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Augusten Burroughs En el dique seco Traducción de Cecilia Ceriani EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

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Augusten Burroughs

En el dique secoTraducción de Cecilia Ceriani

EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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Título de la edición original:DrySt. Martin’s PressNueva York, 2003

Diseño de la colección:Julio VivasIlustración: foto © Kenneth Smith / Nonstock / COVER - Jupiterimages

Primera edición: septiembre 2008

© Augusten Burroughs, 2003

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2008Pedró de la Creu, 5808034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-7490-7Depósito Legal: B. 30269-2008

Printed in Spain

Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo08791 Sant Llorenç d’Hortons

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NOTA DEL AUTOR

Estas memorias se basan en experiencias personales que hevivido durante un periodo de diez años. He cambiado nombres,mezclado personajes y condensado algunas situaciones sucedi-das durante esa década. Algunos episodios son recreaciones ima-ginarias que no intentan reflejar en absoluto hechos reales.

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A la memoria de George Stathakis

Para mi hermano

Y para Dennis

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AGRADECIMIENTOS

Soy muy afortunado al poder contar con una editorialcomo St. Martin’s Press y en especial con John Sargent, Sally Ri-chardson, Matthew Shear, John Murphy, Gregg Sullivan, TiffanyAlvarado, Kim Cardascia, Jeff Capshew, Ken Holland, todo elequipo de ventas de Broadway, Lynn Kovach, Darin Keesler,Tom Siino, George Witte, Lauren Stein, Matt Baldacci y JohnCunningham. Para Frances Coady, con cariño. También megustaría dar las gracias a mi agente literario, el brillante y gene-roso Christopher Schelling de Ralph M. Vicinanza, Ltd. (Hola,Ralph). También agradezco con cariño a Lona Walburn, Jona-than Pepoon, Lawrence David, Suzanne Finnamore, Lynda Pear-son, Jay DePretis, Lori Greenberg, a la preciosa Sheila Cobb y aSteve, su ganso y guapo marido. También deseo mencionar que,cuando necesité comentarios para acompañar la edición de mismemorias Recortes de mi vida, escribí a varios de mis autores pre-feridos y ellos me contestaron. Así que, muchas, muchas gracias:Kurt Andersen, Phillip Lopate, Jay Neugeboren, Gary Krist,Tom Perrotta, A. L. Kennedy, Maxine Kumin, Jerry Stahl, NeilPollack y un agradecimiento especial a David Rakoff y a HavenKimmel. Gracias, Amy Sedaris, por tu increíble apoyo y tusmagdalenas. No puedo dejar de agradecer a los libreros que mehan invitado a leer Recortes de mi vida. Gracias también a Book-

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sense por su apoyo. Y a las miles de personas que me han escri-to correos electrónicos enviándome sus comentarios sobre Re-cortes... gracias. Y por encima de todo, quiero agradecerle a Jen-nifer Enderlin por haber creído en mí desde la primera palabra.

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Primera parte

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HAZLO Y PUNTO

Cuando trabajas en publicidad hay ocasiones en las que tetoca presentar una porquería de producto como si fuese algofantástico, algo fundamental para mantener nuestra calidad devida. Como la vez que tuve que hacer un anuncio de una cremasuavizante para el pelo. La estrategia era: Añada a su cabello unasuavidad palpable, un volumen visible. Pero el producto tenía unproblema: era malísimo. Te dejaba el pelo pegajoso y cuando seprobó en un grupo de mujeres todas lo odiaron. Además, apes-taba. El cabello te quedaba con un olor mezcla de chicle y de-sinfectante. Pero yo tenía que hacer creer a la gente que aquellacrema suavizante era la mejor del mundo. Tenía que procurarleuna imagen atractiva y sexy. Asequible a la vez que deseable.

La publicidad hace que todo parezca mejor de lo que real-mente es. Por eso es el trabajo perfecto para mí. Es una indus-tria que se basa en crear falsas expectativas en la gente. Y pocossaben hacer eso tan bien como yo, puesto que durante años heestado aplicando a mi propia vida los principios básicos de lapublicidad.

Cuando tenía trece años, la loca de mi madre me entregó enadopción al lunático de su psiquiatra. A partir de entonces vivíuna vida miserable, de pedofilia, absentismo escolar y consumode todo tipo de pastillas. Cuando por fin logré escapar, acudí a

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las agencias de publicidad en busca de trabajo, presentándomecomo un joven autodidacta y algo excéntrico, desbordante depasión y nuevas ideas. Me cuidaba mucho de omitir que no te-nía la más mínima noción de ortografía y que practicaba el sexooral desde los trece años.

No hay muchos que consigan entrar en el mundo de la pu-blicidad a la edad de diecinueve años, sin más educación que lasecundaria y sin contactos. No cualquiera puede salir a la calley convertirse en un redactor publicitario de esos que se sientanalrededor de una gran mesa negra y reluciente y sueltan frasesdel tipo de: «Quizás podríamos conseguir que Molly Ringwaldhiciera la voz en off» o «Esto me parece alucinante y superorigi-nal». Pero era exactamente lo que yo quería cuando tenía dieci-nueve años y exactamente lo que conseguí. Tanto que casi lle-gué a pensar que tenía una especie de poder mental capaz decontrolar el mundo.

No podía creer que a esa edad hubiese conseguido un tra-bajo como ayudante de redactor publicitario para la cuenta dela Compañía Nacional de la Patata con un sueldo de diecisietemil dólares al año, que para mí era una fortuna impresionantecomparada con los nueve mil que ganaba dos años antes comocamarero de un Ground Round.

Eso es lo bueno de la publicidad. A los publicitarios les daigual de dónde vengas o quiénes sean tus padres. No les impor-ta nada. Les trae sin cuidado que tengas un escondrijo debajo dela cocina de tu casa repleto de huesos de niñas pequeñas. Siem-pre que seas capaz de maquinar un anuncio mejor para ChuckWagon tienes tu puesto asegurado.

Ahora tengo veinticuatro años e intento no pensar en el pa-sado. Me parece que a estas alturas lo importante es concentrar-se en el trabajo y en el futuro. Sobre todo estando en publici-dad, donde la calidad de tu trabajo sólo se mide a partir de tuúltimo anuncio. Pensar siempre en el mañana es algo intrínsecoa muchas campañas publicitarias.

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Un cuerpo en movimiento tiende a permanecer en movimien-to. (Reebok, Chiat/Day.)

Hazlo y punto. (Nike, Weiden y Kennedy.)Maldita sea, algo no marcha. (Yo hablando con el espejo de

mi cuarto de baño a las cuatro y media de la madrugada, cuan-do ya estoy muy, pero que muy borracho.)

Es martes por la noche y estoy en casa. He llegado haceveinte minutos y me he puesto a revisar el correo. Cada vezque abro una factura, me acojono. No sé por qué, pero mecuesta rellenar un cheque. Siempre retraso ese momento todolo posible, hasta el instante en que están casi a punto de em-bargarme la cuenta. No es porque no tenga para pagar las fac-turas, porque sí lo tengo, sino porque me da pánico enfren-tarme a las responsabilidades. No estoy acostumbrado a leyesni a sistemas y soy un desastre a la hora de conseguir que elteléfono y la luz de mi casa sigan conectados. Guardo todasmis facturas en una caja que tengo junto a la cocina. Las car-tas y las postales de índole personal las pongo sobre mi escri-torio, en el espacio que queda entre el ordenador y la impre-sora.

Suena el teléfono. Dejo que salte el contestador automático.–Hola, soy Jim... Quería saber si te apetece salir un rato y

tomar un trago. Llámame, pero intenta...Levanto el auricular y el contestador automático suelta tal

chillido que parece que estoy estrangulando a un gato.–Sí, por supuesto –le respondo a Jim–. Mi nivel de alcohol

en sangre ha alcanzado unas cotas peligrosamente bajas.–A las nueve en la Taberna Cedar.La Taberna Cedar queda en la esquina de University y la

Doce y yo vivo en la esquina de la Diez con la Tercera Avenida,a unas pocas manzanas. Jim vive en la Doce y la Segunda. Asíque está a medio camino entre ambas casas. Ésa es una de las ra-

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zones por las que me gusta. La otra es que sirven unos martinisgigantescos, unos enormes cuencos de sopa de vodka.

–Nos vemos allí –le contesto, y cuelgo.Jim es un tipo genial. Trabaja de auxiliar en una funeraria.

De hecho, creo que ya no se usa la expresión «auxiliar de fune-raria». Ha ascendido a vendedor de ataúdes o, como él dice, aencargado de «preparativos». El negocio de las pompas fúnebresestá plagado de eufemismos. Nadie «muere» en el mundo de lasfunerarias sino que sencillamente «pasa a mejor vida», como sise fuera de viaje al otro extremo del país.

Jim viste siempre camisas hawaianas, aunque sea pleno in-vierno. Uno diría por su aspecto que es un currante de origen ita-liano, de esos de toda la vida. Por ejemplo, un poli o el dueño deuna pizzería. Pero en realidad es un auxiliar de funeraria de la ca-beza a los pies. El año pasado me regaló dos botellas para micumpleaños. Una contenía una loción de un precioso color rosa;la otra, un líquido ámbar. Conservante y Reconstituyente: líqui-dos para embalsamar. Sus temas de conversación son los típicosque nunca escucharías en una tienda de muebles como PotteryBarn. No soy tan frívolo como para valorar a mis amigos segúnlo que hagan para ganarse la vida, pero tengo que reconocer que,en este caso, su trabajo constituía uno de sus mayores atractivos.

Un par de horas más tarde, llego a la Taberna Cedar y nadamás entrar ya me siento bien. A mi derecha hay una enorme ba-rra de madera de roble centenario tallada a mano hace más deun siglo. Es como un enorme dedo corazón levantado delantedel rostro de los ecologistas. Las paredes de detrás de la barratambién están revestidas de paneles de roble con espejos talla-dos. Junto a los espejos hay lámparas de bronce mate con pan-tallas de cristales coloreados. Ninguna de las bombillas del bartiene una potencia superior a veinticinco vatios. Al fondo del lo-cal hay unos preciosos reservados con altos paneles de madera ypinturas al óleo de perros de caza ingleses y abuelos anónimosposando en sillones de orejas de cuero color burdeos. También

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dan de comer. Sirven platos sencillos como filete o pescado conpatatas fritas o hamburguesa con una ensalada bastante elemen-tal de lechuga iceberg y picatostes de caja. Yo podría vivir allí. Sies que no lo hacía ya.

Aunque he llegado con cinco minutos de antelación, Jim yaestá sentado en la barra y se ha bajado la mitad de un martini.

–¡Qué jodido borrachín! –exclamo–. ¿Cuánto tiempo llevasaquí?

–Tenía sed. He llegado hace un minuto.Noto que no le quita ojo a una mujer que está sentada sola

en una mesa cercana a la máquina de discos, vestida con unospantalones color caqui, una camisa de rayas rosas y blancas y za-patillas Reebok blancas. Nada más verla no me cabe duda deque es una enfermera.

–No es tu tipo –le digo.Me dirige una de sus miradas de ¿Y tú qué coño sabes?–¿Y por qué no? –me pregunta.–Fíjate lo que está bebiendo. Café.Hace una mueca, mira hacia otro lado y da un trago a su

bebida.–Oye, hoy no puedo quedarme hasta muy tarde porque

mañana tengo una reunión en el Museo Metropolitano a lasnueve de la mañana.

–¿En el Met? –pregunta, incrédulo–. ¿Por qué en el Met?Me encojo de hombros mientras levanto la mano para lla-

mar al camarero que está al otro extremo de la barra.–Uno de nuestros clientes, Fabergé, va a sacar un perfume

nuevo y quieren que la agencia publicitaria les acompañe maña-na por la mañana a ver la exposición de huevos Fabergé para quenos sirva de inspiración.

Pedí que me sirvieran un martini Ketel One en vaso largocon una aceituna. Allí usaban unas aceitunitas verdes diminutasque me encantaban. Odio las aceitunas grandes. Ocupan dema-siado espacio dentro de la copa.

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–Así que tengo que ponerme un traje, presentarme en elmuseo y pasarme toda la mañana mirando esos putos huevos.Después volveremos a citarnos en la agencia pasado mañanapara una de esas horribles reuniones con altos cargos en las quese plantea una visión global del asunto. Esa clase de reunionesque te horrorizan con sólo pensar en ellas y que empiezas a su-frir con dos semanas de antelación. –Doy un sorbo a mi marti-ni. Está perfecto, como si formara parte de mi fisiología–. ¡Dios,cómo odio mi trabajo!

–Deberías buscarte un trabajo serio –me dice Jim–. Elmundo de la publicidad es un asco. Te pasas el día paseando porel Museo Metropolitano, mirando una exposición de huevos deFabergé. Ganas un montón de dinero y lo único que haces esquejarte. ¡Dios santo, si ni siquiera tienes veinticinco años!–Mete el pulgar y el índice dentro del vaso, coge la aceituna y sela pone en la boca.

Lo observo y no puedo evitar pensar: ¡Dios sabe dónde ha-brán estado esos dedos!

–¿Por qué no vas al Bronx e intentas venderle a una viudade setenta y ocho años un ataúd para cuando se muera?

Ya hemos tenido esa conversación muchas veces antes. Elauxiliar de funeraria se cree superior a mí y de hecho lo es. Jimes como el limpiador desinfectante de la sociedad. Presta un ser-vicio. Sin embargo, yo intento engañar y manipular a la gentepara que suelte dinero: les causo un perjuicio.

–Vale, vale. Pide otra ronda mientras voy a mear. –Me diri-jo hacia los servicios de caballeros y lo dejo solo en la barra.

Nos tomamos cuatro copas más en la Taberna Cedar. Talvez cinco. Las necesarias para sentirme relajado y cómodo con-migo mismo, como un gimnasta. Jim propone que vayamos aotro bar. Miro mi reloj. Son casi las diez y media. Debería mar-charme a casa y meterme en la cama para estar despejado a lamañana siguiente. Pero a continuación me digo: Vamos a ver,¿cuándo es lo más tarde que puedo irme a la cama y dormir lo ne-

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cesario para estar bien? Tengo que estar allí a las nueve de la ma-ñana, así que tengo que levantarme a las siete y media, o sea, debe-ría acostarme a las... –me pongo a contar con los dedos, porquesoy un negado para las matemáticas y más aún para calcularmentalmente– doce y media.

–¿Adónde quieres ir? –le pregunto.–No lo sé, vamos a dar una vuelta.–Vale –contesto, y salimos a la calle. Nada más salir y darme

el aire fresco, es como si algo se oxidara en mi cerebro y me sien-to un poco achispado. No estoy borracho, ni de cerca. Aunquetampoco me atrevería a manipular una desmotadora de algodón.

Acabamos bajando dos manzanas hasta un sitio que está enuna esquina y en el que suelen tocar jazz en vivo. Cuando en-tramos Jim me va contando que lo peor que te puede pasar enel trabajo de auxiliar de funeraria es que tengas que ocuparte delcadáver de alguien «que ha saltado».

–Dos martinis Ketel One con aceitunas –le digo al camare-ro de la barra, y luego me vuelvo hacia Jim–. ¿Qué hay de maloen los que saltan? ¿Cuál es el problema? –Me encanta este tipo.

–Que tienen todos los huesos rotos y, al moverle los brazosy las piernas, se les deslizan por dentro de la piel haciendo unruido como... –En ese momento llegan nuestras bebidas y haceuna pausa para dar un sorbo. Luego continúa–: Como una es-pecie de murmullo sordo.

–¡Joder! ¡Eso es espantoso! –exclamo, fascinado–. ¿Y quémás?

Da otro sorbo, frunce la frente mientras piensa un rato.–Ah, sí, esto te va a encantar... Si lo que amortajamos es un

tío, le atamos un hilo en la punta del pito para que no gotee pis.–¡Dios santo! –digo. Los dos damos un sorbo a nuestras res-

pectivas copas. Noto que más que un sorbo, yo le doy un buensaque a mi copa y que voy a necesitar otra ronda muy pronto.

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En este sitio los martinis son bastante exiguos–. Vale, cuéntamemás atrocidades –le pido.

Me cuenta que una vez tuvo que vérselas con el cadáver deuna mujer decapitada cuya familia insistía en que quería un ve-latorio con el ataúd abierto.

–¿Te lo imaginas? –Así que partió por la mitad un palo deescoba, ensartó una de las puntas en el torso a través del cuellocercenado y en la otra insertó la cabeza con un empujón bienfuerte.

–¡Puaj! –exclamo. Mi amigo ha hecho cosas que sólo la gen-te implicada en el negocio de la muerte hace.

–Le puse un suéter blanco de cuello alto y la verdad es queal final me quedó muy guapa –dice con una sonrisa en la queme parece entrever cierto orgullo. Me guiña un ojo y coge laaceituna de dentro de mi copa. No vuelvo a probar esa bebida.

Tras tomarnos otras cinco copas, vuelvo a mirar el reloj. Launa y cuarto. Había vuelto a pasarme de hora y ya era un desas-tre tal y como estaba. Debo marcharme de inmediato. Aunqueno es eso lo que hago. Lo que hago es decirle que sí a Jim cuan-do sugiere que nos tomemos una última copa, a modo de des-pedida.

–Una ronda de Cuervo... para la suerte.Lo último que recuerdo es estar subido al escenario de un

local de karaoke del West Village. Recuerdo los focos dándomeen toda la cara mientras hago un gran esfuerzo por leer la pan-talla de vídeo que tengo delante de mí y por la que se desliza laletra del tema musical de la serie La familia Brady. Empiezo aver doble con los dos ojos abiertos, así que cierro uno para po-der leer mejor, pero, al hacerlo, pierdo el equilibrio y me tam-baleo de un lado a otro. Jim está sentado junto al escenario y seríe como un poseso, dando puñetazos sobre la mesa.

Al final, el suelo me juega una mala pasada y acabo cayén-dome. El camarero sale de detrás de la barra y me ayuda a bajardel escenario y regresar a mi mesa. Me gusta sentir su brazo al-

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rededor de mis hombros y me entran ganas de darle un achu-chón cariñoso o, quizás, un beso en la boca. Por suerte, no lohago.

Cuando salimos del bar, vuelvo a mirar el reloj y farfullo:–No puede ser. –Me recuesto contra el hombro de Jim para

no volver a caerme en esa acera traicionera.–¿A qué te refieres? –pregunta Jim, sonriendo de oreja a ore-

ja. Lleva una pajita de plástico colocada detrás de cada oreja. Laspajitas son rojas y tienen las puntas mordidas.

Levanto el brazo y le pongo el reloj delante de los ojos, casipegado a su nariz.

–Mira –le digo.Jim me aparta un poco el brazo para poder ver mejor la es-

fera.–¡Joder! Pero ¿cómo es posible? ¿Estás seguro de que este re-

loj va bien?Según mi reloj son las 4.15 de la madrugada. Imposible. Me

pregunto en voz alta por qué mi reloj marca la hora de Europaen lugar de la de Manhattan.

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LOS PUTOS HUEVOS

Llego al Museo Metropolitano de Arte a las nueve menoscuarto con quince minutos de adelanto. Llevo un traje negro deArmani y unos mocasines de Gucci de color corinto. Notocómo me late el cerebro detrás de los ojos, algo que ya se ha con-vertido en cotidiano. Normalmente se me va pasando en eltranscurso del día y desaparece por completo después de tomar-me la primera copa de la noche.

En realidad, anoche no dormí nada, tan sólo di unas cabe-zadas. Incluso en medio del sopor alcohólico, me di cuenta deque no podía acudir a la cita hecho unos zorros, así que me lasarreglé para llamar al 1-800-4-DESPERTADOR (¡Si te duermes, telo pierdes!) antes de caer en la cama completamente vestido.

Me desperté a las seis de la mañana y no se me había pasa-do la cogorza. Me puse a hacer gestos delante del espejo delcuarto de baño y fue allí donde me di cuenta de que seguía bo-rracho. Tenía demasiada energía para las seis de la mañana. De-masiada motivación. Era como si la mitad ebria de mi cerebroestuviera haciendo gracias para que la otra mitad, seria y formal,no se percatara de que era rehén de un borracho.

Me duché, me afeité y me peiné hacia atrás con la cremapara el cabello Bumble & Bumble. Luego me estiré el pelo unpoco con el cepillo de brushing. A continuación me hice un pei-

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nado informal y me dejé congelado un mechón de pelo sobre lafrente gracias a un toque de AquaNet. Después de más sesionesfotográficas de las que puedo recordar he aprendido que elAquaNet, aunque definitivamente pasado de moda, es lo mejorpara estos casos. El resultado es que el pelo parece sequito e in-formal a no ser que decidas tocarlo, en cuyo caso, es muy proba-ble que suene a algo sólido, como si fuese un trozo de madera.

Me rocié alrededor del cuello con Donna Karan para hom-bre y me puse un poco en la lengua para eliminar cualquier ras-tro de alcohol de mi aliento. Luego me fui andando hasta el res-taurante que permanece abierto día y noche en la esquina de laDiecisiete con la Tercera Avenida para desayunar unos huevosrevueltos con panceta y café. La grasa, supuse, se encargaría deabsorber las toxinas.

Como medida precautoria adicional, me eché a la boca unpuñado de pastillas para el aliento Breath Assure y me puse unacorbata chillona para añadir un elemento de distracción.

No sé cómo se las arreglan, pero la gente llega a los sitios almismo tiempo, aunque vengan desde lugares muy distintos. Medije para mis adentros: Tengo que leer a Carl Jung. Tengo queentender la sincronía. Puede que algún día la pueda usar en unanuncio.

Me pongo a saludar y a estrechar la mano de la gente conuna energía y un entusiasmo inaudito para las nueve de la ma-ñana. Cuando estoy frente a frente contengo el aliento y lo suel-to cuando me vuelvo. Me aseguro de andar diez pasos por de-lante del resto de la gente. El grupo es pequeño: mi cliente deFabergé (una mujer menuda que lleva siempre chalecos de pun-to hechos a mano), el ejecutivo de cuentas y Greer, mi directo-ra de arte.

Greer y yo hemos formado «equipo creativo» desde hacecinco años. Últimamente se está poniendo un poco intransigen-

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te con mis hábitos alcohólicos. «Llegas tarde al trabajo... estáshecho un desastre... estás abotargado y siempre pareces impa-ciente...»

El hecho es que he faltado a algunas presentaciones impor-tantes y eso no me ha ayudado mucho. Hace poco le dije quehabía dejado de beber tiempo atrás. Bueno, salvo alguna copaque otra. Pero hasta el día de hoy Greer no me ha perdonadopor haber llamado a un cliente por la noche, a las dos de la ma-drugada, para hacerle proposiciones eróticas. Yo tenía la menteen blanco, así que no recuerdo nada de lo que ocurrió.

Al llegar a la primera sala de la exposición, me dirijo a la vi-trina central. Hago como si estuviera vivamente interesado porun huevo que está iluminado por cuatro focos. Es horroroso.Un huevo azul cobalto rodeado de espantosos cordones de oroy embutido de diamantes. Doy una vuelta a la vitrina y lo miropor los cuatro costados como si estuviera intrigado e inspirado.Lo que en realidad tengo en mente es: ¿Cómo he podido olvi-darme de la letra de la canción de La familia Brady?

Greer se aproxima con mirada burlona. No es una miradaburlona de curiosidad sino de incredulidad.

–Augusten, creo que deberías saber –arranca diciendo–...que toda la sala apesta a alcohol. –Hace una pausa y sigue mi-rándome–. Y viene de ti. –Se cruza de brazos y me mira cabrea-da–. Hueles peor que una puta destilería.

Miro de reojo a los otros dos miembros del grupo. Estánjuntos en un extremo de la sala mirando uno de los huevos. Pa-recen estar cuchicheando.

–Pero si incluso me he lavado la lengua y me he tomadomedia caja de pastillas para el aliento –le digo, poniéndome a ladefensiva.

–No es el aliento. El olor te sale por los poros.–Ah... –Me siento traicionado por mi química corporal.

Eso sin mencionar el desodorante, la colonia y la pasta de dien-tes.

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–No te preocupes –me dice, mirando a las alturas–, te cu-briré las espaldas, como siempre. –Después se aleja. Sus taconessuenan como picahielos sobre el suelo de mármol.

Mientras proseguimos la visita, me sobreviene una doblesensación. Por un lado me siento deprimido, un perdedor al quehan pillado por ser un capullo, pero por otro lado me siento ali-viado. Ahora que Greer lo sabe, ya no tengo que esforzarme enocultarlo. Ésa es la emoción que me domina y casi me sientomareado. Greer se las arregla para mantener al grupo alejado demí durante el resto de la mañana, por lo que casi me puedo per-mitir pasar de los huevos y dedicarme a observar el increíble usoque hacen en el Met de la iluminación y su precioso suelo demadera. Me entran ganas de hacer reformas en mi apartamentoy me dedico a recopilar ideas. A la hora de comer nos dirigimosa Arizona 206, un sitio donde preparan comida sureña originalque eleva el maíz a la categoría de alta cocina.

Greer pide una copa de Chardonnay, algo que nunca hace.Se me acerca y me dice al oído:

–Deberías pedir una copa tú también por si no se han dadocuenta de que apestabas en el museo. De esa forma, si alguiense te acerca demasiado y te huele, pensará que se debe a lo quehas bebido durante el almuerzo.

Greer. Cuarenta y cinco minutos al día machacándose en elgimnasio; toma leche desnatada. Greer, esa chica tan racionalque te dice que el alcohol no es bueno. Yo, por mi parte, soy laprueba viviente de la teoría del caos. Para complacerla, pido unmartini doble.

–Hombre, ya que vosotros dos os animáis... –dice alguien,y entonces la clienta y el tipo de cuentas piden cada uno unacerveza sin alcohol.

El resto del día transcurre plácidamente, como agua reman-sada. Pronto estoy de regreso en casa.

Al cruzar la puerta me siento tan aliviado, tan agradecido,por estar en casa, donde no tengo que contener el aliento ni dar

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explicaciones a nadie por tomar un lingotazo de Dewar’s... Untrago, me digo a mí mismo. Lo necesito para relajarme despuésdel día que he pasado.

Me bajo la botella entera y decido que es hora de ir a lacama. Son más de las doce y tengo que estar a las diez de la ma-ñana en la reunión de marca mundial. Pongo un par de desper-tadores a las ocho treinta y me deslizo entre las sábanas.

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