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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología 115 TEOLOGÍA Y LITERATURA MADRID 1 9 7 6

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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

115

TEOLOGÍA Y LITERATURA

M A D R I D

1 9 7 6

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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

Año XII

Diez números al año, dedicados cada uno de ellos a un tema teológico estudiado en forma interdísciplinar. Aparece mensualmente, excepto en julio-agosto y septiembre-octubre, en los que el número será doble.

CONTENIDO DE ESTE NUMERO

J.-P. Jossua/J. B. Metz: Teología y literatura. 157 Carta de M.-D. Chenu 161

1. LA. LITERATURA.

H. Rousseau: Posibilidades teológicas de la literatura 163

J.-C. Renard: Poesía, fe y teología 174 J.-P. Manigne: El ensayo 197 J. B. Metz: Teología como biografía. "Una

tesis y un paradigma 209

2. EL LENGUAJE

B. Quelquejeu: El problema de «escribir». Algunas preguntas a los que «escriben» teología 219

K. Netzer: Lectura literaria de la Biblia .... 233

3. TEOLOGÍA EN ALGUNAS OBRAS LITERARIAS

J. L. Aranguren: Teología y teatro en Tirso de Molina 242

Ph. Sellíer: Teología y literatura. Los «pen­samientos» de Pascal 253

J. C. Scannone: Poesía popular y teología. El aporte del «Martín Fierro» a una teo­logía de la liberación 264

BOLETÍN

M. A. Lathouwers: Temas religiosos en la lite­ratura rusa contemporánea 276

Responsable de la edición española: V Tn<5P MTTÍ3rY7 QTJMr>TMn

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No podrá reproducirse ningún artículo de esta revista, o extracto del mismo, en nin­gún procedimiento de impresión (fotocopia, microfilm, etc.), sin previa autorización de la fundación Concilium, Nimega, Holanda, y de Ediciones Cristiandad, S. L., Madrid.

Depósito legal: M. 1.399.—1965

COMITÉ DE DIRECCIÓN

Giuseppe Alberigo William Bassett

Gregory Baum OSA Franz Bockle

Antoine van den Boogaard Paul Brand

Marie-Dominique Chenu OP (consejero) Yves Congar OP (consejero)

Mariasusai Dhavamony sj (consejero) Christian Duquoc OP

Casiano Floristán Claude Geffré OP

Andrew Greeley Norbert Greinacher

Gustavo Gutiérrez Merino (consejero) Peter Huizing sj

Bas van Iersel SMM Jean-Pierre Jossua OP

Walter Kasper Hans Küng

Rene Laurentin (consejero) Johannes Baptist Metz

Alois Müller Roland Murphy o. CARM Jacques-Marie Pohier OP

David Power OMI Karl Rahner sj (consejero)

Luigi Sartori (consejero) Edward Schillebeeckx OP

Hermán Schmidt sj Bruce Vawter CM

Antón Weiler

Bolonia-Italia San Francisco/Cal.-EE. UU. Toronto/Ont.-Canadá Bonn/Rottgen-Alemania Occ. Nimega-Holanda Ankeveen-Holanda París-Francia París-Francia Roma-Italia Lyon-Francia Madrid-España París-Francia Chicago/Ill.-EE. UU. Tubinga-Alemania Occ. Lima-Perú Nimega-Holanda Nimega-Holanda París-Francia Tubinga-Alemania Occ. Tubinga-Alemania Occ. París-Francia Münster-Alemania Occ. Lucerna-Suiza Durham/N.C.-EE.UU. París-Francia Roma-Italia Munich-Alemania Occ. Padua-Italia Nimega-Holanda Roma-Italia Chicago/Ill.-EE. UU. Nimega-Holanda

CONSEJO CIENTÍFICO

José Luis Aranguren Luciano Caglioti

August Wilhelm von Eiff Paulo Freiré

André Hellegers Barbara Ward Jackson

Harald Weinrich

Madrid-España/S. Bárbara/Cal.-EE. UU. Roma-Italia Bonn-Alemania Occ. Ginebra-Suiza Washington, D.C.-EE.UU. Nueva York-EE.UU. Colonia-Alemania Occ.

SECRETARIADO GENERAL

Arksteestraat, 3-5, Nimega (Holanda)

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COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

Directores:

Jean-Pierre Jossua OP Johann Baptist Metz

París-Francia Münster-Alemania Occ.

Miembros:

Alfonso Alvarez Bolado sj Jos Arntz OP

Paul Blanquart OP Henri Bouillard sj

Francois Bussini Bertrand de Clercq OP

Joseph Comblin Etienne Cornélis

Richard Cote OMI Iring Fetscher

Francis Fiorenza José Fondevilla sj

Heinrich Fries Giulio Girardi

Matthew Lamb Bernard Lauret OP

ítalo Mancini Andreas van Melsen

Charles Moeller Christopher Mooney sj

Maurice Nédoncelle Francis O'Farrell sj Raymundo Panikkar

Hermuth Rolfes Ludwig Rütti

Juan Carlos Scannone sj Norbert Schiffers

Heinz Schlette Robert Spaemann

David Tracy Josef Trütsch

Roberto Tucci sj Jan Walgrave OP Bernhard Welte

Madrid-España Tilburgo-Holanda París-Francia París-Francia Estrasburgo-Francia Lovaina-Bélgica Talca-Chile Nimega-Holanda Roma-Lesotho Francfort/Meno-Alemania Occ. South Bend/Ind.-EE. UU. Barcelona-España Munich-Alemania Occ. París-Francia Milwaukee/Wis.-EE. UU. París-Francia Urbino-Italia Nimega-Holanda Roma-Italia Filadelfia/Penn.-EE. UU. Estrasburgo-Francia Roma-Italia Santa Bárbara/Cal.-EE. UU. Münster-Alemania Occ. Münster-Alemania Occ. San Miguel-Argentina ' Ratisbona-Alemania Occ. Bonn-Alemania Occ. Stuttgart-Alemanía Occ. Chicago/Ill.-EE. UU. Chur-Suiza Roma-Italia Lovaina-Bélgica Friburgo de Brisgovia-Alemania Occ.

PRESENTACIÓN

TEOLOGÍA Y LITERATURA

Desde hace algún tiempo nos apasionan las relaciones entre la teología y la literatura. Presentíamos unas riquezas a las que se muestra sorda una teología excesivamente dialéctica, teorizante y académica y unos recursos de expresión de que está privada. Con ello tenía mucho que ver la incultura de los clérigos o, en el mejor de los casos, una especie de humanismo paralelo que dejaba para los ratos de «ocio» unas lecturas que nada tenían que ver con el «trabajo». La entusiasta acogida que dispensó el padre Chenu al auténtico manifiesto en favor de la literatura que fue la introduc­ción del padre Duployé a su obra sobre Péguy representa una ex­cepción tan rara como para justificar que le hayamos pedido su opinión sobre esta presentación. Es evidente que podrían plan­tearse problemas similares a propósito de la música y de las artes plásticas, incluso más allá de toda creación artística de intención religiosa, pero era preciso poner unos límites y nosotros hemos elegido el terreno menos difícil.

La primera etapa consistirá en descubrir en qué medida las creaciones literarias pueden contener un trasfondo teológico explí­cito o latente. Y ante todo nos fijaremos en los escritores creyentes, pues si bien es verdad que las obras de los no creyentes pueden pre­sentar un gran interés para el teólogo en sus investigaciones, resul­taría imprudente plantearles unas cuestiones que no les preocupan. Mucho peor sería el intento de recuperarlos como si fuesen teólogos «sin saberlo». Este es precisamente el fecundo estudio que Bré-mond había emprendido en su monumental Histoire littéraire du sentiment religieux, aunque rio era éste precisamente el fin que se había propuesto, y en la misma línea se sitúan algunos críticos, como Ch. Moeller o A. Blanchet, a los que debemos avances im­portantísimos para la época contemporánea. Más raros han sido los teólogos «de profesión» que han adoptado este enfoque.

I

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158 J.-P. Jossua/J. B. Metz

La razón es que las dificultades son mayores de lo que podría parecer a primera vista. Hay que leer la literatura, acomodar la visión, cambiar de registro. No es suficiente —y ello fue mucho en su momento, no lo olvidemos— leer las novelas de Bernanos a través de la cuadrícula de la teología sacramentaría, como hizo H. Urs von Balthasar. Tampoco sería suficiente ver en la literatura un «lugar teológico» al que una teología inmutable pudiera recurrir en busca de ilustraciones o elementos que hubiera podido descubrir, en última instancia, por sus propios medios. Tampoco podemos contentarnos con ver en la literatura un camino paralelo de útil vulgarización, aún admitiendo que sólo ella pudo llegar de verdad al mundo laico y, con mayor motivo, al mundo incrédulo. Ahí está la inmensa influencia de un Dostoievski, de un Claudel, de un Greene. Hay que llegar más lejos y preguntarnos si hay algo que sólo la literatura pueda expresar, algo que ninguna teología con­ceptual podría formular y que la literatura expresa con rigor. De ahí que, en nuestro deseo de reflexionar ante todo sobre las posi­bilidades de la novela, nos hayamos dirigido a H. Rousseau para que lo haga a propósito del tema del mal, tan denso, tan difícil­mente objetivable, hasta el punto de que, como han demostrado P. Ricoeur y M. Milner, tan sólo los símbolos, la obra literaria pueden articularlo de algún modo. Un extenso estudio de un poeta ya célebre, J.-C. Renard, sobre la poesía y un artículo de J.-P. Ma-nigne sobre el ensayo representan las correspondientes valoraciones a propósito de otros géneros literarios, pero con ello pisamos ya un terreno distinto, del que hablaremos en seguida.

En una segunda etapa hemos tomado conciencia de cierto núme­ro de problemas fundamentales que hoy plantea la literatura a la teología. Por una parte, nos obliga a considerar una situación gene­ral del lenguaje en nuestro tiempo. Urge comprender que el len­guaje humano desborda los límites del saber, del poder y del hacer en que lo han confinado la ciencia, la técnica, una filosofía abstrac­ta y voluntarista, una práctica política de corto alcance, y debe com­portar modos capaces de expresar la existencia y la esperanza, modos en los que el hombre no dispone del lenguaje, sino que lo escucha. La literatura nos aporta el testimonio de esta posibilidad. Pero resulta que la teología ha incurrido muchas veces en aquellos erro­res, por lo que le es indispensable una indagación básica acerca del

Teología y literatura 159

lenguaje (artículo de B. Quelquejeu). Por otra parte, la crítica lite­raria contemporánea, inseparable hoy de las tentativas de la misma creación literaria, ha invadido en los últimos años los dominios re­servados a las «ciencias» religiosas, del mismo modo que desbordó los límites de las «ciencias» del lenguaje para convertirse en una teoría de las «lecturas» de los textos. ¿Qué aportan estas investi­gaciones con vistas a conmensurar el alcance teológico de los textos literarios y, ante todo, para la lectura de la misma Biblia? Esta última pregunta se la hemos hecho a K. Netzer. Convendrá también tener en cuenta los trabajos de Harald Weínrich (Teología narrati­va) y de J. B. Metz (Breve apología de la narración), aparecidos en esta misma revista: «Concilium» 85 (1973).

Finalmente, en una tercera etapa la teología se ha preguntado, por una especie de oscilación pendular al final del proceso, si la literatura no podría ser para ella, de un modo o de otro, un pre­cioso medio de expresión. La multiplicación de los intentos y la creciente preocupación por las formas literarias manifiestan que al menos ciertos teólogos se plantean esta cuestión, que puede con­tarse ya como uno de los desplazamientos notables, cuando no uno de los más importantes, que desde hace algunos años viene experi­mentando la teología. En un número próximo volveremos sobre este problema en conjunto. En todo caso, no se trata de prolongar las tentativas de la teología «poética» o de la «espiritualidad», co­nocidas desde siempre y que son características de ciertas modas o tendencias arbitrarias. Se trata, por el contrario, de encontrar en el estilo un nuevo rigor que permita a la teología desarrollar su tarea propia en una época que no parece propicia ni a la abstracción ni a lo sistemático. Evidentemente, lo que hoy está en juego no es un determinado estilo, sino que se trata de un modo de pensar, de una mutación que experimenta el mismo mundo del pensamiento, de una preocupación dominante por recurrir a la experiencia cris­tiana, escrutando al mismo tiempo los intercambios incesantes que mantiene con la confesión de fe. En este terreno se sitúan preci­samente no sólo los artículos de J. B. Metz sobre la «teología bio­gráfica», sino también, hasta cierto punto, los textos ya menciona­dos de J.-P. Manigne y de J.-C. Renard. Hemos de advertir, por lo que a nosotros concierne, que nunca hemos pensado en la posi­bilidad de que semejantes formas de expresión puedan reemplazar

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160 J.-P. Jossua/J. B. Metz

totalmente a una teología conceptualmente más elaborada o más erudita.

Pero la literatura no existe. Lo que existe son los escritores. Necesitábamos evitar a toda costa que el método del número, exce­sivamente didáctico, desmintiera su propósito. Resultaba evidente­mente imposible publicar aquí textos originales, pero hemos deci­dido al menos pedir a algunos amigos de diversos países que nos hablaran de un escritor por ellos elegido y expusieran lo que éste podría aportar a la teología o en qué sentido había desarrollado una labor teológica. La elección resultó muy difícil en este punto, apar­te de que no todas nuestras tentativas tuvieron éxito. Como expo­nente del castellano eligió J. L. Aranguren a Tirso de Molina, una de las figuras más representativas del Siglo de Oro. Para Francia, Ph. Sellier nos ha evocado a Pascal, sobre el que ha publicado varias obras. Desgraciadamente ha sido imposible mantener una notable aportación alemana, que hubiera resultado intraducibie a otros idiomas. Nos dimos cuenta de ello demasiado tarde para dar entrada a un artículo en lengua inglesa al que habíamos tenido que renunciar por falta de espacio. Nos falta decir que hemos tratado de ofrecer un puesto, con la literatura popular sudamericana (artícu­lo de Scannone sobre Martín Fierro), a un registro diferente de la literatura ligada a la cultura de los ambientes más favorecidos, que no siempre es la más rica o la más original. Finalmente, hubiéramos deseado dar cabida a la literatura rusa subterránea del Samisdat, cuyas preocupaciones religiosas son bien conocidas. Dando un mar­gen de confianza a nuestro colaborador M. Lathouwers, nos hemos contentado finalmente con un estudio sobre la joven literatura rusa publicada legalmente, menos difundida, pero que nos proporciona una buena muestra de lo que actualmente se puede integrar como temática religiosa en la URSS.

Apenas hemos empezado a desbrozar el terreno. Sirva esto de excusa a la modestia de este número y de estímulo para emprender estudios más amplios.

J.-P. JOSSUA J. B. METZ

CARTA DE M,D. CHENU

La invitación con que me honran los responsables de este nú­mero me produce cierta confusión y, al mismo tiempo, una con­ciencia viva de lo que en gran parte aún quedaba implícito en mis reflexiones sobre la historia de la teología. Confusión, porque no puedo alegar una contribución positiva a este problema, como en sus tiempos la hizo el padre Duployé en su «manifiesto». Pero al mismo tiempo conciencia viva, porque esta invitación me incita a dar en mí mismo una expresión razonada a las percepciones de con­junto que por instinto impregnaban mi trabajo histórico sobre los comportamientos de la teología al margen de su sector profesional. Siempre he pensado que teología no es únicamente el producto ofrecido por los profesionales, los «profesores», sino también el fruto de la inteligencia colectiva del pueblo de Dios que vive en el mundo. Esto es lo que pretendí expresar en una homilía al Congreso de Bruselas de 1970 («Concilium» [1970], número extraordinario).

Es en este punto donde me siento identificado con la tercera etapa que se acaba de evocar. Si, por instinto, di voz y carta de naturaleza a la «literatura» en teología, fue porque esta teología, en el sentido integral del término, es la palabra de Dios activa en el mundo. En el mundo, y no sólo en el espacio eclesial que aparece delimitado por unas fronteras. El Espíritu, que actúa en la historia como Cristo anunció, asume toda la historia en su evolución (Gau-dium et spes, 26,3), a pesar de que nosotros, a efectos de análisis, distinguimos entre historia sagrada e historia profana. Hay que tener en cuenta que la historia profana, por otra parte, no se com­pone únicamente de acontecimientos, sino que abarca también unas formas culturales que esos acontecimientos van suscitando día tras día en la conciencia colectiva de los hombres. Las culturas, en la coherencia densa de las artes plásticas y las artes literarias, son el terreno admirablemente fecundo de la fe en acción y en cuestión, del parto de la creación, que es obra del Espíritu, con sus gemidos inefables. El texto de Rom 8,18-27 despoja de todo privilegio a esa zona en la que tantas veces se ha confinado el trabajo teológico. Lo que se asume es toda la creación.

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162 M.-D. Chenu

Título para la inteligencia de la fe —y para la evangelización que de ella dimana— es, por tanto, la «existencia en el mundo». Todo hombre que vive en el mundo, en la misma medida en que toma conciencia de esa vida, en la medida en que hace suyas no sólo las aspiraciones religiosas, sino también las «formas», está en condiciones de discernir los múltiples lenguajes del tiempo, «lo mis­mo si es creyente que si es incrédulo». Así se ha dicho al pie de la letra en el famoso texto de la Gaudium et spes, 44, que es la carta no sólo de la evangelización, sino también de la inteligencia de la fe en busca de su expresión propia, consustancial a su con­tenido.

Ahora bien, la literatura, en toda su extensión y en todos sus géneros, es la expresión concentrada de múltiples densidades psico­lógicas, sociológicas, lingüísticas, culturales de los diversos grupos humanos. No es, por consiguiente, tan sólo una provocación extrín­seca a los problemas que ulteriormente se plantea el creyente, sino que aporta el material mismo de la aculturación de la fe. Cierta­mente, la historia literaria no es una historia de la teología, pero constituye uno de sus puntos de engarce o, como decía Eusebio elogiando al Imperio Romano, «una preparación evangélica».

Es una idea feliz de «Concilium» proclamar de este modo su campo de trabajo, y lo es también el hecho de que, con vistas a los diversos objetivos que integran su programa, eche mano de los recursos originales de las empresas literarias. No de otro modo debe comportarse la teología de una Iglesia que está en el mundo.

M.-D. CHENU [Traducción: J. VALIENTE MALLA]

POSIBILIDADES TEOLÓGICAS DE LA LITERATURA

Entre las causas de la crisis actual del cristianismo se puede contar una especie de divorcio entre la teología y la experiencia de fe de la comunidad cristiana, divorcio cuyos remotos orígenes se sitúan en la instauración de una teología erudita, construida a modo de una técnica especializada, que culminó con la dialéctica escolás­tica. El uso del latín como lengua técnica hizo que la teología se convirtiera durante mucho tiempo en un dominio «reservado» a los iniciados. La teología se nutrió entonces de sí misma en lugar de nutrirse de la vida. La teología tendrá por nula, cuando no por herética, la experiencia viva del laicado, porque no entra en sus cuadros, mientras que el laico, por ignorar la teología, no podrá comprender su propia experiencia.

Durante los últimos decenios se ha producido una toma de conciencia de este divorcio y se ha puesto en tela de juicio la teolo­gía de los especialistas, desligada de la experiencia de fe de la comu­nidad eclesial y la cultura de nuestros tiempos. La teología ha de tener como función propia, en esta perspectiva, no sólo reflexionar sobre los «lugares tradicionales», sino también sobre la experiencia viva y actual, dándole expresión y haciéndola inteligible.

A partir de ahí se establece una relación entre la teología y la literatura, en tanto que ésta es ante todo expresión de una expe­riencia viva, aunque sólo sea por medio de la imaginación. Si la teología acierta a ocupar un puesto privilegiado en esta experiencia, ¿no podrá representar por su parte la literatura un lugar teológico esencial en tanto que es capaz de expresar la experiencia cristiana mejor que la teología dialecticista?

El problema es de proporciones vastísimas. Nos limitaremos, por consiguiente, a lo que conocemos un poco menos mal: la lite­ratura francesa y más especialmente la novela, y dentro de este ámbito, a la expresión de la experiencia del mal.

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LOS TEMAS CRISTIANOS EN LA LITERATURA

Antes de abordar este terreno acotado convendrá señalar que esta exploración de la fuerza teológica de la literatura ya se ha emprendido anteriormente de diversos modos. Sin pretender ser exhaustivos, señalaremos algunos de sus jalones. Así, el ensayo de H. Urs von Balthasar Le chrétien Bernanosl nos parece una demostración, a propósito de un caso concreto, de que la literatura tiene virtualidades teológicas; en efecto, las novelas de Bernanos son algo más que relatos, pues entrañan otras tantas «interpreta­ciones de la existencia y de la revelación en la perspectiva del mun­do contemporáneo», interpretaciones fundadas en la propia expe­riencia. El ensayo del padre Pie Duployé sobre La religión de Pé­guy plantea con toda exactitud el problema del «estatuto teológico de la literatura»2. Finalmente, el ensayo de Romano Guardini sobre El universo religioso de Dostoievski3 pone de relieve la dificultad de situar en el plano nocional los datos teológicos inmanentes a la formulación novelesca concreta. Todos los grandes escritores cris­tianos han pasado por esta interpelación: Bloy, Claudel, Bernanos, Mauriac, Péguy, Julien Green, etc.

Pero la experiencia cristiana no es independiente de la expe­riencia humana en que se inserta ni de la cultura contemporánea, sino que se sitúa en una correlación con la experiencia viva de los no creyentes en cada época. Esto nos obliga a ampliar el campo de nuestra exploración, que abarcará toda la literatura, buscando la significación teológica de no importa qué obra. De ahí que Charles Moeller, en su serie de estudios Literatura del siglo XX y cristia­nismo 4 interrogue indistintamente a cristianos y no cristianos desde diversos enfoques (silencio de Dios, fe en Jesucristo, esperanza, confianza, amor a los hombres, etc.) con el propósito de «dar unas cuantas lecciones de teología», pues «me parece posible encarnar ciertas verdades cristianas esenciales con ayuda de las obras litera­rias contemporáneas». El ateo aporta su testimonio al problema

1 H. Urs von Balthasar, Le chrétien Bernanos (París 1956). 2 P. Duployé, La religión de Péguy (París 1965). 3 R. Guardini, "Der Mensch und der Glaube. Versuche über die religióse

Existenz in Dostojewskijs Grossen Romanen (Leipzig). 4 Ch. Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo I (Madrid 21972).

Posibilidades teológicas de la literatura 165

capital del silencio de Dios. Del mismo modo, A. Blanchet, en sus estudios sobre La littérature et le spirituel5, «trata de captar en una obra al hombre junto con su opción existencial». «¿La litera­tura? Exploración de un abismo, el del autor y el nuestro también».

Esta ampliación lleva a admitir que la literatura puede tener no sólo una virtualidad teológica explícita —tal es el caso de los escritores cristianos cuya vocación cristiana se identifica con la voca­ción de escritor—, sino también una virtualidad implícita, que será preciso sacar a la luz mediante un trabajo de desciframiento y de hermenéutica en el caso de escritores no cristianos. De este modo se puede sentar el principio de la lectura cristiana de una obra cual­quiera, poniendo en evidencia sus esquemas teológicos, siquiera sean «en negativo», conscientes o inconscientes. Por poner un ejemplo extremo, Pierre Klossowski, al que no tomamos desde luego como una autoridad teológica, ha emprendido en Sade mon prochain6

la tarea de descifrar una obra a primera vista simplemente perver­sa, demostrando que Sade plantea el problema del mal «con todo rigor y bajo una forma casi teológica»; de este modo, «la concien­cia del libertino mantiene una relación negativa con Dios por una parte y con el prójimo por otra. La noción de Dios y la noción de prójimo le son indispensables». En tanto que el prójimo existe para el ego, le manifiesta la presencia de Dios. ¿Ha conseguido Sade liquidar a su prójimo y, mediante esto, el mal? «¿Cuándo salió Sade personalmente de su período problemático? En la actua­lidad, nada nos permite establecer si logró realizar efectivamente esta liquidación del mal» y, por consiguiente, de Dios. Más en concreto, Klossowski afirma que la novela justine es «la ilustración del dogma fundamental del cristianismo: la reversibilidad de los méritos del sacrificio del inocente en favor del culpable». Si ello es exacto, tal ilustración es evidentemente inconsciente por parte de Sade. En virtud de esta hermenéutica, la obra de Sade se nos muestra no como una inmunda recopilación de todas las perversi­dades, sino como un «solo grito desesperado, lanzado a la imagen de la virginidad inaccesible, grito envuelto y como engastado en un cántico de blasfemias». Sade, a través de esta perspectiva, aparece

5 A. Blanchet, La littérature et l'espirituel I (París 1959). 6 P. Klossowski, Sade mon prochain (París 1947).

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266 H. Rousseau

como nuestro prójimo. Del mismo modo, Claude-Edmonde Magny, en su estudio sobre Faulkner ou l'inversion théologique1, trata de demostrar, en relación con el significado profundo de esta obra, que «podríamos llamarla con razón religiosa, por extraordinario que pueda parecer este término aplicado a una obra en apariencia absolutamente profana... Las novelas aparentemente profanas de Faulkner parecen profetizar una buena nueva aún por venir... El hombre, falto de salvación, queda durante algún tiempo a merced de la fatalidad... El universo que nos muestra Faulkner es el mun­do de antes de la encarnación... ¿Cómo no habría de parecemos desesperado, puesto que la esperanza aún no lo ha poseído? Y del mismo modo que el Oficio de Tinieblas está ligado a la Resurrec­ción, también la Navidad va necesariamente unida a la Degollación-de los Inocentes, esos seres asesinados contra toda justicia...» (Tommy, Goodwin, Nancy, Benjy, Temple, etc.). C.-E. Magny busca así en la obra de Faulkner unas «subestructuras teológicas».

Estos pocos ejemplos nos llevan a admitir el principio de que la obra novelística, sea o no cristiana, con tal de que exprese una experiencia auténtica, puede contener una virtualidad teológica, explícita o implícita. Pero hay que ser prudentes para no incurrir en un intento de «recuperación». De todas formas, el campo de exploración es infinito, hasta el punto de que resulta imposible apreciar qué esquemas teológicos actúan más intensamente en la creación literaria. Sin embargo, podemos adelantar sin riesgo de equivocarnos demasiado que los temas puramente teológicos, es decir, aquellos cuyo objeto es Dios en sí mismo (el tema trinitario, por ejemplo), tienen pocas probabilidades de constituir la subes-tructura teológica de una obra novelesca. Tienen muchas, en cam­bio, todos los temas que se refieren a la relación entre Dios y el hombre, vivida desde el punto de vista del hombre (libertad, gra­cia, predestinación, salvación, perdición, etc.), o a las relaciones en­tre los humanos con referencia a Dios (la significación del amor en Paul Claudel, la comunión de los santos en Bernanos). Siguiendo con este análisis, podríamos afirmar sin lugar a dudas que el tema teológico esencial de la literatura (tanto en elaboraciones cristianas como de otro signo) es el tema del mal.

7 C.-E. Magny, L'áge du román américain (París 1948).

LA OBRA NOVELÍSTICA Y EL MAL

Es un hecho claro que los grandes novelistas cristianos (Bloy, Bernanos, Mauriac, Green, Greene) están obsesionados por el escán­dalo del mal en el hombre y por el silencio de Dios. En La littéra-ture et le pechés confiesa Mauriac: «Nada podrá evitar que el peca­do sea el elemento del hombre de letras, y las pasiones del corazón el pan y el vino con que se deleita cada día. Describirlos sin com­plicidad (no está) al alcance del escritor de imaginación, cuyo arte consiste en hacer visible, tangible, olfativo un mundo lleno de deli­cias criminales, de santidad también... Los escritores de imagina­ción nunca lograrán evadirse del mundo de la caída que les ha sido asignado». Un escritor de ideas completamente distintas ha escrito un libro de ensayos sobre La littérature et le mal9, en cuyo prefa­cio podemos leer: «La literatura es lo esencial o no es nada. El mal —una forma aguda del mal— de que es expresión tiene para nos­otros, así lo creo, un valor soberano». La literatura tendrá una vinculación esencial con el mal y su vértigo (Emily Bronté, Baude-laire, Michelet, Blake, Proust, Genét). Toda la obra del mismo Bataille está fundada en el vértigo de la transgresión. Finalmente, André Gide decía que no se puede hacer buena literatura con los buenos sentimientos, y que todo artista es cómplice del demonio (idea que también podemos detectar en el Thomas Mann del Doctor Faustus) 10. No queremos plantear aquí el problema de la compli­cidad del novelista con sus personajes, sino subrayar simplemente el alcance teológico de toda literatura en cuanto que se funda en la experiencia del mal.

No se trata de seguir aquí, a través de toda la literatura nove­lística francesa, la diversidad de expresiones de esta experiencia. Podríamos demostrar sin duda que todas estas expresiones son en gran medida tributarias del planteamiento cristiano del problema, aun en los incrédulos, y también de temas y esquemas cristianos. Ya lo hizo, y de manera muy completa, Max Milner, en cuanto al

5 En la obra colectiva L'homme et le peché (París 1938). 9 G. Bataille, La littérature et le mal (París 1957). la Gide temía que Julien Green, al convertirse al catolicismo, perdiera su

talento: «¿Por qué no cambia el rumbo hacia el demonio?». Y ante su nega­tiva: «Podría disimular...».

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168 H. Rousseau

esquema del Diablo, desde Cazotte a Baudelaire ". Podríamos citar igualmente a Marcel A. Ruff y L'esprit du mal et l'esthétique baudelairienne n. Podría seguirse la historia de este esquema hasta nuestros días a través de las obras de Rimbaud, Verlaine, Huys-mans, Bloy, Bernanos, Mauriac, Green, Jouhandeau y muchos otros...

Hay que reconocer que la exploración de este esquema durante el siglo xix ha pecado, desde el punto de vista teológico, de super­ficial. Primero porque no ha habido grandes novelistas cristianos (desde este punto de vista, Chateaubriand fracasó). Luego porque la gran mayoría de los escritores que se han servido del esquema de Satán no creía en su existencia, con lo que este uso pierde en gran medida su significación. Milner distingue diversos niveles en que entra en juego este esquema: motivo dependiente de una moda (lo fantástico); emblema que encarna un vicio; mito, es decir, «un aspecto de la condición humana condensado en una historia o en un ser, que permite a quien en él se contempla resolver sus propios conflictos»; finalmente, símbolo. Es evidente que el Satán román­tico no es otra cosa que la proyección del alma romántica, cons­ciente de una maldición injusta, y rebelde por ello mismo (su re­quisitoria contra Dios se basa en la justicia); de ahí que sea tan frecuente el tema de la salvación de Satán. Pero de ahí también que al menos se evoque, aunque sea de rechazo, el problema de la eternidad de la condenación, que ha atormentado a tantos cristia­nos. ¿Puede darse de verdad un rechazo totalmente consciente, con pleno conocimiento de causa, de Dios, una decisión radical a favor de la nada? ¿Una infinitud del mal? En la literatura romántica, Satán no es propiamente un ser maléfico, sino más bien un rebelde que se subleva contra una injusticia. Finalmente, si las obras del siglo xix son con mucha frecuencia expresión de una experiencia religiosa y utilizan un conjunto de esquemas heredados del cristia­nismo, su valor teológico está ante todo en las cuestiones que plan­tean en sus protestas, en la sublevación contra el mal, en el grito que lanzan al cielo. Raros son, sin embargo, los que desde Sade a

11 M. Milner, Le diable dans la littérature francaise, de Cazotte a Baude­laire, 1772-1861 (París 1960).

12 M. A. Ruff, L'esprit du mal et l'esthétique baudelairienne (París 1955).

Posibilidades teológicas de la literatura 169

Lautréamont han expresado una experiencia radical del mal. Para estos autores no existe Satán, o más bien se diría que es Dios mismo.

Hasta el siglo xx no aparecerán los auténticos novelistas cris­tianos. Satán encontrará entonces también su expresión novelesca. Pero ocurrirá así precisamente porque no se presenta como un personaje de novela. Nos proponemos ilustrar esta afirmación evo­cando cuatro novelas de Bernanos y poniendo en claro el significado teológico de la evolución que experimenta el esquema de Satán en este novelista.

UN EJEMPLO: BERNANOS Y EL MAL

La obra de Bernanos, orientada en su totalidad hacia Dios, no por ello deja de sumergirse en un universo maléfico, lleno de ase­sinatos y suicidios. Se caracteriza por la presencia universal y obse­siva del mal, por una lucha aparentemente desesperada entre la gra­cia y su ausencia, la salvación y la perdición. A través de toda ella se advierte una presencia, más o menos explícita, de Satán. El nudo de la obra es el silencio de Dios y la tentación de la desesperación, de la nada. Pero esta tentación recibe expresiones cada vez menos mitológicas y sus símbolos aparecen cada vez más al desnudo.

En todas las novelas de Bernanos hay un momento decisivo (el de la tentación radical) de la duda, en que se pone en juego la sal­vación. En la primera novela, Sous le soleil de Satán, este momento se presenta en forma de un diálogo con Satán, que comparece bajo la apariencia de un vulgar buhonero. A diferencia de otras escenas análogas de Dostoievski (Stavroguin en Los poseídos) o Thomas Mann (Adrián Leverkuhn en Doctor Faustus), esta aparición no es una exteriorización o una proyección del yo inconsciente, sino la irrupción de una persona extraña, aunque la escena (Bernanos deja que aflore la duda a propósito de ello) no sea más que una aluci­nación. En el diálogo en que el abate Donissan deja que Satán le tome sobre su corazón y le abrace, lo que experimenta es el vértigo del abismo. Donissan está a punto de caer en la trampa de la com­pasión hacia «esa queja proferida con palabras, pero fuera de este mundo»; Satán provoca luego en él un desdoblamiento demoníaco

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que le hace percibirse (o percibir a su doble) con una total lucidez. La novela está salpicada de otras escenas más o menos fantásticas, en las que, sin embargo, Satán ya no aparece en figura, sin que por ello deje de estar presente, pero ahora en el corazón de Donissan.

En L'Imposture está constantemente presente Satán en la som­bra, pero Bernanos prescinde de darle cualquier figura. En el mo­mento decisivo en que el abate Cénabre experimenta la duda, toma conciencia de que ha perdido la fe (o de que nunca la ha tenido) y elige la nada, se produce en él una especie de desdoblamiento. Siente que ya no es dueño de sí mismo, que ha sido poseído por un ser extraño, escucha su propia risa como si fuera de otro: «Era como el júbilo de otro ser, su realización misteriosa... Aceptaba, recibía en su propia naturaleza la fuerza misteriosa, la experimentaba con un gozo terrible». Pero «la idea de la posesión ni siquiera le rozó», y por ello precisamente sugiere Bernanos que estaba poseído del demonio. En estas dos novelas se traduce la presencia de Satán por una lucha incesante y agotadora contra el poder universal del «prín­cipe de este mundo», contra la tentación permanente de la deses­peración y de la nada. Satán siempre está presente, al acecho, dis­puesto al asalto. El juego no se acaba del todo sino con la muerte, por la aceptación o el rechazo de la gracia (de hecho, el abate Céna­bre, el impostor, terminará por salvarse en La jote).

En la última novela de Bernanos, Monsieur Quine, la expresión del mal es completamente distinta: el mal no aparece ya bajo el esquema personal de Satán o, más bien, la acción de Satán resulta imperceptible. Ni siquiera hay lucha. Es la novela de la lenta aspi­ración de los seres por el vacío. Si Ouine está poseído, ya no es por una fuerza extraña y maléfica, sino por su propio vacío inson­dable y totalmente aceptado. Mientras se encamina hacia la muerte, ya no lucha, se deja llevar y aspirar por la nada y el frío. No vive, es un muerto en vida, y por ello mismo no llega a morir de verdad. Al igual que Gide, se hunde en su propio vacío, totalmente deses­perado. Es posible que la acción de Satán quede expresada mediante esta presencia anónima e impersonal, mediante esta aspiración indo­lora hacia la nada, mejor que a través de las luchas titánicas y fan­tasmagóricas de Sous le soleil de Satán.

Julien Green decía que Dios no es un personaje de novela y que es extremadamente raro que se manifieste en la vida (Jour-

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nal V, 352). Lo mismo hubiera podido decir del diablo. Podríamos preguntarnos si las novelas en que Dios o el diablo actúan dema­siado manifiestamente no serán (estética y humanamente) malas novelas. Un novelista como Bernanos sucumbió con excesiva fre­cuencia en sus comienzos a la tentación de convertir a sus héroes en místicos del bien o del mal, sometidos a unas experiencias de la presencia inmediata del abismo de Dios o de Satán, cuando la condición humana es en realidad experiencia del alejamiento, de la ausencia, del silencio; en una palabra: de la fe oscura y de la me­diocridad, de la futilidad del mal. Bernanos odiaba la mediocridad; pero sabía al mismo tiempo que, al igual que la gracia, el mal tras­ciende la psicología, la conciencia superficial y mediocre: «Nos­otros no captamos en la superficie de las tinieblas más que los bre­ves destellos de la tormenta inaccesible. Las mejores hipótesis psicológicas no hacen más que disimular a nuestros ojos un misterio cuya sola idea embarga el espíritu» (Sous le soleil de Satán). Las culpas, los pecados, sólo son «síntomas» que aparecen en la super­ficie de la conciencia; más abajo está el abismo insondable, que sólo a unos pocos elegidos, y en momentos excepcionales es dado contemplar cara a cara, para que vean allí a Dios o a Satán. Del mismo modo se explica Julien Green en su Journal (V, 126): «Mis novelas dejan entrever en grandes torbellinos lo que yo creo que es el fondo del alma, que escapa siempre a la observación psicoló­gica, la región secreta en que actúa Dios», o Satán. También Ber­nanos sabe que Satán es impalpable, que no tiene forma: «El pecado no tiene ni forma ni color ni sabor peculiares, sino que los adopta todos. Nos desgasta por dentro». El príncipe de este mundo «se esconde igual que miente, adopta todos los aspectos, incluso el nuestro... Está en la mirada que le desafía, en la boca que le niega. Está en la agonía mística, en la seguridad y la tranquilidad del estúpido» (ibíd.). ¿Era preciso que Bernanos llegara más lejos, que hiciera hablar y reír a Satán? ¿Que obligara a Dios a actuar milagrosamente? Pero si no hay signos, ¿cómo saber si estamos condenados o si nos hemos salvado? La tentación del novelista cristiano es salvar o condenar a sus personajes, lo que equivale a ocupar el lugar de Dios, a instalarse en la región secreta y subte­rránea en que el hombre, en soledad absoluta, toma sus decisiones, incluso sin saberlo a ciencia cierta. No sabemos quiénes somos.

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Si «Dios no habla» (J. Green, Journal V, 247), ello no signi­fica que el hombre esté totalmente abandonado a sí mismo, pues «todo habla de Dios» (ibíd., 263). Si Dios se manifiesta en signos visibles, esos signos son los otros, aunque ellos mismos no lo sepan. Esto vale perfectamente también de las novelas de Bernanos, en que sobre todo los sacerdotes son signos vivos. Ese es el medio de introducir el tema teológico de la comunión de los santos. El abate Cénabre ha sido aparentemente abandonado por Dios, que guarda silencio (L'lmposture); pero gracias a la cadena mística que lo une a Chantal de Clergerie (La joie), que une también a éste con el abate Chevance, que finalmente une a éste con Cristo, Cénabre terminará por salvarse. Esta cadena es la aceptación humilde de la muerte, la repetición de la muerte de Cristo abandonado por Dios. Chevance muere como un hombre desnudo, un servidor humilla­do, y Chantal, que en esa muerte esperaba un signo visible, sólo percibe el silencio de Dios. Pero en ese momento decisivo acepta precisamente como signo «la misteriosa humillación de aquella muerte» y acepta también anticipadamente para sí misma una muer­te como aquella (sin saber que adoptará la forma innoble de un asesinato); finalmente, ante aquella muerte ignominiosa de Chan­tal, imitación de la de Chevance, que a su vez es imitación de la de Cristo, Cénabre recupera la fe perdida, quizá menos perdida que rechazada. La escena es de una sobriedad capaz de sobreco­gernos más que cualquier análisis: «Movió los hombros como un ser que vuelve a cargar con su peso», y con todo su ser en tensión pronuncia sencillamente la invocación Pater Noster.

Si Satán y el mal están en el centro mismo de la obra de Ber­nanos, de su experiencia como cristiano, otro tanto se puede decir de Cristo, y justamente en el seno de la desesperanza, del abandono de Dios. Toda la obra aparece impregnada de este grito: «¿Por qué me has abandonado?». Es precisamente en la experiencia de este abandono, que reproduce la agonía de Cristo, donde se realiza la elección misteriosa entre la humillación aceptada y el rechazo o la rebeldía. En ese momento crucial se halla el alma sobre el filo que separa la salvación de la perdición: «El drama del Calvario... os hace estallar los ojos, no hay nada más...».

El ejemplo de Bernanos representa para nuestro problema un caso, nos parece, particularmente significativo. Sus novelas consti-

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tuyen un esfuerzo sobrehumano, inacabado por definición, en que se ha intentado expresar la experiencia cristiana en su dimensión radical, aproximarse a algo que en definitiva es un misterio; en una palabra: ir más allá de las culpas, de los pecados, los compromisos, las mentiras, la indiferencia aparente, todo lo que constituye la superficie del mal, y sondear el abismo de la posibilidad de elegir contra Dios. Se trata de un esfuerzo por comprender el mal, la sal­vación y la perdición, que va más allá de lo que puede darnos a entender la teología raciocinante y abstracta. De ello era él sin duda consciente: «¡Sabe tantas cosas el pobre cura de Lumbres que la Sorbona no sabe!». Y por Sorbona podemos entender tanto la teo­logía como la filosofía.

Ahora bien, si es verdad que la literatura posee semejante valor teológico, hasta convertirse en un «lugar teológico», no es menos cierto que no nos dispensa de la reflexión teológica propiamente dicha ni puede reemplazarla. En la literatura se expone la expe­riencia viva, pero por ello mismo se le da una interpretación, hasta el punto de que muchas veces se convierte en discurso teológico propiamente dicho (éste es frecuentemente el caso de Bernanos). Pero no siempre es aceptable sin más esta interpretación, y será preciso cotejarla con la fe eclesial. Algunas obras, que indudable­mente transmiten una experiencia viva, nos dejan perplejos en la misma medida en que la interpretación parece dar paso a la «lite­ratura», al juego gratuito del lenguaje, a la construcción de un per­sonaje arbitrario. Tal es el caso de Marcel Jouhandeau, que se tiene por el «loco de Dios» y hace el mal para «llamar la atención de Dios». Si peca, «Dios está en el infierno», «Dios está en el infierno conmigo». Todo esto es de un valor teológico dudoso, al menos en cuanto a la expresión. Finalmente, si la literatura, con Bloy, Ber­nanos, Péguy, Mauriac, etc., ha contribuido, con su testimonio y su sentido profético, a dar vida a la teología, también es verdad que su valor teológico le viene no sólo de que es experiencia per­sonal (a veces aberrante), sino expresión de la experiencia de la comunidad eclesial, de la que también participan... los teólogos.

H. ROUSSEAU [Traducción: J. VALIENTE MALLA]

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POESÍA, FE Y TEOLOGÍA

I . LA PALABRA POÉTICA

Pongo como principio que el lenguaje se convierte en poesía: 1) cuando los vocablos que el poeta maneja le manejan a él, actuan­do unos sobre otros, para que nazca una palabra simultáneamente capaz de hablar ella misma y de sí misma, aunque hable de lo que no es ella, de lo que el poeta intenta decir y de lo que sólo ella puede expresar1; 2) cuando esa palabra actúa de manera que tras­pasa las normas del discurso lógico y de la comunicación ordinaria, pero sin dejar de ser comunicable; 3) cuando, en consecuencia, la palabra constituye una dimensión verbal en la que se inscriben conjuntamente unas significaciones múltiples, en la que los contra­rios coexisten y son equivalentemente verdaderos, en la que todo es singular y plural y se establecen unas relaciones homogéneas y transmisibles entre lo que parecía excluirlas; 4) cuando, por eso mismo, se da una libertad tal que «cada uno puede, según las cir­cunstancias, proyectarse o descubrir sin cesar, como el poeta (...), lo que le revela o le revelará de repente algo esencial»2; 5) cuando el poema, en cuanto metáfora tendente a trascenderse, designa una presencia constantemente diferida pero real, cuya misma distancia refleja que todo es una cifra que trasciende siempre su propio des­ciframiento; 6) cuando esa situación particular manifiesta el modo de ser «metafísico» de la poesía: su manera de plantear el porqué de tal trascendencia y, por consiguiente, como si se le añadiera otro enigma además del suyo, de dar testimonio de lo que yo llamo Misterio; 7) cuando, sin contar con más utensilio que los vocablos,

1 Cf. J.-C. Renard, Notes sur la poésie (París 1970) y Notes sur la fot (París 1973).

2 Id., Textes sur la poésie, en A. Alter, Jean-Claude Renard, colección «Poetes d'aujourd'hui» (París 1966) 178.

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el poeta habla de la manera más singular posible a fin de compensar al máximo la tensión existente entre lo que no puede alcanzar ni ser y que, sin embargo, expresa; razón por la cual la poesía es sin duda, en el plano lingüístico, la entidad vocablos-sonidos-imágenes-sentido más apta para figurar lo infigurable, para imaginar lo inima­ginable y para formular lo informulable, presentándose como un prisma a partir del cual todo parece posible, a través del cual todo puede difractarse y en torno al cual todo puede cristalizar; 8) cuan­do la palabra poética es, por tanto, en sentido propio, el acto de nombrar, es decir, cuando da perpetuamente existencia en sí misma a una infinidad de universos, ofreciéndonos a la vez todos sus aspec­tos como si poseyera la facultad de engendrar un espacio sin fron­teras y un tiempo sin cronología.

Por eso considero el poema como mito, es decir, según la acep­ción griega, como relato de una experiencia interna y externa cuya paradoja consiste en actuar profundamente sobre nosotros ponién­donos en estado de total disponibilidad y de asombro constante, sin pretender ser más que una aventura del lenguaje; lo considero como fábula, esto es, como un modo de expresión en el que lo imagina­rio debe leerse igual que una red de figuras y sentido quizá inacce­sibles por otros caminos, y también como símbolo, porque al no poder ser separado por completo de lo real, sea lo que fuere, es como su mitad hablada con respecto a su mitad vivida. Por eso, yo daría por sentado que, si el secreto que habita todo (y que tiene en el poema uno de sus signos principales) llegara a desaparecer, entonces la interrogación que, en cierto modo, nos hace existir co­rrería el riesgo de ser igualmente destruida y, a la vez, de destruir­nos a nosotros mismos. En cambio, si la poesía logra resistir al mundo cada vez más opresivo y despersonalizante en que vivimos amenazados de muerte, cabe presumir que la misma poesía nos re­sultará tanto más necesaria cuanto más capaz sea su palabra de expresar la libertad del enigma en el saber, de lo sagrado en lo profano, de la diferencia en la uniformización, y de revelarnos (en su plano) que el hombre y lo que le supera no se crean y realizan indefinidamente sin una mediación recíproca.

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I I . EL MISTERIO, LO SAGRADO Y LA FE

Estimo que la experiencia poética y la experiencia religiosa sólo tienen sentido para quienes las practican y viven libremente. Por eso, a la pregunta: ¿qué expresiones puede dar hoy la poesía a la fe cristiana y en qué medida puede contribuir a renovar el lenguaje teológico?, mi respuesta ha de ser subjetiva y relativa. Por tal motivo debo precisar los puntos siguientes:

1) Tan necesario es al poeta vivir creando como al creyente vivir su creencia. Son dos acciones distintas, pero que comprometen —cada una en su plano— la existencia y que no se contrarían sin peligro. Así, pues, el problema no es sacrificar la una o la otra cuando cohabitan en un mismo individuo, sino permitirles que se fecunden mutuamente sin perder nada de su especificidad.

2) Mi reflexión no puede limitarse al cristianismo. Entiendo que, so pena de recaer en dogmatismos discutibles y discutidos en vez de favorecer esa búsqueda espiritual que hoy obsesiona a tantos hombres, dicha reflexión —para ser, si no válida, al menos con­corde con mi propio sentimiento— abarcará todos los procesos de fe posibles.

3) Por ello, en vez de hablar del «Dios» cuya imagen cris­tiana se halla todavía demasiado congelada por la teología, hablaré de lo sagrado y del Misterio, a fin de ampliar al máximo mi punto de vista. Se verá, pues, que doy al término «Misterio» no (como la ciencia) el sentido de algo «desconocido», siempre eventualmente provisional y descifrable, sino el de un absoluto irreductible, incog­noscible en sí, que supera los conceptos de ser y no ser, de uno y múltiple, de posible e imposible, de tiempo y eternidad, pero que resulta captable como único denominador universalizado por lo que hace de él el porqué, el cómo y el para qué infinitamente trascen­dente de todo porqué, cómo y para qué. De modo que no deja subsistir dualismos, a menos que la razón humana los mantenga ignorando o no presintiendo todavía, por falta de pruebas, que todo está probablemente vinculado. El Misterio podría denominarse también PERSONA, puesto que ningún nombre es capaz de desig­narlo ni, a fortiori, de calificar su realidad indemostrable, pero más evidente que la misma evidencia. Esta realidad afecta tanto al mun­do profano como al mundo sagrado, pero se relaciona con ellos de

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distinta manera, por más que los una. Pero si la fe no tiene valor más que efectuando, de la manera que conviene a cada creyente, la inmersión concreta y adorante en el abismo —para ella más vivo que la vida— de «la tiniebla de fuego»3, será preciso, para que haya un verdadero encuentro entre el deseo y el don, que el cre­yente pueda querer que éste se produzca. Lo cual implica la per­sistencia de una especie de distancia en el seno mismo de la anula­ción de los contrarios provocada por la plenitud del Misterio. Pero esa distancia hace también que el tomar conciencia del Misterio condicione, en mi opinión, la toma de conciencia de sí y viceversa, como si el Misterio, sin perder su trascendencia, debiera a la vez habitarme, nacer de mí y unirse a mí para que ambos nos realice­mos el uno por el otro. Y esto hasta el punto de que, en cierto modo, el Misterio adquiere existencia gracias a que, más allá de lo que nos es imposible conocer de él, se inscribe ya en filigrana en una especie de disposición profunda de la conciencia humana para la trascendencia.

4) En cuanto a lo sagrado, considerado en su naturaleza posi­tiva, no veo en ello (por las razones precedentes) lo inverso de lo profano, sino la calidad del instante en que, con el distanciamiento necesario para el acto optativo, comienza a afirmarse el sentimiento de ser, aquí y ahora, constantemente superados por nuestro propio enigma, el del cosmos y el del Misterio (por idénticos que sean). La función inicial de lo sagrado consistirá, pues, en transformar nuestra insatisfacción existencial en una tensión capaz de provocar un primer aflujo de ser. Pero como el aporte de ese plus no puede provenir de nosotros solos, dado que no nos bastamos y permane­cemos constantemente en lo inacabado y relativo, nos es preciso entrar en relación con su única fuente posible: el absoluto que es el Misterio. Por tanto, la segunda función de lo sagrado nos abrirá al Misterio como al catalizador sin el cual no llegaremos probable­mente nunca a abordar y luego actualizar —más o menos, pero de manera continua— el ser, la significación y el destino a que pare­cemos tener la posibilidad de acceder. Su tercera función nos hará pasar del plano estático al dinámico desde la conciencia de que en nosotros hay algo inviolable que ninguna coacción, degradación o

3 Cf. J.-C. Renard, Le dieu de nuit (París 1973) 42.

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desesperación podrían anular y sin lo cual la condición humana (por mala que sea) se alienaría, se envilecería, se disolvería indu­dablemente en la incoherencia y la nada. De ahí se seguirá que lo sagrado, al ser simultáneamente la distancia que apunta en nos­otros al Misterio y el movimiento que nos lleva hacia él, tendrá como función última la de hacernos disponibles a la fe. Por eso considero que lo caracterizan dos atributos principales: a) es el espa­cio a la vez interno y externo en que se inscriben los primeros signos de una indefinible realidad que nos plantea permanentemente la pregunta por el absoluto presentándose como tal; b) es el con­junto a priori inconmensurable de las figuras bajo las que nos ima­ginamos el Misterio o éste se nos manifiesta, de los caminos que llevan a él, de los «ejercicios espirituales» practicados para intentar penetrarlo y penetrarnos al máximo, de los ritos creados para cele­brarlo y de los mitos que nos inventamos para intentar expresar lo que lo inexpresable representa para cada uno de nosotros y para cada etnia poseedora de una estructura religiosa colectiva.

5) Adviértase, en fin, que si hablo de experiencia religiosa y no de religión es para librar a este término del sentido demasiado restrictivo que ha tomado y de la pretensión que todavía incluye con harta frecuencia, sobre todo en sus formas «reveladas», de pre­sentarse como único poseedor de la verdad divina, siendo así que no puede haber, con respecto a la pura e incognoscible esencia de ésta, más que verdades relativas: reflejos provisionales y cambian­tes, por más que sean cada vez más profundos, de lo que ella es en sí. De este modo, además, se subraya la intimidad que todo hom­bre puede tener con el Misterio, así como las innumerables formas que esta intimidad puede adoptar fuera del marco que las Iglesias (o lo que ocupe su lugar) tienden a imponerle.

6) Entiendo, pues, a fortiori por fe una experiencia que, naci­da o no nacida de una necesidad de creer anterior al acto de creer, o bien de una falta de ser ávida de la única presencia capaz de col­marla, puede en principio preceder o no preceder a toda «revela­ción» en la medida en que, desnudándonos de nuestra visión ordi­naria y normativa de las cosas, nos permite en ambos casos mirar el Misterio como una realidad viva y portadora de la energía ontoló-gica cuya necesidad estamos sintiendo. De donde se sigue que la fe constituye el espacio en el que, por una libre apertura del yo a lo

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•que él es más que él en sí mismo y a lo que es más que él en él mismo, se efectúan un encuentro, una comunión y (en el más alto grado de ésta: en el plano místico) una especie de identificación •con el Misterio. La fe engendra así una conversión de la existencia que, según lo que sea cada creyente, puede o no depender de un mensaje y de un ambiente religioso concretos, apoyarse en ellos para fortificarse, elegirlos en función de sus correspondencias con la propia búsqueda u operarse sin mediaciones. Esta «vuelta» pro­voca a su vez un logro particular (llamado despertar, liberación, luz, amor, etc.) de la persona humana que se traduce en una forma continuamente nueva de ser, actuar, conocer, mantener consigo y con todo unas relaciones distintas de las que tendríamos si la fe no existiera. Esta fe nos compromete además en el camino de un des­tino singular que se configura aquí mismo, pero parece a la vez —enigmáticamente— susceptible de superar el tiempo y la muerte.

No obstante, la fe es impotente para permanecer siempre en su más alto grado (incluso, tal vez, en hombres tan excepcionales como Gautama, Jesús o Mahoma), dado que no cesa de chocar (los más grandes místicos lo atestiguan) con el peso de su prueba, con el drama feliz o triste de la duda, del fracaso, del silencio, etc. Por eso, cada vez que la fe parece destruirse (¿y sabemos realmente cuándo creemos?), debe renacer como de la nada. Debe rehacerse y resurgir de su muerte y en su muerte. En suma, le es preciso aprender, por las modalidades oscurecidas de su experiencia, que puede comenzar una nueva toma de conciencia del Misterio preci­samente «allí donde nada (o casi nada) se afirma ya (...) con la seguridad de la certidumbre, sino que casi todo parece puesto en duda y reducido a una especie de noche original, por no decir de negación o de 'punto cero' primordial»4. El creyente, en efecto, es llevado a menudo como por una revelación invertida a «conocer» el Misterio más por su distancia que por su cercanía: inversión en la que debe aprender a ver sin aprensión el enigma de un modo de ser y de darse destinado a hacer del acto de creer una experiencia tanto más libre, auténtica y viva. Por eso la fe se presenta como una acción siempre revolucionaria que nos metamorfosea sin fin y sólo adquiere todo su sentido cuando se aplica también a metamor-

4 Cf. J.-C. Renard, Notes sur la poésie, 146.

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fosear la sociedad humana en beneficio de una condición mejor, pero una acción que se modifica también ella misma sin fin al inte­rrogarse de una manera siempre nueva por su fundamento y al ser interrogada cada vez de distinta forma desde sí misma y desde sus obras. Esto sin que la falta (en el plano doctrinal) de una respuesta o de una significación única y unánime venga a amenazar o destruir la diferencia existencial que es suscitada ante todo en nosotros por el encuentro con un Misterio siempre presente (aunque sólo sea por el vacío que crea cuando nos falta), a propósito del cual importa mucho menos esclarecer su razón de ser que comprobar su presen­cia y profundizar este saber sin saber, donde se disuelven las ambi­güedades y contradicciones, aunque todas ellas sigan siendo admi­sibles. No quiero decir que el creyente quede así liberado de las exigencias racionales, sino que, más allá de cierto límite, la razón ya no puede actuar ante el Misterio, y entonces la fe, superando a la razón y superando toda pregunta, ya no necesita, para existir y actuar, estar atada a la teología. Porque entonces, para cada cre­yente y para su modo de creencia, el Misterio es su razón misma: su parte personal de lo que se deja, alternativa o simultáneamente, experimentar de una forma antonómica.

Así, otra paradoja de la fe consiste en ser un deseo que no cesa de aumentar cuanto más recibe y también cuanto menos recibe. Este deseo, cuyo proyecto profundo consiste en unirse al Misterio, es cuestión de experiencia íntima y no de ideología. Ya no se insis­te bastante en este punto, sin el cual la fe corre el riesgo de perder su sentido original para no ser (al menos en Occidente) más que la fuente de una acción social que cualquiera puede realizar en vez de ser una relación personal con el Misterio. Porque sólo cambián­donos primero será esta relación capaz de actuar eventualmente sobre otro no con un discurso destinado a convencer para «con­vertir» (el mismo Jesús llegó a esto principalmente por medio de sus actos), sino encarnando en la práctica la obra de nuestra trans­formación interior. El problema planteado por la realización de este equilibrio dinámico entre la contemplación y la acción es, por lo demás, lo que hace más difícil quizá el creer que el no creer. Sea como fuere, la fe no debe asustarse ante las mutaciones a que pue­den someterla el proteísmo de sus encuentros con el Misterio, ni ante la diversidad de comportamiento de los principales testigos de

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este Misterio en la historia, ni ante las oposiciones de sus mensajes. Por el contrario, la fe ha de comprender que esta pluralidad favore­ce una expresión máxima de lo inexpresable y enriquecerse con tal multiplicidad, no preocupándose de ser ortodoxa o no con respecto a una u otra doctrina, sino de ser auténtica en sí. Porque en cada una de tales doctrinas, como en cada uno de los «dioses» que ellas adoptan, se traduce, trascendiéndolas, el mismo Misterio, el cual —su unicidad permite postularlo—, al no ser monopolio de nada, otorga a toda fe en él la libertad de manifestarse y actuar de todas las maneras concebibles. Dicho de otro modo: si todo es posible al Misterio, también todo es posible a la fe. Así se ve mejor por qué ésta, aunque no sea su propósito inmediato, funda adicionalmente en su relación con el Misterio la esperanza siempre nueva de una espiritualidad suficientemente universal para provocar el adveni­miento progresivo (por más que tal advenimiento se vea continua­mente retrasado por nuestra inercia, por nuestra responsabilidad, por la dialéctica o los imprevistos históricos y por una ciencia cuyo avance parece afrontar cada vez más lo insoluble) de una humanidad tanto más perfectible cuanto más se acentúe en ella el efecto de esa espiritualidad.

Esto es, a fin de cuentas, lo que me hace pensar que creer en el Misterio implica creer en el hombre, y viceversa. De ahí que, para mí, la fe es lo único capaz de establecer entre lo divino y lo humano una ecuación en virtud de la cual, cuanto más se unen lo uno y lo otro, tanto más se «humaniza» lo primero y se «diviniza» lo segun­do, pero sin que ninguno de los dos se desnaturalice; y es lo único capaz, en consecuencia, de operar una transformación continua de la existencia orientada hacia un futuro ilocalizable, en el que el Misterio representaría la consumación total de la humanidad, y esta consumación sería la unión máxima de la humanidad con el Miste­rio; y ello sin que nada limite su profundizamiento mutuo. No es, pues, de extrañar que yo atribuya a lo que permite a la trascen­dencia ser inmanente y a la inmanencia estar asociada a la trascen­dencia un carácter «panontológico», cuyo enigma consiste en anular todo dualismo, pero sin abolir el movimiento interior que lleva a la una hacia la otra. Ahora bien, ¿cómo puede la fe traducir de la manera menos inexacta posible lo que ella vive de forma casi indecible?

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I I I . LA POESÍA Y LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL

Si la poesía es el único lenguaje que cambia en sí el mundo que cada uno de nosotros le proporciona para no decir sino lo que su especificidad le lleva a decir, el lenguaje que saca de sí y lleva en sí su propio mundo y sus propios sentidos —conservando una huella de los nuestros, pero revelándonoslos bajo aspectos que igno­rábamos— y suscita así en nosotros unas formas de conciencia siempre nuevas, entonces mi primera hipótesis será que ese len­guaje es por naturaleza más adecuado que ningún otro para hablar de la experiencia espiritual. La poesía, en efecto, al no tener por objeto explicar (como le sucede a la teología), sino comunicar «cier­ta visión global no decantada del universo interior y exterior en que se mueve el poeta»5, se ocupa —quizá de una manera más significativa que ninguna otra, puesto que es más que interroga­ción y respuesta— de nuestro enigma principal: «¿De dónde veni­mos? ¿Quiénes somos? ¿Adonde vamos?». Es muy probable que ahí resida uno de los principales motivos por los que, desde el origen del lenguaje, el hombre parece haber abandonado la palabra usual en beneficio de las equivalencias de la palabra poética cuan­do, con «temor y temblor», su problema consistía en formular sus relaciones con las fuerzas que él sentía superiores a sí mismo en su interior y en su derredor, o bien cuando intentaba entrar en con­tacto con el espacio sagrado del Misterio.

Los documentos literarios de la alta y baja Antigüedad mues­tran, de todos modos, que también la escritura se hizo a menudo poética para expresar las experiencias sagradas, mágicas e iniciáti-cas o para transmitir los mensajes mitológicos y esotéricos. La poe­sía, pues, parece haber cumplido en tales casos una función funda­mentalmente religiosa. Esa es quizá una de las razones por las que, tanto en Oriente como en Occidente, la epopeya fue precisamente el acto de «hacer el poema» que (por emanar casi siempre, como la tragedia, de una mitología) le permitía, con más naturalidad que la prosa, poner en escena las experiencias más íntimas y las interro­gaciones más esenciales de la humanidad, conservando el carácter prelógico y superreal de las mismas. Así, unas y otras se presentan

5 J.-C. Renard, Notes pour une préjace, en A. Alter, op. cit., 174.

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como un drama cuyos héroes son dioses, semidioses u hombres confrontados con lo «divino». De pronto, a través del espectáculo de unas gestas fabulosas, superan lo ordinario para sumergirse en la desmesura del Misterio, en el enigma mismo del enigma que se alza por doquier ante nosotros, e intentar explicar sin explicaciones lo inexplicable, hallar el sentido de un destino —el nuestro— que parece no tenerlo o bien inventárselo. Y ello con el fin de escapar a la desesperación del azar y del absurdo, de sustraerse a una fatalidad privada de toda justificación, de colmar el vacío de una existencia que de otro modo carecería de fundamento y estaría destinada a una agonía tan terrible como incomprensible, de captar aquello para lo que tal vacío parece abierto y de superar la angustia del tiempo y de la muerte.

Casi todas las epopeyas religiosas indoeuropeas, en efecto, pa­recen (esquemáticamente) tener como rasgo común un triple drama: la caída original, el combate de la luz y las tinieblas, la redención. Como ciertas tragedias, tienen también por atributos el ser a la vez metafísicas en sus figuraciones del absoluto; teogónicas en las de la historia de dioses que son manifestaciones del mismo; teológicas en las de sus relaciones con el absoluto a través de los dioses; cos­mogónicas en las del origen del mundo; heroicas en aquellas en que los héroes se convierten en avatares de los dioses si éstos no pueden actuar directamente; políticas en las que son utilizadas para proponer tipologías de orden existencial y social, edificadas con­juntamente sobre un suelo común —el Misterio— y sobre los ele­mentos particulares que cada etnia (y eventualmente cada indivi­duo) introduce en las imágenes que ella configura. Según esto, tales epopeyas se presentan como las múltiples facetas de las relaciones que pueden establecerse entre los modos divino y humano y entre los hombres. Esto sólo es posible gracias a un lenguaje capaz —sin preocuparse directamente por la lógica o la credibilidad— de expre­sar varias cosas a la vez, de favorecer la labor del poeta sobre el mito redoblando la libertad de su imaginación con la de las pala­bras que actúan unas sobre otras y hacer así decible y plausible lo que sin él no lo sería. Es sabido además que muchos pueblos y muchos poetas consideraron durante mucho tiempo (o consideran todavía) este lenguaje como cuasi divino en la medida en que el «estado poético», comparable al «entusiasmo» (en su sentido ori-

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ginal), resulta apto para traducir una realidad superior a la que nos es familiar y para conducir a los «secretos» del mundo y de los dioses.

Yo concluiría que cuanto más intensa es la experiencia espiri­tual de un pueblo (o de un individuo) tanto más difícil es de tra­ducir y tanto más, por consiguiente, el lenguaje poético me parece adecuado para expresarla. Pero, si es así, todo debilitamiento del sentido de esta facultad desata la relación de lenguaje entre la reli­gión y la poesía y tiende a estetizar esta última, es decir, a hacerla resbalar hacia una «palabra» que no tiene otro objetivo que ella misma. Pero esta palabra, como nace de nosotros y no podría, por tanto, eliminarnos de sí, refleja también lo que puede llevarnos a dar a lo «humano» más importancia que a lo «divino». Y, una vez abierta la fisura, sería tan normal como inevitable que ésta se am­pliara cada vez más con la ampliación y especificación progresiva de las ciencias. Dicho de otra manera: la misión primera del len­guaje poético como medio religioso y mitológico privilegiado se ha debilitado conforme se ha ido tomando conciencia de sus otros po­deres y se la ha ido sustituyendo, al diversificarse el conocimiento, por los discursos propiamente teológico o metafísico. Así, por su parte, la expresión literaria del «drama religioso», en vez de man­tenerse como intrínseca a la poesía, se convirtió en un tema de la misma. Pero cuando Valéry (después de Mallarmé) define el poema como «un lenguaje dentro del lenguaje» y André Bretón (después de Lautréamont) hace de él un libre juego de palabras cargado de una energía revolucionaria, le confieren como único papel (o al me­nos como papel esencial) el de ser simultáneamente cada vez más específico y subversivo: hacia ahí tenderían en lo sucesivo las expe­riencias poéticas más radicales. El resultado es que la «lengua de lo sagrado»6 se ha diluido en las múltiples formas adoptadas hoy por la poesía. Pero, en cambio, cuando se manifiesta en ellas, lo suele hacer con tanta mayor fuerza cuanto más independiente es de todo sistema religioso, y entonces brota del mismo misterio de la palabra poética en busca de su plenitud.

6 J.-C. Renard, En une seule vigne (París 1959) 7.

I V . UNA RELACIÓN PRIVILEGIADA

Considerando, como ya he dicho, que ningún lenguaje hecho de vocablos significantes en sí mismos puede sustraerse por com­pleto a la huella (individual o colectiva) de quien o quienes lo inven­tan y que, por tanto, ve siempre redoblado su propio «drama» de lenguaje por un «drama» humano, mi segunda hipótesis será que la imposible neutralidad del poema plantea al creyente que es al mismo tiempo poeta un problema particular en el plano de la crea­ción poética. Le es preciso, en efecto, hallar el punto de equilibrio dinámico en que la fe pueda decirse en el poema sin quedar desna­turalizada o hacerse discursiva y en que el poema pueda traducir el enigma de la fe sin alterarlo ni alterarse él mismo. Más aún: le es preciso crear un lenguaje que, en cuanto poesía, sea capaz de expre­sar lo que es y no es la fe, pero expresando también lo que es y no es él mismo con respecto a ésta. Es preciso, en suma, que ese len­guaje sea místico sin dejar de ser poesía, y teológico sin ser nunca teología. A menos que las mutaciones a que ésta se encamina ter­minen por incitarla a recurrir a la predisposición natural de aquélla para hablar de lo que escapa a la palabra, a fin de hacer captar mejor o incluso «gustar» lo que es o puede ser la experiencia del Misterio. Y esto convirtiéndose a su vez, como el poema, en un lenguaje que permita empezar a decir lo que no puede decirse, lo mismo que la fe permite empezar a ver lo invisible.

Pero lo más importante es que ese mismo estado de disponibi­lidad parece, por su parte, permitir a lo indecible empezar a hablar en el poema como a lo incognoscible empezar a desvelarse en la fe. En efecto, la paradoja de lo que se hace libre y desnudo —el poema excluyendo toda intención de decir únicamente esto o aquello, y la fe no aguardando del Misterio más que el rostro que tenga para ella— consiste en recibir o descubrir siempre más de lo que hubiera podido esperar. Al ceder la palabra a los vocablos, el poeta los abre en cierto modo a algo más de lo que son y, por consiguiente, per­mite a la experiencia espiritual hablar de sí en ellos a través de lo que, en el interior de los vocablos, los supera como un lenguaje más rico que ellos mismos o como la presencia en ellos de un silencio más elocuente que la palabra. El poema, sin cambiar de naturaleza, viene a ser entonces por añadidura un nuevo medio teológico para

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interrogarse sobre el Misterio de una manera no dialéctica que pre­gunta al margen de la formulación de preguntas, o bien un lenguaje místico que no traduce ya el deseo de obtener una respuesta de lo que no está hecho para responder porque trasciende todo, sino un encuentro vivo con ello. Así, la fe encuentra en el lenguaje poético una expresión posible de la realidad sin sentido que no se entrega más que al acto sin sentido que es ella misma en cuanto consuma­ción de una relación unificante —imposible a priori— entre lo rela­tivo y lo absoluto. Encuentra en él una palabra suficientemente simbólica no para franquear por completo la frontera entre el exis­tente verbal, el existente concreto y el existente que trasciende al ser, pero sí al menos para superar ya de algún modo toda forma radical de separación u oposición. En otros términos: el poema, desde el momento en que es una expresión religiosa, aparece como una mitad de la realidad sagrada cuya otra mitad sólo puede ser alcanzada por la fe. Pero, al dar una forma activa a lo que simboliza, el poema puede llegar aún más lejos: a participar en la ceremonia sagrada haciéndose palabra litúrgica pronunciada por los celebran­tes. Así, el Zohar, al encarnar en la escritura el elemento cósmico, o el Jafr islámico, al presuponer la existencia de una relación directa entre la estructura del cuerpo y la del lenguaje (como la presupone Lacan entre éste y el inconsciente), han llegado a considerar que la palabra religiosa consistía en una presencia real del Misterio en el decir sagrado. Es sabido asimismo que Novalis veía en la poesía lo «real absoluto» y Baudelaire aquello que no es completamente ver­dad más que en «otro mundo». Sea como fuere —real irreal, irreal real o superreal de lo real—, el lenguaje poético, formado como está por vocablos, será por fuerza la mejor aproximación verbal de lo que la fe vive inefablemente, permitiéndonos presentir a través de sus propios mitos que las vivencias de la fe provienen de un infi­nito más lejano.

La poesía se presenta, pues, no sólo como signo, sino como lo que hace signo: invita a tomar conciencia de que en todas partes hay siempre más de lo que pensamos que hay. Palabra prorrumpida o frase sin comienzo ni fin, la poesía se metamorfosea constante­mente como para purificarse de lo que correría el riesgo de desviarla de sí. Esto es, desmítifica, desacraliza, desidolatra e incluso destruye su lenguaje a fin de eliminar de él los elementos extraños o petri-

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ficantes para reconstruirlo de tal manera que quede permanente­mente abierto a nuevas y más profundas formas de ser. El proceso poético representa, por consiguiente, el intento a que tiende la fe o que la fe practica de manera natural, aunque todavía se le niegue con harta frecuencia el derecho a realizarlo. Ahora bien, parece que la fe no podrá permanecer constantemente disponible al Misterio como al «Espíritu que sopla» donde, como y cuando quiere si no lo despoja de lo que toda institución religiosa decide dogmática­mente (y, por tanto, idolátricamente) que él es bajo el término «Dios». Mejor dicho: para que nuestro encuentro con el Misterio tenga la máxima autenticidad será preciso pasar continuamente por lo que se ha llamado la «muerte de Dios» y profanar nuestras imá­genes de lo «divino» a fin de impedir que se inmovilicen y nos inmovilicen. Esa es la razón de que ninguna poética baste para la poesía y ninguna teología para la fe. En consecuencia, lo importante en el poema no es que sea o que diga esto o aquello, sino el hecho de poder él solo decir lo que dice, diciendo al tiempo lo que se dice a través de él; y lo importante en la fe no es lo que la relaciona con una doctrina, sino lo que ella sola permite al creyente vivir personalmente en el plano interior y manifestar en el plano exterior con un nuevo comportamiento. Esto me inclina a ver también en la poesía el riesgo máximo que asume el lenguaje, y en la fe el que asume el hombre para intentar, el uno y el otro, llegar al absoluto.

Pero la poesía es asimismo propicia, por su pluralismo semán­tico, para hacer captar mejor el pluralismo de los escritos sagrados e incitar así a la hermenéutica no a ser menos rigurosa, sino a estar más abierta a la libertad de interpretación del creyente y a la vali­dez de sus opciones cuando éstas corresponden a lo que él mismo necesita o se siente requerido a comprender para seguir creyendo. Es sabido, por lo demás, que la heterodoxia y la herejía son las que más han contribuido al desarrollo de la exégesis y de la teología. Por tanto, es legítimo que el creyente pida para su fe (como el poe­ta para sus poemas) un derecho a la lectura subjetiva de unos textos cuya ambigüedad y cuyas divergencias le proponen ya unas signi­ficaciones movedizas que, por añadidura, se engendran ellas mis­mas en el curso del tiempo y son (como el poema) engendradas por sus practicantes: de ahí que sean siempre actuales y nuevas. Pero esta lectura difiere de la lectura de la poesía en la medida en que

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no tiene realmente sentido si no se encarna en la existencia con­creta de una persona. En otras palabras: no está justificada hasta el momento en que se cambia en vida y cambia la vida del creyente pasando de lo modificado a lo que modifica y de lo designado a lo poseído. Por el contrario, en la naturaleza autárquica de su lengua­je veo lo que puede explicar por qué el poema, cuando se «sacrali-za», expresa la experiencia religiosa más naturalmente de manera negativa que positiva. Porque —salvo en las religiones «revela­das», en las que el Misterio habla directamente a los hombres, o bien a una persona que se convierte en el testigo privilegiado de su mensaje (Jesús, Mahoma), o bien a unas personas encargadas de traducir los diversos designios de ese mensaje (los profetas)— el lenguaje tiende tanto más a incluir en sí un silencio cuanto la rea­lidad, que lo hace suyo a pesar de que él se esfuerce por dominarla, resulta más indecible.

Así, pues, el único medio que tiene la poesía para llegar a una relativa equivalencia de los vocablos y de lo que escapa a éstos es hablar por metonimia, unión de los contrarios o superación de unos y otros. Es intentar decir sin decirlo. Entonces, por ejemplo, el Todo será llamado Nada, o la Nada será idéntica al Todo, o el Absoluto será más que la Nada y el Todo; la ausencia será lo que da, la tiniebla lo que ilumina, el no saber lo que sabe. Así, en cierto modo, el poema «habla en lenguas» (1 Cor 14,2), es decir, en un lenguaje ininteligible parecido al que los pentecostales (como hacían los primeros cristianos) se formulan en sí para dirigirse directa­mente a «Dios» o evocar cosas incomunicables; pero hablando «como profeta», es decir, de una manera a la vez clara y oscura: clara para que el mensaje sea transmisible; oscura para que conser­ve la huella de lo que fue vivido místicamente. La poesía refleja así que en ella y en nosotros hay una tensión constante hacia el abismo que se prolonga indefinidamente bajo el abismo, y refleja que debajo de lo que resulta del lenguaje tiende a inscribirse lo que resulta de lo inexpresable. Por eso la poesía es especialmente representativa de la manera en que el Misterio habla al creyente: como una voz silenciosa que, sin embargo, dice más de lo que po­dría decirse, lo dice de un modo siempre nuevo y hace de la fe, y a fortiori de la experiencia mística, una especie de escucha de lo inaudible y de diálogo con lo que trasciende las palabras. Por con-

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siguiente, es posible que la poesía, cuando llega a alcanzar la punta extrema de su virtud prismática, quede como traspasada por el res­plandor del Misterio —el cual reduce así sus figuras— o se supere lo suficiente para ser entonces como «lo que prepara la luz a través de lo que aún dura en la noche»7. Pero la poesía no puede ir más allá.

V . LOS LIMITES DEL POEMA

Mi tercera hipótesis será que, pese a lo que lo convierte en espejo de un espejo en el que aquello que llamamos lo real no puede sino reflejarse con un reflejo que le llega más o menos transfor­mado, el poema expresa el otro lado de sí por ser, como dice el poeta americano John Ashbery8, «el secreto de la búsqueda». Aun cuando no parezca haber distinción entre los mundos que él crea y las significaciones de los mismos, dado que el lenguaje del poema es su espacio total, siempre se advierte en él cierto fallo, como si las palabras, aun las más libres para unificarse, jamás lo lograran por completo. De ahí que yo considere esos dos fenómenos como igual­mente representativos de lo que experimenta la fe. Esta, en efecto, salvo quizá en estado de éxtasis, no totaliza nada ni es totalizada, porque el creyente se sabe siempre —de manera dramática, pero oportuna— más o menos separado del Misterio. De manera dra­mática, porque aspira a la unión. Y oportuna porque la fe se escle-rotizaría si no se diera una distancia entre lo que cree y lo que es creído. Así, la huida infinita de la plenitud del Misterio ante la fe es lo que activa cada vez más la experiencia espiritual. Y esta huida es de naturaleza tan enigmática que se diría que ha de comenzar en la fe para poder prolongarse más allá de ella, pero de suerte que la fe la transforma en una huida que ella misma lleva consigo y detrás de sí. Por eso, creer es a la vez el «secreto de la búsqueda» y la «búsqueda» misma que encuentra el «secreto».

No es que la fe esté en mejores condiciones que la poesía para conocer lo incognoscible. Pero sí sucede que, mientras la segunda permanece como en espera de que «algo comience» —«fuera del

' J.-C. Renard, Notes sur la poésie, 128. 8 Fragment, Clepsydre, Poémes franjáis (París 1975) 15.

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alcance de la vista, pero en posibilidad, en sospecha» quizá de una «certeza eternamente evasiva (...) para la próxima fracción de impo­sible» 9—, la primera, aunque sólo sea por un instante, ve lo invi­sible, hace posible el encuentro con lo imposible, lo experimenta y, de este modo, viene a ser su cuerpo y su prueba. Así, pues, don­de el poema propone, la fe dispone. La fe entra en presencia de una realidad que está ahí, sencillamente, como uno de los semblantes del Rostro sin rostro, uno de los sentidos de lo que trasciende todo sentido. La fe está delante y dentro de lo que, aunque es único para cada creyente, constituye siempre y para todos —dado que puede tomar o recibir formas ilimitadas y es siempre más profundo que todos los acontecimientos posibles, incluida la muerte— el solo denominador verdaderamente calificable de universal. Por eso, ni la fe ni la poesía pueden ser consideradas como inventoras del Misterio, aun cuando éste requiera en cierto modo que lo sean por ser la experiencia y la palabra sin las que él se quedaría sin testigo ni testimonio y, por consiguiente, seguiría existiendo, pero como si no existiese. Una y otra se parecen, pues, en este sentido a una ausencia que reclama una presencia, un doble que descubre en sí su anterioridad y la revela al tiempo que es revelado por ella. Pero si la poesía encuentra ahí su límite, la fe lo supera para llegar a ser un acto en el que toma vida lo que habita la experiencia a la que la misma fe parece entregada al tiempo que se entrega. Así, en cierto modo, hace más que encontrarse con el Misterio: se absor­be en él al tiempo que él la absorbe.

V I . NECESIDAD DE LA TEOLOGÍA

Cabe, pues, preguntarse si la fe necesita un lenguaje para expre­sar lo que vive en estado puro como respuesta de sí para sí y por sí y por lo que, siendo más que ella, le basta vivir. ¿Necesita inclu­so palabras para adorar y orar? Dado que el espacio en que se mue­ve es efectivamente exterior a todo lenguaje, para en principio imposible que el creyente hable en realidad. Esa es la razón de que

* Cf. Uffe Harder, Poémes, en Anthologie de la poésie danoise contem-poraine (París-Copenhague 1975) 215.

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la fe elimine en cierto modo todo discurso sobre lo divino, puesto que ella es el lugar de la palabra informulada de lo divino y con lo divino, hasta el punto de constituir en este sentido el único lugar realmente teológico. Además, si la adoración es un «abismamien-to» en el Misterio, su única forma auténtica es el silencio. En cuan­to a la oración, las palabras le son inútiles en la medida en que lo que ora es, por así decirlo, el cuerpo de la fe en movimiento: el acto de fe —transmutado por ella— es, al repercutir en la realidad cotidiana, la principal oración del creyente. Y esta nueva forma de existir atestiguará mejor qué es lo que la produce y actuará sobre otros probablemente mejor que cualquier «catequización». Por últi­mo, la imposibilidad que tiene el creyente de expresar lo que vive mientras lo vive no le permite referir su carácter inefable más que por medio de imágenes aproximadas. En cambio, el lenguaje se impone a las celebraciones del Misterio por ser el único que puede permitirles realizarse de forma colectiva y dar, gracias al máximo de símbolos, el máximo de presencia a lo que trasciende siempre todo. Pero se trata entonces de una palabra que, por su diversidad, si se la considera en su conjunto —con sus semejanzas, diferencias y oposiciones—, queda sustraída al estricto lenguaje teológico y, por el contrario, se aproxima a la poesía.

Con esto tenemos planteada la cuestión de la utilidad o inuti­lidad de un discurso propiamente teológico. Así, mi cuarta hipóte­sis será que, aunque la fe no necesite ningún lenguaje, la teología sigue siendo necesaria en virtud de la necesidad de fundar en la realidad del Misterio universal una «palabra» capaz de traducir esa universalidad y permitir compartirla descubriendo en ella la base decible de una especie de espiritualidad común. Pero esto significa también juzgar necesarias la pluralidad teológica y su «desdogma-tización» en función de la infinita multiplicidad de las figuras del Misterio, de su relatividad y de sus movedizas relaciones con las movedizas condiciones de la historia. Por tanto, no se trata de inten­tar suprimir las diferencias religiosas, sino de ver en ellas lo que se fecunda y enriquece mutuamente, así como lo que puede contri­buir conjuntamente a producir un nuevo lenguaje susceptible de unirlas y a la vez de superarlas. De donde se derivan para la teolo­gía dos posibilidades: convertirse en un lenguaje a la vez poético y teológico, o bien inventar un discurso que integre los «modos»

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y los «lugares» teológicos naturales de la poesía para caracterizarse por la libertad y el rigor de su escritura, pero actuando —tanto en un caso como en el otro— dentro del sistema ya constituido por los avances de las ciencias fundamentales, de las ciencias humanas y de las artes, las cuales —cada una en su plano, pero conjunta­mente— cuestionan cada vez más sutilmente al hombre y al cos­mos para intentar no sólo comprender mejor su naturaleza, sino también saber si tienen un sentido y un destino.

Sea como fuere, todas las razones mencionadas me inclinan a ver en la poesía el modelo más capaz (al menos actualmente) de poner la fe y la teología en el camino de un nuevo lenguaje e inclu­so de proporcionarles algunas de sus estructuras. Queda indicado que, para mí, no se trata de pedir a la poesía (aun cuando ello sea posible) que ofrezca a la experiencia espiritual un medio de expre­sión con el que pueda escapar definitivamente a toda reflexión racional y a toda verificación, es decir, a una comprobación objetiva del fenómeno que es el acto de creer y al análisis de los fundamen­tos en que puede apoyarse y de que vive en cuanto verdadero en­cuentro con una verdadera realidad. Se trata, sencillamente, de mostrar íjue, por estar esos elementos vinculados al Misterio, esto es, >..a lo que supera la misma noción de verdad, ningún discurso puramente racional y dialéctico basta para expresarlos ni, a for-tiori, para explicarlos. Ahora bien, pienso que el lenguaje poético, precisamente por ser una lógica de lo ilógico, es el menos inade­cuado para ofrecer la imagen quizá menos desfigurada de lo que no tiene otra clave que ello mismo y para indicarnos qué forma de palabra es, por tanto, susceptible de hablar teológicamente sin ser teología y de ser teológica hablando de manera distinta de la teolo­gía. Y va incluso más lejos en ese sentido al permitir ver que hay una especie de equivalencia entre la manera en que el lenguaje se hace poesía y la manera en que la fe toma cuerpo. Entiendo que, en la medida en que nace de una tensión creciente de los vocablos hacia lo que, en ellos, haría de ellos mismos más que vocablos si tal tensión alcanzara su plenitud, el poema traduce, al expresar su propia génesis, una parte de la génesis de la fe. Muestra, por ejem­plo, que la fe no es «dada», sino que consiste en una toma de con­ciencia cada vez mayor del Misterio que nosotros ya somos y en un movimiento cada vez más profundo de esa conciencia hacía la

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naturaleza absoluta, y por tanto inaccesible, del mismo Misterio. Porque sólo esta paradoja permite figurarse cómo el creyente pue­de ir al encuentro del Misterio y éste venir al encuentro del cre­yente para constituir el acto propiamente religioso.

Es de notar, como corolario, en qué forma el papel desempe­ñado por la imaginación en la poesía es también capaz de contri­buir a la renovación del lenguaje teológico. La fe, en efecto, debe imaginar desde el momento en que quiere intentar hacer «ver» algo de la inimaginable realidad que ella no puede sino vivir. Sólo por ese mismo proceso puede la teología evocar unos acontecimientos tan «fabulosos» (pero no utópicos a priori) como el «fin de los tiempos», las «postrimerías», el «reino perfecto», etc., mantenien­do un lenguaje profético y escatológico en que el «medio divino» esté efectivamente figurado, pero sin que sea todavía necesario llamar «Dios» a lo que en sí no tiene nombre. En suma, sólo una teología asociada a la poesía parece capaz de hablar de lo que no pertenece ya al orden del poema, si bien forma con él una nueva unidad del lenguaje.

Estimo, por el contrario, que la poesía, si se pretende obligarla a expresar una ideología precisa, se resiste de tal manera que vira hacia la prosa y tiende a destruirse cuanto más se insiste en tal pretensión. Este hecho confirma, a mi juicio, por qué la libertad verbal, que da a la poesía una dimensión enigmática si no la califica de «piadosa por esencia» (Joseph Joubert), le permite representar lo que es, como ella, irreductible a la sola razón y mostrar así que la fe puede tener como motivo, entre otros, la conciencia de tal irreductibilidad. De este modo, incluso lo que lleva hoy a la poesía a tomarse como fin y, liberándola de toda intención dialéctica, la naturaliza como «a-tea» (apolítica, afilosófica, acientífica, etc.) nos revela paradójicamente que el acto de fe (sea o no cristiano) supe­ra, por ejemplo, el problema de la existencia o inexistencia de lo que es llamado «Dios», dado que la trascendencia en sí es por prin­cipio «increíble». De aquí no se puede deducir que la teología esté dispensada de ese problema. Pero, cuando el intento de explicación de lo que no se explica es sustituido por una palabra cuya polise­mia, diseminación e incesante metamorfosis pueden evocar lo inex­plicable, la poesía le indica al menos que debe descubrir un lenguaje apto para hablar, desde dentro y no ya desde fuera, del Misterio

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que es su objeto. Lo que la poesía designa como el más allá de la palabra en la palabra y lo que el creyente vive simultáneamente como trascendencia e inmanencia recuerdan así a la teología, dema­siado proclive a olvidarlo, que no es su discurso el que ha de infor­mar la fe, sino la fe la que ha de informar tal discurso. La poesía nos revela también por qué hay momentos en que el poeta «cre­yente» sólo logra escribir como si orase, es decir, como si el poema se convirtiera en un acto de fe, y por qué la poesía se hace oración y la oración poesía cuando el lenguaje consigue unificar lo que la fe sólo puede expresar por medio del poema y el poema a partir de la fe.

Pero puede suceder, en cambio, que los imperativos propios de la poesía amenacen a la fe. Entiendo que, debido a la necesidad intrínseca y justificada que impulsa a la palabra poética a existir más y más de sus potencialidades para llegar a ser cada vez más poesía y, por consiguiente, no sólo a hacerse prometeica y demiúr-

' gica, sino también a ocupar en cierto modo el lugar de todo lo que no es ella, la poesía es susceptible de alcanzar una intensidad tal que, apoderándose del creyente que la practica, llegue a suplantar a su fe a la vez que le convence de que sigue creyendo. Dicho de otro modo: en la poesía hay un punto a partir del cual ella ejerce sobre nosotros una influencia —de orden pasional y posesivo— tan violenta que casi anula toda otra realidad, incluida la fe, sin que el creyente advierta por fuerza que así ha pasado del Misterio a la mitología. El poeta que «cree» debe, por tanto, no perder de vista la distancia irremediable que se da entre lo que le dice su fe y lo que el poema le dice de ella. No debe pedir a éste que sea más de lo que puede ser y dé más de lo que puede dar, ni a la fe que se exprese por completo en el poema. Por el contrario, debe estar atento a no «dogmatizar» su lenguaje o convertirlo en un du­plicado de los símbolos y del mensaje de la religión a que se haya adherido. Se trata, en efecto, de una trampa en que la poesía puede caer y ahogarse, como ha sucedido y sucede en algunas obras de poetas «cristianos» de ayer y de hoy, entre las que yo incluiría varios poemas míos (si todavía puedo llamarlos así), corrompidos por su didactismo. Esa es quizá también la razón de que en nuestra época apenas haya grandes poetas entre los eclesiásticos. Sea como fuere, esta situación denota que la poesía, probablemente, no puede

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ser más que la delimitación de un raro espacio en el que, simultá­nea y perpetuamente, «comienza un encuentro y se produce una ruptura» 10.

Pero nada impide, en cambio, que el fracaso del lenguaje poé­tico, en cuanto no coincidencia —irreductible a priori— entre lo que vive la fe y lo que dice el poema, sea eventualmente para el poeta «creyente» una condición propicia que fecunde al mismo tiempo su fe y su poesía. Porque toda incompleción, como a for-tiori todo vacío, desencadena un deseo de ser que se traduce en una acción creadora operante en el seno mismo del fracaso. De ahí que esa acción, adoptando entonces un carácter positivo, pueda trans­formarse en una primera apertura, liberada y liberadora, a la expe­riencia del Misterio. Por tanto, hace posible de nuevo no una fu­sión, sino una conexión real del lenguaje silencioso de la fe y de la palabra menos inepta para expresarlo: la poesía. En este sentido, sin duda, el poema —como pensaba Holderlin— «interpreta lo sagrado» (lo «real permanente») de una manera más adecuada que la teología y logra, a fin de cuentas, asociar al máximo la fe y la poesía en un proyecto entonces común a ambas: «¡Ah!, que lo que yo vivo, lo sagrado, sea mi decir».

V I L UN NUEVO LENGUAJE TEOLÓGICO

Tal es hoy mi punto de vista sobre lo que, en la poesía, puede ayudar a la fe a expresarse. Pero la subjetividad de este análisis me impide sacar de él ninguna conclusión definitiva. Así, mi últi­ma hipótesis será que la teología futura —sea la que fuere— no tendrá realmente, a mi juicio, vida y valor a menos que su discurso tenga en cuenta las posibilidades que le ofrece la poesía. La empre­sa será tanto más difícil cuanto que deberá hacer, a partir de unos criterios históricos y semánticos lo más exactos posible, la reparti­ción entre lo que puede ser ya un dato teológico universal en todas las estructuras religiosas existentes, lo que puede llegar a serlo, lo que ya no lo es y lo que probablemente nunca lo será. Pero será

10 J.-C." Renard, Prólogo a la reedición de Métamorpbose du monde (París 1963) 11.

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igualmente necesario que la teología se desdogmatice lo suficiente para que su lenguaje deje de ser fixista y, por el contrario, se cree sin cesar tanto en función de las mutaciones del hombre y del mundo como en función de lo que es duradero y de lo que es cam­biante en la experiencia espiritual.

Este lenguaje, en consecuencia, deberá hablar al mismo tiempo de una manera paraconsciente (como la poesía), supraconsciente (como la vida mística, donde se desvanecen el pensamiento y la palabra) y consciente (como la razón). Pero ¿es realizable tal alea­ción? La teología es la que ha de probarlo: su propia evolución ha de mostrar si es o no capaz de cumplir el nuevo papel que, en par­ticular, numerosos cristianos me parecen esperar de ella como pre­cio de su justificación. La teología no podrá ya contentarse con hablar del «Dios» ya venido ni limitarse a comentar la palabra diri­gida por él a su pueblo, como si en ella estuviera todo definitiva­mente dicho, sino que habrá de ser o volver a ser capaz de hablar (como el Apocalipsis 1,4) del «Dios» que «viene» a través del conjunto de sus prefiguraciones. En resumen: del lenguaje que la teología invente —modificándolo al compás de lo que se modifique de manera válida— dependerá en lo sucesivo el que la misma teo­logía sea o no sea una verdadera palabra sobre el Misterio a la vez que una palabra conforme con la cuestión siempre abierta de nuestra última significación y nuestro último destino.

[Traducción: A. DE LA FUENTE] J.-C. RENARD

EL ENSAYO

Ensayo, ensayar...; el ensayista, al presentarse como tal, comien­za confesando los límites de su intento. Distancia reconocida res­pecto a todos los modelos, renuncia a verificar tanto la validez de la reflexión científica como las normas de un género literario admi­tido (teatro, poesía, novela, etc.), el ensayo sólo reclama su libertad recubriéndola de modestia.

Pero hay que desconfiar siempre de la modestia literaria: a menudo implica la acusación contra la «pretensión» de los otros y la conformidad con los límites que se asigna a sí mismo el autor. Esto es cierto en general, y hoy más que nunca. Por una parte, los mo­delos a que aludíamos van perdiendo sus perfiles y los problemas de escritura, los interrogantes sobre los géneros tradicionales sue­len convertir a una novela o a una comedia en un ensayo enmasca­rado. Por otra parte, el ensayista no es un vulgarizador, no pre­tende decir menos ni repetir. Pretende explorar el lugar en que ninguna palabra tiene resonancias definitivas, y la cuestión se pre­senta de tal forma que ninguna respuesta puede admitirse como totalmente satisfactoria.

El punto de partida y la razón de ser del ensayo residen, pues, en intuir el predominio de la pregunta sobre la respuesta, el inte­rés de un trayecto, de una escritura, de una forma, atraídas cierta­mente por un término e inspiradas por una convicción, pero de las cuales se piensa que nunca llegarán a confundirse con ese término ni a manifestar exhaustivamente esa convicción.

EL ENSAYO TEOLÓGICO

Para aceptar el ensayo como lenguaje teológico fueron precisas dos condiciones, a un tiempo necesarias y suficientes. Una de ellas manifiesta una toma de conciencia de la limitación del enunciado

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teológico; la otra, a la inversa, denota una exigencia acrecentada respecto a la expresión de la fe. La utilización del ensayo en la teo­logía, la posibilidad descubierta o redescubierta de que haya un teólogo ensayista es, por tanto, el resultado de una crisis y de un desarrollo, engendrado éste por aquélla. La crisis y el desarrollo tienen, evidentemente, su traducción cultural; pero, más profun­damente y a través de ella, se trata de la fe y de su lenguaje propio. Ahora bien, esta fe expresada es objeto de una redistribución de sus posturas y métodos que explica cómo el ensayo asume la tarea de anunciarla y comentarla.

Es inútil tratar de fijar una fecha para los comienzos del «ensa­yo» cristiano. Si tomamos el término en una acepción amplia, ten­dríamos que hacer la historia completa de una literatura y de una poética cristiana. Pero esa historia se hace más moderna (y nos interesa) cuando hablamos de ensayo «teológico». Dicho de otro modo: lo que es nuevo (y relativamente localizable) es ese estatuto auténticamente teo-lógico otorgado a una forma literaria desvalori­zada hasta ese momento —respecto a dicho estatuto— debido a su doble carácter de subjetividad y de aproximación.

Partiendo de esa primera consideración, se impone un parén­tesis epistemológico. El desarrollo del ensayo como teología plena podría coincidir con una doble desvalorización y un doble destro­namiento: el del lenguaje determinativo de la teología tradicional, que por su misma naturaleza ha desembocado siempre en la sutile­za y la repetición, y el del lenguaje sistemático surgido del idealis­mo alemán y cuyo principal contradictor será también —al menos a mi parecer— el punto de referencia obligado de un lenguaje teo­lógico nuevo: Soren Kierkegaard.

Simone Pétrement1 subraya esta reflexión de Simone Weil al evocar los «sistemas» construidos para refutar o englobar la idea del contradictor... «esos sistemas no son pensamientos, no se puede pensarlos». Tales palabras parecen eco de las que había pronun­ciado Péguy: «No es un pensamiento, puesto que es un sistema». Advirtamos que lo que Simone Weil opone a la expresión sistemá­tica es precisamente el diálogo socrático, que fue para Kierkegaard un modelo literario comentado y reanudado. Kierkegaard, Simone

1 Simone Pétrement, Le vie de Simone Weil, 2 vol.

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Weil, Péguy: tres modos de expresión en los que, frente a la teo­logía dominante en su tiempo, se manifiesta cierta aventura y lec­tura de la fe. Ninguno de ellos lleva la etiqueta de «teólogo» y, sin embargo, en todos ellos existe una sustancia, un pensamiento teo­lógico de riqueza incomparable. En relación con los sistemas de los teólogos herederos de Hegel o con el neoescolasticismo de un Mari-tain, los tres son ciertamente «ensayistas». Pero la pregunta que puede formularse a su respecto es la de saber si los que «ensayan» no pueden decir más que otros que simulan estar más allá de la aproximación, dentro de la afirmación o del sistema.

Así, pues, la pregunta de si «un ensayo puede ser teológico en el pleno sentido del término» ha de plantearse en un contexto cultural. No se trata sólo del estatuto de la fe, sino del estatuto de la verdad y de la verificación. Querríamos ahora proseguir en forma paralela dos reflexiones: la una, sobre las características del ensayo (opuesto a conceptos como los de tratado, ciencia, sistema, escolás­tica); la otra, sobre la evolución del estatuto de la fe y de la verdad. Según nuestro modo de ver, esta progresión paralela debería mani­festar la validez actual del ensayo como lenguaje teológico.

1. El ensayo no procede de un género literario definido «a priori»

Se empezó por denominar «ensayo» a recopilaciones más o menos heterogéneas en una época en la que los modelos literarios eran sumamente definidos. Si nos fijamos en el paradigma incon­testable del género, es decir, en los Ensayos de Montaigne, obser­vamos que en ellos se encuentran reunidas todas las características de esta modalidad. Es imposible, en efecto, señalar en los «Ensa­yos» la influencia de un tipo previo. No hay ninguna violencia. Las «Memorias» implicarían al menos una continuidad cronológica; una exposición filosófica procedería de antecedente a consecuente; des­de el punto de vista práctico, una obra teatral estaría sometida, al menos, a las necesidades de su representación (eso sin hablar de la regla ulterior de las tres unidades); una novela obedecería al gusto dominante de la época; un poema tendría que seguir la regularidad formal y huera de las leyes prosódicas. En cambio aquí no ocurre

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nada de esto: el estilo no preexiste a su manifestación en el len­guaje; los «Ensayos» son una conversación. Y esto, ¿qué diferencia origina? Para el lector, ante todo, la apreciación. El agrado que produce el texto de Montaigne no procede nunca de la verifica­ción, de la satisfacción ante una respuesta dada a una pregunta ya formalmente presente (satisfacción que se experimenta, por el con­trario, en la lectura de la poesía clásica, en la que el goce de la sorpresa es tanto más vivo cuanto más contrasta con la regularidad «previsible» de la rima o de la métrica). Aquí el lector, formal­mente, no tiene nada que prever, ni desde el punto de vista estéti­co (ningún modelo sugiere la ejecución) ni desde el intelectual (ninguna lógica impone una conclusión). El deleite del lector de Montaigne es el de ir descubriendo a cada paso algo desconocido, como ocurre en las carreteras en zigzag, en las que a cada vuelta aparece ante los ojos un paisaje totalmente nuevo.

La promoción del ensayo al rango de un lenguaje capaz de ma­nifestar la verdad y, especialmente, la verdad de fe puede escla­recerse provechosamente con esta evocación de una actitud de lectura. Puede ocurrir, en efecto, que el proceso de la «lectura» creyente contemporánea esté marcado por este paso de una «veri­ficación» (que va continuamente del modelo vacío a su relleno lógi­co) a una poética, caracterizada por los brotes sucesivos del pensa­miento. Todo sucede como si se esperase no tanto la demostración de una fe ratificada por argumentos o verosimilitudes (y en esto todos los modelos teológicos tradicionales constituyen siempre más o menos unas apologéticas) cuanto la manifestación directa, exacta y sucesiva de su vivencia.

Donde se esperaba hallar una confirmación, lo que se hace es explorar nuevos caminos. Esta forma del ensayo —adecuada a la actitud escéptica de Montaigne por su discontinuidad, sus hallazgos y sus sorpresas— es apta para atestiguar una fe que hoy más que ayer se reconoce en la discontinuidad, los hallazgos y las sorpresas. En este sentido, lo que deja accidentalmente incompletos los Pen­samientos de Pascal y los debilita en su conjunto y en el plano apo­logético es al mismo tiempo lo que los acerca a nosotros.

2. El ensayo concentra en el fragmento la atención que en otros géneros se otorga al «conjunto»

La atención del ensayista como la del lector (siempre en el su­puesto de que el ensayo no es un género menor) no puede dismi­nuir, sino que experimenta desplazamientos. En vez de considerar la arquitectura de conjunto, sus enlaces, desarrollos y coherencia, se fija en el detalle. La exigencia continúa, pero se ejerce de otra manera: se torna «puntual», se aplica a una frase, incluso a una sola palabra. Los enlaces permanecen, pero implícitos; su manifesta­ción queda a cargo de los comentaristas o de los lectores que, a veces, los advierten mejor aún que el autor. De esto se deriva —volveremos a decirlo— una exigencia acrecentada respecto al esti­lo y a la forma, que califica al ensayo como «literatura». Este aspec­to algo fragmentario del ensayo concuerda hoy día con una com­prensión nueva de la fe. Una nueva orientación epistemológica (que exigiría ciertamente explicaciones más extensas) impide cada vez más a la comprensión creyente captar bajo el aspecto de orto­doxia un conjunto de dogmas coordinados de tal modo que el re­chazo de uno solo bastaría para descalificar al creyente.

El acto de creer se deduce como «existencial». Para que sea reconocido y atestiguado es necesario y suficiente que permita en este o aquel punto el «traspaso» de la voluntad y de la inteligencia a la palabra de otro, a quien —en el caso de la fe, que es el nues­tro— se considera Dios. La evocación, la manifestación, la confe­sión de ese descentramiento —que introduce en la racionalidad un principio que le es superior, pero que ésta experimenta ante todo como extraño— son suficientemente dramáticos y decisivos para hacer pasar a segundo plano la organización sistemática y exhaustiva de los objetos de la fe. El ensayo tiene un carácter fragmentario e incompletamente estructurado, pero también una posibilidad par­ticular de resaltar por contraste el detalle crucial; por eso puede ser la teología de tal fe. Es un hecho que las necesidades sistemá­ticas se sienten hoy con mucha menor viveza que hace unas dece­nas de años. Ahora bien, el ensayo como género literario rehuye radicalmente el sistema, ya que un sistema es precisamente aquello que no puede ser «ensayado», aquello que se desvaloriza por la insuficiencia de la demostración o, dicho de otro modo, por la no

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integración de uno solo de los elementos que lo forman. En cam­bio, se puede «ensayar», en la forma fragmentaria que acabamos de decir, la expresión de uno de los instantes, una de las experien­cias, una de las convicciones logradas de una fe vivida. Esta teolo­gía no se anula por ser sólo «ensayada», incluso no puede aspirar a otra cosa, dada la inagotable riqueza de vivencias que le propor­ciona su objeto.

3. El ensayo pone de relieve la condición histórica en detrimento del enunciado intemporal

Por la libertad que posee frente a todos los modelos formales, por su modo de cuidar el fragmento en detrimento del armazón especulativo, el ensayo es el género de la «historia», no de la his­toria inventada, sino de la verdadera y vivida. La condición histó­rica, en efecto, mantiene una relación ambigua con toda reflexión. Esta tenderá unas veces a constituirse en terreno separado y sus­traído a las vicisitudes temporales; otras, a la inversa, se esforzará por comprender aquella condición. Según sea favorable la época a la primera orientación o a la segunda, se prestará más o menos atención al lenguaje del ensayo, adaptado evidentemente a esta última.

Vivimos ciertamente un desposeimiento doble y sucesivo: pri­mero, el del pensamiento especulativo atemporal por las filosofías sistemáticas de la historia (desde la meta-física hasta la meta-histo­ria); después, el del pensamiento global y totalizante por la historia misma, por la historia «en bruto», con su opacidad, sus brotes, su contingencia infranqueable. Este «recorrido» filosófico se traduce en la expresión de la fe, expresión vinculada en un primer momen­to a la metafísica, con la teología tradicional, que aspira a la sabi­duría perennis. En un segundo momento, la moda de las visiones globalizantes de la historia de salvación, una de cuyas manifesta­ciones más características y recientes es la doctrina de Teilhard. Finalmente, la situación actual en que la historia de la fe resurge como contingencia y opacidad2.

2 Hay que reconocer que difícilmente se inscriben en este esquema las teologías de la esperanza de la escuela alemana. Es cierto que no sistemati-

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Si se acepta colocar en el centro de toda teología el aconteci­miento de la salvación por Cristo, se advierte que dicho aconteci­miento experimenta un tratamiento distinto en cada uno de esos tres esquemas. La interpretación metafísica lo concibe como mani­festación del derecho en los hechos y lo interpreta desde una cos­mología, una teodicea y una moral que, en el fondo, se sostienen por sí mismas y a las que tal acontecimiento otorga una confirma­ción más bien que un sentido. La interpretación meta-histórica se efectúa en dos direcciones: Hegel integra el acontecimiento Cristo en la idea, como uno de sus momentos, y lo subordina a la mani­festación del espíritu absoluto, que lo integra rebasándolo3; Teil­hard lo engloba en una visión totalizante de la que es una mera prefiguración imperfecta, por su limitación en el espacio y en el tiempo, y lo considera llamado a resolverse, en el «punto omega», en la perfecta unidad cosmonoética. De hecho, estas dos primeras interpretaciones atestiguan una paradoja, señalan un punto límite: la dificultad de comprender la contingencia. Ahora bien, esta con­tingencia ha suscitado (en gran parte fuera del cristianismo) diversas tentativas literarias y filosóficas que, todas ellas, aspiraban a inter­pretarla.

Hoy existe una convergencia entre el lenguaje de esta interpre­tación y una teología que estudia la historia de salvación como un hecho que hay que descifrar, antes de elaborarla en sistemas que la desvalorizan pretendiendo integrarla, o de proyectarla en visio­nes escatológicas que, por lo menos, difuminan algunos de sus ras­gos «cruciales». Por otra parte y culturalmente, la pretendida uni­versalidad de los modelos poshelénicos occidentales de pensamiento y de civilización ha quebrado ante la aportación histórica y etno­gráfica que explica la historia del sentido en el tiempo y en el espa­cio. El hombre occidental experimenta por doquier su limitación, y su conversión a un Dios encarnado le impide evadirse de ella. Presiente que el centro de esta limitación constituye el lugar desde el que puede apoderarse de él y transformarlo la contingencia in­franqueable del acontecimiento de la salvación.

zan una visión global de la historia; sin embargo, aspiran a conseguir rebasar la contingencia y, desde luego, la individualidad.

3 Cf. Hans Küng, Incarnation de Dieu.

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De este modo se nos da de nuevo la imagen de Dios como «rostro» (como la admitía el judaismo), después de haberse consi­derado durante tanto tiempo como «noción» por influjo de las tradiciones griega y latina, convergentes en este punto. Además, la universalidad no se excluye, sino que se impele al confín del senti­do, en tanto que predomina la contingencia de una revelación his­tórica. A la inversa, los esquemas de la teología católica tradicional (la teología tomista entre ellos) situaban esta contingencia en el límite casi impensable de un pensamiento cuyas premisas aspiraban a lo universal.

Se comprende, por tanto, que el ensayo, tan adecuado según decíamos para expresar la contingencia, la finitud, la condición his­tórica, pueda aspirar a ser la teología de esta fe. El ensayo, lenguaje de y sobre Dios, no se desvaloriza ya como tal lenguaje, puesto que su «parcialidad» no afronta la expresión de una universalidad que lo invalidaría, sino la de una contingencia de la que es expresión natural. Tampoco está desvalorizado en lo relativo a su aptitud para expresar a Dios, al menos si el dios de que se trata es aquel que manifiesta su misterio ante todo según la contingencia histó­rica, alejando la manifestación de su universalidad al horizonte de un pleroma del que se acepte que continúe siendo inexpresable. La encarnación (de la que un teólogo decía hace poco: «Después de todo, no es más que un hecho»), al oponer así el acontecimiento impensable al mundo luminoso de las esencias, será en adelante el eje de toda teología. Y el lenguaje más apto para reproducir este movimiento de la encarnación es el que comporta más inteligibili­dad teológica.

Lo mismo que una determinada «física» helénica buscaba ante todo «salvar los fenómenos», una determinada filosofía y, tras ella, una determinada teología buscan ante todo salvar «las vivencias». El discípulo de un Dios encarnado tiene, en efecto, un motivo más para no dejar que las secuencias aventuradas de su vida afectiva y moral se hundan en la trivialidad empírica, en el rango de anécdotas. El principio sartriano de una «existencia que precede a la esencia», cuando se trata de libertad, constituye un tema que aún no ha ter­minado de explorar en provecho propio la inteligencia creyente, esa inteligencia que ve las señales esenciales de su convicción en el horizonte de la existencia de Jesús de Nazaret.

El ensayo 205

Ahora bien, el comentario de esta libertad creadora de sentido toma naturalmente la forma de ensayo porque éste, debido a la contingencia histórica de su origen y de su realización, es en general ajeno a las necesidades de los sistemas y, además, es «subjetivo».

4. El ensayo descubre el tema de la reflexión

Para bien o para mal, en forma ostensible o velada, el ensayo es un escrito en primera persona. De ahí que plantear la cuestión de la posibilidad de un ensayo teológico equivale a preguntarse si puede haber una teología en primera persona. También aquí está en juego el estatuto de la fe (y más ampliamente el de la verdad). La evolución de este estatuto explica el desplazamiento del lenguaje encargado de expresarla. Sin duda alguna, la época moderna (que en esto comienza con Lutero) pone el acento en el sujeto creyente: eso me sucede a mí. En otros tiempos, ese carácter irreductible­mente personal de la conversión o del acto de fe constituía en se­guida regula jidei, adhesión al conjunto indivisible de los dogmas y participación en una institución cuya unidad era el elemento dominante. Esta objetividad dogmática ha sufrido la crisis que hemos dicho, y la unidad institucional se debilita hoy de muchas maneras, aunque esta debilitación se recupere o no en el «concepto inconcebible» del pluralismo. Es cierto que el creer sigue siendo posibilidad y exigencia de comunión; pero las dificultades de vivir con gozo y agrado esa comunión empujan al creyente, a veces de modo dramático, hacia la soledad. Esta soledad ha sido siempre una característica del profetismo, incluso dentro de la Iglesia, sobre todo cada vez que un creyente, dominado por la presunción o el miedo y temblor, se ha presentado como depositario de una verdad olvidada por la institución de su tiempo. Recordemos, por ejemplo, a Soren Kierkegaard frente a la Iglesia danesa... ¡Frente a la Igle­sia! Aquí está todo. La subjetividad creyente se acentúa y drama­tiza cada vez que el concepto «frente a la Iglesia» prevalece sobre el de «en la Iglesia».

Esta situación, antes excepcional, se generaliza hoy día; de aquí procede la quiebra y la relativa privatización del lenguaje de la fe; a ello se debe el éxito del ensayo, que es el género en que toma

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cuerpo ese lenguaje contra el «tratado», lugar donde se encuentran y concilian una Iglesia docente autorizada y una Iglesia discente atenta y relativamente dócil. Todo ocurre aquí como si la comu­nión de fe precediera cada vez menos a su expresión y, por el con­trario, se constituyese a partir de los signos y las llamadas que le ofrecen la prefiguración de aquélla.

También aquí esta nueva configuración de la fe vivida y reflexi­va se perfila sobre las ruinas de los sistemas. Evocaremos una vez más a Kierkegaard, el cual nos ha enseñado que ningún sistema tóstórico puede abolir el carácter decisivo del «instante», y ningún «colectivo» puede abolir la temible e inalienable responsabilidad del «paladín de la fe».

A la época moderna le corresponderá haber descubierto el suje­to a la vez en el cogito y en el credo. Queda planteado, sin embar­go, el interrogante de si este redescubrimiento no estará llamado a una próxima desaparición. En el momento en que el sujeto del cogito se esfuma en la estructura étnica o lingüística, ¿hay que ima­ginar una evolución paralela en el sujeto del credo? ¿Tendremos un «eso cree» comparable al «eso habla» lacaniano? En resumen, ¿en qué medida las leyes de la ciencia prefiguran las de la fe? ¿En qué medida, por el contrario, suscitan una fe antinómica a su propia organización? Es un interrogante que sigue abierto y que está pi­diendo la evolución del lenguaje teológico.

5. El ensayo es una retórica: utiliza la ficción para decir la verdad

Inventivo, libre y espontáneo, deliberadamente fragmentario y subjetivo, el ensayo realiza específicamente los rasgos que, en gene­ral, se atribuyen a la expresión literaria. Hemos visto —y esto es señalar sus límites— que el ensayo nunca hubiera podido alcanzar el rango de una teología completa si esos límites hubieran conti­nuado determinándolo como género menor. Tienen, por tanto, que estar compensados por unas cualidades específicas. Liberado de las exigencias intelectuales del universalismo, de la lógica sistemática, de una determinada enseñanza exhaustiva, el lector del ensayo tras­lada su exigencia del quid al quomodo y dedica su atención al estilo.

El ensayo 207

El teólogo ensayista puede permitirse no decir todo, pero no está autorizado para decirlo de cualquier modo. Esta exigencia estética en lo concerniente al lenguaje teológico es relativamente nueva. Veamos cómo actúa, qué significa, a qué conduce.

El ensayo, por ser «literario», es metafórico, imaginativo, poli-sémico, ambiguo. Estas características podrían mantenerlo en el rango de vulgarización mientras no le discriminasen con respecto a otro lenguaje con pretensiones científicas (en el sentido, claro está, de la scientia medieval). El ensayo literario surge de las ruinas de la teología-ciencia como el nuevo lenguaje de la fe. Es preciso que por debajo se haya modificado el estatuto de la metáfora. Esen­cialmente pedagógico en santo Tomás y, por tanto, al servicio de la noción que explícita para los «rudos», la precede para nosotros. Para una cultura que va encontrando a tientas las huellas de Dios, la aproximación no es ya un fallo de la expresión figurada. Es la condición de la verdad, puesto que esta verdad se busca en la pe­numbra, aceptando que una poética, una red de parábolas y metá­foras sirvan de jalones de revelación para esta búsqueda. Llegamos con esto a un punto que desborda nuestro tema y concierne más bien al lenguaje poético. Sin embargo, y puesto que la figura de Kierkegaard ha sido evocada varias veces, recordemos cómo las me­táforas o las parábolas que emplea son portadoras de sentido, de un sentido original que no podría expresarse de otro modo... Es aquel capitán de navio que hasta que esté en alta mar no podrá abrir el sobre donde consta su destino; es el pasajero del gran transatlántico que es el único que ve venir el iceberg fatídico mien­tras todos están bailando en el salón... ¡Esto sólo es literatura! Literatura es el Diario de un seductor; literatura el relato del ban­quete en Etapas en el camino de la vida... Pero aquí no es po­sible separar de los relatos, las evocaciones y las imágenes ningún * pensamiento elaborado y claramente explanado, sino que todos están adheridos a la misma ficción que les da cuerpo.

Sin duda es esto lo que nos queda por comprender: compren­der bien, comprender mejor, que una literatura puede ser revela­dora no sólo de lo que se expresa también e incluso con más preci­sión en otra parte (en los tratados teóricos), sino reveladora de lo que sólo por ella puede tener vida.

Es necesario que comprendamos esto, y para muchos resulta

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una conversio mentís difícil. Cuando se haya logrado quedará aún algo por comprender, un nuevo peligro que evitar: el del inmovi-lismo fetichista, el del endurecimiento dogmático de la imagen misma, de la misma metáfora.

Aquí tendríamos que transcribir de nuevo la lección tomista: lo mismo que, para santo Tomás, la fe se refiere a los objetos designados por las fórmulas del Credo, y no a la letra de esas fór­mulas, así es necesario que aprendamos a vivir todo lo que el en­sayo literario y teológico comporta de subjetividad, de ficción, de rico tejido metafórico, como otros tantos índices que apuntan a una realidad desconocida.

Restaurar la simbología (y, por tanto, la literatura, el ensayo) como elemento revelador y no transformar en ídolos sus imágenes constituye uno de los retos —impuesto quizá por el rumbo de las exigencias del espíritu— actuales para la vida creyente.

[Traducción: M. T. SCHIAFFINO] J.-P. MANIGNE

TEOLOGÍA COMO BIOGRAFÍA

UNA TESIS Y UN PARADIGMA *

I . LA TESIS

Tengo la impresión de que la teología católica actual se halla marcada por un profundo cisma entre sistema teológico y expe­riencia religiosa, entre doxografía y biografía, entre dogmática y mística. Esta afirmación no significa, naturalmente, que en la teo­logía católica contemporánea el teólogo no haya sido y sea piadoso e incluso místico. Pero aquí no se trata dé esa conciliación privada entre doctrina y biografía, sino de que tal conciliación no se convir­tió en teología, no consiguió un cierto nivel de publicidad, de comu­nicabilidad y resonancia histórica dentro del amplio cauce teológico. Mientras la realidad social se definió en función de un fin último religioso y la razón teológica fue considerada como razón clave, capaz de aunar el consenso general, pudo disimularse la crisis de identidad de la teología, provocada por este cisma. Supplet societas. Sin embargo, esta disociación fue haciéndose cada día más evidente. La experiencia religiosa, la articulación de la historia personal ante Dios, la biografía mística, fue quedando cada día más apartada de la doxografía de la fe, de manera que fue relegando sus contenidos de experiencia al campo de las impresiones subjetivas. Así, fue cada vez más incapaz de incorporarlos a la vida pública de la Iglesia y la sociedad. Por el contrario, la teología «propiamente tal», la dog-

* El texto reelabora una «Laudatio» en honor de Karl Rahner, pronun­ciada por el autor para conmemorar el setenta cumpleaños del homenajeado. £1 texto íntegro de dicha «Laudatio» apareció en «Stimmen der Zeit» (ma­yo 1974) 305-316, con el título Karl Rahner — ein theologisches Leben. Theologie ais mystische Biographie eines Christenmenschen heute (Karl Rahner: una vida teológica. Teología como biografía mística de un cris­tiano hoy). La «tesis» fue desarrollada originariamente partiendo del «para­digma», y no viceversa.

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mática, fue convirtiéndose en una doctrina preocupada por lo obje­tivo y se tradujo a menudo en un temor sistemático a entrar en contacto con una vida que no comprendía. Me refiero principal­mente a lo que ha sido regla en la teología de escuela, aun cuando pueda haber excepciones. Los intentos actuales encaminados a supe­rar tal cisma ponen de manifiesto, más bien, que éste perdura. De ahí la insistencia actual en preguntar por la «relevancia» de la doc­trina dogmática, por su Sitz im Leben, por su valor para la pie­dad, por su significación pastoral. Lo cual equivale a confesar que esta doctrina no tiene de por sí nada o casi nada que ver con tales cuestiones y, por consiguiente, no influye en el ámbito de la vida religiosa como configuración, liberación o transformación.

¿Cuál debería ser el rostro de una teología capaz de poner fin a este cisma entre dogmática e historia personal y de reunir con impulso creador lo que lleva tanto tiempo separado?

En un intento de definición, yo llamaría a tal teología dogmá­tica biográfica, una especie de biografía existencial, entendiendo por «biografía» no un simple reflejo literario de la subjetividad con el propósito de (en palabras de Goethe) conseguir con ese refle­jo un símbolo interpretativo del mundo y la vida. Tal teología debe llamarse biográfica porque inscribe en la doxografía de la fe la bio­grafía mística de la experiencia religiosa, de la historia personal ante el rostro velado de Dios. Es también biográfica porque no es una teología deductiva por sistema, dispuesta a mantener su carác­ter irrefutable y su aceptación al precio de la tautología, sino un relato de la historia personal ante Dios, formulado y condensado conceptualmente.

La teología biográfica debe elevar el «sujeto* al plano de la conciencia dogmática de la teología. Con ello no se propugna un nuevo subjetivismo teológico. «Sujeto» no es en modo alguno un dato arbitrario e intercambiable. Sujeto es la persona humana con sus experiencias e historia en un constante proceso de identifica­ción a partir de ellas. Por consiguiente, introducir el sujeto en la dogmática significa convertir al hombre, con su vida y experiencia religiosa, en tema objetivo de la dogmática; significa ordenar la doctrina a la vida y la vida a la doctrina; significa, por tanto, re­conciliar entre sí la dogmática y la biografía; significa, en definitiva, armonizar la doxografía teológica y la biografía mística.

Teología como biografía 211

Esto no implica" aspirar a una teología refinada y elitista, sino que ha de entenderse, por una parte, como realización de la teolo­gía escolástica y de su sistemática y, por otra, como dogmática biográfica del cristiano medio. En esa armonización histórico-vital de teoría y praxis se articula la reflexión teológica como biografía mística de una vida sin dramatismo y nutrida de la fe, como histo­ria de su curso diario sin grandes cambios y transformaciones, ilu­minaciones ni conversiones espectaculares. De esto se trata en una teología biográfica y no tanto de la subjetividad excelsa, interesan­te, rica y movida que palpita (por decirlo así, paradigmáticamente y en representación de los otros, de los que carecen de lenguaje, de los que «carecen de vida») en la doctrina y confiere al sistema un dramatismo biográfico. En ella se hace patente más bien cómo pue­de deletrearse en el canon de la doctrina la historia vital del pueblo, la experiencia religiosa diaria y media, incluso la experiencia ruti­naria colectiva del católico. No se presuponen cualidades o vivencias excepcionales ni una mística elevada. Se requiere, evidentemente, aquella mística sin la cual no hay ni puede haber fe. Pero justa­mente por ello, la teología biográfica es mistagogía para todos, sin miedo a la vulgarización, sin temor al contacto con la vida diaria, aburrida, casi monótona, y con sus experiencias e impulsos religio­sos casi indescifrables.

¿Quién se hallaría más necesitado de esa dogmática biográfica que el cristiano, a quien (a pesar de todo lo que se habla hoy del sacerdocio de los fieles, de la Iglesia como pueblo de Dios; a pesar de todas las afirmaciones sobre el papel del laico en la Iglesia) le resulta difícil «encontrarse» en las enseñanzas de la teología, sen­tirse aludido, interpelado y reflejado por ella, verse interpretado en su mística, la mayoría de las veces desconocida para él? ¿Dónde tendría el hombre más necesidad de ella que en la sociedad actual? ¿Dónde habría más necesidad de ella que en una sociedad en que se lamenta la frágil identidad de la persona y se anuncia la «muer­te del sujeto», el «final del individuo»? ¿Dónde más que en una sociedad en que las experiencias y fantasías personales del individuo concuerdan menos cada vez con los mecanismos y presiones de un mundo construido por una racionalidad carente de sentimiento? ¿Dónde más que en una sociedad en la que estas experiencias bio­gráficas están cada vez más condicionadas en un mundo racionali-

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zado y tecnificado que no da cabida a la sorpresa y satisface las expectativas conformes con el sistema, mientras que elimina o alla­na las esperanzas inconformistas y los sueños? ¿Dónde más, final­mente, que en una sociedad en la que todos los modelos biográfi­cos parecen prefabricados, diseñados de antemano, y en la que, por eso, se abate sobre las almas el desinterés por la identidad o el aburrimiento?

En una teología biográfica hay que replantear también la cues­tión del carácter científico de la teología. Al hacerlo se ha de tener presente que los más importantes logros en la teología y en la his­toria de la Iglesia provienen siempre de una teología «impura», en la que biografía, fantasía, experiencia acumulada, conversiones, vi­siones, oraciones se entretejen indisolublemente formando un «sis­tema».

Esto exige plantear de nuevo la cuestión del sujeto adecuado de la teología y hacer una reflexión crítica sobre ella. ¿Quién es realmente ese sujeto: el docto, el profesor, el predicador, el pastor de almas, el místico que hace de su propia existencia un gesto significativo, el individuo cristiano que articula su historia personal ante Dios, los múltiples grupos o el pueblo, la comunidad, el pue­blo que escribe una biografía colectiva religiosa como en otro tiem­po Israel?

Sea lo que fuere, la teología no es hoy teología de profesores; no se identifica con la teología de oficio. Una teología biográfica debe evitar sobre todo encerrarse en los esquemas de exposición de un lenguaje científico exacto y estereotipado. La convicción vivida y la experiencia aprendida de la fe no pueden fundamen­tarse suficientemente mediante las reglas metalógicas de la argu­mentación analítica. Por ello debe evitar a toda costa someterse incondicionalmente al vocabulario de la exactitud. La teología no es en modo alguno una ciencia natural de lo divino.

Por tanto, la deseada unidad de doctrina y vida, de dogmática teórica y biografía práctica no puede parecer esencialmente desfa­sada del tiempo, arcaica y regresiva, más que a una teología que, por su parte, se ha sometido largamente a un concepto estandardi­zado de ciencia, acomodando a él sus ideas, por lo que apenas sabe ya dónde tiene su verdadera cabeza o dónde late su verdadero cora­zón. ¡Como si la teología pudiese permitirse el desprecio teórico

Teología como biografía 213

total de la inmediatez, de la ingenuidad de una convicción vivida o de una vida convencida sin perder su propia identidad! Cierta­mente, ¿no tiene el lenguaje de una teología que toma en cuenta tales realidades un acento demasiado poético, demasiado lírico e incluso poetizado, demasiado confesional y enfático, para que la teología siga teniendo inteligibilidad y capacidad de consenso?

Frente a esto hay que preguntar, sin embargo, por qué la teo­logía narrativo-biográfica debe negarse a sí misma de tal manera por pusilanimidad crítico-lingüística y no tener el coraje de per­manecer con toda decisión en un lenguaje propio, diverso, acomo­dado a la situación y al asunto.

Quien no quiera creer a Heinrich Boíl o a Peter Handke puede escuchar, por ejemplo, las palabras de Klopstock: «Hay ideas que casi no pueden expresarse más que poéticamente; o más bien la naturaleza de determinados objetos exige concebirlos poéticamente y afirmar que perderían demasiado si se hiciese de otra manera. Me parece que a este grupo pertenecen, de manera especial, las consi­deraciones sobre la omnipresencia de Dios».

En el ámbito lingüístico alemán resultan especialmente difíciles tales expresiones a causa de la «ideología alemana», a causa de una monocultura de la evidencia en la que sólo se admite como seguro y exento de arbitrariedad lo que puede llamarse «científi­co». En consecuencia, el término «ciencia» tiene en alemán mayor extensión que en cualquier otro idioma. Si tuviésemos —como los países anglosajones, los eslavos y latinos— una cultura de la evi­dencia abierta de la poesía o del ensayismo, no emplearíamos con tanta facilidad el reproche de «dilettantismo». Dilettantismo en el sentido propio de la palabra me parece, más bien, la inconsciencia de quienes no ven un riesgo para su identidad en someter alegre­mente el lenguaje teológico a un lenguaje científico estandardizado.

I I . EL PARADIGMA

Creo que Karl Rahner ha conseguido en puntos importantes de su obra poner fin al lamentable cisma entre la dogmática y la biografía. Y lo ha realizado con un poder de creación y expresión y con una capacidad de superación que recuerdan los grandes logros

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de la historia de la teología occidental. La obra de Karl Rahner puede entenderse como esbozo de una dogmática histórico-vital para nuestros días, como biografía mística de un cristiano de hoy. Voy a destacar esto brevemente.

Parece que, en círculos especializados, no es difícil catalogar, situar y valorar la teología de Rahner, aun cuando se perciba y reco­nozca lo extraordinario, inmenso, novedoso de esa obra teológica, que se define a sí misma como continuación de la teología escolás­tica tradicional, como alumbramiento de sus intenciones e intui­ciones, en parte soterradas y reprimidas, y de su dinamismo inte­rior, sirviéndose de la reflexión trascendental.

¿Qué significa en Rahner «Teología trascendental»? La teolo­gía de Rahner ha roto el sistema de la teología escolástica centrán­dola en el «sujeto». Su teología ha hecho emerger al sujeto sacán­dolo de la roca del objetivismo escolástico en el que por doquier se encontraba encerrada esta teología escolástica. El «sujeto» no es aquí un puro dato de reflexión, arbitrariamente objetivable a su vez. Designa al hombre en su historia vivencial, la cual no puede ser identificada y comunicada sin elementos narrativos. En este sentido, Rahner ha elevado la biografía religiosa a tema objetivo de la dogmática.

Lo que más sorprende y por ello más se cita es la variedad —carente de precedentes y casi desmesurada— de los temas de esta obra. Una ojeada a cualquier página de la bibliografía de Rahner —cuyas publicaciones alcanzan ya un volumen muy supe­rior al de las «obras» de ciertos teólogos— puede confirmar esto. Ello permite descubrir, al mismo tiempo, que no se trata sólo de la multiplicidad de temas, sino también de la manera de abordarlos, de la forma de expresarlos a lo largo y ancho de los más diversos ámbitos de la vida teológica, eclesial y pública. La obra entera es sencillamente un relato teológicamente sustancial del cristianismo contemporáneo. No impera aquí un canon clásico de cuestiones; aquí no se tratan sólo temas admitidos en el sistema. El canon es la vida; no la vida elegida a capricho, sino la agobiada, la incómoda. Rahner no se ha interesado sólo por lo interesante, sino que se ha sentido interpelado de forma incomparable por la miseria y los problemas de los otros. De ahí que la multiplicidad temática de su obra no sea fruto del nerviosismo o de los caprichos de la moda,

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sino que tiene un sistema: el gran movimiento de reducción latente en esta obra no se debe, como se piensa a menudo, al intento de reducir una doctrina teológica a otra, sino más bien al esfuerzo —desconocido hasta el presente— de hermanar la doctrina y la vida tal como se desarrolla en nuestra circunstancia actual. Por ello, la vida científica se convierte para él en teología y no, como suele suceder, la teología en ciencia en un sentido predeterminado y formulado de manera extraña. De ahí que, para él, las cuestiones de la vida diaria se conviertan en problemas teológicos, para horror de quienes, por salvaguardar el presunto carácter científico de la dogmática, evitan todas estas cuestiones y se limitan a las «cues­tiones clásicas», que son siempre cuestiones vitales de ayer, cues­tiones vitales de una época en que la dogmática no se había limitado todavía a formular sólo conceptos de experiencias anteriores, sino que comunicaba y transmitía también nuevas experiencias por me­dio de estos conceptos, opportune, importune, «científicamente» o de manera «dilettante», como suele caracterizar Rahner la situación en que se ve desbordado por las cuestiones, las experiencias y la vida. Yo preguntaría quiénes son verdaderamente los dilettantes.

Rahner elabora una dogmática histórico-vital, biográfica, narra­tiva, confesional; pero lo hace centrándola en lo objetivo y doc­trinal con un rigor que difícilmente ha conseguido ningún otro teólogo. Ello permite suponer que la teología rahneriana tiene antecedentes y modelos distintos del tomismo y de la filosofía trascendental. Yo pienso en Agustín, en Buenaventura y Newmann; quizá en Pascal y Bonhoffer. Como es natural, no se trata de depen­dencias demostrables (a pesar de que Rahner ha escrito de la tra­dición patrística cosas importantes y de gran valor, a pesar de que ve a Tomás más próximo a Agustín que a los tomistas, a pesar de que siente mayor predilección por Taulero que por Suárez y Molina). Como digo, no se trata de dependencias demostrables, sino pre­suntas afinidades en el talante, en la peculiaridad y rango de la obra teológica. Una teología como la de Rahner no sólo tiene seguidores diversos que —aun siguiendo a menudo direcciones opuestas— pueden apelar a él con todo derecho, sino que la mayoría de las veces se inspira también en autores de diversa procedencia e incluso de opiniones contrarias. Los clásicos son los menos respetuosos con la pureza de estirpe, tanto en su prehistoria como en su poshistoria.

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De este modo, la teología de Rahner —que en cuanto biografía existencial religiosa es doxografía teológica, ambas cosas en una y siempre de manera completa— está muy cerca de un tipo teológico en el que, en la práctica, jamás es encuadrada desde el punto de vista de la historia de los sistemas: está muy próxima a la gran teología biográfica.

En una dogmática biográfica, la unidad cristaliza únicamente en la pluralidad no calculada. Quien pretendiera limitarse única­mente a los «principios» de la teología de Rahner quizá terminaría recogiendo meras tautologías altisonantes. El tenor y el tema de esta obra sólo se puede captar en sus variaciones. En otros térmi­nos: es imposible entender el sistema sin las historias, la doctrina sin las experiencias comunicadas y narradas, la doxografía sin la biografía mística. ¡Lástima —se oye a veces—• que Rahner no haya escrito una dogmática! ¡La ha escrito! ¡La dogmática histó-rico-vital, la biografía mística con intención dogmática presenta ese rostro! Su obra es justamente el sistema, la Suníma que responde a tal planteamiento teológico y nos ha sido concedida a nosotros.

En este momento es imposible e innecesario poner de relieve , el matiz de dogmática biográfica en cada uno de los temas y trata­

dos teológicos que Karl Rahner ha estudiado hasta el momento. Creo que no sería difícil descubrir el elemento narrativo, referido a la historia religiosa personal, místico-existencial-biográfico en sus trabajos de cristología, soteriología, escatología e historia de la teo­logía, por no hablar de otros campos de la teología. La sospecha más fuerte contra el enfoque biográfico la provoca sin duda la teo­logía trinitaria. Por eso voy a citar algunos párrafos de la intro­ducción de Rahner a dicho tratado, titulado El Dios Trino como fundamento trascendente de la historia de salvación. En ella sub­raya Rahner que «el misterio de la Trinidad es el último misterio de nuestra propia realidad y es experimentado justamente en esta realidad... Partiendo de aquí es posible establecer un principio metodológico para todo el tratado de la Trinidad. La Trinidad es un misterio cuyo carácter paradójico resuena ya en el de la existencia de la persona humana. De ahí que no tenga sentido tratar de eludir este carácter, pretender disimularlo con una forzada sutileza de conceptos y distinciones conceptuales. Este procedimiento no aclara el misterio más que en apariencia, mientras que en realidad se re-

Teología como biografía 217

duce a un cúmulo de verbalismos que en los espíritus ingenuamente agudos actúan como analgésicos para calmar el dolor de tener que adorar el misterio sin penetrarlo».

«Misterio» es evidentemente una palabra básica y clave en esta dogmática biográfica. En este término se encierran —con gran riqueza de conexiones— el concepto del Dios incomprensible y la experiencia del hombre mismo inmerso en esa incomprensibilidad. Resuena aquí la mística ignaciana de la omnipresencia de Dios, del «Dios en el mundo». Doxografía y biografía mística se hallan impli­cadas mutuamente. La concepción que Rahner tiene de la teología —teología como ensayo, como iniciación, como mistagogía, como «instauración de la vida en la experiencia del misterio por antono­masia», confirma esta unidad.

En un punto se distingue esencial y decisivamente de sus pro­totipos la dogmática biográfica de Rahner. La teología de Rahner es la dogmática histórico-vital centrada en el cristiano anónimo, sencillo e incluso corriente: la biografía mística de una vida sin dramatismo. La misma vida de Rahner carece de «acontecimientos espectaculares»; él entiende las variaciones de su situación vital como «cambios de disposiciones» de sus superiores religiosos, dic­tados por los intereses prácticos, en cierta medida administrativos, del buen funcionamiento de la Compañía. Su dogmática biográfica es la de un tipo manifiestamente antibiográfico. En eso se diferen­cia la obra de Rahner de la de las grandes teologías biográficas de Agustín, Pascal, Newmann o Bonhoffer. Sin embargo, esta dife­rencia no es una desventaja. Marca la peculiaridad y prevalencia de la teología de Rahner. Hace que esta teología sea actual y mo­derna en un sentido específico, incluso desde el punto de vista sociocultural y sociorreligioso.

El apasionado intento de Rahner de hacer teología escolar, teología corriente para todos, «y nada más», tiene su correspon­dencia exacta en la intención de introducir en la dogmática la biogra­fía religiosa del cristiano normal y, en cierto sentido, del pueblo. Lo que podría considerarse destinado a la «élite» en algunos de sus teologúmenos (por ejemplo, su ampliación de la doctrina de la fides implícita, su empleo del principio de la bona fides, algunos elementos de su teoría sobre el «cristianismo anónimo») está deter­minado, al menos en la intención, por todo lo contrario. Rahner

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siente una repulsa casi proletaria contra todo lo que suene a «elita-rio» y esotérico. Jamás ha disimulado el arcano de la religión con ropaje semiaristocrático. Por ello ha conseguido —a pesar de su «difícil» lenguaje— conectar con la mayoría y no sólo con los selectos dentro de la teología y de la Iglesia. Por ello ha descu­bierto y expresado, sin falsas acomodaciones, necesidades amplia­mente vividas.

Es cierto que ante este ejemplo de teología biográfica pueden plantearse de nuevo aquellas cuestiones críticas con que se enfren­tan hoy toda orientación teológica centrada en el sujeto y toda teología biográfica; cuestiones que se niegan a aceptar sin reservas el predominio de la antropología en la teología frente a la historia y la sociedad. Sin embargo, como diría Rahner, «¡rompeos la cabeza discutiendo sobre esto!». Videbimus.

[Traducción: A. MARTÍNEZ DE LA PERA] J. B. METZ

EL PROBLEMA DE «ESCRIBIR»

ALGUNAS PREGUNTAS A LOS QUE «ESCRIBEN» TEOLOGÍA

INTERPELACIONES A LA LITERATURA Y A LA POESÍA

Por poca atención que se preste al hecho, no dejará de sor­prendernos el interés que desde hace algunos decenios y en diversos ambientes de nuestra cultura se viene prestando a la creación lite­raria y singularmente a la poesía, a su composición y a su escucha. Podría ser muy bien que este interés manifestara una dimensión característica de la situación espiritual de nuestra modernidad; que las interpelaciones que provoca hubieran de interpretarse, al menos en primera instancia, como un síntoma de enfermedad de nuestra cultura, enfermedad posiblemente grave. Porque una realidad sólo se pone en tela de juicio, esto es seguro, cuando ha dejado de ser indiscutible.

Echemos un vistazo, siquiera superficial, a la historia occiden­tal de las «artes poéticas», al discurso formulado a lo largo de siglos por escritores, filósofos y poetas acerca de la literatura y la poesía. Saltará en seguida a la vista que nunca fue tan ardiente y perspicaz como en los últimos decenios la interrogación sobre la naturaleza de la creación literaria y sobre el lenguaje de la poesía. Y aún po­dríamos alargar este panorama a los dos últimos siglos. Preciso es reconocer que la Poética de Aristóteles, el Abrégé de l'art poétique franqais de Ronsard o el Art poétique de Boileau permitieron una aproximación al hecho literario y a la escritura poética incompara­blemente menos esclarecedora y menos profunda que los escritos románticos de un Novalis1, un Holderlin, un Achim d'Arnim,

1 Adelantándose en tres cuartos de siglo a Rimbaud, Novalis crea el mito del Poeta-Vidente, del Poeta-Profeta, del Poeta-Centro del Mundo.

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un F. Schlegel2, los experimentos simbolistas de un Rimbaud o de un Mallarmé3, las búsquedas formales de un Valéry4 o de un Claudels, las obras de Rene Char6 o de Heidegger.

Pero esta búsqueda insistente y perspicaz ha de entenderse precisamente como un síntoma, pues quiere decir que la poesía, y con ella la literatura, ya no es indiscutible. El hombre moderno, impulsado por una necesidad esencial, por un malestar radical, aunque aún inconsciente en gran parte, se ha orientado hacia la escucha poética. Es esta inquietud síntoma de una enfermedad que afecta al hombre en su bien más precioso, en su mismo medio vital: el lenguaje. La literatura no se pudo poner en tela de juicio durante los milenios en que la palabra del mistagogo, la recitación del poeta y el oráculo del profeta se escuchaban como cifra del des­tino del hombre y su honor, como templo en que se albergaban sus relaciones esenciales con las cosas y con los dioses. La puesta en entredicho de la palabra del poeta jalona el exilio del hombre fuera de ese templo. El primer acto atestiguado de esta tragedia es, quizá, la expulsión del poeta de la ciudad, decretada por Platón. Pero habrían de pasar aún veinte siglos para que se cumpliera el destino «lógico» del lenguaje, al extenderse el dominio del instru­mento, el imperio de la técnica y el discurso de la ciencia. El precio a pagar por este giro formidable habría de ser la lenta esclerosis de la sensibilidad poética, que arrastra consigo la desorientación existencial, la escalada del absurdo y el eclipse de los dioses.

Pero habría de ser este espantoso silencio el que revelara final-

2 Como prueba, entre otros, este texto del Atbenaeum, en que F. Schlegel habla de una «filosofía de la poesía en general» y de «una filosofía de la novela (es decir, de un 'libro romántico'), cuyos primeros fundamentos están contenidos en la estética política de Platón, que sería la clave de bóveda» (Frag. n.° 252).

3 H. Mondor, Propos sur la poésie (1946), recoge muchas anotaciones en la correspondencia refinada de Mallarmé.

4 Será útil leer al respecto el Préface a VAnthologie des poetes de la N. R. F., y L'áme et la dame (París 1944).

5 Cf. Réflexions sur le vers francais; Lettre a l'abbé Bremond sur l'ins-piration poétique; prólogo a la Anthologie de la poésie mexicaine.

6 Toda la obra es una interrogación sobre la escritura poética. Se tendrán en cuenta sobre todo Le poéme pulvérisé; Les Matinaux; La Parole en Arcbipel.

El problema de «escribir» 221

mente al hombre su tormento y la urgencia de restaurar la com­prensión completa y el uso integral de su lenguaje. Por haber deja­do de ser indiscutible, la poesía preocupa hoy. Ha llegado la hora de los interrogantes esenciales sobre la creación literaria y la com­posición poética. Y por ello mismo, en las postrimerías de este siglo xx, nos encontramos en camino hacia la reinvención de una esencia no «lógica» del lenguaje y, paralelamente, hacia el redes­cubrimiento de una sensibilidad «fabulosa», pero no fantástica, con respecto al mito. Camino largo, difícil transhumancia en que sólo hemos dado los primeros pasos, detrás de esos gastadores sacrifi­cados que fueron nuestros hermanos los poetas Hólderlin, Gérard de Nerval, Lautréamont, Nietzsche, Rimbaud.

Sólo a condición de situarnos en esta perspectiva, nos parece, adquieren todo su sentido muchas de las indagaciones recientes y contemporáneas en torno al lenguaje y la obra literaria. No pode­mos pretender ahora hacer una exposición pormenorizada y en todo el frente de las disciplinas positivas, crípticas o especulativas que colaboran en esta indagación. Pero no dejará de ser útil, en un fascículo que lleva por título Teología y literatura, elegir por vía de ejemplo tres o cuatro de ellas y, al evocarlas, hacer algunas preguntas simples, pérfidas por tanto, a quienes se aventuran hoy a «escribir» teología. Convocaremos a un lingüista, R. Jakobson, a propósito de las funciones del lenguaje; a dos filósofos, J. L. Nan-cy y P. Lacoue-Labarthe, sobre los orígenes del concepto de lite­ratura; a un especialista en poesía, R. Barthes, sobre la significación social de la elección de un determinado estilo; finalmente, a algunos entendidos en mitología, Cassirer y varios otros, a propósito de las dimensiones mito-simbólicas del lenguaje.

1. EL LENGUAJE Y SUS DIVERSAS FUNCIONES

Es sorprendente que muchos entre quienes se sirven profesio-nalmente del lenguaje ignoren profundamente las leyes elementales de su funcionamiento, la amplitud de sus usos y la diversidad de funciones que cumple. Sin embargo, hoy no es difícil adquirir el conocimiento de los principales resultados de la investigación des­arrollada en torno a estos temas. Nos contentaremos con evocar

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una de estas investigaciones, que nos servirá de cómodo marco ge­neral para nuestras consideraciones ulteriores.

Hablar, comunicarse a través del lenguaje, hacer literatura en cualquiera de sus formas son actos que implican una diversidad de funciones que el lingüista Román Jakobson ha tratado de analizar y sintetizar7 clasificando los seis factores constitutivos de la comu­nicación. Propone un esquema que se acredita por su misma sen­cillez, su gran capacidad explicativa y, por consiguiente, explora­toria de diversos problemas. Este esquema ha sido elaborado, efectivamente, teniendo en cuenta no sólo los estudios de los lin­güistas, sino también las investigaciones etnológicas y de la antro­pología general, que han tratado de definir el lenguaje dentro del conjunto que forman los demás signos de comunicación social, así como los resultados de la teoría matemática de la información y de las técnicas aplicadas por los ingenieros de comunicaciones.

Son seis los factores que han de concurrir para que pueda ha­blarse de comunicación. Es preciso un emisor que envíe a un desti­natario, por medio de un contacto, un mensaje en que se utilice un código común, al menos en parte, a los interlocutores, y que remite a un contexto, es decir, una referencia. El interés de este esquema es que permite sencillamente poner de relieve las seis funciones específicas del lenguaje. Jakobson señala que todas estas funciones se dan habitualmente juntas en la práctica normal del lenguaje; pero la diversidad de comunicaciones se explica por la función que predomina, de forma que las restantes aparecen tam­bién, pero como secundarias o virtuales.

Analicémoslas rápidamente. Si se acentúa el cometido del emi­sor, se revaloriza una primera función que Jakobson llama emotiva o expresiva. Se trata de la actitud que asume el sujeto con respecto a aquello de que habla. Esta función se manifiesta en el lenguaje a través de las interjecciones, pero hasta cierto punto colorea todo lo que decimos cuando manifestamos ira, ironía, convicción... Si se acentúa el vínculo con el oyente, tendremos una segunda fun­ción conativa8. Su expresión gramatical es el vocativo («¡mi amor!») y el imperativo («¡cállate!»). Se trata de una función fundamental,

' R. Jakobson, Essais de linguistique genérale (París 1963) cap. 11. * Del latín conatus, «esfuerzo».

El problema de «escribir» 223

pues permite al hombre ejercer un influjo sobre los demás a través de la palabra. Es muy primitiva, ya que proviene, por ejemplo, de los gritos que dan ritmo al trabajo ejecutado por varías personas al mismo tiempo. Si consideramos las comunicaciones desde el punto de vista del contacto o medio con que se trata de establecer la co­municación o prolongarla («¡oye!»), veremos manifestarse una ter­cera función, que llamaremos fática9. Es la primera de las funcio­nes del lenguaje utilizadas por el niño, incluso antes de hablar, de saber codificar un mensaje inteligible.

Las comunicaciones centradas en un código cumplen una cuarta función, que Jakobson llama metalingüística. Es una función nota­ble, pues con ella el lenguaje habla del propio lenguaje, del instru­mento mismo. Manifiesta, por consiguiente, la reflexívidad del len­guaje. Su campo es inmenso, pues abarca no sólo la demanda de definición, la explicación y la interpretación de un signo lingüístico mediante otros signos de la misma lengua, sino también el apren­dizaje de la lengua por el niño, la adquisición de nuevas palabras, el estudio de una lengua extranjera, etc. Si nos orientamos hacia la referencia, hallaremos una quinta función, la reverencial o cogniti-va. Se trata de la propiedad de señalar las cosas que poseen las palabras. Hablar, en el sentido pleno del término, no es decir algo, sino decir algo a alguien «a propósito» de una cosa. La función referencial es en principio la tarea dominante de los mensajes des­tinados a procurar un conocimiento; su significación está en que su sentido apunta a su referencia. Hay una función última, que Jakobson refiere al mensaje en sí, y a la que califica muy signifi­cativamente de poética. La poesía aparece de este modo como una de las funciones de todo lenguaje, y no exclusiva de aquellas obras que se presentan con la etiqueta de «poesía». Esta última función pone de relieve el lado sensible, palpable, material, de los signos lingüísticos, y de ese modo hace más tajante la separación funda­mental de los signos y las cosas.

Tales son las funciones implicadas en toda práctica del lenguaje. Los profesionales de la palabra o de la escritura sufren frecuente­mente la tentación de olvidar que su actividad, cuando prima legí­timamente uno de los elementos integradores de la comunicación,

' Del griego phatis, «rumor», «voz que corre».

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no puede suprimir los restantes sin correr el riesgo de disolverse ella misma. El abogado, que se preocupa ante todo de convencer al juez, utilizando para ello todos los recursos «conativos» de la retórica, se ve amenazado constantemente de olvidar los códigos en uso dentro de los tribunales o de comprometer la causa que de­fiende al quebrantar las leyes que aseguran la coherencia objetiva de su referencia, de aquello que está diciendo. El escritor, que trata de poner en juego todos los recursos expresivos de su lenguaje para decir cómo siente él las cosas, cuál es su realidad interior, para comunicar las percepciones originales que cree ser el único en sen­tir, no dejará de tener la experiencia dolorosa de que la expresión y la comunicación se disparan en sentido inverso, hinchándose cada una de ellas hasta el extremo de anular a la otra. Pero si es un auténtico artista, descubrirá que es erróneo entender la expresión y la comunicación como cosas absolutamente inversas, y que la expresión pura, desentendida de toda comunicación, se convierte en mera alucinación. El hombre de ciencia, convencido de la obje­tividad de su disciplina, olvida constantemente el grado problemá­tico de realidad que sufre su referencia, y no cae en la cuenta de que ejerce inevitablemente sobre los demás el poder que le confieren sus conocimientos. El hombre de las comunicaciones de masa, obse­sionado por la búsqueda de un «contacto» con la multitud, corre el grave riesgo de no hablar a nadie; preso de las limitaciones que le imponen las pretendidas leyes del medio que utiliza, se ve en peligro de no expresar nada en definitiva. A cada profesión corres­ponde, por tanto, su peculiar deformación profesional, su patología propia. El esquema de las seis funciones del lenguaje propuesto por Jakobson, en cuanto que ofrece un buen recurso exploratorio de las cuestiones relacionadas con la comunicación, nos permite formular cómodamente un primer diagnóstico, los elementos de una etiología y al menos el esbozo de una terapéutica para las en­fermedades que aquejan a los profesionales de la lengua. En una revista como la que el lector tiene ante sus ojos no dejará de ser conveniente recordar que también la teología se practica mediante una comunicación lingüística, lo que nos hace sospechar que tam­bién podría estar aquejada de sus propias cegueras, omisiones y fantasías. La falta de atención por parte de muchos teólogos a las leyes y funciones de la comunicación lingüística se pagan frecuen-

El problema de «escribir» 225

temente muy caras en este terreno como en los demás. Y puede que aún más caras que en otros, a causa de las intenciones y las pretensiones de la teología. Conviene dejar a los mismos teólogos la tarea y la responsabilidad de llevar a cabo las revisiones que quizá se impongan en este ámbito.

2. LOS ORÍGENES DEL CONCEPTO DE LITERATURA

Las observaciones anteriores nos delimitan un marco para cier­tas consideraciones críticas que las investigaciones de los lingüistas nos permiten adelantar desde el momento en que se pretende seña­lar el lugar que corresponde a la teología en el campo de las pro­ducciones del lenguaje. Situarla en el campo literario propiamente dicho exigiría otras consideraciones ulteriores. Es preciso en par­ticular captar por medio de conceptos más específicos y precisos lo que Jakobson no hacía más que acotar desde lejos con las dos fun­ciones expresiva y de codificación. Literatura, escritura o estilo lite­rarios, ¿qué son en realidad?

Ya señalábamos al principio que es muy reciente el interés que se dedica a la creación literaria y a las cuestiones relacionadas con el campo literario. El concepto de literatura aún no ha cumplido los dos siglos, pues se fijó a mediados del xvni. Alguien ha pro­puesto 10 fechar su estabilización y su fortuna entre 1759 —año de la fundación de la revista de Lessing, «Briefe die neueste Literatur betreffend»— y 1800, fecha en que aparece el célebre libro de Madame de Staél De la littérature. El concepto de literatu­ra tiende a presentar la misma literatura como a punto de tomar el relevo, criticándolas, de la poética antigua o de la retórica como géneros de la obra hablada o escrita. Como escribe P. Lacoue-Labarthe, «si en algún lugar, bajo el nombre de filología y de crí­tica (o incluso explícitamente bajo el nombre de teoría de la nove­la) u hubo algo que empezó a proponerse como eso que nosotros llamamos hoy 'teoría de la literatura', fue precisamente en aquella

10 Cf. R. Escarpit y otros, La définition du terme «littérature» (Comu­nicación al III Congreso de la Asociación Internacional de Literatura Com­parada; Utrecht 1961).

11 Cf. la Carta sobre la novela, del Athenaeum.

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época y en aquel lugar. Fue la crítica (que es también una práctica) de Schlegel la que consiguió en última instancia delimitar de este modo el campo de la literatura». En un reciente estudio, muy su­gestivo, Jean-Luc Nancy se ha dedicado a demostrar el importante papel que jugó Kant en el nacimiento del concepto de literatura 12. Porque tenemos un Kant escritor, el que después de una brillante carrera literaria —fue propuesto en 1764 para desempeñar una cátedra de elocuencia y poesía— se quejó muchas veces de «no haber tenido tiempo» de dar a la «exposición de sus obras filosó­ficas el lustre, el brillo y la facilidad de una expresión capaz de procurar una comprensión fácil y una amplia popularidad». Pero tenemos también el Kant filósofo, que se dedicó a distinguir en la Crítica del Juicio «la claridad discursiva (lógica) que resulta de los conceptos», y «la claridad intuitiva (estética) que resulta de las intuiciones». J.-L. Nancy, por su parte, afirma: «Si por literatura se entiende lo que este término ha empezado a significar, de manera relativamente exclusiva y exhaustiva, sólo a partir de 1790, es decir, la categoría de una producción escrita de ficciones (Dich-tungen) cuya naturaleza exige este distanciamíento —inimita­ble— que llamamos 'el estilo', que distingue (o mezcla) en sí unos 'géneros' (y ante todo una 'prosa' y una 'poesía') y que cla­sifica a su autor en el género de 'escritor', entonces resultará que el discurso kantiano es el instrumento y el lugar de delimitación que esta categoría. Esto significa que es también su lugar de naci­miento —o al menos de presentación— y su lugar de atribu­ción. (...) Puede que no haya nada de sorprendente en el hecho de que este personaje, E. Kant, haya conocido una singular fortu­na literaria» 13.

3 . LA OBRA LITERARIA, OPCIÓN SOCIAL

Y COMPROMISO HISTÓRICO

Iniciada de este modo y en las condiciones que acabamos de evocar, la investigación sobre la literatura, sobre los géneros liga­dos a la historia que origina, sobre los diversos componentes indi-

12 J.-L. Nancy, Logodaedalus (Kant écrivain), en Poétiaue (n.° 21) 24-52. » Wid., 51.

El problema de «escribir» 227

viduales o sociales del estilo literario, no ha cesado desde entonces. De acuerdo con las inclinaciones científicas de nuestra cultura, ha arbitrado instrumentos cada vez más finos de análisis técnico, espe­cialmente desde hace unos veinte años. Resultará interesante evo­car ahora algunas de las direcciones que ha tomado esta investiga­ción, precisamente las que afectan a la producción teológica.

En un ensayo14 que ha tenido un amplio éxito en Francia y fuera de ella, Roland Barthes, uno de los más brillantes animado­res de las investigaciones sobre crítica literaria, se preguntaba, en la perspectiva de una introducción a lo que proponía llamar una «Historia de la Escritura», por lo que hace que una obra escrita pueda aspirar a ser calificada de «literaria». Después de pregun­tarse «¿qué es la escritura?», proponía llamar «escritura» a una tercera dimensión de la forma literaria, que no es ni la lengua ni el estilo. La lengua, conjunto de normas y de hábitos común a todos los escritores de una época, es propiedad indivisa de todos los hombres, no sólo de los escritores. Para éstos es una naturaleza que les viene dada, un horizonte no elegido, un objeto social por destino y no por elección. Es algo que cae más acá de la literatura. El estilo, en cambio, estaría más allá. Nace del cuerpo y del pasado del escritor, a la manera de una necesidad biológica; hunde sus raíces en las profundidades míticas personales y, por ello, se con­vierte en cadena y gloria del escritor. Tampoco es objeto de una elección ni ejercicio de una responsabilidad. Entre la lengua y el estilo, que definen la naturaleza del escritor, un horizonte y un impulso, hay lugar para un tercer componente de la forma, que es objeto de una elección: la escritura. Gracias a ella se compromete el escritor, y por ella el acto de escribir entra en la esfera de una moral y al mismo tiempo de una política del lenguaje. «Lengua y estilo son fuerzas ciegas; la escritura es un acto de solidaridad histórica. Lengua y estilo son dos objetos; la escritura es una fun­ción. Establece la relación entre acto creador y sociedad; es el len­guaje literario transformado por su función social, la forma tomada en su intencionalidad humana y ligada de este modo a las grandes crisis de la historia»15.

" R. Barthes, Le degré zéro de l'écriture (París 1953). " Ibíd., 12.

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Entendida de este modo, la escritura constituye el conjunto de signos destinados a señalar, dentro de los diversos modos de expre­sión posibles, la soledad de una institución encastillada que, por ello mismo, ha firmado su enclaustramiento: la literatura. Y pro­sigue Barthes: «Donde la historia es rechazada, allí actúa con ma­yor claridad». De ahí que exista una historia del lenguaje literario que no es ni la de la lengua ni la de los estilos, sino más bien «una historia de los signos de la literatura», vinculada, en virtud de un nexo cuya forma varía históricamente, con la historia profunda.

Sabido es que Barthes, a través de una serie de Ensayos críti­cos, monografías más o menos desarrolladas sobre ciertos autores (Racine, Michelet, Chateaubriand, Sade...), ha tratado de esbozar algunos capítulos de esta historia de la escritura. Así, ha intentado demostrar que la unidad ideológica de la burguesía ha producido, por encima de todos los matices, una escritura única; la forma de la literatura «burguesa», es decir, clásica y romántica, «no podía escindirse, puesto que su conciencia no lo estaba». Por el contra­rio, el primer gesto del escritor, cuando hacia 1850 deja de reflejar la ilusión de lo universal, consistió en asumir su forma, adaptando unas veces y rechazando otras la escritura de su pasado. Se desmo­ronó entonces la escritura clásica, y toda la literatura se convierte, a lo largo del siglo xix, en una problemática del lenguaje. Al mismo tiempo queda consagrada como un objeto. Objeto en primer lugar de su propia mirada «por una especie de narcisismo en que la es­critura se separa apenas de su función instrumental», como ocurre en Chateaubriand, pasa a convertirse luego en objeto de un queha­cer, de un trabajo, montaje que se ofrece en espectáculo en un Flaubert, antes de ser finalmente objeto de un asesinato en Mal-larmé, que de este modo realiza «el último acto de todas las obje­tivaciones», objeto finalmente de una ausencia en los escritores «de grado cero», con sus escrituras blancas, como las de un Blanchot o un Camus.

Es precisamente a la luz de estas consideraciones, y con ayuda de otros estudios como los que en Francia han desarrollado G. Ge-nette, J. P. Richard, P. Sollers o J. Derrida, como habría que plan­tear la cuestión de la «escritura teológica». ¿Existe una realidad semejante? La apropiación de la obra teológica por una casta de profesionales, ¿habrá de considerarse correlativa de la operación

El problema de «escribir» 229

por la que un escrito «de teología» se distingue ante todo por los signos de contenido social que manifiestan su propio enclaustra­miento? Si la producción teológica de estos últimos decenios puede adscribirse, al menos a título de sus vinculaciones socialmente reco­nocidas, a la soledad del lenguaje ritual de la «literatura», ¿qué relación la une con la evolución dramática de la escritura, tal como antes la hemos esbozado, con su «pasión», que acompaña paso a paso a la escisión de la conciencia burguesa? Pero si hemos de admitir que no hay nada semejante a una «escritura teológica», ¿se puede reconocer una dimensión o un alcance teológicos a las obras literarias? ¿En qué condiciones? Y si ello es así, ¿qué porvenir aguarda a los actuales profesionales de la teología? He aquí unos interrogantes que las actuales investigaciones sobre la literatura, sobre su escritura, sobre su historia no nos permitirán eludir por mucho tiempo.

4 . LA NATURALEZA MITO-SIMBOLICA DEL LENGUAJE

Hay un último sector de las investigaciones sobre el lenguaje que no podemos omitir aquí porque toca muy de cerca a la elabo­ración del discurso teológico. Se trata de los diversos estudios sobre el mito y el símbolo. Puede que haya sido E. Cassirer quien ha impreso a la investigación sus orientaciones más fecundas. De­seoso de fundar una filosofía de la cultura que no se contente con tomar en consideración el pensamiento teórico y la actividad artís­tica, sino que incluye además el uso del instrumento y las institu­ciones del lenguaje junto con las ceremonias religiosas y la orga­nización de la ciudad, Cassirer se esfuerza por conocer cada ámbito cultural concreto a través de su «función» o su «forma», es decir, por el proceso estructural y específico que rige la construcción y el funcionamiento de ese ámbito. Serán, en consecuencia, las funcio­nes, las «formas simbólicas» las que definirán y constituirán, en sentido estricto, los productos culturales. Semejante problemática haría que, con el paso de los años, resultara cada vez más difícil de entender la unidad de la cultura, pero este método tuvo una aplicación notable en dos ámbitos cuyas conexiones se manifesta­rían dotadas de una inmensa riqueza, el lenguaje y el pensamiento

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místico 16. En su intento de remontarse al principio de la forma­ción de los conceptos lingüísticos y míticos, pero al mismo tiempo preocupado por denunciar todas las tentaciones de reducción, lo mismo del mito al lenguaje que de la mitología en general a una pretendida forma privilegiada, Cassirer " emprende un análisis del nombre de los dioses, del Verbo que afirma la identidad de la exis­tencia y de la palabra. La interpretación simbólica se afana por recuperar, a través de la génesis de las figuras divinas, a través del análisis semántico de las categorías fundamentales del pensamiento mítico (el mana y el tabú), la fuente común de que proceden, en un mismo impulso, las representaciones de la conciencia mítica y la significación de los nombres de lo divino. Más allá de las cate­gorías que distinguen y separan, encuentra en las formas origina­les del mito y del lenguaje un principio de condensación y de inten­sificación de la intuición —la «metáfora primitiva»— que con­funde el ser y el nombre de la divinidad en una forma total sin envés y sin partes. Por el hecho de que derivan de una misma fuente, entre el lenguaje y el mito hay una correlación indisoluble.

Los trabajos de Cassirer, después de los de W. von Humboldt y Schelling, han abierto el camino a toda una serie de investiga­ciones que, a partir de perspectivas distintas, muchas veces com­plementarias, convergen en una rehabilitación de la textura origi­nalmente mítica y sustancialmente simbólica del lenguaje humano. Basta recordar los trabajos etnológicos de R. Caillois, las investi­gaciones históricas y mitológicas de M. Eliade, las reflexiones filo­sóficas de G. Gusdorf, los estudios de P. Ricoeur sobre la simbólica del mal o los más recientes, y ya en el campo de la lingüística, sobre la metáfora 18.

El resultado más claro de todos estos trabajos ha sido la puesta en tela de juicio del lenguaje racional, del concepto claro y distinto, como forma única o incluso como forma privilegiada del lenguaje. El vértigo del hombre occidental por la abstracción y la objetivación ha permitido producir significaciones y con ello el auge notable del

16 E. Cassirer, Vhilosophie der Symbolischen Formen (Hamburgo 1923, 1925, 1929).

17 E. Cassirer, Langage et Mythe (París 1974). 18 P. Ricoeur, La métapbore vive (París 1975).

El problema de «escribir» 231

saber científico y los conocimientos técnicos, pero ha hecho que el abanico del lenguaje se replegara sobre su única forma canónica, la forma lógica. El hombre de Occidente ha llegado así a verse aquejado de una sordera —adquirida, pero que se le ha convertido en una segunda naturaleza— para cualquier lenguaje distinto del que sirve para transmitir un saber o un saber hacer. Las investiga­ciones a que acabamos de aludir nos impulsan a realizar un desplie­gue de todo el abanico de los lenguajes humanos en nuestro uso personal y social de la comunicación hablada entre los hombres. Más allá del lenguaje del saber, de los discursos encaminados a trans­mitir el conocimiento objetivo y a fundamentar los procedimientos de verificación operativa, hay que abrir de nuevo el oído a los lenguajes del querer, los que jalonan la acción, los que expresan la norma, la responsabilidad y el poder, que enuncian el bien de la acción moral y el querer de la práctica política. Es preciso sobre todo aprender de nuevo a escuchar y a hablar el lenguaje de la existencia, el único que permite unir las profundidades míticas del ser con las alturas simbólicas y espirituales del espíritu, que no es sólo el lenguaje de la fiesta, sino más aún la fiesta del lenguaje. Un lenguaje que nos da acceso al tiempo primordial, al mundo primi­genio, más «real» que el pretendido mundo cotidiano. Un lenguaje que nos presenta la eclosión del mundo, la victoria sobre el caos y también la fundación del pueblo. Un lenguaje que actualiza la ins­tauración y el renacer, que proclama el recuerdo y la esperanza. Un lenguaje que libera las fuerzas creadoras, que existen desde antes del tiempo y están en el corazón de nuestras libertades, de nuestros amores, de nuestras existencias. ¿En qué se convierte un hombre cuando en él no grita y no canta ya el rumor mito-simbólico del ser, que nos da acceso a la cohorte de los misterios imperecederos que nos acompañan?

La teología forma hoy parte de esa cultura aterrada y fascinada por el prestigio de las ciencias. También el teólogo está afectado en su oído interior por la sordera existencial. ¿Cómo se extraña de la escalada del absurdo y del eclipse de los dioses? ¿Qué hará y qué dirá? ¿Se lanzará, como si en ello le fuera la salvación, hacia la última disciplina científica, la sociología, la lingüística, el psico­análisis o, al menos, pseudocientífica con que tantos autores la des­naturalizan? ¿Se entregará a la última moda del activismo colee-

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tivo y pasional? ¿Se contentará con proferir palabras habladas, es decir, que le vienen de fuera, siempre repetidas, que sólo son capa­ces de expresar los síntomas de una ausencia? ¿No intentará pro­nunciar una palabra hablante, que sea cifra de una existencia, conjunción, en un ser libre, de un amor, una experiencia silenciosa y un lenguaje inventivo? ¿Se olvidará, como tantos hermanos suyos mayores, de algo capital, que es imposible comunicar un contenido con la idea de que la forma es secundaria, cuando lo cierto es que el mensaje vital místico no puede ser dicho si contenido y forma no van de acuerdo, pues lo contrario entraña el riesgo de una trai­ción al contenido? El lenguaje teológico, como el lenguaje del cris­tianismo, provoca ante todo, a semejanza del verbo del evangelio, el desquiciamiento del ser. Con esto queremos decir que necesita la voz de la paradoja, la voz del poema. ¿Cuándo oiremos, soste­nida por la presencia de lo injustificable, la voz poderosa de una teología patética? ¿Cuándo se escuchará, para explicar la burla del Crucificado y la paradoja de la santidad, la expresión ingenua y desquiciante de una teología burlesca?

[Traducción: J. VALIENTE MALLA]

B. QUELQUEJEU

LECTURA LITERARIA DE LA BIBLIA

En 1973 aparecieron dos libros cuyos curiosos títulos suenan como pregunta y respuesta: Cómo entender la Biblia y Ahora en­tiendo la Biblia 1. El éxito que han tenido pone de manifiesto dos hechos. Primero: al lector creyente de nuestro tiempo le cuesta trabajo entender los textos de la Biblia y agradece, por tanto, las ayudas que le hagan posible o, al menos, más fácil el acceso al men­saje de salvación. Segundo: la exégesis bíblica ha utilizado hasta el presente unos métodos que no le han permitido responder satis­factoriamente a las preguntas que un lector crítico se hace al leer los textos bíblicos. ¿Es que los métodos tradicionales de la exége­sis han entrado en crisis? Al formular esta pregunta a la exégesis bíblica nos damos cuenta de que por todas partes se critica la insu­ficiencia de los métodos tradicionales 2. Surge, sobre todo, la siguien­te pregunta: ¿de qué factores textuales depende que la Biblia sea legible para el hombre moderno y que éste pueda comprender en su lectura el mensaje contenido en ella (su sentido)?

La respuesta a estas preguntas es un problema que afecta no sólo a la ciencia bíblica en el contexto de la legibilidad de la Biblia, sino también a la ciencia literaria en general en el contexto de la recepción de un texto. La perspectiva del lector se ha desplazado, por tanto, cada vez más hacia el estudio de la recepción literaria o

1 G. Lohfink, Jetzt verstehe ich die Bibel. Ein Sachbuch zur Formkritik (Stuttgart 1973); H.-G. Lubkoll, Wie liest man die Bibel? Eine Gebrauchsan-weisung für Neugierige, Anfánger und Fortgeschrittene (Munich 1974). Apa­reció ya en 1973. De la primera edición se vendieron en pocos meses 900.000 ejemplares (cf. p. 4).

2 Cf. Lohfink, op cit., así como E. Güttgemanns, Linguistisch-literaturwis-sentschaftliche Grundlegung einer neutestamentlichen Theologie: «Lingüis­tica Bíblica» 13/14 (1972) 3.

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del lector, estudio que analiza el texto en el proceso de la comuni­cación entre autor y lector3.

En vista de esta problemática común, no es de admirar que lg investigación bíblica pida consejos metodológicos a la ciencia lite­raria para superar así su crisis de método. En cuanto a la ciencia literaria de orientación lingüística, ha dejado constancia de su inte­rés por la Biblia en el creciente número de publicaciones y reunio­nes interdisciplinares que se han venido sucediendo desde 1970 \

La comprensión de un texto y, con ello, su significado para el lector dependen de la función de las diversas relaciones textuales a nivel de sintaxis, semántica y pragmática5. En el proceso de com­prensión son además de importancia aquellas características espe­cíficas que determinan la estructura del texto (estructura textual) e indican así claramente al lector a qué categoría textual pertenece el texto en cuestión.

Si aplicamos estas condiciones de comprensión a la Biblia, que es un conjunto de textos de diferentes autores y de las más diversas procedencias, podremos constatar a modo de tesis los siguientes aspectos:

1. Desde el punto de vista de la estructura textual podemos distinguir en la Biblia diversas categorías de textos, como cartas,

3 Para una reseña general de los estudios sobre la recepción, cf. G. Grimm (editor), Literatur und Leser. Theorien und Modelle zur Rezeption literari-scher Werke (Stuttgart 1975). Sobre los problemas relativos a la perspectiva del lector, cf. W. Iser, Die Apellstruktur der Texle (Constanza 21971): Kons-tanzer Universitátsreden 28; H. Weinrich, Literatur für Leser. Essays und Aufsatze zur Literaturwissenschaft (Sprache und Literatur 68; Stuttgart 1971).

4 Cf. el fascículo de «Langages» 22 (1971) con el título de Sémiotique narrative — récits bibliques (existe traducción castellana; Madrid 1975). Este fascículo contiene contribuciones de la escuela de semióticos de París; R. Barthes y otros (ed.), Exégése et herméneutique (Parole de Dieu; París 1971); W. Richter, Exegese ais Literaturwissenschaft (Gotinga 1971); Ana-lyse der thematischen Struktur der Texte, en Texte des Kolloquiums i/fi Zentrum für Interdisziplinare Forschung der Universitat Bielefeld (Bielefeld 1973).

5 Para una orientación sobre modelos y métodos de la lingüística textual, confróntese W. Kallmeyer, W. Klein, R. Meyer-Hermann, K. Netzer, H. J. Sierbert, Lektürekolleg zur Textlinguistik, vol. 1 (Introducción) (Franc­fort 1974); S. J. Schmidt, Texttbeorie (Munich 1974).

Lectura literaria de la Biblia 235

narraciones, crónicas, cantos de alabanza, predicaciones, etc. Estas diversas categorías de textos exigen del lector una actitud especí­fica de lectura para cada caso.

2. Para la lectura de la Biblia no tiene mayor importancia la pregunta sobre el comienzo y el fin de un texto bíblico, ya que uno puede comenzar a leer con sentido en diversos puntos.

3. Muchos textos de la Biblia son legibles sólo desde el tras-fondo de la oposición semántica muerte-resurrección. El sujeto (sujet translinguistique) de estos textos es Dios, que se revela en su palabra, es decir, en las relaciones (réseau relationnel) entre los diversos niveles de la Sagrada Escritura6.

4. La mayor parte de los textos bíblicos de importancia reli­giosa son narraciones, cuyo carácter ficcional tiene una importancia especial para el lector. Las alocuciones que en estos textos se diri­gen al lector-oyente no tienen por objeto al lector implícito7. Se dirigen, más bien, de modo ambivalente a los oyentes (históricos) de Jesús por una parte y a los lectores de la Biblia por otra (cf., por ejemplo, la parábola del sembrador, Mt 13,3-9.18-23).

5. Los textos bíblicos no sólo ofrecen información sobre el acontecer salvífico, sino que están también al servicio, por lo que respecta al lector, de una determinada intención didáctica: invitar al seguimiento de Cristo8.

Consideradas así las cosas, se plantea la pregunta sobre la apor­tación que pueden hacer los métodos de la ciencia literaria a la comprensión de la Biblia. Los tres apartados siguientes parten de otras tantas deficiencias en el instrumental metodológico de la exégesis. Les es común la pregunta central sobre la estructura sig­nificativa o estructura narrativa de los textos.

6 Cf. E. Haulotte, Lisibilité des 'Écritures': «Langages» 22 (1971) 102. ' Cf. W. Iser, Der implizite Leser. Komtnunikationsformen des Romans

von Bunyan bis Beckett (Munich 1972). ' Sería interesante investigar estas funciones de la Biblia en conexión

con la literatura cristiano-didáctica (cf., por ejemplo, Bunyan, Pilgrim's Progress, y Rousseau, Émile) y su influjo en el lector creyente.

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POÉTICA GENERATIVA

El título se refiere al intento de construir una teología neotes-tamentaria basada en la lingüística, cuyo iniciador fundamental es E. Güttgemanns 9. En su detallado análisis del relato de la resu­rrección (Me 16,1-8) aparecen claros tanto su punto de partida como su trasfondo teórico.

El trabajo debe ser entendido como discusión general con el método crítico-histórico de Bultmann. Según Güttgemanns, el mé­todo crítico-histórico choca con aporías insolubles al interpretar el relato de la resurrección. Tales aporías consisten, sobre todo, en una serie de rupturas semántico-textuales, que Bultmann constata en el relato de la resurrección y que le hacen concluir, entre otras cosas, que Me 16,1-8 es un texto secundario que en su forma actual no puede provenir del mismo Marcos. Desde el punto de vista del análisis de la recepción, Güttgemanns ve estas aporías en la misma línea que otros intentos por resolver supuestas contradicciones del texto a base de métodos o explicaciones no adecuadas. Así, por ejemplo, la tesis de Reimarus, según la cual los discípulos habrían robado el cadáver de Jesús e inventado luego la historia de la resu­rrección. Otros ejemplos son las tentativas por aclarar la diversa presentación del relato de la resurrección en las variantes de los sinópticos10.

Contra la tesis de Bultmann de las rupturas semánticas, Güttge­manns intenta precisamente demostrar la conexión del texto a di­versos niveles de significación. Se sirve para ello del instrumental metodológico y conceptual de la semántica estructuralll. Güttge­manns ve el texto como objeto de una comunicación recíproca entre

' Cf. Güttgemanns, op. cit., y el mismo autor, Linguistische Analyse von Mk 16,1-8: «Lingüistica Bíblica» 11/12 (1972) 13-53.

10 Cf. Reimarus, Über die Auferstehungsgeschichte (sin indicación de ciudad, 1777); D. Fr. Strauss, Das Leben Jesu, krithch betracbtet II (sin indicación de ciudad, 1836; reimpresión en 1969); cf. Güttgemanns, Lin­guistische Analyse..., 15s.

11 Cf. A. J. Greimas, Linguistique structurale (París 21969). La teoría de Greimas fue adoptada por los semióticos de París y aplicada, entre otras cosas, al análisis de textos bíblicos. Cf. L. Marin, Les femtnes au tombeau. Essai d'analyse structurale d'un texte évangélique: «Langages» 22 (1971) 39-50.

Lectura literaria de la Hiblia 237

«emisor» (Jesús/ángeles) y destinatario (mujeres). El núcleo de su análisis es la descripción de la estructura «actancial» del texto. Los «actantes» (los que conducen la acción) son Jesús/cadáver, los ángeles, las mujeres, el mensaje del ángel12. Las mujeres buscan el cadáver de Cristo y «encuentran» el mensaje de Jesús resucitado que les anuncia el ángel. El relato, concluye Güttgemanns, «no es la 'narración de la tumba vacía', sino... la conversión en texto de las posibles relaciones de los lectores con el sujeto (Jesús resucita­do [N. del A.]) del texto» (p. 47).

La estructura sintáctica nos indica la actitud que el lector debe adoptar frente al texto. Si analizamos los tiempos verbales de la narración y de las alocuciones 13, podremos comprobar en el texto una neta delimitación de estructuras: en el contexto del relato el mensaje del ángel sorprende porque no está narrado, sino hablado. Los tiempos del hablar (alocuciones) son señales que indican al lector que la revelación le afecta a él inmediatamente: no debe, pues, ser recibida con la actitud de un escuchar relajado, sino con la acti­tud de quien se siente directamente afectado por ella.

Marin pone de relieve en su artículo las particularidades de la estructura semántica del relato de la resurrección14. Su análisis semántico-estructural descubre a diversos niveles transiciones se­mánticas (por ejemplo, la piedra apartada de la entrada del sepulcro como transición espacial de la vida a la muerte, y viceversa) que encuentran su sentido trascendente en la resurrección misma en cuanto transición de la muerte a la vida. Desde el punto de vista lingüístico, esta transición está inserta en el contexto de la narra­ción como una figura discursiva (figure discursive) que no habla, como la narración, de algo, sino que está orientada a sí misma: «Las palabras, los mensajes..., los vocablos se hacen cosas» (p. 48).

12 Greimas entiende el concepto «actante» en sentido semántico; L. Tes-niére, en cambio, en sentido sintáctico (cf. L. Tesniére, Éléments de syntaxe structurale [París 1959]). No podemos tratar aquí el problemático intento de Güttgemanns por combinar estas dos vanantes del concepto (cf. pp. 35s).

13 Cf. H. Weinrich, Tempus. Besprocbene und Erzahlte Welt (Stuttgart 1971).

14 L. Marin, op. cit.

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CRITICA FORMAL 15

En la historia de la recepción de la Biblia existen numerosos ejemplos de malentendidos de lo que los textos quieren decir. Así, por ejemplo, algunos textos kerigmáticos del Nuevo Testamento cuya intención original era amonestar han sido considerados como leyes (Lohfink, p. 37). La causa de estos malentendidos es la insu­ficiente distinción que se ha hecho hasta el presente entre la forma de un texto y su intención 16. Lohfink ve otra causa de malenten­didos en el desconocimiento de la riqueza de formas de la Biblia. En vez de difuminar esta riqueza formal con el inútil concepto de «historia bíblica», como hacía, por ejemplo, la Eckerbibel (emplea­da en las escuelas hasta 1957; cf. Lohfink, p. 58), se debería ins­truir al lector para que pueda reconocer la variedad estructural de los textos bíblicos. La crítica formal será la que establezca los pre­supuestos necesarios para esta tarea. Sus objetivos son:

a) Demostrar la conexión histórica efectiva entre «formas» del Antiguo y del Nuevo Testamento (p. 146).

b) Diferenciar los textos según criterios estructurales. c) Distinguir entre forma e intención de un texto. Lohfink aduce un gran número de ejemplos que demuestran

la importancia de estos objetivos para que el lector pueda enten­der la Biblia. Así, por ejemplo, las palabras de Jesús sobre el adul­terio: «Todo el que repudia a su mujer la empuja al adulterio, y el que se case con la repudiada comete adulterio» (Mt 5,32) son for­malmente una cláusula legal. Pero la intención del texto no aparece clara hasta que se la considera en relación con su trasfondo social: el derecho matrimonial judío. El texto está formulado desde el punto de vista del varón. Para el varón judío, a quien la ley per­mitía el divorcio, este texto es una provocación: un supuesto dere­cho queda desenmascarado como injusticia, con la intención de exhortar al hombre a vivir en comunión y fidelidad con su mujer.

15 Sobre el concepto y el método de la crítica formal, cf. Lohfink, op. cit., pp. 29-54.

16 El concepto de «intención» (Lohfink habla de «intención lingüística», página 36: por ejemplo, narrar, enseñar, anunciar) se emplea intuitivamente. Sería deseable definir el vocabulario descriptivo de Lohfink dentro de una teoría lingüística.

Lectura literaria de la Biblia 239

El texto no es, pues, una ley sobre la indisolubilidad del matrimo­nio, sino una exhortación a un comportamiento solidario. Si lo comparamos con otras manifestaciones de Jesús (por ejemplo: «Antes pasará un camello por el ojo de una aguja...», Mt 19,24; «Muchos son los llamados...», Mt 22,14), vemos que en todos estos casos de idéntica estructura no se trata de cláusulas legales, sino de exhortaciones a determinados comportamientos.

El análisis de la anunciación (Le 1,26-38) pondrá de manifiesto la importancia de reconocer las conexiones estructurales entre las formas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Las palabras de Ma­ría: «¿Cómo podrá ocurrir esto si no conozco varón?», deben ser entendidas —simplificando las cosas— desde el trasfondo del es­quema de vocación, que está a la base del texto. Este esquema está documentado en bastantes textos del Antiguo Testamento, que presentan la misma estructura: por ejemplo, Ex 3,10-12 (vocación de Moisés); Jr 1,4-10 (vocación del profeta). El esquema prevé, en un momento determinado, las «reservas del llamado» (cf. Lohfink, páginas l l l ss ) . Lo mismo que Moisés y Jeremías, también María expone una reserva. En los tres casos la objeción pierde su fuerza ante el anuncio de un signo. En el caso de María el signo consiste en el embarazo de Isabel. El narrador está siguiendo aquí un esque­ma veterotestamentario preexistente, según el cual «el núcleo sig­nificativo» (p. 115) del texto está en la revelación de la venida de Jesús, que es, a la vez, la confesión central del Nuevo Testamento: «Será grande y se llamará hijo del Altísimo». La comparación de estructuras pone de manifiesto que la auténtica afirmación de la anunciación consiste en el cumplimiento de las promesas del Anti­guo Testamento (cf. Lohfink, p. 117).

TEORÍA DE LA NARRATIVIDAD "

Los ejemplos aducidos deberían haber demostrado cuánto ayuda al lector el conocimiento de las conexiones estructurales para enten­der el significado de un texto. Si estudiamos ahora el carácter na­rrativo de los textos bíblicos, descubriremos una ulterior conexión

17 Cf. H. Weinrich, Teología narrativa: «Concilium» 85 (1973) 210-221.

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estructural. Los textos bíblicos narrativos fueron narrados en su tiempo por la comunidad eclesial primitiva. Hoy su narración pro­sigue en boca de la comunidad narrativa del cristianismo (Weinrich, páginas 329s), de modo que los textos continúan hallándose en el contexto de una tradición narrativa cristiana. Esta narratividad es la base del artículo de Weinrich, que es como un esbozo progra­mático para una teología narrativa. De la narratividad de los relatos bíblicos, orientados a la fe, Weinrich saca una consecuencia decisiva para el lector u oyente: «Exigen del oyente que se convierta en actor de la narración y ponga en práctica las acciones narradas» (p. 330). La ficción de la narración encuentra así su contrapartida en la acción del lector. Se aconseja al lector caer en la cuenta de esta exigencia radical de los textos bíblicos narrativos, ya que constituye una dife­rencia decisiva con respecto a la ficción de los textos literarios 18.

¿Cómo puede reconocer el lector un texto bíblico narrativo? Weinrich menciona algunos criterios, tales como señales sintácti­cas (tiempos verbales), adverbios macrosintácticos, estilo hipotác-tico («¿Quién de vosotros haría...?»). Se puede completar esta lista con otros elementos lingüístico-textuales, como, por ejemplo, seña­les de apertura (cf. el comienzo de las parábolas con nominativo o dativo), giros, alocución dirigida al oyente y estructuras de argu­mentación 19. Sería deseable que la teoría de la narratividad suge­rida por Weinrich para el análisis de textos bíblicos expusiese lin­güísticamente las funciones de estas señales narrativas en el texto.

De estos principios metodológicos y de los conocimientos obte­nidos por ellos podemos sacar algunas consecuencias, a modo de preceptos para la lectura, sobre la actitud del lector. Este debería:

a) Dirigir su atención no tanto a la historicidad de lo narrado cuanto a la estructura semántica del texto (su estructura signi­ficativa).

18 Sobre el problema del carácter ficcional de algunos textos bíblicos, confróntese R. Warning, Semiotik biblischer Texte ais Modellangebot für das Viktionsproblem, en H. Weinrich (ed.), Vositionen der Negativitat (Mu­nich 1975) 533-536.

19 El lector podrá encontrar un análisis de la argumentación en cartas de los Apóstoles en R. Wonneberger, Überlegungen zur Argumentation bei Paulus (manuscrito), en Zentrum für Ínterdiszipliriáre Forschung (Bielefeld 1974).

Lectura literaria de la Biblia 241

b) Descubrir las conexiones histórico-receptivas entre el Anti­guo y el Nuevo Testamento.

c) Tener en cuenta las características específicas de cada diversa categoría textual de la Biblia (por ejemplo, carácter narra­tivo de los relatos).

El lector implícito de la Biblia es un «actor de la palabra» que cree. La más clara indicación de ello está contenida en la parábola del buen samaritano: «Ve y haz tú lo mismo» (Le 10,37). Si el lector quiere comportarse de acuerdo con este ideal de lectura, deberá cuidarse de establecer conexiones precipitadas entre el siste­ma significativo de la Biblia por una parte y el sistema de acción de su mundo por otra. Este peligro se da especialmente en las pará­bolas; y pensemos que Jesús se expresa con frecuencia en ellas. Así, la parábola de los jornaleros de la viña (Mt 20,1-16) entraña el riesgo de un malentendido muy común: quien ponga la retri­bución de los jornaleros de la viña en relación inmediata con los principios salariales de una economía de mercado juzgará injusto al buen propietario y perderá el sentido de esta narración didácti­ca. En vez de seguir este método, el lector deberá ante todo rela­cionar las señales del texto con el sistema cristiano de fe. Todo el campo de imágenes de la parábola está orientado hacia esta rela­ción con la fe. Según esto, el día es una metáfora de la vida huma­na. Parte de la lógica de esta metáfora consiste en expresar que quien escuche la llamada de Dios en cualquier momento de su vida y viva desde ese momento una vida según Dios, recibirá el salario completo. Cualquier tipo de pretensión humana está aquí fuera de lugar, como lo demuestra el diálogo entre el buen propietario y los jornaleros que murmuran. Sólo después de haber establecido esta relación con la fe podrá el lector relacionar la parábola con el sistema de acción en que él se encuentra.

Quien en la lectura de la Biblia siga los preceptos menciona­dos podrá reconocer más fácilmente el carácter revelador de los tex­tos y evitar malentendidos habituales. En esta tarea le serán de no poca utilidad los nuevos métodos de la exégesis bíblica. Si esto es así, el nuevo pacto entre teología y ciencia literaria de orientación lingüística resultará una alianza fecunda.

K. NETZER

[Traducción: J. L. ZUBIAZARRETA]

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TEOLOGÍA Y TEATRO EN TIRSO DE MOLINA

TEOLOGÍA ESPAÑOLA Y LITERATURA DEL SIGLO DE ORO

Muchas veces se ha escrito, desde Unamuno a Ganivet, y lo mismo por españoles que por extranjeros, que el «lugar» en que se ha de buscar y se encuentra la filosofía española no es el tratado de filosofía, sino la literatura. Así la filosofía poético-mística de san Juan de la Cruz, la profunda filosofía encerrada en el Quijote, la filosofía moral de Quevedo y Gradan, la filosofía picaresca, la meditación dramática sobre el mundo y la vida de Calderón de la Barca. Y probablemente otro tanto cabe decir de la teología, pese a la obra formalmente teológica de autores como Molina, Báñez y, tanto por lo que se refiere a la teología como a la filosofía, Suárez.

Ahora bien, si se concede que, en efecto, la teología española se ha presentado en buena parte bajo forma de literatura, es normal que esta teología literaria haya aparecido sobre todo durante las épocas de mayor esplendor literario, en el Siglo de Oro (de media­dos del siglo xvi a mediados del siglo xvn) y en el que se ha llama­do, quizá con alguna exageración cualitativa y desde luego cuantita­tiva, «medio siglo de oro», la primera mitad del actual. A uno y otro desearíamos dirigir la mirada aquí, pero por falta de espacio hemos de centrarla en Tirso de Molina', renunciando al complejo Calderón de la Barca, del xvil, y a Miguel de Unamuno, ya en el xx.

Es sabido que, salvada por supuesto la eminente excepción laica de Cervantes, casi todo el Barroco español, arte de la Contrarre­forma, está impregnado de espíritu religioso, que se juzga tradicional, y de teología. Pero ¿se trata en rigor de una teología fundamental, tanteada, sondeada, intuida poéticamente, o más bien de la realiza­ción literaria de una teología pastoral? Creo que es menester dis­tinguir con cuidado entre lo que se hizo en el siglo xvi y lo hecho

1 Pseudónimo de escritor del mercedario fray Gabriel Téllez (1580-1648).

Teología y teatro en Tirso de Molina 243

en el xvn. San Juan de la Cruz, sin perjuicio de ser también en sus tratados un importantísimo teólogo místico; santa Teresa de Jesús y otros contemporáneos suyos intentaron genuinamente reco­rrer nuevas vías de unión con la divinidad y de saber-sabor de Dios. Por el contrario, la gran literatura del siglo xvn, postridentina y contrarreformista, es ya de propaganda fide, literaturización de la teología pastoral predicada desde los pulpitos. Noel Salomón en Francia, José Antonio Maravall más abiertamente en España, han hecho ver el carácter de propaganda —sin merma de su calidad; es más, con gran originalidad y espíritu de modernidad— del teatro español desde Lope de Vega a Calderón. España, a partir de la segunda parte del reinado del emperador Carlos V y con plena decisión política desde Felipe II, se organizó como el Estado cató­lico por excelencia. Estado de lucha armada contra el protestantis­mo y de unanimidad católica dentro de los confines del Imperio. Esta voluntad de unanimidad requirió, junto a la dura represión de todo brote y aun sospecha de heterodoxia, el adoctrinamiento en la identificación de España con el catolicismo. La grandeza de la historia de España es presentada como consustancialmente cristia­na. La perspectiva de la Contrarreforma es proyectada, retroactiva­mente, a la Edad Media, que habría consistido así en una lucha incesante e intolerante contra el infiel a lo largo de los ocho siglos de la llamada Reconquista. (Es la concepción, llamémosla así, «ofi­cial» o «establecida» de nuestra historia, concepción que el profesor Américo Castro, en La realidad histórica de España y antes de su primera versión, España en su historia, vino a desmitificar). A este adoctrinamiento contribuyó con eficacia y con genio literario el medio de comunicación de masas más poderoso de la época junto con el pulpito, el teatro, «teatro para el pueblo»: teatro «nacional» de Lope y Calderón, teatro filosófico-teológico del mismo Calde­rón, teatro teológico-pastoral de Tirso de Molina con sus dos obras El condenado por desconfiado y El burlador de Sevilla y Convidado de piedra, que son las que vamos a examinar aquí.

Como ya señaló hace años el romanista Karl Vossler, ambos dramas están estrechamente relacionados entre sí desde el punto de vista teológico: el uno es drama de la desconfianza (por lo menos a primera vista), el otro del exceso de confianza. Pero confianza no es aquí, como en Lutero, íe-fiducia, sino estrictamente fiducia

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244 J. L. Aranguren

o confianza en la salvación. Los tres personajes principales de estos dramas, Paulo y Enrico y don Juan Tenorio, creen firmemente con lo que se entendía por fe católica. Mas Paulo se subleva contra Dios y Enrico y don Juan obran como si no creyeran, es decir, con «ateísmo práctico». Veámoslo empezando por El condenado por desconfiado.

«EL CONDENADO POR DESCONFIADO»:

LAS AMBIGÜEDADES DE LA ESPERANZA

No es ésta una obra que escenifique la doctrina molinista, como a veces se ha afirmado, porque, como ya dijimos, no se sitúa en el plano de la teología fundamental, como lo muestra sin la menor duda la autoridad a la que, en el final de la obra, se remite al que fuere «curioso» de saber más de esto: «a Belarmino», es decir, al cardenal Roberto Bellarmini, y, según ha hecho ver la crítica, muy concretamente a su obra De arte bene moriendi o El arte de bien morir. Los temas teológicos tratados son el de la repulsa de un farisaico pelagianismo, el del rechazo también de las «revelaciones particulares» (doctrina de la discreción de espíritus), el de la falta de confianza en la misericordia divina, el del ciego, literal, farisaico atenimiento a una palabra atribuida sin discernimiento a Dios y, en fin, tema secundario y planteado más que por sí mismo por la dinámica dramática de la obra y la búsqueda de un climax de des­esperación, pero tema importante y, sobre todo para la época, con­trovertible, el de la posibilidad de salvación por contrición perfecta sin confesión auricular.

Paulo, el protagonista, es un ermitaño que vive retirado en el bosque, cargándose de buenas obras de ascesis, cumplidas por sí mismo con autosatisfacción y plena confianza. Cabe, pues, decir que Paulo será condenado por desconfiado, sí, pero que la raíz de su desconfianza fue un exceso de confianza en las buenas obras sin la gracia, de la que está falto por soberbio y seguro de sí. Así, pues, Paulo será condenado, a la vez, por confiado y por desconfiado: por confiar con exceso en sí mismo, pero no en Dios, a quien pide temerariamente, como una suerte de declaración notarial de la que no pueda volverse atrás, que le haga una revelación particu-

Teología y teatro en Tirso de Molina 245

lar sobre lo que nunca es dado saber al cristiano con certeza abso­luta: sobre si ha de ir al cielo o al infierno. Se introduce así el tema del discernimiento de espíritus, tan tratado por san Ignacio y, tajan­temente, por san Juan de la Cruz. Es el demonio en lugar de Dios, y bajo figura de ángel, quien responde a la impertinente demanda, confiada en demasía —«que me respondáis espero», pide—, anun­ciándole que el fin de otro hombre, Enrico, será el suyo. Al des­cubrir que la vida de éste es disoluta, Paulo se entrega a la deses­peración y la vida depravada.

La nueva actitud es, evidentemente, de protesta activa contra la «injusticia» de Dios, de desafío a la vez que de insensato ateni­miento a su personal interpretación de la supuesta revelación divina:

Bandolero quiero ser, porque así igualar pretendo mi vida con la de Enrico, pues un mismo fin tendremos. Tan malo tengo de ser como él, y peor si puedo; que pues ya los dos estamos condenados al infierno, bien es que antes de ir allá en el mundo nos venguemos.

(Vs. 980-9).

Lo que se propone es, como se acaba de ver y repite a con­tinuación, vengarse de la «injusticia» de Dios:

Señor, perdona si injustamente me vengo. Tú me has condenado ya: tu palabra, es caso cierto que atrás no puede volver. Pues si es ansí, tener quiero en el mundo buena vida, pues tan triste fin espero.

(Vs. 1002-9).

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246 J. L. Aranguren

¿Se trata, como podría parecer —mezquina religiosidad—, de gozar en este mundo la «buena vida» de que será privado en el otro o, más bien, de realizar las mayores «proezas» en la maldad como antes, pelagianamente, en la bondad? Me inclino por esto último, con lo que Paulo se nos aparece, según veremos, como un «hermano» de don Juan Tenorio:

Pues hoy verá el cielo en mí si en las maldades no igualo a Enrico.

(Vs. 1424-6).

Solamente así la divina injusticia se tornará justicia,

pues cuando Dios, Juez eterno nos condenare al infierno, ya habremos hecho por qué.

(Vs. 1470-2).

Y al final —son sus últimas palabras, antes de morir—, cuan­do se le comunica que Enrico se ha arrepentido y salvado, Paulo, aferrándose con insensata confianza a la letra de la supuesta reve­lación, pretende, con presunción inaudita, que Dios, de potentia absoluta, sin conversión por su parte, le salve para cumplir su palabra:

Esa palabra me ha dado Dios: si Enrico se salvó, también yo salvarme aguardo.

(Vs. 2894-6).

Es Dios quien tiene que justificarse ante el hombre, no el hom­bre ante Dios. Paulo, al morir así, se sale del siglo xvn católico y español para acercarse al promeíeico hombre antiguo, al fáustico hombre moderno.

El talante de Enrico, el doble de Paulo en cuanto a la supuesta

Teología y teatro en Tirso de Molina 247

predestinación de ambos, es, en contraste con el de éste, radical­mente antipelagíano:

Yo soy el hombre más malo que naturaleza humana en el mundo ha producido;

El que jamás se acordó de Dios y su Madre Santa, ni aún ahora lo hiciera, con ver puestas las espadas a mi valeroso pecho; mas siempre tengo esperanza en que tengo de salvarme; puesto que no va fundada mi esperanza en obras mías, sino en saber que se humana Dios con el más pecador, y con su piedad se salva.

(Vs. 1983-5 y 1996-2002).

O como también declara:

Aunque malo, confianza tengo en Dios.

(Vs. 2042-3).

Extrañamente, la voluntad de predicar la confianza y esperan­za, y también la de intensificar la trágica situación anímica de Pau­lo, conducen a Tirso de Molina a presentarnos un Enrico próximo en algún otro punto al tipo luterano de religiosidad. Paulo, en un último esfuerzo por salir de su desesperación, se presenta a Enrico como un monje que, antes de que la muerte que le amenaza llegue, se ofrece a salvarle, y así le dice que se acerca:

Por si os queréis confesar pues seguís de Dios la fe.

(Vs. 1807-8).

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248 J. L. Aranguren

Mas Enrico le rechaza, considerando superflua la confesión, pues

Si Dios ya sabe que soy tan gran pecador, ¿para qué?

(Vs. 1825-7).

Lo más curioso es que cuando a Enrico le llega, algún tiempo después, la hora de morir de veras, mantiene la misma actitud, pese a la falta de efecto sobre Paulo, ya que a él se le dirá «que murió cristianamente, / confesado y comulgado». Vuelve a rechazar a quienes intentan confesarle y, solo, se dice:

¿Yo tengo de confesarme? Parece que es necedad. ¿Quién podrá ahora acordarse de tantos pecados vie)os? ¿Qué memoria habrá que baste a recorrer las ofensas que a Dios he hecho? Más vale no tratar de aquestas cosas. Dios es piadoso y es grande: su misericordia alabo; con ella podré salvarme.

(Vs. 2387-97).

Más tarde, ante la insistencia de su querido padre, exclama:

Confieso, padre, que erré; pero yo confesaré mis pecados, y después besaré a todos los pies para mostraros mi fe. Basta que vos lo mandéis, padre mío de mis ojos.

(Vs. 2503-9).

Teología y teatro en Tirso de Molina 249

Pero la verdad es que la única confesión que llega a hacer, la única que el espectador llega a oír, es la que dirige al «Señor pia­doso y eterno». La coherencia del personaje Enrico y el reforza­miento del contraste con Paulo lleva a Tirso de Molina a presentar a los espectadores un personaje que, plenamente confiado en la misericordia de Dios, prescinde de la confesión cuando nada le im­pedía haberla hecho.

«EL BURLADOR DE SEVILLA»:

EL MITO DE LA DESESPERACIÓN

Don Juan Tenorio, el protagonista de El burlador de Sevilla, malvado a lo largo de su vida como Enrico, es el confiado en de­masía y «condenado por confiado». Don Juan obra también, como ya dijimos, y aún más que Enrico, como si no creyera en Dios. Una jactancia sin Kmites le lleva hasta a invitar a cenar a su posada a la estatua fúnebre de quien fue muerto por él y a aceptar la devo­lución del convite en la capilla mortuoria, hablándose a sí mismo así:

¿Quién cuerpos muertos temió? Mañana iré a la capilla donde convidado soy, porque se admire y espante Sevilla de mi valor.

En don Juan, a esta arrogancia y al afán sin límites de engañar y burlar —Burlador—, de «deshonrar» a las mujeres y de que la burla y deshonra se publiquen, mucho más que la pasión de gozar­las se junta la juvenil ilusión de que siempre habrá tiempo para arrepentirse, el «¡tan largo me lo fiáis!» que vuelve una y otra vez a sus labios. Y la lección del drama —concepción demasiado retri­butiva de la justicia de Dios— es la de que no se debe ostentar nunca exceso de confianza, pues

que no hay plazo que no llegue ni deuda que no se pague

17

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250 } . L. Aranguren

y la de que una petición final, más de temor que de verdadero arrepentimiento,

Deja que llame quien me confiese y absuelva

llega demasiado tarde, cuando ya el plazo es cumplido. Con esta obra Tirso de Molina creó —con todos los antece­

dentes legendarios y dispersos que se quieran— uno de los grandes mitos modernos: el mito de don Juan. Mito moderno, a diferencia del mito antiguo. ¿Qué entiendo por uno» y otro?

El mito antiguo «precede» a la historia o, como en la oposi­ción de los hombres y los dioses, la funda. El mito moderno surge ya dentro de la historia, pero en su significación la trasciende o intenta trascenderla, y por eso más que mito dado de una vez, hecho y derecho, es mitificación. La trasciende simbólicamente, en cuanto expresa por modo poético la trans-gresión del (des)orden establecido (Don Quijote, Hamlet). O la trasciende, intenta tras­cenderla al menos, absolutamente. Fausto, en pacto con Mefistó-feles, «repite» a Prometeo, a Lucifer, a Luzbel. Su profanación, positiva, consiste en la «hazaña» de igualarse, con su sed de infini­tud, a Dios. Yo no dudaría en afirmar que el segundo gran mito moderno absoluto y personalista es el de don Juan. (Las ulteriores grandes mitificaciones serán ya transpersonalistas: mitificación de la Ilustración, del Progreso, del Proletariado, de la Juventud como liberadores de la humanidad). La hazaña de don Juan, no por nega­tiva menos grandiosa, consiste en el «desafío» a la divinidad a través de la profanación de todos los valores.

Mas adviértase que, a diferencia del mito fáustico, que empal­ma con los antiguos, y a diferencia también de los mitos de Hamlet, don Quijote y los colectivos o transpersonalistas, el de don Juan es el gran mito católico: mitificación de la rebeldía «heroica» —y aun satánica, en el Romanticismo—• y mitificación del triunfo de Dios, triunfo sucesivo de su justicia en el Barroco, de su miseri­cordia en el Romanticismo.

Porque, en efecto, hay, como se sabe, un don Juan barroco, el primero de los cuales es el de Tirso, y un don Juan romántico que en la línea católica se personifica mejor, yo diría, que en nin-

Teologta y teatro en Tirso de Molina 251

guna otra obra literaria, en el Don Juan Tenorio del poeta espa­ñol José Zorrilla. Este drama merece sin duda, como vio ya Ortega y Gasset, atención mayor de la que le ha prestado una crítica pedante y exquisita, para la cual era poco más que una pieza de subliteratura. El desafío de este don Juan a la divinidad sobrepasa el ateísmo práctico para negar más bien, es verdad, al modo del «Insensato» del salmo, no la existencia de Dios, pero sí la vida en un más allá: la inmortalidad. Y su salvación final en virtud de «un punto de contrición» después de muerto, cuando ya las campanas están doblando por él y en virtud del amor puro, es completamen­te romántico.

No creo que fuera de España e Hispanoamérica se sepa sufi­cientemente que este drama, el Don Juan Tenorio de Zorrilla, se ha estado representando ritualmente, como restableciendo la tradi­ción de los autos sacramentales del Siglo de Oro, hasta hace bien poco tiempo —y de un modo residual todavía alguna vez hoy— durante la primera semana de noviembre de cada año como cele­bración semisacralizada, semisecularizada (casi puro espectáculo ya) de las fiestas litúrgicas católicas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. Dato que, pienso, es significativo de esta vinculación, en la España tradicional, de teología y literatura o de teatro y teología.

La distinción entre el don Juan barroco (el de Tirso) y el don Juan romántico (el de Zorrilla) se corresponde bien con la cen-tralidad, en el primer caso, de la potentia ordinata, aplicada a lo que todavía es juzgado como «libertinaje» y olvido de Dios, que acarrean infierno y condenación; y la centralidad en el segundo caso de la potentia absoluta, que puede conceder salvación, tras la muerte en pecado, al hombre movido por la pasión absoluta, la búsqueda de la infinitud a través del amor a la mujer ideal, la intercesión de ésta y la comunión en la gracia divina.

Temas, en resumen, los de estas dos obras de Tirso de Moli­na, de una teología, una moral y una «mitología» que nos quedan ya en parte lejos, al menos dentro del estilo «sobrenatural» en el que nos son presentados: teología de las apariciones y las revela­ciones de Dios o del demonio, teología de una «esperanza» y una «desesperación» demasiado antropocéntricas; teología de una jus­ticia divina estrictamente retributiva y casi contable; Dios de «no hay deuda que no se pague» al que responde, en el plano de las

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«retribuciones» de la época, el calderoniano «médico de su honra» y, en general, la moral barroca del honor y el deshonor centrados en el comportamiento erótico de la mujer; en fin, mitología del «satánico» conquistador don Juan, pasada de moda con el arrum­bamiento de la estrategia masculina de la «conquista», el descré­dito creciente del «machismo» y la lucha de las mujeres por la igualdad a los hombres con respecto al amor y a tantas otras cosas más.

Temas, sin embargo, que resumen bien la estrecha relación, en el Siglo de Oro español, entre literatura (especialmente teatro) y teología. Relación que podríamos haber presentado también par­tiendo de dramas como los de Calderón de la Barca La vida es sueño y El gran teatro del mundo, que Unamuno recogerá a su modo, ya en el siglo xx, viendo en los seres humanos personajes del «gran teatro de Dios», meros sueños suyos que, sin embargo, como el personaje de su novela Niebla o como el Paulo de El con­denado por desconfiado, se rebelarán contra el Creador porque no quieren ser condenados, porque no quieren morir, porque no quie­ren dejar de ser.

J. L. ARANGUREN

TEOLOGÍA Y LITERATURA

LOS «PENSAMIENTOS» DE PASCAL

«Sólo me gusta lo que está escrito con sangre. Quien escribe con sangre sabe que la sangre es también espíritu. Y lo que está escrito con sangre debe aprenderse de me­moria».

NIETZSCHE

Fragmentos nietzscheanos y fragmentos pascalianos. En uno y otro caso se da la misma exigencia de «escritura». Para Pascal, ciertamente, «la elocuencia auténtica se burla de la elocuencia» (Lafuma, fr. 513); sin embargo, la elocuencia de que es preciso burlarse es la de los tratados en los que «la regla no consiste en hablar con precisión, sino en componer imágenes precisas» (fr. 559): los catálogos de retórica, por ser abstractos y suponer un tipo de hombre universal y recetas eficaces, proceden de la misma ilusión que los libros de casuística o las sumas de teología. A los «casos» prefabricados en el laboratorio de los religiosos racionalistas, a los que no anima ninguna actitud de escucha, Port-Royal contrapuso siempre el diálogo con un santo, la dirección espiritual. De igual manera, estos agustinistas, que se alimentaban de los Santos Padres, de Saint-Cyran y Jansenio, no dejaron de denunciar las insuficien­cias de los escolásticos. En este artículo no pretendo desarrollar sus ataques contra la relativa confianza otorgada por la teología dialéctica a la filosofía; me limitaré a subrayar que, según Pascal, la forma misma de estos tratados revela el mayor desconocimiento de los hombres y que no sólo resulta ridículo contraponer, sino mantener separadas la teología y la poética.

Pascal no es un escritor que haya encontrado la teología inci-dentalmente, como nos hizo creer la fábula persistente del hombre joven menudo e ignorante pero brillante al que los maestros de

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Port-Royal le habrían pedido, en los comienzos del año 1656, que pusiera su pluma al servicio de la gracia eficaz y la moral evan­gélica. De hecho, Pascal es desde 1648 un teólogo consumado: es cierto que se interesa muy poco por los tomistas; pero conoce a fondo a san Agustín, ha estudiado el Augustinus y considera que Jansenio ha presentado de manera perfecta el pensamiento del más grande de los Padres. Si el grave Arnaldo le confió la defensa de uno de los campos más difíciles de la teología ello se debe a que era conocido como uno de los mejores teólogos del grupo. ¿No va a emprender este mismo año de 1656 la redacción de Escritos sobre la gracia con el intento de exponer la teología de la Iglesia por fin de una manera luminosa y tan clara que la verdad se im­pondrá por sí misma? ¡Resulta extraño que este «ignorante» se crea capaz, y Arnaldo y Nicolás lo crean capaz, de celebrar la gracia divina más brillantemente que todos los Padres!

Lo extraño es que este teólogo, contra todos aquellos que pien­san que la cientificidad dispensa de toda labor de «escritura», comience, antes de afrontar cualquier redacción, por seleccionar la retórica original que requieren la materia que va a tratar y el público al que desea dirigirse. Se sabe que Pascal llegó a retocar hasta diez o doce veces algunas de sus Cartas provinciales y que «se había confeccionado algunas reglas de elocuencia totalmente particulares que aumentaban más todavía su talento (...)• Hasta tal punto era dueño de su estilo, que decía todo lo que quería y su discurso tenía siempre el efecto que se había propuesto» (Vie, escrita por su hermana Gilberte). La meditación pascalíana sobre la retórica dejó numerosos vestigios, ya se trate de L'Art de per­suader, de la Onzieme Provinciale o incluso de los mismos Pensées, algunos de cuyos legajos más antiguos (de la serie XXIII a la XXV de Lafuma) son ricos en reflexiones sobre el lenguaje, reflexiones que se encuentran también en muchos otros borradores de la futu­ra Apologie.

RETORICA Y PECADO ORIGINAL

Lo que hace necesaria la retórica es el estado miserable del hombre caído. Sobre esta cuestión Pascal comparte una convicción

Los «Pensamientos» de Pascal 255

muy difundida entre los retóricos de su siglo. En sus Réflexions sur Véloquence, Arnaldo se opone al racionalismo del padre Fran-cois Lamy: «Vos deseáis que se vaya directamente a la inteligencia. Permitidme que os diga, sin embargo, que no es posible pensar así sin conocer muy mal la naturaleza del hombre después del pe­cado y sin trastornar los medios que Dios adoptó para salvar a toda clase de personas» '. Pascal indica esos medios en su Art de persuader: «Nadie ignora que hay dos caminos por donde entran las opiniones en el alma, que son sus dos potencias principales: el entendimiento y la voluntad. La más natural es la del entendi­miento, porque nunca se debería asentir si no es a las verdades demostradas; sin embargo, la más corriente, aunque sea contra la naturaleza, es la de la voluntad; porque la mayor parte de los hombres se sienten casi siempre impulsados a creer no por las pruebas, sino por el agrado (...). Dios (...) ha querido que (las verdades religiosas) entren por el corazón en el espíritu, y no por el espíritu en el corazón, para humillar la soberbia de esta potencia del razonamiento que pretende erigirse en juez de las cosas que elige la voluntad».

Esta es la razón de que la Sagrada Escritura esté llena de toda suerte de bellezas. La Biblia ignora el orden de los tratados, pero rebosa de imágenes, ritmos, relatos cortos, poemas. Proporcionó a todo el siglo xvn los modelos de lo sublime, de lo natural en lo extraordinario, por ejemplo, con el versículo «Que exista la luz. / Y la luz existió». Pascal no sólo adoptó este versículo (fr. 308) o los paralelismos, las metáforas..., sino que se propuso poner de relieve la singularidad poética de la Biblia (fr. 298, 309...).

Esta es también la razón de por qué los Padres fueron teólogos-escritores. «Teniendo en cuenta que las verdades divinas no se han propuesto simplemente como objeto de conocimiento, sino más bien para que los hombres las amen, reverencien y adoren, es indu­dable que la forma noble, elevada y figurada en que las trataron los santos Padres es más adecuada que un estilo simple y sin figu­ras literarias como el de los escolásticos (...). El estilo escolástico, por ser simple y contener sólo las ideas de la verdad totalmente

1 Citado por P. Kuentz, La rhétorique ou la mise a l'écart: «Commu­nications» 16, p. 153.

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desnuda, es menos capaz de producir en el alma los movimientos de respeto y amor que deben tenerse por las verdades cristianas»2.

LA ILUSIÓN ESCOLÁSTICA

Los escolásticos no cayeron en la cuenta de la escasa medida en que el hombre se gobierna por la inteligencia. Se dirigieron a él con un discurso hecho de puros encadenamientos conceptuales y organizado de acuerdo con una lógica del entendimiento. Su volun­tad de precisión científica les condujo a multiplicar las divisiones y distinciones. Tal esfuerzo no carece de interés: ¿no recurrirá Pascal a la definición tomista de milagro por juzgar que su rigoi es muy esclarecedor? La Suma de Teología puede resultar un instrumento de formación en la institución escolar para la que fue concebida. Sin embargo, el autor de Pernees se muestra reticente ante tales producciones.

Ante todo, la arquitectura de estos monumentos es de un «or­den» intelectual más aparente que real. Nos engañaríamos si pen­sáramos que poseen el encadenamiento admirable que caracteriza únicamente a la geometría (fr. 694). Pero hay algo peor todavía. Tal organización no es neutra. Es por sí misma portadora de un sentido. Afecta tanto más al lector cuanto que éste únicamente se cree vulnerable a los contenidos, como racionalista orgulloso que es a consecuencia de la caída original. Pascal expresó este reproche al hablar del tratado De la Sagesse, de Charron, cuyas «divisiones producen tristeza y fatigan» (fr. 780). Esta multiplicación de divisiones introduce en un universo gélido, extraño al ser concreto del hombre. Las divisiones escolásticas dispersan lo real sin con­servar perceptible en todo momento toda su complejidad. Cada una de las formas breves pensadas para la Apologie deberían, por el contrario, poner de manifiesto el hechizo de todo el universo de Dios, sea cual fuere la perspectiva adoptada.

Aunque Charron escribe después de Montaigne, no ha com­prendido la revolución producida por los Essais. Montaigne no aportó una filosofía primero y después otra..., sino que experi-

2 Logique de Port-Royal I, 14 (citado por P. Kuentz, ibíd.).

Los «Pensamientos» de Pascal 257

mentó a lo largo de toda su obra que el espíritu del hombre es cambio perpetuo: por la mañana el hombre siente pavor ante la muerte, por la tarde desea deslizarse en ella suavemente o sueña en una marcha grandiosa. Somos de tal manera cambiantes, que de nada sirve que nos preparemos para algo: ¡el acontecimiento nos encontrará diferentes! La lección de los Essais es «la vacila­ción del espíritu humano en todas las cosas»3, la profunda «volu­bilidad» de la razón, la inconstancia y la inconsistencia universales. Pascal comprendió el alcance de este descubrimiento: «Si exceptua­mos la geometría, que se limita a considerar unas líneas muy sim­ples, apenas existe una verdad sobre la que estemos siempre de acuerdo, y mucho menos objetos de placer que no cambiemos a cada instante. No sé si existe algún medio de formular normas firmes para ajustar los discursos a la inconstancia de nuestros capri­chos» (L'Art de persuader). Esta será en Pascal una de las causas para rechazar todo tipo de discurso racional semejante a las «prue­bas de la existencia de Dios»: el conocimiento de un principio abstracto es evangélicamente estéril y, además, los grandes pensa­dores que razonan tan sabiamente de esta forma, «una hora después experimentan el temor de haberse engañado» (fr. 190).

«EL ORDEN AUTENTICO»

La volubilidad de los hombres, las variaciones de sus inclina­ciones según las distintas edades, los climas, el sexo, los condi­cionamientos, etc., hacen casi imposible la elaboración de un Art de persuader. Sin embargo, añade Pascal, «sé que si alguien es capaz de semejante tarea son las personas que conozco y que nadie tiene para dicha tarea luces tan claras y abundantes». El autor de Pernees, acostumbrado a hacer estas alusiones veladas al autor des­conocido de las Provinciales, tenía en efecto conciencia de que existían excepciones: «Hay quien piensa que mover al hombre es algo parecido a tocar un órgano ordinario. Los hombres son como órganos realmente, pero extraños, cambiantes y tornadizos (cuyos tubos no se suceden con un orden regular). Las personas

3 III, 12; ed. Villey-Saulnier, p. 510.

i

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que sólo saben tocar los órganos ordinarios no serán capaces de conseguir ningún acorde con aquellos otros. Es preciso saber dónde están las (teclas)» (fr. 55).

La regla de la que habla más el apologista se refiere al «orden», a la organización que anhelaba para su texto. El éxito de las Pro­vinciales le había confirmado la eficacia de las formas breves. Por esta razón consideraba que su Apologie debía adoptar la forma de un conjunto de «cartas» concisas en las que los diálogos debían al­ternar con la alta elocuencia (fr. 2, 4, 5, 7', 9, 11, etc.). Los temas se intercalarían unos con otros, se repetirían, remitirían constan­temente unos a otros. El inevitable carácter lineal de los encade­namientos significantes quedaría de alguna manera superado gra­cias a la sobreimpresión de textos cortos que pronto constituirían volúmenes: composición musical, circular; sortilegios; cambios per­petuos; texto-volumen más bien que texto-cadena: «Escribiré aquí mis pensamientos sin orden y quizá no de un modo confuso sin un designio previo. Este es el orden verdadero que señalará siempre mi objetivo a través del mismo desorden.

»Rendiría excesivos honores al tema que me propongo abordar si lo tratara con orden, ya que quiero mostrar que es incapaz de ese orden» (fr. 532).

Esta observación tiene como título Pyrrhonisme. Porque ha visto la incertidumbre universal de los hombres, porque ha des­cubierto los interrogantes «¿Qué sé?» y «¿Quién soy yo?» en el fondo de toda reflexión lúcida, el apologista se niega a dar a su Apologie una forma dogmática semejante a la de los tratados o a decretos de justicia. El recurso a la forma dialogada4 rompería el rígido monologismo de tantos tratados sobre la fe. La increencia hablará en el seno de una Apologie considerada en muchos aspectos como una obra dramática. A la variedad de los diálogos se añadirá una ligereza próxima a la de una conversación elegante. Pascal alaba «la confusión de Montaigne» y percibe «que se había dado perfec­tamente cuenta de la ausencia de un método correcto; que lo evi­taba al saltar de un tema a otro, que buscaba el aire libre» (fr. 780).

4 Véase Essais II, 12, ed. Villey-Saulnier, pp. 509-510: «Creo que a Platón le gustaba filosofar utilizando la forma de diálogos con el fin de situar más convenientemente en distintos sujetos la diversidad y la varia­ción de sus propios pensamientos».

Los «Pensamientos» de Pascal 259

Esta estética vagabunda es la única adecuada a la fragilidad y ligerezas del hombre caído5. Gracias a ella puede evitarse el can­sancio de una razón que se cree capaz de alcanzar las cimas, pero que no puede mantenerse en ellas. ¿Significa esto que en el hombre no hay nada estable? Si la razón de la que el hombre no puede pres­cindir es «tornadiza en todas las direcciones», laboriosa, sujeta a todas las ilusiones (fr. 530), ¿no queda en el hombre un lugar don­de pueda anclar el evangelio? Ese lugar existe. Pascal lo llama co­razón, lugar de lo infinito, del «sentimiento» inmediato, de las intuiciones duraderas. «Es necesario, por consiguiente, situar nues­tra fe en el sentimiento. En caso contrario, siempre será vacilante» (fr. 821). Dios es el único que puede tocar de manera decisiva el corazón. Sin embargo, el apologista puede preparar los caminos de Dios. Puede conmover el corazón humano, conseguir que preste atención a la existencia, revelarle lo que su deseo tiene de ilimi­tado, celebrar al Dios oculto, producir el deseo de que el evangelio sea verdadero. Pues bien, las formas corrientes que adopta la teo­logía discursiva apenas son capaces de nada de eso. Porque «el corazón tiene su orden y el espíritu tiene el suyo, que procede por principios y demostraciones. El corazón tiene otro diferente. No se prueba que uno deba ser amado exponiendo por orden las causas del amor; sería ridículo.

»Jesucristo y san Pablo siguen el orden de la caridad y no el del entendimiento, porque desean conmover y no simplemente ins­truir.

»Lo mismo sucede con san Agustín. Este orden consiste princi­palmente en la digresión en torno a cada punto que guarde rela­ción con el objetivo que uno persigue, con el fin de mostrarlo siempre» (fr. 298).

El orden del corazón corresponde a la flexibilidad de la vida. Jesús en sus parábolas, san Pablo en sus cartas y san Agustín en sus numerosas homilías se movían a nivel de lo real. De igual forma, «la manera de escribir Epicteto, Montaigne y Salomón de Tultie6 es la más útil, la que mejor se insinúa, la que más se fija

5 La existencia de algunas inteligencias privilegiadas que afronten con éxito durante algún tiempo la corrupción no puede poner en tela de juicio esta afirmación (véase fr. 3, 394...).

6 Anagrama de Louis Montalte, pseudónimo del mismo Pascal.

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en la memoria, empleando el mayor número de referencias, por­que toda ella está sembrada de pensamientos nacidos de los con­tactos ordinarios de la vida...» (fr. 745).

EL YO NO ES SIEMPRE «ODIABLE»

El análisis de Pensées permite descubrir una segunda regla de la retórica del corazón: la escapada subjetiva. Pascal detestaba con toda seguridad el culto del yo, egoísmo o egotismo. Fustigó el nar­cisismo de Montaigne. Sin embargo, admiraba el lirismo de las Confesiones, en las que Agustín nunca dice «yo» más que para ma­nifestar la providencia de Dios para con su vida efímera. Los Pen­sées, hasta en las páginas más perfiladas, revelan en su autor la búsqueda de un uso adecuado, completamente agustiniano, de la primera persona (fr. 136, 427, 449, 451...).

Estas intrusiones de autor aparecen también en las relaciones del apologista con sus lectores. Este se enternece, se irrita, exhorta. Se proponía «comenzar por compadecer a los incrédulos», y añadía «no debería injuriárseles más que en caso de que les fuera de algún provecho; sin embargo, esto les perjudica» (fr. 162). En los Pen­sées abundan las interpelaciones, exclamaciones, sarcasmos. El empleo de los modos gramaticales es aquí totalmente distinto que en los discursos de la teología intelectual: el imperativo no es neu­tro, atestigua un teólogo que desea impresionar.

La subjetividad pascaliana interviene de manera más velada, pero no menos eficaz, en la forma de emplear en la escritura las imágenes literarias. Cuando la teología conceptual diserta sobre el hombre caído, su discurso resulta de una neutralidad inquietante. Pascal también inquieta, pero por su vigor de vidente, por sus ideas obsesivas: la expresión «hombre caído», tan gastada, encuentra en Pascal un sentido aterrador. El hombre es realmente ese ser de vértigo que siente hundirse el suelo bajo sus pies y al que asedian la sima, el abismo y el precipicio. Rey «caído de su trono» (fr. 477), señor vagabundo, rey Lear irrisorio, ciego, ser embotado, «porque la vida no es más que un sueño un poco menos inconstante» (frag­mento 803). Pascal está obsesionado por la angustia de la caída que él trata de conjurar a base de sueños maravillosos de ascensión

Los «Pensamientos» de Pascal 261

lenta hacia la luz, de permanencia eterna en un cielo que adopta la forma de altas terrazas desde donde los elegidos «en pie» (fr. 918) contemplarán el mundo como si estuvieran en un reino.

TEOLOGÍA Y POÉTICA

Orden del corazón, escapadas subjetivas, manifestación de una imaginería, todo esto no constituye más que los recursos más visi­bles de la «escritura» de Pascal.

Al autor de Pensées le parecía todavía más importante la norma de la claridad (la perspicuitas agustiniana). No es que creyera dis­cutible la necesidad de un vocabulario unívoco; pero él se aplicaba a un trabajo laborioso por reducir todo lo posible el empleo de términos que no fueran accesibles a todos. La abundancia de tér­minos técnicos hubiera sido para él signo de una suficiencia dudosa y de pereza. Por ser auténticamente poeta, Pascal recargó de sen­tido las palabras más vulgares. Transcribió la teología agustiniana, de tanta precisión en los últimos tratados (La corrección y la gra­cia...) con el vocabulario más cotidiano: abandono, dejar (término que aparece constantemente en la obra Fundamentos y que remite al desserendo de san Agustín), los dos estados del hombre, reme­dios... La gracia es delectación, hechizo, encanto, delicias, suavi­dad... ¡De todo este vocabulario se desprende un lirismo que trans­forma al lector acostumbrado a las distinciones neotomistas!

Es cierto que, por lo que respecta al lenguaje, Pascal es tribu­tario de las concepciones que han seguido dominando hasta fechas muy recientes: «La elocuencia es una pintura del pensamiento» (fr. 578). Sin embargo, su pericia de escritor le condujo a descu­brimientos de sorprendente modernidad en juegos de significancia, en efectos de sentido producidos a nivel de significante. Todas las reflexiones sobre el orden del corazón translucían ya un sentimien­to agudo del sentido de las formas: «Que no se me diga que no he dicho nada nuevo: la disposición de las materias es nueva. Cuan­do se juega una partida de pelota, la pelota que manejan los dos jugadores es la misma, pero uno la maneja mejor que el otro...».

«¡Como si los pensamientos no formaran un cuerpo de discurso diferente cuando se emplea una disposición distinta, de igual modo

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que las mismas palabras forman y dan lugar a otro pensamiento cuando se las dispone de manera diferente!» (fr. 696)7.

El apologista no descubre esta fuerza de la significancia sola­mente en las organizaciones de tipo sintáctico (sintaxis del texto o de la frase), sino que la percibe hasta en los niveles morfológico y fonemático: «Un mismo sentido cambia según las palabras que lo expresan. Los sentidos reciben de las palabras su dignidad en lugar de dársela. Es necesario buscar ejemplos» (fr. 789).

No hay duda alguna que estas percepciones teóricas proceden de la práctica de escribir y vienen a enriquecerla. Un mismo tema, como el de la inconsistencia universal, que en virtud de los sorti­legios de las nasales resultaba seductor y atrayente en los Essais (III, 2, prólogo), se torna trágico en Pensées (fr. 199) debido a los diferentes niveles fonéticos.

Pascal es poeta, artesano del lenguaje, también porque trabaja los ritmos, por su práctica del blanco poético (por ejemplo, frag­mento 613). Cuando vuelve a leer lo que acaba de dictar a su se­cretario, el apologista le hace intercalar unas barras oblicuas para indicar que, después de cada conjunto rítmico, es preciso cambiar de línea. Introduce en la lengua francesa el versículo bíblico (frag­mento 308), consigna fragmentos brillantes, como, por ejemplo, éste: «¡Cuántos reinos nos ignoran!», ante el cual se extasiaba Claudel (fr. 42). De manera que quizá se estaba esbozando ya un desplazamiento del proyecto de una Apologie confeccionada total­mente a base de «Cartas» hacia un texto más fragmentado, pre-nietzscheano.

* * *

Paul Claudel veía en el autor de Pensées al gran apóstol de los alejados. ¡No encontraba ninguno otro entre los teólogos de lengua francesa que pudiera introducir a los no creyentes en el universo del evangelio! Extraña soledad la de Pascal entre la mul­titud de los profesionales de la teología que apenas consiguen ser

7 Véase fr. 784: «Las palabras combinadas de diversas maneras dan un sentido diverso. Y los sentidos combinados de maneras diversas producen efectos diferentes».

Los «Pensamientos» de Pascal 263

leídos fuera del círculo cada vez más restringido de los habituados a estos temas. La Apologie pascaliana, por su peculiar organización, por la armonización del rigor con la subjetividad, por el recurso a la metáfora, por su trabajo minucioso del lenguaje, condensa y supera toda la brillantez y eficacia que poseía el discurso teológico de los Padres. ¿O es que acaso no resultó desastroso para la difu­sión del evangelio el hecho de que los teólogos de los últimos si­glos abandonaran toda preocupación por la «escritura»?

¿No constituye esta despreocupación una de las causas del de­bilitamiento de la misma teología? El ejercicio de la escritura lite­raria lleva a intuiciones, a descubrimientos de suma importancia. Produce una intensificación de la atención sobre la existencia que, si es verdad que puede degenerar en el formalismo de Mallarmé, en un hombre realmente creyente conduce a profundizaciones nume­rosas y de importancia. Por ejemplo, el acto de creer, ¿no supone una atención de este género más que una práctica «moral»? ¿No son teólogos-escritores, como Pascal y Newman, quienes han ha­blado de la fe con más profundidad?

Finalmente, ¿no constituye materia de meditación para todos los teólogos el vínculo que establece Pascal entre la condición mi­serable del hombre y la importancia de la belleza? ¿Cuándo lle­gará el día en que la formación teológica incluirá una iniciación a la práctica y a la teoría literarias? San Agustín empezó por ahí. Y no le dio malos resultados.

PH. SELLIER

[Traducción: J. J. DEL MORAL]

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POESÍA POPULAR Y TEOLOGÍA

EL APORTE DEL «MARTIN FIERRO» A UNA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

La sabiduría de los pueblos tiene en la poesía popular uno de sus lugares privilegiados de expresión. Por ello, la teología no puede dejar de indagar su relevancia teológica si desea «percibir más claramente por qué caminos puede llegar la fe a la inteligencia teniendo en cuenta... la sabiduría de los pueblos» (Ad gentes, 22).

En lo que se refiere al ámbito sociocultural latinoamericano, G. Gutiérrez estima que «la teología en perspectiva latinoame­ricana que se desea y necesita» podrá ir dándose a través de la «teología como reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la Palabra» *. Pues bien, como él mismo lo señala, la praxis histó­rica —cristianamente comprendida— no se agota en la praxis so-ciopolítica. Abarca todas las dimensiones (humanas, teologales) de la acción de hombres, clases y pueblos en su transformación del mundo, también su dimensión poética. Por otro lado, la poesía, como lenguaje humano —y como lenguaje englobante de lo huma­no—-, implica Logos (aunque hecho símbolo). Ese Logos es, sin embargo, diferente de los de la filosofía y las ciencias, que la teo-logía en su historia ha asumido o intenta asumir.

Cuando un pueblo canta poéticamente cosas que tocan a las raíces de su ser: su lucha por el bien y contra él mal, la sabiduría de la vida que va logrando por el sufrimiento y la lucha, su intui­ción sapiencial del camino para liberarse y así realizar su destino, la teología puede asumir la racionalidad de ese lenguaje. Tanto más si en el ethos cultural del pueblo que así se expresa y se re­conoce en poesía tiene vigencia, por razones históricas, el sentido cristiano de la vida.

Abordaremos esa problemática en un poema popular viviente:

1 Cf. Teología de la liberación. Perspectivas (Salamanca 1972) 38-39.

Poesía popular y teología 265

el Martín Fierro. Indirectamente estaremos también planteándola en forma universal, aunque situada históricamente.

En primer lugar indicaremos en qué sentido el Martín Fierro es poema popular. Luego trataremos de llegar a la verdad poética de la obra. En tercer lugar, usando como nexo su simbolicidad primera, abordaremos una lectura teológica del poema —en un nivel de simbolicidad segunda—. De ese modo sugeriremos cuál puede ser su aporte para una teología de la liberación nacional y social.

I . EL «MARTIN FIERRO», POEMA POPULAR

No se trata de poesía anónima. Su autor, José Hernández (1834-1886), aunque «se hizo gaucho», era letrado. Y, sin embar­go, su obra es, en el pleno sentido de la palabra, poesía popular. Lo es no sólo por su lenguaje gaucho, su ritmo y sus formas lite­rarias, su tema, su visión de la vida, sino ante todo porque el pueblo mismo se apropió del poema. De ese modo los nombres del personaje y del autor llegaron a confundirse y su nombre llegó a ser sinónimo de un mito nacional: el mito gaucho. Aún más, el pueblo como sujeto colectitvo presintió y casi exigió la segunda parte, poniéndole el título mucho antes de que el autor hubiera pensado en escribirla.

Ante todo, se reconoció en el poema el pueblo gaucho, la clase mayoritaria acorralada por la «civilización» dependiente que se le quería imponer, los pobres sin poder oprimidos por la injusticia social institucionalizada, siendo así que ellos habían sido protago­nistas de las luchas por la emancipación y organización nacionales. Fierro dice, con razón, al terminar de narrar sus desdichas: Son «las de todos mis hermanos. / Ellos guardarán ufanos / en su corazón mi historia. / Me tendrán en su memoria / para siempre mis paisanos» (II, 4877-82)2.

Sin embargo, a pesar de ser expresión de una clase —aunque no clasista—, el poema logró ser expresión nacional. En su reserva simbólica de sentido, el Martín Fierro con-voca a todo el pueblo criollo, humilde y sufriente, pero digno y altivo.

2 Citamos la edición crítica de C. A. Leumann (Buenos Aires 1958). Para citar la segunda parte utilizamos la cifra II.

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I I . LA VERDAD POÉTICA DEL «MARTIN FIERRO»

No sólo las ciencias históricas y sociales pueden servir de me­diación a la teología para juzgar la experiencia histórica de un pueblo a la luz del evangelio o para releerlo desde esa experiencia. También un poema popular como el Martín Fierro, en cuanto es poesía (y no sólo documento histórico), es revelación de la expe­riencia y la verdad de un pueblo.

Pues, como lo afirma P. Ricoeur, usando una distinción de Frege, todo discurso, también el poético, no sólo implica un sen­tido, sino que hace referencia a la realidad, es decir, tiene preten­sión de verdad3. Lo propio de la poesía, sin embargo, es la sus­pensión de la referencia directa a la realidad, a fin de que así emer­ja, en y a través de su sentido poético, una referencia de segundo grado a otra dimensión más fundamental de lo real. La ficción poética tendría un valor heurístico, algo así como los modelos de las ciencias: sería instrumento de redescripción de la experiencia y la realidad humanas. De ese modo, la genuina poesía popular, en la que un pueblo se reconoce y canta, es un instrumento heurístico por el que ese pueblo descubre y crea su realidad, es decir, descu­bre rasgos esenciales de su ser histórico y actualiza proyectiva-mente sus posibilidades propias.

Una obra literaria despliega su mundo a través de su estructura, pero ésta se enraiza en una historia. Por ello, para llegar a la ver­dad poética del Martín Fierro, tendremos en cuenta características de su género, su disposición interna y su estilo4, pero también su ubicación histórica.

a) Martín Fierro, héroe, sabio y prototipo

El Martín Fierro se exhibe a sí mismo como canto: «Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela» (1-2). Así se enraiza en la tradición oral de los payadores, que, con Hidalgo y la poesía gauchesca, se había transfundido a la poesía escrita. No se trata,

3 Cf. La métaphore vive (París 1975), en espec. cap. 7. 4 Un buen estudio desde el punto de vista literario es E. Carilla, La

creación del «Martín Fierro» (Madrid 1973).

Poesía popular y teología 267

empero, de un mero canto, sino de uno «que es intención» (II, 60): «Pero yo canto opinando / que es mi modo de cantar» (II, 65-66). De ese modo el poema culmina y transforma el género poético gauchesco. Pues en Fierro canta al gaucho oprimido, y en él, a un modo de sentir y de vivir que lo trasciende. Como es «canto», no sólo toma preponderancia el cantor (o personaje que narra en primera persona), sino también el auditorio, no ya de gauchos alrededor del fogón —como en la poesía payadoresca oral—, sino de lectores o de gauchos rodeando al lector. Es «una concienciación comunitaria de una situación particular a través del poeta, que sabe intuirla, expresarla y darle forma acabada»5.

El carácter típico de Fierro es reforzado por rasgos de la estruc­tura y del estilo. Las narraciones paralelas de los otros personajes reafirman que se trata de una desgracia social común, de un cami­no común de experiencia y de una sabiduría proverbial común que la funda, expresa y corona. Y, por otro lado, esos caracteres hacen resaltar el carácter heroico del personaje central, que por ello emer­ge como prototipo de una raza. Aún más, la figura de Vizcacha sirve como antitipo para que, con su verdad a medias, se delinee más nítidamente la verdad de Fierro.

Técnicas de composición y rasgos de estilo apuntan en la misma dirección. Una de las preferidas es la generalización de una expe­riencia. Esa universalización se condensa en los proverbios gau­chos (es imposible distinguir cuáles tomó el autor del pueblo o éste del poema), que caracterizan su estilo.

Resumiendo, aunque prescindimos de dirimir la controversia acerca del carácter épico del Martín Fierro, sin embargo, es indu­dable que por su estructura épico-lírica y por su frecuente tono sapiencial el poema apunta —mediante la estrategia poética del discurso— a la esencia del gaucho y —en y a través de ella— del hombre argentino, en la que se manifiesta históricamente el hom­bre sin más.

En ese sentido estamos de acuerdo con L. Marechal, quien afirma que es «el canto de gesta de un pueblo», aunque se trata de una «gesta ad intra»: «Es la gesta interior que realiza la si­miente, antes de proyectar ad extra sus virtualidades creadoras».

5 A. Losada, Martín Fierro. Héroe-mito-gaucho (Buenos Aires 1967) 58.

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Su héroe es, en el sentido literal, un gaucho de nuestra llanura que responde a un determinado momento de nuestra evolución racial, social y cultural. En el sentido simbólico, Martín Fierro es «el pueblo de la nación, salido recién de su guerra de la indepen­dencia y de sus luchas civiles». Ese pueblo, que hasta entonces ha luchado por ser protagonista, percibe que los vencedores organizan definitivamente el país en contra suya. Para promover el desarrollo capitalista y la modernización lo enajenan con respecto a sus valores materiales y espirituales y afianzan la neodependencia que hoy todavía vige. El Martín Fierro es «un grito de alerta, un 'acusar el golpe', nacido espontáneamente del ser nacional, en su pulpa viva y lacerada, en el pueblo mismo»6.

Es gesta porque es lucha. No una lucha circunstancial o indi­vidual, sino que se trata de «un extraordinario acontecimiento en la lucha sin término del bien y del mal» {C. A. Leumann). De ahí que el poema sea una denuncia fuerte y valiente de la situación legalizada de injusticia y violencia provocada por las élites de po­der: «los que mandan», el gobierno, «los puebleros» que explotan, marginan y desprecian al gaucho. «La Provincia es una madre / que no defiende a sus hijos. / Mueren en alguna loma / en defen­sa de la ley. / O andan lo mismo que el güey, / arando pa que otros coman» (II, 3515-20). «En su boca no hay razones, / aun­que la razón le sobre. / Que son campanas de palo / las razones de los pobres» (1375-9).

Pero el Martín Fierro es un canto a la justicia y la libertad aún más allá del conflicto que describe. No sólo supera la coyuntura de su tiempo, transformándose en «metáfora nacional», en cuanto el desencuentro social sigue aún vigente. También trasciende su carácter parcial «de clase» y «de raza» porque, ahondando en el gaucho oprimido, supo descubrir en él el corazón ético de la cultura nacional, fruto del mestizaje cultural que nos dio origen como pueblo. Quien niega esos valores con sus hechos, él mismo se automargina de su pueblo: «Que no tiene patriotismo / quien no cuida al compatriota» (II, 3723-4). Entre ellos destaquemos el

6 L. Marechal, Martin Fierro o el arte de ser argentinos y americanos, en E. Robaco Marechal, Mi vida con Leopoldo Marechal (Buenos Aires 1973) 113-126. Ese trabajo y el libro de C. Astrada, El mito gaucho (Buenos Aires 1964), son los mejores estudios filosóficos del poema.

Poesía popular y teología 269

sentido de dignidad humana y de libertad, heredados de la hidal­guía cristiana española y del carácter indómito del indio de las pampas —tierra sin límites—: «Soy gaucho, y entiéndanlo / como mi lengua lo esplica. / Para mí la tierra es chica / y pudiera ser mayor. / Ni la víbora me pica / ni quema mi frente el Sol» (79-84). «Con la guitarra en la mano / ... naides me pone el pie en­cima» (55, 51). «Mi gloria es vivir tan libre / como el pájaro del cielo / ... Y naides me ha de seguir / cuando yo remonto el vuelo» (91-92, 95-96). Ni aun la injusticia, la persecución y el sufrimiento le hacen renunciar a su digna altivez: «Pero por más que uno sufra / un rigor que lo atormente / no debe bajar la frente / nunca —por ningún motivo—. / El Álamo es más altivo / y gime costantemente» (II, 373-8).

Tal fuerza humana e histórica tienen esos valores, que pueden redimir a los «puebleros» y «dotores» que los reconocen —como Hernández— e integrar los valores antagónicos: «progreso», «Cons­titución», «instrucción» son valores que fueron usados para cubrir la opresión del gaucho. Pues bien, aunque el poema reafirma: «Aquí no valen dotores, / sólo vale la esperencia. / ... Porque esto tiene otra llave / y el gaucho tiene su cencía» (1457-8), sin embargo, exige «escuela... y derechos» (II, 4828) para el gaucho.

La historia posterior ha ido mostrando que tal integración es posible. Pues no sólo los hijos de los gauchos, sino también los de «gringos» (inmigrantes, sobre todo italianos), tan explotados por la oligarquía como aquéllos, y aun de muchos «puebleros» y «do­tores», se han reconocido en el poema y en el ethos cultural nacio­nal que él expresa en poesía.

b) El «Martín Fierro», un camino de experiencia

La disposición básica del poema nos ayuda a comprender su movimiento interior, que corresponde al de la «esperencia» de Fierro. Tiene dos partes: fueron escritas en tiempos distintos, pero poseen una admirable unidad de sentido. Tanto es así que la segunda parte o «Vuelta» hizo que a la primera se la denomine frecuentemente «Ida». Esos nombres y el hecho de que se trata de la ida al desierto (al exilio, más allá de la frontera) y de la vuelta iniciada desde ahí, sugieren el simbolismo de la des-apropiación

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y re-apropiación del propio ser (de hombre, de pueblo) que consti­tuye el trasfondo del poema. Ese movimiento está reforzado por las narraciones de los hijos (cada uno tiene su propia «vuelta») y por una de las metáforas básicas del poema: la del rodar. Aunque se dice: «Y dejo rodar la bola» (2089), «como bola sin manija» (II , 2761), sin embargo, Fierro expresará al volver: «He visto rodar la bola / y no se quiere parar. / Al fin de tanto rodar / me he decidido a venir / a ver si puedo vivir / y me dejan tra­bajar» (II, 133-8). Desde el comienzo él le imprime rumbo a su destino: «Deshaceré la madeja / aunque me cueste la vida» (1109-1110), «yo abriré con mi cuchillo / el camino pa seguir» (1389-1390), resolución que, aunque transformada, subsiste hasta el final: «Pero firme en mi camino / hasta el fin he de seguir. / Todos tienen que cumplir / con la ley de su destino» (II, 4483-4486).

Recordemos ese «camino» y «esperencia». El gaucho vive feliz una vida de familia, de trabajo, que «más bien era junción» (fun­ción: fiesta, 324), y de periódicas reuniones comunitarias. De re­pente todo cambia: es «echado a la frontera», aparentemente para defenderla del indio, pero, de hecho, a trabajar en las chacras de «los que mandan». Fierro aguanta, luego deserta y, al encontrar que todo lo había perdido, «hijos, hacienda y mujer», se rebela ante la injusticia y se hace matrero7. Perseguido, decide irse con su amigo Cruz al desierto, pues «hasta los indios no alcanza / la faculta del Gobierno» (2188-9). Es un verdadero exilio, pues el indio nómada no forma parte del mestizaje cultural que el gaucho encarna, así como «los puebleros» y «el gobierno» son quienes intentan suprimirlo étnica, social y culturalmente.

La «Vuelta» se divide en dos partes (vida en el desierto; vuelta y reencuentro con los hijos), cuyo punto divisorio está dado por el episodio de la Cautiva, que provoca el giro del poema y la «vuelta» de Fierro. Es el momento del supremo abatimiento: Fierro, echado en tierra junto a la sepultura de Cruz: «Privado de tantos bienes / y perdido en tierra ajena» (II, 967-8). Pero es también el momento del «ponerse de pie» para defender y liberar

7 Matrero: nombre del gaucho perseguido por algún delito o por rebe­larse contra la autoridad prepotente.

Poesía popular y teología 271

a esa madre que acaba de ver asesinado a su hijito. Al con-vertirse al otro que sufre, Fierro descubre en la Cautiva su propio cauti­verio, o más bien, el de todo aquello que él representa, y «vuelve». Pero se trata de un Fierro transformado por el sufrimiento, la privación y el desierto. Su altivez heroica y su sentido de justicia son los mismos, pero su actitud es otra. Se refleja en la lucha por la liberación de la Cautiva, en el ahorro de muertes inútiles —más allá del matrerismo— y en la sabiduría que trasuntan los Conse­jos. En éstos transmite —según Marechal— «la ética del ser na­cional y su filosofía del vivir». Al final del poema, los cuatro personajes, como la semilla, se dirigen «a los cuatro vientos». Pareciera simbolizarse la continuación de la «vuelta», ahora como «canto con intención» que se siembra en el corazón del pueblo. Por ello «no se ha de llover el rancho / en donde este libro esté» (II, 4857-8). Así se practica y señala una «metodología de acción»: «Pero se ha de recordar / para hacer bien el trabajo, / que el fue­go, pa calentar, / debe ir siempre por abajo» (II, 4837-40), y una meta: «Debe el gaucho tener casa, / escuela, iglesia y dere­chos» (II, 4827-8).

I I I . HACIA UNA LECTURA DEL «MARTIN FIERRO»

Ricoeur recuerda la palabra de Aristóteles: la poesía «es más filosófica... que la historia»8. Ella describe lo esencial de una situación humana estilizando sus rasgos más universales, a la par que explícita posibilidades que comienzan a aflorar y las proyecta hacia su actualización. De nuestra parte podemos decir que el Martín Fierro, como poesía popular, describe mejor que la his­toriografía la realidad del pueblo argentino porque penetra en su esencia y en los gérmenes de su futuro.

Por ello, una teología elaborada desde la experiencia nacional del pueblo argentino, que quiera juzgarla, interpretarla y trans­formarla a la luz del evangelio, debe tener en cuenta la «esperen­cia» que narra y sapiencializa el Martín Fierro. Este, como símbolo y sistema de símbolos, posee una simbolicidad primera que la

' Cf. op. cit., 56.

1

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hermenéutica ha explicitado. Una visión de fe, que cree en la sacramentalidad del universo, puede encontrar en y a través de ese primer «sentido de sentido» una simbolicidad segunda, un sentido nuevo. Sobre todo porque la obra describe en poesía un nivel radical de la vida del hombre y del pueblo: su lucha por el bien y contra el mal.

Ese simbolismo teológico no se rastrea «desde abajo»; sólo mediante la interpretación de su estructura literaria, ni de su ubi­cación en la historia argentina, ni siquiera mediante una herme­néutica filosófica que llegue a través de la obra hasta la esencia de nuestro pueblo. Tal sentido nuevo se descubre «desde arriba». Sólo lo percibe quien cree que el hombre es imagen de Dios y que la imagen de Dios es Cristo. No se sobreañade al poema: la fe descubre en éste algo que no se debe al autor o a la cultura desde la que surge, sino a la asunción del hombre, su historia y sus sím­bolos por el dinamismo de la encarnación y de la pascua. A través de esos símbolos la fe vislumbra la acción de Dios que salva la his­toria y por la historia. No se trata de construir una alegoría cris­tiana usando los elementos del poema, sino de discernir las posi­bilidades de salvación que, como vocación y tarea, el Señor crea en el corazón del pueblo argentino, valiéndonos de la mediación de su poema popular nacional.

Para la fe, la ruptura en la condición del gaucho —represen­tada por Fierro—, su explotación legalizada, así como la des-apro­piación material y espiritual del pueblo argentino que ellas simbo­lizan, son pecado: pecado social y cultural institucionalizado. El Martín Fierro denuncia una injusta organización de la convivencia argentina que no sólo atenta contra el hombre, sino que por ello atenta contra Dios. Y muestra poéticamente que en nuestra his­toria nacional el pecado se manifiesta ante todo como injusta es­tructuración del poder.

Pero en el dolor de nuestro pueblo oprimido, y en su camino de «esperencia», tipificado por Fierro, la fe descubre también los rasgos del misterio pascual de Cristo liberador, que vive en nuestra historia. Ella descubre, en y a través de Fierro y sus escorias huma­nas, los rasgos crísticos que hacen del pueblo criollo que sufre in­justicia, a pesar de sus escorias, la imagen de Dios y lugar donde se preanuncia la salvación, así como él es —en su sufrimiento— el

Poesía popular y teología 273

lugar donde se revela el pecado de nuestra sociedad. Para la teo­logía no resulta extraño que la sabiduría de la vida y el conoci­miento práctico del camino de salvación se den primordialmente en el corazón digno de los pobres, humildes y despojados de poder, y se exprese en su lenguaje proverbial. Hacia allí debe mirar la Iglesia.

En el Martín Fierro no sólo descubrimos una experiencia radi­calmente humana (y por gracia, anónimamente cristiana), sino el trasfondo histórico de evangelización que palpita en la cultura la­tinoamericana. El sentido de la vida que sirve de horizonte al poe­ma es profundamente cristiano. Prueba de ello son no sólo el iti­nerario pascual de Fierro, su sentido de Dios, del hombre y la familia, sino también los Consejos, que sintetizan sapiencialmente su experiencia. Le sirven de contraste los consejos de Vizcacha: éstos reflejan la condición del oprimido que se acomoda a su situa­ción y trata de sacarle el jugo en provecho propio. Fierro, en cam­bio, muestra en sus consejos su paternidad desinteresada, la valora­ción de la fraternidad y la unión como «ley primera» (II, 4692), filial confianza en el «Eterno Padre», hondo sentido de la amistad, la justicia, la prudencia, una comprensión ética de la verdad y la ciencia, el reconocimiento de los propios límites y culpas, el des­precio por la cobardía y la codicia, la defensa de los pobres y la ternura hacia los ancianos, la obediencia a la autoridad legítima, la reafirmación del valor del trabajo, el respeto a la mujer, la estima por la poesía, el sentido de la propia dignidad y confianza en sí mismo y, por ello, de la humildad y la vergüenza. Una lectura teo­lógica de esos Consejos no puede dejar de reconocer los valores evangélicos que allí se presentan como quintaesencia de la sabiduría popular criolla y de su ethos cultural9.

La esperanza cristiana ve en el sufrimiento de los pobres (sim­bolizados por Fierro) «lo que falta a los sufrimientos de Cristo», en la sabiduría de la vida y en la fecundidad pedagógica que así han ido manifestando y adquiriendo, una prenda de fecundidad futura, y en el dispersarse de los cuatro gauchos «a los cuatro vientos», el

9 Cf. mi trabajo ¿Vigencia de la sabiduría cristiana en el «ethos» cul­tural de nuestro pueblo: una alternativa teológica?: «Stromata» 32 (1976) nn. 1-2.

I

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anuncio de que el fermento pascual está ya obrando, como el fuego, «por abajo», en las entrañas del pueblo que quiere ser protagonista de su historia. De ahí que el Martín Fierro pueda servir de media­ción a una teología y una pastoral de la esperanza que sitúe a ésta en el proceso de liberación nacional. El poema muestra poéticamente en acto —más allá de la estadística o de la historiografía de victo­rias y derrotas— las reservas ético-culturales y evangélicas del pue­blo criollo en orden a su liberación en cuerpo y alma. Simboliza en el camino de «vuelta» que ya ha iniciado, pero que todavía no ha concluido, la victoria tanto histórica como escatológica de un pueblo que, junto al Martín Fierro, transmite esos valores, más allá de cualquier opresión o extrañamiento que pueda sufrir.

Ante el pecado del poder el poema nos ayuda a discernir entre la actitud de Vizcacha y la de Fierro, y aun en ésta, a desechar ca­minos sin salida (como la rebeldía inútil), eligiendo una «meto­dología de acción» paciente y eficaz: «desde abajo» y a través de «los de abajo». E insinúa el valor liberador de la pedagogía sa­piencial que surge del alma popular, la realimenta y la hace crecer. Por ello puede servir también de mediación para una teología de la caridad como praxis. La poesía no puede sustituir otras media­ciones —como es la política— para analizar y transformar la reali­dad. Sin embargo, enriquece la visión de la realidad y la acción sobre ella con lo integralmente humano que le es propio y que el análisis científico y la eficacia técnica y política tienen el peligro de olvidar. Precisamente por su globalidad humana, sapiencialidad y gratuidad se presta para ser asumida por la teología y por la pra­xis cristianas. Estas, a su vez, le impiden quedarse en lo meramente imaginario o estético y la impulsan a adquirir corporalidad de sím­bolo eficaz.

El Martín Fierro no pretende delinear una estrategia política, aunque la intención ético-política del poema es manifiesta. Sin em­bargo, en forma simbólica indica un objetivo que toda reflexión teológico-política de liberación debe contemplar: unir la lucha por la justicia y la opción por el pobre que sufre injusticia con la prác­tica cristiana de la fraternidad universal. El poema no ahorra «pa­los». Sin embargo, lo hace con la generosidad y nobleza gauchas de quien busca el bien de todos. A «aquellos que en esta historia / sospechen que les doy palo» les expresa que, si de ese modo canta,

Poesía popular y teología 275

«no es para mal de ninguno, / sino para bien de todos» (II, 4885-4886, 4893-4). No sin un profundo sentido ético, éstos son los últimos versos del poema.

En el ejemplo del Martín Fierro hemos intentado sugerir la relevación de un poema popular para una teología que quiera asu­mir la sabiduría de los pueblos en su respectivo ámbito sociocultu-ral. En particular, dada la situación histórica en que nació el poema, hemos insinuado su vigencia para una teología de liberación na­cional y social. Como la lucha del bien y del mal recorre la historia de todos los pueblos, su mensaje poético y su lectura teológica tie­nen valor universal. E ilustran cómo los grandes poemas populares pueden fecundar a la teología.

J. C. SCANNONE

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Boletín

TEMAS RELIGIOSOS EN LA LITERATURA RUSA CONTEMPORÁNEA

Después de la muerte de Stalin se produjo una etapa de cierta distensión-la etapa del «deshielo» comienza en el terreno de la literatura soviética. P 0 r

vez primera después de algunos decenios se vuelve a escribir sobre u n a

serie de temas que durante mucho tiempo habían sido tabú. Varios escri­tores soviéticos tratan actualmente, en este marco, temas y materias rmiy próximos a lo religioso, en relación con el renovado interés que en la

URSS se concede a la antropología. Uno de los temas más importantes en esta perspectiva es el pensamiento

de que el sentido de la vida —de acuerdo con la terminología de Gabriel Marcel— no debe considerarse por más tiempo bajo el signo del tener, sino que debe venir del ser mismo: el ser que se encuentra más allá de todo lo que podemos objetivar. Este cambio de acento se representa con frecuencia como un proceso de katharsis; una katharsis que muestra de nuevo al hom­bre la existencia como una realidad que es ante todo misterio.

ANCAROV Y LA REALIDAD ULTIMA

Un ejemplo interesante de esta profundización nos lo ofrece la novela titulada La teoría de la improbabilidad, de Michail Ancarov1. Ya el título mismo descubre la convicción del autor de que las categorías con que se pretende demostrar a ultranza la suficiencia de las ciencias positivas están por debajo de la realidad. El personaje principal de la novela es un físico de unos cuarenta años que descubre de repente que su vida, todos sus años transcurridos, ha sido un fracaso. Una serie de encuentros fortuitos (a los que más tarde llamará destino) y una reflexión seria sobre la existencia le van llevando poco a poco a la comprensión de las causas de este fracaso y, finalmente, le abren el camino hacia una katharsis total. Lo que más le ayuda en este proceso son las palabras de uno de sus amigos, el artista Pamfilii. La conversación entre el artista y el físico llega, finalmente, al concepto de «creación». Para Pamfilii, «crear» es ante todo un misterio: «En definitiva, nadie sabe en qué consiste 'crear'. Quizá es el eco de algo en el alma...;

1 Teoría neverojatnosti: «Junost» 8/9 (1965).

Temas religiosos en la literatura rusa contemporánea 277

pero ¿el eco de qué?»z. Pamfilii cita la música, que, por encima de cualquier otra forma de arte, apunta a algo que trasciende toda imagen concreta: «Aquí ya no se trata de fenómenos de felicidad o desgracia. Sin embargo, ¿no nos conmueve la música? ... ¡incluso hasta derramar lágrimas! No en vano dijo alguien alguna vez: todo arte se sitúa de alguna manera en el campo de fuerza de la música...»3.

De este modo, pues, Ancarov considera que la humanidad, dirigida por el arte en su sentido más amplio, está orientada hacia algo como «realidad última», que es ante todo un misterio. Este fin último, Ancarov lo sabe, es todavía desconocido y está infinitamente lejano, lo mismo que la estrella misteriosa Betelgeuze, que desempeña un papel simbólico en la novela. Sin embargo, este último fin, Ancarov también lo sabe, abarcará en todo caso la totalidad donde todo converge, donde se revelarán todas las cosas final­mente en sus relaciones mutuas y donde por fin se reconciliarán todas las antítesis: «Se aproxima el fin del segundo milenio de nuestra era. Ninguna persona de las que se cruzan conmigo en la calle sabe nada de la estrella Betelgeuze. Pero ya llegó el momento en que se ha enviado un hombre a la luna [...] para ver si hay alguna relación entre los amantes y la luna, entre la ciencia y la constancia, entre los revolucionarios y los niños, entre los físicos y los poetas, entre los horóscopos individuales y el esfuerzo colec­tivo de todas las intenciones buenas y puras...»4. Sin embargo, la compren­sión que finalmente consigue el héroe principal de la novela no es puramente intelectual. Es mucho más; es algo que llega al fondo de su ser y opera en él una katharsis y una metánoia reales. Para expresar la emoción que le invade en el momento en que aparece esta comprensión en él no encuentra otra palabra que umilenie, término ruso intraducibie que significa humildad, trituramiento del corazón y emoción profunda. Ancarov describe este sen­timiento de una manera que nos recuerda extrañamente ciertos pasajes de la obra de Dostoievski, sobre todo lo que el starets Zósimo cuenta en Los hermanos Karamazov a propósito de su hermano muerto prematuramente, que conoció un umilenie semejante: «...Y ahora comprendo todo, excepto a mí mismo. Y lloro ahora por mi deuda terrible para con todos aquellos a quienes echo de menos...»5.

EVDOKIMOV Y LA CREACIÓN FELIZ

Todavía cabe encontrar un bosquejo no menos penetrante sobre el tema de la alienación, seguida de una katharsis liberadora, en la novela El re­cuerdo tiene sus propias leyes, de N. Evdokimov. El protagonista de la no­vela, Poljakov, vive al margen de la vida auténtica. Por dedicarse con ver­dadero empeño al trabajo ha olvidado las dimensiones profundas de su

• Op. cit., 8, p . 9; 9, p. 50. ' Op. cit-, 9, p . 37. ' Op. cit., 9, p . 47. ' Op. cit., 9, pp. 50-54.

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existencia. Pero llega un momento, como resultado de un encuentro trágico, en que comienza a dudar de su vida. Se acuerda del entusiasmo religioso que le parecía tener el trabajo cuando era niño. En un texto magnífico —una paráfrasis del comienzo de la Biblia, donde descubre un eco del mito de Prometeo— el autor describe la santidad original del trabajo y su devalua­ción posterior. Poljakov sitúa la historia de su propia vida, con su lumino­sidad original, su decadencia y su resurrección final, en paralelismo con la historia de la humanidad entera, o al menos con la de nuestra civilización occidental, que se desarrolla de manera análoga. En esta descripción lo indi­vidual y lo colectivo se entremezclan hasta formar una totalidad que puede servir de introducción poética a una teología del trabajo y en la que la dimen­sión religiosa de la potencia creadora del hombre ocupa el lugar prepon­derante:

«... Poljakov no podía olvidar aquellos días, porque entonces era un dios. Era dios. Y se acordaba del primer día de la creación... Al comienzo existían las tinieblas. Sin embargo, dios no dormía. La tierra era informe y estaba vacía. El espíritu de dios planeaba sobre ella. Y dios dijo: que haya mañana. Y se hizo la mañana. Y dijo dios: ¡que los hombres se despierten! Y los hombres se levantaron y salieron de sus casas. Y dios se despertó y salió también de su casa. Los pájaros lo saludaron. La hierba lo saludó. No caminaba por el firmamento y tampoco caminaba por la tierra. Sus manos cantaban. Y su corazón cantaba también. Y dios vio que las cosas estaban bien así y dijo: que todo siga así mañana tras mañana, año tras año.

Volvió a su casa; en ella vio la oscuridad y escuchó el silencio. Y dios dijo: que se haga el fuego. Y así ocurrió. Cogió el metal y lo introdujo en el fuego; lo sacó y lo golpeó con el martillo. Saltaron centellas chispeantes. Dios golpeó el metal con el martillo y el metal tomó forma. Y sumergió el metal en el agua y lo tomó en sus manos. Ese fue el día primero. Y fue lo primero que dios creó. Y dios vio que estaba bien y lo llamó 'felicidad'. Y dijo: que haya felicidad un día tras otro día, un año tras otro, desde ahora por los siglos de los siglos.

Pasó una tarde, pasó una mañana. Y los pájaros cantaban. Y las loco­motoras cantaban. Y las manos de dios cantaban. Y el metal era dúctil como la arcilla. Y dios hizo todo lo que los hombres exigían. Ese fue el día se­gundo. Y a continuación vino el día tercero. Y así hubo muchos días más.

Mas los hombres acudían a él y decían: venid y arreglemos nuestras cuen­tas. Dios se extrañó; bajó de las nubes, hizo como los hombres habían dicho, y recibió dinero. Los hombres querían demostrarle así su agradecimiento; pero no sabían que con ello le ofendían. Porque su recompensa se encontraba en el hecho de haber separado lo pequeño de lo grande, la felicidad de la actividad agitada y vana. Pero dios vio que las cosas no podían ser de otra forma mientras la luz no fuera separada totalmente de la oscuridad, mientras la oscuridad no hubiera desaparecido por completo. Y dijo: que las cosas sigan así provisionalmente. Y aceptó la paga que los hombres le daban por su trabajo. Y se hizo hombre. Pero era un dios. Y el espíritu de dios mo­raba en él. Y sus hijos serán todos dioses, porque él era dios... Forjarán

Temas religiosos en la literatura rusa contemporánea 279

soles, crearán estrellas, separarán el firmamento de las aguas, la luz de la oscuridad. Y verán que está bien. Y llorarán a su padre porque había acep­tado dinero a cambio de la felicidad de crear...»6.

Poljakov deberá pasar por esta etapa negativa de su descubrimiento, etapa marcada por el sentido de culpabilidad, por la noche espiritual y por el vacío, hasta el fin, antes de alcanzar la etapa positiva. Esta gracia le fue concedida al fin. En este punto es donde se encuentra una reminiscencia del relato de Tolstoi: La muerte de Iván Iljic. También en el caso de Poljakov coincide el descubrimiento de la luz con su muerte física. Al día siguiente de su katharsis muere víctima de un ataque. La víspera de su muerte re­pentina, cuando se encuentra solo en la naturaleza, tiene la experiencia de un gran misterio, único e indefinible. En ese momento las cosas le revelan su dimensión de eternidad por la que trascienden sus formas perecederas, efímeras, su contingencia y su inestabilidad. Entonces una luz repentina brota de estas cosas, luz que nos lleva a pensar en las ideas eternas de Platón: sus arquetipos eternos que trascienden toda mutación de las formas y su absorción en una totalidad plena de misterio:

«En todo esto había algo muy antiguo, conocido, sin embargo, hasta el extremo de hacer sufrir cruelmente. Algo conocido no por imágenes y foto­grafías, sino según la forma en que se revelaba aquí: como una especie de recuerdo de otra existencia que Poljakov ya había conocido en la tierra. Y de­bido a esa impresión, las cosas parecían no pertenecer ya al 'ahora', no estar sometidas al tiempo. Era como si la eternidad infinita se deslizara com­pletamente y todo hubiera estallado en pedazos. Las gavillas y el caballo, la luna y la casa: eran como fragmentos, y flotaban allí como islotes de eternidad, el pasado, el presente y el futuro [...]. Flotaban parpadeando en la bruma de luna, como en un envoltorio de celofán. Y todo esto vibraba como el ruido confuso de mundos lejanos que ya hemos dejado atrás o que todavía están por descubrir. Y él, Poljakov, se encontraba allí, en la encru­cijada del tiempo, solo, completamente solo consigo mismo y con el uni­verso dispuesto a revelarle uno de sus secretos. ¿Cuántas, cuántas cosas está obligado a comprender el hombre? Sin embargo, la vida es tan brave»'.

PARNOV-EMCEV Y LA UNIDAD FINAL

E. Parnov y M. Emcev, en su novela Devuélvenos el amor, nos ofrecen el tercer bosquejo del tema de la katharsis. El gran interrogante que se des-

' N. Evdokimov, U pamjati svoi zakony: «Znamja» 7 (1966) 42-43, ' Op. cit., pp. 72-73. Lo que expresa aquí Poljakov recuerda ciertos pasajes de

la obra de Dostoievski, entre otros, aquel en que el starets Zósimo de Los hermanos Karamazov enseña: «Dios tomó semilla de otros mundos y la sembró en la tierra. Y todo germinó; pero lo que brotó vive y no puede vivir si no es en contacto' con todos esos otros mundos misteriosos». Además, R. Guardini llama a esta «Vivencia del Universo, a los profundos sentimientos ante el misterio del cosmos», «lugar de experiencia religiosa»; cf. Religión und Offenbarung (Würzburgo 1958; trad. española: Religión y revelación, Ed. Cristiandad, Madrid !1964) 44.

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280 M. A. Lathoutvers

prende de la obra es éste: ¿Qué ha ocurrido con el hombre de nuestra civi­lización occidental? ¿Qué hemos hecho de él y del mundo? Y, por consi­guiente, ¿cuál es nuestra perspectiva de futuro? ¿Luz o tinieblas? La no­vela se sitúa en un lugar cualquiera a finales del siglo xx. Dos son sus temas principales: 1) Desde siempre el hombre está en busca de una unidad úl­tima, absoluta, entendida como una especie de unión mística, y 2) En nuestra civilización occidental se ha perdido la dimensión más profunda, que se manifiesta sobre todo en el amor y sin la cual todo, incluso esa bús­queda de unidad, se queda en caricatura.

El personaje central de este relato es Alian, físico que trabaja en una ciudad atómica. Por accidente es alcanzado por una radiación mortal. Al saber que sólo le quedan unos días de vida, reflexiona sobre muchas cosas a las que hasta entonces jamás había prestado atención. Su interrogante funda­mental es éste: «¿Qué soy yo? ¿Qué somos los hombres? ¿De dónde veni­mos? ¿Adonde vamos?»8.

Los pensamientos de Alian se van centrando progresivamente en torno a la unidad final como destino y sentido último del universo. A pesar de su formulación científica, estas ideas giran en torno a la noción de una especie de unión mística, más allá de todo dualismo. En esa unión se encuentran, finalmente, todas las oposiciones, incluso las que aparentemente son más irreconciliables, como sujeto-objeto, yo y no-yo. Abraham Maslov habla a este propósito de una experiencia religiosa límite' , y todo esto hace pensar en la experiencia satori del budismo zen. El relato de Parnov describe esta unión como objeto del deseo fundamental de los hombres de todos los tiempos.

En distintas ocasiones los autores manifiestan además cierto interés por el hinduismo y el budismo. «En mi juventud —dice en un pasaje Alian— me cautivaba el hinduismo y deseé hacerme yogi. Mis héroes preferidos fueron Ramakrishna y Vivekananda» 10. Alian comienza, en efecto, sus de­claraciones con una cita de Ramakrishna: «El universo se oscurecía. El es­pacio había desaparecido. Las sombras de mis pensamientos al principio se mueven todavía sobre las sombras vagas de la conciencia; con un ritmo mo­nótono, mi 'yo' me seguía presente de manera muy débil... Sin embargo, también esto desapareció pronto. Únicamente quedaba la existencia. Todo dualismo había desaparecido. El espacio finito y el espacio infinito se habían fusionado». Y a continuación añade Alian: «¡Eso es! El espacio finito y el espacio infinito se habían fusionado... La idea de tal unidad, la esperanza de semejante fusión nunca ha dejado de rondar a la humanidad [ . . . ] . Los magos caldeos tocados con sus sombreros de punta, los videntes de Toth vestidos con pieles de pantera, las amenazas de los profetas bíblicos, el es­pectro humeante de Elora, todo apunta en la misma dirección. ¡Maya in-aprehensible! Hizo perder a muchos la cabeza, sumergir la razón en las ti-

' E. Parnov y M. Emcev, Vozvratite ¡jubov': «Fantastika» (Moscú 1966). ' A. Maslov, Religión and Peak-experience. Del mismo autor, parcialmente del

mismo tema, Humanistic Psychology (Ohio 1964). " Vozvratite ¡jubov', 63.

Temas religiosos en la literatura rusa contemporánea 281

nieblas, con sus radiaciones de azulada luz de una potencia ilimitada y pe­netrante. El símbolo más significativo de la alquimia es la serpiente que se muerde la cola. Las cosas extremas se encuentran en alguna parte; en alguna parte también lo grande se torna pequeño y la locura se convierte en sano juicio. Este pensamiento me persigue como un tema que permanentemente está presente y, sin embargo, sumido en el olvido...»11.

A través de la noción budista-hinduista de Maya, que «nos impulsa a tener como realidad eterna lo que no es más que ola de imágenes pasajeras», Alian descubre principalmente la relatividad de la división del tiempo en presente, pasado y futuro. Cree, por encima de esta división, en una unidad misteriosa y oculta en la que todo, incluso lo que nos parece perdido en cuanto «pasado», sigue, sin embargo, conservado para siempre:

«¿Dónde ha desaparecido todo esto? ¿En qué pozo sin fondo se ha precipitado? ¿Acaso conduce el pasado a un vacío, a una nada fría y tene­brosa? ¿No es el tiempo eterno y único? Si no fuera así, ¿qué clase de tiempo sería? El pasado, el presente y el futuro, ¿son quizá meras trans­formaciones efímeras de una única esencia, de una unidad tricéfala inaccesi­ble? Aquí, en mí, presente y futuro existen simultáneamente. Son uno en lo que podríamos llamar 'existencia de segundo orden'; resulta imposible asirlos conjuntamente, lo mismo que una metagalaxia. El hombre no tiene el don de conocer inmediatamente lo esencial. Va conociendo lo esencial poco a poco, a través de los fenómenos. Análisis y síntesis, análisis y síntesis. Un aspecto y el otro. ¡Pasado, presente y futuro! Apariencias diferentes de una misma y sola esencia cuyo nombre es tiempo... Quizá el tiempo sea inmóvil en sí mismo, y es sólo nuestra conciencia la que avanza arrastrándose» ".

Al llegar a este punto, Alian recuerda una temporada pasada con su novia junto al mar. Habían tenido la impresión, en una verdadera «expe­riencia límite», de que «el tiempo se había detenido» y se había manifestado la eternidad. Refiriéndose a ese momento, que había escapado a toda com­prensión racional, Alian había escrito: «Nosotros dos atravesamos la eter­nidad, dos seres sumamente pequeños y cálidos, que de repente comenzamos a creer de nuevo en los cuentos de hadas. En esta situación uno tiene la impresión de encontrarse ante un gran misterio, el misterio de que también nosotros somos eternos y de que nuestro amor durará eternamente» ".

" Ibíd., 60. " Ibíd., 81. Es interesante comprobar que Parnov describe la relación entre el

tiempo y la eternidad con las mismas palabras que el célebre fundador del budismo zen japonés, Dogen Zenji, en su obra Shobogenzo. Cf. J. Kennett, Selling Water by the River. A Manual o} Zen Training (Nueva York 1972) 137-142.

" Vozvratite Ijubov', 49. Compárese con lo que dice A- Maslov a este propósito sobre tal experiencia de la eternidad como característica de la experiencia religiosa: «Encontrarse en estado de ser excluye evidentemente la necesidad de un porvenir porque ya está presente. El devenir se detiene en este instante; (...) en esta peak-experience (experiencia límite), el tiempo desaparece y las cosas que se esperan se tornan realidad». Cf. Humanistic Psychology, t. 6, cap. XIV, par. 43.

19

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AKSENOV Y LA UTOPIA DEL AMOR

La última obra característica del tema que nos ocupa en este artículo es la novela titulada El vehículo, de Vassilii Aksénov.

Aksé'nov desarrolla una tema de carácter kathártico —katharús colectiva esta vez— en forma de cuento alegórico con gran expresión simbólica. Un grupo de personas se embarca en un vehículo extraño, hasta mitológico, hacia un destino desconocido, una utopía llamada «Haligalia». Así, pues, el vehículo viene a desempeñar la función de arca de Noé para estos viajeros y los guía hacia una katharsis.

La conversación nocturna entre dos viajeros, Vadim y Volodja, es particu­larmente instructiva. La cuestión del último «porqué» de la vida constituye el tema central de la misma.

«¡Qué poca cosa somos, Vadik —dijo Teleskopov de repente—. A fin de cuentas, ¿a quién servimos en este universo? En él, todo se mueve, hierve y ruge. Se sumerge en sus propios procesos químicos y nosotros le impor­tamos un bledo». «¿La idea de la soledad cósmica? Son muchas las inteli­gencias que se han calentado los cascos reflexionando sobre ese punto —dijo Vadim—... Pero ¿por qué hierve a borbotones el mundo y qué quedará al fin? Y además, ¿qué significa este 'fin'? Realmente, Vadik, siento esca­lofríos cuando pienso en este fin 'último'. El miedo se apodera de mí. Me vienen ganas de ponerme a gritar ante esta incógnita. Siento pavor por todos los que tienen una cabeza, manos y pies [ . . . ] . ¿Sabes? Hubo un día en que yo no existía [...] y habrá otro en que ya no existiré. Pero entonces, ¿por qué existo? [ . . . ] . Antiguamente las 'masas inconscientes' lo sabían: existe dios, el cielo, el infierno, el diablo. Y vivían conforme a esta ley. Sin em­bargo, no existe nada de esto, en cada conferencia no dejan de repetírnoslo. Pero ¿es realmente así? Eso significa que un día yo desapareceré totalmen­te, quedaré disuelto, seré cero. Y que ahora, en este momento, sigo vi­viendo, sin saber ningún detalle, sencillamente como quien no tiene que hacer otra cosa que esperar. Las cosas, ¿son realmente así o de otra mane­ra...?». «... El hombre sobrevive en el amor —dijo Vadim con voz apagada. Volodja se calló. Sólo el chisporroteo del fuego cortó el silencio y el ruido producido por el vehículo, sordo como en un sueño—». «Te he comprendido, ¡Vadik! —dijo Volodja de repente—. Donde hay amor allí está el hombre. Y donde no hay amor sólo existen todos esos procesos químicos, esa máscara a2ulada. ¿No es eso lo que quieres decir? ¿Sí? Y ésta es la razón de por qué los hombres buscan el amor y se salen de los caminos trazados y son otros que de ordinario. Y dentro de cada uno de ellos queda, por muy poco que sea, un exiguo fondo de amor. ¿Es eso? ¿No? ¿Sí?». «No sé, Volodja, si es esto lo que pasa en cada uno, no lo sé •—dijo Vadim Afanasevic con una voz apenas perceptible—. Y a quien no tiene amor no le queda otra

Temas religiosos en la literatura rusa contemporánea 283

cosa que la química. La química y la física. Y no hay más [ . . . ] . ¿No es así? ¿No es eso exactamente?» ".

Aksénov termina su relato prediciendo que la Utopía con que sueñan los viajeros, y a la que se sienten cada vez más arrastrados, llegará final­mente a ser realidad y producirá un cambio radical en nuestra vida. «Hali­galia despertará pronto de su sueño invernal. Y se constituirá en el epicentro de una impetuosidad intelectual nueva. Se manifestará un fenómeno filo­sófico nuevo: el hecho Haligalia». El autor subraya una vez más que en esta Utopía ya no será la ciencia o esta o aquella ley económica, sino el amor, lo que constituirá la principal potencia creadora. Haligalia debe, además, su existencia a este amor, y, a la inversa, el amor conduce a ella. Uno de los personajes del cuento descubre una relación directa entre su novia y su imagen ficticia ideal, Silvia de Utopía, tal como se le aparece en sus sueños como arquetipo y símbolo del eterno femenino.

Pero Haligalia es al mismo tiempo símbolo de esta vida real al abrir la perspectiva de lo infinito, la única perspectiva que deja el campo libre para una respuesta a todos los interrogantes sobre la vida y la muerte. Y de esta perspectiva surge, finalmente, la imagen arquetipo del hombre perfecto, el hombre casi escatológico, el hombre bueno en que sueñan siempre los héroes de Aksénov. En esa dirección navega el extraño vehículo, este arca de Noé: «El barco se desliza hacia esos océanos lejanos. Y su camino es infinito. Y en medio de. estos océanos, en el rocío de la hierba de las praderas de una de las islas, el hombre bueno espera el vehículo. Feliz y lleno de sere­nidad, está siempre allí y espera» ".

Todo lo que acabamos de decir es una prueba de que en estas novelas se encuentra —y lo mismo puede decirse de un gran número de obras so­viéticas contemporáneas "— el descubrimiento de la existencia como miste­rio. Es curioso encontrar en estas obras cierto parentesco de ideas con lo que numerosas publicaciones occidentales dejan traslucir sobre cierto cambio de mentalidad en Occidente, resultado de una crítica semejante17. Todo esto, a nuestro juicio, es un signo de esperanza. Y encontramos en ese fe­nómeno una afirmación de la verdad de las palabras de Dostoievski: «El hombre no puede tender más que hacia algo infinitamente grande»; y esta

" V. Aksénov, Zatovarénnaja bockotara: «Junost» 3 (1968), 56. Cf. lo que dicen Zóslmo e Iván en Los hermanos Karamazov: Si el amor no es una respuesta, es, sin embargo, una referencia a la inmortalidad. Por lo demás, en la misma novela Dimi-tri defiende el espíritu humano de la misma manera contra la reducción sin más a un conjunto de factores fisiológicos. Dimitri se pregunta exasperado, ¿entonces, los pensamientos y las emociones, sólo existen porque existen estos pequeños hilos con­ductores y no porque yo tenga un alma y porque haya sido creado a imagen y se­mejanza de Dios? En este caso, ¿qué queda del hombre? ¿Sin Dios y sin inmor­talidad...?

" Zatovarénnaja bockotara: «Junost» 3 (1968), 63. " Véanse mis artículos. La littérature soviétique á la recherche de la vérlté. Le sens

de l'existence humaine dans la littérature soviétique contemporaine y Pour un sens approfondi de l'existence humaine: «Irénikon» 3 (1966), 325-354; 4 (1968), 509-542; 1 (1970), 35-38; 2 (1970), 201-208.

" Véanse las publicaciones de Erich Fromm, A. Maslov, H. Fortmann, Alan Watts, Théodore Roszak, etc.

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tendencia no puede menos de manifestarse siempre de nuevo, a pesar de todos los forcejeos por desviarla de esta orientación para servir a proyectos exclusivamente temporales. La cuestión de saber si podemos aplicar a todo esto el concepto de «religioso» en el sentido estricto no tiene, en última instancia, más que una importancia secundaria.

M. A. LATHOUWERS [Traducción: J. J. DEL MORAL]

COLABORADORES DE ESTE NUMERO

HERVE ROUSSEAU

Nació en 1926. Licenciado en letras y diplomado en estudios superiores de filosofía ha sido profesor de esta disciplina durante dos años. Ha aban­donado la enseñanza y trabaja actualmente como economista en una empre­sa privada. Ha realizado diversos estudios de investigación en historia y filosofía de las religiones, numerosas recensiones y reseñas críticas en las re­vistas «Revue Thomiste», «Critique», «PAntiquité classique», etc., y es au­tor de Les religions (1968, 31974), La pensée chrétienne (1973), Le dieu du mal (1963).

JEAN-CLAUDE RENARD

Nació en 1922 en Tolón. Licenciado en letras por la Sorbona, acompañó en 1945 una misión cinematográfica que le condujo a Argelia, Marruecos, Senegal y Mauritania. Desde 1947 se dedica a actividades literarias y a dar conferencias en Francia y en el extranjero. Está considerado actualmente como uno de los grandes poetas contemporáneos. Su bibliografía responde estrechamente a su «itinerario interior» y comprende exclusivamente libros de poemas y de ensayos. Entre sus obras figuran ]uan (París 1945), Canti-ques pour des pays perdus (París 1947, 21957), Haute-Mer (París 1950), Métamorphose du Monde (París 1951), Fable (París 1952), Incantation des Eaux (París 1961), Veré, voici que l'homme (París 1955), En une seule vig-ne (París 1959), Incantation du Temps (París 1962), La teñe du Sacre (Pa­rís 1966), La Braise et la Riviére (París 1969), Le Dieu de Nuit (París 1973), Notes sur la poésie (París 1970), Notes sur la foi (París 1973).

JEAN-PIERRE MANIGNE OP

Nació en 1935 en París y fue ordenado sacerdote en 1966. Estudió en las Facultades de teología de Le Saulchoir (Francia). Licenciado en filosofía y en teología, es miembro del comité de redacción de «Informations Catho-liques Internationales». Entre sus publicaciones mencionaremos Pour une Poétique de la foi y Le sens du Poéme.

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JOHANN BAPTIST METZ

Nació en 1928 en Welluck (Alemania) y fue ordenado sacerdote en 1954. Estudió en las Universidades de Innsbruck y Munich. Doctor en filosofía y teología, es profesor de teología fundamental en la Universidad de Müns-ter. Ha publicado, entre otras obras, Christlicbe Anthropozentrik (Munich 1962; trad. española: Antropocentrismo cristiano, Salamanca 1972), Welt-verstandnis im Glauben (Maguncia 1965, 21967; trad. española: Fe y enten­dimiento del mundo, Madrid 1970), Zur Theologie der Welt (Maguncia 1968, 31973; trad. española: Teología del mundo, Salamanca 1970), Politis-che Theologie (Teología política, 1969), Reform und Gegenreformation heu-te (Reforma y contrarreforma hoy, Maguncia 1969), Befreiendes Gedachtnis Jesu Christi (Memoria liberadora de Jesucristo, Maguncia 1970), Die Theo­logie in der interdisziplinaren Forschung (La teología en la investigación in-terdisciplinar, 1971), Leidensgeschichte (Historia del dolor, 1973), Unsere Hoffnung (Nuestra esperanza, 1975).

BERNARD QUELQUEJEU

Nació en 1932 en París y entró en la orden dominicana en 1975. Licen­ciado en teología y doctor en filosofía, es profesor de antropología y de ética filosófica en la Facultad de Le Saulchoir y en el Instituto Católico de París. Entre sus obras recientes citaremos la publicación de su tesis, La volonté dans la philosophie de Hegel (París 1972): en colaboración, Cheminements pénitentiels communautaires (París 1973); y con J.-P. Jossua y P. Jacque-mont, Une foi exposée (París 1972) y Essai sur le témoignage (París 1976).

KXAUS NETZER

Nació en 1942 en Mülheim (Renania). Estudió filología inglesa y ro­mánica en Colonia y Friburgo y amplió estudios en el Instituto Católico de París, en Barcelona, Roma y Bucarest. Doctor en literatura, ha sido hasta 1972 profesor asistente en la Facultad de lengua y literatura de la Univer­sidad de Bielefeld y miembro del grupo encargado de la «Lingüística a dis­tancia»; desde entonces es profesor en el Instituto de Bethel/Bielefeld. Es autor de Der Leser des Nouveau Román (El lector del Nouveau Román, Francfort 1970), Vélicien Marceau, en W. D. Lange (ed.), Tranzosische Li-teratur in Einzeldarstellungen (Monografías de literatura francesa, Stuttgart 1971), Kommunikation mit Texten, en Henrici/Netzer/Weinrich, Linguistik und Literatur in der Schule (Lingüística y literatura en la escuela, Tubin-ga 1976).

JOSÉ LUIS ARANGUREN

Nació en 1908. Fue profesor de ética en la Universidad de Madrid has­ta 1965, en que abandonó la cátedra por discrepancias políticas con el Es-

Colaboradores de este número 287

tado español. En estos momentos es profesor invitado en la Universidad de California, Santa Bárbara. Ha publicado cantidad de libros sobre proble­mas éticos y sociológicos, entre ellos: Etica (1956), Etica y política (1960), El catolicismo y el protestantismo como formas de vida (1960), La comuni­cación humana (Traducido al inglés, italiano, francés, alemán, sueco y holan­dés, 1965), Crisis del catolicismo (1969), Memorias y esperanzas españolas (1970), Societé injuste et révoltition (en colaboración, París 1971).

PHILIPPE SELLIER

Nació en 1931. Es profesor de literatura francesa en la Universidad Rene Descartes (París V). Ha publicado diversos estudios sobre Pascal. Mere­cen especial mención Pascal et la liturgie (1966) y Pascal et saint Augustin (1970). Recientemente ha publicado una nueva edición de los Pensées que constituye la culminación de sus estudios pascalianos (París 1976). En estos últimos años ha dedicado especial atención a las múltiples relaciones entre los relatos míticos y las producciones «literarias».

JUAN CARLOS SCANNONE S5

Nació en Buenos Aires (Argentina) en 1931. Estudió en las Universida­des de Innsbruck y Munich. Es decano de la facultad de filosofía de la Uni­versidad del Salvador (San Miguel-Buenos Aires) y vicepresidente de la So­ciedad Argentina de Teología. Entre sus publicaciones figuran Sein und Inkarnation (Ser y encarnación, Friburgo-Munich 1968), Teología de la li­beración y praxis popular. Aportes críticos para una teología de la libera­ción (Salamanca 1976) y numerosos artículos, en especial sobre cuestiones fronterizas entre filosofía y teología, así como sobre filosofía y teología de la liberación.

MARÍA ANTONIOS LATHOUWERS

Nació en Nimega (Holanda) en 1932. Estudió lengua y literatura eslava en la Universidad de Amsterdam y obtuvo el doctorado en letras en la Uni­versidad de Nimega (1962). En 1968 fue nombrado profesor ordinario de literatura rusa en Lovaina. Es autor de Kosmos en Sophia. Alexander Blok: zijn wereldbeschouwing en het russische denken (Cosmos y Sabiduría. Ale­jandro Blok: su ideología del pensamiento ruso, Groningen 1962), Leo Tolstoj (León Tolstoi, Brujas 1964), Dostojewskij (Dostoievski, Brujas 1968), De hedendaagse russische letterkunde (Literatura rusa contemporánea, Bru­jas 1965), De sovjetliteratuur (Literatura soviética, Utrecht 1968) y unos sesenta artículos, especialmente sobre literatura soviética contemporánea.

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