una historia tan afilada como un cuchillo€¦ · la cultura haida está geográficamente situada...

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46 LITERATURA INVISIBLE MINERVA 16.11 La cultura haida está geográficamente situada en una zona –la costa noroeste del continente americano– donde confluyen dife- rentes comunidades nativas: tlingit, tsimshian, kwakiutl... ¿Qué le llevó a interesarse particularmente por los narradores orales de esta colectividad, frente a los de otras culturas cercanas? Transcribir una literatura oral es una tarea descomunal que se ha hecho con acierto en varias ocasiones, pero cualquier trascripción efectiva es un suceso extraordinario. Se necesita como mínimo a un poeta oral de primer orden –o preferiblemente varios– que esté dispuesto a poner en práctica su arte frente a un desconocido. Se necesita un lingüista de formación sólida con inteligencia litera- ria, enorme paciencia y determinación, y algo de calado humano y respeto por las personas con las que está trabajando. También, una situación y una ubicación hospitalaria, donde el arte pueda flore- cer, lo que puede significar una audiencia nativa dispuesta a tolerar al desconocido entre ellos. Puede que se requiera además un in- térprete que medie entre el lingüista y el narrador del mito, y como todos los implicados tienen que dedicar mucho tiempo, también se necesita algo de dinero para respaldar el proyecto. Ese tipo de lingüistas escasea, quizás incluso más que los bue- nos narradores de mitos, ya que la profesión atrae a muchos que quieren preservar la lengua en formol. Hay más de un centenar de lenguas norteamericanas nativas en las que existe un corpus bastante sustancial de literatura oral transcrita. He leído casi to- das esas transcripciones, o todas las accesibles, ya estén impresas o en manuscritos (hay muchas que nunca han sido publicadas). También he leído una buena muestra de ese tipo de textos de otros lugares del mundo. En mi opinión, las historias haida dictadas a John Swanton en 1900 y 1901 incluyen parte de la mejor poesía oral que se haya trasladado jamás a las escritura. Durante su intervención, usted leyó brevemente en lengua hai- da, pese a que casi con toda seguridad la totalidad del audito- rio la desconocía. Fue un momento sorprendente, un encuen- tro original con un idioma ajeno a los referentes lingüísticos de los que le escuchábamos. ¿Cuándo y dónde la aprendió? La aprendí en papel, no a través de un intercambio personal, así que en cierto sentido no conozco la lengua en absoluto. Me acerqué Robert Bringhurst (Los Ángeles, California, 1946) es un escritor ampliamente conocido como estudioso de las culturas nativas de la costa del Pacífico en Norteamérica, y en particular de la poesía oral y el arte totémico de la comunidad haida. Además, Bringhurst goza de enorme prestigio en dos ramas profesionales emparentadas: la creación literaria y el trabajo editorial. Ha publicado más de una docena de poemarios, ensayos y traducciones. También es uno de los historiadores de la tipografía más conocidos del mundo, y su volumen Los elementos del estilo tipográfico ha sido traducido a una decena de idiomas. una historia tan afilada como un cuchillo ENTREVISTA CON ROBERT BRINGHURST NACHO FERNáNDEZ R. IMAGEN MINERVA

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Page 1: una historia tan afilada como un cuchillo€¦ · La cultura haida está geográficamente situada en una zona –la costa noroeste del continente americano– donde confluyen dife-rentes

46 LITERATURA INVISIBLE MINERVA 16.11

La cultura haida está geográficamente situada en una zona –la costa noroeste del continente americano– donde confluyen dife-rentes comunidades nativas: tlingit, tsimshian, kwakiutl... ¿Qué le llevó a interesarse particularmente por los narradores orales de esta colectividad, frente a los de otras culturas cercanas?

Transcribir una literatura oral es una tarea descomunal que se ha hecho con acierto en varias ocasiones, pero cualquier trascripción efectiva es un suceso extraordinario. Se necesita como mínimo a un poeta oral de primer orden –o preferiblemente varios– que esté dispuesto a poner en práctica su arte frente a un desconocido. Se necesita un lingüista de formación sólida con inteligencia litera-ria, enorme paciencia y determinación, y algo de calado humano y respeto por las personas con las que está trabajando. También, una situación y una ubicación hospitalaria, donde el arte pueda flore-cer, lo que puede significar una audiencia nativa dispuesta a tolerar al desconocido entre ellos. Puede que se requiera además un in-térprete que medie entre el lingüista y el narrador del mito, y como todos los implicados tienen que dedicar mucho tiempo, también se necesita algo de dinero para respaldar el proyecto.

Ese tipo de lingüistas escasea, quizás incluso más que los bue-nos narradores de mitos, ya que la profesión atrae a muchos que quieren preservar la lengua en formol. Hay más de un centenar de lenguas norteamericanas nativas en las que existe un corpus bastante sustancial de literatura oral transcrita. He leído casi to-das esas transcripciones, o todas las accesibles, ya estén impresas o en manuscritos (hay muchas que nunca han sido publicadas). También he leído una buena muestra de ese tipo de textos de otros lugares del mundo. En mi opinión, las historias haida dictadas a John Swanton en 1900 y 1901 incluyen parte de la mejor poesía oral que se haya trasladado jamás a las escritura.

Durante su intervención, usted leyó brevemente en lengua hai-da, pese a que casi con toda seguridad la totalidad del audito-rio la desconocía. Fue un momento sorprendente, un encuen-tro original con un idioma ajeno a los referentes lingüísticos de los que le escuchábamos. ¿Cuándo y dónde la aprendió?

La aprendí en papel, no a través de un intercambio personal, así que en cierto sentido no conozco la lengua en absoluto. Me acerqué

Robert Bringhurst (Los Ángeles, California, 1946) es un escritor ampliamente conocido como estudioso de las culturas nativas de la costa del Pacífico en Norteamérica, y en particular de la poesía oral y el arte totémico de la comunidad haida. Además, Bringhurst goza de enorme prestigio en dos ramas profesionales emparentadas: la creación literaria y el trabajo editorial. Ha publicado más de una docena de poemarios, ensayos y traducciones. También es uno de los historiadores de la tipografía más conocidos del mundo, y su volumen Los elementos del estilo tipográfico ha sido traducido a una decena de idiomas.

una historia tan afilada como un cuchilloENTREVISTA CON ROBERT BRINGHURST

Nacho FerNáNdez r.ImAGEN mINERVA

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a ella de la misma manera en que uno lo haría a una lengua antigua, por ejemplo el griego clásico o el sánscrito. La única diferencia es que las herramientas para estudiar lenguas clásicas –las gramáticas y los diccionarios– son prácticamente inexistentes para el haida. Swanton había escrito un pequeño esbozo gramatical, y existía un pequeño y tosco diccionario en ciclostil de haida coloquial de Alas-ka. Se ha publicado un gran diccionario y una gramática haida hace cinco o seis años, pero yo estaba haciendo esto hace veinticinco. Me sentaba en una pequeña casa de madera, en una isla cerca de Vancouver, con una copia del manuscrito de Swanton en haida meridional, y comencé a aprender la lengua leyendo cientos de páginas de texto en haida, una y mil veces, comparándolas con las propias traducciones de Swanton. Compuse mi propio diccionario y gramática a medida que avanzaba.

El manuscrito de Swanton estaba escrito en trascripción fo-nética, así que sabía algo sobre cómo debían sonar las palabras, pero no lo suficiente como para suplantar a un hablante nativo. Ninguno de los haida que conocí cuando empecé hablaba la lengua con fluidez. Había todavía vivos sólo alrededor de media docena de hablantes que lo hacían. Me puse en marcha para conocer a varios, y eran gente encantadora, pero asiduos a la iglesia, no narradores de mitos; ni siquiera eran oyentes de mitos en la vieja tradición haida. Su lengua era diferente a la que escuchó Swanton, porque la utilizaban de diferente manera y vivían en un mundo distinto; así que los dejé en paz y empecé a frecuentar mucho al artista haida Bill Reid, que sólo sabía unas cuantas palabras en haida, pero que se había pasado la vida aprendiendo a reconstruir la visión preco-lonial haida del mundo a través de la escultura, un arte fuertemen-te vinculado, como la pintura renacentista, a la tradición narrativa. Reid se convirtió en mi maestro de arte y metafísica haida y me so-lucionó el problema de aprender a leer de viva voz los textos escri-tos, entregándome cintas grabadas de un hombre llamado Henry Young –que tenía entonces ochenta años y había conocido a los narradores de mitos que le dictaron historias a Swanton– contan-do historias y cantando en haida hacia 1960.

En el contexto de la recolección de mitos orales impulsado en Norteamérica por el antropólogo Franz Boas, ¿qué dife-rencia el trabajo de Swanton, que fue uno de sus discípulos?

Swanton tenía más paciencia con los narradores que Boas, y era más sereno, más relajado. No era mejor lingüista que Boas, pero sí mejor oyente. También entendió que estaba escuchando litera-tura, no sólo tomando muestras lingüísticas para analizar en un laboratorio. Durante cuarenta años de docencia, Boas tuvo unos pocos estudiantes con esta destreza –Edward Sapir, Ruth Bunzel, Melville Jacobs–, pero Swanton fue el primero.

Usted es el antólogo y el traductor de una trilogía, The Classi-cal Haida Mythtellers and Their World [Los narradores clásicos haida y su mundo], y el autor del primer volumen, una intro-ducción detallada a la poesía oral de esta comunidad, mien-tras que los dos siguientes aparecen firmados por dos poe-tas orales haida, Skaay en un caso y Ghandl en otro. ¿Qué le llevo a organizar y acreditar la obra de esta forma?

Para serte sincero, me enfurece que la gente trate a los grandes na-rradores de mitos nativos de América como irreconocibles, indife-renciados y anónimos portadores de la cultura tribal. ¡Cada uno es tan diferente, tan singular! Algunos, en ciertas comunidades, son tan modestos que no quieren ser mencionados, pero los haida que hablaron con Swanton raramente eran tan tímidos. Merecen ser reconocidos como seres humanos reales, como verdaderos artis-tas. También es cabal para el resto de nosotros estar familiarizados con su particular maestría. Cuando es así no los puedes confundir,

del mismo modo que no confundes a Machado con García Lorca, o a Tiziano con Mantegna.

¿Qué hace a estos autores haida, Skaay y Ghandl, particular-mente importantes dentro del contexto de la transmisión oral de mitos nativos de la costa noroeste?

Ambos tenían un gran talento, y los dos lo cultivaban. Uno de ellos, Ghandl, era ciego. El otro, Skaay, fue un hombre sano du-rante su juventud, pero en 1900 era un anciano y estaba lisiado. Ni Skaay ni Ghandl podían hacer cosas que otros hombres haida sí –cazar en el mar, pescar o dedicarse a la carpintería– , pero podían contribuir a la vida de la aldea con su habilidad para con-tar historias y en su comunidad eran famosos por ello. Por eso llevaron a Swanton a conocerles. También eran muy diferentes el uno del otro.

En el primer volumen de la trilogía, usted argumenta que la literatura del continente norteamericano está condicionada por una interpretación eurocéntrica, que data sus comienzos en la época colonial, y que permanecerá incompleta sin el re-conocimiento de éstos y otros autores nativos. ¿Qué aportan estos autores al conjunto de esa literatura?

Lo primero de todo, curan el espejismo de que Norteamérica no tiene nada que contarse a sí misma excepto lo que ha conseguido expresar en inglés, español o francés. La literatura colonial se es-cribía en granjas y pueblos construidos sobre modelos europeos, pensados para permitir a sus habitantes seguir viviendo vidas europeas. En aquellos días, el sermón era el género colonial más importante, y algunos de los colonos –como Cotton Mather– los podían escribir de cientos de páginas. A medida que se encontra-ron un poco más cómodos y el ardor religioso perdió fuelle, los americanos desviaron su fidelidad al sermón hacia la novela y así han seguido desde entonces (verás que muchas novelas america-nas, incluyendo la mejor, Moby Dick, tienen un pie en cada lado, y pertenecen a los dos géneros a la vez).

La novela es una invención espléndida y muy versátil, pero su interés se centra en los seres humanos. Por lo general no tiene espacio para los árboles, las rocas, los accidentes del terreno u otras especies de animales, salvo como decorado o espectáculo, ni tampoco para espíritus o dioses excepto como una fuerza extraña, desposeída de voz y casi siempre malévola.

El pueblo haida de Skidegate, 1881. Fotografía: Edward Dossetter. En R. Bringhurst, A Story as Sharp as a Knife (Douglas & mcIntyre, 1999)

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En la literatura oral nativa hay oraciones, historias y discursos, pero el género más importante es el mito. En el mundo mítico todo está vivo, y todo lo vivo puede hablar. Los árboles y las ro-cas, las montañas y los bosques, los osos y las ballenas pueden interactuar con los seres humanos cara a cara y mirándose a los ojos. Estas literaturas ponen a los humanos en el sitio justo, como una especie entre muchas, en vez de pretender que somos la única especie de importancia.

Sabemos que una de las cualidades de la oralidad es la au-sencia de una versión única: en la transmisión oral las na-rraciones, las canciones, los poemas, acomodan variaciones que dependen en muchos casos del estilo individual del na-rrador, de la memoria o incluso del azar. El concepto de au-toría gana importancia con la cultura escrita. Skaay y Ghandl eran narradores orales cuyo estilo quedó fijado por las trans-cripciones de John Swanton. Imaginemos una situación de continuidad histórica en la que su cultura hubiera permane-cido al margen de la escritura. ¿Cree que serían recordados?

La literatura oral se transcribe en periodos de colisión o transfor-mación cultural. Los poemas haida son un ejemplo de lo primero, el Cantar de mío Cid de lo segundo. El problema que tenemos es que no sabemos qué pasó cuando se transcribió el mío Cid. ¿Fue Per Abbat, cuyo nombre figura en el manuscrito, el amanuense que recogió el dictado de un excelso poeta oral cuyo nombre se ha perdido, junto con la primera página? ¿O fue el recopilador y com-pilador que recogió fragmentos aquí y allá y los unificó, rellenan-do los huecos con su propia escritura, al igual que Elias Lönnrot hizo con el Kalevala? No lo sabemos. Pero sí sabemos mucho sobre cómo Swanton tomaba dictado: él especifica claramente en su ma-nuscrito quién dicta qué; no censuraba lo que escuchaba, como hi-cieron otros etnolingüistas; no rellenó huecos, ni cosió la historia de una persona con otra utilizando su propia escritura. Por tanto, tenemos un cuadro bastante completo del repertorio, el estilo y las habilidades del artista al que escuchaba.

Si la literatura haida hubiera permanecido ininterrumpida por los europeos, el trabajo de Skaay y de Ghandl se habría fundido en la continuidad de la tradición oral, y sus nombres se habrían olvidado. Eso fue lo que pasó con sus predecesores, al igual que con todos los poetas épicos griegos hasta el momento en que la Ilíada y la Odisea se escribieron. Todos esos poetas griegos –cientos de ellos– están ahora enlazados en un solo nombre: Homero. Pero Homero no podría haber existido sin la tradición anterior a él.

¿Cuál sería el caso si la escritura hubiera sido introducida a los haida por sí sola, sin la compañía de la viruela y otras enfermeda-des coloniales, que exterminaron al noventa por ciento de su po-blación, o sin ninguna interferencia gubernamental o misional? No está claro que los haida hubieran considerado la escritura como algo útil en esas condiciones. No hay cultura, hasta donde yo sé, que haya cambiado de oral a alfabetizada sin haber sido forzada a aceptar también muchos otros cambios.

Usted emplea una terminología filológica extremadamente cuidadosa y define estas obras como poemas narrativos. ¿Qué les confiere, a su juicio, su cualidad poética?

Los llamo «poemas» por su densidad e integridad estructural, y también porque creo que es el mejor término genérico que tene-mos para describir «una obra literaria de enormes cualidades». No están compuestos en verso métrico ni estrofas, y soy consciente de que mucha gente piensa que toda la poesía premoderna debe ser métrica, pero esa conclusión es sencillamente equivocada. El verso métrico es lenguaje cultivado, llega con el neolítico. No he sido capaz de encontrar una sola sociedad preagrícola en la que los poemas narrativos fueran métricos. Lo que sin embargo sí tienen es una suerte de estructura fractal, como un copo de nieve o un árbol, que denomino prosa noética, una estructura narrativa que parece ser universalmente humana. Aparece en historias contadas por niños a lo largo y ancho del mundo, lo que no implica que tenga que ser pueril. Cuando Skaay concibe una estructura de ese tipo en un poema narrativo que dura cuatro horas, la sofisticación y la madurez de esa técnica es a todas luces obvia.

¿Cómo afecta esta consideración a su puesta en página?

La estructura fractal de la narrativa oral paleolítica fue descubier-ta en primera instancia por un lingüista llamado Dell Hymes. No llamó fractales a estas estructuras; en realidad, no se dio cuenta de que lo eran, pero tampoco se le ocurrió a nadie más. Benoît Mandelbrot, el matemático que descubrió los patrones fractales, lo hizo a comienzos de la década de 1970. En 1975 publicó su des-cubrimiento y acuñó el término «fractal». Hymes había comen-zado a encontrar patrones de este tipo en la narrativa oral nativa de América quince años antes. Pero Hymes no leía demasiadas ma-temáticas francesas, al igual que Mandelbrot no leía etnolingüís-tica nativa. Sus percepciones no convergieron hasta final de siglo. Cuando era joven, Hymes fue amigo y compañero de habitación en la universidad del poeta Gary Snyder, así que estuvo muy expues-to a la poesía americana moderna: William Carlos Williams, Ezra Pound, Charles Olson y, por su puesto, el propio Snyder. Cuando Hymes empezó a encontrar patrones fractales en la narrativa nativa de América y buscaba maneras de hacerlos visibles, la poesía mo-derna vino en su ayuda. Dividió las historias en actos y escenas, las escenas en estrofas y éstas en frases, utilizando diferentes sangra-dos para resaltar los estratos. Todo el que se dedica a esto tiene su propio método, pero estamos todos en la senda de Hymes. La no-tación que utilizamos debe algo a Williams, a Pound, a Whitman...

menciona usted en uno de sus ensayos: «generalmente la organización acústica alcanza mayor relevancia en las socie-dades agrícolas. La gente que planta vides, campos y huer-tas, imponiendo un orden numérico en sus ecosistemas, a menudo también lo asigna al lenguaje de sus canciones e historias». Asumiendo que una determinada relación con el entorno determina también el carácter del mito, ¿cuál es para usted el elemento o los elementos comunes a la poesía oral haida? ¿Qué es reconocible de una narración a otra?

Henry Young, Skidegate, 1953. Fotografía de Wilson Duff. En Bill Reid, Solitary Raven: Selected Writings, ed. R. Bringhurst (Douglas & mcIntyre, 2009)

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Se me ocurren inicialmente tres o cuatro cosas: primero, la ma-yor parte de las narraciones clásicas haida son mitos. Su principal preocupación no es la especie humana, sino un mundo más amplio del que los humanos dependen, y en el que éstos tienen un papel modesto. Por tanto, en los poemas narrativos haida habrá perso-najes no humanos, y serán importantes. Cualquier cosa significa-tiva para la historia estará personificada: representada como un ser vivo inteligente.

Segundo: si se trata de un narrador de mitos competente, no se desperdiciará palabra alguna. La historia puede durar varias horas, pero el lenguaje será tan económico como un poema imaginista de doce palabras. No se desperdiciará ni una sílaba en lo pintoresco. Si se nos cuenta que un personaje tiene el pelo o las uñas largas, o incluso que un padre ama a su hija, descubriremos una hora más tarde que ello es significativo.

Tercero: sin importar si la historia es larga o corta, tendrá una estructura fractal, una geometría orgánica, similar a la estructura de un animal o una planta, donde el número cinco tendrá una im-portancia capital y, generalmente, los números dos y tres jugarán un papel secundario. Si una sucesión de eventos o un grupo de personajes pasa del número cinco, generalmente llegará al diez. Las cosas rara vez ocurren en cuartetos, como lo harían en una historia navajo.

Cuarto: la historia se desarrollará en el lenguaje escalonado de la narrativa oral nativa de América, que no es ni verso ni prosa. Ten-drá la densidad de la poesía y la estructura fractal que he menciona-do, pero no será verso métrico, ni tendrá el fluir lógico de la prosa. Sé que mucha gente estará de acuerdo con el profesor de filosofía de Molière, que dice que todo es o verso o prosa. Mucha gente tam-bién afirma que la literatura canadiense es o bien francesa o in-glesa; pues sintiéndolo mucho están equivocados, en ambos casos.

Para un lector europeo, o por lo menos para mí, el elemento común más llamativo es la presencia constante de los ani-males en interacción con los humanos. Recogiendo una fra-se de John Berger en relación a los moradores de la cueva

de Chauvet, en Francia, «en el mundo no había animales, el mundo eran los animales». ¿Cuál es el papel de los animales en estos mitos, y en concreto de los animales que pueden sumergirse en el mar?

La reflexión de Berger es esencialmente acertada. En la literatura del neolítico, los humanos están en un rango situado aproxima-damente sobre los otros animales y por debajo de los dioses. En la literatura de las sociedades industrializadas los dioses han desapa-recido en su mayoría, y el resto de los animales han sido relegados a un estatus menor que el de las máquinas. En el mundo haida –y en general en el de las narraciones míticas de los nativos america-nos– los otros animales son por lo menos tan poderosos como los humanos y pueden casarse con ellos. El mundo está también lleno de seres-espíritus, o digamos, siguiendo a Berger, que el mundo consiste en esos seres, que son claramente más poderosos que los humanos. A esos seres se les llama sghaana en haida. Sghaana significa «orca», pero a cualquier ser-espíritu se le llama así, y estos sghaana pueden adoptar la forma de montañas, acantilados, promontorios, ríos, árboles, moluscos, garzas, lenguados y prác-ticamente cualquier otra cosa, incluyendo casas o canoas, no sólo la forma de una orca.

Desde la perspectiva oriental y europea el mundo haida está al revés: los seres más poderosos no viven en el cielo, sino bajo el mar. La comida y otros obsequios emergen del mar, no caen del cielo. Los chamanes haida raramente vuelan, sino que a menudo se sumergen. En las historias de Skaay, los seres-espíritus llaman a los humanos xhaaydla xhitiit, «inútiles aves de superficie». Bajo sus parámetros somos impotentes porque no podemos cruzar la frontera al mundo bajo el agua. Tampoco podemos volar, pero vo-lar no parece contar tanto como sumergirse.

Por otro lado, no se supone que los humanos acaben bajo el mar cuando se mueren, de la manera en que cristianos y judíos imagi-nan ir al cielo. Los mitos dejan claro que el único lugar donde los humanos pueden ser felices es en la superficie, justo por encima de la playa, que es el único emplazamiento en el que los haida han construido poblados. En sus historias, los humanos a menudo se

El pueblo haida de Skidegate, 1878. Fotografía: George Dawson. En R. Bringhurst, A Story as Sharp as a Knife (Douglas & mcIntyre, 1999)

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afanan terriblemente en evitar ser convertidos en sghaana. Lo que un haida clásico desea y espera tras su muerte es la reencarnación en el ámbito humano.

Hasta sus biografías oficiales mencionan que su labor como traductor y antólogo de mitos orales haida no ha estado exenta de controversia, acusándosele incluso de apropiación. Pero más que desentrañar esa polémica, le pediría una opi-nión para un público ajeno a los conflictos con las comunida-des nativas en sociedades postcoloniales. ¿Qué herida conti-núa abierta? ¿Qué puede hacerse para que deje de sangrar?

Los haida sufrieron enormemente a consecuencia de la invasión europea, como todas las naciones nativas de las Américas. Algu-nos lo han superado, pero muchos otros están todavía heridos y desorientados, son profundamente desconfiados y siguen violen-tamente enfadados. Tienen todo el derecho a estarlo durante el tiempo que puedan aguantar sentirse así. Pero las personas heri-das y enfadadas hacen insensateces a menudo: por ejemplo beber demasiado, insultar a sus amigos o maltratar a sus mujeres e hijos.

La nación haida es hoy un éxito político. Sus líderes son inte-ligentes, tienen confianza en sí mismos, están preparados para la diplomacia y están ocupados en asuntos de importancia: reivindi-caciones territoriales y reparaciones o grandes negocios y juicios, donde hay mucho dinero en juego. Si aparece un asunto menor –un nuevo libro de arte haida o mis traducciones de literatura haida–, en ocasiones los líderes pasan el tema a una persona más joven que está aprendiendo, o un hombre o mujer joven se lo apropian sin que nadie se lo pida, para tratar de hacerse un nombre. Ahí es don-de se generan los problemas. Una persona joven que no entiende su propio enfado y que quiere desesperadamente ganar relevancia como defensor de su gente necesita encontrar un enemigo.

Si una cosa así salta a la prensa, se añade un ingrediente más de confusión a la escena. En casos como éste, el periodista general-mente echará mano del cliché que tenga más a mano. A menudo habrá indios y vaqueros, al estilo postcolonial, por lo que sólo cabe decir que estoy robando y malinterpretando la herencia haida. Los hechos pueden ser que estoy colmando de alabanzas la literatura haida, mostrándome enormemente respetuoso con ella, diluci-dando sus propiedades y demostrando mi punto de vista a través de una recopilación de documentos a los que los propios haida ha-bían perdido la pista. Muchos de los haida saben que los hechos son así, pero el periodista necesita el ritual del combate y ésto sólo arruinaría su crónica.

No preveo que los haida olviden alguna vez lo que les han he-cho, y no veo por qué deban hacerlo. Pero las viejas heridas es-tán sanando y la sangre no fluye. La pregunta más difícil es, ¿qué tenemos que hacer para dar a la trágica historia de la interac-ción entre nativos y colonizadores una oportunidad de un final más feliz? A mí me parece que Canadá debe abandonar su vieja imagen de sí mismo como un imperio colonial bilingüe y acep-tar su verdadera identidad como una mixtura de experiencias e ideas indígenas e importadas. Debe convertirse, como dice John Ralston Saul, en una nación métis [etnia canadiense fruto de ma-trimonios mixtos entre indígenas y europeos, que se constituyó como colectivo independiente durante el siglo xviii]. Pero ésa es una historia que, de nuevo, los periodistas canadienses no han aprendido a contar y que muchos canadienses no han aprendido a escuchar. Ése es el verdadero problema, y a mí no me pare-ce que se esté avanzando hacia una solución o se está avanzando demasiado despacio. No es una herida, es una enfermedad. Y no necesitamos parar el flujo de la sangre. Necesitamos hacerla co-rrer por arterias y venas.

Recuperando esculturas del pueblo haida de Ninstints, 1957. Fotografía: Bernard Atkins. [El artista haida Bill Reid está en primer plano, de espaldas a la cámara.] En Bill Reid, Solitary Raven: Selected Writings, editado por Robert Bringhurst (Douglas & mcIntyre, 2009)

Selected poems, Kentville, Gaspereau Press, 2009Everywhere being is dancing: twenty pieces of thinking, Berkeley, Counterpoint, 2007The tree of meaning: thirteen talks, Berkeley, Counterpoint, 2006The solid form of language: an essay on writing and meaning, Kentville, Gaspereau Press, 2004Ursa major, Kentville, Gaspereau Press, 2003 Being in being: the collected works of skaay of the qquuna qiighawaay (editor y traductor), Vancouver, Douglas & McIntyre, 2001 Ghandl of the qayahl llaanas. Nine visits to the mythworld (editor y traductor), Vancouver, Douglas & McIntyre, 2000 A story as sharp as a knife: the classical haida mythtellers and their world,Vancouver, Douglas & McIntyre, 1999Cuentos del cuervo. Mitos y leyendas de los indios haida, Madrid, Hiperión, 1998 [con Bill Reid]The elements of typographic style, Vancouver, Hartley and Marks Publishers, 1992

© Nacho Fernández R., 2011. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Recono-cimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.

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Érase un hijo de buena familia, dicen.Solía él vestir con dos mantas de marta.Después de acostumbrarse a tirarle a los pájaros,subió hacia el interior, dejando el pueblo abajo, dicen.

Cruzando entre pinaresde camino a las charcas,oyó un graznar de gansos.Fue en esa dirección.

Había dos mujeres bañándose en un lago.También algo en la orilla,con dos pieles de ganso recubriéndolo.Debajo de sus colas había trechos de blanco.

Después de contemplar la escena un rato,atacó de improviso,yendo a sentarse encima de las pieles.Las mujeres pidieron que se las devolviera.

A la más atractiva le pidió matrimonio. La otra replicó:«No vayas a casarte con mi hermana menor.Yo valgo más que ella. Hazlo conmigo.»

«Qué va. Voy a casarme con tu hermana menor.»

Y ésta dijo que sí, que le aceptaba, dicen.

«Pues bien. Cásate entonces con mi hermana menor.Nos pillaste bañándonosen este lago que es de nuestro padre.Haz el favor de darme ya mi piel.»

Él se la devolvió,y ella se la pusomientras se hallaba aún dentro del agua.

Un ganso nadó entonces por el lago,y ella empezó a llamar.Tras lo que se alejó volando, dicen,pese al dolor punzante de estarse separando de su hermana menor.

Describió varios círculos sobre ellos.Luego se fue volando, dicen.Atravesó los cielos.

Él le dio a la más joven una de las dos mantas hechas de piel de marta,y la llevó a su casa, dicen.

En el poblado de su padre un muchacho se disponía a cazar pájarosGHaNdlTRADUCCIóN LEONOR mARíA mARTíNEz SERRANO

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En la linde del pueblo se alzaba un cedro rojo con dos copas,y entre sus troncos puso la piel de su mujer.Después él la condujo a casa de su padre.

Como el hijo del jefe había tomado esposa,el padre hizo venir a los vecinos, dicen.A ella le ofrecieron alimentos,si bien no hizo más que olisquearlos.

Se negaba a ingerir comida humana.

Más tarde, la madre de su esposose puso a preparar una infusión de cincoenrama, dicen. Ante lo cual la esposa prestó más atención.Mientras la suegra estaba aún afanándose,ella pidió al maridoque le metiera prisa, dicen.

Al fin se la pusieron ante ella.Fue vista y no vista.Así que comenzaron a darle de comida sólo eso, dicen.

Algún tiempo después, estando él dormido,su esposa se acostó a su lado.La piel de ella era fría.Cuando ocurrió de nuevo,él resolvió observarla, dicen.

Estando él inmóvil en la cama,la sintió desplazarse lentamente, dicen.Así que ella salió,y él se puso a seguirla.

Avanzó por la playa que había frente al pueblo.Fue al sitio en el que estaba aún guardada su piel.De allí se fue volando.Se posó más allá de la linde del pueblo.

Él corrió adonde estaba.Ella estaba comiéndose la seda de mar ancha que ahí crecía, y el batir de las olas la devolvía a la orilla. Él lo vio, dicen.Y luego ella voló de regreso al lugar donde ellos le guardaban la piel. Él retornó a la casaantes de hacerlo ella, dicen.Entonces se acostó,y pronto tuvo al lado a su esposa, fría. [...]

Transcripción del fragmento de un poema oral de Ghandl, creado y transmitido en el seno de la comunidad haida y transcrito en los albores del siglo xx por el etnolingüista John Swanton.

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No hay mejor manera de honrar a los maestros del pasado que enriqueciendo las tradiciones que han enseñado. En el ámbito de la literatura, podemos hacerlo aprendiendo a leer y a escuchar las historias que ya existen, y cuyo valor se ha negado u olvidado in-justamente. En América del Norte no se trata de un problema que carezca de importancia. No existe sólo un puñado de obras olvida-das en unas cuantas tradiciones marginales o pasadas por alto, sino un centenar de literaturas norteamericanas de primera magnitud que aún aguardan su merecido reconocimiento.

En las artes visuales, la riqueza e importancia del legado nativo americano no es ya ningún secreto. La mayor parte de los visitantes del Museo de Antropología situado en la Universidad de la Colum-bia Británica es consciente de inmediato de que se trata, de hecho, de un museo de arte. Muchos de sus visitantes reconocen que es el museo de arte más importante de esta región del país. Algunos hasta descubren que este museo, que exhibe miles de obras de artistas nativos americanos y sólo un cuadro del gran pintor in-migrante Jack Shadbolt, ofrece algo parecido a una muestra equi-librada en términos estadísticos de la historia del arte canadiense.

En cambio, la importancia del correspondiente legado litera-rio es conocida por relativamente pocas personas. La literatura es invisible. No se puede exhibir a los turistas, y parece ser que muchos ciudadanos de América del Norte son turistas en la tierra que los vio nacer. Para la mayor parte de la población de los Esta-

dos Unidos y de Canadá (incluida la inmensa mayoría de los es-critores, lectores y profesores de literatura), los hechos literarios más elementales de la tierra en la que vivimos son completamente desconocidos.

Algunos de los acontecimientos más dolorosos se pueden ex-presar por medio de sencillas cifras. Con mucha cautela y pruden-cia se ha calculado que la población humana de América del Norte justo por encima del río Grande (lo que hoy en día es los Estados Unidos y Canadá) era de unos siete a diez millones de habitantes a finales del siglo xv. De uno a dos millones de esos habitantes ha-brían vivido en Canadá. Este total podría haber sido mucho mayor, nunca mucho menor. Pero a finales del siglo xix, si las cifras del censo son vagamente correctas, la población aborigen total ronda-ría los 100.000 habitantes en Canadá y los 250.000 en los Estados Unidos. Esto significa que, a lo largo de cuatro siglos, mientras la población colonial de América del Norte aumentó de cero a varios millones de habitantes, el total de la población nativa se redujo como mínimo en un 95%.

No desearía auspiciar una competición para resolver el terrible asunto de quiénes han sufrido más en la historia de la humanidad y quiénes son los subcampeones. Sólo quiero hacer constar un sim-ple hecho: no basta con un único museo del holocausto. Las lite-raturas nativas americanas están repletas de sutilezas dramáticas y narrativas, de metáforas complejas y de divertidas ocurrencias.

las literaturas orales nativas de américa y la unidad de las humanidadesROBERT BRINGHURSTTRADUCCIóN LEONOR mARíA mARTíNEz SERRANO

ILUSTRACIoNES JACObO PéREz ENCISO

I

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Pero su historia, al igual que la historia li-teraria del yiddish o del hebreo, o como la historia de numerosas literaturas africanas, también está impregnada de indecible dolor y sufrimiento. No es casualidad que la obra clave de la literatura iroquesa de los siglos xviii y xix sea el Ritual del pésame, o que el excelso movimiento de apertura de la mayor obra conservada de la literatura oral haida empiece con una promesa de eterno susten-to en la Tierra, basada en una relación recí-proca entre los seres humanos y las criaturas del mar, y que aparte todo ello bruscamente tras 1.700 versos para centrarse en una vi-sión de destrucción masiva provocada por unos desconocidos que obtienen su poder de un anciano del cielo. El lenguaje del relato y sus estructuras son por entero indígenas; la ferocidad del clímax probablemente sea un regalo de la colonización. El autor de tal poema, de esa composición de música na-rrativa inmensamente compleja, hermosa y melancólica, fue un hombre conocido como Skaay de los Qquuna Qiighawaay. Fue uno de los supervivientes de la epidemia de virue-la y sarampión que asoló Haida Gwaii1 en el siglo xix. En 1800, el conjunto de sus pobla-dos haidas (Qquuna, Hlkkyaa, Qqaadasghu y Ttanuu) contaba con una población que rondaba el millar de habitantes. En 1897, cuando los últimos supervivientes se mu-daron a Skidegate, quedaba un total de 68.

Hace cuatrocientos años se hablaban al-rededor de trescientas lenguas indígenas en la región que figura como Estados Unidos y Canadá en los mapas actuales. Para el año 1900 esa cifra se había reducido en un tercio a unas doscientas lenguas. Hoy en día ha aca-bado reduciéndose a poco más de la mitad, a unas 170 lenguas. Pero la cantidad de ha-blantes de todas esas lenguas, exceptuando un pequeño puñado de ellas, se ha reducido drásticamente en más de un 95%, y sigue to-davía reduciéndose. De todas esas 300 len-guas indígenas, sólo treinta tienen a niños como hablantes nativos en la actualidad2.

«La vida de la mente» no es sólo una metáfora tranquilizadora y cómoda; es un hecho claro aunque intangible. Con todo, la vida de la mente, como la vida del bosque, sólo existe de una forma interactiva y poli-morfa. Puede que vuestra vida sea vuestra solamente, pero a menos que vivan muchas otras criaturas, no viviremos ni vosotros ni yo. Esto es cierto del individuo, de la espe-

cie y de la mente. También es cierto, aunque en un sentido distinto, de las lenguas y de los bosques. A diferencia de vosotros y de mí, las lenguas y los bosques encierran en su interior la suficiente multiplicidad como para propagarse y evolucionar. No creo que eso signifique que podamos permitirnos prescindir de ellos. Se necesita mucho más que un puñado de árboles para crear un bosque vivo, y mucho más que un puñado de lenguas para crear una mente viva, pero las lenguas se yerguen poderosas entre las criaturas cuya vivaz interacción enriquece la vida de la mente. Una lengua, como un solo árbol, tampoco es suficiente.

Una lengua consta de un conjunto de símbolos, una gramática y un medio. El me-dio puede ser o bien una bocanada de aire o bien un puñado de silencio. En el caso del lenguaje de signos americano, el medio es el gesto –un gesto de carácter manual, fa-cial y braquial–. En el caso de casi todas las lenguas indígenas de América del Norte, el medio es el sonido –un sonido oral, larín-geo y nasal–. En cualquiera de los dos casos, los símbolos atraviesan el medio de repre-sentación con cierta resistencia y, si todo va bien, la alteración que esto provoca es de una gran belleza, como en cualquier otro proceso natural. Y es que los seres humanos están concebidos para disfrutar del funcio-namiento de las lenguas, del mismo modo que están concebidos para admirar cómo crecen las flores y los árboles.

Además de tornarse hermosos al oído y a la vista, esos símbolos lingüísticos se unen para formar secuencias que obedecen y en-carnan las propias reglas de la gramática. Estas secuencias son enormes proteínas lin-güísticas. Su función radica en tener sentido, y por esta razón las llamamos oraciones. Por su parte, estas oraciones forman unidades de un orden superior. Un poema o un relato es, en cierto sentido, tan solo una especie de oración más grande: otro orden de estructu-ra, a tres o cuatro o veinte niveles por encima del de la oración ordinaria. La Ilíada es una oración enorme. Paraíso perdido o El sonido y la furia o Green Grass, Running Water [Verde hierba, agua corriente] son enormes oracio-nes. En teoría, cualquier hablante compe-tente, armado con la necesaria paciencia y el conocimiento indispensable, podría pro-nunciar cualquiera de ellas. En la práctica, no obstante, sólo una persona puede llegar a

pronunciarlas, y sólo una las ha pronuncia-do de hecho, a pesar de que quizás muchos hablantes profesionales hayan pronunciado oraciones que se parecen a la Ilíada, y a pe-sar de que otros las hayan leído o acaso las hayan recitado después de su creación.

En mi opinión, ése es el punto en el que la lingüística, el estudio del lenguaje, flore-ce. La lingüística se convierte en el estudio de la literatura justo en el momento en que existe un solo hablante para cada una de las unidades completas del habla. Existe un solo hablante, pero sigue construyéndose sentido. Por cierto, por este motivo se puede aniquilar las literaturas con mayor facilidad que las lenguas. Las literaturas son lenguas en las que el número de hablantes para cada unidad efectiva y completa del habla sólo puede tener dos valores: cero o uno.

Superado el periodo de la infancia, todo ser humano normal y sano habla y hace al-guna contribución a una lengua concreta. Y todo ser humano normal y sano, sin excep-ción alguna, habla y nutre una literatura. La mayor parte del tiempo a los seres humanos les resulta más difícil contener el impulso de contar historias que el de derramar lágrimas. Acaso por esta razón los seres humanos sigan adelante, incluso cuando cualquiera puede ver con toda claridad que quizá debieran de-tenerse, aunque sólo sea un instante, y llorar.

Casi toda la literatura es oral, y toda li-teratura es oral en su esencia misma. En la mayoría de las tradiciones escritas, las obras literarias más antiguas con las que contamos son ejemplos de trascripción oral. La Ilíada y la Odisea son claros ejemplos. También lo son Beowulf y El navegante, el Cantar de los Nibelungos, el Cantar de mío Cid, el anti-guo Ramayana de la India, Kojiki del Japón, el Shijing de China y el Táin Bó Cúailnge de Irlanda. De vez en cuando somos lo sufi-cientemente afortunados, o pensamos que lo somos, de conocer el nombre del autor: Homero, Hieda no Are o Valmiki, por ejem-plo. Las más veces no sabemos nada del autor. Sin embargo, este anonimato no es inherente a la tradición oral. Es una señal de la arrogancia propia del saber leer y es-cribir: un recordatorio de que una y otra vez las culturas alfabetizadas han arramblado de las tradiciones orales cuanto éstas podían ofrecerles, y luego les han dado la espalda y se han marchado como si nada. Cuando te adentras en una tradición oral viva, descu-

1 Haida Gwaii es el nombre que el pueblo haida ha dado a las también llamadas en inglés Queen Charlotte Islands (Archipiélago de la Reina Carlota, en castellano), que se extienden de norte a sur en la inmensidad del océano Pacífico a lo largo de 280 kilómetros frente a la costa septentrional de la Columbia Británica (Canadá). Separado del continente ameri-cano por el estrecho de Hecate, el archipiélago comprende dos islas de gran extensión –la isla de Graham y la de Moresby–, así como otras 150 islas menores, y ha sido el hogar de los haidas desde tiempos inmemoriales, aunque, desde comienzos del siglo xviii, también ha habido presencia haida en el extremo meridional de Alaska. [Nota de la Traductora]

2 Se han dado cifras muy distintas de la cantidad de lenguas habladas en América del Norte en el pasado y en el presente. Cierto grado de imprecisión es prácticamente inevitable, ya que algunos lingüistas clasifican como lenguas lo que otros interpretan como dialectos. Las mayores oscilaciones en las cifras se derivan de las distintas definiciones de lo que es América del Norte. Los simplones como yo preferimos situar la frontera meridional en el Istmo de Panamá. En cambio, los etnógrafos tienden a situarla en una compleja línea que atraviesa el centro de México (cerca de la latitud de Tuxpan y Tampico) y con frecuencia extienden la frontera septentrional más allá del estrecho de Bering. Entre el estrecho de Bering y el Canal de Panamá sobreviven hoy en día unas 270 lenguas aborígenes, de un total de alrededor de 500 lenguas que existían antes de la colonización. En la «América del Norte etnográfica» sobreviven unas 200 lenguas de un total cercano a las 350 lenguas que existían antes de la colonización europea. Las cifras más bajas facilitadas en este ensayo se refieren a Canadá, Alaska y exclusivamente a la parte continental de los Estados Unidos.

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de editarlos y revisarlos. Con bastante frecuencia quienes no tienen experiencia de primera mano de una tradición oral lograda creen que la poesía oral ha de ser revisada, terminada y pulida por hombres y mujeres que saben leer y escribir con el objeto de alcanzar la mayor excelen-cia propia de la escritura. Sencillamente esto no es así. La tecnología no determina la calidad necesariamente. Existen obras de literatura oral rudas y toscas, del mismo modo que existen obras escritas toscas y torpes. Y existen obras de poesía puramente oral que son tan sumamente sofisticadas, complejas, refinadas y logradas como la obra de cualquier otro escritor que se te pueda ocurrir: Dante, Shakespeare, Sófocles, García Lorca, Flaubert, Margaret Atwood, Thomas King. Los mejores poetas y novelistas de las tradiciones dominadas por la escritura son pre-cisamente aquellos que permanecen más apegados a la tradición oral, no aquellos que se olvidan de ella. La gran literatura se mide y revisa conforme a estándares orales, más que al contrario.

II

En México, los esfuerzos indígenas por plasmar la lite-ratura oral de forma pictográfica empezaron hace ya más de mil años. La escritura alfabética importada por los eu-ropeos se empleó con el mismo propósito en la década de 1540. La tradición era, y sigue siendo, esencialmente oral, pero existen también textos escritos en la región central de México coetáneos de los poemas de Thomas Wyatt y Ronsard.

En América del Norte existen textos escritos en len-guas nativas americanas que se remontan a 1595, pero to-

dos los primeros textos de los Estados Unidos y de Canadá son propaganda religiosa: catecismos, biblias y cosas por el estilo. Se trata de obras con-cebidas como instrumento de ataque cultural, no de defensa cultural, y esta es una distinción fundamental en el ámbito de la literatura.

Esos ataques incitaron a la defen-sa, que a veces recurrió al empleo de las mismas armas. Según los histo-riadores orales iroqueses, los prime-ros textos escritos en mohawk y en onondaga datan de 1750. Sin embar-go, se trataba de libros manuscritos, y, como tantos otros manuscritos, han desaparecido en inundaciones e incendios. Para llegar a conocer las primeras manifestaciones de la lite-ratura nativa americana, dependemos aún de la tradición oral.

Merece la pena recordar que cuando se introdujo la escritura por primera vez en Europa, hace casi 3.000 años, se empleaba con fines de carácter puramente político y mer-cantil. Más tarde, los seres humanos se dieron cuenta de que los cambios sociales, posiblemente provocados por el propio empleo de la escritura, habían puesto en situación de riesgo a las literaturas orales. Fue entonces cuando empezaron a plasmar por es-crito la poesía. Como norma general, las culturas orales que gozan de salud no requieren ni desean la escritura. Esto es cierto en América del Norte entre la comunidad sorda. Los sor-dos forman una comunidad que sabe leer y escribir en inglés, francés, es-pañol o en cualesquiera otras lenguas en que les apetezca hacerlo, pero se encuentran unidos entre sí por una lengua oral, o, para ser más exactos, por una lengua manual, el ASL o Ame-rican Sign Language (el lenguaje de signos americano). Hace unos años un equipo del Salk Institute creó un sistema de escritura excelente para el lenguaje de signos americano. Fue recibido con cierto desdén por parte de quienes hablaban con soltura el lenguaje de signos, pues compren-dían el valor y el poder de una cul-tura no escrita que les funciona co-rrectamente. Por otra parte, existe la misma reticencia hacia la escritura entre los hablantes alfabetizados de diversos dialectos, por ejemplo los de joual (o francés quebequense) y el milanés. En numerosas comu-nidades aborígenes la escritura se contempla con una indiferencia pa-recida. La escritura, que algunos de nosotros consideramos como una

bres que los narradores de relatos y de mitos y los poetas tienen nombres, como los autores de todas partes. Los poetas de las tradiciones orales, como los de las tradiciones escritas, son in-dividuos con estilos, gustos, destrezas e intereses propios. Sepamos o no sus nombres, no hay dos poetas que sean iguales. No hay jamás dos que sean idénticos entre sí.

La mecanización de la lengua –a través de la radio, la televisión, el magnetófono, el ordenador, así como el alfabeto y el libro– reduce el ám-bito de la literatura oral, del mismo modo que la mecanización del viaje acorta las distancias que recorren los seres humanos y disminuye el valor y el placer del caminar. Pero el caminar no cesa del todo con la llegada del ca-rruaje o la limusina. No cesa la danza. Y tampoco cesa el habla con el adveni-miento de la imprenta. Ni la literatura oral. Lo que cesa, después de un tiem-po, son los inmensos logros de la lite-ratura oral: las Ilíadas, los Navegantes y los Ciclos fenianos. La mecanización de la lengua disuelve las condiciones idóneas en las que se puede gestar este tipo de obras, así como las con-diciones en las que es oportuno valo-rarlas y disfrutar de ellas.

Quedan aún en numerosos rinco-nes del mundo, incluidas las Améri-cas, considerables tradiciones vivas de poesía oral. Y existía tal tradición en Bosnia hasta la reciente guerra. Si ya ha desaparecido, como parece ser el caso, lo que se ha perdido es el des-cendiente último y directo de la tra-dición épica homérica. Acaso se trate de una pérdida mayor que la de todos los edificios, todos los puentes, todos los cuadros, todas las iglesias, todas las otras estructuras materiales des-truidas a lo largo de los dos mil años de guerras europeas. Pero, por lo que yo sé, las muertes de los poetas épicos orales de Bosnia, musulmanes en su mayoría, no llegaron a ser ni una sola vez noticia en los telediarios de la no-che en América del Norte durante el asedio a Sarajevo y la larga y metódica masacre que estaba llevándose a cabo en otras partes. No hay en la litera-tura oral demasiadas oportunidades de ganar dinero, ni demasiado poder político ni glamour, pero hay a veces una inmensa cantidad de inteligencia descansando sobre la tierra que –en la era de la guerra industrializada y el genocidio recreativo– es tremenda-mente fácil de perder.

Cuando se transcriben poemas orales, a menudo los escritores tratan

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insignia de poder social, es en realidad una insignia de desin-tegración social. No deja de tener valor, claro está, pero también tiene sus inconvenientes.

Fue hacia finales del siglo xix cuando los lingüistas europeos empezaron a transcribir textos orales en la parte septentrional de América del Norte. Desde entonces, y hasta el presente, la historia ha sido esencialmente una historia de afortunados encuentros en-tre generosos poetas orales nativos americanos dotados de un gran talento, de una parte, y escribas pacientes y diestros, de otra. A con-tinuación, querría abordar algunos de los momentos estelares de esta historia. Como todos sabemos, existen muchos momentos des-agradables en la crónica de las relaciones entre los europeos y los pueblos nativos americanos. Los ejemplos que desearía mencionar aquí son de una clase bien diferente: casos en los que los europeos vinieron a aprender, y no a enseñar. Los frutos de esos encuentros posibilitan nuevos conocimientos para todos los seres humanos.

III

El misionero francés Émile Petitot nació en 1838. Con poco más de veinte años llegó, Biblia en mano, a orillas del Gran Lago del Esclavo. Había venido a enseñar, y a proseguir con el ataque cul-tural, pero también había venido a escuchar. Empezó a recibir cla-ses de chipewyan de un anciano ciego llamado Ekunélyel, «Piojo de Caribú», y en 1863 transcribió una serie de historias narradas por su maestro. Durante los siguientes diez años, Petitot transcri-bió numerosos textos en chipewyan, gwichin, dogrib, slavey y cree.

En 1870, en Fort Good Hope, junto al río Mackenzie, una mujer llamada Lizette K’atchodi, Mujer Gran Conejo, le cantó canciones y le contó historias a Petitot en slavey. K’atchodi era una mujer cha-mán en activo, pero ella no le tenía miedo alguno al misionero, y

él, por su parte, tampoco le temía. Creo que ambos sentían curio-sidad por sus respectivos poderes. Por lo que puedo decir, ella fue la primera mujer canadiense de la que se han hecho transcripcio-nes escritas en su propia lengua3. Las transcripciones de Petitot no son perfectas, por supuesto, pero hay talento más que suficiente en esos textos como para confirmar el estatus de Mujer Gran Cone-jo como una figura fundamental en la historia de la literatura. No tengo ni la menor idea de por qué los historiadores se olvidan de ella, ni de por qué no existe una edición moderna de su obra, ni ninguna traducción al inglés en condiciones.

En 1886, cuando ya había muerto Lizette K’atchodi y Émile Pe-titot había regresado sin percances a su hogar en Francia, Franz Boas visitó por vez primera la Costa Noroeste de Canadá. En 1890, en su cuarto viaje, visitó la desembocadura del río Columbia, situa-da en la frontera entre Oregón y Washington. Había oído hablar de una lengua llamada chinook: no la lengua pidgin conocida como chinook jargon, una jerga empleada principalmente para los inter-cambios comerciales, sino una auténtica lengua chinook llamada, para mayor exactitud, shoalwater chinook. Andaba buscando a al-guien que supiera hablar esa lengua. Le sugirieron entonces que fuese costa arriba hacia lo que hoy en día se conoce como Bahía Willapa. Allí, en el pueblo de Nutsxwułsóq – al que han rebauti-zado como Bay Center, Washington –, conoció a uno de los poe-tas americanos más grandes que jamás hayan vivido. El poeta se llamaba Q’eltí. Nació en 1832, y hablaba cuatro lenguas: el shoal-water chinook, que había aprendido de su padre; el kathlamet, que había aprendido de su madre; el chehalis, una lengua salishan que había aprendido de su mujer; y también la jerga chinook, que había aprendido, como muchos otros lo hacían en aquella época por aquella región, para comunicarse y sobrevivir. Lo bautizaron de adulto con el nombre de Charles Cultee, pero el inglés era una lengua que no hablaba siquiera.

3 Parece ser que esto era así en 1998, pero en 2003 Peter Sanger descubrió en los archivos de la Universidad de Acadia, en Wolfville, Nueva Escocia, la transcripción en micmac de una historia que le había dictado Susan Barss, de Cabo Bretón, a Silas Tertius Rand en la Isla del Príncipe Eduardo en 1847. Puede que se publique en breve. [El libro de Peter Sanger, escrito en colaboración con Elizabeth Paul e ilustrado por Alan Syliboy, se titula The Stone Canoe. Two Lost Mi’kmaq Texts (La canoa de piedra. Dos textos mi’kmaq perdidos), y ha visto la luz en la editorial Gaspereau en 2007 (Nota de la traductora)].

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Durante tres veranos, los de 1890, 1891 y 1894, Q’eltí le dictó a Boas poemas narrativos en tres de esas lenguas, y luego tradujo los textos y explicó la gramática en la cuarta, que era una lengua que él y Boas compartían: la jerga chinook empleada para las relaciones comerciales.

Q’eltí, que murió en 1897, es autor de dos libros: Chinook Texts (1894) y Kathlamet Texts (1901), este último publicado póstuma-mente. Son dos de los mejores libros jamás publicados en Améri-ca. Q’eltí tiene su lugar en los anaqueles de los poetas americanos esenciales junto a Emily Dickinson, Wallace Stevens, Robinson Je-ffers y Sylvia Plath. Pero Q’eltí no escribió sus propios poemas; los recitó, y no en la lengua inglesa. De manera que en un país que se enorgullece de sus poetas –Theodore Roethke, Bill Stafford, Caro-lyn Kizer, Richard Hugo, David Wagoner, entre otros– Q’eltí sigue siendo casi un perfecto desconocido. No lo he visto nunca mencio-nado siquiera en la historia literaria de América más voluminosa que existe. Con todo, su tumba, sin distintivo alguno, es fácil de localizar si hablas con los ancianos del pueblo. Y es que se trata de un poeta por cuya lectura bien merece la pena aprender dos len-guas, del mismo modo que uno aprendería de buena gana español para poder leer a García Lorca o alemán para poder leer a Rilke.

No quedan ya hablantes nativos vivos de shoalwater chinook o de kathlamet, pero Dell Hymes, que es poeta y lingüista al mismo tiempo, y uno de los mejores estudiosos de la literatura oral nativa americana que hayan existido jamás, ha dedicado más tiempo que el resto de nosotros a esas lenguas. Albergo la esperanza de que algún día edite y traduzca una edición de las obras completas de Q’eltí, para que la vida de esa mente especialmente agraciada pue-da ser compartida en toda su amplitud por todos.

Hymes no fue el primer erudito que estudió los poemas de Q’eltí. El primero, después del propio Boas, fue John Swanton, que em-pezó a estudiar con Boas justo el mismo año en que murió Q’eltí. En 1900 Swanton culminó su tesis doctoral acerca de los verbos de Q’eltí, y tres meses después llegó a Vancouver, cogió un barco rumbo a Victoria, y otro barco en dirección norte hacia la desembo-cadura del río Skeena. Llegó al poblado haida de Hlghagilda –Ski-degate Mission, como lo llamaban los europeos– el miércoles 26 de septiembre de 1900. Doce días después, conoció al poeta haida que mencioné con anterioridad: Skaay de los Qquuna Qiighawaay.

Skaay le explicó a Swanton lo que iba a ocurrir. Le explicó que le iba a contar un ciclo de cinco historias en cierto orden, y luego un

relato conocido como Xhuuya Qaagangas, «Los viajes del cuervo». Swanton y su colega haida Henry Moody se pasaron las tres sema-nas siguientes trabajando seis días a la semana, transcribiendo las palabras que iba dictando Skaay. Empezaron con treinta páginas al día y con el tiempo llegaron a transcribir hasta cuarenta y cinco páginas. Cuando editamos los resultados, nos encontramos ante un ciclo en cinco partes, tal y como lo había descrito Skaay desde un principio. Se trata de un poema narrativo de unos 5.500 versos de extensión. Xhuuya Qaagangas es corto en comparación con el ciclo de cinco relatos, pues cuenta tan solo con unos 1.400 versos. Ambos constituyen los dos poemas más extensos, y desde mi pun-to de vista también los más excelsos, que se han conservado de la literatura haida. Y también constituyen dos de las mejores obras literarias que han encontrado expresión en cualquiera de las len-guas de Canadá, ya sean indígenas o importadas.

Skaay no sabía ni leer ni escribir, y no hablaba ninguna otra lengua que no fuera el haida, y quizá un poco de tsimshian. Sabía que Swanton estaba transcribiendo sus palabras, y por las marcas que hacía en el papel podía ver que Swanton se aproximaba con bastante exactitud a los sonidos de la lengua haida. Skaay también había visto a los misioneros emplear la escritura, pero en su uni-verso la poesía seguía siendo oral. No todos los grandes artistas son tan puros.

François Mandeville nació alrededor de 1878, por lo que era unos cincuenta años más joven que Skaay y Q’eltí, y quizás sesen-ta años más joven que K’atchodi. También él nació en un mundo diferente, en el seno de una familia de intérpretes en Fort Resolu-tion, junto al Gran Lago del Esclavo. Desde la infancia hablaba con soltura el chipewyan y el francés. De joven, aprendió inglés y se marchó a trabajar para la Compañía de la Bahía de Hudson. Apren-dió dogrib de su mujer. Luego se trasladó a Hay River, un centro pesquero y de transporte al suroeste del Gran Lago del Esclavo, y allí aprendió slavey. Dirigió varios establecimientos comerciales en la nación slavey y luego se trasladó a vivir a la comunidad de Arctic Red River, donde aprendió gwichin. Después se mudó a Rae, lugar de nacimiento de su mujer, y durante los cuatro años siguientes habló sobre todo dogrib. En 1921 abandonó la Compa-ñía de la Bahía de Hudson, y en 1925 se retiró a Fort Chipewyan, en el norte de Alberta. Ese fue su hogar durante la mayor parte del resto de sus días, aunque en 1940 visitó Wood Buffalo, donde se inició en la lengua cree.

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Mandeville vivió casi toda su vida en un universo oral, al igual que K’atchodi, Skaay y Q’eltí, pero en la primera década del si-glo xx aprendió de forma autodidacta a leer y a escribir chipewyan en un sistema de escritura silábico, y francés en el alfabeto latino. Empleaba esas destrezas para llevar un registro exhaustivo de las actividades de sus establecimientos comerciales. Además, toda su vida escuchó los relatos de sus ma-yores y de sus amigos, y en la década de los años veinte empezó a conocérsele como uno de los mejores narradores de mitos de la na-ción chipewyan.

En 1928, cuando Mandeville tenía cin-cuenta años y vivía en Alberta, llegó un visi-tante, Li Fang-kuei, que acababa de termi-nar sus estudios de doctorado en lingüística con Edward Sapir. Li preguntó si Mandeville estaba dispuesto a contarle relatos. Mande-ville accedió a narrarle historias y los dos hombres trabajaron juntos seis días a la se-mana a lo largo de seis semanas. Mandeville sabía cómo sacarle provecho a la escritura, y todas las noches se preparaba para el traba-jo del día siguiente. Él no puso por escrito las historias, pero sí que hacía anotaciones acerca de las historias que quería contar, el orden en que quería contarlas y los episo-dios que deseba incluir en ellas. Utilizó a Li del mismo modo que Q’eltí utilizó a Boas y Skaay a Swanton: como escribas que anota-ban y editaban cuanto los narradores de his-torias decidían contarles. Mandeville sabía que no había nada que leer en chipewyan aparte de las toscas traducciones de unas sagradas escrituras que les eran extrañas a todas luces. Sabía que estaba creando el pri-mer libro chipewyan, así que emprendió la tarea con mucho cuidado.

François Mandeville murió en 1952, y Li Fang-kuei no llegó a publicar esos textos hasta 1976, casi cincuenta años después de haber sido contados. Parece que no habría llegado a publicarlos de no haber sido por-que Ronald Scollon se ocupó de editar y ter-minar la traducción. Se publicaron en Tai-pei, donde no existen demasiados hablan-tes de chipewyan, y sin embargo Chipewyan Texts es uno de los grandes libros canadien-ses. Al igual que la obra de K’atchodi, Skaay y Q’eltí, requiere de ciertas labores de edi-

ción y traducción, pero no cabe duda alguna acerca de su calidad literaria.

La última poeta que desearía mencionar es Anna Nelson Harry, hablante de eyak, que nació en 1906 y murió en 1982. Tuvo su primer encuentro con un lingüista en 1933, cuando Kaj Birket-Smith y Frederica de La-guna llegaron a Cordova, en Alaska, cerca de la desembocadura del río Copper, y habla-ron con ella y con su marido Galushia. Los dos etnólogos se dieron cuenta de que Anna era la que se sabía las historias, aunque era siempre su marido quien se las contaba a los invitados. Anna respondía a las preguntas de sus invitados acerca de la lengua y otros aspectos de la vida eyak, pero se resistía a contar historias a unos forasteros. Mientras los invitados estuvieron allí, fue su marido quien contó las historias, a pesar de que no lo hacía demasiado bien y a menudo necesi-taba de su ayuda y apostillas.

Treinta años más tarde, Anna accedió a contarle sus historias al lingüista Michael Krauss, pero entonces las condiciones eran bien distintas. Galushia había muer-to; Anna estaba viviendo en la comunidad tlingit de Yakutat con su segundo marido, que hablaba tlingit; Krauss era lo suficien-temente joven como para ser su nieto y estaba sumamente interesado en la lengua eyak; y Anna era muy consciente de que ella era una de las tres o cuatro últimas personas que podían hablar la lengua eyak con soltu-ra que quedaban todavía vivas. Más impor-tante si cabe aún quizá es el hecho de que ella podía susurrar tan bajito como le apete-ciera –y ciertamente a menudo susurró muy bajito– ya que Krauss no estaba anotando a mano lo que ella dictaba, sino que empleó una grabadora.

Anna Harry le habló a aquella grabadora en 1963, 1965 y 1972. En 1982, año en el que falleció, Michael Krauss publicó una trans-cripción magníficamente editada y traducida de aquellas cintas. Incluye, una vez más, una clara muestra de la mejor poesía publicada en América del Norte, en cualquier lengua.

He mencionado sólo unos pocos casos, pero conozco al menos doscientos cincuen-ta, posiblemente hasta trescientos casos de este tipo: trescientos poetas orales nativos americanos que necesitan desesperada-

mente a editores, traductores, biógrafos, lectores y, una vez cubiertas esas necesida-des básicas, hasta críticos literarios.

IV

Hace unos años me encontraba en el su-roeste de Estados Unidos, dando conferen-cias sobre la obra de Anne Nelson Harry y el poeta zuñi Nick Tamaka. El público estaba formado por un grupo de personas bastante ecléctico, y al final de una conferencia, una mujer joven me preguntó con cierta descon-fianza: «¿Por qué está usted tan interesado en este asunto?»

«¿Qué hay en todo ello para usted?», creo adivinar que quiso decir. O quizás, «¿Qué está tratando de robar ahora?» He de confesar que me sentí desconcerta-do ante esta pregunta. Cuanto pude hacer aquel día, y cuanto puedo hacer hoy, es res-ponder con otra pregunta. ¿Cómo es posi-ble no estar tan interesado en este asunto? Lo que hay en todo ello es exactamente lo mismo que para vosotros y para cualquie-ra. El tema de la literatura nativa americana clásica no es ni más ni menos que la natu-raleza del mundo. Se trata de una literatura que se ocupa de cuestiones fundamentales. En su forma más excelsa, es tan enriquece-dora, hermosa y sabia como cualquier otra poesía que exista.

Después de todo el saqueo, toda la des-trucción y toda la persecución padecida por los pueblos nativos de América del Norte, no es ninguna sorpresa que algunos de los supervivientes estén resentidos y recelo-sos. Pero no puedes robarle la lengua a al-guien del mismo modo que le puedes robar la tierra. Las lenguas, como la felicidad, son fáciles de destruir y no son difíciles de com-partir, pero es prácticamente imposible ex-propiarlas y mantenerlas para sí.

Lo esencial de este hecho no es en abso-luto de carácter académico. Si, por ejemplo, las lenguas y la cultura mayas se enseñaran ahora mismo en las escuelas mexicanas, no sólo a los niños mayas sino a todos los niños mexicanos, cesarían las matanzas de Chia-pas. Yo, por mi parte, no conozco otra ma-nera de acabar con ellas.

El título original del ensayo de Robert Bringhurst, incluido en The Tree of Meaning: Thirteen Talks (2006), es «Native American Oral Literatures and the Unity of the Humanities», texto de la Garnett Sedgewick Memorial Lecture, una conferencia magistral impartida originariamente en la Universidad de la Columbia Británica, en Vancouver, el 5 de marzo de 1998.Algunas de las ilustraciones que acompañan al texto se publicaron originalmente en www.web.me.com/jacoboperezenciso.

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