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Jorge Luis BORGES DOSSIER

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Jorge LuisBORGES

DOSSIER

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JORGE LUIS BORGES

DOSSIER

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Jorge Luis BorgesDossier

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Publicado por Ediciones del Sur. Junio de 2003.

Portada: caricatura de Hermenegildo Sabat.

Distribución gratuita.

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ÍNDICE

Biografía ...................................................................... 7La vida de un creador ............................................ 7Los cuentos ............................................................. 9

Enlaces ......................................................................... 11Acerca de mis cuentos. Por J.L. Borges .................. 14

El Zahir ................................................................... 15Una mujer poco memorable .................................. 18El libro de arena..................................................... 20Una enciclopedia imaginaria ................................ 22

El Zahir ........................................................................ 26El libro de arena ......................................................... 36Tlön, Uqbar, Orbis Tertius ........................................ 42Utopía de un hombre que está cansado .................... 62Selección de poemas y cuentos.................................. 70

PoemasPoema de los dones ........................................... 71El reloj de arena ................................................ 73Los espejos ......................................................... 76La luna ................................................................ 79La lluvia .............................................................. 83

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Arte poética ....................................................... 84A un poeta menor de la antología .................... 86El Golem ............................................................. 88Una rosa y Milton .............................................. 91El despertar ....................................................... 92Fragmento .......................................................... 93Edgar Allan Poe ................................................. 95Los enigmas ....................................................... 96Al vino ................................................................. 97Soneto del vino .................................................. 99El alquimista ...................................................... 100Otro poema de los dones .................................. 102Oda escrita en 1966 ........................................... 105El sueño .............................................................. 107El mar ................................................................. 108Milonga de dos hermanos ................................. 109Laberinto ............................................................ 111El laberinto ........................................................ 112El guardián de los libros ................................... 113Elogio de la sombra ........................................... 116Cosas ................................................................... 118La pantera .......................................................... 120El mar ................................................................. 121Al coyote ............................................................. 122El oro de los tigres ............................................ 123

NarrativaLa Biblioteca de Babel ...................................... 125Las ruinas circulares ........................................ 135El milagro secreto ............................................. 142El muerto ........................................................... 150

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BIOGRAFÍA*

(1899-1986), escritor argentino cuyos desafiantes poe-mas y cuentos vanguardistas le consagraron como unade las figuras prominentes de las literaturas latinoame-ricana y universal.

LA VIDA DE UN CREADOR

Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, e hijode un profesor, estudió en Ginebra y vivió durante unabreve temporada en España relacionándose con los es-critores ultraístas. En 1921 regresó a Argentina, donde

* Fuente: Enciclopedia Microsoft® Encarta® 99. © 1993-1998 Mi-crosoft Corporation.

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participó en la fundación de varias publicaciones litera-rias y filosóficas como Prisma (1921-1922), Proa (1922-1926) y Martín Fierro, en las que publicó esporádicamen-te; escribió poesía lírica centrada en temas históricos desu país, que quedó recopilada en volúmenes como Fer-vor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cua-derno San Martín (1929). De esta época datan sus rela-ciones con Ricardo Güiraldes, Macedonio Fernández, Al-fonso Reyes y Oliverio Girondo.

En la década de 1930, a causa de una herida en la ca-beza, comenzó a perder la visión hasta quedar completa-mente ciego. A pesar de ello, desde 1938 a 1947 trabajóen la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y, más tarde,llegó a convertirse en su director (1955-1973). Conoció aAdolfo Bioy Casares y publicó con él Antología de la lite-ratura fantástica (1940).

A partir de 1955 fue profesor de Literatura inglesaen la Universidad de Buenos Aires. Durante esos años,fue abandonando la poesía en favor del cuento, géneroliterario que recreó y por el que ha pasado a la historia.

Sin embargo, se inició en la literatura con ensayosfilosóficos y literarios, algunos de los cuales se encuen-tran reunidos en Inquisiciones. Historia universal de lainfamia (1935) es una colección de cuentos basados encriminales reales. En 1955 fue nombrado académico desu país y en 1960 su obra era valorada universalmentecomo una de las más originales de la literatura hispano-americana. A partir de entonces se sucedieron los pre-mios y los reconocimientos. En 1961 compartió el Pre-mio Formentor con Samuel Beckett, y en 1980 el Cer-vantes con Gerardo Diego. Murió en Ginebra, el 14 dejunio de 1986.

Sus posturas políticas evolucionaron desde el izquier-dismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalis-

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mo escéptico, desde el que se opuso al fascismo y al pe-ronismo. Fue censurado por permanecer en Argentinadurante las dictaduras militares de la década de 1970,aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restaura-ción democrática en 1983 se volvió más escéptico.

LOS CUENTOS

A lo largo de toda su producción, Borges creó un mun-do fantástico, metafísico y totalmente subjetivo. Su obra,exigente con el lector y de no fácil comprensión, debidoa la simbología personal del autor, ha despertado la ad-miración de numerosos escritores y críticos literariosde todo el mundo. Describiendo su producción literaria,el propio autor escribió: «No soy ni un pensador ni unmoralista, sino sencillamente un hombre de letras querefleja en sus escritos su propia confusión y el respetadosistema de confusiones que llamamos filosofía, en formade literatura».

Ficciones (1944) está considerado como un hito en elrelato corto y un ejemplo perfecto de la obra borgiana.Los cuentos son en realidad una suerte de ensayo litera-rio con un solo tema en el que el autor fantasea desde lasubjetividad sobre temas, autores u obras; se trata, pues,de una ficción presentada con la forma del cuento en elque las palabras son importantísimas por la falsificación(ficción) con que Borges trata los hechos reales. Cada unode los cuentos de Ficciones es, a decir de la crítica unajoya, una diminuta obra maestra. Además, sucede que ellibro presenta una estructura lineal que hace pensar allector que el conjunto de los cuentos conducirán a un fi-nal con sentido, cuando en realidad llevan a la nada ab-

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soluta. Otros libros importantes del mismo género son ElAleph (1949) y El hacedor (1960).

Borges fue un devorador de conocimientos y estudiócon detenimiento y profundidad la obra de un gran nú-mero de escritores y pensadores, especialmente los delengua inglesa y los españoles del siglo de oro; entre losprimeros se encuentran Chesterton, Joseph Conrad, Ro-bert Louis Stevenson, Rudyard Kipling, Thomas de Quin-cey, y entre los segundos, Francisco de Quevedo y Mi-guel de Cervantes, especialmente su Quijote. Así, de todoeste rico panorama extrajo no solamente motivos e ideas,sino que incluso rehizo fragmentos apócrifos pasados porsu universo literario. Y así planteó unos temas recurren-tes en sus obras que arrancan de la condición humanacomo centro y divagan sobre el tiempo, el destino o lamuerte, no de una manera lineal, sino entre serpentean-tes laberintos y teniendo siempre un trasfondo filosófico.

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ENLACES

Bibliografía cronológica de la obra de Jorge Luis Borges. Aquí seencuentra una lista muy bien documentada de los trabajos publi-cados por Jorge Luis Borges desde 1919, ordenados cronológica-mente. La recopilación de los datos es de Annick Louis y FlorianZiche con el auspicio del Centro de Estudios y Documentación «Jor-ge Luis Borges», de la Universidad de Aarhus, Dinamarca.

Bibliografía ilustrada de primeras ediciones.

Biografía, reseña bibliográfica e interesantes enlaces con motivodel centenario de su nacimiento. Literatura Argentina Contempo-ránea.

Borges Studies On Line. Índice con enlaces a estudios sobre Bor-ges.

Borges y «El sur»: entre gauchos y compadritos. Por Guillermo Te-dio. Universidad del Atlántico. Revista Literaria Espéculo N° 14.

Borges y Arlt: las paralelas que se tocan. Arlt opina sobre Borges.Por Fernando Sorrentino. Revista Literaria Espéculo N° 11.

Borges, el poeta. Selección de versos, citas, comentarios y fotos dedistintas épocas del autor.

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Borges: la estética y ética del prólogo. Por Begonya Sáez Tajafuerce.Universidad Autónoma de Barcelona. Revista Literaria EspéculoN° 14.

Breve biografía, selección de poemas y cuentos. Mundo Poético. ElPortal de la Poesía.

Caja de Música. Poemas de Jorge Luis Borges musicalizados porPedro Aznar. Contiene enlaces a: Su vida, Obras, Publicacionessobre Borges, El escritor y la música, Audios, Links de interés,etcétera.

Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges. Historiay programa académico de este departamento de la Universidad deAarhus dedicado al estudio de la obra del escritor.

Colección Jorge Luis Borges. Un archivo y centro de documentacionsobre la vida y obra de Borges.

Dos escritores en su centenario: Borges y Nabokov. Borges en Sur.Nexos Virtual.

El autor de la semana. Biografía y selección de su obra. Facultadde Ciencias Sociales. Universidad de Chile.

Ha nacido el Che Borges. Actualidad de Borges y Bioy Casares. Polosexcéntricos. Un raro exilio. Idea viva. Gaceta de Cultura. EditorialEl elefante blanco.

Intertextualidad de F. Kafka en J.L. Borges. Por Cristina PestañaCastro de la Universidad de Valladolid. Revista LiterariaEspéculo N° 7. Universidad Complutense de Madrid.

Jorge Luis Borges: dichos, reportajes e historias. Fragmentos ex-traídos del libro «Borges, sus días y su tiempo». Por María E. Váz-quez. Reflexiones: cuentos, poemas y otras joyas. Editora: Dra.Priscilla Gac-Artigas.

La presencia del «Destino» en Borges. Por Patricio Eufracio. UNAM.Revista Literaria Espéculo N° 9.

Los primeros años. Hay enlaces a: La infancia, Primera visita aEuropa, De vuelta en Buenos Aires, Laberinto, Grupo Sur. Lite-ratura. Contenidos.

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Menú de Autores. 43 poemas.

Obra poética. Selección de poemas de Jorge Luis Borges.

Pien, Sandra. Anécdotas, recortes periodísticos y versión completadel poema «Mi Borges» dedicado al escritor argentino.

Qué nos queda de Borges. Clarín de Argentina publicó este suple-mento especial, con comentarios de María Kodama, Ernesto Sábato,Umberto Eco, Ricardo Piglia y otros. Hay grabaciones en RealAu-dio de las voces de Borges y Bioy Casares.

Selección poética. Cuscatlán.

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ACERCA DE MIS CUENTOS*

Acaban de informarme que voy a hablar sobre mis cuen-tos. Ustedes quizás los conozcan mejor que yo, ya que yolos he escrito una vez y he tratado de olvidarlos, para nodesanimarme he pasado a otros; en cambio tal vez algu-no de ustedes haya leído algún cuento mío, digamos, unpar de veces, cosa que no me ha ocurrido a mí. Pero creoque podemos hablar sobre mis cuentos, si les parece quemerecen atención. Voy a tratar de recordar alguno y lue-go me gustaría conversar con ustedes que, posiblemen-te, o sin posiblemente, sin adverbio, pueden enseñarmemuchas cosas, ya que yo no creo, contrariamente a la teo-ría de Edgar Allan Poe, que el arte, la operación de es-cribir, sea una operación intelectual. Yo creo que es me-jor que el escritor intervenga lo menos posible en su obra.Esto puede parecer asombroso; sin embargo, no lo es, entodo caso se trata curiosamente de la doctrina clásica.

Lo vemos en la primera línea —yo no sé griego— dela Iliada de Homero, que leemos en la versión tan cen-

Jorge Luis Borges

* Fuente: Revista Quimera, España.

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surada de Hermosilla: «Canta, Musa, la cólera de Aquiles».Es decir, Homero, o los griegos que llamamos Homero, sa-bía, sabían, que el poeta no es el cantor, que el poeta (elprosista, da lo mismo) es simplemente el amanuense dealgo que ignora y que en su mitología se llamaba la Musa.En cambio los hebreos prefirieron hablar del espíritu, ynuestra psicología contemporánea, que no adolece de ex-cesiva belleza, de la subconsciencia, el inconsciente co-lectivo, o algo así. Pero en fin, lo importante es el hechode que el escritor es un amanuense, él recibe algo y tra-ta de comunicarlo, lo que recibe no son exactamenteciertas palabras en un cierto orden, como querían los he-breos, que pensaban que cada sílaba del texto había sidoprefijada. No, nosotros creemos en algo mucho más vagoque eso, pero en cualquier caso en recibir algo.

EL ZAHIR

Voy a tratar entonces de recordar un cuento mío. Esta-ba dudando mientras me traían y me acordé de un cuen-to que no sé si ustedes han leído; se llama El Zahir. Voya recordar cómo llegué yo a la concepción de ese cuento.Uso la palabra “cuento” entre comillas ya que no sé si loes o qué es, pero, en fin, el tema de los géneros es lo demenos. Croce creía que no hay géneros; yo creo que sí,que los hay en el sentido de que hay una expectativa enel lector. Si una persona lee un cuento, lo lee de un mododistinto de su modo de leer cuando busca un artículo enuna enciclopedia o cuando lee una novela, o cuando leeun poema. Los textos pueden no ser distintos pero cam-bian según el lector, según la expectativa. Quien lee uncuento sabe o espera leer algo que lo distraiga de su vidacotidiana, que lo haga entrar en un mundo no diré fan-

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tástico —muy ambiciosa es la palabra— pero sí ligera-mente distinto del mundo de las experiencias comunes.

Ahora llego a El Zahir y, ya que estamos entre ami-gos, voy a contarles cómo se me ocurrió ese cuento. Norecuerdo la fecha en la que escribí ese cuento, sé que yoera director de la Biblioteca Nacional, que está situadaen el sur de Buenos Aires, cerca de la iglesia de La Con-cepción; conozco bien ese barrio. Mi punto de partidafue una palabra, una palabra que usamos casi todos losdías sin darnos cuenta de lo misterioso que hay en ella(salvo que todas las palabras son misteriosas): pensé enla palabra inolvidable, unforgetable en inglés. Me detu-ve, no sé por qué, ya que había oído esa palabra miles deveces, casi no pasa un día en que no la oiga; pensé quéraro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramosolvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamosrealidad, una cosa, un objeto —¿por qué, no?— que fue-ra realmente inolvidable.

Ese fue mi punto de partida, bastante abstracto y po-bre; pensar en el posible sentido de esa palabra oída, leí-da, literalmente in-olvidable, inolvidable, unforgetable,unvergasselich, inouviable. Es una consideración bastan-te pobre, como ustedes han visto. Enseguida pensé quesi hay algo inolvidable, ese algo debe ser común, ya quesi tuviéramos una quimera por ejemplo, un monstruo contres cabezas, (una cabeza creo que de cabra, otra de ser-piente, otra creo que de perro, no estoy seguro), lo recor-daríamos ciertamente. De modo que no habría ningunagracia en un cuento con un minotauro, con una quimera,con un unicornio inolvidable; no, tenía que ser algo muycomún. Al pensar en ese algo común pensé, creo que in-mediatamente, en una moneda, ya que se acuñan milesy miles y miles de monedas todas exactamente iguales.Todas con la efigie de la libertad, o con un escudo o con

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ciertas palabras convencionales. Qué raro sería si hubie-ra una moneda, una moneda perdida entre esos millo-nes de monedas, que fuera inolvidable. Y pensé en unamoneda que ahora ha desaparecido, una moneda de vein-te centavos, una moneda igual a las otras, igual a la mo-neda de cinco o a la de diez, un poco más grande; qué rarosi entre los millones, literalmente, de monedas acuña-das por el Estado, por uno de los centenares de Estados,hubiera una que fuera inolvidable. De ahí surgió la idea:una inolvidable moneda de veinte centavos. No sé si exis-ten aún, si los numismáticos las coleccionan, si tienenalgún valor, pero en fin, no pensé en eso en aquel tiem-po. Pensé en una moneda que para los fines de mi cuen-to tenía que ser inolvidable; es decir: una persona que laviera no podría pensar en otra cosa.

Luego me encontré ante la segunda o tercera dificul-tad... he perdido la cuenta. ¿Por qué esa moneda iba aser inolvidable? El lector no acepta la idea, yo tenía quepreparar la inolvidabilidad de mi moneda y para eso con-venía suponer un estado emocional en quien la ve, habíaque insinuar la locura, ya que el tema de mi cuento es untema que se parece a la locura o a la obsesión. Entoncespensé, como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió sujustamente famoso poema El Cuervo, en la muerte her-mosa. Poe se preguntó a quién podía impresionar la muer-te de esa mujer, y dedujo que tenía que impresionarle aalguien que estuviese enamorado de ella. De ahí lleguéa la idea de una mujer, de quien yo estoy enamorado, quemuere, y yo estoy desesperado.

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UNA MUJER POCO MEMORABLE

En ese punto hubiera sido fácil, quizás demasiado fá-cil, que esa mujer fuera como la perdida Leonor de Poe.Pero no decidí mostrar a esa mujer de un modo satírico,mostrar el amor de quien no olvidará la moneda de vein-te centavos como un poco ridículo; todos los amores loson para quien los ve desde afuera.

Entonces, en lugar de hablar de la belleza del lovesplendor, la convertí en una mujer bastante trivial, unpoco ridícula, venida a menos, tampoco demasiado linda.Imaginé esa situación que se da muchas veces: un hom-bre enamorado de una mujer, que sabe por un lado queno puede vivir sin ella y al mismo tiempo sabe que esamujer no es especialmente memorable, digamos, para sumadre, para sus primas, para la mucama, para la costu-rera, para las amigas; sin embargo, para él, esa personaes única.

Eso me lleva a otra idea, la idea de que quizás todapersona sea única, y que nosotros no veamos lo único deesa persona que habla en favor de ella. Yo he pensadoalguna vez que esto se da en todo, si no fijémonos que enla Naturaleza, o en Dios (Deus sirve Natura, decía Spi-noza) lo importante es la cantidad y no la calidad. Porqué no suponer entonces que hay algo, no sólo en cadaser humano sino en cada hoja, en cada hormiga, único,que por eso Dios o la Naturaleza crea millones de hor-migas; aunque decir millones de hormigas es falso, nohay millones de hormigas, hay millones de seres muy di-ferentes, pero la diferencia es tan sutil que nosotros losvemos como iguales.

Entonces, ¿qué es estar enamorado? Estar enamora-do es percibir lo que de único hay en cada persona, esoúnico que no puede comunicarse salvo por medio de hi-

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pérboles o de metáforas. Entonces por qué no suponerque esa mujer, un poco ridícula para todos, poco ridículapara quien está enamorado de ella, esa mujer muere. Yluego tenemos el velorio. Yo elegí el lugar del velorio,elegí la esquina, pensé en la Iglesia de la Concepción,una iglesia no demasiado famosa ni demasiado patética, yluego al hombre que después del velorio va a tomar unguindado a un almacén. Paga, en el cambio le dan unamoneda y él distingue enseguida que hay algo en ella—hice que fuera rayada para distinguirla de las otras—.Él ve la moneda, está muy emocionado por la muerte dela mujer, pero al verla ya empieza a olvidarse de ella, em-pieza a pensar en la moneda. Ya tenemos el objeto má-gico para el cuento. Luego vienen los subterfugios delnarrador para librarse de esa que él sabe que es una obse-sión. Hay diversos subterfugios: uno de ellos es perderla moneda. La lleva, entonces, a otro almacén que quedaun poco lejos, la entrega en el cambio, trata de no fijarseen qué esquina está ese almacén, pero eso no sirve paranada porque él sigue pensando en la moneda.

Luego llega a extremos un poco absurdos. Por ejem-plo, compra una libra esterlina con San Jorge y el dra-gón, la examina con una lupa, trata de pensar en ella yolvidarse de la moneda de veinte centavos ya perdidapara siempre, pero no logra hacerlo. Hacia el final delcuento el hombre va enloqueciendo pero piensa que esamisma obsesión puede salvarlo. Es decir, habrá un mo-mento en el cual el universo habrá desaparecido, el uni-verso será esa moneda de veinte centavos. Entonces él—aquí produje un pequeño efecto literario— él, Borges,estará loco, no sabrá que es Borges. Ya no será otra cosaque el espectador de esa perdida moneda inolvidable. Yconcluí con esta frase debidamente literaria, es decir,falsa: «Quizás detrás de la moneda esté Dios». Es decir,

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si uno ve una sola cosa, esa cosa única es absoluta. Hayotros episodios que he olvidado, quizás alguno de uste-des los recuerde. Al final, él no puede dormir, sueña conla moneda, no puede leer, la moneda se interpone entreel texto y él casi no puede hablar sino de un modo mecá-nico, porque realmente está pensando en la moneda, asíconcluye el cuento.

EL LIBRO DE ARENA

Bien, ese cuento pertenece a una serie de cuentos,en la que hay objetos mágicos que parecen preciosos alprincipio y luego son maldiciones, sucede que están carga-dos de horror. Recuerdo otro cuento que esencialmentees el mismo y que está en mi mejor libro, si es que yo pue-do hablar de mejores libros, El libro de arena. Ya el tí-tulo es mejor que El Zahir, creo que zahir quiere deciralgo así como maravilloso, excepcional. En este caso, pen-sé antes que nada en el título: El libro de arena, un libroimposible, ya que no puede haber libros de arena, se dis-gregarían. Lo llamé El libro de arena porque consta deun número infinito de páginas. El libro tiene el númerode la arena, o más que el presumible número de la are-na. Un hombre adquiere ese libro y, como tiene un nú-mero infinito de páginas, no puede abrirse dos veces enla misma.

Este libro podría haber sido un gran libro, de aspec-to ilustre; pero la misma idea que me llevó a una mone-da de veinte centavos en el primer cuento, me condujoa un libro mal impreso, con torpes ilustraciones y escri-to en un idioma desconocido. Necesitaba eso para el pres-tigio del libro, y lo llamé Holy Writ —escritura sagra-da—, la escritura sagrada de una religión desconocida.

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El hombre lo adquiere, piensa que tiene un libro único,pero luego advierte lo terrible de un libro sin primerapágina (ya que si hubiera una primera página habría unaúltima). En cualquier parte en la que él abra el libro, ha-brá siempre algunas páginas entre aquella en la que élabre y la tapa. El libro no tiene nada de particular, peroacaba por infundirle horror y él opta por perderlo y lohace en la Biblioteca Nacional. Elegí ese lugar en espe-cial porque conozco bien la Biblioteca.

Así, tenemos el mismo argumento: un objeto mágicoque realmente encierra horror.

Pero antes yo había escrito otro cuento titulado Tlön,Uqbar, Orbis Tertius Tlön, no se sabe a qué idioma co-rresponde. Posiblemente a una lengua germánica. Uqbarsurgiere algo arábigo, algo asiático. Y luego, dos pala-bras claramente latinas: Orbis Tertius, mundo tercero.La idea era distinta, la idea es la de un libro que modi-fique el mundo.

Yo he sido siempre lector de enciclopedias, creo quees uno de los géneros literarios que prefiero porque dealgún modo ofrece todo de manera sorprendente. Recuer-do que solía concurrir a la Biblioteca Nacional con mi pa-dre; yo era demasiado tímido para pedir un libro, enton-ces sacaba un volumen de los anaqueles, lo abría y leía.Encontré una vieja edición de la Enciclopedia Británica,una edición muy superior a las actuales ya que estabaconcebida como libro de lectura y no de consulta, era unaserie de largas monografías. Recuerdo una noche espe-cialmente afortunada en la que busqué el volumen quecorresponde a la D-L, y leí un artículo sobre los druidas,antiguos sacerdotes de los celtas, que creían —según Cé-sar— en la transmigración (puede haber un error de par-te de César). Leí otro artículo sobre los drusos del AsiaMenor, que también creen en la transmigración. Luego

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pensé en un rasgo no indigno de Kafka: Dios sabe queesos drusos son muy pocos, que los asedian sus vecinos,pero al mismo tiempo creen que hay una vasta poblaciónde drusos en la China y creen, como los druidas, en latransmigración. Eso lo encontré en aquella edición, creoque el año 1910, y luego en la de 1911 no encontré ese pá-rrafo, que posiblemente soñé; aunque creo recordar aúnla frase chinese druses —drusos chinos— y un artículo so-bre Dryden, que habla de toda la triste variedad del in-fierno, sobre el cual ha escrito un excelente libro el poe-ta Eliot; eso me fue dado en una noche.

Y como siempre he sido lector de enciclopedias, re-flexioné —esa reflexión es trivial también, pero no im-porta, para mí fue inspiradora— que las enciclopediasque yo había leído se refieren a nuestro planeta, a losotros, a los diversos idiomas, a sus diversas literaturas,a las diversas filosofías, a los diversos hechos que confi-guran lo que se llama el mundo físico. ¿Por qué no supo-ner una enciclopedia de un mundo imaginario?

UNA ENCICLOPEDIA IMAGINARIA

Esa enciclopedia tendría el rigor que no tiene lo quellamamos realidad. Dijo Chesterton que es natural quelo real sea más extraño que lo imaginado, ya que lo ima-ginado procede de nosotros, mientras que lo real proce-de de una imaginación infinita, la de Dios. Bueno, vamosa suponer la enciclopedia de un mundo imaginario. Esemundo imaginario, su historia, sus matemáticas, sus re-ligiones, las herejías de esas religiones, sus lenguas, lasgramáticas y filosofías de esas lenguas, todo, todo eso vaa ser más ordenado, es decir, más aceptable para la ima-ginación que el mundo real en el que estamos tan perdi-

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dos, del que podemos pensar que es un laberinto, un caos.Podemos imaginar, entonces, la enciclopedia de ese mun-do, o esos tres mundos que se llaman, en tres etapas suce-sivas, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. No sé cuántos ejempla-res eran, digamos treinta ejemplares de ese volumen que,leído y releído, acaba por suplantar la realidad; ya quela historia que narra es más aceptable que la historia realque no entendemos, su filosofía corresponde a la filosofíaque podemos admitir fácilmente y comprender: el idealis-mo de Hume, de los hindúes, de Schopenhauer, de Ber-kley, de Spinoza. Supongamos que esa enciclopedia fun-de el mundo cotidiano y lo reemplaza. Entonces, una vezescrito el cuento, aquella misma idea de un objeto mági-co que modifica la realidad lleva a una especie de locu-ra; una vez escrito el cuento pensé: «¿qué es lo que real-mente ha ocurrido?». Ya que, qué sería del mundo actualsin los diversos libros sagrados, sin los diversos libros defilosofía. Ese fue uno de los primeros cuentos que escribí.Ustedes observarán que esos tres cuentos de aparienciatan distinta, Tlön, Uqbar; Orbis Tertius, El Zahir y Ellibro de arena, son esencialmente el mismo: un objetomágico intercalado en lo que se llama mundo real. Qui-zás piensen que yo haya elegido mal, quizás haya otrosque les interesen más. Veamos por lo tanto otro cuento:

Utopía de un hombre que está cansado. Esa uto-pía de un hombre que está cansado es realmente mi uto-pía. Creo que adolecemos de muchos errores: uno de elloses la fama. No hay ninguna razón para que un hombre seafamoso. Para ese cuento yo imagino una longevidad muysuperior a la actual. Bernard Shaw creía que convendríavivir 300 años para llegar a ser adulto. Quizás la cifrasea escasa; no recuerdo cuál he fijado en ese cuento: loescribí hace muchos años. Supongo primero un mundoque no esté parcelado en naciones como ahora, un mun-

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do que haya llegado a un idioma común. Vacilé entre elesperanto u otro idioma neutral y luego pensé en el la-tín. Todos sentíamos la nostalgia del latín, las perdidasdeclinaciones, la brevedad del latín. Me acuerdo de unafrase muy linda de Browning que habla de ello: Latin,marble’s lenguaje —latín, idioma del mármol—. Lo quese dice en latín parece, efectivamente, grabado en el már-mol de un modo bastante lapidario. Pensé en un hombreque vive mucho tiempo, que llega a saber todo lo que quie-re saber, que ha descubierto su especialidad y se dedicaa ella, que sabe que los hombres y mujeres en su vida pue-den ser innumerables, pero se retira a la soledad. Se de-dica a su arte, que puede ser la ciencia o cualquiera delas artes actuales. En el cuento se trata de un pintor. Élvive solitariamente, pinta, sabe que es absurdo dejar unaobra de arte a la realidad, ya que no hay ninguna razónpara que cada uno sea su propio Velásquez, su propioShakespeare, su propio Shopenhauer. Entonces llega unmomento en el que desea destruir todo lo que ha hecho.Él no tiene nombre: los nombres sirven para distinguira unos hombres de otros, pero él vive solo. Llega un mo-mento en que cree que es conveniente morir. Se dirige aun pequeño establecimiento donde se administra el sui-cidio y quema toda su obra. No hay razón para que el pa-sado nos abrume, ya que cada uno puede y debe bastar-se. Para que ese cuento fuese contado hacía falta una per-sona del presente; esa persona es el narrador. El hom-bre aquel le regala uno de sus cuadros al narrador, quienregresa al tiempo actual (creo que es contemporáneonuestro). Aquí recordé dos hermosas fantasías, una deWells y otra de Coleridge. La de Wells está en el cuentotitulado The Time Machine —La máquina del tiempo—,donde el narrador viaja a un porvenir muy remoto, y deese porvenir trae una flor, una flor marchita; al regre-

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sar él esa flor no ha florecido aún. La otra es una frase,una sentencia perdida de Coleridge que está en sus cua-dernos, que no se publicaron nunca hasta después de sumuerte y dice simplemente: «Si alguien atravesara elparaíso y le dieran como prueba de su pasaje por el pa-raíso una flor y se despertara con esa flor en la mano,entonces, ¿qué?»

Eso es todo, yo concluí de ese modo: el hombre vuel-ve al presente y trae consigo un cuadro del porvenir, uncuadro que no ha sido pintado aún. Ese cuento es un cuen-to triste, como lo indica su título: Utopía de un hombreque está cansado.

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EL ZAHIR

En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de vein-te centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan lasletras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada enel anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigrefue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta,a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio queNadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisio-nes de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Ru-dolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turban-te; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una vetaen el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en lajudería de Tetuán, el fondo de un pozo.) Hoy es el trecede noviembre; el día siete de junio, a la madrugada llegóa mis manos el Zahir; no soy el que era entonces peroaún me es dado recordar; y acaso referir, lo ocurrido. Aún,siquiera parcialmente, soy Borges.

El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos,hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétoraacaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque notodas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipó-

A Wally Zenner

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tesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba me-nos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y loschinos codificaron todas las circunstancias humanas; enla Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sába-do, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en elLibro de los Ritos que un huésped, al recibir la primeracopa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, unaire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, erael rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como eladepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable co-rrección de cada acto, pero su empeño era más admira-ble y más duro, porque las normas de su credo no eraneternas, sino que se plegaban a los azares de París o deHollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares or-todoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, condesgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la horalos lugares caducaban casi inmediatamente y servirían(en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi.Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto enlo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, laroía sin tregua una desesperación interior. Ensayabacontinuas metamorfosis, como para huir de sí misma; elcolor de su pelo y las formas de su peinado eran famosa-mente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez,el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente del-gada... La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado Pa-rís por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranje-ro de quien ella siempre había desconfiado se permitióabusar de su buena fe para venderle una porción de som-breros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesiosnunca se habían llevado en París y por consiguiente noeran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados capri-chos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvoque mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija deco-

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ró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremasque harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!)Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una granfortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolíacompetir con chicuelas insustanciales. El siniestro de-partamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seisde junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de moriren pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la mássincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo es-taba enamorado de ella y que su muerte me afectó hastalas lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.

En los velorios, el progreso de la corrupción hace queel muerto recupere sus caras anteriores. En alguna eta-pa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue má-gicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos reco-braron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la ju-ventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la faltade imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o me-nos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me in-quietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígi-da entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén porla muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afue-ra, las previstas hileras de casas bajas y de casas de unpiso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomaren la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifi-can.Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por lascalles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacénabierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hom-bres jugaban al truco.

En la figura que se llama oxímoron, se aplica a unapalabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnós-ticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un solnegro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y to-mar una caña en un almacén era una especie de oxímo-

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ron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circuns-tancia de que se jugara a los naipes aumentaba el con-traste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me die-ron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vezcon un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda queno sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecenen la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte;en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros deJudas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la anti-gua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso;en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches,que después eran círculos de papel; en el denario inago-table de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas deplata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusidevolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza deoro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irre-versible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató,cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sue-ño, el pensamiento de que toda moneda permite esas ilus-tres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexpli-cable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, lascalles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en unaesquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las bal-dosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Ha-bía errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del al-macén donde me dieron el Zahir.

Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, queel almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano toméun taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nadahay menos material que el dinero, ya que cualquier mo-neda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, enrigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abs-tracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser unatarde en las afueras, puede ser música de Brahms, pue-

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de ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puedeser las palabras de Epicteto, que enseñan el despreciodel oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pha-ros. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no durotiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas nie-gan que haya en el mundo un solo hecho posible, id estun hecho que pudo acontecer; una moneda simbolizanuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos pen-samientos eran un artificio contra el Zahir y una prime-ra forma de demoníaco influjo.) Dormí tras de tenacescavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que cus-todiaba un grifo.

Al otro día resolví que yo había estado ebrio. Tam-bién resolví librarme de la moneda que tanto me inquieta-ba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas raya-duras. Enterrarla en el jardín o esconderla en un rincónde la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería ale-jarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esamañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Consti-tución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé im-pensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al sur;barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas yen una calle que me pareció igual a todas, entré en unboliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir.Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados;logré no ver los números de las casas ni el nombre de lacalle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormítranquilo.

Hasta fines de junio me distrajo la tarea de compo-ner un relato fantástico. Éste encierra dos o tres peri-frasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de laespada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y estáescrito en primera persona. El narrador es un asceta queha renunciado al trato de los hombres y vive en una suer-

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te de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.)Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lojuzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porqueno hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos,él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad queéste era un famoso hechicero que se había apoderado,por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar eltesoro de la insana codicia de los humanos es la misióna la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él.Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin:las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espadaque la tronchará para siempre. (Gram es el nombre deesa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, ponde-ra el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párra-fo habla distraídamente de escamas; en otro dice que eltesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos ro-jos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Faf-nir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La apa-rición de Sigurd corta bruscamente la historia.

He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyodecurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso dela Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Nocheshubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla quevoluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé deesos ratos; darles principio resultaba más fácil que dar-les fin. En vano repetí que ese abominable disco de ní-quel no difería de los otros que pasan de una mano a otramano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esareflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude.También recuerdo algún experimento, frustrado, con cin-co y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. Eldieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la mirédurante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo unvidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa

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lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a tra-vés de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dra-gón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.

El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra.No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el in-somnio me atormentaba y que la imagen de un objetocualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de unamoneda, digamos... Poco después, exhumé en una libre-ría de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zurGeschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Bar-lach.

En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el pró-logo, el autor se propuso reunir en un solo volumen enmanuable octavo mayor todos los documentos que se re-fieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezaspertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito ori-ginal de informe de Philip Meadows Taylor. La creenciaen el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII.(Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye aAbulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible;en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombresde Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de delos seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser in-olvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gen-te. El primer testimonio incontrovertido es el del persaLutf Alí Azur. En las puntuales páginas de la enciclope-dia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo yderviche ha narrado que en un colegio de Shiraz huboun astrolabio de cobre, construido de tal suerte que quienlo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el reyordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, paraque los hombres no se olvidaran del universo. Más dila-tado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al ni-zam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confes-

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sions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabalesde Bhuj la desacostumbrada locución Haber visto al ti-gre (Verily he has looked on the Tiger) para significar lalocura o la santidad. Le dijeron que la referencia era aun tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vie-ron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensandoen él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esosdesventurados había huido a Mysore, donde había pin-tado en un palacio la figura del tigre. Años después, Tay-lor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el go-bernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyosmuros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había di-señado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de bo-rrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre esta-ba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atra-vesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares eHimalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pin-tor había muerto hace muchos años, en esa misma celda;venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicialhabía sido trazar un mapamundi. De ese propósito que-daban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narróla historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éstele dijo que no había criatura en el orbe que no propendie-ra a Zaheer,1 pero que el Todomisericordioso no deja quedos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fas-cinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir yque en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamóYaúq y después el profeta del Jorasán, que usaba un velorecamado de piedras o una máscara de oro.2 También dijoque Dios es inescrutable.

1 Así escribe Taylor esa palabra.2 Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXXI, 23) y que el

profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprenden-te corresponsal Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.

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Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo des-entraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la des-esperación cuando comprendí que ya nada me salva-ría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpablede mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hom-bres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de már-mol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre,reflexioné. También recuerdo la inquietud singular conque leí este párrafo: Un comentador del Gulshan i Razdice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y ale-ga un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de lascosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra dela Rosa y la rasgadura del Velo.

La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió nover entre los presentes a la señora de Abascal, su her-mana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:

—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la inter-naron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermerasque le dan de comer en la boca. Sigue dele temando conla moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir.Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso;ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre comosi fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpo-ne a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera es-férica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es elZahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa ima-gen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que sipudiéramos comprender una sola flor sabríamos quié-nes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que nohay hecho, por humilde que sea, que no implique la his-toria universal y su infinita concatenación de efectos ycausas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da en-tero en cada representación, de igual manera que la vo-

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luntad, según Schopenhauer, se da entera en cada suje-to. Los cabalistas entendieron que el hombre es un mi-crocosmo, un simbólico espejo del universo; todo, se-gún Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.

Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanza-do. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si esde tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Califi-car de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ningu-na de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdríamantener que es terrible el dolor de un anestesiado aquien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo,percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los ver-bos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de milesde apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejoa un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco yyo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierrapiensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño ycuál una realidad, la tierra o el Zahir?

En las horas desiertas de la noche aún puedo cami-nar por las calles. El alba suele sorprenderme en un ban-co de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) enaquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahires la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculoese dictamen a esa noticia: Para perderse en Dios, lossufíes repiten su propio nombre o los noventa y nuevenombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir.Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastarel Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá de-trás de la moneda esté Dios.

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EL LIBRO DE ARENA

La línea consta de un número infinito de puntos; el pla-no, de un número infinito de líneas; el volumen, de unnúmero infinito de planos; el hipervolumen, de un nú-mero infinito de volúmenes... No, decididamente no eséste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi rela-to. Afirmar que es verídico es ahora una convención detodo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano.Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta.Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de ras-gos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su as-pecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía unavalija gris en la mano. En seguida sentí que era extranje-ro. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me habíaengañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la maneraescandinava. En el curso de nuestra conversación, que noduraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en ha-blar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

—Vendo biblias —me dijo.

...thy rope of sands...George Herbert (1593-1623)

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No sin pedantería le contesté:—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso

la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Ci-priano de Valera, la de Lutero, que literariamente es lapeor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve,no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sa-

grado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confinesde Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volu-men en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pa-sado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado pesome sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bom-bay.

—Será del siglo diecinueve —observé.—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las

páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipogra-fía, estaban impresas a dos columnas a la manera de unabiblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versí-culos. En el ángulo superior de las páginas había cifrasarábigas. Me llamó la atención que la página par llevarael número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999.La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Lle-vaba una pequeña ilustración, como es de uso en los dic-cionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la tor-pe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.Había una amenaza en la afirmación, pero no en la

voz.Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamen-

te lo abrí.

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En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Paraocultar mi desconcierto, le dije:

—Se trata de una versión de la Escritura en algunalengua indostánica, ¿no es verdad?

—No —me replicó.Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de

unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sos-pecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Erade la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra,sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Li-bro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen prin-cipio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con

el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil:siempre se interponían varias hojas entre la portada yla mano. Era como si brotaran del libro.

—Ahora busque el final.También fracasé; apenas logré balbucear con una voz

que no era la mía:—Esto no puede ser.Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:—No puede ser, pero es. El número de páginas de

este libro es exactamente infinito. Ninguna es la prime-ra; ninguna, la última. No sé por qué están numeradasde ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender quelos términos de una serie infinita aceptan cualquier nú-mero.

Después, como si pensara en voz alta:—Si el espacio es infinito estamos en cualquier pun-

to del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cual-quier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

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—¿Usted es religioso, sin duda?—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Es-

toy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di laPalabra del Señor a trueque de su libro diabólico.Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregun-té si estaba de paso por estas tierras. Me respondió quedentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fueentonces cuando supe que era escocés, de las islas Orca-das. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente porel amor de Stevenson y de Hume.

—Y de Robbie Burns —corrigió.Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro

infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen

al Museo Británico?—No. Se le ofrezco a usted —me replicó, y fijó una

suma elevada.Le respondí, con toda verdad, que esa suma era in-

accesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unospocos minutos había urdido mi plan.

—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo estevolumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yole ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar,y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mispadres.

—A black letter Wiclif! —murmuró.Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Vol-

vió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.—Trato hecho —me dijo.Me asombró que no regateara. Sólo después compren-

dería que había entrado en mi casa con la decisión devender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

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Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarlsnoruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hom-bre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que ha-bía dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo de-trás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y unanoches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la ma-ñana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví lashojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángu-lo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novenapotencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlose agregó el temor de que lo robaran, y después el rece-lo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos in-quietudes agravaron mi ya vieja misantropía.

Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisione-ro del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné conuna lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibi-lidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilus-traciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fuianotando en una libreta alfabética, que no tardé en lle-nar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos inter-valos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro eramonstruoso. De nada me sirvió considerar que no me-nos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo pal-paba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto depesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompíala realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de unlibro infinito fuera parejamente infinita y sofocara dehumo al planeta.

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Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultaruna hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba enla Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros;sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curvase hunde en el sótano, donde están los periódicos y losmapas. Aproveché un descuido de los empleados paraperder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaque-les. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distanciade la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar porla calle México.

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TLÖN, UQBAR, ORBIS TERTIUS

I

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopediael descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fon-do de un corredor en una quinta de la calle Gaona, enRamos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama TheAnglo-American Cyclopaedia (New York, 1917) y es unareimpresión literal, pero también morosa, de la Ency-clopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo haráunos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esanoche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecu-ción de una novela en primera persona, cuyo narradoromitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diver-sas contradicciones, que permitieran a unos pocos lecto-res —a muy pocos lectores— la adivinación de una rea-lidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor,el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta nocheese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienenalgo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que unode los heresiarcas de Uqbar había declarado que los es-

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pejos y la cópula son abominables, porque multiplican elnúmero de los hombres. Le pregunté el origen de esa me-morable sentencia y me contestó que The Anglo-AmericanCyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. Laquinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía unejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumenXLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primerasdel XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero niuna palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, inte-rrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lec-ciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr...Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o delAsia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodi-dad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese here-siarca anónimo eran una ficción improvisada por la mo-destia de Bioy para justificar una frase. El examen esté-ril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció miduda.

Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires.Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, enel volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nom-bre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, for-mulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él,aunque —tal vez— literariamente inferiores. Él habíarecordado: Copulation and mirrors are abominable. Eltexto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósti-cos, el visible universo era una ilusión o (más precisamen-te) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abomina-bles (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo mul-tiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, queme gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Locual me sorprendió, porque los escrupulosos índices car-tográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con pleni-tud el nombre de Uqbar.

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El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI

de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátulay en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la denuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constabade 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían alartículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertidoel lector) por la indicación alfabética. Comprobamos des-pués que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Losdos (según creo haber indicado) son reimpresiones de ladécima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquiridosu ejemplar en uno de tantos remates.

Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje re-cordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. Elresto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono gene-ral de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Rele-yéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fun-damental vaguedad. De los catorce nombres que figura-ban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres —Jo-rasán, Armenia, Erzerum—, interpolados en el texto deun modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo:el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien comouna metáfora. La nota parecía precisar las fronteras deUqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríosy cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, ver-bigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el deltadel Axa definen la frontera del sur y que en las islas deese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principiode la página 918. En la sección histórica (página 920) su-pimos que a raíz de las persecuciones religiosas del si-glo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas,donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raroexhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y lite-ratura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba quela literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que

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sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la rea-lidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas yde Tlön... La bibliografía enumeraba cuatro volúmenesque no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero—Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874—figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.1

El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen überdas Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obrade Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significati-vo; un par de años después, di con ese nombre en las ines-peradas páginas de De Quincey (Writings, decimotercervolumen) y supe que era el de un teólogo alemán que aprincipios del siglo XVII describió la imaginaria comu-nidad de la Rosa-Cruz —que otros luego fundaron, a imi-tación de lo prefigurado por él.

Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vanofatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geo-gráficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie ha-bía estado nunca en Uqbar. El índice general de la enci-clopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al díasiguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referi-do el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Tal-cahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-Ameri-can Cyclopaedia... Entró e interrogó el volumen XXVI. Na-turalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe,ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotelde Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fon-

1 Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.

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do ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad,como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantas-ma que ya era entonces. Era alto y desganado y su can-sada barba rectangular había sido roja. Entiendo que eraviudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a vi-sitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un re-loj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado conél (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesasque empiezan por excluir la confidencia y que muy pron-to omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio delibros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, tacitur-namente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con unlibro de matemáticas en la mano, mirando a veces los co-lores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos delsistema duodecimal de numeración (en el que doce seescribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladan-do no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en lasque sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le ha-bía sido encargado por un noruego: en Rio Grande doSul. Ocho años que lo conocíamos y no había menciona-do nunca su estadía en esa región... Hablamos de vidapastoril, de capangas, de la etimología brasilera de lapalabra gaucho (que algunos viejos orientales todavíapronuncian gaúcho) y nada más se dijo —Dios me per-done— de funciones duodecimales. En septiembre de1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashemurió de la rotura de un aneurisma. Días antes, habíarecibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Eraun libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde—meses después— lo encontré. Me puse a hojearlo y sen-tí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, por-que ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbary Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que sellama la Noche de las Noches se abren de par en par las

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secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en loscántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo queen esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés ylo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cue-ro leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repe-tía: A First Encyclopaedia of Tlön, vol. XI. Hlaer to Jangr.No había indicación de fecha ni de lugar. En la primerapágina y en una hoja de papel de seda que cubría una delas láminas en colores había estampado un óvalo azul conesta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yohabía descubierto en un tomo de cierta enciclopedia prác-tica una somera descripción de un falso país; ahora medeparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahoratenía en las manos un vasto fragmento metódico de lahistoria total de un planeta desconocido, con sus arqui-tecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías yel rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus ma-res, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con suálgebra y su fuego, con su controversia teológica y meta-física. Todo ello articulado, coherente, sin visible pro-pósito doctrinal o tono paródico.

En el «onceno tomo» de que hablo hay alusiones a to-mos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artí-culo ya clásico de la N.R.F., ha negado que existen esosaláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochellehan refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hechoes que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sidoestériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas delas dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto deesas fatigas subalternas de índole policial, propone queentre todos acometamos la obra de reconstruir los mu-chos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Cal-cula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistaspuede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al pro-

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blema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plu-ral es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor—de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en lamodestia— ha sido descartada unánimemente. Se con-jetura que este brave new world es obra de una sociedadsecreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de me-tafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de mo-ralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por unoscuro hombre de genio. Abundan individuos que domi-nan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de in-vención y menos los capaces de subordinar la invencióna un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto quela contribución de cada escritor es infinitesimal. Al princi-pio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsablelicencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cos-mos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formula-das, siquiera en modo provisional. Básteme recordar quelas contradicciones aparentes del Onceno Tomo son lapiedra fundamental de la prueba de que existen los otros:tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado enél. Las revistas populares han divulgado, con perdona-ble exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo piensoque sus tigres transparentes y sus torres de sangre nomerecen, tal vez, la continua atención de todos los hom-bres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su con-cepto del universo.

Hume notó para siempre que los argumentos de Ber-keley no admiten la menor réplica y no causan la menorconvicción. Ese dictamen es del todo verídico en su apli-cación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones deese planeta son —congénitamente— idealistas. Su len-guaje y las derivaciones de su lenguaje —la religión, lasletras, la metafísica— presuponen el idealismo. El mun-do para ellos no es un concurso de objetos en el espacio;

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es una serie heterogénea de actos independientes. Es su-cesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en laconjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idio-mas «actuales» y los dialectos: hay verbos impersonales,calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valoradverbial. Por ejemplo: no hay palabra que correspondaa la palabra luna, pero hay un verbo que sería en espa-ñol lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlöru fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (up-ward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traducecon brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behindthe onstreaming it mooned.)

Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferioaustral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprachehay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula pri-mordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. Elsustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No sedice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o ana-ranjado-tenue-del cielo o cualquier otra agregación. Enel caso elegido la masa de adjetivos corresponde a unobjeto real; el hecho es puramente fortuito. En la litera-tura de este hemisferio (como en el mundo subsistentede Meinong) abundan los objetos ideales, convocados ydisueltos en un momento, según las necesidades poéti-cas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hayobjetos compuestos de dos términos, uno de carácter vi-sual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto gri-to de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua con-tra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se vecon los ojos cerrados, la sensación de quien se deja lle-var por un río y también por el sueño. Esos objetos desegundo grado pueden combinarse con otros; el proceso,mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infini-to. Hay poemas famosos compuestos de una sola enor-

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me palabra. Esta palabra integra un objeto poético crea-do por el autor. El hecho de que nadie crea en la reali-dad de los sustantivos hace, paradójicamente, que seainterminable su número. Los idiomas del hemisferio bo-real de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas in-doeuropeas y otros muchos más.

No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlöncomprende una sola disciplina: la psicología. Las otrasestán subordinadas a ella. He dicho que los hombres deese planeta conciben el universo como una serie de pro-cesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sinode modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su in-agotable divinidad los atributos de la extensión y delpensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposi-ción del primero (que sólo es típico de ciertos estados) ydel segundo —que es un sinónimo perfecto del cosmos—.Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espa-cial perdure en el tiempo. La percepción de una huma-reda en el horizonte y después del campo incendiado ydespués del cigarro a medio apagar que produjo la que-mazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.

Este monismo o idealismo total invalida la ciencia.Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vincu-lación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que nopuede afectar o iluminar el estado anterior. Todo esta-do mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo—id est, de clasificarlo— importa un falseo. De ello ca-bría deducir que no hay ciencias en Tlön —ni siquierarazonamientos. La paradójica verdad es que existen, encasi innumerable número. Con las filosofías acontece loque acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal.El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juegodialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido amultiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de

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arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los meta-físicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosi-militud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica esuna rama de la literatura fantástica. Saben que un siste-ma no es otra cosa que la subordinación de todos los as-pectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta lafrase «todos los aspectos» es rechazable, porque suponela imposible adición del instante presente y de los preté-ritos. Tampoco es lícito el plural «los pretéritos», por-que supone otra operación imposible... Una de las escue-las de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el pre-sente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sinocomo esperanza presente, que el pasado no tiene reali-dad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declaraque ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vidaes apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin dudafalseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra,que la historia del universo —y en ellas nuestras vidas yel más tenue detalle de nuestras vidas— es la escrituraque produce un dios subalterno para entenderse con undemonio. Otra, que el universo es comparable a esascriptografías en las que no valen todos los símbolos y quesólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches.Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertosen otro lado y que así cada hombre es dos hombres.

Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tan-to escándalo como el materialismo. Algunos pensadoreslo han formulado, con menos claridad que fervor, comoquien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendi-miento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del un-

2 Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159) supone que elplaneta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidadque «recuerda» un pasado ilusorio.

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décimo siglo3 ideó el sofisma de las nueve monedas decobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön alde las aporías eleáticas. De ese «razonamiento especio-so» hay muchas versiones, que varían el número de mo-nedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierdenueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el ca-mino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluviadel miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en elcamino. El viernes de mañana, X encuentra dos mone-das en el corredor de su casa. El heresiarca quería dedu-cir de esa historia la realidad —id est la continuidad—de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirma-ba) imaginar que cuatro de las monedas no han existidoentre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tardedel viernes, dos entre el martes y la madrugada del vier-nes. Es lógico pensar que han existido —siquiera de al-gún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres—en todos los momentos de esos tres plazos.

El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa para-doja; los más no la entendieron. Los defensores del sen-tido común se limitaron, al principio, a negar la veraci-dad de la anécdota. Repitieron que era una falacia ver-bal, basada en el empleo temerario de dos voces neoló-gicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensa-miento severo: los verbos encontrar y perder, que com-portan una petición de principio, porque presuponen laidentidad de las nueve primeras monedas y de las últi-mas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda,jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico.Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas

3 Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un períodode ciento cuarenta y cuatro años.

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por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se tratade demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, en-tre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igual-dad y otra identidad y formularon una especie de reduc-tio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hom-bres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo do-lor. ¿No sería ridículo —interrogaron— pretender queese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lomovía sino el blasfematorio propósito de atribuir la di-vina categoría de ser a unas simples monedas y que a ve-ces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si laigualdad comporta la identidad, habría que admitir asi-mismo que las nueve monedas son una sola.

Increíblemente, esas refutaciones no resultaron de-finitivas. A los cien años de enunciado el problema, unpensador no menos brillante que el heresiarca pero detradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esaconjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese su-jeto indivisible es cada uno de los seres del universo yque éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. Xes Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerdaque se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredorporque recuerda que han sido recuperadas las otras... ElOnceno Tomo deja entender que tres razones capitalesdeterminaron la victoria total de ese panteísmo idealis-ta. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, laposibilidad de conservar la base psicológica de las cien-cias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto delos dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Scho-

4 En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónica-mente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal tempe-ratura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en elvertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombresque repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.

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penhauer) formula una doctrina muy parecida en el pri-mer volumen de Parerga und Paralipomena.

La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algodistintas: la visual y la táctil. La última corresponde a lanuestra y la subordinan a la primera. La base de la geo-metría visual es la superficie, no el punto. Esta geome-tría desconoce las paralelas y declara que el hombre quese desplaza modifica las formas que lo circundan. La basede su aritmética es la noción de números indefinidos.Acentúan la importancia de los conceptos de mayor ymenor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por<, Afirman que la operación de contar modifica las can-tidades y las convierte de indefinidas en definidas. Elhecho de que varios individuos que cuentan una mismacantidad logran un resultado igual, es para los psicólo-gos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejerci-cio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto delconocimiento es uno y eterno.

En los hábitos literarios también es todopoderosa laidea de un sujeto único. Es raro que los libros estén fir-mados. No existe el concepto del plagio: se ha estableci-do que todas las obras son obra de un solo autor, que esintemporal y es anónimo. La crítica suele inventar au-tores: elige dos obras disímiles —el Tao Te King y las1001 Noches, digamos—, las atribuye a un mismo escri-tor y luego determina con probidad la psicología de eseinteresante homme de lettres...

También son distintos los libros. Los de ficción abar-can un solo argumento, con todas las permutaciones ima-ginables. Los de naturaleza filosófica invariablementecontienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el con-tra de una doctrina. Un libro que no encierra su contrali-bro es considerado incompleto.

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Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influiren la realidad. No es infrecuente, en las regiones másantiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dospersonas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y nodice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no me-nos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos obje-tos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de formadesairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönirfueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Pare-ce mentira que su metódica producción cuente apenascien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los pri-meros intentos fueron estériles. El modus operandí, sinembargo, merece recordación. El director de una de lascárceles del estado comunicó a los presos que en el anti-guo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió lalibertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Du-rante los meses que precedieron a la excavación les mos-traron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Eseprimer intento probó que la esperanza y la avidez pue-den inhibir; una semana de trabajo con la pala y el picono logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada,de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo se-creto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fuecasi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director muriócasualmente durante las primeras excavaciones) los discí-pulos exhumaron —o produjeron— una máscara de oro,una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdi-noso y mutilado torso de un rey con una inscripción enel pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se des-cubrió la improcedencia de testigos que conocieran lanaturaleza experimental de la busca... Las investigacio-nes en masa producen objetos contradictorios; ahora seprefiere los trabajos individuales y casi improvisados.La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo)

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ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Hapermitido interrogar y hasta modificar el pasado, queahora no es menos plástico y menos dócil que el porve-nir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer gra-do —los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir deri-vados del hrön de un hrön— exageran las aberracionesdel inicial; los de quinto son casi uniformes; los de nove-no se confunden con los de segundo; en los de undécimohay una pureza de líneas que los originales no tienen.El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado yaempieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrönes a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el obje-to educido por la esperanza. La gran máscara de oro quehe mencionado es un ilustre ejemplo.

Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismoa borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gen-te. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mien-tras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a sumuerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado lasruinas de un anfiteatro.

Salto Oriental, 1940.Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal

como apareció en la Antología de la literatura fantástica,1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que unaespecie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Hanocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré arecordarlas.

En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscritade Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sidode Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de OuroPreto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön.Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. Aprincipios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o deLondres, empezó la espléndida historia. Una sociedad

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secreta y benévola (que entre sus afilados tuvo a Dalgar-no y después a George Berkeley) surgió para inventarun país. En el vago programa inicial figuraban los «estu-dios herméticos», la filantropía y la cábala. De esa pri-mera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo deunos años de conciliábulos y de síntesis prematuras com-prendieron que una generación no bastaba para articu-lar un país. Resolvieron que cada uno de los maestrosque la integraban eligiera un discípulo para la continua-ción de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció;después de un hiato de dos siglos la perseguida frater-nidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis(Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascéticomillonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algúndesdén —y se ríe de la modestia del proyecto. Le diceque en América es absurdo inventar un país y le propo-ne la invención de un planeta. A esa gigantesca idea aña-de otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silen-cio la empresa enorme. Circulaban entonces los veintetomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiereuna enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les de-jará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, suspraderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros,sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: «La obrano pactará con el impostor Jesucristo.» Buckley descreede Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente quelos hombres mortales son capaces de concebir un mun-do. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son tres-cientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia deTlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes quecomprende (la obra más vasta que han acometido los hom-

5 Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.

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bres) serían la base de otra más minuciosa, redactada noya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esarevisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamenteOrbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Her-bert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o comoafiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomoparece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular niti-dez uno de los primeros y me parece que algo sentí de sucarácter premonitorio. Ocurrió en un departamento dela calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que mi-raba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había re-cibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo deun cajón rubricado de sellos internacionales iban salien-do finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de Paríscon dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas —conun perceptible y tenue temblor de pájaro dormido— la-tía misteriosamente una brújula. La princesa no la reco-noció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la cajade metal era cóncava; las letras de la esfera correspon-dían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera in-trusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azarque me inquieta hizo que yo también fuera testigo de lasegunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería deun brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regre-sábamos de Sant’Anna. Una creciente del río Tacuarem-bó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentariahospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujien-tes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cue-ros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el albala borrachera de un vecino invisible, que alternaba de-nuestos inextricables con rachas de milongas —más biencon rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atri-buimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insisten-

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te... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el co-rredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era unmuchacho joven. En el delirio se le habían caído del tira-dor unas cuantas monedas y un cono de metal relucien-te, del diámetro de un dado. En vano un chico trató derecoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantar-lo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos:recuerdo que su peso era intolerable y que después deretirado el cono, la opresión perduró. También recuerdoel círculo preciso que me grabó en la carne. Esa eviden-cia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejabauna impresión desagradable de asco y de miedo. Un pai-sano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim loadquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muer-to, salvo «que venía de la frontera». Esos conos pequeñosy muy pesados (hechos de un metal que no es de este mun-do) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones deTlön.

Aquí doy término a la parte personal de mi narración.Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperan-za o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recor-dar o mencionar los hechos subsiguientes, con una merabrevedad de palabras que el cóncavo recuerdo generalenriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador deldiario The American (de Nashville, Tennessee) exhumóen una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenesde la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoyse discute si ese descubrimiento fue casual o si lo con-sintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Ter-tius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíblesdel Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de loshrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplarde Memphis; es razonable imaginar que esas tachadu-ras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea de-

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masiado incompatible con el mundo real. La disemina-ción de objetos de Tlön en diversos países complementa-ría ese plan...6 El hecho es que la prensa internacionalvoceó infinitamente el «hallazgo». Manuales, antologías,resúmenes, versiones literales, reimpresiones autoriza-das y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de losHombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casiinmediatamente, la realidad cedió en más de un punto.Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años basta-ba cualquier simetría con apariencia de orden —el ma-terialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— paraembelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, ala minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?Inútil responder que la realidad también está ordenada.Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduz-co: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de per-cibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdi-do por hombres, un laberinto destinado a que lo desci-fren los hombres.

El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado estemundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida ytorna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de án-geles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural),«idioma primitivo» de Tlön; ya la enseñanza de su histo-ria armoniosa (y llena de episodios conmovedores) haobliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memo-rias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nadasabemos con certidumbre —ni siquiera que es falso. Hansido reformadas la numismática, la farmacología y la ar-queología. Entiendo que la biología y las matemáticasaguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de

6 Queda, naturalmente, el problema de la materia de algunos obje-tos.

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solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosi-gue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien añosalguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enci-clopedia de Tlön.

Entonces desaparecerán del planeta el inglés y elfrancés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo nohago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotelde Adrogué una indecisa traducción quevediana (que nopienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

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UTOPÍA DE UN HOMBRE QUE ESTÁ CANSADO

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de latierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un cami-no de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad siestaba en Oklahoma o en Texas o en la región que losliteratos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierdavi un alambrado. Como otras veces repetí despacio es-tas líneas, de Emilio Oribe:

En medio de la pánica llanura interminableY cerca del Brasil,que van creciendo y agrandándose.El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A

unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa.Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió lapuerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Esta-ba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No ha-bía cerradura en la puerta.

Entramos en una larga habitación con las paredes demadera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amari-llenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesahabía una clepsidra, la primera que he visto, fuera de

Llamóla Utopía, voz griega cuyosignificado es no hay tal lugar.

Quevedo

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algún grabado en acero. El hombre me indicó una de lassillas.

Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuan-do él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memo-rias de bachiller y me preparé para el diálogo.

—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro si-glo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidadde los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresa-do al latín. Hay quienes temen que vuelva a degeneraren francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgono es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo queserá me interesan.

No dije nada y agregó:—Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acom-

pañarme?Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.Atravesamos un corredor con puertas laterales, que

daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal.Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos demaíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sa-bor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creoque no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agu-dos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese ros-tro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulabaal hablar.

Me trababa la obligación del latín, pero finalmente ledije:

—¿No te asombra mi súbita aparición?— No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de si-

glo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás ma-ñana en tu casa.

La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué pruden-te presentarme:

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—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad deBuenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profe-sor de letras inglesas y americanas y escritor de cuen-tos fantásticos.

—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contes-tó— dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Le-muel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y laSuma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a na-die le importan los hechos. Son meros puntos de parti-da para la invención y el razonamiento. En las escuelasnos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo elolvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, quees sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis.Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lengua-je tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. Nohay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas.Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decir-te cómo me llamo, porque me dicen alguien.

—¿Y cómo se llamaba tu padre?—No se llamaba.En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volu-

men al azar; las letras eran claras e indescifrables y traza-das a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfa-beto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la es-critura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenirno sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamen-te miré los largos y finos dedos del hombre.

Éste me dijo:—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de

More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que fal-taban hojas y láminas.

No sin fatuidad repliqué:

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—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil,aunque no tan antiguos ni tan preciosos.

Leí en voz alta el título.El otro se rió.—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro si-

glos que vivo no habré pasado de una media docena. Ade-más no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abo-lida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya quetendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.

—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la su-perstición de que entre cada tarde y cada mañana ocu-rren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta es-taba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Bra-sil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sa-bía la historia previa de esos entes platónicos, pero sílos más ínfimos pormenores del último congreso de pe-dagogos, la inminente ruptura de relaciones y los men-sajes que los presidentes mandaban, elaborados por elsecretario del secretario con la prudente imprecisión queera propia del género.

»Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocashoras lo borrarían otras trivialidades. De todas las funcio-nes, la del político era sin duda la más pública. Un embaja-dor o un ministro era una suerte de lisiado que era pre-ciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado deciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógra-fos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decirmi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más rea-les que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esseest percipi (ser es ser retratado) era el principio, el me-dio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. Enel ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que unamercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repe-tía su propio fabricante. También eran frecuentes los

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robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinerono da mayor felicidad ni mayor quietud.

—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca depobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que ha-brá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cadacual ejerce un oficio.

—Como los rabinos —le dije.Pareció no entender y prosiguió.—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de

Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no seha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay he-rencias. Cuando el hombre madura a los cien años, estálisto a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Yaha engendrado un hijo.

—¿Un hijo? —pregunté.—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género hu-

mano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divi-nidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabecon certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora sediscuten las ventajas y desventajas de un suicidio gra-dual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Perovolvamos a lo nuestro.

Asentí.—Cumplidos los cien años, el individuo puede pres-

cindir del amor y de la amistad. Los males y la muerteinvoluntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes,la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solita-rio. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida,lo es también de su muerte.

—¿Se trata de una cita? —le pregunté.—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La

lengua es un sistema de citas.—¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes es-

paciales? —le dije.

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—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas trasla-ciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudi-mos evadirnos de un aquí y de un ahora.

Con una sonrisa agregó:—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a

otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted en-tró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.

—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustan-cias químicas y de animales zoológicos.

El hombre ahora me daba la espalda y miraba por loscristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosanieve y de luna.

Me atreví a preguntar:—¿Todavía hay museos y bibliotecas?—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la com-

posición de elegías. No hay conmemoraciones ni cente-narios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe pro-ducir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.

—En tal caso, cada cual debe ser su propio BernardShaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.

Asintió sin una palabra. Inquirí:—¿Qué sucedió con los gobiernos?—Según la tradición fueron cayendo gradualmente

en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras,imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arres-tos y pretendían imponer la censura y nadie en el pla-neta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colabo-raciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscaroficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o bue-nos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más com-pleja que este resumen.

Cambió de tono y dijo:—He construido esta casa, que es igual a todas las

otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He tra-

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bajado el campo, que otros cuya cara no he visto, traba-jarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.

Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpa-ra, que también pendía del cielo raso. En un rincón viun arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telasrectangulares en las que predominaban los tonos del co-lor amarillo. No parecían proceder de la misma mano.

—Ésta es mi obra —declaró.Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña,

que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerra-ba algo infinito.

—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de unamigo futuro —dijo con palabra tranquila.

Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diréque estaban en blanco, pero sí casi en blanco.

—Están pintadas con colores que tus antiguos ojosno pueden ver.

Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa yapenas percibí uno que otro sonido.

Fue entonces cuando se oyeron los golpes.Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en

la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igua-lado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.

—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto aNils?

—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a lapintura.

—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos

nada en la casa.La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergon-

cé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Na-die cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Notéque el techo era a dos aguas.

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A los quince minutos de caminar, doblamos por la iz-quierda. En el fondo divisé una suerte de torre, corona-da por una cúpula.

—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está lacámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyonombre, creo, era Adolfo Hitler.

El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrióla verja.

Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entraren el recinto se despidió con un ademán.

—La nieve seguirá —anunció la mujer.En mi escritorio de la calle México guardo la tela que

alguien pintará, dentro de miles de años, con materia-les hoy dispersos en el planeta.

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Selección de poemasy cuentos*

* Realizada por la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad deChile.

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POEMA DE LOS DONES

Nadie rebaje a lágrima o reprocheEsta declaración de la maestríaDe Dios, que con magnífica ironíaMe dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueñosA unos ojos sin luz, que sólo puedenLeer en las bibliotecas de los sueñosLos insensatos párrafos que ceden

Las albas a su afán. En vano el díaLes prodiga sus libros infinitos,Arduos como los arduos manuscritosQue perecieron en Alejandria.

De hambre y de sed (narra una historia griega)Muere un rey entre fuentes y jardines;Yo fatigo sin rumbo los confinesDe esa alta y honda biblioteca ciega.

De «El Hacedor»

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Enciclopedias, atlas, el OrienteY el Occidente, siglos, dinastías,Símbolos, cosmos y cosmogoníasBrindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra huecaExploro con el báculo indeciso,Yo, que me figuraba el ParaísoBajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombraCon la palabra azar, rige estas cosas;Otro ya recibió en otras borrosasTardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galeríasSuelo sentir con vago horror sagradoQue soy el otro, el muerto, que habrá dadoLos mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poemaDe un yo plural y de una sola sombra?¿Qué importa la palabra que me nombrasi es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este queridoMundo que se deforma y que se apagaEn una pálida ceniza vagaQue se parece al sueño y al olvido.

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EL RELOJ DE ARENA

Está bien que se mida con la duraSombra que una columna en el estíoArroja o con el agua de aquel ríoEn que Heráclito vio nuestra locura

El tiempo, ya que al tiempo y al destinoSe parecen los dos: la imponderableSombra diurna y el curso irrevocableDel agua que prosigue su camino.

Está bien, pero el tiempo en los desiertosOtra substancia halló, suave y pesada,Que parece haber sido imaginadaPara medir el tiempo de los muertos.

Surge así el alegórico instrumentoDe los grabados de los diccionarios,La pieza que los grises anticuariosRelegarán al mundo ceniciento

De «El Hacedor»

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Del alfil desparejo, de la espadaInerme, del borroso telescopio,Del sándalo mordido por el opioDel polvo, del azar y de la nada.

¿Quién no se ha demorado ante el severoY tétrico instrumento que acompañaEn la diestra del dios a la guadañaY cuyas líneas repitió Durero?

Por el ápice abierto el cono inversoDeja caer la cautelosa arena,Oro gradual que se desprende y llenaEl cóncavo cristal de su universo.

Hay un agrado en observar la arcanaArena que resbala y que declinaY, a punto de caer, se arremolinaCon una prisa que es del todo humana.

La arena de los ciclos es la mismaE infinita es la historia de la arena;Así, bajo tus dichas o tu pena,La invulnerable eternidad se abisma.

No se detiene nunca la caídaYo me desangro, no el cristal. El ritoDe decantar la arena es infinitoY con la arena se nos va la vida.

En los minutos de la arena creoSentir el tiempo cósmico: la historiaQue encierra en sus espejos la memoriaO que ha disuelto el mágico Leteo.

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El pilar de humo y el pilar de fuego,Cartago y Roma y su apretada guerra,Simón Mago, los siete pies de tierraQue el rey sajón ofrece al rey noruego,

Todo lo arrastra y pierde este incansableHilo sutil de arena numerosa.No he de salvarme yo, fortuita cosaDe tiempo, que es materia deleznable.

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LOS ESPEJOS

Yo que sentí el horror de los espejosNo sólo ante el cristal impenetrableDonde acaba y empieza, inhabitable,un imposible espacio de reflejosSino ante el agua especular que imitaEl otro azul en su profundo cieloQue a veces raya el ilusorio vueloDel ave inversa o que un temblor agitaY ante la superficie silenciosaDel ébano sutil cuya tersuraRepite como un sueño la blancuraDe un vago mármol o una vaga rosa,Hoy, al cabo de tantos y perplejosAños de errar bajo la varia luna,Me pregunto qué azar de la fortunaHizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascaradoEspejo de caoba que en la bruma

De «El Hacedor»

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De su rojo crepúsculo disfumaEse rostro que mira y es mirado,

Infinitos los veo, elementalesEjecutores de un antiguo pacto,Multiplicar el mundo como el actoGenerativo, insomnes y fatales.

Prolongan este vano mundo inciertoEn su vertiginosa telaraña;A veces en la tarde los empañaEl hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatroParedes de la alcoba hay un espejo,Ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejoQue arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerdaEn esos gabinetes cristalinosDonde, como fantásticos rabinos,Leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado,No sintió que era un sueño hasta aquel díaEn que un actor mimó su feloníaCon arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos,Que el usual y gastado repertorioDe cada día incluya el ilusorioOrbe profundo que urden los reflejos.

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Dios (he dado en pensar) pone un empeñoEn toda esa inasible arquitecturaQue edifica la luz con la tersuraDel cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se armanDe sueños y las formas del espejoPara que el hombre sienta que es reflejoY vanidad. Por eso nos alarman.

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LA LUNA

Cuenta la historia que en aquel pasadoTiempo en que sucedieron tantas cosasReales, imaginarias y dudosas,Un hombre concibió el desmesurado

Proyecto de cifrar el universoEn un libro y con ímpetu infinitoErigió el alto y arduo manuscritoY limó y declamó el último verso.

Gracias iba a rendir a la fortunaCuando al alzar los ojos vio un bruñidoDisco en el aire y comprendió, aturdido,Que se había olvidado de la luna.

La historia que he narrado aunque fingida,Bien puede figurar el maleficioDe cuantos ejercemos el oficioDe cambiar en palabras nuestra vida.

De «El Hacedor»

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Siempre se pierde lo esencial. Es unaLey de toda palabra sobre el numen.No la sabrá eludir este resumenDe mi largo comercio con la luna.

No sé dónde la vi por vez primera,Si en el cielo anterior de la doctrinaDel griego o en la tarde que declinaSobre el patio del pozo y de la higuera.

Según se sabe, esta mudable vidaPuede, entre tantas cosas, ser muy bellaY hubo así alguna tarde en que con ellaTe miramos, oh luna compartida.

Más que las lunas de las noches puedoRecordar las del verso: la hechizadaDragon moon que da horror a la haladaY la luna sangrienta de Quevedo.

De otra luna de sangre y de escarlataHabló Juan en su libro de ferocesProdigios y de júbilos atroces;Otras más claras lunas hay de plata.

Pitágoras con sangre (narra unaTradición) escribía en un espejoY los hombres leían el reflejoEn aquel otro espejo que es la luna.

De hierro hay una selva donde moraEl alto lobo cuya extraña suerteEs derribar la luna y darle muerteCuando enrojezca el mar la última aurora.

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(Esto el Norte profético lo sabeY tan bien que ese día los abiertosMares del mundo infestará la naveQue se hace con las uñas de los muertos.)

Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortunaQuiso que yo también fuera poeta,Me impuse. como todos, la secretaObligación de definir la luna.

Con una suerte de estudiosa penaAgotaba modestas variaciones,Bajo el vivo temor de que LugonesYa hubiera usado el ámbar o la arena,

De lejano marfil, de humo, de fríaNieve fueron las lunas que alumbraronVersos que ciertamente no lograronEl arduo honor de la tipografía.

Pensaba que el poeta es aquel hombreQue, como el rojo Adán del Paraíso,Impone a cada cosa su precisoY verdadero y no sabido nombre,

Ariosto me enseñó que en la dudosaLuna moran los sueños, lo inasible,El tiempo que se pierde, lo posibleO lo imposible, que es la misma cosa.

De la Diana triforme ApolodoroMe dejo divisar la sombra mágica;Hugo me dio una hoz que era de oro,Y un irlandés, su negra luna trágica.

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Y, mientras yo sondeaba aquella minaDe las lunas de la mitología,Ahí estaba, a la vuelta de la esquina,La luna celestial de cada día

Sé que entre todas las palabras, unaHay para recordarla o figurarla.El secreto, a mi ver, está en usarlaCon humildad. Es la palabra luna.

Ya no me atrevo a macular su puraAparición con una imagen vana;La veo indescifrable y cotidianaY más allá de mi literatura.

Sé que la luna o la palabra lunaEs una letra que fue creada paraLa compleja escritura de esa raraCosa que somos, numerosa y una.

Es uno de los símbolos que al hombreDa el hado o el azar para que un díaDe exaltación gloriosa o de agoníaPueda escribir su verdadero nombre.

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LA LLUVIA

Bruscamente la tarde se ha aclaradoPorque ya cae la lluvia minuciosa.Cae o cayó. La lluvia es una cosaQue sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobradoEl tiempo en que la suerte venturosaLe reveló una flor llamada rosaY el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristalesAlegrará en perdidos arrabalesLas negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojadaTarde me trae la voz, la voz deseada,De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

De «El Hacedor»

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ARTE POÉTICA

Mirar el río hecho de tiempo y aguaY recordar que el tiempo es otro río,Saber que nos perdemos como el ríoY que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueñoQue sueña no soñar y que la muerteQue teme nuestra carne es esa muerteDe cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símboloDe los días del hombre y de sus años,Convertir el ultraje de los añosEn una música, un rumor y un símbolo,

Ver en la muerte el sueño, en el ocasoUn triste oro, tal es la poesíaQue es inmortal y pobre. La poesíaVuelve como la aurora y el ocaso.

De «El Hacedor»

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A veces en las tardes una caraNos mira desde el fondo de un espejo;El arte debe ser como ese espejoQue nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,Lloró de amor al divisar su ItacaVerde y humilde. El arte es esa ItacaDe verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminableQue pasa y queda y es cristal de un mismoHeráclito inconstante, que es el mismoY es otro, como el río interminable.

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A UN POETA MENOR DE LA ANTOLOGÍA

¿Dónde está la memoria de los díasque fueron tuyos en la tierra, y tejierondicha y dolor y fueron para ti el universo?

El río numerable de los añoslos ha perdido; eres una palabra en un índice.

Dieron a otros gloria interminable los dioses,inscripciones y exergos y monumentos y puntuales

/historiadores;de ti sólo sabemos, oscuro amigo,que oíste al ruiseñor, una tarde.

Entre los asfodelos de la sombra, tu vana sombrapensará que los dioses han sido avaros.

Pero los días son una red de triviales miserias,¿y habrá suerte mejor que la cenizade que está hecho el olvido?

De «El otro, el mismo»

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Sobre otros arrojaron los diosesla inexorable luz de la gloria, que mira las entrañas y

/enumera las grietas,de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera;contigo fueron más piadosos, hermano.

En el éxtasis de un atardecer que no será una noche,oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.

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EL GOLEM

Si (como el griego afirma en el Cratilo)El nombre es arquetipo de la cosa,En las letras de rosa está la rosaY todo el Nilo en la palabra Nilo.

Y, hecho de consonantes y vocales,Habrá un terrible Nombre, que la esenciaCifre de Dios y que la OmnipotenciaGuarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieronEn el Jardín. La herrumbre del pecado(Dicen los cabalistas) lo ha borradoY las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombreNo tienen fin. Sabemos que hubo un díaEn que el pueblo de Dios buscaba el NombreEn las vigilias de la judería.

De «El otro, el mismo»

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No a la manera de otras que una vagaSombra insinúan en la vaga historia,Aún está verde y viva la memoriaDe Judá Leon, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,Judá León se dio a permutacionesde letras y a complejas variacionesY al fin pronunció el Nombre que es la Clave.

La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,Sobre un muñeco que con torpes manoslabró, para enseñarle los arcanosDe las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientosPárpados y vio formas y coloresQue no entendió, perdidos en rumoresY ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)Aprisionado en esta red sonorade Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numenA la vasta criatura apodó Golem;Estas verdades las refiere ScholemEn un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo«Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga.»Y logró, al cabo de años, que el perversoBarriera bien o mal la sinagoga.

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Tal vez hubo un error en la grafíaO en la articulación del Sacro Nombre;A pesar de tan alta hechicería,No aprendió a hablar el aprendiz de hombre,

Sus ojos, menos de hombre que de perroY harto menos de perro que de cosa,Seguían al rabí por la dudosapenumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,Ya que a su paso el gato del rabinoSe escondía. (Ese gato no está en ScholemPero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,Las devociones de su Dios copiabaO, estúpido y sonriente, se ahuecabaEn cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternuraY con algún horror. ¿Como (se dijo)Pude engendrar este penoso hijoY la inacción dejé, que es la cordura?

Por qué di en agregar a la infinitaSerie un símbolo más? ¿Por qué a la vanaMadeja que en lo eterno se devana,Di otra causa, otro efecto y otra cuita?

En la hora de angustia y de luz vaga,En su Golem los ojos detenía.¿Quién nos dirá las cosas que sentíaDios, al mirar a su rabino en Praga?

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UNA ROSA Y MILTON

De las generaciones de las rosasQue en el fondo del tiempo se han perdidoQuiero que una se salve del olvido,Una sin marca o signo entre las cosasQue fueron. El destino me deparaEste don de nombrar por vez primeraEsa flor silenciosa, la postreraRosa que Milton acercó a su cara,Sin verla. Oh tú bermeja o amarillaO blanca rosa de un jardín borrado,Deja mágicamente tu pasadoInmemorial y en este verso brilla,Oro, sangre o marfil o tenebrosaComo en sus manos, invisible rosa.

De «El otro, el mismo»

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EL DESPERTAR

Entra la luz y asciendo torpementeDe los sueños al sueño compartidoY las cosas recobran su debidoY esperado lugar y en el presenteConverge abrumador y vasto el vagoAyer: las seculares migracionesDel pájaro y del hombre, las legionesQue el hierro destrozó, Roma y Cartago.Vuelve también la cotidiana historia:Mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte.¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte,Me deparara un tiempo sin memoriaDe mi nombre y de todo lo que he sido!¡Ah, si en esa mañana hubiera olvido!

De «El otro, el mismo»

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FRAGMENTO

Una espada,Una espada de hierro forjada en el frío del alba.Una espada con runasQue nadie podrá desoír ni descifrar del todo,Una espada del Báltico que será cantada en

/Nortumbria,Una espada que los poetasIgualarán al hielo y al fuego,Una espada que un rey dará a otro reyY este rey a un sueño,Una espada que será lealHasta una hora que ya sabe el Destino,Una espada que iluminará la batalla.

Una espada para la manoQue regirá la hermosa batalla, el tejido de hombres,Una espada para la manoQue enrojecerá los dientes del loboY el despiadado pico del cuervo,

De «El otro, el mismo»

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Una espada para la manoQue prodigará el oro rojo,Una espada para la manoQue dará muerte a la serpiente en su lecho de oro,Una espada para la manoQue ganará un reino y perderá un reino,Una espada para la manoQue derribará la selva de lanzas.Una espada para la mano de Beowulf.

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EDGAR ALLAN POE

Pompas del mármol, negra anatomíaQue ultrajan los gusanos sepulcrales,Del triunfo de la muerte los glacialesSímbolos congregó. No los temía.Temía la otra sombra, la amorosa,Las comunes venturas de la gente;No lo cegó el metal resplandecienteNi el mármol sepulcral sino la rosa.Como del otro lado del espejoSe entregó solitario a su complejoDestino de inventor de pesadillas.Quizá, del otro lado de la muerte,Siga erigiendo solitario y fuerteEspléndidas y atroces maravillas.

De «El otro, el mismo»

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LOS ENIGMAS

Yo que soy el que ahora está cantandoSeré mañana el misterioso, el muerto,El morador de un mágico y desiertoOrbe sin antes ni después ni cuándo.Así afirma la mística. Me creoIndigno del Infierno o de la Gloria,Pero nada predigo. Nuestra historiaCambia como las formas de Proteo.¿Qué errante laberinto, qué blancuraCiega de resplandor será mi suerte,Cuando me entregue el fin de esta aventuraLa curiosa experiencia de la muerte?Quiero beber su cristalino Olvido,Ser para siempre; pero no haber sido.

De «El otro, el mismo»

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AL VINO

En el bronce de Homero resplandece tu nombre,Negro vino que alegras el corazón del hombre.

Siglos de siglos hace que vas de mano en manoDesde el ritón del griego al cuerno del germano.

En la aurora ya estabas. A las generacionesLes diste en el camino tu fuego y tus leones.

Junto a aquel otro río de noches y de díasCorre el tuyo que aclaman amigos y alegrías,

Vino que como un Éufrates patriarcal y profundoVas fluyendo a lo largo de la historia del mundo.

En tu cristal que vive nuestros ojos han vistoUna roja metáfora de la sangre de Cristo.

En las arrebatadas estrofas del sufíEres la cimitarra, la rosa y el rubí.

De «El otro, el mismo»

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Que otros en tu Leteo beban un triste olvido;Yo busco en ti las fiestas del fervor compartido.

Sésamo con el cual antiguas noches abroY en la dura tiniebla, dádiva y candelabro.

Vino del mutuo amor o la roja pelea,Alguna vez te llamaré. Que así sea.

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SONETO DEL VINO

¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosaConjunción de los astros, en qué secreto díaQue el mármol no ha salvado, surgió la valerosaY singular idea de inventar la alegría?Con otoños de oro la inventaron. El vinoFluye rojo a lo largo de las generacionesComo el río del tiempo y en el arduo caminoNos prodiga su música, su fuego y sus leones.En la noche del júbilo o en la jornada adversaExalta la alegría o mitiga el espantoY el ditirambo nuevo que este día le cantoOtrora lo cantaron el árabe y el persa.Vino, enséñame el arte de ver mi propia historiaComo si ésta ya fuera ceniza en la memoria,

De «El otro, el mismo»

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EL ALQUIMISTA

Lento en el alba un joven que han gastadoLa larga reflexión y las avarasVigilias considera ensimismadoLos insomnes braseros y alquitaras.

Sabe que el oro, ese Proteo, acechaBajo cualquier azar, como el destino;Sabe que está en el polvo del camino,En el arco, en el brazo y en la flecha.

En su oscura visión de un ser secretoQue se oculta en el astro y en el lodo,Late aquel otro sueño de que todoEs agua, que vio Tales de Mileto.

Otra visión habrá; la de un eternoDios cuya ubicua faz es cada cosa,Que explicará el geométrico SpinozaEn un libro más arduo que el Averno...

De «El otro, el mismo»

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En los vastos confines orientalesDel azul palidecen los planetas,El alquimista piensa en las secretasLeyes que unen planetas y metales.

Y mientras cree tocar enardecidoEl oro aquél que matará la Muerte.Dios, que sabe de alquimia, lo convierteEn polvo, en nadie, en nada y en olvido.

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OTRO POEMA DE LOS DONES

Gracias quiero dar al divinoLaberinto de los efectos y de las causasPor la diversidad de las criaturasQue forman este singular universo,Por la razón, que no cesará de soñarCon un plano del laberinto,Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,Por el amor, que nos deja ver a los otrosComo los ve la divinidad,Por el firme diamante y el agua suelta,Por el álgebra, palacio de precisos cristales,Por las místicas monedas de Angel Silesio,Por Schopenhauer,Que acaso descifró el universo,Por el fulgor del fuegoQue ningún ser humano puede mirar sin un asombro

/antiguo,Por la caoba, el cedro y el sándalo,Por el pan y la sal,Por el misterio de la rosa

De «El otro, el mismo»

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Que prodiga color y que no lo ve,Por ciertas vísperas y días de 1955,Por los duros troperos que en la llanuraArrean los animales y el alba,Por la mañana en Montevideo,Por el arte de la amistad,Por el último día de Sócrates,Por las palabras que en un crepúsculo se dijeronDe una cruz a otra cruz,Por aquel sueño del Islam que abarcoMil noches y una noche,Por aquel otro sueño del infierno,De la torre del fuego que purificaY de las esferas gloriosas,Por Swedenborg,Que conversaba con los ángeles en las calles de

/Londres,Por los ríos secretos e inmemorialesQue convergen en mí,Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,Por la espada y el arpa de los sajones,Por el mar, que es un desierto resplandecienteY una cifra de cosas que no sabemosY un epitafio de los vikings,Por la música verbal de Inglaterra,Por la música verbal de Alemania,Por el oro, que relumbra en los versos,Por el épico invierno,Por el nombre de un libro que no he leído:Gesta Dei per Francos,Por Verlaine, inocente como los pájaros,Por el prisma de cristal y la pesa de bronce,Por las rayas del tigre,

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Por las altas torres de San Francisco y de la isla de/Manhattan,

Por la mañana en Texas,Por aquel sevillano que redactó la Epístola MoralY cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,Por Séneca y Lucano, de Córdoba,Que antes del español escribieronToda la literatura española,Por el geométrico y bizarro ajedrez,Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,Por el olor medicinal de los eucaliptos,Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,Por el olvido, que anula o modifica el pasado,Por la costumbre,Que nos repite y nos confirma como un espejo,Por la mañana, que nos depara la ilusión de un

/principio,Por la noche, su tiniebla y su astronomía.Por el valor y la felicidad de los otros,Por la patria, sentida en los jazminesO en una vieja espada,Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron

/el poema,Por el hecho de que el poema es inagotableY se confunde con la suma de las criaturasY no llegará jamás al último versoY varía según los hombres,Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijosPor morir tan despacio,Por los minutos que preceden al sueño,Por el sueño y la muerte,Esos dos tesoros ocultos,Por los íntimos dones que no enumero,Por la música, misteriosa forma del tiempo.

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ODA ESCRITA EN 1966

Nadie es la patria. Ni siquiera el jineteQue, alto en el alba de una plaza desierta,Rige un corcel de bronce por el tiempo,Ni los otros que miran desde el mármol,Ni los que prodigaron su bélica cenizaPor los campos de AméricaO dejaron un verso o una hazañaO la memoria de una vida cabalEn el justo ejercicio de los días.Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempoCargado de batallas, de espadas y de éxodosY de la lenta población de regionesQue lindan con la aurora y el ocaso,Y de rostros que van envejeciendoEn los espejos que se empañanY de sufridas agonías anónimasQue duran hasta el albaY de la telaraña de la lluviaSobre negros jardines.

De «El otro, el mismo»

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La patria, amigos, es un acto perpetuoComo el perpetuo mundo. (Si el EternoEspectador dejara de soñarnosUn solo instante, nos fulminaría,Blanco y brusco relámpago, Su olvido.)Nadie es la patria, pero todos debemosSer dignos del antiguo juramentoQue prestaron aquellos caballerosDe ser lo que ignoraban, argentinos,De ser lo que serían por el hechoDe haber jurado en esa vieja casa.Somos el porvenir de esos varones,La justificación de aquellos muertos;Nuestro deber es la gloriosa cargaQue a nuestra sombra legan esas sombrasQue debemos salvar.Nadie es la patria, pero todos lo somos.Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,Ese límpido fuego misterioso.

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EL SUEÑO

Si el sueño fuera (como dicen) unaTregua, un puro reposo de la mente,¿Por qué, si te despiertan bruscamente,Sientes que te han robado una fortuna?¿Por qué es tan triste madrugar? La horaNos despoja de un don inconcebible,Tan íntimo que sólo es traducibleEn un sopor que la vigilia doraDe sueños, que bien pueden ser reflejosTruncos de los tesoros de la sombra,De un orbe intemporal que no se nombraY que el día deforma en sus espejos.¿Quien serás esta noche en el oscuroSueño, del otro lado de su muro?

De «El otro, el mismo»

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EL MAR

Antes que el sueño (o el terror) tejieraMitologías y cosmogonías,Antes que el tiempo se acuñara en días,El mar, el siempre mar, ya estaba y era.¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violentoY antiguo ser que roe los pilaresDe la tierra y es uno y muchos maresY abismo y resplandor y azar y viento?Quien lo mira lo ve por vez primera,

Siempre. Con el asombro que las cosasElementales dejan, las hermosasTardes, la luna, el fuego de una hoguera.¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el díaUlterior que sucede a la agonía.

De «El otro, el mismo»

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MILONGA DE DOS HERMANOS

Traiga cuentos la guitarraDe cuando el fierro brillaba,Cuentos de truco y de taba,De cuadreras y de copas,Cuentos de la Costa BravaY el Camino de las Tropas.

Venga una historia de ayerQue apreciarán los más lerdos;El destino no hace acuerdosY nadie se lo reproche—Ya estoy viendo que esta nocheVienen del Sur los recuerdos,

Velay, señores, la historiaDe los hermanos Iberra,Hombres de amor y de guerraY en el peligro primeros,La flor de los cuchillerosY ahora los tapa la tierra.

De «Para las seis cuerdas»

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Suelen al hombre perderLa soberbia o la codicia;También el coraje enviciaA quien le da noche y día—El que era menor debíaMás muertes a la justicia.

Cuando Juan Iberra vioQue el menor lo aventajaba,La paciencia se le acabaY le armó no sé que lazo—Le dio muerte de un balazo,Allá por la Costa Brava.

Sin demora y sin apuroLo fue tendiendo en la víaPara que el tren lo pisara.El tren lo dejó sin cara,Que es lo que el mayor quería.

Así de manera fielConté la historia hasta el fin;Es la historia de CaínQue sigue matando a Abel.

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LABERINTO

No habrá nunca una puerta. Estás adentroY el alcázar abarca el universoY no tiene ni anverso ni reversoNi externo muro ni secreto centro.No esperes que el rigor de tu caminoQue tercamente se bifurca en otro,Que tercamente se bifurca en otro,Tendrá fin. Es de hierro tu destinoComo tu juez. No aguardes la embestidaDel toro que es un hombre y cuya extrañaForma plural da horror a la marañaDe interminable piedra entretejida.No existe. Nada esperes. Ni siquieraEn el negro crepúsculo la fiera.

De «Elogio de la sombra»

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EL LABERINTO

Zeus no podría desatar las redesde piedra que me cercan. He olvidadolos hombres que antes fui; sigo el odiadocamino de monótonas paredesque es mi destino. Rectas galeríasque se curvan en círculos secretosal cabo de los años. Parapetosque ha agrietado la usura de los días.En el pálido polvo he descifradorastros que temo. El aire me ha traídoen las cóncavas tardes un bramidoo el eco de un bramido desolado.Sé que en la sombra hay Otro, cuya suertees fatigar las largas soledadesque tejen y destejen este Hadesy ansiar mi sangre y devorar mi muerte.Nos buscamos los dos. Ojalá fueraéste el último día de la espera.

De «Elogio de la sombra»

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EL GUARDIÁN DE LOS LIBROS

Ahí están los jardines, los templos y la justificación de/los templos,

La recta música y las rectas palabras,Los sesenta y cuatro hexagramas,Los ritos que son la única sabiduríaQue otorga el Firmamento a los hombres,El decoro de aquel emperadorCuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,De suerte que los campos daban sus frutosY los torrentes respetaban sus márgenes,El unicornio herido que regresa para marcar el fin,Las secretas leyes eternas,El concierto del orbe;Esas cosas o su memoria están en los librosQue custodio en la torre.

Los tártaros vinieron del NorteEn crinados potros pequeños;Aniquilaron los ejércitos

De «Elogio de la sombra»

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Que el Hijo del Cielo mandó para castigar su/impiedad,

Erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,Mataron al perverso y al justo,Mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,Usaron y olvidaron a las mujeresY siguieron al Sur,Inocentes como animales de presa,Crueles como cuchillos.En el alba dudosaEl padre de mi padre salvó los libros.Aquí están en la torre donde yazgo,Recordando los días que fueron de otros,Los ajenos y antiguos.

En mis ojos no hay días. Los anaquelesEstán muy altos y no los alcanzan mis años.Leguas de polvo y sueño cercan la torre.¿A qué engañarme?La verdad es que nunca he sabido leer,Pero me consuelo pensandoQue lo imaginado y lo pasado ya son lo mismoPara un hombre que ha sidoY que contempla lo que fue la ciudadY ahora vuelve a ser el desierto.¿Qué me impide soñar que alguna vezDescifré la sabiduríaY dibujé con aplicada mano los símbolos?Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,Que acaso son los últimos,Porque nada sabemos del ImperioY del Hijo del Cielo.Ahí están en los altos anaqueles,Cercanos y lejanos a un tiempo,

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Secretos y visibles como los astros.Ahí están los jardines, los templos.

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ELOGIO DE LA SOMBRA

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)puede ser el tiempo de nuestra dicha.El animal ha muerto o casi ha muerto.Quedan el hombre y su alma.Vivo entre formas luminosas y vagasque no son aún la tiniebla.Buenos Aires,que antes se desgarraba en arrabaleshacia la llanura incesante,ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,las borrosas calles del Oncey las precarias casas viejasque aún llamamos el Sur.Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;el tiempo ha sido mi Demócrito.Esta penumbra es lenta y no duele;fluye por un manso declivey se parece a la eternidad.Mis amigos no tienen cara,

De «Elogio de la sombra»

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las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,las esquinas pueden ser otras,no hay letras en las páginas de los libros.Todo esto debería atemorizarme,pero es una dulzura, un regreso.De las generaciones de los textos que hay en la tierrasólo habré leído unos pocos,los que sigo leyendo en la memoria,leyendo y transformando.Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,convergen los caminos que me han traídoa mi secreto centro.Esos caminos fueron ecos y pasos,mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,días y noches,entresueños y sueños,cada ínfimo instante del ayery de los ayeres del mundo,la firme espada del danés y la luna del persa,los actos de los muertos,el compartido amor, las palabras,Emerson y la nieve y tantas cosas.Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,a mi álgebra y mi clavea mi espejo.Pronto sabré quién soy.

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COSAS

El volumen caído que los otrosOcultan en la hondura del estanteY que los días y las noches cubrenDe lento polvo silencioso. El anclaDe Sidón que los mares de InglaterraOprimen en su abismo ciego y blando.El espejo que no repite a nadieCuando la casa se ha quedado sola.Las limaduras de uña que dejamosA lo largo del tiempo y del espacio.El polvo indescifrable que fue Shakespeare.Las modificaciones de la nube.La simétrica rosa momentáneaQue el azar dio una vez a los ocultosCristales del pueril calidoscopio.Los remos de Argos, la primera nave.Las pisadas de arena que la olaSoñolienta y fatal borra en la playa.Los colores de Turner cuando apaganLas luces en la recta galería

De «El oro de los tigres»

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Y no resuena un paso en la alta noche.El revés del prolijo mapamundi.La tenue telaraña en la pirámide.La piedra ciega y la curiosa mano.El sueño que he tenido antes del albaY que olvidé cuando clareaba el día.El principio y el fin de la epopeyaDe Finsburh, hoy unos contados versosDe hierro, no gastado por los siglos.La letra inversa en el papel secante.La tortuga en el fondo del aljibe.Lo que no puede ser. El otro cuernoDel unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.El disco triangular. El inasibleInstante en que la flecha del eleata,Inmóvil en el aire, da en el blanco.La flor entre las páginas de Bécquer.El péndulo que el tiempo ha detenido.El acero que Odín clavó en el árbol.El texto de las no cortadas hojas.El eco de los cascos de la cargaDe Junín, que de algún eterno modoNo ha cesado y es parte de la trama.La sombra de Sarmiento en las aceras.La voz que oyó el pastor en la montaña.La osamenta blanqueando en el desierto.La bala que mató a Francisco Borges.El otro lado del tapiz. Las cosasQue nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.

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LA PANTERA

Tras los fuertes barrotes la panteraRepetirá el monótono caminoQue es (pero no lo sabe) su destinoDe negra joya, aciaga y prisionera.Son miles las que pasan y son milesLas que vuelven, pero es una y eternaLa pantera fatal que en su cavernaTraza la recta que un eterno AquilesTraza en el sueño que ha soñado el griego.No sabe que hay praderas y montañasDe ciervos cuyas trémulas entrañasDeleitarían su apetito ciego.En vano es vario el orbe. La jornadaQue cumple cada cual ya fue fijada.

De «El oro de los tigres»

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EL MAR

El mar. El joven mar. El mar de UlisesY el de aquel otro Ulises que la genteDel Islam apodó famosamenteEs-Sindibad del Mar. El mar de grisesOlas de Erico el Rojo, alto en su proa.Y el de aquel caballero que escribíaA la vez la epopeya y la elegíaDe su patria, en la ciénaga de Goa.El mar de Trafalgar. El que InglaterraCantó a lo largo de su larga historia,El arduo mar que ensangrentó de gloriaEn el diario ejercicio de la guerra.El incesante mar que en la serenaMañana surca la infinita arena.

De «El oro de los tigres»

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AL COYOTE

Durante siglos la infinita arenaDe los muchos desiertos ha sufridoTus pasos numerosos y tu aullidoDe gris chacal o de insaciada hiena.¿Durante siglos? Miento. Esa furtivaSubstancia, el tiempo, no te alcanza, lobo;Tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo,Nuestra, la torpe vida sucesiva.Fuiste un ladrido casi imaginarioEn el confín de arena de ArizonaDonde todo es confín, donde se enconaTu perdido ladrido solitario.Símbolo de una noche que fue mía,Sea tu vago espejo esta elegía.

De «El oro de los tigres»

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EL ORO DE LOS TIGRES

Hasta la hora del ocaso amarilloCuántas veces habré miradoAl poderoso tigre de BengalaIr y venir por el predestinado caminoDetrás de los barrotes de hierro,Sin sospechar que eran su cárcel.Después vendrían otros tigres,El tigre de fuego de Blake;Después vendrían otros oros,El metal amoroso que era Zeus,El anillo que cada nueve nochesEngendra nueve anillos y éstos, nueve,Y no hay un fin.Con los años fueron dejándomeLos otros hermosos coloresY ahora sólo me quedanLa vaga luz, la inextricable sombraY el oro del principio.Oh ponientes, oh tigres, oh fulgoresDel mito y de la épica,

De «El oro de los tigres»

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Oh un oro más precioso, tu cabelloQue ansían estas manos.

East Lansing, 1972.

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LA BIBLIOTECA DE BABEL

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componede un número indefinido, y tal vez infinito, de galeríashexagonales, con vastos pozos de ventilación en el me-dio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquierhexágono se ven los pisos inferiores y superiores: inter-minablemente. La distribución de las galerías es inva-riable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles porlado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que esla de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario nor-mal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, quedesemboca en otra galería, idéntica a la primera y a to-das. A izquirda y a derecha del zaguán hay dos gabine-tes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satis-facer las necesidades finales. Por ahí pasa la escaleraespiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En elzaguán hay un espejo, que fielmente duplica las aparien-cias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Bi-blioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esaduplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superfi-cies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz pro-

By this art you may contemplate thevariation of the 23 letters...

The Anatomy of Melancholy,part. 2, sect. II, mem. IV.

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cede de unas frutas esféricas que llevan el nombre delámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. Laluz que emiten es insuficiente, incesante

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajadoen mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, aca-so del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi nopueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir aunas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, nofaltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; misepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirálargamente y se corromperá y disolverá en el viento en-gendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que laBiblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que lassalas hexagonales son una forma necesaria del espacioabsoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espa-cio. Razonan que es inconcebible una sala triangular opentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis lesrevela una cámara circular con un gran libro circular delomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; perosu testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Eselibro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dic-tamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro ca-bal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inacce-sible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corres-ponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta ydos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatro-cientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglo-nes; cada renglón, de unas ochenta letras de color ne-gro. También hay letras en el dorso de cada libro; esasletras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas.Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa.Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pe-

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sar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capi-tal de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esaverdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futuradel mundo, ninguna mente razonable puede dudar. Elhombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra delazar o de los demiurgos malévolos; el universo, con suelegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos,de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas parael bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios.Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lohumano, basta comparar estos rudos símbolos trémulosque mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, conlas letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas,negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos esveinticinco.1 Esa comprobación permitió, hace trescientosaños, formular una teoría general de la Biblioteca y re-solver satisfactoriamente el problema que ninguna con-jetura había descifrado: la naturaleza informe y caóticade casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexá-gono del circuito quince noventa y cuatro, constaba delas letras MCV perversamente repetidas desde el ren-glón primero hasta el último. Otro (muy consultado enesta zona) es un mero laberinto de letras, pero la páginapenúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: poruna línea razonable o una recta noticia hay leguas de in-sensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incohe-rencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios

1 El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. Lapuntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, elespacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolossuficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor.)

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repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sen-tido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en lossueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten quelos inventores de la escritura imitaron los veinticincosímbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación escasual y que los libros nada significan en sí. Ese dicta-men, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros im-penetrables correspondían a lenguas pretéritas o remo-tas. Es verdad que los hombres más antiguos, los prime-ros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente delque hablamos ahora; es verdad que unas millas a la de-recha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arri-ba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, perocuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pue-den corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudi-mentario que sea. Algunos insinuaron que cada letrapodia influir en la subsiguiente y que el valor de MCVen la tercera línea de la página 71 no era el que puedetener la misma serie en otra posición de otra página, peroesa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptogra-fías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aun-que no en el sentido en que la formularon sus invento-res.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono supe-rior2 dio con un libro tan confuso como los otros, peroque tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostrósu hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo queestaban redactadas en portugués; otros le dijeron queen yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idio-

2 Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y lasenfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria deindecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por corredoresy escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.

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ma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con infle-xiones de árabe clásico. También se descifró el conteni-do: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejem-plos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejem-plos permitieron que un bibliotecario de genio descubrie-ra la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador ob-servó que todos los libros, por diversos que sean, cons-tan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma,las veintidós letras del alfabeto. También alegó un he-cho que todos los viajeros han confirmado: No hay en lavasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisasincontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y quesus anaqueles registran todas las posibles combinacio-nes de los veintitantos símbolos ortográficos (número,aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dableexpresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minu-ciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles,el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálo-gos falsos, la demostración de la falacia de esos catálo-gos, la demostración de la falacia del catálogo verdade-ro, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario deese evangelio, el comentario del comentario de ese evan-gelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cadalibro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada li-bro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escri-bir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, loslibros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba to-dos los libros, la primera impresión fue de extravagantefelicidad. Todos los hombres se sintieron señores de untesoro intacto y secreto. No había problema personal omundial cuya elocuente solución no existiera: en algúnhexágono. El universo estaba justificado, el universo brus-camente usurpó las dimensiones ilimitadas de la espe-

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ranza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindica-ciones: libros de apología y de profecía, que para siem-pre vindicaban los actos de cada hombre del universo yguardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Milesde codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y selanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósitode encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputa-ban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldi-ciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arroja-ban los libros engañosos al fondo de los túneles, moríandespeñados por los hombres de regiones remotas. Otrosse enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he vis-to dos que se refieren a personas del porvenir, a perso-nas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recor-daban que la posibilidad de que un hombre encuentre lasuya, o alguna pérfida variación de la suya, es computa-ble en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los mis-terios básicos de la humanidad: el origen de la Bibliote-ca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misteriospuedan explicarse en palabras: si no basta el lenguajede los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá produci-do el idioma inaudito que se requiere y los vocabulariosy gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que loshombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficia-les, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de sufunción: llegan siempre rendidos; hablan de una escalerasin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y deescaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libromás cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural,una depresión excesiva. La certidumbre de que algúnanaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y

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de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareciócasi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaranlas buscas y que todos los hombres barajaran letras y sím-bolos, hasta construir, mediante un improbable don delazar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obli-gadas a promulgar órdenes severas. La secta desapare-ció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que larga-mente se ocultaban en las letrinas, con unos discos demetal en un cubilete prohibido, y débilmente remedabanel divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial eraeliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, ex-hibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fas-tidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a sufuror higiénico, ascético, se debe la insensata perdiciónde millones de libros. Su nombre es execrado, pero quie-nes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negli-gen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enor-me que toda reducción de origen humano resulta infini-tesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable,pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varioscentenares de miles de facsímiles imperfectos: de obrasque no difieren sino por una letra o por una coma. Con-tra la opinión general, me atrevo a suponer que las conse-cuencias de las depredaciones cometidas por los Purifica-dores, han sido exageradas por el horror que esos faná-ticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar loslibros del Hexágono Carmesí: libros de formato menorque los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiem-po: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algúnhexágono (razonaron los hombres) debe existir un libroque sea la cifra y el compendio perfecto de todos los de-más: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a

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un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vesti-gios del culto de ese funcionario remoto. Muchos pere-grinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron envano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el vene-rado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien pro-puso un método regresivo: Para localizar el libro A, con-sultar previamente un libro B que indique el sitio de A;para localizar el libro B, consultar previamente un libroC, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he pro-digado y consumido mis años. No me parece ínverosímilque en algún anaquel del universo haya un libro total;3

ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo,aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado yleído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son paramí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque milugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado,pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Bibliote-ca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en laBiblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y puracoherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (losé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes co-rren el incesante albur de cambiarse en otros y que todolo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidadque delira». Esas palabras que no sólo denuncian el des-orden sino que lo ejemplifican también, notoriamenteprueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia.En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras ver-bales, todas las variaciones que permiten los veinticinco

3 Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sóloestá excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es tambien unaescalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demues-tran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una es-calera.

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símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absolu-to. Inútil observar que el mejor volumen de los muchoshexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otroEl calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposi-ciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capa-ces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justi-ficación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Bibliote-ca. No puedo combinar unos caracteres

dhcmrlchtdjque la divina Biblioteca no haya previsto y que en algu-na de sus lenguas secretas no encierren un terrible sen-tido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llenade ternuras y de temores; que no sea en alguno de esoslenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es in-currir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera yaexiste en uno de los treinta volúmenes de los cinco ana-queles de uno de los incontables hexágonos—y tambiénsu refutación. (Un número n de lenguajes posibles usael mismo vocabulario; en algunos, el símbolo bibliotecaadmite la correcta definición ubicuo y perdurable siste-ma de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pi-rámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que ladefinen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás segu-ro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente con-dición de los hombres. La certidumbre de que todo estáescrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritosen que los jóvenes se prosternan ante los libros y besancon barbarie las páginas, pero no saben descifrar una solaletra. Las epidemias, las discordias heréticas, las pere-grinaciones que inevitablemente degeneran en bandole-rismo, han diezmado la población. Creo haber menciona-do los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me en-gañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie

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humana —la única— está por extinguirse y que la Biblio-teca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfecta-mente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese ad-jetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógicopensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limi-tado, postulan que en lugares remotos los corredores yescaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo—. Quienes lo imaginan sin límites,olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo meatrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: Labiblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajerola atravesara en cualquier dirección, comprobaría alcabo de los siglos que los mismos volúmenes se repitenen el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: elOrden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperan-za.4

Mar del Plata, 1941(De «El jardín de senderos que se bifurcan», 1941)

4 Letizia AIvarez de Toledo ha observado que la vasta Bibliotecaes inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común. impresoen cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito dehojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijoque todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de pla-nos.) El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hojaaparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja centralno tendría revés.

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LAS RUINAS CIRCULARES

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadievio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado,pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taci-turno venía del Sur y que su patria era una de las infini-tas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violentode la montaña, donde el idioma zend no está contamina-do de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo ciertoes que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sinapartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas quele dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensan-grentado, hasta el recinto circular que corona un tigre ocaballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuegoy ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo quedevoraron los incendios antiguos, que la selva palúdicaha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres.El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el solalto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cica-trizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaquezade la carne sino por determinación de la voluntad. Sa-bía que ese templo era el lugar que requería su invenci-

And if he left off dreaming about you...Through the Looking-Glass, VI

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ble propósito; sabía que los árboles incesantes no habíanlogrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templopropicio, también de dioses incendiados y muertos; sa-bía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia lamedianoche lo despertó el grito inconsolable de un pá-jaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántarole advirtieron que los hombres de la región habían es-piado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o te-mían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la mu-ralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojasdesconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunquesí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñar-lo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero desu alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nom-bre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acer-tado a responder. Le convenía el templo inhabitado y des-pedazado, porque era un mínimo de mundo visible; lacercanía de los leñadores también, porque éstos se encar-gaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz ylas frutas de su tributo eran pábulo suficiente para sucuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después,fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñabaen el centro de un anfiteatro circular que era de algúnmodo el templo incendiado: nubes de alumnos tacitur-nos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pen-dían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar,pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lec-ciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los ros-tros escuchaban con ansiedad y procuraban respondercon entendimiento, como si adivinaran la importanciade aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su con-

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dición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundoreal. El hombre, en el sueño y en la vigilia, considerabalas respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucarpor los impostores, adivinaba en ciertas perplejidadesuna inteligencia creciente. Buscaba un alma que mere-ciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con algunaamargura que nada podía esperar de aquellos alumnosque aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellosque arriesgaban, a veces, una contradicción razonable.Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto,no podían ascender a individuos; los últimos preexistíanun poco más. Una tarde (ahora también las tardes erantributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de ho-ras en el amanecer) licenció para siempre el vasto cole-gio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un mu-chacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afi-lados que repetían los de su soñador. No lo desconcertópor mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscí-pulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones par-ticulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, lacatástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sue-ño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de latarde que al pronto confundió con la aurora y compren-dió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, laintolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Qui-so explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre lacicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmentede visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso con-gregar el colegio y apenas hubo articulado unas brevespalabras de exhortación, éste se deformó, se borró. Enla casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban losviejos ojos.

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Comprendió que el empeño de modelar la materia in-coherente y vertiginosa de que se componen los sueñoses el más arduo que puede acometer un varón, aunquepenetre todos los enigmas del orden superior y del infe-rior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena oque amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fra-caso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme aluci-nación que lo había desviado al principio y buscó otrométodo de trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes ala reposición de las fuerzas que había malgastado el de-lirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi actocontinuo logró dormir un trecho razonable del día. Lasraras veces que soñó durante ese período, no reparó enlos sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el discode la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificóen las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronun-ció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió.Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de unpuño cerrado, color granate en la penumbra de un cuer-po humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor losoñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lopercibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba aatestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mi-rada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias ymuchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pul-monar con el índice y luego todo el corazón, desde afue-ra y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamenteno soñó durante una noche: luego retomó el corazón, in-vocó el nombre de un planeta y emprendió la visión deotro de los órganos principales. Antes de un año llegó alesqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue talvez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un man-

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cebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrirlos ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasanun rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil yrudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán desueño que las noches del mago habían fabricado. Una tar-de, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arre-pintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados losvotos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a lospies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un po-tro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo,soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atrozbastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criatu-ras vehementes y también un toro, una rosa, una tem-pestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terre-nal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros igua-les) le habían rendido sacrificios y culto y que mágica-mente animaría al fantasma soñado, de suerte que to-das las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador,lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó queuna vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templodespedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo,para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio de-sierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado sedespertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (quefinalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos deluniverso y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apar-tarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica,dilataba cada días las horas dedicadas al sueño. Tambiénrehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, loinquietaba una impresión de que ya todo eso había acon-tecido... En general, sus días eran felices; al cerrar losojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramen-

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te: El hijo que he engendrado me espera y no existirá sino voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad.Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana.Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayóotros experimentos análogos, cada vez más audaces.Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listopara nacer—y tal vez impaciente—. Esa noche lo besópor primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojosblanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricableselva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca queera un fantasma, para que se creyera un hombre comolos otros) le infundió el olvido total de sus años de apren-dizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío.En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosterna-ba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijoirreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circula-res, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lohacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez lossonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutríade esas disminuciones de su alma. El propósito de su vidaestaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxta-sis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de suhistoria prefieren computar en años y otros en lustros,lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo versus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en untemplo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no que-marse. El mago recordó bruscamente las palabras deldios. Recordó que de todas las criaturas que componenel orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era unfantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabópor atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese pri-vilegio anormal y descubriera de algún modo su condi-

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ción de mero simulacro. No ser un hombre, ser la pro-yección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incom-parable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijosque ha procreado (que ha permitido) en una mera confu-sión o felicidad; es natural que el mago temiera por elporvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña yrasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo pro-metieron algunos signos. Primero (al cabo de una largasequía) una remota nube en un cerro, liviana como unpájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color ro-sado de la encía de los leopardos; luego las humaredasque herrumbraron el metal de las noches, después la fugapánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hacemuchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fue-go fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pája-ros el mago vio cernirse contra los muros el incendio con-céntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas,pero luego comprendió que la muerte venía a coronar suvejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los ji-rones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo aca-riciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Conalivio, con humillación, con terror, comprendió que éltambién era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

(De «El jardín de senderos que se bifurcan», 1941)

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EL MILAGRO SECRETO

La noche del catorce de marzo de 1939, en un depar-tamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík,autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vin-dicación de la eternidad y de un examen de las indirec-tas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largoajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos fami-lias ilustres; la partida había sido entablada hace mu-chos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado pre-mio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infini-to; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta;Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de lasfamilias hostiles; en los relojes resonaba la hora de laimpostergable jugada; el soñador corría por las arenasde un desierto lluvioso y no lograba recordar las figurasni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Ce-saron los estruendos de la lluvia y de los terribles relo-jes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algu-nas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el ama-necer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich en-traban en Praga.

Y Dios lo hizo morir durante cien años yluego lo animó y le dijo:

—¿Cuánto tiempo has estado aquí?—Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.

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El diecinueve, las autoridades recibieron una denun-cia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladíkfue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blan-co, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantaruno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido mater-no era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobreBoehme era judaizante, su firma delataba el censo finalde una protesta contra el Anschluss. En 1928, había tra-ducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Bars-dorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado co-mercialmente el renombre del traductor; ese catálogofue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyasmanos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que,fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adje-tivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe ad-mitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que locondenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijóel día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demo-ra (cuya importancia apreciará después el lector) se de-bía al deseo administrativo de obrar impersonal y pau-sadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror.Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapi-tación o el degüello, pero que morir fusilado era into-lerable. En vano se redijo que el acto puro y general demorir era lo temible, no las circunstancias concretas. Nose cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamen-te procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba in-finitamente el proceso, desde el insomne amanecer has-ta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Ju-lius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cu-yas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ame-trallado por soldados variables, en número cambiante,que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy

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cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verda-dero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simula-cro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Ja-romir interminablemente volvía a las trémulas vísperasde su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suelecoincidir con las previsiones; con lógica perversa infirióque prever un detalle circunstancial es impedir que éstesuceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que nosucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por te-mer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en lanoche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustanciafugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba haciael alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahoraestoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche(y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensabaque las noches de sueño eran piletas hondas y oscurasen las que podía sumergirse. A veces anhelaba con im-paciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal obien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuandoel último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo des-vió de esas consideraciones abyectas la imagen de su dra-ma Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera dealgunas amistades y de muchas costumbres, el proble-mático ejercicio de la literatura constituía su vida; comotodo escritor, medía las virtudes de los otros por lo eje-cutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por loque vislumbraba o planeaba. Todos los libros que habíadado a la estampa le infundían un complejo arrepenti-miento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Ab-nesra y de Flood, había intervenido esencialmente lamera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, lanegligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos de-ficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el pri-

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mer volumen historia las diversas eternidades que hanideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménideshasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega(con Francis Bradley) que todos los hechos del universointegran una serie temporal. Arguye que no es infinitala cifra de las posibles experiencias del hombre y que bas-ta una sola «repetición» para demostrar que el tiempo esuna falacia... Desdichadamente, no son menos falaceslos argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solíarecorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. Tambiénhabía redactado una serie de poemas expresionistas; és-tos, para confusión del poeta, figuraron en una antologíade 1924 y no hubo antología posterior que no los hereda-ra. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redi-mirse Hladík con el drama en verso Los enemigos.(Hladík preconizaba el verso, porque impide que los es-pectadores olviden la irrealidad, que es condición delarte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lu-gar y de acción; transcurría en Hradcany, en la bibliote-ca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tar-des del siglo diecinueve. En la primera escena del pri-mer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un re-loj da las siete, una vehemencia de último sol exalta loscristales, el aire trae una arrebatada y reconocible mú-sica húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadtno conoce las personas que lo importunan, pero tiene laincómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en unsueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es noto-rio —primero para los espectadores del drama, luego parael mismo barón— que son enemigos secretos, conjura-dos para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlarsus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia,Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que algu-

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na vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha en-loquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arre-cian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en laobligación de matar a un conspirador. Empieza el terceracto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias:vuelven actores que parecían descartados ya de la tra-ma; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roe-merstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: elreloj da las siete, en los altos cristales reverbera el soloccidental, el aire trae la arrebatada música húngara.Aparece el primer interlocutor y repite las palabras quepronunció en la primera escena del primer acto. Roe-merstadt le habla sin asombro; el espectador entiende queRoemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El dramano ha ocurrido: es el delirio circular que interminable-mente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicome-dia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual.En el argumento que he bosquejado intuía la invenciónmás apta para disimular sus defectos y para ejercitar susfelicidades, la posibilidad de rescatar (de manera sim-bólica) lo fundamental de su vida. Había terminado yael primer acto y alguna escena del tercero; el caráctermétrico de la obra le permitía examinarla continuamen-te, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a lavista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pron-to iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de al-gún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erra-tas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a tér-mino ese drama, que puede justificarme y justificarte, re-quiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien sonlos siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz,pero diez minutos después el sueño lo anegó como unagua oscura.

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Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una delas naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliote-cario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladíkle replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios estáen una de las letras de una de las páginas de uno de loscuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres ylos padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me hequedado ciego, buscándola. Se quito las gafas y Hladíkvio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a de-volver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hla-dík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, ver-tiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las míni-mas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu laborha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen aDios y que Maimónides ha escrito que son divinas las pa-labras de un sueño, cuando son distintas y claras y no sepuede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entra-ron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto unlaberinto de galerías, escaleras y pabellones. La reali-dad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una solaescalera de fierro. Varios soldados —alguno de unifor-me desabrochado—revisaban una motocicleta y la dis-cutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuaren-ta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran lasnueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sen-tó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los sol-dados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sar-gento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo acep-tó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio quele temblaban las manos. El día se nubló; los soldados ha-blaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Va-

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namente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo eraJulia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contrala pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temióque la pared quedara maculada de sangre; entonces leordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, ab-surdamente, recordó las vacilaciones preliminares delos fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de lassienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; elsargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.Las armas convergían sobre Hladík, pero los hom-

bres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo delsargento eternizaba un ademán inconcluso. En una bal-dosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. Elviento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayóun grito, una sílaba, la torsión de una mano. Compren-dió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenuerumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno,estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha de-tenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hu-biera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba:repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta églogade Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados com-partían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Leasombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigode su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo in-determinado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil ysordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el pa-tio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que ha-bía tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro «día»pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para termi-nar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios

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operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomoalemán, en la hora determinada, pero en su mente unaño transcurría entre la orden y la ejecución de la or-den. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a laresignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; elaprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impusoun afortunado rigor que no sospechan quienes aventu-ran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó parala posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferenciasliterarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdióen el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el terceracto dos veces. Borró algún símbolo demasiado eviden-te: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circuns-tancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en al-gún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer elpatio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentabanmodificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Des-cubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto aFlaubert son meras supersticiones visuales: debilidadesy molestias de la palabra escrita, no de la palabra sono-ra... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sinoun solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló ensu mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, lacuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a lasnueve y dos minutos de la mañana.

1943(De «Artificios», 1944)

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EL MUERTO

Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que untriste compadrito sin más virtud que la infatuación delcoraje, se interne en los desiertos ecuestres de la fronte-ra del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parecede antemano imposible. A quienes lo entienden así, quie-ro contarles el destino de Benjamin Otálora, de quienacaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvaneray que murió en su ley, de un balazo, en los confines deRío Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura;cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar es-tas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.

Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años.Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos cla-ros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha re-velado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muer-te de su contrario, tampoco la inmediata necesidad dehuir de la República. El caudillo de la parroquia le dauna carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay.Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujien-te; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con in-

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confesada y tal vez ignorada tristeza. No da con AzevedoBandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Pasodel Molino, asiste a un altercado entre unos troperos.Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado estála razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como aotros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una pu-ñalada baja que un peón le tira a un hombre de galeraoscura y de poncho. Éste, después, resulta ser AzevedoBandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque pre-fiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da,aunque fornido, la injustificable impresión de ser con-trahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, es-tán el judío, el negro y el indio; en su empaque, el monoy el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un ador-no más, como el negro bigote cerdoso.

Proyección o error del alcohol, el altercado cesa conla misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe conlos troperos y luego los acompaña a una farra y luego aun caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. Enel último patio, que es de tierra, los hombres tienden surecado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esanoche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entreamigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de noextrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuan-do lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Ban-deira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartidocon los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Ban-deira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebien-do.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. Enuna suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nuncaha visto un zaguán con puertas laterales) está esperán-dolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mu-jer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece unacopa de caña, le repite que le está pareciendo un hom-

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bre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traeruna tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están encamino, rumbo a Tacuarembó.

Empieza entonces para Otálora una vida distinta, unavida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen elolor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz,pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hom-bres de otras naciones veneran y presienten el mar, asínosotros (también el hombre que entreteje estos símbo-los) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo loscascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero ydel cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Apren-de a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a ma-nejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, aresistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, aarrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante esetiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lotiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira esser considerado y temido, y porque, ante cualquier hom-brada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Al-guien opina que Bandeira nació del otro lado del Cua-reim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo,oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciéna-gas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradual-mente, Otálora entiende que los negocios de Bandeirason múltiples y que el principal es el contrabando. Sertropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascen-der a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche,cruzarán la frontera para volver con unas partidas decaña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma sulugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fide-lidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yovalgo más que todos sus orientales juntos.

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Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevi-deo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le pa-rece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombrestienden los recados en el último patio. Pasan los días yOtálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, queestá enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio conla caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan aOtálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado,pero satisfecho también.

El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un bal-cón que mira al poniente, hay una larga mesa con un res-plandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cin-tos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remo-to espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace bocaarriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol últimolo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y os-curecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad,las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandan-do ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuen-ta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado.Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalzay lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora;mientras habla de cosas de la campaña y despacha matetras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer.Al fin, le da licencia a Otálora para irse.

Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arri-ban a una estancia perdida, que está como en cualquierlugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyola alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay co-rrales de piedra para la hacienda, que es guampuda ymenesterosa. El Suspiro se llama ese pobre estableci-miento.

Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tar-dará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien

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aclara que hay un forastero agauchado que está querien-do mandar demasiado. Otálora comprende que es unabroma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Ave-rigua, después, que Bandeira se ha enemistado con unode los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo.Le gusta esa noticia.

Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra yuna palangana de plata para el aposento de la mujer; lle-gan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchi-llas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada yde poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga oguardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy pocoy de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atri-buir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie.Sabe, eso si, que para el plan que está maquinando tieneque ganar su amistad.

Entra después en el destino de Benjamin Otálora uncolorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeiray que luce apero chapeado y carona con bordes de pielde tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autori-dad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que lle-ga también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer depelo resplandeciente. La mujer, el apero y el coloradoson atributos o adjetivos de un hombre que él aspira adestruir.

Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Ban-deira es diestro en el arte de la intimidación progresi-va, en la satánica maniobra de humillar al interlocutorgradualmente, combinando veras y burlas; Otálora re-suelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que sepropone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Ban-deira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistadde Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayu-da. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que

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sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en ol-vidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universoparece conspirar con él y apresura los hechos. Un me-diodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo congente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandei-ra y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro unabala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el co-lorado del jete y esa tarde unas gotas de su sangre man-chan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer depelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de es-tos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.

Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente eljefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálorano lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.

La última escena de la historia corresponde a la agi-tación de la última noche de 1894. Esa noche, los hom-bres del Suspiro comen cordero recién carneado y bebenun alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasgueauna trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálo-ra, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilosobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irre-sistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gri-tan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las docecampanadas resuenan, se levanta como quien recuerdauna obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puer-ta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperarael llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una vozque se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:

—Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mis-mo le vas a dar un beso a vista de todos.

Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere re-sistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echansobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y elpecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálo-

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ra comprende, antes de morir, que desde el principio lohan traicionado, que ha sido condenado a muerte, que lehan permitido el amor, el mando y el triunfo, porque yalo daban por muerto, porque para Bandeira ya estabamuerto.

Suárez, casi con desdén, hace fuego.

(De «El Aleph», 1949)