el jardín del rey - fanny deschamps

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7/12/2019 El jardín del Rey - Fanny Deschamps http://slidepdf.com/reader/full/el-jardin-del-rey-fanny-deschamps 1/481 Fanny Deschamp Fanny Deschamp Maia Maia & El jardín El jardín del rey del rey F  ANNY  ANNY D ESCHAMPS ESCHAMPS ~1~

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

FF ANNY  ANNY DDESCHAMPSESCHAMPS

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EELL JARDÍNJARDÍN DELDEL REY REY 

 La buganvilla La buganvilla

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Para Albert,que sin él,

esta novela no existiría

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Índice

Resumen .............................................................. 6

PRIMERA PARTEUn castillo en Dombes ............................................ 7

Capítulo 1 ............................................................. 8

Capítulo 2 ........................................................... 20Capítulo 3 ........................................................... 31

Capítulo 4 ........................................................... 41

Capítulo 5 ........................................................... 50

Capítulo 6 ........................................................... 58

Capítulo 7 ........................................................... 71

Capítulo 8 ........................................................... 86

Capítulo 9 ......................................................... 102

Capítulo 10 ....................................................... 119

Capítulo 11 ....................................................... 131Capítulo 12 ....................................................... 142

Capítulo 13 ....................................................... 155

Capítulo 14 ....................................................... 168

Capítulo 15 ....................................................... 179

SEGUNDA PARTEEl Jardín del Rey ............................................... 199

......................................................................... 200

Capítulo 1 ......................................................... 200

Capítulo 2 ......................................................... 212Capítulo 3 ......................................................... 230

Capítulo 4 ......................................................... 244

Capítulo 5 ......................................................... 255

Capítulo 6 ......................................................... 268

Capítulo 7 ......................................................... 287

Capítulo 8 ......................................................... 299

Capítulo 9 ......................................................... 309

Capítulo 10 ....................................................... 328

Capítulo 11 ....................................................... 340

Capítulo 12 ....................................................... 356Capítulo 13 ....................................................... 371

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Capítulo 14 ....................................................... 401

Capítulo 15 ....................................................... 415

Capítulo 16 ....................................................... 424

Capítulo 17 ....................................................... 434

Capítulo 18 ....................................................... 448

Capítulo 19 ....................................................... 456

Capítulo 20 ....................................................... 465

Capítulo 21 ....................................................... 470

Capítulo 22 ....................................................... 481

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RRESUMENESUMEN

  Jeanne es una joven apasionada, inquieta einteligente, de origen humilde, a quien la baronesa deBouhey toma bajo su tutela en el castillo de Charmont.Apenas cruzada la frontera entre la niña y la mujer, elamor acude a su encuentro en los ojos de PhilibertAubriot, un joven y apuesto sabio de la pujante Era de laRazón. Pero un aventurero corsario vendrá a tambaleartodas sus convicciones, hará vibrar en Jeanne ecos yanhelos desconocidos, empujándola hacia su destino deforma irrefrenable.La protagonista recorre las viejas y ruidosas calles delbarrio parisino del Temple, los ostentosos ambientes dela ópera y de las grandes mansiones aristocráticas, loscírculos intelectuales de los cafés con su corte decientíficos y filósofos, y más allá de la costa, apenasperfilado, el enigmático mundo de las islas y losaventureros corsarios... son algunos de los ambientesdonde se desarrolla el relato de la Buganvilla.

La autora nos sitúa en la Francia de Luis XV, dondeuna sociedad decadente contrasta con el carácterenérgico y a la vez soñador de nuestra protagonista,

capaz de desenvolverse en los medios más variopintos.

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PRIMERA PARTEPRIMERA PARTE

UN CASTILLOUN CASTILLO EN DOMBESEN DOMBES

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Capítulo 1Capítulo 1

El fuego había comenzado a extinguirse. Se desmoronaba lentamente

entre las cenizas y su cálida dulzura perfumada envolvía a Jeanne porcompleto. Se sentía como en el hueco de una cuna. En paz consigo misma,excepto por su dolorosa necesidad de estar todavía mejor, en brazos dePhilibert.

Philibert...

Cerró los ojos sobre su imagen como para acariciarla con sus párpados.

Dos años, ya.

Setecientos treinta días sin él. Lo imposible hecho realidad.

Estaba sentada sobre la alfombra, abrazada a sus piernas, una mejillaapoyada en las rodillas. Aquella mañana de abril, había cumplido quinceaños..., pero esta noche su vida pesaba tanto como si hubiera cumplido mily tenía sabor a noviembre. Suspirando, lomó el libro caído junto a su falda.Nada acompañaba tan bien la nostalgia de un tiempo perdido como elcélebre rondó de Charles de Orleáns:

Para curar el mal de amores

Tomad la flor nomeolvides,

El jugo del amor de hombre,Sin olvidar la rosa de pasión,

Y mezcladlo todo con la pena.

Unos insistentes golpes de bastón que la señora de Bouhey daba sobre elparquet de su habitación, sacaron a Jeanne de su deliciosa melancolía. Sepuso en pie de un salto "¡Vaya! —pensó fastidiada—. Se ha puesto enferma,lo sabía. ¡Ha vuelto a comer demasiado! "La mañana de aquel primero deabril de 1762, para celebrar los quince años de su protegida, la baronesa

Marie-Françoise de Bouhey había mandado poner al fuego seis cazos,cuatro grandes cacerolas, tres marmitas y tres espetones de aves. Como

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era su costumbre los domingos, había tomado seis platos en la comida ytres en la cena, sin contar los postres. Una vez en su habitación, y apenasacostada, había sentido que su baldaquín se ponía a girar, mientras de lafrente le brotaban sudores de agonía.

—¡Dios mío, esta vez si que me voy al otro mundo! —gemía entre doshipos—. Jeanette, querida mía, no dejes que me vaya!

Con el gorro de dormir medio caído, derrumbada de través sobre su pilade almohadones, la mirada agonizante, la nariz contraída, formaba uncuadro capaz de aterrorizar a cualquier comilón. Su doncella Pomponmojaba un paño en una palangana de agua con vinagre a fin de

humedecerle las sienes. Detrás de Jeanne, que había subido corriendo, seagolpaban media docena de siluetas en camisón blanco que acudían,palmatorio en mano, a informarse del motivo de todo aquel barullo.Delphine de Bouhey, la nuera de la baronesa, buscaba su cofre demedicinas.

—¿No habría que mandar a Neuville a buscar al padre Jérôme? —preguntó Pompon a los reunidos.

—Ya se ha hecho —dijo la señorita Sergent, el ama de llaves—. Thomas,el cochero, acaba de salir.

Nadie pensaba que la baronesa necesitara un confesor, pero el padre  Jérôme, el limosnero de la abadía de Neuville, era también un pococurandero. Al oír su nombre, la enferma, presa de pánico, reclamó tambiénla presencia de su notario, sintiendo la urgente necesidad de retocar unpoco su testamento antes de rendir el alma y los bienes. Hubo quedespertar a Longchamp, el criado de los jóvenes Bouhey, para mandarlo aChâtillon con la carreta, pues Thomas había cogido la carroza para traer allimosnero.

Desde hacía dos semanas, una lluvia pertinaz empapaba Dombes,convertido en un país acuoso en el que no se distinguía el cielo de la tierra.Nada más llegar al castillo de Charmont, el notario, Etienne-Marie Aubriot,

se sacudió el agua en medio del vestíbulo, al tiempo que lanzaba grandesvoces, de modo que al principio Jeanne no vio que, chorreando detrás de supadre, Philibert le sonreía sacudiendo también su sombrero.

—Como mi hijo estaba por casualidad en mi casa, me ha parecido buenaidea traer al médico a la vez que al notario —dijo el viejo Aubriot—. Vamos aver, señorita Jeannette, ¿qué es lo que pasa?

El doctor Philibert Aubriot intervino:

— Padre, si me lo permitís, padre, el médico va a subir antes que elnotario.

 Jeanne, petrificada, vio al hombre de sus sueño avanzar hacia ella. Unsilencio profundo la envolvió, como si a su alrededor la vida se agitara sin

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ruido. Vio moverse los labios casi irreales de Philibert, le tendió la mano y seencontró con la caricia, maravillosamente real, de una manga de muselina.De repente, un golpe de sangre le palpitó en las orejas y le devolvió oído."¿Subimos?", preguntaba Philibert.

¿Cómo lo condujo hasta la alcoba de la señora de Bouhey? ¿Hablaron?Más tarde sólo recordaría la enorme alegría carnal que la había invadidocaminando de nuevo a su lado, como en otros tiempos, con el cuerpo sinpeso de los bienaventurados que están en el cielo.

Desde que había instalado su consulta en Belley, en pleno y bullicioso

Bugey, el doctor Philibert Aubriot estaba acostumbrado a tratar lasindigestiones de una manera muy simple: una buena dosis de ipecacuana,seguida de una buena temporada de dieta regada con muchas tisanas deachicoria silvestre, que él escribía en la receta Chichorium intybus paradarle más importancia. A esta prescripción, el doctor añadía un discursosobre las ventajas de una mesa sencilla y frugal, tan juiciosamentepreconizada por los adeptos de la nueva cocina. En París, donde habíacabezas lo bastante sabias como para preferir las ideas a los capones, estanueva cocina filosófica a base de zumos y caldos, de verdura y leche,comenzaba a hacer furor entre la aristocracia. Pero, ay, los provincianos deldoctor Aubriot preferían seguir atiborrándose de grasa en vez de filosofar, ycontinuar sufriendo de indigestión, gota, cálculos urinarios y apoplejía. Peroa él no le importaba. Como gran conversador que era, el médico norenunciaba a predicarles las ligeras delicias del requesón y del Taraxacumdens leonis, más vulgarmente conocido como diente de león por loscomilones, que a sus espaldas lo utilizaban en la ensalada —como él lesaconsejaba—, pero junto con un buen puñado de torreznos. A la señora deBouhey, como a todos sus demás glotones, el doctor Aubriot lerecomendaba sus lácteos y sus verduras sin hacerse muchas ilusiones. Undolor de vientre se olvida, los placeres quedan.

—Me gustaría —decía con una cierta crueldad— ver pintada en cada

comedor una pila de pulardas asadas con un letrero en el que se leyera:"Todas hieren, la última mata".

Sentado en el callejón de la cama, se tomaba todo el tiempo necesariopara observar el rostro de la enferma, en el que se pintaban las muecas delos últimos espasmos estomacales. El vomitivo había hecho su efecto y unafina y bonita erupción rosada volvía a las mejillas de la baronesa. Bajo losgrandes bucles de color gris pálido que se escapaban de su gorro de dormir,empezaba a recuperar un poco del delicado color pastel de susencantadores sesenta años. La baronesa le dirigió al doctor una ligerasonrisa y le hizo señas de que se quedase un poco más. Aubriot no creía en

la medicina, pero sí en el médico, sobre todo cuando se limitaba a

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permanecer sin más al lado de un enfermo. Con una mano amiga, tomó lamuñeca de la resucitada y fingió que aún podía hacer algo por ella.

En el saloncito de la planta baja acabado de repintar, con susartesonados color amarillo limón salpicados de lilas, Jeanne había hechoservir una pequeña cena: pollo, queso fresco y una botella de vino deMacon. Hacer resopones no entraba en las costumbres de Philibert y ella losabía, pero no tenía más remedio que esperar a su padre para regresar aChâtillon, ya que la señora de Bouhey, en cuanto se sintiera mejor,retendría a su notario tanto tiempo como pudiera. Hacer, deshacer yrehacer su testamento era un placer del que no se cansaba nunca, ya quedistribuir sus bienes le permitía contarlos con elegancia.

Salvo el cochero Thomas y Pompon, que Jeanne oía ir y venir en lahabitación de su señora, todo el mundo había vuelto a la cama. El padre Jérôme, tranquilizado ya, había regresado a su abadía, mientras el notarioseguía en el gabinete de su cliente. Jeanne tendría, pues, a Philibert paraella sola. Dentro de poco, en seguida, ya mismo, oiría resonar sus taconesen la piedra de la escalera... Su temblor interior se acentuó. Lo habíaesperado tanto tiempo, con tanta intensidad, que había olvidado que podíaaparecer un día de improviso, como cualquier otra persona.

Por enésima vez desde hacía un rato, se miró en el espejo de lachimenea. Se había refrescado de nuevo, peinado, perfumado. Seguíapareciéndose, aunque mejor acabada y más mullida, a la salvaje que hastaayer mismo correteaba por la campaña de Dombes. Quería creer,apasionadamente, que Philibert era quien la había modelado, modeladopara él, por egoísmo. Que gracias a él, y para agradarle, ella conservaba suvivacidad, su cuerpo firme, ágil, infatigable, su mirada ávida capaz dedescubrir la sombra de un brote en un tilo completamente desnudo eninvierno; su curiosidad ilimitada por la vida de los árboles, las plantas, lasflores; su éxtasis ante la belleza natural; su paciencia a la hora de separarlos cuerpos simples o de poner al día los herbarios. Philibert Aubriot, aquelloco por la botánica, le había contagiado su fiebre verde. Fabricar

"botanicomaníacos" era su pasión. ¿No lo había reconocido él mismo? Jeanne tenía diez años cuando cogió la enfermedad verde. Su padre, un

techador borgoñón de Saint-Jean-de-Losne, se había matado dos años antesal caerse de un tejado en Charmont. Al saber que la niña también habíaperdido a su madre en el momento del parto, la señora de Bouhey la habíarecogido; luego se había encariñado de ella y le hizo estudiar junto con susnietos Charles y Jean-François. Charles tenía un año más que la huérfana,  Jean-François un año menos. Curiosa y con una aguda inteligencia, lachiquilla aprovechó mejor que los chicos las clases del abate Rollin. Y, porañadidura, tuvo la inaudita suerte de atraer la atención de un sabio de

Châtillon-en-Dombes, el doctor Philibert Aubriot.

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El día en que ocurrió aquello era fiesta en Charmont, se celebraba elmatrimonio de una hermanastra del difunto barón de Bouhey. Juniocaldeaba el ambiente y los invitados, buscando el fresco, se paseaban por elparque. El doctor Aubriot, sentado en la terraza en medio de un corro deadmiradoras, disertaba sobre las aguas de olor. ¡Lo mismo habría podidodiscursear sobre la inflorescencia de las gencianáceas o las espinas de lospeces del Mediterráneo! Como médico reputado, diplomado en la facultadde Montpellier, botánico y naturalista del rey, soltero, apuesto, treinta años,mirada atrevida, conversador animado hablara de lo que hablara... al hijomayor del notario de Châtillon no le faltaban nunca oyentes femeninas.Estas, ataviadas para la velada, llevaban grandes miriñaques de seda clara.

El orador, vestido de oscuro, parecía el centro de una inmensa corola floralde pétalos tornasolados, a la que el sol poniente arrancaba destellos detodos los colores. Una visión mágica. La pequeña Jeanne, deslumbrada, sehabía acercado hasta el borde de aquella flor gigante... y había quedadoprisionera, embrujada por aquella voz plena y apasionada del hombre cuyosojos, de color negro azabache, reinaban brillando sobre todo el esplendorque le rodeaba.

Es posible enamorarse a los diez años. Y a los diez años Jeanne sc habíaenamorado de Philibert Aubriot. Enamorada de una pieza, de la cabeza a lospies, sin que ni una sola partícula de su menuda persona pudiera escapar.

Ardiendo de deseo de hacer que recayera sobre ella, pobre niñadelgaducha, la mirada resplandeciente del adorable desconocido, habíabuscado un truco y, por instinto, lo había encontrado. Aprovechando unmomento en que estaba solo con el padre Jérôme para acercarse a él,adoptó la voz más encantadora para decirle: "Os he escuchado hablar delas flores que dan perfume... ¡Qué bien habláis de las flores, señor! Nisiquiera el abate Rollin sabe tanto. ¿Podríais contarme algo sobre losgeranios, por favor?" Al igual que cualquier necio, Aubriot no pudo resistir latentación de hablar de lo que sabía. Habló de la historia del geranio. Y luegode la del tulipán. Y luego cogió la mano de la bonita chiquilla rubiaendomingada y, ambos, olvidando la fiesta, se encaminaron hacia el huerto,

cuyo jardinero tenía los bancales de verduras rodeados de plantasaromáticas. Más tarde, cuando a la señora de Bouhey se le preguntaba porqué milagro su protegida se había convertido en la compañera deherborizaciones del gran botanista, ella se reía y respondía: "¡Su secreto esmuy sencillo: a ella le encanta escucharle a él le encanta hablar!"

Pasaron las estaciones. La menuda sombra del sabio paseante fuecreciendo poco a poco sin que ninguno de los dos se percatara de ello. Ibansiempre uno detrás de otro, mirando al suelo. El era el maestro que piensaen voz alta, ella el borriquillo que trota pegado a sus talones, recogiendohierbas. Por los senderos del llano país de Dombes, el de los dulces colores

desvaídos, él le iba narrando la historia natural. La de los prados húmedos,el bosque abundante en caza, las lagunas repletas de pájaros que

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rebosaban de lecciones multicolores, sonoras, llenas de movimiento,lecciones tan alegres como lo eran pinzones y patos, ardillas y amapolas.¡La escuela de la vida!

Mas, ¡ay!, hasta la infancia más maravillosa acaba algún día. Sólo cuandollegó a los doce años Jeanne pensó en el "señor Philibert" como en unhombre al que podía perder. La señorita Marthe estaba probándole unvestido. Su primer vestido bonito, de color verde manzana con rayasblancas, que la costurera llegada de Bourg-en-Bresse llamaba "a lo lindapastorcilla", añadiendo que aquello era el último grito de París. El corpiño,alargado y muy ajustado sobre un cuerpo de entretela engomada, secerraba por delante con una hilera de lazos. Las ajustadas mangas se

ensanchaban en el codo creando un embudo del cual espumaba la nieve detres volantes de fina batista plisada. Para ahuecar la falda —bastante cortapara que se vieran sus lindos zapatos de piel blanca y punta redondeada—la señora Bouhey sólo había autorizado un medio miriñaque muy discreto,de piqué sobre un forro de crin. Como había que consolar a las jóvenesclientas por las prohibiciones de sus madres y tutoras, la señorita Marthehabía asegurado que "en París los miriñaques voluminosos estabanempezando a pasarse de moda". Jeanne no tenía necesidad de serconsolada; estaba loca de placer y se encontraba arrebatadora. En la lindapastorcilla que le devolvía su espejo acababa de descubrir su imagen de

mujer dispuesta a abandonar la edad ingrata.Antes de aquel vestido, Jeanne nunca se había encontrado a su gusto.

Delphine de Bouhey, aquella peste distinguida, y hasta la alegre Pompon, lerepetían sin cesar que era demasiado alta, demasiado delgada, demasiadomorena, que tenía la boca demasiado carnosa, unos hombros no lo bastanteredondeados, y manos y pies de campesina que trabaja en el jardín ycorretea sin zapatos en cuanto la hierba está crecida. ¡En lo que respecta asu arreglo, ni siquiera lo mencionaban! ¡La inocente se vestía sólo paraandar comoda, para estar abrigada o fresca, y con eso ya estaba tododicho! Pompon, una redomada coqueta, intentaba a veces seducirlahaciéndole faldas y casacas con los trajes viejos de la joven baronesa pero,por desgracia, Delphine era aficionada al azul pálido, al rosa palo y alamarillo cola de canario, delicadezas que no aguantaban ni tres díaspuestas en una chicote como Jeanne. Por otra parte, como Jeanne segustaba más era vestida de chico. Cuando quería mirarse un poquito alespejo, sin privarse por ello de corretear por los bosques, le cogía un calzóny una camisa a Denis Gaillon, el hijo del administrador de la propiedad.Aunque Denis era dos años mayor que ella tenían la misma talla, y éstesentía demasiada adoración por su Jeannette para negarle incluso su mejorcalzón rojo vivo. En fin, que antes de verse transformada por la señoritaMarthe en pastorcilla de opereta, Jeanne nunca hubiera imaginado poder

seducir ni siquiera a un pastor y, sin embargo, he aquí que de repente suimagen le producía deseos turbadores. "¡Ah —pensó—, cuando el señor

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Philibert me vea así!" No pudo evitar ruborizarse. Acababa de sentir cómose posaba, sobre su escote de jovencita a la moda, la quemadura de laardiente mirada del señor Philibert, ¡una delicia, Dios mío, una verdaderadelicia! Un sueño había penetrado en su cuerpo y ya no dejaría de crecer.Había empezado a amar una tarde, a los diez años. Y supo que seguíaamando la mañana de sus doce años. Luego había contempladopacientemente cómo la embellecían, diciéndose que lo hacía para llegar aser un día la felicidad de los ojos y las manos del señor Philibert.

Como tenía buena vista, buen oído y la mente ágil, y había maduradoprecozmente a causa de sus penas, sus lecturas, la amistad de un sabio y lavida al natural de las granjas del castillo, la Jeanne de doce años no era

ninguna timorata. Sabía que una muchacha bonita podía interesar a suquerido botánico por otros talentos que no fueran sólo el saber distinguir laEglanteria de la Rosa canina. Sobrio en la mesa, el doctor Aubriot teníafama de serlo menos en el lecho. ¡No todas las flores del campo queencontraba por los caminos iban a parar a sus herbarios! Y tampoco lasflores de ciudad. El naturalista amaba abundantemente a la naturaleza entocias sus formas. "¿Qué puede haber de más natural?", murmuraba,indulgente, el rumor público. Así que, ¿por qué no iba a recoger mañana auna Jeanne, ya que ayer había recogido a las Lisette, las Pulchérie y lasMadeleine, y hoy seguía recogiendo a las Marianne, las Claudette y las

Margot?La huérfana del techador de Beauchamps, acogida en el castillo de

Charmont por caridad, no pretendía ser algo más que la amante del doctorPhilibert Aubriot, gran burgués de Châtillon, cuya familia poseía un blasónen campo de azur chevronado de oro, encabezado por una estrella de platay rematado por un cuarto creciente del mismo color. Pero ello no laentristecía. Su siglo no era ni gazmoño, ni virtuoso, ni beato. DesdeVersalles, una amante real le prestaba el tono Pompadour a toda Francia y,en los salones de provincias, en Charmont igual que en todas partes, laconversación era más libertina que romántica. Hasta pensaba que, si laseñora de Bouhey estuviera al corriente, seguro que la habría felicitado porpecar con el brillante Aubriot antes que verla casada tontamente con Denis,que no cesaba de repetirle: "Ya verás, querida Jeannette, ganaré losuficiente como para alimentar al menos a seis hijos." ¡Bonita perspectiva!¡Parir, limpiar, irse afeando, parir, limpiar, irse afeando... y así hasta agotarlos bienes de aquel imbécil!, ¡y eso si no se dejaba la piel antes! ¡No,gracias! Cuidar los herbarios de un amante lleno de espíritu la parecía a Jeanne una suerte mucho más embriagadora.

Lo que sabía acerca de la vida del médico botánico la confirmaba en laidea de que le estaba destinado. Recorrer el país durante diez, veinte otreinta leguas de corrido; volver y encerrarse con su cosecha diez días con

sus noches para dedicarse a sus observaciones, casi sin comer ni dormir;luego volver a salir para otra expedición, seguida de otro retiro... esa era la

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vida extenuante que el doctor Aubriot había escogido. Los enfermos y lasmujeres le servían de descanso. Un auténtico descanso, de los que deverdad relajan, ese "tiempo perdido" nunca se lo tomaba. Ella, devota,silenciosa, aplicada, aficionada también a las plantas, al final había logradoque aquel trabajador empedernido la admitiera en su ambiente. Ni por unsolo instante hubiera podido imaginarse a una esposa desembarcando en elsantuario del sabio para hacer la limpieza, preparar comidas a horas fijas ygestar criaturas vociferantes, que chapotearan entre las preciosas semillasde la Syringa chinensis. Semejante catástrofe la parecía tan imposible, quela adolescente se había hecho a la idea, con una fe tranquila, de un porvenirradiante en el que, además de ser aceptada, sería amada.

En 1760, el anuncio del matrimonio del doctor Aubriot con unadesconocida de Bugcy cayó sobre la soñadora Jeanne como un rayo. Dos otres meses antes, cuando regresaba de una herborización en Saboya, habíaoído cómo le hablaba a uno de sus hermanos de una tal señorita Maupin, ala que había conocido en casa de una prima suya casada con un boticariode Belley. Pero nunca hubiera podido creer que un enamorado dijera de sufutura mujer: "Es la hermana del abate Maupin, el cura de Pugieu, unamuchacha ya madura, que posee filosofía y muchas letras. Por suerte,también i iene una cara bonita y es inteligente, pero su mayor mérito esposeer una fortuna de sesenta mil francos." ¡El muy traidor! ¡Su gran

hombre se casaba con unas rentas, como cualquier pequeño burguéscodicioso!

Brutalmente arrancada del Aubriot que había instalado su gabinete deconsulta en Belley, muerta en vida, el corazón hecho añicos, Jeanne sólotenía un medio para calmar su dolor: la rabia. Pensaba en MargueriteMaupin apretando los puños. ¡Un gran saco de escudos y nada más, eso erala muchacha madura y filósofa de Bugey! Ni siquiera habría conseguido aPhilibert con sus sesenta mil francos, si no se hubiera puesto ella también aherborizar en cuanto lo conoció, a fin de hacerle creer que estaba dispuestaa pasarse la vida con los pies metidos hasta los tobillos en la escarcha delamanecer, las rodillas manchadas de hierba, las uñas llenas de tierra y laespalda encorvada. ¡La muy mentirosa! ¡La muy tramposa! ¡Dios! ¡Quéidiota puede ser un sabio! En cuanto se halaga su manía se logra lo que sequiere, ¡no ve nada sin su lupa! ¿Acaso se había dado cuenta siquiera deque su vieja Marguerite llevaba un corsé a la antigua con ballenasmetálicas, ese objeto bárbaro contra el que él tanto batallaba con el pico ycon la pluma? Desde luego, bien que necesitaba aquel corpiño paracontener sus veintiocho años, la muli tacha madura de Bugey... Jeanne sepreguntaba cuántas plantas podía recoger a la hora embutida en aquelestuche. ¡Ya lo vería Philibert, desde luego que lo vería!

Con malvada esperanza, la mujer-niña había esperado que Philibert se

cansara de "su vieja" en ocho días; luego, en tres semanas... en dosmeses... pero el tiempo, al acumularse, iba aleando cada vez más Belley de

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Charmont. La ausencia de su amor provocaba en Jeanne un vacío profundo.Él se había convertido en una alegría muerta. Ella lo paseaba sin descansopor los antiguos caminos. Su familiar fantasma habitaba Dombes en todaslas estaciones, y continuaba, como un La Fontaine menos poeta y máspreciso que el fabulista, contándole cosas de los bosques y los arroyos, elcuervo y el zorro, el tomillo, la comadreja y el conejo. Philibert se apoyabaen su hombro, la tomaba del brazo para que bajara a alguna hondonada, letiraba del lazo del pelo para hacerla rabiar, le mordisqueaba la tostada... Lamuchacha se embriagaba con estos recuerdos. Con una mano se levantabala melena y con la otra se rozaba el cuello, para revivir el exquisitomomento en que él le había curado el arañazo de una zarza. Se abrazaba a

un árbol y posaba su mejilla sobre la corteza, porque un día, con un gestobrutal, conmovedor, él la había cogido por la cintura y la había apretadocontra sí para impedir que resbalase sobre una piedra del vado. Si no seapoyaba mucho, la corteza tenía algo de aquel tacto del paño áspero delredingote pardo de Philibert, con sus bolsillos dados de sí. Jeanne, antes tanvivaracha, había acabado por sumergirse en un sueño permanente, comouna viuda que se mece en su pasado. La gente la aburría; la encontrabafrívola hasta el bostezo o apagada... aquellas personas no sabían nada denada. Sólo resultaban interesantes cuando por causalidad se ponían achismorrear sobre los Aubriot de Belley, pero lo que contaban solía darledolor de estómago a la "celosa".

La pareja parecía feliz. Se decía que el turbulento Aubriot había sentadopor fin la cabeza, que trabajaba de día y dormía de noche, comía caliente, jugaba al ajedrez con su cuñado, el cura Maupin, asistía a misa el domingo ydespués de las vísperas salía a pasear con su mujer. Jeanne habría matadoal que contaba estas cosas. ¡La muchacha madura y filósofa de Bugey habíacapturado a un águila para hacer con ella potaje casero!

La desesperación de nuestra abandonada alcanzó su apogeo cuandosupo que Marguerite esperaba un hijo. ¡Philibert, padre de familia! ¡Quécatástrofe! Estuvo toda una noche sollozando de dolor y de odio. QuePhilibert tuviera un hijo de su mujer, como cualquier hombre vulgar, era latraición suprema. ¡No podía más, no podía más, no quería soportarlo!

Pero ¿y si no era verdad? Nunca quiso volver a oír hablar del odioso hijode Marguerite.

 Y esta noche tampoco hablaría de ello. Las palabras hacen que las cosasexistan.

¿Le diría él que se había convertido en una joven bonita? De nuevo,

volvió a mirarse en el espejo.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Aún llevaba su vestido de cumpleaños, de fino droguete entretejido deseda. El suave tono de miel de la tela armonizaba de maravilla con su teztrigueña, su cabellera de color rubio centeno, su mirada dorada. El cuadrohabría hecho sonreír a cualquiera, excepto a Marguerite Aubriot. A losquince años, Jeanne era una verdadera promesa de belleza, una bellezasubyugante: daban ganas de amarla y de ser amado por ella. Dejándoseguiar por su instinto, sabía servirse como una gata de sus ojos castañodorados, que al humedecerse con sus emociones adquirían un sedoso brillode oro pálido. En cuanto ella lo deseaba, uno se caía allí dentro, fascinado.Sólo después te fijabas en la arquitectura tranquila y clásica de su rostro ysu cuello, con su piel de una salud "horriblemente rústica" (para hablar

como Delphine), animada por un puñadito de pecas a ambos lados de lanariz. Vaya, que "el espárrago de hombros huesudos" no se las habíaarreglado nada mal durante la ausencia de su bienamado...

Allá arriba, en la habitación de la baronesa, se oyó un remover de sillas...

Por última vez, Jeanne ensayó su sonrisa y su mirada, curvó sus largaspestañas con saliva, ahuecó las bocamangas de muselina de sus mangasestilo pagoda. Cuando Aubriot entró en el salón, la encontró de pie,apoyada en el respaldo de un sillón. Su amor brotaba desde el fondo de sumirada, como una deslumbrante luz dorada.

En la contempló en silencio, como cuando regresaba de un viaje y seponía a observar un esqueje plantado antes de partir, tocando cada detallecon su aguda mirada, antes de dirigirle una sonrisa satisfecha a todo elconjunto.

—Vaya, está muy bien —dijo por fin—. Veo que en dos años mi"sensitiva" ha crecido estupendamente.

Se acercó entonces a la mesa redonda, que habían acercado a lachimenea.

—Voy a hacer lo que le acabo de prohibir a la señora de Bouhey, cenarfuerte. ¿Me acompañará mi antigua alumna?

Por segunda vez ella notó que no se dirigía directamente a ella, como sile costara concordar el cortés "vos" que ahora le debía con el "tú" familiarque le daba antaño a la chiquilla. Sin embargo, como entonces, la habíallamado "mi sensitiva", con el dulce nombre de flor con que la habíabautizado porque era fácil sobresaltarla, como una hoja de mimosa, con unsimple roce.

Se sentó a la mesa frente a él. Instalada en un taburete, con los brazosdesnudos cruzados sobre el mantel, los ojos fijos en su dios, feliz, locontemplaba masticar su pollo en salsa blanca entre frase y frase. Su voz...El le devolvía su querida voz perdida. Un placer que inundaba la carne de Jeanne, le reblandecía los huesos, le fundía la médula... ¿De qué estaba

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hablando, en definitiva? Por una vez, ella sólo escuchaba su voz. ¡Y quéapuesto era!

Llevaba un traje soberbio, de tafetán escarlata tornasolado de beige. ¡Uncolor increíble para su Philibert! Terriblemente sucio. El, que decía que sólole gustaba andar con una casaca raída, aquella noche parecía salido de ungrabado de Pernon, el sastre lionés de los elegantes. ¡Cómo cambia elmatrimonio a un hombre cuando su mujer le aporta sesenta mil francos dedote! Jeanne se hincó las uñas en el brazo para no gritar de celos. SuPhilibert nunca había sido tan ostentoso como lo era el marido deMarguerite Maupin. Dividida entre la adoración y el rechazo, observó conatención los ricos galones del traje y los botones de plata cincelada, la fina

muselina de la camisa, la chorrera de la corbata recién plisada, la pelucaempolvada en escarcha. ¡Y pensar que sin duda la rica burguesa madura deBugey era la que había escogido todo aquello para tener un marido aúnmás guapo que al natural!

—... pero si la señorita Pompon no encuentra Papaver rhoeas en la boticade Châtillon, la tendrá seguramente Jassans, en la botica del hospital.

— ¿Para qué? —preguntó maquinalmente Jeanne, cuya mente habíacaptado por azar lo de Papaver rhoeas.

—Para qué va a ser —exclamó sorprendido el doctor Aubriot—, para las

cataplasmas que debe ponerse en los párpados inflamados. Recordadlo porella, que no tiene una pizca de cabeza: los pétalos, secos, deben estar eninfusión diez minutos en un cazo de agua hirviendo. En cuanto alPetroselinum sativum, lo encontraréis en abundancia en verano, en formade perejil rizado de hojas crespas, en el jardín de mi padre. Haced unatisana por decocción empleando hojas y raíces, y dadle dos tazas por día ala señora de Bouhey. Le aliviará el reumatismo. Y ahora que he acabado conmis deberes de médico, ¿deseáis que os resuma el plan de la obra queestoy escribiendo acerca de los árboles y los arbustos de Dombes?

— ¡Oh! —exclamó ella—. ¿Por fin la habéis comenzado?

—Sí. Y no quisiera resultar demasiado árido. Deseo que el lector puedasentir realmente el paisaje, todo ese encanto sencillo...

Dejó su frase en suspenso, posó su cuchillo, apartó su plato y se acodó éltambién sobre la mesa. Su mirada puesta en la muchacha se dulcificó,acarició el dorado rostro antes de perderse en su proyecto.

—Vos podéis comprender mejor que nadie, Jeanne, lo que querríadescribir...

Ella se estremeció de arriba abajo. La había llamado Jeanne. No Jeannot,como cuando corría en calzón tras su sombra. No Jeannette, como todo el

mundo. La había llamado Jeanne, un nombre que él desnudaba por primeravez. Durante el tiempo en que permaneció callado, aquella sílaba larga —

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  Jeanne— permaneció entre ellos, pesada y dulce. "Casi un secreto dealcoba", se dijo, trastornada de alegría. Estaban de nuevo solos en elmundo. Encerrados en la burbuja de intimidad que creaba en el salón la luzvacilante de las bujías, igual de solos que antaño en algún caminoiluminado del bosque, cuando la abominable Marguerite aún no existía.

Como si también él se sintiera preso del encanto del momento, prosiguiócon voz más lenta, un poco incolora.

—Lo que querría describir en mi historia natural de Combes, si es quetengo el talento necesario, es... esa neblina blanca del cielo invernal que seadhiere a las ramas de los abedules. El sabor jugoso de la hierba en junio. El

presentimiento que os detiene al borde de un estanque, justo antes deldescenso de los patos salvajes en vuelo. El galope pesado de un corzo queviene hacia uno a velas desplegadas...

En la voz extrañamente calma de Philibert ella oyó el pesado galopeenfilar directamente hacia ella y vio a la bestia pasar inesperadamente delargo, sombra fugitiva, entre los troncos atigrados por el sol. Tenía quedecirle que lo comprendía. Que comprendía lo que quería escribir sinnecesidad de que le explicara nada. Muy bajo, murmuró:

—En definitiva, señor Philibert, ¿queréis escribir nuestros recuerdos?

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Capítulo 2Capítulo 2

 "¡Su mujer lo aburre, su mujer lo aburre, su vieja mujer lo aburre, estoysegura!“ Una sola hora de intimidad con Philibert le había devuelto a

 Jeanne, intacta, la esperanza. Él volvería. Necesitaba que ella estuviera a sulado mientras escribía su libro. Volvería y finalmente se atrevería. Susbrazos la rodearían, la estrecharían contra su pecho. Su boca... ¡No, nohabía palabras para imaginar lo que le haría su boca! "¡Dios mío,concededme mañana mismo el beso de Philibert, Dios mío, concededme...!"

— ¡Jeannette!

Desde el fondo de su butaca de orejeras, la baronesa Marie-Françoise deBouhey olisqueaba el aire del salón.

—Jeannette, te he pedido que tostaras el pan, no que lo quemaras.

—Jeannette no está por lo que hace —lanzó agriamente Delphine—. Ni seentera de que hay humareda. ¡Como ya tiene la cabeza llena de humo! ADios gracias, el abate Rollin ha conseguido educar mejor a mis hijos que avuestra protegida. Ellos, al menos, tienen los pies en el suelo.

—Tenéis razón —dijo la baronesa—. Vuestros hijos son unos Bouhey purasangre. Cuando provocan alguna humareda, sólo se les llenan las botas dehumo. Únicamente pueden llenarse los utensilios que se tienen.

Delphine apretó los labios, se levantó bruscamente.

—Voy a ver por qué no nos traen el té.

 Y salió para no replicar a su suegra.

 Jeanne se echó a reír, puso la bandeja de tostadas quemadas en la mesade café y se sentó en la alfombra, a los pies de la baronesa.

—Siempre estáis haciendo rabiar a la señora Delphine. ¿Por qué no osgusta?

—Porque me ha hecho dos nietos clavados a mi hijo. ¡Como si no fuerasuficiente con que yo haya hecho al padre de los chicos clavado también asu abuelo! En fin, ninguna mujer puede hacer lo imposible, así que ningunaha podido hacer nada bueno de un barón de Bouhey. Los Bouhey nacen

soldadotes y lo transmiten de padres a hijos.

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— Pero al menos son guapos. La galería de retratos está llena dehombres apuestos.

—Y de hermosos caballos. Y nada mejor que un linaje de hombres guaposmontando en hermosos caballos para galopar hacia la ruina de una casa.Semejante galería de retratos ecuestres armoniza muy bien con los techoscarcomidos y los aparadores vacíos. Cuando me casé, a los Bouhey no lesquedaba ni una cuchara.

—¡Qué importa! Vos amabais a vuestro apuesto coronel y para reponer laplatería teníais el oro de todo un linaje de pañeros.

—Lo amaba, lo amaba... ¡Tonterías! Si te casas con un coronel, te

encuentras casada con un regimiento. ¡Y al precio que están los uniformes!Sobre todo en Caballería, donde además hay que meter un caballo bajo loscalzones de cada hombre. Hubiera querido que mi hijo François rompieracon la tradición familiar, que comprase por ejemplo una compañía deinfantería, pero ¡nanay! Si un Bouhey no va a caballo cree que le falta unaparte del trasero.

—¡Oh, vamos, señora! —dijo Delphine, que volvía al salón seguida dePompon, la cual llevaba una bandeja con tazas de porcelana del Japón.

—Delphine, no os hagáis la gazmoña, sabéis que lo detesto —dijo labaronesa.

—Es que me apena oíros hablar tan mal de nuestros oficiales. Mi esposo,vuestro hijo, señora, se bate por el Rey y...

—Mi hijo, vuestro esposo, señora, se bate porque no sabe hacer otracosa. La guerra es su entretenimiento y el de su padre, de su abuelo y detodos los Bouhey antes que ellos.

—¿La guerra un entretenimiento? Las cartas que recibo de François noson precisamente alegres.

—¡Oh, claro! Ellos nos cuentan que la guerra es triste porque nuestraslágrimas forman parte de su juego. Pero no lloran sobre los medallones queles colgamos al cuello. ¡Si nuestros retratos están húmedos es que los hamojado la lluvia! Porque la verdad es que la guerra es alegre: Y cada vezmás desde que el mariscal de Saxe ha llevado el teatro al ejército y nuestrorey las cenas galantes a las trincheras. Mientras aquí nosotras temblamospor ellos, allá nuestros oficiales comen a plenos carrillos, beben comocosacos, juegan fuerte y se dedican a retozar...

—¡Señora! —exclamó Delphine, escandalizada.

Marie-Françoise de Bouhey le sonrió con suavidad y concluyótranquilamente:

—Creedme, Delphine, para que un noble guerrero de este siglo seacompletamente feliz sólo falta que encuentren una buena droga a intra la

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sífilis. Pompon, tráenos más pan. O almendrados. Jeannette ha quemado lastostadas.

Esta vez Delphine no pudo contener una crueldad vengativa.

—Una viuda de la batalla de Fontenoy no debería hablar de ese modo dela felicidad de los soldados.

Un relámpago mortal pasó por los ojos gris claro de la baronesa, quegruñó:

—¿Qué podéis saber vos, que creéis en la gloria de las viudas de guerra,de la desgracia de ser viuda? Ya sé que en vuestra familia es de buen tonoel tener un muerto en Fontenoy y exhibirlo como si de una distinción del reyse tratara. Pero, lo siento, hija mía, si os digo que en la familia de pañerosde la que provengo se opina que la muerte no disculpa de la estupidez dehaberla perseguido a costa de grandes gastos, cuando todos esos hombrespodrían estar vivos en casa y sin tener que abrir la bolsa. Pero, dejemos eltema. ¿El té está servido?

Revolvió en sus bolsillos con impaciencia.

—Jeannette, busca mi tabaquera, la he vuelto a perder. ¿Crees que puedotomarme un almendrado con un poco de gelatina de grosella? Tu amigoAubriot me ha lavado el estómago con tanta agua de achicoria que creo que

me queda sitio para una pierna de cordero.Fl padre Jérôme, que entraba en ese momento, se echó a reír.

—Venía a ver si os habíais repuesto ¡y ya veo que sí! Pero, una pierna decordero... ¿No os ha mandado el doctor Aubriot una dieta más ligera?

—¡Está loco! Contrariamente a lo que nos dicen, el matrimonio no lo hacambiado, sigue siendo un médico muy poco cristiano. ¡Si le hiciera caso,debería flagelarme los reumatismos con manojos de ortigas y alimentarmecomo mis vacas, rumiando hierba! A ver, Irannette, cuéntame qué te hadicho esta noche, después de hacerme vomitar hasta las tripas.

Fl ruido de un carruaje en el patio empedrado libró a Jeannette deresponder.

—Ahí están la señora de Saint-Girod y su hermana —dijo tras dar unaojeada por la ventana.

—Cuando se habla del lobo aparecen las ovejas —se burló la baronesa.

 Toda la provincia sabía que Étiennette de Rupert y Geneviève de Saint-Girod habían sido amantes del doctor Aubriot. Aún vivaracha y bonita apesar de sus treinta y cinco años bien cumplidos, la condesa de Saint-Girodno perdió el tiempo sobre el objeto de su visita.

—¡No os veo enferma en absoluto! —exclamó, abrazando a la señora deBouhey—. Sin embargo, me han dicho que esta noche os habéis encontrado

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tan mal que habéis mandado llamar al doctor Aubriot. ¿Está parando encasa de su padre? ¿Os ha tranquilizado sobre vuestro estado? ¿Va a pasarmuchos días en Châtillon? ¿Lo habéis encontrado envejecido?

—Vamos a ver —contestó la baronesa riéndose—, ¿a qué pregunta deboresponder? ¿Deseáis noticias de la enferma o del médico?

—Pues, la verdad —dijo con franqueza la señora de Saint-Girod—, labuena cara de la enferma me ha quitado cualquier preocupación.

—Bien —dijo la baronesa—. Pues entonces sobre el médico es mejor quele preguntéis a Jeannette, que lo ha examinado más tiempo que yo.

—¿De veras? —dijo la señora de Saint-Girod, fijando en Jeanne unamirada brillante.

 Jeanne le devolvió la mirada de desafío. Los ojos en los ojos, las dos sesumergieron en un recuerdo mutuo. A espaldas de la reunión, estabanreviviendo una escena que había tenido lugar dos años antes en el jardín delos Aubriot. En aquel tiempo Geneviève de Saint-Girod consultabafrecuentemente al médico de Châtillon a causa de sus "vapores", y unatarde en que ella salía de la consulta con la peluca despeinada, pasódelante de Jeanne, ocupada en extender unas gramíneas sobre una tablapara secarlas. La muchacha, celosa, dirigió a la amante de Aubriot unamirada asesina. Geneviève se detuvo, se inclinó para tomar la barbilla de ladesconcertada adolescente y la contempló sin prisa. Luego le dijo coninsolencia: Amiguita, no os molestéis en odiarme, ya vendrá vuestro turno.Os predigo que también vos estaréis algún día recostada en el herbario devuestro maestro y haréis una especie rubia muy bonita: ¿la Nimpheafide lia?Geneviève fue la primera en desviar la mirada. Buscó una frase que sinduda le resultaría hiriente:

—¿Os ha hablado, Jeannette, del premio a la virtud que quiere fundar enhonor de su virtuosa esposa?

— ¿Un premio a la virtud? —repitió Jeannette, incrédula.

—Eso dicen —respondió Geneviève—. Es lo que pasa cuando uno se meteen la cama de la hermana de un cura: que se vuelve beato.

—Yo me voy —dijo el padre Jérôme, levantando sólo una nalga.

—¡Siéntese, padre! —ordenó la baronesa—. Van a traernos una torta defranchipán. Y sabéis de sobras que Dios ha cambiado mucho desde lamuerte de Luis XIV y ya no se ofende por nada.

—Verdaderamente, será divertido ver a Philibert Aubriot recompensar auna muchacha por saber conservar su virginidad dijo riendo Etiennette deRupert—. Tiene más acostumbrada a su provincia a sembrar cornudos que a

recoger y conservar doncellas en flor.

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—En materia de castidad suele haber vocaciones tardías —dijo labaronesa.

—En fin —exclamó Jeanne—, ¡estoy segura de que esa historia del premioes una calumnia!

—Querida niña —comentó el padre Jérôme—, defendéis al señor Aubriotcomo si lo estuvieran acusando de querer fundar un premio .il robo debolsos.

La señora de Bouhey observó de reojo a su protegida, antes de .ispiraruna pizca de tabaco con aire pensativo.

Sirvieron la torta de franchipán y un frasco de jarabe de horchata. Jeannette de Rupert tomó una buena porción de pastel. Le parecía muyconsolador que Philibert se moralizara al mismo tiempo que ella engordaba.No era la única que iba dejando atrás el tiempo de hacer cabriolas.

—¿No veremos esta noche al capitán? —preguntó bruscamenteGeneviève de Saint-Girod.

El adulterio era el pasatiempo favorito de la bulliciosa condesa, y todavíano había conseguido al capitán y barón François de Bouhey. Un hermosomacho sanguíneo, diestro en cabalgar. Le habría gustado probarlo. Desdeque pasaba los cuarteles de invierno en su castillo, ella se dedicaba a

incitarlo.—Mi marido no está en Charmont —dijo Delphine, encantada de

decepcionar a Geneviève—. Ha salido a reclutar hombres. Su compañíatiene algunos huecos.

Geneviève se sorprendió.

—¿Tiene que dedicarse a reclutar en persona?

—Bella amiga —intervino la baronesa—, el campesino es cada vez máslisto. Para poder reclutarlo ya no basta con batir el tambor v emborracharlo,prometiéndole una buena vida en el ejército, con vino, mantequilla y nalgas

bonitas a discreción. Sabe desde hace mucho que esa buena vida estáreservada a los oficiales, y que para él serán los piojos y los tiros. Así que seríe de los anuncios de reclutamiento. Pero si el apuesto capitán se molestaen persona para hablar de paga y de gloria... La charretera de oropel deluniforme funciona todavía.

—¡Bah! —exclamó Etiennette—. Si el capitán no encuentra bastantesreclutas, recurrirá a algunos hombres de paja para el día del desfile. Hoy endía, es lo normal.

Así era. Como cada vez resultaba más difícil encontrar voluntarios, y envista de que el comisario de guerra exigía hombres bien plantados, los

miserables altos y de buena apariencia se ganaban el pan alquilándose a loscapitanes y a los coroneles para las paradas militares. Se les vestía con

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calzones y blusones blancos y, una vez acabada la parada, se los dejabalibres, en espera de enrolarse de nuevo. Luego se contaban como muertos odesaparecidos hasta que el oficial hacía cuadrar los números.

—No estoy en contra de los hombres de paja —dijo la baronesa—. Megusta que los muertos puedan ser reutilizados. Así todo el mundo estácontento.

Visiblemente, la conversación enervaba a Delphine. Su bastidor debordado temblaba en sus manos. Se pinchó un dedo y acabó diciendo entono seco:

—El barón de Bouhey no ha utilizado jamás hombres de paja. François es

muy puntilloso en cuestiones de honor. Nunca ha engañado a su rey.—¡Pues es una lástima! —dijo la baronesa sin cortarse—. Nuestros

campesinos están hartos de que los maten de verdad. Hace seis años queguerreamos con Inglaterra y Prusia y es demasiado. Cuando el rey exigedemasiado, sus súbditos tienen derecho a hacer trampas.

— ¡Dios os perdone! —exclamó el padre Jérôme—. ¿Acaso estamos apunto de escuchar palabras republicanas?

—¡Oh! —exclamó con ligereza Geneviève—. En nuestros días, padre, sedicen tantas cosas que deberían ser castigadas, por el rey primero y luego

por Dios... Pero Dios se ha vuelto acomodaticio y el rey deja hacer.—Sí, se opina que el rey es demasiado indulgente —dijo el padre Jérôme.

—¿Y eso no es más respetuoso que decir que es holgazán? —preguntó labaronesa con ironía—. La marquesa de la Pommeraie, que está muy unidaal primer ministro Choiseul, cuenta que el duque pasa las mil y una penaspara que se mueva un poco. Las reformas más urgentes se quedanatascadas y el ministro le tiene que arrancar la firma casi a la fuerza o conengaños, de modo que Luis XV sólofirma una ordenanza por cansancio.Claro que hay que tener en cuenta que reina desde hace cuarenta años.¡Otro se habría cansado mucho antes! Ya no gobierna, sólo dura. Está en

esa edad en que tino se apega a sus costumbres, incluso a las peores. Diosdebería llamar a su seno a los reyes en cuanto alcanzan la cincuentena.

—¡Dios mío no la escuches! —murmuró el padre Jérôme, santiguándoseprecipitadamente.

Delphine fingió persignarse también, lo que hizo encogerse de hombros asu suegra.

—Vaya, viendo a los dos tan disgustados parecería que todo el mundoestá contento con Luis XV, mientras que, por el contrario, iodo el mundo locritica.

—No todas las ideas del duque de Choiseul son buenas —subrayoDelphine—. François dice que según él hay que doblar el cuerpo de

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artillería, mientras que deberían licenciarse muchos regimientos deinfantería. Como los infantes no sirven para artilleros, la reforma devolveráa una gran multitud de oficiales a sus tierras, con sólo 1res sueldos depensión para vivir.

—No serán más miserables en el pueblo que en la guarnición —dijo labaronesa—. En Francia el oficio de guerrero cuesta más de lo que reporta.

—Y encima se habla de cambiar los uniformes —suspiró Jeannette—.Parece que el duque de Choiseul está pensando en ello.

— ¡Cómo! ¡Siempre lo mismo! —exclamó la baronesa—. Parece que enFrancia la primera cualidad de un ministro es la de tener ideas nuevas en

cuestión de uniformes, así que el mayor mérito de un oficial es el de tenerun buen sastre. ¡Espero que Choiseul no vaya a cambiarlo todo de la cabezaa los pies! Acabo de recibir una factura por la última casaca de François,dos calzones de piel y tres...

El padre Jérôme bostezó discretamente. Aquellas damas continuabanevaluando por lo menudo lo que costaba ser madre, esposa, hermana o tíade militar bajo el reinado de Luis XV y, tomo el limosnero frecuentaba loscastillos, estaba bastante bien informado de los precios de cada cosa. Porsuerte, la señora de Bouhey cambió pronto de conversación.

—En resumen —dijo—, la infantería y la caballería son carreras delpasado, de la época en que un gentilhombre adoraba arruinarse. El porvenirestá en el mar. El mar puede aportar mucha riqueza, todos los oficiales dela marina real pueden mercadear.

—¡Buen derecho para un gentilhombre! —exclamó Delphine con desdén—. Mercadear es comprar mercancías aquí y allá para luego revenderlas. Escomercio. Y comerciar es rebajarse.

— ¡Rebajarse! —repitió la baronesa, irritada—. Esa palabra, hija mía,suena muy anticuada. ¿Debo aceptar que un oficial pueda saquear unaciudad, matar, pillar, incendiar y violar sin rebajarse, mientras que un oficial

del mar se rebajaría por ganar una fortuna sin perjudicar a nadie? No.Gracias a Dios, vemos que los mismísimos caballeros de Malta no sientenrebajada su nobleza por mercadear con sus barcos de la Orden o con los delrey. ¡Hasta conozco a algunos que no tienen escrúpulos en ser un pocofilibusteros!

Los ojillos de la condesa de Saint-Girod se iluminaron.

—¿Acaso pensáis en el caballero Vincent, señora?

Su hermana Etiennette se echó a reír suavemente. La señora de Ruperttenía una risa tierna, mullida, de paloma bien cebada. Sólo por aquella risaque prometía una alegre voluptuosidad ya se hacía deseable, y muchos

hombres caían por eso.

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—El apuesto caballero Vincent huele a corsario —dijo—. ¡Qué perfumetan embriagador para un hombre el del corso en el mar!

—Humm... —ronroneó Geneviève con gula.

  Jeanne, que no había dicho palabra desde hacía rato porque laconversación la aburría, se interesó al oír hablar del mar.

—¿Cómo es que nunca he visto a ese caballero-corsario que parece quetodo el mundo conoce tan bien?

—Eras muy pequeña la última vez que vino a cazar a Charmont —lerespondió la baronesa—. Pero lo verás a finales de este mes. He sabido queesos días va a viajar de París a Marsella y le he rogado que venga a mifiesta.

Geneviève empezó a hervir de preguntas.

—¿De verdad? ¿Vendrá? ¿Y tendré que acoger a dos o tres personas enmi casa, como cada año? ¿Tendré quizá al caballero?

—Yo también, querida baronesa, le ofrecería de buena gana una de miscamas al caballero Vincent —deslizó Etiennette, engolosinada.

Cada año, a principios de primavera, antes de que su hijo se marcharapara reunirse con su compañía para la campaña de verano, la baronesa

viuda de Bouhey daba una fiesta en Charmont. Había grandes partidas decaza, cena de gala, baile y todo lo demás. Como los invitados erandemasiados para alojarse en el castillo, se distribuían en las mansiones dela vecindad.

—Os daré a quien queráis, salvo al caballero —dijo ella con malicia a lasdos hermanas—. Sabéis muy bien que Vincent se alojará, n uno decostumbre, en Vaux, en casa de la bella Pauline.

—¿Seguimos en lo mismo? —comentó Geneviève de malhumor—. Surelación con la señora de Vaux-Jailloux empieza a parecerse a unmatrimonio clandestino. ¿Cuántos años llevan juntos?

—Seis —dijo Etiennette—. Es increíble. ¡Seis años! Eso ya no es fidelidad,es pereza.

 Jeanne no pudo retenerse.

—¿Y por qué no pueden amarse toda la vida, señora? —exclamó.

Las tres damas le dirigieron a la ingenua una sonrisa enternecida, yGeneviève le dio una cachetito en la mejilla.

—Jeannette, hablaremos de ese tema dentro de veinte años.

—Ya sabéis —dijo la baronesa— que la bella Pauline y el apuesto Vincent

se quieren conjuntamente sólo un año de cada tres, lo cual puede triplicarla duración de un amor. La última vez que vimos al caballero fue en 1759.

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La Orden de Malta se lo había prestado al rey para servirle en los mares delas Indias.

— ¡Pues vuestro brillante corsario no ha salvado nada allí! —exclamo Jeanne—. Desde que el gobernador, el señor de Lally-Tollendal, tuvo quecapitular en Pondichéry, mi preceptor, el abate Rollin, dice que cuando sefirme el tratado de paz los ingleses nos quitarán las Indias.

La señora de Bouhey observó a su protegida con divertida sorpresa.

—No sabía que te interesaras por nuestras posesiones de las Indias, Jeannette.

—Me intereso por todas nuestras colonias —respondió Jeanne muy seria—. Francia debe tener colonias.

—¡Bah! ¡Vaya idea! —se asombró Geneviève—. Mi querida Jeannette,todas las personas sensatas son anticolonialistas. Incluso el rey, susministros y los filósofos lo son. Vos que leéis a Voltaire, ¿no habéis leído loque ha escrito suplicándole a Choiseul no sacrificar más soldados en ladefensa de las "hectáreas" de nieve del Canadá? Ya tenemos bastantenieve en nuestras montañas sin saber qué hacer con ellas.

—Es natural que Voltaire no quiera saber nada del Canadá, visto que losingleses nos lo han quitado todo —comentó Jeanne Inamente—. Espero que

tengan la bondad de dejarnos al menos nuestras islas del azúcar y las delOcéano Indico.

La mirada de la señora de Bouhey seguía pesando sobre Jeanne,interrogadora.

—¿Es que tienes la intención de irte un día a herborizar a las islas, Jeannette?

—Claro, claro, ¿por qué no? —intervino Delphine, cuyo tono de voz eradespreciativo—. Ya sé de dónde viene esta nueva fantasía, señora. Desdehace un tiempo, nuestro abate Rollin está fascinado por el espejismo de lasislas. Aunque aquí tenga buen techo, buena mesa y buena compañía,nuestro pequeño eclesiástico envidia la suerte de los penados y de laspobres chicas del hospital de la Salpêtrière que deportan a las islas paratrabajar en los cañaverales de azúcar.

—Señora, os falta imaginación —replicó Jeanne, sin poder evitar que lasaletas de su nariz palpitasen—. El abate piensa más bien en las islas comoen tierras benditas, donde Dios no ha marcado diferencias entre loshombres. En cuanto a mí, sueño con su belleza floral.

Delphine quiso replicar también, pero la señora de Bouhey la contuvo.Sabía que los encontronazos entre Jeanne y Delphine podían llegar muy

lejos y delante de las visitas no iba a permitirlos.

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—¡Vamos! —cortó en tono juguetón—. Propongo que hablemos de lasislas cuando esté aquí el caballero Vincent, que las conoce de verdad. Hastaentonces dejemos el tema y disfrutemos de esta carne de membrillo queme ha traído de Neuville mi cuñada Charlotte. Estoy segura de que osparecerá mejor aún que la de la abadía de Notre-Dame.

Hacía rato que el padre Jérôme estaba adormilado, con la nariz metida enel pecho, pero el perfume del dulce que se cortaba en ese momento lodespertó milagrosamente.

—Hay que reconocer —suspiró— que nuestras damas canonesas notienen igual en cuestión de confituras.

—¡Oh, no tienen igual en muchas otras cosas! —exclamó la baronesa—.¡Ofician en cocina con un refinamiento de verdaderas alquimistas!

El limosnero dio su opinión de entendido.

—Nuestras buenas damas son muy golosas, sí. Pero, tal es la religión delpaís, tal es la religión de sus religiosos, ¿no es así?

—La verdad —dijo Etiennette— es que vuestra priora me ha dado aprobar unos guisantes divinos. ¿No podría tener la receta?

—¡Ah, los guisantes de nuestra priora! —exclamó el padre Jérôme juntando las manos—. ¡Con su ligero perfume de crema de menta...! En

temporada, cuando monseñor el obispo va a echar su partidita de cartascon la priora, se juega siempre medio cuartillo de esos guisantes contra lacolección encuadernada de sus mandamientos del año anterior.

Las damas se echaron a reír con toda su alma.

De pie delante de una de las puerta-ventanas del salón, Jeanne se sentíamuy lejos del huerto de las damas religiosas de Neuville. Su miradadescendía por la pendiente del parque hasta el curso de agua viva del río

Irance, bordeado por dos hileras de altos álamos. Los árboles estaban aúnennegrecidos por el invierno, pero pronto se volverían verdes y seríanagitados con gran estruendo por los vendavales. La muchacha no sabía porqué, desde su infancia, el vasto estremecimiento del follaje bamboleándoseal viento la colmaba de una sensación mitad voluptuosa, mitad angustiosa,que ella buscaba experimentar. Lo que aquella música despertaba en ellaera una especie de espera... Dejándose llevar con los ojos cerrados,acababa por sentirse ella también balanceada por la fuerte brisa, seconvertía en la vela de un barco y emprendía un largo viaje aprisionadaentre el azul del mar y el cielo, hacia un horizonte inundado de sol. Llegada

a su destino, se paseaba por el jardín de las Hespérides, bajo nubes depájaros centelleantes. Al pasar bajo un naranjo, levantaba la mano y

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tomaba uno de aquellos frutos de oro, lo pelaba para morderlo al mismotiempo que Philibert: allí sus besos tenían sabor a naranja.

Las islas...

 Tierras de asilo. En las islas las pastorcillas se casaban con sus príncipes,y los pastorcillos con sus princesas. En las islas no había castas, no habíagrandes personajes ni gentes humildes. Sólo había hombres y mujeres decorazón aventurero, que buscaban una nueva vida a través de unaabundancia desconocida, ofrecida a todas las manos. Cuando la clase degeografía del día recaía en las islas —y recaía sin cesar— Jeanne y el abateRollin se ayudaban ardientemente a creer en los paraísos terrestres de las

Antillas y el mar índico. Los dos pobres del castillo, bien alojados, bienalimentados, bien vestidos, incluso bien queridos, necesitaban además queexistiera la igualdad en alguna parte, a ser posible en un hermosodecorado.

"Me pregunto si el caballero Vincent sabrá algo sobre la flora y la faunade las islas —pensaba—. ¿Mirará un marino algo más que los puertos y lasmuchachas que hay en ellos?"

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Capítulo 3Capítulo 3

 Como hacía a menudo, la baronesa se detuvo ante el gran retrato delcoronel Jean-Charles de Bouhey. Una suntuosa imagen azul, roja y oro, eso

es todo cuanto quedaba de uno de los vencedores de la batalla deFontenoy. Sus restos habían sido enterrados de prisa y corriendo en unaiglesia cercana al lugar de la matanza: dos o tres trozos de carneensangrentada, que un criado había retirado con gran esfuerzo de unhorrible picadillo de hombres y caballos.

La palmatoria que sostenía Jeanne iluminaba la pintura de abajo arriba,como con piedad. El rostro iluminado por la suave luz de la vela sonreíabondadosamente. En ese momento el coronel no debía de sentir el frío de lamuerte... hasta que su viuda se puso en marcha hacia su habitación.

—Jeannette —dijo ella entrando en su dormitorio—, no me « reas cuandote hablo mal de mi Jean-Charles. Se merecía mi dote. No debes creer nuncaa una vieja que critica: lo único que hace es lamentarse. ¡Brrr! Abril no escálido este año. Agrega un leño al fuego. ¿Querrías acercarme el taburete alos pies? Así, gracias. Mi chal sobre las piernas... ¡Ah!, y tendrás quebuscarme otra vez la tabaquera.

Con grandes golpes de soplillo, Jeanne aireó la leña verde que humeaba.Brotó primero una corta llama azul y luego una vigorosa lengua roja acabócon el humo.

—¿No te quitas los zapatos?

—Sí —respondió Jeanne.Le encantaba andar sólo con medias, pisando voluptuosamente la gran

alfombra de gobelinos que cubría todo el centro del parquet, espesa yelástica como un césped bien cuidado. Hacía siete años que la alcoba de laseñora de Charmont había deslumbrado por primera vez a una niña quehasta entonces había vivido en una pobre casa de adobe, pero nunca secansaba de entrar en ella. La habitación era muy amplia, agrandadaademás con todo el paisaje que entraba por tres altos ventanales, uno delos cuales, el del centro, se abría a un pequeño balcón semicircular. Desdeel lugar en que la baronesa se sentaba cada mañana a escribir, se veía la

hilera de macetones que bordeaban la terraza hasta el lejano bosque deRomans, donde podía ver cambiar las estaciones por encima de la cortina

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que formaban los álamos del Irance. La cama a la polaca, drapeada de sedarojo cereza; los revestimientos de madera pintados en azul canario en tornoa los entrepaños de Persia, decorados con grandes motivos de pájaros; eldorado de los cuadros y de la madera de los sillones, el lustre de Veneciacon flores multicolores... todo ello le prestaba a la habitación un ambientealegre, tonificante, que invitaba más a la lectura o a la conversación que ala pereza. Marie-Françoise y Jeanne hablaban allí más libremente que en elsalón, y nada les resultaba más dulce y necesario que ese momento quecompartían cada noche antes de acostarse. Hablaban de todo y de nada, entono confidencial, o se quedaban calladas en el silencio cada vez más densoen que se hundía la mansión.

Al día siguiente de su indisposición, la baronesa volvió sobre unaspalabras de Jeanne que había estado rumiando:

—Dime, ¿realmente tienes ganas de marcharte a las islas? —preguntó.

—Digamos que sueño con ello. Soy muy curiosa y me gusta soñar.¿Todavía os sorprende? Vos habláis del mar, de un corsario... Las islas vanbien con todo eso. Me excita sólo pensar en conocer a un corsario. ¿Creéisque me sacará a bailar?

—¡Ten cuidado con tu corazón, Jeannette! Vincent es un conquistador.

—Sabremos resistirle —contestó la virgen de quince años con unaseguridad exagerada—. No soy de cera blanda.

—¡Oh, muy bien! —dijo la baronesa riendo—. Pero ten cuidado: las jóvenes no saben cómo son hasta que han visto a un pirata. Puede ser muyapuesto.

—¿El caballero Vincent es apuesto?

—Ya me darás tu opinión. Por lo general, gusta.

—Habladme de él.

—No lo conozco mucho. Desde los catorce años Vincent vive en el mar.

Navega, batalla, comercia... Mi viejo amigo Pazevin, el armador marsellés,dice que corre hacia todas las novedades en cuestión de marina, ciencias,negocios o industria con un apetito de tiburón. Nació pobre, pero se haenriquecido enormemente.

—¿De veras? —dijo Jeanne decepcionada—. Total, ese caballero no esmás que un buscador de oro. ¿No tiene el menor idealismo?

—¿A qué le llamas tú idealismo? ¿A las viejas palabras que un filósofosentado en su poltrona encuentra en la punta de su pluma, o a las nuevastierras que busca un marino erguido ante su castillo de proa? Creo que hayde todo en un corsario, incluso idealismo.

 Jeanne miró a la baronesa con sorpresa.

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—¿Cómo es que conocéis tan bien el alma corsaria, señora?

—He conocido corsarios. En otros tiempos. Cuando pasaba los inviernosen París. Pero no pongas tus ojos dorados más tentadores, Jeannette, no hevivido ninguna novela que pueda contarte.

Bruscamente, la baronesa se dejó llevar por una lejana sonrisa.

—Hace quince años me habría enamorado con gusto de un cierto corsariode Saint Malo... Nunca se está protegida de un capricho pasajero... pero erademasiado tarde. Caer enamorada en otoño... y de alguien más joven queyo...

—Suele pasar.

—Pero yo no dejé que pasara. Le di vueltas a todas las facetas del asunto,lo coloqué ante todos los espejos... Pesé todos los pros y los contra... Mehabía convertido, ¡horror!, en una mujer sensata.

Es un descubrimiento doloroso, Jeannette, saber que ya nunca el corazónle ganará a la cabeza.

 Jeanne tomó afectuosamente la mano deformada por la artritis y se pusoa acariciar la punta de los dedos. La baronesa soltó una risita y continuó,impacientada por su abandono pasajero.

— ¡De qué te valen a ti mis tristezas de abuela! Ya ves, la tisana deachicoria no me hace nada. ¿Te atreves a bajar a la bodega a estas horas?

—No —dijo Jeanne.

—Escucha, querida, razonemos sin fanatismo. Dos o tres dedos de vinode Condrieu me harían un bien enorme, lo sé.

—No —repitió Jeanne—. ¿Os atrevéis de verdad a beber vino de Condrieua las once de la noche?

—¡Pues, claro!

—Lo siento, pero no lo haréis. El señor Philibert me ha dictado vuestro

régimen y lo voy a seguir.—¡Bah! ¡Que tu Aubriot se vaya al diablo con sus recetas castigadoras! El

tendrá la culpa de que se estropee mi mejor vino. El Condrieu tiene quebeberse ya.

—Pues que se lo beban otras personas.

—¿Regalar mi Condrieu? ¡Un vino tan escaso, tan buscado que hay quesuplicar para tenerlo!

—Entonces será un buen vino de misa. Dádselo al cura de Châtillon.

La baronesa miró a su protegida de través. Le entraron ganas deatormentarla un poco. Desde la antevíspera se moría de ganas, dudaba, iba

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hasta el borde de la pregunta y luego retrocedía sin hacerla pero, aquellanoche, ya que Jeanne le negaba un pequeño placer, estaba dispuesta adarse otro.

—Tienes ingenio, bonita mía —dijo—. Suficiente para burlarte de mí, perono lo bastante como para burlarte de ti.

 Y como la muchacha, sorprendida, la interrogó con la mirada, añadió:

—Ven a sentarte a mi taburete, que pueda ver si me mientes. Veamos,  Jeannette, tú que eres joven, guapa y nada tonta, ¿por qué pierdes eltiempo amando a un hombre casado que vive a varias leguas y que no tequiere?

 Jeanne recibió la pregunta como si le hubieran disparado una bala decañón, pero no parpadeó ni mintió.

—Amo al señor Philibert, es verdad, señora. ¿Desde cuándo lo sabéis?

—¡Toma! Su simple nombre te hace resplandecer. Pero ¿qué esperas desemejante antojo? ¿Quieres seguir haciendo el amor sola, a veinticincoleguas del objeto de tu amor?

—Volverá. Su mujer lo aburre.

—¿Ya? ¿Te lo ha dicho él?

—Yo misma lo he comprendido. Estoy segura de que pronto volverá aChâtillon.

—Admitámoslo. ¿Y va a volver sin su mujer y su hijo?

Sin responder, con un simple gesto de hombros, la muchacha pareciósacudir aquellos dos colgajos de la vida de Philibert.

—¡Muy bien! —dijo la baronesa—. Tienes quince años, eres bonita, tienesingenio, ¿y te conformas con los ratos de amor que pueda darte un amanteentre dos tareas?

—Lo amo.

—¡Lo amo, lo amo! He aquí un buen motivo para un romance idiota,amiguita. En este momento amas a un ausente y mañana amarás a undistraído, y los distraídos son aún más malos de amar que los ausentes,pues es a sus horas, y no a las nuestras, cuando hay que tomarlos odejarlos. Francamente, ¿no podrías buscarte a alguien más fácil de amarque el doctor Aubriot?

  Jeanne se irguió muy derecha, con el rostro inflamado, los puñoscerrados.

—¡Lo amo desde el primer día en que lo vi y lo amaré hasta el último día

de mi vida!

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—Esperemos que sea hasta el último día de su vida, Jeannette —corrigiódulcemente la baronesa—. Aubriot tiene veinte años más que tú. Venga,siéntate. Tú no puedes dejar de tener quince años, pero yo puedo intentarolvidarme de que tengo sesenta. Hablemos de mujer a mujer, con todacrudeza. Jeannette, no quiero impedir que te acuestes con Aubriot, si es quelo consigues. Lo que sí quiero impedir es que sufras.

—¡Oh! —exclamó Jeanne.

La libertad de lenguaje de la señora Bouhey seguía sorprendiéndola. Labaronesa no se mordía la lengua, y aquella noche menos que nunca.

—No empieces a sonrojarte tan pronto —añadió—. Apenas hemos

empezado a tratar el asunto. Te estaba diciendo que las aventurasamorosas me parecen una diversión encantadora, a condición de que unapueda llorar sin sufrir demasiado.

—Si me convierto en la amante del señor Philibert no tendré niarrepentimientos ni remordimientos —dijo Jeanne agresivamente.

—¿Y quién habla de remordimientos? ¿Qué remordimientos? ¿Por el dañoque puedas hacerle a la señora Aubriot? Venga, no te preocupes. El airedesgraciado de la esposa de tu amante es como el aire infecto que serespira en París, una se acostumbra en seguida, incluso con placer. No,amiga mía, ni el arrepentimiento ni el remordimiento matan a la amante deun sabio. Esta muere del mal que sufren todas las mujeres: de aburrimiento.

—¡Aburrimiento! ¡Cómo iba a aburrirme con un amante llamado PhilibertAubriot!

La señora de Bouhey sonrió al fin.

—Sí —dijo—, a tu edad una se hace muchas ilusiones con la palabraamante. Pero un amante demasiado ocupado os olvida exactamente igualque un esposo. Tu Aubriot sólo vive para lo que tiene en la cabeza, entresus lupas, sus plantas y su cafetera. Créeme, ya tiene una mujer paradistraerlo cinco minutos de tanto en tanto. Un hombre de estudio nunca es

un amante agradable. ¿Sabes quién puede ser un amante agradable,sonriente y servicial? Un joven abate. Un abate galante, por supuesto, perono hay problema, la especie está extendida. Cuando vivía en París, losencontraba en iodos los tocadores. No tienen igual para uso cotidiano. Tienen maneras, conocen las bellas letras, saben de música, conocen todoslos cotilleos y todos los juegos, son deliciosamente hipócritas, y hasta sabenlatín para leer obras muy útiles para la felicidad de las damas. En fin, tienentodo el tiempo del mundo para vos, pues el servicio de Dios les deja muchotiempo libre. Y bien, Jeannette, ¿qué me dices?

—Me disculparéis por no reírme —dijo Jeanne con voz sorda—. Bromeáis

sobre un asunto que me desbocaría el corazón si me pusiera a hablar de él.La baronesa se inclinó para tomarle la cara entre las manos.

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—¿Tanto lo amas? —preguntó con tristeza.

  Jeanne sólo respondió que sí con los ojos llenos de un llameante orohúmedo.

—Lástima... —dijo la baronesa. Y luego, cambiando bruscamente de tono—: ya que es así, Jeannette, deja que prepare contigo las cosas. Deja que tecase.

—¿Qué? —exclamó Jeanne, que no creía lo que oía.

—¡Escucha! Tengo un buen partido para ti. No te habrás fijado en élporque sólo ves a tu botánico, pero yo sí que me he fijado en que no sólopara jugar partidas de hombre es por lo que viene a Charmont dos tardespor semana el procurador Duthillet. Ese hombre se te come con los ojos, alpunto que no hace más que perder. Louis-Antoine Duthillet es un burguésde buena cepa, que posee una de las mejores casas de Châtillon. Va encarroza y de su despacho saca al menos treinta mil francos al año. Sufamilia está bien establecida en los alrededores, unos en Trévoux, otros enDijon o en Lyon. Tendrás cenas y espectáculos en esas ciudades, y por SanLuis baile en casa del gobernador. A ver, francamente, ¿qué piensas delseñor Duthillet?

  Jeanne escuchaba a la baronesa con los ojos redondos y la bocaentreabierta, incapaz de tomársela en serio. Tras su silencio estupefacto, larisa de la chiquilla brotó tan espontáneamente que no pudo pararla.

—¡Magnífico! —exclamó la baronesa—. Me encanta que te rías de miDuthillet. Sólo podemos hablar con sensatez de un hombre del quepodamos reírnos.

—¡Dios mío! ¡El procurador... Duthillet! —se retorció la joven entrecarcajadas—. ¡Un hombre todo... vestido de negro..., con una pelu... ca... amartillos...!

—Haría muy mal si no se vistiese de negro —dijo la baronesa, quetambién se reía—. ¡No podía ser de otra manera! Está constante y

provechosamente de duelo por todo el mundo: el tercio de las herenciasque administra se queda en su caja. Y te señalo que sus trajes negros sonde seda o del más fino paño inglés, cortados todos ellos por Pernon de Lyon. Y sólo usa pañuelos de fina tela de Cambrai.

Como por juego, Jeanne fingió interesarse por aquel extravaganteproyecto.

—Pero, ese hombre de negro, ¿no os parece demasiado viejo para mí?

— ¡Querida mía, un marido nunca es demasiado viejo cuando se sueñacon un amante! ¡Sobre todo si el marido tiene treinta y cuatro años y el

amante treinta y cinco!Humillada, Jeanne se mordió los labios.

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—Además —continuó la señora de Bouhey—, a una procuradora no lefalta nunca la juventud, pues el despacho de su marido siempre aloja acinco o seis empleados de veinte años. Todos estarán enamorados de ti. Temirarán pasar sonrojándose, dejarán ramos de flores en tu ventana y el másatrevido te dará con el pie bajo la mesa. Los abogados de la ciudad tambiénte cortejarán y te cubrirán de regalos por año nuevo para que lesproporciones pleitos. Te aseguro que te divertirá mucho ser la señoraprocuradora de Châtillon.

—Vivir con un hombre que no sea el señor Philibert nunca podrádivertirme —dijo ella con arrebato.

—No se trata de vivir con otro hombre, sino de vivir con un marido —dijola baronesa pacientemente—. Se puede vivir perfectamente con un marido,ya que hay otras mil cosas que hacer. Créeme, querida, el marido se olvida,el matrimonio permanece. Gobernar una bella mansión puede ser muyagradable. Además, ¿te acuerdas de que la casa de Duthillet está a dospasos de la de Aubriot? Si es verdad que vuelve, lo tendrás a dos pasos detu cama.

¿En qué acababa el sueño de Jeanne, tanto tiempo escondido? La señorade Bouhey lo aireaba con un tranquilo realismo que repugnaba a laromántica joven.

—Supongo —llegó a articular con esfuerzo—, supongo que todo eso lodecís para que nos riamos, ¿no?

— Sí —contestó la baronesa—. Hablo para que en la vida te rías en lugarde llorar. Incluso cuando se tienen penas de amor, en casa de un maridorico una puede reírse de vez en cuando. Puede que se tenga el almadoliente, pero se tienen bonitos vestidos, buenas comidas y una carrozapara correr a las citas sin ensuciarse de barro.

 Jeanne dio un resoplido de cólera y soltó de golpe:

—¡Pero también una se encuentra un marido cuando vuelve de las citas!

Había cruzado los brazos sobre el pecho, como para defenderse de unaviolación.

—¡Ya estamos! —exclamó la baronesa—. ¡Las jóvenes se han vuelto deun romántico...!

—¡O seré del señor Philibert o no seré de nadie! —afirmó Jeanne con unaentonación salvaje.

—¡Cállate! —ordenó duramente la baronesa—. Rabio cuando escuchosemejantes tonterías en boca de una muchacha inteligente. Sabes muy bienque el mundo va como va. Para vivir cómodamente, es necesario

pertenecer a Dios o a un marido. Pero la vida con Dios sólo es agradablepara las jóvenes bien nacidas. Las demás son únicamente siervas.

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—¡Nunca he pensado encerrarme en un convento! ¡Trabajaré! ¿Acaso notengo ciertas cualidades?

La mirada gris de Marie-Françoise perdió su brillo malhumorado y seinundó de piedad.

—No eres un chico pobre, Jeannette, sino una chica pobre, que es unasituación aún más cruel. ¿Qué será de ti si no te caso bien antes dedesaparecer? ¿Irás a mendigar un puesto de lectora en casa ajena despuésde haber rechazado un puesto de señora en tu propia casa?

—Ya sé que sólo cuento con vuestras bondades —dijo Jeanne con vozangustiada—. Pero ¿es esa una razón para venderme al procurador

Duthillet? Si tuviera la desgracia de perderos... ¡Oh, os lo suplico, no mehabléis como si ya fuera una mujer! —añadió, escondiendo la cara en lafalda de la baronesa—. Quiero seguir siendo niña por un tiempo...

La señora de Bouhey le acarició los cabellos.

—Cálmate, venga, cálmate —dijo con ternura—. Es verdad, aún eres muyniña. Pero, ¡ay!, yo ya no lo soy. El tiempo que aún puedo darte corre muyde prisa. Hoy por hoy el reloj de mi abuelo, que sólo tenía una aguja, la delas horas, me bastaría. Perdona si te doy prisa, soy yo quien la tiene. Estoyimpaciente por hacer la felicidad de los que amo.

 Jeanne levantó hacia su tutora un rostro inundado en lágrimas.—Mi felicidad sería pertenecer al señor Philibert. No imagino ninguna otra

felicidad. ¿Acaso no soy lo bastante bonita como para poder contra su viejaMarguerite? ¿Debo tener un poco más de pecho?

—Tú estás loca —dijo la baronesa, desolada—. Es una lástima que unamujer no comprenda lo bastante pronto que su belleza no está hecha parael placer de un solo hombre, sino para el de muchos.

¡Le hubiera gustado tanto poder dormir! Hundirse en el sueño, en elfondo del cual seguramente la esperaría Philibert. Pero sus nerviosexasperados la mantenían despierta y sus pies helados, también. Saltó de lacama, encendió la vela, se puso una falda y su chambra gruesa, se calzó,tomó la palmatoria... Con cuidado de no pisar las uniones del parquetalcanzó la escalera y bajó a la cocina.

Su idea era calentar agua para llenar el "monje inglés", si es que Pomponno lo había cogido. Le habían regalado ese nuevo invento importado deLondres a la baronesa, pero ésta no se había decidido a dejar sus ladrilloscalientes, y era la friolera Pompon la que se metía en la cama con el monje

inglés, sobre todo desde que había leído en el Mercure de France que aquelmullido objeto costaba al menos veinticuatro libras. El placer de meterse

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tanto dinero bajo las plantas de los pies satisfacía por un rato su afán delujo.

La camarera había cogido el monje. Jeanne pensó en subir y quitárselo,pero se encogió de hombros y se hizo una pelota al calor de la chimeneapara poder pensar a gusto. Necesitaba "darse coraje". La expresión le veníade su padre. Cuando el techador Beauchamps se sentía cansado, seestiraba y decía, sonriendo: "No me siento muy bien, tendré que darmecoraje". Y se preparaba una buena rebanada de pan empapado mitad convino mitad con agua, que masticaba lentamente. Cuando era su hija la queparecía desanimada ante la escoba o una canasta de nabos que pelar, leofrecía el mismo remedio, añadiendo azúcar al pan. Al recordarlo, la Jeanne

mayor se enterneció por la pequeña y buscó con la vista la jarra de clareteque Delphine hacía sacar del tonel cada noche para mojar al día siguiente elpan de su hijo pequeño. El clarete estaba sobre la mesa, al lado de un caldode carne y dos huevos que Jean-François debía tomar con su sopa de vino. Jeanne sacó el pan de la artesa, cortó una rebanada, batió los huevos y sehizo una tortilla, luego reanimó un poco el fuego. Diez minutos más tarde,sentada de nuevo ante la chimenea, su plato sobre las rodillas, el vino a suspies, se puso a cenar. Era verdad que comer le devolvía el coraje. El pesode su corazón se desvanecía. Se sirvió un vaso de clarete.

Antes de la conversación con su tutora, Jeanne no había pensado más

que vagamente en el lejano día, envuelto como estaba en la niebla delfuturo, en que tendría que dejar Charmont. El mañana estaba ocupado porcompleto por la imagen de Philibert. El mañana era el regreso de Philibert aChâtillon. El mañana era ella misma convertida de nuevo en la sombra dePhilibert, con el añadido de las caricias que recibiría. Pero aquella nochecomprendió de repente que para crearse un verdadero porvenir tendría queinventar otra cosa que su simple pasado mejorado. Durante dos años había jugado a la Bella Durmiente del Bosque que espera el regreso de su príncipey ahora se despertaba sola en medio de una cocina dormida. No habíaningún hada buena para despertarla alegremente junto con los demáspersonajes, criadas, doncellas, perros... El propio príncipe seguía estando enBugey, donde vivía feliz y engendraba hijos sin ella. Un río de lágrimas lebrotó de los ojos, de las que se desprendió sacudiendo furiosamente lacabeza. Se bebió un gran vaso de clarete. ¡No, no dejaría que su destinoactuase sin contar con ella!

Su destino natural era la injusticia. Lo había presentido siempre perohabía reflexionado poco. Sin embargo, he aquí que la injusticia amenazabacon tomar una forma concreta. Si no luchaba por construirse una vida a sugusto, sólo podría aspirar a ir consumiendo poco a poco la amargaexistencia de una desclasada. La niña se había salido de su casta, pero laadulta no sería recibida con todos los derechos en ninguna otra: si quería

tener un lugar al sol, habría de ganárselo. Su querida baronesa tenía razón,si Jeanne se negaba a emplear todas sus bazas para salir de aquel callejón

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sin salida, se arriesgaba a marchitarse como lectora de cualquier viuda, esdecir, a convertirse en una doméstica distinguida. Habría sido hermosa paranada, inteligente para nada, instruida para nada. Porque era bella, hoy unhombre le tendía la mano para alzarla hasta una vida burguesa. Pero sólopor su ingenio y sus conocimientos, ¿quién le ofrecería una situaciónsimplemente decente? Ni siquiera un amante de la historia natural secontentaría con tenerla sólo de secretaria.

Mientras se untaba coléricamente otra tostada, una idea familiar le pasópor la cabeza: "¿Y si me vistiera de chico de una vez por todas?" Esta ideasiempre la ponía de buen humor. Se veía, alegre y cómoda, embutida en elbonito traje rojo vivo de Denis, con los cabellos recogidos en una coleta, el

tricornio bien ajustado, el bastón al hombro con su hatillo en la punta. Apaso vivo alcanzaba Marsella donde, sobre el horizonte azul del mar,danzaban las velas de la gran aventura. Sonrió imaginándose comopropietaria, tras el hermoso viaje, de millares de fanegas de tierra de lasislas, que pondría a cultivar. Azúcar, café, algodón, pimienta, nuezmoscada, clavo... ¡La fortuna! ¡Cargamentos y cargamentos de luises deoro! ¡Ah, entonces el señor Philibert lamentaría haberse casado solamentecon sesenta mil francos de dote!

A estas alturas, Jeanne se había bebido toda la jarra de clarete. ¡El vino  jugueteaba en sus venas y se sentía tan ligera! El mañana parecía tan

fácil... Nada más fácil que conseguir al hombre que una quiere. Cuando Jeanne disertaba sobre el amor con sus amigas Emilie y Marie, los hombresde sus sueños siempre acababan de rodillas ante ellas. La mujer es la quedirige el juego, ya se sabe, basta con que lo intente sin vergüenza y sinmiedo... y con dinero. Con dinero, sí. Cuando Emilie urdía un plan de batallapara atrapar a un amante hipotético ¡gastaba como una loca en arreglos, enpelucas, en perfumes, en cenas en las que sólo se servían exquisitecesruinosamente caras, vino de Champagne, platos raros espolvoreados conespecias afrodisíacas horriblemente costosas!

 Jeanne se preguntaba si una procuradora, al igual que una marquesa o

una bailarina de Opera, serviría vino de Champagne en sus cenas. Con unmarido rico... evidentemente. Nada más cómodo para volver loco a otrohombre que echarle tierra a los ojos. Sin duda, el señor Duthillet, primerprocurador de Châtillon, poseía en su caja fuerte lo bastante como para noescatimar con los invitados de su mujer. Jeanne lamió las últimas gotas declarete de su vaso, hundiéndose complacientemente en el blando adulterio.Sí, sin duda su querida baronesa llevaba razón, Duthillet tenía sus ventajas.

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Capítulo 4Capítulo 4

En primavera, el castillo de Charmont se despertaba a las seis de lamañana. El primer ruido que llegaba del patio empedrado era el chirrido de

un torno de mano: Bouchoux, el mozo para todo, sacaba agua del pozo. Enese momento, Nanette, que era la primera en levantarse, encendía un granfuego en la cocina. Bellotte bajaba un poco después de su buhardilla. La Tatan, que desde hacía veinte años reinaba sobre los pucheros del castillo,no se dejaba ver hasta las ocho, ¡pero en cuanto aparecía se notaba... ycómo! Tras ella llegaban bostezando la señorita Pingault, la camarera deDelphine, y Pompon, la de la baronesa, que se buscaban un rincón calienteante el hogar para empezar sus comadreos del día mientras se tomaban sustazones de leche con un poco de café. A las nueve en punto, aparecíaprimero, como la proa de un barco, un gran pecho vestido de negro, y, acto

seguido, toda la imponente persona de la señorita Sergent, el ama dellaves. Cincuentona y bigotuda, ferozmente devota de los Bouhey, entre losque había nacido, la Sergent reinaba sobre toda la servidumbre con unabsolutismo sin tacha: Charmont estaba muy bien mantenido.

La mansión era próspera. Marie-Françoise de Bouhey había sabidogestionar su fortuna pese a tener un marido empeñado en arruinarse concaballos y fiestas. Al morir sus padres, en lugar de cobrar su parte deherencia, la había invertido en las dos fábricas de sarga de Amiens yAbbeville que su único hermano, Mathieu Delafaye, explotaba en provechode ambos. Más adelante, cuando los hijos de Mathieu crecieron, los habíaestablecido en Lyon en el negocio de la seda, cuya expansión se veíafavorecida por la Corte, que la había puesto de moda. Como habíafinanciado los inicios de sus sobrinos Joseph y Henri, la tía sacaba ahorabeneficios de su incontestable éxito, como también los sacaba de unapequeña manufactura de paños de Languedoc, que había comprado cuandoestaba agonizante y la había hecho resucitar inyectándole dinero fresco. Enfin, desde hacía diez años tenía también su parte en el negocio de su amigoel armador Pazevin de Marsella y hay que decir que el mar tampoco ladecepcionaba.

Su afición por la industria y el comercio no le habían impedido cumplir eldeber que se había impuesto de comprar con los años las tres granjas y las

lagunas que había vendido su suegro. No había sido fácil, pues loscampesinos comenzaban a agruparse contra el acaparamiento de tierras

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por parte de sus señores. La señora de Charmont había logrado hacer susadquisiciones sin levantar muchas horcas. Como no había nacido en laaristocracia, no tenía sus prejuicios. Poco le importaba que se respetasentodos sus derechos señoriales, la mayoría de los cuales vejaban a loscampesinos sin aportar nada a los señores. Mientras que muchoscastellanos, por necesidad o por arrogancia, luchaban desesperadamentecontra la pérdida de sus privilegios, resucitando a veces los más caducos, ala hija de los pañeros no le importaba hacer la vista gorda. Su administradortenía órdenes de cerrar los ojos cuando quienes debían pagar el censo"olvidaban" cinco pollos, tres patos o un cordero en el impuesto anual, ocuando los segadores hacían trampa con las gavillas. ¡A quién se le ocurre

pretender en pleno año 1762 recibir exactamente "la parte del señor"!Como la baronesa no hilaba muy fino sus campesinos la estimaban... o almenos lo fingían. De todos modos, a finales del reinado de Luis XV laviolencia campesina ya no se dirigía contra el castillo, sino más bien contraun enemigo venido de fuera: el fisco real y su pelotón de recaudadores,¡todos unos buitres, unos corruptos y unos acaparadores! Porque nunca jamás habrían confesado que estaban mejor alimentados y más felices bajoLuis XV de lo que sus abuelos lo habían estado bajo Luis XIV. Procurabanquejarse cuanto podían. Sin embargo, en los alrededores de Charmont no sedisfrazaban de mendigos ni se escondían para comer jamón, como sí debíanhacer otros para engañar a sus castellanos, cuya rapacidad aumentaba al

menor signo de prosperidad. La señora de Bouhey tenía el placer de versólidos potajes en la mesa de sus granjeros, casaba a bellezas ruralescoquetamente vestidas y discutía con colonos de buenos colores, bienvestidos y calzados con buenos zapatos.

 Todo el mundo accedía libremente a ella. Los recibía en su alcoba, de laque no bajaba hasta las dos de la tarde para comer, después de pasar lamañana dictándole cartas al abate Rollin, que le hacía de secretario, ydiscutiendo y poniendo orden en sus cuentas con Gaillon, su administrador.

El señor Pipón, su hombre de negocios lionés, sólo venía de la ciudad unavez por semana, pero se presentaba muy temprano. Se encontrabaprecisamente en el castillo cuando de repente se oyó llegar de la cocina ungran alboroto de gritos y carreras. La baronesa tuvo que agitar tres veces lacampanilla antes de que Pompon, con la cara encendida y muy animada,acudiera a informarla.

—Es la Tatan, señora, que está persiguiendo a la Nanette para molerla agolpes con el atizador. ¡La glotona se ha comido los huevos y se ha bebidotodo el clarete de nuestro joven señor!

—Pues vaya ruido por un par de huevos y una jarra de vino malo —dijo labaronesa—. ¿Es que no come bastante en la mesa?

—¡Devora, señora! Pero, además, se come todo lo que pesca. Es comouna enfermedad. Pero hasta hoy no se había atrevido a coger...

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 Jeanne, abriendo bruscamente la puerta de la habitación, interrumpió a lachismosa.

—Pompon, antes de que Tatan mate a la Nanette, bajad a decirle que soyyo quien se ha tomado los huevos y el vino esta noche.

—¡Vaya! —exclamó la baronesa.

Pompon, que se había quedado con la boca abierta, no pensaba enobedecer.

—¡Baja! —le repitió Jeanne.

Aunque no sonreía, la muchacha estaba encantadora con su bata de

algodón blanco y el oro liso de sus cabellos cayendo suelto por la espalda.La señora de Bouhey la observó con gran atención.

—Señor Pipón —preguntó—, ¿tendría la amabilidad de pasar un momentoa mi tocador? Y tú, Pompon, vete a dar el recado.

—¿Quiere eso decir que si salgo me voy a perder el final de la historia? —dijo la camarera con descaro.

—No, porque escuchas detrás de las puertas —respondió la baronesa.

Pompon salió, cerró y aplicó su oído a la puerta.

—¿Y bien? —lanzó en seguida la baronesa—. ¿Rechazas el buen vino deCondrieu a las once para luego beberte a medianoche el peleón? ¿No sabesque los malos vinos lo único que dan es borrachera?

—Necesitaba darme coraje. He venido a deciros...

Se detuvo. Para darle confianza, la señora de Bouhey se levantó y sesentó ante el tocador, ya que así le daba la espalda. Le tendió un peine demarfil y plata.

—Péiname...

En el espejo imperfecto del tocador, que le enviaba dulcificado el rostro

de su tutora, Jeanne vio la aguda mirada gris y continuó diciendo confirmeza:

—He venido a deciros que si realmente me podéis conseguir alprocurador Duthillet, estoy decidida a tomarlo.

Cinco días más tarde, Jeanne y el procurador estaban prometidos.

En aquel tiempo los matrimonios se decidían rápido, al menos entre lanobleza y la gran burguesía. Bastaba para ello una sola velada, en que losfuturos esposos se entreveían a la hora de cenar, entre un candelabro y unapirámide de fruta. En cinco días de conversaciones, la señora de Bouheyhabía tenido tiempo de pensar en todo.

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El señor Duthillet demostró tanta prisa y tanta generosidad como habíaesperado de un burgués de treinta y cuatro años, huérfano y nada avaro,enamorado de una mujer mucho más joven que él. En el contrato, Duthilletreconocía a su esposa unos haberes de treinta y cinco mil libras, que ellapodía detraer de sus bienes líquidos y además, en caso de que él muriera,le dejaba el usufructo de la casa, completamente amueblada, más milfrancos de renta. Por su parte, la señora de Bouhey aportaría un ajuarcompleto, pequeñas joyas de oro, objetos de tocador en un neceser deconcha y plata y una bolsa con quinientos escudos. A esta bonita dote, elcapitán barón François de Bouhey ofrecía añadir a Blanquette, la yegua que Jeanne montaba y a la que adoraba. La hija del techador Beauchamps se

establecía de un modo que hacía soñar en todas las chozas del contorno.La boda se fijó para mediados de septiembre. Una vez cerrado el

compromiso, se encargaron a París y Lyon piezas de muselina, batista, linoy Holanda, encajes y cintas, paño fino de Abbeville, droguete y algunasvaras de sedería, pero se decidió que la costurera y las lenceras noempezarían a trabajar hasta mayo, una vez celebrada la fiesta deCharmont. Laurent Delafaye, el sobrino nieto de la baronesa, se apresurótambién a enviar los paños que su padre y su tío le ofrecían a la novia: unapieza de groguén dorado tornasolado de rosa, de gran prestancia, y unpesado brocado blanco con ramajes rojos. ¡Un regalo digno de una reina!

Podría resultar una suntuosa procuradora en los bailes que se dan por lafiesta de San Luis. Pompon lanzaba gritos de modistilla a la que le hacencosquillas en según qué parte y se extasiaba con aquellos primerosperifollos de boda. La doncella de la baronesa estaba decidida a vivir esematrimonio por su cuenta, cantaba de alegría y le repetía a Jeanne, diezveces al día, que había nacido con buena estrella.

La novia, por su parte, se sentía rara. Excitada por la alegría de Pompon,tranquilizada por la educada reserva de Louis-Antoine Duthillet, rodeada desonrisas, interrogada, envidiada, abrazada, felicitada, Jeanne tenía laimpresión de vivir en la superficie de sí misma. Una agradable vida le corríapor la epidermis. Agradable como el contacto de un bonito vestido, peronada más. Y ese placer era frágil: cuando Pompon la envolvió en el brocadode seda con flores rojas y ella adivinó lo encantadora que parecería con esetocado, estuvo a punto de echarse a llorar, como si la idea de serencantadora para aparecer del brazo de Louis-Antoine sólo le inspiraratristeza. Le resultaba difícil pensar en su prometido de otro modo que comoun hombre vestido de negro, bastante elegante y de maneras perfectas,que conversaba y jugaba a las cartas sin levantar nunca la voz. Tal era elhombre con quien se casaba: un jurista atareado durante el día que denoche se convertiría en un mero acompañante, con el que hablaría delúltimo concierto o la próxima cena. Pero después de todo, quién sabe, quizá

fuera un marido más que pasable, un buen amigo seguro y discreto...

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Él le hizo un primer regalo precioso, una bombonera de porcelana deSèvres llena de peladillas. Tenía forma de corazón y estaba finamentedecorada con un grupo de amorcillos regordetes realzado en oro fino. Lamanufactura de Sèvres se había inaugurado en 1759 y sus objetos aún eranuna rareza. Encantada de recibir una, Jeanne le tendió la mano y no lemolestó el ligero beso que Louis-Antoine depositó en ella. Le rogó que loacompañara al día siguiente a Trévoux, al Parlamento, y la baronesa dio supermiso.

Pompon, radiantemente endomingada, actuaba de carabina distraída. Jeanne, en carroza, era saludada a derecha e izquierda por los curiosos,sonrientes primero, luego maravillados. Vivía su primera jornada comoprocuradora. Mientras Louis-Antoine se ocupaba de sus asuntos, las dosmujeres pasearon toda su alegría por las calles de las tiendas y, a fin dedescansar, se atrevieron a entrar en el Armenien. El Armenien tenía famade ser el mejor café de la ciudad y se regalaron con su moka, que elarmenio servía con confitura de rosas. Al igual que los de París, algunoscafés de provincias empezaban a decorar sus salas y la del Armenien,pequeña, estaba decorada con entrepaños azul celeste y oro, alegrados porespejos y un lustre con colgantes, y amueblado con veladores de mármolblanco. Pompon, con una cucharada de confitura de rosas en la boca,chasqueaba la lengua con voluptuosidad.

—¡Ah, señorita!, ¿no os decía que habíais nacido con buena estrella? ¡Unhombre tan bueno, que vive tan bien! Podréis daros todo los placeres quequeráis, trajes, espectáculos, meriendas en chocolaterías, viajes en silla depostas, los frasquitos de pintalabios más caros, comidas campestres... ¡Ah,señorita, llevadme con vos a Châtillon, vais a necesitar una doncella!

— ¡Me parece que os gustaría casaros con el señor Duthillet al mismotiempo que yo! —dijo Jeanne, riéndose.

—¡Ah, señorita, es que para hacer la felicidad de una mujer no se hainventado nada mejor que la fortuna de un hombre generoso!

La escapada a Trévoux estaba siendo muy alegre. Cuando Louis-Antoinefue a buscar a sus mujeres al barrio comercial, las encontró charlando enuna mercería, en la que estaban comprando cintas. Aprovechó la ocasiónpara ofrecerle a Jeanne el objeto que estaba admirando. Era un curiosoparaguas que podía llevarse plegado en el bolsillo. Tenía el mango plateadoy la copa de tafetán color ciruela. La mercera lo presentaba como el últimoinvento del Parasol real de París y se llamaba "paraguas roto". Aquel lujosoregalo, hecho tan espontáneamente a Jeanne, llevó a Pompon al colmo de

su alborozo.

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—¡Ah, señorita —murmuró, mientras Louis-Antoine pagaba a la mercera—, vais a tener algo más que un marido, vais a tener un amante! Creedme,para que un hombre eche mano del bolsillo de esta manera, es que estáloco por vos. ¡Buena señal, señorita, buena señal!

 Jeanne se sobresaltó. La palabra "amante" la había cogido a traición enmedio de su casto idilio de eterna amistad. Una vez en la carroza, se puso aobservar el perfil de Louis-Antoine.

Ni guapo ni feo, Duthillet gustaba más bien por su aire de serena bondad,un poco blanda quizá. Una ligera miopía velaba la dulzura de sus ojos azulpálido. Ir siempre vestido de negro le daba un aspecto serio, que él debía

cultivar como necesario en su profesión, aunque Jeanne reconocía que eltraje estaba perfectamente cortado en fino camelote, suave y brillante,finamente hilado y guarnecido con caros botones de azabache. La chorreray los puños de encaje, así como la peluca empolvada, le daban a todo aquelnegro un toque de blanco que alegraba el conjunto. A ella no le gustaba supeluca pesada y anticuada y se prometió que le haría escoger una que lesentara mejor. Se sonrió al darse cuenta de que se estaba preocupando delarreglo de su prometido y le entraron ganas de felicitarse por su buenaacción. De repente, deseó comer a solas con Louis-Antoine en algunaposada de la ciudad. Nunca había comido en una posada, y además podríaobservar cómo la atendería, le pasaría un plato, le serviría un vino,

escogería la fruta o le haría degustar los mejores postres... Era verdad queno lo amaba, pero ¿acaso era razón suficiente para no dejarse amar?

Por desgracia, tuvo que sentarse en una mesa familiar, en casa de Jean- Jacques Duthillet, el hermano de Louis-Antoine.

Este hermano era también jurista, consejero en el parlamento de Trévoux. Molestó a Louis-Antoine al ofrecerle a su cuñada una comidademasiado sencilla. Sólo hubo caldo, chuletas de carnero, cardos contuétano, estofado de conejo con ciruelas, ensalada, tarta de leche,confituras y peladillas. Tras una comida tan pobre, Louis-Antoine se sintióobligado a disculparse.

—La mujer de mi hermano tiene la manía de la frugalidad y no le importaimponérsela a sus invitados. El no puede hacer nada. ¿Hay hoy en día algúnhombre que pueda decidir algo en su casa? Pese a que la ley le asegura quelo puede todo, la verdad es que tiene que conformarse con estarse calladoen sus propios dominios. ¡Cada vez que se le ocurra pedir un salmís depalomos o criticar una moda femenina extravagante, se verá tratado por sumujer y sus hijas como un insoportable prepotente, recién llegado deBarbaria!

 Jeanne se echó a reír.

—Y sabiéndolo, ¿no teméis unir vuestro porvenir al mío, señor?Él la miró con ojos amorosos.

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—No, querida mía. Estoy segura de que gozaremos de una buena mesa,tenéis cara de comilona. Nunca habría escogido a una mujer parecida a micuñada. ¿Os habéis fijado en que todo lo tiene picudo: la nariz, el mentón,los hombros, los codos y hasta la voz?, ¿y que tiene los labios delgados?

—¡Y en cambio la señorita tiene unos labios tan llenos y unos hombrostan redondos...! —exclamó Pompon, entrando sin remilgos en laconversación.

Louis-Antoine se sonrojó como un muchacho. Las palabras de aquellaatolondrada le recordaban las esperanzas que tenía puestas en lasensualidad de su prometida cuando admiraba su boca mullida, el brillo de

sus ojos, sus frecuentes sonrojos, su placer al acariciar las pieles, los gatos,las sedas, su ardor al bailar y el modo en que tenía de galopar sobre layegua con aquel aire de entregarse toda ella al viento...

La turbación del procurador no escapó a la doncella, que le dirigió a Jeanne una mirada que significaba: "¿No os lo había dicho, que este hombreos adora y que además de un marido será un amante? “Antes de regresar aChâtillon, Jeanne quiso visitar el Parlamento y se divirtió mucho leyendo elreglamento de multas colgado en un pasillo:

"Multa a un consejero que lleve peluca de lazos: una comida.

Por entrar en la sala de juicios con el perro: una comida.

Por dormirse durante una audiencia: una comida.

Por tal y cual: una comida” 

La lista era larga y la multa siempre la misma: una comida. Como habíandecidido que todo el que contraviniese el reglamento pagaría una comilona,los parlamentarios se pasaban el año de cuchipanda.

—Por este motivo es por lo que mi hermano no se ha muerto ya a causa

del régimen de su mujer —explicó Louis-Antoine—. ¡Hace curas en laposada cincuenta veces al año!

La jornada en Trévoux había caldeado de tal modo el clima entre losprometidos que, en el camino de vuelta, Jeanne probó a hablarle de sus dospasiones a Luis-Antoine, la botánica y la geografía.

La escuchó educadamente. Pero, de repente, y pesar de que la mirabamuy atento, Jeanne sintió que Louis-Antoine estaba muy lejos de allí, quizáa punto de dormitar o de pensar en el menú de la comida que les debía alos magistrados por haber escrito, al registrar una declaración, la palabra"burdel" con una sola y tímida "b" en lugar de escribirla completa.¡Gazmoñería multada con una comida! Mientras ella intentaba descubrirlelos encantos de la Viola cornuta en abril y las cálidas delicias de la Isla de

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Francia, Louis-Antoine la escuchaba de un modo profesional, como unprocurador escucha a su cliente, sin ningún interés personal por su asunto,pero teniendo cuidado de ocultar su indiferencia bajo una expresión seria.Decepcionada, la muchacha cambió de tema y se puso a hablar de la granpartida de caza que tendría lugar en Charmont dos días después.

Antes de la partida del capitán de Bouhey para el frente, casi siempre afinales de abril, la fiesta de Charmont le costaba a la baronesa una fortuna,además de un montón de dolores de cabeza. Duraba al menos tres días.Para la gran cena de la primera jornada no se sentaban menos de sesentainvitados, de los cuales aún quedaban treinta el tercer día.

El zafarrancho de combate comenzaba una semana antes. Se veía llegaruna a una a todas las campesinas que querían trabajar en la fiesta y que laSergent ponía en seguida a abrir, barrer, encerar, frotar, desempolvar lashabitaciones cerradas, sacudir los colchones, arreglar las camas. Mientrasduraba toda esta limpieza de primavera, la baronesa se sentía contenta dedesalojar ratones, arañas y polvo de toda la casa. Pero pronto un lavanderode Bourg traía varas y varas de ropa blanca de alquiler, bien almidonada, ya continuación se anunciaba la tormenta: el ilustre cocinero Florimond,seguido de sus pinches y ayudantes, desembarcaba en el castillo.

Invadían la cocina y el office, ignoraban a la Sergent, catapultaban a la Tatan fuera de su vista, aterrorizaban a Bellotte y a Nanette, acaparaban alos mozos Bouchoux, Longchamps y al cochero Thomas para sus compras,alistaban a sirvientas y campesinas para matar, desplumar y limpiar aves,revolucionaban los armarios y las despensas, se burlaban de la batería decocina del castillo, chillaban sin cesar "¡Al fuego!" o "¡Al agua!" y, en fin,mandaban en la casa como en país enemigo conquistado, matando dehambre a sus habitantes hasta el día del festín, despreciando sus quejascon aire de artistas que podrían muy bien dejar plantados sus guisos yabandonar a los invitados de la señora baronesa a la triste cocina de lasbuenas mujeres de la casa. Y cuando finalmente todo andaba bien entre lasmarmitas, el ilustre Florimond se daba cuenta de que "no era comprendido"

y se quejaba de "no tener nada", ¡pese a que había recibido seis carneros,un cordero lechal, sesenta libras de buey, cincuentas pulardas y patos, unmontón de palomos, ocho jamones, un cesto de cangrejos, bastantesanguilas, lucios y carpas, una rueda de gruyere, mantequilla, manteca,crema, azúcar y harina, huevos a gogó, más los vinos y vinagres necesariospara los caldos cortos, licores, esencias y quintaesencias, especias, polvo deflores, pasas, nueces peladas, almendras de Italia y toda la impedimenta!Pese a lo cual Florimond pretendía que no tenía nada, puesto que no habíachocolate de Arnaud de Lyon, quien lo recibía de Onfroy de París. Y el únicobuen chocolate para fundir, señora baronesa, era el de Onfroy. ¡Había,pues, que mandar a Thomas a pedírselo con urgencia a Arnaud de Lyon, a

catorce leguas de Charmont, o Florimond no respondía ya de nada!

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Llegada a este punto de su zafarrancho con Florimond, la señora deBouhey cogía su gran rabieta anual, juraba y perjuraba que no habríachocolate de catorce leguas y que en adelante jamás daría la más mínimafiesta, y que el señor Florimond podía clavarse su cuchillo en el corazón sicreía estar deshonrado. Tras esto mandaba a Thomas a buscar chocolate acasa de Arnaud de Lyon y se encerraba en su alcoba con una cataplasma deromero para calmar su gran migraña anual, que era de humillación, ya queaño tras año acababa cediendo a las exigencias de Florimond. Pero ¿puedeuna desairar a su cocinero la víspera de una cena de sesenta cubiertos? "¡Ytodo por la tripa!", suspiraba la baronesa con ironía una vez más. Vivíanbajo Luis XV, pero la vieja divisa de Gargantúa y Pantagruel seguía vigente,

al menos en el país de Dombes.Quitándose la cataplasma, vio a Jeanne y a su nieto Jean-François cruzar

la terraza corriendo y riendo. Aunque esto era algo que la tranquilizaba, lesorprendió ver a la joven reírse tan de buena gana como antes deprometerse. Se preguntaba si su pupila creía de verdad en su próxima bodacon Duthillet. O si tal vez no era más que una diversión a falta de Aubriot, ala que pondría fin con un gesto de rechazo justo en el momento de dar el sí.

El corazón de la baronesa no había saltado de alegría cuando Jeanne lehabía anunciado su decisión. Las palabras sensatas de una chiquilla queacaba de matar su sueño no son una música agradable de oír. Es verdad

que Jeanne había hecho una elección razonable, pero ¿de qué valen lasbuenas razones cuando una se encuentra desnuda frente a ellas en el lechoconyugal? Marie-Françoise se acordaba de la mañana en que se habíaforzado a bromear al hablar de Duthillet...

A su boca de diecisiete años se unía la de su hermoso coronel, fuerte,exigente, capaz de desarmarla. A través del frío de tantos años aún podíasentir la silenciosa caricia de la fina batista que se desprendía y resbalabapor su cuerpo. Su piel, apagada después de tanto tiempo, se estremeciótímidamente, buscando en su memoria el peso de un cuerpo perdido. Derepente, el recuerdo de su cruz de casada, aplastada contra su seno

derecho por el duro pecho del coronel, le hizo, de nuevo hoy, una fina ydolorosa herida... Con una risita sollozante, se burló de la viuda que gozabade su debut de baronesa, pero tuvo que secarse las lágrimas. En el fondo desu alma hubiera deseado que el día de la boda de Jeanne el techo de lacapilla de Charmont se abriera inesperadamente y apareciera Aubriot a lospies de la novia exclamando: "¡Yo primero! ¡Ya le llegará el turno alprocurador!" "Me merezco la migraña —se dijo—. ¡Estoy más loca que unadoncella de quince años! "Tocaron a la puerta y entró Pompon, colorada porhaber subido la escalera al galope. Florimond necesitaba urgentemente unadécima cacerola con mango y un cuenco de latón bien grande. ¿Podíanenviar a buscarlos a casa de las monjas de Neuville?

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Capítulo 5Capítulo 5

Jeanne bajó corriendo por la gran alameda para sentarse en un banco dela glorieta de los tüos. Desde allí podría ver estupendamente la salida de los

cazadores.El castillo de Charmont no era ni muy grande ni muy antiguo. El abuelo

del coronel Jean-Charles de Bouhey lo había mandado construir en 1680para poder dejar el incómodo montón de piedras con torreón que le habíanlegado sus antepasados. Así es como había acabado de arruinar a su familiapor el placer de morirse en una casa nueva bien abierta a la luz del día.Pero nunca había podido terminar la decoración interior, y su hijo no habíaañadido mucho más. Marie-Françoise era quien se había encargado de elloa partir de 1722, escogiendo los artesonados esculpidos a la brutesca paralos salones de la planta baja, los tapices de colores vivos para las

habitaciones y los tocadores del primer piso. A mismo tiempo, un maestrode obra lionés había transformado y revocado la fachada. En el momento enque Jeanne lo contemplaba, el pequeño castillo tenía el aspecto de unamansión sencilla y blanca de dos pisos y siete ventanas, ampliada concuatro pabellones de esquinas cuadradas, con terrazas bordeadas debalaustres y rematada por un tejado abuhardillado. Siete años antes, justoantes de matarse, el techador Beauchamps había reemplazado la antiguapizarra por tejas vidriadas amarillas y verdes formando un bonito dibujo decheurones. Seguro que este añadido de estilo borgoñón no hubieraencantado al primer arquitecto, pero le prestaba al edificio un aire muyalegre, sobre todo cuando las veletas redoradas se ponían a girar al sol.

El sol de aquella mañana de abril no alcanzaba aún a las veletas ya queno eran más de las siete y media. Pero Jeanne veía alzarse a su izquierda,por encima del muro de los establos, un radiante vaho rosado. Loscazadores tendrían un buen día.

Quince invitados se hallaban ya reunidos en el salón. Para dar la señal departida, el barón François de Bouhey esperaba a que dieran las ocho;cazaban también algunas damas y no había que salir muy pronto. Lassiluetas de los invitados pasaban y volvían a pasar tras las ventanas. Jeannese los imaginaba impacientes y discutiendo ásperamente sobre las

decisiones tomadas la víspera después de la cena. Las bestias reconocidas—ciervos, jabalíes, corzos— eran numerosas y había que escoger, al menos

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entre el ciervo y el jabalí, y los monteros más empedernidos hubieranquerido correr los dos en la misma jornada. Se había dejado escogergalantemente a las damas, pero éstas se habían desentendido, sabiendopor experiencia que los caballeros les habrían reprochado su elección encada alto de la partida. "De todas maneras —pensó Jeanne—, será el curade Chapaize el que decidirá, como siempre. ¡Cuando pregunta a qué horahabrá que levantarse, a nadie se le ocurriría responderle que a la hora demisa! "Hubo de repente un gran movimiento en la terraza, delante delcésped que descendía suavemente hacia los tilos. Traían a la jauría. Estabaformada por sesenta perros altos de Poitiers de igual pelaje negro conmanchas leonadas y blancas, que los criados alinearon, mudos pero

palpitantes, detrás de los cocheros. Estos, vestidos de paño azul real, con elbrazo izquierdo pasado por la brida de su montura y la trompa en laderecha, miraban llegar a los caballos, veinticuatro animales piafandosujetos por doce palafreneros. Poco después, el barón de Bouhey aparecióen el porche entre sus dos hijos, los tres resplandecientes en un traje azulcon galones plateados, casaca de cachemira color miel, calzones de pielblanca, botas hasta la rodilla y el tricornio al brazo, que se colocaron con ungesto idéntico. Luego Charles y Jean-François se apartaron para que supadre pudiera ofrecerle la mano a la marquesa de la Pommeraie, queacababa de aparecer. Tras la pareja todos los cazadores descendieron a laterraza. Jeanne contó veintiuno: dieciocho hombres, casi todos con

redingotes marrones o beiges, y tres amazonas vestidas con faldas oscurasy casacas de colores vivos festoneados de piel. Junto a los caballos sealinearon otros cinco caballeros llegados directamente desde su casa en lavecindad, entre ellos la graciosa condesa de Saint-Girod, toda ella en rojoamaranto festoneado de marta y tocada con un minúsculo tricornio,coquetamente ladeado. El cura de Chapaize se acercó a ella. También élmontaba su propio caballo, su Ragotin adorado, del que no se separabanunca. Una vez todas las damas estuvieron instaladas en su silla y loscazadores aguardando juntos, bota contra bota, formaron un cuadro dignode ver. Aquel estallido de colores llenaba a Jeanne de un alegre placer

sensual: allí estaba toda la paleta de un pintor opulento, que se movía bajoel frío sol de la mañana, con el fondo de piedra blanca del castillo, encajadoentre el verde oscuro de los viejos macizos de boj y los lejanos tonos negrosde una doble fila de castaños con las ramas todavía desnudas. La salidaparecía inminente y ella se preguntó por qué, ese año, Pauline de Vaux- Jailloux no acudía a cazar. No se veía su carruaje.

La hermosa dama de Vaux sólo seguía las partidas de caza en unvehículo ligero tirado por dos caballos blancos enjaezados, que conducíacon brío un cochero de veinte años, demasiado guapo según las malaslenguas, tan de punta en blanco como los animales y, además, con doradosen todas las costuras. Sin duda Pauline pensaba que su carruaje, de unagracia excepcional, era el estuche perfecto para su suave belleza demulata, siempre ataviada en tonos pastel. En todo caso, añadía un toque de

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encanto refinado al esplendor de una compañía montada. Jeanne estabalamentando que el carruaje de Pauline faltase esta vez a la fiesta cuando lovio aparecer por la esquina derecha del castillo, procedente del patioempedrado, girando por la terraza con una bella curva; la dama, asomada ala portezuela, agitaba su pañuelo para responder al saludo que le hacían lossombreros a su paso. Al mismo tiempo, el ruido de un galope bien ejecutadollegaba desde el camino de tierra que conducía a Vaux por Neuville. La joven se giró...

El caballero cabalgaba derecho a Charmont. Atravesó la glorieta de lostilos sin fijarse en Jeanne, que lo vio calmar a su alazán antes de acercarseal barón, sin duda para disculparse por su retraso. Luego se colocó detrás

de todos, justo delante del carruaje de Pauline, que se asomó de nuevo a laportezuela para sonreírle.

 Jeanne no había visto nunca en Charmont a aquel caballero de tan rara ydesenvuelta elegancia, tan bien ceñido a su redingote gris que le hacíahonor a semejante prenda. Su equilibrio sobre el caballo era perfecto,parecía haber nacido centauro y debía de tener pantorrillas de acero paramantenerse erguido en la silla como si estuviera jugueteando con susoberbio caballo de pelaje oscuro, sedoso y brillante, al que dejaba bailarcasi imperceptiblemente con sus finas patas.

¿Quién era aquel hombre? ¿El amante de Pauline? ¿El famoso caballeroVincent de la Orden de Malta, del que Geneviève de Saint-Girod y suhermana habían hablado con tanto deseo, y la baronesa con tanta ternuraen la voz? Pese a su ardiente curiosidad, no tuvo tiempo de hacerse máspreguntas sobre la identidad del desconocido: el barón de Bouhey acababade hacerle una señal a Baudouin, el jefe de su séquito.

Las trompas llamearon bajo el sol, la fanfarria estalló, los colores delcuadro se agitaron. En un gran estruendo de alegría el grupo de cazadoresse puso en camino hacia las lagunas de Moulin, lugar de la cita. De pie ensu balcón, la baronesa de Bouhey, envuelta en un chal, saludaba la partidacon un pañuelo de encaje. En todas las ventanas del primer piso se veía a

damas tocadas con gorros de dormir agitando la mano y, abajo, bienalineados en la escalera del porche, los criados devoraban con la vista elespectáculo con expresión risueña. Cuando ya no se veía nada, todo elmundo permaneció largo tiempo escuchando cómo se alejaba el grupo,hasta que tras el último rumor se hizo un completo silencio.

  Jeanne ascendió por la alameda, un poco triste. En ese momentodetestaba que Philibert le hubiera enseñado a amar la belleza viva de loscorzos y los ciervos, cuando al amanecer se acercan a beber a la charca deun claro del bosque. Ella, que adoraba galopar por cualquier camino y encualquier estación, habría querido correr un ciervo sin forzarlo ni asustarlo,

para dejarlo huir a continuación. Hubiera jugado al escondite con él, comodecían burlones los hijos del barón. Pero aquello era imposible, todo el

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mundo quería matar al ciervo. Por haber seguido una vez al grupo hasta eltoque de acoso, sabía que aquel era el momento de la matanza ritual, a lavez cima y alivio de su creciente excitación, momento que todos loscazadores, fueran hombres o mujeres, esperaban con pasión visceral paralanzarse en persecución de su presa. Ella había visto con horror la jauríaaullante acorralar al ciervo refugiado en el estanque del Ormeau, y allí hacerlo esperar, temblando y gimiendo, el navajazo del marqués de laPommeraie. Las trompas ya estaban anunciando su muerte cuando elanimal aún se estremecía. Baudouin le había cortado un pie paraofrecérselo a la marquesa. A Athénaïs de la Pommeraie, muda yresplandeciente, con la mirada fija y brillante, las aletas de la nariz

dilatadas, la nuca rígida y los labios entreabiertos, le había costado un granesfuerzo deshacerse de un placer cuya intensidad parecía haberlapetrificado de éxtasis al borde del agua ensangrentada. Más tarde, Jeannelamentó no haber huido en el momento en que habían alcanzado al animalpara no ver aquello. Se había quedado contra su voluntad y su disgusto,fascinada ella también por el colorido y el ruido, por aquellas engalanadasropas que giraban, aquellos cobres relucientes, aquellos gritos, aquellosladridos furiosos y el fragoroso sonido de las trompas, todo aquel tumultomulticolor que convertía la muerte de un animal en una fiesta triunfal.Nunca más había acompañado a los cazadores, por miedo a dejarsearrastrar de nuevo por aquel horrible juego. Pero su decisión no le impedía

sentirse como dejada de lado cuando observaba la partida.Apresuró el paso al ver que no quedaba nadie fuera de la casa. Había que

darse prisa si quería que la peinase el Niçois.

La cabellera de Jeanne, larga, lisa, espesa, de un magnífico color rubioentreverado de mechas doradas y castañas, era muy bonito en su estadonatural, simplemente recogido en el cuello con una cinta o sujeto en altocon una redecilla. Pero la moda decidía otra cosa. Por ello, aunque

cotidianamente llevaba los cabellos como un mozo de cuadra, como lereprochaba Delphine, debía someterse a veces a la persecución del Niçois,el "artista" de Bourg, cuya reputación y fortuna estaban bien establecidas.

Por más que para ese gran día el peluquero estaba en Charmont desdelas ocho de la mañana, a las nueve tenía ya el aspecto apurado de unhombre incapaz de atender a todas las cabezas que se le presentaban. Demomento, revoloteaba en torno a la baronesa, aturdiéndola con sucháchara y con toda una colección de gestos preciosos.

La tercera gran especialidad del maestro, después del rizado contenacillas y el empolvado en escarcha, eran los chismes de París. Mientrasempolvaba a todos los viajeros de calidad que pasaban por su salón, elpeluquero de Bourg recogía los cotilleos frescos con la avidez con que un

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 jardinero recoge el estiércol caliente, para rellenar después los oídos de susclientes provincianos. Él era el primero que se deleitaba con sus comadreos.Cuchicheaba los mejores pasajes, cubría las crudezas con puntossuspensivos, mascaba los nombres propios con hipócrita discreción,subrayaba ciertas palabras como lo habría hecho en Versalles un petimetrecon los tacones rojos de la nobleza y hacía una pausa antes de acabar unahistoria, que llenaba con una risa de clueca que ha puesto un huevo.

—Se dice (se dice, señora baronesa, yo no estaba en el ajo), que el actorGrandval ha logrado a la duquesa de Msssussst... La dama le había pedidoque la visitase con el pretexto de enseñarle su galería de pintura yentonces, ¡ji!, ¡ji!, ¡ji!..., en el momento de ocurrir la cosa la duquesa se

volvió a los retratos de familia diciendo: "¡Ay, Grandval, qué dirían misantepasados si me vieran en vuestros brazos!", a lo que el miembro de laComedia Francesa respondió alegremente: "¡Oh, señora, van a decir quesois una p..., nada más". ¡Puff! ¡Ja, ja, ja! Si la señora baronesa quisierainclinar un poco el cuello, ahí hay dos rizos indóciles, sí, la mar de indóciles,¡ay, los muy bribones!, señorita Pompon, ¿tendréis la bondad de pasarmeun papel para las tenacillas? Se dice también que los actores de la Comediano quieren darle entradas gratis al biznieto del gran dramaturgo Racine, locual es muy, muy ingrato, esa gente son unos perros. ¿Dónde tengo mitijera? ¿La estoy quemando, señora baronesa? ¡Oh, este último rizado me

encanta, me encanta! Señorita Pompon, ¿tendríamos un espejo de manopara que la señora se viera por detrás?

Sin esperar a que llegara el espejo, el Niçois soltó un "¡puff!" y continuósu chismorreo al galope.

—¡Y lo que le ha pasado a la Maisonneuve es tan, pero tan gracioso!¡Para morirse! Imaginad que estaba interpretando Elama de llaves y que,llevada por la emoción, la señorita va, se cae y enseña... ¡No veáis locontento que se puso el público! ¡El c... de la actriz fue muy aplaudido! Ellova a hacer la felicidad de las lenceras, pues parece que va a salir un edictoque obligará a las actrices a llevar calzas. ¡Ja! ¿Os figuráis al jefe de policía

enviando cada noche a sus agentes a los teatros para comprobar la cosa?¡Puff! ¡Ji, ji, ji! Y bien, he aquí una cabecita muy linda que está pidiendo quela empolven, ¿qué decís, señora?

Marie-Françoise, sentada ante su tocador de volantes, soportaba conbuen humor los golpes de peine, los tirones de las tenacillas y el diluvioverbal del peluquero. Le encantaba el resultado de su martirio, pues elNiçois sabía fabricarle una cabecita rizada a lo Pompadour que le sentabamuy bien.

—¿Qué te parece, Pompon? —preguntó.

En ese momento, el peluquero lanzó una rociada de grititosdesesperados. Jeanne acababa de entrar en la alcoba.

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—¡Oh, Dios mío, Dios mío, señorita, vuestros cabellos!

—Sí —dijo ella con un suspiro—. Vamos a estirarlos, quemarlos,engrasarlos y espolvorearlos.

—¡Oh, señorita! —murmuró el Niçois, ofendido.

—El peinado de la señora está muy bien —añadió para consolarlo.

Pompon tomó del tocador la jeringuilla de perfumar, la llenó de agua deazahar y roció la cabeza de su ama. Un delicioso aroma dulzón invadió lahabitación y la baronesa sacudió la cabeza para hacer palpitar el perfume,al que era muy aficionada. Se acabó de difuminar el colorete. Desde que sehabía instalado en el campo había renunciado al blanco y al negro encuestión de maquillaje, pero no al rojo: se sentía demasiado pálida en unareunión de damas coloreadas según la moda. No obstante, usaba un rojoatenuado, que Pompon iba degradando hacia arriba para resaltar el gris desus ojos, un poco desvaído por los años. Y no se ponía más que un sololunar en la sien, un "pensativo". Pero los días de fiesta quería un empolvadoen escarcha.

—¿No podíais peinar a la señorita Jeanne antes de empolvarme? —preguntó—. Sería práctico empolvarnos a todas juntas.

—Desde luego, sería lo mejor —dijo el Niçois.

—Muy bien —confirmó Jeanne.Dejó de distraerse con los objetos de plata sobredorada del tocador

(tijeras, navaja, cepillos) con los que estaba jugueteando.

—Vamos a ello —le dijo al peluquero—. Pero os aviso, no quiero crepados.Me haréis tirabuzones que caigan sobre la nuca, a la inglesa.

—¡Oh, ya veo que la señorita ha leído las recomendaciones del Mercure yquiere ir a la moda de mañana! —gorjeó el Niçois, encantado.

 Tres horas después, el maestro peluquero de Bourg disponía de cuatrocabezas a punto para pasarlas por harina. La baronesa, Jeanne y dos

invitadas, la presidenta Rochet de Chazot y la vizcondesa de Chanas,envueltas en peinadores de tela de los pies a la cabeza, se dirigieron en filaindia a la escalera. Borla en mano, precedido de su ayudante, que llevaba elcubo de almidón, el maestro cerraba la marcha. Como aquel era un día enque no se regateaba el polvo y a Marie-Françoise no le importaba que lashabitaciones se ensuciasen, las damas bajaron al vestíbulo y se instalaronen el hueco de la escalera. Una vez allí, hundieron la cara en sendoscucuruchos de cartón. El Niçois, asomado a la barandilla del primer piso,contemplaba muy serio la instalación de sus víctimas.

—¿Las señoras están preparadas? —preguntó en tono grave.

Alzó los brazos, los metió en el cubo de almidón y, con grandes gestos demaestro inspirado, comenzó a espolvorear aquella nieve a puñados... Abajo,

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los copos se iban posando uno a uno, con delicadeza, sobre los buclesencolados de las damas, que iban emblanqueciéndose a ojos vistas.

—¡Ah! —gritaba el peluquero tosiendo, llorando, escupiendo—. ¡No esposible empolvar de otra manera! Es cierto que así se desperdicia muchopolvo, pero ¿cómo darle a la borla la impalpable ligereza de la escarcha?Incluso cuando se lanza el polvo al techo del tocador, no cae de la suficientealtura ni con la suficiente dispersión. ¡Para obtener resultados dignos delcielo, hay que trabajar imitando al cielo! Señoras, yo creo que vamos aacabar muy pronto... Si quisierais levantar un poco la cabeza hacia mí...Eso. ¡Ah, exquisito, exquisito! ¡Qué natural! ¡Os he dejado un cabello tanvaporoso como claras de huevo montadas!

Fil mismo estaba tan enharinado como un pescado pronto para la fritura,y se merecía como nadie el sobrenombre que por entonces tenían lospeluqueros: "pescadilla". Las cuatro cabezas de sus dientas se asemejaban,en efecto, a cuatro merengues. Aquello podía parecer ridículo, pero en labaronesa resultaba encantador. El blanco también le sentaba muy bien alrostro ajado de la presidenta, pero la vizcondesa, que tenía unas mejillasredondas y muy sonrosadas, parecía una muñeca de porcelana. En cuanto a Jeanne, si bien el empolvado no la afeaba, pues su belleza podía soportarlas modas más extravagantes, le impedía lucir la cabellera cálida ytornasolada que la naturaleza le había otorgado.

Una vez hubo caído todo el polvo al suelo, la señorita Sergent mandó ados chicas con bayetas a recogerlo.

—¿No es una lástima —gruñó una de ellas— que se pierda tanta harinapara el pan? Hay por lo menos tres libras tiradas, sin contar con lo quellevan encima las señoras y la pescadilla. ¡Con todo eso, la Bellotte habríahecho por lo menos tres tortas!

—No gruñas, Toto —dijo Jeanne alegremente—. También tu hermano, elque trabaja con el herrero, se empolva los domingos para ir al baile.

—¡El domingo es el domingo! —refunfuñó Toto—. Además, lo hace en

casa del peluquero y se deja allí la porquería.— Hoy en día hay que ser muy desaliñado para no empolvarse al menos

el domingo —dijo el Niçois, que revoloteaba alrededor de su obra—. EnParís, los domingos no se ve una sola cabeza de su verdadero color, aunquesea un mozo de cuerda. En París, todo el mundo se empolva. ¡Hasta hanblanqueado a Notre-Dame, ji, ji, ji! Hablo de la iglesia, claro. Parece quemucha gente no estaba de acuerdo con que le quitasen su pátina a lapiedra, ¡pero también ha tenido que pasar por ello! ¡Notre-Dame ha tenidoque empolvarse, como cualquier dama, puff!

—La verdad es que somos un pueblo muy loco —dijo la baronesa—.¡Vivimos para nuestros peluqueros, encantados de cambiar nuestrosescudos por sus puñados de harina!

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El viejo conde Pazevin, que había acudido al alboroto, sonrió.

—Seamos indulgentes con ellos, amiga mía. Sin nuestros peluqueros,Europa no sería francesa. El regimiento de Limousin fue vencido por Prusia,¡pero el regimiento de provenzales armados con navajas y borlas que llegódespués ha logrado, de golpe, inclinar todas las cabezas prusianas! Hastalos confines de Rusia, el extranjero está gobernado a la francesa, no pornuestros coroneles, sino por nuestros peluqueros y cocineros, pues tanto losunos como los otros se igualan en renombre, poder y tiranía. Veamos,"maestro" —añadió volviéndose hacia el Niçois—, ¿creéis que las damas osdejarán algo de tiempo para que podáis peinarme la peluca?

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Capítulo 6Capítulo 6

Los cazadores regresaron al caer la noche, cubiertos de barro, rendidos,radiantes, después de haber galopado por caminos fangosos a través de

bosques y ciénagas, saltando setos y hondonadas, salpicándose con latierra pesada y grasa de los prados, enganchándose en las zarzas de laespesura, reventando a los caballos y destrozando su ropa por el sublimeplacer de matar dos veces.

Desde por la mañana un jabalí había sido abatido en un cenagal, por esoel calzón de terciopelo gris del cura de Chapaize se había vuelto de unverde berro subido y el pelaje de una buena docena de perros se habíateñido de rojo sangre. Pero el resto de la jauría, encarnizada, quería más, ylos monteros también. Después del jabalí habían decidido correr el ciervo,sin siquiera desensillar. Entre dos toques de acoso, el grupo se había

restaurado en el refectorio de un priorato de bernardinos, con piernas decarnero tiernísimo regadas con un vino de Vougeot, con el cual el cura deChapaize y la marquesa de la Pommeraie, ambos borgoñones yconocedores de caldos, se entretenían hablando en espera de la cena.

—Estoy segura de que aquel vino venía del padre bodeguero de Citeaux—decía la señora de la Pommeraie—. Lo he reconocido. Nadie como lospadres de Citeaux para daros a beber un vino de Vougeot envejecido en supunto, ni demasiado ni demasiado poco.

—Eso es porque son maestros queseros —observó el cura de Chapaize.

—Los abates de Saint-Claude tampoco son malos bodegueros quedigamos —comentó Charlotte de Bouhey, la cuñada de la baronesa.

Charlotte era canonesa de la abadía de Neuville, que en otros tiemposhabía dependido de los abates de Saint-Claude. Y añadió:

—Al marcharse, los abates nos dejaron vinos de Chambertin casicentenarios, ¡con los que hacemos unos lucios al vino tinto espléndidos!

—También se bebe muy bien donde los bernardinos de la Ferté —observóel vizconde de Chanas.

El cura de Chapaize aprobó sus palabras con energía.

—¡Y para acompañar esos vinos crían carpas en sus viveros! ¡Vi una quepesaba treinta libras! Rellenas y metidas en el horno...

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Encajada entre el señor de Chanas y la canonesa, Jeanne se aburríamortalmente. "Dios mío —pensaba—, ¿cuándo podremos bailar?" Anteshabía que soportar la interminable cena, a la que toda esa gente sólo sesentaba para comentar, entre dos bocados, sus partidas de caza y sus otrascenas después de la partida. Se disculpó educadamente para ir al encuentrode su amiga Marie de Rupert, que acababa de entrar acompañada de sumadre.

Más que bonita, Marie era graciosa. Tranquila y cultivada, curiosa de lasciencias naturales, esta hija mayor de Etiennette de Rupert se había sentidoatraída por los conocimientos botánicos de Jeanne y desde hacía tres añoseran amigas muy íntimas, herborizaban juntas, intercambiaban sus

pequeños secretos y sus grandes pensamientos, cada una de ellasencantada de haber encontrado a una confidente de su misma edad: quinceaños.

—Es una lástima que tu prometido no pueda verte esta noche —le dijoamablemente Marie al aproximarse Jeanne.

El procurador Duthillet estaba en Lyon metido en un difícil asuntotestamentario.

 Jeanne le siguió el juego.

—¿Me encuentras bien?

—Mejor que nunca —aseguró Marie—. Y no me extraña. Los prometidos,aunque no estén presentes, siempre embellecen a una muchacha. Almenos, cuando no tiene que esperar demasiado —añadió con una sonrisamelancólica.

 Jeanne le apretó la mano. Marie estaba prometida a un primo lejano,Philippe Chabaud de Jasseron, del que estaba enamorada pero al que noveía nunca. Aquel fogoso teniente de veinte años prefería esperar en Parísla ocasión de conseguir un empleo de capitán, sin el cual la señora deRupert jamás consentiría ese matrimonio. Los Chabaud de Jasseron

disponían de las dieciséis o veinte mil libras necesarias para comprar unacompañía, pero lo difícil era encontrar una en venta. Los compradores eranmás numerosos que los vendedores y, aunque la guerra se acabara pronto,no por eso se iban a colmar las esperanzas tic los jóvenes oficiales. Mariehablaba de "la amenaza de paz" como de una catástrofe.

—Pues, bien —le dijo Jeanne para consolarla—, esta noche estaremosguapas para nadie y para todo el mundo. Vamos ver de qué bailarinesdisponemos...

El festín se aproximaba entre un frufrú de sedas y conversaciones. Unhombre se separó de un grupo retrasado y atravesó solo el saloncito para

reunirse con la multitud de invitados. Jeanne tuvo un sobresalto.

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Aquella mañana sólo había visto de lejos al caballero Vincent montado ensu caballo. Así que, visto de pie y de cerca, no lo conocía. Como paracomplacer su curiosidad, el conde Pazevin lo paró a plena luz, bajo unaantorcha, y lo entretuvo un momento.

El maltés medía alrededor de un metro setenta y cinco centímetros, teníalas espaldas anchas y flexibles y el pecho potente, y atraía por lanaturalidad de sus andares y por su actitud. Luego te hincaba literalmentelos dientes. El caballero poseía una amplia sonrisa blanca con caninospuntiagudos, que destacaba todavía más debido a su tez bronceada por elaire marino y por su boca color rojo oscuro como abultada por sangremoruna. La mirada, de color marrón café, brillaba con suavidad. "Su mirada

no tiene tanto fuego como la de Philibert, pero es más tierna", pensó Jeanne. Bruscamente, enrojeció, avergonzada por la comparación. ¿Acasopodía, ni por un segundo, comparar la mirada de nadie con la de Philibert?Decidió olvidar al hombre y ocuparse del traje.

Iba vestido de color gris ágata. Decididamente, al caballero le gustaba elgris. Su traje, cortado de un modo desconocido en la provincia, tiraba másbien al frac estilo inglés. Sin pliegues y estrecho para moldear la espalda yel talle, se abría ampliamente sobre unos calzones muy ajustados delmismo tono, que dibujaban un vientre liso y largas piernas duras. Viendo aVincent se comprendía en seguida por qué los moralistas habían bautizado

como "los impúdicos" aquellos calzones en puente de los sastres parisinos.¡En verdad que en ellos no podía esconderse ni siquiera una moneda! Bajoel gris del traje resplandecía el color amarillo huevo de un chalecoasombrosamente corto, ricamente bordado. Las cadenas de oro de dosrelojes de bolsillo sobrepasaban el chaleco, era la primera vez que Jeanneveía una cosa así. Tampoco había visto nunca hebillas de los zapatos tanbonitas ni tan originales. Eran muy anchas y parecían de jaspe amarillobordeado de un encaje de plata. Tanta elegancia de último grito, refinada yprovocativa al mismo tiempo, y la manera en que, para completar un gesto,el caballero se servía de un pañuelo con madroños, habría olido de lejos amarqués afectado, si ese marqués no hubiera olido tan fuertemente aaventurero. El coqueto era un corsario.

¡Corsario! La sola palabra aturdía a Jeanne. Una palabra que comprendíatodo el azul del mar, ese lugar desconocido que le faltaba desde siempre.¡Corsario de Malta! El nombre de la isla de los cazadores de turcosalimentaba de tal manera los sueños de los jóvenes nobles de la provincia,que su magia también se le había contagiado a la soñadora Jeanne. ¿Quéfamilia noble de los alrededores de Charmont no deseaba que sus hijos seconvirtieran en caballeros de Malta? Desde que un hijo nacía se solicitabapara él una plaza en la prestigiosa Orden, de modo que se veían caballerosque aún llevaban babero esperar a tener la edad de embarcar en las

galeras de la Religión para luchar contra los infieles, en campañas quedurante el reino del Luis XV el Bienamado se habían convertido más bien en

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cruceros de placer. Al contemplar a Vincent, Jeanne se acordaba de sumaravilla cuando dos o tres años antes un maltés de paso por Charmonthabía contado cosas sobre sus "caravanas". En boca del caballero de Saint-Priest habían desfilado los paisajes azur y oro de Sicilia, de Cerdeña, deNápoles y Valencia, de Gabes y de Palma de Mallorca... De aquellos turcosque había que convertir o atravesar con la espada no había visto ni rastro,pero lo sabía todo acerca de los sombreros de paja planos de los jardinerosde Ibiza, de la pesca de la langosta en Menorca, de los macarrones a lanapolitana, de las guitarras españolas, de las sicilianas celosas como tigres,de las noches de Malta durante las que uno se baña al claro de luna con unfondo de arena fina como polvo dorado... Mañanas en Malta en las que se

pasea, embriagados de luz, sobre el acantilado ocre que cae a pico sobre elmar azul, de tardes de Malta dedicadas al amor y noches de Maltadedicadas al juego. ¡Ah, qué hermosa ciudad la que había descrito Saint-Priest! ¡Qué bien habían hecho musulmanes y cristianos decidiendo que elMediterráneo no sería ni para Alá ni para Jesús, sino para el comercio y losbaños de amor, después de años y años de odio sangriento! Del paso deSaint-Priest por el castillo Jeanne había conservado la visión de fascinantesimágenes de una isla encantada de clima africano, cuyos marineros habíancreado una cueva de Ali Baba atestada de especias y joyas, de sedas yalfombras, de aceites y perfumes, de indianas multicolores y frutosdesconocidos con sabor a sol. El puerto de La Valette era el gran bazar

exótico más cercano a Francia, y el que llegaba de allí llevaba sobre sí unatrayente perfume oriental...

 Jeanne se estremeció, como venida de muy lejos, cuando Marie le puso lamano en el brazo.

—¿No vienes a cenar? Pensaba que me habías seguido —y añadió,señalando a Vincent—: Ya veo qué es lo que te ha detenido aquí. Es verdadque el caballero será el bailarín más apuesto de la noche. Por suerte, aúnbaila, y bastante a pesar de su edad. Tiene ya treinta años, pero se burla delas conveniencias, es un espíritu libertino.

—¿Lo conoces?—Lo sé todo acerca del caballero Vincent —contestó Marie, sonriendo—.

¿Tú ya sabes que él y madame de Vaux-Jailloux...? ¡Mi madre y Pauline seven a menudo y yo las escucho! Pauline, como todas las enamoradas a lasque dejan muy solas, se pasa el tiempo hablando de su amante. Es raro veral caballero en tierra en primavera. Parece que tenía algo que hacer enVersalles, con el señor ministro de Choiseul.

—Entonces, ¿no pertenece a la Armada Real?

—Sí, pero sólo de vez en cuando, cuando la Orden se lo presta al rey.Ahora viene precisamente de servir a la Armada. Pauline dice que el duquede Choiseul desearía conservarlo, pero que el caballero no quiere. El

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ministro corteja a los corsarios, a los que necesita desde que su marina fuedesbaratada por los ingleses.

—Pero, en realidad, ¿es caballero de qué? —dijo Jeanne—. Nunca he oídosu nombre completo.

Marie se echó a reír. Lo hacía como su madre, como una deliciosa palomaun poco pechugona.

—Vincent de Cotignac. Nació en ese pueblo, al norte de Tolón.

— Lo conozco bien porque allí vive Gérard el botánico, el amigo del señorPhilibert. Pero no sabía que hubiera un señor de Cotignac.

—Es que Vincent no es el señor de Cotignac, sino su hijo adoptivo —explicó Marie.

Lanzó un vistazo a la puerta del comedor y apretó el brazo de su amiga.

—Vamos a cenar o no encontraremos un sitio que nos guste. La historiadel guapo caballero es bastante larga...

La gran sala vibraba de placer. Un gran rumor que preludiaba la cena sólocubría a ráfagas la melodía alegre, un poco aligerada, de una Ópera cómicade Philidor que llegaba del salón amarillo y lila donde la baronesa habíainstalado a los músicos.

Para las grandes recepciones se utilizaba una amplia estancia de laplanta baja habitualmente cerrada, la única cuya decoración pudo acabar elconstructor del castillo. Las paredes estaban forradas de cuero cordobéscolor tabaco claro al estilo antiguo, bajo un techo de viguetas adornado conpechinas, pintado de verde y realzado en oro viejo. Se habían dispuesto tresmesas de veinte cubiertos cada una. Un gran fuego llameaba en la inmensachimenea; un lustre con colgantes cristalinos refulgía bajo las bujíasencendidas y una profusión de antorchas talladas al estilo brutesco

iluminaban la sala con un centelleo de gala; la platería brillaba y sobre lablancura de los manteles lucía una vajilla de cerámica de Moustiersbellamente pintada con escenas de caza en camafeo azul. Cuatro grandesramos de flores compuestos por Jeanne llevaban la primavera del jardín ydel campo a las cuatro esquinas de la sala: claveles color de rosa yamarillos de invernadero, ramos compuestos con flor de oro y ramas desauce cubiertas de brotes, tulipanes de todos los colores, narcisos,primaveras, racimos de lilas malvas y retama de vivo color dorado. Cómo nosonreír voluptuosamente ante un festín tan bien escenificado...

Como los invitados se sentaban donde querían, Jeanne y Marie se

dirigieron al rincón de los jóvenes, divirtiéndose con los corteses empellonesque tenían lugar alrededor de la silla de Pauline de Vaux-Jailloux. Este

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movimiento de empuje se producía siempre en una mesa donde estuviera labella dama nacida en Santo Domingo, hija de un oficial de Luis XV y de unamadre indígena. La criolla de tez de magnolia, apenas maquillada, atraía alos hombres como una flor melífera atrae a un enjambre de avispas. Sabíaarreglársela para enseñarles a sus vecinos de mesa tres cuartas partes desus senos, y a poco que aquéllos se inclinasen, podían verlos por completo.Las cuartetas estaban de moda y corrían algunas muy picantes sobre lacriolla. Jeanne notó con cierta irritación que Vincent se sentaba justoenfrente de ella, como quien se sienta delante de un bello espectáculocapaz de amenizar los platos de una buena cena.

—Al parecer —le dijo Jeanne a Marie— el caballero aún no se ha cansado

de su amante después de seis años. Claro que Pauline es su "apeadero".Cuando viene a cazar, no hay mejor sitio para alojarse que la mansión deVaux, que tiene dos cuartos de baño, un salón con mobiliario nuevo y uncocinero muy bueno. Ese confort debe de tener un encanto loco paraalguien que viene de correr mundo.

—¡Hablas de Pauline con una perfidia...! —exclamó en voz baja Marie—.¿No creerás que Vincent la conserva por pura comodidad, eh?

—La verdad... ¿Qué edad tiene ella?

—Treinta y seis años. Pero juraría que Pauline nunca será una vieja, o al

menos lo será como la cortesana Ninon de Léñelos, que tuvo siempreadmiradores fieles. Seducía a todo el mundo.

—Sí —murmuró Jeanne—, supongo que a muchos hombres les gusta esaespecie de golosina un poco pasada.

Marie miró a su amiga.

—¿Por qué estás celosa sin razón? Me estás hablando de la Pauline deVincent como me hablarías de la Marguerite de tu Philibert.

—¡Bah! —exclamó Jeanne—. Sabes muy bien que me gusta burlarme unpoco. No me castigues, por favor. Me has prometido contarme la historia del

caballero...Llegaron los guisos. En la mesa de las dos amigas, los caballeros jóvenes,

hambrientos, prefirieron la olla de pularda a las verduritas. Las muchachasse hicieron servir crema de cangrejo y Marie se inclinó un poco hacia Jeanne.

—Te estaba diciendo que Vincent nació en Cotignac, pero lo hizo muydiscretamente, en una habitación de la abadía de Notre -Dame-des-Grâces.De padre desconocido. En cuanto a su madre, se rumorea que era defamilia noble, sin que nunca se supiera el nombre, pero también se diceque...

—¿Hay más aún...?

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—¡Hubo rumores de novela! Algunos aceituneros de Cotignac dijeron quehabían visto varias veces, desde el jardín de la abadía, a una mujer muy joven que le daba el pecho al recién nacido, mientras lo cubría de lágrimasy besos. Y uno de esos campesinos aseguraba que la conocía y quedescendía del célebre Misson. Si eso fuera verdad, no habría que extrañarsede que Vincent sea un buen corsario. ¡Habría tenido a quien salir!

—¿Pues quién era ese Misson?

—El más grande pirata provenzal del tiempo de Luis XIV. Un gentilhombrebastardo que a su vez habría dejado a otro bastardo antes de embarcarse.La cepa habría seguido hasta la madre de Vincent. Si la leyenda de Misson

es verdadera, entonces fue un marino excepcional, tanto por la cantidad desus presas como por su brillantez, su ingenio y su humanidad. Parece quehabía escogido la piratería como quien escoge la libertad. En los bajeles quemandaba hacía reemplazar el pabellón negro con la calavera por unpabellón blanco que llevaba escrita la palabra "Libertad". Era un piratafilósofo.

 Jeanne esbozó una sonrisita irónica.

—¿Y acaso no capturaba barcos como los demás? ¿El pirata era filósofo,pero el filósofo no dejaba de ser pirata?

—Hay que hacer bien el oficio —respondió Marie—. Y él lo hacíahonestamente.

—¡Honestamente, he ahí una palabra estupenda para un pirata!

—Pues, claro. Sólo cogía el cargamento y dejaba que las naves zarparandespués del pillaje.

—Y les devolvía las joyas a las damas —añadió Jeanne, sarcástica.

— Eso no lo sé —reconoció Marie—. Pero lo que sí sé (bueno, te cuento loque cuenta Pauline), lo que sí se sabe, es que si encontraba esclavos abordo de una nave, Misson los liberaba. Era un maniático de la libertad.Vincent ha tenido problemas con el gran maestre de su Orden por soltarnegros. Quizá quiere imitar a su famoso antepasado.

—¿Cree hasta ese punto en su filiación?

Marie hizo un gesto de ignorancia.

—Pauline dice que Vincent es hermético en ese punto, pero cree quenunca ha encontrado ni rastro de su madre, que ella desapareció porcompleto apenas el niño cumplió los tres meses, cuando se lo llevaron alcura de Cotignac, quien aceptó criarlo. Al pequeño, que iba bien fajado, loacompañaba una fuerte dote. Cuando Vincent cumplió ocho años, los  jesuitas de Malta lo recibieron en su casa. ¿Por qué? ¿Debido a qué

protecciones ocultas? Hizo brillantes estudios de humanidades, perodestacaba sobre todo en matemáticas, astronomía, dibujo... Cuando sólo

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tenía quince años se embarcó como cadete en un barco del rey. Pronto sehizo notar. Era un gran marino por naturaleza, uno de esos capitanes de losque se dice que "sienten" el mar.

—Y si servía al rey, ¿por qué se pasó a los corsarios?

—Es muy ambicioso. Con los corsarios un buen marino tiene mando y seenriquece pronto.

—Aún no me explico cómo pudo entrar en la Orden de Malta. Sin padre nimadre, ¿cómo pudo probar escudos de nobleza? ¿Su padre lo arregló?

—No. Al menos no públicamente. Realmente, Vincent no es caballero de justicia, sino caballero de gracia, por la gracia de la Orden. Esta acepta aalgunos miembros que no son nobles, pero cuyas cualidades de marinos sonconsideradas fuera de lo común. Un buen corsario puede reportar mucho. Elcaballero Vincent es un buen corsario: no le gustan los combates.

 Jeanne levantó las cejas, sorprendida.

—¿Es eso una cualidad en un corsario?

Marie no pudo responder a causa de los criados que venían a llevarse losrestos. Del salmón a la parrilla que se sirvió después de los potajes noquedaba más que el lecho de hojas en que lo habían servido. Trajeron losentrantes: salteado de rodaballo a la crema, anguilas al estilo tártaro, un

guiso de aves en salsa blanca con champiñones, pepinillos rellenos detuétano, salmís de pato y coronas de pichones confitados rellenos demermelada de chocolate.

El grupo de invitados estaba a esas horas muy animado. Casi no se oía alos violines. Los lacayos que servían bebidas no dejaban de ir y venir entresus señores y los trincheros en los que estaban los vinos. Una vez más, lafiesta de la baronesa era un éxito. Un auténtico derroche de suculencia enun hermoso decorado. A cambio, sus invitados le ofrecían el placer de estarallí, su buen apetito, su ingenio, su elegancia; sus sedas y sus terciopelos, lariqueza de sus bordados y sus encajes, el resplandor de la pasamanería de

oro y plata, el brillo de sus diamantes y demás piedras preciosas... Todo seconjugaba para otorgarle a la reunión un lujo encantador, al que elescarchado, distribuido a discreción por todas las cabezas, añadía unprecioso refinamiento armónico, pese al malhumor que el reinado absolutode los peluqueros les producía a los médicos y a los moralistas.

 Jeanne sintió deseos de felicitar a la baronesa con una sonrisa, pero nopudo encontrar su mirada. En otro extremo de la estancia, la anfitrionacharlaba con su vecino, el marqués napolitano Caraccioli. En su mesaestaban también Vincent —al que Jeanne sólo veía de espaldas— y Pauline,arropada a su izquierda por el armador Pazevin y a su derecha por el

procurador general Basset de la Marelle. Parecía que los dos gentilhombresse hubieran puesto galantemente de acuerdo para vestirse uno en

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terciopelo negro y el otro en terciopelo verde laurel, a fin de resaltar elsatén color flor de melocotonero del medio corsé de Pauline. Sobre la bellacriolla se acumulaban las miradas fugaces de los hombres como sobre elapuesto maltés se acumulaban las de las mujeres. Los dos amantescompartían de maravilla la popularidad de la mesa. "Me fastidian", pensó Jeanne por segunda vez sin una razón. Se obligó a mirar a Marie, que seregalaba con un plato de anguila.

—Guárdate el apetito para el asado —le dijo sin piedad—. Cuando comesno dices una palabra y yo quisiera saber por qué huir ante el combate esuna cualidad de buen corsario. ¿No será que Vincent es un cobarde?

—No he hablado de fuga sino de prudencia —protestó Marie, dejando laanguila a su pesar—. Por lo que sé por Pauline sobre el oficio de corsario,éste consiste en apoderarse de los cargamentos sin dañar el barco. LaOrden de Malta no busca la gloria, sólo le interesa la mercancía. En buenalógica, prefiere los corsarios prudentes a los guerreros.

—Así pues, ¿ese Vincent sólo es un tendero del mar?

—Me temo que sí —dijo Marie—. Es muy rico. Acaba de hacerse construiruna fragata con las maderas más bellas, las telas más bonitas y el cordajemás soberbio. Parece que es una maravilla de la que su amo estáenamorado.

—¿Un caballero de Malta puede poseer un barco propio?

—Dicen que los caballeros de Malta tienen todos los derechos desde elmomento en que su gran maestre ingresa en caja el diez por ciento decuantos negocios se hacen tanto en el mar como entierra. El gran maestregasta mucho, así que tiene que ingresar mucho también. Los maltesestienen sus obras y, además, el gusto por la magnificencia. ¿Es que no se ve?¿No te parece que el maltés que tenemos hoy entre nosotros es de unaelegancia... resplandeciente?

—¡Oh, pues adoro eso! —exclamó Jeanne con tanta sinceridad que Marie

se echó a reír.Como Marie tenía una risa arrulladora contagiosa, Jeanne la imitó y susvecinos las siguieron, sin saber siquiera de qué se reían. Todo el mundoestaba algo bebido.

La mitad de la mesa de las muchachas estaba compuesta de amigos  jóvenes. Los gemelos de Angrières, dos mancebos vestidos de saténturquesa, se habían colocado astutamente entre tres ricas herederas,Madeleine Charvieu de Briey, hija única de un gentilhombre vidriero deLorena, y las dos sobrinas nietas de madame de Bouhey, Anne-Aimée yMarie-Louise Delafaye. Acababan de salir como pajes y a los dieciocho años

los de Angrières habían aprendido en la Grande Ecurie de Versalles todo loque aprenden los pajes: la afición a los duelos, a las mujeres, al juego, al

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vino, a la pereza, el arreglo y la impertinencia, cosas todas ellas quecombinan muy bien con el oro, pero del que no tenían ni una pieza, demodo que se las arreglaban siempre para codearse con herederas. Sentadaenfrente de Jeanne, Emilie de la Pommeraie parecía divertirse mucho con elmanejo de los gemelos, que eran primos suyos. Ella no podía contar con susvecinos más próximos para distraerse: por encima de su pequeña cabezade canonesa de catorce años, Charles de Bouhey y Héctor de Chanas, doscazadores empedernidos desde la infancia, se salpicaban mutuamente conla sangre de sus antiguas capturas: jabalíes, ciervos, lobos, corzos, zorros,cualquier animal salvaje un poco grande era bueno para hundirle el cuchillocon todo tipo de detalles. Asqueada de haberlos escuchado sólo un

momento, Jeanne se volvió a Marie.—Ya verás como a pesar de su destreza como charcuteros, no serán

capaces de servirle a Emilie un poco de buey. Sólo les gusta la carniceríainútil.

Acababan de poner en el centro de la mesa una gran bandeja de asado,una gran pieza de buey acompañada de volovanes rellenos de tuétano,hojaldres de mollejas y tartaletas a la espuma de jamón. Aún no eracorriente servir carne de matadero en una gran cena, de modo que todaslas miradas se dirigían en ese momento hacia aquella nueva obra maestrade Florimond, despreciando las carpas a la brasa colocadas en los extremos

de la mesa y las pirámides de gobios fritos que las flanqueaban. Jeanne no probó más que un volován al tuétano y esperó los entremeses.

—Comes demasiado —le repitió a Marie—. No vas a poder bailar.

—¡Me estás tiranizando! —se quejó Marie, enfadada—. Ya he satisfechotu curiosidad, déjame ahora satisfacer mi apetito.

—De momento no hay nada mejor que hacer —lanzó Emilie al otro ladode la mesa—. Es una buena cosa que las señoritas coman, hablen y cantenmás que en otros tiempos. Antes, cuando la moda era distinta, debíanguardar silencio y poner mala cara a las cosas buenas para parecer

distinguidas e irse con la música a otra parte después de un postre que nisiquiera habían probado, ¡qué calvario debía de ser soportar una gran cenade caza!

A Dios gracias, hasta en la cena más larga acaban por llegar los postres.Para acompañar los merengues, Jeanne pidió un vaso de vino de Españadulce y lo hizo servir también a las muchachas de su mesa. Tres o cuatrocriados andaban ya con paso vacilante. ¡Le habían servido de beber amuchos invitados sobrios que les habían devuelto el vaso casi lleno! Uno deellos, muy joven y muy moreno, guapo como una chica, no paraba desonreír, beatíficamente, como si el vino de Borgoña lo hubiera transformado

en una figurita de belén. Su ingenua alegría divirtió a Jeanne, que se loseñaló a Marie.

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—Es Mario —dijo con viveza ésta—. El criado de Vincent. Si su amo lo veen ese estado habrá azotaina. ¡Sólo por guardar las formas! Mario es unhuérfano de Cotignac. Debía de tener ocho años cuando el caballero loembarcó como grumete, pero en seguida lo tomó como criado porque elchico sufría de vértigo y no podía trepar a los mástiles. Con los años, Mariose ha convertido en la sombra de su capitán, al que no deja ni un segundo.Pauline está celosa. Dice que él es quien baña, peina, empolva, viste yperfuma a Vincent con manos de amante.

—¿No podría ser Mario una muchacha disfrazada de chico? —sugirió Jeanne—. A mí me gustaría vestirme de criado para tener la suerte denavegar.

—Jeannette —dijo Marie—, tú has soñado siempre demasiado con el mar.No creo que la suerte de una mujer en un barco corsario sea tan...

Fue interrumpida por una pregunta de Emilie, que estaba cansada deaburrirse.

—¿Creéis vos, Jeannette, que madame de Bouhey dará pronto la señalpara bailar?

Como una vez pasados los veinticinco años los hombres ya no bailaban,la baronesa invitaba siempre a algunos jóvenes oficiales del vecindario, queahorraban a las muchachas jóvenes el tener que hacer labores. DenisGaillon, el hijo de su administrador, era uno de esos invitados.

Denis bailaba tan bien que había sido siempre el caballero preferido de Jeanne. Pero, después de su compromiso con el procurador de Châtillon,Denis le ponía mala cara. Peor aún: la despreciaba. Como sabía que siemprehabía estado enamorado de ella, podría haber admitido que estuvieraenfadado, pero no le perdonaba que la despreciara. ¿Con qué derecho sepermitía juzgarla? ¡El muy idiota! Y como encontraría la forma de sacarlepartido al talento de químico que había descubierto tener en el colegio de Trévoux, no tendría que venderse a ninguna viuda rentista. Decidió ignorara Denis y devolverle desprecio por desprecio, pero estar peleados le

estropeaba el placer de su noche de baile. Primero su padre, luego Philibert,ahora Denis, tres amores que había creído seguros para siempre y que lahabían abandonado. Se encaminó más despacio que de costumbre hacia lamúsica de gavota que sonaba en el gran salón.

En el comedor seguían sentadas muchas damas, que se retocaban sinreparo mientras charlaban, con sus cajitas de colorete y de pecas deterciopelo abiertas sobre los manteles. La condesa de Saint-Girod se levantóal pasar Jeanne y la retuvo.

—Supongo que tendréis ocasión de ver al doctor Aubriot antes que yo,que salgo en seguida para Italia. ¿Puedo encargaros que le entreguéis unpapel que se le cayó a mi lado?

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Sacó del bolsillo una hoja doblada en cuatro y se la dio a Jeanne,comentando con aire entendido:

—Le había pedido que viniese a verme antes de regresar a Belley. Yasabréis que tengo vapores que sólo él sabe curar, ¿verdad? Este papel nocorre prisa, como veréis sólo es un recordatorio y él nunca ha necesitadoayudar a su memoria.

Geneviève esperó a que Jeanne se fuera para lanzarle estas palabras:

—Por cierto, supongo que ya sabréis que su mujer ha alumbradofelizmente un hijo. Un chico. Nuestro Philibert debe de estar delirando dealegría.

 Jeanne esperó a subir a su habitación para desdoblar la hoja. Era una listade nombres masculinos y femeninos, uno de los cuales estaba subrayado:Michel-Anne. Tuvo la intuición, aguda como un puñetazo, de que ese era elnombre que le darían al niño que acababa de nacer en Belley. En eso seocupaba uno de los sabios del siglo mientras miraba cómo engordaba elhorrible vientre de su mujer... ¡En apuntar nombres en una página decuaderno como cualquier patán del pueblo orgulloso de su obra!

Los ojos le quemaban, fijos en la hoja en la que se desplegaba la escrituracaótica de Philibert, erizada de mayúsculas garrapateadas con una plumamal tallada. Ya no tenía lágrimas. Sólo una gran sequedad. Sentía un dolorduro, imposible de fundir en llanto. Nunca hasta aquella noche habíapensado en el hijo de Philibert, sólo había pensado en el hijo de Marguerite. Y allí, delante de aquella página manchada con nombres propios, descubríaque Philibert había deseado, esperado, soñado con un varón que se llamaríaMichel-Anne, que tendría los ojos así, los cabellos asá, que se convertiría entodo un hombrecito al que llevaría de la mano al campo para enseñarle losnombres de las flores... A través de una espesura de cinco años, sentía la

gran mano cálida de Philibert aprisionar su mano de niña para llevarla hastael huerto del castillo. ¿Sería capaz de darle algún día a Michel-Anne todo loque le había quitado a ella?

Abrió violentamente la ventana. Unos celos de fuego se retorcían en ella,la incendiaban. Respiró ávidamente el aire frío de la noche, se bebióademás un vaso de agua, pero no tenía más remedio que bajar al baile.Marie y la baronesa debían de haber empezado a buscarla con la mirada, yGeneviève se estaría alegrando de haberla mandado arriba a llorar. Ypensar que Philibert había tenido algo que ver con aquel escorpión, conaquella peste de mujer, ¡que la había tenido en sus brazos, que la habíabesado, que la había... oh!

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Pensar en todas las infidelidades que Philibert había cometido con elladesde que se conocían la puso en un estado de rabia activa. Se miró alespejo. Ni la pena ni la cólera habían estropeado su belleza. De los dosvestidos de seda que tenía no había escogido el más nuevo, sino el de rayasblancas y azules, que armonizaba con sus cabellos empolvados. Aunque supeinado estaba demasiado almidonado no le disgustaba con su discretoadorno de plumitas rojas que avivaban el empolvado. Y, ¡en fin!, ahora yano se le veían huesos en el escote, sino un pecho mullido que se hinchabaun poco en el borde del corsé. Se encontró muy mujer, al punto de que seatrevió a retocarse el maquillaje yendo a coger al vuelo un lunar al tocadorde la baronesa para pegárselo en la comisura de los labios al estilo "jovial".

Con un trazo fino azulado subrayó también dos venillas de sus sienes: comosi realmente corriese sangre azul bajo su fina piel.

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Capítulo 7Capítulo 7

 Cuando Jeanne estaba a punto de atravesar la puerta del salón amarillo ylila se detuvo al oír una voz de hombre. Era sensible a las voces y no cabía

duda de que aquella era la del caballero Vincent. Procedía de una laringemusculosa. Alegre, tónica, redonda, colocada en el registro medio,enriquecida con armónicos broncíneos, la voz de Vincent podía llegar lejos.  Jeanne la imaginó trompeteando órdenes a través de la tormenta e,impulsivamente, en lugar de correr al baile, se sentó detrás de un biombode papel japonés.

Los conversadores no la vieron entrar y continuaron hablando denegocios. El armador Pazevin, soberbio en su traje de terciopelo verdelaurel, con las mejillas maquilladas con un toque de colorete, le preguntabaal corsario:

—¿Pondréis en marcha la Belle Vincente este verano?

—Pienso sacarla de paseo, pero es una recién casada y quiero conocerlapoco a poco. ¿Qué os ha parecido?

—¡Espléndida! Querido caballero, eso no es una recién casada, es unaamante.

—¡Tenéis razón, ya que me ha arruinado! Sólo me ha dejado deudas.

—¡Bah! En este país cuando más se debe, más se ennoblece uno.

—¡Diablos! —exclamó Vincent, riéndose—. Debería sentirme duque y par

de Francia. Acabo de montar veinticuatro cañones y ninguno está pagado.—¿Veinticuatro cañones en una embarcación de tres mástiles y

trescientas toneladas? ¿Podéis montar más?

—Está bien así. En un corso, Dios no favorece a las baterías más pesadas.Dios está con el viento, que ha ganado más batallas que el propio Duguay- Trouin

—No seáis tan modesto, caballero. Considero al capitán de la BelleVincente como un riesgo que vale la pena correr, sea cual sea la fuerza desu artillería. Si necesitáis capital os encontraré a tantos accionistas como

queráis. El mar está de moda.

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—Sí —dijo Vincent—, todos los burgueses de hoy en día sueñan con él,pero sus sueños llevan dos siglos de retraso. No se consuelan de no haberhecho el corso contra los galeones españoles. Nunca converso con unburgués sin que a los cinco minutos no me hable de un convoy de oro comode su sueño. Me olvido de contestarle. No voy a matar sus esperanzasinformándole de que yo suelo dejar que pase de largo el convoy de oro yplata que marcha escoltado por media docena de navíos de guerra, paraesperar el barco comerciante al que rogaré, siempre muy educadamente,que me entregue sus zapatos, sus porcelanas, sus telas y sus clavos de olor.

—Si no necesitáis socios burgueses puedo, en cambio, proponeros a unanoble dama.

—¿Joven y bella?

—¡Caballero, lo que os propongo es un socio!

—Eso es lo que creéis. ¡Pero tengo experiencia! Una dama que quiereespecular con un navío aventurero tiene mucho de tendera y de poetisa. Latendera quiere escudos y la poetisa quiere al corsario.

—Ved a quien acabáis de describir —dijo el conde de Pazevin, sonriendo yseñalando con la barbilla a la canonesa Charlotte de Bouhey, que seacercaba a ellos.

La vivaz música de una giga que debió de reclamar a los bailarines más jóvenes alcanzó los oídos de Jeanne. Por nada del mundo se habría movidode su escondite. Hasta ese momento el mar había sido para ella unainmensidad azul a través de la cual ella huía hacia vagos paraísosbotánicos. Las palabras del corsario —tan pocas, sin embargo— le dejabanentrever al mar como un país en el que se puede vivir. A pocos metros deella se encontraba un hombre de otro mundo, que debía de sentir la vidamarinera bajo sus pies como ella podía sentir la vida terrestre bajo los

suyos.— Bien, caballero —decía doña Charlotte—, ¿ha informado el conde de

mis ambiciones? Estoy cansada de contar mis ganancias en troncos deárbol, gavillas de centeno y diezmos menudos. Cansada de entablarprocesos contra los señores y los curas del vecindario por un trocito deprado o tres pies de viñedo.

—¡Ah, señora!, ¿y quién vive hoy sin procesos? —replicó el armador entono ligero—. Nuestro siglo es litigante, sólo hace falta ver lo orondas queestán las gentes de la justicia.

—No puedo soportar los pleitos —dijo la canonesa—. Pensad que en 1762aún estamos peleándonos por el derecho sobre un campo de trigo... ¡que

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anda discutiéndose entre Neuville y Cuet desde 1556! La tierra estádemasiado poblada. ¿Cómo conservar los bienes y aumentar los beneficiosen un reino habitado por más de veinte millones de personas que quierenenriquecerse al mismo tiempo? ¿No es lógico acabar volviendo la vista almar?

Vincent dio un golpe de pañuelo, divertido.

—Señora, desde Neuville no se ve, pero le puedo asegurar que el martambién está superpoblado.

—Veamos —dijo doña Charlotte bajando la voz—. ¿Los marinos francesesno conocen buenas rutas secretas ignoradas por los extranjeros?

Los ojos de Vincent chispearon. Le dirigió a la canonesa su mejor sonrisablanca y deslumbrante.

—Señora, sé que os voy a sorprender si os revelo que jamás he buscadolos vientos alisios para atravesar el paso del Ecuador sin descubrir a uninglés, un holandés o un español ¡que lo buscaban exactamente en elmismo lugar que yo! Por increíble que pueda parecemos a los franceses, losextranjeros también tienen compases y pilotos que saben usarlos. Y leaseguro, señora, que el mar Caribe está tan atestado de maleantes comolas avenidas de las Tullerías a la hora del paseo.

Doña Charlotte no se dio por vencida.—Caballero, con maleantes o sin ellos, ¿no es verdad que vais adonde os

parece? Se sabe que nuestros corsarios son los mejores del mundo —dijocon la misma seguridad con que un gacetillero lo hubiera dicho en LaGaceta de Frauda.

Vincent trazó un pequeño saludo cómico.

—Si los caballeros ingleses creyeran lo mismo que las damas de Francia,no estaríamos a punto de perder todas nuestras colonias —dijo.

—¿Vamos de verdad a perder nuestra colonias indias? —preguntó el

procurador Basset de la Marelle, que se había unido al grupo deconversadores.

Poco a poco se había ido formando un círculo alrededor del armador y elcorsario. Desde que la guerra contra Inglaterra se eternizaba en todos losfrentes del mundo, la discusión sobre los asuntos de ultramar era general.No es que la gente se preocupase de la suerte de la India o el Canadá, yaque, aparte de los notables de las cámaras de comercio y algunos originalescon visión de futuro, todos los franceses de 1762 eran anticolonialistas,incluso los negreros de Lorient o de Burdeos que se enriquecían con la"madera negra". Sin embargo, los anticolonialistas de salón hubieran

preferido perder la India y el Canadá a cambio de que las tropas francesashubieran vencido en Pondichéry y Québec. No era una cuestión de lógica,

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sino de honor. Al morir ante Quebec, el marqués de Montcalm había lavadoel honor francés, así que ya no se hablaba de las tierras canadiensesperdidas. Pero se odiaba ferozmente al gobernador Lally-Tollendal que, alextremo de sus fuerzas, tuvo que abrir al enemigo las puertas dePondichéry.

—Nada ni nadie puede salvar la India —dijo Vincent—. Demasiado tarde.

—Nuestra armada no tuvo nada que ver con esa derrota —cortó con tonoabrupto el marqués de la Pommeraie—. Lally ya había perdido la India porsu mala administración. Después de haber demostrado su incapacidad,demostró también su cobardía, así de sencillo.

Vincent le lanzó una mirada tan furiosa al señor de Pommeraie quePazevin, que lo vio, se apresuró a darle una réplica mordaz.

—Creo, señor marqués, que es difícil juzgar al conde de Lally sin haberestado encerrados con él en Pondichéry.

—Encerrados sin soldados, sin munición y sin víveres —completósecamente Vincent—. Encerrados y olvidados por el rey y por la nación. Deesta parte del mar no se es cobarde, pero sí un poco distraído.

—¿Y la Marina no pudo hacer nada para rescatar a Lally? —preguntóatolondradamente la vizcondesa de Chanas.

De un papirotazo de su pañuelo de borlas, Vincent se sacudió de lamanga un pétalo de flor de oro y sonrió con dulce ironía.

—¿De qué Marina habláis, señora? ¡Os aseguro que la Marina inglesa hizobien desalojando a Lally de Pondichéry! Qué hermosa escuadra la inglesa:catorce barcos de línea cruzando el puerto... Un bello espectáculo.

—¿Qué? ¿Es que estabais allí, caballero? —exclamó la señora de Chanas.

—Bueno, no estaba muy cerca, señora. Pero se veía muy bien desdelejos.

Un silencio pesó en el aire. En el grupo de conversadores, dejando aparte

a la señora de Chanas, cotorra frívola que nunca se enteraba de nada, nadieignoraba de dónde venía Vincent, y todos habían evitado hacerle preguntasembarazosas al corsario que había sobrevivido a una derrota militar. Pero elcorsario era quien parecía menos molesto, y también, claro, la señora deChanas, impaciente por ser amable y hundiéndose más aún en su metedurade pata.

—¿Quiere eso decir que hemos perdido una batalla naval en la que vosestabais presente? —preguntó.

Como si estuviera encantado con el cumplido el caballero se inclinó antela vizcondesa.

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—Escuchad, señora —explicó con el tono paciente de quien habla a unniño—, la suerte de una batalla naval depende del número de barcos y decañones que tengan un bando y otro.

—Comprendo, caballero —dijo la señora de Chanas, poniendo cara seria—. Los franceses tenían menos cañones que los ingleses.

—Señora, yo tenía dieciséis.

Se produjo un movimiento de sorpresa en el grupo y el procurador Bassetde la Marelle intervino.

—¿Queréis decir, caballero, que os encontrasteis solo ante la escuadrainglesa?

—La soledad es la vocación de un barco corsario —respondió Vincent—.La soledad le da suerte, pero raramente si es ante los cañones de unaescuadra enemiga.

—¡Dios mío —gorjeó la señora de Chanas—, qué inaudita sensación paraun capitán encontrarse solo en su barco en una situación tan trágica! ¿Quése puede hacer entonces, caballero?

—Si está loco tirará matar, pero si es prudente huirá —respondió Vincent,siempre sonriente.

—¡Oh! No quería decir... En fin, no he creído ni por un momento... —balbuceó la señora de Chanas.

El heroísmo inútil estaba tan de moda entre la aristocracia militar de LuisXV que todos los ojos se desviaron púdicamente del capitán que se habíaatrevido a decir que él no lo respetaba. Pauline de Vaux-Jailloux salvó lasituación.

—¿No creéis que somos unos maleducados por pasar tanto tiempohablando de política colonial en el salón de la señora de Bouhey? —dijo conindolencia la criolla.

—Tenéis razón —se apresuró a decir doña Charlotte—. Y todo por culpa

de que yo quería comerciar con la Francia de ultramar. Pero ¿es que acasoexiste aún una Francia de ultramar?

El marqués Caraccioli tomó la palabra.

—Nunca habrá una Francia de ultramar, señora, ya que nunca habrá unasociedad francesa de ultramar. Se dice que el duque de Choiseul desearehacer la Marina para conquistar un imperio para Francia, pero vuestroministro nunca podrá poblar sus tierras lejanas más que con gentuza, os lopredigo. ¿Por qué las personas de calidad iban a querer irse tan lejos,cuando habitan el país más agradable del mundo?

—También hay lugares bellos lejos de aquí —hizo notar Vincent.

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—¡Pero el lugar más bello es la plaza Vendôme de París! —exclamóCaraccioli, vibrando de sinceridad—. ¿Puede uno abandonar Francia cuandose la conoce? Si yo he nacido en Nápoles, sólo ha sido por un monstruosoerror de la naturaleza.

—Y yo digo lo mismo —suspiró el abate Galiani, secretario del marqués—.Acabo de cruzarme en Ginebra con el caballero Casanova, que corría haciaLyon, y si en algo nos hemos puesto de acuerdo durante toda la comida essobre el punto de que sólo se vive bien en Francia. Fuera, se vegeta. ¡Ah!, ypor cierto, escuchad el ruido que hacen los jesuitas porque vuestro ministroquiere expulsarlos. Los comprendo. El señor de Choiseul sería menos cruelcolgándolos que expulsándolos. Es mejor morir en Francia que vivir lejos.

—A propósito de los jesuitas, ¿cómo están las cosas? —preguntó elconsejero Audras—. Se dice que la marquesa de Pompadour busca tambiénsu ruina. ¿Qué se dice en París? ¿Cerrará o no cerrará el colegio jesuita deLouis-le-Grand?

Los chismes sobre el enfrentamiento entre jesuitas y jansenistas estabanque ardían, sobre todo porque, al parecer, los jansenistas decían que susrivales frecuentaban demasiado los dormitorios de sus alumnos.

Vincent se inclinó hacia el oído de Pauline.

—Así somos los franceses —murmuró en tono burlón—. Estamos a puntode perder la guerra del siglo en los dos extremos del mundo y de cederlesdiscretamente a los ingleses el imperio del mundo, pero lo que nospreocupa de verdad son cuestiones fútiles de religión. En fin, querida,vamos a bailar. Tal como están las cosas, Francia podría caerse encima denuestras empolvadas cabezas sin que nos diéramos cuenta, tanta esnuestra frivolidad. Sigamos creyendo que París es el ombligo del mundo yque somos los dueños de los mares, comamos pan blanco de Gonesse ybebamos vino de Champagne ¡y que la galera siga bogando!

Como cada año, la gran velada de Charmont concluía con un baile degente joven, descuidadamente vigilados por algunas damas y dos o tresparlanchines que ni jugaban ni se iban a dormir. Jeanne entró cuando losmúsicos de la orquesta se reponían ante un aparador con comida y bebida.

—¿Dónde estabas? —exclamó Marie—. Todo el mundo te buscaba.

Un gran revuelo de grandes mariposas de terciopelo y satén separó a lasdos amigas y rodeó a Jeanne. Héctor de Chanas logró su primer baile porcasualidad. Mientras le daba la mano, le echó una ojeada a Vincent, queacababa de invitar a Emilie de la Pommeraie. "Una canonesa no debería

bailar, ni siquiera con catorce años", se dijo, despechada. También ellaquería a Vincent. Quería su mirada posada en ella, dejarla deslizarse desde

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sus ojos sobredorados hasta sus labios carnosos, de sus labios a su escote,de su escote a su fina cintura... Desde que había descubierto los tesoros desu cuerpo quería sentir cómo se posaba la codicia sobre ellos. "Quiero queel caballero se fije en mí", pensó intensamente, crispando los dedos sobrelos de Héctor de Chanas, quien no creía en la suerte que tenía.

Vincent invitó a Marie después de Emilie, como adrede para hacer rabiara Jeanne, ya que por encima de la cabeza de la señorita Rupert se dedicó arecorrer a Jeanne con una larga mirada cálida, que la desnudó sin prisa, conun placer sin pudor. Jeanne sintió cómo se le caía del cuerpo la seda de suvestido igual que si fuera piel quemada y se indignó. ¿Acaso aquel tenderopresumido de los mares creía que ella se moría de ganas de gustarle?

Para acabar de humillarla, Denis fingía no verla. En aquel momentobailaba con Emilie, aquella monjita de Ópera cómica. La expresiónextasiada del joven sorprendió a Jeanne. Su amigo de la infancia la habíaenvuelto demasiadas veces a ella misma en aquella expresión como parano reconocerla. ¿Quién se creía que era aquel papanatas, aquel hijo deadministrador, para ofrecerle su amor a una dama religiosa de Neuvillecubierta de escudos de nobleza? ¡Vaya imbécil, la verdad! Irritada, Jeannese equivocó en un paso de minueto y Charles de Bouhey, sorprendido, letiró de la mano.

—¿Os molesta que haya sacado a bailar a vuestras dos amigas antes quea vos?

—¿Lo habéis hecho? No me he dado cuenta.

—Lástima que no seáis tan franca como lo son vuestros ojos —dijoVincent en tono burlón.

 Jeanne prefirió reírse, aunque con una risita de labios para afuera.

El sonreía ampliamente. Aquella sonrisa le provocaba un placer que lehormigueaba por todo el cuerpo. Se hizo un repaso mental — los cabellos,el colorete, la peca, el empolvado, el vestido— preguntándose si todo

estaría bien todavía. Pero no habló mientras bailaban.—¿Dónde estabais después de la cena? —preguntó Vincent—. Os heestado buscando, señorita.

—Ignoraba que me esperaseis, caballero.

—Yo siempre espero a la más bonita de la reunión, pero no siempre se lopuedo decir tan pronto. En tierra se pierde muchísimo tiempo en cortesíasde acercamiento, ya sea para atrapar un plato que está al otro extremo dela mesa o para tocarle la mano a una belleza apetitosa. El mar es un paísdonde todo es más fácil. A la bonita fragata que pasa por delante de mí leenvío un toque de advertencia y, si no quiere irse a pique, tiene que dejarse

abordar en seguida.

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—Pues es una fragata muy cobarde. En su lugar, yo resistiría.

—Digamos que intentaríais escaparos, dándome así la posibilidad dedaros caza. ¡La idea de daros caza, señorita, me hace saltar de alegría!

—Porque os olvidáis que podría escapar de verdad, caballero.

—Puede que sí, puede que no.

Al tiempo que le hacía marcar el paso y dar vueltas, él se puso ainspeccionarla con la mirada del que lleva a cabo un registro, una miradalenta y pesada, que iba y venía, y se detenía sin disimulo en los hallazgosde su gusto. Bajo el fuego de sus ojos rapaces, Jeanne sentía queresplandecía como un brillante en todas sus facetas y se encontraba muy agusto.

—¿Y bien? —acabó por preguntarle con coquetería.

—Humm —gruñó él—. No estoy seguro de cantar victoria. Los navíoslargos y finos son por lo general caprichosos. Su funcionamiento dependede un gran número de causas, muchas de las cuales permanecensutilmente escondidas, y es muy difícil prever de cuál de ellas dependerá almomento siguiente. Y ahora, señorita, ¿vamos a continuar tonteando o nosvamos a galantear más razonablemente detrás de algún biombo?

— ¡Oh!

—No pongáis esa cara. Supongo que esperáis que un corsario sea audaz,¿no? Disculpad por tanto mis audacias (hablo de las próximas) pues tengointención de haceros la corte y ya me han dicho otras veces que la hago sincontemplaciones.

—¿Quién os lo ha dicho?

—¡Bonitas hipócritas, supongo!

Ella soltó una alegre carcajada.

—Me encanta haceros reír. Reís con unas ganas locas. Bailáis con unas

ganas locas. ¡Ay, qué lástima que durante la cena os haya dado la espalda!¿También coméis con un apetito loco?

—Cuando amo, sí. Mirad, llevadme a tomar un sorbete. Florimond lo hapreparado de grosella.

Vincent tomó otro a la menta.

—Ahora vámonos a charlar —dijo ella una vez que se hubieron refrescado—. Quiero llevaros a mi refugio favorito para que me habléis del mar.

El la siguió a la biblioteca.

Era una amplia habitación de aspecto a la vez severo y acogedor, con las

paredes enteramente cubiertas de armarios enrejados en viejo roble casinegro. Aquella noche estaba desacostumbradamente animada, y muy

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iluminada, aunque sólo en sus dos extremos, donde se habían instaladoalgunos jugadores de quince y de hombre. El rincón al que se dirigió Jeanneestaba en penumbra y se prestaba a las confidencias.

—Este es mi lugar favorito para soñar —dijo ella señalando un pesadocanapé estilo Regencia en madera dorada, cubierto de una tapicería conescenas de las fábulas de La Fontaine un poco pelada en algunos sitios.

Le gustaba venir aquí a esconderse durante horas con una pila de libros asu lado, libando ahora de uno, ahora de otro, apoyando la cabeza en elrespaldo cada vez que encontraba una frase que la hacía evadirse,aspirando a veces a pleno pulmón el potente olor a cuero de los cuatro mil

libros de la biblioteca, el olor tranquilizador de una inmensa reserva desueños.

—Habladme del mundo —dijo ella nada más sentarse—. ¡Habladme detodos los países que existen al otro extremo de los mares!

El hizo una mueca lastimosa.

—Me ponéis en un apuro. Todas las muchachas se han convertido ensabihondas. ¡Qué siglo! Ya me han hecho preguntas sobre la rosa de losvientos, el astrolabio, las mareas, el cañón de treinta y tres libras, la latitudde la isla de Borbón, la velocidad media de un tres mástiles... ¡qué sé yo!Cualquier día pedirán que las admitan en la Escuela Militar y en la Academiade Ciencias.

—Pues claro. ¿Por qué no? Las ciencias son muy entretenidas. Mucho másque el bordado.

—Francamente, querida, ahora que estáis tan bonita en traje de baile, ¿esrazonable que me pidáis una clase de geografía, cuando podría hablaros devuestros ojos de oro y de otras cosas preferibles? Sin contar con que osequivocáis de persona para informaros sobre tierras lejanas: soy muyhogareño.

Ella ahogó su carcajada con el pañuelo por no llamar la atención de los

 jugadores.—Sí, os doy mi palabra —afirmó Vincent—. El único país que un marino

conoce verdaderamente bien es el propio mar. Voy de puerto en puerto, yentre dos puertos sólo está el mar. Vivo en un nicho sobre el mar. ¿Deseáisque os cuente cómo es el camarote del capitán? Es tan pequeño queconozco cada centímetro cuadrado de memoria.

—¿Y a pesar de ello cambiáis de navío?

—Sí, y creo que el cómodo lujo que me he dado con la Belle Vincente osagradaría. Y como una bonita curiosa es siempre bien recibida en el

camarote de un capitán de fragata, os invito. La Belle Vincente está ancladaen Marsella, muy cerca de aquí. Hoy en día con las sillas de posta uno ya no

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se rompe el cuello viajando y se llega antes de haber salido. Idinmediatamente a Marsella, e inmediatamente os embarcaré y os haré verel país del mar con vuestros propios ojos.

—¡Qué locura! —dijo ella, sonriendo.

—¿Por qué? ¿Acaso no habéis soñado con países lejanos y os habéisimaginado a bordo de un barco que os llevaría hasta ellos?

—¡Oh, caballero, si supierais cuántas veces lo he soñado!

La respuesta había sido murmurada con una pasión sorda. Vincent apoyóla mirada de sus ojos oscuros en la de su vecina.

Una entrevista galante consiste en una serie de momentos. Y a veces —en una mirada, una sonrisa, un gesto, una palabra— surge ese instante enel cual la pareja deja de jugar. Al ser muy fino en las maniobras de canapé,el corsario sabía captar y aprovechar de maravilla ese instante paraconvertir un tonteo en un diálogo de corazón a corazón, pero aquella nochefue un impulso de su sensibilidad el que le cambió la voz.

—Jeanne —le preguntó dulcemente—, ¿habéis visto alguna vez el mar?

Ella se estremeció de los pies a la cabeza. Al pasar del tono burlón altierno, llamándola osadamente por su nombre de pila, la había desarmado.Aunque ya no era una niña, tuvo ganas de contarle sus viejos sueños

infantiles a aquel extranjero de paso, de repente tan cercano.—El mar... —comenzó con voz lenta—. El mar sólo lo he visto en pintura,

caballero. ¡Pero tengo la cabeza llena de él! Ignoro por qué, pero he hechodel mar una novela que no tiene fin.

—Es que el mar es una novela que no tiene fin. Un marino está partiendosiempre, sin llegar nunca a ninguna parte.

—¡Oh, yo sí que llego a alguna parte! Al océano Indico, casi siempre. Sí,casi siempre es allí donde el mar me lleva.

Vincent sacudió la cabeza.

—El mar no os lleva a ninguna parte. Hace falta obligarlo a que os lleve.Si es la ruta que más fascina a los hombres, es porque es la más difícil.

—¿Por eso lo amáis?

—Por eso también. Lo amo por tantas cosas, claras y oscuras... No sepuede hacer nada contra el amor al mar. En cuanto se le ha tomado gusto,el mar atrae como el opio. ¡Cuanto más me alejo de mi barco, más lo veocrecer en mi imaginación! Por poco que dure nuestra separación, me pongoa bailar de impaciencia en tierra como él baila de impaciencia en el puerto.

Se quedó en silencio. Con la mirada hundida en la noche sin luna, quedaba sobre la puertaventana de la biblioteca, sonreía con los labiosapretados, sin duda a la Belle Vincente, que se balanceaba en la rada de

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Marsella. El silencio se prolongó entre ellos, pero formaba de tal modo partede su encuentro que Vincent prosiguió en voz muy baja con todanaturalidad.

—Mirad, Jeanne, hay tres clases de seres: los vivos, los muertos y losmarinos. Juraría que el griego que dijo eso vivió largo tiempo en el mar.Aprendió que puede cambiarse de estado sin morir.

—Cambiar de estado... —la expresión del marino fijaba por fin lo inciertode sus horas azules, en que su cuerpo le pesaba, le impedía (por uncalambre, el frío o el hambre) sentirse de verdad otra, lejos—. Cambiar deestado —repitió—. Desembarcar como nueva en un mundo nuevo... Lo he

soñado a menudo. ¿Será tal vez posible, después de todo?—¡Ah, os prometo que sí! Y estoy dispuesto a cumplir mi promesa. Dejad

que os lleve y os haré navegar hacia el sur. Cuando noche tras noche veáisla estrella polar descender suavemente en el horizonte, sentiréis... Por todovuestro cuerpo sentiréis que estáis a punto de cambiar de alma. La Jeanneque conocéis se zambullirá en el mar. En el mar no hay ni pasado niporvenir. El tiempo que conocéis es un mito, señorita, un mito y unaenfermedad. Los terráqueos se aferran al pasado y al porvenir. Arrastransus viejos pesares o se refugian en sus esperanzas. El mar obliga a vivir enel presente. Sólo puede vivirse en el presente del velamen que se tiene,segundo a segundo, y del viento que pasa entre esas velas.

—¿Y el presente perpetuo os hace perpetuamente feliz?

—En todo caso, os libera.

—¿De qué?

—¡Del pasado y del mañana! El mar es un creador de realidades. Dulceso duras, poseen al menos el peso de lo concreto. Me gusta lo concreto. Soyun epicúreo.

Ahora le llegó el turno a Jeanne de contemplar largamente la oscuridadde la noche.

—Yo sueño demasiado —dijo bruscamente—. Lo sé, siento que sueñodemasiado. Siento que mis sueños me pesan, me atan, me sofocan... y nome satisfacen tanto como antes. Aquí, sobre este viejo canapé, he vividotoda una vida de ensoñaciones que me parecía perfecta. Si mi vida no eracomo yo quería, sólo tenía que venir aquí para comenzar a vivir según misueño, fuera éste para reír o para llorar. Pues bien, parece que ese poderque tenía me abandona. Desde hace algún tiempo sucede que me aburroen medio de una historia que me estoy contando, por muy bonita que sea.De pronto veo este rincón, que es mi rincón, mi refugio, con ojos deprisionera. Las piernas me hormiguean y siento una opresión en el pecho

pensando que estoy quieta en lugar de estar viajando lejos, donde la vida

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bulle, donde la vida o la felicidad de vivir no son un sueño vano, donde soncomo... como...

Con las palmas de las manos vueltas hacia arriba ella palpaba, arrugabael tejido del aire, intentaba encerrarlo entre sus dedos. Vincent acabó lafrase en tono algo burlón.

—¿Dónde la felicidad es un pez brillante al que podemos devorar a doscarrillos...?

Ella lo miró.

—Os reís de mí, y con razón. Mis palabras son irrisorias.

—No me río de vos, señorita, os sonrío. El matiz es importante.—Sé muy bien que no debería contaros estas tonterías. Si la señora de

Saint-Girod me oyese, diría que hay que quemar a Jean-Jacques Rousseaupor haber escrito La nueva Eloísa, por culpa de la cual las muchachas seestán tomando la fastidiosa libertad de mostrarse sentimentales incluso ensu conversación. ¡Pero esta vez es por culpa vuestra!

—¿Ah, sí?

—Sí, es culpa vuestra. ¿Os dais cuenta del modo en que habláis del mar?Lo describís como un país en el que la felicidad casi puede tocarse.

Escuchándoos he sentido unas ganas locas de tocar la felicidad de la mismamanera que toco un gato, un melocotón, una rosa... ¡Me habéis vueltotonta!

El la escuchaba envolviéndola en una mirada en la que la ironía se cubríacon un velo de divertida ternura. Ahora en silencio, ella contemplabapensativa las puntas de sus bonitos zapatos de satén rojo, respirando algoagitadamente. El se inclinó, le tomó una mano y la besó suavemente... Larecorrió con un leve roce de los labios juntos, ascendió sin prisa por lamuñeca, luego a lo largo del brazo hasta el hueco tibio y satinado donde,bajo la bocamanga de muselina blanca, latía la vena cefálica. Ella no decíanada, abandonaba su brazo, embotada por el placer que provenía de su pielacariciada y se le subía a la cabeza. Lejos, detrás del alto respaldo delcanapé, los jugadores continuaban susurrando familiarmente, comotranquilizándola acerca de la inocencia de los besos que estaba recibiendo.Se le escapó un leve suspiro de bienestar. La boca de Vincent, todavíaprudente, se entreabrió un poco en el pliegue del codo, se entretuvo en unalenta caricia húmeda... Los ojos de Jeanne se posaron en la peluca blancade la cabeza inclinada, y sintió un agudo deseo de arrancarla, de lanzarlalejos para liberar los rizos negros de Vincent y enterrar en ellos su rostro.Marie le había dicho que Pauline hablaba a menudo de los cortos rizosnegros y sedosos de su amante, con aire de estar enredándolos

voluptuosamente entre sus dedos...

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La evocación de la amante del corsario la sacó de su encantamiento. Conun movimiento brusco retiró el brazo.

—A la señora de Vaux-Jailloux no le gustaría vernos —dijo con una vozque esperaba que fuera fría.

—La señora de Vaux-Jailloux no ve nunca lo que no debe ver —replicótranquilamente Vincent—. Pauline tiene un gran corazón.

—¿Y vos, caballero?

—Creo que tampoco está mal.

—Si habláis de su volumen, os doy la razón. ¡Debe de ser capaz de

contener mucho a la vez!—¿Es que me vais a hacer el honor, querida mía, de una primera escena

de celos?

—Esta vez sois vos, caballero, el que sueña. Sólo somos celosos deaquello que querríamos poseer, y a mí no me interesa poseeros. Pertenezcoa otro.

—¡Oh! —exclamó él, alzando una ceja—. ¿Y dónde está ese otro?

—De viaje. Estoy prometida y me caso en septiembre.

—¡Oh! —exclamó de nuevo Vincent.

—Por eso es por lo que os pediría que no... Os ruego que dejéis vuestros jugueteos.

—¡Oh! —exclamó el caballero por tercera vez.

—¡Oh, oh, oh! ¿Eso es lo único que sabéis decir?

—No.

De nuevo la recorrió toda, pesadamente, con su ardiente mirada, y denuevo ella sintió que se ablandaba, como un tallo sin agua.

—¿Qué edad tenéis, Jeanne?

—Quince años —dijo ella, incapaz de no responder.

—Bien, pues merecéis tener doce. Aún no conocéis a los hombres, si nosabríais distinguir que no estoy bromeando y apreciaríais mis besos en su justo punto de sinceridad. Y sabríais que volver a besaros es justamente laúnica cosa que deseo hacer en este momento. La verdad, querida, ¿no osdais cuenta de que lo deseo hasta el punto de que siento tentaciones decomportarme como un salvaje?

Aquella palabra amorosa inesperada, "querida", tuvo para ella unaresonancia desconocida que le produjo un escalofrío.

Emocionada, durante un instante perdió el sentido del oído y sólo pudoatrapar una parte de las palabras de Vincent.

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—.. .así que mi ofrecimiento de raptaros es cada vez más firme. Corazónmío, os doy dos días para hacer vuestro equipaje. Aunque es una granpérdida de tiempo, puedo retrasar mi partida hasta pasado mañana. Sinembargo...

Con mano firme le levantó la barbilla.

—... ¿seríais capaz de estar lista mañana, Jeanne? ¿O este mismoamanecer...?

 Jeanne se soltó de su mano, reunió toda su sensatez como pudo.

—Vamos a ver caballero —comenzó con una vocecilla ahogada—, ¿porqué os burláis de mí? Veo muy bien que estáis haciendo comedia, porqueno es posible que queráis apoderaros así, de repente, de la prometida deotro, ¡de una persona que sólo hace una hora que conocéis!

—¿Cuánto tiempo creéis entonces que necesito para saber que deseo auna joven beldad y que la quiero para mí? —preguntó Vincent con grancalma—. En cuanto a que al parecer pertenecéis a alguien... Debéis saberque nunca he hecho una buena presa que no perteneciera a alguien. Eso nome preocupa.

—Estáis loco, caballero —dijo Jeanne intentando levantarse.

El la retuvo sin esfuerzo.

—Muy loco —admitió él—. Pero, tranquilizaos, soy tan dulce como loco.

La apoyó cómodamente en el respaldo del canapé, la mantuvo en susbrazos, le sonrió y comenzó a acercar su sonrisa al rostro de Jeanne... Ellacerró los ojos un instante, y cuando los abrió habían adquirido sumaravilloso color turbio. Vincent la aprisionó suavemente entre su pecho yel respaldo del canapé y la besó en la boca. Los dientes entrechocaron, peropronto el beso se ablandó, se ensanchó, duró y duró... ¡Vincent podríahaberlo hecho durar hasta el fin de los tiempos sin que Jeanne se hubieraatrevido a moverse! Cuando al fin el corsario se apartó de ella, no pudoimpedir que la bonita cabeza empolvada en escarcha se enterrara en suhombro, ebria, extraviada.

"¡Tiene doce años!", pensó él, más emocionado y divertido quecontrariado. El novio, por lo que parecía, no le había enseñado a hacer elamor con peluca. "No comprendo por qué los curas se empeñan en tronaren el púlpito contra el maquillaje y los polvos —se dijo—. ¡La moda de lasmujeres pringosas protege a sus feligresas de los malvados lobos mejor quecualquier otra cosa!". Sin embargo, su casto placer del momento valía elestropicio hecho a su traje. Tenía su mérito lograr que una niña de quinceaños saborease su primer beso. Estaba increíblemente contento de sí mismo, como si hubiera conseguido su primera virgen. Su única

preocupación era que su criado no estuviera en su lugar en el vestíbulo paracepillar la suciedad de su traje de seda gris ágata. La última vez que había

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visto a Mario, aquel bribón le había parecido tan poco útil para el serviciocomo al final de un banquete de partida para los mares.

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Capítulo 8Capítulo 8

—¿No es una lástima tener que estropear un trabajo tan bonito? —gemíaBellotte mientras frotaba la cabellera de Jeanne.

—Aclarad bien, aclarad bien, Bellotte —dijo Jeanne—, y luego me echaréisun último jarro de agua con vinagre...

 Tatan contemplaba la escena con mala cara.

—¡Ah, la señora estará contenta de veros toda despeinada a la hora decomer! Aún tenemos muchos invitados, delante de los cuales pasaréis lavergüenza de aparecer como si acabarais de salir de la cama. Y ¿habéispensado que en la cena estará vuestro futuro? ¿Qué va a decir el señorprocurador, que va siempre de veintiún botones?

—Las damas que el Niçois se tomó el trabajo de empolvar ayer, hanpasado la noche sensatamente sentadas, con la cabeza envuelta enmuselina —dijo Pompon, que bostezaba mientras se bebía su lechemanchada de café—. Sólo a vos, señorita, se os ocurre poneros en negligépara recibir gente. A veces tenéis ideas de rústica.

—¡Y además miren mi suelo! —exclamó Tatan—. ¡Todos estos desechosde polvo, una porquería que no me gusta ver en mi cocina! ¿Por qué nohabéis ido primero a quitároslo al baño?

—Ya veis, Tatan, pensáis como yo que el almidón es una porquería —dijo Jeanne alegremente—. El baño está invadido. Y aquí disfruto del buen fuego

de Nanette. Venga, Tatan, no me riñáis y traedme café mientras se me secael cabello. Sé muy bien que me encontráis muy guapa al natural.

Necesitaba sentirse muy guapa. Vincent le había pedido una cita secretay ella le había indicado un pabellón abandonado y aislado en un claro delbosque de Neuville. Debía esperarla a mediodía. Era una sensación deliciosallevar consigo, escondida, una complicidad con un hombre. Ya la nocheanterior, cuando volvieron a la reunión, había sentido que se formaba unvínculo mágico que la unía a Vincent a través del obstáculo de los cuerpos ylas voces. Pauline había observado a uno y después al otro con unapregunta indefinible en los ojos, antes de decir que se moría de sueño.Vincent la había envuelto en un amplio chal de las Indias y se la habíallevado.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

¿La habría besado durante el trayecto? Y más tarde, en Vaux, ¿la habríatomado en sus brazos? Se había acostado a las tres de la mañana con todasesas preguntas en la cabeza y había tenido un corto y agitado sueño. A lasseis estaba en pie, ojerosa, con la ropa arrugada, fea y además sucia, consu peinado de marquesa transformado en un merengue estropeado ytorcido, resquebrajado y pelándose por placas. Había bajado a la cocinapara quitarse de la cabeza aquel horror. Luego, sentada en un escabeldelante de la chimenea, tomando a pequeño sorbos su café caliente, sesentía como una resucitada.

Los ayudantes de pastelería del maestro Florimond, los primeros enllegar, le daban al rodillo de amasar mientras lanzaban ojeadas disimuladas

a la ondina en enaguas, cuya cabellera mojada le caía hasta la mitad de laespalda como un soleado río, en el cual las llamas del hogar formabanamplias corrientes de colores ondulantes.

 Jeanne le devolvió la taza a Nanette.

—Tatan, vuestro café no es bastante fuerte —dijo.

—No me gusta fuerte —dijo de mal humor Tatan—. Y por la mañanaquien manda soy yo. Cada mañana la señorita Sergent me hace comprarcafé en polvo del que me gusta, en el colmado de Châtillon. No es quequiera complacerme, es que es más económico porque el tío Jacquet lo

mezcla con harina de garbanzos, que le quita el amargor. Y a mí me pareceque eso liga muy bien.

—Tatan, por mucho que digáis, vuestro café es abominable —dijo Jeannecon una mueca.

—Las mujeres sobran en la cocina, salvo para lavar la vajilla —soltóinsolentemente el ayudante Darnois.

—¡Claro, las mujeres no tenemos suficientes cualidades para estar en lacocina! —ladró Tatan—. Pero podemos estar tranquilas porque vuestroFlorimond las tiene todas: es vanidoso, bribón, ruinoso, brutal, nos toca el

culo, es un borracho y tendrá el paladar quemado antes de los cuarentaaños... ¿Y a ese tengo que hacerle la reverencia?

—Señora Tatan —respondió el ayudante, burlón—, ¿he de creer que elseñor Florimond os mete mano incluso a vos?

—¡Faltaría más! —gruñó Tatan en medio de una explosión de risas.

Riendo de este modo, Jeanne huyó. No tenía ningunas ganas de asistir auna nueva batalla de la gran guerra que se había declarado entre loscocineros y las cocineras desde hacía algunos años en las mansionesparisienses y que rebotaba hasta el fondo de los castillos de provincias.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Había decidido vestirse de caballero en lugar de hacerlo de amazona. Laverdad es que no poseía más que una vieja falda de amazona, mientras queestaba bien equipada de prendas masculinas. Antes de tomarla con ella,Denis, que en un año le había pasado media cabeza, le había regalado trestrajes que se le habían quedado pequeños, el más nuevo de los cuales erael rojo escarlata, que tan bien le sentaba. Qué amable era entonces y cómola quería... Se puso el calzón rojo suspirando. ¿Por qué había que perderunos amores a medida que se iban ganando otros nuevos? ¿Estaba escritaen algún libro de cuentas una cantidad de amores que no podíasobrepasarse?

Aunque de corte algo anticuado, la casaca no era demasiado amplia y le

marcaba el fino talle, que no ceñía ningún corsé de ballenas. Bouchouxhabía abrillantado bien las botas de cuero salvaje a base de escupir muchasaliva: hasta los tacones brillaban. Con un gesto de la mano ahuecó lachorrera de la camisa, se lanzó una última ojeada y se estremeció al pensaren mostrarse tal cual, sin polvos y con los cabellos negligentementerecogidos en la nuca con una delgada cinta de tafetán negro. "¡Ni que fuerasin camisa!", pensó. "¡Qué educación más tonta nos dan a las mujeres!“Aquella mañana de abril era de un blanco luminoso pero helado. Pasmadade frío, Jeanne apresuró el paso y atravesó el patio. Sólo se cruzó concriados que iban a los establos. Era mediodía menos un cuarto. Desde hacía

dos horas aquellos cazadores que no estaban rendidos por la partida del díaanterior, habían salido a cazar con fusil. Los demás invitados sólo bajarían ala hora de la comida, que la baronesa había fijado para las tres de la tarde.

Un palafrenero la ayudó a ensillar a Blanquette.

Como de costumbre, la yegua tenía ganas de galopar pero su ama lapuso al trote. No quería llegar la primera a la cita. ¡Y además era tanagradable ir despacio hacia su secreto! Era un placer que no queríadesperdiciar.

Se dirigió hacia los senderos que tomaba siempre cuando iba a pasear alos bosques de Neuville. Pero el camino que recorre una muchacha en su

primera cita nunca es un camino ordinario. Bajo los cascos de Blanquette, lahierba parecía más verde que de costumbre y aquella mañana ella percibía,sin necesidad de tender el oído, el rumor interior de la savia que ibaascendiendo para alimentar los brotes nuevos de los árboles precoces. Ladulce fuerza de la primavera también palpitaba en sus venas, le inyectabauna impaciente alegría por amarlo todo. Sintió un acceso de gratitud al verun matorral de retama en floración, y otro acceso de ternura por una ardillaque trepaba a un roble, esbozó una sonrisa maravillada por el potente cantode un pájaro troglodita escondido, un gesto de amistad por un sapoparalizado de terror en medio de un sendero y del que hizo que Blanquette

desviara su casco. El vuelo amarillo de una oropéndola rayó el azul del cielocomprendido entre dos olmos. Un mirlo dejó caer sobre su cabeza un

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intenso gorgorito. Toda la campiña parecía hacerle señales de que ese díano era un día cualquiera.

Al entrar en el claroscuro del sotobosque puso a Blanquette al paso. Elsilencio murmuraba, crujía, piaba y olía intensamente a musgo. Hileras depálidas violetas bordeaban los dos lados del camino forestal, dominadas devez en cuando por el amarillo de las matas de primaveras que se las habíanarreglado para florecer en los calveros de sol. Jeanne respiró a plenopulmón aquella fresca naturaleza abrileña, que le sabía a champiñonescrudos. Estaba contenta y no tenía miedo. Gracias a Dios, iba hacia Vincentcon una perfecta lucidez. Lo que había pasado entre ellos la noche anteriorhabía sido por culpa del vino de España, de los violines, de la danza, del

clima todo de la fiesta. Por causa también de Pauline, que la irritaba. DePhilibert, que la olvidaba. De Louis-Antoine, que estaba ausente. De Denis,que la detestaba. Pero aquella mañana se sentía capaz de darse el gusto dela cita con el corsario como quien se toma una copa de Champagne. Al finaldel camino la esperaba una hora chispeante, y nada más. El apuestocaballero era un gran galanteador y sentirse galanteada era justamente loque deseaba. Por haber leído a escondidas algunas comedias subidas detono en la habitación de la baronesa, Jeanne se creía, de buena fe, lobastante preparada para comenzar a jugar a lo que Geneviève de Saint-Girod llamaba, ocultándose el rostro con el abanico, "el libertinaje decente y

razonado". Si ella se había olvidado de razonar cuando el caballero la habíacorrompido un poco, era porque se trataba de su primer beso. Ahora que yatenía experiencia, no se dejaría sorprender. ¡Qué diablos! Ningúnatrevimiento tenía por qué turbar a una muchacha que ha leído comediastan desenfadadas como La verdad está en el vino o El amante asmático. Alas palabras más atrevidas del corsario le bastaría con responder en elmismo tono, siempre con una sonrisa espiritual... y no entregándole sumano en ningún caso. Este juego amoroso estaba muy bien explicado en lasnovelas de Crébillon hijo, que el abate Rollin le había prohibido leer.

 Ya sólo faltaba media legua para llegar al pabellón...

Aquel viejo pabellón de caza les servía de desván, ya olvidado, a lasmonjas de Neuville. Era una vasta construcción de un piso de adobe, ahoraagrietado. Un montón de muebles rotos, mohosos, carcomidos, cubiertos detelas de araña atestaban las habitaciones de la planta baja. Una provisiónde leña obstaculizaba el vestíbulo, y había que deslizarse por detrás paraalcanzar la empinada escalera que llevaba a la única pieza habitable delprimer piso. Sin pedirle permiso a nadie, Charles de Bouhey la habíaarreglado al cumplir quince años para poder llevar allí a las pastorcillas, delas que el colegial hacía buen consumo durante sus vacaciones en elcastillo. Aquel nido de amor comenzaba también a servirle a Jean-François,que pronto tendría catorce años, pero ninguno de los dos iba allí en día de

caza a fusil: entre un fusil y una muchacha, ambos escogían,voluptuosamente, el fusil. Jeanne sonrió al imaginar la sorpresa que tendría

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Vincent cuando ella le ofreciera un desayuno en aquel pabellón, a base delpan de especias, las confituras y el vino de Condrieu que Charles le pispabaa su abuela para agasajar a sus conquistas.

Vincent iba y venía delante del pabellón azotando sus botas con la fusta.Canturreaba el viejo himno de guerra de las galeras de Malta, que le salíaen bocanadas de vapor blanco debido al frío:

¡De La Vallette a Kabatto,De Boyda a Sirocco,

Pasa el bajío, y venga lo que viniere...!

Sólo hay un faro y seis torretas,

Pasa el bajío, y venga lo que viniere...!

  Jeanne bajó del caballo en sus brazos y de repente se sintió menossegura de poder llevar el juego con el dominio del novelista Crébillon hijo.

—Tengo algo de frío —mintió—. ¿Y si damos una galopada?

—Vos no tenéis frío —dijo con calma Vincent.

Parecía fascinado por los cabellos de la joven, tanto como ella lo estabapor los del hombre. Tampoco él llevaba peluca y su peinado era salvaje: unamasa de cortos rizos muy negros le cubría la cabeza, de la que Jeanne noacertaba a despegar la vista.

—¿No os atrevéis a preguntarme por qué me gusta parecer un condenadoescapado de prisión, cuyos cabellos no han tenido tiempo de crecer? Lohago para no tener que llevar sombrero ni peluca y que el cabello no se me

enrede en los obenques.—Es bonito —murmuró Jeanne a su pesar.

El tiró suavemente de su cinta y ella, dócil, sacudió la cabeza. Vincentlevantó con las manos la espesa y lisa cabellera rubia y se acarició loslabios con la punta de un mechón. Ella se había perfumado con una suavemezcla dulzona de iris, lis y manzanilla, y él deseó tener la nariz de barro oesponja para que permaneciese impregnada de aquel perfume durantemucho tiempo. Cuando por fin habló, lo hizo con voz sorda.

—Querida mía, resultáis un muchacho muy guapo. La Belle Vincente

estará orgullosa de embarcaros como paje.

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—¡Oh, vamos, caballero! —respondió ella, intentando romper con tonoalegre el encantamiento que los mantenía de pie uno delante del otro—,¿vais a empezar de nuevo a burlaros de mí?

—Y vos, ¿acaso no os burláis?

Se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta del pabellón y la empujó. Lapuerta se abrió chirriando.

—¡Esto parece la madriguera de un bucanero! ¿No os parece una burladar citas de amor en semejante lugar?

Ella sonrió con malicia, rodeó el montón de leña, haciéndole señas de quela siguiese...

La habitación de arriba estaba limpia, suficientemente amueblada,revestida de tapices y provista de chimenea. Por el fuego de la chimenea, leprovisión de leña, la reservas de velas y vino, por la ropa de cama limpiaque cubría el lecho, Vincent reconoció al primer golpe de vista los cuidadosde un criado fiel encargado del mantenimiento de aquel nido de amor.

—¡Por Dios, señorita, no me esperaba encontraros tan galantementealojada a dos leguas de vuestra casa! —dijo con voz dura.

Desconcertada por el tono, que no comprendía, Jeanne se apresuró aexplicarse.

—No os recibo en mi casa, sino en la de Charles de Bouhey. ¿Coquetón,verdad? Charles ha traído todo esto de Charmont con ayuda de su criado.Como es natural, no hay que decirle nada a la señora de Vaux-Jailloux,porque... en fin... Charles viene aquí a hacer experimentos de química, quesu madre le prohíbe.

—Ya veo —dijo Vincent señalando las dos copas y las frascas de vino—.Con todas estas probetas y retortas sólo puede tratarse de alquimia. Seecharon a reír.

"Así que esto es el coto de caza del joven castellano de Charmont", se

dijo Vincent, muy contento de que no fuera de Jeanne. Se instaló en elcanapé de china roja deshilachada, colocó las piernas sobre la colchaguateada de la cama, atizó el fuego, descorchó una botella de Condrieu yllenó las copas después de haberlas hecho tintinear.

—Si las pastorcillas del señorito de Bouhey valen tanto como estas copas,el joven tiene su mérito —dijo.

—A la señora de Bouhey no le gustan los vasos de metal. Se arruinasiguiendo los progresos de los vidrieros. Estas copas forman parte delprimer cristal tallado en Francia, tienen dos o tres años menos que yo. Labaronesa se las compró al maestro Bûcher, que se trajo el secreto de su

fabricación de Bohemia. Charles podría coger otras más sencillas.—Nunca serán demasiado bonitas para nosotros, Jeanne. Venga, bebed.

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—También el vino es robado. ¿No os molesta?

—Me importa un pimiento, ya os lo he dicho. Todos nacemos ladrones.Para no robar hay que reprimirse, mientras que en mi oficio hay quelanzarse.

—¿Y le habéis cogido el gusto?

—Sí, sí, me encanta robar, sobre todo cuando me lo puedo quedar. Pero,¡ay!, eso es raro. Tengo que robar para el rey, para el gran maestre, paralos armadores, para mis accionistas... Me roban mis robos y eso me molestamucho. Pero, bebamos. Bebo a vuestra salud, Jeannette...

Le gustó que se decidiera a llamarla Jeannette como todo el mundo, puesél lo pronunciaba como nadie. Al decirlo, parecía acercarla un poco más asu corazón.

—Y bien, ¿no bebéis? Bebed, corazón mío, un poco de vino añade alegríaal placer.

—Beberé... Pero, primero... Primero debo hablaros.

—¿Ah, sí? —dijo Vincent colocando el vaso de Jeanne sobre la mesa—.¿Para qué? ¿Sabéis cómo se ama al estilo filibustero? De la manera mássabia que conozco. El hombre le dice a la mujer que le gusta: "Seas quienseas, te tomo. No te pido cuentas del pasado, respóndeme sólo del

futuro."—¿Y la mujer qué dice?—Nada. Una mujer no necesita decir nada. Si está allí es que desea ser

tomada.

—Devolvedme mi vaso, por favor —dijo ella bruscamente.

El se lo tendió y luego le levantó gentilmente la barbilla.

— ¿Así que queréis hablarme? ¿Y sólo porque tenéis lengua? En la isla deBorbón crecen, tanto en invierno como en verano, y hasta las faldas de losvolcanes, unos helechos cortos que los indígenas llaman "lenguas de mujer"porque no hay quien los pare.

—¡Sois insoportable! ¡Sólo sabéis burlaros! Después de lo que ha pasadoentre nosotros necesito daros una explicación.

—No ha pasado nada entre nosotros. No todavía.

—Pues bien, por eso justamente. He venido a deciros que no va a pasarnada —dijo ella con firmeza—. Nada es posible entre nosotros, caballero. Hedado mi palabra de que sería de otro.

—Venid a pesar de todo a dar una vuelta por el mar. Ya seréis del otrodespués. Vuestro prometido, que es un hombre paciente, os esperará.

—¿De dónde sacáis que es paciente?—Lo he adivinado.

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Ella lo miró, indecisa. Los ojos de Vincent chispeaban. Con su pañuelo demadroños se limpió la mota de una manga, enviando a Jeanne su perfumede azahar. La estaba tratando como a una pavitonta de provincias a mercedde su capricho. Resultaba claro y muy humillante. Ella le lanzó a bocajarro:

—Caballero, no es mi prometido lo que me impide partir a la ventura.

—Ya me parecía —se burló Vincent.

—Amo a otro hombre —dijo, desafiante.

—¡Buena noticia! ¡Quien engaña a un hombre puede engañar a dos!Amadme como tercero. Parece que no os costaría mucho esfuerzo.

Roja como la grana, Jeanne se enfadó.—¡Soñáis despierto, caballero! ¡Qué presunción la vuestra! ¿Sólo hace un

día que os conozco y ya debería apresurarme a amaros?

—Jeanne, igual que para escribir un soneto, el tiempo no cuenta en elamor.

—Os engañáis —dijo ella con una repentina emoción—. Sé que me tomáispor una pavitonta con la que os divertís, pero tengo el corazón lleno desdehace años y... —se interrumpió en seco, se mordió el labio y concluyósecamente—: no os debo confidencias —a continuación, tomó un aire

mundano—. ¿Vamos a probar la confitura de ciruela o la de frambuesa?Inclinado ante la chimenea, él se frotó por última vez las manos al calor

del fuego.

—Ahora que ya no tengo las manos heladas, dadme las vuestras en señalde amistad... —tiró de ella—. Venid a miraros. El espejo es malo pero vos loharéis bueno. Ved, Jeanne, el satinado de vuestra piel, el brillo de vuestrosojos, el mullido de vuestros labios, el estremecimiento de vuestra nariz, lapalpitación de vuestro pecho... Tenéis un cuerpo terriblemente vivo, Jeanne,no estáis hecha para dejar a la presa por la sombra. Si os forzáis a hacerlo,os traicionaréis.

—¿La presa por la sombra? —le preguntó ella al reflejo de Vincent en elespejo.

—Olvidad las conveniencias y tocad un poco el paño de mi casaca —dijo,haciéndola girar hacia él—. Tocad, tocad, corazón mío, no es vulgar paño deProvenza sino verdadero paño inglés. Venga, tocad la manga... Y tocadtambién la muselina del puño, pura muselina mil flores de la India, y tocadtambién mi mano...

—¿Me daréis la clave del juego, caballero?

—Os enseño a reconocer a una verdadera presa, Jeannette. ¿Me dejaréis

marchar, a mí, tan palpable y con tan buena voluntad, para perseguir a unasombra fugitiva como la del doctor Aubriot?

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Ella lo miró fijamente, sofocada, los ojos dilatados, la boca entreabierta.

—No quiero que su nombre se pronuncie aquí —dijo al fin con voz ronca—. Y, para empezar...

—¿Quién me lo ha dicho? La señora de Vaux-Jailloux.

—Así que la señora de Vaux-Jailloux está metida en el complot —silbó  Jeanne entre sus dientes apretados de rabia—. ¿Nos embarcaremos lostres?

Vincent se echó a reír.

—Celosa estáis adorable. Querida mía, Pauline es más fina que eso. Me

ha preguntado la verdad y se la he contado. Ya veis, Pauline y yo nunca nohemos prometido más que placer y amistad.

—La señora de Vaux-Jailloux no ha podido contaros nada porque no sabenada —exclamó Jeanne con cólera.

—Pero su amiga la señora De Rupert lo sabe todo por su hermana la deSaint-Girod —explicó Vincent, sonriendo—. La Saint-Girod cree que sentís unamor de infancia por el señor Aubriot. Ha sido vuestro profesor de botánica,lo admiráis, tenéis quince años y creéis amarlo, eso es todo.

—¡Este rincón no es más que un inmenso salón de chismosos!

—¡Oh, toda Francia lo es! El siglo así lo quiere. Nos gusta chismorrearacerca de todo. Pero ¿qué os importa que se hable de vuestro secreto deniña? Ya no lo sois.

—Sí que me importa y mucho —murmuró ella—. No podéis saber,caballero, lo que el señor Aubriot representa para mí. El me lo ha enseñadotodo. Me ha hecho tal como soy. Si algo os gusta de mí, es cosa suya.

—Tonterías —dijo él tomándole la mano.

—¡Es verdad! Es un genio. No sólo tiene inteligencia en la cabeza, ¡sinofuego! No os podéis imaginar lo que es un paseo con él al amanecer en

Dombes. Me hacía comprender toda la belleza del día, escuchar cómo crecela hierba, adivinar una trucha bajo el agua...

Su capacidad de percepción es incomparable. Me ha hecho compartir sused de descubrimientos. ¿Comprendéis lo que significa la felicidad de vivir junto a un sabio que se enamora de todo cuanto ve y sabe explicároslo conpalabras que vuelven asombrosas y admirables las cosas más sencillas dela naturaleza? Por ejemplo, un simple plantío de berros...

La voz de Jeanne vibraba en la habitacioncita, henchida de piedadamorosa. La pasión se reflejaba en sus ojos, dorada, resplandeciente.Vincent, con el corazón encogido, se dijo que Jeanne hablaba de su amor de

infancia como un místico habla de su dios y que sería más difícil de lo quehabía creído arrancar ese dios sin herir a la niña. Por otra parte, ¡no

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pensaba dejar que le diera a comer berros aliñados con salsa Aubriot! Conun movimiento rápido se inclinó hacia ella y le dio un breve beso en la boca.

—¡Oh! —exclamó ella.

—Perdón —dijo él—. Es sólo para que me dejéis hablar a mí. Me aburreoíros hablar como una heroína de teatro, siempre empeñada en querer alamante que no está en escena. ¡Shhh! ¡Silencio, marinero! Aubriot hatenido todo el tiempo necesario para venderos su verde, dejadme venderosmi azul. Yo también, Jeanne, puedo ofreceros algo de la bella naturaleza.¡Un inmenso campo azul cuya floración comprende paisajes enteros!Escuchadme un poco. Cuando salga de Marsella, voy a Malta haciendo

escala en Córcega, Cerdeña, Nápoles y Sicilia. Un verdadero crucerocomercial sin peligro. Tendré todo el tiempo libre para haceros el amordurante el viaje. De vez en cuando, y para que descanséis, os llevaré atemblar un poco ante los cañones de los bandidos corsos, a comprar piezasde bordados sardos, bañaros desnuda en el golfo de Gaeta y recoger perejilsilvestre al pie de algún templo griego. ¿Qué decís de mi menú?

—Que habéis olvidado Malta —dijo ella, sonriendo a su pesar.

—Es el postre. Porque un día, en efecto, veréis la isla de Malta venir haciavos... Allá a lo lejos, a lo lejos, como un juego de colores. Veréis cómo seeleva en el horizonte una línea de bruma azulada encajada entre los

grandes azules del mar y el cielo, oiréis una voz gritar "¡Tierra!" y losmarineros se pondrán a bailar de alegría en el puente. De la espesa brumasubirá lentamente un alto acantilado cada vez más y más dorado, luego lapunta de su promontorio palidecerá y se verá salpicada de puntos blancos yverdes y La Valette aparecerá, suspendida como un milagro sobre el grangolfo erizado de picas negras que se volverán mástiles, habitados porgrandes pájaros blancos que se convertirán en veleros. Entoncesentraremos en la rada y un repicar de campanas os caerá encima, ¡porqueDios no hace en ninguna parte tanto ruido como en La Valette!

Aunque ella no había querido dejarse llevar por la voz del narrador, no

fue posible, porque el cuento tenía demasiado atractivo.—Y una vez desembarcados en Malta, ¿qué será de mí?

—Os alojaré en una casita.

—¿Una casa de corsario?

—Una simple y cómoda casa que le compré a la viuda de un artesano. Lahe hecho revocar, la he amueblado... Hasta tiene un pequeño huerto enterraza sobre el mar.

Los ojos de Jeanne brillaban con el mismo oro húmedo que él habíaobservado antes, cuando hablaba de los berros del doctor Aubriot. Vincent

fue feliz hasta el punto de sentirse bobo. Pero tenía ganas de sentirse bobo.Ganas de hacer proyectos color de rosa de enamorado ingenuo.

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—Os gustará La Valette —prosiguió—, no hay nadie a quien no le guste.Además, no viviréis allí lo bastante como para cansaros. El rey hará prontola paz con Inglaterra, y tendrá que hacerla para que podamos pasar elestrecho de Gibraltar y pueda llevaros al Atlántico. Os haré rodear todaÁfrica hasta alcanzar vuestras amadas islas del océano índico.

 Y añadió, con una malicia teñida de agresividad:

—Yo no digo que las bellas imágenes de Dombes que os han enseñadosean desdeñables, pero yo, Jeanne, os ofrezco todas las imágenes delmundo que pueden obtenerse a fuerza de velas al viento, y veréis quetampoco están mal.

Ella suspiró de puro bienestar, se sacudió los cabellos, dejó durante largotiempo flotar en el silencio el inmenso sueño que él acababa de ofrecerle ysobre el que posaba una lejana mirada de miel. Finalmente, preguntó convoz mansa:

—¿Qué crece en vuestro huerto, caballero?

Vincent se reprimió las ganas de reír.

—¡Eso me lo diréis vos en latín! Yo preferiría explicaros mi plan pararaptaros mañana. ¿Puedo besaros ya?

—Explicadme primero vuestro plan —dijo ella vivamente, apartándose de

él.Era verdad que había tramado un plan, muy preciso, que empezaba al

amanecer. Quería que ella vistiese como en ese momento, de muchacho, yllevara un pequeño equipaje. Mario la esperaría en la puerta más discretadel castillo que pudiera indicarle y habría caballos a la entrada del parquepara conducirla hasta la silla de posta alquilada por Vincent... El corsario lohabía previsto todo, incluso la manera en que, una vez la cosa hecha, lareconciliaría de lejos con la señora de Bouhey. Jeanne lo escuchaba como seescucha un cuento de hadas cuando se tienen diez años, a medio caminoentre el creer y no creer, dispuesta a despertarse en el canapé de la

biblioteca, con la nariz metida en una novela.—Me pregunto si me habéis escuchado —dijo de repente Vincent—. ¿Qué

me respondéis?

Imposible responder a un ofrecimiento de rapto con un sí o con un no, sinsaber cuál de esas palabras la tentaba más. Para ganar tiempo llevó lamano, tímidamente, a la cruz de ocho puntas que veía brillar en la botoneradel caballero.

—¿Qué dice el gran maestre cuando un caballero de la Orden se lleva laamante a Malta?

Vincent vio pasar, por su hermoso jardín de las mil y una noches, alviejecito vivo y malicioso con su mirada de inquisidor severo sólo aparente;

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un gran maestre muy de su siglo, rapaz, siempre dispuesto a negociar unacalaverada por un puñado de oro con que acuñar moneda o disolverlo en sulaboratorio para fabricar la piedra filosofal que le daría la inmortalidad, labuena, la de aquí abajo en la Tierra.

—Bajo capa, nuestro gran maestre Pinto de Fonseca es alegre como buenportugués —dijo él—. Para mayor seguridad, prefiere gozar del paraíso en la Tierra y, como es tan sabio como libertino, es indulgente.

—Tenéis respuesta para todo, caballero. Pero ¿es que ya sabéis cómorecibe el gran maestre a vuestras amantes? ¡Parece que el amor a la ligeraes vuestra afición, vuestro más alegre pasatiempo!

—¡Por Dios, Jeanne!, ¿pensáis que el amor debe ser una tarea penosa?Querría quitaros esa idea de la cabeza al instante, querida mía...

La tomó en sus brazos. Como la cogió menos por sorpresa que la primeravez, su beso tardó más en forzar la barrera de sus labios apretados, perocuando la franqueó, Jeanne intentó torpemente responder al beso. Él ledesabrochó la casaca roja, notó que su pecho estaba desnudo bajo lacamisa y comenzó púdicamente a acariciarla por encima de la tela... Delseno menudo y redondo brotó un botón duro, y Jeanne se puso rígida ycomenzó a temblar. Temblaba dulcemente, como con un oleaje por todo sucuerpo. El esperó a que se calmase y amansase para abrirle la fina camisa

de algodón y aprisionar aquel fruto de carne desnuda en su mano... Durantemucho rato la tuvo apretada contra sí, medio abandonada, con la bocaofrecida a su beso de amante inventivo. Ella le mostraba tan ingenuamenteque aquel era su primer contacto con un hombre, descubría su sensualidadcon una confianza tan conmovedora, que la ternura crecía en Vincent almismo ritmo que su deseo. Quiso saborear a gusto la virtud de la paciencia.Soltándola de su abrazo, la apoyó con dulzura en el respaldo del canapé, juntó un poco los bordes de su camisa y dio un paso atrás para verla mejor.

Ella no decía palabra, no se movía, no intentaba cubrirse el pecho. Conlos párpados entrecerrados, el rostro iluminado por una sonrisa interior, se

entregaba a la caricia de los ojos de Vincent como se había entregado a lacaricia de sus manos, como una gata instintivamente dócil a los mimosdelicados.

El se entretenía en su contemplación, soñando cien maneras de rematara su virgen, mientras se ofrecía un respiro para escoger, ¡ay!, sólo una deellas. Esperar así constituía para él un placer agudo. El mismo placer queexperimentaba en el mar cuando encontraba una buena corbeta de la queapoderarse. Tan visiblemente desamparada frente a alguien más grande yhábil que ella, y a la que concedía un tiempo de gracia, dispuesto a dejarlahuir, sólo porque él tenía la virtud de la elegancia y ella estaba tanencantadora en su angustia...

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El galope de un caballo que venía directamente al pabellón hizo que Jeanne se levantara de un salto, arrebolada, y se apresurara a abrocharsenerviosamente la camisa. El galope giró de repente a la izquierda y seperdió en el bosque, pero ya se había roto el momento del sortilegio carnal.Como no atinaba a abrocharse, él quiso ayudarla, pero ella se apartó de élcon brusquedad y dijo con voz seca: "Me pregunto quiénes serían esoscaballeros y si habrán reconocido a mi yegua". Cogió su fusta de la mesa yse precipitó hacia la escalera.

Vincent cogió la pala de la chimenea y se puso a golpear con rabia elfuego, llamándose con todos los sinónimos de imbécil que pudo encontraren su idioma.

Ella lo esperaba frente al pabellón rascando a Blanquette entre las orejas.El sol, que al fin había salido de entre las brumas que humeaban de latierra, cubría sus cabellos de una especie de aceite rubio brillante.

Verla allí, cuando creía haberla perdido, le resultó una felicidad tan dulceque se sintió digno de la eternidad. Se sumergió en uno de esos instantesen los que un hombre pronuncia el sí ante un sacerdote creyendo en lo quedice.

Ella fue hasta él toda sonriente, balanceando adrede su cabellera.

—No he podido marcharme. Tenéis mi cinta en vuestro bolsillo.

Vincent se colocó detrás de ella para ayudarla a recogerse el cabello,como podría haberlo hecho tras hacer el amor. Le temblaban un poco lasmanos, extrañamente torpes.

—Si no venís mañana a la cita, mandadme al menos vuestra cinta —dijocon un tono que no se avenía a la ligereza de las palabras.

Ella lo miró a la cara.

—Creo que vendré, caballero.El la tomó y la estrechó contra su pecho.

—Caballero, no quiero engañaros —dijo ella con gravedad, al tiempo quese soltaba—. No os amo. Sólo quiero librarme de un matrimonio triste, nadamás.

—¡Tenéis toda la razón, corazón mío! Ser raptada a los quince años osconsolará algún día de tener cincuenta. Por Dios, Jeanne, os prometo unrapto que os dejará un recuerdo imborrable. Decidme solamente cuándopuedo enviaros a Mario y en qué puerta debe esperaros.

—Que me espere en el patio adoquinado. A las seis, cuando se sirva el té.

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La ayudó a subir al caballo entrecruzando las manos. En el momento deapoyar la bota, la recorrió una cálida ola de confianza hacia aqueldesconocido. Lo sintió como la persona más cercana del mundo y partir conél al amanecer le pareció la cosa más natural.

—¿No me besaréis antes de que me marche? —se atrevió a decir. Estavez su boca se abrió espontáneamente, como cuando se muerde un frutomaduro.

—Por suerte —dijo él en tono burlón—, mis besos no forman parte de loque no os gusta en mí.

—También me gustan vuestros cabellos —dijo ella tratando de imitar su

desenvoltura.Con un gran golpe de tricornio, él la saludó ceremoniosamente.

—Voy a hacer un inventario de vuestras bondades conmigo, señorita. Meinformaréis de si en el curso de nuestro viaje descubrís que os gustan otrascosas. Y al llegar a La Valette seré feliz de encontrarme todo entero. Maltatiene un clima en el que no se lleva nada bien no ser amado.

La cena del segundo día sólo reunió a veinte personas, todas ellascercanas a la familia. La velada acabaría pronto. Transcurrió entre charlasbanales que, extrañamente, se imprimían en Jeanne como otros tantosmensajes que había que recordar. Como si su memoria trabajase paraguardar bajo llave la última frase de Marie, de Delphine, del abate Rollin, lasúltimas frases, insignificantes y preciosas, de un mundo que el amanecer setragaría entero tras los talones de la fugitiva.

"Si lo que queréis es una buena caza de becada, id a casa del cura deChapaize. ¡Tiene monaguillos que ojean como los ángeles! Y un sacristánque le sirve de montero...", decía el capitán barón de Bouhey.

"Tía, le he prometido al marqués Christophe d'Angrières una piel deantílope. En Lyon no se encuentra piel de antílope para los calzones de losoficiales y he pensado que...", decía Anne-Aimée Delafaye.

"Yo sólo dejaré mis votos para casarme por amor. Sólo quiero vivir con unesposo a condición de que sea también un amante.", decía Emilie, lacanonesa en flor, con su voz alta y limpia.

"Amigo mío, no sé de qué lugarejo de rústicos ha salido el obispo que nosha visitado en Neuville. Imaginad que quería saber al detalle nuestras horasde devoción. ¡Pues no me pregunta qué es lo primero que hacemos allevantarnos! ¿Podía haberle respondido decentemente: "¡Monseñor, a esa

hora hacemos lo que todo el mundo, cogemos el orinal y orinamos!", decíala voz gruesa de doña Charlotte, la canonesa madura.

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"¿El licor de Rossoli? Pues, señora, lo hago como todo el mundo, conhinojo, anís, cilantro, alcaravea, manzanilla y azúcar, todo ello mezclado conun buen aguardiente...", decía la señora de Bouhey.

 Jeanne sintió que se le hacía una pelota de lágrimas en la garganta.Dentro de pocas horas, aquella querida voz sólo sería una voz muerta.¿Cuánto tardaba una carta en llegar de Malta a Char mont y de Charmont aMalta? Y, además, ¿le respondería la baronesa a la ingrata que se habíaescapado sin decir adiós para correr a echarse en brazos de un donjuán depaso?

"Me pregunto siempre, querida Jeanne, cómo lo hacéis para estar más

guapa en cada visita. Esta noche os sobrepasáis, estáis resplandeciente",decía el procurador Duthillet.

  Jeanne tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para responder alcumplido. Ya no formaba parte de aquella comedia de salón. Cualquierobservación la sobresaltaba. Tras intercambiar algunas palabras con suprometido, volvió a caer en su mutismo. La señora de Bouhey se inclinóhacia ella.

—No estás en tierra esta noche, sino sobre una alfombra voladora. ¿Nopodrías bajar un momento, Jeannette? —murmuró.

La joven sintió tal impulso de afecto hacia su tutora, que estuvo a puntode contárselo todo. ¡Ah, quién pudiera partir para la gran aventura viendo ala señora de Bouhey agitando un pañuelo en el balcón de su alcoba, recibirsu última sonrisa, su último beso con la punta de los dedos! Partir siendoperdonada, dejando en Charmont la antigua ternura intacta. Aunquetengamos prisa en desprendernos de la infancia, nos gusta saber quealguien nos la conservará bien resguardada. Acarició levemente la mano dela baronesa y prestó un poco más de atención. Geneviève de Saint-Girodestaba criticando a las jóvenes de la época.

—¡Oh, son peores que nunca! ¡Todas se han vuelto de un novelero!Comprendo que no se haya querido quemar a Rousseau, pero sí que

deberían entregarle al verdugo su lacrimógena Eloísa: un buen fuego lahabría secado un poco.

—Querida señora —dijo el padre Jérôme—, lo primero que habría queechar al fuego son las obras del abate Prévost. Desde que esas señoritashan leído su Manon Lescaut, se hacen raptar a las primeras de cambio. ¡Esla moda, incluso en los conventos!

—Hacer que te rapten es un buen modo de darle tu opinión a un padreque no te la pide —dijo Emilie.

—¡Es que nuestros noviazgos son a veces tan interminables...! —suspiró

Marie.

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—Además, ¡hay tantos padres que en lo tocante a los matrimoniosdesiguales aún tienen ideas del tiempo de Luis XIV...! —exclamó Anne-Aimée.

—Sin contar con que, para no cometer locuras, no tendría que existir elaburrimiento —añadió Emilie.

—¡Escúchenlas! —exclamó la señora de Saint-Girod—. ¿No os decía quetodas estas damiselas se toman por heroínas de novela? Acabarándisculpándose por no haber saboreado aún la escapada en silla de posta.

—¡Oh! —dijo Emilie con impertinencia—. Yo todavía no he dicho mi últimapalabra al respecto. Mi prima Eléonore de Saint-Clair de la Tour se ha hecho

raptar por un corneta al que mi tío se oponía ¡y parece que la aventura hasido estupenda! Al regreso se ha visto en la obligación de dejarle a sucorneta con la bendición del cura de Saint-Roch. Además de la aventura delviaje, parece que ha estado en una prisión muy divertida en las ursulinas deRochefort. El teniente de policía se preocupaba mucho por la reclusa ytodas las damas de la ciudad le llevaban dulces y vino para que les contasela historia de sus amores. Sólo en las novelas del abate Prévost lasmuchachas raptadas acaban mal y su pecado recae sobre ellas. Sinembargo, para viajar en posta es mejor la primavera: en verano una seahoga y en invierno se hiela.

—¡Tales palabras serían un escándalo en boca de cualquier muchacha,pero en boca de una monja de Neuville claman al cielo! —rezongó el padre Jérôme, indignado.

Pero todo el mundo se reía de las palabras de Emilie.

—Querida Jeanne, perdonadme por no haberos raptado todavía —sedisculpó en broma Louis-Antoine Duthillet—. Estoy faltando a mis deberesde esposo.

Como, al decir estas palabras, el procurador se había levantado y parecíaquerer eclipsarse discretamente de la reunión, Jeanne lo acompañó hasta el

vestíbulo.—¿Debéis dejarnos tan pronto?

—Sí, querida mía. Tengo que volver a Châtillon. Le he prometido micarroza a los Aubriot. La señora Aubriot y su hija mayor quieren salir amedianoche para Bugey. No lo he dicho para no apenar la reunión, pero hasucedido una desgracia en casa de los Aubriot de Belley. La mujer deldoctor cogió una fiebre perniciosa a causa del parto y murió ayer.

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Capítulo 9Capítulo 9

Jeanne se había echado en la cama sin desvestirse y sollozaba. Sollozabaen cascada, en diluvio, como una desesperada que llora a su mejor amiga.

Sus lágrimas se agotaron antes que sus ganas de llorar. Durante muchorato se quedó postrada sobre las almohadas, con las sienes atenazadas, losojos arrasados, la nariz húmeda, las mejillas ardiendo. Al fin se levantó, seinstaló mejor y se puso a pensar.

La muerte de Marguerite Aubriot había caído sobre sus deseos de fugarsecomo una red apresadora. Ahora, con su anhelo paralizado, Jeannecontemplaba la inmensa noticia. El hombre que adoraba desde la infanciavolvería a vivir cerca de ella y ¡libre! ¿Por qué iba a seguir en Belley, lejosde los suyos, ahora que Marguerite no lo retenía? Los dulces recuerdos quetenía de Philibert empezaron a pasar de la memoria al corazón, todos, uno

tras otro. Un golpe de viento marino los había barrido durante dos días,durante dos días Jeanne se había olvidado de vivir con el fantasma dePhilibert... ¿Cómo había podido? Volvió a verse en brazos de Vincent yapenas pudo creerlo.

¿Qué iba a hacer con el caballero?

Se levantó para lavarse la cara hinchada, se dio cuenta de que tiritaba, seenvolvió en un chal y se sentó frente a su escritorio...

¡Qué difícilmente le salían las palabras, y qué sosas, para despedirse deVincent! Para escribirle tenía que evocarlo y el recuerdo de su belleza

sombría, de sus besos, de sus caricias, de sus promesas volvía a pesarsobre ella. Rompió tres cartas y comenzó una cuarta. ¿No resultaba extrañoque habiendo recuperado milagrosamente la esperanza de conseguir aPhilibert pudiera oír aún la voz burlona de Vincent, ver sus ojos oscurosburlarse de ella, sentir cómo su mano le levantaba la barbilla y su boca seposaba en sus cabellos, sus párpados, sus labios, su cuello? Sentía la bocaausente aún tan cálida sobre su piel, que Jeanne tiró la pluma con rabia,arrugó su cuarta carta, sacó una quinta hoja de papel del cajón. "¡Quéimporta! —se dijo, agotada—, pondré cualquier cosa. De todas maneras, nonos veremos nunca más, lo nuestro es imposible." Cuando por fin escribió"Partid sin mí" en una décima hoja de papel, se sintió vacía de ideas y tomó

su sello de lacre... Ante su ventana, la noche palidecía. De improviso, abriósu nota, metió dentro su cinta del pelo y volvió a sellarla.

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Solamente dos hombres, Philibert y Vincent, habían chocado durante elmonzón sentimental que había sacudido a Jeanne. ¡A su tercer hombre, elpobre y gentil Louis-Antoine, lo había olvidado por completo! No pensó en élhasta media mañana y fue para preguntarse cómo obtendría de la baronesala ruptura de su compromiso. Pues una sola cosa era cierta: no podíacasarse con el procurador. Estar libre para Philibert no era su única razón. Elrecuerdo de los abrazos de Vincent le hacía sentir una angustiaenloquecedora. Si Louis-Antoine quisiera besarla y acariciarla como lo habíahecho el caballero, no podría soportarlo. Vincent le había quitado sucándida resignación a la suerte común de las muchachas a las que se damaridos que están "bien en todos los aspectos" pero que ellas no han

escogido. Sólo quedaba inventar buenas y decentes razones que presentara la señora de Bouhey.

La baronesa adivinó en seguida que la verdadera razón era la súbitaviudez del doctor Aubriot y le pareció muy mala. Además de sufrir ocho odiez enfados, empleó un montoncito de ternura y una montaña de sensatezpara salvar su proyecto Duthillet. Por lo general, no se mordía la lengua y, siel procurador la hubiera oído, quizá no le hubiera gustado su manera dedefenderlo representándolo como el cornudo ideal más cercano a la casa deAubriot.

En torno a su castellana, todo Charmont se coaligó para intentar

convencer a Jeanne de que renunciar a casarse con el rango y las rentas delseñor Duthillet era una irreparable tontería. Se empleó de todo contra latestaruda: el desprecio de Delphine, la amistad del barón François, lossermones del abate Rollin, las grandes exclamaciones de Pompon y hasta laofensiva inesperada de la señorita Sergent, la cual, saliendo de suacostumbrada reserva, embutió en los oídos de la novia recalcitrante todasu poesía casera, la felicidad de llevar un manojo de llaves en la falda, deadministrar armarios repletos de ropa blanca y de reinar sobre los días decolada y confituras. ¡Pena perdida! Ni siquiera la aflicción real de Louis-Antoine y sus ofrecimientos de "prórroga" pudieron poner en marcha aquelmatrimonio.

—Mi buena Marie-Françoise, vuestro proyecto ha fracasado —concluyó undía doña Charlotte—. Vivimos en 1762 con muchachas de 1762. Nuestraépoca está llena de mujeres literatas que hablan alto y no cesan de escribirque las mujeres también tienen derecho al amor.

—¡Vaya cosa nos han descubierto! —dijo la baronesa—. ¿Y creen queclamar por el derecho de las mujeres al amor hace que haya más amantesentre los hombres? Siempre hemos tenido que repartirnos a los pocos quehay a espaldas de los torpes. Casarse sirve justamente para entrar en el juego con discreción. ¡Pero, hoy en día, hasta las jóvenes quieren permiso

para ser ligeras de cascos!

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—¡Bah! —dijo doña Charlotte—. Desde que el señor Maille inventó suvinagre astringente, la virginidad más trasteada puede recuperarse para eldía de la boda. Maille está haciendo una fortuna con su especialidad.

—¡Pues que se dé prisa en hacerla, porque las señoritas pronto noquerrán maridos en absoluto, ni antes ni después! —refunfuñó la baronesa—. ¿Oísteis lo que dijo la otra noche vuestra monjita, Emilie? Ellas sóloquieren amantes, y entonces hay que buscarles el mirlo blanco, el marido-amante por el cual parece que están todas dispuestas a sepultarse en unaeterna fidelidad empapada en lágrimas.

—Bueno, después de todo, ahora Aubriot es viudo —dejó caer la

canonesa, a la que su cuñada se había confiado.La baronesa dio un respingo.

—¿Lo creéis realmente, Charlotte? La familia Aubriot está muy orgullosade su alcurnia, cree mucho en su condición de grandes burgueses.

—También Duthillet es un buen burgués de Châtillon y sin embargo...

—Es verdad. Pero juraría que Aubriot no es de esos príncipes que secasan con las pastorcillas. Y, además, ¿no dicen que es un viudoinconsolable?

De joven se había ido de picos pardos, ya hombre no le había hechoascos a las aventuras, pero el viudo de Marguerite Maupin no era ya ni unacosa ni otra. El mismo eco llegaba continuamente a oídos de Jeanne: eldoctor Aubriot llevaba mal su duelo, se le veía desolado. Su estado deánimo alteraba su salud hasta el extremo de que sus allegados leaconsejaban instalarse en París. Le hacían ver que la ciudad lo distraería desu pena, que podría frecuentar la sociedad científica que siempre le habíafaltado en la provincia. Uno de sus mejores amigos de juventud, nativo deBourg, el astrónomo Jérôme de Lalande, estaba ya en París y lo urgía a quese uniera a él. Bernard de Jussieu, el ilustre naturalista del Jardín del Reyhacía lo mismo, pues apreciaba mucho a su colega de provincias por lacorrespondencia sobre botánica que Aubriot sostenía con Lalande. Estosruegos eran muy halagadores y si el sabio dudaba en ceder a la tentaciónde París sólo era porque veía al minúsculo Michel-Anne Aubriot sonreírledesde la cuna. Su tío, el cura Maupin de Pugieu, se ofrecía a cuidarlo, peroaquel recién nacido era un trozo viviente de su mujer muerta y Philiberthabía amado a su mujer mucho más de lo que Jeanne hubiera soportado dehaberlo sabido. Ni el hombre podía perdonarse fácilmente haberengendrado la muerte, ni el médico haber sido incapaz de curar. Aubriot

aún no había cerrado su consulta de Bugey y, entre tanto, iba y venía deBelley a Châtillon.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

  Jeanne merodeaba por Châtillon, pero nunca lo encontraba. Cada vezvolvía más empapada de nostalgia, y entonces subía a su habitación,apoyaba la frente contra el cristal de la ventana y contemplaba durantelargo tiempo el horizonte en calma. ¡Tan en calma! "Jeanne, hermana mía,¿jamás ocurrirá nada?" Se encerraba voluntariamente a la espera dePhilibert, pero sin ninguna paciencia. Ya no era la niña que se alimentaba desueños de amor. El deseo de Vincent la había dejado hambrienta, el amorhabía aparecido de repente en su mano como un fruto maduro que habíaque comerse en seguida. Por fidelidad a Philibert había rechazado el fruto,pero era necesario que Philibert viniera rápido a tomarla en sus brazos paraconsolarla de haberle sido fiel. Oír hablar de la desesperación del médico la

exasperaba. Con la crueldad de sus quince años ella lo había librado de ungolpe de su Marguerite, de su amor por ella, de su vida, sus recuerdos, susproyectos en común. Jeanne lo había arrojado todo a la tumba, del lado dela muerte, como si el superviviente acabara simplemente de rejuvenecerdos años. Y en ese caso, ¿qué esperaba para retomar su buena vida enChâtillon de médico botánico soltero, del que Jeanne formaba parte?

La señora de Saint-Girod fue la primera que se cruzó con él en la ciudad yla que dio noticias en el salón de la señora de Bouhey.

—¿Sabéis que nuestro querido doctor Aubriot está en peligro de perecerde melancolía y que por eso intenta olvidar su duelo matándose a trabajar?

—dijo mirando de soslayo hacia el rincón donde Jeanne jugaba al ajedrezcon el padre Jérôme—. Ahora vuelve a pasar sus días trotando y las nochesvelando, pero ya no tiene veinte años. Tose, sufre de reumatismos, perosale a herborizar bajo la lluvia diciendo que la naturaleza le es benéfica yque cree demasiado poco en la medicina para cuidarse. Lo que resulta porlo menos imprudente por lo que respecta al renombre del médico, por nohablar de la salud del hombre. Deseo que encuentre pronto una flor lobastante bonita como para consolarlo de la pérdida de su Marguerite. Suamigo Bernard, el farmacéutico de Bourg, dice que sólo quiere vivir para lamemoria de su querida esposa, ¡pero yo estoy menos segura que él! No esposible que la complexión amorosa de Aubriot no le haya dejado algo decalor en la sangre. Quien ha amado, amará.

Geneviève había dicho todo eso de un tirón por miedo a que la baronesala interrumpiera. No es que se preocupase por la felicidad de Jeanneenviándola a ofrecerse a su antiguo amante, pero estimaba que si aquellavirgen podía impedir que un sabio muriese de melancolía a los treinta ycinco años, habría hecho un buen uso de la tal virginidad.

 Jeanne entendió el mensaje. No era difícil convencerla de que un nuevoamor podía salvar a Philibert. Siempre lo había sabido, y ese amor sellamaba Jeanne. Pero, ¿cómo decirle: "Señor Philibert, tomadme como

remedio contra vuestro mal y, al mismo tiempo, también curaréis el mío?"—

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 Jeannette, si no ponéis más atención en el juego os daré jaque mate enmenos tiempo del que os doy de ordinario —observó el padre Jérôme.

La baronesa dirigió su mirada a los jugadores, al tiempo que le hablaba ala señora de Saint-Girod.

—¿No creéis, amiga mía, que podríamos empezar a invitar a Aubriot a lascomidas íntimas? Para que sienta nuestra amistad, el calor de nuestracompasión. Intentaré que venga la semana próxima...

 Jeanne esperó con una devoradora impaciencia la hora en que instalaba asu tutora en la butaca de su alcoba. Pero, cuatro horas más tarde, cuandose sentó a sus pies sobre la mullida alfombra, no se atrevió a hablar de

Philibert y fue la baronesa la que le dijo como con descuido:—Si tu Aubriot viene a comer me gustaría ver, Jeannette, cómo vas a

hacerle comprender que estás dispuesta a consolarlo.

La muchacha tomó la mano de la señora de Bouhey, la besó, se acariciócon ella la mejilla.

—Sois tan buena al invitarlo...

—No, no soy buena, ¡lo que tengo es prisa! —dijo la baronesa en tonoenfurruñado—. ¡Prisa en ver cómo Aubriot te sienta igual que la viruela,porque a tu edad una suele salvarse de la viruela y se queda vacunada para

siempre!El doctor Aubriot respondió que no se sentía con ánimo de aceptar

ninguna invitación. Una vez más, las esperanzas de Jeanne se esfumaron.

Para colmo de desdichas, la vida en Charmont se había empobrecido. Elbarón François estaba en el ejército, su hijo Charles, en la academia militar,y a principios de otoño Jeanne se encontró sola en el castillo con labaronesa y su nuera Delphine. Jean-François, cuya abuela había tenido queaceptar a regañadientes la vocación hereditaria, había sido enviado a laEscuela de Mars de París donde, vestido de uniforme rojo con galonesazules y trencillas doradas que lo volvían loco de orgullo, aprendía a hacerla guerra de los gentilhombres ricos. Lo acompañaban el abate Rollin y sucriado Longchamp, uno para abrillantar sus botas y el otro para vigilarlo. Encuanto a Denis, casi había desaparecido de Charmont. En el colegio de Trévoux, el hijo del administrador Gaillon había descubierto que tenía unbuen cerebro y se había apasionado por la química. Al cumplir diecisiete, deregreso en casa de su padre, encontró pronto trabajo en la botica delhospital de Châtillon con el farmacéutico Jassans. Apasionado también porla nueva química, Jassans había instalado un laboratorio en su casa y Denisno salía de allí. Quería descubrir las aplicaciones industriales de susconocimientos para ofrecérselas a los manufactureros lioneses, siempre

dispuestos a financiar a los investigadores. Para distraerse, Jeanne intentóinteresarse por las investigaciones de Denis y hasta le ofreció su ayuda,

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pero el joven químico la rechazó, como si todavía estuviera enfadado conella. Apenada, volvió a alimentarse de sueños en el canapé de la biblioteca.

A la mesa, incluso cuando los allegados de la vecindad acudían a comer,las conversaciones resultaban grises, como si tuvieran el sabor de la lluviafina de septiembre. Hacía siete años que duraba la guerra, y ésta sólo podíaacabar mal para Francia. Desde el frente, que no había cesado deretroceder ante las tropas prusianas, el barón François enviaba cartasalarmistas, en las cuales censuraba amargamente a sus generales ymariscales. Desde el principio de las hostilidades estos habían demostradoser muy mediocres, más ocupados en detestarse unos a otros, celebrarfiestas campestres y rivalizar en pillajes, que en unirse para vencer a los

enemigos de su rey. En cuanto a la flota, la que quedaba estaba hundida entodos los frentes. Era seguro que el duque de Choiseul iba a tener queresignarse a firmar una mala paz. Hacía mucho que el pueblo se habíadesinteresado de aquella guerra, demasiado larga y lejana, pero en loscastillos aquellas malas noticias se recibían con tristeza. Los muertos y losheridos pesaban más en la derrota que en la victoria. Y la lista no hacía másque crecer. El ambiente de Charmont se hizo tan sombrío que un día labaronesa decidió enviar a Jeanne a pasar una semana en Lyon, con sussobrinos Delafaye, para que se distrajese.

El hotel de los Delafaye era muy alegre.

Cuando la señora de Bouhey instaló en Lyon a sus dos sobrinos, Joseph yHenri, los casó con dos hermanas, las ricas y gentiles hijas de un prósperosedero. A las dos parejas les habían nacido cinco hijos y vivían todos juntosen una amplia y hermosa mansión del barrio Bellecour. Los cinco jóvenes,de edades similares, formaban un alegre grupo que gozaba de una granlibertad, ya que sus padres estaban demasiado ocupados con sustejedurías, su gran almacén de la calle Mercière y un negocio muy activo

con el extranjero.Cuando Jeanne llegó a la plaza Bellecour, Laurent, el hijo de Joseph

Delafaye, se preparaba para marchar a Marsella, donde tenía cosas quehacer con el armador Pazevin. El joven tenía veinte años, era la primera vezque le confiaban la firma de un contrato de armamento y habíaaprovechado para pedir que se le hiciera un equipo nuevo, pues no era cosade hacer mal papel entre la sociedad marsellesa. Una agradable tarea paratodas las chicas de la casa aquella de trajear a Laurent, teniendo en cuentaque era el único varón de la familia Delafaye... El heredero entró en casa delsastre Pernon rodeado de todo un harén parlanchín, con cada mujerqueriéndolo vestir a su gusto. Sus hermanas Elisabeth y Margot queríantrajes clásicos a la francesa, que era lo más conveniente para un negocianteserio. Sus primas Ánne-Aimée y Marie-Louise peleaban por los terciopelos

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de fiesta, de color rojo, azul o negro. Jeanne prefería el gris y el calzón depuente, en recuerdo de Vincent. ¡Al señor Pernon le iba a costar imponer sucriterio! Pero seguro que al final lo conseguiría, como siempre, pues enmateria de moda masculina Pernon era el oráculo de Lyon. Hasta los ricosextranjeros de paso se vestían en su casa. Se rumoreaba que los encantosde la bella señora Pernon no influían para nada en el éxito de su marido...En fin, quizá aquello sólo era una calumnia, ya que los comerciantes conéxito siempre son objeto de envidias.

El taller de Pernon era muy amplio y estaba iluminado por altas ventanas.Cinco obreros cosían, sentados al estilo turco sobre una larga mesa detrabajo, rodeados de cajas de hilos. En el mostrador del fondo se exhibía un

suntuoso despliegue de telas. De ordinario, cuando Jeanne entraba en casade un sastre corría a sumergir sus manos entre las sedas, pero esta vezacaparé su atención una escena que se desarrollaba en mitad del taller. Elseñor Pernon estaba probándole una casaca de color rojo cinabrio luminosoa un cliente de unos treinta y cinco años, al que la señora Pernon, con lasmanos juntas y lanzando grititos, rodeaba con un éxtasis comercial muyapropiado.

El hombre era muy alto, ancho de espaldas, estrecho de talle, de tezaceitunada y labios muy rojos. La nariz aguileña y los ojos negros, brillantesy ligeramente saltones le daban, cuando no sonreía, un aire de pájaro de

presa bastante inquietante. Pero al ver entrar a la pandilla de jóvenes sonriócon una amplia y generosa sonrisa en la que brillaban unos bellos dientes. Jeanne le encontró buen aspecto. A él también debió de gustarle Jeanneporque no dejaba de mirarla. Incluso cuando un aprendiz le presentó unsatén para calzón con un tacto de piel de ángel, él lo palpó sin quitarle ojo ala joven, de modo que ella sintió en sí misma las caricias y cumplidos que élle hizo a la seda. El francés del desconocido era perfecto pero muy cantaríny como timbrado a contratiempo. Aquel señor procedía sin duda de Italia.De repente, y como presa de una gran impaciencia, apremió al señorPernon a que terminase la prueba y se metió en seguida tras el biombopara quitarse la casaca roja acribillada de alfileres y arreglarse.

Cuando reapareció, los seis jóvenes apenas pudieron retener un "¡oh!" desorpresa: ¡el señor extranjero iba locamente elegante, realmentedemasiado! Llevaba un traje de terciopelo gris perla profusamente bordadode oro, sobre el cual echó un manto flotante de seda negra antes de sujetarbajo el brazo un tricornio pasado de moda, adornado con punto de España yun penacho de plumas blancas. De las cadenas de sus relojes de bolsillopendía un gran número de colgantes de oro, esmalte y brillantes, sus dedosfinos y morenos refulgían de anillos preciosos. ¡En la capital lionesa, en laque la riqueza sólo se exhibía sobriamente, el extravagante arreglo delviajero no debía de pasar desapercibido!

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La señora Pernon se adelantó zalamera para presentar a los Delafaye alcaballero Giacomo Casanova de Seingalt.

 Tras una profunda reverencia a las señoritas, Casanova acudió en socorrode Laurent.

—Os veo, señor, muy bien acompañado —exclamó—. Cierto que loshombres estamos hechos para complacer al bello sexo, ¡pero cuando susdeseos nos presionan en tan gran número en casa del sastre, nosarriesgamos a salir disfrazados de pájaros de un extraño plumaje! —exclamó.

Laurent encontró tan divertido oír a aquel disfrazado hablar de disfraces

que le entró una risa loca. Todo el mundo lo imitó y se entablo una animadacharla alrededor del señor Pernon, quien iba recitando su última modamientras el aprendiz le enseñaba a Laurent las telas en que podíaconfeccionarse. Casanova, sin ningún embarazo, daba su opinión acerca detodo, cuidando de estar siempre cerca de Jeanne, la cual no paraba de girarmaliciosamente en torno al grupo, como un hurón que no tiene prisa en quelo atrapen. Fuera, la lluvia que había empezado a caer se transformó en unfurioso granizo que golpeaba los cristales de las ventanas.

—¡Estamos buenos! —gritó Margot—. Hemos venido desde Bellecour apie para pasear un poco y con este tiempo no vamos a encontrar coches de

punto libres. ¡Vamos a llegar a casa con barro hasta los ojos!—Nada de eso —intervino Casanova—. He alquilado una carroza durante

mi estancia en Lyon, me espera a la puerta y mi cochero podrá llevarnos atodos en dos viajes. Veo que vais a Bellecour y allí voy yo también, a casade la señora de Urfé, que me ofrece su hospitalidad.

—Creía que la marquesa de Urfé estaba en sus tierras de Bresse —lanzóLaurent, que no podía dejar de sospechar de aquel caballero tan dorado yconversador.

—Es verdad, señor —reconoció Casanova—. Estaba ya allí cuando llegué

a su hotel. Me ha dejado una nota en la que me ruega reunirme con ella,bien en el campo, bien en casa de una amiga, en su mansión de Vaux.Contaba con reunirme con ella mañana, pero...

Su aterciopelada mirada buscó la mirada de Jeanne, mientras que ésta lepreguntaba con viveza:

—¿Así que iréis a Vaux?

 Y como Casanova parecía sorprendido, añadió:

—Habitualmente vivo en el castillo de Charmont, muy cerca de Vaux.

Casanova se felicitó por su inaudita buena suerte, que le ponía en el

camino a la más amable de las guías en aquel país de Bresse en el quetemía perderse.

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La gran vivacidad en el habla y en los gestos del veneciano aturdía eirritaba a Laurent, que era un lionés mesurado.

—Señor —cortó secamente—, no tengáis miedo de perderos en Bresse,vuestro cochero sabrá llegar. Los cocheros de Lyon conocen muy bien loscaminos de esa provincia, ya que sus clientes van allí a menudo a comprarsus capones y pulardas.

—Es que tengo que pasar por los pantanos de Dombes —dijo Casanova—.En Ginebra, de donde vengo, me han dado un paquete para un sabio deChâtillon.

—¿De qué sabio habláis, caballero? —exclamó Jeanne.

Por la vibración de la voz de la muchacha, Casanova advirtió la ocasiónde interesarla.

—Tengo que ver al doctor Aubriot —dijo—. Cuando comía con mi amigoVoltaire, conocí a un sabio suizo, el doctor Haller, que me ha confiado doscentenares de plantas alpinas para dos colegas botánicos franceses. Debodarle unas al señor Poivre, que vive en esta ciudad, y otras al señor Aubriot. Tengo prisa en librarme de los encargos, pues contienen algunos esquejesfrescos que hay que repicar.

—¡Dios mío! —exclamó Jeanne—. ¿Estaban envueltos en trapos húmedos

y quizá los habéis sacado del paquete para airearlos y regarlos? ¡Oh!, ¿nopodíais dármelos hoy mismo para que me encargue de ellos? Os aseguroque el señor Phili..., que el señor Aubriot se va a desesperar si no recibe susesquejes en buen estado para plantarlos.

Había hablado con una animación tan extraordinaria que a su alrededorse hizo un silencio asombrado. Ella se dio cuenta y enrojeció violentamente.

—Verá, caballero, es que soy un poco botánica y he sido alumna deldoctor Aubriot —añadió apresuradamente.

—Señorita —replicó Casanova, exultante por el giro que tomaba laconversación—, no me voy a negar a que las plantas que el doctor Haller hatenido la bondad de confiarme pasen de mis manos a las vuestras. Siaceptáis acompañarme a casa de la señora de Urfé, donde las he dejado...

Laurent intervino casi descortésmente.

—Señor, iremos luego todos juntos.

Pero Jeanne temblaba de impaciencia.

—Laurent —dijo ella—, ya sé que las historias botánicas os aburren.Acabad de escoger el guardarropa con vuestras hermanas y vuestrasprimas, mientras yo voy a Bellecour con el caballero para recoger lasplantas y poder cuidarlas en seguida. En cuanto esté allí, os enviaré vuestraberlina.

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Laurent puso cara de palo pero no insistió. Después de todo, Jeanne noera ni su hermana ni su prima ni su prometida.

En cuanto Casanova se sentó en el carruaje se apresuró a justificar ladesconfianza de Laurent, al tiempo que cubría a su pasajera de ojeadas deterciopelo y palabras dulzonas. La pasajera no hacía más que sonreír.¿Podía acaso enfadarse con un hombre que le daba una excusa para correrhacia Philibert?

—Ya veo, caballero, que caéis en seguida en la conversación bromista —dijo en tono ligero.

—¿Bromista? —exclamó Casanova, con la voz repentinamente dolorida—.¿Tomáis mis cumplidos por una simple broma? ¿No veis que son unaconfesión de que vuestra belleza me ha tocado el corazón?

—¿El corazón? —repitió Jeanne, burlona—. ¡Qué frágil lo tenéis! ¡Claroque es de encaje...! —añadió riendo y echando un vistazo a la voluminosachorrera con más encaje de valenciennes que había visto nunca sobre elpecho de un hombre.

—Podéis reíros de mí cuanto queráis, señorita. Cuando reís acabáis de

encantarme. Tenéis dientes de perla.—¡Vaya, señor! ¿Es que las venecianas se conforman con elogios tan

sosos?

—¡Ay, es que con vos pierdo el ingenio! —exclamó él con arrebato—. Eltemor a desagradaros me vuelve estúpido y temo hacerlo con unadeclaración brusca que, sin embargo, no quiero callarme: ¡sois la francesamás divina que he visto desde que he puesto los pies en Francia!

  Y al decir esto, cayó de rodillas ante ella y se puso a besarapasionadamente su falda.

—Coraje —dijo ella después de un momento de estupefacción—, quemad,quemad las etapas, tenéis la excusa de que no vamos muy lejos. Pero,poned un pañuelo bajo vuestra rodilla, pues el terciopelo de vuestro trajeparece tan delicado...

La calma irónica de la joven puso realmente a Casanova al borde de unade sus acostumbradas crisis de desesperación tan sinceras como efímeras.Nunca pudo soportar perder a una mujer antes de haberla conseguido. Unasensación de frustración intolerable atenazaba su carne y la aguijoneabacon un deseo tan agudo que lo empujaba a las promesas más locas, inclusode matrimonio, con tal de satisfacerlo. Echándose sobre los cojines de la

banqueta, soltó entonces una parrafada inflamada, tan cargada de palabrasexcesivas, de gestos, de miradas suplicantes y hasta de lágrimas —lloraba a

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voluntad—, que Jeanne, pasmada, se creyó transportada a un teatro en elque se representaba una tragedia de amor. Jamás había visto a unaventurero de la galantería atacar sin ninguna preocupación por lasobriedad como lo hacía aquél. No sabía que estaba ante el mayor corredorde faldas de toda Italia. Por desgracia para aquel donjuán ya célebre yhabitualmente más afortunado, ella estaba siendo más sensible al ridículoque a lo romántico de la situación y se echó a reír. El aventurero palidecióbajo el color rosa de su maquillaje y oprimió con las manos el batir de sucorazón.

—¡No! ¡No os burléis! —rogó con voz sorda—. ¡Vos no podéis saber hastaqué punto me ahogo de deseos de estrecharos en mis brazos! ¡No! —repitió

precipitadamente al verla retroceder—. ¡No, no, ángel mío, no debéis temernada de mí! ¡Antes me ahorcaría que forzaros! Tomad, ángel mío...

Le tendió unas tijeritas de oro que llevaba en una de sus cadenas.

—¡Dadme un mechón de vuestro cabello, lo bastante para trenzarme conél una cuerda si no queréis amarme!

Una risa loca volvió a sacudir a Jeanne sin que pudiera evitarlo.

—Viendo vuestras tijeras de viaje, ¿debo pensar que estáis siempredispuesto a cortar cabellos de las damas para poder colgaros? No obstante,y si no os importa, me quedaré con los míos.

 Tuvo que rechazar entonces un ataque a su escote y lo hizo con tantarudeza que Casanova volvió a caer de rodillas.

Aunque esta vez no lo había buscado, quiso aprovechar para levantarle lafalda y besar su tobillo.

—Venga, caballero, ya basta —dijo la joven con tono firme, retirando supie.

—¿Cómo? —gritó él, afligido—. ¿Me negaréis hasta un beso que sólo hade sufrir vuestro zapato? ¿Me odiáis hasta ese punto? ¿No me vais aautorizar absolutamente nada?

—Claro que sí, caballero, os autorizo la esperanza —dijo ella tendiéndolela mano.

Él se lanzó sobre la mano de Jeanne y la besó con tal transporte que porun momento ella se asustó. ¡Realmente el veneciano no entendía nada delgalanteo a la francesa! Decidió que estaba ante un verdadero salvaje.

Al día siguiente Jeanne hizo llamar a un coche de punto para ir hasta la

calle de Quatre-Chapeux. Casanova le había entregado los dos centenaresde plantas alpinas, el que el doctor Haller le mandaba al doctor Aubriot y el

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que le mandaba al señor Poivre. Este segundo paquete le permitiría conocerpor fin al célebre señor Poivre antes de volver a Châtillon.

Pierre Poivre sólo tenía entonces cuarenta y tres años, pero en su ciudadnatal era ya un personaje de leyenda. Su loca vida había empezado pronto.Siendo colegial y después seminarista, con la cabeza bien puesta y prontollena, se había apasionado, con los padres misioneros que lo habíaneducado, por la botánica y los viajes. A los veintidós años se habíaembarcado hacia China y, una vez llegado a aquel país, había cambiado sumisión religiosa por otra más comercial. ¡No se es en vano descendiente detres siglos de comerciantes de la calle Grenette! La dirección de Misiones,molesta, había devuelto a Poivre al siglo, de donde la Compañía de Indias,

seducida, lo había recogido. En 1745 se encontraba en Pondichéry, cuandorecibió la orden de volver a Francia. Sólo pudo hacerlo al cabo de tres años.Entre tanto, una bala inglesa de cañón se había llevado su brazo derecho yle habían entrado las ganas de plantar, en la Isla de Francia, un gran jardínde especias gracias al cual su país podría destruir el monopolio holandéssobre éstas. En Versalles estaban encantados de que un joven botánicoaventurero retomara el viejo proyecto nacional de las conquista de lasespecias que se arrastraba en los portafolios reales nada menos que desdeel año 1503. A Poivre sólo le quedaba robar a los holandeses, que lasguardaban ferozmente, las plantas productoras de clavo y nuez moscada. El

intrépido había vuelto a la mar y a sus aventuras y, hasta 1757, saltando defragata en corbeta, de urca en barco velero, de bergantín en carguero,infiltrándose entre corsarios, piratas y patrulleros, saboreando algunasprisiones, escapando a reyezuelos encolerizados, sobornando a mandarinesy seduciendo a favoritas, trepando por empalizadas, pasando entre lasbalas y las fiebres, evitando veinte veces la muerte, renaciendo de todossus fracasos, sus naufragios, sus combates, sus heridas y sus prisiones, unbuen día, ¡por fin!, Poivre había desembarcado en Port-Louis de la Isla deFrancia, algo fatigado pero sonriente y llevando, apretado entre su corazóny su camisa empapada por una última tempestad, su pequeño botín demirística y clavero en ciernes, que le había costado nueve años de vida

frenética. El conquistador plantó con devoción los mejores brotes enMonplaisir, en el jardín creado por Mahé de La Bourdonnais. A traición y asus espaldas, otro botánico celoso de su colega los había rociado con unasolución de mercurio para matarlos. Loco de rabia, Poivre había regresado aParís a llorar su dolor y su odio en el Jardín del Rey, en el regazo de lossabios Buffon y Jussieu, que, indignados por su desgracia, lo habíanmandado quejarse al rey.

Luis XV adoraba los jardines. Plantaba él mismo bulbos de tulipanes enlas jardineras de la terraza de Versalles, visitaba los huertos, discutía conlos jardineros, se regalaba con ramos de flores que la Pompadour, otra

apasionada, esparcía en profusión por los apartamentos de palacio. A Poivreno le costó nada ablandarle el corazón con la esperanza de tener un buen

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 jardín de especias. Para conseguirlo, el rey le había prometido a su "queridobotánico" comprar la Isla de Francia a la Compañía de las Indias, enviar ungobernador con el alma sensible a las flores del que Poivre seríaadministrador todopoderoso y darle una fragata bien armada, con su urcade escolta, para que fuera a hacer razias de árboles del clavo y de la nuezmoscada a las islas Molucas, ante las mismísimas barbas de los holandeses.Poivre volvió a Versalles convencido de que en el futuro sus días iban atranscurrir perfumados por las especias. Pero Lyon estaba lejos de Versallesy la voluntad de Luis XV estaba lejos de la constancia. Así, a finales de1762, Poivre seguía esperando su fragata y todo lo demás. Para entretenersu impaciencia, y porque tenía buenos ingresos, plantó un gran parque

florido en los alrededores de Lyon, en la colina de Saint-Romain-au-Mont-d'Or, del que se contaba que algún día sería una maravilla repleta deespecias exóticas aclimatadas.

Aquel era el personaje de novela a cuya casa se hacía conducir Jeanne,con su paquete de hierbas suizas colocada a su lado en la banqueta delcoche de punto y el corazón palpitando de curiosidad.

Poivre vivía en el corazón del viejo Lyon agrupado alrededor de la iglesia

de Saint-Nizier y los Saint-Apotres, en la calle de Quatre-Chapeux. Desde laEdad Media, nada había cambiado en la encrucijada de calles, los pasajestípicos llamados traboules y las casas de aquel barrio lindante con elMercado de Granos. Era una parroquia superpoblada de sesenta mil almas,repleta de animación comercial.

Pierre Poivre recibió a su visitante con mucha cortesía, le dio las gracias yen cuanto supo que había estudiado botánica con el doctor Aubriot abrió lospaquetes de plantas y comenzó a comentar algunas muestras. Parecía lejosde conocer la flora alpina tan bien como Philibert, pero se sintió encantadade conversar con una celebridad de la ciudad y se dedicó a devorar a su

anfitrión con los ojos.El ya no era aquel temerario de los músculos de acero cuyas hazañas

había oído contar. Como lionés de pura cepa, es decir, bastante comilón,Poivre se había revestido de buenas carnes. Iba vestido con un traje beigebien cortado y animado por fina tela blanca, peinado con una pelucaempolvada de tres grandes bucles, era de estatura mediana y actitudreposada, todo lo cual le hacía parecer un buen burgués. Su aspecto físicoresultó decepcionante, pues la joven había esperado encontrar alaventurero de veinte años. Su rostro tampoco habría llamado la atención sino hubiera sido por sus ojos, en los que era imposible no fijarse; suexpresión era amable, pero en sus ojos brillaba la inteligencia de un modotan intenso que parecían dos soles radiantes.

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Poivre le hizo servir a su visitante un delicioso vino de grosella y pastasde frutas, y ésta empezaba a atreverse a preguntarle sobre sus viajes aChina cuando una criada vino a anunciar que el caballero Casanova deSeingalt pedía ser recibido.

—¡Qué fastidio, Dios mío! —dejó escapar Jeanne—. Quiere saber si os hetraído el paquete.

—Pues yo sólo puedo estarle agradecido por la mensajera que me haenviado —dijo Poivre sonriendo.

—Sin duda, señor, pero...

Se ruborizó y terminó su frase.

— ...no me apetece compartir este momento que me concedéis con unparlanchín...

—¡Qué cumplido tan halagador, señorita! Está bien, haré que le digan alcaballero que no estoy y que venga mañana. Así, si queréis, podréisacompañarme en mi paseo matutino. No me canso nunca de pasearme pormi viejo Lyon después de haber pensado tantas veces que nunca volvería averlo.

La llevó hasta los tilos de la muralla de Ainay. Era el paseo favorito detodos los lioneses, cuya vida se concentraba en la península que formaban

los ríos Saona y Ródano, y que iba desde la abadía románica de Saint-Martind 'Ainay hasta la línea de fortificaciones que unía Saint-Clair al barrio deVaise. La mañana no era brumosa sino excepcionalmente clara, aunquemás gris que azul. Las colinas de Croix-Rousse y de Fourviéres empezabana cubrirse de franjas otoñales amarillas, pardas y rojas, pero una granfloración de rosas cubría las techumbres de los ventorrillos. En las viñasdebían colgar ya pesados racimos de uva. Se sentaron en un banco al bordedel paisaje y Poivre le habló de la China, de Java y de Manila, de las Molucasy de la Isla de Francia... Transportada muy lejos por sus oídos, Jeanne veíacómo se iban construyendo, en el cielo pálido y familiar, exóticos decorados

de abigarrados colores, a través de los cuales un joven y loco aventurerobuscaba el árbol del clavo con el fervor con que un caballero de la TablaRedonda buscaba el santo Grial. Cada vez que su mirada volvía a posarseen su narrador, experimentaba la misma sorpresa al encontrarse con elperfil de un apacible burgués lionés amante de la buena vida.

—¿No añoráis nunca esos maravillosos países? —acabó por preguntarle—. ¿Todos esos perfumes y ésos soles que habéis visto?

—Añoro otros países, otras flores, otros perfumes, otros soles, aquéllosque no he visto nunca. Pero nuestro cielo gris también tiene su encanto, ¿noos parece? ¡No sabéis hasta qué punto se añoran nuestras neblinas cuando

uno se está asando bajo un sol implacable bien saturado de mosquitos! Perocomo nos gusta complicarnos la vida, yo intento hacer crecer un jardín lleno

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de plantas frioleras de esos lugares aquí, en Lyon, donde el sol es tancomedido.

—Me lo han dicho. ¿Vuestros campos no están en la parroquia de Saint-Romain-au-Mont-d'Or?

—Sí, en el lugar llamado La Fréta. No os invito a verlos porque La Frétasólo es un sueño apenas surgido de la tierra. Necesita al menos quince añospara convertirse en un jardín de ilusiones.

—¿De ilusiones?

La mirada de Poivre se posó en el horizonte.

—Fue en China donde experimenté el gusto de entrar en un jardín paraalejarme de mi país en cada vuelta del camino —dijo tras una pausa—.Claro que siempre me ha complacido entrar en un bello jardín, pero sólo enlos parques chinos comprendí que podía remodelarse una porción de lanaturaleza para obtener la felicidad. Entonces me juré que si volvía aFrancia plantaría un jardín lleno de sorpresas en alguno de los monteslioneses, un jardín de evasión. Quiero poner árboles, arbustos y flores detierras lejanas. Tendré en Lyon mi rincón de China, de Manila, de Java, de laIsla de Francia... Cuando salga de los senderos de mi pequeño paraísotropical me sorprenderá, al asomarme a mi terraza, ver fluir el Saona al piede la colina, de modo que desde allá arriba hasta el Saona me ofrecerá unaimagen imprevista. Crear un jardín para hacer de él un universo, ¿osimagináis un placer más delicado?

—¡No me preguntéis eso a mí, que necesito la jardinería como el respirar!—exclamó Jeanne—. Pero, ¡ay!, para crear el jardín de nuestros sueños hayque poder arruinarse.

—¡No dejaré de hacerlo, estad segura! —dijo Poivre, riendo—. Un jardínhermoso vale por todos los bienes de este mundo. Os proporciona la paz enun hermoso decorado, y pienso que vivir en paz en medio de la belleza es lamejor receta para una vida larga y feliz.

—¿No es curioso que seáis vos el que diga eso?—Sí, sin duda. A mi edad uno comienza a mirar con interés la manera de

llegar a viejo conservándose joven. Hay tantos goces que tomar en la tierraque hay que conservar el buen apetito hasta el final del camino.

La única mano de Poivre se había posado maquinalmente en un trozo deestatua caído sobre el banco. Era un fragmento de torso femenino, del quecalentaba dulcemente la espalda de suave piedra pulida, subiendo de vezen cuando hasta el cuello o deslizándose hacia la elevación anunciadora delseno perdido. El hecho de no tener más que una mano con que sentir lavoluptuosidad no parecía entristecerlo lo más mínimo. "Es como Vincent, un

animal hecho para la felicidad —pensó Jeanne, conmovida por la expresiónsatisfecha del hombre—. La mala suerte lo ha convertido en inválido, pero

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su instinto y su inteligencia para la felicidad han triunfado sobre su miseriay así será siempre." Este pensamiento le trajo una bocanada de melancolía:¿por qué Philibert no tenía una naturaleza tan dispuesta a aprovechar lasalegrías que pasan? ¿Por qué se recreaba en una desgracia que deberíaestar enterrada? ¿Por qué no la había besado la noche en que habíancenado juntos durante la indisposición de la señora de Bouhey? De repentese sentía segura de que si Poivre hubiera estado en lugar de Philibert nohabría podido evitar tocarla...

—Sois muy soñadora, por lo que veo —dijo Poivre sonriendo.

A causa de lo que estaba pensando, la frase le hizo sonrojarse y la sonrisa

de Poivre se acentuó.—No sé a qué viene ese sonrojo repentino, señorita, pero os sienta bien.

La más hermosa mujer de piedra no se sonroja nunca, ese es uno de suspeores defectos.

Le dirigió una larga mirada a la joven antes de continuar.

—Sois muy bonita, señorita Beauchamps. ¿Cómo os llamáis?

— Jeanne.

—Sois muy bonita, señorita Jeanne. Os lo habrán dicho ya, ¿verdad? —Sí.

—No importa, un cumplido es siempre nuevo. Sobre todo cuando puededecirse con palabras nuevas...

Poivre pronunció una frase en un idioma indescifrable.

—¿Lo que significa...?

—Significa, más o menos (en chino de Cantón), que sois tan bonita queestar con vos a solas produce una sensación de beatitud.

—¡Oh! —exclamó ella—. ¿Sabéis también chino?

—Sí, sobre todo la lengua china para uso de jovencitas. Los chinos tienenla fastidiosa costumbre de meteros en prisión para conoceros mejor, ¡y en

prisión lo más urgente es aprender a enternecer a la hija del carcelero!La hizo reír mucho contándole algunos pasajes tragicómicos de sus

estancias en prisión. Cuando ya descendían sin prisa hacia la ciudad, Poivrese volvió hacia ella para preguntarle:

— ¿Volveréis a visitarme, Jeanne?

Ella se quedó sin habla, loca de alegría. ¡Pierre Poivre, el célebre señorPoivre, le rogaba que volviera!

—¿De verdad que puedo? —balbució por fin—. ¿No os aburriré?

El le dirigió una ojeada gentil.

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—Nunca le digáis eso a un hombre, señorita. Al menos no por ahora.Dejadlo para mucho más adelante.

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Capítulo 10Capítulo 10

Un cliente de los Delafaye que iba a Bresse le había ofrecido su silla deposta y la había dejado en el relevo de Villars. Allí Jeanne se disponía a

hacer sola el gasto de una carrera hasta Châtillon cuando vio pasar en sucarroza a doña Suzanne d'Espiard d'Auxanges, una canonesa que volvía aNeuville tras un viaje al Midi. Doña Suzanne la tomó con gusto a bordo y ladejó delante de la casa de Aubriot.

Se quedó inmóvil ante la puerta durante largos minutos, paralizada derepente por el temor de que le dijeran que Philibert estaba en Bugey. Eldependiente del panadero, que venía a entregar el pan, le dirigió unamirada de extrañeza que la hizo caminar detrás del chico. La alegre sonrisade Clémence, la hermana más joven de Philibert, y también la preferida, lainformó de entrada de que su querido hermano estaba en Châtillon.

—Acaba de salir para el hospital, desde donde el limosnero lo ha hechollamar. Pero si queréis esperar en la salita, Jeannette, no os aburriréis. Tengo allí a un tal caballero Casanova de San-alguna-cosa que Philibert meha dejado aquí y que está hecho un figurín, querida, divinamente arreglado,todo cubierto de encajes y de joyas. ¡Juraría que es un príncipe deincógnito!

 Jeanne tuvo un gesto de impaciencia. ¡El donjuán de Venecia era bientenaz!

—Ya que os gusta tanto, Clémence, os lo dejo todo para vos —dijo ella—.

 Yo iré a buscar a Philibert al hospital.Antes quiso refrescarse y recomponerse un poco y Clémence la hizo

entrar en su habitación. El corazón se le salía del pecho. Se veía viviendo enla mismísima casa de él, paseándose en enaguas, con el escote y los brazosdesnudos, los cabellos recogidos, el rostro salpicado de burbujas de jabón,con la ropa que acababa de sacar de su bolsa de viaje extendida sobre elcubrecama y un par de medias blancas en el brazo del butacón de paja...¡Qué bueno era aquel como si! ¡Bueno hasta abrazarse de placer ante elespejo! Se puso su falda y su chambra de paño de Usseau, cuyo suaveverde almendra le sentaba tan bien a su piel color té claro; escogió el únicogorrito limpio que le quedaba, un ligero tocado en forma de diadema demuselina blanca plisada pespunteada de botones de rosa del mismo tejido,

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una novedad que la lencera de Bourg llamaba "Dulce broma", vete a saberpor qué. ¿Se pondría un poco de colorete? Desistió, la felicidad que sentía leanimaba suficientemente las mejillas, pero, al ver en el tocador deClémence un agua de colonia casera que le gustó, se roció el escote antesde ponerse la pañoleta. "Estoy muy bien", se dijo con aplomo mirándose alespejo. Por primera vez, se sentía segura de sí misma en el momento de iral encuentro de Philibert. Desde la última vez que lo vio, había descubiertoque gustaba a los hombres. ¡Embriagadora certidumbre! ¡Aparecer guapaera algo de lo que no cabía cansarse! Ensayó gestos provocativos, meneólas caderas, infló sus senos, se mojó los labios, tendió la boca entreabierta asus sueños... Había llegado el momento de tomar la iniciativa y echarse en

los brazos de aquel gran distraído que era el sabio de Châtillon.

El pueblo, bajo un hermoso sol, estallaba de alegría. Resplandecía comoen un día de Pascua, pero era siempre así. Jeanne se preguntó si habríaalgún pueblo tan florido como aquél en todo el reino. Los chatilloneses sehabían contagiado del amor de Aubriot por la jardinería y encantaban el ojodel paseante. Por doquier, la mirada encontraba una gran abundancia decolores otoñales plantados en jardines, ventanas y balcones, e incluso aorillas del Charalonne y el Durlevant. Numerosas macetas de geraniosalegraban el magnífico mercado de madera oscura, la fachada del conventode las ursulinas, el patio de la escuela y hasta los pilares del lavadero aorillas del río Durlevant. Se veían dos barcas de vendedores de flores en elrío Charalonne y, de los puentes cubiertos que unían las dos orillas, colgaba,sobre las apacibles aguas de color verde berro, un reguero de guirnaldassembradas de una gran profusión de capuchinas. En el momento de ladesfloración, millares de semillas volaban de las plantaciones paraconvertirse en sembrados silvestres en las ruinas del castillo medieval, lasmurallas de la ciudad vieja, en lo alto de la atalaya de Saint-André, sobre lahierba del Pré de la Foire, ¡por todas partes! La propia ciudad florecía hasta

en las grietas de los muros. Jeanne se preguntaba siempre cómo habíapodido Philibert dejar un pueblo tan agradable, con todas aquellas flores yaquellas bonitas casas con su entramado de ladrillos saboyanos rojos, parairse a vivir a Bugey, un país severo con espesos bosques negros...

Llegó al hospital. Un bello edificio de arquitectura clásica que habíaacogido siempre a más pobres que enfermos porque los pobres vivían bienen Châtillon. En 1617, un cierto señor Vincent, convertido más tarde en SanVicente de Paúl, había creado allí, en la capilla de una parroquia de la queera párroco, la Cofradía de Damas de la Caridad. Este gesto había reforzadola buena naturaleza de los chatilloneses, a quienes les gustaba tener pobres

bien gordos. Ninguna ley los obligaba, lo hacían simplemente por ellos ydesde la Edad Media era una cuestión de honor no dejar pasar hambre a

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nadie en una provincia superpoblada de pulardas. De modo que el hospitalde Châtillon era un hospital excepcional al que no se iba a morir de miseriay de indiferencia, sino a sobrevivir a base de buenas sopas en medio debuenos olores a cera y jabón, tras unas ventanas cuajadas de geranios. Elportero le dijo a Jeanne que con toda seguridad encontraría al doctorAubriot en casa del señor Jassans, el boticario.

De arriba abajo de la pequeña pieza revestida de madera oscura, lucíandébilmente en los estantes los ventrudos potes de loza de Meillonnas. De

pie en la olorosa penumbra, inclinados sobre la balanza del mostrador,atestado de morteros y medidas de estaño, el médico y el farmacéuticohablaban en murmullos como si se estuvieran pasando una receta dealquimia, aunque en realidad tenían una conversación de lo más normal.

—Jeannette! —exclamó Philibert—. ¿No habrá ningún enfermo enCharmont, verdad?

La joven se explicó. Bastante mal, la verdad. ¡Tenía la impresión de estardiciendo unas tonterías tan inútiles y alejadas de lo que tenía que decir...!

Rápidamente, Aubriot terminó su conversación con Jassans y tomó a su

amiguita por el codo para conducirla al soleado patio. En cuanto ella sintióel calor de su mano a través de la fina lana de la manga de su vestidoempezó a darle vueltas la cabeza. De golpe la abandonó el convencimientode ser lo bastante bonita para él. La estrategia de cortesana que se habíafabricado constaba de: 1. Lo miro a los ojos, 2. Le sonrío mostrándole losdientes, 3. Me tuerzo el tobillo, 4. Exclamo "¡ay!" y cojeo para que mesostenga... De aquella estrategia, pensaba, no se atrevería a ejecutar ni laprimera maniobra. Sólo podía pensar en una cosa: el fragmento debienaventurada piel que se entibiaba bajo la palma de Philibert.

Franquearon la puerta del hospital y llegaron al claustro de las ursulinas.

—Veamos vuestra cara... —dijo deteniéndose Philibert—. Miradme, Jeannette. Muy bien, no estoy descontento de lo que veo, hay salud. Y mealegro de veros, Jeannot. Sonrió.

La última parte de la frase conmovió tanto a Jeanne que se le saltaron laslágrimas, que sorbió en seguida. Aquel era el momento de gritarle: "¡Puesyo, señor Philibert, no es que esté contenta de veros, es que soy feliz, felizde veros hasta reventar, feliz hasta morir porque os amo!" ¡Ah, cómodetestaba ser tan idiota, tan muda y tan tonta, sí, tonta!, ¡más tonta queuna peonza! ¿Acaso era razonable y soportable estar enamorada de aquelhombre hasta el punto de perder todos sus medios para seducirlo? ¡Se

habría dado de bofetadas! Para no conseguir nada, claro, de eso estabasegura. Jamás había podido hacer nada contra aquel respeto extasiado que

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le inspiraba Philibert. Sólo podía temblar a causa de la necesidadinsatisfecha de echarse en sus brazos.

Aubriot la miró de reojo.

—Nunca habéis sido habladora, Jeannette, pero ¿es que ahora lo soismenos que nunca?

—Os encuentro un poco pálido y delgado —dijo ella con esfuerzo—. Estoysegura de que trabajáis demasiado y de que no dormís bastante.

—Eso es porque vos no me vigiláis —replicó él con buen humor—. Voy arecetarme que me visitéis dos veces por semana cada vez que pase porChâtillon. ¿Sabéis que acabo de llegar de herborizar en Auvernia? Miscuadernos de plantas montañesas siguen en un abominable desorden. ¿Quéme diríais de ayudarme a verlo claro? ¡Eh!, Jeannette, ¿a dónde vaiscorriendo, es que queréis pescar truchas desde el puente?

Ella sólo quería esconderse el tiempo justo para detener sus lágrimas,rápido, rápido, que él no viera aquella ridícula inundación. Asomada al ríoChalaronne en medio del puente de la Boucherie, se secaba el rostro con lasmanos, pero bien podría haber intentado enjugar, con el mismo resultado,el propio río.

Por un momento, el médico la contempló en silencio.

—¿Por qué lloráis, Jeannette? ¿Qué pena habéis venido a confiarme queno os atrevéis a contármela? —le preguntó al fin con su voz más dulce.

—¡No, no! —masculló ella precipitadamente secándose los ojos con supañuelo hecho una bola—. ¡No se trata de ninguna pe...na, nada de eso! Alcontrario, se tra...ta de un ras...go nuevo de mi temperamento. Lloro pornada cuando tengo alguna ale...gría. El padre Jérôme dice que.. .que eso lepasa a menudo a las jóvenes de mi e...dad. Me aconseja baños fríos.

—¿Baños fríos?

—Sí, sí. ¿Tenéis vos una mejor re...ceta, señor?

—Puede ser —dijo Aubriot.La sombra de una sonrisa le tensó la boca y le dibujó fuertemente las

mandíbulas bajo la piel de su delgado rostro.

—En todo caso, tengo una receta que proponeros para esta noche, y es lade divertiros un poco —dijo—. ¿Conocéis al caballero Marlieux?

—Desde luego —respondió Jeanne, que al fin se había secado laslágrimas e intentaba esconder la nariz, que debía de estar toda roja, ¡quéhorror!—, el caballero va a veces a Charmont. El verano pasado nos hizoincluso el favor de electrocutarnos. Electrocuta a la perfección, nunca falla.

—Pues bien —dijo Aubriot—, quiero que cenéis con él esta noche. Tengoque ver en su casa a Jassans y al abate Rozier, al que he convertido en un

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"botanomaníaco" ferviente, y que también se ha aficionado a la física.Llevaremos con nosotros a ese caballero Casanova, con el que sólo me hecruzado y que me espera en mi casa. Le debo una velada por haber cargadocon un paquete para mí desde Ginebra. Se dice que es bastante divertido,aficionado a la alquimia y a las bobadas mágicas, con las que parece quehace algún pequeño comercio. Pero, de todos modos, vos lo habéis vistoantes que yo. ¿Os ha parecido interesante?

—Me ha parecido un parlanchín. Y muy dado a la galantería.

—¡Oh, oh! ¿Os ha hecho la corte, Jeannette?

—Por supuesto —dijo ella con coquetería.

El la miró de soslayo.

—¿Y os ha gustado, Jeannette, o no?

Ella fingió arreglarse el tocado.

—¡Adoro que me la hagan! —soltó.

—¿Ese es también un rasgo nuevo de vuestro temperamento?

—Sí —dijo ella, osando mirarlo a la cara. También él la miraba, conmalicia.

—Y contra eso, ¿qué os aconseja el padre Jérôme? ¿Los rezos?

—En efecto, rezo mucho por eso —dijo ella, envalentonada al ver quebromeaban—. Ruego por que me hagan la corte...

El soltó una carcajada, una de sus buenas carcajadas de antaño, unacarcajada firme y breve. ¿Cuánto tiempo hacía, Dios mío, que no oía aquellarisa? ¡Ah, hay veces en que se hace el paraíso en la Tierra!

—No lo dudéis —decía Casanova—, la señora de Urfé es una experta entodas las operaciones de la Gran Obra. En París, en su mansión del muellede Théàtins, he visto su biblioteca, ¡un tesoro prodigioso! Nada menos queherencia del gran Urfé, el marido de Renée de Saboya, alquimista sabio si lo

hubo y de imperecedera memoria.—Sin embargo, conozco bien a la marquesa y sé que no ha conseguido

fabricar aún el aurumpotabile, la panacea que otorga la juventud y labelleza —observó el boticario Jassans con ferocidad.

—¡Oh, la marquesa es todavía una belleza! —susurró Casanova, siempregalante—. Una belleza del tiempo de la Regencia, evidentemente.

—Si bien es perdonable ser una belleza del tiempo de la Regencia, no loes tener todavía un espíritu del tiempo de la Regencia cuando se cumplencuarenta y ocho años del reinado de Luis XV —subrayó Aubriot.

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—La señora de Urfé no es ninguna tonta, señor —dijo Casanova, un pocoofendido—. Sus conocimientos son grandes, incluso en medicina. ¿Sabíaisque ha leído y releído a Paracelso y que se lo sabe de memoria?

—Vuestra amiga no tiene entonces conocimientos muy útiles para losenfermos —repuso Aubriot, sarcástico—. No os deseo, caballero, que osatienda nunca un médico demasiado imbuido de viejas teorías. Por menosde eso se muere uno.

—¿Hay que dejarse cuidar entonces por barberos ignorantes, señor? —preguntó Casanova en tono vivo.

—¡Por Dios, no hagáis el elogio de los secuaces de San Cosme, patrón de

los barberos cirujanos, delante del señor Aubriot! —exclamó el abate Rozier—. No puede soportarlos. Puede estar hablándonos de sus estropicios todala noche.

—Es porque han aprendido a purgar en los establos y porque sangran alos enfermos como si la sangre de un cuerpo sólo sirviera para llenar suscubetas —comentó Aubriot.

—¡Toma, hay que vivir! —exclamó Jassans—. El golpe de lanceta, ese esel pan cotidiano de los cirujanos. A tres francos la vena, ¿cómo van anegarse a sangrar?

—Seis francos si la vena es difícil —corrigió Aubriot.—¿No conviene eso más que un parto a cinco francos? —añadió Jassans

—. En otros tiempos... La sangría es sin embargo mejor que las lavativas,aunque las lavativas, a cuatro francos, no están nada mal.

—De todas maneras, es preferible una lavativa a una sangría —dijoAubriot—. Mata menos, o sea que conserva al cliente. No siempre puedenencontrarse treinta clientes a los que cortarles una pierna por sesentalibras.

—¡Oh, la mejor operación actual no es la amputación, son los cálculos! —exclamó Jassans—. A seiscientas libras la vejiga vale la pena hacerseespecialista del aparato urinario.

—La operación para extraer piedras, ¿ya está a punto en Francia? —preguntó Casanova.

—Por supuesto, caballero. La operación es milagrosa, la prueba es quesólo os la contarán los enfermos curados. Los otros están callados comomuertos —respondió Aubriot.

El farmacéutico se echó a reír y la señora Marlieux, que intentaba hacersedesde hacía rato con la conversación, aprovechó para intervenir.

—¡Sois los dos insoportables! —exclamó, dirigiéndose al médico y alfarmacéutico—. No podéis estar juntos ni un minuto sin caer en un cinismoespantoso.

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—Es verdad —confirmó la señora Jassans volviéndose hacia Casanova—.En cuanto mi marido y el señor Aubriot se ponen a hablar de medicina,dicen cosas atroces.

—Es porque nuestra medicina es atroz —dijo Aubriot.

—¡Entonces, señor, no creéis en vuestro arte! —observó Casanova.

—¡Sería un desvergonzado si creyera, viendo lo que veo! —exclamóAubriot—. ¿Sabéis lo que vi ayer mismo, sin que pudiera impedirlo? A uncolega de Saint-Trivier administrarle ocho grandes lavativas a un vientreatascado. El daño no ha sido muy grande porque el paciente deja treintalibras de su herencia para pagar la factura, ¡pero imaginad el perjuicio

causado si se hubiera tratado de un pobre insolvente!—¡Ah, no! —dijo firmemente la señora Marlieux—. ¡No, doctor, no volváis

a empezar!

—Os lo prometo —dijo Aubriot saludando a su anfitriona con unainclinación de cabeza—. Además, ¿no es hora de pasar a los juegoseléctricos?

El caballero Marlieux se levantó.

—Si todos se sienten dispuestos... Mi querido Aubriot, la electricidad seconvertirá un día en una curandera mágica, os lo predigo.

—¿Está vuestra botella de Leiden preparada, amigo mío? —le preguntó sumujer.

—Por supuesto, querida Rose, siempre lo está.

—¡El problema es que vuestra botella os ve más que yo! —suspiró laseñora Marlieux—. Yo sólo soy vuestra esposa y ella es vuestra amante.

El caballero Marlieux cenaba raramente en su casa. Todos los aficionadosa la "física divertida" se lo disputaban en varias leguas a la redonda. Sabíahacer muchos trucos con el fluido misterioso de su condensador eléctrico yhacerse electrocutar en grupo después del café era una distracción muy a la

moda entre la gente de calidad.  Jeanne esperaba con impaciencia el momento de formar la ronda, el

instante de deslizar la mano en la de Philibert. No había dicho más de trespalabras durante la cena, atenta solamente a su felicidad. Colocada a laizquierda de Aubriot, ronroneaba con la voluptuosidad tranquila con que lohace una gata al calor de una estufa. La tibieza de Philibert la envolvía, suolor, su voz, y a veces también su mirada. Estaba respirando el mismo aireque él, se llevaba a la boca las mismas viandas, bebía del mismo vino queél bebía... La hora era perfecta, plena, de color naranja. Y aquello noacababa: fue Philibert, el que por iniciativa propia, le tomó la mano cuando

se formó el círculo. La mano de Jeanne se estremeció, Philibert la apretó enla suya y se inclinó hacia ella.

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—¿Miedo? —le preguntó en voz baja. Ella sacudió la cabeza.

—He sentido la sacudida dos veces.

El hurón eléctrico pasó tan violentamente por la ronda que las tres damaspresentes lanzaron tres gritos y Casanova —sorpresa, nerviosismo ocomedia— se desplomó en un sillón. "En el fondo, este entretenimiento esbastante estúpido, deberíamos esperar a saber un poco más sobre elfenómeno antes de ponernos a jugar con él", pensó Aubriot contando elpulso del veneciano. Pero los demás, incluyendo al accidentado, gritaban deplacer, encantados de haber sido sacudidos y esforzándose en explicar sussensaciones con ayuda de toda clase de expresiones rebuscadas.

—La noche está oscura, pero se prepara una oportuna tormenta. ¿Notenéis ganas de enviar vuestra cometa a una nube, como hizo Newton? —preguntó de repente Jassans, volviéndose hacia Marlieux.

—Si hacemos eso, sería divertido aprovechar para electrizar a una dama—dijo Marlieux entusiasmado—. Me gustaría mostrarle al caballeroCasanova cómo saco chispas de una dama. Es absolutamente encantador.

La señora Marlieux fue a sentarse al lado de su marido.

—Amigo mío, hace más de un año que os oigo hablar de las bonitaschispas que le sacáis a las damas. ¿No podéis sacarlas de un caballero

también?—Tengo que confesar que sólo lo he intentado con las damas. Su

sensibilidad es mayor, más fina, más sutil. ¿No lo reconoce así todo elmundo? Me parece lógico que conduzcan mejor el fluido.

Se oyó la risa breve de Aubriot y Marlieux se volvió hacia él.

—¿Acaso lo dudáis? —dijo con vivacidad—. Sin embargo, estaríadispuesto a jurar que todos tenemos el poder de la electricidad en elcuerpo, que lo tenemos más o menos fuerte y que las mujeres lo tienen másimpresionable que el de los hombres. Pero a nosotros los franceses nosgusta mostrarnos escépticos en todo. El escepticismo en todas las materias,más que la verdad, es ahora nuestra religión.

—No, no —protestó Aubriot—. Por mi parte, tengo muchas ganas de creerque todo cuerpo animal, macho o hembra, es una botella de Leidenorgánica, ¡pero mi suposición no me parece suficiente como para dejarmeconectar a una tormenta a fin de proporcionaros un fuego de artificio!

El caballero Marlieux se desplazó, se acodó en el respaldo de una butacacolocada en medio del salón y levantó la mano para llamar la atención delos reunidos.

—Pues bien, amigos míos —comenzó a decir al restablecerse el silencio

—, ¡sabed que habéis venido a cenar en un día de tormenta al pie mismo deun pararrayos!

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—¡Dios mío! —exclamó la señora Jassans—. ¿Es que habéis perdido lacabeza para exponernos de esta manera? ¿Acaso no está prohibido poseerese diabólico objeto? ¿De dónde lo habéis sacado?

—De Inglaterra, señora.

—Estad tranquilos —dijo la señora Marlieux—, mi marido ha hechomontar su nuevo juguete encima de mi gallinero.

—¡Magnífico! —respiró la señora Jassans—. ¡Podréis darnos un banquetede pollos si resultan achicharrados a causa de un rayo!

—Señora —respondió sarcásticamente Marlieux—, no es por temor delcielo sino por temor al cura por lo que he escogido el gallinero. El cura aúnno se preocupa por la salud de mis pollos y no me denunciará al teniente depolicía.

 Todo el mundo se sonrió excepto Casanova, que interrogó al grupo con lamirada.

—Nuestros teólogos han condenado el pararrayos, caballero —explicó elabate Rozier—. Les parece impío oponerse a las embestidas del cielo, al quele gusta chamuscar a alguien de vez en cuando.

—Tenemos unas ideas muy nuestras —añadió Aubriot—. Tambiénpreferimos continuar cogiendo la viruela antes que inocularnos la vacuna,

siempre por amor a Dios. Nuestros teólogos alegan que Job recibió la virueladel mismísimo Diablo y que, por tanto, introducir un poco de ésta en uncuerpo es una práctica satánica.

—Me sorprende —dijo Casanova—. Tanto en Suiza como en Inglaterra, enAlemania, en Rusia, en las Américas y en Oriente, se inocula ya la vacuna.¿Acaso los médicos no pueden dejar oír su opinión igual que los teólogos?

—¿Opinión? Después de lanzar millares de ellas en las facultades,finalmente mis colegas se han sometido a los criterios científicos de laIglesia —comentó Aubriot con ironía—. Mirad, caballero, muchas de lasdesgracias de los enfermos franceses vienen de que a sus médicos lesencanta reunirse a su cabecera solamente para discutir de qué se van amorir.

Casanova hizo una mueca de espanto.

—Por el tono en que tratáis a la medicina de vuestro país, señor, noentran ganas de ponerse enfermo aquí. Miraré de ponerme enfermo a mivuelta a Ginebra. Allí al menos tienen a Tronchin, del que hacen muchocaso.

 Jassans puso cara de desaprobación.

—Si queréis mi opinión de boticario, caballero, os diré que Tronchin novale nada. Su tratamiento se basa en el buen aire, el agua y las compotas...¡Es un hombre muy peligroso!

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—¿Volvemos o no a la electricidad? —intervino Marlieux, impaciente.

Se había decidido que Casanova y el abate Rozier se quedarían en casade los Marlieux hasta el día siguiente, y que Jeanne volvería a Charmont conla vieja carroza del hospital pero, en el momento de partir, el veneciano seapresuró a ofrecerle la comodidad de su carroza de alquiler. Aubriot fruncióel entrecejo y Jeanne, contrariada, buscó deshacerse educadamente de laimportuna proposición. ¡Se acordaba demasiado bien de su entrevista sobreruedas con aquel donjuán de pacotilla! La señora Marlieux se dio cuenta de

su embarazo, adivinó la razón y acudió en su ayuda.—Creo que la señorita Jeanne preferirá el cabriolé de mi marido —dijo,

sonriendo—. Le gustó mucho cuando visitamos a la baronesa de Bouheyeste verano.

—¡Oh, sí, caballero, si vuestro cochero aún no está acostado hacedme elfavor de enviarme con el cabriolé! —exclamó Jeanne, acercándose a losMarlieux.

En París los cabriolés atropellaban corrientemente a los peatones, enLyon también comenzaban a sufrir sus efectos, pero en Châtillon el cabriolé

del caballero aún era una originalidad de gran gusto que se contemplaba alpasar. Marlieux lo tenía desde hacía sólo seis meses, estaba muy orgullosoy no se hizo de rogar para ponerlo a punto.

—No hace falta cochero —dijo alegremente—, lo conduciré yo mismo.

—Nada de eso —intervino Aubriot—. Mi querido Marlieux, justamentequería pediros permiso para conducir vuestro bonito juguete. ¿Por qué noesta noche? Conducir un cabriolé debe de rejuvenecerlo a uno.

—Como queráis, es vuestro —dijo Marlieux—. ¡Galopad a placer hastaCharmont pero procurad no volcar hasta que regreséis, cuando vayáis solo!

 Jeanne se pellizcaba para creerlo. Pero era verdad. Vio a un criado calzary fijar su equipaje detrás de la caja, a Philibert encaramarse al pescante,tenderle la mano para ayudarla a subir, tomar las riendas, chascar la lenguay azotar el aire con la fusta sobre la grupa del caballo... Entraron al trotemenudo en el silencio del bulevar de Bourg.

En cuanto franquearon la puerta, el repicar de los cascos se convirtió enun sordo martilleo. Luego el campo de hierba comenzaba, tragándose alcarruaje en su vasta paz, una paz mojada en bruma, que una invisible lunallena transformaba en un fino polvo luminoso. Los primeros planos del negropaisaje estaban como velados por una gasa, los más lejanos quedaban

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apagados por una guata gris, blanda y brillante, suave a la vista. Grandesmasas de nubes blancas, a ras de suelo, indicaban el emplazamiento de laslagunas. Era una noche como para ver danzar a las hadas en la pradera. Jeanne, palpitante, se dejaba invadir por su potencia poética. Aquella noche,con su toque de penetrante humedad, le embrujaba los ojos, el corazón,todo su ser... No, no podía ser una noche ordinaria aquella en que por vezprimera Philibert la llevaba a través de un decorado casi borrado, al trotemudo de un caballo blanco. La meta sólo se encontraba a dos leguas, peroen dos leguas de sueño qué no puede pasar...

—¿Tenéis frío, Jeannette? Me parece que tembláis.

—No —dijo ella, bajito, ajustándose maquinalmente el chal—, estoy bien.Muy bien.

—Poneos toda la manta en las piernas, a mí no me hace falta. Nos hemospaseado juntos muchas veces por aquí, pero nunca al claro de luna, ¿no esverdad?

—Esta noche nada parece real.

—Pasear por la noche nos hace salir fácilmente de la realidad. Ahora quela ciencia le está ganando terreno a lo maravilloso, no me desagrada saberque siempre nos quedará el claro de luna para ver un poco de losobrenatural.

—Sí —dijo ella—, pienso como vos. Siento siempre como vos.

Lo oyó reírse apenas.

—Es que os he ensañado mi modo de ver y entender. Quizá hayaestropeado un natural mejor que el mío.

—¡Oh, no! Me gusta saber que nos parecemos un poco —dijo ella en unsoplo—. Desearía que me modelaseis según vuestras ideas con vuestraspropias manos.

Durante el resto del trayecto, se preguntó si no lo habría disgustado con

palabras demasiado familiares, pues Philibert había dejado de hablar. Nosentía, sin embargo, su silencio como un enfado, sino como una dulzura sinpalabras, como el anuncio de una dulzura mayor, imprecisa, cuya espera laoprimía. Cuando reconoció el olmo gigante plantado en el cruce de caminos,uno de los cuales subía hacia Charmont, vio a Philibert tirar de las riendaspara poner al caballo al paso y dijo al fin, alegremente:

—Me complace que os guste pareceros a mí, Jeannette, ¡pero, por favor,no os parezcáis a mí en lo físico, porque en eso lleváis ventaja!

Ella se estremeció y se apresuró a hacerle una pregunta, ahora que seatrevía.

—¿Me encontráis bella, señor Philibert? ¿Os parece que me estoyconvirtiendo en una mujer hermosa?

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El se echó a reír.

—Se os puede mirar sin pena —dijo.

Detuvo el cabriolé en el camino musgoso, a la entrada del patioadoquinado, para no despertar a los que dormían en el castillo. Una vez entierra, pasó al otro lado del carruaje y le tendió el brazo.

—¡Saltad! —murmuró.

Así la hacía saltar desde lo alto de un talud para bajar al foso cuando erauna niña.

—Entraré por la cocina —dijo ella en voz baja—. A la puerta de atrás

nunca se le echa el cerrojo.El depositó su bolsa de viaje en el umbral y, antes de franquearlo, ella se

detuvo para decirle adiós. La mitad de la luna había salido de la neblina y seveían bastante bien. Dentro de una fracción de instante aquella horaexcepcional terminaría, pensaba Jeanne, desesperada. ¿Cómo era posibleque el más violento deseo no pudiera prolongar un solo minuto el tiempo detener ante sí el rostro amado? Su angustia por perderlo una vez más fue tanaguda que se lanzó hacia él casi hasta tocarlo, con la cabeza echada haciaatrás y la boca talmente ofrecida que ningún hombre podía engañarse. Tiernamente, Philibert posó sus dos manos sobre los delgados hombros de

ella, se inclinó y le besó las mejillas.—He estado muy contento de veros, Jeannette —dijo—. No olvidéis venir

a visitar a vuestro profesor de vez en cuando.

"¿Cómo podría olvidarme de amaros?", pensó Jeanne, tan fuerte que mástarde fue incapaz de recordar si no lo habría dicho en voz alta. Sea comofuere, Philibert se apartó de ella con brusquedad.

—Venga, entrad rápido —dijo con su voz imperativa de médico—. Sabréisque los golpes de luna son malos y que si os entretenéis podéis coger elrelente.

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Capítulo 11Capítulo 11

A Jeanne le costó un esfuerzo enorme no galopar hasta Châtillon al díasiguiente, pero dos días después, y de buena mañana, lo hizo.

El doctor Aubriot había salido hacia Bugey para cerrar su consulta yarreglar sus asuntos. Clémence aconsejó a su amiga que comenzase aescoger y clasificar sola la cosecha de plantas de la Auvernia. Jeanne sepuso a la tarea canturreando: Philibert iba a liquidar su antigua vida y laconsecución de su felicidad no era más que cuestión de días.

Pero él no volvió en la fecha prometida. Solamente un mes más tarde lellegó a la familia una carta suya en la cual anunciaba que partía paraOrange. Volvía a tener tos y se iba al Midi en busca de un clima invernalmás benigno y favorable para sus bronquios. Seguramente viajaría hastaCotignac, donde su amigo Gérard le ofrecía hospitalidad. Una vez su saludrestablecida, y si encontraba la manera de hacerlo, en primavera seembarcaría para Menorca. Hacía tiempo que deseaba estudiar su flora, yhabía que darse prisa y aprovechar que los franceses poseían aún la isla,tras habérsela arrebatado a los ingleses en 1756, quienes no se resignabana su pérdida.

  Jeanne quedó aterrada por estas noticias. No lo entendía. Entonces,¿aquella carrera mágica en cabriolé, tan cercana todavía, no había sido másque un sueño? Estaba segura de que aquella noche Philibert habíaadivinado su amor. Cómo no iba a adivinarlo, al menos en el momento de ladespedida, cuando ella había sentido que su corazón se volvía transparente.

¡Ah, sí, aquella noche ella había tenido su sueño en la palma de la mano! Yhe aquí que el pájaro rebelde volvía a escaparse... A lo largo de todo elcamino que la devolvía a Charmont estuvo sollozando sobre las crines deBlanchette. Cuando llegó a la altura del olmo gigante que marcaba elsendero del castillo, cambió de opinión y retuvo a la yegua, que queríavolverse, y espoleándola, enfiló sacudida por los sollozos hacia Rupert parair a llorar en el hombro de Marie.

Con catorce años apenas cumplidos, doña Émilie de la Pommeraie, la joven canonesa de Neuville, ya estaba dispuesta a dar consultas de amor.

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Aunque aparentemente sensata, pasaba por ser una erudita en cuestionesdel corazón. Alegre, espiritual, traviesa como un diablo, de una madurez yuna autoridad muy por encima de su edad, era capaz de discurririnfinitamente sobre los sentimientos, la pasión, la amistad, el matrimonio, eladulterio o el sexo. Sacaba su ciencia de su don de la observación, de lasnovelas y también de la nutrida correspondencia que mantenía en secretocon sus amigas conventuales o recientemente exclaustradas. Su diarioíntimo sólo era una larga reflexión sobre el estado amoroso. Ello era debidoa que desde que era muy joven la habían obligado a desear el amor como sifuera un fruto prohibido.

Sus padres, los marqueses de la Pommeraie, habían vivido en la línea de

sus antepasados, es decir, muy por encima de sus medios y muy alejadosdel trabajo. Le habían entregado tres hijos a Dios, pero les quedaban otrostres de los que ocuparse, dos varones y una muchacha. En estos casos seatendía primero a los muchachos y, como ya no quedaba dote para la hija,se la metía en el convento. Verse enterrada viva en el fondo de un claustropara favorecer a sus hermanos había sublevado a Émilie, que teníaentonces ocho años y nada del carácter de su familia. Por suerte, su grannobleza le aseguraba un porvenir de canonesa, lejos de la situación de unasimple monja. Una pariente de su padre establecida en Neuville la habíaadoptado como sobrina de prebenda para dejarle su lugar en herencia,

después de lo cual, con la mayor afectuosidad del mundo, se había dadoprisa en morirse, tanta que Émilie sólo tenía nueve años cuando el capítulode Neuville la recibió en el convento. Doña Charlotte de Bouhey, de la queÉmilie era ahijada, había invitado a Jeanne a la ceremonia. La huérfana deCharmont tenía entonces diez años y siempre se acordaría del frío quehabía sentido cuando vio a aquella niña que aún no tenía su edad postradaante el altar como una novia solitaria, a la que iban a convertir en viuda depor vida en medio de cantos de alegría. Más tarde había observado conhorror, posada sobre los bucles pelirrojos de Émilie, la estrecha banda demuselina blanca ribeteada de negro que la nueva monjita llamaba, riendo,"mi marido". ¡Pero no había necesitado mucho tiempo para comprender que

no hay mejor sitio en que pueda llegarse a arreglos con el cielo que unaabadía!

El estado de canonesa era muy bueno. Tan delicioso que pocas eran lasdamas que aprovechaban el permiso que tenían de hacerse relevar de susvotos para casarse. De hecho, en aquel siglo XVIII, convertirse en canonesaera el único modo de llevar una vida de soltera agradable, ante los suspirosde envidia de las innumerables malcasadas de la nobleza. Se daba el títulode condesa con un beneficio asegurado, alojamiento y, al mismo tiempo, elderecho a ausentarse a voluntad y a recibir a los amigos y parientes, con laúnica reserva de que los visitantes masculinos salieran antes de la clausura

vespertina, lo que no era mucho pedir. Una regla tan benigna les daba aúnmás mérito a las damas de Neuville, la mayor parte de las cuales llevaban

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una vida medio retirada, medio mundana, pero siempre decente, y cuyadevoción, no por ser intermitente dejaba de ser sincera a sus horas. Muchaspersonas venían de lejos para admirar su fe. Una fe que resultaba muyarmoniosa de escuchar y ver durante la gran misa o en las vísperas. Lasdamas, vestidas con largos vestidos y tocadas con graciosos bonetes deseda negra, avanzaban a paso lento hasta las rejas del coro de la iglesia deSainte-Catherine, seguidas por sus inmensas capas bordeadas de armiñoque sus pajes desplegaban, antes de comenzar a responderse,melodiosamente, con las frases sagradas del canto llano.

El severo y bello traje de seda negra sólo se usaba en los oficios. En laabadía o fuera de ella las canonesas vestían del color que querían, salvo el

rosa, que estaba prohibido por ser el color del baile. Cuando salía de laiglesia, Emilie sólo vestía de verde, blanco o azul, los tres colores que habíaescogido porque armonizaban con sus bucles pelirrojos, su tez clarasalpicada de pecas y sus ojos de color verde-gris. Jeanne y Marie laencontraron en bata blanca y con la nariz metida en un libro de cuentas.

—¡La verdad es que es una suerte vivir en Bresse! —exclamó al verentrar a sus amigas—. Esta mañana nos han traído pollos a quince céntimosla pareja, buena mantequilla a seis la libra y huevos a tres la docena.¿Sabéis que en París los huevos van ya a diez céntimos y la mantequilla atrece? Y adivinad lo que les ha costado a mis hermanos tomar una matelota

en una venta de los Campos Elíseos. ¡Seis libras por cabeza!—¡Seis libras por cabeza! —repitió Marie, sofocada—. ¡Seis libras por un

plato de anguila y carpa con cebollitas!

—¡Y me gustaría saber con qué mal vino las habrán guisado! —dijo Emilie—, No hay nada más tonto que mis hermanos por obsequiar así a unasmodistillas siendo pobres, en lugar de salir con damas de calidad, que almenos pagarían a escote y no serían menos complacientes. Yo loscastigaría por su estupidez. De los diez escudos que esos "sardanápalos"me mendigan para pagar el gasto, sólo les voy a enviar dos, uno para cadauno.

—Doña Émilie, sois una tacaña —dijo Marie, riendo—. Yo soy másgenerosa con mi hermano Jean.

—Eso es porque sólo tenéis una sanguijuela colgada de vuestra bolsa. Yotengo dos. ¡Y hay que ver lo que chupan! El juego, la galantería, losadornos, el buen vino y la buena mesa, todo lo caro les va. Si yo fuera el reycobraría los impuestos a través de los posaderos, la gente corre aarruinarse con ellos. Pero, veamos, ¿estáis aquí para comer conmigo? Hacetres días me trajeron una buena cosecha de caracoles grises que ya debende estar a punto.

—¡Oh, sí! —gritó Marie, golosa—. ¡Preparadnos una comida a base decaracoles!

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—Bien. Pediré que saquen vino blanco de Mâcon y que envíen a buscaruna bandeja de albondiguillas de queso de gruyere al horno comoentremés.

—Creo que no voy a tener apetito —suspiró Jeanne.

Émilie posó sobre ella sus vivos ojillos.

—Ya veo lo que os pasa, Jeannette. ¿Es que el señor Aubriot siguecomportándose tontamente como un viudo inconsolable?

—No puedo obligarlo a corresponderme —dijo Jeanne en tono moribundo.

—Eso es lo que convendría discutir —dijo Émilie—. Pero, permitid que

primero dé mis órdenes...—Ya está —dijo más tarde—. Ahora sentémonos y charlemos.

Se había puesto un vestido muy bonito de estameña verde pálido, sobreel corsé del cual brillaba su cruz de oro esmaltada en blanco con la efigie desanta Catalina aureolada con la divisa Genus Decus Virtus, Nobleza HonorVirtud.

Las tres amigas se instalaron en un pequeño salón que Émilie habíadecorado en blanco y verde y amueblado con blandos sofás en seda blancaadamascada. El parquet montado a la versallesca era una maravilla, como

también la chimenea de estilo grutesco en mármol verde de Florencia.Émilie no vivía en una de las grandes y armoniosas casas capitulares quedaban a la encantadora plaza del capítulo, sino en una casa un poco menosantigua y más pequeña, situada más abajo, que había heredado de supariente, doña Marie-Alphonsine de la Pommeraie. La regla no autorizaba auna canonesa de menos de veinticinco años a vivir sola en su casa privada,así que Émilie tenía con ella a la vieja doña Donatienne, inválida a causa delreuma, medio ciega y sorda del todo, que le hacía de cómoda carabina.Bastaba endulzarle el pico para tenerla contenta.

 Jeanne se sentó de modo que veía el parque. Replantado por doña Marie-Alphonsine un poco antes de su muerte, sus jóvenes árboles ya estabancrecidos pero aún permitían que la mirada vagase libremente hasta el fondode la campiña silvestre, que comenzaba a verdear tras los muros de laabadía y se extendía, inmensa, hasta los lejanos montes azulados delBeaujolais.

—Emilie, vuestro panorama me reposa el alma —dijo Jeanne—. Si mequedase soltera y tuviera que hacer de lectora, me gustaría serlo en casade una dama de Neuville.

—Y yo os tomaría para mí —respondió Emilie con ardor—. Bueno, eso sies que aún estoy aquí. Al fin y al cabo, se puede dejar de ser canonesa.

— ¿De veras pensaríais en ello? —se asombró Marie.Emilie descartó la pregunta con un gesto ligero de la mano.

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—Abandonar el cómodo y agradable estado de canonesa exige unamadura reflexión —dijo ella—. Hablemos del estado menos feliz del corazónde Jeannette...

Doña Emilie tomó un trago de vino y volvió a servirse caracoles.

—Opino que vuestro cobarde ha huido —decretó—.Jeannette, os hafaltado audacia. No sé por qué, siendo tan vivaz de espíritu y carácter, oscomportáis con vuestro Aubriot como una pava. ¡Obedecéis a su voluntadmás que a la de un padre!

—¿Y qué queréis que haga, que lo rapte? Todavía no está de moda, hayque esperar a que nos rapten a nosotras —dijo Marie riendo.

—Nada de eso —objetó tajantemente Emilie—, hay que saber serraptada. Las raptadas que conozco preparan el asunto tanto como susraptores. En amor, los hombres se sienten indecisos en el último momento.

—¡Toma! —exclamó Marie—. ¡Como que si la cosa va mal es a él a quienle retorcerán el cuello! La doncella se librará con sólo un poco de encierroen algún convento. ¿Os acordáis del rapto de Anne-Marie de Moras? Si elconde de Courbon no perdió la cabeza es porque ya se la había llevado al

otro lado de los Alpes cuando el tribunal de Châtelet lo condenó.—Habláis de una historia que sucedió hace veinte años y que conocemos

por nuestros padres, que nos la cuentan como nuestras nodrizas noshablarían del coco, para que nos portemos bien —dijo Emilie—. En aquellaépoca el ministro era el cardenal Fleury, un viejo señor pudoroso. Además,el conde de Courbon era el amante de la señora de Moras y, ¿qué queréis?,¡no se rapta a la hija de la amante! La madre se vengó poniendo unadenuncia y eso hizo funcionar a la justicia, lo que me parece de lo másvulgar. Cuando una no está contenta de su amante se le visita con unapistola, no se le envía al teniente de policía. En todo caso, por lo que

respecta a Jeannette y el doctor Aubriot, no veo que los jueces...Emilie se paró en seco, bruscamente avergonzada. Jeanne se sonrió.

—Bueno, Emilie, ¿por qué no decirlo? En un caso de cada mil el estropicioes ventajoso, y ése es mi caso. ¿Qué juez se preocuparía por la fuga de unaseñorita Beauchamps con un burgués de Châtillon? ¡Ay!, lo malo es quedicho burgués se preocupa aún menos por dicha señorita Beauchamps. Nole gusto tanto como para raptarme, esa es la verdad.

Emilie sacudió furiosamente sus bucles pelirrojos.

—¡No me lo creo! Una persona tan joven y bonita como vos gusta

siempre a los hombres... al menos el tiempo de conseguir lo que quieren.Aunque un hombre tenga el corazón seco o prendado en otra parte, siempre

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acepta amantes con gusto, sobre todo si ellas se les ofrecen, por chocanteque nos pueda parecer a nosotras.

—Es verdad, si me atengo a las conversaciones de mamá con la señorade Vaux-Jaillox, que parece que los hombres son muy diferentes a nosotrasen lo que respecta al sexo —dijo Marie—. No tienen necesidad de estarenamorados para... ser galantes.

—¡Pero, es que yo quiero ser amada! —gritó Jeanne, a la que las palabrasde sus amigas no consolaban en absoluto.

—Claro —dijo Emilie—. La mayor aspiración de una mujer debe ser elamor. Que la ame quien ella ama, sentir que se la quiere con la misma

vivacidad, la misma fuerza y la misma constancia, eso es lo único que lepuede aportar a una mujer la felicidad en toda su plenitud, estoyconvencida. Pero también lo estoy de que no es fácil que se realicesemejante milagro. ¡La manera que tienen los hombres de adorarnos sinpor ello privarse de mentirnos, de engañarnos o de olvidarnos a la primeraocasión, es algo que salta a la vista!

— ¿Y no hay a veces hermosas excepciones? ¿Acaso no vemos a veces aun novio voluble caer para siempre preso del encanto de su esposa desde eldía siguiente de sus bodas? —gimió Marie, que pensaba en su distraídoPhilippe.

—¡A Dios gracias pasa a veces, os lo concedo! —admitió Emilie—. Laposesión actúa siempre en el corazón de un hombre.

Ella no bajó la voz, al contrario, le dio énfasis para añadir, volviéndosehacia Jeanne:

—Para hablar claro, señoritas, me parece más fácil que un hombre nosame cuando lo tenemos en la cama que si anda por ahí libre.

Con las mejillas ardiendo, Jeanne explotó.

—Muchas gracias por vuestro consejo, señora —dijo con cólera—.¡Entiendo que me mandáis al asalto del señor Aubriot con modales decortesana, cortesana de muy baja categoría, pues apostaría que hasta unabailarina de la Opera espera un ofrecimiento antes de meterse en la cama!

Emilie levantó la mano para significar que ella no lo apostaría yaprovechó para llamar a la criada a fin de disfrutar de una segunda bandejade caracoles y ensalada. Se anunció pronto el alegre perfume de lamantequilla al ajo y la golosa nariz de Marie aspiró el olor a fondo. De lastres frustradas en cuanto a voluptuosidad amorosa, Marie era la que seconsolaba mejor de la ausencia de un amante con la presencia de un buenplato. En cuanto la criada se marchó, la joven canonesa retomó laconversación. Nunca se cansaba de discutir sobre las apasionantes

costumbres del Amor, aquel país desconocido al que se moría por ir.

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—Hay mucho que reflexionar sobre las costumbres que han adoptado loshombres y las mujeres entre sí —dijo—. ¿Son de verdad naturales?Escuchad cómo hablan los curas que confiesan en el campo y sabréis queson las niñas las que arrastran a los chicos a los juegos amorosos. Pareceque ciertas pastorcillas, apenas núbiles, convierten a críos de ocho a doceaños en amantes pasables. Es más tarde cuando las cosas cambian y laschicas se vuelven melindrosas con los muchachos atrevidos, porqueentonces todos se ponen a imitar las costumbres de los señores.

—¿Entonces nosotras tendríamos que imitar los modales campesinos? —preguntó Marie riendo, mientras que Jeanne exhibía un aire ofendido.

—No digo eso, Marie. Pero es evidente que los hombres jóvenes sontímidos, mientras que los más maduros se dispersan en sus ocupaciones. Alfinal, sólo los viejos insisten. Pero como eso no nos conviene, quizátengamos que animar a los otros. Mirad, ayer recibí una carta de mi primaSourzy... Juzgad. Sourzy es huérfana. Su tutor, el conde de Belmont, que laha criado, debe de tener cerca de cuarenta años. Pues bien, he aquí lo queme dice: "Os sorprenderá, Emilie, saberme instalada en Paris, pero es quehe querido seguir al conde de Belmont. Desde que tenía doce años me dicuenta de que, aunque estaba casado, le gustaba, y me ha dado siempreun trato tan dulce que ha conseguido que yo lo ame también. Cuando se loconfesé, me habló de sus escrúpulos, pero no me ha costado mucho

quitárselos. Ahora somos amantes, somos felices y, si algún remordimientotengo, es no haber provocado antes nuestra felicidad...“Ya veis —dijo,doblando la carta—. Reconoceréis que los términos que usa Sourzy no dejanninguna duda sobre la iniciativa que ha tomado frente a la indecisión delconde.

—¿Qué edad tiene vuestra prima?

—Pronto cumplirá quince años.

—Pues entonces no podía provocar su felicidad mucho antes —señaló Jeanne, con la primera frase de Sourzy en mente.

—Querida —dijo Emilie—, las mujeres no podemos permitirnos debutartarde en la vida. ¡Ved lo que se dice de las enamoradas de cuarenta años!¡No paran de burlarse de ellas! Creedme, nuestra mejor época es antes delos veinte años.

—¡Por Dios, Emilie, no me desesperéis! —exclamó Jeanne que, con suscercanos dieciséis años, se sentía próxima a la edad de la renuncia—. ¿Yacaso amar no es vivir, aunque sea dolorosamente?

Emilie empleó su tono irónico.

—Eso es lo que pensaba a los doce años, Jeannette. ¡Desde que soy

mayor la triste suerte de una heroína de novela no me tienta en absoluto!Para estar en su papel, estas enamoradas deben tener siempre aire ausente

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y los ojos húmedos, no sentarse a la mesa para comer algo, hablar aúnmenos...

—En efecto, eso no nos conviene —dijo Marie, sonriendo.

—¿Creéis que a mí sí me conviene? —exclamó Jeanne exasperada—. ¿Yquién habla de esperar llorando? Al fin y al cabo, es verdad que el señorPhilibert tiene los pulmones delicados y que el aire del Midi le sentará bien,eso no es una mentira. El siempre se pone contento de verme y la otranoche sentí que comprendía los sentimientos de mi corazón y no me haprohibido tener esperanzas.

—Ahí tenéis una hipocresía que podríais reprocharle —dijo con viveza

Emilie—. Desde el momento en que comprende vuestros sentimientos bienpodría quitaros las esperanzas claramente.

Con un gesto impidió replicar a Jeanne.

—¡No! ¡No me digáis que os deja en la duda por bondad! ¡Un hombre notiene esas delicadezas con alguien que de verdad le estorba! Así que es porcálculo por lo que Aubriot es amable sin serlo bastante, os pasea en cabriolébajo la luna sin besaros y os ruega que vayáis a verlo al mismo tiempo quese apresura a poner pies en polvorosa. Hablemos claro, Jeannette, creo quesi no os ha desilusionado antes de marcharse es porque no quiere que osconsoléis durante su ausencia. Me lo imagino pensando que es buenogalopar hacia el Sur mientras uno es amado en Dombes, que alguien subirácada día a la torre para ver si los caballos que nos devolverán al amadolevantan polvo en el camino de Orange. ¡La verdad, querida mía, yo envuestro lugar me enfadaría de ver que me tratan como a una enamorada dereserva!

—No está mal razonado —juzgó Marie, escogiendo con la vista laalbondiguilla de queso más grande.

A Jeanne la había iluminado el fuego de las palabras de Emilie.

—¿Así que, vos pensáis igual que yo, Emilie, que el señor Philibert ha

adivinado mis sentimientos y que mi amor lo hace feliz, aunque posponga eldecírmelo?

Los bucles pelirrojos de la canonesa aureolaron su cabeza bajo el sol.

—¡Jeannette, me da vergüenza pertenecer al mismo sexo que vos! Loúnico que habéis entendido es que os doy permiso para esperar que Aubriotos quiera utilizar a capricho sin siquiera enviarle una nota de enfado parasacudir su pereza. Vais a echar a perder vuestra juventud.

—¿También crees tú, Marie, que nuestra mejor época es antes de losveinte años?

Mientras estaban recogiendo a sus yeguas, que pacían en un prado de laabadía, Marie se enredó en una respuesta que Jeanne no escuchó. La cruel

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frase de Emilie la persiguió el resto del día hasta su cama. El siguienteamanecer la encontró plantada en camisón ante el espejo buscando en surostro las pruebas de su belleza. ¡Incluso en aquella mañana triste, éstaparecía poder durar por lo menos cuatro años!

El invierno transcurrió al compás de su tristeza, cargado del gris de lalluvia, pesado de lodo. Pero la alegre primavera que le siguió fue aún mástriste para Jeanne, pues trajo violetas y ranúnculos, chisporroteos de sol enel rocío de la mañana, perfumes de espino blanco en los setos y nidos de

golondrinas en el patio, trajo dulzura, belleza y emoción al ambiente deCharmont, sin devolver a Philibert a Châtillon. Jeanne cumplió dieciséis añossin alegría y al final de la primavera el ruiseñor del bosque de Neuville fuerealmente "el pájaro de lágrimas" del que habla el poeta, que sólo cantapara llorar el amor perdido. Al fin, en mayo, le llegó una larga carta deAntibes.

Philibert se había quedado allí para reposar durante un mes, después dehaber herborizado durante una larga temporada a lo largo de la costaprovenzal con su amigo Gérard de Cotignac. El sol era cálido, el paisaje deuna infinita belleza azul, la campiña olía a menta y tomillo, en las playas los

pescadores cocían enormes calderos de sopa de pescado perfumada en laque mojaban pan con ajo, que estaba como para chuparse los dedoscuando os invitaban a su mesa. El viajero ya no tosía, había recuperado treslibras de peso y una tez saludable y, además, era rico como Creso enplantas del Sur. A esto el botánico añadía que había cargado en su carruajeuna caja conteniendo dos centenares de muestras secas etiquetadas.

Rogaba a Jeanne que fuera tan amable de recibirla, abrirla y empezar unherbario de Provenza en espera de su regreso.

Una vez pasada su alegría, cuando Jeanne releyó por décima vez la carta,que iba sacando una y otra vez de su falda, le pareció menos buena.

Philibert sólo hablaba de él y de sus pequeñas satisfacciones. Jeannette sólole venía a la pluma al final de la misiva, y eso sólo para darle órdenes. Lasternezas y el "os abrazo'' de la fórmula de cortesía no ocultaban lascarencias. Pensó que Emilie criticaría la carta y no se la enseñó. Pero seapresuró a enseñarle, al mismo tiempo que a Marie, los regalos para ellaque había descubierto, escondidos debajo de las plantas, en el fondo de lacaja llegada de Antibes. Había un frasco de colonia de lavanda en un bonitocofre de madera de olivo, mermelada de limón y naranja y un rollo decanciones provenzales.

—Decididamente, el señor Aubriot es muy distraído —dijo Emilie—. ¡Os

envía lo superfluo antes de haberos asegurado lo necesario!

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—Mordeos vuestra malvada lengua, señora —dijo Marie, a quien suprometido no le había ofrecido nunca ni un alfiler—. Todas estas atencionesme parecen encantadoras y representan un buen principio.

Hacia mediados de julio llegó una segunda carta de Philibert, fechadaesta vez en Roquestéron, un pueblo de los Alpes del Midi. Como se sentíacercano a la curación, el médico se había recetado una prolongación de suestancia en un clima tan propicio para los enfermos de pulmón. Pasaría todoel verano en aquella altitud, paseándose entre el buen aire balsámico de los

bosques de pinos. En septiembre se reuniría en Grasse con su amigo Gérardde Cotignac, que lo había animado a hacer un viaje al Piamonte. Volveríanpor Suiza para visitar al doctor Haller, de modo que Philibert no podía decirsi estaría de vuelta en Châtillon para finales de año o sólo a principios de1764. Toda una página de la misiva estaba dedicada a anunciar un nuevoenvío de flora que debía llegarle a Jeanne en otoño. Esta vez se trataba deplantas frescas, delicadas y preciosas, que un rico aficionado de Hyères,que poseía un jardín exótico heredado de su abuelo, le había prometidodarle.

Por lo general, el doctor Aubriot se expresaba sin rebuscamientos,

aunque lo llenaba todo de citas latinas. Pero esta vez, para pintar los rojos yel violeta de seda episcopal de las fucsias, dar sentido al olor de la vainillade los heliotropos, describir los encantadores panoramas de sus excursionesa lo largo del Estèron y la cornisa del Var, su pluma se había perdidocomplacientemente en los vericuetos de un espeso lirismo. A Jeanne,embriagada, le pareció una carta magnífica para leérsela a sus amigas y así lo hizo, pronunciando las mejores frases con su voz más melodiosa.

 Jeanne poseía una hermosa voz de contralto ligera, llena y melodiosa,plena de inflexiones aterciopeladas y enriquecida por una dicciónnaturalmente perfecta, que era uno de sus mayores encantos.

—¡Qué voz! —suspiró Emilie, una vez terminada la lectura—. Lástima queel oficio de actriz sea un oficio de fulanas, pues lo haríais de maravilla. Nosé si poniendo a doña Charlotte de mi parte, nuestra priora me dejaríainstalar un teatro en una de nuestras casas grandes. Podríamos...

—Pero ¿y la carta? —la interrumpió Jeanne, impaciente—. ¿Qué os parecela carta del señor Philibert?

—Yo me he sentido transportada a orillas del Estèron —dijo Marie—. Aúnestoy llena de colores y perfumes. ¡Qué poéticos son algunos párrafos! Sesumerge una en ellos con delicia.

—Sí —dijo Emilie con impertinencia—, se hunde una. He ahí una prosaque os adormece de maravilla.

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 Jeanne le lanzó una mirada llameante y no le habló en todo un mes.

El otoño llegó y con él el paquete de Hyères. Los esquejes raros, despuésde tanto camino, tenían un triste aspecto al llegar a Charmont. Un terciomurió sin haber manifestado la más mínima intención de reponerse. Jeanne,desolada, decidió llevar a los más débiles al invernadero del jardín botánicode Lyon. Tomó a las pobrecillas plantas con su terrón de tierra, lasempaquetó con cuidado y Thomas fijó la caja detrás de la carroza.

La señora de Bouhey, que observaba maquinalmente estos preparativosdesde el balcón de su alcoba, llamó de improviso a su ahijada, que yaestaba preparada para partir.

—¡Jeannette! Ya que vas hasta Lyon con tus enfermas, ¿por qué no tequedas más tiempo? Coge tu ropa y vete a pasar algunas semanas con losDelafaye. Lyon es tan alegre...

Vio dudar a la joven, que tenía un pie en el estribo.

—Vamos, Jeannette, no seas tonta, allí también puedes jugar a hacer laPenélope y además el tiempo pasa mucho más de prisa.

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Capítulo 12Capítulo 12

A finales del año 1763, Lyon era una ciudad más floreciente que nunca.Debido a que su industria y su comercio estaban en plena expansión, las

técnicas y las artes conocían un momento de efervescencia; la vida socialera animada, alegre y elegante, y la vida intelectual brillante.

En esto la ciudad sólo reflejaba el estado de prosperidad y de optimismode todo el reino. La guerra de los Siete Años se había perdido pero al fin sehabía acabado, el 10 de febrero de 1763, con un tratado desastroso. Franciahabía tenido que dejarles a los vencedores el Canadá, Senegal, NuevaEscocia, el protectorado de la India, Menorca, además de deshacerse de laLuisiana con una generosa ligereza en manos de su ruin aliada, España. Desu hermoso imperio colonial sólo le quedaban algunas migajas dispersas yla mayoría de las islas que producían azúcar. Mas ¿qué importaba aquel

pergamino firmado por los príncipes? Era cosa del rey. Sus súbditos, lejos deaquellos lugares, sólo se ocupaban de enriquecerse y hacer hijos. Desde elmomento en que el rey seguía poseyendo los campos de caña de azúcar delas Antillas, todo iba bien, pues uno podía seguir endulzándose la vida. Encuanto al resto, las "quimeras" canadienses, americanas, africanas ydemás, ¡adiós y buen viaje! Aquellos mitos lejanos habían costado yademasiado en dinero y soldados, eran asunto concluido desde hacía tiempo;ya podían hacerse canciones de los desastres de la guerra en aquellosextremos del mundo, y las canciones no faltaban. La guerra había dejado unmillón de muertos, pero los muertos no estaban allí para quejarse y losvivos se sentían demasiado en forma para no olvidarse de los muertos. Enfin, que la Francia vencida en 1763 se sentía de maravilla, con una monedaextraordinariamente sólida, pues el rey y sus ministros sucesivos habíanmantenido firmemente su política monetaria desde 1726, aplicados enhacer desaparecer la desconfianza en el franco que había causado, bajo laRegencia, la tumultuosa bancarrota del financiero Law. Los capitalesabundaban, se invertía fácilmente, el comercio, más vivo que nunca,arrastraba a la industria, que crecía a una velocidad acelerada, sobre todoen Lyon. Nadie estaba en paro. Era verdad que los obreros de las fábricas ylos numerosos trabajadores inmigrados se aprovechaban menos y a menorvelocidad del enriquecimiento nacional que los demás súbditos de Luis XV,

pero ¿quién se preocupaba de escuchar la voz de esas dos minorías, las

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cuales, de todas maneras, nunca estaban contentas de su suerte? Para losfranceses que contaban, aquella era una buena vida.

En casa de los Delafaye era color de oro y plata. Aquellos señores habríanreconocido que se vivía en un país de Jauja en lo tocante al pequeño y grancomercio, si el fisco no hubiera estado allí para "esquilarlos". Y es que elfisco seguía la inclinación general y reclamaba cada vez más escudos aaquellos que se los metían a puñados en los bolsillos, lo que era másinsufrible en 1763 que nunca.

 Jeanne llegó precisamente a la plaza Bellecour un día en que se clamabacontra el recaudador de impuestos. El señor Joseph volvía de un viaje a

París y contaba que el rey iba a aumentar el presupuesto del fisco general yexigiría un ingreso de ciento cinco a ciento diez millones de francos para elaño 1764.

—¡Se me han erizado los cabellos bajo la peluca! —dijo el señor Joseph—.¡Para darle ciento diez millones al rey, los recaudadores, esos bandidos,querrán recoger ciento cincuenta! ¡Los impuestos van a subir por las nubes,y Dios sabe que ya pagamos derechos de aduanas exorbitantes!

—¡Y gabelas! —añadió su mujer.

—Vaya —suspiró cómicamente el señor Henri, el más alegre de la familia—, ya veo que tendremos que rebelarnos y aprender a tomar la pularda sinsal para burlar a los aduaneros.

—Bromeáis, tío —dijo Laurent—. Por mi parte, estimo que el impuestosobre la sal es inmoral, como me lo parecen todos los impuestos sobre losvíveres...

El heredero de los Delafaye iba a lanzarse como siempre a un discursoeconómico aburrido, cuando la ácida voz de su hermana pequeña Margot lointerrumpió.

—En todo caso, la vendedora de buñuelos del muelle de Celestins ya haempezado la revolución. Grita a quien quiera oírla que se orinará en la

mercancía para aderezarla con una sal que no le deberá nada a losaduaneros.

—¿Qué decís, sobrina, qué horrible noticia es esa? —exclamó el señorHenri—. ¡Nuestra ciudad no puede vivir sin los buñuelos de la Celestina!

A despecho de la grave amenaza que pesaba sobre sus buñuelos, laciudad vivía tan alegremente que Jeanne le escribió a la señora de Bouheypara que la dejara quedarse allí todo el invierno.

El mundo de los negocios la divertía, casi tanto como el de las plantas. Leestimulaba la sangre. Iba a ver cómo el agente de los Delafaye especulaba

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en la Bolsa y, presa de aquellas gesticulaciones, aquellos gritos, aquellosmurmullos, de los rostros animados de aquella multitud que compraba,vendía, cambiaba acciones, mercancías y monedas, tenía la impresión devivir en el crisol de la ciudad, donde se fabricaban una riqueza y un podercada vez mayores, en medio de una efervescencia general. En la plazaBellecour, como en la de todos los negociantes de Francia, se leía la Gacetadel comercio, el Diario de la Agricultura y las efemérides repletas deinformaciones científicas, con el mismo apetito con que se leían los artículosde la Enciclopedia de los señores Diderot y D'Alembert. Las damas y lasseñoritas se hundían en la lectura con el mismo ardor que los hombres, y Jeanne se puso a ello con placer. No era cuestión de frecuentar la sociedad

lionesa sin poder, como todo el mundo, hablar del rojo de Andrinópolis, elúltimo grito en cuestión de hilo de algodón, o del concurso abierto por laAcademia sobre la mejor manera de lavar la seda, o bien las apasionantesobservaciones hechas en las fábricas inglesas por el espía industrial queLyon mantenía en Londres. También había que saber cómo teñían los indiossus indianas y cómo estampaban los holandeses sus telas de "mazulipatán";no ignorar la historia de la canela que perfumaba las compotas, ni la de lamadera de amaranto con que el ebanista adornaba sus cómodas, ni la delpotingue "para ablandar vientres" que acababan de poner de moda losboticarios... en fin, que hacía falta conocer con detalle todas las novedadesque se introducían en la vida cotidiana, lo que era en verdad mucho que

aprender. Las conferencias de la Academia de Ciencias, las Artes y lasBuenas Letras eran tan frecuentadas como los espectáculos y losconciertos.

Las sesiones importantes de la Real Sociedad de Agricultura, fundada en1761, no lo eran menos. ¡Nunca había habido tantos lioneses interesadospor las frutas nuevas, el progreso de las verduras y la mejora de la piernade carnero! Pierre Poivre hablaba a menudo en la Sociedad de Agricultura yla sala se ponía hasta los topes de público femenino. Un númeroincalculable de jóvenes y sus madres se apasionaban por las enfermedadesde las moreras o el cruce de las diversas razas de trigo. Poivre era un

orador cautivador... y el soltero rico más a la moda de la ciudad. Jeanne sesentaba siempre que podía en la primera fila y Poivre le sonreía en cuantola veía, momento en que las miradas celosas de sus vecinas convergíansobre Jeanne, que se sentía halagada hasta la médula de los huesos.

En tanto esperaba a Philibert, le habría gustado mucho que Poivre seenamorase de ella. Pero, ¡ay!, él se mostraba igualmente encantador contodas las mujeres encantadoras. Pero no por ello tenía reputación dehombre inofensivo, lo que resultaba muy divertido. Cerca de él, Jeanne sesentía en un agradable estado de inseguridad civilizada, en el que tenía quereconocer que se entretenía a menudo con un hombre un tanto peligroso.

Pese a que se reprochaba sus nuevos modales y sus infidelidades para conPhilibert, no por ello dejaba de recoger todos los homenajes y los deseos

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que se acercaban a ella, con la diligencia de un imán que recoge todas laslimaduras que encuentra. Era capaz de soportar los tontos elogios de unimbécil de la misma manera que se habría aplicado un ungüento sobre lapiel, sólo por calmar una especie de hambre. Además de hacerlalanguidecer, la ausencia de Philibert le erizaba los nervios y le impedíadormirse por las noches. Revivía su último paseo nocturno en cabriolé,saltaba a tierra en sus brazos e imaginaba el beso que no le había dado,encontrando en su boca el sabor del beso de Vincent. Millares de agujas leaguijoneaban la piel, un vacío doloroso se abría en medio de su cuerpo yacababa dándole de puñetazos furiosos a su almohada. ¡Ah, si hubierapodido aplastar allí el tiempo que la separaba aún de las caricias de

Philibert! Se levantaba y corría a cerrar brutalmente las cortinas para no verbrillar el claro de luna que se burlaba de ella por estar sola en la cama bajouna luz de miel hecha para los amantes...

A mediodía, Jeanne solía acompañar a Marie-Louise y Margot hasta elgran almacén de la calle Mercière cuyo rótulo, Au Cocon enchanté, redoradocada año, repicaba al viento lanzando a los viandantes alegres guiños encuanto salía el sol. Jeanne se quedaba abajo ocupándose de la venta aldetalle o subía al primer piso a reunirse con Marie-Louise. Al cumplirdieciocho años le habían confiado el cargo de los negocios con el extranjero,bajo la tutela de un sagaz jurista de treinta años, Edmond Chapelain, que sehabía convertido en su prometido con la bendición de la familia. Jeannepensaba que iba a aburrirse mucho en compañía de una pareja decomerciantes natos, que se tomaban en serio los negocios y el dinero, leíanúnicamente libros de cuentas y no habían abierto nunca El espectáculo dela naturaleza del abate Pluche, lo que era una laguna increíble. Y sinembargo, había descubierto en seguida un placer poético en el despacho deMarie-Louise y Edmond: oírles hablar del mar a cada momento.

Nunca habría podido imaginar Jeanne hasta qué punto el mar estaba

presente en Lyon. ¡Incluso en el primer piso de un almacén de la calleMercière! Parecía que el mar estuviera al otro lado de la puerta. Escuchar aEdmond y Marie-Louise comprar y vender se convertía en un viaje de largadistancia lleno de peligros y de golpes de suerte, que podían proporcionar lariqueza o la ruina pero que, al final, siempre significaban la riqueza. Vistodesde el Cocon enchanté, el mar era un gran camino azul, por el cual lascaravanas blancas cargadas de mercancías se dirigían a Levante paravolver cargadas de lingotes de oro. Hojeando los libros de expediciones, enel que un empleado copiaba las cartas expedidas por Marie-Louise a suslejanos corresponsales, Jeanne sentía alzarse las velas infladas de viento

que la empujaban a la aventura.

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"Con el navío Le Solide, que debe salir de Marsella el 5 de diciembre endirección a Esmirna, enviamos..." "Con el navío  Aurore, que llegará aNápoles alrededor de..." Dauphiné, Belle Thèrese, L 'Impatient, Ville deGrenoble, L'Espérance, Mascotte... Jeanne tenia la impresión de que Marie-Louise tenía en sus manos las riendas de toda una flota. Desde su mesa deescritorio daba sus órdenes y los barcos se llenaban de tesoros, las velasescalaban los mástiles y grandes pájaros blancos y dóciles salían adepositar por todo el Mediterráneo sus piezas de tafetán, sus paños, suscintas, sus galones, sus encajes, sus sombreros de copa de pelo "servidosen pan de azúcar", sus zapatos de tafilete "bien hechos", sus pañuelos enbleu-fil, sus candelabros de casa Blanc Neveu de la calle Corche-Boeuf, sus

cinturones, sus guantes, sus alfileres, sus medias de seda y algodón, susmadejas de hilos de bordar... y, para completar el cargamento, a vecestambién se enviaba "buen vino tinto, el mejor de Borgoña, que deberíavenderse muy bien, ya que a la llegada de un navío proveniente de Marsellase espera vino de Provenza, y la sorpresa de ver que llega con buen vino deBorgoña servirá para que los cordones de las bolsas se aflojen..."

—Marie-Louise, vuestro comercio marítimo se lee como una novela —dijo Jeanne un día, cerrando un libro de Expediciones.

—Es que el mar es una novela —dijo Giulio Pazevin.

A Jeanne la frase le sonó como un eco.

—Sí, un marino me dijo eso mismo —murmuró levantando la vista haciaquien había hablado.

De estatura mediana pero muy erguido, el hombre tenía la elegancia y lapresteza de un bailarín, una tez de pan de especias, brillantes ojos negrosalmendrados y bordeados de pestañas femeninas, la sonrisa fácil, la vozsuave. El armador marsellés Pazevin no se había casado nunca pero habíaacabado por legitimar a este bastardo que le había dado una siciliana dePalermo. Giulio tenía en ese momento treinta y dos años, bailaba bien,cantaba de maravilla, rasgueaba lindamente la guitarra, tocaba bastante

bien el clave y sabía vender a la perfección a las damas todos sus atractivospues, para felicidad de su padre, era capaz de venderlo todo con ventaja.Negociante audaz y de envergadura, producía algo de temor a losprudentes lioneses, pero, después de todo, el conde Pazevin respondía porél. Giulio iba a menudo a Lyon a comprar mercancías o a vender parte delos productos del astillero de su padre, de modo que Margot, la hermanapequeña de Laurent, se había enamoriscado de él. Aunque no parecía tenerprisa por escoger a una víctima entre las numerosas candidatas quebregaban por conseguir el empleo, el bello Giulio se dejaba adorar poraquella monada de quince años, traviesa, tentadora y cuya dote iba a serredonda. Ello no le impedía, claro está, andar detrás de las faldas de Jeanne

cuando la encontraba en la calle Mercière. Se acercó por tanto a ella y sesentó con negligencia en la esquina de una mesa de despacho.

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—¿Soñáis con el mar? —le preguntó sonriente.

—Sí —dijo ella al cabo de un buen rato—. Pero no lo he visto jamás. Voshabréis navegado mucho, claro.

—He corrido bastante, sí —dijo Giulio con cierta suficiencia—. Conozcotodas las islas del Mediterráneo, la costa berberisca, Grecia,Constantinopla...

—¿Y la Isla de Francia?

—Todavía no. Espero a que un capitán amigo mío me lleve, pero aguardaa que la isla pase a manos del rey...

Edmond Chapelain intervino.—¿Se sabe cuándo será eso?

Giulio se encogió de hombros.

—Cuando el rey y la Compañía de Indias se pongan de acuerdo sobre elprecio de las islas Mascareñas . La Compañía quiere diez millones defrancos oro y el rey sólo quiere dar seis o siete. Acabarán por partir la peraen dos.

— Cuanto antes, mejor para nosotros los negociantes. El fin delmonopolio nos permitirá vender libremente allí.

—¡Entonces sólo faltará que los colonos puedan pagarnos las mercancías!—ironizó Giulio—. Por el momento, tienen más ganas que dinero. Y pareceque su puerto no es muy acogedor. El caballeroVincent me ha dicho quePort-Louis está casi en ruinas. Los colonos no tienen un céntimo parareconstruirlo y se ven obligados a esperar a que el rey compre la isla paramendigarle un poco de dinero a Choiseul. Pero, una vez que el puerto estéen buenas condiciones, predigo que la Isla de Francia será un gran negocio.Me tienta poner allí un despacho de contratación. Siempre es al principio deldesarrollo de un país que los negros...

Desde que se había pronunciado el nombre de Vincent, Jeanne estaba en

tensión. Aunque había perdido por siempre jamás al caballero y él tal vez nisiquiera la recordaba, cuando por casualidad pronunciaban su nombre éstese alojaba en ella como si regresara al nido después de un largo viaje. Yentonces se ponía a escuchar lo que se decía de Vincent con una atenciónllena de celo, que hacía zumbar las palabras en sus oídos y resonar en sucorazón. Pero, en este momento, Giulio hablaba de negros.

—... y si el cultivo de algodón y de caña se extiende en la isla, harán faltamás esclavos. Hasta ahora los colonos han tomado a sus vecinos losmalgaches, que no valen gran cosa. Los holandeses, que los han explotadoprimero, lo han hecho de manera tan bárbara que les han estropeado el

carácter. Habrá que buscar mano de obra en Mozambique, e incluso en lacosta occidental de África, y no me importaría construir barcos para ese

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tráfico. La buena madera de ébano será cada vez más escasa y, por tanto,se convertirá en mercancía rara, preciosa.

Hubo un silencio. Fuera por repugnancia moral, fuera por error deapreciación comercial, los hermanos Delafaye no habían querido nunca"partidas de negros" en su cartera, motivo por el cual habían tenidodiscusiones con Laurent, que sí quería tenerlas.

—No estoy muy decidido a dedicarme a la trata —dijo finalmente el señorHenri—. Es verdad que se puede ganar mucho, pero también arruinarse.

—Uno se arruina cuando la trata esta mal hecha y se recluta cualquiercosa —dijo Giulio—. Si me dedico a ello, sólo trataré con congoleños. Son

robustos, hermosos, resistentes y alegres.— ¿Alegres? —exclamó Jeanne—. Supongo que eso será antes de la trata.

—Antes y después —dijo Giulio—. La fatiga no les impide bailar ni cantar. Y en cuanto a las mujeres congoleñas, se arreglan bien, son joviales y lesgusta mucho hacer niños, y esta cualidad vale su peso en oro, pues fabricanesclavos gratis. Los congoleños son una buena mercancía, con cien puedenhacerse cuatrocientos.

—A pesar de todo, sé que se enjugan grandes pérdidas en el tráfico deesclavos —dijo el señor Henri.

—Porque la trata está mal hecha —repitió Giulio—. El caballero Vincentme ha explicado que casi ningún negrero protege su mercancíainteligentemente, se contenta con desembarcar viva la mitad, en mejor opeor estado de venta. Habría que hacer la trata en edificacionesespecialmente preparadas para ello, y también con un poco de bondad.Creedme, el interés y la moral saldrían ganando.

 Jeanne, cuya cólera había ido creciendo en silencio durante las palabrasdel futuro negrero, controló su voz antes de intervenir.

— ¿Y vuestro amigo el caballero Vincent sería uno de esos capitanes lobastante bondadosos como para tratar al ganado negro como si creyeraque tiene el alma blanca?

La pregunta había sido formulada con la suficiente pasión como para quetodas las miradas se volvieran hacia Jeanne.

— ¿Sin duda, señorita, debo contaros entre las lectoras fervientes delbarón de Montesquieu?

—Sí, señor —respondió ella, devolviéndole la sonrisa irónica—. No meavergüenzo de estar contra la esclavitud.

—Entonces no tenéis más mérito que Montesquieu, que sólo poseía viñasen el Bordelés —dijo Giulio—. A los jornaleros que empleaba paratrabajarlas no les habría gustado tanto cortarse las manos en los campos de

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cañas de azúcar. Pues hay que encontrar las manos para hacerlo orenunciar a endulzar nuestro café.

—Donde crece la viña se acepta libremente cultivarla para ganarse elpan. Donde crece la caña, debería poder cultivarse libremente para ganarseel arroz de cada día —objetó Jeanne con firmeza.

Giulio adoptó una expresión burlona.

—Desearía que algún día fuerais dueña de una plantación colonial. Nohay nada como adquirir unas cuantas hectáreas de tierra en las islas paracambiar de filosofía. Comprended: mientras queramos vender y tomarazúcar, los esclavos serán necesarios, pues sin ellos el azúcar saldría muy

caro.—Dejemos el tema, en el que nunca nos pondremos de acuerdo, señor —

dijo Jeanne secamente—. ¿El caballero Vincent se dispone a convertirse ennegrero?

—Si me hacéis semejante pregunta es porque conocéis al caballero, ¿noes cierto? —se sorprendió Giulio.

—Lo conozco muy bien. Y sé que ha soportado reproches del granmaestre de su orden por haber liberado esclavos en lugar de conducirlos aMalta. ¿Lo habéis persuadido tal vez de cambiar de filosofía?

Había hablado con violencia contenida y se ruborizó al ver que Giulio laobservaba con curiosidad.

— ¿Y bien, señor? —preguntó con impaciencia.

Observándola siempre, Giulio se hizo de rogar un buen rato antes deresponder.

—Señorita, ya que los sentimientos de mi amigo Vincent os preocupan,estad tranquila. No creo que se haga negrero por el momento. Se niegaobstinadamente a creer que los negros sean diez veces más desgraciadoslibres en su casa que esclavos en la de los blancos. Pues la verdad, señorita,

es que les hacemos un favor arrancándolos del salvajismo. Ya sabéis que...—Ya sé, señor —le interrumpió Jeanne con una falta de cortesía

intencionada—. Conozco los argumentos de los negreros. Como tambiénque liberan a esos salvajes de sus reyes negros encadenándolos, para pasara civilizarlos a garrotazos. Dejemos esto y habladme de la Belle Vincente. Tengo curiosidad. ¿La habéis visitado?

—Sí y aún estoy maravillado. ¡Qué fragata! La fragata con más estilo quese haya visto balancearse en la rada de Marsella. En cuanto al interior... Haylujo por todas partes. El camarote del capitán es un verdadero tocador, eldel consejo un salón y los demás camarotes del castillo de proa podrían

muy bien ser ocupados por damas. Incluso los camarotes de los pilotos y elcirujano tienen bastante confort. Pero, ya que las cosas del mar parecen

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apasionaros, ¿por qué no venís a admirar a la Belle Vincente con vuestrospropios ojos? En este momento podríais hacerlo: está en el muelle.Acompañadme a Marsella y os conduciré a bordo.

— ¡Entonces tendréis que llevarme también a mí! —exclamó Margot,celosa—. Tengo muchas ganas de ver el mar.

—Margot, vuestro hermano Laurent os ha prometido viajar a Marsellacuando tengáis dieciséis años y cumplirá su palabra en primavera —intervino su tío Henri—. En invierno los caminos no son buenos.

—Además de que tendrías que correr para llegar antes de la partida de laBelle Vincente —añadió Marie-Louise—. Por un correo de Marsella he sabido

que levará anclas el 17 de diciembre, y ya estamos allí.—No, la Belle Vincente no saldrá hasta el 19 ó el 20 —corrigió Giulio—.

Espera paños de oro y plata, así como también tres cajas de una vajilla deplata sobredorada que aún no está terminada.

Desde que sabía que Vincent estaba en Marsella, Jeanne no decía unapalabra, irritada por sentirse turbada y casi temblando sin poder remediarlo.Intentó hablar con desdén.

— ¡Qué tiempos modernos tan decepcionantes para los románticos, enque vemos a los corsarios sometiéndose a las órdenes de los pañeros y los

orfebres con la misma paciencia que el capitán de un barco mercante!—Deberíais emprender un viaje al Mediterráneo oriental para

convenceros de que allí el comercio es una aventura digna de un corsario —dijo Giulio—. El lugar está infestado de piratas voraces, y más vale cargarlas mercancías preciosas en un buque corsario si quieren venderse enOriente.

Edmond Chapelain completó la explicación.

—Los cargueros saben que todo pirata sensato teme encontrarse con uncorsario. Además, la carga de un barco corsario sale a cuenta porque alllegar a puerto llega sola. Los barcos mercantes se ven obligados a navegarescoltados por un convoy para escapar al pillaje y, en un mercado en el quese dejan varios cargamentos de golpe, los viajes resultan ruinosos.

—Comprendo —suspiró Jeanne—. Pero yo veía el corso de otro modo...

—Y, por cierto, ¿cómo es que esta vez no hemos visto a Vincent en Lyon?—preguntó el señor Henri.

—No lo sé —respondió Giulio—. Tampoco lo hemos visto por Marsella,salvo la mañana de su llegada, hace dos semanas. Anda por ahí, sin haberdicho dónde. Su lugarteniente es el que se ocupaba de la carga en elmomento de marcharme de la ciudad...

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"Está en Vaux, seguro que está en Vaux —se dijo Jeanne, comenzando adoblar maquinalmente sus faldas antes mismo de saber que había decididovolver a Charmont.

 Tamborilearon en la puerta de su habitación y vio en la rendija la caralunar, rosada y con hoyuelos, ahora asustada, de Appoline, la criadita paratodo del hotel Delafaye.

—Hay un hombre abajo que quiere ver a la señorita Jeanne Beauchamps.Lo ha dicho así, como con mucha ceremonia y con voz muy seria. No hadicho su nombre, pero...

La pequeña marcó una pausa y siguió con aires de misterio.

—Lo he reconocido en seguida, señorita. ¿Es el señor Beaulieu, elteniente de policía?

— ¿El teniente de policía?—se sorprendió Jeanne—. ¿Estáis segura?

— ¡Oh, sí, señorita! Señorita...

— ¿Sí?

Appoline bajó aún más la voz.

—Si queréis libraros de él, podéis bajar por la escalera de servicio y salirpor la puerta de atrás.

— ¡No seáis tonta! —exclamó Jeanne—. Id a decirle a ese señor que ahorabajo.

A su invitación, el policía tomó asiento.

El hombre era alto, fuerte, imponente, pero era distinguido y no había ensu rostro ningún signo de maldad. Jeanne lo contemplaba sin decir palabra,con las manos ligeramente temblorosas sobre la falda. Beaulieu vio en esetemblor un gesto que le era familiar pero que no probaba nada, ni para bienni para mal.

—Tranquilizaos, señorita —dijo sonriendo—, no vengo a ver a unaacusada. Pero es posible que podáis ayudarme a arreglar un asunto muyserio. Me han dicho que sois amiga de la infancia de Denis Gaillon, el hijodel administrador de la baronesa de Bouhey...

Cada vez más sorprendida, Jeanne asintió con la cabeza.

—Ya que es así —continuó el señor de Beaulieu—, tal vez podáis decirmesi os confió algún proyecto de viaje. ¿No? ¿No comprendéis lo que quierodecir? El señor Gaillon ha desaparecido, señorita, desaparecido de Châtillondesde hace dos días.

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Los ojos de Jeanne se dilataron y el señor de Beaulieu pensó que aquellamuchacha tenía una de las miradas más conmovedoras que hubieracontemplado nunca. Retomó su tono paternal.

—Desde el momento en que su padre no hace reclamación alguna, elhecho de que ese joven de diecinueve años quiera ver mundo no es asuntoque preocupe a la policía. Sin embargo, la cosa cambia cuando, el mismodía de su marcha, doña Emile, condesa de Pommeraie, desaparece tambiénde la abadía de Neuville.

— ¡Oh, no!

 Jeanne soltó un grito al mismo tiempo que se levantaba, pálida y con el

corazón palpitante. El señor de Beaulieu le hizo una señal para que sesentase.

—Vuestra reacción me prueba que no estáis en el secreto, lo que espreferible para vos. La complicidad en un asunto de rapto puede pagarsemuy cara. Os podrían marcar con la flor de lis, haceros azotar y enviaros aldestierro, eso si no os cuelgan.

 Jeanne hizo de tripas corazón y se encaró con el policía.

— ¿Y qué os hace creer que se trata de un rapto y que las dos fugasestán relacionadas, señor? ¿Acaso las personas a las que buscáis han

dejado alguna carta?El señor de Beaulieu miró a su interlocutora con una simpatía que la

desconcertó.

—No es mala idea, señorita, esa de disociar los dos asuntos. Confiesoincluso que veros tan convencida de vuestra sugerencia me aliviaríamucho... si no tuviera pruebas de lo contrario.

 Jeanne miró al policía a los ojos, buscando penetrar en su pensamiento. Else explicó mejor.

—No me gusta que una historia de amor termine en tragedia, pero ¿por

qué iba a tratarse de una historia de amor? Por lo que sé ni la condesa de laPommeraie ni el señor Gaillon han dejado ninguna carta. Pero... Comprenda,toda la policía va a lanzarse tras el rastro de la hija del marqués de laPommeraie y acabará por encontrarla. Y más valdría que la encontrase sola,aunque sólo hiciera una hora que se hubiera separado de su compañero deruta. Lo único que se hará entonces es devolverla con dulzura a suconvento. Si por casualidad un dependiente de farmacia se dejara coger almismo tiempo que ella...

—Denis no es un simple dependiente, sino un químico muy...

El señor de Beaulieu la interrumpió con un gesto.

—Señorita, visto desde lo alto de las torres del castillo de la Pommeraie,un químico no vale más que un dependiente de droguería. Vuestro amigo

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acabará en prisión y, si tiene suerte, colgado. Pero lo más probable es quesufra la rueda del tormento.

— ¡La rueda!

Gritó la palabra y luego grandes lágrimas le brotaron de los ojos.

—Calmaos, niña —dijo el teniente de policía con bondad—. Después detodo, aún no los han cogido.

—Y no los van a coger, ¿verdad?

—Me temo que sí. La policía está bien organizada. Y, además, la partidaes fácil para el gato. ¿Dónde queréis que vayan dos ratones perseguidos?

Galopan siempre hacia el puerto más cercano para salir del país escondidosen un barco. Mi colega de Marsella es un maestro cogiendo a parejas deenamorados que, bolsa en mano, recorren los muelles en busca de uncapitán codicioso, sin pensar que un hombre codicioso vende su palabratantas veces como puede. De todas maneras, las tabernas de marinerosestán infestadas de policías.

 Jeanne seguía escuchándolo, pero tenía en mente la idea esperanzadoraque acababa de darle el señor de Beaulieu al pronunciar el nombre deMarsella. ¿Emilie y Denis no habrían sabido por la señora de Vaux-Jaillouxque la Belle Vincente estaba anclada en Marsella? ¿Y no sería por eso por lo

que habían escogido partir dos días antes, sabiendo por anticipado que elbarco los acogería?

El policía, sorprendido al ver que Jeanne sonreía débilmente, se detuvo enmitad de la frase y le preguntó con dulzura:

— ¿Se os ocurre alguna idea nueva y festiva, señorita? Os pregunto cuáles.

— ¡Oh, no es nada! No tengo la más mínima idea que pueda ayudaros,señor.

El llegó ante el umbral de la puerta y lanzó un vistazo al vestíbulo

desierto, se volvió y dijo con voz lenta:—Mis investigadores no han salido todavía para Marsella. Mis oficinistas

están desbordados de trabajo y lo estarán hasta mañana, pero tendrán queponerse a la tarea pasado mañana. Puedo cerrar los ojos ante un atascopasajero de trabajo, pero no ante una negligencia prolongada cuando setrata de encontrar a una canonesa de Neuville.

—Gracias, señor —dijo ella—. Sois muy bueno.

— No, intento solamente ser justo, lo que ya es de por sí bastante cruel.

Su mirada atravesó a Jeanne, luego se hizo lejana.

—He visto en la rueda a un albañil de veinte años que le había levantadolas faldas a una monja en la capilla del convento entre dos golpes de paleta.

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El castigo me pareció muy desproporcionado, pues la monjita parecíahaberse repuesto muy bien.

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Capítulo 13Capítulo 13

Bouchoux arrastraba una gran maleta de mimbre por el vestíbulo deCharmont. Cadiche y Lison, las dos camareras del castillo de Rupert, lo

seguían llevando sendos neceseres. Pompon cerraba la marcha, los brazosextendidos como los de un espantapájaros, con un chal sobre cada uno deellos y dos gorros de muselina en las manos. Plantada ante la puerta delsalón amarillo y lila, la señorita Sergent vigilaba la maniobra sin unasonrisa.

— ¿Qué es lo que pasa? —exclamó Jeanne, dirigiendo unos ojos muyabiertos al centro de toda aquella agitación.

— ¡Ah, señorita Jeanne, por fin! ¡La señorita Jeannette ha llegado! —chillóPompon en dirección al salón.

La señorita Sergent abrió la puerta.—Por fin estás aquí —dijo la señora de Bouhey—. ¿Y por qué milagro tan

pronto?

—Pues... he salido de Lyon de buena mañana —respondió Jeannedesconcertada.

—De buena mañana —repitió la baronesa—. ¿Habías decidido volver portu cuenta?

—Sí, ¿por qué?

—Porque, de buena mañana también, te he mandado a Thomas con lacarroza y el encargo de traerte al galope. ¿No lo has encontrado por elcamino?

—No.

— ¡Qué importa! Ya volverá. ¿Y por qué has vuelto? ¿Qué es lo quesabes?

—Emilie y Denis —dijo simplemente ella.

— ¿Cómo lo has sabido?

—El teniente de policía de Lyon ha venido a verme.

— ¿El señor de Beaulieu?, ¿en serio? —preguntó la baronesa con tonoinquieto—. La investigación ha empezado pronto... Denis está loco, le

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cogerán. Su desgraciado padre no deja de llorar. ¡Si tuviera delante a Emiliele daría una buena paliza! ¡Meter por diversión a un muchacho bueno yserio en semejante lío, en el que se juega la vida!

—Decís "por diversión"... —empezó a decir tímidamente Jeanne.

— ¡Ah, no, no se te ocurra defender a Emilie delante de mí! Es muy de sufamilia esa altanería, esa insolencia, esa desenvoltura. Todo al servicio desu placer, caiga quien caiga.

—Me había fijado en que Denis... —intentó decir Jeanne.

— ¡Cállate! —gruñó la baronesa—. Sean cuales sean sus sentimientos,pondría la mano en el fuego a que es Emilie la que ha manejado esteasunto. Cuando se es una Pommeraie y se quiere dar la campanada hayque escoger a un compañero de la misma clase. Aunque sólo sea porcortesía, no hay que buscarle la ruina ni en el lecho ni en duelo a quien notiene la vida fácil. Y ahora, tranquilízame. ¿Qué has respondido a laspreguntas de Beaulieu?

—Con toda discreción, ya que no sabía nada.

La baronesa le tomó la cara entre las manos y hundió sus ojos grises enlos ojos dorados.

— ¿De verdad no sabías nada? ¿No estabas en el secreto?

—Señora, os doy mi palabra.

—Bien, al menos me ahorro la pena de saber que eres cómplice de unamala jugada —dijo Marie-Françoise soltando la cara de su protegidadespués de haberla besado—. Si recibes una llamada de socorro, ven adecírmelo en seguida. Y abstente de ir a comentar nada a Neuville, dondetodo está revuelto, con monseñor el obispo plantado allí en medio yhaciendo desfilar a toda la gente de la abadía. Para desorden, ya estás bienaquí. Ahora vas a ver...

 Tras un tamborileo inaudible, la curiosa Pompon acababa de abrir la

puerta, que estaba bien cerrada, con el pretexto de recibir órdenes.—La Sergent piensa que sería mejor encender el fuego ahora mismo en

las habitaciones de las señoras de Rupert. En las habitaciones vacías el airehúmedo se acumula y...

— ¿Y desde cuándo la Sergent tiene necesidad de pedirme permiso paraencender el fuego que haga falta? —la interrumpió la señora de Bouhey—.Que haga cuanto sea necesario para la comodidad de esas señoras. Y ahoravete y no vengas en un buen rato, por favor. Como ves, Jeannette —continuó—, tu amiga Marie y su madre van a instalarse aquí por un tiempo.Durante la tormenta que tuvimos el lunes cayó un rayo en el olmo dos

veces centenario que dominaba la cota oeste del castillo de Rupert y éstecayó a su vez sobre el tejado. Los destrozos son grandes. Los carpinteros y

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techadores ya están trabajando y hacen un ruido infernal. Con su tendenciaa las migrañas Etiennette no aguantaba y le he propuesto refugiarse aquí con Marie. Llegarán a la hora de cenar.

—Esa noticia es mala para los Rupert, pero buena para nosotros —dijo Jeanne—. Me gusta la idea de tener a Marie para mí sola durante unatemporada.

—Yo también. Su madre nos ayudará a preparar la boda.

— ¿La boda?

Los ojos de Jeanne interrogaron el rostro de la baronesa, repentinamenteiluminada por la malicia.

— ¿La boda... de Marie? ¿Al fin ha dado su consentimiento la señora deRupert? ¿Ha conseguido Philippe una compañía? ¡Y Marie sin escribirme!

—No se trata de tu amiga. Soy yo la que voy a casar a mi nieto Charlesen enero —dijo la señora de Bouhey con fingida tranquilidad.

— ¿Charles? ¡Charles! Pero, señora, ¿Charles estaba entonces prometidoen secreto?

— ¡En gran secreto, te lo aseguro!

 Jeanne, estupefacta, se dejó caer en la butaca.

—Pero ¿por qué, señora? ¿Por qué prometerlo en secreto?

—No lo prometo, lo caso. Un poco más y celebramos el bautizo.

— ¡Oh!

—Sí, querida. Estamos interpretando por todos lados la comedia Lassorpresas del amor. Uno huyen, otros se acuestan. Encantadores jóveneslos de nuestro siglo. Al menos no son aburridos.

—Charles... ¿con quién?

—Con la pequeña Saint-Vérand, Adrienne.

— ¿Una linda y redondeada morenita, que baila muy bien?

—Y fresca, robusta y lista... Tiene diecisiete años, Charles tiene dieciocho.Se ven muchas parejas menos acordes en cuanto a la edad.

—No parecéis enfadada.

— ¡Es que estoy encantada! —exultó Marie-Françoise—. Delphine estáenfadadísima de verse obligada a entregar a su hijo a la hija de unhidalgüelo, pero yo estoy encantada. Aunque Charles no lo habrá hechoadrede, la joven es perfecta para él. Si bien reúne un buen número deblasones tanto del lado materno como paterno, no deja de ser una

campesina, y como Charles es un húsar, la unión me parece estupenda. Seayudarán uno a otro a bailar, cantar, galopar, cazar... retozarán a gusto,

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harán niños y no se complicarán la vida con libros ni con ideas. Seránfelices.

—Bien, al menos os veo contenta con este accidente —dijo Jeanne.

—Estoy contenta porque quizá pueda por fin acabar con ese linaje desoldados de caballería haciendo de su descendiente un simple criador decaballos. Adrienne adora los caballos, entiende de caballos y sueña contener una remonta para producir esa famosa raza de corredores que losveterinarios han creado cruzando el caballo oriental con el berberisco. LosSaint-Vérand poseen una gran propiedad de cría a dos leguas al norte dePont-d’Ain, Adrienne es hija única... Con gusto invertiría algunos cartuchos

de oro en una remonta... ¿Qué te parece mi idea, Jeannette? ¿También tegustan los caballos, no?

—Digo que son muchas noticias de una vez —respondió Jeanne haciendocara de ir a resoplar—. ¿Eso es todo? ¿Seguro que no hay más?

—Sí, bonita. Tengo un segundo matrimonio en la manga y lo voy a sacarahora mismo. Madeleine de Charvieu de Briey está aquí. Acaba de llegar deLorena ayer noche para pedirme la mano de mi sobrino nieto Laurent.

— ¡Uff! —se limitó a exclamar Jeanne, embotada por tantas sorpresas.

Luego añadió, tras reflexionar un poco:

— ¿Por qué venir aquí en lugar de ir directamente a la plaza Bellecour?—Un resto de pudor virginal —dijo la señora de Bouhey con ironía.

—Y... ¿desde cuándo está enamorada de Laurent?, ¿desde la última fiestade Charmont?

La baronesa sacudió la cabeza.

—Desde que quiere colocar un gran capital en la industria de tejidos. ¿Nosabías que Madeleine perdió a su padre el verano pasado? Ahí la tienesheredera de la fábrica de vidrio y también de fuertes cantidades de dinerocontante y sonante. Para diversificar sus negocios buscaba invertir, fuera en

el textil fuera en la metalurgia, y al final...—Ha preferido los beneficios de la seda a los del hierro.

—No seas malhablada —dijo la baronesa—. Digamos que Laurent le haparecido más apuesto y amable que los herederos disponibles en elmercado del mineral de hierro.

— ¡Ahí veo sentimiento! —exclamó Jeanne, riendo—. ¿Y creéis, señora,que Madeleine conseguirá a Laurent?

—Creo a mi sobrino muy capaz de interesarse por un capital fresco y porla fabricación de cristal —respondió la baronesa.

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El trueno de su risa rodó por el salón y atrajo a Pompon, que apareció enel umbral con la nariz palpitante.

— ¿La señora me ha llamado?

Por la puerta abierta se oía a Nanette chillar a causa de los gritos deBellotte, hasta que la Tatan se puso a aullar contra sus dos ayudantes.

—Ya empiezan a poner en fiestas la cocina —gruñó la baronesa—.Pompon, ve y hazlas callar.

—Quiero una hermosa fiesta para la boda —continuó tras la nueva salidade Pompon—. ¡Una fiesta alegre, aunque Delphine se ponga amarilla derabia! ¿Sabes que esa madrastra sólo quería una bendición de medianochedespués de una comidita íntima de contrato entre nosotros y los Saint-Vérand? Esa marisabidilla quería una boda vergonzante. Pero el caso es queesta viuda es la que paga la boda, el ajuar de la novia y todo lo demás, así que la joven baronesa pasará por donde quiera la vieja, y la vieja baronesaquiere que todos los miembros de la familia y sus antepasados se pongan abailar.

— ¿Y no vais invitar a vuestros amigos?

— ¡Claro que sí! Quiero que acudan los familiares, los amigos y todo loque cuenta en la provincia, y que haya champaña, música y alegría. Una

 joven de diecisiete años ya tiene bastante con que la castiguen por estarembarazada antes de tiempo, sin que además tenga que soportar unasbodas aburridas.

 Jeanne abrazó a la baronesa y la besó.

—Os reconozco —dijo, reposando un momento la cabeza en su hombro—.Sois más buena que el pan. Y, a propósito, ¿habéis invitado también a laseñora de Vaux-Jaillox? ¿Sabéis algo de ella?

— ¿Por qué me iba a olvidar de Pauline? —se sorprendió la baronesa—.No sabía de esa amistad repentina que demostráis. ¿A qué viene?

— ¡Oh! —exclamó Jeanne en tono ligero—. No os he ocultado ningunaamistad secreta entre nosotras. Sucede que me gusta hablar de las islascon ella, eso es todo.

— ¡Siempre con tus sueños de larga distancia! —suspiró Marie-Françoise—. Pues a mí me gustaría que te quedaras conmigo en Francia...

Como la baronesa no decía nada sobre Pauline y sus ocupaciones, Jeanneya sabía a qué atenerse. Tenía tiempo de galopar hasta Vaux antes de quellegaran las damas de Rupert. Pero ¿con qué pretexto?

A fuerza de romperse la cabeza para encontrar alguno, corrió hasta elinvernadero para hacer dos macetas con sus preciosas plantas de clavelesdobles. Delicadas y midiendo apenas dos centímetros, provenían desemillas regaladas por Pierre Poivre. El botánico lionés las había recibido de

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un joven extraordinario, el hijo del jardinero jefe del Jardín del Rey. Thouinsólo tenía dieciséis años pero desde su infancia pasaba por ser un genio dela jardinería y había conseguido doblar un clavel simple muy perfumado y lohabía convertido en una flor muy tupida. Todos los aficionados a la jardinería se habían enterado de la noticia, muchos por medio del Diario de Agricultura, y estaban locos por conseguir dos o tres semillas, e incluso,¿por qué no?, una mata del último logro de André Thouin. Jeanne no sabíacómo iba a ser recibida por la señora de Vaux cuando llegara a su casa condos matas de aquellos milagrosos claveles.

De su gran mansión, de un clasicismo solemne que databa del reinado deLuis XIV, la criolla había logrado hacer una morada con un encanto menosampuloso. París había exportado a la provincia el arte de hacer la vida máscómoda y diez años atrás Pauline había llamado a un arquitecto, un pintor,un estucador y un ebanista de la capital para que pusieran su casa a lamoda. Más artistas que artesanos, los cuatro parisinos se habían puesto deacuerdo para hacer dos pequeños apartamentos estilo Pompadour de lasenormes habitaciones del piso principal y remodelar todo el primer piso enalegres alcobas con tocador y un cuarto de baño. Techos estucados,revestimientos de madera pintada, alcobas esculpidas en estilo grutesco;entrepaños, puertas y postigos decorados a la manera de Boucher, conescenas pastorales y angelotes; paredes y asientos forrados de sedas detonos llamativos; una gran profusión de espejos; algunas buenas pinturasen las cuales ninfas y pastores mitológicos se destacaban sobre un fondo deruinas romanas poéticas... Todo ello había desterrado de todos los rinconesde la casa el frío y noble estilo del Gran Siglo XVI. Los viejos y pesadosmuebles habían sido vendidos y reemplazados por otro mobiliario flamanterealizado por encargo. Cómodas, escritorios, costureros, tocadores, mesasde café y de escribir, fresqueras, cajoneras, veladores... todo estaba a lamoda, en madera policromada en colores rosa, violeta y amaranto, salvo los

últimos modelos de muebles auxiliares, cuya hermosa caoba emitía reflejosde muaré. Los dos salones de recepción estaban repletos de sillones, sofásy otomanas. Había incluso unas tumbonas llamadas "pecado mortal",visiblemente inventadas para la charla frívola y el galanteo perezoso, a locual debía de ser fácil dejarse llevar porque en los apartamentos del pisoprincipal la temperatura era siempre tibia. Al hacer la reforma, el arquitectole había hablado a su cliente de poner calefacción por el suelo, que uningeniero acababa de proponer a la marquesa de Pompadour para elcomedor de uno de sus castillos. Pauline había hecho venir a Dombes alhábil ingeniero que había sabido, después de un viaje a Italia, redescubrir laidea de la calefacción central por circulación de agua caliente que encontró

bajo el mosaico de una villa antigua de Pompeya. La instalación de lapequeña obra de arte de tuberías bajo los parquets del piso principal de la

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mansión había atraído a toda la provincia de Vaux y cada recién llegadopedía permiso para probar el efecto andando descalzo. Aquel conjunto detrabajos había instalado la dulzura de vivir más refinada en casa de la bella,indolente y friolera criolla, que tenía el instinto de todos los placeres delcuerpo y del alma, y suficiente fortuna como para permitírselos.

Pauline era rica. No sólo había heredado en Santo Domingo unaplantación de caña y el ingenio azucarero de su madre —que le gestionabaun tío no demasiado ladrón—, sino que, además, se las había arregladopara convertirse, a los veinte años, en la viuda dorada de un financiero desesenta. El señor Jailloux, banquero y negociante lionés, había llegado a lasislas en busca de nuevas inversiones y se había lanzado sobre la más

adorable flor de aquel trozo de tierra. Blandamente instalado en unmatrimonio exótico, atiborrado de afrodisíacos, agotado por los bailes y lascenas que organizaba su joven esposa, cuyos apetitos eran vivos, a Lucien Jailloux sólo le había llevado tres años pasar de esta vida a la otra, pero sinnostalgia y de la forma más agradable del mundo. Dos años más tarde sulegataria universal, que quería visitar los edificios y las tierras heredadas,fue conducida a Francia por un oficial de la armada real. Gracias a losrelatos de los viajeros, las bonitas criollas habían adquirido tal reputación enla imaginación de los franceses que en seguida Pauline había sido festejada,adulada y adorada en toda la provincia. Se la quitaban unos a otros, se la

cubría de deseo, amor y amistad, de tal manera que nunca había regresadoa su isla. Convertida en amiga íntima de Etiennette de Rupert, habíaacabado por comprarse la propiedad de Vaux, contigua a la de los Rupert,para instalarse. Después de esto, se había bautizado como señora de Vaux- Jailloux riéndose más aún que la noble sociedad de los alrededores, y habíadecidido vivir en Dombes de la manera más deliciosamente posible, graciasa sus grandes ingresos y a su inclinación a la felicidad. Invitando en su casadurante todo el año a la compañía más alegre, espiritual y frívola del lugar,lo lograba de la mejor manera, aunque no con poco costo. Había tenido queaprender a despedir a los invitados demasiado fieles para tener un poco dereposo.

Ella debía de estar sola en ese momento. Jeanne lo percibió desde queentró en su casa, que respiraba orden y paz. Cocotte, la criada negrapreferida, la hizo entrar en el exquisito saloncito crema y miel de Pauline,donde una gran abundancia de plantas de tierras cálidas ponía una nota deverdor. La joven advirtió en seguida la presencia de un nuevo y magníficobiombo de laca negra decorado con un paisaje en oro. "El último regalo deVincent", pensó, con una punzada en el corazón. Muchos de los objetos dela habitación evocaban el paso de un corsario que iba abriendo maletas a lavuelta de una campaña lejana. Chinerías blancas y azules, porcelanastraslúcidas del Japón, alfombras suntuosas de seda de Oriente. "Tiene que

pagar el alquiler de su refugio en tierra", pensó Jeanne con maldad. Pero nopudo dejar de acariciar con sensualidad un vaso de China color sangre de

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buey que había en la cómoda, aunque sin duda se trataba del odiosopresente de un amante lleno de atenciones. De repente, presa de pánico,tuvo unas ganas locas de marcharse. ¿Y si Vincent estaba en Vaux yentraba inesperadamente en el salón?

—Tengo algo más reciente que ese jarrón para enseñaros —dijo detrás deella la voz mimosa y calma de la criolla—. Acaban de regalarme una docenade platos de color rubí, con dibujos preciosos. Aún los tengo en un cajón,venid a verlos... Miradlos cuanto queráis mientras encargo el té. ¿Opreferiríais un ponche?

Cocotte pasaba y volvía a pasar, con mucho frufrú de sus faldas de

colores y tintineo de brazaletes. Cupidon trajo la bandeja de té. Cupidon eraun "ejemplar de Indias" soberbio, un criado negro de una bellezaprincipesca, que Vincent había traído a Vaux después de haberlo comprado,enfermo y doliente, a un alcalde de Port-Louis que lo maltrataba. Cupidonsirvió el té con gestos lentos, de una armonía fascinante. El ligero perfumedel té humeó imperceptiblemente sobre las tazas. Fue un momento mágico. Jeanne tenía la impresión de estar viendo una parcela de la centelleantevida de las islas, situada allá lejos como un espejismo, sobre el desiertoazul, tranquilo y cálido del mar tropical. Cuando Cupidon ralló el pan deazúcar sobre el té, fue como si endulzase la infusión con el alma de su país.

—Señora, una puede venir aquí a alimentar la nostalgia de las islas —murmuró—. ¿No añoráis nunca sus cielos, sus flores, sus pájaros?

Pauline sonrió.

—Añoro menos mi isla que vos. La nostalgia de lo desconocido es másfuerte que la del recuerdo.

 Jeanne se sintió algo molesta.

— ¿Cómo sabéis que añoro las islas?

—Si se lo preguntarais a Cocotte os diría que se lo ha dicho un pajarito.Sabéis, cuando se vive entre los negros se acaba por ser permeable a todos

los sueños que les rodean. Los negros son un manojo de sueños. Jeanne dejó vagar la mirada hasta el vestíbulo a través de la vidriera de

doble hoja. Cocotte se paseaba de arriba abajo con indolencia, de brazoscruzados, canturreando con la boca cerrada una quejumbrosa y lánguidamelopea.

— ¿No será que su criada se aburre en lugar de soñar?

—Sentimentalismo y queja son las dos ocupaciones favoritas de losnegros. Y aquí no las practican menos que en su país natal.

—Que los vio nacer esclavos —precisó Jeanne.

Pauline acentuó su sonrisa, pero no elevó la voz ni un semitono.

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—Este es un momento encantador, no lo estropeemos discutiendo defilosofía. Yo he tenido esclavos y vos no. Aunque quisiera convenceros deque he sido una buena ama, no me creeríais porque estáis convencida deque la palabra "amo" es mala en sí misma. Y, sin embargo, Cocotte yCupidon están conmigo porque así lo han querido, aquí se han casado y hantenido unos negritos que hay que alimentar. No tienen ningunas ganas deque los libere y los mande a vivir por su cuenta en algunas hectáreas detierra de Santo Domingo que les daría con gusto. ¿Y no tienen razón? Ladulzura de vivir se encuentra en Francia más que en el resto del mundo,aunque los franceses lo sepan menos que los extranjeros.

—Puede que sea sólo la inquietud la que les impide volver allí donde

nunca han sido otra cosa que prisioneros. Un viajero que volvía de las islasme dijo un día que los ojos de todos los negros son los de un prisionero.

Pauline emitió una risita ligera, tomó su abanico y los desplegó con ungracioso gesto de muñeca.

—La próxima vez, aconsejad a ese viajero que cuando vuelva a las islasmire también los ojos de los colonos y de los criollos. Todos los habitantesamarrados a una isla tienen ojos de prisioneros. He conocido en SantoDomingo a muchas personas que sólo soñaban con evadirse. Los colonos,cuando hicieran fortuna. Los criollos, para conocer París. Los negros pobrespara huir de su miseria, y los otros, para poner pie en tierra firme algunavez. Una isla pequeña no es una tierra, es una chalupa. Las ganas de bajara tierra acaban por agarrar alguna vez a todos los pasajeros. ¡El mal de marsólo se sufre en el mar! —observó el aire incrédulo de su visitante y añadiópara terminar—. Pero no querría seguir empañando vuestro sueño con miexperiencia, querida señorita. De todas maneras, si arribáis alguna vez aorillas de vuestra isla, desembarcaréis vuestras esperanzas y ellasembellecerán lo suficiente el paisaje como para proporcionaros un granmomento de felicidad. ¡Así que no me creáis, aunque es lo que ya estáishaciendo!

  Jeanne no respondió. Su anfitriona estaba en lo cierto: no estaba

dispuesta a creerla en nada. En la chimenea, un tizón incandescente sederrumbó. El calor que se desprendía del fuego era muy vivo. La criolla seabanicaba con lentos movimientos. Le sentaba bien y lo sabía. Estar allí sentada delante de ella con las manos vacías irritaba a la joven y a Paulineno le importaba fastidiarla un poco. ¿Cómo aquella linda pava había podidoresistirse a Vincent? Las vírgenes son tentadoras, pero a Dios gracias sonbastante idiotas. En cuanto están enamoradas, creen a pies juntillas que sehan enamorado del hombre más amable de la tierra. Hay otras que, aunquevean al hombre muerto de deseo a sus pies, los dejan caer sin más. "En fin,tanto mejor", se dijo Pauline. Le molestaba más que Jeanne hubiera

decepcionado a Vincent que el que lo hubiera seducido. Un deseo reprimidopuede volverse duro y amargo como un hueso en el corazón de un hombre.

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Dieciocho meses después de haber fracasado a la hora de raptar a Jeanne,Vincent aún parecía sensible a ella. Cuando a principios de diciembre volvióa Vaux había hablado una noche de "las mujeres" más con causticidad quecon su habitual ternura burlona. Otra noche, le había preguntado a Paulineen tono negligente sobre las gentes de Charmont y, como ella pronunciaraex profeso el nombre de Jeanne, él había vuelto bruscamente la espaldacomo para concentrarse en el café que estaba preparando, pero ¡no por esola escuchaba menos!

El prolongado silencio incomodó a Jeanne, al punto que hizo un esfuerzopara proseguir la conversación, algo que no hacía casi nunca.

—Os he traído dos macetas de claveles dobles —dijo—. Cocotte las hacogido. ¿Os las ha enseñado?

Pauline se levantó con expresión de contento.

— ¿Macetas de claveles dobles? ¡Qué maravilla! ¿Por qué no me lo habéisdicho antes?

Hacía más de una hora que Jeanne hubiera debido poner fin a su visita yaún no había podido sacarle ninguna confidencia a su anfitriona. Las

preguntas le quemaban en los labios pero había que marcharseeducadamente.

"Ha venido para preguntarme por Vincent pero no se ha atrevido", sedecía Pauline procurando despedirse cuanto antes. "¡Bah!, seamos buenas,acaba de hacerme un regalo valioso. Pero, ¿acaso no tengo yo máscuriosidad que ella de oírla hablar de Vincent?"—Antes de marcharos, ¿noquerríais ver un cuarto de baño que acabo de decorar? Es el delapartamento que le doy al caballero Vincent cuando me hace el favor depasar por Vaux. Una inundación accidental lo había estropeado y heaprovechado para...

Con el corazón palpitante, Jeanne siguió a Pauline sin escucharla.

El cuarto de baño de Vincent era de un lujo refinado, provisto de dosbañeras de cobre, una para hacerse enjabonar, otra para enjuagarse. En lospaneles de madera de las paredes había delfines esculpidos y escenas debaño pintadas en los postigos interiores de las ventanas y sobre las dospuertas. Se veían bañistas muy sonrosados y muy desnudos en actitudescariñosas.

— ¡Qué bonito! —murmuró Jeanne, impresionada—. ¡Este cuarto de bañoparece hecho para un príncipe! Un príncipe un poco libertino, desde luego.

—Tenéis razón, querida niña, he buscado hacerlo igual, o casi, que el deLuis XV. Mi arquitecto ha conseguido los planos. Pero entre nosotras os diré

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que creo que mis pinturas son menos buenas que las del rey y sin duda máspicaras. ¡Mis personajes están muy bien de carnes y las tienen muysonrosadas! Parecen sorbetes de fresa. ¿Miráis el tocador? ¿Os gusta?

—Es admirable...

Era un gran tocador masculino, revestido de madera de caoba. El espejocentral estaba levantado y todo un neceser en plata sobredorada labrada sereflejaba en él: cepillos, peines, tijeras, tenacillas para rizar, alisadores,frascos... Una buena media docena de frascos de porcelana de Vincennes, ala cual Jeanne no pudo resistirse. Se dejó caer en el taburete colocado anteel mueble y comenzó a levantar los tapones para adivinar los olores.

—Vinagre aromático...—Para después del afeitado —dijo Pauline.

—Azahar de Malta...

—Para el pañuelo —dijo Pauline.

—Agua de Colonia...

—De Jean-Antoine Farina, la mejor. Para fricciones —dijo Pauline.

—Esencia de lavanda...

—Se ponen unas gotas detrás de la oreja, contra los contagios... —dijoPauline.

Las miradas de las dos mujeres —luz dorada, luz negra— se encontraronen el espejo del tocador y se desafiaron, se penetraron... Entre la que losabía todo de Vincent y la que no sabía casi nada se estableció un juegoturbador, un poco cruel, del que se desprendía una cierta voluptuosidad porla ausencia de un mismo amante. Complacientemente, se ayudaron una aotra a desvelar los pequeños secretos íntimos del hombre al contemplar,toquetear y oler todos y cada uno de sus objetos familiares. Y su tejemanejede gatas indiscretas les encantaba.

—Hmmm... —murmuró Jeanne apartando la nariz del cuello de unabotellita de vidrio corriente—. Este perfume es de un gran frescorpersistente, pero no me resulta conocido. Voy a tener que hacer trampa ymirar el nombre.

— ¿De verdad? —dijo Pauline cogiendo la botella para ocultar la etiqueta—. ¿De verdad no os acordáis de este perfume? Probad de nuevo...

La voz de Pauline había arrastrado las palabras burlonamente. Jeanne sepreguntó a dónde quería llegar pero volvió a meter la nariz en el sabrosoolor.

—No lo adivino —acabó por decir.

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—Es Tesoro-de-la-Boca —dijo Pauline con un tono aún más intencionado—. La célebre agua espiritosa del señor Pierre Bocquillon de París. Dicenque proporciona un aliento fresco y el poder de dar besos de un saborexquisito.

Con la sangre agolpada en la cara y furiosa por haberse dejado coger enla trampa, Jeanne miró en el espejo el rostro de la criolla, cuya boca de colorrosa oscuro se ensanchaba en una sonrisa maliciosa. No pudo evitar el veraquella boca abrirse lentamente y fundirse en los labios de Vincent, almismo tiempo que sentía, detrás de sus propios dientes apretados por elodio, el pegajoso recuerdo de aquel beso compartido con otra. La mezcla deimágenes y de sensaciones le resultó odiosa, repugnante, tenaz,

voluptuosa.Pauline dejaba flotar sobre Jeanne la caricia de sus ojos cálidos,

imaginando, con una perversidad ligera, las manos de Vincent en trance dedespertar la piel de aquella ingenua. Como cada vez que montaba a caballo, Jeanne se había recogido los cabellos en una bolsa e, inesperadamente,deslizando sus dedos entre el cuello y el hule satinado, Pauline liberó lacascada rubia, que cayó en bloque sobre la espalda de la muchacha.

— ¡Oh! —exclamó ésta débilmente.

Pero no hizo ningún movimiento. Pauline había cogido un cepillo del

tocador y alisaba aquel río de cabello que no lo necesitaba.—Ponedme agua de azahar —rogó Jeanne muy bajito.

Pauline giró varias veces el frasco de agua de olor para darle toques conel tapón a los rubios cabellos. Embriagada por el potente perfume, Jeanne,estremeciéndose de bienestar, cerró los párpados.

 Tenía la impresión de respirar a Vincent cuando éste se quitaba, con ungolpe de pañuelo, la sombra de una mota de polvo. Se sentía tan bien queni siquiera abrió los ojos cuando notó que Pauline le deshacía la corbata demuselina y le desabrochaba a medias la camisa para pasarle el tapón

húmedo alrededor del cuello y luego dejaba caer un reguero de agua deazahar hasta el nacimiento de sus senos.

—Querida niña, si queréis que os ponga también en el ombligo tendréisque ayudarme un poco —dijo con ironía Pauline.

  Jeanne lanzó un gran suspiro, abrió por fin los ojos y se esforzó enbromear.

—El caballero no se priva de nada —dijo resiguiendo con un gesto eltocador—. Posee todo un equipo de gran coqueto.

— ¡Decid más bien un equipo de gran cortesana! Hace falta todo esto

para que Mario lo ponga a punto. ¡Y, creedme, parece que en alta marnecesita otro tanto!

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—Se dice que Mario es muy devoto del caballero.

— ¿Devoto? Eso es poco decir. ¡Mario idolatra a Vincent! Hasta el puntode que lamento que lo tenga por amo y no por amante.

 Jeanne se ruborizó y se recogió los cabellos. Pauline la ayudó por el placerde toquetear un poco con sus manos aquel espeso y suave tejido de sedaaterciopelada.

—Jeannette —dijo, llamándola por su nombre por primera vez—, antes demarcharos ¿no vais a decirme el motivo de vuestra visita? ¡Nadie sedeshace de dos macetas de claveles del rey sin una buena razón!

La joven le plantó cara.

—Es verdad, señora. Quería saber si el caballero había venido a Vauxrecientemente y esperaba saber también si les había prometido a misamigos Emilie y Denis recogerlos a bordo de su fragata.

Pauline sacudió la cabeza.

—No lo sé. Un capitán no tiene derecho a embarcar a fugitivos. Hacerloes una falta grave y quien lo hace no lo pregona. El caballero dejó Vaux eldía 8 para irse directamente a Marsella, donde tenía mucho que hacer antesde desplegar velas. Vuestros amigos desaparecieron el día 9, eso es todo loque sé y vos lo sabéis también.

— ¿A dónde debe ir el caballero?

—A Esmirna. Su carga es preciosa y toda ella destinada a los palacios deesa ciudad.

—Esmirna... ¿Es un buen escondrijo para amantes en fuga?

—El mejor escondrijo para los fugitivos es el oro.

—Pues deben de tener bien poco.

—Si están con Vincent dispondrán de su oro. El caballero es generoso.Además, por suerte le gustan los raptos. ¿Sabíais, querida Jeannete, que si

se tercia él es también un raptor de tiernas doncellas tan osado como unmosquetero?

—No. ¿De verdad? —dijo Jeanne suavemente, abriendo los ojos de unmodo cándido ante los ojos chispeantes de la criolla.

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Capítulo 14Capítulo 14

La boda de Charles y Adrienne fue como una danza bien ejecutada. Lanovia le gustó a todo el mundo. Morena y con abundantes bucles sin

empolvar, rolliza, más sonrosada por la felicidad que por el colorete, llevabaun bonito vestido a la francesa de un azul claro muy suave, a juego con susgrandes ojos de madona de vitral. A aquella novia embarazada de tresmeses se le habría dado la absolución sin necesidad de confesión. Como suspadres estaban al corriente y le impedían bailar demasiado, ella se divertíaocupándose de sus invitados, pasando chales a las damas, ofreciendoconfites, buscando bastones y tabaqueras con una gentileza tan natural queDelphine empezaba a mirar a aquella hija de simples hidalgüelos con ojosenternecidos.

El baile no terminó hasta las dos de la mañana, con un ambigú de carnes

frías, ensalada y confituras.La señora de Bouhey había mandado poner una mesa separada para los

  jóvenes en la biblioteca. En aquella pieza con su olor particular,desacostumbradamente iluminada, Jeanne se sentía en su casa. Las llamasde las bujías hacían brillar los lomos encuadernados con claridades móviles;todos sus viejos amigos los libros parecían sonreírle, conocía tan bien ellugar de cada uno que a menudo se había divertido viniendo a buscaralguno a tientas por la noche. De vez en cuando le lanzaba una mirada alrespaldo del canapé de madera dorada sobre el cual Vincent le habíaenseñado lo que era un beso. Hacía dos años ya que ella había estado a

punto de huir de Charmont para correr detrás de una loca aventura. Dosaños. ¡Un inmenso espacio de tiempo durante el cual no había pasado nada,nada de nada! Bueno, sí: un paseo al claro de luna con un distraído quehabía olvidado besarla. Suspiró. Se sentía como se siente una cuando seestá sola en una fiesta en que la mayor parte de nuestros amigos van enpareja. Incluso Marie, aquella noche, tenía a su lado a su novio, Philippe, ynadaba con él en una felicidad cerrada a los demás. Los novios cenabanmuy cerca uno de otro, hablaban en murmullos, intercambiaban risasahogadas, se hacían bromas patosas y brindaban en voz baja cada vez quebebían. "¡Los muy egoístas!", se dijo Jeanne, malhumorada. Su miradarecayó sobre Jean-François de Bouhey y casi le vinieron lágrimas a los ojos,

tontamente, porque él también parecía haberla olvidado. La antevíspera,cuando llegó de la escuela militar con el abate Rollin para asistir a la boda

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de Charles, en su desconcierto al ver que una mujer se interponíarepentinamente entre su hermano y él, se había acercado a Jeanne y habíarecuperado el tuteo de la infancia para evocar los juegos de entonces. Peroaquella noche Jean-François se había colgado del voluminoso miriñaquerosa de Solange de Chanas y parecía lejano el tiempo en que los doshermanos jugaban, en el parque de Charmont, a salvar la bolsa y el honorde una niña raptada por el bandido Mandrin. Quizá la buena vida seacababa a los diez años, en el momento en que las cosas comienzan aempequeñecerse terriblemente alrededor: el césped, los campos de trigo,los animales, los perros, las personas mayores, los frascos de confitura, elbosque de Neuville, el canapé de la biblioteca... Jeanne tuvo ganas de dejar

la mesa para reencontrar su infancia abriendo un libro en su viejo refugio,cuando lanzó un nuevo vistazo al canapé y vio dos zapatos de saténamarillo y dos escarpines negros.

—Longchamp, traedme un vaso de vino de España, por favor —le dijo alcriado de Jean-François que pasaba por detrás de ella.

Bebió a traguitos mientras escuchaba charlar a Laurent y Madeleine, queestaban frente a ella al otro lado de la mesa. Como la señora de Bouheyhabía presentido, el hijo de los sederos lioneses y la hija del gentilhombrevidriero de Lorena se habían concedido la mano en seguida. Ya sus notariosrespectivos habían empezado a ponerse de acuerdo, la boda sería en

primavera y su cercanía les inspiraba proyectos llenos de audacia.—Pensad —decía Laurent— que hay en Poitou una ristra de pequeños

fabricantes de telas, por lo menos quinientos, pero no llegan a cien los quetienen obreros a su cargo. ¡Todavía están en el artesanado de Luis XIV!Como están lejos de Lyon, ninguno de nuestros competidores lioneses hatenido la idea de reunidos, y si soy el primero en llegar a Poitou con capital,estoy seguro de conseguir que toda la provincia trabaje para mí.

— ¿No tenéis suficiente trabajo con vuestros subcontratistas de losalrededores de Lyon?

—En el Lionés los Delafaye no son los únicos que quieren hacerse con lamano de obra dispersa, amiga mía. Hace mucho que alrededor de Lyon, yhasta a una buena jornada de carruaje, los artesanos campesinos sólo sontrabajadores manuales a los que los fabricantes de la ciudad les entregan eltrabajo y luego se lo llevan. Lo cual les conviene: nunca les falta trabajo yse lo pagan sin tener que preocuparse de venderlo. Al lado de semejanteseguridad la libertad no tiene importancia. De eso es de lo que querríaconvencer a los trabajadores de Poitou que aún trabajan por su cuenta yriesgo.

Pero tampoco a Madeleine le faltaban ideas para emplear su dote.

—Cierto, Laurent, vuestro proyecto de haceros con toda la tela de Poitoues digna de estudio. Pero, mirad, estoy convencida de que vamos hacia un

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tiempo nuevo en que los metales reportarán más que los tejidos. Lasustitución de la madera por el carbón de coque de hulla para calentarpuede permitirle, a quien esté suficientemente provisto de dinero, reunir laspequeñas forjas esparcidas por los linderos del bosque y construir unagigante, instalarla cerca de un río caudaloso y añadirle un fuelle hidráulicoen cada alto horno... Estoy segura, amigo mío, de que esa persona prontoconseguiría una enorme fortuna en el tratamiento del mineral de hierro.¡Durante mucho tiempo los alquimistas han buscado trasmutar el vil metalen oro y sin duda no estamos lejos de poder realizar su sueño!

Doña Charlotte de Bouhey, que había venido a dar una vuelta por labiblioteca y se había sentado al lado de Jeanne, le murmuró al oído:

—Jeannette, ¿cómo diablos soportáis escuchar a esos novios tanaburridos? Su dúo de amor es de un estilo realmente nuevo. ¡Sus hijos jugarán muy pronto al juego de los niños campesinos, que hacen saltarpiedras entre las manos cantando "Eco, eco, dime cuántos céntimos tengoen mi zueco"!

—Son mortales, sí —reconoció Jeanne.

 Y añadió, con una sonrisa un poco triste:

—Si Emilie estuviera aquí, nos regalaría con comentarios ácidos sobreestos novios de la edad del hierro. Parece que algunas jóvenes no se hanquemado el cerebro leyendo novelas.

—Vamos a sentarnos a otra parte —propuso doña Charlotte—. Nunca hesido una loca, pero tanta sensatez me resulta molesta. Si a la filosofía y lapolítica, que se bastan para estropear los mejores platos, añadimos laeconomía en la mesa, pronto no quedará conversación. Cuando tengamospapahígos, tendremos que comérnoslos en casa por temor a que nos losimpregnen de vulgaridad.

Se instalaron detrás del biombo del saloncito amarillo y lila y doñaCharlotte le preguntó en seguida a Jeanne:

— ¿Dónde creéis que está Emilie?—En alta mar —contestó Jeanne en tono firme—. Hemos de creer que

está en alta mar, al abrigo de los esbirros el rey. Echáis en falta a Emilie,¿verdad?

—Sí —dijo doña Charlotte en tono apagado—. Neuville ha perdido suanimadora.

—Me parece raro que no haya dejado ni una nota. Emilie os quería muchoy le gustaba tanto explicarse por escrito...

—Me ha dejado una carta.

— ¿De veras?

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— ¿Iba a difundirlo para que se aprovechase el teniente de policía? Sólose la he enseñado a la baronesa.

—Y a mí, ¿no vais a leérmela? Sabéis que soy muda cuando hace falta.

La canonesa sacó del bolsillo de la falda una hoja de papel plegada variasveces y se la tendió a la muchacha.

"Querida señora y madrina:

Os enfadaréis conmigo y luego me perdonaréis. La vida con lasmonjas de Neuville es como un dulce sueño, y el sueño es algo tan

natural que, a pesar de los sentimientos amorosos que me empujan,mañana necesitaré un gran valor para arrancarme de mi clausura. Peroes que temo no despertarme de ese sueño hasta el día de mi muerte y lamentar entonces no haber salido nunca de aquí. Hace un año que pienso en cambiar mi destino y he tenido tiempo de reflexionar sobrelo que dejo y lo que me espera. Dejo una situación privilegiada que meha sido concedida desde la cuna para lanzarme al destino azaroso delas que nacen sin nombre y sin fortuna. Sin duda es una locura, unatontería incluso, pero quiero saber lo que valgo por mí misma. Y además me parece justo verme privada del sostén de unos padres queme han impedido quererlos. No me siento parte suya. No temo su pena, los he visto cuando tenía nueve años verme partir de casa sinuna lágrima, y aunque así no fuera, una partida de caza los hubieracurado en seguida de cualquier pena. Como sé que con vos es distinto,querida madrina, os tendré al corriente de mis noticias en cuanto pueda hacerlo sin peligro. Os dispenso de dárselas a mis padres, peroos ruego que se las deis a mis amigas Jeanne y Marie, de las quesiempre me acordaré con una fiel ternura.

Os abrazo de todo corazón.

Vuestra Emilie, por la cual os pido que recéis."

 Jeanne se secó las lágrimas. Doña Charlotte se sonó.

—Lo más triste —dijo al fin la canonesa—. Es que releyendo la carta heacabado por preguntarme si acaso yo he vivido. Voy a la biblioteca de laabadía, hago girar el mapamundi y veo trotar por él a una minúscula Emilie.Atraviesa continentes verdes y pardos, se lanza a los grandes espaciosblancos de lo desconocido, camina sobre el azul de los mares, habita eluniverso entero. Cuando acabo de jugar con la gran bola del mundo vuelvoa sentarme suspirando en mi banco, bajo mi tilo, con pasos que son losmismos que ayer y que serán los mismos que mañana. En ese instante me

entero de que vamos a tener la audacia de invitar al caballero Marlieux paraque electrocute a toda la comunidad, y todo porque a los padres de la trapa

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de Notre-Dame los han hecho saltar por el aire hace cinco días y pensamosque las religiosas tenemos tanto derecho como ellos a las bromas diabólicasde la electricidad. ¡Todas nuestras frivolidades juntas acaban por constituiruna sensatez de lo más monótono!

Dejó pasar unos instantes y volvió a su tema.

—Jeannette, francamente, ¿sabéis dónde pensaba Denis llevar a Emilie?

—No, señora. ¡Y más bien creo que será Emilie la que habrá escogido ellugar!

—El farmacéutico Jassans de Châtillon, con el que he hablado, dice queDenis era un buen químico, mejor incluso que él. Se escribía con otrosquímicos, entre ellos uno de París, un señor Lavoisier, un sabio hijo de uncomerciante. ¿Sabéis qué tramaba Denis con toda esa correspondencia?

—No, señora. Sin duda quería saber más de química, que es lo que pasacuando uno se apasiona por una ciencia.

—Si recibís noticias antes que yo, ¿me las daréis, Jeannette?

—Claro, señora.

—Si un día llegáis a saber que Emilie se ha establecido en algún bonitoextremo del mundo...

Se inclinó confidencialmente hacia su vecina.—... ¡quizá yo también iré a darme una vuelta!

 Jeanne se echó a reír.

— ¡Me parece que os está entrando como a mí el mal de las islas, del quela señora de Bouhey se burla tanto!

—Dejemos que se burle. Nunca es tarde para volver a tener doce años. Tenía doce años cuando el capítulo de Neuville me recibió. Me di muchaprisa en convertirme en una bienaventurada abadesa a imagen ysemejanza de las demás, ocupada en mil naderías, muy orgullosa de haber

sido escogida para disfrutar de tan buena vida. Bajo ese régimen una seolvida de los sueños de infancia. A la edad de Emilie yo ya estaba muy lejosde ellos. ¿Cómo ha hecho ella para conservar una libertad rebelde en mediode las blandas delicias de nuestro paraíso?

—Émilie es una persona del tiempo de Luis XV, señora. Imponer suvoluntad y escoger su vida se ha convertido en una cuestión de principios.Excelentes principios, según me parece.

—Seguramente tenéis razón...

La canonesa dejó vagar su mirada por el rincón visible del salón y

continuó, apuntando con la barbilla hacia una linda pareja vestida de sedaazul y amarilla que parecía muy enamorada:

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—Ahí tenéis a una joven que se dispone a llevar su vida de mujer adespecho de todos los obstáculos. Impondrá a su marquesito a la familia, ysu burgués de papá deberá comprárselo muy caro a la marquesa viuda, quedebe a todos los usureros de Lyon y ya sólo puede vender a sus hijos.

— ¡Bah! —exclamó Jeanne—. ¿Creéis realmente que Anne-AiméeDelafaye y el marquesito Christophe d'Angrières...? No será verdad, señora.¡Todos saben que la marquesa D'Angrières lleva marcados sus blasones ensus camisas y hasta en el orinal!

—¡Pero también sabemos —remachó doña Charlotte— que hoy en día laalta nobleza prefiere pagar a las lenceras y al alfarero con el oro sucio de

los plebeyos antes que acabar orinando por la ventana o ir con el culo alaire!

"Pues bien —pensaba Jeanne diez minutos más tarde mirando a losgemelos D'Angriéres haciendo por última vez la ronda del vestíbulo ydespidiéndose de los que aún quedaban en el castillo—, pues bien, si esematrimonio de carpa y conejo se realiza, tendré que hacerme con unabuena reserva de poción para calmar las indigestiones de mi queridabaronesa, ¡pues el asunto le va a revolver la bilis a base de bien! Está claroque el señor Henri no tendrá barato al marquesito."

— ¿Subimos, Jeannette? —le preguntó gentilmente Elisabeth tomándoladel brazo.

 Todas las habitaciones estaban ocupadas y, como cada vez en semejantecaso, Jeanne había ofrecido la mitad de su cuarto a la mayor de lasseñoritas Delafaye, su favorita. Elisabeth era una joven delgaducha, seria ydulce, que vivía de música, pintura y poesía. Cosa extraordinaria, aborrecíael comercio, había rechazado ya cuatro buenos partidos porque eran hijosde negociantes y, a los veinte años, tenía todo el aspecto de ir a convertirse

tranquilamente en solterona entre su clave y su caballete de pintura, antesque casarse en contra de sus gustos. Pero como tenía un carácter y unrostro agraciados y pertenecía a una familia que dotaba bien a sus hijas,seguían cortejándola, así que Jeanne no se sorprendió de verla enrojecer ydecirle con un tono de misterio: "Estoy contenta de compartir vuestrahabitación, tengo que haceros una confidencia", en cuanto empezaron aquitarse los miriñaques.

— ¡Oh, oh! —exclamó Jeanne—. Ya divino de qué se trata. ¿Otropretendiente al que vais a rechazar?

El rubor de Elisabeth se acentuó y se separó de su amiga.

—Quizá sea aceptado, si verdaderamente vos no queréis pretenderlo —dijo con una timidez nueva en ella.

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— ¿Si yo no lo pretendo? —se sorprendió Jeanne—. ¿Es que tal vez meama sin saberlo un hombre tan poco juicioso como para aspirar aestablecerse con las dos?

La señorita Delafaye parecía dudar en responder.

—Es tarde, querida Elisabeth, para ponernos a jugar a las adivinanzas —dijo Jeanne—. Me rindo.

Elisabeth la tomó de las manos y la miró de forma interrogadora a losojos.

— ¿No sentís el más mínimo afecto por el procurador Duthillet nilamentáis haber roto vuestro compromiso?

—¡Duthillet! —exclamó Jeanne—. ¡Se trata de Duthillet! ¿Os ha pedido?

—Jeannette, antes respondedme: ¿no lo lamentáis ni un poco?

—Nunca he sentido el menor amor por el bueno de Louis-Antoine yreconozco que no me he portado bien con él. Pero si mis modales hacenque él venga a vos, los daré por buenos y os estaré agradecida. Venid queos abrace... ¿Así que os vais a casar con el procurador Duthillet? Seréis feliz.Es encantador y amante de la buena vida. Pero ¿no es poco partido parauna señorita Delafaye?

Elisabeth sonrió ampliamente.—Es tiempo de que las castas se mezclen un poco, ¿no os parece? Si no,

pronto todos los sederos y pañeros formarán una innumerable familia deprimos y primos segundos a la moda de Versalles, cuyos hijos no recibiránni una gota de sangre fresca. Me encanta la idea de abandonar la casta desederos lioneses para vivir en la tranquila casa de un hombre de leyes deChâtillon. Así estaré cerca de vos, amiga mía. En invierno os daré veladasmusicales y en verano me daréis lecciones de jardinería. ¡Soy yo la quedebe agradeceros que hayáis dejado libre al señor Duthillet!

— ¿De modo que estáis decidida?

—Desde luego. Para estarlo sólo me faltaba sondear vuestro corazón.Erais tan joven cuando rompisteis con Duthillet y el corazón juvenil cambiatanto de parecer... Si me hubierais dicho que estabais dispuesta arecuperarlo... Se lo he dicho francamente y no me ha disuadido. Sois muybonita, Jeannette, mucho más bonita que yo. Sé muy bien que Duthillet mequiere como segundona.

—Pero os amará mucho tiempo después de que el recuerdo de su amorpor mí se haya convertido en una mota de polvo que se mete en un ojo eimpide ver claro —dijo Jeanne con gentileza—. Estoy encantada con vuestramutua felicidad. Pero, por Dios, acostémonos, si no vamos a coger un buen

catarro. ¡Aquí hace un frío perros!

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A despecho de lo que le había dicho a Elisabeth, verse rodeada deparejas jóvenes no le causaba más que un placer relativo. Aquellosmuchachos y muchachas que iban de dos en dos habían pertenecido todosa la alegre banda de las fiestas de su infancia, y verlos despegarse yalejarse hacia el porvenir le producía frío en la espalda. "¡Sólo faltaba que elbuen tío Mormagne obedeciera a sus médicos y se muriera mañana yechara a Marie en brazos de Philippe!", pensaba a menudo. El buen tíoMormagne suponía una herencia de ocho mil libras de rentas del Estado querecaería sobre el teniente Chabaud de Jasseron, lo que unido a lo queheredaría de su padre, ahogado en el río Ain un día de tormenta, haría que

la señora de Rupert le diera permiso a Marie para casarse con su prometidoantes de obtener su plaza de capitán. Entonces Marie se iría a habitar labella mansión de Autun, que iba junto con las rentas del tío Mormagne. Jeannette se quedaría sola en Charmont harta de esperar el regreso dePhilibert, que no se daba ninguna prisa en volver de Berna, donde erahuésped de su ilustre colega, el médico botánico Albert de Haller. Este sabiocasi universal, muy versado en anatomía, iba a cosquillear las ancas de unarana para demostrar la irritabilidad espontánea de sus fibrillas carnosas,según le contaba Aubriot en una carta a su hermana Clémence. Al parecer,aquello era apasionante y Jeanne no dudaba de la irritabilidad de las fibrillas

animales sintiendo como sentía las suyas levantarse de rabia cada vez quepensaba que Philibert estaba en Berna por una historia de ranas sensibles alas cosquillas. No podía perdonárselo. En aquello exageraba, la verdad.Acabaría por agotarle la paciencia. Casi había prometido que estaría deregreso a principios del año 1764 a más tardar y ya estaban a mediados defebrero, y en seis semanas Jeanne cumpliría diecisiete años, y nunca, alhacer sus gestos de fidelidad — como cuando había dejado partir a Vincent,como cuando había roto con Duthillet, como cuando había fingido no ver lasmiradas del soberbio hijo del orfebre de la calle Mercière de Lyon—, jamáshabía creído, en el fondo de su corazón, ¡que todavía sería virgen dePhilibert a los diecisiete años! ¡Empezaba a sentirse como una solterona,

era como para morderse los puños!Cuando su pena la devoraba, saltaba sobre Blanchette y galopaba a

través del frío cortante del invierno hasta que dejaba de sentir su carnehelada. Entonces, con el alma helada también, sintiendo sólo una grannecesidad de calor, antes de volver a Charmont pasaba por Vaux, donde laamable criolla se esforzaba por hacerla entrar en calor entre carcajadas.Atizaba el fuego, quemaba papel de Armenia perfumado, echaba algunoscojines por el suelo para sentarse con ella en la tibieza del parquet, laembriagaba un poco con su ponche de ron blanco con vainilla, ladespeinaba, la desabrochaba, en fin, jugaba con ella como la gata con su

gatita. Luego la disfrazaba con sus ropas, probaba a hacerle con pañueloslos coloridos tocados de las negras de su isla natal, la perfumaba, se le

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abrazaba al cuello para darle fricciones, le cantaba nanas criollas quehacían acudir a Cocotte y Cupidon y los ponían de rodillas en la alfombra,las nalgas en los talones. Con los ojos cerrados y las bocas sonrientes, losnegros se balanceaban adelante y atrás al lento ritmo del canto con ladocilidad de dos grandes serpientes oscilando ante una encantadora, y Jeanne, hipnotizada, al final no sabía si estaba despierta o dormida bajo lasmanos demasiado mimosas de la tierna Pauline. Al volver de Vaux, se decíaque aquellas tardes pasadas en la mansión no eran cosas que pudierancontarse en el confesionario, pero hacía tiempo que había aprendido que enla confesión hay que ser prudente si una no quiere estropear su vida conarrepentimientos sin solución. Al fin y al cabo, para el cielo lo que cuenta

son las intenciones y Jeanne sólo iba a Vaux a jugar al tric-trac con Pauline yera verdad que a veces jugaban.

Un día que se había entretenido en Vaux más que de costumbre y volvíaal filo de la noche, la señora Bouhey se encaró con ella.

— ¿Eres tú? ¡Vas a matar a Blanchette!

—Me he pasado por Vaux para jugar al tric-trac con la señora de Vaux- Jailloux.

La mirada gris de la baronesa chispeó.

—Pues has escogido mal el día. Has tenido visita. Él te ha esperado másde una hora. Sí, hermosa mía. ¡Después de esto, que me vengan a contarde la intuición de las enamoradas!

 Jeanne se dejó caer en un sillón con el corazón tan loco, y tan pálida, quela baronesa se levantó y agitó enérgicamente la campanilla para pedir unfrasco de esencia de melisa.

—Y tráenos también el aguardiente —le ordenó a Pompon—. Querida mía,eres demasiado emotiva —continuó después de hacerle beber a su ahijadaun poco de alcohol—. No me atrevo a contarte lo que sigue.

—Sí, os lo suplico —murmuró Jeanne—. Ya me siento mejor. Cabalgar

tanto me ha cansado.—Puede ser. Pues bien, tu Aubriot ha vuelto de Suiza y quería hablar

contigo. Quiere hacerte una proposición, que yo desapruebo pero que le heprometido que te transmitiría.

— ¿No me lo va a decir hasta mañana? —exclamó dolorosamente Jeanne—. ¡Oh! ¿No puede llevarme Thomas ahora mismo a Châtillon?

—Sería perder el tiempo, pues Aubriot ha salido inmediatamente paraBugey. Su cuñado, el cura que se ocupa de su hijo, está enfermo. Lo hasabido por una carta que le esperaba en casa de su padre. Pero yo estoy

encargada de darte su mensaje. Escucha y no me interrumpas antes de quehaya acabado.

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La baronesa habló con una voz repentinamente dura.

—Aubriot cuenta con estar en Pugieu, en casa de su cuñado, hasta elverano, con el fin de conocer un poco a su hijo antes de dejarlo por unabuena temporada. Si quiere dejar a su hijo y su tierra es para instalarse enParís a finales de verano. ¡No me interrumpas, por favor! Si estásimpaciente, toma un trago de aguardiente. Continúo. Ya conoces a Aubriot,sus ideas son originales en todo, y ahora está convencido de que sudiploma de la facultad de Montpellier está pasado, que un médico de ayerno vale nada hoy y que debe estudiar física y química modernas. En fin, quequiere tomar lecciones de los maestros que enseñan en el Jardín del Rey. Yva a necesitar... ayuda, una secretaria o una ama de llaves, ¡qué sé yo!,

pues esta parte de su discurso no ha resultado muy claro. ¡Como si sólosupiera confusamente el motivo por el que me pedía permiso para meterteen su equipaje!

 Jeanne se levantó, los ojos echando chispas.

— ¿El... él os ha propuesto llevarme, llevarme a París?

—Por ciento ochenta libras de sueldo al año. Más comida y alojamiento,como es natural —dijo la baronesa con voz ruda.

— ¿Quiere pagarme? —balbuceó Jeanne—. ¿Quiere pagarme para que mevaya con él? ¿Me ofrece dinero para que me vaya con él?

 Tenía una expresión tan horrorizada, temblaba de tal manera y articulabalas palabras con tanta dificultad, que la señora de Bouhey sintió pena porella. Calentó con ternura las dos manos de la joven entre las suyas y sepuso a hablarle como se le habla a un niño que acaba de recibir un golpe enla cabeza y luce un buen chichón.

—Jeannette, ¿qué importan las palabras que ha escogido Aubriot paravenir a buscarte? ¿Sabe acaso por qué quiere que lo acompañes? Juraríaque no. Incluso juraría que tú lo sabes mejor que él. La cuestión no está enlas palabras sino en el hecho de que te pida que me dejes a finales de

verano para seguirle a París. ¿Piensas hacerlo?— ¡Ah, querría seguirlo sin abandonaros! —exclamó Jeanne fundiéndoseen lágrimas.

—Lo creo, Jeannette. Pero tendrás que escoger. En fin, tienes algunosmeses para reflexionar.

—Hace tanto tiempo que esperaba algo así... —balbuceó Jeanne entresollozos.

— ¿Y tú estás segura de que no confundes una idea fija de niña con unamor de mujer?

— ¡No! ¡No! Sigo amándolo, y ahora más todavía.

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—En ese caso... —suspiró la baronesa—. No le vas a decir que no y luegopasarte la vida esperándolo.

— ¿Así que me aconsejáis aceptar? —dijo Jeanne, levantando la cabeza.

— ¡Dios es testigo de lo contrario! —gruñó la baronesa—. ¿Te heaconsejado alguna vez que amaras a Aubriot y fueras suya? Te permitodecidir por ti misma, eso es todo. No te recogí para hacerte desgraciada y¿cómo saber si te voy a hacer o no desgraciada si te arranco de los brazosde Aubriot? La razón no es una receta infalible para la felicidad.

—Señora, sé que voy a seguirlo —murmuró Jeanne.

Marie-Françoise le pasó la mano por los cabellos.

—No me lo digas de sopetón, amiga mía, para que pueda dudar todavíaun poco.

Se hizo el silencio entre ellas, que Jeanne no rompió hasta al cabo de unbuen rato para ponerse a repetir con una melancolía teñida demortificación:

—Ciento ochenta libras de sueldo, más cama y cubierto... —y luego, conrepentina violencia—: ¿Con qué derecho se permite valorarme en cientoochenta libras más cama y cubierto?, ¿con qué derecho se permite pesarmeen dinero? ¿Por qué iba a tolerar que me pague por irme con él, por amarle,

por...? ¡Lo amo, señora, lo amo! Y a cambio de la vida que estoy dispuesta aentregarle sólo aceptaré amor, amor, amor...

Los sollozos la ahogaban. Se dejó caer en la alfombra para ocultar la caraen la falda de la baronesa y llorar a gusto, como cuando era pequeña yacababa de leer una historia muy triste. Como ignorando su pena, unasonrisita burlona se dibujó en el rostro de Marie-Françoise.

—No te apenes ni tengas escrúpulos por esa bagatela, Jeannette —dijoalisándole las mechas rubias en desorden—. Cuando un hombre se dacuenta de que una mujer lo ama ya no intenta pagarle. Apuesto a que no tepagará ni un año de sueldo. Todo hombre, sobre todo si es burgués de puracepa, tiene necesidad de ser amado gratis y nunca deja de aprovechar laocasión cuando se le presenta

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Capítulo 15Capítulo 15

Partieron el 6 de septiembre de 1764.

La campiña, reseca, vibraba con un gran zumbido. Julio y agosto habíanquemado la tierra. El final del verano se sumergía en una nube de polvodorado, desnudando antes de tiempo los árboles calcinados. La diligenciaatravesaba un bosque de hayas sin el menor ruido de cascos, sobre unamoqueta de hojas de color de rosa. Cada laguna del paisaje reflejaba el soly deslumbraba la vista. Para aprovechar un poco el fresco del amanecer seensillaba a las cuatro de la mañana, pero a las nueve el calor agobiaba ya alos viajeros y los hundía en la somnolencia. Cada dos horas los cocherosparaban, a ser posible en el sotobosque. Los pasajeros bajaban a respirardurante diez minutos bajo los árboles, se desabrochaban las ropas, ofrecíansus rostros recocidos y sus cuellos empapados en sudor a la escasa sombra

y bebían un poco del agua tibia que llevaban consigo. Luego continuabanaquel viaje infernal durante dos horas más. Aubriot intentaba leer perodebido a los baches no podía hacerlo por mucho tiempo. Al segundo día,poco después de haber dejado Roanne, cerró el libro que estaba leyendo.

—Desde luego, el hueso sacro es el que más sufre en los viajes —dijo,suspirando—. Tampoco mi vista está muy bien que digamos. ¡El AlmanaqueReal de este año exagera un poco al ponderar los nuevos resortes de loscarruajes!

—Es un poco injusto por vuestra parte quejaros de los caminos, señor —dijo un lorenés que estaba frente a él—. Francia tiene los mejores caminos

de Europa, y el de Lyon a París es el más cuidado del reino. Admiro al señor Trudaine, vuestro director de caminos. Ha hecho mucho por la felicidad delas gentes que circulan por su país abriendo una escuela de ingenieros a losque se les enseña a construir caminos y puentes.

—Se dice que han sido arregladas diez mil leguas tanto en llano como enmontaña desde que Trudaine gobierna las calzadas. ¡Sin embargo, nosotrostenemos la impresión de que nunca pasamos por ellas! —ironizó uncomerciante lionés—. Pero una cosa es cierta y es que ahora se puedecircular con seguridad por las vías principales, tanto de día como de noche:¡ya no volcamos!

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— ¿Y creéis que ese es el caso en nuestro país, señor? —observó ellorenés—. Eso no ocurre en ninguna parte fuera de Francia. Fuera veo queaún se reparan los bordillos del camino con haces de leña y grava, o que sise hace un desvío en un río es gracias a las escasas luces de algúnemprendedor del lugar. El mundo entero puede envidiaros vuestro cuerpode ingenieros de caminos.

—Por supuesto, nuestros ingenieros son franceses y los franceses son entodo lo mejores del mundo —dijo Aubriot en tono sarcástico.

—Con frecuencia eso es verdad —dijo el lorenés.

Un corto silencio dubitativo siguió a la frase del lorenés. Era un hombre

alto y macizo, de cara cuadrada perforada por dos esferas de un azul claro yluminoso. Se había presentado como corredor de diversas fábricas deporcelana y se apresuraba a hablar bien de Francia cada vez que alguno desus vecinos franceses se quejaba. Los franceses escuchaban susinacabables elogios con una sonrisa halagada primero, y luego conimpaciencia, ansiosos como estaban por hablar mal de sus gobernantes. Yesta vez no había sido distinto. El señor Caillaud, comerciante lionés que Jeanne conocía de vista, remarcó que los empleados de Trudaine seríanunos picaros si no tuvieran ningún mérito, vistos los sueldos que lespagaban a expensas de los burgueses.

—En nuestra provincia, el primer ingeniero de caminos gana ocho millibras al año, que el Estado le paga sacando una parte de ese bonito salariode mi bolsillo.

— ¿Acaso preferiríais volcar en malos caminos con tal de no pagar tasas?

—Señor —dijo Aubriot para cortar una conversación que lo aburría—, veoque seréis feliz el día en que la Lorena sea devuelta a Francia a la muertede vuestro rey Estanislao. Creed que estaremos contentos de recibiroscomo compatriota, que entonces pagará de buen grado su parte deimpuestos.

—Desde luego que sí —asintió el lorenés—. Pagaré de buen grado con talde no volcar en el barro y tener que pasar la noche helándome hundido enun bache. ¡O de caer en una emboscada en la que lo mínimo que me puedepasar es que me desplumen!

Una dama, que Jeanne había bautizado como la Dama Azul a causa de suvestido, intervino vivamente, con los ojillos chispeantes.

— ¿De modo, señor, que según vos viajar en vuestro país sigue siendouna aventura excitante?

El lorenés miró severamente a la atolondrada.

Sí, señora, excitante es la palabra. Es fácil toparse con algún cuchillo decocina —dijo fríamente.

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¡Oh, oh! —exclamó un viejo gentilhombre seco y gris—. ¿Queréis decirque en el año 1764 aún quedan posadas rojas en Lorena?

—Todavía quedan —afirmó el lorenés.

 Tras el silencio que provocaron sus últimas palabras, el hombre continuó.

—El mes pasado, en una de esas posadas solitarias en pleno campo, heteaquí que un oficial de paso sorprende a su caballo rascando furiosamente elsuelo. Se agacha y ve un trozo de tela roja, tira de ella, saca una manga conun brazo dentro ¡y en su extremo un cuerpo! Curioso por ver lacontinuación del hallazgo llama a sus soldados, los pone a cavar... ¡Llegarona desenterrar cincuenta cadáveres!

— ¡Cincuenta! ¡My God!—exclamó un estudiante inglés, saliendo por unavez de su mutismo.

La cifra era tan enorme que impedía sentir compasión. Ante semejantemelodrama sólo se podía bromear.

— ¿Qué queréis? —dijo Aubriot sin reírse—, no va mucha gente a una deesas posadas, así que en cuanto el posadero tiene un cliente quiereconservarlo a toda costa.

Dos o tres viajeros torcieron el gesto ante aquel rasgo de humor negro,pero los demás sonrieron y la Dama Azul estalló en una risa provocativa,

algo que le sucedía por cualquier cosa, sobre todo cuando estaba cerca delmédico, un hombre apuesto, ¡voto a bríos!, un compañero de viajedistinguido como se encontraban pocos y a los que le gustaba llamar laatención. Como no podía ofrecer una tragedia tan enorme como la dellorenés, se puso a contar las pequeñas y sórdidas desgracias que le habíanacaecido en las posadas, en las que si bien no llegan al extremo de quererasesinaros, sí que os envenenan.

"Ahora van a empezar con sus desgracias estomacales", se dijo Jeanne,asqueada. Y luego, cuando hubieran acabado con los gatos guisados que leshabrían servido como si fueran conejo, las ensaladas con moscas, las sopas

nauseabundas y los vómitos subsiguientes, alguno de los viajeros hablaríapor fin de alguna buena digestión, entablando así una conversación sobremenús memorables, al que cada uno de ellos contribuiría con una ollaespañola con tocino, un asado digno de príncipes o seis platos deentremeses "divinos". La joven bostezó discretamente tapándose la boca,dejó de escuchar y con mucho cuidado para no molestar a su preciosovecino Philibert, intentó girarse para ver mejor el paisaje.

— ¿Tenéis calor, mi pobre Jeannot? —le preguntó Aubriot a media voz,inclinándose hacia ella.

La llamaba Jeannot porque ella le había rogado que le dejase vestir de

hombre, más cómodo que ir vestida de mujer a la hora de afrontar losavatares del camino. Él había aceptado, ya que Jeanne vestida de aquella

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manera podía pasar por muchacho. Alta, delgada, con la espalda bastanteancha y las caderas estrechas, las nalgas altas, los senos menudos fácilesde disimular con una banda de tela, el rostro bonito pero sin afectación, encuanto se recogía el cabello en una bolsa podía pasar por un joven; además,desde su infancia se había acostumbrado a llevar calzones y su voz baja decontralto no la traicionaba demasiado. Al verla, los desconocidos pensabanlo mismo que la Dama Azul: que era un chico demasiado guapo, con la caraimberbe, con una forma de hablar demasiado suave y unos gestosdemasiado graciosos. Pero ¿acaso algunos muchachos no son así, casichicas?

A pesar de todo, cuando hacía calor ese disfraz tenía un inconveniente: el

de impedirle desabrocharse la casaca. Jeanne soportaba el calorheroicamente.

— ¿No queréis un poco de agua con limón? —le preguntó Aubriot—. A lomejor aún está fresca.

¡Habría bebido agua caliente, con tal de aceptar la cantimplora que él leofrecía! Philibert se preocupaba de ella y bebió lanzándole una mirada detriunfo a la Dama Azul, que exhibía su sonrisa burlona, la misma que adoptódesde el principio del viaje al observar la devoción de aquel curioso paje porsu amo y la extraña atención que a veces mostraba el amo por su paje."¡Qué siglo éste! —pensaba visiblemente la Dama Azul—. Nadie escondenada, ni siquiera las costumbres contra natura." Pero este pensamiento nole impedía continuar haciéndole carantoñas al médico, ya que la afición porlos muchachos no tenía por qué excluir el gusto por las mujeres hermosas.La dama, vestida con un traje ligero azul lavanda, todavía joven, regordeta,fresca, blanca y rosa de piel, aureolada de rubios cabellos apenasempolvados, se sentía lo bastante apetitosa como para reemplazar conventaja al guapo muchacho en el lecho del hombre. Y como había viajadomucho, sabía que una puede, en la oscuridad de un albergue de pasoatestado, equivocarse de habitación. La ruta de Lyon a París se hacía enseis jornadas con sus cinco noches, de la que sólo había transcurrido una.

Mal tenían que ir las cosas si en cuatro noches que aún quedaban...Aprovechando un tumbo providencial, la Dama Azul fue a darse contra las

rodillas del médico, que hizo una mueca pero adelantó las manos pararetener y devolver a su sitio a la viajera. Jeanne se sintió mortificada. Mediopor diversión, medio para vengarse orgullosamente de haber sido tasada enciento ochenta libras, se esforzaba en cada parada por interpretar su papelde paje diligente y atento con su amo, ¡pero no iba a llevar su devociónhasta permitirle coquetear ante sus narices con una pelandusca! Rebelde,aprovechó el bache para dejar caer la cabeza en el hombro de su vecino.

Sorprendido por este segundo golpe, Aubriot miró a Jeanne, que a su vez

miraba ferozmente a la burlona Dama Azul, y comprendió. Se dibujó en surostro una ligera sonrisa. Verse objeto de un duelo entre mujeres le

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resultaba infinitamente agradable. "Qué tontería", se dijo. Pero noimportaba, aquello lo rejuvenecía. Además, ¿podía hacerse algo serio enuna diligencia? Desde que rodaba hacia París con Jeanne cerca tenía laimpresión de haber sido durante mucho tiempo un hombre triste, del queahora se evadía.

A los treinta y siete años, físicamente Aubriot seguía siendo seductor. Detalla mediana pero erguida, de espaldas atléticas, sin un gramo de grasa,buenas piernas y vestido con esmero, tenía buen porte y atraía a lasmujeres. Por añadidura, hablaba bien y en su rostro, de mandíbulas duras ymuy marcadas bajo la piel, la inteligencia imantada de sus grandes ojosnegros reemplazaba a la belleza. Aunque algo atemperado por la madurez,

su carácter seguía siendo arrebatado. Tan franco como lo había sido en su  juventud, no se privaba de burlarse de los tontos, de modo que seguíahaciéndose enemigos como a los veinte años, cosa que juzgabaindispensable para una vida digna. Sus amigos lo tenían en alta estimapues, además de ser fiel, era un corresponsal infatigable. Si se reía menos yse entregaba menos que antes al ejercicio físico se debía a que, además desu duelo reciente, su salud se había quebrantado. Tosía desde muy joven yvolvía a toser desde hacía tres o cuatro años, había tenido varias hemoptisisy sufría de reuma en las piernas. Pero el aire del Midi había mejoradomucho sus dolencias y, por otra parte, nadie se daba cuenta de sus

padecimientos. Como no podía recetarse nada que pudiera curarlo, se habíadado un consejo de estoico: "Que tu alma se fortalezca al mismo tiempo yen la misma medida que tu cuerpo declina, y una cosa compensará a laotra". No por ello se sentía menos triste a veces de que su carcasa segastase antes que su cerebro. Sabía muy bien que no iba a tener tiempo decumplir la inmensa tarea de desciframiento de la naturaleza que habíacomenzado, aunque le consagrase todos los minutos de ochenta años deexistencia. Pero deseaba ardientemente avanzar el máximo posible antesde morir. ¡Hubiera querido poseer suficiente ciencia médica como parahacer durar su cuerpo hasta la última flor desconocida que se descubrieraen la Tierra, para pegarla en un último herbario antes de escribir debajo su

nuevo nombre en latín! Para alcanzar la longevidad, a falta de fe en ningunapanacea, se conformaba con seguir una dieta frugal, airearse y evitarmundanidades, atento a reservar su tiempo y sus energías para sustrabajos. Su estilo de vida se había ido volviendo poco a poco tan austeroque al encontrar Jeanne en Lyon en el despacho de las Mensajerías lamañana de su partida, lo había recorrido una oleada de pánico mezcladacon remordimiento. ¿No iría ella a trastornar sus laboriosas costumbres? ¿Lallevaba a una vida soportable para ella? Por un momento las dos preguntaslo habían perturbado y luego las había barrido de su espíritu. De todasmaneras, era demasiado tarde para reflexionar. No iba a dejarla plantadaen el muelle de Célestins. "La pobrecita tiene demasiadas ganas de venirseconmigo", se había dicho con hipocresía.

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Philibert Aubriot actuaba, sin embargo, con bastante inconsciencia.Cuando sentó a Jeanne su lado en la diligencia sabía que estabaenamorada, pero se las arreglaba para creer que lo amaba con un amor queno era carnal, nacido de una admiración que París se encargaría de diluir. Aaquella provinciana la capital le ofrecería mil novedades maravillosas. Comocontaba con frecuentar el París de las ciencias, la excitación intelectual enla que ella se iba a encontrar sumergida la maduraría, la distraería de él, laconduciría a mil encuentros interesantes. Si había soñado con él, ello sedebía a que los demás hombres de su entorno, demasiado estrecho, laaburrían. Llegado a este punto de su razonamiento, Aubriot se sentíaturbado al pensar que la idea de que Jeanne se alejaría pronto de él lo

alegraba menos de lo que hubiera deseado. Pero al menos estepensamiento le producía buena conciencia: se llevaba a aquella niña paraofrecerle un mundo en el que ella podría encontrar un buen destino. Nadamenos imposible ni más adecuado para Jeanne que casarse, por ejemplo,con un joven botánico del Jardín del Rey. Aubriot se ofrecería a alojarlos — juntar dos hogares es económico— y así tendría a mano dos ayudantes, unode los cuales estaría lleno de ternura filial...

Al ritmo de balanceo del carruaje que lo acunaba, Aubriot se habíaacomodado a su hermoso sueño casto y puro de padre adoptivo. A fin decuentas, y con todo bien pesado, haber tomado con él a aquella pequeña

 Jeanne tan familiar para él —y que se había vuelto tan bonita— le parecíauna acción caritativa. ¿Qué había temido entonces en el momento de lapartida? Ella no iba a estorbar, ni siquiera se la oía. No se hacía notar, no lomolestaba nunca, se conformaba con hacerle sentir, contra su ladoizquierdo, la dulce presión a la vez doméstica y misteriosa de una gatitaacurrucada.

No decía casi nada, más muda que nunca, hundida en una especie deneblina azul. Nunca se acordaría de su primera hora de diligencia. Pero alfin su sueño se había disipado y durante un tiempo estuvo aturdida. Sólo sehabía despertado de su sonambulismo al primer intercambio de palabrasentre la Dama Azul y un ginebrino cuyo fuerte acento suizo no podíainfiltrarse en un sueño sin destrozarlo. Entonces no se había atrevido amoverse, consciente de que su pierna derecha estaba pegada a la izquierdade Philibert. Su pierna anquilosada le pesaba tanto como si fuera demadera, pero por nada del mundo la habría movido por temor a perderaquel contacto embriagador. No recordaba haber estado en semejantepromiscuidad con Philibert. Cada vez que el médico tomaba la palabra,aunque fuese simplemente para decir "Creo que nos acercamos a Tarare",toda su carne tensa resonaba con el eco de su voz como una cuerda deviolín a la que se golpea. Si él se lanzaba a desarrollar con su habitualbrillantez una idea, ella se ponía religiosamente a la escucha y entonces le

venía la misma idea insistente, el mismo pensamiento maravillado: "¡Soyyo, Jeanne Beauchamps, y nadie más, a quien este gran sabio ha escogido

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para vivir en París con él!" Y sus ojos recorrían al grupo para asegurarse deque todos rendían homenaje a la inteligencia de Philibert, en verdad amplia,infatigable, aguda, fecunda, cuya rapidez al expresarse tenía que seducirpor fuerza.

En Tarare, donde habían hecho un relevo y tomado una primera comida,salvo el Gentilhombre Gris, que guardaba las distancias de tacón rojo, todoslos viajeros, conquistados por aquel excepcional conversador, se habíanprecipitado hacia la mesa con la esperanza de ocupar un asiento próximo alsuyo. Jeanne había empezado a detestar a la Dama Azul, que el médicohabía instalado cortésmente a su derecha. De mal humor, el criado Jeannot,obligado por un toquecito en el hombro a sentarse al final de la mesa, no

había querido comer nada adrede sin que, ¡ay!, su amo se diera cuenta deello. Muy a gusto bajo todas aquellas miradas que convergían en él, Aubriotsólo se había preocupado de seducir a su auditorio.

Lo que ocurría es que se conducía como un hombre que siente un grandeseo de revivir. Desde que había decidido viajar a París, Aubriot sentía esehormigueo de la sangre que vuelve a calentarse. Para demostrarle a sufamilia un poco de pesar y algún dolor por abandonar a su hijo, había tenidoque esforzarse. Era verdad que había querido a Marguerite y no la olvidaría,pero al evocar su vida con ella evitaba profundizar demasiado para no tenerque reconocer que se había aburrido mucho en Bugey, donde su esposa lo

había encerrado tiernamente en un ambiente santurrón, muy inferiorintelectualmente a él, que lo había obligado a llevar dos años de vidacómoda y mortecina de médico de provincias, a él, que detestaba elejercicio de la medicina. Y ahora, galopando hacia la capital,desembarazado a la vez de sus pantuflas burguesas y de su maletín demédico, tenía la deliciosa impresión de haber adoptado de nuevo su viejopersonaje de eterno estudiante. Lo cual le animaba a hacer un extra con suscompañeros de viaje que, sin embargo, le interesaban poco. Habíadesembarcado en la posada de Roanne encantado con su nueva vida.

La reputación de las posadas francesas no era buena y se lo merecían.Eran demasiado pequeñas, descuidadas y sólo podían ofrecer lo que tenían:siempre menos habitaciones que viajeros, que podían estar contentos sipodían dormir medio vestidos en una parte de cama cubierta de sábanas dedudosa limpieza.

La etapa de Roanne no había sido cómoda. Una subasta de tierras yanimales había atraído a una pequeña multitud a la ciudad y los gordossubasteros llenaban el Hôtel des Messageries, donde además ya se habíandetenido diversas sillas de posta cuando los ocupantes de la diligenciadesembarcaron los últimos. Tuvieron que contentarse con una execrablecena a base de pan mojado en caldo de cocido y una pierna de vaca dura

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como una piedra. Después de compartir tan magra cena, tuvieron quecompartir también las camas que quedaban. Al paje del doctor Aubriot leofrecieron, como no podía ser menos, el lecho rústico de los criadosconsistente en un jergón en el granero. Los dos barbianes que viajaban enla parte trasera de la diligencia —uno era del Gentilhombre Gris, el otro delgenovés— arrastraban ya a una Jeanne horrorizada cuando, a Dios gracias,Aubriot reclamó a su criado para que se acostara en su propia cama sinpreocuparse del qué dirán. ¡Sólo que estar en el mismo colchón que Aubriotno le sirvió a Jeanne para dormir mejor que en el jergón de los criados!

Estar acostada toda una noche, aunque fuera vestida con calzón ycamisa, a lado del hombre cuya sola vista la colmaba de emoción, era...

¡Era para estar despierta y no creerlo! Trastornada y hecha un ovillo alborde de la cama, extremadamente atenta a no rodar al centro, Jeannehabía buscado en vano olvidar su incomodidad durmiendo. Y ello resultabaaún más difícil porque los otros dos ocupantes de la habitación roncaban acuál más y mejor. Su insomnio se prolongaba y se puso a temblar denerviosismo al punto de que le castañetearon los dientes. Entonces Philibertse había puesto a hablarle en voz baja.

— ¿No podéis dormir, Jeannot? Es por el calor. Y por la luz de la luna queentra por esas cortinas demasiado delgadas. Los posaderos deben de sergente pobre como una rata para tener unas habitaciones tan miserables. Os

daré el jarabe soporífero del que llevo conmigo siempre que viajo.Se había tomado dos cucharadas de un jarabe amargo de valeriana y un

momento después ya estaba adormecida, más calmada por el cuidado delmédico que por su remedio. Y él, acodado en el cabezal de la cama, sehabía puesto a contemplarla...

Ella dormía vuelta de espaldas con un brazo colgando. Los rayos de lunale plateaban la cabellera, que le servía de almohada, una almohada de sedacolor rubio ciruela. Parecía descansar apaciblemente, con las palmas de lasmanos extendidas, ofrecidas quizá a un hermoso sueño que se reflejaba ensu rostro puro y sin crispaciones, hermoso y suave... Philibert sintió un flujo

de sentimiento, una imprecisa mezcla de ternura y deseo. La veíaconvertida en una belleza infinitamente atrayente, se había transformadoen una mujer hermosa objeto de deseo, pero al mismo tiempo habíaconservado un cierto olor infantil a ramos de amapolas, a cerezas silvestres,a manzanas robadas en el huerto de las ursulinas, a grandes estallidos derisa embadurnados de jugo de moras. Conservaba el olor de la niñacampestre de Châtillon que ninguna otra mujer, salvo ella, tendría para él.

Una decisión amorosa se formó independientemente de su voluntad.Inclinado sobre Jeanne, dormida sobre sus cabellos de luna, Aubriot no sedio cuenta de que estaba a punto de aceptar poseerla. Sus manos

empezaron a moverse con gestos disimulados de amante: había enjugadocon cuidado el sudor de la durmiente con su pañuelo, le había apartado del

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cuello las guedejas de cabello empapadas de sudor que se le enroscaban, lehabía abierto el escote de la camisa, le había subido las mangas por encimade los codos para permitir que sus venas se refrescaran. Luego, al darsecuenta de que llevaba las medias puestas, se las había quitado. Después lehabía parecido que el pecho se elevaba a un ritmo demasiado rápido y lehabía buscado el pulso: el corazón de Jeanne le latió en la mano... Así, sinninguna intención, por una serie de tocamientos naturales en un médico, elhombre emprendía un preludio amoroso cuya belleza le embellecía el rostrocon una sonrisa conmovida. No podía ver nada de aquel cuerpo demasiadovestido pero jugaba a adivinarlo desnudo y sedoso bajo su mirada, desde ladelgada mancha del cuello bronceado por el sol a los pies de un color

ambarino más claro que acababa de desnudar. Aquello era un raptosecreto, una violación disimulada. Y había durado hasta que su cuerpo lehabía indicado sin pudor que la ternura que le inspiraba Jeanne no era deltodo casta y pura. Espantado, saltó entonces de la cama y bajó a tomar elaire al paño de la posada...

Allí, paseando de un extremo a otro en la claridad de la noche, habíarazonado con bastante habilidad como para serenarse. ¿Acaso no había sidocapaz de establecer un pacto entre su voluntad de ser sobrio y su virilidadexcesivamente emprendedora? Es verdad que debido a sus apetitos malcontrolados había merecido en el pasado el sobrenombre de Tallo de Amor

que le daban sus compañeros del curso de botánica. Pero era verdad que Tallo de Amor había dejado atrás sus verdes ardores bulímicos y habíaenvejecido. Entre las dos exigencias, la de su cuerpo, que le pedía mujeresy más mujeres, y la de su mente, que le pedía más y más conocimientos, elhombre maduro había escogido preferentemente satisfacer su espíritu. Lapartida amorosa seguía siendo su mejor entretenimiento, por encima de lapartida de ajedrez, pero de ahí a emprender a la ligera una partida de amorcon Jeanne... ¡No!

Philibert Aubriot era extremadamente civilizado, o sea hipócrita, cuandoera necesario, y lo bastante como para retroceder, asustado, ante la visióndel incesto. Pues de la virgen en flor demasiado hermosa como para notentarlo, surgía el fantasma de la niña cogida confiadamente de su manopaternal. De modo que al término de su meditación bajo la luna entre lacocina y los establos del Hôtel des Messageries, había logrado convencersede que nunca tocaría ajearme. Hay fechorías que un hombre honesto nocomete nunca por más que lo empuje un deseo furioso.

Desde la mañana siguiente, y para recuperar la serenidad y el buenhumor de su primer día de viaje, Aubriot había ido pensando en su hermososueño de padre adoptivo. Pero en seguida descubrió que el nuevo día no lohabía librado de la noche de Roanne. La inocencia de su decisión se veíaturbada sin cesar por la exquisita vergüenza de un recuerdo que no podía,

que no quería, ahuyentar. Jeanne se había convertido en su mente en lavisión difusa y fantástica de una presa deseable. Y no se daba prisa en

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mirar a Jeanne para encontrarse con la imagen real. Lo cierto es que ahoraque se dejaba llevar por los placeres de la fría lucidez —uno de sus grandesplaceres—, Aubriot sabía que después de la noche de Roanne esperaba conmás curiosidad que temor la prueba siguiente: la noche de Moulins.

—Gracias a Dios —dijo la Dama Azul—, no es en Moulins sino en Bessaydonde haremos el relevo. ¡Los que no conocen La Belle Ymage de Moulinsno saben de qué se libran! ¡Allí te maltratan de tal manera que un día, porcuarenta y cinco céntimos por cabeza, más veinte por una media botella demal vino, nos dieron siete malos platos de guisote y dos ensaladitas paradoce comensales! ¡En cuanto a las habitaciones, están tapizadas con telasde araña y amuebladas con chinches!

—Habría que apuntar en un libro el nombre de ese pícaro y el de todossus semejantes, sería una guía muy útil que pronto les quitaría todos susclientes a esos malos figoneros —apuntó el ginebrino.

—Pues podríais añadir a los cocheros, señor —objetó el lorenés—. También son unos tunantes que nos llevan adonde les interesa.

—Esta vez no corremos ningún riego —dijo el Gentilhombre Gris—. Enesta ruta las etapas las decide la compañía y ya hemos pagado conantelación.

— ¡Oh, pagar con antelación no os asegura nada! —exclamó el señorCaillaud—. Sin ir más lejos, el año pasado sufrí aquí mismo un intento defraude. Nuestros conductores, pagados por el posadero de Moulins,pretendieron que nos alojáramos allí y no en Bessay.

 — ¿Y qué pasó? —preguntó la Dama Azul.

— ¡Pasó que estalló una revuelta en la diligencia! Y los bribones decocheros tuvieron que olvidar su propina y galopar hacia nuestras pulardas.¡Si nos hubieran dejado sin ellas habrían pagado con su vida!

—Entonces ¿es verdad que la mesa de Bessay vale el rodeo que damos?—preguntó el ginebrino, con las papilas del oído excitadas.

— ¡Vaya si lo vale, como que es el consuelo de nuestro viaje!

 Y el lionés, entusiasmado, se puso a hablar de las codornices, las perdicesy los capones de Bessay, los pasteles de lengua de carnero, las langostasen salsa blanca, las pintadas a las frambuesas, las traseras de buey enescarlata, los callos a las uvas en agraz, y también de los pasteles, lascremas y los vinos que se guardaban detrás de los haces de leña... En laruta de Lyon a París, todos los viajeros que habían oído hablar de aquellarenombrada posada esperaban la parada de Bessay como una fiesta. Elpasajero de la compañía, que había pagado sus buenas cien libras por eltransporte, cama y comida incluidas, estaba decidido a viajar hasta allí para

disfrutar de su buena mesa.

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—Fanfan Lafleur cocina él mismo —dijo el señor Caillaud—. Donde mejoros tratan es en las posadas, allí es el propio posadero quien cocina, porquesu mayor placer no es contar el dinero que entra en la caja, sino escucharlos cumplidos que le dirigen.

—Es verdad —aprobó el Gentilhombre Gris—, pero el fastidio es que porculpa de los elogios que se le hacen, todo el mundo corre hacia él paraengrosar su fortuna e inflarle el gorro de cocinero. El bueno de Lafleur se havuelto tan vanidoso que se cree un igual de los señores que frecuentan sumesa. Ciertos cocineros llevan su toca tan alta que me entran tentacionesde cederles el sillón cuando me siento a su mesa.

—Nuestras celebridades suizas no les van a la zaga —aseguró elginebrino—. ¡En Zurich tenemos un cocinero que hace los honores de sumesa redonda con la espada al cinto y el sombrero bajo el brazo! ¡Pues nose ha hecho recibir en la Academia de su ciudad, creyendo a pies juntillasque lo merece!

Entre risas el ginebrino concluyó su relato.

—Pero, bueno, perdonemos a nuestros cocineros desde el momento enque nos tratan bien. Es raro que os manden al hospital por culpa de uno deesos vanidosos.

El joven estudiante inglés, que lo escuchaba atentamente todo sin decircasi nunca nada, se permitió abrir la boca.

—Es verdad que he observado que en Francia os sirven a vecesproductos en mal estado. Hace algunos meses, el dueño de un figón deNevers me puso al borde de la tumba con un plato de bacalao. ¿No existenleyes contra esa gente?

—Desde luego —respondió Aubriot—. Un vendedor de víveresadulterados al que cogen lo detienen, lo meten en prisión, le quitan lalicencia... en una palabra, casi lo arruinan. Pero unos pocos cientos deinspectores no pueden estar en todas partes al mismo tiempo. Sin embargo,

señor, creed lo que os dice un médico: en conjunto, la buena comida enFrancia mata infinitamente más que la mala.

— ¡Ah, doctor, es que las buenas cosas son tan buenas! —exclamófogosamente la Dama Azul—. ¿Cree que va a conseguir convencernos derenunciar a ellas?

Aubriot lanzó una risita firme y breve, miró de soslayo, sin disgusto, a laapetitosa rubia, rosada y gorda, toda ella hoyuelos y ya con un pocoachispada, pero sólo justo para darle buen color.

—¡Os aseguro, señora —dijo con una ligera inclinación de cabeza—, quenunca emprendería una tarea tan ardua en un país en el que Federico II de

Prusia, al atacar al príncipe de Soubise, sólo encontró en el campo debatalla un regimiento de cocineros y pinches armados con cacerolas y

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agujas de mechar! Hasta nuestro propio rey predica con el ejemplo y se lasda de cocinero, así que...

Veo a cada paso que mis compatriotas quieren vivir para comer y estándispuestos a reventar.

—Pero, señor doctor, ¿acaso el placer de vivir no está más en el placerque en la vida? —dijo la Dama Azul, inclinándose para mostrar sus senos yacompañando su frase con una mirada lánguida que se lo prometía todo alhombre al que se dirigía.

 Jeanne se preguntó si resistiría mucho aún antes de arañar el rosadorostro de la Dama Azul. ¡Una pelandusca, sin ninguna duda! En la gran

discusión abierta por el Correo de la Moda a favor o en contra de que lasmujeres llevaran calzones, seguro que se había alineado con los queestaban en contra. ¡Sin calzón las aventuras pasajeras son más fáciles!Philibert había sumergido su mirada en el corsé azul con tantacomplacencia, que Jeanne, para desviar su atención, se metió en laconversación.

—Espero que las camas de Bessay sean tan buenas como la cocina.Porque, para mí, una buena cama cuenta tanto como la buena mesa en lotocante al placer de vivir.

¡Si quería crear algún efecto, lo había logrado! El tono ingenuo de aquelmuchacho imberbe, unido a la ambigüedad de su observación, hizo sonreíra todos los viajeros y la Dama Azul se echó a reír a carcajadas. Aubriot ledirigió a Jeannot una mirada intensamente burlona, pero en los ojos doradosque se elevaron hasta él pudo leer "¿De qué os reís?", y entonces los suyosse dulcificaron y Jeanne le sonrió, tranquilizada. Por un instante estuvieronsolos en una especie de burbuja de ternura, pero en seguida el señorCaillaud respondió a la pregunta hecha al grupo.

—Las camas de Bessay son estupendas, joven, y las habitaciones muybonitas y numerosas. Incluso el alojamiento de los criados es limpio.

—He ahí una buna noticia para los criados delicados —soltó la Dama Azul,irónica—. Y mejor aún para sus amos, que no se verán obligados asoportarlos en su cama para protegerlos del heno y las pulgas.

El infernal sol se había puesto por fin en el horizonte cuando llegaron aBessay. Sólo había cuatro sillas de posta estacionadas en el patio, de modoque de las veinte habitaciones para los señores que tenía la posada,dieciséis se encontraban libres. Todos pudieron escoger la suya.

  Jeanne se extasió ante el apartamento de honor reservado a loshuéspedes distinguidos, todo él cubierto de tapicería de gran calidad; luego

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lanzó un grito de placer al ver un cuarto de baño y pidió permiso para darseun baño de inmediato. La Dama Azul se bañó después que ella, luegoAubriot y en último lugar el estudiante inglés. Los demás viajeros secontentaron con refrescarse en su habitación y cambiarse en seguida deropa, impacientes por bajar y sentarse a la mesa. No obstante, el buen tonoexigía que, antes de situarse frente a las obras de arte del maître deBessay, los comensales fueran a pasearse un poco por la cocina. Esta,iluminada por los reflejos de sus cacharros de cobre y la luz que entraba porlas ventanas, prometía ricos goces al comilón admitido en su santuario.Pero éste tenía que saber comportarse como era debido, poner cara deadepto al asomarse a las cacerolas y meter la nariz en las salsas, alcanzar

un estado de concupiscencia entendida ante la delicia que gira en el asador,degustar como si fuera una hostia el bocado que tenían a bien darle aprobar, menear la cabeza al tiempo que se humedecía los ojos de beatitud...en fin, que había que saber interpretar el papel de buen comilón. Sóloentonces el maître de Bessay consentía en aparecer y tratar a la gentecomo es debido, es decir, con una familiaridad locuaz.

Fanfan Lafleur sabía escenificar su papel de maravilla en el centro mismode su cocina. Como muchos de sus colegas, procedía del ejército, donde sehabía aficionado a su arte durante la guerra de Sucesión de Austria, porquelos austríacos lo habían hecho prisionero en Ulm. ¡Ah, bienaventurado

cautiverio moravo! Al evocar el foie gras de Krems regado con un buen vinoblanco seco y floral, a Lafleur se le saltaban las lágrimas. Y los cangrejos derío de Carintia todavía le producían escalofríos en la lengua.

—... y cuando probé y paladeé un poco de aquella pálida, tierna y frescacarne, con aquel sutil perfume de agua corriente y viva... ¡ah, señores! Enese momento decidí que inventaría salsas divinas para acrecentar todavíamás la suculencia de aquellas incomparables criaturas...

Llegado a este punto de su evocación, Lafleur hacía una pausa teatralpara preparar el fin de su monólogo. Su redonda y jovial figura de personademasiado bien cebada con mantequilla resplandecía de vanidad y acababa

a media voz:—Señoras, señores, ¡el día en que mi regimiento capituló ante los

austríacos, Francia perdió tal vez una batalla, pero ganó un salsero del queel país podrá beneficiarse durante mucho tiempo!

 Jeanne escuchaba divertida al buen hombre recitar su papel de "grantoca" a la moda, pero pronto se cansó y salió, impaciente pordesentumecerse las piernas en tanto Philibert se bañaba.

El patio estaba muy animado con el alegre alboroto que se estabapreparando en la posada y desbordaba ya por las ventanas abiertas de paren par. En la mitad este del cielo, ya en sombras, forzando la vista Jeannepodía adivinar las primeras docenas de estrellas que empezaban a apuntar,la más precoz de las cuales acababa de brotar ante su vista tan brillante

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como una luciérnaga. Sintió ansias de rezarle: "¡Haz que me ame, Dios mío,haz que me ame!" Al final del largo camino polvoriento atestado de ruidos yde gente, un infinito silencio del más allá se le derramaba encima como unbálsamo divino. Tenía el sabor del buen Dios, de un Dios que le escuchaba.Durante mucho rato, con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos llenos deasombro, se dejó invadir por el inhumano y fascinante silencio de laeternidad...

A su alrededor el barullo era grande, sobre todo por el lado de losestablos en los que mozos, criados y cocheros se afanaban, cantaban,silbaban y alborotaban mientras adecentaban los carruajes y limpiaban alos animales. Dos doncellas sacudían y cepillaban la ropa de cama, tosiendo

y escupiendo el polvo mientras reían. Un mozo de cuerda estaba tanatareado llevando cubos de agua entre el pozo y la cocina, que parecía quetuviera que llenar un montón de ollas agujereadas. Algunos de loshuéspedes de la posada que habían salido para hacer un poco de ejercicioantes de volver al comedor, comenzaban a regresar. Jeanne pensó que eratiempo de hacer lo mismo, pero se había levantado una brisa cálida quehacía las veces de fresco nocturno y decidió pasearse un poco todavía. Sealejó para huir de los pesados olores a carnes grasas que giraban en losasadores y se puso a caminar arriba y abajo, con la cara al viento, no muylejos de los establos. Se disponía a regresar, cuando un joven, que pareció

surgir de detrás de una carreta, se plantó de repente ante ella. Era uno delos dos criados que viajaban en la parte de atrás de la diligencia, el másinsolente y burlón, que servía al Gentilhombre Gris. La primera reacción de Jeanne fue pararse a ver qué quería, pero se acercó demasiado y la vagaamenaza que percibió en su comportamiento la hizo apartarse y apresurarel paso.

— ¡Un momentito, guapo, no tan de prisa! —dijo—. He hecho una apuestacon un compañero de viaje y me gustaría ganarla porque nos jugamos unabuena botella de vino.

El segundo criado surgió de las sombras y le cerró el paso. Si el primero

tenía aspecto de un pillo juerguista sin maldad, el segundo era un hombrehecho y derecho con unos ojos brillantes y hundidos bajo unas cejaspeludas que no inspiraba ninguna confianza. La joven retrocedió, le dirigióuna mirada a la posada, que de repente le pareció muy lejana, al final de unpatio desierto.

—Muy bien —respondió, tomando una decisión—. ¿Y a quién debo ayudara desempatar? Venga, rápido, porque tengo prisa.

—No será largo —dijo el mozo alegre—. Es que desde que he visto quetenéis un amo tan amable que os hace viajar dentro de la carroza, que osda de beber de su cantimplora y os mete en su cama, he apostado a que

sois una chica disfrazada de chico, mientras que mi compañero dice que

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sois un chico que le sirve de chica a vuestro amo. Por favor, decidme si soyyo el que se ha ganado la botella.

—No, deberéis invitar vos —dijo Jeanne cortante—. Vuestro compañeroha ganado. Soy un joven aún imberbe.

Quiso seguir adelante.

— ¡Y yo digo que mentís! —exclamó el primer criado agarrándola por lacintura—. ¡Digo que mentís como un charlatán y que debajo de vuestracamisa voy a encontrar algo que me permitirá beber gratis a vuestra salud!

Por suerte el segundo criado no se mezcló en su forcejeo y, a pesar deque se debatía con fuerza —sin atreverse a gritar por no provocar unescándalo—, el vigoroso criado del Gentilhombre Gris, que se reía acarcajadas, logró tocarle el pecho y lanzó una exclamación de triunfo:

— ¡Vive Dios, guapito mío, que me cuelguen si lo que tengo en las manosno son cosas de chica!

 Jeanne vio de repente cómo su agresor salía despedido e iba a dar contrala rueda de la carreta a causa de un buen puntapié en el trasero, mientasuna mano dura lo cogía por un brazo para impedir que la arrastrase en sucaída. El segundo hombre, el de los ojos de cerdo, se había eclipsado comopor encanto. Aubriot recuperó la calma en una fracción de segundo. Se

inclinó sobre el criadito que se frotaba la cabeza, aturdido, le revolvió lapelambrera y le palpó el cráneo con cuidado.

—Te vas a librar con un simple chichón —dijo, levantándose—. Pontecompresas de agua fría. ¡Y, ahora, largo de aquí!

El muchacho desapareció. El médico se volvió hacia Jeanne, quetemblaba y no se atrevía a moverse, avergonzada de la escena.

—Y vos, volved a la posada —le ordenó secamente—. No me gustaríatener que pelearme otra vez por vuestra causa con los criados. Ni tengoedad ni me gusta.

A Jeanne se le saltaron las lágrimas.—No ha sido culpa mía —balbuceó—. Estoy desolado por este incidente,

señor. No he querido pedir socorro por no molestaros y ya veis...

— ¡Muy bien, señorita, muy valiente de vuestra parte! —la interrumpióAubriot con ironía—. ¡La próxima vez dejaos violar con tal de nomolestarme! En fin, vamos a cenar. Y más de prisa, por favor. ¡Espero quela aventura no os haya paralizado las piernas ni quitado el apetito!

 Jeanne se sorbió las lágrimas. Entraron en la posada sin cambiar unapalabra.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

En Bessay la mesa redonda no era obligatoria y los clientes podían hacerque se les sirviera en mesas individuales. Pero, aparte de que no le gustaballamar la atención en compañía de su guapo compañero, Aubriot aprovechópara castigar a Jeanne por el mal humor que le había provocado; la mandósentar al extremo de la mesa redonda y además tuvo la cruel satisfacciónde verla palidecer cuando él se sentó al lado de la Dama Azul. La coquetahabía reservado una silla y le hizo un gesto con una alegría de gata en celo.En seguida, Aubriot se puso a conversar con fingida alegría, pero unaoleada de rabia lo recorría cada vez que le lanzaba una mirada a la exiliada.¡Estaba furioso porque se habían atrevido a tocarla, furioso por su reacciónanimal contra el asaltante y furioso de estar furioso un cuarto de hora

después del incidente! Porque, al fin y al cabo, aquello había sido unachiquillada. Pero la odiosa imagen de aquellas sucias manazas toqueteandolos menudos senos de Jeanne lo había puesto fuera de sí. Era más fuerteque él. Habría podido matar a aquel joven grosero e imbécil si se hubieragolpeado un poco más fuerte contra la rueda de la carreta y, entonces,¡menudo drama! ¡A ver si aquella tontita imprudente le iba a complicar lavida! Le lanzó una mirada severa. Pero entonces el bello rostro mudo, conlos ojos bajos sobre el plato vacío, le pareció tan triste y desgraciado que leentraron ganas de tomarla en sus brazos y apartar delicadamente losbordes de su camisa para depositar sus labios allí donde aquel bruto habíapuesto sus manazas...

Estaba lavando tan deliciosamente el ultraje hecho a Jeanne que la vozarrulladora de su vecina lo sobresaltó.

— ¿No tomáis un poco de polla de agua? —preguntaba ella—. Essuculenta. ¿Siempre coméis tan poco?

Como por costumbre comía sobriamente, contentándose con algo decarne asada, ensalada, fruta y un poco de vino tinto. Y Jeanne hacía lomismo, aunque esa noche era incapaz de comer nada. Desesperada porhaber hecho enfadar a Aubriot, sentía, además, una gran rabia contra laDama Azul. Aquella cortesana se había cambiado para bajar a cenar y,

aunque continuaba vistiendo de un azul muy cursi, lo hacía de una formaabsolutamente indecente. El escote de su nuevo vestido de algodón finoenseñaba como en bandeja sus dos globos de un blanco de crema satinada,a los que se adherían las miradas de todos los hombres como sanguijuelasvoraces en cuanto las despegaban de sus platos. ¡Vaya colección de viejosverdes! Un enorme despecho henchía el corazón del falso muchacho.¡También ella podría haberse puesto un bonito vestido y enseñar lospechos, y además bastante más frescos!

—Dadme de beber, por favor —le pidió con brusquedad a una sirvienta.

Se bebió medio vaso de vino de un trago y se sintió lo bastante bien

como para hacerle una escena a su amo en cuanto volvieran a lahabitación. ¡Su conducta era injusta, malvada, escandalosa y disoluta!

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

En ese momento entraron en la sala tres oficiales y se instalaron en losasientos que habían quedado vacíos cerca de Jeanne. Eran tres tenientes deinfantería que se trincaron dos botellas de vino antes de atracarse con lacomida y que, a continuación, aturdieron a sus vecinos de mesa con unaconversación tan ruidosa como superficial, trufada con atrevimientos de lomás pasado.

Aubriot ya conocía la vulgaridad que gastaban la mayor parte de oficialespara adivinar la clase de palabras con que obsequiaban a Jeanne, ademásde que cogía al vuelo algunos fragmentos entre los arrumacos cada vezmás subidos de tono de la Dama Azul y la descripción de los esplendoresdel lago Leman que hacía el ginebrino, al que el vino volvía nostálgico. ¿Es

que aquella cría iba a obligarlo a enfadarse por segunda vez para sacarla deaquella situación? La llamó a su lado con un gesto.

—Jeannot —le dijo en tono de mando una vez estuvo detrás de su silla—,subid a buscar mi frasco de polvo digestivo. Diluid una buena pulgarada enun vaso de agua tibia y dejadlo en mi mesilla de noche. Luego esperadmearriba.

Como sabía que Philibert digería perfectamente empezó a abrir la bocaasombrada y luego se dijo que la enviaba arriba para que no lo viese flirtearcon la Dama Azul. De tan indignada como estaba, tuvo la osadía de replicar:

—Ahora mismo voy a preparar vuestro remedio, señor. Pero luegopermitid que baje. Aún no he probado el bizcocho helado.

Era la primera vez que Jeanne le plantaba cara, aunque fueratímidamente. Sorprendido y divertido al mismo tiempo, disimuló sussentimientos con su voz más fría.

—Jeannot, os acabo de dar una orden. Obedeced.

La Dama Azul chasqueó la lengua. Furibunda, Jeanne la fulminó con unamirada capaz de reducirla a cenizas, giró sobre sus talones y se dirigió a laescalera.

—Vuestro bello criado necesita algo de látigo —cuchicheó—. ¿No veis quese permite estar celoso y vigilaros?

—Señora —respondió Aubriot, también cuchicheando—, ¿no os daiscuenta de que basta con veros para temer que me pierda?

Su habitación era amplia, agradable, tapizada en tela de algodón conmotivos pastorales. Al posadero debían de irle muy bien los negocioscuando podía permitirse aquellas telas del señor Oberkampf, que estaban

de moda y no eran nada baratas. A Jeanne le quitaba un poco el malhumorpensar que Philibert había escogido aquella habitación, en la que ella se

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había extasiado de placer al ver todos aquellos corderos sonrosados,guardados por pastorcillos sonrosados, sentados bajo árboles sonrosados,que el naturalista había reconocido como Salis fragilis luciendo hojas delSalix viminalis, una monstruosidad creada por el diseñador de la fábrica.Ahora bien, si Philibert había escogido aquel hermoso dormitorio para queella se consolase contando corderos, mientras él se iba a dormir a otrahabitación en compañía de aquella mujer impúdica... ¡entonces la cosacambiaba! Si no volvía pronto a tomarse sus polvos digestivos, ella bajaría allevarle el vaso, ¡desde luego que sí! Como ella sólo era su criado, un criadoque a él no le importaba un pimiento, ni le importaba si comía bizcochohelado o no, mientras él coqueteaba con la gorda Dama Azul, entonces...

¿Qué se creía, que iba a estar esperando, temblorosa y empapada enlágrimas, a que la perdonase porque un idiota la hubiera atacado? ¡Ah, puesno, no y no! ¡Y además no iba a darle la satisfacción de llorar, desde luego!

Mientras pensaba en todo eso, iba y venía por la habitación de una camaa otra con grandes zancadas nerviosas para mantenerse en estado colérico. Y sobre todo para no fundirse en un río de lágrimas que ya le inundaba elpecho y le subía hasta la garganta.

Entonces la puerta se abrió y entró Philibert.

Ella se detuvo, clavada entre las dos camas, contenta y a la vez inquietapor su inesperada aparición. ¿Tal vez venía a darle aquel jarabe soporíferosuyo, antes de volver a sus infames devaneos?

El arqueó las cejas.

— ¿Qué diablos hacéis ahí en medio de la habitación, plantada como laimagen misma de la Justicia y con los brazos colgando? ¿No queréis escogervuestra cama? Las dos son iguales. Escoged la que más os guste o echadloa suertes.

—Os he preparado vuestro medicamento —dijo ella con voz temblorosa—. Lo he dejado allí.

—Gracias, pero ese remedio era para vos, Jeannot, para alejaros deaquellos militares cuya compañía había empezado a fastidiaros.

— ¡Oh! —exclamó ella.

Estaba demasiado sobreexcitada para comprender lo que él acababa dedecirle, pero le había sonado tan amable que murmuró:

—Gracias, señor.

—Bien —insistió él—, id a acostaros. ¿No estáis cansada del viaje? Porsuerte esta noche podréis arreglaros...

Con un gesto le señaló el cuarto de aseo.

Aquella pequeña habitación, convertida de pronto en su refugio, eraencantadora, toda pintada de rosa con filetes grises. El marco del tocador

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era de porcelana blanca decorada con ramos de flores y el jarro estaballeno de agua fresca. En el suelo habían dejado también una gran tinaja deagua tibia.

 Jeanne actuaba como fuera de la realidad mientras se desnudaba, echabaagua en la palangana, se remojaba y dejaba que las gotas de agua seevaporaran sobre su piel, tan ardiente que las secaba en seguida. Se cepillódurante mucho rato el cabello y finalmente se lo perfumó con un agua decolonia campestre hecha por ella que llevaba consigo; en ella predominabael aroma religioso de la azucena que crecía abundantemente alrededor delperal del jardín de Charmont. Sólo cuando retrocedió delante del espejopara juzgar el efecto de su peinado se dio cuenta, con una turbación

infinita, de que estaba desnuda. ¡Desnuda mientras se peinaba! ¡Nuncaantes había cometido una extravagancia semejante! ¡Sin duda la aventuracorrida antes de cenar y la consiguiente irritación de Philibert la habíantrastornado!

La camisola que la señora de Bouhey le había hecho meter en la bolsaera de tela sólida y muy púdica. Suspirando, se puso aquel largo camisón depupila seria del convento, se ajustó la cinta del cuello y de los puños. Desdeluego, no vaha la pena tener en su ajuar camisones de lino fino con volantespara llevarlos únicamente en soledad, si luego tenía que pasearse por lashabitaciones de las posadas con camisones de tela basta con un poquitín de

encaje de valenáennes. Cierto que tenía que confesarse que no era capazde llevar lencería ligera... En fin, hacía mucho rato que estaba lista y másque lista y no se atrevía a salir del cuarto de aseo.

No llegaba ningún ruido de la habitación. ¿Se habría acostado yaPhilibert? ¿Podría correr de puntillas y meterse debajo de las sábanas sinque la viera en camisón? Pero ¿si sólo intercambiaban las buenas nochesantes de apagar las velas, cómo sabría si aún estaba enfadado o no? Laidea de pasar otra noche juntos sin saber si estaba enfadado o no leresultaba insoportable. Entreabrió la puerta y, sin salir del cuarto de aseo,se atrevió a preguntar, con una vocecilla moribunda, como cuando era

pequeña:— ¿Señor Philibert?

— ¿Sí, Jeannot?

La respuesta pareció llegar de lo bastante lejos como para arriesgarse aentrar en la habitación. Philibert le daba la espalda al cuarto de aseo.Sentado ante el escritorio, que estaba colocado delante de la ventana,escribía algo en su cuaderno. Se había deshecho de la casaca, del falsocuello y también de la peluca. Sus cabellos castaños, en media melena,estaban recogidos en la nuca con una cinta negra.

— ¿Sí, Jeannot? —repitió mientras seguía escribiendo.—Señor Philibert, antes... en el patio... el criado que... No fue culpa mía.

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—Lo sé, lo sé, Jeannot —respondió él sin volverse—. El cansancio nospone nerviosos y me he dejado llevar. No pensemos más en ello.

"No pensemos más en ello" le aconsejaba, ¡y justo ella lo estabaobligando a pensar de nuevo en ello! La obscena imagen de las manazasdel criado sobre los senos de Jeanne volvió a golpearlo, abrasadora, seguidade aquel violento deseo de limpiar la ofensa con sus labios que lo habíainvadido en la mesa. Tiró la pluma y con gesto brutal se pasó las manos porla cara, como para arrancarse de la frente un sueño criminal: "Dios mío —rogó—, ¿vais a dejarme hacer una cosa semejante? ¡No voy a hacerlo, nodebo hacerlo, no quiero hacerlo!" Como un relámpago, le atravesó la ideade ir a desfogarse ferozmente entre los muslos sonrosados de la Dama Azul

para vencer el deseo de tocar a la pura niña rubia de los bosques deCharmont. Se le escapó una breve risita nerviosa que estremeció a Jeanne.

Avanzó hacia él sin ruido.

—Señor Philibert... —volvió a repetir porque, de repente, ya no supo quéhacer, como perdida en un clima extraño.

Al oír sus palabras más cerca, fue consciente de que ella ya había salidodel cuarto de aseo, se levantó y se volvió...

A la suave luz de las velas la vio muy erguida y blanca en su largocamisón de virgen prudente. Sus rubios cabellos le caían a ambos lados dela cara, tenía una tímida sonrisa de ofrenda en los labios y los ojosinundados de oro... Con un hilillo de voz ella seguía repitiendo: "SeñorPhilibert, señor Philibert", y entonces se hizo una sola pregunta, angustiada,casi médica: "¿Cómo fue que su amor por mí comenzó en su sueño deniña?" Le sonrió con una infinita ternura. Petrificado de emoción, sinatreverse a respirar, la dejó acercarse a pasitos inseguros, como le habíaenseñado a dejar que viniera hacia ella un pájaro, una liebre o una cierva...Cuando la muchacha se detuvo ante él, abrió los brazos primero y luego loscerró en torno a ella, como si ella se los hubiera abierto y cerrado por artede magia.

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SEGUNDA PARTESEGUNDA PARTE

ELEL JARDÍN DEL REY JARDÍN DEL REY

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Capítulo 1Capítulo 1

  Al salir del invernadero, la señorita Basseporte vio al grupo de trescaminantes que subían charlando hacia el Gabinete de Historia Natural y sedetuvo para esperarlos. Estaría encantada si antes de regresar a Montbardel jefe quisiera echarles un vistazo a sus últimas pinturas de flores. AMadeleine-Françoise Basseporte no le desagradaban las alabanzas y elseñor de Buffon no se mostraba avaro en ese sentido con ella. Después detodo, había necesitado tener mucho talento para que, a pesar de ser mujer,la hubieran juzgado digna de ocupar el puesto de pintor-dibujante del Jardíndel Rey y de continuar la admirable colección de pergaminos comenzada

bajo el reinado de Luis XIII por Gastón de Orleáns. Cómodamentepensionada con mil setecientas libras —¡menos el décimo del fisco!— y yacon sesenta y tres años, la señorita Basseporte se sentía con derecho amojar su pan en un poco de vanidad, repitiéndose una y otra vez que sunombre estaba inscrito en el Almanaque Real y que trabajaba a la sombradel gran Buffon. Pues después de Bacon, Newton, Leibniz y Montesquieu,Buffon era realmente el quinto genio sobre la Tierra; él mismo lo sabía y ledecía sinceramente que así lo pensaba. Y además de su ingenio y sualegría, ¡qué gran porte tenía el Genio del Jardín! La señorita Basseporte nose cansaba de mirarlo.

Un mariscal de Francia no tenía más presencia que el intendente del  Jardín del Rey. Plantado en medio de sus compañeros de paseo —elcardenal de Bernis y el naturalista Valmont de Bomare—, Georges-Louis-Marie Le Clerc, conde de Buffon, gesticulaba ampliamente al hablar,levantando ahora una mano, ahora otra, antes de adoptar durante dosminutos su pose de marcha favorita: la mano derecha metida en el bolsillode sus calzones, la izquierda bajo el chaleco, como si quisiera tener unaspecto descuidado pese a su lujoso atuendo, ya que incluso de ordinariovestía soberbiamente, con un traje de terciopelo rojo galoneado y bordado yuna casaca de seda de doradillo abierta en el cuello sobre una nubeespumeante de encaje. Todo el mundo reconocía que a sus cincuenta y

siete años el señor de Buffon tenía un hermoso y majestuoso aspecto. Sualta y erguida estatura de cinco pies y medio, la manera en que movía la

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cabeza, le daban una dignidad que inspiraba respeto sin incomodar a lagente. El hombre sabía lo que valía, pero se mostraba acogedor. Suamplitud de miras se leía en su rostro de noble frente, de ojos muy negrossombreados por espesas cejas también negras. Aquella mirada calurosa,curiosa, a menudo alegre, se activaba sin cesar, erraba de aquí para allá,huía a lo lejos como para penetrar en el secreto del horizonte, regresabapara atravesar la mirada de su interlocutor, y el negro brillante de sus ojos,acentuado por el trazo oscuro de sus cejas, fascinaba aún más porque sobrela cabeza espumaba la nieve de sus bellos cabellos peinados en grandesrulos.

 Tanta apostura y tanta elegancia componían un hombre magnífico y la

señorita Basseporte suspiró una vez más con ternura y nostalgia. ¡Ah, si enotros tiempos ella hubiera querido! Pero, ¡ay!, nunca había estado en edadde gustarle. Tema treinta y ocho años cuando el rey le había confiado aBuffon la intendencia del Jardín, por tanto a ella le sobraban veinte, puesera conocido el gusto del patrón por la carne fresca. La señorita Basseportesonrió al percibir la silueta aún lejana de Jeanne, que bajaba con Thouin del jardín alto, suspendido de la colina de Coupeaux. Esa sí que era lo bastantetierna como para abrirle el apetito al señor de Bufón; quizá, con susdiecisiete años cumplidos, empezaba a estar un poco pasada, aunquedesde luego era muy bonita.

—Parece que el amigo Thouin siempre encuentra un rato para instruir en jardinería a la amable secretaria del doctor Aubriot —dijo la jovial y sonoravoz de Buffon.

El grupo de paseantes acababa de llegar ante el umbral del gabinete ysaludaba a la señorita Basseporte.

—Reconoced, señor, que la alumna tiene mucho encanto —dijo Valmontde Bomare, cuya mirada había seguido la del intendente.

—Es inútil que se fije en esa novedad del Jardín, Valmont —dijo Buffon—. Thouin no va a sacar de ella ningún esqueje y Aubriot no os cederá el

original.—Pero ¿podríais decirme al menos si esa soberbia planta andrógina a

primera vista es macho o hembra? —preguntó Valmont—. Esta mañana lahe visto en calzón como siempre, pero anteayer creí verla con faldas en elhuerto de los monjes de Saint-Victor y sentí una punzada en el corazón,agradable, lo confieso. Porque hasta entonces yo me decía que si bien elsecretario de Aubriot era guapo, tenía en cambio el defecto de ser chico.

—Degestíbus et coloribus non disputandum — dijo sobriamente elcardenal.

—Sobre todo —prosiguió Bufón, con amplio tono de sermón— porque sepuede llegar a resultados magníficos por el camino estrecho, ad augusta per angusta, ¿no es verdad, eminencia?

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— ¡Oh! —exclamó la señorita Basseporte—. ¡Si empezáis así de buenamañana yo me voy!

Pero se quedó, mientras Buffon respondía a Valmont.

—Querido, ya sabéis que nunca opino sobre rumores y la flor en cuestiónno me ha permitido aún que examine directamente sus órganos. De modoque aunque me la han presentado con nombre femenino aún me pregunto,¡vive Dios!, si al meterse por la noche en la cama de su amo, Jeannot seecha de espaldas o boca abajo.

— ¡Esta vez sí que me voy! —exclamó la señorita Basseporte—. Encuanto el señor se pone a bromear las mujeres se ven obligadas a desertar.

No hay quien aguante.—Querida Basseporte, no juguéis a la señorita de compañía, no las quiero

en el Jardín, son muy tristes. Además, podéis preguntarle a Su Eminencia sila ambigüedad sexual no se ha convertido en una virtud de moda desde queel caballero-caballera de Eon sirve al rey con igual esmero en faldas decortesana que en calzón de capitán de dragones.

— ¡Silencio! —exclamó el cardenal—. No reveléis los secretos de alcobade nuestra diplomacia.

Los ojos de Buffon chispearon.

—Caramba, Eminencia, ¿no consideraréis la sodomía como una cualidaddiplomática, verdad?

El cardenal de Bernis, antiguo embajador de Venecia y encargado deAsuntos Extranjeros, fingió que la pregunta le chocaba, lo que no le sentabamuy bien a su cara de muñeca sonrosada. Cincuentón, el arzobispo de Albitrataba de poner siempre cara de apio, pues aunque no era mojigato, desdeque se había sido encargado de Asuntos Extranjeros se esforzaba por hacerolvidar su pasado de poeta galante. Pero Buffon, al que le encantabachapotear en todo lo escabroso, continuó despiadadamente:

—Con franqueza, señor cardenal, ¿creéis que hoy en día los jueces seatreverían a quemar en la hoguera a los sodomitas?

El prelado decidió bromear.

— ¿Lo creéis vos, señor? Hoy lo que importa es la economía. Para quemara una pareja de ésas se necesitan doscientos haces de leña, más sietecargas de ramas y paja. Para los tiempos que corren, ¡eso representaría unafortuna para el Tesoro, que se esfumaría como el humo!

Aún se reían de la ocurrencia, cuando Thouin y su guapo compañero sedetuvieron respetuosamente a diez pasos de los que conversaban. Buffonles dirigió una gran sonrisa a los jóvenes.

— ¿Y bien?, ¿de dónde venís?

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—Nos hemos paseado en torno al cedro azul de Líbano —murmuró Jeanneintimidada.

—Hermoso árbol —dijo Buffon—. Supongo que mi amigo Thouin os habrádicho que tiene treinta años. Sí, hace treinta años que el señor Bernard de Jussieu se lo robó a los ingleses y lo trajo aquí escondido en el sombrero.Venga, señorita —añadió tendiéndole la mano a Jeanne—, no seáis tímida yacercaos un poco, quiero presentaros al señor cardenal de Bernis, si SuEminencia me lo permite... Y os presentaré también al amigo Valmont deBomare, que os gustará pues ha corrido un montón de aventuras.

Aunque sólo tenía treinta y tres años, Valmont había recorrido toda

Francia y Europa, había llegado hasta Laponia, recogiendo en todas partesvegetales y minerales. De vuelta a París, había abierto un curso privado debotánica que reunía a los parisienses más distinguidos.

—... y organiza también excursiones geológicas a las que os aconsejo nofaltar, señorita —concluyó Buffon—. Acudid a ellas y encontraréis la flor delguisante.

— ¿La flor del guisante? — repitió Jeanne sin comprender.

— ¡Caramba, Basseporte!, ¿no le enseñáis a vuestra protegida a hablarparisiense? Venid a Montabard a pasar el invierno, allí dispongo de mástiempo y os daré con gusto algunas lecciones de parisiense, además declases de historia natural y demás.

Con su cara de seda blanca y rosada brillando de malicia, el cardenal seinclinó al oído del intendente.

—Bajo la mirada de oro de la hermosa alumna En vano os empeñaríais enenseñar; Vuestro saber se volvería ensueño Y el sentimiento oscurecería alescritor.

— ¿Así que no habéis perdido vuestra habilidad para repentizar? —exclamó alegremente Buffon—. Ya que os habéis convertido en arzobispode Albi por la gracia de Dios, deteneos en Montbard de paso a vuestra a

casa para soplarme rimas improvisadas. Vuelven locas a las damasborgoñonas.

— ¡Claro que me detendría todo el tiempo del mundo en Montbard, perosi soy arzobispo de Albi es más bien por la desgracia de Dios! —suspiró elcardenal.

Buffon se echó a reír, tomó familiarmente a Bernis del brazo, hizo lomismo con Thouin y los arrastró a grandes pasos para acabar su ronda deinspección. Valmont y Louis Daubenton, que acababa de llegar, siguieron altrío. Bouffonnette, la traviesa mónita del intendente, se estiró cuanto pudo,meneó culo y cabeza, metió la mano en un bolsillo invisible, se llevó la

mano izquierda al estómago como a un imaginario chaleco y se puso en

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marcha pisándole los talones a Buffon con largas zancadas nobles aimitación de su amo.

— ¿Queréis ver mi Aster amellusi? Lo tengo casi acabado.

La señorita Basseporte había tomado a Jeanne bajo su protección desdeque apareció tres meses antes. La pintora recordaba las dificultades quetuvo en sus comienzos para ayudar a las mujeres a hacerse un hueco en el Jardín. Es verdad que se había admitido a Jeanne a causa del doctor Aubriot,acogido con los brazos abiertos por los Jussieu, también lioneses, con losque Aubriot se escribía desde hacía amucho tiempo. Pero era a laencantadora señorita Basseporte a la que Jeanne debía haber sidopresentada a Buffon y demás personalidades del Jardín. Hoy se sentía comoen su casa y estaba orgullosa de que la reconocieran al pasar unos sabioscuyos conocimientos atraían a verdaderas multitudes.

—El señor de Buffon es siempre tan amable... —dijo entrando en casa dela señorita Basseporte—. Por otra parte, todos son muy amables conmigo...

—Es porque sois muy bonita —dijo Basseporte sonriendo.

 Jeanne observó a la vieja solterona en silencio. Su cara ya avejentada

conservaba un eco suave del encantador rostro de sus veinte años, del que Jeanne había visto un autorretrato al pastel.

—En otra época, ¿os ayudó en vuestra carrera el ser bonita? —preguntóal fin con crueldad inconsciente.

—No me ha perjudicado. En una mujer una libra de encanto pesa másque una libra de mérito. Y si las dos pueden sumarse, entonces...

 Tras un momento de duda, Jeanne continuó.

— ¿Cómo, siendo tan agradable, habéis continuado soltera en medio detantos hombres?

— ¡Porque, a Dios gracias, mis amigos se han casado con otras!

— ¿A Dios gracias?

La pintora posó el pincel.

—Jeanne, no juzguéis mi corazón como si fuera el vuestro. El vuestro estáhambriento de amor. Al mío lo ha distraído siempre la ambición. Desde queera joven me ha apetecido más pintar flores que hacer niños.

—Sin embargo, ¿no os gustaría hablarme de vuestro amor por el señorLinneo?

—Lo amé y me amó, y seguimos amándonos por carta, y a veces le envíoalgunas de mis pinturas, pero es su querida Sarah-Elisabeth la que le ha

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dado cinco hijos. Cuando estaba de parto y él temía por su vida, me escribíaque si se quedaba viudo yo sería su segunda esposa de grado o por fuerza...¿No os parece una prueba de amor mayor para la amante que para laesposa?

— ¿De modo que no habéis lamentado ser solamente la amante del señorLinneo?

—No, jamás. Estoy convencida de que el hombre más delicioso delmundo sólo tiene una manera de hacerse soportar durante mucho tiempo:¡estar ausente a menudo! Jeanne... ¿tanto lamentáis no ser la esposa delseñor Aubriot?

La joven se estremeció y luego meneó la cabeza.—No. Pero pienso que se deja antes a una amante que a una esposa y me

pregunto si me querrá siempre y tengo miedo.

—Y vos ¿lo querréis siempre?

Ella miró a la señorita Basseporte con estupefacción antes de soltar unvibrante "¡Siempre!".

—Querida niña —dijo la señorita Basseporte, incrédula—, tenéis uncorazón de novicia. Y en ese caso es más prudente casarse con Dios. Dios oun jardinero. Ambos son capaces de vivir eternamente de amor sin cambiar

de paraíso. Casaos con Thouin. Está enamorado de vos y seríais una jardinera del rey deliciosa.

 Thouin y Jeanne se habían hecho amigos desde su primer encuentro. Quepor parte de él la amistad se había convertido en amor, de eso ella no teníaninguna duda, pero el tímido amor de André era de una dulzura tan ligerade sobrellevar que se complacía en él sin sentirse molesta. Con apenasdieciocho años, André aún tenía mucho de niño. Sin embargo, aquel joven

de cuerpo esbelto, de mejillas redondas como manzanas, modesto y demaneras tranquilas, había logrado el prestigioso título de jardinero jefe del  Jardín real de Plantas. Había sucedido a su padre Jean-André, muertoprematuramente. Aquel puesto estaba tan solicitado que Luis XV se habíasentido contrariado cuando Buffon le propuso nombrar para él a unadolescente. "¡Ni pensarlo, señor mío! —había exclamado—. Aunque lonombrase no podría aguantaren su puesto.

¡Qué no dirían y qué no harían contra él las personas de más edad y máscompetentes a las que yo tendría que desestimar!" Pero Buffon no admitíaque se lo contrariase en lo relativo a su intendencia, aunque fuera desde lo

alto de un trono, e insistió firmemente: "Señor, nadie podrá decir nada sinombráis al hijo de Thouin. Si lo escogéis, habréis escogido al mejor de los

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 jardineros. Ningún candidato me ha parecido mejor, y ni siquiera igual, aese muchacho de diecisiete años." El rey había acabado por firmar elnombramiento. Así que, sin tener que cambiar de costumbres, André Thouinhabía continuado viviendo en su jardín y poniendo en el mundo flores cadavez más hermosas. Su mano verde adivinaba instintivamente los mil y uncuidados que había que prodigarle a una corola campestre demasiadosencilla y paliducha, para sacar de ella una corola magnífica, hacia la quecorrían los parisienses a extasiarse en su contemplación y a mendigaresquejes y semillas. Nunca había estudiado en ninguna escuela ni en loslibros, y sólo debía su ciencia a las observación directa de la naturaleza,practicada desde que fue capaz de trotar detrás de su padre. Aquel

sorprendente joven, siempre vestido con un simple calzón de paño basto,una camisa y un mandil con grandes bolsillos, daba muestras, en susréplicas y comentarios, no sólo de un saber práctico inagotable, sino de unatan gran erudición botánica que más de un visitante del Jardín preguntabaquién era aquel sabio tan precoz. Si se lo preguntaban a él, respondíasonriendo que sólo era uno más entre los jardineros del rey. Una mañana enque le estaba respondiendo eso a un distinguido naturalista alemán queestaba de paso, el señor de Jussieu que lo acompañaba, lo corrigió.

—Debéis acostumbraros, mi joven amigo, a responder más bien que sois"el" jardinero del rey. Seríais más exacto.

Una vez que Jussieu y el alemán se hubieron marchado, Jeanne, queestaba con Thouin entre dos parterres, murmuró soñadora:

—El jardinero del rey... ¿Existe algún título más bonito que ése?

— ¡No, desde luego! No querría ningún otro. Tengo que haber nacido conbuena estrella para haber logrado mi ambición con sólo dieciocho años.

— ¿Y no estáis asustado?

— ¿Y por qué iba a estarlo? Podré vivir toda mi vida haciendo lo que megusta sin tener que moverme de casa.

— ¿No queréis moveros nunca?—Pero, Jeannette —respondió él sorprendido—, no puedo marcharme, los jardines no se pueden dejar nunca.

— ¿Ni siquiera para ir a buscar por el mundo flores nuevas?

— ¡Si ya me las traen a domicilio!

A lo largo de todo el año, marinos, misioneros y exploradores llevaban al Jardín las plantas, los arbustos y los árboles jóvenes que hubieran recogidoen los cuatro puntos cardinales del universo. Thouin lo recibía todo con unaalegría silenciosa y lo cuidaba, lo curaba, lo arreglaba y lo aclimataba.

—Soy un jardinero, Jeannette, no tengo alma de conquistador. Vosotroslos botánicos sois los que tenéis alma de conquistadores porque siempre

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estáis ambicionando flores secas, muertas. Yo que siembro, planto y riego,quiero ver crecer flores vivas y que sean hijas mías. Más que coger floresprefiero darlas. El año pasado salieron de aquí cincuenta mil sacos desemillas.

—Me conmueve pensar que vuestras semillas de claveles dobles mellegaron hasta Charmont por medio del señor Poivre. Es una bonita manerade cultivar nuestra amistad antes incluso de conocernos.

—Yo siembro amigos por todas partes —dijo Thouin sonriendo de placer—. Envío semillas por toda la Tierra. Ya lo hacía en vida de mi padre.

— ¿Incluso en tiempos de guerra?

 Thouin meneó la cabeza.

—Un rey puede tener enemigos, entra en el orden de las cosas, pero ¿nosería absurdo que los tuviera un jardinero? Un jardinero no tiene otrosenemigos que los topos. Los ingleses y los prusianos dejan pasar nuestrossacos de semillas como dejan pasar esa muñeca que lleva puesta la modade París. ¿Acaso no es urgente que florezca un mundo en guerra? Cuandomás se siembren jardines en la Tierra, antes se convertirá en el paraísoterrestre. Me gustaría ver a todo el mundo comenzando su morada pordonde el Señor comenzó la de Adán, plantando un jardín.

—André, sois un vendedor de felicidad.—Vos también sabéis hacer a la gente feliz sólo con aparecer, Jeannette.

Cuando aprovechaba alguna ocasión similar para hacerle un cumplidopúdico, Thouin se pasaba el día repensándoselo, rumiando su audacia hastaen la cama, a la vez contento de sí mismo e inquieto por cómo se lo habríatomado ella. ¡Estar enamorado lo asombraba de tal manera! De buena fe, Thouin había decidido no interesarse nunca por las chicas para poderconsagrarse por completo a las flores y la verdad es que no le habíacostado nada; como había nacido en un jardín y tenía alma de monje, habíareservado espontáneamente toda la ternura de su buen natural a sus

guisantes, sus rosas y su reseda. Para empezar, pensaba que ninguna jovensabía ser bella como lo era una bella flor, sin artificios, sin melindres. Hastaque Jeanne había aparecido... Con su piel saludable que ella no escondía delsol, sus pecas, sus mejillas sin colorete, sus largas pestañas sin pintura, suscabellos rubios sin empolvar, su cuerpo tan a menudo vestidocómodamente con un simple calzón, su mirada atenta, sus manos útiles yhábiles, sus piernas infatigables, sus tranquilos silencios durante el trabajo,era bien diferente de las demás. De ella podía decirse que era bella comouna flor como por casualidad y sin ruido. Ingenuo como era, Thouin habíaolvidado que Jeanne era la pupila de un sabio botánico perteneciente alequipo de los Jussieu y se dejaba llevar por un sentimiento cuya dulzurasaboreaba sin plantearse nada más. ¿Sabía acaso que se trataba de amor yque el amor puede complicarnos la vida?

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La suya estaba regulada como un reloj. Se levantaba al alba, salía al  jardín, lo revisaba todo, distribuía su primera tanda de órdenes a sussubordinados, se encargaba él mismo de las tareas delicadas mientras lasexplicaba y hablaba ahora de una planta, ahora de otra. Un gran número de jardineros aficionados o de estudiantes saltaban de la cama al amanecerpara escucharlo, de modo que cada mañana acababa hablando en medio deun círculo de personas bien vestidas. Algunos oyentes lo perseguían con sucuriosidad hasta la cocina donde, a las nueve en punto, se sentaba a tomarsu sopa matinal. La jardinería se había puesto tan de moda que hasta unduque era feliz de andar removiendo en alguna maceta del jardinero ileirey. También Jeanne se sentía privilegiada desde que Thouin le había

rogado que fuera a compartir la sopa matutina cada vez que tuviera ganas.Se estaba bien en la cocina de su casa. La señora Thouin servía en

grandes platos de loza la espesa sopa de verduras, de la que salía un vaporque olía a campo. Toda la estancia en torno a la larga mesa de maderaencerada tenía sabor campesino, con su viga baja y ennegrecida, sus murosencalados, sus baldosas rojas. El jardinero del rey vivía con su madre y sucarnada de hermanos y hermanas en la modesta casa donde había nacido,adosada al gran invernadero.

—Me han dicho que el señor de Jussieu quiso que os dieran una casa másgrande, pero que no habéis aceptado —le dijo Jeanne una mañana.

—Por nada del mundo dejaría ésta —dijo Thouin—. Desde mi habitaciónpuedo adivinar cuándo una planta me llama y, cuando hace calor y abro lasventanas, oigo desde la cama a las hojas de mis palmeras balancearse deplacer. ¿Puede haber una casa más agradable?

—André puede oír cosas que nadie oye —dijo la señora Thouin—. Nuncalloró de bebé. Siempre parecía escuchar maravillado una música que tocabapara él solo.

—Estáis todos sordos —dijo Thouin—. Madre, colocasteis mi cuna a lapuerta de un bosque exótico y prisionero, ¿y os extrañáis de que percibiesemil rumores extraños?

Había acabado de tomar la sopa y se volvió hacia Jeanne con aireinterrogador.

—Sí —dijo ella, levantándose—, vamos. Hace un día tan bueno...

La mañana de principios de diciembre era excepcionalmente suave.Aquel año el otoño parecía no querer morir, había dejado en los árbolesgrandes manojos de hojas color de óxido, flores en las matas de

crisantemos y hasta algunas maravillas en los parterres, que el amarillento

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sol calentaba lo suficiente como para hacerles olvidar el fresco delamanecer.

Como hacían a menudo, se dirigieron hacia la colina de Coupeux. Una vezterminada la sopa, y si no llovía, habían cogido la costumbre de trepar hastaallá arriba, desde donde se dominaba un lugar agreste salpicado demolinos. Más abajo del Jardín del Rey se extendían los cultivos hortícolas delpago Patouillet, a cada lado del río Bièvre. Reposaba la vista seguir la finacinta luminosa que iba sin prisa a proporcionarle su agua al molino de laSalpêtrière, regando a su paso los grandes bancales de verdura del hospital,antes de ir a perderse al Sena, en el que se cruzaban, perezosos, lospataches repletos de viajeros y los barcos mercantes. Jeanne contempló

largamente el amable paisaje que se ofrecía sin obstáculos hasta elhorizonte polvoriento de sol y respiró el aire tibio.

—Fijaos, André —dijo a media voz—, para mi gran sorpresa de campesinatrasplantada a la ciudad, he descubierto que París está lleno de jardines.Los canónigos de Saint-Victor, que me han tomado simpatía, me danpermiso para coger de vez en cuando alguna col de su huerto. Mientras lacojo, oigo de repente rodar de carretas y lanzar juramentos a los carreteros,que vuelven de cargar toneles de vino en el puerto de Saint-Bernard, y medigo "Anda, ¿no son esos los ruidos de París?" y creo estar soñandoviéndome rascar la raíz de una col en medio de la ciudad como si aún

estuviera en el huerto de Charmont.—Eso es porque en París habéis escogido vivir en el campo — dijo Thouin

sonriendo—. También para mí París es un gran jardín.

— ¡Sin embargo también me gustaría conocer la vida de París! —exclamó Jeanne en tono impaciente.

— ¿La vida parisiense? —repitió Thouin, sorprendido—. Pero, Jeanne, ¡si elcentro de la vida parisiense está aquí!

Lo creía sinceramente y tenía buenas razones: en 1764, el Jardín del Reyse había convertido en uno de los corazones de París. ¡Acudía una enorme

cantidad de gente! No solamente naturalistas, también lo frecuentabanmédicos, farmacéuticos, físicos y estudiantes, y a todas horas se veía asimples curiosos de las ciencias naturales ¡y vaya si eran numerosos!Burgueses y burguesas aficionados a la jardinería, gentilhombresapasionados por la química, nobles damas fanáticas del estudio de laanatomía siempre en primera fila del anfiteatro para ver al señor Daubentondisecar una cabeza de carnero o al señor Le Monnier un pulmón deindigente, a lo que había que añadir a todos los que elaboraban herbarios, alos gacetilleros y a los filósofos en busca de noticias de la Naturaleza... Todaesa gente tenía algo que hacer en el Jardín, al que también acudían, paraadquirir algo de aire campestre, los visitantes de la Manufactura de losGobelinos que remontaban el Puente Nuevo. Y desde luego no había viajeroextranjero, fuera príncipe, arzobispo o simple hijo de abogado, que

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estuviera haciendo su obligado Tour de Europa, que no pasara a saludar alas celebridades humanas y vegetales del Jardín, desde el glorioso Buffonhasta por lo menos el gran áloe de Tournefort. A lo que había que añadir alos paseantes del barrio. Todo ello formaba una gran multitud y tantahumanidad cosmopolita atravesando continuamente sus dominios le dabaal jardinero la sensación de que se hallaba en el ombligo de París.

—Os aseguro —continuó Thouin—, que no tenéis que moveros de aquí para conocer la vida parisiense. Basta que os sentéis en el banco que haydelante de mi puerta y acabaréis viendo pasar a todo aquel que cuenta enel reino. ¡Y hasta los que cuentan fuera! ¿No es una gloria vivir en el Jardín?

—Sí que es muy alegre —reconoció Jeanne—. El clima del Jardín es,¿cómo decirlo?, crepitante. Crepitante de sabio buen humor. Maravilloso.¡Pero eso no impide que a veces quiera evadirme para... para hacer cosas!

— ¿Cosas? —se extrañó Thouin, desamparado por no comprenderla.

—Cosas, sí. ¡Cosas! Un montón de pequeñas cosas tontas. Cosas frívolas.Por ejemplo, irme a comer cangrejos...

Con un gesto de la barbilla le indicaba el borde del río Bièvre.

— ¡Quien os haya hablado de los cangrejos del Bièvre tiene que ser muyviejo! —dijo Thouin meneando la cabeza—. Se cuenta que eran los mejores

del reino y que la señora de Maintenon, la esposa secreta de Luis XIV, aúniba a regalarse con ellos, pero eso ya se acabó. La antes limpia ribera delBièvre se ha convertido en la de Gobelinos, es decir, de los tintoreros,peleteros y curtidores del barrio, toda una mala compañía que hace huir alos cangrejos.

— ¡Qué lástima! —exclamó Jeanne—. Siempre nacemos tarde.

 Thouin sonrió tiernamente.

—Sé donde encontrar algunos supervivientes. En el jardín de lasfranciscanas, aguas arriba de la Manufactura.

— ¿Y las franciscanas dejan que se pesque en sus aguas?—Les encantan los cangrejos pero me aprecian mucho. Les doy consejos

sobre hierbas medicinales. Un día u otro nos invitarán a probar una buenapirámide de sus rosadas bestezuelas.

— ¡Oh, André, qué amable prometerme ese placer!

Encantado de haberla complacido, apartó en seguida su mirada de ella yla dirigió a una mata de hierba. Como buen monje, tenía la costumbre desaborear sus gozos interiores en silencio, y como jardinero la de pensar quetoda felicidad le venía de la tierra.

—Qué amable por vuestra parte ofrecerme un placer parisiense —continuó Jeanne—, ¡pues es verdad que tengo ganas, muchas ganas de

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hacer cosas! De ir a la Opera por supuesto, y a la Comedia Francesa y aVersalles, pero también querría ir a Saint-Germain, y a las tiendas de Saint-Denis, y a un peluquero de la calle de Saint-Honoré, y a beber una copita devino blanco a la Courtille, y a comer buñuelos al Puente Nuevo, y a bailar alMoulin de Javel, y todas esas cosas que hacen que una se diga "¡vivo enParís y soy una verdadera parisiense!" Thouin no había podido saborearmucho rato su pequeña felicidad íntima. Lo entristecía mucho que ellatuviera todos aquellos deseos extraños para él, aunque no supiera por qué.Levantó la vista e hizo un esfuerzo para responder a sus últimas palabras.

—Según dicen, los buñuelos del Puente Nuevo son demasiado grasos. Yen cuanto al Moulin de Javel... Sólo es un molino de los alrededores de la

ciudad, no más bonito que cualquier otro, convertido en un local para bebery bailar. Pero, Jeannette, es un lugar... para modistillas.

—Lo sé —dijo Jeanne, desviando la conversación.

El Moulin de Javel era una historia privada entre Philibert y ella. André nosabía que quería ir porque Philibert no la había llevado cuando el menor delos Jussieu lo arrastró hasta allí una noche. ¡Pero, quiá, ahora mismo iba allevarla a ella a correrse una juerga a un molino de modistillas...!

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Capítulo 2Capítulo 2

  Jeanne no pensaba perdonarle a Philibert las modistillas del Moulin de Javel. No antes, desde luego, de que la llevara a ella también a bailar y

trincar a aquel merendero fuera de las barreras de París.La escapada al Javel había sido arreglada por el sobrino de los Jussieu,

Antoine-Laurent, para celebrar su entrada en la facultad de medicina. Comofrecuentaba diariamente a los Jussieu, Aubriot había aceptado jugar aquellanoche el papel del médico de provincias al que se llevan de juerga susamigos médicos de París, y había dejado a Jeanne en casa como si fuera lomás natural. ¡Había vuelto a las tres de la madrugada! Y al día siguiente ala hora de desayunar no tuvo ni una palabra de arrepentimiento. Tras sucafé con leche y su tostada con mantequilla, se metió su sombrero bajo elbrazo y ¡hala, al Jardín como de costumbre, a buen paso, como si nada!

  Jeanne había llorado. Mucho. Luego había sentido rabia. Una rabiaenorme. Al fin había decidido poner mala cara y dormir sola. Por muchotiempo. ¡Al menos un mes!

Había aguantado un ratito, el tiempo de sufrir una consulta indecente."¿Estás enferma? ¿Qué te pasa? Dame la muñeca. Saca la lengua. ¿Hastosido? ¿Si aprieto aquí te hago daño? ¿Y aquí? ¿Y allí?" Philibert era unmédico extraño, que te tocaba por todas partes. Había tenido problemas enprovincias por sus modales inconvenientes. A sus espaldas se cuchicheabaque el doctor Aubriot no tenía tacto, ni siquiera con las damas, y su consultano iba tan bien como la de sus colegas, más correctos. ¿Es normal que te

palpen el pecho y las costillas y el vientre hasta... ¡hasta que confiesas tumentira! ¡Y tu debilidad, tus celos y tu cólera!

Él se había reído. Y jurado a Jeannette que irían a bailar a un merenderode la Courtille un domingo, como una buena parejita de obreros. Pero unsabio no conoce los domingos. De modo que desde que había llegado aParís, aquella "vida parisiense", aquel burbujeo dorado con el que se habíaprometido embriagarse, Jeanne no lo había visto ni en pintura. AunquePhilibert pretendía lo contrario, francamente, ¿qué sabía ella de la capital?

Algunas visitas a monumentos admirables y a algunos jardinesencantadores. Había visto también el Herbarium vivimi del padre Plumier enel convento de los mínimos y las máquinas científicas del señor de Lalande

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en el Observatorio Real. Había visitado la Escuela de Medicina, el HospitalGeneral, el de la Salpêtrière, el colegio de física experimental de Navarra, elcolegio de cirugía de Saint-Còme, el hospital de la Piedad, la catedral deNotre-Dame, la Sainte-Chapelle, el palacio de la Tullerías y todas, ¡todas!,las bibliotecas: la Real, la Mazarino, la Benedictina, la Jacobina, laFeullantina, la Celestina, la Sorbona, etcétera, etcétera... ¡Uf! ¡Cuántaspalabras, Dios mío, cuantas palabras se enmohecían en París, aprisionadastras kilómetros y kilómetros de vitrina acristalada! Desfilando delante deellas, Jeanne apreciaba la sensatez del señor Poivre, cuando le oyó decir allibrero Duplain, una vez que lo urgía a que escribiese sus memorias:"Querido Duplain, creo que nunca voy a escribirlas. ¡Ya hay demasiadas

palabras en la Tierra! “También había demasiados cuadros, como habíapodido comprobar en los libros, las Bodas de Cana en Galilea, las batallasde Alejandro el Magno y otras inmensidades pictóricas... ¿Por qué losartistas no se conformaban con pintar retratos y floreros? Son bonitos ycaben muchos en un mismo salón. "¿Y si fuéramos el domingo, después decomer, a tomar una tacita de café al Procope?", sugería Jeanne, ansiosa deproponerle a Philibert una hora de vida parisiense al razonable precio deuna tacita de café. En el Procope se tenía la suerte de ver a sabios comoPirón, Fréron, Marmontel y quizá al mismísimo Diderot o a D'Alembert, ytodo por el precio de una simple taza de café. Pero, ¡ay!, Philibertrespondía: "No tendremos tiempo, Jeannot. El domingo pensaba llevarte a

Val-de-Grâce. Me han dicho que la abadía es espléndida y que tenemos quever el fresco de Mignard. ¿Sabes que esa magnífica obra contiene al menosdoscientos personajes?" Jeanne, aturdida por semejante número, se decíaque el rayo no cae nunca donde hace falta despejar el terreno. Llegado eldomingo, les dirigía una mirada mortecina a los bienaventurados delparaíso de Mignard. Su corazón se aburría en un cuerpo lleno de vida, queparecía recorrido por hormigas que anhelaban echar a correr a todas partesdonde la vida relumbra. Su luna de miel con Philibert, tan locamentecomenzada tres meses antes en la posada de Bessay, había sido muy cortay se había vuelto demasiado sensata al llegar a París.

La había despertado el alegre alboroto que llegaba del patio, donde ladiligencia se disponía a partir. Estaba sola en la gran cama rodeada decortinajes poblados de pastorcillos y corderos sonrosados y no se oía elmenor ruido en la habitación. Una gran sensación de abandono la habíainvadido y, privada repentinamente de la razón, había lanzado un grito. Enseguida, las cortinas se habían separado y Philibert había aparecido anteella. Vestido, con botas, peinado y empolvado esperaba sonriente a que ellavolviera en sí. Un hermoso color rojo peonía le venía a Jeanne al mismotiempo que la memoria y había estado a punto de meterse bajo las sábanasal oír que arañaban la puerta. La cortina volvió a caer y un momentodespués entraba en la habitación un buen olor a café y pan fresco.

—Jeannot, ven a desayunar —se oyó decir a Philibert.

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Entonces se dio cuenta de que estaba desnuda. Supo que no se atreveríaa confesarlo y pedirle un vestido. Por suerte, vio que el camisón estabatirado en el callejón de la cama y se había escondido allí con febril torpeza.No era lo mismo descubrir que se había convertido en la amante de Philibertestando en camisón que sin él.

— ¿Vienes, Jeannette?

Se había deslizado hasta el suelo en silencio y había osado dar algunospasos con los pies descalzos. Él, como si nada hubiera pasado, untaba demantequilla unos panecillos.

—Ven a sentarte, Jeannette. Ya ves, ahora los amos sirven a sus criados.

Bruscamente, el ruido del patio se había amplificado. Jeanne oyó alcochero reñir a los postillones por un equipaje mal colocado y miró por laventana.

—Pero... señor Philibert, ¡se van sin nosotros!

—Eso espero. ¿No estabas harta de ese cajón recalentado y lleno degente pesada? ¡Al diablo la economía! He alquilado una silla de posta yviajaremos a nuestro aire.

Le costó un buen rato comprender lo que le ofrecía: ¡un viaje de bodas!Entonces sintió que se fundía de felicidad, que todos los diques se le

rompían. Se lanzó a sus rodillas y sus brazos y, con la nariz metida en sutraje, había repetido "Os amo, os amo, os amo...", interminablemente, comosi el oleaje de su pasión, tanto tiempo subterráneo, no pudiera parar de fluirtras haber encontrado fuerzas para romper el dique. A fin de disimulartambién su emoción, Aubriot había terminado por levantarle la cabeza ymeterle un panecillo en la boca. Pero como ella lo rechazase balbuceandoDios sabe qué sobre la imposibilidad de comer cuando se es tan feliz, él lahabía vuelto a llevar a la cama...

Se habían tomado el café con leche frío y luego... ¡aprisa cochero!

¡Aquel viaje, ah, aquel viaje! Un verdadero tour por la isla venusina de Citeres. Cada vez que Jeanne se acordaba del camino entre Bessay y París, loveía deslizarse en su memoria como una cinta demasiado corta de delicias.Habían pasado muchísimo calor, se habían tragado kilos de polvo, habíanacabado molidos a causa de los baches, habían volcado en la plaza dePouilly por culpa de un cochero medio borracho, habían atrapado chinchesen el Grand Monarque de Briare y dormido en jergones de paja en el suelode la Magdalene de Montargis, en la Estoile de Fontainebleau les habíanrobado como si estuvieran en medio del bosque, y en el Ecu d 'Essonnes leshabían dado una pierna de cordero que apestaba a macho cabrío, pero, ¡ah,qué hermoso viaje había sido aquél, qué hermoso! Las etapas se contaban

por leguas de ternura, las paradas, en horas de caricias, un poco de vino deEspaña convertía en comidas finas cualquier comistrajo y, en cuanto a la

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fealdad o la belleza del decorado, como se comían con los ojos no advertíannada. Noche tras noche las manos de Philibert inventaban para Jeanne todaclase de voluptuosidades desconocidas que le dejaban el cuerpoembelesado, el corazón idólatra y alma dulce como la crema. Un día —estaban en Nemours— se había sentido tan desbordada de amor que lehabía preguntado a Philibert qué debía hacer para que él sintiese cuánto loamaba. Riendo, él la había picoteado en el cuello, en la barbilla, en la boca,en los párpados, en los cabellos, y le había respondido: "No tienes quehacer nada, Jeannot, ya lo sé". Lo había dicho con aire de saberlorealmente, pero tres meses más tarde, ¿seguía sabiéndolo? y, sobre todo:¿saberlo le gustaba tanto como entonces?

Una vez llegados a París, el amante nocturno y diurno que había sidodurante el viaje había recuperado sus días para uso personal. Y sus díassolían durar hasta medianoche. El día es siempre demasiado corto para uninvestigador perpetuamente inclinado sobre sus lupas, no hay tiempo dedescanso para un botánico provinciano que desea entrar en la Academia.Después de haber sido durante unas semanas de borrachera la nuevaconquista de un hombre en vacaciones, Jeanne se había convertidobruscamente en la amante cotidiana de un sabio apasionado por la cienciay dominado por la ambición. Ella se restablecía mal de su caída. Entre unabrazo y otro se sentía olvidada. Pero no lo estaba. Aubriot la llevaba al

 Jardín, la asociaba a sus trabajos, la empujaba a estudiar, la sobrecargabade textos a copiar y de recados, la dejaba sola con todo el peso de supequeño hogar... ¡es verdad que no la olvidaba, no! Pero a las tres de latarde no disponía de un minuto para extasiarse con el oro de sus ojos. No ledevolvía sus pequeños, continuos y cariñosos cuidados. ¿A alguna mujerenamorada se los devuelven? ¡Los hombres son tan, tan... hombres! Haymomentos en que, en espera de un poco de placer, la ninfa más fiel acabapor preguntarse si no habría que tener varios hombres para recibir las justas y necesarias pruebas de amor.

Un paso resonó en el vestíbulo del apartamento...

Era el casero, el doctor Vacher, que regresaba por lo menos dos horasantes que Philibert. Así que aún le quedaban dos horas de espera. Jeanne semiró al espejo que había sobre la chimenea para arreglarse la pañoleta delescote. La muselina blanca, tan ligera, parecía hecha para que la apartaraun amante ansioso por besar los dos bombones rosados ocultos solamentepara resultar más tentadores. Pensando en ello, lanzó un suspiro decortesana ociosa. Cuando Philibert volviera, con la cabeza hirviendo, dellaboratorio de química del señor Rouelle, no se daría prisa en convertirse en

un personaje de grabado licencioso. Desde que junto con Rouelle se habíaconsagrado al estudio de aquel desconocido color verde, aquel pigmento

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que colorea, ¿cómo?, ¿por qué?, la piel de los vegetales, al lado de aquelverde turbador, apasionante, mágico, que aún no tenía nombre, ¿quéinterés tenía el consabido color rosa de los pezones de Jeanne, hasta quepor fuerza se los encontraba entre las manos en el lecho común?

Porque, eso sí, cada noche Philibert cumplía, eso había que reconocerlo.Por tarde que llegara, y aunque la encontrara dormida, la despertaba con susensual abrazo.

Sin haberlo premeditado, pero con un gozo consciente, Aubriot habíaestablecido entre los dos una relación amorosa hábilmente tiránica porparte de él y respetuosamente consentida por parte de ella. Que fuera a la

vez tan sensual y tan tímida en sus brazos no dejaba nunca de maravillarlo.Ella se estremecía, temblaba, ronroneaba y gemía a voluntad, sin permitirsepor su parte el menor avance ni la menor caricia atrevida. El podría haberlasacado poco a poco de su reserva, pero no lo hacía. No le habían faltadoamantes agresivas, sabias y maduras, pero en ésta prefería cultivar elingenuo egoísmo con paternal perversidad. Seguía siendo su niña de losbosques de Châtillon. En su fresca carne dócil continuaba inventado ensolitario el placer de ambos. El suyo tenía el sabor infinitamente turbadordel incesto disimulado de ternura. Y no tenía ninguna duda de que, por suparte, Jeanne encontraba delicioso ser su querido juguete nocturno; así quetodo iba de lo mejor en la mejor pareja posible. Le habría asombrado que

ella le hubiera confesado que a veces experimentaba impaciencias ymelancolías de enamorada descuidada, cuando él la colmaba de cariciascon una virilidad de la que estaba satisfecho con razón.

Pero Jeanne aún no había aprendido que los hombres creen de buena feque ya han cumplido con una mujer cuando le hacen bien el amor, y ellaaún no tenía edad para saber que quizá tengan razón, pero que la mujertiene otros deseos que ni siquiera comprende. Porque, en fin, qué queríaexactamente aquella Jeanne tan flotante y pensativa en el espejo como unaOfelia en el río... Era hermosa, era joven, tenía a Philibert, y tenía tambiénParís, y, por si fuera poco, ¡hasta tenía un bonito gorro a la moda de París!

Pensar en su gorro le devolvió la sonrisa. Fue a buscarlo al armario, se lopuso y volvió a mirarse en el espejo con ayuda de su espejito de mano paraverse de cara, de perfil y de espaldas. Encantador. En-can-ta-dor. ¡No habíacomo una lencera de la calle de Saint-Honoré para darle un aire tanpimpante a un gorro! Aquel gorrito "estilo Ramponeau" a la última moda erauna locura para su bolsillo, pero después de entrar imprudentemente en latienda de la señorita Lacaille, una lencera de la que le había habladoPauline de Vaux-Jailloux, no había podido resistir la tentación. Y eso quePhilibert no lo iba a distinguir de cualquier otro gorro. En cuestión de modasno distinguía nada. Cuando volvía a casa en seguida se daba cuenta de que

el cactus de México había perdido una espina en la segunda rama a laizquierda, pero era incapaz de darse cuenta de que Jeanne había cambiado

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de tocado. En fin... Seguramente la lencera tenía razón: hay que comprarseun gorro nuevo para complacerse a una misma y, si además una logra uncumplido del amante, hay que aprovechar y llevar al amante a casa de lalencera para que escoja un segundo sombrero a su gusto.

Cogió un libro, se sentó en un sillón y dejó vagar su mirada sobre la cenafría que había preparado y dispuesto en la mesa redonda. Hasta los trozosde vaca tenían aspecto triste a fuerza de esperar a Philibert en aquellahabitación tan lánguida.

El apartamento de soltero arreglado en la amplia casa del doctor Vacher—dos habitaciones y un gran cuarto de aseo— no era un lugar muy

coqueto. Pero, al desembarcar en París, a Aubriot le había parecido cómodoaceptar la hospitalidad a buen precio que le ofrecía su antiguo compañerode la facultad de medicina de Montpellier. Aubriot no era muy rico y legustaba economizar. No es que fuera avaro, pero descendía de un linaje denotarios y había heredado la necesidad de tener sus cuentas en orden y deajustar sus gastos a sus ingresos. Vacher no le cobraba nada caro por unalojamiento situado en la calle del Mail, en pleno corazón de la ciudad. Esverdad que las habitaciones eran oscuras y estaban decoradas con unafrialdad solemne y llenas de muebles antiguos y pesados, pero la calle delMail estaba a un paso del tranquilo y verde convento de los Petits-Pères, ados de la bella plaza de Victoires y a tres del Palais-Royal.

Aunque debido a sus estudios en el Jardín, su trabajo en la casa, su ayudaen los cursos de Philibert y sus lecturas no tenía mucho tiempo para pasear,se las arreglaba para acudir cada día al Palais-Royal, preferentemente unpoco antes de caer la tarde, cuando se animaba y se convertía realmenteen "la capital de la capital", aquel sonriente enclave mundano que las guíasde París recomendaban visitar a los forasteros.

 Tomaba por la avenida de Argenson, recorría la calle de Bons-Enfants y

torcía por la avenida de grandes olmos paralela a la calle Richelieu,parándose a mirar al grupo de ociosos apiñados alrededor de losgacetilleros para enterarse de los últimos chismes o curioseando en elpuesto del librero. Si no tenía mucha prisa, se sentaba un momento aobservar los manejos de los caballeros que acudían al Palais-Royal acontratar los servicios de las señoritas de alquiler del jardín. Esa clientelagalante no se privaba de echarle alguna mirada de reojo a la joven deaspecto honesto por aquello de que nunca se sabe y porque un idilio gratiscompensa de tantas aventuras adulteradas y tasadas a la hora... Jeannepasaba indiferente y con la mirada lejana en medio de las reverencias y lossombrerazos con que la saludaban, pues sabía que no le ocurriría nadamientras fuera de día. Se cruzaba con mucha gente elegante, vestida deseda y empolvada en escarcha, que hablaban en un puro francés de salón,

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y siempre tenía la esperanza de distinguir la silueta de alguna celebridad.Pero, ¡ay!, como aún no conocía a las celebridades parisienses no lasdistinguía de las que no lo eran. Así que sólo había reparado en el célebreDiderot porque siempre se lo encontraba sentado en su banco favorito.Hacia las cinco de la tarde se sentaba invariablemente en el mismo bancosituado delante del hotel de Argenson y todo el barrio lo sabía. Los demáspaseantes, incluso los curiosos gacetilleros, parecían respetar lasreflexiones solitarias del filósofo y nadie, nunca, se sentaba en el famosobanco de Diderot. Y Jeanne se preguntaba qué pasaría si se atreviera ahacerlo, aunque sólo fuera para ver qué pasaba.

 Y un día lo hizo. Se sentó en el extremo del banco de tal modo que una

mariposa no lo hubiera movido más que ella. Aun así.Diderot volvió la cabeza, sorprendido, dispuesto a fruncir el entrecejo.

Humm... La atrevida era la mar de bonita. Una ligera sonrisa elevó elextremo del labio del gran hombre. Jeanne le devolvió una amplia yesplendorosa sonrisa. Diderot se quedó parado un segundo, indeciso. ¿Unanueva modistilla de lujo? ¿Una burguesa ingenua? Se inclinó por el candor,abrió la boca...

A decir verdad, un filósofo no tiene más imaginación que cualquierhombre común a la hora de entablar conversación con una belladesconocida.

—Este mes de diciembre no acaba de llevarse nuestro veranillo de SanMartín, ¿verdad, señorita? ¡Ah!, es un regalo del cielo del que uno no secansa...

Ella estuvo de acuerdo. Luego se mordió nerviosamente el labio y sedecidió.

—Perdonadme, caballero, ¿pero no seríais por casualidad el señorDiderot?

El inclinó la cabeza. Uno no se cansa nunca de ser reconocido por

mujeres lindas e inteligentes, y su vecina de banco sin duda lo era. Alababala Enciclopedia de la que era autor con una gran penetración y juicio, y unaadmiración muy justa. Y con una voz encantadora.

Aquella muchacha adorable habló tanto y con tanta gracia que acabó porsaciar al escritor.

—Olvidemos mis artículos de la Enciclopedia —dijo después de veinteminutos de elogios—. Veo que estamos de acuerdo porque yo también creoque son muy buenos. Hablemos de vuestras propias obras. Porque vosescribís, ¿no es verdad?

— ¡Ay, no!

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— ¿Es posible? No puedo creerlo. ¿Una mujer tan espiritual sin una plumaen la mano? ¡No es muy corriente!

—Bueno, algo de eso hay. Pero sólo escribo resúmenes de leccionescientíficas. Lo hago para mi... —dudó imperceptiblemente y acabó porruborizarse— mi maestro. Soy la secretaria de un gran botánico, el doctorAubriot.

— ¿El señor Aubriot? ¡Lo conozco muy bien! —exclamó Diderot—. Tuvemuchos encuentros con él cuando era muy joven y pasaba temporadas enParís para estudiar en el Jardín del Rey. Creía que había vuelto a suprovincia. ¿Está aquí de nuevo?

—Desde el mes de septiembre.— ¿Desde septiembre y no lo he visto en casa del barón D'Holbach? ¿Y

cómo es eso?

— ¿Y por qué lo ibais a ver?

—Porque el barón se empeña en alimentar a todos los filósofos de Paríslos jueves y los domingos y no hay que privarlo de ese placer. Cuando sepaque le falta el señor Aubriot se enfadará. Tengo que reparar eso antes deque ocurra. Rogad a vuestro maestro de mi parte que pregunte por mí sinfalta en casa del barón, un jueves o un domingo. A la hora de comer me

encontrará siempre.—Se lo diré, señor.

Mientras regresaba a casa, pensaba con un poco de mal humor en queDiderot llevaría a Philibert a casa del barón D'Holbach como Lalande se lohabía llevado a casa de la señora Geoffrin, sin ella. En los grandes salonesparisienses presumían de no aceptar mujeres, o sólo alguna a títuloexcepcional, a condición de que fuera un fenómeno. Ello le daba la razón a

una frase de Emilie. La atrevida canonesa no se recataba de decir cuandohabía ocasión que los franceses estaban más avanzados en el culto fálicoque los griegos o los romanos, porque para ellos la Fiesta del Falo durabatodo el año. En fin, al menos había hablado con Diderot. Y había disfrutadocon las miradas de los paseantes que observaban a la joven con la que elpadre de la Enciclopedia se dignaba hablar. La antigua provinciana se sintiócomo si en una tarde se hubiera convertido en una habitual del Palais-Royal.

La noche comenzaba a elevarse del suelo. Bultos de sombra ocupaban yalos espacios entre las casas. Cuando llegó a la calle de los Petits-Pères seapresuró a entrar en el convento. Como había esperado, el padre Joachim

aún estaba en la biblioteca. Se hallaba inclinado sobre un gran mapadesplegado sobre la mesa.

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—Llegáis en el momento oportuno, querida niña. El padre Eustache acabade traerme el último plano de la rada de Port-Louis —dijo, sabiendo que suvisitante se interesaba por la Isla de Francia.

El agradable y regordete anciano tenía una voz dulce de niño soñador.Era el conservador de los mapas marinos, cuyo depósito central estaba enlos Petits-Pères, y había perdido hacía tiempo el gusto por la realidad afuerza de viajar por los mapas de los mares y los continentes. Jeanneadoraba a aquel agustino descalzo, que nunca había abandonado suclausura pero que se paseaba por el mapamundi como por su casa. Sabíahacerla viajar a una costa lejana y recorrerla legua a legua con tantaprecisión que acababa por sentir deslizarse bajo sus pies el navío que la

paseaba costeando a lo largo de la orilla.El padre Eustache desenrolló un segundo mapa sobre la mesa.

—Aquí tenemos la costa de Coromandel —dijo— y la de Malabar —añadióenseñándole un tercer rollo que tenía en las manos—.

Están todos los fondeaderos, incluso lo más precarios. Para ponerlo apunto hemos tenido en cuenta las informaciones que nos ha proporcionadoel capitán Vincent y el piloto del capitán Beauregard.

El nombre de Vincent, como cada vez que lo escuchaba, hizoestremecerse a Jeanne y la envió a pasar un dulce momento durante elbaile de Charmont. No olvidaba a Vincent ni lo intentaba, ni siquiera ahoraque vivía su amor por Philibert. No es que añorase al caballero.Simplemente le tenía cariño a sus recuerdos de Charmont y a él lo habíacolocado entre ellos, y en buen lugar además.

—Veo que os habéis marchado bien lejos —dijo la débil voz del padre Joachim—. ¿A qué país? ¿A la Isla de Francia o a la India?

—No, no —dijo ella—. Pensaba en... el señor Diderot. ¡Padre, acabo detener una larga conversación con él!

— ¿Me lo decís para que os felicite? Pues no lo haré. Diderot sólo os

inspirará ideas malsanas. Es el pilar de la pandilla de Holbach. Esosmalhechores tienen su guarida cerca de aquí, en la calle de Moulins, y susvociferaciones contra Dios nos machacan todo el tiempo los oídos.

— ¿Tan terribles son?

— ¡Son unos condenados! ¡La casa del barón es el Vaticano de laimpiedad!

— ¡Oh, oh! ¡Pues dicen que acude a su casa una gran cantidad de gente!

— ¡Toma! ¡Como que allí se destruye a Dios en torno a una mesaexcelente! Esos malos espíritus tienen buenos estómagos.

—Tranquilizaos, padre, el señor Diderot no me ha invitado a perder mialma durante las comidas del barón. Por lo que parece, sólo es un placer

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masculino. Pero también el señor Lalande vitupera a Dios y sin embargo loqueréis mucho.

—El señor de Lalande es diferente. Se proclama impío pero vive como uncristiano. Su casa está siempre llena de estudiantes a los que llama "mispensionistas", pero luego se olvida de cobrarles la pensión porque sonpobres.

—Pero, padre, el barón de Holbach tampoco cobrará sus comidas...

— ¡Pero alimenta a bribones! Alimentarlos y darles fuerzas paraperjudicar no es una acción piadosa. Todos esos revolucionarios disfrazadosde filósofos quieren enseñar al rey y a sus ministros a gobernar desde la

soberbia distancia en que están de los asuntos del país, y lo único quehacen es una política de meras palabras. Sería para reírse si no fueraporque meten sus utopías en la cabeza vacía del pueblo, siempre dispuestoa creer que los hacen sufrir por maldad, cuando con sólo un poco de buenavoluntad podrían proporcionarles el paraíso prometido por los filósofos. Diosquiera, querida niña, que no salgan un día grandes males de la mesa delbarón. Del comedor de Lalande, estoy bien seguro, no saldrán nunca másque vendedores de estrellas.

—Un astrónomo es siempre un impío de buena fe —añadió el padreEustache—. Si Lalande llega a encontrar a Dios al extremo de su telescopio,

lo proclamará a todos los vientos. ¿Y por qué no iba a encontrarlo un día?Una larga contemplación del milagro del universo celeste sólo puedeconducir a Dios a un alma sensible.

Durante un instante de silencio, Jeanne buscó en ella la exaltación que lahabía embargado cuando, por primera vez, Lalande la había acercado alcielo a través de su larga lente. El astrónomo había instalado unobservatorio privado en la buhardilla de su casa situada en la plaza delPalais-Royal y, cuando invitaba a sus amigos a cenar, les servía estrellas depostre. Jeanne apreciaba en especial ese postre porque de todos los sabiosque frecuentaba Philibert, Lalande era el único que la recibía y que la había

acogido con tanta naturalidad y tanta amistad como si hubiera sido laseñora Aubriot.

—Comprendo que busquéis buenas razones para preferir un descreído aotro, pero yo creo que estimáis a Lalande por lo mismo que yo, porque essimpático —objetó Jeanne con suavidad.

—Hay que reconocer que Lalande es un excéntrico muy divertido —dijo elpadre Eustache.

El padre Joachim le sonrió.

—Tenéis razón —dijo—. Se quiere a un hombre porque es agradable y

todo lo demás que se diga sólo es hablar por hablar.

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La campana del refectorio sonó para llamar a los religiosos a cenar.Cenaban pronto. Jeanne se quedó sola en la biblioteca y se acercó a laventana para ver si Philibert estaba en el jardín. Muy tarde tenía que llegarpor la noche para no darse una vuelta por el recinto antes de volver a casa.

El de los Petits-Pères era un encantador jardín conventual. Incluso cuandoen invierno se quedaba sin flores ni hojas, permanecía la calma, loshermosos bancales de coles rojas y azuladas, el verde de los laureles y lacharla con los padres. Casi todos ellos hijos menores de grandes familias,los agustinos descalzos eran eruditos y corteses y parecían disponer detodo el tiempo del mundo para charlar con alguien, sobre todo si esealguien era una persona de calidad; lo que quiere decir que a la hora de

charlar Aubriot encontraba en ellos a unos compañeros infatigables. Almenos una tarde de cada tres, llegaba del brazo de su querido amigoLalande, al que había ido a buscar al Jardín del Rey al salir del observatorio.Los dos eran grandes conversadores y estaban enamorados de sus mutuasinteligencias, y si hacía buen tiempo pasaban por lo menos una horadiscutiendo mientras cruzaban la avenida de tilos del convento. Tras esto,encantados uno del otro y sin decidirse a separarse, pasaban a buscar a Jeanne antes de irse a cenar con Lalande, de cuya mesa nadie se levantabaantes de las dos de la mañana.

Solterón empedernido, Lalande disponía de sus noches y de sus días y, al

igual que Aubriot, no veía la necesidad de irse a dormir antes de caeragotado. Su vida bohemia de sabio loco divertía a todo París. A los treinta ydos años, Joseph Jérôme Le Français de Lalande, profesor de astronomía enel Colegio de Francia, era muy popular. Claro que había empezado muypronto a ser un niño prodigio. A los veinte años ya era académico y a partirde entonces se había dedicado a hacerse famoso a base de astucia ytenacidad y un sentido muy agudo de lo que le gustaba al público, queadmira más lo extravagante que lo genial. Como sabía muy bien que siescribía una buena Memoria sobre la teoría del planeta Mercurio sólollamaría la atención de algunos especialistas y, queriendo que loaplaudieran también las porteras, no dudaba en hacer pública su afición porlas curiosidades de las orugas o las arañas, algo que hacía maravillar a loscretinos y divertirse a los gacetilleros. También procuraba rodearse demujeres a las que les contaba anécdotas sobre el firmamento en el Almanaque, o les predecía cuanto quisieran, feliz cuando una lavandera loparaba en la calle para preguntarle si haría bueno y podría tender la ropa. También tenía éxito con las mujeres mundanas y una multitud de mujeresvestidas de seda invadía el Colegio de Francia durante sus clases. Elastrónomo había empezado la redacción de una Astronomía para damas yconfiaba en su público femenino para conseguir que le erigieran unaestatua delante del Observatorio. No ignoraba que Buffon tenía muchas

posibilidades de tener la suya en el Jardín del Rey antes de morir, y como

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pretendía igualar en todo a Buffon, también él quería verse fundido enbronce antes de dejar este mundo.

Así que, con su fogosidad, su bondad, sus extravagancias, su vanidad, losfulgores de su espíritu, sus voces y sus carcajadas, su enorme frenteabombada acentuada por una peluca alta y estrecha, sus ojos achinadosbrillando con una mirada penetrante, sus sonrisas de mono malicioso y sudoble lazo en la nuca que parecía un gran pájaro negro, Lalande habíaconquistado a Jeanne, además de que hacía las mejores imitaciones deAubriot. A éste, su amigo de juventud le había devuelto el gusto por reír yhacer comedia, algo que había perdido al casarse con Marguerite Maupin.Además, Lalande había nacido en Bourg y desprendía un agradable aroma

de Bresse, lo que resultaba muy familiar y encantaba a los dos exiliados deChâtillon.

 Jeanne dejaba vagar su mirada sobre el huerto de los Petits-Pères y sepreguntaba si aquella noche tocaría estar con Lalande o no, cuando vio alos dos compadres franquear la puerta del convento. Su discusión parecíaanimada. Lalande gesticulaba como de costumbre, se detenía para reírseechando la cabeza atrás, para luego ajustarse la peluca con una fuertepalmada en la cabeza. "Bueno, vamos a dejar que hablen a solas un rato",se dijo y abrió un libro. Sin embargo, los oídos deberían haberle silbado yhacerla salir: estaban hablando de ella.

—No os riáis, me fastidia de veras lo que me estáis diciendo —rezongabaAubriot—. ¿Así es que ya me cantan coplas en el Jardín?

— ¡Bah, querido amigo, alegraos! —exclamó Lalande—. Que le canten auno coplas es bueno. Al atraer la atención sobre ella, vuestra amablehermafrodita la atrae también sobre vos.

—Conozco vuestra manera de haceros popular y no la apruebo. No he

venido a París para exhibir a mi amante sino mis méritos —dijo fríamenteAubriot.

— ¡Qué provinciano sois todavía! Creedme, no rechacéis la ocasión de serconocido por otras cosas. Los méritos cuestan de colocar, ¡molestan tanto alos mediocres!

Aubriot se plantó delante de Lalande, con las piernas separadas, losbrazos cruzados y la mirada dura.

—Perfecto. Aconsejadme, por favor. ¿Debo enviar a Jeannette tras elministro para obtener la audiencia que tarda en concederme?

— ¡Bah, dejad vuestro orgullo, seguro que la conseguiría antes que vos!Conozco a Choiseul. ¡Dice que no dispone de un minuto, pero sí que lo

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encuentra para recibir a una linda solicitante! En sus brazos, una que sealista consigue pronto un académico.

—Lalande, he nacido con un carácter violento. No me lo recordéis.

El astrónomo se echó a reír a carcajadas mirando al cielo y a continuaciónse colocó la peluca.

— ¡Por fin lo confesáis! —dijo, satisfecho—. ¡Hace tres meses que intentoque digáis que estáis enamorado y lo estáis, vaya si lo estáis!

—El sentimiento exaltado que me atribuís no es propio de mi edad —dijoAubriot secamente.

—Venga, estoy seguro de que la niña os ha devuelto a los veintisieteaños.

— ¿Veintisiete? ¿Por qué veintisiete? ¿Por qué no treinta?

—Porque soy matemático y 37 más 17 hacen 54, lo cual me da 27 si lodivido por 2.

— ¡Ah, muy bien! Dejemos ese juego infantil. Yo...

— ¡No! —lo interrumpió Lalande—. No digáis nada. Me gustaríademasiado escuchar que amáis a Jeannette.

Aubriot meneó la cabeza.

—No quiero emplear el verbo amar. No tengo derecho.

Los ojos de Lalande se abrieron justo el tiempo de expresar un relámpagode sorpresa.

—Es un juramento que hice ante la tumba de Marguerite —añadióAubriot.

El astrónomo se aguantó una réplica impaciente y se esforzó por adoptarun tono reposado.

— ¡Qué me decís! ¡He ahí un juramento que me haría reír sino fuera

porque os estimo lo suficiente para enfadarme! Estáis demasiado lleno deromanticismos. Pase que un chico de quince años hable de dolor eternocuando meten a la más guapa de sus primas en el convento o tiene quesoportar verla en la cama con un vejestorio. Pero en un hombre inteligenteme parece imperdonable.

 Tras esto, se dejó llevar por su vivacidad natural.

— ¡Caramba, Aubriot, os han contagiado en Bugey un toque virtuoso queme fastidia! La moral austera os va tan poco como a mí la modestia.¿Queréis decirme qué pecado debéis expiar con vuestra renunciación?

—La muerte de Marguerite.El silencio cayó entre los dos como una cuchilla.

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—Hay tantas mujeres que mueren de parto... ¿Son culpables de ello loshombres?

—En todo caso no son inocentes.

Se produjo otro silencio.

—Sobre todo cuando son médicos —acabó por decir Aubriot.

Afectuosamente, Lalande pasó su brazo bajo el de su amigo.

—Aubriot, la única cosa buena que podríamos hacer por nuestros muertoses despertarlos. Pero jamás los llantos han despertado a ninguno así durasen mil años. Y los muertos lo han comprendido. ¿Creéis que esperan

algo de los vivos? Observad a los moribundos: nunca se preocupan pornosotros.

—Marguerite no está muerta del todo. Me ha dejado un hijo. Necesita quele dedique todo mi amor.

— ¡Seguimos con los romanticismos! Esperad a que necesite un padre.De momento sólo necesita a una nodriza —y, sin esperar a que el botánicole —respondiese, Lalande siguió exponiendo su idea—. Perdonadme, perocreo que si no queréis amar no es por fidelidad sino por egoísmo. Sólo tengoque verme a mí mismo para adivinarlo. La felicidad cerrada que nosproducen nuestras investigaciones deja poco lugar para las mujeres que nos

aman, y amarlas sólo nos daría molestias.Aubriot tardó un tiempo en contestar.

—Renuncié a mi libertad y a una gran parte de mis ambiciones paracasarme con Marguerite y no lo lamenté. Pero no me casaré nunca.

"¡Diablos! ¿Acaso Romeo tuvo tiempo de cansarse de Julieta?", pensóLalande.

—Los juramentos de no casarse y de no amar no van por fuerza a la par—dijo en voz alta—. Para no querer amar basta con ser egoísta. Para evitarel matrimonio hay que ser más lúcido, una cualidad menos corriente y

además caprichosa. Mirad, si Dios existiese le rogaría que protegiese misoltería. ¡No me veo pasando la tarde haciendo el memo en familia!Bastante trabajo me cuesta instalar a mis amantes en mi vida.

— ¡Querido, por lo que se sabe, más que instalarlas las acampáis! —dijoAubriot.

Lalande se echó a reír, atrapó la peluca y se la reajustó.

—Todavía no he encontrado a mi Jeannette.

Su voz se matizó de ternura al añadir:

—No dejéis que os la quite, Aubriot, sería capaz de hacer una locura queme consumiría un tiempo loco.

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—Lalande, no me quitaréis a Jeannette —respondió tranquilamenteAubriot—. Nadie me quitará a Jeannette.

Lalande aguzó su mirada cerrando los ojos un poco más de lo habitual.

— ¿Acaso la tomáis por una rama de enredadera enroscada a vuestrocuerpo?

—Sí —dijo Aubriot.

—Humm... —masculló Lalande—. Se quedó un momento en silencio antesde continuar.

— ¿Y qué será de ella si finalmente conseguís lo que deseáis, una misión

de botánico en una expedición lejana?—Me esperará.

—El hombre es un soñador incorregible. Aunque diga que es un viudoencallecido espera a su Penélope —dijo Lalande con ironía.

—Sólo que Choiseul no está dispuesto a darle un solo franco a los Jussieupara financiar ningún viaje de Ulises —hizo notar Aubriot.

—Quién sabe. Choiseul desea que pasen grandes cosas bajo suministerio, cosas inolvidables. El descubrimiento de una tierra desconocidaharía correr ríos de tinta.

—Que Choiseul suelte algo de dinero algún día para pagar una expedicióncientífica no me garantiza que me envíen a mí. Otros naturalistas de méritosuspiran por lo mismo, y Adanson, Poivre, Commerson o Valmont deBomare parecen tener tantas posibilidades como yo. Y también veo comorival a don Pernéty, muy alabado por Bougainville a su vuelta de las islasMalvinas, y es verdad que es un maravilloso dibujante de historia natural.

—De todas maneras —dijo Lalande—, será el azar del momento el quedecidirá. Mientras tanto, haced lo necesario: cortejad.

— ¿A quién?, ¿al rey?

—No os hagáis el tonto. Si el rey decidiera por sí mismo se sabría. Hastapara acostarse con él hay que gustarle primero a su paje.

—Estoy en muy buenas relaciones con los Jussieu y tampoco estoy malcon Buffon.

— ¿Y con Le Monnier? ¿Seguís sus demostraciones de anatomía?

—No veo su utilidad. Son banales.

Lalande emitió un cómico suspiro.

—Aubriot, desde que erais estudiante habéis tenido el arte de haceros

enemigos con un mínimo de palabras. ¿Habéis olvidado que La Monnier esel primer médico ordinario del rey? ¡Y tiene oídos, querido, tiene oídos! Un

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hombre que tiene oídos no es nunca banal. Cuidadlo. O, mejor aún, pedidleque os cuide a vos. ¿No tenéis ningún bulto que extirpar?

—Sí, ¡la "botanomanía"! —se rió Aubriot—. ¡Pero me temo que ese mal lollevo en la sangre!

— ¡Bah! ¡Al ritmo que sangra Le Monnier podría lograrlo!

De nuevo el astrónomo se desternilló con riesgo de perder la peluca.

—Vamos, amigo mío, no penséis en dejarme tan pronto. Me ha costadoaños arrancaros de vuestra provincia, dejaos llevar un poco por el placer devivir en París. Vuestros conocimientos son inmensos, vuestro encanto no espequeño, la botánica es una ciencia que todo el mundo quiere conocer, lasmujeres se chiflan por ella... Dispersaos un poco por los salones y lasalcobas y en seis meses os convertiréis en un hombre de moda. Creedme,la Academia os acecha.

— ¡Pues a ver si me atrapa pronto!

Una bonita voz de contralto se dejó oír detrás de los paseantes.

— ¿Se puede saber qué belleza queréis que os rapte?

Aubriot se volvió y sonrió a Jeanne.

—La Fortuna —dijo.

—Inventad un remedio milagroso —dijo ella—. Los parisienses adorancomprar el elixir de perlimpimpín que todo lo cura, envuelto en la labia delastrólogo. Hacedme los polvos, que el señor de Lalande me hará laspalabras mágicas. Iré a vender la poción al Puente Nuevo y nos haremosricos los tres.

—Jeannette se aburre tanto con mi vida de estudioso que busca unpretexto para entrar en el mundillo de la charlatanería.

—No es mala idea —dijo Lalande—. En París la charlatanería vale su pesoen oro. ¡Ay, si fuera capaz de vender horóscopos!

El hermano tornero pasó junto a ellos en dirección a las puertas delclaustro agitando una campanilla.

—Tenemos que irnos —dijo Lalande—. Vamos a cenar a mi casa. Estamañana he recibido un paquete de Picardía. Tengo en Montdidier unaadmiradora que me ceba con sus grandes patés de cerdo. ¡Son sublimes!

—Antes de ir a probarlos pasemos por mi casa para coger un viejoborgoña que yo también recibo de una dijonesa a la que a veces heayudado a enriquecer el herbario —dijo Aubriot—. ¡Lalande, nuestros padresno tenían razón al predecirnos que con nuestras estrellas y florecillas sólopodríamos estar a pan y agua!

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Un agudo tañido de campanas los despidió del convento. Los carillones seseguían uno a otro, entrechocaban, se mezclaban, acababan porconfundirse en un clamoreo de mañana pascual, que llenaba las calles eintroducía la voz de Dios en las mentes a grandes golpes de bordón.

— ¿Cuándo conseguirá la gente sensata expulsar a Dios fuera de París? —gritó Lalande.

El ateísmo del astrónomo era virulento, ¡pero es que las campanas deParís eran capaces de volver anticlerical al más devoto de los cristianos siéste no era sordo como una tapia! Desde el amanecer al crepúsculo, y concualquier excusa, una misa, un muerto, una boda, un bautismo, un incendio,

un sermón..., centenares de campanas se ponían a tañer, llenando la ciudadde un guirigay de notas en todos los tonos y obligando a los parisienses avivir en medio de una especie de alarma acústica crónica.

— ¿El teniente de policía no puede hacer nada contra las campanas? —preguntó Aubriot a gritos.

—En Francia ni el rey puede con las rutinas —chilló Lalande—. Vivimos enuna monarquía absoluta impotente a causa de su burocracia. Se ha dicho yhecho de todo contra las campanas, pero en vano, porque no se ha sidocapaz de aplicar la receta de Voltaire: ¡ya que los sacristanes no puedenprescindir de sus cuerdas, pasémoselas por el cuello y todos contentos!

La última frase de Lalande había vibrado en fortissimo en un ambiente yamás tranquilo y la frutera de la calle Petits-Pères, ante la que el trío pasaba,lo amonestó.

—Señor astrónomo, si seguís blasfemando acabaréis en la plaza deGrève. Y me sabría mal veros arder en la hoguera por un pecado venial.Para lavar vuestro pecado contra las campanas compradme misalbaricoques secos. Son del Languedoc, un poco caros pero son miel pura yla bella señorita se va a chupar los dedos.

—No os dejéis tentar, Lalande, la señora Bertille arruina a sus clientes —

soltó Aubriot.Bertille se volvió hacia él con su lengua viperina.

— ¿De qué os quejáis, señor botánico? No os puedo arruinar porque sólose arruina a los generosos.

 Jeanne se mordió el labio para no sonreír ante esta alusión al carácterahorrativo de Philibert. Mientras Lalande escogía los orejones dealbaricoque más rubios y carnosos, ella se hizo servir acederas y algunasraíces para una sopa paisana que quería preparar.

— ¿No lleváis capazo? —observó la Bertille—. En ese caso, os lo

envolveré todo...Envolvió las legumbres en un cartel.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

—Os doy una noticia. Aquí viene el programa de la Comedia Francesa.Siempre le digo al mozo que me traiga papel con noticias frescas. Cuestanmás que las viejas, pero a mis clientes les gusta estar al día. ¿No tengorazón? Son cuatro sueldos, guapa. Y para el señor Lalande, será una libra yocho sueldos...

Cuando se hubieron alejado un poco hacia la calle del Mail, Lalande sepuso a darle toquecitos al paquete de Jeanne.

— ¿Cómo iba el señor teniente general de policía, señor de Sartine, ahacer nada contra los curas si ni siquiera puede hacer nada contra lasfruteras? Todas las vendedoras de París arrancan los carteles de las

paredes. Hay en la ciudad tantos pegando carteles como despegándolos.Cada operario que coloca carteles lleva pegado a sus talones alguien quelos despega. La capital es una ciudad ingobernable. Tendría que haber unguardia por ciudadano. ¡Mirad! ¡Qué os decía!

Con un gesto de cabeza, Lalande había señalado a un obrero en blusónque se aliviaba la vejiga en la penumbra de una puerta cochera.

— ¿Orina acaso en el barril? ¡No! Orina donde le parece, por algo es unhombre libre. Sartine ha hecho colocar barriles para ese uso en lasesquinas, pero los parisienses prefieren seguir orinando y defecando a suaire sólo por amor a la libertad. De manera que nuestro aire es de lo más

original, bien espeso, graso, picante y con un olor agrio incomparable.—Parece que el aire puro no es la principal necesidad de sus seiscientos

mil hombres... —dijo Aubriot.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Capítulo 3Capítulo 3

 Pasó el invierno, llegó la primavera y con ella se alargaron los días. Comoclareaba muy de mañana, Jeanne conseguía a veces permiso para ir a pie

hasta el Jardín. Philibert seguía cogiendo un coche del alquiler porquecomenzaban a dolerle las rodillas, así que ella quedaba suelta por la ciudad,vestida "a lo Denis" con uno de los trajes negros que le había regalado suamigo de la infancia. Con su sombrero bajo el brazo, su bolsa escondida enel cinturón, dos ochavos preparados para pagar al chico que le limpiaba debarro los zapatos a la puerta del Jardín, sintiéndose ligera por el placer delpaseo, dejaba la calle del Mail canturreando alguna canción, atravesaba elPalais-Royal y desembocaba a las siete de la mañana en la calle de Saint-Honoré.

¡Ah, París! ¡Las calles de París! No se cansaba nunca. A las siete las

lecheras ya habían pasado y empezaba la kermés cotidiana. Loscomerciantes levantaban la persiana, los artesanos, en blusón de cuero,corrían ya a sus tareas, otros se instalaban en sus tenderetes y se escupíanen las manos antes de coger sus herramientas. Lanzados al trote ligerosobre el adoquinado desigual, carros, carretas y carromatos de todas lasespecies vacíos de su cargamento subían hacia las barreras, mezclados conmulos de flaca osamenta y los coches de alquiler de los burguesesmatinales. Todo ese mundo rodaba entre los altos edificios con un ruidotorrencial, pero Jeanne había adquirido el oído paciente de una parisiense ysu habilidad para refugiarse a tiempo detrás de los pilones que las ruedasde hierro golpeaban continuamente sin el menor cuidado... ¡y allá penascon las piernas —y los cuerpos— mal estacionados!

 Y al igual que una nativa, se había convertido en una mirona a la que legustaba pararse a mirar las escenas pintorescas o las peleas entrecocheros, listos, muy deslenguados, siempre dispuestos a reclamar suderecho a pasar entre juramentos y golpes de fusta, hacían gala de unaasombrosa inventiva verbal, truculenta, alegre incluso cuando vociferaban,que reunía a los viandantes a su alrededor, mientras los lacayos y lascomadres se apresuraban a tomar parte en la batalla. Más de una vez elespectáculo acababa en una carcajada general, a expensas de algún miróntan atento al rifirrafe que no había visto venir una ducha de agua

proveniente de un ama de casa harta de tanto alboroto que habitaba en eltercer piso. El remojado lanzaba al aire un chorro de amenazas y se

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

marchaba sacudiendo su sombrero y mascullando contra el teniente depolicía, aquel don nadie incapaz de hacerse obedecer ni por las comadres.Los curiosos se ponían en marcha y, al mismo tiempo, los vendedoresambulantes comenzaban a desgañitarse ofreciendo al público carpas vivas,patatas cocidas, pasteles calientes, salchichas, escobas, matarratas, buenqueso de Brie por libras, mantequilla de Vanves amarilla y bien fresca,huevos de Monceau y agua del Sena purificada con vinagre blanco.

La primera vez que Jeanne se había encontrado atrapada en una de esasencrucijadas de gritos, se había preguntado cómo diablos podían soportarlos parisienses durante todo el año aquel atroz concierto de sus vendedoresambulantes. Luego se fue dando cuenta de que les gustaba, de que se

sentían obligados a comprarles a los más gritones, los cuales, sintiéndoseanimados, aún gritaban con más bríos. Había que adaptarse o renunciar apasearse por París, ¡y eso nunca! Incluso si había llovido mucho durante lanoche y aumentaban los arroyos y charcos fangosos que siempre había enmedio de las calles, a Jeanne le gustaba ir a pie al Jardín. Ágil con suscalzones, saltando por encima de los charcos como un cabrito, se divertíaobservando cómo las damas con miriñaque atravesaban el arroyoencaramadas a la espalda de un barquero. "Cuando tenga cincuenta añosme seguirá gustando ir vestida de chico — pensaba—. Porque, dejandoaparte el amor, vivir como un chico es el único modo de vivir. “Desde que

podía andar a su aire por la ciudad, se permitía pequeños placeres de losque nunca se cansaba. Por ejemplo, se paraba siempre delante de lapanadera de la calle de Poulies para comprar un panecillo bien redondoantes de tomarse, por dos sueldos, una taza de café con leche en la fuentedel vendedor apostado delante de Saint-Germain-l'Auxerrois. A esa horahabía siempre un grupo muy animado alrededor de su fuente, pues losparisienses del tiempo de Luis XV se habían aficionado al café con lechemañanero, que la gente sencilla tomaba de pie en la calle mojando en élalgún pastelillo o buñuelo. Jeanne se bebía su café bromeando un pocosobre esto y aquello, y luego reemprendía su camino sonriente porque porfin le pertenecía un poco de la vida parisiense, al menos la del pueblo.

Cuando llegaba al Puente Nuevo se permitía un rato de distracción.A primera hora ya había movimiento en el puente, pero a las diez de la

mañana era cuando estaba más animado. Una mañana en que se habíaretrasado escribiendo una copia, Jeanne había llegado al puente a mediodíay se había preguntado qué fiesta era aquella en la que se encontraba. Unamultitud variopinta y ruidosa atravesaba el puente en ambos sentidos, apie, en carruaje y a caballo, detenidos a cada paso por grupos de ociososparados para ver los malabarismos de un barquero, los parlamentos de uncharlatán que recomendaba sus crecepelos y sus polvos para quitar lasverrugas, los cuplés de una cantante o la espesa humareda del caldero

donde se doraban los buñuelos de la tía Pernette. Pero era ante los puestosdel vendedor de sombreros viejos y del "saldista de cabelleras" donde los

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

espectadores se apiñaban para probarse viejas pelucas y tricorniosapolillados. Los desocupados más finos se detenían ante la vendedora denaranjas y limones, o en el puesto de flores, que exhibía sus coloridoscestos a ambos lados de la estatua ecuestre de Enrique IV, donde unescayolista vendía medallas con su perfil. "En nombre del rey, señor,compradme un medallón", gritaba. "¡Paso, bribón, no quiero nada!" "¡Pero,señor, si os lo pido en nombre de nuestro buen rey Enrique!" No fallaba. Amenudo el señor echaba mano al bolsillo en recuerdo de los buenos tiemposen que reinaba un rey distinto al actual. Una mañana en que Jeanne sesorprendía de ver al escayolista hacer buen negocio con una mercancía tanpoco útil, el vendedor ambulante le respondió, con aire entendido: "Joven

señor, no vendo yeso sino política, porque en nuestros días la política sevende bien a condición de que os mantengáis hábilmente en la oposición.¡Con la efigie de Luis XV, aunque fuera de oro, no ganaría un céntimo!¿Queréis la prueba? El año pasado un riquísimo inglés apostó conmigo aque se pasearía durante dos horas por el puente ofreciendo luises de oronuevos a seis libras la pieza que valen en realidad veinticuatro. Invertiríamil doscientos francos y los que no se vendiesen serían para mí. ¡Pues bien,señor, en todo ese tiempo no logró colocar más que seis luises, de tantocomo se ha desvalorizado nuestro rey desde nuestra victoria de Fontenoypara acá! Si os acercáis también a la plaza Dauphine, veréis que losvendedores clandestinos de panfletos impresos en Holanda tampoco hacen

malos negocios. ¡Cuantos más polizontes rondan por allí, más venden! Enestos tiempos que corren, uno se arriesga menos vendiendo insultos contrael rey que robando bolsos", había concluido el escayolista filósofo.

Era verdad que el oficio de ratero se había vuelto duro desde que el señorde Sartine mandaba a los soldados de la ronda a vigilar al pie del reyEnrique. Aquellos patanes bramaban "¡Cuidado con los bolsillos!" cada vezque veían agruparse a la gente, y la gente se metía las manos en losbolsillos para impedir que los descuideros se ganasen el pan. La rondarecogía también a los mendigos demasiado agresivos pero, apenas lossoltaban del Petit-Châtelet, mendigos y rateros volvían al puente. Era cierto,

sin embargo, que sin ellos faltaba algo en el ambiente. Era justamente lamezcolanza de gente de todo pelaje la que hacía fascinante el PuenteNuevo. Todo París se codeaba allí: el noble, el burgués, el obrero, el artista yel miserable. El Puente Nuevo era uno de esos raros lugares en los que sepodía tener la esperanza de hallar lo imprevisto y saciar la sed deencuentros.

Lo imprevisto surgió para Jeanne una mañana de abril, cuando pasabapor el Puente hacia las once.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Llegó al mismo tiempo que una tempestad de carillones.

Aquel día, el armonioso paisaje de lastras de pizarra, piedras grises yagua turbia se había adornado con un cielo de terciopelo ceniciento sin undesgarro blanco, como para ponerse a la moda de los pintores de camafeos,cuyo estilo hacía furor.

— ¡Dejen paso!

 Jeanne dio un salto para dejar pasar a una carreta de mano repleta de

muebles —otro inquilino moroso que se iba a la chita callando para nopagar el alquiler—, luego tropezó con un aguador que la insultó y se refugióde un salto en la acera, junto a la vendedora de flores. Se volvió y se acodóen el parapeto para ver pasar el Sena. En esta parte libre del puente el ríose ofrecía por entero a la vista, se deslizaba bajo el cuerpo, hormigueaba devida batelera, burlándose con su lento movimiento ininterrumpido de lascostumbres frenéticas de los parisienses. Uno no se cansaba nunca decontemplarlo.

  Jeanne tuvo conciencia de que alguien la miraba con insistencia y sevolvió.

El hombre que la observaba no debía de tener más de veinticinco años.Llevaba sin elegancia un soberbio traje de terciopelo azul cielo, que másparecía haber salido del ropavejero que de un sastre. El desconocido llevabatambién un sombrero puesto como un campesino. Tenía cara de luna,gruesas mejillas, una gran nariz, un hoyuelo en la barbilla, una granabundancia de finos cabellos rizados, de un rubio cobrizo, apenasempolvados. Los ojos color avellana y la pequeña boca carnosa sonreíanbondadosamente. Su expresión era afable. Se le notaban muchas ganas deentablar conversación.

— ¿Nuevo en París? —le preguntó el hombre azul cielo, forzando la voz

para dominar el ruido ambiente.— ¿Por qué lo preguntáis? —respondió Jeanne, molesta. ¿Tan provinciana

parecía aún?

—Un parisiense de vuestra edad no pierde el tiempo contemplando elSena.

—Por lo que parece, vos tampoco sois muy veterano.

—Es que yo soy un parisiense especial, que vive de callejear. Soy escritor.

—Pues siempre había creído que un escritor era un hombre más de estaren su escritorio que de andar por las calles —observó Jeanne.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

—Es que también soy un escritor especial. No escribo sobre lo que leo,sino sobre lo que veo.

Se echó a reír, encantado de sus palabras.

Del campanario de la Samaritana, una fuente con bomba elevadora,brotó una especie de mugido. Jeanne lanzó una mirada en dirección a lafuente.

— ¿Es que no van a arreglar nunca las campanas de la Samaritana?

— ¿Para qué? Sus campanas, su bomba, su reloj, todo funciona mal, pero¿por qué iba a funcionar? Es un gobierno.

— ¿Un "gobierno"?—Un gobierno es una sinecura para un gobernador —explicó el

desconocido en tono aleccionador—. La fuente de la Samaritana le reportaseis mil francos al año a su gobernador. Así que ya cumple con su función.¡Sólo un espíritu libertino como el vuestro puede reclamar que ademástenga agua, el reloj marque la hora exacta y el carillón suene bien!

— ¿No habláis como un revolucionario, señor?

— ¡Ja, es que lo soy! En este país hay que cambiarlo todo. Hay quedemoler la Samaritana, que me estropea una maravillosa vista ele París,

expulsar a los académicos que estropean el idioma; cerrar la ComediaFrancesa, que estropea el gusto del público con tragedias ridículas deRacine y Corneille, en lugar de poner en escena obras de Mercier, que sonbastante mejores.

— ¿Y quién es ese Mercier que tanto os gusta?

—Un excelente autor tumbado por la crítica conchabada —dijogravemente el desconocido—. ¡Lo tenéis delante!

Se rieron a la vez.

Por lo que veo, os tomáis vuestra desgracia con buen humor.

—En un escritor la esperanza de tener éxito dura más que su vida.Además, no está todo perdido: Crébillon hijo, nuestro censor oficial, haaceptado leer mi última tragedia en verso.

— ¿Y hará que la interpreten?

—No, pero me ha aconsejado que escriba en prosa, y en prosa soyexcelente.

Rieron de nuevo mientras dos oficiales reclutadores pasaban delante deellos, con la cabeza alta, el pecho abombado, los uniformes flamantes, lasbotas brillantes y una sonrisa prometedora. Miraron fijamente a los dos

 jóvenes, pero siguieron su camino sin pararse.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

—Los reclutadores de carne humana ya han salido de sus garitas. Estohuele a primavera.

Agarró del brazo a su compañero.

—Supongo que os han dicho que desconfiéis de esos ogros...

— ¡Oh, me han ofrecido muchas veces gloria, dinero y buena vida en elejército! —exclamó Jeanne con gesto de desdén—. El martes de Carnavaltenían mesa puesta en la posada de debajo del puente y todo aquel quefuera varón y estuviera bien formado podía atracarse y emborracharse asus expensas.

— ¡Los muy canallas! —escupió Mercier y observó a Jeanne con unaatención que la inquietó—. Lo tenéis todo para gustarles. No sois muy anchode espaldas y tenéis cara de colegial, pero sois un muchacho muy guapo, ycon un aire tan despierto... Cualquier coronel os pagaría por lo menoscincuenta libras.

— ¡Pues ese coronel resultaría estafado! —no pudo evitar decir Jeanne.

— ¿Cobarde?

Ella no respondió. No le gustaba pasar por cobarde, pero confesar queera una chica la avergonzaba.

— ¿Qué venís a buscar al Puente Nuevo para ponerlo en prosa? —preguntó cambiando de conversación.

— ¡Palabras! ¡Palabras sonoras, pimpantes, jugosas, gruesas,regocijantes! En el Puente Nuevo habla el pueblo y el pueblo no tiene ellenguaje castrado por la Academia. Sigue hablando un francés vivaracho,atrevido e ingenuo, y ese es el francés que quiero que aparezca en mislibros.

— ¡Tenéis que ser muy hábil para pescar algo de francés en este puente!

La verdad es que se oía abundantemente el bretón, el picardo, elnormando, el provenzal, el gascón, el champenois... No se podía decir que

el parisiense predominara y Jeanne se lo hizo ver.—Sí, pero ¿quién pretende que el parisiense deba predominar? ¡Esa es

otra idea que ha extendido la Academia! Yo no quiero saber nada de esapatulea de pedantes, es al pueblo al que quiero retratar. Quiero reflejar todoeso en su rica diversidad vulgar...

Abrió los brazos a la ruidosa multitud y se puso a declamar a voz encuello:

¡Ideamos, ciudad de mierda,

Si tu renombre ha mentido

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Y es el partido enemigo

El que quiere perder tu lengua!

Un grupo de curiosos se reunió en torno a aquel hombre vestido del colorde la misión evangelista, que elevaba sus brazos al cielo y predicaba enverso. El discurso resultaba incomprensible, pero la cosa era interesante.Una buena mujer en zuecos se acercó al joven vestido de negro que parecíaacompañar al predicador para preguntarle si se iban a repartir estampitas.

"Está un poco loco", pensó Jeanne contemplando a Mercier, el cual,embriagado por su propia voz y todavía más por tener un público, continuódeclamando:

Démosle a la Samaritana

 Al pasar los buenos días...

Sí, seguramente estaba loco, tanto como lo están los locos callejeros enParís: atrevidos pero ligeros, habladores, graciosos, espectadores de sí mismos tanto como de los demás. Y bienhechor, después de todo. Sus

espectadores, liberados por un rato de sí mismos, se dejaban llevardócilmente por el ritmo de sus versos, saludando las palabras que lessonaban con una risa o un guiño de entendido al vecino.

Al fin el público se disgregó a disgusto y dos o tres almas buenasrebuscaron en el bolsillo el ochavo que aquel extraño saltimbanqui no lespedía. La buena mujer calzada con zuecos fue la última en irse. Un burguésen redingote le dirigió un sombrerazo a Mercier.

—Señor, por estar hechos vuestros versos al estilo antiguo no son nadamalos —dijo en un francés perfecto pero con acento del otro lado de laMancha.

—Señor —respondió Mercier, devolviéndole el sombrerazo—, son muybuenos, pero no son míos. El que los hizo se convirtió en humo. Nuestrodifunto rey lo mandó a la hoguera.

— ¡Oh! ¿Pues qué hizo?—exclamo el inglés.

—Era alegre, señor, y ponía sus miserias en canciones. En tiempos deaquel rey los jesuitas llamaban a eso ser impío y decían que merecía lahoguera.

El inglés abrió la boca para decir algo, pero su voz quedó cubierta por losredobles de tambor de la orquesta de Gran Tomás. Gran Tomás estabaoperando un molar y su tamborilero lo ayudaba a ahogar los gritos delpaciente. Aquel sacamuelas, montado en una especie de carro

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

soberbiamente pintarrajeado de verde chillón y falsos dorados, era lacelebridad del puente. Era gigantesco, tan ancho como alto, embutido en unenorme traje de terciopelo carmesí con galones dorados, y se las habíaarreglado para parecerse a Enrique IV: collar de barba rizada y espesacabellera gris bajo un sombrero redondo adornado con plumas blancas. Suvoz, a juego con su volumen, podía atravesar el Sena para que pudieranoírse sus pregones a ambas orillas del río.

—Ahí tenéis al gran hombre de la tenaza, ante el que ya se ha formadocola —observó el inglés—. Debe de ser rico.

— ¿El? ¡Le está quitando el sueño a todos los cirujanos de París! Hace

tiempo que arranca muelas a redobles de tambor. La Facultad intenta quese lo prohíban, pero el teniente de policía no se atreverá nunca a hacerlo.¡Desencadenaría un motín!

—Creo que Gran Tomás no mete la pinza en aguardiente entre dosextracciones —hizo notar el inglés en tono severo.

— ¡Pues, claro! Tiene que marcar diferencias con un vulgar cirujano-dentista diplomado del colegio de Saint-Còme, ¿no? —observó Mercier.

La vendedora de flores pasó delante de ellos llevando ramos de pálidosnarcisos silvestres para ir a rondar a una pareja de enamorados.Maquinalmente, Jeanne siguió con la mirada el amarillo de las flores ypareció despertar de un sueño.

— ¡Dios! ¡Hace tiempo que debería estar en el Jardín! ¡Debe de ser muytarde!

—Pronto darán las once —respondió Mercier después de sacar su reloj—.¿A qué jardín tenéis que ir?

—Al Jardín Real.

— ¿Estudiáis botánica o anatomía?

—Botánica y también un poco de zoología.

— ¿Dejaréis que os acompañe un rato? Tengo que hacer en la calle deBernardins, en casa de un escritorzuelo amigo mío.

—Es que... —dudó Jeanne.

—Eso quiere decir que sí. Vamos —dijo Mercier tomando familiarmentepor el brazo al supuesto joven—. Y ahora que somos buenos amigos, ¿nome vais a decir cómo os llamáis?

Una vez que atravesaron el puente, Mercier se detuvo para comprar unabolsa de obleas, unas pastitas delgadas y crujientes. El confitero de obleasdel Puente Nuevo era uno de los últimos que quedaban en la ciudad y

Mercier se paraba cada vez que pasaba por allí para escuchar al escribanopúblico, que tenía su puesto al lado del confitero.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

— ¡No hay negocio, amigo! —gritaba ese día el pendolista, indignado—.El precio es de cuarenta y cinco sueldos por una carta escrita en buenestilo, y treinta por una ordinaria. ¡Y no me sacaréis de ahí! Muy avarodebéis de ser cuando no queréis pagar cuarenta y cinco sueldos por unabonita carta en el estilo de París para vuestra prometida.

—Pagad, señor. ¡Cuarenta y cinco sueldos por una buena carta es lomínimo! —intervino Mercier antes de escapar de los insultos del cliente—. Todo sube hoy en día, así que ¿por qué las palabras no iban a subir? Yo lehe cobrado diez luises al obispo por un sermón, y en cuaresma le cobroquince porque tiene el doble de público.

 Jeanne abrió mucho los ojos.— ¿Queréis decirme que vendéis sermones a los obispos?

—Mi joven amigo, el eclesiástico de categoría es el que mejor paga a susnegros. Tengo que reconocerlo. Esté o no inspirado, un obispo tiene que darsermones y, de vez en cuando, también hacer alguna ordenación. Lanecesidad hace que salga oro de las sotanas.

—Pero ¡diez luises! —exclamó Jeanne, asombrada—. ¡Diez luises!

—Hijo —dijo Mercier con énfasis—, en los tiempos descreídos en quevivimos las buenas plumas devotas escasean y lo que escasea es caro.

Se echó a reír a carcajadas, repartió las obleas, pasó el brazo por debajodel de su nuevo amigo y lo arrastró canturreando.

Soy discípulo de Epicuro,

Mi temperamento es mi ley,

Sólo obedezco a mi naturaleza...

"¡Señor, Señor, si Philibert me viese!", se dijo Jeanne poniéndose al paso

de Mercier.

El joven Beauchamps era endiabladamente simpático, pensaba Mercier. Tenía una conversación encantadora, porque no lo había interrumpido niuna sola vez cuando le expuso detalladamente el plan de su obra maestra,El año 2440, genial historia de ciencia ficción en la cual pensaba predecirtodos los cambios venideros, desde la caída del absolutismo y losparlamentos, a la de la Samaritana, la Academia francesa, las tragedias de

Racine, etcétera, etcétera, así como la llegada de Shakespeare a losescenarios de Francia, los jardines a la inglesa, el reino de la Justicia y la

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Razón, las letrinas públicas, la vacunación obligatoria, los sombrerosredondos y, en fin, la aparición de la pólvora infernal, de la que bastaría unsolo chispazo para reducir a cenizas los sombreros redondos y todo lodemás, incluido, por desgracia, su Año 2440, que habría anunciado todoeso.

—Mi obra destruida por el fin del mundo... ¡Oh, qué lástima! —suspiróMercier, abrumado. Y luego, renaciendo de sus cenizas—: Amigo mío,veámonos el domingo. ¿Tenéis libre el domingo? Venid a las tres a casa deLandel, en la glorieta de Buci. Las ostras son frescas y el vino es bueno.Ceno allí uno de cada dos domingos en compañía de otros plumíferos, todosmás famosos que yo, pero todos muy alegres. A los postres cantamos.

Venid y respiraréis el aire de París. ¿De acuerdo?¡Ay, qué más quisiera ella! ¡Se moría de ganas, pero a ver quién se

atrevía a llevar a Philibert a una taberna!

Sorprendido por el silencio y el apuro de Jeanne, Mercier preguntóbruscamente:

— ¿Y bien?

—Es que... no voy a poder —dijo, desesperada—. A partir de primavera,cada domingo el señor Aubriot da clases de herborización en el bosque deBolonia y debo acompañarlo.

—Eso se hace de buena mañana y nosotros no cenamos hasta las tres.

Como su comentario no acaba de decidir al joven Beauchamps, Mercier lerodeó los hombros con un abrazo fraternal.

—Yo también he sido pobre y sin un céntimo en el bolsillo. Pagaré vuestroescote, Beauchamps. Estoy preparando un sermón gótico que valdrá undineral...

 Jeanne se mordió el labio.

—No sé si... Es que... ¿Invitáis damas a vuestras cenas...?

Mercier le sonrió con una punta de ternura.— ¿Ése es entonces vuestro secreto? ¿No es vuestro maestro el que os

retiene sino una modistilla? Traedla, amigo mío, nos gusta el amor tantocomo reír, beber y cantar. Escuchad nuestro himno...

Ella no pudo impedir que se pusiera a cantar delante de la puerta delmismísimo Jardín y justo, misericordia, cuando salía el señor de Jussieu.

¡Para ver a un gentil damita

En cuanto la llamemos,Para abrir un barrilito

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En cuanto lo pidamos,

Y lon lanlá

Landel irito

Y lon lanla

Landel vendrá!

¿Cómo llevar a Philibert a la taberna de Landel? Cuanto más díaspasaban, más imposible le parecía su proyecto, pero también más firme yduro, como una idea fija. Hasta entonces sólo se había atrevido acomentárselo a Marie por carta. Y una vez anunciada la cosa, estabaobligada a contarle en su próxima carta que había pasado el domingo encasa de Landel. Si no, Marie volvería a reprocharle su timidez infantil conAubriot.

Desde que se había convertido en la señora de Chabaud de Jasseron trasla muerte de su tío Mormagne y desde que vivía en Autun una vida muymundana en una sociedad que imitaba a la de Versalles, Marie parecíaquerer adoptar el tono firme y atrevido de Emilie cuando hablaba de lascostumbres amorosas. Y aun cuando la irritaba leer aquellos consejos derebelión contra la "tutela de los machos" en la pluma de una joven

aristócrata que se había prometido, casado y estaba embarazada según lasreglas más conformistas de su sociedad, no dejaba de reconocer que quizáse mostraba demasiado blanda con Philibert. Pero era más fuerte que ella.Lejos de él era capaz de tener sus propias ideas, sus propios deseos, susaversiones, sus rebeliones; pero en cuanto lo tenía cerca sus ideas, susdeseos, sus aversiones y sus rebeliones se desvanecían porque todo aquelloresultaba superfluo en su vida en común. Y ella volvía a ser como unamuñeca de trapo en los brazos de Philibert, y lo que no se había atrevido adecir de día tampoco era capaz de decirlo por la noche.

El viernes —se acercaba el domingo—, después de hacer el amor, la rabia

la sublevó contra el sueño reparador en el que se iba a sumergir y queahogaría una vez más su necesidad de hablar. Tenía la mejilla apoyada enel pecho desnudo de Philibert. Desplazó un poco la cabeza, posó su bocaentreabierta sobre la tetilla y ¡mordió!

Aubriot abrió los ojos, se colocó mejor en la almohada y la contempló,curioso por saber qué seguiría a aquella audacia desacostumbrada. No veíael rostro de Jeanne, sólo una masa de seda rubia extendida por su torso ysurcada por los temblores de la llama de la vela de la mesilla de noche. Laboca de Jeanne mordisqueaba, besaba, roía, lamía, volvía a morder... Un  juego de gata enamorada. Él la apretó contra sí y con su mano libre le

acarició los cabellos. La boca se calmó... luego la emprendió otra vez con su  juguete, salvajemente, hasta que cansada, se dedicó a picotearlo con

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besitos antes de abandonarlo. Pero, cuando Philibert ya sólo esperaba quese hiciese el silencio de la noche, de repente Jeanne se puso a hablar.

—Estaba pensando en el domingo... El bosque de Bolonia es muyagradable, pero siempre lo mismo...

—Precisamente no iremos al bosque el domingo —la interrumpió Philibert—. Uno de mis alumnos está enfermo y les he dado día libre a los otros tres,así que te llevaré a Vincennes. El doctor Vacher asegura que el aire deVincennes es mejor que el del bosque de Bolonia. Allí envía a sus enfermosdel pulmón. Me ha dicho que en primavera las esencias que hay plantadasen ese bosque esparcen un olor balsámico vivificante, tan suave que

encanta. Lalande prevé buen tiempo, tendremos un buen día. Te recogeréun cesto de diente de león para la ensalada de toda la semana.Encontraremos violetas y primaveras, quizá los primeros botones de oro, ysin duda cardamina, perifollo silvestre...

Ella no hacía el más mínimo movimiento, sintiéndose tan pesada comouna muerta.

— ¿Duermes?

Un roce de cabellos le respondió que no y él continuó su historia a mediavoz, como una nana, aquella misma voz con que en el pasado le describía lanaturaleza y la hacía tan feliz.

—Cerca del bosquecillo de Vincennes, subiendo un poco, parece queexiste un país de colinas salvajes que sirve de madriguera a miles y milesde conejos. Vas a poder correr, brincar y corretear entre el tomillo y laretama... Nos llevaremos la comida...

Se detuvo bruscamente. Sintió húmedo el pecho. Separó el cabello a Jeanne para verla.

— ¿Por qué lloras, Jeannot? ¿Lo que digo te hacer pensar en Charmont?¿Lo añoras?

—Nooo...

—Entonces, ¿por qué?

— ¡Porque os amo, porque... os... amo tanto! —sollozó.

El apagó la vela, posó su mano sobre la suave cabellera de Jeanne y ladejó llorar sobre su pecho hasta que aquel torrente se secó. No podía hacerotra cosa. Desde hacía algún tiempo, las lágrimas de las mujeresenamoradas no eran un mal sino una moda. ¡Sus novelas favoritas leshabían enseñado a llorar!

Al día siguiente Jeanne se despertó con la mente seca y clara, se vistió deprisa, dijo que iría a pie al Jardín pero antes corrió a la plaza del Palais-Royaly subió a ver a Lalande. El astrónomo ya había salido. Bajó la escalera dedos en dos, paró un coche de alquiler y se hizo conducir al Observatorio.

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Aubriot se quedó muy sorprendido cuando a última hora de la mañanaLalande acudió al Jardín para proponerle cenar en casa de Landel al díasiguiente.

— ¿Primero nos prometéis un domingo lleno de sol y ahora queréis quevayamos a una taberna?

—La taberna de Landel no es una taberna corriente. Ser admitido eldomingo a cenar es un honor para un parisiense, querido amigo. A Jeanne legustará mucho.

La sorpresa de Aubriot fue en aumento.

— ¿Jeannette? Supongo que no contaréis con llevarla, ¿verdad? Yasabemos lo que es ese cabaret cantante como para...

—Aubriot, a los niños ya no los trae la cigüeña —interrumpió Lalande—.Es verdad que en Landel se cantan coplas libertinas, pero no será el caso.Presidirá el gran Crébillon y la decencia estará garantizada. Todo París sabeque Crébillon hijo sólo se suelta en sus novelas.

Con mucho cuidado, el botánico depositó sobre una hoja de papel blanco

el espécimen de Melissa moldavica que tenía bajo la lupa, se sentó en unaesquina de su mesa, cruzó los brazos y miró a su amigo.

—Lalande, explicadme por qué un hombre que detesta perder el tiempoen espectáculos viene de repente a contarme esa historia...

Lalande posó una nalga en el extremo de una mesa cubierta de unacosecha de plantas secas e hizo juguetear un rayo de sol sobre el fino ybrillante cuero de su escarpín negro.

—Aubriot, os aprecio y no quisiera que acabarais cornudo —dijo al fin conbrusquedad—. Eso es lo que les pasa a los genios de las ciencias avaros defrivolidad y cuyas amantes se aburren.

La risa enérgica y breve de Aubriot fue su única respuesta.

—Sí, sí, ya lo sé —prosiguió Lalande—. Cuando se está acostumbrado a  jugar el papel de amante uno no se ve nunca en el de cornudo. Pero...¿tenéis tiempo para una confidencia?

Su voz se dulcificó.

—Ella se llamaba Bertrande. ¡Una muchacha encantadora! Quince años.Rubia, ojos color de pervinca, boca de fresa, hoyuelos en las mejillas yademás ¡mimosa! Lista pero no astuta, con poco que decir pero que nohablaba nunca de más. En resumen, un regalo.

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La saqué de una lavandera de la calle de la Feuillade. Hacía un año queme traía las camisas y la veía puntualmente dos veces al mes a las seis dela mañana, con su gorrito pimpante y oliendo como un panecillo blanco deGonesse... Yo estaba aún en bata, con la cama deshecha... Querido amigo,durante cinco meses viví como un sultán. Sólo tenía que abrir la puerta dela habitación donde la había instalado junto con mis mejores grabados delfirmamento, un montón de cintas y bombones. Yo era su Rey Sol. ¡Ah, quéagradable es sentirse el ombligo del mundo! —recuperó su habitual tonoburlón—. ¡Pero, ay, querido mío, hasta el mismo sol puede ser eclipsado! Mibello y pequeño planeta se dejó desviar hacia la Courtille por un alegreimbécil, mi alumno más negado para las matemáticas, pero el que mejor

bailaba en la venta del Tambor Real.Aubriot lanzó un gran suspiro y meneó la cabeza.

—Al diablo si entiendo a dónde queréis llegar —masculló—. ¿De qué osalimentáis últimamente? ¿De absenta? Vuestras palabras se enmarañan deuna manera... —luego, bruscamente—: ¡Sea! ¡Vayamos mañana a Landel!—en dos zancadas se plantó ante su visitante—. ¿Queréis decir que en lahabitación en la que tengo a Jeannette, con mis herbarios, mis tisanas y mislibros, ella se aburre? ¿Y que para que se divierta tengo que darle unaserenata?

— ¿He dicho eso? —preguntó Lalande inocentemente.

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Capítulo 4Capítulo 4

Jeanne se sentía en el paraíso. Todavía riendo, se inclinó para coger unaostra del enorme plato colocado en el centro de la mesa. Entonces se le

vieron mejor sus dos pequeñas manzanas redondas y ambarinas, allá alfondo de la bandeja verde de su escote. Charles Collé, con el rostro yaacalorado, brindó en homenaje a su vecina de mesa:

En vos, si hago el análisis,

¡Ah, cuántas prendas descubro!

Y lo que en vos se ve de apetitoso

Responde por lo que no se ve.

—Señor Collé —intervino Crébillon en tono de fingida severidad—, noempecemos con las galanterías porque sólo estamos en la tercera bandejade ostras.

—Sí, pero ya vamos por la séptima botella —respondió Collé.

— ¡Oh! —suspiró el viejo Panard—. ¡Hay tantos gaznates! El mío aún nose resiente de nada. Si tuviera que cantar, desentonaría mucho.

—Landel, que se le dé al tío Panard un poco de lubrificante —pidióCrébillon e inclinó su hermosa cabeza ante Jeanne—: la señorita debe saber

que el tío Panard canta unas canciones preciosas.—Venid a menudo, señorita —rogó quejumbrosamente Panard—. Ese

bebedor de leche se empeña en tenerme seco asegurando que es por mibien. ¡Pero yo no me encuentro nada bien!

— ¡Ya voy, ya voy, tío Panard! —gritó Maryvonne, la apetitosa criadaoficial de los cupletistas de los domingos—. Aquí está... Nuestro mejorborgoña. Si os gusta, ¿me haréis una canción que acabe siempre en"vonne"?

—Echa, echa —dijo Panard—. Echa sin miedo, que la copa se derrama

cuando la mano duda.

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El viejo autor de innumerables canciones se aclaró la garganta con ungran trago de vino blanco y lo agradeció con estas cuatro rimas:

Para despertarse de su triste torpor 

Mi cuerpo indolente, distraído y soñador,

Perezoso y siempre soñoliento,

Nunca se harta de vino amarillento.

Crébillon meneó la cabeza.—Sin embargo, señor Panard, si bebierais leche como yo, digeriríais

mejor las ostras —dijo. Y larga y amorosamente se bebió el tazón de lecheespumeante que tenía ante sí.

Durante los meses con "r" Crébillon hijo se alimentaba de ostras. ¡Habríasido capaz de vaciar el mar! Su cotidiana masacre de moluscos comenzabaa la hora del desayuno, en que sorbía dos o tres docenas, una tras otra, depie ante la vendedora de la calle Montorgueil. Continuaba a la hora decomer con media banasta, y para la cena seguía la inspiración delmomento, abriendo concha tras concha sin pararse a contarlas. Su régimen

le iba de maravilla, pues a los cincuenta y ocho años conservaba una siluetaalta, delgada y flexible como un chopo, y un humor chispeante.

—Pero a las ostras hay que añadirles leche y risas —explicó una vez más—. La leche disuelve las ostras en el estómago, las cuales se deslizan a losintestinos sin pesar, y cuanto más se agita el estómago a causa de la risa,mejor. Pero como hoy tenemos el honor de recibir a un facultativo —añadióvolviéndose a Aubriot—, desearía que se pronunciase sobre la materia.

—Señor, ¿sentís la cosa tal cual la describís? —preguntó Aubriot.

—Desde luego.

— ¿Digerís todas las ostras que tomáis?—Ni una menos.

—En ese caso, vuestra teoría os va bien.

Por encima de las demás, se elevó la hermosa risa de soprano de laseñora Favart, que desde hacía veinte años trabajaba para la ComediaItaliana, donde actuaba, cantaba y bailaba, siempre en el papel de lindapastorcilla, para delicia de los abonados al teatro. Cuando su risa seextinguió, se elevó la dulce y débil voz de Panard, temblorosa como lo erasu carne de viejo aficionado a la bebida:

—Señor doctor, ¿y no creéis que un panecillo mojado en un vasito de vinoblanco se disuelve mejor que tíos banastas de ostras en un tazón de leche,

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y además sale más barato? ¡Los arruinaría a todos si me dedicara a tomarostras con buena leche de Monceau todos los días de la semana!

Al igual que todo el mundo, Jeanne le sonrió. El buen hombre estabaenternecido. Con su cara redonda, bonachona y un poco boba, su ampliapeluca de rulos a lo Luis XIV, recordaba a La Fontaine, y de hecho en Paríslo llamaban el "La Fontaine de la canción". Del fabulista tenía lasdistracciones, el ingenio fino bajo un aire de tonto, la despreocupación y lafecundidad. Y también el descuido en materia financiera: después dehaberles dado a sus compatriotas canciones para ochenta Operas cómicastenía que depender de sus amigos para comer. A Dios gracias, en casa deLandel se podía comer por poco dinero, e incluso no pagar, si se sabían

hacer buenas rimas. Landel era un juerguista de buen corazón, granbebedor y amante de la poesía. Todos los poetas eran bienvenidos y podíansentarse bajo el apetitoso olor de los jamones que pendían del techo.Siempre acababa por caer algo en el plato y, si además el poeta iba con elculo al aire, Landel se acordaba de que en tiempos había sido sastre y lehacía unos calzones.

No obstante, ni un poeta ni un marqués se hubieran atrevido a ir a casade Landel el domingo sin haber sido invitados: era el día del célebre Grupode la Bodega y se sabía que su presidente, Crébillon, a pesar de suexquisita cortesía, no se hubiera privado de mandarle el lunes, a cualquier

inoportuno, una nota sin espera de respuesta de este tenor: "Se ruega alseñor X... que cene en cualquier lugar excepto en la glorieta de Buci." PeroCrébillon nunca rechazaba a un Lalande, sabio de moda y gran animador dereuniones. Y esta vez había sido aún mejor recibido porque llevaba a dosamigos, uno de los cuales era una belleza.

 Todos habían recibido encantados a Jeanne, radiante en un vestido deseda verde esmeralda, tan "escandalosamente" escotado que Philibert lehabía exigido que se pusiera una pañoleta, que la coqueta se había quitadoen cuanto se sentó un poco lejos de él. El presidente Crébillon habíacolocado a la bella a su derecha y desde entonces ésta nadaba en la

felicidad de ser admirada y halagada en cuartetas poéticas, subidas de tonopero no demasiado, por hombres de talento escogidos entre lo másparisiense de París.

Aquel domingo se encontraban en la Bodega los que no faltaban nunca:Crébillon, el poeta Gentil-Bernard, Panard y Collé, los dos autores decomedias con canciones más prolíficos y reputados del reino, y Pirón, quesegún él mismo decía no era nada, "ni siquiera académico", una vieja"nada" de setenta y seis años tan crepitante de epigramas y de frasespicantes que lo seguían recibiendo en los mejores salones. A estos pilaresdel Grupo se habían añadido cinco personajes muy apreciados en la ciudad:

Cario Goldoni, el célebre autor de teatro importado de Venecia por Luis XV;el famosísimo autor de Operas cómicas Simon Favart y su esposa Justine; el

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brillante Philidor, el compositor más mimado por los abonados de la Opera;y el juguetón abate Voisenon, también llamado Cher Greluchon, que venía aser "gigolo" o "caprichito", porque nunca se despegaba de las faldas de laseñora Favart. Y, por último, Louis-Sébastien Mercier, que contemplaba al"joven Beauchamps" con el aire extasiado y pasmado de una figurita debelén.

De todos los que contemplaban a Jeanne entre dos tandas de ostras,Mercier era el más maravillado. Había cambiado con entusiasmo al guapo ysimpático muchacho del Puente Nuevo por aquella hermosa y apeteciblemuchacha pero, poco a poco, su exaltación se fue mudando en inquietud.¿Podría ir tan lejos con ella como con el chico que había conocido? El doctor

Aubriot no era viejo ni parecía harto de ella, y seguro que no utilizaba a susecretari-secretaria sólo durante el día. Por supuesto que Mercier iba aesforzarse por conquistar a la señorita Beauchamps, pero ¿lo conseguiría?Para darse ánimos estaba bebiendo más de lo acostumbrado y no la perdíade vista ni un momento. En la penumbra del sótano el verde sedoso de suvestido brillaba como un rayo de primavera. Maquinalmente, Mercier sepuso a canturrear Verduron verduronette con un ritmo más lánguido delnecesario. El viejo Pirón, que estaba a su izquierda, se inclinó hacia él.

— ¡Ay, sí! —cuchicheó—. Por lo que pueden ver mis pobres ojos casiciegos, se trata de un bonito matorral el que verdea allá; a cualquier pájaro

le darían ganas de anidar en él. Pero, podría ser, joven, que un solomatorral no quisiera acoger a dos colirrojos.

Mercier lo miró de través.

—Se decía, señor, que para estar a bien con la corte habíais renunciado ala prosa obscena.

—Sí, sí, claro, joven amigo mío. Pero ya iréis viendo cómo van estascosas. Se renuncia a los cuarenta años pero se vuelve a las andadas a lossetenta.

— ¡Eh, Maryvonne! —bramó Collé—, ¿siempre vais a darle de beber a los

mismos? ¿Es que ya no me queréis?Cuando la criada volvió, le pasó el brazo por la cintura.

— ¡Señor Collé, fuera esas manos! —dijo ella, defendiéndose—. Me daisvapores.

La palabra "vapores" desencadenó una explosión de canciones. Burlarsede la enfermedad de los vapores no era nuevo desde que ninguna mujerelegante podía pasarse sin los vapores, de la misma manera que debíatener un palco en la Ópera, pero la canción Los vapores era nueva, bastanteindecente y furiosamente a la moda entre la gente bien. La había

compuesto un conocido pícaro, Carón de Beaumarchals, futuro autor de Elbarbero de Sevilla. Los burgueses le habían dado tan mala reputación que

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los aristócratas y los artistas se habían encaprichado de él, de modo que encasa de Landel todos se pusieron a cantar el cuplé de Los vapores, enespera de que llegaran las salchichas de Morvan, que ya estaban asándoseen el hogar. Había que decir que todos se lo sabían de memoria, incluidoslos dos sabios y su bella niña de los ojos de oro.

—Y esto es lo que hoy se llama una canción libertina —suspiró el viejoPirón, una vez acabados todos los estribillos—. Yo la encuentro bastanteremilgada.

Desde luego, él había hecho cosas mejores.

— ¡Es remilgada, pero cuela! —dijo Collé, lanzándole una mirada a

Crébillon.El censor real se echó a reír sorbiendo su última ostra con fruición.

— ¡Aquí tenéis al único cupletero censurado por el señor Crébillon hijo! —dijo Collé, abriendo los brazos—. El señor censor aprueba todo cuanto lellueve en el despacho. Las obras más vacías, las canciones sediciosas quese imprimen en carteles, los sonetos más insustanciales, las tragedias másindigestas, Crébillon jamás le niega su sello a un autor, aunque sea unpirata de la sintaxis, ¡pero sí le rechaza una pastoral a su amigo Collé!

—No te quejes —dijo Pirón—. Tal como van tus pastores, con el culo al

aire, les conviene esperar al cliente bajo capa.¡Y lo que se vendía bajo capa se vendía tan bien...!

—Es verdad —aprobó Crébillon—. Mi sello devalúa los impresos.

— ¿Es cierto que aprobáis todas la canciones subversivas? La mayoríason muy sediciosas —le dijo Aubriot al censor.

El bello y enérgico rostro de Crébillon se volvió al botánico.

—Señor, ¿no os parece justo que quien está mal vestido, mal alojado ymal alimentado tenga derecho a protestar y olvide así otras cosas? No lehago mal servicio al rey dejando que critiquen su gobierno.

Un denso olor de charcutería de pueblo se acercaba a la mesa. Landelapareció llevando la bandeja de salchichas como si llevara el santosacramento. Las salchichas aún humeaban sobre las brasas de sarmientos.Su perfume fue a acariciar la nariz esponjosa de Panard, que se despertó yse puso a gimotear.

— ¿Qué pasa, tío Panard? pregunto Gentil Bernard.

— ¡Dios mío!, ¡Dios mío! —balbuceó el viejo cupletista sonándose—,pienso en mi querido Gallet. ¡Con lo que le gustaban las salchichas deMorvan! ¡Ah, cómo lo echo a faltar! ¡Mi amigo durante treinta años, que ya

no volverá a cantar ni a beber!

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Gallet era un tendero poeta y borrachín que había sido de los primeros enformar parte del Grupo de la Bodega. Hacía ocho años que había muerto dehidropesía, un mal de la época. También había quebrado y se habíarefugiado en el Temple, tierra de asilo de insolventes en bancarrota, yPanard no se consolaba de su muerte, sobre todo si el vino era bueno.

— ¡Ya no beberé más con él! —repetía sollozando.

Gentil-Bernard le secó las lágrimas con grandes golpes de mantel.

—Venga, tío Panard, tranquilizaos. Seguramente Gallet ya no tiene sed,tomó sus precauciones aquí en la Tierra.

— ¡Precisamente, precisamente! —exclamó Panard llorando con másfuerza—. Cuando visito su tumba el corazón me sangra. ¿Sabéis dónde lohan metido? Bajo una gotera, ¡y cada vez que llueve el desgraciado tieneque tragarse toda aquella agua!

Se rieron discretamente. La pena de Panard merecía algunosmiramientos.

— ¡Córcholis! —soltó al fin Landel—. ¡Mis salchichas se enfrían! ¡Venga,venga, preparados todos los tenedores! ¡No hay que enterrarse con losmuertos antes de tiempo!

—Tenéis razón —aprobó Pirón.

 Y se levantó para declamar con voz patriarcal:

¡Amigos! ¡Aún no es momento de morir!

Primero hay que zamparse todo el plato.

Que a grandes bocados se lleve a cabo la empresa,

Porque ¡oveja que bala bocado que pierde!

El pequeño abate de Voisenon elevó también las manos con gesto debendecir el plato y le dio la réplica a Pirón.

No llaméis, Pirón, nuestra atención

Hacia ese cerdo que yace sobre los sarmientos.

 Al proclamar un bien tan querido

 Arriesgáis también vuestra parte. ¡Pensadlo bien,

Porque entonces habrá que repartir el cerdo!

¡Cuando el plato es tan bueno,

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Hay que dejarse de hacer publicidad!

Gentil-Bernard dejó a Panard para ir a darle golpecitos en la espalda aCrébillon, que se tronchaba de risa y le faltaba el aire.

—Se le pasa solo —dijo, respondiendo a una mirada interrogadora deAubriot—. Es un ahogo de risa que le da a nuestro presidente cada vez queoye la menor tragedia. Por eso cuando tiene que leer un drama le pone elsello sin leerlo porque, si no, su lectura lo mataría.

—Es un mal que le viene de la infancia —añadió Collé—. Le dio por culpade las tragedias que escribía su padre.

—Servid las salchichas, amigo —le dijo Pirón a Landel—. Los estómagosya se han sacudido bastante y han digerido las ostras.

Atacaban ya la segunda bandeja de salchichas cuando una granbocanada de aire de la calle penetró en la sala al mismo tiempo que elabate de L'Atteignant, seguido por dos amigos.

El viejo canónigo de Reims ya no tenía fuerzas para decir misa enChampagne, pero aún le quedaban para cantar sus canciones por todoParís. Siempre llevaba alguna en el bolsillo, que sometía con gusto a laopinión de los ilustres canzonetistas de la glorieta de Buci. Esta vez, apenas

sentado se sacó del hábito un papelito enrollado.— Creo que esta canción es bastante buena —dijo con falsa modestia,

desenrollándola—. El señor de Choiseul me ha hecho el favor de ensayarlacon la flauta y...

— ¡Oh, oh! —exclamó Pirón—. ¿Es que la opinión de un ministro, poderpasajero, va a tener más importancia que la nuestra?

El compositor Philidor intervino.

—No sé si es buen político, pero como flautista es excelente.

—No acababa de salirme la tonadilla y monseñor me ha anotado lamúsica. Aquí está... —explicó el canónigo.

Varias manos quisieran coger el papel.

En casa de Landel había un clave muy bueno que se arrimó a la mesa.Favart se sentó a él y Philidor sacó su flauta. Tras un momento de pruebasse hizo el silencio. Crébillon despertó a Panard y, después de una alegrellamada del clave, la voz asombrosamente afinada aunque algo temblonadel canónigo de Reims, acompañada de un hilillo de flauta, entonó unalegre himno al tabaco.

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Tengo rapé, tengo rapé, tengo tabaco fino,

¡Tengo tabaco fino... y no lo catarás!

La canción del abate de L'Atteignant fue aclamada por unanimidad.

—Es sencilla pero tendrá éxito —estimó Crébillon—. Señor abate, esomerece un trago...

"Yo no debería beber más, ya estoy mareada", pensó Jeanne. A pesar delo cual se llevó el vaso a los labios, pero estaba vacío. Un sonrienteCrébillon le pasó el suyo. Ella bebió un par de tragos dirigiéndole al escritor

una mirada lánguida por encima del borde. A pesar de su edad, loencontraba muy seductor. ¡Y además aquel día estaba tan contenta que levenían ganas de seducir a todos los hombres! Una mano se posó en la suya,la de Mercier, que se había desplazado para acercarse a ella. Un pocoavergonzada de tener un comportamiento que al parecer animaba a lasaudacias, Jeanne se soltó y miró a Philibert.

¡Tampoco él se aburría! Encajado entre Alexis Pirón y Justine Favart, sereía a gusto con Pirón y ronroneaba con Justine. El ambiente de cabaret noparecía disgustarle. De vez en cuando, y a causa de alguna broma de Pirón,se inclinaba hacia Lalande, el otro vecino de mesa de la señora Favart, y

entonces su cabeza empolvada rozaba el seno medio desnudo de la dama,y no por eso la dama se apartaba, ¡al contrario! De su garganta salíanarpegios de risa voluptuosa, cuyas últimas notas le llegaban a Philibertdirectamente desde la boca de ella al oído. No podía saberse lo que ella lecuchicheaba, pero seguro que no era una lección de solfeo. Picada en suamor propio, Jeanne dirigió la vista hacia el señor Favart para ver cómo setomaba la cosa.

No se la tomaba de ninguna manera. Al cabo de los años, Dios le habíaconcedido el don de la vista cansada, y él por prudencia hacía tiempo quetambién era miope.

El galanteo de Justine y Aubriot se le escapaba menos al vivaracho abatede Voisenon, pero como hacía tanto tiempo que formaba triángulo con losFavart, tenía con Justine la indulgencia de un buen marido de Ópera cómica.A lo sesenta, el pequeño abate era tan inquieto como el rabo de unalagartija y no terminaba una comida donde la había comenzado sin anteshaber dado una vuelta completa a la mesa, así que en ese momento estaba junto a Pirón.

—Según vos, Pirón —le murmuró a media voz designando a la pareja—,¿el doctor besará o no besará?

—Debería besar, abate. Para un médico venido de provincias sería el

camino más corto para entrar en el gran mundo.

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El abate se echó a reír. La cosa estaba justificada y el honor a salvo.

—Me gustaría tener por pariente al señor Aubriot —dijo Voisenon—. Conla primavera vuelvo a tener asma, el doctor Pomme se está volviendo caro,Bouvart y Tronchin están por las nubes, y no me importaría que mecuidaran gratis.

Pirón meneó la cabeza, le hizo señal a Cher Greluchon de que seacercase.

—Abate, escuchad esto —murmuró.

Si me cantáis esa estrofaVan a cometer la pifia

De tomaros por un cornudo

Siendo como sois un filósofo.

Esta vez el abate se tronchó de risa y fue a sentarse al lado de Collé paraseguir con sus chismorreos y sus gracias.

El ágape había entrado en su momento de locura cancionera. Alrededor

de la mesa, donde ya no quedaban más que islotes de peladillas entre lascopas, la ronda de cuplés se aceleraba por momentos. Si alguien queríahablar con otro debía hacerlo en verso o pagar una prenda, que consistía enbeberse de un trago un buen vaso de borgoña. Jeanne, aturdida de tantascanciones, madrigales y vino, sentía que su cabeza era un tambor. Goldonituvo que repetir tres veces su frase "Os estoy hablando a vos, señorita"para que se diera cuenta de que el veneciano se estaba dirigiendo a ella.

— ¿A mí, señor? —dijo sin comprender.

Se hizo el silencio entre los comensales, que la miraron sonrientes.

— ¿Sabéis alguna canción de vuestra provincia?— ¡Sí, una canción popular, qué buena idea! —exclamó Philidor—. Uno nose cansa nunca de la inocencia campesina.

Como estaba cerca del clave, se sentó y dejó correr los dedos por elteclado, haciendo variaciones en las que se escuchaban trinos de pájaros oel saltar de un riachuelo por entre los guijarros.

—Querido Philidor, nos sosiegas el alma —dijo Simon Favart.

—Hay en mi Normandia natal un montón de aires que habría que recoger—dijo Philidor tocando con un sabio descuido—. Normandia es seguramente

la provincia de Francia en la que más se canta, ¡creo que produce tantas

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canciones como manzanas! Las hay para todas las ocasiones: para sembrar,segar, cosechar, casarse, hilar, tejer...

—En vuestra provincia, señorita, ¿no se canta también a la siega, el amory las vendimias? —volvió a preguntarle Goldoni a Jeanne, a la que cogió dela mano y condujo junto al clave.

 Jeanne se quedó mirando al veneciano toda colorada y asustada. Con susrasgos finos y regulares un poco hinchados por la gula, su mirada soñadoray gentil, su boca perfecta y su larga peluca a la veneciana llena de buclessueltos que le daban una aureola de dulzura, Carlo Goldoni le habíaparecido el personaje más tranquilizador de todos, y ¡hete aquí que ahora la

precipitaba en el horror de cantar en medio de aquel grupo de burlonesborrachos!

—Señor —le respondió intentando salir del paso con una ocurrenciacualquiera—, soy borgoñona y en mi país se canta sobre todo por Navidadpara celebrar la comilona. ¡Nuestras navidades están repletas de pastelesde carne y pavos asados hasta que se nos quita el apetito por muchotiempo!

— ¡Alto ahí! —intervino vivamente Lalande—. Como presumo de patriotaa ultranza, no os dejaré que hagáis pasar a los bresanos por simplesestómagos sin corazón, Jeannette. Nuestra Navidad es indigesta, lo

reconozco, pero luego nos llega la primavera como a todo el mundo. Así quevais a tener la bondad de cantarnos un mayo.

— ¡Sí, sí, un mayo, un mayo! —gritaron a coro media docena de voces—.Parecerá que estamos en una boda.

— ¿Un... mayo? —murmuró Panard, despertándose sobresaltado.

Con los nervios a flor de piel, furiosa por la traición de Lalande, Jeanneadoptó un tono frío para dirigirse a él:

—Supongo que sabéis que para cantar un mayo hace falta un dúo. Si yohago la bella, ¿haréis vos de galán?

— ¡Pardiez! ¡No estoy esperando otra cosa! —exclamó el astrónomolevantándose entre vivas.

Entonces sucedió una cosa tan sorprendente que Jeanne la recordaríatoda su vida como algo extraordinario, uno de esos instantes locos queparecen imaginados por Dios en un momento de embriaguez para hacercreer a los mortales que de repente la vida puede ponerse a delirarmaravillosamente. Vio a Aubriot levantarse y retener a Lalande.

—Amigo mío, ya habéis cantado lo suficiente —dijo—. Yo aún no hepagado mi escote, así que dejadme cantar el mayo.

 Jeanne sintió que le faltaba el aliento y le fallaban las piernas. "Dios mío,creo que voy a caerme", se dijo, pero sucedió lo contrario, que se sintió

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como si fuera ella la que había vaciado una copa de licor de un trago. Sintiósu propia voz salir sin esfuerzo, cantando en allegro moderato un mayolleno de trinos:

Yo tenía una rosa fresca

Galán me la has robado,

Galán me la has robado…

Philibert se había colocado detrás de ella, como debía ser. Sintió cómosus manos le rodeaban la cintura y su fuerte voz le acariciaba el cuello yhacía volar los rizos de su nuca.

No lloréis, hermosa mía,

Ya os la devolveré...

"¡Ni una nota falsa!", pensaba, radiante, locamente orgullosa de él. Sincreer mucho en ello, esperó el beso obligado de la segunda estrofa...

Recibió el beso, sonoro, en la raíz del cuello. "¡Ah, te amo!", pensó ella, y suvoz, embriagada como la de un pájaro en la enramada, fue al asalto de latercera estrofa.

Una hora más tarde, todavía achispados, los tres amigos se esforzabanen avanzar de tres en línea por la calle Dauphine, Jeanne bien apretadaentre Aubriot y Lalande, protegida de los codazos y patadas del gentíopopular que subía y bajaba del Puente Nuevo. El trío agotaba la fiesta

cantando a plena voz una vieja marcha lionesa y su canción hacía girarse ala gente y sonreír.

 Jeanne andaba, cantaba, reía, apretaba la mano de sus compañeros, perolo que hacía en realidad era llevar en la mano su corazón como quien llevaun vaso lleno, con mucho cuidado de no derramar ni una sola gota dealegría.

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Capítulo 5Capítulo 5

Angot, la pescadera, la despertó a la mañana siguiente gritando"¡salmón fresco de primavera!". Jeanne estaba sola en la cama. Debía de

ser tardísimo. Antes de que pudiera reunir suficiente valor para salir de latibieza de las plumas, el reloj de la capilla de los Petits-Pères respondió a supregunta al dar ocho toques. Saltó de la cama y corrió a la habitación de allado. Philibert se había marchado sin despertarla. Se quedó allí, plantada encamisón en medio de la estancia, hasta que un suave olor dulzón la atrajohacia un gran ramo de narcisos de poeta que yacía en un jarrón. Debajo,había un papel cubierto por la escritura ilegible que Aubriot garrapateabasiempre a toda prisa: "Un cierto exceso de alcohol tiene virtudes narcóticas.Ni siquiera has oído a la vendedora de flores que ha venido a pregonar sumercancía bajo nuestras ventanas. Te he dejado un trabajo de copia que

querría ver terminado esta noche. Vete a trabajar a los Petits-Pères, allí hay más luz. No me esperes a cenar, llegaré muy tarde. Ph. A. "

Hundió su cara en las flores, aspiró su aroma embriagador y, como ésteera persistente, lo transportó con ella a la cocina pegado al cabello y a laropa.

La señora Favre, la cocinera que hacía de ama de llaves para el doctorVacher, tasó a la joven en ropa interior.

— ¿Aún estáis aquí? Creía que ya habíais salido. ¿Pensáis desayunar aestas horas? ¡Yo ya he recogido!

—No importa, señora Favre —dijo precipitadamente Jeanne batiéndose enretirada—, no importa, yo...

—Aún queda leche pero está fría. ¿Queréis que la caliente?

El ofrecimiento estaba hecho en un tono que habría exigido muchadesenvoltura para aceptarlo.

— ¡Oh, gracias, señora Favre!, me gusta mucho la leche fría, así que... —dijo Jeanne gastando en vano una sonrisa.

Salió a toda prisa con su limosna de leche.

— ¿Aún os queda pan? —gritó la señora Favre a través del pasillo.

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 Jeanne fingió que no la oía y se encerró en su habitación, a salvo de laarpía. La señora Favre le ponía la piel de gallina. ¡Aquella borgoñona conaspecto de sargento de caballería lo hacía todo en la casa y lo hacía altrote! El doctor Vacher aseguraba que era muy buena "en el fondo", ¡perohabía que bajar mucho para encontrar su bondad! Es cierto que era diezveces más amable con "su" señor y con el amigo de su señor que con "lamocita"... "Esa rata de sacristía se permite despreciarme", pensaba furiosa Jeanne sorbiendo su leche fría sin el menor placer. Para la virtuosa Favre, laBeauchamps, que se metía en la cama de su amo, sólo era una criada-amante. El que hubiera en el reino un montón de esposas ilegítimas comoella no les impedía a las criadas "honestas" mirar por encima del hombro a

las "poca cosa" que hacían servicios de día y de noche. Y una "poca cosa"  joven y bonita le inspiraba más odio que ninguna. ¿Cuándo, Dios mío,cuándo se decidiría Philibert a alquilar un apartamento donde estuvieranrealmente en su casa? ¡La verdad es que tenía un lado roñoso exasperante!"¡Oh, perdón Philibert mío, vos que acabáis de ofrecerme un ramo denarcisos! Perdón, qué mala soy, no os merezco..."En la calle se oyó una vozaguda que la tentaba ofreciendo bizcochos crujientes, cubierta por la vozbaja y cascada de Bernabé: "¡Pan del Louvre, pan casero, pan mollete!". Jeanne se puso en pie, metió cuatro sueldos en un cesto, se lo envió aBernabé y, tirando de la cuerda, subió un pan mollete, largo y tierno. En unarmario del despacho había confitura de ciruela y de melón que le había

enviado la señora de Bouhey. Se preparó un festín de rebanadas de pan conmermelada y se sintió reconciliada con su estado de pecadora. Una vezlista, se dirigió a los Petits-Pères para ponerse al trabajo.

Con su mejor caligrafía, pacientemente, se aplicó a alabar los beneficiosde la Pervinca vulgaris, la pervinca vulneraria, astringente y febrífuga.

El farmacéutico Valmont de Bomare le había pedido a Aubriot que leproporcionara la lista de las plantas que utilizaba más a menudo en

medicina. ¡Qué castigo! Jeanne talló la pluma suspirando, pero sonrió al verllegar la Melissa officinalis. Philibert siempre había demostrado muchaafición por la melisa. "Hago sacar de ella un aceite esencial muy suave, muycefálico, muy apropiado para despertar la mente, de modo que va bien paracombatir la fatiga intelectual y la melancolía, así como los mareos y losvapores de las damas. Las hojas frescas de melisa machacadas y utilizadascomo cataplasma calman el dolor causado por las picaduras de insectos.Con su sumidades floridas, maceradas en buen aguardiente azucarado, seprepara una ratafía medicinal que estimula las digestiones lentas, y tiene unsabor tan agradable que en muchos hogares de Bresse no se toma ningún

otro licor. "Posó la pluma y se puso a soñar con la melisa. Se la encontrabarepartida por todo Charmont. Junio brillaba en un cielo apenas rayado por

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finas nubes blancas y ella corría delante del señor Philibert por losterraplenes llenos de sol para descubrir antes que él los islotes de florecillasazuladas. La melisa era la primera planta que el botánico había puesto enmanos de la niña de diez años diciéndole: "Huele, huele bien". Y ella habíaaspirado un maravilloso y embriagador perfume a limón y a miel,amortiguado por cierto amargor que recordaba al geranio. Más tarde,Philibert le había hecho mojar los labios en la ratafía de melisa y ella habíarecuperado en la punta de la lengua, multiplicado por dos, el fuerte saboragridulce que había descubierto en sus manos.

Se sonó, emocionada por la nostalgia.

Oyó la vocecita infantil del padre Joachim a sus espaldas.—Me parece que necesitáis charlar un poco. Vuestra copia no avanza.

Acompañadme a las cocinas. Acabo de ver pasar al mozo del panadero dela calle de la Verrerie, así que el hermano Amédée tendrá tortas frescas y lerobaremos algunas... Bien, ¿habíais probado alguna vez unas tortas tanricas? —dijo el padre Joachim cuando estuvieron sentados ante un vaso dehorchata y con las pastas en la mano.

—Raramente —reconoció Jeanne—. Se funden en la boca. ¿De dóndeson?

—En París no hay como las tortas de la calle de la Verrerie —dijo el padre Joachim—. Cuando Favart vendió la tienda, vendió la receta con ella.

— ¿Es pariente del Favart de las Óperas cómicas, padre?

—No, se trata del mismo. Era pastelero y tenía esa tienda de la calle de laVerrerie. Su padre había perfeccionado las tortas corrientes hasta haceresta delicia, y el hijo las puso a la moda. Favart vendió miles de tortas antesde vender centenares de canciones.

—El señor de Lalande me presentó ayer al señor Favart —dijo Jeanne,evitando pronunciar el nombre de Landel en el convento.

—No me extraña. Al señor astrónomo le gusta mucho la gente de teatro—dijo el padre Joachim.

—También vi a la señora Favart. Y al señor Philidor y...

Enumeró a todos sus brillantes conocidos con voz excitada.

—Por los nombres que me decís y la cara que ponéis adivino quepasasteis un buen domingo —observó el religioso sonriendo.

—Es verdad. Me gustan tanto las novedades... —posó en el monje unamirada que se había vuelto seria—. Necesito novedades, padre. Me gustaríaque me sucedieran cosas nuevas todos los días. Siento que nunca mecansaría. ¿Por qué soy así, padre, siempre ansiosa de cosas nuevas?

—Porque tenéis dieciocho años.

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—Dieciocho años... Ya no soy tan joven como para soñar con un mañanasiempre mejor que la víspera...

—Hija mía, ¡yo tengo setenta y ocho y aún no he encontrado el valor dever las cosas tal como son!

—Pero, yo soy feliz, padre. Debería bastarme con lo que poseo.

El padre Joachim meneó la cabeza.

—La felicidad que nunca se hace monótona se llama beatitud, y no seconsigue aquí abajo.

— ¡Sí que se consigue!

La exclamación se le escapó, vibrante, y Jeanne enrojeció violentamenteal pensar en las imágenes de beatitud que tenía en la cabeza. Pero, a pesarde todo, el padre Joachim era demasiado fino para no haber adivinadodesde hacía tiempo la naturaleza de sus relaciones con el doctor Aubriot.Aun así no se esperaba la franqueza del anciano.

—Lo que tomáis por beatitud sólo es pasión, niña mía. Y reconozco que esun sentimiento bastante exaltador como para que a vuestra edad os creáiscolmada. Y sin embargo... —tuvo una expresión de amable malicia—vuestro acceso de aburrimiento de hace un rato delante de un montón decopias demuestra que sentís mayor pasión por el botánico que por la

botánica.— ¡Oh, pero si a mí me gusta muchísimo la botánica! —exclamó ella, roja

todavía y un poco enfadada.

—Sin duda, sin duda os gusta mucho. Pero la pasión es lo único que nosapasiona y nos impide bostezar.

La pasión.

Una pasión que pueda colmar tanto los días como las noches.Las palabras del padre Joachim le dieron que pensar el resto de la tarde.

Mientras su pluma rascaba animosamente el papel, a través de las virtudesaromáticas del enebro, los mil y un secretos azules del mirtilo y las deliciasestimulantes, vermífugas, diuréticas, expectorantes y estomacales del licorde serpol, su pensamiento vagabundo iba en busca de una pasión. Cuandose dio cuenta se quedó un momento sorprendida y luego se apoderó de ellael pánico.

Nunca hasta entonces había pensado realmente que sufría de un grandeseo. Philibert, el fruto tanto tiempo prohibido, se había dejado coger, ydescubría con tanta angustia como incredulidad que aquel fruto maravillosono la alimentaba bastante. "Debo de estar pasando un momento de locura,

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de tontería o de fatiga", se dijo. En lugar de emprender el relato de lasvirtudes antirreumáticas del hipérico, dejó la pluma y se frotó la frente, conla esperanza de borrar las pamplinas que se habían acumulado detrás.Porque al fin y al cabo, no le había mentido al padre Joachim: amaba labotánica. Y adoraba al botánico. Esas dos ocupaciones, combinadas,tendrían que haberla satisfecho por completo. Pero no era así. No era sí. Lequedaba un cierto vacío en el alma.

"La verdad es que he nacido soñadora, que este mal es incurable y quenecesito soñar como necesito comer y beber", acabó por decirse. A menudohabía oído a Aubriot, que era un médico escéptico, pronunciar una de susmás sólidas creencias: "Hay enfermedades accidentales, que se puede

intentar curar, y hay enfermedades que vienen al mundo al mismo tiempoque nosotros y con las que hay que acomodarse, convirtiéndolas en amigaso al menos en enemigas soportables." Y como Philibert siempre tenía razón,debía seguir su consejo. Tenía que encontrar algún nuevo sueño, pero unopequeño, razonable, que a él no lo molestase. Justo para darle a supresente, demasiado establecido y monótono, la palpitación de laincertidumbre, y al porvenir el excitante color de una cosa que había queconquistar. Pues bien, tenía que pensarlo.

 Tomó de nuevo la pluma con ánimo renovado.

La idea le vino cuando explicaba los méritos de la infusión de salvia. Eldoctor Aubriot tenía una gran confianza en la Salvia officinalis. Larecomendaba calurosamente para toda clase de males, entre ellos la "fatigamental, intermitente o crónica". La fatiga mental... ¿Era su caso? Cuantomás reflexionaba, más segura estaba que el suyo era un caso de fatigamental intermitente. Como en sueños, se inclinó hacia el fuerte y amargoperfume de la infusión de salvia y en ese preciso instante le vino una idea ala cabeza: "¿Y si abriera una herboristería?" Una cascada de imágenesencantadoras empezó a circular por su mente a toda velocidad. ¡Ah, Salviasalvatrix, natura concíliatrix!, como habría exclamado Philibert. Al olorvigorizador de la salvia ella se veía detrás del mostrador de madera bien

pulida de una linda tienda de la calle Saint-Denis, mientras hablaba delbuen uso de las hierbas medicinales a una elegante clientela que era "todaoídos". Los primeros parroquianos se encontraban tan a gusto en la tiendaAux Mille Fleurs y quedaban tan contentos de la dueña, de su amplioconocimiento de las plantas, de su amabilidad y, ¿por qué no?, de suencanto, que corrían a la ciudad y a la Corte para cantar las alabanzas de lanueva herboristería de la calle Saint-Denis. La reputación de la señoritaBeauchamps acababa por llegar a los oídos más distinguidos y un buen díaveía formarse ante la tienda un caos de carrozas tan agradable para la cajaregistradora como la que se formaba cada tarde ante La Civette du Palais-Royal... Las manos de Jeanne, abandonadas sobre la copia que estaba

haciendo, se pusieron a palpar el aire de su sueño y el aire tintineó tan

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alegremente como si estuviera recogiendo escudos a paletadas... La músicaera tan agradable que sonrió con beatitud.

El padre Joachim, que estaba trabajando en un pupitre colocado enfrentede ella, observó aquella sonrisa.

— ¿Es que estáis atravesando la puerta del paraíso, señorita? —preguntóla vocecita del religioso—. Tenéis cara de haber visto un milagro.

—Estoy pensando en una cosa que le tengo que preguntar al padreboticario —respondió ella, levantándose bruscamente y plantando allí mismo su trabajo y al asombrado padre Joachim.

Como en los Petits-Pères no cultivaban plantas Jeanne no tenía nada queaprender de su boticario. Sólo era un amable guardián de frascos. Pero lehabían entrado unas ganas repentinas de correr a hablar con él. Ir a labotica del convento a olisquear los perfumes que flotaban en la estancia enpenumbra, mirar cómo el padre Firmin pesaba raciones de colas de cereza,de tilo o de menta, pasarle los frascos, volver a colocarlos en su sitio,charlar de medicina con el padre Anselme, que venía a quejarse de sueczema, le parecía que era como empezar a ocuparse de su tienda. Le

costó mucho volver a sus copias y, en cuanto las hubo terminado, volvió apensar en su gran proyecto, se lo llevó un rato a pasear al jardín del Palais-Royal y por fin a casa, donde siguió perfilándolo en espera de que Philibertvolviese.

¡Gran asunto montar una tienda! Las dificultades de la empresa ibanapareciendo a medida que Jeanne se esforzaba por hacer realidad suproyecto. Empezó por desmontar la tienda de la calle Saint-Denis paraprobar en la calle Saint-Honoré, antes de regresar decididamente a la deSaint-Denis, donde una gran cantidad de tiendas de lujo atraíapermanentemente a una multitud de gente. Si hubiera podido, para sentirse

más protegida, se hubiera establecido cerca de La Rose Picarde, el másgrande y próspero almacén de telas de la calle, que dirigía el viejo MathieuDclafaye, hermano de la baronesa de Bouhey, que tanto se parecía a ella.Pero, apenas había colgado su rótulo junto a La Rose Picarde, cuando ya laabandonaba su euforia: ¿el gremio de los boticarios no iría a echarla enseguida de semejante lugar? El poder de los gremios comenzaba a declinarante los ataques de los liberales y el espíritu revolucionario de los obrerosen lucha contra los privilegios de los maestros, pero los maestros aún sedefendían con uñas y dientes contra los "usurpadores" con una furia aúnmás vigilante si cabe desde que el señor de Gournay, intendente decomercio, hablaba de abolir pura y simplemente el monopolio de mil

quinientos cincuenta y un oficios inscritos en el Libro, para instaurar lalibertad de todo el mundo a trabajar y establecerse por su cuenta. "¡Bah! —

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se dijo Jeanne, después de pensarlo un poco—, lo mejor es que me instaleen el Temple." Todo el mundo sabía que el furor de los gremios tenía quedetenerse en las fronteras del Temple, al igual que los oficiales de justiciadel rey, y ella sabía también que los parisienses adoraban abastecerse en el Temple porque tenían la impresión de comprar mercancías de contrabando.Aquella tierra de asilo, donde ni siquiera podían entrar los acreedores, sólotenía un defecto: tenía poco espacio en oferta, de manera que el másmísero local se pagaba a precio de oro.

 Jeanne sacó su caja de los tesoros...

Sabía de memoria lo que contenía: 762 libras y 11 sueldos. Pero le

gustaba tocar su fortuna de vez en cuando y consultar su origen en unahoja de pergamino doblada en cuatro que guardaba en el fondo de un cofrede boj. No es que fuera avara, pero su oro y sus escudos representaban a sufamilia y también su dignidad. Nunca olvidaría la mañana en que cumpliócatorce años y su tutora le entregó su patrimonio: la bolsa con el dinero ylos títulos de una casa de adobe con sus dependencias, huerto y quinceprados de media siega, es decir, la mitad de lo que podía segar un hombrede una vez. Lo había apretado todo contra su pecho, como si de repente laseñora de Bouhey le hubiera entregado los restos de sus padres, y se habíaescapado, sollozando, a su habitación. A partir de aquel día se sintió menoshuérfana. Y ahora, cada vez que volvía a mirar la escrupulosa relación

hecha por la baronesa, una sonrisa piadosa le flotaba en los labios porque lepermitían hacer un pequeño peregrinaje por el mundo de su infancia.

-Resumen .............................................................. 6

PRIMERA PARTEUn castillo en Dombes ............................................ 7

Capítulo 1 ............................................................. 8

Capítulo 2 ........................................................... 20

Capítulo 3 ........................................................... 31

Capítulo 4 ........................................................... 41

Capítulo 5 ........................................................... 50

Capítulo 6 ........................................................... 58

Capítulo 7 ........................................................... 71

Capítulo 8 ........................................................... 86

Capítulo 9 ......................................................... 102

Capítulo 10 ....................................................... 119

Capítulo 11 ....................................................... 131

Capítulo 12 ....................................................... 142

Capítulo 13 ....................................................... 155Capítulo 14 ....................................................... 168

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Capítulo 15 ....................................................... 179

SEGUNDA PARTEEl Jardín del Rey ............................................... 199

......................................................................... 200

Capítulo 1 ......................................................... 200

Capítulo 2 ......................................................... 212

Capítulo 3 ......................................................... 230

Capítulo 4 ......................................................... 244

Capítulo 5 ......................................................... 255

Capítulo 6 ......................................................... 268

Capítulo 7 ......................................................... 287

Capítulo 8 ......................................................... 299

Capítulo 9 ......................................................... 309

Capítulo 10 ....................................................... 328

Capítulo 11 ....................................................... 340

Capítulo 12 ....................................................... 356

Capítulo 13 ....................................................... 371

Capítulo 14 ....................................................... 401

Capítulo 15 ....................................................... 415

Capítulo 16 ....................................................... 424Capítulo 17 ....................................................... 434

Capítulo 18 ....................................................... 448

Capítulo 19 ....................................................... 456

Capítulo 20 ....................................................... 465

Capítulo 21 ....................................................... 470

Capítulo 22 ....................................................... 481

Un lote de buenas herramientas comunes que pesan 23 libras: 17 l15 s.

- Dos carros de leña...

La lista continuaba hasta agotar la pobreza sin miseria del techadorborgoñón. La querida baronesa no había tenido piedad de los compradores,que habían tenido que añadir dos sueldos por su viejo sombrero, cuatrosueldos por un mal cubo para subir el agua y 6 dineros por una Vida de Jesucristo a la que le faltaban las tres últimas páginas. Había vendido muybien también el cuarto de manteca y dos jamones por cinco libras y cuatrosueldos. ¡Aquellos jamones debían de ser soberbios! Total, que la baronesahabía velado tan fieramente por la venta de los bienes dejados por su padre

que, después de añadir al producto los ahorros del buen hombre y haberpagado lo que dejó a deber al cirujano que lo atendió al morir, al boticario, a

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la parroquia y al fisco, quedaban algo más de quinientas libras, que Jeannehabía metido en la bolsa de piel marrón que ahora contemplaba. Y luego labolsa se había engordado con todos los regalos en dinero que le había idohaciendo la baronesa y doscientas libras que le había metido en el equipajeantes de dejarla partir para París. Así que en aquel momento, en el año1765, Jeanne habría dispuesto de casi ochocientas libras para poner unatienda si no se hubiera gastado insensatamente veinticinco en un grangorro al estilo Ramponeau. Quitando esa cifra, aún le quedaba un buenahorrillo: exactamente 762 libras y 11 sueldos. ¡No estaba mal! Consemejante cantidad y una cara bonita se podía pedir prestado.

 Jeanne fue a echarle un vistazo a su aspecto y entonces el gorro a lo

Ramponeau le pareció muy útil: sólo se presta a la gente bien vestida.La vida es lunática. Durante meses va a ritmo moderato, de repente se

embala, va a ritmo de allegro y os pone a bailar.

Hasta aquel alegre domingo de casa Landel los días parisienses de Jeannehabían estado cortados por el mismo patrón: Jardín por las mañanas, vueltaa casa a las dos, comida rápida y solitaria, trabajos de botánica hasta lasseis de la tarde, luego un paseo por el barrio y a esperar a Philibert, cena yhacer el amor. Y hete aquí que un hermoso mediodía, en el Puente Nuevo,el loco de Mercier había caído en medio de toda esa rutina haciendoremolinos como un guijarro en un lago.

El joven escritor era demasiado vivaz como para resignarse a cortejar a Jeanne de lejos en espera de la ocasión. Algún día acabaría cansándose,aunque fuera de vez en cuando, de un amante demasiado viejo y no tanalegre como ella necesitaba. Entonces Mercier le ofrecería servicioscomplementarios. Estaban en París, en el año 1765, un lugar y un tiempo enque la fidelidad no prendía en el cuerpo de las mujeres. "Seguiré siendoamigo de Jeannot, luego haré reír a Jeannette, y después ya veremos", sedecía a sí mismo el alegre filósofo.

Un día de cada dos iba a buscarla al Jardín del Rey y ambos se iban a pie

y siempre riendo al Palais-Royal. Mercier cultivaba su extravagancia ysoltaba cosas absurdas sobre cualquier tema, pero en todo aquel disparatepodían encontrarse pepitas de buen sentido. Recorría sin cesar las calles yconocía París y sus costumbres a fondo, de modo que Jeanne apenas esperóunos días para confiarle su sueño de abrir una tienda de tisanas en el Temple. A Mercier la idea lo extasió.

— ¡Es una idea de oro! Hace tres o cuatro años un tendero arruinadorehízo su fortuna en el Temple con una tisana purgante. ¡Llegaba a vendermil doscientas pintas por día! El buen hombre ha muerto y su local está enventa. Los parisienses están hartos de sus médicos y boticarios. Vendedlesrecetas milagrosas y tendréis cola en la puerta. Yo me encargo de que oshagan canciones en I .andel: el elogio en cuartetas es lo que más funciona.

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  Y el doctor Aubriot os puede mandar muchos clientes prescribiéndolesvuestras tisanas.

—Aquí ya no ejerce —dijo Jeanne—, aunque tendrá que hacerlo si noconsigue pronto un puesto con sueldo en el Jardín. Su fortuna es modesta.Pero, me preocupa lo que decís sobre que los parisienses desconfían de losmédicos.

¡Se burlan, pero les proporcionan buenas rentas! Más de un médicocircula en carroza.

Pero ¿cómo hacerse famoso en una ciudad tan grande?

  Teniendo una especialidad, es decir, alguna originalidad que dé quehablar. Tratar sólo a algunos pacientes, o darles una panacea bien cara, otener algunas manías llamativas. Mirad a Tronchin. Cuando entra en casade un enfermo lo primero que hace es gritar "¡El señor —o la señora— seenvenena por el pulmón! ¡Aire, aire, aire!" Y toda la casa se pone a quitarburletes protectores de las ventanas, a descolgar cortinas, a enrollaralfombras, a encender fuegos purificantes de enebro, en fin, que no pasadesapercibido a la cabecera del enfermo. Arnaud hace trotar a suscardíacos para fortalecerles el corazón, cosa nunca vista, y los cardíacosque no se mueren lo llenan de alabanzas. Se conoce a Bouvard por lamaldad de sus chistes y a Pomme por su pasión por el agua de Vichy, la

más cara del mundo, de la que dice que le limpia el hígado. La especialidaddel doctor Aubriot podría ser una esencia de tisanas de la que sólo vostendríais la receta. A propósito, cuando consulta, ¿hasta qué piso sube eldoctor?

— ¿Cómo que hasta qué piso? —dijo Jeanne desconcertada— ¡Pues hastadonde esté el paciente!

— ¿De verdad? Qué sacrificado. Se nota que viene de provincias. Aquí, unmédico no pasa del primero. El señor Aubriot podría especializarse en elsegundo. En el primero los enfermos están muy solicitados y en el tercero,son pobres.

 Jeanne se puso a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Volvamos a mis proyectos. ¿Creéis que encontraré en el Temple unlocal no demasiado caro?

— ¡En el Temple antes que discutir de precios hay que encontrar unhueco! Pero precisamente acaban de vaciar el local de un estafadormundano que se ha creído bastante listo como para fabricar sin serperseguido una imitación de las telas del señor Oberkampf. Como ese granpillo no sabía nada del arte de la estampación y además se acostaba con lacajera, lo único que ha conseguido es estropear trescientas piezas de tela,

mientras su hermosa cajera se largaba con el resto del capital. Para evitarque sus dibujantes, a los que se olvidó de pagar, le moliesen a palos, ese

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buen señor lo ha plantado todo y ha huido a Holanda. El local grande de lafábrica ya está vendido, pero el veneciano poseía también, en la esquina dela misma calle, una pequeña dependencia, muy limpia y hasta coqueta, queutilizaba para verificar los talentos de sus obreras y que podría ser unaencantadora tienda.

— ¿Por qué lo llamáis "el veneciano"?

— ¡Toma, porque lo es! ¡Y se veía! Iba siempre vestido como para elcarnaval de su tierra, con colores llamativos y tantos colgantes quedeslumbran la vista, con un tricornio emplumado del tiempo de Luis XIV...

— ¿No sabéis cómo se llama? —preguntó Jeanne sorprendida por el

retrato.—Casanova de Seingalt. O caballero de Seingalt, como pretende

llamarse.

 Jeanne sonrió alegremente.

— ¡Mercier, quiero esa tienda, tengo que conseguirla! Me traerá suerte.Mi reencuentro con el caballero Casanova en una tienda del Temple es taninesperado que lo creo una señal del destino. ¡Mercier ayudadme aconseguirla, os lo ruego! —acabó de decir con voz excitada.

 Y como él la miraba con ojos desorbitados, añadió—: conocí al caballero

Casanova en Lyon. Me divertiría enormemente conseguir su local y no otro.—Pues bien, la cosa me parece posible. La nueva dueña no lo usa y

quiere realquilarlo. Es una vendedora de modas muy rica, bien vista en laCorte y aún más en casa del príncipe de Conti, que, como sabréis, es GranPrior del Temple. Le he compuesto algunas cuartetas alabando susmercancías y hasta un soneto dedicado a sus encantos, pues los tiene. Seha instalado en el Temple con la intención de vender ropa de contrabando,inglesa y oriental. El lugar es bueno para esos tráficos, pues todos loscaballeros de Malta se alojan en el Temple y todos los marinos malteses soncontrabandistas. Amélie Sorel, la vendedora, está en muy buenas relaciones

con un cierto caballero Vincent, que es el pirata más hábil entre los de suprofesión. Si queréis un sombrero de paja made in London, o la más bonitabata turca soñada, tendréis que ir a ver a la Sorel.

— ¡Mercier, quiero, quiero y quiero esa tienda! —exclamó Jeanne—. ¡Laquiero por encima de todo y la conseguiré!

Oír el nombre de Vincent colmó su excitación. Caminaba como si tuvieraalas y Mercier, que no tenía la menor prisa, intentaba moderarla en vano.Llegaron al Puente Nuevo. Cuando estuvieron en medio de la multitud, Jeanne se apoyó en el parapeto y se explicó mejor.

—Mi paciencia por tener esa tienda os ha podido sorprender, pero hevisto una señal en vuestras palabras y yo creo en las señales. Y además

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tengo otras razones para quererla. Me pregunto, por ejemplo, si yo tambiénpodría obtener algunas mercancías de contrabando. Las tisanas exóticas,por ejemplo, podrían tener éxito.

«— ¡Genial! —exclamó Mercier—. Jeannot, vuestra idea es oro puro.Imaginad que vendéis cucuruchos de la tisana afrodisíaca que utiliza el GranPachá para atender a su harén. Amiga mía, tendríais un gentío ante lapuerta todo el tiempo. El primero, el príncipe de Conti, señor absoluto del Temple, que os compraría vuestro fortificante por libras, pues es sabido entodos los burdeles que del príncipe sale difícilmente algo que no sea viento.

—Mercier, tenéis una lengua de víbora —dijo Jeanne.

—Una lengua de periodista. Hay que ganarse la vida. No es peorapropiarse de los hechos y gestos ajenos que de sus bienes, es lo que leexplicaba un día a ese caballero Vincent del que os hablaba y tuvo la buenafe de reconocerlo. Vino a zurrarme la badana y se fue muy contento con milógica, y ahora somos muy amigos, y si queréis os recomendaré a él paravuestros negocios de importación.

— ¿Qué mal le habíais hecho a ese caballero que tan mal os quería?

— ¡Oh! Todos mis problemas me vienen de mi pluma. Tengo queproporcionar mi contingente de líneas a mi gaceta y había redactado un ecosobre los amores del caballero con la bailarina Robbe, un día que no teníanada mejor que echarle al tintero.

—Y el caballero Vincent salió en defensa del honor de la bailarina, ¿no? —exclamó Jeanne, repentinamente furiosa.

—No es eso. Es que la Robbe pertenece a Lauraguais y el conde aún noestaba seguro de ser cornudo hasta que me leyó.

— ¿Y qué pasó? —preguntó ansiosamente Jeanne.

— ¿Que qué pasó? Que Vincent y Lauraguais se fueron al prado delAdvocat.

— ¿Qué? ¿Por una bailarina? ¿Se batieron por una bailarina?—No, se batieron porque Lauraguais trató a Vincent de pirata. Y eso un

corsario no puede sufrirlo.

— ¡Contadme lo que sigue, no hacéis más que interrumpiros y esexasperante! —exclamó Jeanne con impaciencia.

—Disculpadme —dijo Mercier, sorprendido—, no sabía que os gustarantantos los chismes de alcoba. Y, en fin, no pasó gran cosa. Para lavar lainjuria Vincent se contentó con una gota de sangre de Lauraguais, mientrasque por la bailarina Lauraguais no ha querido nada. Se abrazaron y sefueron del brazo a tomar ostras, justo el tiempo de ponerse de acuerdosobre el reparto del tiempo de la señorita Robbe.

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— ¡Es escandaloso! —escupió Jeanne con los ojos echando chispas.

— ¿Y a vos qué os importa?

— ¡No me importa lo más mínimo! —exclamó Jeanne con rabia—. ¿Porqué me iba a importar la conducta de dos libertinos? Pero reconoced quetoda mujer tiene derecho a enfadarse cuando ve una nueva muestra deldescaro de los hombres. ¡Dos hombres que se reparten el cuerpo de sumuñeca de tul sin ni siquiera tener la cortesía de invitarla a su comilonapara escuchar su opinión y darle a probar el champán que se toman a susalud...! ¡Es demasiado fuerte! Hay momentos en que creo que las mujeressomos unas idiotas al llorar por esos animales. Deberíamos amarlos como

hacen ellos: para reírnos.

Su arrebato tuvo que haber sorprendido a Mercier y Jeanne fueconsciente de ello. Demostrar primero aquel deseo de instalarse donde lohabía hecho el excesivamente galante Casanova y luego exhibir semejantecólera contra los hombres por un simple chisme mundano haría que Mercierse hiciera muchas preguntas.

Se fue un rato al convento de los Petits-Pères para calmarse un poco

antes de subir a casa a prepararse la comida. Aún sentía las mejillas rojas yardientes por la emoción experimentada. ¡Qué mala estrella ruborizarse porcualquier nadería! ¡Pase a los quince años, pero sonrojarse a los dieciocho,cuando ya era toda una mujer...! Se dejó caer en un banco del paseo y seabanicó con la pañoleta del escote. Su mirada vagó por el seto de lilas, queempezaban a madurar y se cubrían de pequeñas estrellas de un malvapálido... Y fue en ese momento cuando las palabras de Mercier empezaron allegarle al alma. La voz contaba otra vez la estúpida historia de Vincent, laRobbe y Lauraguais, y esas palabras tenían dientes de rata que le rasgabanel corazón. ¡Qué idiota era! ¡Qué le importaba que Vincent se acostara conuna bailarina! ¡O con tres, o con diez! ¡Podía acostarse con todo el cuerpo

de baile de la Opera si le apetecía! Un marino suele tener gustos tanvulgares... "Pobre Pauline", pensó. Sintió una gran piedad por la señora deVaux-Jailloux, a la que su amante engañaba ruinmente con una bailarina.¡Ya podía decorarle y redecorarle su nido de Dombes para que pudiera estarmás guapo y más cómodo! Ya podía mandar que copiaran para él el cuartode aseo de Luis XV y mantener amorosamente en orden y sin una mota depolvo los preciosos bienes del ausente, sus batas de seda de China, suscepillos, su peine, sus rizadores, sus treinta chismes y frascos de grancoqueto, ¡ah, sí, de qué le valía acordarse de él tan tiernamente para serolvidada entre los muslos de alquiler de una bailarina! Le faltó poco paraecharse a llorar por la desgracia de Pauline.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Capítulo 6Capítulo 6

La señorita Sorel le alquiló el pequeño local que no utilizaba pordoscientas ochenta libras al año y un semestre de adelanto. Era un precio

de usurera, pero no había que esperar encontrar un solo propietariohonesto en todo el recinto del Temple. Además, el local estaba muy biensituado, muy cerca de la puerta de entrada, en la esquina de la calle del Temple con la de Meslay. Todo el que llegara de fuera tenía que pasar porallí, al igual que la multitud cotidiana de personas que iban a visitar al GranPrior o a su amante, la condesa Marie-Charlotte de Bouffiers, una dama muyfrecuentada. Y también estaba a dos pasos de un largo paseo a la sombrade la muralla, por donde el pueblo sencillo que bajaba de la Courtille iba acallejear mirando tiendas cuando no quería trabajar el domingo por lamañana.

—Y también estáis en el camino de la Nadine y eso es bueno —observóMercier—. Nadine atrae a los forasteros.

— ¿Es que vende joyas? —preguntó Jeanne.

Sabía que las joyas del Temple, falsas pero muy logradas y muy caras,atraían a los aficionados a los recuerdos de París. Pero vio a Mercier echarsea reír a gusto.

—En efecto —dijo—, Nadine aloja en su casa a media docena de jóvenesobreras que venden sus "joyas". Podréis proveerlas de saquitosdesodorantes...

— ¡Y si vendo clandestinamente "capotes ingleses" captaré también a losclientes más precavidos de esas señoritas! —soltó Jeanne.

— ¡Diablos! ¡Veo que comenzáis a dominar el lenguaje de unaproveedora habitual de duquesas!

—Es que estudio bajo vuestra dirección, Mercier, que tenéis la lenguapuesta a la última moda.

Se sentía con humor para bromear, ligera como una golondrina enprimavera. Si continuaba yendo a aquella velocidad, podría abrir La Tisanière, que era como había decidido llamar a su tienda, el primero de

 julio. No pasaba un día sin ir a inspeccionar el trabajo del carpintero al salirdel Jardín y ya le había encargado la muestra a un artesano del Temple. Se

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vería una gran tetera de esmalte blanco, decorada con una rama de ruscopicante acompañado de sus bayas rojas, sobre la que se leerían las palabrasLa Tisanière caladas en el hierro y pintadas en dorado con un marco verdebotella.

Encontró el local muy limpio tal como le había dicho Mercier. Pero debidoal uso que le daba, Casanova lo había decorado como un gabinete íntimocon sofás y había cegado las ventanas que daban a la calle. Jeanne llamó aun carpintero para que las desclavase y se ocupase de transformar aquelencantador lupanar en una linda herboristería. Para las estanterías y losrevestimientos, el obrero había propuesto madera de cerezo de colorcastaño, y Jeanne, al ver sus preciosos reflejos rojizos, no había querido que

la pintaran, sólo que la enceraran. Para el entrepaño de la chimenea, laseñorita Basseporte le recomendó al aprendiz más hábil de Clermont, undecorador en boga de dieciséis años que por ocho libras y quince sueldos lepintó con primor un ramo de flores del campo descuidadamenteabandonadas en una mesa, al lado de un sombrero de jardinera adornadocon cintas. Era sencillo, fresco y alegre, y Philibert dijo que no habíacometido muchos errores al reproducirlas.

Porque Philibert ya estaba en el secreto.En realidad, se había enterado el último. Jeanne había tenido tanto miedo

de que se enfadase, que después de hablar de su proyecto a Mercier habíaquerido hablar antes con otras personas cuya opinión le interesaba. A laseñorita de Basseporte le había gustado la idea y al padre Joachim también.Lalande, siempre generoso, le había ofrecido un préstamo. El tímido Thouinse había asustado un poco al principio, ¡pues Jeanne le parecía tan jovenpara dedicarse al comercio! Pero en seguida había prometido su apoyo paracomprar plantas medicinales clásicas, que se cultivaban en abundancia enciertos conventos parisienses. Más tarde había llegado la respuesta a las

cartas enviadas a Marie y a la señora de Bouhey; la de Marie había sidoentusiasta y la de la baronesa rezumaba contento. Para ayudar a su amiga,Marie le ofrecía tantas hierbas de su jardín como quisiera, así como grosellay borraja, que en Autun se encontraba en profusión durante el verano, enlos alrededores pedregosos de la puerta de Sant-André.

En cuanto a la señora de Bouhey, decía así:

"Triunfa. Es mi único consejo. Haz fortuna con tu herboristería y me harásfeliz No te dejé partir con Aubnot por mi gusto. Pero si, gradas a tucabezonería, debes encontrar en Varis tu independenda, entonces mesentiré consolada y dejaré de rezar porque dejes de amar a Aubriot antes

de que sea demasiado tarde. Tu nego do de tisanas me gusta tanto quequiero compartirlo contigo. Si necesitas consejo o dinero, ve a ver a mi

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hermano Mathieu, a Ta Rose Picarde. Dime lo que necesitas, mi jardinero lo plantará. Y, además, ya sabes que por ocho sueldos al día puedo encontrar una persona que te recoja hierbas silvestres, y hasta dos o tres si hacefalta... “Y en otro momento decía: “Pareces tener miedo de poner a Aubriot al corriente de tu proyecto. ¿Crees que le molestará ver que ganas almenos para pagar tus vestidos y a tu peluquero? ¿Quién te ha metido esatonta idea en la cabera? ¡No creas, Jeannette, que a los hombres les gustaque su amante les deba todo, más bien prefieren que no les cueste nada!“

No obstante, Philibert se mostró muy sorprendido y hasta contrariado alsaber que Jeanne había tenido una idea propia y había seguido adelante consu proyecto sin pedirle ni su opinión ni su permiso. Pero ella le había

explicado que precisamente por la importancia que tenía su opinión ellahabía tenido miedo de pedírsela hasta el último momento. Entonces él sehabía calmado y le había dado a entender que la ida de La Tisanière quizáno era tan mala. Fue a ver la tienda y más tarde se instaló en su mesa paraescribir una lista de productos que habría que llevar allí antes de abrir.

En cuanto supo que el hombre que amaba aprobaba su proyecto, lafutura tendera no cupo en sí de satisfacción. Trabajaba como uña negra, selevantaba al amanecer y no se acostaba antes de medianoche, pero sesentía de maravilla, nunca se había encontrado tan bien desde que llegó aParís. “! Ah, me gustaría ver a mi primer cliente", suspiraba a todas horas y

 jugaba a adivinar quién sería.—Yo en vuestro lugar, Jeannette, quisiera tener como primer cliente a la

Favart —le dijo un día Mercier—. Como actriz está algo pasada de moda,pero no hay que olvidar que es la "sobrina" del abate de Voisenon y la"viuda" del mariscal de Saxe, y que esos "parientes" la relacionan con elgran mundo. Y sólo tiene que decirle una palabra a su troupe del TeatroItaliano para que todos se conviertan en clientes vuestros. Y con lacompañía, tendréis a todos sus amantes, que pertenecen al gran mundo.

—El caso es que no he visto a la señora Favart desde aquel domingo encasa de Landel.

— ¡Oh, la volveréis a ver! —dijo Mercier—. Ya se descubrirá algunaenfermedad que ir a consultarle a vuestro médico.

— ¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Jeanne frunciendo el entrecejo.

— Quiero decir que la señora Favart me pidió ayer noticias del doctorAubriot y le respondí que lo encontraría cada martes por la noche en el Caféde la Régence.

En la taberna de Landel Aubriot había conocido a Philidor. Este era elúltimo descendiente de una familia de músicos, pero no sólo tenía talento

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musical, también lo tenía para el ajedrez. Pasaba por ser el mejor jugadorde su tiempo y disputaba partidas contra los mejores jugadores de Europa.Aubriot era buen jugador. El ajedrez era el único juego que le gustaba yconocer a un campeón lo había decidido a frecuentar el Café de la Régenceuna vez por semana.

Ese café del Palais-Royal era muy frecuentado desde que, en 1760, losparisienses se habían apasionado por el ajedrez. Los más hábiles con eltablero lo frecuentaban asiduamente, rodeados de un público reclutadoentre la clientela de los cafés de la ciudad. Se veía a hombres de letras yperiodistas, oficiales retirados, viejos burgueses solteros, forasteros depaso. A media tarde entraban algunas damas y se sentaban un rato para

cotillear degustando bavaresas con leche; los colores sedosos de susvestidos añadían encanto a un ambiente ya de por sí encantador. LaRégence estaba decorado al gusto del momento con altos espejosseparados por entrepaños de madera de un tono verde lavado con filetes deoro pálido. Las mesas eran de bello mármol blanco. Por la noche, cuando losmozos encendían las bujías de los lustres y los apliques, los espejosrepetían hasta el infinito los reflejos que lanzaban los cristales de loscolgantes de cristal, dando un aire muy alegre al local. Se estaba tan bienallí que algunos clientes habituales se pasaban jugando toda la tarde y nosoltaban los tableros de ajedrez hasta que aparecían los jugadores a los que

valía la pena observar: además de Philidor, el matemático D'Alembert, losescritores Marmontel, Crébillon y el conde Grimm, el filósofo Helvétius, ellibrero Panckoucke y Daubenton, un hombrecillo enclenque, discreto,cortés, que en realidad tenía una salud de hierro, una constancia y una finaironía sin hiel y un potente poder de concentración que convertía a estecolaborador de Buffon en un temible adversario. Otras personalidadesparisienses, aunque no jugaban, frecuentaban también el café, entre ellosDiderot, Lalande, el filósofo barón de Holbach; el crítico literario delMercure, La Harpe; Suard, director de la Gazette, y otros muchos, pues todoel mundo quería dejarse ver en La Régence. Bastaba con acudir una vez porsemana para ver a todo París, o sea, unas doscientas personas en total.

Reinaba allí una amable urbanidad y todo desconocido que tuviera buenasmaneras era bien acogido. Aquello era una ganga para el forastero oprovinciano que nunca hubiera sido recibido por la señora Geoffrin, laseñora Du Deffand o el barón de Holbach ni por nadie importante. Losviajeros ingleses, en particular, se encontraban todos en La Régence,deshaciéndose en elogios sobre la delightful vida de coffe e society de quepodía disfrutarse allí, sin más requisitos que haber aprendido a hablar"europeo", es decir, francés. Se admiraban de que a veces hasta se veía amonseñor el duque de Orleáns, hermano del rey.

El martes era un día muy animado por la presencia del campeón Philidor

y por ello lo había escogido Aubriot. El médico llegaba puntualmente a lasseis, cuando se organizaban las partidas. Jeanne miraba instalarse a los

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

 jugadores y a los mozos colocar dos candelabros y dos tazas de café encada mesa en las que había tableros, antes de irse de puntillas avagabundear un poco entre las mesas... En seguida se retiraba a un rincónde la sala donde Lucien, su mozo, le llevaba sin que se lo pidiese y, con unainmensa sonrisa, una bavaresa al ron de las Islas, la Gaiette del día y unahoja de noticias.

Raramente podía leer más de diez minutos. Pronto se le acercaban dos otres personas para entablar conversación en voz baja. En La Régence unose convertía en habitual en seguida o ya no podía serlo nunca, y Jeanne lohabía sido desde el primer día. Su belleza, su encanto y su inteligencia leaseguraban la compañía e incluso tenía a sus fieles: Mercier, siempre

hablador, y un joven por el contrario tan callado, de aire tan sombrío y unamirada a la vez tan vaga y tan fría, que parecía imbécil. Ese joven tomabauna silla, se sentaba a horcajadas vuelto hacia Jeanne, y la contemplabafijamente, pero como si no la viese, mientras se mordía las uñas. La primeravez que lo vio lo había encontrado extraño para ser cliente de La Régence:llevaba un traje marrón muy gastado con una corbata y unos puñosarrugados, más grises que blancos; a su peluca mal colocada le faltaban lospolvos, que estaban esparcidos por las orejas y los hombros, y a guisa deespada llevaba bajo el brazo un gran paraguas cerrado, un paraguas decampesino que va al mercado en día de lluvia. Jeanne, pasmada, no había

podido despegar la vista de aquel incongruente paraguas hasta queD'Alembert se le acercó y se lo dio a un mozo, riñendo al joven con su vozde castrado: "A ver, amigo, ¿qué punto geométrico estabais calculando enel momento en que ibais a coger vuestra espada? Ya os he aconsejado otrasveces que no la dejéis junto al paraguas." Y tomando del brazo al distraído,D'Alembert lo había llevado ante Jeanne y había proseguido: "Veo queadmiráis a la señorita como si fuera el más bello triángulo isósceles, así quele voy a pedir permiso para presentaros... Señorita, os presento a mi amigo,el marqués de Condorcet. Sed comprensiva si lo veis sonreír cuando lecontéis una tragedia. No es que sea malévolo, al contrario, es tan buenocomo el pan, pero su oído es desesperante, ¡pues en vez de escuchar

vuestras palabras sólo escucha lo que suena en su cabeza!"Jeanne se habíaacostumbrado a las contemplaciones tristes y silenciosas del joven marquésde Condorcet. El trío que formaba con el alborotador y charlatán Mercier yel taciturno y anquilosado Condorcet era lo bastante particular como paraconvertirse en una especie de cuadro de fondo perteneciente al decoradode La Régence. Algunos de los que llamaban "vagabundos" porque no  jugaban, adquirieron la costumbre de sentarse con el trío y, como todoseran hombres, Jeanne tuvo pronto una pequeña corte en el café másfamoso del más famoso barrio de París. Aquello no molestaba a la coqueta yademás le convenía a la vendedora de tisanas. Mercier y Lalande estabanconchabados para publicitar la ciencia de su herborista favorita con el trucode hacerle en público las preguntas convenientes. Maravillado como todos

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por la sabiduría de Jeanne, un martes Condorcet llegó del brazo de un jovende su edad que tenía una cara toda redonda, toda claridad, toda sonrisas.

—Señorita, os traigo a este amigo mío, el señor Lavoisier. Es un botánicodominguero, muy sorprendido por una cosecha que ha hecho en el monteValérien cuando analizaba el suelo. Le he dicho que podríais ayudarlo aclasificarla. No os dará trabajo porque cuando se pone a una cosa no es malalumno.

El nombre de Lavoisier sobresaltó a Jeanne. ¿No era así como se llamabael químico con quien Denis Gaillon se escribía antes de escaparse conEmilie? El joven sabio le pareció tan sencillo y caluroso que en cuanto se

saludaron le dijo:— ¿Sois químico, verdad, señor? En mi pueblo tenía un amigo de la

infancia que sentía una gran admiración por vos. Me refiero a Denis Gaillon.

— ¿También vos sois de Châtillon-en-Dombes?

—Sí, o casi.

—He sabido con sorpresa por una carta de Malta que vuestro amigo Denisestá allí —dijo Lavoisier—. Yo creía que desembarcaría más bien en el Jardíndel Rey para estudiar con el señor Rouelle.

  Jeanne estaba apurando un minuto de alegría pura. Su instinto no la

había engañado: Emilie y Denis estaban seguros en Malta y sólo Vincentpodía habérselos llevado. Una pregunta de Lavoisier la trajo a la realidad.

— ¿Por qué creéis que vuestro amigo ha dejado Francia?

—Por un asunto amoroso —dijo después de un momento de silencio.

— ¡Oh! —exclamó Lavoisier —y añadió—: lástima... Pensaba que en Paríspodría convertirse en un buen químico.

—Quizá el amor satisfaga más a un hombre que la química.

—Puede ser, señorita —le concedió con el tono de quien no lo piensa en

absoluto.Ella emitió una risita.

— ¡Adivino por vuestro tono que nunca dejaríais vuestras probetas por ira surcar los mares con la mujer amada!

—Seguramente, señorita. Pero ¿por qué diablos la mujer amada metendría que a separar de mis probetas? Un químico puede ser un hombremuy divertido, os lo aseguro. Venid alguna vez al anfiteatro del Jardíncuando trabajo con Rouelle y ya veréis las bromas que gasto.

—Ya sé que los químicos y los físicos son bromistas, pero yo prefiero que

me revelen secretos y por ello creo que un marino o un astrónomo son másinteresantes —dijo ella lanzando una mirada de complicidad a Lalande.

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— ¡Nada de eso! —protestó Lavoisier—. Apostáis para perder. Si meescuchaseis un poco os haría entrever prodigios secretos. Por ejemplo, osvoy a explicar cómo respiráis.

— ¡Pues vaya secreto! Sé muy bien como respiro, señor mío.

—En ese caso, explicádmelo ahora mismo —suspiró Lavoisier—. ¡Paraseros franco ni yo mismo sé cómo respiramos!

—Es una lástima, señor —dijo detrás de ellos la voz bien timbrada deAubriot, que les hizo dar un respingo.

El tono de la conversación empezaba a subir según se iban terminandolas partidas de ajedrez, que a veces se dejaban para el día siguiente. Jeanney su interlocutor no habían oído llegar a Aubriot. Este se dirigió al químico.

—Señor, cuando sepáis algo más sobre la respiración, tal vez yo puedasaber algo más sobre las enfermedades del pulmón. Y tengo prisa porsaberlo —añadió rápidamente.

La seriedad de la última frase del médico le pesó de tal manera que  Jeanne desvió la mirada de Philibert, angustiada. Aquellos esputos desangre, de los que había oído hablar en Charmont a la baronesa y a laseñora de Saint-Girod, ¿le habrían vuelto sin que ella se diera cuenta?

Pero Aubriot siguió hablando.

—Los médicos del futuro tendrán que ser también químicos y físicos, ¡amenos que prefieran continuar siendo ridículos, lo que no me extrañaría!

Aubriot y Lavoisier se conocían por haberse encontrado a menudo en lasclases de Rouelle. En seguida se pusieron a hablar de química y Jeanne,aburrida, los dejó y se unió al grupo de auditores que estaban pendientesde los labios de Diderot. Así era siempre cuando hablaba Diderot: el públicode la sala se reunía irresistiblemente alrededor de la fuente de donde

brotaba sin descanso, abundante y límpida, la prosa del filósofo. Lalande,que también se unió al círculo con su eterna sonrisa de mono, rodeó con elbrazo el talle de Jeanne y la atrajo hacia sí para cuchichearle al oído:

— ¡Verdaderamente es un milagro escuchar con qué facilidad le salen laspalabras, incluso para expresar lo que no entiende del todo!

 Jeanne emitió una risa sacrílega que hizo girar las cabezas y que Lalandele sofocó con la mano.

—Pues va a estar así hasta las once de la noche —dijo ella cuando secalmó.

En principio, en primavera todos los cafés debían cerrar a las diez, peroante un establecimiento tan bien frecuentado como La Régence los

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soldados de la ronda pasaban como si no vieran las luces. Hasta los espíasdel teniente de policía estaban allí fuera de la hora legal, tendiendo susgrandes orejas con la esperanza de pillar una frase sediciosa contra su jefeo un chisme subido de tono que se enviaría al rey, que disfrutaba con esosinformes. Aquella noche, como todas, las criaturas de Sartine estabanpresentes. Sentados muy cerca, Marmontel y D'Alembert, que acababan determinar su partida, se divertían acariciando los tímpanos de los polizontescon una charla revolucionaria en jerga codificada. Todo el mundo sabía quelos criados de La Régence vendían la clave del código de los filósofos porcinco luises, pero todos fingían ser los únicos que estaban en el secreto: éseera el juego.

— ¿Qué es la barraca? —preguntó Jeanne, que aún no estaba enteradadel falso misterio.

—El gobierno, claro —dijo Lalande.

— ¿Y Leroux es Choiseul?

—Exacto. Por lo del pelo rojo.

— ¿Y la vizcondesa?

En los ojos de Lalande brilló un chispazo de alegría.

—El príncipe de Conti... —y como la mirada sorprendida de Jeanne

parecía preguntarle "¿Y qué tiene que ver?", añadió—: El príncipe esamante de una condesa —tras lo cual se echó a reír estrepitosamente yesta vez por poco se le cae la peluca.

Una serie de irritadas exclamaciones de "¡Silencio!" llegaron hasta los dosalborotadores. No lejos de ellos Helvétius y el conde Grimm meditaban una jugada difícil. Lalande y Jeanne se alejaron de puntillas y se encontraron conMercier, que estaba detrás de un inglés que hacía dibujos de ambiente. Derepente, Jeanne percibió el crujido de la seda al rozar con la crin delmiriñaque avanzando tan de prisa hacia ellos que se volvió...

La señora Favart hizo una entrada teatral en La Régence. Con la cabezaerguida y unos labios muy rojos desplegados en una gran sonrisa, la actrizse acercaba a Jeanne con las manos tendidas, con el mismo entusiasmo quesi fuera a lazarse a los brazos de una amiga queridísima a la que no se vedesde hace diez años. Tras ella trotaba un mequetrefe de compañía.

 Jeanne veía a Justine Favart por segunda vez y por segunda vez tambiénse preguntaba cómo había conseguido aquella mujer ser la muñeca mimadade París. Con su cara de cuarentona exageradamente pintada de blanco yde rojo y su peinado apelmazado como una plasta de barro, sus mejillashundidas, su barbilla puntiaguda y la mezcla de colores cereza y canariocon que iba vestida, la antigua muñeca de los parisienses le parecía más

bien un espantajo. Molesta, rígida, se dejó apretar contra el pecho de ladama.

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— ¡Querida señorita, es a vos a quien vengo a ver! —dijo Justineabrazándola con excesivo entusiasmo.

— ¿A mí, señora? —dijo Jeanne, cada vez más asombrada.

— ¡Oh, querida!, los que me conocen os lo dirán, sólo me empuja lapasión, tanto si le cojo afecto a alguien como si no, y vos me habéis gustadodesde la primera vez que os vi en casa de Landel. Sois encantadora y megustaría que cantarais en la fiesta que daré en mi casa de campo deBelleville el día de Saint-Claude. ¿Qué me decís?

— ¿Por Saint-Claude? —repitió Jeanne, espantada—. ¿Celebráis algo esedía?

El mequetrefe pegado a las faldas abombadas de Justine chasqueó lalengua tontamente y se ganó una regañina.

—Drouillon, querido, no te quedes ahí plantado escuchándonos tomo untonto. Ve a hacerle la corte al señor Marmontel si quieres conseguir unpapel en su próxima Ópera cómica. Mercier, llevadlo a que se haga valer unpoco...

Volvió a ocuparse de Jeanne y la hizo sentar a su lado.

—Mi tío el abate de Voisenon se llama Claude, ¿no lo sabíais? Y laduquesa de Choiseul se lo quiere llevar a tomar las aguas a Barèges, donde

tiene miedo de aburrirse si no se lleva a toda su corte de animadores. Supartida está fijada para mediados de junio y quiero darle una fiestasorpresa. Mi jardín estará pronto lleno de rosas y cerezas, pondré músicosen el cenador, bailaremos ¡y nos reiremos como locos! ¿Me podéis decir quévais a cantar?

"Está loca", pensó Jeanne.

—Pero, señora, ¡nunca me atrevería a cantar en vuestro salón! Osagradezco que me invitéis, pero...

Iba a terminar su frase diciendo: "... pero no tengo bastante talento como

para cantar ante el público de la señora Favart...", cuando Justine le cortó lapalabra y creyó poder acabar su frase.

—Pero como en primavera comienzan las herborizaciones en losalrededores de París, debéis ayudar al doctor Aubriot y no va a plantar a susalumnos. Ya sé todo eso, querida niña, pues el señor Aubriot me lo ha dichoa través de Philidor y Crébillon, a quienes había encargado de llevarle miinvitación. Pero soy muy testaruda y he decidido venir en persona a traerla.Esta vez me dirijo a vos porque las mujeres deben aliarse contra loshombres cuando éstos quieren impedir que nos divirtamos. Entonces, yaestá hecho, vendréis a mi fiesta y traeréis a vuestro sabio, ¿verdad?

Una cólera muda se había apoderado de Jeanne mientras Justineperoraba sin respirar. ¿De modo que a Philibert no le había parecido

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oportuno avisarla de la invitación de la señora Favart? Que siempre habíadecidido sin consultarla, ya lo sabía desde que era niña, ¡pero que siguierasin informarla de sus decisiones a aquellas alturas le daba dentera! Suniñita había crecido, ya tendría que haberse dado cuenta. Sorprendió a Justine, que esperaba que la mandase a hablar con Aubriot, al responderleen tono rápido y decidido.

—Después de todo, tenéis razón, las mujeres debemos aliarnos parapasarlo bien. Por mi parte, me gustaría ir a vuestra fiesta. Y me esforzaré enque Aubriot me acompañe, pero es difícil hacerlo cambiar de opinión.Aunque mi humilde persona no es nada sin él, ¿os importaría que acudasola a vuestra partida campestre?

"Bueno, si ella viene, él no se atreverá a faltar", pensó Justine. Dándoleun apretón de manos le demostró que siempre sería bienvenida en su casa,sola o acompañada, tanto en París como en Belleville. Al hacerlo, sopesabalas palabras de la muchacha y se olía que las cosas no iban del todo bien enla pareja; se dijo que, en ese caso, era el momento adecuado para meterseentre ellos. No soltaría a Jeanne hasta el día de la fiesta para estar alcorriente.

—Pasad por mi casa, en la calle Mauconseil, cualquier mañana —dijo—.Ensayaremos vuestra canción. Supongo que conocéis la calle, está cerca del Teatro de los Italianos, cualquier os indicará mi casa. Como me acuestotarde me levanto también tarde, me encontraréis leyendo en la cama hastamediodía. Ahora reposo un poco más por orden de la Facultad —añadiódirigiendo sus últimas palabras en dirección a Aubriot.

— ¿Estáis enferma, señora? —le preguntó educadamente Jeanne.

  Justine aprovechó esta pregunta para ponerse a hablar en voz noprecisamente baja sobre sus vértigos, ahogos y espasmos de la garganta,antes de concluir, más alto aún, que necesitaba encontrar por fin un médicoque tomara sus síntomas en serio. Jeanne se divertía con los esfuerzos de Justine, ya que Abriot estaba muy entretenido con Lavoisier hablando de la

nueva sustancia que, con ayuda de Rouelle, acababan de descubrir en laorina y que aquellos miembros de Jardín daban a probar a todo el mundocon cara de confiteros ofreciendo ambrosía. ¡Y para distraerlo de unaconversación tan apasionante la Favart tendría como mínimo quedesmayarse después de lanzar un gran grito!

— ¿Habéis probado a suprimir vuestras molestias quitándoos el corsé deballenas? —dijo Jeanne con maldad.

— ¿Y eso de qué va a servir? —exclamó Justine—. El doctor Tronchin yame ha hablado de ello, su manía es estropear los vestidos quitándoles elcorsé, pero ¿quién puede obedecerle? No me digáis que el señor Aubriot

piensa lo mismo.

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—Sí, señora. Pero hay maneras y maneras de pedirle a una mujer que sequite el corpiño y os puedo asegurar que la de Aubriot es la buena. Nosabéis cuántas mujeres se lo han quitado sólo por complacerlo.

 Justine interrogó la mirada burlona de Jeanne.

—Es verdad que las ballenas del corsé tienen fama de causar tumores enel pecho, pero...

—Si teméis algo, enseñádselo a Aubriot —dijo Jeanne con perversidad—.Sus diagnósticos son acertados. Sobre todo si se le deja tocar el mal...

 Justine se estremeció de placer.

— ¿Así que es verdad que el doctor Aubriot tiene modales de veterinario?—exclamó atolondradamente.

—Algo de eso hay —asintió Jeanne, imperturbable—. Pero he observadoque las damas de complexión animal se avienen muy bien con su estilo.

Cruzaron sus miradas como si cruzaran el acero de las espadas, despuésde lo cual Justine dijo alguna frivolidad antes de levantarse para salir. Por loque parecía, aquella noche no obtendría de Aubriot más que un saludodistraído. Se acercó a besar a Jeanne con toda la efusión posible. Comotodavía no estaba familiarizada con los copiosos abrazos a la parisiense, Jeanne estuvo a punto de retroceder ante el asalto, pero se contuvo y le

devolvió a Justine su ración de besos falsos.En cuanto estuvo sola, Lalande se acercó a su joven amiga.

— ¿No habéis tenido miedo de que os mordiera?

—Lalande, respondedme con vuestra franqueza habitual: ¿os podríagustar la señora Favart?

Las largas rendijas de los ojos del sabio brillaron de malicia.

—No tendría el menor gusto en engañaros con ella, si es eso lo que mepreguntáis.

—Se dice, sin embargo, que volvió loco de pasión al inconstante príncipede Saxe...

—Conocí muy bien a Saxe. Le gustaba ir al burdel.

 Jeanne se mordió los labios.

—Lalande... —dijo con voz suave.

— ¿Sí?

—Os adoro. Siempre adivináis qué es lo que necesito oír.

Las rendijas se entrecerraron aún más.

—Querida amiga, ¿todavía os sorprende que un genio tenga rasgos degenio?

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Dos días después por la mañana, Jeanne volvió del Jardín muy temprano.Se quitó su traje de hombre, abrió el arcón y estudió sus faldas y chambras.Finalmente se puso dos faldas de fino droguete de verano de Delafaye, quetenía un porcentaje de seda que le daba un bonito brillo. Se arremangó lafalda de encima, de anchas rayas verdes y blancas, y la metió en losbolsillos para que se viese la falda de debajo, de color verde liso convolantes. La casaca ajustada de faldones redondeados y sencillamenteabotonada, del mismo verde primaveral, moldeaba de maravilla su busto.

Como hacía buen tiempo, sólo se puso una ligera pañoleta de batista blancaen el escote. Se recogió los cabellos en su gran bonete a la Ramponeau y,por último, se calzó sus zapatos de cuero blanco, pues no había perdido lacostumbre de andar sólo con medias por su habitación.

En el momento de salir, volvió al cuarto de aseo para ponerse un poco decolorete en las mejillas y un poco de rojo en los labios. Por supuesto que conPhilibert había tenido que renunciar al maquillaje y a los corsés de ballenas,pero a veces estaba obligada a hacer trampas. No siempre se puede ir conla cara lavada entre mujeres que irían maquilladas hasta en la tumba.Mientras se difuminaba el colorete color de pastorcilla rubia y tímidafabricado por la señorita Lomé con la aprobación de la Academia deMedicina, se decía con malévola alegría que a Philibert no le gustaría ver loque estaba haciendo. Daba igual, tenía muchas ganas de fastidiarlo.Cuando tomó la decisión de ir a la fiesta de la señora Favart él se habíamostrado odioso. Más que odioso, había estado glacial. Había adoptado suaire de confesor ofendido por un pecado mortal, antes de decirle con vozarrogante: "Muy bien, señorita, haced vuestro capricho si esas fiestascampestres os divierten. Pero no os extrañéis si a veces os trato como auna niña, ya que vuestro comportamiento es realmente infantil." Y no habíaquerido hablar más de ello "porque no puedo perder el tiempo". ¿Qué secreía? ¿Que iría a meditar sobre su reprimenda en silencio, a arrepentirse, a

renunciar a su alegre domingo y rogarle que perdonase su equivocadoproyecto y que la llevase al bosque de Bolonia como siempre a hacer unasalida "inteligente"? ¡Pues no, no y no! ¡Tenía demasiadas ganas de estaren un ambiente frívolo! Al salir del cuarto de aseo le dio una patada a laspantuflas de Philibert, que botaron hasta la mitad de la habitación. Eranunas elegantes pantuflas de tapicería bordadas en  petit point , con las quesolía desahogar su rabia contra él porque las había bordado la difuntaMarguerite Maupin.

Cuando salió, Toutou, el gran perro lanudo del doctor Vacher, un briardtodavía joven y muy juguetón, aprovechó que la puerta estaba abierta para

entrar en la habitación prohibida. Vio las pantuflas fuera de sitio y las cogiópara jugar... Jeanne le gritó "Suéltalas", tiró de la pantufla que le presentaba

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amablemente Toutou, el perro tiró enardecidamente también y la pantuflahizo ¡crac! Jeanne contempló por un momento la obra destrozada de laseñora Aubriot, no pudo retener una sonrisa y le rascó la cabezaafectuosamente al perrazo entre las orejas.

— ¡Bien hecho, Toutou! —exclamó—. ¡Ahora ve a por la otra!

Los Favart no vivían muy lejos del doctor Vacher. Desde hacía unos añosalquilaban el apartamento de la calle Mauconseil, muy cerca, en efecto, dela Comedia Italiana. Desde que llegaron, la galante marquesa deMauconseil, de cuyo hotel tomaba su nombre la calle, le había cogido afectoa la pareja de artistas y desde entonces no se celebraba ninguna fiesta enBagatelle —la maravillosa finca que la marquesa tenía en pleno bosque deBolonia— sin la asistencia de los Favart. La protección de la señora deMauconseil había llegado en el momento oportuno: Justine acababa deperder a Maurice de Saxe, ensartado a sangre fría en un duelo por elpríncipe de Conti, y con él había perdido su vida principesca. Las fiestas deBagatelle la habían familiarizado con la nobleza y había sido allí donde unbuen día se había caído tras un matorral junto al abate de Voisenon. Elamante oficial de su madurez era menos gran señor que el amante de su

  juventud. No vivía en el castillo de Chambord sino en un modestoalojamiento de la calle de Bons-Enfants, pero al menos tenía buen caráctery la cortesía de entenderse de maravilla con su marido. Por Mercier, Jeannesabía que los Favart y Voisenon formaban el mejor triángulo de París, perono se esperaba la escena íntima con la que se topó nada más llegar aMauconseil.

Marguerite, la buena hermana-criada de Simon Favart, le abrió la puertay se fue a rascar a la habitación de su cuñada.

— ¿Tan tarde es, Margot? —se oyó decir a la voz de la señora Favart.

Marguerite entreabrió la puerta para anunciar a su visitante y luego laabrió del todo para hacerla entrar... Jeanne dios tres pasos y entoncesestuvo a punto de retroceder a causa del estupor: la señora Favart y sumenudo abate descansaban uno al lado del otro en una cama cuyascortinas de satén azul pálido estaban recogidas con gruesos cordonesdorados. Justine llevaba una bata de muselina de color rosa con encajes,mientras el abate iba en gorro de dormir y leía un grueso libro.

—Entrad, entrad, querida señorita —gorjeó el abate con su voz aflautada—. Estaba acabando de leer mi breviario.

—Venga, abate, ya veis que es tarde, habrá que pensar en levantarse —

dijo Justine en tono festivo—. La señorita y yo tenemos un secreto quecontarnos.

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—Amén —dijo éste cerrando su breviario.

El pequeño abate, embutido en un largo y púdico camisón blanco conpuños adornados con encaje de valenciennes, saltó de la cama, se calzóunas pantuflas de terciopelo rojo y se puso una bata del mismo color queestaba tirada en un sillón.

—Ya que me echan, me iré a tomar una taza de café a casa de mi queridosobrino Fumichon —dijo—. Estará en la tercera pipa de la mañana, meahogará de humo y toseré. ¿Dónde están mis pastillas? ¿De verdad son yalas once?

Se lo había preguntado a Jeanne.

—Creo, señor, que son las once bien pasadas —articuló ella con esfuerzo.

— ¡Pardiez, por eso mi estómago bosteza que da vértigo! Sobrina,tendréis que reparar el reloj de la mesilla.

—El abate tiene un estómago tan regular como un buen reloj —explicó Justine riendo—. Necesita sus buenas tres tazas de salvia de Provenza nadamás despertarse, su chocolate a las diez y su café a las once, sus guisoscon anchoas a la una, su infusión de verónica a las tres, y así todo el día,¡hasta que llega la taza de café y sus opiáceos para dormir a medianoche!

—Soy un religioso y tengo que llevar una vida ordenada —dijo el abate

con compunción.— ¿Y bien? —preguntó Justine en cuanto Voisenon cerró la puerta—. ¿No

queréis sentaros? Venid aquí...

 Y dio unos golpecitos en el borde de la cama con una sonrisa atrayente.

  Jeanne se sentó sobre el cubrecama de la señora Favart como si sehubiera sentado en un lecho de brasas. Le costaba mucho comportarse connaturalidad en un ambiente tan nuevo para ella. La dama, apoyada en sustres almohadones, despedía un desagradable perfume dulzón. Su camisóntransparente dejaba ver unos senos en forma de pera con grandes y

oscuros pezones, un tanto pesados pero bastante bonitos para su edad, que  Justine ayudaba a tensar poniéndose las manos detrás de la nuca. A laactriz le divertía el visible embarazo de su visitante. No le desagradabaespabilar a aquella ingenua. En el convento de las penitentes de Angers,donde Saxe la había encerrado una vez para suavizarle el carácter, laseñora Favart le había tomado el gusto al dulce pasatiempo de aquellasmonjas sin amantes. Esta Jeanne de los ojos de oro era una tentadoranovicia. Y como el doctor Aubriot también resultaba tentador, no había queperder de vista a la pareja.

— ¿Me habéis traído alguna canción? —preguntó por fin Justine.

—Sí, señora. He anotado la música de un romance que me gusta mucho—dijo Jeanne, encantada de encontrar la ocasión de sentarse al clave.

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El clave de la señora Favart —un regalo de Saxe— era azul pálido, a juego con los muebles de la habitación, y decorado con guirnaldas de rosassostenidas por amorcillos regordetes pintados por el encantador Boucher.

—Quiero acompañaros yo misma —dijo Justine saltando de la cama.

Se quedó en camisón y Jeanne, con la vista en alto, cantó teniendocuidado de no ver el gran toisón oscuro que se rizaba entre los muslos de laseñora Favart.

La canción El rosal, estaba llena de gracia y era poco conocida, aunquefuera del célebre Jean-Jacques Rousseau. La melodía era conmovedora,expresiva y le iba muy bien a la voz de contralto de Jeanne. Cuando su

última queja de amor se apagó en un nostálgico la bemol, la señora Favartse quedó un momento con la cabeza inclinada sobre el clave como sitodavía escuchara. Al fin, dijo:

—Está de verdad muy bien, señorita Jeanne.

 Y ella se ruborizó de placer ya que el tono de sus palabras parecíaexpresar la sincera opinión de una cantante profesional. De golpe, como sihubiera perdido toda vergüenza, fue a coger la bata rosa que había visto enel cuarto de aseo y envolvió con ella a Justine. Esta la cogió por el talle y lasentó con ella en el sofá.

— ¿Sabéis que con vuestra voz y vuestra cara podríais actuar en elteatro? Mis invitados estarán encantados de escucharos. La orquesta deMauconseil nos acompañará y estoy segura de que la marquesa os pediráque cantéis en alguna de sus veladas. Adora ofrecer a sus amigos lasprimicias de los jóvenes talentos desconocidos.

— ¡Señora, tengo muy poco para interesar a la orquesta de tan grandama!

— ¡Oh, nada de eso! —dijo Justine envolviéndola con una miradainsistente que hizo enrojecer instintivamente a Jeanne sin que supiera porqué—. Los amigos de la marquesa son grandes señores y sólo aprecian las

novedades con mérito.Llamaron suavemente a la puerta y apareció la cabeza algodonosa de

Voisenon.

— ¿Ya se puede volver, señoras misteriosas?

—Sí —respondió Justine.

El buen Favart, con la pipa entre los labios, entró detrás del abate, condos folios cubiertos de notas en la mano.

—Simon le ha puesto música a mis canciones de ayer por la mañana —dijo Voisenon—. No es un aire para vuestra compañera, pero nos gustaríaescucharla un poco...

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—Es el aire del pastor, para la próxima Ópera cómica que daremos en losItalianos —le explicó Justine a Jeanne acercándose al clave, ante el que sehabía sentado su marido.

Su bata rosa flotaba, abierta, dejando ver bajo la muselina de la camisatodos los detalles de un cuerpo imperfecto, estrecho en la espalda, pesadoen las caderas, demasiado corto de piernas, impúdico a causa de susmismas imperfecciones y de los hermosos pechos puntiagudos y demasiadoapetitosos.

Cuando la cantante hubo descifrado el aire solfeando, cantó la letra. Elmarido, con los dedos en el clave, balanceaba la cabeza cerrando los ojos,

mientras el amante, subido a un taburete de pie, marcaba el ritmo.

He visto tetas preciosas,

Tetas redondas y blancas,

Tetas para seducir un tierno corazón

Tetas invitando a tornarlas...

"¡Cuánta leche, cuánta leche hay en esas canciones!, ¡y pensar que lasha escrito un abate! ¡Su nodriza debe de haberle dejado un recuerdoimborrable!", pensó Jeanne.

 Jeanne se quedó pasmada cuando Mercier le contó que la marquesa deMauconseil que vería en Belleville era tan gran dama que había recibido alrey en su casa. ¡Al rey! ¡Estaría invitada a una fiesta donde estaría unadama que recibía al rey! El día que Mercier se lo contó, corrió a su casa y

abrió el armario grande y el arcón, sacó todos sus tesoros... Cuando laseñora Favre apareció para proponerle a "la mocita" un plato de oca converduras y torta de espinacas para cenar, la cocinera se quedó muda, con laboca abierta, los ojos desmesuradamente abiertos ante todo aquel amasijode colores que brillaban en la gris habitación, colocados en montones sobrela cama y las butacas, y hasta encima del biombo. Algunas pinceladas deverde y rojo habían llegado hasta las pilas de libros que estaban sobre elmármol de la cómoda, donde un par de zapatos de baile pisaban los libroscon sus tacones de seda pura. Procedentes del sombrío pasillo que enlazabacon el apartamento del doctor Vacher se daba uno de bruces con ese oasisde encanto femenino como ante un milagro.

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Pero la cocinera, ¡ay!, no fue sensible a la poesía del espectáculo sino asu escandaloso perfume de lujo mal adquirido. ¡Toda aquella ropa, Diosmío! ¡A buen seguro que no la había pagado con sus "ganancias" desecretaria! "¡Venga ya, puta!", se vio escrito francamente en su rostrohuesudo, repentinamente endurecido por una cólera celosa. ¿No era unadesgracia comprobar que la vida no recompensaba ni las penas ni la virtud?¡Ver que las riquezas iban a parar siempre a las descarriadas! ¡Menos malque casi todas acababan en el hospital con el culo podrido, las muy sucias!

Como a Jeanne le bastaba con leer en la cara de la intrusa aquellosbuenos pensamientos, optó por la insolencia.

—Entrad, señora Favre. Venís en un buen momento. Es mejor divertirseen compañía. Veamos, para un domingo de fiesta en el campo, ¿qué meaconsejáis? ¿Esto o aquello de allí?

De pie en enaguas en medio de la habitación, le presentaba un vestidoen cada brazo, que dejó caer para coger una falda de volantes.

— ¿O simplemente esto, con una chambra galoneada?

La señora Favre la fulminó con una mirada.

— ¿Qué os habéis pensado, moza, que mi santa madre me puso en elmundo para servir de confidente a una... a una...

Se tragó su insulto con gran esfuerzo, retrocedió hasta el pasillo y saliódando un portazo.

"Bueno, voy a bajar para comprar jamón", se dijo Jeanne con filosofía.Pero como aún había tiempo, se hundió con placer en sus preocupaciones.

La estupefacción de la señora Favre era comprensible. No sabía queaquel tenderete de ropa se debía tanto a la generosidad de la baronesa deBouhey como al talento de la señorita Martha, la costurera de Bourg-en-Bresse. ¡En fin, una de aquellas elegancias bien podía dejar su prisión parair a exhibirse a una fiesta!

Nunca, desde su llegada a París, había tenido ocasión de ponerse uno deaquellos bonitos vestidos. Su estilo de vida le imponía una apariencia depequeña burguesa coqueta pero discreta, y además, así era como sevestían incluso las damas de la nobleza cuando iban "sin arreglar". Peroéstas podían trajearse cuando querían, mientras que ella, no. Las personasimportantes que recibían al doctor Aubriot lo recibían a él solo, y para cenara tres en casa de Lalande o degustar una bavaresa en La Régence nohubiera estado bien visto que una muchacha como ella apareciera porejemplo con miriñaque, con un vestido de seda blanca o un traje devanguardia cortado a la inglesa. La inesperada invitación de la señoraFavart le permitía por fin lanzarse a escoger un vestido de fiesta. Sabía muy

bien que al final se pondría un vestido veraniego de tela de Alsacia conramitos de flores multicolores que se había puesto una vez en Charmont

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para la doble boda campestre de Marie-Louise Delafaye con EdmondChapelain y su prima Elisabeth con el procurador Duthillet, pero no habíaque decidir precipitadamente. Se plantó ante el espejo de la chimenea paraprobarse el encantador sombrero de paja plano que completaba el conjuntoa lo pastorcilla.

— ¡Caramba! —exclamó Philibert abriendo la puerta—. ¿Es que vivo enuna tienda de modas sin saberlo?

Ella se mordió el labio, contrariada de que la hubiera sorprendido.

— ¿Así que ese sombrerito de paja es el que se muere de ganas de ir a lafiesta de la señora Favart?

—Si el doctor Vacher sale todos los días a pasear a su perro, salir undomingo a pasear un sombrero no es más tonto —dijo malhumorada y apunto de echarse a llorar.

La réplica hizo sonreír a Philibert.

—Bueno, no te enfades y arregla esto un poco —dijo—. Ese sombrero tesienta muy bien y seguro que el vestido es precioso. ¿También tu caballeroMercier irá disfrazado de pastor?

—Irá como le parezca —dijo ella recogiendo sus faldas—. A mí me daigual. De todas maneras...

— ¿Qué?

Ella no quería decirlo, ¡para no darle esa satisfacción!, pero no pudoevitarlo.

—De todas maneras, cualquiera que sea su traje, estaré menos guapa desu brazo que del vuestro.

Aubriot se acercó a ella, la cogió la barbilla y la miró a los ojos.

— ¿De verdad? Nunca me habías dicho que me consideraras un accesorioútil en tu arreglo. ¡Bah!, supongo que es un cumplido importante en boca de

una coqueta.—Pues venid conmigo. ¡Acompañadme!

—Iré. ¡Para hacer juego con tu vestido!

Los ojos dorados se abrieron con sorpresa.

— ¿De verdad? ¿De verdad? ¿Vendréis conmigo?

—Bola de fuego, bola de hierro, si miento iré al infierno.

— ¡Oh, os amo! ¡Os amo, os amo, os amo!

 Jeanne giró y giró en medio de la habitación como una peonza de colores

hasta que se detuvo en el rincón de las plantas ante el cactus enano deMéxico.

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— ¡Y también amo al cactus!

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Capítulo 7Capítulo 7

El cielo tenía ese día un color lechoso. Como un manto de terciopelocubría el cielo de París sin un pliegue, sin una arruga, dándole un halo muy

suave procedente del sol invisible. Pero si el cielo no cambiaba al azul,aquel primer domingo de junio sería caluroso. Debía de ser agradablechapotear en el Sena. Desde el primero de junio estaban abiertos losestablecimientos de baños fríos para hombres, en la orilla Maubert para losparisienses de la ciudad, a la sombra de Notre-Dame para los de la Cité, yaquella mañana la tibieza del aire había hecho que se abrieran también,aguas arriba y abajo del puente Marie, los baños para señoras. Losparisienses podían retozar juntos o en cabinas individuales y cada año unaexplosión de risas y bromas saludaban la instalación de la muestra blancaen la que se leía: "Baños de señoras públicos y particulares." A las once de

la mañana, el baño Marie tenía ya su grupo de jóvenes y viejos galantesapostados en el puente, al acecho de las bandadas de modistillas quesaldrían de darse un chapuzón y no les desagradaría tener compañía a lahora de pagar una fritura acompañada de vino blanco en un merendero.

Los cantineros hacían negocio: todo el pueblo de París salía de casa yllenaba las calles de alegría veraniega, caminando en filas apretadas comovan los bancos de peces en el mar. Los coches de alquiler y las carrozasparticulares se abrían paso con rudeza y entre insultos domingueros que lagente desocupada se tomaba a broma. El cochero que llevaba a Philibert y  Jeanne a Belleville tenía una labia desbordante y cualquier conflicto leparecía bueno para soltar sus maldiciones, de modo que metiódeliberadamente su carricoche en un atasco en el cruce de la calle del Temple con la calle Vendôme. Dos carrozas blasonadas se disputaban ya elpaso, rodeadas por oleadas de peatones burlones que, al pasar, golpeabanlas cajas de los vehículos para excitar la cólera de los adversarios. Elcochero dePhilibert y Jeanne se puso a gritar más alto que nadie agitando ellátigo por encima de las cabezas.

— ¡Paso, paso, malditos! ¡Daos prisa en mover ese culo u os lo voy adespellejar!

— ¡Venga, danos, danos, que la piel del culo crece en seguida! —se oyó

decir a algún arrapiezo que estaba mudando la voz.

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—Esos que tienen tanta prisa en comer en el campo tendrían que ir apata, como nosotros —añadió una voz de hombre gargajeando de risa.

— ¡Oigan a todos esos roñosos, picados de viruelas, zorras y pellejos! —bramó el cochero, haciendo hábiles molinetes en el aire con el látigo, sintocarle un pelo a una peluca ni a un sombrero.

Los atildados cocheros de las carrozas, dominados por las tronantespalabras del cochero vestido con basto fustán, se pusieron a su vez avociferar, aliados de repente contra aquel "hijo de puta y desecho degaleras" que pretendía, con su "ataúd mugriento", pasarle a los carruajes decategoría. Pero, como por nada del mundo aquella "carne de horca", como

lo llamaron, hubiera cedido el paso a los "Juan Lanas, lustrabotas ylimpiaculos" de los nobles carruajes, el caos se instaló en el lugar paraalegría de los espectadores, cada vez más numerosos y más ruidosos.

Por lo general, los ocupantes de los vehículos aguardaban callados a quese solucionara el conflicto, unos por arrogancia, otros por dignidad, pero lapaciencia de Aubriot no era mucha y sacó la cabeza por la portezuela paracalmar a su cochero.

— ¡Reculad, venga! ¿Para qué insistir? Iremos más de prisa si cedemos elpaso.

Entonces se oyó la voz sobreaguda de una vendedora de pan de especiasque acababa de echarle un vistazo al interior del coche.

—Acompañado como vais, mi señor procurador, ¿os vais a quejar deretrasaros por el camino? ¡Así tenéis más tiempo para meterle mano alfelpudo!

Aubriot metió precipitadamente la peluca entre grandes risotadas,mientras que de la carroza de enfrente surgía el espantajo pintarrajeado deuna vieja viuda que clamaba por su derecho a pasar.

— ¿Qué hacéis, cocheros? ¿Cómo toleráis que no se me abra paso?

El cristal de la ventanilla de la segunda carroza descendió sin prisa. Elbusto de Louis-Léon-Félicité, duque de Brancas, conde de Lauraguais, Fefépara las señoritas de la Opera, apareció encuadrado en medio de susblasones de familia: un luminoso retrato en seda azul celeste, encajesespumosos y cabellos níveos de polvos. El gran señor era todo sonrisas.

—Señora —gritó sacando el brazo y el sombrero para saludar a la horribleaparición—, ¿por qué no habéis salido antes? ¿No sabéis que ante vos elmundo entero se echa para atrás?

—El señor de Lauraguais nunca deja pasar la ocasión de decir algunamaldad —observó Aubriot cuando su coche pudo seguir su camino.

— ¿Ese gentilhombre era el conde de Lauraguais? ¿De qué lo conocéis?

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—Lo he visto en el Jardín. Acude a las clases de Rouelle. Le apasiona laquímica. Como dispone de una gran fortuna patrocina algunos trabajos deinvestigación, en especial los de Lavoisier.

— ¡Vaya! ¡Por los chismes que corren nunca habría pensado que su oropatrocinara otra cosa que bailarinas!

—Su fortuna le permite patrocinar tanto a la ciencia como a la Opera.Lauraguais es un señor de su época: libertino, manirroto, insolente,intrigante, habitual de la prisión de la Bastilla, dispuesto a dejarse matarcon tal de no callar una buena ocurrencia, pero enterado de todo, curiosopor todo, dispuesto a arruinarse tanto por mantener a los sabios como a sus

amantes y sus caballos.  Jeanne meneó la cabeza por toda respuesta y se dejó llevar por el

balanceo del coche. La imagen del brillante gentilhombre con el cualVincent compartía a la bailarina señorita Robbe flotó, azulado, entre ella y lacampiña...

Una vez pasada la puerta del Temple, el paisaje se convirtió en unapintura en verdes. Prados, bosquecillos, vergeles, campos de trigo, huertosalrededor de caseríos dispersos. Y a veces, en medio de un bancal deverdor, se veía un rebaño de borregos y se percibía el tintineo de suscencerros. Un perro negro de pastor corría alrededor de un grupo de

corderos por el solo placer de hacer de ellos una blanca pelota de lana.Pasada la barrera de Belleville y entrando en la Haute-Courtille el caminocomenzaba a ascender suavemente hacia un alto horizonte revestido deviñas y de prados en pendiente, que las flores primaverales esmaltaban deblanco y amarillo. Merenderos y ventas bordeaban ambos lados del camino.Se había levantado un ligero vientecillo que hacía girar las aspas de losmolinos.

El coche los dejó al pie del cerro de Chaumont. Como la mayoría de loscaballos de los coches de alquiler eran jamelgos incapaces de trepar,muchos invitados estaban subiendo a pie a casa de los Favart, en lo alto de

la ladera. Al ser grandes andarines, Jeanne y Aubriot alcanzaron sin esfuerzoal grupo que ya estaba a mitad de camino, listaba formado por Crébillon, elviejo Pirón, a quien sosteníaMercier; el joven y gordo Caillot, actor de laComedia Italiana; el abate Cosson, maestro de artes y oficios de laUniversidad de París, y Goldoni y su mujer, Nicoletta. Las últimas lilas y lasprimeras rosas perfumaban el aire. La cuesta discurría entre setos de verdordetrás de los cuales se escondían, bajas, pequeñas, simples peropimpantes, las casas de recreo de los parisienses. La brisa les lanzaba a loscaminantes pétalos de espino blanco, blandas cosquillas a las que Jeannetendía el rostro para aspirar su perfume.

— ¿Por qué diablos se irán las gentes a pasar el domingo colgadas de lasmontañas? —gimió Pirón, enjugándose el sudor.

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Realmente hacía mucho calor. El viento desplazaba velozmente grandesmasas de grumos lechosos, dejando en su lugar enormes boquetes de unazul brillante de los que caía a pico el sol de mediodía.

—Había jurado que no me liarían más, pero siempre acabo cayendo —sequejó de nuevo Pirón.

Goldoni y el gordo Caillot resoplaban como bueyes en carreta.

—Valor, amigos míos —dijo Mercier—, ya estamos llegando a la meta.¿No oís chirriar las aspas de los molinos? La Pardinette está a un tiro depiedra.

La Pardinette estaba situada por encima de los ventorros de la Courtille ydebajo de los molinos de Belleville, en la calle mayor de la Villette, queconducía a las tierras del cerro de Chaumont. Era una casa de dos plantas,blanca con postigos verdes, de tejas planas cubiertas de musgo, bienconstruida pero sin rebuscamiento, cuyo único encanto era su ingenuasimplicidad. Pero su gran jardín trasero era exquisito y Jeanne se precipitóhacia él... Estaba diseñado al estilo de un "jardín del cura", con alamedasarenosas y al borde de un vasto paisaje campestre que descendía en lalejanía hasta los tejados de París. Con tiempo claro se veía, a la derecha, elpueblo de Montmartre, y a la izquierda Montlouis. Entre los caseríos, lasvillas y los cabarets con cenadores, crecía una vegetación exuberante,

regada por una gran cantidad de fuentecillas reputadas por su cristalinalimpidez, las cuales se reunían en un arroyo que corría ladera abajo, dondese perdían entre el follaje y donde eran recogidas por los aficionados a los juegos de agua de jardín. La vista era suave y reposada pero muy alegre,sobre todo por el lado del camino de Ménilmontant, que la mirada de Jeannedescubría debajo de una terraza de viñedos y de campos de trigo, trazadabien recta entre dos hileras de jóvenes álamos que el viento balanceaba y ala que se veía repleta de las coloristas parejas domingueras que subían paraacudir a los bailes del pueblo.

— ¿Os gusta Belleville, señorita?

 Jeanne interrumpió su contemplación. El gordo Simon Favart, con suinseparable pipa en la mano, la miraba sonriente.

—Adoro vuestro jardín —dijo con entusiasmo—. Es un paraíso.

Con su mano enguantada de algodón blanco hasta el codo estilopastorcilla de Ópera cómica, le mostró, serpenteando entre los pueblos deBelleville y Ménilmontant, un estrecho camino polvoriento que discurríaentre una hilera de cenadores al aire libre.

—Apuesto a que el cabaret del célebre Ramponeau está por ahí.

— No, el Tambor Real está más cerca, igual que el Pistolet de la Courtille,

donde cogieron al bandido Cartouche. Los cabarets que me señaláis son losdel camino de Couronnes, que están tan mal frecuentados como los de la

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Courtille o Porcherons. ¡Bueno, tan mal o tan bien, pues a los grandesseñores les encanta correrse juergas en ellos! ¡Lo que os decía! ¡Ahí tenéisun buen ejemplo! —dijo Favart cogiendo del brazo a la joven para llevarla alportal de madera que daba a la calle.

La carroza con los escudos del mariscal de Richelieu, vigorosamenteconducida hasta la montaña por seis caballos isabelle soberbiamenteengalanados con los colores del duque, acababa de pararse ante LaPardinette...

Apenas acabaron los grandes saludos y reverencias a monseñor el duquey a la marquesa de Mauconseil, que lo acompañaba, entre un concierto de

cacareos, la señora Favart empujó a todo el mundo al interior de su casa.— ¡Silencio! —dijo poniéndose un dedo en los labios, en cuanto instaló a

sus treinta invitados en el salón—. El bueno de mi tío Claude no sabe nada,guardemos el secreto hasta el último momento. Va a dar la una y no tardaráen aparecer.

Se hizo un silencio tan espeso que pronto se oyó crujir la arena del jardínbajo el paso ágil del abate, que llegaba de su casa, contigua, como teníaque ser, a la de los Favart.

El profundo silencio del salón estalló en vivas cuando el pequeño amantedel ama de casa, todo escuálido en su sotana negra, apareció en el umbralde la puerta...

¡Para festejar al amante, el marido no había escatimado su inspiración! Justine, con un ramo de rosas en los brazos, cantaba estrofa tras estrofa deuna canción suya, mientras le ofrecía una a una sus flores al héroe del díade Saint-Claude plantado ante ella, cuyo viejo rostro destilaba un placerinfantil.

 Jeanne se pellizcaba ante aquella ridícula escena de amor interpretadapor dos enamorados, uno de los cuales era un cura sesentón y escandalosoy la otra una cantante madura y ya marchita vestida de jardinera, cuyotocado encaramado en lo alto de su tupé parecía un pañuelo puesto a secaren un matorral! Pero lo más sorprendente era que el distinguido grupo deinvitados a aquel espectáculo de dudoso gusto parecía divertirse mucho. Lamirada burlona siguió recorriendo el salón... Cada uno de aquellospersonajes gozaba de renombre en París. ¿No era sorprendente ver a unGoldoni, a un Crébillon, a un Philidor, a un Carie Van Loo, a un Greuze,escuchar con la más sonriente paciencia la infantil canción de la señoraFavart? Hasta la mujer de Van Loo, la famosa Christina Somis, cuya voz

exquisitamente amplia y cuya belleza habían encantado a toda Europa,parecía conquistada. Hasta el socarrón Mercier ponía cara de figurita de

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belén extasiada. "¡Todos ellos son mejores comediantes que la Favart!",pensó Jeanne. A Dios gracias, Philibert había tenido el buen gusto dedesinteresarse de la mascarada, pero sólo para interesarse por su vecina, laaún hermosa Christina Somis.

Por su parte, aunque se esforzó por no mirar al otro vecino de Christina,tuvo que volverse al recibir una llamada insistente; y entonces descubrió losojos ávidos del mariscal de Richelieu, dio un respingo como ya le habíasucedido varias veces ese día, bajó vivamente la cabeza y no vio la sonrisasatisfecha del viejo galán.

Desde el momento en que Favart le había presentado a aquella

encantadora desconocida, el mariscal la estaba desvalijando de sus ropascon la mirada. A los sesenta y nueve años, el infatigable seductor aún sabíadesnudar a distancia a una bella con una lascivia capaz de darle a la presaun cierto regusto de vanidad. De modo que él había notado sin sorpresaque la pastorcilla que tenía enfrente se turbaba furtivamente cada vez quesus miradas se cruzaban, y que la de ella volvía a rozarse con la suyainsensiblemente, rápida como el vuelo de un pájaro que se siente al mismotiempo seducido y temeroso. Bien, la metería en su cama como a todas lademás: ninguna se resiste a los deseos de Louis-François-Armand deVignerod du Plessis, duque de Richelieu, biznieto del gran cardenal,gobernador de la Guayana y de Gasconia, mariscal y par de Francia, primer

gentilhombre de la Cámara del rey y el académico más ignorante pero másdivertido de la Academia. ¡Cierto que visto desde fuera todo eso resultababastante decrépito, pero tan lujosamente envuelto! El oro siempre tieneveinte años. Conseguiría a aquella belleza, de eso no cabía duda.

En medio del Salón, la Favart había terminado con su sesión musical, elramo de rosas había pasado de sus manos a las del abate, que las dejósobre el clave para recibir los abrazos generales y la consiguiente ronda de"Felicidades, tío Claude". La voz del mariscal se fue a murmurar al oído dela marquesa de Mauconseil.

— ¿Seríais capaz de buscarme una excusa para que pueda besar a la

pastorcilla en lugar de a Claude?La marquesa miró de soslayo a su antiguo amante.

—Paciencia —cuchicheó—. La pastorcilla va a cantar.

La tumultuosa sinfonía de besuqueos fue interrumpida por una enérgicallamada de la señora Favart.

— ¡Rápido, rápido, me dicen que si los capones están un minuto más enel espetón quedarán calcinados!

—Aunque los capones sean unos pobres diablos, no dejemos que se

calcinen —exclamó Richelieu ofreciendo su brazo a la señora de la casa, almismo tiempo que sonreía a la pastorcilla.

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Se había colocado una larga mesa en el jardín, frente al paisaje, y dosmás pequeñas en dos cenadores adornados con guirnaldas de rosas. De loscapones rezumaban gotas de grasa doradas y olorosas, los pistos colocadosen infiernillos de plata desprendían un olor picante a especias, los flanes deespinacas y las tortadas de ciruelas ponían, en la blancura de los manteles,manchas doradas, verdes y violetas del más hermoso efecto, y las primerasfresas de invernadero brillaban, purpúreas, en sus lechos de hojas frescas.Se servía vino blanco del país de dos toneles y el vino corría sin tregua,alegre, dejando una leve espumilla en el borde de los vasos. La alegría ibaen aumento bajo la sombra de las enramadas y se deslizaba, picara, por larisueña garganta de las señoritas de la Comedia Italiana y por las venas de

sus vecinos de mesa. El niño viejo a quien se festejaba iba picoteando de unlado para otro bajo pretexto de darles a las damas un trago de scubac, unlicor digestivo al azafrán que, según decía, eliminaba los eructos y pedos dela sobremesa.

El mariscal de Richelieu devoraba golosamente un muslo de capón sindejar de espiar a Jeanne, que había raptado a Van Loo y parecía encantadade conversar con el célebre pintor. Cuando la anfitriona pasó ante él laagarró sin contemplaciones, después de haberse limpiado en el mantel.

—Querida Favart...

Con un gesto de los ojos le señaló a la linda pastorcilla.

—... ¿esa hermosa niña es amiga vuestra?

—Monseñor, eso espero.

—Y yo también. Me interesa. ¿Tiene familia?

—No lo sé. De todas maneras, no sería una familia lo que podría sermolesta —dijo con una punta de amargura en la voz—. Viene de un pueblolejano y está aquí desde hace poco.

— ¿Dónde vive?

—En la calle del Mail, en casa del doctor Aubriot, el que veis allí. Es unbotánico muy estimado al parecer en el Jardín del Rey.

— ¿Hace mucho que es su amante?

—No es su amante oficial. Ella pasa por su secretaria. Parece quetambién es experta en botánica.

— ¡Ajjjj! —escupió el mariscal—. ¿Un pedante? ¿Con una belleza así? Lasmujeres están locas.

 Justine, acostumbrada a todos los desprecios masculinos, había bebido unpoco y no pudo reprimirse.

— ¡Ay, monseñor!, ¿no puede una mujer tener también cabeza?

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—Bueno, bueno —refunfuñó Richelieu—. ¡No empecemos a discutir poreso! Esa polémica no se acabará nunca. Creedme, señora, una mujer sabiaes un placer de pederastas. En fin, una vez no hace costumbre...

 Tiró del brazo de Justine para hablar a solas.

— ¿Podríais arreglarme una entrevista con... ¿cómo se llama?

—Nunca he oído llamarla otra cosa que Jeanne. Y Mercier la llama Jeannot.

—Va por Jeannot. ¿Puedo contar con vos para la entrevista? Pero pronto,pues debo partir dentro de diez días para mi administración de Burdeos.

—Monseñor... —comenzó a decir Justine haciendo carantoñas.—Nada de ni sí ni no, ni todo lo contrario, quiero un sí, ¿de acuerdo? Y

digamos que si consigo esa entrevista tal vez le quite los papeles a laseñorita Frédéric.

 Justine sabía que los gentilhombres de cámara del rey tenían ampliospoderes en los teatros.

—Monseñor —dijo Justine en tono febril—, yo sólo busco serviros sinesperar nada a cambio.

—No, no, "por nada" suele resultar muy caro. La Frédéric contra Jeannot.

¿Os conviene el arreglo?La señorita Frédéric era una joven prometedora, que el compositor La

Borde había colocado en el Teatro de los Italianos y de la que el públicoempezaba a enamorarse a expensas de la señora Favart, que empezaba aser una estrella en declive. Hacerse con la piel de la Frédéric era el sueñode Justine, así que le hizo al duque una ligera pero afectada reverencia.

—Monseñor, intentaré conseguirlo...

—No, señora, no hay que intentar sino triunfar. De lo contrario, me temoque la señorita Frédéric va a tener mucha, pero que mucha suerte.

Por segunda vez, y a pesar de su prudencia, Justine no pudo evitar lasganas de forcejear con la arrogancia de Richelieu, que le recordaba la deotro mariscal de Francia que le dio a escoger entre su cama o el convento.

— ¡Oh, monseñor!, ¿no creéis posible que vuestro deseo se frustre apesar de todos mis esfuerzos?

El duque fingió que abrillantaba el pomo del bastón con su manga deseda.

— Querida Favart —respondió sonriente—, toda mujer desea recibir algúndía el bastón de mariscal. Vos habéis recibido el vuestro. ¿Por qué la

señorita Jeannot no iba a querer también el suyo?

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La comilona campestre duró todavía una hora. Al fin todos volvieron alsalón para ver bailar a dos discípulos de los Italianos. Luego el gordo Caillothizo una pantomima pueblerina con una compañera, el abate Cosson recitóalgunos de sus malos versos, el tío Claude cantó tres o cuatro cuplés verdesy por fin le tocó a Jeanne.

Estaba colorada e intimidada, pero un último vaso de vino blanco de PasNoyaux, que le sirvió el buen Simon Favart, la puso cómoda justo en elmomento preciso y cantó deliciosamente. Tenía instinto musical y unabuena escuela de canto. Su voz robusta y tierna de contralto ligera, grave

pero femenina, entonaba la línea melódica de su romance sinexageraciones ni caídas. Cantaba sin esfuerzo, como cantan los ruiseñores,porque tienen una buena laringe y la primavera se les sube a la garganta. Tuvo un gran éxito. Se la aplaudió sin reservas y Christina Somis fue aabrazarla, seguida por un Richelieu entusiasmado, que desplegaba susgrandes mangas de paño de seda de color marfil.

— ¡Yo también os quiero besar, hermoso ruiseñor!

 Jeanne creyó sumergirse en un baño de perfume almizclado y sintió quese ahogaba. Pero, bueno, pensó, era el abrazo de un par de Francia, ¿no?, ylo soportó estoicamente. A punto estuvo a punto de volverse azul por falta

de oxígeno, mientras se le quedaba grabada en una de las mejillas lapaloma de oro puro de una cruz del Espíritu Santo que el noble llevaba alcuello.

—Esta niña es un tesoro —celebró el mariscal, sentándose junto a lamarquesa de Mauconseil—. Su piel es de satén, se os funde en la boca,huele bien, es...

— ¡Me pregunto cómo podéis oler los perfumes de los demás! —cortó lamarquesa con ironía.

— ¡Qué desgracia, marquesa, que aquí no se haga el amor después de

comer! ¡Qué olvido en un menú! ¡Al diablo con las casas burguesas! A lospostres se está mejor en vuestra casa.

La marquesa se echó a reír y se inclinó hacia el viejo libertino.

— ¿Tal vez podríamos ayudaros a estar mejor otro día?

Richelieu pensó que esta aliada podría ser más hábil que la Favart. Ycomo sabía que la marquesa, arruinada, estaba al acecho del más mínimoescudo, le dijo simplemente:

—Daría hasta quinientas libras de recompensa...

—Llegad hasta mil, las vale.

—Vais al revés que todo el mundo, señora, cuando más tiempo pasa másos crecen los dientes —dijo Richelieu malhumorado—. Pero, sean mil libras

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si obráis de prisa. Mis deseos no tienen nada de paciencia. Pero, después detodo, tal vez baste con declararme. ¿No decís que es una muchacha lista?Una muchacha lista no me rechazaría nunca.

La marquesa se agitó, inquieta por su propina.

—No vayáis a estropearlo todo por un exceso de ardor militar pocoadecuado a la circunstancia. ¿No veis cómo es la muchacha que pretendéis?Sé juzgar a una mujer por su cara. Y ahí tenéis a una burguesa impregnadatodavía de virtud provinciana.

Richelieu hizo un gesto de duda.

—Señora, hoy vivimos en el caos. Las tradiciones desaparecen. Dejadvuestros prejuicios, marquesa. Hoy no hace falta ser una gran dama paraacostarse con alguien fácilmente. Pero os doy algunos días, no más de doso tres.

—Dejadme hacer —dijo la marquesa—. Dejadme hacer sin mezclaros.¿Habéis lamentado nunca el haberos confiado a mí para cualquier empresadelicada?

—No, reconozco que sois una de las más finas celestinas de París, queridamarquesa —respondió él sonriendo.

—Viniendo de vos el cumplido no es poco —replicó ella en el mismo tono

sarcástico—, pues vos sois sin discusión el mejor cliente que existe.—Es que compro para dos — dijo el duque con aire de entendido.

Su propia réplica lo dejó pensativo y añadió:

—Ese ruiseñor es un bocado real. Maravillosamente fresca pero nadainfantil... Bella voz, inteligente, con gracia, maneras delicadas... Habrárecibido una buena educación, ¿no creéis?

La señora de Mauconseil observó al duque con atención concentrada.

— ¿Estáis pensando en dar con Jeannot un golpe doble?

—Lo he hecho a menudo con material más mediocre que éste... Estiempo de hacer las cosas bien.

Se hizo un largo silencio entre ellos que llenó una música de clave con laque una pareja de los Italianos hacía un paso a dos.

—Hay demasiado cambio en el lecho de Luis y demasiado vulgar a veces—continuó diciendo Richelieu en tono serio—. Su ayudante de cámara hatomado demasiada autoridad, sobre todo cuando estoy en Burdeos.Choiseul se está moviendo mucho para situar a una favorita perteneciente asu clientela para suceder a la Pompadour y, si no me adelanto, tendré a unaenemiga en la alcoba del rey. Confieso que preferiría tener ahí a una aliada.

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Las palabras de Richelieu habían llenado de esperanza a la marquesa deMauconseil. Ya se veía remontando el curso del tiempo, recuperando su juventud y su riqueza, llenando de nuevo de fiestas galantes los salonesahora silenciosos de su casa campestre de Bagatalle. Porque, en fin, qué nopodría ella obtener de un rey envejecido, melancólico y arrastrando suaburrimiento de libertino harto de aventuras indecentes, si ella pudieraprocurarle una amante joven, bonita, espiritual, distinguida a la que pudieratratar sin avergonzarse... Y no sería la primera vez que Luis XV tomara unaamante de la mano de la Mauconseil, cuya vocación de celestina eraantigua. Pero, ¡ay!, para disponer de una clientela digna de Versalles hay

que mantener tienda de lujo, los gastos habían superado a los ingresos y elnegocio la había arruinado: hacía cinco años ya que el hermoso decoradogalante de Bagatelle sólo estaba habitado por sus nostalgias. ¡Ah, volver aser celestina real! ¡Volver a ver cómo afluyen los señores a sus tardes deamor, acabar sus días rodeada de suspiros ocultos en todos los rincones desu casa del bosque, repleta de alcobas con biombos! Sin saberlo, Jeannehabía inspirado un último sueño en el alma de emparejadora de la viejamarquesa en paro.

Pero para ello tenía que triunfar y hacerlo antes que los demás. LaPompadour aún no había sido reemplazada en los Pequeños Apartamentos

del castillo de Versalles pese a que hacía más de un año que había muerto,¡una eternidad!, y las camarillas de la Corte se agitaban febrilmente paraencontrar a la favorita que haría la fortuna de sus descubridores. La señorade Mauconseil sabía que el rey se había vuelto muy desconfiado y quealgunas damas que habían intentado hacerle una jugada habían fracasado.Harto de todas aquellas duquesas y condesas que sólo le hacían ofertas conla intención de cogerlo en una trampa, el rey había vuelto a las jovencitasdel pueblo que la señora Bertrand, la "abadesa" de su pequeño burdelprivado del Parque de los Ciervos, tenía siempre a su disposición. Ellas, almenos, servían para tranquilizar a su real cliente acerca de su virilidaddeclinante y no tenían ninguna familia que colocar en la Iglesia, el Ejércitoni en ningún sitio. En esta situación, las camarillas se habían tomado unrespiro, pero siempre cabía alguna sorpresa. La señora de Mauconseilconocía demasiado bien la vulnerabilidad de Luis para comprender queRichelieu no estaría verdaderamente tranquilo hasta que no consiguieraofrecer a su amo un hermoso juguete duradero, lo bastante listo como paraayudarlo a debilitar al clan de los Choiseul, hacer saltar al ministro yponerse él en su lugar. Convertirse en "el amo del negocio" era desde hacíamucho tiempo la idea fija y siempre fracasada del mariscal. Estimando quese le debía el puesto de ministro supremo dado que su tatarabuelo, elcardenal de Richelieu, había sido un ministro inolvidable en la historia de

Francia, consideraba a todos los ministros escogidos por Luis XV comousurpadores. Cuanto más observaba a Jeannot, más convencido estaba de

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que la señorita podía ser una excelente aliada ante su primo el rey, y en suentusiasmo no había temido confiarle la realización de sus sueños a su viejacómplice la marquesa, cuando volvieron juntos de Belleville. Y la marquesa,que se preparaba para acabar sus días como pensionista laica en unconvento, había visto entreabrirse ante ella la puerta del milagro.

Así que se lanzó a la conquista de Jeanne con un apetito voraz. Al díasiguiente a la fiesta, Jeanne recibió una nota de la señora de Mauconseil enla que le rogaba que acudiera a la Comedia Italiana el miércoles. Darían Lastres sultanas, una obra maestra de Favart y Marmontel, con la que la señoraFavart tenía siempre un gran éxito, de manera que todo París estaría en losItalianos. Añadía que un rechazo la desesperaría, pues le había cogido

mucho afecto al "ruiseñor de Belleville", y acababa pidiendo su amistadpara una vieja dama solitaria.

A Jeanne le sorprendió el tono de la nota, aunque no demasiado. Pruebade que los sentimientos hacían correr mucha tinta es que había muchosmensajeros que se ganaban el pan llevando mensajes de un lado para otrode París a dos ochavos la carrera. Y no era tan ingenua que no adivinase lasilueta de Richelieu tras las prisas de la marquesa, pero esa sospecha, másque asustarla, la halagaba. Sentía que tenía suficientes uñas paradefenderse del libertino mariscal y no quería perder la ocasión de ir por final teatro. En lo tocante a Philibert, tenía una buena excusa. La de que

necesitaba ver a mucha gente para que supieran que abría su tienda amediados de julio. Estaba decidido. Además, a Philibert le resultaba cadavez más difícil impedir las veladas nocturnas de Jeanne, cuando él mismonunca llegaba a casa antes de medianoche. Lalande había cogido lacostumbre de llevarlo a casa del filósofo Helvétius cada vez que no iba acasa de los Jussieu. Los espectáculos acababan pronto y estaría de vueltaantes que él. Le escribió unas palabras de respuesta a la señora deMauconseil, abrió su canasta de viaje y sacó su maravilloso vestido en grosde Tours con gran miriñaque.

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Capítulo 8Capítulo 8

Aquel vestido... Había creído que su querida baronesa no se lo permitiríanunca. Pero Jeanne tenía unas ganas tan locas de ir vestida a lo grande en

París, que la señora de Bouhey, ablandada por la partida inminente de suprotegida, había acabado por ceder. Aquella noche, mientras esperaba aque llegase la dama de compañía que le mandaba la marquesa, a Jeanne ledaban ganas de abrazar su imagen ante el espejo.

 Tintin, el peluquero de moda de la calle Saint-Honoré, la había peinadomaravillosamente con gruesos tirabuzones a la inglesa, recogidos en lanuca con una cinta de muselina color crema y una rosa a juego. Y luegoestaba el vestido, cortado en buen gro de Tours con flores. Su cuerposuperior, muy ajustado en el busto, se abría ampliamente en los hombros,primero sobre un corpiño muy escotado y luego sobre una falda con

volantes dobles. Las bocamangas eran de blonda triple de encaje de sedacruda, lo mismo que el escote. El brocado de la seda —a base de ramitos derosas con nudos verdes— contrastaba alegremente con el fondo deluminoso color crema. Una estrecha gargantilla con minúsculas rosas demuselina y unos zapatos de satén color crema con hebillas cloradascompletaban el precioso conjunto. El miriñaque era tan voluminoso que Jeanne podía apoyar con gracia las manos en la falda como sobre doscojines y se alegraba de haber sobornado a la costurera sin que lo supierala baronesa para que le añadiera algunos centímetros a la amplitudprevista. Era la primera vez que llevaba un vestido tan aparatoso y se lasprometía muy felices. ¡Debía de ser embriagador, no siendo nada fea, elocupar tanto espacio! Se preguntó si la señora de Mauconseil llevaría suamistad hasta acompañarla a tomar un sorbete después del espectáculo, aLa Régence, por ejemplo. Los martes por la noche había admirado tan amenudo los desfiles de grandes trajes que volvían de los teatros y entrabana tomar un café antes de volar a los salones donde se cenaba... "¡Venga,Cenicienta! ¡No te olvides de que mañana al amanecer te convertirás otravez en Jeannot, con la fortuna aún por hacer con tu tienda de tisanas!",pensó con ironía.

Llamaron a la puerta.

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— ¡Dios mío, señora! —exclamó Jeanne al ver a una multitud de mironesa la entrada del teatro—. ¿No podríamos bajar un poco más lejos?

La mujerona vestida de negro que la acompañaba hizo un gesto dehastío.

— Tapaos la cara con el abanico —sugirió.

—Pero, señora, ¡no es en la cara en lo que pienso!

Bajar decentemente de una carroza cuando se lleva miriñaque resultabaimposible. ¡Había que echar el aro del miriñaque hacia atrás para podersalir y entonces se descubría toda la parte de delante hasta arriba! ¡Y esosin ropa interior!

—Animo —dijo la dama de compañía—. No os pasará nada que no lespase a las demás. ¿Qué creéis, si no, que hacen todos esos señores ahí?Esperan a que bajen miriñaques, es lo mejor de la velada. Sed atrevida ysalid. ¿O es que no estáis satisfecha de vuestras piernas?

Salió y el público masculino demostró su placer ruidosamente.

La señora atravesó la muralla con paso decidido, distribuyendo a derechae izquierda bastonazos brutales para abrirle paso a Jeanne. La joven setapaba con el abanico hasta los ojos, mientras a su alrededor crepitaban lasexclamaciones. "Marqués, ¿habíais visto tobillos y rodillas semejantes?"

"Nunca, caballero, pero el escote vale tanto como la pierna. ¡Y qué porte dereina!" "Barón, ¿tenéis idea de quién es?" "¡Más que saber quién es, habríaque saber de quién es, señor mío!"—Vamos, entrad en seguida —le ordenóla dama de compañía.

No había que entretenerse fuera. Los cocheros de los carruajes atascadosempezaban a blandir sus látigos, los criados hostigaban y empujaban a lamultitud para dejar paso a sus amas y descuideros de todos los pelajesaprovechaban el desorden para echar mano de una bolsa, un reloj o unpecho. Por suerte, en el interior los guardias se encargaban de que lospasillos que llevaban hasta los palcos estuvieran libres y la verja de la

platea aún estaba cerrada.—Abra —ordenó la dama de compañía sacando una llave de su faldón.

Un suizo con cordoncillos dorados las hizo entrar en una especie detocador cerrado por el lado de la sala por medio de una reja de maderasobredorada.

— ¡Oh, qué bonito! —exclamó Jeanne—. Veamos la sala...

Fue a abrir la reja pero la mujerona se lo impidió.

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—No sé si la señora querría que la abrierais, señorita. Cuando los lustresestén encendidos tendréis suficiente luz para verla.

 Jeanne no se atrevió a insistir aunque la contrarió no poder exhibir suhermoso traje en el palco. Pero comprobó que era verdad que alencenderse la iluminación podía distinguir una buena parte de la sala,decorada con columnas corintias en falso mármol blanco con vetas,realzado con dorados en la base y los capiteles. Había también muchosdorados iluminando el techo, repleto de liras, rosetones y coronas de laurel.La Comedia Italiana era un teatro en blanco y oro, precioso y alegre a lavista. Aún había poco público, que charlaba de pie en los palcosdescubiertos, pero el balcón se estaba llenando rápidamente de colores en

movimiento. Jeanne se fijó en que muchos rostros se volvían hacia esospequeños palcos misteriosos como el de la señora de Mauconseil y entoncesdescubrió el placer principesco de ver sin ser vista. El público estaba amerced de su curiosidad pero ella seguía siendo para él un secretotentador, del que sólo distinguía un fantasma de color claro que se movíaen la penumbra de su jaula dorada. Se entretuvo en observar la partetrasera del palco, que una pesada cortina en damasco amarillo pálidosostenida por pasamanería separaba de los asientos delanteros.

Su mobiliario, de pequeño tamaño, era muy moderno, en caobaguarnecido de finos bronces. Comprendía un estrecho secreter abatible, una

mesita en forma de riñón, un lindo tocadorcito y un sofá de terciopelo, decolor amarillo a juego con el cortinaje, provisto ile cojines en seda de China.Se permitió levantar las puertas abatibles ilei tocador y descubrió una granabundancia de frascos de maquillaje y algunas cajas de píldoras.

—Si sois golosa os gustará más esto —dijo la mujer sacando un frasco deplata para peladillas y una bombonera en porcelana de Sèvres de un cajóndel secreter.

Gracias, las tomaré luego —dijo Jeanne—. La señora de Mauconseil tieneun palco muy bonito, una verdadera joya.

La mujer no respondió. No le habían encargado que le explicase a aquellaseñorita que el palco pertenecía al mariscal de Richelieu, que lo llamaba "elfollador con música". Pero Jeanne empezaba a sospechar, ya que había oídodecir que alquilar uno de aquellos palcos costaba una fortuna, más caro queun buen apartamento en París, y que la marquesa estaba arruinada.

Un guirigay repentino la hizo acercarse a la parte delantera del palco.Acababan de abrir la reja de la platea y una multitud empezaba a llenar elespacio libre hasta el borde mismo del foso de la orquesta . Los palcosabiertos, como estuches forrados de damasco amarillo, se iban poblando depreciosas cabezas empolvadas en escarcha y del frufrú de las sedas. Losabanicos crepitaban, los diamantes y las piedras de los vestidos, de lostrajes y los peinados relumbraban, aquello era un lujo fabuloso para la vista.

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 Jeanne reconoció a Marmontel y a Crébillon junto a una joven vestida derosa y se volvió a la dama de compañía.

— ¿Podríais señalarme a algunas personas, señora?

La muchacha de rosa era la señorita de Lespinasse. Luego la mujer leseñaló a la señora de Geoffrin, una dama bastante gruesa con mantillanegra. A la señora de Brionne, una de las amantes del duque de Choiseul,majestuosa diosa Juno de perfil heráldico, extravagantemente maquilladacon un grueso trazo de colorete justo debajo de los ojos. Al señor deMarigny, superintendente de Obras Públicas y hermano de la difunta señorade Pompadour. Al presidente Molé, al conde de Guibert, a la marquesa de

Créqui, a la princesa de Broglie, a Lauzun, a Nassau, a Rohan, a la señoritaClairon, a la Vestris, a la Camargo... Imbatible en este aspecto, la dama decompañía le iba presentando al todo París y Versalles a una Jeannemaravillada. La señora de Mauconseil no le había mentido: "todo el mundo"se había desplazado para aplaudir a la Favart en Las tres sultanas. Hasta elpríncipe de Conti. El Gran Prior del Temple, de pie en el centro de su palco,resplandecía con todo su satén amarillo paja y todos sus diamantes. Desdeque Jeanne había alquilado una tienda en la esquina de la calle Meslay, elgran prior era, en definitiva, su señor. Dirigió la mirada hacia la dama queestaba sentada junto a él y cuál no sería su sorpresa al descubrir que setrataba de la señorita de Bouffiers.

La amante oficial del príncipe de Conti la interesaba. Acababa de saberpor la señorita Sorel, la vendedora de modas a la que le alquilaba La Tisanière, que en casa de la favorita del príncipe, en su hotel de la calleNotre-Dame-de-Nazareth, se alojaba Vincent cuando pasaba por París. Nadamás natural que se alojase en el recinto del Temple, pues Conti eraprotector en Francia de la Orden de Malta. Pero al observar con detalle a lacondesa, Jeanne descubrió que el caballero tenía tendencia a poner pie atierra en casa de mujeres maduras de lujo todavía de buen ver. Marie-Charlotte de Bouffiers debía, como Pauline de Vaux-Jailloux, frisar lacuarentena, pero tenía una cara bien torneada, fresca y tierna bajo una

gran abundancia de bucles rubios apenas empolvados, entremezclados depequeñas rosas de seda y ristras de perlas. Su vestido con miriñaque desatén era de un rosa infinitamente suave, montado a la antigua sobre uncuerpo de escote redondo bastante bajo para mostrar la mitad de un pechomuy lleno y con blancuras de leche. Al caballero le debían de gustar lospechos grandes, pensó Jeanne, resentida. Pero aunque se ajustó losanteojos, no pudo encontrar nada feo o vulgar en la condesa. Su atractivosensual no era el de una cortesana sino el de una gran dama. Además,parecía tener un carácter dulce.

La voz de la dama de compañía la sacó de su examen.

—Decididamente este es un gran día. Ahí está monseñor el duque deChoiseul...

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A fuerza de oír hablar de Choiseul como de un gran hombre, la sorprendiósu baja estatura. Iba suntuosamente vestido, pero no sobrecargado, con untraje de tela de Nápoles en tornasol azul y malva, bordado con camafeos desedas azules, bajo el que se veía, cruzando una casaca completamentebordada, el cordón también azul del Saint-Esprit. Pese a estar un pocometido en carnes, el ministro tenía un aspecto todavía joven y robusto, yaunque a Jeanne le pareció feo, su fealdad resultaba agradable por loalegre. La cara redonda y carnosa, la tez luminosa de pelirrojo, los ojillosvivos, una nariz corta y respingona con aletas gruesas, labios orondos degoloso y doble papada sonrosada, todo el conjunto anunciaba al bon vivant pródigo y malicioso. Incluso su pequeña y ligera peluca en forma de alas de

palomo, que dejaba a la vista una frente despejada y abombada llena depecas, contribuía a acentuar el aspecto risueño del personaje.

—Muy bien —dijo Jeanne bajando sus anteojos—, mi gobierno no medisgusta. ¿Quién es aquella dama anciana y de negro a la que el duquedemuestra tanta deferencia?

—La marquesa Du Deffand.

— ¿En el teatro? Creía que estaba ciega.

—Ciega sí, pero no sorda. Es vieja, ciega y medio inválida a causa delreuma, ¡pero ella nunca faltaría a un evento mundano!

—Al menos habré visto a la Du Deffand y a la Geoffrin, dos damas cuyossalones están entre los más célebres de nuestro tiempo. Les perdono queno dejen entrar en ellos a las mujeres. ¡No es estupidez, es prudencia! ¿Yquién es la otra señora que está cerca del duque, la que va vestida como unescaparate de joyería?

—Su hermana, la duquesa de Gramont. Se la ha ofrecido en vano al rey,que sólo la ha tomado de pasada.

Por encima del murmullo sordo de la sala, se elevaba de la platea unalboroto de gritos, llamadas y bromas ruidosas hasta que, de repente, unas

voces cada vez más numerosas se pusieron a gritar "¡Qué empiece!, ¡quéempiece!". Las siluetas de la escolta armada que acordonaba la platea sepusieron en guardia, como para recordarles su presencia a los eventualesperturbadores, momento en que se oyeron los tres golpes rituales. Una vozde hombre gritó: "¡Abajo los sombreros!", y le respondió un "¡Señor, abajoprimero vuestra nariz, así veremos mejor!". La rampa de velas se iluminó, eltelón carmesí bordado en oro se estremeció y se elevó lentamente...

Apenas la petulante Roxalane —la señora Favart— había empezado aaguzar el apetito del pachá Solimán II, cuando la marquesa de Mauconseilpenetró en el palco y distrajo a Jeanne.

—Chaulieu, encienda los candelabros para que vea mejor a mi invitada —le ordenó a la dama de compañía.

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La pimpante pastorcilla que la marquesa había descubierto en Bellevilleno la había preparado para encontrarse con una belleza tan despampanantecomo la que tenía ante sí. Quedó sorprendida por su gracia principesca y sudistinción. El mariscal no se había equivocado. Aquella joven era sin dudaun bocado de rey. La experimentada celestina no albergó ninguna duda: suplan podía triunfar. Bastaba con colocar al objeto en el camino del rey. ¡Eratan inflamable!

  Jeanne soportaba con impaciencia aquel examen que la privaba delespectáculo, pero la consolaba el efecto que estaba causando en lamarquesa. Cuando volvió a sentarse junto a la reja se permitió decir,maliciosa:

—Si monseñor el duque de Richelieu sigue retrasándose se perderá todoel primer acto.

¡Era imposible no darse cuenta de que llegaba el mariscal! Jeanne, con lanariz repentinamente invadida de perfume almizclado, fue a levantarsepara hacer la reverencia, pero las manos de Richelieu la retuvieron.

—Nada de ceremonias, señorita ruiseñor, quedaos donde estáis.

Notaba el aliento del anciano señor en la nuca y se sentía incómoda, peropor fin retiró sus manos y pareció contentarse rozando de vez en cuando suescote con el encaje de la manga.

Contenerse aburría terriblemente a Richelieu. Tenía costumbresversallescas y en seguida metía la mano en la bandeja. Es que, ¡caramba!,en Versalles se vive de puertas afuera y hay que aprovechar cualquiermomento de intimidad. Pero aquella noche debía ser prudente. Le habíaprometido a la marquesa no estropear el negocio asustando al pajarillo. Locierto era que no le habría preocupado sorprenderla si hubiera estadoseguro de que se iba a dejar desplumar sin armar escándalo, pero

precisamente no estaba nada seguro. Aquella celestina de Mauconseil teníarazón: se intuía que aquella beldad no era una de esas víctimas que unhombre puede ofrecerse sin preparar la maniobra. El mariscal se resignó aestar inmóvil detrás de ella, con los labios a dos dedos de su espalda desatén perfumado y las manos hormigueantes pero quietas. Estabaterriblemente enervado cuando llegó el entreacto y se volvió a su cómplice.

— ¿No sentís curiosidad, marquesa, por saber quién está hoy en lospalcos que tienen la reja cerrada?

 Y mandó también a la Chaulieu a buscar sorbetes de rosa.

Antes de salir, la señora de Mauconseil le lanzó al duque una ojeada deaviso, pero una vez en el pasillo se dio cuenta de que Froment, el criado de

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diversiones de Richelieu, estaba ante la puerta del palco con su cara deperro guardián. Se alejó muy inquieta.

Con un gesto furtivo, Richelieu corrió el cerrojo y volvió junto a la joven.Antes de salir, la Chaulieu había iluminado el palco y por primera vezaquella noche vio realmente a Jeanne. Bajo la suave luz de las velas todobrillaba en ella, sus cabellos rubios, sus ojos dorados, la seda cremosa de suvestido, con una armonía delicada, deliciosa.

—Ruiseñor, sois más bella de lo que está permitido cuando se es formal—dijo, sinceramente deslumbrado—. Pero ¿sois formal, después de todo?¿Puedo ofreceros un vaso de vino de Chipre y algunas peladillas?

—Sí, monseñor, gracias —respondió ella, sonriente—. El sí vale porvuestras dos preguntas: la formalidad y el vino.

—Bien por lo uno, mal por lo otro —dijo él con fingida bonhomía.

Abrió su secreter, sacó dos vasos y un frasco de cristal con grabados enoro. Sirvió y durante un rato se esforzó por seguir la conversación que ellahabía empezado sobre la Ópera cómica de Favart. Estaba tan poco atentoque soltó alguna tontería, ella le echó una ojeada sorprendida y élaprovechó para jugar la baza de la franqueza.

—Sois vos, ruiseñor, la que me hace decir tonterías. ¿No sabéis que el

deseo reprimido vuelve estúpido al hombre más inteligente? No me quitéisel seso, de lo contrario no me quedará nada para gustaros y me muero deganas de gustaros. Venga, sed buena, corazón mío, dadme el beso que medevuelva mi inteligencia. Antes estabais tan entretenida que no me habéisdado ni las buenas noches.

—Os las daré cuando me vaya, monseñor.

— ¡Nones, guapa! Todo el mundo os dirá que soy un cazador de besosdespiadado. Quiero besos por la mañana y por la noche, y si la piel es suavetambién los quiero cuando me despido para siempre.

Ella se rió de buena gana.

—Señor mariscal, ¿no os parecen asombrosas las costumbres de losparisienses de calidad? Por nada del mundo un gentilhombre se apropiaríade vuestro pañuelo, pero se apodera de vuestras mejillas sin ningún reparo.

— ¡Es que a cualquier gentilhombre le gusta la piel de rosa! —exclamóRichelieu acercándose con apetito.

Un griterío procedente de la platea le permitió a Jeanne acercarse a lareja para ver qué pasaba.

— ¡Bah, nada de particular, la juventud se divierte! —dijo Richelieudespués de echar una ojeada.

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En efecto, en la platea ahora vacía por el entreacto una pandilla depetimetres se divertía peleándose al estilo mosquetero y tuvieron que venirlos guardias, bayoneta en ristre, a echarlos a viva fuerza.

— ¡Caramba!, se diría que estamos en un antro en lugar de en el teatrofrecuentado por la crema y la nata...

En ese mismo momento, como para confirmar su observación, sintió quelas manos de Richelieu le cubrían los senos y que su boca se le pegaba a laespalda con la húmeda voracidad de una sanguijuela. Apretó los dientes,luchó en silencio para soltarse y, cuando lo consiguió, le dio un abanicazoen la cara al mariscal, con riesgo de desportillarle un trozo.

El viejo era bastante indulgente con las mujeres, pero no se tomó a bienla cosa. Su fracaso lo despechaba más que un bofetón, seguía tanhambriento como al principio y enseñó los dientes.

— ¡Señorita, olvidáis quién soy y quién sois!

Ella lo miró fijamente a los ojos, sin miedo ni cólera.

—Monseñor, ni vos sois un sultán ni yo una esclava de vuestro harén —dijo con tranquilidad antes de hacer una profunda reverencia.

La fina alusión a la obra que se representaba divirtió a Richelieu.

—Esta sí que es buena —dijo, soltándola—. Habéis ganado vuestroproceso, os dejo. ¡Pero no os perdono el beso que me debéis!

Con gesto gracioso, ello cogió los vasos de vino de Chipre que habíadejado en la mesa y volvió con el de Richelieu.

—Bebo a la salud de vuestra bondad, monseñor.

—Y yo a la de vuestra belleza, ruiseñor. Pero, ¡cuidado!, no soy buenotodos los días.

—Monseñor, no os creo.

—Ruiseñor, estáis equivocada. Sentémonos un poco, que os voy a contar

una historia. Érase una vez un mariscal de Francia lo bastante loco comopara enamorarse de una bella niña, y érase una bella niña lo bastante locacomo para rechazar el amor de un mariscal de Francia. ¿Qué creéis quepasó? Que ambos perdieron un tiempo de felicidad considerable, élardiendo de impaciencia y ella arrepintiéndose de su desdén... en unconvento.

— ¿Eso es todo, monseñor? ¿No tiene un final?

—Los niños inteligentes a los que meten en el cuarto oscuro acaban todospor pedir perdón a los adultos a los que han hecho enfadar.

—Hay niños testarudos, monseñor.

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— ¡Claro, ya lo sé! He estado tres veces encerrado en la Bastilla. Pero mecansé, uno siempre se cansa.

Ella se mojó largamente los labios en el vino licoroso.

—Monseñor —dijo—, os pido como favor que me metáis en el conventode las ursulinas de Châtillon-en-Dombes. Conozco a gente allí y me aburriríamenos. Además, las damas hacen unas tejas de anís exquisitas. Os laspodría enviar.

Cuando la señora de Mauconseil reapareció al principio de segundo acto,se le pusieron los ojos como platos. Jeanne se pavoneaba con todas sussedas extendidas en el sofá, mientras Richelieu, sentado en una silla frente

a ella, con el sombrero puesto, las piernas cruzadas, la mano derechaapoyada en el bastón, risueño y hablador, parecía el hombre más feliz delmundo.

— ¡Ah, aquí tenemos a la Chaulieu con los sorbetes! —exclamó al veraparecer a la dama de compañía detrás de la marquesa—. Ruiseñor,podréis refrescaros la garganta. Pero ¡sin duda tenéis ganas de ver algúntrozo de la obra! Vamos, corazón mío, dadme la espalda sin remilgos, yo mevoy a estirar las piernas un rato...

 Tomando a la marquesa por el brazo la arrastró al pasillo. Exultaba dealegría.

— ¡Amiga mía, qué perla! ¡Una perla rara, una perla rosa! ¡Me vuelve locoy estoy loco de haberme vuelto loco! ¡He vuelto a mis veinte años!

—De modo que habéis terminado... —dijo la marquesa, inquieta.

— ¿Terminado? —exclamó Richelieu, un poco apaciguado— Siemprepensando en lo mismo, ¿eh? Ya acabaré mañana. Esta noche dejadmesaborear mi nuevo corazón. ¡Lo tengo en estado de gracia! En una palabra,estoy enamorado.

— ¿Enamorado? ¿Vos?

—Enamorado, sí. Nunca es tarde para saborear placeres nuevos. ¡Filia esencantadora, marquesa! Espiritual y más atrayente de lo habitual en laschicas bonitas. Al mismo tiempo que sus timideces y sus manerasreservadas, tiene una manera de hablar franca y sin miedo, una libertad yun atrevimiento que la hacen sorprendente. Sí, nunca había conocido a una joven como ella.

—Querido duque, ¿acaso no pertenecéis a una sociedad en la que nadaos puede sorprender ya? Pero, veamos, al comprometer vuestro corazón,¿habéis comprometido también nuestro proyecto?

—Marquesa, ¡quiero conseguir a Jeanne más que nunca! Pero no le veo

ninguna inclinación. Convertíos en su sombra y devolvédmela suave comouna gatita. Tomad...

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Un destello de codicia atravesó la mirada de la marquesa cuando tomó labolsa.

—Gastad en ella sin contar el dinero. Toda mujer tiene un precio,averiguad el suyo. Tal vez tenga un hermano al que colocar. Hecomprobado que para una joven nada es bastante a la hora de asegurar lafortuna de su hermano.

—Todo ello me llevará tiempo. Y vos os vais a Burdeos y no volveréisantes de fin de año.

— ¡Tengo que conseguirla antes de partir o no podré aguantar y lameteré en mi equipaje de grado o por fuerza!

— ¡Ah, no, nada de raptos, os lo ruego! Estamos en 1765, duque, en1765. Y los duques ya no pueden raptar a las pastorcillas sin que se pongana aullar los lobos. Tendríais a todos los filósofos encima, y con ellos a losperiodistas, sin contar a la Iglesia, que también se pondría de su parte.

Richelieu suspiró.

—Nuestros descendientes no van a ser felices, marquesa. La libertad seacaba. En fin —continuó después de un silencio—, haced lo que podáis. Perodesde el momento en que consienta, ponedla enteramente a mi cargo, noesperéis mi regreso. Podríais instalarla en mi casita de Porcherons y...

— ¡Nada de eso! El rey se enteraría en seguida. Y no le gustaría saberque ya habéis probado el plato antes de servírselo.

— ¡Oh, el rey! Que espere.

— ¿Qué? ¿Estáis enamorado hasta el punto de renunciar a nuestroproyecto? —exclamó la marquesa, alarmada.

— ¿Quién sabe? Después de todo, Luis ya no es tan joven. Y ese belloregalo, una niña sin truco ni malicia, podría ponerlo en un aprieto. Tienefallos.

La señora de Mauconseil contempló con cierta admiración al duque

septuagenario que lamentaba los fallos de un rey de cincuenta y cinco años.—No poder ya... —dijo Richelieu con melancolía—. ¡Qué pecado,

marquesa! Uno de los peores, junto con la cobardía. Mirad, marquesa, laverga y la espada son las que hacen al hombre. El resto sólo es ilusión.

 

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Capítulo 9Capítulo 9

Refugiada en el primer palco delantero, propiedad de Richelieu, encompañía de la señora Favart y la marquesa de Mauconseil, Jeanne

contemplaba a la multitud multicolor, trufada de dominós negros, quegiraba alrededor de los bailarines. En aquella inmensa jaula esmeralda y oroestaba viviendo un suntuoso sueño colmado de personajes carnavalescos.Por centésima vez aquella noche se tocó la máscara. Era de terciopeloblanco con un volante de encaje en punto de Argentan al estilo veneciano.Se había vuelto loca de alegría cuando la Chaulieu vino a rogarle de partede su ama que fuera al baile de la Opera. Y la parte novelesca de su almase puso a vibrar cuando la dama de compañía añadió: "Vestíossencillamente y con poco volumen. Encontraréis un dominó y un antifaz enel carruaje. La cena a la que la señora os llevará a la salida del baile será

muy íntima." No había preguntado en casa de quién cenarían porque lohabía adivinado. El ligero temor que le causaba el emprendedor mariscal leañadía interés a la fiesta. Aunque se sabía prudente y formal, le halagabaque la cortejara un duque y par de Francia, pues las más grandes damas delreino proclamaban que alguien así no debía faltar en su carrera amorosapara que ésta fuera completa. Richelieu no le interesaba, pero no le habíamolestado en absoluto que le lanzara el pañuelo a la otra, a la desconocidaque ocultaba su enigmática seducción tras una máscara de terciopeloblanco. Era como si la máscara le hubiera devorado el rostro. Bajo su suavetibieza se sentía extraña a sí misma, como si por un momento viviera eldestino de otra mujer. Y a pesar de que Jeanne era razonable, aquella

desconocida enmascarada, en cambio, esperaba que una lluvia de locurasle cayera encima: al fin y al cabo estaban en Carnaval.

¡El gran palco de Richelieu estaba más frecuentado que un molino!Aunque el mariscal llevaba un antifaz de paño dorado y una peluca hechade hilos de oro que sus veintinueve amantes de Burdeos le habíanconfeccionado con sus viejos vestidos, como era la moda entre laaristocracia, a fin de agradecerle sus buenos servicios en grupo, susallegados lo reconocían y acudían a saludarlo y a charlar un rato, tratandode acercarse al joven dominó de hermosos cabellos a quien nadie lograbaponerle un nombre. Aquel rubio misterio resultaba aún más atractivo

porque el mariscal seguía el juego y no se privaba de interponer el bastónentre la dama y el gentilhombre que se acercase demasiado. Y Jeanne,

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encantada, le daba la réplica poniéndose el capuchón del dominó ygirándose. Los chismes sobre el nuevo amor secreto del célebre y viejogalán debieron correr por la Opera porque el palco estaba lleno de curiososa todas horas. A veces aparecía también alguna pareja atolondrada quebuscaba un sofá libre, lanzaban una exclamación de desconcierto al ver queno estaban solos y se marchaban entre risas. Las vendedoras de confites yrefrescos apenas podían llegar hasta sus clientes y como los sorbetes derosa no llegaban, Richelieu propuso a sus invitados salir a tomarlos a latienda de café cuando de repente vio al Picado inclinarse ante él y tenderleuna hoja de papel doblada en cuatro.

—Creo, monseñor —dijo el hombre con una sonrisa obsequiosa—, que

exceptuando al que lo ha compuesto y al que lo ha pagado, vos seréis elprimero en leer lo que se le cantará el martes en esta sala a la Prévôtcuando baile el ballet Castor et Pollux en lugar de la Lany, que ha perdido elpapel por culpa de los caprichos de la otra.

A pesar de su coquetería, Richelieu no dudó en ponerse los lentes enpúblico. El Picado conocía sus gustos y le proporcionaba material apetitoso.Era un alfeñique con una cara zorruna muy picada de viruelas, un periodistaal que había contratado por cuarenta libras al mes, más la mesa en elambigú, y del que estaba satisfecho. Esta vez su confidente le traía doscanciones de lo más grosero sobre los peligros de "la raja" de la Prévôt, por

los que el señorial amante de la Lany había pagado diez luises al cupleteroCollé. Richelieu quedó satisfecho y le pasó la hoja a la señora deMauconseil, al tiempo que le decía a Justine Favart:

—Ved esto, señora. Vuestro amigo Collé es hombre honesto, cobra cara larima pero es cierto que da la peor posible.

— ¿Es una nueva canción del señor Collé? ¿Puedo verla? —preguntó Jeanne—. En casa de Landel, un domingo, el señor Collé me hizo unascuartetas muy amables.

 Tras un momento de duda, Justine Favart le tendió el libelo difamatorio...

 Jeanne pensó que su máscara iba a incendiarse de tanto como le ardieronlas mejillas. Sintió una gran vergüenza y una gran furia al ver lo que unhombre podía escribir para divertir a otros hombres, cubriendo de porqueríala intimidad de una mujer. Dejó sin terminar su lectura, arrugó el papel y lotiró al suelo.

—Espero no volver a ver nunca más al señor Collé. Es un cerdo queengorda como un cerdo, en el fango —silbó lo bastante alto como para quela oyesen sus vecinos de palco.

Richelieu se inclinó hacia la marquesa.

—Señora, me la tenéis que retinar cuanto antes. Su mojigateríaprovinciana es demasiado exagerada para resultar divertida. Y vos, ¿qué

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hacéis plantado ahí como un candelabro? —añadió con malhumordirigiéndose al Picado—. ¿Acaso os pago para eso? Volved a vuestrotrabajo...

El mequetrefe se escabulló, no sin antes lanzar una mirada a la pazguataque lo había dejado sin un escudo de recompensa. No era fácil sacarledinero al mariscal, ostentoso en sociedad pero de una avaricia sórdida consus servidores. Dios sabe cuándo tendría el Picado una ocasión como la dela oda al coñ... de la Prévôt para sacarle algo. Para colmo de desgracias, alsalir del palco el Picado se tropezó con un gentilhombre que lo mandó de unempellón contra la pared de mármol del pasillo, tratándolo de buitre. "¡Losmuy sinvergüenzas! —exclamó rabioso, recogiendo su sombrero del suelo

—. ¡Algún día el buen pueblo debería colgar a estos hijos de puta, y ese díael Picado se ofrecerá a llevar gratis la buena nueva hasta las fronteras delreino! “El gentilhombre se sacudió el polvo con algunos golpes de pañueloinútiles y penetró en el palco de Richelieu.

—Señor de Menorca, perdonad que descubra vuestro incógnito parapresentaros mis respetos —dijo, inclinándose ante el mariscal.

Al oír la voz llena y clara que le acababa de dar su título de gloria másquerido —el que había ganado arrebatándoles Port-Mahon de Menorca a losingleses en 1756— el rostro de Richelieu se iluminó con una radiantesonrisa.

—Señor grumete, si no hubierais venido no os lo hubiese perdonado.Acercaos que os abrace y os contemple...

 Y es que valía la pena contemplar al visitante: alto y guapo, iba ademásespléndidamente vestido con un traje de seda jaspeada color ciruelabordada con hilos de oro, abierto sobre una casaca de paño dorado. Eltricornio en punto de España bajo el brazo, un broche de rubíes en lachorrera y los dos relojes joya de rigor sujetos por una cadena a losbolsillos, completaban su magnificencia un poco llamativa, pero que subuen tipo y sus actitudes hacían aceptable. Llevaba en la mano el antifaz

que se había quitado al entrar.— ¿Así que estáis en tierra? —proseguía Richelieu.

—Señor mariscal, hay que hacer el amor de vez en cuando.

—Si no tenéis mucha prisa en poneros a ello, quedaos a cenar connosotros. La cena que ofrezco es muy ligera, pero si os quedáis con apetitopodéis volver a cenar más tarde a casa de los Conti. Ya está dicho, venid aque os presente a la compañía que vais a tener y a la que no desagradarátener a otro hombre que no sea yo alrededor de la pularda...

— ¡Eh, querido duque! —dijo la señora de Mauconseil—, ¿creéis que la

presentación es necesaria y que el caballero Vincent nunca ha venido abailar a Bagatelle?

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Vincent se inclinó ante la vieja marquesa y ante la actriz, se volvió haciael dominó rubio y dirigió una ardiente mirada de curiosidad a su máscara deterciopelo blanco.

"¿Por qué milagro estoy todavía en pie?", se preguntó Jeanne, "¿cómo esque no me caigo desmayada si me está faltando la respiración?" Desde que,estupefacta, la había recorrido un hondo estremecimiento a oír el sonido dela voz de Vincent, tenía la impresión de haberse quedado vacía. "Mesostiene el dominó. Si me lo quitara, me caería al suelo", pensó. Cuando letendió la mano al corsario le pareció que levantaba un brazo muerto, perobajo el roce de sus cálidos labios volvió a impresionarse de arriba abajo, alextremo de ver su mano temblar en la gran mano morena del marino. Y él,

como si quisiera interrogarla, retuvo la palpitante mano más tiempo de loque permitían las conveniencias, mientras su brillante mirada continuabafija en la máscara con tal penetración que Jeanne sintió como si elterciopelo fuera a ceder, a adelgazarse y hacerse transparente... Al finRichelieu percibió algo insólito en la actitud de la pareja y cogió a Vincentpara acercárselo.

—Despacio, hermoso caballero, no os entretengáis demasiado por ahí —cuchicheó—. Supongo que habéis comprendido que sólo os he invitado acompartir mi pularda...

— ¡Ay, me lo temía! —cuchicheó también Vincent—. Pero ¿no me diréissiquiera el nombre de la pollita que os reserváis sólo para vos?

—Descubrir el simple nombre de un tesoro es ya demasiado. Me hevuelto desconfiado. ¡He hecho cornudos a tantos!

 Y añadió más alto, sonriendo a sus invitados:

— ¿Mis señoras se han cansado de bailar? ¿Serán tan amables de aceptarmi invitación a cenar desde este mismo momento?

— ¡Dios mío, sí!, ¡vamos! —suspiró la señora de Mauconseil—. Estosbailes eran antes muy divertidos pero se han vuelto una pesadez. Están

pasados de moda.Vincent y Richelieu cambiaron una mirada irónica, después de lo cual elmariscal, galantemente, tendió su puño a Jeanne para que se apoyara en él.

—Vamos, ruiseñor... ¿Me perdonaréis no haberos sacado a bailar? Es unadesgracia arrastrar una herida en la pierna que os duele justo el día en quequerríais tenerla sana.

—Señor mariscal, permitid que cumpla con vuestro deber con la señoritaantes de marcharnos —dijo Vincent con viveza.

Había que responder a la petición. Jeanne se esforzó tanto en desfigurar

su voz que le salió un murmullo:

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—Gracias, caballero. Es mejor que vayamos a cenar. Me muero dehambre —dijo, preguntándose cómo iba a poder tragar ni un bocado.

En los pasillos se oía por doquier el frufrú de las sedas. Vincent caminabaal lado de Jeanne y aprovechaba todas las aglomeraciones para acercarse aella y respirar su perfume. Ella maldecía su conocimiento de los perfumes,que le permitía hacerse mezclas en principio muy sutiles pero muypenetrantes a la larga, que hacía que las personas cercanas la reconocieransólo con olería. Según se moviera, levantaba oleadas de azahar, flor demanzanilla, polvo de iris y lis blanco que, mezclados, cosía en saquitos a susfaldas. Recordaba que en Charmont Vincent la había felicitado por suramillete de fragancias y con qué delectación había aspirado el aroma de su

piel, hundiendo el rostro en su cabellera... ¿Podría ser que después de habertenido tantos perfumes de amantes entre los brazos, aquel donjuán seacordase del de una ingenua pasajera? Lo esperaba y lo temía al mismotiempo. No haber sido olvidada le resultaba muy dulce. Pero que lareconociese yendo del brazo del más célebre libertino del reino, ¡quéhorror! ¡A ver cómo le explicaba a un burlón como Vincent que su flirteo conel mariscal de Richelieu era inocente! Porque en aquel momento ella mismaestaba haciendo un esfuerzo terrible para no sentirse culpable.

A la salida de la galería, Vincent se quitó de nuevo el antifaz para que ledevolvieran su espada, una pequeña obra de arte de orfebrería, cuyo pomo

era de oro cincelado con incrustaciones de ópalos y lapislázuli.Una intensa cháchara llenaba el gran vestíbulo, que tenía todas las

tiendas abiertas y profusamente iluminadas. El encantador café-bomboneríaque brillaba con todos sus dorados y todas su velas, multiplicadas al infinitogracias a un juego de espejos, estaba lleno a rebosar. Toda aquellaanimación desbordaba hasta alcanzar el jardín de las Tullerías y algunasparejas se perdían entre sus oscuras frondosidades. Del hermoso cielonocturno de junio caía un suave frescor, muy propicio a los paseos galantes.

Mientras el duque y la marquesa se iban quedando atrás, Jeannedescendió al jardín entre Justine Favart y Vincent. Cuando se pararon en el

lindero para esperar a los otros, el tacón de Jeanne tropezó con una piedra,se agarró a la manga de Vincent y entonces sintió que le cogía la mano y laretenía con fuerza. Se puso a temblar como en el palco y se preguntó quépensaría Vincent al sentir el temblor de aquella mano que tenía cautiva.

Los tres quedaron en silencio. Jeanne y Vincent porque no era momentode hablar y Justine porque se había dado cuenta del gesto. El silencio acabódevolviéndole a Jeanne la calma y la conciencia del momento que vivía.Quiso entonces que a Justine se la tragara la tierra para huir con Vincentbajo el bosque de castaños, o hasta el fin del mundo, hasta el fin de lostiempos. "Lo amo". Esta evidencia se le apareció bruscamente y la inundó

de alegría. Impulsiva, apoyó la cabeza en el hombro de Vincent...— ¡Hum, hum, hum! —exclamó Justine.

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Vincent soltó la mano de Jeanne, se apartó de ella y se volvió hacia lasluces de la Opera.

"¡La carroza de monseñor el duque de Richelieu!", anunció a gritos unpregonero, sin otra utilidad que atrapar una monedita porque Froment, elcriado del mariscal, abría ya la portezuela.

—Querido grumete, ¿cómo habéis venido al teatro? —le preguntóRichelieu al corsario.

—En un coche destartalado que me espera allá abajo, con un caballejoque debería aguantar hasta llevarme a vuestra casa.

"¡La carroza de la marquesa de Mauconseil!", bramó el pregonero.

  Jeanne avanzó hacia la carroza de la marquesa al mismo tiempo que Justine. Richelieu dejó pasar a una, pero retuvo a la otra.

—Hacedme el honor de sentaros junto a mí, señorita... Por otra parte, ¿yasabéis que estaremos como nuevos después de la pularda? ¡No os invitocenar, sino a pasar hambre!

El magnífico hotel de la calzada de Antin, donde Richelieu se habíainstalado desde hacía ocho años, constituía el más suntuoso y refinado delos decorados para las recepciones del mariscal. Las maderas esculpidas,las pinturas, las tapicerías, los cortinajes, todo había sido escogido para

ofrecer el deleite más armonioso al ojo más exigente. Cada mueble era unaobra de arte de la ebanistería, y cualquier bibelot, una maravilla de laorfebrería, la porcelana o el bronce. Una profusa colección de jarroneschinos, inmensos biombos de laca negra en los que se desplegaban paisajesdorados, cuadros de Tiziano, de Holbein, Van Dick, Oudry, Boucher... Y, portodas partes, ramos de flores frescas sabiamente combinadas añadían unabelleza perfecta al lujo inaudito del conjunto. Se caminaba exclusivamentesobre ricas alfombras de la Savonnerie y de seda de Oriente extendidassobre el parquet marqueteado a la versallesca.

En medio de los demás invitados, Jeanne, embelesada, atravesó diversas

antecámaras antes de llegar al gran salón iluminado. La noche era bastanteclara y dejaba vislumbrar, a través de las grandes puertaventanasacristaladas, los jardines poblados de árboles y flores, animados conmármoles antiguos y un grupo de esculturas de Miguel Ángel situado bajoun cenador cubierto de rosas.

Un criado abrió la puerta doble del saloncito en forma de rotonda dondese cenaría y los invitados pudieron comprobar en seguida que no iban apasar hambre en casa del duque de Richelieu. Es verdad que sólo había dospulardas —gordas, rellenas de trufas y bañadas en crema— en el infiernillo,pero estaban acompañadas de un copioso ambigú de viandas frías y platos

dulces. La vajilla a base de piezas de plata y plata sobredorada, vasos deBohemia y porcelana blanca de China, estaba en una mesa redonda en el

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centro de la habitación, alrededor de la cual había varios "sirvientes" demadera de caoba.

—He pensado que sería más agradable servirnos nosotros mismos —dijoel mariscal.

Con una señal despidió a sus criados y tendió una mano a la marquesa deMauconseil y otra a Jeanne para llevarlas hasta el trinchero.

—Bien, amigos míos, llenad vuestros sirvientes con lo que os apetezca,sentaos como queráis y ¡qué empiece la fiesta! Yo me reservo serviros latisana. Veamos, marquesa, ¿queréis comenzar con la tisana blanca o con laroja?

Una docena de botellas de viejos vinos de Burdeos se alineaban en laconsola. Por algo el mariscal era gobernador de la Guyena y la Gascuña. Subodega de Burdeos era fabulosa y gracias a ella había convertido a todoParís a los vinos de su tierra, a los que llamaban "la tisana de Richelieu". Jeanne le pidió a su anfitrión que escogiera un vino para ella y él le sirvió unGraves de Vayres, de color amarillo miel muy carnoso a la vista. Vincent lesirvió filetes de esturión ahumado y se encontró sentada entre el corsario yel mariscal. Éste levantó su vaso.

—Brindemos por nuestras bellas misteriosas —dijo.

Alrededor de la mesa había tres muchachas con máscaras de terciopelo. Jeanne se había sentido aliviada de su angustia al encontrarse con los otrosdos dominós en el patio del hotel de Richelieu. Uno acompañaba al condede Lauraguais, el otro al mariscal marqués de Contades. Sin duda, algunode los poseedores de una dama enmascarada no tenía ningún interés enenseñarles su último descubrimiento a los demás, pues se había decididoque las tres damas de incógnito no se quitarían la máscara aquella noche.Vincent, el único que no iba acompañado, fue el primero en responder albrindis de su anfitrión.

—Señores, brindo por nuestros frutos prohibidos.

—Hacía mucho tiempo que no cenaba con máscaras —dijo Contades—.Nos hemos convertido en rústicos ansiosos de realidades, ya no disfrutamoscon los placeres de la imaginación.

—Querido —dijo Richelieu haciendo una mueca—, los regalos que noshace la imaginación son a veces fastidiosos. ¡Una noche, en una alcoba deGénova, me juré que nunca más me acostaría con una máscara! ¡Dios! ¡Conqué cara me encontré al día siguiente al despertarme!

—Por una vez que hicisteis una buena acción no debéis arrepentiros —dijo la señora de Mauconseil—. No os llevaréis muchas al más allá cuandopartáis.

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— ¡Eh, señora! Rendir buenos servicios es un placer de hombres jóvenes.No es que hoy falte buena disposición, pero se ha perdido el gusto.

—A propósito de máscaras, ¿os acordáis, duque, de aquella fiesta tanpoco enmascarada que disteis una noche en Hannover? —dijo Contades.

—Contádnosla, sí —rogó Lauraguais—. Supongo que aparte de la caratodo lo demás estaba al aire.

De pie ante el aparador, el conde trinchaba una de las pulardas con unahabilidad de cocinero consumado, sin salpicarse lo más mínimo su traje desatén color vientre de cierva. Junto a él, la señora Favart llenaba los platosde ave trufada.

— ¡Dios! ¿A qué esperáis, conde, para lanzar a nuestros mariscales porlos senderos de sus buenos y viejos tiempos de guerra? Tendremos paratoda la noche.

Lo cierto es que Richelieu y Contades, enardecidos, estaban ya en plenacampaña prusiana. Nada les gustaba más que evocar sus recuerdos debatalla. Sólo se veían para eso, para ganar otra vez la guerra de los SieteAños, que el imbécil de Broglio (según Contades) y el infame de Soubise(según Richelieu) habían perdido poco antes.

Vincent se inclinó hacia Jeanne.

— ¿Os sirvo más vino? Nuestro proveedor de tisanas nos ha olvidado, ycreo que para rato.

—Me gustaría ver los postres —dijo ella levantándose para que laacompañase.

 Ya no temblaba. No disfrazaba la voz. No sentía ya la falsedad de susituación porque sólo sentía la embriagadora presencia de aquel hombre,que había sido el primero en tomarla en sus brazos, cubrirla de besos ydesearla hasta el punto de querer llevársela con él. Si en aquel momento, ydelante de todos le hubiera cogido la mano y le hubiera dicho "Vámonos", lohabría seguido sin decir palabra. No le importaba nada, salvo saber... sabersi hoy, tanto como ayer, seguía teniendo ganas de llevársela con él. Y en elfondo no tenía dudas.

— ¿Habéis escogido el vino?

—Servidme el que prefiráis.

Bebió un sorbo pensando: "Bebo a la salud de mi locura", y otro rogando:"No quiero que mi locura me abandone".

Una de las máscaras, que se aburría con la guerra de los mariscales, seplantó también delante de los postres y comenzó a atiborrarse de dulces.Sin duda la chica estaba en edad de comer bombones. Su mentón, sushombros, sus codos, sus muñecas eran los de una adolescente, y su vozrisueña era todavía aguda. No debía tener más de catorce años: al marqués

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de Contades le gustaban realmente jóvenes. Entre dos bocados de turrón, lepequeña hundió la nariz en un gran ramo de rosas pálidas que había en un jarrón de plata.

— ¡Qué bien huelen! Son bonitas, ¿verdad? Tienen el mismo color que laconfitura de rosa.

—Claro, son rosas de Puteaux, que dan buena confitura —dijo Jeanne,sonriéndole—. También se obtiene de ellas una excelente tisana. Y jarabes.

— ¡Oh, a mí las tisanas...! —dijo la pequeña, haciendo una mueca—. Pero,la confitura de rosa, ¡eso sí! Me encanta que me la sirvan con el café. ¡Esmuy elegante porque la confitura de rosas es tan cara...!

 Jeanne le echó una ojeada a Vincent, repentinamente avergonzada. Lapobre muchachita hablaba y se comportaba de tal manera que tuvo laimpresión de estar cenando con dos pupilas de la Gourdan o la Brisset, ocualquier otra patrona de burdel que provee a los grandes. Como paraacentuar aún más su posición de tercera máscara sospechosa, la niña se leacercó para decirle en voz baja:

— ¿Os parece que mi vestido es bonito?

Llevaba, en efecto, un vestido muy bonito y de buen gusto, de sedablanca salpicada de florecillas de colores, montado sobre un miriñaque

pequeño doble.—Es encantador —murmuró Jeanne.

—Es la primera vez que llevo un vestido tan bonito —continuó la pequeñacon más confianza—. Y todo gracias al señor marqués, que es muygeneroso. Pero el duque de Richelieu es todavía más rico ¿no? ¿Es generosoen proporción? También vuestro vestido es bonito, ese verde almendraarmoniza de maravilla con vuestra tez y vuestro cabello. Y además tenéisbastante pecho para lucir el escote... Decidme, ¿el duque os ha regalado joyas?

Aquello era un suplicio para Jeanne. Al fin pudo librarse de la parlanchinay se acercó a Vincent, con la excusa de mordisquear una ciruela pasaconfitada.

— ¿Por lo que parece, conocemos bien las flores, eh? —lanzódescuidadamente Vincent, cogiendo también una ciruela y señalando lasrosas de Puteaux.

Ella se volvió completamente y le ofreció toda la máscara como si se lahubiera quitado.

—Se las conoce bastante bien —dijo desafiante.

El hizo con cuidado un plato de dulces y se lo llevó a la señora Favart,volvió a por otro para la marquesa de Mauconseil y un tercero para la

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desconocida vestida de color botón de oro que estaba sentada junto alconde de Lauraguais.

—Yo estuve a punto de aprender también —dijo por fin—. Tenía queembarcar a una joven botánica en mi Belle Vincente, pero, en el últimomomento, la señorita cambió de idea.

— ¿Lo sentisteis?

—Durante algún tiempo. Era una muchachita encantadora a pesar de sersabia.

Ella preguntó con una dulce voz casi mendicante:

— ¿Ya no la echáis de menos en absoluto?La respuesta le cayó como una bofetada.

—No, en absoluto. Ahora ya es vieja.

— ¡Vieja! —exclamó ella con voz sorda. Y apenas pudo llegar hasta lamesa, con las piernas temblorosas y los ojos inundados en lágrimas.

"¿Por qué, Dios mío, por qué, si yo ahora lo amo?" ¿Tendría razón Emilieal decir que para una mujer en seguida es demasiado tarde? Por suerte elgrupo estaba demasiado alegre a causa de la comida, el vino y laconversación picante para darse cuenta de la muda y repentina tristeza de

una de las invitadas. Los mariscales, arrebatados por sus recuerdos, con lacabeza llena del retumbar de los cañones y de la música de las cancionesaptas para matar y beber, reclamaban en ese momento Fa Fanchon agritos.

  — ¡La Fanchon, señora, La Fanchon! —pedían a coro, con los vasoslevantados hacia Justine Favart.

— ¡Ah, señora! —continuó Richelieu, repentinamente sentimental—¡Mientras estéis vos para cantar Fa Fanchon, Francia sentirá correr por susvenas la gloria de la batalla de Fontenoy! ¿Os acordáis de aquel oficial conlas ropas destrozadas y todo negro por la pólvora, sentado en un tambor

delante de la tienda de mariscal de Saxe, que escribía de prisa y corriendouna canción para celebrar la victoria? "Sobre todo hacednos una bienaguerrida", bramaba Saxe cada cinco minutos. Todo el mundo estababorracho de gloria sin haber visto siquiera una botella. La tierra aúnhumeaba del calor de la batalla cuando vimos a la pequeña Favart, unapicara Favart de veinte años, subiéndose a un túmulo, por encima de losmuertos y los caballos reventados, para entonar la más bella canción queconozco, "Amigos, hagamos una pausa..."Fue como si a Justine le hincaranuna espuela. Recuperando de golpe su ardor de muchacha que seguía a losejércitos tocando su zanfoña, la cantante se arremangó las faldas, se subió

a una silla y se puso a cantar a plena voz la célebre estrofa que, salida deFontenoy, recorrió toda Francia.

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¡Ah cuan dulce es su rostro,

Que acompaña nuestro deber!

¡Le gusta reír, le gusta beber,

Y cantar con todos nosotros!...

Irresistiblemente, todo el mundo se puso a cantar la fogosa canciónexcepto Jeanne. Vincent se había sentado al clave y tocaba la melodía congolpes secos. Faltaban los pífanos y los tambores, pero evocaba bastantebien el estruendo de soldados y muchachas sentados en el gran banquetede la victoria. La voz aguda y en falsete de Richelieu se esforzaba pordominar el coro. Todo él muy erguido a causa de su entusiasmo viril, el viejomariscal le había cogido la mano a su vecina de mesa y seguía con ella elritmo. De repente, arrastrado por un cuplé más libertino, le soltó la mano, lacogió por la cintura y la atrajo para estamparle un beso en el cuello.

Furiosa — ¡a Dios gracias Vincent no había visto nada!—, Jeanne se soltótan bruscamente como una cantinera ofendida y silbó a media voz peroclaramente:

— ¡Señor mariscal, os estáis comportando como un vulgar soldado raso!Richelieu contempló a Jeanne con ojos desorbitados, luego prefirió

bromear.

— ¿Sabíais, ruiseñor, que la impertinencia no me disgusta cuando sale deuna linda boca? —replicó en el mismo tono confidencial, al tiempo quedeslizaba la mano bajo la bocamanga de muselina para cosquillearle elhueco del brazo.

—Monseñor, vuestra indulgencia me tranquiliza, tanto que os rogaría queretirarais vuestra mano de donde está —murmuró ella en tono amable.

La Fanchon dio la señal de las canciones de los postres. Bien que mal,cada uno cantó la suya, pues había que seguir la moda, que triunfaba portodas partes, lo mismo en las cenas elegantes de los gentilhombres que enlas de los sabios o en las bodas campesinas. Para resultar de buen tono enlas reuniones había que saber al menos una canción populachera, ygeneralmente se sabía más de una. La chiquilla pervertida del marqués deContades sólo sabía rondas de su pueblo. Con su vocecita aguda atacó una,ingenua y cruel, en la que se llora a una mocita recién casada.

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Como la rosa deshojada

Ella pronto será.

Como una ciruela cosechada,

 A ella se la comerán.

Y así la pobre infortunada

Pronto se marchitará...

El corazón de Jeanne se llenó de ternura por la niña cortesana al mismo

tiempo que de odio hacia quienes la compraban de aquel modo. En esemismo instante, sintió una mirada pesando malévolamente sobre ella.Levantó la vista y encontró en los ojos de Vincent un brillo tan duro que sutristeza llegó al colmo. Se sintió desgraciada hasta el punto de notar undesfallecimiento, ella, que nunca se cansaba. A partir de aquel momentosólo tuvo un deseo: que acabase aquella velada torturante, poder huir parair a sollozar a su almohada. Pero no se atrevía a levantarse y desaparecer,esperaba con paciencia y se despreciaba por esperar. Pronto tuvo miedotambién de que la reunión acabase en orgía. Contades había sentado a lachiquilla en sus rodillas para darle a comer mazapán. La opulenta Venus deLauraguais, medio bebida, chascaba la lengua como una pintada satisfecha,

mientras el conde, que tenía una mano debajo de la mesa, le contabahistorietas escabrosas, y la Favart, también achispada, recreaba en elmantel las maneras de húsar que el difunto príncipe de Saxe gastaba en lacama. La marquesa de Mauconseil, a la que todo ello le recordaba supasado galante, se reía como una loca mientras bombardeaba al grupo congarapiñadas.

Por suerte, Jeanne se encontraba bastante protegida entre Richelieu yVincent. Pues cuando el mariscal tenía cerca a un antiguo combatiente de labatalla de Menorca, nada, ni el más novedoso de sus caprichos lúbricos,impedía que se lanzara una y otra vez a rememorar las peripecias del gran

éxito militar de su vida. El desgraciado militar o el desgraciado marino alque atrapara no podían ni soñar con huir de las escolleras de Port-Mahon, yVincent ni pensaba en ello. Al contrario, con una cortés sonrisa en los labios,parecía dispuesto a soportar hasta el amanecer el monólogo de su anfitrión.Su mirada recorría sin cesar a la joven silenciosa que tenía a su izquierdacuya mano, que descansaba junto a un plato de frutas disfrazadas que nohabía tocado, se estremecía a cada una de sus miradas. Al dejar sentirsobre ella el peso de su mirada parecía querer provocar algo... Finalmente,ella suspiró y se inclinó hacia Richelieu.

—Monseñor, disculpadme pero me ha entrado una migraña horrible. El

vino, seguramente... Permitidme que me retire. Si la señora de Mauconseilquiere prestarme su carruaje se lo devolveré en cuanto llegue a casa.

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La voz de Vincent se dejó oír por encima del pequeño barullo queprovocaron las palabras de Jeanne.

—Señor mariscal, como ya sabéis que debo ir al hotel de Conti, dejaréprimero a la señorita en su casa, si ella me lo permite.

— ¡Nada de eso! —exclamó Richelieu—. ¡Sería una imprudencia! Laseñorita no debe salir de aquí hasta que se reponga. Corazón —añadió conuna ternura no fingida—, os daré a tomar mi agua de opio y os echaréis unrato. Os llevarán a casa en cuanto estéis mejor.

A la falsa enferma le costó un gran trabajo librarse de la solicitud delmariscal y de los ruegos de la doncella que había acudido a su llamada en

enaguas y cofia de noche. Se vio obligada a adoptar un tono de medioresucitada para hablar.

—Mil gracias, monseñor, vuestras bondades me conmueven, pero osagradeceré que me dejéis marchar. En casa tengo una medicina especialpara mis migrañas. Estoy tan desolada de haber interrumpido vuestra cenaque me sentiré mejor si continuáis sin preocuparos por mí. Ya que elcaballero se ofrece a acompañarme...

¡Por nada del mundo Richelieu hubiera querido confiarle su pequeñabeldad al corsario que le había hecho la competencia con las menorquinas!Con una señal alarmada le indicó a la señora de Mauconseil que jugara elpapel de tía bondadosa y ella se apresuró a obedecer.

—Querida niña, no puedo dejar que os vayáis sin mí mientras os sintáismal. Sólo estaré tranquila cuando os deje personalmente en vuestra cama...

Mientras despertaban al cochero de la marquesa que dormía junto a lacocina, Vincent le pidió permiso a su anfitrión para escribir una nota en laantecámara.

—Una misiva para deslizaría más tarde en un escote... —le explicó,sonriente.

—No me extraña, querido. El hotel de Conti es la casa de citas mejorsurtida de París —respondió con aplomo el dueño del hotel de Richelieu,casa, de paso, también muy bien surtida.

Vincent sólo escribió tres breves líneas.

El mariscal no pudo impedir que el corsario se adelantara a coger eldominó que traían para envolver a Jeanne. La muchacha sintió un deliciosoescalofrío de emoción al notar que la carta de Vincent se deslizaba entresus senos. Lo hizo con tal habilidad que nadie se dio cuenta.

Richelieu salió al patio para ayudar a las damas a subir a la carroza.

Lauraguais se reunió con Vincent en la antecámara.

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—Ya que la palomita del duque se os ha escapado, caballero, espero queos quedéis.

—Debo irme.

— ¡Yo ya me estaba aburriendo! —exclamó el conde—. Esperemos unmomento por cortesía y luego nos vamos juntos. Vamos a acabar másalegremente la noche donde queráis, en mi propia casa si os apetece. MiRoseline no está mal una vez sin máscara y tiene esas abundancias...

—Gracias, no. Estoy del mal humor y no os divertiría.

—Amigo mío, cuidaremos eso con vino de Champagne.

—Otro día, si os parece.—Me parece bien pero salís perdiendo: las encamadas a treinta luises no

son tan buenas como las de Roseline. Me pregunto de dónde ha sacado elduque a su amiga. Nunca había visto esa figura, tan fina y distinguida. Lavoz no es corriente y los cabellos son espléndidos. Habría dado cualquiercosa por desenmascararla.

—Todo llegará, querido conde. Si os vais de juerga a casa de laMauconseil, seguro que la encontraréis allí. Me han parecido muycómplices.

—Pensaba hacerlo. Pero me ha parecido que vos mismo... No querríaquitaros la presa. ¿Me dejáis a la cierva de buena gana?

—Querido conde, que gane el que más ofrezca —dijo Vincent con un tonoglacial.

 Jeanne entró en su habitación de puntillas...

Una vela encendida la esperaba. Iba a sacar la nota de su seno paraleerla antes de hacer nada, pero oyó pasos en la habitación contigua yvolvió a guardar la nota donde estaba.

Philibert apareció ante ella en pijama con expresión poco amable.

— ¿Sabes la hora que es?—Dios mío, sí, ¿es que se puede volver de un baile de la Opera antes de

las tres de la mañana? No podía irme sin mi acompañante la marquesa deMauconseil, ni obligarla a dejar la fiesta. Sabíais que estaba con unapersona de edad y podríais haberos acostado sin esperarme —respondió Jeanne con un poco de fastidio.

— Yo decido lo que debo hacer. Jeannette... —se sentó al borde delcanapé—. No me gusta que te relaciones con la pandilla de los Favart.Aunque algunos de sus miembros sean de lo más encopetados.

Ella le plantó cara.

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—Y a mí tampoco me gusta que me dejéis sola todas las noches para ir acortejar a Buffon en casa de los Jussieu o para correr a conocer los misteriosde la masonería en casa de los Helvétius.

—No seas niña, Jeannette. Sabes muy bien por qué me obligo a asistir atodas esas veladas. Un sabio necesita de la conversación estimulante desus colegas y además en esos salones hago relaciones indispensables parami carrera. He empezado muy tarde, pues he comprendido que sólo se hacecarrera en París. Tengo ya treinta y ocho años y no tengo tiempo queperder, Jeannette.

— ¿Es que yo soy acaso vuestro tiempo perdido? —preguntó ella

agresivamente.El suspiró y luego sonrió.

—No quiero discutir acerca del tiempo contigo. Tú no sientes siquiera elpasar de las horas, en cambio yo ya siento cómo se escurren los minutos.La curiosidad me devora y mis días pasan de prisa, mientras que misconocimientos crecen lentamente. Me desespero cuando imagino losdescubrimientos que ya no veré. Si hay hombres que necesitan creer en lainmortalidad del espíritu para consolarse de faltar en la Tierra, ésos son losinvestigadores. Y, sin embargo, son los que menos creen en ello.

Sorprendida y un poco avergonzada, Jeanne contemplaba a Philibertcomo si hubiera cambiado de peluca y no lo reconociera. Era la primera vezque le hablaba de sí mismo y no sabía qué actitud adoptar. Abrió la boca, lacerró y dudó un buen rato antes de murmurar:

—Sabéis ya tantas cosas... Y tenéis tantos años por delante para seguirestudiando... ¿Es posible que lloréis por las flores que nunca recogeréis?

— ¿Sabes, Jeannette, que a veces lloro hasta por las que he recogido? Sí,a veces, ante una planta cuya belleza me encanta, me da por pensar quemuy pronto el múltiple esplendor de la naturaleza se apagará para mí. Alotro lado de la muerte, ¿hay algo más que campos azules estériles?

Desconcertada, Jeanne seguía observándolo. Nunca le había visto aquellamirada oscura y vagabunda soñando con la nada. Aquella mirada siempresoñaba con algo, un libro, un cuaderno, una hoja, un hueso, la pluma de unpájaro...

— ¿Es que... acaso estáis enfermo? —preguntó con voz ahogada. Yrepentinamente, su propia pregunta la asustó y la impulsó a sentarse juntoa él en el canapé.

— ¿Estáis enfermo, Philibert? ¡Oh, si es así os cuidaré, os curaré, nuncaos moriréis, nunca, porque nunca lo permitiré!

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— ¡No, no, nada de eso! —repetía él, sonriendo y sacudiendo la cabeza—.Me encuentro la mar de bien. No sé por qué me ha dado por decir tonterías.Sólo quería reñirte por haber llegado tan tarde.

Ella acercó con el pie una alfombrilla, se arrodilló en el suelo y apoyó losbrazos en las rodillas de su amante.

— ¿Por qué no me decís tonterías más a menudo? También a mí megustaría decirlas.

—Pues dímelas.

— ¡Oh, son bobadas...! ¡Perderíais el tiempo!

—Cuéntame.Ella levantó la vista y lo observó intensamente para convencerse de que

la escucharía sin decir nada. ¡Era tan inesperado que le regalara un poco desu precioso tiempo! Bajo su pañoleta, la carta de Vincent le quemaba comoun pecado mortal. ¿Cómo había podido creer que amaba a Vincent, así, derepente? ¡Qué locura! Un vértigo de carnaval. El único hombre de su vidaestaba allí, indestructible, y además, para colmo de felicidad, se mostrabainusualmente paciente. Se apoyó en él más cómodamente. Se sintió comodebe sentirse un pájaro que vuelve al nido después de una tormenta.

Sin decir palabra, él la miraba acurrucarse. Hacía mucho, mucho tiempo,

que ella no se acurrucaba de aquella manera. Entonces era una niña flaca ysalvaje, rubia y de ojos dorados, enroscada en la hierba junto al tronco deun árbol donde él se había sentado a descansar, mientras le contaba algunahistoria sobre las ranas o los champiñones. Pero en aquellos tiempos ellanunca se habría atrevido a tocarlo. En cambio, ahora dejaba caer todo supeso en su muslo, confiada. Sintió un sensual orgullo de conquistador deniñas. Le pasó suavemente una mano por los cabellos demasiado bienpeinados y comenzó a quitarle una a una las florecillas verdes y blancas deseda engomada que lo adornaban. Lo hacía torpemente, dándole tirones enlos bucles.

—Señor Philibert...El se sobresaltó ligeramente. Ella sólo lo llamaba así cuando quería que le

prestase la máxima atención. Dejó de despeinarla y abandonó su manoentre los cabellos medio deshechos.

— ¡Señor Philibert, vayámonos de aquí! —dijo ella con voz sorda yapasionada—. ¡Vámonos los dos, vámonos al fin del mundo!

— ¿Dónde sitúas tú el fin del mundo?

— ¡No importa!

— ¿Entonces?

— ¡Lejos!

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—Lejos... —repitió él como para sí mismo.

La levantó un momento para mover la rodilla derecha anquilosada yvolvió a sentarla.

— ¿Así que ya no te gusta París? ¡Menuda noticia! Creía que eras feliz enel Jardín y estabas entusiasmada con tu tienda. Y además creía queempezabas a divertirte mucho con tus nuevos amigos.

— ¡Claro, claro que soy feliz y que la tienda me vuelve loca y que medivierto, pero...! —su voz se tornó angustiada—, a la larga, la felicidad queproporciona París puede ser engañosa...

— ¡Bah, qué cosas dices!

—La ciudad es tan divertida... Tan poblada... Hay demasiada gente entrevos y yo. Incluso el domingo, cuando herborizamos, no estamos nuncasolos. ¿No añoráis nuestras salidas de Dombes? Allí, entre vos y yo sólohabía un pequeño espacio de aire. ¡Mientras que en el bosque de Bolonia...!¡Toda aquella fila india de parlanchines siguiéndonos! Uno que lanzaexclamaciones, el otro que se ríe a carcajadas, el de más allá asustando alos pájaros y llamándoos a gritos porque ha descubierto la más mínimacentaura, porque, claro, ¡una Centaurea recogida delante del doctor Aubriotes un tesoro que merece ponerse en el herbario!

—En pocas palabras, ¿querrías alejarme de París porque estás celosa demi pequeña celebridad? ¿Tienes miedo de que acabe olvidándome de ti?

—No.

Él le levantó la cabeza y miró al fondo de sus ojos dorados con unaexpresión aguda.

— ¿Eres tú la que tiene miedo de olvidarme?

— ¡Oh, no, no y no!

Se hizo un silencio tenso.

—En París no se puede vivir en pareja —dijo ella al fin—. La gente y lascosas nos separan a todas horas.

—En suma, ¿sueñas para ambos una vida de arenques? ¿El macho y lahembra siempre juntos en el seno del banco de peces hasta el final de suexistencia?

— ¡Oh!, ¡os estáis burlando de mí! No queréis comprenderme. Pero,francamente, ¿tanto os interesa tener protectores en la Corte, un sillón en laAcademia, honores, pensiones, cartas de nobleza, el cordón de Saint-Michel...?

El reflexionó durante un buen rato.

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—Sí, creo que todo eso importa —dijo al fin—. Menos que el estudio,menos que el conocimiento, pero importa. Un hombre de ciencia necesitaser reconocido por sus iguales y colocado en su lugar correspondiente entreellos y para la posteridad. Tengo un hijo que heredará mi apellido. Y porcierto, ¿no le perdonas a tu buen amigo Lalande el que corra detrás de lagloria tanto como detrás de la verdad?

—Él ama sinceramente la gloria. Pero no creo que vos la améis con tantafuerza. Yo sé cuándo os sentís de verdad feliz: trotando por montes y valles,conmigo pegada a vuestros talones, y vestido con una vieja casaca, un viejosombrero y unos zapatones.

—¡Eh, tú quieres pegármela con eso de que vuelva a la vida salvaje,mientras a ti se te ve cada vez más a menudo en traje de baile!

— ¿Sabéis que no estoy segura de hacer lo que me gusta realmente alcorrer detrás de las frivolidades? —dijo ella gravemente—. Puede quevestirme con grandes miriñaques para ir a la Opera no sea lo que más meinteresa. ¿Tenéis de verdad deseos de pertenecer a la Academia oconseguir el cordón de Saint-Michel y todo eso?

— ¡Claro que no! Pero soy un hombre. Y si pudiera pasarme sin ciertascosas que en realidad no deseo sería un sabio, Jeannette.

 Jeanne sacó la nota, tan bien doblada, del bolsillo de su faldón, la dejósobre el escritorio, palpó una vez más a través del fino pergamino eldelgado serpentín encerrado en sus pliegues. Hacía tres años que le habíadado aquella cinta. Tiritaba de enervamiento, tanto como la mañana en quehabía vuelto a abrir la carta dirigida a Vincent para meter en ella su cinta detafetán con las palabras "Marchaos sin mí". ¿Por qué se la devolvía? ¿Quéquería decirle?

La noche anterior, tras su dulce conversación con Philibert, había decidido

no leer el mensaje de Vincent. Al menos, no en seguida. Quizá lo leeríaalgún día, por curiosidad, cuando hubiera recuperado su sensatez y elcorsario se hubiera convertido en una larga ausencia, una niñería de susquince años. Por la noche, acunada por el ritmo sedante de su corazón, quebatía más lento de lo normal, se había jurado quemar la nota a la mañanasiguiente para destruir cualquier tentación. Pero por la mañana encontróuna excusa para metérsela en el bolsillo en lugar de reducirla a cenizas: noestaba sola, en el Jardín, o en su tienda, donde trabajaba el carpintero, o enla biblioteca de los Petits-Péres, nunca había encontrado un momento desoledad, o si lo tenía era siempre demasiado breve, demasiado incierto. Demodo que la nota había vuelto bien entera a la calle del Mail y ahora estabasobre el escritorio...

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La abrió, sacó la cinta y leyó estas horribles palabras: "Sed la que erais.La ingenua fugitiva me resultaba muy dulce. La p... de altos vuelos medesagrada."

Por mucho que hizo, morderse los labios hasta hacerse sangre, crispar lospuños y meter la cara ardiendo en agua fría, no pudo evitar que los sollozosganaran la partida y la sumergieran y la abatieran en la cama, que inundóde lágrimas, rabia y pena. La humillación la destrozaba, junto con un odioimpotente contra aquel grosero. Repentinamente, dejó de sollozar y seirguió en la cama atravesada por un pensamiento que hubiera debidopresentarse antes: "¿Así que llevaba mi cinta encima?"¿Dónde la llevabadesde hacía tres años? ¿Cómo colgante de la cadena de reloj? ¿Enrollada en

el bolsillo de la casaca como un amuleto? ¿Cerca de su corazón sujetando lacruz de Malta?

Había conservado su cinta. Como algo precioso. ¿No significaba aquelloque podría hacerle daño cuando quisiera? Se puso a caminar por lahabitación con paso febril, con los ojos en llamas, retorciendo su pañuelo yahecho jirones y maquinando su venganza. "¡De rodillas!" "¡Lo pondré derodillas!" "¡Le haré pedir perdón de rodillas! ¡Y tendrá que esperarlo hastaque te crezcan cuernos!"

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Capítulo 10Capítulo 10

La Tisanière era una tienda muy bonita. La madera de cerezo de losestantes y cajones, una vez encerada y cepillada, brillaba como la seda.

Sobre este fondo de tonos marrones y rosados, los grandes botes ventrudosde loza amarilla y blanca hacían un efecto magnífico, que Mercier no secansaba de contemplar. El era quien había descubierto aquella ganga, porcuatro perras y en las barbas del ujier, en la tienda de un tendero-boticarioque había quebrado.

— ¿Qué os parece la distribución de mis botes? ¿He combinado bien loscolores? —le preguntó a la señorita Basseporte.

La pintora del Gabinete de Historia Natural retrocedió hasta la puertapara juzgar el conjunto.

—Perfecto —dijo.Había venido ella misma a colgar las acuarelas que había pintado para

 Jeanne: una vistosa amapola, una rama de enebro con sus grandes bayasvioláceas, una mata de cardillo florido y la corona de estrellas azul lila deuna campánula dentada. Añadidas al fresco floral del entrepaño de lachimenea, los cuatro cuadritos le proporcionaban a la decoración un alegrey delicado acabado.

—Tengo que daros cuatro besos, uno por pintura —le dijo Jeanne a suvieja amiga—. Son auténticas obras de arte... ¡Creo que ya sólo falta queme siente ante la caja registradora y esperar a mañana!

Se subió a un taburete alto, detrás del mostrador, y sonrió a sus amigos.Parecían tan felices como ella. Allí estaban no solamente Mercier y laseñorita Basseporte, sino también André Thouin y el padre Firmin, elboticario del convento de los Petits-Pères. El jardinero del rey había hechouna aportación de última hora: hojas de toronjil para los estómagos lentos ysemillas de lechuga, cuya decocción calma a los asmáticos. El padre Firminse ocupaba de verificar el latín de las etiquetas. Lucette, la futuradependienta, que de momento hacía de chica para todo, no se cansaba dedar un golpe de bayeta por aquí, un golpe de plumero por allá, o colocabaen su sitio algún saquito o un cesto en busca de la aprobación de la dueña.

— ¿Puedo iluminar el lustre para que se vea el efecto, señorita Jeanne?

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—Encended también los apliques —dijo Jeanne.

La fuerte voz de Aubriot se oyó justo cuando la tienda se iluminó.

— ¡Caramba, esto parece Versalles! Aquí no falta de nada. Seis velas enel techo, ocho en las paredes... ¿Estáis segura, Jeanne, de que vuestrosbeneficios cubrirán el gasto en cera?

—No voy a gastar apenas antes del invierno y para entonces habré hechouna fortuna —respondió Jeanne muy segura de sí misma.

—No podría ser de otra manera —trompeteó Mercier—. Vea si no, doctor,aquí hay plantas para todos los gustos. ¡Esto es la cueva de Ali Baba!

—Es verdad, nunca había visto una herboristería tan bien surtida —aprobó el padre Firmin.

Es cierto que Jeanne no había esperado empezar con semejante variedadde mercancías. Su amigo Thouin, siempre tan calmada, tímida ysilenciosamente enamorado de ella, había hecho verdaderos milagros. El joven jardinero en jefe del Jardín del Rey era tan conocido y estimado en suambiente que no había tenido que moverse de sus bancales, había bastadocon su recomendación para que Jeanne pudiera abastecerse de buenasplantas clásicas en los conventos de la capital que las cultivaban. Unadocena de cartas a provincias habían traído otras. El botánico Gérard de

Cotignac, a ruegos de Aubriot, había enviado de Provenza una copiosarecolecta de hierbas aromáticas, en las que predominaba el romero quetodo lo cura. La señora de Bouhey había metido en su primera caja variaslibras de tomillo, laurel, hojas de espino, corteza de abedul, tallos deangélica y de ruibarbo y otros productos del huerto de Charmont, más unaamplia provisión de flores silvestres de Dombes. Hasta Marie, cuyoavanzado embarazo la fatigaba mucho, no se había olvidado de contribuir alabastecimiento de La Tisanière con un envío de hojas de grosellero negro,hiedra trepadora y pétalos de rosa.

—Absenta... Aciano... Culantrillo... Capuchina... Estragón... Gordolobo...

Lentamente, Aubriot pasaba revista a las etiquetas.—Estupendo surtido —dijo al fin con satisfacción.

Luego volvió a la letra C.

—Pero... ¡no veo la cola de cereza!

— ¡Mi cola de cereza! —exclamó Jeanne desolada—. Olvidé cogerla en elhuerto de los canónigos de Saint-Victor.

—No os queméis la sangre, señorita —intervino Lucette—. Se laencargaré a mi hermanito Banban. Porque el señor doctor tiene razón, nopodemos abrir sin tener cola de cereza, perderíamos ventas. La gente,sobre todo los hombres, ¡es increíble lo mucho que se preocupan de orinar!¡Nunca orinan bastante, al parecer! ¡En cuanto saltan de la cama, corren al

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orinal, y cuanto más lo llenan más contentos se ponen, como si orinar fuerael mejor momento de la cosa!

— ¡Lucette! ¿No os he dicho ya que dejéis de hablar de esa manera yadoptéis un tono más educado? —le advirtió Jeanne, enfadada.

—Es verdad, perdonadme. Pero esta tarde aún estoy haciendo de criada,¿no? Ya veréis mañana, cuando me arregle bien como dependienta, no mevais a reconocer. No hay nada como ir arreglada para que se te ponga unpico de oro y modales de lencera.

—Eso espero —dijo Jeanne mordiéndose el labio para no reír.

— ¿Crees que has escogido bien? —le murmuró Philibert al oídoseñalando a Lucette con la mirada.

—Pues, claro, claro, lo va a hacer muy bien.

 También a ella la preocupaba haber tomado con prisas a una arrepentidaque se había escapado de la casa de citas de la Nadine, pero se guardabamucho de decírselo a Philibert. El instinto le decía que él era incapaz decreer en la conversión de una pupila de la casa. A ella la muchacha le habíagustado en cuanto había aparecido un día por La Tisanière en obras enbusca de trabajo y lo había pedido con las palabras más crudas: "Estoyhasta la coronilla de la casa. Me alimentan bien, pero me revienta. Busco a

una patrona que venda algo distinto. Un patrón, no, eso sería salir de unacama para caer en otra por menos dinero. ¿No necesitaréis una ayudanteavispada? En cuanto a la conducta, os puedo garantizar que los hombresme desagradan. ¡Me han regalado virtud para cien años!" La graciosa, consus cabellos rojos ensortijados, su naricilla respingona, sus ojos de un azulvivo. Y avispada también, quizá en exceso. Jeanne había decidido emplearlapor jornadas, por doce sueldos en verano y nueve en invierno, más ropa detrabajo y alojamiento en la trastienda, un minúsculo gabinete dondeCasanova había dejado una silla, una mesa y un jergón de criado.

Al tiempo que hacía una buena acción, Jeanne había hecho también un

buen negocio. A las pocas horas Lucette la adoraba, trabajaba de más yponía su granito de arena en los proyectos de Jeanne, de tal manera queauguraba un buen sentido comercial. En aquella víspera de apertura,mientras Mercier, Thouin, la señorita Basseporte y el padre Firmin se habíanreunido en torno a Aubriot para escucharlo discurrir sobre el buen uso delas tisanas, Lucette se acercó a Jeanne para hablarle en voz baja.

—Es verdad que el señor doctor habla tan bien como decís. Parececonocer a fondo todo eso de las infusiones, las decocciones, lasmaceraciones y toda lo que cuelga.

—El señor Aubriot es un gran sabio —dijo Jeanne con orgullo.

—Bueno, pues a ver si nos sirve de algo. Porque nos falta otra cosa, y esuna buena tisana para las barrigas gordas, una receta secreta, ¿entendéis

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lo que quiero decir? El doctor nos la apuntará y nosotras prepararemos lossaquitos y entonces, creedme, si la tisana funciona ¡nuestra Tisanière sepondrá a reventar de público!

—Escucha, Lucette, está prohibido vender esas drogas —murmuró Jeannemolesta.

Desde lo alto de sus veinte años, Lucette le sonrió con la indulgencia deuna abuela.

—Estamos en el Temple, señorita Jeanne. Y en el Temple se vende detodo. Y esta es una buena dirección para que las damas compren el remediocomo quien compra un bien prohibido.

—Quiero clientela elegante y no creo que las damas de buen tono seatrevieran a pedir... en una tienda con clase...

—Puede que algunas burguesas no se atrevan, pero quedan las putas ylas grandes damas que bien que se atreven y, creedme, ¡eso es un montónde gente! —se burló Lucette—. La Nadine vende todo lo que quiere de supoción para no parir y sin embargo sé muy bien que no sirve para nada. Leecha jengibre, nuez de agalla o semilla de alhelí, pero como si nada, tanto sios la tomáis como si no, no pasa nada y además os arriesgáis a tener unafluxión. Pero como decís que el señor doctor es un sabio, sabrá hacer algomejor que una fulana o un charlatán del Puente Nuevo.

 Jeanne se había puesto escarlata.

— ¡Lucette, no volváis a hablarme de eso nunca más!

—Bien —suspiró Lucette—. Lo decía por la caja. Y además haríais un buenservicio... Pero, si no queréis saber nada, vos sois la dueña.

Las palabras de Lucette habían turbado infinitamente a Jeanne. No seimaginaba hablando de esas cosas con Philibert, le resultaba impensable.Sólo una chica que había vivido como Lucette podía creer que se podíahablar de aquello con un hombre, aunque fuera vuestro amante, y aunquefuera médico. Ningún médico, por otra parte, se ocupaba de semejantescosas. Las recetas o las direcciones "deshonestas" eran cosa de mujeres.

Al ver que Lucette ponía mala cara porque la había regañado, Jeanne lesonrió.

—No tengo intención de rechazar vuestras ideas, Lucette. Si tenéisalguna otra...

Dudó, le dirigió una mirada al animado grupo que hablaba alrededor deAubriot.

—Por ejemplo, me gustaría abastecerme de plantas exóticas. Sé quemuchos marinos malteses viven en el Temple cuando paran en París y mehan dicho que no le hacen ascos a traficar con los comerciantes. ¿Estáis alcorriente?

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—Estoy al corriente de todo cuanto sucede en el Temple —dijo Lucette—.¡He nacido aquí y conozco a mucha gente! Esos caballeros se alojan todosaquí, y hasta vienen a que los enfierren, o como mínimo a tomar café,porque el café del Temple es el mejor y un maltés recorrerían todo París contal de encontrar un buen café. Llegan a tomar hasta diez tazas al día, ¡demodo que me pregunto cómo es que no se ponen más morenos aún de loque están! En fin, señorita Jeanne, id al Café de Malta y encontraréis a todoslos malteses y a todo el lote de marinos incluido. Pero me parece que sóloles interesaréis por vuestra linda cara... Los caballeros de Malta sueletraficar más al por mayor que al detalle. Aunque es verdad que algunos nodesprecian las fruslerías. Aún quedan algunos muertos de hambre entre los

malteses. Jeanne bajó aún más la voz.

—He oído hablar de un cierto caballero Vincent... Me han dicho que no lehace ascos a comerciar con la Sorel, la vendedora de modas.

—Pero, señorita Jeanne, ¡la Sorel es venta al por mayor! Él le trae ropa delujo cuando vuelve de Oriente. Esta vez le ha traído vestidos y sombreros deLondres y parece que es todo una maravilla de buen gusto y novedad.

— ¿Así que os parece que ese Vincent no se iba a interesar por mishierbas?

Lucette la miró de arriba abajo con sus ojillos azules brillando de malicia.

—Por vuestras hierbas no sé. ¡Por otras cosas vuestras podría ser! Elcaballero Vincent se muere por las damas como vos.

 Jeanne pasó por alto la familiaridad de la muchacha.

— ¿De modo que conocéis bien a ese tal Vincent?

—Aquí todo el mundo lo conoce.

—Pero vos un poco más que todo el mundo, ¿verdad?

—No sé por qué me decís eso, señorita Jeanne —dijo Lucette con tristeza

—. El caballero Vincent tiene cosas mejores que las pupilas de la Nadine.Cuando está aquí se aloja en casa del Ídolo, así que...

— ¿El Ídolo?

—La condesa de Bouffiers. ¿No sabíais que la llaman el Ídolo del Templeporque es la gran señora del hotel del prior, el príncipe de Conti?

—Sí, sí, lo había olvidado. ¿El caballero está con ella en este momento?

—Hace poco estaba aquí, pero parece que se ha vuelto en seguida aLondres, porque dice la Sorel que espera un nuevo lote de ropa de allí. Peropodría ser que viajase también por cuenta del príncipe.

— ¿Es que el príncipe también comercia?

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—Pasan muchas cosas en el hotel de Conti... Algunos viajeros llegadosdel extranjero se encierran durante horas con el príncipe, luego el príncipegalopa hacia Versalles con una gran cartera bajo el brazo, que no sueltanunca. Los criados dicen que se trata de secretos de Estado. Pero nadiesabe nada realmente y hasta la condesa se enfada porque no sabe más quelos demás.

— ¿Queréis decir que el príncipe emplea espías y que el caballero Vincentes uno de ellos?

— ¡Silencio, señorita Jeanne! ¡No he dicho eso ni hay que hablar de esascosas! —susurró precipitadamente Lucette, asustada—. Conozco a un

hombre que intentó robar la cartera del príncipe, decían que para el duquede Choiseul, pero el ladrón no tuvo tiempo de decir si era verdad o noporque lo encontraron muerto en su celda, estrangulado.

—Estad tranquila, los secretos de Estado del príncipe no me interesan.Sólo quería saber cuándo va a volver ese caballero tan buen comerciante —dijo Jeanne.

—Se lo preguntaré a Banban —respondió Lucette.

Banban, un muchachito de doce años cojo de nacimiento, había sidorecogido dos años antes en la calle Notre-Dame-de-Nazareth, en las cocinasde la condesa. Comer bien todos los días lo había curado de sus lesionesescrofulosas y enderezado bastante su cojera y en aquel momento, vestidocon la vistosa librea con los colores de la casa de Conti, trotaba para elpríncipe o la condesa y sabía mucho de lo que pasaba en su casa.

—Eso, preguntadle a Banban. Y que todo esto quede entre nosotras —dijo Jeanne al ver que su grupo de amigos se disolvía.

—Hasta mañana, Jeannette —dijo el gentil Thouin—. Vendré a comprarosalgunas cosas en cuanto abráis.

—Yo también —dijo Mercier—. Veamos, señorita, ¿qué tisana meaconsejaríais para agudizar la vista de una linda personita que no parece

darse cuenta de mis méritos?

La Tisanière se puso de moda en un día. Bastó para ello que el señor deBuffon la visitara y se pusiera a pregonar, con su poderosa voz, la excelenteopinión que tenía de la nueva vendedora de hierbas de la calle Meslay y dela calidad de las plantas que se encontraban en su tienda. En seguida huboen la Tisanière una riada de personas de calidad. No tardó en acudir unamañana la condesa de Bouffiers, en bata de satén color rosa, a procurarse

"algo contra una ronquera repentina que la había aquejado". Jeanne tuvo lasuerte de curársela con gargarismos de tisana de saúco con miel y desde

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ese momento se convirtió en la proveedora oficial de hierbas del ídolo del Temple. Todos los amigos de la Bouffiers corrieron a la tienda y una tardede finales de agosto entró en ella el príncipe en persona, pidiendo un lociónmejor que la que usaba para descansar sus fatigados ojos. Jeanne,intimidada y haciendo una profunda reverencia, supo sin embargomostrarse segura.

—Hágame caso, Alteza, y continúe usando el agua de aciano. No conozconada mejor para descansar la vista. Por algo los campesinos llaman alaciano "rompegafas". Le habrán dado a Vuestra Alteza agua vieja, así que loque hay que hacer es empelar agua recién hecha, añadiéndole a la infusiónuno o dos pellizcos de florecillas de miosotis...

Ocho días más tarde, el gran prior del Temple, al que Banban llevabacada mañana su frasquito de agua de aciano recién preparada, sólo queríaa la señorita Beauchamps, la sabia herborista de su reino. Y como la sabiaera hermosa y el príncipe amaba la belleza tanto como el saber, le concedióuna pensión de seiscientas libras para que no se moviera del Temple yasegurarse así sus servicios.

En cuanto Lucette lo supo, se puso a saltar de alegría.

— ¡Ay, señorita Jeanne, habéis nacido con buena estrella! Haberempezado tan bien es un buen augurio. Tenemos un buen prior: cuando

distingue a alguien no deja que le falte de nada. Hay quien le reprocha serduro con la ganancia y es verdad que recoge fabulosamente por todaspartes donde puede, pero también que lo da todo y más. Nuestro príncipees muy rico pero también está cosido a deudas. Un príncipe de verdad tieneque morir arruinado después de haber engrasado bien a sus sanguijuelas.

— ¡He aquí una buena filosofía! —dijo Jeanne, riendo.

—Señorita, un príncipe o es bueno o es malo. Si es bueno, sólo puededemostrarlo dando hasta la camisa —y añadió, riendo también—: ¡y éste dahasta la piel de debajo de la camisa! Pero, para un príncipe, la galanteríasólo es pecado venial, ¿no? ¡Parece que el nuestro ha tenido ya dos mil y

aún no ha acabado! Se cuida para que la cosa continúe: chocolate conámbar y vainilla triple por las mañanas, trufas en la comida, potaje de apiopor la noche, sólo cosas que calientan.

La cifra asombró a Jeanne, que exclamó, incrédula:

— ¿Dos mil? ¿Pretendéis decir que el príncipe presume de haber tenidodos mil amantes?

—Banban es quien me lo ha contado. El príncipe tiene una caja en sudormitorio en la que mete un anillo en recuerdo de cada una de ellas. Unanoche, Banban se quedó en un rincón sin que se diera cuenta cuando el

príncipe se las hizo contar a su limosnero para divertirse.— ¿Y lo creéis?

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—Tengo que creerlo por fuerza. El príncipe tiene el mío.

— ¿Vuestro?

—Tenía quince años y mi flor.

— ¿Y tuvisteis que darle un anillo a un amante de sangre real? —preguntó Jeanne, esforzándose por disimular su ironía.

—Para ese anillo todos los orfebres os dan crédito, pues les sale a cuenta.Os venden por trescientas libras un anillo que sólo cuesta ciento cincuenta ycomo el príncipe sabe vivir, os da quinientas cuando se lo entregáis, así quetodo el mundo queda contento. A mí me parece bien que el príncipe tengauna manía que haga funcionar el comercio.

—Evidentemente —dijo Jeanne con frialdad—. ¿Y si habláramos de otracosa? No me gusta que habléis siempre de asuntos escabrosos.

—Perdón, señorita Jeanne, pero es necesario que os ponga al corriente. Tarde o temprano el príncipe os hará llamar para preguntaros sobre lastisanas especiadas, y si no queréis entrar a formar parte de su colección deanillos tendréis que tener cuidado, pues el príncipe tiene mucho encanto.

—Bien, bien, Lucette, gracias por la advertencia. Tendré cuidado.

—Eso es lo que una cree, pero... Un príncipe es siempre un príncipe. ¡Si

supierais cuántas grandes damas han sacado provecho de sus anillos deduquesa o marquesa!

— ¿Ah, sí? —preguntó Jeanne a su pesar.

— ¡Figuraos! Sobre todo porque el príncipe tiene buena reputación, no vasembrando el mundo de bastardos. Sabe comportarse en la cama comosabe comportarse fuera de ella. Siempre se pone un pañuelo para descargarfuera y...

— ¡Lucette!

—... aunque dice la Du Breuille que sólo lo hace para ocultar que sólo le

sale viento, yo creo que...— ¡Lucette, callaos ahora mismo! Sois insoportable. Detesto que contéis

chismes de mi clientela, os lo digo desde ahora.

— ¡No os molestéis, pero en cuanto a eso dejad que me ría! Cuando mironuestro libro de pedidos y veo que Banban tiene que llevarle el suyo aD'Alembert para sus hemorroides, o a Contades para sus cólicos con gases,o para los dolores de vejiga de la condesa de Egmont la joven, o para lapróstata cirrótica del señor Jélyotte, o la blenorragia de la Bagarotty...¡Queráis o no, señorita, acabaréis por conocer todas las intimidades devuestros distinguidos clientes! Pronto estaremos tan informados que los

espías de Sartine y los periodistas comenzarán a frecuentar nuestra tienda.

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—Lucette, si os pillo hablando de más delante de ellos os daré una tunda—dijo Jeanne con energía.

— ¿Qué os pensáis, señorita? No me he vuelto honesta a medias —dijoLucette ofendida.

Se puso a contar las semillas de hinojo y a distribuirlas en bolsitas. Derepente, levantó la cabeza.

—A propósito de honestidad, habrá que doblar el precio de las entregasde rompegafas del príncipe.

— ¿Y eso por qué?

— ¡Toma, porque uno de sus oficiales ha venido a buscar el mismoremedio! No podéis vendérselo al mismo precio que a su amo, no seríahonesto.

Lucette demostró pronto un gran talento para anotar las cuentas de labotica, aunque lo único que tenía que hacer era copiarlas cuidando laortografía y la caligrafía. Jeanne estaba convencida de que ella no lo haríamejor. Lucette contaba con la cabeza y conocía mejor que ella las cabezas

ajenas.Desde que abrió La Tisanière, Jeanne no tenía un minuto libre. Por la

mañana seguía con los cursos de botánica del Jardín, luego se marchaba ala tienda y permanecía allí hasta muy tarde. Le gustaba mucho el Temple.El recinto era un vasto mercado hormigueante de vida. Muchos de suscuatro mil habitantes se dedicaban al comercio o al artesanado, lo queatraía a un flujo constante de clientes y curiosos. A ciertas horas el Templese llenaba de una mezcla abigarrada de burgueses, prostitutas, modistillasy grandes damas, de trajes grises y trajes ricamente bordados, de militaresvestidos de azul, rojo o blanco, de lacayos y porteros con tantos galonescomo mariscales, de eclesiásticos y pajes, de extranjeros reconocibles porsu vestimenta. Y todos iban y venían ante las mercancías expuestas a lavista, entraban y salían de las tiendas, se sentaban en los cafés paratomarse una taza de moka, cuyo cálido y voluptuoso aroma perfumabatodos los rincones del Temple. ¡Tanto olia a café que no se notaba el hedorde los orines, lo que era una ventaja sobre otros barrios de París y no lamenor!

 Tener el tiempo justo para correr del estudio al trabajo le había permitidoa Jeanne olvidar un poco su rabia contra Vincent. El insulto que le habíainfligido aún le dolía, pero le escocía menos. Ya llegaría el momento dereavivar su quemadura cuando volviera de Inglaterra y estuviera a uro de

su venganza, que por otra parte no sabía cuál podría ser, pero se decía queuna mujer siempre encuentra alguna contra un hombre lo bastante sensible

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como para haber llevado junto a su corazón y durante tres años su cinta delpelo. De momento, tenía que inventar mucho para luchar contra elsilencioso malhumor de otro hombre.

Evidentemente, Aubriot estaba satisfecho del éxito de Jeanne, sobre todoporque lo libraba de mantener a aquella coqueta en lo referente a vestidos,tocados, peluquero y otras mil naderías costosas de las que se habríaresentido su mediocre fortuna. Pero había perdido a su secretario Jeannot.Es verdad que Jeannot se esforzaba por mantener los herbarios al día, perono podía pasarse horas y horas copiando y escribiendo cartas para él, demodo que Philibert había tenido que emplear a un copista. Y había tenidoque aumentar también el sueldo que le daba al ama de llaves del doctor

Vacher para que le preparara la cena, ya que Jeanne sólo volvía a la calledel Mail justo "para sentarse a la mesa". Mientras tomaban su caldo y suensalada de buey, ella escuchaba tan religiosamente como en el pasadotodo cuanto Aubriot le contaba acerca de su jornada, pero se daba cuentade que ella tenía distracciones, que dejaba flotar su mirada, se mordía derepente el labio o fruncía el entrecejo, sin duda al recordar algo o pensar enalguna preocupación de su propia jornada de trabajo. No decía nada, perosentía una punzada de amargura comparable a la que debe de sentircualquier dios traicionado por una novicia decidida a colgar los hábitos.

La nueva Jeanne percibía muy bien los arrebatos de rencor de Philibert,

su mala voluntad cuando "olvidaba" acariciarla después de hacer el amor,una cosa que la volvía loca. Despechada, ella tampoco se quejaba y posabala cabeza en el pecho de su amante, a la escucha de su lento batir familiarque la ayudaba a dormir... A la mañana siguiente comprobaba con sorpresaque había dormido muy bien, le gustara o no a Philibert. Ya no tenía elpoder de tenerla despierta y afligida por haberlo disgustado, esperandohasta el amanecer a que él la mirara de un modo más amable. Cuando sedaba cuenta de lo que estaba ocurriendo, sentía dentro un malestar y aveces se detestaba a sí misma por no ser ya sensible a los malos humoresde su gran hombre. Pero sus ocupaciones ganaban la partida, volvía aignorar los malhumores de Philibert y ya no se detestaba por ello. Paratranquilizarse, se decía que seguía amándolo con el corazón y con elcuerpo. Sin embargo, había dejado de vivir sólo por él y para él, aunque esoaún no lo había comprendido.

Aubriot no era el único que comprobaba que le era más difícil manejar a Jeanne a su manera. La marquesa de Mauconseil la encontraba cada vezmás rebelde a su influencia, le costaba mil trabajos arrancarla de su tiendapara llevarla de paseo o al teatro.

Al dejar París para volver a su administración de Burdeos, cinco díasdespués de la cena de máscaras del hotel Richelieu, el mariscal le había

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dado consignas a su amiga a fin de que acabara para él, en su ausencia, laconquista del "ruiseñor". Desde entonces, le mandaba carta tras carta paraaconsejarla: "Acostumbradla a los placeres del oro, y cuando lo consigáis, yo sólo tendré que hacer el resto." Esta era la cantinela estratégica de ungran conocedor de toda clase de putas profesionales y de ocasión. A laatónita marquesa le había confesado su intención de alojar a Jeanne en suhotel de la calzada de Antin y de convertirla en su amante oficial si ella noaceptaba la casita de Porcherons, que tal vez estaba un poco demasiadorecargada de pinturas eróticas para servir de marco a una luna de mielsentimental. Porque lo gracioso es que el viejo libertino se había enamoradode verdad desde que ella se había hecho desear tan obstinadamente.

Pero Jeanne se preocupaba cada vez menos de los proyectos delmariscal. Apenas si la señora de Mauconseil había podido arrastrarla dos otres veces a pasear al Cours de la Reina o a tomar una limonada bajo lafresca enramada de los Campos Elíseos. Aceptaba las veladas en laComedia Italiana y la Opera, pero se negaba a cenar a continuación yrechazaba también, con la misma amable firmeza, el sombrero o el abanico,la preciosa tabaquera o el pañuelo de encaje que la marquesa le ofrecía departe del mariscal. Desconfiada por naturaleza, la señora de Mauconseilacabó por pensar que tanto empeño en despreciar esas bagatelas sólopodía encubrir un cálculo y que aquella lagarta esperaba a sucumbir ante

regalos más valiosos. Vista la situación, la marquesa decidió gastarse el orode Richelieu en su propio provecho, en espera de que volviera en persona aponer una casa particular, una carroza y un mar de joyas a los pies de lahermosa testaruda. Para justificar sus gastos le mandaba a Burdeosexcelentes noticias de su amistad con Jeanne, aunque la verdad es que laveía muy raramente.

En desquite, la señora Favart, esa otra embajadora de los placeres delduque de Richelieu, iba muy a menudo a La Tisanière. Cobraba un pequeñointerés del diez por ciento de las facturas que Banban les presentaba a lasactrices de la Comedia Italiana, donde Justine se encargaba de cantar lasalabanzas de las tisanas de la señorita Beauchamps del Temple.

 Jeanne se dio cuenta pronto de que ganaría el triple cuidando más labelleza de aquellas señoritas que su salud y se puso a buscar recetasoriginales de cremas y lociones para blanquear el cutis, eliminar las rojeces,la fatiga o las arrugas, cerrar los poros, reafirmar la barbilla o el cuello,embellecer los cabellos, afinar los tobillos, atenuar los rubores... Lasnecesidades de las coquetas no tenían límite y con tal de estar guapas nomiraban el precio. Un buen día Jeanne puso a punto una mascarilla debelleza a base de semillas de pepino, que vendía conjuntamente con unfrasco de limpieza de agua de rosas de Puteaux. Su éxito fue tal que enmenos de una semana "la máscara mágica" llegó a las bambalinas de la

Opera y al tocador de la duquesa de Choiseul. Los pedidos aumentaron ydesbordaron a Jeanne y a Lucette, ya que había que seguir preparando y

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sirviendo todo lo demás, por ejemplo una loción de tomate contra el acnéque hacía furor. Jeanne contrató a una segunda dependienta, Magdeleine Thouin, una prima de André. Madelon, como la llamaban, sólo tenía dieciséisaños pero había sido criada en los huertos del hospital de la Salpêtrière,donde su padre trabajaba de jardinero, y conocía bien las hierbasmedicinales. Jeanne pudo confiarle muchas preparaciones y respirar unpoco.

La joven herborista el Temple estaba muy orgullosa de su rápido ybrillante éxito. Había abierto a mediados de julio y en noviembre ya seencontraba a la cabeza de una tienda a la que nunca le faltaba el público yen la que trabajaban sin parar dos dependientas, sin contar a Banban, pues

el chico trotaba de aquí para allá por seis sueldos la jornada para servir alos clientes de La Tisanière. El nombre de la señorita de Beauchamps del Temple empezó a ser tan conocido como el de Tintin, el peluquero de lacalle de Saint-Honoré; el de la señorita Sorel, la vendedora de modasexóticas; o el del señor Bernard, el zapatero de la calle Mauconseil. Laseñorita Beauchamps formaba parte de los proveedores de moda de lacapital. Los hombres, sobre todos los nobles, la llamaban La Bella Tisanera.Una tarde que iba con prisa a la tienda, Jeanne oyó a un burgués decir paraorientar a un viandante: "Encontraréis al orfebre Jaubert al principio de todode la calle de la Bella Tisanera". Dio un verdadero respingo, inundada de

placer. ¿Su tienda le había dado nombre a una calle? ¡Aquello era alcanzarla gloria!

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Capítulo 11Capítulo 11

En el Jardín, la amabilidad que siempre se le había demostrado al"secretario" del doctor Aubriot estaba cambiando de tono, ahora iba

acompañada de una mayor consideración. Los Jussieu ya no la ignoraban, elseñor de Buffon la trataba con una familiaridad halagadora y presumía dehaber puesto de moda a la Bella Tisanera, pues para un gran hombre nohay ninguna presunción despreciable. Además, fingir que coqueteaba con laBeauchamps le resultaba muy agradable. Aunque hacía tiempo que ellahabía superado la adolescencia, su piel —lisa, aterciopelada, tersa como lade una niña, de color canela— tenía el atractivo de la piel del melocotónpuesta al sol y el intendente del Jardín había sido siempre un admiradorempedernido de las pieles de melocotón.

Una mañana, tras la clase del amanecer, cuando Jeanne saboreaba un

caldo de perifollo en la cocina de los Thouin, Buffon apareció de improvisoen la humilde casa, probó el caldo, tomó a su amiga del brazo y la llevófuera del Jardín para enseñarle dos caserones que estaban en venta. Hacíatiempo que el intendente soñaba con extender sus dominios hasta las orillasdel Sena haciéndose con parte de los almacenes de madera de la ciudad deParís y comprando varios de sus huertos a los religiosos de la abadía deSaint-Victor. Para obtenerlos y para construir nuevos invernaderosnecesitaba un crédito de treinta mil libras, que Choiseul se negaba a darle.De modo que cada vez que veía una ocasión de conseguir lo que deseaba,Buffon la aprovechaba. Ahora la señorita de Beauchamps tenía acceso alhotel de Choiseul, donde proveía a la duquesa, y Buffon, que conocía bien laCorte, sabía que se le conceden más fácilmente treinta mil libras a unavendedora estimada que pide un favor, que a un funcionario del Estado queviene a llorar sus miserias.

Los alrededores del Jardín estaban tan atestados de carruajes como losde un teatro en día de estreno. Durante los meses estivales, y hasta finalesde noviembre si no hacía demasiado frío, el Jardín del Rey atraía a una granmultitud de personas pertenecientes a la nobleza. Buffon y Jeanne tuvieronque deslizarse entre los vehículos...

Las dos casas que había localizado Buffon estaban en la propiedad

Patouillet, un gran rectángulo de huerta contiguo al Jardín y atravesado porun afluente del Bièvre. Ambicionaba arreglarlas para su uso, pues, por el

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momento, el naturalista más célebre de Europa, cuando no vivía enMontbard, tenía que habitar en un alojamiento oficial tan exiguo que se veíaobligado a escribir en una mesa llena de herbarios y a dormir a la aladasombra de su colección de pájaros disecados.

 Jeanne no había tenido ocasión de visitar la propiedad Patouillet. Sólocontaba con algunas casas modestas y algunas casuchas de maderarodeadas de grandes huertos muy bien cultivados. Las casas que sehallaban en venta eran bastante amplias y no tenían el tejado agujereado:eso es cuanto podía decirse de ellas. Cuando los dos visitantes salieron deverlas se sacudieron los trajes llenos de telarañas y emprendieron un paseoa lo largo de los linderos de los huertos y jardines, para volver al Gabinete

por el sendero de los estudiantes. Estaban a punto de llegar a una barrerade castaño ennegrecida por el tiempo, cuando un hombre de aspecto vivazy robusto apareció, fue a abrir la barrera y volvió a desaparecer al ver a losdos paseantes.

— ¡Vaya, un habitante del lugar que parece que huye de nosotros! —exclamó Jeanne.

— ¡Es que dicho habitante no me tiene ningún cariño! —respondió Buffonde buen humor.

— ¿De veras? ¿Y quién es ese indio?

— ¡Un carácter de perro! ¡Y que me perdonen los perros! Pocosnaturalistas tienen buen carácter, y algunos lo tienen hasta violento, cosaque he observado en Jean-Jacques Rousseau, por mucho que se diga acercade la bondad de los amantes de la naturaleza. ¡Pero es difícil encontrar unespécimen tan espinoso como el señor Adanson!

— ¡Oh! ¿Es el famoso Adanson el Africano, que nunca he logrado ver porel Jardín? —preguntó Jeanne.

—No va casi nunca. Es un salvaje. Ha vivido demasiado tiempo con losnegros del Senegal, de los que dice que son mejores que nosotros. —No

concibo que un sabio pueda estar lejos del Jardín.—Creo que asiste a los experimentos de química de Rouelle. Por lodemás... Adanson puede aprender solo, en muchas materias. Es un graninventor científico, capaz de tocar todas las teclas.

—El señor Aubriot lo ha visto un par de veces y dice que, en efecto, elseñor Adanson es un pozo de ciencia.

— ¡Un pozo sin fondo! ¡Debe de tener unos treinta y ocho años y, parasaber todo cuanto sabe a esa edad, ha debido de trabajar día y noche desdeque aprendió a leer! No es broma. Ha estudiado en el colegio de Plessis-Sorbon, donde los viejos maestros aún se acuerdan de aquel niño al que

tenían que castigar porque se pasaba las noches devorando libros. A lostrece años manejaba el latín y el griego con la misma facilidad que el

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francés, había asimilado toda la ciencia conocida y ya estaba maduro parainventar lo que faltaba.

—No habláis mal de vuestros enemigos... —observó Jeanne sonriendo.

—Querida niña, todo depende de su grado de peligrosidad. Adanson esdemasiado distraído para resultar perjudicial. Sólo le ha hecho daño aLinneo al desmontar su método de clasificación de las plantas pero, entrenosotros, ¡la reputación de Linneo ha sido tan exagerada...! Para las demáspersonas que detesta, es el mejor chico del mundo. Es un gruñón intrépido,eso es todo. Os odia con tanto entusiasmo que sus mordiscos son prueba desu interés por vos. Os insulta de tan buen corazón, con un esfuerzo tan

visible para arrancaros de vuestros errores y vuestra estupidez, que seolvida de ofenderos de verdad. Sólo sé de Rousseau que le guarde rencorpor un duelo que mantuvieron.

— ¿Un duelo? ¿A espada?

—Qué va, ni a espada ni a pistola. Por suerte para Rousseau, puesAdanson es una fina espada y un tirador temible. ¡No, tuvieron un duelo... apájaros!

— ¡Venga!

—Sí, sí. Los dos presumían de ser los mejores san Francisco de Asís del

siglo, capaces de comunicarse con los pájaros. Un día quisieron medir supoder de seducción. Todos los pájaros se posaron sobre el naturalista y alpobre filósofo sólo acudieron un par de palomos ¡y eso con ayuda de pan!Rousseau se fue con su amor propio por los suelos... y es sabido que lafilosofía no ayuda a perdonar las ofensas.

—Entonces, ¿el señor Adanson es un encantador de pájaros? ¿Tal vez setrajo algún secreto mágico de África?

Buffon se detuvo, miró a la lejanía y dijo con una voz más dulce de lohabitual:

—Supongo que Adanson tiene el mismo secreto que san Francisco. Lospájaros sienten que es un hombre de buena voluntad del que no hay quedesconfiar. Se posan sobre él como sobre un árbol.

Como Jeanne permanecía silenciosa, encantada por el cuadro queimaginaba, Buffon se puso en marcha de nuevo.

— ¿Habéis oído hablar del capitán Bougainville, que acaba de llegar delas islas Malvinas? —continuó.

—Apenas.

—Me contó una hermosa historia de pájaros. Cuando desembarcó sucontingente de campesinos bretones en el archipiélago que debíancolonizar, fueron recibidos por un silencio sobrecogedor. La isla sólo estabahabitada por animales y estos habían huido de la costa. Pero algunas horas

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más tarde la curiosidad trajo de nuevo a los que tenían alas y una nube decuriosos parlanchines los rodeó. Había allí ocas salvajes, avutardas,cercetas, patos, mirlos, tordos, somormujos, alondras, alciones, becadas,airones, chorlitos, urracas, gaviotas, reyezuelos, papahígos... ¡Fabuloso! Nose veía el cielo. Sólo tenían que tender los brazos para que setransformasen en perchas. Los airones se les subían a la cabeza, losreyezuelos se instalaban en sus hombros para acompañarlos en el paseo...¿Os dais cuenta, bella amiga? ¡Habían llegado a un rincón olvidado delparaíso terrestre! Desde el capitán al grumete, de repente todo el mundosabía hablarles a los pájaros.

— ¿Y qué más?

— ¿Qué más?

Buffon sonrió melancólicamente.

— ¿Para qué seguir? ¿No os han hablado nunca del fin del paraísoterrestre? Los hombres no sólo tienen hambre, además les gusta cazar. Hoyen día en las Malvinas pasa como en Francia desde la noche de los tiempos.Los pájaros no les dirigen la palabra a los humanos. ¿Cómo ha logradoAdanson que supieran que él tiene las manos limpias de sangre? Le pasacon todos los animales. ¡Hasta ha llegado a amaestrar arañas, que acudencuando les silba! ¡Ha discutido a causa de ellas con Lalande, ese monstruo

que se atreve a comérselas!—Me han dado ganas de conocer a ese original que habita en Patouillet.

Pero ¿cómo hacerlo?

—Pedidle a la Basseporte que os acompañe. Ella lo adora y él la soporta. Y hasta la ve con placer sólo para poder criticar a su viejo amante Linneo.

— ¿Y la señorita Basseporte lo estima a pesar de ello?

—Más bien a causa de ello, querida niña, a causa de ello. Si un sabiodispone todavía de algún enemigo encarnizado que le contradiga, significaque su tiempo no ha pasado del todo, al menos no más que el de sus viejas

amantes.—En alguna ocasión he visto al señor Adanson en Patouillet —dijo Jeanne

—, pero por desgracia huyó al vernos.

La señorita Basseporte meneó la cabeza.

—No puede soportar al intendente. Lo llama el Gran Ladrón.

— ¿El señor Buffon le ha robado algo?

La señorita Basseporte hizo una mueca entre chanzas y veras.

— ¿Y a quién no le ha robado algo el señor Buffon? Su Historia Natural es

una especie de monumento nacional al que todo sabio debe aportar unapiedra, un hueso o una flor, mejor si lo hace gratuita y anónimamente. Si

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alguien se pone a gritar "¡al ladrón!", Buffon se queda muy sorprendido,pues cuando se queda algo lo hace de buena fe y por una buena causa.

— ¿Y qué le ha robado, pues, a Adanson?

—Michel le mandó al Jardín más de cinco mil objetos de historia naturalclasificados y descritos. Los había recogido en África a sus expensas, congran esfuerzo y en medio de grandes peligros. Esperaba recibir cuarenta millibras por ellos y sólo recibió tres mil trescientas y con diez años de retraso.

— ¿Cuándo regresó de África?

—En 1754. Merecía, y mucho, que le dieran una plaza de profesor en el Jardín, pero para lo que se necesitaba un botánico nombraron a un médico,Le Monnier, porque purga y sangra al rey. Michel es sanguíneo y soportamal las injusticias. Y además creo que siente una amarga nostalgia de sugloria de hace diez años.

— ¿Fue verdaderamente glorioso entonces?

— ¡Su regreso del Senegal fue triunfal! Por sus cartas, por sus envíos demuestras, por las noticias de los marinos que lo habían conocido, sushazañas y descubrimientos fueron conocidos en Francia y en Europa antesde su regreso. Los hombres de ciencia y los curiosos se apasionaban por lasaventuras de Adanson el Africano. Cuando Michel puso el pie en Francia

después de cuatro años de ausencia, ya era célebre. Como no se loesperaba, el recibimiento en Francia lo conmovió profundamente, y ungracioso golpe de sombrero del rey lo colmó de esperanza. En el Jardín viocómo la multitud rendía culto al Baobab Adansonia que él habíadescubierto, y cómo una pelotón de gentilhombres corrían al anfiteatrocada vez que daba una conferencia sobre el África negra. La Academia loeligió como miembro, las damas lo mimaban, lo invitaban a sus cenas, se loquitaban unas a otras. Se llevaban gorras a lo Adanson, las costureras y loslenceros tenían un baobab, todo el mundo comía platos con cúrcuma, laespecia que había traído... En fin, ya os lo podéis imaginar, París habíaencontrado una nueva chifladura. Y luego... París siempre será París. París

adula y en seguida lo quema todo. París olvida.—París, se entiende. Pero ¿y sus colegas los hombres de ciencia, no se

ocupan de él?

—Sí. Pero ya no es el sabio de moda y se resiente. Porque, bajo su piel decactus, Michel tiene un corazón sensible... ¡Y tener la bolsa vacía no lo hacemás alegre! En recompensa por sus cuatro años de exploración en la selvaafricana, el rey le ha concedido una pensión de cuatrocientas libras. Y, sinembargo, la condesa de Séran acaba de obtener cien mil escudos, más unhotel detrás del Oratorio y un regimiento para uno de sus primos, y todo esopor haber sostenido la mano del rey tres o cuatro domingos después devísperas. Algunas comparaciones pueden agriar el carácter. ¡Y hastavolverle a uno republicano!

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— ¡Oh! ¿Siendo pintora del rey, os haríais republicana?

—Francamente, depende del día. Cuando mi pensión se retrasa, mevuelvo un poco republicana, y cuando no me la pagan, me vuelvorepublicana del todo porque tanta mezquindad me ofende. En fin, yo no hesostenido la mano del rey, ni su palmatoria ni su orinal.

Se hizo un silencio, luego Jeanne preguntó:

— ¿Creéis que el señor Adanson querría hablar conmigo de tisanasafricanas?

—Os ha visto en compañía de Buffon... ¡Os va a recibir como a un perroen una iglesia!

— ¡Pues bien, si no se da cuenta de que soy un perro muy amable, lemorderé!

Las dos mujeres empujaron la barrera de castaño y entraron.

El señor del lugar, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, searrastraba como un lisiado entre dos arriates de su huerto. Auscultaba a lascoles. No hizo el menor gesto de levantarse al ver a sus visitantes, o mejor

dicho, a su visitante y al joven que la acompañaba pues, como todas lasmañanas, Jeanne iba vestida "a lo Denis", con un simple traje masculino depaño negro.

— ¡Buenos días, Michel! —gritó alegremente la señorita Basseporte.

—Buenos días —dijo Adanson, altanero.

 Y siguió con la nariz metida en las coles, tras haberle clavado una miradafuriosa al joven rubio.

La señorita Basseporte se inclinó para darle golpecitos en la espalda aloso.

—Michel, os pido una sonrisa para mi compañero, que desea ser vuestroamigo.

—Cuando se tiene la amistad del Gran Ladrón no se necesita la mía —gruñó Adanson.

Sin desanimarse, Jeanne se arrodilló junto al sabio y acarició la col con lapunta de los dedos.

—No conocía esta especie tan finamente rizada... ¿De dónde la habéissacado?

—Le he fabricado —dijo con malos modos.— ¿Cómo?

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— Cruzando dos tipos —gritó Adanson exasperadamente—. ¿Es el GranLadrón quien os manda espiar mis coles grises?

— ¡Oh! —exclamó Jeanne, repentinamente interesada e ignorando lainsultante suposición—. ¿Estudiáis las fecundaciones cruzadas? ¿Os dedicáisa ello?

El tono admirativo de Jeanne cosquilleó agradablemente los tímpanos delmisántropo, que no pudo evitar caer en la red.

—También he inventado fresas nuevas y melones nuevos.

—Michel tiene el cerebro más fecundo que conozco. Hace undescubrimiento por día, eso si no hace más —dijo amablemente la señoritaBasseporte.

— ¡Y de qué sirve! ¡En este país no sirve de nada tener un cerebrofecundo cuando no se tiene el espinazo flexible!

Se dirigió entonces al joven rubio.

— ¿Sois jardinero? —le preguntó con brusquedad.

—No —respondió ella sonriente—. Soy jardinera.

Dos flechas de plata brotaron de los ojillos grises hundidos bajo la cornisahuesuda de los arcos superciliares. El gris vivo y móvil de los ojos parecía

mercurio; las cejas eran como dos espesos felpudos pelirrojos, de un rojocaoba claro, muy cálido y muy bonito.

— ¡Jardinera, vaya, vaya! ¿Por qué ese pantalón entonces?

—Para trabajar cómoda en el Jardín.

— ¡Humm! —exclamó él.

 Y le dio la espalda para indicar que la entrevista había terminado.

—Michel, basta ya —dijo severamente la señorita Basseporte—. Ya noshabéis enseñado las espinas, enseñadnos ahora el buen natural que ocultáis

debajo. La señorita Jeanne es mi amiga, tratadla como tal pues la quierotanto como a vos.

—Muy bien —gruñó Adanson—, si tanto la queréis no la dejéis pasearsepor una propiedad desierta con un viejo cerdo. ¿Le confiáis una chica bonitaal Gran Ladrón?

—Bien se ve que no me conocéis, señor —dijo Jeanne en tono de chanza—. Sé contestarle igual de bien a un viejo cerdo que a un viejo oso.

Adanson recibió la salida de Jeanne con una risa tan loca y tancontagiosa, que un tornado de alegría los sacudió a los tres. Adanson ayudóa Jeanne a levantarse y se encontraron cara a cara, cogidos de las manos

como para bailar. Se quedaron así un instante, contemplándose sin decir

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nada. Sus antenas se tanteaban... El flechazo también existe entre amigos yen aquel momento se produjo uno en un huerto de la propiedad Patouillet.

—Como ya es hora de comer, compartid mi frugalidad —propuso al finAdanson—. Tengo leche, pan, queso y un guiso de calabaza al fuego.

—Comed vosotros —dijo la señorita Basseporte—. Yo tengo que volver alGabinete, hay gente esperándome.

En la modesta casa de Adanson, muy poco amueblada, había un revoltijo

prodigioso, mezcla de colecciones de historia natural, herbarios, pilas y pilasde libros y otros objetos de uso cotidiano. Mientras intentaba librar unaesquina de la mesa de un montón de papeles y encontrar un mantel en unarmario repleto de muestras de minerales, Jeanne tuvo ocasión deobservarlo.

Adanson era bajo, medía unos siete centímetros menos que ella. Pero sucuerpo, que era muy proporcionado y no tenía ni un gramo de grasa,parecía de una robustez a toda prueba y se movía con elegante agilidad.Era un cuerpo de bailarín o de aventurero de los bosques: hermoso y fuerte,denso y preciso, seguramente sin complejos ni imperfecciones. Sintió que

una oleada de bienestar le recorría la médula. Su propia carne, hermosa ysólida, ávida de fatigas y de voluptuosidades, saludaba el encuentro conuna carne gemela. También la visión de Vincent le procuraba el mismoestremecimiento de alegría sensual y pensar en ello la turbó. "Bueno, y qué,es natural sentirse a gusto con las personas saludables, ¿no? ¡A veces hastaa mí me molesta sentirme como hecha de cal y arena entre tanta gente deporcelana!"—Si os parece bien, podríamos sacar la mesa al jardín. Hace soly creo que no he tenido la dicha de comer bajo un árbol desde hace milaños —propuso Jeanne.

—No tengo .parasol, pero podríamos sentarnos bajo el albaricoquero, está

en el rincón más cálido de la propiedad... Si alquilé la casa fue por esealbaricoquero —dijo, mientras sacaban la comida fuera—. Antes vivió aquí un perpiñanés nostálgico. Por eso tengo el cenador de plantas más originalde Patouillet, hecho a base de moreras y albaricoques, del que os daréconfituras.

—Tenéis suerte de poder vivir en el campo en pleno París —dijo ella conun suspiro de envidia.

—Tendríais que venir en verano, cuando mis petunias corren a lo largo detoda la casa como un río multicolor... También tengo zinnias. Ningúncoleccionista tiene plantas exóticas tan bellas, hasta el amigo Thouin está

celoso. Imaginaos toda una serie de monstruosas cabezas de terciopelocolor dorado, rojo, pardo, anaranjado... ¡Ah, tengo un bancal de zinnias

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magnífico! Un marino que volvió de México, al que le salvé la vida en lacosta senegalesa, me trajo semillas. ¡Thouin las quiere pero no las tendráporque le daría algunas al Gran Ladrón!

— ¡Qué malvado sois! —dijo Jeanne, riendo.

—No, devuelvo bien por mal, eso es todo.

—Eso es muy poco cristiano.

—No soy hipócrita. Los santos no existen.

Se sonrieron y guardaron silencio para saborear mejor el placer desentirse tan de acuerdo. Jeanne se estiró como ella sabía hacerlo, con una

gran discreción, y ofreció su rostro a la tibieza del sol con los ojosentrecerrados. Del cercano Sena, oculto por la desnuda hilera de los olmosque bordeaban el río Biévre, le llegaban los ruidos de la vida batelera deParís y los golpes sordos de la cantera de madera de la Salpêtrière,semejantes a los que producen los leñadores cuando trabajan en el bosque.Los gorriones revoloteaban alrededor de la mesa, preparados para recogerlas migas que pudieran caer. Adanson comenzó a echarles migas de pan,que los pájaros comían en su propia mano. De repente, Jeanne vio aparecer,a pequeños saltos y hasta los mismísimos pies del sabio, un conejo detraseras blancas. Adanson le dio una corteza.

— ¿Es un conejo de monte? —se sorprendió Jeanne—. ¡Pues no es nadaasustadizo!

—Los animales son asustadizos pero también muy astutos. Este sabemuy bien que no como carne.

— ¡Yo también sé domesticar a los pájaros y a los conejos de monte! ¡Ytambién a otros animales!

—Estoy seguro de que nos parecemos en muchas cosas —dijo él,contento—. ¿Tenéis apetito? Voy a buscar la cazuela.

El guiso de calabaza desprendía un buen perfume de ajedrea.

— Habladme de las flores de África —le rogó Jeanne con ardor.Enseguida se puso a hablarle sobre las lianas de orquídeas, cuyas

extrañas flores de alas de seda ponen, como por encanto, destellos decolores preciosos en la verde monotonía de los gigantescos bosquesafricanos. Y sobre las murallas de hibiscos cubiertos de enormesenredaderas y placenteramente abiertos a la tremenda luz, que descubren,en el fondo de sus embudos de color rosa, malva y azul, corazones blancosrodeados de puntos rojos, con pistilos como dardos al sol cual sexos erectospor el deseo...

Olvidándose de comer, ella lo escuchaba con los ojos brillantes y la bocaentreabierta en media sonrisa. La fascinaba la amplitud del saber deAdanson, la precisión de su memoria, el encanto evocador de sus palabras.

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Sin querer, levantaba la vista para ver balancearse en el cielo las altascopas coronadas de hermosas ceibas blancas y aspiraba a pleno pulmón elpesado perfume del alerce africano; probaba la jojoba, los higos chumbosde la higuera silvestre y el algarrobo que sabía a pan de especias,escuchaba los cantos primitivos de las negras tatuadas con henna e índigo,y de pronto sentía la maravillada y casi religiosa alegría del viajero que seencuentra de improviso ante el árbol más grande del mundo, el diosBaobab, divinidad bondadosa que se deja arrancar los frutos, las hojas, elaceite, la corteza, para dar alimento, tisanas, cremas de belleza y hastacollares a su pueblo...

—No coméis nada —dijo Adanson, interrumpiendo bruscamente su relato

—. El guiso se está enfriando. ¿Es que no os gusta? No soy buen anfitrión.¡No sólo tengo los bolsillos vacíos, sino que además tengo un estómago deespartano!

—El guiso está muy bueno. ¡Pero lo que escucho es aún mejor! ¡Diossanto, me parece estar comiendo con la Enciclopedia! — El hizo una muecade disgusto.

—Si es que os gusto un poco no me tratéis de Enciclopedia, os lo ruego.

— ¿Es que no tenéis buena opinión de ella?

—La Enciclopedia es una excelente idea. Lástima que su padre no tengaunos conocimientos tan universales como pretende.

— ¿Ah, sí? ¿Estáis en malas relaciones con Diderot? —le preguntó,recordando divertida las palabras de Buffon sobre los enfados de Adanson.

—Diderot me es simpático, pero sufro leyendo su Enciclopedia.

— ¿De verdad? Yo la encuentro muy interesante, lo confieso. Pero aún nohe leído el tomo XV que acaba de aparecer.

—Cuando lo leáis, saltaos la letra S, o por lo menos saltaos el artículo"Senegal".

— ¡Oh! —exclamó ella—. Comprendo. ¿Es que no os ha encargado a vosel artículo? ¿Y por qué?

—Sin duda porque he estado realmente en Senegal —dijo él con ironía—.La Enciclopedia es más una empresa literaria que científica. Para Diderot yosólo soy lo que pretendo ser: un obrero de la historia natural. Para escribirsobre algo no se da la pluma a los obreros, sino a los filósofos. ¿No lo habéisadvertido? ¡Pues salta a la vista! No he reconocido a mi Senegal en laenciclopedia de Diderot, pero ¡qué importa! ¡Lo habrán leído tan pocossuscriptores!

Se echaron a reír al mismo tiempo.

—Venga, comamos...

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Siguió hablándole de "aquellos lugares" entre bocado y bocado. Su voz,que era animada y a veces mordiente, se enternecía al evocar ciertosrecuerdos, y sus expresiones revelaban entonces una exquisita sensibilidadhacia las bellezas del país tropical cuyo secreto había descifrado. Duranteuno de sus silencios, Jeanne le preguntó:

—No hace falta preguntaros si deseáis dejar Patouillet para volver allí,¿verdad?

El rostro de Adanson se endureció.

—No se trata de tener o no tener ganas, sino del dinero que se necesitapara volver —dijo con tono áspero—. ¿Y quién va a dármelo?

— ¿Por qué no el duque de Choiseul? Dicen que el ministro no seconsuela de la pérdida de nuestro imperio colonial, que quiere reconstituirloy recrear una Francia de ultramar...

— ¡Palabras! Cuando uno es ministro hay que hablar mucho, y de todo unpoco, para complacer a todas las opiniones del reino.

 Jeanne se sentía tan en confianza que se permitió regañarlo.

—Señor Africano, tenéis muy mal carácter. Os enfadáis anticipadamentey os escondéis en vuestra madriguera en lugar de salir para que os vean ysolicitar apoyos para que el ministro...

Adanson dio un puñetazo en la mesa, hizo saltar la vajilla y se derramóun poco de leche en el mantel.

—Jeannette, ¡dejémonos de pamplinas! —gruñó.

Ella dio un respingo tanto por el "Jeannette" como por el puñetazo y locontempló con la boca abierta. El se inclinó hacia ella y plantó su mirada deplata viva en la mirada dorada.

—Choiseul, señorita, es un hombre de gobierno, es decir, fuera de larealidad. Es incapaz de discernir una buena idea que podría ponerse enpráctica de otra que le suene bien al oído. Hace poco me pidió un plan para

valorizar la Guayana. Le hice uno conforme la geografía y el estado deaquel país. Me lo agradeció cortésmente, lo metió en un cajón y ha enviadoa la Guayana al caballero de Turgot. Turgot no es geógrafo, ni geólogo, nimineralogista, ni botánico, ni cultivador, ni guarda forestal. Es militar, perofilosofa de maravilla sobre las colonias, los colonos, los negros y laagricultura ideal de la Francia de ultramar.

— ¿No le habéis preguntado al duque qué es lo que no le gustaba devuestro plan?

—Que es demasiado caro.

—Es verdad que el duque no tiene bastante crédito para sus proyectos, almenos es lo que se dice en todas partes.

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Adanson sonrió con amargura.

—Mi plan para lanzar el desarrollo efectivo de la Guayana preveía ungasto total de diecisiete mil libras. Sólo por ponerse a pensar en lo quepodría hacer, Turgot cobra cien mil francos. ¡Bonita economía! Señorita,Francia nunca tendrá un imperio colonial útil. Aunque sus marinos lereconquistaran un imperio inmenso, no hará nada útil con él o volverá aperderlo, porque no habrá sabido hacer con esos países verdaderos trozosde Francia felices. Choiseul piensa en nuestras tierras lejanas como unseñor feudal. Enviará soldados, gobernadores y buscadores de oro, cuandohabría que mandar a obreros sensibles, a observadores pacientes y aenamorados de lo desconocido.

—Enamorados de lo desconocido... —murmuró ella.

Decididamente, no sólo eran almas gemelas en cuanto a la buena salud,las pecas en las mejillas y la capacidad de encantar a los pájaros. Lo mirócon creciente simpatía.

Su atractiva fealdad no podía dejar indiferente a nadie, sobre todo a unamujer. El rostro, un poco pesado para el cuerpo, era ancho y algo "abollado"por un mentón cuadrado, y estaba sostenido por un cuello de toro. Todossus rasgos acusaban una virilidad potente: la frente marcada por dosarrugas profundas entre las cejas, la larga y carnosa nariz, los pómulos

salientes, las mejillas hundidas, la mandíbula carnívora y la boca grande ymusculosa con el labio inferior sensualmente abultado... Adanson llevaba,pese a la estación, un viejo sombrero de jardinero con el borde delanteroremangado con alfileres, que se había olvidado de quitarse ante ella. Iba apreguntarle si su inútil sombrero era un amuleto cuando, tal vez por haberadivinado la pregunta en su mirada, lanzó el sombrero sobre un arbusto.

—Perdonadme por no haberme quitado este ridículo espantapájaros. Soismuy amable por no haberme reprochado antes lo poco agradable de verque es.

Sin el sombrero, se veía mejor el excepcional grosor de la bolsa de

tafetán engomado en la que Adanson llevaba recogidos los cabellos.— ¿Os arruináis gastando en crin en casa del peluquero del muelle de

Morfondus para que os haga la bolsa más voluminosa que jamás he visto, oes alguna prudente costumbre africana esa de ocultar vuestro tesoro en elpeinado? —dijo Jeanne burlona.

—Guardo otra cosa, un atrevimiento mío que algunos consideratiindecente —respondió, comenzando a deshacerse el lazo que cerraba laenorme bolsa.

— ¡Oh! —exclamó Jeanne.

¡Jamás olvidaría la maravillosa sorpresa que le produjo ver aquello! Labolsa de tafetán yacía en el suelo, mientras un milagro de belleza caía por

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la espalda del hombre. Un río rojo que le llegaba hasta la cintura. Algunasvetas de caoba claro recorrían aquel esplendor, al que el sol arrancabareflejos tornasolados y destellos de luz roja y dorada. Adanson el Africanopodía muy bien envolverse en aquel chal digno de Venus. La naturaleza —error o malicia— le había concedido una cabellera de cortesana en un rostrode condotiero.

—Dios santo, Michel... —balbuceó Jeanne, estupefacta hasta el punto dellamarlo por su nombre de pila.

 Y fue más fuerte que ella: una oleada de sensualidad la lanzó con lasmanos tendidas a la conquista de aquel toisón rojo. Sus dedos se hundieron

en aquella maravilla espesa y elástica, crepitante, tibia y suave, tanagradable de acariciar como el pelaje de un gato persa. Envuelta en unplacer puramente animal, se saciaba de voluptuosidad a través de susmanos. Un sano perfume a corteza de abedul y raíz de saponaria la penetró,la misma mezcla que ella usaba para lavarse los cabellos... Sólo al cabo deun rato se dio cuenta de lo poco pudoroso de su conducta, y como él,inmóvil, parecía estar dispuesto a dejarse acariciar hasta el día del juiciofinal, ella abandonó bruscamente la cabellera mágica y se alejó unos pasosde Adanson, roja de confusión y mordiéndose furiosamente el labio.

—Perdonadme —dijo al fin con voz ronca.

— ¿De qué, Jeannette? Vuestra admiración manual es una auténticadelicia. Podéis estar segura de que no os he revelado mi secreto sinintención: sé muy bien que, al igual que Sansón, llevo el poder de miseducción en la cabeza.

— ¡Indebidamente! ¡Un hombre no tiene derecho a llevar semejante cosaen la cabeza!

— ¡Ja! Las damas de este siglo tienen una curiosa concepción de laigualdad. Quieren ser iguales a nosotros en todo excepto en la cabeza ypiensan que las hermosas cabelleras les están reservadas. Por mi parte noestoy nada descontento de la mía, que además me ha salvado la vida unas

cuantas veces.— ¿Ah, sí?

—Sí. Las damas salvajes, al igual que las damas civilizadas, puedenenamorarse de un buen pelaje y lanzarse a acariciarlo. No os imagináishasta qué punto la pasión de una Dalila negra os es útil cuando su familiase dispone a meteros en una gran cazuela o a ofreceros a las hormigascaníbales.

— ¡Contadme, contadme todo eso!

— ¿No sería más decente que antes me arreglara un poco? Debo de

parecer un antiguo galo antes de que se inventase el peine.

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— ¡Ah, todos tendríamos que peinarnos como los antiguos galos!¡Estaríamos más guapos que con peluca o con la coleta recogida con unlazo!

Con un gesto impulsivo Jeanne se llevó las manos a la coleta. ¿Por quéhizo aquel gesto de mujer que se entrega al abandono? ¡Extraño! Pero lohizo y sus cabellos se soltaron...

 Tuvo la impresión de que el tiempo pasaba como en los relojes de arena,lento y silencioso. El observó sin decir palabra la espesa y lisa mata de sedacenicienta con vetas doradas de diversos tonos, y ella tuvo miedo de que élhundiera sus manos para acariciarla... Pero él no hizo nada. La contempló y

al final murmuró solamente, con una voz tan dulcificada que sintió quepasaba sobre ella como un soplo de adoración religiosa:

—Jeannette, sois la gala más bella que nunca haya visto.

Entonces suspiró, se movió y añadió con su voz normal, animada yburlona:

—Ahora sé por qué me gusta tanto mi mesa de olmo amarillo: porquecuando la encero bien encerada se parece a vuestra cabellera.

A los dos no les quedaba más que reír y peinarse.

Luego se dedicaron a intercambiar recetas para el mantenimiento y el

embellecimiento del cabello humano. Ella ponderó el aclarado con infusiónde manzanilla en agua de lluvia y el secado al sol de mediodía, y él ledescubrió los méritos suavizantes de la decocción de la Quillija saponaria yla utilidad del polvo de Vettiveru o vetiver para evitar coger los piojos quese pasean por las cabezas no muy limpias empolvadas en escarcha.

—Si pudieseis darme suficientes raíces de vetiver, haría el polvo, lopondría en bolsitas y las vendería para llevarlas bajo la peluca —dijo Jeanne—. Podríamos repartirnos las ganancias.

—Tengo un montón de ideas. He hecho un montón de descubrimientosque podrían meterse en cucuruchos, frascos o botes, pero no tengo tiempode ponerme a ello, ¡no encuentro tiempo para encontrar! ¿De verdadpodríamos asociarnos?

— ¡No pido otra cosa! —exclamó ella, encantada—. Creedme, podemoshacer una verdadera fortuna a costa de la coquetería femenina. Vendiendoproductos femeninos de belleza en bonitos embalajes y con bonitosnombres.

— ¿Con esto, por ejemplo?

Se sentó en el suelo, como casi siempre, se quitó un zapato, se quitó lamedia, levantó la pierna y le enseñó las uñas de los pies pintadas de un

alegre bermellón.

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— ¿No os gusta? ¿No creéis que a vuestras clientas les gustaría tener diezpétalos de color amapola en los pies y otros diez en las manos? Y ademásos garantizo que resiste admirablemente al roce y al agua.

A ella le dio un ataque de risa que estuvo a punto de degenerar enconvulsiones. El, imperturbable, pero con los ojos lanzando chispas, seguíacon la pierna levantada y cogiéndose el pie como si agitara un ramo deflores rojas.

— ¡Podéis reíros cuanto queráis, pero decidme si esas clientes vuestrasque presumen de estar a la vanguardia de la moda no iban a comprar milaca de uñas!

— ¡Michel, cómo vamos a divertirnos! —dijo ella cuando por fin pudohablar.

Se divirtieron mucho.

La amistad de Adanson llegaba en un momento oportuno en la vida de Jeanne. A finales de agosto Lalande había partido para hacer su obligadotour de Italia. No iba a regresar hasta la primavera de 1766 y la joven selamentaba por la afectuosa complicidad que había perdido al marcharse elastrónomo. También Michel tenía algo del temperamento movido yexcéntrico de Lalande, de su afición por la farsa y la broma, y un espíritu juvenil y caluroso parecido, que sus rabietas contra toda clase de imbécilesconfirmaba. Bajo sui accesos de malhumor y de amarga misantropía, existíaen Adanson una alegría profunda, de esas que sienten los hombres a losque vivir nunca aburre porque tienen un cerebro infatigable en un cuerpoindestructible. Estar enamorado vuelve alegre a la gente y él estabacontinuamente enamorado, fuera de sus ideas o de sus sospechas, a lasque se lanzaba con un ímpetu típico de Aries. Lo que estuviera haciendonunca le impedía emprender otra cosa. Con el mismo frenesí con queestudiaba historia natural y química, se sentaba activamente en laAcademia, emborronaba papeles durante toda la noche o desplegaba unaintensa actividad agrícola en sus jardines experimentales... ¡Con decir que

había alquilado veinticuatro parcelas de tierra en los alrededores de París...! Y todo ello no le impedía leer abundantemente para cumplir con su cargo decensor real de obras científicas, escribir artículos críticos para las gacetas yno faltar a un solo concierto del compositor Gluck. Y hasta coquetear con lasMusas los días en que su pasión por la naturaleza se desbordaba y teníaque expresarla en rimas a la moda de la época, en las cuales los arroyosdialogaban con los olmos, las montañas con los campos y las flores con loscorazones. Para poder hacer todo eso, Adanson había adquirido algunascostumbres útiles: sólo comía cuando estaba hambriento, sólo dormíacuando se caía de sueño y, sobre todo, se mantenía bien lejos delmatrimonio, "ese sistema matemático de perder la mitad de la vida

multiplicándola por dos". Y, sin embargo, aquel gran avaro del tiempo sedejaba distraer por Jeanne siempre que ella quería.

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Como se habían asociado a la primera, con la generosidad que sólotienen los pobres, Michel quiso que ella acudiera a compartir su comida doso tres veces por semana al salir del Jardín. Él ponía su guiso de verduras alfuego, ella aportaba algún pan de especias, o tejas de anís, queso de cabrao confituras, según lo que recibiera de Charmont. Comían sin preocuparsemientras imaginaban recetas de salud y de belleza. En menos de un mespusieron a punto muchas, que fueron un éxito: loción "Buen cutis" a base deleche de lechuga, crema "Manos blancas", "Agua de encías" para lucharcontra las encías descarnadas y, sobre todo, tisanas con fórmulas muycomplicadas destinadas a lavar los cabellos embelleciéndolos al mismotiempo con hermosos reflejos. Todas las damas jóvenes que presumían de

no empolvarse los cabellos cuando no iban arregladas se precipitaron a La Tisanière para procurarse reflejos dorados, cobrizos, ala de cuervo...

Ambos igual de optimistas, en cuanto sus productos se vendían bien,  Jeanne y Michel empezaban a decir a coro: "Cuando seamos ricos..."Entonces se precipitaban en un espejismo lleno de movimiento y color en elque armaban un gran barco y se embarcaban con Aubriot y Lalande para,despreciando la tacañería de Choiseul, surcar los mares y plantar sus lupasy sus telescopios sobre todas las maravillas del mundo. ¡Ah, qué hermososeran los cuatro puntos cardinales del mundo vistos desde la propiedadPatouillet, a través de los mil sueños multicolores de Jeanne y los mil

recuerdos afrodisíacos que Michel se había traído de su festín senegalés! Lobueno que tenía Michel Adanson es que con él Jeanne podía alumbrar lossueños más extravagantes, esos "sueños sin pies ni cabeza" que se lehelaban en los labios en cuanto estaba con Philibert. Por suerte, Michel noera sensato. Ninguna idea le parecía lo bastante loca y cuando Jeannecomenzaba a delirar con las ideas más imposibles y absurdas, él añadíaunas cuantas. Entonces Jeanne se reía con todo su corazón y todo su cuerpode dieciocho años hambriento de aventuras... Sin duda fue gracias a suefervescente amistad con Michel, que la mantenía en un clima de euforia ala vez activa e imaginaria, por lo que Jeanne se dio cuenta de que Philibertse ausentaba cada vez más de su vida en común.

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Capítulo 12Capítulo 12

Philibert Aubriot nunca había querido preguntarse si amaba a Jeanne. Lahabía tomado con placer y emoción, y también con una gran ternura. Pero

¿de qué le valía la ternura de Philibert Aubriot a una joven enamorada ynacida al amor al mismo tiempo que la romántica protagonista de La nuevaEloísa de Jean-Jacques Rousseau?

En cambio, Aubriot había nacido antes de la aparición de la sensibleheroína de Rousseau, que tanta sensación causó entre el público femeninocambiando su concepto del amor. Aubriot era un espíritu de principios desiglo, volcado en la razón pura y con sentimientos más bien secos. ¡No iba aser su padre el notario, hijo a su vez de un largo linaje de notarios, quien ibaa transmitirle la menor gota de romanticismo! Ni su madre, descendiente deuna larga estirpe de magistrados, siempre ocupada virtuosamente en hacer

hijos, echarles sermones y hacer confituras. Por añadidura, el futuro sabiohabía venido al mundo con un cerebro superdotado, precozmentedominante, cuya urgentes necesidades le habían dejado poco tiempo paralos impulsos del corazón. Una inmensa sed de conocimiento lo había llevadopronto hasta la naturaleza, pero no era dado a soñar demasiado ante susmaravillas: observaba, describía, clasificaba, y eso ya lo hacía antes de losocho o diez años. Su curiosidad predominaba sobre su sensibilidad. Decolegial nunca había escrito una sola oda a la Rosa. Si de adulto se dejaballevar y escribía o hablaba de la naturaleza con sentimiento, sólo era porquese le había contagiado el vocabulario lírico de los nuevos poetas demediados de siglo enamorados de la campiña, pero en la edad de losamores románticos Aubriot nunca había escrito poemas ni delirado de amor.Además, los sonetos y los latidos del corazón se dedican siempre a las jóvenes, y Aubriot había desconfiado toda su vida de las muchachas muy jóvenes porque necesitaba grandes raciones de carne fáciles de conseguir,en lo que las jóvenes son avaras y remolonas. Su voraz temperamento lohabía empujado hacia las mujeres hechas y derechas, en las que habíadescubierto el arte de librarse de las fantasías del amor en el fuego delplacer. Pero al dedicarse tan tempranamente a corretear por las alcobashabía adquirido un auténtico virtuosismo en las artes de amar, pero pococorazón. Sin embargo, se había casado y desde que había enviudado se

esforzaba por creer que lo había hecho por amor. ¿Verdad? ¿Ilusión? Laseñorita Maupin lo había seducido de una forma bastante original para que

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decidiese casarse con ella, pero no había sido un matrimonio en contra dela razón. Al contrario, había sido muy razonable pues, gracias a él,redondeaba su mediocre fortuna. Cuando Marguerite murió la llorósinceramente. Pero, le gustase o no, se había consolado pronto y de lamanera más cómoda: no añoraba nada de su vida en Bugey con Marguerite,salvo cuando quería creerlo él mismo porque ello le servía de diplomasentimental, de salvoconducto para no caer nunca más en las trabas de lavida conyugal. Entonces, ¿por qué aquel hombre dedicado a la observacióny la meditación, que vivía tan a gusto en soledad, había cargado con Jeanne justo en el momento en que había recuperado su libertad y había decididomarcharse a París a triunfar?

Preguntárselo le repugnaba. Sólo podía darse una respuesta hipócrita. Oconfusa. Su pensamiento se hundía en aguas pantanosas y lo que másdetestaba Aubriot era perder su claridad mental. Al llevarse consigo a Jeanne seguramente se había llevado a la niña de Charmont. Mucho antesque su propio hijo, ella había tocado la fibra paternal que hay en todohombre, incluso en los menos interesados en procrear. Aquella hermosamujercita de grandes ojos dorados se le había aparecido llena de fascinadaadmiración, sensata y dócil, atenta a imitarlo, siempre dispuesta a recogerel maná que salía de su boca: la heredera ideal. Algunos años más tarde, elanuncio del embarazo de Marguerite había reavivado en él el deseo visceral

y espiritual de tener un heredero como Jeanne, que lo siguiera pegado a sustalones, se sentara a sus pies y se alimentara de lo que le pusiera en elpico, con la misma devoción que ella para convertirse en su prolongaciónhumana en este mundo. Aubriot hijo de Aubriot, el segundo eslabón de unagloriosa cadena de sabios. El pequeño Michel-Anne no había tenido tiempode decepcionar a su padre, pero tampoco de satisfacerlo. Al dejar Bugey elpadre sólo se había llevado de su hijo la imagen de un niño de dos años queapenas balbuceaba sus primeras palabras sin interés, de modo que Jeanneseguía siendo el único niño con el que era interesante tratar del quedisponía Aubriot. En el fondo, con quien había querido vivir había sido con"Jeannot", perfecto en el papel de hijo modelo del "señorPhilibert". Siempre

se había sentido a gusto con el guapo Jeannot, despierto, sólido y alegre,capaz de soportarlo todo, siempre obediente. Sí, seguramente había sido a Jeannot más que a Jeanne a quien había metido en su equipaje. Que enseguida se hubiera metamorfoseado en Jeannette podía pasar, inclusoresultaba muy agradable. Pero que Jeannette se estuviera convirtiendo en Jeanne y adquiriendo cada vez más volumen y, lo que es peor, cada vezmás independencia, ¡y hasta qué punto risible!, eso...

Aubriot había tenido un sobresalto cuando una noche en La Régence, almarqués de Condorcet —siempre tan torpe en palabras y actitudes— lepresentó a un gentilhombre amigo suyo diciendo: "Este es el señor al que

debemos la suerte de tener a la Bella Tisanera en París." ¡Nunca, ni en losmomentos de menor confianza en sí mismo, hubiera pensado que iba a

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convertirse en el botánico consorte de la famosa comerciante del Temple!Una vez en casa, le había mostrado a Jeanne un rechazo glacial cuando lepropuso aprovechar su acceso a la duquesa de Choiseul como proveedorapara conseguir que el ministro se fijara por fin en los méritos del doctorAubriot. Dispuesto a seguir siendo desconocido por mucho tiempo, queríallegar hasta Choiseul por la vía jerárquica "conveniente": los Jussieu yBuffon. ¡No estaba dispuesto a ponerse bajo la protección de aquellachiquilla!

Cuando Jeanne conoció a Michel Adanson el malestar de Aubriotaumentó. El había sido siempre su gran hombre, su constante objeto deadmiración y la respuesta a todas sus preguntas. De repente, de un día

para otro, la vio entusiasmarse con Adanson, confiar en él, aliarse con él yalabar a todas horas su saber y sus descubrimientos. Él mismo apreciabademasiado el excepcional cerebro del excéntrico de Patouillet como parareprocharle a Jeanne su entusiasmo, y como no era cuestión de confesarlesus celos, guardó silencio, se crispó, se odió por su amargura porque lerevelaba su debilidad ante Jeanne. Estaba harto de su melancolía cuandoencontró por casualidad la mejor ocasión que puede encontrar un hombrede recuperar su maltratado prestigio: una mujer a la que valía la penaconquistar. Y la conquistó.

Aubriot había sido uno de los primeros partidarios de la inoculación de lavacuna. Y eso en Francia no era cosa fácil, pues la Academia estaba encontra y la Iglesia también. Como discutir con los doctores y los teólogossólo había llevado a dejar la cuestión enfangada en las meras palabras, aLauraguais, partidario de todos los progresos, se le había ocurrido poner lamoda del lado de los justos: "Señores —dijo una mañana en el Jardín—, yaque todo el mundo siente pasión por los productos ingleses, vendamos lainoculación como si fuera uno de ellos y se extenderá como un reguero depólvora." De inmediato, y sabiendo que sería imitado, Féfé había organizado

en su casa un té a la inglesa "estilo Tronchin", a la que el reputado médicoginebrino acudió para inocular a toda la reunión entre un sorbo de té y unbocado de pudding. Pronto estas reuniones con vacuna se multiplicaron. Seestaba a la moda ofreciendo "una gotita" a los invitados, y también a loscriados, ya que la democracia de opereta se había puesto asimismo demoda con el nombre de filantropía.

En París, Aubriot no ejercía la medicina. No por ello dejó de sentirsehalagado cuando Lauraguais le propuso ir a rascar el brazo de sus invitadosdurante una nueva reunión. No era pequeño honor obtener públicamente laconfianza de uno de los más grandes señores del reino. Y Aubriot se ganó

un gran renombre en una noche. Y una amante marquesa.

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  Toda la velada estuvo teñida de galantería. Muchas damas sepreocupaban por la cicatriz que pudiera quedarles y el médico les propusoponerles la vacuna en el muslo, como había hecho con Jeanne. Las coquetasprefirieron quitarse una media a subirse una manga. Por decencia sepusieron una máscara antes de pasar al tocador donde Aubriot oficiaba y,durante la cena que siguió, éste se dedicó al divertido juego de colocar cadacara con su pierna correspondiente.

La marquesa Adélaïde de Couranges tenía el muslo más bonito del lote.Largo y torneado, firme, rosado y perfumado. La rodilla y el tobillo no hacíanmal conjunto, el escote se veía lleno, la treintena del rostro resultaba casihermosa, o en todo caso muy agradable. A todos estos encantos, se añadía

el fulgor de sus diamantes y una ninfomanía cómoda, conocida,frecuentada, pero de buen gusto. Seducida al mismo tiempo que inoculada,Adélaïde tuvo unos vapores oportunos al día siguiente y le envió su carrozaa Aubriot junto con una llamada de socorro. Dos horas más tarde tenía almédico en la cama, donde lo había esperado con toda naturalidad, ya queestaba enferma.

La noche que siguió a su festín de marquesa, Philibert sintió vergüenza alacariciar los familiares cabellos rubios esparcidos por su pecho como decostumbre. Pero el hombre es una animal de costumbres y Philibert seacostumbró en seguida a vivir entre dos amantes puesto que, además, su

cuerpo era infatigable. Una de ellas aún tenía pudores y sonrojos, la otrademostraba sabias audacias. Una combinación perfecta. Pronto se encontrótan a gusto entre Jeanne y Adélaïde que tuvo que buscarse una excusa parasu falta de remordimientos y la encontró: la señora de Couranges habíaconocido íntimamente a tantos grandes señores útiles que podía conseguirsus favores. El duque de Choiseul recibió por fin a Aubriot. Con muchagracia, el ministro le hizo cuantas promesas fueron necesarias al protegidode la Couranges y a ésta le aseguró por medio de una nota que "no dejaríade acordarse de lo que le debía a su lindo culo cuando estuviera vacante unpuesto que le conviniera a su botánico". Al duque le encantaba hablar concrudeza, sobre todo a las mujeres. Ocho días más tarde, Aubriot fuenombrado censor real supernumerario, lo cual no le comprometía a nadasalvo a cobrar cuatrocientas libras de pensión anual. Cuando se lo anunció a  Jeanne ésta se puso tan contenta, palmeó con tanto entusiasmo, quePhilibert se sintió justificado de sus encamadas con la marquesa.

— ¿Sabes que esta primera demostración de estima me da esperanzas deque el duque cumpla las promesas que me ha hecho? Quién sabe si a pesarde la competencia, no tendré un puesto en el Jardín antes de lo que creo...—dijo Philibert en cuanto ella se hubo calmado.

—Para que tengáis un puesto en el Jardín tendrá que morirse alguien —

objetó ella.

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—Bien podría obtener el derecho a una sucesión sin esperar a que semuera nadie. Pero me parece más factible que me den una misión en unade las colonias que nos quedan. El duque me ha parecido muy interesadoen que se haga el catálogo de sus riquezas.

—Sí, ya lo sé —dijo ella con una sonrisita, pensando en las palabrasdesencantadas de Adanson—. Pero... si os nombraran para trabajar en unacolonia, ¿no deberíais marcharos sin mí?

—Creo que... Puede que no... —dijo él en tono de duda.

—Pues yo creo que sí —suspiró ella y se mordió el labio para añadir—:como no soy vuestra esposa, no me está permitido acompañaros.

—En misión de inventario no se nos nombra por mucho tiempo. Dos añoscomo máximo —dejó pasar un largo silencio—. Mira, Jeannette, si mepropusieran una expedición a ultramar no podría rechazarla —continuó—.No tengo mil años por delante para conocer el mundo. Así quecomprenderás que...

—No os preocupéis por mí —interrumpió ella en un tono lleno de coraje—.Vuestra carrera me importa tanto como a vos. Si tuvierais que marcharosun día y tardarais demasiado en volver, sabría embarcarme y desplegarvelas en dirección al país donde estuvieseis.

Él esbozó una de esas sonrisas divertidas que arrancan las jactanciasinfantiles pero, de repente, el aire le pareció mejor y respiró a plenopulmón.

Ella no creía que Philibert fuera a marcharse. Adanson ya le habíaexplicado cómo llevaba Choiseul los asuntos de Francia detrás de susbrillantes palabras. Habría debido desconfiar de la opinión de Michel, quesentía un gran rencor contra Choiseul, pero en su tienda y en los corredoresde los hoteles aristocráticos donde tenía entrada había recogido otros ecosque confirmaban el retrato que Adanson hacía del personaje: inteligente,fogoso, audaz, ambicioso para sí y para el rey, pero también frívolo,disipado en sus placeres, escéptico, despreocupado, inconstante, pródigocon el dinero más para deslumbrar que para invertir... En conjunto no era laimagen de un gran hombre capaz de llevar a buen puerto una políticacolonial de envergadura, de las que exigen un esfuerzo continuado yperseverante. "En fin, ya veremos. Si Philibert parte, iré a encontrarme conél. Ganaré lo suficiente para seguirle adonde vaya. “Recorrió su tienda conla mirada llena de orgullo. Era la hora tranquila y se sentía perfectamentefeliz, en una especie de recreo. Todos sus clientes estaban comiendo y sus

criados en servicio, así que no se veía a nadie en La Tisanière, aparte dealgunas amas de casa que tenían prisa por llevarle una tisana a algún

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enfermo. Cuando llegaba del Jardín a las dos, enviaba a Banban a comer y apasar el rato con los pinches del hotel de Bouffiers y a Lucette a comer unbocado en el asador de la esquina. Lucette no volvía en seguida porquesubía a las golfas a ayudar a Madelon hasta las cuatro. Las dos buhardillascontiguas que había logrado alquilar en lo alto de la casa servían una parasecar las plantas y la otra como cuarto de preparación. Y, en definitiva, paradarle un par de horas de paz silenciosa en medio de sus hierbas. Seajustaba un gorro y un delantal de muselina bien limpios y se tomaba todoel tiempo necesario para saborear con los ojos la refinada decoración quehabía encargado y que había pagado con su dinero, y aspiraba el perfumede sus hierbas favoritas. Luego se sentaba ante su escritorio y tomaba la

pluma para charlar un poco con Marie o con su querida baronesa.A principios de mes, Jeanne mandaba dos planas bien llenas a Dombes,

una para la señora de Bouhey, la otra para su amiga Marie. Esta se habíaido a dar a luz a Rupert en compañía de su madre y desde entonces no semovía, como si una vez que su marido, Philippe Chabaud de Jasseron, lehubo dado a cuidar a la pequeña Virginie le hubiera dado todo el bien deque ella lo creía capaz.

 Jeanne se puso a tallar las plumas pensando en Marie, dulce, bonita,risueña, golosa Marie de su infancia... Su matrimonio por amor no parecíahaberla colmado. Una vez pasada la luna de miel, la joven esposa había

adoptado un tono artificial de ligereza y, a veces, una sorprendenteagresividad filosófica contra "los hombres" que parecía imitada de Emilie.Marie hablaba sobre todo de la sociedad de Autun, de las partidas de caza,de los bailes, las cenas, los chismes de alcoba, sus vestidos, sus lecturas...Su marido Philippe estaba extrañamente ausente de ese ambiente. "Mepregunto cómo se comporta en la cama el apuesto Chabaud de Jasseron",pensó Jeanne. Luego se avergonzó por juzgar a un marido por algo tanvulgar.

Se puso a escribir:

"Querida amiga, esta mañana he celebrado el 21 de triarlo vistiéndomede colores. Llevo un vestido color turquesa con rayas blancas de lo más pimpante. ¡Uf! Desde que el 20 de diciembre pasado murió monseñor elDelfín, sólo me atrevía a ir vestida de gris o de beige porque mi noble parroquia sólo iba de negro en señal de duelo por su futuro rey perdido.Hasta la gente humilde lo ha llorado. Parece que era bueno y virtuoso, y que habría puesto orden en Versalles y librado al pueblo de sus miserias.Parece que el rey está desesperado. Ya no es joven y sólo tiene comoheredero a su nieto el duque de Berry, que aún es un niño. "Pobre Francia",dicen los pensadores políticos, excepto Choiseul. El se alegra porque el

Delfín no lo quería. Se llevaban a matar desde hacía tiempo, el príncipe afavor de los jesuítas y el ministro a favor de los jansenistas del Parlamento.

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Una vieja discusión. De momento, nadie se preocupaba por lasinsurrecciones de los parlamentos, ni del interminable proceso por traidor de Lally-Tollendal, únicamente se habla del desgranado caballero de LaBarre. "

"Es horrible escribirlo: el caballero ha sido condenado. Si no se atiende laapelación de sus abogados, lo quemarán vivo después de cortarle la lengua y las manos ¡Pero, no, no es posible, no puede ser! Todas las personashonestas están conmocionadas. Esos grandes abogados de la ciudad, losescritores, los enciclopedistas, los periodistas y también Voltaire, por supuesto, claman en su defensa. Y aunque el Parlamento se atreva aconfirmarían abominable sentencia, el rey lo amnistiará. Nadie cree que el

rey permita que le den suplicio a un joven de dieciocho años por no haber saludado al paso de la procesión del Santo Sacramento y haber cantadouna canción impía. No quiero seguir. El drama del joven caballero me nublala vista y te digo y te repito que esto el rey lo tiene que arreglar.  "

"Pasemos a mis veladas de los martes en La Régence, de las que me pides detalles. ¿Así que te crees, ingenua, que los que nos dedicamos atomar bavaresas arreglamos el mundo durante las partidas de ajedrez?¡Somos bastante más frívolos! Los últimos martes sólo se ha hablado de LaBarre, pero en enero, por ejemplo, sólo oí tratar de grandes problemas talescomo los perros del Palais-Royal y la boda del señor Suard, el director de La

Gaceta. ""En cuanto a los perros, el caso es que el gobernador del jardín del Palais-

Royal los hace recoger y sacrificar porque se orinan en los bajos de lascasas y estropean el césped. Ello ha provocado una guerra encarnizadaentre quienes quieren a los perros y quienes no los quieren, y los mejores poetas se dedican a escribir peticiones en verso a favor y en contra de lacaca de perro en los lugares de paseo. Los libelos llegan hasta el despachode Choiseul y se cree que se verá obligado a ocuparse personalmente deeste importante asunto para evitar duelos en el Palais-Royal. ¡El tema estáapasionando tanto como los asuntos del corazón del señor Suard, lo que no

es poco! ""¡El periodista ha dejado a su antigua amante la señora Krüderery se ha

olvidado de pronto de su pasión por la baronesa de Holbach para casarsecon la señorita Amélie Panckoucke, la hermana del famoso librero! ¡Hasentado fatal! D´Alembert le ha dicho: "A ver, amigo mío, vos, casi unfilósofo, ¿no vais a dar un salto peligroso del que uno no se rehacer"Marmontely Im Harpe le repetían que un escritor feliz es un escritor soltero,Grimm le decía que más vale ahogarse de golpe que encerrarse en la prisión conyugal y asfixiarse poco a poco. En cuanto a Diderot, ¡cada vez que se encontraba con Suard, le repetía que uno se arrepiente rápidamente

de un matrimonio preparado con tiempo y que con el tiempo uno searrepiente también de otro hecho de prisa y corriendo! En fin, no sabes

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cuánta gente ha intentado que Suard aborreciese a su Amélie. Ea señoraGeoffrin le ha prohibido casarse, sobre todo tratándose de una muchachasin dote. ¡Y hasta al barón de Holbach le ha parecido feo que dejase decortejar a su propia mujer! Mientras que a su alrededor todos se peleaban por si dejaban o no casarse al señor Suard, éste se iba poniendo cada vez más triste y más flaco y a menudo se le veía al borde del Sena con aire de ir a tirarse. Al final lo ha salvado el señor de Buffon yendo a pedir por él lamano de la señorita Panckoucke. Mi amigo Merrier, una lengua viperina, pretende que Buffon lo ha hecho porque no iba a dejar perecer a un periodista que escribía excelentes críticas de sus libros. Sea como sea,Suard se ha casado. Ahora la señora Suard sólo tiene que hacerse perdonar 

 por casi todo París. De momento, la señora Necker se emplea a fondo en susalón en su apoyo para hacer rabiar a la señora Geoffrin. Ya ves, ¡losenamorados no están solos en el mundo! Lo más divertido ha sido escuchar durante un mes en boca de los mayores pensadores de este siglo que elmatrimonio es el peor  accidente que pueda sufrir un hombre de letras, deriendas o simplemente cualquier hombre cultivado. He escuchado todo esocon una sonrisa, ¡porque en definitiva parece que el matrimonio sólo lesconviene a los hombres insignificantes, ya que entonces parece que no puede hacer ningún estropicio! No hay nada más gracioso que nuestrosliteratos. Pero, dejémoslo, yo sé dónde les aprieta el zapato. Casi todos sonunos muertos de hambre, como diría Lucette, que comen a la mesa de la

nobleza o los financieros y, ¡como éstos nunca invitan a comer a susesposas, tienen que mantenerlas ellos, lo cual es pecado mortal! "

"Y ahora un chisme para hacerte reír. Creo que ya te había dicho que enParís la policía se mete en todo, ¿verdad? El despacho de los comisarios debarrio se ha convertido en una especie de confesionario en el que lascomadres pueden denunáar las faltas de sus vecinos y como los comisariosse embolsan un tercio del importe de las multas que les ponen a esosmaleantes... En fin, que el comisario de nuestro barrio ha venido a decirle alseñor Philibert que resultaba escandaloso para la parroquia que vivieramaritalmente sin estar casado con una joven de sexo dudoso, que unas

veces era chico y otras chica. ¡Pretendía llevárseme al Petit-Châtelet paraque me inspeccionasen las matronas! ¡El policía en cuestión ha bajado lasescaleras de una patada en el culo! He tenido que precipitarme a casa de labuena duquesa de Choiseul para que tratara de arreglar los dos asuntos, eldelito y la patada, hablando con el señor de Sartine. El señor Philibert haaprovechado el incidente para hacerme una escena. Parece que tratar conel excéntrico Adanson y la señora Favart y compañía, me da una ciertafama de hacer lo que me da la gana sin preocuparme del qué dirán, y comote digo me ha hecho una escena de verdad, como si yo fuera una verdaderaamante, ¿entiendes lo que quiero dear? Yo me sentía en el paraíso. Teníamiedo de que la terrible señora Favre estuviera escuchando en la puerta y entonces, para calmarlo un poco, le he puesto mis mejores ojos dorados...Ya me he dado cuenta de que no resiste mucho a mis coqueterías. Es así.

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En el fondo, Marie, el humor de los hombres es tan frágil como la porcelana... "

  Jeanne se quedó pensando en sus últimas palabras con una sonrisaflotando en los labios. Ciertamente era extraordinario haber pillado al señorPhilibert en flagrante delito de fragilidad... Sacó de nuevo la carta que habíaguardado para seguir otro día, cogió la pluma y añadió:

"A propósito, bueno a propósito de nada, ¿querrías preguntarle a laseñora de Vaux-Jailloux si tiene noticias del caballero Vincent? No es queme interese por él, figúrate, pero querría proponerle algunos negocios de  plantas exóticas. Me han dicho que acepta hacerlos con algunoscomerciantes del Temple y como hace un tiempo bailamos juntos, pues... "

Dejó caer la pluma, apretó los puños, se mordió el labio, furiosa contraella misma, y arrugó con rabia la última página de su carta. Siempre pasabalo mismo: el recuerdo de Vincent le llegaba con una oleada de imágenesfelices, de repente él lo estropeaba todo con un insulto y ella ya no podíahacer otra cosa que despreciarlo, detestarlo, ¡odiarlo!

Alguien empujó la puerta de la tienda.— ¡Maldito si esperaba que la bella tisanera de La Belle Tisanière del

 Temple de la que tanto me han hablado fuera ésta! —dijo una voz sonora yburlona.

La aparición coincidía tan milagrosamente con su pensamiento que Jeanne miró a Vincent incrédula, dudando si aquello sería cosa de suimaginación o no.

— ¿Es que el señor de Richelieu os deja tan falta de dinero que debéisbuscarlo en el comercio? —se burló él.

Ella hizo un esfuerzo inaudito por sacar la voz.—Creed lo que queráis, señor caballero, pero ¡fuera de aquí! ¡Salid, os lo

ruego!

—No antes de que compre lo que necesito. Se habla mucho de vuestrosconocimientos en cuestión de tisanas.

—Muy bien. Daos prisa. ¿De qué sufrís? ¿De estupidez o de grosería?

El se echó a reír demasiado fuerte. Su expresión era dura y no dejaba demirarla ansiosamente. Bajo aquella mirada inquisitiva, se acordó de que élla veía tras una ausencia de casi cuatro años. En junio del año anterior, enla Ópera, ella iba enmascarada. A pesar de su cólera mal contenida, sealegró de llevar un bonito vestido azul turquesa y un gorro del taller de la

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señorita Lacaille. Se dejó contemplar un momento antes de hablar en tonoglacial.

—Señor, tengo mucho que hacer y me gustaría librarme de vos lo antesposible. ¿Qué queréis?

El se le acercó con sonrisa de lobo feroz.

— ¿A cuánto va la hora de tendera?

— ¡Fuera, señor! ¡Fuera! —explotó ella.

— ¡Vaya, qué furia! Tomaos una tila. Los baños de tila son excelentespara los ataques de nervios. Quería pediros una hora... de consulta, porque

me han dicho que vais a casa de los clientes lo bastante afortunados comopara recibir vuestra consulta al mismo tiempo que vuestras hierbas. Soygeneroso y no os haría caminar mucho. Vivo aquí cerca.

Los ojos dorados llameaban, pero Jeanne intentó dominarse.

—Es cierto —dijo, abriendo su libro de consultas—. Pero sólo salgo apartir de las cuatro. Si el señor quiere fijarme una cita...

El se acercó un poco más, acentuó su sonrisa y le dijo en plena cara:

—Mil perdones, señorita, pero podéis estar segura de que bromeaba. Noquisiera pasar después que el mariscal de Richelieu. No me atrevería.

Estimo demasiado mi salud.Ella no lo entendió a la primera pero, en cuanto comprendió, una oleada

de sangre le subió a la cara y a continuación plantó una bofetada magistralen la cara de Vincent.

El encajó la bofetada sin retroceder y luego la tasó con la mirada. Derepente, la cogió brutalmente por la muñeca para atraerla hacia sí yescupirle su desprecio.

— ¿Cómo habéis podido venderos a ese viejo cerdo? ¿Cómo no os habéismuerto de asco entre las piernas de ese follador de zorras? ¿Cómo no os

habéis muerto mil veces sólo con el innoble recuerdo de su piel averiadafrotándose contra la vuestra?

Aquellas palabras le hicieron mucho daño. Pero a pesar de su frenéticodeseo de herirlo de muerte a él también, sólo logró pronunciar una fraserota por un sollozo.

— ¿Creéis realmente que yo haya hecho una cosa así, Vincent?

El la retuvo un instante bajo la quemadura de sus ojos, luego la soltó y seapartó.

 Jeanne se frotó las muñecas doloridas. Sentía que su odio se había roto y

sólo deseaba salir para sollozar en cualquier rincón, sin ni siquiera recibirdisculpas.

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 Tranquilo y con aire perplejo, Vincent no parecía tener intención dedisculparse.

—Querida mía —dijo al fin con despego—, el mundo premia y castiga porlas apariencias. Y ya que al parecer no estabais ejerciendo vuestro oficio,¿me podríais decir qué hacíais en una cena de p..., perdón, de cortesanasenmascaradas?

¡Vincent necesitaba asegurarse a cualquier precio!

— ¿Y vos, que hacíais vos allí? —preguntó ella con una voz todavíainsegura.

— ¿Yo? Me divertía.

—Yo también. En este país divertirse con los amigos no está prohibido alas mujeres.

—Ignoraba que el mariscal de Richelieu fuera amigo vuestro, señoritaBeauchamps —dijo él con ironía teñida de maldad.

—Señor, viajáis demasiado y no estáis al día. Los parisienses de todasclases se mezclan mucho en estos tiempos para complacer a los filósofosmodernos.

Hubo un silencio. Vincent se paseaba de arriba debajo de la tienda con

una indolencia estudiada, simulando leer las etiquetas de los productos congran curiosidad. Al fin dejó caer:

—Bueno, después de todo, si os gusta parecer lo que no sois...

—Os repito, señor, acabáis de desembarcar, dejadme que os instruya.Esto es la democracia: ya no es necesario ser una pupila de casa de citas niuna gran dama para adoptar aires de puta cuando a una le apetece.

Lo vio sonreír como antaño, casi con amabilidad.

—La hora solicitada se acaba. Si verdaderamente no queréis nada...

—Quiero la paz. Jeanne, hagamos las paces —dijo él.

Ella se estremeció. Sacudió la cabeza.

—No, caballero, la paz se merece.

—Yo he perdonado que faltaseis a vuestra palabra. Erais una niña y yo fuiun imbécil —dijo con descaro—. Así que hagamos las paces.

Ella seguía mirándolo fijamente, sin decir palabra.

— ¡Vamos! —suspiró él— Quiero la paz. Poned vuestras condiciones. Hetraído de Inglaterra un magnífico cargamento de vestidos de verano y desombreros de paja, sólo con verlo se os cortará el aliento. Venid, tomadlo

todo, arruinadme, no dejéis ni una prenda, yo...—De rodillas —ordenó ella.

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— ¿Cómo? ¿Qué decís?

—De rodillas —repitió.

— ¿De rodillas... en el suelo?

— ¡No va a ser en el techo, a menos que queráis hacerlo más difícil!

El se echó a reír, pero esta vez de buena gana, le hizo una reverencia ypuso una rodilla en tierra.

—Perdonadme por haber tenido ganas de estrangularos.

— ¿Y por qué no lo habéis hecho?

—Porque a continuación habría tenido que matar a ese viejo cerdo demariscal, al que quiero mucho. ¿Estoy perdonado?

— ¡Me había jurado que os tendría mil años humillado a mis pies! —respondió ella tendiéndole la mano.

El comenzó a besarle la mano con tal frenesí que ella la retiró vivamente,estremecida.

— ¿Puedo levantarme ya?

—Quizá.

Se levantó y sacó del bolsillo un pañuelo bordado, del que brotó unperfume de azahar al desempolvarse con él los calzones color avellana.

— ¿Y bien? —preguntó acercándose tanto que ella se ruborizó como unarosa de Puteaux—. Mantengo mi oferta. Venid a escoger lo que queráisantes de que la Sorel vea el cargamento.

—No digo que no. Pero sólo quiero mirar.

—Como queráis.

— ¿Lo tenéis todo en el hotel de Bouffiers?

—Una pequeña parte. El resto está en Vaugirard.

— ¿En Vaugirard?—En mi casa.

— ¿Tenéis una casa en Vaugirard?

—Una casita de soltero.

— ¡Oh! ¿Lo que llaman una "locura"?

—Una simple casa. Con lilas alrededor. En mayo, por supuesto. Nunca lashe visto florecidas.

—El príncipe de Conti también tiene una "casita", ¿verdad?

—En efecto. No lejos de la mía.

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—Se dice que la casita del príncipe es el más lujoso lupanar.

—Yo no tengo ni el oro ni la edad del príncipe para tener sus gustos. Así que ¿vamos? ¿No tenéis una dependienta que os reemplace?

—Tengo dos. Pero esa no es la cuestión —dijo Jeanne, repentinamenteenervada—. Supongo que no esperaréis llevarme a vuestra casa así comoasí, ¿verdad?

—Os encuentro encantadora. El azul os sienta bien. Menos que el colorverde y el miel, pero os sienta bien. Además, en mi casa podréis cambiaros,hay vestidos de todos los colores.

— ¡Oh, sois, sois...!

No acabó la frase, se quedó en tensión y se dedicó a arreglar un saco detisana.

—Iré a ver lo que tenéis en casa de la señora de Bouffiers —dijo al fin—.¿De qué os reís?

—De que vais a casa de Richelieu y no os atrevéis a venir a la mía. Tenéistemores equivocados, Jeanne.

—No tengo miedo de nadie —dijo ella con sequedad—. No tengo tiempode ir a Vaugirard, eso es todo.

—Bien, venid al menos a tomar café conmigo al café Turco de la calle deVertbois. Tiene el mejor café del Temple.

—Yo... En fin, bueno, pero mañana. Iremos al Turco mañana, os loprometo. Haré venir antes a Lucette y...

—No —dijo firmemente Vincent—. No, Jeannette. No os dejaré fijar unacita para otro día. Nunca tropiezo dos veces en la misma piedra. Llamad aLucette, no puede estar muy lejos.

—Caballero, no seáis bobo por quedar como listo. Ya no tengo quinceaños...

—No, ya no tenéis quince años...Puso tanta melancolía y tanta ternura en sus palabras que ella,

conmovida, le dirigió su mirada más dorada. Los grandes y brillantes ojoscastaño oscuro de Vincent se entregaron a los de Jeanne con toda el alma.Un alma infinitamente dulce. El silencio de ambos vibró cargado deconfesiones. Ninguna palabra habría podido expresar lo que se dijeron losojos: el tiempo perdido, el tiempo milagrosamente recuperado, en el que loscorazones, cara a cara, volvían a latir al unísono como si no hubieratranscurrido el tiempo. Dejaron pasar todo un minuto de eternidadembriagadora... Ella tuvo cuidado de no romper el encantamiento al hacer

su pregunta con voz casi inaudible.

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—La otra vez, cuando me torcí el tobillo en las Tullerías, ¿mereconocisteis?

—Creo que sí.

— ¿Por mi perfume?

—Por mi instinto de cazador —dijo él recuperando su acostumbrado tonoburlón—. El cazador reconoce siempre a la presa que se le ha escapado.

Ella bajó la mirada, pareció reflexionar.

— ¿Seguís queriendo tomar café en el Turco? —le dijo, sonriente.

—Querida, sólo lo dije por decir algo. Si tenéis algo mejor queproponerme...

— ¡Humm!, me siento bondadosa. Digamos que mañana...

— ¡Chist! No empecéis, no caeré en la trampa.

—Pues bien, esta noche. Acudid a las ocho al Café de la Opera. Le heprometido a la señora Favart que me reuniría con ella. Teníamos que cenar juntas, pero me disculparé.

—Allí estaré —dijo él inclinándose—. ¿Cenaréis por tanto conmigo?

—Si tengo apetito.

Los ojos oscuros chispearon y ella esperó su burla.

—Vuestro padre adoptivo, el doctor Aubriot, ¿os da permiso paracorretear por la noche de París con cualquiera?

—No, me recomienda que vaya con buenas compañías y yo procuroobedecerle —dijo ella modosamente.

 —Touché! —exclamó él, riendo.

Hablaron todavía de mil pequeñeces para retrasar el momento dedespedirse. Lucette bajó de la buhardilla con una cesta en la mano, miró desoslayo a la pareja que formaban su ama y aquel apuesto cliente, reconocióal caballero Vincent, hizo una reverencia y se fue discretamente a la otrapunta a reponer frascos con plantas. Cuando Vincent .se resignaba a partir, Jeanne lo retuvo con un gesto.

—Caballero... No puedo esperar a la noche para pediros noticias de miamiga Emilie y de Denis Gaillon. ¿Están en lugar seguro y son felices?

—Eso no lo sé.

—Caballero, sé guardar un secreto.

—Yo también, Jeanne.

—Os lo ruego... Los aprecio mucho.—Entonces, olvidadlos.

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Vincent añadió en voz baja:

—La policía de todo el reino aún busca a la condesa de la Pommeraie. Supadre el marqués no ha renunciado a que les corten la cabeza a suscómplices.

— ¡Oh! —exclamó ella—. Retiro mi pregunta. Seguiré esperando a quetodo acabe bien.

—Creo a doña Emilie lo bastante decidida y con encanto como paraseducir a algún capitán sensible a embarcar a los dos enamoradosclandestinos —murmuró Vincent en tono ligero—. Por tanto, podéis dormirtranquila.

—Gracias, caballero. Hasta la noche.

—Hasta la noche. A propósito, dadme vuestro gorro.

— ¿Mi gorro?

—Quiero impedir que me lo enviéis en vuestro lugar.

Ella le dirigió una luminosa mirada, se quitó el gorro y se lo tendió.

—En prenda de mi compromiso —dijo.

Lucette observó cómo el caballero se metía el gorro de Jeanne en elbolsillo con los ojos redondos como canicas.

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Capítulo 13Capítulo 13

Se deshizo pronto de la señora Favart y, por no quedarse sola en el café,salió a pasearse por las tiendas del gran vestíbulo de la Opera. Ya eran

cerca de las ocho y media pero la Opera-ballet que se daba debía gustar, otal vez era que sólo habían acudido provincianos, pues nadie había salidoaún de la sala, salvo la guardia de la platea, con el arma en posición dedescanso a pesar de que tres petimetres con tacones rojos estuvierandiscutiendo con el interventor para recuperar el escudo que habían dadopara entrar un momento a hablar con algún espectador. En el vestíbulohabía corrientes de aire frío y tanto para protegerse de ellas como paraevitar las miradas de la soldadesca, Jeanne se subió el capuchón de su largacapa de terciopelo negro. Y de pronto Vincent apareció ante ella, sonriente,ofreciéndole el brazo...

Le pareció más espléndido que nunca con su traje ajustado de droguetede seda crema bordado en oro y adornado con botones de orfebrería. Supeluca blanca le sentaba bien, apenas ahuecada en las sienes y con unalarga coleta de cabellos libres sujetos en la nuca por un lazo negro. Bajo elterciopelo de su capa se acarició con voluptuosidad el satén dorado de suvestido preferido: sus elegancias respectivas armonizaban de maravilla,más aún porque se había hecho peinar al estilo inglés, con suavestirabuzones recogidos atrás, sin un solo grano de polvo.

Bajaron al jardín. Jeanne recordó aquella noche enmascarada de junio yvolvió a pensar "Lo amo", pero esta vez dispuesta a entregársele toda

entera.— ¿Y ahora qué vamos a hacer, querida? —preguntó Vincent al tiempo

que distribuía algunas monedas para librarse del pregonero y los mozos quelo acosaban.

— ¿Tenéis carruaje?

Él no tuvo que responder. Una carroza de alquiler se detenía ya delantede ellos y un joven lacayo les abría la portezuela sonriendo a Jeanne deoreja a oreja. La turbó reconocer a Mario, la sombra fiel del corsario, el quela había esperado en vano ante la puertecita del parque del castillo deCharmont, al amanecer de una lejana mañana de abril.

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—Tengo la impresión de que me raptan con cuatro años de retraso —murmuró.

— ¡Eso es exactamente!

Con el pie en el escalón del coche, tuvo un destello de inquietud.

— ¿Es broma, verdad?

— ¿Y por qué iba a serlo?

"Estoy loca, no debería fiarme", pensó ella. Subió y extendió la seda de sufalda.

— ¿Y ahora? —preguntó Vincent.

— ¡Oh!, ¿es que soy yo la que dirige la partida?

—Creía que era lo que deseabais. ¿Preferís darme la mano?

— ¡No, no! —exclamó ella con viveza—. Vamos a tomarnos una bavaresaa La Régence.

—A esta hora vamos a encontrarnos con la cola de damas que serefrescan junto a sus carrozas después del espectáculo.

— ¡Pues eso es lo que quiero, cabañero! Nunca he tenido ocasión dehacer que me lleven una bavaresa a la puerta de mi carroza.

Él se echó a reír.

—Vamos. Tengo suerte: seguís teniendo quince años.

 Todavía no había más que media docena de carruajes delante de LaRégence y dos camareros que iban del café a los coches llevando refrescosen bandejas de plata. Jeanne saboreó lentamente su bavaresa al ron bajo lamirada educadamente reprobadora de Lucien, su camarero oficial, al cual leparecía una inconveniencia cualquier cambio de costumbres en uno de susclientes habituales.

— ¿Y ahora qué? —preguntó Vincent.

— ¿No deberíais invitarme a cenar?

— ¿Queréis ir a L'Escharpe?

Ella frunció el entrecejo.

— ¿Os atrevéis a invitarme a cenar en un reservado?

—Querida mía, teniendo en cuenta que os encontráis en tan malacompañía, os proponía un lugar discreto.

— ¿Y os creéis que me he gastado una fortuna en que me peinase Tintinpara meterme en un reservado? Vamos a la calle de Poulies, entre la

multitud, si os parece bien...

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Desde hacía algunos meses, hacía furor ir a cenar a casa de Boulanger, elcabaretero de la calle de Poulies, que acababa de bautizarse con elnovedoso título de "restaurador". Los cabareteros y mesoneros teníanderecho a servir vino suelto acompañando algunas comidas, pero aBoulanger se le había ocurrido servir también "restaurantes", esos caldos deave que la Facultad de Medicina recomendaba a los estómagos delicados.Su éxito fue inmediato. La buena sociedad se había precipitado entonces ala calle de Poulies, donde además Boulanger, que conocía bien su París,servía sus caldos sin mantel, directamente en el mármol de sus veladores,para darles un toque campestre y saludable. Eso sí, al precio más caro

posible. ¡Qué regalo poder comer a precio de oro en un decorado rústico!Los duques y los pares repetían, y los lectores del romántico Jean-JacquesRousseau, y los clientes higienistas del doctor Tronchin y las mujeres demundo de las de cena y cama a cien luises...

El maestro restaurador, vestido a lo gran señor, con la espada batiéndolelas pantorrillas, el tricornio bajo el brazo, rizado y empolvado como unapescadilla rebozada, caminaba arriba y abajo frente a su tienda de caldos. Atodos los clientes los recibía como recibía a los príncipes, con una mezcla justa de respeto, familiaridad y vanidad jovial. Así es como recibió a Jeanney Vincent cuando bajaron del carruaje y los acompañó hasta el umbral de su

casa con la noble autoridad del artista al que se visita en su taller. Una vezen el umbral, la pareja fue recibida por la bella señora Boulanger, cuyosmullidos encantos, sus ojos aterciopelados y su manera de sonreírle a cadacliente como si fuera su favorito, habían contribuido al rápido éxito de lacasa Boulanger. La bella restauradora instaló a los recién llegados en unamesa, les entregó el menú y se volvió a reinar en la caja.

Cuando se cenaba en la calle de Poulies no se cenaba que digamos en laintimidad. El buen Boulanger había querido que hubiera una promiscuidad"democrática" entre sus clientes y había juntado los veladores al máximoposible. Aquella incomodidad se consideraba de buen tono y el público

estaba encantado de darle a probar su sopa a los vecinos de mesa, sobretodo porque cada caldo tenía su historia, desde la cressonnette auvermicelle puesta a punto por el doctor Pomme hasta el consomé Napoli,receta que el marqués de Caraccioli le había ofrecido a la señora Boulanger. Jeanne y Vincent estaban sentados entre la mesa del conde de Guibert, quecenaba con el abate Morellet, y la de un cliente célebre, Marmontel, quehabía arrastrado a Diderot y D'Alembert a la calle Poulies al salir de LaRégence. A pesar de su pobreza, los literatos también se dejaban ver porBoulanger, pues allí podían contentarse con un potaje y un huevo pasadopor agua pasando por higienistas y no por pobres o roñosos.

Los ojos móviles y brillantes de D'Alembert repasaron a Jeanne y Vincentcon franca curiosidad, mientras la mirada de Marmontel insistía en observar

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sin el menor empacho a la nueva pareja tan maravillosamente armoniosaque formaban la Bella Tisanera del doctor Aubriot y el apuesto corsario de lacondesa de Bouffiers. En cuanto olía cuernos, la nariz de Marmontelaleteaba y se alargaba como una trompa, con la esperanza de absorbertodo el perfume posible del chisme de alcoba. Diderot expresaba sucuriosidad con mayor discreción, con ojeadas furtivas. A continuación, lostres compadres comenzaron a darle consejos a la pareja sobre qué debíanescoger. Acabaron por ponerse de acuerdo en que lo mejor sería elverdadero caldo divino al estilo de la abuela, compuesto por una mezcla depechugas de ave cortadas a trozos menuditos y cocidas en caldo de vacacon un poco de cebada mondada, un puñado de pétalos de rosa y pasas de

Damasco.— ¿Y el restaurant á la Clairon, cómo es? —preguntó Jeanne para que

pareciera que se interesaba por la comida.

— ¡Bah! ¿Con semejante madrina qué queréis que sea? ¡Sólo debe detener huesos! —exclamó Vincent.

La salida hizo reír a los "alrededores" y comenzaron los chismes sobre laComedia Francesa. Jeanne escuchaba distraídamente, absorta como estabaen su examen de la sala y el decorado. Este era feo con intención. En unmomento en que los dueños de los cafés y los hoteles se arruinaban enespejos de Saint-Gobain, cuadros, lustres de cristal y porcelanas finas,Boulanger había reinventado las paredes encaladas, las sillas de paja, losplatos de loza corriente y los vasos de estaño. El comedor no era grande ytenía más de la mitad ocupada por comensales de aspecto distinguido,entre los cuales Jeanne reconocía a muchos de sus clientes. Las doscomensales más bonitas eran extremadamente jóvenes y llevaban el escoteun poco demasiado bajo y sus risas sonaban un poco demasiado alto. ¿Doschicas de la Opera? ¿O dos pupilas de la señora Gourdan? ¿O de la Brisset?¿O de la Cadiche? En todo caso, dos primores envueltos en sedas yacompañados respectivamente por un conde y un general.

De repente, alrededor de Jeanne el runrún de las voces se apagó y se

hizo un expectante silencio. El marqués de Egreville acababa de entrar yconducía hacia el fondo de la sala a una joven de lo más atractiva yemperifollada.

—Vaya, vaya, mirad lo que nos había ocultado Egreville —dijo el conde deGuibert a media voz—. ¿Se sabe de dónde sale esa exquisita criatura?

—Querido conde, sale sencillamente de la casa de la Gourdan —respondió Marmontel—. Pero no estaba hecha para quedarse allí. Es lapequeña Verceuil. A los dieciséis años ya se las prometía felices y veo que alos dieciocho ya lo ha conseguido. El marqués la mantiene. La aloja en unacasita de Montmartre y sólo esperaba a que su hijo se casara para aparecercon ella en público.

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—Por lo que oigo, ¿es que la habíais descubierto antes que el marqués?— observó Guibert con ironía.

— ¡Oh, sólo es una de mis clientas! —dijo Marmontel con un tono quepedía que no lo creyesen—. Ya sabéis que me gusta leer el futuro en losposos de café. Le había predicho a la Verceuil que daría que hablar en París. Tengo buen olfato para adivinar la carrera de ciertas señoritas —acabó,posando su mirada de gozador de mujeres en Jeanne.

La mirada de Marmontel le resultó muy desagradable a Jeanne. Seguroque también les había comentado a sus comensales que la Bella Tisaneradel Temple acababa de hacer por fin su entrada en el mundo de la

galantería. Sintió rabia pero en ese mismo instante Vincent le sonrió y denuevo se sintió sumergida en la pura felicidad. "Qué me importa lo quecrean. Puede que lo que crean sea verdad. ¡Me siento con una moral tanligera como una pompa de jabón!", pensó.

—Y bien, ¿habéis elegido ya vuestro restaurante? —preguntó Vincent.

—Escoged por mí —contestó ella devolviéndole la sonrisa.

—Entonces, una cressonnette de berros. Recuerdo que el verde ossentaba bien.

— ¿No me encontráis tan bonita en rosa dorado?

No pudo responder porque la señora Boulanger vino a tomar nota delpedido.

Después del potaje les sirvieron huevos frescos procedentes de unagranja de Auteuil, puestos por cluecas cuya dieta vigilaba Boulanger enpersona. Dichos huevos se servían por pares, acompañados de un pan largoy estrecho especial para mojarlo en ellos, por el mismo precio que costabaen otros lugares una pularda asada rellena con crema.

El conde de Guibert se inclinó galantemente hacia Jeanne.

— ¿Me permitís que os enseñe el golpe del rey? —dijo al verla golpear

prudentemente el borde de su primer huevo—. A mí me sale tan bien comoa Su Majestad.

 Tomó el huevo de su vecina de mesa y de un solo golpe de tenedor hizosaltar un trozo de cáscara, que quedó en el plato sin el menor desconchón,seccionado de una manera limpia. Un "¡oh!" de admiración rodeó al conde.

— ¡Querido conde, sólo por ese golpe merecéis entrar en la Academia! —exclamó Marmontel—. Yo creía que el poder mágico de cascar así loshuevos iba a la par con el de curar las escrófulas. Todos los que he vistoimitar el golpe del rey han fallado, yo el primero. No sabéis cuántos huevoshe destrozado para conseguirlo.

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Por encima de las diez cabezas que la separaban de Marmontel se oyó larisa aguda de la linda cortesana en flor del general, que estaba un pocoachispada.

— ¡Eso es porque tenéis las manos muy frías! ¡Y no se puede hacer nadacon unas manos tan heladas! —se la oyó decirle a Marmontel.

Dominando las risas que se intentaban sofocar con pañuelos, mangas yabanicos, el bello órgano de Diderot subió de tono para disertar sobre elhuevo y la conversación se generalizó a fin de que la confusión deMarmontel pudiera disiparse pronto en la tortilla que tenía ante sí. Sinembargo, Jeanne pudo oír al abate Morellet decirle a Guibert con

satisfacción:—Querido, hoy hemos aprendido algo. ¿No os alegráis de saber que el

pretencioso de Marmontel tiene unas manos heladas poco aptas paramanosear?

La sala estaba totalmente llena. Su cálido rumor cubría casi por completoel constante rodar de las carrozas y coches de alquiler frente al local. Eranya las nueve y media y los que salían de los espectáculos o se habíanentretenido en el café corrían a sus cenas respectivas. Más de un carruajese detenía en la calle de Poulies, el lugar de moda. Los afortunados quetenían sitio en casa Boulanger se apretaban para dejar sitio a sus amigos,

los hombres ofrecían su silla a las damas y se quedaban de pie, picando enlos platos por encima de las cabezas de los comensales sentados. La cosaresultaba peligrosa para los tocados pero se agravó cuando el conde de Eu—muy hábil en eso de comer en el aire— contó que se había entrenado enlas cenas de los Pequeños Gabinetes, en los que la marquesa de Pompadourinvitaba a más comensales que sillas había en el comedor. La señora deHaussette, sentada junto a D'Alembert, exclamó que nadie tenía lahabilidad del difunto mariscal de Saxe a la hora de cenar de pie.

— ¡Y encima cogía los mejores bocados! Maurice siempre supo colocarsemejor que nadie para gozar de las cosas —acabó diciendo con

atolondramiento.La conversación cogió al vuelo este desliz involuntario, recayó en las

orgías de Maurice de Saxe y se convirtió rápidamente en una charlaobscena gracias a Marmontel, quien, como se había aprovechadoabundantemente en el pasado de las chicas de teatro de Saxe, sabía unmontón de chismes sabrosos espigados en el seno de las "viudas" delmariscal.

Aquel cotilleo era demasiado masculino para interesar a Jeanne e inclusola hubiera irritado si algo hubiera podido irritarla aquella noche. Laconstantes atenciones de Vincent la deslumbraban y se contentaba con

saborear aquel gran sol que la inundaba, dejando flotar su mirada sobre elvuelo de las mariposas de seda de todos los colores que revoloteaban en

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torno a los cuencos de compota, las gelatinas de fruta y los timbales decremas "saludables y delicadas", que manos cargadas de anillos se pasabande una mesa a la otra con enfáticas recomendaciones.

— ¡Diablos!, esta noche vamos a saberlo todo acerca del mariscal deSaxe, salvo lo esencial —dijo repentinamente Vincent—. ¿Saber, que Saxeera también un gran general?

La voz de falsete de D 'Alembert se adelantó a Jeanne.

—Señor, los parisienses han preferido siempre las anécdotas sobre losgenios a su genio mismo. Cueste lo que cueste, lo genios tienen queproducir anécdotas para apasionar al público y a los gacetilleros. De lo

contrario, corren el riesgo de que público y gacetilleros proclamen genios alos simples creadores de anécdotas.

—Es verdad —suspiró Diderot—. Pero, gracias a Dios, la señora Diderotme ayuda en eso cuando le da la ciática y se pone de malhumor. Estamañana ha abofeteado a una pescadera y eso me valdrá varias crónicas enlos mejores periódicos. Tengo para quince días de gloria.

—La frivolidad parisiense es una suerte para un autor mediocre —dijoD'Alembert sin reírse—. Al menos puede esperar a mantenerse una o dossemanas en la memoria de la gente gracias a una pelea en el mercado en laque se haya visto mezclado. Amigo mío —añadió volviéndose a Diderot—, ledebéis a vuestra esposa uno de esos patés de comino que tanto le gustan.Con vuestros tres últimos tomos de la Enciclopedia sólo habríais tenido tresdías de gloria, a un día por tomo.

— ¿De modo que no buscáis que os metan en la Bastilla cada vez quesale una obra vuestra? —soltó el abate Morellet—. Un autor preso en laBastilla es un autor feliz, a favor del cual todos los periodistas blanden susplumas como si fueran espadas y las bellas lo esperan a la puerta de lacárcel para coronarlo de flores. No sé quién, el otro día en Le Régence,pretendía que nuestro rey no hace nada por los autores. ¡Qué calumnia! Losenvía a la Bastilla, que es lo mejor que puede hacer por ellos. ¿En qué otro

lugar que confortablemente instalado en la Bastilla, donde el rey me enviópor un folleto que no le gustó, habría podido escribir yo, a su costa, miTratado sobre la libertad de prensa?

 Jeanne se rió de buena gana y luego se mordió el labio, colorada, porquesu risa hizo volverse a muchas cabezas. Para disimular, hundió la cucharillaen un plato de crema a la flor de azahar que le acababan de servir, pero nisiquiera la probó.

—Me parece que ya no tenéis apetito —murmuró Vincent.

—Estoy algo cansada de tantas palabras llenas de aire. ¿Queréis que

sigamos aquí?

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—Esta noche sólo quiero obedecer vuestros deseos. ¿No es lo que hemosconvenido?

—En ese caso...

—Señor —dijo Mario abriendo la portezuela de la carroza—, antes deabandonar esta calle tan alimenticia, ¿os importaría pagar la cuenta de labodega y el asador que veis allí? Como no sabía lo que iba a durar la velada,he preferido poner al cochero de buen humor.

— ¡Espero que no lo hayáis puesto demasiado! Toma, ve a pagar —dijolanzándole la bolsa.

—Yo mismo me reembolsaré —dijo Mario metiendo la mano en la bolsa—.A una cara como la mía no le fían. Y ahora, señor, ¿qué órdenes debo darleal cochero?

—Esta noche las órdenes las da la señorita.

—Vamos a bailar —dijo Jeanne.

— ¿A bailar? —se sorprendió Vincent—. ¿Hay baile hoy? ¿Dónde?

—En la venta de Ramponeau —respondió ella riendo—. ¿No es hoy elprimer sábado de primavera?

— ¡Yuuuupi! —gritó Mario—. ¡Viva la señorita! ¡Cochero, al galope, quevamos a divertirnos!

— ¡Hey, dame la bolsa, que ahí dentro hay mucho que beberse! —dijoVincent tendiendo la mano.

— ¡Señor! ¿En una noche que os va tan bien vais a haceros el turcoconmigo?

— ¡Venga, dámela y rápido!

—Sois realmente un turco —suspiró Mario—. ¡Qué desgracia ser tratadocomo el esclavo de un turco por parte de un caballero cristiano!

No por ello dejó de saltar alegremente al pescante trasero de la carroza yallí se puso a cantar a voz en cuello:

De La Valette a Rabatto,

De Bayda a Sirocco,

¡Pasa el bajío,

Y venga lo que viniere...!

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Cuando los caballos se hubieron lanzado a la carrera, Vincent observó:

—Hace algo de aire. ¿No tendréis frío en la Courtille?

—Nunca tengo frío cuando hago lo que me gusta. Y me muero de ganasde ir a la Courtille. Es la primera vez.

—Por lo que veo, esta primera noche de primavera parece que es laprimera en muchas cosas, ¿no? —se burló con dulzura Vincent—. Despuésde vuestra primera bavaresa en carroza y vuestra primera cena enBoulanger, ahora vuestra primera contradanza en la Courtille... Decidme,corazón mío, ¿es que no habéis engañado nunca antes a vuestro padreadoptivo?

— ¡Oh! ¿Es que no vais a cambiar jamás? —exclamó ella furiosa,golpeándolo con el abanico—. ¿Es que os tenéis que burlar de todo?Volvámonos, caballero. Llevadme a casa, porque esta noche no podríasoportar vuestros sarcasmos, no, esta noche no podría. ¡Regresemos, os loruego, antes de que todo se estropee entre nosotros!

Vincent creyó notar verdadera pena en la voz de Jeanne.

—Perdonadme de nuevo, Jeannette, y recobrad vuestra alegría —dijo conternura, cogiéndole la mano—. Soy un idiota y un torpe. ¿Queréis que meponga de rodillas, como antes?

— ¡Oh, no, vuestro traje es tan bonito...! ¡No quiero que mi guapocaballero se ensucie! —exclamó ella con vivacidad.

Frente al Tambor Real, la calle estaba muy fangosa a causa de la lluviadel día anterior. Vincent cogió a Jeanne en brazos y la dejó en el umbral dela taberna.

Ramponeau corrió a recibirlos con su cara grandota, boba y risueña, y asaludarlos sombrero en mano.

—Caballero —dijo con su voz gruesa y alegre—, no sé en qué mar habéispescado a ese tesoro... Mi deber es avisaros de que los tesoros desatan laenvidia, pero que en mi casa no permito que se desenvainen las espadas.¡Ahora bien, si lo deseáis, podéis poner orden con vuestros puños yvuestros pies!

—Gracias, amigo mío, no he olvidado las costumbres de este lugar deperdición. Haz que nos pongan una mesa en el rincón más tranquilo,envíame tu vinucho y avisa a tu rascador de violín, seré generoso con él sino martiriza demasiado nuestros oídos.

— ¿La señorita quiere un ramito de violetas? —preguntó una chiquilla,mostrándoles su cestillo.

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— ¿Y quiere la señorita un muñeco de pan con su nombre escrito encima?—añadió la vendedora de panes de especias.

—Bueno. Escriba Jeanne —dijo Vincent.

— ¿Y sobre el cerdo del señor qué hay que escribir?

—Vincent —murmuró Jeanne ruborizándose.

Estaba asombrada de ver panes de especias en forma de muñecos y decerditos.

— ¡Ah, señorita, es que en París están prohibidos! —dijo la vendedora—.Si los vendéis os mandan a la prisión del Petit-Châtelet. ¡Tienen miedo de

que se escriban en ellos los nombres de todos los cerdos de Versalles! Peroen casa de Ramponeau todo lo prohibido está permitido, porque todo lobueno de la vida es lo que está prohibido, ¿no es verdad? —acabó,guiñándole el ojo a Vincent.

— ¿Por qué pensáis que es mi amante y no mi marido? —le preguntóatrevidamente Jeanne.

— ¡Bien, es triste decirlo, pero los maridos no suelen ser tan guapos! Yademás nunca compran panes de especias —soltó la vendedora.

— ¿La señorita quiere peladillas? —ofreció una vocecilla.

— ¿Agua de olor, señorita?— ¿Un amuleto, señorita?

—Escuchad —cortó Vincent—, la señorita querrá de todo en cuantopodamos sentarnos. ¡De momento, largo!

— ¡Sí, fuera! —gritó Ramponeau—. Por aquí, señor, señorita...

Vincent sujetaba firmemente la mano de Jeanne. Esta estaba un pocoasustada. Desde que llegó a París había vivido siempre en barrios elegantesy su tienda de hierbas estaba protegida por la aristocracia. Pero aquellanoche estaba descubriendo el mundo que existía fuera de las barreras de

París. Todo París iba a la venta de Ramponeau a beber y a hacer juerga, a

toquetear a las modistillas y bailar al son del violín de feria. En la venta del Tambor Real el placer era robusto. Los que iban a comer se atiborraban deristras de salchichas y de patés al por mayor, de enormes cazuelas de callosy de buey a la moda, de barreños de ensalada que una criada a la quellamaban a gritos servía limpiándose las manos en un delantal sucio. Losque bebían, vaciaban jarra tras jarra de un vino tinto espeso, adulterado,abominablemente áspero, que proporcionaba una embriaguez a buenprecio. Los que bailaban lo hacían saltando, haciendo cabriolas, pateando,

marcando el ritmo más estrepitosamente que el arco del violín. Los quegalanteaban metían fácilmente la mano en el escote o entre los muslos de

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sus amiguitas, y las chicas chascaban la lengua de placer o bien soltabanbofetadas, pero siempre riendo. A través de esta feria, los camareros deRamponeau, tocados con gorros puntiagudos de papel de colores chillones,corrían de aquí para allá para repartir comida y bebida a los que lareclamaban en voz más alta, entrechocando las jarras de estaño. Pasandopor encima de niños y perros que siempre se les enredaban entre laspiernas, trajinaban sin miedo a volcar las jarras de vino llenas hasta losbordes o los platos repletos de grasa hirviendo. Como cada noche delsábado en primavera, la sala de Ramponeau estaba llena a reventar degente del pueblo que se sacudía el invierno, de delincuentes en busca deuna bolsa mal cerrada o de una pelea, de forasteros curiosos y de algunos

señores en busca de juerga alrededor de los cuales giraba siempre unacolección de Manon, Toinon y Perrette con delantales de muselina reciénplanchada, gorrito bien almidonado y medias blancas bien estiradas. Paraestas chicas, Ramponeau prefería el aspecto "lenceras de buena casa",calzadas con zapato fino con hebilla de plata y crucifijo de oro al cuellosujeto con una cinta negra.

—Pues bien, Jeannette, ya estáis en casa Ramponeau como una princesaen día de juerga. ¿El lugar responde a vuestras expectativas? —preguntóVincent.

—No creía que fuera tan pintoresco, la verdad —respondió ella,

encantada por la truculencia del local.— ¿Queréis que pateemos una gavota?

—Aún no. Dejadme ver un poco...

La amplia taberna de tierra batida tenía algo de granja y de bodega almismo tiempo. Bajo el techo de vigas oscuras y entre las altas ventanasacristaladas al estilo culo de botella, los muros encalados habían sidodecorados con pinturas más o menos logradas realizadas por artistasclientes de la casa. Se veía al dios Baco cabalgando sobre un tonel, siluetasde la comedia italiana y, por todas partes, guirnaldas de pámpanos y divisas

que celebraban el vino. Las mesas y bancos de madera basta estabancolocados a ambos lados de la sala para dejar espacio libre al baile. Eradifícil sentarse, pero Ramponeau sabía separar el grano de la paja cuandoconvenía, así que Jeanne y Vincent, bien acomodados en un rincón, notenían que temer los empellones ni las salpicaduras del populacho.Ramponeau les sirvió en persona una primera jarra de vino y dos vasos.

—Caballero, aquí tenéis con qué celebrar la belleza de la señorita, perovais a necesitar un tonel para celebrar todas sus perfecciones. ¿Pero, cómo?¿No bailáis? Y yo que he dado órdenes de que toquen una contradanza envuestro honor...

—Vamos —dijo Vincent tendiéndole la mano a Jeanne.

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Cada vez que un paso de baile los acercaba, él la olía como se huele unramo de flores, con los ojos cerrados, las aletas de la nariz dilatadas y loslabios en busca de un mechón de sus cabellos.

—Caballero, aún no os he oído decir que me encontráis tan bonita comoantes —murmuró ella en tono mimoso—. ¿Es que no estoy tan bien?

El se apartó un poco y la contempló. Estaba encantadora con su faldavaporosa de satén, sus mangas ajustadas y su corpiño largo y ajustado enpunta, con un profundo escote apenas velado por una muselina tan finacomo una tela de araña. Un vestido audaz, a la última moda inglesa, cuyosuave dorado irisado en tonos rosas armonizaba de maravilla con el rubio

algo más oscuro de sus bucles, su tez color de té claro y los grandes ojosdorados que Vincent no había podido olvidar. ¡Ah, decir que la encontrabatan bonita como a los quince años era decir poco! Le parecía aún más bellaporque lo era de verdad, porque la había deseado durante mucho tiempo yporque cuando la miraba veía su belleza engalanada con el halo de todossus sueños. Era también más tentadora que antes porque su cuerpo habíamadurado y su carne era más mullida, y por aquella sensualidad líquida quereposaba en el fondo de sus ojos. Y todo ello le inspiraba un deseo turbadory unos celos punzantes.

— ¡Cielos, caballero, qué examen tan largo me hacéis antes de darmevuestra opinión! Estoy temblando. ¿Tan fea me he vuelto que no os atrevéisa decirme nada?

—Podéis estar tranquila. Sois mil veces más peligrosa que antes.

— ¿Peligrosa? ¿Eso es un cumplido?

—Sí, y vos lo sabéis. A toda mujer le encanta funcionar como una trampa. Y cuanto más peligrosa es la trampa, más eficaz resulta.

Ella sonrió con coquetería.

—Vamos a sentarnos. Dejadme probar el vino de la Courtille.

— ¡Hacéis mal!

Ella mojó los labios en la jarra e hizo una mueca.

— ¡Señor! ¿Cómo pueden beber una cosa así?

—Porque cuesta tres sueldos y medio la pinta.

— ¡No es razón suficiente!

—Claro que sí, Jeanne. Cuando uno es pobre hay que olvidarlo de vez encuando. Al mesonero Ramponeau el pueblo lo quiere más que al granfilósofo Voltaire. Ramponeau es para ellos un filántropo más útil: en lugar dedarles esperanzas escritas a gente que no sabe leer, como hace Voltaire,

Ramponeau les vende el olvido a un precio asequible.— ¿Habláis en serio?

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—Claro. Los miserables necesitan el vino y el Tambor Real es su templo. Y también es necesario para el rey.

— ¿Para el rey?

— ¡Naturalmente! Los sábados y los domingos el pueblo de París vieneaquí a ahogar sus desgracias. Así que el lunes es fácil de manejar. ¿Sabíaisque Choiseul viene a menudo a la Courtille? Ese paseo lo tranquiliza.Cuando vuelve a su despacho puede despedir tranquilo a las gentes queacuden a decirle que hay que hacer pagar a los ricos y socorrer a los pobressi no queremos tener revueltas e ir derechos a la revolución. Aquí en laCourtille Choiseul ve al pueblo tranquilo, alegre, ingenuo, bailando, riendo y

cantando, y se vuelve a casa convencido de que los filántropos mienten yexageran para conseguir que se realicen las ideas que les bailan por lacabeza.

  Jeanne dirigió una mirada circular a la taberna y observó la sinceraalegría que reinaba en ella.

— ¿Creéis verdaderamente que este pueblo tiene ganas de rebelarse? —le preguntó con incredulidad.

—Creo que le parece más sencillo distraerse que hacer un esfuerzo dereflexión o de rebelión a fin de vivir mejor. Lo creo engañado de buena fepor amor a su tranquilidad y por miedo a las ideas complicadas. En el fondo,sólo temo una cosa: que se lo lleve a tal extremo que ya no se conformecon trincar. Ayer mismo en la plaza Luis XV se descubrió que le habíanpuesto por sombrero un cubo de basura a la estatua del rey.

 Jeanne lo había estado mirando con los ojos brillantes mientras hablaba.Nunca le había hablado así, sin trazas de ironía.

— ¿Cómo es que siendo vos un caballero tan rico y elegante habéispodido penetrar en el alma de esas pobres gentes?

El sonrió, dirigiendo su mirada hacia la lejanía.

—Me paso la vida entre los pobres, Jeanne. Vivo en promiscuidad con lospobres más pobres de todos. Un marinero sólo posee lo que le cabe en lagorra. Está tan acostumbrado a no tener nada, que ni siquiera sabeconservar lo que le dan. ¿Qué creéis que hace con su paga cuando pone piea tierra? Compra vino y una mujer. Compra olvido. Los marineros son unospobres perfectos: raramente adquieren otra cosa que el olvido, mientrasque los pobres que vemos aquí gastan además en trapos y peluquero paraaparentar lo que no tienen. ¡Estos falsos marqueses de ropavejero quevemos bailar resultan unos pobres lujosísimos comparados con los míos!

—Apostaría a que vuestros marineros son los menos miserables de todoslos marineros del reino.

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—Digamos que les doy a gastar todo cuanto puedo. Pero eso no lesimpide seguir siendo miserables. La pobreza es un vicio tenaz. Poseer unaparte del botín no basta para librarlos de ella.

— ¿Los queréis, verdad?

— ¿A mis hombres? Intento ser justo. ¡No siempre es fácil quererlos, noson angelitos!

—Pero ¿os quieren ellos?

—No lo sé. Soy su capitán. Y no tengo una estatua en el puente del barcopara que puedan expresar sus sentimientos poniéndole una corona delaurel o un cubo de basura durante una noche sin luna.

Vincent hizo un gesto y su puño de encaje esparció en el ambiente unsuave perfume de azahar.

—Pero ¿de qué diablos me estáis haciendo hablar en medio de unavelada de primavera fuera de las barreras de París? ¿Es esto con lo quesoñabais? ¿Qué os entretuviera con mi pobre filosofía de capitán defragata? Pasemos a mi filosofía amorosa, que es mucho más amplia.

Ella posó su mano sobre la manga de Vincent.

—He soñado con que me hablaríais así, con sinceridad, de no importa

qué. He soñado que me hablaríais por fin como a una mujer y no como a laniña que fui.

El miró aquella mano estilizada, de piel dorada, curvada sobre su brazocomo con una caricia inmóvil más elocuente que un ruego amoroso. Lacubrió con su mano grande y morena.

— ¡No habéis escogido bien el lugar para una charla de corazón acorazón!

—Pues bien, vayámonos.

— ¿Ya? ¿Y por qué antes no habéis querido partir conmigo en mi

carruaje? Pero, suponiendo que salgamos, ¿dónde...?Vincent fue interrumpido por la aparición de una sonriente gitana, que

recogió el ramito de violetas que estaba abandonado sobre la mesa y se locolocó a Jeanne en el escote, diciendo con descaro:

—Bella princesa, no tienes buenos modales. El ramito de violetas es unpresente del amante que hay que llevar muy cerca del corazón.

Vincent agarró a la joven por la muñeca y se la retorció un poco. Ellalanzó una exclamación y abrió el puño: el pañuelo de Jeanne cayó, unprecioso pañuelo de lino bordado regalo de su efímero prometido, elprocurador Duthillet.

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La gitana forcejeaba e intentaba deshacerse de la tenaza de aquelgentilhombre.

— ¡Piedad, monseñor, piedad! ¡Ya que has recuperado el pañuelo, nollames a la guardia, Dios te bendecirá!

—Yo no llamo nunca a los guardias para arreglar mis asuntos —respondióVincent—. Toma, hoy la noche es hermosa, te pago lo que te he quitado...

Le lanzó un luis de oro que ella atrapó al vuelo.

—Dios te bendiga —repitió ella con voz grave—. Pero, permíteme que megane el luis...

Le tomó la mano, se la llevó a los labios, la retuvo entre las suyas, lo queprovocó en Jeanne una oleada de celos ya que la gitana era joven y bonita,con sus ojos negros y ardientes y su amplia sonrisa blanca destacandosobre su piel cobriza.

— ¿Eres tú la que dice ahora la buenaventura en el Tambor Real? —lepreguntó Vincent—. Me acuerdo de una vieja arrugada como una pasa queno mentía del todo mal.

—Era mi abuela. Ha muerto dejándome el don.

—Veamos...

 Jeanne arqueó las cejas.— ¿Es que creéis es las predicciones de las gitanas, caballero?

Fue la gitana la que respondió, agresiva.

— ¡Qué mal conoces a tu amante, princesa! ¡Cuánto impío hay en la Tierra! ¡Los marineros siempre me creen!

— ¿Es verdad, caballero? —le preguntó Jeanne.

—El mar te hace supersticioso —respondió Vincent, y la gitana la aplastócon una mirada triunfante—. Y tú, faraona, procura decirme cosas bonitas

que me pueda creer. ¿Cómo te llamas?—María.

—Venga, María, te escucho.

—Hueles a mar... —dijo ella lentamente—. Aún estás húmedo de agua demar y, antes de que se seque, te vas a embarcar de nuevo.

— ¡María, eso es ganarse el luis demasiado fácilmente! —dijo Vincent,riéndose.

—Espera. Déjame ver lo que sigue...

—Léeme primero el presente, María. Cómo va a acabar la noche.

— ¡No!

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— ¿Por qué? ¿Sólo ves de lejos, como los ancianos?

—Las profetisas son muy prudentes y sólo se ocupan del futuro —dijo Jeanne, irónica.

—Deberías mandar callar a tu princesa. Me molesta.

—Princesa, cállate —ordenó festivamente Vincent—, quiero saber por elprecio de mi oro. Venga, María, dime lo que va a pasar pasado mañana yaque no puedes predecirme el día de mañana.

—Tienes un largo camino azul antes de llegar al lugar donde serásdichoso. Es un país muy llano, con casitas muy bajas... La tierra es muynegra y el cielo es azul, poblado de pájaros de todos los colores. Tambiénveo ríos, muchos ríos ¡con muchísimos peces! caballos... Veo caballos hastael infinito... Y vacas... Y gente también... blancos y negros. Los hombresllevan grandes sombreros blancos, parecen sombreros con alas... Lasmujeres llevan telas blancas en la cabeza... Los negros bailan con granentusiasmo...cantan. Llevan largas camisas rayadas, que flotan alrededorde su cuerpo como mantos. Luego... Espera —dijo, soltando la mano deVincent—, espera un poco, estoy cansada. Espera, no digas nada...

 Jeanne interrogó a Vincent con la mirada y él se puso un dedo en loslabios. María cogió de nuevo la mano del corsario y la apretó contra supecho, cerró los ojos y continuó con su monólogo entrecortado por largaspausas.

—En el país que te digo veo ahora un jardín... Un jardín muy bonito y conárboles tan cargados de frutas que se les quiebran las ramas... Y veo ungran río bordeado de plantas floridas... Es allí, señor. Allí te espera una granfelicidad. La tomas en tus brazos y te la llevas contigo a través de losmares... ¡Rápido, tienes que llevártela en seguida! Veo llamaradas de fuegoalrededor tuyo, pero no encima de ti... Luego... luego... Está demasiadolejos. Sólo veo el azul del mar. Nada más.

La gitana fijó en Vincent sus negros ojos perdidos aún en su visión.

—No me has dicho, María, qué tipo de felicidad me espera en un jardín deMontevideo.

— ¿Has reconocido entonces el país que yo no conozco?

—Creo haberlo reconocido. ¿Puedes responderme a una pregunta?

Ella sacudió la cabeza.

—No. No quiero estropear tu alegría. Si saboreas una felicidad conanticipación, una vez la alcanzas ya no te parece tan buena. Debe bastartesaber que tu felicidad te espera en un jardín del país del que ya conoces elnombre.

— ¿Tampoco quieres decirme qué me sucederá antes del gran día queme anuncias?

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— ¿Qué te importa eso? Sólo cuenta ese día. Ya te he dicho que hastallegar a él, el camino será de color azul. ¿Quieres más detalles? Tú sabesmás que yo de las penas y las alegrías del camino azul.

—Bien —suspiró Vincent—. No hay que forzar la lengua de los enviadosde Dios sobre la Tierra. Toma, cobra en proporción a la felicidad que meauguras —dijo tendiéndole a la gitana una de sus bolsas.

Ella sopesó la bolsa y lo miró riendo.

—Todo, lo vale todo. Cuando estés donde te digo, lamentarías haber sidoavaro.

 Y se escapó con la bolsa, soltando una carcajada.

—Caballero, estáis loco —dijo Jeanne—. ¿La creéis?

—No.

— ¿No?

—No. La felicidad que espero no puede estar en Montevideo. ¿Porcasualidad no tendréis una hermana gemela allí?

Ella se ruborizó.

—Si no la habéis creído, ¿por qué habéis sido tan complaciente? ¿Por quédarle la bolsa?

—Le acabo de pagar una predicción de su abuela. María no parece haberheredado el don de la vieja, pero bien puede heredar la deuda.

— ¿Y qué os predijo su abuela?

—Hace de eso cuatro años. Me anunció que encontraría un hermoso amorde largos cabellos rubios en un castillo en medio del campo, que se meescaparía de las manos y que lo recuperaría después de una larga ausencia.

—Caballero, me estáis mintiendo, ¡pero me gusta tanto que lo hagáis! —dijo ella en voz baja.

De nuevo posó la mano sobre el sedoso brazo de Vincent y la dejó allí,llena de ternura enamorada. El levantó suavemente su brazo y pasó loslabios sobre la carne tibia de ella. Jeanne lo miraba con ojos de oro besaraquel pequeño trozo de su cuerpo y se identificaba hasta tal punto con élque sentía por toda su piel, hasta el alma, el turbador y dulce placer queVincent posaba sobre su mano. A su alrededor, la multitud y el ruido seborraron. Tuvieron un sobresalto cuando un juerguista, que sus compañerossubieron a una mesa, se puso a cantar a pleno pulmón la copla de La tíaGaudichon, que todas las mesas se apresuraron a corear, haciendo circularcon profusión la bota de vino, conocida como la "bienquerida". Jeanne sedespertó entonces de un sueño exquisito en medio de una terrible algarabíay de un agrio y grasiento perfume de salchichas.

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— ¡Dios mío, ya he probado suficientemente el ambiente de la Courtille!—dijo, tapándose la nariz—. ¿No me habíais propuesto enseñarme la modainglesa que guardáis en vuestra casa de campo, caballero?

Vaugirard estaba al otro extremo de París. Un verdadero viaje, en mediode una noche muy oscura. Antes de abandonar la Courtille, Vincentcomprobó el estado de sus pistolas, que Mario llevaba en su cinturón.

Con cuatro caballos de refresco lanzados al galope como un rumor detorrente a través de un París dormido, no emplearon más de una hora enllegar a Vaugirard, con Jeanne acribillando a Vincent con preguntas sobreLondres y los puertos del Oriente para impedir que el silencio cayera sobreellos y acabaran fundiéndose irresistiblemente en un mar de besos. Desdeque habían salido del Tambor Real se sentía inmersa en un estado deexcitación febril y, tan silenciosa como era de ordinario, ahora se leagolpaban las palabras sin saber cómo. La impresión que tenía de estarmetiéndose en la boca del lobo a galope tendido le producía un nudo en elestómago que no habría cambiado por la vuelta a la calma por nada delmundo. En algún momento, para colorear el clima de la aventura, seimaginaba que unos bandidos surgidos de las sombras los atacaban.

Evocaba los rostros patibularios y los trabucos apuntándola y pasaba unrato de verdadero miedo, antes de apoyar la mejilla en el hombro delcorsario, su defensor, su salvador, su héroe, el caballero de los brazosinvencibles, que luego se transformaban en brazos acuñadores para ella...

El comportamiento de Jeanne dejaba a Vincent perplejo. No sabía quépensar. Mientras respondía a su curiosidad, demasiado nerviosa para sernatural, intentaba adivinar lo que ella esperaba de él y lo que él esperabade ella. Poco antes, cuando ella le había pedido que la llevara a su casa, suconfianza lo había conmovido y había descubierto auténticos tesoros decastidad en sí mismo. Pero ahora volvía a sentir las peores sospechas, que

estropeaban con malos pensamientos su tierno deseo de ella. No eraposible que fuera tan infantil como para querer probarse de verdad vestidosen la casa de soltero de un hombre sin haber previsto... ¿lo que seguiría...? Y también cómo, y por qué podía disponer de sus noches para satisfacer suscaprichos... El mes de junio para asistir al baile de la Ópera y a una cena encasa de Richelieu, hoy para hacerle correr de la ceca a la meca sin escondersiquiera su persona. Y durante todo ese tiempo, ¿qué hacía el honorabledoctor Aubriot? ¿Aguardaba pacientemente? ¿Qué decía Aubriot cuando suniña-amante-criada llegaba a las tres de la madrugada, agotada de algunacalaverada secreta?

Por Pauline de Vaux-Jailloux, Vincent había sabido qué había sido de  Jeanne tras su cita frustrada. Muy a su pesar, el golpe por haber sidoabandonado le había impedido ir al encuentro de la bella fugitiva y nunca la

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habría vuelto a ver de no haberla encontrado por casualidad en el palco deRichelieu. Verla entonces moverse con aparente comodidad ante la miradade deseo salaz del viejo mariscal y luego cenar en su casa confundida entreuna marquesa celestina, una actriz ligera de cascos y dos prostitutasenmascaradas le había producido algo más que decepción: una heridaimprevista y tan punzante que no había podido evitar el insultar a laculpable. Más tarde, había intentado en vano olvidar la desagradableimagen de Jeanne unida a la de Richelieu, ¡al lado de la cual la de Jeanneunida a Aubriot no era nada! Una misión secreta —localizar todos losfondeaderos de la costa inglesa para preparar un desembarco por sorpresa,con el cual el rey y Choiseul soñaban después de la humillación sufrida por

Francia con el Tratado de París— había retenido a Vincent el tiemposuficiente como para que se atenuase su dolorosa rabia. Pero a su regreso aParís había encontrado a Jeanne en La Tisanière, su frágil cicatriz se habíavuelto a abrir y entonces tuvo ganas de destrozarla entre sus manos, depulverizarla para quitarle el poder que aún tenía de ponerlo furioso. Peroella le había ofrecido su mirada conmovida, su voz húmeda, su manotemblorosa, su turbación, sus rubores, su dulce sonrisa, sus desmentidos ycasi una promesa... Y él la había creído. A los quince años ella no habíaquerido, a los diecinueve sí quería. El amor es inestable y la mujer cambia.El había creído... lo mejor para él. En la mirada de Jeanne había leído: "Osamo y soy feliz de saberlo." Pero de nuevo empezaba a no creer en ella.

 Temía caer en manos de una lagarta capaz de pasar por una deliciosaatolondrada mientras engañaba a tres hombres a la vez, Aubriot, Richelieuy él mismo. Y quizá a alguno más, ¿quién sabe? Su tienda era de las mejorsurtidas en cuestión de aficionados a la carne femenina de calidad.

— ¿Esa calle grande no será la de vuestro pueblo?

Vincent, que le estaba contando algo sobre un puerto griego pensando enotras cosas, se sobresaltó y miró por la portezuela.

—Sí, hemos llegado.

Un fino haz de luna aparecido entre las nubes y las farolas siempre

encendidas de la posta permitían percibir el largo trazado de la Calle Mayorde Vaugirard. Oyeron a Mario gritarle una orden al cochero, la carroza giró ala derecha y se detuvo ante la verja de una propiedad. Vincent habitaba enla última casa de una callecita campestre, al borde de unos viñedos y bajouna elevación con molinos. A lo lejos, frente a los molinos, se adivinaba lanegra masa de los grandes cotos de caza del rey y del príncipe de Conti.

—Espero que vuestro amo encuentre por fin una cama y pueda retirarme—gruñó el cochero—. ¡Sí que le ha costado, en tiempo y leguas, arreglar suasuntito! No es por presumir pero yo, a su edad y sin dinero en la bolsa, ¡loconseguía más rápido!

—No gruñáis más, amigo, creo que esta vez podéis desenganchar —lerespondió Mario—. Ya estamos manos a la obra y, como no tenemos

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

costumbre de violentar a las damas, podréis dormir calentito en la paja.Preveo incluso que podréis levantaros tarde. Hace cuatro años que esasirena nos la da con queso y va a tener que reembolsarnos todo lo que nosha costado, sobre todo el puntapié que recibí la mañana en que volví sinella a la cita con mi amo. Yo, en cuanto la he visto, se lo he perdonado todo,porque es una auténtica cereza, pero mi amo querrá tomarse su tiempopara perdonarla.

— ¿Qué habéis dicho que era? —dijo el cochero.

— ¡Una cereza, viejo, una cereza!

Para Mario, que recordaba con nostalgia un cerezo de Cotignac, único

árbol de Navidad de su dura infancia, la cereza representaba el milagro dela vida, la belleza, la felicidad, la golosina suprema, la dulzura de dulzuras...

— ¿Una cereza? —se asombraba el cochero—. ¿Y qué clase de mujer esesa en vuestro país? ¿Una mercancía cara?

—No intentéis comprender, amigo, y desenganchad. La cuadra es buena,hasta las pulgas son limpias, y sé dónde encontrar jamón y una botella.

— ¡Ah!, pues como vuestro amo no tiene pinta de burgués estreñido quecuenta sus botellas, ¿no habría también un buen borgoña en su bodega? ¡Esque, qué caramba, yo también soy un poco aristócrata y cuando no soy yo

quien paga no me va el vino de Ramponeau!— ¡Oh, qué bonito es todo, que alegre, cómo me gusta! —exclamó

 Jeanne, a punto de batir palmas como una niña en una juguetería.

El salón de la casita no era mayor que un tocador grande, pero sudecoración era tan alegre como refinada. La tapicería de seda color botónde oro con fondo canela, sembrado de ramilletes de colores entre los— quepredominaba el de plata vieja, alegraba las paredes. Esta tapicería sehallaba enmarcada por molduras de madera, muy sencillas, pintadas decolor gris perla con resaltes blancos. El mismo tejido cubría las butacas demodelo cabriolé y el más gracioso canapé que Jeanne había visto nunca,

pequeño, mullido y que te envolvía como una canasta. Una mesa para jugaral trictrac y dos encantadoras mesitas de café lacadas en color amarillopálido, con platos de Sèvres blancos y azules, completaban el reducidomobiliario de este salón-tocador. Sobre el mármol turquesa de la chimenea,y a ambos lados de un reloj de péndulo montado en la joroba de undromedario de lapislázuli, podía verse una pareja de jarrones de China deun bello tono verdeceladón, montados en soportes de bronce dorado.Cuatro poéticas marinas de Vernet colgaban asimismo de las paredes.

— ¿De modo que mi pequeña madriguera os gusta? —preguntó Vincent.

— ¡Me gusta todo! ¡Todo, todo, todo! —exclamó ella dejando caer su

capa—. ¡Y, oh, también la alfombra!

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Con un solo gesto se quitó los zapatos de satén dorado y se puso acaminar por la magnífica alfombra de Aubusson de fondo amarillo sembradode florecillas, tejida con el exquisito punto de la Savonnerie. ¡Qué bueno eraaquello! Hacía mil años que no había pisado descalza un césped de lana tansuave como aquel... Nunca hasta esa noche había pensado cuántoañoraban sus pies la alfombra de su querida baronesa. Casi se echó a llorarpor un placer tan tonto pero tan deliciosamente inesperado. Abrió los ojos,que había cerrado para saborear mejor la sensación recién recuperada decaminar descalza sobre una alfombra mullida. El la observaba con uncurioso aire indeciso, imposible de definir, que a ella le pareció algodistante.

—Caballero, ¿por qué tan frío de repente?— ¿Frío?

—Me lo parece.

—Os he prometido que os dejaría llevar la velada a vuestra manera. Y loúnico que hago es obedeceros, querida.

Ella se acercó a Vincent sin prisa, se detuvo a algunos pasos de distancia.

— ¡Caballero, no me obedezcáis demasiado! —exclamó, encantadora.

El aire perplejo de Vincent se acentuó y se mantuvo en una reserva que

ella no le agradeció.Mario apareció en el umbral con una enorme brazada de leña cortada,

cantando bien alto:

¡A la Courtille un día de fiesta!

Loss novios se van bien juntitos

En un cabriolé bien bonito

Para ver a Ramponeau!

— ¡Por fin apareces! —dijo Vincent—. A ver si nos haces un buen fuego.

El fuego se elevó de un gran salto rojo, resoplando como en una forja.

—Buen trabajo, ¿eh? —dijo Mario—. Señorita, en cinco minutos vais aestar como en verano. ¿Me voy también a encender el verano arriba paraque no cojáis frío?

Vincent le echó una mirada furibunda al autor de la indiscreción, pero Jeanne se puso a gritar muy animada:

— ¡Ah!, pues claro, tengo que subir, allí deben de estar las habitaciones,¿no? ¡Oh, vamos en seguida, me muero de curiosidad!

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

 Y se hubiera precipitado escaleras arriba si Vincent no la hubiera paradoen seco, furioso por no saber aún qué pensar: si Jeanne era una cabra o unaflorecilla, una ingenua algo retrasada o una cortesana traviesa, unainconsciente o una descarada, una locuela o simplemente una bribona.

—Acabad primero la visita a la planta baja. Sólo habéis visto el comedor—dijo.

—A propósito de comer —intervino Mario—, nuestra brava guardesa-nodriza nos traerá una tarrina de pato, queso fresco de oveja y un frasco devino viejo de Burdeos. Le he dicho que con eso bastaría y que el tíoGautheron podía quedarse dentro de su edredón, que yo ya encendería el

fuego.La tía Gautheron había aparecido justo en el momento en que Jeanne

salía del minúsculo comedor toda entusiasmada y exclamando:

— ¡Verdaderamente, caballero, vuestro comedor es encantador, dan unasganas locas de...!

Entonces vio a aquella mujer alta y negra y se interrumpió, intimidada. Laseñora Gautheron era más buena que el pan, pero tenía una estaturaimponente y un rostro muy severo y caballuno, con una cofia almidonadabien tiesa en lo alto. Jeanne se ruborizó ante su mirada como una pupilasorprendida en la habitación de un mosquetero por la abadesa delconvento. Instintivamente se acercó a Vincent y se quedó junto a él, muda ycon las mejillas ardiéndole. La señora Gautheron sonrió con indulgencia deabuela.

—Bien, señor, voy a buscar un bote de mi buena confitura de ciruelas dela reina Claudia y algunos almendrados.

—Gracias, señora Gautheron, pero no tenemos apetito —dijo Vincent.

—Desde luego —dijo la guardesa en un tono que significaba: "Desdeluego, pero pueden tenerlo más tarde. “Les llevó las confituras, losalmendrados y una botella de vino de Champagne.

—El champán es una buena idea —dijo Vincent—. Jeanne, ¿tomaréis unpoco?

—Sí, por favor —respondió con una vocecilla que no le llegaba al cuerpo.

Su seguridad, que sólo era artificial, nerviosa, se había derrumbadobruscamente. Sólo le quedaba un nudo en la garganta y un cuerpotembloroso. La guardesa se volvió a la cama y a Mario también le llegó elturno de retirarse. Antes de salir anunció que pensaba hacer arriba "unfuego infernal", recogió los zapatos de satén y los colocó con delicadeza enla bandeja de una de las mesas de café; recogió también la capa de

terciopelo y la dejó sobre un sillón, sonrió a Vincent con aire de decir:"Señor, la cosa se presenta menos dura, ya ha perdido un poco de su

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caparazón", retiró su sonrisa impertinente ante la oscura mirada de su amo,atizó un poco el fuego y se fue por fin, cerrando la puerta del salón tras desí.

— ¿Y ahora, qué? —preguntó Vincent mirando a Jeanne.

—Pues... ¿No queríais enseñarme vuestra moda inglesa? Al fin y al cabo,para eso he venido.

—Si estáis segura de que eso es lo que queréis...

— ¡Sí, sí!

—Muy bien. Está arriba. Llevaré una parte a mi habitación, ya que Mario

ha encendido el fuego. Siento no tener una camarera para que os ayude aprobaros la ropa, pero tal vez queráis aceptar mis servicios... No lo hago deltodo mal. ¿Vamos? —dijo mirándola fijamente a los ojos.

Ella se mordió el labio; no se movió.

—Caballero, quedémonos aquí. Yo... Este salón me encanta y se está tanbien... Además, que yo... En fin, que no me parece decoroso probarme laropa en vuestra habitación.

El soltó una larga carcajada burlona.

— ¡Decoroso! —exclamó en tono sarcástico—. Querida, vuestras palabras

llegan tan tarde que resultan cómicas. Sed natural, os lo ruego. Os morís deganas de ver mi habitación. Vamos.

—Decididamente, no. No tengo ganas de probarme vestidos a estashoras.

—No os reprocharé una decisión tan sensata. Es un poco tarde paravestiros. Pero para desnudaros, la hora resulta de lo más adecuada.

Con una calma que no la hizo desconfiar, él se situó detrás de ella, lequitó con presteza su pañoleta de muselina y llevó su mano al primer cierrede su corsé. Ella se volvió encolerizada, le arrancó la pañoleta de las manos

y dijo con voz alterada:— ¿Después de la educada frialdad viene la desenvoltura grosera? ¿Es

ésta la manera corsaria de tratar a vuestras invitadas?

—No sois una invitada fácil de contentar —suspiró él con indolencia—.Demasiada obediencia os disgusta, la desobediencia os ofende... Si noqueréis que me ponga a bostezar esperando a que llegue la hora de lapróxima posta, decidme lisa y llanamente qué es lo que esperáis de mí hasta entonces. Estoy a vuestras órdenes, palabra de honor. Os lo heprometido.

Como ella sólo respondía con una mirada de cierva desamparada, se leacercó, le tomó las manos y hundió su mirada en la de ella.

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—Jeanne, ¿por qué habéis venido a mi casa, quedando así a merced mía?

—Es que pensaba que... Había tanto ruido en casa de Ramponeau... No estan divertido como creía, apenas podíamos hablar... ¿Dónde ir? Me parecióque era demasiado pronto para separarnos. Quería... Quería quehabláramos un poco más, como buenos amigos, en un lugar tranquilo yagradable... Y tenía tantas ganas de conocer vuestra casa... Primero, porqueme encanta el campo en marzo, sí, adoro salir al campo y encontrar susviñedos, sus molinos, sus taludes con margaritas, sus bosques con susconejos y sus...

— ¡Sus pájaros nocturnos!

—Os gusta burlaros de todo, caballero, pero ya no me engañáis convuestras burlas. Sé muy bien que comprendéis lo que intento deciros.¿Deciros, el qué? El... es muy sencillo, que quería... En fin, que debemosestar juntos un poco más. Solos. Porque... tenemos que hablar, ¿no esverdad?

  Jeanne balbuceaba sin mirarlo en ningún momento, con una fiebrecreciente, andando nerviosamente de la chimenea al canapé, retorciendoen sus manos el pobre pañuelo que llevaba al cuello. Inmóvil, mudo, él laobservaba. Nunca la había visto, ni siquiera imaginado, agitada de aquelmodo, hablando y hablando, incapaz de controlarse. Le hacía pensar en un

navío desarbolado por un golpe de mar. No buscaba comprender sus frasesentrecortadas, sólo su ritmo voluble y caótico tenía sentido. Esperaba elmomento en que se derrumbaría y estallaría en una crisis de lágrimas de laque la consolaría tomándola en sus brazos.

Fue el fuego el que libró a Jeanne de perder los nervios. De repente, unpuñado de tizones calcinados se desprendió entre chispas. Un chorro deardientes estrellas rojas alcanzó a Vincent, que se libró de ellas quitándosela casaca para sacudírselas y lo lanzó luego a un sillón antes de volver ameter los tizones en el hogar Luego cogió un cojín y, maldiciendo, searrodilló para arregla! la pila de troncos en la chimenea.

El monólogo de Jeanne se detuvo en seco. Fascinada, miraba el brazo deVincent, que acababa de descubrir. Llevaba un curioso chaleco sin mangasy sus largos músculos morenos y duros se transparentaban bajo el algodónfino de la camisa. Sintió un ardiente deseo de tocarlo, un deseo tan violentoque se le secó la boca. Fue hacia él como una sonámbula... El giró sobreuna rodilla y ella puso finalmente sus manos sobre su peluca.

—Me habéis quitado mi pañoleta, dejadme quitaros esto a cambio. Loharé con suavidad —rogó con una infinita y temblorosa ternura.

— ¡Hacedlo así! —exclamó él arrancándosela y lanzándola lejos—. ¡Así escomo me la quito y la tiro por la borda a la menor ocasión!

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Ella hundió sus manos en el toisón de rizos de un negro brillante y sededicó a airearlos, a enroscarlos, a acariciarlos, a separar los mechonessedosos y tibios para enroscarlos de nuevo alrededor de sus dedos, altiempo que le subía del corazón a los labios un balbuceos de adoracióncarnal y maternal.

—Mi amor de pelo ensortijado... mi cordero sedoso... mi ángel color deazabache... mi caballero con cabellos de pastor griego...

El se puso de pie lentamente y la tomó en sus brazos, mordisqueó y besólas últimas ternuras que salían de sus labios antes de abrirle la boca... Subeso sólo murió de fatiga y luego continuaron abrazados, como si

estuvieran soldados, sus dos corazones fundidos en uno que latía alunísono.

— ¡Ven! —dijo al fin Vincent.

Ella vio girar un arco iris de color verde, oro, rojo y a continuación sesumergió en una nube de lino perfumado de azahar cuyos encajes lecosquilleaban los hombros. Al fin vio el rostro moreno de Vincent que lesonreía, diciendo: "Suéltame las manos". Entonces se dio cuenta de que las

tenía prisioneras entre las suyas y las apretó aun más.—Espera —dijo en voz muy baja—. Aún no me has dicho que me amas.

—Te amo.

—Otra vez...

— ¡Te amo, te amo, te amo! Y si quieres estar segura de ello antes deque acabe esta primera noche de primavera, devuélveme las manos. Elamanecer no está lejos.

— ¡No! ¡Nunca saldrá el sol! —exclamó ella con vehemencia mientras lesoltaba las manos y le rodeaba el cuello con los brazos para apretarlo

apasionadamente contra sí—. ¡Esta noche no debe terminar nunca! ¡Nunca!¡Oh, ámame, caballero mío, ámame con bastante fuerza como para que elmundo se detenga alrededor nuestro, ámame durante cien años con susnoches, ámame lo bastante como para que deje de existir, para que nopueda ver el mañana!

El la depositó dulcemente sobre las almohadas y contempló el hermosorostro que cabeceaba de un lado a otro, en medio de la desbandada de susbucles, como para escapar a sus pensamientos, a unos deseos demasiadograndes para ella. La oyó repetir en tono implorante:

—Ámame hasta hacer que muera antes de que amanezca.

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—Jeanne... Jeanne, ¡mírame! ¿Crees que mañana Aubriot querrá batirseconmigo? —le preguntó tiernamente.

— ¿Batirse? ¿Batirse?

Ella se apoyó en los codos, con aire extraviado.

— ¿Y por qué? Queréis decir... ¿batirse en duelo con vos? ¿Por mí?

—Bueno, nunca he oído decir en Dombes que el doctor Aubriot fuese uncobarde ni un hombre consentidor. Pero, ya que también se habla mucho desu gran inteligencia, espero que podamos explicarnos de una manera máshumana que en el campo del honor. Después de todo, quien me ha robadoes él. Sólo recupero lo que es mío.

Ella abrió sus inmensos ojos, llenos de estupor e incredulidad.

—Caballero, no tendréis la intención de ir a decirle que... ¡El señor Aubriotno debe saberlo nunca!

El se levantó de un salto, con los puños cerrados, la expresión dura, lavoz áspera.

—Y vos, querida, ¿es que teníais la intención de volver con él al salir demis brazos?

—Yo... no sé... ¡No pensaba en nada, en nada, os lo juro! Sólo me sentía...

feliz. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué habéis partido tan lejos de mí, como si yano me amarais? Me amáis, ¿verdad? Volved, amor mío, volved a tomarmeen vuestros brazos, tengo mucho frío. Vincent, amor mío, venid...

Sus ojos brillaban con lágrimas inmóviles, pero le sonreía tendiéndole losbrazos.

El dominio de sí mismo que tenía el corsario era famoso entre susmarineros, pero tuvo que reunir mucho más de lo acostumbrado para nolanzare sobre ella y sofocarla con su abrasador deseo. En vez de ello, cogióuna silla, se sentó cerca del lecho, tomó las febriles manos que se letendían y habló con tono firme.

—Cálmate, Jeanne. ¡Quiero que te calmes! Y que me escuches. Te amopero nunca seré una diversión para ti.

—Pero ¡yo también os amo, Vincent, y os amaré siempre!

— ¿Hasta cuándo estéis en la cama de Aubriot? —dijo elevando la vozpara hacerla callar—. Me pregunto si seréis capaz. Pero, qué importa... Noaceptaré compartiros. Nunca te compartiré con otro, Jeanne. Si he detenerte, te conservaré y te llevaré conmigo. No quiero ser amado ensecreto, con vergüenza. Quiero que me escojas. Ahora o nunca. O te tomo yme sigues, o te vas para reunirte con Aubriot.

Ella se estrujó las manos entre las de Vincent.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

— ¿Por qué tanta crueldad, Vincent, por qué? ¿Qué he hecho paramerecerla? ¡Dios mío, os amo tanto! ¿Es que no lo veis? ¿Por qué me pedísque me ponga a odiar de repente al señor Philibert? No podría, Vincent, nopuedo.

—No os pido que le odiéis, sino que le dejéis. Un día, seguramente sinodiarme, me dejasteis por él. ¿Os acordáis? La jugada que me hicisteis mesupo peor de lo que pensáis, hasta el punto en que esta misma noche, almiraros, aún estaba en la incertidumbre. Os lo diré al estilo filibustero:"Seas quien seas, Jeanne, te quiero y te tomo. No te pido cuentas delpasado, respóndeme sólo del porvenir." ¿No te recuerdan nada estaspalabras? —Sí.

—Cuando te hice ese juramento en la habitación de un pabellón de cazaescondido en el fondo del bosque, vi cómo brillaban tus ojos, pero teescapaste.

—Sólo era una niña.

—Pues ahora que eres ya una mujer, ¿aceptas entregarte a mí sinreservas, tanto en el presente como en el porvenir?

Ella bajó la cabeza, reflexionó un momento y dijo con voz tranquila.

— ¿Podéis darme un vaso de agua?

Cuando Vincent se lo trajo, ella se había levantado de la cama y se habíasentado en un sillón.

—Caballero, quisiera que ahora me escucharais vos. ¡No, primeroacercaos! ¡Más cerca! —Vincent giró un reclinatorio y se sentó a sus pies—.Caballero —continuó Jeanne—, os amo cuanto se puede amar.¡Seguramente soy la mujer más enamorada del reino! He tardado mucho ensaber que os amaba. Ahora veo claro y sé que os he amado desde laprimera vez que os vi, pero entonces estaba ciega, la pasión infantil quesentía entonces hacía de pantalla entre mi corazón y yo. No os voy a contarnada sobre mi pasión infantil que no hayáis adivinado, pero debo deciros

que no ha muerto todavía. No morirá nunca. Forma parte de mi carne másantigua, ha crecido al mismo tiempo que yo, me resulta muy dulce y no meavergüenzo de ello. Si tuviera que arrancármela, quedaría mutilada parasiempre.

El quiso hablar, pero ella le puso los dedos en los labios.

—A vos ese amor no os quita nada, caballero. Soy yo la primerasorprendida al descubrirlo. Lo amo y os amo. No me odiéis si nuestra lenguasólo tiene un verbo para describir dos amores tan distintos. No podéis sertan injusto como para exigirme que deje de amar a quien amo desdesiempre, sólo porque haya descubierto que os amo más que a mi vida y que

quiero ser vuestra como no he querido nada en este mundo.

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El se levantó con un gesto de cólera, se puso a recorrer la habitación agrandes zancadas, se acercó luego a ella, la levantó, la puso de pieagarrándola rudamente por los brazos y le lanzó su rabia a la cara.

— ¿Sois una inconsciente o creéis de verdad lo que decís? ¡Olvidaos unpoco de vuestro corazón y vuestras fantasías de colegiala, y pensad unpoco en vuestro cuerpo, querida mía!

Cogió el borde de su corsé de seda y tiró de él.

— ¡No! —gritó ella, al mismo tiempo que el corsé cedía lo bastante comopara que se le viera el borde de la camisa, que él desgarró brutalmente.

— ¡Cojo el izquierdo —dijo tomando el seno de Jeanne— y le dejo elderecho a Aubriot! Sólo que no todo va por pares, así que por lo querespecta a lo que va por unidades, me niego a compartir. Meteos bien estoen vuestra cabezota: ¡nunca os compartiré! ¡Ah!, y os recuerdo lo que sigueal juramento de fidelidad de una novia de filibustero. El novio le pasa supistola por debajo de la nariz y le dice: "¡Acuérdate! “Ella se puso a sollozarsin ruido, mientras intentaba arreglarse el corsé. Vincent salió y regresó conun magnífico chal de cachemira en el que la envolvió antes de abrazarla asu pesar.

—No os preocupéis por vuestro vestido, lo reemplazaré con mediadocena.

— ¡No me importa el vestido! Lloro por vuestra dureza y porque noqueréis comprender. ¡Oh, Vincent, ya no me amáis!...

—Niña mía, hace tiempo que lo he comprendido todo —dijo élacariciándole los cabellos—. Lo comprendo, pero no lo acepto. Puede que yotambién me haya expresado mal: no quiero impediros que sigáis amando avuestro padre adoptivo, al venerado maestro que escogisteis a los diezaños. Lo que quiero es evitar que os sigáis acostando con él. Casarse con suprestigioso papá es un tentación muy extendida entre las niñas, pero, enfin, querida mía, llega una edad en que los juegos infantiles deben terminar.

No hay que seguir durmiendo con papá cuando se tiene un amante.Ella lo miró horrorizada.

— ¡Decís unas cosas... abominables!

—Os digo claramente cosas más claras para mí que para vos. Por otraparte, tendréis que escoger entre la tierra y el mar. Aubriot y yo nohabitamos en el mismo mundo.

Vincent comprobó que su última frase la había impresionado.

—Parto dentro de seis días. Jeanne, ¿me acompañaréis?

— ¡Dentro de seis días! —exclamó ella descompuesta—. Pero ¿volveréisen seguida?

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

— ¿Qué os importa? Si parto no volveré a por vos. Nunca.

—No me desesperéis, caballero, os lo suplico. Quiero ser vuestra, pero sinhacerle daño a Aubriot. Quiero hablarle con todo cariño... ¿Cómo queréisque en tan escasos días yo logre explicarle...?

— ¡Diablos! ¿Es que el señor Aubriot no os va a exigir una explicaciónahora mismo, después de que hayáis faltado a casa una noche?

—Está pasando dos días en Alfort con Daubenton. Están estudiando en laEscuela veterinaria una enfermedad común a los corderos y las personas.Muy oportuno, ¿no creéis?

"Entonces era eso, me ha concedido una noche porque podía hacerloimpunemente. Tenía una noche libre que llenar, y, claro, salir con uncorsario es divertido y no molesta mucho tiempo. ¡La muy desaprensiva! Todas son iguales, decididamente, todas se sienten tan cómodas en lamentira como las sirenas en el mar. Esta, sin embargo... Con sus ojos demiel, su piel de miel, sus palabras de miel... Lástima, la habría queridomucho..."—Voy a buscar una brazada de ropa inglesa —dijo fríamente,dirigiéndose a la puerta—. Está amaneciendo y debéis escoger. ¿Quéqueréis que os suba? ¿Café, té, chocolate?

—No quiero nada, caballero —dijo ella con una tristeza infinita—. Noquiero ropa ni ninguna otra cosa. Sólo querría morir antes de darme cuentade que acabo de salir de un sueño, de que en realidad no me amáis.

— ¡Diablos! ¡Sois vos quien me rechaza! —explotó él.

— ¿Yo? ¡Pero, amor mío, si lo único que quiero es ser vuestra, en estemismo instante!

Él apretó los puños, cerró los ojos y permaneció unos segundos así, abrióde nuevo los ojos y dijo con una gran calma aparente, producto de una

exasperación controlada:—Jeanne, creo que voy a golpearos a ver si soltáis esas dos ideas fijas:

ser mía y luego volver a casa con otro. No va a ser así. Tendréis que ir acasa del otro y volver inmediatamente con vuestro equipaje. Os prometoque entonces no os van a faltar mis servicios.

Ella se puso de color carmesí, cosa que a él le encantó.

—En cambio, yo sólo tengo una idea fija, una idea de hombre enamorado,tonta y sencilla: no quiero ser cornudo —dijo en su tono burlón habitual.

Ella se estremeció de alegría.

— ¿Habéis dicho "hombre enamorado"? —preguntó mimosa.

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—No me desdigo. Tenéis seis días para escoger mi amor, Jeanne.

Ella se acercó a él, se puso de puntillas, le dio un casto beso en los labiosy dijo gravemente mirándolo con ojos húmedos:

—Sea lo que sea lo que pueda costarme a mí, y costarle a otra persona,no podría dejar de escogeros, Vincent. Os amo demasiado. ¡Os amo tantoque sufro de pensar que sólo puedo daros una mujer muy tonta!

El le cogió la cara entre las manos y le preguntó muy serio:

—Decidme, Jeannette, ¿mientras estábamos lejos el uno del otro, alguiense ha atrevido a enseñarte el mar que tanto deseabas ver?

—No.Vincent lanzó un suspiro de alivio.

—Bien —dijo—. No te habría perdonado que me hubieras engañado hastael punto de ir a ver el mar sin mí.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

Capítulo 14Capítulo 14

 Una vez la calle del Mail, Jeanne se puso una bata ligera pero sentía supecho tan oprimido como en un estuche. ¿Cómo había podido meterse en

aquella ratonera? En pocas horas su dulce nostalgia de Vincent se habíaconvertido en un violento y atormentador deseo. Pero ¿cómo podría decirlea Philibert "Me marcho para siempre"? En los brazos de Vincent todas lasimposibilidades desaparecían, pero fuera de ellos veía que necesitaría unamontaña de coraje para articular delante de Philibert estas dos simplespalabras: "Me marcho". Sintió que la cabeza iba a estallarle a fuerza debuscarle una solución a un problema insoluble. "Será que estoy agotada.Cuando haya dormido un poco podré pensar con más tranquilidad", se dijo.Se acostó con una compresa de agua alcanforada en la frente, pero elsueño estaba a mil leguas de ella. Se levantó, recogió maquinalmente

algunas hierbas preparadas para ser clasificadas, pero en lugar deordenarlas se fundió en llanto. "Dios mío, él me necesita tanto, ¿cómo voy aatreverme a dejarlo, y cómo podría soportar la pena y los remordimientospor haberlo abandonado? “Cuando se rehízo un poco, se enjuagólargamente los ojos antes de ir a prepararse café a la cocina. Él olor y laquemazón del moka le hicieron bien. Decidió pasar el domingo en Patouillet,con Michel Adanson, para retrasar algunas horas el momento de afrontarsus preocupaciones. De todas maneras, Philibert no volvería de Alfort antesdel día siguiente por la noche, así que las circunstancias le concedían unaprórroga. Su angustia era tal que pensó que sólo un milagro podía sacarladel infierno de escoger entre dos desgarros inimaginables.

Cada vez que Philibert la abandonaba en domingo, Jeanne corría aPatouillet. Michel la recibía con los brazos abiertos, cogía una lechuga de suhuerto, aderezaba con crema su guiso de verdura y preparaba una jarra decafé con leche. Una vez que habían comido, tronara o hiciera sol, Michel ibaa la abadía de Saint-Victor a pedir prestada una antigua carroza chirriante,cubierta de una verdadera costra de barro, con los resortes gastados y loscojines desflecados, pero a la que el hermano palafrenero enganchabacuatro soberbios caballos rucios alimentados de forma principesca,lustrosos, bien aderezados, cuyos piafados cascos y fogosas colasanunciaban con qué alegre trote iban a tirar de aquel carricoche. Michel se

encasquetaba un informe sombrero, saltaba alegremente al pescante, Jeanne se instalaba a su lado o en la caja según el tiempo que hiciera, y

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¡arre!, salían a visitar "las tierras" de Adanson, o sea algunos de aquellos  jardines que el naturalista alquilaba fuera de París para estudiar lasenfermedades de las moreras y obtener razas de trigo prolíficas, que élllamaba "mis trigos milagrosos", espigas monstruosas gracias a las cualesesperaba acabar con el hambre en el mundo. Michel conducía con maestría,canturreando algo del compositor Gluck o diciendo maldades terribles sobreBuffon el día que estaba de humor "senegalés". Iban al pueblo deMénilmontant o a Clichy-la-Garenne, e incluso hasta Drancy o Arnouville, y aveces más lejos, por la parte de Roissy, en el camino de Soissons. Cuandoveía a Jeanne cansada de seguirlo a través de los campos anotando susobservaciones, Michel la embarcaba en la carroza y la llevaba a tomar un

potaje a algún albergue de la posta. A veces, en el camino de vuelta,encontraban algún baile campestre y se paraban a bailar un poco. Jeannehabía descubierto que Michel era un maravilloso bailarín, un bailarín nato, elmejor compañero de baile que había tenido nunca. Como siempre quesalían ella iba vestida de chico formaban una pareja de hombres, pero tanllena de gracia y de entusiasmo, con tanto ritmo, tan ligera y tan eleganteen sus evoluciones, que los campesinos, encantados, acababan por hacerlescorro palmeando como cuando llegaban los saltimbanquis. Acabado el baile,los saltimbanquis se encontraban bebiendo y comiendo hogazas caseras obrioches de fiesta con los pueblerinos. Aquellos hermosos domingos deamistad fraterna vividos con Michel eran para Jeanne momentos tan dulces

de recordar que, al sentirse tan desgraciada esa mañana de domingo, saltóinstintivamente a un coche de alquiler y se hizo conducir a Patouillet.

Cosa extraordinaria, Adanson no estaba solo. Estaba discutiendo con unhombre joven de ojos grandes y vivos, con una nariz larga y curvada y unabarbilla muy prominente. Jeanne reconoció al nuevo farmacéutico adjuntodel Hotel Real de los Inválidos, que solía acudir a las clases de Rouelle. Elseñor Parmentier quería mejorar a toda costa la calidad de un tubérculo de

carne blanquecina, cuyo uso culinario había descubierto en la guerra deHannover, pero hasta ese momento sólo Adanson le había prestadoatención. Los cultivadores no querían saber nada de aquella "porquería",una raíz que sólo valía para los cerdos.

—Jeannette —dijo Michel—, venís en buen momento. Vamos a mi tierrade la Pissotte a plantar patatas. Si trabajáis bien, al regreso daremos unrodeo por Ménilmontant. Iremos a bailar una buenagiga.

— ¿Habéis probado ya un buen plato de patatas cocidas, señorita? —preguntó Parmentier, siempre ansioso de hacer partidarios.

—No señor, no tengo muchas ganas de probarlas. En mi tierra dicen quela patata contagia la lepra.

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— ¡Vaya! —suspiró el farmacéutico—. Todo el mundo me toma por unenvenenador, ¡incluso la Bella Tisanera del Temple!

—Jeannette —intervino severamente Adanson—, os prohíbo repetirtópicos tontos antes de haberlos analizado. Dejemos el inmovilismo de lasideas a los imbéciles. De lo contrario acabaréis mal, hecha una anacrónicacomo el viejo Linneo, con un cerebro petrificado en vuestros errores de juventud.

—Vuestro Linneo no ha acabado tan mal —objetó Jeanne—. Todas laspersonas del gran mundo se molestan en visitarlo en Upsala.

—También visitan el Partenón —gruñó Adanson—. Los fósiles nunca dejan

de atraer a los curiosos, igual que los comediantes atraen a los papanatas.Buffon también atrae a muchos espectadores con sus trucos de magia.

—Señor Africano —dijo Parmentier sonriendo—, reconoced que el señorBuffon no sólo vive de trucos, también tiene ideas y obras.

— ¿Os referís a las obras de su colaborador Daubenton o más bien de lasideas que Daubenton me debe? —preguntó Adanson.

— ¡Qué severo sois! —dijo Parmentier— ¡Y también un poco mala lengua!¿Pretendéis en serio que Buffon no ha hecho nada por su Historia natural?

—No pretendo decir eso —respondió Adanson—. Ayuda a Daubenton a

apropiarse del trabajo ajeno, no lo niego. Y siempre llega antes de que eltrabajo esté firmado por quien debería.

— ¡Bonito domingo! —exclamó Jeanne, sonriendo. Qué bueno era sonreírincluso sintiendo un gran disgusto.

—Cuando volví de la guerra, afligido por los horrores que había visto,corrí al Jardín con la esperanza de encontrar la paz en un clima idílico —dijoParmentier—. Pensaba: "Al fin vas a vivir junto a los que en lugar deespadas usan lupas, junto a los que aman la naturaleza, que sólo se hierencon las espinas de las rosas, y sólo se pelean por saber si una corola deChrisantemum maximum, o margarita, debe servir para deshojarla y decirte amo un poco, mucho, apasionadamente o nada en absoluto". ¡Pues, noseñor! ¡He ido a caer en medio de una tribu feroz de gladiadores armadoshasta los dientes de troncos y raíces!

—Esperad al mañana, Parmentier —dijo Adanson—. Entonces losbotánicos serán los seres más pacíficos de la Tierra. Serán como pastoresde flores paseándose únicamente por sus invernaderos, monjes eruditospasando tranquilamente sus días en bibliotecas con herbarios, en los quetodo el mundo vegetal estará ya aprisionado, catalogado, descrito ybautizado. Pero para preparar ese tiempo venidero hacen falta botánicoscon temperamento de aventurero, y los aventureros han tenido siempre la

piel dura. ¡Además de pico y uñas! ¡Y hasta colmillos y garras!

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

—El caso es que todos tenéis una salud envidiable —aprobó Parmentier—. El otro día le decía a Aubriot que no tardará en curarse rápidamente latos porque los naturalistas de nuestro tiempo escapan a todas lasenfermedades, incluso a las más abominablemente exóticas. A propósito,señorita, ¿qué tal le ha ido a Aubriot mi vino de álsine para abrir el apetito?

Philibert no le había dicho nada de aquel aperitivo. Todo el invierno lohabía oído toser por las mañanas, pero cuando se inquietaba por ello, él lerespondía despreocupadamente que su tos no era maligna, que lo único quepasaba es que tenía la garganta sensible al polvo. Para responder aParmentier fingió, no obstante, un aire de quien lo sabe todo a fin deenterarse de algo.

—El señor Aubriot siempre ha sido sobrio con la comida. Aunque esverdad que cuando está fatigado por sus accesos de tos, come demasiadopoco. Lo único que toma entonces es leche con una decocción de pervinca.

—Un alimento magnífico para los pulmones —dijo el farmacéutico —. Y sila leche es de burra, mejor que mejor. Pero Aubriot ya sabe todo eso dememoria. Conoce al dedillo todas las decocciones pectorales, es un sabio enla especialidad. El es quien me ha recordado la excelente mezcla de hojasde Tussilago vulgaris, flores de azufre y un pellizco de ámbar amarillo quetanto alivia a los tísicos.

La palabra "tísico" sobresaltó a Jeanne. Dejó de escuchar la conversacióny se concentró en recordar el sonido exacto de la tos seca y extraña dePhilibert. Pero al mismo tiempo veía al hombre delgado y musculoso,siempre impetuoso y hasta violento, trabajador incansable, amanteinfatigable, con proyectos para cien años, eterno estudiante dispuesto alevar anclas hacia no importa qué aventura. "No, no es posible. Un tísico esun hombre pálido y siempre cansado, que rechaza el menor esfuerzo y huyede las corrientes de aire. ¡Vaya, hoy me da por disgustarme! Philibert tienela garganta delicada, eso es todo. Le llevaré de la tienda pétalos deamapola y le prepararé una tisana suavizante." Y de repente añadió: "¡Oh,Dios mío!" Acababa de acordarse de que ella no estaría para darle la tisana

de amapola, ya que Vincent había fijado el jueves como fecha límite paraque terminara su vida en común con Philibert.

—Michel, ¿tenéis café? —se oyó decir con una voz descolorida.

— ¿Antes del guiso y la ensalada? —se sorprendió Adanson—. Amiga mía,hoy os encuentro algo rara. Y paliducha. Caminar por el campo os hará bien.¿No habréis pasado toda la noche en el baile por casualidad?

El crepúsculo cayó sobre ellos. Adanson sonrió a Jeanne.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

— ¿Tenéis que marcharos o podéis quedaros un momento, sólo el tiempode probar esta buena torta de leche? La tía Dubreuil os ha visto desde laventana. ¡Veréis que ha barrido y puesto orden, esa cosa catastrófica!

—Probaré un trozo de torta...

—Sólo lo decís por complacerme. No tenéis apetito. ¿Qué os pasa, Jeannette? ¿Qué es lo que no va bien?

—Nada, Michel. Esta mañana tenía dolor de cabeza, pero el paseo me hasentado bien.

—Os ha curado la cabeza, pero no el alma. ¿Qué os pasa, Jeannette? Ossiento lejana. ¿Dónde estáis? Si no hubiéramos tenido que pasear aParmentier me lo habríais contado todo.

—No tengo nada que contar. Hace un momento sólo estaba soñando...con una novela... que estoy leyendo.

—Contadme de qué va esa novela —dijo finamente Adanson, sinpreguntar el título.

— ¡Bah, no es nada extraordinario! Los habituales tormentos del amor.Michel... ¿Qué pensáis de la infidelidad?

—Pienso que... ¡el amor sedentario es una tarea difícil!

— ¿Quizá por eso se le encomienda siempre al sexo débil?"¡Cielos! Ha descubierto que el tunante de Aubriot la engaña. Si yo fuera

un mal tipo, me aprovecharía de ese renegado", se dijo Adanson.

—Sólo en el pasado se reservaba la fidelidad para las mujeres virtuosas.Ahora ya no hay mujeres virtuosas, salvo aquellas a las que les gusta serio,pero entonces ya no son fíeles por virtud, sino por gusto, para poderdeleitarse con el dolor de no tornar un amante salvo de lejos, por correo.

—Un amante lejano no es un amante.

— ¡Oh, claro que sí! Los novelistas modernos les han hecho un

inestimable regalo a las mujeres inventando la pasión triste y casta. Antesla infidelidad de la mujer era local y limitada, ser cornudo era fácil. Hoy endía una mujer puede hacer cornudo a su marido sólo con la punta de losdedos, escribiendo cartas durante años. Por desgracia para el marido,porque mientras que la primera se mostraba alegre para hacerse perdonarsu falta, la segunda se vuelve triste para vengarse de su virtud.

—Me hacéis reír, Michel. Sólo os gusta razonar por medio de paradojas.

—Mi intención era esa, haceros reír.

—No creo que la heroína de mi novela acabe engañando a su marido de

la manera rápida y grosera que parece que preferís... Su tentación es unmarino.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

— ¡El amante ideal para la nueva Eloísa! El marino es un hombre capazde ofrecerle a una mujer un poco imaginativa el máximo de melancolíaromántica de larga distancia.

Ella suspiró.

— ¿No creéis en el amor, verdad Michel? ¿Sólo creéis en la hipocresía?

El la contempló con una curiosa expresión.

—No hay que despreciar la hipocresía, amiga mía. A veces es el únicomedio con que se cuenta para frecuentar a un amor sin peligro de que lodespidan a uno.

—Sin embargo, ¿la hipocresía no sería una moral fácil?—Jeannette, los hombres han apreciado siempre su bienestar y, además,

los hombres actuales están muy ocupados. ¡Necesitan una moral fácil o,mejor, ninguna moral en absoluto! La hipocresía es de por sí una moralrefinada. Mentir exige pequeños cuidados constantes de inteligencia ymemoria. Eso lleva una cantidad de tiempo enorme, no se toma uno tantotrabajo por cualquiera.

— ¿Lo creéis realmente?

Ella lo miraba con los ojos llenos de incertidumbre. De nuevo él se dijo

que Jeanne se había enterado de la traición de Aubriot y quería que laconsolase con buenas palabras.

—Lo creo firmemente. Soy todo menos un libertino y creo que a menudose miente por afecto. ¡Es tan raro ser infiel de cuerpo y alma! La mentira delinfiel demuestra la fidelidad de su corazón.

Ella repitió, con la mirada perdida:

— ¿Lo creéis realmente?

—Lo creo. Creo incluso que, sin un poco de mentira, el amor sólo esbarbarie.

—Seguís con vuestras paradojas —dijo ella, sonriendo.Hubo un silencio, luego ella añadió:

—Para empezar, hay que poder mentir... Si se piensa bien, se descubreque para mentir bien hacen falta dos.

Una vez más Adanson se equivocó y dijo lo que tenía que decir para queella cerrase los ojos ante los engaños de Aubriot.

— Hay que ayudar a mentir al que nos ama, es verdad. Pero ¿por quéexigir la verdad? En amor sólo los perversos exigen la verdad porque soncrueles. Que Dios deje a la heroína de vuestra novela en la mentira, ella se

sentirá mejor.

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—Sí, ¿verdad? —dijo ella con una ansiedad febril.

"Me tomaré una cucharada de jarabe de adormidera y ¡a dormir, dormir,dormir! Mañana ya veremos. Por mucho que se fuerce a un árbol, su frutono madura en un día." A pesar de su cansancio, subió la escalera de dos endos, tiró su sombrero en el sillón de la antecámara, vio luz por debajo de lapuerta de la primera habitación...

Philibert ya se había acostado y estaba sentado sobre una pila dealmohadas con un libro en la mano.

— ¡Oh, siento no haber llegado para la cena! —exclamó ella—. ¿Entendí mal cuando creí que estaríais en Alfort hasta mañana?

—No. Pero estaba cansado y he vuelto antes. ¿Estabas en Patouillet? Nopongas esa cara de susto, no tengo nada. Una simple gripe de primavera.En tres o cuatro días se me pasará.

—Habéis tomado...

—He tomado todo lo que el médico me ha recetado —dijo en broma—.Pero hazme el favor de prepararme una infusión de pervinca... Echa tres

puñaditos de hojas secas en dos pintas de agua hirviendo. Me la irétomando durante la noche.

Ella vio un frasco en la mesilla de noche.

— ¿Es tintura de muérdago? ¿Habéis sangrado por la nariz o la boca?

—No, señora doctora. Pero tomo mis precauciones para que no ocurra.

—Os veo los ojos demasiado brillantes y las mejillas demasiado rosadas.Veamos...

Le tomó las manos y soltó un gritito.

— ¡Estáis ardiendo!— ¡Hazme la infusión de pervinca y vete a dormir! Estás a punto de llorarpor un poco de fiebre. ¿No sabías que la gripe da mucha fiebre?

—Juradme que no os sentís peor de lo que me decís.

— ¡Lo juro! Ve a hacerme la infusión.

— ¿Y si llamase al doctor Vacher?

— ¡No seas fastidiosa!

Ella se dejó caer de rodillas junto a la cama y cubrió de besos aquellasmanos demasiado calientes.

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

— ¡Sólo confío en vos, pero en cuanto os veo enfermo me entra tantomiedo que llamaría a vuestra cabecera a todos los médicos conocidos deParís!

— ¡No lo hagáis nunca, sería el mejor medio de matarme! Además, no lesconviene porque no se atreverían a cobrarme.

Ella dudó.

—El padre Firmin me ha dicho que hay un curandero maravilloso en lacalle de Fossés-Montmartre. Un alemán. No es peligroso, se limita aimponer sus manos sobre el mal. Este invierno les ha curado la fiebre acinco monjes del convento al mismo tiempo.

Aubriot la miraba con estupor.

—Jeannette, ¡no me traigas nunca a un curandero! ¡Aunque me estuvieramuriendo sacaría fuerzas para tirarlo por la ventana! Recuerda que quierocurarme o morir de la manera más moderna posible. Hazme la tisana depervinca, llena un vaso, echa quince gotas de tintura de muérdago y vete adormir.

—Sí, sí —dijo ella precipitadamente—, perdonad que sea tan tonta. Esque querría curaros al instante, como por magia, porque me siento culpablepor no haber llegado antes. ¡Oh, Dios mío, por qué no estaría yo aquí para

recibiros! Y se echó a llorar enjugándose los ojos en la sábana.

—Tú estás loca, Jeannette —dijo él medio contrariado, medio enternecido—. A veces eres exageradamente sensible. Te tengo que dar algo para eso.Sécate las lágrimas. Mi pequeña enfermedad no merece tantos lloros.Además, con tu agitación me sube la fiebre.

— ¡Perdón, perdón! —exclamó ella levantándose y huyendo a la cocina,con la nariz hundida en el pañuelo.

Durmió intranquila, asaltada por pesadillas y sacudida por bruscosdespertares durante los cuales prestaba el oído, o bien se levantaba para irde puntillas a observar el rostro de Philibert, que por fin descansaba o fingíahacerlo. En mitad de la noche la luna había surgido repentinamente deentre su manta de nubes e iluminaba la habitación con una claridadplateada que lo empalidecía todo, incluso las mejillas del enfermoconsumidas por la fiebre. Pensó en cerrar las cortinas pero no lo hizo. Sabíaque Philibert detestaba la oscuridad, que no quería perderse nunca lamenor de las luces del cielo. Se acostó un poco más tranquila al verlo

serenamente adormecido y al fin se durmió también ella bañada por la luna.

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El sonido de una tos seca y rápida tardó en atravesar su sueño. Saltó dela cama, se precipitó en la habitación de Philibert... El acceso de tos sacudíaespasmódicamente el pecho de Philibert que, sentado a la cabecera de lacama, parecía querer expulsar todo el aire de sus pulmones. Hasta que, porfin, en un último esfuerzo, una espuma rosa le subió a los labios.

— ¡Dios, estáis escupiendo sangre! —gritó Jeanne, aterrorizada—. ¡Voy abuscar al doctor Vacher!

Pese a su agotamiento, él la agarró de una mano, le hizo señal de queesperara a que pudiera hablar y habló finalmente en voz baja y lenta,puntuada por profundas respiraciones:

—Sé lo que me pasa. Vacher no puede hacer nada. Es la luna. Cuandotoso, a veces la luna me hace sangrar, no es grave. Cierra las cortinas.Dame limonada para enjuagarme la boca. Luego echarás otras quince gotasde tintura de muérdago en un poco de infusión, y cuando me la hayatomado me darás a mascar algunas hojas de pervinca. Mañana le llevarásuna receta a Parmentier y le pedirás que venga a verme.

Al tiempo que ella lo obedecía, le decía con una voz suplicante:

— ¿Por qué no me dejáis que llame al doctor Vacher, que está tan cerca yos estima? Perdón por insistir, pero si vuestro mal se agrava, ¿tengo quequedarme sola a vuestra cabecera muriéndome de angustia?

El se tomó con calma la poción que ella le había preparado, se dejó lavarla cara, el cuello y las manos con agua con vinagre entre suspiros debienestar, y se dejó instalar medio sentado en almohadas a las que ella leshabía cambiado la funda. Sólo entonces le respondió.

—Jeannot, ya arreglaremos esa cuestión mañana, cuando hayadescansado. El mejor tratamiento que hay es el reposo en silencio absoluto.Ve a buscar agua de opio a mi despacho, tomaré dos cucharadas. Tómatetú también una. Venga, Jeannette, te prometo que mañana estaré mejor.

Pero al día siguiente fue peor. La fiebre aumentó hasta el punto de hacer

delirar al enfermo, que luego caía en un sopor que lo dejabasemiinconsciente. Jeanne, incapaz de aguantar más, llamó al doctor Vacher.El doctor diagnosticó una fuerte inflamación pulmonar con ulceraciónhemorrágica. Pero como él era profesor de fisiología y no trataba a losenfermos más que ocasionalmente, estimó conveniente llamar a consulta aldoctor Bordeu. Este era un médico muy reputado en cuestión deenfermedades del pecho. Mientras llegaba, había enviado a buscar a uncirujano para que le practicase una sangría de urgencia y, a pesar de lastímidas observaciones de Jeanne —Aubriot sólo sangraba a los apopléticos ya los comilones—, se sangró a Philibert en el pie izquierdo.

A decir verdad, la sangría le devolvió la conciencia y bastante malhumor.Le agradeció a su amigo Vacher sus cuidados con bastante frialdad y

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observó al célebre Bordeu —traje avellana con galones dorados, corbata deencaje—, con ojo tan brillante de fiebre como de desconfianza vigilantesentarse junto a la cama para disertar sobre su enfermedad en cuidadosolatín. Al cabo de media hora, Bordeu dio su veredicto: su distinguido colegaAubriot sufría de un tubérculo de linfa espesa y acrimoniosa alojado en unpulmón, sin duda desde hacía tiempo, que por suerte acababa de brotar.¡Tanto mejor! Sólo había que ayudarlo a expulsar la sangre acrimoniosa conayuda de una o dos sangrías. Y luego reconfortar el cuerpo debilitado concaldos de pollo y de hígado de tortuga, precedidos cada mañana de un grantazón de leche de burra y una píldora hecha con quince granos de tiza deBriançon en polvo fino, veinte granos de coral preparado, ocho granos de

antihético de Poterius y todo lo que conviniera de jarabe de hiedra terrestre.Aubriot le dio mil gracias a su colega, le aseguró que aprobaba su opiniónpor ser la más docta, que seguiría su prescripción al pie de la letra y que nodejaría de escribirle sobre sus buenos efectos. Después de lo cual, y una vezque la puerta se cerró detrás de Vacher y Bordeu, rompió la receta encuatro pedazos y se los tendió a Jeanne. "Acércate", le dijo.

Ella se acercó despacio.

—El caso es que la sangría del doctor Vacher os ha hecho bien... —dijocon una vocecilla muy desdichada.

—Siéntate, Jeannette, y arreglemos nuestras diferencias de criterio deuna vez por todas. Si la medicina pudiera curar lo que tengo... en lagarganta, ya lo habría hecho yo mismo. Pero la medicina todavía es muyignorante. Sólo es un oficio muy cómico en el que médicos y enfermosrepresentan una especie de comedia de Molière, en espera de tiemposmejores. Esta comedia sólo sirve para una cosa: para aliviar el temor deunos y contentar la vanidad de otros. Pero, ¡ay!, resulta que yo soy unenfermo médico y el latín no me tranquiliza porque lo entiendo demasiadobien. Lo entiendo tan bien que los discursos de los médicos latinistas sólohacen que empeorar mis sufrimientos. ¡Me destrozan los oídos sincicatrizarme el pulmón! De modo que no me impongas más su presencia.

¿Me lo prometes?—Pero, Philibert, ¿no veis que si pudiera llamaría a la ciencia entera en

vuestra ayuda, sólo por aliviar mi preocupación? —dijo con los ojosinundados en lágrimas.

—Muy bien —respondió él dándole cachetitos en las mejillas—. No quieroprivarte a ti del socorro de la medicina. Cuando estés muy mal, llama a Tronchin.

— ¿Creéis en él?

—Pues, claro. Piensa como yo. Deja hacer a la naturaleza sin complicar su

tarea. Venga, sonríe. No me voy a morir. No puedo, Jeannette. ¡Te empeñas

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tanto en que sea inmortal que te creo capaz de convencer al mismísimoDios de ello!

¿Cómo podía abandonarlo? La angustia que la había invadido cuando vioa Philibert escupir sangre, cuando lo vio delirar, convirtió en irreal suangustia de perder a Vincent. Ver revivir a Philibert se había convertido enlo más importante. Es más, un escrúpulo de tipo supersticioso la manteníaclavada a la cabecera del enfermo, pese al mal de Vincent que sentía amenudo. ¿No le había dicho Philibert que no podía morir, de tanto como lo

ataba a esta tierra el amor de Jeanne? Eso era un despropósito, pero sentíaen el corazón toda su verdad: Philibert no podía morir porque Jeanne nopodía siquiera imaginar su muerte. ¿Acaso los ángeles guardianes desertan?Aunque ella fuera una creyente muy tibia, como todos los de su tiempo,pronto se convenció de que Dios u algo semejante llegado del cielo habíagolpeado a Philibert para que Jeanne viera su locura y comprendiera quesólo un hombre contaba verdaderamente en su vida. Que su ansia por elbello corsario sólo había sido el sueño de una noche de primavera, unextravío de los sentidos, tan frágil como una pompa de jabón. El martessiguiente mandó a Banban al hotel de Bouffiers con una nota para elcaballero informándole de la grave indisposición de Aubriot, que la retenía asu lado. Añadía que si la mejoría de Aubriot persistía, iría a La Tisanière aldía siguiente a las cinco y estaría muy contenta de verlo. Se habíaexpresado con un mínimo de palabras y en un estilo de cortesía mundana,ya que le había sido imposible encontrar el tono justo para dirigirse aVincent una vez en la calle del Mail, al lado de Philibert.

Vincent no apareció por la tienda al día siguiente. Cuando Jeanne regresóa casa, sólo encontró una carta que había llevado Mario:

"Jeanne, mi inconstante, ya estáis otra vez lejos de mí ¡y tan pronto! Está

visto que no se os puede dejar un momento. A pesar de las apariencias, Aubriot tiene el cielo al alcance de la mano. Cuando teníais quince añosquise raptaros, pero entonces él perdió a su mujer y allí estabais vos paraconsolarlo. A los diecinueve os quiero llevar conmigo, y entonces se poneenfermo y os quedáis a su lado para cuidarlo. ¿Qué puedo yo contra losdesignios del cielo? Ni el ardor ni la astucia pueden nada contra los vientoscontrarios. Ahora sé que no me seguiréis. Jeanne, creo que os equivocáis dedestino. Pero puede que lo crea porque quisiera ser vuestro destino. "

"Dejaré Paris por Calais el viernes, a las cinco de la mañana. Os enviaré aMario el jueves por la tarde, estéis donde estéis, para reabrir vuestro último

mensaje. Venid conmigo, Jeanne. Porque os amo y vos me amáis. Y si con

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eso no basta, me casaré con vos. Pero, por mi cruz de caballero, no osrepetiré por segunda vez lo que os acabo de decir. Vincent. "

—Señorita, ¿qué os sucede? ¿Os estáis mareando? —exclamó Lucette,precipitándose a ayudar a sentarse a su ama, que había palidecidobruscamente y parecía faltarle el aire.

—Dadme un poco de melisa...

—Estáis demasiado tiempo en vela —decía Lucette, mientras preparabaagua de melisa—. Dejadme relevaros esta noche junto al señor Aubriotahora que está mejor. Así podréis descansar. Ó hacer vuestros recados... —añadió lanzándole una ojeada rápida a la carta de Vincent.

—Gracias, Lucette, pero no tengo nada más urgente que hacer que cuidaral señor Aubriot —logró articular Jeanne con firmeza.

Una hora más tarde, cuando Jeanne se disponía a dejar la tienda, Lucettevolvió a la carga.

— ¿Seguro que no me necesitáis esta noche? ¿No? Bueno. No me habríaimportado. Decidme... ¿hay que llevar alguna respuesta con Banban al hotelde Bouffiers?

—No, Lucette. Mario... El criado del caballero Vincent la vendrá a buscarél mismo mañana por la tarde —Lucette la miró del tal modo que seapresuró a añadir con viveza—: Viene por mi asunto de plantas exóticas.Pero temo que no me será fácil interesar al caballero por la botánica o lospequeños asuntos de La Tisanière.

— ¿Vos creéis, señorita? —dijo Lucette con impertinencia.

—Eso creo.

— ¿Y gorros? ¿Tendremos gorros? ¿Qué haremos con ellos? ¿Nospondremos a venderlos?

— ¿Qué gorros, Lucette? ¿De qué diablos me estáis hablando?— El otro día le disteis un gorro al caballero. ¿No sería el vuestro?

— ¡Ah!, vaya, ¿era eso? —dijo Jeanne con una risita forzada—. Era unmodelo para una amiga suya de provincias, que compra sus gorros enLacaille, como yo. Dime, Lucette, me parece que no tenemos muchospaquetes de cigarrillos de sauce. Decidle a Madelon que prepare unacincuentena para mañana. Al abate de Voisenon le van tan bien que nosenvía a todos los asmáticos de París. Y con el polen que se prepara...

¡Casarse con él!

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¡Vincent le proponía casarse! ¿Estaba loco? "Y si con eso no basta, mecasaré con vos. " Estas palabras le parecían tan disparatadas, tanimposibles en la pluma de un cabañero de Malta, que dudaba de haberlasleído. Volvía a sacar la carta que guardaba en el escote, la desdoblaba, seobligaba a no saltar directamente al párrafo final, la releía desde la primerapalabra a la última sin hacer trampas, tropezaba por fin con aquellaincreíble frase y la mantenía ante su vista durante largo rato antes de cerrarlos ojos, deslumbrada como si hubiera estado mirando el sol. Sabía queVincent sólo era caballero de gracia y no había pronunciado los votos. Perotambién sabía que le era más fácil a un caballero profeso dejar los votospara contraer un matrimonio decente que a un caballero de gracia

permitirse un matrimonio indecente. El caballero y la pastorcilla unidos anteDios... ¡un cuento de hadas! ¡Un espejismo! Jeanne, de nuevo incrédula,volvía a abrir la nota y allí encontraba escrito, negro sobre blanco, la locurasalida de la mano de Vincent: "Y si con eso no basta, me casaré con vos. "Entonces, a pesar del enfermo que yacía en la habitación vecina, a pesar desu miedo supersticioso a ser castigada en la persona de él si tenía el másmínimo pensamiento infiel, acariciaba aquellas extraordinarias palabras, lessonreía, las besaba, las encerraba entre sus manos, guardaba aquelfabuloso sueño entre su mejilla y la almohada, se dejaba arrastrar a unaorgía de felicidad, se casaba diez veces seguidas con su maravillosocaballero de los cabellos ensortijados con todos los detalles de una

ceremonia novelesca, hasta encontrarse cara a cara con él, solos en lahabitación roja y dorada de la casita de Vaugirard. En cuanto llegaba almomento en que Vincent la tocaba —sus manos desnudas sobre su pieldesnuda— se estremecía, se crispaba, pero sin poder impedir que lainundase una ola de imágenes prohibidas...

Se durmió con la carta debajo de la mejilla y la sombra de una sonrisaserena empezó a apuntar y le distendió el rostro en cuanto se puso a soñarde verdad. Soñar no es pecado. No podemos hacer nada para impedirlo.

Banban adoptó su voz de hombrecito importante sin el cual el comercio,en aquellos días difíciles, se hubiera ido al agua.

— ¿Esto es todo cuanto habrá que decirle a Lucette, señorita? Y paraMadelon, ¿no hay ningún encargo?

—No, Banban. Pero espera un momento en la antecámara. Tengo quedarte una carta.

— ¿Una carta para el caballero Vincent?

Ella le lanzó una mirada rápida a aquel chiquillo demasiado espabilado yrespondió simplemente:

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—Su criado irá a recogerla esta tarde a la tienda. Espéralo para dárselaen persona. ¿Has entendido? Quiero que esperes a que llegue y que se laentregues en propia mano.

—He entendido, señorita. Es una carta importante.

—Sí —dijo Jeanne.

La hoja de vitela esperaba sobre la mesilla de su habitación desde lanoche anterior, desplegada, blanca y lisa, dispuesta a lo peor como unamortaja. Cualquier palabra habría resultado irrisoria. Irrisoria e insincera. Noexisten palabras para decirle adiós al hombre al que se ama y que os abresus brazos. Hasta la palabra "adiós" miente, porque no creemos en ella.

 Jeanne escribió de un solo trazo: "Caballero, os amo y quisiera morir".Porque aquello, al menos, era verdad.

 

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Capítulo 15Capítulo 15

  Decididamente era bueno reponerse en una abadía con fama delibertina, se decía Aubriot paseándose bajo el cerezal en flor.

Cuando, tras diez días de fiebre pulmonar en la que todos los sabiosamigos del Jardín se habían mezclado, Aubriot se había levantado de lacama, pálido y delgado, y Tronchin le había aconsejado en seguida pasar elperíodo de convalecencia en el campo, donde el aire que se respira eslimpio y perfumado, y la leche se bebe pura y caliente recién sacada de laubre de la vaca. El señor de Buffon había ofrecido Montbard, pero estabademasiado lejos. También el abate de Voisenon había ofrecido Belleville,pero la vecindad con la señora Favart hacía prever que la estancia seríabastante ruidosa. La marquesa de Couranges había puesto a su disposiciónsu propiedad de Villette, pero Aubriot había temido que fuera un reposo

agotador. Finalmente, había aceptado el ofrecimiento de los canónigos deSaint-Victor, consistente en una amplia habitación orientada al mediodía enel propio edificio conventual. Es cierto que la abadía de Saint-Victor estabasituada en un barrio bastante populoso de la ciudad, pero aun así era unahermosa finca campestre.

Una vez se atravesaba la puerta de Saint-Victor, se tenía ante sí la iglesia,a la derecha el palacio abacial y a la izquierda las dependencias de lacomunidad. Detrás de este armonioso conjunto se encontraban los jardines,que se perdían a lo lejos y llegaban hasta la cantera de madera quebordeaba el Sena. A todo lo largo de la tapia del recinto se agitaba el verde

tierno de los tilos centenarios, de cuyas ramas bajas se recogían cadaverano toneladas de hojas para tisanas mientras, en las ramas más altas,las abejas del padre Agustín recogían su miel de color oro pálido. La avenidaque discurría por delante del palacio abacial era un majestuoso cerezal concinco caminos sombreados y poblados de cantos de pájaros.

Los canónigos estaban muy orgullosos de poder decir que ningún otro jardín parisiense daba asilo a tantos pájaros. "Sobre todo en junio", añadíancon malicia. Porque en junio todos los vecinos del barrio acudían a losconciertos de pájaros del cerezal, iluminado por el vivo color de miles decerezas.

 Y es que Saint-Victor era una abadía abierta al público. ¡Más abierta queun molino! Los malvados espíritus anticlericales afirmaban que era una

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abadía "retozona", en la que los canónigos se dedicaban sin interrupción aconseguir la felicidad en la Tierra, ya que no creían en la que se consigue enel cielo. De escuchar a aquellos cascarrabias, los canónigos de Saint-Victorestaban condenados al fuego eterno, y se creían obligados a llevar suspecados hasta los oídos del rey con la esperanza de que cerrase aquelconvento demasiado alegre. Pero, gracias a Dios, el rey no lo cerraba yAubriot podía observar cómo el padre Etienne —el padre huertano— dirigíala plantación de sus bancales de verduras de verano con la serenidad de unsembrador que sabe que estará allí para el tiempo de la cosecha. El médicocharló un rato sobre rábanos, lechugas, perifollo y claveles de Indias con elpadre Etienne, caminó un poco por las avenidas soleadas y regresó a la

biblioteca a leer mientras esperaba a Jeanne, que acudía cada día a verlo aúltima hora de la mañana cuando salía del Jardín Real.

La inmensa biblioteca, soberbiamente revestida de madera, estabadirigida por el abate Pierre y el abate Armand. Ellos sí debían de creer enDios, pues jamás estaban en su sitio y dejaban que sus clientes se sirvieranellos mismos sus libros y manuscritos. Aunque es verdad que Aubriot solíaencontrar a menudo en algún volumen raro una invitación a devolverlo a sulugar, de este tenor: "A quien piense en robarme tal vez no lo vea el abatePierre, pero sí lo verá san Pedro, que es quien abre o cierra la puerta delparaíso." Al parecer los ladrones se dejaban impresionar por el ojo de san

Pedro, ya que aún quedaban miles de libros en Saint-Victor, sin contar losque los padres canónigos guardaban en sus celdas porque eran libros queno podían dejarse en todas las manos. A veces un religioso que habíaabusado un poco del vino blanco de Suresnes —el que se tomaba en elconvento— perdía una de aquellas preciosas lecturas y Aubriot la recogía yse le abría el apetito amoroso. Su casta convalecencia comenzaba aproducirle hormigas en el cuerpo, pero no era con la marquesa con quiensoñaba, sino con su Jeannette. Descubrirlo le ponía contento. La idea de quecomenzaba a despegarse de su última aventura le reportaba una pazinterior muy agradable.

Aquella mañana, en que su pensamiento flotaba perezosamente entre Jeanne y Adelaide por el gusto de sentirse cansado de una y fiel a la otra,una pequeña novelita verde mal colocada al lado de un tratado de medicinacayó en manos de Aubriot. El libro se abrió por la página del punto, en lacual se había copiado una máxima de la obra seguida de un comentario:"Amar sin fornicar es algo, fornicar sin amar no es nada. Buen tema parauna discusión. Proponerlo al abate de S... para nuestro ejercicio dedialéctica del sábado. “Aubriot soltó una buena risotada: "Vaya, he aquí untema de meditación que me llega oportunamente. Estos señores de Saint-Victor no tienen preocupaciones tan frívolas como dicen, al abate que haescrito esto no le falta profundidad." Fue a acodarse a la ventana. El aire

era de color azul dorado, todo él restallante de primavera. Los tulipanesmulticolores del padre Etienne se balanceaban en una suave brisa que

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sembraba todo el jardín de pétalos de cerezo. Vio aparecer a Jeanne al finalde la avenida principal. Debía de haber tomado por el camino de losestudiantes, por las canteras de madera y los muelles del Sena. ¡Hacía tanbuen tiempo! La muchacha caminaba con su paso largo y ágil, vestida conaquella sencillez que tanto le gustaba, con una falda a rayas verdes yblancas que dejaban ver el tobillo, una chambra verde alegrada con unapañoleta de muselina y un gorrito situado en lo alto de sus abundantescabellos. En la mano llevaba su bolso de documentos oscilando como unpéndulo de reloj al ritmo de sus andares. En su rostro podía verse el airepensativo y un poco triste que él le veía a menudo desde que estabaenfermo. "Se aburre", pensó. Lo que significaba: "Se aburre conmigo." Miró

con disgusto el bolso de trabajo que avanzaba hacia él. ¿Es que iba aobligarla a sentarse ante un pupitre, a sacar de su bolso las notas que habíatomado en el Jardín y empezar a ponerlas en limpio mientras discutían, enaquel mediodía radiante repleto de cantos de los pájaros? Había días en quela amada botánica no era lo que parecía. Era una perversión culpable queimpedía correr allá donde los Ranunculus repens son de verdad botones deoro brillando al sol, allá donde el Trifolium pratense se extiende, como unsuntuoso banquete de tréboles rojos, bajo el vuelo enamorado de losmoscardones. Aubriot sintió la música nupcial de los abejorros Bombusembotarle el cerebro: "Mis queridos padres, perdonadme que abandonevuestra compañía, pero hoy trabajaremos en mi habitación", masculló

sonriente a los retratos colgados en la biblioteca. Podía muy bienanunciarles a todos aquellos gruesos canónigos lo que iba a pasar acontinuación. ¡Seguro que en vida habían visto muchas cosas!

  Jeanne, roja como una amapola, cerró con fuerza los ojos para nocruzarse con los de Philibert, que estaba comenzando a desnudarla trashaberla tumbado en la cama. Lo hacía sabiamente, sin prisa, reteniendo suimpaciencia con caricias y besos. Le había quitado la chambra, las faldas,las medias, y se dedicaba con paciencia a las cintas de la camisa. ¡Estabaclaro que Philibert tenía la firme intención de hacerle el amor en unconvento, ante la ventana abierta de par en par al sol y como aperitivo de la

comida! Esto cambiaba la imagen que tenía de un amante que sólo teníatiempo para ella por la noche y le daba una sensación nueva de libertinaje.Cerró fuertemente los ojos para huir del sol e intentó ponerse la camisacuando notó que los pechos se le salían de la batista.

—¡Oh, Philibert, ese sol, ese sol...! —balbuceó.

— ¿Qué pasa con el sol? ¿Desde cuándo lo temes? Tu piel dorada loabsorbe maravillosamente —dijo él y se puso a chupetearle un pezón.

Con una voz apenas audible, ella murmuró:

— ¡Pero, Philibert, estamos en un convento!

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—No es un convento austero —dijo él entre dos raciones de frambuesa. Ycon un lento y hábil tirón acabó de quitarle la camisa dándole la vuelta,como le habría quitado la piel a un conejo.

El sol descubría el imperceptible vello de su espalda y ponía en su pielsudorosa una fina capa de minúsculas luciérnagas. Juguetón, él le cogió unmechón de cabellos y se puso a hacerle cosquillas con él. Ella se estremecióy le besó el pecho, en el lado del corazón.

—Mírame un poco —dijo él enrollándose una mano con el cabello de lamuchacha.

Ella dijo que no con la cabeza, con la cara hundida en el pecho dePhilibert.

— ¡No quiero verte! ¡Oh, Philibert, así, a plena luz del día! ¡Como si fuerauna cortesana!

La risa de Philibert hizo que los nervios de Jeanne explotasen y se echó allorar.

El se limitó a apretarle la cabeza contra su pecho. Realmente era más

cambiante y emotiva que el cielo abrileño, lo mismo había que esperar unacrecida de aguas que una granizada. Sin embargo, como la lluvia durabademasiado, le preguntó:

—Jeannette, dime si lloras porque te trato como a una cortesana o porquete da vergüenza que te guste.

La inundación aumentó. Lloraba porque sentía el alma llena decardenales, como lanzada de un mal a otro. Era la primera vez que Philibertla tomaba después de la noche de Vaugirard con Vincent.

Había añorado tanto los besos del caballero, vivido con él tantos sueñosimpuros y divinos, que había acabado por preguntarse si después de eso

sería capaz de soportar las caricias de Philibert. Y ahora descubría que suangustia había sido en vano, que su cuerpo seguía siendo dócil a su amantey era capaz de estremecerse de placer. Sentía que era un monstruo. Unamujer doblemente infiel, con un corazón doble y un cuerpo perverso. ¿Nohabía motivo para sollozar hasta el fin de los tiempos?

—Venga, deja de llorar como una niña o acabaré por creer que antes hasgemido de dolor y no de placer. Y tendré que empezar de nuevo a ver si lohago mejor —dijo Aubriot tirándole del pelo para levantarle la cabeza.

Ella se enfureció por el poder que tenía Philibert sobre ella.

— ¡Hacéis lo que os parece conmigo, ¿verdad?! ¡Podéis tirarme en lacama de un convento en pleno día como a una cortesana y hacer conmigo

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lo que os parezca, y yo no puedo abrir la boca! ¿Y acaso pensáis que esopasa porque soy vuestra niña obediente, sumisa y tímida? ¡No, no, no!¡Pasa porque soy una Mesalina, una libertina, claro!

El se echó a reír con tal fuerza que sufrió un ahogo y se puso a toser.Luego le plantó un beso en los cabellos.

—Hay que celebrar tu descubrimiento —dijo alegremente—. Ponte lacamisa, Mesalina, y vayamos a comer a la plaza Maubert. ¿Qué dirías,Mesalina, de una buena carpa rellena en salsa verde, acompañada de unvinillo blanco de Mâcon bien seco?

Durante el mes que Philibert pasó en Saint-Victor vivieron como en lunade miel. Jeanne se había acostumbrado a hacer el amor a mediodía en lahabitación de un convento, después de lo cual Philibert solía llevarla acomer a una taberna de la calle Fossés-Saint-Bernard, donde tenía lacostumbre de ir para librarse de la mesa demasiado pesada y de loschismorreos de los canónigos. El dueño del local de Fossés-Saint-Bernarddaba muy bien de comer por veintiséis sueldos: potaje, dos entrantes ymedia botella de vino. A causa de ello estaba siempre lleno y siencontraban demasiada cola se iban hasta la plaza Maubert, donde Philibertle ofrecía una pequeña locura a cuarenta sueldos por cabeza en casa de laviuda Pescot. Por ese precio, la Lescot se metía en la cocina y preparabauna excelente cacerola de anguila, un guiso de pescado o una carpa ensalsa verde. Regaban el plato con un vino de Beaujolais producido por lafamilia de la buena mujer y entonces se sentían trasplantados como porarte de magia a un albergue de Dombes. El recuerdo de su llano paisajeacuático de suaves colores deslavados les levantaba el ánimo, sus miradasse buscaban, se penetraban por encima del desorden de vajilla y cuberteríaque reinaba en la mesa... Bajo la caricia de los ojos negros de Philibert, Jeanne se ruborizaba elocuentemente y lanzaba suspiritos de satisfacción al

percibir los efluvios de la salsa verde de perejil a la borgoñona. Al fin y alcabo, la vida no estaba tan mal. Malvada, pero llena de buenos momentos.Más tarde, cuando desembarcaba en La Tisanière, siempre con retraso ycon una sonrisa en los labios, Lucette le lanzaba una mirada de sus risueñosojos azules y decía: "No hacía falta correr, señorita Jeanne. No tengoapetito. Sé muy bien que cuando se tiene a un enfermo en casa hay quereconfortarlo." Un día, la picarona añadió:

—La convalecencia del señor Aubriot con los canónigos os sienta demaravilla. Tenéis mejor cara. Porque, ¿sabéis?, hace un mes teníais muymal aspecto. Triste como nunca os había visto. Nada os interesaba, parecíaque habíais perdido las ganas de vivir. ¿Habéis sufrido un gran golpe,verdad?

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  Jeanne palpó las cartas de Vincent que llevaba en el bolsillo. Era sumanera de leerlas. La dulce, en la cual él se casaba con ella; la cruel, en laque la rechazaba, casi tan lacónica y desesperada como la última nota de Jeanne.

"Jeanne, mi incorregible indeása, perderos me hace más daño la segundavez que la primera. Pero, os juro por mi cruz que nunca más os perderé, pues renuncio a vos para siempre." Más abajo había escrito: “VuestroBanban y la señorita Lacaille os reembolsarán lo que os debo, que os ruegoque aceptéis con mis homenajes más respetuosos. "

Cuando Jeanne reapareció en la tienda tras haber recibido esta nota,Lucette, con expresión tentadora, había sacado una gran canasta demimbre de la trastienda. Banban y un cochero del hotel de Bouffiers lahabían traído para la señorita. Delante de una Lucette dando brincos y unaMadelon extasiada, Jeanne había sacado de la canasta el hermoso chal decachemira que se había puesto en casa de Vincent, luego un exquisitovestido de verano a la inglesa color verde mar, una capellina de alapequeña de fina paja de Italia, color crema y guarnecida con una cinta demuselina verde, un par de chinelas de tacón alto de falla verde y un

encantador bastón de bambú adornado con un lazo de muselina y con pomode oro completaban el fresco y maravilloso conjunto.

"Bien, señorita Jeanne...", había comenzado a decir Lucette. Jeanne habíaquerido interrumpirla, pero la cotorra había logrado añadir que todo aquellorepresentaba al menos un gasto de varios escudos de seis libras.Repentinamente inquieta, ella se había preguntado qué cara pondríaPhilibert al ver su conjunto de princesa inglesa, si es que se atrevía algunavez a enseñárselo. Pero cuando, con el corazón desbocado, se atrevió aponérselo el domingo de Pascua para ir a la abadía de Saint-Victor, con laimpresión de llevar la prueba de su infidelidad encima, Philibert había dicho

simplemente: "¿Y ahora de qué vas disfrazada? Creo que nunca había vistoese vestido. ¿No es un poco ligero?" Seguro que ni se había fijado en elbastón. Lucette tenía razón cuando decía que los hombres no se fijan en laropa, sino en lo que hay debajo.

En cuanto al paquete de la señorita Lacaille, Jeanne no sintió grancuriosidad. Creía que el caballero se limitaba a devolverle un gorro parecidoal que le había quitado. Una aprendiza de casa Lacaille le llevó una caja yella le dio dos sueldos de propina.

— ¿Puedo mirar, señorita Jeanne? —dijo Lucette en seguida.

—Si queréis... Pero no os hagáis ilusiones, es mi gorro —respondió Jeanne, fingiendo concentrarse en las cuentas.

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Sólo levantó la cabeza al oír las exclamaciones de Lucette.

— ¡Señorita, señorita, ha valido la pena esperar un poco! Ya decía yo quela caja era demasiado grande para un solo gorro...

La muy maliciosa tenía desplegada ante ella unas atractivas enaguas dela más fina batista de Cambrai, ricamente adornadas con un preciosoencaje de Chantilly y cintas de satén.

— ¡Oh! —exclamó Jeanne, sofocada.

—Y además huele a buena colonia de azahar. Hay saquitos en la caja —dijo Lucette olisqueando con su naricilla respingona.

 Jeanne seguía contemplando con estupor las deshonrosas enaguas.—Bueno —dijo secamente—. La dependienta de Lacaille se habrá

equivocado de encargo.

—La caja lleva vuestro nombre —dijo Lucette, despiadada—. Y vuestrogorro está en el fondo. Mirad... ¿Es que tal vez le prestasteis tambiénvuestras enaguas al caballero?

 Jeanne, llena de vergüenza, pensó furiosa: "¡Hacerme esto! ¡Encargarleunas enaguas a mi propia lencera, para que me las entreguen en mi propiatienda! ¡Hacerme pasar por lo que no soy...! ¡Oh, no, esto es demasiado

fuerte!" Se acercó impulsivamente a Lucette para quitarle de las manos laprenda, pero Lucette fue más rápida y la escondió detrás del mostrador.

— ¡Lucette, dadme eso! —ordenó Jeanne—. ¡Quiero destrozar con mispropias manos esa insolencia!

— ¡No, señorita, sería un crimen!

— ¡Lucette, dadme eso! Es cosa mía. ¿No os dais cuenta de la ofensa queme hace esa prenda? ¿Qué iban a pensar? ¿Cómo se atreve el caballeroa...? Dios mío, ¿me desprecia hasta ese punto?

La idea de que Vincent la despreciase la conmocionó y ahogó su enfado.

Escondió la cara entre las manos y se puso a llorar.Lucette dobló cuidadosamente las enaguas, colocó el gorro encima, cerró

la caja y rodeó con sus brazos a su ama.

—Venga, señorita Jeanne, debéis sobreponeros porque van a dar las cincoy en seguida tendremos aquí a la clientela. Dejad que os consuele. Osaprecio mucho y no quiero ver que os hacéis mala sangre por una nadería.El caballero no os desprecia. Yo no sé por qué os envía unas enaguas, debede haber una razón, pero no lo toméis como una ofensa, ¡sobre todoteniendo en cuenta su precio! Podéis creerme, sé algo del desprecio de loshombres. El desprecio masculino se demuestra con golpes e insultos a la

mujer, o haciéndole un hijo al año si se trata de una mujer decente. Si no esdecente, entonces se lo demuestra dándole dinero, ¡aunque siempre lo

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menos posible! Así que guardaos las lágrimas para cuando os veáisreducida a eso, que espero que no sea nunca.

 Jeanne se sonó y se secó los ojos.

— ¿Creéis de verdad, Lucette, que el caballero no ha querido...? Sinembargo, ¡enviarme unas enaguas es de una impertinencia increíble!¡Nadie iba a creer que...! ¡En fin, Lucette, unas enaguas...!

—¿No compráis las ligas Au Signe de la Croix? Porque la patrona podríacontaros que el mismísimo señor Voltaire es quien encarga en persona lasligas, adornadas así y asá, para su sobrina, la señora Denis. ¿Es eso más"conveniente"?

— ¡Por eso todo el mundo cree que el señor de Voltaire se acuesta con susobrina!

—Pues aunque todo el mundo creyera que vos y el caballero... no osperjudicaría, señorita Jeanne, porque un hombre como el caballero Vincentno es pecado. Si el buen Dios hubiera querido que las mujeres decentesdijeran siempre que no, no hubiera creado hombres tan atractivos como él.¿Sonreís? Me alegro. Venga, tengo que quitar de la vista esa caja. Banbanos la llevará luego a vuestra casa.

—Lucette, ¿y si le devolviese las enaguas a la Lacaille?

—Probáoslas primero —aconsejó Lucette.

De pie ante el espejo de la chimenea, Jeanne examinaba su rostro conseveridad. La piel, fresca y ambarina, seguía sin una sola arruga y cubría unbello rostro de mejillas sombreadas de rosa y salpicada de pecas a la alturade la nariz. "Las penas no me han marcado", se dijo la muchacha dediecinueve años tan en serio como si hubiera temido que la marcaran. Conun dedo humedecido de saliva se curvó las pestañas y se puso a hacer

 juegos de luz con el brillo húmedo de sus ojos. Se soltó el cabello, lo peinócon los dedos y lo alisó para que le cayera por los hombros con un chal deseda...

"No, caballero, no podréis cumplir vuestra promesa. No, amor mío, notendréis valor para cumplirla.", le murmuró a su imagen. Se sentíademasiado deseable para creerlo. Retrocedió hasta el centro de lahabitación para verse de cuerpo entero, dudó un instante, dejó caer su batay se deshizo de ella con un puntapié. Su cuerpo desnudo apareció ante elespejo, como una estilizada estatua color de mármol ambarino posadasobre el mármol gris de la chimenea, delgada y deliciosamente modelada,

con el sexo cubierto de un espeso toisón dorado. Levantó los brazos porencima de la cabeza haciendo un arco y empezó a balancearse como una

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cortesana debutante. En cuanto logró imaginarse la mirada de Vincent fijaen su danza de Salomé, se ruborizó violentamente, se apartó de un salto delespejo y sacó las enaguas de la caja de Lacaille, que estaba abierta sobre lamesa y se metió dentro de ellas... La suave batista de Cambrai, tan delicadacomo una tela de araña, se le deslizó por la piel como una caricia. Se ató lascintas, corrió al espejo y se dedicó a adorar la imagen que éste le devolvía.El perfume de azahar del que estaba impregnada la enagua la invadía,embriagadora, de la presencia de Vincent. Esbozó una sonrisa de victoria."¿De verdad, caballero mío, que me has enviado unas enaguas semejantes,impregnadas de tu perfume, para no venir jamás a quitármelas?" Alregresar a la calle del Mail con todas las cosas que le había mandado

Vincent se había desnudado tan de prisa que su ropa había quedado tiradade cualquier manera por la habitación. Recogió entonces la falda del brazode un sillón y registró el bolsillo para coger la última nota del caballero.Aquella noche sus palabras de adiós eterno ya no tenían el poder de hacerlatemblar de dolor y emoción. Dobló la hoja de papel. "Cuando escribías esto,hermoso y querido caballero, mentías. Y aunque hayas creído decir laverdad, ¡yo te haré mentir!"

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Capítulo 16Capítulo 16

  Jeanne se instaló de nuevo en su vida cotidiana anterior a su tempestadsentimental con una renovada furia de vivir, como si vivir al galope pudiera

acercarla antes a un mañana perfecto. A Lucette, que a veces le aconsejabadescansar un poco, le respondía: "¡He soñado demasiado cuando era joven,no tengo tiempo que perder!" Su excitación le sentaba de maravilla, tanto ala salud como al cutis. Estaba más esplendorosa y gustaba más que nunca,de manera que su coquetería natural había empeorado. En su eterna esperade Vincent, se esforzaba por vestir y adornarse de una manera refinada,estudiada hasta en sus menores detalles.

Estaban en época de elegancias claras y ligeras. La primavera, cálida yrestallante, había hecho salir de los armarios los trajes de verano, y losclientes de La Tisanière aportaban a la tienda una alegría de grandes flores

abiertas por el sol.En el Jardín la multitud no era menos alegre, animada además por toda

clase de modas extranjeras. Allí se hablaban todas las lenguas de Europa,con el sabio añadido del latín. Una soberbia corte de señores acompañabael paseo cotidiano de Buffon, formando un cortejo digno del rey enVersalles. Cierto que cuando hacía buen tiempo, pasear bajo los tilos queBuffon había hecho plantar veinticinco años antes era una ocupacióndeliciosa. Las ramas de los árboles se unían en arco y formaban, a cadalado de los parterres de boj, dos largas naves de fresca luz verdosa. Todaslas criadas llevaban a los niños a jugar bajo los tilos de Buffon para ver

pasar el cortejo de sedas y encajes que seguía al intendente. André Thouinse quedaba entonces sin semillas ni esquejes, incluso le vaciaban la soperahasta la última gota de caldo porque estaba de moda, ya que los duques ypares del reino empezaban a presumir de haber metido su cuchara en laolla del jardinero real como de haberse sentado a la mesa del propio rey ensus Pequeños Apartamentos. En torno a sus charlas matutinas se reunía unamultitud mundana y en torno a las demostraciones públicas de Jussieu yDaubenton la afluencia de público era tal que una mañana Daubenton,siempre inclinado al humorismo, ¡adoptó maneras de charlatán de feria ydisecó un cordero en un estrado levantado al aire libre para que todo elmundo pudiera disfrutar del espectáculo!

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La "sesión anatómica" de Daubenton gustó tanto que algunas amazonasexcéntricas lanzaron la moda de dar una clase de anatomía en su jardín.Estas aficionadas a la medicina manejaban el bisturí delante de sus amigasbajo la supervisión de un cirujano que se ganaba muy agradable ydescansadamente treinta libras, antes de ir a comer bajo los emparrados entan fina compañía. Naturalmente, el animal que había que ofrecer a losinvitados era el animal humano, por lo que el precio de los cadáverespertenecientes al pueblo subió. Mientras que un anatomista del Colegio deSaint-Còme pagaba habitualmente diez francos por un cadáver en loshospitales de la Salpêtrière o Bicêtre, para luego revenderlo por veinticuatroa sus alumnos, una dama noble no dudaba en pagar hasta cuarenta libras

por un cuerpo de sexo masculino en buen estado. El tráfico clandestino decadáveres en la capital era próspero, y algunos picaros vendían mercancíarobada en los cementerios de los pueblos situados fuera de las barreras. Losseñores muertos llegaban a París en coche de alquiler y salían por lossumideros o en forma de grandes humaredas por las chimeneas. A veceslos despojos humanos abundaban en exceso, no hacía falta calefaccióndebido a la buena temperatura, y entonces acababan tirados en lasesquinas de las calles en pequeños montones negruzcos abandonados a lasmoscas. Los perros llegaban antes que el comisario de barrio y se hacíancon los mejores trozos. Dichos restos no eran lo bastante interesantes comopara que el buen funcionario intentara averiguar su identidad, de modo que

aquella pobre carne averiada iba a engrosar, más anónimamente aún que lade los demás pobres, la voraz tierra del cementerio de los Santos Inocentes,una tierra complaciente y tan bien arreglada para su menester que secontaba que devoraba un cadáver en nueve días. De modo que al final desus tribulaciones, el infortunado reposaba casi alegremente en plenocorazón de la ciudad, bajo la algarabía de los juegos infantiles y de loscomerciantes que instalaban su tenderete encima de su tumba. Si teníasuerte, se le instalaba encima un pendolista público a veinte sueldos lacarta amorosa y al menos lo mecía la música de las palabras de amor.

Un día se descubrió un buen montón de huesos frescos en un huerto de la

calle Fossés-du-Temple y el pueblo se lo pasó en grande, riendo y cantando junto a los policías.

—No sabía que los parisienses fueran tan carroñeros —le dijo Jeanne aMercier, que había acudido a visitarla.

—Aún no los conocéis —respondió el novelista en tono burlón—. No loshabéis visto en la plaza de Grève un día de ejecución. Quien no lo ha vistono sabe de qué explosiones es capaz este buen pueblo, sobre todo si hacecalor. Viendo trabajar al verdugo en esa plaza predije una vez la revoluciónque París será capaz de llevar a cabo un día de verano. Diderot gruñecuando le anuncio que la revolución brotará un día de verano del

adoquinado de las calles como una quermés roja, porque Diderot es uningenuo que ve la revolución como una tarea de filósofos intrigando en el

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café para reformar las leyes. Pero ése no es en absoluto un asunto decabezas pensantes, es un asunto de vísceras, y los parisienses tienenentrañas de lobo a las que tienen que echarles carnaza de vez en cuando.Pronto podréis ver su apetito ante una buena carnicería. La decapitación delgeneral Lally-Tollendal va a aportarles unos buenos ingresos a lospropietarios de ventanas bien situadas, pues ya es sabido que el rey no leva a conceder su gracia. La multitud se aplastará en la plaza de Grève yhabrá muertos y heridos alrededor del cadalso. ¡Pensad en el tiempo quehace que el rey no le ofrece una cabeza a su buen pueblo! Todo el mundose pregunta si el verdugo se acordará de cómo se maneja el hacha... ¡Esmuy excitante, mucho más que una simple horca!

Cierto. El 6 de mayo de 1766, la sangre del marqués de Lally-Tollendalembargó a todo París de un alborozo monstruoso. Los jueces habíancondenado a puerta cerrada al vencido en las Indias después de haberloprivado de defensor, por un crimen de alta traición del que no tenían lamenor prueba. Pero había que lavar el honor francés humillado enPondichéry con la sangre de un culpable: la opinión pública ya manifestóque prefería un ejército traicionado a un ejército vencido. El general fueconducido a su martirio en una innoble carreta sucia de fango, maniatado yamordazado a fin de que no pudiera gritar que era inocente como era suintención. Fue recibido en la plaza entre gritos de alegría y su cabeza cayó

en medio de aplausos frenéticos de un populacho formado tanto por genteacomodada como desarrapada. El entusiasmo llegó al delirio porque, comose había previsto, el verdugo había perdido práctica y debió golpear variasveces para cortar el grueso cuello de Lally. "¡Jesús, pobre diablo, mirad eltrabajo que le está dando ese maldito marqués!", se compadecía unacondesa desde su balcón del "señor de París", que es como se llama anuestro verdugo. Es cierto que ese torpe verdugo acabó con las mediasblancas de seda salpicadas de sangre, pero las puso en su memoria, de lacual los pagadores eliminaron seguramente las seis libras que reclamaba enconcepto de repaso del filo del hacha antes de la ejecución.

El asesinato de Lally dio para un par de tertulias en La Régence.Condorcet habló apasionadamente contra "la insoportable barbarie de lamordaza", y la filosofía en pleno se desencadenó contra la ella. Y en estoque la señorita Sophie Arnould se peleó por todo lo alto con el conde deLauraguais, que la engañaba, y Sophie envió a su esposa la condesa, enuna carroza que pertenecía a Lauraguais, a los dos hijos que había tenidocon el conde... Y la sociedad de La Régence olvidó la tragedia, ya vieja, porla comedia del día. ¡Hacía tan buen tiempo!

Hasta el último minuto Jeanne había creído que Vincent volvería a Parísantes de la ejecución del marqués de Lally. Sabía que el caballero, aunque

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consideraba al general torpe y odioso y que había actuado mal en lasIndias, sostenía que su traición no había sido tal que mereciera semejantecastigo. Ella pensaba que iría a Versalles junto con los demás partidarios dela gracia para intentar ablandar al rey. Y lo esperaba sobre todo porque laseñorita Sorel le había dicho que el corsario sólo había ido a Londres paratraer a París un nuevo cargamento de moda. Pero Vincent no había dadoseñales de vida y hasta mediados de junio no oyó hablar de él. La vísperaBanban había ido a buscar a la tienda, de parte de la condesa de Bouffiers,una buena tisana porque un joven músico austríaco que debía actuar por lanoche en la velada musical del príncipe de Conti tenía algo de tos. Hacíamucho tiempo que Jeanne vendía tanto productos farmacéuticos como

hierbas y el gremio de tenderos-boticarios no podía meter las narices en el Temple; así que le dio un jarabe de capilar y un pequeño frasco de esenciade ciprés para que lo echasen a gotas en el pañuelo y la almohada delenfermo, al que había añadido un cucurucho de pastillas de miel deamapola cuando supo que el músico resfriado no era más alto que Banban.Al día siguiente estaba ocupada arreglando con Lucette un estante desaquitos de Bain-des-Champs con hierbas perfumadas y también de Bain-des-Forêts con agujas y brotes de pino, cuando un burgués vestido a lamoda de más allá del Rhin entró en la tienda acompañado de unmuchachito muy guapo de unos diez años, bien vestido y con el cabellorizado y empolvado en escarcha. Aquel elegante hombrecito era el músico

que tenía tos y como le habían gustado sus caramelos de miel su padrevenía a comprar más. Maravillada por la edad del artista Jeanne le hizoalgunas preguntas; supo que tocaba el clave y el violín, que tambiéncomponía y que volvía de un viaje a Inglaterra. El chico la miraba con unaviva atención y, de repente, murmuró en su lengua algunas palabras a supadre, quien a su vez observó a la vendedora, meneó la cabeza y tomó lapalabra.

—Señorita, os parecéis tanto a un retrato que hemos visto en Dover, en elcamarote grande de un barco francés, que por fuerza tenéis que ser elmodelo de la pintura.

Ella negó con la cabeza.

—No puede ser, señor, porque nunca me han pintado.

—Entonces se trata de un parecido extraordinario —dijo el burguésaustríaco.

— ¿No dicen que todos tenemos nuestro doble? Ese debe de ser el mío.Os confiese que a mí también me gustaría verlo. ¿Cómo se llama el barcoen que habéis visto ese retrato?

 —Belle Vincente —respondió el austríaco.

Lucette dejó caer un saquito de Bain-des-Forêts. Jeanne se ruborizó hastala raíz del cabello y se mordió el labio.

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—Si no me equivoco, Belle Vincente no es un barco correo, sino una navecorsaria. ¿Cómo es que habéis estado a bordo?

—Es que tengo un hijo bastante fuera de lo normal —dijo el austríaco conorgullo—. El caballero que manda esa fragata lo había oído tocar en unacasa de Londres. Nos encontró por casualidad en Dover, donde íbamos aembarcarnos para el continente, y nos pidió que tocáramos a bordo supropio clave. Un instrumento maravilloso, señorita.

—Me ha dado esto en recuerdo y también para protegerme —dijo el chicoen un francés lento pero correctamente pronunciado.

 Jeanne se inclinó para admirar lo que el joven músico le enseñaba con

sonrisa radiante: un relojito colgante de oro cincelado con rubís, zafiros ydiamantes, y una crucecita de Malta de plata y esmalte.

—Es precioso —dijo Jeanne, acariciándole la mejilla.

—También me ofreció una gran merienda de dulces.

— ¿Y... el retrato? —preguntó Jeanne dirigiéndose al padre—. ¿Decíaisque el capitán de la Belle Vincente tenía un retrato que se me parece... ensu camarote?

—Sí, señorita. Un óleo muy bueno. De colores tan atrayentes que mi hijole dedicó una sonrisa y yo tuve que felicitar a su dueño. Vos... vuestra doble

está pintada como diosa Pomona.— ¿Os dijo quién lo había pintado?

—El señor Van Loo.

—Van Loo... —repitió pensativamente Jeanne.

Se acordaba muy bien de que Carle van Loo no había parado de mirarlael domingo en que la señora Favart había dado su merienda campestre enBelleville. Incluso lo había visto trabajaren el álbum de dibujo del que no seseparaba nunca. Más tarde, la señora Favart le había dicho que al pintor legustaba su rostro radiante y que hubiera deseado pintarla como una

divinidad de los jardines. Jeanne se había apresurado a aceptar lapropuesta, pero Van Loo había muerto repentinamente y nunca había oídohablar de que hubiera pintado un retrato suyo antes de morir. Y sinembargo, aquel burgués de Salzburgo y su hijo aseguraban haber visto unaPomona de Van Loo que se parecía mucho a ella...

 Jeanne colmó al niño prodigio de pastillas, jarabe y esencia de lavandacontra los contagios, lo besó y le preguntó cómo se llamaba.

—Mozart —dijo, abriendo su cucurucho de caramelos.

—Mozart —repitió Jeanne, mimándolo aún un poco—. Pues bien, señor

Mozart, siempre me acordaré de la visita que me habéis hecho y más tarde,

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cuando toquen vuestra música en la Opera, os prometo que estaré allí paraescucharla.

Cuando estuvo a solas con Lucette, que no había dicho esta boca es míaen todo el tiempo, Jeanne le lanzó con impaciencia:

— ¡Lucette, espero que no vayáis a fantasear con algo tan chocante queyo misma dudo de haberlo oído!

—Señorita Jeanne, permitidme que fantasee, una es libre de hacerlohasta cuando está en la cárcel. ¿Puedo hablar?

—Sí —dijo Jeanne—, os escucho.

—Entonces, señorita, si me escucháis deberíais estar contenta porque meestá viniendo la fantasía de que veremos al caballero por san Juan.

— ¿Y eso cómo lo sabéis? ¿Os lo ha dicho Banban?

—Me lo ha dicho mi almohada. Y me cuenta también que el caballerovendrá expresamente desde donde esté para comprar un ramo de santa Jeannette en la floristería de la esquina.

— ¡Sólo decís bobadas! —soltó Jeanne, decepcionada. Y másdecepcionada se sintió todavía cuando no vio a Vincent entrar en la tiendala víspera de san Juan con un ramo de flores en la mano.

Para las vendedoras de flores san Juan era el mejor santo del calendario,no solamente porque había muchas Jeanne a las que regalarles flores, sinoporque un pueblo que se prepara para una fiesta echa más fácilmente manoal bolsillo. Ese día, grandes fuegos artificiales tirados en la plaza de Grèvelanzarían sus salvas luminosas para celebrar la larga noche de san Juan y elSena recogería miles de estrellas antes de tragárselas una a una. En todoslos puentes habría una multitud alegre con la mirada puesta en los fuegos;los bromistas aprovecharían para saludar a las señoras por debajo de las

faldas y los picaros cortarían bolsas, merodearían en torno a los relojes y seharían con todos los pañuelos. En la Courtille, en Porcherons o enMontmartre, todo el París popular escapado de las barreras bailaríaalrededor de grandes y altas hogueras, cantaría rondas, entonaría himnos alas salchichas, los gofres y los toneles de vino y, un poco por todas partes,en los campos y en los bosquecillos, habría revolcones de amor sobre lahierba crecida y suave del verano. En espera de que se encendieran lashogueras, la alegría corría ya por las calles, las floristas animaban a festejara las Jeannette, los vendedores ambulantes pregonaban sus panes deespecias en forma de corazón, sus aguas de olor, sus cintas, su bisutería de

pacotilla.

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 Jeanne había recibido ya varios ramos, de Philibert, de sus dependientasy de sus amigos, cuando un lacayo que llevaba la librea de la casa deRichelieu entró en La Tisanière para entregar, de parte del mariscal, unoriginal frutero hecho con un gran sombrero con cintas al estilo jardineravuelto del revés, relleno de magníficas cerezas y fresas sobre un lecho dehojas.

Contempló el regalo con sorpresa. Hacía meses que no le veía ni recibíanada de su parte. La marquesa de Mauconseil seguía cantándole lasalabanzas del mariscal cada vez que la veía, pero Jeanne se las tomabacomo chocheces de vieja amante nostálgica. Por la marquesa había sabidoque el duque había regresado de Burdeos a Versalles en enero para cumplir

con su servicio de primer gentilhombre de Cámara. Durante dos meses nohabía podido separarse del rey, que estaba muy afectado por la muerte deldelfín. Cuando quiso liberarse un poco a fin de ver a Jeanne, cayó enfermocon un grave eczema. Aunque no podía dejarse ver, le rogaba a menudo,por boca de la señora de Mauconseil, a "su ruiseñor, su corazón, sudeliciosa, su encantadora" que no lo olvidase mientras intentaba curarse.  Jeanne había escuchado esta cháchara con oído distraído, sin hacerlemucho caso. El sombrero de frutas, que le recordaba los suspiros delmariscal, no le hizo mucha gracia. La conversación que tuvo una hora mástarde con la señora Favart la dejó preocupada y le estropeó su día de san

 Juan.—Jeanne, ¿habéis recibido el regalo del duque de Richelieu? —preguntó

 Justine nada más entrar en La Tisanière.

—Venid a verlo —le respondió Jeanne, llevándola a la trastienda.

— ¿Cómo estáis?

—Aburrida. Sin más. No temo al duque.

—Hacéis mal. Os quiere conseguir, por las buenas o por las malas.

— ¡Bah! ¡Tonterías! No estamos en tiempos de Luis XIV. Ya no está de

moda raptar a las vendedoras recalcitrantes.—No, pero pueden encerrarlas. Cuando se cansan de las rejas delconvento, consienten en todo con tal de salir.

—Justine, leéis demasiadas novelas al estilo antiguo. En Francia tenemosun teniente de policía, jueces, un rey. Hacen falta buenas razones paraencerrar a alguien.

—Sartine tendrá tantas como quiera. Perdonadme, Jeanne, pero... Vivísmaritalmente con el señor Aubriot sin estar casada.

—No tengo marido ni padre que vaya a quejarse a Sartine — respondió

 Jeanne secamente.

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—Bastará con que lo hagan vuestros vecinos. En Francia las malascostumbres son objeto de escándalo y pueden ser castigadas.

—El duque no hará tal cosa.

—El duque lo hará si no cedéis. Se lo ha dicho a la señora de Mauconseil.

 Jeanne miró a Justine con estupor.

— ¿Os atreveríais a repetirlo?

— ¡Ay, Jeanne!, ya lo habéis oído. El duque ha previsto vuestraresistencia y ha tenido una conversación con la marquesa. Rabia porconseguiros al precio que sea.

— ¡Pues por estar tan rabioso me parece muy paciente! —dijo Jeanne conironía—. Venga, todo esto es pura comedia. Ya hace meses que el duque...

—... se recome por tener que esperar —acabó de decir Justine—. Por esomismo está rabioso. Esperad a que le quiten el último vendaje y lo veréiscaer sobre vos.

—Un simple vendaje no impide que un enamorado furioso le haga la cortea su dama —dijo Jeanne obstinada.

 Justine hizo una mueca.

—Querida mía, desde hace meses el duque vive con dos filetes en lasmejillas y otros dos en las nalgas. El doctor Pomme lo trata con trozos deternera cruda, que debe llevar permanentemente con vendas bienapretadas. Decidme si creéis que puede venir a cortejaros. ¡Sólo le falta unaramita de perejil en las fosas nasales!

Al oír esto, Jeanne se desternilló de risa.

—No tengo corazón. Pero, en fin, ¿el pobre duque está mejor?

—Demasiado bien para vos, os lo repito. En pocos días podrá aparecer enpúblico. Tiene intención de invitaros a la Opera o a la Comedia Francesa,según deseéis. ¿Qué decís, Jeanne?

—Que le digáis al duque, de la manera más amable del mundo, quecometo la tontería de renunciar a él.

—Tendréis problemas, Jeanne. Y Aubriot, también.

—Eso lo veremos. ¡Ah!, ¿y por qué no se ha encargado la señora deMauconseil de transmitirme las ternuras y amenazas del duque?

—Es que... —comenzó Justine algo apurada—, es que me ha encargadoque os recuerde que ha gastado mucho dinero en pasearos y haceros llegarregalos de parte del duque. Si el duque llegara a preguntaros sobre esasgalanterías...

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— ¡Oh, muy bien! Decidle a la marquesa que ya le agradeceré al duquesus atenciones. Espero, sin embargo, no haberle costado una fortuna que justificase sus pretensiones sobre mí. No poseo ningún hotel particular, queyo sepa.

— ¡El duque no es tan confiado como para pagar antes de gozar de unamujer! —dijo Justine, riendo.

—Menos mal.

—Jeanne, cuidado con vuestra franqueza, sed más astuta. Creed en miexperiencia, sabéis que sufrí las consecuencias de rebelarme contra unmariscal de Francia.

—Ya que hablamos de ello, amiga mía, ¿qué razón encontraron paraencerraros?

—La más cómoda, la que os he dicho. Me acusaron de pecar contra elnoveno mandamiento. Y era mentira, pues estaba casada con Favart, peroparece que en la parroquia de Saint-Pierre-aux-Boeufs no se encontrarontrazas de ese matrimonio.

— ¡Yo nunca habría cedido! —exclamó Jeanne con furia.

—Jeanne, no se está nada bien encerrada en un convento. La cólera y ladignidad se agotan en pocos meses.

— ¡Queda la justicia!

 Justine sonrió con amargura.

—La justicia está al otro lado de las rejas, demasiado lejos para que seoiga la voz de una prisionera. Y además se vería obligada a escuchar laverdad, que ya conoce de sobras. Poco tiempo después de mi... de mirendición, cuando ya vivía en Chambord, pude saber el motivo de mireclusión, que figuraba con toda su crudeza en los papales de la policía...

— ¿Y decían...?

— "La señorita Chantilly de la Comedia Italiana — cuyo verdadero apellidoes Favart —  ha sido conducida a las ursulinas de Grands-Andelys por ordendel príncipe mariscal conde de Saxe, a quien ha rechazado por amante. " Elrey se había reído mucho. Quería mucho a su primo Saxe. Y también quieremucho a su primo Richelieu.

 Jeanne miró fijamente a Justine, le rodeó el cuello y la besó.

—El loco de Mercier tiene razón. Un día tendremos que proclamar larepública.

Aquella mañana, cuando la chica de los Angot anunció que era san Juanbajo las ventanas de la calle del Mail y Philibert bajó la cesta para subir unramo de clavellinas blancas, Jeanne se había dicho que la jornadaempezaba bien. Con la visita de Justine Favart la jornada se había teñido de

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inquietud, pero por un momento Jeanne quiso imaginar, escuchando elcarillón de las cinco rasgar el aire soleado del Temple, que las campanas leanunciaban tiempos nuevos. Que el decorado familiar de su vida parisienseiría a alzarse en su memoria como el viejo decorado de una obra de teatro.

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Capítulo 17Capítulo 17

 Su bien orquestada vida comenzó a desordenarse al día siguiente de san Juan. Al pasar delante de la tienda de la señorita Sorel, Banban había visto a

los mozos de las Mensajerías descargar unas cajas procedentes de Calais. Jeanne corrió al local de la Sorel y supo que se trataba de ropa inglesa quehabía venido por la posta. Pero sin el caballero Vincent. Una carta deLondres había anunciado su llegada, precisando que el montante de suvalor se le pagaría a un banquero parisiense del maltés.

Entonces, Vincent no contaba con regresar a París de momento. ¿Dóndepodía estar? ¿En Inglaterra? ¿En Malta? ¿Navegando hacia el otro extremodel mundo? Mortificada por la noticia, en lugar de volver a la tienda saltó aun coche de alquiler y se hizo conducir a los Petits-Pères. Si Vincent habíapedido cartas de navegación durante su última estancia, quizá el padre

 Joachim conociera sus proyectos.Una segunda decepción la esperaba en el convento. El padre Joachim, al

que hacía un mes que no veía, le dijo que el Depósito de cartas marinashabía sido trasladado a Versalles por orden del rey, a tiempo de impedir quelos espías extranjeros conocieran las nuevas cartas que se habían levantadode ciertas costas. Al mismo tiempo, Jeanne supo que la fragata de uncapitán a quien la Armada requería a menudo no podía marcharse de unpuerto francés sin informar de su ruta al almirante de la flota, y el buenreligioso mandó a pedir noticias al duque de Penthièvre. En esta ocasión, lamisión del corsario no debía de ser secreta porque, al volver de los

despachos de Marina, el comisionado informó a Jeanne de que la BelleVincente había puesto velas hacia América del Sur, para luego ganar lasislas del océano Indico, antes de remontar el golfo de Bengala.

 Jeanne se sintió aterrada. El corazón comenzó a pesarle en el pecho comosi hiera una piedra. Vio cómo su sueño de amor huía a velas desplegadas yse hundía en la inmensidad inaccesible del azul. Lágrimas, arrugas, cabelloscanos le invadieron el alma. Y una inagotable desesperación de Penélopeque envejece lejos de Ulises. La noche fue una pesadilla poblada denaufragios y de antropófagos, de grandes colmillos de los que el corsarioescapaba para caer en algo peor: los brazos de ventosa de una sirena

criolla o los muslos embrujados de una española de Montevideo. Pero

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"mañana" es siempre otro día y al amanecer de aquella terrible noche lellegó a Jeanne una lucecita de esperanza por otro conducto.

Camino de la charla de Thouin en el Jardín, Jeanne encontró a su amigoAdanson en un rincón del huerto experimental hablándole de melones alconde de Lauraguais. De los melones pasaron a las frutas exóticas y elconde acabó diciendo que la Isla de Francia podría convertirse en unmagnífico vergel de rarezas y que había tenido la satisfacción de saber,cenando la víspera en casa del duque de Choiseul, que el señor Poivreacababa de aceptar la intendencia de la isla después de haberla rechazadodos veces. Por fin la isla india estaría en manos competentes y luciría entodo su valor.

Estas palabras conmocionaron a Jeanne. El nombramiento del grannaturalista lionés podía ser la ocasión para que enviaran a Aubriot aayudarle a clasificar las riquezas naturales del lugar. La Isla de Franciaflotaba en el océano índico, no tan lejos —al menos sobre el mapamundi—del mar de Bengala, en la ruta de Vincent. En un instante, Penélopeabandonó su languidez y se embarcó en sueños a fin de reunirse con Ulises.Se puso loca de alegría cuando Aubriot aceptó la idea y, esa misma noche,le escribió una carta a Pierre Poivre ofreciéndole su candidatura comomédico botánico adjunto. Quizá ni Poivre sabía si tendría crédito suficientepara contratar a un colaborador, y Jeanne estaba aún menos segura de

poder formar parte del equipo del doctor Aubriot en caso de que fueranombrado para el puesto. ¡La esperanza de llegar a Port-Louis al mismotiempo que Vincent no era más que un frágil espejismo, pero quéimportaba! No podía elegir entre varias esperanzas, así que se agarró aaquélla.

El eco de una noticia horrible atenuó un poco la impaciencia de Jeanne. Elprimero de julio el pobre caballero de La Barre, acusado de irreverencia

para con el santo sacramento, fue sometido a suplicio en la plaza delmarcado de Abbeville y su cuerpo echado a la hoguera. La emoción quelevantó en París la muerte de un joven de diecinueve años por una simpleacusación de impiedad fue inmensa. Todo el mundo se levantó contra laIglesia y el Parlamento, que había confirmado la sentencia. Los salones, loscafés, la calle, los filósofos y los periodistas apelaron a la opinión de Europaentera contra la justicia medieval que imperaba todavía en Francia. Lasmujeres lloraban a mares y quemaban cirios para consolar al pequeñomártir. Al no hacer uso de su derecho a conceder la gracia, el rey, a quien lehabían quitado ya su título de Bienamado, había dejado pasar laoportunidad de recuperar el corazón de sus súbditos y la estima de los

filósofos. En la plaza de Luis XV su estatua fue coronada con un cubo de

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basura, cubierta de escupitajos, lapidada y adornada con un cartel quedecía:

 Aquí como en Versalles.

Es siempre duro y miserable.

Hubo que mandar a los soldados de la ronda a proteger la estatua debronce, a patrullar a la policía en el Puente Nuevo, donde las cancioneshabían tomado un cariz de motín, y el señor de Sartine tuvo que doblar elnúmero de confidentes encargados de escuchar lo que decían losrevolucionarios de café. Estaba París en plena sedición, cuando el cielo, sinduda monárquico, lanzó sobre los parisienses una terrible tormenta degranizos enormes en forma de pirámide hexagonal, capaces de hundirle elcráneo a cualquiera que no se resguardase. El duelo por el caballero de LaBarre quedó eclipsado. Tanto en el Jardín como en los salones y en loscafés, así como en el ambiente de los físicos y los astrónomos, sólo sehablaba del fenómeno, y las señoras del mercado derramaron lágrimas porla masacre de lechugas de sus huertos, al tiempo que ponían a salvo a lassupervivientes a precio de oro. Luego vino el buen tiempo y el señor deRichelieu aprovechó para hacer su primera salida a los Campos Elíseos.

El duque se había curado por completo de su pestilente enfermedad. Trastanto tiempo de reposo se sentía de maravilla, fresco como un reciénnacido, con toda su piel renovada. Iba espléndidamente vestido con un trajede satén salmón magníficamente bordado con ramilletes multicolores ylucía su espada con pomo de brillante orfebrería y su cruz de diamantes delSaint-Esprit. Aquello era un mero andar de un parloteo al otro bajo lasenramadas de los Campos Elíseos, pero lo único que buscaba era matar eltiempo antes de entrar al espectáculo.

Habría preferido que Jeanne escogiera la Opera a la Comedia Italiana. Suayuno carnal de varios meses, el temor que había tenido de no curarsenunca, de convertirse en un objeto de repulsión y de morir sin haberla

poseído, había exasperado su deseo de ella hasta convertirse en una ideatija. Le hubiera encantado, por tanto, exhibirla en su palco para que todo elmundo viera qué encantadora convalecencia se había preparado al salir desu embalaje de ternera del que todo el mundo de burlaba. Cien veces másque antes de su enfermedad, el viejo duque estaba dispuesto a las locurasmás espectaculares para satisfacerse haciendo feliz a Jeanne. Habíaentrevisto el fin de su carrera amorosa, pero creía que, al final, el buenSatán le había concedido la resurrección de la carne.

—Monseñor, no he venido para ver el espectáculo, sino para veros a vos.Sentémonos en la galería de vuestro palco y charlemos —dijo Jeanne con

una gracia segura de sí misma en cuanto el duque hubo acabado sureverencia.

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— ¡Ruiseñor, me colmáis de dicha! —gorjeó el duque, resplandeciente dealegría—. ¡Tomemos un vasito de vino de España! Tengo que ver si me hanservido todas las golosinas que he pedido para mi niña...

—Monseñor, dejemos eso —lo interrumpió Jeanne un tanto impaciente—.He crecido desde la última vez que nos vimos. No hace falta comenzarnuestra entrevista con dulces. Deseabais verme. Pues aquí estoy, dispuestaa escucharos.

Se había sentado en el sofá de terciopelo amarillo, bien derecha ytranquila, con las manos abandonadas en la falda.

El duque la contemplaba con una mirada casi suplicante. La actitud

distante de Jeanne lo desconcertaba. Estaba acostumbrado a la galantería,pero no a estar enamorado. Al fin le tomó una mano y la besó, antes depreguntarle con ansiedad:

—Decidme, ruiseñor, si en mi ausencia he hecho progresos en vuestrocorazón.

—Monseñor, mi corazón está lleno de respeto filial por vos.

— ¿Eso es todo? ¿No siente nada más dulce por mí?

Ella respiró profundamente y se echó al ruedo.

—Monseñor, no se puede forzar al corazón, vos lo sabéis. El mío no sienteamor por vos. ¿No os basta su ternura y su respeto?

—A fe mía, eso depende —respondió el duque, turbado—. Me basta conun corazón tierno si me dejáis amaros a mi manera.

 Y de repente el viejo mariscal recobró la agilidad de un joven caballero ypuso una rodilla en tierra, tomó las dos manos de Jeanne entre las suyas yrogó con ardor:

—Consentid en ser mía, Jeanne, y yo os haré la más feliz de las mujeres.Consentid solamente, más tarde me amaréis a fuerza de afecto. Fuera demi honor, podéis pedirme lo que queráis. ¿Qué deseáis, amor mío? ¿Una

casa en la ciudad, en el campo, un carruaje, vestidos, diamantes? Exigidmecuanto queráis, vuestras exigencias, y un poco de vuestro tiempo, me haránfeliz...

— ¡Oh, si sólo fuera cuestión de tiempo os lo daría con gusto! Queda porsaber qué haríais con él.

—Permitid que os bese para daros una idea...

—No, monseñor —dijo ella retrocediendo—. Mis besos no están en venta.Ni por caballos, ni por vestidos, ni por diamantes. Señor mariscal, no meobliguéis a mentir, os lo suplico, no me condenéis a engañaros. Permitid

que me explique con toda la sinceridad de que es capaz mi corazón...

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El se sentó junto a Jeanne en el sofá, dejó una mano entre las de ella y lehizo una seña de que le hablase sin temor.

—He venido a rogaros que renunciéis a mí, monseñor —continuó Jeanne—. Valoro el honor que me concedéis al distinguirme entre una multitud demujeres bonitas ansiosas de gustaros, pero, ¡ay!, mi afecto por vos es castoy nunca conseguiréis que me rebaje entregándome a vos por interés.

— ¡Jamás se me ocurriría semejante infamia! —exclamó el duque con unsarcasmo consumado—. Entregaos a mí para salvarme de la desesperacióny, a cambio, dejadme que os rodee de honores. Para mí sería un gran placerver que sois la más bella, la mejor vestida, la mejor servida... Jeanne, ¡las

amantes del rey estarían celosas de vos!— ¡No ibais a arruinaros por eso! —exclamó ella con viveza—.

¡Actualmente las amantes del rey se venden a precio de simplescortesanas!

Se mordió el labio porque no había podido contener la salida y el duquese estaba riendo de buena gana.

—Me encanta que penséis que no tenéis precio —dijo con fineza.

Ahora respiraba mejor. Con su ocurrencia, Jeanne lo había situado enterreno seguro: el de que toda mujer tiene un precio. El duque de Richelieu,

fabulosamente rico, podía pagarse las mujeres más caras. Si aquella queríaexagerar, mejor, así haría rabiar a su hijo el duque de Fronsac. Padre e hijose odiaban. Sonriendo maliciosamente, papá Richelieu imaginó la cara delduque viendo pasar a Jeanne con cien mil libras de perlas en los cabellos.

—Hermosa mía, sólo os pido que me arruinéis con vuestros caprichos —dijo mientras le besaba un dedo de la mano que sostenía como si chuparaun bombón celestial.

 Jeanne soportaba sus chupeteos con disgusto y retiró la mano en cuantopudo.

—Escuchadme bien, monseñor, no intento subir la puja —dijo con firmeza—. Calibro el atrevimiento de rechazaros, pro conozco vuestro sentido delhonor y sé que no querríais conseguir a una mujer por la fuerza.

— ¡Entonces es que queréis matarme! —exclamó el duque, volviendo asu anterior alarma—. ¿Me habrán salvado mis médicos para entregarme avuestra crueldad? Jeanne, mi amiga, mi bella, mi corazón, no podéisrechazarme porque no puedo perderos. Una de dos, tengo que conseguiroso morir. ¡Y no acepto morir antes de haberos tenido entre mis brazos!

El duque se había inclinado hacia ella, que se iba echando atrás. Sussatenes se rozaban y crujían, las muselinas y encajes mezclaban su espuma

blanca, el fresco rostro dorado de Jeanne se encontraba sin poder evitarlocara a cara con la máscara de escayola enrojecida del duque, en las que

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brillaban los orificios de unos ojos plenos de codicia. El hombre la envolvíacon su perfume almizclado, la empañaba con su aliento, la irradiaba con sucalor de macho excitado y ella tenía la horrible sensación de sufrir el asaltode un chivo en celo.

—Por favor —murmuró—, por favor, dejadme respirar, me asfixio, sientoque me viene un vapor...

El duque se levantó enseguida, fue a su palco, cogió un frasco de vinagrede rosas en el cajón del minúsculo tocador y se lo dio a oler antes defrotarle las sienes y las manos con la preparación, sin dejar de susurrarlepalabras de amor.

—Corazón mío, no sois razonable —dijo cuando la vio repuesta—. Elpudor excesivo perjudica la salud. Y cuando además va unido al temor, meofende. Os envolvéis en vuestras faldas, queréis que me ase a fuego lento,pero, ¡diantre!, pensad en que hace meses que os espero. ¡Palabra desoldado: Port-Mahon, ciudadela con fama de inexpugnable, no me costótanto de tomar como vos! Entonces, corazón mío, dadle un beso a miimpaciencia y esta noche no os pediré nada más. Tomad, os cambio estopor un beso y aún saldré ganando en la plaza del mercado.

El duque le echó en la falda el rubí que llevaba en el dedo meñique de lamano izquierda y le acercó la ávida boca...

— ¡No! —exclamó ella, rechazándolo con las dos manos.

Al levantarse, el anillo rodó por la alfombra.

Hubo un silencio. El gesto de rechazo angustiado de la joven manifestabauna repugnancia carnal tan clara que tenía que resultar muy desagradablepara aquel hombre enamorado, a la par que muy ofensiva para el granseñor acostumbrado a los éxitos fáciles.

—La señora de Mauconseil me había preparado para vuestra testarudavirtud, pero no para este pánico insultante —dijo secamente—. Consientoen esperar un poco pero tendréis que adoptar una estrategia más hábil.

—Por Dios, monseñor, dejad de creer que estoy jugando —dijo concolérica desesperación—. Sólo intento deciros sin ofenderos que nunca serévuestra amante. ¿Es que el rechazo es una ofensa? ¿Es que en este paísuna mujer no tiene derecho a decidir que no quiere entregarse a unhombre? ¿Es que la virtud está prohibida?

Siguió hablando durante un rato, sonriendo al duque para ablandarlo.Pero ¿de qué servían sus ruegos de muchachita sentimental en el mundo enque había vivido Richelieu desde su infancia? Un mundo en que señores ymillonarios de las finanzas se intercambiaban sus esposas entre bromas, sedisputaban a las bailarinas a peso de oro sin casi pedirles su opinión; un

mundo en el que podía verse a una princesa dejar que se la jugasen a losdados por diversión; a los jueces organizar reuniones de niñas en los

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Fanny DeschampFanny Deschamp MaiaMaia && El jardínEl jardín  del rey del rey 

burdeles de moda en vez de condenar a la deportación a América a lasprostitutas enfermas; a burgueses padres de familia comprar vírgenes a suspobres parientes a cambio de rentas vitalicias; a amos tomar a susdoncellas a su capricho, dejándoles unas simples monedas en el bolsillo deldelantal... Durante su vida galante en un mundo sin moral, el duque deRichelieu había pasado sin esfuerzo de la ligereza al vicio, de la disipacióncortés a la más baja crápula. Con tal de gozar de una mujer no habíadudado en encanallarse en la mentira y en las más odiosas maquinacionesy, con la edad, su donjuanismo se había convertido en una manía obsesiva.Que en este caso se hubiera enamoriscado de la presa deseada no bastabapara devolverle un poco de frescor a su alma. Es verdad que quería poner

un poco de corazón en su relación con Jeanne, pero no hasta el punto deevitarle daños y molestias a la joven si eso le convenía. Por otra parte, nocreía en sus melindres porque confiaba demasiado en la simple seduccióndel glorioso nombre de Richelieu. Cuando hubiera conseguido a aquellaremilgada, la haría rica para consolarla y ella estaría encantada, comotodas.

—Pequeña, basta de discursos sobre vuestra virtud —dijo él bruscamente—. Vuestra virtud no es demasiado constante y se sabe que no tenéisempacho en pecar cuando os parece. Sólo os pido que dejéis un pecado porotro. No perderéis con el cambio.

"Así que ya estamos en la prueba de fuerza", se dijo Jeanne, angustiada.—Perdonad mi franqueza, monseñor, pero amo al señor Aubriot y a vos

no os amo, ésa es la gran diferencia —dijo ella en voz alta y clara.

—Vuestro corazón os aconseja mal. Está enceguecido. Tenéis quetomaros un descanso en soledad para darle tiempo a reflexionar. Hablarecon la señora de Mauconseil, que os llevará a algún retiro donde...

Presa de una fría cólera, ella se atrevió a interrumpirle:

—Monseñor, hablemos francamente. ¿Me estáis proponiendo unaestancia en las ursulinas de Grands-Andelys?

— ¿Preferiríais las penitentes de Angers? ¡El lugar es siniestro y osconvertiríais antes!

— ¡En Francia hay justicia, señor! ¿Y no habéis pensado que los filósofos ylos periodistas podrían ponerse de mi parte?

El duque levantó las cejas, divertido.

— ¡Qué empuje, señorita! ¿Os habéis parado a pensar en quién soy yo yquién sois vos?

La estocada la alcanzó. Pensó en Calas, Lally-Tollendal, el caballero de La

Barre: todos aquellos inocentes por los cuales se habían batido los filósofosy habían muerto lo mismo, atrozmente.

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— ¿Recurriréis a la pluma de mi ilustre amigo Voltaire para defenderoscontra todo el bien que os desea su viejo y buen amigo Richelieu? —prosiguió el duque, sonriendo.

Por última vez, sin creer mucho en ello, intentó salir del aprietoagarrándose a Voltaire, a quien el mariscal le encantaba imitar.

—Monseñor, ¿vuestro ilustre amigo no ha dicho que vencer era poca cosacuando no se era capaz de seducir? ¿Y no se le vio renunciar con gracia auna que prefirió a otro en la cama, contentándose con su amistad?

—Sólo se tiene la sensatez que exige la propia naturaleza. Según unaindiscreta, mi amigo Voltaire siempre ha tenido el sentimiento un poco...

blando. ¡Yo, amiga mía, lo tengo tieso! —encantado de verla sonrojarse porsu cruda alusión, añadió con atrevimiento—: hermosa mía, mi deseo tieneveinte años y puedo demostrároslo cada vez que queráis. Así que noesperéis que me canse de vuestra resistencia. Mi ardor puede resistir unsiglo entero sin debilitarse, pero también puede lanzarse al asalto si laimpaciencia le pica demasiado. Tanto en la cama como en la guerra sueloapresurar la victoria y raramente me han odiado. Soy un vencedorgeneroso.

Se hizo un largo silencio. Jeanne reflexionaba a toda velocidad y tomóuna decisión.

—Así que aparte del convento, ¿sólo me dejáis elegir entre la capitulacióny la violación?

—Sólo os dejo elegir ser mía, para mi felicidad y para vuestra fortuna.

—Muy bien. Escojo capitular.

Con un gesto detuvo la demostración de alegría del mariscal.

—Ello me da derecho, supongo, a poner mis condiciones antes de librar laplaza.

—Os lo repito, corazón mío, fuera de mi honor podéis pedírmelo todo.

Comenzad por poneros esta nadería en vuestro lindo dedo...Recogió el anillo del suelo. Altanera, Jeanne tendió la mano y recibió el

magnífico rubí de color sangre de buey sin una palabra de agradecimiento."¡Es mía!", se dijo el duque, loco de alegría anticipada.

—Monseñor —dijo ella volviendo a sentarse—, me temo que mi moral esmuy provinciana. No podría pertenecer a dos hombres sin sentir horror.Antes tendría que dejar al señor Aubriot.

—Amiga mía, ¿acaso os he pedido otra cosa? ¡Dejadlo en seguida y venida mis brazos!

—Pero ocurre que el señor Aubriot ha sido muy bueno conmigo y noquiero dejarlo sin hacer que se consuele de mi pérdida.

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—Lo entiendo muy bien. ¿Qué es lo que quiere? Bueno, ¡todos los sabiosquieren lo mismo! Nos llevará algún tiempo sentarlo en la Academia,porque esos señores son unos impertinentes que quieren elegir ellos a losacadémicos... Pero el cordón de Saint-Michel o...

—Pienso en otra cosa —lo interrumpió ella—. Lo mejor sería alejar alseñor Aubriot y precisamente...

Le expuso su idea: convertir a Aubriot en ayudante del nuevo intendentede la Isla de Francia, el señor Poivre, que estaba a punto de embarcarse.

Richelieu la escuchaba con atención, maravillado por lo preciso de suspeticiones: quería dos mil francos de sueldo anual para su botánico, una

caja con instrumental, un criado transportado a Port-Louis a expensas delrey, una vivienda oficial en la isla, dos servidores negros, etcétera. ¡Porfuerza había necesitado madurar su proyecto antes de verse con él paraque estuviera tan bien pensado! "¡La pequeña zorrita!", pensó, encantado."Yo aquí suplicando, arrastrándome, y ella lo único en que pensaba era enpedirme que la librase con elegancia de su amante. Lo tenía todo previsto,¡hasta la cantidad que habrá que sacar de la caja del rey para que sumedicastro tenga un microscopio! ¿Qué necesidad tenía de empezarnegándose? Nada iguala la astucia de una mujer, pues no es astuta pornecesidad sino por puro placer."—Corazón mío —dijo—, mañana mismoenviaré a mi secretario a informarse y nos pondremos a la tarea de resolverel asunto. No es a Choiseul al que hay que acudir, sino a su primo Praslin, elministro de Marina, y ése quiere conseguir papeles para una señorita de laComedia Francesa. Como ya sabréis, yo mando en los destinos del teatro.Así que, delicia mía, ¿firmamos el tratado?

Intentó tomarla en sus brazos, pero ella se resguardó tras la débil murallade un sillón.

—El tratado está firmado, pero las condiciones no se han cumplidotodavía. Cumplid vuestra parte. Haced que el señor Aubriot se embarque yyo pagaré mi deuda.

— ¿Qué? ¿Ni siquiera un pequeño adelanto? Jeannette... —rogó el duquecon voz moribunda.

Ella se había enardecido durante el duelo y se sentía extremadamenteaudaz.

—Monseñor, me decepcionáis —dijo ella secamente—. Me desagradaríaque me persiguieseis cuando ya me he rendido.

Al ver que el duque se enfadaba, añadió con un aire de dignidadsoberbia:

—Supongo que no os gustaría que a la futura favorita del mariscal de

Richelieu la trataran como a una modistilla, ¿verdad?

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— ¡Pardiez, señorita, hinco mi rodilla en tierra ante semejante réplica! —exclamó el mariscal, transportado de admiración y uniendo el gesto a lapalabra—. ¡Creo, Jeannette, que os voy a amar hasta el punto de haceros unbastardo! El duque de Fronsac reventará de rabia y yo seré el más feliz delos padres.

—Para daros un bastardo también os pondría mis condiciones —dijo ella,haciendo que entraba en el juego—. Tendríais que prometerme que loharíais cardenal. Se dan muy bien los cardenales en vuestra familia.

Felizmente, hay momentos en que la tensión de nuestra alma searmoniza con la tensión de los acontecimientos. Desde que había hechotratos con el mariscal, Jeanne se paseaba por su vida cotidiana con lamágica seguridad de una sonámbula imantada por su objetivo: salir sinmancha de aquella sucia intriga. Le repugnaba tener que engañar, aunquefuera a un tirano de la Corte que la coaccionaba, pero prefería no pensar enello. No iba a escoger la amarga vanidad de ir a marchitarse a un convento,obligando a Philibert a entablar una lucha contra uno de los más grandesseñores del reino. Con la misma fuerza que se prohibía juzgar su propiaconducta, se obligó a creer en el éxito de su plan. Que dicho plan hubiera

nacido de un impulso frente al peligro y que después le pareciesedemasiado novelesco no la desanimaba, al contrario, en ella lo real y lonovelesco habían tenido casi el mismo peso siempre, y a veces se habíanencontrado, mezclado, fundido en una sola cosa. "¡Mi destino es novelesco,eso es todo! ¡Dios sabe dónde estaré mañana, pero más vale eso que tenerel porvenir regulado como si fuera un reloj de cuco!", se decía. Consumirseen la espera mientras Richelieu buscaba influir en los ministros es lo quemás la atormentaba.

Estaba segura que él lo lograría. La deseaba demasiado para fracasar. Así que empezó a preparar su partida en su imaginación. De todos modos,

tanto si lograba huir a la Isla de Francia con Philibert, como si tenía quecorrer a enterrarse en Charmont para escapar a Richelieu cuando llegara elmomento de pagar su parte de la apuesta, tendría que dejar la tienda poruna buena temporada. Dejaría La Tisanière en manos de Lucette. La expupila de la Nadine era muy espabilada y tenía olfato para el comercio.Ayudada por Banban y Madelon Thouin lograría sacar adelante la tienda, ymás teniendo en cuenta que podría contar con los consejos de Adanson encuestiones de botánica y los de Mathieu Delafaye, de La Rose Picarde, parallevar las cuentas. De este modo, La Tisanière podría seguir existiendo yprosperando mientras su dueña hacía fortuna en las islas. En cuanto seponía a pensar en ello, su sueño azul y oro la llevaba hasta un vergel de

especias creciendo como un paraíso entre el mar y el sol. Una fila de negrosportando sacos de nuez moscada, pimienta y clavo caminaban cantando

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hacia un puerto salpicado de velas blancas entre las que destacaban,luminosas, como inmensas y silenciosas alas, las velas de la Belle Vincente.En las brumas del sueño de Jeanne todo acababa bien, ¡con Philibert en elvergel, Vincent en el puerto y ella entre el amor de ambos, radiante!

— ¡Vaya, señorita Jeanne, debe de hacer buen tiempo en su cabeza! —observó Lucette una tarde.

 Jeanne volvió a la realidad.

—Estaba pensando en un viaje... que querría hacer desde hace mucho.Quizá algún día lo haga. Si me ausentase por algún tiempo, me pregunto sipodríais arreglaros sin mí.

Los ojos azules del Lucette se abrieron y chispearon.

— ¿Es que me dejaríais llevar la tienda?

—Si os sentís capaz, sí.

— ¡Ya lo creo que me siento capaz! Y si me permitís decirlo, en cuestiónde meter dinero valgo más que vos. Y en cuanto a sacarlo, sabéis que no esmi estilo.

—Entonces, ¿quién sabe? Quizá me decida a viajar un poco.

— ¿Iréis a hacer el Tour de Italia, como todos los artistas y los hijos de

burgueses que han conseguido su título de abogado? ¿Os ha dado la idea elseñor de Lalande?

—Quiero ver el mar, pero aún no lo tengo claro —dijo Jeanne con una voztan ligera como si flotase en un vago proyecto de vacaciones.

—Ahora os podéis pagar ese capricho. Ya sois rica, señorita Jeanne.

La observación de la dependienta alertó a Jeanne sobre un punto preciso.

—A propósito, Lucette, puede que dentro de poco deba disponer de unabuena cantidad de dinero. Poned los pedidos al día, enviad a Banban a quelos sirva. Me gustaría saber de cuánto puedo disponer de un día para otro.

Lucette no vaciló un momento, se fue a la trastienda, donde tenía lacama, y volvió con un cofre de hierro. Sacó una llave de la faltriquera y loabrió.

—La mitad os pertenece —dijo tendiéndole el cofre.

  Jeanne, estupefacta, contó tres mil ochocientas libras. ¡Una pequeñafortuna!

— ¿De dónde lo habéis sacado?

—De ciertas ventas que hago por la mañana cuando me dejan tranquila,

con perdón. Algún día teníais que saberlo, pero esperaba que la suma fuera

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aún más grande de modo que os quitase el enfado antes mismo deenfadaros.

— ¿Y por qué tendría que enfadarme? ¿Qué es lo que vendéis en mitienda a precio de oro?

—Nada que me dé vergüenza vender. Con vuestro permiso, señorita Jeanne, os diré que sois un poco mojigata en algunos aspectos.

— ¿Mojigata, eh? —exclamó Jeanne, furiosa— ¡Enseñadme ahora mismolo que vendéis a mis espaldas, y rápido!

Lucette suspiró, volvió a la trastienda, de la que trajo una gran caja.

—Es esto —dijo, levantando la tapa—. Y antes de explotar recordad quese vende mejor que el pan de Gonesse.

  Jeanne tenía menos ganas de explotar que de comprender. La cajacontenía unos trocitos de fina esponja, cada uno de ellos rematado con unacintita que parecía una cola de rata, y una treintena de botes de loza blancaconteniendo una gelatina rosa de olor picante y agradable. Jeanne tomó unpoco de gelatina, la olió, la observó, luego miró a Lucette.

—No se come, señorita Jeanne —dijo la chica, esforzándose por no reírse.

— ¿Para qué sirve todo esto, Lucette?

—Para no hacer un hijo o tres abortos al año. Basta decir que hoy por hoyes el medicamento más solicitado.

Como Jeanne seguía mirándola sin decir nada, Lucette prosiguió con eltono paciente de una maestra de escuela:

—Untáis bien el cojincillo de esponja con nuestra Gelatina mágica —así lahe bautizado— y os la colocáis bien al fondo, antes de que os visiten.¿Pescáis lo que quiero decir? Cuando vuestro visitante ha salido, tiráis de lacintita para sacar el regalo del visitante junto con sus futuros hijos. Bien,señorita Jeanne, no hay que ponerse colorada, estamos entre mujeres.Venga, venga, supongo que ya conocéis el truco porque he visto que el

doctor se las arregla para que conservéis la cinturita sin tener quepreocuparos.

  Jeanne se puso tan colorada que pensó que todo el cuerpo iba aincendiársele. No tanto por las palabras de Lucette como ante la idea deque podría tener un hijo de Philibert. Esta ida, que jamás se le habíaocurrido, la horrorizó por monstruosa.

—Lucette, habláis a tontas y a locas —dijo, enfadada—. Es natural que elseñor Aubriot no quiera tener hijos porque no estamos casados. Tampocoyo los quiero.

Lucette se echó a reír.

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— ¡Si supierais cuántos hombres hay que no quieren mantener hijos y seconforman con pegarle a su mujer cuando les anuncia la llegada de alguno!¡Gracias si se avienen a pagar a una "hacedora de ángeles", en lugar deobligar a su mujer a saltar desde una mesa cien veces con los brazos enalto!

— ¡Lucette!

—No hay nada que hacer, señorita Jeanne, os digo que sois un pocomojigata —dijo Lucette, suspirando—. Bueno, volvamos a lo nuestro. Lamitad de la fortuna que veis aquí se la debéis al señor Michel.

— ¿Al señor Adanson?

—Os lo explico. Las almohadillas de esponja se conocen desde hacemucho, y por lo general se empapan en vinagre de mala calidad y ya está.Pero yo quería vender algo mejor y ser la única que lo tuviera, así que comoel señor Michel ya nos ha dado buenas recetas contra las polillas, las pulgasy demás, le pedí que me buscase algo contra los niños. Así que con ayudade su amigo el químico Rouelle ha encontrado esta especie de confitura,que el señor Michel llama "barrera insectívora" en son de chanza. En todocaso funciona, de modo que nunca tengo bastante. Es mejor que losengañabobos que podéis comprar en el Puente Nuevo o en casa de lasmatronas. Pero, ¡diantre!, mi Gelatina mágica no es para todo el mundo, no

la regalo. — ¿A qué precio la vendéis?

—Según la dienta. Por ejemplo, a la Vaubertrand, a quien su abogadogeneral le da veinticinco luises al mes, le cobro más que a la Fontaine, quesólo le saca quince luises al consejero del Parlamento. A las hijas de lapresidenta Brissault, que tratan con ministros, extranjeros y príncipes, o alas de Babet Desmarets, que tienen una soberbia clientela eclesiástica, lescobro todavía más, casi tanto como a la condesa de Bouffiers o a otrasgrandes damas. Como estoy muy bien organizada sirvo por abono y Banbanlleva los paquetes, y resulta tan discreto que hasta las burguesas acuden.

—Bien, bien, bien... —iba diciendo Jeanne, aturdida y completamentesobrepasada.

Lucette la miró de soslayo, comprobó que estaba bastante aturdida perovolvió a la trastienda a coger un bote de té que contenía más de dos millibras.

—Más vale que os lo cuente todo, así ya no nos ocuparemos más delasunto. Esto es todo vuestro porque nuestra asociada ya está pagada, notrabaja de fiado.

 Jeanne puso cara de quien se resigna a todo.

— ¿Y esto de qué ventas proviene?

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—Esto es de nuestro Ungüento de Venus. También se vende muy bien.

— ¿Nuestro Ungüento de Venus?

—Este está garantizado. Me lo fabrica la mejor comadrona del Temple.

— ¿Para qué sirve?

Lucette sacó el labio inferior y se puso a soplarse los rizos que lesobresalían del gorro para ganar tiempo. Luego se decidió a explicar de untirón:

—Sirve para perfumar la intimidad de las damas. ¡El que se frota ahí sevigoriza! Y no me digáis que es cosa mala o un veneno o Dios sabe qué,

porque la que me lo sirve provee también a la abadesa del Parque de losCiervos y, si fuera un veneno, ¡no dejaría que el rey se metiese ahí y seuntase! Y si fuera un veneno, nuestro señor el príncipe de Conti ya estaríamuerto, ¡y de los viejos padres del Oratorio no quedaría ni la cola! Señorita Jeanne, cuando una trabaja en el comercio no puede ocuparse de la moral,hay que hacer dinero con las mercancías que se venden bien y nada más.

 Jeanne no dijo palabra. Contó sus luises y sus escudos, apartó lo que lecorrespondía a Michel Adanson y empujó hacia Lucette trescientas libras.

—Esto es para vos, Lucette. Es justo que vuestra inmoralidad osenriquezca un poco, es su objetivo principal, y sería demasiado inmoral que

lo fuerais a cambio de nada.Loca de alegría, Lucette le saltó al cuello y luego se puso a bailar por la

tienda, gritando:

— ¡Soy rica, rica, rica! ¡Lucette es rica! ¡Nunca lo habría soñado! ¿Sabéislo que voy a hacer? ¡Me compraré una falda de rayas verdes, una chambraverde, zapatos blancos de punta redonda y una cruz con cadenita de oropara parecerme a vos!

Dejó de bailar y adoptó una expresión tiernamente preocupada.

— ¿Es verdad que queréis dejarme para viajar? ¿No estamos la mar de

bien aquí las dos? A mí La Tisanière me parece el paraíso. Decidme, el"mar" que queréis ver, ¿no podríais esperar a que regrese a París? Loshombres, ya se sabe, son como las moscas, vuelven siempre a la miel.

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Capítulo 18Capítulo 18

 El duque de Choiseul se frotó sus pequeñas manos rollizas y untuosas,perfumadas con pasta de violetas. Estaba de excelente humor. El

matrimonio del delfín con María Antonieta de Austria, la hija menor de María  Teresa, estaba asegurado. Como era obra suya, Mercy-Argenteau, elembajador de la emperatriz, le había expresado su reconocimiento. Laalianza con Austria, tan necesaria para el equilibrio europeo desde quePrusia y Rusia estaban a partir un piñón, quedaría así magníficamenteconsolidada. Consecuencia feliz: cuando el gordo duque de Berry accedieraal trono, su mujer, María Antonieta, se vería obligada a sostener al ministroque la había convertido en reina de Francia. Por fin Choiseul podríagobernar durante muchos años, libre al fin de Luis XV, de sus tapujos y susagentes secretos.

Choiseul amaba apasionadamente el poder. Gozaba con la convicción deque sólo su amplia y flexible inteligencia era capaz de abarcar la masa deproblemas que deben resolverse en bien del país. Se envanecía pensandoque la Historia se acordaría de él tanto como del cardenal Richelieu o deMazarino, porque también Choiseul habría marcado los destinos de Francia.Bajo su dominio, Lorena había entrado ya a formar parte del reino sinsobresaltos después de la muerte de Stanislas Leczinski, el suegro del rey.Si lograba comprar Córcega a los genoveses —y lo lograría—, por segunda

vez durante su ministerio una provincia entraría a formar parte, sinnecesidad de ninguna guerra, de los dominios de Luis XV. Además deconstituir una base sólida en el Mediterráneo para tener a raya a la marinainglesa. Inglaterra era la bestia negra de Choiseul, pues para InglaterraChoiseul no era más que un hombrecillo vencido que tuvo que firmar elhumillante tratado de París y entregar su imperio colonial al vencedor.Desde entonces, sólo soñaba con tomarse la revancha. Veía a su marinaatravesar La Mancha, remontar el Támesis, desembarcar a sus soldados enel mismísimo Londres. Pero ¿qué marina? La flota francesa aún no estabaen condiciones de permitirse una política ofensiva...

Choiseul desenrolló, sobre la gran mesa de su despacho, los mapas másrecientes de las costas inglesas. El caballero Vincent había hecho un buen

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trabajo: hasta la más pequeña caleta, los más insignificantes fondeaderos,las barreras, los arrecifes, todo se hallaba descrito con el menor detalle.¡Ah! ¿Cuándo podría invadir Inglaterra, cuándo? Choiseul tiró del cordón deuna campanilla y le preguntó al suizo que apareció inmediatamente:

— ¿Ha llegado el señor de Praslin?

—Todavía no, monseñor.

—Que venga a verme en cuanto llegue.

Charlar con su primo el duque Praslin resultaba siempre relajante para elduque. Praslin era su colaborador favorito y también —aparte de la duquesade Choiseul— la persona más convencida de la Corte de que Choiseul era elgran hombre del reinado de Luis XV. Cuando una vez por semana los primosanalizaban los asuntos de Francia, era cuando el duque se sentía, hasta lamédula, "el amo de la tienda". La oposición no tenía voz, el rey era unamarioneta de la que él tiraba los hilitos con suficiente habilidad como paraque Europa se moviese según sus designios. ¡Un juego embriagador!

Llamaron a la puerta del despacho y el suizo introdujo al duque dePraslin.

—Primo, estoy de buen humor y por tanto impaciente. Así que hoy nohablaremos de la marina —dijo de sopetón Choiseul.

—Vuestra marina no va tan mal —respondió Praslin—. Hace falta tiempopara construir barcos y llenar los arsenales, eso es todo. Pero ya veréiscómo la marina se rehará antes de que el ejército se modernice. En lamarina no hay muchos oficiales, ¡mientras que aún tenemos novecientoscoroneles para ciento sesenta y tres regimientos de tierra!

—Al Estado lo arruinan las personas que tiene a sueldo —suspiró Choiseul—. Todos los franceses querrían estar a sueldo del Estado, al mismo tiempoque sueñan con estar exentos de impuestos. ¡Es difícil gobernar a un pueblocon tan poca lógica!

—Los impuestos... —dijo Praslin—. ¡Sin embargo, habrá que ponerse ahacer la reforma de los impuestos! Sea cual sea vuestro talento, primo, ypor mucho trabajo que dediquéis a los asuntos de Estado, no podréisenderezar la situación del reino si no lográis imponer una política deimpuestos que sea justa. En un Estado moderno todos los ciudadanos debenpagar impuestos, y pagarlos en proporción a su fortuna.

— ¡Claro! ¡Todo aquel que piensa un poco está de acuerdo en eso, si nocomo pagano al menos como pensador! —exclamó Choiseul—. Lo que pasaes que el dinero no quiere pagar. Así que mientras no se decide, tengo querascarle la pobreza a los pobres. ¡Ay, primo, si yo pudiera legislar a mimanera! Pero, para ello, primero tendría que estrangular a todos los

parlamentarios, discretamente, una noche sin luna, sin despertar a losfilósofos de café. Pero los ajustes al estilo de la Noche de San Bartolomé ya

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están pasados de moda. Es una lástima. Porque la verdad es que haydemasiada gente que se mezcla en los asuntos de gobierno, que sedespacharían más rápido y mejor sin ellos, e incluso se resolverían a favorsuyo. ¡Qué agradable debía de ser trabajar como ministro con los Enriques,en lugar de hacerlo con los Luises! El único filósofo de aquella época eraMontaigne, que se encerraba en su despacho, pensaba en voz baja, escribíacon tinta y no con veneno, y no publicaba nada en las gacetas.

—Venga —dijo Praslin, sonriendo—, no debéis quejaros de vuestrosfilósofos. Rousseau está contra vos pero Voltaire os apoya, y ello os daventaja, ya que hoy se gobierna a base de epigramas satíricos y Voltaire loshace mejor que Rousseau. En cuanto a los demás peluqueros del espíritu,

no os son contrarios y hasta pueden seros útiles. Animad a D Alembert o aDiderot a partir para Rusia. La emperatriz Catalina los reclama a gritos y sise enamora de ellos, tanto de cuerpo como de espíritu, tal vez se le quitenlas ganas de caer sobre Constantinopla o Dantzig. Ya no se puede contarcon el moribundo turco para contener a Catalina dentro de sus fronteras.¡En cuanto ella quiera, su ejército dejará a las tropas del sultán hechas unpingajo y yo me encontraré con una escuadra rusa en el Mediterráneo!

—Pienso a menudo en esa amenaza —dijo Choiseul—. No hay quequitarle ojo a la flota rusa.

—Sabéis que Catalina busca a un buen marino francés para que le hagade almirante... —observó Praslin.

— ¡Catalina sueña con importar toda Francia a Rusia!

—Por lo que respecta al almirante, no sería mala idea enviarle uno quefuera de nuestro gusto. ¿Sugerís algún nombre?

Choiseul sonrió.

—Sí, primo, el mismo en que vos pensáis. El caballero Vincent nos iríacomo un guante: acostándose con ella nos informaría, navegando latraicionaría. Demasiado bonito. El maltes es un cabeza dura. Solo corre los

mares según su capricho, buscando más el oro que la gloria. Por añadidura,ni espiar ni traicionar caben en su religión. Además, ya ha partido para laIsla de Francia. He prometido su colaboración a Poivre y al gobernador de laisla, Dumas, para que puedan poner en pie Port-Louis. Si la guerra conInglaterra vuelve a encenderse, algunos buenos corsarios con base en Port-Louis podrían hundir todo el comercio inglés en aguas del Índico.

Praslin se echó a reír.

— ¡La sola idea os ilumina la cara! Sois muy rencoroso, primo. Pero paraque yo pueda haceros una buena política colonial debéis conseguirmecrédito. Justamente venía a mendigaros algo de dinero para dos

aventureros de calidad que tienen mucha prisa, uno para ganar nuevascolonias, el otro para plantaros una.

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—Veamos el primero —dijo Choiseul hincando los codos en su escritorio.

—Bougainville, al que acabo de dejar —dijo Praslin.

— ¡Tenía que ser él! —exclamó Choiseul—. ¡Siempre él! Quiere partir enbusca de otra isla desierta para convertirla en una Nueva Arcadia, ¿meequivoco?

—Esta vez su ambición es mayor: me ha ofrecido algo así como dar lavuelta al mundo —dijo Praslin.

— ¡La vuelta al mundo! Decididamente, Bougainville es un soñadorintrépido —dijo Choiseul.

—Sí, pero un soñador con genio. ¿Por qué un marino francés no iba a darla vuelta al mundo igual que lo han hecho Magallanes, Drake, Roggeween,Anson o Byron? Además, parece que dos ingleses están a punto deintentarlo de nuevo.

— ¿Qué ingleses? —preguntó vivamente Choiseul.

—Los capitanes Wallis y Carteret —dijo Praslin—. El caballero Vincent seha enterado de sus preparativos. ¿Vamos a dejar que los inglesesdescubran el mundo entero antes que nosotros?

— ¡No! —explotó Choiseul—. ¡Primo, traedme a Bougainville!

— ¡Así se habla! Os lo traeré mañana —dijo Praslin, sonriendo—.Entonces no os explicaré su proyecto, ¡él mismo lo hará con una pasión queyo no sabría imitar! Mientras tanto, quiero hablaros de mi segundocandidato para el viaje. Sus deseos son más modestos: catalogar lasriquezas naturales de nuestras Mascareñas recientemente adquiridas, la Islade Francia y la de Borbón. La idea me parece oportuna. Antes de sacarlespartido hay que catalogarlas.

—Pero ¿Poivre lo querrá con él? ¿De quién se trata?

—El mismo Poivre lo ha reclamado, acaba de escribirme al respecto: esun amigo suyo, el doctor Aubriot. En este momento se ocupa de botánica en

el Jardín. Jussieu y Buffon lo aprecian mucho. Es doctor en medicina,naturalista y botánico del rey.

El duque de Choiseul había adoptado una expresión irónica.

— ¿El doctor Aubriot? Vaya un hombre bien protegido desde diversoslados... Si no recuerdo mal hace poco lo convertí en censor real paracomplacer a la marquesa de Couranges, ¡y ahora tengo que convertirlo enexpedicionario, algo que va a disgustar a la misma dama! Pero, primo, sitodos los interesados coinciden en el mismo nombre, ocupaos vos mismo deese pequeño asunto, no creo que sea complicado. Por mi parte prefiero nocontrariar a Poivre, que tiene más púas que un erizo y que ha aceptado laintendencia de la Isla de Francia haciendo ascos y después de dos años derogárselo.

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—Enviando a las islas a Aubriot no sólo complaceréis a nuestro amigoPoivre —observó Praslin.

— ¿Hay más?

Seguro de su efecto, el duque de Praslin dejó pasar unos segundos desilencio antes de hablar.

—El señor de Richelieu también me ha recomendado a Aubriot.

Choiseul se levantó como empujado por un resorte, dio un puñetazo en lamesa y se puso a recorrer la habitación a grandes zancadas que marcabansu cólera.

— ¿Por qué a ese viejo lioso le da ahora por proteger a otra cosa que nosean bailarinas? ¿Por qué milagro ese ignorante conoce a un sabio tan decerca como para querer su bien? ¿Es que tal vez Aubriot dispone de unapanacea contra la sífilis? ¡Oh, primo, esa protección sobra, no hace más queperjudicar el nombramiento del botánico! ¡Porque, en fin, no me da la ganaque un descerebrado lo bastante vanidoso y estúpido como para pensar quepodría sentarse en mi sillón me dicte lo que debo hacer!

Viendo que a Praslin le divertía su explosión, el duque se detuvo ante él yvolvió a adoptar su actitud sosegada.

—En lugar de reíros a mis expensas, primo, explicadme por qué el Señor

Pillaje quiere proteger a un botánico.—Aubriot dejaría una linda viuda que consolar.

— ¡Ahora lo entiendo! —exclamó Choiseul—. Me había preocupado,porque nunca he visto que Richelieu se ocupase más que de dos cosas: deloro y los culos. La nueva pollita que pretende, ¿vale la pena?

—Se habla mucho de su belleza. Es la Bella Tisanera del Temple. La hevisto en casa y se merece la fama.

—La Bella Tisanera del Temple —dijo Choiseul, con una mueca deaprobación en los labios—. Sirve también a la duquesa mi esposa y a fe mía

que vale la pena, yo mismo lo he pensado. Pero una proveedora de mimujer... No va uno a meterse con ellas...

El duque de Praslin sonrió al escuchar esto último.

— ¿Sabéis que el mariscal pretende instalarla en el hotel de Richelieu yconvertirla en su amante oficial? Para lograr mi ayuda me ha hechoconfidencias.

— ¿Amante oficial en el hotel de Richelieu? ¿Una vendedora de hierbas?¡Querido primo, al ritmo al que se está propagando el amor al pueblo prontoveremos a una modistilla reinando en Versalles! —suspiró Choiseul.

Praslin meneó la cabeza y volvió a su asunto.

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— ¿Así que tengo vuestra autorización para enviar a las islas al botánico?

—No he dicho eso. No quiero complacer a Richelieu y eso por buenasrazones.

El ministro de Marina reprimió un gesto de contrariedad.

—Tener al mariscal en su hotel junto a su bella sería una manera dedesembarazaros de él en Versalles —dijo con franqueza—. Descuidará suservicio en la Cámara, el rey estará molesto con él y eso que ganaréis vos.No tendríais que conquistar al rey cada mañana porque Richelieu se dedicaa calumniaros por la noche.

—Visto desde ese ángulo... —comenzó Choiseul—. Parece un buen plan.Proporcionadle la viudita a Richelieu y que se la trabaje día y noche hastafallecer encima de ella. ¡Cuanto antes, mejor! Pero me pregunto, queridoprimo —añadió maliciosamente—, ¿qué es lo que esperáis vos de ese viejobribón?

—La Étoile des Mers pone la vela en dirección a Port-Louis haciamediados de septiembre y he pensado que...

—No puede ser —interrumpió Choiseul—. Poivre quiere partir a principiosde enero. Antes de embarcar quiere casarse. Y naturalmente tambiénquiere el cordón de Saint-Michel y sus cartas de nobleza, ¡y yo qué sé

cuántas cosas más!—Aubriot estaría dispuesto a partir antes que él. Al vizconde Vilmont de

la Troesne, que manda la Étoile des Mers, le interesa mucho la historianatural y querría que le confiase a mi botánico, que él llevaría a América delSur para herborizar junto a él por la parte de Río de Janeiro y en la bahía deMontevideo. Me gustaría autorizar ese viaje, pues Buffon tendría unascuantas cajas de muestras de la flora y la fauna americanas, que la Étoiledes Mers le traería.

—Pues autorizad el viaje, querido primo —repuso Choiseul conindiferencia—. Las colecciones de plantas mustias y de conchas vacías me

dejan frío, pero veo que todo el mundo se apasiona por el asunto, así que...Sin embargo, no me pidáis dinero para esas bagatelas.

—Aparte de su modesto sueldo, el doctor Aubriot sólo me pide un criado,que sería transportado a la Isla a expensas del rey. Pero yo quiero darlealgo mejor al hijo de Bonpland, el sobrino del abad de La Chapelle. Ese joven sólo tiene dieciocho años pero dicen que es todo un entendido enbotánica. Sueña con viajar y me propone...

—Lo dicho, primo, ocupaos vos de los detalles —interrumpió Choiseul,que empezaba a aburrirse y no escuchaba—. ¿Tenéis alguna otra novedadimportante que contarme?

—La señorita Arnould se ha reconciliado con Lauraguais.

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— ¡Era de esperar!

—Rousseau está a punto de volver de Derbyshire. Sus anfitriones no losoportan más.

— ¡Como ponga el pie el Francia lo meto en la Bastilla! —exclamóChoiseul.

—No podréis hacerlo porque irá de Calais al Temple a la velocidad delviento. Ya huelo el potaje de carnero con verduras que la señora deBouffiers habrá puesto al fuego para agasajar al recién llegado. Es su platofavorito.

El primer ministro marcó un tiempo de silencio, antes de mascullar:

—Si hubiera sido Saxe el que hubiera atravesado con la espada a Conti, yno al revés, no me hubiera importado un comino. Pero ¿qué hacer parafastidiar al príncipe de Conti?

—Richelieu lo hará por vos —aseguró Praslin.

— ¿La Bella Tisanera?

—El príncipe está orgulloso de tener en su recinto a la más bonita y mássabia vendedora de hierbas de París. Hasta le ha concedido una pensión. Sepondrá furioso si alguien se la lleva.

— ¡Habérmelo dicho, primo! Habría hecho un esfuerzo filantrópico paraque alguien la recogiese antes que Richelieu. ¡Pardiez, habría podidofastidiar a Conti de una manera agradable y no lo he hecho! ¡Se me comenlos remordimientos! Tendré que serrar toda mi ración de troncos paratranquilizarme antes de cenar.

— ¡Vaya! ¿También vos serráis madera?

—Desde anteayer. ¡Es matador! Pero Tronchin me dice que si quieromantener el hígado limpio y la cabeza clara hasta los cien años tengo queserrar madera veinte minutos al día.

—Hay que obedecer, primo. Serrar sienta bien.—En efecto, los criados que me contemplan parecen sentirse de

maravilla, desternillándose de risa como si estuvieran viendo a un bufón dela feria de Saint Germaindijo Choiseul con ironía—. Me pregunto si... Mepregunto si con el pretexto de la higiene no nos estaremos dejandoembaucar en una gran farsa. Me imagino a nuestro buen amigo Voltairesusurrándole a su buen amigo Tronchin el divertido consejo de que ponga atoda la nobleza versallesca a serrar madera, dormir con las ventanasabiertas, lavarse con agua fría y correr detrás de su carroza. ¿No os daiscuenta, querido, de que ello podría diezmarnos en poco tiempo y dejarnuestro lugar a los burgueses? Pero ¡qué le vamos a hacer! Tronchin es elmédico de moda y hay que matarse a su gusto.

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Capítulo 19Capítulo 19

 "Al Observatorio", le lanzó Jeanne al cochero, poniendo su zapato blancosobre el escalón del coche de alquiler.

¿Lo habría logrado Lalande?

Diez días antes, Philibert había vuelto a casa con la certeza de que prontorecibiría su nombramiento para marchar a la Isla de Francia y, en efecto,aún no habían pasado cuarenta y ocho horas y ya tenía en la mano la cartadel ministro.

"Al señor Aubriot, Varis, Jardín Real de Plantas. "

"Debido a los informes que me han dado sobre el conocimiento que

tenéis de todas las ramas de la historia natural, he dado cuenta de ello alrey y Su Majestad ha consentido en destinaros a la Isla de Francia, donde suintendente, el señor Poivre, os convertirá en su adjunto en calidad demédico botánico y naturalista. Deberéis ir allí donde el intendente os envíea fin de realizar todas las observaciones y descubrimientos posibles en lostres reinos de la historia natural, así como darle cuenta exacta de todoelianto recojáis. Para alcanzar vuestro puesto os embarcaréis en la urcaÉtoile des Mers. El señor Vilmont de la Troesne, que la manda, os conducirá primero a la costa de América del Sur, donde deberéis recoger muestras dela flora costera y de la fauna marina para las colecciones del señor deBuffon. En cuanto a los utensilios y efectos que necesitaréis para vuestra

misión, remitidle una lista a mi viceministro el señor Poissonier. El pondrá avuestra disposición un crédito de 3.000 libras, además de una gratificaciónde 1.200 libras que os concede el rey. Vuestro sueldo será de 2.000 librasanuales y he dado la orden de que se os paguen desde primeros de estemes. En la isla tendréis un alojamiento que os proporcionará el intendente,que asimismo os comprará un criado negro y decidirá sobre las ayudas queos serán necesarias para vuestras operaciones y expediciones. Durante elviaje tendréis a vuestras órdenes, para todo cuanto queráis ordenarle, al  joven Augustin Bonpland, estudiante de botánica, el cual se siente muy honrado de que lo aceptéis como criado-secretario. Sus gastos correrán acargo del rey.

"Enteramente a vuestra disposición, el duque de Praslin. "

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La imprevista irrupción de Augustin Bonpland en la carta del ministropuso a Jeanne al borde de la crisis nerviosa. Le había costado mucho notraicionarse delante de Philibert, que no sabía nada del novelesco sueñoque había incubado, del que no debía saber absolutamente nada antes deembarcar. No hay que confesar una locura antes de cometerla, de locontrario es seguro que quienes nos aman la harán fracasar armados debuenas razones. Para conseguir ayuda de alguien que lo adivinaría todo sindecirle nada a nadie, Jeanne había recurrido a Lalande.

Lalande había vuelto de su Tour de Italia coronado de laureles, ahíto de

alabanzas, lleno de mil historias que contar. El ilustre astrónomo se lashabía arreglado para regresar a París más popular que nunca. Además depredecir el tiempo a las lavanderas y decidir los días de colada en el GrosCaillou, ahora les hablaba del Papa a las fruteras cuando hacía la compra yde los crepúsculos venecianos a las repartidoras. Como había conocido atodos los sabios y artistas de allende las montañas, en La Régence le hacíancorro para escucharlo y los salones más importantes se peleaban pordisfrutar de un poco de su tiempo libre. Ya que tenía la simpatía de todo elque contaba en París y en Versalles, Jeanne había pensado que el duque dePraslin no le negaría un pequeño favor a Lalande, aunque fuera para uno desus amigos. ¿Lo habría conseguido?

De todas maneras, lo lograse o no, ella tendría que dejar la ciudad. Susituación frente a Richelieu se estaba volviendo difícil. En cuanto llegó lacarta del ministro a manos de Aubriot, el mariscal había intentado que ellalo recompensase y sólo renegando había aceptado las condicionesimpuestas por Jeanne. La joven no concedería nada antes de vivir en elhotel de la calzada de Antin y no se instalaría hasta su regreso de Lorient,adonde deseaba acompañar a Aubriot y quedarse allí hasta que la Étoiledes Mers levase anclas. Richelieu había previsto mandar discretamente aLorient su carruaje de tipo "durmiente", que podría devolverle a "suexquisita" en menos de tres días, cómodamente acostada. Mientras tanto,

le estaba decorando un apartamento del hotel y Jeanne, colorada devergüenza, había murmurado "Miel y marfil con un poco de verde, porfavor", cuando el mariscal le preguntó por sus colores favoritos. La verdades que el viejo galán cumplía su palabra con una paciencia y una cortesíatan atenta que empezaba a darle lástima tener que engañarlo. A veces lecostaba recordar que no sentía el menor afecto por él. Lanzaba suspiros deremordimiento cada vez que recibía el cotidiano regalo que le enviaba cadatarde a La Tisanière, fuera una bombonera de porcelana de Sèvres llena degolosinas, un pañuelo de Cambray con borlas de seda, una caja de lunaresde terciopelo en plata o un ejemplar de rondós de Charles de Orleánsencuadernado en piel fina estampada en oro... Aquello tenía que acabar.

Por muy lúbrico y decrépito que fuera, el duque sabía demostrar que habíasido un gran seductor. Si Richelieu era más amable y paciente de lo

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acostumbrado con Jeanne, se debía a que Milady Mantz le había asegurado—de parte de Moisés, Alejandro Magno, el Mago Merlin, Carlomagno yParacelso, con los que hablaba en confianza cada noche— que "Monseñorestá a punto de obtener un gran éxito amoroso". Por un puñado de luises lavieja pitonisa, huesuda y mugrienta, que vivía a la sombra de las torres deNotre Dame, sabía prometer lo que convenía a su noble y millonarioconsultante. Por otro puñado de monedas le proporcionó también —departe de Alcobaric, Lucifer y el Otro— el talismán que debía llevar colgado alcuello para "estar en estado permanente de tener éxito en su éxito". Así,cargado de ayudas del Más Allá, con su saquito de ralladuras de huesos detoro colgado al cuello, el mariscal esperaba a su bella con la serena

confianza y la alegría de un novio cuya dicha cercana está escrita en elcielo. Y la bella, no apercibiéndose apenas de la codicia del viejo sátiro, seimaginaba que lo había transformado en un bondadoso papá y le dabanganas de confesarle su superchería. Sí, el juego debía terminar o Jeanneacabaría por traicionarse. Pero ¿se habría salido con la suya Lalande?

Un factótum le rogó a la visitante que esperase al señor de Lalande en lacabaña, donde vendría a buscarla en seguida.

"La cabaña" era una expresión perteneciente al argot astronómico.Aunque amplia y bien equipada con instrumentos modernos, elObservatorio sólo era una cabaña que Cassini, su primer director, habíahecho montar encima del tejado del edificio porque Perrault, el arquitecto,no había querido ponerle la cúpula que Cassini le pedía. Aquella cabañaacristalada y llena de luz siempre le había gustado a Jeanne. Lalande lahabía llevado muchas veces, tanto de día como de noche, a ver el cielo decerca. Ese día, con una voluptuosidad casi dolorosa, su mirada se deslizósobre el verde tierno de los olmos de Port-Royal, para sobrevolar losbancales de coles rojas y azuladas, y los parterres del vasto jardín de laabadía donde, entre los linderos de salvia y verbena de blancas flores,

resplandecían auténticos ríos de geranios. Posiblemente aquella era laúltima vez que contemplaba el suntuoso paisaje que se divisaba desde elObservatorio. Ante ella, al final de los jardines de Port Royal, se extendíanlos jardines del convento de los carmelitas, y las magníficas construccionesy el parque a la francesa de Val de-Gràce.

A su derecha podía contemplar el verdor de los huertos de los capuchinosy, al otro lado de la calle de la Santé, los grandes vergeles que rodeaban elPré de l'Advocat. A su izquierda, más allá de los cultivos medicinales delinmenso recinto de los padres del Oratorio, empezaban los campos dehortalizas del barrio de Saint-Michel y se extendían hacia el horizonte los

dos caminos de Bourg-la-Reine: el grande, bien recto entre dos hileras deplátanos, y el antiguo, medio invadido por la hierba y cavado al pie de las

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colinas sembradas de molinos. A pesar de la cercanía de la ciudad, todoaquel paisaje de las afueras de París resplandecía de paz luminosa bajo elalto cielo de agosto. "Qué hermoso. Allá lejos, donde tanto deseo ir, ¿habrávistas tan armoniosas como ésta?", pensó Jeanne. Oyó que alguien abría lapuerta a su espalda pero no se volvió, invadida de repente por el pánico ypor la necesidad de prolongar su incertidumbre.

Lalande se acercó a ella sin decir palabra y la dejó saborear durante largorato el gran panorama silencioso que contemplaba. Cuando supo que élempezaría a hablar, Jeanne se retorció las manos.

—Jeannette —dijo por fin el astrónomo—, el joven Bonpland renuncia a ir

a la Isla de Francia. Aubriot podrá escoger el criado que prefiera.Ella sintió tal alegría que se echó al cuello de Lalande.

—Ahora que ya tengo el beso por mi esfuerzo, quiero ser honesto —dijo,riendo—. No he tenido nada que ver con eso, o muy poco. El muchachohabía oído hablar de un proyecto para dar la vuelta al mundo, entoncespensó que su tío podría hacer que lo embarcasen, pues a su edad unoescoge la aventura más grande que puede. Pero no sabía cómo llevar lascosas con el duque de Praslin y yo le sugerí al chico, en el momentooportuno, que Aubriot preferiría un verdadero criado a uno falso, y ademásescogido por él.

Durante un instante se miraron a los ojos, pero Jeanne no dijo nada y elastrónomo entrecerró los suyos como de costumbre.

— ¿Qué me decís, Jeannette, al ver partir a Aubriot? —le preguntó entono neutro.

Digo que tiene suerte de poder ver el cielo al revés. Y que podrá pasearsebajo millones de estrellas nuevas... grandes como naranjas...

El astrónomo sonrió al oír la palabra "naranjas" y dijo:

Es verdad que en aquellos lugares se observan muchas estrellasdesconocidas para nosotros. Cuando mi maestro, el abate de Lacaille, fuehasta el cabo de Buena Esperanza se trajo diez mil estrellas en el fondo delos ojos que aquí no se conocían. Pero, hummm... ¿qué piensa Aubriot dedejaros sola en París? hasta su Jeanne tuvo un gesto de malhumor.

—El señor Aubriot piensa que una mujer enamorada es un bien inmueble—respondió con vivacidad—. Supongo que espera encontrarme plantada asu regreso, de la misma manera que no se va a mover nuestra casa de lacalle del Mail.

Los ojos de Lalande se abrieron justo el tiempo de despedir un relámpagooscuro.

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—Hummm —repitió y se sentó en un taburete en espera de escuchar lacontinuación —como no hubo continuación añadió—: vamos, podéishablarme mal de Aubriot. Eso siempre alivia.

—Al señor Aubriot lo único que le sucede es que es un hombre —dijo Jeanne. Y, al decirlo, le vino a las mientes todo cuanto le habían hecho odejado de hacer "los hombres" (Philibert, Vincent, Richelieu), ofrecido odejado de ofrecer, dicho o dejado de decir, y simplemente porque eranhombres, es decir, seres mal acoplados a las mujeres.

—Hay momentos en que los hombres me fastidian —dijo con ciertaarrogancia—. Me fastidian y me asquean.

—Cuando una mujer habla así de los hombres es que está dispuesta aamar a uno más para desquitarse de lo que le han hecho los otros —dijoLalande—. No olvidéis que soy vuestro primer enamorado parisiense ydebería pasar por delante de todos vuestros pretendientes. Y más teniendoen cuenta que represento a todo un país.

—Mmmm —exclamó ella, coqueta—. No sabía que el ilustre Lalande mepretendiese.

— ¡Mentirosa! Decidme si habéis visto a muchos sabios pasar delante devos sin haber tenido ganas de haceros algún cumplido que tenga que vercon vuestro honor...

Ella contempló a Lalande, que con un gesto habitual hacía girar al sol lapunta de su escarpín negro bien abrillantado.

—Señor de Lalande, os quiero mucho. Sois un buen amigo.

Había modulado su frase con seriedad y con su voz más mullida. El tuvoconciencia de aquel adiós púdico y dijo en tono ligero:

—Querida, os he rogado muchas veces que me llaméis Lalande sin más.O mejor, llamadme Jérôme.

—Jérôme, os quiero, sois un buen amigo —repitió Jeanne

melodiosamente.El se levantó y se acercó a ella.

—En realidad, ¿no será que sois vos, y no Aubriot, la que sueña con la Islade Francia?

Ella lanzó un profundo suspiro.

—Digamos que soy yo la que le habría dado nombre al sueño que va avivir Philibert.

Lalande la observó intensamente con los ojos entrecerrados y una sonrisaen la delgada grieta de su boca. Luego le tendió las manos. Ella colocó lassuyas en las de Lalande y estuvieron mucho rato de este modo, diciéndoseadiós en silencio sin necesidad de despedirse con palabras.

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Dos días antes de su partida, Jeanne no pudo evitar una invitación deRichelieu para dar su opinión sobre el tejido que tapizaría el apartamentoque le estaba decorando. Ella le dio su visto bueno al tapicero y de paso alpintor. El mariscal le enseñó el adorable secreter de palo de rosa queacababa de comprar para ella. Mientras Jeanne aparentaba extasiarseabriendo y cerrando los cajoncitos, el mueble le dio una idea. Se quitó elrubí que se ponía siempre que visitaba al mariscal y lo guardó en uno de losingeniosos cajones secretos.

—Prefiero que me espere aquí. No quiero que viaje conmigo.Al instante, el duque se sacó del meñique un diamante que despedía

brillos azulados y lo tiró junto al rubí.

—Hay que ser dos para hacer niños y deseo que estas bagatelasproduzcan otras más bonitas todavía durante vuestra ausencia —dijoalegremente.

 Jeanne dijo entre chanza y veras:

—Monseñor, tenéis rasgos de bondad tan encantadores que, si noanduviera con cuidado, a veces olvidaría que sois un déspota.

Sólo le faltaba confiar al abate Rollin la última carta de París que habíaescrito a la señora de Bouhey. No quería que su carta acabara en el"gabinete negro" de la policía y su contenido fuera leído por otros ojos quelos de la baronesa. Una sola persona en el mundo debía conocer el proyectode Jeanne. Y el por qué y el cómo de ese proyecto.

El abate Rollin vivía en París con Jean-François de Bouhey, que estabaterminando sus estudios de cadete en la academia militar. Jeanne veía a

menudo a los dos cuando acudían a la tienda a comprar tisanas, pociones yaguas de olor, donde la compra les salía a cuenta. Por desgracia, aquellasemana no habían aparecido, pero ella sabía dónde encontrarlos los juevespor la noche: en los Célestins, regalando a sus modistillas con vinillo blancoy frituras. Y es que el joven Bouhey se había espabilado mucho en la capitaly al abate Rollin sólo le quedaba de abate la sotana, ¡y eso por economía!Es cierto que el buen hombre nunca había tenido otra vocación religiosaque la dictada por su pobreza...

Los jueves el delicioso jardín en forma de bosquecillos de los Célestinssolía estar lleno de militares en ciernes. Acudían a bromear con sus amigas

las modistillas o a que los reclutasen las "mujeres de mundo" a la entradadel convento. Los religiosos habían conseguido del teniente de policía que

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se rebautizase decentemente la calle y pasara a llamarse Petit-Musc enlugar de Pute-y-muse, ¡aunque "la putas" no "divertían" menos que antesdel cambio! Lo cierto es que el convento de los Celestinos no era otra cosaque una venta de verano en pleno París, un lupanar muy agradable lleno deverdor, admirablemente arbolado y muy florido, que frecuentaba con gustola gente de categoría, y adonde iban a beber los Mosqueteros Grises y losMosqueteros Negros del rey, y adonde los jueves acudía toda la turbulenta juventud de las escuelas militares que querían divertirse. En cuanto puso elpie en el recinto, Jeanne divisó bajo la sombra de un cenador el uniformerojo con trencillas doradas del alumno de la Escuela de Marte que buscaba.

Entre los exiliados de Charmont era costumbre comerse a besos. El abate

Rollin presentó a su Mariette, Jean-François presentó a su Antoinette, ytodos le hicieron sitio a la Bella Tisanera delante de la bandeja de gobiosfritos.

—Jeannette, llegas a punto para recibir una noticia que te va a gustar —dijo Jean-François, que había adoptado el lenguaje moderno y tuteaba a susíntimos—. He recibido una carta de mamá y hay un recién nacido en casade los Delafaye.

— ¿Elisabeth? —preguntó Jeanne.

—Elisabeth, la señora procuradora Duthillet. Ha sido niña. Y como es una

niña que tú habrías debido tener si no hubieras dejado a Duthillet le hanpuesto Jeanne. Jeanne-Félicité, porque dicen sus padres que te deben sufelicidad. ¿Gracioso, no?

—Estoy emocionada —murmuró Jeanne, con lágrimas en los ojos.

—Toma una copa —dijo Jean-François—. Siempre igual de sensible, ¿eh?

—Jean-François, no teníais que decir nada y dejar que la señora Duthilletpudiera informar personalmente a Jeannette de su delicado detalle —loregañó el abate.

— No, no —dijo vivamente Jeanne—. Hace muy bien en decírmelo esta

noche. ¿Cuándo regresáis a Charmont?—Dentro de siete días. ¡Viva las vacaciones! Bueno, siempre que no

duren demasiado —respondió Jean-François con una mueca de disgusto.

—Señor abate, antes de ir a despedir al señor Aubriot a Lorient he venidoa confiaros una carta para la señora de Bouhey. Le diréis que la lea candoesté a solas. Es una carta importante y confidencial.

—Oh, oh, ¿misterios? —dijo Jean-François—. ¿Es que te casas? ¿Se casacon vos el señor Aubriot antes de emprender su exótico viaje?

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— ¡No digas tonterías! —exclamó Jeanne, enfadada.

— ¡No digo tonterías! Tengo ganas de bailar en tu boda y me molesta queel señor Aubriot aún no haya pensado en...

— ¡Jean-François! —exclamó severamente el abate.

—Bueno, bueno. Me callo. Otra boda me espera en el castillo. Mamá melo cuenta en su última carta. Jeannette, adivina quién con quién.

—Anne-Aimée y su marquesito Christophe d'Angrières.

— ¡Pues no! Eso aún no está arreglado. Mi abuela jura y perjura que va aimpedir que una buena dote de los Delafaye vaya a parar a manos del

marqués más bribón de todo el Lionesado. Busca, busca.—Sólo queda Margot.

—Es Margot —dijo Jean-François—. ¿Y con quién?

—Con el guapo Giulio, el hijo del armador Pazevin.

— ¡Toma! ¿Es que estabas en el secreto?

—No era un secreto que Margot bebía los vientos por Giulio desde losdoce o trece años —dijo Jeanne.

—Es que chica bonita, chico guapo quiere... —dijo el abate Rollin mirando

a Jeanne—. Pero lo que quizá ignoréis, Jeannette, es que los recién casadosemprenderán, igual que el doctor Aubriot, el hermoso viaje con el que vos yyo hemos soñado juntos mil veces delante del mapamundi.

— ¿Ah, sí? —comentó Jeanne, prestando oídos.

—Sí —dijo el abate—. Giulio Pazevin quiere establecer una gran oficina detrata de esclavos en Port-Louis.

—Me había hablado alguna vez de ese proyecto —dijo Jeanne—. Así,Giulio y Margot, y el señor Aubriot, y también Pierre Poivre, van aencontrarse todos en Port-Louis...

 Y al decirlo sonreía, viendo ya la lejana orilla azul y dorada que habíasoñado poblada milagrosamente por sus queridas amistades.

—Por lo que cuenta mamá, también estará la señorita Robin —añadió Jean-François.

— ¿Te refieres a Françoise Robin, la hija del consejero Robin, que vivía enVillars-en-Dombes? ¿Y qué diablos va a hacer ella en la Isla de Francia? —preguntó Jeanne.

—Regentar la casa y la corte del intendente —dijo Jean-François—. Va acasarse con el señor Poivre.

— ¿En serio? —exclamó Jeanne.

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La noticia la sorprendió un poco. Se imaginaba mal al célebre mancolionés de pasado aventurero dejando de vivir como un solterón celoso de sulibertad. Pero era verdad que la señorita Robin tenía mucho encanto.

—Muy bien, estoy encantada de enterarme de todo eso. Al desembarcarallí, nosotros... el señor Aubriot se sentirá menos solo.

—Y será una lástima —observó el abate—. Si algún día yo también voyallí, sólo trataré con negros y criollos. Aunque sólo sea para cambiar unpoco de paisaje y de ideas.

—Abate, sois un revolucionario —suspiró la tímida Mariette.

—Mariette es conservadora y está muy ofendida por mis críticas alrégimen —explicó el abate, riendo—. Cree de corazón que no podría vivirfeliz sin duquesas porque se dedica a bordarles las camisas.

— ¡Señor abate, dejemos la política en una velada tan agradable! —exclamó Jeanne—. ¡Con lo bien que estamos tomando unos vinos en uncenador de los Célestins! No obstante, reconoced que Su Cristiana Majestades muy tolerante, al menos con los religiosos.

Mariette ahogó la risa en el delantal.

En ese momento, una mano infantil tendió, bajo las narices de Jean-François, unos ramos de flores silvestres a un sueldo la pieza.

— ¡Flores para las bellas señoritas, por el amor de Dios, señor oficial!

  Jean-François compró tres ramos por tres sueldos porque el pequeñovendedor llevaba la triste gorra de los niños del Hospicio.

Aquella noche, Jeanne metió el ramo en su equipaje.

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Capítulo 20Capítulo 20

La Étoile des Mers debía levar anclas el 14 de septiembre. Aubriotdeseaba disponer de unos días para visitar Lorient y que Jeanne disfrutara

del paisaje marino antes de volverse sola a París, así que viajaron por laposta sin darse tregua. Durante tres días no se descalzaron, comieronmientras en la posta les cambiaban los caballos, dormían alguna hora en elcarruaje a pesar de los baches cuando el agotamiento los vencía. La cartadel rey invitando al señor Aubriot a viajar a Lorient conseguía con dificultadque el dueño de la posta despertase a sus palafreneros y los obligase aenganchar y desenganchar en plena noche. Pero, entonces, ¡cuántaspalabras para convencer a un cochero de que saltase al pescante y sepusiera a galopar a través de la oscura campiña! Uno tras otro, los hombresmeneaban furiosamente la cabeza, se ponían a contar historias de bandidos

y al final plantaban a aquel cliente con prisa a pesar de la orden del rey queél agitaba ante sus narices. ¡Una bolsa bien surtida habría sido más eficaz!En Rennes, donde hicieron un relevo de dos horas después de medianocheel segundo día de viaje, ningún hombre quiso conducirlos. Tres carruajeshabían sido desvalijados la víspera en el bosque de Plélan. Al final sóloencontraron a un chico de doce años que dijo podía llevarlos y que seatrevía a hacerlo de noche. Jeanne sintió pena del chico.

— ¿Estás seguro de que quieres llevarnos? ¿No te obligan? —le preguntó,a pesar de la mirada de reojo que le lanzó Aubriot.

El chico sonrió a aquel joven criado que le demostraba tanta simpatía.

—No temo a nada, señor —dijo en voz baja—. Soy demasiado joven paraque me mate un bandido bretón, todos ellos tienen religión. Si tenemos unmal encuentro, vuestro amo tendrá la bondad de pagar por los tres, comoes debido.

 Jeanne se echó a reír de buena gana.

—Si es así, salgamos. Mi amo comienza a impacientarse.

No se encontraron con nadie, salvo un sombrero tirado en el camino alamanecer. El joven postillón paró tan brutalmente el carruaje que lospasajeros, que dormitaban, se dieron contra las paredes de la caja.

— ¿Qué ha sido? ¿Qué ha pasado? —exclamó Aubriot, sacando la cabezapor la portezuela.

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Vio al chico saltar a tierra.

—Un sombrero, señor. Tengo que recogerlo.

—Déjalo, ya te daré un escudo.

—No, que saldría perdiendo. ¡Está bordado en oro!

El chico subió al pescante tocado con un tricornio azul con galones deoro.

— ¡Vaya un gracioso! ¡Hacernos perder tiempo por un sombrero viejo!

 Jeanne observó el perfil de Aubriot con una punta de amargura.

— ¿Tanta prisa tenéis para llegar a puerto, Philibert? ¿Tan ansioso estáispor llegar al lugar en el que tendremos que despedirnos?

—Estoy haciendo un experimento de viaje rápido, nada más. Llegar aLorient en menos de tres días es una experiencia muy curiosa. Así verás elmar antes y durante más días. ¿No estás contenta de esos diez días devacaciones que vamos a pasar los dos en una ciudad desconocida?

—Estoy contenta por esos diez días. Lo que temo es la tristeza del díanúmero once.

El la rodeó con su brazo y le besó los cabellos.

—Jeannot, te lo he prometido, si tengo que quedarme en la Isla deFrancia más de los dos años previstos en mi misión, te reclamaré. A tuedad, dos años no son nada.

Ella sacudió la cabeza tan enérgicamente para desmentirlo que su largacola de caballo sujeta por una cinta azotó la mejilla del médico.

—Cómo se ve que no sabéis nada acerca de la impaciencia de esperaros. Yo sé de qué hablo —dijo ella.

El tomó las manos de Jeanne entre las suyas.

—Te escribiré a menudo, Jeannot. Ningún barco zarpará hacia Francia sin

una carta mía para ti, y será tan larga como una memoria de farmacéutico.¡Te lo contaré todo!

—Pero ¿qué pasa con las hermosas criollas?

Aubriot emitió su risa firme y breve.

—Tus celos me honran con excesiva generosidad. ¿Recuerdas que voycamino de los cuarenta? Soy un viejo sabio. Por lo que dicen, son los jóvenes oficiales los que se llevan a las bellas criollas.

—A saber si un sabio con atractivo no les gustará más... —dijo Jeannemalhumorada, y Aubriot pensó fugazmente que por qué no. Que ya vería.

Durante un buen rato no se hablaron, acunados por el balanceo delcarruaje. El calor aumentaba con el sol. Al pasar por un pueblo encontraron

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ciruelas recién cogidas, azules, firmes y jugosas, almizcleñas, deliciosas. Yaen el carruaje, Jeanne clavó los dientes en una de las frutas con una especiede pasión sedienta, justo en un momento en que Aubriot la observaba. Estese imaginó entonces su propia boca en lugar de la ciruela y los bonitosdientes de Jeanne que lo mordían con el mismo amor goloso con que secomía la fruta. Le costó un gran esfuerzo retomar una conversaciónempezada por ella dos días antes.

—Te aseguro, Jeannette, que habría querido llevarte conmigo —dijo debuenas a primera.

Ella tiró el hueso de la ciruela por la portezuela y lo miró con dorada

intensidad en espera de su respuesta.Aubriot se reprochó en su fuero interno sus palabras demasiado

espontáneas, pero se sintió obligado a continuar.

—El señor Poissonnier, el inspector de colonias, me ha hablado largo ytendido de la vida en las islas, de la sociedad de aquellos lugares, de suscostumbres, de sus creencias, de sus prejuicios... Tanto me ha dicho que,adivinando que conoce mi situación personal por los Jussieu, he llegado apensar que además de ponerme al corriente ha querido ponerme tambiénen guardia. En la Isla de Francia seré un enviado oficial del rey, cercano algobernador y al intendente, y Port-Louis no es París. Parece que sus ideas

son algo distintas de las que se defienden en el café de La Régence. Laciudad es muy pequeña, no se puede ocultar nada, hay que vivir con laspuertas y las ventanas abiertas.

—Pues no he visto que en París la señorita Arnould cerrase puertas yventanas antes de acostarse, enfadarse o reconciliarse con el conde deLauraguais —objetó Jeanne con ironía—. Ni que en plena noche la DuBreuille se privase de despertar a todos los inquilinos de su casa para que ladefendieran del señor autor Poinsinet, el cual, borracho como una cuba,¡quería usar las varillas de la chimenea para repescar de Dios sabe dóndesu esponjita con vinagre! Realmente me pregunto si hoy en día todo francés

no hace el amor con las puertas y las ventanas abiertas de par en par sintantas monsergas.

El, la había provocado de tal manera alabando la moral y las buenascostumbres de Port-Louis, que ella no reparó en el asombro de Aubriot antepalabras tan atrevidas y continuó su tirada:

—Perdonad mi atrevimiento, y haberos interrumpido, pero yo también mehe informado sobre la vida en las islas. He oído decir que allí, lo mismo queaquí, los hombres tienen amantes y las mujeres también, y que no está malvisto que los amos de las plantaciones tengan negritos con sus esclavasmás bonitas, lo que puebla la colonia a buen precio. ¡Temo que el inspector

de colonias os haya aconsejado, Dios sabrá por qué, una austeridad decostumbres que sólo valdrá para vos!

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Aubriot dejó pasar un tiempo antes de responder.

—Jeannette, comprendo que te molesta que no te lleve conmigo y que noquieras escuchar mis razones —dijo él suavizando la voz.

—Sólo he expresado una opinión sin reprocharos nada.

—Admitámoslo, pero ahora escúchame. Jeannette, en ultramar hay unagran diferencia entre un plantador o un comerciante, un oficial o un marinode paso, que son libres de sus actos, y un enviado del rey. No puedo violarlas instrucciones que he recibido y arriesgarme a recibir una reprimenda o,lo que sería peor, una orden de regreso prematuro a Francia, ¿comprendes?La misión que me han confiado representa mucho para mí. Corona una de

mis ambiciones y me abre perspectivas de...—Sí, sí, ya lo sé —lo interrumpió ella con cierto cansancio—. A vuestro

regreso os habréis convertido en un glorioso descubridor al servicio del rey,os lloverán honores y pensiones, y tendréis la admiración de vuestro hijo.Mientras tanto, ¿queréis una ciruela?

Ella se comió otra por no echarse a llorar. Tenía muchas ganas dehacerlo. Cuanto más cerca estaban de Lorient, menos segura se sentía depoder realizar su proyecto, y las últimas palabras de Philibert le hacíantemer que iba a encontrarse con una oposición más firme de lo que habíaprevisto. Cuando descubriera su plan, ¿cuál de los dos Philibertreaccionaría? ¿El sabio burgués distinguido por el rey y cuidadoso de noestropear su oportunidad, o el aventurero que hacía de su capa un sayo, nose mordía la lengua y se burlaba del qué dirán, aquel que había amadodesde su infancia? Dejó ir su cabeza cargada de ansiedad y buscó reposo enel hombro de su amante... De nuevo Aubriot la rodeó con su brazo ycomenzó a hablarle como cuando se quiere consolar a un niño triste porquese va a quedar solo en casa cuando hay fiesta fuera.

Le habló de su bonita tienda del Temple y de todos los placeres de Parísque entretienen y alegran el tiempo de una herborista de moda, y le hablótambién de la Bretaña hacia la que viajaban como de una playa infinita cuya

arena se extiende muy lejos, empujando hasta la línea del horizonte unagua azul y salada, sobre la cual la Étoile des Mers que se lo llevaría sólosería una minúscula gaviota blanca...

Ella lo escuchaba como cuando se bebe sin sed, con la mente abstraída,sólo por aturdirse. Su atención no se despertó hasta que Philibert dijo:

—... y reconozco que acepto tus ideas siempre que puedo, incluso cuandono me parecen razonables. Por ejemplo, tu idea de que contrate en Loriental criado que el rey me concede en lugar de hacerlo en París, donde podríaescoger mejor. Porque, francamente, me pregunto si en Lorient encontraréotra cosa que no sea un rudo marinero en paro capaz solamente dellevarme la bolsa de viaje, ¡y eso si no está demasiado débil!

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 Jeanne se irguió.

—Me comprometo a encontrar a la persona adecuada —dijo, sintiendoque le latía el corazón—. Confiad en mí. Y, a propósito, ya que el médico delpuerto, el señor Dussault, os ofrece hospitalidad mientras estéis enLorient...

— ¡Ah, eso no puedo aceptarlo! —la interrumpió Aubriot—. Vienesconmigo y tendré que buscar alguna posada...

— ¡Nada de eso! —exclamó Jeanne con vivacidad—. Aceptad alojaros encasa de vuestro colega, si no, podríais molestarlo. Vestida a lo Denis, doy elcambio. Puedo vivir con vos sin dar lugar a historias.

— ¡Estás en plena erupción de locura infantil! —suspiró Aubriot.

—Quiero divertirme, Philibert. Nada más. Divertirme sirviéndoos comosiempre, antes de perderos. La naturaleza me ha dado el don de poderllevar calzones o falda según mi capricho. Dejadme disfrutar de él.

— ¡Loca! ¡Estás loca! En Lorient me tratarán como a un enviado del reyque está a punto de embarcarse con un capitán muy conocido en la ciudad.Me ofrecerán comidas y cenas. ¿Te ves de pie detrás de mi asiento,dispuesta a servirme de beber?

— ¡Desde luego que sí! —exclamó sinceramente Jeanne—. Me veo mil

veces mejor que esperándoos con faldas en la habitación de una posadaapartada mientras vos cenáis en la ciudad. Olvidáis, Philibert, que loscriados forman parte de la humanidad y pueden moverse a su antojo. ¿Ome vais a decir que vuestra amante se movería en la sociedad de Lorientcon la misma comodidad que vuestro criado?

El no respondió, descontento por no poder hacerlo.

— ¿Lo veis? —exclamó Jeanne—. En Lorient vuestro Jeannot podráprobarlo todo. ¡Y si el vino que os sirven, señor mío, es bueno, os prometoque me beberé los restos para consolarme de no poder sentarme a lamisma mesa que vos!

—Jeannette, no me gusta que habléis con ese cinismo —dijo él,contrariado—. Has adquirido el tono parisiense, pero en ti no me gustanada, lo reconozco.

—Perdonadme. Pensad que las mujeres tenemos que tener algo dechispa para no caer en la tristeza. Así que ¿aceptáis el juego que ospropongo, Philibert? Señor Philibert, por favor, ¿aunque sólo sea comoregalo de despedida?

 

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Capítulo 21Capítulo 21

Llegaron a Lorient un día de esos que se conocían como "de regreso delas Indias". Así que lo primero que vieron fue el hormigueo humano

multicolor a través del cual su carruaje tuvo que abrirse paso con el cocheroen tierra, que había bajado para sostener la brida del caballo. Sin decir unapalabra —apenas hablaba francés—, el hombre los conducía lentamenteentre una verdadera marea de ruidos hasta la calle del doctor Dussault. Tras ciento treinta y tres leguas de posta, recorridas en menos de tres díasa una velocidad increíble, ponían por fin pie a tierra ante una residencia deuna sobria elegancia situada en una hilera de casas parecidas, construidasen un espléndido granito gris, al que el sol le arrancaba manchas blancas.Accionaron el picaporte de la entrada.

—Vamos a estar alojados en una calle moderna y bonita —observó

Aubriot, sensible a los edificios bien alineados bordeando calzadasespaciosas.

Pero a Jeanne no le preocupaban las alineaciones y se puso a tirar de lamanga al cochero.

—Amigo, ¿dónde está el mar? ¡El mar, el mar!

El hombre comprendió al fin y enseñó unas encías desnudas en unasonrisa horrible.

—Allí, cerca, detrás —dijo con un acento rocoso y tendiendo el puño comosi quisiera derribar el muro de la fachada.

—Voy a verlo, nada más que a echar un vistazo —le dijo a Philiberttomando carrerilla.

El médico la agarró por el brazo en el momento en que se abría la puertade la casa de Dussault.

—Jeannot, ten paciencia, ocúpate primero de mi equipaje —dijo en tonofalsamente severo.

— ¡Ah, sí, es verdad! —exclamó ella—. ¡Rápido, rápido, amigo,descarguemos rápido! —añadió multiplicando las señas al cochero,dispuesto a volverse lo más lento posible ahora que sus veloces clientes

habían llegado a la meta.

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El criado, vestido con calzones y chaleco al estilo bretón, no comprendíamucho más francés que el cochero, pero hizo signos de que iba en busca deayuda. Volvió con una negra alta y gruesa, cuya gran sonrisa iluminaba unagradable rostro redondo y muy oscuro.

— ¿E posible que nos llegue ya el señó docto e Parí? ¡Y un día que no haynaie en casa! Toos se han io a la venta. La señó, la señorí Amelle y la señorí Anne, y también la señó Victorine la giiela. El señó Dussault etá en el hôpitalde Bretaña. Han traío lo enfenmos que han desembarcao. Po aquí, señó,vuetro cuarto está en el primeo...

Hablaba sin parar mientras los conducía hasta una amplia habitación con

parquet de madera de las islas, alegremente tapizada de indianaestampada. El confortable mobiliario de madera de peral, tan encerado quebrillaba con la menor rendija de luz, podría haber sido el de un burguésparisiense. Pero un par de jarrones chinos colocados sobre la chimenea ledaba a la habitación un toque de refinamiento aristocrático al tiempo querecordaba que a dos pasos de aquella casa se descargaban cajas y cajas deporcelanas venidas de muy lejos.

La negra hostigaba al cochero para que colocara sin golpearlos las bolsasy baúles de los viajeros y para que los dejase donde debía, en elguardarropa. Cuando una vez convenientemente gratificado el hombre semarchó, recuperó su sonrisa. Sus grandes y brillantes ojos negros rodaronde la cama rodeada de cortinas al estilo polaco al médico y su jovenacompañante.

— ¿Ese chico tan uapo é vuetro moso? ¿Dueme con vo?

—Es mi secretario —dijo Aubriot sonriendo—. Pero puede dormir en mihabitación.

— ¡Clao que sí, tan hentil i limpio como se le ve! —dijo la negra riendo—.Voy a poné una cama en un rincón o en el guardarró, onde quiera, señó...

Rondó aún un poco alrededor de ellos.

—Eso no es too. ¿Vai a comé alguna cosa antes de istalaro? ¡Lo grandeviaje abren la gasusa!

—Gracias, pero no tenemos apetito —dijo Aubriot, que veía a Jeannepiafar de impaciencia—. Voy a salir para ver de encontrar a vuestro amo. Tal vez pueda ayudar en el hospital...

La negra lo interrumpió campechanamente. Con las manos apoyadas ensus mantecosas caderas miraba al doctor de París con el entrecejo fruncido.

—Nunca sobra médico en el hôpital un día de vueta de la India, peo vai acomé algo ante de salí —dijo en un tono que no admitía réplica—. ¡No quieo

que la señó me riña cuando vueva y que diga alante too el mundo que

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 Joséphine no ha aprendió aún los modale fransese y que deha a los viaherocon la barriga vasía!

Como desde la mañana sólo habían tomado dos galletas secas y algunasciruelas, una vez estuvieron delante de una sopera llena de un guisocaldoso a la marinera, del que salía un espeso y perfumado vapor,descubrieron cuánto apetito tenían. Joséphine lo llamaba "sasuela".Alrededor de la zarzuela al estilo bretón había un cuenco de camarones yvarios platos de marisco: ostras, almejas, berberechos, bígaros, mejillones,orejas de mar... Aparte de las ostras, Jeanne nunca había visto nada de todoaquello y lo saboreó con una curiosidad tan golosa que la negra se reía defelicidad mientras le untaba con mantequilla crepes cíe alforfón, que

doblaba en cuatro antes de colocarlos junto al plato del "jovensito".—Hay que comé crepe bien untás con lo marisco, o si no no aprovecha y

é como si no avei comío na. Y luego o bebei un trago si el señó lo pemite,niño. Hay que tomá siempre un trago grande de vino blanco con eso bicho,pa digerilo sin que o salten en la barriga...

—Jeannot, te permito un trago, pero pequeño —corrigió Aubriotsonriendo.

Disimuladamente, Joséphine le fue echando al "jovensito" pequeñostragos que hacían uno grande. El criado del doctor Aubriot se sintió feliz

cuando por fin la negra decidió que los estómagos de los huéspedesestaban lo bastante llenos de hospitalidad y que podían salir a "callejeá".

¡Al fin!

¡Al fin Jeanne respiraba el aire de un puerto! Apenas salió a la calle abrióla boca para sorber el viento marino y lamer el rastro húmedo y salado quele dejaba en los labios. El aire de Lorient tenía un sabor fuerte y vivocargado de olores arrancados al mar y a los muelles, que le dieron, de

entrada, la impresión de que con solo respirar aquel aire ya comenzaba suaventura. Era el aire de una ciudad abierta a todos los perfumes del mundoy aspirarlo a grandes bocanadas después de haber probado el vino típicodel país acabó de embriagarla. Había llegado al hermoso paisaje de Lorientcon el alma conquistada de antemano.

El mar estaba en calma. La magnífica extensión de agua, semejante a uncamafeo verde, se ondulaba en suaves olas apenas coronadas de espuma,bajo un cielo cubierto de nubes blancas salpicadas de jirones azules. Pero lacalma del agua contrastaba con la vida frenética y ruidosa del puerto. Tresbarcos con las velas cargadas se balanceaban en la rada de Penmarec y

otros muchos — ¿en cuarentena o apunto de zarpar?— estaban anclados enmitad de la bahía, entre Lorient y Port-Louis, mientras otro, en alta mar,

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huía ya hacia el horizonte a toda vela. Había también dos urcas armándose,a las que trepaban dos hileras de mozos de cuerda encorvados bajo sucarga, un gran navío de la Compañía de las Indias en carena y tres correosde larga distancia en construcción, todo ello en medio del incesante balletde las chalupas que surcaban la rada, del estruendo de los cargadores ydescargadores, de los carreteros, de los calafateadores y los carpinteros,del movimiento variopinto de la multitud que deambulaba y corría por losmuelles. A través de la grisalla y los petos de cuero del pueblo laboriosopasaban y volvían a pasar alegremente los uniformes azules y rojos de losoficiales de Comercio y de la Armada Real, y resplandecían los tocadosllamativos de todo un pueblo importados de los países del sol. Las señoras y

señoritas vestidas con claros trajes de verano que habían dejado la sala deventas, callejeaban entre los islotes de mercancías todavía amontonadas enlos muelles, cuyos aromas a especias se mezclaban a los cálidos efluvios delalquitrán del calafateado.

Aquel ir y venir ensordecedor, burbujeante de colores, de ruidos y olores,animaba un decorado casi infinito, al final del cual la mirada, en lugar dedetenerse, se veía empujada a seguir hacia el mar abierto, al que se abríael canal. Todo aquello provocaba en Jeanne, como en cualquier reciénllegado del interior, una embriaguez propicia a los delirios de laimaginación. En aquel momento le parecía estar a mil leguas de París, a las

puertas de todos aquellos paraísos llamados Isla de Francia, Borbón,Pondichéry, Chandernagor, Surata, Sumatra... A través del yute de los sacosy la madera de las cajas que los porteadores acarreaban hasta losalmacenes, ella adivinaba los aromas de los productos exóticos, la bellezapreciosa y frágil de las muselinas y las orfebrerías de la India, lasporcelanas, las lacas, los marfiles y las sedas de la China. Allí estaba toda lariqueza inagotable de Oriente, que acababa en el mercado de aquel puertode Occidente, a los pies de los comerciantes que acudían de todas lasciudades de Francia para disputársela en las subastas. No, Jeanne nunca sehabía sentido tan cerca de alcanzar sus sueños y con aquella viva impresióndé qué podía hacerlos realidad. Se apoyó en el brazo de Philibert.

—Estoy deslumbrada —murmuró—. Aquí descubro una vida más vivatodavía que la que descubrí en París. Y este mar...

Se quedó en silencio. La emoción que le producía el mar no podía serdescrita con palabras. Sintió un dolor agudo porque Vincent no estuviera allí para poder compartir con él lo inexpresable con una sola presión de lamano. "Vincent, amor mío", pensó con ardor. El marino le faltaba allí másque en ninguna parte. De haber podido, habría echado a correr para tocar elmar, el agua verde y danzante, el agua sin fin sobre la que vagabundeaba,en alguna parte, la Belle Vincente. Una gaviota chilló, sobrevolándolos. Jeanne levantó la cabeza y siguió el blanco vuelo del gran pájaro, que se

elevó con un amplio y rápido batir de alas y luego se dejó caer como unahoja abandonada, a todo lo largo de una invisible corriente del cielo. Copo

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de plumas suspendido en el aire azul, parecía tan seguro de moverse a suantojo que Jeanne le sonrió, como si la habilidad de la gaviota avalase la delcorsario, ya que ambos, el pájaro y el hombre, pertenecían al mismo reino,al de los seres que saben cabalgar los vientos y vivir en el mar sinahogarse.

—Vuelve en ti —dijo repentinamente la voz de Philibert—. La ciudadtambién vale la pena...

Entre el cambiante verdor del océano y la cinta plateada del río Scorff, laCompañía de las Indias había construido, en pocas décadas, una ciudadmoderna de granito azul moteado de blanco, de una elegancia austera

admirable. Dándole la espalda al conjunto portuario, se dirigieron a laterraza de la soberbia plaza de Armas sombreada de olmos. Las tiendas delos confiteros rebosaban de murmullos femeninos. Las esposas de loscomerciantes, cansadas de las subastas, degustaban finos pastelillosbretones mientras observaban a los soldados azules de la Compañía hacerejercicios en la explanada.

 Junto a la sala de ventas se dieron de bruces con una auténtica feria.Corros de burgueses y pueblerinos mezclados rodeaban a artistas de todasclases: exhibidores de osos amaestrados, tragasables y comedores defuego, bailarinas, acróbatas, ilusionistas y vendedores de elixires mágicos.La gente entraba y salía sin cesar del edificio y, al igual que todos, los dospaseantes salieron casi en seguida de aquella vasta sala llena a rebosar degente donde uno se asfixiaba y los insultos volaban, y donde uno searriesgaba a recibir un codazo o el bastonazo con que algún subastadorexcitado quería librarse de un competidor. El gentío zumbaba también en elalmacén de mercancías al peso. Allí los tenderos más importantes del reinose quitaban de las manos y a precio de oro la canela de Ceilán, la vainilla, lanuez moscada, el clavo, la pimienta, los pimentones, el té verde y los tésperfumados de la China, el café de la isla de Borbón y el café de Moka. Elaire era como una sopa espesa que reunía todos los aromas de la cocinaoriental. Aubriot y Jeanne no aguantaron mucho y salieron de nuevo a la

calle a respirar.Ante la puerta del pabellón habían descargado una flora exótica en

miniatura. En unos baldes llenos de tierra venida de lejos, docenas dearbustos languidecían, fatigados del largo viaje, en espera de los amantesde los jardines exóticos. Toda una compañía de coleccionistas, curiosos y jardineros se inclinaban a observarlos con expresión golosa. Como siempre,hasta los esquejes más enclenques y los arbolillos más descoloridosencontraron comprador. Serían plantados con devoción en los parterres ylos invernaderos de las fastuosas "locuras" construidas en la campiña o enlos alrededores por los ricos explotadores del mar. Al escoger, las damas y

las jovencitas que presumían de botánicas les dedicaban gestos tiernos ypalabras dulces a las anémicas plantas, porque habían aprendido que el

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menor objeto de la naturaleza tiene un alma, que conviene regar con amorpara aclimatarlo al exilio. Algunos negros daban vueltas alrededor del"bancal verde" como si girasen alrededor de su nostalgia, riendo defelicidad cuando reconocían el pino piñonero de las Indias, la mimosa, lahierba de las caricias... Una negra alta y guapa vestida de guinea, a la que Jeanne le preguntó el nombre común de una planta, le respondió en muybuen francés, sin comerse letras:

—Es la bella-del-río... En mi país la hay a montones —luego meneó lacabeza, tocada con un suntuoso pañuelo de azul y oro, y continuó—: bueno,esto era bella del río. Allá en mi país todo es mucho más bonito y másalegre, señorita.

En ese momento, con la ruidosa brusquedad de una bravuconería, salióun canto rítmico de los pechos de sus compatriotas que se hallabanpresentes.

¡Esto es verdad, verdad, verdad!

¡Esto es verdad, verdad, verdad!

Fue la señal para un loco intermedio improvisado: los negros se pusieron

a cantar, melodiosamente, baladas que expresaban una larga queja por suspenalidades y que acababan siempre con aquel estribillo alegre y saltarínque invitaba a bailar, "¡esto es verdad, verdad, verdad!", que los lanzaba aun torbellino de colores con una alegría salvaje. Los muslos y los tobillos lesservían de tambor, con el que hacían él acompañamiento de su canción altiempo que se zarandeaban. Alrededor de este islote de fiesta africana, lasociedad bretona, acostumbrada, les hacía corro sonriendo, palmeando, leslanzaba monedas para animarlos, y los niños blancos, a los que sus madressujetaban, movían los pies cadenciosamente, deseosos de participar en elplacer de los esclavos.

Lorient estaba realmente a mil leguas de París. Gran puerto mercantil yarsenal, la hermosa ciudad de granito azul, nacida al amparo de laprosperidad de la Compañía de las Indias estaba, en 1766, en pleno apogeo.Uno se enriquecía tanto como podía con las riquezas que el comerciomarítimo le arrancaba al mundo entero y cuanto más se enriquecía lagente, más lujosa era la vida en los grandes hoteles particulares, en loscastillos y en las "locuras" surgidas como champiñones en el campo. Entodas partes se ofrecían comidas, cenas y meriendas campestres inspiradas

en la lectura de La nueva Eloísa de Jean-Jacques Rousseau, con loscorrespondientes trabajos agrícolas al fondo del decorado. O fiestas

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fastuosas en las que Jeannot, como anónimo criado de lujo perdido entreuna multitud de criados de lujo, libre de observar y de escudriñarlo todo,disfrutaba a su manera. Nunca la Bella Tisanera del Temple había visto, nien Dombes ni en París, recepciones de colores tan abigarrados, pues nuncahabía visto revolotear en una misma reunión tantos uniformes azules y rojoscon dorados en toda las costuras, a los que se mezclaba el sonoro gorjeo deuna numerosa servidumbre negra, a la vez temerosa y familiar, pronta adejar sus tareas y ponerse a bailar la bambula, sirviendo de espectáculo alos invitados de sus amos. Aquella numerosa presencia negra por todaspartes —numerosa hasta ser motivo de preocupación cuando su audaciasalvaje explotaba—, las pajareras rumorosas de pájaros de las islas, los

loros y los monos de compañía admitidos en los salones, las plantasextrañas y frioleras que en verano salían de los invernaderos para adornarlas terrazas, los tocadores forrados de sedas chinas, la abundancia deporcelanas y tapices orientales, la profusión de muebles pequeños demaderas preciosas y los biombos que las amas de casa enviaban a lacar aChina como si la China estuviera allí al lado, la comida especiada, el poncheal ron y a la vainilla, que en sociedad se servía tan corrientemente como elvino blanco de Nantes, todas aquellas costumbres importadas le prestabanal gran puerto bretón un disfraz de ciudad tropical que desorientabadeliciosamente a Jeanne. Desde su llegada a Lorient, en cualquier esquinale venía a la memoria lo que Pauline de Vaux-Jailloux le había contado sobre

la vida criolla. Sobre todo porque a las habitantes de Lorient les gustabavestirse de un modo simple y ligero, con telas de indiana floreadas omuselinas claras que tantas veces había admirado en la dama deVaux. Lasmujeres de Lorient, al igual que Pauline, adoraban tener el aire vaporoso ycolor pastel de "las bellas de las islas".

La impresión, cada vez más embriagadora, que tenía Jeanne de vivir lejosde Francia se acrecentaba debido a las conversaciones que tenían lugar enla ciudad. Todas aquellas falsas criollas, sus maridos, sus amantes, sushijos, sus criados, hablaban cotidianamente de las islas, de azúcar yespecias, de las Indias o de la China, como si se tratara de provincias

situadas al lado de Bretaña. Jeanne oía que decían: "Acabo de llegar dePondichéry", "Me voy a la isla de Borbón dentro de ocho días" o "Hemostenido buen tiempo en el cabo de Buena Esperanza" con tanta naturalidadcomo si dijeran "Vengo de Hennebont", "Salgo para Vannes" o "Hace buentiempo en Nantes". Tanto era así, que al cabo de pocos días Jeanne empezóa perder el sentido de las distancias. Río de Janeiro, el primer puerto dondedebía echar el ancla la Étoile des Mers, le parecía más cercano que Parísporque el verbo "embarcarse", en Lorient, resultaba tan común como el desubirse a una silla de posta. Por ello, varias veces al día corría al puerto acontemplar "su" barco.

La Étoile des Mers, que debía transportar a Aubriot, carenada de nuevo,abrillantada, cargada en parte, esperaba pacientemente en medio de la

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bahía. Era una graciosa urca de la armada real con la popa redonda, cuyaarboladura y aparejos dibujaban, en el pálido horizonte, una armoniosa yfina arquitectura de tela de araña. Aunque desprovista de esculturasdecorativas —los navíos a la moda tendían a la simplicidad—, la Étoile desMers resultaba, sin embargo, muy coqueta, con su cubierta roja y amarillarecién pintada, sus barandillas negras y sus cobres relucientes. Como todaslas corbetas de guerra convertidas en urcas de transporte, había sidoaligerada de la mayor parte de los cañones para dejar sitio al material y alas mercancías destinadas a las islas Mascareñas. Momentáneamente,Francia vivía en paz. Entre Lorient y Port-Louis en la Isla de Francia noestaba previsto tener ningún mal encuentro.

El capitán de la Étoile des Mers, el vizconde Vilmont de la Troesne, era ungentilhombre bretón de vieja estirpe, de unos cincuenta años, bajo yrechoncho, con una mirada gris a menudo lejana. Sencillo y directo, amabley cultivado, aficionado a la botánica y la astronomía, consideraba un honortener que transportar hasta el océano índico a un eminente naturalistaamigo de Buffon y de los Jussieu, íntimo de Lalande, que provenía del Jardíndel Rey, aquel eminente templo de las ciencias naturales, y desde el primermomento lo trató como a un verdadero personaje. Cuando estaba en tierra,De la Troesne habitaba en Port-Louis, el antepuerto de Lorient, en unantiguo y bello hotel perteneciente a su familia. Tuvo tiempo de sobra para

adiestrar a Aubriot y su criado en la vida de un castillo bretón, pues lapartida de su barco tuvo que retrasarse hasta el 29 de septiembre. Susegundo lo había dejado un día en que cayó fulminado por un ataque sobreun plato de mejillones a la crema y había que reemplazarlo por el caballerode Trévenoux, designado por Praslin, que debía llegar de Saint-Malo.

Aquel contratiempo le había hecho a Jeanne fruncir el entrecejo. La tierrafirme empezaba a quemarle la planta de los pies. La "durmiente" delmariscal de Richelieu, puntual, había llegado ya a Lorient a buscarla.Froment, el criado de confianza del duque, la había estacionadodiscretamente en el patio de un hotel particular, después de lo cual se habíapresentado a Jeanne. Por suerte, gracias a algunas sonrisas y algunos luisesde oro, a Jeanne no le había costado convencer a Froment para queesperara un poco más de lo previsto. En vista de lo fácilmente que sellevaba la mano a la bolsa, Froment había decidido que valía la penaobedecer a la nueva favorita de su amo. Con muy buena voluntad cogió suscosas, se alojó en una posada de marineros, donde la camarera aún erafresca y conservaba los dientes, y comenzó a beber a la salud de Jeanne. Notenía que preocuparse de nada, pues ella le diría cuándo debíadesemborracharse para llevarla a París.

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Una tarde, poco antes de partir, el capitán Vilmont de la Troesne pasó porcasa de Dussault para advertir a su futuro pasajero de que al día siguientehabría cena con baile en una de las más bonitas "locuras" de Hennebont, enla que la galante anfitriona gastaba sus ganancias marítimas obsequiando ala Marina a fin de sacar aún más ventajas en especies.

El doctor Aubriot todavía no había vuelto de una gestión oficial que habíaido a realizar a la oficina del comisario general del puerto.

—Pero el jovensito Jeannot o dirá si su señó volverá pronto —dijo Joséphine al vizconde—. Sabe siempre lo asunto de su amo. Venga, é poaquí… Mi ama lo ha dejao en la biblioteca pa prepará el equipahe del señó

dotó...De la Troesne encontró al joven Jeannot embalando cuidadosamente

objetos que luego colocaba en orden en un gran baúl. Sobre una mesa, elvizconde observó espejos de mano, tijeras de plata, cajas de música,despertadores, un par de hermosas pistolas, catalejos, frascos de píldoras,lunares postizos, rojo de labios, en fin, todo un surtido de artículosprocedentes de buenas tiendas.

—¡Oh, vaya! ¿Es que lleváis una pacotilla para vuestro amo? —preguntóel marino.

—Exactamente, señor —respondió Jeanne con embarazo.

Aunque ella lo animaba, suponía que Philibert no le había pedido aún alcapitán de la Étoile des Mers permiso para embarcar ningún cargamentopara luego venderlo. En principio estaba prohibido llevarlos en un barco delrey, "cuyo capitán no debía tolerar que se comerciara en su nave", pero elreglamento se violaba todos los días y Jeanne había decidido reunir un lotede menudencias de lujo que sabía que faltaban en la Isla de Francia.

—A menos que os parezca mal que vuestros pasajeros mercadeen unpoco... —dijo, armada de su más cándida sonrisa.

—¡Si me pareciera mal me habría distinguido por mi celo excesivo y me

habrían concedido ya la cruz de Saint-Louis! —respondió el capitán,riéndose—. Pero, veamos...

Examinó los objetos y aprobó con la cabeza.

—La elección es buena. El señor Aubriot se ganará un buen dinero.Debería sacar al menos el triple de su coste, y más aún si sabe vender.

—Soy yo quien lo ha escogido todo —no pudo evitar decir Jeanne conorgullo—. Lo he escogido y comprado todo yo solo y a buen precio.

De la Troesne miró al joven criado con creciente interés. Aquel guaposirviente de maneras finas, a la vez discreto pero siempre pegado a los

talones de su futuro pasajero, lo intrigaba. Viejo oficial de marinaacostumbrado a olfatear a los marineros demasiado delicados y a cerrar los

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ojos para no tener que castigar a los culpables con una muerte ignominiosa,el vizconde había pensado que el doctor Philibert Aubriot era un sodomitaque viajaba con su querido, el cual, para su comodidad, le hacía también elservicio. Pensando en ello, no entendía por qué Aubriot le había comunicadosu intención de cambiar de criado-secretario en el momento de embarcar.Había vuelto a tener dudas al encontrarse ante una pareja más complicadade lo que había imaginado. Aprovechando que se encontraba a solas con elmuchacho decidió salir de dudas.

—Os felicito por vuestras compras —le dijo a Jeanne—. Vuestro amo tienesuerte de teneros a vuestro servicio y es una pena que no pueda llevaroscon él. El criado que le he encontrado y que cuento con presentarle mañana

es joven y sólido, nada tonto, tiene educación y buena voluntad y hasta unpoco de instrucción, pero creo que el señor Aubriot no se encontrará tan agusto con él como con vos. ¿Cómo es que vuestra familia no os dejaembarcar? En tiempos de paz, un viaje por mar, aunque dure algunosmeses, no tiene importancia y la juventud necesita ver mundo.

La negativa de la familia a que Jeannot se embarcase era la excusa queAubriot había encontrado para justificar que buscaba un nuevo criado. Alver la benevolencia que le manifestaba el capitan de la Étoile des Mers, Jeanne vio la ocasión que buscaba desde hacía días.

—Señor —dijo con resolución—, ya que me demostráis interés, osconfesaré que el retraso en la salida me ha dado tiempo a escribir a mi tíapara suplicarle que cambie de opinión. Precisamente acabo de recibir surespuesta y al fin me da permiso para seguir al señor Aubriot a ultramar, sies que aún me necesita. Eso es lo que no sé todavía porque no lo he vistoen todo el día y no he podido enseñarle la carta de mi tía. Temo que estécansado de sus cambios de opinión desde que el señor Aubriot le habló delviaje. Por eso es por lo que... —le dirigió al marino su mirada dorada másconquistadora—, me atrevo a preguntaros que, si mi amo decide hacer casode la última decisión de mi tía, no os importaría que me embarcase yo enlugar del joven que habéis contratado...

—A fe mía que tengo orden de conducir a la Isla de Francia al doctorAubriot acompañado de un servidor, pero yo no soy nadie para escogérselo—dijo Vilmont, divertido—. Lo hará vuestro amo. En cuanto a mí... —sedetuvo y le hizo esperar la continuación, que pronunció con malicia—, sidebiera escoger, os escogería a vos. Buena figura, aire despierto, modalessuaves y educados, apego a vuestro amo... No son cosas que se encuentrenreunidas en un solo criado.

 Jeanne se inclinó, colorada por el cumplido y sobre todo por una ciertaburla ligera que le pareció notar en el tono del vizconde.

—En un barco hay poco espacio y es prudente hacerse acompañar dealguien a quien pueda tratarse de cerca sin problemas —añadió Vilmont,con sospechosa seriedad.

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De nuevo el tono del vizconde le causó a Jeanne una vaga vergüenza,pero no acabó de comprender el asunto y terminó por decir después deunos instantes de silencio:

—Ya que es así, estad seguro de que haré todo lo posible para convenceral señor Aubriot de que me lleve con él. ¿Me autorizáis a darle a entenderque veríais con buenos ojos el que yo embarcara?

Esta vez De la Troesne se echó a reír francamente.

—Estoy seguro de que lograréis convencerlo. Desde luego, podéis decirleque me parece bien, pero me cuesta creer que necesitéis mi apoyo parapoder viajar junto con su petate. ¿Acaso no pensáis que sois un criado que

complace a su amo?—Desde luego, eso pienso porque es la verdad.

—Pues bien, cuando el criado piensa eso, al amo le cuesta mandar en supropia casa, joven amigo, os espero dentro de cinco días a bordo del Étoiledes Mers... con un solo baúl de pacotilla. Tened en cuenta esto: un solo baúlde mercancías.

—¡Oh, señor! ¿No tengo derecho a llevar un pequeño fardo yo también?He oído decir en el puerto que incluso los marineros se permiten llevar...

—¡Lo que cabe en su gorra, amigo mío, lo que cabe en su gorra!,—la

cortó el capitán, aunque sonriendo.

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Capítulo 22Capítulo 22

En mitad de la rada, la Étoile des Mers oscilaba en las aguas tranquilas...

 Jeanne fijó la vista en el barco hasta ver borroso... Allí, entre el pálidoverde gris del mar y del cielo, su largo sueño había tomado finalmente laforma de un bello juguete de madera. Exaltada, fascinada, se sentía comodebe sentirse el pajarillo que logra asomarse al borde del nido y contempla,entre el último sueño y el último temor, la inmensa aventura sin fondo en laque va a dejarse caer. De repente, y si sus ojos no la engañaban, empezó aver la tela subir por el mástil de la urca: en el navío algunos hombres de latripulación maniobraban para colocar la arboladura y manejar el aparejo,demasiado nuevo. Los hombros de Jeanne se elevaron instintivamente,como para desentumecerse las alas al mismo tiempo que las velas se