ilustración para un capítulo
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Con motivo del Día Internacional del Libro os presento una actividad sobre ilustración. En este libro se recogen los primeros capítulos de relatos, cuentos y libros que han sido seleccionados para ser ilustrados por alumnos de 1º y 4º de ESO, en una actividad propuesta en la asignatura Educación Plástica y Visual del IES Josefina Aldecoa de Alcorcón. Aún quedan algunos cambios de última hora, pero ya se puede intuir el resultado final. Espero que os guste!TRANSCRIPT
IES JOSEFINA ALDECOA DE ALCORCÓN
Ilustrando primeros capítulos Grandes relatos ilustrados por alumnos de secundaria con motivo del día
del libro 2013
Drusila Dones
21/04/2013
En este libro se recogen los primeros capítulos de relatos, cuentos y libros que han sido seleccionados para ser ilustrados por alumnos de 1º y 4º de ESO, en una actividad propuesta en la asignatura Educación Plástica y Visual del IES Josefina Aldecoa de Alcorcón.
ÍNDICE
EL RUISEÑOR Y LA ROSA Oscar Wilde
EL CUERVO Edgar Allan Poe
MOMO Michael Ende
LA ISLA DEL TESORO Robert Louis Stevenson
LOS VIAJES DE GULLIVER Jonathan Swift
DON QUIJOTE DE LA MANCHA Miguel de Cervantes
LUCES DE BOHEMIA Ramón María del Valle-Inclán
EL RUISEÑOR Y LA ROSA
RESUMEN POR GABRIELA JACHURA
Es la historia de un chico que estaba enamorado, su novia le dijo que bailará con él si le trae una rosa roja, desesperado va en
busca de ella pero no la encuentra triste empieza a llorar. El ruiseñor le quiere ayudar y empieza a buscar a la rosa, encuentra
muchas pero no son rojas al final encuentra un rosal pero que tenía rosas rojas y ahora no, entonces el ruiseñor tiene que
clavar su corazón en la espina de la rosa para que la sangre haga que crezca la rosa, al hacerlo por la mañana encuentra una
roja rosa. Va y se la lleva a la chica pero ella no le quiere dice que tiene a otro que le ha traído joyas, y las joyas son más
caras que las flores así que puedes irte. El chico se fue y siguió estudiando nunca más creyó en un verdadero amor.
EL RUISEÑOR Y LA ROSA
OSCAR WILDE
EL RUISEÑOR Y LA ROSA
Oscar Wilde
—Ella me prometió que bailaría conmigo si le llevaba rosas
rojas —murmuró el Estudiante—; pero en todo el jardín no
queda ni una sola rosa roja.
El Ruiseñor le estaba escuchando desde su nido en la
encina, y lo miraba a través de las hojas; al oír esto último,
se sintió asombrado.
—¡Ni una sola rosa roja en todo el jardín! —repitió el
Estudiante con sus ojos llenos de lágrimas—.
¡Ay, es que la felicidad depende hasta de cosas tan
pequeñas! Ya he estudiado todo lo que los sabios han
escrito, conozco los secretos de la filosofía y sin embargo,
soy desdichado por no tener una rosa roja.
—Por fin tenemos aquí a un enamorado auténtico —se dijo
el ruiseñor—. He estado cantándole noche tras noche,
aunque no lo conozco; y noche tras noche le he contado su
historia a las estrellas; y por fin lo veo ahora. Su cabello es
oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos
como la rosa que desea; pero la pasión ha hecho palidecer
su rostro hasta dejarlo del color del marfil, y la tristeza ya le
puso su marca en la frente.
—El Príncipe da el baile mañana por la noche —seguía
quejándose el Estudiante—, y allí estará mi amada. Si le
llevo una rosa roja bailará conmigo hasta el amanecer. Si le
llevo una rosa roja la estrecharé entre mis brazos, y ella
apoyará su cabeza sobre mi hombro, y apoyará su mano en
la mía. Pero como no hay ni una sola rosa roja en mi jardín,
tendré que sentarme solo, y ella pasará bailando delante
mío, sin siquiera mirarme y se me romperá el corazón.
—Este sí que es un auténtico enamorado verdadero —
seguía pensando el Ruiseñor—. Yo canto y él sufre; lo que
para mí es alegría, para él es dolor. No cabe duda que el
amor es una cosa admirable, más preciosa que las
esmeraldas y más rara que los ópalos blancos. Ni con perlas
ni con ungüentos se lo puede comprar, porque no se vende
en los mercados. No se puede adquirir en el comercio ni
pesar en las balanzas del oro.
—Los músicos estarán sentados en su estrado —decía el
Estudiante—, y harán surgir la música de sus instrumentos,
y mi amada bailará al son del arpa y el violín. Ella bailará
tan levemente, que sus pies casi no tocarán el suelo, y los
cortesanos, con sus trajes fastuosos, formarán corro en
torno suyo para admirarla. Pero conmigo no bailará, porque
no tengo una rosa roja para darle.
Y se arrojó sobre la hierba, y ocultando su rostro entre las
manos, se puso a llorar amargamente.
—¿Por qué está llorando? —preguntó una lagartija verde
que pasaba frente a él con la cola al aire.
—¿Sí, por qué? —murmuraba una margarita a su vecina,
con voz dulce y tenue.
—Está llorando por una rosa roja —explicó el Ruiseñor.
—¿Por una rosa roja? —exclamaron las otras en coro. ¡Qué
ridiculez!
La lagartija, que era un poco cínica, se puso a reír a
carcajadas. Sólo el Ruiseñor comprendía el secreto de la
pena del Estudiante y, posado silenciosamente en la encina,
meditaba sobre el misterio del amor.
Por último, desplegó sus alas oscuras y se elevó en el aire.
Cruzó como una sombra a través de la avenida, y como una
sombra se deslizó por el jardín.
En medio del prado había un magnífico rosal, y el Ruiseñor
voló hasta posársele en una de sus ramas.
—Necesito una rosa roja —le dijo. Dámela y yo te cantaré
mi canción más dulce.
Pero el rosal negó sacudiendo su ramaje.
—Mis rosas son blancas —le contestó—, como la espuma
del mar y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve
donde mi hermana que crece al lado del viejo reloj de sol, y
puede ser que ella te proporcione la flor que necesitas.
El Ruiseñor voló hacia el gran rosal que crecía junto al viejo
reloj de sol.
—Dame una rosa roja —le dijo—, y te cantaré mi canción
más dulce.
Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.
—Mis rosas son amarillas —contestó—, tan amarillas como
el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar,
y más amarillas que el Narciso que florece en el prado. Pero
anda a ver a mi hermano, que crece al pie de la ventana del
Estudiante, y quizás él pueda darte la flor que necesitas.
El Ruiseñor voló entonces hasta el viejo rosal que crecía al
pie de la ventana del Estudiante.
—Dame una rosa roja —le dijo—, y yo te cantaré mi
canción más dulce.
Pero el rosal negó sacudiendo su follaje.
—Rojas son, en efecto, mis rosas —contestó—; tan rojas
como las patas de las palomas, y más rojas que los
abanicos de coral que relumbran en las cavernas del
océano. Pero el invierno heló mis venas, y la escarcha
marchitó mis capullos, y la tormenta rompió mis ramas y
durante todo este año no tendré rosas rojas.
—Una rosa roja es todo lo que necesito —exclamó el
Ruiseñor—; ¡sólo una rosa roja! ¿No hay manera alguna de
que la pueda obtener?
—Hay una manera —contestó el rosal—, pero es tan
terrible que no me atrevo a decírtela.
—Dímela —repuso el Ruiseñor—. Yo no me asustaré.
—Si quieres una rosa roja —dijo el rosal—, tienes que
construirla con tu música, a la luz de la luna, y teñirla con la
sangre de tu corazón. Debes cantar con tu pecho apoyado
sobre una de mis espinas.
Debes cantar toda la noche, hasta que la espina atraviese tu
corazón y la sangre de tu vida fluirá en mis venas y se hará
mía...
—La propia muerte es un precio muy alto por una rosa roja
—murmuró el Ruiseñor—, y la vida es dulce para todos. Es
agradable detenerse en el bosque verde y ver al sol
viajando en su carroza de oro y a la luna en su carroza de
perlas. Es muy dulce el aroma del espino, y también son
dulces las campanillas azules que crecen en el valle y los
brezos que florecen en el collado. Sin embargo, el Amor es
mejor que la vida, y, por último, ¿qué es el corazón de un
ruiseñor comparado con el corazón de un hombre
enamorado?
Y, desplegando sus alas oscuras, el ruiseñor se elevó en el
aire, cruzó por el jardín como una sombra, y como una
sombra se deslizó a través de la avenida.
El Estudiante seguía echado en la hierba, como lo había
dejado; y las lágrimas no se secaban en sus anchos ojos.
—¡Alégrate! —le gritó el Ruiseñor—. ¡Siéntete dichoso,
porque tendrás tu rosa roja! Yo la construiré con mi música,
a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi corazón.
Lo único que pido en cambio, es que seas un verdadero
amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, por
muy sabia que ésta sea, y es más poderoso que la Fuerza,
por muy fuerte que ella sea. Las alas del Amor son llamas
de mil tonalidades, y su cuerpo es del color del fuego. Sus
labios son dulces como la miel, y su aliento es como la
mirra silvestre.
El Estudiante levantó la vista de la hierba y escuchó, pero
no comprendió lo que decía el Ruiseñor, porque él sólo
podía entender lo que estaba escrito en los libros.
En cambio, la encina comprendió y se puso a balancear
muy tristemente, porque sentía un hondo cariño por el
pequeño Ruiseñor que había construido el nido en sus
ramajes.
—Cántame, por favor, una última canción —le susurró la
encina—, porque voy a sentirme muy sola cuando te hayas
ido.
Y el Ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el
agua que cae de una jarra de plata.
Cuando terminó la canción del Ruiseñor, se levantó el
Estudiante y sacó del bolsillo un cuadernito y un lápiz.
—He de admitir que ese pájaro tiene estilo —se dijo a sí
mismo caminando por la alameda—, eso no puede negarse;
pero ¿acaso siente lo que canta? Temo que no, debe ser
como tantos artistas, puro estilo y nada de sinceridad.
Jamás se sacrificaría por alguien, piensa solamente en
música y ya se sabe que el arte es egoísta. Sin embargo,
debo reconocer que su voz da notas muy bellas. ¡Lástima
que no signifiquen nada, o que no signifiquen nada
importante para nadie!
Luego entró en su alcoba, y, echándose sobre su cama,
comenzó de nuevo a pensar en su amor.
Después de unos momentos se quedó dormido.
Cuando la luna alumbró en los cielos, el Ruiseñor voló hacia
el rosal, y apoyó su pecho sobre la mayor de las espinas.
Toda la noche estuvo cantando con el pecho contra la
espina, y la luna fría y cristalina se inclinó para escuchar.
Toda la noche estuvo cantando así apoyado, y la espina se
hundía más y más en su carne y la sangre de su vida se
derramaba en el rosal.
Cantó primero al nacimiento del Amor en el corazón de los
adolescentes. Entonces, en la rama más alta del rosal
floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo como
canción tras canción. Al principio era pálida, como la niebla
que flota sobre el río; pálida como los pies de la mañana y
plateada como las alas de la aurora. La rosa que floreció en
la rama más alta del rosal era como el reflejo de una rosa
en un cáliz de plata, era como el reflejo de una rosa en
espejo de agua.
El rosal le gritó al Ruiseñor para que apretara más su pecho
contra la espina.
—¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o el
día llegará antes de haber terminado de fabricar la rosa!
Y el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y más y más
creció su canto porque ahora cantaba el nacimiento de la
pasión en el alma de un joven y de una virgen.
Y un delicado rubor comenzó a cubrir las hojas de la rosa,
como el rubor que cubre las mejillas del novio cuando besa
los labios de su prometida.
Pero la espina no llegaba todavía al corazón del corazón, y
el corazón de la rosa permanecía blanco, porque sólo la
sangre de un ruiseñor puede enrojecer el corazón de una
rosa.
Y el rosal le gritó al Ruiseñor para que se apretara más aún
contra la espina.
—¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o
llegará el día antes de haber terminado de fabricar la rosa!
Y el Ruiseñor se apretó más aún contra la espina, y la
espina al fin le alcanzó el corazón. Un terrible dolor lo
traspasó. Más y más amargo era el dolor, y más y más
impetuosa se hacía su canción, porque ahora cantaba el
Amor sublimado por la muerte, el Amor que no puede
aprisionar la tumba.
Y la rosa del rosal se puso camersí como la rosa del cielo
del Oriente. Su corona de pétalos era púrpura como es
purpúreo el corazón de un rubí.
La voz del Ruiseñor ya desmayaba, sus alitas comenzaron a
agitarse, y una nube le cayó sobre sus ojos. Su canto
desmayaba más y más, y sentía que algo le obstruía la
garganta.
Entonces tuvo una última explosión de música. Al oírla la
luna blanca se olvidó del alba y se demoró en el horizonte.
Al oírla la rosa roja tembló de éxtasis y abrió sus pétalos al
frescor de la mañana. El eco llevó la canción a la caverna de
las montañas, y despertó a los pastores dormidos. Luego
navegó entre los juncos del río que llevaron el mensaje
hasta el mar.
—¡Mira, mira —gritó el rosal—, la rosa ya está terminada!
Pero el Ruiseñor no contestó, porque estaba muerto con la
espina clavada en su corazón.
Ya era eso del mediodía cuando despertó el Estudiante;
abrió la ventana y miró hacia afuera.
—¡Caramba, qué maravillosa visión! —exclamó—. ¡Una rosa
roja! En mi vida he visto una rosa semejante. Es tan
hermosa que estoy seguro que tiene un nombre muy largo
en latín.
Se inclinó por el balcón y la cortó.
En seguida se caló el sombrero, y con la rosa en la mano,
corrió a la casa del profesor.
La hija del profesor estaba sentada cerca de la puerta,
devanando una madeja de seda azul, con su perrito a los
pies.
—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —
exclamó el Estudiante—. Aquí tienes la rosa más roja de
todo el mundo. Esta noche la prenderás sobre tu corazón y
como bailaremos juntos podré decirte cuánto te amo.
Pero la jovencita frunció el ceño.
—Me temo que no va a hacer juego con mi vestido nuevo
—repuso—, Y, además el sobrino del
Chambelán me envió unas joyas de verdad, y todo el
mundo sabe que las joyas son más caras que las flores.
—Eres una ingrata incorregible —dijo agriamente el
Estudiante, y tiró con ira la rosa al arroyo donde un carro la
aplastó al pasar.
—¿Ingrata? —dijo la muchacha—. Yo te digo que eres un
grosero. ¿Qué eres tú, después de todo?
Sólo un estudiante, y ni siquiera creo que lleves hebillas de
plata en los zapatos, como lo hace el sobrino del
Chambelán.
Y muy altanera se metió en su casa.
—¡Qué cosa más estúpida es el Amor! —se dijo el
Estudiante mientras caminaba—. No es ni la mitad de útil
que la Lógica, porque no demuestra nada y le habla a uno
siempre de cosas que no suceden nunca, y hace creer
verdades que no son ciertas. En realidad no es nada
práctico, y como en estos tiempos ser práctico es serlo
todo, volveré a la Filosofía y al estudio de la Metafísica.
Y al llegar a su casa, abrió un libro lleno de polvo, y se
puso a leer.
FIN
EL CUERVO
EDGAR ALLAN POE
Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada,
meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral
y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,
como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.
"Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal;
sólo eso y nada más."
¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre!
Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.
Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma
en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal
de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar
y aquí nadie nombrará.
Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas
me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal
que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:
"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;
un tardío visitante esperando en mi portal.
Sólo eso y nada más".
Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:
"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar
pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido
y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal
que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el portal:
sólo sombras, nada más.
La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,
y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;
pero en este silencio atroz, superior a toda voz,
sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a
susurrar...
sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco volvióla a nombrar.
Sólo eso y nada más.
Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos
pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.
"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;
veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.
Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.
¡Es el viento y nada más!".
Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,
agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.
Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,
con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,
en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;
fue, posose y nada más.
Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,
en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.
"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser
osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;
¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa
sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,
pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido
ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.
Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal
que se llamara "Nunca más".
Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,
como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.
No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna
hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;
por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".
Dijo entonces: "Nunca más".
Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;
"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar
del repertorio olvidado de algún amo desgraciado
que en su caída redujo sus canciones a un refrán:
"Nunca, nunca más".
Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía
planté una silla mullida frente al ave y el portal;
y hundido en el terciopelo me afané con recelo
en descubrir que quería la funesta ave ancestral
al repetir: "Nunca más".
Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra
al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;
eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada
sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.
¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,
y ya no usará nunca más!
Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso
mecido por serafines de leve andar musical.
"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Dios estos ángeles dirige
hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!
¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".
Dijo el cuervo: "Nunca más".
"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad
trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,
a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,
dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,
dile a este desventurado si en el Edén lejano
a Leonor, ahora entre ángeles, un día podré abrazar".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".
"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un paso atrás;
¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!
¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje
quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,
en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;
y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;
y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,
no se alzará...¡nunca más!
.
MOMO
MICHAEL ENDE
Primera parte:
Momo y sus amigos
Una ciudad grande y una niña pequeña
En los viejos, viejos tiempos cuando los hombres hablaban
todavía muchas otras lenguas, ya había en los países
ciudades grandes y suntuosas. Se alzaban allí los palacios
de reyes y emperadores, había en ellas calles anchas,
callejas estrechas y callejuelas intrincadas, magníficos
templos con estatuas de oro y mármol dedicadas a los
dioses; había mercados multicolores, donde se ofrecían
mercaderías de todos los países, y plazas amplias donde la
gente se reunía para comentar las novedades y hacer o
escuchar discursos. Sobre todo, había allí grandes teatros.
Tenían el aspecto de nuestros circos actuales, sólo que
estaban hechos totalmente de sillares de piedra. Las filas de
asientos para los espectadores estaban escalonadas como
en un gran embudo.
Vistos desde arriba, algunos de estos edificios eran
totalmente redondos, otros más ovalados y algunos hacían
un ancho semicírculo. Se les llamaba anfiteatros.
Había algunos que eran tan grandes como un campo de
fútbol y otros más pequeños, en los que sólo cabían unos
cientos de espectadores. Algunos eran muy suntuosos,
adornados con columnas y estatuas, y otros eran sencillos,
sin decoración.
Esos anfiteatros no tenían tejado, todo se hacía al aire libre.
Por eso, en los teatros suntuosos se tendían sobre las filas
de asientos tapices bordados de oro, para proteger al
público del ardor del sol o de un chaparrón repentino. En
los teatros más humildes cumplían la misma función cañizos
de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal como
la gente se los podía permitir. Pero todos querían tener
uno, porque eran oyentes y mirones apasionados.
Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o
cómicos que se representaban en la escena, les parecía que
la vida representada era, de modo misterioso, más real que
su vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra
realidad.
Han pasado milenios desde entonces. Las grandes ciudades
de aquel tiempo han decaído, los templos y palacios se han
derrumbado. El viento y la lluvia, el frío y el calor han
limado y excavado las piedras, de los grandes teatros no
quedan más que ruinas. En los agrietados muros, las
cigarras cantan su monótona canción y es como si la tierra
respirara en sueños.
Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen
siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida en ellas
es diferente. La gente va en coche o tranvía, tiene teléfono
y electricidad. Pero por aquí o por allí, entre los edificios
nuevos, quedan todavía un par de columnas, una puerta, un
trozo de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos
días.
En una de esas ciudades transcurrió la historia de Momo.
Fuera, en el extremo sur de esa gran ciudad, allí donde
comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas
son cada vez más miserables, quedan, ocultas en un pinar,
las ruinas de un pequeño anfiteatro. Ni siquiera en los
viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel
entonces era, digamos, un teatro para gente humilde. En
nuestros días, es decir, en la época en que se inició la
historia de Momo, las ruinas estaban casi olvidadas. Sólo
unos pocos catedráticos de arqueología sabían que existían,
pero no se ocupaban de ellas porque ya no había nada que
investigar. Tampoco era un monumento que se pudiera
comparar con los otros que había en la gran ciudad. De
modo que sólo de vez en cuando se perdían por allí unos
turistas, saltaban por las filas de asientos, cubiertas de
hierbas, hacían ruido, hacían alguna foto y se iban de
nuevo. Entonces volvía el silencio al círculo de piedra y las
cigarras cantaban la siguiente estrofa de su interminable
canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de
las estrofas anteriores.
En realidad, sólo las gentes de los alrededores conocía el
curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los
niños usaban la plaza redonda para jugar a la pelota y a
veces se encontraban ahí, de noche, algunas parejitas.
Pero un día corrió la voz entre la gente de que últimamente
vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una
niña. No lo podían decir exactamente, porque iba vestida
de un modo muy curioso. Parecía que se llamaba Momo o
algo así.
El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto
desusado y acaso podía asustar algo a la gente que da
mucha importancia al aseo y al orden. Era pequeña y
bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad se
podía decir si tenía ocho años sólo o ya tenía doce. Tenía el
pelo muy ensortijado, negro, como la pez, y con todo el
aspecto de no haberse enfrentado jamás a un peine o unas
tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, muy hermosos y
también negros como la pez y unos pies del mismo color,
pues casi siempre iba descalza.
Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero
solían ser diferentes, descabalados, y además le quedaban
demasiado grandes. Eso era porque Momo no poseía nada
más que lo que encontraba por ahí o lo que le regalaban.
Su falda estaba hecha de muchos remiendos de diferentes
colores y le llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un
chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, cuyas
mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no
quería cortarlas porque recordaba, previsoramente, que
todavía tenía que crecer. Y quién sabe si alguna vez volvería
a encontrar un chaquetón tan grande, tan práctico y con
tantos bolsillos.
Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba, había
unas cámaras medio derruidas, a las que se podía llegar por
un agujero en la pared. Allí se había instalado Momo como
en su casa. Una tarde llegaron unos cuantos hombres y
mujeres de los alrededores que trataron de interrogarla.
Momo los miraba asustada, porque temía que la echaran.
Pero pronto se dio cuenta de que eran gente amable.
Ellos también eran pobres y conocían la vida.
—Y bien —dijo uno de los hombres—, parece que te gusta
esto.
—Sí —contestó Momo.
—¿Y quieres quedarte aquí?
—Sí, si puedo.
—Pero, ¿no te espera nadie?
—No.
—Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa?
—Ésta es mi casa.
—¿De dónde vienes, pequeña?
Momo hizo con la mano un movimiento indefinido,
señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.
—¿Y quiénes son tus padres? —siguió preguntando el
hombre.
La niña lo miró perpleja, también a los demás, y se encogió
un poco de hombros. La gente se miró y suspiró.
—No tengas miedo —siguió el hombre—. No queremos
echarte.
Queremos ayudarte.
Momo asintió muda, no del todo convencida.
—Dices que te llamas Momo, ¿no es así?
—Sí.
—Es un nombre bonito, pero no lo he oído nunca. ¿Quién
te ha llamado así?
—Yo —dijo Momo.
—¿Tú misma te has llamado así?
—Sí.
—¿Y cuándo naciste?
Momo pensó un rato y dijo, por fin:
—Por lo que puedo recordar, siempre he existido.
—¿Es que no tienes ninguna tía, ningún tío, ninguna abuela,
Momo miró al hombre y calló un rato. Al fin murmuró:
—Ésta es mi casa.
—Bien, bien —dijo el hombre—. Pero todavía eres una niña.
¿Cuántos años tienes?
—Cien —dijo Momo, como dudosa.
La gente se rió, pues lo consideraba un chiste.
—Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes?
—Ciento dos —contestó Momo, un poco más dudosa
todavía.
La gente tardó un poco en darse cuenta de que la niña sólo
conocía un par de números que había oído por ahí, pero
que no significaban nada, porque nadie le había enseñado
a contar.
—Escucha —dijo el hombre, después de haber consultado
con los demás—. ¿Te parece bien que le digamos a la
policía que estás aquí? Entonces te llevarían a un hospicio,
donde tendrías comida y una cama y donde podrías
aprender a contar y a leer y a escribir y muchas cosas más.
¿Qué te parece, eh?
—No —murmuró—. No quiero ir allí. Ya estuve allí una vez.
También había otros niños. Había rejas en las ventanas.
Había azotes cada día, y muy injustos. Entonces, de noche,
escalé la pared y me fui. No quiero volver allí.
—Lo entiendo —dijo un hombre viejo, y asintió. Y los
demás también lo entendían y asintieron.
—Está bien —dijo una mujer—. Pero todavía eres muy
pequeña.
“Alguien” ha de cuidar de ti.
—Yo —contestó Momo aliviada.
—¿Ya sabes hacerlo? —preguntó la mujer.
Momo calló un rato y dijo en voz baja:
—No necesito mucho.
La gente volvió a intercambiar miradas, a suspirar y a
asentir.
—Sabes, Momo —volvió a tomar la palabra el hombre que
había hablado primero—, creemos que quizá podrías
quedarte con alguno de nosotros. Es verdad que todos
tenemos poco sitio, y la mayor parte ya tenemos un
montón de niños que alimentar, pero por eso creemos que
uno más no importa. ¿Qué te parece eso, eh?
—Gracias —dijo Momo, y sonrió por primera vez—. Muchas
gracias. Pero, ¿por qué no me dejáis vivir aquí?
La gente estuvo discutiendo mucho rato, y al final estuvo
de acuerdo. Porque aquí, pensaban, Momo podía vivir igual
de bien que con cualquiera de ellos, y todos juntos
cuidarían de ella, porque de todos modos sería mucho más
fácil hacerlo todos juntos que uno solo.
Empezaron en seguida, limpiaron y arreglaron la cámara
medio derruida en la que vivía Momo todo lo bien que
pudieron. Uno de ellos, que era albañil, construyó incluso
un pequeño hogar. También encontraron un tubo de
chimenea oxidado. Un viejo carpintero construyó con unas
cajas una mesa y dos sillas. Por fin, las mujeres trajeron una
vieja cama de hierro fuera de uso, con adornos de madera,
un colchón que sólo estaba un poco roto y dos mantas. La
cueva de piedra debajo del escenario se había convertido
en una acogedora habitación. El albañil, que tenía aptitudes
artísticas, pintó un bonito cuadro de flores en la pared.
Incluso pintó el marco y el clavo del que colgaba el cuadro.
Entonces vinieron los niños y los mayores y trajeron la
comida que les sobraba, uno un pedacito de queso, el otro
un pedazo de pan, el tercero un poco de fruta y así los
demás.
Y como eran muchos niños, se reunió esa noche en el
anfiteatro un nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta
en honor de la instalación de Momo. Fue una fiesta muy
divertida, como sólo saben celebrarlas la gente modesta.
Así comenzó la amistad entre la pequeña Momo y la gente
de los alrededores.
LA ISLA DEL TESORO
ROBERT LOUIS STEVENSON
Capítulo 1
Y el viejo marino llegó a la posada
del «Almirante Benbow»
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros
caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo
referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin
mencionar la posi ción de la isla, ya que todavía en ella
quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en
este año de gracia de 17... y mi memoria se remonta al
tiempo en que mi padre era dueño de la hostería
«Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su
rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro
techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío
llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una
especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio,
macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos
dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los
hombros de una casaca que había sido azul; tenía las
manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y
rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un
costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la
ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a
cantar aquella antigua canción marinera que después tan a
menudo le escucharía:
«Quince hombres en el cofre del muerto...
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras
del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una
especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando
acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió
que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo
bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la
lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los
acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba
sobre la puerta de nuestra posada.
-Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy
bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?
Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por
desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh,
tú, compadre! -le gritó al hombre que arrastraba las
angarillas-. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre.
Voy a hospedarme unos días -continuó-.
Soy hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que
quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los
barcos. ¿Que cuál es mi nombre?
Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona,
camarada... -y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el
umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese
dinero -dijo con la misma voz con que podía mandar un
barco.
Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones
indignas, no tenía el aire de un simple marinero, sino la de
un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a
castigar. El hombre que había portado las angarillas nos
dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia
delante del «Royal George» y que allí se había informado
de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo
que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo
lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había
preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día
vagabundeaba en torno a la ensenada o por los
acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la
velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego,
bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi
nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la
cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla;
por lo que tanto nosotros como los clientes habituales
pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al
volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el
camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio
pensamos que echaba de menos la compañía de gente de
su condición, pero después caímos en la cuenta de que
precisamente lo que trataba era de esquivarla.
Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow»
(como de tiempo en tiempo solían hacer los que se
encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él
espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de
la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto
en presencia de los forasteros. Yo era el único para quien
su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo,
participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte
y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de
mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de
un marino con una sola pierna». Muchas veces, al llegar el
día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un
tremendo bufido, mirándome con tal cólera, que llegabaa
inspirarme temor; pero, antes de acabar la semana parecía
pensarlo mejor y me daba mis cuatro peniques y me
repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino
con una sola pierna».
No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron
con las más terribles imágenes del mutilado. En noches de
borrasca, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la
casa y la marejada rugía en la cala rompiendo contra los
acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las
más diabólicas expresiones.
Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla; otras, por
la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única
pierna que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la
peor de mis pesadillas, correr y perseguirme saltando
estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro
pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.
Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una
sola pierna, yo era, de cuantos trataban al capitán, quizá el
que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía
mas ron de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba sus
viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a
cuantos lo rodeábamos; en oca siones pedía una ronda
para todos los presentes y obligaba a la atemorizada
clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y a
corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la
casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos
los asistentes se apresuraban a acompañar a cuál más
fuerte por temor a despertar su ira. Porque en esos
arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha
visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a
todos y estallaba enfurecido tanto si alguien lo interrumpía
como si no, pues sospechaba que el corro no seguía su
relato con interés. Tampoco permitía que nadie abandonase
la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba
soñoliento, y dando tumbos se encaminaba hacia su lecho.
Y aun con esto, lo que mas asustaba a la gente eran las
historias que costaba. Terroríficos relatos donde desfilaban
ahorcados, condenados que «pasaban por la plancha»,
temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga y
otros siniestros parajes de la América Española. Según él
mismo contaba, había pasado su vida entre la gente más
despiadada que Dios lanzó a los mares; y el vocabulario con
que se refería a ellos en sus relatos escandalizaba a
nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que
describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la
ruina de nuestra posada, porque pronto la gente se
cansaría de venir para sufrir humillaciones y luego terminar
la noche sobrecogida de pavor; pero yo tengo para mí que
su presencia nos fue de provecho. Porque los clientes, que
al principio se sentían atemorizados, luego, en el fondo,
encontraban deleite: era una fuente de emociones, que
rompía la calmosa vida en aquella comarca; y había incluso
algunos, de entre los mozos, que hablaban de él con
admiración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y
«un viejo tiburón» y otros apelativos por el estilo; y
afirmaban que hombres como aquél habían ganado para
Inglaterra su reputación en el mar.
Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por
arruinarnos; porque semana tras semana, y después, mes
tras mes, continuó bajo nuestro techo, aunque desde hacía
mucho ya su dinero se había gastado; y, cuando mi padre
reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera
más, el capitán soltaba un bufido que no parecía humano y
clavaba los ojos en mi padre tan fieramente, que el pobre,
aterrado, salía a escape de la estancia. Cuántas veces le he
visto, después de una de estas desairadas escenas,
retorcerse las manos de desesperación, y estoy convencido
de que el enojo y el miedo en que vivió ese tiempo
contribuyeron a acelerar su prematura y desdichada muerte.
En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el
capitán su indumentaria, salvo unas medias que compró a
un buhonero. Un ala de su sombrero se desprendió un día,
y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso que debía
resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su
vieja casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que
al final ya no era sino puros remiendos. Nunca escribió
carta alguna y tampoco recibía, ni jamás habló con otra
persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos
sólo cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca
pudimos sorprender abierto su cofre de marino.
Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente,
y ocurrió ya cerca de su final, y cuando el de mi padre
estaba también cercano, consumiéndose en la postración
que acabó con su vida. El doctor Livesey había llegado al
atardecer para visitar a mi padre, y, después de tomar un
refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar
una pipa mientras aguardaba a que trajesen su caballo
desde el caserío, pues en la vieja «Benbow» no teníamos
establo.
Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó el contraste que
hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y
sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con
nuestros rústicos vecinos; pero sobre todo el que hacía con
aquella especie de inmundo y legañoso espantapájaros, que
era lo que realmente parecía nuestro desvalijador, tirado
sobre la mesa y abotargado por el ron.
Pero súbitamente el capitán levantó los ojos y rompió a
cantar:
«Quince hombres en el cofre del muerto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!
El ron y Satanás se llevaron al resto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡ Y una botella de ron»
Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto»
debía ser aquel enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto
frontero; y esa idea anduvo en mis pesadillas mezclada con
las imágenes del marino con una sola pierna. Pero a
aquellas alturas de la historia no reparábamos mucho en la
canción y solamente era una novedad para el doctor
Livesey, al que por cierto no le causó un agradable efecto,
ya que pude observar cómo levantaba por un instante su
mirada cargada de enojo, aunque continuó conversando
con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de un nuevo
remedio para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto,
empezó a reanimarse bajo los efectos de su propia música
y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal que ya todos
conocíamos y que quería imponer silencio. Todas las voces
se detuvieron, menos la del doctor Livesey, que continuó
hablando sin inmutarse con su voz clara y de amable tono,
mientras daba de vez en cuando largas chupadas a su pipa.
El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un
nuevo manotazo en la mesa y con el más bellaco de los
vozarrones gritó:
-¡Silencio en cubierta!
-¿Os dirigís a mí, caballero? -preguntó el médico. Y cuando
el rufián, mascullando otro juramento, le respondió que así
era, el doctor Livesey replicó-: So lamente he de deciros
una cosa: que, si continuáis bebiendo ron, el mundo se verá
muy pronto a salvo de un despreciable forajido.
La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero
fue terrible. Se levantó de un salto y sacó su navaja, se
escuchó el ruido de sus muelles al abrirla y, balanceándola
sobre la palma de la mano, amenazó al doctor con clavarlo
en la pared.
El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al
capitán, por encima del hombro, elevando el tono de su
voz para que todos pudieran escucharle, perfectamente
tranquilo y firme:
-Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor,
que en el próximo Tribunal del Condado os haré ahorcar.
Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las
miradas, pero el capitán amainó, se guardó su arma y volvió
a sentarse gruñendo como un perro apaleado.
-Y ahora, señor -continuó el doctor-, puesto que no ignoro
su desagradable presencia en mi distrito, podéis estar
seguro de que no he de perderos de vista. No sólo soy
médico, también soy juez, y, si llega a mis oídos la más
mínima queja sobre vuestra conducta, aunque sólo fuera
por una insolencia como la de esta noche, tomaré las
medidas para que os detengan y expulsen de estas tierras.
Basta.
Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del
doctor Livesey, y éste montó y se fue; el capitán
permaneció tranquilo aquella noche y he de decir que otras
muchas a partir de ésta.
LOS VIAJES DE GULLIVER
JONATHAN SWIFT
Primera Parte
Un viaje a Liliput
Capítulo 1
El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de
sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a
nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho
prisionero e internado...
Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire.
De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio
Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí
residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como
mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta,
representaba una carga demasiado grande para una tan
reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates,
eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro
años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba
de vez en cuando fui aprendiendo navegación y otras
partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues
siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi
suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi
padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún
otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de
treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este
último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro
de que me sería útil en largas travesías.
Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación
de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico
en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham
Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos
a Oriente y varios a otros puntos.
Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que
me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí
recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa
pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar
estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de
míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate
Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.
Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después,
y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio;
porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de
tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi
mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui
médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años
hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo
cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis
horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y
modernos, y a este propósito siempre llevaba buen
repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos,
en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales,
así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran
facilidad la firmeza de mi memoria.
El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí
del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás
familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí
a Wapping, esperando encontrar clientela entre los
marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres
años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté
un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard,
patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar
del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de
1699, y la travesía al principio fue muy próspera.
No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector
con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas.
Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales
fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de
la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos
encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur.
De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del
trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se
encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre,
que es el principio del verano en aquellas regiones, los
marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba
una roca a obra de medio cable de distancia del barco;
pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que
nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis
tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a
la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la
roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta
que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos
ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el
barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al
cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte
volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote,
como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que
quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo
que perecerían todos.
En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y
marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin
encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era
imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta
había amainado mucho.
El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla
para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a
eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro
cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni
habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable
condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado
en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la
media pinta de aguardiente que me había bebido al
abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me
tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más
profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y
durante unas nueve horas, según pude ver, pues al
despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude
moverme; me había echado de espaldas y me encontraba
los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos
lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del
mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras
que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos
hasta los muslos. Sólo podía mirar hacia arriba; el sol
empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a
mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía
solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí
moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que,
avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó
casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto
pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya
altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las
manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos
cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas,
seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí
Jonathan Swift: Viajes de Gulliver tan fuerte, que todos ellos
huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron
después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al
saltar de mis costados a la arena.
No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se
arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara,
levantando los brazos y los ojos con extremos de
admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien
distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas
palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que
querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato
fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por
libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar
las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo
-pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que
se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un
fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las
cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado
izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos
pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de
que yo pudiera atraparlas.
Sucedido esto, se produjo un enorme vocerío en tono
agudísimo, y cuando hubo cesado, oí que uno gritaba con
gran fuerza: Tolpo phonac. Al instante sentí más de cien
flechas descargadas contra mi mano izquierda, que me
pinchaban como otras tantas agujas; y además hicieron otra
descarga al aire, al modo en que en Europa lanzamos por
elevación las bombas, de la cual muchas flechas me cayeron
sobre el cuerpo -por lo que supongo, aunque yo no las
noté- y algunas en la cara, que yo me apresuré a cubrirme
con la mano izquierda.
Cuando pasó este chaparrón de flechas oí lamentaciones de
aflicción y sentimiento; y hacía yo nuevos esfuerzos por
desatarme, cuando me largaron otra andanada mayor que
la primera, y algunos, armados de lanzas, intentaron
pincharme en los costados. Por fortuna, llevaba un chaleco
de ante que no pudieron atravesar.
Juzgué el partido más prudente estarme quieto acostado; y
era mi designio permanecer así hasta la noche, cuando, con
la mano izquierda ya desatada, podría libertarme fácilmente.
En cuanto a los habitantes, tenía razones para creer que yo
sería suficiente adversario para el mayor ejército que
pudieran arrojar sobre mí, si todos ellos eran del tamaño de
los que yo había visto. Pero la suerte dispuso de mí en otro
modo. Cuando la gente observó que me estaba quieto, ya
no disparó más flechas; pero por el ruido que oía conocí
que la multitud había aumentado, y a unas cuatro yardas
de mí, hacia mi oreja derecha, oí por más de una hora un
golpear como de gentes que trabajasen. Volviendo la
cabeza en esta dirección tanto cuanto me lo permitían las
estaquillas y los cordeles, vi un tablado que levantaba de la
tierra cosa de pie y medio, capaz para sostener a cuatro de
los naturales, con dos o tres escaleras de mano para subir;
desde allí, uno de ellos, que parecía persona de calidad,
pronunció un largo discurso, del que yo no comprendí una
sílaba.
Olvidaba consignar que esta persona principal, antes de
comenzar su oración, exclamó tres veces: Langro dehul san.
(Estas palabras y las anteriores me fueron después repetidas
y explicadas.) Inmediatamente después, unos cincuenta
moradores se llegaron a mí y cortaron las cuerdas que me
sujetaban al lado izquierdo de la cabeza, gracias a lo cual
pude volverme a la derecha y observar la persona y el
ademán del que iba a hablar. Parecía el tal de mediana
edad y más alto que cualquiera de los otros tres que le
acompañaban, de los cuales uno era un paje que le
sostenía la cola, y aparentaba ser algo mayor que mi dedo
medio, y los otros dos estaban de pie, uno a cada lado,
dándole asistencia. Accionaba como un consumado orador
y pude distinguir en su discurso muchos períodos de
amenaza y otros de promesas, piedad y cortesía.
Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso,
alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como
quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de
hambre, pues no había probado bocado desde muchas
horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las
demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar
mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del
buen tono - llevándome el dedo repetidamente a la boca
para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así
llaman ellos a los grandes señores, según supe después-
me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que
se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un
centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia
mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían
sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la
primera seña que hice. Observé que era la carne de varios
animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había
brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y
muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de
calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me
tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del
tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían
buenamente, dando mil muestras de asombro y maravilla
por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me
diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no
me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes
ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de
sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y
le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo
que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta,
y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque
mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que
me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más;
pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube
realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y
bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al
principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender
que echase abajo los dos barriles, después de haber
avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole:
Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles
estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a
menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme
por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros
cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la
mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo
que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo
peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi
honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi
sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya
entonces me consideraba obligado por las leyes de la
hospitalidad a una gente que me había tratado con tal
esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis
adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de
estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por
mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar
solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como
yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo,
cuando observaron que ya no pedía más de comer, se
presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de
Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por
la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la
cara con una docena de su comitiva, y sacando sus
credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los
ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado,
pero con tono de firme resolución. Frecuentemente,
apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la
capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido
que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que
de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña
indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su
Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su
séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender
que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió
bastante bien, porque movió la cabeza a modo de
desaprobación y colocó la mano en posición que me
descubría que había de llevárseme como prisionero. No
obstante, añadió otras señas para hacerme comprender que
se me daría de comer y beber en cantidad suficiente y buen
trato.
Con esto intenté una vez más romper mis ligaduras; pero
cuando volví a sentir el escozor de las flechas en la cara y
en las manos, que tenía llenas de ampollas, sobre las que
iban a clavarse nuevos dardos, y también cuando observé
que el número de mis enemigos había crecido, hice
demostraciones de que podían disponer de mí a su talante.
Entonces el hurgo y su acompañamiento se apartaron con
mucha cortesía y placentero continente. Poco después oí
una gritería general, en que se repetían frecuentemente las
palabras Peplom Selan y noté que a mi izquierda
numerosos grupos aflojaban los cordeles, a tal punto que
pude volverme hacia la derecha. Antes me habían untado la
cara y las dos manos con una especie de ungüento de olor
muy agradable y que en pocos minutos me quitó por
completo el escozor causado por las flechas. Estas
circunstancias, unidas al refresco de que me habían servido
las viandas y la bebida, que eran muy nutritivas, me
predispusieron al sueño.
Dormí unas ocho horas, según me aseguraron después; y
no es de extrañar, porque los médicos, de orden del
emperador, habían echado una poción narcótica en los
toneles de vino.
A lo que parece, en el mismo momento en que me
encontraron durmiendo en el suelo, después de haber
llegado a tierra, se había enviado rápidamente noticia con
un propio al emperador, y éste determinó en consejo que
yo fuese atado en el modo que he referido –lo que fue
realizado por la noche, mientras yo dormía-, que se me
enviase carne y bebida en abundancia y que se preparase
una máquina para llevarme a la capital.
Esta resolución quizá parezca temeraria, y estoy cierto de
que no sería imitada por ningún príncipe de Europa en caso
análogo; sin embargo, a mi juicio, era en extremo prudente,
al mismo tiempo que generosa. Suponiendo que esta gente
se hubiera arrojado a matarme con sus lanzas y sus flechas
mientras dormía, yo me hubiese despertado seguramente a
la primera sensación de escozor, sensación que podía haber
excitado mi cólera y mi fuerza hasta el punto de hacerme
capaz de romper los cordeles con que estaba sujeto,
después de lo cual, e impotentes ellos para resistir, no
hubiesen podido esperar merced.
Estas gentes son excelentísimos matemáticos, y han llegado
a una gran perfección en las artes mecánicas con el amparo
y el estímulo del emperador, que es un famoso protector
de la ciencia. Este príncipe tiene varias máquinas montadas
sobre ruedas para el transporte de árboles y otros grandes
pesos. Muchas veces construye sus mayores buques de
guerra, de los cuales algunos tienen hasta nueve pies de
largo, en los mismos bosques donde se producen las
maderas, y luego los hace llevar en estos ingenios tres o
cuatrocientas yardas, hasta el mar. Quinientos carpinteros e
ingenieros se pusieron inmediatamente a la obra para
disponerla mayor de las máquinas hasta entonces
construida. Consistía en un tablero levantado tres pulgadas
del suelo, de unos siete pies de largo y cuatro de ancho, y
que se movía sobre veintidós ruedas. Los gritos que oí eran
ocasionados por la llegada de esta máquina, que, según
parece, emprendió la marcha cuatro horas después de
haber pisado yo tierra. La colocaron paralela a mí; pero la
principal dificultad era alzarme y colocarme en este
vehículo. Ochenta vigas, de un pie de alto cada una, fueron
erigidas para este fin, y cuerdas muy fuertes, del grueso de
bramantes, fueron sujetas con garfios a numerosas fajas con
que los trabajadores me habían rodeado el cuello, las
manos, el cuerpo y las piernas.
Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas
cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en
menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la
máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo
contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo
en profundo sueño, debido a la fuerza de aquel
medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos
de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro
pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la
metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de
distancia.
Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro
viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo.
Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé
qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la
curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se
subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta
mi cara.
Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su
chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena
altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo
estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin
ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí
yo la causa de haberme despertado tan de repente.
Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y
descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado,
la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas,
dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la
mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha,
y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las
puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos
salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no
quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad
pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo.
En el sitio donde se paró el carruaje había un templo
antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que,
mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato
cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de
aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde
entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos
los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había
dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al
Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así
que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de
la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas
del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó
noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en
Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me
ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis
candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran
carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de
lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con
muchos principales caballeros de su corte para aprovechar
la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no
los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil
habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a
pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de
diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con
ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un
edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte.
Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería
imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que
me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más
melancólico en que en mi vida me había encontrado. El
ruido y el asombro de la gente al verme levantar y andar
no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la
pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no
sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia
adelante en semicírculo, sino que también, como estaban
fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar
por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
MIGUEL DE CERVANTES
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1: Que trata de la condición y ejercicio del
famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de
los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón
las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas
los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda. El resto della
concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se
honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una
ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no
llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así
ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad
de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran
madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o
Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores
que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles
se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa
poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se
salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber, que este
sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran
los más del año) se daba a leer libros de caballerías con
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda;
y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió
muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar
libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos
cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían
tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de
Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas
razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba
a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en
muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a
mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que
con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también
cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad
divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen
merecedora del merecimiento que merece la vuestra
grandeza.
Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el
juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el
sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien
con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se
imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen
curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno
de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor
aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma,
y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin
duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros
mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar
(que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál
había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís
de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo,
decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si
alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de
Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición
para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón
como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en
zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le
pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de
turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se
le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio.
Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros,
así de encantamientos, como de pendencias, batallas,
desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de
aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había
otra historia más cierta en el mundo. Decía él, que el Cid
Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía
que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo
un revés había partido por medio dos fieros y
descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el
encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando
ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía
mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de
aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y
descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre
todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más
cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y
cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era
todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una
mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y
aun a su sobrina de añadidura. En efecto, rematado ya su
juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra, como para el
servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las
aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído,
que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo
todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y
fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su
brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con
estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño
gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo
que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas,
que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y
llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y
olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que
pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía
celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su
industria, porque de cartones hizo un modo de media
celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia
de celada entera.
Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al
riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos
golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que
había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la
facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse
de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas
barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva
experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de
encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más
cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela,
que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo
de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le
podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón
que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí,
estuviese sin nombre conocido; y así procuraba
acomodársele, de manera que declarase quien había sido,
antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones:
pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor
estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso
y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo
ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos
nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó
a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar
Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo
de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que
ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del
mundo.
Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso
ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros
ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote, de donde
como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan
verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y
no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose
que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con
llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su
reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de
Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el
nombre de la suya, y llamarse don Quijote de la Mancha,
con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y
patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto
nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a
entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama
de quien enamorarse, porque el caballero andante sin
amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.
Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi
buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y
le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del
cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien
tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque
de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y
rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de
la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el
jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la
Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la
vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de
mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando
halló a quién dar nombre de su dama!
Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer, de quien
él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se
entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien
darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole
nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla
Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso,
nombre a su parecer músico y peregrino y significativo,
como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
LUCES DE BOHEMIA
RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN