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Vida y doctrina de los grandes economistas Capitulo IV El mundo sombrío del clérigo Malthus y de David Ricardo Robert L. Heilbroner Además del problema omnipresente de la pobreza, Inglaterra anduvo preocupada, durante la mayor parte del siglo XVIII, con la fastidiosa cuestión de saber cuál era la población exacta del país. El problema era inquietante debido a que los enemigos naturales de Inglaterra, en el continente europeo, se multiplicaban de tal forma que los ingleses debieron sentirse amenazados por una verdadera plaga, en tanto que Inglaterra, dotada de recursos inferiores, se hallaba convencida de que su propia población iba disminuyendo. La verdad es que nadie en Inglaterra sabía con exactitud el número de habitantes con que contaba; pero, a la manera de los hipocondríacos, prefería atormentarse imaginándose un vacío total. Sólo el año 1801 llegó a realizarse el primer censo oficial, que los ingleses calificaron de «subversión total de los últimos restos de la libertad en Inglaterra». Por esa razón, lo que antes de tal fecha se sabía acerca del estado de sus recursos humanos era obra de los esfuerzos de ciertos estadísticos aficionados: cual el doctor Price, clérigo disidente; Houghton, boticario y comerciante de café y té, y Gregory King, un cartógrafo. King rebuscó en los registros del impuesto familiar y de los libros bautismales y calculó que en el año 1696 el número de almas en las Islas Británicas oscilaba entre cinco y cinco millones y medio, cifra que hoy nos parece debió de ser de exactitud extraordinaria. Pero a King no le preocupaba únicamente la situación de las cosas en su época, y, mirando al porvenir, escribió: «Según toda probabilidad, Inglaterra tardará en duplicar su población unos seiscientos años, es decir. será el doble de ]o que es hoy hacia el año 2300... Según toda probabilidad, esa nueva cifra volverá a duplicarse en menos de mil doscientos o mil

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Vida y doctrina de los grandes economistasCapitulo IVEl mundo sombrío del clérigo Malthus y de David Ricardo Robert L. Heilbroner

Además del problema omnipresente de la pobreza, Inglaterra anduvo preocupada, durante la mayor parte del siglo XVIII, con la fastidiosa cuestión de saber cuál era la población exacta del país. El problema era inquietante debido a que los enemigos naturales de Inglaterra, en el continente europeo, se multiplicaban de tal forma que los ingleses debieron sentirse amenazados por una verdadera plaga, en tanto que Inglaterra, dotada de recursos inferiores, se hallaba convencida de que su propia población iba disminuyendo.

La verdad es que nadie en Inglaterra sabía con exactitud el número de habitantes con que contaba; pero, a la manera de los hipocondríacos, prefería atormentarse imaginándose un vacío total. Sólo el año 1801 llegó a realizarse el primer censo oficial, que los ingleses calificaron de «subversión total de los últimos restos de la libertad en Inglaterra». Por esa razón, lo que antes de tal fecha se sabía acerca del estado de sus recursos humanos era obra de los esfuerzos de ciertos estadísticos aficionados: cual el doctor Price, clérigo disidente; Houghton, boticario y comerciante de café y té, y Gregory King, un cartógrafo.

King rebuscó en los registros del impuesto familiar y de los libros bautismales y calculó que en el año 1696 el número de almas en las Islas Británicas oscilaba entre cinco y cinco millones y medio, cifra que hoy nos parece debió de ser de exactitud extraordinaria. Pero a King no le preocupaba únicamente la situación de las cosas en su época, y, mirando al porvenir, escribió: «Según toda probabilidad, Inglaterra tardará en duplicar su población unos seiscientos años, es decir. será el doble de ]o que es hoy hacia el año 2300... Según toda probabilidad, esa nueva cifra volverá a duplicarse en menos de mil doscientos o mil trescientos años; es decir, hasta los años 3500-3600. Para ese entonces el reino tendrá veintidós millones de habitantes..., en el caso de que el mundo dure hasta época», agregaba con circunspección el cartógrafo.

El cálculo de King, que suponía un incremento muy pausado de la población, había sido sustituido en tiempos de Adam Smith por otro punto de vista muy diferente. El doctor Richard Price, comparando los registros de los impuestos familiares del siglo XVIII con los de épocas anteriores, demostró de manera concluyente que la población de Inglaterra había sufrido desde los tiempos de la Restauración un descenso superior al treinta por ciento. La validez de semejante cálculo era dudosa a todas luces, y otros investigadores negaron enfáticamente tales afirmaciones; sin embargo, la creencia del doctor Price fue, en general, aceptada como realidad; una realidad muy desagradable, si se tenían en cuenta las exigencias políticas de aquellos tiempos. El teólogo reformista William Paley se lamentaba que «el descenso de la población es la mayor catástrofe que le puede ocurrir a un Estado, y el aumento de la misma debe fomentarse con preferencia a cualquier otra finalidad política» No era Paley el único en sustentar esa creencia; Pitt, el joven, que era primer ministro, llegó incluso a presentar un proyecto de ley de socorro a los pobres, destinado exclusivamente a fomentar el crecimiento de la población. Según ese proyecto, se otorgarían primas generosas a los padres por cada hijo que tuviesen,

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porque para Pitt resultaba evidente que quien tenía hijos «enriquecía a su país», incluso si sus retoños resultaban en fin de cuentas, pobres de solemnidad.

Desde un punto de vista retrospectivo, lo que resulta notable para una mentalidad moderna, por lo que se refiere al problema de la población, no es si Inglaterra corría o no el peligro de desaparecer como nación; lo que sorprende es lo bien que se adaptaba cualquier planteamiento del problema a una filosofía que se fundaba en la ley natural, en la razón y en el progreso. ¿Disminuía la población? Pues entonces era preciso estimular su incremento, y ese incremento caería bajo los augustos auspicios de las leyes que Adam Smith había demostrado que constituían los principios rectores de una economía libre de mercado. ¿Estaba creciendo la población? Tanto mejor, ya que todos concordaban en que el aumento de población constituía una fuente nacional de riqueza. Lo mismo si uno cortaba el pastel por un lado que por otro, la consecuencia conducía a un pronóstico optimista para la sociedad; o si lo planteamos de otro modo, en el problema de la población, tal como entonces se entendía éste, no había nada que pudiera quebrantar la fe de los hombres en el porvenir.

Quizá no llegó nadie a resumir esta visión optimista de una manera tan ingenua y tan completa como William Godwin. Este clérigo y libelista contempló el mundo vulgar que lo rodeaba y retrocedió decepcionado; pero miró hacia el mundo del porvenir y lo que vio le pareció bueno. El año 1793 publicó Political Justice, un libro que hacía tiras del presente, pero que prometía un mundo futuro lejano en el que «ya no habría sólo un puñado de ricos y una multitud de pobres... Entonces no habrá guerras, ni crímenes, ni eso que se llama administración de justicia; ni habrá gobiernos. Además de esto, no se conocerá la enfermedad, ni la angustia, ni la tristeza ni el resentimiento». ¡Qué cuadro maravilloso! Desde luego era un cuadro altamente subversivo, puesto que la utopía de Godwin exigía una igualdad completa y el comunismo anárquico mas absoluto. ¡Hasta el contrato matrimonial de bienes quedaría abolido! No obstante, como quiera que el precio del libro era muy elevado - se vendía a tres guineas --, el Consejo Privado resolvió no procesar al autor, y la discusión de las arriesgadas ideas del señor Godwin llegó a constituir el tema de moda en los salones de la aristocracia.

Uno de los lugares donde se discutió el libro de Godwin fue en Albury House, una casa situada no lejos de Guildford; allí vivía un extraño anciano del que, con ocasión de su muerte. el año 1800, dijo el Gentleman's Magazine que era «un carácter excéntrico en el sentido más estricto de la palabra » . Ese hombre excéntrico era Daniel Malthus, amigo de David Hume y fervoroso admirador de Rousseau con quien había hecho pequeñas excursiones campestres estudiando la botánica, y del que había recibido como regalo un herbario y una colección de libros, en uno de aquellos repetidos impulsos de desprendimiento que sufría el filósofo francés. Daniel Malthus, al igual que otros muchos caballeros de su tiempo de buena posición y amigos de realizar investigaciones, disfrutaba, sobre todo, con las conversaciones estimulantes sobre temas intelectuales, y el compañero y adversario en esos escarceos suyos era, de ordinario, su inteligente hijo el reverendo Thomas Robert Malthus.

El paraíso de Godwin vino a ser, con toda naturalidad, tema de discusión, muy especialmente si se considera que Malthus, padre, como discípulo excéntrico de Rousseau, sentía una acusada simpatía por la utopía de la pura razón. Sin embargo ,el joven Malthus no era tan fácil de satisfacer como su padre. De hecho, a medida que se adentraba en el tema, empezó a ver un obstáculo insuperable entre la sociedad humana

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tal cual era entonces y aquel país imaginario y encantador, de paz y de abundancia inagotables. Queriendo convencer a su padre, escribió extensamente las objeciones que se le ocurrían; y tal impresión causaron en Daniel Malthus las ideas de su hijo, que llegó a la conclusión de que era preciso imprimir aquella tesis y presentarla a la consideración del público.

Así se hizo. El año 1798 apareció en escena un libro anónimo de cincuenta mil palabras, que se titulaba Ensayo Sobre el principio de la población en lo que afecta a la mejora futura de la sociedad, con el cual todas las risueñas esperanzas de un mundo armonioso quedaron destrozadas de un solo golpe. El joven Malthus, en unas pocas páginas, hacía caer de las nubes a los complacientes intelectuales de su época, y en lugar del progreso les metía por los ojos un panorama desolador, áspero y escalofriante.

Lo que el ensayo sobre la población afirmaba era que en la Naturaleza existe la tendencia a que la población deje atrás a todos los medios posibles de subsistencia. La sociedad, lejos de ir alcanzando un nivel siempre más elevado, veíase apresada en una trampa fatal, porque el instinto de reproducción humano impulsaba irremediablemente a la humanidad hacia el borde de] precipicio de su existencia. El género humano no sólo avanzaba camino de una utopía, sino que se halla condenado eternamente a perder la batalla librada entre las bocas hambrientas, siempre más numerosas, y las reservas, eternamente insuficientes, de alimentos de la Naturaleza, a pesar de todo el afán con que fuese registrada esa despensa natural.

No hay que admirarse de que Carlyle, después de haber leído a Malthus, llamase a la Economía «ciencia lúgubre», y de que el pobre Godwin se quejara de que Malthus había convertido en reaccionarios a centenares de amigos del progreso.

Con un solo golpe demoledor, Malthus había reducido a la nada las rosadas esperanzas de una época que se ufanaba de sí misma y que sustentaba una consoladora idea de progreso. Y por si no bastara con ese golpe, un pensador, de clase completamente distinta, preparaba, también al mismo tiempo el tiro de gracia a otra de las adormecedoras suposiciones de finales del siglo XVIII y principios del XIX. David Ricardo, corredor de bolsa que había obtenido éxitos asombrosos, estaba a punto de esbozar una teoría económica que, si bien menos espectacular que el desbordamiento de humanidad previsto por Malthus, iba a resultar, sin alharaca, tan destructora como aquélla para las agradables previsiones de la era de Adam Smith.

Lo que Ricardo preveía era el fin de una teoría de la sociedad, según la cual todos los hombres iban ascendiendo juntos por la escalera mecánica del progreso imaginada por Adam Smith. Ricardo, por el contrario, veía que esa escalera ascendente producía efectos distintos en las diferentes clases sociales; que unas ascendían triunfalmente hasta la cima, en tanto que otras subían sólo unos cuantos escalones para luego ser lanzadas de un puntapié hasta el peldaño más bajo. Y aún peor que eso: es que quienes mantenían en acción la escalera no eran los que ascendían aprovechando el movimiento de ésta, sino que, por el contrario, los que se beneficiaban totalmente de la subida no hacían nada para merecer semejante recompensa. Llevando la metáfora todavía más lejos, quien se hubiese fijado cuidadosamente en los que subían hasta la cima habría advertido que tampoco allí iba todo bien, pues entre ellos se desarrollaba una lucha furiosa y constante para asegurarse un lugar en la escalera.

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Para Adam Smith la sociedad constituía una gran familia; para Ricardo no era sino una pugna feroz por la supremacía. No había por qué maravillarse de que Ricardo viese la sociedad de ese modo. En el transcurso de los cuarenta años que mediaban desde la publicación de La riqueza de las naciones, Inglaterra se había dividido en dos campos enemigos, a saber: el de los nuevos industriales, muy atareados en sus fábricas y en luchar por conseguir representación parlamentaria y prestigio social, y la aristocracia de grandes terratenientes, rica, poderosa y exclusivista. que miraba con envidia los avances de estos cínicos nuevos ricos.

Lo que sacaba de sus casillas a los terratenientes no era que los capitalistas amontonasen dinero, sino su censurable y continua insistencia en que los precios de los alimentos eran demasiado elevados. Lo que había ocurrido en el espacio de tiempo transcurrido desde Adam Smith era que Inglaterra, antaño nación exportadora de cereales, veíase obligada ahora a comprar alimentos en el extranjero. A pesar de las murmuraciones del doctor Price, afirmando que la población de Inglaterra iba disminuyendo con rapidez, el crecimiento auténtico de la misma dio lugar a que la demanda de cereales superase a la oferta y a que se hubiese cuadruplicado el precio del trigo. Al subir los precios, subían también los beneficios; por ejemplo, en una explotación agrícola de East Lothian, en Escocia, la renta y los beneficios equivalían al 56 por 100 del capital invertido; en otra granja de trescientos acres, de la que era propietario un tal míster Birkhead - explotación muy representativa de tipo medio -, los beneficios que en el año 1790 fueron de 88 libras esterlinas, subieron a 121 libras el año 1803, y a 160 libras diez años más tarde. En la misma proporción subieron los beneficios de las grandes fincas de miles de acres.

Al ver que el precio de los cereales subía vertiginosamente, algunos comerciantes emprendedores comenzaron a comprar trigo y maíz en el extranjero para importarlo en el país. Como es natural, esto no agradó, en modo alguno, al terrateniente. Las explotaciones agrícolas no constituían para la aristocracia un simple medio de vida; eran un negocio, un gran negocio. Por ejemplo, en el año 1799, Sir Joshua Banks necesitaba en su finca de Reevesby, en Licolnshire, dos habitaciones para oficinas y procedió a separarlas con un muro incombustible y una puerta de hierro, mostrándose orgulloso de que le fueran precisos ciento cincuenta y seis cajones para clasificar los documentos relacionados con aquella explotación agrícola Este terrateniente vivía en sus tierras y sentía amor por ellas; se entrevistaba todos los días con sus arrendatarios, y se hacía miembro de sociedades en las que se discutían temas tales como la rotación de los cultivos y la eficacia de las distintas marcas de abonos; pero nunca perdía de vista que sus ingresos dependían del precio a que vendiese sus cosechas.

Por estas razones, los terratenientes no miraban con buenos o)os aquella entrada de cereales baratos, procedentes del otro lado del mar; mas, por suerte para ellos, tenían muy a mano el arma para combatir esa lamentable tendencia. Como los terratenientes dominaban en el Parlamento les bastó con dictar, en beneficio propio, un sistema férreo proteccionista. Votaron las leyes de los cereales, que gravaban con derechos movibles la importación de granos; cuanto más bajaba el precio del cereal del país, más iba subiendo el impuesto de aduanas al extranjero. En realidad, lo que se hizo fue establecer un tope para impedir que se vendiesen en el mercado inglés cereales baratos.

No obstante, el año 1813 la situación se había hecho insostenible e imposible de dominar. Las malas cosechas y la guerra con Napoleón contribuyeron a que los cereales se vendieran a precios prohibitivos. El trigo se vendió a 118 chelines el quarter, es decir,

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a unos 14 chelines el bushel Así, pues, el bushel de trigo se vendía a un precio que era casi el doble del salario que se pagaba a un obrero en toda la semana. Para dar perspectiva a este dato podemos compararlo con el precio mas alto que alcanzó jamás el trigo norteamericano, es decir, 3,50 dlls el bushel cosa que ocurrió el año 1920, cuando el salario medio semanal era de 26 dólares.

Evidentemente, el precio de los cereales era fantástico, y fue para el país cuestión de enorme importancia la manera de remediarlo. El Parlamento estudió con sumo cuidado la situación... y no se le ocurrió solución mejor que proponer que se elevasen todavía más los impuestos de aduanas del cereal extranjero, alegando que cuanto más elevados fuesen los precios por el momento, mayor estímulo se daba con ello para que a la larga la producción inglesa de trigo se acrecentase.

Semejante razonamiento era demasiado burdo para que los industriales se lo tragasen. Al contrario de lo que los terratenientes buscaban, la aspiración de los capitalistas era conseguir cereal barato, ya que el precio de los alimentos influía en gran medida en el tipo de salarios que tenían que pagar. Y no es que los industriales lucharan por abaratar los alimentos movidos por razones humanitarias. Un gran banquero de Londres, Alexander Baring, declaró en el Parlamento: «El trabajador se interesa por este problema; lo mismo que el precio del quarter de trigo sea de 84 chelines que de 105 chelines, el trabajador obtendrá el pan seco en el primer caso, y pan seco, también, en el segundo.» Lo que Baring quería decir era que, fuese cual fuese el precio del cereal, el trabajador se haría pagar un jornal suficiente para comprar su pan, y nada más. Pero desde el punto de vista de quienes tenían que pagar los salarios y conseguir además un beneficio, era muy grande la diferencia que había entre que el cereal - es decir, los salarios - fuese caro o barato.

Los intereses industriales se organizaron y el Parlamento se vio inundado por una cantidad de peticiones superior a todo cuanto se había visto hasta entonces. Ante esa reacción del país, resultaba evidentemente ineficaz empeñarse en aprobar las nuevas leyes sobre cereales, con tarifas más altas, y se imponía el deliberar de nuevo sobre el problema. Tanto los Comunes como los Lores nombraron nuevos comités, y de esta manera se soslayó temporalmente la cuestión. Por fortuna, se produjo al año siguiente la derrota de Napoleón y los precios de los cereales descendieron, aproximándose a niveles más normales. Pero el poder político de la clase de los terratenientes quedó palpablemente demostrado con el solo hecho de que se necesitaron treinta años para lograr que las leyes sobre cereales fuesen abolidas y se permitiese la entrada libre de cereales baratos en Gran Bretaña.

No resulta difícil comprender el por qué David Ricardo, que escribía en medio de aquel período de crisis, veía la Economía bajo una luz distinta y mucho más pesimista que Adam Smith. Éste había contemplado el mundo y lo había visto como un gran concierto y ordenación; Ricardo, en cambio, lo vio como un conflicto enconado. El autor de La Riqueza de las Naciones descubrió toda clase de razones para creer que los beneficios de la bondadosa Providencia alcanzaban a todos; el penetrante corredor de bolsa, que escribió cosa de medio siglo después de Smith, vio que la sociedad no solamente se hallaba dividida en grupos que se hacían entre sí la guerra, sino que además parecía un hecho inevitable el que el grupo que tenía derecho a ganar aquella pugna, el de los duros trabajadores industriales, era el que la perdería. Ricardo creyó que la única clase social

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que se beneficiaría con el progreso de la sociedad era la de los terratenientes..., a menos de que pudiera arrebatársele el dominio que mantenía sobre el precio de los cereales.

El año 1815 escribió: «El interés de los terratenientes es siempre contrario al de todas las demás clases sociales de la comunidad.» Con esa afirmación tan tajante reconocía la existencia de una lucha social no declarada. Y con la declaración abierta de las hostilidades desapareció la última esperanza de que aquel mundo económico pudiera ser el mejor de todos los mundos posibles. De modo, pues, que, según todas las apariencias, si la sociedad no se ahogaba en la ciénaga malthusiana del exceso de población, acabaría desgarrándose a sí misma en la lucha por conseguir un puesto en la escalera mecánica y traicionera de David Ricardo.

Es preciso que examinemos más de cerca las ideas profundamente conturbadoras de aquel sombrío clérigo y de aquel escéptico corredor de bolsa; pero antes examinaremos las particularidades de ambos personajes.

Difícil sería imaginarse dos hombres más opuestos entre sí, por lo que respecta al medio ambiente en que vivieron y a sus actividades, que Thomas Robert Malthus y David Ricardo. Sabemos ya que Malthus era hijo de un excéntrico miembro de la capa superior de la clase media inglesa; Ricardo era hijo de un mercader y banquero judío, que había emigrado a Inglaterra desde Holanda. Malthus fue cuidadosamente preparado por profesores para ingresar en la Universidad, bajo la dirección de un padre de espíritu filosófico (uno de aquellos profesores fue a parar a la cárcel por haber expresado el deseo de que los revolucionarios franceses invadiesen y conquistasen Inglaterra); Ricardo empezó a trabajar para su padre a la edad de catorce años. Malthus dedicó su vida a investigaciones académicas, y fue el primer economista profesional, porque dio lecciones en el colegio fundado en Haileybury por la Compañía de las Indias Orientales para adiestrar a sus funcionarios jóvenes; Ricardo se estableció como negociante por su propia cuenta, a la edad de veintidós años. Malthus no fue nunca hombre acomodado; Ricardo, en cambio - a pesar de haber empezado con un capital de sólo ochocientas libras esterlinas -, había logrado la independencia económica a los veintiséis años, y cuando se retiró en 1814, a los cuarenta y dos, tenía una fortuna que oscilaba entre las quinientas mil libras y un millón seiscientas mil, según diversos cálculos.

Sin embargo, por un fenómeno extraño, era a Malthus, el académico, a quien interesaban los hechos del mundo real, y era Ricardo, hombre de negocios, el teórico puro; el negociante se interesaba únicamente por las leyes invisibles, y el profesor se preocupaba de que esas leyes encajasen en el mundo que tenía ante sus ojos. Como contradicción final, Malthus, hombre de modestos ingresos, defendía a los terratenientes, y Ricardo, hombre rico y que acabó en terrateniente, luchaba contra los intereses de esta clase social.

E igual que su origen y educación, su adiestramiento y carrera fueron distintos; lo fue también la acogida que se les dispensó. Por lo que se refiere al pobre Malthus, según expresión de su biógrafo James Bonar, «fue el hombre mas vilipendiado de su época. Ni siquiera el propio Bonaparte fue considerado enemigo mayor que él de la especie humana.

Malthus era defensor de la viruela, de la esclavitud, del asesinato de niños. . . ¡ un hombre que combatía el suministro de comidas de caridad a los pobres, los casamientos

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en edad temprana, los socorros parroquiales...; un hombre que había tenido la desverguenza de casarse después de predicar los males de tener una familia» Dice Bonar: « Las gentes nunca ignoraron a Malthus. Por espacio de tres años llovieron sobre él las refutaciones.»

Semejante trato tenía por blanco de sus diatribas un hombre que clamaba por un «freno moral» para el mundo. Malthus, sin embargo no era ni mojigato (de acuerdo con las normas de su tiempo) ni mucho menos un ogro. Verdad es que defendió la abolición del socorro a los pobres y se opuso. asimismo, a los proyectos de construcción de casas para las familias de los trabajadores. Pero todo ello lo hacía mirando sinceramente por lo que él creía ser el interés de las clases pobres, y en realidad, esta opinión resiste el contraste con la expresada por algunos teóricos sociales contemporáneos, quienes sugerían dulcemente que a los pobres se les debía dejar morir tranquilamente en las calles.

La posición de Malthus no estaba dictada. pues, por una falta de sentimientos, sino más bien por una lógica abrumadora. Puesto que, de acuerdo Con la teoría de Malthus, la perturbación básica del mundo tenía su fundamento en la existencia de una población excesiva, todo aquello que tendiese a fomentar «las uniones prematuras» no hacía sino agravar la suma de los sufrimientos del género humano. Era posible mantener con vida, a fuerza de obras de caridad, a un hombre para el que «no existía un cubierto vacante en el gran festín de la Naturaleza» pero teniendo en cuenta que ese hombre se propagaría, esa clase de caridad no era sino crueldad disfrazada.

Pero no siempre la lógica sirve para ganar popularidad, quien pone de relieve el desastroso fin de la sociedad no puede, en modo alguno, esperar ganarse el aprecio de sus conciudadanos. No hubo jamás una doctrina tan denigrada; Godwin la describió como «demonio negro y horrendo, dispuesto siempre a ahogar las esperanzas de la Humanidad». A los ojos de ciertos lectores poco complicados no era precisamente la teoría de Malthus el demonio, sino que lo era la figura misma del reverendo clérigo.

A Ricardo, en cambio, le sonrió la fortuna desde el primer momento. Aunque hebreo de nacimiento, había roto con su familia y adoptado la religión cuáquera, con el fin de contraer matrimonio con una muchacha de la que se había enamorado y que pertenecía a dicha secta; pero, a pesar de ser una época en que la tolerancia no constituía, ni mucho menos, una norma - el padre de Ricardo había negociado en una sección de la Bolsa conocida con el nombre de Paseo de los Judíos -, nuestro economista consiguió crearse una situación social y verse rodeado de respeto general. En los últimos años de su vida, siendo miembro de la Cámara de los Comunes, fue invitado a hablar por las dos partes que formaban la misma. Con este motivo dijo: «No tengo esperanza de llegar a dominar la inquietud que me asalta en el momento mismo que escucho el sonido de mi propia voz.» Un testigo nos dice que la voz de Ricardo era «áspera y chillona», y otro la califica de «suave y agradable», aunque «extremadamente aguda»; pero cuando Ricardo hablaba, la Cámara lo escuchaba. Con su estilo expositivo, serio y brillante, que prescindía de toda referencia a los acontecimientos para concentrarse en la estructura básica de la sociedad «cual si fuese un ser llovido de otro planeta». Ricardo adquirió la fama de haber sido el hombre que había educado a la Cámara de los Comunes. Incluso su radicalismo - pues era defensor fervoroso de la libertad de palabra y de reunión, adversario de la corrupción parlamentaria y de la persecución de que se hacía objeto a los católicos - no era obstáculo a la veneración de que era objeto.

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Es dudoso que sus admiradores entendiesen mucho de lo que leían, porque Ricardo es el economista más difícil de comprender. Pero aunque la redacción fuese difícil y enrevesada, su alcance era evidente: que los intereses de los capitalistas y de los terratenientes se hallaban irrevocablemente en pugna, y que los intereses de los terratenientes redundaban en perjuicio de comunidad. Por esa razón - comprendiéndolo o sin comprenderlo - los industriales hicieron de él su campeón, y la política económica se transformó en algo tan popular entre ellos, que hasta las señoras que contrataban profesoras para sus niños averiguaban si estas eran o no capaces de enseñarles los principios de tal materia.

Ahora bien mientras Ricardo, el economista, se paseaba como un dios (aunque era personalmente muy modesto y recatado), Malthus fue relegado a una situación inferior. La gente leía su ensayo sobre la población, admiraba el libro, y a continuación lo atacaba con insistencia de forma que la misma pasión de los ataques venía a constituir un testimonio inquietante de la fuerza de la tesis malthusiana. En tanto que las ideas de Ricardo eran discutidas con avidez, las aportaciones de Malthus a ]a Economía - aparte de su ensayo sobre la población - eran consideradas con una especie de condescendiente tolerancia, o bien se ignoraban. Malthus tenía la sensación de que no todo marchaba bien en el mundo, pero era totalmente incapaz de presentar sus argumentos en una forma lógica clara; en su herejía llegó incluso a apuntar la idea de que las depresiones o «atascamientos generales», como él las llamaba, eran capaces de trastornar la sociedad, idea esta que Ricardo no tuvo ninguna dificultad en demostrar que era completamente absurda. ¡Qué cosa más exasperante para un lector moderno! Malthus, hombre intuitivo y realista barruntaba las dificultades, pero sus confusas exposiciones nada podían contra la brillantez incisiva del corredor de bolsa, que veía al mundo únicamente como un gran mecanismo abstracto.

Por esta razón, ambos discutían acerca de todo. Cuando en 1820 Malthus publicó sus Principios de Economía Política, Ricardo se tomó la molestia de señalar los puntos débiles de los razonamientos del reverendo en notas que ocupaban mas de doscientas veinte cuartillas; y Malthus, por su parte, se desvió claramente de su camino en el libro que había escrito a fin de exponer las falacias que, en opinión firmísima suya, encerraban los puntos de vista de Ricardo.

Pero lo mas raro de todo era que Malthus y Ricardo estaban ligados entre sí por la más íntima amistad. Se conocieron el año 1809, después de haber publicado Ricardo una serie de magistrales cartas dirigidas al periódico Morning Chonicle, sobre el problema de los precios del oro en barras y acto continuo aniquiló a cierto mister Bosanquet, que tuvo la osadía de aventurarse a exponer una opinión contraria. James Mill, primero, y seguidamente Malthus, se hicieron presentar al autor de las cartas, formándose entre los tres una amistad que duró hasta el fin de sus vidas. Se cruzó entre ellos una correspondencia constante, y no menos constantes fueron sus mutuas visitas. María Edgeworth, escritora contemporánea dejó escrito en un diario encantador: «Salían juntos a la caza de la Verdad y lanzaban gritos de victoria cuando la encontraban, sin importarles nada quién había sido el primero en dar con ella. »

No todo eran discusiones sobre temas serios, porque los tres eran personajes muy humanos. Fuese para estar a tono con sus teorías, o por otras razones, Malthus se había casado ya entrado en años, pero era hombre muy aficionado a las reuniones sociales. Alguien, que lo había conocido personalmente dijo, después de la muerte de Malthus,

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refiriéndose a la vida que llevaba en el colegio de la Compañía de las Indias Orientales: «Se acabaron en adelante las bromas disimuladas, los homenajes externos y las rebeldías ocasionales de los muchachos; las travesuras de las muchachas, la curiosa cortesía del profesor persa... y las cortesías algo anticuadas de las reuniones que se celebraban en verano.»

Los folletistas lo comparaban con Satanás, pero Malthus era hombre de elevada estatura, muy apuesto y de carácter bondadoso. Sus alumnos lo llamaban «Pop» a espaldas suyas. Tenía un defecto raro que le venía por herencia de un tatarabuelo suyo: el paladar hendido, lo que hacía difícil comprender sus palabras, sobre todo tratándose de la letra L. Este defecto y la asociación indisoluble de su nombre con la idea del exceso de la población dieron lugar a que una persona conocida suya escribiese:

El filósofo Malthus estuvo aquí la semana pasada. Yo preparé para él una agradable reunión de gente soltera..., es un hombre bondadoso y simpático y muy cortés con todas las damas siempre que no acusen señales visibles de inminente fertilidad. Malthus es un auténtico filósofo moral, y yo aceptaría casi el hablar de la manera confusa que él lo hace, a condición de pensar y de obrar con su misma sabiduría.

También Ricardo gustaba de organizar fiestas en su propia casa, y sus almuerzos eran famosos. Parece que era muy aficionado al juego de pantomimas, que entonces se llamaban charadas, y miss Edgeworth cita un ejemplo en su obra Life and Letters.

Como hombre de negocios estaba dotado de cualidades, la sorprendente rapidez que tenía para los números y las operaciones extraordinarias. Su hermano escribió a este propósito: «No se tiene en gran consideración el talento de amasar riquezas, y, sin embargo, quizá míster R. no demostró sus extraordinarias cualidades en ningún campo mejor que en el de los negocios. Su conocimiento completo de todas sus complejidades; la sorprendente rapidez que tenía para los números y operaciones aritméticas; su capacidad para realizar, al parecer sin esfuerzo, inmensa cantidad de transacciones que pasaban por sus manos; su serenidad y claridad de juicio, le permitieron dejar muy atrás a todos los contemporáneos suyos de la Bolsa.» Su hijo declaró más tarde que el éxito de su padre se debía a su observación de que la gente en general exageraba la importancia de los acontecimientos. «De tal manera que si, tratando como él trataba en acciones, había razón para una pequeña subida, él compraba, porque estaba cierto de que le posibilitaría a él un beneficio fuera de lo razonable; y cuando las acciones estaban en baja, vendía ante el convencimiento de que la alarma y el pánico originarían un descenso no justificado por las circunstancias.

Era, en verdad, una situación bien extraña y paradójica esta del corredor de Bolsa teórico y el clérigo práctico...; extraña, especialmente, porque el teórico se movía a sus anchas en el mundo del dinero, en tanto que el hombre de las realidades y los números naufragaba en ese mar constantemente.

Durante las guerras napoleónicas, Ricardo fue miembro de un sindicato de aseguradores que compraba valores del Gobierno en la Tesorería y luego los ofrecía al público de suscriptores generales. Con frecuencia, y para favorecer a Malthus, anotaba a nombre de éste un pequeño paquete de valores a fin de que el clérigo pudiera obtener así un modesto beneficio. La víspera de la batalla de Waterloo, Malthus estaba comprometido en el juego al alza de valores, pero sus nervios no pudieron resistir la tensión, y escribió

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a Ricardo instándole a que, «salvo que el no estuviera bien o fuese inconveniente. .., aproveche la primera oportunidad para vender con un pequeño beneficio la parte que usted ha tenido la bondad de reservarme». Así lo hizo Ricardo quien, por su parte, con la firmeza del especulador profesional compró una cantidad mayor de valores, hasta situarse en la posición máxima del alcista. Wellington ganó la batalla, Ricardo realizó beneficios inmensos, y el pobre Malthus no pudo menos de lamentar lo que había hecho. No obstante, Ricardo escribió al reverendo sin darle importancia: «Ha sido una suerte tan grande, que no espero realizarla mayor jugando al alza. He ganado una cantidad considerable con el empréstito. Pasemos ahora a hablar un poco de nuestro antiguo tema» y vuelve a zambullirse, sin más, en una discusión acerca del significado teórico de un alza en el precio de los artículos.

Aquella discusión interminable prosiguió, unas veces por carta y otras durante sus visitas, hasta el año 1823 Ricardo se expresaba así en la última carta que escribió a Malthus: «Mi querido Malthus, con esto he terminado. Ambos nos quedamos en nuestras mismas posiciones después de tanta discusión, cosa que suele ocurrir a los que discuten. Sin embargo, esas discusiones no han afectado en nada nuestra amistad, aunque usted se declarase de mi misma opinión, no podría estimarle más de lo que le estimo» Falleció de repente aquel mismo año, a la edad de cincuenta y uno; Malthus no murió hasta el año 1834. Y al hablar de David Ricardo dejó dicho: «A nadie quise tanto como a él, si se exceptúan los miembros de mi familia.»

Aunque Malthus y Ricardo estaban en desacuerdo sobre casi todos los problemas, no lo estuvieron en lo que Malthus sostenía acerca de la población. En su célebre Ensayo, del año 1798, no sólo aclaró Malthus este problema de una vez para siempre, sino que también derramó mucha luz sobre el de la pobreza terrible y persistente que se dejaba sentir de una manera constante en el escenario social inglés. Ya otros habían tenido la confusa sensación de que los problemas de la población y de la pobreza se hallaban relacionados entre sí, y una anécdota popular, aunque apócrifa, de su tiempo, hablaba de una isla situada frente a las costas de Chile, en la que un tal Juan "Fernández había desembarcado una pareja de cabras, por si más adelante necesitaba carne al recalar allí. Cuando volvió a visitar la isla se encontró con que las cabras se habían multiplicado fuera de toda conveniencia, y entonces dejó en tierra una pareja de perros, que también se multiplicaron, y redujeron el número de cabras. «De ese modo -- escribía el autor, el Reverendo James Townshend - vino a restablecerse un nuevo equilibrio.

La más débil de ambas especies de animales fue la primera en pagar la deuda de la naturaleza, mientras que los miembros de la especie más activa y vigorosa conservaron sus vidas.» y agregaba: «Lo que regula el número de miembros de la especie humana es la cantidad de alimento».

Pero si este paradigma reconocía que en la naturaleza es preciso que exista un equilibrio, no llegaba hasta el punto de sacar a relucir las desoladoras consecuencias finales que se hallaban implícitas en el problema. Esa tarea le estaba reservada a Malthus.

Éste empezó su obra con una explicación fascinadora acerca de las simples posibilidades numéricas contenidas en la idea de doblar. «...Si una persona se toma la molestia de hacer cálculos escribía -- verá que si fuese posible conseguir, sin limitación alguna, los alimentos necesarios para la vida, y si el número de personas se duplicase

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cada veinticinco años, la población que para el día de hoy habría podido reproducirse de una sola pareja humana, a partir de la Era Cristiana, habría bastado no sólo para llenar por completo de habitantes la tierra, a cuatro personas por vara cuadrada, sino incluso para llenar todos los planetas de nuestro sistema solar en esa misma proporción, y no sólo los de nuestro sistemas solar, sino todos los planetas que giran alrededor de las estrellas y que son visibles a simple vista, dando por supuesto que cada una de esas estrellas tenga tantos planetas en su sistema como los que tiene nuestro Sol.»

En este cálculo del asombroso poder multiplicativo de la reproducción, Malthus está completamente en lo cierto. Un biólogo ha calculado que una pareja de animales que produjese anualmente otras diez parejas, habría tenido, al cabo de veinte años, una prole de 700.000.000.000.000.000.000; y Haveloc Ellis cita un pequeño organismo que, si no encontrase obstáculos en su división, produciría de un solo ser minúsculo una masa de seres un millón de veces mayor que la del Sol..., en treinta días.

Pero esa clase de ejemplos de la capacidad prolífica de la Naturaleza carece de sentido en sí mismo. La cuestión vital es ésta: ¿Hasta dónde llega el poder reproductor de un ser humano? Malthus partió del supuesto de que el animal humano tendía a duplicar su número en veinticinco años. Esta afirmación resulta relativamente modesta examinada a la luz de su tiempo. Se precisaba una familia que constase por término medio de seis personas, dando por supuesto que dos de morirían antes de alcanzar la edad matrimonial. Encarándose con América, Malthus señaló que la población de este continente se había, duplicado cada veinticinco años del último siglo y medio, y que en algunas zonas muy apartadas, donde la vida era más libre y más sana, se duplicaba cada quince años.

Ahora bien: Malthus oponía a estas tendencias multiplicadoras de la raza humana el hecho incontrovertible de que, a diferencia de la población, las tierras no pueden multiplicarse, y nada influye en la solidez del argumento el que la población tienda a multiplicarse en veinticinco o en cincuenta años. Pueden extenderse las tierras laborables con mucho trabajo pero la proporción de ese progreso es reducida y vacilante; la tierra, a diferencia de la población, no procrea tierras. Por esta causa, mientras el número de bocas crece en proporción geométrica, la totalidad de la tierra cultivable sólo crece en proporción aritmética.

Como es natural, la consecuencia que de esto se deriva es tan inevitable como una proposición lógica: más pronto o mas tarde, el número de habitantes dejará atrás al de la totalidad de alimentos. Malthus escribía en su ensayo: «Si tomamos el conjunto de la tierra, y suponiendo que la población actual sea de mil millones de habitantes, la especie humana iría creciendo como los números, 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, y los alimentos crecerían como 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. En el transcurso de dos siglos la población se encontraría, respecto a los medios de subsistencia, en la proporción de 259 a 9; en tres siglos la proporción sería de 4.096 a 13, y en dos mil años la diferencia sería incalculable.»

Un panorama tan espantoso del futuro bastaría para desalentar a cualquier hombre, y Malthus escribió: «El panorama tiene tintes sombríos.» El conturbado clérigo se vio arrastrado a la conclusión de que la divergencia incorregible e irreconciliable entre las bocas y el alimento sólo podría tener un resultado, a saber: que la mayor parte del género humano estaría sometida siempre a una clase u otra de miseria. Porque ese vacío

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enorme, y cada vez mayor potencialmente, tiene que ser llenado de alguna forma, ya que la población no puede existir, en fin de cuentas, sin alimentos. De ahí que entre los pueblos primitivos existiesen costumbres como el infanticidio; y de ahí también las guerras, las enfermedades y, sobre todo, la pobreza.

Y por si no bastara con estas cosas: «El hambre parece ser el último y mas terrible recurso de la naturaleza. La capacidad de crecimiento de la población supera de tal modo a la capacidad de la tierra para proveernos de alimento..., que es forzoso que la raza humana se vea sujeta, de una u otra forma, a la muerte prematura. Los vicios de la humanidad son otros tantos agentes activos y eficaces de la despoblación... Pero si esos agentes fracasan en esta guerra de exterminio, avanzan entonces en terrible cortejo las enfermedades periódicas, las epidemias, la peste y otras plagas, barriendo millares y decenas de millares de vidas humanas. Si a pesar de eso no se logra éxito completo, vienen a retaguardia las hambres gigantescas y fatales, y de un solo terrible golpe igualan los niveles de la población y de los alimentos del mundo.»

No hay que admirarse de que el pobre Godwin se lamentase de que Malthus hubiera convertido en reaccionarios a los que eran amigos del progreso. Porque la doctrina de Malthus es verdaderamente una doctrina de desesperación. No hay nada, nada en absoluto, que pueda poner a la Humanidad a cubierto de esa amenaza constante de sucumbir bajo su propio peso, si se exceptúa la frágil caña del «freno moral». Pero ¿hasta dónde llega la fuerza del freno moral, frente al tremendo impulso del amor?

La perspectiva que Malthus previó ha resultado ciertamente. Recientemente, escribía la Foreign Policy Association:

Las estadísticas están casi más allá de lo creíble. Cada día mueren unas 10.000 personas en los países subdesarrollados a consecuencia de enfermedades causadas por la desnutrición. De cada 20 niños nacidos en estos países, es probable mueran 10 durante su infancia a consecuencia del hambre o de los efectos de una dieta insuficiente. Otros 7 pueden sufrir retardo físico o mental.

Esta pesadilla malthusiana empeorará, en vez de mejorar las próximas décadas. Pues 1a población de las regiones atrasadas crece más rápidamente que la producción de alimentos, aun un ritmo que, en opinión de las autoridades mundiales en alimentación, presagia un hambre sin precedentes y de proporciones inimaginables para antes del fin de este siglo. « Tal como las cosas están - escribe J. J. Spengler, experto en el problema de la población -, la perspectiva es netamente malthusiana, y nos presenta un hombre sentado sobre una bomba de tiempo.»

¿Puede quitarse la espoleta a esta bomba? Es posible aplazar algo la fecha de la explosión si nos las arreglamos para aumentar la producción de alimentos. Alimentar (a los niveles actuales de semiinanición) a los tres mil millones de habitantes a los que llegará el planeta antes del año 2000 exigirá que se duplique la producción mundial de alimentos, y esto puede forzar las capacidades hasta el punto de ruptura. Pero aun cuando, por un milagro se cuadruplicara la producción de alimentos, no habríamos hecho más que aplazar el hambre, tal vez para una generación. Y mientras tanto, existen otras tensiones: el dar vivienda a los miles de millones de seres humanos en perspectiva requerirá la construcción, en los próximos cuarenta años, de tantas viviendas como se han construido desde el comienzo de la civilización.

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Si ha de quitarse la espoleta a la bomba de tiempo, todos están de acuerdo en que ha de hacerse mediante el control de la población. Durante toda la historia han practicado el control de los nacimientos las clases superiores de todas las sociedades.... cual es una razón para el adagio de que el rico deja descendientes más ricos y el pobre deja hijos pobres. Ahora bien, el problema es cómo difundir el conocimiento del control de la natalidad entre centenares de millones de campesinos, la mayoría de los cuales no saben leer, no confían en los médicos y recelan de los extraños que vienen a decirles que cambien sus maneras de vivir.

¿Puede hacerse antes que empiece el hambre? Las técnicas existen. Y lo que es más importante, existen pruebas procedentes de unas pocas regiones (Corea del Sur y Taiwan) donde los esfuerzos realizados han dado como resultado que los campesinos acepten el control de nacimientos, no para agradar a los planificadores económicos, sino para librarse del miserable ciclo de los nacimientos seguidos de muertes prematuras Todavía no sabemos si podrá llegar a tiempo el enorme esfuerzo administrativo y médico necesario para llevar el control de los nacimientos a las aldeas remotas y a los barrios pobres urbanos y si (en una menor medida) la oposición religiosa desplegada en los países adelantados llegará a impedir a difusión del conocimiento.

Es muy pronto para responder a estas preguntas. Sólo sabemos que en nuestros días estamos presenciando una última tapa de la horrible progresión que Malthus previó en 1798; una progresión en la que la fertilidad de la Humanidad acaba dejando atrás la fertilidad del suelo, imponiendo así un límite espectral a la cantidad de vidas humanas.

Malthus no apuntó sus dardos hacia los continentes del Este y del Sur, en gran parte ignorados. Su advertencia estaba dirigida al mundo occidental. Allí se equivocó por un verdadero milagro. En Inglaterra, en Francia, en el continente europeo en Estados Unidos ocurrió algo que vino a detener la avalancha de nuevas bocas. En el año 1860, un sesenta y tres por ciento de los matrimonios de la Gran Bretaña tenían cuatro o más hijos; en el año 1925, sólo un veinte por ciento tenían ese número de vástagos. Durante ese mismo espacio de tiempo, el número de familias con solo uno o dos hijos pasó del diez por ciento del total a más del cincuenta por ciento.

¿Por qué? ¿Qué es lo que nos ha salvado del doble y del cuádruple malthusiano de crecimiento de población ? Las razones que nos han llevado a eso no las comprendemos del todo, porque las leyes que rigen el aumento de población no están del todo claras. Desde luego, el control de la natalidad ha desempeñado cierto papel. En sus primeros tiempos se daba a ese control el nombre de neomalthusianismo, aunque este vocablo hubiese disgustado muchísimo a Malthus, ya que él censuró tales prácticas. Parece, pues, que ha existido otro factor más importante. El propio proceso de industrialización diríase que ejerce una influencia moderadora en el número de miembros de las familias. En los países adelantados, la gente contrae matrimonio a una edad menos precoz (y en eso estriba el «freno moral» en el que Malthus tenía puestas sus débiles esperanzas). La mujer sube desde el concepto social de simple engendradora de hijos al de miembro laborioso de la sociedad. .Surgen placeres y deseos que pugnan por atraer a las gentes, haciendo que el tener una familia numerosa parezca menos apetecible que cuando se vivía con mayor sencillez.

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Ciertamente, la población de Estados Unidos está creciendo; y en los últimos años el crecimiento ha sido muy rápido. También nosotros encaramos un problema de población, aunque experimentaremos en primer término un problema de aglomeración más bien que de hambre. A medida que se eleva la cifra de nuestra población - habrá trescientos millones de norteamericanos antes del año 2000 -, se reduce el espacio. Las líneas de tráfico se alargan, los parques nacionales se parecen cada vez más a grandes terrenos para picnic, los recursos tales como el agua se consumen con una rapidez peligrosa. Sin embargo, a Estados Unidos no amenaza el hambre, pues los adelantos en la tecnología agrícola han ido más de prisa que el número de bocas. Malthus no vio que el rendimiento de las tierras de cultivo podía crecer mucho más rápidamente que la superficie de tierra. En realidad, el problema en Estados Unidos está en que la productividad agrícola ha progresado con demasiada rapidez, en que nos hemos visto amenazados con excedentes de alimentos que no se pueden consumir.

¿No puede el mundo seguir nuestro ejemplo? El problema está en que la agricultura norteamericana es productiva, porque es la beneficiaria de enormes inversiones de capital. El agricultor norteamericano medio trabaja con un equipo cuyo valor es superior al del obrero fabril medio. Transcurrirán decenios antes que pueda acumularse suficiente capital en los países atrasados. Pero entonces será demasiado tarde.

Nada de esto podía preverse con exactitud en los días de Malthus. El año 1801 se llevó a cabo en Inglaterra el primer censo científico de población - que despertó graves recelos - e hizo que corrieran rumores de que se trataba del preludio de una dictadura militar John Rickman, funcionario civil y estadístico, calculaba que la población de Inglaterra había aumentado en un veinticinco por ciento en tres decenios. Aunque eso estaba muy lejos de que el total de población se hubiera duplicado, nadie tenía la menor duda de que ésta habría avanzado, lo mismo que un alud, de no ser por las enfermedades y por la pobreza de las masas. Nadie previó que en el porvenir se produciría un descenso en la natalidad, y más bien creían todos que Inglaterra tendría que encararse, para siempre, con la escasez y la pobreza producidas por una Humanidad que se dilataba de manera insaciable, disputándose una cantidad insuficiente de alimentos. Ya no parecía la pobreza una cosa accidental, o impuesta por la voluntad de Dios, o que fuese el resultado de la despreocupación humana. Hubiérase dicho que una providencia maligna había condenado a la raza humana al sufrimiento eterno y que todos los esfuerzos de la Humanidad por mejorar su propia suerte los convertía en una pura farsa la Naturaleza con su ruindad.

Todo ello era descorazonador. Paley, que había apremiado para que se consiguiese un aumento de población «con preferencia a cualquier otro objetivo político», acabó luchando bajo la bandera de Malthus; Pitt, que había aspirado a ver a su país más rico en niños, retiró su proyecto de ley de aumento de los socorros a los pobres, plegándose a las opiniones del clérigo. Coleridge resumió el doloroso panorama escribiendo: «Al fin, he aquí a esta poderosa nación, con sus gobernantes y sus hombres sabios, dando oídos a Paley... ¡y a Malthus! Es triste, triste.»

Y si no bastase Malthus para deprimir a cualquiera suficientemente, bastaba con volverse hacia David Ricardo.

A primera vista, el mundo de Ricardo no era muy aterrador..., cuando menos comparándolo con el malthusiano. Lo expuso el año 1817 en su obra Principios de

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economía política; es seco, enjuto, condensado; carece de la vida y de los detalles curiosos del de Adam Smith. Es un mundo en el que sólo hay principios, principios abstractos, expuestos por una inteligencia que tiene enfocada su atención sobre algo más permanente que el cambiante fluir de la vida diaria. Y ese algo es tan básico, desnudo y desprovisto de galas y tan arquitectónico como Euclides; pero, a diferencia de una serie de proposiciones puramente geométricas, es un sistema con insinuaciones humanas: es un sistema trágico.

Si queremos comprender esta tragedia, será preciso que antes que nada presentemos a los personajes principales que en ella actúan. No son -- ya lo hemos dicho -- seres individuales; son prototipos. Y tampoco estos prototipos viven, en el sentido corriente del vocablo; siguen, simplemente[e, unas «leyes de conducta». Aquí no vemos nada del ajetreo que reina en el mundo de Adam Smith; vemos, en cambio, una especie de función de títeres en la que los infinitos aspectos y facetas del mundo real han sido reducidos a una especie de caricatura de una sola dimensión; es el mundo despojado de todo, salvo de sus motivos económicos.

¿A quién conocemos en ese mundo? En primer lugar, a los trabajadores, unidades indiferenciadas de energía económica, cuyo único aspecto humano es su irremediable apego a lo que, hablando con eufemismo, suele llamarse «las delicias de la sociedad doméstica». De su tendencia incurable a esos deleites resulta que a cualquier subida de los salarios corresponde, casi inmediatamente, un aumento de la población. Los trabajadores consiguen su pedazo de pan duro, cual dijo Alexander Baring, porque sin ello no podrían perpetuarse. Pero, a la larga, su propia debilidad los condena a una vida limitada al margen mínimo de subsistencia. Ricardo, al igual que Malthus, no veía otra solución para las masas trabajadoras que «el frenarse a sí mismas»; aunque deseaba el bien de los trabajadores, no confiaba demasiado en la capacidad del propio control de éstos.

Nos encontramos luego con los capitalistas, que no son ya los mercaderes de Adam Smith, confabulados entre sí. Los capitalistas de Ricardo son un conjunto de gentes grises y uniformes, cuya única finalidad en este mundo es el acumular; es decir, ahorrar cuanto ganan, y reinvertirlo contratando a un número de hombres todavía mayor, a fin de que trabajen para ellos; y eso lo hacen con una seguridad que no admite duda. Ricardo, que se había formado en el frío mundo de las finanzas internacionales, no tuvo, por esta razón, ojos para ver la variedad de móviles - además del de ganar dinero - que impulsaban incluso a los industriales del siglo XIX; cualquiera que fuese la razón de ello, lo cierto es que sus capitalistas no son otra cosa que máquinas económicas de engrandecimiento propio. Pero la misión de los capitalistas no es nada fácil. Por una parte, la competencia entre ellos mismos arrebata las ganancias excesivas a cualquier hombre afortunado que descubre un procedimiento nuevo o que encuentra un campo comercial nuevo y extraordinariamente provechoso. Y por otra, sus beneficios dependen, en gran medida, de los salarios que tienen que pagar, y esto, según veremos, le plantea al grupo capitalista grandes dificultades.

Hasta este punto, el mundo de Ricardo no se diferencia mucho del de Adam Smith, salvo por la ausencia de detalles realistas. Las cosas cambian cuando Ricardo entra a tratar de los terratenientes.

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Porque Ricardo veía al terrateniente como beneficiario único de la organización social. @I trabajador ponía un esfuerzo, y por ese esfuerzo se le pagaba un salario; el capitalista hacía de empresario, y por ello ganaba un beneficio. Pero el terrateniente se beneficiaba únicamente de la fertilidad de la tierra, y su ganancia - la renta - no se veía reducida ni por la competencia ni por la presión de la población. En realidad, el terrateniente ganaba a expensas de todos los demás.

Detengámonos un momento para ver de qué manera llegaba Ricardo a semejante conclusión, ya que su mórbido panorama social depende por completo de la definición que nos da de la renta. Para Ricardo, la renta no es precisamente el precio que s paga por el uso de la tierra, lo mismo que el interés es el precio del capital y los salarios el precio de la mano de obra. La renta es una clase muy especial de beneficio que tiene su origen en el hecho demostrable de que no toda la tierra es igualmente fértil. Supongamos, dice Ricardo, que hay dos terratenientes cuyas propiedades son contiguas. Las tierras de uno de ellos son fértiles, y éste, con un centenar de hombres y un determinado equipo de herramientas, puede recoger una cosecha de mil quinientos bushels de cereal. Pero las tierras del otro son menos fértiles, y con el mismo número de hombres y el mismo equipo solo recoge un millar de bushels. Se trata, simplemente de una realidad técnica de la Naturaleza, pero que tiene consecuencias económicas, puesto que el bushel de cereal de las tierras del terrateniente más afortunado resultará a un precio más barato que el del otro. Es evidente que, pagando ambos igual cantidad en salarios y de costes de capital, e1 terrateniente que cosecha quinientos bushels más le lleva una ventaja a su competidor.

Así, pues, según Ricardo, la renta surge de esa diferencia en los costes. Porque si existe una demanda suficiente para asegurar el cultivo de las tierras menos fértiles, entonces resultará muy provechoso sembrar de cereales aquellas que lo son más. Cuanto mayor sea la diferencia de calidad entre unas y otras tierras, mayor será también la diferencia de la renta. Por ejemplo, si el cultivar tierras muy malas, en las que el coste del bushel fuera de dos dólares, resultara por ello escasamente provechoso, en cambio, el afortunado terrateniente en cuyas tierras se produjese a sólo cincuenta centavos el bushel conseguiría, sin duda alguna, una renta muy considerable. Porque tanto una granja como la otra llevarán sus cereales al mismo mercado, y el propietario de las tierras más fértiles se embolsará la diferencia de 1,5 dólares en el coste de cada bushel.

A simple vista, todo esto parece bastante inofensivo. Pero encajémoslo dentro del mundo que Ricardo tiene a la vista y pronto advertiremos sus desagradables consecuencias.

Para Ricardo, el mundo económico se hallaba animado de una tendencia constante a la expansión. A medida que los capitalistas acumulaban, construían nuevos talleres y factorías y, por consiguiente, la demanda de mano de obra iba en aumento, esto hacía que los salarios subiesen, cuando menos durante algún tiempo, ya que, al verse mejor pagadas, las incorregibles clases trabajadoras sentirían la tentación de gozar de los traicioneros placeres domésticos, y de ese modo contrarrestarían cualquier ventaja obtenida, al inundar el mercado con una cifra todavía mayor de trabajadores. Pero - y aquí es donde e] mundo de Ricardo se aparta bruscamente de las agradables perspectivas del de Adam Smith - a medida que aumentase la población se haría preciso ensanchar todavía más el margen de los cultivos- Habría mas bocas que pedirían mas pan, y para producir mayor cantidad de cereales serían precisos más campos. Y,

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naturalmente, los nuevos campos puestos en cultivo no serían tan fértiles como los que ya lo estaban, porque un agricultor que tuviese sin cultivar unas tierras buenas tendría que ser verdaderamente estúpido.

De modo, pues, que a medida que la población en aumento obligase a poner en cultivo más y más tierras, el coste de los cereales sufriría un aumento, no en las tierras buenas que ya se cultivaban anteriormente, sino en las nuevas y de segunda categoría. Así, las rentas de los terratenientes bien situados experimentarían un alza. Y no sólo subirían las rentas, sino también los salarios. A medida que aumentase el coste de la producción de cereales, sería preciso pagar más al trabajador de la tierra; lo suficiente, al menos, para que pudiera comprar su pan duro y mantenerse con vida.

Véase ahora la tragedia. El capitalista - el hombre responsable en primer término del progreso de la sociedad - se encuentra exprimido por dos lados. En primer lugar, tendrá que pagar jornales más altos, puesto que el pan es más caro; en segundo lugar, los terratenientes salen todavía más aventajados, porque éstos venían explotando las tierras buenas y ahora ha sido preciso poner progresivamente en cultivo tierras menos fértiles. A medida que aumenta la parte del terrateniente en los beneficios de la sociedad, otra clase habrá tenido que ir cediéndole los suyos, y esa clase sólo puede ser la capitalista.

¡Qué final tan distinto del magnífico cortejo de progreso diseñado por Adam Smith! En el mundo de Smith, todos iba mejorando su situación a medida que se iba perfeccionando el gran principio de la división del trabajo, y la comunidad se enriquecía . En el mundo de Ricardo, el que se llevaba siempre la ganancia era el terrateniente. El trabajador estaba condenado a lo estrictamente necesario, ya que el pobre hombre tendía siempre a lanzar un rebaño de hijos en pos de cada subida de salarios, para que compitiesen y redujesen de nuevo éstos al margen estricto del subsistir. El capitalista, que trabajaba, ahorraba e invertía, se encontraba con que de nada le servía todo su trabajo, ya que los salarios eran más elevados, los beneficios mas reducidos y su enemigo el terrateniente resultaba siempre superior a él en riqueza. Y para eso no tenía que hacer otra cosa que cobrar sus rentas, arrellanarse en su sillón y esperar que éstas fuesen subiendo.

No es de maravillarse que Ricardo combatiera las leyes sobre cereales y demostrase las ventajas de un libre cambio que aportaría a Gran Bretaña cereales más baratos. Tampoco es de extrañar que los terratenientes lucharan con uñas y dientes, por espacio de treinta años, a fin de impedir que se abaratase en el país el precio de los cereales. ¡Y qué natural resulta que la joven clase industrial viera en los razonamientos de Ricardo la teoría que se ajustaba por completo a sus necesidades! ¿Eran ellos responsables de que los salarios estuviesen bajos? No, la responsabilidad recaía únicamente en la ceguera de la propia clase trabajadora, que la llevaba a multiplicar el número de sus individuos. ¿Eran ellos los que fomentaban el progreso de la sociedad? Sí, lo eran. ¿Y de qué les servía gastar sus energías y ahorrar sus ganancias para lanzarse a nuevas aventuras en la producción? El premio que recibían por sus esfuerzos era la dudosa satisfacción de ver cómo se elevaban las rentas y los salarios, en tanto que sus beneficios iban reduciéndose. Eran ellos los que hacían marchar la máquina económica, y era el terrateniente, adormilado en su sillón, el que se llevaba por entero la satisfacción y el premio. No cabe duda de que un capitalista razonable tenía motivos para preguntarse si merecía la pena de continuar semejante juego.

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Y de pronto surgió nada menos que el clérigo Malthus afirmando que Ricardo era injusto con los terratenientes.

Recordemos que Malthus no era precisamente un técnico en el problema de la población. En primer lugar y ante todo era un economista, y es preciso decir que fue Malthus quien primero expuso la teoría «Ricardiana» de la renta, que luego fue recogida y perfeccionada por el propio Ricardo. Ahora bien: Malthus no sacaba de su teoría las mismas consecuencias que su amigo. En su obra Principios de economía política, que apareció en 1820, o sea tres años después de la obra de Ricardo, decía: «Las rentas son la recompensa de la iniciativa y de la sabiduría presentes, lo mismo que de la energía y de la astucia pasadas. Todos los días se compran tierras con el fruto de la industria y del talento.» Malthus agrega en una nota que el propio David Ricardo es terrateniente y constituye, por tanto, un buen ejemplo de lo que él afirma.

La refutación no era muy convincente. Ricardo no pintaba a1 terrateniente como a un personaje maligno y maquinador. Limitábase a exponer de qué manera las fuerzas del desarrollo de la economía lo colocaban, sin que él se lo propusiese, en una situación que le hacía beneficiario del desarrollo de la sociedad.

No podemos detenernos aquí para seguir todos y cada uno de los cambios producidos en este debate. Lo importante es afirmar que ni siquiera las simples implicaciones de la renta, que Ricardo preveía, llegaron jamás a tener realidad. Los industriales acabaron por quebrantar el poder de los terratenientes y lograron, por fin, la posibilidad de importar alimentos baratos. Las yermas laderas por las que los campos de trigo trepaban llenas de presagios en los días de Ricardo, volvieron al cabo de pocas décadas a cubrirse de pastos. Y lo que fue igualmente importante es que la población ya no creció con una rapidez tal que amenazase sumergir los recursos del país. La teoría Ricardiana afirma que la renta de la tierra proviene de las desigualdades entre las tierras mejores y las tierras peores; es evidente que si se logra dominar el problema de la población esa diferencia no llegará a alcanzar un punto en que los ingresos de las rentas asuman proporciones socialmente alarmantes. Ahora bien: medítese por un momento en cual sería hoy la situación de Gran Bretaña si tuviera que alimentar a su actual población de cerca de cincuenta millones de personas únicamente con el producto de los cultivos de su propio suelo, en el supuesto de que no hubieran sido abolidas las antiguas leyes sobre cereales. ¿Puede acaso dudarse de que el cuadro que Ricardo nos presenta de una sociedad dominada por el terrateniente sería una tremenda realidad? En el mundo occidental moderno, el problema de la renta ha venido a resultar casi formulario y secundario; pero eso no quiere decir que el análisis hecho por Ricardo fuese defectuoso; hemos escapado al dilema Ricardiano gracias únicamente a que el ritmo de la vida industrial nos liberó de la amenaza malthusiana; el industrialismo no sólo nos ha proporcionado un freno sobre la natalidad, sino que además incrementó enormemente nuestra capacidad de extraer alimentos de la tierra de que disponemos.

Pero si bien por una parte Malthus veía al propietario de tierras como a un hombre valeroso que contribuía a la riqueza de las naciones (Ricardo afirmaba que contribuía en su condición de capitalista, realizando mejoras en los cultivos, pero no como simple beneficiario del derecho de propiedad del suelo), por otra descubrió aún otro motivo más de inquietud. Vivía preocupado por la posibilidad de lo que él llamaba un «atascamiento general»..., una inundación de mercancías sin posibles compradores.

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Esa idea no resulta, en forma alguna, sorprendente para nosotros, que hemos pasado nuestra vida dominados por la preocupación de las depresiones o crisis económicas. Sin embargo, a Ricardo eso le parecía increíble y un puro disparate. Inglaterra había sufrido trastornos en su comercio, pero todos ellos parecían provenir de alguna causa específica determinada, cual, por ejemplo, la quiebra de un Banco, el fracaso de una especulación que carecía de una base justificada o una guerra. Y lo que es más importante aún para una inteligencia matemática como la de Ricardo es que podía demostrarse que semejante concepto era lógicamente imposible. Y por esa razón no podía ocurrir jamás.

La prueba que dio Ricardo había sido descubierta por un joven francés que se llamaba Juan Bautista Say. Éste aportaba dos proposiciones muy sencillas. En primer lugar creía que el apetito o deseo de bienes era infinito. La capacidad del estómago de un hombre, según ya había dicho Adam Smith, podía poner un límite a las apetencias de alimentos, pero esas apetencias eran de magnitud incalculable por lo que se refiere a ropas, muebles, lujos y adornos. No sólo la demanda era infinitamente grande -afirmaban Ricardo y Say-, sino que también estaba garantizada la capacidad de compra. Eso ocurría porque todo artículo producido tenía un coste..., y todo coste suponía un ingreso para alguien. Lo mismo que ese coste consistiera en salarios, rentas de la tierra o beneficios, siempre existía alguien que disponía de dinero con que comprar una mercancía, cualquiera que fuese el precio de ésta. ¿Cómo, pues, podía ocurrir nunca un atascamiento general? Las mercancías existían, la demanda de mercancías existía y también existían los ingresos con que comprarlas. Sólo una pura perversidad podría impedir que el mercado encontrase los compradores que necesitaba para dar salida a sus mercancías.

No obstante, aunque Ricardo aceptaba tales razonamientos como válidos sin más análisis, no le ocurría lo mismo a Malthus. Desde luego eran unos razonamientos que parecían lógicamente impermeables y no resultaba fácil señalarles el punto débil. Pero Malthus examinó lo que ocurría más allá del procedimiento del intercambio de artículos por ingresos y dio con una extraña idea. ¿No era posible, afirmó, que el simple hecho de ahorrar hiciese que la demanda de mercancías resultase inferior a la oferta?

También para el mundo moderno este razonamiento señalado por Malthus resulta conturbador a la par que fructífero. Pero Ricardo replicó que se trataba de un contrasentido claro y evidente. «Se diría que el señor Malthus olvida siempre que ahorrar es gastar, de entera conformidad con lo que él llama exclusivamente gastar», escribe Ricardo en una nota de censura. . Lo que Ricardo quería decir era que a él le resultaba inconcebible que hubiese quien se tomara la molestia de ahorrar sus ganancias si no era para volver a colocarlas en la industria y seguir realizando otras nuevas ganancias.

Tales razonamientos pusieron a Malthus en un aprieto. El creía, al igual que Ricardo, que el ahorrar equivalía a gastar..., aunque, claro es, con finalidades industriales. Sin embargo parecíales que su propio argumento encerraba algo, a condición de que lograra acertar con lo que fuese ese algo. Pero jamás lo consiguió. Así, por ejemplo, para demostrar que la acumulación no era tan esencial como Ricardo creía, escribió:

Ha habido muchos mercaderes que han realizado una gran fortuna, aunque durante el tiempo de su adquisición no hubo ni siquiera un año en que no aumentaran, antes de disminuir, sus gastos en objetos de lujo, diversiones y liberalidades.

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Y Ricardo subrayó esto con el siguiente comentario aniquilador: Cierto, pero otro comerciante colega suyo que hubiera obtenido la misma cifra de ganancias, pero que evitase ese aumento de sus gastos en objetos de lujo, diversiones y liberalidades, se enriquecería mas rápidamente.

¡Pobre Malthus! Nunca llevó 1a mejor parte en esos escarceos. Sus razonamientos eran confusos, y no fue tampoco culpa de su generación el que ésta no llegase a comprenderle, como no lo fue de Malthus el que éste no consiguiera comprender a Ricardo. Porque Malthus tropezaba con un fenómeno que no absorbería hasta cincuenta años después la atención de los economistas, a saber: el problema de los períodos de actividad y depresión de la economía. Y Ricardo estaba absorto en otro problema completamente distinto. El problema que para Malthus tenía importancia inmensa era ¿cuánto hay? Y a Ricardo le preocupaba la cuestión mucho más explosiva, de ¿qué se lleva cada cuál? No es de extrañar que disintiesen en tantas cosas, considerando que ambos hablaban de cosas distintas.

¿Cuál fue su contribución respectiva una vez que se acallaron todas las disputas?

La aportación de Ricardo a la Humanidad fue evidente. Nos presentó un mundo despojado de sus elementos esenciales y lo al examen de todos, dejando a la vista el mecanismo interior del reloj. Su fuerza radica en lo que esto mismo tiene de irrealidad, porque esa desnuda estructura de un mundo grandemente simplificado, no sólo nos descubrió las leyes de la renta, sino que puso también en claro las cuestiones vitales del comercio exterior, la moneda, los impuestos y la política económica. Construyendo un mundo modelo, Ricardo proporcionó a los economistas la herramienta poderosa de la abstracción, herramienta esencial en la confusión de la vida cotidiana, si es que aspiramos a penetrar en ella y a comprender su mecanismo interno.

Malthus no tuvo nunca éxito en la construcción de un mundo abstracto, y de ahí que la parte duradera de su contribución teórica haya sido más pequeña. Pero acertó a llamar la atención acerca del pavoroso problema de la población humana, y únicamente por esa razón su nombre sobrevive todavía. Intuyó también, aunque no supiese explicarlo, el problema de las depresiones económicas generales que vendría a preocupar a los economistas un siglo después de aparecer su libro.

Los problemas que ambos hombres debatieron entre sí están en cierto sentido, muertos. Para el mundo occidental por lo menos, la cuestión de la población no constituye en la actualidad una preocupación inmediata - aunque en el Oriente sea un problema candente -, y la del dominio de la economía por los terratenientes es tan solo una curiosidad de libro de texto. Pero Malthus y Ricardo consiguieron entre ambos algo asombroso: transformaron un mundo optimista en un mundo pesimista. Después de ellos fue ya imposible contemplar el universo del género humano como un palenque en el que las fuerzas naturales de la sociedad traerían inevitablemente una vida mejor para todos. Al contrario, aquellas fuerzas naturales que en un tiempo parecieron dispuestas a propósito para traer a este mundo la armonía y la paz, ofrecieron desde entonces un aspecto maligno y amenazador. Parecía que si la Humanidad no gemía bajo una inundación de bocas hambrientas, estaría ordenada a sufrir bajo una avalancha de artículos faltos de compradores. Lo mismo en un caso que en otro, el resultado de una larga lucha por el progreso sería un mundo sombrío en el que el trabajador se limitaría a la simple

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subsistencia; el capitalista vería frustrados sus afanes, y el terrateniente disfrutaría a dos carrillos de su botín inmerecido y cada vez mayor.

No fue pequeña hazaña el que sólo dos hombres convencieran al mundo de que el paraíso en que éste vivía era una pura ficción. Lo lograron, sin embargo, y tan convincentes fueron las pruebas aportadas por ellos, que los hombres emprendieron la tarea de buscar una salida al callejón de la sociedad; pero no dentro del marco de las que se suponían leyes naturales, sino pugna con éstas. Malthus y Ricardo habían demostrado que la sociedad, abandonada a sí misma, acabaría convirtiéndose en una especie de infierno en el que los hombres se limitarían a un simple subsistir. No es de extrañar, pues, que los tres reformadores se dijesen: si esto es así, nosotros lucharemos con todas nuestras fuerzas contra las tendencias naturales de la sociedad. Si abandonándonos a la corriente vamos á encallar entre las rocas, nadaremos contra la corriente; razón por la cual los socialistas utópicos renunciaron a la firme creencia en la rectitud esencial del mundo en que vivían.

Malthus y Ricardo fueron, en cierto sentido, los últimos de una generación que tenía puesta su fe en la razón, el orden y el progreso. No fueron ni apologistas ni defensores de un orden que a ellos les parecía defectuoso. Pero sí imparciales, manteniéndose por encima del flujo social, para seguir, de ese modo, con ojos desinteresados, la dirección de su corriente. Y cuando lo que veían resultaba desagradable, no era a ellos a quienes había que culpar.

Porque ambos eran hombres de una honradez escrupulosa, que seguían la huella de sus ideas sin importarles adonde los llevaba. Quizá no estará mal que copiemos la nota de pié de página en que Malthus pone de relieve que Ricardo, el enemigo de los terratenientes, era personalmente propietario de tierras:

No deja de ser extraño que el señor Ricardo, que cobra rentas importantes, mire tan por lo bajo la importancia nacional de los; y que yo, que jamás he cobrado una renta, ni espero cobrarla, haya de verme probablemente acusado de exagerar su importancia. Esa diferencia entre nuestra posición social y nuestras opiniones servirá, por lo menos, de prueba de nuestra sinceridad mutua, y proporcionarán una fuerte presunción de que cualesquiera que hayan sido los prejuicios que pudieran influir en nuestras mentes al formular nuestras doctrinas, no han sido, cuando menos, unos prejuicios inconscientes nacidos de la situación social y del interés, que suelen ser los que más fácilmente influyen en el hombre.

Fallecidos ya ambos, el filósofo escocés Sir James Mackintosh les rindió un maravilloso homenaje, diciendo: «Traté muy poco a Adam Smith, bastante a Ricardo e íntimamente a Malthus. ¿Verdad que habla algo en favor de una ciencia el decir que los tres grandes maestros de esta fueron, quizá, los tres hombres más buenos que yo he conocido?».

ApéndiceAl final del siglo XVIII eran muy pocos los ingleses acomodados que ponían en duda que vivían en le mejor de todos los mundos posibles. William Godwin, por ejemplo, preveía un futuro en el que «ya no habría sólo un puñado de ricos y una multitud de pobres... No habrá guerras ni crímenes ni eso que se llama administración de justicia; ni habrá gobiernos. Además de esto, no se conocerá la enfermedad, ni la angustia, ni la tristeza, ni el resentimiento». El reverendo Thomas Malthus contribuyó en gran medida

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a desfigurar esta visión entusiasta el mundo. En una obra, publicada anónimamente en 1798, con el título de Ensayo sobre el principio de la población en lo que afecta a la mejora futura de la sociedad, afirmaba que existe n la naturaleza una tendencia a que la población deje atrás a todos los medios posibles de subsistencia. En lugar de progreso, Malthus preveía un futuro mezquino para la sociedad, en el cual el instinto de reproducción humano impulsaría inevitablemente a la humanidad hacia el borde del precipicio de su existencia.

David Ricardo, amigo y antagonista de Malthus, en su obra seca, escuálida y abstracta, Principios de economía política, esbozó una visión de la sociedad que resultaba tan devastadora para el mundo esperanzado de Adam Smith como la visión mas espectacular de Malthus. Smith había concebido la sociedad como una familia, que crecería y aumentaría su riqueza, con tal que se la dejase sola. Para Ricardo, la sociedad era una pugna enconada entre los terratenientes y los industriales, enzarzados unos contra otros en una lucha, en la que los industriales, que eran la fuerza principal del progreso estaban destinados a perder.

Aunque estos dos economistas estaban en desacuerdo sobre casi todos los problemas, no lo estuvieron en lo que Malthus sostenía acerca de la población. Malthus argumentaba que la raza humana tendía a multiplicarse a un ritmo muy rápido y que, en cambio, la tierra, a diferencia de la población, no puede multiplicarse. La consecuencia de esto era que el número de habitantes dejaría inevitablemente atrás, más pronto o mas tarde a la cantidad de alimentos necesarios para mantenerlos. Las guerras, las epidemias, las pestilencias y las plagas resultarán necesarias para regular la población; «el hambre parece ser el último y mas temible recurso de la naturaleza, observaba Malthus.

¿Han resultado ciertas las horribles predicciones de Malthus? Sí y no. Sin duda, el crecimiento de la población en los dos tercios del mundo que permanecen en una situación de subdesarrollo está dejando atrás a la oferta de alimentos en esas regiones. En el Estado hindú de Bengala, por ejemplo, murieron de hambre 1,500,000 personas en 1943. Sólo los envíos de alimentos realizados por los Estados Unidos evitaron en 1966 un desastre igual o peor Pero en los países occidentales industrializados todavía no ha llegado a suceder lo peor. La respuesta a este reto está en el proceso de industrialización, que a la vez que ha incrementado la producción de alimentos, al elevar la productividad agrícola ha reducido el número de personas de las familias. Como, consecuencia de la industrialización ha cambiado la situación social de la mujer, de simple engendradora de hijos a miembro activo de la sociedad; y los matrimonios tienen lugar ahora a una edad menos precoz; y los habitantes de las ciudades cambiarían con frecuencia los gastos que supone un nuevo hijo por unas vacaciones. Lo que ha originado el rápido descenso del tamaño medio de la familia occidental no ha sido el control de los nacimientos por sí solo, sino la mayor voluntad de hacer uso del mismo que se ha desarrollado en los medios industriales y urbanos.

Ricardo aceptaba las ideas de Malthus acerca de la expansión de la población y las convirtió en teoría económica. En la teoría de Ricardo, a medida que la población crece, se ponen mas y más tierras en cultivo para cosechar cereales. El suponía que esto haría subir el coste de los cereales, pero no en los buenos campos que ya estaban en cultivo, sino en los campos de segunda calidad recién incorporados al cultivo. La diferencia en los costes conduciría a la obtención de beneficios (llamados renta de la tierra) por parte de los terratenientes bien situados y que producían a bajo coste. En consecuencia, a

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medida que la población crezca y se vayan poniendo en cultivo mas y mas tierras, la renta de las tierras buenas se elevará constantemente. Y no sólo subirán las rentas, sino también los salarios. Pues a medida que los cereales resulten mas costosos de producir, habrá de pagar más a los trabajadores, con el fin de permitirles justamente «comprar su pedazo de pan duro» y mantenerse vivos.

El resultado era una predicción singularmente lúgubre. El trabajador estaba condenado a permanecer eternamente en el margen, ya que tras cada subida de salario tendía a engendrar un rebaño de hijos, con lo que el número de trabajadores se elevaba y, con la «competencia», los salarios volvían a bajar al nivel de mera subsistencia. El capitalista, que trabajaba, ahorraba e invertía, se encontraba con que se había tomado todos estos desvelos por nada: los costes de sus salarios eran más elevados y sus beneficios más reducidos, mientras que su oponente el terrateniente se hacía más rico que él. Y el terrateniente que no hacía nada, aparte de cobrar sus rentas, se sentaba cómodamente y miraba cómo aumentaban.

Pero no es esto todo. Además de la perspectiva sombría creada por la teoría de Malthus sobre la población y de 1a visión de Ricardo sobre el estrangulamiento de la sociedad por los terratenientes, Malthus concibió una idea económica que dio origen a otro motivo de inquietud. Malthus vivía preocupado por la posibilidad de lo que él llamaba un atascamiento general, una inundación de mercancías sin posibles compradores.

. Esta idea no resulta extraña para nosotros, que hemos pasado nuestra vida dominados por la preocupación de las depresiones económicas, pero a Ricardo le parecía increíble y un puro disparate. Ricardo basaba su razonamiento en las pruebas aportadas por un francés llamado J. B. Say. Este enunció dos proposiciones sencillas. Creía (I) que el deseo de bienes era infinito, y (2) que la capacidad para comprar las mercancías estaba garantizada. ¿Por qué estaba garantizada dicha capacidad? La respuesta de Say era que todo bien que era producido tenía un coste en salarios, renta de la tierra o beneficios, pero todo coste suponía un ingreso para alguien. (Por consiguiente, cualquiera que fuese el precio de un artículo, siempre existía alguien que disponía de dinero con que comprarlo.)

El punto de vista de Say es perfectamente válido. Todo s los costes son ingresos para alguien que recibe ese pago. ¿Cómo, pues, podía ocurrir nunca este atascamiento general? ¿No era posible, se preguntaba Malthus, que el simple hecho de ahorrar hiciese que la demanda de mercancías resultase inferior a la oferta? Aunque para el mundo moderno este razonamiento parecería perturbador, a la par que fructífero, para Ricardo, la respuesta era clara y sencilla. «Se diría que el señor Malthus olvida siempre que ahorrar es gastar, de entera conformidad con lo que él llama exclusivamente gastar», escribió Ricardo. Lo que Ricardo quería decir era que a él le resultaba inconcebible que hubiese quien se tomara la molestia de ahorrar sus ganancias si no era para volver a colocarlas en la industria, y al invertirlas hacer posible que algún otro dispusiese de ellas para gastarlas. (V. gr.: un fabricante que edifica un ala nueva de su fábrica convierte su ahorro en inversión, es decir, paga con sus ahorros, salarios, etc.). Esto puso a Malthus en un aprieto; muchos años más tarde, los economistas tropezaron de nuevo con este problema, al que volveremos más adelante.

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La raíz de los desacuerdos entre Ricardo y Malthus estaba en el hecho de que se planteaban interrogantes distintos. Para Malthus el problema era ¿ cuánto hay ? Para Ricardo, el problema era la cuestión mucho más explosiva de ¿qué se lleva cada cuál?