilia en el libro IV, capítulo I, cuenta que las mujeres, desde Etiopía hasta

Arabia, adornaban su rostro perforándolo. De todo esto puede deducirse que no

sólo los bárbaros de América deliran con el uso de estos estigmas. Tan diversos son

los fines y significados de éstos, como diversos los pueblos. Herodoto en el libro 5º

y Plinio en el libro 22, cuentan que entre los tracios, dacios y sármatas, los nobles

se marcaban a veces el rostro; los esclavos usaban otras marcas, como suele

señalarse el ganado con el nombre de sus dueños. También los españoles imprimen

a veces con un hierro candente la primera letra de su nombre en la frente de los

negros que intentan fugarse, ya que los consideran cosa de su propiedad. Vegetio,

en el libro II, capítulo 5º, dice: Victuris in cute punctis milites scriptos (11). Justo

Lipsio en el último capítulo del libro I sobre la milicia, escribe que debe reconocerse

a los reclutas del ejército por las notas con el nombre del jefe de la guerra. Entre los

hebreos, antiguamente los estigmas denotaban idolatría. Así en 3 Reyes 18, V, 28

sobre los sacrificados de Baal, se dice: Incidebant se juxta ritum suum cultris et

lanceolis, donec perfunderentur sanguine (12). Dibujaban en el cuerpo la Gran

Madre Beona, Diana, y se perforaban con varios instrumentos ya en la frente, ya en

las manos o en la cabeza. Esto se dice a los judíos en el Levítico, capítulo 19: Neque

figuras aliquas, aut stigmata facietis vobis (13).

A veces otras marcas impresas en el cuerpo muestran el /44 origen de la raza o la

patria. Cuenta Herodoto que los libios, para probar que eran descendientes de los

troyanos, grababan en su cuerpo algunos estigmas; de donde se infiere que en otro

tiempo había existido la costumbre de marcarse de ese modo entre los troyanos.

Los antiguos britanos también punzaban todo su cuerpo y se pintaban figuras

teñidas de color azulino, como recuerda Julio César en De Bello Gallico, libro 5, y

Herodiano en el libro 3. Marcial, en el epigrama 54, Libro 2, narra que Claudia.

Ruffina fue expulsada de los britanos con marcas azuladas, porque tenía alma de

plebeya rasa. Aquellas pinturas y punciones son familiares entre los abipones para

distinguirse entre otros pueblos y respetar las costumbres de sus mayores. Nunca

pudimos encontrarles otro motivo.

 

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CAPÍTULO VISOBRE LA FIRMEZA Y VIVACIDAD DE LOS ABIPONES

 Nos causan gracia los que, sin haber visto América ni de cerca, aseguran con más

audacia que veracidad que todos los americanos son débiles y de poca energía;

pero esto no puede afirmarse en forma general. La forma de los cuerpos cambia de

acuerdo a la variedad del cielo, región, costumbres y ocupación. Conocimos a

europeos que consumían los acres más sanos de la montuosa Chipre, más robustos

que los que languidecían de fiebre terciana en la planicie del lago Bannato. A

menudo /45 se vendían en la plaza, como si fueran ganado, africanos llegados en

las naves portuguesas; eso yo lo vi. Los compradores preguntan por la patria de

cada uno; porque cada cual quiere el más robusto. Los oriundos de Angola, el

Congo, Cabo Buena Esperanza, y sobre todo de las islas Madagascar, se emplean

con gran competencia; los que poseen mejor salud y habilidad son los que

despiertan mayor confianza. En cambio, casi nadie compra los negros nacidos en la

región que los portugueses llaman Costa de la Mina, porque son débiles, perezosos

e impacientes para el trabajo, porque viven en una región ecuatorial de lluvias

frecuentes y donde no hay brisas o vientos suaves o tibios. Nosotros lo

comprobamos cuando, en viaje hacia Paracuaria, quedamos detenidos en esa

región tres semanas, completamente parados a causa de un mar calmo, casi

asados por el calor, y soportando todos los días lluvias calientes. Es de admirar que

crezcan bajo este cielo, aunque débiles y sin fuerzas; cuando en otras costas

africanas se desarrollan pueblos robustos y vivaces. De ahí que sus habitantes se

ofrezcan en todas las latitudes de América. Sus provincias difieren mucho en las

propiedades de sus habitantes, alimentos y vientos, porque están muy separadas

entre sí; de donde se deduce que sean tan diferentes sus costumbres; que se

encuentre aquí pueblos muy débiles, y allí pueblos muy robustos.

Que otros escriban por mí sobre otros americanos, cualesquiera que sean,

siempre que los hayan visto. Nada les reprocharé. Yo hablo con conocimiento de

causa sobre los paracuarios, los pueblos ecuestres que vimos en el Chaco; en

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general éstos aventajan a los pueblos pedestres por su forma, estatura, vigor, salud

y vivacidad. Los abipones son fuertes, de cuerpo musculoso, robusto, ágil y son

muy capaces de tolerar las inclemencias del tiempo. Casi nunca encontrarás uno

gordo, /46 de abdomen prominente o pesado. Ocupados en la cotidiana equitación,

la caza, los certámenes de juegos y las fiestas, raramente engordan porque son

inquietos como los monos. Agradan por su óptimo humor y por su complexión, que

muchos europeos envidiarían. Y la mayoría de las enfermedades que azotan y

consumen a Europa, no se conocen ni de nombre. El mal de gota, la hidropesía, la

epilepsia, la ictericia, el cálculo y la hernia, son palabras desconocidas para ellos.

Andan días enteros con la cabeza descubierta al sol, pero nunca los oirás quejarse

de ninguna molestia, aunque nos pareciera que tendrían que sentir cualquiera de

las que ocasiona el sol. Agotados por la sed a través de áridas soledades durante

varios días, encuentran por fin aguas calientes en lagunas saladas, enfangadas,

pútridas y amargas, y sacian su sed sin sufrir ningún daño. Comen en abundancia

carne dura de vaca, ciervo o tigre, asada a medias, o carne y huevos de avestruz, o

frutas inmaduras, y sin embargo no tienen languidez de estómago o problemas de

intestinos. A menudo atraviesan a nado ríos bajo un cielo lluvioso o vientos muy

fríos, sin tener perturbaciones en las vísceras o en la vejiga, que con tanta

frecuencia molestan a los nadadores europeos y que a menudo son peligrosas

cuando sobreviene una estangurria. Se sientan en gualdrapas de duro cuero cuando

deben hacer un camino de muchas semanas para no lastimarse la piel; no usan

estribos y a menudo los caballos que montan son de trote duro. A pesar de todo

esto, no notarás en ninguno de ellos, después de una prolongada cabalgata, el

mínimo indicio de extenuación o de fatiga. No es raro que pasen la noche sobre el

frío césped, mientras les cae una súbita lluvia, propiamente nadando en el agua; y

sin embargo desconocen por completo el cólico /47 o la artritis. Los españoles

sufren ambas enfermedades cuando se mojan con la lluvia de varios días. Las

infecciones de la piel producen en América no sé que peste en todo el cuerpo, y a

menudo ocasionan depresión de ánimo, síncopes, pústulas y úlceras. Vi con

frecuencia que soldados españoles se desplomaban exánimes en el templo por

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haberse mojado en el camino con lluvia pertinaz. Los abipones permanecen

incólumes durante días y noches, porque siempre andan descalzos. La humedad

producida por la lluvia es más perjudicial a los pies calzados que a los desnudos,

porque su efecto continúa después de cesar la lluvia; penetra hasta los huesos y los

nervios, influyendo perniciosamente en el resto del cuerpo. Para precavernos de

este daño, cuando hacíamos un recorrido a caballo y nos sorprendía la lluvia,

rápidamente nos desnudábamos los pies y las piernas; pero muchas veces fuimos a

parar en Escila por esquivar a Caribdis, porque al tropezar el caballo, los pies

desnudos se golpeaban y lastimaban con la madera del estribo. Pero escucha otras

cosas que prueban la firmeza de los abipones.

Si se clavan en los pies alguna espina, como no pueden sacarla ni agarrarla con

los dedos, extraen tranquilamente con un cuchillo la partícula de carne donde

tienen clavada la espina. Para explorar al enemigo o los lugares más apartados

montan a lomo de caballo. Se trepan a árboles altos, hasta las nubes, y se sientan

quietos en sus ramas para extraer la miel de las colmenas, sin sentir nunca

sensación de vértigo o peligro. Trasladados a nuestras colonias, fatigados y faltos

de fuerzas, chorreando sudor por el empleo del arado y de la hoz que nunca habían

utilizado, notando que su cuerpo arde, exclaman: Ya mi sangre se enoja: la

Yivichigui Yavigra. /48 Para aplacarse, tienen un remedio rápido: hunden

profundamente el cuchillo en el pie y esperan con ojos alegres un rato hasta que

mana sangre, entonces aplican tierra a la herida; y cuando se sienten mejor dicen

con gran regocijo: là rioamcatà: ya estoy bien. De tal modo son pródigos y

excesivos en el derramamiento de sangre, como si fuera de otro, no sólo por la

salud sino también por el deseo de gloria. Pues en las competencias públicas se

hincan cruelmente el pecho, los brazos, la lengua – da vergüenza decirlo – con un

hacecillo de espinas o con agudos huesos del dorso de los cocodrilos, produciendo

gran efusión de sangre. Hacen esto para alcanzar fama de fuertes; para perder el

miedo al derramamiento de sangre cuando en un encuentro con el enemigo les

produzcan heridas, y para adquirir una piel impenetrable a las flechas, por las

gruesas cicatrices. Siete niños, imitadores de sus mayores, mostraban una vez con

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crueldad sus bracitos con abundantes cicatrices de espinas como muestra de

magnanimidad y de mayoría de edad, y como preludio de la guerra para la que son

adiestrados desde pequeños. Este bárbaro rito, usual entre los bárbaros, no debe

ser aprobado en sí mismo. Pero como Vegetio, maestro de las cuestiones militares

entre los romanos, escribió en el Capítulo 10, pág. 66: Qui ante longum tempus, aut

omnino nunquam videre homines vulnerari, vel occidi, cum primum adspexerint,

perhorrescunt, et pavore confusi de fuga magis, quam de conflictu incipiunt

cogitare (14).

Vimos a algunos consumidos por la enfermedad con males crónicos, fortalecerse

comiendo o bebiendo a diario la algarroba. Cuando están atacados de

enfermedades atroces, o en gran peligro, la mayoría de las veces se curan

rápidamente con remedios baratos, y a menudo con ninguno, como los perros. Vi

con horror a muchos perforados por varias flechas, con /49 huesos y costillas

quebradas, sumergidos en la sangre que manaba de sus heridas, a punto de

expirar, como si estuvieran en el tránsito de la muerte, que al cabo de unas pocas

semanas andaban incólumes a caballo, bebiendo. No podía atribuir su curación a

sus medicamentos y médicos inútiles, sino a la fortaleza de sus cuerpos. ¿Quién

ignora que las viruelas y el sarampión son casi las únicas y muy calamitosas pestes

que azotan a América? Los abipones son atacados, como los demás indios, por

ellas; pero muy pocos mueren aunque se precaven contra esta enfermedad con

gran negligencia. Acaso la mezcla de la sangre y los humores, combata el veneno

que no es para ellos ni tan abundante ni tan funesto. Heridos por balas, viven

fuertes muchos años sin intentar arrancarles del cuerpo. Muchas veces nos

mostraron como prueba de su fuerza una bala clavada en el brazo o en el pie y nos

la expusieron para que la toquemos. Y esto no es una novedad para los médicos. Se

dice que Bartolomé Maggio, en una disertación sobre las enfermedades dijo que él

había visto un hombre que durante treinta años llevó una bala incrustada sin sentir

ningún dolor. Y el médico Horstius conoció hace poco un hombre que llevó clavada

en el talón más de cuarenta años una bala sin mayores molestias. Lo más notable

es que la bala de carabina si no toca la cabeza o el corazón, raramente es mortal

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para los abipones. Kaapetraikin, célebre cacique, fue herido en la frente por un

español; ya en edad avanzada, una vez que recorría un camino, fue asaltado por

mocobíes enemigos, despedazado a lanza, y devorado. Esto sucedió cuando yo

estuve un tiempo en /50 la ciudad de Concepción. Me admiraba a menudo –

considerando conmigo mismo estas cosas – que las cañas que arrojan fuego de los

europeos, sean tan temibles a los bárbaros, aunque raramente sean letales. Pero

sin duda, aunque son inofensivas como los fuegos artificiales de los niños, las

temen. Así los indios temen más el ruido de la pólvora que el golpe del plomo; a

veces los domina más el temor que la proximidad del peligro. El ruido de las milicias

paracuarias, me parecía semejante a las nubes de la tempestad que arroja muchos

relámpagos y pocos rayos mortales. Estas cosas que recordé servirán, si no me

equivoco, para convencer a los europeos sobre el vigor de los abipones. Y nunca

aprobaré la opinión de aquellos que atribuyeron a los americanos estupidez,

debilidad, tozudez y propensión a enfermarse. Sin embargo los abipones sienten

profundamente las impresiones de los elementos, las inclemencias del tiempo, y los

dolores que esto les provoca; pero no sucumben ante esas sensaciones. La mayoría

de ellos, sea porque conservan mejor la fuerza por la constitución de su sangre y

sus humores, o de los nervios y articulaciones, sea porque están acostumbrados

desde niños a soportar la dureza de la enfermedad, o bien por el vehemente deseo

de gloria, niegan que algo les duela aunque a veces sientan dolor. Ya trataremos

otros temas de donde se deduzcan el increíble vigor y vivacidad de los abipones.

Ya más arriba recordé que ellos raramente encanecen y quedan calvos.

Envejecen a edad muy avanzada, como las plantas que envejecen siempre verdes.

Cicerón en el libro sobre la vejez hace grandes alabanzas y también admiración a

Masinisa, rey de Mauritania, de noventa años, que cum ingressus iter pedibus fit, in

equum omnino non ascendit: Cum equo, ex equo non descendit. Nullo imbre, nullo

frigore /51 adducitur, ut capile operto sit. – – Exequitur omnia Regis officia, et

munera, etc., (15). El orador romano recelaría de tantos abipones tan viejos como

Masinisa y más vigorosos que él. Apenas daría crédito a sus ojos cuando viera a

viejos casi seculares como adolescentes de doce años subir de un salto a un fogoso

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caballo sin ayuda de estribos; pasar horas enteras bajo un sol ardentísimo, cuando

no días continuados; escalar árboles altos en busca de miel; acostarse en el suelo

bajo el frígido Jove o la lluvia al hacer un viaje; atacar a los enemigos en sus

fortalezas; no rehusar ninguno de los trabajos que ofrecen la caza o la guerra;

conservar todos sus dientes, poseer una increíble agudeza de vista y prontitud de

oído. Yo distinguía a los varones sólo por el número de sus años, no por otra cosa,

porque poseían edad muy floreciente. Miré sin admiración a diario en las colonias

de abipones que viejos jóvenes, a pesar de la edad, contaban todas estas cosas a

numerosos compañeros. Si algún octogenario muere, deploran que haya muerto en

la flor de la edad. Las mujeres viven más que los varones, porque no van a la guerra

y porque, por naturaleza, suelen ser más vivaces. En tierras de los abipones

encontrarás tantas viejas de más de un siglo, que apenas las podrás contar. No

osaría afirmar que todos los pueblos pedestres de Paracuaria tienen la misma

firmeza de cuerpo y vivacidad. Los guaraníes, lules, ysistines, vilelas y otros indios

pedestres sienten las mismas enfermedades de los europeos y la vejez, y la

demuestran con el aspecto del cuerpo. La vida de éstos, como sucede entre todos

los europeos, es a veces más breve, a veces más larga. Encontrarás unos pocos

entre ellos que se acercan al siglo. Sería un trabajo interesante buscar las fuentes

en las que los abipones encuentran tan prolongado vigor. /52

 CAPÍTULO VII

¿POR QUE LOS ABIPONES SON TAN SANOS Y VIVACES? Los abipones deben sus cuerpos llenos de vida a sus padres y a ellos mismos. El

vigor juvenil conservado durante la vida, es heredado por su misma descendencia.

La experiencia enseña que de enfermos y débiles nacen hijos enfermos. Los

abipones en todo el tiempo de su desarrollo desconocen la lascivia, y aunque son

de temperamento ardiente, no se entregan a ningún tipo de libido. Gustan de la

conversación y de los juegos, pero siempre dentro de los límites de la prudencia.

Afirmo con toda seguridad que durante los siete años que viví entre ellos no vi ni oí

nada que tuviera índice de petulancia u obscenidad. Los niños y las niñas, por un

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instinto natural que les es propio, aborrecen las ocasiones y formas de profanar el

pudor. Nunca las verás hablar con aquéllos ni a escondidas ni en público, ni ociosas

en la calle. Tienen sus delicias en ayudar a sus madres ocupadas en la tareas

domésticas. Los adolescentes desean más que nada el diario ejercicio de las armas

y los caballos. A cada uno de ellos conviene aquello de Horacio: Imberbis juvenis,

tandem custode relicto, gaudes equis, canibusque, et aprici gramine campi. (16).

Indios de otros pueblos son a menudo de cuerpo más pequeño, grácil y débil.

Muchos de ellos se marchitan antes de llegar a la adultez; otros envejecen

míseramente sin ser viejos o por un precoz hado se extinguen antes de tiempo. /53

Te diré cuál considero que es la causa. Muchos son endebles porque nacen de

padres endebles. Otros, porque se someten a trabajos pesados, provistos

magramente de comida, vestido y habitación. Otros muchos porque, disipados

desde su primera adolescencia en voluptuosidades obscenas, pierden con la lascivia

el vigor natural. Libidinosa etenim, et intemperans adolescentia effoetum corpus

tradit senectuti, (17), como asegura Cicerón en su libro sobre la vejez. Qué bien

cuadraría a muchos, llevados por una muerte prematura, aquello de un epitafio de

Ovidio en los Fastos I: Nequitia est, quae te non, finit esse senem (18). Las nupcias

aceleradas desde la juventud son la causa por la que otros indios son más

enfermizos o menos saludables y vivaces que los abipones. Estos consideran edad

apropiada para el matrimonio los treinta años más que los veinte; raramente toman

por esposas a mujeres de veinte años. Porque los médicos y los filósofos afirman

que tanto para conservar el vigor como para producir la vida y procrear una prole

más robusta conviene vivir sanamente. ¿Por qué los germanos antiguos fueron tan

sanos, tan altos y de tan larga edad? Oye lo que Tácito dice sobre éstos: Sera

venus, eoque inexhausta pubertas; Nec virgines festinantur. Eadem juventa, similis

proceritas; Pares, validaeque miscentur, ac robora parentum liberi referunt. (19).

Nadie duda que de padres jóvenes nazca una prole no muy robusta. Y como de la

constitución del cuerpo se deduce la del espíritu, como Galeno enseña, no es de

admirar que tales niños sean débiles de entendimiento y de mente embotada. En

este nuestro tiempo belicoso que prefiere entre sus filas a hombres insignes por su

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grandeza, procura tú lector, eliminar las nupcias prematuras. Escucha a Aristóteles

opinando sobre este asunto en el libro 7 sobre política, Capítulo 16: Est

adolescentum conjunctio (verba illius apicem recito) improba ad filiorum

procreationem. In cunctis enim animalibus /54 juveniles partus imperfecti sunt, et

faeminae crebius, quam mares et parva corporis forma gignuntur. Quorcirca

necesse est hoc idem in hominibus provenire. Huius autem conjectura fuerit, quod

in quibuscunque civitatibus consuetudo est adolescentes mares, puellasque

conjugari, in cisdem inutilia, ac pusilla hominum corpora existunt. In partu quoque

laborant magis puellae, ac pereunt plures. Masculorum corpora crescere

impediuntur si adhuc, etc., etc. (20). El romano Egidio, y Alberto Magno probaron

admirablemente esta sentencia del filósofo, y establecieron con sólidos

argumentos, ¡Ah! Cuántas veces padres de noble estirpe y nacidos en noble tierra,

cuando apuraron el matrimonio de sus hijos con el deseo de perpetuar su estirpe, la

vieron extinguirse y lamentaron la falta de hijos y nietos. Si en algún asunto los

padres deben tener en cuenta la edad y las fuerzas de sus hijos, es en esto de

casarlos sin apuro. Esta opinión de los abipones está de acuerdo con el ejemplo de

los antiguos germanos, sobre lo que Julio César escribe en el libro 6, de De Bello

Gallico: Ab parvulis labori, ac duritiae student. Qui diutissime impuberes

permansorunt, maximam inter suos ferunt laudem. Hoc ali staturam, ali vires,

nervosque confirmari putant. Infra annum vero vigesimum foninae notitiam

habuisse, in turpissimis habent rebus (21). ¡Qué lejos están los alemanes de hoy de

aquellos antiguos que pondera César! Pero veamos otros motivos por los que los

abipones se consolidan en firmeza y estatura.

Las madres amamantan a sus hijos con sus propios pechos, no con los ajenos, y

continúan con este oficio de nodrizas casi hasta los tres años. Dicen que en todo

este tiempo se abstienen por completo del marido. Si crees a los médicos, pensarás

que esto es bueno para tener hijos robustos. Pues Galeno en el libro I sobre el

cuidado de la salud, dice: Admoneo, quae /55 lactant proles, ut abomni impuritati

abstineant; hac enim lac noxium efficitur etc, sanguis equidem melior (in

praegnantibus) abit ad nutriendum foetum; Hinc in uberibus lac modicum, et

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noxium remanet (22). Plinio dice de los niños amamantados por una embarazada,

que se alimentan de calostro y de leche esponjosa y coagulada. Para confirmar esto

valga lo que Cinna Catulo refiere en el libro 20 sobre los Cónsules: Cayo Frabricio,

sobresaliente entre todos los varones, fue afligido durante toda su vida por extrañas

enfermedades, ya que había sido amamantado durante cuatro meses por su madre

cuando ésta estaba encinta. Para apartar este peligro de su hijita, le puso una

nodriza para que la cuidara durante tres años. Estas y otras muchas cosas que

vienen al caso, acota Pedro Justinelli en su comentario sobre la Educación de la

Prole.

La misma educación de los abipones es muy apta tanto para formar sus

costumbres como para endurecer sus cuerpos. Pues lo que Quintiliano había escrito

en el Libro I, sobre las Instituciones cabe acá: Aquella educación muelle que

llamamos indulgencia, quiebra los nervios del espíritu y del cuerpo. Diariamente

observamos la veracidad de este acierto. Vemos en verdad a hombres educados

con suavidad, entre delicias y blanduras, languidecer y quebrarse por las más leves

molestias. A otros que crecen en rústicas cabañas, tolerar muy bien las asperezas

de los trabajos, de la guerra y del cielo hasta fortalecerse y robustecerse. Nadie

llamará delicada a la educación de los abipones. Sumergen a los niños apenas

nacidos en el agua fría. Desconocen por completo las cunas, las plumas, los

almohadones, las fajas, los besos y los mimos. Envueltos en una liviana manta de

piel de nutria, los acuestan en cualquier lugar o se arrastran por el suelo como

cualquier niñito de su edad. A veces cuando sus madres hacen un recorrido a

caballo, los colocan en una manta hecha de piel de jabalí, y los llevan colgando

junto con los cacharros, ollas y calabazas. /56 A menudo el marido arranca de los

brazos de la madre al hijito que está mamando y lo sube a su caballo, y lo mira

cabalgar con ojos llenos de placer. Para bañarse, la madre atraviesa un arroyo

apretando, al niño contra su pecho con una mano, mientras usa la otra a modo de

remo. Cuando el niño es un poco mayor, es arrojado al agua para que aprenda a

nadar al mismo tiempo que a caminar. Raramente verás a niños apenas apartados

de los pechos maternos andando por la calle sin arco ni flecha. Son molestados por

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todo tipo de avispas, moscas y alimañas. Les es habitual y grato apuntarles como a

un blanco, como si fuera un preludio de la guerra. Cada día hacen carreras a caballo

por grupos, y juegan a la carrera. ¿Quién dudará que todas estas cosas ayudan

increíblemente a la integridad y fortaleza de los cuerpos? ¡Ojalá las madres

europeas abandonaran los violentos artificios de la naturaleza y los regalos y mimos

que usan para criar a sus hijos! ¡Ojalá moderaran las fajas y lienzos con que ajustan

sus tiernos cuerpecitos como cadenas, y los encierran como en una cárcel! ¡Ah!

nuestra Europa con menos cojos, de piernas torcidas o abiertas, jorobados, enanos,

imbéciles y enfermos.

Los abipones no usan ropa ceñida al cuerpo, sino suelta y larga hasta los talones.

No les molesta ni oprime; los defiende contra las inclemencias del tiempo y sin

embargo no obstaculiza la respiración del cuerpo ni demora la circulación de la

sangre. Porque hay que ver a los europeos que, muchas veces oprimidos en el

cuello, los pies, las manos, y los costados ceñidos con vestidos ajustados por

broches, cinturones y fajas, y rodeando hasta la misma cabeza que adornan con

dijes, trenzas y una cantidad de objetos, sufren real detrimento de /57 la salud.

Tanto los sabios pueblos del oriente como los antiguos germanos prefirieron un tipo

de vestido amplio y flojo, como si por esto tuvieran cuerpos más grandes y vida

más larga. Quien desee un consejo para su incolumidad, como para otras cosas,

considere para sí, al procurarse vestido, aquello: Ne quid nimis. (23). Sin embargo

consideramos que la excesiva transparencia de la ropa, es igualmente perniciosa

para la salud. Los hombres prudentes adecuan su indumentaria a los cambios del

clima, como los navegantes cambian las velas de sus barcos. Los mismos bárbaros

abipones, a la primera brisa fresca, se visten con ropa hecha de piel de nutria, sin

discriminación de sexo ni edad. Este vestido de piel se asemeja algo al que los

sacerdotes usamos para cantar las vísperas en el templo, y es llamado por ellos

nichigerit, porque a nichibege significa nutria.

Galeno, en el Libro sobre la real y libre protección de la salud, afirma: Maximum

esse malum ad sanitatis custodiam quietem nimiam corporis, ac maximum bonum

moderatam, et justam motionem esse. (24). Celso, en el libro I, Capítulo I, está de

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acuerdo con él: Ignavia corpus hebetas, labor firmat; Illa praematurant senectam:

Iste longam adolescentiam redit. (25). Por eso los antiguos romanos usaron

continuamente la palestra, el disco, el salto, la lucha, la carrera, la equitación, el

pugilato, el juego de pelota, la natación y la caza. No te llamará la atención que los

abipones sean atléticamente fuertes y vivan como macrobianos. Están en continuo

movimiento: la equitación y la caza les es habitual; la continua guerra contra las

fieras o los enemigos es la causa de estas correrías. Generalmente atraviesan ríos a

nado, escalan árboles en busca de miel, fabrican con un pequeño cuchillo lanzas,

arcos y flechas, hacen cuerdas de cuero, tejen mantas, y se ocupan de todo /58

aquello que fatigue los pies y las manos. En sus ratos libres organizan carreras cuyo

premio consiste en ceder al vencedor la primera cosa que toque la meta; a menudo

los mismos caballos con que corrieron son el premio de la victoria. También les es

muy familiar otro entretenimiento en el que usan los pies: lo juegan con un palo de

tres palmos de largo, redondeado artísticamente como un báculo, más grueso en

sus extremos y más delgado en el medio. Ellos lo llaman Yüele o Hepiginiancate, y

los españoles, macana; y de algún modo recuerda a la pusaga de los húngaros.

Tiran al blanco ese palo con tal fuerza que a veces se estrella contra el suelo y otras

vuela por el aire, del mismo modo que los niños hacen vibrar piedrecitas por la

superficie del agua. Cincuenta o cien, en una larga fila esperan turno, y cada uno

arroja su palo por vez. El que lo arroja más lejos y en línea recta, lleva el premio y

las alabanzas. Pasan muchas horas entretenidos con este juego, y esta fatiga es de

increíble beneficio para el cuerpo. El uso de dicho madero es frecuente, y también

temible en muchos bárbaros, ya que, es tanto instrumento de juego, como de

guerra para abatir al enemigo o a las fieras. A los abipones no les gusta la vida del

caracol, haragana y ociosa. Así no se corrompen rápida y miserablemente como

otros, que entorpecidos por el ocio siempre se dan a las blanduras, a la mesa, al

juego, y que apenas si se arrastran hasta la calle o el campo. Las mujeres abiponas,

aunque no se dedican a los juegos de los varones ni a los certámenes ecuestres,

ocupadas día y noche en el quehacer doméstico; tienen abundante ocasión de

activar la respiración y de reposar convenientemente. De ahí, el vigor de las madres

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para procrear hijos tan grandes, de aquí /59 su robustez y longevidad. Pues la

opinión de los médicos es que el ejercicio del cuerpo y el frecuente movimiento

favorece el calor natural, y contiene la plétora, expele y disipa los humores viciosos,

da agilidad a las articulaciones, rapidez a los sentidos, promueve la respiración,

afirma los nervios, abre los poros de la piel, ayuda la digestión, fortalece el cuerpo y

el espíritu. Vemos cómo se pudren las aguas estancadas. El aire se torna pesado sin

el impulso de los vientos. La espada, ociosa en la vaina, se cubre de herrumbre. Los

vestidos, abandonados durante un tiempo, se ensucian. La desidia y el ocio cierran

los poros, aumentan el derrame de los humores, traen las enfermedades de las

articulaciones, la epilepsia, la apoplejía, la debilidad de estómago y finalmente el

desgano por la comida, y la indiferencia por la misma vida. Los abipones

desconocen estas calamidades con que los médicos suelen amenazar a los

perezosos, porque no saben de negligencia y de inactividad por holgazanería, a

menos que la juzguen necesaria para reparar las fuerzas.

Tampoco dudé nunca que la comida que ingieren fortalece increíblemente sus

cuerpos y les prolonga la vida más allá de los límites comunes. Considera escrito

para ellos lo que Tácito dijo sobre antiguos germanos: Cibi simplices, agrestia

poma, recens fera, aut lac concretum sine apparatu, sine blandimentis expellunt

famem (26). Se alimentan de carne vacuna o felina asada, raramente hervida. Si el

campo niega fieras a los cazadores, el agua ofrece para saciar su apetito varias

clases de peces, nutrias, patos, lobos marinos, etc. También aceptan como remedio

para su hambre, las aves del cielo de sabor agradable dispersas en las selvas, en la

tierra o en los árboles. Si llegaran a faltarles todas estas cosas, encuentran por

cualquier /60 parte raíces escondidas bajo tierra o agua. Lo más urgente para ellos

es la necesidad de comida. Aprecian tanto la carne de tigre, aunque es de tan feo

olor, que si alguno mata un tigre, lo divide con sus compañeros en pequeñas

porciones para que nadie se vea privado de este suavísimo estimulante del gusto,

como ellos lo valoran. Los médicos se quejan de las nuevas enfermedades que

entraron a Europa con los condimentos traídos del nuevo mundo, y opinan que los

cocineros dañan más la salud de los mortales de lo que nunca podrían favorecerla

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todos los farmacéuticos. Esta queja no es válida para los abipones, pues

desconocen los condimentos y se alimentan con sencillos banquetes. Desdeñan el

vinagre, como también los españoles americanos; en cambio apetecen con gran

avidez la sal – como las cabras – pero raramente la encuentran, porque en sus

tierras no hay salinas. Para suplir esta falta suelen quemar un fruto llamado Vidriera

por los españoles, cuya ceniza tiene algo de la salobridad del cloruro de sodio; con

ella sazonan la carne y las hojas de tabaco trituradas con la saliva de las viejas, que

suelen masticar. Como muchas poblaciones de abipones carecen también de este

fruto con el que reemplazan la sal, usan la mayoría de sus comidas insulsas. Nadie

negará que el uso moderado de este condimento es muy útil para el cuerpo

humano; elimina los humores viciosos y contiene la gangrena. Sin embargo los

médicos afirman que el abuso de este condimento turba la agudeza de la vista,

desgasta los jugos más necesarios, produce la corrosión de la sangre y la infección

de la piel, y obstruye por fin los canales urinarios. Hemos notado en Paracuaria que

los caballos, mulas, vacas y ovejas, engordan con pastos que llevan mezclada la sal

o nitro; pero si ésta falta, muy pronto enflaquecen /61 y quedan magros. Las carnes

condimentadas con sal duran más; pero cuando más abundantemente fueron

saladas, tanto más pronto se pudren por el líquido que arroja la sal al disolverse y

por el calor del sol. Si la carne de vaca es desecada sólo al aire o la de pez al humo

de un fuego algo retirado, sin ponerles ni una pizca de sal, durarán muchos meses

antes de podrirse. Esto lo conocí yo por propia experiencia, como todos los

bárbaros. Cuando volvíamos de Paracuaria a Europa, nuestros mejores víveres

consistían en carne salada y carne desecada. Esta sin sal duró incólume y de buen

sabor después de cuatro meses de navegación; aquélla debió ser arrojada al mar

casi putrefacta. Escucha pues lo que se deduce de esto: los abipones, aunque usan

más rara y escasamente la sal, crecen fuertes y casi todos, viven muchos años.

Porque debemos admitir que la abstinencia de ella ayuda más a la conservación de

los cuerpos que su uso, por mínimo que fuera.

Los principales médicos y filósofos anuncian a viva voz que una dieta moderada

de carne y de bebida es fuente de vejez tardía, firme salud y larga vida. Con estos

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está de acuerdo el poeta Britano: "Si alguien quiere llegar a viejo, use la carne con

moderación, como si fuera una bebida", dice. Dije, más de una vez, que los

abipones son vigorosos, grandes, sanos y longevos. ¿Quién creería que están

también acostumbrados a la dieta? Comen y beben cuánto, cuándo y cuantas veces

les place. No tienen una hora fija para el almuerzo o la cena. Si tienen comida

cerca, comen en cuanto se levantan; cuando salen de cacería comen de ese modo;

no fijan en absoluto sus comidas; y siempre tienen hambre. Cuanto más han

comido, /62 tanto más pronto parece que tienen hambre. Esto es considerado por el

pueblo, entre ellos, como certísimo indicio de salud. Si alguno rechaza la comida

que se le ofrece, es proclamado por los circunstantes como enfermo: La oachin,

Chic rquenne, dicen lamentándose todos: "está enfermo, no come", y por poco lo

declaran moribundo. Los abipones son voraces, y lo mismo que otros americanos se

reponen comiendo carne sin ningún detrimento de salud. Soportan del mismo modo

una larga abstinencia que comida abundante, sin debilitarse. Resisten un camino de

muchos meses sin ninguna provisión; y a menudo no tienen en él suficiente comida,

ya sea porque no encuentran caza, o porque, oprimidos por el enemigo deben

apresurar la marcha día y noche huyendo a un lugar más seguro; o persiguen al

enemigo corriéndolo por la espalda, aunque con el estómago vacío, durante un

tiempo, y siempre están incólumes y alegres, aplacando el hambre con la

conversación. No verás en ellos ningún indicio de turbación de espíritu, ninguna

queja, ninguna preocupación por el ayuno corporal. Pero toleran la abstinencia en

virtud de su habitual voracidad, por la que restauran las fuerzas. La temperancia de

comida y bebida es madre de larga vida, defensa contra las enfermedades, y evita

una muerte rápida. Conocí a muchos santos amantes de la soledad, que con

cotidianos ayunos prolongaron su vida en más de un siglo, acaso vencedores del

más allá, más que si se alimentaran en abundancia. Admiro a estos héroes de Cristo

que han logrado tan larga vejez con pobre alimento, siempre célibes, siempre fijos

en el mismo lugar, sin movimientos ni fatigas más duras. No me sorprende tanta

voracidad unida /63 a tan gran vivacidad en los abipones. Todos los varones,

pueden tanto ayunar como digerir con gran facilidad el alimento para reparar las

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fuerzas perdidas en la carrera, la natación, la caza, la equitación, y el

adiestramiento militar casi cotidiano. Sin embargo, si no se repusieran con

abundante comida, se marchitarían como las flores secadas por el frío y perderían

su vigor. Según creo, nunca hubo mas enfermos por exceso de comida que por falta

de alimentos. Así vemos a menudo que una lampara se extingue mas por falta que

por exceso de aceite; estoy convencido que mueren menos por su voracidad que

por una dieta prolongada. Los acérrimos defensores de la dieta me rechazarían;

pero los sepultureros y los abipones aceptarán mi opinión, lo se. Acá viene al caso

lo que el holandés Cornelio Bontekoe, maestro de medicina en Francfort, sostiene

en sus comentarios para Viadrum: "más perjudica al cuerpo humano la sobriedad

en la comida que la inmoderación, y prepara con mas certeza el camino a la

tumba". De la misma opinión fue Francisco Bacon de Verulamio, que en la historia

de la vida y de la muerte hoja 80, dice: Longaeviores repertisunt saepe numero

Edaces, et Epulones, denique qui liberaliore mensa usi sunt (27). Agua no siempre

muy dulce, nunca de fuente sino de arroyo o laguna y mas tibia o caliente que fría,

es el cotidiano remedio para la sed de los abipones, aunque también los médicos

prefieren el agua de arroyo o de lluvia a la de fuente, como medio de conservar la

salud, porque contiene menos partículas nocivas. Y no permiten en toda su vida que

sus labios prueben el agua fría. Consideran que /64 el agua de nieve o de hielo es

causa de muchas enfermedades. Pero dejemos esto a los médicos. Nunca

encontrarás en territorio abipon nieves, o fuentes de aguas heladas, o canales

subterráneos donde se refrigere. Desconocen por completo el vino de uva

(prensado o cremado de la fruta). Pero, aunque no usan más que el agua para

aplacar la sed, cuando celebran el natalicio de un niño noble, o la muerte de algún

jefe, o un consejo de guerra, o una victoria, se reúnen y toman un vino espeso que

preparan de la miel o de la algarroba; al agriarse, les provoca la ebriedad, pero

bebido con moderación es increíblemente útil para cl cuerpo; pues creen que la

algarroba o la miel silvestre, prolonga la vida y robustece la salud. La miel, llamada

por Plinio el néctar divino, vuelve inmortales a los mortales. Pitágoras, el medico

Antíoco, Demócrito, Thelefo el Gramático y el romano Polión, cuentan que ellos

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llegaron a una extrema vejez porque la comieron y la bebieron; el último llego al

siglo de vida. Preguntándale Cesar Augusto con qué recurso había logrado llegar a

esa edad, le respondió: Melle intus, foris oteo (28). El 14 de febrero de 1770, las

efemérides Vindobonenses anunciaron que en Smoleniz, un lugar de Hungría

sometido a las leyes de Cristóbal Erdodi, había muerto Francisco Wascho, de más

de ciento cuatro años; hasta el ultimo día conservó sus fuerzas y su memoria, de

modo que era capaz de transportar una red llena de maderos. Atribuyeron su

poderosa vejez en primer lugar al uso de la miel, que siempre había comido. Los

abipones suelen beber la miel que abunda en todas las selvas, y poseen tanto vigor

como larga vejez. Pero acaso deban esto también a la algarroba, que /65 beben o

mascan en abundancia, mezclada con agua, como una bebida nativa. Por lo demás,

es de sabor dulce y posee buenas virtudes: restaura las fuerzas perdidas, ayuda a

engordar, limpia las vías respiratorias, evacua rápida y abundantemente lo vejiga

por las propiedades diuréticas, contrarresta con gran eficacia los cálculos, alivia los

dolores nefríticos, y elimina, en fin, muchas de las causas de las enfermedades que

aquejan a los europeos. Yo mismo lo pude experimentar. La extensa Paracuaria no

tiene caballos más robustos y sanos que los que nacen en el territorio de Santiago

del Estero, donde hay abundancia de algarrobas esparcidas por todas las selvas.

Pero conocerás que la algarroba que crece en Paracuaria difiere muchísimo tanto en

tamaño como en propiedades de la africana o española, que son las que se venden

en Alemania, aunque a éstas también se las utilice con frecuencia para usos

medicinales.

A esto se suma el hecho de que los abipones, a no ser que los acobarde un viento

muy frío, se lavan casi todos los días en algún lago o río que encuentren al paso;

también entre los antiguos el uso del baño fue habitual y de mucha utilidad. El baño

abre los poros de la piel y vuelve más fácil la respiración cutánea. Los caballos de

Paracuaria, pese a los óptimos pastajes de que gozan, se consumirían enfermos y

sarnosos si no tuvieran cerca un río o lugar donde pudieran bañarse, por el polvo

que les molesta al pegárseles al cuerpo. Para quitarlo, los caballos europeos son

diligentemente raspados con un /66 estriguil. Algunos prefieren antes que un baño

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frío, que se les corten las venas; pero de este modo la sangre se agota, y con el

baño, se refrescan. Yo diría que los abipones deben a ese baño diario el que se los

vea sanos y longevos, para envidia de muchos. En su historia de la vida y de la

muerte, Francisco Bacon de Verulamio, sostiene esta opinión: Lavatio corporis in

frigida bona ad longitudinem vitae; Usus balneorum tepidorum, malus. Hoja 181

(29). De él mismo es esta sentencia: Vivaciones fere sunt, qui sub dio vivunt, quam

qui sub tecto (30). Los abipones pasan la mayor parte de su vida en el campo

respirando el aire a cielo abierto, cosa tan saludable. Aunque algunas veces viven

bajo esteras, al modo de la campaña, o en chozas fijas, nunca quedan encerrados

allí sin recibir aire de alguna parte. Y no sólo viven teniendo el cielo como techo,

sino que también son sepultados bajo él. Es increíble cómo aborrecen los sepulcros

que se hacen en los templos.

Es propio de los médicos y farmacéuticos procurar todo lo que ayude a conservar

la vida, retardar la muerte, aliviar los dolores y las enfermedades. Cuando vemos

que los abipones desprovistos totalmente de ellos viven largo tiempo y poseen gran

fuerza bélica, es como para creer que la carencia de médicos y farmacéuticos es la

causa por la que estos bárbaros superan a los europeos en vigor y longevidad, ya

que entre ellos hay muchos enfermos y pocos viejos. Laertio, en el libro IV, Cap. 6º,

atestigua que Arcesilao decía esto: Del mismo modo que donde hay muchas leyes

hay muchas trampas, así también donde hay muchos médicos, hay muchas /67

enfermedades. Los médicos de los abipones, sobre los que diré otras cosas, son

viejos, y médicos de bestias, y nunca nacidos para curar enfermedades, sino para

envolverse en fraudes y brujerías con el espléndido nombre de médicos. Nuestros

misioneros que vivieron en las colonias de los chiquitos, superaron a todos los

demás compañeros de Paracuaria por el tiempo que vivieron. Los más llegaron a

una extrema vejez, aunque en mucha distancia no existiera ni la sombra de un

médico, y la misma zona sometida a las anuales inundaciones, de ningún modo

podría ser recomendada por la salubridad del clima o del terreno. Sin embargo el

Provincial, que había de consultar sobre el buen estado de salud de los suyos, había

proyectado enviar a estas colonias de los chiquitos a un hermano laico cirujano que

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se tomaría el trabajo de curar a los Padres, si alguno cayera enfermo. En verdad,

todos los misioneros a una voz consideraban peligroso para ellos este propósito del

Provincial; era evidente que entrarían las enfermedades a sus tierras junto con el

médico; pues sobrevendría la quiebra de la salud tan floreciente hasta entonces con

un uso artificial de los medicamentos. De este modo los demás prolongaron

muchísimo su vida, carente de médicos según la costumbre de los abipones. Lo que

recordé hasta aquí son las cosas externas del vigor, y las raíces de la vivacidad.

Está fuera de toda controversia que la incolumidad del cuerpo, depende en gran

parte de la tranquilidad del espíritu. De aquí que los médicos salernitanos, cuando

sugirieron al Duque Roberto de Normandía, heredero del trono británico, dicen en

primer lugar: Curas tolle graveis (31). Se turbarán las funciones del cerebro, se

debilitará el estómago, las fuerzas, desfallecerán más y más, por un alimento

deficiente, se perderán los mejores humores, si la mente es oprimida /68 por

estados turbulentos, soledad, amor, temor, ira, tristeza. El cuerpo estará sano, si en

él habita un espíritu sano. Nadie admirará que los abipones sean de tan larga vida y

óptimo vigor. Viven olvidados de las cosas pasadas, atentos sólo al presente, muy

raramente angustiados por el futuro. Temen el peligro, pero porque no comprenden

su gravedad; lo desprecian, porque siempre creen que podrán superarlo o evadirlo.

Cuando se anuncia que muchos enemigos están por llegar, muy pronto, a veces,

piensan en una oportuna fuga; otras, mientras esperan con expectación el asalto,

consideran alegres entre cantos, que éstos son un remedio para su debilidad, y el

sepulcro de sus temores. Los agudos cuidados para sobrellevar los asuntos

domésticos, para vestirse o alimentarse, apenas si tienen un lugar entre ellos. No

tienen ninguna cosa mortal por la cual se desespere su amor o deseo; y lo que

tantas veces sucede a los europeos, ellos casi nunca enloquecen. No están

sometidos ni por mucho tiempo ni con vehemencia a ningún afecto. Cultivan su

cuerpo con esta tranquilidad de espíritu, y llegan así hasta la extrema vejez. No

niego que el mismo ambiente en que viven, ni agitado por los rigores del frío ni por

el ardor del sol, es base de su salud; y no la única, pues los españoles y otros indios,

aunque gozan de la misma temperatura, sin embargo no viven lo mismo que los

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abipones. Si los europeos envidian esta longevidad de los abipones, que imiten su

modo de vida. Apacigüen su espíritu con la renuncia de las pasiones vehementes.

Reemplacen los afanes por la quietud, el vino por el agua, el ocio por el

movimiento; moderen el lujo de la comida y del vestido. No se corrompan con

comidas excesivas para excitar el hambre. Usen los médicos y las medicinas con

/69 moderación. Y, en lo que hay de más oportuno para conservar la salud,

aborrezcan las voluptuosidades como si fueran una ruina segurísima, y prefieran

para sí una fresca vejez. Muy poco agradaría ver a adolescentes podridos, como los

frutos, antes de madurar. No lo olvides: los venenos se esconden bajo la dulce miel.

 CAPÍTULO VIII

SOBRE LA RELIGION DE LOS ABIPONES Nulla gens est neque tam inmansueta, neque tam fera, quae non, etiamsi ignoret,

qualem Deum habere deceat, tamen abendum sciat (32), dice Cicerón en el libro I,

de De Legibus. Omnibus innatum est, et in animo quasi sculptum, esse Deos. (33);

afirma él mismo en De Natura Deorum, II, y repite la misma sentencia en I,

Tusculanae Quaestiones, y en I, de Responsis Aruspicum. Haec est summa delicti,

nolle recognoscere (Deum) quem ignorare non possit (34), escribió Tertuliano en la

Apologética contra los gentiles. Los teólogos a una voz niegan que el hombre.en

pleno uso de razón pueda ignorar sin culpa a Dios por mucho tiempo. Yo defendí

esta sentencia acérrimamente cuando enseñé en la Universidad cordobesa de

Tucumán, en el cuadrienio de Teología que comencé en Griego. Pero cuánto me

admiré cuando, trasladado desde allí a las colonias de los abipones, no encontré en

toda la lengua de estos bárbaros una palabra que significara a Dios o de algún

modo /70 a la divinidad. Al introducirlos en la religión, tomaban prestados el

nombre de Dios del español. Así en el catecismo de ellos aparece: Dios, ecnam

caogario, Dios, hacedor de las cosas, porque ncàoé significa hacer.

Nuestro teólogo Peñafiel atestigua la existencia de no pocos indios que

interrogados alguna vez si en toda su vida habían conocido algo sobre Dios,

respondían: Nunquam omnino (35). Los portugueses y españoles que llegaron

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primeros o las costas de América afirman no haber hallado entre los brasileros y

otros bárbaros ningún indicio del conocimiento divino. Lo mismo se ha escrito sobre

los más antiguos groenlandeses. De modo que no será arbitrario aquello de Cicerón

en De Natura Deorum, I: Dari, gents sic immanitate esseratas, apud quas nulla sit

Deorum suspicio. (36). Como escribe Pablo en la I a los Tesalonicenses, Capítulo IV:

Sicut et gentes, quae ignorat Deum (37). Aunque el mismo Apóstol asegura, en la

epístola a los Romanos, Capítulo I, que esta ignorancia de Dios, de ningún modo es

sin culpa ni puede excusarse: Ita ut sint inexcusabiles (38), porque podrían llegar al

conocimiento del Dios creador por la contemplación de las cosas creadas. Si alguien

quisiera hallar alguna excusa, podría decir que los bárbaros americanos son todos

torpes y de ingenio obtuso para todo lo que no ven. Este razonamiento es singular y

peregrino. Nada hay de admirable, en fin, que aquéllos, de la contemplación de las

cosas terrestres y celestes, no aceptaran ni al Dios arquitecto de las cosas, ni

alguna realidad celestial. Viene al caso lo que referiré: Haciendo un recorrido con

catorce abipones, en la margen alta del río de la Plata, conversaba una noche al

fuego sobre esta costumbre. Por todas partes un cielo claro recreaba nuestra vista

con sus estrellas titilantes. /71 Al cacique Ychoálay, el más sagaz de todos los

abipones que conocí, y el más notable en la guerra, agradaba hablar. ¿No ves esta

majestad del cielo, decía yo, y este orden, y esta magnífica fiesta de estrellas?

¿Quién o qué pensaría que esto es fortuito?, le pregunto. El carro se vuelca, como

sabes, si los bueyes no son guiados por alguien. ¿Acaso no es extraño que tantas

bellezas del firmamento existieran por azar; estas carreras y estas vueltas del orbe

celeste, se gobernaran sin la razón de una mente sapientísima, como se cree?

¿Quién te parece que es el autor y moderador de estas cosas? ¿Qué opinarán

nuestros mayores de esto? Padre mío, me respondió Ychoálay, mis abuelos y

antepasados solían mirar la tierra en derredor, solícitos para ver si el campo

ofrecería pasto o agua para los caballos. Pero nunca se atormentaban en absoluto

por saber quién rigiera el cielo, o fuera el arquitecto y rector de las estrellas. El dijo

esto; y en verdad no dudo de que así haya sido. También observé que los abipones,

cuando no captaban un objeto al primer golpe de vista, disgustados por la molestia

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de escudriños, dicen: orqueenam? ¿Qué será esto? Esta expresión es familiar a los

guaraníes: Mbaenipo?, que significa lo mismo. A veces con la frente fruncida,

cuando parecen captar el objeto, agregan: Tupa oiquaà. Deus novit, quid sit? (39).

Como el cerebro de los indios es de tan corto bagaje de entendimiento, y tan

perezoso para razonar, es de admirar que ellos o no sepan o no quieran deducir

otra cosa sobre este asunto. Para que alguien no piense que el desconocimiento del

numen divino es atribuido equivocadamente a algunos bárbaros americanos,

conviene recitar aquí la Bula Apostólica que Pío V, Pontífice celebérrimo por su

conocimiento de las cosas divinas, por su ciencia y santidad, publicó el 29 de abril

de 1568. Escucha sus palabras: Innumerabiles fructus, quos benedicente Domino

Chiristiano orbi societas. Festi, viros /72 sis erarum, praecipue sacrarum scientia,

religio, vita exemplari, morumque sanctimonia conspicuos, multorumque

religiosissimos Praeceptores, ac verbi Divini, etiam apud longinquas, et Barbaras

illas nationes, quae (Nota bene) Deum penitus non noverant, optimos Praedicatores,

et interpretes producendo, felicissime hactenus attulit, et adhuc solicitis studiis

afferre non desistit, animo saepius revolventes nostro – Societatem praefatam,

Nobis, et Apostolicae Sedi apprime charam singulari, Paternoque amore

prosequimur etc. (40). Los europeos que llegaron primero a las provincias

americanas, pintaron con negros colores la estupidez de sus habitantes.

Consideraron que ellos apenas merecían ser contados entre los hombres, que

debían ser tenidos como animales. Como refiere Gomara en la historia de las Indias,

capítulo 217; y Ciriaco Morelli lo atestigua en sus Fastos del Nuevo Mundo. El

hermano Thomás Ortiz, obispo de Santa Marta, dice en cartas enviadas a la Corte

de Madrid: los americanos son necios como jumentos, torpes, fatuos, dementes,

inhábiles para captar las enseñanzas de la religión, faltos de ingenio humano y de

juicio. Avergüenza recordar aquí los monstruosos tipos de crímenes de que se los

acusa. Para obtener crédito a sus cartas las cierra con estas palabras: los hemos

conocido tal cual son, por cuanto hicimos por los americanos. Algunos españoles

afirman que éstos eran tan estúpidos que, aunque adultos, eran niños, no dueños

de razón; que debían ser purificados en la fuente del sagrado bautismo, pero

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eximidos de la carga de la confesión sacerdotal; y quisieron negarles el uso de los

demás sacramentos. Paulo III publicó en junio de 1537 una obra en la que declaraba

públicamente que los americanos eran veri homines, fidei catholicae, et

sacramentorum capaces (41), cuando Bartolomé de las Casas, prelado español y

después obispo, /73 defendió la causa de los indios, porque escuchó entre los

españoles la creencia de que las crueldades de los naturales parecían haber sido

exageradas excesivamente por algunos europeos. El mismo Pontífice Paulo III

resolvió que no se negaría la Eucaristía a los indios. Así en el libro 16, de

Torquemada, en el Capítulo 20, de la Monarquía Indica, el decreto pontificio

comienza: Veritas ipsa (42), y es evidente en Haroldo. No obstante esto: in Peruvio

Indi adulti, jam baptizati, iidemque peccata legitime confessi neque femel singulis

annis, neque vero mortis urgente discrimine communicantur (43). Como dice

Acosta, en el Libro 6, Capítulo 8, en De procuranda Indorum salute. Y no se

consiguió que se impidiera tomar la Eucaristía a los indios, por tres exhortaciones y

conminaciones de los Concilios celebrados en Lima. Lo que se deduce de quejas y

decretos de los sínodos de Lima, la Plata, Arequipa, La Paz y Paracuaria, que se

realizaron en el siglo en curso. Los Párrocos que negaban la Eucaristía a los indios,

alegaban su estupidez, ignorancia, e inventada maldad. El sínodo religioso de La

Paz en 1638, consideró que esta ignorancia de los naturales debía ser atribuida a la

negligencia de los Pastores; pero con trabajo diligente saldrían de las innatas

tinieblas del espíritu y del miserable cieno de sus maldades.

Siento absolutamente lo mismo, conocedor por propia experiencia recogida en los

diez y ocho años que pasé tanto entre los guaraníes como entre los abipones. En

efecto, yo mismo conocí a bárbaros muy salvajes, nacidos en las selvas,

acostumbrados toda su vida a supersticiones, rapiñas, y muerte, brutos e

ignorantes, que sin embargo una vez trasladados a nuestras colonias, por la

cotidiana instrucción y el ejemplo de los más antiguos, abrazaron finalmente con

gran tenacidad y conocimiento las leyes divinas. Y no me admiro. Los elefantes,

perros, caballos, y algunas fieras domesticadas, si se encuentran con maestros

idóneos, ¿qué artes no aprenden? Los diamantes /74 resplandecen con los artificios

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de una mano diligente. Praxíteles, transformó un tronco en Mercurio. Los

americanos son de mente tardía, y débil, pero supliendo la habilidad de los

maestros a la imbecilidad de los discípulos, se forman para toda humanidad y

piedad, como para todo tipo de artes. De qué modo la disciplina agudiza el ingenio

de los indios, hasta cuánto se extienden sus condiciones, lo verías con tus propios

ojos, si lo desearas. Deberías conocer las fundaciones de los guaraníes. En cada una

de ellas encontrarías a indios muy diestros en la fabricación y dominio de los

instrumentos musicales, hábiles pintores, escultores, fabricantes de cofres, artífices

de metales, tejedores, arquitectos, eximios escribas, y otros ¿por qué no?, que

saben dedicarse a toda regla de arte como la relojería o la fabricación de campanas

o franjas de oro. Hubo no pocos, que compusieron libros, y de gran volumen, en

tipos no sólo de su lengua materna, sino también en la latina, habiendo grabado

ellos mismos el cobre. Saben escribir libros a pluma con tal arte, que los europeos

más observadores afirmarían que es obra de un tipógrafo. Los obispos,

gobernadores u otros huéspedes se asombraron de los artífices guaraníes que

vieron u oyeron en sus fundaciones. Si estas artes se ignoran en todas las demás

fundaciones y provincias de América, no debe atribuirse a la estupidez de los indios,

sino a la pereza de los maestros que los instruyen. Nuestras misiones italianas,

belgas o alemanas, obtuvieron de los guaraníes tanto músicos como maestros de

las demás artes admirándose de qué modo increíble los indios son dóciles más allá

de lo esperado. Sin embargo nosotros hemos comprobado esto: los naturales

aprenden más fácil y rápidamente las cosas que ven, que las que oyen; como los

demás mortales, que se educan más rápidamente /75 por los ojos que por los oídos.

Si muestras a un guaraní algo para pintar o esculpir, y se lo pones a la vista como

modelo para que lo ejecute, lo expresará por imitación perfectamente, y obtendrás

una obra con precisión y elegancia. Si falta el modelo, no esperes de él sino

boberías y abortos de arte, por más que le hayas expuesto con toda clase de

palabras tu idea, al respecto. Ni creas que los americanos carecen de fidelidad de

memoria. Logré la antigua costumbre en las fundaciones guaraníes de que el indio

pretor de la ciudad o algún otro maestro entre los principales, repitiera en público,

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en la calle o en el patio de nuestra Casa, el Sermón dicho por el sacerdote en el

púlpito. Todos los demás lo escuchan sin omitir ningún detalle o frase. Tienen

impresa en la memoria la sinfonía que ejecutan dos o tres veces a voz, en

instrumentos o en órganos después de haber fijado los caracteres musicales con la

vista, de tal modo que, si el viento hiciera volar la partitura, no la necesitarían.

Parece así probarse que los americanos no tienen tan poca pobreza de ingenio,

como muchos escritores le atribuyeron indebidamente. Sin embargo, no niego que

en otros pueblos hay algunos más sagaces; yo he observado en Paracuaria que las

tribus de indios jinetes aventajan en vigor tanto físico como mental a los pedestres.

Los abipones dieron muestras de su perspicacia cuando en guerra continuada de

muchos años combatieron tantas veces a los españoles con astucia, ya eludiendo,

ya oprimiendo con insidias, no sin grandes estragos. De esto hablaré en otro lugar.

Pero por el ingenio con que realizan impune y prósperamente las expediciones

militares, parece que de ningún modo debía serles excusado el desconocimiento de

Dios, de tal modo que no conocen ni /76 siquiera su nombre, cuando abundan en

vocablos para significar todas las demás cosas. De aquí infiere el teólogo que la

facultad de comprensión de los abipones no se circunscribiría a límites tan

estrechos que no pudieran conocer o sospechar la existencia de un Dios Creador y

Rector del universo, partiendo de las cosas creadas que tienen a la vista. ¿Quis est

tam vecors – dice Cicerón en las respuestas de Arúspices – qui aut quum, suspexit

in coelum, Deos esse non sentiat? (44). El en otro tiempo ferocísimo pueblo de los

guaraníes, conoció al Numen Supremo y lo llamó en lengua nativa Tupâ. Este

vocablo se compone de dos partículas: Tû, significa admirador, y Pâ, interrogador.

Impresionados por un cielo tormentoso, solían exclamar con miedo: Tupâ. De tal

modo que, del fragor del trueno y de los rayos, de raros poderes, comenzarían a

respetar la majestad y extraño poder del Numen; y parecerían confirmar de algún

modo la sentencia de Papinio, que no debe ser aprobada: Primus in orbe Deos fecit

timor (45). También los mismos romanos llamaron a Júpiter, su máximo dios, el

Tonante.

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Había dicho que los abipones debían ser elogiados por su ingenio y fortaleza de

espíritu. En verdad me avergüenzo de esta excesiva alabanza. Canto la Palinodia:

Los proclamo carentes de mente, delirantes e insanos. ¡He aquí mi argumento de su

locura! Ignoran a Dios y al nombre de Dios. Llaman con gran complacencia al mal

espíritu Aharaigichî, o Queevèt, y a su antepasado Groaperikie. Proclaman que éste

es tan antepasado suyo como de los españoles, con esta diferencia: de que en el de

éstos los vestidos son espléndidos, de oro y plata; en el suyo en verdad lo

excusarían de magnificencia por el nombre de sus herederos. Consideran sin

embargo, que ellos son más intrépidos y valientes que cualquier español. Si te place

preguntarles: qué fue en otro tiempo aquel antepasado, en qué consistía, te dirán

llanamente que lo ignoran. Si /77 insistes otra vez, te dicen que este su antepasado

es semejante a cualquier indio de los que viven. ¡Cuán vacía y absurda es su

teología! Adoran lo que desconocen, al modo de los atenienses, que habían

levantado un altar al Dios desconocido. Los abipones se jactan de ser nietos de un

demonio, como los primitivos galos se decían hijos de él. Escucha a Julio César, que

lo afirma en el Libro VI de De Bello Gallico: Galli se omnes ab Dite patre prognatos

praedicant: ldque a Druidibus proditum dicunt (46). Los latinos llamaron Ditem a

Plutón, dios de los infiernos. Los abipones creen que las Pléyades, grupo de siete

estrellas, son la imagen de su abuelo. Cuando éstas alguna vez no se ven en el cielo

de América meridional, creen que su ascendiente está enfermo y que va a morir,

por lo que temen un año malo. Pero cuando a principio de mayo estas estrellas se

ven otra vez, piensan que su antepasado se ha repuesto de la enfermedad, y

saludan su reaparición con clamores festivos y con alegres sonidos de flautas y

cuernos de guerra, y se alegran de que haya recuperado la salud. ¡Quemen naacbic

latenc! ¿layàm navichi enà? ¡Ta Yegàm! Layamini. ¡Cuántas gracias te debemos!

¿volviste por fin acá? ¡Eh! ¡Te estableciste felizmente! De este modo manifiestan su

alegría o estupidez, y llenan el lugar con sus voces. Al día siguiente todos corren a

buscar la miel con la que preparan una bebida. Tan pronto como está lista, de todas

partes se reúnen en público testimonio de gran alegría a la caída del sol. Los

abipones casados pasan la noche sentados en el suelo, sobre una piel de tigre,

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bebiendo. Las mujeres circunstantes, cantando con voz ululante, y el grupo restante

de los célibes riendo y aplaudiendo, mientras brillan teas aquí y allá para

calentarse. Alguna hechicera maestra de ceremonias, dirige a intervalos la danza.

Da vuelta en la mano, como un juguete, una calabaza llena de semillas muy duras

para dirigir a los músicos; y a la /78 par salta en el mismo lugar alternando el pie

derecho con el izquierdo. El horrible rugido de las trompetas y clarines militares,

reemplaza de igual modo esta tan absurda danza de la frenética mujer, a la que los

espectadores circunstantes aplauden vociferando, acercando la mano a los labios.

Sin embargo, nunca observarás nada en estas cosas que tenga signo lascivo o de

descaro. Los varones se acercan con decencia a las mujeres, los niños a las niñas.

Consideran tales tonterías del pueblo que se regocija, como una función sagrada

por el restablecimiento de su antepasado. Esta supersticiosa fiesta fue desterrada

por nosotros, no sin gran trabajo, sobre todo entre los abipones Nakaigetergehes.

Aquella saltarina sacerdotisa de la ridícula fiesta, como muestra de singular

benevolencia, fricciona alguna vez con su calabaza las pantorrillas de los varones, y

los insta en nombre de su abuelo a que igualen su rapidez en la cacería de fieras y

enemigos. Pero al mismo tiempo son consagrados por ella, con grandes ritos,

nuevos hechiceros cuantos haya considerado aptos para este oficio. Ya debe

tratarse abundantemente sobre esta tan insana raza de hombres. /79

 CAPÍTULO IX

SOBRE LOS MAGOS DE LOS ABIPONES, LOS HECHICEROS Y LOS ANCIANOS

 El ridículo desecho de los hechiceros, aunque tramado con fraudes y engaños,

tiene entre los abipones la misma autoridad y veneración que la que dicen que

tuvieron en otro tiempo los magos entre los persas, los astrólogos entre los asirios,

los filósofos entre los griegos, los profetas entre los hebreos, los brahamanes entre

los indios de Oriente, los arúspices entre los ítalos, los antiguos druídas entre los

galos. Si mal no recuerdo, no hay pueblo en Paracuaria que no los tenga; así como

los latinos tienen magos, los españoles hechiceros, los alemanes Zauberer o

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Hexenmeister, los indios guaraníes tiene los abá paye, los Payaquas, Pay; los

abipones los llaman con el nombre del diablo: Keebèt, o artífices del diablo; porque

creen que han recibido del espíritu maligno, al que consideran su abuelo, el poder

de realizar actos sobrehumanos. Estos taimados, de cualquier sexo que sean,

sostienen que con sus artes pueden hacer y conocer cualquier cosa. No hay bárbaro

que no crea en sus hechiceros; que el poder de estos pueden acarrearles la muerte

o la enfermedad, curarlos, predecir las cosas futuras o lejanas, atraer las lluvias, el

granizo y las tempestades; /80 las sombras de los muertos y consultarles sobre las

cosas ocultas; adoptar forma de tigre, tomar impunemente en la mano cualquier

tipo de serpiente, etc. Se imaginan que estas habilidades les fueron otorgadas por

el demonio, su abuelo, no adquiridas con artes humanas. Los que aspiran a este

oficio de hechiceros, dicen que se sientan en un viejo sauce inclinado sobre algún

lago, guardando una prolongada abstinencia durante varios días, hasta que notan

que comienzan a prever en su espíritu las cosas futuras. Esto lo supe por personas

entendidas; pero siempre me pareció más bien que estos bribones, por la dieta

prolongada, se quedan imbéciles y sufren un cambio en el cerebro, deliran

creyendo que saben más que el resto del vulgo, y se hacen valer como magos.

Primero se engañan a sí mismos, y después engañan a los demás. Pero no difieren

en nada de los otros, a no ser por su arte para engañar y tramar fraudes. Y en

verdad, que esto no les da ningún trabajo con esos rudos crédulos que enseguida

atribuyen a poderes mágicos y consideran un prodigio cualquier cosa que no hayan

visto antes.

En cierta oportunidad, estaba yo arreglando unas rosas de lino para adornar el

templo; los indios me miraban ávidamente, admirados por la imitación de la

naturaleza, y exclamaban: el Padre o es mago, o nacido de madre profética. Un

europeo, laico nuestro, se hallaba tallando una vez en madera no sé qué cosa con

gran habilidad y rapidez, y todos lo celebraban como al más grande mago, porque

nunca habían visto hasta entonces ni un torno ni ninguna cosa cincelada. Cualquier

obra de pirotecnia, neumática, o experimento de óptica, que entre los europeos son

conocidos y cotidianos, son tomadas entre ellos como rotundas pruebas de magia.

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Esto es confirmado por /81 el hecho de que los brasileros llaman a sus magos

Caraybà o Paye, por la virtud de hacer milagros; y dieron ese nombre a los

europeos a su llegada, porque se admiraban de las cosas que éstos hacían;

desconocidas para ellos, y que las creían sobrehumanas. Los guaraníes, cuya

lengua es muy distinta a la brasilera, llaman a los españoles y europeos, Caray.

Estos embaucadores saben usar en provecho propio la simplicidad del pueblo

rudo, y se jactan de ser vicarios e intérpretes del demonio, su abuelo; intérpretes

del futuro, mistagogos, artífices de la enfermedad y, si lo desean, vencedores,

adivinos, dominadores de todos los elementos, y cuando se les ocurre persuaden a

los crédulos de cualquier cosa. Están prontos para las mil artes del engaño. A veces,

enterados en secreto de que el enemigo se dispone a atacarlos, presentan a sus

compañeros esta noticia como recibida del gran Apolo, o descubierta por su abuelo.

Así, lo que han sabido por conjeturas, por aviso clandestino o por propia

investigación, lo predicen con gran ostentación como cosa del futuro, y son

recibidos como inflamados por espíritu mágico con oídos atentos. Si los hechos

llegan a no confirmar el vaticinio, no faltan excusas con que salvaguardar su

autoridad. De pronto anuncian a media noche, con silbidos y flauta, que el enemigo

se acerca; todos los hombres, confiados en la fe de sus hechiceros, corren a las

armas; las mujeres se refugian con sus hijos en los lugares más seguros. A menudo,

pasan horas y noches enteras, pero no aparece ningún enemigo, ni siquiera una

mosca. Las mujeres temiendo la muerte; los hombres, amenazando con la muerte a

sus enemigos. Pero para que no sufra detrimento la fe en los vaticinios o la

autoridad del vate, afirman sonrientes /82 que el demonio, su abuelo, ha impedido

el ataque. A veces sucede que inopinadamente llega otra falange de enemigos, que

el insigne hechicero no había presentido ni preanunciado como peligro de agresión.

Oportunamente me viene a la memoria esta anécdota: un atardecer se me acercó

corriendo un abipón adolescente trayendo un freno de hierro, un hacha, y no sé qué

otras bagatelas como sus tesoros para que los guardara en el templo. Le pregunto

la causa de esto; me responde que los enemigos han de llegar esa noche, y afirma

que su madre, una hechicera de fama reconocida, se lo había preanunciado; porque

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cada vez que el enemigo se acerca le pica el brazo izquierdo. ¡Oh!, le respondí,

atribúyelo a las pulgas, buen niño; yo sé esto por experiencia propia: de noche y de

día las pulgas me pican insolentemente el brazo derecho y el izquierdo, cuando no

otras partes; si esto fuera indicio de enemigos, no tendríamos ningún día ni ninguna

noche sin escaramuzas. Pero mi respuesta fue en vano; pues divulgándose el rumor

sobre el presagio de la vieja por toda la colonia, hubo gran turbación durante toda

la noche. Sin embargo, como otras tantísimas veces, no hubo ningún indicio ni

rastro del enemigo.

Los abipones, ya sea por deseo de gloria o de botín, andan siempre presintiendo

las maquinaciones de los otros contra ellos, como en otros pueblos se trama la

guerra. Como tan ardientemente quieren velar por su seguridad, aquello les resulta

fácil, porque en cualquier motivo útil encuentran peligro: un leve rumor, un humo

divisado a lo lejos, señales desconocidas en algún camino, el intempestivo ladrido

de algún perro, les ofrecen sospechas sobre la inminencia del enemigo mientras

temen la venganza una vez producido el estrago /83 entre los de afuera. Para

tranquilizar y preparar los ánimos, se encomienda a las hechiceras la tarea de

consultar, de acuerdo a la costumbre del demonio su abuelo, sobre, lo que hay que

temer y hacer. A primera hora de la noche se reúne en la choza más grande el coro

de viejas; la principal entre ellas, más venerable por las arrugas y canas, con dos

grandes timbales, y con intervalo de cuatro tonos que llaman arpeggio (47), los

pulsa produciendo disonancias, y lanzando un mugido terrible; y, con aquel rito de

lamentarse con gritos estridentes, no sé qué profecía pronuncia sin ton ni son. Las

mujeres presentes, con los cabellos esparcidos por la espalda y desnudo el pecho,

agitan en las manos unas calabazas haciéndolas sonar, y con voz ululante cantan

conocidos cantos fúnebres, a los que acompañan con continuo movimiento de pies

y brazos. Pero otras timbaleras vuelven a esta música infernal intolerable a los

oídos, porque agitan unas ollas cubiertas con pieles de gamos y ciervos, que hacen

sonar con unos bastoncitos muy finos. Este desordenado y tumultuoso vocerío,

podría parecer más a propósito para aterrorizar y ahuyentar al demonio que para

consultarlo y llamarlo. En eso llega la noche. Al amanecer, de todas partes

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concurren a la choza de las viejas como al oráculo de Delfos. Uno por uno entregan

a las cantoras regalos. Todos preguntan con avidez cuáles fueron las predicciones

de su abuelo. Las respuestas de las viejas siempre son ambiguas y de doble

sentido, de modo que con cualquier cosa que sobrevenga, parezca que han

predicho la verdad. Una vez fue consultado el demonio en distintas chozas por

distintas mujeres. Estas aseguraban pertinazmente que el enemigo llegaría al

amanecer; aquéllas lo negaban obstinadamente. Sobrevino /84 una cruenta riña por

la opinión de aquellas mujeres y sus oráculos: Se pasó de las palabras a los hechos;

no es raro que la discusión termine con puños, uñas y pies. A veces, cuando más

acerbo es el deseo de conocer el futuro, o más los urge la evidencia de un peligro

amenazante, ordenan a alguno de los hechiceros que convoque la sombra de un

muerto y que les descubra al instante de qué los amenazan los hados. Una

promiscua multitud de toda edad y sexo rodea la tienda del adivino. El hechicero se

oculta tras un cuero de vaca a modo de cortina. Con un murmullo por momentos

lúgubre y por momentos imperioso, pronuncia oráculos arbitrarios, y proclama por

fin que el espíritu de éste o aquél (al que el pueblo quiso invocar), se ha hecho

presente. Le interroga una y otra vez sobre sucesos futuros; y cambiando

súbitamente la voz, responde lo que le parece propicio al caso. No hay uno solo

entre los presentes que ose dudar de la presencia de la sombra o de la veracidad

de la predicción. Algún abipón noble entre los suyos e inteligente, me aseguraba

con gran ardor que él había visto con sus propios ojos el alma de una india cuyo

marido, Acaloraikin, vivía entonces en nuestra colonia. Para convencerme, me la

describió con vívidos y ridículos colores. También muchos españoles que pasan toda

su vida cautivos entre los abipones desde niños, están convencidos que los manes

se hacen visibles por el nigromántico llamado de los hechiceros para responder a

sus preguntas, sin que intervenga en este asunto ningún engaño. Quien, aunque

muy prudente, preste fe a estas tonterías, es siempre engañado, tanto como se

engaña a sí mismo. /85

De esta costumbre bárbara de evocar a los muertos, se deduce que ellos creen en

la inmortalidad de los individuos, como se ha colegido también de los ritos y dichos

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de otros. Así suelen colocar en la tumba de los muertos ollas, ropas, armas, o

caballos atados, para que no les falte nada de aquello que pertenece al uso diario

de la vida. Creen que los pichones de patos llamados por los abipones Ruilili, quo

vuelan de noche en bandadas con un triste silbido, son las almas de los difuntos; y

llaman a los manes, espíritus o espectros, mehelenkackiè. En la colonia de San

Jerónimo, un español encargado de una finca, Rafael de los Ríos, fue muerto

cruelmente por unos bárbaros que lo atacaron por sorpresa en su choza; yo lo

recuerdo. Unos meses después se me presenta un abipón catecúmeno y me

pregunta si todos los españoles que mueren son recibidos enseguida en el cielo.

Como un compañero mío le respondiera que esta felicidad la obtienen sólo quienes

terminan su vida con una piadosa muerte, el abipón repuso: estoy totalmente de

acuerdo; parece que aquel español Rafael, muerto hace poco, no subió al cielo

todavía; nuestros hombres lo encuentran casi todas las noches recorriendo el

campo a caballo y silbando tristemente. Desde entonces pude afirmar

categóricamente lo que hasta el momento no fuera más que conjetura o

imaginación: estos bárbaros creen que las almas sobreviven a la muerte; aunque

ignoran por completo a dónde van o qué suerte corren. En otros pueblos de

Paracuaria existe esta creencia sobre la inmortalidad de las almas. Los patagones y

otros que viven en las tierras magallánicas, están convencidos que las almas de los

muertos viven en tiendas bajo tierra. Esta disgresión desde los hechiceros hasta la

inmortalidad del alma /86 debe serme perdonada, pues precisamente pertenece a

la religión de los abipones, de la que tratamos aquí.

Con todas las cosas que conté sobre los hechiceros, ¿quién no comprendería que

su ciencia y todas sus artes están determinadas por el engaño, la astucia y el

fraude?; sin embargo los bárbaros los siguen con fe y obediencia prestísima

mientras viven, y los veneran como divinos después de muertos. Cuando emigran,

llevan sus huesos de mano en mano, como honorífica prenda sagrada. Siempre que

los abipones ven brillar un meteoro, – que en América, con cielo seco, son muy

frecuentes –, o tronar dos o tres veces, como un trueno de guerra, creen que uno de

sus hechiceros descendió en algún lugar, y los muy tontos piensan que su muerte

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es celebrada con ese fulgor y con ese trueno. Si salen de correría para guerrear o

cazar, se les suma alguno de estos ladinos como compañero de viaje; y suelen estar

pendientes de sus palabras, porque opinan que es conocedor y preanunciador de

las cosas que puedan conducirlos a la felicidad de la expedición. Les enseñan el

lugar, el tiempo y el modo de atacar a las fieras o al enemigo. Si se presenta una

batalla, da vueltas a caballo alrededor del frente de batalla de los suyos, azota el

aire con una rama de palmera; y con rostro torvo, ojos amenazantes y gesticulación

simulada, maldice a los enemigos. Creen que esta ceremonia es lo más oportuno

para lograr el éxito. En pago de su trabajo se le adjudica la mejor parte del botín. Yo

vi que estos embaucadores se apoderaban de los caballos más rápidos o de los

mejores utensilios, aunque no me admiró. Obtienen del crédulo pueblo cuanto

quieren, sin que nadie se atreva a darles la repulsa. Todos los honran en gran

manera, pero más los /87 temen. Consideran nefasto tanto contradecir sus

sentencias como oponerse a sus mandatos, por temor a la venganza. Si alguien

resulta hostil a un hechicero, éste lo cita a su casa, y lo ve someterse sin vacilación.

Le imputa alguna injuria o quizás una culpa imaginaria y le ordena un castigo en

nombre de su abuelo. Le hace desnudarse el pecho y la espalda y lo frota

fuertemente por todas partes con una agudísima mandíbula de pescado, (que los

españoles llaman palometa), desgarrándolo. El pobre infeliz no osa levantarse aún

cuando le mane sangre, considerando un beneficio que se le permita retirarse con

vida.

A menudo amenaza a todos sus compañeros con que se transformará en tigre y

que allí mismo los despedazará a todos juntos. En cuanto comienza a imitar el

rugido del tigre, los vecinos se dispersan con increíble desorden; pero quedan

escuchando a lo lejos las voces fingidas. ¡Oh! ¡Comienzan a brotarle por todo el

cuerpo manchas de tigre! ¡Oh! ¡Ya le crecen las uñas!, exclaman atónitas y con

temor las mujeres, aunque no pueden ver al embaucador, que se esconde en su

tugurio; pero aquel pavor frenético trae a sus ojos cosas que nunca existieron.

Quienes a menudo se habían reído de las cosas que deben ser temidas, sienten

ahora temor hacia aquella de las que debieran reírse. Yo les decía: vosotros que

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diariamente matáis sin miedo tigres verdaderos en el campo, ¿Por qué os espantáis

como mujeres por un imaginario tigre en la ciudad? Sonrientes, me contestaron:

vosotros, Padre, no comprendéis nuestras cosas. A los tigres del campo no les

tememos y los matamos, porque los vemos; tememos a los tigres /88 artificiales

porque no podemos ni verlos ni matarlos. Pero, – yo les rebato la fútil excusa – si no

puedes ver al falso tigre que este embustero finge para atemorizarte, ¿Con qué

juicio, te pregunto, conociste las manchas y las uñas? Pero no hay discusión con

ellos, adheridos a la opinión de sus mayores, y pertinaces ante todo razonamiento.

Una atroz tempestad cae sobre la tierra, cargada de rayos, de terribles granizos, de

fuerte lluvia y de vientos; todos afirman a una voz que la tempestad ha sido

suscitada por algún hechicero que produjo con sus artificios el granizo, el viento y la

inundación. Sin embargo suele haber discusión por una misma tempestad; pues dos

hechiceros gritan a la vez que han sido autores de la tormenta. Escucha un

acontecimiento del que no puedo acordarme sin risa: una noche de enero cayó una

fuerte lluvia, y precipitándose desde la colina vecina, casi había sumergido bajo el

agua a la colonia de San Jerónimo. Las aguas irrumpieron con gran fuerza en mi

choza, entraron por la puerta que era de cuero, la rompieron y arrastraron; al no

encontrar otra salida, se acumularon allí hasta una altura de cinco pies. Yo, que

dormía, me desperté con el estrépito, y saqué la mano de la cama para averiguar la

altura del agua. Si la pared no hubiera sido perforada permitiendo su salida, hubiera

tenido que nadar, o morir ahogado. La misma suerte cupo a los abipones que tenían

sus chozas en el declive del suelo. He ahí que al día siguiente corrió el rumor de que

una hechicera, no sé quién, enojada contra alguno, había querido sumergir a todos

los compañeros en una inundación; pero que otro había repelido con sus artes a las

nubes, y conteniendo la lluvia había salvado a la /89 ciudad. En verdad ocurre lo

mismo entre los europeos: tantas cabezas, tantas opiniones. Aquella terrible lluvia

no había tocado los campos, donde Pariekaikin, jefe de los hechiceros abipones por

aquel tiempo, consumía ávidamente el agua que tanto necesitaban otros, después

de la prolongada sequía. Este declaró que el Padre José Brigniel, un compañero mío,

había sido el autor de aquella lluvia para provecho de la ciudad donde él mismo,

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Pariekaikin, no había querido vivir; entonces el Padre había doblegado las nubes

con sus artes por el deseo de venganza, para que ni una gota tocara el lugar donde

el hechicero vivía; no dudaron en agregar a este Padre en la lista de hechiceros.

Cuando tratemos de las enfermedades, ya verás de qué modo los hechiceros

conminan a las enfermedades para ahuyentar los dolores mediante sus engaños.

Es común a los hechiceros americanos trabar comercio con el espíritu maligno y

coloquiar con él. No sólo convencen de ello a los rudos bárbaros, sino que también

comenzaban a convencer a algunos escritores europeos. Yo, que aprendí todo esto

en largos años de convivencia con ellos, nunca llegue a convencerme de tales

cosas; nunca me cupo la menor duda de que no podían conocer ni hacer nada que

superara las fuerzas humanas. Convencido de que si algún poder tuvieran me

harían daño, muchas veces los provoqué a propósito. En otras oportunidades, con

muestras de amistad y halago seguimos sus ceremonias con vistas a lograr un bien

mayor, para que finalmente abrazaran la religión; porque pensamos que si ellos nos

seguían, todos los demás imitarían su ejemplo. Pero fue como lavar a un negro.

Pues estos inútiles bípedos, para no /90 perder delante del pueblo su autoridad ni

verse privados de su oficio lucrativo, no movían ni un dedo; no omitiendo ningún

engaño para apartar a los suyos de la entrada del templo, de las enseñanzas del

sacerdote y del Santo Bautismo. Los amenazaban continuamente con mil muertes,

con seguros perjuicios y con la ruina de todo el pueblo. Y esto no me admira, ni

ellos crearon la costumbre. Conocimos en toda América a hechiceros que vienen de

varias generaciones llenos de superstición, que fueron el principal obstáculo a la ley

cristiana, perturbadores de la libertad y del progreso. ¡Cuánto luchó, Dios mío, con

éstos el Padre Antonio Ruiz de Montoya, esclarecido apóstol del pueblo guaraní!

Llevó a infinidad de bárbaros a la religión cristiana y a las colonias, cuando logró

reprimir a los hechiceros que aún quedaban; y ordenó cremar públicamente los

huesos de los muertos, que por todas partes eran celebrados con grandes honores.

Cumplió su tarea entre los indios sin haber sido abolidos ni eliminados estos

parásitos (permítaseme hablar con Plauto). Esto lo sé por propio conocimiento. La

ciudad de San Joaquín, que poseía dos mil neófitos guaraníes ytatines, florecía no

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sólo en la alabanza de la santa religión, sino también en ubérrimos frutos de sincera

piedad. Como la serpiente entre la hierba, o como la cizaña que se esconde en los

vastísimos campos, así un indio viejo cumplía a escondidas la función de hechicero

y se hacía tener por adivino por algunas mujerzuelas; y mientras se fingía su

médico y su profeta, hacía cosas deshonestas. El cacique de la ciudad, Ignacio

Paranderi, un varón muy virtuoso, me descubrió estas cosas. Pensé que el viejo ya

había sido advertido por él en privado, pero en vano; debía ahora ser reprimido

abiertamente /91 y dársele una buena lección a su vieja dolencia. Con un grupo de

los mejores indios me acerco a su casa. Y en asunto de tanta anta importancia,

imito la lengua de Tulio, cuando en otro tiempo imprecó a Catilina. ¿Hasta cuándo,

dije, mentirás a los cristianos, infeliz viejo, y con tus nefastas artes osarás

quebrantar la integridad de tus compañeros con sucias costumbres? Casi veinte

años viviste en la escuela de Cristo. ¿No temes urdir con este rito bárbaro cosas

muy ajenas a las leyes cristianas? Sí, tienes el nombre del tigre (se llamaba

yaguareté); y destrozas a las ovejas de Cristo con tus falacias y obscenidades. ¡La

extrema vejez te llevó al término de tu vida! ¡Oh! ¡Qué trágica muerte, si no

vuelves en ti, qué funesta muerte te aguarda acaso! Me avergüenzas, buen viejo,

pero también me das lástima. Este que ves muerto en la Cruz por tu amor (le

mostré una imagen del Salvador) te vengará a ti, simulador, que caerás en los

abismos estigios. Sé lo que aparentas, o aparenta lo que eres. Compórtate de

acuerdo a ley divina; y si las bárbaras supersticiones están firmemente fijadas con

profundas raíces en tu ánimo, quítate a lo lejos, vuelve a las selvas, a los escondites

de fieras donde viste la primera luz, para que no corrompas con tu ejemplo a los

demás compañeros que se dieron a Dios y a la virtud. Vamos, pórtate bien; pon fin

a tu vida anterior, y quita las manchas de la ignominia con la penitencia y la

inocencia de las costumbres. Amigo, si no obedeces cuando te lo advierto, muy mal

te cuidarás; y no quedarás impune al final. Como supe las cosas supersticiosas y

obscenas que tú hiciste, ya sabrás que yo ordenaré, y el pueblo lo aplaudirá, que

seas conducido alrededor de las calles y que un grupo de niños te cubra con

estiércol. De esto estoy /92 seguro: toleras que se te adore por tus actos divinos

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que locamente osas arrogarte, y que se te ofrezca incienso. Con esta conminación

dejé al pestilente viejo decrépito no sólo conmovido, sino también, si no me

equivoco, corregido, convenciendo a todos los buenos con la admirable severidad

de mi discurso. En lo sucesivo no hubo ninguna queja contra él, ni sospecha,

aunque lo vigilé en todas sus cosas, con ojo avizor. Me pareció que el ejemplo de

este falaz debía ser puesto al final; en primer lugar para que veas cómo el residuo

de los hechiceros es el principal obstáculo de la religión, y azote de los buenos en

América; después para que sepas que no fue tolerado por los misioneros, todo lo

que impidiera la pureza de la religión, siempre que pudiera ser eliminado y

prohibido sin mayor ruina y detrimento del cristianismo. Lo que prudentemente no

puede ser corregido, debe ser sobrellevado. Hay que dedicarse lentamente a la

corrección de las costumbres y errores de estos feroces bárbaros, a ejemplo del

padre de familia del Evangelio que no quiso que arrancaran la cizaña del campo,

temiendo que junto con ella fuera arrancado el tierno trigo. Si quieres doblegar

importunamente un vidrio, lo quebrarás. Los que, irreflexivos por la ira o agitados

por un intempestivo deseo de piedad aturden a los bárbaros novicios, pierden toda

esperanza de triunfo.

Como los hechiceros cumplen no sólo función de médicos y profetas, sino también

de maestros de la superstición, y cómo llenan los rudos espíritus de los abipones

con absurdas opiniones, quiero anotar unas pocas entre las muchas creencias que

ellos tienen: sostienen que son inmortales, y que ninguno de su raza hubiera

muerto si los españoles no hubieran desterrado de América a los hechiceros. Suelen

atribuir el comienzo de la muerte a las artes maléficas de los españoles, a las cañas

/93 que vomitaban fuego, o a otras causas diversas. Uno muere atravesado por

heridas, con los huesos rotos, con las fuerzas exhaustas o por la extrema vejez;

todos negarán que la muerte fue provocada por las heridas o la debilidad del

cuerpo. Indagarán con diligencia por arte de qué hechicero habrá muerto, o por qué

otro motivo. Como recuerdan que la mayoría de los suyos han vivido más de un

siglo, se hacen la ilusión de que vivirán siempre, si los hechiceros se alejan del

español, único y habitual instrumento de muerte. ¡Cuánto deliran los americanos

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sobre el eclipse de sol y de luna! Cuando se prolonga por un rato, se oyen los

miserables lamentos de los abipones. Tayretà, ¡Oh, pobrecita!, exclaman del mismo

modo al sol y a la luna. Siempre temen que el planeta obscurecido se extinga

totalmente. Lo mismo nos decían a nosotros: Te suplico, Padre mío, que el Creador

de todas las cosas no permita. que se acabe esta luz tan necesaria para nosotros.

Da risa la creencia de los indios chiquitos que sostienen que el sol y la luna son

despedazados por los perros, a los que creen salidos del aire; porque ven que

cuando aquéllos faltan, se entienden las tinieblas; les parece que el color rojizo del

sol y la luna, se debe a las mordeduras de dichos animales. Y para matarlos arrojan

al cielo, vociferando, una granizada de flechas. Los indios peruanos, más cultos que

otros, carecen de juicio propio, ya que creen que el sol se obscurece porque está

enojado, y les da la espalda porque los considera reos de algún crimen; por eso ven

en el eclipse el índice de alguna calamidad con la que pronto van a ser castigados.

Cuando la luna se cubre, es porque está enferma; y cuando se demora, temen que

todos los habitantes sean oprimidos por ese vasto cadáver que cae sobre la tierra.

Al reaparecer la luna, piensan que se ha /94 restablecido curada por Pachacámac,

salvador del mundo, que impidió su muerte para que no desaparezca del orbe.

Otros americanos deliraron de otros modos sobre los eclipses. Los abipones llaman

Neyàc a los cometas, y los guaraníes yacitatà tatatïbae, estrellas humeantes,

porque creen que es humo lo que nosotros llamamos crines, barbas o cola del

cometa. Todos los bárbaros le temen, porque lo creen preanunciador e instrumento

de calamidades. Los peruanos siempre consideraron que un cometa había

anunciado la muerte de sus reyes y la destrucción de su reino. Montezuma,

monarca de los mejicanos, temió males para sí y para los suyos cuando vio que un

cometa, en forma de una pirámide de fuego, se hacía visible desde media noche

hasta el amanecer. Poco tiempo después, este monarca caía en poder de los

españoles, y fue muerto por Cortés. Debe perdonársele esta ignorancia a los

americanos, cuando los antiguos más sabios, recelaron de los cometas. ¿Quién

ignora el verso de Lucano, I?:

 

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Las obscuras noches vieron astros desconocidos

y un mundo ardiendo en llamas, y teas incendiadas

volando en el cielo, y la crin de una temible estrella

y un cometa amenazando los reinos en la tierra.

 

Con Lucano está de acuerdo Virgilio, quien en la Georgia I, dice: Nec doro toties

arfere Cometae. (48). Y en otra parte, Tulio Cicerón en De Natura Deorum, 2, dice:

Tum facibus visis Caelestibus, tum stellis bis, quas Graeci cometas, nostri cincinatas

vocant, quae nuper bello Octaviano magnarum, puerunt calamitatum praenunciae.

(49). Y el mismo, en /95 otro lugar, afirma: Fatalem semper Republicae Romanae

cometen (50). Por todas partes encontrarás otros testimonios concordes de

escritores profanos y sagrados. Pero cuídate, te ruego, de temer a los cometas en

este tiempo, si no quieres que se te rían todos los filósofos. Vicente Quinisio,

célebre maestro de retórica en el Colegio Romano, vio un cometa en Roma en 1618,

y probó claramente con su autoridad, experiencia y razones: Los cometas son

indicios de felicidad futura; no, como cree el vulgo, de calamidades. Este discurso

está entre sus alocuciones gimnásticas, editadas nuevamente en Amberes en 1633.

Yo no estoy de acuerdo ni con el temeroso vulgo ni con el esperanzado Quinisio;

sino que opino lo que sostuve públicamente en el año 1742, en la Universidad de

Viena: los cometas no presagian ni cosas prósperas ni adversas. Pero no sé por qué

he llegado hasta este tema de los cometas. Volvamos a las supersticiones de los

abipones. Ellos también piensan que en otro tiempo apareció una temible y

portentosa estrella, cuyo nombre no recuerdo, y que aquellos años habían corrido

cruentos para su pueblo y llenos de dolor. Las mujeres arrojan una gran cantidad de

polvo de ceniza en forma circular a la tormenta para que los coma y, satisfecha con

ellos, se dirija a otra parte. Porque si la impetuosa tormenta arrebatara a alguien de

su morada, creen que ha de morir enseguida fuera de su casa. Si viniera alguna

abeja viva en los panales que traen de la selva, dicen que hay que matarla fuera de

la casa; porque si la mataran dentro de ella, nunca más podrán recolectar miel.

Pero, basta ya de estas viejas /96 supersticiones de los americanos; no terminaría si

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las contara una por una. ¿Acaso nos sorprenderemos de tales creencias en estos

bárbaros, cuando nuestro pueblo no tan rudo, y educado en ciudades cultas

fomenta en su espíritu opiniones tan absurdas como ridículas, y las observa con

gran obstinación como si fueran conocimientos de sabios? Hay un libro de Cristóbal

Mäñlingen en el que compendia supersticiones de varios pueblos, y que llega a

cansar al lector. Los errores son inculcados en la mente de los niños por las viejas

nodrizas, crecen con los adolescentes, envejecen con los viejos, y poco menos

mueren con ellos. Los abipones tienen tantas supersticiones porque abundan en

hechiceros, maestros de ellas. En aquel tiempo que estuve con estos bárbaros,

sobresalieron: Hanetrain, Nahagalkin, Oaikin, Kaëperlahachin, Pazanoirin, Kaachì,

Kepakainkin, Laamamin. El principal de todos ellos, y sobresaliente en todo aspecto

fue Pariekaikin, el más estimado por la gloria de sus vaticinios y curaciones. Era de

rostro muy blanco, y se mostraba con singular modestia y afabilidad. Usaba

suspendido del cuello, al modo como los indios cristianos suelen llevar el Santo

Rosario, haces de unos globitos negruzcos que crecen en los árboles, todos

adornados, con que impresionaba a los demás. Siempre se mostró despectivo, pero

diligente maquinador de engaños. Hay una multitud de mujeres hechiceras más

numerosas que los mosquitos en Egipto, que ni podría nombrar ni contar. A todos

agrada mucho que les inculquen la veneración del mal demonio, su abuelo. Pero

sobre esto ya me he extendido.

 CAPÍTULO X

CONJETURAS SOBRE POR QUE LOS ABIPONES TIENEN AL MAL ESPÍRITU POR ABUELO SUYO Y A LAS PLEYADES POR SU IMAGEN

 Cuando leas que los abipones tienen al mal espíritu /97 por su abuelo, ríete de sus

necedades, compadécete de su insensatez, y admírate. Si lo comprendes, cuídate:

que no sea con exceso. Todos los pueblos cultos deliran sobre las leyes y las artes

divinas y humanas. Si desde pequeño leíste historias sagradas y profanas, dirás con

verdad que no existió lugar donde no se haya atribuido alguna vez honores divinos

a alguien. Baal, Astaroth, Beelphegor, Beelzebub, Moloch, Dagon, Chamos, etc.,

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¡Dios mío! ¡Qué nómina monstruosa! En otros tiempos y lugares los hebreos

tuvieron sus númenes. Los egipcios consideraron dioses al perro, al gato, al gavilán,

y al cocodrilo, al que había criado el Nilo. También en los huertos nacían númenes:

la cebolla, el puerro, y otros. Para los africanos, el cielo; para los persas, el agua, el

fuego y el viento; para los libios, el sol y la luna; para los tebanos, las ovejas y

comadrejas; para los babilonios de Menfis, la ballena; para los mendenses, la cabra;

para los tesalos, la cigüeña; para los siro fenicios, la paloma. La lista de dioses y

diosas de la primitiva Persia es larga; pero más extensa es la de los antiguos

romanos. Lee, si puedes, la mitología griega y romana, y la juzgarás obra de

delirantes o alucinados. En /98 efecto: quién hay sano de mente que llamará con el

único nombre de númen a Júpiter, Saturno, Marte, etc., toda esta inconsistente

nómina de infames sin espíritu; que no nombrará con el vate real demonios: Omnes

Dii gentium daemonia (51). Lo que el astuto infernal propuso a nuestros padres en

el paraíso: Eritis sicut Dii (52), esta frase se ajusta en verdad a los antiguos héroes

de Grecia y Roma, y para aquellos hombres insignes, célebres sólo por su crimen,

fueron decretados apoteosis, bronce y columnas después de muertos. Describiré el

número o las figuras de los ídolos a los que se adoró en Africa, América y Asia, y a

quienes se levantaron templos. En la isla de Ceilán, los habitantes rinden con gran

religiosidad culto a un diente de mono como si fuera un objeto divino; para

venerarlo afluye cada año desde cincuenta leguas, una turba suplicante. Dragones,

ríos, rocas, son adorados como espíritus, en algún lugar por los bárbaros. Pero,

¿quién se asombrará de que estos brutos y estúpidos imbéciles adoren a animales?

Me llené de admiración al saber que siendo emperador Antonio Pío, primo del Papa

Pío, alrededor del año ciento cincuenta del nacimiento de Cristo, hayan existido

herejes que entre otros errores pensaron que el fratricida Caín, el sacrílego Judas

Iscariote, Coré, Datán, y Abirón, los israelitas consumidos por la tierra abierta por

sus sediciones, cuando no los nefastos habitantes de Sodoma, debían ser adorados

y venerados. Esto fue condenado acérrimamente por Tertuliano, como refiere Pedro

Anato en el Libro 7 de su preparación para la Teología. Tanta infamia y necedad en

pueblos cultos, despiertan nuestra indignación y a la vez nos quita la admiración de

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encontrar en los abipones, bárbaros criados entre fieras, con escasos conocimientos

de las letras, estos mitos, cuando otorgan al mal demonio el nombre de su abuelo, y

le atribuyen el culto divino. En /99 los siete años que estuve con ellos, no encontré

jamás nada de esto. Si acaso hicieron algo a escondidas contra el teólogo en

nuestra ausencia, opino que ellos actuaron no por propensión religiosa hacia el

demonio sino por temor; obligados quizás por sus hechiceros, defensores de

atávicas ceremonias, demostrando más su estupidez que su impiedad sacrílega.

Para que no se piense que nosotros toleramos estas cosas que sin duda

pertenecen al culto del demonio, referiré lo que sucedió en la ciudad de San

Jerónimo, poco antes de que se fundara la colonia de los abipones. Casi todos los

habitantes habían salido de recorrida en veloces caballos a un campo cercano. El

misionero José Brigniel preguntando con inquietud sobre el fin de la excursión, fue

por fin informado por alguno: la casa del demonio, su abuelo, debía ser construida

hoy con hojas y ramas de palmeras en el campo; este era el motivo de la excursión.

El Padre, indignado por el ejercicio supersticioso del pueblo y deseando impedirlo,

montó rápidamente un caballo. Con el jefe indio de mayor virtud, llegó al lugar

desde donde el tugurio improvisado era contemplado por el pueblo allí reunido.

Notando los bárbaros la inesperada llegada del sacerdote, y para que no se

acercara a la cabaña le advertían enérgicamente que sería despedazado por las

uñas del demonio, su abuelo, que se escondía en ella. Reconoció aquél la voz del

hechicero Haanetrain, que ocultándose en el tugurio, imitaba el rugido de un tigre;

y cambiando la voz, daba las respuestas con el nombre de su antepasado, cuya

personalidad había tomado. El Padre reprochó con increíble audacia a los

circunstantes la impía superstición y credulidad a que eran sometidos. En

adelante /100 no se oyó nada más sobre la casa del demonio.

En la actitud asumida por los abipones, así como otros vecinos suyos: los

mocobíes, tobas, yapitalakas, guaycurúes, y otros pueblos de jinetes del Chaco que

se consideraban descendientes del demonio, hay tanta superstición como locura.

Pero, ¡cuánto discrepaban de estos bárbaros los bravos jinetes australes que

deambulaban por las tierras magallánicas! Conocieron al demonio, y lo llamaron

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Balichu. Creían en la existencia de una innumerable turba de demonios, de los

cuales el principal era EL EL; a los demás los llamaban Quezubú. Sin embargo,

sentían temor, y a la vez maldecían a toda la raza de demonios, enemiga hostil de

los mortales; considerándola el origen de cualquier mal. Los puelches, picunches y

moluches no conocieron ni el nombre de Dios. Estos últimos, pedían al sol cualquier

bien que desearan. En cierta oportunidad respondieron a un sacerdote nuestro que

los instruía: Dios, creador tanto del sol como de las demás cosas, debe serlo en

todo caso en razón del sol. Nosotros no hemos conocido hasta ahora nada que sea

mayor o mejor que el sol. Los patagones, llaman al sol soychú, es decir cosa,

porque no puede verse, es digno de toda veneración, y da vueltas fuera del mundo.

Así, llaman soychulde a los muertos, por dos principios, y llaman a Dios autor de las

cosas buenas, y al demonio, de las cosas malas. No admiten de ningún modo

rendirle culto, y sin embargo le temen muchísimo. Consideran la enfermedad como

obra del mal demonio. Así, sus médicos realizan las purificaciones dando vueltas en

torno al enfermo, mientras hacen sonar un horrible tambor que tiene pintadas

figuras del demonio; o bien golpean las camas de éstos para expulsarlo de sus

cuerpos. También los bárbaros chilenos desconocen el nombre y el culto a Dios.

/101 Creen en un espíritu aéreo, que llaman Pillan, al que suplican que derribe a sus

enemigos. Luego, entre copas, dan gracias por la victoria obtenida. Pillan, significa

para ellos trueno. Lo reverencian, sobre todo, cuando el cielo truena. Maldicen a un

demonio llamado Alveè, ladrón y obstáculo de cualquier bien. Como consideran que

la vida es el don más preciado entre todas las cosas, si alguno de los suyos muere,

dicen que fue raptado por el demonio. Los brasileños y guaraníes, llaman al

demonio Aña, o Añanga; sienten hacia este un increíble temor, por sus mil modos

de dañar. Los antiguos peruanos lo llamaron Cupay, y lo detestaban de tal forma

que antes de pronunciar su nombre solían escupir, como muestra de desprecio, por

considerarlo artífice de toda calamidad. En Virginia los bárbaros llaman al mal

demonio Okè, y lo adoran. Numerosos pueblos vecinos de los bárbaros consideran

que es necesario temer y despreciar al espíritu maligno. De manera que no

entiendo por qué razón los abispones lo honran otorgándole el nombre de Abuelo.

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En verdad, sabrás que no es difícil convencer a los naturales de las cosas más

absurdas, empleando razones o argumentos; o que tengan como ciertas las cosas

dudosas, o como verosímiles las falsas. Escuchan atentos las invenciones del astuto

hechicero o las quimeras de la insoportable vieja, que los convence de que el

demonio es su antepasado. Creerían en cualquier otra cosa, por absurda que fuera,

si éstos la afirmaran con juramentos. Trasmiten a sus descendientes las mil

supersticiones de sus mayores, a las que están aferrados profundamente; como

nosotros lo hacemos con los principios de la ley cristiana, desde los Apóstoles hasta

nuestros días.

Queda aún por aclarar por qué piensan que las Pléyades son la imagen de su

abuelo, el demonio. Mis conocimientos sobre el tema no proporcionarán nada

concreto, excepto /102 conjeturas; ya que no es posible obtener algo positivo de las

historias abiponas o americanas. Estas siete estrellas son llamadas por los latinos,

anunciadoras de la primavera e indicio de lluvia, Navita quas Hjades Grajus ab

imbre vocat (53). dice Ovidio, en los Fastos, 5. Las siete hijas de Licurgo: Electra,

Halcione, Celeno, Mérope, Astaroth, Taygete y Maia, fueron distribuidas por Júpiter

entre las estrellas, como premio a la educación que dieron a Baco en la isla de

Naxos; y llamadas Pléyades, como gusta contar a los poetas. ¿Por qué los abipones

pensaron que estas siete estrellas debían ser veneradas por ellos con ese nombre?

¿Quizás porque en otro tiempo fueron las nodrizas de Baco?, nadie se preocupó en

averiguarlo. Pero esta feliz idea es más adecuada para entablar una conversación

que para la historia. De igual importancia es la opinión de un español: los hispanos –

me decía – llamamos Las Cabrillas a las Pléyades. Como suele representarse al

demonio con cuernos e hirsuto, como las cabras, los abipones consideraron que

debían venerar a estas cabras o Pléyades como imagen de su abuelo, el demonio.

Si bien la agudeza de aquel hombre llegó a convencerme, no la creí digno de

aceptación. Lo que llama la atención es que, aún cuando varios pueblos veneran

con honores divinos al sol, a la luna, o a las estrellas, no se encuentre en los

Códices Sagrados, ningún testimonio sobre el culto a las Pléyades. Aunque alguien

haya afirmado que los honores divinos que se rendían a este grupo de estrellas

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fueron suscitados por ciertos pueblos, según lo establecido en el Libro del

Deuteronomio, Capítulo 17, Versículo 3: Ut vadans, et servians Diis alienis, et

adorans cos, fulgurs et lunam et omnem militiam coeli (54). En efecto, San

Jerónimo, llamaba a todos los astros del cielo con el nombre de militiae coeli (55), y

por lo tanto, también a las Pléyades. La historia sagrada recuerda que Salomón, ya

corrompido por las mujeres, había levantado un templo a Astarté, diosa de los

fenicios, y posiblemente al planeta Venus. /103

De todas las opiniones, ésta me parece la más verosímil: el conocimiento y un

cierto culto a las Pléyades, proviene de los antiguos peruanos, señores de la mayor

parte de América, meridional y verdaderos maestros para los naturales de

Paracuaria. En efecto, se dice que ellos veneraban a un Dios salvador y conservador

de todas las cosas, llamado Pacha Capac, el cual al hacer sonar su voz dio vida al

mundo; no obstante, adoraron al mar, a las rocas, a los árboles, y a las Pléyades, a

las que en aquel tiempo llamaron en su lengua Colea. El soberano de estos indios,

el inca Manco Capac, como el rey Numa Pompilio, supremo legislador de los

entonces agrestes romanos, sustituyó las antiguas supersticiones por otras nuevas.

Y decretó que en adelante se rendirían diversos honores al ilustrísimo sol,

benefactor del cielo y de la tierra. En la entonces metrópoli peruana, la Cuzco real,

habían construido un magnífico templo al sol, cuyas paredes estaban revestidas con

láminas de oro, en tanto que sus columnas estaban adornadas totalmente con el

precioso metal. En medio, una inmensa imagen del sol, difundía en todas

direcciones sus rayos de oro puro. Pienso que la supuesta majestad de su esplendor

lastimó los ojos de todos, y exaltó los ánimos. Sólo profesaban veneración y

sacrificios divinos al sol, aunque también a la luna, a la que consideraban esposa

del astro; y a algunas estrellas, siervas de la luna, otorgaron aras de plata y un

culto inferior, pero divino. Entre éstas últimas, las Pléyades tuvieron sus

preferencias; acaso por su disposición admirable, o tal vez por su eximio esplendor.

Pues en Job, Capítulo 38, eran celebradas entre las demás por boca divina:

micantes stellae Plejades (56). Después que los españoles – destruido el imperio de

los incas –, obtuvieron por las armas el dominio del Perú, es probable que sus

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habitantes se hayan dispersado para no someterse a la temible servidumbre de

aquéllos, emigrando en gran número a la vecina Tucumán en busca de seguridad; y

también a las próximas /104 soledades del Chaco, transmitiendo a los habitantes

bárbaros las supersticiones sobre las Pléyades y sus creencias religiosas.

Supongamos que en contacto con los peruanos los abipones tomaron conocimiento

de las Pléyades. En verdad, podrías objetar lo siguiente: los abipones como no

conocían ni el nombre de Dios, no supieron expresarlo en su lengua nativa; de ahí

que saludaran con grandes reverencias al demonio, al que consideraban su

antepasado. ¿Por qué no habrán aprendido a venerar el nombre del Dios peruano, y

a despreciar al demonio? Tan profundo era el respeto que sentían hacia el dios

Pachamac, que posiblemente habrían aprendido a pronunciar su nombre, si causas

totalmente ajenas a su voluntad no lo hubieran impedido. Quizás alguna vez

llegaron a concretar este propósito, cuando lo distinguían con grandes honores;

pues levantaban los hombros, vuelto el rostro hacia la tierra, con los ojos cerrados,

y la palma de la mano derecha vuelta hacia la espalda; de inmediato, repetidos

besos vibraban en el aire; con esta ceremonia manifestaban su obediencia y

sumisión delante de Dios. Despreciaron al mal demonio Cupay, como recordé antes.

Preguntarás: ¿Por qué no inspiraron esta veneración a Dios, y el desprecio por el

demonio, al llegar a las tierras de los abipones, si introdujeron el culto a las

Pléyades? Quizás aprendieron de aquéllos con más rapidez el vicio que la virtud, del

mismo modo que las personas sanas son atacadas por una enfermedad con mayor

facilidad de la que los enfermos pueden curarse. Si negaras con obstinación que el

conocimiento de las Pléyades fue traído desde el Perú, también se podría conjeturar

que aquélla llegó en otro tiempo desde la vecina orilla del Brasil hasta Paracuaria.

En efecto: el feroz y numeroso pueblo de Brasil, Tapuy, veneraba desde un principio

el nacimiento de las Pléyades, y adoraron a estas estrellas como a un espíritu,

según lo atestiguan las palabras de Jacobo Rabbi, que convivió con estos bárbaros

durante largos años. Como no ha quedado ningún monumento del que pudiera

sacarse lo que hay de positivo y cierto sobre este asunto, me pareció conveniente

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traer aquí algunas conjeturas, opiniones y probabilidades sobre el mal demonio,

infame abuelo de los abipones, y sobre su imagen, las Pléyades.

 CAPÍTULO XI

SOBRE LA DIVISION DEL PUEBLO ABIPON, SU ESCASEZ Y LA PRINCIPAL CAUSA DE ELLO

 Ver en los bárbaros una política, es como buscar nudos /105 en los juncos o agua

en la piedra pómez. Los abipones, pueblo tenaz, de tradicional libertad, reacios a

todo yugo, vivieron a su arbitrio. Les era lícito lo que les agradaba. No tuvieron más

ley que su propia voluntad. No me atrevería a negarlo. Sin embargo, así como las

abejas, las hormigas y algún otro tipo de alimañas conservan por instinto natural

algunas cosas propias de su especie, estos indios mantuvieron con tenacidad

algunas de las costumbres que el pueblo recibiera de sus mayores, considerándolas

como verdaderas leyes. Expondré aquí sobre el sistema político y militar de los

abipones, sobre sus costumbres y magistrados. Ya la pluma correrá más

libremente, porque escribiré cosas que están patentes a la vista, sin detenerme en

conjeturas sobre las supersticiones de los bárbaros cuyas raíces o causas se ocultan

en sus espíritus, y que a menudo ni ellos mismos pudieron /106 explicar con

claridad, ya que su misma rudeza impidió la nítida expresión de sus ideas.

Todo el pueblo de los abipones está dividido en tres clases: Riika è, que viven a lo

largo y lo ancho en campo abierto; Nakaigetergehè, que aman los escondrijos de las

selvas, y por último Jaaukanigàs. En determinado momento cada una constituyó un

pueblo, con su lengua propia. En el siglo pasado fueron oprimidos por las insidias de

los españoles – a los que ellos también llevaron el estrago –, y aniquilados en una

gran matanza. Unos pocos que sobrevivieron al desastre, hijos y viudas, se unieron

a sus vecinos abipones por aquel motivo, de modo que ambas naciones se coligaron

con mutuas uniones, desapareciendo por completo la antigua lengua de los

Jaaukanigàs. En adelante las tres tribus abiponas tendrían el mismo tipo de vida y

de costumbres y la misma lengua. Llama la atención la concordia que existía entre

ellos, la estable alianza de ánimos y armas cada vez que se presentaba algún

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problema contra el español al que consideraban enemigo innato, rehuyendo con

todas sus fuerzas la servidumbre de éste. Unidos por vínculos de amistad y de

sangre, no admitían ninguna injuria – por pequeña que fuese –, acometiendo con

avidez toda ocasión de guerra; debilitándose frecuentemente con mutuos

desastres. Oportunamente me referiré a sus fortificaciones y a las guerras

continuadas que mantuvieron durante años.

Algunos abipones practicaban la poligamia y el repudio de la mujer con más

frecuencia que otros pueblos de América. Todo el pueblo contaba con unos cinco

mil habitantes. Las escaramuzas intestinas, las excursiones guerreras contra los

enemigos externos, el contagio mortífero del sarampión y las viruelas, la crueldad

de las madres que miraban con horror /107 a sus hijos, fueron las raíces de la

escasa población. Mira la causa de esta crueldad en las mujeres: las madres

amamantan a sus hijos hasta los tres años; entretanto no tenían ninguna relación

conyugal con sus maridos. Estos, fastidiados por la prolongada demora de la

lactancia, a menudo tomaban otra esposa. De aquí que por miedo al repudio,

matasen a sus hijos después del parto. Algunas veces sin esperar a que éste se

produjera, abortaban utilizando medios violentos. Por eso no se atrevían a soportar

una progenie numerosa, pues impedidas por las molestias de la lactancia e inútiles

a sus maridos, se volvían irritables. Jamás se avergonzaron de ser más crueles que

el tigre. Conocí a una negra cautiva de los abipones – mujer robusta –, que decía a

las madres bárbaras que en el aborto el trabajo debía hacerse rápido y con celo.

Advertimos sobre esto al abipón jefe de esa familia, ya purificado por el Bautismo,

varón de óptimo espíritu. Libremente reconoció el crimen de su cautiva; sin

embargo, negó que fuera una ignominia, ya que había sido aprobado como

costumbre de sus mayores. Después que abrazó las leyes divinas y humanas, nos

comprendió; afirmó y prometió solemnemente que en adelante no toleraría ningún

hecho semejante. Las madres abiponas perdonan la vida más a las hijas mujeres

que a los varones, por considerarlas futuras ganancias; pues los hijos adultos

compran su esposa, y les está permitido vender las hijas núbiles a cualquier precio.

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Hay una posible opinión sobre el hecho de que las mujeres son más numerosas

que los varones: en parte porque las madres rara vez matan a sus hijas mujeres; tal

vez porque las mujeres no intervienen en las luchas que acortan la vida de los

hombres, y quizá porque por naturaleza son más vivaces que los varones. A una

centuria de varones corresponde unas seiscientas mujeres. A menudo encontrarás

una turba /108 de mujeres y de viejas decrépitas de diferentes edades, en este

truncado contubernio con el hombre. Muchos escritores que osaron explicar a viva

voz la poca crueldad de los españoles, se engañan cuando acusan directamente la

dureza de las madres infanticidas. Nosotros, que convivimos con ellos, sabemos de

virtuosas mujeres que educaron a dos y tres hijos. Pero todo el pueblo de los

abipones cuenta con pocas madres de este tipo, y su lista podría inscribirse en un

anillo. El cacique Debayakaikin tuvo cuatro hijos; y otros tantos Kain Jaaukaniga,

pero cada uno de distintas madres. Conocí a madres que mataron a sus

descendientes, sin que nadie les impidiera el crimen o lo vengara. Los crímenes,

cuando son públicos, quedan impunes; como si la costumbre recibida aboliera

indistintamente su malicia o su impiedad. Las madres siguen con profundo llanto y

sinceras lágrimas la muerte de sus hijos provocada por una enfermedad. Pero ellas

golpean a los recién nacidos contra el suelo con toda tranquilidad para quitarles la

vida. Los europeos apenas pueden aceptar tanta crueldad para los hijos vivos. Sin

embargo, después que abrazaron la ley divina por nuestras enseñanzas, la barbarie

se calmó en las madres. Sus manos ya no se manchaban con la sangre de sus hijos;

y los progenitores abipones admiraban con ojos alegres los brazos de sus esposas

cargados con sus queridas prendas. ¡Ah! ¡El fruto y el triunfo eximio de la religión

que suministra habitantes tanto al cielo como a la tierra! Pues una vez suprimida la

poligamia /109 y el repudio, como la abominable muerte de los niños y la libertad

del aborto por la disciplina cristiana, el pueblo de los abipones se vio, en pocos

años, enriquecido por un increíble aumento de individuos de ambos sexos. Si los

europeos guiaran sus costumbres según las leyes divinas, ¡cómo verían crecer el

número de habitantes de sus provincias, y cómo aprovecharían el cultivo de los

campos y de las artes! Sin embargo nadie de juicio sano duda que numerosa

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descendencia, es en parte extinguida y en parte imposibilitada por la libidinosidad,

las furiosas rivalidades, la ebriedad y los demás flagelos que impiden la religión.

 CAPÍTULO XII

SOBRE LOS MAGISTRADOS DE LOS ABIPONES, CAPITANES, CACIQUES Y REGIMEN DE GOBIERNO

 Entre los abipones no había un jefe que gobernara a todo el pueblo, con poder

absoluto. Se dividían en tribus, cada una presidida por un jefe que los españoles

llamaron capitán o cacique; los peruanos, curáca; los guaraníes, Aba rubichá; y los

abipones Nclareyrat o cabeza. La voz Capitán, suena a los oídos de los americanos

como algo magnífico; creían poseer un título muy honorable, semejante al de un

dios o un rey entre los españoles, cuando se los llamaba Capitán Letenc, Cepitán

Quazú, gran capitán. Con este vocablo querían expresar /110 no sólo una cierta

potestad y dignidad eminentísima, sino también una suerte de nobleza. A veces

unas viejas despreciables, harapientas y llenas de arrugas, para que no las

creyéramos de linaje plebeyo, solían decirnos no sin ostentación: Aym Capitá, soy

capitana o noble. Me llamó la atención que los bárbaros mbaeverá carentes de todo

el confort propio de los españoles, llamaran a sus caciques Capità Roy, Capità

Tupanchichu, Capità Veraripotschiritù, desdeñando el vocablo de su lengua nativa,

Aba rubichà. De modo que el nombre de Capitán fue otorgado por los habitantes de

la ciudad a algunos bárbaros, como un título honorífico. Algún abipón no dudará en

llamar Capitán a un español que le salga al paso, deslumbrándolo con su apariencia

elegante, aunque no sea más que un proletario, sin nobleza ni dignidad. Aunque en

Europa el hábito no hace al monje, en América sin embargo, el vestido más noble

hace al noble, según el juicio de los abipones. Tal vez un español de la baja plebe

que llega al campo en Paracuaria ambicione ardientemente el título de Capitán,

luchando hasta la muerte por conseguirlo. Los guaraníes cristianos, impulsados por

una tonta ambición de poseer este título, después de realizar diligentes trabajos en

los campamentos reales – durante dos o tres años –, consideran compensadas las

molestias de la guerra y las heridas recibidas, si una vez terminada la expedición

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militar se otorga a un miembro de su colonia el nombre y báculo de Capitán, que

hasta entonces desempeñara el Gobernador Real. Aunque ocupados en trabajos

rústicos y fabriles, y a pesar de caminar con pies desnudos, sus Capitanes llevaban

cada día en la mano, con gran gala, el báculo, y se creían magníficos. Colgaban

/111 del féretro este insigne madero de Capitán, cuando se los llevaba a la tumba.

Moribundo, a punto de recibir los Santos Oleos, cubierto de horribles polainas

militares y con espuelas, esperaba la llegada de nuestro sacerdote, apretando con

las manos el báculo de Capitán, casi ya en los estertores de la muerte. Al preguntar

a los familiares por el insólito objeto que sostenía el moribundo, me respondieron

grave y severamente: Así conviene que muera el Capitán. Tal es la significación y

estima que tiene entre los americanos el vocablo Capitán. La palabra Cazique, es su

sinónimo; y fue utilizado por los indios de Oriente, para quienes significaba jefe de

los mahometanos, según referencias del Padre Maffei, en su historia Indica.

Entre los guaraníes que abrazaron la doctrina cristiana en varias colonias, el

nombre y oficio de Cacique es hereditario, sin que se hayan producido cambios en

sus costumbres. Muerto el Cacique padre, lo sustituye el hijo mayor, siempre que

reúna las siguientes condiciones: si es hombre virtuoso, buen guerrero y si está

capacitado para dirigir el gobierno. Pero si es indolente, rebelde o de malas

costumbres, es desechado, designándose por arbitraje otro sucesor, aunque no lo

una ningún vínculo de sangre con el anterior. Este hecho lo presencié en numerosas

oportunidades. Murió en combate el cacique de la colonia de San Jerónimo,

Ychamenraikin. Aquellos abipones lo sustituyeron por su nieto Raachik, en vez de su

hijo Kiemké al que desdeñaron por considerar que aunque fuerte, diligente y sagaz

en la acción militar, era mentiroso; como si en verdad la mayoría de ellos no

fueran /112 más mentirosos que los cretenses. Debayakaykin, muerto en una

escaramuza, dejó cuatro hijos nacidos de distintas madres. Ninguno de éstos fue

aceptado por el pueblo. Unos eligieron como jefe a Revachigi; otros a Oaherkaikín,

ambos de origen plebeyo, pero ilustres por sus actos. De donde se deduce que

entre los abipones el honor de ser cacique es un derecho hereditario de la sangre,

pero que se obtiene por la propia virtud y por el sufragio del pueblo. ¿Qué europeo

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llamará bárbara a esta costumbre de los abipones, común en otro tiempo a pueblos

de elevada cultura? Sobre este aspecto, Tácito escribe en las Historias: Optimum

quemque electio inventi (57). Os diré lo que pienso al respecto: el cacique elegido

por los abipones no posee grandes virtudes, ni el desechado, actos de los que

pueda lamentarse. Ni éste siente que la separen del cargo, ni aquél su triunfo. El

nombre de cacique tiene gran resonancia entre los abipones, pero a menudo

significa más que honores y ganancias, un verdadero peligro; aunque como dice el

proverbio: más vale ser cabeza de ratón que cola de león. Me admira sin embargo

que alguien ansíe llegar a ser cabeza de los abipones. Ni reverencian a su cacique

como a un señor, ni lo veneran con tributos u obediencia, como en otros pueblos. A

menudo cuando los naturales bebían con exceso, mataban al jefe a golpes. Las

mujeres sostenían con frecuencia grandes riñas de las que resultaban con graves

heridas. Jóvenes ávidos de gloria y de rapiña, arrebataban a los españoles, a

quienes habían prometido paz, tropas de caballos; y tramaban a escondidas su

muerte. Conociendo el hecho, el cacique no se atrevía a tomar medidas extremas.

Pues si llegara a reprochar las ignominias de los bárbaros o impusiera castigos al

reunirse la asamblea /113, sin duda sería azotado por los naturales cuando se

embriagaran. Asimismo le era imposible demostrar una verdadera amistad hacia los

españoles, pues se exponían a ser repudiados públicamente. ¡Cómo lo sintieron a

diario los caciques Ychamenraikin entre los Riicahè, y Narè, entre los Jaaúcanigas!

Con frecuencia volvían a sus casas azotados por sus compañeros, con la cabeza

casi destrozada, las mejillas amoratadas, y el rostro como un iris.

Aunque los abipones no teman al cacique como a un juez, ni lo respeten como a

una autoridad, lo consideran jefe y rector de la guerra cada vez que hay que atacar

o repeler al enemigo. No falta, sin embargo, quien se niegue a seguirlo cuando el

cacique aucthoritate suadendi magis, quam,jubendi potestate audiatur (58), como

cuenta César sobre los antiguos príncipes germanos. Ante el peligro de una invasión

enemiga los caciques se encargaban de velar por la seguridad de los suyos;

procurar bagaje de lanzas; ordenar a los subalternos que la alimentación de los

caballos se realizara en campos alejados y en lugares seguros; establecer guardias

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nocturnas; procurar ayuda, y establecer pactos con los vecinos. Cuando se inicia la

batalla preceden a los suyos montando sus propios caballos. Establecido el frente

de combate, se preocupan más por el número de sus enemigos que por la

constancia de los suyos. Así, como cuando un pájaro es derribado por algún golpe

todos los demás alzan su vuelo, del mismo modo los abipones, al comprobar que la

mayoría de sus compañeros de armas han perdido la vida, aterrorizados por las

heridas recibidas durante la lucha, abandonan a su jefe, y buscan la forma de huir;

más preocupados por su propia incolumidad que por la victoria. Para no faltar a la

verdad es necesario aclarar que nunca faltaron en este pueblo los héroes.

Muchos /114 permanecieron intrépidos entre sus compañeros muertos, a pesar de

sus sangrantes heridas, como desafiando a la muerte. Ya la avidez de la gloria, ya el

deseo de llevar la victoria, o bien la natural desesperación de la huida, inspiraron en

ellos esta magnanimidad, que tanto admiró Lacedemonia y deseó Europa en sus

guerreros.

Aman tanto la libertad como la vagancia; y no permiten someterse al cacique con

ningún juramento de fidelidad. Algunos emigran con su familia a otras tierras sin

pedir la venia del cacique ni sentirse obligados; otros se les unirán más tarde.

Pasado un tiempo considerable, y fastidiados de sus andanzas, regresan impunes a

su compañía. Esta actitud es muy frecuente, y nadie se admira, salvo que la

desconozca; ya que la lealtad de los indios es fluctuante, y su voluntad es versátil

en todas las cosas. Hay una opinión sobre cuya veracidad algunos autores están

divididos: se ha hecho el anuncio de que el enemigo se acerca. Muchos, temiendo

más por su vida que por la fama, vuelven la espalda al jefe y se apresuran a buscar

nuevo refugio. Sin embargo, no se consideran desertores o miedosos, pues alegan

haber salido de caza. Así, en numerosas oportunidades, los sacerdotes debimos

defendernos solos de las agresiones bárbaras a las nuevas colonias sin habitantes

que las defendieran, usando más que fuerza, la astucia y la conminación.

Desaparecido el peligro o la sospecha de un nuevo ataque, aquellos héroes que

huyeron vuelven a su casa con sus compañeros; y no obstante nadie debe

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reprocharles su cobardía; aunque todos coinciden en que el motivo principal de la

huía fue el temor de enfrentarse con el enemigo.

Si alguna vez el cacique decide realizar una expedición guerrera a otras tribus,

debe llamar a una asamblea pública. /115 Los presentes, bajo los efectos del

alcohol, dan su aprobación rápidamente al cacique que los invita a la guerra; y cada

uno canta victoria antes de tiempo, entre festivas vociferaciones; pero, ¿quién lo

creería?, lo que prometieron cuando estaban ebrios, lo ratifican ya sobrios. Tanta es

la importancia que tiene el saber mojar un poco la garganta de los bárbaros para

poder captar su estado anímico. Como el amor enciende el amor, y el fuego al

fuego, así la libertad prepara amigos. Este adagio, tan conocido en Europa, lo

pusimos en práctica con los abipones, dando resultados verdaderamente positivos.

Un cacique a quien nadie rechace, contará con compañeros diligentes y sumisos. Si

no se acerca con palabras dulces, rostro amistoso, aspecto benévolo y beneficios,

logrará muy poco de estos bárbaros. Suelen postular al cacique lo que les viene a la

mente, y lo convencen de que por su oficio está obligado a satisfacer los pedidos de

todos; porque si les negara algo, ellos a su vez niegan su condición noble, y

desvergonzadamente lo hieren dándole el nombre de indio silvestre: Acami

Lanaraic. El cacique no lleva nada especial en sus ropas o armas que lo distinga de

los demás indios rasos; por el contrario, usa el vestido más gastado y anticuado;

pues si apareciera en la calle con ropa nueva y elegante, acabada de confeccionar

en el taller de su esposa, el primero que lo viera, diría: tach caué gribilalgi, dame

esa ropa. Si se opusiera, ganaría la risa y desprecio de todos. Si mantuviera su

actitud, por todas partes oiría sórdidos: Apalaic retá. Una vez se acercaron a

pedirme algo muy grande, y poniendo una mano en mi hombro, decían: ¡Padre, tú

eres un gran Capitán! ¡Pay! Atandi Capita Latent. Con esta honorífica compelación

querían /116 lograr mi amistad y negar que eran hostiles al Capitán. Pero como no

entendí con claridad lo que preguntaban, en cuanto les negué que fuera su Capitán

me demostraron su repulsa; y la atribuyeron no a su tenacidad, sino a mi poca

bondad. La excusa del Padre es tomada como tergiversación, y todos exclaman

entre risas a plena voz: ¡Qué mentiroso, qué parco es! Quemen cabargek ¡quemen

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apalaid! Supe por experiencia que abundan estos caciques serviles que siempre

están prontos a hacer ganancias, que descargan todas sus responsabilidades en sus

compañeros por la avaricia que los domina. Grandes concursos de soldados se

hacían para los caciques Kaapetraikin y Kebachin, célebres por la habilidad y

destreza que poseían para enriquecerse. Ya viejos e incapaces de realizar

excursiones, y por lo mismo indigentes, retuvieron a sus parientes aún a costa de

sangre en su choza.

Hay algo que no se debe silenciar: Los abipones, de ningún modo rechazaron el

gobierno de las mujeres nobles, a ejemplo de los antiguos britanos, de quienes nos

dice Tácito en la Vida de Agrícola: Solium quippe Britannis faeminarum ductu

militare (59). Cuando viví con ellos, había una matrona nacida de familia patricia, a

la que los abipones llamaban Nelareyeatè, noble gobernadora o Capitana, que

contó con el apoyo de algunas familias en su tribu. Los demás la seguían en honor a

los méritos de sus mayores, y a su origen. Los mismos reyes Católicos,

gobernadores de estos caciques, reconocieron la nobleza en América; y designaron

a cada uno de ellos con el título de Señores, según la costumbre española /117 de

usar en sus nombres el prefijo Don, como se desprende de los decretos y cartas

reales. También se obtuvo para toda América la costumbre que está en el derecho

español, de que los caciques de los indios, después de bautizados y de prestar

juramento de fidelidad al Rey Católico, siempre que tuvieran sujetos a los bárbaros,

retuvieran para sí y para su posteridad este título de Señor. Lo mismo se observa

entre los guaraníes, con una ley por la cual estos mismos caciques y sus súbditos

indios comparezcan delante del Capitán y del resto de los jefes de la ciudad, de

acuerdo con la costumbre española. Elegidos en enero de cada año, eran

confirmados por el gobernador Real. En algunas ciudades guaraníes vivían caciques

que por su habilidad fueron nombrados magistrados, para evitar que los naturales

creyeran que los europeos rechazaban su nobleza americana. En la ciudad de San

Joaquín, a cuyo frente estuve, había cinco caciques: Don Ignacio Paranderi, Don

Miguel Yeyù, Don Marcos Quirakerà, Don José Javier; y Don Miguel Yazukà, que se

desempeñaba como Capitán (Corregidor entre los españoles). Nacido éste último en

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las selvas, no sólo se aplicó con tenacidad a la disciplina cristiana, sino que fue su

intrépido guardián, fuera de toda ponderación. Esto, aunque parezca raro, es

admirable. Conocimos también a caciques que no tenían habilidad para conducir

sus pueblos. Así como las águilas no generan palomas; sin embargo a menudo es

cierto esto otro: los crímenes son hijos de héroes. ¿Quién reprocharía a los abipones

porque muchas veces eligieron para Capitán a un individuo de origen obscuro, pero

que sobresaliera por su virtud militar? Tácito sostiene en De moribus Germanis, 7,

que algo análogo había sucedido a los antiguos germanos: Reges ex nobilitate,

Duces ex virtute sumunt (60).

 CAPÍTULO XIII

SOBRE EL MODO DE VIDA DE LOS ABIPONES Y OTROS ASUNTOS ECONOMICOS

 El tipo de vida que llevaban los abipones era semejante /118 al de los animales.

No soportaban ni temían a nadie. No se preocupaban por cultivar el campo. Por

instinto natural, quizás siguiendo las costumbres de sus mayores o por experiencia

propia, conocieron los distintos frutos de la tierra y de los árboles; en qué momento

del año brotaban libremente; qué artes se debían utilizar para cazar fieras así como

el lugar donde encontrarlas. Todas las cosas eran comunes a todos. Nadie era

dueño – como entre nosotros – de las tierras, los ríos, o los bosques; ni los

reclamaba para sí excluyendo a los demás. Todo aquello que volaba por el aire,

nadaba en el agua o nacía en las selvas, era del primero que lo descubría.

Los abipones desconocían la azada, el arado y la segur. Sus principales

instrumentos fueron la flecha, la lanza, la clava y el caballo, con los cuales

buscaban todo lo necesario para el vestido, la comida o la habitación.

Continuamente emigraban de un lugar a otro en busca de los elementos necesarios

para poder sobrevivir. En los campos se criaban gran número de aves, ovejas,

gamos, tigres, leones, conejos, y /119 otros tipos de animales propios de América.

Los ciervos vagaban con frecuencia por las márgenes de los grandes ríos; en tanto

que en los lugares palustres, raramente faltaban las innumerables manadas de

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jabalíes. En los bosques se alimentaban grandes grupos de osos hormigueros, alces,

monos y loros. En arroyos y lagos, riquísimos en peces, habitaban numerosos

ejemplares de ánades y patos. No hablaré de las tortugas existentes, pues ni los

abipones ni los españoles americanos las comían. Si las condiciones del tiempo eran

estables, recogían a orillas de los ríos gran cantidad de pichones de cuervos y

águilas, con los que preparaban un delicioso manjar. Si acaso les faltaban todas

estas cosas, nunca quedaban con el deseo de probar las frutas comestibles de los

árboles o la abundante miel. Sólo las palmeras, en sus distintos tipos, ofrecían

solución a los que buscaban comida, bebida, medicina, habitación, vestido, o

armas. Tanto bajo tierra como bajo agua encontraban raíces aptas para

alimentarse. La algarroba de dos especies, que el vulgo llama pan de San Juan, les

ofrecía comida y bebida saludable la mayor parte del año. ¡Oh! ¡Cuánta liberalidad

para aquellos que no la cultivan, ¡Dios mío! ¡Oh! ¡Ruda imagen de la edad de oro!

Sin ningún trabajo los abipones se proveían de todo lo que atañe al uso cotidiano de

la vida. Si debido al clima los arroyos se secaban, o los campos estaban desiertos,

buscaban bajo las hojas del caraguatá el agua que les quitaría la sed. /120 Frutos

llenos de jugo, semejantes a melones, nacían bajo tierra. En los ríos secos, cavaban

con la punta de la lanza un hoyo hasta ver brotar de él agua suficiente para ellos y

su caballo.

La sed consumía al español en estas soledades de América; tal vez porque

desconocía los métodos utilizados por los naturales, o porque no poseía la paciencia

necesaria para realzar este trabajo.

Viajeros incansables, frecuentemente se desplazan de un lugar a otro en busca de

los alimentos necesarios para poder subsistir. Ni las asperezas de la zona, ni lo

distante de los lugares los desanimaba. Una increíble multitud de hombres y

mujeres hacían con rapidez el camino, recorriendo grandes extensiones de tierra.

Para este tema es interesante conocer algo sobre la preparación del caballo, así

como la forma de cabalgar. El freno que usan está hecho con cuerno de buey, con

cuatro maderas atravesadas en forma de enrejado, y atado con dos correas de

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cuero a modo de riendas. La mayoría, con verdadero orgullo, utilizó frenos de

hierro.

Fabricaban monturas semejantes a albardas, en cuero crudo de vaca, rellenas de

juncos. Antiguamente no usaron estribos. Los varones se sentaban en el lado

derecho del caballo; tomaban las riendas con la mano derecha; en tanto que con la

izquierda sostenían una especie de lanza muy larga, sobre la cual apoyaban con

fuerza ambos pies, y de allí saltaban al caballo. En los combates empleaban la

misma táctica, admirando a los contrarios por la rapidez con que descendían del

caballo.

No usaron espuelas. El látigo estaba, formado por cuatro pieles de buey dobladas

en forma de tablitas. Lo utilizaban no por la sensación de dolor, sino por el ruido

que producían, para estimular a los caballos novicios o reacios a las carreras. /121

Las mujeres usaban las mismas monturas que los hombres; pero ellas, amantes de

la elegancia, preferían hacer la suya de piel blanca de vaca. Se sentaban a

horcajadas como sus maridos y en esta posición recorrían caminos durante días, sin

perjuicio de su sexo. Sin embargo atribuían a esta manera de cabalgar la increíble

dificultad de sus partos, en los cuales debían soportar grandes dolores. Por la forma

de sentarse sobre la dura montura, el coxis y los huesos vecinos se comprimen y

endurecen, de modo que no es raro que las madres tengan gran trabajo para dar a

luz. Me parece oportuno recordar la opinión de los más célebres médicos de Europa

que conozco: que las mujeres europeas, audaces imitadoras del modo de cabalgar

de los varones, deben cuidarse, y enseñar a sus hijas adolescentes que no deben

aceptar ni tolerar en sus hogares, por el motivo antedicho, esta manera de sentarse

sobre monturas duras para realizar viajes prolongados. Cuando las mujeres

abiponas quieren subir a un caballo, se jactan de hacerlo al modo europeo, por el

lado izquierdo hasta el cuello; al mismo tiempo que con las piernas separadas a

ambos lados se sientan y se corren hasta la montura, desprovista de almohada. No

les molestaba esa falta de suavidad, ni aún cuando debían recorrer largos caminos

durante varios días; de lo que deducirás que la piel de los abipones es más

resistente que el cuero de vaca, pues nunca se encallece, a pesar de las diarias

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cabalgatas. Andando sin montura, los indios a menudo lastiman el lomo de sus

caballos y lo desgarran; sin embargo ellos no sufren ninguna lesión. Escucha otra de

sus costumbres cuando emigraban con sus familias: la mujer además del arco y de

la aljaba del marido, lleva en su caballo todo tipo de utensilios domésticos: ollas,

/122 cántaros, calabazas; gran cantidad de hilos de algodón y de lana e

instrumentos para tejer. Estas alforjas que cuelgan, a ambos lados de la montura,

se cierran con tiras de piel. Allí suelen colocar a los cachorros, y a veces a los niños.

Además de estas cosas, una estera grande, bien arrollada con dos pértigas para

fijar la tienda donde les plazca. Suspenden de los costados de la montura una piel

de vaca que les servirá como barquichuelo en las travesías por los ríos.

Entre los elementos que llevaban las mujeres, se destacaban unas estacas en

forma de espátulas, cuya parte media estaba rodeada por un cilindro hecho en

madera durísma, de unos dos codos de largo. Este instrumento también lo

empleaban para extraer las raíces comestibles; para bajar los frutos de los árboles o

las ramas aptas para hacer fuego; cuando no la usaban para quebrar las armas y la

cabeza de los enemigos que encontraban en el camino.

Si vieras el caballo de las mujeres con toda esta carga, creerías estar ante un

camello. A veces verás subidas en un mismo corcel a dos o tres niñas o jovencitas;

no es que les falte un caballo a cada una, ya que los poseen en abundancia; sino

porque les gusta conversar mientras cabalgan – como a las europeas –, y son

enemigas del silencio y la soledad.

La mayoría de estos potros, si no están acostumbrados, no toleran el peso de

varios jinetes a la vez, y tiran al suelo a las tres mujeres sin hacerles daño. Pero

estas amazonas, entre risas, intentan montar tantas veces cuantas las despida el

animal. /123

Gran número de perros acompañan la marcha de las amazonas. Cada india vigila

desde su caballo. Si nota la falta de uno de ellos lo llaman a viva voz, repitiendo

innumerables veces: Nè, Nè, Nè, hasta que lo ve llegar. Este hecho me admiró, pues

aunque no sabían contar, de inmediato notaban la ausencia. Esta preocupación que

demostraban por los perros no debe reprochárseles, pues les eran tan útiles como a

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los cazadores de gamos y nutrias: además empleaban su carne como alimento. Con

este fin, cada familia tenía numerosos perros a su cuidado, disponiendo de una

increíble cantidad de carne. Los alimentaban con la cabeza, el corazón y las

vísceras del ganado. La fertilidad de las perras paracuarias responde a la

abundancia de alimentos que se les suministra. Casi nunca tienen en un solo parto

menos de doce cachorros, y a veces más. Cuando se aproxima el momento, cavan

con las patas un hoyo profundo, para colocar a resguardo a sus hijitos. Dejan una

angosta abertura a manera de puerta, y preparan el acceso a la misma con una

serie de vueltas y meandros, para que el agua no entre directamente a la cueva, si

acaso lloviera copiosamente. La madre se muestra cada día a su dueño buscando

comida y bebida, como excusando su ausencia; y lo saluda con gemidos y

prolongados movimientos de cola. Días después mostrará por primera vez a sus

cachorros. Los perros de los indios no agradan por su /124 elegancia; son de cuerpo

pequeño, de color variado. No son pigmeos, como los maltenses o bologneses, ni

lanudos como los molosos.

Nunca verás perros lanudos o de pelo crespo, dóciles para amaestrar, salvo que

pertenecieran a los españoles. Pero aunque no sean de raza fina, los europeos no

deben despreciarlos, ya que poseen gran habilidad para la caza y para buscar las

fieras; a esto hay que sumar la fidelidad que tienen hacia su dueño.

En alguna colonia de abipones, una centuria de perros que siempre andaban

sueltos turbó nuestro sueño con formidables ladridos durante toda la noche ante el

menor movimiento, a fin de proteger nuestras vidas e impedir que fuéramos

sorprendidos por bárbaros enemigos. Un grupo de éstos deslizó furtivamente en la

colonia un cebo para silenciar a todos los perros. Sin embargo los tontos abipones

creyeron que los animales enmudecieron con las artes mágicas de los hechiceros

enemigos.

Yo diría que los perros de los indios descienden de aquellos perros de los romanos

que, cuando los galos asaltaron la roca Tarpeya del Capitolio, descubiertos por los

gritos de los gansos los acallaron a su capricho. Muchas veces cansados de las

correrías que realizan durante el día, se duermen por la noche abandonando la

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vigilancia. Posiblemente volvería incólume, si alguna vez tuviese que caminar por

una zona desierta expuesto a las insidias de los enemigos y de los tigres y llevara la

custodia de un perro. Quizás tendría más confianza con él que con cien /125

compañeros de viaje, ya fueran españoles o indios. Una de las felicidades de

Paracuaria es el desconocimiento de la rabia que ataca a los perros o a cualquier

otro animal: la temible hidrofobia de las provincias europeas. Esto debe

considerarse como singular beneficio de los númenes, y entre los tantos milagros

que prodiga la naturaleza, ya que en esta región las bestias deben soportar el calor

del clima y la prolongada sed, por la falta total de agua en muchas leguas.

Pero dejemos el tema de las mujeres amazonas, y el de los perros que las

acompañaban en sus viajes. Volvamos los ojos y el ánimo a sus maridos abipones.

Llevando la lanza como única arma, los abipones recorren y exploran los caminos,

buscando una zona propicia para cazar. Si ven algún avestruz, gamo, ciervo, jabalí,

o alguna otra fiera, la persiguen con sus rápidos caballos hasta matarla. Si no se les

cruza ningún animal que puedan matar y comer, cuando encuentran malezas altas

y secas encienden unas fogatas en pleno campo. Las fieras que estaban escondidas

entre éstas tratan de esquivar el incendio huyendo a campo abierto, para caer en

las crueles manos de los indios, que después de matarlas asan su carne a fuego

lento. Si les faltaran éstas, las suplantarían en el desayuno, almuerzo y cena por

conejos.

Para prender fuego no necesitan ni pedernal ni acero. Los reemplazan con dos

maderos de unos dos palmos de longitud, de los cuales, uno es más blando y otro

más duro; /126 colocan debajo al primero, trepanado en el medio. Hacen girar el

madero más duro y afilado como una bala, aplicado al orificio del más blando con

rapidísima rotación de ambas manos, en la misma forma con que se bate el

chocolate. Por esta mutua y rápida fricción de ambos maderos, comienzan a

desprenderse limaduras y polvillos del blando; surgen así las primeras llamas,

seguidas de humo. Los indios arrojan pajas, estiércol de vaca, hojas secas, y

cualquier otra cosa que sirva de alimento al fuego. Obtienen el leño de menor

consistencia del árbol ambay, del arbusto caraguatá, del cedro, y de otros. El más

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duro del Tatayí, árbol de madera durísima de color amarillo azafranado, como el

boj, del que los naturales extraían uno de los colorantes para teñir sus vestidos.

Diversos tipos de maderas componen la rica vegetación de América meridional y

septentrional. También en Europa, antiguamente, se frotaba un madero con otro

para obtener fuego; así lo afirma Plinio, en el Libro 16, Capítulo 40: Arbore calidae

morus, laurus, bedera, et omnes, e quibus igniaria sunt. (61). No creo que cualquier

madera pueda utilizarse para el mismo fin. Observamos que en un carro, cuando el

eje de la rueda roza y fricciona por largo tiempo, se inflama y por fin arde. Cuentan

que las vírgenes vestales de Roma hacían brotar nuevo fuego de un leño, si su

superior lo dejaba apagar por desidia. Festo lo sostiene con las siguientes palabras:

Ignis vesta lalium (62): Mos erat tabulam felicis materiae terebrare, quos que

exceptum ignem cribro aeneo virgo in aedem ferret (63). Los abipones siempre

llevaban en algún lugar de la montura y bien a mano uno de estos maderos, a los

que llamaban /127 Neètatà.

Si durante el camino se veían obligados a detener la marcha, ya sea para

descansar o pasar la noche, trataban de hallar un lugar que les proporcionase agua,

leña y forraje. Ante la menor sospecha de un ataque del enemigo, corrían en busca

de una zona que los protegiera del peligro. Sin duda pensarás que los naturales,

cuando emigraban con sus familias, levantaban su casa en cualquier parte. En

efecto: de la misma forma que el caracol lleva a cuestas su concha, éstos

transportaban en sus viajes, las esteras que luego ocuparían para construir sus

casas. Dos pértigas clavadas en tierra, sostenían a dos o tres esteras, impidiendo la

entrada del agua y del viento. Para que la lluvia no mojara el suelo donde se

acostaban, abrían a los costados de la tienda, una canaleta para desviar el agua.

Cuando envían a pastar una manada de caballos, los acompaña una yegua

amaestrada que lleva un cascabel colgado del cuello.

Cuando los animales están esparcidos por el campo y sienten la presencia de un

tigre, corren asustados a ella, buscando protección como si fuera la madre de

todos. Los españoles la llaman "La madrina", y los abipones, Latè, que significa

madre.

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Suelen ponerle una cuerda de cuero suave, para que pueda deambular en busca

de pasto. Tratan de que ésta no se aparte de las chozas y se mantenga a la vista de

los hombres, por si es necesario continuar la marcha durante la noche. No sólo los

varones, sino también las mujeres y hasta los adolescentes atraviesan a nado los

ríos que encuentran al paso, cuando éstos no tienen vados o puentes; y no tienen

canoas. Los abipones se acostumbran a nadar desde pequeños, de modo que así

como cabalgan con rapidez, nadan /128 con la misma agilidad de los peces.

Utilizan como canoa una piel de buey; en ella ubican a sus hijos, para luego

acomodar la carga. Los abipones la llaman Ñatac, y los españoles La pelota; la usan

para atravesar los ríos menores. Para construirla emplean cuero de vaca, de

abundante pelo, crudo, no sometido a curtiembre y macerada con los pies. Sus

cuatro lados tienen una altura de unos dos palmos; atan cada uno de ellos con una

correa para que permanezcan levantados en alto, de modo que formen la figura de

un tetrágono.

Acomodan la montura y el resto del lastre en el fondo de la pelota, cuidando de

mantener el equilibrio, de manera que puedan cruzar el río en su parte media. Atan

la barca por uno de sus lados perforados con una especie de rienda, y la sujetan

unas veces con los dientes, otras con la mano. El nadador, remando, transporta la

pelota suavemente por el río sin peligro de que encalle, aunque tenga en su contra

el fuerte oleaje producido por el viento. En caso de que el nadador no pueda seguir

nadando, ya sea porque el frío del agua acalambra sus pies o porque traga agua, la

pelota arrastrada por la corriente lo llevará incólume a la costa. Si debe cruzar un

río de gran cauce o de curso rápido, y nota que le faltan las fuerzas necesarias para

poder realizar la travesía, se sostiene con una mano de la cola del caballo que nada

delante suyo, y con la otra conduce la pelota Si me preguntas cuántos ríos y

cuántas vicisitudes deben pasar cuando los cruzan con esta embarcación de cuero,

te diré ingenuamente que lo ignoro. Durante mis recorridas tuve oportunidad de

viajar en este tipo de barca en algunas ocasiones, varias veces en un mismo día.

Las primeras veces me pareció temible y peligrosa, como a los demás europeos.

Pero acostumbrado a emplearla con frecuencia, me reí del imaginario peligro. En

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adelante /129 preferí este cuero – aunque fuera nada más que un vacilante

barquichuelo – para atravesar los ríos. Si llueve en forma persistente durante días y

el cuero se moja, se ablanda como si fuera una tela. En estos casos para realizar la

travesía con mayor seguridad se cubren los cuatro lados y el fondo de la pelota con

ramas de árboles, con lo que el cuero se sostiene y afirma para realizar la travesía

con mayor seguridad. Los oficiales americanos de los ejércitos españoles, se niegan

a nadar, aunque lo sepan, para no desnudarse delante de los suyos. Para evitarse el

trabajo de nadar, se suben a la pelota impulsándola con dos ramas de árbol a

manera de remos.

El uso de la pelota prestaría gran utilidad a los combatientes europeos, en las

luchas que sostienen con enemigos que ocupan la orilla opuesta. Transportarían en

ella todo aquello que desearan sin ningún gasto y en el menor tiempo posible, en

estos cueros de vaca, que en barcos de gran calado.

Cuando carecían de carros y bestias, la carga se transportaba a través del río en

la espalda de los soldados. Este trabajo debía realizarse en silencio durante la

noche, para sorprender al enemigo. Pues si usaban las barcas, el ruido de los remos

los delataría. Un oficial de gran fama consideró importante mi consejo sobre el uso

de la pelota. En una demostración de artes marítimas, un navegante presentó en el

río Danubio un espectáculo, demostrando las utilidades del cuero de vaca,

admirando a los espectadores con la novedad. /130 Para que el cuero sumergido un

tiempo en el agua no se ablande y conserve su firmeza, introdujo en el fondo de la

pelota, por los cuatro lados, otras tantas pértigas de hierro. En verdad, – y con el

perdón de este varón – su industria aunque innecesaria no era perjudicial. Si bien la

pelota se hunde más con el peso de aquel fierro, el cuero de vaca al estar

sumergido tantas horas, pierde poco a poco su dureza.

A orillas de los ríos paracuarios vimos a diario emplearlos sin el menor peligro, a

vendedores ambulantes que llegaban con sus carros repletos de mercaderías.

Aunque se moje la superficie del cuero, el agua no penetra sino después de varias

horas. Conocimos a un gran número de traficantes que vendían mercaderías

prohibidas, emplear estas naves construidas con muchos cueros, uniendo

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hábilmente sus junturas con una mezcla de pez y sebo para evitar la entrada del

agua. Estos esquifes de cuero son más cómodos que los de madera, pues sin carga

son tan livianos que pueden trasladarse a tierra con la mano; o bien a las selvas

vecinas o a las islas, donde los secan y esconden, para que no sean interceptados

en el Río de la Plata por los inspectores del ejército real, constante peligro para esos

furtivos negociantes.

Un español, cuyo principal deseo era encontrar oro, cruzó el Río de la Plata con un

solo cuero y usando remos desde la ciudad de Buenos Aires a la Colonia del

Santísimo Sacramento, cuyo trayecto tiene una extensión de unas quince leguas,

para anunciar al gobernador portugués importantes novedades que habían llegado

en una nave española. Realizó la travesía. solo, esperando por esta hazaña una

fuerte recompensa. La idea de tener oro lo había deslumbrado de tal modo que no

vio ni se preocupó por los peligros que encontraría durante su viaje. Aunque llegó

incólume a la meta /131 gracias a las buenas condiciones del tiempo y a la

tranquilidad de las aguas, durante el trayecto estuvo expuesto continuamente a

una serie de vicisitudes, debido a la poca seguridad de la embarcación. No obstante

no se libró de la censura de los españoles, quienes sostenían que todos debían

admirar su actitud, pero no imitarla. Recordé todas estas cosas para que tengas

una idea clara sobre la resistencia de estos cueros.

Muchas veces para estar más seguros unieron dos barcas con cuerdas, del mismo

modo que las unen los marinos para cruzar el río Uruguay, empleando trabas

transversales. Una sirve de apoyo a la otra. Posiblemente pueda adaptarse este

cuero de vaca a los usos militares, con algún resultado positivo supliendo a los

puentes o barcas en los ríos de menor cauce. Dejo que algún inventor haga suya

esa idea, una vez que la conozca.

Los jinetes abipones unas veces a caballo, otras simplemente a nado, cruzaban

los grandes ríos con tal rapidez y destreza, que parecían nacidos en medio de

aquellas aguas. En ciertas ocasiones, se bajaban del caballo al agua; tenían con la

mano derecha las riendas del caballo que nadaba, remando al mismo tiempo con

ella. Con la izquierdo sostenían en alto, para que no se mojen, una larguísima lanza

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y su ropa. Instigaban al caballo a puñetazos, si éste temía ser arrastrado por las

aguas, para que reanudara la marcha, y llegara cuanto antes a la orilla opuesta.

Si el lugar elegido resultaba pantanoso, carecía de playa, o era muy alto, ellos lo

escalaban con rapidez y seguridad. Posiblemente te hubieras reído al observar a

una cantidad de bárbaros, que mientras nadaban sólo sacaban las cabezas de las

aguas; y sin embargo hablaban tranquilamente, como suelen hacerlo mientras

descansan sobre el césped. Con ellos atravesé a diario grandes ríos, sentado en

medio de este /132 cuero, olvidado del peligro y casi de mí mismo; con un grupo de

mis abipones que chanceaban, conocí con mis propios ojos y a la vez observé su

tranquilidad y agilidad durante la travesía. Llamarías Neptuno a alguno de ellos, por

su familiaridad con el agua. Supera la fe de los europeos lo osados que son.

Atraviesan cuantas veces quieren una gran extensión de agua, desde la colonia de

los Yaaucanigás, San Fernando, hasta la ciudad de Corrientes, en la parte donde el

río Paraguay se une al gran Paraná. Lo hacen a caballo, ante el asombro de los

españoles al ver a estos animales desplazarse por las aguas. En este lugar el río es

sumamente peligroso hasta para las mismas naves por su increíble rapidez,

profundidad y amplitud.

En otros tiempos, estos bárbaros piratas lo atravesaron con felicidad diariamente,

regresando a sus hogares con los numerosos animales que habían robado a los

españoles; otras se encaminaban hacia el sur, de isla en isla, buscando descanso a

sus fatigas. Sería este el momento de explicar cómo trasladaban a través de los ríos

más de mil caballos, mulas y vacas. Nunca hacían cruzar a todos los animales a la

vez: grupos de ellos son obligados a meterse en el río por jinetes que los encierran

y bloquean por todos lados. Algunos levantan una especie de cerco ancho, que se

angosta al llegar a la costa, obligando a los animales a penetrar en el río de a dos o

tres. Envían delante a las vacas y a los caballos amaestrados, a los que siguen los

potros salvajes. Para que los animales puedan nadar con libertad, cuidan que

guarden /133 cierta distancia entre sí. Generalmente los indios dirigen el paso del

ganado por el río, desde sus barquichuelos o nadando a los costados de éstos. Si

alguno escapa a su vigilancia o se niega a continuar, trabado por montículos de

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rocas, zonas pantanosas o trozos de árboles que encuentra al paso, sin duda será

arrastrado por la corriente. Tampoco es raro ver que varias vacas o caballos son

absorbidos por esos raros torbellinos y embudos que a veces forman las aguas.

Para impedir que esto ocurra, los abipones colocan las vacas lentas o tercas en

medio del río; se sientan en sus lomos, tomando con ambas manos los cuernos, y

con ambos pies golpean los costados del animal, para encaminarlo a la costa.

Llegados a tierra, cambiado el temor en furor, arremeten con todo lo que

encuentran. Cuando estaban destinados a nuestras colonias y para prever esta

situación, llegados a la orilla, los indios se subían a un árbol, desde donde vigilaban

y contaban el ganado a medida que éste dejaba el río.

En varias oportunidades pude observar a feroces toros que durante la travesía

resultaban más torpes que las vacas, las que, más dóciles, se dejaban conducir por

los guías. Empleando este procedimiento, muchas veces ayudé a los naturales a

cruzar, con gran éxito, miles de cabezas de ganado. Poco después eran sacrificados

para alimento de los indígenas.

Otras veces ataban los cuernos del ganado vacuno a una barca de gran tamaño,

para transportarlos con mayor seguridad. Con las cabezas de los animales sujetas a

ambos lados de la barca, no tenían casi ninguna dificultad para nadar. Con este

sistema, cuidé durante dos años que fueran transportadas veinte vacas en cada

viaje a través del río Paraguay, desde el campo hasta la colonia del Rosario, que

yo /134 fundara para los abipones. Según el tamaño de la barca, se podían atar

mayor o menor número de vacas. Una vez un grupo de animales rodeó totalmente

las barcas, apretándose unos a otros; de esta manera impedían, cansados de nadar,

continuar la travesía para llegar a la costa establecida.

Desechados los sistemas utilizados por los españoles, los abipones transportaban

por cualquier río, a nado o en barcas, grupos de caballos. Siempre deseé que los

ejércitos españoles emplearan la vivacidad de los naturales para cruzar los ríos.

Cuando deben atravesar un río para enfrentarse con el enemigo, prefieren esperar

que éste ataque primero; aunque para lograr la victoria, todo resultaría más fácil si

un ejército de nadadores atravesara el río, sin puente y sin el estrépito de los

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barcos. Pero, ¡qué raros son los nadadores en un gran ejército! En los campamentos

austríacos, se distinguieron las tropas croatas que tantas veces, sin esperar a que

se construyeran los puentes necesarios, o a que llegaran las naves, derrotaron a los

enemigos sin ningún inconveniente.

No terminaría nunca si tuviese que recordar los diversos modos de atravesar los

ríos, así como los instrumentos que utilizaban los antiguos en la guerra. Esto te lo

enseñarán Vegetio y otros estudiosos, si te place.

 NOTAS

 1- "Los cuerpos se oscurecen por el calor del sol".2- Los ingleses que atravesaron el mismo estrecho en el año 1764 al mando de

Byron les atribuyeron una altura de ocho pies.3- "La mayor virtud reinó en un cuerpo exiguo".4- "A quien la naturaleza había dotado de miembros pequeños, pero de gran

espíritu; y la ira había impregnado los ojos al cruel".5- "Es más antigua la tonsura que la esquila, en la ovejas. En el año 454 de la

fundación de Roma, fueron llevados (varones) peluqueros desde Sicilia a Italia, por P. Ticinio Mena".

6- "Créeme, estirpa los vellos de todo el cuerpo".7- "Los levitas, se rasuran el vello de la cara".8- "En verdad, como los germanos fueron los más batalladores, también en [sic]

olvidaron luchar con el enemigo – – – al mismo tiempo, para no ofrecer a los adversarios ocasión de tomarlos de los cabellos, se los rasuraban".

9- ¿Quién hay de éstos que no sea turbado por los males de la república como su cabellera? Llamas a estos ociosos entre el peine y el espejo? No hay ninguno de ellos que no prefiera ser más elegante que bueno".

10- "Yo os bautizaré en el Espíritu Santo y el fuego".11- "Soldados señalados con puntos perdurables en el cutis".12- "Se llegaban a su rito con cuchillos y lanzuelas mientras se derramaba la

sangre".13- "No os hagáis ninguna figura o estigma".14- "Quienes al poco tiempo tienen mucho miedo de mirar a hombres heridos o

muertos, como si los vieran por primera vez, y confundidos por el pavor, prefieren la fuga al combate".

15- "Cuando hacía un camino o pie no subía en absoluto a un caballo; cuando a caballo, no bajaba de él; ni la lluvia ni el frío lo conmovían, como si estuviera con la cabeza cubierta. Cumple todos sus deberes y oficios de Rey, etc."

16- "A la juventud imberbe, hasta tanto abandone la custodia, agradan los caballos y los cantos, y la hierba del campo".

17- "Una adolescencia libidinosa e intemperante lleva a la vejez un cuerpo macilento".

18- "La corrupción es quien acaba por hacerte viejo".19- "Tardía y vigorosa juventud; las vírgenes no se apuran. La misma juventud se

prolonga. Los iguales se unen por su vigor, y los hijos heredan la fuerza de sus padres".

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20- "La unión de adolescentes es muy mala (repito textualmente), para la procreación de hijos. En efecto, en las uniones de animales son deficientes, y las hembras, más frecuentemente que los machos, son engendrados de cuerpo endeble, por lo cual es necesario prevenir esto mismo en los hombres. De esto habrá que deducir que la costumbre existente en algunas ciudades de unir a jovencitos con niñas, trae aparejada para ellos inutilidad y hombres de cuerpo endeble. Las niñas trabajan más en el parto, y sufren más, impidiendo que crezcan sus cuerpos viriles, etc., etc.".

21- "Se dedican desde niños al trabajo y al ejercicio. Quienes se mantienen mucho tiempo impúberes, merecen entre ellos grandes alabanzas. Piensan que esto le añanza a uno en la estatura, a otro en las fuerzas y los nervios. Consideran un hecho muy torpe tomar esposa antes de los veinte años".

22- "Amonesto a las que amamantan a sus hijos que se abstengan de toda impureza. La leche se torna con esto dañina y la sangre más buena para nutrir al niño se retira (en las embarazadas). La leche se vuelve escasa y perjudicial".

23- "Nada con exceso".24- "La excesiva quietud del cuerpo es el más grande mal, pero un moderado y

justo movimiento es el máximo bien".25- "La indolencia debilita el cuerpo, el trabajo lo afirma; aquélla trae una

prematura vejez; éste una larga juventud".26- "Los alimentos simples, los frutos agrestes, frescos y silvestres, o la leche

coagulada sin preparativos o condimentos, aplacan el hambre".27- "A menudo se encuentran más longevos voraces y epulones, entre quienes

usaron de una mesa abundante".28- "Adentro la miel, afuera el aceite".29- "El lavado del cuerpo con agua fría es bueno para la prolongación de la vida; el

uso de baños tibios, es malo".30- "Poseen más vivacidad los que viven bajo el cielo, que los que viven bajo

techo".31- "Quita los remedios a los fuertes".32- "No hay pueblo ni tan inculto, ni tan feroz que aunque lo ignore, no considere

oportuno tener un Dios o que sepa que debe tenerlo".33- "A todos es innato y como esculpido en el espíritu el tener un Dios".34- "Este es el más grande de los delitos: No reconocer al Dios que es imposible

ignorar".35- "Nunca ni absoluto".36- "Sospecho ser entregado a pueblos tan inhumanos que no tuvieran ningún

conocimiento acerca de los dioses".37- "Como también pueblos que ignoran a Dios".38- "Así como sean inexcusables".39- "Dios supo qué sería"40- "Seguimos con singular y paterno amor a esta sociedad tan predilecta para

nosotros en la Sede Apostólica, revolviendo muy a menudo en nuestro ánimo los innumerables frutos, a los cuales – bendiciendo Jesús la sociedad del orbe con el dominio cristiano – llegaron felizmente los varones conspicuos por el conocimiento de las letras; y sobre todo de las cosas sagradas; por la santidad de las costumbres y por una vida religiosa ejemplar, preceptores religiosos entre muchos y hasta óptimos predicadores e intérpretes de la palabra divina, entre aquellas remotas y bárbaras naciones que (Nota Bene) no conocían íntimamente a Dios, todavía no anticipan sus felices conocimientos".

41- "Hombres verdaderos, capaces de la fe católica y de los sacramentos".42- "La, misma verdad".43- "Los indios crecidos en el Perú, ya bautizados, confiesan legítimamente sus

pecados una vez cada año, si no hubiere en verdad peligro de muerte".44- "Quién hay tan insensato que cuando mira al cielo no siente que hay un Dios?".

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45- "El primer temor hizo a los dioses en el mundo".46- "Todos los galos se creen nacidos del padre Dite; dicen que él mismo nació de

los druidas".47- "Sucesión de los sonidos de un acorde".48- "Ni tantas veces habían ardido los siniestros cometas".49- "Entonces fueron vistas teas celestes, dos estrellas que los griegos llaman

cometas, y nosotros cincinnatas, que no hace mucho en la guerra octaviana, fueron preanunciadoras de grandes calamidades".

50- "El cometa es siempre fatal para la república romana".51- "Los dioses de los pueblos son demonios".52- "Seréis como dioses".53- El navegante griego invoca en la tormenta las Híadas.54- "Servían a dioses ajenos. Adoraban al relámpago, la luna y a todas las

constelaciones del cielo".55- "Milicia del ciclo".56- "Resplandecen las estrellas llamadas Pléyades".57- "La elección impuso al mejor".58- "Se imponga más por el poder de persuasión que por la virtud de mando".59- "Es habitual entre los britanos la conducción militar de las mujeres".60- "Escogen a los reyes por su nobleza; y a los jefes por su virtud".61- "Los árboles apropiados son: la morera, el laurel, y todos aquellos cuya madera

pueda transformarse en carbón".62- "Fuego de las vestales".63- "Existía la costumbre de taladrar una madera apropiada; una virgen conduciría

a la morada el fuego obtenido en una criba de bronce".

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Biblioteca Virtual del Paraguay

S.J. Martín DobrizhofferHISTORIA DE LOS ABIPONES

Vol. II

 

CAPÍTULO XIV

SOBRE LA FORMA Y MATERIAL DE LOS VESTIDOS, Y LA FABRICACION DE LOS DEMAS UTENSILIOS

 

Quienes estén convencidos de que los americanos, /135 indistintamente, van

vestidos sólo con la piel que recibieron de madre al nacer, se engañan

miserablemente. Este error grabado en el espíritu de muchos, quizás haya nacido

de la observación de cuadros o grabados en bronce que presentan a algún indio

como un sátiro hirsuto o un cíclope desnudo. No desconozco que existen en

América pueblos que se despojan totalmente de ropa. Muchos han escrito sobre las

costumbres y modos de vestir de las demás provincias. Yo me referiré

especialmente a los de Paracuaria y a mis abipones, tal como son ahora.

Los demás indios abominan a los payaguás, habitantes muy salvajes de los ríos,

que desconocen tanto el pudor como el uso del vestido. Se los ve muy bien cuando

aparecen vestidos de varios colores de la cabeza a los pies, y adornados con

cuentas de variadísimos tonos. Vimos que los mbayás, un pueblo ecuestre

semejante a los payaguás por su impudicia, poseían abundantes prendas de vestir

pero no la usaban debidamente. Cubren las partes del cuerpo que podrían mostrar

/136 y muestran aquellas que deberían ocultar. Al preguntar a los abipones qué

pensaban de los mbayás, me respondieron que éstos eran semejantes a los perros

por su desvergüenza. Mis compañeros, que vivieron entre ellos, se lamentaban de

la deshonestidad de estos indios. Sin embargo los mujeres de uno y otro pueblo

usan un tipo de vestido sumamente discreto. Con frecuencia vi, en la ciudad de

Asunción grupos de estos bárbaros. En las selvas que los Mbaevera llaman

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Mborebiretâ, patria de los alces, encontré a indios adolescentes que ceñían algunas

partes de su cuerpo con un tenue velo, llevaban con decencia una tela blanca –

tejida por ellas mismas – que las cubría desde los hombros hasta los pies. Observé

esto mismo en los naturales que deambulaban por las costas del Tapiraguay y del

Yeyuy, cuando fueron conducidos por mis compañeros a la colonia recién fundada

de San Estanislao.

Una vieja y su hija, de unos quince años, que yo había encontrado en las selvas

entre los ríos Monday y Empalado, se cubrían durante el día con una red tejida con

fibras de caraguata, sobre la que se acostaban de noche; de modo que la misma

prenda, aunque transparente, les servia de lecho y de vestido.

Respecto a los bárbaros abipones, afirmo con toda lealtad que visten siempre

honesta y elegantemente, sin discriminación de sexo, clase, ni edad. Ni siquiera los

niños de pocos meses andan desnudos. Querríamos que los españoles de

Paracuaria sobre todo los de Asunción y Corrientes, imitaran este cuidado del

pudor. Las mujeres, aun ]as mayores, /137 olvidan hasta en la plaza publica la

honestidad; abandonando los vestidos en cuanto la temperatura es elevada. Ante

este hecho continuamente son reprendidas por los oradores sagrados, tanto en

privado como en público. ¿No deseas conocer la clase de vestido que usan los

abipones? Se cubren con cualquier lienzo, tela remendada, mantel o tapiz que sea

cuadrado, sin ninguna hechura o confección. Cubren sus hombros con esta tela, sea

de lana o de algodón, y atan un extremo al brazo izquierdo, dejando libre el derecho

para cualquier movimiento que necesiten realizar. Usan un cinturón de lana de

variados colores. Esta túnica, cerrada bajo el pecho, cae desde los hombros hasta

los pies. Para no quedar desnudos cuando montan a caballo, sujetan el vestido con

las piernas. Desconocen por completo el calzado, los calzoncillos y los pantalones;

pero, no obstante, son muy rápidos para cruzar ríos en las carreras y en la

equitación. Se cubren, además de la indumentaria que describí, con cualquier trozo

cuadrado de tela, de cualquier tipo, como si fuera un palio, la que atan con un nudo

debajo del cuello. Este atavío no sólo los resguarda del frío, sino que a la vez les

confiere cierto aire grave. Con esta vestimenta, y armados de lanza, andan a

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caballo. Si los vieras, creerías haber encontrado a otros Fabios, Marios, Escipiones o

Epaminondas resucitados. Tal es la conformación del vestuario que llevaban en la

antigüedad.

Cuando derriban arboles con la segur, por temor a cansarse, se quitan la ropa,

aunque siempre lo hacen lejos de la mirada de los demás.

Algunos descenderán a la arena a pelear con los bárbaros totalmente desnudos;

en parte para estar más livianos y tener mayor libertad de movimientos; en parte

porque les parece que así podrán esquivar las heridas provocadas por otros más

acorazados, cuando lleguen al combate, como referiré en otro lugar.

Si tienen que recorrer largos caminos, llevan la cabeza expuesta a la lluvia, al

clima caluroso y a los vientos. Algunos sin embargo rodean la frente con una banda

de lana roja para evitar las quemaduras y los dolores de cabeza que pueden

producir los rayos del sol; hecho que yo mismo pude comprobar. Los mayores

confeccionan un sombrero de /138 tipo europeo, que llevan cuando viajan; el

mismo es utilizado, a veces, por los adolescentes. Los varones y las mujeres usan el

mismo tipo de vestido, sin otra finalidad que la de cubrirse el cuerpo.

La confección del vestido de los abipones, de cualquier clase que sea, constituye

la principal ocupación de las mujeres. Se les encomienda a ellas, no sólo por su

asiduidad, sino también por su amor al trabajo.

Además de las tareas cotidianas de la casa, esquilan las ovejas. De la lana,

obtienen con gran habilidad los hilos; los tiñen con alumbre en variados colores,

según el material de que dispongan. En seguida, tejen con éstos una tela con

diversos trazos, líneas y figuras, en diferentes tonalidades. Lo creerías un tapiz

turco, digno de nobles europeos, sin embargo, no es más que el usual vestido de los

abipones. Los instrumentos utilizados para tejer, se limitan a unas pocas cañas y

maderitas que transportan a caballo en sus viajes sin ninguna molestia.

Posiblemente las mujeres americanas tendrían una habilidad congénita para

preparar otros utensilios. Supieron modelar con arcilla ollas y cántaros de múltiples

formas, como lo hacen los alfareros, usando sólo sus manos. Para cocer estas

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vasijas no emplean horno; lo hacen a campo abierto, rodeándolas de leña. No saben

decorarlas con incrustaciones de vidrios, a modo de litargirios. Primero las bañan en

un color rojo; después las untan con una cola natural para darle brillo.

En todo el territorio de los abipones no se conoce la nieve; y la escarcha es muy

rara. Cuando el viento sur sopla durante un período prolongado, les es imposible

llevar esta /139 vestimenta tan liviana. Para defenderse del frío, los abipones se

cubren con un manto hecho de piel de nutria. Este tipo de vestido, también

cuadrado, es fabricado con diligencia y elegancia por las mujeres.

El principal trabajo de los perros es traer esas pieles, una vez cazadas las

nutrias. Las entregan a los naturales, quienes las sujetan al suelo con pequeñas

estacas, para que no se arruguen. Una. vez secas les pintan unos cuadros de color

rojo, en forma de cubiletes. Las indias no saben macerar las pieles; pero se dedican

a sobarlas y ablandarlas con las manos; luego las cosen con un hilo muy fino, para

envidia de los curtidores. Lo hacen con tanta destreza, que las uniones no son

visibles ni a los ojos más perspicaces; todo el manto parece confeccionado con una

sola piel.

Usan unas espinas muy finas a modo de agujas, con las que perforan la piel de

nutria, como los zapateros el cuero con la lezna; por allí pasan un hilo muy fino de

caraguatá. Soportan los fuertes vientos con este manto común a varones y mujeres,

que llaman Nichigebè, porque "nichigherit" significa nutria. Cuando el calor es muy

intenso, no es raro ver a viejos de ambos sexos que se niegan a quitarse estas

pieles. Los más pobres preparan este atavío con los despojos de los gamos, ciervos

o tigres, según la costumbre de los antiguos quirites, como dice Propercio en el

Libro Cuarto: Pellitos rustica corda, Patres (64). El uso de las pieles para vestirse, es

común a casi todos los pueblos de la antigüedad, y ¿quién ignora que las han tenido

desde los comienzos del mundo?. Esta costumbre la recibimos no como un invento

del ingenio humano, sino del mismo Dios en el Génesis, Capítulo 3: Fecit quoque

Dominus Deus Adae et uxori eius tunicas pelliceas, et induit eos (65), y poco antes:

cum cognovissent se esse nudos, consuerunt folia ficus, et fecerunt sibi perisomata

(66). Tácito, lo atestigua basándose en los antiguos germanos, /140 Herodoto en los

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africanos; Arriano en los tracios y escitas; éstos se han vestido con distintas clases

de pieles, de acuerdo a las diferentes provincias a que pertenecían. Homero en la

Ilíada, 3, nos cuenta que sus héroes se cubrían con despojos de leones, osos, lobos,

cabras; aunque en aquel tiempo ya se usaba la lana, el lino y algunas sedas, ya que

leemos que Helena, Penélope, y otras matronas, tanto griegas como troyanas, ya

los tejían.

Los historiadores afirman que casi todos los americanos que no desechan la

decencia se cubren con pieles de animales para defenderse del frío. Nosotros

mismos lo hemos observado con frecuencia. Otros sustituyen o agregan a las pieles

numerosos adornos, utilizando las multicolores plumas de las aves que son

aplicadas con raros artificios.

Los bárbaros montañeses se cubren una parte del cuerpo con una tela fabricada

con hilos de caraguatá o con las fibras que obtienen de la corteza del pino. Las

viudas abiponas se cubren con esta misma tela, de acuerdo a una costumbre

tradicional, la cabeza y los hombros durante el tiempo que dure el luto. Los

bárbaros, que los franceses llaman esquimales, y otros pueblos vecinos a la Tierra

del Labrador y Nueva Zembia, preparaban sus ropas con las vejigas y vísceras de

pescados. Cuando sobrevenía el frío, agregaban a la indumentaria anterior una

especie de manto hecho con pieles de ciervos o de lobos marinos; las pintaban de

diversas maneras, llamando así la atención de los europeos con tanto artificio.

Cuando los abipones transpiran, las pieles de nutria, al no estar maceradas por

curtidores, exhalan cierto hedor, apenas tolerado por sus acompañantes. En las

noches más frías, usaban el mismo tipo de tapiz. Confeccionaban las bandas y

coberturas de los niños con aquellas pieles y mantas, ya en desuso para no

lastimarlos al envolverlos. /141

En siglos anteriores era común ver a los americanos más bien desnudos que

vestidos; de manera que cuando los europeos introdujeron el uso de la ropa, no la

aceptaron; o si la aceptaron, muy pronto la desecharon. Esto lo recuerdan

escritores idóneos de aquellos tiempos. Sin embargo parece increíble con cuánta

vehemencia los indios paracuarios anhelaban poseer esos espléndidos vestidos.

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Ofréceles un sombrero elegante, unos trozos de tela o de paño rojo, un puñado de

cuentas de colores de vidrio y serás para ellos el gran Apolo: si le ordenas ir al cielo,

irán.

Día y noche llegaba a nuestros oídos esta súplica: Padre, dame un vestido, ¡Pay!

Tachcane bihilalk, o aapar aik. Obsequiándoles ropas, bien pronto se puede ganar la

voluntad de estos bárbaros. Esto los cautiva rápidamente, del mismo modo que el

anzuelo a los peces. Una colonia americana no abundará en habitantes cristianos, si

no abunda en vacas y ovejas, ya que la lana es necesaria para el vestido, y la carne

como alimento. Si les faltaran ambas cosas, o una de ellas, se volverán a sus

escondrijos, donde se creen más ricos, siendo enemigos de los españoles. Pude

apreciar lo que muchas veces me decían gimiendo: La guerra con los cristianos les

reportaba más ganancia que la paz; porque haciéndoles la guerra conseguían

armas; y firmada la paz era imposible obtenerlas, a pesar de los infinitos ruegos.

Esta era con verdad la antigua, cotidiana y justificadísima queja de los abipones.

Este tema se tratará con mayor amplitud cuando refiramos el estado de las nuevas

colonias.

Un maestro de la ley divina, por elocuente que sea, si no es liberal en lo que

respecta a la comida y al vestido de sus discípulos, no hará ninguna clase de

progreso en Paracuaria. Si viniera del cielo un ángel y anunciara a Dios y la ley de

Dios a los abipones, y a la vez llegara con las manos vacías; si no les trajera

vestidos, comida, u otros regalos, casi nadie /142 lo escucharía. En cambio, si

llegara el negro más negro del Aqueronte portando arcas llenas de trajes,

alimentos, cuchillos y collares de vidrio, lo llamarán de inmediato Capitán, y todos

se mostrarían con él dóciles, sumisos y condescendientes. Si me preguntas las

causas, te diré por qué durante dos siglos todos los americanos no abrazaron

nuestra religión. En primer lugar, por el pestífero ejemplo de los antiguos cristianos,

su dureza y privaciones para con los indios, que los apartaron de la religión y los

pervirtieron. Las extremas penurias de los sacerdotes que fueron enviadas para

conducirlos a Cristo, que son casi increíbles en Europa, es la otra causa. Juzga esto

que te cuento, no como conjeturas, opiniones o controversias, sino como verdades

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y experiencias certísimas. Creerás mis palabras después que hayas leído los

siguientes capítulos de mi historia. /143

 

CAPÍTULO XV

SOBRE LOS USOS Y COSTUMBRES DE LOS ABIPONES

 

No todo lo que hay entre los naturales es bárbaro. A menudo del estiércol nacen

elegantes florecillas, o entre las espinas crecen rosas; como las cosas malas se

mezclan con las buenas, así entre los abipones se asocian con los vicios algunas

virtudes absolutamente dignas del hombre cristiano. Recordaré las principales de

las muchas que ellos cultivan, pero no por ello olvidaré sus vicios. Los abipones

sirven por la conformación de sus cuerpos al decoro, en tal medida que difícilmente

lo creería un europeo. De su rostro y de su porte se desprende una jovial modestia

y una gravedad viril que ellos supieron atemperar con una suave bondad. En sus

cotidianos encuentros se muestran apaciguados y tranquilos. Cuando se reúnen

jamás provocan desórdenes, griteríos, altercados o pronuncian palabras mordaces.

Aman la conversación, de la que está ausente toda obscenidad y aspereza. Alternan

las penosas caminatas diurnas y nocturnas con alegres charlas. Si surge una

controversia alguno de los presentes pronuncia su sentencia con gesto sereno y a

continuación un discurso tratando de calmar los ánimos; jamás como sucede en los

pueblos de Europa, prorrumpen en clamoríos, amenazas o improperios. Con justicia

hay que reconocer /144 que los abipones merecen estas alabanzas. Sin embargo,

en estado de ebriedad y al no poder razonar con claridad, se muestran diferentes a

sí mismos, como si estuvieran por completo desequilibrados.

Si uno toma la palabra, los demás lo escuchan atentamente sin interrumpirlo. Si

durante media hora se dedica a relatar los acontecimientos ocurridos en alguna

guerra, sus compañeros no sólo le prestan atención, sino que a la vez aprueban

cada una de sus sentencias con roncos sonidos de voz, o con diversos signos de

afirmación cuyo significado es igual al de las siguientes interjecciones: Quevorkee,

sí; Cleera, ciertísimo; Chik akalagritan, sin duda; Ta Yeegam! o Kem ekemas!,

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exclamaciones con las que demuestran admiración. Con los mismos vocablos

pronunciados en voz baja, interrumpen al sacerdote mientras predica el sermón,

pues lo consideran un gesto de urbanidad. Les parece que contradecir la opinión de

otra persona, aunque ésta divague mucho, es signo de mala educación. Se saludan

y vuelven a saludar con dos palabras: ¿La nauichi? ¿Ya viniste? La ñaué, ya vine.

Para ser más breves, usan el vocablo La para saludarse, y pronunciándolo con

fuerza. Los guaraníes, tienen este modo de saludarse: ¿Ereyupà? ¿Viniste ya? Ayú

angá, Vine. Si la conversación se extiende mucho, aunque estén cansados, no se

retiran hasta que el dueño de casa lo ordene. El primero le pregunta al vecino: ¿Ma

chik kla leyà?, ¿Ya basta de conversación? El segundo al tercero, éste al cuarto, y

así continúan repitiendo palabras, hasta que al final, el último de los que están

sentados en círculo en el suelo, da la sentencia: basta ya de conversación: Kla leyà,

dice; dicho esto, todos se levantan dispuestos a retirarse. Luego, cada uno dice al

dueño de casa, dando muestra de amistad: Luhikyegarik, ya me voy; a lo que él

responde: La micheroà, Vuelve otra vez. Los indios vulgares, dicen: Lahik, Ya me

voy. Cuando llegan a la puerta de la casa (considera el lugar de salida, nunca /145

hay puerta), con el rostro vuelto hacia el dueño de ésta esclaman: Tamtara, hasta

pronto; con lo que quieren significar: Te veré después. Como suele decir el vulgo al

despedirse: hasta la vista. Creen que es falto de cortesía encontrarse con alguien y

no preguntarle a dónde vas: ¿Mickanè? o ¿Miekanchitè? ¿A dónde vas? Esta

pregunta, la tomaron de aquellos que usaron la lengua quichua en Paracuaria;

nunca dejan pasar a nadie sin antes preguntarle: ¿Maipirinki?, ¿A dónde vas? Y (me

avergüenza escribirlo) cuando los abipones se retiran a un lugar apartado del

campo para satisfacer sus necesidades fisiológicas los que pasan los saludan en voz

alta, con aquella habitual pregunta: ¿Mikauè? ¿A dónde? Me llamó la atención que

ellos no se sonrojaran, pues había notado en todas las demás cosas una singular

discreción.

Lo cierto es que, durante los siete años que vivimos entre ellos, no observé nada

que pudiera amenazar u ofender el pudor o la castidad que los caracterizaba. En

verdad este juicio corresponde a ambos sexos, cualquiera sea su edad. Consideran

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lo poligamia y el repudio de la mujer como cosas lícitas, basándose en el ejemplo de

otros pueblos de América y de sus mayores. Sin embargo, sólo unos pocos abipones

se entregan a esta licencia; el repudio de la mujer es más frecuente entre ellos que

la procreación; pero la mayoría conserva una sola mujer durante toda su vida.

Consideran el comercio con la mujer ajena como una deshonra; de modo que el

adulterio es un hecho absolutamente inaudito entre ellos. La vida lujuriosa, tan

familiar a los pueblos europeos, es desconocida por los naturales; ni siquiera

conocen su nombre. Los rostros de los niños y niñas reflejan una natural alegría;

pero nunca los verás mezclarse ni hablar entre ellos. Cuando recién había llegado,

para complacer el pedido de un compañero /146 mío, canté para los fieles en la

plaza pública; un grupo de mujeres quedó totalmente cautivada por la suavidad de

los instrumentos musicales que nunca habían visto. Atraídos por la música, acudió

un grupo de adolescentes; pero al acercarse éstos, las mujeres se dispersaron de

inmediato.

Toman generalmente un baño diario en algún río cercano, sin que los acobarde

el mal tiempo o los vientos fríos. Los abipones son discretos en la disciplina del

sexo; de modo que no encontrarás ni la sombra de un varón en el lugar en que se

bañan las mujeres. Con frecuencia un centenar de mujeres recorre en grupo los

campos más lejanos en busca de distintos frutos, raíces, fibras para extraer colores

u otros materiales útiles. Aunque a veces tardan cuatro u ocho días en regresar del

campo, no aceptan a ningún varón como compañero de viaje, ya sea para

ayudarlas en los trabajos, vigilar los caballos o ponerlas a salvo cuanto se enfrentan

con el enemigo o con las fieras. No recuerdo a ninguna mujer cuya muerte fuera

provocada por un tigre o por mordeduras de víboras; sin embargo conocí a

numerosos abipones que dejaron de existir por ambas causas.

No niego que los abipones fueron bárbaros, inhumanos, feroces, pero sólo con

aquellos que consideraron sus enemigos. Antes que pasaran a las colonias fundadas

por nosotros y que se firmara la paz, vejaron a casi toda la Paracuaria con sus

crímenes, rapiñas e incendios durante muchos años. Lo consideraban un derecho

de guerra puro y honorífico, porque siempre conocieron y desconfiaron que los

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españoles fueron hostiles y amenazantes con ellos. Trataron de repeler /147 al

enemigo empleando la fuerza, devolviendo injurias por injurias, rapiñas por rapiñas,

muertes por muertes; y nunca aceptaron estos hechos como algo inicuo o torpe.

Durante la guerra que sostuvieron los españoles con los portugueses, vieron cómo

unos se enfrentaban a los otros. Movidos por el ejemplo de éstos, pelearon no como

sicarios ni ladrones, sino como soldados, cuyo oficio era herir a los enemigos no

sólo para defenderse, sino para conservar la vida de los suyos.

Pelearon como fieras, distinguiendo a aquél que lo hacía con más arrojo, así lo

asegura Marcial de Attalo. Conservaban las cabezas de los españoles como trofeos,

y a la vez como testimonio de su valentía. Robaron a los hispanos gran número de

armas, miles de caballos y todo aquello que podría serles útil; las llamaron presas

de guerra, considerando su posesión como un derecho. Negaron que fueran

ladrones. Escucha por qué: afirmaban que todas las cabezas de ganado de los

españoles les pertenecían, porque nacieron en sus tierras que en otro tiempo éstos

ocuparon a sus mayores sin que nadie los rechazara, y que se las usurparon sin

ningún derecho (como les parece en verdad). Todos nos empeñamos en borrar los

errores que los bárbaros llevaban adheridos a sus fibras más íntimas, e inculcar en

sus ánimos ideales de amistad y amor hacia los españoles; pero el resultado

obtenido fue inferior a nuestros deseos. Aunque se ensañan en un hereditario odio

hacia los españoles, sin embargo aún en su matanza manifiestan cierta humanidad.

Llevaban consigo la muerte; si bien el golpe fatal lo daban con la lanza, jamás se

detuvieron a torturar, atormentar, destrozar, o despedazar a los moribundos, como

fuera costumbre entre otros bárbaros. No obstante, no vacilaban en amputar las

cabezas de los muertos para mostrarlas con ostentación a sus compañeros y dar así

testimonio, ante su pueblo, de su fortaleza. Respetaban al sexo débil y llevaban

consigo incólumes a los niños y niñas inocentes. Solían alimentar a los pequeños

arrancados de los pechos maternos, con jugos de frutas o hierbas silvestres y

llevarlos a su casa sin hacerles /148 daño, por larguísimos caminos. Esta suavidad

de los bárbaros es mayor de lo que podría creerse en Europa, pero nosotros la

hemos conocido muy bien. Si alguna vez dieron muerte a las madres y a sus hijos,

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posiblemente este hecho lo llevaron a cabo adolescentes sedientos de sangre, o

quizá los mismos adultos con el fin de vengar a aquellos antepasados que durante

años soportaron el yugo de los españoles. De manera que esa crueldad no debe

considerarse como tendencia natural del pueblo abipón, sino como resultado del

ciego furor que despertaba en ellos la presencia del hombre hispano. Tal vez si

hubieran tomado como ejemplo la errónea actitud de algunos soldados cristianos, el

odio hacia los peninsulares se habría intensificado.

Creo oportuno recodar dos de los mismos: unos soldados paracuarios, oriundos

de Asunción, después de dar muerte a un indio guaraní y destrozar su cadáver,

completaron su venganza al orinar sobre el mismo. En otra oportunidad, estos

mismos mataron a otro indígena guaraní; escondieron el cadáver entre sus ropas,

para transportarlo hasta el río Tebicuary donde volvieron a maltratar a golpes el

cuerpo sin vida, arrojándolo luego a las aguas.

Por su actitud, éstos parecerían imitar a aquellos que se complacían en clavar la

lanza en el pecho de un moro muerto, de donde el proverbio español: Al moro

muerto, gran lanzada. Los documentos presentados por los historiadores,

manifiestan la crueldad de los soldados españoles en América. Si los leyeran los

abipones, jurarían que fueron preparados por terribles fieras.

A través de lo expuesto, podrás deducir el temple de estos naturales en épocas

de paz.

Nunca consideraron a los prisioneros de guerra, ya sean españoles, indios o

negros, como siervos o esclavos; casi diría que los atendían con cierta indulgencia y

afabilidad. Si el jefe ordena a los cautivos la realización de algún trabajo, lo hace

con la mayor sencillez, ganando la voluntad de /149 éstos: Por favor trae mi caballo:

Amamàt gröböcbem, o Groánàgiikàm, Yañerla aböpegak tak nabörecht. Jamás los vi

emplear el látigo o cualquier otro castigo corporal con los más negligentes o con

aquéllos que se insolentaban con su amo.

Resulta casi increíble la confianza, así como los gestos bondadosos que tienen

con los prisioneros, al punto de privarse de los alimentos y vestidos necesarios para

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proporcionárselos a aquéllos. He aquí dos ejemplos: la anciana esposa del cacique

Alaykin preparó y equipó el caballo de un cautivo negro en presencia mía. Otra

viejecita, madre del cacique Rebachigui, cedió su lecho, durante muchas noches o

un niño enfermo, tendiéndose ella pobremente día y noche en el suelo. Por esta

facilidad y deseo de agradar tienen obligados moralmente a los prisioneros de tal

modo que aunque tengan diaria oportunidad de huir nunca lo hacen ya que están

contentos con su suerte. Conocí a muchos, que una vez pagado el precio de su

rescate y devueltos a su patria, regresaron espontáneamente, permaneciendo fieles

a sus amos abipones, a los que seguían tanto en la caza como en la guerra; y jamás

temieron contaminarse las manos con sangre española, aunque ésta corriera por

sus venas. He aquí el momento propicio para dolorosas reflexiones: ¡Cuántos

españoles, llevados desde niños entre los abipones, imbuidos de sus ritos,

costumbres y artes para matar, se han convertido en verdugos de Paracuaria, su

patria! Cuántas veces éstos se encontraban unidos en las expediciones de los

bárbaros para destruir a los cristianos, no como acompañantes sino como

conductores, partícipes de todas las rapiñas, muertes e incendios, e instrumentos

de las calamidades públicas; de tal modo que portugueses, españoles o italianos,

desertores de la santa religión, cumplieron con celo la excelente misión de

interceptar las naves de su pueblo, como los piratas argelinos o marroquíes. Estos

confirman con su ejemplo, que /150 cuando más fino es el vino, mayor es la calidad

del vinagre que se obtiene; y que la corrupción de los mejores es la peor.

Aún hoy recuerdo con claridad el rostro y las acciones despiadadas de algunos

cautivos que conocí entre los abipones; éstos por su deseo de dañar a los españoles

aventajaban en barbarie a todos los naturales.

Unos soldados santiagueños enviados al Chaco hicieron un alto en el camino

para descansar al mediodía y encontraron una calavera y preguntando aquí y allá

qué era eso, les explicaron claramente que en ese lugar encontraron sin vida a

cuatro españoles; que el autor de ambos crímenes había sido un español (sé su

nombre, pero lo callo) cautivo de los abipones, que por su conducta resultaba más

perjudicial que un abipón para el pueblo hispano. Este lugar que tantas veces había

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cruzado, desde aquel día lleva el nombre de "las sepulturas". Muchas son las cosas

que revelan la deshonesta actitud de este ladrón, y de otros como Almaraz, Casco,

Juanico, el negro correntino, el indio Juan José Ytatingua, y en especial Juan Díaz

Gaspar Iahachin. Éste, abipón de origen, fue desde niño cautivo de los españoles y

de inmediato incorporado a la religión cristiana. Durante los veinte años que estuvo

en la ciudad de Santiago fue prisionero del español Juan Díaz, cuyas palabras

escuchaba con atenta devoción. Todos los años durante la Cuaresma, públicamente

en su choza, se ensañaba con un inhumano flagelo. Trasladado por fin a su pueblo

comenzó a perseguir de tal modo a los españoles, que se distinguió entre los suyos

por los derramamientos de sangre que a diario provocaba; además les fue muy útil

ya que conocía con precisión los caminos y lugares de la zona. Adquirió fama por la

disposición que demostraba cuando iban a matar a los españoles, desempeñándose

como explorador o guía. Iniciada la paz y fundada para los abipones la ciudad de

Concepción, el mismo Caëperlahachin conocedor /151 de muchas lenguas, actuó

como intérprete; abusando de su oficio hizo lo posible por volver sospechosa la

amistad de los españoles, y odiosas las leyes de Cristo y a nosotros, que fuimos

enviados como maestros de la religión entre los abipones, catecúmenos más dignos

por aquel tiempo del nombre de energúmenos.

Sin embargo este taimado, simulando con gran énfasis piedad y amistad, logró

maravillosamente que lo creyeran tanto los españoles como los abipones, aunque

fue peligroso para unos y otros, y con mayor razón para nosotros que habíamos

procurado esa colonia. ¡Ah! La actitud de la madre resultaba más pestilente que la

de su propio hijo! Esta, sacerdotisa de todas las hechicerías, que había pasado el

siglo de vida, era venerada por el pueblo tanto por sus años como por sus

formidables conocimientos sobre las artes mágicas que todos creían que dominaba

a fondo.

Nunca terminaba de exhortar a los suyos a que abandonaran el templo, huyeran

de nuestras instituciones, del Bautismo, de la confesión de los moribundos. Veis que

la madre es digna del hijo, del mismo modo que un huevo en mal estado impide el

nacimiento de los polluelos. Pero Dios castigó a la vieja infame (la llamarías Meden

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o Megea): prófuga de la fundación con un grupo de compañeros, murió

miserablemente despedazada por los mocobíes, antes que muchos otros. Sin

embargo ignoro qué suerte corrió o dónde desapareció Caëperlahachin.

La libertad de vagar por donde quisieran, la abundancia de comida y vestido sin

ningún trabajo, la cantidad de caballos, la posibilidad de ocio y lascivia a su arbitrio,

junto a una plenísima impunidad donde no se temiera la ley ni la censura, ligaban

en suave vínculo a los españoles con los abipones; de modo que consideraran más

dulce su cautividad que toda libertad, olvidados de sus familiares y de su patria.

Pues sabían que para no ser azotados y languidecer por la privación, debían vivir de

acuerdo a las leyes y trabajar /152 cada día. La noble Catalina de la ciudad de

Santa Fe, firmísima en la disciplina cristiana entre los bárbaros, rescatada por los

suyos al precio establecido, volvió a su patria. Su hijo Raymundo y su hija, casada

con un cautivo de los abipones, prefirieron permanecer allí en vez de reunirse con

su madre. Muchos otros abandonaron su suelo natal para regresar alegres a su

cautiverio.

Conocía prisioneros de maligna índole, que como sus dueños querían librarse de

ellos, los obligaron a una libertad gratuita.

Aunque sólo unos pocos abipones están convencidos erróneamente de que la

poligamia les es permitida y toman al mismo tiempo varias mujeres, los cautivos

raramente se contentan con una y toman cuantas cautivas pueden, ya sean

españolas o indias. Las mujeres abiponas desdeñan a los españoles y a los indios de

algunas tribus para su unión matrimonial, si no son respetados, como los abipones,

por la gloria de sus hazañas, por las muertes y robos, y por su nobleza. Estos, como

se creen más nobles que los individuos de cualquier otra nación, nunca aceptan por

esposa a las cautivas españolas, y menos para concubinatos clandestinos. De modo

que el pudor de las mujeres hispanas está más seguro entre los bárbaros

prisioneros que entre los suyos en libertad, si logran eludir las insidias de los

cautivos. Como confesor, puedo afirmar que no encontré muchas prisioneras

españolas de las que vivían entre los abipones culpable de alguna infamia que

afectara su castidad. Todos decían a una voz: ninguna mujer, si ella misma no lo

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quiere, será pervertida por ellos. Soy testigo de la integridad de unas adolescentes

que estuvieron cautivas allí un tiempo.

¿Acaso podría creerse que la camaradería de europeos y bárbaros que no adoran

a Dios es escuela y bastión de castidad? Esto es para mí muy cierto: que la licencia

de costumbres /153 que tanto se cultiva en las naciones de Europa, está muy lejos

de ellos.

Piensa, buen lector, si estas palabras de mi historia sobre los cautivos pueden

considerarse una disgreción cuando sirven para mostrar el pudor y la bondad de los

abipones, que es el tema del presente capítulo y al que voy a fundamentar con

otras experiencias.

Aceptan comedidamente a españoles plebeyos, negros, indios cristianos que

llegan por azar a los campamentos abipones, ya sea porque huyen de sus amos,

porque se han extraviado o por algún tipo de ocupación. Se les ofrecen tan

alegremente, del mismo modo que habrían vituperado al pueblo español.

Si éstos los despreciaban eran considerados como espías españoles y personas

no gratas. Vigilaban diligentemente nuestra seguridad. Si tenían conocimiento de

que algún peligro nos amenazaba, ya sea por parte de enemigos externos, de

ebrios o de algunos compañeros enfurecidos, nos lo anunciaban sin vacilación, a la

vez que se preparaban para rechazarlo.

Es increíble cuánta fidelidad nos guardaban en la travesía de los ríos, en la

preparación de los caballos, en la repentina insidia de los enemigos en un camino o

en su repulsa. ¡Ah! ¡Cuánta bondad encerraba el corazón de estos bárbaros!

Aunque tienen la costumbre de matar o de espoliar a los españoles que creían eran

sus enemigos, sin embargo nunca sustrajeron nada a los suyos. Cuando están

sobrios y en su sano juicio, el robo y el homicidio es rarísimo, o mejor dicho,

inaudito entre ellos.

Cuando se ausentan de sus casas por un tiempo más o menos largo, no se

preocupan por cerrar puertas ni en poner custodia a sus bienes, vestidos, adornos,

utensilios /154 domésticos; pues, aunque quedan expuestos al alcance de los

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demás, saben que sus pertenencias serán respetadas, y que las encontrarán

intactas a su regreso. Tantas puertas, llaves, trancas, arcas y guardias con que los

europeos guardaban sus cosas contra los ladrones, eran ignoradas por los abipones;

y en definitiva superfluas, pues no había peligro que se cometiera robo alguno. En

la ciudad de San Jerónimo nos faltó de nuestra casa un mantel, así como algunos

utensilios domésticos. Sabedor el cacique Ycholay del hurto, aseguró

confidencialmente que ninguno de sus abipones sería el ladrón. Disipada esta

sospecha, intolerable a su pueblo, no escatimó ningún medio para investigar sobre

el responsable. En seguida descubrió que los objetos perdidos habían sido

sustraídos por un grupo de cautivos que se dieron a la fuga. En la ciudad de San

Fernando una mujerzuela que había sustraído a escondidas del templo unos globos

de vidrio y algunos ornamentos de las imágenes sagradas fue descubierta por el

cacique Kachirikin; gracias a sus ruegos o a las amenazas del padre salvó su vida,

ya que aquél estaba dispuesto a matarla en la plaza pública con su propia lanza.

Este indio que estallaba en ira al conocer un robo inusitado para los abipones, no

era el que más sobresalía por sus buenas costumbres, sino el principal ladrón que

había robado innumerables caballos de los campos españoles.

Cierta vez, un grupo de niños de ambos sexos se llevaron de nuestra huerta

unos pollos y unos melones maduros. No se los perdonó por esta sustracción, pues

sostenían que los alimentos fueron quitados contra la voluntad del dueño.

Aunque haya expuesto las virtudes naturales de los abipones más allá de lo

propuesto, me parece que no habré dicho nada si no agrego unas pocas palabras

sobre los pesados trabajos que realizaban. ¿Quién enumeraría las cotidianas

molestias de la guerra y de la caza? Atraviesan a veces /155 durante dos o tres

meses caminos llenos de asperezas a través de soledades para perseguir a los

enemigos; hacen más de trescientas leguas; superan a nado peligrosos ríos y lagos

anchísimos o vastos campos carentes de leña y de agua; sentados días enteros en

monturas tan blandas como la madera y sin estribos, siempre soportando el peso

de una larguísima lanza. Usan caballos trotadores cuyos saltos destrozan

miserablemente los huesos de los jinetes. Reciben los ardientes rayos del sol sobre

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la cabeza descubierta, las lluvias caídas no raramente durante muchos días, nubes

de polvo a campo abierto y torbellinos de viento.

Cubren sus cuerpos desnudos con vestidos de lana, y como los bajan hasta la

cintura cuando hace calor, luego presentan el pecho, la espalda y los brazos con

picaduras de mosquitos, tábanos, moscas y avispas.

Como viajan sin provisiones, siempre están al acecho de alguna fiera cuya carne

les servirá de alimento. Como carecen de vaso, por lo general hacen noche a la

margen de ríos o lagos, donde siguiendo la costumbre de los molosos, sorben el

agua. Esta forma de buscar agua les trae serios problemas, pues en los lugares más

húmedos por lo general se refugian mosquitos, serpientes y temibles fieras, que

durante la noche se convierten en una verdadera amenaza para la vida de los

naturales.

Acostados en el duro suelo, soportan los bruscos cambios del clima; cuando los

sorprende una tempestad, se despiertan sumergidos en el agua.

Cuantas veces desempeñan el oficio de exploradores, de los que es propio ver

todo sin ser vistos, deben reptar muchas veces con pies y manos por rocas o

piedras para no /156 ser descubiertos. Deben pasar días y noches en vela y sin

alimento. Lo mismo les sucede cuando deben acelerar la fuga con el enemigo a la

espalda, dando o recibiendo la muerte. Esto hacen, esto soportan los abipones, sin

quejas o indicios de disgusto; no es la misma actitud la de los europeos, que a la

más leve molestia se enojan, estallan de ira y furor, y si no pueden conmover a los

dioses, suelen invocar al Aqueronte. Yo tuve como compañeros y ayudantes a

abipones en muchos y arduos caminos; yo mismo participé de las penurias

comunes del camino, he sido testigo de su paciencia, y su pregonero. Sin embargo

me admiré cuando noté que ellos soportaban en silencio las diarias asperezas del

viaje con frente alta, rostro sonriente, ojos serenos, mitigando la sed, el hambre y

las inclemencias de los elementos con alegre conversación, cuando yo me fatigaba

y casi se me acababa la paciencia. ¿Podría creerse? A menudo les preguntaba si

para robar caballos a los europeos, permitirían que les quemara el sol, picaran los

mosquitos, se sumergirían en el agua y soportarían otras calamidades. Me parece

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que si yo pudiera obtener un caballo en alguna parte de América no soportaría, aún

esperanzado en esta ganancia, las picaduras de los mosquitos que en ese día

habíamos sufrido. Los abipones se reían de estas cosas; porque lo que nosotros

consideramos cosa de paciencia, a ellos les parece natural. Tienen tanta entereza

espiritual para afrontar cualquier molestia como fortaleza corporal por los ejercicios

practicados desde la niñez. Aún niños, a ejemplo de sus mayores, se lastiman con

espinas agudísimas el pecho y los brazos sin manifestar dolor; ya adultos soportan

con valor tanto sus heridas como las ajenas sin articular gemido alguno; y

considerarían que se /157 les hace una injuria a su magnanimidad por la

conmiseración de las heridas de otros. El halago de la gloria que reciben por la fama

de su fortaleza los vuelve invictos e insensibles al dolor.

Diversas son las cosas comunes a hombres y mujeres que podría referir en este

momento; unas se destacan y brillan por sí mismas, otras se cultivan con singulares

caracteres.

A todos los pueblos de América les resulta tranquilo y descansado vivir. De buen

grado comento la actitud de las mujeres abiponas que nunca desfallecen. No hubo

nadie que no admirara conmigo su incansable laboriosidad, destreza y trabajos.

Afrontan con buen ánimo y alegría las tareas domésticas que deben realizar a

diario. Entre ellas está el tejer las ropas de su marido y sus hijos, cocinar los

alimentos; traer de las selvas las raíces comestibles y los distintos frutos; juntar y

moler la algarroba y mezclarla con agua para preparar la bebida, acarrear el agua y

la leña para los usos diarios de la familia. Existe la ridícula costumbre – que para los

abipones es un signo de civilidad – de que la vieja de mayor edad de toda la

comunidad vele por el agua que se ocupará en las tareas domésticas; ésta, aunque

esté cerca del torrente de donde la sacará, lleva a caballo grandes cántaros. Del

mismo modo transportan la leña para el fuego. Nunca oirás a las mujeres, aunque

estén ocupadas en mil quehaceres, quejarse de molestias. Por el contrario, muchas

veces las oí que se lamentaban por la falta de lana, algodón, colores o alumbre para

fabricar sus vestidos. De modo que no sólo toleran sus trabajos, sino que los

desean. Un noble español que tuvo como sirvienta muchos años a una abipona

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cautiva, me aseguraba que ésta le era más útil que las de otras tribus, y que

cumplió su oficio oportuna, cuidadosa y rápidamente, adelantándose a sus órdenes.

/158

Reclaman para sí el honorífico nombre de devoti foeminei sexus (67). Apenas

oído el toque de la campana con que se las llamaba para la explicación de los

dogmas cristianos, corrían con rapidez; y sentadas en el suelo del templo con

modestia, derechas y ávidas, atendían las enseñanzas del sacerdote. Aprueban

maravillosamente la ley de Cristo, sobre todo porque por ello no se les permitía a

sus maridos repudiarlas y tomar otras esposas. Por esta razón desean

ardientemente que las bauticemos a ellas y a sus maridos lo más pronto posible. Así

se sienten seguras de la perpetuidad de su matrimonio y del marido. Considera

lector, que lo dicho se refiere a las mujeres jóvenes; las viejas, muy obstinadas en

sus supersticiones y amigas de los ritos bárbaros, luchan con ahinco contra la

religión cristiana.

Si toda la tribu de abipones las abrazara, ellas perderían su antigua autoridad,

previendo que servirán para risa y desprecio de todos. Del mismo modo que estas

ancianas, adolescentes abipones obstaculizan los progresos de la religión. Estos,

ardiendo en el deseo de gloria militar y de botín, están ávidos de cortar cabezas de

españoles y devastar sus carros y sus campos, cosas que saben que la ley divina les

prohibe.

Así adherirlos a las costumbres de sus mayores, prefieren atravesar las tierras en

veloces caballos antes que escuchar entre las paredes del templo al sacerdote que

les predica. Si fuera por los abipones mayores y por las mujeres jóvenes, todo el

pueblo hace tiempo hubiera cedido a nuestra religión.

Ya en varios lugares he hecho mención honorífica del pudor de las mujeres

abiponas, y he de hacerla algunas veces más. Sería un crimen olvidar su

temperancia y sobriedad. Preparan para sus maridos con gran trabajo una dulce

/159 bebida de la miel o de la algarroba; pero ellas nunca la prueban, condenadas

toda su vida a beber sólo agua. ¡Ojalá que como se cuidan de los bebidas

alcohólicas, así se abstuvieran de riñas, discusiones y querellas. Estas son

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cotidianas entre ellas, y a veces cruentas ante las causas más fútiles. Discuten y

riñen por las cosas más nimias; como dice Horacio, sobre la lana de la cabra o la

sombra del asno. A menudo una sola palabra pronunciada por una mujer que

chancea, es semilla y toque de una gran guerra.

Los abipones tienen tres formas de insultarse – hablaré con los griegos –. Cuando

están airados se dicen unos a otros: Acami Lanâraik: tú eres indio, es decir plebeyo,

innoble; Acami Lichiegaraik: tú eres pobre, miserable; Acami abamraik: tú eres un

muerto. Algunas veces abusan de estos epítetos con gran torpeza. ¿Acaso no te

reirías si oyes llamar abamraik, muerto, a un caballo que se escapa como un rayo y

que el jinete indio no pudo seguir?

Iniciada una discusión entre dos mujeres, en seguida empiezan a llamarse

miserable, plebeya, muerta; sobreviene un gran vocerío; de las palabras pasan a los

puños. Concurre toda una multitud de mujeres a la plaza, no sólo para mirar, sino

para tomar parte; éstas defenderán el partido de una; aquéllas el de otra; y

finalmente el duelo deriva en guerra. Como los tigres, lanzan mordiscos al pecho de

las otras, sacándoles sangre; se lastiman las mejillas con las uñas; se agarran de los

cabellos; y desde que comienza la pelea, se lastiman miserablemente el orificio de

la oreja adornado con una espiral de hojas de palmera. Creerías que han

participado en esta lucha las furias del Erebo, las fieras del anfiteatro romano o los

gladiadores. /160

Algunas veces el marido ve a su mujer cubierta de heridas, o el padre correr la

sangre de su hija; observan estas cosas sin mover un pie, con tranquilidad y en

completo silencio. Aplauden a sus amazonas; ríen; admiran que haya en los ánimos

de las mujeres iras tan grandes; pero consideran impropio del hombre intervenir en

las discusiones de las mujeres o tomar parte a favor de una u otra. Y si ven que no

hay esperanzas de establecer la paz, concurren al sacerdote. ¡Ah!, dicen, nuestras

mujeres han perdido hoy el juicio. Anda, asústalas con una carabina; al ruido de

ésta, conmovidas y temerosas, se apuran a volver a sus chozas. Pero como repiten

a voz en cuello desde allí los insultos que fueron el origen de la riña, y ninguna de

las dos quiere parecer vencida, reinician la pelea una y otra vez al volver a la plaza.

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A veces era necesario apaciguar un agitado movimiento, en especial cuando con

pocas sílabas era interrumpida la calma en la colonia.

Se logró, con el consejo divino, que las mujeres abiponas se abstuvieran

totalmente de bebida embriagadora; si suelen enfurecerse tanto estando sobrias

¿Cuánto no osarían bajo sus efectos? Esto lo cumplía el pueblo abipón, hacía

tiempo.

Los maridos, sin embargo, si no estaban ebrios, mantenían entre sí una

permanente paz, mostrándose siempre enemigos de los gritos, las discordias y las

riñas.

Trataré en algún otro lugar de esta historia las demás cosas dignas de alabanza

o de censura que pertenecen a los ritos y costumbres de este pueblo.

De todo lo citado, piensa que muchas cosas propias de estos bárbaros parecen

dignas de ser imitadas por los europeos tan cultos. Poco falta para asegurar con el

célebre Leibniz, que ha escrito en el prefacio a la novísima Sinica: Certetalis

nostrarum rerum mihi videtur esse conditio, gliscentibus in inmensum corruptelis,

ut propemodum necessarium videatur, Misiionarios Sinensium ad nos mitti, qui

Theologiae /161 naturalis usum, praximque nos doceant, quemadmodum nos illis

mittimus, qui Theologiam eos doceant revelatam (68). Con otras palabras habría

dicho lo mismo sobre los abipones, aunque en algunos aspectos apenas merezcan

integrar el género humano. Digamos sin embargo con la frente alta respecto a sus

acciones, que el hombre cristiano puede aprender de ellos el compañerismo, la

honestidad, la tolerancia y la diligencia. Ojalá estas virtudes de los bárbaros no se

oscurecieran, a veces, por los vicios y malas acciones, como se distinguen las pieles

blancas de los tigres por sus manchas negras. Expondré en detalle estos vicios que

aún me quedan por recordar.

 

CAPÍTULO XVI

SOBRE LA LENGUA DE LOS ABIPONES

 

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Es increíble lo múltiple y variado de las lenguas que existen en Paracuaria. La

mayoría se diferencia no sólo en algunos aspectos, sino en sus mismas raíces. No

hay nadie de mente sana que acepte que ese sinnúmero de artificios tiene su

origen en estos estúpidos bárbaros.

Movido por este pensamiento, creo conveniente mencionar esta variedad y

artificios de las lenguas entre los temas que expongo por inspiración del eterno y

sapientísimo Númen. Nuestros hombres consagraron su trabajo en forma /162 total

a unas catorce lenguas nacionales de Paracuaria, y propagaron hasta muy lejos la

religión. No creas que cada estudioso conocía en forma general todas las lenguas;

algunos fueron versados en dos o tres porque vivieron un tiempo con varios

pueblos. Yo he conocido algunas de éstas porque enseñé siete años a los abipones

y once a los guaraníes.

Los pueblos a los que consagramos nuestra tarea y para los que fundamos

nuestras colonias fueron los guaraníes, chiquitos, mocobíes, abipones, tobas,

malbaláes, vilelas, pusaines, lules, isistines, homoampas, chunipíes, mataguayos,

chiriguanos, lenguas o guaycurúes, mbayás, pampas, serranos, patagones, yarós.

Agrega a éstos la lengua quichua que se habla en todo el Perú, la de los esclavos

africanos, la del pueblo español que es muy familiar sobre todo a las matronas de

Tucumán y que la mayoría de nuestros hombres la usaron tanto en el púlpito como

en el confesionario. Por otra parte en las ciudades de los chiquitos, integrada por

individuos de distintas tribus, conocimos también diversas lenguas.

Las lenguas de los abipones, los mocobíes y los tobas tienen entre ellos el mismo

origen y la misma afinidad, como la española con la portuguesa. Cualquiera de

éstas se distingue de las otras no sólo como un dialecto sino en innumerables

vocablos. Casi lo mismo sucede con las lenguas Tonocotè que se hablan entre los

lules e isistines. La lengua de los chiriguanas es casi la misma que la de los

guaraníes, que distan de aquéllos sólo unas quinientas leguas; descontando algunas

cosas que pueden conocerse de una y otra sin ningún trabajo en unas pocas

semanas. Muchos europeos al comentar los /163 problemas de América han

consignado algunas cosas, nociones o sentencias de las lenguas indígenas en sus

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historias. Pero, ¡oh, Dios! ¡Tan mutiladas y corrompidas! Casi no dejaron una letra

del vocabulario sin cambiar.

Aunque muy conocedores de esas lenguas apenas logramos seguir lo que ellos

querían decir, adivinándolo como si fueran enigmas. Pero debe perdonarse a estos

escritores ya que sus conocimientos provenían de fuentes inexactas. Muchos que

saludaron a América desde sus límites o vieron de paso a los americanos, ponen en

sus cartas vocablos de las lenguas bárbaras aunque no hayan oído correctamente

su sonido ni hayan captado su significación. De donde se deduce que llenan sus

códices con nombres americanos de lugares, ríos, árboles, plantas y animales,

alterándolos de una forma tan lamentable, que nunca pudieron ser leídos por

nosotros sin que nos provocara risa.

Los niños españoles que a diario hablan con los niños indios, asimilan con gran

rapidez las lenguas indígenas; sin embargo, a los adultos les resulta más difícil y

complicado; nosotros hemos experimentado una y otra cosa.

Conocí a hombres de edad que, aunque habían vivido muchos años entre los

indios, pronunciaban todavía algunas sílabas con errores. Es difícil para el europeo

acostumbrar el oído y la lengua a las voces extrañas y torcidas de los bárbaros que

pronunciaban ya sea silbando con la lengua, o por la nariz, o entre dientes, o por la

garganta; y en consecuencia te parecería oír confusamente, no palabras sino voces

de patos en un lago, y no entenderías por atento que estuvieras ningún vestigio de

letra expresada. Los hombres eruditos /164 hubieran querido que alguno que

conociera la lengua americana y su sistema la expusiera, facilitándoles la tarea.

Para cumplir sus deseos, emprendo un tratado con un compendio de la lengua

abipona.

No te impacientes, lector, si te cansas con la lectura de este tema; pues también

a mí su escritura me fue fastidiosa. Sin embargo los escritores y eruditos me la

agradecerán. Exhorto a los indoctos que desconocen las partes y las reglas de la

gramática, que pasen hasta el fin estas ásperas páginas con vocablos bárbaros.

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La mayoría de los americanos carecen de algunas letras que usan los europeos y

usan otras que éstos desconocen. La letra más frecuente entre los abipones y que

desconocemos los europeos tiene un sonido intermedio entre la R y la G. Para

pronunciarla correctamente hay que apoyar un poco la garganta como hacen los

que tienen el vicio de pronunciar la R balbuceando. Para significar esta peculiar

letra de los abipones escribimos R o G según mi parecer, señalada por el signo ř. Así

Leetařat, hijo; Achibiřaik, sal; Nalerayřat, capitán, cacique. Cambian la r en k en los

plurales. Así Laetkále, hijos; Nelařeykaté, capitanes, caciques, nobles. A los

europeos les da mucho trabajo pronunciar esta letra, máxime si aparecen unas

cuantas en el mismo vocablo, como en: Rařegřanřaik, indio vilela; Rellařanřan

potròl, cazador de caballos salvajes; Lupřiřartřaik, tornasolado, etc. Por la

pronunciación de esta letra los abipones se distinguen de otros pueblos, como en el

Libro de los Jueces, X, 6, los galaaditas se diferenciaban de los egraimitas por una

única letra: éstos /165 citan la palabra Sibboleth con S por Samech; aquéllos la

citan Schibboleth, con S y C, por Scim. 154

Los abipones emplean una ö, como los franceses, húngaros y alemanes, que sin

embargo los españoles de Paracuaria prefirieron escribir como ë con dos puntos.

Abëpegak, caballo; Yahëc, rostro mío. Es frecuente la K griega. Del mismo modo

pronuncian la Ñ de los españoles como una N suscribiéndole una I. Así Español, se

pronuncia casi Espaniol. Los abipones dicen: Menetañi, está dentro; Yoamcachiñi, la

parte interior es buena. La correcta pronunciación de ésta y de aquellas letras, sólo

puede ser explicada a viva voz.

Se debe tener mucho cuidado con los acentos y las puntuaciones. La misma

palabra, cambiándole un punto o variándole un acento, significa una u otra cosa.

Así: Heét, huyo; Heet, hablo. Háten, menosprecio; Hatén, alcanzo dando en el

blanco.

Esta lengua posee palabras muy largas que se componen de diez, veinte y más

letras. Los repetidos acentos indican dónde se debe hacer una depresión o

elevación de la voz. Por eso el modo de hablar de este pueblo es modulado y con

acentos. No habría que agregar notas musicales a cada sílaba, si no se supliera este

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trabajo con la viva voz del maestro; algunos ejemplos de acentos ayudarán:

Hamibégemkiú Debáyakaikin, Raregřágremařachiú, Oabérkaikin, son nombres de

abipones; Grcáuagyégarigé, ten piedad de mí; Oaháyegalgé, líbrame;

Hapagrañütapegetá, os enseñáis mutuamente; Nicauagrañíapegaralgé, intercedo

por ti; Hemokáchiñütápegioà, tú me alabas; Más de veinte letras en una palabra. No

encontrarás muchos monosílabos. Los antiguos abipones aman los /166 vocablos

más largos, como sus familias.

Tienen género masculino y femenino, pero no neutro. El conocimiento del género

lo da sólo el uso. Grabáulái, sol, es femenino para ellos, como en alemán Die Sonne.

Grauèk, luna, es masculino como para nosotros Der moude. Algunos adjetivos son

de uno y otro género. Así Naà, malo y mala; Neeú, bueno y buena. En otros, cada

género tiene su terminación propia. Así: Ariaik, bueno, preclaro; Ariayè, buena,

preclara. Cachergaik, viejo; Cachergayè, vieja.

No tienen casos. A veces una letra como prefijo indica el caso. Así: Ayìn, yo;

M'ayìm, a mí: Akami, tú; M'ahami, a ti.

Formar el plural de los nombres es una tarea muy difícil para los novicios. Tan

grande es la variedad, que casi no puede establecerse una regla. He aquí algunos

ejemplos: /167

Singular Plural

Laetarat, hijo Laetkatè, hijos

Lekát, metal Lekachì, metales

Ahëpegak, caballo Ahëpèga, caballos

Yúihák, vaca Yúihà, vacas

Nekététák, ganso Neketéteri, gansos

Oachígranigà, ciervo Oachigranigal, ciervos

Iñieřǎ, flor de la algarroba o año

Iñiegari, flores o años

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Neogà, día Neogotà, días

Eergřaik, estrella Eèrgřaiè, estrellas

Aàpařǎik, tela, cordel o lana Aapařǎikà, telas

Yapòt, magnánimo Yapochì, magnánimos

Lachaogè, río Lachaokè, ríos

Letèk, hoja de árbol Letegkè, hojas

Ketélk, mula Ketelřa, mulas

Panà, raíz Panarì, raíces

Ííbichigí, airado Ííbichigeri, airados.

 De estos pocos se desprende que para la misma letra las desinencias nominales

tienen variadísimos plurales. Así como los griegos tienen además del plural el

número dual, que señala dos cosas; los abipones usan dos plurales, de los cuales

uno significa más y el otro significa muchos más. Así: /168 Joalé, varón; Joaleè o

Joaleèna, algunos varones; Joaliripi, Muchísimos varones. Ahëpegak, caballo;

Ahëpega, algunos caballos; Ahëpegeripí, muchísimos caballos.

Me admira que los abipones no tengan, como muchos americanos, una doble

forma verbal para expresar el plural de primera persona. Así los guaraníes dicen de

dos maneras Iy, nosotros: tanto dicen Ñande, tanto ore; la primera forma es

incluyéndose; la segunda excluyéndose; dicen en sus oraciones dirigiéndose a Dios:

Nosotros pecadores ore angaypahiyá porque Dios está excluido del número de

pecadores, pero hablando a los hombres dicen: Ñande angaypahiyá, nosotros

pecadores, porque estos con quienes hablan son todos igualmente pecadores, y

usan ese vocablo que los incluye.

Como carecen de posesivos mío, tuyo, suyo, los suplen por varias adiciones o

cambios de letras en los nombres; lo que también se acostumbra en las lenguas

hebrea, húngara y algunas americanas. La mayor dificultad entre los abipones por

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tanta variedad en el cambio de letras nace sobre todo en la segunda persona. Mira

un ejemplo: Netà es padre, en forma indeterminada; Yità, mi padre; Gretay, tu

padre; Letà, el padre de él; Gretà, nuestro padre; Gretayì, vuestro padre; Letaì, el

padre de ellos.

Naetařat, hijo sin expresar de quién lo sea; Yaetřat, mi hijo; Graetřachi, tu hijo;

Laetřat, el hijo de él.

Nepèp, abuelo materno; Yepèp, el mío; Grepepè, el tuyo; Lepèp, el de él.

NaàL, nieto; Yaàl, el mío; Graali, el tuyo; Laàl, el de él. /169

Nenàk, hermano menor; Yenàk, el mío; Grenerè, el tuyo; Lenàk, el de él.

Nakirèk, sobrino; Ñakirèk, el mío; Gnakiregi, el tuyo; Nakirek, el de él.

Noheletè, palo de lanza; Yoheletè, el mío; Groelichi, el tuyo; loheletè, el de él.

Natatřa, vida; Yatatřa, la mía; Gratřatre, la tuya; Latatra, la de él.

Estos ejemplos son suficientes para demostrar la marcada diferencia entre la

primera y la segunda persona. Entre los guaraníes también los posesivos están

sujetos a los nombres, pero no ofrecen ninguna dificultad porque en todas las

palabras se usa el mismo cambio para las distintas personas. Así: Tuba; padre;

Cheruba, el mío; Nderuba, el tuyo; Tuba, el de él; Guba, el de ellos. Tay, hijo;

Cheray, el mío; Nderay, el tuyo; Tay, el de él; Guay, el de ellos. Nunca varía en

cualquier nombre el prefijo Che para la primera persona y Nde para la segunda. Lo

mismo en plural: Ñande, u Oreruba nuestro padre; Pendeuba, vuestro padre; Tuba,

o Guba, el padre de ellos o su padre; suplen generalmente en todos los otros

sustantivos estas partículas posesivas.

Fíjate la peculiar aversión de los abipones por los nombres posesivos: si ven

alguna cosa cuyo poseedor desconocen, para preguntar: ¿De quién es esto?, lo

hacen con distintas palabras si la cosa cuyo dueño desean conocer es animada

(aunque sólo tenga alma vegetativa) como el trigo, un caballo, un perro o un

cautivo, dicen: ¿Cahami lelà? ¿esto es posesión de quién? Y el otro responderá: Ylà,

mía; Gretè, /170 tuya; Lelà, de él. Por el contrario si fuera una cosa inanimada como

una lanza, un vestido o comida, dicen: ¿Kahamì kalàm?; ¿para quién es esta

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propiedad?, y se responde al que pregunta: Aim, para mí; Karami, para ti; Halanì,

para él; Karani, para nosotros.

Los pronombres de primera y segunda persona no están sometidos a ningún

cambio por el lugar o la situación. Así: Aym, yo; Akamì, tú; Akanì, nosotros; Akamyì,

vosotros. Por ejemplo: la inflexión de solo es: Aymátarà, yo solo; Akàm akalé,

nosotros solos.

El pronombres de tercera persona: éste, ése, aquél, cambia de acuerdo a la

situación en que esté aquel de quien se habla.

 

  Masculino, él

Femenino, ella

Si está presente, se dice: Enecha Haraha

Si está sentado: Hiñiha Háñiha

Si está tendido: Híriha Háriha

Si está de pie: Anaha Háraha

Si camina y se ve: Ehahá Ahaha

Si no se ve: Ekaha Akaha

 

El, solo, se enuncia también de distintas formas:

Si él solo se sienta, se dice: Yñítarà

Si está tendido: Irítàra

Si camina: Ehátára

Si está ausente: Ekátará

Si está de pie: Erátára

 Al comparativo y al superlativo no lo expresan con adición de sílabas, como la

mayoría de las otras lenguas, sino de otros modos: Esta sentencia: "el tigre es peor

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que el perro /171 en abipón sería así: "El perro no es malo, aunque el tigre ya sea

malo": Netegink chik nà, oágan nihirenak la naà; que puede circunscribirse de este

modo: "el perro no es malo, como el tigre": Netegink; chi chi naà, yágàm nihirenak.

Si dijeras: "El tigre es el más malo", el abipón diría: "El tigre es malo sobre todas las

cosas": Nihirenak Lamerpeeáoge Kenoáoge naà. O así: "El tigre es malo, como no

hay nada igual en maldad"; Nihirenak chitkeoá naà. A veces expresan el superlativo

sólo con una elevación de voz. Ariaik, significa tanto cosa buena como cosa óptima,

según el tono de la pronunciación. Si se pronuncia con todo el ímpetu del pecho, en

voz elevada y sonido agudo, denota el superlativo; si en voz queda y baja, el

positivo. Sobre todo denotan que algo les agrada o lo aprueban, cuando anteponen

estas voces: ¡Là naà! Ariaik, o Eúenék. ¡Ya es malo! ¡Esto es hermoso o preclaro!

Nebaol, significa noche. Si exclaman con voz aguda e ímpetu del pecho: La nebaól,

quieren señalar la media noche ya avanzada; si dijeran despacio y como con

pereza, La nebaòl, indican la primera hora de la noche. Si ven que alguien tocó el

blanco con una flecha, sin vacilación significan que aquél ha derribado un tigre y

que sobresale por su destreza: La yáraigè: "ya sabe", exclaman en voz alta, que

entre ellos es la máxima ponderación.

Forman los diminutos añadiendo sílabas al final de la palabra: Aválk, Aole o Olek.

Así: Ahëpegak, caballo; Ahëpegeravàlk;, caballito; Oénék, niño; Oénèkavalk, niñito;

Haáye, niña; Haayáole, niñita. Pay', Padre, que es el nombre introducido por los

portugueses en América, con que llaman al Sacerdote; y en muestra de cariño nos

dicen Payolek, Padrecito; y nos llaman Pay' cuando están enojados. Kàëpak, /172

madera; Kàëperáole, maderita, nombre que dan a las cuentas del Rosario. Lenechì,

pequeño, módico; Lénechiólek o Lenechiavalk. Usan con mucha frecuencia los

diminutivos con los que señalan tanto el amor como el desprecio por algo. Así:

Yóale, varón, hombre; Yoaleólek, hombrecito, pedazo de hombre. A menudo entre

ellos el diminutivo significa la alabanza o el amor, más que el superlativo. Así,

llaman Ahëpegeraválk, halagando a un caballo valiente que se distingue entre los

demás. Los españoles también manifiestan una mayor inclinación de ánimo cuando

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dicen Bonito, que es un diminutivo, que cuando dicen Bueno. También los alemanes

solemos hacer este uso de los diminutivos.

La mayoría de los pueblos americanos tienen muy pocos numerales. Los

abipones no supieron expresar más que tres números: Iñitára, uno; Iñoaka, dos;

Iñoaka yekainì, tres. Reemplazan los demás números con recursos admirables: Así:

Geyenk ñatè, dedos del avestruz, les sirve para expresar el número cuatro, porque

el avestruz tiene tres dedos que se enfrentan con un cuarto. Neènhalek, piel

hermosa, que se distingue por manchas de cinco colores, o usan para expresar el

número cinco. Si preguntas a un abipón sobre el número de cualquier cosa,

responderá con los dedos levantados: Leyer iri, ¡Ah! ¡Tantos! Si les interesa hacer

conocer el número de esa cosa, usarán los dedos de una y otra mano o de uno y

otro pie; y si todos éstos no les alcanzaran para expresar el número, responderán al

que les pregunta mostrando a la vez los dedos de las manos y los pies. De modo

que Hauámbegem, los dedos de una mano, significa cinco; Lanám ribegem, los

dedos de las dos manos, diez; Lanám ribegem, cat Gracherbaka, los dedos de las

manos y de los pies, todos juntos expresan el veinte. /173

Tienen también otro sistema para reemplazar los números. Algunos vuelven de

los campos donde fueron a cazar caballos salvajes o a robar otros ya domesticados.

Ningún abipón preguntará a los que vuelven, ¿Cuántos caballos trajeron?, sino:

¿Qué espacio ocupa la cantidad de caballos que trajeron? Y le contestarán: Los

caballos colocados en fila, ocupan toda esta plaza, o: Se extienden desde este

bosque hasta la costa del río; y todos confían en esta respuesta para deducir la

cantidad de caballos, aunque desconozcan el número exacto.

A veces llenan la palma de la mano con arena o con pasto, y mostrándosela a los

que le preguntan, parecen indicarles la gran cantidad de las cosas.

Cuando se trata de números, los abipones te contestarán cualquier cosa para

lograr tu aprobación. No sólo son ignorantes, sino hasta enemigos de la aritmética;

se equivocan y no soportan el fastidio de contar; así se desembarazan del que les

pregunta el número de algo mostrando los dedos, los que les place, y a veces se

engañan, y engañan al que les pregunta. Muchas veces, si la cosa sobre la que le

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preguntas pasa de tres, el abipón, por no tomarse la molestia de mostrar los dedos,

exclamará: Pop; muchos, o Obic sevekalipi, innumerables. A veces llegan diez mil; y

de todas partes resuena el vocerío del pueblo presente: Yoaliripi latenk

naúeretapek, se acercan muchísimos hombres.

Mayor todavía que la falta de numerales, es la de ordinales; no conocen más que

el primero: Era námachìt. De modo que anuncian el Decálogo en esta forma: Para el

primer Mandamiento: Era námachìt; como no saben expresar segundo, tercero,

cuarto, enuncian los demás Mandamientos: /174 otro, otro, etc.: Cat labáua, Cat

lebáua. Sin embargo tienen palabras para determinar un orden anterior y otro

posterior: Enàm cahek, lo que precede; Iñagebek, lo que va después.

Sólo tienen dos numerales distributivos: Uno por uno, Iñitarapè; dos, Inóakatape.

Liñoaka yabat, dos veces; Ekâtarapek, una vez; Haste ken, a veces. Para un

compendio de la aritmética abipona se necesitaría un bagaje muy escaso de

números. Un poco más ricos son los indios guaraníes, y no avanzan más allá del

número cuatro: Uno, Peteÿ; dos, Mokoÿ; tres, Mboapì, cuatro, Itundÿ. Primero,

Iyipibae; segundo, Imomokoyndaba; tercero, Imombohapihaba; cuarto,

Imoirundyhaba. Uno por vez, Peteÿteÿ; de a dos, Mokoÿmokaÿ; de a tres,

Mbohápihapi; de a cuatro, Irundÿ randÿ. Una vez, Petey yebî; dos veces, mokoÿ

yebî, etc. Los guaraníes, como los abipones, si pasa el número cuatro, suelen

responder rápidamente al que les pregunta el número: Ndipapahabi o Ndipapahai,

innumerables.

Como el conocimiento de los números es muy necesario para los usos de la vida

civilizada, sobre todo para la sincera confesión de los pecados o en la explicación

pública del catecismo o en la recitación, cada día en el templo se enseñaba a contar

a los guaraníes en lengua española. Los días domingos todo el pueblo contaba con

voz clara en español desde el uno hasta el mil. Pero lavamos a un negro; hemos

comprobado que todo lo rápido que son para aprender la música, la pintura, la

escultura, son de lentos para los números. Aunque hubieran aprendido a contar

todos los números en español, se confunden con tanta frecuencia y facilidad, que

habría que prestarles fe con mucha cautela en este asunto. /175

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En cuanto a la conjugación del verbo, no puede recurrirse a ningún paradigma,

pues en cada verbo el singular del presente de indicativo varía y ofrece muchas

más dificultades para el que lo aprende, que los incrementos del griego. La segunda

persona no sólo cambia en las letras del principio, sino en las del medio y en las del

fin; todo esto se verá en los ejemplos que presento:

 

Singular Plural

Amo Rikápìt Amamos Grkapìtàk

Amas Grkapichì Amáis Grkápichii

Ama Nkàpìt Aman Nkapitè

Saber: Riáraige Gráraíge Yaraige

Recordar: Hakaleènt Hakaleenchì Yakaleènt

El mismo: Netúnetá Nichuñütá Ñetúnetá

Enseñar: Hápagřanátran

Hapagřanatrañí

Yápagřanatřan

Apurarse: Rihahagalge Grahálgalì Yahágalgè

Morir: Ríìgà Gregachì Yìgà

Sumergir: Riigaráñi Gregácháñí Ygárañi

Danzar: Riahat Rahachi Rahàt

Temer: Rietacha Gretachi Netacha

Desear: Rihè Grihì Nihè

Volar: Natahegem Natáchihegem

Natahegem

Estar ebrio: Rkíhogèt Grkìhogichì Lkihogèt

Ser perezoso:

Riaàl Graalì Naàl

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Ser fuerte: Riahót Grihochi Yhot

Estar bien: Rioàmkatà Groemkètà Yoámkatà

Aplastar: Hachak Hachare Rachak

Comer: Hakeñè Kiñigi Rkeñe

Arrojar: Rièmaletapek

Gremalitápek

Nemaletapèk

Dormir: Aatè Aachi Roatè

Avergonzarme:

Ripagák Gřpágarè Npagàk

Apuntar al blanco:

Hatenetálge Hachínitalgè Yatenetalgè

Estimar algo grande:

Riápategè Grpáchiigè Yapategè

Azotar: Hamèlk Hamelgì Yamèlk

Beber: Ñañàm Ñañami Ñañàm

Hacer: Haèt Eichì Yaèt

Socavar: Riahapèt Grahapichi Nahapet

Llegar: Ñauè Ñauichì Nauè

 [En la tabla presedente se supone está el indicador de página: /176]

Estos pocos ejemplos son suficientes para notar los variadísimos cambios en

cada uno de los verbos. Omito los ejemplos en plural que podría recordar. No es mi

propósito enseñar la lengua de los abipones, sino mostrar su exótica novedad,

aunque también evitar el fastidio que traería la prolija enunciación de las voces

bárbaras. De estas pocas formas que anoté, deduce que los verbos tienen casi

tantas inflexiones de la segunda como de la primera persona, y sus variaciones no

pueden aprenderse en base a reglas, sino con la práctica. Los restantes tiempos de

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Indicativo, como todos los Modos, cuya conjugación cansa a los que aprenden la

lengua, se forman agregando al tiempo presente del Indicativo, algunas sílabas o

partículas. Por ejemplo:

Rikapit: amo. Carecen de Imperfecto.

Pretérito: amé: Rikapit kan o Kanigra.

Pluscuamperfecto, había amado: Kánigra dehe rikapit. /177

Futuro: amaré: Rikapitàm.

Agrega las mismas partículas de la segunda y tercera persona a las demás, sin

cambiar nada. Así: Amas: Grkapichi; Amaste: Grkupichi kan; Habías amado:

Grkapichi kanigra gehe; Amarás: Grkapichiam. Am, es la sílaba que diferencia el

futuro del presente.

El Modo Imperativo es el mismo que el presente o el futuro sin cambio alguno.

Así: Grabálgalí, apresúrate, es lo mismo que la segunda persona, tú te apresuras.

Eichi, haz; Grkapichi; ama; o Grkapichiam, amarás. A veces, anteponen la partícula

Tach al verbo en la segunda persona del imperativo, o Tak, para la tercera. Así:

Tach Graháuichì, socava tú; Tach grakatrani, di tú; Tak hanek, venga él; que es al

mismo tiempo el modo permisivo. Así: Tak hanek -kaámelk: venga el español, lo

permito.

La prohibición para el futuro se explica con la partícula Tchik o Chigè, según la

letra que siga, empleada como prefijo. Así: No matarás: Chit kahamatrañiam; no

mentirás: Chit noaharegraniam.

El Optativo y el Subjuntivo se forman con varias partículas que a veces se

anteponen, y otras se posponen al presente del Indicativo. Algunos ejemplos:

Chigrìek, ojalá. Chigriek; grkaprchi G'Dois, ekuam Kaogarik: ojalá amaras a Dios,

que es Creador. Ket, si. Ket greenrani, G'Dios grkapichi ket: si fueras bueno,

amarías a Dios. Ket, si, se repite en la condición y lo condicionado.

Amla, después que. Amla grkapichi G'Dios o nakapíchiereám: Después que hayas

amado a Dios, Dios te amará. /178

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Ebenbà, mientras. Ebenba na chirgrkapichi G'Dios, chitì gibè groamketápekàm:

mientras no ames a Dios no estarás nunca tranquilo.

Amamach, cuando. Amamach rikápickieřoa, lo Grkápichioam: cuando me hayas

amado, te amaré.

Ket mat, si. Ket mat nkápichirioà, là rikapitla kët: Si me amasen, los amaría.

Tach, para. Tach Grkápichioa, rikapichieřoàm: ámame para que te ame.

Los abipones parecen carecer de infinitivo; lo suplen con otros modos. Esto se

desprende de los ejemplos. Así: "Ya quiero comer": Là ribete m'hakéñe. Ribe o

ribete, quiero, y Hakéñe, como; ponen a uno y otro en el mismo tiempo, modo y

persona. La letra M interpuesta, hace las veces de infinitivo o lo suple. "No puedo

ir": Haoaben m'abik; Ponen Haoaben y abik en primera persona del presente de

Indicativo, interponiéndole sola la M. "No sabe enseñarme":

Chig graařaige m'riapagrañi. "¿Quieres bautizarte?" o, como dicen los abipones:

"¿Quieres que se te lave la cabeza?". "¿Mik mich grebech m'nakarigi gremarachi?

Eluden la necesidad del Infinitivo, del Supino, de los Gerundios, con varias

locuciones que les son propias. Nos ayudará ilustrar esto con ejemplos. Cuando

nosotros decimos: puedo ir, el abipón expresará con este razonamiento: "Iré, no hay

dificultad"; o ¿"Hay alguna dificultad?" Lahikam. Chigecka Loaik; o ¿Mañiga loaik?

"Debes ir": el abipón lo vuelve así: ¡Yoamkatá kët, lame!: es justo que vayas". "No

debes ir, o no conviene": ¿Mich grehèch m'amè? Oagam chik yoamk: "¿No quieres

partir? aunque esto no /179 conviene". "¡Qué perito es este hombre para nadar!" El

abipón lo traslada así "¡Qué gran nadador es este hombre!": ¡Kemen álarankaclbak

yóale. "¡Comiendo seré robusto!": Rihotam,, am hakeñe: "seré robusto cuando

coma". "Vengo a ti para que me veas": Hanegiyeřoà,. "Vengo a ti para que me

hables": Heechiapegrari, Kleranam Kaúe la ñauè: "te hablaré, ésta fue la causa de

que yo viniera". "Sueles mentir, niño": La noaharegřankén oenek. Las partículas Kén

y Aage significan costumbre; el abipón expresa lo mismo así Noaharegřan oenek. La

lahérek: "el niño miente, ya es su costumbre". "Suelo rezar": Klamach hanáyaagè

m'heëtoalá.

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No hay ninguna formo peculiar de la voz pasiva, pero se expresa o por algún

participio pasivo o con verbos activos. Donde nosotros decimos: la cosa está

perdida o terminada, ellos dicen: La cosa murió o se acabó, etc., Yuibak oaloà o

Chitlgihe: "murió, o no aparece ya la vaca". Cuando se niega algo, se explica el

pasivo con el verbo activo, con el prefijo Chigat o Chiçichiekat. Así: "No se sabe":

Chigat Yaraigè. Yaraigè, es la tercera persona del presente del Indicativo activo.

"Esto no so come": Chigat yaìk. "Esto no se usurpa": Chigat eygà. "No fui hecho

sabedor": Chigat ripachigni. "Los caballos no fueron bien custodiados, por eso se

perdieron": Machka chigat nkehayape enò ahëpega, maoge oaloéra. "Las estrellas

no pueden ser contadas": Chigichiekat nakatñi eergřae. "Lo que se ignora no debe

ser narrado": Am chigat yaraige, chigiechiekat yaratapekan, ete.

Los participios, tanto activos como pasivos no se forman del tiempo futuro,

Rikapit; amo. Los participios se hacen así: /180

Ykapicheřat: amado por mí, o mi amado; (Grkapicheřachi: tu amado;

Lkapicheřat: el amado de él. De éstos nacen los femeninos: Ykapichkatè: amada

mía; Grkapichkachi: tu amada; Lkapichkatè: la amada de él. Yo soy amado por

todos: Lkapicheraté Kenoataoge. De este participio se derivan: Kapicheřa: amor;

Ykapicheřa: amor mío; Kapichieřaik: amante, amador.

Rikaùage, compadecerse, otorgar a alguien la benevolencia. El participio pasivo;

Ykáuagřat: benevolencia sentida por mí; Sustantivo: Ykaúagra: mi benevolencia,

Kaaugřankatè: instrumento, modo, lugar de la benevolencia o su mismo beneficio.

Kauagřankachak: benévolo, misericordioso. Ykaúagek: benévolamente tenido por

mí. Grkaúagigì: benévolamente tenido por ti, etc.

Hapagřanatřan: enseñar. Napagřanatřanak: docentc, maestro. Napagranatek: el

que es enseñado, discípulo. Napagřanatřanřek: enseñanza, instrucción.

Napagřamatrankatè: lugar en donde, o materia que otro enseña.

Me abstengo de muchos ejemplos. Temo ya el cansancio y saciedad de tus ojos y

de tus labios; pues también se me insinúa el fastidio al escribir. Sin embargo

quedan muchísimas cosas que no podría dejar en silencio.

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Penetramos ya en el laberinto de la lengua abipona, temible para los

principiantes, donde si no fueras conducido por una larga experiencia como Teseo

por Ariadna, nunca andarías seguro sin riesgo de error. Veamos los verbos que los

gramáticos llaman transitivos o recíprocos. La acción de uno sobre otro se explica

en nuestra lengua sin ningún trabajo por los pronombres personales: yo, tú, él,

nosotros, vosotros. Los abipones por el contrario, que no usan estos pronombres, la

expresan con nuevas partículas mezcladas aquí o allá. Esto /181 será más claro con

ejemplos. Yo te amo, Tú me amas, él me o te ama, nosotros lo amamos, vosotros

nos o los amáis: los verbos latinos expresan el mutuo amor sin cambios, por obra de

los pronombres; los abipones lo hacen siempre con varios artificios y con muchos

rodeos. Así: amo: Rikapit; te amo: Rikapichiero0; tú me amas: Grkapickioa. El me

ama: Nkapickioa; él te ama: Nkapichieroà; Nosotros lo amamos: Grkapitaè; nosotros

los amamos: Grkapitla yo me amo a mí mismo: Matnikapitalta; tú te amas a, ti

mismo: Nikapichialta; nos amamos mutuamente; Grkapitáatá; pero, ¡ojalá éste

fuera el paradigma de todos los verbos! Añaden otras y otras partículas y cambios

de sílabas. Así:

Kikanagè: me compadezco; me compadezco de ti: Rikanágyégarigè; tú te

compadeces de mí: Grkanagiygè; tú te compadeces de nosotros: Grkanágyegarigè;

Se compadece de él: Nkaúagegè; nos compadecemos mutuamente de nosotros:

Grkaúagekápegetaá; me compadezco de mí mismo: Nikaúakáltaá.

Hapagřanatřam: enseño; me enseño a mí mismo, o aprendo: Neapargřam: nos

enseñamos uno al otro: Hapagřankatápegetà; te enseño: Hapagruni; me enseñas:

Riápagřani: me enseña: Riapagřan; le enseña: Yapagřan.

Hamelk: azoto; yo te azoto: Hámelgi; tú me azotas: Riámelgi; él me azota:

Riamelk; él te azota: Gramelgi; él lo azota: Yáméfkl.

Hakleenlté; recuerdo; yo a ti: Hakleenchitápegřari; tú a mí: Hakleenchitapegii; él

a mí: Yákleentetápegiì. De estos ejemplos puedes deducir la variación en los verbos

transitivos, cuando se les agrega ya sea eřoà, ya yégarige, ya ruři, /182 y otras

partículas a las otras personas. El conocimiento de éstas, créeme, fatiga

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increíblemente a los europeos y no se obtiene sino con una larga habituación a

estos bárbaros.

Otros americanos también usan verbos transitivos, pero para explicar la acción o

la pasión mutua, tienen una sola forma. Así los guaraníes dicen: Ahaibú: yo amo;

Orobaibú: te amo. Ayukà: yo mato; Oroyukà: te mato. Amboé: yo enseño; Oromboé:

te enseño. Lo cual, te pregunto, ¿no es más fácil y expedito?

El relativo que, se expresa a veces por Eknam, o enonam para el número plural.

Así: Dios, eknam Kaogarik: "Dios, que es Creador", Hemokáchin nauáchiekà,

enonam Yapochi: "conozco a grandes soldados que son valientes". A veces, como

en latín, suprimido el relativo que, lo sustituyen con un participio o adjetivo. Riákayà

netegingà oakaika, Kach quenò abamraeka. "Abomino los perros mordedores y

muertos". /183

 CAPÍTULO XVII

SOBRE OTRAS PROPIEDADES DE LA LENGUA ABIPONA

 La lengua de los abipones presenta una dualidad, ya que por una parte se

muestra falta y pobre de verbos, y por otra abunda en ellos. Después de lo que he

expuesto podrás juzgar con seguridad que le faltan algunos vocablos y

sobreabunda en otros. Carece de palabras que se utilizan en el habla cotidiana,

como el verbo ser, que también falta en la lengua guaraní; tampoco tienen el verbo

tener, y voces que significan hombre, cuerpo, Dios, lugar, tiempo, nunca; siempre,

en todo lugar, etc.

Sin embargo cuentan con diversos recursos para expresar estas ideas en la

conversación diaria. Yo soy abipón: Aym' Abipón: yo abipón, suelen decir. Tú eres

plebeyo: Akami Lanařaik: tú plebeyo.

A veces sustituyen los verbos neutros por un adjetivo o por un verbo sustantivo,

a ejemplo de los latinos, que dicen tanto; "estoy sano", como: "gozo de buena

salud". Yo soy fuerte: Riabot; tú; Gripochí; él: Yhot. Soy magnánimo: Riapot; tú:

Gripochí; él: Yabòt. Soy tímido: Riakalè; tú: Grakaloi; él: Yakalò. "Que venga un

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español, yo seré valiente": Tack henék Kaámelk, la riapotam; como vemos el abipón

carece de verbo sustantivo, como también del verbo tener, "Tengo muchos

caballos": Ayte y la ahëpega: mucho caballos para mí". "Tengo muchas pulgas":

¡Netegink loapakate enò! "No tengo carne". Chitkaeká Ipabè. "No tengo pescados":

Chígekoà nòayi. Hekà quiere decir en abipón lo mismo que /184 datur o suppetit en

latín. Esgiebet en alemán, o Hay en español. Chitkaekà, es negativo y significa, no

tener abundancia de carne, peces, etc. En plural se dice: Chigekoa. "¿Hay carne?":

¿Meka Kanák?

Neogà, significa tanto día como tiempo; Grauek, luna o mes; Yňieřa, flor de la

algarroba o año. Para preguntar a otro cuántos años tiene: ¿Hegem leyera yñiegari?

"¿Cuántas veces floreció la algarroba mientras tú vives?", que es una frase poética.

Llaman al cuerpo con la palabra piel o huesos, o nombran una de sus partes para

referirse al todo. Yoelé, que significa sólo varón, lo utilizan para expresar hornbre.

Del mismo modo, los guaraníes usan la palabra Aba, que quiere decir varón o

guaraní, ya que no poseen un término que signifique hombre. Aba che, tiene tres

significaciones: yo soy guaraní, yo soy hombre, yo soy varón; del contexto se

deducirá cuál es el sentido que hoy que darle.

Casi en ningún pueblo hay tantas mujeres vírgenes como entre los abipones: sin

embargo no saben explicar ese término sino por circunloquios. La voz Haayé,

significa cualquier jovencita, aunque haya sido corrupta. No suelen usar Chik o chit,

nunca. Así: "Nunca migraré de aquí": Chi rihukàm, pero con más frecuencia:

Chitlgibe ribiukam: "no es tiempo de que yo deba emigrar". Explican el concepto de

lo eterno, como algo no terminado; así: vida eterna: Eleyřa chit Kataikañi: vida que

no se acaba. Llaman a Dios, cuyo nombre ignoran, como los españoles: Dios, eknam

Kaigarik, o Naenatřa nak hipigem, Kachka aalò: Dios, que es hacedor o creador de

todas las cosas, del cielo y de la tierra; Kaué significa hacer; Kaogarik, hacedor.

Tetarik l'Kauetè; huevo, obra de la gallina. /185

No penden decir con una sola voz en todas partes, pero usan esta frase: Dios

está en el cielo, en la tierra y no hay lugar donde no esté: Menetahegem quem

bipigèm, menetaui quem aaloà, Ka CHIGEKÒR AMÀ, CHIG ENAÈ. Omito otros

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innumerables vocablos que no tienen, pero que los reemplazan de diferentes

modos. Supieron señalar con diversos nombres objetos y cosas que nosotros

nombramos siempre con una misma y única voz, o modificar la raíz de un verbo con

nuevas partículas de modo que podrían parecer siempre nuevas palabras. Como

mostré con algunos ejemplos la pobreza de esta lengua, pensé que debía mostrar

también brevemente, su riqueza.

Es increíble lo rica que es en sinónimos. Kaeheřgaik, Kameřgaik, Keřeaǐk,

Laykame, significan viejo; muerto: Elořaik, Egurgaik, Abamřaik, Chitkaeka Laeb;

guerra Nabamaetřeli, Nuichieřa, Noelakierek, Anegla; comida: Kiñierat, Hanák,

Nakà, Naek; cabeza: Lemařat, Lapañik; cielo: Hipigem, Obayank; no sé; Chigriařaik

Toegè Uriakà, Ntà, Chig ñetum, Alkamitañi, que es también el último, y si alguien le

pregunta: "¿Sabes esto con seguridad?", responde que no sabe lo que le pregunta;

a veces repiten las mismas palabras con que fueron interrogados para dar a

entender que no lo saben. Llaman a cualquier lastimadura Laleglet; si fue producida

por los dientes de alguna fiera o inferida por un hombre, a llaman Nuagek; si por un

cuchillo o una espada: Nicharhek; si por una lanza: Noarek; si por una flecha

Nainek. Pelea: si no se dan detalles: Roéla1~itapageta; si pelean con l:i.nzos:

Vahámreta; si con flechas: Roèlakitapagetà; si a golpes: Nemarketapegetà; si sólo

con palabras: Yeherkáleretaà; si dos mujeres por el mismo marido: Nejérentà.

Explican con distintas voces cuando una cosa se acaba: si lo que se /186 acaba es

una enfermedad: Láyamini; si es la lluvia, la luna o el frío: Lánámreuge neetè,

grauek, latarè; si es la guerra: Nabálañi eneglà; si se han acabado los soldados

españoles muertos en una matanza: Lanamichiriñi Koáma yoaliripi; si se me acaba

la paciencia: Lanámouge yapik; si termina una tempestad: Layambà,; terminó su

oficio, cumplió con su cargo: La yauerelgè; termina tu trabajo: Grabálgali, Laamachi

graénategi; ya la cosa se acaba: Layam ayam; el fin del mundo: Amla Hanamřani. Si

se ha trabado un combate con flechas, se dice: Noatařek; si con lanzas:

Noaararenrek o Namametrak; si sólo con puños: Neniueketrek. Esta palabra me trae

a la memoria un acontecimiento ridículo: vino un tiempo a la nueva colonia de San

Jerónimo un laico bávaro para construir la choza del misionero; mientras trabajaba,

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un grupo de abipones lo observaba y conversaba; y los oía y captaba algunas

sílabas; como las voces Nahamatřek, Noatařek y otras muchísimas palabras

terminan en Trek, sentándose a la mesa del Padre José Brigniel, austríaco, le dijo

ingenuamente que la lengua de los abipones tenía gran afinidad con la alemana;

casi como un huevo con otro; y decía una y otra vez; Trek, Trek.

Puede decirse que esta lengua de los abipones es la lengua de las situaciones;

pues para indicar las distintas situaciones de la cosa de la que se habla, agregan

partículas a los verbos. Hegem: arriba; Añi: abajo; aligìt: alrededor; Hagam: en el

agua; ónge: afuera; alge o Elge: en la superficie, etc., Aclaremos con algunos

ejemplos: Con el mismo verbo estar /187 decimos: Dios está en el cielo, está en la

tierra, en el agua, en todo lugar. Los abipones siempre agregan nuevas partículas al

verbo estar para indicar la ubicación. Dios menetahegem Ken hipigèm: Dios habita

arriba, en el cielo; Menetañi Ken aaloa: habita abajo, ni la tierra; Meñetàhagàm Ken

enrarap; habita en el agua. etc.

Añaden las partículas Añi, Hegem, Hagàm al verbo Ménetá. Pero atiende otras

más: ¡Qué gran variedad la del verbo alcanzar! Alcanzar al que viene: Hauíretaigìt;

alcanzar al que se va: Haûiraà; alcanzar con la mano lo que está debajo mío:

Hauirañì; lo que está encima mío: Hauiribegemiéege; no alcanzar con los ojos: Chig

heonáage; no conseguir con la inteligencia: Chig netunétai git; alcanzar con una

flecha: Ñaten; unos que salen persiguen a otros: Yâueráatà o Yàuirétapegetá; soy

perseguido porque otro lo medita o maquina en su ánimo: La káui eka Kan aheltařat

Kiñi. Escucha otros ejemplos: temo: Rietaahà; temo al agua; Rietachaha gam.

Relampaguea: Rháhagelk; relampaguea a lo lejos: Rháhagelkátaigìs. Resplandece:

Richàk; resplandece en la superficie: Richákatalgè; el resplandor se difunde a lo

lejos; Richákàtauge. Abro la puerta hacia la calle: Hebòtouge Labàm. Los que

quieren entrar a la casa del Padre llaman: Ybochingè Labàn abre la puerta hacia la

ventana: Hehotoà Labàn; si abro dos puertas al mismo tiempo: Hebòtetelgè Labàm;

cierra la puerta: Apëegì Labàm. Muero: Riigà; estoy moribundo: Rigarari; muero

sofocado: Riigařañi, etc. etc.

Hay otras partículas dignas de ser recordadas y muy usadas por estos bárbaros:

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Là: ya, va como prefijo en casi todos los verbos: La reòkatarì cachergayè: ya llora

la vieja; La rièlk: ya estoy atemorizado; La nañam: ya bebo. /188

Tapek o Tari, añadida a la última sílaba, denota una acción que se comienza en

el momento: Hakiriogřan: aro la tierra; Hakiriogranetapek: ahora, en este momento

en que hablo, aro la tierra. Haochín: me enfermo, Haoachinetari: en este preciso

instante me enfermo.

Hachit: hago; Ařaiřaik abëpegak: caballo domesticado; Ařaiřairaikachit abëgegak:

domestico un caballo. Rielk: tengo miedo; Riélkachit nibìrenàk: tengo miedo de un

tigre. Ayerbègemegè: cosa alta; Ayercachihègemeé: hago una cosa u objeto alto, la

coloco en un lugar muy alto.

Řat o Řan, del mismo significado, se colocan en algunos verbos: Rpaè enařap:

agua caliente; Hapeřat enarap: caliento agua; Laà: grande, amplio; laařeřat:

amplifico. Lenechi: pequeño, tenue, Lenechitařat: Reduzco. Haoatè; duermo;

Hacacheřan akiravalk: Hago dormir al niñito.

Ken, frecuentativo, denota una costumbre o hábito; Roélakikèn, suelo combatir.

Aagè unido a los sustantivos: Lahërek, obra, o Yaárairèk: conocimiento, unido al

verbo significa igualmente costumbre.

Nèoga latènk naŭametapek, Gramachka lahërehaage, o Mat yaànairèk aage:

bebe todo el día; ésta es su ocupación, su costumbre o conocimiento.

It, significa materia que compone o integra algo. Niebigeherit; manto de piel de

nutria, porque Niechigehè es nutria paro los abipones. /189

Káepèrit: lugar provisto de estacas clavadas en tierra; para los españoles: la

empalizada o la estacada; porque Káepak significa madera.

Hat, indica el suelo natal de los árboles o de cualquier producto, Nebokehat:

selva donde crecen palmas, porque Neboke, es una especie de palma. Nemelkehat:

campo sembrado de trigo, que se dice Nemelk. Los guaraníes emplean el mismo

recurso, pero en lugar de la partícula Hat, usan Ti. Así: Abati: trigo; Abatiti: campo

donde se lo cultiva. Petîndi: lugar donde crece; cambian la partícula ti por ndi, por

eufonía, detalle que los querandíes cuidan en forma especial.

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Ik, con esta sílaba designan casi todos los nombres de arboles. Apèbe: fruto del

Chadar. Apebìk: el árbol. Oaik: algarroba de color blanco; Roak: rojo; sus árboles:

Oáikik, Roaikik; aunque en general denominan a la algarroba con el único nombre

de Hamáp.

Řeki: significa vasija, lugar o instrumento donde algo es encerrado o contenido.

Nañatuřekî: vaso, y Nañam: bebo; Neetřki: significa lo mismo, porque Neèt y Nañam

son sinónimos. Katařanřeki: hogar, horno; y Nkàatèk, fuego, Keyeeranřeki:

recipiente en que se lavan los vestidos; Keyořanřàt: jabón.

Layt, tiene casi el mismo sentido que la partícula anterior. Yabagik Layt: cofre,

en que se guarda el tabaco; y yabogék: tabaco reducido a polvo. Ahëpergrlayt: seto

con que se encierran los caballos. /190

Lanà, de gran uso, y a menudo ancla de salvación a la que se aferran los novatos

significa en esta lengua aquello que es instrumento, medio, o una parte de algo que

deberá realizarse. Un ejemplo aclarará esto: los abipones mastican a diario hojas de

tabaco mezcladas con sal, trabajadas con la saliva de las viejas, y la llaman su

medicina. A toda hora se me presentaban diciéndome: Tachkaûe Pay npeetèk

yoetà: "Padre, dame mi medicina de hojas de tabaco"; una vez recibida ésta, en

seguida agregaban: Tach kâue achibiřaik noetà lanà, dame también sal que sirve

para preparar esa medicina. Y agrega también esto otro: Tach kaûe latařam, Ipabè

lanà, "dame un cuchillo para cortar la carne". O, Tachkaûe Këëpe yeëriki lanà:

"dame un hacha con que pueda hacer mi casa".

Los más conocedores de la lengua casi no usan esta palabra Lanâ; en su lugar

derivan de los verbos los nombres sustantivos con que expresan al instrumento de

la cosa que se hace al medio. Así, Noetarèn: curo; Neotarenàtařanřàt: medicina;

Noetaranatarankate: instrumento de la medicina; Hakiriograni: yo aro;

Kiriogřankatè: arado. Ñakategran: afeito; Ahategkatè; tenazas o pinzas para

levantar objetos pesados. Géhayà: miro; Geharlatè: espejo, Rietachà: temo;

Netachakatřanrat: instrumento para provocar el terror; llaman con este nombre a

las deformaciones del rostro, que ellos usan para atemorizar a sus enemigos.

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Letè; indica el lugar de una acción. Así: Nahamá tralatè: lugar de la pelea;

Kiuitralatè: lugar donde se come, es decir, la mesa. /191.

Las cosas traídas de Europa o imaginadas por los europeos, son hábilmente

expresadas con nombres extraídos de la lengua vernácula. No quieren parecer

desprovistos de vocablos, ni mendigar voces de pueblos extraños y contaminar su

lengua, como lo hacen otros americanos que toman prestadas palabras de los

españoles.

Los guaraníes llaman Cavayù: a los caballos y a las bovinos: Nobì; tomando del

español la palabra novillo. Los abipones por el contrario, llaman aëpegak a los

caballos; yúibak a las vacas; yúibàk Lepà: al toro, es decir al buey no castrado,

aunque antes de la llegada de los europeos no conocieron estos animales.

Llaman al templo Loakal Leeriki: casa de las imágenes, o Natamenřeki: donde se

da gracias a Dios. A una carabina: Netelřanře: que significa: por el que los flechas

vibran; derivan este vocablo la palabra Neetà, porque la carabina imita el ruido de

la tempestad; a la pólvora Netelřanře leenřa, harina de carabina. Al libro: Latatka,

que quiere decir verbo, lengua, oración. A una carta o cualquier esquela escrita o

pintada la llaman: El Rka, voz que usan cuando las mujeres pintan con color rojo

varios trazos en las pieles de nutria que cosen para protegerse del frío.

A los melones: Kaama Lakà: comida de los españoles. Llamaron con el mismo

nombre al alma, a la sombra, al eco o a la imagen: Loakal, o Lkibì. También los

latinos usaron la palabra imago por eco. Valerio Flacco, en I, 3 de Argon: Rursus

Hylan, et rursus Hylam, per longa reclamat avia, responsat sylva, et vaga certat

imago (69), donde la imagen de una figura es representada como el eco de la voz.

Llaman Aaparaik, tela, al algodón, porque es la materia prima de la tela. Al trigo:

Etaurà, Lpetà, grano de pan. Netelřanře Lpetà: proyectiles de plomo de la, carabina,

o /192 Káámà Lanařba: flechas de los españoles. A la lira Lúigi, tortuga, por la

semejanza con su lomo. A cualquier metal: Lelàt; a las monedas de plata:

Lekacháola: pequeños metales. Al infierno: Aalò labachiñi: centro de la tierra, o

Keevét Lëëriki: casa del diablo. Al vestido yelamřkie; a los pantalones: Lichil

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telamřkiè; a las polainas: Ykiamařba; a los zapatos: Yachrbářlatè; al sombrero:

Noarà; a las cintas, togas, o cualquier cosa con que se cubran la cabeza: yatepehè;

a las bolas de vidrio: Ekalřaye; y omito las familias de estas palabras.

Las metáforas son familiares a estos bárbaros. Cuando están afectados por un

dolor de cabeza: Là yivichigi yemařat: "ya se me enoja la cabeza", exclaman;

cansados por el trabajo manual, dicen sonriendo: Là yivichigi yanigřa: se me enoja

la sangre. Cuando están enojados dicen: Là ànehegen yauel: "ya se me levanta el

corazón". Impacientes por alguna molestia; Là Lanomouge yapìk: "ya se me acabó

la paciencia", vociferan, "ya no estoy para soportar esto".

Donde los guaraníes y muchos otros pueblos de América tienen postposiciones,

los abipones usan preposiciones. Así, los guaraníes cuando hacen la señal de la

Cruz, dicen Tuba haè, Taýra, hat Espíritu Santo rera pǐpe, Amen: Del Padre, del Hijo,

del Espíritu Santo, nombre, en. Amén; porque pǐpe significa en y rera, nombre. Los

abipones por el contrario:

Men Lakálatoèt Netà Ke Nàitařat, Kachka Espiritu Santo. Amen: en el nombre del

Padre, del Hijo, etc., Men, expresa en, y Lakálatoat, nombre. Men, Mek, Kèn. En

Kerà, significa en o hacia, tanto con movimiento o sin él: Men aoloa, Men Hipigem

en la tierra, en el cielo; Labik Ken nepárk: ya llegó al campo; La rihimek Káam leetà:

ya emigro a las tierras /193 de los españoles. Desconocen la preposición con

cuando denota compañía; para decir: iré contigo hacen así: Grahauitapekam: te

acompañaré; o la reemplazan por: también: ¿La me? Glachkehin: ¿Vendrás?

También yo. El señor es contigo: Dios Ghiagàra biñitařoat: Dios se te asoció. La

preposición Haraá, significa el instrumento con que una cosa es terminada. Yóale

yahámat nihirenak naraà lohélete: un indio mató a un tigre con una lanza. Yágam:

como; Roahà yagam netegink: acometió como un perro.

Los mismos adjetivos hacen las veces de adverbios. A veces tanto éstos como

aquéllos se flexionan como los verbos según que miren el tiempo pasado o futuro.

Así: Ariaik significa tanto bueno como bien: Kemen ariaik Kàn: ¡Qué bueno! o ¡Qué

bien estuvo!; Kàn: es nota de pasado; Ariaekam: estará bueno o bien; Am: es nota

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de futuro. Kitè: ahora; Kitekàn: fue ahora; Kitàm: ahora en seguida será. Si

preguntas sobre cosas pasadas, debe decirse: Hegmalagè, si sobre cosas futuras:

Hegmalkàn; para lo pasado se contesta: Nebegetoè: hace tiempo o Hákekemàt:

ahora, en este preciso instante: o Chigakák: todavía no; o Kunéoge: hoy,

Kitnénegim o Kitnebaól: esta noche; o guaàma; ayer; para el futuro: Amà,

Amlayeřge, Chitkibe: después de mucho tiempo; Amlà: luego; Am richignì: mañana;

Amékére Lábana: pasado mañana: Amnáama: a la tarde.

Y: lo expresan por Kachka, Kach o Kat, según la letra que siga. No, lo dicen todos

del mismo modo: Ynà; Así, depende del sexo y edad: los varones y adolescentes

responden a quien les preguntan: Héé; todas las mujeres: hàà; los viejos lo hacen

con un ronquido de lo íntimo del pecho, no /194 con letras sino de viva voz y no sin

peligro de tomar una ronquera; cuanto más fuerte en el ronquido, más rotunda es la

afirmación. 2do párrafo del 180

Eùrugri, Eòrat, mitkaenegen: ¿Por qué? ¿Por qué causa? Mièka ènegen nkaué,

naucihi enà? ¿Cuál fue la causa de que vinieras?; Men, es la partícula interrogativa

que significa acaso; Men leerá? ¿Acaso es cierto?; Klerà: es cierto; Chigera: no es

cierto. Pero si dudaban sobre la verdad del asunto, respondían: Eùrigñigi; a veces,

cuando les parece que el relato del otro es falso, conjugan el pretérito por futuro, y

responden con ironía: Kánigra leerám: en otro tiempo esto será cierto; Kánigra: es

pasado y Leeràm, futuro.

La letra, M como prefijo verbal significa interrogación. Así: ¿M'ayte manachieka?:

"¿Acaso hay muchos soldados?"; ¿M'oachiñi? "¿Acaso estás enfermo?". Si la letra

que sigue a la M es una consonante o una H son absorbidas: ¿M'anekam ena?: "No

viene acá?" se omite la H del verbo Hanekám y se dice Manekàm; ¿Mauichi Kená?

"¿No llegaste acá?"; se elimina la letra N de Nauichi y se le sustituye por la M. Mik

solo, o Mik mich es fórmula de interrogación: ¿Mik mich gribochi?; "¿Ahora estás

sano?". Otras veces la interrogación se conoce sólo por el acento y la entonación de

la voz: ¿Leyàm nauichi? "¿Viniste por fin?". Origeena y Morigi, indican al mismo

tiempo pregunta y duda: ¿Morigi npágàk ocnèk? "¿Acaso el joven se avergüenza?"

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¿Hegmi bínnerkam? "¿Qué será finalmente?" Orkéenam: No sé que será en el

futuro".

Letàm: casi, poco faltó; Letàm ri`ygerañi, Letàm riehámat `Yínibàk: "Casi me

mató una vaca". Yt o yck: sólo; Tachklaue /195 yt leneckiavalk: "no me des tan

poco". Mat o Gramachka: finalmente cuando afirman algo con énfasis o con

jactancia; Gramachka Abipón yapochì: "Al fin y al cabo los abipones son

magnánimos". Eneba mat yoale: "éste finalmente es un varón". Chik, chit y chichi,

son voces prohibitivas, como el ne entre los latinos. Chik grakalagistrani: "no

dudes"; Ckichi Noabaregřani: "no mientas". Klatùm Keèn: "aunque sea hermoso, es

sin embargo tímido". Tan: porque; Máoge: por esto. Tan a`yte apatáye ten nepark;,

máoge chik ààtèkan: "porque hay muchas pulgas en el campo, por eso no dormí".

Men, Men: así - - como; Men netà, Men naetařat: "como el padre, así es el hijo".

Tienen diversas exclamaciones de admiración, dolor, alegría, etc. ¡Kemen

apalaik akami! "¡Cuán despreciable y tenaz eres en tus cosas!". ¡Kemén naáchik! o

Kimilì naachik!, "cómo me será de útil"; este es el modo de dar gracias por un favor

recibido. Los abipones, como los guaraníes, no poseen ninguna palabra que

signifique gratitud o agradecimiento. Lo admirable es que raramente invoquen la

gratitud, ni siquiera de nombre; sin embargo usan todos los beneficios, como las

flores, mientras éstos le proporcionen alguna utilidad.

Entre los indios fue habitual olvidar los beneficios pasados con una única

respuesta negativa. Los guaraníes dicen esta misma frase cuando aceptan un

regalo: Aquiyebete àñgà: "esto me será provechoso". Los abipones a veces no usan

sino esta palabra: Kliri: "Esto era lo que quise". Otras exclaman admirados o

compadecidos: ¡Kem ekemat!; ¡Ta yeegàm! Nárè, que es muy familiar cuando

quedan atónitos por alguna novedad. /196 ¡Tayretà!: ¡Oh, pobrecito!

Estas cosas serían suficientes para que conocieras las asperezas, dificultades y

el exótico artificio de la lengua de los abipones. Porque para lograr un conocimiento

más cabal de ella, sería necesario todo un volumen.

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El padre José Brigniel, el primero que predicó en este pueblo cuando dirigió

durante unos doce años la colonia de San Jerónimo, fue el primero que se interesó

por aprender esta lengua. El que antes fue discípulo de los bárbaros, luego se

convirtió en maestro de los compañeros que le enviaron para ayudarlo.

Tradujo a la lengua abipona los principales capítulos de la religión y las oraciones

más usuales; éstas fueron distribuidas, de inmediato, a las cuatro colonias que

habrían de fundarse para ese pueblo.

Es increíble cuántas molestias le insumió este trabajo; pero no obstante lo llevó a

cabo con férrea y paciente voluntad.

Conoció profundamente seis lenguas: latín, alemán, francés, italiano, español y

guaraní, que hablaba con elegancia. Cuando también supo balbucir algunos

vocablos de la lengua abipona, se dio a la tarea y al trabajo de investigar los

nombres de las cosas, las inflexiones de los nombres y sus usos. Pero aunque no

ahorrara ningún esfuerzo, deseoso de aprenderla, necesitaba ayuda de maestros y

libros que le enseñaran. No faltaron españoles que, cautivos desde niños, se habían

empapado de la lengua abipona; pero ya estaban olvidados de la lengua materna.

Los que habían caído prisioneros siendo adultos no pudieron acostumbrarse a esta

lengua, y casi no sabían la lengua nativa /197 aunque no aprendieron

correctamente la ajena. Hablaban una y otra, pero mediocremente. Conocimos

también a alemanes, italianos y franceses, llegados a América, que olvidados de su

lengua patria, raramente consiguieron pronunciar con perfección la española. Lo

mismo puede decirse de los abipones que, cautivos un tiempo entre los españoles,

vuelven a los suyos.

De los cautivos aprenderás más rápido a equivocarte que a hablar. Si

contratábamos algún maestro que medianamente conocía una y otra lengua, ¡Oh

Dios! ¡cómo nos consumía de fastidio! ¡si le preguntamos: ¿cómo se llama esto? o

¿cómo llaman los abipones a, esta cosa?, nos respondía con voz tan dudosa y

oscura, que no entendíamos ni una sílaba, ni siquiera una letra. Si le pides que te

pronuncie esa palabra dos o tres veces, se enoja y se calla. Si después de muchos

ruegos logras algunas palabras de las que enuncié: hoy, cuchillo, mañana, tenazas,

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pasado mañana, bolas de vidrio, cada una será a mayor precio; si le niegas el

premio solicitado, apenas te vuelve a ver; si lo echas, se hará más atrevido para

obtener siempre cosas mayores. La pobreza del discípulo es grande si los maestros

son raros y demasiado caros.

Los nombres de las cosas que observamos se aprenden en el trato cotidiano con

los indios; pero las que escapan a la vista, las que pertenecen a Dios o al espíritu,

sólo las conocerás por un prolongandísimo uso. Cuando les hablas de los caballos,

de un tigre o de armas, cualquier abipón te parecerá un Demóstenes o un Tulio;

pero si les preguntas sobre los sentimientos del espíritu y sus funciones, o sobre el

hábito de la virtud, la respuesta se volverá más oscura que la noche, y

permanecerán mudos. /198

Cuando estudiábamos los códices de la Gramática de la lengua guaraní, existían

editados tres léxicos de los autores Antonio Ruiz de Montoya y Pablo Restivo. Estos

compendios les llevaron mucho tiempo y trabajo.

Con ellos progresamos rápidamente, de modo que en tres meses fuimos capaces

de confesar a los guaraníes, según el juicio de los cuatro compañeros nuestros más

antiguos que, por orden de los superiores nos tomaron un severo examen de esta

lengua.

José Brigniel suplió con su esfuerzo e industria la falta de libros necesarios para

el estudio de la lengua abipona. Si descubrían en el habla de los bárbaros alguna

voz nueva o elegante, supo consignarla con diligencia, del mismo modo que las

aves eligen los granos de trigo entre el barro; y por fin las reunió en un lexicón, que

con el correr del tiempo sobrepasó las ciento cincuenta palabras. Este fue

transcripto por sus compañeros, pulido y enriquecido con más agregados. Por

supuesto que es fácil añadir nuevos descubrimientos; pues los sucesores,

apoyándose en las espaldas de sus antecesores, ven más cosas y más lejos. Pizarro

pudo penetrar en el opulento Perú y Cortés en Méjico, pero porque Colón vio

primero a América.

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Nuestro Brigniel mostró el camino por el que debería avanzar esta lengua en

medio de tan grandes tinieblas, conduciendo a los demás; y como lo diré

brevemente, en aquellas tinieblas encendió una luz, señalando los rudos

lineamientos de las leyes gramaticales; por esto debe ser ponderado eternamente.

Teniéndolo como compañero y maestro durante dos años, escribí un vocabulario no

en orden alfabético, sino casi del mismo modo en que Amos Comenio había

compuesto su Vestibulum linguarum, y lo retengo hasta hoy día. /199

La lengua abipona se ve implicada con nuevos dificultades por la costumbre que

tienen estos bárbaros de sustituir los vocablos comunes por otros nuevos.

Los ritos fúnebres son el origen de esta costumbre: los abipones no quieren que

sobreviva algo que les traiga el recuerdo de los muertos. De modo que pronto

suprimieron las palabras apelativas que refieran alguna afinidad con los nombres de

los muertos.

En San Jerónimo murió en una epidemia un joven abipón cuyo nombre era Henà.

Esa voz significaba por aquel tiempo agudo, o espina; después de la muerte del

adolescente esa palabra fue abrogada y sustituida por Niabirencatè, que desde

entonces significó agudo.

En los primeros años que estuve entre los abipones, hubo una pregunta

cotidiana: ¿Hegmalkam Kahamátek? "¿Cuándo será la matanza de las vacas?"; pero

por la muerte de algún abipón la palabra Kahamátek fue suprimida y en su lugar se

ordenaba a todos con un pregón, que decía: Hegmalkam mégerkatà. Cambiaron las

palabras: Nibirenak, tigre, por Apañigebak; Peüe, cocodrilo, por Kaeprbak; Kaáme,

español, por Rikil, porque éstas no tenían ninguna similitud con los nombres de los

abipones recientemente muertos. Callo muchísimos de este tipo. Por eso es que

nuestros vocabularios estaban llenos de enmiendas, porque debíamos expurgar las

palabras anticuadas y añadir otras nuevas. Introducir nombres nuevos a las cosas,

es derecho y trabajo de viejos. Cuando recién había llegado me admiraba muchas

veces que palabras dadas a conocer desde los más apartados caseríos, fuesen

recibidas por todo el pueblo, por la arbitraria intervención de alguna vieja sin que

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nadie las rechazara; las aceptaban con tanta religiosidad que consideraban nefasto

enunciar de nuevo la palabra. abolida.

Se suma a, esto otra cosa que agrava el conocimiento de esta lengua: El habla

de los nobles se llama Hécheri y /200 nelareykatè, y los distingue del vulgo. Usan

las mismas palabras que los demás, pero transformadas por la interposición o

adición de nuevas letras para que parezca otro tipo de lengua.

Los nombres de los varones que pertenecen a esta clase de nobles terminan en

In; los de las mujeres (pues también éstas son iniciadas en estos honores), en En.

Hay que agregar esta sílaba a los verbos y sustantivos, si hablas con ellos o de

ellos. Esta sentencia: "Este caballo es posesión del cacique Debayakaykin", en

lengua vulgar abipona, sería Ene he ehëpegak Danayakaykin lela: pero en lengua

Hécheri debe decir: Debayakaykin lilin. Saludan a un plebeyo que llega: ¿La

nauichi?, y él responde: Là, ñauè: "ya viene"; pero si el que llega es un noble, debe

saludárselo: ¿Là náurin?, y éste, con soberbia y magnífica modulación de voz

responderá: La ñauerinkie.

Varias sílabas agregadas o intercaladas en los verbos vuelven el habla tan

oscura que parece que los nobles hablan una lengua distinta. Ellos mismos a veces

se torturaban con sus propios vocablos para sobresalir del vulgo. Así: las madres

plebeyas se llaman Latè; las nobles: Lichiá; el hijo de aquéllas: Laétarat; el de ésta:

Illalèk.

Me indignaba que entre los abipones Yaaukanigas, más arrogantes que los

demás, existiera la costumbre de que las mujeres y los niños hablaran con un

sedimento de pompa. Algunos para burlarse afectan este estilo de Hécheri.

Nosotros, tanto para la explicación de las cosas sagradas como en el coloquio

familiar, consideramos que debíamos usar la lengua vulgar porque era entendida

por todos.

Ya dije que hay tres pueblos de abipones: Los Rükahe, los Nakaikétergehe y los

Yaaukanigas; la lengua es la misma para todos; todos se entienden y son

entendidos por todos. Sin embargo encontrarás algunas voces peculiares en

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algún /201 grupo de éstas. Los Rükahe, llaman a las pulgas Ayte; los

Nakaikétergehe, Apatáye, ambos vocablos señalan una nota de las pulgas: Ayte:

significa muchos; Apatáyes deriva de nepàta que es la estera que usan como techo.

Hay tanta abundancia de pulgas entre los abipones, que no sólo parecen cubiertos

por ellas, sino también oprimidos.

Beber se dice entre los Rühakes: neèt, y entre los Nakaikétergehes: nañàm.

Estos prefieren llamar a la cabeza, Lapnañik; aquéllos, Lemařat. Los Yaaukanigas

imitan tanto a unos como a otros. Los demás llaman a la luna Grauék; éstos la

llaman Eergřaik: estrella por antonomasia. Los otros llaman Oábetà: al iris; los

Yaaukanigas lo llaman Apich. Omito muchos ejemplos más de esto.

Pero por grande que sea esta variedad, puede provocar un poco de dificultad

pero no admiración: la lengua alemana se usa en muchos pueblos y varía tanto en

rasgos fundamentales como en palabras. Unos llaman al caballo Pferd; otros Ros;

otros Gaul. ¡Cuánto difiere el etrusco del milanés del sabaudo o del véneto! ¡Cuánto

el castellano del aragonés, el bético, el navarro o el valenciano! Como es patente

una inmensa diferencia existente entre las lenguas americanas, agregaré a modo

de corolario algunos paradigmas de ellas. /202

 CAPÍTULO XVIII

DISTINTOS TIPOS DE LENGUAS AMERICANAS

 Muchísimas veces me reí de aquéllos que me preguntaban con gran avidez:

¿Cómo suena la lengua de los americanos? Estos creían que los innumerables

pueblos de América hablaban una misma lengua. Ya dije que no sólo cada una de la

provincias sino también cada pueblo americano poseía su propia lengua, distinta de

las demás. Para que notes esta diferencia, te mostraré la forma de hacerse la señal

de la Cruz, en catorce lenguas americanas.

Yo mismo estoy versado en dos de ellas: el guaraní y el abipón, ya que en total

estuve entre estos bárbaros diez y ocho años. A las demás, me las anotaron mis

compañeros que encanecieron entre ellos. Si hubiera pedido a todos mis

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compañeros sus trabajos, mostraría no menos de cien lenguas en estos

comentarios. Pero te enseñaré las pocas que tengo.

Los españoles y portugueses suelen hacerse dos cruces: la primera signándose

en la frente, la boca y el pecho, según la costumbre de los alemanes: Por la señal

de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Dios Nuestro Señor. La /203

segunda, pasando la mano de la frente al pecho y a uno y otro hombro, como los

latinos: En el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu Santo, Amén. A estas dos

cruces los españoles llaman persignarse y santiguarse.

Los indios tomaron la costumbre de los españoles; así en primer lugar dicen: por

la señal de la Santa Cruz, etc.; y en segundo lugar: En el nombre del Padre etc.

Cuando leas: Nachabet, debe decirse Nastchabet. Y no hay que admirarse si se

encuentran palabras como, Dios, Crúz, Cruzú, Cruspa, Espíritu Santo, que o son

españolas o derivadas del español, ya que los americanos carecen de vocablos

propios, para Dios, Cruz, Espíritu Santo; conocieron otras cruces y otros dioses, pero

no el Espíritu Santo.

En las treinta y dos ciudades de los guaraníes, dicen: Por la señal de la Santa

Cruz. etc., Santa, Curuzú raangabarche oreamotareŷmbara agui orepǐcirû epè.

Tupâ oreyara

En el nombre del Padre, etc.: Tuba haè Ta`yra, haè Espíritu Santo rera pipé.

Amén.

NOTA: El signo ^ sobre la letra, indica que debe pronunciarse por la nariz; el

signo v , por la garganta; el signo ~ por la nariz y la garganta al mismo tiempo, la ç

entre los españoles equivale a la z.

Como la lengua guaraní /204 no tiene preposiciones sino postposiciones, la

fórmula de una y otra cruz suena así:

I: De la Santa Cruz el signo por, nuestros enemigos, de, líbranos Dios Señor

nuestro.

II: Del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, nombre en Amén.

 

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Abipones ecuestres

I: Kaína nachabét santa likinránala oaha`yegalgè gnaagřaá Dios Gnoakára.

II: Men Lakalátoét Netà, Kat Naitarat, Kachka Espíritu Santo, Amén.

 

Mocobíes ecuestres o Amókobit, en dos ciudades.

I: Kena Letanèk santa Latizenřanřat Gdoomařti Kenoà Nokiatedorba Dios

Gnoakodo.

II: Kalenřat Neta, Oka Ilialek, Oka, Espíritu Santo Amén.

NOTA: La letra ř, entre los abipones, no se pronuncia ni R ni G, sino con un

sonido intermedio.

 

Tobas ecuestres, o Natákebit, en una ciudad.

I: Tigága, Laanèk santa Lottisdagáñadak Nisontiagà Kanalatagaua Abockiakatit

señor Okkomi.

II: Lettaà, Llalèk, Espíritu Santo Lleenagàt. Amén. /205

 

Mbayas ecuestres, o Eyiguayegui, Cuaycuru o Oaekaka lòt, en una ciudad.

I: Santa Nikènaganagaletè liguàga talo Konogoè temà Konoelgódódipi ákami Dios

Konibotàgodi.

II. Tigi Liboonágadi Eliódi, Liónigi, Ninága Espíritu Santo Amén.

Acaso, ¿no parece esta lengua suave, melosa y más blanda que las demás?

Desdeñan las letras F y R; y abundan en D, L y G. Pero los Mbayás que usan esta

lengua son los más bárbaros entre los indios; de cuerpo atlético, belicosos, y

temibles en todos sus actos.

Los abipones, conceden sólo a éstos la gloria de la valentía aunque algunos otros

pueblos de Paracuaria los desprecien. Nota que estas cuatro lenguas: abipona,

mocobí, toba y Mbayá, nacieron en otro tiempo de la misma madre; de esto no

duda ninguno de nosotros.

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Pero, ¡Oh Dios! ¡Cuántas desemejanzas hay hoy entre estas hermanas! ¡Cuán

diversa la conformación de sus lineamientos! El abipón llama a la Cruz: Likinranala;

el mocobí: Latizenřanřat; el toba: Lottisdaganadak; y el mbayá: Nikenaganá galate.

Al signo, el abipón lo llama Nachabet; el mocobí: Letanek; el toba: Laanek y el

mbayá: Liguaga.

Un gran cambio en las dos palabras; pero no debe admirarnos a los europeos,

que sabemos que la lengua Ilírica fue la madre de la Bohemia, Eslavonia, Croacia,

Rascianaia, Rusa, Polaca, Vindia, Carniolia.

La lengua latina lo fue de la itálica, gálica, hispánica, lusitana, catalana,

forojuliana, la de Sardes, de Flandes, de Suecia, danesa, helvética, etc. Pero, ¡Qué

diferentes son las hijas de su madre! Un alemán entenderá con mucha dificultad a

un belga, un carniolo a un ruso, un italiano o español a un francés, y si no fuera

Edipo, sólo adivinando podrá seguir al que habla. /206

Navegábamos en el año 1748 con un liburnio, de Suecia a Lisboa y en el año

1769 con un danés desde Cádiz a Italia. Estos hablando su lengua natal nos

parecían que hablaban enigmas. Pero sigamos ya con la contemplación de las

diferencias existentes en las lenguas del mismo origen; como me resultan extrañas,

no realizaré muchos paréntesis.

 

Lules e Ysistines, pedestres, en dos ciudades:

I: Santa Cruz Yapasaps tayulè Enunupcèn ùá tac sési çen.

II: Pe, Kuè, Espíritu Santo ùétplè. Amén.

 

Vilelas (Raregřanřaík, para los abipones), Passain, chunipás pedestres, en dos

ciudades:

I: Santa Cruz udcebeb rurup Gosagpilet Nakis un moyón Dios Pekís.

II: Tatè, Ynaké, Espíritu Santo Guatabè. Amén.

 

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Montaguayos (Ychibachi para los abipones), pueblo pedestre, en una ciudad:

I: Ta noltelxanèk santa Lekalilús Thetla Lekoix naimameg Illabug Illakatupà.

II: Noala ku lei, uetlas lei, uet Espíritu Santo Yhilei. Amén.

Tan duro como el sonido de su lengua, es la perfidia, peligrosidad y el absurdo

ingenio de este pueblo. Los Padres Agustín Castañares y el cántabro Francisco

Ugalde, compañeros /207 nuestros, dieron sus vidas para salvar la de ellos.

Chiquitos, pedestres, en diez ciudades.

I: Oi n'aucipi santa Curuzìs Okemai Zoichupa mo unama pocheneneco

Zumunene.

II: Aun n'iri Naki Yaitotii, Ta Naki Ritotii, Ta Naki Espíritu Santo. Amén.

Esta, es una lengua llena de artificios; y me resulta muy ampulosa.

 

Zamucos, cuya lengua usan los pueblos Ygaroños, Kaipetades, Karaòs,

Tunachos, Ymonòs y otros tres, que se sumaron a las ciudades de los chiquitos.

I: Guiozè santa Curuzire Tupadè arota noc ihia yetaddoe.

II: Daire, Abire apo, enapò Espíritu Santo aha iru, Amén.

Lengua quichua, que otros llaman lengua del Cuzco, usada no sólo en Perú sino

también en los límites de Tucumán.

I: Santa Cruspa unanchanraicu acaicu cunamenta Guespichi huaicu Dios.

II: Dios apuicu Yayap, Churib, Espíritu Santo sutimpi. Amén.

¡Once tipos de lenguas que se usan en Paracuaria! Ojalá hubiera logrado que mis

compañeros versados en ellas me hubieran transcripto las demás que hemos

conocido: la de los pampas, los serranos, los patagones, los charrúas, los payaguás,

los malbalaes, los guanoas, los guanas, los calchaquíes, los guayaquís, los guakís,

etc. Agrego tres que se usan en las provincias /208 de Méjico.

 

La lengua cochimí, vulgar en California.

I: Santa Cruz makiguá magák temedegua bapac pakamaden Dios Wavabapà.

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II: Dios ac Ijem, Visajem, Espíritu Santo mañajuann. Amén.

NOTA: pronuncian la letra J como una H aspirada.

 

Lengua Waicurà, de la misma provincia.

I: Akatui tipichéù te Santa Cruz pen Kepetakuriu kepe kakuña Dios Urukepe

tuyakakene.

II: Tiè tè Tiáre tipicheu; tè Tichánu chie, Te Espíritu Santo chie. Amén.

Esta lengua, con el áspero concurso de las letras K y T crepitando, molesta a los

labios y a los oídos. Parece muy apta para atemorizar a los espectros.

 

Lengua mejicana, usada en Itocatzin.

Omiten Por la señal de la Santa Cruz, etc.

En nombre del Podre, etc.: In Dios Itatzin, in Dios Ipiltzim, in Dios Espíritu Santo

ma Xichiva. Amén.

No tengo nada anotado sobre otras lenguas indígenas usadas en las Sonora,

Cinaloa y otras provincias de Méjico, aunque tuve por compañeros en España a

misioneros veteranos muy conocedores de ellas. /209

Después que hayas leído muy atentamente estos ejemplos, habrás comprendido

cuántas diferencias hay entre las lenguas americanas.

Los peritos estiman que la mayoría de ellas difieren no sólo en variaciones de la

lengua sino totalmente en la misma raíz; y que unas y otras nacieron en distintas

fuentes. Sólo encontré unas pocas entre las innumerables lenguas de América que

pueden ser apreciadas por los europeos.

Traería las demás que conocí en las provincias de Perú, Chile, o Quito; en los

recintos de Nueva Granada, en Brasil, Marañón, Canadá, Florida, Virginia, Acadia, en

las vastísimas islas de América hasta los inmensos litorales de los ríos Misisipí, San

Lorenzo, Amazonas, Orinoco, etc.

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Tantas abundan entre los pueblos de los bárbaros que conocerías una multitud

de lenguas, casi diría increíble.

En la confusión babilónica refiere San Jerónimo que hubo más de setenta y dos

lenguas. En toda América existen tantas que ignoramos su número y sus nombres.

Nuestro Padre Antonio Viera, alabado por todos, Regidor de Roma y durante un

tiempo predicador en Lisboa, fue valiente apóstol de Brasil y Marañón. Cuando en la

ciudad de San Luis de Marañón pronunció un sermón en la fiesta de Pentecotés, dijo

en público: In litoribus fluminis Amazonum, quae incolis confertissima, ad annum

1639 usque, centum quinquaginta linguas fuisse detectas; Labenttibus dein annis

novas identidem et nationes at linguas innotuisse (70): Será fácil hacer conjeturas

sobre la inmensa extensión de América si partimos de este solo ángulo de un solo

río. Quienes afirmaron que se usaba una lengua común y vulgar a todos los pueblos

de América austral (como la lengua Malasia en la gran India hasta el Oriente),

debieron ser más silbados que rebatidos /210 ¿Cuál es aquella lengua común? ¿Qué

nombre tiene? Nosotros que encanecimos allí, no la conocimos. Que si existiera,

nuestros misioneros se habrían congratulado en gran manera; pues imbuidos sólo

de ella les habría sido suficiente para enseñar a paracuarios, chilenos y peruanos, y

se hubieran evitado el molesto trabajo de aprender tantas lenguas para enseñar

cada día a numerosos pueblos.

¿Creen que el nombre de esa lengua universal es la quichua? Los peruanos la

usaron en general, no me engaño: ésta fue empleada en Perú, en los límites de

Tucumán y en Quito por los indios, por los negros que vivieron entre los españoles y

por el vulgo español; pero fue ignorada por todos los demás habitantes de América

del Sur: los chilenos, los brasileros, los paracuarios. Esto lo hemos conocido y

experimentado nosotros.

En todo el Chaco, origen de tantos pueblos, ¿acaso conocí ni de nombre al

quichua? No la hubiera aprendido si no hubiera estado un tiempo cautivo entre los

tucumanos.

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Sobre la lengua guaraní, lo afirmo con derecho: ella domina no sólo en Brasil sino

a lo largo y a lo ancho de la vastísima Paracuaria; pero encontrarás numerosos

pueblos que la desconocen por completo.

El guaraní no difiere mucho del brasilero que usan los indios Tupíes. Podrás

aprender las diferencias que hay entre una y otra lengua en unos pocos días. Los

guaraníes tienen H, que los tupiés la reemplazan por una Z; así éstos dicen

Mbozapÿ y aquéllos Mbohapÿ, que quiere decir tres. Los guaraníes llaman a las

barcas Ÿgà, los brasileros, Ygara, ete. /211.

Para aprender el guaraní yo usé felizmente una gramática de la lengua brasilera

compuesta por un sacerdote nuestro, el Padre José Anchieta, apóstol del Brasil, y

como es vox populi, un taumaturgo cuyas virtudes fueron declaradas heroicas y

eminentes por el Vaticano, aunque no desdeñé otras editadas por los Padres Ruiz

de Montoya y Restivo.

En verdad ya es más que suficiente sobre las lenguas de los bárbaros. Me ocupo

ahora rápidamente de los ritos nupciales, del natalicio y fúnebres; de los médicos,

de la caza y otras costumbres del pueblo abipón.

Dedicaré después muchos capítulos a mostrar prolijamente al espíritu militar que

los animaba en sus expediciones.

La guerra es la principal ocupación de los abipones, aunque creo es mayor el

número de desertores que el de guerreros. /212.

 CAPÍTULO XIX

SOBRE LAS NUPCIAS DE LOS ABIPONES

 En las historias americanas encontrarás tantos ritos nupciales como pueblos, de

modo que sería más fácil reírse de ellos que describirlos o enumerarlos. Sin

embargo entre los abipones encontrarás algunos totalmente desconocidos para

otros pueblos. Los abipones – como ya dije – no contraen nupcias hasta una edad

avanzada; raramente encontrarás entre éstos un marido que no pase los veinticinco

años; no quieren imitar a aquéllos que se consagran al himeneo desde su primera

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juventud; ni se casan con una niña que no esté próxima a los veinte años. La

mayoría da tanta importancia al pudor y a su libertad que sólo consienten en

casarse por el imperio de sus padres y no por una inclinación natural.

Los romanos pretendían para el matrimonio a las adolescentes más tiernas,

porque temían la pérdida de la integridad. Este peligro o sospecha del mismo, era

ajeno a las mujeres abiponas, quienes siempre contaron con necesaria protección

tanto de su vida íntima como de su castidad. Los hombres no llevaban una vida

lujuriosa; tampoco practicaban el adulterio, la prostitución o el incesto. Si estos

actos eran vergonzosos para los europeos, eran inauditos entre los abipones. Estas

cosas no sólo en los bípedos, sino hasta /213 en los cuadrúpedos son consideradas

sumamente torpes, absolutamente extrañas y nunca vistas.

Muchas mujeres españolas que desde temprana edad se destacaron por su

hermosura, después de vivir varios años entre los bárbaros como cautivas de

guerra, volvieron con los suyos incólumes; y han manifestado en secreto, en

confesión y abiertamente, que nunca su pudor se vio más seguro que entre los

abipones. Si alguna de las cautivas fue seducida y vejada, esto debía atribuirse a la

petulancia de los cautivos españoles y no a los abipones, cuya temperancia

conocida por nosotros debe ser admirada por todos.

Herodoto, en el libro 9, celebra a Pausanias porque se abstuvo de la cautiva Coa;

Plutarco pondera a Alejandro de Macedonia porque jamás se atrevió a posar la vista

en la esposa del rey Darío y en sus hermosísimas hermanas, cautivas de guerra,

pues no deseó hacerles el amor. También Livio, en la Década 3 del Libro 6, alaba a

Escipión, porque dejó intacta a la esposa de Allucio, cautiva suya.

Estos ejemplos de moderación se dieron también en varones ilustres, que

basaron sus actos en el amor a la rectitud, el temor a la ignominia, y en los buenos

ejemplos de sus mayores. A mi criterio, esta manifiesta abstinencia de los abipones

hacia las mujeres cautivas debe ser más admirada.

Estos bárbaros viven a su arbitrio, sin ley ni norma que los guíe, como las fieras

a su capricho. He observado que esta chispa de honestidad que crece entre tanta

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ignorancia, no se apagará nunca, ni aún ante la insana costumbre de beber con

exceso.

Es muy cierto aquello: Laudabilia multa etiam malí facimur (71), que afirma

Plinio en la oración al Emperador Trajano.

Los abipones dejan el matrimonio para una edad madura, a ejemplo de los

antiguos germanos; en el capítulo 7 he dicho y probado que sus cuerpos, llenos de

vigor y /214 salud, su estatura elevada, sus miembros robustos, su vívido ingenio, la

tardía y vigorosa vejez, así como su increíble longevidad, constituyen el fruto de un

matrimonio maduro. Estrabón en el Libro 18 manifiesta que entre los Carmanos,

pueblo vecino a las Indias, existía la costumbre de casarse tardíamente, cuando

refiere que nadie tomaba esposa si antes no había llevado a su rey la cabeza de un

enemigo. Cortar cabezas de enemigos es obra de adultos, raramente de jóvenes.

Entre miles de guaraníes, no encontré sino unos pocos corpulentos y vivaces. La

razón está a la vista: los varones se casan a los diez y siete años y las mujeres a los

quince, cuando no se han iniciado ya en la lascivia. Paso por alto aquí numerosos

aspectos que aún recuerdo con claridad.

Si alguno de los abipones desea elegir esposa pacta con los padres de la niña

sobre el precio al que la comprará. El esposo debía pagar cuatro o más caballos,

manojos de bolas de vidrio, vestidos de lana en varios colores cuyos tejidos se

asemejan a un tapiz turco, lanzas con punta de hierro, y otros utensilios de este

tipo. Los abipones como todos los demás indios, no conocieron ni poseyeron la

moneda. En la mayoría de las ciudades españolas de Paracuaria no se utilizó dinero;

todo el comercio se limita a la permuta de las cosas que les proporcionaba la

naturaleza.

Las monedas de plata que en otro tiempo habían quitado a los españoles que

llegaron del Perú cuando estaban en guerra con los abipones, las fueron

desgastando ya con piedras, ya con golpes de hacha para hacer las láminas que

colgaban del cuello como collares, o del freno o del báculo como adorno. Habían

saqueado carros cargados con plata peruana /215 en un campo solitario, matando

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al primer golpe a los cocheros y custodios; alguno transportó huyendo cuanto podía

llevar en un caballo. En la ciudad de Santa Fe, un español le ofreció un manto rojo

que se quitó de sus hombros, por el que sin vacilar entregó dos mil de nuestros

florines, equivalentes a cuatro escudos españoles. Es costumbre entre los peruanos

encerrar en sacos (que llaman zurrones), estas sumas de plata; pero los abipones

ignoran el uso y valor de este metal. No hay por qué admirarse de que las mujeres

sean compradas por estos bárbaros con algunas chucherías que reemplazan al

dinero.

Lo mismo ocurría alguna vez entre los romanos, griegos y hebreos. Jacob obtuvo

con una servidumbre de muchos años de Labán, a las hermanas Lía y Raquel, como

cuenta el Génesis, capítulo 29; y David, en I Reyes, 18, mereció por la matanza de

cien filisteos a Michol, la hija de Saulo. Los sajones compraban a los padres sus hijas

mujeres por trescientos burgundios. Y si crees a Herodoto, entre los asirios se

ofrecía en venta en la plaza a vírgenes maduras para el matrimonio. Froto III, rey de

los Danos, ordenó en un decreto público, una vez vencidos por él los rutenos, que

nadie tomara esposa, si no la compraba; pues los maridos desconfiarían menos de

su volubilidad al saber que su nueva esposa era comprada por algún precio; así lo

refiere Saxo, en el libro 5.

Frecuentemente recordé que las cosas que habían sido pactadas y tratadas por

el esposo eran rescindidas por la niña que no sólo rehuía cualquier matrimonio, sino

que ni siquiera hacía mención a ello. Muchas niñas por temor a las nupcias se

dispersaron por selvas y lagos, escondiéndose durante /216 muchas noches.

Consideraban menos temibles las insidias de los tigres que pululaban por todas

partes que las propuestas nupcias; alguna de ellas ya a punto de ser conducida a

casa del esposo se refugió en el templo, y allí, escondida bajo el altar eludió las

amenazas y la expectación del esposo que la impelía. Una parte de los ritos

romanos de las nupcias, y no la última, consistía en que la esposa luchando desde

el regazo materno, fuera arrancada con fuerza simulada de la casa paterna para

que no se pensara que deseaba nupcias, sino que era obligada a ellas con gran

ponderación de su pureza, o para mejor decir, con gran simulación. Yo había leído

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que los groenlandeses eran similares: Si alguno de éstos aspira al matrimonio,

realiza esta gestión mediante elocuencia de las dos viejas más celebradas; éstas

piden a los padres la niña que les fue señalada; anuncian primero a la esposa el

consentimiento de éstos; ella oculta el rostro con los cabellos sueltos, buscando

fama de pureza, derrama lágrimas y no pone fin a sus lamentos y rodeos. Es

raptada por las dos viejas que concertaron sus nupcias para llevarla a la casa del

esposo. Seducida con muchos halagos y mimos la convence y por fin lo anuncia

como su marido bañando su rostro en lágrimas y con espíritu ya consolado. Unos

días después de rechazado el matrimonio se refugia en la casa de su padre; pero

encerrada en un saco por las mismas viejas, es llevada a casa del marido. ¡Felices

europeos! a quienes no son necesarios sacos ni tantos artificios ni para conseguir

esposa ni para retenerlas en sus casas. Estos problemas de las niñas cuando se

trata de sus nupcias es, entre los romanos y groenlandeses, fingida y simulada;

pero entre los abipones es sincera y nunca dudé de ello porque estoy segurísimo de

su honestidad. Imaginemos ya que el deseo /217 de sus padres sobre el matrimonio

fue ratificada por la esposa abipona, y dejemos de lado otras ceremonias que son

habituales. Ella es conducida no sin pompa a la choza del esposo. Ocho niñas

sostienen un vestido elegante como un tapiz extendido como sombrilla bajo la cual,

con los ojos clavados en el suelo, en silencio, respirando pureza, entra la esposa

mientras la rodean los circunstantes, según la costumbre. Recibida amorosamente

por el esposo y saludada amigablemente por los compañeros, es devuelta con su

acompañamiento a la casa paterna del mismo modo que había llegado; de donde

vuelve a la choza del esposo en un segundo y tercer viaje, bajo esa sombrilla

llevando zapallos, ollas, cántaros y todas las cosas necesarias para tejer. Después

volverá para un breve coloquio a la casa de sus padres, a la que cada día es

conducida por el nuevo esposo ya sea para comer, ya para dar las buenas noches.

Por esta solicitud, las madres enseñan a sus hijas que de ningún modo soporten

estas nupcias y que no las abandonen al capricho ajeno. Comprobada su probidad o

nacida la prole se les permite, por fin, vivir en la casa.

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Estos son los pocos ritos de las nupcias entre los abipones que a veces por el

exceso de bebida que toman los varones se vuelven muy alegres. A veces un niño

sentado en el techo de alguna choza toca una trompeta de guerra como pregón de

las nupcias. Que la esposa sea cubierta por una sombrilla cuando es conducida a la

casa del esposo, es concorde con las costumbres de los romanos, que cubrían las

cabezas de las mujeres cuando eran entregadas al marido, o se cubrían con un velo

brillante de color ceniza, de donde recibieron el nombre de nupcias. Omito otros

ritos que usaron otros americanos excepto uno que el Padre José Gumilla recuerda

en sus comentarios sobre el río Orinoco y del que nunca pude acordarme sin

reírme. Dice que un pueblo de allí tenía la costumbre de dar en matrimonio y

desposar a viejos con niñas y a adolescentes /218 con viejas; éstas actuaban como

moderadoras y aquéllos como moderadores de la petulancia juvenil. Los jóvenes,

sin embargo, por su edad e imprevisión decían que debía unirse en matrimonio a

los semejantes y que es de mal gusto asociarse con un necio.

Aducían además, otras razones para acabar con el matrimonio desigual. Este

matrimonio de jóvenes con viejos era como un aprendizaje, porque después de

algunos meses, muerto el cónyuge, se permitieron las nupcias entre jóvenes de

diferentes edades. No parece un buen negocio cuando los viejos y las viejas

impelen a los adolescentes la observancia de esta ley tan absurda. Esto opina el

historiador Gumilla.

 CAPÍTULO XX

SOBRE EL MATRIMONIO DE LOS ABIPONES

 La poligamia o el repudio de la mujer es familiar a los /219 hebreos y a otros

pueblos y permitido en algunos sectores de mahometanos. No todos los griegos y

romanos lo rechazaron. ¿Qué hay de admirable que entre los bárbaros de América

haya habido un abuso de la poligamia y del repudio corroborado por el ejemplo de

la antigüedad? Sin embargo no todo el pueblo abipón sigue las huellas de otros

pueblos, como podrías pensar con razón; la mayor parte de ellos suele permanecer

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en un solo y mismo matrimonio. Aunque no negaré que el repudio de la mujer es

para ellos frecuente, como entre los europeos el cambio de camisa, conocí sin

embargo a muchos que conservaron toda su vida la esposa elegida. Porque si

alguno de ellos, ya sea por su desenfreno, o porque es más poderoso toma varias

mujeres, suele tenerlas distribuidas en diferentes chozas distantes una de otra

muchas leguas, y visita con intervalo de un año ya a ésta, ya a aquélla. Si alguna

vez alimenta a muchas en la misma casa, lo que es muy raro, ¿acaso se podrían

contar las cotidianas peleas y golpes de puño sobre el derecho de gobernar a la

familia o sobre la benevolencia del marido? Nejetenta, como ya dije, es el vocablo

peculiar que significa que dos mujeres se pelean por el mismo marido; pero si

pelean por otro motivo dicen roélakitápeketa.

Pero veamos ahora las razones del repudio de la mujer. /220 Esto no sólo es

frecuente entre ellos sino también excesivo, porque dejan impunemente a sus

esposas; de modo que no es válido según los teólogos el vínculo conyugal dudoso

de estos bárbaros por carecer de perpetuidad. Es suficiente que sus mujeres no los

conformen para ordenarles que se vayan con sus cosas; por otra parte sin

investigar la culpa o motivo se toma como un motivo el deseo de fastidiar a la

mujer. Aunque los griegos, los romanos y los hebreos repudiaban a la mujer esto

era establecido por leyes seguras dentro de ciertos límites, determinando un juez la

culpa de la mujer y del marido.

Entre los abipones el mismo marido es actor, juez y árbitro sin que nadie le

discuta; no hay que buscar muy lejos la causa del repudio ni debe ser aprobada por

ninguna autoridad. Ponga el marido los ojos en otra por su mayor hermosura y sin

otra razón de que sus formas se desvanecen o que envejece, aunque reconozca su

fidelidad conyugal, la integridad de sus costumbres, sus habituales obsequios y los

hijos que le ha dado. No habrá derecho capaz de impedir el repudio.

La nueva belleza hechiza los ojos del marido, destruye su memoria, los servicios

de otros tiempos, y lo convence de las nuevas nupcias. Pero después de los brindis

vuelve al ánimo de los más ebrios el recuerdo de las injurias, y los consanguíneos,

suelen vengar con fiereza la probidad de la mujer repudiada. Con frecuencia

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también las mujeres recién abandonadas por uno son tomadas por otro; otras sin

embargo, por su aspecto menos agraciado o su mayor edad no esperan un nuevo

marido, más aptas para el túmulo que para el tálamo. Ya dije en otro lugar que las

mujeres más jóvenes aprobaron encantadas la ley divina y quisieron ser bautizadas

tanto /221 ellas como sus maridos, pues por este sacramento se prohibía a los

hombres la libertad de cambiar y aumentar sus mujeres, afianzando la perpetuidad

del matrimonio.

De esta licencia para el repudio y los cruentos estragos de la guerra, nació una

increíble disminución del pueblo, como ya recordé. La mayoría de las madres

amamantan a sus hijos durante tres años y se abstienen del marido; éste, cansado

por la demora, abandona a su mujer y toma otra. De modo que para evitar un

posible repudio matan a sus hijos después del parto, cuando no antes, para no

tener que hacer esperar al marido durante el tiempo de la lactancia. Conformados

los matrimonios a las normas de la ley divina, afirmados por un lazo más duradero,

y abolida la crueldad de las madres con sus hijos, es admirable cómo todo el pueblo

se enriqueció enseguida con una descendencia abundante. Es evidente cuánto

importa para el hombre de nuestra raza y para la armonía familiar que sean

abolidos el repudio y la poligamia, y que cada marido tome una mujer. En las

colonias de abipones se acostumbraba que los cónyuges que se bautizaban nos

renovaran con la presencia de testigos su consenso sobre la disciplina conyugal

cristiana. Apenas contuve la risa cuando una vieja cruzada por abundantes arrugas,

prometió con énfasis al sacerdote que la interrogaba públicamente, mantener su

perpetua fe y unión con su marido, más joven que ella, si el mismo la rechazara.

En los matrimonios de estos bárbaros abipones encontrarás muchas cosas

dignas de reprensión, lo mismo que no pocas que merezcan alabanza. Referiré las

más importantes. Aunque la paterna indulgencia de los Pontífices romanos sólo

impide el matrimonio en primer o segundo grado de consanguinidad, los abipones

sólo por una advertencia de su naturaleza y el ejemplo de sus mayores tienen una

absoluta aversión y rehusan las nupcias entre consanguíneos. /222 Debayakaykin,

célebre jefe entre ellos, osó tomar a dos hermanas suyas para su grupo de mujeres.

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Esto fue detestado por todos como un crimen, pero sin embargo no hubo nadie que

se enojara ni que lo imitara; consideraron que debía atribuirse a su autoridad y que

debía disimularse. Como había resuelto tomar por esposa a su hermana, el rey

Cambises dio esta respuesta a los nobles tímidos o estúpidos: no hay ninguna ley

que perdone el casamiento con la hermana; pero no ignoro tampoco otra ley: que el

rey persa puede hacer lo que quiera. Podrías acomodar esta historia del

poderosísimo rey, al reyezuelo de los abipones, Debayakaikin, que así como

sobresalía en el campo de guerra para hostigar a los españoles, así osó delante de

su pueblo perdonarse el tener muchas esposas sin tener en cuenta la

consanguinidad, según los acostumbró Belona, para indignación de todos los

ciudadanos sin que nadie se opusiera. Hemos comprobado sin ninguna duda que

esta reverencia de la consanguinidad por la que se abstienen de las nupcias, está

inserta en la naturaleza de la mayoría de los pueblos de Paracuaria. Me confirmó en

esta opinión el cacique Roy, jefe de los bárbaros en las selvas de Mbaeverá el que,

cuando le expusiera los capítulos de la religión, al hacer mención de las incestuosas

nupcias entre consanguíneos, irrumpió en estas voces: ¡hablas bien, Padre mío!, el

matrimonio con parientes está llenísimo de vergüenza. Esto fue observado por

nosotros, y ya lo habíamos resabido por nuestros antecesores. Este es el sentido de

aquellos hombres salvajes, aunque juzguen que la poligamia y el repudio de la

mujer /223 no están en desacuerdo con la razón ni es indecoroso. Un

acontecimiento que referiré nos enseñará claramente el acerbo odio de las mujeres

abiponas a estos amores incestuosos. Algún abipón había sido bautizado de niño

con el nombre de Crisóstomo, después que vivió por un tiempo con los españoles.

Con la ínfima e infame deshonestidad de los hombres, practicó esos amores de

modo tal que superaba por su maldad a los mismos bárbaros, diferentes de él.

Vuelto a los suyos en nuestra colonia de Rosario, las torpezas aprendidas en otro

sitio comenzaban a brotar aquí por imitación; osó seducir para la infamia a una

mujer pariente suya en edad floreciente y viuda de su anterior marido que había

muerto en una lucha. Rechazado con fuerza por esa mujer de virtud no realizó su

deseo; pero sin embargo divulgada allí la fama del abominable intento, encendió los

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ánimos de todos sus compañeros, indignados violentamente por el inaudito crimen,

considerado entre ellos antinatural. La mujer deplorando su pudor ultrajado llenaba

la casa con sus lamentos e incitaba a sus padres y parientes a que vengaran la

criminal impudicia. Y sin demora al amanecer toda la plaza se llenó de armas y de

gente armada. Se iba contra los padres del petulante joven, reuniendo a los demás

para que otros y otros más ayudaran. Se entabla la lucha. Aquí varones con lanzas y

flechas; allí mujeres que golpean atrozmente con puños, uñas y dientes. Tal era el

aspecto de Troya cuando fue tomada. Como muchas otras veces, toda la batalla se

desarrolla entre amenazas y terrores. Gran vocerío y pocas heridas, como en las

tempestades en que los rayos son más raros que los truenos. La viuda impotente

ante su vergüenza no ponía fin a sus lamentos. Volviendo a su memoria el recuerdo

de su virtuoso marido intentó la fuga una y otra vez, pero fue obligada a volver a su

casa por un grupo de mujeres que la seguía. /224 Por fin se tranquilizó con los

ruegos y argumentos de los suyos, hasta que se marchó a su casa con sus padres y

hermanos. ¿Acaso no desearían los maridos europeos que sus mujeres recibieran el

sacramento cristiano con esta solicitud por conservar la integridad?

Otra cosa que debe admirarse en ese bárbaro pueblo de los abipones es la

fidelidad de los cónyuges. Nunca oirás que ésta ha sido atacada. Muchos maridos

están ausentes de su casa durante meses, sin peligro ni sospecha de que sus

mujeres durante su ausencia se entreguen a otros hombres. Que si los griegos

cantaron a la fidelísima esposa Penélope, estando ausente Ulises durante veinte

años, esta historia es muy cierta en los matrimonios de abipones. Pero si algún

abipón tuviera la mínima sospecha sobre la integridad de su esposa, no soportaría

esto en silencio, sino que vengaría crudamente esta injuria, aunque nunca la

probara. Recuerdo un acontecimiento que viene al asunto: un abipón se encontró

con una mujercita casada en primeras nupcias con el cacique Pachiekè; en el

camino le pidió un melón; ella volvía de su campo cargada de frutos, suavemente le

rechazó el pedido. Todo el negocio fue en cuatro palabras inocentemente acabado

en un momento. Pasaba por casualidad algún otro indígena y los vio a lo lejos

conversar, y contó lo que quiso acerca de lo visto. Creciendo el rumor en boca de

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los hombres, se originaron una serie de sospechas. El indio que antes había

deseado el melón, no pidió nada de la mujer. Se encendió de /225 ira su marido

Pachiekè, de vívido ingenio como un adolescente y ávido de alabanza militar.

Llamando a sus amigos que lo acompañaran en las armas, agredió al tentador de su

mujer, por el rumor esparcido falsamente. Acudiendo los compañeros en su auxilio,

fue abatido el indio con todo tipo de flechas. Separados por obra de los

pacificadores, otra ves volvieron al combate y el tumulto duró algunos días. Era

imposible recobrar la paz y la amistad, porque Pachiekè se mantenía tenaz en su

sospecha. Después él, que debía borrar la mancha que empañaba su nombre y que

debía vengarlo, añadió a su insolvente espíritu una infamia: viendo a su anciana

madre y a su hermana célibe sentadas en el mismo caballo fuera de la ciudad, de

improviso las atacó a las dos; y no por deseo de libido, sino de venganza, intentó

violar a la niña, a la que derribó del caballo; duramente rechazado por la madre y la

hija, como no las hiciera partícipes de su deseo, exaltado por la ira, malhirió con

una flecha la pierna de su anciana madre. Esta volvió en seguida a su casa

manando sangre; la gran herida del pie que mostró vociferando fue como un toque

de trompeta que llamaba a todos a las armas. Concurren de todas partes. El

pensamiento de unos era vengar las heridas; el de otros, reprimir a los vengadores;

para otros muchos, el empeño de restituir la paz, aunque sin ninguna esperanza,

cuando Pachiekè, con un grupo de su séquito dejara la ciudad de San Jerónimo.

Emigró al día siguiente al campo donde asociados con otros bárbaros de su pueblo

había ocasionado por un tiempo mucho trabajo a la nombrada ciudad y a las

colonias de los españoles con sus hostiles asaltos, sobre lo que hablaré más

extensamente en otro lugar.

¡Eh! tan gran incendio de una chispa. La fútil sospecha sobre la tentación de la

pureza de su cónyuge, extendió la semilla de increíbles turbaciones. Dirías que se

ha renovado la guerra troyana por el rapto de Helena. /226

Entre las demás cosas bellas del matrimonio de los abipones, debe recordarse el

amor tan tierno a sus hijos que profesan abiertamente para alimentarlos, vestirlos y

protegerlos. Los padres enseñan a sus hijos desde la más tierna infancia a cabalgar,

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a nadar, a cazar y a guerrear. Las niñas reciben de sus madres habitualmente las

tareas domésticas de las mujeres y se acostumbran a sus trabajos y molestias. Sin

embargo debe achacárseles como un error que no se atrevan a corregir de palabra

y menos con una vara a los hijos menos morigerados o refractarios. Alaykin,

cacique de la ciudad de Concepción, una vez que había venido a verme tenía

sentado en su regazo a un hijo suyo de cinco años. Este como un mono pellizcaba

permanentemente ya la nariz, ya los cabellos, ya las mejillas a su anciano padre. El

anciano contento me decía entre otras cosas: "mira, Padre, en este niño a un

impávido militar de otro tiempo, ¿acaso dudas de que sea un insigne capitán?

Puesto que no me reverencia como a jefe con tantas palmadas, en otro tiempo será

temible a todos los españoles. El mismo niño solía arrojar a su madre cuando le

ordenaba que viniera a casa, con huesos, cuernos, y cualquier cosa que tuviera a

mano. El belicoso padre interpretaba esta insolencia del niño como indicio de

espíritu intrépido, y lo seguía con grandes carcajadas y ponderaciones. El excesivo

amor con que educan a los hijos es freno de estos bárbaros a quienes se les prohibe

conducirlos a la modestia. ¿Quién no sabe que el inmoderado amor de los padres es

la más segura peste de los hijos también en Europa?

 CAPÍTULO XXI

LAS COSAS MAS NOTABLES DEL PARTO DE LAS MUJERES ABIPONAS

 Tanto para satisfacer la curiosidad de los europeos cuanto por su utilidad,

escribiré unas pocas cosas sobre este asunto, aunque contra mi voluntad. Yo temas,

que no encontrarás /227 aquí nada que repugne al pudor; nadie se arrepentirá de

leer estas cosas, aunque algunas sean dignas de risa, porque acaso le sirvan para

su uso futuro. las mujeres abiponas y de otros pueblos ecuestres tienen grandes

dificultades para dar a luz, y a diferencia de las europeas, soportan muchos días los

dolores del parto. En todos los años que viví en Paracuaria, nunca me había puesto

a pensar en la causa de esto; pero en esta ciudad de Viena aprendí, hablando

familiarmente con el celebérrimo médico Yngenhusio, que en las mujeres jóvenes

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habituadas a una frecuente equitación el hueso del coxis se comprime y endurece y

en consecuencia dificulta el parto, como es sabido entre conocedores de anatomía

y yo ya recordé antes. Sucede que las mujeres, como los varones, se sientan en

durísimas monturas de cuero de vaca, y pasan la mayor parte de su vida

cabalgando; además dan a luz hijos más grandes que las nuestras, y carecen de

obstétricos idóneos que las ayuden. Este arte practicado por todos, parece ignorarlo

la mayoría; de modo que puede repetirse /228 lo que se contestó al Faraón en el

libro del Exodo, capítulo I: Non sunt Hebracae sicut Aegyptiae mulieres; Ipsae enim

obstricandi habent scientiam (72). Por eso no es raro ni admirable que las indias

ecuestres al segundo o tercer parto pidan a gritos que les quiten la vida.

Aprendimos no sé de qué autor un remedio fácil de adquirir, muy eficaz; y hemos

comprobado en esos diez y siete años que promueve y acelera el parto. Diré unas

pocas cosas: Dan a beber a la parturienta unas hojas de col fresca machacadas en

un mortero de madera y mezcladas con vino; por la sola virtud de esta bebida

adquieren tanta fuerza, que el niño, vivo o muerto, es arrojado a la luz sin

vacilación, como una bala. Afirmo con escrupulosidad de historiador que la eficacia

de este remedio es muy segura; a pesar de eso, como no soy médico, no me

atrevería a persuadir a los europeos a usarlo. Son tan variados y ambiguos los

hábitos de las parturientas, y tan distinta la ubicación del feto en el útero, que a

veces son necesarias la mano del cirujano o la eximia destreza del médico. Por si a

pesar de lo dicho alguno quisiera probar la bebida de hojas de col con vino,

expongo minuciosamente el método de prepararla.

Para precaver el aborto la parturienta llevará la cuenta de los meses de

gestación, a fin de determinar el tiempo conveniente para el parto. La col que se

tomará para ayudar al parto es la misma que llamamos coles dulces (Súffe Kraut),

la que machacada y encerrada en una tinaja, se avinagra (saure Kraut) y es casi la

cotidiana comida de los alemanes en /229 unos meses. No sé si la col que tiene las

hojas encrespadas (Köhl) tendría la misma facultad de curar a las parturientas.

Deben tenerse en cuenta la edad y las fuerzas de la mujer. A las más jóvenes y

débiles es suficiente una sola hoja de col adulta; las más robustas, como la

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medicina les quita más seguramente la fuerza, insumen dos o tres veces hojas

medianas.

El vino que más usamos en Paracuaria se trae de Chile y es de color púrpura,

espeso y algo áspero con una mezcla de dulzor. Lo tomarías por el vino rojo de

Dnáper, y es intermedio, como el otoño; se parece en algo al vino tirolense de

nuestras provincias. Porque si no hubiera abundancia de éstos podría usarse sin

temor algún vino austríaco. La parturienta podría tomar el vino junto con el

sedimento de las coles machacadas. Nunca ofrecí yo mismo esta bebida

directamente a las mujeres, pero se las envié por otros; más de una vez me

preguntaron si convenía sorber sólo el jugo de la col mezclado con vino, o también

el sedimento; yo respondí que lo hicieran a su arbitrio. Opino que el parto se

apuraría sólo con el jugo exprimido de la col mezclado con vino. Aquel jugo relaja

tanto el vientre como el útero. Las heces de la col, una porción de tierra y, como ya

dije, la pulpa de la col tienen la virtud de aflojar el vientre como enseñan Arnoldo

Villanova, el médico roterodamense Silvio Zachari y otros. Aquella bebida es de

sabor feísimo y apenas libada afecta y horroriza no sólo al paladar, sino a todos los

miembros del cuerpo. Pero las parturientas lo vacían más rápida y ávidamente que

todos los otros remedios que habían consumido y probado antes. Lo he

experimentado casi a diario /230 en tantos años; aunque un ejército de médicos se

me opusiera, no que me quedaría lugar a duda. Cuando fundé la colonia para

abipones llamada del Rosario con el gobernador real, prefecto Nardi, traje de la

ciudad de Asunción plantas de col; es segurísima medicina para las parturientas y

para las picaduras de serpiente. Como las vacas se las comieran al poco tiempo,

ofrecí a las parturientas con gran éxito artemisa (que los botánicos llaman hierba

regia, óleo real, círculo de San Juan, reyso, Himmelkehr, etc.) mezclada con agua o

vino. Esta hierba muy saludable también por otras propiedades nace

espontáneamente por todas partes cerca de la ciudad, como entre nosotros brota

con frecuencia la ortiga. Refiero esto como historiador, no como médico.

Difícilmente haya mujeres abiponas que mueran en el parto; como las naves al

puerto, ellas llegan sin peligro. Pero muy raramente soportan las molestias e

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incomodidades que suelen sobrevenirles a raíz del parto, aunque es raro que las

mate. Después del alumbramiento se retiran al arroyo o fuente más cercanos donde

han de bañarse ellas y su hijo. Apenas transcurrido un tiempo en reposo retoman

sus cotidianos trabajos de la casa, sin eximirse de ninguna tarea, sin proferir

ninguna queja, irán al campo o a donde les parece. Sin embargo se abstienen por

un tiempo de la carne y de las frutitas de un humilde espinillo, que sirve para

refrescar la sangre, según ellos creen. Se ríen de las matronas europeas que unas

semanas después del parto se ocultan entre las paredes de la casa, entre muelles

colchones, hasta que por fin vueltas a la vida salen a la plaza. El parto da menos

trabajo a /231 las parturientas que a sus maridos. Yo diría que su condición es digna

de gran compasión o de risa, no sé. Apenas dada a luz la criatura, verás allí a su

marido abipón tendido en el lecho rodeado de flores y pieles para que no lo lastime

el viento, ayunando de cualquier alimento en público durante unos días de

abstinencia; jurarías que él ha parido. Otros cuentan lo mismo de otros pueblos de

América. Hace tiempo leí esto y me reí, porque nunca pude convencerme de tan

gran infamia; más cuanto que recelaba de la narración de este rito de los bárbaros

hasta que finalmente vi con mis propios ojos esta costumbre entre los abipones. Y

en verdad observan esta antigua costumbre con gran placer y diligencia, aunque

les sea molesta, porque están convencidos de que la sobriedad del padre y su

reposo es más útil para la incolumidad del hijo recién nacido de lo que sería

necesario. Escucha la confirmación de este hecho, te lo ruego. Francisco Barrera,

vicario del gobernador real de Tucumán en Santiago, visitó la nueva colonia de

Concepción. Mientras andábamos por la plaza acudió a saludarlo el cacique Malakin,

hasta entonces encerrado en su choza porque su mujer había tenido un parto

reciente; Barreda nos ofreció a mí y al cacique presente polvo de tabaco español;

como vio que el bárbaro lo rechazaba contra su costumbre, recelaba de esto, tan

extraño en él. Había conocido sus glotonerías, siempre ávido de poseerlo. Me pidió

que le relate la causa de la abstinencia. Preguntado en lengua abipona (yo tuve que

oficiar de intérprete), por qué hoy rechazaba el tabaco, me respondió: "¿No sabes

que mi mujer dio a luz ayer? ¿que debo abstenerme /232 completamente de la

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irritación de nariz? Si estornudara, ¡en qué peligro pondría a mi hijito!". Volvió a su

tugurio a echarse otra vez para que su tierno hijo no sufriera ningún detrimento si

permanecía mucho tiempo con nosotros al aire libre. Creen que la intemperie del

padre influye en la prole recién nacida por un lazo y simpatía natural entre ambos.

Así si un niño muere prematuramente, las mujeres atribuyen la muerte a la

intemperancia del padre. Ya sea porque no se abstuvo de vino mezclado con miel, o

porque llenó su estómago con carne de puerco acuático, o porque cruzó a nado

algún río con viento fresco, o porque fue negligente en rasurarse las cejas, o porque

comió miel subterránea pisoteando a las abejas, o porque se había cansado con la

equitación. Con este tipo de delirios las mujeres incriminan a los padres como

autores de la muerte, y aun cuando es inocente del siniestro, suelen maldecir al

marido. Observan escrupulosamente estas opiniones tan tontas: insanas

costumbres por los oráculos de las viejas o los ejemplos de los viejos. Si te opones,

te desaprobarán. Si les enseñas algo en contrario, responden desvergonzadamente:

"Los Padres no entienden estas cosas ni nunca las aprenderán". Más rápidamente

les pedirá fe en las cosas que pertenecen a la religión que el repudio de estas

supersticiones tan ridículas en las que fueron imbuidos desde niños.

Agrego a modo de corolario: Unas horas después del parto aparece un número

de aquellos viejos y viejas a quienes ellos llaman entendidos en las artes mágicas y

nosotros, embusteros. Cortan con su mano unos pocos cabellos de la mitad de la

cabeza al niño (ni el marido ni la mujer hacen nada) para preservar cualquier tipo

de calvicie; y conservarán /233 durante toda su vida como seña de su pueblo esta

parte afeitada que llaman nalemra, como recordé en el capítulo tercero. Emplean

para esto, a modo de tenacillas, la mandíbula del pez palometa o una concha

desgastada con el uso. Y no debe dejarse sin premio los primeros pelos del niño. Yo

mismo conocí que esta ceremonia de sacar los cabellos al niño tiene algún vestigio

de la circuncisión hebrea, y arguyo esto observando curiosamente los asuntos de

los americanos; porque se privan totalmente de carne de cerdo, porque los

españoles que llegaron primero a América fueron identificados entre los indios con

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nombres judíos, como Michol, Ester, etc. Supe de un abipón Yaaukaniga, que se

llamaba Caín. Pero dejo a los críticos la discusión de estas conjeturas.

 CAPÍTULO XXII /234

JUEGOS GENETLIACOS POR EL NACIMIENTO DE UN HIJO VARON DEL CACIQUE

 Nunca se manifiesta mejor el amor innato de los pueblos hacia su jefe, que

cuando se anuncia el nacimiento del hijo, que será el heredero del trono. Fiestas de

fuego, aclamaciones jubilosas, juegos teatrales, cantos acompañados con música,

soberbias obras de pintura y escultura, elegantes danzas, banquetes exquisitos, y

tantas otras cosas, expresan la popular alegría.

Los abipones, bárbaros y belicosos, imitan esta costumbre de los europeos, pero

a su modo. Hacen públicas muestras de común regocijo durante varios días cuando

se enteran del nacimiento del hijo de su cacique.

Tienen muchas diversiones primitivas y espontáneas, que no mezclan con

ningún artificio astrológico, ni con ninguna petulancia ni obscenidad. Cuando se

divulga el primer rumor sobre el nacimiento del hijo del cacique, un grupo de niñas

llevando en las manos ramos de palmas, acude a la casa del niño entre

aclamaciones festivas. Rodeando su morada por todos lados, cada una por orden

golpea con hojas de palma; con este golpeteo, auguran al noble niño la muerte del

enemigo en guerra. El empleo de palmas, así como las demás ceremonias que

siguen tienen este significado. /235

La mujer más robusta de todas se protege con un cinturón confeccionado con

largas plumas de avestruz, que la cubre desde la cintura a las pantorrillas, como si

fuera una tela de araña. Esta ropa festiva, se llama Hanelí, que significa araña. Su

preparación constituye la principal ocupación de las mujeres.

La comitiva de niñas golpea todas las chozas; y al llegar a cada casa dan golpes

con un cuero arrollado en forma de clava de Hércules, y ahuyentan o persiguen sin

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descanso a los que encuentran por el camino, flagelándolos activamente con las

ramas de palmas.

En este hostigamiento de varones vapuleados transcurre el primer día, entre

carcajadas. Al segundo día, las niñas distribuidas en grupos luchan unas con otras

en la plaza, sólo con la fuerza de sus brazos. Los niños hacen lo mismo por

separado, pues los bárbaros no permiten jugar a aquéllas con éstos, siempre

solícitos de conservar la pureza y el decoro. Al tercer día, y siempre separados, se

los llama para danzar. Tomados de las manos, hacen una especie de cadena

circular, mientras la vieja que los dirige da vuelta en la mano una calabaza

haciéndola sonar. Mientras, con rapidísimos movimientos circulares, forman una

rueda dando saltos; descansan a intervalos; y luego repiten los mismos saltos,

acompañados con grandes carcajadas.

Esta diversión no tiene en absoluto nada de artificioso ni de admirable, a no ser

la paciencia de los que saltan y de los espectadores. Al cuarto día la mujer que las

guía, rodeada del grupo de niñas, recorre toda la ciudad, y la considerada como la

mujer más robusta y musculosa de cada lugar la desafía a luchar en la plaza, hasta

vencer o ser vencida, moviendo a risa al público que mira. Los demás días (pues

estos juegos suelen prolongarse durante ocho) o reanudan las ceremonias /236

anteriores, o pasan alegres momentos entre brindis y cantos con atronadores

timbales, que siempre sirvieron, más para refrescar las gargantas con la dulce y

agradable bebida, que para deleitar la vista con el espectáculo de las muchachitas

que juegan.

Sobre los juegos que realizan cuando alguno de ellos es nombrado Capitán, o se

celebra la memoria de algún noble, o se trasladan los huesos de los muertos a otro

lugar, o se tonsura a un viudo, etc., hablaré en otra oportunidad.

Es sabido que os abipones Nakiketergehes, aunque salvajes, son muy fieles y

cuidadosos, mucho más que otros, de los ritos y ceremonias de familias.

Nunca observé ni oí cosas semejantes a éstas cuando viví entre los abipones

Rükahès o Yaaukanigàs; ya que pasé tres años entre éstos y cuatro entre los

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Nakaiketergehes, y aprecié detenidamente sus ritos desde los mismos comienzos

de las colonias que se fundaron para dichos naturales. ¿Cómo no podré parecer

digno de fe cuando cuento estas cosas?

Es increíble qué ímprobo trabajo y cuánto tiempo nos llevó arrancar los ritos

tradicionales de este pueblo tan feroz, venerables para ellos por el ejemplo de sus

mayores. Comparable al trabajo que en otro tiempo les dio a los Apóstoles conducir

a la religión romana a hebreos e idólatras, y eliminar sus antiguas supersticiones y

ceremonias.

No se derriba de un solo golpe a una secular encina que ha echado raíces. Pero,

pasemos ahora de las nupcias y juegos genetlíacos, a cosas más tristes como las

enfermedades, los médicos y las medicinas. Abarcaremos estos aspectos en otros

capítulos, cada uno de ellos en forma independiente.

 

CAPÍTULO XXIII /237

SOBRE LAS ENFERMEDADES, LOS MEDICOS Y LAS MEDICINAS DE LOS ABIPONES

 Hace poco afirmé que los abipones son vivaces, robustos, longevos, llenos de

salud, capaces de soportar cualquier clima o trabajo; y si no me engañé, lo probé

con toda claridad en el capítulo VII. La mayoría de las enfermedades que en Europa

llenan las casas y las tumbas de cadáveres, son ignoradas por ellos. La epilepsia, la

gota, el letargo, la locura, la ictericia, la artritis, los dolores nefríticos o de ijares, la

elefancía, etc., ¡cuántos nombres horrendos y antiguos entre los europeos y

extraños e inauditos entre los abipones! Cada tres años oirás que alguno de ellos

murió de fiebre cálida o pleuresía. La enfermedad es más rara entre ellos que entre

nosotros la aurora boreal o el eclipse. No conocí a nadie que padeciera de los

dientes, salvo una vieja que por el exceso de vinagre padecía de casi todas las

enfermedades. No me admiro de que los bárbaros vivan inmunes del tan vulgar

suplicio de los dientes, cuando suelen masticar hojas de tabaco mezcladas con sal y

saliva de las viejas reducidas a una especie de ungüento; llaman por esto al tabaco

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noetá, su medicina, pues beben y comen a diario miel que es segurísimo estrago

para los dientes, como todos los médicos saben. /238 De modo que no siempre los

indios llevarían todos los dientes sin perderlos, a no ser por la eficacia de la sal y el

tabaco. Soy testigo de que los que mastican hojas de tabaco y arrojan humo a

diario, gozarán de segurísima incolumidad de sus dientes. Por experiencia prefiero

usar este medio como preservativo contra dolor de dientes antes que ser torturado

con las tenazas de un dentista. Conocí en Paracuaria a nobles españoles que dan

vuelta en la boca hojas de tabaco, tanto secas como en cigarro, y que tienen sus

delicias en ellas como segurísima defensa de su salud. Un oficial, compañero mío en

un recorrido de doscientas leguas, consumió el tabaco porque el viaje se prolongó a

través de esas soledades y prendió en lugar de él hojas secas de árbol; cuando le

pregunté lo que hacía, me respondió: me parece que me falta la vida si no tengo

nada de tabaco u otra cosa cerca de la nariz para fumar. Hay otro remedio contra

las molestias de los dientes usado por los paracuarios que desdeñan el tabaco.

Sumergen en vino quemado durante unas horas unas habas de árbol cacao (del que

se saca el chocolate); se pone en el diente afectado un algodón embebido en este

líquido y si no hubiera una concavidad, se lo irriga por un tiempo con aquel vino

quemado. Si repites este trabajo una y otra vez en seguida desaparecerá tanto el

tumor como el dolor proveniente de un catarro de sol o de frío. Frecuentemente la

experiencia propia y ajena me enseñó la eficacia de la noble medicina, y también la

celebré en suelo europeo. Para esto convendrá elegir las habas de cacao más

frescas y jugosas. ¿Qué virtud comunicarán, me pregunto, las más viejas y

deterioradas, o carentes de aceite? Debe usarse un vino quemado más suave, no

/289 aquél ardentísimo que los químicos llaman emanación del vino quemado.

Otros punzan la encía vecina al diente enfermo con una espina de raya, y al salir la

sangre se calma el dolor. Hay quienes colocan en la concavidad dolorida una uña de

tigre y una brasa de carbón encendido, por su virtud de quemarse sin reducirse a

polvo, y mezclarse muy bien con el diente carcomido. De este modo se extingue no

sólo el dolor sino la causa del dolor de tal modo que nunca más reaparece; eso

antes que yo lo han experimentado otros muchos. Este remedio nos lo enseñó un

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agricultor español compadecido del dolor de dientes de mi compañero. No se me

oculta que la mayoría de los medicamentos para los dientes tienen eficacia recién

después de aplicarse diez u once veces, cuando no exacerban más los dolores. Este

padecimiento es una intolerable calamidad para muchos europeos en Paracuaria

por la falta e ineficacia de los dentistas. El diente enfermo es extirpado con una

tenacita, abriendo con un cuchillo un círculo en la encía, y es arrancado

desgarrándolo, lo que hace el dolor más acerbo, acompañado de gran

derramamiento de sangre. Los abipones nunca necesitan esta tarea de

torturadores, que en parte priva de la felicidad. Gozan de una perpetua tranquilidad

e incolumidad en ese aspecto; nunca vi a alguno desdentado; y los más llegan a la

tumba con todos sus dientes, que usan fuertes toda su vida.

Cuando sienten su salud quebrantada, aunque la enfermedad esté en los pies o

en la espalda, dicen que les duele el corazón: ¿Yeevèt yauèl? Los guaraníes tienen

la misma costumbre. "¿Qué te duele? ¿Qué sientes?" ¿Mbaèpa haci /240 ndebe?,

Mbaè panga ereñanda curi?; en seguida responden gimiendo: Chepiape, "En mi

corazón". De modo que sería difícil explicar, por el testimonio de los indios, el

tiempo de enfermedad si no se presenta con otros síntomas. La más breve

repugnancia del alimento es tenida por un evidentísimo signo de enfermedad. Así,

si alguno de ellos se siente con estómago cargado y se priva de una sola comida,

las mujeres enseguida auguran las cosas peores, y no ponen fin a sus lamentos,

pronunciando con gemidos aquellos: Chik rkene, "no come", y ya recelan de su vida

gritando. Cuando el enfermo recibe un poquito de comida, aunque de ningún modo

esté curado, cantan en triunfo por el peligro superado. La rkeñe, "ya come";

Láyamimi, La nataténge, "ya está convaleciente, ya revive", que parecen ser

sinónimos para ellos. Los poquísimos abipones que se enferman, mueren por la

enfermedad; y los demás rarísimamente se enferman. Cuando sostienen con sus

enemigos o con los tigres numerosas escaramuzas, algunos mueren cada año por

las uñas de éstos o las flechas de aquellos; pero la mayoría suelen llegar a la

extrema vejez sin muerte ni enfermedad. Diré unas pocas cosas: Los más entre los

abipones afrontan por fin la muerte cuando ya están saciados de la vida, cuando

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cansados de la vida prefieren lo muerte como quietud y reposo de la mísera vida.

Por esto llegaron al común error de creer que nunca habrían de morir si los

españoles, hechiceros del veneno, se fueran de América, pues sus artificios y sus

armas son los que provocan la muerte de los suyos. Aunque se les abra una herida

por una lanza, o por un golpe muy fuerte, y les cause la muerte, el desatinado /241

pueblo piensa que murió no por el hierro sino por los hechizos letales. Avidos de

sangre hacen todo lo posible para que no sólo se busque diligentemente el autor

del maleficio y de la muerte, sino para que se lo castigue cruelmente. Están

convencidos de que el hechicero será eliminado enseguida de entre los vivos si los

perros devoran el corazón y la lengua secos del muerto que arrancan del cuerpo

aún caliente. Aunque ninguno de sus hechiceros muere con tantas lenguas y

corazones que arrojan a los perros, secan con la mayor religiosidad por una norma

de sus mayores el corazón y la lengua tanto de los adultos como de los niños, de

cualquier sexo que sean, en cuanto consideran que han muerto. Existe la tonta

creencia de que sólo los hombres son muertos por los hechiceros; yo mismo fui

espectador de este hecho, que se ha arraigado en los ánimos de estos bárbaros. Se

habían ido de la nueva ciudad de Concepción algunos abipones rústicos. Distraen el

ocio en el campo cazando y preparando la bebida de la algarroba; surge una

discusión por un caballo entre dos de ellos como suele suceder entre los borrachos,

que se decide por fin con las lanzas. Acude otro que no está ebrio, joven pacificador

de índole tranquila; y para impedir las heridas se interpone entre los dos

contendientes; pero él mismo es herido peligrosamente. Esto sucedió en el mes de

enero, cuando los calores son más fuertes. El brazo, atravesado por la lanza, se

entumece horriblemente por el sol ardiente, no teniendo a mano en el campo la

ayuda de un médico; le ataca el mismo corazón, y al cabo de dos días muere el

infeliz. ¿Negará alguno de nosotros que la causa de la muerte fue la herida de la

lanza? Los abipones lo niegan, y vociferan en público que su compañero fue muerto

por artes mágicas. Surgidas las consultas acerca de la muerte, /242 la sospecha

viene a parar en una vieja, célebre por sus artificios; el nudo y fundamento de la

sospecha fue un melón que hacía poco le había negado al muerto. Los ánimos de

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todos, se enardecen en contra de la vieja, y ¿qué no tientan y buscan para vengar

el crimen? La vi en la plaza rodeándola una terrible multitud, como una rueda, con

golpes en todo el cuerpo; y como la creyere delirante, poco faltó para que me

acercara a hablarle. Pero los abipones presentes me dijeron: "Cuídate, Padre, de

dirigir una sola palabra a esta buena mujer; con este círculo que formamos se

morirá la vieja que apuró la muerte del joven". "¡Fuera estas viejas fábulas!",

respondí airado, "¡que sólo sirven para engañaros y para matar a hechiceras!". Pero

fue en vano: fui rechazado por los rústicos bárbaros. Así, quienes son más locos,

parecen tener más juicio que los demás. Para confirmar este asunto, oye ya cosas

más funestas.

En la colonia de San Fernando, un Yaaukaniga, célebre por su prosapia y por su

fama militar entre los suyos, sufría terriblemente por la muerte precoz de una hijita

suya; yo la había conocido y desde su nacimiento fue débil y enfermiza. Sin

embargo todos pensaron con él que la causa de la muerte había sido algún veneno;

las insensatas viejas lo dijeron y él lo creyó, que una india extranjera esposa de un

abipón conocía el modo de preparar el veneno. Enfurecido por el dolor de la injuria

e impotente en su deseo de venganza, acercándose de noche acometió a la

inocente mujer que estaba desprevenida. Le clavó la lanza con fuerza por la

espalda, cuando estaba sentada junto al fuego en el suelo con su hija. De tal modo

que la punta del hierro salió por medio del pecho así asesinaría al mismo tiempo a

la madre y la hija /243 que amamantaba. La mujer era de edad mediana, más

obesa que las demás y de busto abundantísimo. Nadaba en su sangre que manaba

abundantemente de todas sus venas como de una fuente. Viendo que la

amenazaba una muerte segura y como supimos que ya era nuestra catecúmena, le

repasamos brevemente los capítulos de la religión preparándola para recibir el

bautismo exhortándola a que perdonara al criminal. Preparado como se pudo el

espíritu de la miserable, todos los Padres acudimos para retardar su muerte,

aunque pensábamos que la medicina sería incapaz de conservarle la vida. Enjugada

la sangre que manaba junto con la leche, le aplicamos sebo caliente de gallina

sobre la herida que lavamos con vino caliente. Todos los presentes miraban el

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espectáculo con lágrimas. Ea el grupo había un hechicero médico; éste ofreció al

marido de la mujer moribunda un cuerno de buey y le ordenó una y otra vez que

desocupe su vejiga allí; fue obedecido; en seguida ofreció a la mujer la orina

caliente para que la bebiera – no hago en esto ninguna tergiversación – La bebió

hasta la última gota. En seguida el hechicero Hipócrates dijo a mi compañero: "¿No

sabes por qué le ordené que bebiera orina fresca? Porque, al beberla sobrevendrá

un vómito, y saldrá la sangre de la herida para destilar del cuerpo otras cosas que

tenga dentro que pudriéndose, le pudrirían los pulmones. El hecho respondió a sus

palabras, y la mujer fue purgada por un vómito. La gran herida era untada cada día

con grasa de gallina, y se le aplicaban también hojas de col (que llamamos col

dulce); en pocos días cicatrizó de tal modo que fuera de esa cicatriz, no sufrió

ninguna incomodidad, ni dolor. ¿Cómo no se reirán nuestros cirujanos del uso de la

grasa de gallina y de /244 su virtud para curar las heridas, y cómo no presentarán

sus dudas? Ríanse, búrlense, duden, desprecien, se los permito. Opongo

resueltamente a su risa y a su duda, mi experiencia que logré con mis ojos. Un

brazo mío completamente atravesado por una horrible espada de cinco ganchos de

los bárbaros Nátakebit, al mismo tiempo que el nervio que rige el dedo del medio,

se sanaran en catorce días con esa sola medicina. Curé con esta grasa a unos

heridos de flecha y a otros de lanza. También curé completamente con el mismo

remedio a una mujer abipona que se había herido gravísimamente en la pierna por

un golpe de hacha y que durante muchos días había carecido de toda curación, que

se había entumecido en modo miserable. Sería infinito si contara a todos los que

curó la grasa de gallina. No me atrevería a pleitear para que se provea a las

farmacias europeas de estos medicamentos y ungüentos tan seguros. Pero sé que

en aquellas soledades de América, alguna hierbecilla que la Providencia concede a

los míseros indios cura más rápida y seguramente cualquier enfermedad que los

remedios elaborados por artificio humano, comprados con mucho dinero, y que a

menudo son inútiles para la enfermedad, y siempre perjudiciales al bolsillo de los

enfermos. ¡Oh!, yo lo he experimentado.

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El vulgo considera que los hechiceros arrojan tanto a la muerte como a la

enfermedad. Un trágico acontecimiento demostrará sin lugar a dudas esta tonta

persuasión. En la ciudad de San Jerónimo un abipón (se llamaba Ychohake),

hinchado por el recuerdo de sus crímenes y la celebridad de su hermano el cacique

Ychoalay, era consumido por una lenta infección. No se le había ocurrido atribuirlo a

los humores /245 nocivos sino a que algún hechicero le habría infundido la

enfermedad; revolvía esa idea noche y día en su inseguro espíritu. Consultadas las

viejas sobre el particular le anuncian que el autor de la enfermedad es

Napakainehim, toba de origen. Y sin tardanza el enfermo que consultara sobre su

vida, decreta la muerte del toba. A primera hora de la noche lo ataca mientras

dormía en su tugurio. La punta de hierro de la lanza, fácilmente de cuatro dedos de

ancho, se clava profundamente en el cuerpo, atraviesa el costado izquierdo por el

violento golpe, y rotas dos costillas, abre completamente la espalda como un puñal.

Acuden a las voces del herido, pero el asesino ya desapareció. Bañado en sangre,

perforado por tres heridas, al mirarlo pensamos que moriría allí mismo. Los

circunstantes avisan que si no lo transportamos a nuestro templo, ha de ser

golpeado nuevamente si vuelve el atacante. Por este consejo lo llevamos a nuestra

casa. En el camino, escurriéndose de las manos de los que lo llevaban, cae a tierra

con nuevo y mayor peligro ya que era grande y pesado. Como el lugar donde fue

colocado carecía de puerta y trancas, los abipones lo defendieron con pieles de

toro, para que no volviera Ychohake a consumar su crimen. Y en verdad, como lo

presagiaron los indios, al cabo de media hora, se presentó provisto de un puñal

para acelerar la muerte al moribundo. Pero repelido enérgicamente por el Padre

José Brigniel que entonces era mi compañero, comprendió que el asunto estaba

acabado. El herido (que en aquel tiempo era catecúmeno) fue bautizado sin

demora, mientras pudo hablar y entender, y por nuestros cuidados y medicinas (lo

primero que conseguimos fue el sebo de gallina, se curó con toda felicidad en

algunas semanas. ¿Acaso alguno de los cirujanos europeos consentirá estas /246

cosas? La esposa de Napakaichin imitó con sus hijos al marido iniciado en los

misterios cristianos. Poco después toda la familia emigró a la vecina ciudad de San

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Javier, porque temía nuevos peligros por el mismo Ychohake; allí los neófitos

mocobíes ya vivían admirablemente en la disciplina cristiana. Permítaseme añadir

al corolario de esta tragedia. Al año siguiente el mismo Napakaichin agitado por la

bebida en no sé que discusión mató miserablemente a un abipón que estaba

sentado junto a él, que le era hostil. Parece que el Dios vengador lo castigó por

suscitar esta muerte; aunque este tipo de venganza fue como un máximo beneficio

y provecho para el reo, porque las heridas recibidas le habían dado la oportunidad

de que se lo añadiera con sus familiares entre los cristianos; cosa que la próspera

fortuna habría retardado durante muchos años.

Y no crean que se acabó la historia sobre la enfermedad y el delirio de Ychohake.

Con las mismas y otras nuevas molestias de su enfermedad, siempre estaba

trastornado por la idea de que le habían llevado un veneno. Algunos meces después

empezó a pensar que la causa de su debilidad era una mujer sospechosa de

conocimientos mágicos. A eso del mediodía la atacó con su hacha, intentando

cortarle la cabeza; esquivado el puñal, le cortó la mandíbula izquierda de modo que

la oreja le caía sobre el pecho, adherida sólo por la piel; y la sangre brotó copiosa

en el pecho sobre el niño que tenía dormido. El agresor se alejó por temor al pueblo

que acudía; casi no había lágrimas para el cruel espectáculo. De ningún modo es

posible castigar al impío. Busqué todos los medios para socorrer al espíritu de la

mujer. Teníamos /247 un negro algo conocedor de la ciencia médica. Le ordené que

cosiera a la cabeza en tres lugares la mandíbula que le colgaba con la oreja; la

mujer no emitió ni un gemido, y los demás se horrorizaban por su aspecto. La

herida, lavada con vino caliente y ungida con sebo de gallina, fue vendada con

mucho cuidado con una tela embebida en una cocción de algunas hierbas. Como no

encontré en seguida vendas con que vendarla, tomé un cinturón con el que me

ceñía. Ordené que toda esa tarde y la noche siguiente fuera vigilada por abipones

de confianza para que no sufriera algún nuevo peligro. Aquel indio anhelaba con

todas sus fuerzas y sus deseos tanto su propia salud como la muerte de la mujer.

Pero anticipándome al peligro, ya que no podía esconder a la miserable, una vez

que se le curaron rápidamente las heridas, fue trasladada a escondidas a la ciudad

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de San Fernando. Parecía que la fuga había sido realizada por inspiración divina;

pues el cacique Ycholay, que por aquel tiempo estaba ausente de la ciudad, fue

hecho sabedor por nosotros de las atrocidades de su hermano Ychohake, y le

rogamos que volviera lo más pronto para detener a su hermano. Contestó que

volvería al otro día; pero no para detener a su hermano, sino para matar a aquella

mujer, infame por sus artes mágicas, ya que estimaba que debía ser temida por

todos. Y en verdad hubiera realizado sin duda lo que amenazaba, siempre tenaz en

otras cosas, si la mujer hubiera estado en la ciudad. Años después, cuando

deambulaban esparcidos por los campos aquí y allá echó fuera de su choza a

algunas mujeres que juzgó sospechosas; y mató con una lanza a la mayoría de ellas

para que no lo engañaran. ¡Ah! /248 El hermano semejante a su hermano, Ychoalay

a Ychohake, como un huevo a otro huevo.

Esta tragedia tantas veces cruenta, tuvo un desenlace feliz. Aquel indio

Ychohake, tanto a causa de sus heridas como de nuestros ruegos, con enfermedad

en el alma, desistió al mismo tiempo de vivir con el cuerpo miserable, porque

comprendió que moriría pronto. Bautizado a tiempo, sentía que se le acercaba la

hora fatal. Se consolaba muchísimo con la presencia del sacerdote desde la primera

hora de la noche en su casa al cual manifiesta súbitamente que se quedara en su

casa. Mientras el Padre le daba los sacramentos, y los presentes lloraban, murió

plácidamente la misma noche que precedió al triduo santo. Con muchos

argumentos ordené a los consternados que nos esperaran. Indignado por los

lamentos de sus familiares que lloraban, les decía que había sido trasladado a la

gran casa del Creador de todas las cosas, el sumo Padre y el máximo capitán de él.

Había deplorado con espíritu acerbo y penitente tantas rapiñas, tantas matanzas de

cristianos y de los otros. Anunció a su esposa que no se mataran caballos ni ovejas

junto a su tumba, según el rito de sus mayores; que les dejaba, cualesquiera que

fueran, a su hijita. De todas estas cosas se ve que maldijo las viejas supersticiones,

y que había abrazado con toda su alma la religión romana. Referí estas cosas para

que entiendan que toda desdicha de enfermedad o de muerte es atribuida por los

abipones a las artes de los hechiceros, a los que sin embargo se venera como a

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protectores, médicos divinos y salvadores, lo que narraré en otro capítulo. Ya son

muchas cosas sobre las enfermedades; quedan por decir otras que no deben

ignorar los europeos. /249

 CAPÍTULO XXIV

SOBRE CIERTA ENFERMEDAD PECULIAR A LOS ABIPONES

 Unos frutos crecen en todo lugar de la tierra sin discriminación y otros crecen en

un determinado sitio. Ni toda tierra produce todo fruto. Tal parece ser la situación

de las enfermedades: unas afectan a todos los pueblos y provincias, y otra sólo a

algunas. Como si cada una tuviera sus manes. Lucrecio llama a la elefantitis

enfermedad nacional de Egipto; y otros afirman que la gota es más común en

Atenas, y la oftalmía en Acaya. Encontré la leucoflegmatia (un tipo de hidropesía

que se llama anasarca) en la isla de Delos como en su suelo nativo. El poeta Esquilo

lo cuenta en Filócrates. Los médicos dicen que se han divulgado la concreción de

los cabellos en Polonia, el sudor mortífero en Inglaterra, las paperas y otras

enfermedades en otras provincias. Recorridas durante doce años las tierras y los

pueblos de Paracuaria, encontré un tipo de enfermedad entre los abipones

Nakaiketergehes, totalmente desconocida por los demás. Es una enfermedad del

espíritu más que del cuerpo, aunque /250 yo pensaría que de éste el mal se deriva

a aquél. Comienzan a delirar y enfurecerse como locos; el crédulo y tenaz pueblo

supersticioso lo atribuye a las artes mágicas de los hechiceros, y lo llaman

Loaparaika. Maltratados por la intemperie, según me parece, agitado el cerebro con

imágenes ficticias, deliran como los febricientes, que sufren subidas y bajas de

fiebre a determinadas horas. De pronto salen fuera de sus chozas, curados, y

recorren a pie un camino recto hasta las tumbas de los suyos que suelen tener en el

bosque próximo. Igualan en la rapidez de la carrera a los avestruces y los

infatigables jinetes que los persiguen muy penosamente los alcanzan y apenas

pueden hacerlos volver a la casa. De noche, atacados por la furia, arden en deseos

de perpetrar una matanza donde pudieran. Arrebatan para esto las armas que

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encuentran al paso. Ea cuanto aparece el primer rumor en la ciudad sobre un

delirante, esconden todas las lanzas. Como no pueden ni tranquilizar al furioso de

noche, ni reducirlo en su casa, lo dejan que vaya a la plaza provisto de un

bastoncito y lo acompañan cuanto pueden. Acudiendo un grupo de niños para mirar

el espectáculo, dan toda una vuelta por las calles de la ciudad. El delirante va

tocando con su bastoncito el techo y las esteras de cada una de las chozas, sin que

ninguno de los que se esconden bajo ellas se atreva ni a abrir la boca ni a

murmurar. Si alguna vez se mune de armas, burlando a los centinelas, ¡Dios mío!

cuán gran ruido. El terror se apodera no sólo de las mujeres y de los débiles niños,

sino de los mismos varones que se creen héroes; y que suelen decir que, perdida la

razón, /251 se lo ve de mal aspecto; y que usa las armas contra los locos.

Enseguida las mujeres corren en grupos con sus hijos hacia nuestra casa, defendida

con empalizada contra los asaltos de los bárbaros y allí pasan no sólo horas sino

noches enteras por temor al loco. El cacique de la ciudad de Concepción Alaykin

había entendido que su mujer se había escondido dentro de este seto con otras por

temor al furioso que recorría la plaza armado, y que había sido muerta; ordenó

entonces que lo capturaran y fuera sujetado con cuerdas.

Los atacados de esta insania apenas toman comida ni duermen y deambulan

pálidos por el hambre y la tristeza. Creerías que ellos estudian algún nuevo sistema

de las formas telúricas, o la cuadratura del círculo; pero por momentos no muestran

casi ningún indicio de alienación mental, ni deben ser temidos antes del atardecer,

Ninguno de ellos se me presentó antes del mediodía. Pregunté a un hombre

hablándole familiarmente, si acaso era él el que de noche perturbaba a los demás.

No sé, me respondió con tranquilidad. Viéndolo un compañero mío, español, cuando

se alejaba, ¡Eh!, dijo, "no quisiste conocerlo, es el mismo que se enfurece de

noche". Pero nada que denotara insania se colegía ni de su rostro, ni de su hablar.

Una vez se me unió otro que supe que se enfurecía mientras cabalgaba por el

campo, haciéndoseme el encontradizo. Yo me apresuré hostigando al caballo, por

temor de no poder librarme de él. Una vez, al cerrar de noche la puerta de nuestro

terreno, mientras ataba a la estaca un caballo que había llevado a pacer, hubiera

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sido atacado por uno de estos furiosos, si otros no se me hubieran acercado para

avisarme del peligro. Por aquel entonces, no muchos, ni hombres ni mujeres eran

atacados de este mal; /252 a veces uno, a veces ninguno. Esta enfermedad dura

una a dos semanas, no más; aunque en algunos casos se prolonga por un mes.

Nunca. vi delirar de este modo a todos los abipones al mismo tiempo, turbados por

la tristeza, o la melancolía o la cólera; siempre muy temibles con la mirada

amenazante. Cuando les sobreviene algún exceso ya sea por el clima o por la

bebida, o algún acontecimiento contrario a sus deseos o esperanzas, la bilis

excitada va a parar en insania y rabia, y eso no parece ni raro ni admirable. Estos

estúpidos y rudos atribuyen a las artes mágicas lo que suele ser provocado por vicio

o en virtud de la naturaleza.

Escribiendo sobre este furor de los abipones, oportunamente recuerdo lo que leí

en el libro II de Plutarco sobre unas mujeres célebres: unas vírgenes milesias,

atacadas no sé de qué locura, se habían estrangulado en el deseo de morir. Aquella

furia de las niñas se generalizó y todas deseaban la muerte. Nada pudieron ni las

lágrimas de sus padres, ni la vigilancia de los custodios, ni las artes de los médicos.

Aplicados los remedios al caso, el senado de Mileto sancionó una ley, que se divulgó

por pregón, de que si en adelante alguna virgen se diera muerte sería conducida

desnuda en medio de la plaza. Por temor a la ignominia se acabó la locura y el

insano deseo de morir. También en nuestro tiempo se contendrían por ese temor

las vírgenes cuanto se enloquecen. Entre los abipones vimos este desenfrenado

delirio contenido por el miedo a la muerte. En pocos días creció el número de los

delirantes más que lo habitual. Uno de ellos parecía irrumpir en nuestro templo

abriéndose paso por la fuerza entre siete hombres, una noche brillante, ya

avanzada; pero reprimido a tiempo por algunos que acudieron, los nuestros

quedaron incólumes. Hecho sabedor del peligro que corríamos, el cacique de la

ciudad, Alaykin, llamando /253 a todos al día siguiente dijo con voz amenazante: "si

en lo sucesivo alguien cayera en delirio, todas las mujeres hechiceras y los mismos

dementes serán matados fuera del templo". Esta conminación fue como un freno

para los demás insanos. En adelante nada oí sobre tumultos provocados por locos,

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ni nada vi; aunque en el mismo lugar y en el mismo pueblo hubieran vivido muchos

locos. Me parece que se contenían cuando notaban que estaban a punto de ser

turbados por cualquier ataque, por temor a la muerte prometida. ¿No sería que

alguno de ellos había simulado antes ese furor para divertirse al ser temido por sus

compañeros, ser señalado con el dedo y recelado? Aunque sean apenas hombres,

pienso que nada humano les es ajeno. ¿Por qué la simulación es tan frecuente entre

los hombres? Nunca pude convencerme de que un hechizo mágico fuera la causa

del delirio, como cree el bárbaro vulgo. /254

 CAPÍTULO XXV

SOBRE LAS VIRUELAS, EL SARAMPION Y LA PESTE DE LOS GANADOS

 El médico Roderico Fonseca, en su libro sobre el cuidado de la salud, dice: Apud

Indos Orientales, quam Occidentalis Indiae numquam visa fuit pestis; scimus tamen,

non multis adhinis annis in América, ac nova Hispania Centena decem millia

Indorum ex Variolis extincta fuisse, cum nullus Hispanus eo malo correptus fuisset.

Fuit illis hic morbus novas a quodam aethiope delatus (73). Estas palabras del

médico serán ponderadas oportunamente. Sobre los indios que viven en Oriente, no

discuto nada porque no los conozco.

Todos están de acuerdo en que la peste que abruma a los mortales, debido a los

fuertes vientos, jamás se ensaña con alguien en América. Podrás leer alguna vez en

los historiadores una opinión contraria al referirse a las infecciones, al catarro, las

fiebres tercianas, las diarreas, etc. Lo que más suele atacar es una enfermedad

llamada por el vulgo de los españoles la peste, ya que muchos mueren por su

causa. Las viruelas y el sarampión, absolutamente mortales para los americanos,

son llamadas la peste por los indios.

Hemos presenciado muchísimas veces grandes pérdidas de vacas, caballos, y

sobre todo mulas, como consecuencia de la peste que ataca al ganado en

Paracuaria. Sin embargo estos estragos no son producidos por los fuertes vientos,

sino por la mala calidad de los pastos y la falta de agua; /255 por lo general,

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después de una prolongada sequía que agota los campos, éstos ofrecen un pasto

nocivo; o si no los pastos, único alimento de los ganados en Paracuaria, son

destruidos por lluvias prolongadas. Este virus transmitido por los pastos mal

regados, al ser ingerido por los animales, consumió en pocos meses miles de

cabezas de ganado en el territorio de Asunción. Por todas partes, en los caminos y

en los campos, encontré cadáveres. Se diría que este tipo de enfermedad es

contagiosa; pues el solo contacto con los cuerpos enfermos o con los cadáveres de

los animales encontrados al paso, infundía el mismo resultado mortífero. Los

síntomas más seguros para, saber si están atacados de esta peste, es un tumor

localizado en la cabeza que les hace perder sangre por la nariz.

Suelen ser los mismos síntomas de las mordeduras de víboras. Para las mulas, el

único remedio contra esta enfermedad, consistía en mutilar las orejas del animal y

abrir las venas de sus patas anteriores, dándoles sal para que la lamieran todos los

días.

Aprendimos, efectivamente, que ese calor pestífero de los animales

contaminados se domina con estos remedios; pudiendo salvar de esta manera parte

de los bienes familiares.

Arrojan en un lugar abierto las vísceras de las vacas que matan cada día para

comer, con el pasto a medio digerir. A este sitio acuden – como a un banquete –

gran número de caballos y mulas, que pacen alrededor de la ciudad; lamen con

avidez, no tanto las heces sino el suelo en que están tirados los despojos. De la

sangre de las vacas, se desprende una especie de sal que los animales apetecen

increíblemente, y la toman como a la miel. Cuando han saciado sus deseos, ningún

mortal debe acercarse ni a los caballos ni las mulas, si no quiere ser despedazado.

La carne contaminada provoca en los animales una /256 especie de rabia; de

manera que luchan en forma brutal si alguien los molesta. Como una terrible peste

había atacado a las mulas dentro de nuestros límites, todos los días rociábamos con

sal aquellos deshechos de las vacas; de esta forma, lo que tomaban de alimento les

servía, a la vez, de medicina. En cierta oportunidad se produjo una gran baja de

ganado en zonas retiradas; pero muy pocos enfermaron en la ciudad de San

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Joaquín, y los que resultaron atacados se sanaron. Lo cual demuestra que la sal

debe recomendarse para la salud. Pero sigamos con otras cosas que anoté del

médico Fonseca.

Es evidente que las viruelas constituyen la peste más segura y verdadera de los

americanos, y que fue traída a América con la llegada de los europeos y los

africanos.

Una queja de los indios, muy justa aunque risible, juzgó su origen: ¡Los europeos,

dicen, son hombres de guerra! Nos pagaron la cantidad de oro y plata que nos

quitaron con la mortal peste de las viruelas que nos dejaron.

Nadie indagó el número de indios que murieron debido a las viruelas durante dos

siglos, desde el tiempo de Carlos V hasta ahora.

No recuerdo los estragos producidos en otras provincias de América, los que ya

hace tiempo fueron deplorados por otros historiadores. Sólo en las treinta ciudades

guaraníticas – en aquel entonces se habían censado ciento cuarenta mil cabezas –

fueron consumidos atrozmente por la epidemia de viruelas, en el año 1734, unos

treinta mil hombres. De modo que atribuimos a las viruelas y no al suelo, el que por

toda América se vea disminuido el número de indios.

Nosotros, que observamos el nuevo mundo durante muchos años, encontramos

otras causas que sin embargo /257 callamos, pues la verdad engendra el odio, para

evitar el desprecio de algunas personas.

Es notable cómo los españoles y otros europeos se vieron favorecidos en

América con la inmunidad de las viruelas. Sin embargo, los indios tenían mayor

predisposición para adquirir la enfermedad, y con resultados fatales. Conmino a la

sagacidad de los médicos para que investiguen por qué las viruelas, de mayor

peligro en los americanos que en los europeos, son más benignas con los que

habitan en América.

Sin embargo, para tranquilidad de aquéllos, diré lo que siento: atribuyo este

hecho al mismo hábito de sus organismos para repeler o superar los virus; a una

alimentación a base de carne, la mayoría de las veces, semicruda; al poco uso de la

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sal; los pies desnudos; la cabeza descubierta. Aplacan la sed con agua sola y no

siempre en buenas condiciones, si exceptúas algunas fiestas celebradas al año.

De ahí, la debilidad de sus estómagos. Propensos a la lascivia, pierden su vigor

natural. La sangre se calienta bajo los efectos del ardiente sol, y por la diaria

ingestión del maíz. Cuando sobreviene el contagio de las viruelas, se produce tal

alteración en sus organismos, que con gran frecuencia mueren.

No olvides que lo dicho corresponde a los pueblos de indios pedestres. Los

abipones, y los demás pueblos ecuestres, de naturaleza más firme, la mayoría sin

los vicios o miserias que soportan los pedestres, sufren por lo general una viruela

benigna.

En el año 1765 esta peste originó la muerte de un gran número de hombres en

las colonias españolas. Azotó la provincia en toda su extensión, como un torbellino;

extinguió en las treinta y dos ciudades guaraníes alrededor de doce /258 mil

individuos. Esta enfermedad se dio aun en los escondrijos más apartados que

poseían los bárbaros en el Chaco.

Aunque la mayoría sufrió los estragos de la enfermedad, murieron pocos para la

cantidad de enfermos. Hablo de los pueblos de jinetes, que tienen más defensas.

En la ciudad de Timbó, que pocos meses antes había Fundado para los abipones,

sólo murió una mujer. Aunque conté cientos de enfermos desde mayo hasta fines

de octubre, sepulté veintidós. ¡Cuánto trabajo tuve en esos seis meses en que curé

tanto los cuerpos como las almas! Oportunamente me referiré a ello.

A veces, durante años, no existe entre los indígenas ningún indicio de esta

enfermedad. Pero la calma es síntoma seguro de inminente tempestad. Nosotros

opinamos por experiencia que las viruelas aparecen siempre en las colonias

españolas, y de allí pasan a los campamentos de los indios, aunque estén a gran

distancia, llevadas por los comerciantes que viajan de unos a otros. Cuando mayor

sea el número de individuos que parta del territorio español, más intenso será el

estrago, como los ríos que cuando más se alejan de su fuente, más amenazantes se

vuelven.

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Ante los primeros signos de viruela, un profundo temor domina a los naturales.

Aprendieron de sus antepasados que esta enfermedad significaba la muerte. Y

como estiman la vida más que el propio suelo, a la primera sospecha unos se

separan de sus compañeros, en tanto otros se dan a la fuga.

Pero, ¡qué tontos! Temerosos de contraer el virus se alejaban en busca de

profundos escondrijos, pues creían que al emplear esta táctica eludirían la peste.

/259

Los Padres que vivieron entre ellos me contaron esta costumbre supersticiosa de

los lules, isistines, vilelas, homoampas y chulupíes.

Para evitar el contagio, los padres y las madres abandonan a sus hijos enfermos.

Se dan a la fuga dejando junto a su lecho un cántaro lleno de agua y maíz tostado

para aliviar al enfermo.

Para conservar sus vidas, los padres se protegen de los peligros de la naturaleza

y de las feroces bestias, olvidando por completo la suerte que corren sus familiares.

Sería injusto con los abipones si dijera que los imitan y dan las espaldas al lugar

donde se ha propagado la peste, dispersándose en grupos por los escondrijos de las

selvas.

Parten en camino recto al lugar que eligieron; pero no abandonan nunca el

cuidado de los suyos, con quienes están obligados por lazos de sangre o de

amistad, sino que ponen gran cuidado de llevarlos consigo.

Del mismo modo que debe ponderarse la bondad de los abipones con sus

familiares cuando padecen viruelas, así también demuestran la mayor tolerancia

para sobrellevar las molestas y los dolores.

Nunca oí que nadie se quejara cuando los malignos calores se intensifican.

Consideran un deshonor el más leve gemido; y para no perder la fama de

intrépidos, se esfuerzan en soportar en silencio los malestares y consecuencias

provocadas por la misma enfermedad.

No estaría de más señalar aquí algunas de las cosas que observé durante el

período de contagio. He sabido que esta enfermedad es muy peligrosa y casi mortal

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para los varones, que se ven afectados por una tristeza ingénita, negra bilis o vejez

prematura.

El mismo riesgo corren las mujeres encintas. Una mujer abipona, atacada de

viruelas, soportó los dolores del parto durante dos días; y dio a luz un niño que

nació con /260 viruelas. Para él, el primer día fue el último; no obstante, alcancé a

bautizarlo.

La madre sanó después de un tiempo.

En algunos individuos, después de la fiebre les brotan las viruelas, lentamente.

Les afluyen apretadas, negras, deprimidas, con manchas obscuras en el medio

mezcladas con otras púrpuras. Esta gran diferencia les presagiaba una muerte

próxima y sucedía de acuerdo a esos presentimientos funestos. Si el tumor de las

viruelas y los síntomas que lo acompañaban se desvanecían al instante, se perdía

toda esperanza de recuperar la salud.

He observado que a quienes tienen temperamento alegre, rostro más blanco o

son más jóvenes, las viruelas les producen menos molestias y son menos

peligrosas. El ardor de garganta, la tos y una especie de angina (que los guaraníes

llaman Yucuahába), es lo más peligroso para algunos indios, y el origen de una

muerte cercana. Agua azucarada y jugo de limón apenas templados, reaniman a los

enfermos. También agua cocida con hojas de llantén (que nacen en lugares

húmedos y en las costas de los arroyos), para lavar la garganta fue usada a diario

con resultado positivo.

Los antiguos médicos consideran que los atacados de viruela se empeoran si

toman aire fresco, y que deben esconderse bajo techo, tapados con cobijas, para

que las manchas que ya han brotado no se resuman. Oí al inglés José Jakson que

precavía con estas palabras a su médico de Madrid en Enchiridio, en el capítulo 39

de la edición del año 1734: Quam primum symptomata febrilia se se produnt, ager

aeri frigido non est exponendus: Frigus enim variolarum eruptionem inhibet. Sed

etiam a nimio calore cavendum est; Hic enim ebullitionem nimian concitaret.

Gradus itaque caloris et frigoris moderati esse debent, et naturalem statum nom,

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trasgredientes etc., (74) Los abipones, dejando de lado /261 este consejo de los

viejos médicos, apenas infectados de viruelas pasan noches y días a veces bajo el

cielo, a veces bajo sus chozas medio abiertas o en sus tugurios llenos de aberturas.

O huían, según su costumbre a otros escondrijos donde recibían en todo el cuerpo

el viento, a veces bastante frío. No podríamos decir que esa es la causa por la que

mueren unos pocos de tan gran número de enfermos. Cuando volví de América a

Europa, me enteré de que la opinión de los médicos hoy día es que ayuda más a los

pacientes de viruelas el aire libre que el calor de las piezas; y lo aconsejan por

todas partes. Y en verdad conocí en el colegio teresiano de Viena a jóvenes

alumnos de noble estirpe que se curaban de las viruelas por orden médica con este

nuevo método, al aire libre, aunque lloviera o hiciera frío, hablando conmigo

mientras se paseaban por el huerto, con mayor fruto del que podía desearse. Ya no

me admiro de que miles de guaraníes hayan muerto por la peste de las viruelas,

pues en cuanto se enfermaban se encerraban en sus cubículos cerrados, como la

ostra en su concha; se cubrían y abrumaban con mantas de lana, colocaban cerca

del fuego las redes suspendidas que suelen servirles de lecho, para defenderse de

todo frío; y consideraban mortal poner el pie en el suelo o tomar la más leve brisa.

Los abipones tenían otras costumbres cuando los atacaban las viruelas y morían

menos. propondría a los médicos, para que lo mediten y lo admiren, este hecho que

agregaría algo de peso para confirmar estas cosas.

Uno de los abipones sintiendo inminente las viruelas e hirviendo de fiebre, había

vendido a un español recién llegado dos caballos; recibió en paga un cuerno de

vaca lleno de vino cremado que bebió rápidamente hasta la última gota. Ebrio,

impedido de lengua, mente y pies, enfurecido por /262 la enfermedad, cruzó a nado

un río en una noche oscura abriéndose paso con su caballo. Llegó incólume al lugar

distante una legua y media donde sus compañeros se habían ido por temor a la

peste. Cuando supe estas cosas temía la muerte próxima del imprudente bárbaro. Y

para bautizarlo fuera de peligro de muerte mientras estaba en esa situación, me

apresuré a ocuparme de cuantas cosas serían necesarias para su cuerpo y su alma;

pero contra lo esperado, se anunciaron hechos muy felices en la misma noche en

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que dormía su borrachera, le brotaron las viruelas pero ni apretadas ni malignas, y

después de unos pocos días, disipada la enfermedad, cabalgaba ileso. Tenía unos

treinta y dos años, era de mente vívida, muy sano, y porque había decapitado a

muchos españoles, era tenido entre los suyos por muy famoso. Bullendo en las

fibras de este bárbaro el pestilente calor aumentado por la gran cantidad de vino

cremado, se excitaba en su cuerpo un incendio letal. Pero el resultado nos enseñó

que el fuego se mata con el fuego. Y no hay en esto nada nuevo; pues el fuego

nacido de un río se domina con un ardiente tizón, como lo hace la común costumbre

de los españoles en Paracuaria. O con más propiedad yo creería que la salvación del

hombre febril fue el haber nadado de noche por un río frío, lo que le refrescó la

sangre. Los médicos verán qué es lo que debe aceptarse y qué fue lo que en verdad

pasó. Yo me hago fiador de la verdad del hecho que narré. Una cosa también debe

ser dicha: Los americanos que han pasado las genuinas viruelas, no temen ni la

recaída ni el contagio, como los europeos. Esto es cierto, y lo afirmo por propia

experiencia y por la de los demás. Un niño de cinco años cayó enfermo apenas dos

días y no le conté más de diez granos; pero por esta breve enfermedad, sucedió

que quedó siempre inmune. Viviendo de día y de noche /263 entre indios atacados

de esta peste, y aunque alguna vez se cansó, permaneció incólume.

Sobre las morbilias (que los españoles llaman sarampión y los alemanes Masem

o Fecken) debe afirmarse casi lo mismo que de las viruelas. Atacan por intervalos

de tiempo, se propagan y acarrean a los americanos increíbles estragos. Cuando

estuve en la ciudad de San Joaquín, entre dos mil indios, casi no había quiénes

suministraran a los enfermos alimento, agua, leña y medicinas, o quienes nos

asistieran en los oficios religiosos. El Párroco, Padre José Felischauer, que me tenía

entonces, por compañero y después por sucesor, nos tuvo ocupados durante

algunos meses de día y de noche en los auxilios que debía suministrarse a los

enfermos de cuerpo o de alma. Agravándose en horas la peste, y aumentando en

días el número de muertos, había obtenido como consejero a no sé qué español

viejo que tenía entre los suyos cierta fama de médico. Y es muy cierto lo que afirma

el antiguo adagio español, de que en país de ciegos el tuerto es rey. Sabiendo

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muchos que este médicastro llegaría, y aún antes de su llegada, ordenamos a los

indios que se quedaran quietos, que le tuvieran sus cosas y que se dirigieran a las

casas donde realizaría las curaciones. Esta peste nos arrebató doscientos, todos

preparados para bien morir. De estos, muy pocos eran niños, y apenas algunos

viejos; los más en edad floreciente y algunos que poco antes habían contraído

matrimonio. También se vio a los indios contagiados de fiebre terciana, con

molestias mayores que la muerte. Sólo aparece en lugares donde se beben aguas

estancadas como en muchas ciudades españolas, sobre todo de Tucumán. /264 En

la de Concepción ubicada en la orilla del arroyo Inespin (Narahagem, para los

abipones), que sobreabunda en agua dulce y muy saludable nunca nadie fue

atacado de la terciana. En las colonias de San Fernando y del Rosario rodeadas de

vados y lagunas y poco provistas de agua de río, la fiebre les concedía muy pocas

vacaciones a los abipones. En la colonia del Rosario la fiebre terciana atacó de tal

modo durante unos meses que nadie quedó libre, y no me perdonó ni a mí aunque

tantas veces había permanecido incólume en medio de febricientes. Para que

alguien no muriera repentinamente sin los sacramentos, cada día visitaba a cada

enfermo, y finalmente contraje la fiebre cotidiana. Esta fiebre ataca cada día al

atardecer, y se suceden fríos y calores que no terminan sino con la noche.

Prolongado este golpe de fiebre durante ocho a veinte días, se acaba; se repite dos

veces, pero la tercera es por fin dominada por completo. Cuánto sufrimiento, cuánto

peligro habría en todas estas cosas, nada de eso te referiré.

Al terminar este asunto de las enfermedades contagiosas me viene a la mente

insinuándose un hecho digno de recordar, y también del crítico análisis de los

médicos. Viviendo en el campo, en nuestras posesiones cordobesas de Santa

Catalina, observamos atónitos un meteoro de fuego que llevaba una especie de

antorcha muy grande y cruzando el cielo, se precipitaba en el horizonte opuesto.

Unos españoles recién llegados anunciaron que aquella luz habría sido visible en

toda la Provincia, y la consideraron portentosa. Nosotros /265 enseñados por una

filosofía más sana, vimos con serena mirada aquel súbito esplendor o fuego festivo,

que sin embargo por su misma naturaleza era triste porque fue o causa o indicio

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seguro del principio de un catarro mortal, que propagándose por todo el Tucumán,

había de consumir durante dos años gran cantidad de españoles y de negros. En

una palabra: en el mismo tiempo en que se vio esa exhalación ígnea, comenzó esa

enfermedad epidémica. Vuelto cuatro días después del campo a Córdoba, encontré

a muchos compañeros de nuestro Colegio que habían caído en cama, y apenas

unos pocos en pie que se encargaban de los asuntos del Colegio y del templo.

Aunque todas las ciudades indistintamente hubieran sido atacadas por esta

peligrosa peste, sin embargo parecía desenfrenarse en los campos solitarios.

Haciendo el camino desde Córdoba a la ciudad de Santa Fe, encontré al paso un

grupo de españoles que iban a caballo; uno de ellos llevaba en la mano un cuerno

de vaca lleno de orina de los enfermos para que los médicos cordobeses (en verdad

la provincia carece de médicos), analizándola, supieran designarla, como oportuna

medicina. Es increíble, en efecto, cuánta confianza pone el pueblo español en la

inspección y contemplación de la orina, y cuánto se engaña.

 NOTAS

 64- "Los padres so cubrían con pieles que sujetaban con rústicas cuerdas".65- "Dios hizo para Adán y su mujer túnicas de piel, y los cubrió con ellas".66- "Como comprendieron quo estaban desnudos, tomaron las hojas de una higuera

y se hicieron un manto".67- "El devoto sexo femenino".68- "Tanto va creciendo la corrupción, que me parece que nuestra condición es tal

que casi creo necesario que se nos envíen misioneros de Sioensia para que nos enseñen el uso y la práctica de la Tecnología natural, así como nosotros les enviamos a los que les enseñarán la Teología revelada".

69- "Otra vez Hyla, otra vez Hyla, repite el ave largo tiempo; la selva responde, y se ve una vaga, imagen".

70- En la región litoral correspondiente al río Amazonas, que está muy habitada, fueron conocidas hasta el año 1639, ciento cincuenta lenguas; con el correr del tiempo se han ido agregando nuevos pueblos y nuevas lenguas.

71- "También en el mal encontramos muchas cosas ponderables".72- Las mujeres hebreas no son como las egipcias; éstas, en efecto, conocen la

ciencia de la obstetricia.73- "Los indios orientales no sufrieron la peste como los que habitaban en las Indias

Occidentales. Sabemos, sin embargo – no habiendo vivido muchos años en América – que ningún español fue atacado por este mal; mientras que ciento diez mil indígenas fueron atacados por este mal en Nueva España. Padecieron esta enfermedad, al contagiarse de un negro."

74- En cuanta se presentan los primeros síntomas de la fiebre, el enfermo no debe ser expuesto al aire, pues el frío impide la erupción de las viruelas. Pero

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también hay que cuidarse del calor, ya que este incita a la fiebre. Un grado moderado tanto de frío como de calor, sin que altere la temperatura natural, etc."

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Biblioteca Virtual del Paraguay

S.J. Martín Dobrizhoffer

HISTORIA DE LOS ABIPONES

Vol. II

 

CAPÍTULO XXVI

SOBRE LOS MEDICOS Y LOS MEDICAMENTOS DE LOS ABIPONES

 

Ahoga la risa, lector amigo, cuando oigas que los abipones /266 llaman al

médico, Keebèt, con gran honor. El mismo vocablo Keebèt, significa espíritu

maligno, médico, augur, hechicero maléfico. De donde se deduce cuán amplio es

entre esos pueblos el oficio de médico, y cuán variados conocimientos abarca. Los

abipones llaman al demonio Keebèt, o Abaǐaigichi.

Ya recordé que llaman a su abuelo Groáperikié. Lo temen y veneran al mismo

tiempo considerándolo autor de las enfermedades y de la salud, e imaginan que

posee no sé qué ridícula divinidad, aunque desconozcan totalmente su origen,

naturaleza, o propiedades, como ya referí más arriba.

Honran a sus médicos como sucesores de su abuelo; creen que éste le otorgó la

virtud de curar las enfermedades, por lo cual los dignan llamándolos con el nombre

de su abuelo: Keebèt. Están convencidos de que poseen poderes sobrehumanos y

que sus conocimientos son superiores a los de cualquier otro individuo; y que

conversan familiarmente con aquel antepasado suyo. Afirman, obstinadamente, que

combaten o causan las enfermedades; que provocan a su arbitrio la lluvia y la

tormenta; que evocan los manes para que descubran cosas futuras; que pueden

transformarse en fieras; que dominan la ciencia de /267 las cosas ausentes o

futuras.

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Enceguecidos por opiniones tan insanas, veneran a sus médicos como a hombres

divinos o dioses terrestres. En este aspecto no se apartan de las costumbres y los

ejemplos de los antiguos. Pues Unus homo medicus multis aequandus honore est

(75) canta Homero en la rapsodia λ, de la Ilíada.

Los antiguos pusieron a Hipócrates un altar con este epígrafe, según el

testimonio de Lampridio: Deo vitae (76). Celio y Plinio, atestiguan que en otro

tiempo fueron honrados con templos y cultos divinos: Quirón, Macaón, Podalirio, e

Hipócrates. Adscribieron a Esculapio en el número de los dioses porque devolvió la

vida a Hipólito y Androgeo, hijos de Minos, a quienes los atenienses mataron por

envidia; esto lo canta Q. Sereno Samónico, con los siguientes versos:

 

Tuque potens artis, reduces qui tradere vitas

Nosti, atque in Coelum manes revocare sepultos,

Qui colis Aegaeas, qui Pergama, quique Epidaurum. (77)

 

El emperador Antonio Pío, después que consumió doce piedras preciosas

estimadas en nueve millones para combatir una enfermedad mortal que lo

aquejaba, fue por fin curado por Galeno. El César había regalado a su salvador una

diadema con esta sentencia: Antoninus Imperator Romanorum; Galenus morborum

(78). Unos llaman a Galeno Angel; otros, Signo de los médicos; como si él hubiera,

impuesto el último poder a la medicina. Los antiguos llaman a los médicos,

divinos; /268 y a la medicina, asunto divino. Filón, médico ilustre, llamó a unas

medicinas muy refinadas de antídoto que había preparado, Manus deorum (79). Y

en los monumentos de Avicena se inscribió un tipo de medicina: Domus Dei (80). La

medicina es tan importante como el cuidado de la salud; ésta es la más poderosa

entre cuantas fuerzas existen, y se la considera el máximo de las efímeras

felicidades que descienden a los hombres. La medicina restituye la salud perdida,

fortalece el cuerpo y da esperanzas al enfermo. Y la obstinación de las

enfermedades no impide, a veces, que venza la virtud de todos los remedios y el

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arte de los médicos. Se equivocan los que piensan que está en el arbitrio de

aquéllos cómo deben curar al enfermo. Si permiten que el médico los examine una

vez recetado el medicamento, demuestran impaciencia por librarse de la

enfermedad. Si alguno de los médicos pudiera decir: Veni, vidi, Vici (81), yo

afirmaría que habría que admirarlo más que al mismo Julio César. Este luchó

siempre con un enemigo visible; la mayoría de aquéllos deben luchar con la oculta

enfermedad, que ni se la distingue con los ojos, ni se la puede captar a veces más

que con conjeturas o con la sagacidad de una mente muy aguda.

Porque si la antigüedad juzgó a sus médicos dignos de los altares, nuestra edad

con poderosa razón pone sus esperanzas en Fernelio, Gardano, Mercurial, Falopio,

Vesalio, Gesnero, Sydenhaimio, el gran Boerhavio, el muy célebre, por su ejercicio,

Van Switenio, y muchos otros, que por su número sobrepasan a sus antepasados.

Enriqueciendo día a día con nuevas luces los hallazgos del arte de curar dejados por

sus mayores, obligan a todos los hombres con un nuevo e inmortal beneficio. Cuán

gozosamente me explayaría en alabanzas de algunos contemporáneos a quienes

toda Europa aplaude hoy, si la antigüedad no hubiera consumido para celebrarlos

toda la retórica existente. /269

Yo anuncio públicamente que debe seguirse a los médicos de Europa con tanta

admiración, como con risa debe desaprobarse y despreciar a los medicastros de los

abipones, que no vieron ni el fondo ni la superficie de la ciencia médica, que no

saludaron su escuela ni siquiera desde la puerta, cuyos labios nunca pronunciaron

los misterios de la farmacéutica, la botánica, la anatomía o la astronomía. Y el

miserable vulgo de estos bárbaros adora a los médicos como a sus salvadores.

Conocimos a aquellos ladinos y taimados, que serían combatidos día a día por el

irritadísimo Galeno; dignos de ser repudiados por Esculapio, Hipócrates y todos los

médicos reunidos. Ofrecen fraudes en lugar de remedios, y palabras en lugar de

hechos a los crédulos abipones; y no saben alejar las enfermedades y llamar la

salud. Tan capaces de preparar un remedio como de tramar engaños para estos

rudos; de llevarles venenos, como de calmar los dolores. Es increíble cómo,

imbuidos por su pusilanimidad en las antiguas supersticiones bárbaras, descansan

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en la pericia de sus hechiceros cuando están enfermos, cuanto temen enfermar

soplados por un mágico hechizo de ellos. Siempre hemos afirmado abiertamente

que estos bribones son indignos de confianza y de temor. Para imprimir bien hondo

en los espíritus de quienes nos escuchan esta verdad: ¿por qué no usarían contra

nosotros toda su ciencia de dañar de la que se jactan, cuando provocamos

impunemente a sus hechiceros y hechiceras?

Una y otra vez exhortamos a nuestros abipones para que se dieran cuenta de

que estos consumados urdidores de /270 fraudes y engaños; para que les rehuyan

la mirada; rechacen sus palabras; les horrorice su solo recuerdo, los desprecien por

su lengua mordaz, y los desdeñen con toda su alma. Estos hechiceros, los más

tunantes de todos los bípedos, habrían usado contra nosotros toda su ciencia de

dañar para vengar a quienes los despreciaban.

Herodoto cuenta que entre los egipcios, cada enfermedad era atendida por un

médico, para mejor atención de los enfermos. Pensaban que concentrando sus

conocimientos en una sola enfermedad obtendrían resultados más exactos. Entre

los médicos abipones era costumbre curar con la misma medicina todo tipo de

enfermedad, sin importarles si la afección era de origen interno o externo.

Veamos ahora su método, y riámonos. Succionan la parte del cuerpo afectada

aplicando fuertemente los labios, y después escupen lo que succionaron. A

intervalos, hasta cansarse físicamente, soplan con fuerza con la boca hinchada la

región dolorida. Repiten alternadamente aquel soplar y succionar. Si tiene todo el

cuerpo debilitado, fiebre, o comienzan a insinuarse los síntomas de viruelas o

sarampión, a veces cuatro o cinco médicos, como las Harpías, revolotean alrededor

del cuerpo del paciente al mismo tiempo; uno chupando, otro soplando en el brazo

y en el costado; el tercero y el cuarto en los pies. Creerías que hay sanguijuelas

adheridas al enfermo.

Si el niño rechaza el pecho materno, o si llora, el remedio inmediato consiste en

llevarlo al hechicero para que lo succione abundantemente. Esta forma de curar a

los enfermos fue aprendida por todos los bárbaros de Paracuaria y Brasil; también

la practicaban los indios Calibes, como refiere el Padre Juan Grillet en su camino por

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la provincia de Guianam. /271 Y no me atrevería a dudar de que esta costumbre de

succionar las heridas fue usada por la mayoría de los pueblos de América; y debe

considerarse abiertamente supersticiosa, ya que es cultivada sólo por estos

hechiceros, maestros en el arte de la prestidigitación, en cuyos labios esos rudos

indios piensan que se esconden poderes médicos. Yo no podría convencerme de

que esa succión e insuflación, sirva por su intrínseca fuerza a la salud, o que la

restituya. El arbitraje quede en manos de los médicos europeos.

Conocí cómo succionando las partes afectadas, se obtenían materias como la

pus de las úlceras o la sangre de las heridas. Aplican una cataplasma a la úlcera y

la humedecen a fin de quitar el humor corrompido. Aplicando a la carne enferma

unas cañitas o sanguijuelas sorben la porción de sangre que rebosa. A veces

desgarrábamos con la punta del dedo o con un cuchillo la zona inflamada; y en

seguida chupábamos con los labios la sangre que manaba, o la apretábamos con la

mano. Los animales, los perros sobre todo, curan muy bien las heridas tanto propias

como ajenas lamiéndolas. La lengua es para ellos su remedio.

Los españoles o los indios cristianos mordidos por una víbora procuran que un

amigo de buena voluntad les succione el miembro herido para quitar rápidamente

el virus mortal antes de que se difunda por todo el cuerpo. Para no trabarse, ponen

en la boca una hoja de tabaco y escupen rápidamente a cada succión para no

tragar el veneno. Supe que este remedio se usaba con gran frecuencia. Pero como

siempre va unido a algún peligro para el que chupa, no debe aplicarse si no hay una

extrema y urgente necesidad, o cuando no se posee otra medicina. Frecuentemente

sucede a los que hacen un camino por esas soledades vastas de América, que tanto

como /272 abundan las mortíferas serpientes por todas partes, así careen en

absoluto de médicos y medicinas.

Tácito recuerda que entre los antiguos germanos las madres succionaban las

heridas a los hijos, y las esposas a los maridos: Ad matres, ad conjunges Vulnere

ferunt; Nec illa numerare, aut exsugere plagas pavens (82). También canta Homero

en la rapsodia 3, que Menelao fue curado de este modo por el médico Machaone:

Sed postquam vidit vulnus, quo inciderat amara sagitta,

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Sanguinem exsugens lenia medicamina sciens

inspersit, etc. (83).

Así también los abipones curan las heridas, las úlceras, las mordeduras de

víbora, etc. Nunca debería reprochárseles que permitan que algún mortal las

succione. Pero están convencidos ante todo de esta superstición, porque tienen fe

sólo en sus hechiceros, a quienes creen tontamente que esta facultad de curar les

fue concedida no por la naturaleza o el arte, sino por su abuelo.

Cuando me atravesé el brazo con una flecha de los bárbaros, como ya dije,

acudió a la plaza un grupo de mujeres para convencerme de que permitiera que el

abipón Pazanoirin, eminente entre los demás, me succionara en seguida,

prometiéndome a plena voz una pronta curación. Escuché el tonto consejo, me reí,

y, para que no pareciera que atribuía algo a sus supersticiones, las rechacé con

indignación.

En otro capitulo será condenada esta succión practicada por los bárbaros,

porque la consideran remedio universal contra cualquier enfermedad, una especie

de panacea y contra /273 veneno.

Conocí en Paracuaria a un europeo muy entendido en otras artes del quehacer

médico que, porque ordenaba a muchos enfermos que bebieran una hierba

humeante, era llamado por los españoles el Doctor "humo". En la fundación

guaranítica de Santo Tomás distribuyó esta medicina a todo enfermo. Cuando lo

interrogué, me contestó: Preferí la medicina a cualquier otra, Padre mío. Supo que

esta hierba era útil a veces y consideró tontamente que podría ser útil y ofrecerla

sin discriminación a cualquier enfermo que padeciera de cualquier enfermedad. Los

estúpidos abipones creen que soplando y chupando exterminarán del cuerpo todo

dolor, fiebre, tumor o molestia que padezca el enfermo. Los hechiceros alimentan

con nuevos engaños esta credulidad de los naturales. Pues mientras se preparan a

succionar al enfermo, se meten en la boca furtivamente espinas, escarabajos,

gusanos; y escupiendo después de cualquier succión estas chucherías, dicen al

enfermo: "He aquí, la causa de tu enfermedad"; y muestran al mismo tiempo el

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gusano o la espina que han arrojado de la boca. Viéndolo, el enfermo se tranquiliza,

y vuelve a tener esperanzas en recobrar la salud. Con frecuencia esta era la única

opinión sobre el origen de la enfermedad o la conservación de la salud. Tanto puede

el cuerpo en el espíritu y el espíritu en el cuerpo. Lo expuesto ha sido confirmado

con claridad meridiana en muchas historias y por la experiencia diaria.

No hay nada de admirable en esto, si el dolor desaparece después de unos días,

sólo con el beneficio del tiempo, sin ninguna medicina. No me extraña que los

abipones no deban su vigor natural a la obra de los hechiceros que los habían

succionado. Sin embargo atribuyen a éste, como salvador o /274 médico imperial, la

gloria y el favor de la salud recobrada, y le ofrecen caballos, armas, provisiones,

bolas de vidrio y otras cosas. Lo hacen más por miedo que reconocimiento; pues

creen que la enfermedad arrojada con la succión volverá si no pagan en seguida a

sus médicos, más dignos de palos que de premio, cuando no raramente tan

criminales. Hemos visto a tiernos niñitos débiles, pálidos, lánguidos, moribundos, y

luego muertos, después que aquellos infames fatigaron sus cuerpecitos, o mejor los

consumieron con repetidas succiones diarias. Deberían ser mandadas a Anticira las

madres bárbaras, que después de tantas muertes de los suyos, todavía no

aprenden.

Entre los muy bárbaros payaguás fue establecido por una ley pública de sus

mayores, garantizada y sancionada, que si alguno de los suyos moría a causa de

una enfermedad, el médico (lo llamaban Pay') que recelaba de su curación, fuera,

castigado allí mismo por las flechas de todo el pueblo.

Y en verdad, como son muy respetuosos de la venganza, todos obedecen con

crueldad esta ley. En la ciudad de Asunción, donde entonces yo vivía, a orillas del

río Paraguay, un infeliz médico pagó con su muerte la muerte de un enfermo, y fue

miserablemente destrozado por las lanzas y flechas de sus compañeros. Que si

aquella atroz ley de los payaguás rigiera entre los abipones; ¡oh, no! muy pocos de

ellos se considerarían descendientes de Galeno; rehusarían y temerían la peligrosa

profesión de la medicina. Es cierto que por cada enfermo entre los abipones se

cuentan más médicos que sin peligro de su fama y de su vida, y seguros de obtener

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buenas ganancias, agotan sus cuerpos y sus fuerzas sin que exista enfermedad

/275 alguna. Interrogados sobre el peligro del enfermo, auguran alguna buena

noticia. Si ocurren cosas contrarias a sus pronósticos, si el enfermo muere,

rápidamente se excusan: la enfermedad había sido mortal; la virtud de su medicina

fue impedida o superada por el arte maléfico de algún otro. Y en esta sentencia se

protegen; sería inútil poner en duda las excusas de los hechiceros.

Aunque aquella succión de los hechiceros sea entre los abipones el principio de

la medicación, y casi la única, tienen sin embargo alguna idea de nuestros

remedios, pero muy vagamente. A veces cuando se sienten muy cansados por el

calor del sol o afiebrados, se sacan un poco de sangre punzando el brazo o la pierna

con un cuchillo. Usan a modo de bisturí una espina de pez (que en español se llama

raya y en abipón Epárañìk), y secan la vena no sin acierto. Son expertos

conocedores de la utilidad de las hierbas medicinales que crecen en increíble

abundancia allí; y sin embargo, gustan aparecer muy entendidos en los misterios de

la naturaleza. De modo que no es tanto por deseo de restablecer la salud ajena sino

por adquirir fama, que suministran a los enfermos ciertas plantas, hojas de árbol o

raíces, conocidas como medicina, a las que el farmacéutico con seguridad inscribe:

quid pro quo (84); estos remedios serían de tal naturaleza que podrían con

seguridad, más perjudicar que ayudar. Una vez hice un molesto camino en la ciudad

de Concepción: se me presentó una vieja de gran renombre por su ciencia médica,

mostrando una gran raíz de color negro; y aseguraba que era áncora de salud si se

la sumergía ocho horas en agua. Lógicamente me horroricé de tal medicina, pero la

médica era muy vehemente a imagen de Megara. /276

Del mismo modo que la lengua abipona, así la guaraní abunda en nombres de

plantas medicinales; y no pocos guaraníes conocen sus usos más importantes.

En la ciudad de San Joaquín conocí al indio Ignacio Yaricà que durante ocho años

curaba las enfermedades; y, debo confesarlo, no pude dejar de admirar su destreza

y éxito. A menudo, en muy poco tiempo, curó con cuatro hierbecillas una oreja

lastimada por las tablillas, o repuso en su lugar huesos sueltos de un brazo o de un

pie sin que quedara ningún resto del mal.

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Hay también en las selvas americanas un tipo de hiedra que es como una

cuerda, no más grande que un dedo, de color verde subido, que nace junto a los

árboles y se abraza a sus troncos a manera de serpiente. Los españoles la llaman

suelda; ahora se vende en Europa, pero lamentablemente no se con qué nombre,

aún después de la larga averiguación. Esta planta cortada en trocitos, cocida en

agua y aplicada con un lienzo en el brazo herido o en la pierna los cura en poco

tiempo. Yo mismo he visto a muchos sanar con este remedio, y puedo atestiguarlo

con toda certeza.

En la ciudad de Corrientes las señoras españolas vendan el pie recién fracturado

con una piel fresca de cachorro, y curan a la perfección todas las cortaduras con

otros remedios. Los abipones desconocen por completo y no usan ninguno de los

remedios que sirven para la purga de los intestinos, provocan el sudor, expulsan la

bilis o los humores nocivos. Ni hacen mención de las lavativas. En la ciudad de San

Jerónimo, un soldado español algo medicastro, una vez que el Padre Brigniel le pidió

que curara a un abipón enfermo, dijo que usaría una lavativa. Apenas el enfermo

sintió el contacto de la jeringa, saltó furioso del lecho y hubiera derribado al soldado

médico con una lanza si no se hubiera dado a la fuga /277 rápidamente. Trocado en

furia el súbito terror, con injurias y maldiciones nos devolvió el ingrato enfermo

mientras nos reímos a carcajadas: Sacad del infierno, Padre mío, decía, al peor de

los demonios antes que a esta bestia para curarlo. ¡Oh! este bárbaro intenta matar

la medicina que le ofrezco oponiendo la lanza a mi jeringa. ¿Acaso se entabla un

combate con armas tan dispares? Y decía éstas y muchas cosas mas. Nunca podrás

lograr que los guaraníes usen la lavativa para sus enfermos. Los polvos de tabaco

que preparan los españoles y que los europeos aspiramos, lo utilizan los indios en

las orejas para curarlas cuando las notan afectadas por las inclemencias de la lluvia

o de un viento frío. Aunque niegan que experimentan el mínimo placer al aspirar

esos polvos, nos lo pedían muchas veces; entrada la noche se me acercaban unos

abipones y despertándome clamaban: Tachkquè yahoèg, "dame tabaco". Me

levantaba y les daba lo que pedían.

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Los bárbaros son como niños, llenos de confianza y de audacia con su padre para

pedir lo que desean. Si se les niega, se irritan, pero enseguida se aplacan con

dádivas.

Los hechiceros dicen que tienen en su poder el dominio de las enfermedades y

de la salud, y afirman con gran ostentación que sólo su palabra es suficiente para

curar a los enfermos, excluidos todos los remedios. Sentados junto al lecho del

enfermo, entonan cantos arbitrarios o mágicos, tanto para aplacar al demonio, su

abuelo, como para evocar a los manes del infierno, por cuya obra prometen que

han de ser dominadas y exterminadas cuantas enfermedades hay.

De modo que aunque no sean capaces de doblegar a los espíritus, el pueblo

tanto cree que estos ladinos pueden /278 mover el Aqueronte con sus artificios

admirables. Pero los crédulos bárbaros parecen dignos de indulgencia cuando unos

varones, sabios en otras cosas, abandonan el poder de la medicina a sus palabras.

Plinio en el capítulo 2 del libro 28 refiere de Homero que Ulises detuvo con su

canto la sangre de una mujer maltratada. Teofrasto afirma en algunos de sus versos

que el canto ayuda a los enfermos de ciática; Varrón dice lo mismo de los atacados

de gota; y Catón, de los que tienen algún miembro luxado.

Teofrasto Paracelso se atrevió a decir en el libro I de las phil. Sagac., capítulo 6,

que la naturaleza impone su fuerza en las palabras como en las hierbas y en las

raíces. Pero basta ya de estas fábulas viejas, simplezas supersticiosas, marcadas

por negros hechizos, indignas de ser escritas en un libro.

Los médicos de los abipones, artífices de tantos engaños, tampoco confían ellos

mismos en sus artes cuando reclaman para sí el remedio a la enfermedad que los

aqueja, no de sus colegas, semejantes a ellos, sino del consejo de algún europeo.

Cuando están enfermos prefieren ignorar las artes que estando sanos ponderaban.

En el tiempo que viví entre los abipones, el principal de los hechiceros que

descolló entre los demás por sus artes médicas fue Periekaikín. Pero cuando fue

atacado por una especie de pleuritis, y debió soportar una elevada fiebre, no llamó

a ninguno de sus colegas, sino a mí para que lo curara. Unos polvos calcinados de

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cuerno de ciervo con agua de cebada le llevaron a él la salud y á mí la fama de

médico entre sus compañeros abipones. Pero hubiera preferido ser médico que ser

juzgado como tal.

En ningún asunto se sentirá obligado contigo el ánimo de estos bárbaros, salvo

en la destreza que demuestres para curarlos. Consideran que nada puede ignorar

quien conoce la naturaleza y los remedios para las enfermedades.

Te darán crédito en los asuntos pertenecientes a la religión y finalmente se

volverán dóciles y moderados. El mismo Salvador, cuando se ocupó de las cosas

terrenas captó /279 la admiración no porque curara los espíritus, sino los cuerpos. A

imitación de Él, cuantos nos dimos a la tarea de instruir a los bárbaros, debimos

disponernos a suplir la gran escasez de médicos, cirujanos o farmacéuticos con toda

la tensión de nuestras fuerzas mediante remedios fáciles: la lectura de libros de

medicina y cualquier otra industria a fin de sacar a aquella plebe cegada por

atávicas supersticiones del seno de los hechiceros a los que hemos tenido como

principales obstáculos para la difusión de la, santa religión.

Es increíble las curaciones de enfermos que se realizaban en las ciudades

guaraníticas. Llegan a contarse más de cuatro mil; y hasta seis o siete mil el

número de habitantes curados. Para atender a tantos, fueron designados para curar

las enfermedades unos pocos indios adiestrados en algún conocimiento de

remedios caseros; aunque no se les permitió utilizar medicinas dudosas sin

consultar con el misionero.

Llevan siempre en la mano un báculo con una cruz en alto y son llamados

Curuzuyà, o portadores de la cruz. Recorren las calles de la ciudad desde muy

temprano visitando a los pacientes y controlando si hay algún enfermo nuevo. El

misionero, antes de celebrar el Santo Sacrificio a la salida del sol, les indican qué

remedios deben proporcionar al enfermo o los sacramentos que se administrarán a

un moribundo. Al mediodía, envía a la casa de cada uno de los enfermos (a veces

había treinta, otras más o menos) carne hervida con pan muy blanco de trigo. Cada

uno de los enfermos es visitado una vez por día y a menudo más veces si está muy

grave por el misionero a quien siempre acompañan dos niños. Nunca /280

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aportamos nada que no fuera útil tanto al cuerpo como al espíritu de los enfermos.

Con estos medios muchos se sanaron; pero los demás, cuya enfermedad superaba

las posibilidades de la medicina, murieron en nuestra presencia socorridos

oportunamente con los auxilios de la santa religión.

Debe condenarse acá, otra vez, al célebre Bouganville, quien instigado por

hombres malintencionados o ignorantes, osó escribir en la ciudad de Buenos Aires

que la minoría de los guaraníes que caen enfermos se curan y los más mueren. Ello

podría afirmarse con verdad respecto de las viruelas o del sarampión; ya anoté en

otro lugar sus causas. Con respecto a esto deberás saber que dos o tres hermanos

nuestros laicos, cirujanos europeos muy versados en el conocimiento de la

medicina, cumplieron con celo su tarea en las ciudades guaraníticas, no sólo con los

misioneros, sino también con los indios enfermos, aunque no siempre pudieron

llevar su ayuda con rapidez a los necesitados a causa de las inmensas distancias

que separaban las ciudades.

A nosotros, a quienes importaba curar el espíritu de los indios, nos tocaba

también la curación de sus cuerpos. Siempre pensamos que sería achacado al

poder divino si con mínimos remedios lográbamos dominar grandes enfermedades.

Nuestras ciudades carecían de remedios. ¡Cuán múltiple utilidad prestan para las

enfermedades el azufre, el alumbre, la sal, el tabaco, el azúcar, la pimienta, la grasa

de gallina, tigre, vaca, ciervo u oveja! Casi no faltó un día en que los indios no nos

pidieran alguna de estas cosas.

Siempre convenían tener a mano tres calabazas llenas de ungüentos: uno era

verde (se llama Mohâ hobi), formado por un sebo con unas treinta hierbas; el otro,

negro (Mohâ /281 hû), y el tercero, amarillo (Mohâ yù). Lo destinan a unos u otros

usos que los indios conocen por experiencia, porque están hechos por varias

materias: hierbas muy salutíferas que nacen espontáneamente o que plantan los

europeos. Veamos cuáles son: borrago, llantén, verbena, salvia, malva, lengua de

buey, virga aurea, orégano, menta, ajenjo, nardo, etc., etc. En las selvas

guaraníticas encontrarás la ruda y la artemisa; además cortezas de los mejores

árboles muy conocidos por su virtud curativa y tan cotizados en las farmacias

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europeas. ¿Quién ignora que en Paracuaria nacen o se cultiva el árbol peruano

llamado Quina, del árbol que nuestros indios chiquitos llaman pizòès, el azafrán, la

zarzaparrilla, la adormidera, jalapa, tamarindos, cupana y varios bálsamos de

múltiple uso, el zingiber, la sangre de dragón y muchos otros medicamentos de tan

diferentes nombres?

No nombro la variedad de piedras que los españoles llaman piedras-Bézar, y que

encuentran en el estómago de los guanacos o de los alces. Tantos peces, tantos

anfibios, tantas fieras silvestres y campestres sirven a los médicos americanos para

distintos usos.

La piel del aguaráguazú, especie intermedia entre el lobo y el zorro, de color

amarillento con una línea negra en medio de la espalda, aplicado sobre el cuerpo,

calma de un modo admirable los dolores de ciática, y produce gran alivio para los

cólicos; de eso yo doy fe. Traje de América una piel de éstas por sus probadas

utilidades, pero me la robaron en el barco.

En el río Paraná, en las ciudades guaraníes de la Virgen de Loreto y de Corpus

Christi abunda un pez (no /282 recuerdo su nombre), cuyos huesos pulverizados

mezclados con agua ayudan a los que padecen de estangurria; para lo que nuestro

azafrán europeo (cuanto puede tomarse entre el pulgar y el índice), cocido con

vino, es con frecuencia eficaz remedio. ¡Qué remedios no se procuran los

americanos con otros animales! Mencionaré unos pocos: curan algunas plagas con

una cataplasma hecha de grasa de cocodrilo; dicen que el estómago de este animal

secado, hecho polvo y mezclado con agua calma los dolores producidos por los

cálculos.

Los españoles llevan un diente de cocodrilo colgado del cuello o del brazo, y los

indios creen que con esto se defienden contra las mordeduras de víbora. Para éstas

obtienen raspando el diente de cocodrilo un polvo que beben mezclando con agua.

Yo mismo vi hacer esto a los indios, aunque ya hablaré en otra oportunidad sobre

los eficaces remedios para las heridas de víbora. Curan los dolores provocados por

los cálculos de los riñones con las piedrecitas que encuentran en el estómago del

cocodrilo hechas polvo. Calman los dolores o molestias de muelas con uñas de tigre

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calcinadas y mezcladas con alumbre. Este remedio ha sido probado no sólo por mi

propia experiencia, sino también por la de muchos europeos.

La grasa de tigre quita en un momento los gusanos de la cabeza o de otra parte

del cuerpo, si se aplica en el lugar donde proliferan y producen tantas molestias.

Las moscas vulgares y domésticas a menudo se introducen en la cabeza, la nariz o

la boca de los que duermen, y allí producen junto con su excremento, como si fuera

una simiente, gusanos de color blanco gruesos en el medio y más delgados en los

extremos. /283 Son del largo de la uña del dedo anular y están rodeados por unos

círculos como anillos. En menos horas de las que podría pensarse crecen en gran

número y corroen la parte del cuerpo que ocuparon. Se amontonan en gran

cantidad, pero como el lugar donde se asentaron les resulta estrecho o no

encuentran suficiente alimento, buscan una salida. Se reconocen por unos puntos

rojos de erupción en la superficie de la piel. Debe ungirse con la grasa de tigre no

sólo esos puntos, sino toda la periferia; los gusanos no soportan el horrible hedor, y

duplicando la tensión de sus fuerzas atacan más los huesos y la carne que

encuentran hasta que por fin al mismo tiempo todos salen.

Yo me admiré con mis compañeros y casi no pude dar crédito a mis ojos, cuando

en la ciudad de San Joaquín vi que en la cabeza del indio Gregorio Piripotí, había

tanta cantidad de gusanos que no cabían en mi sombrero. Y no logré comprender

por qué razón la cabeza de un hombre podía contener tanta cantidad de gusanos y

alimentarlos; de esto puede deducirse el increíble número de gusanos que se

mueven en tan poco espacio. Se cavaron una entrada en la parte superior de la

nariz entre las cejas; pero pronto les resultó angosta ya que no podían salir más que

de a uno y entonces penetraron ávidamente. La pequeña herida curó rápidamente,

quedando como cicatriz una grieta. Aquel indio fue liberado de ese innumerable

ejército de huéspedes devoradores con la grasa de tigre, y nadie dudó en atribuir a

ella la salud recuperada.

Pero escucha otras cosas mayores: El cascabel que la serpiente lleva anexo a la

cola lleno de veneno mortífero, es una noble medicina. Reducido a polvo, se lo

coloca en los dientes doloridos y los cura desapareciendo por su propia virtud /284

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toda sensación de dolor. Tiene también aplicación en otras enfermedades. ¡Ah!

¡Cómo otros animales venenosos y dañinos curan no raramente a los enfermos

americanos! Nuestro Tomás Falconer nacido en Inglaterra, cuánto había admirado

en Paracuaria y en España la ciencia médica y herbaria y cómo los paracuarios

carecen de aquello que a los farmacéuticos europeos les es fácil; pero que curan

igualmente cualquier enfermedad porque la misma naturaleza les ofrece plantas,

hierbas, raíces y árboles medicinales.

Como íbamos a explicar la naturaleza de las enfermedades y de las plantas

medicinales, consultamos diligentemente libros de médicos y herbolarios. El

Florilegium medicum escrito en castellano, y reeditado; fue para todos nosotros

como la biblioteca médica, recomendado por las alabanzas de médicos madrileños

por su pública utilidad y conocido en América, que es dominio español.

Nuestro hermano Juan Steinheffer, muy versado en cirugía por la lectura de

volúmenes sobre medicina y la experiencia de muchos años, cuando estuvo en las

colonias indias del reino de Nueva Granada como médico, compuso y pulió este

libro voluminoso para uso de los misioneros; para que se capacitaran y pudieran

curar los indios enfermos cuando en tan vastas extensiones no encontrarían ni la

sombra de un galeno, farmacéutico o cirujano.

Este volumen es un verdadero suplemento de éstos, ya que no sólo muestra el

procedimiento para curar las enfermedades, sino también la fácil preparación de

aquellos remedios que abundan en América. Con estos medios nos entregamos

celosamente a la tarea útil de curar las enfermedades. Lo /285 que por fin logramos

fue que los abipones, cada vez que creían estar enfermos olvidaran a sus

hechiceros y pusieran toda su esperanza en nosotros, y prefirieran nuestras

medicinas a aquellas supersticiones.

Si me rechazaban, pese a estar preocupado por la vida de los demás, nunca

impuse mi medicina con mano precipitada. Mi primer y principal cuidado era que se

defendieran de las inclemencias del tiempo y que se abstuvieran de las comidas y

bebidas inadecuadas. Les proveía de mis provisiones la comida saludable que me

era posible lograr para una dieta apropiada; por último les suministraba alguna

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medicina largamente probada que si no les servían al menos no les hacía daño.

Aplacados por nuestro compañerismo y bondad, los bárbaros enfermos accedían a

ser bautizados. Los mismos que antes de la enfermedad se refugiaron en los

escondrijos de las selvas por temor al bautismo, o recelaban, deseando estar

separados de los suyos, años más tarde nos demostraban la inclinación de su

voluntad y confianza; y si recordaban que alguna vez habían sido curados por

nuestras medicinas, exigían a sus compañeros que se aplicaran los mismos

remedios en caso de enfermedad.

En el norte de Paracuaria nace un fruto semejante en la forma y dulzura a la

almendra, llamado por los guaraníes mandubiguazú; por los españoles piñón del

Paraguay y por los médicos ricino americano, sicus infernalis o nux cathartica, que

en cuanto se la come produce vómito y al mismo tiempo es considerada como

eficaz laxante. Engañó a los primeros españoles que llegaron a Paracuaria.

Cautivados por su dulzor, lo comieron con avidez, pensando que serviría como

alimento. Pero supieron por experiencia, con gran risa de todos, que se trataba de

una medicina que ataca al cuerpo con doble arma; ya que expele los humores

nocivos o viciosos simultáneamente por dos caminos. De modo que dimos a los

abipones /286 tres y cuatro veces estas tiernas nueces, por considerarlas una purga

necesaria; nadie lo tomaba, pese a ser un gran alivio, por la falta de costumbre.

Pero sucedió que, en cuanto sentían pesadez estomacal ellos mismos, después, nos

pedían esta medicina. Y lo mismo sucedió con otros remedios.

Las viejas, firmes a las antiguas costumbres, protestaron cuando comprendieron

que sus remedios provocaban la risa de los demás, y que se les agotaban las

fuentes de sus ganancias. Lo mismo que los hechiceros, que antes agotaron los

cuerpos y las facultades de sus enfermos, se consumían, incapaces de engañar al

vulgo.

Sería sumamente extensa la mención de todos los ritos que utilizaban los

pueblos americanos para curar de los cuales unos provocarían la risa de los

europeos, y otros indignación o asombro.

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Sin embargo recordaremos algunos al pasar. Los patagones y los que deambulan

por las regiones australes de las tierras magallánicas consideran que el mal

demonio se aposenta en el cuerpo de los demás bárbaros enfermos. Sus médicos

pintan terribles formas en sus tambores. Se sientan junto al enfermo, lanzan

vociferaciones y lo pulsan consultando al demonio sobre el origen de la dolencia o

expulsándolo del cuerpo enfermo. Si alguien muere por la enfermedad, los

parientes persiguen de modo siniestro al médico, como si fuera el autor de la

muerte. Si muriera algún noble o cacique, todos los médicos lo matarían si no

escapa en precipitada fuga. Llevados por una tonta compasión entierran a los

moribundos aún no muertos. El Padre Matías Strobl, sacó expirando del túmulo a

uno que vivió más de diez años entre los bárbaros australes. El muy feroz pueblo de

los Mbayás o guaycurús llamaban a sus médicos Nigienigis. Suelen llevar en /287

las manos para ser reconocidos una gran calabaza llena de semillas duras de

distintos frutos, que hacen sonar con mano violenta, y una sombrilla hecha de

plumas oscuras de avestruz, y que son las principales insignias e instrumentos de

sus artes medicinales.

No puedo omitir a los médicos de los chiquitos. Causan risa las cosas que

escribió el veterano misionero Juan Patricio Fernández en su historia sobre los

Chiquitos. Para curar a un enfermo el médico hechicero llena su estómago de los

más exquisitos manjares: pollos, gallinas y perdices para lograr un cuerpo más

robusto y sano y poder así soplar y succionar. Con esta opulenta comida del

médico, le da al enfermo un insípido maíz a medio cocinar. Si éste la rechaza no hay

mortal que incite al infeliz a comer esta comida, de modo que la privación de

alimento mata más que la enfermedad. En la primera visita el médico cansa al

enfermo con un montón de preguntas: ¿En dónde se encontraba ayer? ¿Qué

caminos recorrió? ¿No derramaste acaso por azar la bebida preparada con maíz al

darse vuelta el cántaro? ¿Ofreciste imprudentemente a los perros que comieran

carne de tortuga, ciervo, jabalí u otro animal? Si el enfermo contesta

afirmativamente a alguna de estas cosas, el médico dice que está bien; que ya

tiene la causa del mal.

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El alma de aquel animal ha entrado en tu cuerpo para vengar la injuria y te

atormenta; éste es el origen del dolor que sientes. Esta sentencia es tomada por los

bárbaros como si fuera del oráculo de Delfos. Sin demora comienza la cura.

Succiona una, otra y una tercera vez la parte afectada. Enseguida, entonando una

triste canción, agita una maza por todo el suelo del lugar donde se halla tendido el

enfermo, para que el espíritu de aquel animal cuya carne dio a los perros,

atemorizada por ese estrépito amenazador, abandone el cuerpo del enfermo. Con la

promesa del taimado médico /288 más la confianza que el enfermo ha puesto en el

remedio imaginario logra la salud a veces; o por alguna otra causa, el hecho es que

la enfermedad desaparece. Esta es la cruel costumbre de curar entre los chiquitos.

Unos maridos mataron a la mujer de un enfermo. Pensaron que ella era la causa

que originaba el decaimiento físico de su marido. Creyeron equivocadamente que

matándola éste enseguida se curaría. A menudo consultaban a sus médicos cuál de

sus hechiceros invocaría la enfermedad del enfermo. Estos, entusiasmados por el

conocimiento de su castigo o de su utilidad, designaban responsable a ésta o a

aquélla, la que les placía. La sentencia del hechicero fue para ese pueblo crédulo

oráculo y toque de queda. Acuden de todas partes armados a matar

miserablemente a la infeliz. Tales eran los chiquitos cuando aún no habían abrazado

nuestra religión

Después, imbuidos en nuestra disciplina, fueron siempre para los españoles una

ayuda contra otros bárbaros, con gran admiración por parte de ellos, tanto por el

ejemplo de sus virtudes cristianas y bélicas, como por el conocimiento de muchas

artes. Estos rudos no habían comprendido de qué modo los caprichos de los

humores nocivos podrían influir en el cuerpo, ni de qué modo contribuía a recobrar

la salud la purga de los intestinos o la sangría.

Pero agregados a nuestras colonias y convencidos por su propia experiencia, a

diario despreciaban las falacias de sus hechiceros. Por este motivo se garantizó la

seguridad de las mujeres, tanto como antes peligraban sus vidas sea por el marido,

sea por el arbitrio de los falaces hechiceros.

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Dejemos las enfermedades y medicinas de los abipones. Consideremos, ahora la

razón de la muerte. /289

 

CAPÍTULO XXVII

SOBRE LOS RITOS QUE ACOMPAÑAN Y SIGUEN A LA MUERTE DE LOS

ABIPONES

 

Si la idea de la muerte es aterradora para la mayoría de los mortales, para los

abipones es más espantosa. No son capaces de soportar el recuerdo de la muerte,

menos aún presenciar la agonía de un individuo. De modo que si en algún lugar se

anuncia la muerte de alguien, sus compañeros al momento huyen de aquellas

chozas, o son alejados por las viejas que quedan a atender al enfermo para evitar

que la tristeza que los aflige les impida hacer frente al enemigo. Por esto pasan

muchas noches refugiados en alguna choza ajena o a la intemperie, como los he

visto con frecuencia. Como entre ellos es muy rara la muerte natural, desconocen

por completo los síntomas de la muerte inminente. Pronostican su proximidad

cuando el enfermo guarda abstinencia, un silencio pertinaz o padece insomnio; y así

se equivocan tanto el que pronostica como todos los suyos. Pues Là chig reet, Là

chig rkene, Là ygà: Ya no habla, ya no come, ya se muere, parece significar lo

mismo para estos bárbaros.

Al primer rumor de que uno de ellos agoniza, acuden a su casa unas viejas, por

lo general parientes del enfermo o mujeres célebres en el arte de curar. Con los

cabellos sueltos y el vestido cayéndole de los hombros, rodean el lecho formando

una larga fila a ambos lados. Llevan en la mano /290 derecha, una calabaza que

hacen sonar constantemente; se lamentan con tristes cadencias, con violentos

movimientos de pies, brazos y prolongados gritos. La que preside a las demás, – ya

sea por su edad o la fama de su arte médica – situada a la cabecera del moribundo,

hace resonar una horrible trompeta de guerra de gran tamaño. Otra, que está

atenta a todo lo que le sucede a aquél, mueve a intervalos, un cuero de vaca con

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que se cubre al enfermo, observando su rostro; si le parece que todavía respira,

ordena a las presentes derramar sobre el paciente abundante agua fría. Cuando vi

por primera vez estas cosas, compadecía la fortaleza del enfermo que moriría, si no

por la enfermedad, ciertamente por aquel intolerable canto de las viejas y, el

perpetuo estrépito de la trompeta.

Todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, queda cubierto por aquel durísimo cuero

de vaca, tan grueso como una tabla, y a veces más pesado. Los que hacen tanto

alarde de conmiseración, usan la crueldad para no ver las angustias de los suyos en

sus últimos momentos de vida, ni escuchar sus quejidos. Se muestran crueles para

ahorrarse un dolor a sí mismos.

Cuando, Riikahè y Nakaikötergehè abrazaron nuestra religión, aunque muchas

veces fueron amonestados por nosotros, y les rogábamos que se apartaran siquiera

un poco de estos bárbaros ritos, fueron los más empecinados, en mantener

vigentes entre los abipones las antiguas ceremonias. La agitada respiración del

moribundo se oía desde lejos, como el fuelle en el taller de Vulcano; si durante un

momento el jadeo del enfermo se interrumpe, anuncian a viva /291 voz que el

miserable ha dejado de existir. Se produce en todas partes un gran concurso, y

todos repiten: Chitkaeka. Laúauá. No está más. Murió. Enseguida, cuantas mujeres

casadas o viudas hay en la ciudad acuden a aquella habitación, – a la que me

refería más arriba –, para iniciar la común lamentación.

Con desordenado llanto, crepitar de calabazas, y estrépito de ollas que pulsan

como si fueran pequeños tamboriles, cubiertas con piel de gamo, llenan la calle en

larga fila, fatigándose con contorsiones y lágrimas. A menudo se oye una voz que

anuncia que el que lloran por muerto ha revivido. La alegre exclamación: La

natateúge: ya revivió, que llega a todos los oídos, aplaca de inmediato los lamentos

de las mujeres, que apresurando el límite entre la vida y la muerte, torturan al

enfermo con sus gritos, hasta que por fin provocan la muerte del enfermo.

El principal trabajo de los presentes, una vez producida la muerte del individuo,

es extirparle el corazón y la lengua; cocerlos con agua, y dárselos a algún perro

como alimento. El cadáver aún caliente es vestido de acuerdo a la usanza; envuelto

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en una piel de vaca y ligado con correas de cuero. Cubren la cabeza con fajas o

alguna tela que tengan a mano. También los hebreos tenían esta costumbre tal

como se ve en la historia de la resurrección de Lázaro.

Es costumbre aún en los indios guaraníes cubrir la cabeza con el mismo lienzo

que el cuerpo, a fin de no dejar a la vista de todos la cara del muerto, y provocar la

tristeza de los espectadores, recordando a aquél que es llevado a la tumba en un

ataúd abierto. Los abipones rehusan tanto contemplar /292 al moribundo, como

tener en su casa al individuo muerto. Nunca finalizan con tanta prisa los manjares

que llevan a la mesa, como cuando deben acompañar hasta el sepulcro los

cadáveres de los suyos: tibios aún, son transportados por caballos

convenientemente preparados para este menester; y son inhumados enseguida.

Unas mujeres escogidas, que se encargan de cavar la tumba y preparar el

funeral con sus lamentos, se adelantan al cortejo montando rápidos caballos.

Podrías pensar que para la mayoría de los abipones ser enterrado es lo mismo

que morir. No hay gran diferencia entre ser sofocado por la piel de vaca con que los

envuelven o por la tierra con que los cubren, y expirar. Y en verdad, cuando

arrancan el corazón y la lengua del muerto durante su sepelio, ya no hoy duda de

que éste ha dejado de existir.

No obstante, me resulta difícil aceptar que a veces arranquen el corazón a un

individuo que está aún semivivo, y que acaso podría volver con los suyos si no

fuese torturado precipitadamente con aquel innecesario rito.

Estos bárbaros que tanto apresuran la sepultura de los suyos, se enfadaron con

nosotros porque a los indios iniciados en la religión los reteníamos fuera del túmulo

durante algunas horas. Sin embargo, esto está conforme con las leyes divinas, la

civilización y sobre todo con la prudencia. Como dice Andrés Quenstedio: Ne

praepropere efferatur funus, videndum est. Nimia enim acceleratio quendoque

vivos pro mortuis sepelivit (85). En este asunto la costumbre ha variado según los

pueblos, los tiempos y las enfermedades. Antiguamente no se inhumaban los

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cuerpos hasta el cuarto día de producida la muerte del individuo; tal como consta

en el Apollon Argonauta, II:

 

At vero ornantes supremo funus honore

tres totos condunt lugubri murmure soles,

magnifice tumulant quarto... (86) /293

 

Este tiempo se abreviaba si se trataba del funeral de un niño prematuro, de un

niño tierno o de una hija muy querida por sus padres. Así lo narra Tácito en los

Anales: Hoc enim casu festimationem exequiarum edicto Caesar defendit id a

majoribus institutum, subtrahere oculis acerba funera, neque laudatione, aut pompa

destinere (87). Tal excepción no podría aprobarse hoy día en que las leyes

establecen el tiempo reglamentario en que deben realizarse los funerales.

Los antiguos sepultaron a sus muertos en las cavernas, a veces junto a la vía

pública, otras en los montes, o dentro de la ciudad.

Los abipones, en cambio, prefieren para sus sepulcros los lagos o selvas que

estén bastante apartados del lugar en que viven, para no avivar el triste recuerdo

de la muerte, y para que los vivos no aspiren los vapores nocivos de los cuerpos en

putrefacción. Acaso por este motivo era nefasto entre los antiguos siconios enterrar

a alguien dentro de las murallas de la ciudad, tal como refiere Plutarco, en Arato.

La misma prohibición existe actualmente en varios países de Europa. Sin

embargo, las leyes de Licurgo no prohibían esto, porque deseaba que sus

esparciatas se acostumbraran, desde niños, al espectáculo de los funerales, para

que al convertirse en hombres no temieran morir durante la lucha.

Los abipones consideran como un hecho de suprema felicidad exhumar los

cuerpos en la selva o a la sombra de los árboles. Se conduelen de la suerte de los

que son sepultados bajo el techo del templo, y los llaman cautivos del Padre. De

modo que por temor a la sepultura rehuyen el Bautismo.

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Cavan una fosa de poca profundidad en el lugar donde han de colocar el cadáver

para que no sea oprimido por el peso de la tierra amontonada. Llenan la superficie

del túmulo con ramas espinosas para defender los cadáveres de las garras de los

tigres. Colocan una olla en lo alto del sepulcro, a modo de corona, para que no le

falte un vaso al muerto si desea agua; cuelgan de un árbol cercano a la tumba,

un /294 vestido que se pondrá, si le place salir de ella. ¡Oh!, ¡Fatua providencia de

este pueblo tonto y benévolo! Junto a la tumbo de los varones clavan una lanza

para que les sirva como instrumento de caza y de guerra. A los caciques o a los más

célebres por su fama de guerreros, les colocan a los costados de la tumba unos

caballos muertos para este fin, no sin cierta ceremonia. Esta costumbre era

practicada por la mayoría de los pueblos ecuestres de Paracuaria. Nosotros que,

como ya recordé en otro lugar, fuimos enviados en una nave real hasta el Estrecho

Magallánico, encontramos al desembarcar los cadáveres de tres jinetes indios con

otros tantos caballos, sujetos por la cola con estacas. Los caballos que ha usado el

muerto mientras vivía y que fueran su delicia, por lo general se sacrifican para

colocarlos junto a la tumba.

Considero que esto es ridículo; pero más intolerable es lo que hacían los escitas

de Táuride, al enterrar junto con sus reyes a aquéllos que en vida habían sido sus

mejores amigos, a los que los mismos reyes solían arrancarle las orejas en prenda

de amistad. Así lo refiere Alejandro en De Alejandro, Libro I, Capítulo 6.

Más crueles fueron aquellos asiáticos que enterraban a las esposas vivas junto a

sus maridos muertos, compañeras igualmente del tálamo y de la tumba. Este hecho

no es de temer: no era raro que para acelerar la muerte de sus maridos las mujeres

les dieran algún veneno. Pero raramente se atreverían a esto, sabiendo que al morir

su esposo dejarían de existir de inmediato.

Te permito que sigas los ritos sepulcrales de los abipones con liberal risa. Pero

no negarás que son un argumento con que pueda probarse que ellos creían en la

inmortalidad del alma. Tienen la innata convicción de que al morir el /295 cuerpo no

muere el alma. Supieron que algo de sí sobrevive después de la muerte, que dura

siempre, que nunca desaparece. A esta cosa inmortal, que nosotros llamamos alma,

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ellos la llaman Loakàl o Lkigibí, imagen, sombra, eco. Separada del cuerpo por la

muerte, nunca se preguntan a dónde va, o a dónde es llevada para gozar de

delicias o pagar sus culpas con suplicios.

Los bárbaros de la región magallánica creen que los muertos viven bajo tierra;

que tienen sus chozas y que se dedican a la caza; y que los avestruces muertos

descienden con ellos compartiendo la misma morada.

De este modo los abipones, sin divagar, piensan que algo de ellos sobrevive al

cuerpo exánime, que está en alguna parte. Sin embargo confiesan que desconocen

el lugar, así como muchas otras cosas al respecto. Llaman a los manes o a las

sombras de los muertos: mehelènkachiè, a los que temen, y dicen que se hacen

visibles cuando los evocan para que predigan las cosas futuras, convocados por las

artes y la astucia de los hechiceros.

Cierta vez que pernoctábamos al aire libre a orillas del Paraná, como es

costumbre allí, mis compañeros de camino escucharon el eco de sus voces que se

repetían, en medio de los árboles y recodos del litoral; lo atribuyeron a los manes o

espíritus sin cuerpo que erraban por aquellas soledades, hasta que les expliqué que

se trataba del eco. Cuando por las noches veían volar bandadas de patos que

emitían un triste silbido, (que ellos llamaban Ruililí), creían estar ante la sombra de

los hombres, y a la vez aseguraban que eran sus espíritus. De todo lo expuesto

puede deducirse, con la mayor prudencia, que los abipones, aunque tan rudos en

otras cosas, creen en la inmortalidad de los espíritus.

Una de las rarezas de los abipones, aunque perdonable, es depositar al lado de

los sepulcros ollas, vestidos, armas y caballos, para que los usaran como si vivieran.

Pues leemos también que costumbres semejantes eran habituales entre los /296

muy cultos romanos. Agregaban a las urnas unas ollas o ánforas. Rociaban la tumba

con vino, leche, miel y flores; como lo atestigua Ovidio, en los Fastos II, colocaban

junto al sepulcro, uno cena por si los dioses quisieran alimentarse:

 

Nunc animae tenues, et corpora functa sepulchris

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Errant, nunc posito pascitur umbra (88).

 

Es increíble con cuánta religiosidad los abipones rinden honores a sus muertos

ante los sepulcros. Si ven que alguno de sus compañeros cae durante el combate,

rescatan de entre los enemigos su cuerpo exánime para exhumarlo en el suelo

patrio de acuerdo a sus ritos. Pero para evitar el peso del cuerpo mientras realizan

el camino, descarnan los huesos, enterrando la carne donde pueden. Porque si el

enemigo los llegara a sorprender, y el cadáver quedara en el campo de batalla, sus

parientes no toman parte en el combate hasta buscar sus huesos, trabajo que a

veces les demanda tiempo y peligro.

Suelen transportarlos con grandes pompas hasta el lugar donde se encuentran

sus familiares; para luego colocarlos en un monumento. Sobre este tema hablaré en

el capítulo siguiente. Los antiguos tenían el cuidado de traer del extranjero a su

patria las cenizas o los huesos de sus muertos. Tácito en los Anales, 3, recuerda que

Agripina hizo traer a Roma las cenizas de Germánico. Lo mismo se desprende de las

Tristias, de Ovidio, 3: /297

 

Ossa tamen facito parva referantur in urna;

Sic ego non etiam mortuus exul ero (89).

 

Plutarco en el Agesilao cuenta que los lacedemonios no estaban de acuerdo con

esta costumbre de los demás puebIos: Cum vero mos laconibus esset aliorum

quidem peregre moriendum cadavera illie funerata relinquere; Regum autem

referre. Spartani, qui aderant, cum mel ad manum non esset, cera licefacta,

cadaverique circumfusa Lacedaemonem Abduxerunt, (90).

Los abipones procuraban que en el mismo sepulcro descansaran los restos de los

padres con los de sus hijos, las esposas con sus maridos, los nietos con los abuelos

o antepasados; por eso trataban de que cada familia tuviera su sepulcro. Vetustate

sanctiora fieri sepulchra (91), dice Cicerón, en las Filípicas, 9. Como este pueblo

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ocupó en otro tiempo tierras ubicadas más al norte, en la costa sur del gran río

Iñaté, erigieron allí los monumentos a sus mayores y los veneraron como algo

divino.

Suelen agregar a los huesos de sus abuelos los despojos de los compatriotas que

ocultaron aquí y allá, en sus perpetuas peregrinaciones. Así sucede que los

desentierran, transportan y recorren inmensas distancias para por fin dejarlos

descansar en el atávico y silvestre mausoleo de su raza. Distinguen estos

monumentos no por epitafios, ya que desconocían las letras, sino por ciertas notas

grabadas en los árboles y otras señales heredadas de sus mayores.

Desde los más remotos tiempos hasta nuestros días fue grato a los más ilustres

varones establecer sepulturas gentilicias que los perpetuaran en el recuerdo de sus

descendientes y de la posteridad. Ya los romanos aconsejaron que los sepulcros

fuesen propios de una sola familia. La historia confirma /298 lo dicho en muchos

lugares. Abraham había comprado a Efrón Heteo una gruta en el campo junto a la

ciudad de Hebrón por cuarenta siclos en posesión, en donde fueron sepultados

primero su esposa Sara, después el mismo Abraham, Isaac, Rebeca y Lía, y por fin

Jacob; y que José, suplicó a su hijo, con humildes ruegos que hicieran lo mismo con

su cuerpo cuando muriera. Lee el libro del Génesis, Capítulo 47, 49, y 50. Me

pareció oportuno hacer estas referencias tanto de historias sagradas como

profanas, para que se vea cómo los abipones hicieron muchas de las cosas que

reseñé sobre sus sepulturas a ejemplo de los antiguos; pues, aunque tan bárbaros

en otros aspectos, evidenciaron en este asunto, en comparación con otros pueblos

más humanidad y piedad para con sus muertos.

Ciertamente resulta increíble la poca humanidad que hacia sus muertos

manifestaron varios pueblos del orbe. Escojo algunos ejemplos entre muchos. Los

hircanos alimentaban perros que destrozaban a los muertos. Este hecho lo refiere

Estrabón en el libro II.

Otros, como los masagetas, los derbices y los esedones, devoraban los

cadáveres mezclados con carne de animales. Algunos los colgaban de los árboles;

mientras que los etíopes los arrojaban al mar. Los persas separaban la carne de los

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huesos y los esparcían por el campo. Consideraban nefasto colocar urnas o arcas, o

sepultarlos en la tierra, pensaban que si las aves revoloteaban sobre la carne

humana abandonada, era porque esos hombres habían realizado malas acciones en

vida.

Ros brahmanes arrojaban los despojos de sus muertos a los buitres; los poenios

a los peces; los partos a las aves o a los perros; pero erigieron monumentos para

sus huesos.

Algunos etíopes, más humanos que éstos, usaron sepulturas de vidrio. Herodoto,

cuenta que los babilonios fueron más dulces, pues cubrieron con miel los cuerpos

sin vida de los suyos. Los magos enterraban los cadáveres envueltos en lienzos. Los

egipcios tenían la costumbre de conservar los /299 cuerpos de sus familiares,

encerrados en ataúdes en sus propias casas; para ello los untaban con áloe, cedro,

miel, sal, cera, betún y resinas preparadas con perfumes y ungüentos. Este es el

origen de las momias egipcias, como lo atestiguan Plinio, Pomponio Mela, Stobeo,

Silio Itálico y otros.

Me asombra la paciencia que empleé para reseñar las variedades de sepulturas

que encontrarás en todos los escritores de la antigüedad. Señalé estas cosas para

que no te rías de los ritos sepulcrales de los abipones, cuando comprendas que en

otros pueblos los hubo más ridículos.

Pero volvamos a América. Los indios del Brasil y los guaraníes, dos pueblos

numerosos de Paracuaria, que estuvieron muy vinculados tanto por su vecindad

como por la semejanza de lengua y de costumbres, no quisieron fatigarse cavando

hoyos para futuras sepulturas. Todos consideran suficiente que las carnes de los

suyos, sean alimento de los hambrientos antropófagos. Deseaban con tanta avidez

la carne humana, que despreciaban la de perdices, gamos, jabalíes, y cuantas

servían de comida. Por este motivo hacían recorridas con el solo fin de tomar

nuevos prisioneros.

La matanza de cautivos que ellos mismos cebaban en su tierra, era no sólo una

excusa, sino la parte principal del banquete público. Comían la carne y conservaban

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las huesos que, una vez convertidos en harina, servían de ingrediente para otras

comidas, nuevas delicias para el paladar de estos bárbaros.

Las madres comían con gran gusto los propios fetos que abortaban. ¿Quién

podría envidiarlas? Sin embargo conviene aclarar que con el correr del tiempo los

guaraníes, más humanos que sus antepasados, colocaron los cadáveres de los

suyos en cántaros fabricados con arcilla, donde descansaban como en el seno

materno. Encontré entre los bárbaros de Mbae-vera, – que vivían en las selvas –, en

un campo abierto al talarse los árboles, tres cántaros de este tipo; por el tamaño

que /300 tenían, en cada uno cabría un hombre; y, aunque vacíos, acaso habrían

sido preparados para tal fin. Estaban boca abajo. Pero no encontramos ningún

indicio de mortal, ni siquiera después de recorrer la selva en varias direcciones.

Pero pasemos del tema de los sepulcros al de las exequias y a los otros ritos que

siguen a la celebración del Funeral.

 

CAPÍTULO XXVIII

SOBRE EL LUTO, LAS EXEQUIAS Y LAS CEREMONIAS FUNEBRES DE LOS

ABIPONES

 

Los abipones realizan los ritos relativos al luto según las costumbres recibidas de

sus mayores; así, unas parecen estar destinadas a abolir la memoria de los

muertos, y otras a perpetuarla. Para este fin, se quema en una hoguera pública

cualquier utensilio que perteneciera al muerto. En la misma ceremonia mueren, a

excepción de los caballos todos los pequeños animales domésticos que aquél

tuviera en vida. Destruyen y arruinan totalmente las casas que habitó, construidas,

no sin esfuerzo con tierra y otros materiales.

La viuda, los hijos y los demás compañeros emigran en busca de nuevos

refugios. A menudo deben esconderse en alguna casa ajena, ya que carecen de una

propia, cuando no debajo de esteras. Sin embargo prefieren tolerar las inclemencias

del tiempo, que vivir en una casa cómoda aunque un tanto lúgubre por la muerte

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del jefe de familia. Pronunciar /301 el nombre del muerto es un verdadero crimen

entre los abipones; este hecho era multado a veces con golpes y graves heridas, y

el responsable debía pagar con su propia sangre. Recuerdo que algunas veces los

mismos borrachos iniciaban cruentísimas luchas y riñas. Cuando tenían que

mencionar a un difunto, decían: El varón que ya no existe: Joalè, eknàm Chiskaeca;

usando perífrasis de muchas palabras para no citar su nombre. Y si el nombre

derivaba de alguna palabra relacionada a un animal o cualquier otra cosa,

enseguida era suprimido por público pregón y sustituido por otro nuevo, inventado

por alguna vieja, tal como ya referí al tratar la lengua de los abipones. Así cada año

nacen nuevas voces de los nombres de los mismos indios muertos, como los hongos

en una sola noche. En los siete años que viví entre ellos el nombre del tigre cambió

tres veces; primero se decía Nibírenak, después Apañigebak, y por último

Lapriretrae, que significa manchado, de varios colores. Al español, lo llamaron

primero Kaamélk, y ahora Rikil. Al cocodrilo, antes Pècuè, y después Kaeperbak.

Era común que las ancianas sacerdotisas de estas ceremonias, cambiasen las

antiguas palabras por otras nuevas, que ellas imaginaban. Lo que admira es que

todo el pueblo acate el juicio de una vieja; sin que haya uno solo de los arrogantes

abipones, que no siga esta costumbre. Y también admira que los nombres con que

designan las cosas se divulguen con tanta rapidez llegando a los grupos más

distantes de este pueblo, y que se graben en el cerebro de cada uno, con tanta

firmeza, que las voces recibidas de un largo uso sean enseguida proscritas, sin que

falle la lengua ni la memoria.

Todos aquellos que estaban vinculados al individuo muerto por lazos de sangre o

amistad, se veían obligados a cambiar sus nombres por otros. En la nueva colonia

de San Carlos /302 y Rosario, murió atacada de viruelas la mujer del cacique. Este

que antes se llamaba Revachigi, después fue nombrado Oakari.

Imponían con miles de ceremonias nuevos nombres a cada uno de los hermanos

de la muerta, y hasta a un cautivo de su madre y de su hermano. La anciana madre

del cacique tenía un perro flaco, que ni siquiera merecía el aire que respiraba.

Hecho el cambio de nombres, pregunté a la viejecita cuál le había tocado a su

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perro; de modo que entendiera que nosotros desaprobábamos sus absurdos ritos,

ya que no podíamos impedirlos. Con frecuencia muchas familias cambiaban de

nombre por la muerte de una pequeña, hija.

Cuando fallece un cacique todos aquellos varones que eran sus súbditos, se

tonsuran la larga cabellera en señal de duelo. Esto yo mismo pude apreciarlo

cuando murieron los caciques Ychamenraikin, Debayakaikín y Alaykin, no

ciertamente en el mismo día, y lugar, pero sí por la misma causa, pues murieron

combatiendo en el campo de batalla.

Sus viudas fueron también tonsuradas, y se les ordenó llevar un paño tejido con

fibras de caraguatá, de color rojo y negro, que les cubría la cabeza a manera de

capucha, y que les caía desde los hombros hasta el pecho. Debían usar este tejido

el resto de su vida, y sólo podían liberarse del luto perpetuo contrayendo nuevas

nupcias.

Una vez tuve como huésped a un sacerdote franciscano; y las mujeres abiponas,

al ver su capucha, me preguntaban: ¿Acaso este español también lleva luto por su

esposa? Su cabeza tonsurada y su capucha les dio ocasión, a ellas de preguntar, y a

nosotros de reír. Cuando un abipón queda viudo, también se rasura el cabello y usa

una gorra tejida de lana, cuya trama semeja una red, para dar testimonio de su

duelo.

Los varones devuelven a la vieja maestra de ceremonias la gorra en cuanto les

crece el primer cabello. /303

Estos son los oficios y pruebas del luto entre los abipones. ¿Acaso alguien

medianamente versado en historia ignora que la mayoría de estas costumbres

fueron corrientes entre los romanos, los griegos o los hebreos? Ciertamente

Homero, Catulo y otros poetas han recordado que ellos se tonsuraban los cabellos,

y derramaban lágrimas sobre las tumbas.

Entre todos, escucha a Ovidio, en la epístola Canaces:

 

Non mihi te licuit lacrymis perfundere justis;

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In tua nec tonsas ferre sepulchra comas (92).

 

En el Anfitrión de Accio, se ve que las mujeres demostraban su luto llevando los

cabellos tonsurados y vestidos lúgubres: ¿Sed guaenam haec est mulier funesta

veste, tonsu lugubri? (93). También Virgilio habla sobre esto, en la Eneida, 9:

Evolat infelix, et foemineo ululatu

Scissa comas... (94).

Que las viudas cubrían en otro tiempo su cabeza, se desprende del luto de

Cornelia, mujer de Pompeyo. Sobre este tema nos habla Lucano en el libro 9:

Sic ubi facta, Caput ferali obnubit amictu,

Decrevitque pati tenebras... (95).

¿Acaso – pregunto –, la costumbre de que las viudas se cubran la cabeza con un

manto no está aceptada por el uso secular y persiste aún hoy? Llevaban con menor

molestia un manto en la cabeza que los cabellos tonsurados, ya que el primero les

servía de adorno. Stobeo en sus misceláneas afirma /304 que en las Indias la

infamia por escándalo era castigada con la tonsura. En las colonias guaraníticas la

tonsura de los cabellos es una especie de penitencia con que se castigaba a las

mujeres procaces y faltas de pudor, si no lograban corregirse por otros medios.

¡Cuántos datos relativos a este tema pueden encontrarse tanto en la Historia

Sagrada como en la profana! La abundancia de estos hechos obliga al silencio.

Veamos en último término lo que concierne a la terminación del duelo entre los

abipones, y hasta dónde llega la necesidad de lamentarse.

Para los antiguos fue un convite fúnebre. Los latinos lo llamaron: silecernio, y

Ciceron: compotatio; así lo atestigua Grenovio. Por esto, no quisieron, según la

costumbre de los antiguos, apartarse de ella ni un ápice. Contra su voluntad siguen

otros ritos referentes a los funerales.

Dejan a las mujeres el cuidado de llorar y enterrar el cadáver. Ellas buscan en la

selva la miel que será materia del convite, para el que todos llegan a la caída del

sol. Y mientras éstos se ocupan de beber y vociferar, las mujeres, en larga fila, se

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cansan lamentándose a coro. Como no se lleva nada de comida a este banquete, lo

llamaremos brindis, o con más exactitud "compotatio", según Cicerón. Después de

pasar la noche bebiendo y cuando ya no queda ni una gota de aquél néctar, una

profunda tristeza va impregnando el ambiente. Entonces se produce un nuevo

lamento de las mujeres, para expresar un dolor más sincero, mientras retiran a sus

maridos lívidos por los golpes o las heridas producidas por sus compañeros

mientras bebían. /305

La noticia de la muerte de algún abipón siempre produce en nosotros un

sentimiento de piedad hacia las mujeres, sobre las que recae, además de los

inconvenientes de las exequias, la preparación del funeral, del túmulo y el trabajo

de llevar a cabo las lamentaciones. En efecto, a ellas les corresponde, además de

las lamentaciones en compacto grupo y a una voz, inhumar el cadáver, tonsurar al

viudo o cubrir a la viuda, cambiar el nombre a los parientes del fallecido, celebrar el

banquete fúnebre y demoler la vivienda. Estas públicas lamentaciones que se

continúan durante nueve días, resultan fastidiosas y agotadoras. Son dos en total:

una, para las mujeres, que se realiza por las calles con la participación de todas,

exceptuando a las solteras; la otra, en la que son admitidas sólo algunas, que se

realiza de noche en una choza determinada. A esta última no asisten sino las

invitadas.

Si los poetas épicos invocan a Calíope cuando inician su canto, en mi caso sería

necesario pedir a Apeles el pincel y los colores para expresar debidamente la

imagen de este espectáculo fúnebre. Pienso que para presentarlo, resultaría

suficiente el Parnaso con todas sus Musas o el mismo Calepino con su verba, si no

contara con el auxilio de los caracteres musicales.

Habiendo permanecido durante horas en la plaza, antes y después del mediodía,

llegan las mujeres. Con los cabellos esparcidos por los hombros, con el pecho y la

espalda desnudos, llevan una piel o manto colgado de la cintura. El aspecto del

rostro y de los ojos inspira más que tristeza, terror. Vuelven el rostro salpicado de

estigmas a uno y otro lado. Mentalmente imagínate a las Ménades o furias estigias,

tal como las pintó la antigüedad. No pronunciaban sus lamentos en el mismo lugar:

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dando vueltas alrededor de la calle, como en el rito de las suplicantes, deambulan,

no de a dos sino de a una, /306 formando una larguísima fila. A veces, pueden

contarse hasta doscientas. Avanzan saltando como las ranas. Se acompañan con un

continuo movimiento de pies y brazos. Cada una lleva una calabaza llena de

semillas, que agitan y hacen sonar marcando el ritmo con la voz. Eso sin tener en

cuenta a las que llevan en lugar de la calabaza una olla cerrada con una membrana

de piel de gamo, como si fuera un timbal, y que golpean con un palillo redondo,

produciendo el estrépito más absurdo que podrías imaginar.

Cada uno de estos timbales corresponde a tres o cuatro calabazas, y es lo que

más atormenta los oídos en el vocerío de las lamentaciones. Inflexionan y modulan

la voz como canturreando, y la mezclan con sollozos entrecortados. Pero, ¿es que

alguien podría llamar a todo esto canto? Los lobos aúllan de manera más tolerable,

si no me engaño. Después de cantar las estrofas fúnebres de este modo, por

momentos todas enmudecen, y repentinamente emiten un silbido agudísimo, cuyo

tono disminuye paulatinamente hasta hacerlo casi imperceptible. Podrías pensar

que súbitamente les han clavado un puñal en el cuello. Este imprevisto gemido

significa que el furor las conmueve, y que imprecan al autor de la muerte que

lamentan, cualquiera que él fuere. A veces interrumpen el canto y alguien

chapurrea unos versos, en los que destaca las dotes y hazañas del muerto, e

intenta provocar con su quejumbrosa voz la conmiseración y deseo de venganza de

los presentes.

A menudo agregan otras lágrimas al llanto, no de dolor sino por costumbre,

arrancadas por la impaciencia, ya que preferían descansar en sus casas antes que

agotarse durante tantas horas con los golpes y vueltas repetidas, y clamar forzando

la garganta hasta la ronquera. La mayoría agita pequeños regalos o recuerdos del

muerto, como plumas de avestruz, cuentas de vidrio, un cuchillo o daga, o cualquier

otra cosa de este tipo. Algunas de sus parientas, mientras recorrían /307 las calles,

llevaban en las manos sus pantalones, (alguna vez, regalo del gobernador español);

esta prenda por lo general era arrebatada por algún perro, al que se acercaban

vociferando. Los abipones y una turba de niños y niñas consideran estos públicos

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lamentos, que los europeos no pueden mirar sin risa, como ceremonia religiosa, y la

reverencian en silencio. Sería nefasto burlarse de los lamentos femeninos, pues

mediante el llanto y ciertos estados emocionales manifiestan su dolor mientras

recorren las calles: y enlazan los días con las noches. Sería grato recordar también,

brevemente, el llanto nocturno.

Al atardecer se congregan en el tugurio destinado a los parientes, las mujeres

que hayan sido invitadas, a las que preside una vieja hechicera. Esta, dirige los

cantos y los demás ritos. Ella debe hacer sonar con golpes alternados dos timbales

de gran tamaño, y entonar con voz quejumbrosa un canto fúnebre, mientras las

demás la siguen con la misma entonación de voz. Este tipo de elegía estigia y el

crepitar de las calabazas asociado al ruido de los timbales, se prolonga a diario

hasta la aurora.

Este rito fúnebre dura sin variación ocho días. Por fin a la novena noche, si lloran

a alguna mujer, rompen con gran pompa una olla que haya sido de su uso. Se canta

no ya un lamento trágico como en las noches anteriores, sino tan festivo como una

oda, que la vieja timbalera interrumpe con voz profunda y amenazadora, con lo que

parece exhortar a sus compañeras de canto a la hilaridad y a una mayor contención

de voz.

Este canto te parecerá más claro que las notas musicales cuanto más

claramente sea explicado con palabras. En cuanto comienza a ponerse el sol ponen

término a estos lamentos que duran nueve días. Es admirable la tolerancia de las

mujeres para soportar tantas noches de insomnio. /308

Pero es mayor la de los varones que, pese a que el aire retumba con esas

desordenadas voces junto al ensordecedor ruido de timbales y calabazas, duermen

tranquilamente roncando, como las palomas que viven en las torres, que no se

asustan por más que repiquen las campanas. Así también los abipones,

acostumbrados desde niños al llanto de las mujeres, hacen oídos sordos a estos

estrépitos nocturnos. A mí me resultaba más fácil tomar el sueño entre el croar de

las ranas a orillas de alguna laguna, que entre los lamentos de las mujeres. Por eso

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digo que aquel absurdo ruido de tambores me torturó sin ninguna consideración los

oídos.

Las ceremonias fúnebres no finalizan con estos ritos. En los aniversarios honran

a los manes de sus antepasados con el mismo estrépito y aparato. El recuerdo de la

madre muerta se apodera de la mente de una mujer; y sin demora, con la ayuda de

algunas mujeres a las que llama para que se le unan al duelo, con los cabellos

sueltos recorren la calle, llenando el aire con sus lamentos. Este espectáculo es casi

diario. Durante varias noches oirás aquí y allí, en los tugurios, a estas plañideras.

Esta llora a su marido, aquélla a su hijo, la otra a su padre o su madre muertos. Se

quedan inmóviles, y haciendo convergir el cuerpo hacia el lugar donde él fue

enterrado, hacen sonar la calabaza siempre llorando. Es increíble la facilidad y

predisposición que tienen para llorar.

Séneca en el capítulo 15 de la Consolaciones de Albina, escribe: Sexui muliebri

pene consessum est, imo datum in lachrymas jus, non immensum tamen, et ideo

Majores decem mensium spatium viros lugendi dederunt (96). Las mujeres

abiponas, de acuerdo a la ley de los romanos, no soportan limitar su duelo.

Permanecen de luto mientras viven. Lloran cuanto y cuando quieren. A las mujeres

les resulta más fácil llorar que callar. De ahí que sean tan raras las noches

silenciosas. /309 Sin embargo al día siguiente siempre es más intenso el vocerío de

las plañideras. Sabemos cómo cuando uno bosteza, los presentes comienzan a

bostezar. Del mismo modo, cuando una comienza a lamentarse por la muerte de

alguno de los suyos, otra la acompaña; así, ésta mueve a una tercera y ésta a una

cuarta. De manera que hacia la aurora es mayor el número de las que se lamentan

que las que duermen.

En aquellas ciudades en que mayor es el número de viudas hay más plañideras.

Lo de Virgilio en la Eneida, Libro 4, es cierto cuando se refiere a la muerte de algún

abipón:

Lamentis gemituque, et foemineo ululatu

Tecta fremunt, resonat magis plangoribus

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Aether (97).

De ningún modo permanecen ociosos los varones. Dan testimonio del luto que

las mujeres demuestran con lágrimas y vocerío derramando la sangre de sus

enemigos, y a menudo la propia. Uno de ellos, pariente cercano del muerto, reúne

sin demora a otros compañeros y los guía contra los enemigos que han dado

muerte a su familiar. El debe realizar el primer ataque contra los contrarios, y no se

reúne con los suyos hasta haber vengado cruelmente la muerte de su pariente.

Aunque no siempre los hechos responden a sus deseos, y éstos bárbaros vuelven

sin gloria y sin haberse vengado de sus enemigos. /310

 

CAPÍTULO XXIX

SOBRE SOLEMNE TRASLADO DE LOS HUESOS

 

Quedan aún por decir unas pocas palabras sobre las ceremonias con que Los

abipones acostumbran a trasladar los huesos de sus muertos, desde el extranjero

hasta el suelo patrio, y sobre las sepulturas de sus familiares.

He visto algunas de estas ceremonias y me han causado risa. Referiré

brevemente la mas conocida, del cacique Ychamenraikin, muerto en combate, por

los bárbaros. El lugar de la acción distaba fácilmente unas cuarenta leguas de a

fundación de San Jerónimo.

Supimos por un mensajero que nuestro cacique había sido muerto por una

flecha, luego de haber destruido al enemigo.

Acongojados por la pena que nos produjo la desaparición de nuestro querido

Ychamenraikin, no nos regocijamos por la brillante victoria obtenida. Nadie entonó

cantos de victoria; todos los espíritus se disolvían en duelo, lágrimas y lamentos. Al

instante, las mujeres comenzaron durante días y noches con sus profundos y

sinceros llantos, pues ellas siempre admiraban a este cacique.

Al atardecer del día siguiente al que murió el cacique llegó un jinete anunciando

que sus huesos debían ser conducidos a la fundación. Estos despojos de la carne

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que sus compañeros habían enterrado en un lugar del combate fueron trasladados

en un caballo, después de haberlos encerrado en un saco de cuero. /311

Para recibirlos, el príncipe de los hechiceros, Hanetrain, y su compañero

Lamanin, hicieron una serie de preparativos; eligieron y dispusieron la casa donde

se colocarían los tristes despojos.

Toda una cohorte de mujeres se dieron prisa para asistir a los funerales, hasta de

tres leguas a la redonda. Este fue el orden de la pompa fúnebre cuando entraron

con los restos a la ciudad: precedía la comitiva una doble fila de hechiceros,

sublimes con sus adornos de tapices y plumas de avestruz y con sus caballos

resoplando. Agitaban en la mano una lanza a la que habían fijado un cascabel de

cobre, para llamar la atención de los presentes cuando dieran vuelta.

No se mezclaban con los demás y no avanzaban a paso lento. Solían separarse

de la turba restante con marcha acelerada, como si estuvieran a punto de combatir,

recorriendo el lugar de un extremo al otro, o volviendo al camino con la comitiva.

Los seguía la comitiva de las mujeres lloronas, de acuerdo a la costumbre que ya

describí, y que era digna de observar por el número y el orden conque se

desplazaban, aunque resultaba intolerable a los oídos.

Tanto crepitar de calabazas, ruidos de timbales de varias clases, tanto

desacuerdo y voces desordenadas, parecían cansar al mismo cielo. Corrían con

tanta fuerza sus lágrimas, que podría pensarse que no sólo se realizaban las

exequias de su caro jefe, sino que regaban y alfombraban el camino de sus

despojos.

Seis abipones llevaban un elegante manto cuadrangular pintado como un tapiz,

atado a otras tantas lanzas, como si fuera una sombrilla, debajo de la que los

varones conducían el fúnebre saco de los huesos. Cerraba la marcha una columna

formada por los demás abipones ecuestres a los que ovacionaban por la victoria

obtenida, pero que regresaban tristes por la ausencia de su jefe.

Cada uno iba en su caballo llevando lanza, arco y carcaj. Todos tenían

tonsurados los cabellos en señal de duelo. Aquí y allí, a espaldas de los vencedores,

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se observaban grupos de niños, niñas o mujeres, montados en caballos. Estos,

habían /312 sido capturados en guerra reciente por indios enemigos, torturados, o

puestos en fuga. De modo que el espectáculo resultaría una especie no de funeral

sino de triunfo. En los flancos del camino se veía gran número de caballos pastando,

que nadie utilizaba.

Niños de ambos sexos llenaban todos los caminos sin prestar mayor atención a

los lamentos impresionados por la novedad del espectáculo.

Después de depositar durante nueve días los huesos en la casa preparada,

consideran que han recibido suficientes honores.

Era costumbre agregar a los llantos diurnos otros nocturnos. Y para que los

lamentos no cesen en ningún momento, los hechiceros instigaban a cada una de las

mujeres, llevando una lanza con un cascabel que hacían resonar, y recorrían todas

las casas, para que cada una supiera a qué hora le correspondía lamentarse. A

veces, esta especie de banquete fúnebre en honor del cacique muerto era de tal

magnitud, que resultaba una ocasión única y muy a propósito para que los varones

olvidaran su tristeza. Y en verdad, porque se ha establecido que cuando más liberal

sea la bebida de los varones, tanto más pertinaz debe ser el llanto de las mujeres.

Finalizadas las ceremonias en el lugar establecido según la costumbre, fueron

elegidas las personas de uno y otro sexo que debían acompañar los restos del

cacique en un camino de varios días hasta el sepulcro familiar de Ychamenraikin, e

inhumarlo según las costumbres de su patria.

Pero no olvides lector que estas ceremonias fueron realizadas por los bárbaros

antes de abrazar la religión cristiana.

Celebraban a su manera otras traslaciones de huesos, que consideraban que

debían tributar a sus jefes aunque suprimieran la sombrilla.

En un día transportaron los restos de siete abipones muertos por los españoles.

Para ello fingieron hábilmente que traían otros tantos hombres, vistiendo a los

esqueletos y colocando en cada una de las calaveras un sombrero. Levantaron un

tugurio más amplio con cañas en la punta para cada una, en los que colocaron los

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siete esqueletos. Los honraron durante nueve /313 días seguidos con lamentos y

bebidas, para trasladarlos luego a sus tumbas.

Algún europeo podría recordarme lo que Diógenes decía, sin preocuparse por su

sepultura, y Virgilio repite: Facilis factura sepuchri (98); o aquello otro, también del

mismo: Coelo tegitur, qui non habet urnam (99). Pero los americanos sienten de

otra manera.

Consideran como infelicidad el hecho de dejar pudrir los cadáveres a la

intemperie.

Ardiendo en deseos de venganza, abandonan los cadáveres de sus enemigos, y

con sus tibias se confeccionan frecuentemente báculos o flautas militares, y usan

las calaveras como vasos. Entierran, en cambio, los huesos de sus amigos con

tantos honores como pueden hacerlo, y con ceremonias de increíbles

significaciones.

Supimos que entre los bárbaros los guaraníes habían puesto sus esperanzas en

los despojos de sus hechiceros (Abapayé), que custodiaban con arcos cada vez que

debían emigrar, como si fueran ayuda divina.

Estas son las bárbaras supersticiones y obstáculos que se oponían al desarrollo

de la santa religión. Sin embargo, por el trabajo de nuestros misioneros, desecharon

todas sus observancias; trasladados de las selvas a nuestras colonias, aprendieron

a no recelar de la religión romana, cuando vieron que nosotros enterrábamos a los

suyos con grandes honores y solemnes cantos.

Afirmo esto por la experiencia de los once años que viví instruyendo a este

pueblo. El más anciano de los indígenas que me acompañaba a las selvas de

Mbaeberá confirmó /314 mi opinión. Este, para convencer al cacique que los

habitantes de la selva debían abrazar la religión en nuestra colonia, le había dicho:

"Hermano mío, estos sacerdotes se preocupan por nuestras cosas con la mayor

solicitud; nos tratan con increíble benevolencia, y nos colman de cotidianos

beneficios. ¡Ah! Nos instruyen mientras vivimos, nos alimentan y nos visten.

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Entierran a los muertos envueltos en una blanca tela, y lo más maravilloso es que

cantan himnos en nuestras tumbas".

Entre los principales argumentos de nuestro amor por los indios enumeró

sabiamente las exequias, ya que no ignoraba la importancia que estos naturales le

daban.

Después de haber hablado prolijamente sobre las enfermedades, los médicos,

las medicinas, los muertos y las sepulturas de los abipones, acaso podrá juzgarse

ajeno al curso de mi historia el hecho de traer la referencia de las serpientes y

animales nocivos que provocan la muerte de muchos.

Será grato para los europeos conocer los recursos con que los americanos se

defienden contra las serpientes, o cómo una vez mordidos curan y quitan el veneno

que ha sido inyectado hasta las fibras más íntimas. /315

 

CAPÍTULO XXX

SOBRE LAS SERPIENTES MAS CONOCIDAS

 

No esperes que haga una descripción sopesada y minuciosa de las serpientes.

Cuando viví en América me preocupé más por huir de ellas que por

contemplarlas o enumerarlas. Sin embargo consignaré ciertos detalles al respecto;

pues me he propuesto escribir una historia no sobre las serpientes, sino de los

abipones.

Si deseas conocer más datos acerca de este tema, consulta al celebérrimo

Linneo, a Pisón o a Marcgravio, que los trataron con todo detalle. Aunque no me

atrevería a prometértelo, en mi encontraras algunas particularidades que ninguno

de éstos trató. Muchos escribieron sobre el género de las serpientes; pero, sin

embargo nunca vieron una, salvo en figuras. Nosotros, que vivimos la mayor parte

de nuestros años en América, no sólo conocimos todo tipo de víboras, sino también

las tuvimos bajo el mismo techo como compañeras indeseables y traidoras.

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Paracuaria cuenta con unas veinte especies de serpientes que difieren en el

nombre, color, forma y tamaño. Y el vecino Brasil, más. El lexicón guaraní les dedica

dos hojas, si mal no recuerdo, y se explaya en sus características. Las más

conocidas por el pueblo son: Mboytiñi o Mboychini, Quiririo, Yacaninà, Mboyhobì,

Mboyquatia, Mboypè guazù o cucurucù, /316 Mboypè miri, Yboyà, Tareymboyà,

Mboyguazù o Yboyà, Mboyroy, Curiyù, Ybibobocà, Yacapecoayà, Yararacà,

Cacaboyà, etc. Recordaría a las demás, pero, ¿para qué? Tal vez sólo para cansar tu

voz pronunciando palabras bárbaras guaraníes y brasileras, que significan el color y

las singulares propiedades de cada una de las serpientes.

Los guaraníes llamaban en forma genérica, a las serpientes: Mboy; los abipones:

Enenaik; los españoles: víboras y los portugueses: cobra. Los latinos usan distintas

palabras, según las variedades de las mismas; pero corresponde a los gramáticos y

a los físicos saber cuál de ellas debe ser llamada anguis, o seps, o cenchris, o

coluber, o aspid, etc. Como las serpientes americanas son desconocidas en Europa,

apenas nos hemos preocupado por ver con qué nombre latino se las debería

designar.

En primer lugar recordaremos una de las variedades que se distingue de las

demás porque lleva en la cola un apéndice, a manera de campanilla. Los españoles

la llaman víbora de cascabel o tenedor; los franceses: serpent au Chaperon o

serpent a sonettes; los alemanes: die Klapperschlange; los guaraníes: Mboychiñi;

los brasileros: Mboyçiningà; los indios mejicanos: Teuhtlacocauhqui, señora de las

serpientes.

Chossin, autor de un léxico francés, la llama sepedon, voz extraña para los

autores latinos, de quienes aun parece que todavía espera un nombre. Yo preferiría

tomar el nombre del griego, y llamarla crotali, o crotalophori, nombre derivado de la

palabra Κιόραλον que significa matraca. Este reptil, terrible por su aspecto y por el

sonido, tiene el grueso de un brazo de hombre cuando está echada y una longitud

de cinco pies. La lengua partida en dos, la cabeza aplastada, ojos /317 pequeños y

obscuros. En la mandíbula superior lleva cuatro dientes – además de los otros –,

más agudos, por los que arroja el veneno, pues son huecos. Muestra al que se le

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cruza los dientes menores, abriendo la boca. El color del dorso, que resalta mucho a

los costados, es de un amarillo obscuro, con rayas más intensas en la espina dorsal

en forma de cruces. Su piel, semejante a la del cocodrilo, pero más blanda da

miedo. El vientre es amarillo, con escamas un poco más grandes y casi cuadradas.

En el extremo de la cola lleva ese cascabel del que ha recibido el nombre; es liso,

duro, de color ceniza, grande como el pulgar de un hombre.

Tiene a uno y otro lado una celdilla dividida por una membrana, a modo de

pared, donde hay una especie de bolita no del todo redonda, y que al agitarse por

cualquier movimiento de la serpiente, produce un sonido quebrado, semejante al de

las matracas de madera con que juegan los niños.

Cada año crecen estos nudos que forman el cascabel, que no son otra cosa que

las vértebras, como los anillos de una cadena, igual que sucede con los cuernos de

los ciervos. Puede saberse la edad de la serpiente contando estos anillos, del mismo

modo que la del ciervo, por las ramificaciones de su cornamenta. Es por eso que la

más viejas suenan más, porque es mayor el número de nódulos que posee. Un

abipón mató en el mismo día dos víboras de esta clase, y me mostró los cascabeles

de ambas: una era de cuatro años y la otra de doce.

Cuando esta serpiente es irritada, iniciando el ataque, se desplaza tan

rápidamente que casi parece volar. El sapientísimo Autor del universo, puso este

cascabel que suena en su cola a modo de monitor, para que uno pueda oírlo y

cuidarse, pues su veneno es más atroz que los demás y puede considerarse en

verdad mortífero. Hemos comprobado que los remedios que sirven para la

mordedura de algún otro tipo de /318 víbora no son eficaces, en absoluto, para

aquéllos que han sufrido la de un ejemplar de esta especie. A éstos les espera una

muerte cierta, aunque lenta.

Paulatinamente les ataca por todas las articulaciones el letal veneno. A partir del

lugar en que la víbora los mordió, van perdiendo todas sus facultades, en los pies,

brazos, oídos, ojos, y enseguida les sobreviene un intenso escozor en los sentidos,

un continuo delirio y un acerbísimo dolor, sobre todo en las extremidades de los

pies y manos, pues se ven privadas de

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Ofidio americano.  (Pulsar sobre el ícono para obtener la

imagen).

 

la sangre, por el veneno que les produce un tremendo frío y una palidez propia

de los cadáveres.

Yo mismo he observado todas estas reacciones en dos adolescentes guaraníes

mordidos por la víbora de cascabel. Ninguno de los dos llegaba a los veinte años, y

ambos eran robustos y sanos. El primero sobrevivió doce días y el segundo catorce,

ante mi expectativa y dolor, soportando una serie de sufrimientos; hasta que

finalmente murieron por el poder del veneno que rechazó las virtudes de medicinas

experimentadas por el largo uso. Entonces comprendí que si alguien era mordido

por esta mortal serpiente, previniendo el inminente delirio, debía prepararlo para

morir administrándole los sacramentos.

Otra de estas víboras también consumió a una india que estaba en la flor de su

edad. Ante el asombro de todos no murió; pero atacada en todos sus miembros,

vivió durante muchos años una existencia más cruel que la propia muerte.

Para confirmar la atrocidad del veneno que inyecta esta mortal serpiente,

parecería ser de gran eficacia una carta escrita en la ciudad de Virginia el 28 de

setiembre de 1769, y editada en Viena el 6 de enero de 1770, para las efemérides

germanas. Este es su resumen: en Carolina del Norte /319 irrumpió una media

noche una serpiente mortal, anunciándonos con su ruido característico, en una casa

en que dormían en el suelo el padre con sus cuatro hijos. Primero hirió con su

venenoso diente a la más pequeña y el padre acudió para curarla; la serpiente lo

mordió también a él en forma semejante. Y mientras buscaba un instrumento con

que matar a la mortífera bestia, ésta hizo lo propio con los otros tres niños. Con

gran rapidez y diligencia el hombre buscó algún remedio que tenía a mano, y se

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puso a succionar, pero sin ningún resultado. Al día siguiente murieron el padre con

sus cuatro hijitos. No tanto admiro que todos hayan muerto, cuanto que no hayan

vivido más días, como sucede en estos casos en Paracuaria.

Pero si las provincias varían en el clima y la modalidad, también varían los

colores de las serpientes y su ponzoña. ¿Acaso me compadeceré de que estos

tiernos niños hayan muerto tan rápidamente por la intensidad del veneno y del

dolor? Pienso que su padre falleció no sólo envenenado por el reptil, sino también

por la increíble pena de ver heridos mortalmente a sus hijitos; o si prefieres decir;

irritado contra la serpiente, porque a tal punto apresuró la muerte de los

desdichados.

Oye lo que el holandés Guillermo Piso opina sobre esta víbora. El fue enviado por

sus compatriotas para que investigara la naturaleza del Brasil. Dice: Articulus, seu

extremitas caudae (son sus palabras) in anum hominis immissa mortem infert

cofestim; Venenus autem, quod ore, vel dentibus infert, multo lentius vitam tollit

(100).

Esta es la última aseveración a mis experiencias en Paracuaria; la primera me

fue dada por la razón y la naturaleza, pues el veneno introducido en las entrañas se

apresura a atacar y a oprimir el corazón, sede de la vida, como si fuera un camino

real.

Preguntarás. ¿No habrá ningún remedio eficaz para combatir a este funesto

veneno? Quizás exista alguno desconocido /320 para los paracuarios y que la

sagacidad del ingenio humano aun no lo ha descubierto. No desconozco que en

algunos libelos se difunden ciertas medicinas que se jactan de ser algo milagroso;

pero cuantos las usaron tuvieron la experiencia de que les habían entregado sólo

palabras.

Es tan cierta la opinión que sobre los enfermos ha dejado el celebérrimo

Sydenhamio: Infirmi curantur in libris, moriuntur in lectis (101); también cabría esta

expresión para aquéllos que son atacados por esta víbora mortal.

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Para curarlos los brasileros aplican unas ventosas, con las que se reduce y se

seca la herida; a veces ligan el miembro lesionado por los dientes de la víbora con

un junco, para que el veneno no corra a otras partes del cuerpo; otras aplican un

cauterio a la parte dañada, y antes que la intoxicación llegue al corazón se obliga al

enfermo a tomar una bebida de tapioca, para que transpire. Para algunos indios

resulta como un áncora de salvación aplicar a la herida la cabeza de la serpiente

venenosa machacada, a la que le agregan la saliva de un hombre en ayunas; y

aplican este remedio frotando suavemente sobre la parte herida.

Se ha escrito que Galeno, Plinio, Scalige y otros han atribuido una virtud poco

común a la saliva aplicada de este modo contra las mordeduras venenosas. Yo, en

verdad, golpeado por esta ponzoñosísima serpiente, detendría la muerte con todos

estos remedios, o con uno; no me atrevería a afirmarlo, pero sí a dudar de ello.

Medicinas muy probadas que en Paracuaria fueron eficaces contra las mordeduras

de algunas serpientes, siempre resultaron inútiles cuando se las empleó con los

heridos por la víbora cascabel. Digan y escriban otros lo que quieran; yo confirmo

con mi experiencia lo que Jorge Marcgravio, que vivió un tiempo en Brasil, escribe

en su historia de las cosas naturales: Serpens est (se refiere a ésta) apprime

venenatus, nec antidotum cognitum contra illud virus (102). Pero cuanto tienen de

letal los dientes de esta serpiente no bien muerde, se vuelven provechosos cuando

se los aplica en otro lugar. Los mejicanos se punzan con estos /321 dientes el cuello

y la nuca, para aliviar los dolores de cabeza. Consideran útil untar con la grasa de

este animal los riñones y otras partes del cuerpo afligidas por algún mal, o tumor.

También se dice que la cabeza atada al cuello del enfermo modera los dolores de la

garganta. No discuto. Pero este tipo de medicina nos fue ajeno en Paracuaria.

Una que merece un lugar destacado por su gran ponzoña, es una víbora de unos

doce o quince pies de largo, de cuerpo grande, de color obscuro con manchitas

semejantes a la ceniza, que se hacen más intensas en el vientre y que lleva un

veneno que la hace temible por su mordedura. Los brasileros la llaman Cucurucù, y

los guaraníes Mboypè guazù. Por sus efectos, deduzco que es la misma que Plinio

llamó Haemorrhoam y otros Haemorrhoida. Esta es más común que otras

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serpientes allí, por el color y el clima húmedo. El veneno que inyecta con su

mordedura en los miembros del cuerpo, sube por las venas y hace circular con

fuerza la sangre, provocando una inmediata hemorragia por la boca, los oídos, los

ojos y las extremidades de los dedos; en una palabra, por todas las partes y poros

del organismo.

Esto lo recuerda, entre otros escritores dignos de fe, nuestro Padre Patricio

Fernández en su historia de los chiquitos entre quienes vivió muchos años; y

sostiene que la serpiente es más mortífera cuanto mayor es la cantidad de veneno

que fluye con la sangre.

Yo – mira mi candidez al escribirlo – nunca encontré una de éstas ni a nadie

mordido por ella, aunque no me fueron poco frecuentes otras semejantes en Brasil,

donde los indios aplican a la herida la cabeza de esta víbora a modo de cataplasma.

Con el mismo fin usan hojas de tabaco quemadas, a modo de cauterios. Emplean

también raíces de Caapia, jurepeba, urucù, malvisco o jaborandy, para provocar el

sudor. /322 Se dice que los bárbaros del Brasil comen la carne de estos reptiles –

después de haber cortado la cabeza en donde reside la mayor cantidad de veneno –

preparada convenientemente.

En Paracuaria además de la Mboypè guazu suele encontrarse la Mboypè mirí,

que apenas sobrepasa el grueso de esta pluma con la que escribo. Aunque de

menor tamaño, es sin embargo más ponzoñosa que la otra más grande. Una de

éstas me acechó una vez, pero logré degollarla sin tener a mano más arma que un

cuchillo, pese al peligro que eso me reportaba; le reacondicioné la cabeza y la tuve

como trofeo.

La yacaninà, debe considerarse entre las serpientes más grandes y más

peligrosas. Tiene el grosor de dos y a veces de tres antebrazos humanos. Se

levanta apoyándose en las últimas vértebras de la cola y salta para alcanzar lo que

desea, como si volara. Atemoriza a los más valientes, y como la Quiririô, de su

mismo aspecto, de gran tamaño y muy vistosa, causa terror por su veneno tan

potente.

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La mano con la que escribo despedazó a dos de esta clase la primera en la

huerta de nuestra casa, y la segunda en mi dormitorio. La Mboy hobí, de un verde

obscuro con manchas negras, se la encuentra por doquier en los campos: es muy

grande, tanto en el largo como en el grosor de su cuerpo; y posee un veneno

sumamente activo.

La Mboy quatia, por el contrario, se encuentra entre las paredes de la casa.

Recibe su nombre de la hermosa variedad de colores que posee en su piel; es

menor en tamaño, pero tan atroz como la anterior por su veneno. En los ríos y

lagunas era frecuente encontrar las serpientes acuáticas, de variado tamaño y

forma monstruosa, que aunque se considera que no son ponzoñosas, sin embargo

provocan inquietud en aquellos que nadan. Cuando agarran algo con los dientes no

lo sueltan. Oprimen y matan a los animales abrazándolos con su cuerpo. /323 Entre

otras está la Mboyroy, que busca la sombra durante la estación invernal. Otra es la

Curiyù, de unos ocho o nueve brazos de largo y cuyo grosor responde a su longitud;

los indios hacen con ellas espléndidos banquetes.

Pero entre todas la más digna de mención es una de gran tamaño pero inocente,

a la que no debe temerse. Los españoles paracuarios la llaman: Ampalagua (que

creo en lengua peruana o quichua); los guaraníes: Mboyguazù o gran serpiente; los

brasileros: Yboyà, y los abipones: Achikelral; los portugueses la denominan cobra de

venado o serpiente de las ciervas. Es más gruesa que el tórax de un hombre, y es la

mas larga de todas las víboras acuáticas; por su color ramificado y variado semeja

el tronco de un árbol.

Una vez que hacía un camino por el territorio de Santiago, el caballo que

montaba repentinamente dio un salto atrás atemorizado al llegar a una cueva en la

costa del río Dulce, no lejos de la ciudad de Soconcho ¿Cuál había sido la causa del

terror? Se lo pregunté a un muchacho español que me acompañaba y me

respondió: "¿Acaso, no ves, Padre a esa serpiente ampalagua echada en la orilla?"

La vi, ciertamente, pero creía que se trataba de un tronco de un árbol. El temor del

caballo se me pasó a mí al contemplar los ojos brillantes del inmenso reptil; los

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pequeños pero agudísimos dientes; la horrible cabeza y las escamas de variados

colores.

Muchos años después evité a dos de estas serpientes en el Timbó, en la orilla de

un lago. Suelen vivir bajo las aguas y con frecuencia salen a la costa, cuando no

suben a veces a los árboles.

Nunca han atacado a ningún ser humano, y es cierto que carecen de veneno. Sin

embargo todos los españoles afirman a una voz que las ampalaguas apetecen de

conejos, cabras y otros animalitos a los que atraen con su aliento y tragan /324

enteros sin masticarlos. Por este motivo, los portugueses la llaman cobra de Venado

o víbora de las ciervas. Pensarás que es necesaria una gran credulidad para creer lo

que digo, tanta como lo es la garganta de esta víbora para tragarse un ciervo. Pero

no me atrevería a poner en duda algo que autores idóneos y testigos oculares

afirman.

Omitiré a otros, pero recordaré lo que Marcgravio, antiguo habitante del Brasil y

experimentado investigador, afirma: Serpens hic (Ampalagua) vocatur a

Brasiliensibus Mboy Guazù, id est, magnus; Nam vidi, qui integram capream

deglutiverat (103). Todos los españoles y los indios paracuarios, a una, aceptan su

testimonio. /325

 

CAPÍTULO XXXI

MAS COSAS SOBRE EL MISMO TEMA Y ACERCA DE OTROS INSECTOS

 

Si consideras exagerado o fabuloso el tamaño de la serpiente llamada

ampalagua, investiga en aquellos autores que escribieron sobre ella cosas más

increíbles. Lee la primera página del libro primero de Aldrovando sobre las

serpientes, y considera atentamente sus palabras: In tertia parte historiae Indiae

Lusitanicae, (supongo que es el tratado sobre el Brasil), legitur, quod ibi non longe a

mari vasti reperiantur serpentes, fere semper in fluminibus degentes, quorum

magnitudo a cibo arguenda est, quandoquidem cervos integros devorare dicuntur

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(104). Nuestro español Eusebio Nieremberg, está de acuerdo con el historiador

portugués en su Historia de la Naturaleza, libro 12, capítulo 17, donde habla de una

serpiente asombrosa, la Canauhcoatl de los mejicanos, que pienso por lo que dice,

que es la misma ampalagua nuestra. Sobre este tema resulta conveniente

considerar sus propias palabras: Hominis aequat crassitudinem (105), dice, y lo

afirma explicándolo ampliamente. Habita las grutas o peñascos (quizás donde no

hay aguadas o lagunas), y mata a los animales que se le acercan, atrayéndolos con

su aliento. Sucede a veces que los indios que pasan caminando por allí, se sientan

sobre ella, confundiéndola con un tronco (tal es su tamaño); y no se dan cuenta de

que se han sentado en tan inestable y terrorífica silla, hasta que se levantan

asustadísimos al notar que es una serpiente, que también huye.

Sin embargo se dice que es inofensiva, y que su mordedura no es perjudicial.

Cierta vez hallaron una culebra tan /326 grande, que llegaron a sentarse sobre ella

ocho o diez soldados, pensando que se trataba del tronco de un árbol. Los

españoles las llaman culebras bobas. Acechan a los ciervos, ocultas entre las

frondas cercanas al camino por donde éstos acostumbran a pasar. Cuando se les

acerca un ciervo, lo atraen con la fuerza de su aliento, como si fuera la fuerza de un

imán; ya que el ciervo es incapaz de evadir la ávida boca de la serpiente (Carecen

de este poder sobre el hombre). Envuelven al animal hasta matarlo, y entonces lo

lamen repetidas veces, preparándolo con la saliva, a fin de tragarlo con mayor

facilidad, sin sentir la aspereza de los pelos.

Poco a poco lo van tragando, desde los pies hasta la cabeza, y como no pueden

tragar a causa de la cornamenta, la dejan en la boca hasta que ésta se pudre. A

veces, cuando se desplazan, deben hacerlo con la boca abierta, vengándose de

esta forma el cérvido.

Este tipo de caza, que para otros animales sería un acto de gran cobardía,

agrada por naturaleza a estas tontas serpientes. Aquella sentencia que dice: anguis

est Spiritus (106), lo afirma literalmente Nieremberg, quien que yo sepa, nunca vio

América, pero que sostuvo como válidos los datos que recogieron de las historias

americanas. En este párrafo existen numerosas referencias y cosas que podrían

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parecer dudosas e increíbles a aquéllos que suelen considerar los asuntos del

Nuevo Mundo, a la manera de los europeos, sin haber logrado nada por propio

conocimiento; y que anuncian con ligereza lo que supera la fe y las fuerzas de la

naturaleza.

Aunque observamos a diario muchas cosas tanto de los elementos de la

naturaleza como de las hormigas, abejas, elefantes y otros animales que no

conocemos bastante, sin embargo, por natural inclinación, decimos que los hechos

están más allá de lo prodigioso; y que la serpiente ampalagua se asemeja tanto por

su tamaño como por el color de su cuerpo a un inmenso tronco, yo nunca lo pude

comprobar.

Los ciervos y otros animalillos se sienten atraídos /327 por el aliento de la

serpiente, para luego ser devorados por estos reptiles; de tal modo que aunque no

lo hubiera observado, lo mismo daría fe a quienes lo afirman, como si lo hubiera

visto con mis propios ojos. Porque si en Méjico estas víboras se tragan a los ciervos

enteros, me parece que en esta zona los reptiles alcanzarán un tamaño mayor, ya

que el clima es más cálido. Algo parecido ocurre con el tamaño de los ciervos, pues

los que viven en tierras más frías serán de menor tamaño que los que viven en

regiones templadas.

Debo confesar que, no me resultó fatigoso investigar cómo la ampalagua se

traga a los ciervos. Gustosamente abandono esta preocupación acerca de tan

monstruosa serpiente. Nunca entablaré pleito a quien desee considerar e investigar

este tema hasta el final.

Todas estas cosas relatadas hasta aquí excederían lo creíble si tan sólo fueran

ciertas las que se han escrito sobre las proporciones portentosas de las serpientes.

Aristóteles hace mención a unas enormes serpientes de Africa que no vacilaban en

devorar a los navegantes que se dirigían a los trirremes. Refiere que allí se vieron

los huesos de unos toros devorados por estos reptiles; esto es confirmado por

muchos estudiosos, según el testimonio de Plinio en el libro 8, capítulo 14, en la

Primera Guerra Púnica: siendo cónsul de los romanos Atilio Régulo, junto al río

Meyerda en la costa de Africa, los soldados atacaron con diversos proyectiles, como

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si se tratara de una fortaleza, a una víbora que presentaba más de ciento veinte

pies de largo, tal como lo narra Gelio.

Historiadores dignos de creer refieren que en las Indias orientales, para derribar

a inmensas culebras, salía un jefe con su tropa, se enviaban guardias situándolos

en diversos puntos de vigilancia; en tanto que otro grupo lo hacía a pie o a caballo,

para tender trampas a estos reptiles.

Pausanias recuerda a una serpiente de treinta codos. Si prestas crédito a

Estrabón, podrás enterarte que Poro, /328 rey de la India, regaló a César Augusto

una serpiente de diez codos. Claudio Clusio, describe entre sus cosas eróticas una

piel de serpiente de nueve pies; y Aldrovando sostenía que en cierta oportunidad

había observado junto con el gran Duque de Etruria, otra casi de la misma longitud.

Eliano escribe, y lo atestigua Ravisio, que en el Nuevo Mundo las fauces de

algunas víboras pueden abrirse tanto que tragan enteras a cabras o toros. En la

Historia General de Fernando de Oviedo se hace mención a que en Cuba, una gran

isla de América septentrional, nacen serpientes que tienen el grosor de un muslo de

hombre y una longitud mayor a los treinta pies.

En el río Uruguay, uno de los tres más grandes de Paracuaria, se ven reptiles de

increíble magnitud, temibles para los que recorren sus costas; todos cuantos hemos

navegado por aquel río las hemos visto. Y en el río Paraná verás por todas partes

nadar grandes serpientes con la cabeza y la cola levantada. También el Padre

Antonio Ruiz de Montoya, apóstol de los guaraníes, relevante por sus excelsas

virtudes, vio a un indio que estaba sumergido hasta la cintura para pescar y que fue

atacado por una víbora; y, como él mismo escribe, aunque enseguida se lo sacó a la

orilla, la serpiente le había estrujado de tal modo los huesos, que parecía una piedra

entre sus dientes. Podría referir numerosos ejemplos para confirmar este asunto,

pero temo tu cansancio.

No puedo dejar de mencionar una inmensa víbora que los guaraníes llaman

Moñay. Parece una especie de dragón por su piel manchada y sembrada de duras

escamas, por el tamaño de su cuerpo, la boca entreabierta mostrando sus

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amenazadores dientes, y sus ojos brillantes; sin duda la presencia de este reptil

provocaría terror en los más intrépidos.

Nuestro Padre Manuel Gutiérrez, entonces misionero de la nueva colonia de San

Estanislao, una vez que recorría /329 aquellas soledades a través del territorio de

los tarumenses, vio de cerca a esta horrible bestia, en las orillas del río Yuquiry. El

indio que lo acompañaba pudo sofocarla y cazarla con destreza, enlazándola con

una cuerda larga de las que se utilizan para enlazar caballos y mulas.

Las indios de la ciudad de San Joaquín no tuvieron el mismo espíritu: yo les había

mandado a preparar el camino para la llegada del Gobernador real, y volvieron a

casa asustados, poco después de medio día, porque habían visto descansando en

una densa espesura, junto a la orilla de un arroyuelo, a una serpiente Moñay. En sus

rostros reflejaban la impresión recibida. Al ser interrogados sobre la causa que les

produjera tal terror, pintaron con palabras trémulas el aspecto del horrible

monstruo. A los pocos días pude comprobar el hecho, al producirse un inesperado

acontecimiento: salí con algunos indios principales, para rendir honores al

Gobernador que según un falso rumor llegaría al día siguiente.

Montaba yo un caballo por lo general tranquilo y dócil aunque intrépido para

algunas cosas; pero cuando nos acercamos a aquel arroyuelo, en el que había sido

vista poco antes la serpiente, el animal comenzó a enfurecerse, intentando huir, sin

obedecer a los frenos, y a encabritarse, tratando de apartarme del camino. Los

indios que me acompañaban, que también aseguraban haber escuchado el silbido

de la bestia, opinaron que el caballo había percibido el olor del monstruo que

estaba escondido en su cueva.

Los europeos posiblemente no crean en la capacidad que poseen los caballos y

las mulas para captar olores que escapan a los sentidos humanos. Nosotros hemos

conocido cómo los tigres si tienen sed, si son perseguidos o si huyen de otros

animales, o si tienen hambre, lo perciben desde lejos. La razón de que esta feroz

bestia no originara ningún o muy raros estragos, era porque la mayoría de las veces

se escondía en costas solitarias, lejos de la vista de los hombres, o bien se

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resguardaba en sus cuevas. A veces, se presentaban de improviso; pero su

característico silbido advertía su proximidad /330 a los indios dedicados a la caza.

Supimos también, por los testimonios de Ovidio, que las serpientes silban; así lo

afirma en su Metamorfosis, 3: Longo caput extulit antro Caeruleus Serpens,

horrendaque sibila misit (107).

Tanto en el Viejo Mundo como en América existen diversos tipos de serpientes.

Sin embargo, unas buscan refugio bajo las aguas, otras en el pasto o en los

bosques, o acaso entre las paredes de las casas o en cuevas.

La más hermosa por el colorido de su piel es sin duda la Mboyquatia, a la que me

referí más arriba; esta víbora posee un veneno muy activo y utiliza como escondrijo

las grietas de las paredes o las ruinas. Tal vez le cuadre el nombre de "cenchris",

sobre el que hace referencia Lucrecio, en el libro 9: Pluribus ille notis variatam

tingitur alvum (108).

En el templo de la ciudad de San Joaquín por más que se mataron muchísimas

serpientes de este tipo, nunca fueron eliminadas totalmente, pues siempre nacían

más y más.

Como en las selvas y en los campos no había ninguna seguridad, debido al gran

número de víboras que se criaban en estas zonas, tomé por costumbre no acampar

a orillas de ningún lago antes de examinar minuciosamente el lugar.

Los indios siempre imprevistos y olvidadizos de los peligros, se sientan en el

suelo; de ahí que resultan heridos por alguna oculta serpiente.

Cansados por las molestias que debieron soportar mientras recorrían a pie los

caminos a través de las selvas Mbaeverà, al atardecer se detuvieron a descansar en

un lugar donde pude observar troncos de palmeras y restos de algunas chozas

diseminados por el suelo. Les recordé que debían inspeccionar una y otra vez el

suelo donde se tenderían para pasar la noche; y los exhortaba a que sacaran de ese

lugar los restos de palmas, receptáculo de insectos pestilentes, a fin de velar y

cuidar sus vidas. Siguiendo mis consejos iniciaron el trabajo; bajo el primer tronco

que movieron encontraron una serpiente muy peligrosa y de gran tamaño

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incubando diecisiete huevos. /331 Enseguida vieron otras más. Los huevos de estos

reptiles presentan una forma cónica como el fruto del almendro, pero de mayor

tamaño; están protegidos por una película blanca. Llamaré con justicia a aquellas

selvas que esconden entre su espesa vegetación y ríos serpientes acaraŷ y

mondaŷ, y que abundan en ellas por ser zonas de clima caluroso y húmedo,

seminario de las peores serpientes. A veces, al recorrer un camino después de

haber interrogado a los naturales para orientarme, encontraba más serpientes en

un día que las que otro individuo pudiera hallar durante meses. Pues en cuanto

iniciábamos la marcha, estos reptiles nos amenazaban, surgiendo por la derecha o

la izquierda del camino.

A menudo me llamaba la atención que los antiguos usaran el fuego para alejar a

las serpientes, ya que por propia experiencia puedo asegurar que este elemento les

atrae. Más de una vez las hemos visto deslizarse hasta el fuego buscando el calor e

introducirse en las habitaciones en cuyos tibios ambientes se refugiaban.

Virgilio al referirse a estos reptiles de sangre fría, dice: Frigidus, o pueri, fugite

hinc, latet anguis in herba (109). Galeno en varias oportunidades afirmó que las

serpientes eran animales de sangre fría, y Aristóteles sostenía que estos reptiles no

soportaban el frío exterior.

Plinio, atribuye la causa de su frialdad a la escasa cantidad de sangre que

poseen. Por eso las víboras sufren en las épocas de fríos intensos, pues se hinchan

al tragar su propio veneno. Cuando la corriente sanguínea de un individuo recibe el

veneno que las víboras despiden al morder, se produce un endurecimiento en las

extremidades del cuerpo, las que se van enfriando poco a poco debido a la escasa

cantidad de sangre que llega a ellas. ¿Acaso los huevos de las serpientes estarían

cubiertos por una cáscara tan débil, si no fuera por el poco calor que los embriones

recibirán del cuerpo de la madre?

Las gallinas, como poseen mayores calorías, protegen sus huevos con una

cáscara más resistente. La experiencia diaria nos permitió confirmar lo antes

expuesto. Hemos pasado noches enteras a la intemperie, en esas soledades de la

inmensa Paracuaria, teniendo por techo el cielo y el suelo por lecho. Cuando

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pernoctábamos a campo /332 descubierto, a menudo observábamos que algunas

serpientes se arrastraban hasta el fuego que habíamos encendido en el suelo,

buscando el calor. Si alguna vez nos tocaban noches frías de viento sur, veíamos

que éstas se escondían bajo los tapices y las monturas de los caballos; si no se las

provocaba no resultaban peligrosas, pues no buscaban nada más que calor.

Cierta vez hacia la madrugada, unos soldados españoles encontraron bajo mi

montura – que yo siempre usaba como almohada para dormir – una inmensa

serpiente salpicada de manchas verdes y negras, con el cuerpo enroscado en forma

de espiral. Fácil sería deducir mi estado de ánimo ante la mirada de semejante

compañera de sueño. Vimos las serpientes ávidas de las mantas de los caballos,

porque estaban empapadas en el sudor de los animales; de modo que fue necesario

apartar las mantas para evitar el peligroso contacto de los reptiles.

Ante el frío contacto del suelo y con el deseo de recibir el calor del sol, las

serpientes exasperadas por el viento de la noche, se resguardaban en el interior de

las habitaciones de las chozas cuando no se subían a los techos de los templos,

convirtiéndose en un constante peligro para los que allí vivían. Durmiendo una

noche en la nueva colonia de la Concepción de la Madre Divina, sentí que me

apretaban el pie izquierdo; desesperado por el dolor, vi a una víbora enroscada a mi

pantorrilla; arrojada con un rápido movimiento del pie, fue a dar en el suelo con

estrépito. Como no había luz, no me animaba a dormir ni a salir de la cama por

temor a un peligro mayor; la obscuridad de la pieza me impedía ver el lugar exacto

a donde había arrojado la serpiente. Entre tanto mi compañero José Sánchez de

quien me separaba una delgada pared acudió a mis gritos llevando en la mano una

lámpara; localizó a la serpiente oculta bajo mi cama y le cortó la cabeza con una

segur. Si él no hubiera sido testigo del peligro que me acechaba, habría creído que

todo esto no era más que un sueño, /333 y tampoco hubiese aceptado como

verdadera esta historia.

Cuando la luz de la tarde entraba en las piezas era necesario cerrar las puertas,

pues las serpientes que estaban cerca enseguida trataban de refugiarse en el

interior de las casas. Estas aparecen de improviso en las piezas construidas con

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ladrillo cocido o grandes piedras, en los techos de tejas, aún cuando no presenten

ninguna grieta, o por las puertas o ventanas completamente cerradas; y nadie

podría adivinar por qué parte han entrado.

Es evidente que la víbora es el animal más astuto de cuantos Dios Nuestro Señor

ha puesto en la tierra, como dice el Sagrado libro del Génesis, en el Cap. 3. Uno de

mis compañeros, conociendo esto, tomó tal temor a las serpientes, que nunca se

atrevió a dormir sin antes examinar minuciosamente con el bastón la mesa, la silla,

la cama, y todos los rincones de la pieza. A menudo me provocaba risa la inquietud

que dominaba al buen viejo; sin embargo admiraba su excesiva prudencia; donde

quiera que se daba vuelta encontraba serpientes que se le acercaban. Algunos

hombres, más que otros, son atacados por piojos, pulgas o chinches; lo mismo

ocurre con las mordeduras de las serpientes. ¿Acaso estas venenosas y horribles

bestias serán atraídas por el calor que emana de los cuerpos de ciertos hombres?

La presencia de estos reptiles resulta un verdadero peligro tanto para aquellos que

recorren los caminos como para los que permanecen inactivos; y aún más, para los

que se hallen descansando, pues al estar privados de todo movimiento, se ven

expuestos a sus continuas asechanzas.

Tampoco faltan las víboras que en campo abierto atacan a los que encuentran a

su paso y los persiguen deslizándose con rápidos movimientos; de modo que, si no

escapan o se defienden con armas los muerden con toda ferocidad. Yo maté en

distintos lugares a muchas que acercándose a mis pies me amenazaban

mostrándome la lengua y la boca abierta; por lo general el peligro era mayor que

nuestra destreza para evadirlas o atacarlas. Para obtener éxito resulta de suma

importancia la rapidez del golpe para matarlas.

Un español me contó que estando en Africa, una víbora de gran tamaño atacó a

un compañero suyo que estaba. montado /334 en su caballo, clavando sus

colmillos, llenos de veneno, en la greba y matando al infeliz animal. Esto de ningún

modo me parece increíble, después que supe que en Dertona una serpiente fue

muerta con una lanza; y que el veneno que quedara en esta arma, que llevaba el

matador en la derecha, produjo la muerte del caballo que éste montaba.

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Macíolo cuenta la experiencia que tuvo un pastor, vecino suyo, que después de

recibir el venenoso aliento que la serpiente exhala al morir, murió tanto él como su

caballo. Considero este hecho como verosímil apoyado en la autoridad de Pomponio

Mela, quien escribe que cerca del río Rimdaco en Bitinia, se crían unas serpientes

tan peligrosas que constantemente atacan a las aves que vuelan sobre ellas, y les

arrojan un hálito tan pestilente que las derriban enseguida, y rápidamente las

devoran. Lo mismo confirma nuestro Pedro Maffei en su Historia de las Indias, libro

2: In eadem regione (Cananoris en las Indias Orientales), serpentium, et anguium

adeo teter, ac noxius est halitus, ut afflatu ipso necare perbibeantur (110). Sin

embargo, por certísimas que sean estas cosas, admitamos que mueren más

personas como consecuencia de las mordeduras de estos reptiles, que por el aliento

venenoso de algunas víboras.

Siempre ocupado en reunir, adoctrinar y alimentar a los naturales, nunca tuve

tiempo de seccionar el cuerpo de alguna serpiente, y de examinar de cerca, con

cuidado, sus miembros y estructuras; pero los que se dedican a esto aseguran que

los dientes de las serpientes son cóncavos y curvados desde la raíz, que terminan

en una punta partida en dos, por la que arrojan el veneno cuando están irritadas, y

que guardan el veneno en las cavidades de la raíz de los dientes caninos. Pero no

pienses que esto es común a todas, pues en Paracuaria se crían algunas víboras

inofensivas como escribe Eliano sobre la especie conocida con el nombre de la

Española –, que carecen de veneno y no hacen daño si no se las ataca pues

también las moscas se irritan. /335

Nosotros decimos en alemán que los hombres airados se envenenan por doquier,

cuando la ira los domina. El veneno que menciona Plinio, no es otro que aquella

sustancia que a través de las venas llega a unas bolsas que las víboras poseen en la

boca, donde lo retienen para luego arrojarlo cuando muerden a los que encuentran

a su paso. Y si el veneno se difunde por el cuerpo del animal, de inmediato provoca

su muerte.

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Es cierto que muchos americanos – a los que en verdad no envidio – consideran

a la mayoría de las serpientes como un manjar, una vez que les quitan la cabeza y

la cola, zonas donde se localiza el veneno.

¿Quién ignora que unas serpientes son ovíparas y otras vivíparas? No hace

mucho hice referencia a unos huevos de serpientes que encontré una vez.

Los americanos creen que de los cadáveres de las serpientes nacen nuevos

reptiles de la misma especie. Por eso cuando matan alguna víbora la llevan lejos de

sus casas para no dejarla abandonada en el suelo; de este modo creen evitar su

reproducción. Las cuelgan de los cercos y de los árboles para que la acción del

viento y del calor vaya desecando sus cuerpos.

En Brasil, en los lindes de Paracuaria, dos de nuestros compañeros vieron dos

horribles serpientes, de cuyos cuerpos ya muertos extrajeron un hijito vivo. Pasado

el primer momento de nsombro se acercaron más al lugar, y al abrir el cuerpo de la

víbora sacaron de él once pequeñas serpientes. Dejo que los físicos expliquen este

hecho que para mí es indudable.

Sobre las serpientes de dos cabezas, coronadas, unicornes, o bicornes,

encontrarás amplias referencias en el trabajo de Alberto Magno y en otros

estudiosos de la antigüedad, como también en autores modernos, cuyas notas son

más dignas do admiración que de crédito. Yo nunca encontré monstruos de este

tipo salvo en los libros de los antiguos. No quisiera ser, sin embargo, de aquéllos

que sólo creen en lo que ven. /336 Posiblemente algunos hechos y cosas que nunca

observé en América sean cotidianos y vulgares en Africa o Asia. Pues todas las

cosas no son iguales en cada país o región. No puedo desconfiar que estas

imágenes de serpientes monstruosas, casi fabulosas, hayan sido siempre producto

del cerebro de unos hombres. Cómo gusta hablar a algunos historiadores de

hombres sin cabezas, con ojos en el pecho o de avestruces provistos de pies

humanos. ¿Acaso no se atreverían a pintar y fingir serpientes coronadas, cornadas y

de muchas cabezas?

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Ellos habían llegado a comprender que el crédulo vulgo atribuía más valor

cuanto más raras e increíbles eran las cosas que relataban. A menudo, engañados

por las apariencias, escribieron cosas falsas como verdaderas. Vaya un ejemplo por

muchos: la serpiente que llamamos Cecilia o Anfisbena, en alemán la llamamos

Blindschleiche, y en guaraní Ibiyà; ésta es considerada por los autores como

bicéfala. Caen en este error ya sea porque inyecta el veneno con la cola o al

morder, o tal vez por lo difícil que resulta, dada la forma de su cuerpo, distinguir

cuál es la cabeza y cuál la cola, si no se las analiza detenidamente. Tiene por ojos

dos pequeñísimos puntos, y presenta debajo de la extremidad de la cola un aro

córneo. Es gruesa como un dedo meñique y tiene la longitud de una palma. Su

cuero es de un color vítreo brillante, variando con elegantes anillos y líneas en tono

cobre. Vive bajo tierra y se alimenta de hormigas; su veneno es sumamente

peligroso.

Cierran el grupo tres invertebrados semejantes por la virulencia que provocan

sus picaduras: la escolopendra, llamada por los españoles ciempiés; por los

guaraníes Yapeuzà y por los abipones: Kapalkatai. Tiene un cuerpo redondeado y

cilíndrico, de un palmo de largo, y ancho como la yema de un pulgar de hombre;

con una corteza un poco dura, como un cartílago, de color ceniza; presenta de la

cabeza a la cola /337 numerosos pares de patas, que ni he querido ni hubiera

podido fácilmente contar. Segrega un veneno muy activo y peligroso, semejante al

de las serpientes, que ocasiona fuertes dolores.

Después de ocho años de vivir en Paracuaria, pude observar y comprobar las

consecuencias de su picadura. Cierta vez, cerca del mediodía, desperté al sentir

entre el dedo meñique y el anular de la mano izquierda un dolor muy fuerte.

Creciendo por momentos el tumor y el ardor, pensé que me había picado algún

bicho venenoso. Al atardecer, apliqué en la zona lastimada una medicina sobre la

que hablaré más adelante.

Durante la primera noche observé que algo se movía entre los objetos

escondidos debajo de una cama. Acercando la luz, descubrí que no era otra cosa

que el ciempiés que me había herido; lo maté y al día siguiente se lo mostré a los

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indios. Estos decían, a una vez, que a menudo habían visto esta peste por los

campos, las casas y las orillas de los ríos; que siempre trataban de evitarlo por su

ponzoñoso veneno. Pero, cuídate de no confundir al ciempiés con lo cochinilla.

Los guaraníes llaman a esta última: ambua. Se trata de un gusano obscuro,

redondo, de un largo de dos dedos y grueso como esta pluma con la que escribo.

Presenta el cuerpo cubierto por ásperos pelos de color amarillo; en la cabeza

sobresalen aquí y allá, unas manchas blancas en series de a dos. Se desplaza con

ocho patas cortas pero gruesas. Provoca una intensa inflamación en cualquiera de

las partes del cuerpo que llegue a tocar, pero no podría considerárselo venenoso.

Los escorpiones, que los españoles llaman alacranes, los guaraníes Yepeuzà (que

es también el nombre del ciempiés) y los abipones Kapalkatailatè, madre de la

escolopendra, no difieren en nada de los europeos, aunque su veneno es más débil

y fácil de curar. Creo que en Paracuaria son muy raros los escorpiones, ya que

después de recorrer la mayoría de los rincones de la provincia durante veinte años

nunca los vi y nunca supe que nadie haya sido picado por ellos. Pero recuerdo /338

esto: en la ciudad de Concepción estaba enfermo un español que se encargaba de

cuidar el ganado. Se hallaba acostado en nuestra casa, cuando fue sorprendido por

un escorpión que asomaba una y otra vez la cabeza desde la pared; permaneció la

mayor parte de la noche en vela, cuidando que no lo atacara; luego decidió arrojar

al escorpión un cuchillo. Este tipo de aracnoideos, (que los guaraníes llaman Ñandú

y los abipones aualíní), se resguardan en diferentes lugares Así verás en una pared

los que los guaraníes llaman ñandupè y los españoles arañas chatas que tienen el

cuerpo chato como una tabla y son muy venenosas. Pero más peligrosas que las

serpientes, son unas arañas de gran tamaño a las que los españoles llaman "arañas

peludas", y los guaraníes Ñanduguazù, es decir, grandes; y que quizás sean las

mismas que los latinos llamaban phalangium. El cuerpo de ésta tiene alrededor de

tres dedos de largo y está formado por dos partes: la parte anterior es más grande,

de unos dos dedos de largo y uno y medio de ancho; la parte posterior es esférica y

se asemeja por su forma y tamaño a una nuez moscada. Una delgada piel, a

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manera de pedúnculo, une ambas partes. Toda la piel de esta araña es negruzca,

pero sin embargo da la sensación de una suave y blanda seda.

Cuenta con diez largas y peludas patas, separadas unas de otras por mayor o

menor espacio; cada una de las mismas termina en una horqueta con la que hacen

la tela; estas patas cumplen el oficio de pies y manos. Cuando se irritan, pican a los

que encuentran a su paso. La picadura, que puede verse a simple vista, produce un

terrible dolor; la zona afectada se vuelve húmeda, toma una coloración amoratada

para luego aparecer el tumor.

Nosotros mismos hemos comprobado que el virus de esta araña, al penetrar en

el cuerpo humano, no sólo resulta peligroso, sino también mortal. /339

Los remedios útiles para curar las heridas producidas por serpientes, apenas

sirvieron para la mayoría de las picaduras de estas arañas tan grandes. Este tipo de

araña se esconde en los cercos, en los huecos de los árboles, en las grietas de los

muros, lugares en los que tejen sus telas. No nos detendremos a considerar la

variedad de insectos que existen en Paracuaria, ya sean nocivos o sólo molestos.

Consideremos ahora los remedios que se aplicarán a los enfermos cuyos

organismos han sufrido los efectos del veneno.

 

CAPÍTULO XXXII

SOBRE LOS REMEDIOS CONTRA LAS PICADURAS VENENOSAS DE LOS

INSECTOS

 

Veamos ahora con qué remedios cuenta el hombre para defender su vida de las

infecciones producidas por las picaduras de algunos insectos. Antiguos códices

sugieren diversas maneras de protegerse contra las serpientes y de evitar su

contacto. Pero, ¿quién que conozca un poco América, no desaprobará la mayoría de

aquellos consejos de los antiguos? Aunque son útiles para llenar las hojas de los

libros, no lo son en la práctica. Haré referencia a alguno de ellos.

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Algunos aseguran que el hombre es temido por las serpientes. Isidoro en Origin.

Libro 12, capítulo 4, dice que las serpientes temen al hombre que va desnudo, pues

lo reconocen como supremo señor, y como tal lo respetan. Si esto fuera así,

¿quiénes estarían más libres e inmunes de las mordeduras de víboras que los

desnudísimos bárbaros? Yo sin /340 embargo, cubierto de pies a cabeza, me

consideraría, desde todo punto de vista, más seguro contra las asechanzas de estos

reptiles.

Si después de los estudios realizados en el Concilio de Avicenas, aún sentían

pánico mientras dormían, debían criar en sus casas pavos, grullas, cigüeñas u otras

aves que las atacaran. Pues si los bárbaros llegaban a sospechar que éstas

permanecían vigilantes toda la noche – como en otro tiempo los ánsacres del

Capitolio – no se preocupaban por la proximidad de los reptiles. Otros plantan cerca

de las casas ruda, ajenjo, artemisa, abrótano, romero, etc., hierbas nocivas para

estos animales. Advertido por los naturales amigos tomaría tal costumbre si no

viera a diario que este medio es ineficaz, pues nunca vi más serpientes ni tantas

personas atacadas por ellas que en San Joaquín, en cuya plaza y calles crecen por

doquier estas artemisas.

No hubo ninguna de las treinta y dos ciudades guaraníes, según mis

conocimientos, que no abundara en ruda, ajenjo, y cualquiera de estas hierbas.

Pero, debajo de éstas, ¡cuántas clases de víboras se ocultaban! Otros, aconsejaban,

para descansar tranquilo y sin temor a las serpientes, tener una fogata junto a sí. Ya

dije que a éstas, frías por naturaleza, les gusta el calor y se acercan al fuego y a la

luz de las candelas.

Galeno aconseja que se prepare con raíces de lirio y hojas de orégano una

sustancia especial para fumigar las habitaciones. Otros afirman que la piel y cuerno

del ciervo, los cuernos de cabra, de gama, los dientes del elefante, la piel del

berrendo, el azufre o el betún quemados, sirven para ahuyentar a algunas

serpientes; y confirman esto con la experiencia de los romanos: los soldados de

Catón, perseguidos por serpientes en Africa, se liberaron del peligro con ajenjo,

saúco, gálbano, centaura, abrótano, etc. Lucano lo atestigua en el Libro 9 de De

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Bello Civile. Admitamos que si estas fumigaciones /341 ahuyentaban a las víboras,

que escapaban aterradas, nosotros no dudaríamos en huir de las casas por la

misma causa; acaso, ¿no podrán ser nuestras narices semejantes a las suyas? Para

éstas el humo resultaría un remedio trabajoso y débil. El temor y el alejamiento de

las mismas durará un tiempo, hasta que el humo rápidamente se disipe con el

viento; de modo que para mantenerlo será necesario alimentar un fuego perpetuo;

pero éste es sólo trabajo tolerable para las vestales. ¿Habrá alguien que a diario,

recorriendo estas vastas soledades, querrá o podrá cargar estas hierbas y

deshechos que constituyen la materia, de tal humo?

Según Plinio y Lucrecio la saliva de un hombre en ayunas es mortífera para la

víbora si se la inyecta en sus fauces. Así será. Pero, ¿no sería un ahorro de trabajo

matarla con un palo o de otro modo, en vez de abrir sus fauces para lograr escupirle

saliva? ¿Quién habría tan intrépido, o en último término tan estúpido que se

atreviera a ello? ¿O también tan diestro que corriera este riesgo sin peligro?

Expondré mi opinión al respecto. He probado estos remedios de los americanos

contra las serpientes, y comparándolos con los de los antiguos, resultan más

expeditivos y rápidos; su gran utilidad quedará demostrada con el tiempo. Sin

embargo no siempre los consideré tan positivos como para desechar aquellos

utilizados por los europeos.

Cuantas veces se me unían los guaraníes cristianos para ir a buscar bárbaros a

las selvas, llevaban colgando de la cintura ajo fresco. Pese a la cantidad de

serpientes que vimos, ninguno de los míos fue atacado por ellas. A ejemplo de /342

los indios, yo siempre tuve junto a mi cama colgando de un hilo un poco de ajo,

desde que fui atacado por una serpiente mientras dormía.

Aprendieron de los antiguos que el olor del ajo es enemigo de las serpientes: y

frotaban con jugo de ajo las vasijas en las que conservaban en sus casas la leche,

para que los reptiles, ávidos de este alimento, no entren furtivamente. Sin embargo

algunos de mis compañeros que habían visto en su huerta una serpiente pegada a

una planta de ajo, menospreciaba, y no poco, la confianza que yo tengo en la virtud

del ajo. Pero ciertamente las hojas de una planta pueden tener una virtud, y la raíz

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o el mismo fruto, otra. ¿Por qué la serpiente puede atemorizarse por la raíz del ajo y

no por sus hojas?

Los abipones y los jinetes mocobíes llevaban colgado del cuello o del brazo un

diente de cocodrilo, porque aseguraban que este amuleto las asustaba. No pocos

misioneros y muchos españoles, imitaron a estos bárbaros, y llegaron a comprar a

elevado precio estos dientes.

Conocí a algunos españoles que rodeaban su cuerpo con un pedazo de piel de

ciervo, porque consideraban que gracias a ella nunca serían dañados con

mordeduras de víboras. Y en verdad vimos que los ciervos y los gamos, son presas

de odio innato a las serpientes. Toda la antigüedad opinaba con certeza que llevar

en el cuerpo pieles o cuernos de ciervos o gamos, era un medio eficaz contra la

víbora. Y no faltan quienes creen estar defendidos contra el veneno frotando sus

manos o pies con jugo de rábano. No me atrevería a rechazar a cada uno ni a todos

estos remedios porque son experiencias de los americanos; todos ellos son

provechosos aunque su virtud no haya sido comprobada por los sagaces europeos.

Es prudente no confiar nunca tanto en estas industrias y defensas de los

americanos hasta el punto de dejar de ser cauto y olvidar el peligro que proviene de

las serpientes. Aconsejaría, /343 con todos los americanos, que se use la

circunspección en defensa de la salud. Si eligen un lugar en medio del campo para

detenerse o pernoctar, que no sea ni cavernas ni cañaverales, ni matorrales, y que

esté bastante alejado de lagunas o arroyos. Examinarlo detenidamente. Mirar una y

otra vez el pasto crecido, los troncos podridos, los huecos de árboles o rocas, si

piensan sentarse o acostarse. Los indios que olvidan este consejo a menudo se

exponen a los dientes de las serpientes, cuando se echan sin previsión en el suelo

con el fin de descansar; duermen profundamente, sin ningún cuidado ni temor de

las víboras. Y muchas veces despiertan gritando, heridos por una serpiente que ha

caído de un árbol. Lo mismo les sucede si caminan con los pies descalzos, mirando

hacia el cielo en búsqueda de aves o de monos que juegan en los árboles, cuando

debieran observar el peligroso suelo por donde caminan.

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Los abipones, ya sea porque andan a caballo o porque son más precavidos,

raramente son atacados por las víboras; los guaraníes, ya sea porque andan a pie o

porque son más descuidados, sufren estos inconvenientes, con frecuencia. En la

ciudad de San Joaquín, que está rodeada de lagunas, ríos y selvas se crían con

mayor facilidad estos reptiles. Apenas pasaba una semana sin que viéramos a

varios indios atacados por víboras. Es más raro en las indias, ya sea porque ellas,

ocupadas en las tareas del hogar raramente salen a recorrer los campos o las

selvas, o porque son más cautas o más tímidas. Acaso podría decirte que las

mujeres más que por sus maridos, son amadas o temidas por las serpientes, y por

eso raramente son atacadas por éstas.

Durante los ocho años que estuve en esa ciudad, ocho mujeres cuando más

fueron atacadas por serpientes; pero te asombrará saber que sólo dos de estas

jóvenes murieron; /344 las demás se curaron utilizando todas el mismo remedio.

Presta atención cuando te revele aquel singular y prodigioso remedio, que

conservaba la vida de los atacados por el veneno, tan desconocido fuera de

Paracuaria, pero de positivo resultado y de gran utilidad para sus habitantes.

Hay una flor tan blanca como el lirio europeo, semejante a éste por sus hojas,

tallo, y perfume, aunque un poco más chica. Los españoles la llaman nardo, y crece

por doquier. Nace en cualquier época del año, y no se marchita ni por excesivo

calor, ni por el frío. Nunca hallé esta flor, tan saludable para los atacados por una

serpiente, ni siquiera en los huertos europeos, ni en los libros que se refieren al uso

medicinal de ciertas flores; y esto porque los más versados en el arte de las flores,

a quienes yo interrogué al respecto, la desconocen por completo. Habiendo

observado todas las especies de nardos, vi que el originario de Paracuaria no tiene

relación con ninguna de aquellas. ¿Sería tal vez el nardo céltico la espiga itálica del

nardo, o la flor de Santa Magdalena?, Acerca de ésta, Juan Woyts afirma en su

Gazophylacio médico-físico que es eficaz contra las mordeduras de animales

venenosos y las fiebres pestilentes. Pero su descripción no se adapta a la del nardo

de Paracuaria. El mismo autor, hace mención de Flore indico liliorum arborescitur

(111), que D. Hesse, en Holanda, afirma que la llaman: den Indianischen

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Blumenheum. Esta tiene unas flores semejantes al lirio blanco, de exquisito

perfume, que brotan cerca del invierno, pero que por su aspecto se asemeja al

árbol de la mirra. Es evidente que esta flor se diferencia por sus características, de

nuestro nardo. Tampoco tiene ninguna similitud con el nardo peruano, que el muy

celebre Príncipe Wenceslao Liechtenstein, me mostró en su palacio de Viena. El

ilustre Nicolaus Jacquin, maestro de botánica /345 de la Academia de Viena que

fuera enviado hace tiempo por el augusto Emperador Francisco para visitar

América, decía llanamente que él desconocía que abundara tanto el nardo en

Paracuaria. Aunque no sepa qué nombre dieron en Europa a nuestro nardo,

explicaré su uso: metemos un rato el tallo de esta flor – desecada o fresca –

desecha en pequeñas partículas en vino cremado. Una parte de este licor se aplica

a la herida hecha por la serpiente y otra se le da al herido para que la beba. Por lo

general es suficiente hacer esto una sola vez; pero si debe repetirse dos o tres

veces más, lo mismo la fuerza del veneno se extingue, para luego desaparecer el

tumor y la herida. Cuanto más pronto se aplique este remedio, tanto más fácil

resultará detener el avance del veneno. Afirmo, en base a mi constante experiencia

de ocho años, que este remedio se prefería por resultar sumamente eficaz contra el

veneno de cualquier serpiente, (cito a Noligero).

No podría establecer con precisión el número de indios que curé con esta raíz de

nardo; en cambio puedo afirmar con seguridad que su empleo nunca fue inútil y sin

objeto. Una serpiente había mordido en las nalgas a un indio guaraní que

descansaba echado en el suelo; el miserable se arrastró hasta mi casa; ante los

terribles dolores que le provocaba la tumefacta herida, y previendo su muerte,

decidí administrarle los Santos Oleos. Como no tenía más que unas pocas gotas de

vino cremado en casa, las apliqué primero, a la herida mezcladas con raíz de nardo;

pero como un dolor muy agudo indicara que el virus no había sido exterminado,

sustituí el vino cremado por el vino simple, y lo volví a aplicar en la zona /346

afectada. A los tres días el enfermo estaba convaleciente.

No fue tan parca la naturaleza que no ofreciera a los naturales otro remedio

contra las mordeduras de víboras fuera del nardo, tan poco conocido por todos.

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Cada pueblo daba a este medicamento un uso distinto. Nadie se emponzoñara si

usa el excepcional remedio preparado con los hojas de tabaco, de poderosa virtud

contra las mordeduras de los reptiles.

Cierta vez que una víbora hirió dos veces a un guaraní en el pie derecho, le

hubiera aplicado nardo, de tenerlo a mano. Pero estábamos a muchas leguas de la

ciudad; hicimos un concilio, y aconsejé a un Padre anciano que succionara

enseguida varias veces la herida, después de masticar hojas de tabaco; éste

respondió que ya lo había hecho. Le sugiero que inhale humo de tabaco, y que

aplique en la lastimadura cataplasmas con el tabaco que antes masticara. El mismo

herido, absorbe con una caña, abundante cantidad de humo de tabaco. Luego le

ordenó que beba una copa de vino cremado, (que en los caminos se lo emplea para

varias curaciones).

Con estos pobres recursos se pudo combatir el virus, y el enfermo recuperó tanto

sus fuerzas que, apoyado en un bastón, prosiguió con nosotros el camino hasta la

ciudad.

Gracias a su múltiple empleo, el tabaco resultó útil, en otras ocasiones. Pues

según lo experimentado por el Padre Gumilla, si se introduce en las fauces de la

serpiente el humo del tabaco, de inmediato muere. Supimos por este estudioso que

en el nuevo Reino de Granada los americanos beben polvo de pera mezclado con

vino cremado, para curar las mordeduras de serpientes. Y no hay que admirarse:

pues el frío /347 provocado por el veneno es contrarrestado con sustancias

calientes.

Los abipones, los mocobíes y los tobas, así como los habitantes de otros pueblos

ecuestres de Paracuaria, cuando son atacados por algún reptil, aplican sobre la

herida cera virgen, pues afirman que este producto atrae el veneno. Otros piden a

sus médicos que lo sorban. A veces raspan la herida con un diente de cocodrilo

utilizando a modo de cuchillo, y succionan la parte afectada; luego vierten sobre

ésta agua y a la vez presionan la zona lastimada con el diente de cocodrilo.

Afirman, igual que los españoles, que con este procedimiento se curan.

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Nuestro farmacéutico entre los tucumanos de Córdoba probó esta virtud de los

dientes de cocodrilo, y administró a dos perros la misma porción del terrible veneno

con un pedazo de carne de vaca. Ató al cuello de uno de ellos un diente de

cocodrilo y al otro no. Este último después de unas pocas horas murió, y el primero

sobrevivió; fue salvado por obra de aquel diente. Yo, sin embargo, nunca pude

convencerme de estas cosas, como para poner mis esperanzas en aquel célebre

diente de cocodrilo. Los abipones rodean el cuello de los perros mordidos por

serpientes con plumas de avestruz, y me aseguraron que heredaron este remedio

de sus antepasados.

Los portugueses ponderan al máximo la piedra de cobra, de color negro o ceniza

y de diversos tamaños. La consideran como un imán para los venenos; pues así

como aquél atrae hacia sí al hierro, esta piedra absorbe todo virus alojado en una

herida. Dicen que con ese fin es muy útil sumergirla en leche, en la que se disuelve

el veneno absorbido por la piedra.

Como los mercaderes de artículos indios han puesto precio a esta piedra, se

supone que ellos le han atribuido la patria, el origen y la nomenclatura. Dicen, en

efecto, que la encontraron en algunas provincias de la gran Mogore, /348 en las

vísceras de la serpiente que llaman cobra de cabrito. Esto hace pensar al célebre

Kaempsero y a otros que esta piedra fue fabricada; que no es otra cosa que un

pedazo de hueso de ciervo o de vaca calcinado, lo que se deduce observando

rápidamente sus poros.

Pero es verdad que no es nuevo ni raro que se venda a los ignorantes gato por

liebre, vidrio por diamante o carbón seco por tamarindo. Cualquier cosa que sea lo

que el vulgo llama de cobra, nosotros tenemos la experiencia de que se adhiere a la

piel humana y a las heridas. Si en algún lugar existe esta piedra, es semejante a la

que los mercaderes logran calcinando huesos de animales, para obtener alguna

ganancia. ¡Ah! ¡Cuántas veces se ven envueltos en estos fraudes los crédulos

europeos!

La piedra que alguna vez se encontró en el estómago del puerco espín es

utilizada constantemente en medicina, y de alto precio en Europa. Este es el animal

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que el vulgo llama puerco espín; los alemanes Das stachel schwein, y los franceses

porc-épic; tiene el lomo cubierto de espinas, como los erizos, y es muy frecuente en

las Indias Orientales y sobre todo en los territorios de Málaga. Lo mismo que la

piedra bezoárdica, que a menudo se encuentra en los alces, guanacos, vicuñas o

cabras, suele formarse en las vías urinarias o digestivas una piedra redonda como

una fruta y de distinto tamaño, que aparece rodeada artísticamente de una red de

hilos dorados. Cuando la traen de las Indias se vende en Portugal a trescientos o

cuatrocientos florines alemanes. Al respecto pregunté a un varón ilustre cuando en

1748 mi nave se detuvo en esa ciudad durante siete meses, y él me explicó que en

aquella tierra algunos europeos ávidos de lucro toman las vísceras /349 de puerco

espines muertos, las secan, las trituran, y mezcladas no se con qué, las juntan para

que aquella masa se endurezca, simulando la forma de la preciosa piedra que crece

en el estómago del animal, vendiéndola a elevado precio en Europa. Considera que

estas piedras tienen, si no la misma, parecida virtud para curar las heridas y

enfermedades que las que tienen las genuinas y naturales. Lo habrán visto los

vendedores y lo habrán visto los médicos.

A mí todo empleo de esta piedra (la piedra del puerco) me es absolutamente

indiferente. Todos saben que los mercaderes de objetos indios, en quienes van a la

par el fraude y la avidez de lucro, con gran frecuencia imitan las tablillas célebres,

escritas con caracteres chinos, (que usan principalmente los arquitectos, y que los

franceses llaman Encre de la Chine y los alemanes Tusche o Chinesische Dinte),

pero los peritos fácilmente las distinguen de las genuinas. Se piensa que esta tinta

la preparan los chinos con tierra negra resinosa, o como nuestro célebre Trigaut,

apóstol de aquellos pueblos afirma, del hollín y del humo del aceite de los olivares.

Pero, cuánto aparté mi camino de la piedra de cobra. Sin embargo, a muchos no les

habrá desagradado conocer lo antedicho.

Otros médicos sostenían que el ajo curaba por sí mismo las mordeduras de

insectos y animales venenosos. Avicena dice que hace tiempo que él había

descubierto su utilidad. También Mathiolo aconseja comer ajo deshecho en vino

contra las mordeduras de serpientes. Y que igualmente se provoque vómito, se

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tome algún antídoto, se lave la herida con agua fría, y se pongan paños calientes en

la región de la vejiga. Si creemos a Volatterano, a quien cita Mizaldo en la Centuria

8, una serpiente se deslizó hasta la garganta de un campesino que dormía; éste,

despertándose, se curó la herida comiendo ajos.

Acepta de mi experiencia la comprobación de cuánto puede el ajo contra los

venenos: un indio guaraní fue picado /350 en el pie, mientras arreglaba un cerco

por una de esas arañas peludas que describí más arriba. Sintió el dolor, pero

imprudentemente no dijo nada. Así el veneno siguió actuando, y la pierna se

infestaba más y más, hasta que comenzó a sentir dolores de estómago. Recelando

del peligro que corría, me pidió por fin ayuda. El virus, el tumor y el dolor fueron, de

inmediato, reprimidos con un caldo de carne de vaca que ordené que lo cocinaran

con abundante ajo. Y tampoco desapruebo el consejo de Dioscórides, que da a

beber a los atacados por una víbora jugo de rábano. Los antiguos tuvieron la

costumbre de lavarse las manos con este mismo jugo para prevenirse de estos

reptiles. En efecto, como consta por la experiencia de los físicos así como por su

autoridad, no sólo el jugo, sino hasta el sólo olor de rábano, es rechazado por las

serpientes y otros animales venenosos.

Algunos atan a la herida producida por éstas una paloma o una gallina

despedazada viva, pues creen que ellas absorben el veneno. Otros reemplazan la

gallina por un cabrito cortado con cuchillo o por el corazón de una cabra recién

sacrificada. Algunos también frotan suavemente el lugar herido por la serpiente con

leche de cabra.

Cuentan que un campesino se curó sumergiendo el pie herido por una víbora en

esta leche; y aseguran del mismo modo que es muy útil aplicar a la herida un trozo

de queso de cabra.

Dioscórides prefiere que la parte afectada por la acción del veneno, se frote con

las entrañas de ciervo o con estiércol de vaca. Galeno aplica cuerno de ciervo

calcinado y reducido a cenizas, mezclado con vinagre. Vegetio recomienda estiércol

fresco de ciervo, mezclado con miel ática, vino y orín humano, para luego aplicarlo

a la herida. A estos remedios del Viejo Mundo contra los venenos, el Nuevo Mundo,

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América, añade diversas y desconocidas medicinas: hierbas, /351 plantas, raíces,

aceites, frutos, árboles, despojos de animales, etc. Trataré los más conocidos en

Paracuaria.

Aplican el fruto verde del ananá (que se cría por todas partes) machacado, a las

heridas producidas por picaduras o mordeduras venenosas, como una cataplasma.

Los médicos indios aconsejan contra las picaduras de insectos malignos, beber y

comer la hierba Taropé, (que los españoles llaman contra yerba o higuerilla, porque

se asemeja por sus raíces, olor, y su leche, al higo). Mastican las hojas de la hierba

Mboycaá, tragan el jugo, y se aplican en la herida parte de esas hojas masticadas;

su nombre significa "Hierba de la serpiente". Con el mismo fin ponderan la virtud de

la hierba Macuanga caá, es decir, hierba del pato; éste, usando sus alas como

escudos, persigue a las serpientes y las mata con el pico. Si durante la pelea es

herido, come esta hierba como remedio. Usa para lo mismo el bejuco de Guayaquil

o Yçipo morotì. A fin de provocar la transpiración para expeler el virus, sirve en

modo admirable la raíz del urucuy, el jurepeba, el jaborandi, etc. Estos remedios

podrán ser valederos contra el veneno, no me opongo. Sin embargo, con el

consentimiento de los médicos, tanto antiguos como modernos, he llegado a pensar

que debe ser preferida a todos los demás medicamentos la raíz de nardo, que un

poco antes ponderé.

Esta sirvió a diario no sólo para devolver la salud de innumerables hombres, sino

también de animales, por cuanto caballos, mulas, vacas y ovejas, que pacen

durante días y noches la mayor parte del año en los campos, no es raro que sean

mordidos por serpientes, o picados por ciempiés o arañas. La sangre que gotea de

la nariz revela la picadura venenosa. Es muy útil en esos casos el vino caliente

mezclado con raíz de nardo e introducido oportunamente en la boca. Después que

el virus penetró en todas las arterias y venas del animal, cualquier medicina es

tardía e inútil. He escrito /352 estas cosas sobre las picaduras y mordeduras

venenosas, con ánimo de historiador, para que los europeos conozcan las

costumbres de Paracuaria, no para que las usen.

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Exhorto a los médicos y a los cirujanos, si hubiere abundancia de éstos, que

confíen en ellas una y otra vez. Pues estos remedios del vulgo que llamamos

domésticos, aún cuando con frecuencia se aplican inadecuadamente, suelen

dominar males más peligrosos que la misma enfermedad.

Si los médicos no aprueban algunas de las cosas que he escrito, que se rían de

mí, siempre que presenten otras mejores. Muchas cosas hay en Europa que de

ningún modo se conocerían en América. Un bárbaro abipón nunca toleraría la

mayoría de las cosas que se hacen de acuerdo a las reglas del arte de curar. Un

médico europeo usa ventosas para escarizar la parte infestada por el veneno; usa el

bisturí, el cáustico, un hierro candente, la sanguijuela, etc., costumbre alcanzada

por aquellos que conocen y rechazada por los bárbaros, no contra el veneno de las

serpientes, sino por desconocer el medicamento adecuado. /353

 

CAPÍTULO XXXIII

SOBRE OTROS INSECTOS DAÑINOS Y SUS REMEDIOS

 

Quizás pienses que en Paracuaria se habían concentrado todas las plagas que

Dios enviara sobre Egipto. Pues allí encontrarás gran variedad de insectos que no

sólo son dañinos sino también molestos y que nadie vio en Egipto. Más que a las

serpientes, escorpiones, ciempiés y a las arañas peludas, siempre sostuve que era

necesaria temer y evitar el contacto de las moscas. Y no creas que exagero. Afirmo

rotundamente todo lo dicho.

Revolotean por todas partes; en las casas y en las calles te verás acosado por

estos famélicos insectos. Cien veces las espantas y cien veces vuelven. Penetran en

los oídos de los que duermen, y enseguida colocan allí innumerables huevecillos,

sembrando la cabeza de futuros gusanos. Estos son agudos por ambos lados,

rojizos; blancos en el resto del cuerpo. Aumentan de tamaño en pocas horas, y

donde haya carne y humedad, corroen. Provocan la muerte del individuo o lo sumen

en un profundo delirio si no se les aplica de inmediato la medicina adecuada.

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Conocí a un español, maestro de juegos públicos, al que los gusanos habían

desfigurado la cara, la nariz y la parte anterior de la cabeza, dejándola como una

calabaza. Una sola mosca que le había penetrado en la nariz mientras dormía fue el

principio de tal calamidad. No podemos considerar lo relatado como algo raro o

poco frecuente. Ya habrán leído en /354 el capítulo cuarto y en el vigésimo de esta

historia que los gusanos se extraían del cuerpo sólo con grasa de tigre y cierta

curación practicada por el indio Gregorio Piripoti. Pero escucha otras cosas al

respecto. En la ciudad de Rosario, uno de los abipones presentaba el cuerpo

miserablemente cubierto por estos gusanos que trataban de salir al exterior por dos

orificios que habían abierto en la piel del indígena al no soportar la grasa de tigre

que yo le había puesto; al mismo tiempo que el enfermo revivía, volvía a aplicar la

grasa del feroz animal. Con igual procedimiento curé a una mujer cautiva de los

españoles durante la guerra, cuya cabeza parecía una pelota de plomo.

Las moscas, generadoras de tantos gusanos, volaron según su costumbre hasta

su piel para lastimarla, minando la cabeza de la pobre infeliz con sus huevos. La

enferma comenzó a recuperarse lentamente gracias al medicamento que

oportunamente le apliqué. Utilizando el mismo remedio hemos curado y auxiliado a

otros naturales. No quisiera que éste me faltara, pues utilizándolo a tiempo

combate los gusanos. A la primera noticia de que se había matado un tigre, corría y

sacaba su grasa, y convenientemente derretida la conservaba en un vaso. Si se la

deja cruda enseguida se pudre, y con mayor facilidad si el clima es caluroso.

Aunque la grasa fresca de tigre, así como el resto de la carne, exhala un olor

muy desagradable, los abipones la mezclan con agua o vino cretense, para luego

beberla y saborearla con avidez.

En algunas colonias de guaraníes se aplicaba a los gusanos nacidos de las

moscas hojas del fruto persa, para expulsarlos del cuerpo. Yo nunca probé ninguno

de estos remedios; preferí no usarlos sin antes hacer experiencias, aunque fueron

ponderados por otros. /355

Los hombres nacidos en el norte, así como los físicos no creen que estos gusanos

se originan de los huevos depositados por las moscas. Sin embargo los americanos

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pueden observarlas diariamente y tratan de evitar su contacto no sólo para

conservar la salud, sino por el mal que ocasionan a los animales.

A menudo matábamos alguna vaca u oveja a la salida del sol; enseguida

veíamos juntarse gran cantidad de moscas sobre la carne fresca; y la notábamos

cubierta de huevecillos blancos. A la caída del sol nos admirábamos de que

estuviera descompuesta, hirviendo de gusanos, y de ningún modo apta para

utilizarla como alimento.

Para conservar la carne en buen estado, o la disecaban en pequeños trozos que

exponían al aire en cestitos, o bien la colgaban en redes a la sombra, para

protegerla de las moscas.

El lomo de un caballo puede lastimarse ya sea por la dureza de la montura o por

el constante roce del jinete. Las moscas se llegan a él, como invitadas a un

banquete, y lastiman al caballo que en pocos días va perdiendo fuerzas. La sangre

que mana de la herida es signo de que el animal está agusanado. Para curarlo es

necesario tender al animal en el suelo y sujetar sus patas con una cuerda; luego se

extraen los gusanos con una varilla calentada al rojo. El hueco de la herida, se

rellena con hojas de tabaco mezcladas con estiércol fresco de vaca. Este recurso

debe repetirse durante varios días. Si la bestia se lame la zona afectada, es señal

de que la curación sigue su curso rápido y seguro. Pero como esta forma de curar

que he explicado resulta complicada y a menudo produce fatiga, los indios y los

medio españoles, que son más perezosos que los mismos naturales, prefieren ver el

campo cubierto de cadáveres de animales que fatigarse con este trabajo.

La inercia de los pastores que cuidan los campos es causa de que cada año se

pierdan en Paracuaria miles de caballos, vacas, novillos y asnos. A los terneros

cuando recién nacen se los debería vigilar diariamente y limpiarles todos los

gusanos que posean en diversas partes del cuerpo, ya que estos hacen sufrir a la

mayoría. Las moscas con frecuencia se /356 posan en sus ombligos húmedos y

depositan sus huevos. De ahí que si de diez mil terneros que nazcan por año en tu

campo sobreviven cuatro mil, tienes en verdad que dar amplísimas gracias y

congratularte con tus pastores, a quienes habría que llamar lobos y no cuidadores

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de ganados; ya que si no son ellos mismos los que se alimentan a escondidas con

los mejores terneros, permiten con su desidia que los animales sean devorados por

los tigres, perros salvajes o por los gusanos. Lo relatado hasta aquí es bien conocido

por aquéllos que se ocupan de los asuntos cotidianos en Paracuaria; y no hay que

lamentarlo, pues ni los ruegos ni las amenazas resultan suficientes para volver más

fieles y diligentes a estos pastores.

Resulta interesante conocer otro de los remedios utilizados para combatir los

gusanos que atacan el organismo de los animales.

Nuestro Martín Zsentivani en su opúsculo sobre los asuntos de la propiedad

aconseja que las vacas atacadas por lombrices beban aceite de oliva mezclado con

agua; este medicamento ayudaría a los animales a arrojarlas en sus excreciones.

Yo había leído esto antes, y recordando el consejo lo usé en América para

exterminar los gusanos que se originan de los huevos de las moscas. Tenía un perro

de raza inglesa, de gran tamaño, de color bayo y boca negruzca, ponderado por su

tamaño, fortaleza, agilidad y audacia, que custodiaba la puerta de mi casa como un

fiel guardián y más pendenciero que bondadoso. Sobresalía entre los perros de los

indios, como un gigante entre pigmeos. Siempre peleaba con los demás perros,

pero la victoria era suya. Cierta vez fue atacado y herido por numerosos galgos,

pero no obstante resultó vencedor. Como la herida resultó infectada debido a los

huevos que en ella habían depositado las moscas, y como el can no permitía que lo

tocaran para curarlo, las posibilidades de salvarle la vida eran reducidas. Por aquel

tiempo yo desconocía la virtud de la grasa de tigre. Todos los gusanos alojados /357

en el hueco de la herida salieron tal como yo lo esperaba, al aplicarle algunas

gotitas de aceite. Comencé a extirpar la cabeza de cada uno en cuanto la

asomaban a la boca de la herida. Con este recurso que aprendí de Zsentivani, a los

dos días el animal estaba curado, ya que del mismo modo que un soldado – su

nombre era Soldado – fue el perro más temido por sus enemigos.

Aún hoy resulta grato recordar a este fiel compañero que durante tantos años

me acompañara a través de los más peligrosos caminos. Podría agregar muchas

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cosas sobre este animal, despertando la admiración de los europeos. Pero ya es

suficiente, pues mi propósito era hablar de insectos y no de perros.

El mismo aceite de oliva calentado sirve para combatir los mosquitos, las moscas

y las pulgas. Escucha y ríete conmigo del pánico que cierta vez me abatió. Una

madrugada, mientras me vestía, comencé a sentir cerca mío el molesto zumbido de

una mosca, de tal modo que parecía que la mosca me había entrado a la cabeza,

por los oídos. Esta sospecha me produjo gran inquietud. En vano intenté todo tipo

de cosas para arrojar la mosca: siempre continuaba aquel incesante zumbido. Por

fin un chico me echó en el oído unas gotas de aceite, después de haberlo calentado

en una concha; pero como lo había calentado excesivamente, me produjo un

tremendo dolor. Consternado vi que no aparecía la cabeza de ningún gusano.

"Acerca tus oídos a mí – decía al niño – y escucha de cerca con atención el susurro

del infeliz animal". El chico prestó /358 oído atento y: "Salve, Padre mío – dijo

riéndose – no es en tu oído en donde se ha posado la mosca, sino en tu toga!".

Inmediatamente desaté el broche y saqué la toga del cuello; la mosca apretada

entre los pliegues de la camisa, se lamentaba; voló muy contenta. Me faltaron

palabras para expresar la alegría que sentí una vez pasado el peligro. Durante

cierto tiempo no pude olvidar el temor que entonces me dominó, pues debido al

aceite caliente un pertinaz dolor de oído me recordaba a la mosca cautiva, pero al

mismo tiempo me provocaba risa. Así, a menudo, el temor a los más diversos

peligros dominaba los espíritus más que los peligros mismos. Conviene agregar aquí

otro remedio que de ningún modo podría considerarse desdeñable.

Si alguna vez penetrara en tus oídos algún insecto, haz que otro te eche con

fuerza agua fría; pues cuando éste se sienta oprimido por el líquido, saldrá o morirá

allí mismo. Recuerdo que yo y otros hemos utilizado este procedimiento.

En algunos lugares de Paracuaria, en territorio tarumense, crece otra especie de

mosca. Apenas se distingue de nuestras moscas vulgares en forma y tamaño, a no

ser por el color más blanco. Poseen un temible aguijón, que al clavarlo tanto en el

hombre como en los animales, provoca abundante pérdida de sangre. Casi no

recuerdo haberlas encontrado en el interior de la casa; pero aparecen en gran

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número en los caminos, provocando intolerables molestias a los que deben

recorrerlos a caballo. Estos tábanos se pueden apreciar en cantidad en los campos

vecinos a las selvas. Sin embargo sólo atacan a las bestias, despreciando la sangre

humana. Y no es de admirar que los poetas hayan figurado a Io enloquecida por el

tábano que Juno le envió.

A diario hemos visto que caballos y mulas por lo común tranquilos, cuando son

picados por los tábanos que se /359 les pegan como golondrinas, se enfurecen

impotentes, olvidando al jinete. Un peligro mayor en las selvas lo constituyen unas

avispas de gran tamaño, cuya picadura enfurece a los caballos por el dolor que les

produce. Cuando se liberan de la cruel tortura, arrancan los frenos, arrojan al jinete

y se internan en la selva en peligrosa carrera. De ahí que generalmente se rompan

una pata o se estrellen la cabeza contra los árboles o las rocas, derramando mucha

sangre por el camino. Algo semejante me hubiera ocurrido, aún cuando montaba

una mansa mula, si un indio no le hubiese quitado una avispa. Estas avispas atacan

también a los hombres. En cuanto clavan el aguijón producen un intenso dolor y en

la parte afectada se nota la presencia de un tumor. La mayoría aplica en la zona

lastimada un terrón de tierra fresca que encuentran al paso. Yo nunca lo aproveché.

Una vez, mientras me hallaba ausente, innumerables avispas invadieron el área

de nuestra casa y se amontonaron en una estaca formando una pila muy grande.

Para que no se espantaran con el ir y venir de los que por allí pasaban y se

metieran en nuestras piezas, arrojé a esa especie de globo formado por estos

insectos abundante cantidad de polvo de nitro. Provocando un intenso zumbido, se

dispersaron, salvo una que, vengando en nombre de todas las demás mi audacia,

voló hasta posarse en mi rostro; éste, al recibir el aguijón, se hinchó de modo

horrible, creciendo a la par el tumor y el dolor, debido a lo cual tuve que pasar toda

la noche insomne.

Cuando al día siguiente pregunté a un viejo abipón acerca del remedio que debía

usar en este caso, se rió con ganas y me dijo: "¿Acaso, Padre, no ungiste el tumor

con grasa de vaca? Para nosotros, ésta es la medicina más antigua y segura". Seguí

la costumbre, y al poco tiempo tanto el tumor como el dolor comenzaron a

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disminuir, hasta desaparecer totalmente, en el mismo día. Pero recuerda que en

Paracuaria /360 se da el nombre de grasa de vaca no al sebo sino a la grasa que

derretida se agrega a las comidas como si fuera manteca. Si la presencia de

avispones resulta molesta y peligrosa, conviene aclarar que durante nuestras

correrías tuvimos que enfrentar peligros mayores.

Quizás los indios que me precedían por la selva a pie dispersaban uno de estos

nidales que encontraban escondidos bojo la fronda, sin pensar los problemas que

ocasionarían. No pocos fueron picados por estos avispones. Gran número de estas

avispas se refugiaron bajo mi toga, y me hubieran clavado sus aguijones en todo el

cuerpo, si no hubiera llevado gruesa ropa interior, que luego debí limpiar y sacudir a

la vista de todos los indios. No me detendré a explicar las características de una

especie de abejas dañinas, que cuando presienten que su colmenar va a ser

atacado, se enfrentan valientemente con los que van a sacarles la miel, la cera y

cuanto tienen en sus casas, y con gran trabajo defienden sus bienes. De modo que

nadie se expone a recibir tantas heridas por obtener un poco de miel.

Los insectos que los españoles llaman mosquitos, los guaraníes ñatiù y los

abipones aýte o apatáye. Designan indistintamente con ambas voces a todos los

mosquitos, ya que aýte significa muchos, tal como señalé más arriba; apatáye,

derivado de lapatà, significa lo que se establece en la estera, o debajo del techo. Si

tuviera que enumerar la variedad de mosquitos que existen en Paracuaria no

alcanzaría toda la aritmética ni podría pedir tanta paciencia. Hacia donde te

vuelvas, oirás su zumbido y te picarán en el cuerpo con sus aguijones. Avidos de

sangre, te acompañarán por todas partes como satélites. Necesitarías mil brazos

para espantarlos.

Durante los días frescos se resguardan en distintos lugares; pero con el calor y el

tiempo sereno aparecen más feroces al atardecer o cuando se acerca el día. Donde

haya /361 pastos crecidos, matorrales, en las orillas de lagos o arroyos, en lugares

cercanos a charcos o en las selvas donde no penetra el aire, soportarás una mezcla

de todo tipo de serpientes y de mosquitos. Si te toca pernoctar en tales lugares ni

sueñes en dormir. Después que te hayas cansado cabalgando por los caminos o

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cruzando a pie las selvas durante el día entero, te fatigarás durante la noche

golpeando con ambas manos a los mosquitos para que no te piquen. ¡Ah! ¡Cuántas

veces después de una noche de insomnio acusé al sol de aparecer tan lentamente!

Al mismo tiempo compadecía a los caballos que, cansados por el trabajo del

camino, eran atacados por una nube de mosquitos y no podían descansar ni comer,

rodeados por el fuego y molestos por el humo. Cuanto más fuerte es este humo,

más ahuyenta a los mosquitos, pero también te provocará lágrimas y transpiración,

máxime si el tiempo es caluroso.

Los mosquitos no toleran el olor del estiércol de vaca; pero tú tampoco lo

soportarás, aún cuando tengas atrofiado el olfato. Y si acaso llegaras a tolerar el

hedor, te faltará en las selvas el estiércol, pues no encontrarás allí ni la sombra de

una vaca. Quienes diariamente realizan travesías por aquellas soledades deben

cargar junto con las provisiones, la leña para el fuego y a veces el agua o el

estiércol de vaca que servirá para espantar a los mosquitos.

Una vez me asombró tanto el conocimiento industrial como la sagacidad que

poseía un negro. Este logró durante el camino una sustancia resinosa que obtuvo

de una materia en descomposición, y que se la extendía siempre de noche; luego

de quemar una serie de elementos para ahuyentar a los mosquitos, dormía

tranquilamente a pesar de las molestias que el denso humo le ocasionaba para

respirar. No recuerdo el nombre de esta sustancia. Resulta sumamente difícil

encontrarla en las selvas, y aunque es desconocida en varias regiones, sin embargo

es codiciada por todos. Es increíble las molestias que ocasionan los mosquitos en

los largos caminos. /362

Siempre volvíamos a casa desfigurados, con el rostro y las manos entumecidas,

marcados por todas partes, con derrames de sangre, distintos a nosotros mismos, a

tal punto que apenas nos reconocíamos. Sin embargo es verdad que estos molestos

insectos molestan más a unos individuos que a otros. ¿Quién investigó que buscan

con avidez la sangre dulce y no la ácida? También observé que los mosquitos se

posan y pican con mayor intensidad un rostro blanco que uno moreno.

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Si no quieres pasar noches insomnes en tu casa, no abras las puertas ni las

ventanas a la caída del sol; tampoco prendas una luz; pues estos insectos vuelan

hacia los lugares iluminados, introduciéndose por cualquier abertura. Hay otro tipo

de mosquitos que los abipones llaman Ychit, y los españoles jejenes, acaso derivado

del nombre de Gehenna, como nacidos de la Estigia; son mucho más pequeños y

molestos.

Aunque estos mosquitos no poseen el zumbido característico de los anteriores,

penetran en tropel en la boca, en la nariz y en los oídos; pican cruelmente cuanta

parte del cuerpo tocan.

Este mosquito, de tamaño pequeño, tiene un nombre largo entre los paracuarios.

Los guaraníes lo llaman Mbarigué. Por su tamaño resultan poco visibles; sin

embargo su picadura es tan intolerable que dirías que te han punzado con una fina

aguja. Abundan en las selvas o en las orillas de los arroyos, lugares de donde

provienen al atardecer. Su aguijón es como una fina espada que penetra no solo en

la piel desnuda sino a través de los vestidos livianos.

Después de pasar días en las selvas volvimos a la ciudad con tantos puntitos

colorados, que se creería que sufríamos de viruelas. Aunque la piel pique, arda y se

entumezca con tantos aguijonazos, resulta imposible rociarla con agua fresca. No

les prestaríamos mucha atención si no fuera por las molestias que ocasionan. De las

picaduras de los mosquitos /363 con frecuencia nacen gusanos que quizás tengan

su origen en el aguijón o en alguna sustancia depositada por el mismo insecto al

picar; así lo creen los indios; yo no me atrevería a confirmarlo. Escucha una

experiencia: Había notado que un perro, compañero mío durante los viajes, estaba

muy inquieto y aullaba cada vez que sentía en todo el cuerpo cierta comezón.

Expuse el caso a los indios que me acompañaban, y me respondieron que le habían

brotado gusanos. Utilizando ambas manos apretaban con fuerza la carne del animal

en la zona donde se notaba el tumor; luego extirparon los gusanos que allí había.

Sacaron diecisiete gusanos de otros tantos lugares, de color blanco, más gruesos

que la semilla de una manzana y largos como una uña del pulgar de un hombre.

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Este hecho desconocido hasta entonces, me llenó de estupor aunque para ellos no

resultaba extraño: todos los indios a una vez lo afirmaron.

Tanto el hecho en sí como los insectos de este tipo y sobre todo la curación que

se practica, me llenaron de temor. En verdad toda Paracuaria sabía que de

diminutos gusanillos nacían las moscas pequeñas, insectos sumamente dañinos. El

Padre Félix Villagarzia, que conocí en la ciudad de Santa Rosa y honré por sus

méritos, cuando reclutó durante días por las selvas tarumenses indios Ytatynguas,

que luego llevaría como habitantes de la colonia de San Joaquín, comenzó a sufrir

de un ojo. En este órgano se le formó una fístula y como consecuencia de la

infección que allí se le produjo, al cabo de unos años falleció.

En los climas cálidos y en los bosques de tupida vegetación existen mosquitos de

todo tipo, origen de tantos males. Pero consideramos ahora otros aspectos, que

quizás te resulten más importantes. /364

 

CAPÍTULO XXXIV

CONTINUACION DEL MISMO TEMA SOBRE LOS INSECTOS

 

Las dos Américas son abrasadas en gran manera por el cielo cálido, origen de

gusanillos, plagas de la naturaleza, y causa de no pocas muertes y a diario de

grandes lamentaciones. Podría escoger una especie de pulga, muy pequeña y

saltarina. Los guaraníes la llaman Tû o Tûngay, pulga mala; los españoles: pique,

los portugueses: bicho dos pies, insecto de los pies; los mejicanos Nigua y los

abipones Aagřani, que significa mordaz. Es tan pequeño que no se lo distingue a

simple vista si no hay buena luz; es tan mordaz que cualquiera que no sea de roca o

hierro debe notarlo, y está munido de un aguijón que penetra de tal modo que no

hay media, zapato ni polaina que no atraviesa. Se introduce profundamente en la

piel y penetra en la misma carne produciendo un prurito muy cáustico. Allí cava una

especie de mina y se rodea de una bolsita redonda y blanca que llena de

pequeñísimos huevecillos; si esta bolsita permanece en la carne durante varios días

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se agranda hasta tomar el tamaño de un guisante. Esto se ve a diario porque a

medida que pasan los días se aplaca la sensación dolorosa. Los chicos son sin duda

los más indicados para extirpar a este enemigo, ya que con su buena visión

descubren rápidamente el puntito rojo, vestigio del insecto que ha penetrado en la

carne. Punzan con una /365 aguja alrededor de aquel punto rojo y abren poco a

poco la piel y la carne extrayendo entera aquella bolsita que contiene los

huevecillos. Si se acerca esta bolsita a una vela encendida, produce un ruido

semejante al de la pólvora. Pero si el niño al punzar la carne con la aguja revienta la

bolsita, sobrevienen en el lugar nuevos males; pues el líquido se esparce y será

origen de nuevos dolores al esparcirse también los huevos que producirán nuevos

gérmenes. De donde se deduce que esta pulga americana posee una sustancia

venenosa, pues una vez que se la extrae, la cavidad que queda por lo general se

inflama y si no se la cura enseguida, deriva en gangrena. En las uñas de los pies es

donde se introduce con mayor facilidad, y afectan la raíz de las uñas, provocando

su caída; otras veces la afección se localiza en los dedos de los pies. Estas son las

consecuencias provocadas por estos pequeños gérmenes. Las cosas más pequeñas

a menudo provocan grandes comodidades o grandes incomodidades.

Quienes quieran estar seguros, realicen con prolijidad la limpieza de sus casas,

pues estos bichos se crían en cualquier zona húmeda, en estos climas tan cálidos y

en general provienen de lugares raramente barridos o que no reciben aire fresco y

son poco habitados. Los setos en que se encierran a las ovejas, las mulas y los

caballos aunque estén al aire libre, suelen estar plagados de ellos y deben ser

eludidos por los pies de los guardianes. En las regiones de Paracuaria ubicadas más

al sur y que gozan de un clima menos caluroso se desconoce por completo este

infausto tipo de insecto. Nunca lo vi ni en territorio de Buenos Aires ni en Córdoba.

En los seis primeros /366 años que pasé en Paracuaria, apenas si lo conocía de

nombre. Pero enviado a la nueva colonia de San Fernando comencé a ver, a sufrir y

a maldecir esta peste.

Los abipones, mientras vagaban a su arbitrio esparcidos por el Chaco,

desconocían estos bichos; pero cuando fueron llevados por los españoles a la

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colonia correntina que bien podría considerarse como la metrópoli de estos

insectos, fueron atacados miserablemente por ellos y tuvieron que soportar esta

calamidad tal como ocurriera en otro tiempo con las viruelas. Quienes viven en

lugares donde abundan estos insectos, pidan a algún chico que examine al detalle

sus dos pies. A menudo estos bichos penetran en la piel sin producir molestias. Si se

los descubre cuando recién han dañado la piel, no se los extirpa de inmediato, pues

hay que tener cuidado de no destrozar con la aguja el cuerpo del pequeño insecto,

ya que su cabeza se clavará con fuerza en la carne produciendo dolores increíbles,

y con toda seguridad una infección.

Los más expertos en este asunto esperan un día entero a que el animalito ya

esté encerrado en su bolsita para sacarlo con mayor comodidad. Es mejor hacer

este proceso al mediodía, pues en horas de la mañana, cuando el aire es más

intenso y húmedo, la carne sufre más al ser abierta y existe mayor peligro de

infección. Resulta muy útil hacer una inspección diaria, ya que la mayoría de las

molestias que ella produce sobrevendrán si dilataras esta cura por más tiempo. Es

frecuente que en una sola sesión el niño te extraiga diez, quince o más de estos

insectos produciéndote un acerbísimo dolor. Entonces te dolerá y seguramente

expiarás tu negligencia en la diaria inspección con los dedos y las uñas perforados,

las plantas miserablemente laceradas y los pies llenos de pus, como un inválido.

Conocí a muchos que debieron guardar cama por esta cansa; y recuerdo que yo

y otros sólo pudimos caminar con la ayuda de un bastón durante muchos días.

Incluso he /367 visto a algunos que han perdido totalmente sus pies, sin encontrar

remedio.

Si bien estos insectos se alojan en los pies, es común que se dispersen por todo

el cuerpo con mayor peligro, ya por los brazos, por las rodillas, ¿dónde no preparan

sus nidos? Te contaría al oído más cosas que me da vergüenza escribir. También

dan quehacer a los perros, que siempre andan echados en tierra. Pero usan los

dientes a modo de aguja y se los sacan; curan las heridas lamiéndose la parte

afectada; aunque a veces renguean por un tiempo por presentar las patas

carcomidas y ulceradas. Los cerdos, los monos domésticos, no así los caballos, las

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mulas, los asnos, o las vacas, se defienden contra el enemigo común, ya sea por

sus pezuñas o por su piel más dura.

Los americanos se curan depositando enseguida, en la cavidad que ocupaba la

bolsita extirpada polvo de tabaco sevillano o ceniza o algún líquido desinfectante;

algunos aceites de oliva u otros recursos. Es peligroso descuidarse, pues la herida

producida por la aguja puede infectarse con el veneno del insecto extirpado,

comenzar a inflamarse, y al mínimo movimiento del pie sobrevendrá una

inflamación que terminará en gangrena o en fuego de San Antonio. Para aplacar el

dolor resulta útil aplicar en la parte lastimada grasa de gallina y sobre la misma

unas hojas de repollo. Sé por experiencia que unas personas son atacadas por estos

insectos más que otras y que les cuesta más curarse. La causa de esta diferencia

está en la variedad de sangre o de humores. Los brasileros afirman que ellos

combatían estos insectos con aceite extraído de las bellotas aún no maduras del

árbol de /368 acajú. Los marineros usan resina náutica. Por temor a éstos y a otros

insectos, todos nos envolvíamos las piernas con pieles de ovejas; pero estos

recursos resultaban la mayoría de las veces vanos y débiles.

Las pulgas vulgares de Europa, difundidas como el aire por las demás regiones

del orbe, no sólo crecen en Paracuaria, sino que dominan desenfrenadamente como

en su suelo natal. Como suelen criarse mucho en los perros, los abipones las llaman

Neteguink Loapakatè, piojo del perro. Lo notable es que el mismo campo cubierto

totalmente de hierba está lleno de pulgas. Los que navegan por el río Paraguay

cuando desembarcan en la orilla para pasar el día o pernoctar, aunque se echen en

el césped limpio, donde nunca hubo vestigio ni de hombre ni de perro, vuelven a la

nave cubiertos de pulgas. Yo observé alguna vez lo mismo en los campos

adyacentes al río Inespín. Si esto sucede en el campo verde, qué puede esperarse

en los duros pisos de las chozas que ni siquiera están cubiertos con ladrillos, piedras

o con maderas. Yo que viví siete años entre los indios en chozas de este tipo, tuve

que soportar de día y de noche verdaderos aluviones de pulgas. ¿Me pides un

remedio americano contra las pulgas? El único que en cualquier lugar está a

disposición de todas las personas, es la paciencia. Columela, Atanasio Kircher y

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otros opinaban lo mismo, que estos insectos se ahuyentan y se matan derramando

por el suelo algunas hierbas olorosas cocidas en agua. Los guaraníes cocinan para

esto una hierba de olor muy fuerte que llaman Caarè. Riegan el piso con esta

cocción hirviente, y luego lo barren. Pienso que si las pulgas mueren con este

procedimiento, su muerte no es sólo consecuencia del fuerte olor de las hierbas

sino del agua hirviendo y la escoba. Las /369 casas deben estar limpias de polvo y

perros, y contar con espacios abiertos para que circule el aire, pues todo ello

constituye una gran defensa contra los más pequeños insectos. Apenas hay lugar

entre los abipones fuera de los cabellos para aquellos bichitos blancos que reciben

el nombre de piojos. Las mujeres indias se comen todos los piojos que encuentran

en sus cabezas. Si llegan a cazar uno más grande se lo ofrecen como un manjar a la

mujer que esté con ella, como nosotros podríamos ofrecernos unos a otros el

tabaco. Yo llamaría bárbara costumbre de los naturales, si no hubiera visto, a diario,

que las mujeres españolas del pueblo hacen lo mismo. ¡Ah, no! Ningún europeo

envidiaría estos manjares de los americanos.

En las colonias españolas abundan unas chinches semejantes a las de Europa. Yo

nunca las vi en las fundaciones de indios. Los abipones las llaman Pata. En Córdoba

y en otros lugares de Tucumán existe un insecto semejante a la chinche que llaman

vinchuca. A veces permanecen quietas bajo las ramas que sostienen los techos, y

en las noches de cielo sereno vuelan en turba librando una cruenta guerra,

chupando la sangre de los que no pueden dormir, pero sí lamentarse. Producen un

ardor intolerable en el lugar que pican, produciendo una especie de quemadura

sobre la piel. Las manchas coloradas indicio del intolerable dolor, parecerían

producidas con un instrumento cáustico. Cierta vez, después de quince días de

cabalgar a través de una constante soledad en territorio de Santiago por arduos

caminos y soportando diarias lluvias, llegué a la ciudad. Sin duda tenía no sólo

deseos sino necesidad de descansar. Pero aquello noche fue de total insomnio, pese

al sueño que tenía, pues sentía que todo mi cuerpo me picaba, me torturaba y

ardía. Sin embargo no llegaba a comprender la causa de tan insólito dolor por más

que pensara /370 o tocara, y no tenía cerca a nadie a quien consultar. Al despuntar

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el alba y observar mi cuerpo pintado con tantas manchitas rojas, comprendí que

mis verdugos habían sido esas vinchucas.

En otra recorrida, mientras hacía noche junto al noble Presbítero después de

ligera cena, aquél se dio al descanso conmigo y con sus sirvientes en un campo

cercano. Esto es en esta región necesario y acostumbrado, pues es imposible

conciliar el sueño en noches calurosas debajo de techos llenos de vinchucas.

Dichosos los abipones y los guaraníes que no conocen estas sanguijuelas con alas.

Los que cosechan los huertos desechan los melones, fuente de estos bichos tan

fastidiosos, si no se los arranca antes de madurar.

Entre los insectos dañinos merecen un lugar no ínfimo unos animalitos que los

españoles llaman garrapatas, los guaraníes Yatebú, los abipones oérel, y que sin

duda pertenecen al tipo de garrapatas que los griegos llaman Keorou, los franceses

Morpion y los alemanes Zek. La garrapata paracuaria es del tamaño de una lenteja

o mayor. Tiene la forma de una tortuga, pero es más esférica. Es de color amarillo

oscuro, y en partes variado. Tiene ocho patas y le sobresale una cabeza cuadrada.

A veces se prende en la piel y en la carne humana, a veces en los pies; y al chupar

la sangre produce una comezón sumamente molesta a lo que sigue un tumor que

en algunos casos tarda cuatro días en curarse y otras sigue extendiéndose por un

tiempo. Esta lastimadura apenas se curará en dos semanas. Como clava

profundamente su cabeza /371 en la carne, es difícil arrancar el animal entero. Pero

si la cabeza queda en la carne separada del cuerpo, te sucederá algo peor en ese

lugar, pues no lograrás quitarte aquel virus sino después de largas fricciones de la

purulenta úlcera. En el campo, y más que en el campo en la selva, tanto los

hombres como los animales son atacados por este infecto arácnido. Donde haya

hojas podridas de árboles y sobre todo de cañas, allí encontrarás gran cantidad de

esos bichos. En cuanto te eches en el suelo sentirás que te atacan y que todo el

cuerpo te pica. Y cuando te rasques más aumentarás la herida y el dolor.

Recuerdo que una noche llegué a contarme sesenta en todo el cuerpo, entre las

recientes y las anteriores. A la tercera semana de vivir entre los indios, nuestra

preocupación en las travesías por las selvas no eran los tigres, las víboras o los

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faunos (que los españoles llaman diablos del monte y los guaraníes Carugua), sino

las alimañas que por todas partes nos atacaban tanto por el aire como por el suelo.

Deplorábamos que no nos bastaran los ojos para descubrirlas ni las manos para

espantarlas. Las noches, necesarias para secar el sudor y reparar las fuerzas

después del cansancio del día, apenas nos eran suficientes para quitarnos las

garrapatas y espantarlas. Los españoles que van a las selvas a buscar yerba,

vuelven a diario a sus chozas cargados con haces de ramas del árbol Caá y con

garrapatas. Una vez depositada su carga de ramas, todos al mismo tiempo se

apuran a bañarse en algún lago o arroyo cercano. Enseguida se piden mútuamente

que se examinen para sacarse unos a otros las garrapatas que tengan prendidas en

la piel. Si no se tomaran ese diario trabajo, en pocos días morirían por el pus y las

úlceras. /372

Los ciervos, los monos, los gamos, los osos hormigueros, los perros, y en fin,

cuantas fieras crían el campo y la selva, temen tanto a las garrapatas como a los

cazadores. Una vez compré una gamita de pocos días a un indio, e incautamente la

toqué acercando la cabeza; una garrapata se me pasó de ella penetrando en la

oreja y allí se me prendió firmemente con la cabeza y las patas de tal modo que

sólo pudo ser arrancada con un cuchillo corvo.

No conozco en América ningún remedio eficaz para combatir este tipo de insecto

o para curar sus picaduras. Lo más seguro es abstenerse de rascarse con las uñas.

Varrón da el remedio contra las garrapatas en De re rustica, libro 2, capitulo 9:

Quidam nucibus Graecis (entiéndase almendras) in aqua. tritis perungunt catulorum

aures, quod ricini soleant (si hoc unguine non sit usus) eas exulcerare (112). Las

garrapatas chicas son mucho más intolerables que las más grandes.

Es increíble la cantidad y variedad de hormigas que hay en toda Paracuaria,

tanto de las que andan por tierra como de las voladoras. Rápidamente recordaré las

principales y más conocidas. Los abipones llaman a las hormigas Oehega y los

guaraníes tahi, aunque distinguen a cada especie con un vocablo singular. Las más

pequeñas de todas las hormigas, de color rojo, son las más peligrosas y mordaces.

Buscan al azúcar, la miel y cualquier dulce, como el imán al hierro. Por esto, cuando

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pretendes defender tu despensa contra ellas, deberás emplear astucia e ingenio. Al

ingerir dulces aumenta su bilis y produce una roncha que ha de durar durante

varios días con dolor. Una vez bebí imprudentemente agua fría que a diario era mi

bebida con azúcar y yerba sorbiéndola con la bombilla y con ella sorbí innumerables

hormiguitas que estaban /373 adheridas a la bombilla. ¡Dios Santo. Con cuánto

tormento y con cuánto peligro vino acompañado este sorbo! Nunca me había visto

más cerca de la muerte habiendo soportado tantos peligros en tierra y en mar. Toda

la garganta se me ulceró e inflamó; con las amígdalas tumefactas, y oprimido por

tan grandes angustias, con gran dificultad apenas podía tragar ni una miga ni una

gota durante dos días. El mayor problema fue la imposibilidad de hablar y de

dormir. Y en el mismo día de la Asunción debí abstenerme de celebrar la Santa

Misa. Inútilmente intenté muchas cosas, hasta que por fin lavé mi garganta con

agua cocida con cebada, y mezclada con miel silvestre y vinagre y ungí varias

veces el cuello con grasa de gallina, hasta que desaparecieron el tumor y el dolor

de garganta al mismo tiempo que el peligro nada imaginario en que me hallaba.

Por las mismas hormigas que había tragado comencé a sentir una molestia de

pulmones y tanta tos, que como si fuera un asmático no podía tomar el sueño si no

era necesario. Pasé noches enteras tosiendo. El único lenitivo fue echar azufre

sobre carbones encendidos y hacer inhalaciones de vapor de azufre. Esto me hacía

arrojar la flema y me sedaba por un tiempo la tos. A fines de setiembre recorrí un

camino a caballo y durante varios días debí pernoctar al aire libre, lo que me

benefició y restableció; poco a poco fue aplacándose aquella tos nocturna. Para que

conozcas el virus de las hormiguitas rojas, para que te cuides de beber antes de

examinarla, pensé que te serviría esta experiencia mía.

A estas tan pequeñas le siguen otras hormigas muy grandes que tuve

oportunidad de ver. Los guaraníes las llaman Jzau, y constituyen un verdadero

peligro, no para el cuerpo humano sino para los edificios debajo de los cuales se

establecen. Bajo los templos, bajo las casas hacen con gran trabajo /374 unos

laberintos. Cavan profundamente la tierra realizando sinuosos meandros, y

trasladan afuera la tierra desenterrada. A veces, les crecen alas especialmente

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cuando presienten las tormentas, y vuelan en turba; y con la misma desdicha con

que en otro tiempo Icaro cayó al mar, éstas, mojadas sus alas por la lluvia, a

diferencia de aquél, caen en tierra y mueren. Cuanto más alto se han elevado, más

rápidamente caen.

El agua de las precipitaciones penetra por aquellas aberturas por las que circulan

las hormigas. Esta gruta se inunda y la tierra que sostiene las casas es removida.

Los pilares que sostienen los muros, el techo y las vigas vacilan primero y, si no se

las apuntala enseguida, caerán junto con la casa. Este espectáculo no es raro para

los paracuarios. Toda la elevación en la que se asentó la ciudad de San Joaquín

temblaba por los túmulos y cuevas de hormigas, minado por todas partes por los

canales subterráneos. Nuestra casa y el templo adyacente sufrieron muchas

molestias y peligros. A veces no podía usarse por varios días el altar principal. En

tiempo lluvioso las hormigas que habían estado escondidas salían de sus antros en

largas fila y volaban; pero como no soportaban volar por mucho tiempo, caían y

ensuciaban al sacerdote, al altar y a los vasos sagrados. Si se les cerraba con

cuidado alguna de las diez puertas por las que salían de sus cuevas, al día siguiente

habían abierto otras veinte. Una tarde se desencadenó una terrible tempestad. El

cielo se agitaba por fuegos horrendos, y retumbaba con los truenos. La lluvia

estrepitosa aumentaba el terror, y nuestra casa perecía haberse convertido en un

lago en declive cuando el mismo muro hacía de muro de contención a las aguas. Mi

compañero se pasó a mi cuarto. En ese momento se presentó el indio guardián del

templo, anunciando que el piso se abría y que la pared se inclinaba rasgándose

/375 de manera alarmante. Tomando una lámpara acudí allí. Enseguida noté que

fuera del límite de la pieza se había producido una abertura en la tierra. No

recelando del peligro que correría, la tierra cedió en el lugar mismo del altar mayor

hasta alcanzar gran profundidad, y comencé a hundirme hasta los hombros; pero

con la misma rapidez con que el guardián me alcanzó la mano salí de aquella

vorágine. Perecía que las hormigas habían fundado su metrópoli debajo del altar

mayor. Aquella caverna tenía muchos codos de largo y de ancho y se asemejaba

por su aspecto a una especie de bodega.

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Durante varios días los indios trabajaron para llenarla de tierra, y durante días

las hormigas volvieron a cavarla. Ante la agitación e inquietud que dominaba a

todos, se llamó a cuantos indios fue posible para que sostuvieran con vigas y postes

la pared del templo que se estaba cayendo. Como los guaraníes son tan piadosos y

de reconocida observancia con los Padres se consagraron con celo durante muchas

horas al templo, empapados aquí por el sudor y allí por la continua lluvia. Por la

magnitud del peligro no se pudo tomar un descanso en estos trabajos. Y en esa

misma noche debí salir de mi pieza por consejo de mi compañero, ya que estaba

unida al templo con las mismas vigas y postes; de modo que si éste se derrumbaba,

de ningún modo podría evitarse la caída de aquélla. Yo leí que en las remontísimas

islas de las provincias Cuayanas las rocas y los montes son excavados por las

hormigas y por todas partes los muros son socavados y los habitantes expulsados

de sus casas. Fácilmente lo creeré, pues tuve que afrontar situaciones semejantes a

éstas, aunque también tan increíbles.

Aprendí en Paracuaria hasta qué punto son capaces de destruir las hormigas. Si

las comparas con otros insectos, son débiles y más pequeñas. Pero llegan a ser más

temibles y fuertes por su número, su trabajo y su concordia. Aunque tan pequeñas,

cuando se multiplican no deben ser despreciadas. /376 El mismo Océano, creciendo

desde pequeñas gotitas. ¡Ah!, ¡qué amenazador, qué truculento es! Vemos por los

campos, sobre todo los que alimenta el río Paraná, unos túmulos de hormigas muy

similares a pirámides de roca, de una altura de tres o más brazos, de base muy

ancha, y de una materia tan sólida que iguala a la piedra. Son casas de

aprovisionamiento y torres de las hormigas, desde cuya cima desprecian las

inundaciones y acechan seguras los cadáveres de los animales rezagados que

flotan. Vimos una vez una planicie tan llena de estos túmulos de hormigas, que no

encontrábamos lugar donde los caballos pudieran apoyar las patas sin peligro de

tropezar. A menudo se distingue en el campo un sendero de hormigas tan ancho

que jugarías que allí han pasado las legiones de Jerjes.

Algunas veces los españoles usan estos túmulos piramidales cavados con tanta

habilidad, a modo de horno para cocinar el pan. Nunca los demuelen sino que los

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reducen a polvo, pues mezclados con agua sirven para hacer el piso de las casas.

Los pisos de este tipo se asemejan a la piedra y duran como si fueran de piedra; se

dice que impiden la procreación de las pulgas y de otros insectos. Pero escucha los

estragos que las hormigas hacen en los asuntos domésticos. En larguísima y

apretada fila cuyo fin esperarás en vano, se acercan a las bolsas llenas de trigo; y

recorriendo continuamente el mismo camino durante días y noches (si no son de

luna llena), trasladan poco a poco unos cuantos alimentos. Desnudan de todas sus

hojas a los árboles frutales si no rodeas su tronco con una cola de vaca para

impedirles que suban. Destruyen todas las cosechas, y al verlas pensarías que han

sido segadas con una hoz.

El vino era muy escaso y apenas alcanzaba para el uso del altar, ya que se lo

traía a Paracuaria desde Chile a través de cuatrocientas leguas. Innumerables

hormigas se comían las vides y los viñedos más remotos. Los españoles ni son

enemigos del vino ni les disgusta el cultivo de la vid. /377

En cuanto llegaron a América, se dieron al trabajo de cultivar vides, pero sin

ningún resultado en Paracuaria. Cuando el esfuerzo de años se vio burlado por la

voracidad de las hormigas, y tanto sudor empleado en los viñedos no era

compensado con la obtención de una gota de vino, abandonaron el trabajo de las

viñas y se contentaron con la misma bebida que utilizaban los nativos cuando no

con la caña quemada del azúcar o el poco de vino que traen de Chile. Fuera de

Córdoba, La Rioja y Catamarca, colonias de Tucumán, apenas se contaba con

algunos racimos para obtener el vino necesario durante unos días para el Santo

Sacrificio; y el resto se debía traer de Buenos Aires o Tucumán.

Es indudable que yo rocié más frentes de europeos con aguas bautismales que

con gotas de vino paracuario. Los hombres de pueblos españoles suplen la falta de

vino con una bebida preparada con maíz u otros frutos. Si alguna vez logran vencer

la diaria asiduidad de las hormigas, grandes bandadas de palomas silvestres o de

avispas consumen las uvas en cuanto nacen. Las hormigas de todo tipo suelen ser

enemigas tanto de los viñedos como de los huertos. Cualquier cosa oleaginosa o

leguminosa la comen hasta las raíces. Hoy siembras una tierna planta; mañana la

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buscarás en vano. Sin embargo respetan a la pimienta por su sabor más acre.

Encontrarás la carne, tanto cruda como asada negreando de hormigas si la guardas

en una pieza. Comen cuanto hay de desecho, sean cadáveres de escarabajos, sapos

o víboras.

Una vez, volviendo a la pieza encontré una avecilla que tenía encerrada en una

jaula con un poco de carne como alimento, comida por las hormigas. Ni respetan los

cuerpos de los que duermen. De noche mientras duermes te entrarán en las orejas;

en cuanto tomas el sueño, surgirá de la pared o del piso un ejército de hormigas

que subirá a tu cama y te picará /378 por todas partes si no huyes enseguida. Me

creerás por ser un seguro experimentado. Esto es muy frecuente en las colonias

guaraníes. Aquí las velas están prendidas toda la noche. Pues consideran que el

único remedio para defenderse contra éstas es encender hojas de papiro y

arrojarlas sobre la columna de hormigas cuando avanzan. Los portugueses han

recibido aquel adagio de que las hormigas son las reinas del Brasil. Nosotros

sabemos por experiencia que son las dueñas de Paracuaria. Son más poderosas que

aquel Nicolás que habían inventado como rey de los paracuarios. Más trabajo he

tenido con ellas que en someter a todos los bárbaros. No obstante, todos los medios

que se piensen, sirven para ahuyentarlas pero no para eliminarlas. Para esto deben

destruirse con gran trabajo, las cavernas de hormigas, arrojándoles fuego o

retirando sus huevos. Al día siguiente se encontrarán otras nuevas en el mismo

campo. También se retiran si se introduce en sus cuevas estiércol de cerdo, o cal,

orégano u orín; pero enseguida cavarán nuevas cavernas. Otros prefieren utilizar el

azufre. Escucha cómo nos enseñaron a usarlo los portugueses. Explora los

escondrijos de las hormigas que encuentres en tu huerta o en tu campo. Introduce

incienso con carbones encendidos en la abertura mayor por la que penetran en la

tierra. Aviva la llama y agrega azufre para que surja abundan te humo; enseguida

obstruye con limo fresco las demás entradas por donde veas que sale el humo para

que éste no salga al exterior. El azufre, al inflarse, llena toda la caverna y sofoca el

ejército de hormigas que allí se encuentre. Muchos han realizado esta experiencia

en Paracuaria, obteniendo gran éxito. Pero ¿qué ocurriría si en aquellas soledades

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llegaran a faltar el azufre y la paciencia? Faltarán los frutos de la vid, de los árboles,

de los campos. Las hormigas devastarán /379 todo lo que encuentran a su paso,

arrasarán los cultivos de los campesinos y tratarán de eludir los medios utilizados

para eliminarlas; el único modo eficaz de combatirlas es introducir en los

hormigueros azufre quemado, pues el humo que produce logrará exterminarlas.

Plinio en el libro: II. Capítulo 31, refiere que en algunas regiones de las Indias

Orientales viven unas hormigas del tamaño de las arañas egipcias, semejantes por

el color y tamaño a aquéllas, pero cornadas. Nunca vi en Paracuaria tales insectos

tan grandes; y sostengo que tal vez nacieron en el cerebro de los creadores de

fábulas. No me atrevo a contradecir bajo juramento las palabras de Plinio, a quien

se atribuye conocimiento en asuntos extranjeros cuando se refiere a su tamaño

monstruoso, virtudes y formas. Pero aunque las hormigas paracuarias sean más

pequeñas, son suficientes por sus fuerzas y sus armas para despedazar y lastimar

los miembros humanos.

Oportunamente recuerdo lo que Suetonio en el Número 46 escribe sobre Nerón,

hostigado con terrores nocturnos por sus delitos: Nunquam antea, dice, somniare

solitus, occisa demum matre vidit per quietem. navem sibi regente extorturm

gobernaculum: Trabique se ab Octavia uxore in arctissimas tenebras, et nodo

pennatrarum formicarum multitudine oppleri: modo etc., (113). No por esto Nerón

soñó con las hormigas como si fueran verdugos estigios que infestaban sus días y

sus noches, siempre intolerables. Lo que Nerón soñó, nosotros los hemos vivido

tantos años en Paracuaria. Pues tanto en la casa como en el campo, del mismo

modo éramos maltratados por las hormigas que nos atacaban, sobre todo si las

irritábamos. Ya.que cuando se sienten atacadas tanto a sí mismas como a sus

cosas, suelen destruir con diligencia.

Hay un árbol que los españoles llaman formicaria, y los indios chiquitos Auci

N'occepez. Su madera, muy blanda, es taladrada por todas partes por las hormigas

como una criba, y habitan allí. Cuídate de no tocar este árbol ni con el dedo, pues

una infinita cohorte de hormigas se te abalanzará /380 como si hubiera escuchado

una trompeta de guerra a su puerta, y te lacerará de manera lastimosa, sin dejarte

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ninguna parte de la piel intacta, de modo que serás abrumado por aquella multitud

que había soñado Nerón.

Sería injusto que después de exponer los perjuicios que ocasionan las hormigas

callara los beneficios que prestan, hay unas de gran tamaño que llevan la parte

posterior del cuerpo un glóbulo lleno de una sustancia grasosa, muy blanca y que

recogida y derretida al fuego, era ocupada por los españoles y por los indios a

manera de manteca, con gran placer. Yo a menudo la he visto, pero nunca apetecí

ni envidié ese manjar.

Otras hormigas, muy pequeñas, ponen una cera muy blanca en los arbustos que

producen un fruto de gran fragancia llamado quabyra miri. De las diminutas

partículas recogidas se pueden preparar velas que sirvan para iluminar el altar. Esta

cera una vez encendida exhala un olor más suave que el del incienso; pero es más

difícil de obtener que la cera común y se consume más rápido que ésta. No faltan

hormigas que llevan en sus receptáculos partículas de resinas fragantes, que sirven

en lugar de incienso.

En algunas regiones de Asia hay hormigas que recogen de los montes auríferos

partículas de oro. Los habitantes bloquean sus cavernas para apoderarse del oro

cuando los rayos del sol son más intensos; lo realizan como si buscaran las arcas de

un tesoro. Pero las hormigas defienden acérrimamente sus propiedades y a menudo

los naturales vuelven con las manos vacías y finalmente con los pies pronto para

huir.

Hay una especie de hormigas que sirve de alimento a los osos, y que por eso se

la llama del oso hormiguero. Sobre éstas diré más en otro momento. Hace tiempo

tenía en la mente el deseo de que los que en Europa se ocupan de la comida de los

ruiseñores y las alondras viajen a América donde /381 llenarán sus aves con huevos

de hormigas. Volverán con grandes ganancias y al mismo tiempo adquirirán gran

destreza en aquellas provincias de América.

Es increíble el número de sapos de gran tamaño (que los guaraníes llaman

Cururu, los abipones Hiýmeya y los españoles sapo), que se desarrollan sobre todo

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en lugares desiertos o recién habitados. En la ciudad de Concepción que nosotros

trasladamos desde el arroyo Narahagem hasta las orillas del río Salado, al atardecer

todas las plantas eran rodeadas por cantidad de sapos, de modo que nos parecía

que los íbamos a pisar al caminar. Llenaban la capilla y todas nuestras chozas; y no

era raro que cayeran del techo al piso, o a la cama, o a la mesa. Sabían caminar por

la pared y subir y bajar como las moscas. Cuando no se encendía fuego en el suelo

en algún lugar elevado, los sapos penetraban en las ollas y en otros recipientes.

Cierta vez quise ocupar el agua hirviendo de una vasija de cobre para agregar al

mate que tomaba, mezclando yerba y azúcar. El agua salía en poca cantidad y de

color oscuro. Inspeccioné la vasija y vi atónito que había cocinado un sapo en el

agua, y eso era lo que la oscurecía y a la vez trababa la boca del recipiente. En la

Colonia del Rosario que yo fundé a orillas del Lago Mayor había la misma cantidad

de sapos. Cuando preparábamos el templo para los oficios sagrados, horrorizaba la

caterva de sapos, y aunque durante dos años los matábamos a cada hora, el

número de estos batracios, se multiplicaba a los pocos días. Otros sapos que los

españoles llaman escuerzos ocasionan a los europeos que los tropiezan, molestias y

peligros. /382

Para vengarse de los que lo molestan arrojan contra los individuos o cualquier

insecto un humor blanquecino y fétido que poseen en un pliegue ubicado detrás de

las orejas y que si llegan a los ojos, de inmediato los enceguece. Nadie pondrá en

duda que no sólo este líquido, sino su saliva, su sangre y su orina constituyen un

veneno sumamente peligroso. Según la opinión de autores que se han dedicado a

estudiar la vida de estos animales, los bárbaros del Brasil secan sapos y los reducen

a polvo; y con esto preparan una comida y una bebida con la que aceleran la

muerte de sus enemigos. Estos sienten que poco a poco se les inflama la garganta

y se les seca, y sufren vómitos, hipo, una repentina depresión de espíritu, delirio y

acerbísimos dolores en todo el cuerpo y el estómago, y a veces disentería. Contra

tales síntomas, si la fuerza del veneno diera lugar a la medicina, debe provocarse el

vómito para limpiar el estómago, y continuos paseos para transpirar, o un baño; con

estos remedios posiblemente se logre eliminar los restos del veneno del cuerpo.

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Para el mismo fin se pone al enfermo sobre un horno poco caliente o sobre un

animal recién muerto. Existen algunas hierbas y raíces aptas para combatir el

veneno. Entre estas ocupa el primer lugar la hierba que los brasileros llaman

Nhambi. Aplicando su jugo sobre el lomo o la cabeza del sapo (es necesario esparcir

un poco de este jugo por el suelo), muere la pestilente bestia en poco tiempo.

Igualmente sirven los polvos de tabaco colocados sobre el lomo, tal como lo

atestiguan los más dignos de fe. De lo expuesto puede deducirse la utilidad que

posee para repeler este tipo de veneno la hierba Nhambi o el tabaco.

La piel de los sapos americanos es de color ceniciento o castaño, a veces de

varios colores, llena de verrugas o aguzada por puntas como el erizo. Había leído

que ciertos bárbaros comen algunos sapos, no se de que especie; pero sin embargo

yo nunca lo he visto. Los polvos que se obtienen al desecar los sapos, una vez que

han sido preparados en los laboratorios farmacéuticos provocan abundante sudor y

orina y sirven /383 para curar la hidropesía, y otras pestes y fiebres; yo lo aprendí

de los médicos europeos, que aconsejan contra la hidropesía aplicar en la espalda,

cerca de los riñones, cataplasmas con un sapo machacado. Dicen que el aceite de

los sapos es útil para curar las paperas, si das fe al médico Juan Woyts, que es

quien lo asegura. Contra las enfermedades provocadas por el veneno de los sapos

recomiendan los cuernos del ciervo, los cangrejos de río, las flores de la vid, y no se

que otras cosas. Existe una variedad de ranas (que los abipones llaman oergetete)

tan admirable por su color, tamaño y tipos de canto como por su número. Son

cantoras y charlatanas como las europeas, y suelen cantar a los habitantes y a los

que transitan su antigua querella, tan molesta, en el limo. Pero no ocasionan ningún

daño, aunque los europeos las emplean tanto en medicina como en sus mesas.

Puedes pedir a un americano que te enseñe las comidas que se hacen con ellas y

qué empleo; yo siempre sentí horror, pues temo que me den sapo por rana como

gato por liebre. ¿Quién ignora que todas las naciones de Europa desechan el uso de

las ranas? Yo sin embargo pude llegar a conocer las diferencias que hay entre las

ranas y los sapos. ¿Acaso notáis negligencia si los ojos de la cocinera dormitan al

punto de llevar a la mesa cicuta en lugar de perejil u hongos venenosos en lugar de

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los inofensivos, engañada por su semejanza o por sus características que

difícilmente se distinguen?

En las lagunas alimentadas por el agua de las lluvias nunca faltan sanguijuelas

(que los abipones llaman ypichí). Jamás vi otras de semejante tamaño. Durante

cuatro años debí beber en varias colonias agua llena de ellas y a diario se las podía

pescar en los mismos vasos utilizando una cuchara. /384 A veces, cuando no tenía

nada que hacer, filtraba el agua a través de un lienzo. Las sanguijuelas se les

prenden por todas partes a los abipones, a quienes es familiar nadar, lavarse y

jugar en las lagunas. Unos se las quitan a los otros. Lo admirable es que ninguno de

estos animales nunca se han deslizado por algún conducto al cuerpo de nadie.

En la misión del Rosario, después de una lluvia torrencial todas las calles

parecían repletas de sanguijuelas, este espectáculo que nunca habíamos visto en

otros lugares, produjo la risa y la admiración de todos. Pero los abipones, que

siempre andaban con los pies descalzos, se lamentaban porque las sanguijuelas se

les prendían por donde caminaran. Este flagelo duró poco tiempo, pues al cabo de

una hora los molestos huéspedes habían desaparecido todos juntos. Lo más

probable es que se hubieran pasado a una laguna cercana.

En las cuevas rocosas se esconden unos murciélagos de gran tamaño que los

guaraníes llaman Mbopi y los abipones Cabit; su presencia en los campos era

temida por los animales y por los habitantes según refiere Maffei en el libro 2,

página 35, de De rebus Indicis. En las Canarias se ven murciélagos de gran tamaño

que por la forma de sus cabezas se parecen notablemente a un zorro y con su carne

se prepara una comida muy exquisita. En Las Canarias los murciélagos de este tipo

se alimentan con la misma carne de sus habitantes; mientras que en Paracuaria

succionan la sangre de los naturales.

En efecto éstos penetran subrepticiamente en las piezas, y si sorprenden a

algunos adormecidos o mal tapados les chupan la sangre de los pies o de los

brazos, pero con tanta suavidad que los que están dormidos creen que los están

acariciando y no mordiendo; y al batir los alas amortiguan las heridas que provocan

con sus dientes. La herida producida /385 en la piel no produce tanto dolor, aunque

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resulta sumamente peligrosa si las moscas se detienen sobre ella, ya que estos

insectos depositan sus huevos sobre la piel lastimada; los gusanillos originados de

estos huevos contribuirán a descomponer la herida con mayor rapidez. Para evitar

esto, hay que colocar enseguida sobre la mordedura del murciélago cenizas

calientes.

Alguien ha dicho con gran verdad que los ratones y los lirones (para los

guaraníes Angujà y para los abipones Patagnik), encuentran en Paracuaria no sólo

su seminario, sino sus campos elíseos. Están en todo lugar donde haya alguna vaca

muerta o carne en descomposición, de modo que si los ratones la encuentran

realizan allí su comida de día y de noche, con lo que aumentan más de lo necesario

y de lo que podría creerse.

En la ciudad de Buenos Aires vimos atónitos, a diario, salir en turba de las viejas

paredes a la superficie ratas más grandes que nuestras ardillas. Yo mismo con mis

compañeros conté a menudo en una sola fila más de cincuenta. En Córdoba de

Tucumán, una vaca sin pellejo ni vísceras estaba colgada en la pieza del

bibliotecario. Cuando llegaron allí los hermanos laicos, vieron cómo negreaba de

ratones y cómo la consumían en aquella noche, y se acercaron para observar tan

inaudito espectáculo. Muchos huyeron por temor cuando tocaron la carne con la

mano; pero encontraron dentro de ella muchísimos ratones escondidos. Cuando

supe esto me dio tantas náuseas por la carne corroída por los ratones que por dos

veces tuve que retirarme de la mesa descompuesto. Que se sirviera la carne en un

lugar más apropiado y limpio, /386 fue el fruto de mis abstinencias, y no

lamentable. Un innumerable ejército de ratas, subiendo en apretada fila desde el

sur de Buenos Aires a Tucumán, llena los campos, los graneros y las casas, y no

raramente devastan todas las casas. Cuando encuentran un arroyo como obstáculo,

lo cruzan sin titubeos a nado. Van dejando la inmensa planicie por la que cruzan

como triturada y comprimida por carros. Los campesinos paracuarios, aterrorizados

ante tal cantidad de ratas abandonan sus chozas prefiriendo huir en vez de

combatirlas. Así, cuántas veces una turba de débiles e ineptos ahuyentan por su

número a los más poderosos. Pero no pienses, te lo ruego, que las ratas paracuarias

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se alimentan sólo de carne de vaca; también les gusta la carne humana, y parecen

pertenecer a la raza de los antropófagos; pues no raramente muerden las orejas de

los que duermen, y no con dientes débiles.

Conocí el caso de uno de mis compañeros al que un ratón lo había atacado un

mediodía mordiéndolo una y otra vez. Vi cómo su mano manaba sangre. Por eso no

tienen nada de sucio, porque corroen, roban y ocultan en sus escondrijos aquello

que les servirá de nido y de comida. Cierta vez, degastaron las lengüitas de seda

del libro de oraciones de los sacerdotes para preparar sus nidos. Trasladan a sus

escondrijos a manera de colchón por túneles subterráneos ropa interior, vendas,

medias, lienzos y lanas, artículos de cualquier uso. Estos molestos ladronzuelos a

diario ocasionan no sólo daños a las casas, sino provocan principio de incendio.

Pues se atreven a transportar las velas de sebo que arden de noche para llevarlas a

sus cuevas. A veces han incendiado las aldeas campesinas. Por eso me costó gran

trabajo hacer que se obedecieran mis órdenes en la misión del Rosario, para que no

se encendiera ninguna luz de noche. Para esto se usaba grasa de /387 vaca

amasada con los pies, a falta de sebo. Las ratas se arrastraban cada noche desde la

lámpara colocada en el piso hasta la vela con la mecha encendida, para tomar el

aceite frío. Para acabar con semejante audacia conviene colgar cerca de la lámpara

una cadenita de bronce clavada en el hierro. Contra los ladrones hay que usar la

fuerza o la astucia.

La zona de Paracuaria se ve azotada cada año por una frecuente plaga: las

langostas (para los abipones Aorkañi), de aspecto horrible y de gran tamaño.

Avanzando en infinita bandada, irrumpen provocando una terrorífica oscuridad

desde el horizonte; el sol se oscurece, la claridad se nubla, y jurarías que una nube

negra cargada de tormenta, lluvia y rayos se acerca. A menudo mis abipones

tomando las armas se prepararon para la lucha, porque las langostas vistas de lejos

parecían el polvo que los jinetes enemigos solían levantar en su ligerísima carrera.

En cualquier lugar en que se asienten las langostas atacan los frutos de los campos,

las hojas de los árboles, las hierbas, a los hombres y al mismo tiempo a los

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animales. Las numerosísirnas larvas que dejan continúan al año siguiente los

estragos y acrecientan la miseria.

Cuando el ejército de langostas se aproxima, para quo no se pose en el suelo y

devaste los campos sembrados, hay que impedirlo haciendo sonar las trompetas,

con los gritos del pueblo, estruendos de escopetas, y movimientos de ramas por el

aire. Si con esto no se lograba espantarlas, en las fundaciones guaraníes todos los

hombres se ocupaban en cazarlas y matarlas. A veces, en un solo día veíamos con

alegría muchos cestos llenos de estos insectos, y los condenábamos al fuego o al

agua.

Los abipones prefieren comerse las langostas antes que /388 sumergirlas o

quemarlas. Las derriban al piso utilizando unas varitas muy largas mientras vuelan,

y las asan a fuego lento y las comen con la misma voracidad con que nosotros

podríamos comer perdices o gallinas; pero no lo hacen todos juntos, ya que las

mujeres sólo se encargan de cocinarlas apartándose de los hombres. Y no es esto lo

que más nos enfada de estos bárbaros, pues en el Levítico, capítulo XI, versículo

XXII, se cuenta entre las volátiles del mundo. Los judíos, los etíopes, los partos y los

libios, comieron langostas cocinadas, tostadas o reducidas a harina, cuando no

endurecidas con sal y humo, si prestas fe a Diodoro Sículo, Libro 3, cap. 3; a Plinio,

Libro 6, capítulo 30; a San Jerónimo, Libro 2, de Contra Joviniano. Si tantos pueblos

antiguos sobrevivieron alimentándose con langostas, ¿por qué pondremos en duda

que la langosta con que se alimentaba San Juan Bautista en el desierto, como lo

cuentan las Sagradas Escrituras, sea una verdadera langosta y no una cierta hierba,

o un pez, o un cangrejo, como algunos escritores quieren interpretar? Pues

consideran que debe leerse tanto άκξιδες, como άκγαδες como ένκξιδες, ó

άκάγιδες, ya que no puede entrar en su ánimo la idea de que la langosta sea un

alimento, como yo lo he visto con m!s propios ojos entre los bárbaros.

No terminaría nunca si continuara enumerando las infinitas clases de insectos

que viven en Paracuaria. De estas que he recordado pueden deducirse las otras que

omito por deseo de brevedad. El ataque de pequeñísimos animales es más molesto

que el de los tigres, leones o cocodrilos, ya que no se los puede eludir por medio de

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la fuga ni combatirlos con las armas como a aquéllos; y es más raro y difícil

vencerlos. Máxime que son más dañinos porque menos se los ve; y más temibles

que las fieras más grandes por su número. El propósito de este capítulo fue escribir

sobre los insectos dañinos que provocan la muerte, las enfermedades o el daño.

¡Qué /389 amplio campo se me abriría si me pusiera a enumerar rápidamente los

insectos inofensivos ya sean de tierra o de agua! ¡Cuán grandes, Dios mío, la

variedad y abundancia de moscas, gusanos, abejas, tábanos, zánganos y

chicharras! Cuán múltiple diversidad de luciérnagas brillan de noche, cual estrellas.

Unos vibran con el movimiento de sus alas, otros con la sola luz de sus ojos; sería

suficiente para llenar un libro. Algunos brillan en todo el cuerpo. Las maderas, las

cañas, las hojas de los árboles, las raíces de las plantas, después que se pudren

despiden una luz verde, roja, amarilla o cerúlea, sobre todo en terrenos húmedos, al

modo del diamante, de la esmeralda, el topacio y los rubíes, que deleitan la vista

admirablemente. Esto lo hemos visto de noche a diario en las selvas situadas entre

los ríos Mbaè verà y Mondaÿ. Pedacitos de estas cosas que yo había visto brillar,

recogidas del suelo, eran llevadas a mi casa donde brillaban mientras estaban

húmedas. Si se las mojaba, recuperaban su prístino brillo que iban perdiendo a

medida que les faltaba el agua. Nunca encontré este tipo de fosforescencia en el

resto de Paracuaria.

Como las flores en el campo, así adornan las innumerables mariposas las

márgenes de los ríos y las selvas en amenísima variedad de colores. Sobre éstos y

otros insectos existen muchos libros especializados que circulan en manos de

todos. Después que los restantes pueblos bárbaros se habían sometido al yugo de

los españoles, los indómitos abipones se resistían a bajar la cerviz ante ellos; esto

sobre todo en este siglo. /390 Despreciando con soberbia la dominación española,

ávidos y pertinaces defensores de la libertad, vejaron toda la extensión de la

provincia, como ladrones, con cotidianos asaltos, muertes, e incendios, despojando

a gran parte de los habitantes de sus riquezas y ganados. Los españoles llaman a

los abipones ladrones y sicarios, pero ellos se jactan de ser guerreros y héroes. Para

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permitir a los lectores que juzguen por sí mismos, expongo su disciplina militar y

otros aspectos de la guerra. /391

 NOTAS

 75- "Sólo un hombre merece la honra de los demás: el médico".76- "Al dios de la vida".77- "Y Tú, poderoso del arte, que nos traes de vuelta a la vida, y que haces volver al

cielo los manes sepultos, que honras a Egea a Pérgamo, a Epidauro".78- "Antonio, emperador de los romanos; Galeno, de las enfermedades".79- "Mano de los dioses".80- "Morada de los dioses".81- "Vine, vi y vencí".82- "Llevan las heridas a las madres y a las esposas. Y ellas no se horrorizan de

contar o de succionar las plagas".83- "Pero después que vio la herida que había infligido la dura flecha, succionando

la sangre, conociendo la suave medicina, derramó, etc. ..."84- "Esto por aquello".85- "Se procurará no realizar los funerales apresuradamente. Pues la excesiva prisa,

a veces, enterró a vivos en lugar de muertos".86- "Pero en verdad, preparando el funeral con supremo honor, guardan tres días

enteros en lúgubre lamento, y lo entierran solamente al cuarto."87- "Por este motivo, César rechazó, por un edicto, la celebración de las exequias,

refiriéndolos a las normas de los mayores, que se quitaran de la vista los acerbos funerales, y no se les dedicara ni pompa ni panegírico."

88- "Entonces las silenciosas ánimas y los cuerpos de los muertos deambulan por los sepulcros, mientras la sombra se lleva los alimentos que le dejaran los suyos".

89- "Sin embargo, los huesos serán transportados en una pequeña urna; así, yo no habré de morir proscrito".

90- "Como, en verdad, la costumbre entre los lacedemonios consistía en abandonar en el extranjero los cadáveres de sus muertos, – aunque llevaban de vuelta el del rey – los espartanos que estaban presentes, como no tenían a mano miel, lo llevaron a Esparta rociando el cadáver con cera licuada".

91- "La construcción de los sepulcros era para ellos más sagrada que el culto a la antigüedad".

92- "No me es lícito derramarte lágrimas justas, ni llevar a tu sepulcro los cabellos tonsurados".

93- "Pero, ¿quién es esta mujer vestida de luto y de cabellos tonsurados?"94- "Vuela, infeliz, y corta sus cabellos al femenino lamento".95- "Así, cuando se hicieron estas cosas, cubrió la cabeza con un negro velo y

decretó que las tinieblas..."96- "Fue concedido al sexo débil el derecho, sin embargo no ilimitado, de darse a

las lágrimas, y por esto los mayores otorgaron a los varones un lapso de diez meses para lamentarse".

97- "En las casas retumban los lamentos, gemidos y llanto femenino; también el aire parece impregnado de profundos lamentos"

98- "Es tarea fácil la construcción de un sepulcro".99- "Aquel que no descansa en una tumba, es cubierto por el cielo".

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100- "La extremidad de la cola que contiene veneno, al introducirse en el cuerpo del hombre, trae a menudo la muerte; empero el veneno que inocula al morder siempre quita la vida, aunque más lentamente".

101- "Los enfermos se curan según la teoría, pero mueren en las camas".102- "No se conoce ningún antídoto contra el veneno de esta serpiente peligrosa".103- "Los brasileros llaman a esta gran serpiente: Mboy Guazù, que quiere decir:

esta es grande. Efectivamente, pues yo vi una que se había comido una cabra entera".

104- "En la tercera parte de la Historia de la India Lusitánica, se lee que allí, no lejos del mar, se encuentran grandes serpientes que casi siempre viven en los ríos; y cuyo tamaño puede deducirse de los alimentos que ingieren; pues se afirma que por día se comen a ciervos enteros".

105- "Igualan al hombre por su fuerza".106- "El Espíritu es una serpiente".107- "Una azulada serpiente saca la cabeza de su cueva y deja oír su horrible

silbido".108- "Esta, está teñida con manchas de variado colorido".109- "Huye, oh niño, que aquí en la hierba se esconde una fría serpiente".110- "En la misma región lo detestable y peligroso de las serpientes es su aliento,

que al arrojarlo provoca la muerte de los individuos".111- "Se hace un árbol, como el de la flor india del lirio".112- "Algunos ungen las orejas de los cachorros con nueces griegas (entiéndase

almendras), trituradas en agua, porque las garrapatas suelen lastimárselas. Podían aplicarse este remedio, siempre que no se hubieran rascado".

113- "Como no estaba habituado a soñar, después de muerta su madre, la veía en sueños, torturándolo cuando gobernaba su nave: que él fue arrestado por su esposa Octavia a las más negras tinieblas, y cubierto como un penates por una multitud de hormigas..."

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Biblioteca Virtual del Paraguay

S.J. Martín Dobrizhoffer

HISTORIA DE LOS ABIPONES

Vol. II

 

 

CAPÍTULO XXXV

SOBRE EL INGENIO MILITAR DE LOS ABIPONES

 

Pintaré rápidamente el ingenio militar de los abipones. No posee el latín ninguna

voz que responda a la imagen que me he formado de estos bárbaros por la diaria

experiencia. Los abipones son belicosos, diligentes, prontos a realizar sus hazañas;

esto no lo negará ningún español. Pero apenas me atrevo a decir que son

magnánimos e intrépidos. Pues el mismo Cicerón en las Filípicas, 2, distingue los

diligentes de los valientes: ut cognosceret te, dice, si minus portem attamen

strenuum (114). Mi intención es escribir una historia de los abipones, no su

panegírico. Es propio del historiador exponer los hechos desnudos sin jugo; al

orador le es permitido silenciar las cosas que no sean dignas de encomendar, y

cubrir los hechos que podrían obstaculizar las alabanzas. Yo soy simple, y diré a mi

modo lo que siento. No quisiera en absoluto mover a indignación o a risa a la

Verdad divina a la que he consagrado mi opúsculo.

Los abipones están aureolados por todas partes por la fama de su virtud bélica.

Desean con todas sus fuerzas las armas. Manejan con destreza el arco, la lanza y

todo tipo de flechas. Supieron correr con sus caballos como si tuvieran alas. No hay

quien soporte con mayor resistencia las asperezas de la guerra, las inclemencias

del tiempo o la privación de alimentos. /392

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Atraviesan a nado con gran destreza los ríos que son temidos por intrépidos

navegantes. Miran complacidos sus heridas, sin quejarse, como si fueran de otro.

Conocieron todas las cosas que los europeos admiran, pero muy pocos las imitaron.

Una sola cosa ignoran los abipones: despreciar la muerte, buscar para sí la gloria

por los peligros. Se jactan de su espíritu bélico, pero temen demostrar sus

bondades. Son intrépidos, pero de ningún modo pueden llamarse valientes. Pues es

propio de éstos, pese a caer abatidos, no temer nada en el mundo y querer vencer

o morir. Los abipones buscan la gloria, pero nunca la muerte. Consagrarán a los

fuertes la victoria, comprada con la muerte de uno solo de los suyos. No tributan

cantos de victoria si deben unir a ellos lamentos fúnebres. No otorgan el triunfo a

quien acompañe los suspiros del luto de una vida o de un huérfano. Pro patria sit

dulce mori licet, atque decorum; vivere pro patria dulcius esse putant (115), con el

poeta Oveno. Estos guerreros americanos se jactan falsamente de ser la progenie

de Marte, aunque les resulta inaguantable el temor a la muerte. ¡Oh sí! Yo nunca

incluiría en un registro la nómina de sus héroes.

Plutarco en la vida de Perseo, rey de Macedonia, reprende ásperamente su

ΦιλοΨνΧία, su excesivo amor a la vida, y la llama enfermedad de los reyes. Pues los

grandes varones desprecian la muerte con grandeza de espíritu. Sin embargo

nuestro firme deseo de conservar la vida no fue condenada por los sabios, con tal

que no hagamos o permitamos torpemente la realización de hechos enceguecidos

por ese amor. Desprecia la vida quien desconoce su verdadero valor o quien no

sabe vivirla. La vida es tan importante que Tulio Cicerón sostenía que debía

preferirse una hormiga a la más hermosa ciudad, porque en la ciudad no hay

sentidos, mientras que en la hormiga no sólo hay sentidos, sino mente, razón y

memoria. Por esto mismo San Agustín en el libro 2 sobre el Alma, afirmó a los

maniqueos que una mosca es más excelente que el mismo sol. Y Salomón, en el

Eclesiastés, IX, 4, enseña: Melior /393 es canis vivus Leone mortuo (116). Por esto

conviene a los mejores cuidar su propia vida, de ahí que los historiadores excusen a

Feres que había desdeñado morir por su hijo Admejo, rey de Tesalia, lo que acaso

considere Eurípides en su espíritu: Longum apud inferos tempus est Haec autem

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vita brevis est quidem, sed dulcis. Neque duabus animabus, sed una vivimus. Chara

lux haec, Dei, Chara! (117).

Nadie hubiera dicho en verdad que los abipones son los primeros en disipar su

vida. Antes que a ninguna otra divinidad, adoran a la diosa seguridad, árbitro de las

guerras, y si no están seguros de que ésta los protegerá, nunca se presentan al

combate.

Siempre amenazan a otros, siempre los temen. Nada atribuyen a la fortuna. Por

eso antes de pensar en la empresa guerrera, estudian una y otra vez la naturaleza

del lugar y el número de los enemigos, inquietos por su vida e incolumidad.

Cualquier peligro, y aun sospecha de peligro, hace caer la lanza de sus manos y

refrena rápidamente su enojo. Plutarco en sus sentencias lacónicas recuerda que

Agis, rey de Esparta, se jactaba de que sus soldados una vez que estallaba la

guerra no preguntaban cuántos eran los enemigos o qué fuerzas tenían, sino que

donde estuvieran salían dispuestos a atacarlos de cerca y vencerlos. Nunca los

abipones usaron en sus combates tan ciego ímpetu. No se apresuraban, porque

recelaban de todo. Y no tocaban trompeta de guerra si no habían explorado

diligentemente todas las cosas. Convencidos de su seguridad, irrumpían como un

río. Imitaban tanto al arrebatado Aníbal como al prudente Fabio. Supieron ser

audaces si eran ayudados por la fortuna, pero abandonaban la lucha /394 si les

faltaba sagacidad para prever los peligros. Por esto, así como nosotros no

intentamos atravesar a caballo un río torrentoso para no ser arrastrados por sus

aguas, así ellos no se acercaban a sus enemigos sino después de largas

cavilaciones para conquistar impunemente la victoria.

La innata cobardía de todos los americanos nos hace apreciar la temeridad de

los europeos y su magnanimidad. A menudo piensan que algo debe hacerse

enseguida; pero no dan el golpe sino después de meditarlo. Raramente invaden con

la frente abierta a las asechanzas. Se atreven parcamente contra los audaces que

ofrecen la frente a quienes los atacan, montando guardia. Nunca tiene menos temor

que cuando notan que son temidos. Con sus asedios y la velocidad de sus caballos

hacen estragos más funestos que los antiguos hunos a los que se asemejan

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enormemente. Es oportuno aquí compendiar lo que San Jerónimo, en su epístola

treinta había escrito en otro tiempo sobre aquellos pueblos que vivían hacia el

Océano, y que se inscribió como epitafio de Fabiola: Ecce subito, ait, discurrentibus

nunciis oriens totus intremuit, ab ultima Maeotide inter Glacialem Tanaim, et

Massagetarum immanes populos, ubi Caucasi rupibus feras gentes Elexandri

claustra cohibent, erupisse Hunnorum examina, quae Pernicibus equis, huc, illucque

volitantia Caedis pariter, ac terroris cuncta complerent. Insperati ubique aderant; Et

famam celeritate vincentes non religioni, non dignitatibus, non aetati parcebant,

non vagientis miserebantur infantiae, etc. (118).

Lo mismo hubo de lamentar de los abipones de Paracuaria, ya que lo redujeron

en su mayor parte a la desesperación e inquietud en años anteriores, antes de que,

reunidos en nuestras colonias, nos tuvieran como maestros de la religión y de las

buenas costumbres cuando menos eran temidos, ocasionaron a los españoles

cruentísimos estragos de los que hablaré en otro lugar: lo que deben a sus caballos

y a sus artes, que ya se expondrá en detalle oportunamente. Debe recelarse de

culpar /395 tanto a su timidez, ya que su manera de combatir está de acuerdo con

las leyes militares y así han conseguido volver a su patria victoriosos, con ninguna o

muy poca baja de sus compañeros de armas y mostrar como trofeo, según el rito de

los triunfadores, gran número de cautivos, ganados robados y riquezas capturadas

al enemigo. Flavio Vegetio en el Libro 3, capítulo 10, dice: Dimicaturis est necesaria,

per quam vitam retineant, et victoriam consequantur (119). Para esto los mismos

héroes usaban escudo y espada: con esta atacaban al enemigo, con aquella se

defendían. La astucia, la agilidad y la rapidez de sus caballos era para los abipones

mejor que un escudo. Si veían caer en el combate a uno de sus compañeros,

rápidamente se daban a la fuga. Si estaban en dificultades y sin ninguna posibilidad

de huir, combatían con gran obstinación, convirtiendo en furia su temor. El poeta

Marcial compara al soldado con el perro, y llama bueno lo que es malo. In cane, dice

Séneca, sagacitas prima est, si investigare debet feras; cursus, si consequi;

audacia, si mordere, et invadere, (120). De lo dicho deduzca el lector si con estas

cualidades del buen perro que se aplican al buen soldado, los abipones son

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eficaces. Me referiré ahora a sus armas, expediciones, consejos guerreros, séquito

militar, ataques a los enemigos, distintos modos de luchar, a los resultados de sus

victorias y en fin a los desastres ocasionados a nuestra provincia. /396

 

CAPÍTULO XXXVI

SOBRE LAS ARMAS DE LOS ABIPONES

 

Entre las armas utilizadas por los abipones no existe ninguna que sobresalga por

su nombre o por su utilidad en la guerra. De ahí que cada uno se preocupe porque

éstas sean aptas, útiles y en lo posible seguras. Para defenderse y para atacar a los

enemigos, usan entre las primeras el arco y la lanza. Los hacen de una madera de

su suelo patrio poco conocida en Paracuaria, de color rojizo cuando está recién

cortada. Se llama Neterge y es tan dura como el acero. Una vez que cortan el árbol

separan un trozo oblongo que luego pulen utilizando un cuchillo, o una piedra

aguda. Se creería que ha sido hecho con un torno. Para poder arrojarlo en línea bien

recta, lo hacen dar vueltas de un lado y de otro entre dos estacas calentándolo al

fuego. De este modo se hacen las lanzas de los abipones, apenas más chicas que

las picas macedonias; pues tienen más de cinco o seis brazas, afinadas en ambas

puntas, de manera que si una de sus extremidades se troncha, sirva la otra para

dar el golpe, o se la puede clavar en la tierra cuando pernoctan en el campo.

Cuando aún desconocían el hierro emplearon para combatir lanzas de madera a

las que les habían fijado en la punta cuernos de ciervo, imitando en esto a los

sennates, antiguo pueblo de Germania sobre el que se ha escrito: Sennis sola in

saggitis spes, quas, inopia ferri ossibus asperant (121). Pero después

que obtuvieron de los españoles puntas de hierro – ya sea /397 por la fuerza, o

pagando cierto precio – las colocaron con gran habilidad en sus lanzas y las usaron

en perjuicio de aquellos de quienes las recibieron. Ellos llaman a estas lanzas con

puntas de hierro, Catlaàn, y los españoles, lanzas. Cuando ya se disponen a

combatir untan las puntas con sebo para que penetre profunda y rápidamente en el

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cuerpo del enemigo. Algunas veces hemos visto graves heridas producidas por

estas lanzas, presentando algunas una profundidad de cuatro palmos. Con gran

empeño los abipones se lanzaron contra nuestras colonias de bárbaros desde sus

escondrijos.

Como sus chozas son tan pobres, clavan sus lanzas a la entrada para arrojarlas

cuantas veces lo necesiten. Donde veas lanzas, sabrás que allí viven otros tantos

guerreros. Como los generales europeos, a veces, para disimular la escasez de sus

tropas y cubrir la falta de bagaje bélico, simulan máquinas de guerra de madera

pintadas en sus muros, y los enemigos al verlas se atemorizan. Nosotros usando el

mismo ingenio militar, colocábamos en las casas de los abipones lanzas

rápidamente preparadas con caña o cualquier madera, para que viéndolas los

exploradores enemigos se engañaran y anunciaran a los suyos que nuestra ciudad

poseía buenas defensas, deduciendo del número de lanzas el número de hombres.

Este fraude bélico nos salvó en varias oportunidades a nosotros y a los bárbaros. En

los tugurios de los americanos, como en los campamentos europeos, es muy

frecuente luchar más con el ingenio que con las tropas. Troya, que no había podido

ser capturada por la fuerza, lo fue por el engaño de los griegos. Lo que debe

ponderarse en los abipones es que no sólo son expertos para arreglar sus armas

sino para adornarlas, limpiarlas y pulirlas en forma casi excesiva. Las puntas de sus

lanzas siempre resplandecen de modo que dirías que son de plata.

A menudo me avergoncé de los españoles provistos de armas de escaso valor,

descuidadas, ineptas frente a los abipones /398 cuya pobreza e indolencia sin

embargo condenamos. La mayoría lleva a modo de lanza una caña, un rústico palo,

un poste lleno de nudos, una rama de árbol o una madera totalmente torcida, y en

la punta atado con una cuerda un pedazo de espada o de cuchillo. Acaso los más

ricos tengan armas de fuego pero estropeadas, más a propósito para asustar que

para matar a los enemigos. Podrás encontrar unos pocos que tengan algunas

escopetas que sirvan para matar. Pero ten en cuenta que hasta aquí he hablado de

los campesinos españoles que deben luchar contra los indios. Pues nunca vi fuera

de Buenos Aires o Montevideo ejércitos organizados.

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Fabrican sus arcos de la misma madera del árbol Netergé, como las lanzas, y

suelen ser tan altos como un hombre. Son rectísimos, sin nervio, como un bastón,

sin ninguna curvatura, semejantes a los arcos de los turcos o de los tártaros. El

nervio o cuerda del arco lo hacen con tripas de zorro por lo general, y algunas veces

con una fibra muy fuerte que obtienen de una palmera. Para arrojar la flecha,

tendiendo al arco con gran tensión sin lastimarse las manos, se proveen de un

guante de madera, como ya diré. Adornan el carcaj, confeccionado con juncos, con

hilos de lana de variados colores. Hacen las flechas, cuya longitud oscila entre una

braza y un palmo, con caña, y tienen como punta un hueso, una madera durísima o

un hierro.

Las puntas de madera son más peligrosas que las de hierro; y las de hueso

(preparadas con tibias de zorro) son más fuertes. Cuando las arrojan se quiebran

como el vidrio, y sus partes al penetrar en el cuerpo producen un dolor

acerbísimo /399 y una herida que deja todos los miembros afectados. La madera,

embebida en un tipo de veneno nativo, produce más dolor y tumor que el hierro. Yo

escribo esto por experiencia, pues unos bárbaros Natakebitos me arrojaron una vez

una de estas flechas de madera que me atravesó el brazo, produciéndome durante

unas horas abundante sudor en la mano herida y otros indicios de envenenamiento.

Los abipones descuidando mi herida así como las suyas, me felicitaban a viva voz

porque había sido una flecha de madera y no de hueso. Y en verdad aprendí

claramente la diferencia que hay entre una y otras flechas con el frecuente trato de

los heridos que a diario curé. Las de hierro, de cualquier tipo que sean, son

consideradas por el pueblo como las más benignas e inofensivas de todas. Los

abipones nunca envenenan sus flechas, tal como lo hacen muchos pueblos de

América.

Ya en otra parte dije que los chiquitos, pueblo bélico de Paracuaria, constituyen

un verdadero peligro para sus vecinos bárbaros, porque si una de sus flechas

llegase a herirlos levemente de modo que brote una sola gotita de sangre,

rápidamente se difunde el tumor por todas las articulaciones y al cabo de pocas

horas el herido morirá sin que haya para él medicina ni esperanzas de vida. Este

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veneno que aplican a la punta de sus flechas es tan atroz, que sólo los chiquitos

supieron prepararlas utilizando una corteza de árbol desconocida para nosotros,

reservándose el cruel misterio. Constantemente me llamaba la atención que nadie

lograra este arcano preparado por ellos, sea con halagos o por la fuerza. Cuando

cazan cualquier animal, los matan con flechas envenenadas y desechan la parte del

animal que ha sido tocada por la flecha envenenada, utilizando el resto de la carne

como alimento, al modo de los guaraníes, que suelen comer las vacas y los novillos

muertos por el veneno mortal de las serpientes sin temor ni perjuicio, dejando sólo

el pedazo tocado por el diente de la serpiente. También los indios que viven cerca

del río Orinoco humedecen sus flechas en un veneno sumamente activo que ellos

mismos preparan; tal es lo que relata el Padre José Gumilla en su historia. Entre los

partos y escitas fue común /400 el empleo de flechas envenenadas. Así Ovidio en

las Tristias, libro 3, elegía 10, canta: Pars cadit hamatis misere confixa sagittis; Nam

volucri ferro tinctile virus inest (122). Y también Horacio: Venenatis gravidam

sagittis pharetram dixit (123). Plinio, Baricello de Langio y Aristóteles se refieren a

las sustancias que se utilizaban para preparar este tóxico. Pero yo movido por la

religión pienso que debe mantenerse en secreto este pestilente artificio para que

nadie quiera abusar de él.

Las plumas con que hacen volar sus flechas, las toman de las alas de los cuervos

que cazan cuando andan de correría; cuando declaran la guerra a sus enemigos se

encargan de preparar sus flechas. Atan cada pluma por ambos lados con la fibra de

un hilo delgadísimo a la punta de la caña. Nadie duda de que los vilelas o como los

llaman los abipones, Raregranraik, son los mejores arqueros de Paracuaria. Estos

fijan con habilidad las plumas no con hilo sino con una cola que preparan con las

tripas del bagre, y quedando fijada la punta muy levemente a la caña y con esto sus

flechas se vuelven peligrosísimas, pues al arrancar la caña de la carne herida,

queda dentro sólo la punta.

Los guaraníes, menos escrupulosos, adornan sus flechas con plumas de loro o de

otras aves. Cuando arrojan a un objetivo propuesto más de cuarenta al mismo

tiempo, quedan desparramadas por el suelo o clavadas en una madera y enseguida

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las recogen y cada uno conoce la suya por el color de las plumas. Algunos pueblos

tienen métodos propios para preparar sus flechas. Las flechas más cortas son más

peligrosas que las más largas. Difícilmente se puede determinar el número exacto

de flechas cortas que los naturales llevan durante las escaramuzas. Parece que esta

prorrogativa no se extiende a las más largas, sino sólo a las de menor tamaño

porque éstas alcanzan con mayor fuerza cualquier blanco ubicado a mayor

distancia.

Los abipones son muy versados en arrojar las /401 flechas; esto no es de

admirar, ya que desde niños se habitúan a utilizar el arco para derribar aves. En un

certamen de juego, después de establecer los premios para cada vencedor, se toma

como blanco alguna fruta cítrica muy distante. A pesar del gran número de flechas

que se disparan, muy pocas yerran, provocando la admiración de los españoles que

asisten como espectadores de la pericia de los indígenas. Los guaraníes conocen

con más profundidad este arte. Carlos Morphy, gobernador real de Paracuaria,

oriundo de París, gran conocedor de la ciencias y de las arte liberales, célebre entre

los españoles por sus virtudes militares, partícipe de todas las victorias que el

celebérrimo Pedro de Zeballos había logrado sobre los portugueses, eximio por la

suavidad e integridad do sus costumbres, me visitó en la ciudad de San Joaquín y se

quedó a vivir en mi casa durante cuatro días. Para pasar el tiempo ofrecí al huésped

militar un certamen militar en la plaza pública. Noventa arqueros indios tuvieron por

blanco la figura de un hombre montado a caballo, dibujada sobre madera. Es

increíble cómo la mayoría de los naturales acertaban a la cabeza o al pecho con

golpes de flecha bien dirigidos, aunque estuvieran distantes de la meta. Muchísimos

jinetes, desplazándose en velocísima carrera, sobresalieron del mismo modo con la

lanza o con la flecha.

El gobernador comentó la destreza de mis indios con tanta admiración y

ponderaciones, que al día siguiente se debió repetir el espectáculo que tanto le

había agradado, una y otra vez. El ilustre visitante ofreció con sus propias manos a

cada uno de los vencedores los premios que yo le había dado de las provisiones

domésticas, consistentes en cuchillos, tijeritas, manojos de cuentas de vidrio,

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crucetas doradas, y otras cosas por el estilo. Yo en verdad estoy convencido que los

arqueros indios dan en el blanco con más seguridad y certeza que cualquier franco

tirador. Aprenden a disparar el arco con /402 gran destreza durante la caza de los

animales que les servirán de alimento. ¡Ah!, un arquero incapaz habrá de pasar

hambre muchas veces frente a los demás epulones. La comida es el mejor

estimulante para el hambre. El buen apetito que demuestran los indios, también lo

manifiestan los buenos arqueros. A diario derribaban en mi presencia con un solo

golpe de flecha a monos que jugaban en la copa de árboles altísimos, a loros o a

otras aves, cuando no tiraban a peces que nadaban en un río cristalino.

Existe una gran variedad de flechas. Unas son mas largas y más gruesas que

otras, según estén o no destinadas a matar animales de gran tamaño. También es

múltiple la forma de sus puntas. Unas son planas y de punta recta. Otras terminan

en un gancho, en una o en las dos puntas, y algunas están provistas de púas con

una serie de cuatro anzuelos. Este tipo de flechas no fue inventado por los

americanos, sino por los gétulos y por otros pueblos del orbe antiguo, tal como se

ve en aquel verso de Ovidio que antes mencionara: Pars cadit hematis misere

confixa sagittis (124). Nunca saques del cuerpo una flecha con punta en forma de

gancho sin antes hacerla girar con ambas manos. Con estas vueltas de la flecha

abrirás camino para extraer el gancho de la carne, pero ¡con cuánto dolor! Me

estremezco al recordarlo. La flecha de triple anzuelo con la que una vez fui herido,

horroriza. Porque si la más pequeña partícula de la punta que se quiebre penetra en

la carne, con los deficientes instrumentos de cirugía, sobrevendrá un desastre. Si

alguna vez los abipones ven que un resto de flecha queda adherida en alguna parte

del cuerpo como las piernas o los brazos, ellos mismos extraen utilizando un vulgar

cuchillo el trozo de carne que tiene introducida la flecha. Se ensañan consigo

mismos cuando desean /403 curarse; pues curan la herida con otra herida; usan

una medicina que es más dolorosa que la misma enfermedad.

El célebre cacique Ychoalay, del que hice frecuente mención, luchando

duramente con su émulo Oaherkaikin, fue herido de gravedad con una flecha ósea

que le penetró propiamente en el occipital. La mayor parte de ésta estaba

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profundamente adherida a los tejidos como si fuera un clavo. Como el dolor

aumentaba a medida que pasaban los días, lo trasladamos a caballo desde la

ciudad de San Jerónimo hasta Santa Fe, distante unas sesenta leguas, para que el

infeliz fuera curado por un médico portugués, laico franciscano. Lo primero que hizo

fue una incisión para poder tomar y extraer la punta de la flecha ósea que estaba

escondida en el occipital. La operación fue realizada con felicidad, aunque no sin

acerbísimo dolor. El indio toleró con espíritu sereno no sólo la cruentísima herida,

sin emitir un gemido o dar muestras de dolor, sino que él mismo exhortaba al

médico que vacilaba por el miedo, y andaba con rodeos. "¿Me veis temer?", decía.

"No temas, te ruego; corta, trepana, haz todo con la mayor confianza, de acuerdo a

tu parecer. Herido por lanzas, flechas y escopetas, estoy acostumbrado a los

dolores diarios". Extraída por fin la punta de la flecha de la herida comenzó a fluir

sangre como si fuera una canilla abierta. El indio había esperado esto con frente

serena, y dio a su liberador cuantas gracias pudo. Esta operación se realizó en una

casa y a la vista de un noble español que admiró la resistencia de su gran amigo

Ychoalay, y esperó ansiosamente su restablecimiento.

Se distinguen de las demás una flechas que usan para atacar y penetrar en las

fortalezas enemigas, temibles por el impacto que producen cuando penetran en el

cuerpo. Estas /404 fueron usuales en pueblos antiguos. Aludiendo a las mismas,

Isaías había dicho: Posuit me sicut sagittam electam: In pharetra sua abscondit me.

(125) (Cap. XLIX, V. 2). Así como los próbidos navegantes consideran el ancla como

elemento sagrado por la estabilidad y firmeza que proporciona, y la reservan para

casos de urgencia o peligro, así los guerreros americanos sentían especial estima

hacia cierta clase de flecha de probadísima virtud tanto para matarse a sí mismos

cuando se presenta la ocasión, como para matar a otros cuya muerte deseaban

intensamente.

Cuando querían cazar aves u otros animales menores usaban unas flechas en

cuyas puntas colocaban una bolita de madera o de cera; con esto derribaban a los

animales, pero sin darles muerte. Si alguna vez no podían dirigir la flecha en línea

recta hasta el blanco propuesto por algún obstáculo que se interpusiera, la

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arrojaban de tal forma que ésta describía en su recorrido una especie de arco del

mismo modo que cuando se atacaban los campamentos se arrojaban las bolas de

fuego del mortero. Los abipones no carecen de recursos para incendiar las casas:

arrojan contra los techos y las pajas algodón o algún tipo de estopa ardiente atado

a la funda de las flechas, y rápidamente incendian cuanto quieren, por distante que

esté. Muchas ciudades de los españoles fueron convertidas en cenizas con este

triste artificio. En la misión de Rosario que fundé para los abipones procuré proteger

mis casas con paja cubierta de abundante barro que rechazaba la llama de los

bárbaros vecinos, ya que, las flechas se clavaban allí. Para el mismo fin cubrí con

cueros de vaca las atalayas de madera desde donde se podían observar

cómodamente los movimientos de los enemigos prontos al asalto. Y este intento no

desvaneció mis esperanzas. /405

Dije que la lanza y el arco son las principales armas de los abipones, pero no las

únicas. Pues además de ésta, se rodean el brazo derecho con tres bolas de piedra

cubiertas de cuero y atadas con cuerdas las tres juntas, las que arrojan con golpe

muy certero y con cuyo impacto matan tanto a hombres como a animales o si lo

prefieren, los inmoviliza de tal modo que luego se los podía matar utilizando la

lanza. Este temible tipo de arma (que los españoles llaman las bolas y los abipones

Noaharřancatè), tiene lugar de preeminencia entre los bárbaros australes de las

tierras magallánicas, tal como ya escribí ampliamente en el primer libro.

Los hombres de pueblo españoles, cuando no los indios y todos los negros

indistintamente, recorren a diario el campo a caballo, armados con este

instrumento de bolas de piedra colgando de sus monturas o del cinturón. Y en

verdad su empleo fue muy útil para todos. Sobre esa especie de clava de madera

que los españoles llaman Macana y los abipones Yüle o Hepiginřankatè, y que usan

tanto para los juegos en sus casas como para la caza o la guerra fuera de ella, ya

hablé ampliamente en el capítulo séptimo: ¿Por qué los abipones son tan sanos y

vivaces?

La honda, que con tanta destreza manejan los guaraníes, no fue muy empleada

por los abipones. Los niños a veces la usan para atemorizar o matar pajaritos. Estos

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poseían también un arco que tenía a modo de cuerda una tela de unos tres dedos

de largo de un material muy semejante al cáñamo y que ellos manejan con la mano

arrojando unas bolitas de arcillas en lugar de flecha para cazar aves u otros

animales pequeños. Este tubo de madera (para los alemanes Blasröhr), con el que

soplan con la boca bolitas sujetas con hilos de seda o lino para que puedan volar, no

es conocido ni de nombre por los abipones. /406

Sin embargo este tipo de arma es usada por algunos indios del Perú, que viven

entre los moxos y los bauras. Estos reemplazan los clavos de hierro por espinas

más gruesas, empapadas en un jugo venenoso que introducen dentro de ese tubo

de madera y que arrojan con un soplido contra las fieras y sus enemigos con tal

fuerza que al penetrar en el cuerpo los deja exánimes por un momento, para

terminar de morir en manos de los que arrojaron las espinas. El hecho debe

atribuirse no a la débil espina, sino al veneno con que fuera embebida.

Los abipones desconocen tanto los escudos como otros elementos utilizados

para defenderse de sus enemigos. Sin embargo se protegen la mayor parte del

cuerpo para combatir. Esta defensa se parece a una especie de dalmática,

preparada con cuero de alce sin ablandarse, muy áspero por dentro y cubierto por

fuera con piel do tigre. Abierto en el medio para que pueda pasar la cabeza, se

extiende por ambos lados hasta el codo y la cintura, y es casi impenetrable a las

flechas comunes, aunque no a las lanzas o proyectiles de plomo, pero muchas

veces disminuyen y reprimen también la fuerza de éstas. Comenzaron a usar en el

tórax un cinturón de un palmo de ancho hecho con el mismo cuero de alce (que los

españoles llaman La gran bestia, los abipones Alalek, los guaraníes Mborebi y el

pueblo de Paracuaria, Antà) cuando vieron a su príncipe jefe Debayakaikin caído,

debido a la herida que le produjera una lanza al penetrarle cerca del vientre. Usan

esta armadura todas las veces que deben luchar con otros indios. No obstante la

mayoría expone el cuerpo totalmente desnudo a las flechas enemigas, pues

consideran que están más seguros cuanto más cómodos se sientan para eludir los

golpes mortales.

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El tórax así cubierto si bien es cierto que está defendido por el grosor de los

cueros, también se siente impedido de movimiento por el peso y dureza perdiendo

agilidad, tan necesaria para defenderse, tal como ellos lo entienden cuando se trata

de combatir. Si la acción fuera contra los españoles, desdeñan el arco y su coraza

que no son eficaces contra las balas de plomo. Ponen toda su esperanza de victoria

en la firme lanza, en el rápido caballo y en la astucia de sus asechanzas. /407

Raramente combaten con soldados frente a frente, salvo cuando temen poner en

peligro sus vidas. Frecuentemente hieren a sus contrarios a punta de lanza más que

a golpes. Aunque la mayoría poseen espadas, ya sea compradas a los españoles o

tomadas en guerra, muy pocos de ellos las usan en los combates.

Después de haber investigado sobre las armas de los abipones, pienso que no

desagradará oír a los eruditos con qué nombre designaban los naturales sus armas,

además de otras cosas relativas a la milicia.

Arco: Netelřanře. Con el mismo nombre designan el blanco que les sirve para las

prácticas de tiro. Posiblemente derive de Netè, que significa tempestad.

Arco de cuerda: Netelřanře Lkaeřhè.

Flecha: Lanařhà. Dan el mismo nombre a las balas, a las que también llaman

Lpetà, que significa grano.

Pólvora: Netelřanře leenřa, que significa harina o polvo destructor.

Lanza de madera sin punta de hierro: que los españoles llaman dardo: Netergè,

voz que también utilizan para designar el árbol de cuya madera hacen las lanzas.

Los naturales dan a las lanzas otro nombre: Loheletè.

Lanza con punta de hierro: Catlaàn. Esta voz sólo designa la punta de hierro.

[Ubicación aproximada del marcador de página /408]

Cuchillo: Latařan. Su punta: Lapachik. El filo: Yleřà. El mango: Lay.

Espada: Kategřaik.

Las bolas, o tres pelotas de piedra: Noahařhařankatè.

Honda: Kepakinřanřat.

Macana, o clava de madera: Yüele o Hepiginřankatè.

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Coraza militar: Loachimà.

Cinturón: Nalege o Naatařkiè.

Unos gorros adornados con cuentas de vidrio y plumas, con que la mayoría se

cubre la cabeza para pelear: Let apehè o Ratahè.

Las vistosas plumas de aves que llevan en esos gorros: Laàkatè.

Un jugo de color negro, rojo o blanco con que se pintan el rostro para pelear:

Namenkà.

Flautas, cuernos y otros tipos de bastones de mando que llevan a la guerra:

Lahaurè.

Guerra: Anegla, o Nahamatřek, Noelakieřèk. Nuichiřieřà.

Guerrero, peleador: Oclakiřaik.

Magnánimo: Yapòt, o Ehoařaik.

Vencedor: Oagenřaik.

Explorador, espía, emisario, batidor: Namalatenřanřaik, o Ealřaik. /409

Soldado español: Nauachèk.

Arquero: Nainřanak. Arquero perito: Uíychàk. Inexperto: Patenřaik.

Lugar de combate: Nahamatřalatè o Naloatřalatè, o Kimitřalatè.

Combate de arqueros: Noàtařek.

Combate de estados: Nahamatrek o Noaarařanřek.

Pelea de ebrios que se dan mutuos puñetazos: Nemargetřèk.

Prisionero de guerra: Loàk.

Tímido, que huye: Netachkaik. Natergèk. Yakalò. Nematanřaik.

El jefe, o el que dirige la guerra: Nelařeyřat.

Matanza, estrago: Lanamichiriñi Yoaliripí.

Ataque: Retapřankatè o Auarařankatè.

Trompeta de guerra: Lamelgè. /410

 

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CAPÍTULO XXXVII

SOBRE LOS ESPIAS Y CONSEJOS BELICOS DE LOS ABIPONES

 

El modo de hacer guerra entre los abipones difiere de acuerdo al tipo de

enemigo que enfrentarán. Emplean una forma de combatir contra los españoles y

otra contra los bárbaros. Lo que sí puede afirmarse en todos los casos es que nunca

inician la lucha sin realizar un previo consejo y si no existe una esperanza de

victoria, aunque sin embargo muchas veces se equivocan, como sucede a diario a

los jefe europeos. Donde esperaron laureles, cosecharon fúnebres cipreses. Como

reza el adagio español: fueron a buscar lana, pero volvieron esquilados. Antes de

decidir la expedición al enemigo es costumbre entre ellos enviar por delante

exploradores que observen el camino por el que marcharán y el lugar que han

decidido bloquear. Que conozcan todo acerca de los habitantes y de quienes

podrían venir en su ayuda; sobre la cantidad de los vecinos y sobre el acceso a las

casas; el sitio más oportuno para sus asechanzas, los lugares por donde podrían

acercarse a escondidas, y si hubiese necesidad, retirarse. Que observen en detalle

la zona que cuenta con buenos pastos para alimentar los ganados, el número de

vigías y las demás cosas de este tipo. Y en verdad, estos emisarios desempeñan su

oficio con tanta sagacidad que aunque ellos ven todas las cosas jamás son

descubiertos. /411

Dejando por un tiempo los caballos en alguna orilla inaccesible del río o en los

escondites de la selva de modo que no quede rastro de ellos, se arrastran con pies

y manos ocultándose entre los matorrales o las ramas de los árboles para observar

de cerca al enemigo. A veces, amparándose en la oscuridad de la noche, se

aproximan a las mismas casas de los españoles y sorprenden a los que están

hablando dentro.

Aunque no conocen el español, al menos muchos hombres y mujeres conjeturan

al oír la pronunciación de ciertas palabras. Para no delatarse ni dejar rastros que

despierten la sospecha de un asalto enemigo sujetan a sus pies trozos de piel con lo

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cual disimulan las marcas de pisadas humanas, o las borran. A veces para observar

de lejos las cosas propuestas, se suben a las copas de los árboles, o en el lomo del

caballo o en el escabel. Raramente mandan un sólo explorador; por lo general

forman grupos de dos o tres. Estos se separan de noche para recorrer varios

caminos: cada uno inspecciona una parte de la zona señalada. Determinan el lugar

y momento en que deberán reencontrarse. Para poder lograrlo con mayor

seguridad, convienen en imitar las voces de algún ave u otro animal, con lo que se

reconocen y por fin se vuelven a unir. Pero han de usar astutamente esta señal.

Pues si imitan en horas de la noche la voz de algún ave que sólo se escucha de día

y no de noche, los españoles se darán cuenta de que ésta es fingida por los espías

bárbaros y enseguida eludirán el ataque enemigo con oportunas precauciones. Si

los espías que van a pie tuvieran a mano sus caballos y el ánimo intrépido, lo

conseguirían sin ningún trabajo. Esto, aunque rarísimo, recuerdo que ha sucedido.

En otra ocasión rompiendo ramas de árboles o atando el pasto más alto de varios

modos un compañero se da a conocer al otro. Nadie cumple mejor el papel /412 de

espía que aquellos abipones que, capturados desde niños por los españoles, fueron

educados por ellos y que ya adultos, sea con su permiso o a escondidas, volvieron a

su pueblo.

Pues sedientos de venganza y sin compasión para los españoles, viven

impunemente en las mismas ciudades por el conocimiento que poseen de los

lugares y la lengua, y se fingen amigos de ellos cuando no son confundidos con los

mismos españoles porque usan su lengua y modo de vestir. Seguros con este

artificio observan e indagan a plena luz y en la calle pública todo lo que les parece

que pueda servir para sus propósitos. Ven que los soldados están ausentes por sus

trabajos o que han salido a una recorrida de varios días, y ven carros cargados de

riquezas que ellos podrían fácilmente saquear como botín llevándolos a través de

aquellas inmensas soledades sin que ningún guardia se los impida. Estos por lo

general suelen tener pocas armas y poco espíritu para luchar. Nadie ignora

instrumento de cuántos estragos son tanto los abipones cautivos de los españoles

como los españoles cautivos de los abipones.

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Después que los exploradores, una vez cumplida su misión, anuncian a los suyos

las cosas que han visto y descubierto, se convoca a todos, de acuerdo a la

costumbre, a una consulta bélica que es al mismo tiempo un brindis por la victoria

que se obtendrá. Pues a los abipones les parece que no pueden deliberar

correctamente con la boca seca. Como afirma Estrabón de Persia: Invino de rebus

gravissimis deliberant, et haec firmiora putant, quam quae jejuni statuerunt. (126) Y

Justo Lipsio atestigua que los cretenses y todos los griegos tenían la misma

costumbre de beber cuando se trataba de consultar acerca de la guerra o de la paz.

El cacique autor de la propuesta expedición saca una copa entre su sentencia, e

inquiere la opinión de los demás sobre este asunto. Entonces excita a los otros a

realizar la /413 empresa con diligencia, a ejemplo de sus mayores, y con la

esperanza de gloria de obtener buen botín. Los reiterados tragos van preparando

tanto el cuerpo como el espíritu de los que beben. Pues hacen una bebida de miel o

algarroba mezclada con agua que a los primero sorbos se sube a la cabeza como el

vino más puro y que provoca un vocerío de ebrios, cantos y estrépito de tímpanos y

de sonoras calabazas, que los transforman en furias. Los héroes más criminales

entre sus antepasados, las victorias obtenidas en otro tiempo, constituyen el tema

principal de estos cantos bárbaros. Espectáculo realmente digno de risa, sino de

otra cosa. Te parecería ver tantos rayos de guerra cuantos abipones; y alguno se

cree Héctor, Epaminondas o Aníbal. Podría creerse que son tales por sus rostros

pintados con signos sangrientos para inspirar terror, marcados los brazos y el pecho

con cicatrices, los ojos amenazantes, dejando oír palabras truculentas como si

anunciaran la muerte.

Pero si en verdad se pudiera mirar en sus pechos, veríamos que de ellos algunos

saldrían a la calle, y otros se esconderían. Descubriríamos corteza sin médula,

gallinas bajo piel de leones, fuegos fatuos bajo palabras fulminantes, y en fin, vanas

iras sin fuerza. Aunque bebidos y arrastrándose por el suelo, irán. Acudirán

enseguida de los cuatro puntos cardinales. Allí mismo matarán de un golpe a toda

criatura humana que encuentren a su paso. Si tuvieran tanto ánimo cuando pelean

como cuando beben, matarían a cuantos españoles hay en América. Pero en verdad

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los ebrios Trasones son buenos trompeteros, como alguien dijo, pero malos

soldados. No son otra cosa que voces. Impávidos leones entre copas y coros;

huidizas liebres en el combate. /414

Si alguno de los abipones muere en manos enemigas, por lo general es vengado

por alguno de sus compañeros, máxime por sus parientes consanguíneos, pues

entre los americanos arde el deseo de venganza como si fuera una ley. Les es

propio invitar a sus compañeros y llamar a otros extraños a unirse a las armas para

atacar al enemigo y realizar primero el ataque. Así vimos vengar a los hijos la

muerte de sus padres o los padres la de sus hijos o nietos. Así como suelen hacer

con los pueblos amigos, así les piden ayuda tanto cuando ellos mismos preparan la

guerra o cuando la temen de otros que consideran que los superan. En verdad,

como a diario se ve en Europa, hay poca firmeza y confianza en las tropas de

auxilio. Entre los indios es más inconstante y débil la amistad. Cuando consideran

indigna la utilidad o el apoyo de sus vecinos repentinamente le vuelven la espalda y

tienen la esperanza de otra amistad que les proporciona leve ganancia.

 

CAPÍTULO XXXVIII

SOBRE LA PARTIDA Y TRAVESIA HASTA EL ENEMIGO Y SOBRE LOS

CAMPAMENTOS DE LOS ABIPONES

 

Es importante recordar que las expediciones bélicas que /415 realizaban los

abipones en estado de ebriedad siempre se ejecutaban fielmente y de acuerdo al

tiempo que habían establecido con anterioridad; consideran importante no

acelerarlas ni diferirlas, salvo que un acontecimiento imprevisto impusiere una

demora o que alguna poderosa razón los convenciera del apresuramiento.

No poseían nombres especiales para indicar los días y los meses; sin embargo

conocieron sin temor a equivocarse en qué día nacía la luna, cuándo era creciente y

cuándo menguante. Usaban las faces de la luna como medida de tiempo para

definir sus expediciones; de modo que aunque los compañeros de expedición

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estuviesen separados unos de otros por largos caminos que debían recorrer durante

días y días, se reunían en la fecha establecida, cuando no a la misma hora y en el

mismo lugar que habían prefijado. Aunque para ellos las horas carecían de nombre,

y como no poseían instrumentos que las señalara, lo reemplazaban con los dedos

mostrando la zona del cielo que en determinado momento ocupaba el sol u otros

astros en la noche. Cuando la luna estaba en cuarto menguante consideran que

había llegado el momento oportuno para marchar mas seguros resguardados por

las tinieblas, pues de este modo no serían descubiertos con facilidad. Para la vuelta,

si deben apresurar la huida, prefieren las noches claras de luna creciente. En fin,

todo lo que se relacione con su seguridad lo prevén cuidadosa y detalladamente.

Durante el día recorren /416 los caminos en grupos, pero al atardecer se reúnen en

el mismo sitio que habían convenido.

En Europa no es suficiente para el jefe que emprenderá la guerra un bagaje de

hierro y plomo; lo necesita de oro y de plata con lo que procurará el

aprovisionamiento y la paga de las tropas. El supremo estratega de los abipones no

tiene ninguno de estos cuidados. Todos ellos siempre están provistos de

abundantes caballos, poderosas lanzas, arcos, y hatos de flechas. Para los naturales

estos son los únicos instrumentos de guerra.

Las cabezas de los españoles, miles de mulas y caballos que sustraían de las

posesiones, hijos raptados del seno de sus madres o los que volvían con los suyos,

la gloria de poseer un nombre célebre, representaba para los soldados abipones al

mismo tiempo ganancia y trofeo. Aunque la colonia que habían decidido atacar

estuviese ubicada a muchas leguas, apenas llevaba cada uno dos caballos, y un

tercero para alternar con los demás durante los descansos y los trabajos. No iban

cargados con provisiones al emprender un camino, ni comida ni bebida. Se dice que

en otro tiempo llevaban a modo de viático conejos asados, acaso por que no eran

tan hábiles para la caza y menos provistos de caballos; pero en este tiempo el

abipón mata con la lanza que lleva en la mano a todos los animales que encuentra

en el camino, y con ellos se alimenta.

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Si la selva le negara los frutos de sus árboles, el campo les proveerá de

avestruces, ciervos, leones, tigres, raíces comestibles, perdices. En el cielo abundan

las aves, en los ríos y lagos todo tipo de peces, etc. Si un bárbaro tiene a mano una

lanza, nunca le faltará comida. Sólo las manos de aquellos que poseen exceso de

vanidad les proveen variada aunque poca comida. Para lograr una caza fácil y

mayor ganancia, /417 nunca avanzan en grupo sino que se separan por el campo

en filas, si no los disuade la sospecha de un enemigo cercano, y deben reunirse

nuevamente en un mismo lugar tanto para pernoctar como para merendar.

Conocieron con certeza los lugares en donde encontrar aguadas y leña para

alimentar el fuego, y lo más importante, donde ocultarse con seguridad y sin peligro

de posibles asechanzas.

Consideran como un adorno innecesario las calabazas y cuernos de toro que en

Paracuaria se utilizan a modo de copas o cántaros, pues prefieren beber el agua en

el hueco de las manos, o sorberla con movimientos de labios, como los perros; y si

fuera dulce la beberán como un vino. A veces tienen a mano lagunas y ríos de gran

caudal, pero cuyas aguas están impregnadas de sal, y otras amargas como la hiel,

lo que les produce grandes dolores de estómago; por eso prefieren morir de sed,

antes de soportar tales molestias, intolerables a los mismos animales.

Creen conveniente llevar en los viajes, los siguientes instrumentos: un cuchillo,

una piedra no muy grande para sacarle filo y dos maderitas con las que

rápidamente encienden fuego frotándolas. Suelen incendiar los campos para que

salgan los animales que se encuentran escondidos bajo los altos arbustos; les dan

muerte y luego los asan, contando así con abundante almuerzo y cena. Las dos

maderitas que llevaban debajo de sus monturas las usaban para hacer girar un

pedernal. Todo el bagaje de los abipones se define con estas reglas: felices de

aquellos que para viajar no necesitan tanto equipaje y carruaje; en Europa recibe el

nombre de impedimenta del ejército, y sin duda lo es. Aunque resulte increíble, el

bagaje molesta al soldado para marchar, para perseguir al enemigo o para huir.

Nuestros abipones pasan días y noches a la intemperie. A veces abrasados por el

ardiente sol, o soportando durante días intensas lluvias. Descubren los brazos, el

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pecho y los hombros /418 de la ropa que hacen de piel de oveja o de nutria, y

prefieren exponerse a las terribles picaduras de los mosquitos que transpirar por el

excesivo calor. El pasto les sirve de lecho durante la noche, la montura de

almohada y el cielo de techo; Acaso, ¿existió tienda más espléndida que amparara

a algún jefe en guerra? Cada uno es su propio sirviente. Y ni el mismo jefe recurre a

otros para preparar la comida o para subir al caballo. Si deben atravesar ríos

anchísimos que superan al Danubio o lagos muy grandes, no necesitan puente o

barca; bajan del caballo y se internan en el agua; se desnudan y en la mano

izquierda llevan al mismo tiempo su ropa y la lanza en alto; y se abren paso con la

derecha con la que dirigen las riendas del caballo, utilizándola como remo para

nadar hacia la orilla opuesta mientras continúan conversando con sus compañeros.

Si el caballo temiera ser arrebatado por la fuerza de las olas, lo obligan a seguir el

camino con reiterados puñetazos hasta tocar incólumes alguna roca pequeña,

desprovista de cieno y de árboles, que les ofrezca un desembarco más rápido. Si

alguna vez se sienten fatigados de tanto nadar se sostienen de la cola del caballo.

Todas estas cosas son desconocidas en Europa y parecen más digno de admiración

que de fe. Pero para nosotros, que a diario las hemos visto, son absolutamente

naturales.

En cuanto inician el camino envían por delante – constantemente y a todas

partes vigías que informan a sus compañeros cualquier vestigio de pueblo extraño o

indicio de asechanza que descubrieran. Eligen para pasar la noche un lugar que

esté cubierto por un lago, río o selva muy densa, que ofrezca a sus enemigos difícil

acceso y que no pueda ser /419 rodeado, pero que a la vez les permita repeler

cualquier ataque y en donde resulte difícil la huida del enemigo se acuestan

formando un semicírculo. Cada uno tiene junto a su cabeza la lanza clavada en el

suelo y cada cuatro o cinco, un fuego encendido. Y si quieren ocultarse por temor a

los enemigos, consideran más útil hacerlo en la obscuridad; a menudo deben

privarse del fuego nocturno para no ser descubiertos por el fulgor o por el humo. A

veces consideran oportuno engañar a los enemigos encendiendo muchas fogatas;

pues de su número suele deducirse la cantidad de hombres que pernoctan allí.

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Si mal no recuerdo, se ha escrito que el celebérrimo Cortés se impuso a los

bárbaros mejicanos con este subterfugio. Unos se entregan al sueño y otros,

designados como vigías cabalgan a todo lo ancho del campo tanto para detener la

tropa de caballos que deambulan de un lado a otro en busca de pasto o que huyen

de los mosquitos y los tigres, como para avisar con trompeta militar si hubiere

algún peligro y despertar a los compañeros que confiaron sus vidas y su seguridad

a la vigilancia y a la fe de los guardianes. Y en verdad, con frecuencia me admiré en

nuestras colonias con cuánta diligencia y fidelidad se cumplía esta misión de vigía.

Durante noches enteras, a menudo con tiempo muy tormentoso, los jinetes

recorrieron los campos adyacentes a la ciudad cuantas veces se difundían leves

rumores sobre la llegada del enemigo. Con el estridente ruido de cuernos y

trompetas militares indicaban que debían doblar la vigilancia cuando les parecía

que los enemigos ya se acercaban, o que se demoraría el asalto mediato. Y no se

atreverían a nada si no se sintieran preparados y seguros de sí mismos.

En los siete años que viví entre los abipones, cuántas noches pasamos insomnes

y armados por temor al enemigo sin que compareciera ni la sombra de éste.

Siempre que alguien sospechaba la presencia de posibles enemigos, se veló en /420

nuestras colonias, realizando minuciosas inspecciones en los alrededores. Pues

cuando menos se teme al enemigo, mayor es el peligro.

 

CAPÍTULO XXXIX

SOBRE EL ATAQUE Y LAS ACTIVIDADES QUE LO PRECEDEN

 

Es conveniente considerar las medidas y precauciones que anteceden al

combate. Se estudiarán minuciosamente las decisiones tomadas. Para no

equivocarse al tomar una determinación llevan consigo uno de sus hechiceros como

compañero de viaje y moderador de la expedición. Lo consultan por considerarlo

entendido en las cosas futuras y ausentes, y lo veneran hasta la insania, como si

fuera el oráculo de Delfos.

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Todos esperan ansiosos su opinión, y complacen sus deseos; pues los bárbaros

son más supersticiosos que los antiguos romanos, quienes no se atrevían a

emprender la guerra sin consultar a los augures y arúspices. Si los acontecimientos

no confirman las predicciones del hechicero, no habrá ninguno que se enfade con él

o desconfíe en lo sucesivo. A diario se equivocan, pero vuelven a sus casas con la

mayor parte del botín con que los abipones pagan sus mentiras. Si la agresión debe

realizarse al día siguiente, observan con cien ojos en qué lugar se llevará a cabo, y

no se atreven a ejecutar sus planes sino después de conocer a ciencia cierta todas

las cosas para evitar el peligro. Dejan en un lugar fuera de /421 la vista la tropa de

caballos innecesarios junto con las monturas y los frenos, encomendados a unos

guardias. Se pintan el rostro con varios colores para producir terror, de acuerdo a

una costumbre heredada de los antiguos teutones y de otros pueblos de América.

Para aumentar la inquietud del enemigo y de ellos mismos se ponen en la

cabeza una corona de plumas de avestruz, otros una galerilla de lana roja adornada

con cuentas de vidrio, o reluciente por unos cuernos figurados y algunos una

especie de ala de gran tamaño. Conocí a un abipón que cada vez que combatía se

ponía como si fuera un casco, un horrible adorno, que consistía en la cabeza de un

ciervo con sus cuernos. Algunos para pelear atan a sus narices un pico de tucán,

largo como un palmo. Siempre advertí que los naturales tenían menos espíritu que

solicitud para tomar las formas de provocar más terror. Muy intrépidos, con el rostro

teñido, esperan los dardos del enemigo. Todos tienen la costumbre de montar

semidesnudos y en pelo el caballo que cada uno tiene más probado, y en lugar de

freno, colocan en la boca del animal una cuerda que hace sus veces. Eluden todo

peso que podría quitar agilidad al caballo y para gozar de mayor libertad en el

momento que tengan que atacar o evitar algún golpe.

Consideran que el momento más propicio para concretar el ataque proyectado

es al amanecer o al atardecer, cuando la luz solar comienza a declinar siendo aun

suficiente para distinguir las cosas a simple vista. Pues al ponerse el sol o al alba

encuentran a muchos que sin duda morirían y a los que han sido vencidos por el

sueño a causa de las fatigas de muchos días pasados fuera de sus chozas. Pero

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debido a las /422 numerosas muertes producidas al amanecer o al atardecer, los

españoles muy cautelosos consideraban peligrosas esas horas del día y tomaron

precauciones, obligando a los bárbaros a doblar la vigilancia. Cuando los abipones

se dieron cuenta, de esta situación, los engañaron con nueva astucia; entonces

consideraron que debían renunciar a su costumbre y con frecuencia atacaron al

mediodía sin que se sospechara nada, cuando tenían esperanza de lograr la

empresa de acuerdo a sus deseos.

A ejemplo de los abipones, también los mocobíes, los tobas y otros bárbaros los

imitaron, de modo que más tarde no pasábamos en las colonias de los abipones

ninguna hora del día libre de sus asechanzas. Sin embargo, en horas de la noche

apenas se atreven a atacar, pues temen que en lugares oscuros se esconda alguien

que los descubra. Les daba miedo entrar en mi cuarto, pues yo lo tenía a oscuras de

noche, y: "¡Qué negra es tu casa!", ¡Kemen nenegin Greërigi, o La naà

nenekáuvági!, exclamaban atemorizados. A campo descubierto no temen las

tinieblas cuando llevan a los caballos a pastar o descansan, u observan el campo o

hacen cualquier otra cosa; Los ferocísimos bárbaros oackaklót que los españoles

llaman lenguas y el pueblo guaycurúes, de costumbres totalmente opuestas a las

de los demás, irrumpían y atacaban durante la noche en la mayoría de las ciudades.

Enviaban por delante a algunos de los suyos con el fin de arrancar a escondidas las

estacas clavadas en la tierra para seguridad del lugar, dejando libre la entrada al

resto del malón; de este modo los habitantes entregados al sueño no les pondrían

obstáculo para realizar su matanza. Este pueblo ecuestre provoca terror desde

lejos. A causa de ellos, en nuestras colonias se vigiló durante innumerables noches.

Los arios, nación sumamente belicosa de la Germania, /423 solían pelear

también de noche, tal como lo refiere Tácito: Arii super vires, quibus ennumeratos

paulo ante populos antecedunt, truces insitae feritati arte, ac tempore lenocinantur.

Nigra scuta, tincta corpora, atra ad praelia noctes legunt, ipsaque formidine, atque

umbra feralis exercitus terrorem inferunt, nullo hostium sustinente novum. ac velut

infernum aspectum; Nam primi in omnibus proeliis oculi vincuntur (127). No

siempre los abipones llevan a cabo la agresión del mismo modo. Si deben atacar

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una colonia de cristianos, se acercaban a escondidas, por caminos desconocidos y

sin hacer el menor ruido. Varias filas de jinetes rodean todas los caminos para que

no quede ningún lugar por donde puedan huir los habitantes. Unos cuantos de los

que van a pie fuerzan las puertas para hacer entrar a sus compañeros. Y si

consideran que esto es peligroso, incendian las casas arrojando desde lejos

numerosas flechas en las que han fijado un algodón ardiendo o cualquier otro tipo

de estopa; como los techos son de paja u otro material inflamable, las llamas

envuelven a los moradores. Por temor al incendio éstos salen fuera de las casas, y

son muertos con lanzas y dardos, menos los niños de ambos sexos a los que llevan

cautivos. Los que por miedo a los bárbaros permanecen dentro de las chozas, son

miserablemente quemados. Aunque parezca increíble las manos de los bárbaros

que arrojan este tipo de flechas incendiarias resultan más peligrosas que el mismo

fuego. En la fundación Santiago Sánchez, próxima a la ciudad de Corrientes, todos

vimos incendiado el templo y reducido a cenizas por los bárbaros, en el cual estaba

el sacerdote oficiando una Misa, en presencia de una india, sus hijos y varios

varones (los demás estaban ausentes ocupados en las tareas rurales).

Recorriendo un camino conocí el lugar donde se produjo esta tragedia. Fuera de

algunos vestigios de la ciudad destruida y de algunos árboles plantados por la mano

del hombre, nada quedaba. Los habitantes de numerosas colonias de Tucumán y

Asunción prefirieron que los bárbaros destruyeran e incendiaran sus chozas, y

conservar sus vidas. Los abipones arrebataban todo lo que podían y mataban o /424

llevaban prisioneros a los habitantes. Destruían o arrojaban al río la mayoría de los

objetos sustraídos cuyo uso desconocían, para no dejárselos a los cristianos. Omito,

en esta oportunidad, una serie de memorables estragos con los que toda la

provincia había sido devastada en años anteriores, y que serán narradas en otro

momento.

Si alguna vez los ejércitos españoles atacan a los abipones, éstos se lanzan a la

carrera contra ellos pero no formados en filas según la costumbre de los europeos,

sino separados en varios grupos; bloquean al adversario unos por el frente, otros

por la espalda y por los costados al mismo tiempo, y extendiendo la lanza sobre la

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cabeza del caballo matan a cualquiera que se les ponga a su alcance. Lanzan el

golpe, pero para no retirarse, se repliegan con la misma rapidez con que han

atacado, y enseguida, repuestos sus ánimos, vuelven al ataque una y otra vez.

Cada uno actúa siguiendo sus propios impulsos. Mueven sus caballos con

rapidísimos giros e increíble habilidad. Los salvajes con asombrosa agilidad se

deslizan a uno y otro lado del caballo, como un volatinero, y rápidamente se

resguardan bajo el vientre del animal para que no los hieran. Con este ardid tan

eficaz eluden las balas; de este modo cansan y engañan a los españoles. Condenan

la formación de guerra del soldado europeo, y dicen que es cosa de locos

permanecer quietos en un mismo lugar, ofreciendo su pecho como blanco a las

balas. Aseguran a viva voz que la prueba más segura de su arte bélico está en esa

ligereza para atacar y replegarse. Quien los haya conocido bien, nunca descargará

sus balas contra la volubilidad de los bárbaros, a menos que tenga la certeza de

herir a alguno; pues después que hayan comprendido /425 que el estampido de los

fusiles no provoca la muerte de ninguno de ellos, perdido el miedo a las armas de

los europeos, se volverán aun más osados. Por un tiempo, mientras se los amenace

con un fusil, lo mirarán con desconfianza y temor, más preocupados en salvarse

que en dar muerte a los contrarios.

Los ejemplos de nuestro tiempo enseñan que la premura por disparar un fusil

constituyó la ruina de muchos, en cambio la prudencia fue la salvación de los

demás. Considero oportuno recordar algunos de esos casos. En territorio de

Santiago del Estero los abipones, precipitándose de una abrupta roca que nunca

habían pisado hombres ni caballos, invadieron repentinamente la ciudad de los

españoles (que llaman las Barrancas), y sin ningún trabajo degollaron a sus

habitantes que se hallaban durmiendo. Hilario, un oficial que pocos años después

conocería íntimamente, despertado tanto por los gritos de los bárbaros como por

los lamentos de los moribundos, salió a la puerta de su casa, y apuntó su arma

directamente a los grupos enemigos. Ninguno se atrevió a amenazarlo. Pero con

esta conminación de tiros sólo se salvo él y su pequeña hija, únicos sobrevivientes

entre tantos vecinos muertos. El mismo me mostró cierta vez, en uno de mis viajes,

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el lugar donde sucedió el hecho. Otro español del campo de la ciudad de Corrientes,

cuando vio a su casa mal defendida por estacas rodeadas por tropas de abipones,

les opuso resistencia con un fusil (que no tenía pólvora), amenazando ya a éste, ya

a aquél. Esto fue más que suficiente para frustrar el ataque que los bárbaros le

tenían destinado.

Conocí a un militar llamado Gorosito, de gran mérito entre los soldados

santiagueños. Usaba un fusil del que nunca se había disparado una bala. Cuando un

compañero /426 le preguntó por qué no lo hacía componer, le dijo que así era

suficiente, y que con solo mostrar a los bárbaros ese inútil fusil se aterrorizaban con

su aspecto. Que él había intervenido en no pocas peleas impune y glorioso provisto

de ese inútil fusil. Después de escuchar sus palabras no necesité conocer la

experiencia o el testimonio de otros: armados de un fusil, aunque nunca tuve que

dispararlo, atemoricé durante siete años a las turbas de bárbaros que atacaban,

para que no se atrevieran a acercarse al templo o a mi casa.

Por el contrario nosotros hemos comprobado cuán peligroso sería disparar

precipitadamente los fusiles en Paracuaria, especialmente en una nueva colonia de

indios que contaba con un número reducido de soldados para vigilar y defender las

incursiones de los bárbaros en los límites de Tucumán. Un atardecer los rebeldes

mataguayos invadieron esta aldea con todo tipo de proyectiles. Ante el repentino

ruido, los soldados opusieron resistencia a las tropas de bárbaros con cuantas

armas de fuego tuvieron a su alcance, pero lo único que lograron fue agravar la

situación. Pues éstos, sin darle tiempo a ordenar sus fusiles, incendiaron las casas

disparando flechas con estopa ardiente; y allí mismo mataron con lanzas en gancho

a los soldados que huían hacia el campo. Dos sacerdotes nuestros que se ocupaban

allí del ministerio sagrado, Francisco Ugalde Cantaber y Romano Harto Navarro,

ambos de edad madura y que habían sido compañeros míos en Córdoba, cuando

estaban deliberando sobre la salvación de los soldados moribundos y de ellos

mismos, sintieron el furor de los bárbaros dentro de los límites de su propia /427

casa. El primero, herido mortalmente por las flechas y sepultado en las ruinas

ardientes del sagrado recinto, desapareció completamente entre sus cenizas; sólo

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se recuperó un hueso de su cuerpo que fue sepultado en un templo de otro lugar.

Todos pensaron que estaría junto a Dios, pues habían sido testigos de su eximia

religiosidad e integridad de costumbres. Su vida fue editada en Madrid y traducida

al latín en Viena.

El Padre Romano Harto, compañero del primero (que viajó conmigo a Paracuaria

en la misma nave portuguesa) fue herido por dos flechas que se le clavaron en el

costado; se salvó arrastrándose al resguardo de la noche desde su casa hasta la

selva cercana eludiendo la muerte y la vista de los bárbaros. Bañado en sangre,

acuciado por el dolor de las heridas y por una tremenda sed, pasó la noche a la

intemperie en medio de una horrible tempestad, seguida de lluvia y truenos. No

hubo ningún mortal que le prestara ayuda. Al amanecer arrastrándose por el

campo, encontró un soldado que el día anterior había huido a caballo, y lo consideró

como un favor especial que le enviaba el cielo; ayudado por este soldado logró

trasladarse hasta el lugar donde estaban los españoles y allí fue curado. ¿Cuál

había sido la causa de tanta muerte y el origen de tan gran tragedia?, sin duda el

apresuramiento intempestivo de unos pocos soldados en descargar sus fusiles. Su

inútil estrépito hirió sólo el aire y acrecentó el ánimo a los indios que, depuesto el

temor, irrumpieron con mayor audacia y sin dar tiempo a los españoles para

preparar los fusiles. /428

Después se decía que a la mayoría les faltaba pólvora, cuando todos estaban

consternados por el inesperado ataque de los bárbaros, el incendio de las casas y el

increíble espectáculo de tanta muerte. Es necesario reprimir rápido pero

prudentemente el ataque de los bárbaros. Deben usarse de inmediato las armas,

pero reservando siempre algunas que puedan servir para defenderse en los casos

de súbita guerra. Los indios cuando tienen ocasión matan sin ningún trabajo, y

oprimen tanto a los indefensos como a los que llevan armas. Por esto, si treinta

soldados organizan la defensa de un lugar con catapulta, conviene que se dividan

en tres grupos y que descarguen sobre el enemigo diez de sus proyectiles, que

carguen otras diez y que reserven las restantes. De este modo, si unos se cansan

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de arrojar los proyectiles, siempre habrá tiempo de que los otros puedan llenar sus

catapultas y nunca faltará a los indios motivo para temer.

Si hubieran tomado esto como ejemplo hubieran comprobado que treinta armas

ponen en fuga a trescientos americanos. Porque si trescientos tiradores disparan

sus armas todos al mismo tiempo sin dar muerte a ninguno de sus enemigos, serán

vencidos por treinta bárbaros. Pues los abipones, como la mayoría de los

americanos, en cuanto ven a uno de sus compañeros muertos, huirán por donde

puedan. Toda la extensión de la provincia les resulta insuficiente para escapar.

Arroja tus balas sobre una bandada de aves que esté posada en un árbol; si logras

matar dos o tres será suficiente; las demás volarán. Del mismo modo, con uno u

otro bárbaro que muera, todos los demás aterrorizados se dispersarían en el

momento. Cuidan más su vida que su victoria. ¿Por qué su /429 presencia despierta

temor en los demás? Lo diré.

 

CAPÍTULO XL

DE QUE MODO LOS ABIPONES SE HACEN TEMIBLES, Y CUANDO EN

VERDAD HABRIA QUE TEMERLOS

 

Como los salvajes son cobardes por naturaleza, se hacen temibles empleando

diversas artes. Estos bárbaros se esfuerzan en suplir la innata magnanimidad de

otros con el estrépito de las bocinas, la astucia de sus insidias, la increíble rapidez

de sus movimientos, aterrorizando con sus rostros pintados o sus cabezas

adornadas con plumas de diversos colores. Los abipones, como a menudo he

recordado, acostumbran a utilizar estas artimañas tanto cuando atacan como

cuando son atacados, que no son nada más que instrumentos para atemorizar a los

enemigos pero que yo las he interpretado como una muestra de su atávico temor

hacia sus adversarios. Distinguen sus cabezas con plumas de diferentes aves

colocadas a manera de una cresta o una corona cuando van a la guerra, como si

fueran a unas nupcias segurísimos de la victoria; pues piensan que el enemigo al

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ver tanta osadía depondrá su ánimo. Esta costumbre de adornar la cabeza con

plumas es tan antigua como común a casi todo los pueblos.

Vemos por todas partes la punta de los cascos con plumas de varios colores a

manera de penacho. De ahí lo que Virgilio escribe en la Eneida, 12, 1: Tum Galeam

Messapi habilem, cristisque decoram induit, (128). Y de otro poeta: Galeam

quassabant rubra minitantem vulnera Crista (129). Los cimbrios y teutones además

de las plumas de aves agregaron en la punta de sus cascos fauces de animales

salvajes para /430 presentar un aspecto más terrible en el ataque. Con este fin los

parabolarios europeos, flor de la infantería, usan una horrible toca de piel de oso;

también los jinetes suelen llevar un gran sombrero con un manojo de plumas. Si

creemos al historiador Jovio: Cassanus Bassa (que el jefe de 15.000 turcos que

devastó el Austria Superior) erat inter omnes insigni crista conspicuus, Fuit ea ab

aurea vagina in fronte exsurgens ala vulturis, quae u ab omnibus nosceretur etc.

(130). Otros historiadores no la llaman Cassan sino Hassan Bassa.

Cuando los abipones se preparan para luchar colorean con ciertas sustancias las

plumas con que se adornan. Pintan sus rostros tanto de blanco como de rojo, pero

en especial de negro. Para esto usan hollín que obtienen raspando las ollas y

marmitas. Cuando recorren caminos donde no hay hollín, prenden fuego y usan el

humo y carbón picado para teñirse. Del fruto del árbol que los guaraníes llaman

urucuy obtienen una sustancia de color rojo, también apta para teñir la lana. Si no

tuvieran materia para teñirse en casos imprevistos, se pinchan la lengua con una

espina, y con la sangre que mana en abundancia, se pintan el rostro. No todos se

pintan de igual manera. Unos lo hacen sólo en la frente, otros en la mandíbula. Hay

quienes se surcan todo el rostro en forma de espiral. Algunos marcan los ojos con

un doble círculo u obscurecen sus rostros. Los considerarías larvas estigias y salidos

de la escuela de Plutón. Yo, pese al trato diario, no los reconocía cuando se

pintaban con tanta variedad de colores para repeler el enemigo que se acercaba a

la ciudad. Esta costumbre fue familiar a los demás pueblos de Paracuaria, sobre

todo a los ecuestres, como a los antiguos germanos; tal como se desprende de las

palabras /431 de Tácito que ya citara en el capítulo anterior, cuando dice: Arios

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noctu praeliari, nigris scutis uti corpora sua coloribus tingere, ipsaque formidine

atque umbra feralis exercituscitus rrorem inferre, nullo hostium sustinente novum,

ac velut infernalem espectum. Nam primi in omnibus proeliis oculi vincuntur (131).

No sólo a los ojos de los enemigos se hacen temibles los abipones, sino también

a sus oídos. Se preparan para lucha con clarines, cornetas, cuernos y bocinas tan

distintas en el sonido como en la forma y material. Braman los de cuerno, suenan

las de madera o de hueso preparadas con tibias de grandes aves o de animales

cuadrúpedos y silban agudamente.

Las cañas producen un absurdo ruido. Aturden no sólo los oídos de los guerreros

y se propaga a los lejos con un fragor horrible; para ello fijan una caña a la cola de

un animal (que los españoles llaman armadillo, los guaraníes tatú, los abipones Yauí

Yeuíklaip o Katoiraik y el pueblo de Paracuiria Kirikintschú). Me faltan palabras para

explicar la fabricación de cada uno de estos instrumentos, así como su uso. Lo

cierto es que en un ataque se contarán tantos trompetistas como soldados

abipones haya.

A estas horribles trompetas unen el lamento bárbaro que supieron producir

acercando y retirando rápidamente la mano de los labios. Quizás semejante a aquél

que Tácito recuerda al referirse a los combatientes germanos: Affectatur praecipue

asperitas soni et fractum murmur objectis ad os scutis, quo plenior, et gravior vox

repercussu intumescat (132). Escucha también a Amiano Marcelino en el libro 16:

Cornuti, et Braccati usu praeliorum diuturno firmati eos jam gestu terrentes

barritum civere vel maximum; qui clamor ipso fervore certaminum a tenui susurro

exoriens, paulatimque adolescens extollitur ritu fluctuum cautibus illisorum (133).

Ambos autores, se refieren a ese lamento militar que los abipones emitían al

golpearse reiteradamente la boca. A casi todos los pueblos les /432 fue común

hacer un vocerío en el fragor de la lucha. Polibio en el libro 15, atestigua: Romanos

more patrio in praelio simul vociferari, et gladiie ad scuta allisis strepitum edere

(134). Y César, en De Bello Gallico, 7, está de acuerdo con el: Hostes committunt

proelium utrinque clamore sublato (135). Aun hoy los turcos repiten estos

desordenados clamores de Allaba Schikir, que significa: alaba a Dios, cada vez que

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hacen una incursión o ataque atemorizando a un soldado novato, pero no a un

veterano que confía en el arte militar y en su experiencia.

Los abipones, irrumpiendo en turba, acostumbran a exclamar a viva voz:

¡Laharàlk, Laharàlk!, vamos, vamos; los guaraníes exhortando a la matanza: ¡Yehà,

yaha!, y los mocobíes: ¡Zokolák, Zokolák!; los españoles: ¡Vamos o vámonos!; todos

repiten lo mismo con distintas palabras cuando van a agredir al enemigo. Los

franceses pronuncian a plena voz una y otra vez ¡Allonz! Cuantas veces los

abipones luchan para defenderse tanto como cuando atacan, miran en todas

direcciones y con voz crispada y ronca como amenazante, pronuncian un: Hò-Hò-

Hò, con lo que pretenden provocar al enemigo y despertar en sí mismos la ira. Sin

duda, en los campamentos europeos se emplea el ruido de cornetas y trompetas y

el boato de tímpanos tanto para animar y dirigir al ejército como para atemorizar al

enemigo. Sin embargo nadie se atreverá a negar que tanto en otro tiempo como

ahora se han ganado más victorias con silencio que con estrépito. Ojalá los

españoles paracuarios tomaran la costumbre de empezar el asalto vociferando. El

español Francisco Barreda, nacido en la provincia de Andalucía, vicario del

gobernador real de Tucumán durante treinta años en el territorio de Santiago, varón

esclarecido por sus méritos, frecuentemente /433 se quejaba afirmando que nunca

había conseguido que sus soldados detuvieran con sus gritos a los grupos de

bárbaros que los invadían, y callados amenazaran con asechanzas para que no

pudieran huir o ser reprimidos con las armas cuando estaban desprevenidos

Un guerrero prudente soporta tranquilamente y desprecia el ruido hostil que

precede o acompaña a la pelea, sabiendo perfectamente que el ruido de trompetas

y tímpanos, aunque horrífico, puede herir los oídos pero no los cuerpos. Lo que se

debe lamentar es que los terribles abipones, y sus desordenados voceríos

produzcan tanto temor a los bárbaros como en las colonias de Paracuaria. Con

frecuencia estos gritos no sólo lastimaban los oídos de los enemigos sino también

turbaban sus espíritus de tal forma que, ya impotentes, no pensaban en los modos

de defensa con que podrían repeler la fuerza con la fuerza, sino que sólo esperaban

angustiados la oportunidad de fugarse o buscar un lugar seguro. Por este motivo

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velan a veces por su vida, no así por su fama y seguridad. Pues los bárbaros en

pocos días se hacen tanto más osados cuanto más son temidos y más se huye de

ellos. Cuántas veces en las mismas ciudades cundió el temor cuando corría un

rumor, y a veces vano, de que los abipones, truculentos con el rostro ennegrecido,

vociferando con el estrépito de sus cuernos, blandiendo en la mano derecha

inmensas lanzas, cargados de flechas, anhelando la muerte, amenazaban

cautividad y muerte con despiadada mirada. Hubieras visto cómo las personas

formaban grupos lamentándose de su próxima muerte en manos del enemigo que

los mataría y al que no se había visto ni de lejos. No sólo débiles mujeres, sino

hombres distinguidos por títulos militares se dirigían al templo de piedra y a los

escondites más /434 recónditos; si hubiesen hecho frente al enemigo, el pánico que

los dominaba se hubiera convertido en risa, dispersándose los bárbaros sin gran

trabajo. A veces la sola fama de la proximidad de los bárbaros, fue el origen del

terror público.

Hace pocos años en la ciudad de Buenos Aires se propagó un domingo a medio

día la noticia de que un grupo de bárbaros australes, que allí llaman serranos o

aucás o pampas, había entrado en la ciudad, aunque no se bien en que calle. Surgió

a raíz de este falso rumor un terror colectivo que se apoderó de todos, y la mayoría

recorrían las calles como enloquecidos, obsesionados por el miedo, llenando todos

los lugares con sombríos lamentos. Jurarías que la matanza de los bárbaros ya

había caído sobre sus cabezas. Algunos apurados por llegar a lugares más seguros,

arrojaron en la violenta corrida los cabellos, sombreros y mantos. Entonces fueron

enviados unos soldados de la defensa para que inspeccionaran toda la ciudad, e

informaron que no existía ni la sombra ni el menor vestigio de los bárbaros. Ante

esta noticia volvió la serenidad a los conturbados habitantes, y no hubo ni uno que

no se avergonzara y arrepintiera del infundado temor. Espectáculos de este tipo, a

causa de bárbaros que deambulaban impunemente por la provincia, fueron

cotidianos y frecuentes en las ciudades de Santa Fe, Córdoba, Asunción, Salta, etc.

Pues el temeroso vulgo toma como cierto cualquier incierto rumor que se propague,

y donde haya más seguridad sospecha peligro.

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Aunque provoque risa, es digno de recordar entre otros casos lo que sucedió en

una pequeña ciudad correntina. Al atardecer se divulgó la noticia de que un grupo

de abipones había entrado en la calle llamada de las rosas, y que ya estaban

haciendo una matanza. Sin demora la mayoría acudía de todas partes a nuestro

templo, más seguro por tener muros de piedra. El mismo jefe militar (conocí su

nombre y el de sus hijos), ya anciano, se mezcló a la turba de viejas /435 que

lloraban y rogaban allí por su salvación. "Aquí", decía, "en el templo, en presencia

de Jesucristo, deberemos morir". Indignado por estas palabras de un soldado, por

cierto nada militares, el Presbítero secular que llegó en esa oportunidad, hombre de

edad madura y valiente, respondió: "Juro por Cristo que no debemos morir.

Debemos buscar y dar muerte a los enemigos". Dicho esto, más rápido que un rayo,

montó un caballo que encontró al paso y armado con un fusil recorrió la zona de la

ciudad donde se decía que los abipones ya habían desencadenado la lucha. Pero,

¡Ah! allí encontró a todos los habitantes tranquilos, quietos, profundamente

dormidos, sin soñar siquiera con abipones; enseguida la comunidad descubrió la

falsedad del rumor que aterrorizara a los demás quienes todavía permanecían

resguardados en el templo. Ves qué gran temor tienen los paracuarios no solo al

aspecto y presencia de los abipones, sino hasta a su fama, aunque sea divulgada

por autores anónimos.

Dos cosas que conozco por larga experiencia deseo con vehemencia dejar

profundamente impresa en el ánimo de todos; nunca los indios deben ser menos

temidos que cuando se presentan con gran estrépito. Pues ese horrífico

instrumento que hacen sonar los bárbaros cuando asaltan, demuestra su timidez.

Desconfiando de su valor, fuerzas y armas, piensan que las tinturas de sus rostros,

las plumas de aves, las bocinas, el vocerío y otros medios de terror que ellos

agregan, resultan una eficaz ayuda para obtener la victoria. En verdad, alguien

medianamente animoso y armado a la ligera desdeña todos estos medios, e

intrépido detiene la fútil sombra. Esto es lo primero. En cambio cuando los indios

aparentan tranquilidad es cuando más temor hay que tenerles; esto es lo otro que

afirmo y enseño. Cuando se esconden, /436 cuando callan sin dar ningún indicio de

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sí no es buen indicio, como la calma en el océano es presagio de tormenta, suele

ser anuncio de próxima agresión. En breve estarán allí y sorprenderán al enemigo

seguros de sí mismos. Traerán consigo la muerte, cuyos ministros son. Se

presentarán cuando menos se los espere. De modo que siempre son más

sospechosos los lugares y momentos que parezcan libres de todo peligro.

En plena lucha los abipones se diseminan formando grupos para que los

españoles no los persigan; con esta táctica atacaban al enemigo sin trabas, lo que

no hubieran podido hacer permaneciendo todos juntos. No es raro que los que se

creían victoriosos sucumbieren vencidos por los fugitivos. Vegetio en el libro 3,

Capítulo 22, da la razón de esto; Quia adversus fugientes maior audacia, et minor

cura est. Necessario autem amplior securitas gravius habere solet discrimen (136).

Hay que perseguir con gran cautela los rastros de los abipones que huyen. Porque

aunque hayan vuelto la espalda, rápidamente dan la frente y arrojan sus lanzas a

los que los perseguían, como lo hacían los partos, de quienes Justino en el libro 41

afirma: Cominus in acie praeliari nesciunt, obsessasque expugnare urbes. Pugnant

aut percurrentibus equis, aut terga dantibus. Saepe etiam, fugam simulant, ut

incautiores adversus sua vulnera insequente habeant. Nec pugnare diu possunt.

Caeterum intolerandi foren, si quantus his impetus est, vis tanta et perseverantia

esset. Plerumque in ipso ardore certaminis praelia deferunt, ac paulo post pugnam

ex fuga repetunt, et cum maxime vicisse te putes, tunc tibi discrimen subeundum

sit. (137). Justino al escribir sobre los partos, formó una imagen perfecta de los

abipones cuando luchan; que en verdad son más peligrosos para los españoles

cuando huyen que cuando atacan. Huyen a lagunas, selvas, a recodos de caminos,

a montes, rocas o matorrales; lugares todos que atraviesan con gran pericia a nado

o cabalgando y donde /437 los españoles, al perseguirlos, impedidos por sus ropas

y sacos, desprovistos de caballos idóneos, deben luchar con el agua, el cieno y

otras asperezas del camino; así los naturales los matan con sus lanzas sin ningún

trabajo, ya que se dividen en grupos. No es raro que para evitar cualquier ardid,

después de producido el estrago, de devastadas las casas y muertos sus

moradores, los abipones finjan una retirada como si apresuraran la huida. Cuando

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todos creerían que se han alejado muchas leguas, repiten el asalto y sorprenden a

los sobrevivientes españoles que se veían ya libres de peligro, y matan a cuantos

pueden. De donde es muy cierto aquello de que: nunca deben ser más temidos los

bárbaros que cuando parecen temer. Afirmo lo expresado basándome en mi propia

experiencia y en la ajena.

Pocos abipones son capaces de despertar temor a numerosos españoles si éstos

los ponen en dificultades, acosándolos por todas partes, sin ninguna posibilidad de

huida. Entonces se atreven a cualquier cosa antes de que los maten. Toman las

armas y su temor a la muerte se convierte en furia, su sangre en bilis. El mismo

miedo da ánimo y sagacidad. No supieron afrontar la muerte sin gloria ni sin

destruir a otros. Vegetio lo expresa con exactitud en el libro 3, capítulo 22: Clausis

ex desperatione crescit audacia, et cum spei nihil es, sumit arma formido (138).

Tengo a mano muchas experiencias para comprobar esto, pero es suficiente

recordar tres. Un abipón, al que su esposa allí presente le proporcionaba flechas y,

cuando éstas se le acabaron, palos que encontraba, cercado por una rueda de

soldados de Santiago, dio tanto trabajo él solo a sus enemigos que no murió sino

después de haber recibido y ocasionado muchas heridas a sus contrarios

permaneciendo en el mismo lugar; con su actitud /438 demostró a los mismos

españoles que habían sido heridos, en modo admirable, la constancia de los

bárbaros. Nachiralarin esparció hasta las más recónditas colonias de Paracuaria el

terror de su nombre; jefe de los abipones Yaukanigras, se distinguió más por las

matanzas de españoles que por su estirpe. El vulgo llamaba a sus seguidores o

compañeros: Los sarcos (debieron decir con más exactitud: Los garzos) por el color

garzo o verdoso de sus ojos. Acompañado Nachiralarin por un grupo de éstos,

perturbó durante muchos años los campos cordobeses, santafesinos, correntinos y

paracuarios con sus muertes y latrocinios, hasta que finalmente sorprendido a

orillas del Tebyquary por cerca de doscientos soldados de la ciudad de Asunción, lo

mataron. Encerrado en las selvas con catorce compañeros, asediado por las tropas

españolas, opuso tanta resistencia que sólo después de varias horas terminó la

lucha. Pero no pudo impedir que algunos de sus compañeros se dieran a la fuga. Yo

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había oído celebrar a diario esta victoria por los que tomaron parte en ella con

magníficas palabras, aunque nunca sin náuseas. Hubieras dicho que ellos hablaban

de las cruentas luchas del lago Trasimento, o de las Horcas Caudinas, o de

Höchstadium o de Nordlingam. Fulgencio de Yegros, jefe de las fuerzas, logró con

aquella fausta expedición una increíble celebridad, y fue felicitado con los más altos

honores por el ejército y por la prefectura de la misma provincia. Agrega a estos

hechos este otro: una veintena de abipones salvajes, cuando eran atacados en

pleno campo a causa de los latrocinios que cometían, por unos mocobíes cristianos

y unos abipones entonces catecúmenos prefirieron perder la vida en el ataque

antes que abandonar el lugar. Es increíble con cuánta obstinación unos pocos

lucharon contra muchos. Una vez muertos, sus cuerpos quedaron en el mismo lugar

que habían ocupado al iniciarse la pelea. ¡Qué importante es el nombre de /439

Ychamenraikin entre los abipones! Jefe de todo el grupo, fue herido por una flecha

en cuanto comenzó el combate y con su muerte impidió la victoria de los suyos.

Cuando no tienen posibilidad de salvarse no quieren morir sin antes vengarse,

furiosos en su desesperación. Ardiendo en deseos de venganza se convierten de

tímidos en audaces. Así ofrecerán al enemigo su vida, después de haber perdido la

esperanza de conservarla, pero pagada con el precio de muchas muertes. También

los tigres, cuando se les impide huir se vuelven más atroces. Sabiamente aconsejó

Escipión: debe concederse al enemigo el camino de la fuga. Con esta advertencia la

mayoría de los españoles paracuarios tomaron esa costumbre y a menudo

concedían a los bárbaros la libertad para huir con más facilidad de la conveniente,

provocando la indignación de sus jefes militares. Francisco Barreda, que poco antes

ponderara, tuvo esa experiencia en numerosas expediciones contra los bárbaros

mocobíes y abipones de las que él fue jefe. Estos captan con sagacidad el lugar

oportuno para reunirse. Eligen un lugar que esté resguardado por detrás por una

selva vecina y por delante con un lago, un río o una laguna; y a los costados algún

campo donde puedan pastar los caballos. De ese modo cuantas veces iban a ser

atacados por un grupo de abipones, él ordenaba a los suyos (me lo dijo Barreda)

que protegieran la parte que daba a la selva para que los bárbaros de acuerdo a su

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costumbre no lograran perturbar su seguridad. Pero se quejaba de que los soldados,

a sabiendas, nunca se sometían a su mandato; y sin posibilidad de huir, la lucha se

tornaría sumamente peligrosa con este tipo de enemigos, y la victoria

absolutamente dudosa.

 

CAPÍTULO XLI

ALGUNOS SOLDADOS ESPAÑOLES VENDRIAN DE NOMBRE A

PARACUARIA

 

Cada vez que menciono a soldados paracuarios no olvides /440 que me refiero a

aquellos soldados que conocían la disciplina militar. Estos, sean de infantería o

caballería, tienen sus cuarteles sólo a orillas del Río de la Plata, como defensa de las

ciudades de Buenos Aires y Montevideo. A algunos de caballería se los enviaba de

recorrida por los alrededores para alejar y refrenar a los bárbaros australes. Los de

infantería se encargaban de las naves para impedir el tráfico clandestino de

mercaderías cuya venta estaba prohibida en el Río de la Plata.

En las restantes colonias de la extensa Paracuaria los mismos colonos hacían las

veces de soldados cuando era necesario detener las incursiones hostiles de los

bárbaros. Las otras ciudades de cada uno de los territorios contaba con grupos de

soldados armados y oficiales dirigidos, cada uno, por un maestro de Campo y un

Sargento Mayor. El superior de todos ellos era el vicario del gobernador, que

actuaba al mismo tiempo como Juez Supremo, lo que los españoles expresan con

estas palabras: Theniente de Governador, justicie mayor y Capitán a guerra. Hay

además en alguna ciudad un grupo que llaman La compañía de los Capitanes

reformados. Estos deben acompañar al vicario del gobernador cuando /441 hay

alguna expedición y se los considera como guardia personal. La mayoría son sólo

honorarios porque nunca cumplieron las tareas de soldados. Compraron este título

para eximirse de las cargas militares; pues sólo deben salir cuando el vicario del

gobernador parte para la guerra. Cualquiera de los otros deben participar en sus

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expediciones guerreras, o ponerse a las órdenes del gobernador real o de quien lo

reemplace. El rey no les da paga ni ropa. Cada uno combate provisto de sus armas,

caballos y provisiones, siempre y cuando lo admitan sus jefes.

En cualquier época, en cada provincia, existieron excelentes soldados que

poseían grandes dotes militares, destacándose como violentos luchadores. Quien

haya recorrido las historias del viejo y del nuevo mundo, no puede ignorar las

grandes hazañas cometidas por éstos. Ninguna aritmética parece apta para

enumerar los héroes españoles, ninguna retórica para celebrarlos. Muy ingeniosos,

valientes, habilidosos para los trabajos de la guerra, intrépidos en los peligros de

tierra y de mar, muy sufridos para soportar cualquier clima o calamidad. Inflexibles

por la magnanimidad de su espíritu, en cualquier lugar de la tierra realizaron

aquellas cosas que parecen superar la esperanza de sus mayores, la fe de la

posteridad y las fuerzas de la humanidad. Y no exagero al alabar en esta forma a

los españoles o sus méritos; son tantos y tan grandes que me doleré de no poder

nunca igualarlos con mis palabras. Las victorias obtenidas sobre pueblos muy

combativos, las provincias sometidas por la guerra, la rica e inmensa porción de

América sometida al yugo de España son testimonios, monumentos y, para decirlo

en una palabra, los trofeos más espléndidos de su bravura. Por ello los pueblos

vecinos nunca pudieron rehusarse o escapar. Sería injusto con la gloria de la más

noble y floreciente nación militar quien sintiera de otro modo. He vivido durante dos

decenios y el que corre entre los españoles que habitaron América. Cada año he

admirado su valentía y sagacidad. /442 Creo conveniente aclarar algunos puntos

sobre este tema.

¿Quién ignora que no todos los que en Paracuaria se jactan de su origen español

y se vanaglorian con el nombre de españoles, son por eso mismo españoles? Entre

la gran confusión de distintos pueblos, mezcla de individuos negros, moros, indios y

de la madre España, nacidos de la unión de unos y otros y por lo tanto

descendientes de todas esas sangres, abusan del nombre de españoles; pero

siendo tan ajenos a la valentía española, demuestran que pertenecen a otra raza de

hombres.

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El color amarillento o moreno de la piel, el mentón imberbe, los cabellos más

negros que un caldero, constituyen el argumento más seguro de su origen africano

o americano. Los españoles europeos enojados con los que nacieron en Paracuaria,

suelen decir con desprecio. O es del Ynga o del Mandinga: nació de progenitores

indios o africanos; pues Ynga se llamaba un rey peruano; y Mandinga es una

provincia de Nigeria, en Africa, del otro lado del río Niger. Son innumerables los que

afirman, a viva voz, ser españoles genuinos; pero si perforaras todas sus venas y

las vaciaras, no encontrarías en todo su cuerpo ni una sola gota de sangre

española. Para comprender con mayor claridad a los historiadores de América, sería

bueno anotar aquí los distintos nombres que recibieron los hijos nacidos de la unión

de padres de razas distintas. Los nacidos en América de ambos padres europeos se

llaman criollos. Los que llegaron de las distintas provincias de Africa, sobre todo de

Angola, del Congo, Loango, Mandinga, Madagascar o la isla de San Lorenzo, de las

islas llamadas en otro tiempo las Hespérides y ahora del Cabo Verde, y de otros

lugares para servir /443 como esclavos y nacidos luego en América, san llamados

por españoles y portugueses Los negros, por el color de su piel. Los alemanes los

llamamos Mauros (die Mohren). No todos los moros nacidos en Barbaria o en la

Mauritania Tingitana tienen el rostro negro, ni todos tienen el cabello rizado como

lana. Los nacidos en la ciudad algiriense (antiguamente Julia Césarea o Rusconia)

tenían el rostro blanco y algunos parecen nacidos en Inglaterra. Esto lo aprendí de

tres sacerdotes carmelitas alemanes cautivos en Portugal. Aunque a los algirienses

que viven en el campo se les oscurece bastante la piel por efecto del ardiente sol,

sin embargo ninguno de ellos, como la mayoría de los demás negros de Africa, se

distinguen por las narices chatas y respingadas, por los cabellos motudos o por los

labios anchos.

Nosotros hemos conocido en el mes de febrero de 1748, durante el crudo

invierno de la vecina Italia, el ardiente clima algiriense, cuando la nave debió

detenerse por la calma y permanecer un día entero allí. En general no usamos

correctamente el vocablo etíope cuando designamos a cualquier africano de color

negro; éste sólo designa a los habitantes de Etiopía; pues aunque los etíopes sean

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negros, no todos los negros son etíopes sino nacidos en distintas regiones de Africa.

Yo también pensaba antes que debía usarse ese mismo vocablo para nombrar a

todos los negros, y no me detendré a averiguar de dónde proviene esa costumbre.

Entre los indios, todos los europeos reciben el nombre de españoles. Llaman

indios a los nacidos de padres indios. Cuando los individuos de estos diversos

pueblos europeos, indios y africanos se mezclan, las clases de sangre se cruzan.

Así: /444

Los nacidos de un europeo y una india, se llaman Mestizos.

Los nacidos de un europeo y una mestiza, se llaman Cuarterones.

Los nacidos de un europeo y una cuarterona, se llaman Ochavones.

Los nacidos de un europeo y una ochavona, se llaman Puchueles.

Los nacidos de un indio y una puchuela, se llaman tanto españoles como

europeos.

Los nacidos de un europeo y una negra, se llaman Mulatos.

Los nacidos de un europeo y una mulata, se llaman Cuarterones.

Los nacidos de un cuarterón y una europea, se llaman Saltatrás.

Los nacidos de un mulato y una india, se llaman Calpan mulatos.

Los nacidos de un calpán mulato y una india, se llaman Chinos.

Los nacidos de cualquier hombre de sangre india y negra, suelen llamarse

zambos o zambaigos.

Los hijos de europeos e india o mulata nacen a veces de color blanco, más

blancos que los europeos; de donde tiene aplicación la advertencia de Virgilio:

Nimium ne crede colori (139). ¡Oh Dios! ¡Qué tremenda mezcla de razas que

discrepan entre sí por su genio, carácter, color, forma, costumbres, lengua y

religión! ¡Cuán distintos y absurdos son sus nombres! Pero nada impediría nombrar

a todas estos, mezcla de distintas naciones, con el solo nombre de híbridos. Así

Suetonio, en su "Vida de Augusto", llamó híbrido a un cierto Epicardo porque fue

engendrado por padre parto y madre romana.

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Y confluyen a Paracuaria tropas militares de todo tipo de hombres. La mayoría

de ellos se enorgullecen del /445 nombre de españoles, pero están tan lejos de

España como de la intrépida acometividad de los españoles; ¿qué hay de admirable

si estos soldados pacíficos e imberbes, hijos adoptivos de Belona, a diario sean

degollados por los feroces bárbaros como chiquillos? Y en verdad son dignos de

indulgencia, cuando no sea de compasión. Pues antes de que sean capaces de

manejar las armas, se les exige destreza en ellas. Desconocen totalmente la

natación y equitación, comunes a casi todos los pueblos americanos de Paracuaria,

las leyes de la guerra y la disciplina militar. Los soldados cordobeses no tienen el

hábito de nadar. La mayoría cuando van a territorio indio llevan estacas nudosas y

rústicas que encuentran en las selvas a modo de lanzas, con las que se ven tan

armados como Hércules o Marte, si logran fijarles un puñal o restos de algún

cuchillo roto o puntas de hierro. Nosotros hemos visto a diario, no sin vergüenza,

cómo estos improvisados y mal enmascarados guerreros provocaban la risa a los

abipones, a, los que habían venido para atemorizar. Sólo tienen fusiles los más ricos

porque se venden a altos precios y a menudo no se ponen en venta. En la ciudad de

Buenos Aires presencié la venta de unos fusiles recién llegados de España por

veinticinco escudos españoles o por cincuenta florines alemanes. En las colonias

más apartadas del emporio de Buenos Aires aumenta mucho más su precio, así

como el de las demás mercaderías. Supe por los mismos vendedores que en las

ciudades de Santiago, Asunción o Corrientes habían vendido unos fusiles, no muy

buenos, por cuarenta y hasta sesenta escudos. Y si se estropeara alguna parte del

fusil, raramente se encontrará quien lo repare. De modo que los fusiles que no

pocos soldados usan son tales que con /446 más rapidez sacarán de ellos agua que

una bala. Trabajan con fusiles estropeados. Pues en los largos caminos los arrojan

contra troncos o rocas, se mojan o se estropean de otro modo. Siempre están

expuestos a la intemperie, pues los soldados los dejan bajo la lluvia o los llevan

cuando andan por lagunas, selvas o ásperas rocas. Añade a esto que es muy

frecuente que les falten o estén en mal estado los distintos elementos necesarios

para la carga y descarga de los fusiles. Aunque tuvieran todas las partes del fusil en

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perfecto estado y sin fallas, son más lentos que los que arrojan diez piedras

encendidas o diez hierros. Paracuaria posee en abundancia sílices de varios colores

muy útiles para emplearlos en los fusiles. Los negros y rojizos producen más

chispas que los europeos. Pero nunca encontrarás allí un hombre que haya sacado

correctamente fuego de estas piedras y sea capaz de usar el fusil. Así la rica

naturaleza de Paracuaria es desaprovechada por el hombre, quien a veces no posee

los elementos. que necesita, porque no tiene en cuenta el arte y la técnica.

En varias colonias unos soldados inquietos ante el rumor de que el enemigo se

acercaba llegaron en grupos a nuestras casas, pidiéndonos con grandes ruegos

esas piedras que producían fuego, tan raras y preciosas también para nosotros.

Tuve durante un mes como compañero de camino a un oficial. Cada vez que

acampábamos, ya sea para merendar o para pernoctar, se ocupaba en ligar su fusil

con tiras de cuero, con las que reemplazaba a las garruchas, apoyo de los clavos,

tal vez perdidas.

En nuestro tiempo, cuando numerosos soldados eran agredidos por un malón de

indios como amenazantes rayos, /447 tal vez porque sus deterioradas armas no

producían fuego o porque la pólvora húmeda lo impedía, apenas unos pocos podían

disparar sus fusiles, de modo que todos fueron heridos por los bárbaros y muchos

murieron bajo sus lanzas. Llenaría hojas con conocidas historias de este tipo y que

nosotros deploramos. Recordaré las dos más recientes.

En los territorios de Santiago vivía un grupo de abipones. Fueron enviados unos

trescientos soldados para que observaran sus movimientos; pero al amanecer

fueron atacados sorpresivamente por unos bárbaros que los asesinaron

miserablemente. Habían pasado la noche a la intemperie. Con fusiles mal cuidados

y la humedad del rocío se estropeó la pólvora, y ni el mismo Vesubio los hubiera

hecho funcionar. Este fue el origen de la muerte de los soldados provocada por

unos veinte jóvenes abipones.

Unos doscientos soldados de la ciudad de Asunción, dirigidos por Fulgencio de

Yegros, habían atacado a un grupo de bravíos tobas. Me quedé asombrado cuando

oí que los jefes de esta expedición volvían a la ciudad de Rosario, unos

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lamentándose y otros vanagloriándose en chanza en la plaza pública, porque en

pleno ataque de los bárbaros vieron que sus fusiles resultaban totalmente inútiles,

pues estaban tapados y húmedos. Pasaron la mayor parte de la noche en la selva,

bajo los árboles o montados en sus caballos mojándose con el rocío; de modo que al

amanecer no pudieron atacar el campamento enemigo. Sobre esta expedición

expondré en otro momento. De los estragos que los abipones ocasionaron en la

provincia, a los que luego me referiré en orden, se deduce lo siguiente: hacían falta

tanto armas como soldados que supieran manejarlas.

Nosotros hemos conocido y a la vez admirado cómo estos tumultuosos e

improvisados guerreros de Paracuaria, de ningún modo se han habituado a

conservar o a manejar las armas. Hemos comprendido las consecuencias que

ocasiona transformar en soldados a nuestros campesinos. ¡Más les /448 valdría

dedicarse toda su vida a otras artes u oficios! ¿Quién espera en los campamentos

un soldado idóneo si no se le ha proporcionado una adecuada instrucción militar?

Una multitud sin disciplina bélica llena los campos de batalla, es verdad; pero

vaciarán las provisiones sin ningún perjuicio para el enemigo y ninguna ganancia

para la patria.

Muchos realizan inspecciones contra los bárbaros, pero son soldados sólo de

nombre, sólo de nombre españoles. A los colonos de fortuna se los llamaba para las

expediciones bélicas porque poseían buenas armas y por el conocimiento que de

éstas tenían; pero con frecuencia fueron sustituidos por otros asalariados e ineptos.

Algunos, por no abandonar a sus esposas o exponerse a las flechas enemigas,

corrompían a los jefes entregándoles cierta suma de dinero. Lo que sucedía era que

la mayoría que vivía en el campo no contaba con las armas necesarias para

defenderse de los invasores, por eso debían sufrir las consecuencias de la guerra, y

exponerse a los ataques de los bárbaros con gran perjuicio de la provincia y

deshonra del nombre español. A los pobres campesinos se les ordena combatir para

defender la casa y los bienes de los más ricos. Como se los recluta una y otra vez,

pasan muchos meses fuera de sus casas; de este modo se empobrecen cada vez

mas, hasta terminar en la miseria con su familia.

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Si alguna vez el jefe de la expedición los provee de fusiles, al finalizar la empresa

vuelven a sus hogares destrozados, cuando no consumidos por los mosquitos. Para

este fin se consiguió en la ciudad de Asunción con los fondos del erario público

doscientos fusiles en buen estado, cada uno con su bayoneta. Transcurridos tres

años, de los doscientos sólo quedaban seis que podían usarse; todos los demás se

habían destruido. O les faltaba la bayoneta, o se habían roto porque en los caminos

los usaban para asar carne o secar leña /449 o remover el fuego. El prefecto real de

Córdoba apenas llegó al Río Tercero, sospechó alguna hostilidad de los indios

pampas. Reunió soldados en el campo, encontró seis granos de pólvora envueltos

en papel, cada uno destinado a un fusil. Uno de estos héroes de inmediato llenó su

fusil con los seis granos, y hasta que no vio el caño lleno hasta la punta, un estuvo

satisfecho. Otro soldado del territorio paracuario puso en su fusil tres porciones de

pólvora y con el papel que las envolvía tapó la entrada del caño, por lo que no pudo

explotar; observando el error cometido, aquel Marcio Dameta era desaprobado en

mi presencia por sus compañeros. Como la mayoría no posee estuches adecuados

para las armas, guardan muy mal aquellas porciones de pólvora; desparramadas en

papeles las rompen, las estropean, las mojan y no raramente las tiran al suelo.

Cuando los soldados se encargan de guardar las municiones, lo hacen de cualquier

modo; así colocan inútilmente en un cuerno de vaca la pólvora, y en otra bolsa las

balas. En lugar de papel que se emplea para envolver la pólvora y las balas, unos

usan algodón, otros musgo o estopa y alguno las lleva en la mano. Todo este

bagaje de cosas necesarias deben buscarlas aquí y allá y es increíble el tiempo que

pierden en cargar un fusil.

Cuando a tanta vacilación se añade la pobre destreza para apuntar, lo que debe

rogarse es que con semejantes armas de fuego los europeos no sean destruidos con

mayor libertad por los abipones antes de lo que se temía. /450 Estos soldados

inocuos se consideran felices y afortunados cuando prodigiosamente ven humear su

fusil y oyen la detonación, aunque no hayan herido al enemigo sino sólo disparando

al aire. Considero absolutamente indudable que los paracuarios rinden más durante

la lucha si montan un rápido caballo y llevan su lanza o su espada en vez del fusil. Y

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que las matanzas ocasionadas por los bárbaros no deben atribuirse al hierro y al

plomo, se deduce al observar las heridas de los caídos durante el ataque.

¿Por qué, preguntaría alguien, estos rudos colonos no fueron instruidos para

manejar este tipo de armas? Esto fue lo que todos desearon muchas veces, pero en

vano; pues nunca lo intentaron ni lo consiguieron. Siempre faltaron tanto quienes

pudieran enseñar como quienes demostraran interés en aprender. Estando yo allí

fue enviado por orden real Francisco González con otros oficiales de caballería,

desde España a la ciudad de Buenos Aires para impartir instrucción militar a los

numerosos colonos de aquella zona. Pero no encontraron los maestros quienes

quisieran ser sus discípulos. Los españoles más ricos que vivían en ciudades y

colonias más confortables rechazaban el duro trato de la milicia; los demás,

esparcidos por remotos campos, se dedicaban a cuidar animales. Este último era el

principal y único trabajo del habitante de Paracuaria, como no poseían minas para

explotar movimiento comercial. Separados por grandes distancias, divididos por

ríos, selvas e inmensas planicies, les resultaba trabajoso acudir al lugar donde se

enseñaban las artes bélicas y dedicarse a un trabajo lleno de tantas dificultades.

La primera vez muchos de los convocados se hicieron presentes para la

instrucción, seducidos por la novedad de los jinetes europeos que les causaban

gracia, pero sin animo de aprender. Al día siguiente, saciada su curiosidad,

disminuyó el número de asistentes, y al tercero apenas concurrieron /451 unos diez.

Podrías ordenarles en nombre del rey que ingresaran al ejército, podrías

amenazarlos; pero nada lograrías. Uno por uno excusarían la ausencia. Este la

justificará con su enfermedad o la de su mujer o sus hijos; aquél culpará a los

caminos, a la lluvia o al río, asegurando que les impidieron asistir; otros opondrán la

urgencia de un viaje o de un negocio que no podían diferir; por fin dirán

descaradamente que no les agradó. Todas estas cosas me las contó Francisco

González que me acompañó un tiempo en la ciudad de Buenos Aires, donde

permaneció inactivo con los suyos aunque cansado de tanto ocio.

Podrías preguntar: ¿y si para obligar a los bárbaros montaran guardia soldados

legionarios de España? Yo no lo aprobaría. El ejército apenas es suficiente para

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defender una provincia cuyas tierras abarcan tanta extensión; y si la milicia se

dividiera en grupos, ¿cómo podría velar contra esa multitud de enemigos? Soldados

de este tipo superaran a los americanos con el conocimiento de la guerra; pero a su

vez los europeos serán superados en muchos aspectos por éstos; en la destreza

para nadar o cabalgar, y en la tolerancia de los viajes, el calor, la sed o el hambre.

Impedidos por las carpas, carros, esquifes o pontones, de los que no pueden

prescindir, no podían seguir con rapidez a los jinetes bárbaros y menos a sus tribus

que a veces estaban situadas a doscientas leguas.

Los soldados españoles, defensa de Buenos Aires, hacían recorridas muy a pesar

suyo contra los indios australes, y a menudo volvían heridos y sin haber logrado su

cometido. Nadie ignora que los soldados de infantería enviados a la ciudad de Santa

Fe, antiguamente oprimida por los abipones y mocobíes, no consiguieron nada

positivo, porque los bárbaros esquivaban la lucha firme con gran destreza. No niego

que siendo Pizarro y Cortés jefes del ejército europeo, sometieron /452 a

innumerables indios, los mataron o pusieron en fuga; pero se trataba de indios

pedestres. Si hoy volvieran esos mismos héroes a enfrentarse con los abipones,

mocobíes, tobas, guaycurúes, serranos, chiquitos y otros pueblos ecuestres de

Paracuaria, no me atrevería a asegurarles la misma gloria, y sí un trabajo mayor.

Ante aquellos primeros españoles que llegaron a América, altivos sobre sus

caballos, provistos de hierro, con relucientes espadas, haciendo detonar sus armas

de fuego, y con grandes bigotes, los imberbes indios desnudos, débiles, armados

sólo con maderas se dieron a la fuga por aquel nuevo tipo de hombres cuyas

costumbres desconocían, o, si no lograron huir, se dieron por vencidos ante ellos.

Los bárbaros que hoy declaran la guerra a los españoles ven a diario que son

capaces de vencerlos y matarlos, burlando sus ataques con caballos velocísimos y

lanzas de hierro, cuando no acometiéndolos con gran sagacidad cuando lo creen

conveniente. De este modo los bárbaros persiguieron y atacaron a los españoles; y

con grandes amenazas los obligaban a huir, cuando no se retiraban ellos mismos.

Comenzaban a considerar inofensivos y poco peligrosos aquellos caños fulminantes

de los fusiles, pues sabían que con frecuencia no sonaban, y si acaso disparaban,

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producían un ruido inofensivo. Ya es tiempo de que cambien los espíritus, las

instituciones, las costumbres de los pueblos, el modo de la guerra y otras cosas.

Leemos que antiguamente cien indios eran derrotados y puestos en fuga por

diez europeos; hoy día vemos a diario que cien europeos se ven obligados a huir al

ser atacados por diez indios. Y en lo que me resta escribir conocerás claramente

que éste no es un espectáculo raro, aunque parezca increíble.

En verdad, después de conocer los asuntos paracuarios, estimo lo siguiente: que

los hombres americanos, si fueran instruidos en las artes bélicas con armas

idóneas, provistos de los utensilios necesarios, cumplirían las incursiones contra los

bárbaros con mayor eficacia que el soldado europeo, por su natural habilidad para

nadar, y para tolerar las inclemencias del tiempo /453 y de la guerra.

En toda Paracuaria se puede ver a jóvenes españoles por su origen, nombre y

espíritu; sagaces, ágiles, intrépidos, conspicuos por su vigor y de porte altivo,

jinetes sumamente diestros.

Si se formara una sola centuria de éstos en cada territorio, dirigida por oficiales

capaces podría celebrarse con seguro estipendio. Había pensado que a los hostiles

indios se les podía inculcar fácilmente la idea del bien, de la amistad hacia los

españoles; que se dedicarían a un oficio, y que en las colonias se respiraría paz. Si

se formara un ejército de este tipo, con cuatro o cinco centurias, se evitaría el

peligro, y ningún grupo de bárbaros por numeroso que fuera sería inexpugnable

para ellos, con tal que los dirigiera en la expedición un jefe de reconocida virtud y

experiencia

Unos cincuenta soldados de caballería que solventó la ciudad de Santa Fe con

sus fondos y que se llamaron los Blandengues, cumplieron su misión con gran

eficacia. El celebérrimo Pedro Cevallos, jefe de las tropas españolas, afirmó

claramente una y otra vez que estos soldados elegidos en las colonias de

Paracuaria fueron una gran ayuda en la guerra contra los portugueses. El Marqués

de Valdelirios ponderó en presencia mía en la ciudad guaraní de San Borgia, su

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rapidez para cabalgar, su presteza para cruzar los ríos sin barcos y su increíble

vivacidad para solucionar todas las cosas.

Jinetes de esta clase que velaran por la seguridad a cada una de las colonias

españolas, pagados en parte por el erario real y en parte por los españoles más

ricos en interés de cuyos campos trabajarían, conservarían la seguridad del

comercio y de las casas, protegiéndolas de las incursiones de los bárbaros.

 

CAPÍTULO XLII

ALGUNA SUERTE DE SACRIFICIOS ENTRE LOS ABIPONES VENCEDORES

 

En cuanto los abipones ven que alguien ha caído herido /454 por su lanza, el

primer cuidado que tienen es cortar la cabeza al moribundo. Hacen esto con

increíble rapidez. Proceden a la disección como maestros muy expertos. Meten el

cuchillo con golpe certero y breve no en el cuello sino en la cabeza. Cuando no

tienen ningún hierro usan a modo de cuchillo una concha, la mandíbula de la

palometa, abierta con una caña y afilada hábilmente con una piedra. En nuestro

tiempo también supieron cortar a veces la cabeza con un cuchillito muy pequeño

como si fuera una amapola, con la rapidez que raramente encontraría en los

verdugos europeos, provistos de espadas. Los bárbaros lograron esta destreza con

un largo uso y una cotidiana ejercitación. Pues de cuantos enemigos matan siempre

llevan a su casa las cabezas atadas al cinturón o a sus monturas. Después que se

retiran a un lugar más seguro, lejos del peligro de los enemigos, quitan la piel a las

cabezas que llevan. Meten el cuchillo de una a otra oreja y dentro de la nariz y la

arrancan junto con los cabellos con gran rapidez y destreza. Llenan de pasto seco la

piel así vacía, y la conservan como trofeo con la misma solicitud con que los

europeos suelen mostrar en sus templos las banderas arrebatadas a los enemigos

como perenne recuerdo /455 de su victoria para la posteridad. Muchos abipones

sobrepujan a los demás en fama y en gloria por haber llevado a su casa pieles de

este tipo.

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A veces conservan los cráneos del enemigo para usarlos como vasos en los

banquetes festivos, de acuerdo a una costumbre recibida también de otros pueblos,

tal como se ve en muchos historiadores. De ahí tal vez Ambrosio Calepino tuvo

ocasión de decir en la palabra cranium: Est calva capitis, et poculi genus, calvae

figuram referens (140). Este tipo de copa Wayerlinkius que los teutones llaman Topf

y tal vez antiguamente Kopf y los galos con una voz sin corrupción coupe: se la

considera un vestigio de la antigua costumbre de usar la calavera como copa.

Aventino, si es digno de fe, atestigua que él mismo vio a los germanos bebiendo en

un cráneo humano. Herodoto en el libro IV recuerda que los escitas agitaban las

pieles de enemigos muertos, indicio de su victoria, y que solían usar sus calaveras

como vasos. Y Estrabón en el libro IV de la Geografía, escribe que los galos muertos

en combate solían suspender de las cabezas de sus caballos las cabezas de sus

enemigos y clavarlas en los postes de sus casas. Diodoro en el Libro 5, capítulo 9,

refiere que los antiguos belgas adornaban las puertas de sus casas con las cabezas

arrancadas a los enemigos. El protector del campamento severiano en Hungría

envió como señal de su victoria dos carros cargados con cabezas de turcos a Buda,

metrópoli del reino, donde en el año 1492 fueron congregados los nobles por orden

del rey Uladislao; así lo narra Bonifacio en el libro 2. Y no me admiro de que siempre

haya sido tan grande el empeño de los pueblos por cortar y llevar las cabezas de los

enemigos, pues es éste el testimonio más seguro de haber matado al enemigo.

Holofernes sacó de dudas a los betulienses acerca de la muerte de Judith llevando

su cabeza. No todos /456 los que son heridos en combate son considerados

muertos. Muchos, para conservar la vida, se esconden astutamente entre los

cadáveres de sus compañeros como si estuviesen exánimes. Los mocobíes después

de un combate con los abipones cortaron la cabeza a los más importantes entre

éstos cuando los veían expirar, para acrecentar el esplendor del triunfo entre los

suyos. A dos muchachos abipones del pueblo que pensaron que habían muerto

atravesados por las lanzas, se les echaron encima con rabia insaciada y mutilaron a

uno una oreja y a otro dos dedos. Pero, ¡oh! a las pocas semanas se les curaron las

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heridas y ambos regresaron incólumes a la ciudad de San Fernando con la única

pena de que no les habían crecido ni una nueva oreja ni nuevos dedos.

Ychoálay, de nombre temible en otro tiempo para los españoles, ilustre jefe de

todos los abipones, después que mató en combate a Debayakaikin, príncipe entre

los salvajes abipones durante diez y siete años, colgó de una horca preparada para

este fin en la plaza pública la cabeza de éste y de otros compañeros de la nobleza;

y las mujeres cada día debían llevarla a la casa no sin lamentos lúgubres para que

alguno de los amigos de Debayakaikin no lo robaran de noche. Pero al amanecer

debía ser fijada nuevamente en la infame horca. Esto se continuó cada día hasta

que por fin fue robada no se sabe por quién. El vengador Ychoalay consideró a esto

como una deshonra para el jefe principal de todos los pueblos, pariente por la

sangre pero autor de tantas luchas y muertes, y ya se vengaría públicamente de

aquel perturbador cuyas manos fueron instrumento de muchas muertes y

latrocinios. Esto te lo diré más claro cuando me dedique /457 a hablar de la ciudad

de San Jerónimo.

Maldecirás sobre todo esta atrocidad de los abipones para cortar y desollar las

cabezas de los enemigos. Pero te ruego que calmes tu ánimo y juzgarás a estos

rudos bárbaros un poco dignos de perdón si consideras contigo mismo que ellos lo

recibieron de sus mayores y siguieron el ejemplo de muchos pueblos de todo el

orbe que teniendo la oportunidad de ensañarse con los enemigos parecerían

desdeñar todo sentido de humanidad y consideraban que todo es lícito a los

vencedores para con los vencidos, a tal punto que entre las virtudes militares

osarían contar la crueldad. Además de las cosas que poco antes tomé de distintos

historiadores sobre los antiguos escitas, belgas y galos pueden ser recordadas otras

que vienen al tema. Herodoto en el libro IV, número 64, atestigua que los escitas y

otros pueblos muy feroces de Asia y Europa fueron los primeros que degollaron a

los enemigos, bebieron su sangre y llevaron la cabeza de los demás a su rey. Pues

si alguno no presentaba alguna cabeza de los enemigos sería totalmente impedido

de tomar el botín de guerra. Cuelgan como adorno las pieles de las cabezas

enemigas ya sea de su caballo como trofeo, ya de sus ropas o de los tapices del

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caballo. Hay quienes usan como estuche de sus flechas la piel arrancada con las

uñas de la mano del enemigo, porque es más gruesa, y más blanca que el cuero de

los animales. Yo mismo vi una piel hermosamente arreglada de un explorador

tártaro que soldados alemanes desollaron en el año 1683 en un sitio de Viena. No

pocos escitas usaron para cubrir sus caballos las pieles quitadas de los cuerpos

enemigos. Elías Skeed en el libro sobre la religión de los antiguos germanos y galos

afirma que fue común a casi todos los pueblos que habitan hacia el Oriente esta

costumbre de desollar las cabezas de los enemigos. Y acaso sirvan de algo /458

para probar esto aquellas palabras del cántico de Moisés en el Deuteronomio,

capítulo 32, versículo 42: Inebriabo sagittas meas sanguine, et gladius meus

devorabit carnes, de cruore occisorum, et de captivitate nudati inimicorum capitis

(141) Yo pienso que las cabezas de los enemigos desnudas de piel serían cabezas

desprovistas de casco tal como piensan algunos que recuerdan la costumbre de

quitar los cascos de metal a los enemigos muertos o capturados, para que los

cautivos siguieran al ejército con sus cabezas desnudas. No desconozco ni discuto

interpretaciones que hacen otros. Son innumerables las formas de crueldad que

otros bárbaros de América suelen ejercer con los enemigos capturados o

asesinados por ellos. Los hiroqueos de Canadá vencen a todos los demás en

crueldad. Arrancan la piel de las cabezas de los enemigos aun no muertos. Nuestro

José Lasitau, que vivió un tiempo entre aquellos bárbaros, dice en un libro suyo

reeditado varias veces en distintas lenguas sobre las costumbres de los salvajes

americanos, que vio una mujer francesa casada con un francés y madre de muchos

hijos que hace tiempo sobrevivió y se salvó con la cabeza despellejada por los

hiroqueos, por lo que los franceses la llamaban La cabeza pelada. Se dice que otros

muchos soportaron esta forma de ser desollados sin perder la vida. Algunos de los

indios canadienses quitan la piel de todo el cuerpo del enemigo muerto y agitan y

muestran estos despojos como testimonio de su victoria y fortaleza. A veces con la

piel de la mano de los enemigos se hacen tabaqueras que los franceses en esa

provincia de Canadá las llaman sacs apetum. Por más terribles que sean los

destrozos de los cuerpos de los muertos, no obstante es preferible y más tolerable

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morir en el campo de batalla que caer en cautividad de los hiroqueos. Pues ésta es

a menudo muy breve; y aquélla otra muerte es más dura. Pues en el mismo campo

de batalla creman /459 a los guerreros que más temen, a los niños, a los viejos y

viejas que consideran que los molestarán en el camino. En días subsiguientes van

quemando a otros y otros más para estar más libres y apresurar el regreso. Si les

parece que deben acelerar la marcha por temor a algunos enemigos no soportando

demoras, atan los cautivos uno a cada árbol e incendian los árboles para que se

vayan quemando lentamente y mueran al menos de inanición si alguna vez las

llamas más débiles los dejaran vivos. A los restantes cautivos que quizás pudieran

serles útiles en su tierra los conducen con los brazos atados con sogas, y cada

noche los custodian con las manos y los pies extendidos en forma de X fijados a

estacas con cuerdas, para que no aprovechen las sombras para huir. A uno le

agregan una cuerda mas larga, a otro le atan el cuello, a otro el pecho. El bárbaro

toma en su mano la extremidad de la soga para notar si el cautivo quiere huir

desembarazándose de las ligaduras y al notar el tirón lo despierte. Durísimas e

intolerables por los sufrimientos parecían estas noches. Desnudos, en todo el

cuerpo eran heridos por un infinito ejercito de mosquitos y avispas que volaban, ya

que inmovilizados de pies y manos, impotentes de todo movimiento, no podían en

absoluto defenderse contra estos torturadores. Después de este calamitoso viaje

eran condenados en la patria de los vencedores a una miserable esclavitud o al

sepulcro. Estas cosas y muchas más de este tipo refiere nuestro Lasitau, muy digno

de fe. Pues antes de que él mismo hubiera vivido un tiempo entre los hiroqueos, se

dice que el había recibido estas cosas de nuestro sacerdote Julián Gernier que gastó

sesenta años en ese pueblo para enseñarles a Cristo y la cultura, muy conocedor de

las lenguas barbaras. /460

Conoció muchas cosas, sufrió muchas más por el deseo de extender la religión, y

se consumió a sí mismo en estos diarios rigores. Lasitau usaba con diligencia su

costumbre y enseñanzas familiares.

Con gran fiereza los bárbaros de América del Sur castigaron a sus cautivos. Los

brasileños suelen matar a los cautivos que han engordado un tiempo no sin grandes

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ceremonias ante la expectativa y el aplauso golpeándoles con una maza en la

cabeza. Despedazados sus miembros realizan un banquete de todo el pueblo, con el

que tal vez no sacien tanto su estomago como su ardiente deseo de venganza. Hay

también algunos de estos antropófagos que están implicados en perpetuas guerras

con sus vecinos. No podría omitirse aquí a los mamelucos, europeos casados con

mujeres brasileñas o nacidos de tales nupcias. Estos se jactaban de cristianos, pero

siempre ocupados en tomar por la fuerza grupos de cristianos se mostraban más

crueles que cualquier bárbaro. Habían traficado con ingentes ganancias algunos

trabajos del azúcar muy útiles de sus cautivos; este tráfico impío fue su único

negocio. Por esta mezcla de hombres (que ya expliqué suficientemente en el primer

tomo), a veces fueron cruelmente atados unos cien mil guaraníes y otras llevados a

cautividad a los que habían reunido con increíble trabajo nuestros hombres por las

selvas y ubicados en colonias que se fundaron para ellos, en donde habían sido

aleccionados en la Santa religión, en las buenas costumbres y en las artes, Estos

piratas salteadores, armados de hiervo, de plomo y de mil fraudes, oprimieron a los

guaraníes provistos acaso sólo de armas de madera. A menudo en el mismo día y

de la misma ciudad robaban una centuria de neófitos y catecúmenos como si fueran

proclives a la fuga y eran arrastrados por un tiempo /461 con cuerdas y sogas y

puestos en profundas fosas que para este fin habían cavado. Los decrépitos o

debilitados por la enfermedad eran matados de distintos modos en el mismo

camino para que no retrasaran la vuelta. Los niños de pecho, para que no fueran

una carga para sus madres, en parte los despedazaban con sus propias manos, en

parte con la espada o los estrellaban contra el suelo en los caminos. Me da

vergüenza y me apena decir más cosas que el lector podría imaginar más de lo que

podría expresar mi pluma discreta. Todo historiador que no tuviera sentido pintaría

con colores tétricos a estos cazadores de indios paracuarios hirvientes en crueldad,

lascivia y deseo de ganancia. Seria difícil determinar cuál de sus crímenes obtendría

la primacía. Relee, si lo deseas, lo que escribí en el primer libro de esta historia

sobre los mamelucos. No debe ser dejado de lado aquí el singular tipo de crueldad

para con los cautivos que los bárbaros australes vecinos del campo de Buenos Aires

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maquinaron. Si tomaban a algún enemigo en el campo, no lo mataban con ira sino

que lo abandonaban allí con ambos pies mutilados para que, imposibilitado de

proseguir su camino, se consumiera de muerte lenta entre cruelísimos dolores.

Los abipones están muy lejos y se apartan de esta atroz costumbre de maltratar

a los enemigos cautivos o muertos que vemos en aquellos indios. Matan, pero

aquéllos que consideran que son para ellos enemigos, o perjudiciales, o peligrosos u

hostiles. No torturan ni atormentan a los moribundos. Sometido un grupo de indios

o de españoles, nunca /462 matan indistintamente a todos los habitantes. Respetan

a los niños y mujeres, y si no han sido irritados vehementísimamente por alguna

injuria recibida, no consideran que todos son dignos de muerte. Arrancadas las

pieles de las cabezas de sus enemigos, las llevan a su país como testigos de sus

hazañas para no volver a los suyos sin gloria. Pero las usan para sí mismos o para

cubrir sus caballos. Llevan a los cautivos de guerra en sus caballos durante el

camino; y en su tierra suelen acompañarlos con la más increíble benevolencia, tal

como expliqué en el Cap. 13: "Sobre las costumbres y usos de los abipones". De lo

que deducirás que estos cautivos estén contentos de vivir; pero con gran frecuencia

para ofensa de sus amos y ruina de los españoles. Muchas veces hubiera querido

que los padres de familia, los oficiales del ejército o los maestros se mostraran tan

complacientes y benéficos con sus esposas, sus soldados o sus discípulos, como los

abipones con sus cautivos. Los hurones y los hiroqueos, aunque más bárbaros que

los demás, tal como lo asegura el Padre Lasitau, no ocasionan en sus tierras

ninguna molestia a los cautivos de guerra, a menos que sean de los que en los

primeros días de su llegada son castigados a morir en la hoguera por sentencia de

sus jefes.

 

CAPITULO XLIII

SOBRE LAS ARMAS DE LOS ABIPONES Y LA MANERA DE ATACAR

CUANDO LUCHAN CON OTROS BARBAROS

 

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Según el tipo de enemigo que enfrentarán usan /463 diferentes armas. Parecen

exigir distintos instrumentos de guerra cuando atacan o cuando son atacados. Los

abipones, cuando se disponían a luchar con los españoles, siempre pensaron que su

defensa y posibilidad de victoria residía en un caballo veloz o en una lanza firme.

Entonces se abstuvieron de usar las corazas que a modo de loriga hacían con piel

de alce. El peso de éstas les molestaban, cuando debían huir y no les ofrecían

ninguna seguridad contra las balas.

También desdeñaron los arcos cuando hacían incursiones contra los españoles.

Pues sería una locura oponer los arcos a los fusiles, la madera al plomo, las flechas

a las espadas. Las heridas producidas por las flechas son más peligrosas y nocivas a

la carne humana por la madera o hueso que se utiliza para hacerlas. Pero si los

abipones son atacados en su tierra por un enemigo desconocido, cualquiera que

fuera, usan con éxito sus arcos. Aprenden su manejo desde niños por el diario

ejercicio de la caza y de la guerra; esta practica que continúa durante toda su vida,

la perfeccionan de tal modo que logran golpes más certeros que los españoles con

su fusil. Afirmo rotundamente este testimonio por haberlo presenciado con mis

propios ojos. /464

Pero supongamos que se ha difundido entre los abipones el rumor de que unos

bárbaros atacarán al día siguiente. Si sus fuerzas los superan y son pares a los

enemigos que se acercan, envían a todas partes observadores para conocer su

camino. Mientras tanto, el principal trabajo de los demás es preparar una bebida a

base de miel, o si la tienen a mano, de algarroba con la que preparan una bebida

pública. Los abipones nunca se muestran más perspicaces en sus consejos ni más

duros para pelear que cuando están embriagados.

En tal estado, como ellos mismos lo afirman, no ven los peligros; o si los ven, los

desprecian. Un grupo hará frente a numerosos enemigos; no sentirán en absoluto la

crueldad de las heridas; despreciando la vida, se opondrán a la muerte; avivarán los

fuegos del furor de marte que tenían adormecidos en sus pechos. Y en verdad, esto

nos parecería cierto si recordamos lo que nuestro Famiano Strada escribió en su

historia sobre la guerra belga, acerca de Martín Schenckio, soldado y oficial muy

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ponderado entre ellos: Arma nunquam (dice en el libro 10, segunda década)

accuratius tractabat, quam quum effusse potus, ac vino amens (142). Lo mismo que

afirma de Schenckio, muchísimas veces lo he comprobado en los abipones. En la

colonia de San Fernando supimos por autores que poseían buenas fuentes que un

ejército enemigo compuesto de tobas y mocobíes avanzaba en rápida marcha hacia

nosotros y que llegaría aproximadamente en dos días. Atónitos por este aviso, los

abipones esperaban sin temor el ataque convocando consejos, bebiendo y

celebrando su victoria antes del triunfo. Encerraron los caballos dentro de la cerca

de la ciudad para tenerlos siempre a mano, y pasaron dos días con el rostro pintado

para provocar terror a sus contrarios teniendo en una mano la copa y en la otra el

haz de flechas. Amaneció el domingo de quincuagésima; al mediodía /465 se pudo

ver a los lejos una turba de jinetes bárbaros. Los abipones, aunque de tanta bebida

no tenían la mente clara ni los pasos firmes, tomaron sus lanzas ayudados por las

mujeres, subieron a los caballos preparados, y esparcidos por el campo sin ningún

orden, con horrible gritería se lanzaron contra los enemigos, a los que hacían frente

en una carrera tan rápida y con tanta felicidad que los mismos que poco antes

llegaron con el propósito de devastar la ciudad, buscaban ahora su salvación en las

selvas. Persiguiéndoles por todas partes y obstruyéndoles el paso se dieron a la

fuga. Los abipones continuaron con la persecución en sus veloces caballos y

comenzaron a alcanzar las espaldas de los que huían. No hubo lucha, sino una

carrera entre perseguidores y perseguidos. Se combatió más con la velocidad de los

caballos que con las flechas que alguien lanzaba aquí o allí sin perjuicio de nadie.

Nuestros vencedores no volvieron a la colonia sino bien entrada la noche y algunos

al despertar el alba; todos a salvo excepto uno que fue herido en la cabeza con una

maza; todos serenos, y con la borrachera curada, cosa admirable, no durmiendo,

sino corriendo y peleando. Yo ignoro cuántos enemigos fueron heridos en esta

persecución, cuántos murieron. Que más de doscientos setenta hubieran sido

puestos en fuga por esos borrachos, era para nosotros una espléndida victoria. Pero

veamos los otros preparativos de guerra que los abipones suelen anteponer a la

lucha.

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Cumplidas todas las ceremonias relativas a la bebida previa al combate dirigen

su atención a sustraer sus caballos a las manos y los ojos de los enemigos.

Reservan los mejores animales para luchar contra el enemigo; y ponen los demás

en lugares de difícil acceso para que el enemigo no los descubra por el

desconocimiento de los caminos, o porque se encuentran /466 con alguna selva, o

en las altas costas de los ríos. También buscaron escondrijos donde llevar en caso

de peligro a sus mujeres, sus hijos y a los más débiles. A veces los españoles me

han contado que encontraron familias enteras de indios sumergidas en los ríos y en

los lagos entre los juncos, como los patos, sacando sólo la cabeza. En cuanto surge

entre los abipones el primer rumor de que el enemigo se acerca, enseguida se

pintan el rostro y toman los haces de flechas y la corneta de guerra que siempre

llevan sujeta a la cintura; a la que llenan toda la noche de bebida para que los

emisarios de los enemigos los sepan vigilantes y ávidos de pelea. Cuando están

seguros de la proximidad del enemigo, se consultan con unos y otros

razonamientos. Si ven que son más los que llegan, suplen su inferioridad con

astucia. Para no presentar batalla de frente, impiden al enemigo el acceso a sus

puestos de guerra con variadas estratagemas. Lo oprimen con asechanzas cuando

está desprevenido; se fingen más numerosos multiplicando el estrépito de sus

trompetas de guerra. A veces dejando en algún lugar apartado a sus espaldas

cornetas y bocinas fingen que ellos son sólo exploradores y otro ejército los sigue

detrás. Algunos aparecen vestidos con ropas de españoles, si las tienen, y

convencen a los soldados españoles de que está cerca de ellos un auxilio. Con

engaños de este tipo no raramente los enemigos deshacen su camino abandonando

el deseo de pelear. Tan poca cosa es el arte de atemorizar de los americanos,

miedosos por naturaleza. Rehusan la pelea si no están seguros de la victoria.

Pero a veces no tienen lugar para sus estratagemas. Obligados por una

repentina incursión de sus enemigos; o /467 seducidos por la confianza en la

victoria ofrecen combate; eligen un campo que esté contra el enemigo y que sea

vecino a sus caseríos para poder proteger a sus mujeres y a sus hijos de algún

eventual peligro. Alguna vez el enemigo envía por delante emisarios que,

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exponiendo las causas de la guerra, provoquen a los habitantes a la lucha. Yo he

visto con gran frecuencia que suelen tener por respuesta el estrépito de cuernos y

bocinas y un horrible vocerío que provoca a las armas. Todas estas cosas que

preceden o acompañan a la lucha son digno espectáculo para los ojos y las risas de

los europeos. Verían a los hechiceros, al comienzo del conflicto, elevados sobre sus

caballos con un ridículo gesto del cuerpo, haciendo girar ramos de palmera e

imprecar al ejército enemigo con un canto religioso. Y a una vieja hechicera ya

reptando por el suelo, ya saltando ligeramente por la calle, con la frente arrugada,

los ojos torvos, la voz ronca emitiendo presagios y maldiciones. Verían a los

abipones reunirse, truculentos con el rostro pintado, llevando en la cabeza plumas

multicolores de aves y en las manos armas, unos cubiertos y otros desnudos para

lograr mayor agilidad marchando con toda pompa y amenazando casi a todo el

orbe. Parecería que los montes sufren, aunque enseguida veamos que asoma un

ridículo ratón. Estos héroes quieren que el Padre cura de la colonia los organice,

inspeccione y cuente, ya que ellos no saben contar. Cuando recorría sus filas me

preguntaban: "¿Somos muchos?" y yo les respondía: "Y más que muchos", paro que

su escasez no los atemorizara y perdieran la esperanza de victoria; aunque fuera

certísimo que la colonia iba a ser invadida por un enemigo numeroso y que en ella

hubieran quedado muy pocos habitantes porque los demás estuvieran esparcidos a

lo largo y a lo ancho ocupados en la caza. Porque es cierto que estos sagaces

bárbaros atacan /468 cuando han sabido por sus espías que la colonia está sin

defensas. Forman su ejército en cuadros, si tienen lugar para ello; yo había

observado alguna vez que en el medio se colocan los arqueros y a ambos lados los

lanceros. Otras veces realizan el ataque todos mezclados, arqueros y lanceros. Los

mocobíes, los tobas y los guaycurúes aunque son jinetes, apartándose de sus

caballos se juntan en grupos de a pie. El cacique o algún otro indio de mayor

experiencia que dirige a los demás se coloca al frente del ataque. Pero una vez

iniciada la pelea, abandonando tanto el caballo como aquella posición, pelea

mezclado con los otros. Los jefes de los abipones son muy combativos y más

valientes que los demás. El ejemplo de los jefes tiene mayor peso entre los

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soldados que las palabras, y siguen con más gozo al jefe que pelea ardientemente

que al que los exhorta desde lejos.

La formación apretada del principio cambia cuando se trata de atacar al

enemigo; separan las filas de modo que cada uno tiene un espacio de cuatro y a

veces de seis codos a su alrededor No verás que ninguno de ellos cuando pelea

mantiene el cuerpo erguido o los pies quietos. En constante movimiento, con el

cuerpo inclinado a tierra y los ojos fijos en los contrarios amenazantes provocando

al enemigo es usual que repitan aquél: "ho, ho, ho" intensamente. Refriegan la

mano derecha sobre la tierra para que la cuerda del arco no se les resbale por el

sudor. A los indios no les parece lógico imitar la costumbre de los europeos de

arrojar al mismo tiempo sobre el enemigo expuesto un volcán de proyectiles.

Suelen destinar un golpe a cada uno, como a un blanco. Así cada uno se preocupa

por vigilar la /469 mirada y todos los movimientos de otro, y cuando se da cuenta

que va a ser atacado por alguno que le apunta, cambia de sitio saltando de derecha

a izquierda. Arrojan la mayoría de las flechas al jefe enemigo y a los más ilustres

aunque raramente sin riesgo. Pues cada uno prevé que la muerte de éstos les dará

más gloria. Cuando uno es elegido entre muchos para dar el golpe, aunque tuviera

más ojos que Arcos y más ágil que cualquier viento, ninguno osaría prometerse

tranquilidad. Si finalmente alguno sale ileso del ataque, a menudo lo atribuye más a

la fortuna que a su destreza o a la coraza que llevan puesta.

Vuelven a usar las flechas que han arrojado al enemigo si les falIan. Y cuando

tienen vacío el carcaj, ya más enardecidos sus ánimos por la misma lucha, después

que han peleado un rato de lejos con el arco, atacan de cerca con la lanza deseando

igualmente eludir las heridas y acometer. Pero no es raro que el campo de batalla

quede teñido de sangre. Es notable la fuerza que poseen estos bárbaros en los

brazos y la bravura para arrojar sus golpes; pero es mayor la rapidez de sus

movimientos para eludir al enemigo. A menudo toda la contienda se define en

mutua amenaza y vocerío; de modo que oirás gran estrépito, pero muy raramente

verás fluir sangre. A veces muchos son heridos pero muy pocos son los que

mueren. Y nadie imagina que debe llorarse por la vida de los heridos si no ha sido

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atravesada la cabeza o el mismo corazón. Y están convencidos de que no tienen

nada en absoluto ni de admirable ni de riesgoso tener las costillas rotas o grandes

heridas en cualquier otra parte del /470 cuerpo; y las miran sin muestras de dolor y

ojos serenos cuando son retirados del combate en brazos de otros medios muertos

pero resistiéndose. Yo he comprobado que este tipo de bárbaros, si no se les impide

huir, raramente se obstinan para soportar hasta el final. Aterrorizados por la muerte

de unos pocos compañeros, se dispersan por donde pueden, sin preocuparse de su

jefe. Y no les da trabajo tocar la retirada.

Huyen diez o veinte, hasta que por fin todos perdiendo el pudor confían su vida a

las patas de sus caballos si los tienen cerca, y corren como un río desbordado, rotas

las filas y dispersos. A veces verás a dos o tres montando el mismo caballo cuando

sienten el miedo. Comienzan la pelea a pie para poder huir con mayor rapidez. Para

esto tienen preparados caballos a espaldas de los combatientes, fuera del alcance

de las flechas en los que a veces se montan muchachos que miran sin riesgo las

vicisitudes de los que pelean; como desde un palco; y aprenden seguros el arte de

guerrear.

Pero si el enemigo se repliega viendo que la suerte le es adversa, enseguida

vuelven al ataque con mayor fuerza. Pues los vencedores cuidan mucho su gloria.

No quieren que las vueltas de la fortuna en la lucha tenga dos caras, ni sufrir un

nuevo revés. Acaso los abipones interpretan que es vergonzoso para su pueblo que

el enemigo les quite en combate la lanza o alguna ropa; y soportan esto más

duramente que los soldados europeos cuando les arrebatan la bandera o las

cornetas de guerra. Una lanza y dos vestidos arrancados por grupo de abipones en

alguna escaramuza fue el origen y la causa de guerra entre Debayakaikin e

Ychoalay.

La restitución de estos despojos era el principio de las condiciones establecidas

en la ciudad de San Fernando. /471 Como las esperaron inútilmente durante unos

meses recrudeció la guerra. Suelen atribuir las victorias y los sucesos favorables no

a su destreza sino a las artes de sus hechiceros. Aunque desprecien a los demás

pueblos de Paracuaria y se consideren mejor que todos ellos en su audacia militar,

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no obstante no niegan que los bárbaros guaycurúes son temibles. Dicen que los

naturales caen bajo sus lanzas como hongos; no porque éstos los superen con

mejores armas, firmeza, o animosidad sino porque suelen ir al combate

acompañados de hechiceros muy sabios. Alaykin, un viejo jefe de los abipones, me

aseguraba que ellos caían en tierra sólo con ser tocados por su aliento, como

tocados por un rayo. ¡Ah, mísera credulidad de estos bárbaros! Atribuyen una virtud

sobrenatural a estos taimados que los envuelven con sus presagios, mentiras y

engaños, sin saber ni tener ningún poder extraordinario.

Pero consideramos a los abipones que ya han cumplido su guerra y están

victoriosos. Si las cosas han salido de acuerdo a sus deseos, llenan todas las casas

con alegres rumores sobre la victoria, y exageran las muertes de los enemigos. Los

ojos y los oídos de todos convergen a los que realizaron la hazaña. Los que

volvieron del campo de batalla heridos, son rodeados por una turba de médicos

hechiceros que vienen a curarlos y de espectadores que ponderan su constancia y

virilidad con admiración.

Creerías que las mujeres que se entregan a una hilaridad sin freno, vienen más a

manifestar su alegría que a curarlos. Estos cantos, bailes y aplausos tienen como

única /472 finalidad preparar el público brindis de sus maridos. Los abipones lo

anticipan a la guerra para consultar sobre los sucesos. Y lo añaden a la guerra para

celebrarlos. Ahuyentados los enemigos, se dan a la tarea de quitar de sus rostros

las pinturas y de sus espíritus las preocupaciones pertinentes al conflicto. En esta

reunión de bebedores, entre grandes clamores y ruido de calabazas y tímpanos con

que celebran la victoria, y después que se han saciado la sed bebiendo licor de miel

suele recordar cada uno los crímenes cometidos y hablar unos a otros con dicterios

acerca de los errores, la timidez y la huida. Cuando ningún abipón resulta herido

terminada la guerra, se pelean entre sí atrozmente, primero con los puos y después

con las lanzas y flechas. Ni los ruegos de las mujeres que quieren conciliarlos para

que depongan las armas logran que sus maridos vuelvan a sus casas. Para mí está

fuera de duda que muchos son más lastimados después de la guerra que en la

misma guerra. Los que salieron ilesos del campo de batalla caen no pocas veces

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borrachos a manos de otros borrachos. Y no hay por que condenar a los bárbaros

por esta costumbre, cuando tampoco es rara entre los soldados europeos. ¡Cuántos

de éstos han vuelto incólumes de la batalla, y han sido lastimados y mutilados por

algún compañero entre copas! Yo había visto en el año cuarenta a cinco oficiales de

ejército reunidos en la calle. Cada uno tenía en el rostro una gran cicatriz. "¡Oh!,

estos vieron al enemigo de cerca", decía yo a un veterano oficial con el que entablé

familiar conversación. "¡Amigo! ninguno de éstos – me respondió – recibió nunca

una sola herida del enemigo. Estas heridas que ves son recuerdo de Baco, /473 no

de Marte". Le creo; muy pronto yo mismo los conocí.

Añado, a modo de corolario, algunos datos que se refieren a este asunto. Si la

batalla tuvo lugar en zonas apartadas de la ciudad, envían por delante un jinete

desde el campo de batalla para que anuncie a sus compañeros los acontecimientos.

La turba esparcida lo saluda desde lejos golpeándose los labios con la mano

derecha, y lo acompañan rodeándolo hasta su casa. Con pertinaz silencio mientras

cruza las calles, se lanza del caballo a la cama. Desde allí, como desde una cátedra,

expone con voz grave a la multitud que lo rodea los pormenores de la pelea. Si

algunos enemigos fueron muertos o heridos, el habitual exordio de estos anuncios

suele ser: Nalamichirini, "fueron destruidos por una matanza". Que lo pronuncia

lenta y arrogantemente, con rostro severo, y que es recibido con el aplauso de los

circunstantes. Enumera cuántos han muerto en sus manos durante el combate y

afirma sobre las muchas cosas que acrecientan el esplendor de la victoria: Eknam

Capitan, "éste fue el capitán" palabra con la que designa a cualquiera más noble

que él. Sea indio o negro, el capitán vestido a la usanza española es llamado noble

por ellos. Pues del vestido de cada uno deducen la condición y dignidad. Cada vez

que nombra a un enemigo caído en el combate, en todo el ambiente resuenan estas

palabras: ¿Kem ekemat? ¡Ta yeegam! con las que explican su admiración.

Enseguida se publica el número, muy exagerado, de cautivos, de caballos y de

carros que han raptado. Cada uno asegura: son innumerables, Ckik Leyékalipi, ya

que no saben contar más que hasta tres, tal como ya expliqué en otro lugar. A cada

mención de las innumerables prendas, los auditores pronuncian la palabra Nolre,

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con la que declaran que el acontecimiento es nunca visto ni oído. Contadas las

cosas que /474 pertenecen a la ardua pelea y a la victoria, declara finalmente a los

demás qué compañeros han sido heridos en el combate. Al nombre de cada uno, los

circunstantes repiten con gemido: Tayreta "pobrecito". La trágica enumeración de

los que han muerto es reservada como epílogo de la relación, y todo el aplauso

sobre la victoria y los despojos, se convierten en llanto. Como los abipones

consideran nefasto pronunciar el nombre de los muertos, usan un circunloquio de

este tipo: Yoalè eknam oanerma Kamelèn. Lauenek là chit kaekà. El varón, marido

de la mujer Hamelen ya no está. Yoalè eknamn Pachiekè Letà la chitkaeka, "el

varón padre de Pachieke ya no está". Así enuncian los demás si los hubiere. Hecha

la mención de uno solo de los suyos muerto, toda la alegría de la victoria se

extingue y su recuerdo se vuelve intolerable. Muertos todos los enemigos al mismo

tiempo, si uno solo de los abipones muere, maldecirán con toda su furia la victoria.

De modo que aquél anuncio que les predicaba la victoria, en cuanto sus labios

anunciaban la muerte de un compañero, era abandonado por el auditorio, que de

inmediato se dispersaba. Todas las mujeres con los cabellos que suelen llevar

atados en un pañuelo sueltos, con calabazas y tímpanos, en larga fila recorren

todas las calles, y con un horrible lamento (aullido podría decirse con más

exactitud) prolongado durante muchas horas se lamentan de los enemigos; tal

como expusimos suficientemente en el capítulo 28 sobre el luto, las exequias y las

ceremonias fúnebres. /475

Los abipones vuelven de la expedición no en una sola fila sino divididos en

grupos; entran en su caserío sin ostentación pero sí victoriosos, sin muestras de

pesar ni vencidos, aunque con expresión muy grave; a no ser que hubieran perdido

en ella a su cacique, jefe de la expedición. Entonces vuelven con los cabellos

tonsurados para testificar su duelo, y trasladan los huesos del cacique muerto

previamente desprovistos de la carne, como también de los otros muertos, no sin

aparato fúnebre, como ya expuse en el capítulo 27. Esperada con ansiedad la

vuelta de los combatientes, permanecen atentos admirando los caballos, los

cautivos y el resto del botín, fruto de la victoria. Unos comprobando la incolumidad

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de sus hijos, otros procurando curar a los heridos y buscando la medicina

apropiada, todas las mujeres ocupadas en sus lamentos. Cada uno conserva los

caballos, los cautivos, las mulas y objetos que ha robado para que los enemigos no

se los sustraigan, como es costumbre entre ellos. A menudo en una sola expedición

llevan más de mil caballos tomados de campos extensísimos. No sé con qué leyes o

con qué criterio se los reparten, sin que haya ocasión de discordia. Después de unos

días prueban los caballos que les han tocado a cada uno en la repartición. Prefieren

a los que saben más rápidos; y suelen hacer pequeños ornamentos para adornarlos.

A diario podrás ver una turba de adolescentes que discuten, cada uno ponderando

el suyo. Así como nos parece más sabrosa la fruta fresca que nosotros mismos

hemos arrancado del árbol, así ellos, aunque tengan otros más veloces en su casa,

consideran que los caballos que recién han recibido aventajan a los demás. El

recuerdo de la victoria lograda sobre el enemigo les provoca tanta alegría como

perturbación. Pues temen de /476 día y de noche que aquellos que han matado

vuelvan para vengar las muertes y las rapiñas. Así, para tranquilizar su mente y

elegir las maneras de repeler al enemigo, lo que más les agrada es hacer allí mismo

un brindis público, remedio segurísimo de sagacidad e instrumento de

magnanimidad.

 

CAPÍTULO XLIV

SOBRE LOS ANIVERSARIOS DE LAS VICTORIAS Y LOS RITOS DE LOS

BRINDIS PUBLICOS

 

A los abipones no les es suficiente cuando regresan de luchar contra el enemigo

celebrar la reciente victoria entre cruentas ceremonias; acostumbran a renovar

cada año su recuerdo con pública exultación. Esta consiste en cantos, bebidas y

locos desenfrenos. Después que han recolectado de las selvas abundante miel,

materia fundamental de la bebida, se fija el día para esta ceremonia y también se

elige la casa más amplia que pueda dar cabida a mayor número de convidados. Por

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último, el día de la víspera, uno de los pregoneros rodea la choza vestido con la

capa más elegante que posee. Las mujeres que allí residen saludan a cada uno al

entrar con percusión de los labios. El ama de casa recibe de manos de los que

llegan su lanza que llevan señalada con un cascabel, en señal de honor, y se las

devuelve cuando se van. Una vez que el pregonero ha entrado a la casa,

desdeñando un asiento se ubica sobre una piel de tigre o /477 en la montura. Con

palabras formales enseguida invita al padre de familia al canto y a la común

celebración de las victorias. Las mujeres de la casa lo despiden con la

acostumbrada percusión de los labios. Numerosos compañeros rodean el lugar

siempre seguidos por niños. El oficio de pregón, que rehusan los patricios abipones,

es desempeñado por plebeyos o algún extranjero descendiente de antepasados

españoles o de indios de otra raza. Los abipones sólo se consideran como los más

nobles (aguanta la risa), y desprecian con soberbia y astucia a todos los nacidos en

lugares más humildes y oscuros. Si una española es cautiva de guerra por más que

sea de origen noble, joven y hermosa, tiene menos posibilidades de casarse con un

abipón que otra mujer abipona, aunque sea menos noble.

Entre tanto preparan la casa destinada para la próxima reunión con improvisado

aparato. Cubren el piso con pieles de tigre y de vaca en donde se sentarán los

huéspedes. Surge una cantidad de cañas arregladas sin ningún artificio a las que

agregan a manera de trofeo los cueros cabelludos arrancados de las cabezas de los

enemigos. Si alguna vez prefieren celebrar la victoria fuera de las chozas, clavan las

lanzas en el suelo en forma de círculo, dentro del que se sentarán en el piso, y

cuelgan de ellas estos trofeos. A la puesta del sol los invitados confluyen al lugar

destinado sentándose en el piso sosteniendo un vaso de cuero, que tienen a la vista

aunque la bebida se prolongue hasta la aurora. Beben toda la noche celebrando la

victoria. Me faltan palabras /478 capaces de expresar este concierto de los bárbaros

que resulta tan extraño para nosotros. A viva voz podría reproducir con mayor

facilidad estas músicas características.

Nunca cantan todos juntos sino de a dos, con gran disparidad de voces que

suben y bajan; por momentos uno canta antes que el otro, o lo sigue, o lo

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interrumpe, o lo acompaña. Ahora éste, ahora aquél, se callan por un breve

momento. Una y otra modulación de la voz son el tema de la canción, inflexiones

con rodeos, y un temblor múltiple. Este produce un canto con movimiento muy

rápido de garganta, o lo interrumpe, o lo intercala con risas o gemidos; éste imita

por momentos la gravedad del toro o la trémula voz del cabrito; se diría que a aquél

el gran Apolo lo ha transportado. No habrá ningún europeo que niegue que estos

cantos bárbaros le provocan miedo y horror. Este canto sagrado hiere sus oídos y el

mismo espíritu es amedrentado por la nocturna oscuridad que acrecienta

increíblemente la tristeza de las voces horríficas. Uno de los cantores rodea una

calabaza de cuello largo con maíz y algunas mujeres la hacen trepidar con

movimientos de la mano acomodado a los numerosos músicos. A veces, como los

miembros de una sinfónica solo el golpeteo de la calabaza preludia el canto; otras lo

sigue y raramente se interrumpe un poco. Conviene tener en cuenta esto para que

no pienses que esta música infernal carece de artificio. Parece digna de admiración

la concordancia diferente de voces cuando cantan en dúo.

Ten en cuenta que si alguno de ellos duda en el canto, enmudece. Y en verdad

cantan lo que recuerdan pero no por su impulso repentino sino meditando un

momento. /479 Recuerdan lo que pronunciaran en la pública reunión. Las cantilenas

carecen de leyes métricas, sin embargo suenan con algo de ritmo. Cada uno

modera el número de los versos de acuerdo al asunto que va a cantar. Los bárbaros

suelen preferir para laudar y cantar las expediciones bélicas, la muerte de los

enemigos, los grupos de cautivos, los asaltos a las ciudades, los robos de carros y

ganados, las colonias de españoles exhaustas de habitantes o reducidas a cenizas y

otras tragedias de este tipo, describen no con estilo plebeyo sino exquisito que

cosas deben añadírseles, como el lugar y el tiempo en que la victoria fue ganada.

Como sacudidos por un furor demoníaco pintan con palabras acertadas y con

variada modulación de la voz, indignados, ya los intrépidos, o amenazantes y

festivos. Jurarías que estas oyendo a Hercules furioso o al soldado truculento, de

Plauto o al mismo Anquises de Pérgamo lamentándose. Aunque para no

ensombrecer sus alegrías se haga apenas mención a las muertes y heridas de los

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abipones y todo sea exageración de las muertes y pérdidas de los enemigos.

Aunque han pasado varias horas en estos cánticos, no se permite a ninguno de los

oyentes bostezar ni murmurar. Y toman en cuenta las alabanzas de sus héroes y

sus hazañas, olvidados del sueño, pendientes de la boca de los cantores.

Como, según lo atestigua Horacio, es vicio común a todos los cantores no cantar

si no se les ruega para que lo hagan y no desechar tal honor si se les solicita, las

mujeres presentes piden a los varones que canten a la par de los cantores; y

durante las horas que estén cantando repiten /480 la percusión de los labios, con lo

que expresan que está bien y pronuncian estas palabras: Kla Leya, "ya es

suficiente. Tienen la costumbre de pronunciar al finalizar esta magnífica

conmemoración de las truculentas hazañas realizadas por ellos con este epílogo: "y

finalmente esos tales somos nosotros", Gramachkaakam; como suelen decir los

oradores: "He dicho". Enseguida sigue a los anteriores otro par y del mismo modo

se prolonga el canto hasta la aurora. Entonces, mudada la escena, se da comienzo

a la bebida y las gargantas cansadas y secas son recreadas con aquel néctar

americano que preparan con agua mezclada con miel silvestre o con algarroba, y

que al cabo de algunas horas produce una sosegado deleite a los bebedores y

presta a los cuerpos increíbles ventajas, tal como expliqué ampliamente en el

capítulo séptimo.

Consta por la experiencia de muchos que la bebida de algarroba es mejor que

cualquier remedio para las enfermedades e infecciones y que a los debilitados por

la vejez les sirve como la leche. Pues restaura las fuerzas, lo que también se ha

comprobado en los animales que la beben. Sin embargo las mujeres abiponas

consideran peligroso usar otra bebida fuera del agua. Nunca se me ocurrió indagar

la causa de su abstinencia. Pienso que la costumbre es como una ley, como sucede

en otros aspectos y cosas. Sin embargo creo que esa costumbre fue establecida

entre los abipones por consejo divino, para que las esposas sobrias contengan a los

maridos borrachos cuando corren en busca de la muerte, rodeándolos cuando riñen,

con el deseo de pacificarlos; y tanto alcanzan a sus maridos las lanzas y flechas

como se las quitan; y con frecuencia impiden graves accidentes o resultan heridas.

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Las solteras, aunque mayores, son excluidas de este brindis público. Sin embargo a

hurtadillas beben ese licor de miel; /481 lo mismo que algunas otras mujeres toman

miel y algarroba. Sabiamente han dispuesto los abipones de más edad que los

adolescentes no asistan a los brindis públicos. Habían previsto con su ejemplo las

cosas nocivas que nacían de sus violencias. Los jóvenes eufóricos por el mismo

entusiasmo de su edad, cuando se embriagan, añaden fuego al fuego, como canta

Ovidio: Et venus in vinis, ignis in igne fuit (143).

Es propio de los varones buscar en las selvas la miel con la que se fabrica la

bebida. Todo el trabajo de prepararla corresponde a las mujeres. Cuando maduran

las algarrobas ellas se encargan de arrancarlas de los árboles y las transportan en

sus caballos a sus casas; luego las machacan en morteros, la mezclan con agua que

traen del río en cántaros y la depositan en pieles de vaca que hacen las veces de

vasijas. Escucha el método empleado en esta fabricación: Cortan las cuatro patas

de un cuero de vaca para dejarlo cuadrado. Lo cuelgan de sus cuatro lados hasta

una altura de dos palmos y lo cosen con cuerdas; guardan el licor con tanta

seguridad que no se derrama ni una gota. Este tipo de cuero que hace las veces de

vaso es llamado por los españoles el Noque y por los abipones Aápè. Cuando lo

usan para cruzar los ríos como chalupa, los españoles lo llaman la pelota y los

abipones Netak. Ya en otra parte dijimos de qué modo cruzaban los lagos y ríos

utilizando estos cueros a manera de chalupas.

La miel o la algarroba sumergida en agua alcanza una agradable acritud con

mayor o menor rapidez sometiéndola a una temperatura media y fermenta sin que

se agregue nada. Los abipones muy ávidos de beber, van una y otra vez a aquellos

cueros y los huelen para ver si la bebida de /482 miel ha llegado a su punto de

acidez. Layam ycham, "ya fermenta", exclaman alejándose. Cuando por fin esto

sucede, alguno que tiene buen olfato pronuncia la sentencia: La ycham, "ya tiene la

acidez necesaria". Divulgada la noticia, todos concurren a un lugar destinado. Cada

uno de aquellos cueros llenos de la mezcla fermentada es transportada por seis u

ocho niñas. Estas, dejando su carga a los bebedores, se vuelven a sus casas;

podrían enseñar el ingenuo pudor y la modestia a los europeos. Cuando han bebido

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el primer vaso se sirven otro, y a éste sigue otro, y al tercero un cuarto hasta que

finalmente parecen competir los varones en agotar la bebida y las mujeres en

alcanzársela. Y no me admiraba de que las mujeres fueran diligentes y celosas en

ofrecer este obsequio, ya que cuanto más hábiles fueran, serían más célebres entre

sus compatriotas y más seguras del favor de su marido. Temen, con justa razón, ser

repudiadas o amadas fríamente si no procuran por todos los medios que nunca les

falte a los sedientos varones su copa, ni dejarlos descontentos.

Debe decirse sin embargo que los abipones, aunque tan deseosos de beber, no

toman en sus comidas o cenas diarias nada más que agua. Como debía

recomendarles la excepcional y tan rara abstinencia, dejé que ellos mismos

menospreciaran a estúpidos, degenerados e indolentes. Y en verdad he observado

que los que más se distinguían por su prosapia, por su gloria militar y su autoridad,

son en general los que más bebían. De modo que entre éstos las excelencias de la

ebriedad parece ser al mismo tiempo una señal, un instrumento o un premio. No

verás ninguna rueda de bebedores presidida /483 o en la que se sientan abipones

considerados héroes, en que no aparezca una pelea de borrachos y en que no sean

golpeados por algún plebeyo de ínfima categoría; al día siguiente muchos de los

bebedores tienen el rostro adornado con más colores que el arco iris. Debe

perdonar a los principales de este pueblo belicoso sus desmedidas orgías quien

haya investigado las historias de la antigüedad. De ellas se desprende que no

raramente la embriaguez se había apoderado de los nobles de estos pueblos.

Alejandro de Macedonia, Holofernes, Antíoco el Grande (¡Qué larga lista y cuántos

bebedores!). Dionisio el Menor, Mitrídates rey del Ponto, Cleomenes de Esparta,

Cambyses de Persia, Prusias de Bitinia, Mecencio de Etruria, Atila, Bela, segundo rey

de Panonia, Demetrio Falereo, Marco Antonio, Maximino, etc. etc., no sólo

obscurecieron con excesivo vino el esplendor de su estirpe y de sus hazañas, sino

que casi los borraron. Julio César objetó a Catón el menor el vicio de la ebriedad en

dos libros que llamó Anticatones. Horacio confirma lo mismo, en el libro de Carmina:

Narratur, dice, et prisci Catonis saepe mero caluisse virtus (144) César Tiberio

Nerón se decía por todas partes que era "Mero y Beberius", porque añadía a todos

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los demás vicios el de la ebriedad. En el monumento de Darío, hijo de Histaspis está

escrito: Potui large vinum bibere, idque egregie sustinere (145): lo menciona.

Estrabón, libro 15. En los anales de todos los tiempos y países encontrarás que a los

hombres sobresalientes por sus negocios en la paz y en la guerra siempre les

parecía que habían bebido poco si no llegaban a embriagarse como si hubieran

nacido para ello; de modo que se decía en tono de broma que beberían o no

vivirían. ¿Acaso será admirable encontrar entre los bárbaros, en las cálidas regiones

de América, imitadores de estos glotones. A ellos debe excusárselos /484 más

porque tenían sed y menos cabeza.

Usan como copa una veces las calaveras de los enemigos muertos, como ya

expresara; otras una calabaza o un cuerno de vaca. Desconocen la costumbre de

los europeos de beber a la salud de los comensales. Alguien propone como motivo

una expedición bélica, e invita a los presentes a brindar por ella; estos, tomando

sus copas exclaman: Là jam, "ya se pensó, ya se propuso". Lo siguiente también es

digno de recordarse: los abipones, aunque en otras ocasiones tan voraces como los

demás americanos, apenas toman algo de comida cuando pasan días y noches

bebiendo. Es evidente que tanto la miel como la algarroba de las que están hechas

sus bebidas tienen gran valor nutritivo, y no poca semejanza con la cerveza que

sabemos que engorda con mucha frecuencia a los europeos. Yo nunca pude

obligarme a acercar mis labios a aquel néctar de los abipones, aunque mil veces me

invitaron, porque me daba náuseas.

Había observado con frecuencia que aquellas algarrobas y aquellos panales de

miel triturados con los dientes eran de nuevo guardados en recipientes para ser

mezclados a futuras pociones. Pues piensan que aquellos residuos de algarroba

mezclados con saliva hacen las veces de fermento y dan a toda la preparación un

grato sabor. Por la misma razón los indios y los españoles paracuarios procuran que

el maíz destinado a la bebida, llamado por los guaraníes Abati y por los cabipones

Nemekl, sea triturado por los dientes de unas viejas. No quieren encomendar este

trabajo a mujeres más jóvenes porque pensaban que estaban llenas de humores

perniciosos. Esta costumbre es general y antiquísima entre los americanos. ¿Quién

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podría convencer al estómago o a quien la beba por sufrido que sea de recibir sin

náusea esta bebida (que /485 los paracuarios llaman Chicha y los abipones Laagà)?

Yo temería devolver hasta el propio estómago. Esto es, sin embargo, lo más

intolerable porque la horrible bebida mezclada con la saliva de las viejas cuenta con

más admiradores en América que los que tuvo en otro tiempo Helena entre los

griegos.

Siempre hay muchos motivos de celebrar un brindis. Los más frecuentes son una

victoria lograda, una guerra inminente, un funeral, la alegría genetlíaca por el

nacimiento del hijo de un cacique, la tonsura de los viudos o las viudas, el cambio

de un nombre, la proclamación de un jefe recién consagrado, la llegada de un

huésped insigne, las nupcias, y, lo que sucede con mucha frecuencia, un consejo de

guerra acerca del ataque o defensa contra los enemigos. Pues, como ya había dicho

en otro lugar, nunca parecen tener más entendimiento que cuando están

terriblemente borrachos. Y no sólo los abipones estuvieron convencidos de esto;

también otros pueblos tuvieron el mismo error. De summa rerum unter pocula

deliberant Persae (146), dice Herodoto en el libro 1. Muchos otros pensaron que el

ingenio se agudizaba bebiendo mucho, como aquel cretense cuyas palabras

aparecen en Gelio, libro 15, capítulo 2: Vinum fomes est, atque incitabulum ingenii

(147); la sentencia de Ovidio lo confirma: Poetae carmina, vino ingenium faciente,

canunt (148). Horacio en el libro I, epístola 19, ilustró con ejemplos esta opinión de

Ovidio, pues dice que ningún verso de buen color o que haya agradado fluyó nunca

de poetas que beben agua;

Nulla placere diu, nec vivere carmina possunt,

Quae scribuntur aquae potoribus (149).

Y dice que Enio, el poeta latino, nunca ha escrito cantos sino empapado en

vino. /486

Ennius ipse Pater uumquam, nisi potus adarma prosiluit scribenda... (150)

Y dice también que Homero, que tanto recomendaba el vino, ha sido sospechado

de embriaguez:

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Laudibus arguittur vini vinosus Homerus (151)

Porque si bebiendo se obtiene agudeza de ingenio, ¿quién soportaría

injustamente que la moderada bebida sea alabada por Platón, maestro de

sabiduría, y frecuentada por los abipones cuando creen deliberar acerca de una

posible guerra? Aunque fuera del momento de la discusión no gusten ni una copita.

Siempre tendrán materia para preparar su bebida, nunca les faltará ocasión y

voluntad para beberla. En cualquier época del año tienen a mano la miel como

primer alimento, ya que la encuentran en todo lugar, y que por su dulzor sirve para

incitar y dar robustez a los indios. Sin embargo como raramente existe tanta

abundancia de miel para tantos bebedores, estos brindis con miel suelen ser muy

breves y no pueden prolongarse mucho, como una tormenta o un repentino

huracán. Desde diciembre hasta abril, cuando los bosques abundan de algarrobas,

intensifican sus brindis. En estos meses no hay descanso ni intervalo en las bebidas.

No descansan ni de día ni de noche, como Horacio canto en el Libro I, epístola 19.

Los días se entrelazan con las noches, sin otro intervalo que un breve sueño para

tomar alguna comida, hasta que caen vencidos por la embriaguez. La mayoría

después de un brevísimo sueño, apenas recobrado el sentido, regresa con paso

titubeante al encuentro de sus compañeros que continúan bebiendo. A toda hora

los encontrarás bebiendo; para ellos vivir es beber, /487 y dirías: quanto plus

biberint, tanto magis eos sitire (152); lo que según el testimonio de Plinio, libro 14,

capítulo 22, es lo que los legados de los escitas afirmaron de los partos. Diógenes,

provisto de su lámpara, tomaría a estos abipones ebrios por coribantes, así como

cuando encontró en otro tiempo en medio de una apiñada calle a un hombre de

Corinto. Los coribantes, como recuerdan los antiguos, después que hubieron bebido

del río Galo de Frigia, poseídos de furor, y cuantas veces cumplían los ritos

sagrados en honor de Cibeles, revueltos en su furia, desgarraron sus brazos con

cuchillos, Pero ¿qué son las olas del río Galo para el vino americano? ¿Qué la furia

de los coribantes para el delirio de los abipones ebrios? Estos (ya dije las causas en

otro lugar), se pinchan el pecho y los brazos con huesos muy afilados de cocodrilo o

con espinas agudísimas, y no pocas veces se atraviesan la misma lengua. Lo que

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algunos se perforan, basta ya, me avergüenza escribirlo porque tocaría el pudor del

lector, y aunque me es muy sabido, apenas podría parecer verosímil y sumamente

peligroso. Es una especie de locura que los bárbaros se lastimen atrozmente

miembros tan delicados y provistos de sensibilidad tan aguda, de modo tal que

unos a otros se convenzan de que no les duele, no tiemblen a la vista de la sangre y

tengan las heridas como una delicia: Natis in usum laetitiae scyphis pugnare

Thracum est (153), dijo Horacio; de lo que los historiadores deducen que los escitas

y los tracios habrán competido en sus reuniones por el número de las copas. Entre

los abipones borrachos el diario certamen era para lastimar sus cuerpos. Este fue

con gran frecuencia el origen de desordenados griteríos, peleas, heridas y muertes.

Acaso uno reproche a otro: Has vuelto temeroso las espaldas en esta riña; este,

pensando que de ningún modo puede ser insultado: ¿Hegà? ¿Hegmeèn gracàtegi?

"¿cómo?, ¿cómo?", responde. De las palabras se pasa a los golpes, a /488 las lanzas

y a las flechas si otros no se interponen. A menudo, surgida la discusión entre dos,

se implican y reúnen todos y que cada uno toma las armas tomando parte ya por

uno o por otro; y se presenta combate con fuerzas hermanas con que se acometen

y aniquilan como enemigos. Este espectáculo es frecuente cuando beben; a veces

produce en pocas horas gran griterío con derramamiento de sangre. De tal modo la

bebida excesiva convierte a los americanos en tigres, más crueles que Circe.

Esto era habitual a los espartanos, como exalta Plutarco; refiere que Lacon hacía

emborrachar a sus esclavos y que los llevaba borrachos a la vista de sus hijos para

que aprendieran a maldecir el vino viendo la locura de aquéllos, porque transforma

a los hombres en bestias, como si fuera un licor mágico. Es cotidiana esta

metamorfosis entre los abipones bebedores que les da un aspecto muy variado.

Estos se ríen a carcajadas muy alegres con su misma risa, aquéllos, oprimidos por

la borrachera, lloran, éstos enardecidos por el recuerdo de sus hazañas, se jactan

amenazantes como el cómico Trasón de Terencio o el soldado Fanfarrón de Plauto;

y otros muchos amenazan a cuantos encuentran. Conocí a uno que cada vez que se

emborrachaba intentaba la muerte de sus tres hijitos; y como no podía mantenerse

en pie, tirado en el suelo daba tan grandes voces a su mujer que estaba allí, que se

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lo escuchaba en toda la vecindad. Había uno que cuando estaba borracho siempre

nos pedía el Bautismo: ¡Tak nakarigi yemerat! ¡grahalgali! "¡date prisa, lávame la

cabeza!", exclamaba, aunque cuando estaba sobrio nunca pensara en bautizarse.

Otro, en contra de su costumbre, corría a besar las manos de los Padres con

grandes muestras de veneración. /489 Uno, sin ningún renombre entre los suyos,

provisto de arco y flecha, se arrastraba hasta nuestra casa; y: "ahora, soy un gran

jefe", decía; parecía un barón por sus grandes hazañas, y me preguntaba por los

que le amenazaban. Yo siempre le di como respuestas un panegírico de sus flechas

y su torva frente, aunque siempre lo tuve por hombre despreciable. Hubo uno que

cada vez que se emborrachaba repudiaba a su mujer y tomaba otra para

reemplazarla. Un anciano en la ciudad de San Fernando, oscuro por su origen y sus

hechos, era llamado por sus compañeros Lanaraik por sus gritos absurdos, e

invitaba en vano a vengarse luchando con armas. Su mujer, mujer combativa,

siempre había velado por que no muriera por los puños o golpes de sus contertulios.

Lo tomaba por los pies o con una lanza y lo arrastraba por la calle hasta dejarlo en

su casa aconsejándole que duerma y descanse; este, volviendo con empeño a la

pelea de sus compañeros no se quedaba quieto, y no dejaba que sus vecinos

descansaran gritando con voz ronca: ¡Tà yeegàm! ¿Aym Lanaraik? ¡Tà yeegàm! Là

ribè labè "¡Oh! ¿Yo Plebeyo? ¿Yo oscuro? Exijo venganza". Y diciendo estas razones,

cuando se preparaba a ponerse en pie tomando la lanza, era arrojado al suelo por

su indignada mujer una y otra vez. Muchas veces este juego se prolongaba durante

horas con increíble fastidio de los habitantes. Unos pocos no podían contener su

indignación y ninguno la risa. El mismo trabajo tenía la mayoría de las mujeres

cuando se esforzaban en apartar a sus maridos de las armas y las armas de los

maridos, no sin riesgo de recibir heridas. Desde hace tiempo se había establecido

en el pueblo abipón que cuando los maridos o los adolescentes /490 tomaran parte

en esas borracheras quienes se ocuparan de tranquilizar los ánimos fueran las

mujeres.

Pues rige entre los abipones la costumbre de que la mujer se abstenga siempre

de beber, ésta fue la ley muy antigua y severa entre las mujeres romanas. Escucha

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las palabras de Gelio en el libro 10, capítulo 23; Quide victu, alque cultu populi

Romani Scripserunt, mulieres Romae, atque in latio aetatem abstemias et invinias

egisse, hoc est, vino, quod temetum prisca lingua appellabatur, abstinuisse dicunt

(154). Que esta abstinencia no es arbitraria sino ordenada por una ley es una de las

cosas que el autor había escrito en el mismo lugar. Marcus Cato: Si quid perverse,

tetreque factum est a muliere, mulctatur; Si vinum bibit, si cum alieno vivo probri

quid fecit condemnatur. Ecce; quomodo vinosa mulier paria adulterae fecisse

judicantur (155). En vida de Rómulo la mujer que hubiere probado vino podía ser

matada por su marido impunemente, y los jueces excusaban esta muerte. Y los

antiguos consideraron que no debía permitirse a los adolescentes el uso irreflexivo

del vino. Platón, maestro de sabiduría, en sus Leyes para una República perfecta,

dice que no se debe permitir que los jóvenes beban vino a la vista de los ancianos

para no incurrir en excesos, y, si cayeran en ellos, poder ser amonestados por

aquéllos. Los abipones jóvenes tomaron la costumbre según el consejo de Platón y

ojalá también los adultos imitaran su sobriedad y el ejemplo de los cretenses,

espartanos y cartagineses, que prohiben totalmente /491 a sus soldados el vino, tal

como Alejandro hace notar de los alejandrinos. Pescenio Niger, elevado al imperio

por su virtud bélica, prohibió a las legiones que bebieran vino en Egipto, Nihil opus

esse vino, quibus Nilus praeto esset (156). Sólo podía esperar y desear que se

acostumbraran al agua. Mas fácilmente convencerás a los peces que a los abipones

que se despidan del agua. Los abipones son batalladores pero también grandes

bebedores. Aristóteles escribió que una vez los siracusanos se emborracharon

durante noventa días sin interrupción. Yo afirmo que los abipones también, desde

diciembre hasta fines de abril, meses en los que hay abundancia de algarroba,

están borrachos bebiendo día y noche; y también tengo la experiencia de que en

esos meses están sumamente combativos y turbulentos. Son pocos los días en que

no se forjan nuevas ideas de expediciones guerreras o no circulan rumores sobre la

llegada de los enemigos. Siempre que beben hay agitación.

Arrancará de sus espíritus cualquiera de los delitos que podrían desaparecer de

los americanos con mayor rapidez que esta necesaria y funesta licencia para beber.

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Los abipones viven contentos con una sola esposa; podrás convencerlos de que en

adelante se abstengan de ocasionar las muertes y rapiñas que no han dejado de

realizar; que rechacen las viejas supersticiones, que se dediquen a cultivar el

campo y construir sus casas pese a que siempre detestaron todo trabajo. Pero que

destierren la costumbre de estos públicos brindis, es un trabajo muy difícil y que

llevaría muchos años; y para llevarlo a término no hubo elocuencia ni industria de

/492 aquéllos que dedicaron su corazón y celo a llevar a estos bárbaros a la Santa

Religión y a conformarlos a las leyes divinas. Esto nosotros lo hemos vivido en

muchos años entre los fieros abipones, lo mismo que otros compañeros entre otros

pueblos de América. Sin embargo con ímprobo trabajo dejaron esa mala costumbre

de beber, y vimos a muchos entregarse con las manos vencidas a la ley divina, y los

vimos alegres. Estas reuniones de abipones que se sientan junto a los cueros llenos

de bebida, no son sino una imagen de las fiestas con las que los antiguos

veneraban a Baco. Unos las llamaban Ascolia, del nombre griego "Kos", que

significa odre, pues para estas fiestas sagradas, llevaban odres cargados de vino,

otros los llamaban Orgía, en las que no faltaba ninguna nota de crimen, de furor, de

vergüenza; de modo tal que casi no podían ser aprobadas por la autoridad del

Senado. Quienes abrazaron la religión de Cristo en los primeros siglos, aunque

maldiciendo otras supersticiones y ritos, se apartaban con gran pesar de las

bacanales. ¡Ojalá en nuestro tiempo no quedara ningún resto de bacanales entre

los seguidores de Cristo!

 

CAPÍTULO XLV

SOBRE LOS RITOS DE LOS ABIPONES CUANDO SE CONSAGRAN A

ALGUIEN MERECEDOR DE HONRA MILITAR O SE PROCLAMA A UN CACIQUE

 

No faltaron entre estos pueblos salvajes los premios de /493 su virtud. Como

apenas supieron ser hombres, se gozaron en los títulos honoríficos con los que unos

honraban a los otros. Consideran que la nobleza más digna de honra no es aquella

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que se hereda por la sangre y que es como un patrimonio, sino la que se obtiene

por propios méritos. Como entre ellos ninguno de los hijos lleva el nombre de su

padre, así nadie se considera ennoblecido por los hechos distinguidos de su

progenitor, su abuelo o sus antepasados. Para ellos la nobleza está en el precio y el

honor no de la raza, sino de la valentía y de la rectitud. Este sentido de los bárbaros

aunque contrario muchas veces a la costumbre de los europeos, demuestra que

poseen noción de disciplina y razonamiento. Pues como dice aquél de las

Metamorfosis de Ovidio, libro 13, versículo 140: et genus, et proavos, et quae non

fecimus ipsi, vix ea nostra puto (157). Séneca el trágico en el Hércules Furioso

afirmó: Qui genus jactat suum, aliena laudat (158). Y Séneca el filósofo vuelve a

este mismo tema: Nemo in nostram gloriam vixit; Nec quod ante nos fuit nostrum

est. Animus facit nobilem, cui ex quacunque conditione supra fortunam licet surgere

(159). De ahí que sea muy cierto aquello de Juvenal en la Sátira 8: Nobilitas sola

est, atque unica virtus (160). Los abipones sienten de ese modo; pues no

reverencian /494 altamente a los nacidos de padres nobles sino a los que son

relevantes por la nobleza de su espíritu. Siguen por cierta propensión natural a los

hijos y nietos de sus caciques y jefes como retoños de estirpe noble. Pero si fueran

necios, cobardes, de malas costumbres o mal carácter, no harán nada en absoluto,

y nunca presidirían sus consejos o sus expediciones militares. Suelen elegir como

jefes y conductores a otros hombres del pueblo a los que vean valientes, sagaces,

intrépidos y moderados. A quien ha dado muestras de virtud guerrera lo inician en

los honores guerreros no sin el aparato de las ceremonias a las que enseguida me

referiré.

Determinan con distintas letras los nombres de los abipones aun no

sobresalientes por su grado militar. Recitaré algunas. Conocí a algunos que eran

llamados Oahè, Oaharì, Kiemkè, Ychohakè, Hemakie, Rachik, Evorayelek,

Neochiralari, Cañali, Laagalà, Caámerga, Tabañari, Melle, Ypiz, Ychoalay,

Kebachichi, Hanà, Narè, Devork, Richivil, Rebachigi, etc. Después que eran

adscriptos al orden militar por sus méritos, dejaban el nombre que usaban de

adolescentes y adquirían otro nombre siempre terminado en la sílaba In. Escucha

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unos pocos de éstos: Debayakaikin, Ychamenraikin, Alaykin, Malakin, Ychilimin,

Ypirikin, todos caciques. Otros: Geerniaikin, Hamihegemkin, Nachiralarin,

Laamamin, Oaherkaikin, Nakalotenkodin, Neotenkin, Kepakainkin, Pazanoirin,

Oapelkain, Kapalaikin, Kaamalarín, el más viejo de todo el pueblo, que bautizado

por mí murió como durmiéndose suavemente. Consagrados solemnemente según el

rito de sus mayores son llamados Höcheros y se distinguen por un dialecto que le es

propio. Pues aunque usan las palabras vulgares, las transforman y oscurecen de tal

modo intercalándoles o agregándoles sílabas, que se los puede entender con

dificultad. Ya expliqué antes ese modo de /495 hablar. No faltaron los que, más

ilustres por su prosapia o por sus hazañas recibieron entre los suyos ponderación

por su modestia, y en ningún momento pudieron ser inducidos a ser inscriptos en el

número de los Höcheros, de acuerdo a la costumbre tradicional, contentándose

toda su vida con el nombre y la lengua vulgar, como Ychoalay y Kebachichi. ¡Cuán

larga es esta fiesta entre los abipones! ¡Cuántos rayos para los oídos de los

españoles! Entre éstos Rebáchigi, que siendo joven había tomado parte en la

guerra, era proclamado por todas partes que habría de ser el mayor, si la picadura

de una víbora mortal no hubiera puesto término al mismo tiempo a su vida y a sus

victorias. Este nunca aspiró el grado de los honores militares, aunque fue siempre

merecedor de ellos. Trataré algunas cosas acerca de los ritos con que son

promovidos estos hombres.

Si por el consejo de los demás se decreta tal honor para alguno antes debe

probarse su paciencia con una prueba común a todos. Se le ordena que con una

bola negra en la lengua permanezca tres días en su casa sentado y en silencio sin

probar comida ni bebida. Esta ley áspera parece sin embargo muy suave si

recuerdas los tormentos que deben soportar algunos indios del río Orinoco que

aspiran a los honores militares. Se les imponen unas parrillas con carbones

encendidos de las que salen un calor y humo intolerables, no sólo cubiertos con

hojas, sino que se los oprime miserablemente. A otros, ungidos en todo el cuerpo

con miel, los atan a un árbol y los exponen a las mordeduras de las abejas, avispas,

tábanos y zánganos. Callo más pruebas de paciencia militar que el Padre Gumilla

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refiere ampliamente en su libro sobre el río Orinoco, y vuelvo al abipón que está

callado y hambriento en su /496 choza. Fin la misma tarde que precede a la función

solemne, todas las mujeres se congregan a la entrada de aquella choza. Con los

vestidos recogidos desde los hombros casi hasta la cintura y los cabellos sueltos se

colocan en larga fila, y entonces con grandes voces, con trepidar de calabazas y

continua agitación de manos y pies, se lamentan de aquel que al día siguiente va a

ser condecorado con el grado militar. Y no dejan de lamentarse hasta que oscurece.

Al amanecer, nuestro candidato vestido elegantemente de acuerdo a la costumbre

de su pueblo, llevando una lanza en la mano, monta en el caballo que va cargado

más que adornado con plumas, campanitas y placas brillantes, y corre a paso muy

ligero hacia el norte seguido por una larga fila de abipones. En seguida, por el

mismo camino y con la misma rapidez, vuelve a su choza en donde una vieja

hechicera ha de consagrar por fin al candidato con rito solemne. Una, la más noble

de las mujeres, toma de su caballo las riendas al mismo tiempo que la lanza y el

coro de las demás mujeres aplaude con la habitual percusión de los labios una y

otra vez; y el candidato que va a ser honrado recibe de la vieja que está sentada en

un cuero una oración como si fueran los oráculos de Delfos. En seguida, subiendo

nuevamente a los caballos, vuelven a hacer el mismo recorrido que antes; después

hacia el sur, hacia el este y al oeste; y siempre después de cada recorrido vuelven a

la choza en donde aquella Pitia de Febo expresa su elocuencia. Realizadas aquellas

cuatro excursiones y dejando otra vez los caballos, todos vuelven a aquel sagrado

rancho, si place a los dioses, esperando la solemne ceremonia con que suelen ser

consagrados los soldados meritorios. Esta es fijada por tres ritos: en /497 primer

lugar la vieja rapa al candidato desde la frente hasta la nuca de modo que le queda

como una media calvicie de un ancho de tres dedos, y que llaman Nalemra.

Procuran que a los niños de ambos sexos (como expuse en el capítulo tercero sobre

la forma de los abipones) se les corte algunos cabellos en la mitad de la cabeza por

un sentimiento religioso. Los jóvenes, abandonada esta forma dejan crecerse todo

el cabello; sólo cuando llegan a una edad madura al ser consagrados se lo cortan

del modo que expliqué.

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Terminado el asunto de los cabellos, la vieja pronuncia el panegírico: reseña los

hechos célebres del candidato, su ingenio militar, su conocimiento de las armas y

los caballos, su ánimo intrépido en las situaciones difíciles, las matanzas de

enemigos, los despojos que les ha robado, sus antepasados célebres en la guerra, y

cuántas cosas más. De modo que lo cree digno de muchos nombres, que será

proclamado como jefe de su pueblo, y noble guerrero, que son los derechos y

prerrogativas de los Höcheros. Su nuevo nombre que termina en la sílaba In es

promulgado públicamente y murmurado por la rueda de mujeres circunstantes

sacudiendo los labios con la mano. De ningún modo agrada a los varones

espectadores que se prolonguen estas áridas ceremonias. Prefieren pocas palabras.

De ahí que vuelen alegres a las pieles ya preparadas cargadas con una bebida de

miel, y agregan, como dignísimo corolario de la función, un brindis.

Lo singular es que no pocas mujeres son elevadas al grado de honor y nobleza,

gocen de las prerrogativas de los Höcheros y usen su dialecto. El nombre de éstas

termina en la sílaba En, así como el de los varones termina en In. Por ejemplo

Napalahen, Hamahen, Rekalenken, etc. Pero ignoro en virtud de qué méritos las

mujeres plebeyas consiguen /498 también este grado de honor. Temiendo una

respuesta absurda, nunca me atreví a preguntar. Pero siempre me pareció que lo

más probable es que se concediera a las mujeres esta prerrogativa por los méritos

de sus padres, esposos o hermanos, no en atención a su edad o virtud. A menudo oí

a jovencitas hablando en la lengua de los nobles; y o matronas respetables por sus

años y sus arrugas hablar en el habla vulgar. Aunque no esté permitido a ningún

plebeyo arrogarse sin pública autorización el nombre en In o en En, sin embargo

muchos y muchas afectan el dialecto de los Höcheros a su arbitrio, ya sea por

ostentación o por broma. Como a menudo el vulgo de los europeos imita a los más

nobles en su modo de vestir y de hablar.

Los abipones consideran nefasto pronunciar en público su nombre. Si alguno de

ellos tocaba a la noche mi puerta, al preguntarle yo: ¿Miekakami? "¿Quién es?",

nunca respondía otra cosa, aunque se lo preguntara diez veces, que Cramachka

aym: "yo soy". Si yo pedía al desconocido que había llegado que me dijera su

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nombre, golpeando con el codo a su compañero que estaba allí le pedía que

respondiera en su lugar. Uno podía pronunciar el nombre de otro, pero no el suyo.

Pronunciar el nombre de los que recién han muerto es un delito. Y si debían ser

nombrados, decían: Ekna chittkaeka, "aquel que ya no existe", y agregaban alguna

señal para que pudiera ser reconocido. Si alguno entre copas, olvidándose de la

Ley, pronunciaba el nombre de un muerto, a menudo daba ocasión de cruentas

riñas; y este pleito acerca del nombre es habitual a los gramáticos. Lo ridículo

también es que muchas mujeres carecen de nombre. Yo había convocado a los

varones más sabios entre sus compañeros para inscribirlos en un catálogo de los

habitantes del pueblo. Muchas veces, cuando les preguntaba por el nombre de las

mujeres, me respondían: Chitkaeka lacalatoèt, Chitlquihe localatoèt, /499 Chigàt

eyga, "Esta no tiene nombre", o: "no se usa el nombre de ella".

Añade como apéndice: Los nombres impuestos cambian entre los abipones como

los vestidos en los europeos. Suelen ser causa de este cambio alguna hazaña muy

célebre, o la muerte del padre, el hijo o la esposa; y todos los parientes, como señal

de duelo, cambien el nombre antiguo por uno nuevo. Conocí a uno que con el correr

del tiempo cambió seis veces dejando siempre el anterior, y otros que tuvieron más

nombres. Los romanos también significaban con nuevos nombres sus hazañas. Así

Escipión el Africano, Germánico, Numantino, Asiático, Conetator, etc. tanto por

alguna cualidad física como moral. Así Craso, Pulcher, Superbus Pío, etc. Así entre

los abipones: Kauirin, lascivo. Oaherkaikin, mentiroso. Ychoalay significa tenaz en

sus empresas; Neetraikin, bebedor. A los hijos e hijas tocan a cada uno los distintos

nombres de sus padres. Entre los guaraníes ya cristianos, los hijos agregan al suyo

el nombre del padre y las hijas el de la madre. La misma costumbre se asegura que

se usó entre los pueblos jartios, según un comentario de Tácito publicado en Delfos.

En la tercera parte de esta historia, que ya está en prensa, expondremos las

muertes llevadas y recibidas por los abipones, al progreso y las vicisitudes de las

colonias que fundamos para ellos, y las ventajas que de ellas nacieron para los

españoles.

 

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INDICES

 

VOLUMEN II

Capítulo I El territorio de los abipones, su origen y sus diversos nombres.Capítulo II Sobre el color nativo de los americanos.Capítulo III Sobre la forma de los abipones y la conformación de su cuerpo.Capítulo IV De las deformaciones hereditarias y comunes.Capítulo V De los labios y las orejas perforadas do los bárbaros.Capítulo VI Sobre la firmeza y vivacidad de los abipones.Capítulo VlI ¿Por qué los abipones son tan sanos y vivaces?Capítulo VIII Sobre la religión de los abipones.Capítulo IX Sobre los magos de los abipones, los hechiceros y los ancianos.Capítulo X Conjeturas sobre por qué los abipones tienen al mal espíritu por abuelo

suyo y a las Pléyades por su imagen.Capítulo XI Sobre la división del pueblo abipón, su escasez y la principal causa de

ello.Capítulo XII Sobre los magistrados de los abipones, capitanes, caciques y régimen

de gobierno.Capítulo XIII Sobre el modo de vida de los abipones y otros asuntos económicos.Capítulo XIV Sobre la forma y material de los vestidos, y la fabricación de los

demás utensilios.Capítulo XV Sobre los usos y costumbres de los abipones.Capítulo XVI Sobre la lengua de los abipones.Capítulo XVII Sobre otras propiedades de la lengua abipona.Capítulo XVIII Distintos tipos de lenguas americanas.Capítulo XIX Sobre las nupcias de los abipones.Capítulo XX Sobre el matrimonio de los abipones.Capítulo XXI Las cosas más notables del parto de las mujeres abiponas.Capítulo XXII Juegos genetlíacos por el nacimiento de un hijo varón del cacique.Capítulo XXIII Sobre las enfermedades, los médicos y las medicinas de los

abipones.Capítulo XXIV Sobre cierta enfermedad peculiar a los abipones.Capítulo XXV Sobre las viruelas, el sarampión y la peste de los ganados.Capítulo XXVI Sobre los médicos y los medicamentos de los abipones.Capítulo XXVII Sobre los ritos que acompañan y siguen a la muerte de los

abipones.Capítulo XXVIII Sobre el luto, las exequias y las ceremonias fúnebres de los

abiponesCapítulo XXIX Sobre solemne traslado de los huesos.Capítulo XXX Sobre las serpientes más conocidas.Capítulo XXXI Más cosas sobre el mismo tema y acerca de otros insectos.Capítulo XXXII Sobre los remedios contra las picaduras venenosas de los insectos.Capítulo XXXIII Sobre otros insectos dañinos y sus remedios.Capítulo XXXIV Continuación del mismo tema sobre los insectosCapítulo XXXV Sobre el ingenio militar de los abiponesCapítulo XXXVI Sobre las armas de los abipones.Capítulo XXXVII Sobre los espías y consejos bélicos de los abipones.

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Capítulo XXXVIII Sobre la partida y travesía hasta el enemigo y sobre los campamentos de los abipones

Capítulo XXXIX Sobre el ataque y las actividades que lo preceden.Capítulo XL De qué modo los abipones se hacen temibles, y cuando en verdad

habría que temerlos.Capítulo XLI Algunos soldados españoles vendrían de nombre a Paracuaria.Capítulo XLII Alguna suerte de sacrificios entre los abipones vencedores.Capítulo XLIII Sobre las armas de los abipones y la manera de atacar cuando

luchan con otros bárbaros.Capítulo XLIV Sobre los aniversarios de las victorias y los ritos de los brindis

públicos.Capítulo XLV Sobre los ritos de los abipones cuando se consagran a alguien

merecedor de honra militar o se proclama a un cacique. 

NOTAS

 114- Para que reconozcas que eres menos intrépido que valiente.115- Consideran que, es dulce y bello morir por la patria, pero más dulce aún vivir

por ella.116- "Es mejor un perro vivo que un león muerto".117- "Largo es el tiempo en los infiernos. Pero esta vida es en verdad breve, pero

dulce. Y no tenemos dos espíritus sino que vivimos una sola vez. Esta luz es querida, oh dioses, querida."

118- "He aquí que surgiendo como mensajeros que discurren, todo tiembla, desde la remota Meótide entre el glacial Tanaim y los grandes pueblos de los masagetas, donde Alejandro redujo a los fieros pobladores de las montañas caucásicas; de allí bajaron gran número de hunos, que en velocísimos caballos iban de un lugar a otro, provocando estragos y sembrando muerte. Se presentaban inesperadamente; siempre salían victoriosos; no respetaban la religión, las costumbres, la edad de los habitantes, ni se compadecían de los tiernos niños".

119- "Este arte, es necesario a los que combaten, y por ello se mantienen vivos y logran la victoria.

120- "El perro demuestra su sagacidad, si comprende en qué momento lo atacarán las fieras; cuando debe proseguir su carrera; o morder y atacar con audacia".

121- "La única esperanza son seis flechas, que desprovistas de puntas de hierro, afilan con huesos".

122- "Una parte cae miserablemente asaeteada por flechas en gancho; pero tiene dentro el rápido veneno que tiñe el hierro".

123- "Celebró el pesado carcaj con flechas envenenadas".124- "Una parte cae miserablemente asaeteada por flechas con puntas en forma de

ganchos..."125- "Me colocó como una flecha elegida: me escondió en su carcaj"126- "Mientras beben vino, deliberan sobre importantes asuntos, y les dan más

valor a aquellos puntos que establecieron en ayunas".127- "En determinado momento, los arios manifiestan una fiereza incalculable y

extraordinarias fuerzas, superando a los pueblos antes citados. Con sus cuerpos pintados de negro y protegiéndose con escudos del mismo color, preferían las horas de la noche para combatir. El fatal ejército, amparado en la obscuridad, sembraba terror a su paso. Pues en los combates el miedo entra por los ojos".

128- "Entonces reviste el casco hábil y magnífico de Mesapio con crestas".

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129- "Sacudían amenazantes sus cascos, adornados con crestas rojas como heridas".

130- "Cassano Bassa era eminente entre todos por una gran cresta. Fue por esta áurea envoltura de la frente surgiendo como un ala de su rostro, que para ser reconocido por todos, etc."

131- cf. cita pág. 389.132- "Intensifican la aspereza del sonido y un murmullo quebrado colocando los

escudos delante de sus caras, logrando que la voz tenga un tono más grave que se acrecienta con la repercusión".

133- "Los soldados galos acostumbrados a la lucha diaria, provocaron un tremendo vocerío a los que atemorizaban con su gesto. Este clamor que nacía del fervor de la lucha como un leve susurro iba creciendo paulatinamente, como el que provoca el agua de los ríos al chocar contra las rocas."

134- "Los romanos, según una costumbre nacional, provocaban un vocerío en el combate al mismo tiempo que hacían gran estrépito golpeando los escudos con las espadas".

135- "Por todas partes conminan al enemigo al combate con un clamor elevado".136- "Contra los que huyen se debe emplear más audacia que cuidado.

Necesariamente, la más absoluta seguridad trae el más grave peligro".137- "En un ataque no saben luchar de cerca y apoderarse de las ciudades

asediadas. Pelean con los que montan a caballo como con los que luchan a pie. A menudo también simulan una fuga para sorprenderlos desprevenidos, provocándoles grandes heridas. Y no pueden combatir mucho tiempo. Serían inaguantables si tuvieran tanta fuerza y perseverancia como ímpetu. Muchos abandonan el combate en plena lucha; y luego vuelven de su fuga para atacar; y cuando crees que has vencido, entonces es cuando mayor peligro te rodea".

138- "Cuando la desesperación crece, surge la audacia de quienes se encuentran encerrados; y cuando ya no hay esperanzas, el mismo temor les hace empuñar las armas".

139- "No hay que creer en el color".140- "Es el cráneo de la cabeza una especie de copa, semejante a una calavera".141- "Llenaré mis flechas con sangre, y mi espada devorará las carnes con la

sangre de los muertos y con la cautividad de las cabezas desnudas de los enemigos".

142- "Nunca tomaba las armas con más ardor que estando abundantemente bebido y como enloquecido por el vino".

143- "El amor al vino consume como el fuego."144- "Se cuenta que la virtud que caracterizaba al antiguo Catón se endureció por

su constante estado de ebriedad".145- "Pudo beber vino en abundancia, y soportarlo perfectamente".146- "Los persas discuten, entre copas, sobre las cosas y temas más importantes."147- "El vino despierta e inci:a el ingenio."148- "Los poetas enuncian sus cantos cuando el vino les agudiza el ingenio."149- "No podrían agradar mucho tiempo ni perdurar los cantos escritos por quienes

beben sólo agua."150- "El mismo Padre Ennio, nunca escribía sobre las armas, sin beber."151- "El mismo Homero es denunciado por sus ponderaciones sobre el vino."152- "Cuando más beben, más sed tienen."153- "Es propio de los tracios pelear con varias copas de más."154- "Los que escribieron sobre la vida y las costumbres del pueblo romano, dicen

que las mujeres eran abstemias; es decir que no tomaban vino, que en lengua antigua se llamaba temetum, bebida embriagadora."

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155- "Marcos Catón: Si una mujer hace algo detestable, que sea multada; si bebe vino o se deshonra con un varón ajeno, que sea condenada. He aquí que, la mujer bebedora debe ser juzgada como adúltera."

156- "No necesitan vino quienes tienen a su alcance el Nilo."157- "Considero que la raza, los antepasados y lo que no hicimos nosotros mismos,

apenas nos pertenece."158- "Quien se jacta de su estirpe, pondera algo ajeno."159- "Nadie murió por conseguir nuestra gloria, ni lo que fue antes que nosotros es

nuestro. El espíritu hace al hombre, al cual le es permitido surgir por encima de la fortuna desde cualquier condición."

160- "La nobleza es la sola y única virtud."

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Biblioteca Virtual del Paraguay

S.J. Martín DobrizhofferHISTORIA DE LOS ABIPONES

Vol. II 

INDICE ONOMÁSTICO 

Acaloraikin, cacique.Acosta, José, S. S.Adriano.Agripina.Agustín, San.Alaikin, cacique abipón.Alaykin, cacique abipón. ver Alaikin.Alberto Magno.Aldrovando.Alejandro de Macedonia.Alejandro.Almaraz.Amiano, Marcelino.

Anato, Pedro.Anchieta, José, S. J.Aníbal.Antíoco, médico.Antonino Pío.Arcesilao.Aristóteles.Arriano.Atila.Atilio Régulo.Attalo, Marcial de.Aventino.Avicena.

Bacon de Verulamio, Francisco.Baronio, Cardenal.Barrera, Francisco.Behring, capitán.Boerhavio.Bonifacio.

Bontekoe. Cornelio.Bougainville, Luis de.Brigniel, José, S. J.Britano.Byron, marino inglés.

Caëperlahachin, cacique.Calepino, Ambrosio.Cambises.Carlos V.Casas, Bartolomé de las.Casco.Castañares, Agustín, S. J.Casteret, capitán.Catalina, cautiva.Catalina de Rusia.Catilina.Catón.Cayo Fabricio.Cinna Catulo.Celio.

Celso.César Augusto.Cicerón, Tulio.Claudio.Claudio Clusio.Cleomenes.Colón, Cristóbal.Columela.Comenio, Amos.Cook, capitán.Cornelia.Cortés, Hernán.Crisóstomo, indio abipón.Cevallos, Pedro de.Chossin.

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Debayakaikin.Debayakaykin. ver Debayakaikin.Demócrito.Demóstenes.Díaz, Juan.

Diodoro de Sicilia.Diodoro Sículo. ver Diodoro de Sicilia.Diógenes.Dionisio el Menor.Dioscórides.

Egidio.Eliano.Engel.Enio.Epaminondas.Erdödi, Cristóbal.

Escipión.Esculapio.Esquilo.Estacio.Estrabón.Eudoxio el Geómetra.

Fabio.Falconer, Thomas, S. J.Falkner, Tomás, S. J. ver Falconer, Thomas, S. J.Falopio.Felischauer, José, S. J.

Fernández, Juan Patricio, S. J.Fernelio.Festos.Filón.Fonseca, Roderico.Francisco, Emperador de Austria.

Galeno.Gardano.Gelio.Germánico.Gernier, Julián, S. J.Gesnero.Gomara.

González, Francisco.Gorosito.Granzius.Grenovio.Grillet, Juan.Gumilla, José, S. J.Gutiérrez, Manuel, S. J.

Haanetrain, cacique abipón.Hamihegemkin, cacique abipón.Harto Navarro, Romano, S. J.Herodiano.Herodoto.

Hesse, D.Hipócrates.Homero.Horacio.Horstius.

Iahachin, Juan Díaz Gasgar.Isaías, Profeta.

Isidoro.

Jacobo el Sirio.Jacquin, Nicolaus.Jakson, José.Javier, José, cacique.Jerónimo, San.Joaquín, abad.Jovio.

Juan Bautista, San.Juanico.Julio César.Justinelli, Pedro.Justino.Justo Lipsio.Juvenal.

Kaachi.Kaapetrikin, cacique abipón.Kachiriquin, cacique abipón.Kaëmpsero.

Kebachichi.Kebachin, cacique abipón.Kepakaikin.Kiemké.

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Kaëperlahachin. ver Caëperlahachin.Kain Jaaukaniga.Kangapol, cacique.

Kircher.Krenizin, capitán.

Laamamin.Laertio.Lamanin.Lampridio.Langio, Bricello de.Lasitau, José, S. J.Leibniz.

Licurgo.Liechtenstein, Wenceslao de.Linneo.Livio, Tito.Lucano.Lucrecio.

Macíolo.Maffei, Pedro.Maggio, Bartolomé.Malakin, cacique.Manco Capac.Mäñlingen, Cristóbal.Marcgravio, Jorge.Marcial.Marco Antonio.Morphy, Carlos.Masinisa.

Mathiolo.Maty, D.Maximino.Mecencio de Etruria.Mercurial.Miinkens, Juan.Mitridates.Mizaldo.Moisés.Montezuma.Morelli, Ciriaco.

Nachilarin, cacique abipón.Nahagalkin.Nakaikötergehé.Napakaichin.Napakaienehim.Nardi, prefecto.Naré, cacique.Nelareyeaté.

Nerón.Nicephorus.Nicolás, rey de Paracuaria.Nieremberg, Eusebio, S. J.Noligero.Nord, Oliver von.Norvegis.Numa Pompilio.

Oahari.Oaherkaikin.Oaikin.Ortiz, Thomas.

Ovano.Ovidio.Oviedo, Fernando de.

Pablo, Apóstol.Pachieké.Papinio.Paracelso, Teofrasto.Paranderi, Ignacio.Pariekaikin, hechicero abipón.Paulo III.Paulo Diácono.Pausanias.Pazanoirin, hechicero abipón.

Pisón.Pitágoras.Pizarro, Francisco.Platón.Plauto.Plinio.Plutarco.Polibio.Polión.Pompeyo.

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Peñafiel.Perseo.Pescenio Niger.Pío, Papa.Pío V. Piripotí, Gregorio.Piso, Guillermo.

Pomponío Mela.Praxiteles.Propercio.Prusaeus Dio.Prusias de Bitinia.

Quenstedio, Andrés.Quinisio, Vicente.

Quintiliano.Quirakerá, Mareos.

Raachik.Rabbi, Jacobo, Padre.Ravisio.Raymundo.Rebachigui. ver Revachigi.Restivo, Pablo.Revachigi.

Reyes Católicos.Riikahé.Ríos, Rafael de los.Roberto de Normandía.Robertson.Roy, cacique.Ruiz de Montoya, Antonio, S. J.

Salomón.Sánchez, José, S. J.Saxo. Scalinge.Schenckio, Martín.Séneca.Sereno Samónico.Silio Itálico.Skeed, Elías.Solórzano.

Steinheffer, Juan, S. J.Stobeo.Strada, Famiano.Strobl, Matías, S. J.Suetonio.Switenio, van.Sydenhaimio.Synesio.

Tácito.Tertuliano.Thelefo el Gramático.Tikorik.

Torquemada.Trigaut.Tschírikow, capitán.Tupanchicu.

Uladislao, rey de Hungría. Ugalde Cantaber, Francisco, S. J.

Valdelirios, Marqués de.Valerio Flacco.Varrón.Vega, Garcilazo de la, Inca.Vegetio, Flavio.Verapotschiritú.

Vesalio.Viera, Antonio, S. J.Villagarzía, Félix, S. J.Villanova, Arnoldo.Virgilio.Volatterano.

Wallis, capitán.Wascho, Francisco.

Woyts, Juan.

Yaricá, Ignacio.Yazuká, Miguel, cacique.Ychamenraikin, cacique abipón.Ychamenraiquin, ver Ychamenraikin.Ychoalay.

Ychohaké.Yegros, Fulgencio.Yeyú, Miguel, cacique.Yngenhusio.Ytatingua, Juan José.

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Zachari, Silvio.Zeballos, Pedro. ver Cevallos, Pedro.Zsentivani, Martín, S. J.

 No han sido considerados los nombres mitológicos ni bíblicos.

  

INDICE TOPONIMICO 

Acadia.Acaia.Africa.Alemania.Amberes.América.América austral.América del Sur.América meridional.

Andalucía.Andes.Angola.Arabia.Arequipa.Asia.Asunción.Atenas.

Bitinia.Brasil.

Buda, ciudad.Buenos Aires.

Canarias.Cabo de Buena Esperanza.Cádiz.California.Canadá.Carolina del Norte.Catamarca.Ceilán.Cinaloa.Colonia del Santísimo Sacramento.Concepción, reducción de abipones.

Congo.Constantinopla.Costa de la Mina.Córdoba del Tucumán.Corpus Christi, reducción guaraní.Corrientes.Cuba.Cuzco.Chaco.Chile.Chipre.

Danubio.Dertona.

Dnáper.

Egipto.España.Estrecho de Magallanes.

Etiopía.Europa.

Florida. Francfort.

Germania.Granada, Nuevo Reino de: ver Nueva Granada.Grecia.

Greonlandia.Guianam, provincia.Guayanas.

HebrónHolanda.

Hungría.

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India.Indias Occidentales.Indias Orientales.Inglaterra.Isla de Delos.Isla de San Lorenzo.

Isla Malvina.Isla de Cabo Verde.Islas de las Hespérides.Italia.Itacotzin.

Kamtchatka.  

Lacedemonia.Lago Bannato.Lago Mayor.La Plata.

La Rioja.Lima.Lisboa.Loango.

Madagascar.Madera, isla.Madrid.Málaga.Mandinga.Marañón.Mauritania.Mauritania Tingitana.Mbaeverá.Mborebiretá, selvas.

Mediterráneo, Mar.Méjico.Menfis.Meyerda.Mileto.Minorca, isla.Mogore.Monte Nebo.Montevideo.

Narahagem, arroyo.Nilo.Nitada.

Nueva España.Nueva Granada.Nueva Zembla.

Ochotz, ciudad. Othaita.

Palestina.Paracuaria.Paraguay.París.Persia.

Perú.Polonia.Portugal.Puerto Deseado.

Quito.  

Río Amazonas.Río Bermejo: ver Río Iñaté.Río Carcaranal.Río de la Plata.Río Dulce.Río Empalado.Río Grande o Bermejo: ver Río Iñaté.Río Inespín.Río Iñaté.Río Mbaé verá.

Río Paraná.Río Salado.Río San Lorenzo.Río Tapiraguay.Río Tebicuary.Río Tebyquary: ver Río Tebicuary.Río Tercero.Río Uruguay.Río Yeyuy.Río Yuquiry.

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Río Misisipi.Río Monday.Río Orinoco.Río Paraguay.

Roma.Rosario, reducción.Rosario.

Salta.San Borgia, reducción.

San Carlos y Rosario, reducción: ver

San Estanislao, reducción.San Fernando, reducción.San Javier, reducción.San Jerónimo, reducción.San Joaquín, reducción.San Luis de Marañón.Soconcho.Sodoma.Sonora.Suecia.

Santa Catalina, estancia.Santa Fe.Santa Marta.Santa Rosa, reducción.Santiago del Estero.Santiago Sánchez.Santo Tomás, reducción.Sicilia.Smoleniz.

Táuride.Tierra del Fuego.Tierra del Labrador.

Timbó, reducción. ver Rosario.Troya.Tucumán.

Vaticano.Viena.

Virginia.

 INDICE DE VOCES INDIGENAS

 AagraniAápeabamraikAbapayéaba payéAbaporúAbaraigichiAba rubicháAbatiAbatimbabyAbëpegakabipónAbipónabiponaabiponasabiponesAbiponesacajúAcami Lanaraic

aguaráguazúAharaigichiAlalekAlveèambayambuaAmókobit (v. mocobíes)AmpalaguaampalaguaampalaguasananáAnegla (o Nahamatřek Noelkieřek, Nuichiřieřa)Angujaa nichibegeAñaAñangaañaAorkañi

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Acaraŷacentuación del abipónAchibiřaikAchikelraladmiraciones en abipónadverbios en abipón

Apanigebakapatáyeaualiniaucas (v. serranos)Auci N'occepezayte (v. apatáye)

Balichubauras

bolas de piedras

CaáCaarèCaapiaCabitCacaboyacaciquecanciquescalchaquíesCalibesCallagaik (v. abipones)callagaes (o frentones – v. abipones)CanauhcoatlcaraguatáCarayCaraybáCaruguacasos en lengua abiponaCatlaàncochimiColeacomidi (v. abipones)comparativo en abipóncordobesescorrentinacorrentinocorrentinos

criolloscruspacruz en abipóncruz en mbayácruz en mocobícruz en tobaCuarteronesCuaycurucucurucú (v. Mboyè guazu)CupayCurácaCuriyùCurarucuruzirecuruziscuruzúCuruzuyàcharrúasChichachik Leyékalipichilenoschiquitoschiriguanoschunipíeschulupíes

diablo en abipóndialectos en abipón

diminutivos en abipón

Ealřaik (v. Namalatenřanřaik)Eknam CapitánEhoaraik (v. Yapot)En (terminación en abipón)Enenaik

Epárañikesquimalesetimología do nombres abiponesEyiguayegui (= Mbayas)

frase en abipónfrase en abipón-castellano

frase en guaranífrases en guaraní

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frase en abipón-guaranífrases en abipón

frase guaraní-latinafrentones o callagaes

género en abipónGramachka aymGramachkaakamGroáperikiéguakísguanacosguanásguanoas

guaraníguaraníes (...ytatines)guaraníticaguaraníticasGuayaquil (o Ycipo moroti)guayaquísguaycurúesguaycurús

HanáHanalíHécherihechicero en guaraníhechicero en payaguáHeétHepiginiancate (v. Yüele)Hepiginřankatè (v. Yüele )

hiroqueosHiymeyaHöcherosHoho, ho, hohomoampashuacahurones

in (terminación en abipón)Ibiyàincaincas peruanosindios del Brasil

insultos abiponesinterjecciones en abipóninterrogación en abipónisistines

JaaúcanigasJaaukanigás (v. Yaaúcanigas)jaborandi

jaborandy o malviscojurepeba

KaamélkKaeperbak (v. Peèuè)KaipetadesKaipotadesKakièKapalkataiKapalkatailatèKaraos

KaroiKategřaikKatoiraik (v. Yaui Yauiklaip)KeebètKepakinřanřatKimitřalatè (v. Nahamtřalate)KirikintschùKla leya

LaagàLaàkatèLaanekLaetkáteLaetařatLaharálkLahaurèLà jamLamelgè

Lekakilúslenguaje de los abipones nobleslenguaje de los abipones plebeyos (Hécheri)lenguasLetanekLetapehe o Retaheletras de los abiponesLiguaga

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la muerte en abipónLanařhàLanamichiriñi YoaliripiLapachikLapřiratřaikLapriretrae (v. Apanigebak)lapatáLatízenřanřasLatèLatařanLayLayam ychamLa ycam

LikinránalaLkigibiLoachimàLoàkLoakál (v. Lkigibi)LoaparikaLoheletèLoroLotisdagañadeaeLpetàluc-uanit (v. abipones)lules

Macuanga caámago en brasileromalbaláesmalvisco o jaborandymandubiguazúmataguayos (v. ychibayos)MbaenipoMbaeveráMbae veraMbariquéMbayámbayaMbayásmbayásMbohapÿMbopiMborebiMboyMboycaáMboyçiningàMboy chiñiMboyguazú (v. Yboyà)Mboy Guazú

Mboy hobíMboypè guazu (v. cucurucú)Mboypè miriMboÿ quatiaMboyroyMboytiñi (v. Mboychiñi)MbozapymehelenkachièmejicanamejicanosMenetañiMiekakamimocobíMocobíesmocobíesMohàhobiMoha hûMohàyûmoluchesmoñayMondayMontaguayos (v. Ychibachi)

Naatařkiè (v. Nalege)NachabetNahamatřalatè o Naloatralate o KimitralateNahamatřek o Noaararanrek (v. Anegla)NainřanakNakaigetergeheNakaigetergehesKakaikétergehe

NematanraikNetakNetèNeteguink LoapakatèNetergeNetelřařeNetelřanřeleenřaNetelřanře LkaeřhèNetergè

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NakaiketergehesNakikergěhesNalamichiriniNalegeNalemraNaleryřatNaloatřalatè (v. Nahamatralate)Namalatenranřaik (v. Ealraik)NamenkàNanapřaheteNátakebitNatakebitosNataquebitNatergèk (v. Netachkaik)NauachèkncàoéNèNeètataNejetentaNelareykatéNelařeyřatNemargetřèkNematanřaik (v. Netachkaik)NemeklNetachkaik, Natergek. Yakalo.

NeyàcNhambiNiabirencateNibírenak (v. Apanigebak)nichigeritNichigebènichighereitNigienigisNiguaNikenaganoetaNoahařhařaNoatàřek ñNoelakierèk (v. Anegla)NolreNuichiriera (v. Anegla)numerales en abipónnumerales en guaranínúmero en lengua abiponanutria (a nichibege)ÑanduNanduguazùñandupéÑatacÑatákebitÑatiù

oaécacalot (v. lenguas)Oaèkakalot ( = Cuaycuru)oaekaklot (v. lenguas o gueycurúes)OagenřaikOchavonesOehega

OelakiřaikoergeteteOérelOkèordinales en abipónorqueenam

Pacha Capacpalmaspalometapampas (v. serranos)paracuariasparacuarioparacuarios (españoles...)parcialidades abiponasparticipios en abipónpartículas agregadas a los verbosPataPatagnikpatagones

Payé (v. Caraybá)PeèuèperuanoperuanosPesegmekpusainespicunchesPillanpizóesplural en guaraníprefijos en abipónpreposición en abipónpronombres posesivos en abipón

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PatenřaikPaypayaguásPayaquas

pronombres de 3ª persona en abipónpreguntas en abipónPuchuelespuelches

quabyra miriQueevet (v. Aharaigichi)Quezubú

quichuaQuinaQuiririô

RařegřanřaikRatahè (v. Letaphe)relativo en abipónRellaranřan', potrolRetapřankatè o AuararankateRiicaheRiika e

Rikil (v. Kaamèlk)RoayamiroéfakitapeketaRuililíRukaheRúkahès ( Yaaukanigas)

saludos en abipónsaludos en guaranísantafecinossantiagueñosseñal de la cruz en abipón

señal de la cruz en abipón ecuestreseñal de la cruz en cochimiseñal de la cruz en Chiquitoseñal de la cruz en guaraníseñal do la cruz en lengua de los zamucos

señal de la cruz en lengua mejicanaseñal de la cruz en luleseñal do la cruz en Mbayáseñal de la cruz en mocobíseñal de la cruz en quichuaseñal de la cruz en tobaseñal de la cruz en vilelaseñal de la cruz en Waicurà

señal do la cruz ni Ysistinéserranos (o aucas o pampas)sinónimos en abipónSoychúSoychuldesufijos en abipónsuperlativo en abipón

tabacotahítapiocaTapuytaropéTareymboyatarumesesTatayítatúTayretatembetà (v. Pesegmek)Teuhtlacocauhqui

tobaTobastobasTonocotéTu (v. Tungay)TuachitucántucumanosTunachosTûngayTupâtupíes

Uiychàkurucú

urucuy

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verbos en abipónverbos recíprocos en abipónverbos transitivos en abipónverbos transitivos en guaranívicuñas

vilelas (v. Raregranraik)vinchucavinchucasvocabulario abipón

Waicurà  

Yaaucanigás (v. Jaaukanigás y Jaaúcanigas)YaaukanigaYaaukanigas (Yaaucanigás)YacanináYacapecoayayacitata tatatibaeyaguaretéyakalò (v. Netachkaik)YapeuzàYapitalakasyapitalakisYapòt o EhoařaikYararacàYarósYatebúYaui Yauiklaip o KatoiraikYbibobocaYboya

Ycipo moroti o QuayaquilYchibayos (v. mataguayos)YchitYehà! yahaYgaraYgaYgaroñiYgaroñosYleřaYmoniiYmonósYoamcachiñiYpichíYsistinesYtatynguasYucuáhábaYüele (v. Hepiginiancate o Hepiginrankate)Yüle (v. Hepiginiancate)

zambaigoszambos (v. zambaigos)

zamucoszokolák (exhortación a la matanza)

 Los índices onomástico y toponímico han sido realizados por la profesora 

Helga Nilda Goicoechea. El índice de voces indígenas por el profesor 

José Isidoro Miranda. 

SE TERMINO DE IMPRIMIR EL DIA 19 DE FEBRERO DE 1969 EN LA IMPRENTA DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL

DEL LITORAL SANTA FE – REP. ARGENTINA