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Citas de la novela El juguete rabioso (1926) 87: Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia. 88: me iniciaba con amarguras de fracasado en el conocimiento de los bandidos más famosos en las tierras de España, o me hacía la apología de un parroquiano rumboso a quien lustraba el calzado y que le favorecía con veinte centavos de propina. [… P]or algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos adquiridos en largas suscripciones. 93: Acariciando mi pequeño monstruo, yo pensaba: —Este cañón puede matar, este cañón puede destruir —y la convicción de haber creado un peligro obediente y mortal me enajenaba de alegría. 98: Entrábamos violentamente; ávidos de botín recorríamos las habitaciones tasando de rápidas miradas la calidad de lo robable. Si había instalación de luz eléctrica, arrancábamos los cables, portalámparas y timbres, las lámparas y los conmutadores, las arañas, las tulipas y las pilas; del cuarto de baño, por ser niqueladas, las canillas y las de la pileta por ser de bronce, y no nos llevábamos puertas o ventanas para no convertirnos en mozos de cordel. 99: Si entrábamos en un café y en una mesa había un cubierto olvidado o una azucarera y el camarero se distraía, hurtábamos ambas […]. No perdonábamos taza ni plato, cuchillos ni bolas de billar, y bien claro recuerdo que una noche de lluvia, en un café muy concurrido, Enrique se llevó bonitamente un gabán y otra noche yo un bastón con puño de oro.

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Page 1: Citas de la novela El juguete rabioso (1926) 87: Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero

Citas de la novela El juguete rabioso (1926)

87: Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia.

88: me iniciaba con amarguras de fracasado en el conocimiento de los bandidos más famosos en las tierras de España, o me hacía la apología de un parroquiano rumboso a quien lustraba el calzado y que le favorecía con veinte centavos de propina. [… P]or algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos adquiridos en largas suscripciones.

93: Acariciando mi pequeño monstruo, yo pensaba: —Este cañón puede matar, este cañón puede destruir —y la convicción de haber creado un peligro obediente y mortal me enajenaba de alegría.

98: Entrábamos violentamente; ávidos de botín recorríamos las habitaciones tasando de rápidas miradas la calidad de lo robable. Si había instalación de luz eléctrica, arrancábamos los cables, portalámparas y timbres, las lámparas y los conmutadores, las arañas, las tulipas y las pilas; del cuarto de baño, por ser niqueladas, las canillas y las de la pileta por ser de bronce, y no nos llevábamos puertas o ventanas para no convertirnos en mozos de cordel.

99: Si entrábamos en un café y en una mesa había un cubierto olvidado o una azucarera y el camarero se distraía, hurtábamos ambas […]. No perdonábamos taza ni plato, cuchillos ni bolas de billar, y bien claro recuerdo que una noche de lluvia, en un café muy concurrido, Enrique se llevó bonitamente un gabán y otra noche yo un bastón con puño de oro.

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105: Así vivíamos días de sin par emoción, gozando el dinero de los latrocinios, aquel dinero que tenía para nosotros un valor especial y hasta parecía hablarnos con expresivo lenguaje.

Los billetes de banco parecían más significativos con sus imágenes coloreadas, las monedas de níquel tintineaban alegremente en las manos que jugaban con ellas juegos malabares. Sí, el dinero adquirido a fuerza de trapacerías se nos fingía mucho más valioso y sutil, impresionaba en una representación de valor máximo, parecía que susurraba en las orejas un elogio sonriente y una picardía incitante. No era el dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos, sino dinero agilísimo, una esfera de plata con dos piernas de gnomo y barba de enano, un dinero truhanesco y bailarín cuyo aroma como el vino generoso arrastraba a divinas francachelas.

108: El agua caía oblicuamente, y entre dos hileras de árboles el viento la ondulaba en un cortinado gris.

Mirando el verdor de los ramojos y follajes iluminados por la caridad de plata de los arcos voltaicos, sentí, tuve una visión en parques estremecidos en una noche de verano, por el rumor de las fiestas plebeyas y de los cohetes rojos reventando en lo azul. Esa evocación inconsciente me entristeció.

De aquella última noche azarosa conservo lúcida memoria.

Los músicos desgarraron una pieza que en la pizarra tenía el nombre de «Kiss-me».

En el ambiente vulgar, la melodía onduló en ritmo trágico y lejano. Diría que era la voz de un coro de emigrantes pobres en la sentina de un transatlántico mientras el sol se hundía en las pesadas aguas verdes.

110: Jubilosos de abochornar el peligro a bofetadas de coraje, hubiéramos querido secundarlo con la claridad de una fanfarria y la estrepitosa alegría de un pandero, despertar a los hombres, para demostrar qué regocijo nos engrandece las almas cuando quebrantamos la ley y entramos sonriendo en el pecado.

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115: Se pobló la atmósfera de olor a papel viejo, y a la luz de la linterna vimos huir una araña por el piso encerado.

Altas estanterías barnizadas de rojo tocaban el cielo raso, y la cónica rueda de luz se movía en las oscuras librerías, iluminando estantes cargados de libros.

116: Sacando los volúmenes los hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía: —«No vale nada», o «vale». —Las montañas de oro [de Lugones] —Es un libro agotado. Diez pesos te los dan en cualquier parte. —Evolución de la materia, de Lebón. Tiene fotografías. —Me la reservo para mí —dijo Enrique. […]

—¿Y esto? —¿Cómo se llama? —Charles Baudelaire. Su vida. —A ver, alcanzá. —Parece una biografía. No vale nada.

Al azar entreabría el volumen. —Son versos. —¿Qué dicen? Leí en voz alta: Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna ¡oh! vaso de tristeza, ¡oh! blanca taciturna.

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Capítulo II: Los trabajos y los días

128: —Tenés que trabajar, Silvio.

—¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios… ¿Qué quiere que haga?… ¿que fabrique el empleo…? Bien sabe usted que he buscado trabajo.

Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad. […]

—Está bien, mamá, voy a trabajar. Cuánta desolación. La claridad azul remachaba en el alma la monotonía de toda nuestra vida, cavilaba hedionda, taciturna.

129: Pensé: — Y así es la vida, y cuando yo sea grande y tenga un hijo, le diré «tenés que trabajar. Yo no te puedo mantener». Así es la vida. — Un ramalazo de frío me sacudía en la silla.

130: Ahora, mirándola, observando su cuerpo tan mezquino, se me llenó el corazón de pena. Creía verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje sequizo, la llanura parda y el cielo metálico de tan azul. Yo era tan pequeño que ni caminar podía, y ella, flagelada por las sombras, angustiadísima, caminaba a la orilla de los caminos, llevándome en sus brazos, calentándome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y pedía a las gentes para mí, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueño para atender a mis quejas, y con los ojos resplandecientes, con su cuerpo vestido de míseras ropas, tan pequeña y tan triste, se abría como un velo para cobijar mi sueño.

133: Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteado por agujas de agua. Repetíanse los nerviosos golpes de campana de los tranvías, y entre el «trolley» y los cables vibraban chispas violetas; el cacareo de un gallo afónico venía no sé de dónde. Súbita tristeza me sobrecogió al enfrentarme al abandono de aquella casa.

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157: Allí comencé a quedarme sordo. Durante algunos meses perdí la percepción de los sonidos. Un silencio afilado, porque el silencio puede adquirir hasta la forma de una cuchilla, cortaba las voces en mis orejas.

No pensaba. Mi entendimiento se embotó en un rencor cóncavo, cuya concavidad día a día hacíase más amplia y acorazada. Así se iba retobando mi rencor.

[…]

Y fregué el piso, pidiendo permiso a deliciosas doncellas para poder pasar el trapo en el lugar que ellas ocupaban con sus piececitos, y fui a la compra con una cesta enorme; hice recados… Posiblemente, si me hubieran escupido a la cara, me limpiara tranquilo con el revés de la mano.

Cayó sobre mí una oscuridad cuyo tejido se espesaba lentamente. Perdí en la memoria los contornos de los rostros que yo había amado con recogimiento lloroso; tuve la noción de que mis días estaban distanciados entre sí por largos espacios de tiempo… y mis ojos se secaron para el llanto.

Entonces repetí palabras que antes habían tenido un sentido pálido en mi experiencia.

—Sufrirás —me decía—, sufrirás…, sufrirás…, sufrirás… —Sufrirás… sufrirás…

—Sufrirás… —y la palabra se me caía de los labios.

Así maduré todo el invierno infernal.

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Capítulo III: El juguete rabioso

179: Calor de fiebre me subía a las sienes; olíame sudoroso, tenía la sensación de que mi rostro se había entosquecido de pena, deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa.

Rodaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda… y súbitamente todo se me rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad.

—¿Qué será de mí?

En ese instante, sobre el alma, el cuerpo me pesaba como un traje demasiado grande y mojado.

181: Fue un sueño densísimo, a través de cuya oscuridad se deslizó esta alucinación:

En una llanura de asfalto, manchas de aceite violeta brillaban tristemente bajo un cielo de buriel. En el cenit otro pedazo de altura era de un azul purísimo. Dispersos sin orden, se elevaban por todas partes cubos de portland.

Unos eran pequeños como dados; otros, altos y voluminosos como rascacielos. De pronto, del horizonte hacia el cenit se alargó un brazo horriblemente flaco. Era amarillo como un palo de escoba, los dedos cuadrados se extendían unidos.

Retrocedí espantado, pero el brazo horriblemente flaco se alargaba, y yo esquivándolo me empequeñecía, tropezaba con los cubos de portland, me ocultaba tras ellos; espiando, asomaba el rostro por una arista y el brazo delgado como el palo de una escoba, con los dedos envarados, estaba allí, sobre mi cabeza, tocando el cenit.

En el horizonte la claridad había menguado, quedando fina como el filo de una espada.

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191: [En el puerto marítimo]

Caminaba alucinado, aturdido por el incesante trajín, por el rechinar de las grúas, los silbatos y las voces de los faquines descargando grandes bultos.

[… M]e detenía a conversar con los pilotos de las chatas que se burlaban de mis ofrecimientos [de trabajar], a veces asomaban a responderme de las humeantes cocinas, rostros de expresiones tan bestiales, que temeroso me apartaba sin responder, y por los bordes de los diques caminaba, fijos los ojos en las aguas violetas y grasientas que con ruido gutural lamían el granito. Estaba fatigado. La visión de las enormes chimeneas oblicuas, el desarrollarse de las cadenas en las maromas, con los gritos de las maniobras, la soledad de los esbeltos mástiles, […] ese movimiento ruidoso compuesto del entrecruzamiento de todas las voces, silbidos y choques, me mostraba tan pequeño frente a la vida, que yo no atinaba a escoger una esperanza. […]

192:

Y llegué a la inevitable conclusión.

—Es inútil, tengo que matarme.

[…] No era por vez primera este pensamiento, mas en ese instante me contagió de esta certeza.

—Yo no he de morir… pero tengo que matarme —y antes que pudiera reaccionar, la singularidad de esta idea absurda se posesionó vorazmente de mi voluntad.

—No he de morir, no… No…, yo no puedo morir…, pero tengo que matarme.

¿De dónde provenía esta certeza ilógica que después ha guiado todos los actos de mi vida?

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226:De pronto una idea sutil se bifurcó en mi espíritu, yo la sentí avanzar en la entraña cálida, era fría como un hilo de agua y me tocó el corazón. —¿Y si lo delatara? […] Decíame:—Porque si hago eso destruiré la vida del hombre más noble que he conocido. Si hago eso me condeno para siempre. Y estaré solo, y seré como Judas Iscariote. Toda la vida llevaré una pena. ¡Todos los días llevaré una pena!… —y me vi prolongado dentro de los espacios de vida interior, como una angustia, vergonzosa hasta para mí. Entonces sería inútil que tratara de confundirme con los desconocidos. El recuerdo, semejante a un diente podrido, estaría en mí, y su hedor me enturbiaría todas las fragancias de la tierra, pero a medida que ubicaba el hecho en la distancia, mi perversidad encontraba interesante la infamia.

—¿Por qué no?… Entonces yo guardaré un secreto, un secreto salado, un secreto repugnante, que me impulsará a investigar cuál es el origen de mis raíces oscuras. Y cuando no tenga nada que hacer, y esté triste pensando en el Rengo, me preguntaré: ¿Por qué fui tan canalla?, y no sabré responderme, y en esta rebusca sentiré cómo se abren en mí curiosos horizontes espirituales.

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Los siete locos – cap. <Arriba del árbol>Amanece. Erdosain avanza por el sendero que bordea la vereda rota junto a las quintas. La frescura de la mañana penetra hasta la más remota celdilla de sus pulmones fatigados. Aunque arriba el espacio negrea, y toda esta oscuridad desciende a aproximar las cosas a los ojos, pues las distantes son invisibles en el horizonte. Por el canal de callejones, rojean lentamente unas fajas verdegrises.Erdosain avanza pensando:–Esto es triste como el desierto. Ahora ella duerme con él.Rápidamente la claridad aguanosa del alba colma los callejones de vahos blanquecinos. Erdosain se dice:–Sin embargo, hay que ser fuerte. Me acuerdo de cuando era chico. Creía ver caminar, por las crestas de las nubes, grandes hombres con el pelo rizado y chapados de la luz los verticales miembros.En realidad caminaban dentro del país de Alegría que estaba en mí. ¡ Ah!, y perder un sueño es casi como perder una fortuna. ¿Qué digo? Es peor. Hay que ser fuerte, ésa es la única verdad. Y no tener piedad. Y aunque uno se sienta cansado, decirse: Estoy cansado ahora, estoy arrepentido ahora, pero no lo estaré mañana. Esa es la verdad. Mañana.Erdosain cierra los ojos. Un perfume que no puede discernir si es de nardo o de clavel, riega la atmósfera de un misterioso embalsamiento de fiesta.Y Erdosain piensa:–A pesar de todo es necesario injertar una alegría en la vida. No se puede vivir así. No hay derecho. Por encima de toda nuestra miseria es necesario que flote una alegría, qué sé yo, algo más hermoso que el feo rostro humano, que la horrible verdad humana. Tiene razón el Astrólogo. Hay que inaugurar el imperio de la Mentira, de las magníficas mentiras. ¿Adorar a alguien? ¿Hacerse un camino entre este bosque de estupidez? ¿Pero cómo?

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Erdosain continúa su soliloquio con los pómulos teñidos de rosa:

–¿Qué importa que yo sea un asesino o un degradado? ¿Importa eso? No. Es secundario. Hay algo más hermoso que la vileza de todos los hombres juntos, y es la alegría. Si yo estuviera alegre, la felicidad me absolvería de mi crimen. La alegría es lo esencial. Y también querer a alguien...

El cielo verdea a lo lejos, mientras que la poca elevada oscuridad envuelve aún los troncos de los árboles. Erdosain frunce el ceño. De su espíritu se desprenden vapores de recuerdo, neblinas doradas, rieles brillantes que se pierden en el campo de una tarde abovedada de sol. Y el rostro de la criatura, una carita pálida, de ojos verdosos y rulos negros, escapando debajo de un sombrerito de paño, se eleva de la superficie de su espíritu.

Hace dos años. No. Tres. Sí, tres años. ¿Cómo se llamaba? María, María Esther. ¿Cómo se llamaba? La dulce carita ocupa ahora con su temperatura un anochecido espacio de ensueño. ¡Se acuerda de tantas cosas! El estaba sentado a su lado, el viento movía sus rizos negros, de pronto extendió la mano y entre la yema de los dedos tomó la ardiente barbilla de la criatura. ¿Dónde está ahora? ¿Bajo qué techo duerme? ¿si la encontrara, la reconocería? Hace tres años. La conoció en un tren, conversó algunos minutos con ella durante quince días, y después desapareció. Eso es todo y nada más. Y ella no sabía que estaba casado. ¿Qué es lo que hubiera dicho de saberlo? Sí, ahora se acuerda. Se llamaba María. ¿Pero importa algo eso? No.

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Había algo más hermoso en todo aquello, la dulce fiebre que caía de sus ojos a momentos verdes y a momentos pardos. Y su silencio. Erdosain recuerda viajes en ferrocarril; está sentado junto a la criatura que ha dejado caer la cabeza sobre su hombro, él enreda los dedos en los rizos y la criatura de quince años tiembla en silencio. Si ella supiera ahora que él proyecta matar a un hombre, ¿qué diría? Posiblemente no entendiera esa palabra. Y Erdosain recuerda con qué timidez de colegiala levantaba el brazo y apoyaba la mano en sus mejillas ríspidas de barba; y quizá esa felicidad que es la que él perdió es la que se necesita para borrar del semblante humano tanto vestigio de fealdad.Erdosain se examina ahora con curiosidad. ¿Por qué piensa tantas cosas? ¿Con qué derecho?

¿Desde cuándo los candidatos a asesinos piensan? Y sin embargo, hay algo en él que le da las gracias al Universo. ¿Consiste en humildad o en amor? No lo sabe, pero comprende que en la incoherencia hay dulzura, se le ocurre que una pobre alma al enloquecer abandona con gratitud los sufrimientos de esta tierra. Y más abajo de esta piedad, una fuerza implacable, casi irónica, le tuerce el labio con un mohín de desprecio.Los dioses existen. Viven escondidos bajo la envoltura de ciertos hombres que se acuerdan de la vida en el planeta cuando aún la tierra era niña. El encierra también a un dios. ¿Es posible? Se toca la nariz, adolorida por las trompadas que recibió de Barsut, y la fuerza implacable insiste en esa afirmación: El lleva un dios escondido bajo su piel doliente. ¿Pero el Código Penal ha previsto qué castigo puede aplicarse a un dios homicida? ¿Qué diría el Juez de Instrucción si él le contestara: «Peco porque llevo un dios en mí»?

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¿Mas no es cierto? Este amor, esta fuerza que él conduce en el amanecer, bajo la humedad de los árboles que gotean rocío en la oscuridad, ¿no es una virtud de los dioses? Y nuevamente de la superficie de su espíritu se desprende el relieve de aquel recuerdo: Una ovalada carita pálida que tenía los ojos verdosos y rulos negros a veces arrollados a la garganta por el viento. ¡Qué sencillo es esto! No necesita decir nada, tan perfecto es su arrobamiento. Aunque nada de improbable tendría que se hubiera vuelto loco pensando en la colegiala bajo los árboles que gotean humedad. Si no, ¿cómo se explica que su alma sea tan distinta a la que lo endemoniaba por la noche? ¿O es que en la noche sólo pueden concebirse pensamientos sombríos? Aunque así sea no importa. El es otro ahora. Sonríe junto a los árboles. ¿No es magníficamente idiota esto? El Rufián Melancólico, la Ciega depravada, Ergueta con el mito de Cristo, el Astrólogo, todos estos fantasmas incomprensibles, que dicen palabras humanas, que tienen una palabra carnal, ¿qué son junto a él que apoyado en un poste, junto a un cerco de ligustro, siente el avance de la vida que llega a tocarle el pecho?

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El látigo

Al día siguiente, Erdosain, caminando por las veredas de Témperley, observaba asom brado que hacía mucho tiempo que no gozaba de una emoción de sosiego semejante.

Caminaba despacio. Aquellos túneles vegetales le daban la sensación de un trabajo titánico y disforme. Miraba deleitado los senderos de grano rojo en los parques, que avanza ban sus láminas escarlatas hasta los prados, manteles verdes esmaltados de flores violáceas, amarillas y rojas. Y si levantaba los ojos, se encontraba con aguanosos pozales en el cenit, que le producían un vértigo de caída, pues de pronto el cielo desaparecía en sus pupilas y le dejaba en los ojos una negrura de ceguera, aclarándose el pensamiento en un furtivo maripo seo de átomos de plata, que a su vez se evaporaban, transformándose en terribles azulencos ásperos y secos, ahora en lo alto, como cavernas de azul metileno. Y el placer que la mañana suscitaba en él, el goce nuevo, soldaba los trozos de su personalidad, rota por los anteriores sufrimientos del desastre, y sentía que su cuerpo estaba ágil para toda aventura.

-Augusto Remo Erdosain -tal como si pronunciar su nombre le produjera un placer físico, que duplicaba la energía infiltrada en sus miembros por el movimiento.

Por las calles oblicuas, bajo los conos del sol, avanzaba sintiendo la potencia de su personalidad flamante: Jefe de Industrias. La frescura del camino botánico le enriquecía de grandores la conciencia. Y esta satisfacción lo aplomaba en las calles, como a esos muñecos de celuloide el lastre de plomo. Pensaba que se mostraría irónico en la reunión, y un desprecio malévolo le surgía para los débiles del mundo. El planeta era de los fuertes, eso mismo, de los fuertes.

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Arrasarían al mundo y se presentarían a la canalla que se encalla el trasero en las butacas de todas las oficinas, blindados de grandeza, semejantes a emperadores solitarios y crueles. Se imaginaban nuevamente en un desmesurado salón de muros encristalados cuyo centro lo ocupaba una mesa redonda. Sus cuatro secretarios con papeles en las manos y las plumas tras de la oreja se acercaban a consultarle, mientras que en un rincón, con los sombre ros en las manos, inclinadas las cabezas canosas, estaban los delegados de los obreros. Y Erdosain volviéndose hacia ellos les decía simplemente: «O mañana vuelven al trabajo o los fusilaremos». Eso era todo. Hablaba poco y en voz baja, y su brazo estaba fatigado de firmar decretos. Lo mantenía en pie la ferocidad de los tiempos que necesitaban el alma de un tigre para adornar los confines de todos los crepúsculos de siniestros fusilamientos.

Avanzaba ahora hacia la quinta del Astrólogo con el corazón batiente de entusiasmo, repitiéndose la frase de Lenin, como una musiquita llena de voluptuosidad:

«-¡Qué diablo de revolución es ésta si no fusilamos a nadie!».

Al llegar a la quinta y entreabrir una de las puertas, vio venir a su encuentro al Astrólogo, cubierto de un largo guardapolvo gris y un sombrero de paja.

Con amistad se estrecharon fuertemente las manos al tiempo que decía el Astrólogo:

Barsut está tranquilo, ¿sabe? Yo creo que no va a oponer mucha resistencia para firmar el cheque. Ya llegaron esos tipos, pero primero veremos a Barsut. ¡Que esperen, qué diablo! ¿Se da cuenta usted de mi situación? Con ese dinero el mundo es nuestro.

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“El Rufián Melancólico, la ciega depravada, Ergueta con el mito de Cristo, elAstrólogo, todos estos fantasmas incomprensibles…” (p. 104)

“Sabía que iba a morir, que la justicia de los hombres lo buscabaencarnizadamente. Más tarde la autopsia reveló que ya estaba avanzada laenfermedad en él. En tanto hablaba, yo le miraba a Erdosain. El era unasesino y hablaba del sentimiento absurdo”. (p. 112)

Los cinco fantoches ahorcados movían sus sombras de capuchón en el murorosado. El primero, un Pierrot sin calzones, pero con una blusa a cuadritosblancos y negros; el segundo, un ídolo de chocolate y labios bermellón, cuyocráneo de sandía estaba a la altura de los pies del Pierrot; el tercero, másabajo aún, era un Pierrot automático, con un plato de bronce clavado en elestómago y cara de mono; el cuarto era un marinero de pasta de cartón azul,y el quinto un negro desnarigado mostrando una llaga de yeso por la vitolablanca de un cuello patricio”. (p. 236)

“Vos, Pierrot (dice el Astrólogo), sos Erdosain; vos, gordo, sos el Buscadorde Oro; vos, clown, sos el Rufián; y vos, negro, Alfón”. (p. 236)

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Del discurso de Hipólita sobre los hombres:

“Todos son así, sin embargo. Los débiles, inteligentes e inútiles; los otros, brutos y aburridos. Todavía no he encontrado entre ellos uno digno de cortarle el pescuezo a los otros, o de ser un tirano. Dan lástima. Pensaba así frecuentemente, a medida que la realidad deslucía los fantoches que su imaginación teñía de vivos arrogantes un momento. Podía señalarlos con el dedo. Este pelele erguido, perfumado y severo que los días hábiles hacía reputación de su empaque y silencio, era un infeliz lascivo, aquel otro pequeño y modosito, siempre gentil, discreto y sensato, era víctima de vicios atroces, aquel brutal como un carretero y fuerte como un toro, más inexperto que un escolar, y así todos pasaban ante sus ojos anudados por el deseo semejante e inextinguible, todos había abandonado un instante las cabezas en sus rodillas desnudas, mientras que ella, ajena a las manos torpes y a los transitorios frenesíes que envaraban los fantoches tistes pensaba, áspera, la sensación de vivir como un sed en el desierto. -Así era. A los hombres sólo los movía el hambre, la lujuria y el dinero. Así era.“ /…/ “En el transcurso de los días, los raros personajes de novela que había encontrado, no eran tan interesantes como en la novela, sino que aquellos caracteres que los hacían nítidos en la novela eran precisamente los aspectos odiosos que los tornaban repulsivos en la vida.”

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A instantes rechinaba los dientes para amortiguar el crujir de los nervios,enriquecidos dentro de su carne que se abandonaba con flojedad de esponjaa las olas de tiniebla que deyectaba su cerebro (el cronista, p. 73)

Nota del Comentador: Este capítulo de las confesiones de Erdosain me hizopensar más tarde si la idea del crimen a comentar no existiría en él en unaforma subconsciente, lo que explicaría su pasividad frente a la agresión deBarsut (p. 84)

“Nota del comentador: Esta novela fue escrita en los años 28 y 29 y editadapor la editorial Rosso, en el mes de octubre de 1929. Sería irrisorio creerque las manifestaciones del Mayor hayan sido sugeridas por el movimientorevolucionario del 6 de septiembre de 1930”. (p. 156)

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Los lanzallamas

—¡Ustedes quieren paz!... ¡Ustedes quieren evolución!... Es absurdo todo lo que pretenden ustedes… mezcla infusa de socialistas, demócratas, etc., etc. ¿Y sabe usted cuáles son los revolucionarios más tremendos que hoy pisan el suelo de la humanidad? Los capitalistas. Una mujer puede fabricar un hijo en nueve meses; un capitalista puede fabricar mil máquinas en nueve meses… Mil máquinas que dejan en la calle a mil hijos de mujeres que tardaron nueve mil meses en concebirlos.Y yo quiero la revolución. Pero no una revolución de opereta. La otra revolución.La revolución que se compone de fusilamientos, violaciones de mujeres en las calles por las turbas enfurecidas, saqueos, hambre, terror. Una revolución con una silla eléctrica en cada esquina. El exterminio total, completo, absoluto, de todos aquellos individuos que defendieron la casta capitalista (Ll, p. 95).

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Fin de <La agonía del Rufián Melancólico>

El Rufián Melancólico galopa en pleno recuerdo. La canción evoca el carrito de verdura que un chicovecino suyo arrastraba junto al padre. El padre llevaba un clavel Rojo tras la oreja, y la mató de un puntapié en el vientre a su esposa, la que llevaba arrancadas amarillas, como gitana, entre el pelo renegrido y que también cantaba a veces en la batea la canción aguda como el canto de un gallo en un mediodía de oro:Fammi durmi pe una notte abbraciattu cuté.¡Ah! También cantaba esa canzoneta Pascuala, gorda como una marrana y que regenteaba la casa del napolitano Carmelo. Carmelo se levanta frente a sus ojos con los rulos de cabello negro sobre el cogote rojo, mientras que cinchándose la enorme tripa con una faja verde le grita en el oído al Rufián Melancólico:—La vitta e denaro, strunsso.Como una culebra de fuego, la sed se adentra en las entrañas del macró. Y nuevamente, sin saber por qué, le dice:—A esa no debí pegarle.Porque las castigó a todas. Desahogando en ellas la ferocidad de su aburrimiento, una rabia persistente y canalla que estallaba en él por cualquier insignificancia.Sí, se acuerda, aunque está por morirse. ¿No la tuvo toda una noche de invierno encerrada en la parte exterior de un balcón a la Coca? Y sin embargo, a través de los vidrios se escuchaba el ulular del viento. Más tarde diría, comentando ese suceso:—Y tan bestia era esa mujer, que no reventó.Y con Juana la Bizca. A ella le decía:—Te pego por principio, porque un hombre siempre tiene que pegarle a su mujer.

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¡Si hizo atrocidades! La domesticó a la Vasca… La Vasca, que tenía el perfil de cabra y el pelo rizoso y bravío como la crin de un toro. Tan feroz era la bestia que para que no lo mordiera la tuvo un mes atada a una cama de bronce, y durante treinta días la desmayó a bastonazos. Y como era pecosa, para afinarle el semblante le daba al atardecer una ración de aceite castor, poniéndole un embudo entre los dientes. Después descubrió que no sabía caminar, y para impedir que diera pasos largos le ató los tobillones con una cadena, de modo que la fiera acostumbrara a dar pasos cortos. Cuando la mujer escuchaba el eco de sus pasos el rostro se le quedaba sin sangre.¡Qué atrocidades cometió con la bestezuela trotacalles! Y sancionando su conducta, las resonantes labras de su compañero Carmelo, “el dueño casas”:—La vitta e denaro, strunsso.Nuevamente resurge ante él la meretriz, taciturna, que bajo los ennegrecidos párpados grasientos le lanza por los ojos relámpagos de odio. La proxeneta se inclina sobre él, y muy junto a su cabeza, descubriendo una boca taladrada de chancros indurados, escupe gangosa el insulto atroz:—Nom de Dieu, va t'en faire enculer.Haffner quiere morir. Se dice, casi lúcido: “¿Por qué tarda tanto en llegar?” Sufre como si estuviera sobre un lecho de fuego. Una arena candente circula por sus pulmones.Sin embargo, ahora que está agonizando, algo le dice adentro del corazón que no debió pegarle a Eloísa, la dactilógrafa. Y a ésta la castigó con más rudeza que a las otras, y no con lonja, sino con bitrenzado. No se olvidará ni en el sepulcro de la tarde en que le dijo a la muchacha:—Andá a la calle. Traé plata.

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No puede precisar qué gesto hizo la muchacha, pero en él se renueva la sensación de salto de tigre que dio cuando la muchachita se negó. También distingue un rostro que se cubre con las manos, soslayando los golpes, una rodillas que se doblan, y después él, con la trenzadura, descargando inexorablemente golpe tras golpe sobre el flaco cuerpo inanimado, que quedó señalado de verdugones violetas. Y aquella tarde, antes de salir, al ir ella a dejar la pieza, se detuvo en el umbral, y volviendo la cabeza le preguntó dulcemente mirándolo con una expresión extraña a él, que estaba recostado en el sofá con los botines puestos y las manos en asa tras de la nuca:—¿Voy?El no se dignó contestar. Inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Ella salió.Tres días después la recogieron flotando entre los perros ahogados y las balsas de paja y de corchos en la salida del Riachuelo.—Decime, ¿quién fue el que te tiró? ¿El Lungo o el Pibe Miflor?Un sacudimiento ha estremecido la carnaza del macró. La boca se le entreabre en un afán de tragar aire y el pesquisa retrocede sombrío, penetrantes su ojos aceitosos.El Rufián Melancólico se estremece. Una figura augusta ha entrado en la sala. Es alta y terrible, pero el Rufián no tiene miedo. La mujer enlutada, con un vestido cuyo ruedo se atorbellina junto a las piernas, avanza por la sala, rígido el rostro largo y terrible. Una mueca de dolor se inmoviliza en ese semblante de mármol. Camina con los brazos extendidos frente a sus senos, palpando el aire. La voz gime dulcísima:—Haffner… mi pobre Haffner querido.Lejana la voz, tiembla su magulladura ardiente.—Haffner… mi pobre Haffner.

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Lo envuelven unos brazos. Haffner tiende la boca entreabierta al brazo fresco. Gime.—Mamita… Mi Cieguita.—Haffner…Se siente apretado contra la dulzura infinita de un pecho. Una mano le recoge el cabello sobre la frente sudorosa.——Haffner…Los ojos del moribundo se han dilatado. Un frío glacial sube hasta su cintura. Una dulzura infinita lo adormece sobre el pecho de la Ciega. Sonríe incoherentemente, refrescada la mejilla por el brazo ario que lo soporta, y deja de respirar.

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Trecho de El homicidio

Tristemente, la dejaba hacer. Comprendióse más huérfano que nunca en la terrible soledad de la casa de todos, y cerró los ojos con piedad por sí mismo. La vida se le escapaba por los dedos, como la electricidad por las puntas. En este desangramiento, Remo renunció a todo. En él apareció la aceptación de una muerte construida ya con la vida más espantosa que el verídico morir físico.La mocita, horizontal, apegada a él, suspiró mimosa:—¿Qué tenés, amor?Ferozmente, Erdosain atrajo la cabeza de ella hacia él y la besó largamente. Estaba emocionado. Dos o tres veces miró hacia un rincón de tinieblas, como si temiera que allí hubiera alguien espiándole. Su corazón latía grandes golpes. Del fondo de sus entrañas brotaba un viento tan impetuoso, que al salir por la boca le arrastraba al alma.Otra vez soslayó en la oscuridad el rincón invisible. Fue un minuto.Se encaramó suavemente sobre ella, que con las dos manos le abarcó la cintura, creyendo que la iba a poseer. La jovencita le besaba el pecho y Erdosain apretó reciamente la cabeza de la criatura sobre la almohada. Sus movimientos eran excesivamente torpes. La muchacha iba a gritar; él le taponó la boca con un beso que le sacudió los dientes, mientras que su mano acercaba el revólver por debajo de la almohada. Ella quiso escapar a esa presión extraña:—¿Qué hacés, mi chiquito? —gimió.

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Fue tarde. Erdosain, precipitándose en el movimiento, hundió el cañón de la pistola en el blando cuévano de la oreja, al tiempo que apretaba el gatillo. El estampido lo hizo desfallecer. El cuerpo de la jovencita se dilató bajo sus miembros con la violencia de un arco de acero. Durante varios minutos, Erdosain permaneció inmóvil, estirado oblicuamente sobre ella, la carga del cuerpo soportada por un brazo.Cuando el silencio externo reveló que el crimen no había sido descubierto, descendió de la cama, diciéndose extrañado: “¡Qué poco ruido ha hecho la explosión!”. Encendió la lámpara y quedóse sorprendido ante el espectáculo extraño que se ofrecía a sus ojos.En la almohada roja, la jovencita apoyaba la cabeza con la misma serenidad que si estuviera dormida. Incluso, en un momento dado, con la mano derecha se arañó ligeramente una fosa nasal, como si sintiera allí alguna comezón. Después dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo y volvió la cara hacia la luz.Una paz extraordinaria aquietaba las líneas de su semblante. Erdosain, para que no se enfriara, le cubrió las espaldas con una colcha. La moribunda respiraba con dificultad. De un vértice de los labios se le despegaba un hilo de sangre. En el suelo sentíase el sordo aplastamiento del gotear de una canilla.Erdosain, semidesnudo, se puso precipitadamente el pantalón; luego movió la cabeza desolado.—¡Qué cosa rara! Hace un momento estaba viva, y ahora no está. Terminaba de ponerse las medias, cuando de pronto ocurrió algo terrible. La muchachita con brusco movimiento encogió las piernas, sacándolas de abajo de las sábanas, y con el busto muy erguido se sentó a la orilla de la cama. Erdosain retrocedió espantado. Un seno de la jovencita estaba totalmente teñido de rojo, mientras que el otro azuleaba de marmóreo.

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Creyó por un instante que ella se iba a caer; pero no, la moribunda se mantenía en equilibrio, y extraordinariamente tiesa. Sus ojos abiertos contemplaban el casquete azul del velador. Hilos de sangre se desprendían de su cabellera roja, corriéndole por las espaldas.Erdosain se apoyó en el muro para no caer, y ella giró desconsoladamente la cabeza de derecha a izquierda, como si dijera:—No, no, no.Temblando, se acercó Erdosain, y creyendo que María podía escucharlo le habló:—Acostate, chiquita, acostate.La había tomado suavísimamente por los hombros, pero ella, obstinadamente, giraba la cabeza de derecha a izquierda con pena inenarrable.El asesino sintió en ese momento en su interior que la muchachita le preguntaba:—¿Por qué hiciste eso? ¿Qué mal te hice yo?En silencio, la jovencita, con los labios entreabiertos, corriéndole sanguinolentas lágrimas por las mejillas, decía un “no” tan infinitamente triste con su movimiento terco, que Erdosain cayó de rodillas y le besó los pies. De pronto ella se dobló, y arrastrando el cable de la lámpara se desmoronó a un costado. Su cabeza chocó sordamente contra la alfombra, la lámpara se apagó, y ya no respiró más. Erdosain, a gatas, se arrastró hasta un rincón.El asesino permaneció un tiempo incontrolable acurrucado en su ángulo. Si algo pensó, jamás pudo recordarlo. De pronto, un detalle irrisorio se hizo visible en su memoria, y poniéndose de pie exclamó, irritado:—¿Viste?… ¿Viste lo que te pasó por andar con la mano en la bragueta de los hombres? Estas son las consecuencias de la mala conducta. Perdiste la virginidad para siempre. ¿Te das cuenta? ¡Perdiste la virginidad! ¿No te da vergüenza? Y ahora Dios te castigó. Sí, Dios, por no hacer caso de los consejos que te daban tus maestras.

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[…]

Impasiblemente amontonaba iniquidad sobre iniquidad. Sabía que iba a morir, que la justicia de los hombres lo buscaba encarnizadamente; pero él con su revólver en el bolsillo, los codos apoyados en las rodillas, el rostro enrejado en los dedos, la mirada fija en el polvo de la enorme habitación vacía, hablaba impasiblemente.Había enflaquecido extraordinariamente en pocos días. La piel amarilla, pegada a los huesos planos del rostro, le daba la apariencia de un tísico.Detalle extraño en esa última etapa de su vida: Erdosain se negó rotundamente a leer los sensacionales titulares y noticias que, profusamente ilustradas, ocupaban las páginas segunda y tercera de casi todos los diarios de la mañana y de la tarde.Barsut había sido detenido en un cabaret de la calle Corrientes al pretender pagar la consumición que había efectuado con un billete falso de cincuenta pesos. Simultáneamente con la detención de Barsut, se había descubierto el cadáver carbonizado de Bromberg entre las ruinas de la quinta de Temperley. Barsut denunció inmediatamente al Astrólogo, a Hipólita, Erdosain y Ergueta. La detención de Ergueta no ofreció dificultad ninguna. Fue encontrado sin sombrero, calzando alpargatas y arropado en su sobretodo, con la Biblia bajo el brazo, camino hacia Lanús. Al amanecer del día sábado el descubrimiento del cadáver de la Bizca convirtió los sucesos que narramos en el panorama más sangriento del final del año 1929. La policía buscaba encarnizadamente a Erdosain. Brigadas de pesquisas habían sido destacadas en todas las direcciones de la ciudad.

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No quedaba duda alguna de que se estaba en presencia de una banda perfectamente organizada y con ramificaciones insospechadas. El asesinato de Haffner, que el cronista de esta historia cree independiente de los otros sucesos delictuosos, fue eslabonado a la tragedia de Temperley. Las declaraciones de Barsut ocupaban series de columnas. No cabía duda de su inocencia.Los titulares de las noticias abarcaban una y dos páginas. De la mañana a la noche, los cronistas policiales trabajaban amarrados a la máquina de escribir. El día sábado casi todos los diarios de la tarde se convirtieron en álbumes de fotografías macabras. Los reporteros cenaron viandas frías, escribiendo entre bocado y bocado nuevos pormenores de la tragedia. La fotografía de Erdosain campeaba en todas las páginas, con las leyendas más retumbantes que pudiera inventar la imaginación humana.Erdosain se negaba rotundamente, no sólo a leer, sino a mirar esas hojas de escándalo.Si pudiera remarcarse en él una singularidad durante esos días, era su seriedad. Cuando se cansaba de conversar sentado, caminaba de un punto a otro del cuarto, hablando como si dictara. Era en realidad un espectáculo extraño el del asesino yendo y viniendo por el cuarto, con pasos lentos, conversando sin volver la cabeza, como frente a un dictáfono.Durante los tres días que permaneció en mi casa no probó bocado. Tenía. mucha sed y bebía continuamente agua. Una vez, como suma gracia, me pidió que le diera un limón. Posiblemente estaba afiebrado.Resultaba asombrosa su resistencia. Conversaba hasta dieciocho horas por día. Yo tomaba notas urgentemente. Mi trabajo era penoso, porque tenía que trabajar en la. semioscuridad. Erdosain no podía tolerar la luz. Le era insoportable.El lunes a la noche se vistió esmeradamente, y me pidió que lo acompañara hasta la estación de Flores. Aquello era peligrosísimo, pero no me negué. Recuerdo que antes de salir me dejó una carta para Elsa, a quien vi algún tiempo después.

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Una hora y media después

Simultáneamente, en los subsuelos de casi todos los diarios de la ciudad.Los crisoles del plomo desplazan en la atmósfera nublada, que se aclara junto a las lámparas del techo, curvas de aire recalentado a cincuenta grados. Silban las mechas verticales de las fresadoras mordiendo páginas de plomo. Una lluvia de asteriscos de plata golpea las gafas de los operarios. Hombres sudorosos voltean semicirculares planchas, las colocan sobre burros metálicos y rebajan con buriles las rebabas. Altas como máquinas de transatlánticos, las rotativas ponen en el taller el sordo ruido del mar chocando en un rompeolas. Vertiginosos deslizamientos de sábanas de papel entre rodillos negros. Olor de tinta y grasa. Pasan hombres con hedor de ácido sulfúrico. Ha quedado abierta la puerta del taller de fotograbado; de allí escapan ramalazos de luz violácea.Se está cerrando la edición de medianoche. El Secretario, en mangas de camisa y un cigarrillo apagado colgando del vértice de los labios, de pie junto a una mesa de hierro señala a un operario de blusa azul en qué punto de la rama debe colocar la composición. Silban velados en nubes de vapor blanco los equipos de prensas, al estampar los cartones de las matrices. El Secretario va y viene por el pasadizo que dejan las mesas cargadas de plateadas columnas de plomo.En un rincón repiquetea débilmente la campanilla del teléfono.—Para usted, Secretario —grita un hombre.Rápidamente, el Secretario se acerca. Se pega al teléfono.

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—Sí, con el Secretario. Oigo… Hable… Más fuerte, que no se oye nada… ¿Eh?… ¿Eh?… ¿Se mató Erdosain?… Diga…. Oigo… Sí… Sí… Sí… Oigo… Un momento… ¿Antes de Moreno?… Tren… Tren número. Un momento… —el Secretario anota en la pared el número 119—. Siga… Oigo… Un momento… Diga… Pare la máquina… Diga… Sí… Sí… Va en seguida.El Capataz le hace una señal al Jefe de Máquinas. Este aprieta un botón marrón. El ruido del oleaje merma en el taller. Resbala despacio la sábana de papel. La rotativa se detiene. Silencio mecánico.El Secretario se acerca rápidamente al escritorio del taller y escribe en un trozo de papel cualquiera: «En el tren de las nueve y cuarenta y cinco se suicidó el feroz asesino Erdosain».Le alcanza el título a un chico, diciendo:—En primera página, a todo lo ancho.Escribe rápidamente en otro trozo de papel sucio:«En momentos de cerrarse esta edición, nuestro corresponsal en Moreno nos informa telefónicamente —el Secretario se detiene, enciende la colilla y continúa— que el feroz asesino de la niña María Pintos y cómplice del agitador y falsificador Alberto Lezin, cuya detención se espera de un momento a otro, se suicidó de un balazo en el corazón en el tren eléctrico número 119, poco antes de llegar a Moreno. Se carece por completo de detalles. Al lugar del hecho se han trasladado los empleados superiores de investigaciones de la Capital y Provincia, así como el juez del crimen de La Plata.

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En nuestra edición de mañana daremos amplios detalles del fin de este trágico criminal, cuya detención no podía demorar…». El Secretario tacha las palabras “cuya detención no podía demorar” y punto y aparte agrega:«Espérase con este hecho que la investigación para aclarar los entretelones de la terrible banda de Temperley entrará en un franco camino de éxito. En nuestra edición de mañana daremos amplios detalles».Le entrega el papel al hombre vestido de azul, diciéndole:—Negra, cuerpo doce, sangrado.El Secretario toma el teléfono interno:—¡Hola! ¿Quién está ahí?… ¿Es usted?… Vea: tome inmediatamente un fotógrafo y váyase a Moreno. Erdosain se suicidó. Lleve a Walter. Háganle reportajes a los guardas y maquinistas del tren, a los pasajeros que viajaban en ese coche… 119… ¡Ah! Oiga, oiga… Saquen fotografías del vagón, del maquinista, del guarda. En seguida… Sí, tomen un auto si es necesario… Y muchas fotografías.Cuelga el tubo y enciende la colilla que le cuelga del vértice de los labios.Con el sombrero tumbado hacia las cejas y un pañuelo de nudo torcido sobre el nervudo cuello, se acerca indolente, arrastrando los pies y escupiendo por el colmillo, el Jefe de Revendedores. Con los tres únicos dedos de su mano izquierda se rasca la barba que le flanquea la cicatriz de una tremenda cuchillada en la mejilla derecha. Después tasca saliva, y al tiempo de apoyar los codos sobre una mesa metálica, del mismo modo que lo haría en el mostrador de una cantina, pregunta con voz enronquecida:

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—¿Se mató Erdosain?El Secretario lo envuelve en una rápida sonrisa.—Sí.El otro vapulea un instante larvas de ideas y termina su rumiar con estas palabras:—Macanudo. Mañana tiramos cincuenta mil ejemplares más…