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José Enrique Canabal arís, 1945 Narrativa p I PREMIO INTERNACIONAL ALEXANDRE DUMAS DE NOVELA M.A.R. Editor

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José E

nrique Canabal

arís,1945

Narra t i v a

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José E

nrique Canabal

París, 1945

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LA

narrativa

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra porcualquier procedim

iento y el almacenam

iento o transmisión de la totalidad o parte de su

contenido por cualquier método, salvo perm

iso expreso del editor.

De la obra: © José Enrique Canabal Barreiro

De la edición: © M

.A.R. EditorFebrero de 2012M

.A.R. Editorw

ww

.mareditor.com

ISBN: 978-84-939322-2-0

Depósito legal:

Diseño de la colección: Absurda Fabula

De la foto de portada © Conseil Régional de Basse-N

ormandie/N

ational Archives USA.

Soldados de infantería corren por la Avenida de París de Cherbourg a la captura de francotiradores alemanes.

De la foto del autor © Paco M

anzanoIm

prime: Publidisa

Impreso en España.

A m

i hermana Pili, con cariño,

porque siempre estuvo ahí.

A todos los héroes españoles que dieron

su vida luchando contra el fascismo,por la libertad de E

uropa.

1. POSG

UE

RRA

Estaban

llegando a Norm

andía. Allá, a lo lejos, los

acantilados envolvían a las playas, todavíaresonaban los gritos de los soldados y el estruendo de los nidosde las am

etralladoras; el viento aullaba con una rabia huracanada yam

artillaba los promontorios; aún se sentían los lam

entos de los sol-dados m

oribundos que entregaban sus almas en las playas; en la

espadaña de la iglesia, la campana se bam

boleaba, mostrando su

sumisión al tem

poral. Detrás, el viento se arrem

olinaba con virulen-cia contra el ram

aje de los árboles y amenazaba con arrancarlos,

sus bramidos com

enzaban a remitir, eran el preludio de una deslum

-brante alborada. D

esde el muelle, se divisaban los acantilados y los

búnkeres que amenazantes rodeaban el pueblo; un fuerte olor a

algas naufragadas les embriagó, algunas gaviotas revoloteaban a

su alrededor dándoles el adiós; el mar se había entristecido y el

monótono sonido del rom

per de las olas, en la playa, era su lastimo-

sa despedida; el sol se había escondido tras una espesa neblina y alo lejos, de vez en cuando, el graznido de algún corm

orán ham-

briento quebrantaba la tristeza de aquel día. El cielo se iba tiñendode un color grisáceo, casi negro; nubes enrocadas por un viento delnorte iban asaltando el infinito m

arítimo. E

n el horizonte, haciael noroeste, sobre el confín m

arino, el fulgor de los relámpagos

notificaba la esperada tempestad invernal. Las gaviotas se despe-

dían y dirigían su vuelo hacia las rocas de los acantilados para refu-giarse de la torm

enta, aunque recelaban de la llegada de la noche,no necesitan oír el triste tañido de las cam

panas de las iglesias paraenterarse que se avecinaba la hora del crepúsculo.

7

Maxim

ine Loira Duran, m

arqués de Moll, y su joven y bella

esposa se enfrascaron mirando aquel paisaje por últim

a vez. Tan sólotres días de descanso los aliviaron de todo lo vivido en el procesode N

üremberg. El trayecto lo harían dando un largo rodeo, prim

e-ro N

ormandía y luego París, en donde condecorarían a su m

ujer, aél y a un buen am

igo y, por fin, volverían a Am

iens. Aquella im

agende la costa y el recuerdo de los com

pañeros muertos en la Segun-

da Guerra M

undial, siempre les acom

pañó y nunca se borraría desus m

entes. Murieron casi todos y en los m

omentos difíciles su

evocación les daría fuerzas para seguir luchando. Aunque en aquel

mom

ento, hallaban tan grande su miseria, que tem

ían necesitar deella. Sus rostros eran acariciados por un sureste cálido. E

ra la horadel atardecer, unos postreros rayos del sol bañaban un horizonteradiante y teñían la m

ar de escarlata, allá en los confines de la inmen-

sidad. Erguidos oteaban el horizonte de agua que se desvanecía enlos lím

ites de sus pensamientos. Sabían que en las alm

as grandeshabía rincones de debilidad en los cuales dorm

ían los escepticismos.

El mar se preparaba para el em

bate y se despedía de la playa copu-lando con ella.

Cuando llegaron a París la tarde comenzaba a caer y los rayos de sol

apenas atravesaban las nubes bajas que llegaban del Atlántico car-

gadas de lluvia; la tenue luz se esparcía por la campiña. D

ifícilmen-

te se podía distinguir el contorno de la ciudad, tan sólo destacaba elperfil de la catedral de N

otre-Dam

e y la Torre Eiffel, con su bande-ra allá en lo alto. A

l fondo, el cielo mostraba un gris am

enazante.A

quel agridulce mom

ento dejó taciturno a Maxim

ine, miró a la

tricolor y su mente se llenó de pensam

ientos, pero cuando ya nadasubsiste de un pasado envejecido, cuando ya han m

uerto los ami-

gos y se han derrumbado las esencias, tan solo queda lo m

ás que-bradizo, lo m

ás vivo, lo más etéreo, el dolor perdura m

ucho más, los

8

recuerdos esperan sobre las ruinas de todo y soportan, sin doble-garse, los im

palpables recuerdos que siguen de dentro afuera losestados sim

ultáneamente yuxtapuestos de su conocim

iento y antesde llegar al horizonte real que lo envuelve, se reencuentra convoluptuosidades de otra clase: sentirse plácidam

ente sentado, per-cibir el buen arom

a del aire, sentir el tañido de las campanadas de

la iglesia. A cada hora que daban, parecía que no habían pasado

más que unos instantes desde que sonara la anterior; la m

ás recien-te venía a inscribirse en el cielo tan cerca de la otra, que le era im

po-sible creer que cupieran sesenta m

inutos en aquel arquito azulcom

prendido entre dos rayos de sol. Y algunas veces, esa hora pre-m

atura sonaba con dos campanadas m

ás que al última; había, pues,

una que se escapó y algo que había ocurrido, no había sucedidopara él; sus recuerdos, m

ágicos como un profundo sueño, habían

engañado a sus alucinados oídos, borrando la campana de la azula-

da superficie del silencio. En un postrero y desesperado esfuerzo,

su sonriente rostro llegó a la máxim

a ternura y olvido, pero com-

prendiendo, sin duda, que no tenía más rem

edio que apostillar, ypensó en voz alta:

—Yo tengo am

igos dondequiera que haya rebaños de árbolesheridos, pero que no se dejen vencer y que se agrupan para im

plo-rar juntos, con patética obstinación, a un cielo inclem

ente que no secom

padezca de ellos. Ya no están.La tarde tenía un color som

brío y amenazaba una noche sin sus-

piros; en el horizonte se divisaba una cortina de lluvia que avanza-ba, el resplandor de las tenues luces de la ciudad ilum

inaba lasrachas de agua, que brotaban torrenciales del cielo. Levantó la cara,dejó que el agua le cegara y discurriera librem

ente por sus mejillas,

quería que aquel instante se grabara en su corazón y el agua borra-ra los recuerdos de la guerra que solidificaban su rostro y un gustosalobre sellaba sus labios. Para el m

arqués, la guerra había trastoca-9

do su mundo, los recordaba a todos: al heroico Y

iyo, su amigo del

alma que a pesar de su intrepidez llegó hasta el final de la guerra, y

qué decir del doctor Saint Martin, con su valerosa m

archa de dos-cientos kilóm

etros con cincuenta niños judíos tuberculosos huyen-do de las atrocidades de la G

estapo, recordaba a Henry, el

desventurado maestro, a Pierre, a su ayudante Paul, a Sam

uel Henry,

el tabernero, al padre Jean, al Francés, a madam

e Fourcade, la bue-na de M

arlen, a Joseph y a su inseparable Antón, el españolito, al que

los nazis habían torturado una y otra vez, a los hermanos de M

arie-Françoise, Lionel y Salvatore y tantos otros que desfilaban en sum

ente. Al m

arqués de Moll no le era im

prescindible cerrar los ojospara invocar al sueño; después de la guerra todavía alucinaba des-pierto, auscultando a m

edio tumulto las voces m

ás crudas de susrecuerdos oníricos; era com

o un doliente que sonreía con el arre-bato de un reencarnado; sentía un am

or imposible, un frío inm

en-so y despiadado que no era m

ás que soledad, pero su mente

añorante le llevó volando por los limbos fronterizos de la guerra;

ahora soñaba insomne con los ojos abiertos. Los sueños le habían

conducido por los caminos de la noche, en ella cohabitaba una

enamorada luna llena, rodeada de lobos aullantes. La G

estapo yhachas ensangrentadas. Bosques inanim

ados y las SS. Asesinato,

tortura y traición.U

na vez más, antes del alba, las llam

aradas del sol nacientearrojaban su hechizo sobre los cam

pos yermos de la E

uropa lasti-m

ada, era como si una orgía diáfana estuviese llegando a su fin; en

ese preciso instante su sueño se disipaba gradualmente, a lo lejos,

mas allá del escabroso horizonte las alm

as, torturadas por los ale-m

anes, habían vendido sus cuerpos inanimados al diablo. A

quellatarde serían condecorados por el m

ismísim

o Charles de Gaulle.

Tenía preparado un discurso, miró las cuartillas que tenía en la

mano, las posó en la m

esa y mem

orizando comenzó a recitarlas,

10

pero su mente le traicionaba, le llevaba una y otra vez a los luctuo-

sos recuerdos de la guerra.E

l doctor Saint Martin no quiso asistir a su condecoración,

manifestaba que debería ser el m

ismísim

o Charles de Gaulle quien

fuese al hospital y condecorase a los niños torturados y no a él. Sum

ujer, Claudia, acompañada de dos niños y dos niñas con signos

inequívocos de tortura en sus caras, fue la encargada de recoger laLegión de H

onor, con breves palabras manifestó que aquella con-

decoración era para los niños judíos polacos, torturados por losalem

anes, su marido la rechazaba. Reprochó a las autoridades la

falta de tacto y la inexistente ayuda a su hospital infantil, en dondem

alvivían más de quinientos huérfanos. A

hora era la sociedad fran-cesa la que no funcionaba. D

e Gaulle, m

olesto por la crítica en díafestivo, se la quitó de en m

edio precipitadamente entregándole la

medalla. Los siguientes condecorados sorprendidos por la falta de

tacto del general, en señal de protesta, recibieron la condecoraciónsin agradecim

ientos, no se cuadraron ante el general, que habíahecho la guerra cóm

odamente en Londres, pero sí lo hicieron ante

la tricolor.M

aximine y su joven esposa volvían a A

miens. El tren avanza-

ba precipitadamente, con desconcierto furioso, apenas si se detenía

en unas estaciones y las otras las pasaba en un suspiro. Parecíaem

bestir los campos, pero su avance, en el horizonte, apenas se

notaba, se diría que las verdes praderas ondulaban como una

inmensa m

anta verde, era como si el propio tren las estuviese sacu-

diendo. Cuanto más vertiginoso transitaba el tren, m

ás mordaces

eran las ondulaciones. Maxim

ine se daba cuenta de que se le para-lizaban los pensam

ientos, lo que sin duda, le conduciría a un calle-jón sin salida. Podía sentir la presencia de ella, veía su rostroirradiando una felicidad indescriptible, com

o el cielo de poniente enel horizonte; la herm

osa luz del crepúsculo hacia que su imagen11

se reflejara en la ventanilla y el retazo de tela celeste de su camisa

hacía contrapunto con la crispación de su mandíbula, sus canosos

cabellos morenos, alborotados, se sublevaban sobre su frente; sen-

tía un amor tan intenso por ella que la desazón volvía a em

bargar-lo; aquellos insanos pensam

ientos, fruto de la guerra, le producíanun dolor tan fuerte y real en su corazón, que notaba una punzadaen su pecho. Pero al m

irarla, sus ojos celtas se humedecieron con-

templando cóm

o el rostro de ella irradiaba una luz blanquecina,que m

ostraba una mirada de felicidad y sus labios rezum

aban unam

or muy profundo. Sabía que las lágrim

as derramadas eran am

ar-gas, pero m

ás amargas eran las que no se derram

aban. El cansan-

cio y el traqueteo del tren hicieron que se quedase profundamente

dormido y sus pensam

ientos volvieron al pasado.

12

2. LA N

IÑA

MA

RIE

Sehabía levantado un fresco som

brío, un airecillo matutino

se filtraba por la piel; Marie cam

inaba en silencio, con elrostro ensom

brecido, pies fatigados, la mem

oria vacía, el pelo y laropa llenos de polvareda, la garganta seca y la cara aterida de frío. Alos pocos cientos de pasos se encogió la noche yerm

a y un res-plandeciente día nacía en el horizonte; a la derecha, hacia el río, lalechuza silbaba jactanciosa desde el bosquecillo de robles y losm

urciélagos, perseguidos por el alba, sobrevolaban ofuscados poruna luz intrusa en busca de su m

orada; perros callejeros se levan-taban perezosos, seguían a los viandantes y los adelantaban de tre-cho en trecho. Los niños soñolientos se acercaban al colegio, sabíanque cuando sobraban las palabras, bastaba el silencio. E

ntraban alaula de uno en uno, saludando al m

aestro con un anodino: «Buenosdías, señor m

aestro». Henry, el m

aestro, se acercaba a la pizarra ycom

enzaba a borrarla. El m

urmullo iba decreciendo y los alum

-nos se acom

odaban. Marie dejó el m

aletín de lona a sus pies yobservó el aula por últim

a vez; era una clase alargada, jalonada porocho filas de sillas, cuatro a cada lado, separadas por un pasillocentral, el suelo era de baldosas grisáceas, las paredes estaban pro-tegidas por un zócalo rugoso de pintura gris, la parte alta estabarem

atada con pintura blanca, muy m

anchada, que se prolongaba porun desconcertante techo lleno de grietas; am

plios ventanales decerrajería y vidrio sucio alum

bran la parte derecha del aula, agran-dándola hacia el am

plio patio. Las tenues bombillas del techo con-

sagraban aquella vetusta y fría aula, en la que sobresalía la desgastadatarim

a, encanallada por el paso de los años y el polvillo de tiza,13

donde se asentaba la raída mesa del profesor, a su espalda, la enor-

me pizarra llena de confusos garabatos de tiza. La m

adre de Marie

le había dicho que tendría que dejar de estudiar e ir a trabajar conella a la fábrica, para que sus herm

anos pudiesen estudiar y el día dem

añana fuesen hombres de provecho, y a ella que la zurcieran. E

lm

aestro terminó de borrar, levantó la cabeza y parsim

onioso sedirijo a los alum

nos:—

Hoy, para algunos de vosotros, por desgracia, será su últim

odía de colegio. A

unque de Alem

ania llegan noticias confusas sobreel ascenso al poder de los nazis capitaneados por un tal H

itler, hoytendrem

os una clase especial. Hablarem

os de los caminos y de las

cosas de la vida. A algunos, a veces, les llam

amos excéntricos aun-

que universalmente son los que abren los cam

inos que mucho m

ástarde recorrerán los sabios. Sé que algunos estáis m

uy tristes porquevais a dejar a los am

igos que os acompañaron los últim

os años, noos preocupéis, durante vuestra vida haréis m

uchos más, pero es

conveniente que sepáis valorarles. —Les m

ira, a algunos las lágri-m

as están a punto de resbalarles por la cara, circunspecto dice—M

arie, sal a la tarima, leerás la redacción que os encargué sobre la

amistad.M

arie se levanta distante, viste un sobrio traje azul mahón des-

teñido y una blusa blanca que le queda algo raquítica, parsimonio-

sa se dirige a la tarima, sube, el m

aestro le entrega un cuadernoabierto y le dice:

—Lee la últim

a página que escribiste.—

La amistad: H

ay amigos sem

piternos, amigos que son de

piel y otros que son de hierro. Hay am

igos del tiempo, de la escue-

la y otros del trabajo. Hay am

igos que se cultivan, que se eligen yotros que se adoptan. H

ay amigos del alm

a, del corazón, de sangre,de vidas pasadas y otros para toda la vida. H

ay amigos que están en

las buenas, otros que están en las malas, otros que están siem

pre y

14

otros que nunca están. Hay am

igos que se van, que nos dejan, quese quedan y otros que vuelven. H

ay amigos que se extrañan, que se

lloran, que se piensan, que se abrazan y otros que sólo se miran, pero

siempre es bueno tener am

igos.—

Muy bien M

arie. —A

Henry, la niña lo tenía cautivado, era la

mejor alum

na que había pasado por su clase, lamentaba que tuvie-

se que dejar los estudios— Q

ué te sugiere lo que acabas de leer. —

Am

igo no es el que ríe mi risa, —

hace una pausa, la emo-

ción la embargaba y enm

udecía su garganta— sino el que llora m

ilágrim

a.—

Muy bien M

arie, puedes sentarte. —El m

aestro quedó pen-sativo, los alum

nos le miraban, le notaban algo raro, les sonrió y les

dijo— Siem

pre es tarde cuando se llora, pero no olvidéis que lasonrisa es el sol que ahuyenta al invierno del rostro hum

ano. D

urante la mañana H

enry, el maestro, continuó sacando alum

-nos a la pizarra. M

arie estaba afligida, ya nunca volvería a su ama-

do colegio. Ella sabía, a pesar de su corta edad, que la vida era como

una amistad de la que se ve el principio, pero no el final. U

na fasci-nación recóndita los protegía allí. E

n el colegio pasaban horas yhoras, fascinados por las historias que les narraba el m

aestro, sintien-do una gran sinfonía de las palabras; en aquellos m

omentos M

arietenía la percepción de que estaba junto a un gigante. E

lla sentíaque no debería poner lím

ites a sus sueños. Eternamente recordaría

el colegio, sabía que ninguna herida se borraría. Al salir del colegio

Henry acom

pañó a Marie, le tenía un gran afecto, le apesadum

bra-ba que tuviese que dejar su aprendizaje para ir a trabajar la fábrica,otra vocación perdida. E

ra una pena, poseía inteligencia, facilidady voluntad de estudiar, no com

o los catetos de sus hermanos.

—Q

ué callada estás, Marie.

—Sí, el silencio es com

o una página en blanco. Voy a echar dem

enos sus clases. —M

arie sollozó. Henry se percató de que no15

tenía pañuelo y se limpiaba las lágrim

as con el puño de la blusa;m

etió la mano en el bolsillo, sacó su pañuelo, se lo entregó a M

ariey añadió:

—E

n ocasiones, nuestra mayor fortaleza reside en adm

itirnuestras debilidades.

—¿U

sted cree, maestro? —

Le tendió el pañuelo.—

Sí, lo creo. Y no m

e llames m

aestro, llámam

e Henry, com

olo hacen en el barrio.

—N

o sé si podré.—

Claro que podrás, Marie. Ten siem

pre en cuenta que la ver-dad m

alintencionada es peor que la mentira, y en tu barrio hay

mucha falsedad.

—Lo sé, H

enry, y mucha m

iseria de esa que desgarra el alma.

—¿Tienes algún sueño?

—Sí, el de ser m

aestra.—

Pero Marie, dejando los estudios jam

ás conseguirás serm

aestra.—

No lo creas, H

enry, cuando logre emanciparm

e, trabajaré yestudiaré.

—A

unque te va a ser muy difícil lograrlo, espero que por tu

bien lo consigas. No hay peor crim

en que matar un sueño, ni m

ayorvirtud que realizarlo. Sí necesitas de m

i ayuda no dudes en venir averm

e, siempre estaré aquí y m

e agradará ayudarte. —

Gracias. Yo creo que lo lograré.

—Bueno, te dejo. Voy acercarm

e a la taberna de Samuel H

enry. La besó en la frente, M

arie se sonrojo y él le apretó la mano. El

maestro sabía que el am

or se hacía con el corazón y se deshacíacon los sentidos; lo echaba tanto de m

enos que le dolía por dentro.A

quella niña le agradaba; estaba tan llena de vida que en la ranciafábrica, sin duda alguna, la lastim

arían. M

arie se dirigió lentamente a su casa, estuvo vagando por la ori-

16

lla del río hasta bien entrada la tarde. A su pesar abandonaba los estu-

dios para ayudar en casa y hacer horas en la fábrica donde trabaja-ba su m

adre. Antes de salir del colegio H

enry, el maestro, le había

regalado un libro de poemas de V

ictor Hugo. E

l crepúsculo llora-ba, un cielo ceniciento, tupido, cargado de m

elancolía, pesaba sobreel barrio com

o una lápida, oscureciendo sus callejones y desdibu-jando las fachadas de las m

oradas. Camino de su casa pensaba que

debería ir a la fábrica lo antes que pudiera; cualquier día en su casaocurriría una desgracia irreparable y ella no quería ser la culpable.M

arie iba contando las puertas del patio. Al llegar a la suya entró. La

familia cenaba alrededor de la m

esa redonda. Su madre la m

irócon reproche por haber llegado tan tarde, había estado gandulean-do. Repartía entre sus hijos el contenido de una fuente de patatassalteadas con un no sé qué. Su m

adre iba cada día a una charcute-ría de la plaza del m

ercado a recoger sobras para los perros. Las lim-

piaba, recortaba las partes que habían empezado a descom

ponerse,echaba sal y pim

ienta en abundancia, luego las salteaba con grasa ycebolla, añadía agua, echaba patatas y nabos, dejándolo cocer afuego lento toda la m

añana. ¡Qué bueno estaba! A

unque echabande m

enos el pan fresco. Françoise, Lionel y Salvatore tragabanvorazm

ente. Marie tenía la m

irada pérdida, el rostro serio, sin abrirla boca, con los codos apoyados en la m

esa miraba al fuego con

expresión de cansancio. Había heredado de su m

adre un pechofirm

e y ancho. Ojos negros, de m

irada alegre, nariz corta, de ven-tanas abiertas, boca carnosa, su tez blanca y rosa hablaban de juven-tud. Su opulenta cabellera, com

o de pálido lino, larga y abundante,de m

ujer del Norte, com

o las que lucían las hadas de antaño, dabalugar a que en el barrio se la llam

ara «la hermosa trigueña». M

arietenía catorce años.

La lluvia repiqueteaba con fuerza contra la ventana, era el soni-do de la soledad. Sentía pena por tener que dejar el colegio aquellas17

sensaciones se agolpaban, caóticamente en su cerebro. Sin darse

cuenta se encontraba en la habitación, entró cabizbaja, dejó la puer-ta abierta y sin hacer ruido se acostó. En la habitación de al lado dor-m

ían sus hermanos, que nunca se enteraban de nada; al sentirlos

respirar percibía que algo se rompía en su interior para siem

pre, y,supo que aquella agridulce soledad que la em

bargaba, iba a ser fielcom

pañera de viaje, en los tortuosos caminos que le quedaban por

recorrer a lo largo de su vida. Con estas sensaciones se entregó alsueño reparador antes de iniciar la andadura de la vida. D

e repen-te, a m

edia noche, oyó cómo su m

adre, llorando, increpaba a sum

arido por haberse bebido todo el jornal de la semana; últim

a-m

ente lo hacía cada vez que cobraba, los viernes por la noche,com

o aquel, volvía a casa totalmente borracho, sin un céntim

o yconvertía el hogar en un infierno. Isabela, su m

adre, muy nerviosa

le reprochaba una y otra vez hasta que él le amenazaba con irse a

dormir a la cocina, entonces ella callaba y se iba a dorm

ir con Marie,

sollozando comprendía lo que el borracho de Tom

Petit insinuaba.Pero él la llam

aba con ánimo de m

ontar una bronca, quería quefuese a yacer con él; M

arie escuchaba con miedo las quejas de su

madre que serm

oneaba: «Borracho, como se te ocurra tocarm

e, tearrepentirás». Sus herm

anos lloraban; y a pesar de todo, su madre

pesarosa se levantaba e iba a yacer con Tom Petit. A

l rato, madre vol-

vía llorosa, con las ropas maltrechas, el rostro desencajado y entu-

mecido por los golpes, el m

iedo surcaba su cara; sus hermanos, al

verla, llenos de miedo gim

oteaban. La noche transcurría lentamen-

te, el pánico no dejaba que conciliasen el sueño, entonces Marie

se levantaba, se subía al desván y entre las vigas buscaba nidos deratones, traía un par de crías para que su herm

ano pequeño jugasecon ellas; después en un vano intento por consolarles, les susurra-ba una canción de cuna y les suplicaba que dejasen de llorar, nofuese que le despertasen y viniese y les pegara con el cinto, cosa

18

que solía hacer cada vez que se emborrachaba. Sentía pena de su

pobre madre, sollozaba con el m

iedo en su rostro; asediada porun silencio que la atenazaba. A

Marie se le rom

pía el alma y la lle-

naba de miedo, era consciente, por com

o le miraba su padre, que la

próxima presa sería ella.

19

3. DE

STIERRO

Antón

estaba harto de vagar por los pirineos, los falan-gistas y las tropas de asalto le perseguían com

operros rabiosos. Bajó a la aldea, su m

ujer no estaba en casa, cogióprovisiones, hizo un hatillo con ellas, ya olía a los falangistas, por elruido debían estar en la calle de adelante. H

izo unos garabatos dedespedida, le juró que cuando estuviese instalado en Francia, vol-vería a por ella; escondió el papel en el escondrijo del dinero. Losojos, que m

uchas veces le escocían de rabia, ahora escupían lágri-m

as de amor. Presto partió, no poder despedirse de A

malia le

entristeció el corazón. El recorrido se hacía m

uy duro, no iba porlos cam

inos, sabía que los falangistas acechaban a los perdedores,iba por el m

onte, la nieve le llegaba a media pierna y obstaculizaba

su andadura. Era m

uy duro dejar aquella España que tanto había

amado, sobre todo el valle de A

rán, que le había acogido. Hijo de un

médico de pueblo, no quiso estudiar y se dedicó a la ganadería. Ya

de pequeño se ganó el respeto del pueblo: nació un burro sin culo,y él se lo hizo de un tajo. A

ntón, más tarde apodado el O

bstinado,desde crío se granjeó el respeto de sus convecinos: nadie le ganabaa trabajar. E

n los bancales siempre les sacaba a todos una hilera

de ventaja. Creció y se labró un cuerpo fornido. Como era buen

mozo, las m

ujeres lo festejaban a todas horas. Pasado el tiempo se

casó con Am

alia, por lo legal, y montó una taberna con las pocas

perras que le había arrancado a la tierra. Toda la muchachería le

ayudó, pues parecía impulsarle un incontenible viento del pueblo,

era como si la aldea se regalara a sí m

isma; en la cantina, en la que

se enjuagaba el sudor de cada día, ahogaban las penas. Un rem

oli-

20

no de mozos y m

ozas convirtió la taberna en una sencilla tasca delabradores. E

l Francés participó en los trabajos y amenizaba la

inauguración del local con su guitarra y su cante. Durante la guerra

iba algunos sábados por la noche a entretener a la parroquia.Com

o muchos de los aldeanos de la zona, A

ntón quería la tie-rra para quien la trabajara. A

lgunos de ellos, los más audaces y los

más leídos, pertenecían a la CN

T. Cuando, brincando el año trein-ta y cinco, los que encarnaban tales ideas, pudieron por fin tocar lagloria de sus sueños, el país se vistió de paraíso com

o una niña denovia. E

l cura, el cabo de la Guardia Civil y el tío Pedro, el terrate-

niente, temblaban, les llam

aban el terceto; pero Antón era m

ásam

igo de la vida que de las ideas, y su sed de venganza no se calma-

ba tanto con sangre y luto, como con sudor y penitencia. Por eso,

comenzada la guerra, cuando las ruidosas cam

ionetas de los milicia-

nos exaltados, orladas de banderas rojinegras, irrumpían en la pla-

za del pueblo y los camaradas de hierro le preguntaban, con ese

extraño aire de rutina enfebrecida: «¿Quién sobra aquí?». É

l, hen-chido de firm

eza y de coraje, respondía: «Aquí no sobra nadie. Fal-

ta pan y faltan brazos, compañeros». Cuando se m

archaron losanarquistas, salvó de la m

uerte al terceto de la crueldad destronada,pero no los liberó del trabajo, se suprim

ieron los impuestos y las

dádivas a la iglesia. La aldea, asombrada y divertida, pudo ver cóm

oel cacique, su párroco y su perro de presa, el sacristán, conocían porprim

era vez la fatiga de los pobres y caían rendidos, como alazanes

reventados, al declinar la tarde. Era ésa sin duda la m

ejor banderaque se podía enarbolar; el m

ejor resumen de su pensam

iento, suma-

rio pero preciso. Y, aún así, después de la guerra, el terceto no agra-deció a A

ntón que los hubiera salvado del paredón o el paseíllo.Cuando finalizaba la contienda, se tiñeron los cam

pos: del amari-

llo mies y del rojo justicia, al rojo y gualda de la venganza. U

n sol dis-tinto y obrero, risa de los cielos repartidos, casi conquistados,21