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Editorial Biblos Cartografías afrolatinoamericanas Perspectivas situadas desde la Argentina Florencia Guzmán Lea Geler Alejandro Frigerio editores

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Editorial Biblos

Cartografíasafrolatinoamericanas

Perspectivas situadasdesde la Argentina

Florencia GuzmánLea Geler

Alejandro Frigerioeditores

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Cartografías afrolatinoamericanas: perspectivas situadas desde la Argentina / Florencia Guzmán [et al.]. - 1a. ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Biblos, 2016.249 pp.; 23 x 16 cm. (Investigaciones y ensayos)

ISBN 978-987-691-458-1

1. Antropología Cultural. I. Guzmán, FlorenciaCDD 306

Diseño de tapa: Luciano Tirabassi U.Imagen de tapa: Maga, Chicas y chicos afro. Técnica mixta, 90 x 140 cm, 2013. Producción digital de la imagen: Darío La Vega.Armado: Hernán Díaz

© Los autores, 2016© Editorial Biblos, 2016Pasaje José M. Giuffra 318, C1064ADD Buenos [email protected] / www.editorialbiblos.comHecho el depósito que dispone la Ley 11.723Impreso en la Argentina

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la trans-misión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el per-miso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Esta primera edición se terminó de imprimir en Imprenta Dorrego,avenida Dorrego 1102, Buenos Aires,República Argentina,en marzo de 2016.

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Índice

PresentaciónBalance y contribucionesFlorencia Guzmán, Lea Geler y Alejandro Frigerio .................................. 11

Imaginarios sociales en la colonia tardíaClasificaciones y jerarquías del color en Los Llanos de La Rioja, siglos XVIII y XIXJudith Farberman ....................................................................................... 25Introducción ................................................................................................. 25De las “dos repúblicas” a la “sociedad de castas” ....................................... 28La producción de las etiquetas étnicas ....................................................... 35La plebe y las castas .................................................................................... 45Conclusiones ................................................................................................. 48

Dicotomías en las relaciones de esclavizados y descendientes libres en el espacio correntinoUna mirada en la ciudad y la campaña, 1770-1820Fátima Victoria Valenzuela ........................................................................ 51El área estudiada y sus fuentes .................................................................. 53Una mirada a Corrientes, su espacio y población entre 1770 y 1820........ 55Las relaciones interétnicas: una mirada a partir de los bautismos y matrimonios .............................................................................................. 61Las relaciones en la campaña correntina ................................................... 67Algunas ideas finales ................................................................................... 71Anexo ............................................................................................................ 73

Se busca un rostro para MonteagudoLa imposibilidad de un prócer no blancoMaría de Lourdes Ghidoli .......................................................................... 77El descubrimiento de un cuadro sorprendente ........................................... 78Noticia biográfica ......................................................................................... 78Monteagudo, cruce de enigmas ................................................................... 81Se busca un rostro para don Bernardo… ................................................... 83

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Un retrato perturbador ................................................................................ 86La propagación del engaño .......................................................................... 93La imposibilidad de ser afrodescendiente ................................................... 94

Hacia una historia de la esclavitud y la abolición en la ciudad de Santa Fe, 1810-1853Magdalena Candioti ................................................................................... 99Esclavitud en la aldea colonial .................................................................. 100Revolución y autonomía en la provincia ................................................... 102Población mestiza y afrodescendiente tras la revolución ......................... 104El mercado esclavista santafesino ............................................................ 110Oficios y ocupaciones .................................................................................. 112Entre la esclavitud y la libertad: los niños libertos .................................. 112“Libres por la patria” ................................................................................. 115Políticas provinciales de promoción de la autocompra de la libertad ..... 116Una peculiar abolición ............................................................................... 118Balance de medio siglo ............................................................................... 120

Artesanos afromestizos en Córdoba, siglo XIXMarcos Carrizo .......................................................................................... 123Artesanos afromestizos en el Censo de 1832 ............................................ 125Artesanos afromestizos en el Censo de 1840 ............................................ 128Cambios y continuidades ........................................................................... 130Conclusiones ............................................................................................... 133

“Títere roto”: vidas (posibles) y vidas póstumas del “Negro Raúl”Paulina Alberto ......................................................................................... 135Vidas póstumas .......................................................................................... 138Vidas paralelas ........................................................................................... 146Vidas (posibles) ........................................................................................... 149Palabras finales .......................................................................................... 156

El regreso del cabecita negraRuralidad, desplazamiento y reemergencia identitaria entre los santiagueños “afro”Nicolás Fernández Bravo .......................................................................... 161La afrodescendencia en el interior de la Nación ...................................... 163La racialización del espacio rural santiagueño ........................................ 166Diseminando téchne afrodescendiente: la emergenciade los santiagueños “afro” .......................................................................... 169Repensando las categorías identitarias en el espacio y el tiempo ........... 179Post scriptum ............................................................................................. 182

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De viajes, olvidos y (des)encuentrosModos de crear parentesco entre las diferentes generaciones de argentino-caboverdeanos de Buenos AiresMaría Cecilia Martino .............................................................................. 183El parentesco, más allá de las estructuras ............................................... 184Ordenamientos y arreglos familiares en Cabo Verde ............................... 185Desde la interrupción y la necesidad del olvido hacia el descubrimiento de parientes ..................................................................... 187Genealogías portuguesas e identidad caboverdeana. El sentido social y político del parentesco .................................................................. 190Voltâ pa fonti: buscando y descubriendo parientes, afirmaciones identitarias y sociales entre los descendientes y jóvenes afroargentinos en Buenos Aires ................................................................ 193Palabras finales .......................................................................................... 199

Reflexividad en torno a las tensiones y los conflictos generados en la interfase del campo de la militancia afro con el campo académicoMarta Mercedes Maffia y Pablo Gustavo Rodríguez ............................... 203Marco conceptual ....................................................................................... 206Condiciones contextuales del campo afro en la Argentina ....................... 210Descripción y análisis de alguna(s) situación(es) de campo donde se manifiestan tensiones y contradicciones ................................... 212Conclusiones ............................................................................................... 222

Bibliografía ............................................................................................. 225

Sobre los autores y editores ................................................................ 245

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Imaginarios sociales en la colonia tardía

Clasificaciones y jerarquías del color en Los Llanos de La Rioja, siglos XVIII y XIX

Judith Farberman

Introducción

Los Llanos de La Rioja, intendencia de Córdoba del Tucumán, virreinato del Río de la Plata, 1795. En esta remota región ganadera, mejor comunicada con las minas chilenas que con el activo puerto de Buenos Aires, el puntilloso párroco don Sebastián Cándido de Sotoma-yor ha levantado un padrón de su curato que clasifica a la población en cuatro grupos: “españoles”, “mestizos”, “mulatos” e “indios”.1 Los “españoles” resultan la primera minoría, alcanzando el 40% de las 3.500 almas registradas, le siguen los “mulatos” y los “mestizos” –con el 31 y el 16% respectivamente– y muy atrás, reducidos a un exiguo 10%, los “indios”.2

No era éste el primer conteo demográfico que se realizaba en Los Llanos en la segunda mitad del setecientos; también en 1778 y en 1767 la población local había sido objeto de registro y ponderación étnica.3 Sin embargo, dos diferencias fundamentales separaban a los primeros padrones del que don Cándido encarara al doblar el siglo. El primer contraste apunta al número de habitantes, que apenas si alcanzaba la mitad de los contabilizados en 1795. Así pues, en apenas tres décadas, cuantiosos flujos de emigrantes de regiones vecinas se habían ido instalando en las avaras aguadas llanistas, abigarrándose en las estancias y multiplicando los topónimos en una geografía ahora mejor conocida. La segunda diferencia reside en la participación por-centual de los diversos grupos. Aunque los tres padrones compartían

1. Archivo del Arzobispado de Córdoba (en adelante AAC), leg. 2, t. 2.

2. Antes de nosotros han trabajado con esta fuente Endrek (1986) y Guzmán (1993).

3. Archivo Histórico de la provincia de Córdoba (en adelante AHPC), Escribanía 2, 37, 21, y Larrouy (1927, t. III: s/p).

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la división cuatripartita (español, indio, mestizo y mulato), tanto en 1767 como en 1778 la abrumadora mayoría de los individuos fue clasificada –cuando efectivamente se les asignó una clasificación– en los dos grandes compartimientos, organizadores por otra parte de las taxonomías coloniales tempranas: españoles e indios.

¿Cómo explicar la mayor sensibilidad de don Cándido frente a las categorías híbridas de “mestizos” y “mulatos”? ¿Reflejaba su clasifi-cación el reconocimiento de procesos de mestizaje real o simplemente revelaba la utilización de un cristal diferente al de sus predecesores para mirar la sociedad llanista? ¿Hasta qué punto la presencia indí-gena en Los Llanos había corrido pareja con la suerte de las extintas reducciones de Atiles y Colosacán y de la declinante Olta? No es el objetivo de esta contribución responder a estas preguntas puntuales, que hemos abordado en otros trabajos (Boixadós y Farberman, 2009a, 2009b, 2011, 2015). En cambio, nos valdremos de ellas para proponer un recorrido historiográfico y ponerlo al servicio de nuestra propia investigación.

En esta exploración, don Cándido seguirá oficiándonos de guía para aportarnos sus percepciones personales sobre Los Llanos pero también para lanzarnos hacia horizontes intelectuales más vastos y geografías diversas. Por lo que hace al contexto local, vale pensar conceptualmente al escenario llanista de 1795 como una frontera a punto de dejar de serlo. No era éste el caso cuando se levantaron los padrones anteriores de 1767 y 1778 lo cual, sostenemos, repercutió en la clasificación. En aquellos años, la región se encontraba todavía abierta al asentamiento de colonos que buscaban tierras para sus ganados y la posibilidad de “valer más” que en sus lugares de origen. Desde principios del siglo XVIII, en efecto, humildes soldados riojanos, sanjuaninos o puntanos, de hispanidad dudosa, habían conseguido gracias a la concesión de una merced real, o lisa y llanamente a través de la ocupación de una aguada, con títulos o sin ellos, refundar sus orígenes sociales. Sin embargo, la valorización de la tierra que trajo aparejada la expansión de la ganadería mercantil en un contexto de muy limitadas condiciones ecoambientales determinó que hacia 1795 se hicieran ya muy evidentes algunos signos de conflicto entre población y recursos (Palomeque, 2006; Boixadós y Farberman, 2009a y 2011).

Dicho esto, tratemos de retornar a don Cándido y de imaginarlo como un observador atento de este mundo rural que cambiaba ace-leradamente ante sus ojos. Párroco del curato entre 1781 y 1809, el autor del padrón de 1795 había presenciado la asombrosa multipli-

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cación de su rebaño en muy poco tiempo. Por lo tanto, clasificar a la población en su registro eclesiástico era su manera –y no sólo la de él– de organizar, por lo menos imaginariamente, a una mayoría de individuos de “vida desordenada”. En este escenario y en esta clave se entiende que el encasillamiento de 1795 fuera notablemente más conservador que el de 1767 (poco podemos decir del padrón de 1778 porque sólo conocemos una síntesis). Bajo la pluma de don Cándido, no pocos “españoles” del primer censo (así como otros individuos sin clasificar) fueron “devaluados” a “mestizos” o “mulatos”, aunque ello no acarreara mayores consecuencias prácticas dada la naturaleza de status animarum del padrón.

Por otro lado, por remota que fuera su localización en el vasto imperio colonial hispano, la región de Los Llanos riojanos distaba de ser una isla. Hombres con la mentalidad de don Cándido florecieron en el siglo XVIII aquí y allá, dejándonos similares apreciaciones y taxonomías. Se ha sostenido que las nuevas representaciones de la sociedad colonial asumían dos dimensiones opuestas: de un lado, la fragmentaban al reconocer diversos grados de mestizaje; del otro, homogeneizaban a los grupos plebeyos agrupándolos en el vasto continente de las “castas” mezcladas. Esta estratificación alternativa tampoco le resultó ajena a don Cándido, a quien le debemos un intere-sante informe del curato once años posterior al padrón ya comentado, y que nos servirá de complemento en nuestro análisis.

Tanto el padrón como el informe de don Cándido aplicaban etique-tas étnicas y emitían juicios valorativos y morales sobre sujetos cuya palabra no se deja escuchar. Se dice “etiquetas” en el entendimiento de que las categorizaciones raciales distaban de ser “objetivas”, empresa difícil de por sí y casi imposible una vez pasadas varias generaciones de mestizajes. ¿Cuántos de los individuos clasificados, especialmente los mestizos, mulatos e indios, habrían aceptado los rótulos que don Cándido les prodigaba? O en otras palabras, ¿coincidía la identificación étnica de don Cándido con la autorrepresentación de los clasificados? Estas fuentes nos impiden saberlo pero su confronta-ción con otras nos revela, con toda claridad, dos cosas. La primera es que las líneas de color –especialmente cuando se trataba de negros y afromestizos– mantenían cierto peso en la conceptualización de las diferencias sociales y en la definición de la calidad de los individuos. En otras palabras, las categorías utilizadas por don Cándido no eran una mera construcción intelectual sino que formaban parte de un lenguaje cotidiano y compartido. La segunda matiza un tanto lo que acabamos de enunciar y sostiene la reversibilidad de las etiquetas

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raciales. Ya que el seguimiento de las trayectorias de algunos de los sujetos clasificados por don Cándido demuestra que era posible transitar por diversas categorías a lo largo de la vida así como par-ticipar simultáneamente de más de una. También nos advierte que la etiqueta aplicada por un tercero no tenía por qué coincidir con la que el sujeto entendía que le correspondía: podía existir más o menos consenso en las clasificaciones.

De la mano de nuestro párroco, hemos presentado algunos de los problemas que se tratarán en este artículo y que la historiografía viene desarrollando profusamente desde hace ya varias décadas. Debe remarcarse que los contextos urbanos, ámbitos privilegiados de mestizaje biológico y social, han sido objeto de mayor atención que los rurales, como era el caso del curato de Los Llanos. Las diversas lógicas clasificatorias, y el papel de las jerarquías del color y de la riqueza, la relación entre clasificaciones y escenarios locales, el carácter móvil y situacional de las categorías y la manera en que los sujetos, espe-cialmente los plebeyos, las vivieron cotidianamente son algunos de los temas que se irán desgranando en adelante. Aunque entendemos que el problema de fondo que subyace a las formas de imaginación social de la colonia es el del mestizaje y las formas de procesarlo, en este breve ensayo habremos de concentrarnos sobre las categorías clasificatorias. Por ese motivo, notará el lector la ausencia de nume-rosas y valiosas contribuciones que sobre los mestizajes americanos han renovado recientemente el campo historiográfico.

De las “dos repúblicas” a la “sociedad de castas”

Las taxonomías socioétnicas son reveladoras de imaginarios so-ciales, expresan tanto las formas en que la sociedad se presenta y se piensa a sí misma como los intentos de las autoridades civiles o eclesiásticas por ordenarla y controlarla. Sería ingenuo atribuirles valor descriptivo (siempre relativo, ya que la realidad es siempre más compleja que los modelos propuestos para concebirla) y reduccionis-ta concebirlas exclusivamente como imposiciones desde arriba. Por otra parte, como oportunamente señalara James Lockhart (1990), las jerarquías del color se entrelazaban en una apretada trama que cruzaba otros tantos criterios jerárquicos con relaciones horizontales. El esquema castellano de patrón-cliente y los vínculos informales de subordinación se conjugaron con las divisiones raciales, y no siempre es sencillo discernir que variable predominaba. Por ello, los historia-

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dores prefieren hablar de categorías socioétnicas antes que étnicas y de calidad antes que de color.4

Más adelante nos referiremos a los interjuegos entre los diver-sos componentes de la calidad social; por ahora, ateniéndonos más estrictamente a las jerarquías étnicas y en términos ideales, puede sostenerse que, entre los siglos XVI y XIX –en las zonas integradas al dominio colonial, no así en las fronteras– se transitó entre dos imaginarios: el de las “dos repúblicas” (y tres “naciones”) y el de la “sociedad de castas”, por utilizar un rótulo que en breve discutiremos.5 El cambio de paradigma, empero, no significó que el primer modelo quedara completamente relegado.

Pero todavía no hemos definido qué sentido tenía la raza en la perspectiva de los españoles del siglo XVI, cuando el esquema binario se afianzó. Por cierto, no tenía el sentido biologicista y pseudocien-tífico del siglo XIX. Remitía en cambio a un concepto nobiliario –el linaje– que tenía en la sangre su patrimonio común y aludía a una determinada civilización y religión (Zúñiga, 1999). Como corolario de esta noción, categorías aparentemente étnicas revestían ante todo contenido social, no restringido de manera exclusiva al fenotipo. En este sentido, la sangre indígena, en la medida en que los dominados integraban una misma civilización católica, no “manchaba” como sí lo hacían la del judío o la del musulmán, radicalmente excluidos del mundo hispano y católico.

En el siglo XVIII esta concepción fue modificándose y adquiriendo un nuevo sentido, más alejado de la dimensión política y “civilizatoria” y, según algunos autores, más atento a los rasgos somáticos y morales que de éstos se desprendían (Hudson, 1996). El color habría jugado desde entonces un papel de mayor relevancia en la definición de la calidad de las personas, con efectos retrospectivos y genealogizantes. Esta transición –que Hudson (1996) denominó de la “nación” a la “raza”– culminaría en la llamada “sociedad de castas” del setecien-

4. La calidad incluía, además del color, otras variables como la ocupación, la legiti-midad, la riqueza etc. Dichos atributos bien podían cambiar la valoración de la etnia de un individuo.

5. Que la sociedad colonial fuera pensada a partir de estos imaginarios no significa que su realidad se redujera a ellos. Coincidimos con Poloni Simard (2006: 31) en que asumir esta concepción como historiadores “equivale a continuar prisionero de una aproximación que define a los actores en función de su solo grupo de pertenencia étnica, desdeñando la complejidad de las situaciones a través de las cuales son aprehendidos, la multiplicidad de las posiciones que ocupaban y la pluralidad de las configuraciones sociales en las que se inscribían”. Nuevamente, en la práctica, la etnia era una variable dependiente que integraba la calidad de los individuos.

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tos. Aunque no existe un consenso absoluto acerca del momento de origen del nuevo paradigma, hay coincidencia en que la sensibilidad ilustrada agudizó la obsesión clasificatoria que ejemplifican algunos padrones coloniales y, con mayor elocuencia aún, los pintorescos “cuadros de castas”.

Jean Paul Zuñiga (1999) ha definido esta ruptura del siglo XVIII como la del ocaso del “silencio integrador” de las dos centurias ante-riores. En efecto, desde muy temprano, la sociedad colonial había sido más bien refractaria a reconocer las mezclas, subsumiéndolas en las tres grandes naciones de sus orígenes: españoles, indios y negros.6 A pesar de que las uniones interétnicas se iniciaron al mismo tiempo que la conquista (y en contradicción con las políticas oficiales que inicialmente favorecían el mestizaje), los frutos mestizos tendieron a integrarse a través de su sociabilidad en las dos “repúblicas” legítimas, impidiendo la construcción de identidades híbridas.7 El señalamiento del mestizaje operaba más bien como un estigma que excluía a los mezclados de ciertos derechos privativos de los españoles. Este sentido quedó expresado fundamentalmente en una legislación discriminato-ria que los actores, dependiendo de las redes que lograran movilizar, podían atenuar o eludir (Ares Queija, 2004: 197).

La mirada dicotómica –coherente con la política de la monarquía compuesta de los Austrias, que suponía pactos específicos entre el Rey y cada reino y república (Elliott, 1992)– se expresó acabada-mente en un régimen legal plural y en la separación residencial de indios y españoles. Como compensación, los diversos componentes se amalgamaban en sus identidades políticas y religiosas (súbditos de la Corona, feligreses católicos), que colocaban entre paréntesis la alteridad indígena. Siguiendo este modelo, las reducciones o pueblos de indios fueron erigidas como réplicas urbanísticas y políticas de las ciudades hispanas, aunque subordinadas a aquéllas. Sedes de las autoridades tradicionales (caciques) e hispanizadas (los alcaldes y regidores del cabildo indígena), los pueblos de indios debían asegu-

6. Ya que, efectivamente, los grupos eran tres pero las repúblicas solamente dos: de españoles y de indios. Como ha señalado Berta Ares Queija (2004: 196) “ni siquiera la paulatina incorporación de población negra esclava (a lo que la Monarquía fue en principio reticente) supuso una variación de ese esquema dicotómico, habida cuenta de que jurídicamente los esclavos formaban parte de los bienes de los españoles y por lo tanto quedaban incluidos en su república”.

7. Una excepción a la regla la constituyó la derrotada conspiración cuzqueña de 1567, de la que participaron numerosos mestizos y que podría referirse como expresión identitaria del grupo (Ares Queija, 1997).

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rarles a sus moradores cierta autonomía económica y de gobierno comunitario y a la Corona eficacia en la evangelización y recaudación del tributo. Los españoles (a excepción de los sacerdotes), los mestizos, los negros y mulatos debían mantenerse a prudente distancia de los pueblos: nada bueno podía esperarse de relaciones interétnicas que no se encontraran estrictamente reguladas.

Por otra parte, esta organización residencial completaba un proceso que había arrancado con la conquista y que homogeneizaba bajo la categoría de indio a las múltiples “naciones” del pasado prehispánico. Así pues, tanto la etiqueta étnica como el pueblo de reducción en el que se esperaba que los indios residieran, socializaran y tributaran fueron construcciones coloniales. Demostraron, sin embargo, y más allá de su eficacia, una larga perdurabilidad, capaz de trascender no sólo el “nuevo pacto” borbónico con la nación indígena sino también las celebraciones del mestizaje y la retórica igualitaria de la ciudadanía en los siglos XIX y XX (Rivera Cusicanqui, 1996).

Al mismo tiempo que se conformaban las reducciones indígenas, las ciudades recibían importantes flujos de población étnicamente variada. Aunque en algunas se conformaron verdaderos barrios ét-nicos, fue más común la residencia indiferenciada y la hispanización de los huéspedes urbanos. Sin embargo, más allá del despoblamiento y repoblamiento de las reducciones y del surgimiento de una cultura mestiza en las ciudades, el impacto de la segregación residencial, como veremos más adelante, proporcionó criterios adicionales de clasificación. Por ésta y por otras razones, la sociedad colonial siguió reconociéndose por mucho tiempo en el espejo binario de los orígenes: aunque el mestizaje lo desafiara a cada paso, los efectos corrosivos de la mezcla eran acallados en otras manifestaciones.8

Volviendo a nuestro ejemplo inicial, ¿acaso no revelaban, y aun extremaban, esa inercia los censos de Los Llanos de 1767 y 1778, que colocaban al 80% de los individuos clasificados en los dos casilleros convencionales? Evidentemente, estos rótulos ya no describían a la población que decían clasificar y cabría preguntarse por qué motivos,

8. El lugar intersticial, casi negado, de los mestizos en el modelo de las dos repúbli-cas implicaba ciertas ventajas para los sujetos mezclados –la exención de tributo, por ejemplo– pero también, como ha sostenido Carmen Bernand (2001), los cargaba de una triple ambigüedad jurídica, familiar y política que les impedía conformarse como actores colectivos en una sociedad estructurada corporativamente. Al carecer de identidad en tanto grupo, los mestizos planteaban tempranamente “la emergencia del individualismo” (122) y es a través de sus trayectorias personales y de sus roles mediadores que podemos conocerlos.

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tan avanzado el siglo XVIII, los empadronadores siguieron observando la realidad a través del antiguo esquema dicotómico. A nuestro juicio, amén de las fuertes inercias que apuntalaron la pervivencia de las dos repúblicas, parte de la respuesta apunta al contexto: Los Llanos, como se dijo ya, conformaban una región rural y extremadamente periférica al momento de los primeros padrones (también por eso buena parte de la población de 1767 no fue clasificada). Si, junto con Lockhart (1990: 105), asumimos que “mucho de la diferenciación regional puede reducirse a lo cronológico, ya que formas procesos similares aparecieron en todos los lugares y en la misma secuencia, pero en proporción distinta”, se comprende que el cambio de para-digma recién aparezca representado en el padrón de don Cándido de Sotomayor de 1795.

Las reformas borbónicas de fines del setecientos desafiaron el pactismo de la monarquía compuesta de los siglos XVI y XVII. A la par que cuestionaban el “absolutismo negociado” entre el rey y las elites locales, procuraban también redefinir el contrato particular con dos repúblicas por completo desbordadas. El crecimiento demográfico del siglo XVIII, el ingreso de flujos cuantiosos de población peninsular y esclava y el aumento de los libertos habían complejizado el panorama. Aunque no tuvieran pretensiones realistas, los “cuadros de castas” con sus extensas nomenclaturas ilustraban los múltiples matices que podía alcanzar el mestizaje y la emergencia de un imaginario alter-nativo para procesarlo. Ahora las mezclas habían pasado al primer plano, a ser elevadas como motor de la movilidad y del descenso social. Como ha sostenido Juan Carlos Estenssoro Fuchs (1999), venía a imponerse una representación “líquida” de la sociedad como conjunto de mezclas, bien que éstas afectaran en sustancia a los sectores ple-beyos, soportes exclusivos del color. De esta suerte, las posibilidades de ascenso para hombres y mujeres “de castas”, de piel más o menos oscura, se reducían (al menos teóricamente) a la incorporación de sangre española (y con ello el blanqueamiento biológico y social) a lo largo de sucesivas generaciones.

Claro está que estos imaginarios no operaban en el vacío. Ya se habló de la necesidad de “domesticar” los mestizajes que le habían cambiado el rostro a la sociedad colonial, especialmente a la urbana. El incremento relativo del grupo tenido por español justificaba la em-bestida clasificatoria: en las elites se extendía la desconfianza hacia los advenedizos, a los que se les atribuían ancestros mulatos más y menos remotos. Este espíritu de exclusivismo y difidencia presidió medidas tales como la Real Pragmática de 1776 (que procuraba con-

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trolar los matrimonios desiguales) y las restricciones para el acceso a corporaciones, gremios, cofradías, conventos y empleos burocráticos (Socolow, 1989; Johnson, 2013).

Las contradicciones entre el desarrollo económico y el arcaísmo social del nuevo paradigma “pigmentocrático” llevaron a algunos historiadores –como Magnus Morner (1967)– a preguntarse cuánto tenía éste de ficticio y hasta qué punto las puntillosas taxonomías no enmascaraban criterios de estratificación alternativos y de mayor vigencia. Una extensa discusión sobre el particular tuvo lugar en la historiografía norteamericana sobre Nueva España entre 1970 y 1980, que se zanjó a favor de quienes se pronunciaron acerca la existencia de una sociedad de clases hacia fines de la colonia.9 Este “enfoque multidimensional de la estratificación” fue alternativamente criticado y defendido por otros autores (Mac Caa y otros, 1979; Seed, 1982; Seed y Rust, 1983) y el mismo Morner (1983) se sintió en la necesidad de regresar a sus planteos anteriores para reforzarlos introduciendo nuevas variables de análisis. A su juicio, el esquema racial presionaba sobre la estabilidad de sistema de estratificación: aunque la econo-mía cambiara velozmente, la sociedad lo hacía a un ritmo más lento y por eso seguía presentándose como estamental (aunque se tratara de castas “a la española”, que no implicaban inmovilidad ni cierre de los estamentos).

Un esquema similar al de Morner (1972) subyace en la ya clásica descripción del virreinato rioplatense de Tulio Halperín Donghi, que señalaba las contradicciones entre renovación económica y conservación social. Halperín postulaba que en el Interior de vieja colonización (coincidente en su mayor parte con las intendencias de

9. En esta clave, Chance y Taylor (1977) revisaron a partir censos y registros parro-quiales las hipótesis de los trabajos señeros de Mac Alister (1963) y Morner (1967) atendiendo a la correlación entre las categorías ocupacionales y raciales y la tasa de matrimonios interétnicos. Concluyeron así que en el siglo XVIII las bases de la estratificación ya eran predominantemente económicas. Entre la pequeña elite rica y prestigiosa y la masa de trabajadores sin calificación se extendía un “desarrollado sector medio de profesionales y trabajadores especializados” (Chance y Taylor, 1977: 472, nuestra traducción) y las divisiones entre peninsulares, criollos, mestizos y mu-latos ya habían dejado de coincidir con las jerarquías socioeconómicas de la ciudad. El examen de los patrones matrimoniales demostraba que “a menudo factores no raciales pesaron en la elección de cónyuge” y que “las poblaciones de mestizos y mulatos no conformaban grupos en sentido sociológico”, dato que confirmaban sus altas tasas de matrimonio exogámico (Chance y Taylor, 1977: 481). En rigor, los grupos intermedios o mestizos eran aquellos entre los cuales la incongruencia, tanto en patrones nupciales como ocupacionales, era mayor. Entre los textos que han recogido este debate: Boyer (1997), Barragán (1996).

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Salta y Córdoba del Tucumán y de Cuyo), donde la población indígena había sido inicialmente repartida en encomienda y buena parte de la negra se había liberado del vínculo de la esclavitud, el imaginario pigmentocrático gozaba de muy buena salud. Pisando el siglo XIX, algo sobrevivía del carácter señorial de estas elites mediterráneas que, aunque ya bastante escuálidas, basaban su supremacía en la escasez relativa de las familias fundadoras y reputadas como espa-ñolas. Por otra parte, en esta subregión los emancipados hombres de color amenazaban con sus destrezas artesanales el predominio de la gente “pobre pero decente”, deseosa de frenarles un ascenso social que pudiera cuestionarla.

También en la ciudad de Buenos Aires y su hinterland rural inmediato –donde los esclavos abundaban desde la segunda mitad del siglo XVIII– las percepciones sociales eran equivalentes a las del Interior. Sin embargo, se trataba de un fenómeno reciente, deudor de la prosperidad económica del auge mercantil y del libre comercio. En sus escasos años de capital virreinal, Buenos Aires había recibido importantes flujos de peninsulares, comerciantes y burócratas que habían renovado la elite criolla, dotándola de un lustre del que antes carecía. Por último, en el esquema halperiniano las barreras raciales se debilitaban en las tierras ganaderas del nuevo litoral (Corrientes, Entre Ríos) y en las zonas más alejadas de la campaña bonaerense. Aquellas dinámicas fronteras sabían muy poco de divisiones tajantes entre “castas” y “españoles” y las jerarquías sociales no se hallaban todavía cristalizadas. Como resultado de estos contrastes regionales, y en un espacio en que la movilidad geográfica era un modo de vida para muchos, un “indio” del interior podía pasar por “español” en el hinterland rural de Buenos Aires mientras que pocos habrían repara-do en la piel oscura de un mulato asentado en la campaña entrerriana.

Ya adelantamos que la existencia misma de un “sistema de castas” es hoy cuestionada por los historiadores. Tanto el carácter sistémico como el peso del componente racial en la construcción de la grilla clasificatoria han entrado en duda (Boyer, 1997; Rapaport, 2014), reduciendo el paradigma a una construcción de los historiadores. Sin embargo, aunque algunos de los términos de la sofisticada nomencla-tura dieciochesca (“no te entiendo”, “saltatrás”, “tornadelante”, etc.) fueran puramente ficticios, otros no lo eran y formaban parte del dis-curso cotidiano de la identificación y de la identidad de los sujetos. Se usaban como epítetos antepuestos al nombre para presentarse en los estrados judiciales, para describir a otros cuando se testificaba, para descalificar e injuriar. Se aplicaban intencionada o inocentemente y,

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por lo común, tenían una carga que superaba el fenotipo. La expresión “correr por” indio, mestizo o mulato, presente en numerosos expedien-tes judiciales, expresa con elocuencia el contenido convencional de las etiquetas raciales, siempre abiertas a categorizaciones alternativas.

Por lo tanto, admitir el uso cotidiano de etiquetas étnicas en la sociedad colonial no significa aceptar la eficacia ni la operatividad del “sistema de castas”. Si éste tenía por objeto ordenar la sociedad colonial, cerrándola y reduciendo el ascenso a la “cumbre” hispana, queda en claro el fracaso de su intento y su misma incongruencia con otros aspectos como los normativos, también estos dudosamen-te sistémicos. Hay consenso en que la legislación hispana –que no reconocía más que las dos repúblicas iniciales– y la estratificación económica –que sólo parcialmente reflejaba la racial– colaboraron en la erosión del modelo, si éste realmente existió (Cope, 1994). En contraste, la “retórica de castas” se demostró mucho más plástica y duradera. En estos términos ha replanteado la cuestión Richard Boyer (1997), subrayando el uso situacional de las categorías raciales y su permanente negociación, tema que retomaremos en el próximo apartado. Partiendo de la idea de que “los términos construyen la realidad tanto como la reflejan”, Boyer apuntó a una relación más compleja que la establecida entre clasificadores y clasificados: los individuos, en definitiva, también hacían valer su estatus poniéndolo en relación con el de sus cónyuges, parientes y conocidos. La gestión de la propia identidad dependía del lugar asignado a otro y ese lugar no se limitaba a lo racial sino que expresaba una calidad social más abarcadora. En este sentido, la crítica dirigida por Boyer (1997) a los estudios novohispanos sobre el sistema de castas apunta a la atención conferida a las etiquetas en detrimento de los procesos de asignación de las mismas. Esta perspectiva relegaría la “lucha cotidiana por el estatus”, privilegiando un análisis estático y descuidando otros cruces posibles, producto de la interacción entre las categorías étnico jurí-dicas y las redes de relaciones forjadas por los individuos concretos. Justamente, la recuperación de este juego es uno de los rasgos más notables de un conjunto de investigaciones más recientes centradas en el análisis de redes relacionales y que desarrollaremos en lo que sigue.

La producción de las etiquetas étnicas

La historiografía reciente no sólo ha discutido el modelo de la “so-ciedad de castas”: como señalamos brevemente comentando a Boyer,

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las mismas etiquetas han sido objeto de problematización. En este sentido, se ha transitado desde una mirada atenta al “resultado” de la catalogación a otra que pone su centro en el proceso de producción de las diferencias. Un trabajo pionero por su llamado a contextualizar geográfica e históricamente los rótulos étnicos ha sido el de Jack For-bes (1988) sobre los esclavos africanos e indígenas y sus relaciones en un período de larga duración. Como el autor ha demostrado, mientras algunos términos aplicados a los esclavos apuntaban específicamente a la filiación o a los orígenes geográficos, otros simplemente denota-ban apariencia y color, sin intervención alguna de la variable étnica.

Es que, en efecto, ciertas etiquetas dicen más de quien las aplicó y del clima de ideas en que tuvo lugar ese proceso, que de los sujetos clasificados. En otras palabras, hay una percepción subjetiva, posible-mente impregnada de prejuicios sociales, que obliga al lector contem-poráneo a cuestionar las identificaciones y no creerlas literalmente, o al menos tomarlas con pinzas. Por otra parte, tan relevante como el “quién” clasificaba resultaba el “para qué” de la categorización, tanto en las fuentes censales como en las de otra naturaleza. En este sentido, los padrones de tributarios tenderían a sobreestimar a los “indios” y los listados de esclavos a los “negros” y afromestizos aun-que, como el lector avezado sabe, una y otra fuente pueden encubrir tanto como muestran.

Por tanto, se hace necesario “desarmar” las fuentes para poder despegarnos de las agrupaciones con frecuencia rígidas y aleatorias que pueden cargar en su estructura, como típicamente lo hacen los padrones organizados por “castas”. Una forma de deconstruir las ca-tegorías es recurrir al análisis de las redes sociales de los individuos, método aplicado por Jacques Poloni Simard en su estudio sobre el “mosaico indígena” en el corregimiento de Cuenca entre los siglos XVI y XVIII (Poloni Simard, 2006). El historiador francés ha mostrado hasta qué punto ciertas categorías étnicas –y en particular la de “indio”– se revelaban insuficientes para expresar procesos de mestizaje que no necesariamente involucraban un componente biológico. El primer mestizaje en el corregimiento de Cuenca, se nos dice, fue social e interno a la sociedad indígena. De inmediato, el lenguaje disponible se reveló demasiado limitado para expresar una realidad en la que los mestizos pobres podían caer en el contenedor de los “indios” y los indios ricos en el de los “mestizos”, aunque no se tratara de fenómenos masivos. Como en otras jurisdicciones, las categorías intermedias aplicadas en Cuenca en el siglo XVII fueron más bien escasas, pero el uso de ciertas etiquetas como la de “mestizo en hábito de indio” o

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“indio en hábito de español” denotaba la necesidad de dar cuenta de determinados procesos. Procesos cuya lectura quedaba abierta ya que podían revelar la pertenencia fenotípica a un mundo y cultural a otro, un intento de pasaje a otra categoría o simplemente la incapacidad económica de costearse un estatus.10

Otro tanto podría afirmarse de las categorías que se aplicaban a la población de origen africano. Estudios de caso como los Ares Queija (2004: 197) sobre el Perú señalan que, incluso en la colonia temprana, el “empecinamiento por encasillar y definir a la gente según categorías estáticas determinadas por el fenotipo de sus ascendientes, entraba a menudo en colisión con una realidad social muy heterogénea” y que la operación se volvía especialmente compleja cuando entraban en juego las categorías intermedias, cuya naturaleza mestiza entra en muchos casos en duda. El término mulato, por ejemplo, demostró una enorme elasticidad y lejos de aplicarse exclusivamente a las mezclas entre blancos y negras, podía abarcar a los indoafricanos o a cualquier sospechoso de “color bajo” como de hecho ocurría en Los Llanos. Paradójicamente, los términos “zambo”, “zambaigo” o “pardo” fueron de uso bastante tardío y generalmente aleatorio a pesar de que las mezclas que enunciaban tienen que haber sido mucho más corrientes (Ares Queija, 2000: 83).

En resumen, las categorías supuestamente étnicas, al dialogar con otras variables, disparaban un sinnúmero de sentidos que es preciso contextualizar temporal y regionalmente. Podía ser mestizo un miembro de la elite, un cacique, un artesano urbano, el hijo natu-ral de una pareja de españoles, todo ello más allá del color. Al igual que el epíteto de mulato, se lo utilizaba para excluir y para difamar, designando, en términos genéricos, cualquier tipo de mezcla que in-habilitaba el ejercicio de ciertos derechos reservados a los españoles (Rapaport, 2014).

Es hora de suspender nuestro recorrido historiográfico para regre-sar a nuestro ejemplo, tomando nota de las advertencias enunciadas. La primera pregunta, entonces, apunta a los agentes que elaboraron los padrones del curato de Los Llanos en el siglo XVIII y con qué finali-dad lo hicieron. Por fortuna, contamos con algunas noticias sumarias de don Josep Antonio Baigorri de la Fuente –autor de un padrón de La Rioja y del llanista que nos ocupa en 1767– y también de don

10. Ares Queija (1999) le dedicó un estudio específico a esta cuestión para el virreinato del Perú.

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Sebastián Cándido de Sotomayor que pueden echar alguna luz sobre los resultados registrados en tanto que formas de ver.

El primer censista era cordobés, aunque tenía ascendencia riojana por parte materna y contó con colaboración local para cumplir con sus tareas (Boixadós y Farberman, 2015). El cura de Los Llanos fue uno de los pocos que entonces cumplió con la demanda de Baigorri, enviándole el estado de ánimas11 que seguramente le fue de ayuda, aunque no lo eximió de viajar hasta el apartado curato del sureste riojano. El objeto del conteo de 1767 era identificar a potenciales compradores de la bula de Santa Cruzada y el propósito inicial –que se frustró a poco de andar– era cubrir todos los curatos de la jurisdicción. Quizá por su condición de forastero o por la pareja pobreza de los pobladores de la época –que aun en la relativamente más próspera ciudad capital se habían mostrado reacios a adquirir la bula– lo cierto es que el padrón de 1767 está bastante incompleto, sobre todo en su porción rural. El dato de la edad falta en todos los casos y las categorías étnicas se anotan de manera aleatoria, ya sea por falta de interés o por desco-nocimiento. Ya dijimos que, de los hombres y mujeres clasificados, el 80% entraba en las categorías de “indios” (casi el 50%) y “españoles” (el 30% restante). Cabe agregar ahora que una buena mitad de la población no fue clasificada de ninguna manera y no nos atrevemos a afirmar que Baigorri diera por supuesta la calidad hispana. Más bien, nos inclinamos a suponer que no quiso herir susceptibilidades. Como hemos abordado en otros trabajos, Los Llanos era la tierra prometida de los segundones y bastardos de las familias principales de la capital; el cordobés tenía por tanto que andar con pie de plomo.12

Don Sebastián Cándido de Sotomayor, en cambio, era riojano

11. Los Status Animarum eran registros dispuestos a partir del Concilio de Trento (1545-1563) que los párrocos debían realizar regularmente. Siguiendo un auto de 1804 (que seguramente reiteraba otros anteriores) del obispo de Nicolás Videla del Pino, las matrículas tenían por objeto que el cura conociera a “sus ovejas, no solamente en general y según su número sino también en particular las familias y persona e indi-viduos de cada una, su edad, cualidad, inclinaciones y costumbres para si el caso lo exigiese ministrar a cada uno los oportunos remedios”. Más concretamente, el registro apuntaba al control del cumplimiento de la comunión y confesión de los feligreses, haciendo “prolija averiguación de los defectuosos y los exhorten al cumplimiento de tan interesante obligación”. Don Cándido respetó escrupulosamente el asiento de las familias tal como se indicaba en el auto que, no obstante, no señala la etnia como uno de los campos a completar en su formulario modelo. La transcripción del documento en Sánchez Pérez (2006: 89).

12. Especulamos sobre esta idea en función del censo que el mismo Baigorri hizo de la ciudad de La Rioja en ese mismo año y que analizamos en Boixadós y Farberman (2015).

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nativo y su madre pertenecía a una familia con intereses en Los Llanos. Cuando levantó su padrón que consiste, simplemente, en un estado de ánimas para uso pastoral, hacía más de diez años que era párroco. Por tanto, conocía muy bien a sus feligreses, a los que anotó repitiendo siempre los mismos datos, de la manera más escrupulosa y sistemática. Es justamente su sistematicidad la que nos permite especular algo más sobre los principios utilizados para asignar a los sujetos del padrón una u otra categoría socioétnica.

Como regla general, entendemos que los criterios más consistentes en la formación de éste y otros censos eran los de orden político jurídico (y en este sentido, las “naciones” seguían siendo más operativas que la “raza”). Un esclavo podía ser negro o mulato pero su color pesaba mucho menos que el vínculo peculiar que lo unía a su propietario. Por otra parte, las posibilidades de movilidad dentro del estatuto esclavista eran escasas, reduciendo incertidumbres y ambigüedades clasificatorias. Algo parecido, como se dijo ya, sucedía respecto de la adscripción de un sujeto a un pueblo de indios. El tributario era ha-bitualmente clasificado como “indio” aunque tuviera apellido español, residiera temporariamente en la ciudad, hablara exclusivamente castellano y sangre mezclada corriera por sus venas.13 Por último, también el origen peninsular de un individuo fijaba un criterio cla-sificatorio incuestionable, que iba más allá del nivel de riqueza y de la red de relaciones que lo abrigaba. Es posible asumir que el resto de las etiquetas se asignaban tomando como parámetro estas tres situaciones jurídicamente sancionadas y despojadas de ambigüedad que, al cabo, remitían a los tres estamentos y a sus dos repúblicas. Limitados a los sectores plebeyos, esclavitud y tributo marcaban la línea: una vez que ésta era traspasada, el “clasificador” ingresaba en un terreno de creciente vaguedad.

La cuestión es que en Los Llanos era ésta la situación que predo-minaba. Allí los peninsulares brillaban por su ausencia, los pueblos de indios eran insignificantes –en 1795 sólo quedaba Olta, con más “agregados” que originarios– y los esclavos sumaban apenas 36 individuos. En otras palabras, don Cándido se encontró con una abrumadora mayoría de hombres y mujeres jurídicamente libres, que no integraban corporación alguna y por ende quebraban cual-

13. Además de la adscripción personal (que decae junto con el sistema de encomienda) o territorial, los indios de pueblo solían compartir otros atributos: vestían como tales (descalzos y con poncho los hombres; con manta y rebozo las mujeres), figuraban en los padrones de indios que periódicamente se levantaban y, aunque algunos fueran ladinos, hablaban lenguas indígenas.

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quier certeza clasificatoria. Es posible especular con que el abultado porcentaje de “mulatos” y “mestizos” del padrón de 1795 daba cuenta las dudas de don Cándido, dudas que habría saldado apostando a categorías de tránsito, inestables por naturaleza. ¿Pero hasta qué punto las entendió nuestro censista en esos términos intermedios? Por tomar un ejemplo, “mulato” aparece en el padrón en dos sentidos: intermedio (resultado de procesos de mestizaje) y troncal (ya que nunca se habla de “negros”).

Sin duda, don Cándido tenía cierto conocimiento de los ancestros de las personas que catalogaba y en muchos casos pudo guiarse por el fenotipo pero esto es imposible de corroborar. Particularmente notable es que, a diferencia de Baigorri de la Fuente, el sacerdote registró un buen 30% de matrimonios “desiguales”, aplicando para la descendencia una parcialmente personal “regla de mestizajes”, que no conocía excepciones. Según ésta, la unión hispanoindígena producía mestizos al igual que la indomestiza y la hispanomestiza. En cambio, cualquier unión que incluyera un mulato producía frutos mulatos –lo que explica su relativa abundancia en el curato– mientras que las categorías de “indio” y “español” sólo podían ser troncales.

La aplicación de la “regla de mestizajes” explica la asignación de etiquetas a los hijos de los jefes de familia y sus esposas pero deja sin responder cómo se catalogaba a estos últimos en ausencia de criterios jurídicos que limitaran la ambigüedad. Entendemos que el dilema se resolvía evaluando la suma de atributos que hacían a la calidad de los individuos y que, una vez “despejada la incógnita”, don Cándido tendía a rotular por grupos. Por ejemplo, era habitual que tanto la mujer como el varón casado con quien portara determinada catego-ría étnica jurídicamente anclada recibiera por extensión su misma etiqueta, que determinados apellidos dispararan una identificación étnica tenida por indiscutible o que a los “agregados”, por su condi-ción dependiente, se les asignara un color “bajo”. Por supuesto, todo esto era tendencial; ya dijimos que la paleta de don Cándido era más variada que la de otros censistas y, aunque fueran pocos, consideraba también agregados españoles e individuos apellidados Aballay pero tenidos por mestizos entre otras rarezas.

Ahora bien, está claro que los padrones nada nos dicen sobre cómo los sujetos clasificados “vivían” cotidianamente sus etiquetas, que no tenían por qué coincidir con sus autorrepresentaciones.14 ¿Podría

14. Estamos dando por supuesto (aunque de hecho nos cabe la duda) que los sujetos clasificados no eran habitualmente preguntados por ellas en los registros demográficos.

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hablarse de una percepción alternativa, algo así como una noción plebeya de la indianidad, de la negritud o de los mestizajes a fines del siglo XVIII? Las “reglas de mestizaje”, que regían las imágenes de los cuadros de castas y taxonomías censales como la de don Cándido ¿tenían el mismo sentido –si es que tenían alguno– pensadas “desde abajo”?

Naturalmente, para responder a estas preguntas es necesario acudir a otro tipo de fuentes (registros inquisitoriales, expedientes judiciales, testamentos, protocolos notariales), como lo han hecho diversos autores (entre otros, Cope, 1994; Boyer, 1997; Poloni Simard, 2006; Rapaport, 2009, 2014). Por nuestra parte, retomaremos el caso de los pastores llanistas, tratando esta vez de recuperar también la palabra de los sujetos que don Cándido catalogó.

Un primer ejemplo nos lo proporciona el soldado Asencio Roldán. En 1740, lo encontramos reclamando frente a la justicia local por el trato que le había sido dispensado a su hijo, azotado frente a nu-merosos vecinos por el alcalde de hermandad. Asencio no negaba el delito del muchacho (que había apuñalado a otro joven e intentado huir), pero discutía el trato deshonroso para un español al que éste había sido públicamente sometido, manchando en el procedimiento la reputación de toda la familia.15 En su favor, Asencio aportó como testigos a varios jefes milicianos que habían participado junto a él y sus parientes en varias campañas al Chaco. Todos ellos lo presentaron como “soldado muy honrado”, e incluso destacaron que uno de sus hermanos había muerto peleando valientemente contra los infieles.

No obstante los esfuerzos de Asencio, el alcalde de hermandad descalificó el informe. Desde su perspectiva, nuestro hombre no era más que “un indio natural de Los Llanos” y si había participado de entradas había sido “como esos indios y zambaigos para ayuda de los españoles que todo el año se ocupan en cosas tocantes a la república por su bajeza […] como peones de trabajo”. ¿Cómo esperaba Roldán que se lo tuviera por español si “su mismo pelo y rostro” lo “acusaba” de ser indio? Así las cosas, el castigo que había recibido el hijo de Asencio era el que le tocaba a cualquier “indio libre” que hubiera delinquido, “para su escarmiento y ejemplo de muchos”. Y el alcalde concluía desafiando al ofendido para que presentara los registros de bautismo probatorios de la hispanidad que (abusivamente) se atribuía a sí mismo y extendía a su hijo.

Contamos con algo más de información sobre los Roldán, previa y

15. AHPC, Escribanía 2, 21, 22.

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posterior al enojoso episodio de 1740. Yendo hacia atrás, es importante destacar que la familia acreditaba una importante antigüedad en Los Llanos. Josep Roldán, padre de Asencio, había adquirido las tierras de Solca y Macasín a fines del siglo XVII. Al igual que Asencio, había sido soldado y el hecho de que edificara en sus tierras la capilla de Solca y detentara su patronato (que luego heredaron sus descendien-tes) permite suponer que gozaba de una cierta notabilidad local. Las noticias posteriores sobre los Roldán aparecen en los censos de 1767 y 1795, que los registraron en el mismo paraje de Solca (la merced de Macasín había servido para dotar a la nieta de Joseph). Aunque en ambos padrones figuran dos “indios” portadores del apellido, predo-minaban sin duda los “mestizos”, agregándose en el recuento de 1795 tres jóvenes miembros calificados como “mulatos” (oscurecidos gracias a la aplicación de la “regla de mestizajes”). Para entonces, una de las familias Roldán había perdido sus tierras luego de un prolongado liti-gio, dato que don Cándido hizo constar anotando a varios “agregados” entre los infortunados descendientes del valeroso Asencio.16

¿Puede la historia de los Roldán iluminar la categorización que los censistas hicieron de algunos miembros de la familia? Sabemos que Asencio se consideraba español y seguramente Josep fue tenido por tal cuando adquirió las tierras de Solca y edificó la capilla. Pero entre 1690 y 1740 había corrido mucha agua bajo el puente. En el nuevo contexto, no extraña que la condición de español de Asencio fuera cuestionada por el alcalde de hermandad –que lo percibía como un advenedizo y pretendió “ponerlo en su lugar” apelando al fenotipo–. Con más razón, tampoco sorprende que los censistas de 1767 y 1795 no encontraron “españoles” entre los Roldán, cuyo desclasamiento socioétnico venía acompañándose de una pobreza creciente. Trayecto-ria descendente y fenotipo se combinaron entonces para excluir a los Roldán de la hispanidad que el pionero Josep –propietario de tierras y patrón de una capilla– estaba seguro de merecer, al igual que su cuestionado hijo Asencio.

El segundo ejemplo lo aporta la familia del soldado Juan de Ba-rrionuevo, llegada a Los Llanos en 1733.17 En su solicitud de merced, Juan se presentó como un “huérfano” casado con otra “huérfana”,

16. Sabemos, por otra parte, que tan tarde como en 1813 la “vecina del lugar de Sol-ca” María de la Cruz Roldán solicitó a la justicia eclesiástica que no se le revocara el patronato de la capilla. Ella misma entendía que los embates de su poderoso vecino don Juan Gualberto de la Vega tenían lugar por “haber venido sus descendientes en alguna pobreza” (AAC.34.III.1813).

17. AHPC, Escribanía 2, 72,24.

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que había pasado su vida rodando de un lado a otro y “experimen-tando voluntades ajenas por no tener hogar ni casa propia”. Gracias al amparo real, Juan Barrionuevo fundó la estancia del Carrizalillo y crió allí a sus hijos. Uno de ellos, Damaseno, figura en el padrón 1767 anotado como “español”, al igual que su esposa e hijos. Sin embargo, apenas diez años de aquel registro, el mismo Damaseno se presentaba ante la justicia como “indio natural de esta jurisdicción”. Es relevante mencionar el contexto en que lo hizo: acababa de ser lanzado de sus tierras –las mismas que su padre había obtenido en merced más de treinta años antes– y, en alianza con otras víctimas del despojo, luchaba por hacer valer sus ajados papeles. Los testigos que apoyaron a Damaseno coincidieron con él en que era “totalmen-te pobre de solemnidad […] tenido y conocido por indio oriundo de la jurisdicción” aunque, según aclaró uno de ellos, se ignoraba que “contribuya con los tributos”.

Volvemos a saber de Damaseno en 1795, cuando ya era muy ancia-no. Don Cándido lo anotó como “agregado” –lo que permite inferir que el pleito por tierras se decidió finalmente en su contra– y lo clasificó de “mestizo”. Su esposa fue categorizada como “mulata” y, consiguiente-mente, los hijos de ambos quedaron en el mismo casillero de la madre. ¿Era Damaseno “español”, “indio” o “mestizo”? Podríamos decir que transitó por todas esas categorías, dependiendo del punto de vista, del proceso de poblamiento llanista y del contexto de enunciación.

En suma, entendemos que estas escuetas biografías nos dejan algunas enseñanzas que pueden generalizarse y otras que apuntan más estrictamente al contexto local y a un momento particular de la historia llanista. Las dos trayectorias nos advierten acerca de las po-sibles (y seguramente frecuentes) contradicciones entre las etiquetas impuestas y las autoadscripciones así como sobre el carácter situa-cional de las categorías étnicas (que con toda pertinencia vale llamar “socioétnicas”). En este sentido, Josep Roldán y Juan Barrionuevo pertenecían a una misma generación pionera que, como tal, había conseguido disfrutar de una serie de prerrogativas. Ambos soldados habían colonizado una frontera todavía abierta: ello les había permi-tido acceder a títulos de propiedad y reconocerse como españoles. Sin embargo, como los ejemplos expuestos lo indican, no todo era color de rosa y a los descendientes Roldán y Barrionuevo les tocaría lidiar con las espinas. En definitiva, Josep y Juan eran pobres pastores, propietarios de tierras cortas y áridas y su calidad hispana –o la de sus hijos– estaba pronta a ser cuestionada en presencia de cualquier conflicto. Las trayectorias iniciales de los Roldán y los Barrionuevo

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parecían promisorias, aunque el incidente entre el hijo de Asencio y el alcalde de Hermandad estuviera ya anticipando las penurias que habría de padecer la siguiente generación.

¿Hasta qué punto estas historias, entre individuales y generacio-nales, se hallaban inscriptas en las autodefiniciones socioétnicas de Asencio y de Damaseno? Como hemos notado ya, el primero se creía español en virtud de su identidad miliciana (soldado era casi sinónimo de español pobre y luego de mestizo en el Tucumán) aunque quizá apelara también, implícitamente, a la antigüedad de los suyos en Los Llanos y al patronato de la capilla. Se trataba de criterios alternativos a los que le opusiera el alcalde de hermandad, que apuntó en cambio al fenotipo y a la etiqueta externa y “oficial” del registro eclesiástico. A diferencia de Asencio, Damaseno, que había “corrido” por español en 1767, se presentó a sí mismo como indio en 1788, “devaluando”, en teoría, su calidad social. Y sin embargo, ambas autoadscripciones pueden considerarse estratégicas: mientras Asencio defendía como es-pañol la reputación familiar, Damaseno buscaba enfatizar el estatuto protegido de los indios para gozar así del amparo paternal de la jus-ticia. Así pues, estos dos ejemplos expresan posibles usos políticos de las etiquetas étnicas, sacadas a relucir en el momento de defender un derecho avasallado. Disputas equiparables expresan las peticiones de mestizos que se consideraban injustamente anotados en padrones de tributarios, las impugnaciones paternas motivadas por el matri-monio desigual de sus hijos o las discusiones acerca de la jurisdicción de la justicia inquisitorial sobre un reo (los indios quedaban teórica-mente afuera pero no siempre era sencillo demostrar esa condición).

Naturalmente, la cuestión de la calidad no revestía la misma importancia para todos. Los miembros de la elite ni siquiera pre-cisaban pronunciarse sobre el punto y, con seguridad, tampoco era un asunto que preocupara a los sectores más bajos. Cope (1994) ha sostenido razonablemente que a los integrantes de las “castas” de la ciudad de México les cambiaba bien poco la existencia el hecho de ser “confundido” como mulato, cuarterón, pardo o cualquier otra categoría de “baja esfera”. La escasa memoria genealógica plebeya, la percepción simplificada de la grilla de castas y la misma omisión de los apellidos (a menudo se utilizaba el nombre de pila o el “alias” en la identificación) apoyarían la idea de una percepción alternativa del color entre los hombres y las mujeres más pobres (Cope, 1994). Diversa, en cambio, era la situación de quienes se hallaban en los “bordes” y que eran los que verdaderamente tenían que esforzarse para mantener una posición siempre inestable. Los mestizos “exitosos”

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y la “gente decente” pero pobre era la más afectada (y por lo tanto necesitada de exhibir sus credenciales u ocultar posibles máculas) por las categorizaciones. Los ejemplos que acabamos de presentar se sitúan, precisamente, en este borde.

La plebe y las castas

Se ha dicho ya que la complejidad clasificatoria del sistema de castas convivía con esquemas mucho más simples –y tal vez más operativos– de imaginación social. Por un lado, el modelo de las “dos repúblicas” no había desaparecido: lo sostenían las leyes hispanas y la misma organización de los libros parroquiales que registraba tan sólo dos categorías (“españoles” y “naturales”). En la nueva sintonía ilustrada, también las referencias a la “gente de respeto o de razón”, tenida por española y contrapuesta a la “plebe” o “gente de baja es-fera”, reiteraban el esquema binario, especialmente en los ámbitos urbanos. Incluso en algunas regiones rurales, como ha sostenido Poloni Simard (2005: 7-8), “cabe preguntarse si todavía tiene validez conservar la imagen del indio comunero súbdito a un cacique, o sería mejor hablar de pequeños campesinos más que de indígenas”.

La plebe compartía su pobreza y subordinación y se la presuponía multiétnica y mezclada, aunque pudieran caber en ella no pocos es-pañoles venidos a menos. Expresiva de este sentido homogeneizador es la voz “castas”, en plural, que cubría bajo su paraguas todos los mestizajes posibles conformando “un término medio entre la división tradicional en naciones y otra nueva que integra transversalmente a los diversos sectores en clases sociales” (Estenssoro Fuchs, 1999: 76). Plebe y castas, por tanto, eran la contracara del puntilloso or-den de las jerarquías del color y la negación práctica de las políticas segregacionistas. Evocaban el caos, la ilegitimidad de nacimiento, la movilidad geográfica permanente, la inestabilidad familiar y los me-dios de vida dudosos. Sin embargo, paradójicamente, esta subcultura despreciada, y quizá temida por las elites, era culturalmente hispana: más allá del color o del rango, su subalternidad era el más potente denominador común.

Don Cándido de Sotomayor tampoco fue ajeno a esta clasificación alternativa. En 1806 dejó un informe de su curato que arrojaba una imagen muy polarizada de la sociedad. Distinguía, en primer lugar, a un grupo de siete poderosos estancieros –de los que ofrecía un listado nominativo– recortados por sus patrimonios ganaderos de entre cinco

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mil y mil quinientos animales. Por debajo de los siete estancieros, decía don Cándido, seguían “los demás vecinos, y estos muy pocos […] que tienen de 100, 200, 300 y 400” y finalmente los dueños “de 6, 10, 30 [cabezas] y otros ni una cabeza y estos son los más”. Resulta significativo que don Cándido les haya negado el “don” a dos de los “siete grandes” del listado: la viuda Casilda Flores y un tal Pascual Quintero, propietario de tres mil animales. No conocemos la historia de Casilda pero sí la de Pascual, un ex agregado del antiguo pueblo de indios de Colosacán, devenido luego en su estancia, reconocido por don Cándido mismo como “mestizo” diez años antes de su informe. Un “mestizo”, claramente, no podía ser agraciado con el “don” y al ilustrado sacerdote no se le olvidaban los orígenes de Quintero.

La polarización económica se reiteraba en la “descripción socio-cultural” que el párroco hacía de su curato. A su juicio, existían dos clases: la gente “de respeto” y “la gente natural”, que se hallaba “cuasi por lo general […] inclinados a toda especie de vicios” y “pocos se in-genian a trabajar”, entregándose “al juego, la embriaguez, al hurto y al dolo”.18 Según don Cándido, en 1806 “del globo general de 3.866 almas que contiene el mapa, sólo hay en este curato 264 familias de españoles, siendo las demás familias de los que llaman naturales por su bajo nacimiento”. Entendemos que esta presunta “mayoría” de “gente natural” equivalía a la plebe o a las “castas” de otras descrip-ciones y resulta interesante apreciar la relativa discordancia entre la puntillosa clasificación del padrón y las impresionistas pinceladas del informe. Ya que, de haberse mantenido constantes las dimensio-nes de los hogares de 1795, las “264 familias de españoles” habrían conformado nada menos que mitad del padrón. Así pues, o bien la “gente natural” incluía a unos cuantos españoles o bien los sujetos de “vida desordenada” no eran tantos como se proclamaba en el informe.

Conclusiones similares se desprenden en torno a la categoría de “agregado”. El censo de 1795 incluía en este grupo dependiente a la cuarta parte de la población llanista que, según el mismo don Cándido, era arduo registrar porque “tan presto están en un lugar, como en otro, y cuando hacen algún delito, o adeudan con el cura, se mudan a otros curatos por librarse de la Justicia o del Cura”. Como podemos notar, la caracterización de los “agregados” no se apartaba demasiado de la de “gente natural”: el denominador común era el “mal vivir”. Ahora bien ¿qué color otorgaba don Cándido a los agregados?

18. Vale la pena recordar en este punto que entre estos “naturales” de Los Llanos predominaban ampliamente mulatos y mestizos: don Cándido prácticamente no había hallado “indios” en su curato.

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Nuevamente, sus cifras matizan sus propias impresiones, aportan-do un panorama más variopinto. Siguiendo el padrón, el 40% de los agregados se repartía por partes iguales entre “españoles” y “mesti-zos”, mientras que el restante 60% se dividía, también parejamente, entre “mulatos” e “indios”. Con una sustancial diferencia: casi el 70% de los “indios” registrados aparecía entre los “agregados”, situación que sólo comprometía a poco más del 20% de los “mulatos” anotados. Estas incongruencias –extremas en la medida en que hablamos de un mismo sujeto que clasifica– refuerzan las hipótesis acerca de lo poco sistémico del “sistema de castas” e incluso cuestionan el mismo carácter intermedio de ciertas clasificaciones. Este tema –que desa-rrollaremos de manera especulativa sirviéndonos del mismo ejemplo– podría servir de puente para unir la clasificación por jerarquías del color y la binaria que separaba a la “gente de razón” de la “natural”.

La mayor parte de la bibliografía admite que ciertas categorías raramente surgen en determinadas fuentes, especialmente en las censales. “Mestizo” es quizá el mejor ejemplo, tal vez por su campo semántico demasiado amplio. Por el contrario, “mulato” se encontra-ba entre las más utilizadas y, como dijimos retomando a Berta Ares (2000), solía remitir a diversas mezclas. Ya sabemos que en el padrón llanista de 1795 los “mulatos” configuraban el 31%, el segundo grupo por detrás del de los “españoles”, y ello porque don Cándido utilizaba esa denominación como categoría intermedia y troncal. En otras pala-bras, en su taxonomía la categoría de mulato parece haber funcionado como un contenedor genérico para alojar a cualquier sujeto de baja estima social, hispanidad dudosa y condición jurídica poco clara.

De ello nos hablan los resultados de un nuevo empadronamiento que tuvo lugar en la jurisdicción de Los Llanos en 1814.19 Aunque por desgracia sólo se conoce una síntesis del mismo, vale la pena traer a colación sus resultados. En números, la población llanista no había variado demasiado –3.628 individuos– pero sí lo había hecho la clasificación socioétnica (que el nuevo gobierno se empeñaba en seguir sosteniendo a pesar de la retórica igualitaria y de la libertad de vientres decretada el año anterior). Tres cambios merecen ser destacados respecto de la taxonomía de don Cándido. El primero es el crecimiento relativo (y esperable) de la población “decente”. Aunque el padrón revolucionario no la llamara de esta manera, se vuelve evidente en los casilleros que agrupaban a “españoles”, “extranje-ros” y “americanos” y que representaban al 44% de la población. Las

19. AGN, BN, 346.

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tres categorías entraban en ese concepto en un sentido social (no así político) y, con seguridad, entre los americanos figuraban también algunos “mestizos” de los recuentos anteriores. Los tres casilleros restantes sirvieron para dar cuenta de la “gente natural”, “de castas” o “plebeya”: el de los esclavos –que seguían siendo muy pocos–, el de los “indios” y el de los “pardos libres”. Aunque los “indios” hubieran aumentado su participación desde 1795 alcanzando el 20% del padrón, lo más llamativo es el incremento de la categoría antes inexistente de “pardo libre”, que venía a reemplazar a los extinguidos “mulatos”. Su participación era casi equivalente y rondaba el 30%. ¿Quiénes serían estos “pardos” de 1814? Evidentemente, no se trató aquí de expresar una mezcla como sí lo había hecho don Cándido con los hijos de los matrimonios desiguales en 1795. “Pardo libre”, postulamos, era en 1814 una forma “políticamente correcta” de expresar a las antiguas “castas”.

Conclusiones

Los trabajos reseñados y el desarrollo de nuestro ejemplo dan cuenta de ángulos diversos desde los cuales abordar la cuestión de las jerarquías del color. A la vez, registran desplazamientos de la mirada, tributarios tanto de la historiografía como de los problemas impuestos por el presente. De esta suerte, los trabajos “panorámicos” de los años 80 y las preguntas sobre los criterios “reales” de estra-tificación coloniales han dejado lugar a otros más focalizados en los procesos de mestizaje y sus representaciones. De la “fotografía” de los padrones coloniales, estática pero con vocación de totalidad, nos hemos trasladado a perspectivas más atentas a la libertad de acción de los sujetos (quizá algo sobreestimada) y a los procesos de indivi-duación que van operándose en las ciudades y en algunos contextos comunitarios rurales. En ningún caso, no obstante, se pone en tela de juicio la naturaleza colonial de las taxonomías del siglo XVIII: las categorías étnicas –fuera de la de español, sujeto desprovisto de co-lor– derivaban fácilmente en la estigmatización de sus portadores y el origen de esta relación se inscribía en la conquista y la esclavitud.

¿Cuánto del lenguaje y del sistema perduró en los espacios colonia-les después de que las revoluciones de independencia interpelaron, vía militarización, a los portadores del color como ciudadanos? Responder esa pregunta ameritaría un largo trabajo de síntesis que nos excede pero está claro, como vimos en el último ejemplo, que las categorías

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étnicas no desaparecieron aunque sí se transformaron. Volviendo al ejemplo con el que iniciamos nuestro trabajo, los descendientes de los “naturales” de don Cándido, montoneros federales de la segunda mitad del siglo XIX, fueron caracterizados como “gauchos” (y con alguna frecuencia como “indios”) en las fuentes republicanas. Como ha señalado Ariel de la Fuente (1998), el término denotaba entonces ruralidad y pobreza pero también el “color bajo” de la época colonial.