los pactos educativos: un marco Ético

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FundaciónSantillana Semana de la Educación LOS PACTOS EDUCATIVOS: UN MARCO ÉTICO Victoria Camps

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FundaciónSantillana

Semana de la Educación

LOS PACTOS EDUCATIVOS: UN MARCO ÉTICO

Victoria Camps

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1

ace unas semanas, las Reales Academias publicaron un ma-

nifiesto demandando un pacto urgente para la educación. Un

pacto que consideraban “inaplazable y fundamental”. El obje-

tivo del pacto debería ser, según uno de sus firmantes, “for-

mar ciudadanos instruidos, responsables y competentes, con

capacidad crítica”. El hecho de que las reformas sucesivas del

sistema educativo no hayan dado los resultados que cabría esperar refuerza la

necesidad de un consenso político y social, que reivindique la autoridad y el pa-

pel de profesores y maestros como protagonistas del proceso educativo. Ade-

más de reclamar medios que contrarresten los recortes sufridos con la crisis, en

el terreno de los contenidos los académicos aludían a un “currículo de Estado”

que incluya “las dos culturas: la científica y la humanística”, subrayando el valor

de la filosofía, “una de las grandes perdedoras de nuestro ir y venir educativo”.

No sé hasta qué punto un pacto por la educación es lo que realmente

necesitamos. Desconfio de los grandes pactos sobre vaguedades que no con-

ducen a nada concreto. Si lo único que se pretende es conseguir un marco de

estabilidad y dejar de interferir con nuevas leyes en el sistema educativo con

más leyes, me parece correcto. Cualquier otra cosa, será añadir una ley más

que sumar a las cinco que pesan sobre el sistema educativo. Ello no obsta

para que reconozcamos la incapacidad de los partidos políticos de consen-

suar qué deben hacer con la educación. Un consenso que debiera ser de míni-

mos porque los máximos son competencia de las comunidades autónomas.

Desde que nos controlan los informes PISA, Finlandia es el referente de

la educación en Europa. Si no estoy mal informada, la mejora conseguida en

ese país se inició en los años 70 al emprender una reforma en profundidad

del estado de bienestar y, como parte de ella, del sistema educativo, reforma

que incidió sobre todo en la cuestión de la formación del profesorado. A

partir de entonces, y sobre la base de que la educación es fundamental para

el progreso cultural, social y económico de un país, lo que se ha hecho es

un seguimiento constante de las disfunciones que han ido apareciendo para

poder corregirlas. Lo explica Víctor Lapuente en su reciente libro El retorno

de los chamanes. En Finlandia hubo, pues, una especie de “contrato social”

por la educación, que consiguió que todos los ciudadanos se implicaran en

ella, se hicieran cargo de la importancia que tiene y no ahorraran esfuerzos

para que fuera la prioridad de todos los gobiernos.

Si nuestro pacto intenta reproducir algo parecido al contrato finlandés,

bienvenido sea. He puesto de manifiesto más de una vez que, a diferencia de

lo ocurrido con el sistema sanitario, el sistema educativo no ha conseguido ni

los logros ni el prestigio de que goza en estos momentos la sanidad pública

H

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española. La cobertura universal en sanidad es valorada como tal por todos

los ciudadanos. Cuando la dolencia es grave, todos saben que la atención pri-

vada no iguala a la pública. Con el sistema educativo es distinto. Seguimos

teniendo un fracaso y abandono escolar alto comparado con la media euro-

pea. La escuela pública no concertada sigue siendo, con excepciones, la opción

para quienes no pueden permitirse elegir una escuela concertada o privada.

Cuando se realizan reformas legislativas, es decir, cada vez que cambia

el partido del gobierno, no suelen abordarse a fondo estos problemas. Se

procura, eso sí, incidir en algunas deficiencias evidentes. Por ejemplo, dar

nuevos impulsos a la formación profesional como vía más eficaz para dismi-

nuir el fracaso escolar. Pero lo que más ruido genera en los cambios legisla-

tivos son algunas cuestiones relativas a los contenidos. A saber, si la religión

debe ser o no materia evaluable dentro del curriculum, si habría que unificar

los libros de texto de las distintas comunidades autónomas, si es legítimo

financiar a la escuela concertada que separa a niños y niñas. Son temas im-

portantes, pero no son la raíz de las deficiencias del sistema.

Un pacto por la educación, a mi juicio, debería proponerse tres objetivos:

1) recuperar el sentido etimológico de “educar”, frente al más limitado de enseñar una serie de disciplinas;

2) proponerse en serio combatir el fracaso escolar;3) revalorizar la profesión docente.

En los tres casos, estamos hablando de principios éticos que deben tener-

se en cuenta. Educar es formar moralmente a la persona, además de transmi-

tir una serie de conocimientos; combatir el fracaso escolar es una cuestión

de equidad y de revisión del modelo de igualdad de oportunidades; revalo-

rizar la profesión es seleccionar profesionales responsables, que estimen lo

que hacen y se vean reconocidos socialmente por ello.

Qué es educar

Etimológicamente, educere significa extraer de la persona lo mejor que

lleva dentro. Para poder hacerlo, el educador ha de asumir una doble respon-

sabilidad: la de decidir qué es mejor en cada caso, para proponerse poten-

ciarlo. Ello significa no eludir la función de guía, de orientador, de autoridad,

que debe tener quien educa. Dicho con otras palabras, educar forma parte de

la tarea de hacer de los menores personas autónomas, capaces de dar cuenta

de lo que hacen. Los maestros y profesores han lamentado muchas veces

que la escuela pública cumpla más una función de asistencia social que otra

cosa. O que sea una simple guardería. En el otro extremo está la reducción

de la educación a un aprendizaje instrumental para la inserción futura en el

mundo laboral. Los niños van a la escuela a aprender, no cabe duda, pero, en

el aprendizaje, se les educa. Ambos objetivos son complementarios.

La educación es un derecho que la Constitución Española define así: “La

educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana

en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos

y libertades fundamentales” (27.2). A continuación se añade que los padres

tendrán libertad “para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral

que está de acuerdo con sus propias convicciones” (27.3). Este ha sido uno

de los artículos más discutidos en democracia porque deriva de unos contra-

tos con la Sante Sede que no deberían existir, y porque da a entender que la

formación moral es subsidiara de la confesionalidad de la familia, lo cual es

inapropiado para un estado que se proclama aconfesional. En tales estados

debe regir una moral universal, la que vale para todos independientemente

de sus creencias. Es esa moral o ética la que debe ser tenida en cuenta como

parte del sistema educativo.

No creo que nadie ponga en duda que la educación debe incluir la for-

mación moral del educando si aceptamos que el objetivo es “el pleno desa-

rrollo de la personalidad”. Ese pleno desarrollo incluye la formación moral y

la formación intelectual, que son complementarias y transversales. Formar

moral e intelectualmente significa inculcar ciertos conocimientos sobre el

bien y el mal, sobre la condición de ciudadano, así como enseñar a pensar

por uno mismo y a ser responsable de lo que se hace o se deja de hacer.

¿Qué significa ser libre en una democracia? Es tal vez la cuestión que mejor

resume el conjunto de conocimientos (¿competencias?) que hay que inculcar

y transmitir desde la perspectiva de la ética.

Dar ese sentido amplio a la educación es complicado. Ponerlo en práctica

choca con varios inconvenientes, de los que voy a destacar tres:

1) La especialización y tecnificación de la enseñanza. Educar significa formar a la persona a la vez que se le enseña a dibujar, a hacer gimnasia, a leer y a estimar el conocimiento en general. Digamos que, sin esa voluntad de formar “moralmente”, inculcar hábitos y costumbres de autodominio, de respeto al otro, de asumir responsabilidades, se hace difícil enseñar nada porque el niño muestra signos de inmadurez que hay que corregir y que no favorecen la actitud necesaria para el aprendizaje y el estudio. Si hace falta un tutor que coordine las enseñanza de todo un curso, haría falta también una figura (o un consejo, lo que fuera) que velara por el cumplimiento de la función de formar a las personas que le corresponde a la escuela. Me temo

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que esa función hoy no la asume nadie. Se pone más atención en cambios técnicos, didácticos, destinados a enseñar mejor a leer, a motivar al alumno, a transmitirle curiosidad por la ciencia. La formación moral queda reducida a una asignatura más, poco importante. En el mejor de los casos, se llama “educación para la ciudadanía”. No hay lo que debería haber: una inmersión cívica total (como hubo una inmersión religiosa, con el nacionalcatolicis-mo, o hay inmersión lingüística en las comunidades con lengua propia).

2) La poca complicidad entre familia y escuela. Los dos agentes educativos fundamentales tienden a competir entre sí más que a colaborar. O a cul-parse mutuamente de la mala educación de los menores. Hay muchas ra-zones que explican por qué está poco claro que el papel de la familia y el de la escuela tiene que ser complementario pero no el mismo. La disminu-ción de la natalidad y la sobreprotección de los hijos, la mayor cultura de los padres que creen saber más que los maestros e interfieren en sus fun-ciones, la desconfianza creciente que se produce cuando hay desconcierto y desorientación sobre cómo educar, en lugar de incidir en la necesidad de trabajar juntos, distancia a unos de otros y es motivo de reproches cru-zados. La escasa protección a la familia por parte de las administraciones dificulta que pueda haber una preocupación más efectiva de los padres por la educación de sus hijos. Por eso, la escuela tiene que asumir en muchas ocasiones la función asistencial.

3) Se ha comparado la tarea educativa con la tela de Penélope que tejía de día y destejía de noche, para poner de relieve la impotencia que embarga a los educadores –familia y escuela- ante la indiferencia del resto de agentes so-ciales con respecto a la educación. Los medios de comunicación se llevan la palma de los reproches, pero también habría que apuntar a todos los elementos que utiliza la sociedad de consumo para inculcar una cultura consumista, de usar y tirar, de satisfacer todos los deseos sin tregua. Aris-tóteles decía que la ética se enseña por el contagio, la imitación, el ejemplo. La ética se enseña practicándola. Pero para que la práctica sea posible, tie-ne que contar con un subsuelo propicio. A las sociedades liberales les falta el ethos moral que transmite valores sin necesidad de explicarlos, porque el entorno los refleja. A la democracia le faltan “buenas costumbres”. No es raro que ante esta realidad, los educadores se sientan impotentes. Hay que tener en cuenta que el sistema educativo no se concentra sólo

en la escuela. Hay otros subsistemas. Uno de ellos, el principal, es la familia.

También hay que atender al subsistema que podemos llamar cultural, es

decir, todo lo que rodea la vida del niño y que tiene que ver con las “panta-

llas”, pero también con las ofertas de la administración local por lo que hace

a opciones de entretenimiento y ocio, así como de soporte cultural, como

bibliotecas, o compromiso social, como el impulso del voluntariado.

Las raíces del fracaso escolar

Analizar las causas más profundas del fracaso escolar nos lleva al prin-

cipio ético más importante que es la justicia. Justicia distributiva o equidad

que consiste en garantizar a todos unos derechos fundamentales, uno de los

cuales es el derecho a la educación.

La dos primeras leyes educativas consiguieron universalizar la educación

en España. Primero, hasta los catorce años; después, hasta los dieciséis. Hoy

todos los niños y niñas están escolarizados. ¿Podemos estar satisfechos de

que se cumple el principio de igualdad de oportunidades? Es evidente que no.

Puede estar garantizado el punto de partida, pero no los resultados. El fracaso

escolar pone de manifiesto que no basta la escolarización material para conse-

guir que las oportunidades ofrecidas sean aprovechadas por todos por igual.

Los estudios realizados sobre las causas de fracaso escolar apuntan, sobre

todo, a las diferencias económicas y culturales en el seno de las familias. No

es lo mismo vivir en un entorno familiar con medios para combatir las difi-

cultades de aprendizaje, que vivir en un entorno donde nada ni nadie ayuda

a aprender. No seguimos las directrices del teórico de la justicia, John Rawls,

quien sostiene que la forma de igualar las oportunidades es favorecer a los me-

nos favorecidos. Esto es, discriminación positiva a favor de los que viven con

menos recursos. Traducido a la práctica, ello significaría impulsar, proteger y

cuidar, por encima de todo, la escuela que se sustenta sólo con recursos públi-

cos. O exigirle a la concentrada que abra sus puertas a todos y no sólo a los me-

jores. Algunas concertadas lo hacen, pero son pocas. Un pacto por la educación

debería revisar esta cuestión, hacer políticas más transversales, que vincularan

a la educación con los servicios sociales. Además de potenciar la formación

profesional o unos curriculos más adaptados a las diferencias de los alumnos.

Recientemente, el concepto de igualdad de oportunidades como uno de

los criterios de la justicia distributiva, ha sido discutido por el economista y

filósofo, Amartya Sen y la filósofa Martha Nussbaum. Proponen corregir el

objetivo de igualdad de oportunidades por el de igualdad en capacidades1 .

Es una idea que apunta más a los resultados. Si la igualdad de oportunidades

1 Recomiendo el libro de Martha Nussbaum, Crear capacidades. Propuesta para el desarrollo humano, Paidós, 2012.

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no capacita a todos para poder hacer lo que un ser humano autónomo, con

libertad formal para escoger un plan de vida, tendría que poder hacer, es

que garantizar sólo oportunidades es insuficiente. Hay que propiciar instru-

mentos para que las oportunidades al alcance de todos se aprovechen por

igual. Ello supone no sólo cambios en las políticas públicas, sino también en

la forma de atender al éxito del alumnado en los centros escolares, tratando

de corregir lo que impide que un número demasiado alto de alumnos no

consiga sacar provecho de las enseñanzas que reciben.

Revalorizar la profesión docente

He sostenido en otro lugar que no creemos suficientemente en el valor de

educar2. Decimos que la educación es muy importante, pero luego ni los go-

biernos ni la sociedad civil se comprometen de verdad con la tarea educativa.

El cambio que se ha producido en España desde la democracia es inmenso.

Pero la educación no ha sido claramente una de las prioridades de los gobier-

nos. Éstos prefieren invertir en políticas con resultados verificables, cosa que

la educación no ofrece. Los resultados de un buen sistema educativo son a

largo plazo, demasiado largo para que sirvan para ganar elecciones.

No creo que la profesión docente carezca de prestigio social ni que la

ciudadanía haya dejado de confiar en ella. No dicen eso las encuestas. Ni

la escuela ni la Universidad están mal valoradas. Lo que tal vez no recibe la

acreditación que merece es la profesión en sí misma. Estudiar magisterio o

una carrera de letras, que son las que más directamente remiten a la ense-

ñanza, se considera una opción de segundo grado. De hecho, son de segundo

grado , o de segunda opción, muchos de los estudiantes que acuden a estos

estudios. En cuanto a las carreras científicas, tampoco la vía de la enseñanza

suele ser de las salidas más apetecidas por los licenciados, al lado de la con-

sideración que merece la investigación o el desarrollo teconológico.

De nuevo, podemos comparar la educación con la sanidad. El prestigio

que tiene la medicina se debe, entre otras cosas, a que no es fácil acceder a la

carrera de medicina porque la nota de corte es muy alta. En este caso, se ha

conseguido por mera aplicación de la ley de la oferta y la demanda. No sería

el caso del magisterio ni de los másters que acreditan la capacidad educativa

de los licenciados. La demanda es mucho menor. Aún así, situar a un nivel

superior las carreras docentes no es imposible. Depende de la voluntad de

los políticos y de los mismos docentes universitarios de endurecer las condi-

ciones para acceder a la carrera. Es una medida impopular, por eso no se lle-

va a cabo. En Cataluña, la consellera d’Ensenyament intentó subir la nota de

acceso y no pudo. Chocó con el rechazo de todo el estamento universitario.

Aunque pienso que el magisterio o la docencia en general sigue siendo

una profesión vocacional (como lo es también la medicina), ese ingrediente

debiera ser tenido en cuenta a la hora de seleccionar a los futuros maes-

tros. Y a la hora de evaluar sus resultados. Los cursos de acreditación para

ejercer la profesión docente han sufrido varias reformas, desde los inútiles

CAP hasta los másters actuales no mucho más útiles. En todos ellos se echa

de menos la experiencia práctica en centros docentes. Por lo que hace a la

evaluación, tampoco parece muy efectiva, cuando debería ser el punto de

partida fundamental para introducir cualquier cambio.

Si creemos de veras que la formación moral es un ingrediente impres-

cindible de la educación, también habría que pensar si hay que formar a los

formadores para ello. No veo que la ética esté muy presente a lo largo de

las carreras que acreditan para educar. Por lo que hace al curriculum de los

alumnos, la formación moral no debería quedar reducida a lo que puede ha-

cerse con una asignatura por bien diseñada que esté. Moral viene de mores,

costumbres, es sobre todo una práctica. Para que sea así, hay que discutir y

valorar más de lo que se hace si la escuela consigue inculcar el ethos, la ma-

nera de ser, que los ciudadanos del siglo XXI deberían hacer suyo.

En mis intervenciones sobre educación no puedo evitar referirme al es-

pléndido escrito de Hanna Arendt sobre el tema. Destaco, para acabar, dos

ideas que me parecen imprescindibles:

1) Educar es siempre enseñar algo; no se puede educar sin enseñar (aunque sí se puede enseñar sin educar). De cara a la educación moral, transmitir valores es predicarlos con el ejemplo, enseñar que existen buenas razones para hacer las cosas bien hechas, y no desistir, por pesado que sea, de inculcar buenos hábitos.

2) La educación no puede ser ni muy revolucionaria ni muy innovadora, por-que educar es conservar los valores y costumbres que no deben desaparecer de nuestro mundo porque constituyen logros importantes. Se puede innovar en cuanto a los medios, pero no en cuanto a los fines que se resumen en los tres ideales modernos que todos conocemos: libertad, igualdad y fraternidad. Ya no es progresista, sino ridícula, la actitud que demoniza la disciplina

y la enseñanza rigurosa y exigente. Tener autoridad no es fascista ni dogmá-

tico; es saber mantener la posición idónea y propia del buen educador que

sabe hacerse respetar. Fijémonos en lo que escribió Chesterton: “Todos los

educadores son absolutamente dogmáticos y autoritarios. No puede existir

la educación libre, porque si dejáis a un niño libre, no le educaréis.” 2 Ver mi libro, Creer en la educación, Península, 2008.

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