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CON ALEGRÍA Pedro Finkier

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PEDRO FINKLER

BUSCAD AL SEÑOR CON ALEGRÍA

4.a edición

EDICIONES PAULINAS

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Cl Ediciones Paulinas 1984. Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid B Pedro Finkler 1984

Título original: Resposta. A. Caminho de Casa Traducido por A Ifonso Ortiz García

Fotocomposíción: Marasán, S. A. San Enrique, 4. 28020 Madrid Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28960 Humanes (Madrid) ISBN: 84-285-0983-2 Depósito legal: M. 2.400-1990 Impreso en España. Printed in Spain

1. Introducción

¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del Señor"!

Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.

(Sal 122,1-2.)

Este no es un libro totalmente original. Tampoco es copia de otros. En los últimos tiempos se ha multiplicado extraordinariamente la literatura que trata de la oración. Como estoy algo metido en el apostolado de la formación permanente de los religiosos y doy continuamente cursos de pedagogía de la oración personal y comunitaria, he acabado dando a luz esta criatura. Espero que podrá ayudar al lector a encontrar su propio camino para construir o para mejorar su vida de oración.

No es fácil hablar de espiritualidad al ajetreado hombre de nuestros días. Vivimos en una época de degradación del humanismo que sirvió para construir la vida cristiana durante veinte siglos. El hombre contemporáneo está de tal manera envuelto en los valores materiales que ha perdido gran parte de su sensibilidad natural por los valores más elevados del espíritu. Frente a su inextinguible sed natural de eternidad, se siente actualmente inmerso en un piélago del que no sabe cómo salir. Por eso, desde el fondo de su abismo de desesperación existencial se sigue mostrando atento a cualquier señal de luz que quizá pueda venir de arriba.

Muchos de nuestros intentos de vender al hombre de hoy un Dios reducido a nuestra imagen y semejanza han acabado

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en un rotundo fracaso. Dios no evoluciona como el hombre. No se transforma. No se moderniza. Permanece siempre igual porque "él es el que es". Por eso, presionado por el comprensible deseo de ser bienquisto por los lectores, el autor desprevenido corre siempre cierto peligro de caer en la gran tentación: modernizar a Cristo para que resulte aceptable al hombre consumidor de novedades. Una tendenciosa interpretación del concilio Vaticano II puede llevar a ciertas adulteraciones peligrosas de la doctrina de "agua pura" que el Señor ofrece a todos junto al pozo de Jacob: "El que bebe este agua tendrá otra vez sed, pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá sed jamás. Más aún, el agua que yo le daré será en él un manantial que salte hasta la vida eterna" (Jn 4,13-14).

La actual literatura espiritual debe tomar precauciones para no caer en el error de querer presentar del evangelio tan sólo algunas deducciones más o menos edulcoradas que puedan ser asimiladas con gusto por el hombre sensual o atender únicamente a las reivindicaciones temporales del hombre materializado.

La oración es, sin embargo, el medio por excelencia de liberar al hombre de ayer, de hoy y de mañana de tantas cadenas como le quitan la libertad de vivir. No se trata de esa ambigua "liberación" política, social o económica en la que se ha empeñado de un modo tan desastroso cierta "teología de la liberación". Pienso explícitamente en la libertad sin sofismas oscuros, tal como la entiende el evangelio de Jesucristo sin releer o "transleer" en clave marxista. Cuando hablo de la Iglesia, del cristiano y del religioso, entiendo siempre únicamente el modelo permanente e inalterable de ser discípulo de Cristo. Este modelo de espiritualidad en nada se parece a los "modelos" que intenta fabricar a su medida la espuria mentalidad materialista y sensualista del hombre contemporáneo. El paganismo degradado y carente de sentimiento estético no tiene medios para encontrar una respuesta válida al deseo innato de trascendencia del hombre de todos los tiempos. La moral bíblica es irrenunciable. Ha sido ella la que ha forjado nuestra historia y la que sigue potenciando al hombre para que supere la estrechez de su materialidad.

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Nuestro desmedido orgullo de seres humanos de la era técnico-científica nos lleva a absolutizar unos derechos personales que no nos pertenecen en absoluto. El cuerpo y la vida son dones que objetivan el bien común de la humanidad. Afirmar derechos de arbitrio personal en esta cuestión es una rebeldía contra el universo creado. Confundir la plenitud de eternidad con la limitada experiencia de felicidad terrena es una locura. El que reniega de Dios y de los valores imperecederos de la eternidad está, lógicamente, buscando la muerte. La desesperación existencial de muchos nace seguramente de esa brutal ruptura con los valores trascendentales.

La vida de oración es siempre una inefable experiencia personal apostólicamente eficaz. Para que pueda medrar necesita un clima de esperanza, privilegio de aquellos que se humillan para darse al Señor y a los hermanos. Pero ésta es la recomendación más insistente de Dios: amarlo por encima de todo y amar al prójimo como a sí mismo.

Ideológicamente no me considero ni conservador ni progresista. Simplemente una persona preocupada por defender los valores básicos y perennemente válidos para hombres de cualquier latitud y cultura. Defender ese caudal espiritual, que no es fruto de la cultura, sino que nace de las entrañas del hombre natural, constituye una parte destacada de la relación del hombre con Dios. A nivel de vivencia personal o de experiencia íntima ese valor nunca sufre modificaciones esenciales, como tampoco cambia el modo de vivir el amor, el odio, la envidia, la alegría de vivir... Lo esencial del sentimiento religioso sigue siendo tan inmutable a lo largo de la historia como el mismo Dios que lo colocó en el corazón del hombre.

Este libro quiere presentar al lector de hoy, en un lenguaje adaptado, el mismo concepto inmutable de espiritualidad de santa Teresa de Jesús y de otros grandes maestros de la espiritualidad cristiana. Lo que ha cambiado con el correr del tiempo ha sido el lenguaje. El concepto sigue y seguirá, ciertamente, siendo el mismo. Es tan inmutable como el propio evangelio de Jesucristo, del que se alimenta. Yo así lo veo. Y así lo siento. Y así lo pienso y seguiré pensando. Por eso

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procuraré ser fiel a mí mismo y a lo que el Espíritu me inspira.

Las personas que cultivan con esmero su vida de oración raras veces dejan de tener la experiencia de cierta inestabilidad en su sentimiento de unión con Dios. La oración es amor, y el amor se manifiesta subjetivamente a nivel de la emoción. Esta noción elemental explica el fenómeno al que he aludido. Después de momentos o de días de mucho fervor vienen otros absolutamente aburridos y tediosos. La experiencia interior del sentimiento de amor a Dios es tan versátil como cualquier otro sentimiento amoroso. Por ello, quien quiera desarrollar una vida auténtica de oración no tiene que basar sus esfuerzos en un sentimiento piadoso. Eso sería correr el riesgo de no llegar lejos en el camino. Sería permanecer espiritualmente más o menos mediocre o inmaduro, versátil como un niño que vive al ritmo de lo que siente.

La auténtica vida de oración es más bien una actitud interna decidida por la inteligencia y por la voluntad libre sobre la base de unos valores trascendentales. Por tanto, es un hecho de cultura. Un aprendizaje adquirido mediante descubrimientos hechos a través de unas experiencias dirigidas racionalmente. Nadie puede ir a Dios si no lo conoce. El hombre intuye espontáneamente la existencia de un Dios. Pero ordinariamente sólo consigue establecer una verdadera relación personal con él después de conocerlo adecuadamente. El primer paso para ese conocimiento será siempre la catcquesis, la evangelización.

En el origen de estos cambios están las influencias de acontecimientos externos e internos, que producen un impacto en la sensibilidad humana. Pero, como ya he dicho, la vida de oración es una actitud interna decidida autónomamente, que a su vez determina el comportamiento exterior. Participa, ciertamente, del sentimiento. Pero no es causada por él. La actitud y el comportamiento dictados por el sentimiento es sentimentalismo. Ciertas manifestaciones de piedad en flagrante contradicción con la realidad objetiva de la persona resultan siempre sospechosas de sentimentalismos momentáneos, de emociones espiritualmente inconsistentes y fugaces.

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La verdadera vida de oración caracteriza el estilo de vida. El modo de orar corresponde al modo de amar. El amor adulto nace de valores permanentes, y no de emociones transitorias. El modo de orar o el modo de amar a Dios define el modo de pensar, de sentir y de obrar de la persona.

Con todo, cualquier experiencia más o menos explosiva de amor puede ser el primer eslabón de una serie de descubrimientos capaces de consolidar una actitud y un comportamiento. La experiencia de Dios profundamente sentida puede, de hecho, despertar al hombre a la percepción de unos valores apenas confusamente vislumbrados en un primer tiempo. Todo crecimiento supone un nacimiento y un posterior proceso relativamente lento de desarrollo. Por eso, los momentos de oración cargados de emociones de amor, de confianza, de arrepentimiento, de admiración, de alegría... constituyen experiencias sumamente útiles para que se desencadene un auténtico proceso de crecimiento espiritual. Es que no se aprende a orar a fuerza de raciocinios y de voluntarismos.

La vida de oración es como la vida de amor. No se empieza a rezar de verdad cuando uno quiere, sino cuando uno puede, o sea cuando tiene condiciones para ello. Lo esencial de esas condiciones es la motivación. Esta supone siempre una apertura a un valor. La apertura a un valor se hace más o menos espontáneamente. Basta que el valor sea reconocido como tal, capaz de atender a alguna necesidad. Cuanto más se siente la necesidad como una ausencia dolorosa, tanto más urgente se hace la búsqueda de ese valor para mantener el equilibrio existencial.

Pues bien, el hombre es un ser social. No puede vivir solo. La soledad desequilibra su existencia. Todo su ser exige la presencia del otro. A partir de la adolescencia se da una búsqueda de asociación selectiva con una persona de otro sexo. La mayor parte de los que se casan tienen la impresión de que todo lo que pueden hacer para calmar la necesidad de convivencia íntima es unirse en matrimonio con aquel o aquella a quien aman. Pero poco tiempo después todos prácticamente hacen el amargo descubrimiento de que, para atender satisfactoriamente a las exigencias profundas del amor, no basta con contraer matrimonio.

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El amor humano es, de hecho, muy limitado. Lleva al hombre a realizar una de sus necesidades primarias: la procreación para la conservación de la especie. Pero por muy buena que sea la relación espiritual, física y psíquica del hombre con un semejante suyo limitado, desprovisto y pobre como él, no satisface plenamente su ansia de plenitud. Sus hijos le revelan su propia y extraordinariamente rica posibilidad creadora. La esposa o el esposo, los hijos, el hogar, los bienes materiales, las amistades, las alegrías ligadas al ejercicio fecundo de la profesión representan, sin duda alguna, una experiencia existencial extraordinariamente rica. Pero no plenifican. En el fondo del alma sigue anidando un resentimiento con cierto sabor de amargura, un indefinible vacío existencial.

San Agustín, con su rica experiencia de la vida, al darse cuenta de esta atroz realidad, explotó y exclamó con desilusión: "¡Es inútil buscar tesoros en la tierra! Nos has hecho para ti, Señor; el corazón del hombre está inquieto hasta que descanse en ti".

La oración es un descubrimiento. No puede descubrirla el que la busca únicamente con la reflexión. No es el hombre el que va a la oración. Es la oración la que invade al hombre desde fuera hacia dentro. La oración es siempre el fruto de una moción del Espíritu Santo que "sopla donde quiere" y... donde puede. Le corresponde al hombre el esfuerzo personal de crear condiciones personales de apertura y de sensibilidad interior a la gracia que lo rodea como el aire que respira. Sólo el Espíritu Santo puede enseñar a orar. Y él está ansioso de comunicar este precioso don a los hombres. No puede imponerlo. Se ofrece con enorme insistencia. Basta con no resistir. Basta con decir que sí. Basta con dejarse buscar, dejarse encontrar, dejarse amar por él.

"Cuando me fuere y os haya preparado un lugar, volveré otra vez y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros... Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que conoce mis mandatos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré... y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,3.20-21.23).

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En su autobiografía, santa Teresa de Jesús no se cansa de hablar de las dificultades que hay que arrostrar en el camino de la oración. Al mismo tiempo asegura que el Señor recompensa con muchas alegrías ("gustos") a los que perseveran en el esfuerzo de superar los obstáculos.

Cada uno tiene que encontrar su propio camino de oración o de unión con Dios. Estos caminos difieren tanto como las personas. Cada una tiene su manera personal de amar. Estas diferencias corresponden a las diferencias individuales de carácter y de personalidad.

El esfuerzo mayor por descubrir la oración o el modo de realizar la unión con Dios y de crecer cada vez más en ese amor tiene que hacerse en el sentido de la purificación personal. "Si me amáis, observaréis mis mandamientos" (Jn 14,15).

El que ama de verdad al Señor intenta descubrir en cada momento su santa voluntad y se esfuerza tanto más en cumplirla cuanto mayor es su amor. En la medida en que crece el amor, crece también la sensibilidad de la conciencia. Un corazón tiernamente enamorado se preocupa de todo lo que guarda relación con el ser amado. No tolera nada de lo que le pueda herir. Evita cuidadosamente todo lo que pudiera enfriar el diálogo de amor.

Algunos tienen miedo de la oscuridad. La mayoría teme que se haga demasiada luz sobre ellos mismos. La visión de la propia realidad cruda y desnuda puede matar... Orar con mucha profundidad puede asustar. Dios es luz que ilumina "los ríñones y el corazón" en sus más profundos escondrijos.

Nadie comienza a orar. Porque la oración existe ya en el corazón de todo ser humano. Cuando alguien dice que ha empezado a rezar revela simplemente el hecho de que ha descubierto en sí la oración que desde siempre fluye en su corazón. Rezar personalmente es entrar en ese flujo continuo del alma y vivir conscientemente los dinamismos que desencadena continuamente en el alma.

La semilla de la oración fue sembrada en el corazón del hombre por el bautismo. Germina y se desarrolla sin que nos demos cuenta de este hecho. La oración brota y se va abriendo paso secretamente bajo la acción del Espíritu Santo en el

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corazón. Nuestro problema está en saber lo que tenemos que hacer para ser tierra fecunda que favorezca el desarrollo de una verdadera vida de oración.

La decisión de rezar de veras es la consecuencia de haber elegido salir de las tinieblas y penetrar en la luz para encontrar el "tesoro escondido" de la oración en el "campo" de la intimidad más íntima de nosotros mismos. El descubrimiento de este "tesoro escondido en el campo" es casi fortuito. Lo cierto es que nunca lo encontrará aquel que permanece encerrado en su casa. Es necesario abrir, abrirse, salir, caminar...

La decisión de comenzar a orar tal vez no sea tan libre como podría parecer. La iniciativa del hijo pródigo de levantarse para volver a la casa de su Padre nació de la oscuridad del profundo abatimiento en que se encontraba. El descubrimiento y el desarrollo de la oración siempre tienen lugar en determinadas condiciones personales. La primera de ellas consiste en el trabajo de preparación personal. Se trata de un esfuerzo personal de sensibilización y de atención que favorecen ese descubrimiento. La segunda condición consiste en la capacitación personal para el disfrute de las importantes ventajas de la oración con vistas a la planificación de la vida cristiana y religiosa.

La oración es la llave que abre el arca de todos los tesoros del Señor. La persona seriamente empeñada en crecer espiri-tualmente tiene que hablar poco y orar mucho. Sólo en el silencio es posible conversar familiarmente con el Señor.

Sin oración somos como árboles frutales estériles. Inútiles en la Iglesia. Ocupamos espacios que deberíamos dejar a otros. Es una situación espiritual sumamente peligrosa: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo al viñador: 'Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en ella y no lo hallo. Córtala. ¿Por qué, además, ha de agotar la fertilidad de la tierra?' Respondió el viñador: 'Señor, déjala también este año; yo cavaré en derredor y la echaré estiércol; a ver si da fruto en lo sucesivo...; si no, la harás cortar'" (Le 13,6-9).

La calidad espiritual de nuestro apostolado está condicionada por la calidad de nuestra vida de oración. La oración

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más o menos fría y formalista puede engendrar frutos apostólicos agrios e intragables.

La fe que nos hace ver a Cristo en nuestros semejantes transforma nuestra dedicación humana en caridad. La esperanza da coraje para perseverar en una obra apostólica difícil. El amor a Cristo ayuda a cargar con humildad y con paciencia la cruz de las dificultades y de los sufrimientos inherentes al ejercicio de la caridad apostólica. La actividad apostólica exige no pocos sacrificios al apóstol. Generalmente está destinado al martirio.

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2. El hombre, un ser incompleto

Las modernas ciencias humanas definen al hombre como un ser-en-relación.

Al referir la creación del hombre, la Biblia pone en labios del Creador la siguiente afirmación: "No es bueno que el hombre esté solo; le haré una compañera semejante a él..." (Gen 2,18); "... Entonces Yavé Dios formó a la mujer y se la presentó al hombre, quien exclamó: 'Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada varona, porque del varón ha sido tomada'. Este es el porqué el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer y son los dos una sola carne" (Gen 2,22-24).

La experiencia que el hombre tiene de sí mismo es la de un ser existencialmente incompleto. Le falta algo importante. La "costilla" que Dios le sacó, según la imagen bíblica, aumentó su sensación de vacío. Dios no creó nada imperfecto: "...Vio Dios que todo era bueno" (Gen 1,31). Por eso no está bien que el hombre esté solo.

El hombre y la mujer son, cada uno, la mitad de una naranja. Seres incompletos. Una mitad llama a la otra mitad para formar con ella la unidad existencial. El deseo de unificarse corresponde a una necesidad básica instintiva. Las personas casadas hablan frecuentemente una de la otra designándose mutuamente como "mi otra mitad". Nadie puede renunciar a la otra mitad de su ser sin exponerse a graves consecuencias para la integridad y el equilibrio de su personalidad. El matrimonio sólo satisface parcialmente la exigencia ontológica de plenitud. Corresponde únicamente a la necesidad de complementación de un aspecto limitado de la existencia del hombre. La pareja que se cierra existencialmente sobre sí misma para disfrutar al máximo únicamente

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el amor que se han jurado mutuamente acaban devorándose el uno al otro. Es que, por naturaleza, el amor es siempre fecundo. Si se le impide expansionarse y producir, se agota, y la persona animada por él muere de inanición.

Para vivir, el amor necesita verse continuamente alimentado por nuevos valores de síntesis. El mayor de estos valores es de naturaleza trascendental: Dios, que se ha revelado como aquel que ama al hombre y quiere vivir en comunión definitiva con él.

La renuncia voluntaria al matrimonio para poder trabajar con mayor libertad y, por tanto, con mayor eficacia en la realización de la comunión con Dios es un gran valor eclesial y humano. Tiene un sentimiento existencial-social únicamente cuando nace de la generosidad de responder con mayor presteza a las llamadas del Señor para el amor y para la unión. Consiguen realizarse plenamente en este estado de vida —celibato o virginidad consagrados— aquellos a los que Dios llama para una vocación específica: los sacerdotes y los religiosos de vida consagrada. La mayor parte de los cristianos están llamados a vivir su consagración bautismal en el estado matrimonial.

El que por inspiración divina siente el deseo de consagrarse a Dios por el sacerdocio, o por la vida religiosa, o por el sacerdocio en la vida religiosa y se decide a escuchar esta llamada tiene que confiar también en el auxilio especial de Dios para realizar este proyecto de vida. Las personas que se dedican al servicio especial de Dios en la virginidad consagrada cumplen una misión de primordial importancia en la Iglesia: la de mostrar a sus hermanos que la Iglesia es santa. Para cumplir su misión redentora, la Iglesia necesita este ca-risma. El sacerdocio y la vida religiosa consagrada constituyen el corazón apostólico de la Iglesia en el mundo.

¿Cómo podrá el religioso cumplir esta importante misión de apoyo y de estímulo a los hombres que quieren salvarse? El único medio realmente eficaz es el de dar un ejemplo de vida modelada según el evangelio de Jesucristo: buscar en primer lugar el reino de Dios y su justicia, practicar del modo más radical los consejos evangélicos en el servicio a los demás.

Si no es bueno que el hombre esté solo, la soledad es una

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energía inmanente que hace de él un ser en búsqueda permanente de algo. El hombre es ser-en-relación porque busca constantemente relacionarse, comunicar, entrar en contacto; permanentemente..., porque en la práctica él es un eterno insatisfecho.

¿Y el amor humano?

Todos los que de alguna manera han realizado la experiencia de un auténtico amor humano no tienen dificultad en reconocer que fue algo bueno. Fue... Luego pasó... Pasó la fase buena y bonita, que parecía lo más grande, el non plus ultra... El amor quizá continuó. En muchos casos lo que continuó realmente no fue más que una cierta fidelidad formal para salvar las apariencias. ¡Cuántos matrimonios reducidos a ser una caricatura de una simple estructura psico-biológico-social en la que viven aprisionadas dos personas fundamentalmente insatisfechas e infelices! ¿Podrán afirmar sinceramente que se aman? Tal vez se soportan... En muchos casos sólo se toleran. Hay quienes no lo aguantan. No soportan la soledad..., la terrible soledad. Y como no es bueno que el hombre (o la mujer) esté solo, siguen buscando. Buscan a otra..., a otro..., cosas... Quizá consigan mejorar un poco la situación. Cuando creen que finalmente han acertado, que finalmente han encontrado su verdadera otra mitad, que ahora serán felices, unidos en un amor eterno..., al día siguiente se encuentran con una nueva decepción.

Es inútil buscar la felicidad en donde no existe. Los hechos de cada día demuestran que el amor humano es ciertamente muy bueno, pero que en el fondo no pasa de ser una experiencia muy limitada de lo que el hombre busca: la felicidad. Y como no la encuentra, el hombre se queda insatisfecho. Por mucho éxito que haya tenido su matrimonio, no hay ninguna persona casada que se diga por mucho tiempo plenamente satisfecha.

Es que el corazón del hombre aspira a algo muy grande. A algo inmenso. A algo tan grande y profundo, que es simplemente imposible alcanzarlo totalmente en esta vida. Su esperanza es la de poder encontrarlo más allá de la vida terrena: trascendencia...

Decían nuestros antepasados: "Dum spiro, spero". Es decir, mientras respiro, espero. El cristiano cree en la existencia de Dios. Su fe se basa en la revelación que Dios ha hecho

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de sí mismo. En el libro sagrado de la Biblia se narra toda la historia de la revelación de Dios a los hombres. Cada vez que él se manifiesta, se presenta como alguien al mismo tiempo semejante y distinto de nosotros. El Eterno, autor de todo cuanto existe, Alguien que nos creó como si tuviera necesidad de otro al que poder amar. El se identifica con aquel que es. El evangelista san Juan lo define como el amor: "Dios es amor..." (1 Jn 4,16).

Si Dios nos creó a su imagen y semejanza (cf Gen 1,27), parece lógico que el amor sea parte esencial de nuestro ser. Y así es. El hombre es realmente un ser destinado a realizarse plenamente por el amor. No puede vivir equilibrado y relativamente satisfecho si no puede amar y no se siente amado. Amar y ser amado: es la necesidad psicológica fundamental de cualquier persona. El que ama vive. El que no ama se ahoga y acaba muriendo psíquicamente, espiritualmente y a menudo también físicamente.

En la postguerra, Rene Spitz, Bawlby y otros psicólogos americanos investigaron la causa monis del índice espantosamente elevado de mortalidad infantil. Los trabajos en este terreno y el análisis de los datos respectivos duraron cerca de cinco años. Realizaron sus observaciones sobre todo en maternidades y orfanatos.

De los estudios realizados con criterios rigurosamente científicos los investigadores llegaron a un chocante descubrimiento: la causa directa o indirecta más frecuente de la mortalidad infantil en el primer año de vida es la carencia más o menos grave de amor'.

Esto es algo relativamente fácil de entender. El mecanismo de las funciones orgánicas de la respiración, de la circulación, de la digestión, etc., depende de las hormonas. Estas son productos químicos elaborados por las glándulas llamadas endocrinas. El funcionamiento de las mismas está controlado por una de ellas —la hipófisis—, considerada por eso mismo como glándula endocrina estrella. La hipófisis se ve directamente influida por las emociones y por los sentimientos. Las emociones y los sentimientos positivos de tranquilidad, de alegría, de paz, de concordia, de satisfacción y de

1 R. SPITZ, Hospitalism: an inquiry into the Psychiatric condilions in early childhood. The Psychoanalylk Study of the child, 1945.

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seguridad constituyen condiciones psico-biológicas que favorecen el funcionamiento normal de la hipófisis. Las emociones y los sentimientos negativos de miedo, de inseguridad, de cólera, de envidia..., por el contrario, perturban más o menos profundamente el funcionamiento normal de esta glándula tan importante. Esta perturbación afecta al equilibrio funcional de todas las demás glándulas endocrinas. Indirectamente, esta perturbación influye también en el funcionamiento de las glándulas exocrinas (las que lanzan los productos que segregan fuera de la corriente sanguínea: el hígado, las glándulas pépticas, salivares, germinativas...). Por tanto, no es difícil comprender las graves consecuencias de esta perturbación para todo el sistema neuro-vegetativo. Las funciones orgánicas entran simplemente en el juego. Si dejan de funcionar los aparatos digestivo, circulatorio, de absorción de los alimentos, ¿qué ocurre con el organismo humano? Ya no elaborará los alimentos ingeridos y por eso los rechazará. Las defensas se desorganizan y desmoronan. Los organismos más débiles se deshidratan. Los bacilos y los virus ambientales encuentran allí un excelente medio natural de cultivo. En poco tiempo minan por completo las propias bases de la vida. Esta no resiste el impacto de una agresión tan masiva. La muerte es inevitable. Tal es la historia trágica de millones de niños recién nacidos.

Se habla de la pobreza y del hambre en el mundo. Y con razón. Los países miserables y famélicos no disponen de energías físicas ni psíquicas que les permitan atender convenientemente a la necesidad afectiva de los hijos. Profundamente insatisfechos ellos mismos, no pueden amar tranquilamente al hijo. Se relacionan con él con sentimientos negativos de miedo, de preocupación, de ansiedad, de tristeza... Dramático círculo vicioso, del que difícilmente consiguen salir por sus propios medios. Una pequeña compensación ilusoria para tantos sufrimientos lleva a los adultos desgraciados a intensificar la búsqueda impulsiva de un poco de placer periférico y multiplican las experiencias del placer carnal sin amor. Es que ya no pueden amar con alegría. Por eso buscan el placer por el placer. Lo mismo que la droga. La consecuencia, prácticamente incontrolable, de este proceso de morir-sin-morir, de vivir-sin-vivir, es la proliferación puramente vegetativa de esas parejas. La vida engendrada en se-

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mejantes condiciones empieza a moverse en una situación orgánica en la que no es capaz de desarrollarse. Además, el ambiente sumamente pobre y carente de todos los recursos al que se ve lanzada la criatura no ofrece los medios más estrictos para su subsistencia. La muerte inevitable suele ser la solución final más frecuente del problema.

Los niños ya mayores (tres a seis años) que pierden su apoyo afectivo por la muerte de sus padres o por su separación, enferman con cierta frecuencia. Pueden sufrir también perturbaciones más o menos graves del proceso de desarrollo psico-biológico-social. Muchos adultos sufren durante el resto de su vida las consecuencias negativas de estos accidentes.

Los adultos de personalidad frágil pueden caer en graves depresiones nerviosas como consecuencia de una decepción amorosa. Amar es como respirar. Esto es una condición de vida fisiológica. Aquello, una condición de vida psicológica o espiritual. Respirar satisfactoriamente es asegurar la vida. Respirar mal es entrar en un estado de inquietud, de miedo, de ansiedad, de angustia y correr el riesgo de perder la vida. Amar satisfactoriamente es asegurar el equilibrio de las funciones neuro-vegetativas y superar la amenaza de una desintegración de la personalidad.

2.1. Amar es vivir

Eros es una palabra griega; significa energia sintética; se trata de la energía básica y nuclear de la personalidad humana. Energía de propulsión: impulsa al nombre instintiva e irresistiblemente a buscar lo que pueda llenar su vacío exis-tencial.

Son muchos los valores que se le presentan espontáneamente como elementos potenciales de complementación. El mayor o menor equilibrio de la personalidad depende de la mayor o menor satisfacción, de lo que la persona consigue obtener con la integración de estos valores. Gran parte de ellos son ambivalentes. Capaces de satisfacer un aspecto de carencia y al mismo tiempo producir un desequilibrio en otro sector de la personalidad. Así, por ejemplo, el apego a una persona afectiva puede producir una excesiva dependencia y una supresión parcial de la libertad necesaria para aten-

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der a otras urgencias relacionadas con la misma carencia de satisfacción afectiva.

Este es el caso de la persona con un elevado potencial creador que se ve impedida de ejercer su creatividad precisamente por su excesiva dependencia afectiva. Puede ilustrar esta situación el caso de M. X., funcionario del segundo escalón de la NASA. Técnico totalmente empeñado en el sector de estudios técnicos de los programas aeronáuticos, se vio involuntariamente envuelto en una situación amorosa con una funcionaría de categoría de la misma entidad. A pesar de la resistencia pasiva de M. X., la situación fue evolucionando paulatinamente hasta el punto de que se hizo inevitable el casamiento. La vida de casado acabó por presionar a esta persona en el sentido de que tuvo que cambiar su estilo de vida. El, que antes vivía solamente para el trabajo creador, tenía ahora que dividir su tiempo. Una importante parcela de tiempo, que hasta entonces había dedicado a la alegría de la actividad creadora, se veía absorbida ahora por las exigencias descabelladas de una mujer celosa y caprichosa. Creció tanto la angustia existencial de este hombre, exprimido y agotado precisamente en aquello que era hasta entonces la causa principal de su alegría de vivir, que llegó hasta un punto intolerable de tensión emocional; para no sucumbir a la desesperación y cometer quizá algún desatino, pidió y obtuvo el divorcio en el tribunal competente.

No he referido este caso para justificar el divorcio. Quiero señalar únicamente un importante aspecto psicológico de la dinámica del amor. Ese hombre se había desposado con la ciencia. Daba vida a sus sentimientos de amor por la expresión de su potencial creador. La relación interpersonal había pasado a un segundo plano. Se expresaba de un modo un tanto infantil por la amistad y el compañerismo. Al no poder resistir la idea de tener que divorciarse de la actividad técnico-artística que hasta entonces le daba la sensación de plenitud existencial, prefirió separarse de su esposa.

Este caso muestra, además, otro aspecto del amor: lo mismo que no se puede servir a dos señores sin agradar a uno y aborrecer al otro, tampoco se puede amar simultáneamente a dos personas. El amor-amor es esencialmente distinto del amor-amistad. Existe siempre la exclusividad: "Donde está tu tesoro allí está tu corazón". Esto pertenece a la naturaleza

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propia del amor. Más adelante explicaré las diversas especies de amor.

La energía intrínseca del eros impulsa al hombre instintivamente en diversas direcciones. Se siente potencialmente atraído por toda clase de objetos que ofrezcan alguna posibilidad de satisfacer sus urgencias de complementación.

La necesidad de complementación va evolucionando en el proceso de maduración de la personalidad. Las primeras urgencias del niño recién nacido son fundamentalmente las de conservación física y biológica: contacto humano, calor humano, alimento, movimiento, reposo, temperatura adecuada, oxígeno, seguridad, etc.

En esta tierna edad el comportamiento del niño es puramente instintivo. Intenta satisfacer sus necesidades existen-ciales primarias: comer, beber, contacto humano, experimentar las cosas, descubrir, satisfacer la curiosidad... Por principio busca y acepta todo cuanto le causa algún placer y rechaza todo cuanto le causa algún dolor o disgusto. Su eros actúa sobre todo en el ámbito instintivo. Busca valores naturales. Estos le atraen con tanta mayor fuerza cuanto más clara es la sensación del niño de que ofrecen realmente la posibilidad de satisfacer sus carencias de complementariedad. La constatación de no poder alcanzar el objeto deseado de gratificación de la necesidad experimentada despierta sentimientos de frustración. Frutos directamente engendrados por esa frustración son la inseguridad, la ansiedad, la angustia, la agresividad...

En la medida en que se desarrollan los aspectos de racionalidad, como son la inteligencia, la memoria, el pensamiento lógico, la comprensión de ciertos aspectos de la relación interpersonal con los padres y con los otros niños, animales, plantas y cosas, en esa misma medida el niño empieza a buscar otros valores de complementariedad. Los encuentra en el ámbito de la racionalidad. Son los valores psicológicos del saber, la cultura, la organización, la creatividad artística, la economía, la civilización, la afectividad, etc.

Creo que en todos los hombres existe por lo menos un germen de aspiración a valores trascendentales. Un poco de cultura filosófica y religiosa despierta y sensibiliza esta área tan importante de la personalidad. Crece la necesidad de buscar ciertos valores capaces de gratificar al individuo:

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Dios, la fe, el amor, la esperanza, la humildad, la contrición, la confianza...

El hombre es instintivamente religioso. Dios lo ha hecho para sí. Puso en lo más íntimo de su ser una secreta pero irresistible aspiración a buscarlo. San Agustín decía que "el corazón humano anda inquieto hasta que descansa en Dios". La observación de los hechos, tanto dentro de uno mismo como en los demás, confirma la verdad de esta afirmación.

El corazón del hombre es insaciable. Impulsado por el eros, camina por el mundo pasando de un objeto-de-complemen-tación a otro objeto-de-complementación sin encontrar una satisfacción definitiva. Por eso mismo es esencialmente dinámico, móvil. Solamente se para cuando muere.

La vida de no pocas personas, yo diría que de multitudes de cristianos y sobre todo de religiosos, demuestra que la polarización de las preocupaciones existenciales en la realidad sobrenatural pacifica extraordinariamente el cuerpo y el espíritu. La profunda vida interior de unión con Dios sosiega y tranquiliza la ansiosa y desesperada búsqueda de complementación.

La auténtica y profunda experiencia de amor humano no llena el vacío del alma. La misma experiencia de unión amorosa con Dios a nivel espiritual o místico satisface de modo extraordinario las ansias de vida del corazón humano. Esto corresponde a la naturaleza trascendental del hombre. No tenemos una morada definitiva en la tierra. Nuestro destino final es distinto: Dios, seguir viviendo eternamente en él, en comunión con él...

Este es el sentido último del eros: energía inmanente que nos impulsa irresistible y progresivamente hacia Dios. El camino por recorrer es largo. Tiene exactamente la duración de una vida. Pasa a través de muchas síntesis parciales, provisionales, ilusorias...; experiencias que enseñan, que ayudan a descubrir...

Cada hombre camina como quiere o como puede. No es fácil describir el camino que conduce a Dios. Es un tanto impreciso. Cada caminante va abriendo su camino a través de obstáculos y dificultades unas veces objetivas y otras de naturaleza subjetiva. La dirección del camino hacia Dios es de fuera hacia dentro, hacia el interior. Es que Dios habita en el corazón, en la intimidad de cada uno. "El reino de

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Dios está dentro de vosotros..." Ciertas informaciones básicas preliminares facilitan notablemente el acierto en los primeros pasos del que se decide a recorrer ese camino.

2.2. Diferentes maneras de amar

En el contexto de las ideas que aquí se exponen quiero explicar tres maneras distintas de amar: el amor de amistad, el amor conyugal y el amor místico. El amor es siempre amor. Pero hay modos distintos de expresarlo. Sobre todo para los religiosos es muy importante conocer esta distinción. Este conocimiento les podrá ayudar a comprender algunos aspectos esenciales de su peculiar estado de vida.

a) Amor de amistad

"El hombre no puede conocerse más que por medio de la amistad" (San Agustín).

"Este es mi mandamiento: Amaos unos a otros como yo os amé" (Jn 15,12).

"Queridísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios; y el que ama ha conocido a Dios" (1 Jn 4,7).

Supongamos dos personas que descubren espontáneamente la existencia entre ellas de uno o de varios puntos de interés en común: una afinidad psicológica cualquiera, una simpatía recíproca, unos intereses culturales, unos lazos de parentesco, un interés profesional, comercial, industrial, deportivo... Este descubrimiento lleva muchas veces a un principio de diálogo. Este puede ser más o menos profundo, dependiendo del interés recíproco.

El diálogo se hace posible por la superación de ciertos obstáculos naturales más o menos egoístas. La superación significa abandono de algunas posiciones y adopción positiva y voluntaria de algunas actitudes nuevas. Entre ellas podemos citar:

1. Aceptación recíproca incondicional de la persona del otro. No se trata de aceptar del todo lo que dice o lo que hace. El amor de amistad exige la aceptación de la persona del otro sin que necesariamente se tenga que estar de acuer-

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do con todas sus ideas o con su comportamiento. La relación interpersonal puede incluso favorecer una cierta identificación del uno con el otro: "Dime con quién andas y te diré quién eres". La tendencia natural del proceso de identificación es la de realizarse en el sentido de favorecer el crecimiento de la personalidad más frágil según el modelo de la personalidad del amigo más maduro.

2. Los amigos no tienen dificultad en manifestarse el uno al otro su aceptación recíproca. Lo hacen directamente, bien sea por medio de palabras o por la expresión de actitudes auténticas. Las actitudes sinceras y auténticas de aceptación recíproca son ordinariamente más convincentes que las declaraciones verbales de aceptación. Pero en ciertas circunstancias, éstas pueden adquirir eventualmente una importancia significativa. Decir de viva voz o enviar a un amigo en una situación difícil una nota con algunas palabras como "cuenta conmigo" o "estoy a tu lado" puede tener su importancia para reducir ansiedades y sufrimientos. Con todo, el gesto concreto de ayuda, de auxilio, es una prueba mayor de amor para el que se siente en una situación difícil.

3. Perdonar. Según la ley de Jesucristo, el cristiano tiene que perdonar siempre. Esta norma, como la del amor a los enemigos, es algo insólito. Pertenece a la esencia del nuevo mandamiento de Cristo. Toda la ley de Cristo se resume en el amor. No perdonar y odiar a los enemigos representa siempre una actitud profundamente anticristiana.

¿Qué es perdonar? El perdón se refiere a unas ofensas recibidas. Incluso las personas amigas pueden caer en la debilidad de ofenderse, de injuriarse mutuamente. Son mortales y están expuestas a toda clase de debilidades personales. Tener relaciones humanas no quiere decir necesariamente tener una excelente relación interpersonal. Donde hay hombres siempre cabe la posibilidad de conflictos interpersonales. El hecho en sí es normal. No es grave. Lo grave sería no saber resolver el conflicto. Los comportamientos dictados por conflictos personales pueden volverse sumamente destructivos. Para evitar la evolución de una situación de conflicto interpersonal hasta ese punto peligroso es mejor seguir el consejo del Señor y perdonar generosamente.

Perdonar es sustancialmente no vengarse del que ha cometido una ofensa. Supone, por consiguiente, el compromiso

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personal de no servirse nunca de lo que ha ocurrido para mortificar al ofensor. Esto implica renunciar a toda idea de venganza o de represión.

El sentimiento no tiene nada que ver con el perdón. Perdonar no significa dejar de sentir reacciones de rabia, de tristeza, de deseo de venganza. Perdonar es renunciar a la venganza a pesar de los sentimientos negativos. Estos se aceptan o se sufren como algo ruin y se integran pacíficamente. Expresarlos bajo la forma de desahogo con una persona de confianza dispuesta a escuchar con benevolencia es un medio excelente de elaboración de esos sentimientos en el nivel psicológico. Esta elaboración disminuye la intensidad de los mismos y facilita su integración pacífica. Pueden también comunicarse al ofensor bajo la forma de feed-back2.

4. Respetar es otra de las condiciones del diálogo profundo entre amigos. Esta actitud consiste en considerar y tratar al otro como un valor importante. Tratar al otro sólo formalmente o de forma artificial como persona que merece respeto no produce efectos de profundización en el diálogo. El otro se da cuenta de la artificiosidad de esta actitud. Por eso no puede tomarla en serio. En ese caso la relación interpersonal se queda en un nivel superficial y hasta cierto punto precario. Cualquier pequeña dificultad puede deteriorarla hasta el punto de hacer peligrar la misma amistad.

En las relaciones humanas, cualquier comportamiento se percibe como auténtico sólo en la medida en que es dictado por el sentimiento o la actitud interna correspondiente. Una conducta incoherente con lo que uno siente es hipocresía. Y la hipocresía siempre hay que rechazarla como algo intrínsecamente malo. Por eso es tan importante buscar y descubrir motivos válidos que permitan considerar al amigo como persona que merece respeto. Para el cristiano y el religioso los más importantes de esos motivos son, sin duda alguna, los misterios de la filiación divina y de la inhabitación, realidades reveladas por Jesucristo.

Por la filiación divina creemos que todos los hombres son hijos adoptivos de Dios. Por tanto, todos somos hermanos. Jesucristo, que también es hombre (Dios que se hizo hombre), es nuestro hermano mayor.

2 Cf PEDRO FINKLER, Unificación de la vida en la comunidad religiosa, Paulinas, Madrid 1984\ 59-66.

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Por el misterio de la inhabitación sabemos que Dios habita en el hombre. Al comentar esta realidad, san Pablo dice que somos "templos del Espíritu Santo".

Estas realidades tan grandes bastan al cristiano para considerar y tratar a su hermano siempre como algo muy importante, que merece todo su aprecio y su amor.

5. Confianza. Confiar en el otro es tener fe en sus posibilidades y capacidades. La carencia objetiva de ciertas capacidades llevan a no esperar o a no solicitar del otro ciertos servicios que no corresponden a sus posibilidades reales. Confiar supone también respetar los límites del otro. Esperar del otro más de lo que permiten razonablemente sus posibilidades es despertar la desconfianza. Demostrar confianza a una persona le lleva a que él mismo confíe en sí y en los demás.

Negar nuestra confianza a alguien es estimularle a obrar en sentido opuesto a lo esperado. Es casi como decirle de antemano que ya sabemos que no cumplirá su tarea. Semejante actitud actúa en la mente del otro casi como una coartada que le permite retraerse, o como una invitación a actuar en sentido opuesto sin peligro de graves consecuencias. Vive esa circunstancia como si su destino estuviese ya trazado previamente.

La confianza en el otro despierta en él sentimientos y deseos de corresponder a lo que se espera de él. Es como una motivación positiva para actuar en el sentido que se desea.

La falta de confianza destruye los lazos de unión y de solidaridad. La confianza mutua consolida la amistad.

6. El amor de amistad supone también ayuda mutua. En una situación de verdadero diálogo las personas demuestran gran disponibilidad para prestarse mutuamente cualquier auxilio. Esta prontitud benévola se manifiesta sobre todo a través de tres actitudes.

a) Disponibilidad de tiempo para el otro. El que ama siempre dispone de tiempo para el amigo. El que no ama siempre encuentra la disculpa más fácil del mundo: "¡Perdona! Me gustaría escucharte, pero, desgraciadamente, no tengo tiempo". El amor siempre encuentra tiempo, sobre todo si es para atender al desahogo del amigo.

b) Disponibilidad de talentos. Los dones y los talentos son como los carismas. No se han dado para el provecho

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personal, sino para el servicio a los demás. Si ves a tu hermano en dificultades para encontrar la solución adecuada a un problema, si lo amas, procura ayudarle con tus talentos. Los talentos se han dado no para enterrarse, sino para ser utilizados en provecho de los demás.

c) Si amas de verdad a tu amigo, no titubeas en advertirle amablemente de algún peligro al que está expuesto, quizá sin darse cuenta. La corrección fraterna es también un imperativo de la ley del amor.

La corrección fraterna ha sido tenida siempre en gran consideración dentro de la vida religiosa. Pero como muchas veces se ha hecho con poco esmero, muchos religiosos de hoy no quieren ni siquiera que se les hable de esta práctica. Esta repugnancia se debe, ciertamente, a la falta de comprensión clara de lo que es la corrección fraterna. No se trata, desde luego, como, por otra parte, se ha hecho con frecuencia, de "decir la verdad cara a cara a la persona que se pretende corregir". En este caso no se trata seguramente de corrección fraterna, sino de una agresión disfrazada, de un juicio, de una condenación... Pero agredir, juzgar, condenar, interpretar la intención de los otros supone unas actitudes inaceptables para ellos. Estos tipos de relaciones no ayudan en nada. Despiertan el resentimiento, el rechazo, la hostilidad.

El deseo de verdadera corrección fraterna nace del amor, de la necesidad de socorrer al amigo en peligro de perderse. Ese amor corresponde a la actitud interna de benevolencia, de preocupación por la seguridad y por el bienestar del amigo. Al verlo en peligro de salir perjudicado, si amas realmente al amigo, sales a su encuentro y amablemente le comunicas tu preocupación. Digo amablemente, porque si la advertencia consistiera en una reprimenda, en una agresión, en una condenación..., tu intervención no podría ser aceptada. A pesar de todas las explicaciones para justificarla, casi siempre resulta inevitable que produzca una ruptura y una separación por ser una ofensa al sentimiento de autoestima.

En la práctica, podría hacerse la corrección fraterna del siguiente modo.

Ante todo tiene que existir la certeza de si tu preocupación por el otro tiene algún fundamento real. En caso positivo, si juzgas realmente necesario ir en ayuda de tu amigo, procura expresarle tu preocupación con prudencia y con amabilidad. Es mejor hacerlo bajo la forma de una pregunta discreta,

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como, por ejemplo: "Oye, N. Veo que está ocurriendo... (esto y aquello). Quizá no comprendas bien lo que pasa contigo; por eso estoy un poco preocupado. ¿Qué piensas tú?" Si hablas así, expresas solamente un sentimiento y una preocupación personal. Aparte de esto, la pregunta final invita a tu interlocutor a pensar, a reflexionar sobre el asunto.

La persona a la que te diriges de este modo con intención de hacer la corrección fraterna puede reaccionar de tres maneras:

— Acepta el aviso; piensa, quizá discuta francamente el problema contigo o simplemente prometa reflexionar sobre el asunto...

— Rechaza el aviso; a pesar de toda tu prudencia, se rebela y te acusa de intromisión indebida en asuntos personales, intentando justificar las actitudes y los hechos que pareces criticar...

— Niega rotundamente que ocurran los hechos alegados.

En el primer caso, la corrección fraterna ha producido el efecto deseado. En el segundo caso, ese efecto se ha visto ciertamente retrasado. Si la persona a la que haces la corrección fraterna tiene un fondo bueno y sincero, esto es, si realmente quiere acertar y está dispuesta a comprender lo que fuera necesario para evitar un peligro de catástrofe inminente, hay motivos para esperar que se corrija.

En el tercer caso, o interpretaste mal los hechos o tu amigo tiene dificultades en reconocer su error. En la primera hipótesis tienes que pedir perdón y lamentar tu ligereza en tus observaciones. En la segunda hipótesis también debes pedir perdón por la supuesta indiscreción y seguir esperando que la corrección hecha produzca con el tiempo sus debidos frutos.

No es conveniente repetir la corrección fraterna con intervenciones sucesivas cuando aquel a quien se hizo no da señales de cambio de comportamiento. Persistir en el supuesto error puede significar necesidad de afirmación de sí como personalidad autónoma. También puede ser que la persona necesite más tiempo hasta conseguir elaborar internamente la nueva forma de conducta por asumir. Es necesario saber esperar. Muchas veces la conversión ha llegado después de un largo y penoso caminar a través de toda clase de dificultades que únicamente conoce el interesado. Y es necesario res-

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petar ese ritmo personal de cada uno. Es mejor ir despacio y seguro, aun con el riesgo de perder el tren, que correr el riesgo de un accidente del que puede uno salir contusionado para el resto de su vida o quizá muerto.

En la comunidad religiosa bien integrada todos cultivan la fraternidad y se sienten amigos unos de otros. Por eso es normal que cada uno se preocupe del bienestar material y espiritual de todos. En este clima, el ejercicio de la corrección fraterna se hace habitual. Cuando se hace como es debido, se convierte en una elocuente manifestación de la vida de familia y de la salud espiritual del grupo.

El amor de amistad es una relación de amor limitada. Limitada, porque las personas interesadas trazan voluntariamente límites para las transacciones. Esos límites se refieren generalmente a las obligaciones y a los derechos recíprocos.

La relación de amistad no implica prácticamente un contrato o unos compromisos de ninguna especie. Al contrario, el mismo concepto de amistad supone gratuidad. El diálogo se caracteriza por actitudes recíprocas de respeto absoluto a todo lo que pertenece al otro, como puede ser su tiempo, su libertad, su cuerpo... Los sentimientos y actitudes internas de simpatía, de benevolencia, de confianza... no constituyen ninguna dificultad para que cada uno de los dos amigos viva autónomamente con total libertad su propia historia. Uno no depende del otro. Todo cuanto sucede entre ellos es in-condicionado y libre.

El amor de amistad nunca es exclusivo. Está abierto y no tiene nada de secreto. Es público y notorio y no provoca celos. Tampoco supone ningún lazo de indisolubilidad. Por eso, en el caso de la imposibilidad de continuar la relación, ninguna de las dos personas implicadas se siente gravemente lesionada en su derechos, como ocurre en el amor conyugal. La pérdida de un amigo puede hacer sufrir, pero no lleva a la desesperación.

El amor de amistad siempre resulta sumamente útil. Para los religiosos célibes se puede convertir en una necesidad de equilibrio psicológico. Por causa de sus efectos de comple-mentariedad secundaria a nivel humano, el amor de amistad vivido de acuerdo con los criterios adecuados de madurez social, lejos de ser un peligro, puede constituir una salvaguardia efectiva para la castidad consagrada. Ejemplos histó-

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ricos como los de san Francisco y santa Clara, san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal, santa Teresa y san Juan de la Cruz, san Benito y santa Escolástica..., comprueban elocuentemente la veracidad de esta afirmación. Y no se diga que esta relación de amor-amistad espiritual fue posible únicamente porque sus respectivos protagonistas ya eran santos; pues no cabe duda de que un auténtico amor-amistad espiritual es también un medio muy útil de promoción de la vida espiritual, así como lo es la tradicional dirección espiritual. Las excepciones y los casos desagradables en una u otra de estas sitiraciones no invalidan ni la dirección espiritual propiamente dicha ni el amor de amistad. Basta con que cada uno de los amigos procure ayudar al otro a crecer espiri-tualmente.

El concepto moderno de dirección espiritual es que solamente resulta viable en un clima de amistad. En los ejemplos históricos anteriormente citados, los que compartían estas situaciones de amor-amistad actuaban cada uno como verdadero director espiritual uno del otro. La preocupación exclusiva de ambos era el auxilio mutuo en el crecimiento espiritual.

No obstante, los religiosos de sexo distinto que cultivan el amor de amistad entre sí pueden correr ciertos riesgos de deformación en este tipo de relación. Si no toman ciertas precauciones sugeridas por la prudencia, muchos pueden involuntariamente correr un serio peligro de caer en situaciones propias del amor conyugal o de quien lo anda buscando. Unos principios orientadores para evitar este peligro fatal para el estado de vida consagrada son:

a) Evitar cualquier actitud interior y exterior que tampoco podría repetirse públicamente en sus respectivas comunidades.

b) Esforzarse en elevar la relación de amistad, quizá muy natural, a un nivel espiritual. Tratar de comprender que la finalidad de cualquier relación interpersonal positiva es siempre para el crecimiento mutuo. Como para el religioso el crecimiento espiritual es la preocupación fundamental de su vida, es natural que su eventual amor de amistad con una persona de otro sexo se viva en este nivel.

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La natural debilidad del hombre no puede ser neutralizada. Pero sí que puede prevenirse. Este es un problema de motivación y de automotivación de los célibes de vida consagrada que se deciden a caminar por el camino del amor de amistad con una persona de otro sexo.

También es preciso saber que el amor y la amistad son sentimientos y actitudes interiores totalmente gratuitos. No se pueden imponer o exigir a nadie. Además, tampoco es posible cultivar el amor de amistad con cierta profundidad con muchas personas. Cuanto mayor es el número de personas con las que uno se relaciona en ese nivel, taifto más se diluyen los sentimientos que le unen con esas personas. Se relajan los lazos de solidaridad. Así es como se constituye la fraternidad. Los sentimientos y las actitudes internas que promueven la relación interpersonal en la fraternidad se pueden volver muy vivas y dinámicas. Pero difícilmente llegarán a crear las condiciones necesarias para un diálogo en profundidad igual al que se observa entre personas unidas por lazos de amor - amistad.

b) Amor conyugal

"El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne; de modo que ya no son dos, sino una sola carne" (Me 10,7-8).

Hablando de la vida de los esposos, dice san Pablo: "Yo quisiera que todos los hombres fuesen como yo; pero cada uno tiene de Dios su propia gracia" (1 Cor 7,7).

El amor conyugal nace casi siempre como el amor de amistad. Dos personas de sexo diferente descubren la existencia entre ellas de un punto de interés común. En la medida en que se desarrolla ese interés, el diálogo se intensifica. Poco a poco el interés se va ampliando. A partir del objeto inicial, generalmente exterior a ambos, empieza a irradiar sobre valores más personalizados.

Los valores personales del otro se pueden percibir como medios potenciales de complementariedad. Esta percepción sensibiliza más o menos profundamente a la afectividad: necesidad natural de amar y de ser amado.

A diferencia de lo que sucede en la relación interpersonal del amor de amistad, en la relación de amistad que se enea-

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mina hacia el matrimonio la voluntad de jugárselo todo para alcanzar el objetivo que se pretende es inequívoca y se manifiesta en el comportamiento de los compañeros del juego. Poco a poco van apareciendo pequeñas imposiciones y exigencias que influyen en el curso de la historia personal de los protagonistas. La afirmación inicial de libertad personal va cediendo lugar a renuncias, a solicitaciones y a compromisos que hacen converger intereses, deseos y expectativas en un objetivo común. De este modo la historia personal de los enamorados comienza a coincidir en aspectos que hasta entonces se vivían individualmente por uno o por otro con libertad total de opción y de decisión. Se da, por tanto, una evidente limitación voluntaria de la libertad personal y reconocimiento de unos derechos sobre unos bienes que antes eran exclusivamente personales. Estas incidencias se hacen sentir más profundamente en la organización y en la administración del tiempo, en la planificación familiar, en la confección y ejecución de los proyectos, en la disponibilidad y en el uso del propio cuerpo y del cuerpo del otro.

Si entre una y otra parte existe la intención remota de fundar un hogar, de tener hijos... de acuerdo con las leyes de la naturaleza, nace espontáneamente el deseo de casarse. Comienza entonces un período en que se van estrechando paulatinamente los lazos de la amistad. Hay una búsqueda evidente de encuentros, ya no solamente utilitaristas, sino con la inequívoca finalidad de gozar de la alegría de estar juntos. La intensidad del deseo de estar juntos corresponde a la necesidad instintiva de vivir en comunión. Decir que el hombre es un ser-en-relación es afirmar también que no puede vivir solo. Sólo se siente existencialmente completo cuando se encuentra en comunión.

Asi pues, la comunión es el objetivo último del amor conyugal. Una experiencia concreta de comunión más íntima de dos personas es la de la situación madre-hijo antes de nacer. En ningún momento de su vida extrauterina se siente el hombre más unido a otra persona que cuando todavía se encuentra en el seno materno. No sabemos hasta qué punto el niño todavía sin nacer tiene alguna conciencia de su situación simbiótica en el útero materno. Pero la madre sí que tiene generalmente una noción muy clara de su unión íntima con el otro ser estrechamente ligado a ella.

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En relación con esto se verifica un fenómeno psicológico curioso. Muchas veces las mujeres con síntomas neuróticos de carencia afectiva más o menos grave mejoran notablemente su precario equilibrio emocional durante el período de la gravidez deseada. Parece que esta reducción de los síntomas neuróticos se puede explicar realmente por el sentimiento de estar en comunión con otro. Personalmente he observado casos en los que la psicoterapia orientada inicialmente a la solución del problema de equilibrio afectivo perdía completamente su carácter de urgencia. Los síntomas de insatisfacción afectiva parecían totalmente superados. La paciente presentaba una conducta afectiva perfectamente normal. En algunos casos, los antiguos síntomas de carencia reaparecieron varios años más tarde. También observé que, al menos en algunos casos, la reaparición de los síntomas neuróticos coincidía con la época en que el hijo empezaba a apartarse un poco de la madre para atender importantes intereses de orden social, como el compañerismo, la escuela, el juego... En ese caso, los sentimientos de soledad y de preocupación por el hijo integraban generalmente el contenido de las quejas de esas pacientes.

El amor es la energía íntima que impulsa al hombre a la comunión. Sentirse en comunión es experiencia de plenitud. Esto corresponde a una necesidad ontológica del hombre. Una persona gravemente frustrada en este anhelo existencial puede eventualmente recurrir a comportamientos anormales como un intento de satisfacerlo. Todos habrán visto alguna vez a la madre que en un arrebato de amor coge a su hijo, lo aprieta fuertemente contra su pecho, abre descomunalmente la boca sobre el cuerpecito de su hijo y le dice con voz entrecortada por la emoción: "¡Te voy a comer...!" Todo indica que se trata realmente de la expresión del deseo insólito más o menos inconsciente de que quiere realmente devorar a su hijo para estrechar más sus lazos de unión con él. ¿Será un intento inconsciente de restablecer la anterior situación simbiótica plenamente gratificante de la necesidad ontológica de comunión?

La historia registra de hecho algunos casos de madres que, llevadas por accesos de un amor perverso, devoraron a su propio hijo. Este comportamiento irracional de madres afectadas por una grave perturbación mental o emocional se ob-

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serva con relativa frecuencia en algunas especies de animales. La mitología griega parece sugerir cierta noción de este fenómeno. Saturno devoraba a sus hijos. La leyenda afirma que era para impedir que los herederos le arrebataran el trono. La idea de devorar a los propios hijos, ¿no habrá nacido quizá de la constatación de unos hechos reales directamente observables en el reino animal y, como antes dijimos, entre los mismos hombres?

Un día Jesús pronunció un discurso escandaloso para muchos de sus discípulos. Hablando de sí mismo, dijo perentoriamente: "Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo; quien coma de él no muere. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguien come de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,48-51).

No es extraño que los judíos se escandalizasen de estas afirmaciones. Discutían entre sí y decían: "¿Cómo puede éste darnos a comer su propia carne?" (Jn 6,52). Jesucristo insistió: "En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna..., porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él" (Jn 6,53-56).

Muchos de los que escuchaban juzgaron este discurso inadmisible. Quizá pensaron en la antropofagia. Se alejaron profundamente decepcionados. Desde entonces algunos empezaron a tomarlo por loco. También el grupo de los más cercanos murmuraban entre sí, ya que este discurso del Maestro les parecía claramente incomprensible. Enfrentándose con ellos, Jesús les dijo: "¿Esto os escandaliza?... ¿También vosotros queréis iros?" (Jn 6,61.67). Entonces Simón Pedro cobró ánimos y habló en nombre de todos: "Señor, no entendemos nada de lo que nos has hablado. Todos somos unos necios. Pero, Señor, ¿adonde quieres que vayamos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que eres el santo de Dios" (cf Jn 6,68-69). "Seguiremos contigo para ver qué es lo que ocurre"... La duda de los apóstoles continuó hasta la víspera de la pasión del Señor. En el momento histórico de la institución de la eucaristía todo

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quedó claro. Cuando en aquella memorable cena el Señor transformó el pan en su cuerpo y el vino en su sangre y les dijo, ofreciéndoselos: "Tomad y comed; éste es mi cuerpo...; bebed todos de este cáliz, que ésta es mi sangre" (cf Mt 26,26-28), entonces se les abrieron los ojos y todos comprendieron aquel famoso discurso de hacía tiempo.

Al comentar su propia vida de unión con Dios, san Pablo declaró: "Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. Y si al presente vivo en carne, vivo en la fe del hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). En esta afirmación del Apóstol se percibe la exactitud de su noción psicológica del amor. Para la persona de fe paulina no puede haber, ciertamente, un mayor acto de amor que el de Cristo: darse a sí mismo por comida y por bebida a los que lo aman. Sólo un Dios puede imaginar una fórmula tan maravillosa: transformarse en pan y en vino para que el diálogo entre él y los suyos se pueda concretar hasta sus más profundas exigencias: fundirse en un solo ser. En el alma del que comulga con sentimientos de fe y de amor, Cristo se integra con mayor profundidad todavía que el alimento en el cuerpo del que lo consume. El alimento se transforma en la sustancia del hombre. Cristo se transforma en la sustancia del alma de quien lo come: "Para mí la vida es Cristo" (Flp 1,21).

El amor conyugal se realiza un poco en el sentido del pensamiento de Cristo al instituir la eucaristía: "Este es el porqué el hombre dejará a su padre y a su madre y se une a su mujer y son los dos una sola carne" (Gen 2,24). La tendencia a unirse los seres que se aman lo más estrechamente posible es característica esencial del amor. En las personas que no le oponen resistencia activa, esa tendencia se manifiesta en movimientos crecientes de aproximación. Los encuentros se realizan a niveles de una profundidad cada vez mayor. Primero es el encuentro de las miradas, y luego el de las palabras. Las palabras no tardan en verse acompañadas por el gesto: las manos que se buscan y se tocan, primero tímidamente y luego cada vez más ávidamente. La fenomenología del beso es ya un intento inconsciente de devorar al otro. Cuanto más ardiente es el amor, tanto más fuertemente se abrazan y se aprietan uno contra otro los amantes. Todo como si uno quisiera incorporarse al otro. Cuando por un preciso mecanismo psicobiológico ese contacto físico des-

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pierta espontáneamente una reacción fisiológica provinden-cial, la interpenetración genital es casi automática. Se diría que una misteriosa ley de vida lleva a los que se aman tan intensamente a un grado tan alto de profundidad, que se unen entre sí según los términos bíblicos del Creador: "Los dos son una sola carne". Maravilloso fenómeno natural del que brota la propia vida.

Una característica existencial relevante del matrimonio unido por el amor es el hecho de que las respectivas historias individuales vividas antes con plena autonomía se funden ya ahora en muchos de sus aspectos. Efectivamente, en relación con muchos aspectos de esa nueva realidad social, ya no se habla de uno o de otro como individuos. La pareja vive y pasa a ser considerada como una nueva unidad existencial. Ciertas características personales y sociales atribuidas antes individualmente a uno u otro de los esposos se consideran y se tratan ahora como aspectos comunes o de la pareja.

En contra de lo que sucede en el caso de las personas ligadas entre sí únicamente por lazos de amor-de-amistad, esas mismas características se afirman como propias de la pareja y no ya como de uno u otro de sus miembros. No se dice ya, por ejemplo, que Juan Menéndez es rico, mientras que su esposa, María del Campo, es pobre, o viceversa...; que María es feliz, mientras que su esposo es un hombre desgraciado. Sino que, con respecto a las mismas referencias, se afirma que la pareja Menéndez es rica o pobre..., es feliz o desgraciada. Las historias y muchos de los atributos vividos antes individualmente se viven ahora en común. En el ejemplo anterior, ciertas condiciones y atribuciones que eran claramente individuales pasan a constituir la unidad histórica de una nueva realidad social: la de la pareja.

El religioso de vida consagrada hace voto de castidad teniendo clara conciencia de su condición de ser sexuado. Sabe muy bien que no puede renunciar a este aspecto de su personalidad sin poner en jaque su propio equilibrio existencial y psicológico. El voto de castidad no neutraliza la sexualidad. Esta es una energía inmanente (eros) que impele al hombre a buscar aquello que le falta para ser una unidad existencial acabada. La energía erótica se expresa de muchos modos, que crean siempre un camino para la ansiada síntesis final.

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La finalidad creadora es característica de esa energía. Su expresión genital es solamente una de sus varias posibilidades dinámicas. Por ese modo de expresarse se busca específicamente la creación de la obra primera por excelencia: el hijo.

La expresión genital de la sexualidad no es básicamente una necesidad vital, sino una posibilidad maravillosa de recreación de sí mismo según la orden del Señor: "Sed prolífi-cos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla" (Gen 1,28). Los enamorados que en virtud de su amor se unen en relación sexual genital repiten espontáneamente el gesto de amor del propio Dios cuando exclamó: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra propia semejanza..." (Gen 1,26).

Los célibes de vida consagrada sólo aparentemente dejan de obedecer a esa orden incisiva del Creador. En la práctica, muchos sacerdotes y religiosos de ambos sexos cumplen con mucha mayor perfección este mandamiento del Creador que muchos casados. En efecto, para "hacer" biológicamente a un hijo basta con obedecer ciegamente al instinto sexual. Pero el multiplicarse biológicamente es lo de menos. Lo difícil es hacer crecer y ayudar al hijo a desarrollar su humanidad según el modelo de hombre previsto por Dios. Todo lo que Dios dijo respecto a la multiplicación biológica del género humano se reduce a unas pocas páginas de la Biblia. Todos los millares de páginas restantes se refieren al aspecto del crecimiento del hombre en el sentido de su destino trascendental.

El extraordinario fenómeno psicobiológico de la relación heterosexual no pasa nunca de ser una experiencia limitada de amor. La sensación de plenitud existencial, esto es, la sensación de estar realizando concretamente la exigencia on-tológica máxima de cualquier ser humano permanece, en realidad, sumamente incompleta. La satisfacción es, de hecho, provisional. La experiencia orgásmica de plenitud existencial dura realmente muy poco. El sentimiento original de soledad vuelve rápidamente. Por eso, para el mantenimiento de cierto sentimiento más o menos permanente de relativa satisfacción, la pareja se siente llevada a repetir la experiencia con cierto ritmo de frecuencia.

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El amor conyugal es una imagen muy imperfecta del amor de Dios. La pareja que se encierra dentro de sí acaba destruyéndose. Es una exigencia del amor crecer constantemente en profundidad. La limitación y la inestabilidad de la carne no permiten ese crecimiento a un ritmo constante de profun-dización continua en la unificación. Sólo la trascendencia de la carne permite el desarrollo ininterrumpido de este proceso.

Los sacerdotes y los religiosos renuncian voluntariamente a unas nobilísimas funciones biológicas propias del amor humano precisamente para poder entregarse con mayor libertad y eficacia a la decisiva tarea de ayudar a crecer a los hombres. Esta tarea se hace hoy tanto más importante cuanto que los padres no disponen de los medios ni del tiempo que exige la conveniente educación y formación religiosa de los hijos que engendran. Los sacerdotes y los religiosos consagrados asumen generalmente funciones apostólicas orientadas específicamente a llenar esta grave laguna en las sociedades de todos los tiempos. De este modo se convierten de hecho en padres y madres de innumerables hijos en el orden del espíritu. Mientras que los casados disponen libremente de su propia sexualidad para promover el crecimiento vegetativo de la humanidad, los célibes de vida consagrada usan libremente su propia energía sexual exclusivamente para promover el crecimiento moral del hombre.

La sexualización artificial del ambiente y de los medios de comunicación dificultan a los religiosos de hoy la plena vivencia de su castidad consagrada. La revalorización del amor-de-amistad, sobre todo a nivel espiritual, puede ofrecer un importante apoyo a los célibes para vivir con equilibrio su virginidad.

El voto de castidad encuentra su plena justificación en el ejemplo y la palabra del Señor. Jesucristo no se casó porque todo su ser estaba consagrado al Padre, a fin de estar disponible por entero a sus hermanos. Animó a sus discípulos a que algunos de ellos siguieran su ejemplo: "Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, los hay que fueron hechos eunucos por los hombres y los hay que a sí mismos se hicieron tales por el reino de los cíelos. El que pueda entender, que entienda" (Mi 19,12).

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La castidad consagrada es un modo original de amar de la persona en cuanto sexuada. El amor místico implica una mayor renuncia de sí mismo que los demás modos de amar. Exige por su propia naturaleza una renuncia definitiva al amor conyugal. El elemento decisivo que permite a la persona vivir ese modo de amar es el sentimiento de haber consagrado al Señor su propia existencia. El voto de virginidad no implica la renuncia a la propia sexualidad. Pero exige la libre y generosa renuncia a la expresión genital de esa sexualidad y a todo cuanto pueda favorecerla de algún modo: la búsqueda de situaciones más o menos eróticas que facilitan el enamoramiento... Sentirse espontáneamente enamorado de una persona de otro sexo no es grave para el religioso. Es un hecho psicológico normal. Lo grave sería que la persona consagrada no consiguiera resolver ese problema personal sin faltar a la fidelidad a su voto. Por el voto de castidad consagrada el religioso no tiene derecho a emprender cualquier cosa para buscar o para favorecer una situación personal de enamoramiento.

Por otro lado, la experiencia involuntaria de enamoramiento superada con éxito, lejos de ser un perjuicio, constituye frecuentemente un precioso descubrimiento muy útil para el progreso de la vida espiritual. Hay religiosos de ambos sexos que por algún accidente o por algún error de equivocación de sus padres o de sus formadores no tienen una idea clara respecto a una auténtica relación de amor con Dios. Personalmente me he encontrado a veces con religiosos de ambos sexos que en un deseo sincero de progresar en la vida espiritual se preguntaban angustiados: "¿Pero qué es ese amar a Dios?... ¿Cómo se siente la persona que ama a Dios?"...

Una duda de esta naturaleza constituye, evidentemente, un serio obstáculo para el progreso espiritual. El mecanismo psicológico que empleamos en nuestra relación de amor con Dios es el mismo que el que preside la experiencia de relación amorosa con una persona de carne y hueso. El que no ha tenido nunca esta experiencia con una persona concreta, como debería ocurrir normalmente en la relación afectiva de un niño con sus padres, con los demás miembros de la familia, en la relación interpersonal de auténtico y profundo amor-de-amistad en cualquier etapa de la vida, encuentra

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dificultades reales para descubrir lo que es amar a Dios. Normalmente se aprende a amar sólo con la experiencia de amorosa relación con una persona concreta. La auténtica relación de amor con Dios es normalmente la transferencia de ese primer aprendizaje a la nueva situación, que es ciertamente más compleja. Por eso la experiencia de un enamoramiento espontáneo debidamente superado puede realmente ayudar mucho a no pocas personas a vivir con mayor profundidad su amor a Dios.

Aquí me siento obligado a una observación importante. Recientemente una religiosa me pidió mi parecer a propósito de un consejo que cierto predicador de unos ejercicios les había dado a las religiosas. Me dijo que ese sacerdote había recomendado a las religiosas hacer la experiencia de enamorarse como un medio para aprender a orar mejor. Considero este tema tan importante y al mismo tiempo tan delicado, que he de decir algo sobre él.

Personalmente no estoy de acuerdo con la opinión o con la recomendación de ese predicador. Considero que incluso es un grave error hacer semejante recomendación a los religiosos. Una cosa es reconocer la utilidad de la experiencia espontánea de un enamoramiento no buscado voluntariamente y felizmente superado, y otra cosa completamente distinta es recomendar la búsqueda voluntaria de esa experiencia incluso con la excelente finalidad de aprender mejor lo que es amar.

Como religioso y como psicólogo me siento personalmente obligado a no recomendar esta experiencia a una persona sin que el objetivo y la intención sea el casamiento. Y esto por dos razones:

a) El enamoramiento no busca nunca la diversión, sino que es siempre el primer paso en dirección al casamiento. Nadie tiene derecho a engañar voluntariamente al otro; llevarlo a enamorarse para despedirlo luego olímpicamente con la cruel disculpa de "nunca pensé en casarme", no es honrado.

b) Incluso en el caso de que unos religiosos de sexo opuesto se pusieran de acuerdo en hacer juntos la experiencia del enamoramiento con la más santa de las intenciones, creo que los peligros a los que voluntariamente expondrían su vocación de consagrados no les

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permite moralmente asumir ese riesgo. Esa actitud equivaldría a exponerse voluntariamente a un serio peligro de infidelidad al compromiso personal de fidelidad al Señor.

El voto de castidad consagrada es precisamente el compromiso público de renunciar definitivamente al casamiento y a cualquier actitud o comportamiento orientados en este sentido para amar con exclusividad únicamente a Jesucristo. Cuanto menos madura afectivamente fuera la persona implicada en una situación de enamoramiento, tanto más difícil de superarla y tanto mayor y más insuperable será el sufrimiento moral con la frustración de las eventuales gratificaciones emocionales proporcionadas por la experiencia. La experiencia más o menos artificial de enamoramiento, sobre todo cuando se trata de religiosos afectivamente inmaduros, generalmente sólo sirve para alimentar y agravar una pequeña neurosis afectiva.

La experiencia de amor humano puede facilitar y fomentar el amor a Dios. Puede también sofocar o matar una auténtica vocación a la vida consagrada. Por eso creo que los religiosos tienen que cultivar con mucho cariño la fraternidad y el amor-de-amistad siempre con la prudencia necesaria para no caer en una situación que comprometa sus sagrados ideales de virginidad consagrada.

La sexualidad es apertura a los otros; por tanto, es también potencialidad de amor, un impulso natural para amar. Realmente, el religioso célibe que renunció al amor conyugal no puede vivir equilibradamente sin amar y sin sentirse amado. En otras palabras, también él tiene necesidad de vivir en relación de amor, como las personas casadas. Entonces puede afirmarse que también el religioso tiene vocación natural para el casamiento. Si fracasase en la debida satisfacción de esta necesidad suya, se sentirá un fracasado en la vida.

c) Amor místico

"Alegraos con Jerusalén, jubilad por ella todos los que su duelo soportáis a fin de que maméis y os saciéis de su seno de consuelo, a fin de que saboreéis y os recreéis en sus pechos de gloria.

Pues así habla Yavé: 'Yo haré correr por ella como un río la paz, y como un torrente desbordado la gloria de las nacio-

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nes. Sus lactantes serán llevados en brazos y acariciados sobre las rodillas.

Como a un hijo a quien consuela su madre, así yo os consolaré a vosotros; por Jerusalén seréis consolados' " (Is 66,10-13).

La diferencia fundamental entre los cristianos que viven el estado matrimonial y los religiosos que viven su consagración está precisamente en el modo como viven unos y otros su respectiva relación de amor con el otro. Los cristianos seglares aman de modo exclusivo a la persona de otro sexo en el estado matrimonial para la necesidad temporal de la humanidad. Ya se ha explicado anteriormente el dinamismo de este amor. Los religiosos de vida consagrada orientan su impulso de amor exclusivo a Jesucristo para la necesidad espiritual de la humanidad.

El mecanismo psicológico de este modo de amar es, muta-tis mutandis, fundamentalmente el mismo. La fenomenología de los acontecimientos intrapsíquicos es también igual. Recorre las mismas etapas. A grandes rasgos, los hechos psico-afectivos de amor místico se desarrollan de la siguiente manera.

El impulso dinámico del amor místico nace del mismo origen: la necesidad básica del hombre de amar y de ser amado. Para atender a esta necesidad, todos buscan instintivamente y con avidez una pareja complementaria que les permita vivir satisfactoriamente esta realidad humana. Esa pareja complementaria conveniente, según la naturaleza humana, es siempre, evidentemente, una persona. Para vivir de forma equilibrada el amor-de-amistad basta con que el compañero sea una persona. Puede ser del mismo sexo o de sexo contrario. Para el amor conyugal, los compañeros son siempre de sexo diferente. El amor conyugal entre personas del mismo sexo es una anomalía, una perversión y se llama homosexualidad o lesbianismo. El amor místico desarrolla los mismos fenómenos afectivos, que son, por un lado, un hombre o una mujer, y por otro, Dios o más frecuentemente la persona de Jesucristo, esto es, Dios hecho hombre como nosotros.

Vivir el amor místico es relacionarse a nivel psicológico y espiritual con el Señor de modo semejante a como se relacionan entre sí los dos miembros de la pareja en una situación de amor-de-amistad o de amor conyugal. La búsqueda de

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esta complementación parece pertenecer a la misma esencia del hombre. Es lo que indica la casi obvia revelación del Creador: "El primer (mandamiento) es: 'Oye, Israel: el Señor, Dios nuestro, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas'. El segundo es éste: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. No hay mandamiento mayor que éstos" (Me 12,29-31).

El descubrimiento de la posibilidad de desarrollar un proceso de amor místico siempre se hace por iniciativa de Dios. En efecto, la historia sagrada es la historia de la revelación que Dios ha hecho de sí mismo como de alguien que nos ha creado por amor y que por eso busca una respuesta a esta proposición de unión con el hombre. El descubrimiento de esta realidad vagamente sospechada por el hombre en razón de su naturaleza trascendental surge ordinariamente de modo progresivo en la medida en que crece su caudal de informaciones culturales. Los contenidos culturales particularmente útiles para el descubrimiento de la realidad religiosa y espiritual del hombre son los de las ciencias antropológicas, filosóficas, psicológicas y religiosas. Las nociones fundamentales, aunque sean muy elementales, facilitan mucho la comprensión de las realidades religiosas y espirituales. Cualquier buen método de catequesis, aunque sea infantil, encarnado en la realidad psicológica, social y filosófica del hombre, permite hasta a los niños en edad preescolar aceptar sin dificultad ciertas nociones básicas de religiosidad, como la existencia de un Padre celestial y de una Madre celestial que velan bondadosamente sobre los hombres, los protegen y ayudan a los que se relacionan con ellos como amigos.

El abecé de cualquier método de formación religiosa en cualquiera de los niveles incluye siempre, por lo menos, estos tres elementos:

a) El descubrimiento personal de la existencia de un Dios bueno, misericordioso y justo a través del estudio de la historia de la revelación.

b) La profundización progresiva de las virtudes teologales de fe, de esperanza y de caridad por medio de una adecuada motivación.

c) Unos incentivos permanentes adecuados de aprendi-

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zaje del modo de relacionarse personalmente con Dios a través de unas auténticas actitudes internas y de unos comportamientos coherentes con la vida de fe.

En los casos de relativo éxito en esta primera formación religiosa, el niño llega generalmente a los once o doce años de edad con convicciones y hábitos religiosos más o menos consolidados. La maduración psico-sexual trae consigo una sensación nueva y desconocida hasta entonces: la del interés afectivo por la persona del otro sexo. Este descubrimiento convulsiona su equilibrio emocional. Quiera o no quiera, el adolescente se ve envuelto de repente en una crisis inesperada. Siente que tiene que superarla con urgencia mediante la confrontación directa de dos valores afectivos igualmente importantes: seguir viviendo tranquilamente su amor a Dios como hasta entonces o aceptar y alimentar el impulso nuevo y desconocido anteriormente hacia el amor a la persona de otro sexo.

Es un problema angustioso. Exige una solución más o menos rápida. Si la primera educación humana y religiosa fue correcta, los términos del problema por resolver se presentan bajo una forma de ambivalencia. La solución de la misma consiste en una libre pero no siempre fácil opción de vida: ¿seguir buscando preferentemente a Dios y vivir esa realidad espiritual en progresiva profundidad o seguir más bien el impulso instintivo y empezar a cultivar también paralelamente el amor humano a una persona del otro sexo?

Para el equilibrio psicológico y existencial del adolescente que vive esta crisis es importante que sepa que tiene que hacer esta opción con plena libertad personal y con la conciencia tranquila. Puede resultar necesaria una ayuda adecuada para que haga esta opción sin sentimiento de culpa. Ese auxilio debe consistir únicamente en ayudarle a iluminar los respectivos valores de la vida matrimonial y de la vida religiosa consagrada. Una presión moral en el sentido de forzar una solución u otra podría significar una peligrosa manipulación que debilitaría cualquier decisión aparentemente personal y podría tener graves consecuencias para la vida del adolescente.

Es verdad que muchos jóvenes de ambos sexos manifiestan una tendencia natural a renunciar generosamente al matrimonio y a optar decididamente por la vida consagrada. El

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examen detenido de la realidad espiritual de la Iglesia lleva a la convicción de que muchos cristianos son realmente llamados a la vida sacerdotal o religiosa. También es probable que la vocación de muchos muera en germen simplemente por la falta de un auxilio adecuado en el momento exacto. Sin embargo, nos ocuparemos de aquellos —hombres y mujeres— que decidieron efectivamente consagrar su vida al Señor en la virginidad consagrada.

La primera consecuencia de esta opción es la decisión personal de un esfuerzo positivo de progresiva aproximación al Señor. En los casos más favorables pueden darse profundos cambios a nivel tanto intelectual como emocional del sujeto. Se agudiza la curiosidad intelectual para conocer más de cerca la realidad sobrenatural: ¿Quién es Dios?... ¿Cómo es?... ¿Cómo se relaciona con los hombres?... ¿Conmigo?... Al mismo tiempo se busca la realización de experiencias de relación personal con Dios. La actitud intelectual y el estado emocional de ese joven o de esa muchacha en muchos de sus aspectos son análogos a los de quienes se sienten enamorados por la persona de otro sexo.

A partir de entonces, si el ambiente y los demás condicionamientos formativos fueran favorables, la historia íntima de esa persona evoluciona de manera semejante a la de quien se encamina decididamente hacia el matrimonio.

Ese otro que la persona consagrada busca para realizar su anhelada unidad existencial es siempre la persona del Señor. El primer paso en el proceso de búsqueda recíproca de los que se aman lo da siempre el Señor: "No me elegisteis vosotros a mí, sino yo a vosotros" (Jn 15,16). El Señor ciertamente escoge y llama misteriosamente mucho antes de que el elegido se dé cuenta de ello: "He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). Desde que el Señor lo llama, sin que el elegido se dé cuenta de esa invitación amorosa, la historia de ambos (la del Señor y la del elegido) transcurre algo así como las historias respectivas de las personas que se quieren con amor-de-amistad. Nada más. No se da una intimidad recíproca más profunda. Simples relaciones de amistad y nada más. La vida de no pocas personas consagradas no va, desgraciadamente, más allá de esto. Su relación personal con el Señor no pasa de ser una simple re-

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lación de amistad, que no alcanza a las capas más profundas de la personalidad. Se podría decir que se trata de una rutina, de una vida religiosa mediocre.

El religioso de vida consagrada que toma en serio su vida espiritual se esfuerza por todos los medios a su alcance en dar sentido a su existencia. La vida del religioso consagrado tiene realmente sentido si se vive algo así como lo hace la persona enamorada o apasionada. Toda la vida mental y emocional adquiere un nuevo ritmo que se comunica también al propio comportamiento y a la actividad profesional.

El primer cambio se realiza en el nivel del pensamiento y de la memoria. Cuando la atención no se ve espontáneamente absorbida en el trabajo o en otra actividad cualquiera, se escapa espontáneamente hacia el punto focal de atracción: el ser amado. El sentimiento es casi permanentemente positivo. Surge directamente de esos contenidos del pensamiento: la imaginación, la fantasía, la representación, el deseo, el recuerdo... Esta actividad privilegiadamente positiva de la vida mental transforma el propio modo de ser de la persona. El individuo se transforma. Su comportamiento pasa a ser eminentemente positivo y creador. La persona funciona positivamente. Este nuevo modo de ser aparece visiblemente en las diversas áreas de actuación de esa persona: en el área social o de relación interpersonal, en el área del trabajo por su mayor eficacia, en el área del ocio por su mayor espontaneidad, en el área propiamente espiritual por su vida de oración más auténtica y más profunda; finalmente, en todas las manifestaciones de la vida por su mayor alegría de vivir...

En la medida en que el diálogo amoroso con el Señor se hace más intenso y profundo, esas transformaciones se acentúan y llevan a una mayor identificación con el Señor amado sobre todas las cosas. El diálogo acerca a los que se aman. Implica exigencias y concesiones recíprocas cada vez mayores. El Señor empieza a pedir una mayor purificación. La persona comprometida cede..., cede..., poco a poco se va vaciando de sus pequeños y de sus grandes apegos. Así se abre camino para un estrechamiento cada vez mayor de su unión con el Señor. Este no se deja vencer en generosidad. ¿Acaso no es verdad que amor con amor se paga?

En este ritmo, los dos, apasionadamente enamorados uno

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del otro —el consagrado que ama a Dios y Dios que ama al consagrado—, acaban confesándose mutuamente que ya no pueden vivir el uno sin el otro. La persona que ama al Señor en este nivel de profundidad siente que ya no puede separarse de él. Y también el Señor declara: "Pero he aquí que yo la atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón... Y ella me responderá de nuevo como en los días de su juventud... Sí, aquel día ella me llamará 'Mi marido'... Entonces te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y el amor; te desposaré conmigo en la fidelidad, y tú conocerás a Yavé. Aquel día yo responderé a los cielos y ellos responderán a la tierra; la tierra responderá al trigo, al vino y al aceite, y ellos responderán... Yo lo sembraré para mí en el país, amaré a Lo-Ruhamah ('no-amada') y diré a Lo-Ammi ('no-mi-pueblo'): 'Tú, mi-pueblo'. Y él dirá: 'Dios mío'" (Os 2,16-25).

Así es como se realiza el casamiento de la persona consagrada con Dios, el matrimonio místico. A partir de ese momento, lo mismo que en el matrimonio humano, todo cambia en las relaciones entre esa persona y el Señor. La unión se hace más profunda. Poco a poco, a través de un perseverante ejercicio de oración contemplativa, el religioso consagrado puede llegar a percibir casi experimentalmente la realidad espiritual de su unión con el Señor. En realidad no tiene ya mucho que hacer. Todo ocurre con mayor o menor espontaneidad o, más exactamente, es el Señor el que lo hace todo. Basta con que la persona aprenda a mantenerse en amorosa y condescendiente actitud receptiva. Estos acontecimientos tan sabrosos tienen lugar en el interior más íntimo de la persona bajo la mirada vigilante y complacida del Señor. El se complace en hacer maravillas en los que tienen el coraje de correr el riesgo de la entrega generosa e incondicional al Señor, que atrae misteriosamente de una forma extraordinariamente seductora.

Se trata de una experiencia mística fascinante, llena de sorprendentes aventuras y de insospechados descubrimientos al mismo tiempo extraordinarios y deslumbrantes. Si aquel que se ha sumergido en ese alto misterio de espiritualidad cristiana supiere mantener un elevado nivel de fidelidad y de generosidad, sería inevitable el progreso en el sentido de una mayor profundidad en la unión, con insospechadas conse-

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cuencias en su transformación interior. Descubriría sucesivamente nuevos modos de orar. El primer cambio en este sentido sería la actitud de profundo recogimiento en la presencia de Dios. Esta se sentiría más vivamente, algo así como la experiencia de la presencia de alguien que participa en el acto de orar. De ahí una mayor facilidad en la atención concentrada en el sentido de las palabras de la oración vocal y de los sentimientos profundos de fe, de esperanza, de amor, de alegría, de humildad, de confianza...

El que llega a rezar con satisfacción por medio de la oración vocal no tarda en sentir el deseo de ir más allá. Descubre entonces el valor vivencial de la oración espontánea. La oración apoyada en fórmulas hechas, escritas, cede paso en muchas ocasiones a expresiones verbales que brotan espontáneamente de lo íntimo del alma. Es un intento de diálogo menos formal con el Señor; por eso es, ciertamente, más auténtico. La oración ya no tiene como finalidad principal la de crear un clima de unión con Dios, sino que es más bien expresión de unos sentimientos de amor ya existentes.

En la medida en que crece el sentimiento de unión con el Señor, disminuye el esfuerzo intelectual por dialogar con él. Hay un esfuerzo evidente de simplificación de la relación de amor. Crece el deseo de una mayor aproximación a la persona de Cristo. Por eso se multiplican los actos de afecto. Muchas veces la oración se reduce a repetir expresiones afectivas simples y familiares como las que se repiten muchas veces las personas enamoradas: "¡Te quiero!... ¿Es verdad que me amas?... ¡Tú eres mi tesoro!... ¡Mi alegría!"..., etc. Estos actos afectivos internos producen adhesión a Dios y fortalecen los lazos de unión con él.

La oración afectiva provoca una apertura cada vez mayor a Dios. La auténtica apertura a Dios siempre tiene como consecuencia natural una apertura paralela a los hermanos. El amor a Dios y el amor a los hombres caminan a la par. Según enseña san Pablo, si no ocurriera eso, la persona estaría engañada y viviría de ilusiones. Realmente no viviría un verdadero espíritu de oración. El estado espiritual de oración afectiva afecta profundamente al estado mental y al propio comportamiento exterior del individuo: lo hace alegre, cor-dialmente acogedor y disponible.

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Pero todavía es posible avanzar más: la profundización en la unión se hace, además, en el sentido de la simplificación. La expresión verbal o simplemente mental de los afectos familiares tiende a desaparecer. La actividad y las iniciativas de la persona se reducen cada vez más en cuanto que crece y se va abultando el simple pero intenso deseo de recogerse totalmente en Dios. En realidad es el deseo de una unión más íntima: pertenecer única y totalmente al Señor, vivir en contacto estrecho y permanente con él.

Esa es la actitud de simplicidad, parecida a la del niño cariñoso que corre junto a su madre y, sin decir nada, se sube a sus rodillas para recogerse silenciosamente en el regazo de la persona amada. Para sentirse más unido a la madre, no se contenta con sentarse en su regazo, sino que intenta refugiarse bajo los brazos maternos; de este modo se siente totalmente protegido y como dentro de la madre.

La actitud de profundo recogimiento en Dios supone también una conversión radical: una renuncia total de sí mismo y una decisión irrevocable de querer sólo lo que Dios quiere y todo lo que él quiere. La necesidad de conocer la voluntad de Dios para vivir únicamente de acuerdo con ella pasa a ser la gran preocupación en cada nueva circunstancia.

El consagrado que ha llegado a este grado de profundidad en su vida de oración se transforma en un contemplativo en acción. Es contemplativo porque vive constantemente su profunda unión con Dios. Éste estado de espíritu o de constante unión con Dios es vivido de modo semejante al del estado psicológico y emocional del que está enamorado. Realmente se trata de un verdadero estado de profundo enamoramiento. La persona se siente apasionadamente enamorada de Dios.

Este sentimiento y esta actitud interiores producen también cambios en la conducta del individuo. Hay dos aspectos que caracterizan su nueva forma de comportarse:

a) A nivel mental, emocional y físico demuestra una sorprendente descontracción: buen humor, alegría, paz, facilidad y cordialidad de contacto y de comunicación. La riqueza de su ser interior se refleja en su rostro, siempre abierto y jovial. Algo así como la persona que, después de una larga y anhelante espera, ha conseguido finalmente situarse en una posición afectiva sumamente gratificante. Pero este estado de

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ánimo no le impide, ni mucho menos, dedicarse normalmente a sus tareas. Es verdad que, siempre que su atención no se ve solicitada por la actividad exterior, tiende a ocuparse del ser amado. Es precisamente esta tendencia natural de permanecer constantemente junto al Señor que le ha conquistado el corazón la que caracteriza al estado contemplativo.

b) Su profunda y amorosa unión con Dios se vive, además, íntimamente en otros dos niveles: el nivel del pensamiento y el nivel del sentimiento.

Para trabajar con eficiencia es necesaria cierta concentración del pensamiento en lo que se está haciendo. Desviar el pensamiento, esto es, la atención reflexiva, la imaginación y la fantasía hacia otro centro de interés supone dificultades para una ejecución correcta de la tarea. Por eso, cuando el contemplativo trabaja en una ocupación manual o en una ocupación intelectual no puede, obviamente, pensar al mismo tiempo en el Señor. No es posible pensar simultáneamente en dos cosas distintas. Intentar hacerlo a fuerza de voluntad llevaría inevitablemente a una peligrosa fatiga mental y produciría, ciertamente, no pocos errores en la ejecución del trabajo. Cuanto más complicado es ese trabajo, tanto mayor es la necesidad de movilizar las energías mentales y concentrar el poder de la imaginación, de la reflexión, de la inventivi-dad, de la lógica, de la creatividad... en el sentido de descubrir, de escoger, de decidir y de ejecutar.

Por eso, en cuanto que trabaja, el contemplativo no puede pensar en el Señor como querría, no puede entretenerse íntimamente con él, no puede fijar en él su atención.

Un joven y una joven cambian de comportamiento a partir del día en que se enamoran uno del otro; se hacen visiblemente más abiertos, más accesibles, más atentos y muchas veces más disponibles. Es que su corazón empieza a cantar de alegría. Los sentimientos de alegría y de satisfacción son el rebosar de lo que llena su corazón. Esos sentimientos facilitan todo lo demás. La persona que ama se encuentra a sí misma, descubre su verdadera identidad. De ahí su explosión de vida, de esperanza, de confianza...

El contemplativo en acción es una persona que se descubre en su más profunda naturaleza: el hombre trascendente, en diálogo directo con Dios que lo llama, que lo seduce, que lo toma para sí. Y todo esto sin que el hombre deje de

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ser una persona tan normal, que los demás no sospechan generalmente nada de su profunda transformación interior. Sólo ven los efectos maravillosos que repercuten espontáneamente en la vida de relación de esa persona. Tan sólo el sujeto y Dios, su divino compañero, conocen el secreto de lo que ha sucedido.

2.3. Amor a la Iglesia

"...a la Iglesia de Dios establecida en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que invocan en todo lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo..." (1 Cor 1,2).

La Iglesia es la realidad mistérica que Jesucristo ha dejado a sus discípulos, dándoles además la misión de difundirla entre los hombres. Es la comunidad de los que aceptan, siguen y aman a Jesucristo e intentan vivir de acuerdo con su doctrina bajo la autoridad suprema de los sucesores del primer colegio apostólico. Como cualquier otra asociación humana y a pesar de su origen divino, a lo largo de su atribulada historia la Iglesia se ha debatido siempre en medio de innumerables dificultades de todo orden. Ha conocido y sigue conociendo luchas, oposiciones, apostasías, rupturas, problemas de orden doctrinal y disciplinar...

Esta visión realista no constituye una especial dificultad para la persona de genuina fe. El amor profundo y sincero a Jesucristo no conoce solución de continuidad debido a las dificultades momentáneas de la Iglesia. El que ama verdaderamente a Jesucristo no puede dejar de amar igualmente a la Iglesia, aunque ésta se presente con un rostro dolorido, enfermo o debilitado.

El auténtico amor a la Iglesia se demuestra en la fidelidad a sus orientaciones, emanadas del propio Espíritu Santo. La persona de profunda vida espiritual obedece a las normas de la Iglesia. Evita criticarla a pesar de que a veces no está de acuerdo con el pensamiento de alguna autoridad de segundo o de tercer nivel. Erigirse en superautoridad con derecho a criticar públicamente importantes decisiones emanadas de la inconfundible autoridad legítima es, por lo menos, una prueba de arrogancia, de orgullo, de presunción y de rebeldía. Lo

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mismo hay que decir respecto a otros problemas de disciplina religiosa en las comunidades. Los posibles males y dificultades que nacen de la limitación humana no se curan con la contestación y la agresión dirigidas contra las personas. Al contrario, se curan con la oración, con el sacrificio y con el amor. La mansedumbre y la caridad conquistan más personas y corrigen más defectos que las acusaciones y las críticas dirigidas contra las mentalidades legalistas y jurídicas. El amor, la fidelidad y la obediencia corrigen más fácilmente desórdenes e influyen mucho más en la renovación de la vida cristiana y religiosa que la actitud amarga de reprobación y los discursos cáusticos de condenación. Este modo de pensar y de obrar vale también en el caso en que el mal nace de un error de juicio o de un comportamiento escandaloso de la autoridad, que debería dar ejemplo de vida evangélica. El que ama sinceramente al Señor y al prójimo siempre enseña con el ejemplo de su vida. Estimula el crecimiento espiritual de la Iglesia y del mundo. No hay poder humano, civil, religioso o eclesiástico, que pueda anular la acción de Dios en el mundo, sea cual fuere el instrumento del que se sirve en su divina voluntad de obrar.

La Iglesia de hoy necesita muchos santos auténticos. Hombres y mujeres de todas las categorías sociales, religiosos y laicos dispuestos a contribuir con su modesto ejemplo de vida de oración a la renovación espiritual de la Iglesia y del mundo. Su ejemplo de fidelidad, de amor y de obediencia a la Iglesia tiene una importancia fundamental para esa urgente reforma.

El que ama a Dios no puede dejar de amar a la Iglesia. Le interesa todo lo que ocurre en ella. Se preocupa de las dificultades que ella encuentra para desempeñar con éxito su divina misión entre los hombres. Las incomprensiones, las acusaciones de dentro y de fuera le hacen sufrir. Sufre sobre todo por los escándalos de infidelidades de todo orden. Despreocuparse de la Iglesia es no hacer caso del objeto que más aprecia el Señor. Es ignorar sus preocupaciones. Es un egoísmo de los peores...

En todas las épocas de crisis de la Iglesia aparecen indefectiblemente obispos, sacerdotes y religiosos que protagonizan vigorosos impulsos, unas veces para bien y otras para mal. En casos necesarios nunca faltan héroes y heroínas que

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con sus lágrimas lavan la cara manchada de la Iglesia para que "las puertas del infierno no prevalezcan contra ella" (Mt 16,18).

Siempre ha habido malos obispos, malos sacerdotes, malos religiosos y malos cristianos. Para enfrentarse a ellos el Señor tiene que suscitar constantemente papas, obispos, sacerdotes, religiosos y cristianos laicos excepcionales. Hoy vivimos una de esas crisis históricas. Por eso se nos convoca a todos a cerrar filas en torno a los auténticos pastores y predicadores del evangelio, del evangelio según Jesucristo, y no un pseudo-evangelio según una ideología cualquiera. La Iglesia de hoy necesita hombres fuertes y mujeres decididas que protesten y señalen con el dedo el "Camino", que griten la "Verdad" a los oídos de los sordos, que hagan sentir la "Vida" a fuerza de amor. Es preciso ayudar al Señor a desanimar a los falsos profetas que con la maza en la mano intentan destruir el precioso tesoro de la Iglesia. Muchos predicadores, escritores y ministros fuertes y animosos tienen que salir a la palestra a defender a los débiles, expuestos al robo y al expolio de su fe y de su amor. Tienen que luchar valerosamente contra los lobos vestidos con piel de oveja, que rondan amenazantes y agresivos alrededor del redil. Tienen que desenmascarar con valentía a los que subrepticiamente se filtran en medio del rebaño. Esos son siempre los más peligrosos. Si los buenos pastores no acuden en defensa del rebaño, ¿quién defenderá a las ovejas?

Hoy más que nunca el apóstol tiene que sentirse obligado a definirse claramente a favor o en contra de Cristo y de su evangelio. Las actitudes ambiguas o poco claras equivalen a una traición. Hay individuos intolerables en el seno de la Iglesia del Señor: "Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueses frío o caliente. Pero porque eres tibio, y no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca" (Ap 3,15-16). San Pablo, por su parte, exige que seamos "fortalecidos poderosamente por su Espíritu en lo que mira al hombre interior, y que Cristo habite en vuestros corazones por la fe para que estéis arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3,16).

Si nosotros, que nos consideramos los amigos íntimos del Señor, no nos desprendemos de las cosas de la tierra, sere-

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mos sembradores de discordia, de desunión y de disgregación. Al ver las ruinas y las llagas que se observan en ciertos lugares del cuerpo de la Iglesia, entran ganas de llorar por tanta destrucción. Pero como llorar no sirve de nada, todos los que aprecian a la Iglesia como el tesoro más precioso que nos ha legado el Señor no deben cesar de orar, de suplicar, de trabajar y de sacrificarse por socorrerla. Para esto es para lo que nos ha llamado el Señor, sobre todo a nosotros, obispos, sacerdotes y religiosos. Ayudemos al Señor a llevar la cruz, que se hace cada día más pesada. Es ya un sufrimiento demasiado duro para una sola persona. El ya no puede más. Cae exhausto. No tenemos tiempo que perder. Nuestra vocación es la de ayudar, la de pedir, la de trabajar... Nos lo pide nuestro Señor y nos lo suplica con insistencia. No lo dejemos solo con tantas dificultades...

Ayudemos a la Iglesia a no vacilar ante los golpes que le vienen de todas partes, de fuera y de dentro. El que no se conmueva, se ponga en pie y tome una posición es un cobarde y un traidor. No merece el nombre de cristiano. Y mucho menos el nombre de sacerdote o de religioso.

La Iglesia es el pueblo que peregrina en dirección a la patria, i El gran encuentro tendrá lugar en la casa del Padre! Un encuentro definitivo. El camino hacia la casa del Padre pasa a través de muchas dificultades. No es un viaje en avión ni en automóvil por una moderna autopista. Todos caminan a pie por un camino que más bien parece una vereda, un sendero. Nadie viaja solo. Los solitarios se extravían sin remedio. Siempre vamos en grupo. Nadie va con las manos vacías... Los más decididos van al frente. Arrastran a los demás detrás de ellos. Al frente de todos va el único que conoce el camino. El se identifica con el camino. "Yo soy el camino..." Basta con seguirle para ir sobre seguro. El es como una gran luz, como un farol, como una columna de fuego.

Crecer es caminar. Es aprender a hacer camino. Es ponerse en marcha con la muchedumbre fascinada y contagiada por el evangelio para ir tras el Señor. La Iglesia es dinámica. Es movimiento. La Iglesia es Cristo. Nuestra vida terrena adquiere sentido en la medida en que trabajamos por la salvación del mundo. Mientras vamos caminando, sentimos la alegre esperanza de aquella fiesta en la que finalmente podremos participar.

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Pero estamos todavía en camino. Antes de llegar a la casa del Padre pueden ocurrir muchas cosas. Desgraciadamente hay algunos que nunca llegarán. Esta es una triste realidad. En realidad, ningún caminante tiene la certeza absoluta de llegar. El problema de esa incertidumbre no está ligado a factores externos al camino. El peligro de accidente que puede ser fatal está situado en el corazón mismo de cada peregrino: el desánimo, el miedo, los apetitos desordenados, el deseo de otras experiencias, de otras aventuras... Cristo, nuestro amigo, está siempre a nuestro lado, nos apoya, nos advierte, nos suplica, pero respetando nuestra libertad... El mayor peligro para nosotros está en no verlo, en no escucharlo, en no hacer caso de él... Este es un problema absolutamente personal. Del modo de solucionarlo depende el éxito o el fracaso de nuestro caminar. Por desgracia, no hay más remedio que reconocerlo: siempre cabe la posibilidad de perdernos.

Dios nos ha hecho para amar. No es posible huir de ahí. Es nuestro destino. El que no ama está inevitablemente perdido para este mundo y para la vida eterna. Felizmente podemos tener la certeza evidente de que el Señor nos ama mucho más de lo que nos imaginamos. María y los santos indican el modo de caminar para no equivocarse en el camino. Enseñan con su ejemplo cómo hay que vivir para corresponder al amor inmenso que el Padre nos tiene.

El sentido de nuestra peregrinación personal y eclesial está en la dirección de la casa del Padre, donde también está Jesucristo. El que no peregrina, sino que se instala, muere irremediablemente: nadie tiene una morada permanente en este mundo.

Lo que distingue a la Iglesia de las instituciones humanas es fundamentalmente la unión y la caridad.

La comunidad religiosa es Iglesia, es sacramento, es misterio. La Iglesia es el lugar donde Dios comunica y manifiesta la intimidad de Cristo. La comunidad que no irradia a Cristo no es Iglesia. La transformación de un grupo de hombres en Iglesia siempre es obra exclusiva del Espíritu Santo.

Una persona de auténtica oración procura insertarse generosamente en la Iglesia local. Ofrece su disponibilidad según sus carismas y según las necesidades pastorales. Ofrece su

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experiencia religiosa personal a los compañeros de apostolado, sobre todo su experiencia de caridad y de oración.

La Iglesia no vive sin oración. Para que pueda desempeñar con eficacia su misión es absolutamente indispensable el apoyo espiritual de los cristianos. Un estímulo y un apoyo especial lo recibe la Iglesia de sus hijos que dedican su vida a la oración, a la contemplación, consagrando su vida totalmente a Dios. Los hombres de oración y de contemplación constituyen un elemento vital para la Iglesia. Hacen funcionar el corazón de la Iglesia.

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3. Teología, mística y santidad

"Cantaban un cántico nuevo delante del trono..." (Apl4,3).

"La vida eterna es que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú enviaste, Jesucristo" (Jn 17,3).

¿Qué es un místico cristiano? Cualquier cristiano que encarne la teología en su vida

práctica de modo ejemplar puede, rigurosamente hablando, ser considerado como místico. El término teología significa ciencia de Dios. Teólogo es la persona erudita en la ciencia teológica.

El místico también es siempre un profundo conocedor de los misterios más recónditos de Dios. El buen conocedor de las ciencias teológicas puede muy bien no ser un místico; puede ser también un cristiano mediocre y hasta ateo... El saber no es ninguna virtud... El místico siempre entiende al verdadero teólogo. Pero no siempre se verifica lo contrario. Los místicos existieron antes que los teólogos. Antes de que hubiera personas que estudiasen sistemáticamente la doctrina cristiana —la Biblia—, había cristianos que con alegría y con un amor apasionado profundizaban en la contemplación de las realidades sobrenaturales. Preferían vivirlas concretamente más que hacer ciencia de ellas. La verdad es que fueron ellos los primeros teólogos. Alcanzaban un conocimiento de Dios tan elevado y lo amaban tanto, que llegaron a tratar directamente con él a través de una conversación familiar. El místico percibe directamente a Dios, lo saborea, sin preocuparse de sistematizaciones científicas. Los cánones científicos

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y técnicos de la teología siempre fueron más estrechos que la visión de los místicos.

Es una función propia de la teología alimentar a la mística. Esta es la vivencia de los datos de aquélla a nivel de Iglesia. Por otro lado, una de las fuentes que alimentan a las ciencias teológicas es la experiencia mística de los santos. Los santos son hombres que revelan al teólogo el contenido real del encuentro personal con el Dios vivo. Es en la experiencia mística personal o ajena donde el teólogo puede descubrir el contenido esencial y personal de la comunión del hombre con Dios.

Una elaboración teológica que prescindiese de los datos de la experiencia mística quedaría reducida a la aridez de lo teórico. Sería vitalmente indigesta y pragmáticamente casi inútil para la Iglesia. Para la Iglesia son importantes y sumamente preciosos los contenidos teológicos que ayudan a los cristianos a encontrar al Señor y a crecer continuamente en unión con él. La experiencia de los místicos, que era antes una discípula sumisa de la teología, se está haciendo hoy cada vez más fuente de luz y de inspiración para los investigadores de la teología. Parece que fue esta evidencia la que llevó al papa Pablo VI a darle a la mística santa Teresa de Jesús el glorioso título de "Doctora mística de la Iglesia" el día 27 de septiembre de 1970. Se han invertido los papeles. La fiel discípula de la teología de hace cuatrocientos años es reconocida hoy universalmente como maestra en el conocimiento de las cosas de Dios. Esto es una prueba más de que en el mundo de la economía espiritual la propia vida es más importante que la ciencia abstracta. El conocimiento y el amor de Dios no nacen de la ciencia, sino de la vida.

El teólogo que ignorase el hecho de la presencia real de Dios en la vida concreta de los hombres que lo buscan y lo encuentran no iría mucho más allá de teorías teológicas más o menos estériles para la vida del cristiano. La vivencia religiosa de los místicos que exploran los más profundos misterios de Dios a partir de una atenta audición de las exigencias de su propio corazón se opone decididamente a ciertas corrientes modernas de pensamiento teológico excesivamente racionalista y técnico. Con simplicidad y amor, los místicos asumen de modo ejemplar y espiritualmente eficaz su compromiso personal con el Señor sin pasar por complicadas

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elucubraciones filosóficas o científicas. Quizá la teología moderna tenga que volver con mayor decisión a esas fuentes puras de inspiración para el encuentro y la profundización de la "verdadera teología.

Hay quien se fija en la mística sobre todo en los llamados fenómenos místicos. Pero la fenomenología a veces un tanto extraordinaria de algunos místicos es un elemento absolutamente accidental y secundario. No prueba nada o muy poco respecto a la autenticidad de la vida espiritual del sujeto. Los fenómenos más o menos raros no dicen nada muchas veces sobre la vida religiosa del sujeto. En todo caso jamás deben servir de criterio para un juicio de valor sobre la virtud del individuo, ya que algunos fenómenos prácticamente iguales a los que se observan en ciertos místicos pueden tener lugar a veces en personas sin fe, por razones de índole patológica. La mística santa Teresa nunca privilegió los fenómenos extraordinarios que experimentaba y que ha descrito detalladamente en su autobiografia. Lo importante para ella fue siempre el verdadero contenido de su relación personal con Dios. Lo admirable en su vida, lo único que hay que imitar de su ejemplo es su amor entrañable a Jesucristo. Lo demás (visiones, éxtasis...) son cosas fortuitas que el Señor puede permitir o no, sin que tenga que subordinarse a ellas el valor y la profundidad de la vida de oración. Lo importante en la vida de santa Teresa de Jesús es únicamente su profunda e íntima experiencia de Dios. Fue únicamente su fidelidad a su compromiso con el Señor y su admirable generosidad con él lo que llevó a santa Teresa a las cimas de la santidad. Rigurosamente hablando, esto no tiene ninguna relación de consecuencia con los fenómenos extraordinarios por los que la hizo pasar el Señor.

¿Por qué algunos santos han vivido fenómenos extraordinarios y la mayor parte de ellos no los han conocido? Es un secreto de Dios. Es inútil empeñarse en escrutarlo...

Únicamente el amor de Dios justifica la castidad religiosa. El amor que une al hombre más estrechamente con el Señor por el voto de castidad va acompañado naturalmente de un profundo amor fraterno. Ese amor no significa desprecio por el matrimonio, sino otro modo distinto de vivir el amor humano. Cristo subrayó el ejemplo de los que renuncian voluntariamente al matrimonio por amor al reino de Dios. Se trata

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de un ejemplo y de un estímulo importante para todos los cristianos, para que no se instalen en la tierra como en una morada permanente.

La virginidad consagrada es un medio de santificación privilegiado, propuesto por el Señor a los que él invita a vivir dentro de una mayor intimidad con su persona. La virginidad libera el corazón y lo hace disponible. Cuanto más despegado está de las criaturas, tanto mayor es su capacidad de apegarse al Señor. Cuanto más apasionado está por Jesucristo un corazón humano, tanto más abierto está para los hombres. El que se acerca al corazón de Jesús se hace un poco semejante a él: amoroso, manso, humilde, compasivo para con todos. Asumir con generosidad la virginidad y vivirla intensamente en una profunda unión con Jesús es la mejor preparación para un apostolado eficaz.

El religioso que se ha dado sinceramente a Dios está perdido para el mundo. Pertenece únicamente al Señor. Trabaja exclusivamente en su viña. Su vida tiene un sentido cierto. Su camino es único y claro para todos.

La virginidad consagrada es un don precioso de la gracia divina que Dios concede a algunos. "No todos comprenden esta doctrina, sino aquellos a quienes les es concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, los hay que fueron hechos eunucos por los hombres y los hay que a sí mismos se hicieron tales por el reino de los cielos. ¡El que pueda entender, que entienda!" (Mt 19,11-12).

La virginidad consagrada manifiesta de forma excelente el modo como el hombre tiene que vivir el amor que Dios le muestra. Es semejante a un maravilloso matrimonio que el Señor quiere establecer con cada hombre. Las características de esa unión son las de cualquier matrimonio humano bien logrado: amor recíproco, entrega, fidelidad, respeto...

La virginidad consagrada permite al religioso insertarse normalmente en una nueva familia, unida por lazos de profunda fraternidad humana y espiritual.

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4. El sentimiento

"Mi alma se alegra en el Señor, mi frente se levanta a Dios..., porque me he alegrado en tu auxilio" (1 Sam 2,1).

"Mis ojos se derriten en lágrimas noche y día sin descanso por el gran desastre que quebranta a la virgen, hija de mi pueblo... Si salgo al campo, sólo veo caídos a espada; si entro en la ciudad, allí están las angustias del hambre. Hasta los profetas y los sacerdotes vagan por el país" (Jer 14,17-18).

La mentalidad del hombre occidental es intelectualista. Los métodos de educación comienzan ya en la misma familia a actuar en el sentido de preparar al hombre técnico. La escuela en todos sus niveles se preocupa mucho más de preparar al técnico capaz de crear y de producir cosas que de formar al hombre que quiere vivir. Crear y producir forma parte de la vida, pero no lo es todo. Vivir es mucho más que eso.

Muchos hombres obligados a insertarse en una estructura rígida de servicios de producción y de consumo acaban transformándose en robots para poder vivir. El robot es una máquina. Un simple ejecutivo mecánico que no siente nada, que no se compromete personalmente con lo que hace. Hace por hacer. Instrumentalizado y explotado en sus capacidades..., escandalosamente frustrado en su profunda aspiración a vivir...

Para aprender a orar satisfactoriamente, el hombre necesita descubrir previamente su capacidad original de relacionarse directamente con los demás y con las cosas como un dato natural. La oración no es una actividad intelectual. Es una relación espontánea de vida, y no un esfuerzo calculado para

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realizar cosas. La oración no es trabajo. Para orar no utilizamos sólo los datos de la inteligencia, sino que nos servimos sobre todo de los datos del corazón. Orar es relacionarse con la persona de Jesucristo. Y el relacionarse es un dato inmediato de la naturaleza humana. Es la manifestación de la necesidad de vivir.

La oración no es una cosa para los intelectuales, esto es, para los racionalistas incapaces de salir de sus esquemas de pensamiento lógico, rígidos e inflexibles. La oración es para las almas infantiles y para los adultos capaces de convertirse en niños. Es que las cosas del reino de Dios sólo pueden ser comprendidas por los niños y por los que se parecen a ellos en algunos aspectos básicos de la personalidad infantil, como son la simplicidad, la espontaneidad, la humildad, la confianza, la autenticidad, la transparencia, la sinceridad, la cordialidad, la poesía... "En verdad os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él" (Me 10,15).

El aprendizaje de la oración supone, por tanto, la previa conversión del hombre intelectualizado en hombre natural y original, tal como era en su edad infantil. Saint-Exupéry fue muy afortunado en la creación literaria de El principito. La genial creación de este escritor representa de forma maravillosa al niño "inocente", esto es, no contaminado ni deformado por los conceptos intelectuales de los "adultos" de hoy. El principito quizá sea el modelo del hombre puro salido directamente de las manos del Creador. En todo caso ése parece ser un ejemplar concreto del ideal humano propuesto por el Señor a los que quieren entrar en su reino. Y él le da gracias al Padre por haber dispuesto las cosas de ese modo: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo escondido estas cosas a los sabios y prudentes, las has revelado a los pequeñuelos" (Mt 11,25).

Para aprender a rezar no basta con tener buena voluntad. Es preciso descubrir cómo hay que actuar. Es verdad que en el pasado la mayor parte de los responsables de la formación de los incipientes ignoraban un método apropiado para ayudar a los jóvenes religiosos a orar de forma satisfactoria. Los métodos propuestos por los grandes maestros de espiritualidad se presentaban de un modo un tanto teórico. Generalmente se ignoraba el camino que había que seguir para el

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descubrimiento de este secreto. Faltaba una metodología apropiada que enseñara el modo de disponerse para que pudiera realizarse ese encuentro singular con Dios. Las modernas contribuciones de las ciencias humanas, sobre todo de la antropología, de la psicología, de la sociología y de la pedagogía, facilitan la creación de unas condiciones personales favorables a ese encuentro maravilloso en lo más íntimo del ser humano.

Actualmente los religiosos intentan renovar el modo de vivir su propia consagración. Algunas veces creen que la llave para la transformación tan deseada está en la renovación de las estructuras. Pero ésta es una peligrosa ilusión. En realidad, la organización de las estructuras no tiene esa fuerza de transformación de la vida que algunas veces se le ha atribuido. El modo de vivir del religioso depende sobre todo de su interioridad y no de las condiciones estructurales del ambiente en que vive. El cambio de vida siempre es la consecuencia de las transformaciones en el nivel de los sentimientos y de las actitudes internas. Por eso mismo, renovar el modo de orar es también renovar el modo de vivir. Son inteligentes las congregaciones que orientan ese esfuerzo de renovación en el sentido de obtener cambios en las disposiciones internas de los religiosos. Todo lo que emprendan por mejorar y hacer más profunda la vida de oración influirá directamente y de manera positiva en el modo de vivir de los religiosos.

Uno de los mayores obstáculos para aprender a orar con satisfacción es la rigidez de los esquemas de pensamiento. Los occidentales han aprendido a pensar de forma racionalista e íntelectualista. Convertirse y volver a ser como niños es también reaprender a pensar como piensan los niños.

El niño no es racionalista. Es naturalmente humanista. En su método natural de pensar no excluye ninguno de los datos naturales de su ser. El primer desastre del sistema educativo que no toma en consideración los datos humanos del niño es el de haber matado algunas preciosas cualidades infantiles, como la espontaneidad, la capacidad de reconocer y de expresar sentimientos personales. Eliminados estos dos aspectos tan importantes de la personalidad humana, es fácil motivar la aparición de comportamientos orientados exclusiva-

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mente por la inteligencia, por la razón, por la fuerza de la voluntad, por la lógica pragmatista. Eso es el robot humano: un excelente instrumento de producción, de ejecución técnica, el hombre duro, el intelectual totalmente incapaz de un pensamiento poético, de un auténtico amor sentido que transforma a la persona.

La plegaria del racionalista es incapaz de expresar un sentimiento auténtico. Su relación con Dios se expresa por medio de discursos intelectuales más o menos formalistas: filosóficos, exegéticos, literarios, políticos... Difícilmente aparecen en sus actitudes expresivas sentimientos de amor, de humildad, de esperanza, de arrepentimiento... Tal vez sea capaz de hablar con elocuencia del amor, de la necesidad de amar a Dios, de la necesidad de confiar en él, de la necesidad de arrepentirse. La palabra que más repite es que "debemos...", "debemos...", "debemos..." Pero es prácticamente incapaz de "hacer" un verdadero acto de amor, de fe, de confianza, de arrepentimiento... A los que en la oración comunitaria participada expresan con simplicidad lo que realmente sienten o experimentan en la intimidad de ellos mismos, los acusan con frecuencia de estar haciendo teatro. ¿Acaso expresar con simplicidad unos sentimientos auténticos es hacer teatro? A veces despotrican en contra de esas manifestaciones de verdadera oración. Si esos racionalistas fuesen coherentes con lo que piensan, deberían acusar también al Señor de hacer teatro cada vez que oró públicamente al Padre delante de sus discípulos. Orar con sencillez y autenticidad en voz alta delante de los hermanos de comunidad es, por lo menos, una auténtica comunicación de fe. Como tal representa un importante apoyo espiritual a los hermanos. Una comunidad religiosa en la que no se ora de este modo omite una función importante de mutua ayuda. El que nunca manifiesta públicamente, con sencillez, su fe y su amor al Señor es un misterio para sus cohermanos. Estos no saben si ora realmente, ignoran si ama al Señor, si confía en él. Tienen que suponerlo caritativamente. Sin embargo, cierto conocimiento del modo como mis hermanos de comunidad se relacionan con el Señor es un importante apoyo moral y una motivación para el esfuerzo de todos. Los apóstoles pudieron creer que Jesús era el hijo de Dios sobre todo porque veían cómo hablaba con su Padre. En una comunidad reli-

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giosa donde no se dieran estos ejemplos de fe viva, de amor vivido, de confianza vivamente experimentada, faltaría la fuerza y la gracia que sustenta la virtud de unos y de otros.

También me parece necesario deshacer el lamentable equívoco de la acusación de sentimentalismo que algunos han lanzado contra la expresión simple y auténtica de sentimientos de piedad, de fe, de amor, de contrición, etc. La tentación de levantar semejantes acusaciones la sienten con mayor facilidad aquellas personas que tienen una dificultad real por reconocer y expresar un sentimiento auténtico. Se trata de un lamentable preconcepto social nacido muchas veces de una actitud machista: el hombre no llora, el hombre no siente, el hombre se vence, el hombre sabe dominarse, etc.

Sin embargo, Jesucristo, modelo del hombre perfecto, expresó muchas veces los sentimientos más delicados: sonreía, lloraba, se conmovía; expresaba ternura, dolor, alegría, rebelión; saltaba de gozo con los niños... En fin, era un hombre perfecto, muy humano... Negarse a expresar sentimientos auténticos en el momento oportuno, en contra de lo que a veces se dice, es no ser hombre, es ser inhumano, no tener corazón. La oración es una expresión de sentimientos mucho más adecuada y simple que los grandilocuentes pero fríos discursos intelectuales dirigidos al Señor. A los que rebuscaban bellas fórmulas y palabras exactas para convencer al Señor de que los escuchase con interés, Dios les recriminó: "Este pueblo me honra con los labios; es vana su alabanza". En otro lugar de la Escritura, Dios suplica: "Hijo mío, dame tu corazón". En la relación que él quiere establecer con nosotros, no le interesan las palabras bonitas. Estas puede ser que no correspondan a lo que sentimos en la intimidad. En ese caso serían engañosas y llenas de mentira. Dios prefiere lo que sale de la intimidad del hombre. Pasa como en la comunicación amorosa entre las personas que se aman. Lo que tiene realmente valor de decisión para ambos no son simples palabras. Para que pueda uno confiar en el otro, intentan observar a fondo lo que ocurre en la intimidad de cada uno, esto es, en el nivel de lo que sienten.

La energía fundamental inmanente al hombre —eros—, de la que se sirve para realizar sus síntesis existenciales, aparece en dos modos operacionales distintos: la irracionalidad y la

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racionalidad. La primera es natural e instintiva. Con ella el niño asegura espontáneamente su existencia ñsica. Es energía de defensa de la vida. La racionalidad es organización y movilización inteligente de esa energía a fin de realizar síntesis existenciales más complicadas y difíciles, relacionadas con ideales superiores de la creatividad humana.

Tanto la energía racional como la irracional son susceptibles de educación. Pueden dosificarse y orientarse de una manera más en consonancia con sus fines respectivos. La energía erótica debidamente educada se transforma en un instrumento más útil para la vida.

Entre las afirmaciones altamente científicas, en medio de otras profundamente estúpidas, hechas por Sigmund Freud, vale la pena destacar la siguiente: Vivir es amar y trabajar. Según el punto de vista desde el que se analice esta afirmación, puede parecer más o menos verdadera o correcta. Desde el punto de vista puramente psicológico puede interpretarse como un análisis aceptable de diferentes funciones del yo.

Vivir es AMAR y TRABAJAR (crear)

EROS Irracionalidad Racionalidad Anima Animus Sentimiento Entendimiento Afectividad Raciocinio lógico Arte Técnica Sueño (fantasía) Cálculo Relación interpersonal Solución de problemas Oración Estudio

Tanto el amar como el trabajar son expresiones del eros. El comportamiento del niño recién nacido es totalmente

irracional en su fenomenología aparente. No está controlado ni regulado por la inteligencia por falta de desarrollo de la misma. La capacidad de controlar y de regular las funciones del yo se va desarrollando paulatinamente. Obedece al ritmo del crecimiento físico de la inteligencia, esto es, del sistema nervioso central y del aprendizaje por medio del descubrimiento hecho a través de la experiencia vivida.

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La irracionalidad tiene las siguientes funciones normales: amor, sentimiento, afectividad, vivencia artística, sueño y fantasía, relación interpersonal... Los antiguos escolásticos atribuían estas funciones al aspecto de la personalidad que llamaban anima. Se trata de unas funciones naturales y espontáneas. Son instintivas y, por tanto, no necesitan ser aprendidas. Son manifestaciones espontáneas de la vida mental del hombre.

Con el desarrollo de la inteligencia aparecen nuevas funciones ya más elaboradas, que posibilitan la vida de relación del adulto y le facilitan los procesos de adaptación a la realidad. A estas nuevas funciones las llamamos manifestaciones de la racionalidad. Las más importantes son: el trabajo, el entendimiento, el pensamiento lógico, la habilidad técnica, el cálculo, la solución de problemas. Los escolásticos atribuían estas manifestaciones al aspecto de la personalidad que llamaban animus.

El equilibrio y la eficiencia de la personalidad adulta dependen fundamentalmente de la dosificación adecuada parti-cipativa de los elementos racionales y de los irracionales en las reacciones comportamentales del hombre. Así, para trabajar, ejecutar tareas, construir y resolver problemas de orden técnico, el hombre se sirve en mayor proporción de unos elementos racionales. Pero para la expresión de la verdad, del bien y de la belleza, como en el arte, en el amor, en la oración y de modo general en la relación interpersonal, recurre en una proporción mayor a las energías espontáneas y emotivas de la irracionalidad: los sentimientos, los afectos, la fantasía...

Estos dos aspectos dinámicos de la vida humana —el racional y el irracional— no son fundamentalmente contradictorios. Esa sería la idea equivocada de los racionalistas aristotélicos y cartesianos y de los positivistas en general. La racionalidad y la irracionalidad son, por el contrario, unas energías psíquicas providencial y necesariamente complementarias. Las dos motivan al hombre a buscar el continuo perfeccionamiento dinámico de su ser. Ciertos aspectos fundamentales del humanismo, indispensables a la armonía de la convivencia humana, como la ética, la estética, la moral y la política, provienen tanto de la racionalidad como de la espontaneidad instintiva del hombre. El rigor científico de una

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doctrina cualquiera surge de la capacidad reflexiva y de la lógica del científico. El disfrute de los encantos de la vida, por su parte, nace indiscutiblemente de la fuerza del eros y de la sensibilidad emotiva del hombre. Esto es verdad hasta el punto de que la persona que carece de sensibilidad emocional es incapaz de apreciar comprensivamente las manifestaciones del amor y del arte. En sus relaciones interpersonales es casi siempre frío, sin calor humano. Su comportamiento se limita a intercambiar unos valores rigurosamente racionales, desprovistos de toda concesión al sentimiento y al gozo de la natural alegría de vivir. La pobreza de la pura racionalidad consiste en su incapacidad de conocer y de valorar ciertos aspectos básicos de la realidad humana en el sentido del amor y de la muerte.

El flujo más poderoso de la energía creadora nace de la irracionalidad. Eros, o la manifestación de la irracionalidad, es un niño a punto de nacer en permanente estado de emergencia: la necesidad de ver-la-luz-del-día. Eros es estado de tensión que intenta expresarse a través de las disposiciones afectivas de amor, de celos, de envidia, de miedo, de duda, de fracaso. Tanto en las ciencias como en las artes, crear significa poner orden en el caos del eros en ebullición. Pero el propio eros constituye la fuerza creadora. Por tanto, la capacidad creadora es capacidad de ordenar y de expresar de manera armónica esa energía, salvaje por naturaleza.

El eros es el que presta un carácter humano y bello a los comportamientos del hombre. Unos comportamientos motivados y orientados únicamente por motivos racionales pueden justificar unas actitudes y unas acciones inhumanas y bárbaras. Unos principios de conducta emanados de la pura racionalidad son con frecuencia sumamente duros. Las personas, especialmente las que ejercen alguna autoridad, que se orientan por tales principios, no raras veces destruyen cruelmente la personalidad de los demás. Hay organizaciones e instituciones que fueron bibliotecas de principios y al mismo tiempo cementerios de personas. Desgraciadamente, también entre cristianos se ha faltado muchas veces gravemente a la justicia, a la caridad y al respeto debido a las personas. La historia del cristianismo registra hechos simplemente inaceptables a la luz del evangelio de Jesucristo. Los excesos de la teocracia iraniana son el ejemplo más reciente de esos atenta-

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dos contra la dignidad del hombre. Una vez más estos hechos pretenden justificarse apelando a la más estrecha y fría lógica de la razón.

Tal es el riesgo al que se expone el hombre siempre que la razón y el dogmatismo ocupan el primer lugar en el inventario de los motivos del obrar humano. La razón fría como regla absoluta del comportamiento caracteriza a la barbarie. Lleva a sacrificar la persona de una forma impía en aras del imperio de las leyes y de los principios. Protegido por la fría lógica de su inteligencia, el racionalista se siente perfectamente seguro dentro de la rígida armadura de su férreo raciocinio.

La angustia, el remordimiento, el miedo y la necesidad de auxilio, de perdón, de redención y de gracia se relacionan rigurosamente con la realidad de la debilidad, la vulnerabilidad y la limitación del ser humano. Por eso mismo, el auto-suficiente que se basta a sí mismo, que no necesita de nada, tampoco es capaz de orar.

Cristo afirmó que había venido por los pecadores, por los pobres, por los necesitados. Es que la vida espiritual implica el riesgo de lo provisional, de la aceptación previa de la posibilidad de fracasar. Los sentimientos de unidad y de armonía nacen de la experiencia del reencuentro con la propia realidad original. De este modo, la experiencia de esta limitación personal es también una condición de la gracia, de la vida y de la poesía.

El eros, la creatividad y la gracia andan generalmente juntos. El sentimiento de invulnerabilidad que se oculta detrás de la rigidez racionalista significa también esterilidad de vida. El lugar natural de la fantasía creadora son los sentimientos de soledad, de timidez, de pobreza y de insuficiencia.

La razón se mueve en torno a la materia. Eros se agita en torno a aquello que es espiritual. El eros

es antes actitud pasiva, abandono, disponibilidad. Si no queda sofocado por unas imposiciones racionalistas arbitrarias, sino que se ve más bien canalizado para la realización de las más elevadas aspiraciones de la verdad, del bien y de la belleza de nuestra naturaleza, puede muy bien llevarnos hasta la cima de la expresión creadora en todos los terrenos del humanismo integral.

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El sentimiento es un fenómeno psicológico subjetivo relacionado con la afectividad y con la emotividad. También puede entenderse como un estado afectivo indeterminado. Puede provocar o no un estado de necesidad. Tiene siempre un objetivo motivacional, o sea, nace de un motivo. Pero junto con él pueden apagarse otros motivos que están en oposición con él. Por ejemplo, el sentimiento de amor excluye el de odio, y viceversa; sentirse atraído por un objeto acaba con el sentimiento de ser rechazado por el mismo... Decimos que pertenece a un tipo sentimental la persona cuyo comportamiento está dominado por el sentimiento. El sentimentalismo es un estado de sensibilidad afectiva exagerada y la expresión inadecuada de la misma. Una expresión inadecuada del sentimiento es la que perjudica a la armonía de las relaciones interpersonales. Expresar adecuadamente sentimientos auténticos, positivos o negativos, favorece el equilibrio personal y la eficiencia de la relación intersubjetiva, bien a nivel de trabajo, bien a nivel de las relaciones humanas.

Cuando se habla de oración, el concepto de sentimiento se toma en el sentido de un estado de alma particular. Es una reacción interior ligada a una determinada situación de la realidad objetiva. Cuando esta reacción no guarda proporción con la realidad que lo provoca, tenemos lo que se llama sentimentalismo. El sentimentalismo puede ser considerado entonces como sensibilidad emocional exagerada y enfermiza.

El sentimiento relacionado con la oración no tiene nada que ver con el sentimentalismo. Es de una naturaleza superior. Es del mismo orden que el sentimiento estético, el sentimiento moral, el sentimiento de dignidad, el sentimiento religioso, el sentimiento estético... Implica un sentido y una significación relacionados con valores superiores.

Los sentimientos de amor, de respeto, de apego, de belleza..., que nacen de la relación de intimidad con Dios, con Jesucristo, cubren todas las dimensiones de la compleja realidad humana. Penetran todos los estratos de la personalidad. Condicionan de modo decisivo todas las vivencias y todo el comportamiento del hombre. La oración auténtica se encarna en la vida.

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4.1. Sentimentalismo

El sentimiento nace del pensamiento. Normalmente evoluciona y determina la calidad del ser de la persona. De este modo pasa a influir en el doble sentido de:

— Motivar al sujeto para la acción. — Determinar la calidad de la acción del sujeto de modo

semejante a como la calidad del árbol determina la calidad del fruto respectivo.

El fruto lleva siempre dentro de sí las marcas de la calidad del árbol que lo produjo. Este es el proceso normal de aparición, de evolución y de realización del sentimiento. Por consiguiente, el sentimiento ejerce básicamente tres funciones recíprocamente excluyentes en la psique del hombre:

— Una hace que el sujeto experimente un determinado estado interior más o menos duradero.

— El sentimiento prepara la actitud interior y exterior del sujeto.

— El sentimiento lleva a expresar espontáneamente ese estado, bien a través del modo natural de actuar del sujeto en cualquier tipo de actividad, bien a través de una acción más o menos afectada por una especie de reducción de la capacidad de control libre y consciente de la voluntad.

En el caso de que el sentimiento más o menos agradable o doloroso no llegara a expresarse, porque el sujeto lo retiene a fin de utilizarlo para complacerse o deleitarse en él en un sentido más o menos masoquista, decimos que se trata más bien de sentimentalismo.

Pero cuando el sentimiento evoluciona normalmente y se expresa de una forma creadora o destructora y, sobre todo, cuando es expresado más o menos impulsivamente como una necesidad de liberación, decimos que se trata de una liberación normal de las tensiones, que es, por otra parte, necesaria para el bienestar y el equilibrio de la personalidad.

Cualquier actividad consciente, libre y controlada, bien sea el trabajo profesional o bien el juego o la tarea artística, tiene como objetivo primario aliviar la necesidad de expresar creadoramente o de forma destructiva una determinada tensión psíquica o emocional que surge de las urgencias norma-

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les de la vida. Estas nacen, a su vez, de las circunstancias exteriores e interiores que componen la situación temporal-espacial en la que se encuentra el sujeto en un momento determinado de su historia.

La oración profunda personal o contemplativa tiene lugar en lo más íntimo de la persona, esto es, en el nivel de sus sentimientos más delicados. Como se trata de una comunicación con el Señor que nos ama tiernamente, este diálogo se desarrolla ordinariamente en medio de unos sentimientos normales más o menos intensos de fe, de amor, de arrepentimiento, de confianza, de alegría, de paz, de tranquilidad, etc.

Si la persona que ora en ese nivel de profundidad se limita a disfrutar interiormente de esos sentimientos positivos y ordinariamente muy agradables, decimos que esa pretendida oración no pasa de ser, en realidad, más que una manifestación infantil de egoísmo más o menos sensual y hedonista, una desarreglada búsqueda egocéntrica de sí mismo o, si se quiere, un mero sentimentalismo. Es la vivencia del sentimiento por el placer o por el aliento psicológico que proporciona.

La oración profunda y la contemplación son auténticas y constituyen un estímulo inigualable para el crecimiento espiritual sólo en la medida en que evolucionan en el sentido de transformar el ser interior de la persona. Si esa mejora es verdadera, se manifestará en el modo de expresarse la persona tanto a nivel de relación interpersonal o de comportamiento como a nivel de trabajo.

En el caso de que esa mejora de comportamiento y de conducta no llegara a realizarse, habrá que concluir que la persona realmente no ha hecho oración y que, si hubo algo parecido a la oración profunda y a la contemplación, aquello pudo ser simplemente un vulgar sentimentalismo.

4.2. El sentimiento en la oración

La verdadera oración incluye siempre algo de emocional. Jesús oraba de ese modo. Y él era hombre completo, rico en sentimientos humanos: "Jesús, al verla llorar y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se estremeció interiormente y, conturbado, dijo: '¿Dónde lo habéis puesto?'

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'Ven, le dijeron, y verás'. Jesús lloró. Por lo cual decían los judíos: 'Mira cómo lo quería'" (Jn 11,33-36).

Jesús nunca ocultó sus sentimientos de amor, de simpatía, de compasión y de preocupación por Marta, por María, por Lázaro. Movido por esos sentimientos, oró al Padre: " 'Padre, te doy gracias porque me escuchaste. Yo bien sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho a causa de la multitud que me rodea, para que crean que tú me has enviado'. Y dicho esto, gritó con voz fuerte: '¡Lázaro, sal fuera!'" (Jn 11,41-43). Jesús oró emocionado por sus amigos de Beta-nia, por la muerte de su amigo Lázaro y por causa del pueblo. También en el huerto de los Olivos oró con todos sus sentimientos de tristeza, de aflicción, de miedo, de angustia, de ansiedad...: "Triste está mi alma hasta la muerte... Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; mas no sea como yo quiero, sino como quieres tú" (Mt 26,38-39).

Orar con los propios sentimientos es ser verdadero consigo mismo. Por tanto, es también ser verdadero con Dios a quien nos dirigimos y con los hermanos que nos escuchan.

También Job oraba sumergido en profundos sentimientos de dolor por causa de la inmensa desgracia que había caído sobre él. Oraba como un hombre retorcido de dolor, quejándose amargamente al Dios de amor. El que quiera orar como Job o como Jesús tiene que tomar conciencia de sus propios sentimientos. Nuestro verdadero yo se oculta en nuestros sentimientos más auténticos. Nuestra oración puede engañarnos. Pero nuestros sentimientos siempre manifiestan nuestro verdadero estado interior. Los sentimientos no engañan.

Un grito, una exclamación espontánea cargada de emoción es un condensado mental, un símbolo que expresa la participación plena en la vida. La oración es más vivencia y experiencia interior que concepto intelectual. En todo caso, unas simples palabras despojadas de la experiencia interior del sentido respectivo no es una oración que pueda aceptar el Señor: "Este pueblo me honra con los labios..."

Por consiguiente, ¿qué hay que hacer para orar bien? En síntesis podríamos decir que se trata de lo siguiente: entrar dentro de sí, o sea en lo más íntimo de sí mismo; unificarse con el contenido de la emoción del momento suscitada por la idea y por el pensamiento que en ese momento se tiene de

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Dios o de Jesucristo, de su presencia o de alguno de sus atributos, para entrar en contacto personal con él dentro de ese clima, hablar con él, dialogar...

Hay quienes desprecian el sentimiento y las imágenes en la oración. Hay quienes creen que para una oración válida sólo son necesarios los actos de la inteligencia y de la voluntad. Está claro que la inteligencia y la voluntad siempre participan de algún modo en cualquier oración. Pero un acto de pura inteligencia es solamente intelección, o comprensión, o toma de conciencia de una verdad. Y eso no basta para producir la adhesión del sujeto al objeto. No basta con conocer, saber o comprender para amar. La voluntad es la capacidad de decidir y de ejecutar decisiones. Estas son disposiciones, actitudes y acciones de las que nos servimos para prepararnos a orar. Pero limitarse a ellas significaría esterilidad espiritual, ya que no ayudan de suyo a crecer en el sentido de unión con Dios. El voluntarismo y el intelectualismo no ayudan mucho a orar. Pueden incluso representar verdaderos obstáculos para una oración mejor y profunda. La verdad es que, a pesar de su inmensa utilidad en el conocimiento científico y en la praxis humana, no es raro que semejantes actitudes lleven al individuo a encerrarse dentro de sí, dificultando de ese modo la apertura y la acogida del Espíritu, sin el que es imposible hacer verdadera oración.

La oración no es un ejercicio mental hecho con conceptos psicológicos, sociológicos, históricos, filosóficos, científicos, literarios... Orar es vivir con el Señor. Es estar en relación personal con él. Es conocerlo. Escucharlo. Es dejarse guiar por él. En suma, orar no es esencialmente actividad. Consiste fundamentalmente en creer, en amar, en esperar..., en ser disponible.

El que vea en la oración una huida de la realidad, un refugio en lo irreal para personas desamparadas, una fantasía, una piadosa ilusión, nunca podrá orar. Para ese individuo Dios no es una persona viva y actual. No podrá entonces relacionarse nunca auténticamente con él.

Ciertamente es importante saber lo que hay que hacer para orar. Con todo, lo más importante no es saber lo que hay que hacer. Ante todo, la oración es un problema de aceptación, de acogida del don de orar; es una cuestión de saber recibir, de dejarse amar por Dios, de no rechazar el

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diálogo con él. Lo mismo que la fe, la oración es gracia, es don que viene de Dios.

El don de la oración es gratuito. Dios lo ofrece gratuitamente a todos.

No es el resultado del esfuerzo personal, de una lucha encarnizada consigo mismo (voluntarismo). Tampoco es únicamente fruto del deseo de orar tan sólo por causa de la convicción intelectual de que es bueno e importante para salvarse. No es fruto del saber o de la conquista del esfuerzo personal.

En el fondo, el problema de la oración se reduce a una cuestión de coherencia y de fidelidad a sí mismo. Corresponde a una exigencia ontológica del hombre. El hombre se realiza existencialmente en la medida en que realiza una a una sus exigencias existenciales profundas. La más urgente de esas exigencias es, sin duda, la de dialogar con su Creador y Redentor. La negativa a entrar en ese juego acarrea la mayor de las frustraciones existenciales. Agustín de Hipona, uno de los mayores filósofos y teólogos de todos los tiempos, tenía una visión muy clara de este aspecto de la realidad humana cuando afirmaba: "Señor, nos has hecho para ti. El corazón del hombre está inquieto hasta que descansa en ti..."

Hay personas que no oran por simple ignorancia. No saben cómo proceder formalmente. Es problema de educación, de formación... Hay otros que no rezan simplemente porque no quieren. Se niegan a aprender a orar. No quieren poder orar. Hay también quienes alegan falta de tiempo. Hay religiosos consagrados que explican y justifican su actitud de omisión diciendo que "no somos monjes..." Otros creen que la actividad apostólica ya es suficiente oración. Hay también quienes aparentemente no pueden comprender el valor de la oración, "porque —según dicen— hay personas que rezan mucho y siguen siendo egoístas..."

Otros pretextos que se aducen con frecuencia son: — "Dios está en medio de los hombres..." — "Rezar es una actitud narcisista y burguesa... Es per

der el tiempo... ¡Tenemos tantas cosas importantes que hacer!..."

Rezar no es difícil para el que ama. Pero es algo tremendamente exigente y comprometido. Exige lealtad, fidelidad y generosidad, honestidad y entrega.

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5. Pecador

"En verdad os digo que uno de vosotros, que come conmigo, me entregará" (Me 14,18).

"Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios" (Rom 3,23).

"Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5,20).

El primer paso en el camino de la oración es el de la conciencia de ser pecador. Cristo dijo de sí mismo que había venido para los pecadores. Sólo los que tienen necesidad de la salvación pueden encontrar al Salvador. El Señor no puede buscar tampoco más que a la oveja perdida. No puede sino aguardar ansiosamente la vuelta del hijo pródigo. Es como el agua, que sólo produce efectos de crecimiento en las plantas que se encuentran en terreno seco. Buscar al que ya está salvado sería como llover sobre mojado.

El primer sentimiento que ha de nacer en el que desea comprometerse con seriedad en la vida de oración es el de la propia indignidad. El estado de debilidad personal delante de aquel que nos convida al amor y la constatación de las faltas personales despiertan espontáneamente un profundo arrepentimiento. Este incluye siempre el propósito y la preocupación de no volver a ofender a Dios, tan bueno, tan generoso...

Pero la constatación de la propia debilidad a pesar de todo el esfuerzo de fidelidad y de generosidad no impide caer continuamente de nuevo en otras faltas. Este hecho no tiene que desanimar a nadie. El Señor es realmente maravilloso.

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No expulsa al hijo ingrato y malgastador de sus riquezas. Acude todos los días a esperarlo a la puerta y extiende su mirada escrutadora hacia el horizonte. Un suspiro de ansiedad revela el sufrimiento de la espera y el anhelo de que algún día vuelva el fugitivo. El sufrimiento del Padre se muestra en su preocupación por la suerte del hijo aventurero.

Cristo es el buen pastor. La oveja rebelde que todos los días salta las paredes del redil lo lleva a repetir cada vez el mismo gesto de amor. Deja las noventa y nueve y va en busca de la imprudente. No descansa hasta encontrarla. Y siempre se renueva la escena maravillosa. Le habla con bondad de los peligros a los que se expone. Habla de los lobos, de las espinas, de la oscuridad de la noche, de la soledad... Le habla de la seguridad del aprisco, de las compañeras que se encuentran allí bien protegidas; le habla de su preocupación vigilante... Después la carga amablemente sobre sus hombros y vuelve a casa con ella.

El buen Pastor no se cansa. El Padre no pierde la esperanza. Y el Amigo que está a la puerta llama..., llama..., sin desanimarse. Aunque le den con la puerta en las narices, no se va... Sigue allí llamando..., esperando... ¡Está tan sediento de amor!... El te necesita y sabe que tú también tienes necesidad de alguien. ¿De él?... Por eso no se va... Sabe que algún día le abrirás y le dejarás entrar. Si le invitas, se precipitará sobre ti, se echará cariñosamente a tu cuello y te agradecerá que le hayas dejado entrar, que lo hayas aceptado. El es como uno que pide, que suplica como un pobre hambriento y sediento. Pero su amor no es posesivo. Quiere darse para que seamos felices. Este es realmente nuestro destino. El nos ha hecho para sí. Sólo podemos realizarnos plenamente si alcanzamos este nuestro maravilloso destino.

La conciencia de que el Señor tiene una paciencia infinita y no titubea ni un instante en repetir todos los días el mismo gesto de misericordia y de perdón acaba despertando en nosotros un sentimiento de vergüenza. Basta un poco de honradez para despertar un fuerte deseo de corresponder a tan grande amor. Poco a poco el infinito amor de Dios para con nosotros nos convence de la necesidad de responder con menos grosería e ingratitud a sus delicados gestos de incomprensible benevolencia: "Se me empujó, se me empujó para abatirme, pero Yavé vino en mi ayuda; mi fuerza y mi valor es Yavé, él fue mi salvador... ¡La diestra de Yavé hizo proe-

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zas!... No, no he de morir, mas viviré y anunciaré las obras de Yavé; me castigó, me castigó Yavé, no me entregó a la muerte... Esta es la puerta de Yavé, los justos entrarán por ella. Gracias te doy, porque me has escuchado, has sido mi salud" (Sal 118,13-21).

5.1. La justicia de Dios

"Es necesario que él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies" (1 Cor 15,25).

Muchas personas, no debidamente formadas ni informadas, asocian la idea de Dios al sentimiento de ansiedad y de miedo. Desgraciadamente, la educación religiosa tiene muchas veces en la práctica como objetivo principal la disciplina del comportamiento humano. La mayor parte de las personas han sido educadas severamente, esto es, con autoridad amenazante y punitiva. Esta es la causa más importante de la idea errónea que tienen de Dios. Lo temen. Desearían poder amarlo, pero encuentran una enorme dificultad en experimentar sentimientos auténticos de amor, de confianza, de adhesión, de amistad para con él. Interpretan el amor en términos de justicia humana. Si algún día llegan a amar de verdad, la idea de la justicia de Dios adquiere para ellos un sentido completamente nuevo. Descubrirán que la justicia de Dios tiene nombres maravillosos, como amor, compasión, comprensión, perdón, misericordia, ternura...

El Señor es ante todo comprensivo. Pide que lo imitemos también en esto en nuestra relación con los hermanos: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso" (Le 6,36). San Pablo hace eco a estas palabras del Señor cuando nos aconseja: "Sed bondadosos los unos para con los otros, compasivos, perdonándoos mutuamente, como Dios os ha perdonado en Cristo" (Ef 4,32). Si ésta es la misericordia del Señor con nosotros, ¿cómo vamos a desconfiar de su justicia? El que es con sus hermanos algo así como fue Cristo para los hombres de su tiempo no tiene nada que temer en el día del juicio. "No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados y con la medida con que midáis seréis medidos" (Mt 7,1-2).

El amor que Dios nos tiene es un misterio de su miseri-

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cordia. La justicia de Dios tiene en consideración no sólo la ley que nos ha dado. Para decidir de nuestra suerte tiene en consideración de manera muy especial nuestra condición de debilidad humana, de flaqueza y de ignorancia. Cuando ve la limitación de nuestras capacidades se despierta en él su inmensa compasión y comprensión. Nos ama tanto que sería incapaz de atender sólo al rigor de sus decisiones hechas únicamente a la medida de su divinidad. "Comprenderemos cómo hemos de juzgar a los demás si tomamos conciencia de su juicio, tan compasivo, tan comprensiblemente benévolo, amparándonos en nuestra fragilidad, de la que somos objeto en cada instante" \

El Señor no nos juzgará sobre la base de una lista de pecados cometidos por los que hayamos merecido un castigo. No seremos juzgados por el bien o por el mal que hayamos hecho, sino por lo que somos, por el bien o por el mal que nuestras acciones nos hayan hecho a nosotros mismos. Nuestras acciones son como los frutos de un árbol. De la calidad de los frutos es posible deducir la calidad del árbol. Muchos frutos de árboles excelentes se han visto corrompidos por factores externos al árbol: insectos que los han picado, pájaros que los han mordido, intemperie que les ha afectado... El Señor lo conoce todo. Juzga el árbol y no los frutos. Quiere saber lo que hicimos con él, con el sincero amor que nos ofreció desde el principio. Todo lo demás que pueda ser causa de la mala calidad de nuestras acciones y que se escapa de nuestro control queda automáticamente descontado. El Señor nos juzga de acuerdo con nuestra actitud interior para con él; quiere saber hasta qué punto hemos sido sinceros y auténticos con él, a pesar de las faltas en que caímos por nuestra debilidad humana.

Empezamos a ser juzgados ya en esta vida. En el fondo de sí mismo sabe perfectamente cada uno cómo va en su relación con el Señor. El que ama y se deja amar sabe que ama. El que no ama y no se deja amar sabe que no ama. Este es ya un veredicto provisional, no dictado por el Señor, sino engendrado por nosotros mismos.

Seremos juzgados en relación con el amor. Esto quiere decir que todo sucederá en el nivel de esta única realidad que cuenta en nuestra relación con Dios y con los hombres.

1 G. LEFEBVRE, Al encuentro de! Señor, Narcea, Madrid 1979, 21-22.

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Si fuésemos conscientes de esta actitud del Señor para con nosotros y para con nuestros hermanos, difícilmente caeríamos en el error de juzgar, de criticar y de condenar a los demás. Si nos diéramos cuenta de esta predilección con que los ama el Señor, comprenderíamos igualmente cuánta pena le causamos siempre que ofendemos y hacemos daño a alguno de sus amigos. La pobreza personal, la limitación humana, los extravíos pecaminosos de algunos excitan más todavía la compasión del Señor. El no retrocede lo más mínimo cuando se trata de salvar a la oveja que ha huido del redil y que corre el peligro de ser devorada por el lobo.

"Dios, cuando nos presentemos ante él, no nos recibirá como un patrono severo que exige que le rindamos cuentas. Nos recibirá como Padre que quiere darnos todo cuanto deseemos" •'.

Por todo esto la idea de un juicio sobre la base de unos méritos adquiridos gracias a nuestras buenas acciones o de los castigos merecidos por nuestras faltas no tiene mucho sentido. El Señor es tan bueno, que quiere darnos todas las cosas verdaderamente buenas para nuestra felicidad. Quiere satisfacer nuestros deseos. Pero el Señor no puede ayudar al que no desea nada bueno para sí o para los demás.

Pensar que Dios nos va a juzgar como juzgan los hombres es vivir en la inseguridad, en la angustia y en el miedo. Pero nuestra confianza en este caso no nace de nuestra capacidad de responder a su llamada. Nace del amor incondicional que él nos tiene, por muy difícil que sea la situación en que nos encontramos. Nuestra salvación no depende de nuestra capacidad de salvarnos a nosotros mismos. Únicamente el Señor puede salvarnos. El quiere darse primero a nosotros, para que luego nosotros nos demos a él y le seamos fieles.

5.2. El juicio de Dios

"...Tened ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra redención" (Le 21,28).

Dios no condena a nadie. Nadie puede condenar a quien ama. Dios ama a todos los hombres, por muy desgraciados y pecadores que sean. El condenado siempre se condena a sí

4 G. LEFEBVRE, Al encuentro del Señor, Narcea, Madrid 1979, 27.

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mismo. El mismo se excluye de la familia, que es el lugar propio para amar y ser amado. Se excluye a si mismo en un momento de cólera por un acto de rebeldía y de orgullo. Prefiere su sufrimiento antes que dar su brazo a torcer. No acepta humillarse para alcanzar la reconciliación. Exige el castigo del ofensor. Rechazar a Dios es querer excluir al Señor de la comunión con él, como para castigarlo. El orgullo endurece a la persona y cierra todos los caminos al amor. Eso es el infierno. Una situación insoportable. Diametralmente opuesta a la naturaleza de Dios y del hombre. El condenado es un ser cerrado sobre sí mismo, absolutamente egoísta. Tan egoísta y tan cerrado sobre sí, que ya no tiene ninguna posibilidad de darse. El condenado sólo se ama a sí mismo y se odia al mismo tiempo. Si pudiera, se aniquilaría. Su infierno es su existencia en la más absoluta soledad.

Es feliz el que es interiormente libre. El amor libera de muchas cosas que cohiben el ejercicio de la vida. Cuanto más se une el hombre al Señor, tanto más libre se siente. "Ama y haz lo que quieras", ya que tu felicidad está en hacer únicamente lo que le agrada al Señor que amas...

El Señor puede a veces parecer duro por las pruebas a las que somete a sus amigos. Pero nunca es severo con las debilidades de los que lo buscan con sinceridad. Al contrario, es sorprendentemente comprensivo y misericordioso. Siempre toma en serio cualquier pequeña generosidad de que seamos capaces. Nunca niega su generosa acogida a los arrepentidos que invocan su compasión.

5.3. Perdón y misericordia

"Por tanto, arrepentios y convertios para que sean borrados vuestros pecados" (He 3,19).

"Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más" (Jn 8,11). "También David llama bienaventurado al hombre a quien

Dios imputa la justicia sin las obras" (Rom 4,6).

Dios es Amor. Hemos sido hechos a semejanza del Creador. Si él es amor, también nosotros en cierto sentido somos amor. En efecto, el hombre se define como un ser social, esto es, no puede vivir sin amar y sin ser amado.

El concepto de pecado implica el de separación. Amor es

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energía que tiende a unir. Pecado es energía que tiende a separar. La vida es posible mediante la unión. Estar separado es no poder vivir. Por eso, el pecado es un proceso de muerte. El niño recién nacido, privado del amor maternal, no puede sobrevivir. Muere inevitablemente.

El que no ama vive un lento pero inevitable proceso de muerte. Para escapar del trágico fin de ese proceso sólo hay un medio: perdonar para poder comenzar a amar de nuevo. Es lo que ocurre en nuestra relación con nuestros semejantes y también con Dios. Pero hemos de recordar una advertencia muy seria del Señor en este sentido: "Si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre perdonará las vuestras" (Mt 6,14-15).

El perdón no es indiferencia. Una grave injusticia o una ofensa muy seria son siempre fundamentalmente una destrucción: corazones destrozados, pérdida de confianza, del buen nombre, a veces del cargo o del puesto de trabajo. Es pecado. Y por ello, la cosa más ofensiva del mundo.

El perdón siempre se dirige al mal, al pecado. La repugnancia del pecado se muestra en toda su gravedad en la cruz, de donde cuelga el cuerpo inerme del Señor. La contemplación de esta conmovedora imagen nos salva de la desesperación. Nos lleva a arrostrar con confianza esa horrible llaga que deforma nuestra imagen ante los ojos de Dios. Pero él no ofrece ninguna resistencia para recibirnos y abrazarnos con ternura de Padre... Se olvida de su justa cólera y nos purifica, lleno de compasión, perdonándonos según las exigencias de su infinita misericordia. Luego nos acoge con infinito amor, como si no hubiera pasado nada. Sólo hay una cosa que el Señor no puede perdonarnos nunca: nuestra dureza de corazón, que no quiere perdonar el pecado de aquellos que pecaron contra nosotros. Para el pecado no hay más que una sola solución: el perdón.

El perdón del prójimo que el Señor nos exige consiste en que no busquemos la venganza contra el hermano que nos ha ofendido. La ofensa siempre provoca una reacción de ira. Siempre lleva en su seno el deseo de la venganza. El "ojo por ojo y diente por diente" es el aspecto normal de la naturaleza humana decaída y rebelde.

En muchísimos de sus aspectos el evangelio pide a los

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cristianos que no se dejen arrastrar por sus tendencias naturales. "El reino de Dios exige violencia; sólo los violentos lo conquistan", dijo Jesucristo. Renunciar a vengarse de un opresor injusto no es fácil. Exige violencia sobre sí mismo. Esta es, sin embargo, la condición para que el Señor no se vengue tampoco de nosotros por causa de nuestros pecados contra él. Con su gracia, ese perdón siempre es posible. "Le fue presentado uno que le debía diez mil talentos... El siervo entonces se tiró al suelo y postrado ante él decía: 'Concédeme un plazo y te lo pagaré todo'. El señor, apiadado de aquel siervo, lo soltó y le perdonó la deuda. El siervo, al salir, se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios; lo agarró y lo estrangulaba... Entonces su señor lo llamó y le dijo: 'Siervo malvado, te he perdonado toda aquella deuda porque me lo suplicaste'... Y el señor, irritado, lo entregó a los torturadores... Así hará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano" (Mt 18,24-35).

Perdonar no significa dejar de sentir dolor por la ofensa cometida. El sentir o no sentir escapa a nuestra capacidad de control voluntario. Por tanto, es posible que sigas sufriendo internamente el dolor de la injuria a pesar de haber renunciado a la venganza. No vengarse es únicamente no querer devolver mal por mal de ningún modo, y basta. El que perdona sigue relacionándose normalmente con el que le injurió sin demostrar voluntariamente el dolor que lleva en su corazón. Puede ser que esto no sea fácil. Pero es éste el precio del perdón.

Algunos llegan a "perdonar de corazón". Para "perdonar de corazón" es necesario un trabajo de elaboración espiritual que haga desaparecer también el dolor moral por causa de la ofensa recibida. Se trata de una oración de gran profundidad y que puede consistir en lo siguiente. Ponte delante de un crucifijo y mira; mira al Salvador crucificado. No hagas nada, no digas nada y no pienses en nada. Limítate a mirar; mira con atención..., con amor..., y deja que surjan los sentimientos... Sigue así atento únicamente al Señor colgado en la cruz sin pensar en nada, sin decir nada. Quizá necesites algún tiempo hasta que surja algún sentimiento en tu conciencia. Quizá tengas que repetir este ejercicio algunas veces hasta que sientas que también tú perdonas de corazón. Si se produce ese efecto y puedes gozar de nuevo de la paz inte-

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rior, agradece al Señor esta gracia tan importante. En caso contrario, tienes que contentarte con no buscar la venganza, para que tampoco el Señor se vengue de ti. Sigue llevando tu cruz con paciencia y con amor, para ayudar a Jesús a salvarte a ti y a los demás pecadores.

En fin, nuestra preocupación más importante en relación con el pecado no es el perdón del mismo, sino la infinita e incomprensible misericordia del Señor. Esta es inconmensurablemente mayor que todos los pecados de la humanidad juntos.

Pedir perdón a Dios no es solamente pedir que nos limpie de nuestras inmundicias para que volvamos al estado de gracia que antes teníamos. Es, sobre todo, pedir que él nos inunde de su ser, que nos tome de su mano, que haga de nosotros lo que desee. En el centro del perdón está la misericordia de Dios y no el pecado. Por eso mismo ser perdonado por él supone irremediablemente tener que perdonar nosotros al hermano. Perdonar a los demás no es sólo perdonar a éste o a aquél, que quizá pecaron específicamente contra mí. "Perdonaos los unos a los otros" es el reverso de la misma medalla, en la que también se lee: "Amaos los unos a los otros". Jesús no murió por causa de mi pecado o del tuyo. Murió por causa de esa cosa horrible que es el pecado en sí mismo. Todos estamos inevitablemente manchados por ese mal tan horroroso. Al morir por causa del pecado de la humanidad, Jesús nos salvó a todos. Al tomar conciencia clara de que todos —yo, tú y los demás— hemos sido salvados por él, se comprende mejor la gravedad de la injusticia de mi pecado personal contra mi hermano y de la casi insignificancia del pecado de mi hermano contra mí. Si el Señor nos ha perdonado con tanta generosidad, el no saber perdonarnos mutuamente nosotros es sencillamente una vergüenza.

5.4. Conversión y penitencia

"Jesús, hijo de Dios Salvador, ten piedad de mí, que soy pecador".

"Os convertisteis de la idolatría a Dios para servirle a él, único vivo y verdadero" (1 Tes 1,9).

"Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestios del

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hombre nuevo, el creado según Dios, en justicia y santidad verdadera" (Ef 4,23-24).

Hay personas que están enfermas porque quieren estar enfermas y no hay manera de hacerles querer que se pongan buenas. También hay quienes no ven, simplemente porque cierran los ojos ante ciertas evidencias.

Hay gracias que se nos ofrecen y no pueden actuar, simplemente porque les oponemos ciertos obstáculos que impiden su acción. El pecado es como una enfermedad psicosomática. Tiene el significado profundo de instalación en un lugar que ofrece cierta seguridad a una persona incapaz de enfrentarse con éxito con su propia realidad. Cuando el hombre se instala en un determinado estado espiritual del que tiene miedo de salir, el Señor puede trastornar sus planes por completo. Es que ser espiritualmente normal es ser peregrino, estar desinstalado. Jesucristo se nos presenta como aquel que no tiene casa propia. Siempre está caminando de un poblado a otro, de una ciudad a otra... Y nos ordena también que vayamos por todas las naciones para difundir la buena nueva.

Progresar espiritualmente es salir del orden establecido para avanzar, para crecer. Es dejarse conducir por el Espíritu Santo al desierto, lugar extraño en donde despertaremos para preguntarnos: "¿Qué es esto?" Esta experiencia nos permite penetrar en el umbral de los misterios de la vida espiritual, en donde rige un orden distinto del que hemos vivido hasta ahora.

Más que el de cualquier época pasada, el angustiado y martirizado hombre contemporáneo tiene necesidad de convertirse. No existe otro camino para lograr un poco de paz. La tranquilidad del espíritu no está en la satisfacción de sus ambiciones infantiles desordenadas ni se encuentra en la adulteración tendenciosa del mensaje evangélico. No hay posibilidad de conciliación entre la ley de Jesucristo y las extravagantes exigencias del materialismo desenfrenado. Sólo el retorno sincero a los auténticos valores del cristianismo puede poner de nuevo en pie al hombre enfermo, gravemente mutilado en su dimensión espiritual esencial.

Los "pocos escogidos" entre los "muchos llamados" que tienen el coraje de reaccionar ante ese estado general de degradación tienen que cerrar filas para sentirse mutuamente apoyados. Ellos, "los pocos escogidos", han sido "llamados"

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por el Señor para defender la verdad en su fuente pura del evangelio. Caminarán con decisión por ese camino, capaz de restaurar al hombre en su integridad. Comprenden que la más urgente de nuestras necesidades actuales es la de recuperar la sensibilidad a los auténticos valores del espíritu.

La contemplación de la historia de la pasión y muerte de Jesucristo puede llevar a una sincera conversión, indispensable, por otra parte, para quien quiera seguir al Señor. "Si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente" (Le 13,3). El crucifijo y las demás imágenes son símbolos destinados a hablar a los sentidos de aquellos que buscan a Dios. Si se les observa bien, hablan muy alto a cualquier alma abierta al Señor. El Señor puede servirse de esos objetos para despertar sentimientos y emociones de arrepentimiento, de dolor de los pecados y de pesar por las muchas infidelidades que cometemos. Puede inducir al arrepentimiento y a la conversión. ¿Acaso no es verdad que él mismo nos dijo: "Si éstos callaran, gritarían las piedras" (Le 19,40)?

María Magdalena es un prototipo. ¿Cuál es el "convertido" que no se siente un poco como esa mujer que fue primero una gran pecadora y se volvió luego una amante privilegiada del Señor? La historia de esa mujer nos hace pensar... Un prodigio de la misericordia del Señor. ¿Y su maravillosa y ejemplar actitud contemplativa? Sentada a los pies del Señor para mirarlo..., para observarlo..., para escucharle..., ipara amar!...

¡Qué maravilloso sería que también nosotros pudiésemos llorar nuestras infidelidades únicamente porque con ellas ofendemos a un amigo tan bueno y tan amable! La primera condición para poder comenzar a mejorar la vida es reconocer su maldad. Es darse cuenta y reconocer con humildad y sencillez el propio estado de pecador.

Convertirse es despojarse de vicios y concupiscencias y revestirse de Cristo, según el lenguaje tan apropiado de san Pablo. Como señal de esta conversión, los cristianos "tienen que entregarse a obras de penitencia y de mortificación" 5. El sacrificio, la renuncia y la penitencia implican un sufrimiento. Un amor grande al Señor acepta sin repugnancia ese sufrimiento. Puede incluso desearlo y asumirlo con alegría. La

5 Ecclesiae sanctae II, 22.

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conversión tiene que ser permanente. El espíritu de conversión lleva a no abandonar nunca la vida de renuncia, de sacrificio y de penitencia para una renovación continua en el amor al Señor y al prójimo.

El sufrimiento es inseparable de la vida. Para seguir a Cristo es necesario negarse a sí mismo y llevar esa cruz con paciencia y con amor a la salvación propia y a la de los demás. La vida espiritual no puede nacer ni prosperar en medio del gozo de los placeres carnales y materiales del hombre natural. La desgracia del hombre no le viene sobre todo de enemigos externos. Las grandes destrucciones que se llevan a cabo dentro de él tienen siempre su origen en su interioridad. El enemigo más peligroso está dentro del corazón humano.

La penitencia implica también sufrimiento físico. Este aspecto de la ascesis cristiana se ve obstaculizado en la actualidad por el ofrecimiento abusivo de productos y de objetos destinados a satisfacer toda clase de necesidades y de deseos del hombre, creados natural o artificialmente por los medios de comunicación, especialmente por la propaganda comercial. En la sociedad de consumo, el espíritu de penitencia exige no pocos heroísmos por parte del que desea seguir con generosidad a Jesús en su pobreza, en sus ayunos, en su vida mortificada y abnegada. Sin embargo, ésta es la condición de vida más perfecta en sentido espiritual. ¿Y por qué no decirlo? Es también la condición de una mejor salud física, de un mayor equilibrio emocional, de una más intensa paz de espíritu y de una más honda tranquilidad interior.

Ser cristiano o religioso es también ser penitente. Predicar la penitencia, el sacrificio, la mortificación y la

renuncia supone una experiencia personal en esa ascesis. Elogiar o recomendar esas prácticas sin una experiencia personal en ellas es una intransigencia y una pura teoría estéril. No tiene ningún sentido catequético ni apostólico.

Sentir necesidad de penitencia es sentirse débil. Pero sentirse espiritualmente débil es ser realmente fuerte delante del Señor.

No parece muy buena la idea de que sea necesario hacer penitencia con la finalidad de aplacar la cólera de un Dios que castiga. La penitencia y la purificación no serían entonces una amorosa exigencia del Señor en el sentido de que eliminan todos los obstáculos que se interponen entre él y

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nosotros. Pienso en la madre con vestido de fiesta que desea acoger en sus brazos al niño pequeño y no puede hacerlo porque está sucio y lleno de barro. Lo toma con las manos extendidas, lo despoja de la ropa sucia y lo pone en la bañera. Lo lava cariñosamente, mientras sonríe con cierta picardía: "Hijo mío, estás hecho una porquería... Así no te quiero, porque me lo ensucias todo..." Luego enjuaga con cariño el cuerpecito limpio del niño, le echa un poco de colonia, le pone un poco de talco y la ropita más limpia, lo peina cariñosamente, mientras murmura: "Ahora sí!... ¡Estás hecho un sol, hijo mío!... ¡Ven a abrazar ahora a tu madre!" Lo abraza entonces y lo cubre de besos como sólo una madre sabe hacerlo.

Yo veo así al Señor, que, en su inmensa misericordia, quiere al hombre a su lado. Dada su santidad, no puede acogerlo sucio de pecados. Lo mismo que el niño bien limpio en brazos de su madre, así también el justo en el regazo de Dios: "Exulto en Yavé y mi alma jubila en mi Dios, porque me ha puesto los vestidos de la salvación, me ha envuelto en el manto de la justicia" (Is 61,10).

El que ama a Dios quiere estar lo más posible cerca de él. No tiene dificultad en creer que debe purificarse constantemente de todas sus inmundicias para que el Señor pueda acogerlo. Comprende también que, delante del Señor, somos algo así como un niño que no sabe todavía lavarse bien ni sabe vestirse de la forma que le agrada a su madre. Acepta de buena gana los trabajos de su madre para ponerlo a punto. A veces llora, porque la purificación puede ser dolorosa. Generalmente no es una cosa muy agradable. Por eso mismo es mayor la alegría que se sigue luego en brazos de la madre, que acaricia y se llena de gozo con su hijo limpio, bonito, resplandeciente. Me parece que estas imágenes pueden darnos una idea aproximada de la importancia de la purificación espiritual buscada voluntariamente y de los sufrimientos que el Señor nos envía o permite que caigan sobre nosotros. Se trata de un aspecto inevitable en cualquier camino espiritual serio y sincero.

El espíritu de sacrificio y de penitencia siempre es una señal elocuente de fidelidad al Señor. Cuanto más nos sentimos amados por el Señor, tanto mayor es nuestra preocupación por agradarle. La necesidad de una continua penitencia nace del deseo de una mayor purificación que nos permita

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hacer cada vez más estrecha nuestra unión con el Señor amado.

Los pecados del que vive en este estado no pasan generalmente de ser una sorpresa desagradable de la fragilidad humana, sin un verdadero compromiso con la voluntad libre. Esta se adhiere sinceramente al Señor. Por eso mismo es muy sensible a cualquier infidelidad por pequeña que sea, aunque sea involuntaria. De ahí su gran preocupación por purificarse continuamente, sin caer por ello en las exageraciones patológicas de la obsesión o del escrúpulo. El reconocimiento sincero y humilde de que somos pecadores es una actitud objetivamente realista y evangélica. Por eso mismo es también sana y espiritualmente constructiva.

El que cree en el amor del Señor hacia nosotros no ve nunca el sufrimiento como un castigo de Dios por sus pecados. Al contrario, ve en él una oportunidad providencial para una mayor purificación, que le permite profundizar en la relación de amor con el Señor. El que ama siempre confía en que el Señor le tenderá sus manos cariñosas, lo agarrará, lo pondrá en la bañera para lavarlo y purificarlo... Y que luego lo vestirá con su gracia y lo hará menos indigno de él. Preparado de este modo, perfumado de virtudes gracias al mismo Señor, el hombre se verá acogido cariñosamente por él.

El sufrimiento y la penitencia son realmente una invención maravillosa de la misericordia del Señor. Por medio de ellos es como también el hombre pecador tiene acceso al Señor tres veces santo. Como se ve, quizá no se trate propiamente de expiar las culpas, sino de purificarse de la inmundicia contraída al habernos alejado del Señor.

La penitencia despierta el doloroso deseo de reducir la distancia que separa del Señor. Es deseo de un amor más intenso. El sacrificio y la penitencia se experimentan como una vivencia al mismo tiempo dolorosa y sabrosa: el dolor de haber ofendido al amado y la alegría de verse perdonado por él.

Totalmente distinta es la visión del legalismo moralista, que se va, felizmente, superando poco a poco. En esta perspectiva, inaceptable por su falsedad a la luz del evangelio, el juicio al que nos veremos llamados se considera de una forma parecida al juicio de un presunto criminal ante el tribunal de la justicia humana. Todos exigen una observancia rigurosa de la ley. La justicia es la instancia social encargada

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de distribuir a cada uno lo suyo y de exigir una satisfacción por cualquier transgresión de la ley.

Pero no es eso lo que ocurre en el reino de Dios. Aquí la ley vigente es únicamente la del amor. La justicia recibe el nombre de misericordia, de compasión, de comprensión... El Juez es el mismo Amor.

Sólo el Amor es ley de vida. Las demás leyes son leyes de muerte. El que vive sólo para observarlas no puede vivir. Muere bajo su peso. Vivir es amar.

5.5. Ascesis

El que sigue a Jesús tiene necesidad de convertirse todos los días de nuevo al evangelio. Esto supone una ascesis adecuada. Sin estos medios prácticos de purificación y de esfuerzo por vivir permanentemente en la presencia de Dios, asumidos generosamente por el cristiano, la vida contemplativa es sencillamente imposible. Por eso, la vida cristiana, y más todavía la vida religiosa, son simultáneamente, en el fondo, vida-de-oración y vida-de-penitencia. Estas dos marcas tienen que aparecer visiblemente en la vida social de quien se precia de ser un discípulo auténtico de Cristo.

En la vida cristiana y religiosa llevadas en serio parece ser que existe una relación misteriosa de consecuencia entre renuncia, sacrificio y disciplina de costumbres, por un lado, y alegría, cordialidad y libertad interior, por otro. El documento sobre Religiosos y promoción humana de la Sagrada Congregación para los Religiosos llama la atención sobre las dificultades que han creado ciertos abusos. Habla directamente del uso indiscriminado de los medios de comunicación social, del activismo apostólico, del clima de disipación que se advierte en ocasiones6.

La intimidad con Dios exige un clima de silencio interior. Jesús aconseja: "Ora a tu Padre en el secreto" (Mt 6,6).

Entre otras actividades comunitarias que pueden favorecer la profundización de la vida espiritual de los religiosos están también el discernimiento evangélico personal y comunitario, la revisión de vida... Esta profundización constante es

" Religiosos y promoción humana 65-66.

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necesaria para que la actividad apostólica no se transforme en puro activismo o profesionalismo.

La penitencia y el sufrimiento son elementos normales y naturales de la vida de oración. La vida espiritual auténtica no es un mar de rosas. Es vida de amor. No se puede amar sin sufrir al mismo tiempo. Por eso mismo, no querer sufrir es lo mismo que no querer amar.

Amar de verdad supone siempre una transformación. La transformación comienza con la imitación espontánea de la persona admirada y amada. Pues bien, Jesucristo es también el hombre de dolores. Nadie ha sufrido tanto como él, precisamente por habernos amado apasionadamente. Nos salvó a costa de muchos trabajos, de muchos dolores, de mucha sangre. Imitarlo es vivir un poco como él vivió. Además, él mismo nos lo dijo claramente: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).

El que lleva su vida espiritual en serio renuncia espontáneamente a muchas de las ventajas que la civilización y el progreso ofrecen al que quiere vivir como un burgués. Jesucristo fue siempre un modelo en el desprendimiento interior y exterior de las cosas de este mundo. Llevaba incluso en su apariencia externa las señales de una pobreza efectiva. De modo general poseía lo necesario para vivir. Pero hubo ocasiones en que le faltó lo mínimo necesario para subsistir con dignidad, con decencia y con honestidad: en la huida a Egipto, en su pasión... En cierta ocasión se comparó con las raposas, para decirnos que esos animales tenían algo que a él le faltaba. El corazón de Jesús siempre amó con cariño a los hombres. Dio su vida por ellos. Pero al mismo tiempo nunca hubo un corazón humano que amara tanto al Padre como el corazón del Hijo. La mayor preocupación de Jesucristo fue siempre la de cumplir la voluntad del Padre celestial: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y completar su obra" (Jn 4,34).

Todo esto supone abnegación de sí mismo, renuncia, cruz, condición inevitable en el camino de seguimiento de Jesucristo. Fuera del contexto de pobreza, de fidelidad y de generosidad, la vida cristiana y religiosa no pasa de ser ilusión y engaño.

El mundo de hoy ha perdido un poco el sentido de la penitencia. Hay una verdadera industria de sensibilización al placer. Prácticamente, ya no hace falta nada para satis-

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facer el deseo de gozar y disfrutar. La preocupación de las gentes de civilización más avanzada es la lucha contra el dolor y el sufrimiento. Se inventan constantemente nuevos instrumentos para aumentar el placer de vivir.

La ascesis es una palabra bastante rara en la literatura moderna. Hay no pocos religiosos que también la han suprimido de su vocabulario. No es raro oír discursos extrañamente tranquilizadores y anestesiantes en este sentido: "No exageremos las cosas; Dios es bueno y no puede exigir todo eso..." Sin embargo, el Señor sigue clamando por labios del profeta: "Yo soy un Dios celoso; lo quiero todo..." La vida consagrada es entrega de sí mismo al Señor. Pues bien, el don de sí es total o no es ya don de sí. Sacrificar algo a Dios, sacrificarle algo de las cosas que me pertenecen, es dar algo de mí mismo a Dios. Darse es entregar el contenido y el continente de sí mismo. Es perderse. Es no existir ya para sí.

El asceta es una persona que toma posición en contra de la vida fácil, materialista, irracional de la sociedad. Es el que clama como Juan Bautista: "¡Convertios, porque está cerca el reino de Dios" (Mt 3,2). El Bautista predicaba la penitencia, pero convencía sobre todo por su ejemplo: ropa de pelos de camello, cinturón de cuero, insectos y miel salvaje como alimento... Denunciaba con coraje el escándalo de la vida muelle, de la contradicción entre la palabra y la acción, de la paja que habrá que quemar...

La ascesis es el único modo de purificar constantemente el alma. Los monjes ascetas del desierto fueron luz y fuente de energía para el crecimiento de la Iglesia primitiva. Están en el origen de las grandes transformaciones que la Iglesia llevó a cabo en la historia de la humanidad.

La oración de intercesión se hace extraordinariamente poderosa para sensibilizar la misericordia del Señor cuando va acompañada de sacrificio y de penitencia. Por la naturaleza repugnante y dolorosa del sufrimiento, éste es algo así como el sello de autenticidad del amor y de la sinceridad del que pide y suplica. Por eso, la oración de súplica que no es egoísta y que pide realmente lo que sea para la mayor gloria de Dios difícilmente dejará de ser atendida, si va acompañada del sacrificio y de la penitencia.

La capacidad de sufrir en este sentido depende de la capacidad de amar. Amar seriamente al Señor lleva inevitablemente consigo el riesgo de tener que sufrir mucho. Nadie

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amó tanto al Padre como Jesucristo, su único Hijo; nadie tuvo que pagar tanto por ello como él. Por amor a su Padre y por amor a nosotros, pecadores, el Redentor aceptó la muerte ignominiosa en la cruz. No le fue fácil. La decisión de aceptar sin repugnancia tantos sufrimientos le costó sudar sangre. Desde entonces él pone esta condición a todos sus amigos: "El que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará" (Me 8,34-35).

El sufrimiento espontáneo y la penitencia crean condiciones de disponibilidad indispensables para la oración. Jesús sacrificaba el sueño y se aprovechaba del encanto del silencio de la noche para rezar. Las personas de intensa vida de oración encuentran en la soledad y en la penumbra de la noche el momento privilegiado para estar a solas con el Señor. Muchos viven intensamente y por amplios espacios de tiempo el caluroso encuentro personal con Jesús sacramentado en la comunión diaria. El tiempo no cuenta en el coloquio solitario, amoroso, con el Señor. Es un tiempo dedicado a robustecer la vida a fin de seguir caminando con fidelidad y generosidad por el camino del amor.

5.6. Sacrificio y mortificación

Hay sufrimientos inevitables. El hombre de fe los acepta (aceptar no significa aprobar) como una misteriosa y benévola disposición del Señor para con él. Con la misma fe y confianza sabe también que el Señor puede curar y aliviar cualquier dolor. El puede salvarlo todo.

El sufrimiento es un fertilizante indispensable para el desarrollo de las obras de Dios. Sin él el hombre permanece excesivamente inmerso en sí mismo y en las cosas de sus propios intereses. Sólo el que es interior y exteriormente libre y disponible puede responder eficazmente a las llamadas de Dios. Recordemos a Pedro. El Maestro le dijo: "Ven y sigúeme". Y ese hombre sencillo, pero inteligente, entusiasta y ciertamente menos pobre materialmente de lo que algunos podrían suponer, no piensa en su familia, en su barca ni en sus redes, sino que corre inmediatamente tras el Señor. Lo mismo pasa con los demás discípulos. Empezaron a caminar

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al lado de Jesús, cuyo único deporte era ir tras la oveja perdida, sin preocuparse por la comida o por el vestido. El grupo de los Doce era tan pobre y estaba tan desprendido de todo, que con frecuencia pasaban hambre y sed. En su programa misionero estaba previsto el ingrediente indispensable del sufrimiento.

Desde entonces la angustia, el miedo, la inseguridad, la ansiedad y otros aspectos dolorosos de la vida son prácticamente inevitables en el camino de los que siguen desinteresadamente a Jesús. Nuestro Maestro empezó a sufrir ya en el primer día de su vida. El verdadero discípulo de Cristo vive como Pablo: gloriándose únicamente en la cruz de Jesucristo. Para llevar la cruz con paciencia como Jesús se necesita una buena dosis de paciencia, de coraje y de generosidad. Cuando uno se decide a sufrir con el Señor es preciso que lo haga con alegría. Es que cuando se sufre por amor, el dolor se transforma en alegría.

El Señor necesita personas valientes, que no sientan miedo de acompañarle en sus aventuras evangélicas. Necesita hombres fuertes, como Simón de Cirene, que le ayuden a cargar con la pesada cruz de nuestros pecados. Por eso, en determinada altura del camino que va al cielo hay un atajo obligatorio llamado "camino del Calvario"; el que quiere evitarlo nunca llegará al cielo; se extraviará.

El que no quiere sufrir no puede amar.

a) Perdonar primero

El Señor fue muy claro cuando dijo: "Si al llevar tu ofrenda al altar te recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda" (Mt 5,23-24). Es inútil querer rezar con odio en el corazón. Perdonar es un mandamiento del Señor. Otro mandamiento quizá más difícil todavía de cumplir es el siguiente: "Amad a vuestros enemigos" (Mt 5,44).

Afirmar que no se puede perdonar es, en el fondo, no querer perdonar. Es exigir que el otro se humille, reconozca su culpa y pida perdón o haga la reparación de los daños causados por la ofensa. No perdonar es desear que el ofensor sea castigado.

El primer gesto de perdón debe ser siempre el de renun-

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ciar a la venganza. No siempre es fácil librarse del sentimiento negativo por causa de la ofensa recibida. Ese sentimiento es espontáneo y no depende de la voluntad. Muchas veces persiste en contra de nuestra voluntad. Es verdad que el Señor nunca exige lo imposible. Cuando renunciamos al deseo de exigir satisfacción y de vengarnos cumplimos ya con la ley del perdón. En ese caso hemos de permanecer en paz, aunque sigamos sufriendo por causa del sentimiento de haber sido ofendidos, tratados injustamente, deshonrados, engañados, despreciados...

Con un esfuerzo sincero de comprender la situación del que nos ha ofendido y con los ojos fijos en Cristo crucificado, es posible cambiar también ese sentimiento de dolor en comprensión, en aceptación, en perdón total, hasta el punto de poder experimentar incluso cierto amor por aquel que nos ha ofendido.

5.7. Pacificación

"Tened ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra redención" (Le 21,28).

"La paz y la misericordia para el Israel de Dios" (Gal 6,16).

"¡Ah, si en este día conocieras también tú el mensaje de la paz!" (Le 19,41).

"La paz de Cristo reine en vuestros corazones... Y sed agradecidos" (Col 3,15).

¿Qué hacer cuando, en el momento de orar, surgen en nuestro ánimo sentimientos negativos? Quizá recordemos algunas situaciones penosas del presente o del pasado... Quizá la desilusión por un acontecimiento... La idea de que en aquella ocasión no nos ayudó el Señor..., dejándonos con nuestro problema... Quizá sintamos el deseo de acusar al Señor y de echarle la culpa por algún fracaso que hayamos tenido. ¿Cómo orar en esa circunstancia tan adversa?

Lo mejor será empezar pensando que el Señor sabe todo lo que pasa en nuestro ánimo: tristeza, rabia, insatisfacción, rebeldía... Lo mejor es hablarle con franqueza y expresarle directamente esos pensamientos negativos. Quizá tengamos que emplear palabras duras. No importa. Lo mejor es hablar

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siempre muy sinceramente con el Señor. Por otra parte, es inútil querer esconderle lo que ocurre en el corazón. Si confiamos plenamente en él, si estamos seguros de su amor, ¿por qué no vamos a decirle todo lo que nos pasa? Job, en medio de su desgracia, tuvo el coraje de hablar con tanta dureza al Señor que llegó a escandalizar a los amigos que le escuchaban. Sabemos que después el Señor perdonó a Job toda la culpa por sus injustas acusaciones. En cualquier caso, siempre es bueno decirle al Señor todo lo que sentimos.

La tensión nerviosa dificulta el funcionamiento normal del organismo físico. Puede bloquear y perturbar las funciones de la mente. Por consiguiente, es enemiga de la oración. Por otra parte, la verdadera oración siempre es un sedante; tranquiliza al hombre; relaja el cuerpo y la mente; produce paz interior. Relajarse física y psíquicamente es un excelente método preparatorio para la oración. Sin esta actitud preliminar es sencillamente inconcebible la oración profunda y la contemplación. Para relajarse basta con observar atentamente lo que ocurre en las diversas partes del cuerpo o en las diversas funciones del mismo. Observar es pura sensación. No tiene nada que ver con el pensamiento activo ni con la representación mental de cualquier cosa. En fin, no se trata de saber, sino únicamente de sentir.

Hay personas que por diversos motivos, debidos generalmente a errores de educación, han reducido o han perdido la capacidad de sentir. Felizmente, en este caso, siempre cabe la posibilidad de volver a aprender y cultivar mediante el ejercicio las capacidades de percepción, de toma de conciencia de lo que tenemos delante en su realidad más próxima: el cuerpo. Cultivar estas capacidades mejora también notablemente la atención y la concentración mental.

Cualquier ejercicio de relajación favorece la tranquilidad interior, condición indispensable para orar. Con todo, el ejercicio de relajamiento que se hace para orar no tiene la finalidad de producir calma, silencio o adormecimiento, sino más bien claridad de percepción y agudeza de conciencia interior. Pero si uno entra espontáneamente en un estado de profunda calma y tranquilidad interior, es mejor no hacer ya ningún esfuerzo para nada. Convendrá limitarse a tomar conciencia muy clara de esa realidad y observar con atención lo que ocurre en el interior de uno mismo.

Para pacificar o tranquilizar el propio ser basta con con-

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cienciar la propia realidad física, fisiológica y psicológica de la situación personal en aquel momento. Para conseguir prácticamente este objetivo es posible recurrir a varios expedientes. El jesuita Antonio de Mello sugiere varios ejercicios psicofísicos sencillos para esta finalidad 7. En todos ellos se trata de alcanzar un estado físico y mental que en otro lugar he llamado de "estado alfa" 8. En aquella misma publicación señalo también una técnica sencilla mediante la cual se puede entrar fácilmente en ese estado, fuera del cual son prácticamente imposibles la oración profunda y la contemplación.

En el estado alfa, la persona se encuentra en profunda paz y sosiego. El cuerpo con sus exigencias queda prácticamente neutralizado, y eso permite a la mente mayor libertad de movimientos en el mundo espiritual. Hay autores, como, por ejemplo, Antonio de Mello, que afirman que semejante estado es ya oración. Consideran la conciencia aguda de sí mismo como una actitud absolutamente auténtica y suficiente para que el hombre entre de algún modo directamente en contacto con el infinito, con Dios. Un experto en psicología hindú y en las prácticas de mística oriental9 afirma que la experiencia del enorme deleite y placer de esta percepción es ya oración muy preciosa. Dice igualmente que éste es el camino natural para un tipo de profunda y genuina contemplación.

a) Caminar con paciencia

"Un día es ante Dios como mil años, y mil años como un día" (2 Pe 3,8).

El camino hasta la casa del Padre es largo, escarpado y lleno de escollos imprevistos. Para seguir avanzando sin desanimarse es necesaria una buena dosis de paciencia. Los que andan siempre con prisas corren el peligro de cansarse pronto y de perder el entusiasmo. Se avanza por medio de la perseverancia y de pacientes esfuerzos de generosidad día tras día.

Hay dos puntos que marcan de modo enfático la vida espiritual de cada uno: el punto de partida de ese proceso de

7 A. DE MELLO, Sadhana, un camino de oración, Sal Terrae, Santander 1981.

8 PEDRO FINKLER, Cuando el hombre ora, Paulinas, Madrid 1984', 86-93. ' ANTONIO DE MELLO, s.j., o.c.

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crecimiento y los diversos resultados que consigue el caminante. Empezar a caminar es ya un importante resultado de la decisión personal que fue madurando lentamente. Cada resultado habla del trabajo latente de la gracia que lo precedió.

Cualquier recuerdo de la presencia de Dios que camina con nosotros infunde coraje, da fuerza y paciencia en las dificultades. Es como un refuerzo de la gracia para una renuncia más difícil, para un nuevo acto de generosidad. Son momentos de gracia que comunican un nuevo aliento para proseguir la marcha. Un flujo más intenso de la gracia puede proceder de acontecimientos tales como un fracaso importante, una humillación inesperada, una frustración dolorosa, un buen ejemplo. Esos acontecimientos, interpretados como discretas señales de los tiempos, son auténticas invitaciones de la gracia para un poco más de generosidad. La fidelidad a esas invitaciones puede llevarnos a resultados sorprendentes e inesperados.

b) Concentrarse tranquilamente

"No tenemos aquí abajo ciudad permanente, sino que buscamos la futura" (Heb 13,14).

"Ya no tendrán más hambre ni sed; no les abatirá más el sol ni ardor alguno" (Ap 7,16).

Para orar, y más aún para contemplar, concentramos la mente a fin de fijar nuestra atención sobre un tema determinado. No se trata del resultado del esfuerzo de la voluntad. En este caso, orar y contemplar serían unas actividades tan fatigosas como cualquier estudio o reflexión mental. El orar no es una actividad. Es una vivencia tan natural, tan sencilla y tan espontánea como la de amar.

Esta vivencia es posible únicamente en determinadas condiciones psicológicas. El hombre puede crear estas condiciones voluntariamente. Responden generalmente a determinadas actitudes psicofísicas del sujeto.

Hay unos pequeños trucos que pueden ayudar mucho a los que encuentran ciertas dificultades para ponerse en estado de concentración mental. La mayor parte de las personas consiguen este objetivo fijando voluntariamente la atención, con los ojos cerrados, sobre el punto de interés que han escogido. Es como si observasen y viesen sin ver. Los que tienen

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dificultad para ponerse en esta actitud de ojos cerrados pueden seguir otra técnica. Dejar los ojos semiabiertos descansando tranquilamente en un punto oscuro en el suelo a unos tres pasos delante de sí. No fijar la atención en ese punto, sino dejar tan sólo que los ojos, semiabiertos, descansen en él.

La postura también influye en la capacidad de controlar el flujo del pensamiento. Estar sentado o de pie, manteniendo al mismo tiempo la columna vertebral erguida, facilita la atención. Esta postura supone un estado de alerta voluntario que no favorece el pensamiento o la reflexión activa. Contemplar no es una actividad pensante. Es una tranquila concentración mental voluntaria sobre un objeto atrayente por sí mismo. Disfrutar de esa presencia es una consciente experiencia interior que transforma al hombre directamente a nivel de una actitud interna y de sentimiento. Este cambio a nivel profundo determina automáticamente transformaciones comportamentales directamente observables en su modo de ser y de actuar.

La oración profunda y la contemplación sólo son posibles en un clima de gran tranquilidad de espíritu. La intranquilidad es señal de tensión nerviosa. El silencio es sinónimo de tranquilidad. Se da cierta interdependencia entre la agitación del cuerpo y la intranquilidad de la mente. También es más fácil tranquilizar el cuerpo que pacificar la mente. Por eso, para obtener la tranquilidad interior es mejor empezar por tranquilizar el cuerpo. Para ello basta con fijar la atención sobre las diversas partes del cuerpo y tomar conciencia clara de lo que ocurre en ellas. Así se van relajando una parte tras otra. Y el relajamiento físico induce, hasta cierto punto, al relajamiento psíquico.

Digo de paso que también de este modo se puede combatir el dolor, la comezón y cualquier sensación desagradable de la piel. Si tomamos conciencia clara de esa sensación, no solamente de que existe, sino también de cómo es en sus más sutiles manifestaciones, disminuirá, se hará más soportable y hasta llegará a desaparecer. Un buen dominio del cuerpo facilita enormemente el dominio de la mente. Cuerpo agitado, mente agitada. Cuerpo tenso, mente tensa. Cuerpo tranquilo y relajado, mente tranquila y relajada. La mente responde al cuerpo y éste responde a la mente. Existe una estrecha relación entre lo biológico y lo psicológico. Cualquier daño infli-

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gido a uno repercute inevitablemente en el otro. La salud y la enfermedad de uno afecta al otro. Hay enfermedades psi-cosomáticas que desaparecen con la constante concienciación de las mismas.

La vida profunda de oración pacifica el cuerpo y el alma. Saber que uno está haciendo lo que Dios quiere tranquiliza a la mente. La paz del corazón y la tranquilidad del espíritu son un remedio que sustituye con ventaja a muchas medicinas farmacológicas en toda clase de enfermedades psico-somá ticas.

¿Y los que se desgastan en sentimientos negativos de rabia, de miedo, de ansiedad, de envidia, etc.? Destrozan el hígado, el estómago, el corazón y acaban enfermando, más o menos incapacitados para los importantes trabajos apostólicos del reino de Dios. El coraje y la paz robustecen al hombre, protegen su vida y engendran sentimientos de alegría y de felicidad.

c) Cultivar el silencio

"Hay quien calla porque no tiene qué responder y hay quien calla esperando su vez. El hombre sabio callará hasta el momento oportuno" (Eclo 20,6-7).

Dios se revela de muchas maneras. Pero el hombre sólo consigue percibirlo si permanece en silencio. El silencio es actitud de escucha.

Con ese enorme ruido que todo tipo de máquinas inventadas por el hombre hacen en el mundo, el hombre ha perdido la costumbre del silencio. Sin embargo, el hombre nace en el silencio y necesita del silencio para saborear la vida.

Vivir algunos momentos de silencio total, esto es, de silencio de corazón y de mente, es una experiencia extraordinariamente gratificante tanto desde el punto de vista psicológico como desde el punto de vista espiritual. Los santos y todos los hombres grandes viven largos períodos de profundo silencio. Son momentos de intensa creatividad. El silencio siempre es vitalmente fecundo y revelador.

¿Quieres realizar la experiencia del silencio? Busca un lugar más o menos retirado y silencioso. Toma

una postura cómoda y permanece inmóvil. Cierra los ojos y retírate en tu interior. Luego observa con mucha atención únicamente lo que ocurre en tu intimidad. Permanece así

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unos cinco o diez minutos. Abre los ojos. Toma papel y lápiz e intenta describir lo que ha ocurrido en tu interior durante ese tiempo de silencio: ¿qué pensaste y qué sentiste?, ¿qué impresiones te causó la vivencia del silencio?

Hay algunos que tienen dificultad de entrar en un silencio total por su intranquilidad y su agitación mental. Otros tienen miedo y procuran evitarlo. Si experimentases alguna de esas situaciones al querer entrar en tu silencio interior, deten esa experiencia y examínala con atención. Experimenta comprender lo que ocurre dentro de ti. Esto es ya tomar conciencia de un aspecto importante de tu personalidad. Cuanto más consiguieras hacer silencio en tu interior, tantas más cosas podrás descubrir de tu realidad. Basta con ver y darte cuenta de ello para conocerte un poco mejor. Cualquier nuevo conocimiento que adquieras de ti mismo puede producir también un importante cambio dentro de ti.

El silencio interior es algo más profundo que lo que percibimos en la zona lúcida de la conciencia. Es otro modo de tomar conciencia, de darse uno cuenta de las cosas.

Nuestro modo especial de tomar conciencia de nuestras disposiciones más íntimas compromete todo nuestro ser. No se trata de una simple adhesión de la mente a un objeto sobre el que estamos reflexionando. Es la actitud interior de una respetuosa y alegre presencia delante del Señor. El misterioso vínculo que nos une al Señor no sigue los módulos del pensamiento o del sentimiento, sino que se hace a través de un misterioso elemento de nuestra interioridad más íntima. Tomamos conciencia de ese misterioso elemento de nuestra unión a través del simple consentimiento a ella.

El silencio interior es un vacío interior. El vacío es ausencia o falta. El vacío del corazón es deseo de una presencia; es sed de Dios.

d) Rezar con el cuerpo

"No has querido ni sacrificio ni oblación; en cambio me has formado un cuerpo" (Heb 10,5).

Como todas las cosas, el cuerpo ha sido creado por Dios: "Vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo era bueno" (Gen 1,31).

"Glorificad, pues, a Dios con vuestro cuerpo" (1 Cor 6,20).

Al Señor no le interesa nuestra fotografía. Quiere encon-

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trarse con nosotros personalmente, cuerpo y alma, tal como somos. Hay quienes creen que orar es pensar y reflexionar sobre Dios y sus atributos. Esa es una oración hecha sólo con la inteligencia. Pero el hombre no es únicamente inteligencia. Es también carne, esqueleto y músculos. Es también corazón, intuición, imaginación, fantasía y sentimiento. Los músculos no están hechos solamente para trabajar. Los sentimientos no tienen como único objetivo regular las relaciones ínterpersonales. El mandamiento de amar a Dios se dirige al hombre todo: alma y cuerpo, corazón y voluntad, inteligencia e intuición, pensamiento y sentimiento...

Antonio de Mello presenta diversos ejercicios de concien-ciación a través de los cuales es posible llegar al estado que he llamado de alfa (estado alfa) por razones de orden neuro-lógico. El autor citado afirma que ese estado es ya "una contemplación óptima en el más estrecho sentido de la palabra" 10. Afirma también que los frutos obtenidos con tales ejercicios son iguales a los de otros, de cuño manifiestamente más religiosos, cuando se hacen con una dosis mínima de reflexión activa. Cualquier pensamiento activo, por muy santo que sea, perjudica realmente a la contemplación. La oración activa vocal y litúrgica son también, sin duda alguna, excelentes modos de orar. El padrenuestro y los salmos son oración vocal. ¿Podría afirmarse que contemplar es un modo de orar más perfecto que recitar piadosamente el padrenuestro o la oración oficial de la Iglesia? No sé. Pero parece que está fuera de duda que el modo habitual de orar de Jesús era el de vivir íntimamente su unión con el Padre. Lo deja entrever claramente en muchas de sus manifestaciones. También es indiscutible que rezaba con los salmos. La más bella de las oraciones vocales que nos ha dejado es la que hizo en voz alta delante de sus discípulos en la noche en que instituyó la eucaristía: la oración sacerdotal que recoge el capítulo 17 de san Juan.

Cualquier pensamiento o imaginación activos, incluso los involuntarios, acaban con la contemplación. Tienen que considerarse y tratarse como distracciones. Se trata de limitarse a fijar los ojos del "corazón" en los amables ojos divinos del Señor y no interrumpir este solemne silencio de amor con palabras santas o con piadosas reflexiones sobre él. Hay un

10 A. DE MELLO, O.C, 36.

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tiempo para la comunicación con él por medio de palabras y hay otro tiempo de simple y amorosa contemplación sin palabras.

Cualquier persona que desee sinceramente progresar en su vida de oración tendrá que descubrir cuál es la dosificación más adecuada y conveniente, en su caso, entre la oración vocal y la oración contemplativa. La mayor parte de las personas, en la medida en que van progresando, prefieren hacer un uso más frecuente de la oración contemplativa. Este modo de orar satisface más las exigencias de una comunicación íntima con el Señor. Sin embargo, las almas más místicas nunca abandonan del todo la oración vocal. Acostumbran ser muy fieles a la oración vocal comunitaria, sobre todo porque reconocen el gran valor apostólico de la misma dentro de la comunidad.

Muchas veces la persona que comienza a avanzar en su camino de oración siente la necesidad de un buen director espiritual que la oriente y le ayude. Nadie tiene que abandonar el esfuerzo de progresar en la oración, aunque no encuentre a la persona que pueda orientarlo y ayudarle. Existe una gran cantidad de libros que explican el camino por recorrer y los ejercicios que es preciso realizar para descubrir la oración y la contemplación. Como ya afirmé anteriormente, existen innumerables personas que han aprendido a orar y a contemplar de modo muy satisfactorio sin el auxilio directo prácticamente de nadie. El que ama siempre acierta en el camino que lleva hasta el amado. La persona sincera y auténtica siempre acaba descubriendo un modo simple y práctico de comunicar íntimamente con el Señor a quien busca con deseo y con amor.

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6. Buscar a Dios

"Si conocieras el don de Dios..." (Jn 4,10).

Todas las criaturas tienden hacia Dios. El hombre experimenta esta tendencia de manera más o menos consciente como un impulso natural hacia la unión con Dios por el amor. En el fondo de su ser sabe también que el amor humano es una imagen del amor que está llamado a vivir con su Señor y Creador.

6.1. La importancia del deseo

"Toda la creación gime y está en dolores de parto... esperando la redención" (Rom 8,22-23).

"El que tenga sed, que venga a mí y beba" (Jn 7,37). "El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí

no tendrá sed jamás" (Jn 6,35).

El deseo es la expresión de un amor. Tiene la finalidad concreta de mover a la búsqueda de Dios. Expresa también una carencia, una pobreza. Siempre anhela lo infinito. El cumplimiento de un deseo nunca satisface definitivamente a la persona. Dada la imposibilidad de satisfacernos plenamente en nada, tenemos que redimensionar constantemente ese deseo infinito y procuramos satisfacer nuestros pequeños deseos. Sólo Dios puede satisfacer de tal manera que no se experimente ya ningún deseo. No tener ya más deseos es no poder ya amar. Un corazón petrificado no puede ya tener más deseos y, por tanto, no puede ya buscar a Dios. Mientras

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sigan palpitando los deseos, hay esperanzas de amor. Negarse a amar supone también negarse a buscar a Dios.

Hay personas que no saben desear. Hay incluso quienes no quieren aprender a desear.

"Llegada un alma aquí, no es sólo deseos lo que tiene por Dios; Su Majestad le da fuerzas para ponerlos por obra. No se le pone cosa delante en que piense le sirve a que no se abalance y no hace nada porque —como digo— ve claro que no es todo nada, sino contentar a Dios"".

El Señor recompensa el esfuerzo de fidelidad y de generosidad sinceras ordinariamente con un gran deseo de buscarlo, de amarlo, de encontrarlo con mayor frecuencia. En muchos de los que comienzan con sinceridad un camino de oración este deseo se transforma en un motor poderoso que empuja hacia adelante el barco en que navegan. No es raro que, ya desde el comienzo, realicen la agradabilísima experiencia interior de una gran paz y ternura con el Señor.

El deseo infunde ánimo. Un gran deseo de amar a Dios es una gracia eximia que el Señor concede a los que quiere totalmente para sí. El que desea es fuerte y seguro, se siente estimulado y amparado. El deseo sustenta el esfuerzo y hace vencer los obstáculos en el camino. El deseo es la mejor garantía contra el desaliento.

El deseo no es certeza de alcanzar. No siempre resulta fácil saber si un simple deseo es realmente sincero. En todo caso, sincero o no, siempre es bueno expresarlo al Señor. El hecho de expresarlo es ya una pequeña señal de disponibilidad a la gracia. La gracia, que nunca falta, intensifica el deseo. Con este auxilio muchas veces conseguimos realizar deseos que inicialmente parecían muy difíciles de cumplir. Muchas veces se consiguen con sorprendente facilidad ciertas cosas pequeñas, como mejorar este o aquel aspecto de nuestra vida de oración o de relación personal. Por esto es bueno decirle al Señor nuestro deseo de ser mejores. Por otra parte, en algunas ocasiones de debilidad personal, sin capacidad alguna de esfuerzo verdaderamente generoso, la pobreza y la miseria son tan grandes que tan sólo nos queda el deseo de mejorar. En ese caso es siempre importante ofrecer al Señor por lo menos ese poco o casi nada. El no lo dejará sin recom-

11 SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 21,5, en Obras completas, B.A.C., Madrid 19827, 97.

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pensa. El deseo sincero, renovado repetidas veces, acaba creando una fuerza que mueve algo en nosotros.

Hay personas sinceramente dispuestas a iniciar un camino de oración más auténtico y más profundo, que inicialmente no consiguen hacer nada verdaderamente bueno y útil más que hablar de este deseo al Señor. Tienen que saber que esto es ya una oración verdadera y muy preciosa. Que tengan la humildad de perseverar en ese pequeño esfuerzo. Por muy pequeño que sea el esfuerzo por acercarse al Señor, eso significa ya un progreso en ese camino. La perseverancia en dar pequeños pasos acaba acortando las distancias. No alimentar un pequeño deseo es matarlo en su origen.

Los esfuerzos, aunque sean pequeños, son siempre de alguna manera una prueba de sinceridad. El resultado de esa oración va apareciendo poco a poco en algunas pequeñas transformaciones en la actitud y en el comportamiento. Pero la prueba más palpablemente perceptible de la autenticidad de esta oración es el sentimiento de una mayor unión con el Señor. "La oración y la renuncia de sí mismo no pueden separarse. Crecen juntas y se sostienen la una a la otra en un esfuerzo paciente en el que nadie puede perseverar sin el aliento de la gracia, pero que se realiza concretamente por la fidelidad al deber de cada día" 12.

a) Disponibilidad ante Dios

"Venid también vosotros a un lugar apartado en el desierto y descansad un poco" (Me 6,31).

Ser disponible para amar es una actitud permanente del cristiano y del religioso. Para mantenerla es absolutamente necesario que de vez en cuando se haga algo para cobrar nuevos alientos. Con esta finalidad es como los religiosos hacen ejercicios anuales, retiros mensuales, tiempos diarios reservados exclusivamente a la oración...

La disponibilidad es un proceso de crecimiento espiritual cuyo itinerario pasa por diferentes puntos de revisión y de parada para abastecer de nuevo de energías. Esos puntos pueden llamarse: abrir los ojos a los planes del Dios-amor, escuchar la llamada urgente a la conversión, examinar la situación personal de pobreza, entrar en el ritmo de marcha de la

12 G. LEFEBVRE, Al encuentro del Señor, Narcea, Madrid 1979, 58.

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Iglesia, renovación de la decisión de seguir radicalmente a Cristo, descubrimiento de Cristo escondido en nuestras circunstancias, sintonía con los sentimientos y con las actitudes de Cristo, profundización en la amistad con él para un compromiso total de aceptar lo que él nos dé y nos confíe, aceleración del paso en el camino hacia la "casa del Padre" en el silencio de cada día y en el compromiso apostólico... n

6.2. Saber apreciar

"¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!" (Mt 23,37).

Una condición preliminar para empezar con serenidad y eficacia una vida de oración es tener conciencia clara respecto a algunos aspectos básicos de la propia vida. Uno de esos aspectos es el mismo estado de vida.

Los cristianos pueden vivir tres estados de vida distintos: 1) Estado de virginidad en el mundo; viven este estado

todos los cristianos no casados, excluidos los sacerdotes y los religiosos.

2) Estado matrimonial. 3) Estado de vida religiosa consagrada.

El sacerdocio es un estado de virginidad en el mundo tan profundamente asociado al ministerio que, en cierto modo, puede considerarse también como un estado de vida particular. Igualmente los religiosos seculares viven, en cierto modo, un estado de vida cristiana particular.

Como ya he dicho, para progresar en la vida de oración cada uno tiene que tener una idea clara de su propia situación en la gran familia de la Iglesia. Es que cada uno vive satisfecho en la medida en que consigue realizar el ideal religioso del estado de vida respectivo. Fundamentalmente, este ideal es siempre el mismo: "amar a Dios sobre todas las cosas... y al prójimo como a sí mismo". Pero se dan matices y acentuaciones en los respectivos modos de actuación de las diferentes categorías de personas. Rigurosamente hablando,

" JUAN ESQUERDA BIFET, Disponibles para amar, Paulinas, Bogotá 1980, 6.

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sólo hay una espiritualidad: la del evangelio. Por eso, la línea maestra de esta espiritualidad común a todos se llama vida de oración. Y por eso mismo, todo lo que se dice y se escribe respecto a la oración concierne a todos los cristianos.

Orar consiste precisamente en concretar el "amarás al Señor, tu Dios, de todo corazón..." Es evidente la graduación en la intensidad que puede revestir esa búsqueda. Pero no cabe duda de que orar es el gran medio universal de ejercitarse en el amor de Dios. Es verdad que la eficacia de esa oración depende de cierto conocimiento previo de Dios, como de alguien que nos ama. La oración es la respuesta a esa solicitación. No es posible amar a una persona que no se conoce.

El salmo 16 describe la actitud del que, sabiendo que es una criatura inválida e indigente, ha descubierto al Señor como el único que puede socorrer y salvar: "Digo a Yavé, mi Señor: Tú eres mi bien, nada hay fuera de ti... Yavé, mi copa y mi porción de herencia, tú eres quien mi suerte garantiza. Me han caído las cuerdas en lo más delicioso, mi heredad es preciosa para mí... Por eso se alegra mi corazón, mi alma exulta y mi carne también descansará segura... Me enseñarás el camino de la vida; la plenitud de goces delante de tu rostro, a tu diestra, delicias para siempre"H.

Únicamente el que ha encontrado esta posibilidad de realización-de-sí en su propio estado de vida a través de la relación afectiva con aquel que nos ama locamente y nos llama a un encuentro idílico puede apreciar como es debido su situación peculiar en la Iglesia y en el mundo. Apreciar y estimar el propio estado de vida es, por tanto, la condición de la verdadera oración y de un progreso en la misma.

El que vive insatisfecho de su propio estado de vida, antes de acudir a la vida de oración tiene que resolver su propio problema de adaptación a su realidad existencial. Actuar de modo contrario, esto es, intentar resolver el problema voca-cional por medio de la oración, es ponerse a pensar con los pies. No obstante, es preciso reconocer que la insatisfacción por el propio estado de vida puede ser también simplemente un síntoma del fracaso de la vida de oración. Esta parece ser realmente una explicación plausible, sobre todo en el caso del sacerdote y del religioso insatisfecho e inadaptado en su

14 Salmo 16.

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respectivo estado de vida. Esta interpretación de los hechos es tanto más probable cuanto que sabemos que el sacerdocio y la vida religiosa son posibles en la medida en que esas personas encuentran su razón profunda de ser en su estado de vida. Esto supone renuncias y actitudes existenciales que provocan una ruptura radical con el mundo. Son personas que intentan vivir en el mundo sin ser del mundo. Y esto no es nada fácil. La virginidad voluntaria por amor al reino de los cielos adquiere sentido en la medida en que el sujeto descubre posibilidades de realización de sí mismo en otro nivel: el de las realidades sobrenaturales.

El religioso y el sacerdote que fallan en ese juego de adaptación al mundo de la propia realidad no pueden menos de sentirse decepcionados del género de vida que han escogido.

¿A qué causas hay que atribuir ese fracaso, con todas sus trágicas consecuencias?

La causa más probable está generalmente en un planteamiento vocacional inicial equivocado. Son realmente pocos los jóvenes que manifiestan deseos de interesarse por el sacerdocio o por la vida religiosa teniendo una idea clara de lo que están buscando en realidad. Muchas veces no tienen conciencia clara del verdadero significado de esta búsqueda. Con frecuencia la motivación profunda que les mueve es bastante distinta del verdadero ideal del sacerdocio y de la vida religiosa. Si llegan a descubrir a tiempo esta dirección equivocada, generalmente cambian de ruta antes de comprometerse definitivamente en una empresa que no les puede dar lo que andan buscando.

Puede suceder —y, por desgracia, no se trata sólo de una hipótesis o de unos casos excepcionales— que los métodos de formación empleados no ayuden a la persona que se está formando a descubrir su error o a superar posibles malentendidos en su actitud vocacional. En este caso, más pronto o más tarde, el sujeto se da inevitablemente cuenta de la situación contradictoria en que se halla. La angustia y la ansiedad, ligadas a este estado de sufrimiento existencial, son de tal naturaleza que dejan bloqueada cualquier vivencia auténtica de oración. De esas personas, cuya insatisfacción básica lleva a comportamientos personales y comunitarios inaceptables, los responsables suelen decir que todo se debe al hecho de que no rezan.

Pero ésta no es una explicación totalmente satisfactoria.

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Los que se preocupan de esas personas que "no rezan", en vez de insistir en amonestar y en condenar, deberían preocuparse del porqué esas personas no rezan. Si fueran al fondo de la cuestión, probablemente descubrirían que se trata de personas profundamente insatisfechas de su estado de vida. En ese caso no basta generalmente estimularlas a la vida de oración. Será preciso emprender algún tipo de acción que permita al sujeto reexaminar los datos de su problemática vocacional.

Otra cosa es cuando un sacerdote o un(a) religioso(a) basa su vocación en motivaciones correctas realmente evangélicas, pero no llega a descubrir la verdadera vida de oración por fallos o por insuficiencia de formación. En ese caso la insatisfacción puede nacer no de un error de vocación, sino de una falta de medios adecuados para realizarla. En esa situación, una vez más, el sujeto procura generalmente ser fiel a sus compromisos de vida, pero no encuentra en la práctica el sentido completo de su opción. El auxilio necesario que hay que darle a esa persona no consiste simplemente en aumentar la dosis de "oración" o en estimularle ingenuamente a rezar mejor o a observar una conducta mejor. A esa persona le falta realmente descubrir la verdadera oración. Es como el caminante que conoce cuál es la meta de su viaje, pero tiene dificultades para encontrar el camino. Anda, camina, busca, pero no acaba de acertar en el camino. Si nadie le tiende una mano amiga, puede muy bien desanimarse y creer en una equivocación vocacional. Esos casos resultan realmente lamentables. Así se pierden a veces unos preciosos colaboradores en la ingente obra de santificación de la Iglesia, función principal de la vida religiosa. Estas pérdidas son tanto más de lamentar cuanto que muchas veces bastaría con un auxilio adecuado para transformar a esos sacerdotes o religiosos en auténticos e indispensables apóstoles.

El sacerdote y el religioso que no oran con satisfacción, o no tienen una visión clara del verdadero sentido de su vida o no han descubierto todavía la verdadera oración. Por eso, si no andan satisfechos y no consiguen entonces empeñarse a fondo en su apostolado, tampoco conseguirán, ciertamente, orar. No sentirán gusto ni entusiasmo por la vida espiritual. Generalmente se perderán en las ilusiones de un activismo estéril.

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Lo que da sentido a la vida y a la actuación apostólica de las personas comprometidas con Dios, con la Iglesia y con sus hermanos en Jesucristo, en el sacerdocio y en la vida consagrada es la oración. Sin ella no hay para esas personas una realización-de-sí. Esta consiste básicamente en alcanzar unas metas y unos objetivos vivenciales prefijados con unos criterios valorativos personales. La valoración de sí se entiende siempre dentro de una determinada escala de valores adoptada por el sujeto. Los valores existenciales cristianos emanan de la fe en Dios y en la trascendencia del hombre.

6.3. Pureza de intención

"Y de la mano del ángel, el humo de los perfumes se elevaba delante de Dios con las oraciones de los santos" (Ap 8,4).

La pureza de intención es sinceridad consigo mismo, autenticidad. Es ser leal con el Señor de quien decimos que lo amamos con todo el corazón. La pureza de intención es también ausencia de egoísmo. Es sincero con el Señor el que lo escucha, toma conciencia de sus exigencias y se esfuerza en cumplirlas. El Señor siempre nos toma en serio. No quiere tampoco él que nos engañemos. Su amor no es una broma. Cuando nosotros le prometemos nuestro amor, él penetra minuciosamente en nuestros ojos y en nuestro corazón para buscar alguna señal que le permita confiar en nosotros. Y cuando la encuentra nos abraza con cariño y nos pide que confiemos ciegamente en él. Si tenemos ánimo para responderle con toda sinceridad que también él puede confiar en nosotros, este pequeño diálogo puede significar el destino de nuestra existencia. En todo caso, esto marcará el comienzo de una conversión.

La lealtad o deslealtad de nuestra actitud inicial en ese comienzo de conversión se demuestra en el progreso, en la sinceridad y en la libertad interior.

La pureza de intención no es incompatible con la fragilidad humana. Esta puede manifestarse en cualquier momento. No hemos de escandalizarnos cuando la percibimos en otros ni desanimarnos cuando se manifiesta en nosotros mismos. La debilidad humana debe llevarnos siempre a recono-

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cer con humildad y con realismo nuestra limitación y nuestra impotencia para salvarnos a nosotros. Reconocer y aceptar humildemente la realidad de que experimentamos sentimientos negativos de tristeza, de rabia, de enfado, de envidia, de humillación, de celos... Para aliviar la perturbación interior que pueden causar, expresarlos de modo adecuado, esto es, sin perjudicarnos a nosotros mismos ni a los demás.

El Señor sabe que no depende de nosotros experimentar o no tales sentimientos. Nos pide solamente que no nos dejemos llevar por ellos hacia actos en contra de la caridad. Para juzgarnos, más que cualquier otro aspecto de la vida, el Señor considerará seguramente el esfuerzo positivo que hayamos hecho para estar con él. Todo lo demás —debilidades humanas, sentimientos imperfectos...— es escoria que le interesa muy poco. Estamos sujetos a tantos condicionamientos que limitan la efectividad de nuestra buena intención... La verdad es que, si se nos juzgase sólo por aquello que realmente hicimos de bueno o de malo, todos estaríamos perdidos. Nuestra suerte está en que el Señor no es un juez como los hombres. Es Padre que procura salvar todo lo que puede ser salvado, cueste lo que cueste.

a) Ser sincero

"Soy yo el que escudriña los riñones y el corazón, y os daré a cada uno según sus obras" (Ap 2,23).

La amistad y el amor sólo pueden nacer en un clima de sinceridad. Cuanto mayor es la sinceridad, tanto mayor es la posibilidad de profundizar en el amor. Un gran amor supone transparencia recíproca de los que se aman. Cualquier falta de sinceridad puede echar por tierra los lazos más fuertes de la amistad o del amor.

Puede ser verdaderamente sincero con el Señor tan sólo aquel que se entrega totalmente a él. El amor es exigente. Lo pide todo. Pero es importante saber que el sufrimiento presente en cualquier amor no es el resultado de esa exigencia de darlo todo. Es que el que ama quiere dar y da espontáneamente todo lo que es capaz de dar. El dar por amor nunca duele. Al contrario, es un verdadero placer. Por el contrario, de la constatación de querer dar y no poder dar es de donde puede resultar un gran sufrimiento.

Yo creo que los maestros de vida espiritual no tienen que

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insistir demasiado en el dar, como si eso estimulase el amor. Me parece que deberían hacer exactamente lo contrario. Estimular el deseo de amar al Señor por todos los medios a su alcance. Lo demás —la renuncia, el sacrificio y la entrega— vienen espontáneamente a continuación. El Señor no nos pide cosas. Nos quiere a nosotros con todo lo que somos y tenemos.

Nuestra respuesta al Señor consiste esencialmente en escucharle y en dejarnos guiar por él. Abrirnos a la misericordiosa paciencia con que nos conduce cariñosamente a través de mil dificultades a su casa. De este modo nunca estamos solos. Estamos siempre con él en cualquier situación en que nos encontremos. Seremos sinceros en la medida en que estemos junto a él como quien ama. Libres. Transparentes hasta el punto de poder fijar tranquilamente nuestros ojos en los suyos como niños incapaces de mentir. Aquí inocencia no es sinónimo de santidad, sino de humildad, de confianza..., de incapacidad de ocultar algo.

La preocupación por ser siempre absolutamente auténticos delante del Señor es la condición de paz y de alegría en el camino de la vida espiritual. Pero esto es posible únicamente en una actitud de disponibilidad total. Y no se trata de heroísmo alguno. Basta con amar y ser dócil a los impulsos del Espíritu. Cualquier sorpresa de infidelidad por debilidad humana despierta inmediatamente sentimientos de tristeza. En ese caso, si somos sinceros, nos dirigimos con lágrimas en los ojos al Señor y le pedimos humildemente que nos perdone una vez más. Y la compasión del Padre lo comprende todo.

Por muy grande que sea nuestra pobreza y nuestra miseria, la experiencia del amor del Padre nunca desmentida nos permite seguir viviendo con alegría, con paz y libertad. En la medida en que descubrimos que personalmente ya no podemos hacer nada realmente útil para nuestra santificación, crece también nuestra humilde confianza en su amor.

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7. Añoranza de Dios

"Recuerda los tiempos pasados... Pregunta a tu padre, que te lo cuente; a tus ancianos, que te dirán... La porción de Yavé es su pueblo... Lo halló en tierra desierta, en la soledad rugiente de la desolación. Le abrazó, se cuidó de él, le guardó como a la niña de sus ojos..." (Dt 32,7-10).

La educación para una inserción adecuada en la sociedad de producción y de consumo en la que hemos nacido sin querer hace de la mayor parte de nosotros unos hombres continuamente apresurados. La competición para la conquista de un lugar bajo el sol exige movimientos cada vez más rápidos. La queja más común de todos gira inevitablemente en torno a la falta de tiempo para esas cosas que la gente debería o querría hacer.

Todo este afán del hombre contemporáneo parece que es más bien una agitación estéril que una verdadera intensidad de vida. La prueba de ello es que nunca como hasta hoy el hombre ha sufrido de ansiedad y de angustia existencial. Basta con verificar el número de cigarrillos quemados, de botellas vacías, de consumo de drogas y de otros instrumentos de evasión. Tenemos dificultad en admitir el límite de nuestra capacidad creadora. La tierra nos parece cada vez más un desierto; el cielo se cubre de nubarrones sospechosos...

En un momento de reposo obligado, los que todavía no hemos perdido por completo la cabeza percibimos la aparición de la tempestad interior que nos hace temblar de miedo y de añoranza por el pasado. ¿Añoranza de qué? De un poco de tranquilidad, de paz. Tranquilidad y paz interiores que

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nos permitan disfrutar con alegría infantil de la libertad de vivir. Libertad de vivir como hombres. Hombres libres capaces de encontrarse con ellos mismos y con lo esencial de su vida: Dios. Sufrimos la añoranza de Dios.

Después de hacer una experiencia semejante a la nuestra, san Agustín se dio cuenta de que la búsqueda frenética de bienes transitorios no pasa de ser una pura ilusión. Tuvo el coraje de detenerse. Entró dentro de sí. Al enfrentarse de nuevo con su vida agitada y novelesca, exclamó con perplejidad: "Señor, tú nos has hecho para ti. Y el corazón del hombre estará inquieto hasta que descanse en ti". Varios siglos más tarde, Teresa de Jesús llegó a una conclusión semejante: "¡Sólo Dios basta!"

Recordar es revivir. La mayor parte de las personas que han recibido una buena educación religiosa a lo largo de su infancia han tenido alguna experiencia de amor, de gozo, de paz profunda, de unión íntima con el Señor. Recordar esos momentos y esas circunstancias es también revivir los mismos sentimientos. En esa experiencia se necesita también renovar las transformaciones que tuvieron lugar en aquellas primeras experiencias. Cada recuerdo puede ocasionar nuevas transformaciones similares. Para recordar basta con imaginarse de la manera más viva y realista posible los hechos ocurridos. Esforzarse en vivirlos de verdad.

Recordar es volver hacia atrás. Recordar los momentos de oración o de contemplación satisfactorios del pasado es obedecer al consejo del Señor a sus discípulos: "...Va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis" (Mt 28,7). En Galilea el grupo de los Doce vivió muchos acontecimientos felices con el Señor en medio de ellos. Volver a los mismos lugares es un estímulo muy valioso para revivir aquellos acontecimientos. Recordar lugares, circunstancias y experiencias de encuentros felices y gratificantes con el Señor es el mejor condicionamiento posible para repetir esa experiencia.

La revivencia despierta de nuevo los sentimientos de gozo, de intimidad, de amor, de alegría, de felicidad..., que se experimentaron anteriormente. Hay personas que encuentran dificultad en reconocer y aceptar los propios sentimientos positivos. Los consideran inútiles o peligrosos; podrían comprometerles. Creen que no se los merecen. Sin embargo, para orar y para contemplar, los sentimientos positivos de amor, de alegría, de paz, de tranquilidad interior, de arre-

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pentimiento... son muy importantes. Cuando nacen de la relación con el Señor tienen que mantenerse vivos todo el tiempo que sea posible.

El método más apropiado para esa revivencia es el del sueño buscado o el de la fantasía. En el nivel mental y de la conciencia, la persona se siente en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que caracterizaron a la experiencia, tal como se realizó entonces en concreto. Para sacar el mayor provecho de este ejercicio de recordar y revivir es preciso entrar antes en una profunda soledad interior. Las imágenes del recuerdo serán así más vivas, casi tan vivas como la realidad vivida anteriormente. El que tuviera tendencia a confundir ese sueño de la realidad vivida anteriormente con la realidad presente debería evitar este ejercicio, que podría resultarle perjudicial.

Para progresar en la oración es necesario quebrar la resistencia a las experiencias del amor y del gozo interior. Las experiencias de amor y de gozo facilitan la experiencia de Dios. Esta, a su vez, abre el corazón al amor del Señor y a la alegría que éste produce. El que no se permite a sí mismo ser amado por los nombres difícilmente se puede sentir amado por Dios.

Además de esto, la experiencia del amor ayuda a superar los sentimientos de inferioridad, de minusvalía y de culpa, que representan, sin duda, serios obstáculos para el amor de Dios. El primer efecto de la gracia que el Señor da a quien lo ama de verdad es el de hacerle sentirse aceptado e intensamente amado. Aceptar el sentimiento positivo de amor permite sentirse uno a sí mismo como persona que puede ser amada.

7.1. La experiencia de Dios

"Concluiré con ellos una alianza eterna: no cesaré de hacerles favores, e infundiré mi temor en su corazón para que no se aparten más de mí" (Jer 32,40).

Cualquier persona sincera y creyente que lo desee de verdad puede realizar la experiencia de Dios. Para ello basta con entrar en un silencio profundo de cuerpo y de mente y buscar al Señor con un deseo amoroso y sincero

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de encontrarlo. El está en lo más profundo de la mayor intimidad del hombre. El que consiga penetrar en esa profundidad captará las sutiles y más o menos palpables manifestaciones del Señor. Estas aparecen luego, una vez más, en ocasiones oportunas durante las ocupaciones y los trabajos cotidianos.

Estas son experiencias ordinarias de Dios al alcance de todas las personas que oran en profundidad o que contemplan. Desgraciadamente, muchos no les prestan la debida atención. Sin embargo, se trata siempre de un fruto precioso de la oración. Si este fruto se asume y se vive con amor, es capaz de transformar toda la vida. Esta es precisamente la gran ventaja práctica de la contemplación. Transforma la vida natural en vida de unión con Dios, con todas las consecuencias personales y apostólicas que esto supone.

El primer descubrimiento que realiza aquel que se atreve a penetrar en la profundidad de los misterios de la vida de intimidad mística con el Señor es la de su propia miseria. Esta visión más o menos catastrófica de sí mismo no desanima ni destruye a nadie, porque el vidente no tarda en realizar otro estupendo descubrimiento: la inmensa compasión del Señor para con él y su incomprensible misericordia (casi una debilidad) para con el hombre pecador. Percibe en seguida que el Padre de incomprensible bondad tiene sus puertas siempre abiertas para acoger en sus brazos cariñosos a todos los hijos pródigos, a todas las ovejas perdidas que se han decidido a volver.

La mayor consecuencia de este descubrimiento es la extraordinaria sensación de libertad que se siente. El verdadero siervo de Dios es siempre interiormente libre como el pájaro de los bosques. La libertad le infunde un coraje extraordinario para gritar la importante profecía de su ejemplo a los cuatro vientos sin preocuparse de los resultados. Sabe que él no es por sí mismo más que un simple instrumento. El crecimiento y la cosecha de lo que ha sembrado dependen del que lo envió.

7.2. Presencia de Dios

"Ellos serán su pueblo y Dios mismo morará con los hombres" (Ap 21,3).

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La vida espiritual de una persona se caracteriza siempre por su manera de vivir la presencia de Dios. Cuanto más vive esa presencia, tanto más se sumerge en los misterios del Señor y se transforma en otro Cristo. Por tanto, se puede decir que la calidad espiritual de nuestra vida está determinada por la calidad de nuestra experiencia de Dios. Los aspectos más o menos originales del comportamiento de quien vive una profunda experiencia de Dios no están determinados por acontecimientos o por circunstancias externas, sino por su fe y por su amor al Señor.

Santa Teresa de Jesús vivía la presencia de Dios en su vida de un modo tan intenso y penetrante como si él estuviera físicamente a su lado.

El que vive auténticamente una profunda experiencia de Dios es siempre un testigo que estimula poderosamente la fe y la religiosidad de los demás. Es un profeta que con el ejemplo de su vida amonesta y anima a todos a vivir de acuerdo con la ley interior de la propia conciencia. Resucita y da vida a unos valores espirituales más o menos sofocados por el materialismo ateo que invade al hombre en todas sus dimensiones.

Aquel que vive el encuentro con Dios en lo más íntimo de sí mismo por exigencia de su naturaleza trascendental se abre también al hombre. Aprecia y valora a sus semejantes como hermanos en Jesucristo. Los ama, los respeta, les perdona y les ayuda en todo lo que puede.

El crecimiento espiritual es un proceso de desarrollo que parte de lo psíquico para desembocar en una realidad propiamente espiritual. Ese es el "hombre nuevo" del que habla san Pablo. La formación tiene que favorecer el desarrollo del germen de vida divina que dejó en el alma la consagración por el bautismo. La comunidad es el lugar privilegiado para esa formación. Tiene que favorecer el crecimiento espiritual de sus miembros. Ella es para el crecimiento espiritual lo mismo que el ambiente familiar para el crecimiento físico del niño.

Es favorable para el progreso espiritual aquel clima comunitario en el que las personas se sienten llevadas a expansionarse en una cordial fraternidad.

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7.3. Vida litúrgica

"El que tenga sed, que venga a mí y beba" (Jn 7,37). La celebración litúrgica es la más sublime de las activi

dades de la Iglesia. Es la fuente de donde dimana la energía que sostiene la vida cristiana. La eucaristía es la mayor fuente de gracias para la santificación personal y para la salvación de los hombres en general. Esa santificación y esa salvación únicamente pueden realizarse por la sangre de Cristo y por sus santas palabras encerradas en la Escritura.

La santa liturgia ocupa el centro de la espiritualidad cristiana. El religioso fiel a su vocación especial no se contenta con celebrar diariamente la eucaristía o con participar de ella. Su estado particular de vida exige que cultive también con esmero la oración comunitaria y la oración personal. La primera es para poder dar testimonio de fraternidad y para obtener un apoyo espiritual mutuo. La segunda es para el crecimiento en la unión personal con el Señor. En una auténtica vida de oración, la persona se siente presionada a retirarse frecuentemente de sus actividades ordinarias para un encuentro más íntimo y más prolongado con el Señor. En la contemplación es donde se robustece la unión con Dios. Cuanto más intensamente ama uno al Señor de modo totalmente personal, tanto más podrá amar de veras a sus hermanos.

Fuente privilegiada de inspiración para el cultivo de la oración y para la adquisición del espíritu de oración es la Sagrada Escritura. Más apropiada que la oración vocal para la adquisición de ese espíritu de oración es, "sobre todo, la oración de la mente y la del corazón" 15.

El punto central de la vida de oración es la eucaristía. Esa es la misma fuente en donde se alimenta esa vida. Celebrar la eucaristía o participar intensamente de ella con la mayor frecuencia posible es la cumbre de la vida cristiana. El cristiano fervoroso procura participar diariamente de la eucaristía. Para el religioso esa asistencia diaria es un deber de estado. Descuidarlo significa una decadencia en la vida espiritual. La misma vida del verdadero religioso gira en torno a la eucaristía.

IS Regla de la Tercera Orden Franciscana..., 63-64.

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7.4. Vida comunitaria

"La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (He 4,32).

La comunidad religiosa es una pequeña Iglesia: unas personas reunidas en el nombre del Señor. Es un lugar privilegiado que favorece de modo especial la experiencia de Dios como un testimonio de santidad de la Iglesia. La caridad fraterna que allí se practica facilita el crecimiento espiritual de cada uno de sus miembros.

La capilla con el Santísimo Sacramento es el centro físico de la comunidad. En muchas casas religiosas se encuentra hoy, en algún lugar retirado de la casa, un pequeño oratorio, silencioso, alfombrado a ser posible, sin más muebles que algunos taburetes (banquetas de carmelita) y unas almohadillas. Allí está la presencia permanente del Santísimo, expuesto o no. Es un ambiente apropiado para el recogimiento junto al Señor y para el encuentro personal con él. Sin esta relación personal tan íntima con el Señor presente en la eucaristía es casi imposible la unión espiritual de los miembros de la comunidad entre sí. Sólo el que se abre verdaderamente al Señor consigue abrirse a los hermanos con auténtico amor fraterno.

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8. Condiciones mínimas para poder rezar

Tan sólo si se atienden determinadas condiciones mínimas pueden vivir el hombre, el animal o la planta.

Del mismo modo, la vida espiritual sólo puede nacer y desarrollarse en circunstancias concretas. Orar es vivir espi-ritualmente de manera semejante al respirar y vivir orgánicamente. El hombre que ha dejado de respirar es un cadáver destinado a reducirse de nuevo a polvo. El alma vive en la medida en que ama a Dios. La señal externa del amor a Dios es la oración.

Veamos las condiciones mínimas más importantes que permiten al hombre rezar, esto es, vivir espiritualmente.

8.1. F e

"Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios es inminente. Arrepentios y creed en el evangelio" (Me 1,15).

"Sabiendo que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo" (Gal 2,16).

"¡Bienaventurada la que ha creído!" (Le 1,45).

"Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Jn 11,25).

La fe se comunica por la palabra, pero a través del ejemplo. Por eso, la catequesis de fe tiene que hacerse con una con

veniente información doctrinal y un máximo de ejemplo vivo de fe sencilla, sincera y auténtica por parte del apóstol. La fe se difunde entre los demás a partir de las personas que la viven en profundidad.

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Cada sí a la llamada de Dios significa un acto de fe. Cada acto de fe significa también un acto de amor capaz de cualquier renuncia a valores puramente humanos.

El Señor puede pedir sacrificios y renuncias capaces de martirizar a un corazón humano. En esos casos sólo una fe heroica como la de Abrahán y un amor apasionado al Señor comunican la fuerza necesaria para arrostrar el martirio con decisión y sin miedo.

La fe no es convicción de una verdad abstracta. Es visión de alguien que los sentidos no perciben. Jesucristo es nuestra fe. La fe se manifiesta no en las palabras dichas o escritas, sino en las obras, en la vida. La fe es un modo característico de ser y de vivir de la persona que ama de verdad y profundamente a Jesucristo. Por eso el que cree es también un ejemplo, un testimonio para sus hermanos. Les comunica fuerza y entusiasmo para que también ellos busquen incansablemente ese tesoro escondido que transforma una vida.

Da miedo la frialdad con que los tibios van a recibir a Jesús sacramentado en la comunión. ¡Pobrecillos! La gente se pregunta, preocupada: "¿Cómo será su fe? ¿Creerán realmente? ¿O cumplirán tan sólo con una piadosa formalidad para salvar las apariencias de su estado de vida público?" ¡Pobrecillos!... ¡Que el Señor tenga misericordia de ellos y les ayude a descubrir un poco del cariño maternal que les tiene! ¡Es tan triste ver cómo el Señor se fatiga y sufre para conquistar nuestro corazón y cómo nosotros somos generalmente tan fríos y tan insensibles a ese amor!...

Cuando un hombre vive de la fe, su fe se hace vida. Se irradia, se hace perceptible a los demás. Nadie puede vivir secretamente una fe viva y encarnada. Atrae y seduce a los que se mueven dentro de su ambiente. Es fuente de luz. Es fermento que comunica su propia fe a los que entran en contacto con él.

El hombre de fe profunda es inútil que quiera esconder su tesoro. Su rostro, sus ojos, sus gestos, su modo de ser, de hablar y de obrar lo ponen de manifiesto. Otra señal inequívoca de verdadera fe es el espíritu de pobreza. La fe nace del amor. El amor sustenta la fe y le da vida. Un gran amor a Jesucristo purifica el corazón de cualquier tipo de apego. El corazón libre tiende con alegría de forma irresistible hacia aquel que viste los lirios del campo y alimenta las aves del

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cielo 16. La pobreza destruye los muros que se interponen entre el hombre y Dios. Cuanto más pobres, más cerca se sienten de Dios y de los hombres. Y entonces es más favorable el clima en donde es posible desarrollar la fe, el amor, la amistad, la fraternidad y todas las demás virtudes.

Una fe robusta va siempre acompañada de esperanza y de confianza invencible. El que cree y ama no cede jamás a ningún sentimiento de desconfianza o de desesperación. Este es el secreto de la tranquilidad interior imperturbable del que cree y ama. No hay dificultad alguna que le haga perder la paz y la confianza del hijo que se sabe amparado por su madre.

Incluso despierta la curiosidad el espectáculo del hombre de Dios que no pierde la cabeza en ciertas circunstancias que a otros les impedirían poder comer y dormir. El que cree y ama, hace lo que puede y deja todo lo demás en manos de aquel que es el dueño del mundo, de los corazones de los hombres y de los acontecimientos. Confia ciegamente en que Deus providebit. ¿Cómo explicar semejante actitud tan singular? La explicación está en la confianza. Incluso aunque lo engañen y traicionen los hombres, el que ama a Dios de todo corazón confia siempre en el Padre y eso le basta. El secreto del santo para superar cualquier dificultad está en no insistir en desear y querer lo que personalmente le parece bueno y justo, para abandonarse enteramente a la voluntad de Dios. Confía ciegamente en la sabiduría, en la bondad, en la misericordia del Señor, y las cosas acaban siempre arreglándose de manera que resulte el mayor bien para los intereses del reino de Dios. ¿No era acaso éste exactamente el gran deseo del Apóstol?..., ¿que el Señor fuera cada vez más conocido y más amado?...

El apóstol que trabaja para sí mismo o por cualquier interés puramente humano verá cómo tan sólo él o el mundo recogen los escasos frutos de ese esfuerzo. No podrá aprovecharse nada para los intereses del Reino. Por consiguiente, todo eso será cansancio inútil y tiempo perdido.

Las obras suscitadas por Dios generalmente nacen y se desarrollan en medio de grandes dificultades. Los instrumentos humanos de los que él echa mano para animarlas son siempre personas de gran fe y de profundo amor, que no

16 Cf Mt 6,26-34.

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confian nunca en su propia capacidad y que únicamente cuentan con el auxilio del Señor. Confían ciegamente y no retroceden ante dificultad alguna. Por ello, las crisis y dificultades de crecimiento nunca asustan ni desaniman al hombre de fe. A sus ojos representan, por el contrario, una señal inequívoca de que el Señor está ahí para mostrar que, si la obra es suya, nada podrá impedir que siga adelante, a pesar de todo, según su santa y soberana voluntad. El hombre de fe nunca se desanima delante de la dificultad. Esta se convierte en un motivo para que su fe y su amor crezcan más todavía.

La fe no es sentimiento. Es actitud interior. Es simplemente el hecho de no poder estar triste, desanimado o desesperado porque alguien está con nosotros. Esta actitud sólo es posible ante una persona de la que sabemos que nos ama. Únicamente pueden creer en Dios aquellos que saben que él los ama. Que nos ama tiernamente y que busca ansiosamente comunicar siempre con nosotros es algo que sigue siendo verdad, aunque las personas no siempre sean sensibles a ello. Orar es vivir un acto de fe en el que todo adquiere otra dimensión. La visión de ese hombre no se limita a las cosas visibles, sino que adquiere un sentido de apertura al más allá. En esa nueva perspectiva todas las cosas y todos los acontecimientos adquieren un nuevo sentido de verdad.

La fe y la paz que ésta engendra es el único punto de apoyo absolutamente indispensable para desarrollar una vida conveniente de oración. Cuanto más simple sea la fe y cuanto mayor sea la confianza con que se vive esa fe, tanto más fácilmente se podrá percibir la presencia del Señor hasta el punto de que ya no se podrá dudar de ella.

"Fe pura" o "fe viva", según la expresión de san Juan de la Cruz, es para este santo la más preciosa de todas las gracias. Es "el paso que da el alma a la unión con Dios", "el camino por donde el alma ha de llegar a la unión con Dios" l7. Podríamos hablar también de "fe simple"; con esta expresión entiendo la humilde y confiada aceptación del niño ante las explicaciones de sus padres, a los que él ve como personas de absoluta confianza: no pueden engañarlo; siempre dicen la verdad.

17 JESÚS MARTÍ BALLESTER, San Juan de la Cruz. Subida del Monte Carmelo leída hoy, Paulinas, Madrid 19802, 48.

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La "fe simple", pura, viva y encarnada es el alma de la oración. Sin ella no hay oración auténtica. Poder creer de la misma manera que el niño cree en sus padres conduce a una adhesión cada vez más profunda y más simple a Dios.

Al comentar la necesidad de la fe viva que obra mediante el amor para el crecimiento espiritual de sus discípulos, Jesús declaró: "En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: 'Vete de aquí allá', y se trasladaría; nada os sería imposible" (Mt 17,20). La vida espiritual, como, por otra parte, la actividad apostólica del cristiano y del religioso que toman en serio su compromiso con el Señor y con los hermanos, está llena de toda especie de desafíos. En cada momento están llamados a solucionar problemas unas veces personales, otras comunitarios o sociales que exigen fuerzas y capacidades superiores a nuestra limitada posibilidad. ¿Qué hacer? El Señor nos ha dado la clave para la solución de este enigma: un poco de fe simple, viva y auténtica. El hombre de fe no desespera jamás. Confía ciegamente. Hace lo que puede y se queda tranquilo. Sabe que el Señor intervendrá con su poder para realizar lo que es imposible a los hombres. La fuerza del humilde, del pobre en medios y en recursos para llevar a buen término la obra de Dios, está en Dios. Confía en Dios lo mismo que el niño confía en su madre. Sabe que el Señor atiende a todo. Basta con estar muy unido a él. Amarlo mucho. Es que la fe sólo puede nacer y crecer en un clima de amor. En cierto modo, se confunde con el amor.

La fe, esto es, el descubrimiento experiencial de un Dios que nos llama con insistencia para el amor, constituye la fertilidad mínima para que germine y se desarrolle la vida espiritual. Sin ella todo es fantasía e imaginación. El Señor tendría las manos atadas y no nos podría ayudar. "No hizo allí muchos milagros por su incredulidad" (Mt 13,58). La fe mueve siempre el corazón de Jesús. No se resiste ante ella: "Al ver Jesús su fe, dijo al paralítico..." (Mt 9,2). Donde hay fe, no hay parálisis espiritual que se resista: "Mas él dijo a la mujer: 'Hija, tu fe te ha sanado...'" (Me 5,34). Y en otra parte: '"¡Si puedes!... Todo es posible para el que cree'. El padre del muchacho al instante exclamó: 'Yo creo. ¡Ayuda tú mi poca fe!'" (Me 9,22-24).

Tener fe en alguien es reducir la distancia entre el sujeto y

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el objeto. Creer y confiar en alguien es estar cerca de él. Cuanto mayor es la fe, tanto más profunda es la unión. Sin fe no hay posibilidad de comunión. Esta pone en común las cualidades y los límites para ventaja del más débil, del más desamparado, del menos perfecto.

La fe constituye la condición fundamental de la oración. El valor de ésta no depende de la intensidad del sentimiento o del fervor que la acompañan, sino de la profundidad de la fe con que rezamos. El grado de profundidad de la fe depende sobre todo de su incondicionalidad y de la confianza que la acompaña. Cuanto más profunda es, tanto más secreta y despojada suele ser. La fe pura y simple nunca alardea. Condiciona espontáneamente las actitudes y los comportamientos sin que el sujeto se dé claramente cuenta de ello. Para el que la posee es una realidad tan evidente y obvia como cualquier actitud interior habitual. Los demás la perciben mejor que el propio sujeto. Por eso precisamente es tan difícil juzgar del valor de la oración de los demás. Las apariencias pueden engañar muchas veces.

El modo como mi hermano se relaciona con Dios es siempre un misterio para mí. Un misterio de simplicidad. Un verdadero acto de fe es siempre un acontecimiento muy profundo y extraordinariamente simple. Simple, tan simple como el mismo Dios. Lleva a participar de la misma intimidad de Dios. Es un penetrar en Dios.

La comunión íntima con Dios es un producto de la adhesión. Esta saca su fuerza de su impulso en la fe. La unión se siente sin que se la pueda explicar. La fe no es certidumbre intelectual, sino luz. Por eso produce fe y tranquilidad de espíritu. Es apertura a la trascendencia que clama desde lo más profundo de nuestro ser.

La experiencia de la fe no se realiza a nivel de inteligencia ni de sensibilidad. No es convicción intelectual ni sentimiento. Es visión, vivencia o actitud interna de adhesión a las realidades reveladas por Dios a los hombres. Creer significa aceptar esas realidades como la única verdad absoluta. Tal aceptación es posible únicamente para el que descubre en la persona que ha hecho la revelación a alguien que ama incon-dicionalmente. Por ello, donde no hay verdadero amor tampoco puede haber fe auténtica.

Como se ve, un auténtico acto de fe no consiste en la afirmación verbal de que se cree, sino en la actitud simple y

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espontánea de adhesión a la persona —Dios, Jesucristo...— que se revela. La fe es humilde. No necesita expresarse con palabras. Se manifiesta naturalmente en la actitud y en el comportamiento. De ahí se deduce que también la oración, en fin de cuentas, se reduce al silencio de una amorosa actitud de adhesión, de unión con el Señor.

8.2. Esperanza

"La esperanza no nos deja confundirnos..." (Rom 5,5). "He aquí que vengo en seguida" (Ap 22,7). "Que el Dios de la esperanza os llene de alegría y paz en la

fe, para que abundéis en la esperanza por el poder del Espíritu Santo" (Rom 15,13).

El que cree, ama. El que ama, espera. La esperanza siempre está implicada en el amor. Nadie puede amar a una persona de la que desconfía. Nuestra esperanza no se limita a esta vida. Aspira al más allá. "Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres" (1 Cor 15,19). La esperanza es gozo anticipado de bienes futuros entrevistos mediante la fe. Es horrible carecer de esperanza. El desesperado es el más desgraciado de los seres humanos.

La esperanza nace de la fe. Es la propia vida del cristiano. "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre" (Jn 11,25-26). La muerte biológica no afecta a la vida del que cree y que, por eso mismo, espera. Por eso, el que vive estrechamente unido a Jesucristo por el amor no teme la muerte. Desea la resurrección.

Creer y amar es también vivir en la esperanza. Porque el que cree y ama verdaderamente también es siempre pobre. Sólo está unido al Señor y, en realidad, no tiene ninguna otra cosa más que a él. Pero el santo tiene que vivir también en el mundo. Para ello necesita sustentarse física, psíquica y socialmente. Necesita muchas cosas para sí mismo y para sus obras. Pero como es pobre..., no tiene más recurso que abandonarse a la economía de Dios.

Por la fe conocemos a Dios como Padre solícito del bien

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de sus hijos. Experimentamos su presencia sin verlo. Confiamos espontáneamente en su providencia. La esperanza es la confianza que él despierta en nosotros cuando tenemos la certeza de que somos hijos suyos. Así, el que espera pertenece ya a Dios y no puede verse desilusionado. Pertenecer a Dios equivale a poseerlo, ya que él se nos da en la medida en que nosotros nos damos a él.

Vivir la esperanza es una forma de ascesis. El que espera es porque no tiene. Cultivar la esperanza es por eso mismo vivir la pobreza. La esperanza empobrece. Crece en la proporción en que el corazón se despega de las cosas de la tierra. Desprenderse de los bienes materiales es restituir a todas las cosas el lugar que les corresponde. La esperanza purifica, libera y dispone para la actividad apostólica.

La esperanza es siempre una señal de fe viva. La fe sin esperanza es teórica y superficial. Sin fe y sin esperanza no hay verdadero amor. El Señor es visto desde lejos; no puede ser conocido en profundidad. No puede ser sentido... El amor que no siente, ¿acaso será amor? El hombre animado de verdadera esperanza se lanza en brazos de la misericordia y de la providencia del Señor. Acaba conociendo experimen-talmente la grandeza de la bondad, de la generosidad y de la misericordia del Señor para con los suyos.

Si fuéramos omniscientes y todopoderosos, bastaría nuestra inteligencia y nuestra voluntad para resolver todos nuestros problemas. La esperanza no tendría razón de ser. Sin embargo, no es necesario reflexionar mucho para descubrir que somos sumamente limitados a la hora de satisfacer todas nuestras necesidades. Sin el auxilio de la gracia somos incluso totalmente incapaces de hacer cualquier cosa en interés del reino de Dios. Por ello confiar únicamente en sí mismo es una verdadera necedad espiritual.

8.3. Confianza

"En el mundo tendréis tribulaciones; pero confiad, yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).

"Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?" Jn8,31).

"Sabemos que Dios ordena todas las cosas para bien de

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los que le aman, para bien de los que han sido llamados según sus designios" (Rom 8,28).

"Jamás aconsejaría que, cuando una buena inspiración acomete muchas veces, se deje por miedo de poner por obra, que si va desnudamente por solo Dios, no hay que temer que sucederá mal, que poderoso es para todo" 18.

La confianza nace de una doble experiencia: la de la propia limitación y pobreza y el descubrimiento simultáneo de alguien que puede hacer por nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos. Simón Tugwell aconseja algunos ejercicios muy sencillos que nos pueden ayudar a vivir tales experiencias:

1) Tomar conciencia muy clara del automatismo de la respiración. Darse cuenta de que este fenómeno básico de nuestra vida biológica no depende de nosotros. Es asegurado por otro. Esto es: hay otro que nos hace vivir gratuitamente porque nos quiere vivos. " T ú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor, amador de todo cuanto existe" (Sab 11,26).

2) Echarse en tierra y permanecer pegado al suelo durante algún tiempo. Tomar viva conciencia de que el suelo nos acoge lo mismo que acoge la madre al hijo en sus brazos. Pensar que el suelo nos sostiene gratuitamente y que, si no lo hiciese, estaríamos inevitablemente perdidos. Caeríamos en el espacio vacío 19.

Respiras, no porque quieras. No depende de ti el que te sostenga ese suelo en que estás echado. Lo mismo que no puedes existir biológicamente por ti mismo, tampoco puedes vivir espiritualmente si alguien no lo hace por ti. Es indiscutible que nuestro ser y nuestro obrar dependen inevitablemente de alguien. Y ese alguien se ocupa de nosotros de forma absolutamente gratuita. Nos ama. Es el fundamento de nuestra existencia, de nuestra vida. Existimos porque él nos hace existir. Tener conciencia de esa realidad no puede menos de despertar en nosotros sentimientos profundos de confianza, de amor y de gratitud.

El salmista nos estimula a confiar ciegamente en la providencia del Señor: "Dios es nuestro refugio y fortaleza, un

18 SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 4,2, en Obras completas, B.A.C., Madrid 19827, 34.

" S. TUGWELL, Orar, hacer compañía a Dios, Narcea, Madrid 1982.

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socorro en la angustia muy probado. Por eso no tememos, aunque la tierra se conmueva y los montes caigan en lo profundo del mar, aunque sus aguas bramen y se encrespen y los montes retiemblen a su ímpetu... ¡Con nosotros, Yavé de los ejércitos; nuestra defensa, el Dios de Jacob!" (Sal 46, 2.12). La fe me dice que el Señor está siempre conmigo. No me abandona jamás. Jamás se olvida de mí. Incluso cuando soy rebelde y no le hago ningún caso. Hasta cuando huyo de él, él me persigue lo mismo que el Buen Pastor en busca de la oveja perdida, hasta que la encuentra...; y cuando la encuentra, vuelve alegremente con ella hacia su casa.

El Señor ha descrito de este modo nuestra realidad espiritual. Esta no es como nos la imaginamos. No es verdad que Dios sea un señor grande, rico, poderoso y muy bien instalado en el cielo, en espera de que alguien acuda a él necesitado de su auxilio. No. Dios no es así. Cristo es como un peregrino que va en busca de los que necesitan de su auxilio. Es como aquel que está a la puerta y llama, suplicando que le abran porque quiere entrar...

Es inútil correr detrás de Dios. Es inútil querer agarrarlo, lo mismo que el niño corre detrás de una mariposa intentando atraparla. Dios no permite que lo cojamos. Es él el que nos ama, el que nos quiere, el que intenta conquistarnos para él. Nuestro papel en ese juego amoroso consiste en dejarnos coger por él; permitir que nos agarre, que nos tome en sus manos. No resistir... Escuchar y ser dócil... Dejar que nos ame...

Aquel que se confía ciegamente en las manos de Dios no tiene muchas necesidades personales o de otros que no queden satisfechas. La sincera convicción de estar trabajando únicamente para la gloria del Señor y para los intereses de su Reino despierta espontáneamente una ilimitada confianza en su amorosa providencia. Cualquier fracaso eventual, real o aparente, será considerado siempre como debido a un defecto en el instrumento: en el hombre. El Señor permite ciertos fracasos para recordarnos que lejos de él, sin él, somos simplemente incapaces de cualquier bien. "La fundación del Instituto Marista y sus progresos son obra de Dios y no nuestra"20.

La fe y la confianza exigen a veces coraje y paciencia. El

M. CHAMPAGNAT, en Calendario Marista (1982), 2-1-82.

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sentimiento de confianza nos dice que, cuando menos lo esperemos, el Señor proveerá a nuestra necesidad. Mientras espera, la persona confiante ora con fervor. El ardor de su oración siempre llega al corazón amoroso del Señor, rico en misericordia. El es el misterioso depósito de todos los tesoros espirituales y temporales.

La confianza está estrechamente vinculada a la fe y a la humildad. Aquel que se preocupa del Señor y de su gloria se hace objeto de una preocupación especial de Dios por él.

Confiar en Dios no es ser pasivo, incapaz de cualquier iniciativa. Confiar y ser dócil a las mociones de la gracia ensancha también los márgenes de la propia autonomía de movimientos. Nadie más libre que aquel que orienta su conducta únicamente por las inspiraciones del Espíritu.

Si conociésemos mejor al Señor, su sencillez, su comprensión, confiaríamos más en él. Nuestro humilde deseo de ir a él le agrada enormemente. Se conmueve al ver nuestro tímido esfuerzo por alcanzarlo, se compadece de nuestra debilidad y nos ayuda. Luego nos acoge con infinita ternura y complacencia.

El amor del Señor es muy delicado. No es ningún juego. Ama de verdad y exige reciprocidad. Las palabras no lo convencen. Pero cualquier señal de búsqueda auténtica lo conmueve y se abre a ella.

La humildad, que no es otra cosa sino evidencia de la propia pobreza, impotencia y pequenez, afecta siempre profundamente al Señor y pone en movimiento toda su piedad y misericordia. La constatación de esta debilidad suya por el pobre es un clamor de la impotencia a un amor omnipotente capaz de salvar. Verse acogido por el amor inmenso del Señor es como verse acogido por la luz del día después de la pavorosa oscuridad de una noche de sufrimiento y de miedo; es como sentirse libre de las rejas cuando se sale de la cárcel; es como salir de la superficie del agua y respirar de nuevo la vida después de haber estado a punto de ahogarse.

En la medida en que avanzamos en nuestro caminar hacia la casa del Padre, va creciendo nuestra confianza en llegar. La confianza llena de paz el espíritu. Todo esto es obra del amor que está en el origen de nuestra primera decisión. Únicamente ese amor nos hace descubrir a cada instante lo que el Señor nos pide. Reconocer la voluntad de Dios respecto a

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nuestra vida es creer en el amor que nos tiene. Es creer que el camino por el que nos conduce es el mejor para llegar a tener con él una intimidad personal. Lo que constituye la eficacia de la gracia en nosotros no es el conocimiento de la voluntad de Dios, sino el modo con que la acogemos. Creer que simplemente la moción de la gracia nos indica el camino más seguro es confiar. La confianza plena hace pensar en un gran amor. Es el sentimiento más delicado de un corazón que ama mucho. Y es también el origen de una de las mayores alegrías que podemos experimentar en la vida espiritual. Puede verse esto fácilmente en los ojos del niño que ama y se siente amado. Germina, nace y crece en la tierra humilde, en donde reina un clima de paz.

La confianza y la humildad siempre viven juntas en la misma mansión de paz. Son como la punta de un iceberg, cuya parte oculta es el vínculo misterioso que vive un alma apasionada en su relación de amor con Jesucristo. Observa, lector amigo, al niño que duerme felizmente en brazos de su madre. ¡Algo sencillamente cautivador para el que entiende! Un abandono confiado y total. ¿No parece acaso un ángel dormido? Tiene a su madre y le basta. Descansa en paz en los brazos que amablemente lo acogen y protegen. Humildad o pequenez que confía, se abandona y permanece en paz.

Confiar no es propiamente esperar algo. Es más bien el confortable sentimiento de haberlo conseguido ya todo. Es plenitud.

Confiar en el Señor es abandonarse ciegamente a él. Es dejar que haga de nosotros lo que quiera. Sólo una grande y total adhesión al Señor puede producir tal efecto. Todo lo que está fuera de él ya no le interesa. O mejor dicho, en ese estado ya no buscamos las cosas por ellas mismas, sino al Señor que está en todas las cosas.

El que se abandona en las manos del Señor no es una persona profesionalmente inútil. Al contrario. La unificación de su ser que ha conseguido realizar lo capacita igualmente para una mayor eficacia en el trabajo. Padece menos distracciones en todo lo que hace. Ya no existe esa multiplicidad de intereses que dispersan la atención. En su actividad humana de trabajo se deja guiar también por las disposiciones de la Providencia. Para él no acontece ninguna cosa fortuita. Todo es providencial. De ahí su admirable imperturbabilidad inte-

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rior ante las frustraciones y los fracasos. Esta actitud interna explica también la encantadora simplicidad y espontaneidad de su comportamiento. Decimos que es una persona segura de sí misma. Segura, sí, ya que no se preocupa de los resultados de sus actos. En el fondo sabe que hace lo que puede. Lo demás le toca a él, al Señor. ¿Por qué preocuparse entonces?

La confianza es alegría por sentirse hijo aceptado y querido por el Padre. Confiar es sentir qué bueno es estar seguro en las manos de Dios. "Mi Padre, que me las has dado, es más que todas las cosas y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre" (Jn 10,29). Nadie conoce con certeza el camino que conduce hasta la casa del Padre. Incluso carece de importancia conocerlo antes de haberlo recorrido. En realidad, el camino no es único. Cada uno tiene el suyo. Para encontrarlo y acertar en él sólo es necesaria una cosa, algo que es absolutamente indispensable: dejarse guiar dócilmente por el Padre que nos conduce. Amar al Señor es eso precisamente: disponibilidad y docilidad a la gracia.

Cada infidelidad por flaqueza humana es en cierto modo una negativa al amor. Pero cualquier esfuerzo de generosidad, por pequeño que sea, es ya una acogida y una súplica y, por consiguiente, una respuesta positiva a la invitación del Señor.

8.4. Humildad

"Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29).

Humildad es actitud y sentimiento de pequenez, de pobreza, de sencillez y de autenticidad, que se manifiesta ante todo en presencia de Dios. El que se siente pobre y pequeño delante del Señor no puede menos de ser también manso, paciente y comprensivo con sus semejantes.

La humildad es verdad. El alma que ora de veras "tiene el pensamiento tan habituado a entender lo que es verdadera verdad que todo lo demás le parece juego de niños. Ríese entre sí algunas veces cuando ve a personas graves de oración y religión hacer mucho caso de unos puntos de honra que esta alma tiene ya debajo de los pies. Dicen que es dis-

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creción y autoridad de su estado para más aprovechar. Sabe ella muy bien que aprovecharía más en un día que pospusiese aquella autoridad de estado por amor de Dios que con ella en diez años"21.

Y continúa la misma santa: "Delante de la Sabiduría infinita créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la ciencia del mundo; aquí no hay que argüir, sino que conocer lo que somos con llaneza y con simpleza representarnos delante de Dios, que quiere se haga el alma boba —como a la verdad lo es delante de su presencia—, pues Su Majestad se humilla tanto, que la sufre cabe sí siendo nosotros lo que somos"22.

La humildad es necesidad de volver al principio. Si uno quiere progresar en el camino de la oración, "esto del conocimiento propio jamás se ha de dejar ni hay alma en este camino tan gigante que no haya menester muchas veces tornar a ser niño y a mamar (y esto jamás se olvide, quizá lo diré más veces, porque importa mucho), porque no hay estado de oración tan subido que muchas veces no sea necesario tornar a el principio"23. En resumen, quiere santa Teresa que "vaya todo fundado en humildad y con deseo de acertar"24.

Sin humildad no hay oración. "Es menester entender cómo ha de ser esta humildad, porque creo el demonio hace mucho daño para no ir adelante gente que tiene oración con hacerlos entender mal de la humildad, haciendo que nos parezca soberbia tener grandes deseos y querer imitar a los santos y desear ser mártires. Luego nos dice u hace entender que las cosas de los santos son para admirar, mas no para hacerlas los que somos pecadores. Esto también lo digo yo; mas hemos de imitar cuál es de espantar y cuál de imitar; porque no sería bien si una persona flaca y enferma se pusiese en muchos ayunos y penitencias ásperas, yéndose a un desierto donde ni pudiese dormir ni tuviese que comer o cosas semejantes. Mas pensar que nos podemos esforzar con el favor de Dios a tener un gran desprecio de mundo, un no estimar honra, un no estar atado a la hacienda..., luego pare-

21 SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 21,10, en Obras completas, o.c, 98.

22 IB 15,8, o.c., 75.

2i IB 13,15, o.c., 68. 21 IB 13,19, o.c, 69.

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ce ayuda a el recogimiento tener muy bien lo que es menester, porque los cuidados inquietan a la oración"25. Santa Teresa es realmente maestra en el asunto. Tal vez quizá mejor que cualquier otro santo comprendió la necesidad de ser humilde para tener algún éxito en el esfuerzo de crecer espiri-tualmente. Recordemos esta maravillosa afirmación de la santa de Avila:

"Lo que yo he entendido es que todo este cimiento de la oración va fundado en humildad y que mientras más se abaja el alma en la oración más la sube Dios... Tengo para mí que, cuando el alma hace de su parte algo para ayudarse en esta oración de unión, que aunque luego parece la aprovecha, que como cosa no fundada se tornará muy presto a caer, y he miedo que nunca llegará a la verdadera pobreza de espíritu que es no buscar consuelo ni gusto en la oración..., sino consolación en los trabajos por amor de El que siempre vivió en ellos, y estar en ellos y en las sequedades quieta; aunque algo se sienta, no para dar inquietud y la pena que a algunas personas, que si no están siempre trabajando con el entendimiento y con tener devoción, piensan que va todo perdido, como si por su trabajo se mereciese tanto bien"26.

La humildad y la sencillez componen el único camino por el que se puede ir con seguridad en dirección a la santificación. Hay quien considera a la humildad como la reina de las virtudes27.

La humildad y la sencillez son sinónimos de verdad. El siervo de Dios, humilde y sencillo, sigue el consejo del Señor y no piensa mucho antes de responder. No calcula sus respuestas. Es recto en su hablar, salvo en los casos en que hay peligro de herir la sensibilidad de una persona. Es siempre discreto, pero sin afectación. No tiene miedo de entrar en contacto con las personas. Su simpática actitud interpersonal podría definirse con una palabra: sencillez y amabilidad que lleva consigo su unión con Dios. El que ama al Señor siempre sabe hablar bien. "Ama y haz lo que quieras", porque todo lo que hagas estará bien hecho.

La importancia de ser humilde para progresar en el camino del amor se deriva del hecho de que la gracia únicamente

" IB 13,4, o.c, 65. 26 IB 22,11, o.c, 102. 27 G. BARRA, Non amó per scherzo, Gribaudi, Torino 1968, 217.

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puede actuar en un corazón humilde. El Señor se inclina sólo en beneficio de aquellos que no saben levantarse porque son demasiado pequeños y débiles. Sólo puede amar concretamente al que no puede hacer nada por salvarse. La humildad es el fundamento de la vida espiritual, el terreno favorable en donde puede medrar la santidad.

La humildad es simultáneamente fuerza y debilidad. Reconocimiento de la incapacidad de ayudarse a sí mismo; fuerza para el sacrificio heroico, para la fidelidad a los deberes humildes de cada día, para la caridad y el silencio; fuerza para la aceptación de los fracasos; fuerza para ser paciente y sencillo en la relación con los demás.

El humilde es siempre auténticamente alegre, porque vive en la verdad: el amor. El amor es nuestro ambiente de vida. No poder amar ni ser amado es tener que vivir como el pez fuera del agua o como el pájaro metido en la jaula. No ser humilde es estar fuera del ambiente natural de vida que es el amor.

Para el humilde todo es más fácil en el camino hacia la casa del Padre. La gracia es más fecunda, produce efectos de una mayor transformación. No hay sacrificio insoportable. El orgulloso, por el contrario, pisa fácilmente en falso y cae. El Señor reconoce fácilmente la sinceridad de cualquier esfuerzo del humilde, tanto si es pequeño como si es grande. El orgulloso finge esforzarse para responder al Señor. Pero al Señor no se le engaña. La oración del orgulloso no conmueve el corazón de Dios. Lo deja indiferente, quizá herido. La alegría del pobre se explica por su capacidad de darse totalmente. A un don total le corresponde realmente una retribución igualmente total.

La humildad no tiene que ver nada con la autohumilla-ción. Tiene que ver con la verdad. Humildad es verdad. Es realismo. Ser humilde es estar con los pies en el suelo. Es reconocer y aceptar la propia verdad.

Ser humilde no consiste en ceder siempre a los demás. Hay terquedades que significan tenacidad en permanecer en la verdad, negarse a pactar con el error. "No hay nada de defensivo o de nervioso en la obstinación de la humildad. Es simplemente ser, y en ese simplemente ser se declara su firmeza"28.

38 S. TUGWELL, o.C, 51.

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Las debilidades humanas, los fracasos y las cobardías tienen que ser aceptadas como un aspecto de la propia verdad. Pero no tienen ningún sentido de humildad. No sentirse con coraje para arrostrar ciertas situaciones de la propia realidad no significa ser humilde. El verdadero nombre de ese aspecto negativo de la actitud y del comportamiento es miedo, cobardía...

Tampoco es humildad carecer de voluntad propia. Tener voluntad propia es una condición para ser verdaderamente hombre. La pérdida de la propia voluntad y de la libertad personal supone una pérdida de la propia dignidad humana. Semejante persona, o mejor dicho, semejante espectro humano, no tendría capacidad para el esfuerzo normal de entrar en armonía con la santa voluntad de Dios. Sería un esclavo, semejante a un animal doméstico. El Señor puede realizar en mí sus maravillas si puede contar con mi consentimiento libre. Pero ¿cómo podría yo consentir libremente en una disposición de la gracia si no tuviera voluntad propia?

Para no caer en el error de abusar del poder de mi voluntad propia tengo que purificarme constantemente de mis tendencias egoístas e infantilmente egocéntricas.

La persona verdaderamente humilde tiene coraje para luchar, si es necesario, a fin de salvar aquello que percibe como verdad suya, aun cuando la lucha fuera con el propio Dios. Jacob luchó durante toda una noche con el Señor, y éste, finalmente, le dio un nombre nuevo: "No será ya Jacob tu nombre, sino Israel, porque has peleado contra Dios y contra los hombres y has vencido" (Gen 32,28)..., y le bendijo. Cuando en una persona se realizan unas transformaciones profundas, hay también algunas veces un cambio de nombre. Es lo que ocurre en el bautismo de los catecúmenos... Jacob pasó a llamarse Israel, es decir, "el que ve a Dios". El Señor cambió el nombre de Simón en Pedro (Cefas) después de haberlo nombrado jefe de su Iglesia. También el papa cambia de nombre cuando es elegido como jefe de la Iglesia.

El cambio de nombre supone una conversión radical. Pero el Señor siempre deja señales de su paso en su trato íntimo con el hombre. Jacob se quedó cojo; Pedro lo negó vergonzosamente, pero luego lloró de alegría todo el resto de su vida recordando la gran misericordia del Señor. Y Pablo, lo mismo: "Yo le mostraré cuánto debe padecer por mi nombre" (He 9,16).

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Es mejor ser lo que somos que buscar ser considerados buenos, fíeles y cumplidores del deber.

La persona verdaderamente humilde no está en contra de nadie simplemente porque no quiere ser nada más de lo que realmente es. La persona que no es humilde tiende a considerarse y a afirmarse diferente de los demás. Es natural que secretamente se diga también a sí misma que es mejor que los demás. Y por eso mismo los considerará como enemigos y llegará a descargar sobre ellos su carga de agresividad. La agresividad es realmente la manifestación de la necesidad inconsciente de combatir a los que son distintos.

El hombre verdaderamente humilde nunca ataca a los demás por ser distintos de él. Sabe que el ser distintos es la verdad de los otros. Reconoce, acepta y respeta la verdad de los otros lo mismo que reconoce, acepta y respeta su propia verdad.

8.5. Pobreza

"En verdad os digo que un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos" (Air 19,23).

"Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios" (Le 6,20).

La pobreza evangélica es, ante todo, la actitud interna de desprendimiento y de disponibilidad. Es la condición de la libertad interior y exterior. Tan sólo la persona libre está disponible para el servicio de la caridad. El que no es libre no puede darse. Por eso, sólo el pobre puede darse de verdad.

El pobre según el espíritu de Jesucristo no desprecia ni juzga a los ricos. También ellos son personas que deben ser socorridas espiritualmente con amor fraterno.

El espíritu de pobreza de los religiosos da un testimonio de alegre esperanza especialmente al mundo de los necesitados. No hay nada como el espíritu de pobreza que estimule tanto en el hombre la alegría de vivir. La pobreza libera.

Para la práctica de la pobreza religiosa no basta con someterse a las disposiciones de los superiores para el uso de determinados bienes. El religioso realmente pobre en espíritu soporta también con realismo y alegría la falta de cosas que se sienten como necesarias. La vida personal y colectiva de

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los religiosos tiene que caracterizarse por la ausencia de cosas y de objetos dispensables. Según Jesucristo, la oración del pobre, sincera y efectiva, llega más fácilmente a los oídos de Dios.

San Francisco llama hermanas suyas a la pobreza y a la humildad29. El que no posee nada propio y se siente desamparado en recursos humanos se ve espontáneamente obligado a confiar en la Providencia. El que se decide a vivir libre como los pájaros para servir mejor a Dios tiene también derecho a contar con el cuidado paternal de aquel que no se deja vencer en generosidad. Pero los dones que el Señor da al pobre tienen que servir también de provecho a los hermanos del pobre. Considerar como propio un bien recibido es en cierto modo robar algo a los demás pobres.

El verdadero pobre también es parco en palabras y en su conversación. Jesucristo nos dio ejemplo para que nunca faltemos con palabras a la caridad fraterna. Denunciaba el error y proclamaba la verdad objetivamente, sin ofender a nadie. "Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5,16).

El voto de pobreza, más allá de la actitud interna de desprendimiento de los bienes, exige a los religiosos que usen parcamente de los bienes necesarios para su sustento y su trabajo, según el ejemplo de Jesucristo. Esa misma es la preocupación que deben tener en relación con los instrumentos necesarios para su trabajo apostólico. Los religiosos, los sacerdotes y los obispos más que cualquier otro cristiano tienen que dar ejemplo de una conversión de mentalidad y de actitud respecto a los bienes materiales. La llamada a una mayor justicia social "resuena en vuestros corazones de modo un tanto dramático, hasta el punto de que algunos sienten a veces la tentación de reaccionar con violencia. Como discípulos de Cristo, ¿cómo podríais actuar de modo distinto de él? Esto no es, como sabéis muy bien, un movimiento de orden político o temporal, sino una llamada a la conversión de los corazones, a la liberación de cualquier estorbo temporal, al amor" 50.

El religioso verdaderamente pobre evita todo compromiso

29 Cf Saludo a las virtudes 11-12. 10 A. ALUFFI, Testimoni dell'Invisibile, Elle Di Ci, Torino 1972, 102.

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con situaciones de injusticia social. De este modo conserva su libertad de acción en favor de la justicia social. Actualmente muchas congregaciones religiosas se replantean y reestructuran su acción apostólica para servir mejor a los necesitados.

Una señal externa y visible de pobreza evangélica es también hoy atestiguar el sentido humano del trabajo como medio de sustento propio y de servicio a los demás. El religioso tiene que ganarse la vida con su trabajo y ayudar directa o indirectamente a los más pobres a adquirir los bienes necesarios para la vida. Pero el religioso tiene que mostrarse siempre muy atento para que su preocupación por los pobres no lo aparte de sus compromisos con el Señor. Si esto llegare a suceder, ya no realizaría un verdadero apostolado. Su trabajo se reduciría a mera actividad profesional, quizá sólo filantrópica.

La puesta en común de los bienes materiales es un testimonio de la comunión espiritual que une a las personas. Quizá sea éste el testimonio más elocuente de pobreza apostólica: repartir con los demás los bienes materiales es una amonestación para los ricos, al mismo tiempo que puede ser un gran auxilio para los más necesitados.

Cuanto más pobre materialmente se va haciendo el mundo, tanto más urgente y más profunda tiene que ser la pobreza de los religiosos.

El voto de pobreza significa un gesto de imitación de Jesucristo. Se intenta ser así más semejante al Maestro. El desprendimiento de las cosas terrenales enriquece espiritual-mente. "La pobreza nos hace participantes de la pobreza de Cristo, el cual de rico que era se hizo pobre por nuestro amor para hacernos ricos con su propia pobreza" ".

Fueron los pobres, aquellos pastores con tan pocos recursos materiales, los primeros que fueron admitidos en presencia de Jesús recién nacido. El pobre es más libre. Corre mejor, vuela hacia Dios. El apego a las cosas materiales es como plomo en las alas del pájaro; dificulta su vuelo...

El religioso pobre ama la privación, la inevitable falta de confort, las dificultades naturales ligadas al ambiente misionero en que trabaja. La experiencia de pobreza asumida con generosidad y con amor es causa de gran alegría espiritual.

Perfeciae caritatis 13.

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Así es posible comprender aquel aprecio de la pobreza que tuvieron los que han hecho la experiencia de esta realidad. El apóstol verdaderamente pobre lo da todo a los necesitados: su tiempo, sus fuerzas, sus talentos, su salud, sus pertenencias.

Las congregaciones y comunidades que comprenden el valor de la pobreza religiosa evitan cuidadosamente acumular bienes. Distribuyen entre los pobres todo lo superfluo. Confían más en la misericordiosa providencia del Padre que en el dinero. La falta de confianza en la Providencia mata el amor a la pobreza.

La pobreza no es imprudencia, aunque hay actitudes opuestas a la pobreza evangélica que han sido bautizadas gentilmente con eufemismos como prudencia. Hay prudencia y prudencia: "...Sin embargo, no descuiden los medios naturales útiles o necesarios para la salud mental y física" 52.

La salud mental y física es, de hecho, una condición indispensable para el servicio en la viña del Señor. La Providencia alimenta al que lo abandona todo para servir a Dios. Pero la vida en este mundo es de tal naturaleza que también los que se consagran totalmente a las necesidades de la Iglesia tienen que ganarse el pan que comen a costa del trabajo y de la fatiga. San Pablo fabricaba cestos; muchos apóstoles celosos cultivan con sus propias manos una huerta y unos árboles frutales para tener qué comer. Dios no les manda ángeles ni cuervos con pan y con agua a los presuntuosos y perezosos. Si aquel "quien no trabaje que no coma" de san Pablo valió para él mismo, también ha de valer para cualquiera de nosotros, incluso cuando nuestras tareas propiamente apostólicas sean por su naturaleza bastante fatigosas. Conozco un sacerdote muy santo y celoso que, siendo vicario de una conocida parroquia de la archidiócesis de Porto Alegre, cultivaba también su propio huerto. En un revista misionera leí que un obispo de Tanzania daba ejemplo de trabajo a los fieles de su rebaño empuñando la azada y cultivando también él productos agrícolas.

El espíritu y la práctica de la pobreza evangélica tienen que llevarnos a no comer lo que es de los pobres sin pagar ese servicio generosamente a esos amigos del Señor. Sólo los que son verdaderamente "pobres de espíritu" pueden ayu-

« Ib 12.

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dar eficazmente a los que son más pobres materialmente. El que no sufre necesidad de ninguna especie no puede

amar. Necesidad de amar es ausencia del otro. Si orar es amar, aquel que no está satisfecho de todo jamás podrá orar verdaderamente, ya que no necesita de nada.

La actitud de pobreza es apertura al otro, al Señor. El que tiene conciencia de su poco amor al Señor es, por lo menos honrado consigo mismo. Por eso tiene ya la primera condición para la apertura a los demás y a Dios.

La prueba de que el Señor nos ama está en nuestras múltiples limitaciones. Estas no desaniman nunca, sino que, por el contrario, suscitan la esperanza en aquellos que saben que él vino para salvar lo que estaba perdido (cf Le 19,20). Si esto es verdad, ¿quién podrá dudar de que él nos ama tal como somos, pobres, limitados, extraviados, sucios...?

Si el mundo va mal —guerras, hambre, violencia, opresión, injusticia, marginación, colonialismos de toda clase, etcétera—, es porque en el pecho de algunos late un corazón brutalmente egoísta. ¿Y quién puede declararse al ciento por ciento inocente de esos crímenes? La causa más profunda de los fracasos y de los éxitos que avergüenzan o ennoblecen a nuestra historia se reduce a una cantidad más o menos grande de amor. El poco amor de los hombres al Señor y a los hermanos produce destrucciones y hecatombes; un poco de verdadero amor a Dios y a los hombres hace prodigios. El corazón humano condolido de amor por el Señor realiza milagros entre los hombres.

El que despierta a esta vergonzosa realidad humana y no se conmueve es traidor a sus hermanos. El pecado de uno —mi pecado personal— perjudica a todos, contribuye al fracaso definitivo: la destrucción total de la humanidad. Un poco de correspondencia al inmenso amor que el Señor nos tiene puede salvar al mundo.

Hay un instrumento que nos permite medir aproximadamente nuestro grado de amor. Consiste en un pequeño cuestionario. Las respuestas que le demos con absoluta sinceridad y honestidad podrán ser sumamente reveladoras de nuestra realidad personal en este aspecto de nuestra vida.

Cuestionario

— ¿He dado alguna vez un sí total a la invitación de amor de Jesucristo?

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— ¿Cuántas veces respondí con evasivas, medias palabras, compromisos superficiales, sin mucha seriedad?

— ¿Cuántas veces respondí con un no rotundo? — ¿Cuántas veces fui un obstáculo para el crecimiento

espiritual de los demás? — ¿Tengo el coraje y el hábito de escuchar al Señor para

saber de él cuál es su voluntad sobre mí? — ¿Cuál es la escala de valores que me sirve de orienta

ción en mis reflexiones y decisiones? — ¿Encuentro siempre tiempo para hacer algo? — ¿Para qué cosas tengo dificultad de encontrar tiempo? — ¿Qué relación tienen con el amor de Dios mis deseos,

mis temores, mis alegrías, mis preocupaciones, mis motivaciones?

— ¿Respecto a qué supuestas necesidades o deseos me siento frustrado?

El examen atento de las respuestas sinceras a estas diez preguntas puede dar una idea aproximada del estado de amor en que me encuentro en mi relación personal con el Señor.

La mentalidad materialista contemporánea tiende a atrofiar el sentido de Dios en el corazón de los hombres. Cada no que se le dice al Señor o al prójimo aumenta un poco esa atrofia. El pragmatismo cultural, tan contagioso, puede llevarnos a concebir, para nuestro provecho personal, un Dios subjetivo, hecho a la medida de nuestra utilidad práctica. Cualquier persona básicamente sincera está hoy sujeta a esta deformación religiosa. Sirva como ejemplo la imagen de Cristo crucificado que cuelga de la pared de muchas habitaciones como un mero símbolo y hasta como un simple adorno.

Quizá fuera interesante preguntarnos qué sentido profundo tienen para nosotros las imágenes de Jesús, de María, de los santos que adornan las paredes de nuestras casas y de nuestras salas de trabajo. ¿Hay una relación personal con ellas, parecida a la que tenemos con la fotografía de un ser querido que guardo en mi despacho? ¿Aprecio más esa fotografía que las otras imágenes? Esa confrontación puede resultar reveladora.

De las simples experiencias que acabamos de apuntar y de otras semejantes puede brotar un profundo sentimiento de pena por haber perdido el tiempo tantas veces corriendo de-

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tras de cosas fútiles. Nunca es tarde para comenzar a amar de verdad al Señor y a los hermanos. Más vale tarde que nunca, por otra parte. Basta un simple movimiento: el retorno, la conversión. ¡Experiméntalo, hermano mío, y lo verás! Si no encuentras algo, un poco de luz, no te desanimes. Los santos también pasaron por esa extraña experiencia: "Salí tras ti clamando, y eras ido" ".

La vida espiritual es vida de aventuras: búsquedas, encuentros, ausencias, nuevas esperanzas, pequeñas desilusiones... Este es el camino natural para el encuentro definitivo con él.

8.6. Obediencia

"Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y completar su obra" (Jn 4,34).

"No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" (Jn 5,30).

"En su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2,8).

La obediencia lleva al religioso a buscar constantemente la voluntad de Dios junto a sus superiores y su comunidad. Esta es la condición que impone la pertenencia a una fraternidad comunitaria y congregacional. Siempre está implicado el compromiso de disponibilidad para el servicio según las disposiciones de la autoridad responsable. Esta es una instancia superior de servicio que tiene que prestar a todos los hermanos sujetos a su jurisdicción con solicitud paternal o maternal. El superior mejor es aquel que de modo más perfecto consigue ser y actuar un poco como Jesús en medio de sus discípulos. Decidir y mandar lo que se ha de hacer con funciones de la autoridad. El superior obediente a la ley de Dios procura ejercer esas delicadas funciones como las ejerció Cristo. Cristo y sus discípulos practicaban una obediencia dialogada. Esta sólo es posible en una fraternidad de amor.

La obediencia a Dios y a sus representantes sobre la tierra

" JESÚS MARTÍ BALLESTER, San Juan de la Cruz. Cántico espiritual leído hoy, Paulinas, Madrid 19825, 29.

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puede exigir a veces grandes sacrificios. Jesucristo murió en la cruz por obediencia a su Padre. El religioso fiel obedece a sus superiores en todo. Lo que el religioso fiel hace con vistas al verdadero bien, en la medida en que no vaya en contra de la voluntad del superior, es verdadera obediencia. Imitar a Jesucristo obediente es también dar ejemplo de unión fraternal con los demás miembros de la comunidad. Esta se concreta en unas relaciones de caridad, de amistad, de respeto y de cordialidad con todos.

Cristo vino únicamente a cumplir la voluntad del Padre: hacerse siervo de los hermanos. Este es el ejemplo más visible de obediencia. Los religiosos procuran imitar al Maestro haciéndose siervos de los hermanos en respuesta a la llamada del Señor a través de la voz de la Iglesia. Cualquier servicio prestado a los hermanos es también siempre ejercicio de autoridad.

Ejercer la autoridad y obedecer son aspectos complementarios de la misma realidad cristológica: imitar a Cristo en el modo como se relacionaba con el Padre y con los hermanos. Estas dos funciones se ejercen positivamente a través del diálogo fraterno. Pero esto es posible únicamente en un contexto de fe auténtica. El proceso de discernimiento o de búsqueda en común de la voluntad de Dios en una situación determinada tiene que concluirse siempre con las decisiones del superior.

El religioso obediente acepta las directivas de su superior en virtud de su propia consagración. Esta consiste en la "ofrenda total de su voluntad personal como sacrificio de sí mismo a Dios" 54. La obediencia simplemente cristiana consiste en la sumisión a la voluntad de Dios. Pero la obediencia religiosa va más lejos. Limita la posibilidad de opciones personales de trabajo y de movimiento en relación con las actividades apostólicas del propio instituto. Esta autolimitación es, en el fondo, un acto de suprema libertad interior, propia de los hijos de Dios.

La actitud de ordinaria desobediencia injustificada a una importante decisión del superior con la excusa de que es ilegítima y objetivamente mala es, por lo menos, una manifestación de poca humildad y realismo. Además, es causa frecuente de un perjuicio para el bien común. Es saludable que

' Perfectae caritatis 14.

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el religioso sepa que la obediencia, según se ve en el ejemplo de Jesucristo, puede acarrear un gran sufrimiento. La obediencia al Padre le costó la muerte al Señor.

No hay cristiano alguno superior al Maestro. Por eso, el que quiere seguir sus pasos tiene que estar necesariamente dispuesto a tomar la cruz sobre sus hombros. Nadie sigue al Señor abanicándose con las manos. La mayor prueba de amor es la perseverancia en el sufrimiento. Pero también existe una relación evidente entre la renuncia y la alegría, entre el sacrificio y la felicidad, entre la disciplina y la libertad.

Ser obediente es ser sensible a las intervenciones de la gracia del Señor en nuestra vida. Es mostrarse siempre disponible para escucharle en el momento en que nos hable. Escucharle solamente cuando nos conviene a nosotros es resistir a Dios. Obedecer es renunciar a la independencia por amor al que manda.

Actualmente no resulta fácil a muchas personas comprender el misterio de la obediencia religiosa. Esto se explica, al menos en parte, por los abusos con que se ha usado muchas veces esta virtud entre los religiosos. El problema parece tener una clara connotación psicológica.

Debido a la mentalidad acentuadamente antropocéntrica del hombre de la posguerra, sumisión y violencia son palabras tabúes que hieren al hombre en sus sentimientos más profundos de dignidad y de libertad. Fue demasiado doloroso el trauma sufrido por millones de personas tremendamente humilladas durante la última guerra mundial. Los medios de comunicación social siguen divulgando diariamente repelentes imágenes de envilecimiento y de opresión del hombre: violencias, terrorismo y guerras se suceden sin parar. El homo homini lupus de los antiguos romanos sigue demostrando la espantosa estupidez humana. Se trata de una terrible experiencia de la que todos participan directa o indirectamente.

La vida de ciudad agrava más aún este clima de tensión y de ansiedad. La agresión, la falta de respeto y la violencia en todos sus aspectos han pasado a imperar en las calles, en las plazas, en las escuelas, en los hogares. Se ha desencadenado una peligrosa espiral de tensión y de miedo. Hoy el hombre

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sale de casa con un pensamiento fijo de miedo y preparado a la defensa. Todos se sienten amenazados por todos.

Este clima de tensión contamina también a muchos religiosos. No pocos se han vuelto sumamente sensibles a cualquier señal de violencia o de presión psicológica. Tienen dificultad en distinguir entre voluntad de Dios y libre albedrío de cualquier autoridad. Las actitudes y los gestos de autoridad dirigidos a ellos personalmente son muchas veces interpretados automáticamente como intentos del más fuerte por sujetar al más débil. Y la reacción natural es frecuentemente de rebeldía.

Debido a esta realidad cultural del mundo en que vive, el religioso de hoy siente la imperiosa llamada de un esfuerzo mayor para el continuo discernimiento espiritual. Sin ese inteligente discernimiento, encuentra dificultad en vivir equilibradamente su relación con la autoridad. No le resulta fácil aceptar actitudes arbitrarias de un superior autócrata o paternalista.

El descubrimiento de esta realidad social lleva a los religiosos a subrayar, hoy más que nunca, ciertas virtudes como el respeto a las personas, el amor a la dignidad humana, el diálogo, la subsidiaridad, la aceptación de las diferencias individuales, la valoración y la afirmación de la originalidad, la fraternidad...

Todo esto lleva a un replanteamiento del contenido del voto de obediencia. Es necesario purificarlo de las connotaciones políticas de dominación, de opresión, de derecho, de necesidad de defender ciertos principios a todo trance... Por otro lado, parece imprescindible restituirle a la obediencia el sentido estrictamente evangélico. La simple afirmación piadosa de que el religioso tiene que obedecer difícilmente llega a convencer. No ayuda a ver claro en esta importante virtud.

La idea de que respecto al voto de obediencia se trata de imitar a Jesucristo, que vino al mundo a cumplir la voluntad del Padre, es relativamente fácil de comprender y de aceptar. El joven de hoy, si llega a descubrir a Jesucristo como ideal humano, es tan capaz de morir por él como los antiguos mártires. Pero cuando se dice que el religioso debe someterse a la voluntad del superior simplemente porque éste representa a Dios, las cosas cambian. Este paso puede ser sumamente difícil para un hombre que se precia, que tiene un elevado concepto de su propia dignidad y de su libertad per-

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sonal. El hombre que para obedecer tiene que someterse a abdicar de su libertad personal destruye realmente su propia identidad y su dignidad humana. Y esto repugna a cualquier hombre normal y maduro. Va contra la naturaleza. Estar sometido a un hombre y no tener voluntad propia es la condición del esclavo, que hiere al hombre en la misma esencia de su ser.

¿Cómo resolver entonces el problema de la obediencia religiosa?

Parece que la diñcil solución radica en un esfuerzo de colaboración hecho por las dos partes interesadas, el superior y el subalterno. Parece claro que la definición del modo como tiene que ser ejecutada la obediencia no tiene que ser dictada por el superior ni tiene que dejarse al arbitrio del subalterno. En las dictaduras políticas o religiosas, el más fuerte acaba imponiendo siempre su voluntad. En las estructuras sociales débiles, los rebeldes conjuran, se sublevan y acaban sustituyendo a los mandatarios para dictar a su vez órdenes y exigir la sumisión.

Con su actitud, el superior condiciona el modo de obedecer del subalterno. La Iglesia del Concilio ha comprendido claramente este aspecto de una cuestión tan delicada: "Así pues, los superiores, teniendo que prestar cuentas a Dios algún día de las almas a ellos confiadas..., ejerzan la autoridad con espíritu de servicio a los hermanos de manera que expresen el amor con que Dios los ama. Gobiernen a los subalternos como hijos de Dios y con respeto a la persona humana, actuando de modo que sea voluntaria su sumisión" 3S.

Muchos, al hablar de la obediencia, caen en la tentación de enfocar sobre los subalternos toda la problemática de la misma, sin decir nada o casi nada respecto a las obligaciones del superior. Si pensamos que en no pocos casos la dificultad de obedecer está precisamente más bien en el superior que no sabe mandar que en el subalterno..., queda claro que es preciso iluminar el problema de la obediencia en este aspecto.

La primera condición para que los religiosos puedan vivir una auténtica obediencia religiosa es que todos —superior y subalternos— estén sinceramente empeñados en descubrir y

" Ib 14.

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en realizar únicamente la voluntad de Dios. Hay casos en que el religioso debe decidir él mismo en un problema personal. En ese caso lo primero que hay que hacer es encomendarse a Dios y seguir luego adelante con coraje y confianza. La buena voluntad y la recta intención de servir al Señor, tan atento y tan amable en todo lo que pide, aseguran, de forma general, la corrección del comportamiento del religioso. El Señor siempre ofrece a todos su auxilio para hacer el bien cuando se trata únicamente de la gloria del Padre.

En casos difíciles, esto es, cuando el subalterno tiene la impresión de que aquello que se le pide no pasa de ser un deseo arbitrario del que manda, éste tiene que empeñarse a fondo en un discernimiento espiritual que ha de hacerse junto con la persona interesada. La impresión que se tiene con frecuencia es la de que el superior tiene enormes dificultades para hacer ese discernimiento. Resulta más fácil gobernar cuando se pueden dar órdenes y éstas son simplemente obedecidas.

Es relativamente fácil afirmar que el religioso debe obedecer con espíritu de fe, esto es, que debe ver en el superior al representante de Dios. La fe no depende de órdenes de este tipo. La fe se aprende, y el aprendizaje es siempre el fruto del descubrimiento hecho a través de unas experiencias. La catcquesis de esta virtud parece bastante complicada. En todo caso está claro que la fe siempre está íntimamente asociada al amor. El que ama obedece espontáneamente. Pero ¿es posible obedecer a un superior a quien no es posible amar?

Siempre es posible amar a Dios. De esto se concluye que el concepto de voto y de virtud de la obediencia quizá tenga que ser purificado de su exagerada connotación de sumisión a un hombre. Todo se haría mucho más sencillo y más fácil si, al menos en las cuestiones importantes, la persona del superior se ofuscase un poco para permitir que apareciese con mayor evidencia la persona de Jesucristo. Esta idea está de hecho perfectamente de acuerdo con el moderno concepto de discernimiento espiritual y comunitario. Cuanto más importante es el problema, bien para el superior, bien para el subalterno o para la comunidad, tanto mayor es la necesidad de conocer la voluntad objetiva de Dios. Dos o más personas empeñadas sinceramente en esta búsqueda tendrán mayor posibilidad de encontrarla que una sola. El superior que bus-

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ca la voluntad de Dios sobre la comunidad correrá, ciertamente, menor riesgo si se pone a buscar esa voluntad de Dios junto con la comunidad que si confia únicamente en sus luces personales.

El que busca sólo la voluntad de Dios corre siempre el peligro de confundir la voluntad divina con el gusto o la conveniencia personal. Cuando esta búsqueda se hace en grupo, por personas competentes, es más fácil ponerse en la actitud interior de buscar aquello que agrade más al Señor.

En lo que respecta a la simple obediencia al jefe de una organización en las cosas de orden doméstico es más fácil aceptar la dinámica natural de mandar y obedecer. Todos saben por experiencia que ninguna organización puede funcionar si no hay una persona que mande y otros que obedezcan. La aceptación de este principio es la simple condición natural para poder pertenecer a cualquier asociación o comunidad. Los religiosos procuran transformar esta dinámica natural en virtud de obediencia doméstica. Esto es relativamente fácil para el que ve en las disposiciones naturales de buen funcionamiento de la comunidad la expresión de la voluntad de Dios. En este caso se ve al superior como el representante de Dios para el mantenimiento del orden y el buen funcionamiento de la comunidad, a fin de que tenga eficacia el apostolado exterior y el interior. Y realmente es así. Sin ese ambiente positivo no existiría un clima adecuado para el crecimiento espiritual de los miembros ni para su capacitación apostólica.

En este nivel parece difícil que pueda invocarse el voto de obediencia en una situación personal, ya que se trata de una condición elemental para la convivencia pacífica y constructiva en grupo. El que no es capaz de convivir constructivamente en grupo no tiene simplemente vocación para la vida comunitaria, aun cuando con su actitud de rebeldía no llegue nunca a faltar a su voto de obediencia. Un auténtico santo puede incluso ser muy obediente a Dios y tener al mismo tiempo serias dificultades en sus relaciones personales con los demás. La virtud de la obediencia es más importante para la convivencia humana fraternal que el voto de obediencia, ya que, mientras éste tiene una clara connotación directa con Dios, la virtud de la obediencia sólo es practicable en el contexto de la relación humana como virtud natural y como

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virtud sobrenatural, según la actitud del sujeto. El miembro de la comunidad que sea desobediente en este caso, en un sentido o en otro, es como un fantasma que camina extraño por la casa.

Según el documento conciliar Perfectae caritatis, el superior tiene que facilitar el ejercicio de la obediencia a sus hermanos. Ciertas virtudes personales como la prudencia, la mansedumbre y la caridad le ayudarán mucho en esta importante tarea comunitaria. El, más que sus hermanos de ideal, tiene que ser el siervo de todos. Tratar a sus subalternos con amor de padre y de madre, sin aplastarlos, sin herirlos; tratarlos siempre con mansedumbre, con equilibrada compasión; pensar que son unos pobres hombres que se esfuerzan en trabajar de la mejor manera posible en el reino del Señor. Escuchar siempre todo. Responder siempre, en principio y con tiempo para encontrar la solución justa, a cualquier queja o reclamación: "Está bien; pensaré en el asunto". Y examinar en seguida el problema con mucha atención, con respeto y con estima por la persona implicada. Ver, observar y preocuparse de descubrir la bondad del Señor en esa situación. Apartar de sí cualquier tentación de violencia para imponer su propia voluntad. "Al débil en la fe acogedle, pero no para discusiones ni pareceres... ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Para su propio amo está en pie o cae; pero se mantendrá en pie, que poderoso es el Señor para sostenerlo" (Rom 14,1-4).

Para no exponerse a un riesgo excesivo de errar, el superior debe tener por principio que en cualquier caso la persona es siempre más importante que una obra. No destruir nunca a una persona para salvar una obra, por más santa que sea. La persona siempre es sagrada y por eso siempre merece respeto y estima. "¿Es que yo me complazco en la muerte del impío, dice el Señor Yavé, y no más bien en que se convierta y viva?" (Ez 18,23).

Cuando todo estuviere claro y no hubiere ya dudas de que se está en línea con la voluntad de Dios, hay que repetir la orden que se considera justa con seguridad y firmeza, sin hacer caso de lamentaciones y acusaciones injustificadas. Permitir al obstinado que exprese su insatisfacción, aunque sea con una explosión de cólera. Permanecer tranquilo y fir-

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me, con actitud benévola de apoyo a quien siente tanta repugnancia.

"... Los religiosos, como miembros de Cristo en comunión fraternal de vida, hónrense a porfía unos a otros..., pues la comunidad como verdadera familia congregada en el nombre del Señor goza de su presencia" i6. La auténtica vida de familia sólo es posible sobre la base del respeto recíproco cordial y amoroso. El amor fraternal tiende a unificar pensamientos, ideas, iniciativas y corazones en torno al centro común: el Señor.

Un buen animador de comunidad sabe mantener el buen humor de sus compañeros. Los hijos se sienten siempre profundamente afectados en su equilibrio de humor por la calidad de humor de sus padres. Del mismo modo, el animador de comunidad condiciona el humor de los demás miembros de su comunidad. De forma general, éstos se sienten un poco como él.

8.7. Sencillez

"Hijo mío, lleva tus asuntos con sencillez y serás amado más que el hombre afable" (Eclo 3,17).

Ser una persona sencilla ante los demás es poder ser libre delante de ellos porque se cree en su amor. Vivir libremente en presencia de alguien a quien se ama es convertirse en un ser nuevo. Poder creer en el amor de alguien es poder confiar. Poder vivir con ingenua sencillez la fe en el amor de aquel que nos ama es ya un importante progreso en la vida de oración.

No siempre resulta fácil descubrir el camino de la oración. Se avanza por caminos de humildad, de reconocimiento de la condición personal de pobre y de pecador. Actitud de verdad. Y, por tanto, de sencillez.

"No hemos de avergonzarnos de las simples expresiones de sentimiento religioso natural; son el fundamento de una religión más sobrenatural" ". Ciertas expresiones demasiado infantiles en la oración personal o pública pueden escandalizar a un incrédulo y ser un obstáculo para su conversión.

"• Ib 15. " S. TUGWELL, o.c, 27.

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Pero no perjudica de ningún modo a los que creen de verdad. La oración y la contemplación son cosas del "corazón"

que no dicen nada a las personas que solamente valoran las cosas que vienen de la cabeza. Los aspectos más delicados del reino de Dios son realidades simples y misteriosas. Sólo un "corazón" sencillo, humilde y muy auténtico puede percibirlas. Para comprender algo de estas cosas "es necesario que dejes de lado tus prejuicios de adulto y que te conviertas en un niño. Este habla con sus juguetes con la misma seriedad con que Francisco de Asís le hablaba al sol, a la luna, a los animales... Si tomas la actitud de un niño, al menos por unos momentos, podrás descubrir el reino de los cielos y aprenderás secretos que Dios oculta de ordinario a los sabios y a los prudentes" i8.

Las cosas perfectas son siempre muy sencillas. Dios es sumamente simple y sencillo. Del mismo modo, todo lo que ayuda al hombre a hacer cosas importantes es fundamentalmente simple. La santidad no es más que la actitud simplicí-sima del niño que ama. Todas las realidades de la fe son simples y sencillas. En el fondo son siempre muy fáciles de comprender.

Jesús nació, vivió y murió de una manera tan sencilla, que los orgullosos que todo lo complican siempre encontraron dificultades en reconocer en él al hijo de Dios. Su doctrina, recogida en los evangelios, es de una encantadora sencillez literaria. Para instituir los sacramentos, el Señor se sirvió de ciertas señales que las personas más simples e incultas son capaces de comprender. Todas las manifestaciones de una religiosidad verdadera son simples y directas. La simplicidad es la marca más evidente de las cosas divinas.

La oración es sencilla porque consiste en una actitud de vida arraigada en lo más íntimo de la persona. Todo lo que surge de la intimidad es simple, natural y espontáneo. El que comprende bien esto no tiene ninguna dificultad en vivir cada vez más íntimamente unido a Dios. Es verdad que la oración más profunda se aprende con el ejercicio. Pero éste, en definitiva, no es más que el esfuerzo de simplificación de una actitud de vida hecha de tranquilidad interior y de descanso confiado en Dios.

58 ANTONIO DE MELLO, Sadhana, un camino de oración, Sal Terrae, Santander 1981, 57.

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El contemplativo en la acción es el que hace de un modo nuevo las cosas que siempre hizo. La novedad está en el cambio del sentimiento más íntimo. Es como el joven o la muchacha que de pronto se siente enamorado. Sigue haciendo las mismas cosas de siempre, pero ¡cómo ha cambiado su actitud! Si antes el trabajo le parecía aburrido y odioso, ahora todo le resulta fácil. La cara cerrada de antes se abre ahora, los ojos brillan y los labios sonríen. Ya no se siente tanto la fatiga. Parece como si el trabajo duro de antes se hubiera convertido en un juego agradable. Todo porque ahora el corazón ya no late en la soledad. Hay un amor, una presencia que infunde vida. ¡Es todo tan sencillo!...

La contemplación es básicamente algo tan simple como un profundo silencio impregnado de una misteriosa presencia amorosa. Apenas perceptible. Tranquilizador. Pacificador de todas las potencias del cuerpo y del espíritu. Un descanso en Dios. Actitud humilde, confiada, de abandono... Es la libertad más sublime a la que puede aspirar el hombre de carne y hueso.

Orar no es dificil. Difícil es, tal vez, ser sencillo. A los ojos del hombre difícil, que sólo piensa cosas complicadas, que habla de una forma enredada, que se relaciona de un modo difícil con los demás, la oración se presenta como una tarea difícil y complicada. Lo primero que hay que hacer para aprender a orar es simplificar la vida y todo lo que la vida lleva consigo.

8.8. Libertad y bondad

"La Jerusalén de arriba es libre, la cual es madre nuestra" (Gal 4,26).

"Erais, en efecto, en otro tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de la luz, porque el fruto de la luz consiste en la bondad, en la justicia y en la verdad" (Ef 5,8-9).

La libertad interior es fundamental en la vida religiosa. Una moral estrictamente moral puede no ser tan moral como parece por falta de libertad interior. La falta de libertad interior puede causar una constricción interior que aprisione al hombre dentro de una bondad aparente que, sin embargo, le

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quite la libertad de seguir a Cristo en cualquier circunstancia de su vida. Se da también la bondad que se refugia en una rigidez imaginaria. Francisco de Asís fue al mismo tiempo bueno e interiormente libre. Pedro era fundamentalmente bueno; pero al mismo tiempo era tan impulsivo y libre, que nada le impidió negar al Señor en una circunstancia dificil de su existencia.

El que se considera bueno a sí mismo, generalmente se complace en una bondad autofabricada. La bondad auténtica lleva siempre la marca extranjera. Si hay algo de verdaderamente bueno en una persona, es cierto que ha sido Dios el que lo ha hecho. La bondad autofabricada por medio de una especie de conversión autooperada no pasa de ser generalmente más que una autoimagen sustituida por otra igualmente prefabricada. La inseguridad existencial en la que vivimos nos lleva a elaborar estructuras defensivas de comportamiento más o menos rígido.

La bondad auténtica siempre reposa sobre los sólidos fundamentos del amor y de la confianza. Amar a Dios porque él nos ama y confiar ciegamente en su misericordia infinita implica inevitablemente una muerte a sí mismo. La misericordia sólo se puede ejercitar donde hay pobreza, miseria, muerte... Adán tuvo que morir para que Dios pudiera ejercer con él su infinita misericordia y salvarlo.

Deprimirse por causa de un fracaso es síntoma de inmadurez emocional. Desesperarse o desanimarse por haber caído en un pecado es siempre un signo de inmadurez espiritual. Volver a amar y a confiar es prueba de un cierto grado de madurez.

La prueba más palpable del amor de Dios es el ejercicio de la caridad fraterna para con los hombres considerados como hermanos en Jesucristo. Antes de derramarse en entrega al prójimo, el amor se condensa en el corazón.

La fraternidad es una comunidad cuyos miembros se sienten unidos por unos lazos afectivos semejantes a los que unen a los hijos de una misma familia. En la fraternidad religiosa, las personas se reúnen alrededor de un centro de interés común, Jesucristo. La fuerza que las une procede del Espíritu Santo, el cual forma con ellas y con Cristo un solo cuerpo de naturaleza mística para el testimonio del reino de Cristo en la tierra. La fraternidad religiosa se alimenta de una intensa vida de oración personal y comunitaria, cuyo

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fruto más patente es el nacimiento de apóstoles dedicados al servicio apostólico interno y externo.

Del amor fraternal que se tienen mutuamente los miembros de la misma fraternidad nace un clima general de caridad, de paz y de alegría. Los hombres que observan desde fuera la verdadera fraternidad religiosa se sienten estimulados a imitarla en su propio ambiente de vida. De este modo, gracias al ejemplo de unos crece y se desarrolla el reino de Dios sobre la tierra, para la constante renovación de las relaciones interpersonales en el mundo de los hombres.

Existe un nexo inevitable entre el amor a Dios y el amor al prójimo. No son dos amores distintos el uno del otro. En el fondo se trata incluso de una realidad única, como se afirma claramente en el evangelio. "En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros" (Jn 13,35).

El primer descubrimiento que hace el hombre en el trato con el otro es que éste, a pesar de ser muy semejante, presenta también ciertas diferencias sustanciales. Ese descubrimiento provoca inevitablemente choques, enfrentamientos y fricciones. Descubre también que la solución de la dificultad para entenderse con los demás no está en evitarlos. Pronto se convence de que ese remedio sería peor que la enfermedad. No le será difícil entonces darse cuenta de que la humildad, la misericordia, la comprensión, la paciencia y el perdón son las virtudes que permiten vivir en paz y amor con los hermanos.

Sin la humildad y el perdón sería prácticamente imposible soportar las inevitables humillaciones en la relación interpersonal. La actitud de humildad en los conflictos interpersonales lleva al sincero reconocimiento de la parte de culpa que nos cabe personalmente en el choque que se ha producido. Cuanto mayor es el orgullo y el amor propio, tanto más difícil es el humilde reconocimiento de esta verdad indiscutible en la mayor parte de los casos de incomprensión. La humildad nos despoja de nosotros mismos en el trato con los demás para dejar sitio al amor que ya nos une al Señor.

Sólo el amor humilde es capaz de indulgencia y de perdón. Perdonar es también cuestión de justicia. Si el Señor nos perdona siempre con tanta misericordia, ¿cómo no vamos a perdonar nosotros al hermano los pequeños o grandes disgustos que nos causa? El Señor considera nuestras faltas para con él como debilidades humanas, y las perdona. En

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todo caso, el evangelio es muy claro y severo cuando habla de esto. A los orgullosos fariseos el Señor les habló siempre con palabras muy duras. Con los que eran considerados como pobres y pecadores siempre fue muy compasivo. Sin embargo, no trata con paños calientes a sus amigos más íntimos. Generalmente es severo con ellos. Varias veces reprendió con dureza a sus discípulos. Y hasta fue exigente con ellos, precisamente porque estaban ya en cierto modo comprometidos con él. El los toma en serio y quiere que sean responsables y cumplan lealmente sus deberes.

Perdonar generosamente al hermano que pecó contra nosotros es ayudarle a ser perdonado también por el Señor. Perdonar a los que nos han ofendido es atraer sobre ellos las gracias de conversión. Perdonar y ser bueno con ellos les ayuda a darse cuenta de sus debilidades. El que nos hace daño sufre más muchas veces por su propia falta de caridad que nosotros, los ofendidos. En todo caso, siempre es una falta muy seria contra la caridad —una venganza— humillar y castigar al que nos ha ofendido exigiéndole que reconozca su culpa.

Muchas pretendidas correcciones fraternas no son, en realidad, más que una agresión y una condenación disfrazadas. No es raro que el quiera sacar una mota del ojo de su hermano lleve una viga en el suyo sin darse cuenta. La verdadera corrección fraterna únicamente puede ser hecha por el que ame sinceramente al hermano y actúe exclusivamente por amor. Si no es así, más vale callar... La indulgencia, la comprensión, el perdón y el amor resuelven con mayor eficacia las dificultades de trato con los demás que la crítica, la observación hiriente y la reprensión. Pero esto supone fe en la bondad fundamental de los otros y confianza en su deseo de ser mejores.

La caridad y la misericordia son incompatibles con la justicia humana estricta. Ignoran el "mío" y el "tuyo". Son gratuitas. La alegría de vivir no nace de la justicia, sino de la equidad y del servicio gratuito.

Todos tenemos defectos. Es mejor soportarlos mutuamente y relacionarnos unos con otros a partir de las buenas cualidades que existen también en todos. La vida fraternal se construye precisamente por el respeto al otro debido a sus ricas cualidades personales, la primera de las cuales es la dignidad de ser hombre como yo.

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Tal vez tengamos que observar mejor a nuestro hermano, sin prejuicios, para descubrir también sus buenas cualidades, que existen seguramente en todas las personas. Debido a las evidentes diferencias individuales, el que no tiene mucha caridad encontrará siempre algo que criticar en los mejores compañeros. Los observa con mirada de fariseo. El que es cariñoso y compasivo siempre encuentra buenas cualidades en las personas más difíciles y más frágiles.

La vida espiritual únicamente puede desarrollarse en un clima de paz y de concordia. El clima de hostilidad o de frialdad mata la fraternidad. La animosidad y el mal humor son sentimientos negativos espontáneos; el que los sufra tiene que controlarse para no dañar a los demás. Pero todos tienen que estar dispuestos a soportar eventuales fragilidades de carácter en cualquier compañero. Cuando en una comunidad o en una familia desaparece el clima de amistad y de cordial fraternidad, las personas sufren y se sienten bloqueadas en su crecimiento humano y espiritual.

Para no caer en la desgracia de la crítica destructiva, empezar por pensar bien de los demás. La amistad en Cristo y la fraternidad espiritual son frutos de la gracia en que vive aquel que ama al Señor y a sus hermanos como Jesucristo amó a su Padre y a los hombres.

Todos sienten la necesidad de amar y ser amados. El principio de satisfacción de esta necesidad está en el amor de amistad y de fraternidad. Su pleno cumplimiento está en el amor al Señor y a los hermanos en el Señor.

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9. Presencia de Dios

"No digas: 'Me esconderé del Señor, y allá en la altura, ¿quién se va a acordar de mí?'... Pero Dios conoce todos los corazones" (Eclo 16,16; 20).

Saber que el Señor está presente, creer que él nos ve, es estar muy cerca de él.

Vivir la presencia de Dios es una vivencia de la gracia. Es no poder vivir sin esta relación de intimidad con él. Vivir de este modo es permitir que su presencia en nosotros transpa-rezca en todas nuestras actitudes. Es creer en él sin necesidad de repetir actos de fe en esa realidad. La piedra de toque para juzgar la autenticidad de nuestra oración no es lo que percibimos de ella, sino la fe simple y casi ingenua de donde nace espontáneamente.

Un modo práctico de llegar a vivir continuamente en la presencia de Dios es empezar recordando en todo instante esa presencia. El mismo Dios enseñó a los israelitas un método pedagógico para ese aprendizaje: "Grabad en vuestro corazón y en vuestra alma estas palabras que hoy os digo, atadlas en vuestras manos como señal y ponedlas como frontal entre vuestros ojos. Enseñádselas a vuestros hijos y repetídselas sin cesar: lo mismo cuando estéis sentados en casa que cuando vayáis de viaje, lo mismo cuando estés acostado, que cuando estés levantado, que cuando estés de pie. Escríbelas en los postes de tu casa y sobre tus puertas, para que viváis largos días vosotros y vuestros hijos en la tierra que Yavé juró dar a vuestros padres, tan largos como los días de los cielos sobre la tierra" (Dt 11,18-20).

Contentarse con permanecer sencillamente en la presencia

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del Señor sin pedir nada y sin decir nada es una excelente oración. Implica una disposición automática para dejar que él haga de nosotros y en nosotros lo que quiera. Esta es, en el fondo, una preciosa actitud de docilidad a la gracia, sin la cual no es posible avanzar en la unión con Dios.

Vivir la presencia de Dios es el más poderoso medio de santificación o de cambio de la vida natural en vida sobrenatural mediante un simple e inevitable efecto de contaminación: dime con quién andas y te diré quién eres. Andar con alguien, cultivar una amistad, es siempre una señal de cierta admiración por esa persona. Significa igualmente poder entrar en comunicación íntima con ella, poder transformarse un poco en ella. Este proceso de osmosis es natural e inevitable. Porque amar es también admirar, imitar e identificarse con la persona amada.

Dios está siempre junto a nosotros. Pero no podemos percibir esa presencia con ninguno de nuestros sentidos externos. La percibimos únicamente por la fe y algunas veces por medio de los sentidos internos de intuición, de impresión, de atención, de imaginación, de fantasia... El deseo inmenso del hombre de ver el rostro de Dios es una de las pruebas de su misteriosa presencia. No podemos percibir al Señor junto a nosotros lo mismo que percibimos la presencia de la persona física con quien estamos hablando. Sin embargo, santa Teresa de Jesús afirma que percibía la presencia del Señor junto a ella de manera semejante a como podría percibir una persona ciega la presencia de otra. Realmente, podemos amar a quien no vemos con los ojos y cuyas palabras no percibimos con nuestros oídos...

Todo es posible para quien nos ama. ¡Y es tan atento! ¡Está tan preocupado de nuestro bienestar!... ¡Qué don tan inmenso! ¡Cuánta gracia!... Toda nuestra vida está llena de las huellas del amor que el Señor nos tiene. Para asegurarnos la continuidad de tan maravillosa realidad basta con seguir viviéndola constantemente con una generosa, humilde, serena y simple apertura al amor misterioso del Señor. Por el simple hecho de ser hombres que no pueden vivir sin amar y sin ser amados, estamos ya espontáneamente abiertos al misterio del amor. Sabemos también que el simple amor humano no es capaz de satisfacer esta profunda aspiración. Creer en este misterio forma parte de la esencia de la fe.

No buscar tanto estar presente al Señor que ser de un

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cierto modo en su presencia. Ser como uno que se deja amar por él. Ser para él lo que somos en lo más íntimo de nuestro ser. Permanecer simplemente confiados delante de su mirada, llena de amor y de compasión. Estar abiertos a él. Pobres. Porque él está siempre con los pobres.

Estas actitudes nos llevan a adherirnos al misterio. Un misterio en el que percibimos la divina presencia. Vea el lector cómo vivía la presencia de Dios la gran maestra de la espiritualidad cristiana: "Parecíame sentir la presencia de Dios, como es ansí, y procuraba estarme recogida con él; y es oración sabrosa, si Dios allí ayuda, y el deleite mucho" 39. En otro lugar de su autobiografía escribe la misma santa: "Veo claro la gran misericordia que el Señor hizo conmigo: ya que había de tratar en el mundo, que tuviese ánimo para hacer oración... Cuando estaba mala, estaba mejor con Dios; procuraba que las personas que trataban conmigo lo estuviesen y suplicábalo al Señor; hablaba muchas veces en él. Así que, si ni fue el año que tengo dicho, en veintiocho que ha comencé oración, más de los dieciocho pasé esta batalla y contienda de tratar con Dios y con el mundo"40. Dice además la misma santa que no darse cuenta de la constante presencia de Dios equivale a una especie de traición para con él. El que vive la unión con Dios tiene los ojos fijos en él y sabe que también él lo mira.

El respeto que se debe al Señor no es igual al respeto que debemos a los hombres en general. Ni tampoco es como el respeto que le debemos a una autoridad. Este tipo de respeto establece una distancia entre las personas, mientras que aquél las aproxima. El respeto a Dios consiste en el aprecio que se tienen unas personas que se aman. Sólo el que ama al Señor puede respetarlo. El que no se siente amado por él ni lo ama, sólo puede tener para con él sentimientos de indiferencia o de aprensión.

El respeto que nace del amor hace más profunda la intimidad de las personas. Este es tanto más maravilloso cuanto mayor es la distancia real entre el Creador y la criatura.

" SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 22,3, en Obras completas, o.c, 100.

40 IB 8,2-3, o.c, 50.

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9.1. El misterio de la inhabitación

"Nosotros somos templo del Dios viviente" (2 Cor 6,16). "...El misterio oculto desde los siglos..., el cual es Cristo

entre vosotros, la esperanza de la gloria" (Col 1,26-27).

El descubrimiento y la vivencia de esta sublime verdad de fe —el maravilloso y sublime misterio de la inhabitación de Dios en nosotros— es capaz de embriagar al hombre. Su vida se transforma por completo. Se vuelve extraordinariamente intensa. Tomar en serio esta encantadora realidad y vivirla intensamente significa avanzar a grandes pasos y a un ritmo acelerado por el camino de la perfección evangélica.

"Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo que he dicho y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en él. Esto no era manera de visión... Suspende el alma de suerte que toda parecía estar fuera de sí. Ama la voluntad, la memoria parece está casi perdida, el entendimiento no discurre, a mi parecer, mas no se pierde; mas, como digo, no obra, sino está como espantado de lo mucho que entiende"41.

La primera consecuencia de esta profunda vida de unión con el Señor presente en el corazón del hombre en estado de gracia es la de abrir de par en par las puertas a los hermanos. El que se siente poseído de Dios no puede dejar de correr a sus semejantes. De hecho, amar a Dios es también amarlo presente en todos los hermanos.

Es relativamente fácil amar a Dios. Empezar por creer en el misterio de la inhabitación. Creer que Dios nos ama mucho más que lo que nos amó nuestra madre cuando éramos niños. Creer que estamos en relación amorosa con él. Imaginarlo como si fuese nuestra madre, nuestro padre, nuestro hermano, nuestro mejor amigo. Acercarnos a él. Cuanto más convivamos con él, tanto más nos iremos pareciendo poco a poco a lo que él es.

Afirmar que se ama a Dios cuando no se ama a los hombres, cuando se odia a un hermano, no pasa de ser una fantasía. Si fuera suficiente amar a Dios para salvarse, eso sería bastante fácil.

" IB 10,1, o.c, 55.

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Amar es imitar. Es empezar a vivir como la persona amada. Si no se da este proceso de identificación con Jesucristo, lo cierto es que no hay verdadero amor. Se trata únicamente de una piadosa ilusión.

Amar a los demás, especialmente a los pobres, no es solamente darles las cosas que necesitan. El pobre que sufre por cualquier tipo de pobreza necesita también urgentemente sentirse comprendido; necesita sentirse considerado y tratado como persona de valor. Desea amar y quiere ser amado. El no es un extraño, un miserable, un marginado, un criminal. El es Cristo, mi hermano. "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os amé, así también vosotros os améis mutuamente" (Jn 13,34).

Amar es lavar los pies a los demás. Por consiguiente, no bastan las obras de beneficencia. El que no consigue superar el límite de los beneficios da limosnas a las obras de beneficencia para que otros laven los pies a los pobres. Antes de hablar de su mandamiento nuevo, Cristo lavó los pies de sus discípulos. Primero practicó la caridad. Y luego rezó. La oración de amor a los demás sin el apoyo del ejemplo personal desautoriza la profecía de cualquier apóstol.

Afirmar que la caridad empieza por uno mismo es algo que resulta, por lo menos, dudoso. Es, ciertamente, más evangélica la afirmación de que la caridad comienza en donde hay una necesidad que atender, un servicio que prestar.

Cuando se trata de la caridad, la afirmación de que "cada uno sólo da lo que tiene" debe ser entendida de este modo: cada uno posee sólo lo que da. Ya que dar a los necesitados es entrar en posesión de unos bienes inestimables.

Vivir concretamente el misterio de la inhabitación de Dios en nosotros es ya una oración muy sublime. Es la verdadera y auténtica vida de oración.

"Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y ésta era mi manera de oración; si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior"42. "Jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración como si con mucha gente (es decir, distracciones) fuera a pelear... La sequedad no era lo ordinario; mas era siempre cuando me fal-

42 IB 4,8, o.c, 36.

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taba libro, que era luego desbaratada el alma... Y muchas veces en abriendo el libro no era menester más..."45

9.2. No tener miedo

"No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mí 10,28).

"No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino" (Le 12,32).

Una de las mayores dificultades para una vida de oración más profunda es el miedo. Es una constatación chocante y hasta cierto punto vergonzosa para nosotros, los religiosos. Decimos y escribimos cosas muy bonitas sobre la relación de intimidad mística con el Señor, pero a la hora de actuar y de poner en práctica las resoluciones generosas vacilamos y empezamos a sentir miedo. Se diría que estamos tan profundamente sumergidos en nuestra realidad material, que el contacto con lo sobrenatural nos asusta y nos da miedo.

Se trata de un fenómeno ya muy antiguo. Arropados en el misterio de la noche, los discípulos navegaban en medio del lago remando fatigosamente en contra del viento. Deberían estar en la otra orilla antes de que el Maestro llegase allá. Pero Jesús está siempre vigilante y nunca llega con retraso. Al ver a sus amigos cansados y luchando por cumplir la orden que habían recibido, se les acercó Jesús caminando sobre las aguas. "Al verle ellos andar sobre el lago, dieron un grito creyendo que era un fantasma... Pero Jesús en seguida les habló, diciéndoles: 'Tranquilizaos, isoy yo! ¡No temáis!'Y subió a la barca con ellos" (Me 6,49-51).

Hay algunos que esperan generosamente la invitación de Jesús para una vida de mayor unión, de mayor intimidad. Al tomar conciencia de la nueva realidad que se les abre delante de los ojos, se asustan. Todo parece tan extrañamente nuevo y comprometedor, que se echan para atrás. Intuyen espontáneamente la necesidad de cambiar algo en su manera de vivir. Cuando descubren que Jesús los toma en serio y pide que también ellos lo tomen en serio a él, se quedan perplejos. La fidelidad en el camino emprendido exige un salto a

Al IB 4,9, o.c, 36.

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lo desconocido. Todo el secreto para penetrar en los arcanos de la vida mística está en el coraje para dar ese salto.

Desgraciadamente hay muchos que tienen miedo de dar ese salto de la radicalidad evangélica. Sin embargo, darlo con decisión es la condición para cualquier auténtico progreso en la vida espiritual. Educados para desconfiar de cualquier cambio un tanto grande en las actitudes y en el comportamiento, tenemos miedo de ser juzgados. Los demás que nos observan podrían pensar y decir muchas cosas de nosotros... Y esto nos asusta. Por ello renunciamos al salto y preferimos seguir en el llano, en la vulgaridad cotidiana, en la mediocridad banal...

Pero no es éste el destino del hombre. Estamos hechos para cosas grandes. El cristiano está llamado a dar testimonio de la grandeza de Dios. E4 religioso está invitado a penetrar en las cosas más íntimas y más personales del Señor. Aguardar esta extraordinaria invitación especial es no tener miedo. Es dar el salto decidido para enfocar la existencia en un nuevo sentido. Es cambiar radicalmente de rumbo. Empezar por una fidelidad absoluta a los compromisos públicamente asumidos con él. Luego, poco a poco, ir creciendo en generosidad. El amor descubrirá el camino hacia una intimidad cada vez más estrecha. Del grado de intimidad con el Señor depende también el grado de fertilidad apostólica, esto es, el grado de eficacia de nuestra presencia en la Iglesia.

"Una noche el Señor dijo en visión a Pablo: 'No temas, habla y no calles; porque yo estoy contigo y nadie intentará hacerte mal'" (He 18,9-10).

A quien busca sinceramente al Señor, tanto si trabaja para sí mismo como si trabaja para los demás, el Señor le repite: "No temas, porque yo estoy contigo".

"Si tenemos a Dios con nosotros y contamos con su auxilio, no hay nada imposible..."44

9.3. El encuentro

"A media noche se oyó un grito: 'Ya está ahí el esposo, salid a su encuentro'" (Air 25,6).

MARCELINO CHAMPAGNAT, en Calendario Marina (1982), 2-1-82.

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"Y vi a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo" (Ap 21,2).

La historia está tejida por el fenómeno humano del encuentro. La vida espiritual del hombre que intenta conocer, amar y servir a Dios está también hecha de encuentros con el Señor.

Cada encuentro es único e irrepetible. Siempre implica algo imprevisto y sorpresas de toda índole. El encuentro con alguien siempre causa en los protagonistas un impacto que cambia algo en ellos: sus actitudes, sus pensamientos, sus sentimientos, sus comportamientos... En la vida espiritual el hombre busca a Dios que lo llama, pero es Dios el que toma la iniciativa para el encuentro. La trama de la historia de cada individuo que ama al Señor va siendo tejida poco a poco a través de los misteriosos acontecimientos que guardan relación con sus sucesivos encuentros con aquel que busca. Ciertos encuentros con el Señor causan impactos que cambian el sentido de una vida: Abrahán, la Virgen María, el publicano Mateo, María Magdalena, Zaqueo, Nicodemo, la samaritana, Saulo...

El encuentro que transforma tiene lugar con alguien fuera de nosotros. Ese alguien no es sólo la persona de ese alguien en carne y hueso. Es también todo lo demás que está íntimamente relacionado con él, como, por ejemplo, lo que ha dicho, lo que hace, sus obras... Así, el encuentro con la Iglesia es también un encuentro con Jesucristo. La Iglesia es como la continuidad de Jesucristo. Por eso, tener una experiencia concreta de Dios es al mismo tiempo vivir concretamente como miembro vivo de la Iglesia. El Señor está, se manifiesta y realiza encuentros con sus amigos en la comunidad de la Iglesia, de la familia, de la comunidad religiosa...

Cambiar de vida supone siempre una transformación, tanto mayor cuanto más profundo es el cambio. La manera de ser internamente afecta al modo de pensar, de sentir, de reaccionar, de actuar. El que se ha convertido gracias a uno o varios encuentros decisivos con el Señor se hace una persona distinta de como era. "El cristiano usa el vocabulario que usan todos los hombres, pero el significado de las palabras es distinto...; mira la realidad de manera semejante a como la mira el que no es cristiano, pero lo que la realidad le dice es dis-

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tinto y reacciona de modo distinto frente a esa realidad"45. Para poder comprender a una persona, es una condición

indispensable considerarla en la situación en que vive. Es imposible comprender su manera de ser y de reaccionar fuera de las circunstancias que constituyen su ambiente normal de vida. Lo que establece la gran diferencia de los individuos entre sí es precisamente la diferencia de sus situaciones personales. Estas son las que hacen de cada individuo un ser original e irrepetible. El hombre de fe vive su realidad personal como un hombre nuevo "que no nació ni de la sangre ni de la carne, sino de Dios" (Jn 1,13).

El cristiano y el religioso viven inmersos en las mismas realidades que los demás hombres de su barrio, de su ciudad, de su patria. Pero no tienen los mismos intereses ni los mismos compromisos. Viven en la misma realidad social, económica, política..., pero como hombres libres, cuyos intereses personales más elevados están en otra parte. Se consideran ciudadanos del cielo, y no de la tierra. Viven en el mundo sin ser del mundo.

Dice el proverbio: "Dime con quién andas y te diré quién eres". En cierto modo somos el fruto de los encuentros que realizamos. La calidad de este fruto tiene mucho de la calidad de aquellos con los que vivimos, de los amigos con los que realizamos nuestros encuentros. Por eso mismo, la eficacia de nuestro apostolado depende de la profundidad de nuestros encuentros personales con el Señor. Un encuentro de gran intimidad puede dejar sus huellas en la vida de uno de los protagonistas y en la de los dos. Hay encuentros humanos y espirituales que cambian el rumbo de la vida de una persona.

En todo encuentro hay siempre una llamada y una propuesta. La respuesta a la llamada y la aceptación de la propuesta dependen de la adecuación de las mismas a las condiciones internas de quien las recibe. Cuanto mayor es la adecuación que la llamada y la propuesta del amigo tienen respecto a las necesidades, deseos y expectativas del sujeto, tanto más sentirá éste la tendencia a buscar encuentros con él. Este hecho explica, por ejemplo, el impacto que la persona y las palabras de Jesucristo causaban en el pueblo y le

" L. GlUSSANl, Huellas de experiencia cristiana, Encuentro, Madrid 1978, 111.

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persuadían a buscarlo y a seguirle. Es lo que se deriva con claridad del discurso del Señor a las muchedumbres que lo buscaban unos días después del milagro de la multiplicación de los panes: "En verdad os digo que no me buscáis porque visteis milagros, sino porque comisteis de los panes hasta hartaros" (Jn 6,26).

El que entra en contacto con Jesucristo, el que lo ve y lo escucha, no puede menos de sentirse afectado en las cuerdas más sensibles de la trascendentalidad de su existencia. Reacciona inmediatamente casi como un náufrago que consigue agarrar el extremo de una cuerda que alguien le ha arrojado desde la playa: sentimiento de alivio, de esperanza de salvación. "Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la practican" (Le 11,28). Con su persona, sus actitudes y su doctrina, Cristo ejerce una irresistible fascinación sobre el pueblo. Mayor seducción todavía era la que ejercía sobre el grupo de sus doce amigos más íntimos. La estrecha convivencia con él los ligaba tan íntimamente al Maestro, que en un momento de crisis el jefe del grupo, san Pedro, asustado y perplejo, exclamó: "Señor, ¿a quién iremos?; tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios" (Jn 6,68-69). Estas palabras de Pedro revelan todo el sentido existencial de la incondicional decisión de aquellos hombres de seguir al Maestro a cualquier parte adonde él fuera. Cuanto más estrecha e íntima es la experiencia con el Señor, tanto más intensa es la fuerza de atracción hacia él. Cuanto más profunda y amorosa sea la adhesión a Cristo, tanto más descubriremos que sus consejos, sus orientaciones y sus iniciativas responden positivamente a nuestras más auténticas aspiraciones humanas. Este descubrimiento constituye un estímulo constantemente renovado de profundización progresiva en la amorosa adhesión al Señor. Las convicciones y las evidencias que de allí nacen provocan inevitablemente la explosión de una nueva vida. El hombre se transforma. Todo cambia: "Y todo el que deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos o campos por mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna" (Mt 19,29). A los que dudan, el Señor les responde: "Venid y veréis" (Jn 1,39).

Hay encuentros y encuentros. El encuentro es a veces un acontecimiento vulgar, sin influencia alguna en la vida de una

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persona. Otras veces el encuentro causa un impacto que produce una transformación. El encuentro que no cambia nada en los protagonistas no pasa de ser un mero acontecimiento periférico a la existencia de los mismos. Esos acontecimientos no hacen historia. Son fortuitos. El lector se dará cuenta de la importancia de estos hechos para la vida espiritual, comunitaria y apostólica del cristiano, del sacerdote, del religioso.

Un cristianismo eficaz es el de la persona verdaderamente comprometida con Cristo. Cualquier actitud o empresa fuera de ese compromiso personal es cristianismo ilusorio. Fantasía. Ineficacia. Un compromiso sin intención de llegar hasta las últimas consecuencias no es auténtico. La salvación es un proceso de búsqueda que dura toda la vida. Si el proceso se interrumpe en vísperas de la muerte, no hay salvación.

El cristianismo auténtico siempre es espontáneamente apostólico. Los encuentros que proporciona son portadores de un mensaje que despierta en el otro valores de autorrea-lización que preexisten potencialmente en todos los hombres. Educar, formar o ayudar apostólicamente al otro es revivir en su presencia los valores personales despertados en nuestro encuentro personal con Cristo. Los valores de crecimiento evangélico existen en todos. Basta con despertarlos para que empiecen a desarrollarse. En contra de lo que piensan no pocas personas, el arte de despertar esos valores en los demás —apostolado— no consiste en hablar mucho, en hablar muy bien, en una erudición escriturística... Consiste más bien en la vivencia que el apóstol consigue de los valores evangélicos que se despertaron en él en su encuentro personal con el Señor.

En las preocupaciones humanas del apóstol hay algo más que en las de los demás: hay un gran deseo de que el otro sea él mismo, de que descubra en lo más íntimo de su propio ser la profunda nostalgia que todos tenemos de Dios y de que se deje amar por él.

La eficacia apostólica es la capacidad de permitir que el Señor se sirva de nosotros como instrumentos para realizar encuentros salvíficos con los que él busca. El apóstol no tiene más mérito que el de su disponibilidad. "¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el mortal para que te preocupes?" (Sal 8,5). Todos los cristianos tienen la vocación de ser

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instrumentos de salvación, portadores de Cristo para los demás, y nada más que eso. El resto es de la competencia exclusiva del Señor: "Yo dije: 'Ah Señor Yavé, mira que yo no sé hablar: soy un niño'" (Jer 1,6).

La capacidad de acogida en los encuentros que el Señor nos proporciona con él a través de nuestros hermanos es ya un don. El es la vid y nosotros los sarmientos. Todo lo que recibimos es gratuito. No tenemos capacidad de ir al Señor. No podemos hacer más que acogerlo a través de los encuentros que él providencialmente nos prepara. También de la gracia es de lo que depende la sensibilidad ante la voz del Señor que nos llama. Sin esa sensibilidad, la presencia del Señor es como la luz para el ciego, como el ruido para el sordo... Por muy poderosa que sea su voz, sin la gracia no sería más que como un ultrasonido para nuestros oídos humanos.

La verdadera disponibilidad a la gracia se expresa mediante actitudes de oración, de intercesión. Es algo propio de uno que cree y de uno que sigue buscando. "Yo creo. ¡Ayuda tú mi poca fe!" (Me 9,24). ¡Cuántos de los que andan en busca del Señor exclaman ansiosos: "Si hay un Dios, que me responda"! La oración y la intercesión constituyen la iniciación del hombre en el misterio de Dios. Pero también esta iniciación depende de una iniciativa gratuita del Señor.

El encuentro es siempre una experiencia. Esta es la condición fundamental para el crecimiento. Para crecer en cualquiera de sus dimensiones el hombre tiene necesidad de recibir un estímulo fuera de él. Este estímulo nace de sus encuentros. De este modo, el hombre tiene conciencia de la presencia objetiva de Dios en el mundo a través de su experiencia objetiva. Dios se ha revelado objetivamente a los hombres. El hombre de hoy sigue descubriendo la presencia de Dios en el mundo a través de la experiencia objetiva de su encuentro con la Iglesia. Pero para la adecuada comprensión de este descubrimiento el hombre necesita del don gratuito de la fe. El ritmo de crecimiento espiritual depende del grado de conciencia que el hombre consigue tener de la relación entre los datos del descubrimiento y "el significado de su propia existencia, entre la realidad cristiana y eclesial y su propia persona, entre el encuentro y su propio destino"46.

" L. GIUSSANI, o.c, 136.

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La auténtica experiencia cristiana hecha en el encuentro objetivo con la Iglesia no se reduce a una vaga impresión o a unos vagos sentimientos. La conciencia crítica que puede tener de ella el hombre le confiere toda la solidez de un verdadero conocimiento y de un saber.

Empezamos a vivir espiritualmente a través de nuestro encuentro personal con Cristo. El descubrimiento de la realidad de Cristo como hijo de Dios y como hermano nuestro tiene lugar en la experiencia de ese encuentro. Esta experiencia está también en el origen del descubrimiento de nosotros mismos como instrumentos de los que quiere servirse el Señor para salvar al mundo. Ser cristiano o religioso es, de hecho, ser una señal o un testimonio de la Buena Nueva para nuestros hermanos. El apóstol es siempre una persona comprometida con Cristo; quiere ayudarle a salvar el mundo.

Cada encuentro personal con el Señor nos transforma un poco más en lo que él mismo es. De este modo nos vamos haciendo cada vez más apostólicos, esto es, irradiamos la realidad de ese Cristo que vive en nosotros. Ayudar al Señor a salvar el mundo es llevar a Cristo al mundo para que los hombres puedan verlo, conocerlo, escucharlo y amarlo. Estos son los "sueños del Dios-Amor" sobre nosotros.

Puede haber encuentros casuales con el Señor. También es posible encontrar al Señor sin darse claramente cuenta de ello. Pero también éste puede ser un verdadero encuentro. En principio, aceptarse pacíficamente tal como uno es, es ya la disposición mínima suficiente para reconocer la presencia del Señor.

Sin embargo, no todos los encuentros con el Señor tienen éxito. Hay también encuentros con él de los que la persona sale empobrecida. En ese caso la culpa del fracaso de ese encuentro no es nunca del Señor; fue el caso de los fariseos, de los habitantes de Nazaret... La culpa, como se ve, está siempre en los demás. El que encuentra al Señor con disponibilidad para escuchar su palabra sale de allí curado, socorrido, enriquecido: los discípulos, Nicodemo, la samaritana, los enfermos y necesitados de toda clase... El éxito o el fracaso de esos encuentros está siempre en el hombre. Hay algunos que sintonizan con su palabra, y hay otros que lo combaten y lo rechazan por culpa de su palabra. Los primeros aceptan su palabra, sus obras y su persona. Los segundos no

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pueden aceptarlo ni comprenderlo porque "...odian la luz y no van a la luz para que no se descubran sus obras" (Jn 3,20). La luz es Cristo, que se manifiesta como verdad y como amor. Las tinieblas son el egoísmo, el pecado. Sólo hay una cosa que puede ayudar al que camina perdido entre las tinieblas: la luz. Ese cambio supone la conversión, el nacer de nuevo: "... En verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios... El que no nace de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,3.5).

La fe es siempre el primer resultado positivo del encuentro con el Señor. María dio el primer ejemplo de aceptación incondicional de la palabra de Dios, a pesar de no comprender todo el alcance de la misma. La fe nace con el descubrimiento del Señor. Pero el descubrimiento del Señor únicamente resulta posible a partir del descubrimiento de la realidad personal. Así fue como la samaritana descubrió que Jesús era el hijo de Dios sólo después de haberse descubierto a sí misma como pecadora. Sólo entonces se le abrieron los ojos a la tremenda realidad en que se encontraba y pudo suplicar con toda sinceridad: "Dame, Señor, esa agua para no tener sed..." (Jn 4,15).

Una sincera actitud de acogida es la del reconocimiento de la realidad personal de pecador: "Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo" (1 Tim 1,15). Saber que, mientras vivimos, corremos siempre el peligro de condenarnos es un aspecto de nuestra realidad existencial: "...la carne es débil" (Mt 26,41). ¡Ay del que se considera espiritual y moralmente fuerte hasta el punto de sentirse absolutamente seguro! Lo cierto es que "llevamos este tesoro en vasos de barro" (2 Cor 4,7). El vaso puede quebrarse con cualquier encuentro un tanto duro. Por otra parte, ¿quiénes somos nosotros para confiar hasta ese punto en nosotros mismos? ¿Acaso el Señor no fue suficientemente claro en aquella advertencia que nos hizo: "Sin mí nada podéis hacer" (Jn 15,5)? La conciencia de nuestra propia pobreza y de nuestras limitaciones nos lleva a la convicción de que no podemos salvarnos por nosotros mismos. Esa situación de impotencia despierta espontáneamente en nuestra alma el deseo de vernos ayudados, la confianza en alguien más fuerte que nosotros que sea capaz de salvarnos. Y ésta es

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la condición más favorable para el descubrimiento de nuestra necesidad de orar.

Cada nuevo auténtico encuentro con Cristo significa un nuevo descubrimiento tanto respecto a nuestra realidad personal como respecto a la maravillosa realidad del Señor. Fue la experiencia de esos descubrimientos la que llevó a san Agustín a exclamar: "¡Que me conozca a mí mismo para que pueda conocerte cada vez mejor a ti, Señor!... ¡Oh hermosura tan nueva y tan antigua!, ¿por qué tardé tanto en conocerte?"

Al tomar conciencia de la seriedad, de la bondad y de la fidelidad con que el Señor nos trata, no podemos menos de darnos cuenta de la poca consideración con que correspondemos a tan inmenso cariño y a tan gran amor. Cuanto más claramente nos demos cuenta de nuestra enorme cobardía y de nuestra escasa delicadeza con el Padre y con nuestro amigo Jesús, tanto mayor será la vergüenza que sentiremos delante de ellos. Y tanto mayor será nuestra apertura a los demás y nuestra comprensión con ellos. Todos los grandes hombres de la Iglesia de todos los tiempos son frutos sazonados de su valiente decisión personal por cambiar de rumbo en el camino de la vida. La motivación principal para la conversión fue en todos los casos el descubrimiento del propio estado de pobreza y de miseria. La penitencia es la decisión de convertirse de una vida de pecador a una vida de amor. Después de vivir la experiencia de este cambio, san Juan de la Cruz explota en una tierna lamentación poética:

"Adonde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido. Como el ciervo huíste, habiéndome herido..."

El encuentro con Cristo es siempre el resultado final de la opción fundamental por el amor. Encontrarse con Cristo en un clima de amor es realizarse en él; es vincularse inseparablemente a su persona; es comprometerse con él para todo cuanto él quiera de nosotros. "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rom 8,35).

¿Y cómo nos encontraremos con Cristo? Bastará con descubrirlo, puesto que él está ya entre nosotros: "Y el Verbo se hizo carne y habitó con nosotros" (Jn 1,14). El es nuestro

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hermano, quizá no claramente identificado por nosotros. Camina a nuestro lado; se interesa vivamente por nuestros problemas; muchas veces interfiere directamente en nuestras luchas para protegernos, para ayudarnos, quizá sin que nos demos cuenta de ello. Siempre nos acompaña de cerca o de lejos, según nuestra disposición para con él.

Cristo vino a hacerse uno de los nuestros, porque el Padre nos ama demasiado. Quiso facilitar nuestro encuentro con él a través de su Hijo. "Porque tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito..." (Jn 3,16). De este modo Cristo es la manifestación concreta del amor que Dios nos tiene. El Padre no podría darnos otra prueba mayor de su amor. Y nuestra respuesta más perfecta a tan grande amor es vivir en Cristo.

Vivir en Cristo es un proceso de transformación y de identificación.

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10. Amar

"Yavé, nuestro Dios, es el único Yavé. Ama a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt 6,4-5).

"El amor de Dios consiste en guardar sus mandamientos" (1 Jn 5,3).

El amor está inevitablemente ligado a la vida. El que comprende el aspecto positivo de la vida puede también interpretar concretamente el sentido de la vida. El hombre es tan visceralmente afectivo, que el amor ha sido desde siempre el tema preferido de los artistas de todos los tiempos: poetas, músicos, novelistas, pintores, escultores, místicos...

La palabra amor asume los más diversos significados según se sitúa aquel que la pronuncia. En principio es posible establecer tres niveles distintos del concepto del amor: el amor-placer, el amor-cariño y el amor-comunión.

10.1. Amor-placer

Muchos, cuando hablan de amor, le dan a esta palabra cierto sentido de placer físico en sentido material y sensual. En las canciones populares este sentido banal resulta a veces brutal y está muchas veces idealizado descaradamente. Debido a este modo parcial de ver el amor, muchos hombres tienen de esta virtud un concepto más bien negativo. Hay muchos que no llegan a realizar una sola experiencia de verdadero amor. Han oído hablar del amor como de algo bello y

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sublime, pero en realidad ignoran lo que es en la acepción más noble y verdadera del término.

Hay quienes ven en el amor un regalo de los dioses, dado para ser disfrutado en el nivel físico, esto es, por el gozo de la reacción placentera en las terminaciones nerviosas de la piel. Pero según el orden de la naturaleza, el placer físico no puede ser un objetivo existencial. Si así fuera, el hombre se vería reducido ontológicamente a algo inferior a un animal irracional.

Está fuera de duda que el placer físico es solamente un instrumento en orden a realizar la procreación de la especie. Las modernas canciones de amor consiguen vincular estrechamente el texto amoroso y la música. Esta se esfuerza en hacer vibrar el cuerpo como para acentuar el placer físico al que aluden las palabras del texto. Es ésta una clara indicación del sentido sensual de estos textos. Es como si el placer físico fuese la finalidad existencial última del amor. Estamos entonces ante una clara inversión de los valores. Otras canciones, como, por ejemplo, los negros-espirituales, tanto en el texto como en la música intentan producir la dilatación del sentido espiritual del amor. El canto litúrgico nace siempre del verdadero amor de Dios a los hombres e intenta expresar la respuesta del hombre a ese amor.

10.2. Amor-cariño

El cariño o la ternura es la expresión más delicada de la relación afectiva entre seres que se aman. Toda persona normal experimenta la necesidad de expresar su cariño y hasta cierto punto de recibir esas demostraciones de parte de los demás. Esta necesidad nace de la repugnancia al aislamiento y a la soledad. El cariño es comunicación íntima, es expresión de fraternidad.

Vivir es, de hecho, repartir entre los demás lo mejor de sí mismo. Es dialogar. Es manifestar cariño. La poesía, el canto y la ternura son expresiones naturales del amor humano.

El amor es vigor. El que se siente ligado al otro por vínculos de amor tiene una mayor resistencia para soportar las dificultades de la vida. Para eso no basta, ciertamente, el cariño. La búsqueda de cariño no satisface la necesidad de amar. La felicidad es el resultado final del esfuerzo común para el

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don recíproco. La simple experiencia de cariño es incapaz de producir una felicidad duradera. Quizá sea éste el motivo de que muchos no crean ya en el amor. Creen que no pasa de ser una ilusión. Cuando el amor se limita a manifestaciones de cariño, la verdad es que todo se queda en un momento ilusorio de felicidad.

10.3. Amor-comunión

Hay una dimensión más profunda del amor, que va mucho más allá del simple placer físico y de la mera expresión de cariño. El amor-comunión da sentido a los otros dos aspectos del amor. Es también el único que confiere solidez y fidelidad a la unión de dos personas. El amor-comunión lleva a los que así se aman a sentirse responsables el uno del otro hasta el punto de ofrecerse una fidelidad sin retorno.

El amor humano no satisface nunca plenamente. Por eso muchos hombres y mujeres se quejan muchas veces de soledad, a pesar de sentirse debidamente casados. Es que el corazón humano aspira a una unión tan estrecha con el compañero amado, que no consigue realizarla casamiento alguno. En cada uno de nosotros hay una sed tan inmensa, que ningún agua de ningún pozo consigue saciar. Cristo habla de esa sed misteriosa a la mujer con la que se encontró junto al pozo de Jacob: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva... El que beba del agua que yo le diere no tendrá sed jamás" (Jn 4,10-14).

El amor de Dios no es incompatible con el amor humano. Al contrario, un amor humano bien logrado puede ser una escuela admirable de aprendizaje del amor de Dios. El hombre y la mujer pueden descubrir con facilidad el camino para un auténtico y profundo amor a Dios. Por otra parte, la finalidad más sublime del amor humano consiste en servir de escala para llegar hasta el amor de Dios.

La página más hermosa de la Sagrada Escritura sobre el amor es la que escribió el evangelista san Juan. Aparece en su primera epístola, capítulo 4, versículos 7 al 21. Para evitar al lector el trabajo de buscar este texto, lo recogeré aquí por entero. Es una cita un tanto larga, pero tengo la seguridad

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de que el lector se alegrará de recordarla por completo y meditarla brevemente: "Queridísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios; y el que ama, ha conocido a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo, para que nosotros vivamos por él. En esto consiste su amor: no somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino Dios el que nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridísimos, si Dios nos ha amado de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Jamás ha visto nadie a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros, y su amor en nosotros es perfecto. Por esto conocemos que estamos con él y él en nosotros: porque él nos ha dado su Espíritu. Nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado a su Hijo, el Salvador del mundo. El que confiese que Jesús es el hijo de Dios, Dios mora en él, y él en Dios. Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído. Dios es amor, y el que está en el amor está en Dios, y Dios en él. En esto consiste la perfección del amor en nosotros: en que tenemos confianza absoluta en el día del juicio; porque como es él, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor: por el contrario, el amor perfecto desecha el temor, pues el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor. En cuanto a nosotros, amémonos, porque él nos amó primero. Si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. El que no ama a su hermano, que ve, no puede amar a Dios, que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano" (1 Jn 4,7-21).

El primero y el segundo mandamiento de Dios se refieren a una necesidad básica del hombre. El hombre puede incluso definirse como el ser hecho para amar y ser amado. El hombre que no ama, o está enfermo o es anormal. Por consiguiente, los dos primeros mandamientos de Dios, como, por otra parte los ocho restantes del decálogo, tienen que ser interpretados como una paternal explicitación de Dios añadida a algo que es obvio. Constituyen algo así como la moral impresa en el corazón del hombre. Al consignarlos explícitamente a la humanidad, el Señor no quiso hacer otra cosa más que expresar su paternal preocupación por nosotros. Se trata de

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un gesto semejante al de la madre que previene a su hijo sin demasiada experiencia de ciertas imprudencias peligrosas. Los mandamientos son amables advertencias del Señor a sus hijos queridos. No quiere que nos suceda ningún daño.

Escuchar y acoger la llamada del Señor es dejarse atraer hacia él para amar y dejarse amar. La acogida y la atención a la invitación de Dios es lo que constituye nuestra disponibilidad al Señor. Este es siempre el primer gran paso en el camino de la conversión. La persona disponible se ofrece diciendo: "¿Qué debo hacer, Señor?" (He 22,10). Una actitud semejante ante el Señor toma todo aquel que decide con sinceridad mejorar su vida de oración. Esa decisión lleva consigo un cambio interno. Y éste produce un cambio en el comportamiento de la persona.

10.4. Volver al corazón

"Tened cuidado, hermanos, que no haya entre vosotros un corazón tan malo e incrédulo que se aparte del Dios viviente" (Heb 3,12).

"...Cantaré, tocaré para ti. ¡Alma mía, despierta!..." (Sal 57,8-9).

El hombre es un misterio para sí mismo en todas sus dimensiones. Se ignora a sí mismo. En su intimidad duermen energías y potencialidades desconocidas. El apenas sospecha la existencia de unas enormes posibilidades que se manifiestan discretamente bajo la forma de vagos deseos, de extrañas ambiciones, de confusos anhelos... El hombre inteligente permanece vigilante y atento a lo que acontece en su enigmático mundo interior. Siente un impulso irresistible para la realización de sí mismo mediante la actualización de sus energías interiores.

Uno de los múltiples impulsos que el hombre siente vela-damente es el de realizar su tendencia natural hacia aquello que trasciende su realidad física y psíquica. Sabe sin saber cómo lo sabe, con certeza absoluta y sin poder invocar pruebas concretas, que su último destino se localiza más allá de la realidad material que lo circunscribe. Por eso se agarra con uñas y dientes a cualquier manifestación de ese otro mundo

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en un atan incontrolable de hacer un poco de luz sobre él. Quiere ver claro para comprenderse mejor a sí mismo y a ese mundo exterior en que está inmerso.

Pero un día apareció la Luz. Apareció hace ya muchos siglos. Empezó ya a brillar en la aurora de la historia del hombre sobre la tierra. Y va creciendo continuamente en intensidad con el correr de los tiempos. Hace dos mil años tuvo lugar el repentino explotar de un nuevo día. Nació una nueva estrella, de brillo excepcional, semejante al del sol; lo llamaron el "Sol de justicia". Era un niño parecido en todo a los demás niños. Maria, su madre; Isabel; José, su padre adoptivo; los pastores; el anciano Simeón; la profetisa Ana; los Magos... vieron en él algo diferente, una diferencia fundamental. Más tarde, cuando ya fue mayor, aquel niño afirmada de sí mismo: "Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). Juan lo describe en el prólogo de su evangelio: "En él está la vida, y la vida es la luz de los hombres... Era la luz verdadera, que con su venida a este mundo ilumina a todo hombre" (Jn 1,4-9).

Volver al corazón es descubrir la "Luz" en lo más íntimo de sí mismo, en la profundidad de nosotros mismos, en donde podemos orar verdaderamente. Muchas veces este descubrimiento tiene lugar en medio de una sencilla pero auténtica experiencia religiosa: el descubrimiento del modo de tratar familiarmente con el Señor en una relación de amistad. El amor y la amistad crean un estado interior característico, hecho de tensiones normales relacionadas con el amigo. Son precisamente estas tensiones las que permiten el diálogo permanente con la persona amada. El que ama de verdad al Señor acaba descubriendo más pronto o más tarde la manera de conversar continuamente con él en lo más hondo de su corazón. Todos los santos conocen esta experiencia singular y absolutamente personal de un trato familiar, sincero, sentido, ameno y comprometido con el Señor. Este saber conversar familiarmente con el Señor caracteriza la vida del que sabe orar. Este aprendizaje resulta tanto más fácil cuanto mayor es la facilidad de la persona para relacionarse afectivamente con sus semejantes. Es que el mecanismo psicológico mediante el cual se relaciona afectivamente con los demás hombres es el mismo que le permite relacionarse familiar-

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mente con el Señor, más amado que cualquiera de las personas amigas.

¿Y cómo es la conversación familiar con el Señor? En la vida de algunos santos, como, por ejemplo, Teresa de

Jesús, esta conversación asume el tono general y el estilo del modo de conversar de la santa con las personas con quienes convive. Cuando hablo de esto en mis cursos de psicología de la oración casi siempre hay algunos que manifiestan sus dudas de que esta manera de hablar interiormente con "algún" otro, que también habla conmigo, no sea nada más que la conversación del sujeto consigo mismo. El "otro" sería tan sólo la proyección de la conciencia del sujeto. Por eso, las cosas no pasarían de ser una piadosa ilusión.

En mi libro Cuando el hombre ora " hablo de este problema. Me refiero allí a tres tipos distintos de diálogo, y presento también un ejemplo de cada tipo: el diálogo normal consigo mismo, el diálogo patológico con un "otro" fantástico y el diálogo místico. Respecto al diálogo místico quiero explicar que realmente es probable que la palabra viva del Señor en una conversación familiar con él nos venga de manera normal a través de nuestra propia conciencia. Si no fuese así, pregunto, ¿de qué otro modo podría el Señor manifestarse personalmente a alguien? Para mí, todo se reduce a un problema de percepción iluminada por la fe.

De hecho, el misterio revelado de la inhabitación es una proposición de fe. Dios habita en el alma del justo: "Si alguno me ama, guardará mi doctrina, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,23). Esta es la contundente respuesta de Jesús al apóstol Judas, que le pedía explicación de esta otra afirmación sorprendente: "Al que me ama lo amará mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

¿Quién podrá dudar todavía de la posibilidad de conversar familiarmente con el Señor de modo místico? La fe simple y encarnada nos dice con claridad de mediodía que el Señor habita realmente en nosotros. Vivimos íntimamente unidos a él. Estamos más cerca de él que el hijo en el regazo de su madre. Mediante un gran amor hacia él nuestra alma puede transformarse casi en la misma sustancia de Dios.

47 PEDRO FINKLER, Cuando el hombre ora, Paulinas, Madrid 1984* 219-220.

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Si el Señor afirma tan perentoriamente que se manifestará a aquellos que lo aman, ¿por qué dudar de su palabra? Basta comprender la manera como se manifiesta el Señor al hombre. En la larga y maravillosa historia de su amor a los hombres —la Sagrada Escritura—, Dios se manifestó de muchas maneras a los que quería salvar. Sólo para recordar algunas de esas maneras, podemos citar: su conversación directa con Moisés, el ángel que habló con Abrahán, la misteriosa voz que salió de la zarza ardiendo, la voz que sonó como un trueno en el Sinaí, la columna de nube en el desierto, el vellocino de Gedeón, el sueño de Jacob, el de Samuel, el de José, esposo de María, etc. En los relatos que nos hace la Biblia de las manifestaciones de Dios, los destinatarios del misterioso mensaje del Señor siempre lo percibían claramente como tal. Lo que no está claro es el modo como el destinatario recibía el mensaje: si se trataba de un símbolo sonoro semejante al de la palabra hablada, que puede percibirse por el sentido del oído; o bien de un símbolo visual perceptible por la vista, como en el caso del sordo que lee la palabra en los labios de su interlocutor; o por otros signos a través de la interpretación de esos signos gracias a una clave especial, como en la moderna información cifrada; o por una misteriosa iluminación o impresión interior parecida a la del fenómeno telepático, que convence con tanta claridad y con tanta certeza como cualquier comunicación verbal.

Pero ¿podremos acaso dudar de la palabra del Señor: "Me manifestaré a él"? Si hay muchas maneras de manifestarse una persona, el Señor ciertamente encontrará siempre la manera justa de comunicarse de forma directa e inconfundible con quienes lo aman apasionadamente. Una de esas maneras posibles es, ciertamente, la conciencia del hombre. Tradicio-nalmente decimos que la "voz de la conciencia" es la "voz de Dios". ¿No afirmamos también que la conciencia no engaña? Manifiesta siempre la verdad cruda y desnuda del sujeto. En fin, parece ser que el problema de la percepción psicológica puede explicar de manera aceptable desde el punto de vista científico lo que ocurre en la intimidad del hombre de fe simple, profunda, auténtica y encarnada cuando a través de la atención y de la conciencia se pone en contacto directo con aquel que ama y que sabe que se encuentra junto a él, muy próximo, en la intimidad, casi confundido

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con él, de forma semejante a la situación simbiótica del niño que va a nacer en el vientre de su madre. En todo caso, esto es muy misterioso, tan misterioso como el propio Dios. A quien cree con fe simple le basta saber que esos hechos existen. Se contenta con constatarlos experimentalmente. Para él son evidentes, porque los vive a nivel espiritual o de conciencia interior por medio de los sentidos internos, del mismo modo como vive las cosas, las situaciones y los acontecimientos del mundo exterior por medio de los sentidos exteriores a nivel de la conciencia exterior. El hombre de fe auténtica no necesita de explicaciones científicas para comprender los fenómenos de la vida mística. El no los deduce a través de raciocinios lógicos, sino que los capta directamente como hechos y los comprende a la luz de la realidad profunda de su ser trascendente. Algo así como ocurre con el niño, que ve el mundo y las cosas que lo rodean a través de su naturaleza pura, no deformada por toda clase de prejuicios, de distorsiones y de falsificaciones de la realidad objetiva. El hombre puro, tal como salió de las manos de Dios, es un poco como el "principito" de Saint-Exupéry. Su visión del mundo es diferente. Es más objetiva. No usa lentes deformadoras, creadas bien por necesidad de autodefensa, bien por política de ambiciones egoístas. El hombre simple y puro percibe de modo palpable realidades completamente intangibles al hombre carnal, encerrado en la gruta de su impenetrable racionalidad. "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8).

En fin, creo que es interesante explicar que, de acuerdo con la psicología humana, un amor realmente humano y profundo del hombre puede existir normalmente sólo en relación con un padre, una madre, un hijo, un hermano, un amigo, una esposa o un esposo. La espiritualidad femenina subraya la idea de matrimonio místico. En este caso la mujer desarrolla en el nivel espiritual una relación de afectividad matrimonial con el Señor. Tal es el caso de santa Teresa de Jesús y de otras muchísimas mujeres santas de todos los tiempos. Sienten y viven el amor al Señor como una esposa apasionada con su esposo.

De acuerdo con su condición humana y con la psicología que le es propia, el hombre desarrolla con Cristo un amor de hijo para con su padre, de hermano para con su hermano, de

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amigo para con su amigo. El hombre sólo puede apasionarse normalmente como niño si se apasiona por su padre o por su madre, esto es, por el cariño maternal de Dios para con el hombre, como por un hermano o como por un amigo.

El hombre normal sólo puede amar como hombre. La mujer normal sólo puede amar como mujer. Esto es válido tanto a nivel puramente humano como a nivel espiritual o místico.

10.5. Dios es amor

"Padre, yo quiero que también los que me diste estén conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, la que me has dado, pues me amaste antes de la creación del mundo" (jfn 17,24).

"La plenitud de la ley es el amor" (Rom 13,10).

El aspecto maravilloso de Dios es la definición que de él da san Juan: Dios es Amor. Amor fecundo que engendra otros amores. Dios nos ama. Nos ama incondicionalmente, tal como somos. No pone ninguna condición para amarnos. Nos ama, y tan sólo quiere que reconozcamos esta maravillosa realidad. El que la descubre no puede menos de dar una respuesta igualmente al amor. El hombre es así. Su naturaleza exige que ame y se sienta amado. Sabe también, por experiencia, que los amores humanos son siempre muy pobres y limitados. Siempre lo dejan insatisfecho. Sólo Dios puede plenificar ese deseo inmenso de amar y de ser amado.

La historia sagrada es, en definitiva, la maravillosa historia de la revelación del amor de Dios por nosotros. Fue únicamente por amor a los hombres como Jesucristo se hizo uno de nosotros. Y ésa fue la manera que encontró para estar más cerca de nosotros, para convencernos de su inmenso amor y de su gran misericordia. Esta evidencia aparece mucho más clara en los evangelios que en las más profundas lucubraciones filosóficas o teológicas.

Desde el punto de vista espiritual, la trascendencia del hombre tiene que entenderse como su capacidad y su necesidad de expansionarse en un amor distinto de aquel que sólo cabe en los estrechos límites de su dimensión carnal. "Nuestra vocación a la vida sobrenatural nos hace entrar en comunión con este misterio de amor"48.

18 G. LEFEBVRE, Sencillez de la oración, Narcea, Madrid 1979, 16.

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El Señor nos ama con justicia porque es infinitamente justo, o sea, verdadero. Su amor para con los hombres siempre se manifiesta en un clima de la más estricta verdad. Exige también que nuestra relación de amor con él se desarrolle dentro de la verdad más absoluta.

Cuando alguien descubre la verdad del inmenso amor que Dios nos tiene, toda su vida empieza a sumergirse en este misterio, produciendo una transformación más profunda de su comportamiento. Debido a su gran amor para con nosotros, Dios nos envuelve por completo en su cariñosa presencia. Todas las cosas que nos rodean están impregnadas de esta amorosa presencia divina. Esta fe fue la que permitió a san Francisco de Asis relacionarse tan cariñosamente con todas las criaturas. Para él, las personas, los animales y las cosas reflejaban la amable presencia del Señor.

Todos nos sentimos naturalmente inclinados a orar. Lo difícil, para la mayoría de las personas, es permanecer recogidos durante algún tiempo. Lo cierto es que la oración se descubre en el recogimiento.

Vivir en la presencia de Dios es una experiencia extraordinariamente rica y agradable. Un tesoro y un manantial de paz verdadera que vale la pena explotar. Orar y vivir en la presencia de Dios no es un ejercicio intelectual ni un trabajo de reflexión mental, como el estudio de una idea... Es más bien una sencilla y silenciosa atención a Dios.

El camino de la oración consiste en "el silencio de la fe, en el desprendimiento interior del alma que siente su pobreza total y que, por eso mismo, se entrega sin reservas a Dios en un acto de abandono, de sumisión y de profunda humildad delante de él"49. Para explicar su vida íntima, santa Teresa de Jesús habla de simple y estrecha unión con Dios en un abandono casi natural a todos sus deseos. Vivía con la constante impresión de no estar nunca sola, sino de encontrarse junto al Señor, en sus manos, permitiendo al Señor hacer con ella lo que quisiese.

En el estado contemplativo la persona vive de modo simple, puro y profundamente feliz. Exteriormente no hay nada de extraordinario. Está con Dios, y basta. Vive con él, en sus manos. Permanece así espontáneamente, lo mismo que el niño en presencia de sus padres. No tiene ninguna necesidad

•» IB 23.

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de recordar la presencia del Señor, porque tiene una conciencia permanente de esa divina presencia.

Las prácticas de oración son medios que se dirigen hacia el estado de oración. Este es el modo de ser de aquel que vive conscientemente la amorosa presencia de Dios. Se trata de la persona que suele designarse como el contemplativo en acción, el cual, estrictamente hablando, no tiene ya necesidad de hacer prácticas de oración. Sin embargo, por causa de sus hermanos, aquel que ya alcanzó ese permanente estado de oración no se niega nunca a participar de las prácticas de oración comunitaria. La caridad fraterna y el apostolado interno de la fraternidad así lo exigen.

Dios no es una meta que haya que alcanzar por nuestro esfuerzo. No. Es un punto irresistible de atracción. Nos atrae lo mismo que el sol atrae a la planta en crecimiento. Nos llama. Lo facilita todo para alcanzarnos, para cogernos, para unirse a nosotros con un indisoluble vínculo de amor. Nos suplica que no huyamos de él. Sostiene nuestros pasos vacilantes y estimula nuestras fuerzas, nuestra buena voluntad en dejarnos amar por él.

Cuando se habla del amor de Dios, el primer descubrimiento de esta realidad es el amor del Señor a nosotros. La segunda realidad es la respuesta que somos capaces de dar al Señor, que nos ama. Ser feliz es vivir en el amor. La felicidad se encuentra únicamente en el amor. Feliz espiritualmente es aquel que se siente saciado del amor de Dios.

El conocimiento de la bondad, de la misericordia, de la paciencia del Señor con nosotros nos convencen de la grandeza de su amor; un amor que no hay nada que detenga, a no ser el rechazo auténtico de ese amor por parte del hombre. Ante aquel que rechaza a Dios, el Señor ya no puede hacer nada. Se encuentra con las manos atadas. Se siente como un amigo, un compañero o un padre expulsado de su propia casa por aquel a quien ama hasta el extremo. Arrojado en medio de la calle, el Señor no se va maldiciendo a los que le han rechazado. ¡No! Ama tanto a los pecadores y a los que resisten a sus invitaciones al amor, que permanece junto a la puerta de quienes lo rechazaron, lo más cerca que puede de ellos, y sigue llamando..., llamando..., esperando el más pequeño signo de acogida, esperando siempre volver a aque-

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lia casa. El amor no se impone. El amor se ofrece; y se le acepta o rechaza libremente.

El Señor nos ama tanto, que nos observa con mucha atención, como si quisiera descubrir cualquier indicio de buena voluntad para responderle. Y cuando descubre ese punto de sensibilidad en nosotros, procura robustecer y orientar hacia él ese sentimiento. Procura acercarse con delicadeza y nos muestra su cariño para conquistarnos. Evita cualquier presión que nos asuste. No nos exige ningún sacrificio demasiado grande antes de estar seguro de que ya hemos crecido lo suficiente para hacerlo con generosidad. Cualquier gesto de buena voluntad de nuestra parte, de humilde aceptación de las dificultades del camino que conduce hasta él, tiene ya para él el significado de una búsqueda nuestra, de un deseo nuestro de amarlo. Semejante actitud nuestra para con él es a sus ojos como una señal de que lo queremos. Este hecho de la historia misteriosa que tiene lugar entre el hombre y Dios es para el Señor un motivo de júbilo mayor que la alegría que le causan los amigos que ya están junto a él. Al encontrar a la oveja perdida, el Señor dice: "¡Alegraos conmigo, porque he encontrado mi oveja perdida! Pues bien, os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia" (Le 15,6-7).

La más pequeña señal de amor de Dios significa ya cierto grado de adhesión a él. A partir de ese momento el Señor no se cansa de estrechar ese amor con los hombres.

Es lo mismo con todos. La misma historia. Bastaría comprender debidamente este misterio de la gracia actuando en nuestros semejantes para despertar en nosotros un enorme respeto y un profundo amor fraternal para todos los hombres.

El Señor trabaja en nosotros, nos transforma continuamente a través de unos amorosos vínculos de delicada amistad. Amistad solícita hecha de la más cariñosa presencia para ayudarnos a crecer cada vez más en amor y en unión con él. Para que pudiéramos comprender algo de ese tierno amor de Dios para con nosotros, él quiso amarnos con un corazón de carne igual al nuestro. La Sagrada Escritura es, en este sentido, una larga y minuciosa descripción de la amorosa sensibilidad del corazón del Señor para con nosotros. En cada una de las páginas del evangelio se vislumbra este aspecto mater-

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nal del corazón de Cristo. A través de esas actitudes aparentes de Cristo en su relación con los hombres puede vislumbrarse el misterio insondable que es el amor de Dios o de aquello que es realmente el Dios de Amor.

El amor humano, por más hermoso y digno que sea, no satisface nunca el corazón del hombre. Lo que busca, en realidad, es la unión con Dios.

Amar significa siempre poner algo en común, poner lo mejor que se tiene: el ansia de la verdad de sí mismo y de los demás. Sólo en Dios se encuentra la verdad completa. Por eso amarnos unos a otros es, en realidad, amar juntos al Señor. Cuanto más unidos estemos con Cristo, tanto más penetraremos en el misterio de su relación con el Padre. Entramos en comunión con Dios. A partir de ese momento empezamos a respirar una nueva vida. Un amor es auténtico cuando consigue expresarse en los actos comunes de la vida. Es un germen de vida que anima al hombre entero y a todo cuanto el hombre toca. Es el fondo de donde se derivan todas sus actitudes internas y externas.

Desde el principio Dios se manifestó como aquel que nos ama. Vino después Jesucristo enviado por el Padre para convencernos de una forma irrefutable de que Dios nos quiere, nos llama, nos atrae, nos busca continuamente para que estemos con él.

Hay unos que lo aceptan y otros que no quieren saber nada de ello. Ser cristiano es aceptar la invitación al amor. Es dejarse amar por el Señor y corresponder de todo corazón a ese cariño incomprensiblemente gratuito. Dejarse amar es permitir que el amor del Señor invada nuestro corazón. El cristianismo es amor. Donde no se ama no hay cristianismo.

La vida del que ama se transforma en un documento vivo de esa maravillosa experiencia. Las pruebas del que ama están documentadas en su propia vida. Esta es su característica y encierra también unas exigencias. La primera de ellas es la de no ofender nunca al amado. "El amor de Dios consiste en guardar sus mandamientos" (1 Jn 5,3). El que no ama no puede dejar de preocuparse de hacer la voluntad y de cumplir los deseos de la persona amada. Procura también ayudar a los demás para que no cometan ningún pecado. Toda su atención está fija en aquel que constituye su único bien. El beato Marcelino Champagnat, fundador de los hermanos

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maristas, solía repetir: "Ver cómo se ofende a Dios y cómo se pierden las almas es una cosa que no puedo soportar y que me desgarra el corazón". Se trata de un lenguaje natural en labios de una persona que ama tiernamente al Señor.

La caridad exige comprender la fragilidad humana. "El amor de Dios se expresa en un amor total al prójimo" 50. Pero el pecado, es decir, la libre y voluntaría desobediencia a Dios, deprime y hace sangrar el corazón de los que aman verdaderamente al Señor. Lloran con Jesús al constatar semejante ingratitud y falta de delicadeza para con aquel que nos ama y busca tan sólo nuestro bien. "Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados. ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!" (Mt 23,37).

Están los que aman, esto es, los que viven el amor. Y están los que hablan de amor y escriben sobre el amor. Para decir que el amor es importante, que el amor es hermoso o para escribir elocuentemente sobre cualquier aspecto de la vida espiritual basta con tener alguna información y alguna capacidad oratoria o literaria. Esos testimonios, en realidad, dicen muy poco o quizá nada de la realidad interior del sujeto. El amor no es para ser expresado, para ser contado o descrito. El amor se vive. Solamente aquellos que lo viven con un profundo sentimiento de unión y de admiración por una luminosa realidad interior conocen de hecho su sublimidad maravillosa. El que ama de verdad generalmente no sabe explicar la misteriosa relación que existe entre él y el ser amado. Ni la magia de las lágrimas, de los suspiros, de los gestos, consigue iluminar lo que ocurre de veras. Un gran amor a Dios es una inefable experiencia interior, que tan sólo conocen los respectivos amantes: el alma y Dios.

Cada uno tiene su carisma. Escribir y hablar con elocuencia sobre el amor, cuando corresponde por lo menos a un anhelo profundo y sincero del escritor, puede ser un instrumento importante de apostolado: catequesis, formación, as-cesis... Pero lo que de verdad doblega y arrastra es el ejemplo persuasivo de la vida de aquel que vive el amor de Dios. Venga de quien venga —un niño, un adulto analfabeto, una

™ SANTIAGO AI.BERIONE, Scritti... Alia Sorgente, Suore Pastorelle, 1969, 61.

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persona culturalmente ignorante, un religioso erudito, una persona anónima o cualquier don nadie...—, el testimonio de vida de la criatura enamorada de Jesucristo influye en la historia individual de los que entran en contacto con él. Un verdadero "santo" transforma una familia religiosa, una ciudad, un país...; transforma el mundo.

Cuando se habla de amor a Dios, a Jesucristo, a la Virgen María, no hemos de pensar en el lánguido amor humano que une a las personas apasionadas. El verdadero amor espiritual es diferente. No resulta fácil de comprender. Tiene que entenderse como un sentimiento de adhesión fuerte a un valor que seduce por sí mismo y engendra algo precioso: una nueva vida espiritual. La persona animada de ese amor es incapaz de ofender al ser amado, al Señor. Es totalmente suya. Acepta a todos, ama a todos, pero sin apegarse a nadie. Sólo a Dios, amado sobre todas las cosas. El único tesoro del que se afirma con toda sinceridad: es mi único Bien, mi Todo... Si nosotros, los religiosos, no ardemos de amor al Señor, los hombres se morirán de frío.

"Ama y haz lo que quieras" (san Agustín). Sí; si amas, serás libre con aquel que amas. El que ama es incapaz de ofender al amado. Sabe siempre lo que tiene que hacer o evitar para agradarle. Incluso vive continuamente con cierto temor de causarle alguna vez algún pesar sin quererlo. El que ama se preocupa del amado. Hace bien todo lo que hace.

El que ama a Dios, lo ve en todas las cosas que hace por él. De alguna manera, el Creador está realmente en todas sus criaturas. El amor a Dios suscita la caridad para con el prójimo. La caridad que nace del amor a Dios es la más sublime. Es mucho más que una simple filantropía. Desprenderse de algo necesario para dárselo a otro es la cima más alta de la caridad. El que ama realmente a su prójimo por amor a Dios encuentra siempre motivos, ocasiones y medios de sacrificarse a fin de aliviar a los que sufren. La caridad es más sublime que el amor entre hermanos de sangre.

Nadie mejor que Juan y Pablo percibieron que Dios es amor. El primero canta de forma maravillosa ese amor en su primera epístola. El segundo entona ese mismo himno con otras palabras, sobre todo en dos de sus epístolas: la que escribió a los hebreos y la que dirigió a los gálatas.

Jesucristo es la manifestación más elocuente del amor de

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Dios a los hombres. Nuestra disponibilidad para escuchar y para acoger esta maravillosa Palabra-de-amor es la primera y la más urgente de las tareas que hemos de realizar. Amar es la reacción espontánea del que acoge ese grito de amor del Padre. Este es el fruto natural de cualquier encuentro verdadero con Cristo.

Con la ingerencia palpable de Dios en nuestra historia humana, ésta ha adquirido ya definitivamente un sentido. Responder a esta llamada de amor de manera adecuada es completar este sentido de la existencia personal y participar personalmente en la construcción de la historia del mundo. De hecho, el Señor ama a cada uno de los hombres en particular de modo absolutamente único e irrepetible. Es como si cada uno de nosotros fuese su hijo único. El primer mandamiento es una llamada individual y no colectiva para el amor: "Amarás al Señor, tu Dios..." El Señor quiere establecer una alianza estrictamente personal con cada ser humano en particular. En la medida en que cada uno de nosotros reconozcamos esta relación individual de amor con el Padre, podremos también descubrirnos como hermanos.

El que descubre experimentalmente que Dios lo ama de forma única y personal comienza poco a poco a sentir la necesidad de purificarse, de adornarse y de transformarse como una natural urgencia de corresponder a un amor tan grande.

Rezar es entrar en el silencio de Dios para el encuentro amoroso. El Señor se manifiesta en ese silencio interior. El silencio interior que permite escuchar la palabra de Dios es algo así como una música interior hecha de dos amores que se comprenden y que se dicen mutuamente su amor.

"Siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuan grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar; porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo'"'1. Y continúa la misma santa Teresa de Jesús:

51 SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 22,14, en Obras completas, o.c, 103.

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"Gran cosa fue haberme hecho (Dios) la merced en la oración que me había hecho, que ésta me hacía entender qué cosa era amarle" ,2.

El amor del Señor nos transforma. Renueva algo de nuestras actitudes más íntimas. El nos sacia. Nos lleva a ver las cosas de otra manera, de una forma más clara: se trata de la fe en el amor con que el Señor nos ama.

Si uno se decide a seguir al Señor, lo único que le importa es su propia realidad: lo que el Señor piensa de él. ¿Y qué pensará el Señor de aquel a quien él mismo ha llamado porque lo ama? Se trata de una realidad capaz de absorber todas las preocupaciones de una vida. Saber que Dios me ama tal como soy y que me invita a que yo también lo ame, le imite, transformándome poco a poco en alguien semejante a él, es una realidad que no puede menos que comunicarme una gran seguridad.

¿Qué podremos hacer para responder condignamente a la honra de haber sido amados primero por él?

¿Cómo se puede amar a Dios? El único medio es descubrir primero cómo se ama al prójimo. El aprendizaje del amor a Dios es siempre una transferencia del aprendizaje del amor humano. Se ama a Dios del mismo modo con que se ama a una persona.

Existe una relación entre el amor y la alegría. Alegría verdadera es únicamente aquella que es posible disfrutar entre dos. Si se comparte, la alegría se duplica. Si dos personas amigas se ponen juntas a admirar algo, ese sentimiento las unirá más intensamente. De la alegría vivida con otras personas nace la amistad entre ellas. La frialdad de una reunión formal donde hay algún sentimiento positivo en común logra transformarse poco a poco en una alegría común.

La gran alegría, y prácticamente la única, de la persona que ama nace precisamente de este sentimiento de pertenencia y de unión. Lo encontramos en todo lo que nos recuerda la presencia divina. Y lo percibimos más intensamente en la oración. Este hecho explica la necesidad profunda de permanecer constantemente en estado de oración. Cuanto más ama una persona, tanto más busca la oración. Este es el medio habitual en el que realiza su equilibrio existencial. Para los hombres sencillos es fácil creer, amar, confiar, orar...

" IB 6,3, o.c, 41.

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10.6. El cariño de Dios

"Mirad los cuervos: no siembran ni siegan, no tienen despensas ni graneros, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros!" (Le 12,24).

"ijerusalén, Jerusalén!... ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas...! (Mt 23,37).

El hombre está naturalmente inclinado a buscar lo que le causa satisfacción. Esta satisfacción o la previsión de la misma es una motivación poderosa para la acción. Para que se comprenda como es debido lo que quiero decir y no queden dudas a este respecto, hay que hacer cuanto antes una distinción entre satisfacción y placer. Estos dos términos no son sinónimos, a pesar de que tienen algo en común desde el punto de vista semántico. Explicaré estas diferencias para que el lector no albergue dudas sobre el sentido de lo que vamos a decir.

Tomo la palabra "placer" en el sentido de sensación fisiológica agradable, producida por reacción de las terminaciones nerviosas de la superficie de las paredes externas e internas del organismo y de los vasos que lo componen. Todos los seres animados sienten esas reacciones y muchas veces las buscan para su deleite personal. En lenguaje psicoanalítico decimos que, para adaptarse a las situaciones con que se enfrenta, el niño se sirve instintivamente del principio del placer. Debido a su debilidad y a su falta de experiencia tiende espontáneamente a buscar situaciones que le causen placer y a rechazar las que le causan dolor. El hedonismo es la doctrina filosófica que hace del placer el objetivo de la vida. El hedonista cree que el hombre existe para gozar. Por esto rechaza a priori todo lo que suponga algún tipo de sufrimiento. El niño no es naturalmente hedonista; lo que ocurre simplemente es que no ha descubierto todavía el modo de adaptarse a su realidad aceptando voluntariamente cierta dosis de sufrimiento que, por otra parte, es inevitable. El adulto hedonista se porta como un niño. Vive fuera de la realidad de la vida de los adultos. El placer está ligado a los sentidos externos. La búsqueda desordenada de una satisfacción del placer de los sentidos se llama sensualidad.

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En el contexto del tema de la oración que exponemos en este libro utilizo el término "satisfacción" en un sentido que no tiene nada que ver con lo que acabamos de decir respecto al "placer". Rezar con satisfacción no es rezar con placer. La sensación agradable o desagradable, en principio, ni ayuda ni dificulta la oración. Esta es una realidad totalmente interior. Se realiza en el nivel de la inteligencia, de la memoria, de la voluntad, de la expectativa, del deseo, del sentimiento, de la intencionalidad..., activados por los sentimientos internos. La satisfacción es una experiencia interior que se siente a nivel del sentimiento. Se expresa a través de actitudes, de comportamientos y de conductas.

La Sagrada Escritura emplea ciertas palabras, como "delicia", "complacencia", "consuelo", "alegría"..., para describir el estado del alma del que experimenta una satisfacción interior. En su autobiografía —Libro de la vida—, santa Teresa de Jesús recurre abundantemente a expresiones como "gusto", "deleite", "gozo", "sabroso"... para describir el estado interior de felicidad que experimentaba en la oración. San Ignacio de Loyola, otro gran maestro espiritual, enseña igualmente: "No el mucho saber harta y satisface al alma, mas el sentir y gustar de las cosas internamente". Santa Teresa explica, además: "No está el amor de Dios en tener lágrimas ni estos gustos y ternura —que por la mayor parte los deseamos y consolamos con ellos—, sino en servir con justicia y fortaleza de ánima y humildad"".

La literatura tradicional de la espiritualidad manifiesta generalmente un gran pudor al referirse al aspecto positivo agradable de la experiencia interior ligada a la auténtica vida de oración. La describe tímida y recatadamente en términos con un sentido semántico un tanto ambiguo: consuelos, exultación... No es difícil percibir la tácita preocupación de purificar el fenómeno simple, puro y totalmente humano de cualquier connotación natural. Es como si siguiéramos viendo en el hombre un fenómeno dicotómico: medio animal y medio ángel, materia y espíritu. Es la dificultad de ver en el hombre una unidad psicosomática, según la feliz expresión que utilizó ya el papa Pío XII.

Parece ser que hoy tenemos ya una noción científica más

" IB 11,14, o.c, 61.

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completa del hombre. Las personas suficientemente informadas tienen dificultad en aceptar que todo lo que emerge de las tendencias naturales del hombre es básicamente malo. La idea tan curiosa y tan difundida entre los religiosos del pasado de que el sentimiento y cualquier experiencia interior en este nivel es inútil y hasta perjudicial a la vida de oración ha producido trágicas consecuencias en el plano espiritual. La convicción de que la vida de oración profunda es únicamente un don de la gracia ha bloqueado desastrosamente el crecimiento espiritual de muchas almas verdaderamente generosas. La oración de muchos se ha reducido a ser un esfuerzo mental de comprensión intelectual de los misterios de Dios. Muchos de estos misterios pueden, ciertamente, ser entendidos, sin que a pesar de ello consiga entenderlos la inteligencia.

Amar tiernamente al Señor es permanecer siempre a su lado suceda lo que suceda. El nos ama como un padre o como una madre, que se encuentran tanto más cerca del hijo cuanto más necesita su hijo de ellos.

La ley del Señor se resume en el amor. El nos amó como jamás podrá amarnos ningún otro. Y él también nos enseñó cómo podemos amarlo.

En espiritualidad, la palabra "corazón" significa siempre la capacidad de acoger, de expresar ternura y misericordia. Mejor que cualquier otro corazón humano, el corazón de Jesús es capaz de expresar bondad, amor a los pequeños y humildes, piedad por los pobres, por los que sufren. El amor de Dios a los hombres lo llevó a olvidarse de sí mismo, a entregarse a la muerte de cruz para salvarlos. Desde siempre, la gran preocupación de Dios es la de salvar a sus hijos de la muerte eterna. Ningún poeta es capaz de cantar en versos de forma exhaustiva la grandeza, la profundidad, la maravilla y la sublimidad del amor que el Señor nos tiene.

"Cuando Israel era niño, yo le amaba, y de Egipto llamé a mi hijo... Y yo enseñaba a Efraín a caminar, le llevaba sobre mis brazos, mas no han comprendido que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor; y fue para él como quien alza a un niño sobre mi propio cuello y se inclina hacia él para darle de comer... Mi corazón se vuelve dentro de mí, y todas mis entrañas se estremecen. No actuaré según el ardor de mi ira, no destruiré más a Efraín,

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porque soy Dios, no un hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no me gusta destruir" (Os 11,1.3-4.8-9).

La vida no siempre les resulta fácil a todos. No hay quien no tenga que enfrentarse algunas veces con la experiencia de la frustración, de la decepción, de la tristeza, de la rebeldía... Después de cada fracaso hay que volver a comenzar con nueva esperanza y con nuevo entusiasmo. En este juego de columpio de la vida sufren menos aquellos que, a pesar de todo, permanecen siempre muy unidos al Señor. Reviven continuamente la maravillosa experiencia de su perdón y de su paternal estímulo: "Volviéndose Jesús y viéndola, dijo: 'Animo, hija, tu fe te ha salvado'" (Mt 9,22). El conoce nuestra debilidad humana y nuestra buena voluntad. Por eso nunca niega su perdón y su auxilio.

La idea del perdón de Dios es central en la vida del que quiere progresar espiritualmente. Confía en que Jesús no lo abandonará en ningún caso. Por eso se esfuerza con su mayor buena voluntad por caminar paso a paso a su lado. Las dificultades se viven como la purificación inevitable en la travesía del desierto. Es que el camino hacia la tierra de promisión pasa siempre por el desierto. En la experiencia del desierto es donde la persona se da cuenta de la necesidad que tiene de ser purificada. El desierto va purificando y renovando la vida.

El sufrimiento y la miseria son momentos privilegiados en la historia de todas las almas que buscan lealmente al Señor. Favorecen la toma de conciencia del pecado y el retorno sucesivo a Dios. El Señor ama siempre al pecador y lo invita a volver a su lado por muy lejos que se encuentre. Su misericordia no conoce límites. Hace todo lo que puede por salvarlo. "Viendo a las muchedumbres, se apiadó de ellas, porque estaban cansadas y decaídas como ovejas sin pastor" (Mt 9,36). Por eso es tan importante no desanimarse jamás. No desesperarse, por muy negra que sea la situación personal. Confiar siempre, a pesar de todo.

El Señor nunca nos abandona, precisamente por la enorme compasión que tiene de nuestra debilidad y limitación. Su felicidad está en escuchar nuestros gritos de socorro. El mismo nos reveló la buena nueva de la salvación de todos los que se consideraban perdidos; nos dijo que había venido para sentarse con ellos a la mesa y comer del mismo plato;

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a curar a los enfermos, a invitar a seguirlo a todos sin excepción...

Para sentirnos perdonados basta con mirar a Jesús crucificado y muerto por nuestra salvación; tomar conciencia de que él dio su propia vida por nosotros. A nosotros, pobres pecadores, nos repite, no ya una vez, sino todas las veces que sea necesario: "Por lo cual te digo que, puesto que ha amado mucho, le son perdonados sus muchos pecados. Al que se le perdona poco, ama poco. Y dijo a la mujer: 'Tus pecados te son perdonados'" (Le 7,47-48). "Entonces se alzó Jesús y le dijo: 'Mujer, ¿dónde están? ¿ninguno te condenó?' Y ella contestó: 'Ninguno, Señor'. Jesús le dijo: 'Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más'" (Jn 8,10-11). A todos los ladrones y asesinos del mundo sinceramente arrepentidos de sus crímenes les sigue repitiendo: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Le 23,43). A todos los Zaqueos que reconocen su estado de pecador les contesta: "Hoy entró la salvación en esta casa, por cuanto también éste es hijo de Abrahán. El hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Le 19,9-10).

El perdón del Señor restituye al corazón del hombre la salud, la paz y nuevos alientos para amar. Es siempre un comenzar de nuevo, un rehacer lo que había sido destruido por la infidelidad. Porque nuestro Dios es simplemente rico..., muy rico en misericordia. El que ama y se siente perdonado no resiste al deseo de un encuentro diario personal y muy íntimo con él en la soledad del silencio.

Volver a comenzar es repetir siempre el mismo camino: pedir perdón por las infidelidades, fijar luego la mirada sobre él, acercarse a él con la mayor confianza que podamos, contemplar, escuchai y amar. Dejarse amar por él. Su luz y su fuerza acaban invadiéndonos. Su amor nos transforma poco a poco en personas que se parecen cada vez más a él. No se puede ir a Dios a fuerza de actos de voluntad. El camino estrecho que conduce directamente hasta él pasa siempre por una respuesta personal y sincera al amor con que él nos ama siempre el primero.

Volver siempre a comenzar es no desanimarse nunca. No siempre resulta fácil recomenzar a amar como cuando se era joven y se creía ciegamente en el amor como la cosa más bella e importante de la vida. Volver a comenzar a amar a los

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que nos ofendieron y nos perjudicaron con mayor o menor gravedad. Volver a comenzar a ser generosos y entusiastas como a los veinte años. Volver a comenzar a orar con confianza infantil en el Padre bueno del cielo. Volver a comenzar a venerar a la Virgen María con cariño de adolescente...

Para volver a comenzar quizá deberíamos liberarnos ante todo de tanto peso muerto como el que cargamos sobre nuestros hombros: esos pequeños apegos a tantas cosas, egoísmos infantiles, aislamiento en nosotros mismos...

No es cosa fácil volver a comenzar. Existe el deseo. Tampoco falta la buena voluntad. Pero... Muchos no consiguen reaccionar. Hay quien acusa a Dios de negligencia. Otros se dicen abandonados por Dios. Casi parece aflorar a veces el pensamiento blasfemo en los labios: "¡Y dicen que él es Padre!... ¿Qué he hecho yo para que me trate así? ¿De qué me ha servido amarlo?... ¿Ir a misa?... ¿Vale la pena esforzarse en ser fiel?... ¡Que no me hablen más de Dios!"

Reacción ignorante... de una persona sin fe y sin amor. Es el lenguaje de un rebelde. El sentimiento de rebeldía quizá sea una reacción normal. Pero de suyo no explica ni resuelve nada. Es necesario recordar que no es el Señor el que perjudica y hace mal a los hombres. El sólo quiere nuestro bien. El no es un sádico que se complazca en vernos sufrir. Al contrario. El Señor está siempre muy cerca del que sufre. No hay nadie que quiera ayudarle y aliviarle tanto como él.

Por eso apartarse del Señor porque las cosas no van bien es un comportamiento infantil. La persona de fe y con un mínimo de amor a Dios, en vez de huir del Padre, que es todo bondad y misericordia, se aferra a sus manos con más fervor, con más confianza. Y él no lo decepciona. ¡Experiméntalo!

¿Pero dónde podemos encontrar al Señor? Tú ya lo sabes, aunque quizá lo hayas olvidado. Por eso te

lo recordaré simplemente: 1. En la eucaristía. 2. En donde la comunidad o la familia está reunida para

orar, para trabajar, simplemente para estar juntos... 3. En la palabra de Dios. 4. En los pobres y en los más desamparados, tanto en la

comunidad como fuera de ella.

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5. En el Espíritu que nos anima cuando lo buscamos con corazón generoso.

Basta con vivir durante algún tiempo la experiencia del amor y del cariño del Señor para que no se olvide ya nunca. La auténtica experiencia de intimidad amorosa, tanto humana como mística, impregna el alma de modo indeleble. Si alguna vez has amado de veras al Señor y has experimentado su cariño, él ocupará ya para siempre un espacio importante en tu corazón. La unión con él continúa por encima de los años. Hay casos en que, cuando la unión se ha roto formalmente, el corazón del hombre empieza a sufrir una misteriosa depresión nerviosa que algunas veces puede llevar incluso indirectamente a una muerte lenta. No se juega con el amor. El amor es vida. El no amar es emprender un proceso de degradación en la vida espiritual, psíquica y física.

Pensar en el amigo incluso en el caso en que ya no es posible percibir su presencia física es revivir los buenos momentos pasados con él. Recordar es vivir. Es restablecer contactos perdidos. La añoranza puede hacer regresar a las fuentes de agua viva. ¡Cuántos religiosos más o menos desconcertados en tiempos de crisis existencial, al acordarse de la abundancia de la casa paterna —las anteriores experiencias de intimidad con el Señor—, empiezan a reflexionar y acaban tomando una decisión heroica: "Me levantaré y volveré junto a mi Padre"! (Le 15,18).

Hay experiencias vitales inolvidables. Dejan la sensación de continuidad. Puede darse la tentación de quedarse fijos en ellas en una actitud de inmovilidad psíquica. Quien tenga el coraje de volver a pensar y de revivir sus primeras experiencias de Dios que produjeron tales impactos, volverá a vivir en el presente las realidades perdidas en el tiempo. Hablar de esas experiencias vitales es traerlas al presente. Dan la impresión de una presencia viva del Señor, y no sólo de un recuerdo nostálgico de él. Descubrir experimentalmente la realidad de esa presencia antigua es volver a encontrar el camino perdido. "¡Oh, qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!" (Sal 122,1).

Cuando el Señor se oculta a nuestros ojos, dándonos la impresión de haberse retirado, la verdad es que no nos abandonó. Al contrario, prosigue su misterioso trabajo de educa-

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ción de nuestro espíritu. "Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

La parábola del buen pastor expresa de una forma extraordinariamente feliz los sentimientos de cariño que el Señor tiene con nosotros: "Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí. Como mi Padre me conoce a mí, también yo conozco al Padre y doy mi vida por las ovejas" (Jn 10,14-15).

No es necesario tratar con ovejas o con otros animales encantadores y queridos para comprender este lenguaje cariñoso, de dedicación y de entrega de sí mismo de Jesús. Amar de verdad es exponerse a cometer locuras por los que se ama. Es exponerse a muchos sufrimientos.

Contempla al Señor en medio de sus ovejas: el buen pastor. Es una imagen extraordinariamente hermosa para indicar una realidad mística más extraordinaria todavía. Jesús conoce y ama a sus amigos, a nosotros, que lo amamos apasionadamente. Para él somos lo más importante. El pagará por ello. Fue en un memorable Viernes Santo. Encima de una colina, en una cruz. Y todo aquello solamente por el hecho de que nos amaba.

Cuando el Señor nos invita a imitarlo, a que seamos buenos pastores unos con otros, se trata de una invitación para un riesgo definitivo. Sólo él nos puede enseñar el arte del buen pastor: arder de amor por su Padre y quemar la vida por sus hermanos.

¿Quieres hacer un pequeño examen de conciencia? — Recuerda las personas con las que tienes cierta respon

sabilidad de pastor. — ¿Los conoces realmente? — ¿Puedes decir que los amas de hecho? — ¿Das tu vida por ellos?

Pon ahora tus ojos en el Señor, tu buen Pastor y agradécele el ejemplo que te ha dado. Pídele ayuda para encarnarte también tú en una actitud semejante con las personas de tu pequeño rebaño. Dale igualmente gracias por todos aquellos que son para ti un buen pastor.

Jesús es para nosotros un buen Pastor de cariño insuperable. ¡Nos proporciona tanta alegría y tanto consuelo! "Primero había tenido muy continuo una ternura que en parte algo de ella me parece se puede procurar; un regalo que ni

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bien es todo sensual ni bien es espiritual... Para esto nos podemos mucho ayudar... en deleitarnos de ver sus obras, su grandeza, lo que nos ama, otras muchas cosas, que quien con cuidado quiere aprovechar tropieza muchas veces en ellas, aunque no ande con mucha advertencia. Si con esto hay algún amor, regálase el alma, enternécese el corazón, vienen lágrimas... Parece nos paga Su Majestad aquel cuidadito con un don tan grande como es el consuelo que da a un alma ver que llora por tan gran Señor; y no me espanto, que le sobra la razón de consolarse. Regálase allí, huélgase allí... Es cosa muy clara que amamos más a una persona cuando mucho se nos acuerda las buenas obras que nos hace... He aquí una joya que, acordándonos que es dada y ya la poseemos, forzado convida a amar, que es todo el bien de la oración fundada sobre humildad'"54.

Dios es fiel. No puede ser infiel. La infidelidad sería la negación de su divinidad. El es amor. Amor, por definición, es la propia fidelidad. El amor es el vínculo más fuerte y más profundo que puede existir entre dos personas. Cuando Dios ama no puede jamás dejar de amar. Jamás olvidamos a una persona a la que hemos amado de verdad. Por eso, el que alguna vez ha llegado a experimentar un verdadero amor al Señor nunca más podrá olvidarlo. Y por eso mismo nunca es posible sustituir a una persona por otra. De ahí la ventaja que tiene el amor virginal. El primer amor imprime en el alma unas huellas indelebles.

Sin embargo, la experiencia de un amor humano no incapacita para el amor a Jesucristo. Al contrario. En muchos casos el descubrimiento personal del amor humano facilita el amor a Dios. Me he encontrado con religiosos que se preguntaban: "¿Qué es amar a Dios?... ¿En qué consiste?... ¿Cómo se siente una persona que ama a Dios?... ¿Cómo se puede saber si se ama o no se ama a Dios?"... Para los adultos que tuvieron la fortuna de haber nacido en una familia donde se cultivaba el amor, las relaciones cariñosas, esas preguntas no tienen ningún sentido. Saben lo que es el amor porque pasaron por la experiencia de amar y de ser amados. Aquellos que, por error de educación, por problemas personales o por dificultades ambientales, no han conseguido vivir

M IB 10,2 y 5, o.c, 55-56.

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unas buenas y constructivas relaciones interpersonales tienen muchas veces dificultad en experimentar el amor de Dios. En ese caso, la experiencia de una auténtica y profunda amistad humana puede convertirse en una condición previa para el descubrimiento del amor de Dios. En todo caso, el que no ama a los hombres, ciertamente, jamás podrá amar de veras al Señor. Los sentimientos humanos de amistad y de fraternidad constituyen la puerta de entrada para el amor al Señor.

El amor compromete a la libertad tanto más cuanto más profundo es el vínculo de unión. El Señor nos ama con un amor infinito. Ha establecido un vínculo indestructible con nosotros. Nunca podrá ya desinteresarse de nosotros. El Señor reconoce esta verdad cuando, por boca de Isaías, afirma que una madre puede olvidarse del hijo de sus entrañas, pero que él jamás se olvidará de los que ama. Si los hombres no podemos olvidar a las personas que amamos real y profundamente, Dios es simplemente fidelísimo. El nos amó y nunca jamás podrá olvidarnos. A quienes lo odian y rechazan, el Señor los mira con profunda tristeza y preocupación, casi con desesperación, por no poder hacer nada por esos hijos desgraciados. La madre que no se separa del lecho en donde está agonizando su hijo es sólo una pálida imagen de la actitud de preocupación y de tristeza del Señor junto al pobre hombre que lo rechaza y se niega a su llamada de amor. Se trata de un misterio de profundidad insondable.

10.7. Amor y temor

"Os he dicho estas cosas para que tengáis paz conmigo. En el mundo tendréis tribulaciones; pero confiad, yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).

Santa Teresa de Jesús vivió de forma admirable la unión con Dios. Como era buena escritora, nos dejó excelentes obras literarias en las que glosa de una forma casi diría artística la relación de interdependencia que guardaban sus sentimientos de amor y de temor''''. Desde el punto de vista esti-

« SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de Perfección 40,1-3, en Obras completas, o.c, 270-271.

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lístico, los escritos de la santa son verdaderamente maravillosos. Al leerlos se tiene la impresión de estar hablando con la autora y de percibir directamente los sentimientos que resumían sus palabras. Al correr de la pluma, la santa vierte sobre el papel las emociones más íntimas de valentía, de firmeza, de simpatía, de atracción, de gracia femenina. Sus escritos son una ventana abierta a través de la cual se percibe la vitalidad de su alma en sus aspectos humanos más finos. Con sencillez casi infantil va exponiendo las sublimes grandezas de su alma mística, el encanto de su profunda espiritualidad y la fecundidad de su vida apostólica. Partiendo de ese admirable texto, me permitiré unas breves reflexiones sobre la vida de oración. Me serviré a veces de términos y expresiones usados por la santa, como, por otra parte, se habrá dado ya cuenta el lector en las páginas precedentes.

Vivimos en un mundo lleno de peligros. Para el que quiere servir al Señor con lealtad, toda preocupación es poca. "¡Sed sobrios y estad en guardia! Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, da vueltas y busca a quién devorar" (1 Pe 5,8). Si permanecemos siempre muy unidos al Señor, nos sentiremos tan protegidos como el niño que, ante los ladridos de un perro que le amenaza, se protege agarrándose a la falda de su madre. En los brazos del Padre tendremos menos sobresaltos; no tendremos nada que temer.

Así pues, agarrémonos al Padre con amor y temor. El amor nos empuja, nos atrae y nos hace correr a su lado. Cuanto mayor sea el amor, tanto más poderoso será el ímpetu que nos haga volar junto a él en cualquier peligro. El que ama, no camina; corre..., vuela...

La prisa puede ser peligrosa. Dicen los entendidos que el mayor número de accidentes de automóvil se debe al exceso de velocidad. Se corre más de lo debido. En la vida de relación amorosa con el Señor las cosas suceden de forma parecida. ¡Topamos con tantos obstáculos, con tantas emboscadas, con tantas ilusiones!... Todo por causa de nuestra propia imperfección: mala voluntad, terquedad, pereza, vanidad, egoísmo, sensualidad, impaciencia, orgullo, apegos... Sí; en el camino de la perfección se encuentra de todo: piedras, muros, vallados, barreras, hoyos, subidas escarpadas, descensos abruptos... "Es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición y son muchos los que entran por ella.

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Y es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida y son pocos los que lo encuentran" (Mt 7,13-14).

La vida de amor a Dios y de oración no es un camino alfombrado de flores. Hay quienes tienen miedo de emprender ese camino ante el temor de las dificultades que podrían encontrar. Pero un amor grande y sincero no conoce obstáculos infranqueables. El Señor que nos llama y nos invita con voz insistente sabe que tenemos miedo. Y nos ofrece todo su auxilio para que no tropecemos en medio de tantos escollos. Basta con invocarle: "¡Oh Yavé!, guíame en tu justicia frente a mis opresores, allana tus caminos ante mí" (Sal 5,9). Conducidos por la mano del Señor, ¿quién se atreverá a tocarnos? El nos ayuda a no caer cuando tropezamos. Lejos de él sí que podríamos tener miedo. Pero junto a él sólo cabe la confianza. ¿Quién se sentirá inseguro si él lo toma en sus manos?

Amor y temor: dos actitudes espontáneas, dos virtudes naturales en los que están junto al Señor. Si amas y al mismo tiempo temes, puedes estar seguro de ir por el camino justo. El que ama a Dios, ama todas las cosas buenas; favorece y estimula a todos hacia el bien. Si amas a Dios de todo corazón, no puedes menos de amar también la verdad y todo lo que merece ser amado por un digno y humilde siervo del Señor. El Señor y las vanidades del mundo se oponen como el fuego y el agua. El camino del amor de Dios sigue siempre la dirección de la cruz, del sufrimiento, de la paz del alma, de las alegrías de la fraternidad, de la justicia, de la vida... El camino del mundo conduce invariablemente hacia las vanidades, los placeres de la vida, la riqueza, el poder, la envidia, las separaciones, las guerras, la muerte...

El que ama vive para el amado. Busca al amado. Sufre por el amado. Renuncia a todo para estar con el amado. Un gran amor no se puede ocultar. A san Pablo le bastaron tres días para que se sintiera enfermo de amor a Cristo. Y no pudo ocultar su pasión. Explotó en generosos cantos de alabanza al Señor. Salió en defensa suya. Fue a la conquista de nuevos amigos para él. Sufrió por él y acabó entregando su vida para probar a su amigo y Señor el inmenso amor que le tenía. A María Magdalena le bastó un día, un único encuentro, para enamorarse perdidamente del Señor...

A quien se abre al Señor y empieza a observar con atención su rostro sereno y delicado, lleno de dignidad, le brilla-

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rán de amor sus ojos. El que escucha atentamente sus maravillosas palabras de salvación, el que percibe la compasión y la misericordia que laten en su tierno corazón, no podrá menos de apasionarse por él. El es simplemente irresistible para el que ama.

10.8. Unión con Dios

"Serás una corona preciosa en manos de Yavé, una diadema real en la palma de tu Dios. No se te llamará más ia abandonada' ni tu tierra será dicha 'desierta', sino que se te llamará 'mi complacencia' y a tu tierra 'desposada', porque en ti se complace Yavé y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven con una virgen se desposa, así tu constructor se desposará contigo, y como el esposo se recrea en la esposa, así tu Dios se recreará en ti" (Is 62,3-5).

En la medida en que una persona imita a Jesucristo, se identifica con él. Reacciona espontáneamente delante de las personas, de las cosas y de los acontecimientos, de modo que su actitud y su comportamiento expresan la verdad del evangelio. Semejante resultado supone un proceso de profunda transformación interior. Es como si se adquiriera una segunda naturaleza. Rezar es un ejercicio continuo para una unión cada vez más íntima con Dios.

El que reza de verdad ama ya de verdad. El que ama ya no se siente solo. Hay alguien con él que lo transforma continuamente. Esa transformación continua se experimenta como una respuesta personal a aquel que nos mantiene en sus manos. La primera respuesta al Señor es siempre de consentimiento, de anuencia: consentir en que él nos siga amando. Sin ese consentimiento primordial no puede haber ni amor ni unión.

Amar es cambiar. Transformarse. Y esa transformación es tanto más profunda cuanto más íntima es la comunión con el ser amado.

La persona que ora verdaderamente es delante del Señor como el niño que se siente feliz de estar delante de la madre que lo ama, lo protege, lo aprueba, lo mima, lo estimula.

El fruto del amor o de la oración es la certeza de que el Señor sigue estando ahí. Que siempre se puede contar con él. Podemos vivir esta presencia sencilla y silenciosamente

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con un mínimo esfuerzo de atención. Sin decir ni pensar nada. Basta con estar tranquilamente atento al Señor que está ahí. Esta es la oración auténtica, extraordinariamente eficaz para el crecimiento espiritual. En todo caso, es más válida que muchas de esas piadosas palabras que le dirigimos al Señor en la oración vocal. Pero también ésta es una oración muy preciosa; la oración litúrgica consta de hecho, en su mayor parte, de oraciones vocales.

Santa Teresa señala las condiciones del amor a Dios: "Para ser verdadero el amor y que dure la amistad hanse de encontrar las condiciones; la del Señor ya se sabe que no puede tener falta, la nuestra es ser viciosa, sensual, ingrata; no podéis acabar con vos de amarle tanto porque no es de vuestra condición; mas viendo lo mucho que os va en tener su amistad y lo mucho que os ama, pasáis por esa pena de estar mucho con quien es tan diferente de vos" ,6.

Estar unido a Dios es el cielo. El infierno es la soledad. La unión es plenitud existencial. La energía que realiza la unión de dos seres entre sí es el amor; el odio es energía que separa y que destruye.

Las personas unidas están en comunión entre sí porque comunican, dialogan. El amor sólo puede funcionar entre personas abiertas la una a la otra. Amar es vivir, o mejor dicho, vivenciar juntos una realidad común: la de ser dos en uno. Una unidad existencial. El amor equilibrado y constructivo no es conquista recíproca, sino donación mutua. El amor egoísta y posesivo es pobreza, esterilidad, vulgaridad transitoria.

El amor humano es búsqueda común del destino final: la unión con Dios.

El hombre siempre es un poco egoísta por defecto de educación. Esta misma tendencia se manifiesta también en el amor a Dios. Para no bloquear el proceso de crecimiento de la unión con Dios, es necesario estar atento para no fijarse demasiado en el aspecto sentimental del amor. Este sentimiento es de gozo, de alegría, de satisfacción... El sentimiento no es un objetivo en sí mismo. Su valor radica en el hecho de ser fuerza y estímulo para la acción que nos lleva al obje

to SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 8,5, en Obras completas, o.c, 51.

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tivo. Este se reduce, en último análisis, a la gloria de Dios, Creador y Señor absoluto de todo cuanto existe.

Es un hecho de experiencia que el hombre normal y psicológicamente sano encuentra mayor satisfacción cuando sale de sí mismo y se da a alguien que cuando intenta acaparar a los demás para disfrutar egoístamente de ellos. En sentido cristiano, amar a una persona no es tanto darse a esa persona como darse los dos juntos al Señor. Se aprende mejor a amar al Señor cuando se le puede amar con alguien que cuando intenta amarlo uno solo. Dos personas que caminan juntas, trabajan juntas, oran juntas..., se apoyan y se sostienen mutuamente. Gastan menos energías. Realizan más cosas con un esfuerzo menor.

Sentirse amado por los hombres es una preciosa experiencia que nos ayuda a descubrir que el Señor nos ama. Tenemos que amar a Dios de todo corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas... Pero esto es totalmente imposible si primero no nos sentimos amados por Dios. En el fondo, ese pobre amor con que somos capaces de amar un poquito al Señor es tan sólo una reacción espontánea al amor infinito con que él nos ama. El amor de Dios es como el amor de un niño. El niño no puede amar si primero no se siente amado. Por eso, solamente los niños y los que se parecen a ellos pueden amar verdaderamente al Señor.

El amor va creciendo en perfección a medida que adquiere fuerza de aproximación, de unión, de comunión. ¡Es todo tan sencillo! Amar es fácil. Tan fácil como reír y llorar. Lo difícil es despojarse del egoísmo. Pero esta purificación es la condición sin la que no puede haber ni apertura ni entrega. ¡Dios es tan sencillo! Sencillo y auténtico como un niño, como la más cariñosa de las madres. Los niños llenos de naturalidad, sin esas graves deformaciones que causan los errores educativos muchas veces, aman espontáneamente. Por eso no hay nada complicado en el hecho de amar a Dios. Al contrario. Si hay alguna dificultad es porque los hombres complicamos las cosas. ¡Somos siempre tan complicados en tantas cosas sencillas!...

El Señor quiere estar con nosotros. Nos lo dice él mismo en los Proverbios: "Yo estaba a su lado como arquitecto, y yo era cada día sus delicias, recreándome todo el tiempo en su presencia, recreándome en su orbe terrestre, y encontran-

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do mis delicias con los hijos de los hombres. Y ahora, hijos míos, escuchadme: bienaventurados los que siguen mis caminos" (Prov 8,30-32).

¿Qué es lo que ocurre en lo más íntimo de la persona que vive un elevado grado de oración? Me entran ganas de responder inmediatamente que se trata de cosas muy íntimas que no son fáciles de describir. Es lo que se deduce de la biografía de algunas de esas almas y de sus confidencias a terceras personas.

Se trata de una actitud interna, hecha de la historia de un amor. Las personas que se aman saben que el vínculo que las une es el resumen de la historia de aquello tan íntimo que vivieron juntos. Por eso nuestra oración será la actuación de nuestra unión con Dios. Los pensamientos piadosos serán únicamente un medio para despertar la vivencia de esa unión.

El que encuentra a Dios se siente finalmente saciado de aquella enorme sed de algo que todos los hombres experimentan. Ese algo no es otra cosa más que Dios. Por eso el hombre no encuentra paz y sosiego mientras no encuentra a Dios. La oración del principiante es búsqueda. La oración del que ya encontró al Señor es gozo y felicidad que sacian al alma.

Por labios de Oseas, el Señor manifiesta explícitamente su preferencia por nuestro amor. Este le interesa mucho más que los sacrificios y los holocaustos. "Porque yo quiero amor, no sacrificios; conocimiento de Dios, que no holocaustos" (Os 6,6). El quiere estar lo más cerca posible de nosotros. El que ama sufre por la ausencia de aquel que ama y muere de deseos de volver a encontrarlo. "Cercano está Yavé de aquellos que lo invocan, de todos aquellos que lo invocan con sinceridad" (Sal 145,18).

Es maravillosa la actitud del Señor con nosotros. ¿Qué no sería capaz de hacer para tenernos junto a sí? Nos propone constantemente una nueva alianza que selle para siempre el amor entre él y su criatura: "He aquí que vienen días —dice Yavé— en que yo concluiré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres cuando los tomé de la mano y los saqué del país de Egipto, alianza que ellos violaron y por lo cual los rechacé —dice Yavé—. Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días —dice Yavé—: pondré mi

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ley en su interior, en su corazón la escribiré, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jer 31,31-33).

Estas son cosas indescriptibles. Únicamente pueden ser conocidas por aquellos que las viven o las experimentan en su relación con el Señor. San Ignacio se refería seguramente a esta experiencia del amor de Dios, de su unión con él, cuando afirmaba: "No el mucho saber harta y satisface al alma, mas el sentir y gustar de las cosas internamente".

Tampoco el salmista se cansa de celebrar esas cosas tan maravillosas que él mismo ha experimentado en su unión con el Señor:

"Por la casa de Yavé nuestro Dios, rogaré por tu dicha" (Sal 122,9).

"Mi fuerza y mi valor es Yavé, él fue mi salvador" (Sal 118,14).

"Una cosa a Yavé solicito, sólo eso busco: morar en la casa de Yavé todos los días de mi vida, para gustar de la dulzura de Yavé en su templo" (Sal 27,4).

Finalmente, por boca de Isaías, el Señor manifiesta la grandeza de su generosidad, de su misericordia, de su amor y de su compasión con nosotros, sus pequeñas criaturas: "Los llevaré a mi monte santo y les daré alegría en mi casa de oración" (Is 56,7).

A estas alturas de nuestras consideraciones me entran ganas de repetir desde el fondo del alma el grito de angustia de santa Teresa, aquella santa que quizá más que los demás experimentó el profundo significado de esta maravillosa realidad que es el amor de Dios por nosotros, pobres hombres: "No lo permitáis, Señor, ni queráis se pierda alma que con tantos trabajos compraste y tantas veces de nuevo la habéis tornado a rescatar y quitar de los dientes del espantoso dragón" " .

" IB 14,11, o.c, 72.

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11. Orar

"Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando sus manos puras, sin ira ni discusiones" (1 Tim 2,8).

Todo cuanto se lee o se oye respecto al Señor sólo puede comprenderse y servir de provecho en la medida en que se convierte en diálogo con el Señor. El único modo de sintonizar con la palabra de Dios es meditarla en lo íntimo del corazón. Aquí está el punto crucial que explica el hecho de que unos comprendan fácilmente lo que es orar mientras que otros no pueden entenderlo. La comprensión de las cosas del espíritu se hace posible en la medida en que se espiritualiza el sujeto. El saber es siempre de verdad el fruto de un descubrimiento. Este se lleva siempre a cabo a través de unas experiencias.

El problema de la oración no debe tratarse como algo abstracto. Es una cuestión de amor. Sólo puede comprenderse entonces en ese nivel. La disponibilidad para ese amor sin el que la oración es algo imposible puede muy bien aprenderse en la escuela de María. Nadie fue más generoso, más sencillo y más disponible que ella para dar un auténtico sí al Señor. Amar es la disponibilidad permanente para decir sí a las sucesivas invitaciones del Señor a su amor.

El sentido de la vida, como todas las demás cosas, se descubre por la experiencia. Sí existo, es porque alguien me ama y me ha indicado el camino que tengo que seguir: realizarme en el amor y por el amor y construir la historia junto con los demás seres humanos58. Nuestra vocación de cristianos y de

58 JUAN ESQUERDA BIFET, Disponibles para amar, Paulinas, Bogotá 1980, 9.

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religiosos consiste, por tanto, en insertarnos en el plan de salvación de Cristo. El sueño del Señor al llamarnos a la vida espiritual fue que nos transformásemos en una señal visible de su amor a los hombres.

Rezar no es solamente pensar cosas edificantes respecto a Dios, respecto a la Virgen...; no es tener sólo sentimientos piadosos y palabras bonitas; no es sólo reflexionar con atención sobre las verdades sagradas. Rezar es, sobre todo, vivir una realidad de la gracia; es estar consciente de la constante presencia del Señor en nuestra vida y abrirnos por completo a ella. Orar es creer en este misterio insondable.

Orar no es tampoco contemplar mentalmente una verdad teológica. Es vivir simplemente la presencia de alguien con un don precioso recibido gratuitamente. Con humildad y con modestia. Sin pretensiones. Sentir que pertenecemos a alguien que nos quiere sólo para él. Esta misteriosa presencia no es fantasía. Es una realidad sorprendente a la que nos adherimos con toda la fuerza de nuestra fe lúcida y encarnada como una convicción infantil ingenua e inocente.

La oración no se hace sólo con la cabeza. Se hace sobre todo con el "corazón". De la misma manera que el amor, la oración es más sentimiento que pensamiento. Pensamos generalmente en cosas del pasado o del futuro. La emoción y el sentimiento están más bien relacionados con el presente.

El tiempo pasado es para recordar. El tiempo futuro, para planear. Estas dos actividades pueden tener ocasionalmente su importancia. Pero la oración es vivencia. "Para tener éxito en la vida de oración es decisivo desarrollar la capacidad de entrar en contacto con el presente y permanecer en él'"59. Por consiguiente, para orar es necesario dejar de pensar para darse cuenta o para vivenciar conscientemente los hechos de la vida presente.

Pensar es una actividad fatigosa. Es trabajo mental. La oración es vivencia que tiene lugar en el terreno de la emoción, del sentimiento, como el amor, la intuición, la sensación... El pensamiento, el raciocinio, el cálculo, etc., son actividades que sólo indirectamente influyen en el modo de ser humano. Generalmente, no cambian nada en el hombre. La calidad de nuestro ser no depende de lo que pensamos, sino

59 ANTONIO DE MELLO, Sadhana, un camino de oración, Sal Terrae, Santander 1981, 17.

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de lo que sentimos. Únicamente por eso lo que sentimos, vivenciamos o experimentamos tiene el poder de transformarnos.

Orar no consiste en esforzarse por ir al encuentro del Señor. Es vivencia de apertura, de acogida y de espera... El Señor no está esperándonos; está siempre ahí, junto a nosotros. Pide y suplica que le prestemos atención, que le escuchemos, que no le demos la espalda, que lo acojamos... Nuestra respuesta a su incesante invitación es una acogida.

Empecé mi libro sobre la oración —Cuando el hombre ora...— afirmando que "cuando el hombre ora, algo cambia en él y en su ambiente"60. Esto es relativamente fácil de entender cuando recordamos que orar es estar en relación con Dios. Siempre que dos personas se relacionan de un modo más profundo tienen lugar ciertos cambios en la situación en que viven. Para que la comunicación sea constructiva para los protagonitas, es necesario que ambos acepten a prio-ri las consecuencias de esa comunicación. Las más importantes de esas consecuencias son: los cambios que cualquier comunicación lleva consigo, la necesidad de aceptar el misterio que revela, la urgencia de respetar la libertad y el modo original de ser del otro, el descubrimiento del modo de ser de la propia libertad interna, la revelación de las características de su personalidad, de su propia ignorancia...

La oración vocal bien hecha nos puede revelar la realidad viva de Jesucristo. Realidad simultáneamente profunda y sublime que jamás llegamos a entender. Es misteriosa. Cuanto más profundamente conocemos a un amigo, tanto más misteriosa se hace a nuestros ojos. La palabra humana nos revela algo del misterio de las cosas. La palabra de Dios nos revela la inconmensurable grandeza de aquel que la pronunció.

Orar es esencialmente consentir en la gracia. Es responder a la invitación del Señor: "Aquí estoy, Señor, a tu disposición; haz de mí lo que quieras". Nadie llega a orar únicamente por el esfuerzo personal. Todo lo que hacemos por nosotros mismos para orar no pasa de ser una señal de buena voluntad, que siempre es muy bien acogida por Dios. El espera esta señal. Es la condición para que él pueda hacer algo que nos ayude a descubrir la oración.

<"> PEDRO FINKLER, Cuando el hombre ora, Paulinas, Madrid 1984\, 13.

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El esfuerzo personal para rezar consiste esencialmente en una actitud voluntaria de silenciosa atención y escucha. Cuando nos disponemos para la oración personal, es aconsejable no escoger de antemano el tipo de oración que vamos a hacer. Es preferible empezar siempre por fijar silenciosamente la atención en la presencia del Señor que nos acoge amablemente. Una vez creado ese clima de amorosa presencia junto al Señor, seguir ocupándose de él de la forma más espontánea posible de acuerdo con la disposición y la inspiración del momento. Orientarse por aquello que se puede percibir en la intimidad de la conciencia. Allí es donde se manifiesta con mayor claridad aquello que el Señor espera de nosotros. Muchas veces el Señor no nos pide más que permanezcamos amorosamente en su presencia. Esto es ya contemplación, que, ciertamente, produce una mayor unión con Dios que muchos piadosos pensamientos respecto a él o que la recitación de textos hermosos. Sin embargo, la oración vocal también es, ciertamente, un precioso tipo de oración.

Para entrar en el clima de oración hay que servirse de los medios que más nos pueden ayudar. Esos medios pueden escogerse entre las diversas técnicas psicológicas más o menos especializadas de iniciación en esas prácticas tan útiles. Lo esencial de esas técnicas siempre consiste en la búsqueda de simplicidad y de autenticidad.

El grado de fidelidad a la oración indica el grado de autenticidad de vida de un religioso. Un elevado espíritu de oración es la. actitud personal necesaria para que Dios pueda manifestarse al hombre. Y esa manifestación sólo puede realizarla el Señor por medio del amor. Únicamente un gran amor a Dios nos permite comprender y aceptar creativamente los grandes valores de la vida cristiana y religiosa.

Tan sólo la experiencia de un verdadero amor a Dios puede enseñar al hombre a descubrir el rostro del Señor en el corazón de los hermanos. La verdadera caridad fraterna nace del amor al Señor. Las dificultades de relación interpersonal encuentran su explicación más profunda en la relación defectuosa del hombre con Dios. El hombre de oración establece una excelente relación de diálogo con el Señor. En la vida práctica de esa persona, el aprendizaje de una buena relación con el Señor se transfiere espontáneamente a su relación in-

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terpersonal con los hombres. Por consiguiente, es innegable que el remedio de tantos conflictos humanos es la vuelta a la oración, a la contemplación. ¿No será esto precisamente lo que tantos jóvenes desilusionados de hoy andan buscando cuando corren detrás de gurús carismáticos que prometen una relación más profunda con el Absoluto? Un absoluto existencial y nada más. Pero el cristianismo ofrece la posibilidad de satisfacer mucho mejor ese deseo profundo del hombre a través de la experiencia de auténtica oración contemplativa. En ésta, el hombre entra en comunicación directa no con una entidad abstracta o con un simple absoluto existencial disfrutado de un modo más o menos egocéntrico. Al contrario, la auténtica oración profunda permite al hombre establecer una verdadera relación interpersonal con la persona de Jesucristo. De acuerdo con la revelación que Dios nos ha hecho de sí mismo, él está espiritualmente presente en la vida de cada uno de los hombres de modo concreto y real, aunque imperceptible a los sentidos exteriores. Comunicar con una persona realmente presente, aun cuando no pueda ser vista ni tocada, es algo que satisface el anhelo natural del hombre trascendental. Sin embargo, ese objetivo jamás podrá ser alcanzado por una supuesta comunicación con cualquier otra cosa distinta, llámenla lo absoluto de esto o de aquello. En realidad, no existe más que un Absoluto: Dios. Y Dios es una persona, no una cosa o un concepto filosófico.

11.1. Necesidad de orar

"Recurrid a Yavé y a su potencia, buscad su rostro siempre" (Sal 105,4).

El cristiano y, sobre todo, el religioso son personas que oran. Hasta tal punto es verdadera esta afirmación que el cristiano y el religioso no son tales si no oran. Para ellos el rezar es como el respirar para la vida orgánica. La persona que no respira no tiene vida. El cristiano y el religioso que no oran no tienen vida espiritual. Tienen vida biológica, como el animal y la planta. Pero espiritualmente están muertos.

El hombre se define como un ser que no puede vivir en

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equilibrio psicológico si no ama y no es amado. El amar y el ser amado son para su vida psicológica tan indispensables como el respirar para su vida biológica. El hombre es el más perfecto de los seres creados. Participa al mismo tiempo de la vida vegetativa de las plantas (el hombre físico), de los animales (el hombre orgánico), de los seres racionales (el hombre psicológico) y de la vida espiritual de Dios. Es un ser físico-orgánico-psicológico-espiritual. Retirad de él todas las sustancias químicas, y ya no existe. Si le quitaseis todas sus funciones orgánicas, se reduciría a materia inerte. El hombre privado de sus funciones psicológicas es semejante a un animal. Privadlo de sus funciones espirituales, y no pasará de ser un animal racional.

El hombre es plenamente humano en la medida en que manifiesta por lo menos estos cuatro aspectos de su ser onto-lógico: vida física, vida orgánica, vida psicológica y vida espiritual. La vida espiritual existe y se manifiesta por medio de la oración. En la oración es donde se manifiesta la fe viva y el amor a Dios. Esas son las condiciones de vida del cristiano y del religioso. El religioso o el cristiano que no reza está espiritualmente muerto. Porque la oración es vida, es respiración espiritual, es alimento de la vida del espíritu. Es amar a Dios y ser amado por él; es amar a los hombres y ser amado por ellos.

Sin la respiración y sin la alimentación física no hay vida biológica. Sin la relación interpersonal de amor no hay vida psicológica. Sin la oración no hay vida religiosa o espiritual. Orar es relacionarse amorosamente con Dios que nos ama. Sólo saben hablar bien de Dios aquellos a los que Dios habla. Para oír hablar a Dios es necesario saber escucharlo. Nuestros modos de relacionarnos con Dios y con los demás están recíprocamente condicionados. Las buenas relaciones humanas facilitan la relación con Dios, y viceversa. El que no ama a los hombres no puede amar a Dios. El que ama mucho a Dios no puede menos de amar también a los hombres. Por eso mismo la dificultad de orar tiene muchas veces su causa más profunda en unas malas relaciones interpersonales. Estas constituyen un obstáculo importante para la oración.

La caridad fraterna ayuda extraordinariamente a orar de verdad, con total sinceridad. La persona egoísta, encerrada dentro de sí misma, incapaz de dialogar, de aceptar una críti-

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ca, de darse, incapaz de amistad, siempre tiene muchas dificultades para abrirse a Cristo en una oración auténtica. El que confia en los demás acoge y acepta ser acogido en una relación de amistad; y de este modo tiene capacidad para establecer una relación vital con el Señor. Es que la oración es ante todo una relación personal con Dios. Por eso nuestra capacidad de orar está en proporción con nuestra capacidad de darnos al Señor.

Donde predomina la mentalidad utilitarista y el eficien-tismo es difícil que pueda darse una verdadera oración. No existe clima favorable para ella. Acoger gratuitamente a la persona del otro por lo que es, saber escucharlo, estar en unión con él, ofrecerle nuestro tiempo y nuestros talentos son actitudes que facilitan el encuentro gratuito con Dios en la oración. El autosuficiente, aquel que no siente la necesidad del otro, tampoco siente la necesidad de Dios. Sólo el verdaderamente pobre de espíritu puede realizar un encuentro íntimo con el Señor. La oración es como el amor: un arte que se está siempre aprendiendo...

11.2. Orar es natural

"Todos los pueblos vendrán a postrarse delante de ti, porque tus juicios se han manifestado" (Ap 15,4).

Orar o estar en relación familiar con Dios es una necesidad natural del hombre. Es una manifestación espontánea de la "ley que el Creador puso en el corazón del hombre". Dios habita en el corazón del hombre. El hombre atento a sí mismo no puede dejar de entrar en contacto con su misterioso huésped. La experiencia de este encuentro con él en lo más íntimo de uno mismo es decisiva. Constituye un marco histórico en la encrucijada de la vida. Después de esa experiencia, todo cambia. Sin ese descubrimiento casi fulminante es difícil aprender a orar a gusto.

El corazón de piedra, insensible al amor, incapaz de ternura, es también impenetrable a este misterio. El que no siente las cosas del amor tiene que suplicar antes muy intensamente al Señor que le humanice el corazón según la promesa que nos ha hecho por boca del profeta Ezequiel: "Os daré un corazón nuevo y os infundiré un nuevo espíritu; qui-

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taré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26).

Los misterios más profundos del arte de orar no están en las lucubraciones filosóficas, psicológicas, teológicas, metafísicas o metodológicas... Están en las cuerdas más finas y sensibles del fondo del corazón. Todos los hombres saben orar, del mismo modo que todos saben amar. Estrictamente hablando, no se aprende a orar; lo mismo que tampoco se aprende a amar, a llorar, a reír. Esa capacidad es innata, como un instinto o como cualquier otra predisposición. Para que se haga realidad basta con descubrirla y empezar a ejercitarla. Pero no se trata de un ejercicio como aquel que se realiza para el aprendizaje de una técnica. Este ejercicio consiste fundamentalmente en la imitación de los gestos de aquel que enseña la técnica. Orar es como amar. El que ama siempre encuentra las palabras y los gestos para expresar sus sentimientos. No los copia de nadie. El amor se define y se perfecciona en la medida en que consigue expresarse adecuadamente.

El descubrimiento de la oración se vive como un nuevo nacimiento. "En verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios... Lo nacido de la carne, carne es, y lo nacido del Espíritu, espíritu. No te extrañes que te diga: 'Os es necesario nacer de nuevo'. El viento sopla donde quiere y se oye su ruido, pero no se sabe de dónde viene ni adonde va; así es todo el que nace del Espíritu" (Jn 3,3.6-8). El científico, el intelectual, el técnico y el artista nacen de la carne. Son productos de la cultura, del estudio... El hombre de oración, el santo, nacen del Espíritu. Aquí la cultura no aprovecha mucho, sobre todo si no es muy profunda. El Espíritu Santo no forja la inteligencia del científico, sino que actúa sobre el corazón del hombre. Le comunica la sabiduría.

11.3. Aprender a orar

"Mirad que subimos a Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por los profetas" (Le 18,31).

Aprender a rezar es realmente reaprender a ser natural, es decir, sencillo y espontáneo con el Padre. Cuando éramos

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niños, nuestra conversación con nuestro padre o nuestra madre brotaba espontáneamente del corazón. Los sucesivos errores en la educación y la formación hicieron que perdiésemos esa naturalidad en nuestra comunicación con las personas y, por extensión, con Dios, nuestro Padre celestial. Afortunadamente, siempre cabe la posibilidad de volver a la actitud de inocencia primitiva. Es una cuestión de aprendizaje.

Hoy existen muchas iniciativas para descubrir métodos que faciliten este aprendizaje. Una contribución importante para el descubrimiento de este camino es el que nos ofrecen las ciencias humanistas, especialmente la psicología, la antropología, la sociología y las antiquísimas prácticas de la espiritualidad pagana de Oriente. Sin la ayuda de esos conocimientos científicos, la mayor parte de las personas encontrará dificultades para encontrar el camino del redescubrimiento de la comunicación directa, inmediata, simple y espontánea con Dios. Se trata de una conquista lenta, que exige mucho ejercicio.

Hay tres obstáculos principales que superar: 1) La falta de fe sencilla, auténtica, del niño, que cree lo

que el padre y la madre le dicen, incluso cuando no puede comprender. Cree por la sencilla razón de que sus padres lo aman y que por eso le dicen siempre la verdad. No pueden engañarlo. Cuando descubrimos que Dios es un padre que nos ama infinitamente, no tenemos ninguna dificultad en aceptar con sencillez toda la revelación bíblica, porque el Padre lo dijo y no puede engañar al hijo. Sin esta actitud de fe sencilla no es posible recorrer un verdadero camino de oración.

2) La dificultad de penetrar en el aspecto misterioso y oscuro de la oración contemplativa: un diálogo mucho más íntimo y más profundo con Dios que la conversación más entrañable que podamos tener con una persona muy amiga.

3) La toma de conciencia de que se trata de nuestro propio destino existencial: amar a Dios de todo corazón, al prójimo como a nosotros mismos e imitar a Jesucristo como nuestro hermano mayor. Nuestro destino es vivir eternamente en comunión con el Creador.

La auténtica vida de oración es experimentada por el suje-

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to como un descanso, como una gran paz, como tranquilidad interna y alegría en Dios. Hoy hay muchos jóvenes que buscan la experiencia de esa paz y de esa alegría interior en las drogas, en la yoga, en la meditación trascendental. Podrían encontrar ese estado de alma que andan buscando con mucha mayor facilidad en la auténtica oración contemplativa cristiana.

El ejemplo de los santos, modelos de hombres de oración, constituye un importante estímulo para no dudar de la posibilidad de aprender a orar. Pero el simple esfuerzo de imitación del modelo no es, generalmente, el mejor método para descubrir la oración. Aquí el proceso no es el mismo que en el descubrimiento científico. Cualquier científico curioso que recorra rigurosamente los mismos pasos de una determinada experiencia piloto llegará infaliblemente al mismo resultado de ésta. En este caso el rigor de la objetividad es la condición de éxito de la experiencia. Pero en cualquier experiencia espiritual participan como variables ciertos elementos absolutamente personales, tan nuevos y tan originales como la individualidad personal del experimentador. No hay dos caminos de santificación absolutamente iguales. Cada santo vive de modo personal su visión del evangelio. "En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo hubiera dicho. Voy a prepararos un lugar. Y cuando me fuere y os haya preparado un lugar, volveré otra vez y os tomaré conmigo para que, donde yo estoy, estéis también vosotros; ya sabéis el camino para ir adonde yo voy" (Jn 14,2-4). Jesucristo es, de hecho, el único verdadero camino para el descubrimiento de la oración: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6).

Cuando el Señor nos advirtió que solamente los niños y quienes se parecen a ellos pueden entrar en su reino, señaló esa maravillosa capacidad que tienen los niños para dejarse guiar por el instinto hacia el descubrimiento del mundo y de la vida. Para poder vivir, el niño sigue los impulsos espontáneos de su naturaleza. Así es como descubre lo que es respirar, comer y beber, andar, luchar, etc. Aprende sin conocer la teoría de esos aprendizajes. Pues bien, la oración se aprende de manera semejante. Basta con no reprimir ni sofocar el impulso natural para que se manifieste. Pero para ello es necesario volver a ser un poco como éramos de niños: senci-

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líos, puros, libres, espontáneos, auténticos, expresivos, humildes, verdaderos...

El punto crucial de la conversión que hay que realizar se sitúa precisamente en esto: volver a ser como niños. Con nuestro vicio occidental de conceptuar todas las cosas que existen en nuestro mundo exterior e interior, esto es lo que constituye el mayor de los obstáculos para este retorno a nuestro origen.

Convertirse es reencontrarse consigo mismo en lo más íntimo del propio ser. En ese centro perdido en las profundidades del ser humano es donde puede llevarse a cabo la maravilla de las maravillas: la unión del hombre con su Dios. Esta síntesis significa la unificación de dos seres hechos para existir unidos. Solamente el Espíritu Santo puede realizar esta maravilla. Primero realizó la humanización del Verbo. Y ahora trabaja intensamente en la deificación del hombre que se deja trabajar dócilmente.

La actitud de disponibilidad al Espíritu Santo que nos quiere transformar se manifiesta especialmente en la oración. El esfuerzo por vencer la repugnancia y las dificultades naturales relacionadas con los ejercicios de oración son muchas veces recompensadas generosamente por el Señor. Cuando el sentimiento de verdadera generosidad ocupa el lugar que ocupaba el tedio, el aborrecimiento, tal vez la rebeldía, entonces Dios no deja nunca de recompensar ese gesto.

Santa Teresa nos advierte que no hemos de dejarnos vencer por las dificultades iniciales en el esfuerzo de aprender a rezar: "Por esto y por otras muchas cosas avisé yo en el primer modo de oración... que es gran negación comenzar las almas oración comenzándose a desasir de todo género de contentos y entrar determinadas a sólo ayudar a llevar la cruz a Cristo"61. La misma santa indica también el modo de dar los primeros pasos en el aprendizaje de la oración: "Como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí y hallábame mejor —a mi parecer— de las partes en donde le veía más solo; parecíame a mí que, estando solo y afligido, como persona necesitada

", SANTA TERESA DE JESÚS. Libro de la vida 15,11, en Obras completas, o.c, 75.

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me había de admitir a mí. De estas simplicidades tenía muchas... Comencé a tener oración sin saber qué era, y ya la costumbre tan ordinaria me hacía no dejar esto como el no dejar de santiguarme para dormir"62.

Básicamente existen dos modos de comunicar con Dios: orar y contemplar. Los dos favorecen la unión con él. Hay personas que alcanzan un elevado grado de unión con Dios por medio de oraciones devotas hechas con profunda fe y con mucho amor. Otras, sin embargo, sólo consiguen semejante resultado espiritual por medio de la contemplación. Cada uno tiene que descubrir el modo de oración que mejor se adapte a su propia manera de ser. La misma persona puede también sentirse mejor con un modo de orar en un determinado momento y preferir en otro momento otro modo de orar. En vez de hablar de momentos, también podría decirse lo mismo en relación con diferentes días o épocas de la vida.

También la oración de devoción guarda relación con el "corazón". Es que no hay oración que nazca solamente de la cabeza. Con la oración sucede lo mismo que con la relación interpersonal. Las dos pasan por el corazón. Todo lo que nace únicamente de la cabeza es puramente objetivo. No tiene nada que ver con la intimidad del sujeto.

El lugar donde oramos influye en la cualidad de la oración. Hay lugares y circunstancias que ayudan a orar bien, mientras que otros dificultan la oración. Al Señor le gustaba retirarse a lugares desiertos y a los montes para orar. A veces se retiraba en el templo. A nosotros nos aconsejó que nos metiéramos en nuestro aposento, cerráramos puertas y ventanas y orásemos al Padre en secreto. Por todo esto y por otras cosas que sabemos de la psicología del hombre, es cierto que existen lugares y circunstancias más favorables y otros menos propicios para la oración. Entre los primeros podemos citar: una iglesia un tanto sobria y silenciosa, el silencio de una habitación retirada en un rincón de la casa, la naturaleza salvaje, el descampado en una noche estrellada, en una playa desierta...; en fin, un lugar que ayude y que estimule a levantar la mente y el corazón a Dios.

La profunda vida de oración se desarrolla en un determinado clima existencial. Crear ese clima favorable a la vida

'-' IB 9,4, o.c, 53.

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contemplativa es un problema de ascesis. Transcribo a continuación algunas reglas fundamentales que señala el padre Pablo de la Cruz63:

1. Vivir interior y exteriormente tranquilo. 2. Acoger de buen humor, sin miedo y sin rebeldía, to

dos los acontecimientos y obligaciones. 3. Actuar sin precipitación. 4. No hacer al mismo tiempo más de una cosa. 5. No preocuparse. Empeñarse por completo en lo que

está uno haciendo. 6. Durante el trabajo, tomar conciencia de sí mismo, de

la propia actitud y de los propios sentimientos. 7. Eliminar o limitar las ocupaciones u obligaciones se

cundarias. Tener ocupaciones libres tan sólo para descansar y para gozar la alegría de vivir.

8. Conocer bien la naturaleza del hombre, su unidad psicosomática. Educarse y ayudar al espíritu a imponer cierta disciplina al cuerpo.

9. Alimentarse adecuadamente. Evitar un régimen alimenticio a base de carnes, bebidas fermentadas y café. La sal es veneno. También el azúcar. Preferir los cereales, las legumbres verdes, las hierbas silvestres, las frutas y productos lácteos. Alimentarse sobre todo de productos lácteos, de frutas de la tierra, de pan tostado, de aceite de oliva, de miel y agua pura es un régimen sumamente favorable a la vida espiritual.

10. Ayunar. No se trata únicamente de privarse de alimentos. El ayuno supone también eliminar el pensamiento y el deseo de comer, esto es, el hambre. Comer menos y tomar más agua. Cuanto menos se coma, más agua hay que beber. El agua lava el cuerpo y el alma. El agua también alimenta y ayuda a engañar el hambre. El hombre puede vivir bastante tiempo sin comer con la condición de que beba mucha agua.

" PAUL DE LA CROIX, La Pluie et la Source, les voies de la priére silencieu-se, Ed. Saint-Augustin, Saint-Maurice (Suisse) 1982, 56.

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11.4. Saber rezar

"Alegres en la esperanza, sufridos en las pruebas, constantes en la oración" (Rom 12,12).

El saber rezar no es un conocimiento racional o científico. El botánico estudia la flor y la clasifica científicamente. El biólogo estudia el pájaro de acuerdo con las leyes de la biología. En ambos casos se trata de un conocimiento racional. El niño no conoce racionalmente la rosa, ni el gorrión, ni la mariposa. Admira, habla al animal..., se sumerge en el mundo de las cosas y las conoce intuitivamente. Para él las flores sonríen, lloran, duermen... No razona según las leyes de la ciencia, sino que contempla. Contemplar no es pensar ni reflexionar. Es más bien ver, es comprender, es tener conciencia de algo, es estar con todo el ser con el objeto de la atención y del interés. Rezar es amar...

El raciocinio es importante para el conocimiento científico del mundo y de las cosas. Pero con el corazón también se conoce. Y éste es un conocimiento distinto; más profundo, más íntimo. Se puede conocer a Dios de dos maneras: mediante el estudio sistemático de la teología como ciencia o bien conocerlo como el niño conoce, aprecia y ama las flores, los árboles, los pájaros, los torrentes de agua... También el ateo puede apreciar el estudio científico de la teología. Pero conocer mucha teología no es una condición para amar a Dios. La teología ayuda a amar a Dios sólo cuando se la estudia con el corazón.

A los dos primeros discípulos que lo seguían con curiosidad les preguntó Jesús: "¿Qué buscáis?" Ellos respondieron: "Rabí, ¿dónde vives?" Y Jesús: "Venid y lo veréis" (cf Jn 1,38-39). Entonces, buscar al Señor, descubrirlo y conocerlo, saber dónde vive, con quién vive... es posible mediante una experiencia. La experiencia de búsqueda, de observación, de atención a sus palabras, de encuentro con él... El estudio intelectual no basta para saber lo que es rezar. Este conocimiento es el resultado de una experiencia. Del mismo modo, sólo aquel que cree sabe lo que es la fe. Conocer una verdad sobrenatural es vivirla, experimentarla. Por eso, lo primero que hay que hacer para aprender a rezar es realizar una auténtica experiencia de Dios.

En su primera carta, san Juan cuenta el resultado de esta

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experiencia: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras propias manos acerca del Verbo de la vida..." (1 Jn 1,1).

El Señor puede manifestarse de muchas maneras a una persona. Pero ordinariamente lo descubrimos en una auténtica experiencia de oración hecha en el desierto, en la soledad: "Pero he aquí que yo la atraeré (a la esposa fiel, es decir, a Israel) y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón... Entonces te desposaré conmigo para siempre..., te desposaré conmigo en la fidelidad, y tú conocerás a Yavé" (Os 2,16.21-22).

No sabemos nada del coloquio íntimo de Jesús con los dos primeros discípulos que querían saber dónde vivía. Ninguno de los dos habló de ello. Esta discreción es natural en todos los auténticos contemplativos. No revelan nada de su intimidad con el Señor. Son cosas tan personales como lo que ocurre en los coloquios íntimos de dos personas apasionadamente enamoradas una de la otra. Tienen sus secretos. Uno de ellos, Juan, escribió tan sólo lacónicamente: "Fueron, pues, y vieron dónde vivía, y estuvieron con él aquel día" (Jn 1,39). ¿Pero de qué hablarían entonces entre ellos y con Jesús y Jesús con ellos?...

La oración contemplativa es un acontecimiento de fe. Se basa en una realidad que no es material, ni biológica, ni psicológica, sino mística.

11.5. Orar es ser auténtico

"Andad como hijos de la luz, porque el fruto de la luz consiste en la bondad, en la justicia y en la verdad" (Ef 5,8-9).

La oración más perfecta fue la de Jesús. Nadie como él conocía al Padre y lo amaba de todo corazón. Son éstas precisamente dos condiciones que confieren a la oración más valor: conocer al Señor y amarlo. Cuanto mejor lo conoce alguien, más lo ama. Conocer a Cristo es también conocer al Padre. "Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y no me habéis conocido, Felipe? El que me ha visto ha visto al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?" (Jn 14,9-10). Nadie puede ir al Señor si el Padre no ejerce sobre él su

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fascinación paternal: "Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae" (Jn 6,44). Orar es reconocer al Señor y unirse a él con lazos de amistad y de amor.

Lo más importante para rezar bien no es saber qué es rezar o cómo hay que rezar. El que es auténtico y sencillo siempre sabe orar y sabe cómo orar. Su oración brota naturalmente, como la manifestación espontánea del niño a su madre. Por eso el niño y todos los que se parecen a él en su sencillez, en su autenticidad, en su confianza, en su espontaneidad, en su humildad..., saben orar muy bien. Así era la oración de los que pedían alguna cosa al Señor:

— "...Señor, dame de esa agua..." (Jn 4,15). — "Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé

contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; tenme como a uno de tus jornaleros..." (Le 15,18-19).

— "Señor, que pueda ver de nuevo" (Le 18,41). — "Señor, si quieres, puedes limpiarme" (Le 5,12). — "Señor, el que me amas está enfermo" (Jn 11,3). — "Señor, no tengo un hombre que, al agitarse el agua,

me meta en la piscina y, en lo que yo voy, otro baja antes que yo" (Jn 5,7).

— "Señor, hijo de David, ten compasión de mí; mi hija está atormentada por un demonio" (Mt 15,22).

— "Señor, ¿a quién iremos?" (Jn 6,68).

La persona sencilla, pobre y espontánea se siente siempre bien con el Señor porque él, el Señor, es también así. La oración más profunda y más íntima adquiere una forma parecida a la de una conversación familiar entre amigos o entre dos niños que se conocen. Jesús hablaba así en su conversación con los pobres, los necesitados y los amigos. Que vea el lector si no es verdad:

— "Yo soy el buen pastor" (Jn 10,11). — "Hombre, tus pecados quedan perdonados" (Le 5,20). — "...tu fe te ha salvado" (Ai: ',22). — "Queda limpio..." (Le 5,13). — "No llores" (Le 7,14). — "...No peques más" (Jn 8,11). — "Venid a mí todos..." (Mt 11,28). — "Me da compasión..." (Mt 15,32).

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— "...¿por qué me pegas?" (Jn 18,23). — "¿Quieres curarte?" (Jn 5,7). — "Tengo sed" (Jn 19,28).

El que ama siempre encuentra tiempo para estar con la persona amada. El que no tiene tiempo para orar no ama. Los pensamientos hermosos, los sentimientos delicados o las palabras elocuentes no son de suyo oración. Esta consiste más bien en decir al Señor amado nuestro amor, nuestro sufrimiento, nuestra alegría, nuestras preocupaciones, nuestros temores... El pobre y el niño aman así y... rezan así. Esta actitud de autenticidad fue la del publicano en el templo, la de la samaritana en conversación con Jesús junto al pozo de Jacob, la del hijo pródigo en su reencuentro con el padre, la de Saulo en el camino de Damasco. Este modo de hablar con el Señor supone una gran confianza y un clima de familiaridad. De semejantes encuentros la persona sale más alegre y confiada.

El trato familiar con el Señor es fruto espontáneo del amor. No se aprende con actitudes intencionales asumidas artificialmente. El modo de orar refleja el modo de vivir. La calidad espiritual de una vida condiciona la calidad y la profundidad de la oración. No hay que realizar grandes esfuerzos para orar. Basta con ser conscientes de sí mismo, ser como Dios nos creó: auténticos, sencillos, fundamentalmente buenos, afectuosos, amantes del bien, de lo hermoso y de lo verdadero. El Señor está siempre donde está el hombre auténtico, porque éste es como salió de las manos del Creador. El hecho de haber pecado y de ser débil no es ningún impedimento para la presencia del Señor. Basta con reconocer esta limitación y esta pobreza, o sea, basta con ser auténtico. ¿Acaso él no declaró enfáticamente, para que todos lo supieran y no cupiera duda alguna: "...el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Le 19,10)?

Cualquier persona normal es sensible al amor. Es precisamente la capacidad de amar lo que permite al hombre ser cristiano o religioso. Vivir como materialista o, al contrario, como espiritualista y más aún como cristiano o religioso, es una cuestión de escala de valores. Entre los valores afectivos que sensibilizan de forma especial el corazón del cristiano, y sobre todo de los religiosos, está el amor a Dios y al prójimo, reconocido como hermano en Jesucristo. Responder con una

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intensidad particular al amor de Cristo a los hombres es orar. La actitud interior más o menos permanente de amorosa unión con el Señor transforma el comportamiento del hombre. Este se va convirtiendo poco a poco en un hombre nuevo, algo semejante al Señor en su modo de pensar, de sentir, de relacionarse y de actuar. Esta limitada identificación con Jesucristo puede manifestarse de diversos modos en la persona, según el modo de ser de su personalidad. En unos aparece más claramente a nivel intelectual; en otros se manifiesta a nivel afectivo; hay quienes se parecen algo a Cristo en su modo de hablar y de actuar apostólicamente.

La auténtica vida de oración afecta inevitablemente al modo de ser de la persona. Una característica inconfundible del que ama mucho al Señor es el celo apostólico: un deseo irresistible de llevar a todos los hombres al conocimiento de Dios, al descubrimiento de la inagotable riqueza de su amor y de su misericordia y a la correspondencia generosa a su llamada.

En Cristo no hay nada complicado. Es persona sencilla, como es sencillo el mismo Dios. Por eso se muestra más claramente en el pobre, en el limitado, en el niño. Es auténtico el que reconoce su realidad, su originalidad.

La gracia actúa más eficazmente en el corazón pobre, limpio de apegos terrenales. El corazón del pobre está abierto a la novedad, acoge la noticia, vive de esperanza. "Id y contad a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados" (Mt 11,4-5). El pobre ve con más claridad, distingue mejor la verdad porque no está condicionado por compromisos; descubre mejor hasta qué punto el Señor es imprescindible para satisfacer nuestra ansia de vivir, de amar. Y también comprende mejor que Dios nos ama tal como somos.

"Orar es estar con aquel que sabemos que nos ama", dice santa Teresa de Jesús.

La oración es auténtica cuando el que ora asume la actitud del pecador, esto es, del pobre, del limitado. La respuesta del Señor a quien se dirige a él como pobre pecador es siempre una palabra de compasión y de perdón. El corazón arrepentido es siempre objeto de una extrema ternura del Señor, cuyo único anhelo es ver felices a todos sus hijos. Así fue como se mostró a la Magdalena, a la adúltera, a la samarita-

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na, a Pedro, a Zaqueo. Su sorprendente exclamación: "¡Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré!" (Mt 11,28), es una manifestación elocuente del cariño paternal del Señor para con todos los que sufren. Esta finura de sentimientos de amor para con el pecador arrepentido aparece también de modo inequívoco en las maravillosas alegorías del fariseo y del publicano (cf Le 18,9-11) y del hijo pródigo (cf Le 15,11-32). Sin una sincera actitud de arrepentimiento de las propias infidelidades y flaquezas humanas no hay oración auténtica. El sacramento de la confesión es una práctica que pone a prueba nuestro grado de sinceridad con el Señor. Ir a la confesión es reconocerse públicamente pecador. Es vivir en la realidad. El gesto de absolución del confesor es la señal externa del perdón de Cristo. Es la manifestación inequívoca de su misericordia y de su paternal compasión.

11.6. El hombre de oración

"Ellos ya no tendrán más hambre ni sed; no les abatirá más el sol ni ardor alguno" (Ap 7,16).

"Los que en un tiempo no erais pueblo de Dios, ahora habéis venido a ser pueblo suyo" (1 Pe 2,10).

Cualquier cristiano consciente y cualquier religioso lúcido y coherente consigo mismo siente la insaciable necesidad de orar. La oración es, de hecho, el instrumento indispensable para la construcción de la propia vida. El cristiano o el religioso que abandonan la oración ya no son lo que dicen que son. Han perdido su identidad. Nadie puede tomar en serio a los que proclaman con la boca y tal vez con símbolos exteriores que son religiosos, pero no rezan. Parecen unos desgraciados travestis.

La oración es para el hombre la puerta abierta hacia todos los bienes, el laboratorio donde se construye la grandeza humana, espiritual y funcional del hombre. La oración es la forja del amor, del amor que engendra amistad y fraternidad; la inevitable respuesta del hombre al Señor que nos amó primero con un cariño inefable. El amor de la persona que se ha forjado en la fragua de la oración es la prueba más elocuente del amor de Dios a los hombres. El amor sencillo,

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sincero y discreto del hombre de oración estimula la fe de los que se acercan a él. El hombre de oración proclama con el argumento convincente de su estilo de vida que Dios ama a todos los hombres de una forma totalmente gratuita. El ejemplo de vida del hombre de auténtica oración es una nueva palabra de Dios al mundo. El santo es siempre un sermón de campanillas del Señor a los hombres. Es una reafirmación de la verdad y de la vitalidad siempre actual del evangelio. El hombre de oración es como una palabra de la Palabra, la personificación de la parte vital del evangelio. Todo el evangelio es importante, como aquel que lo dictó. Los hombres de oración son otros tantos fragmentos del Cuerpo Místico de Cristo. Dios sigue hablando a los hombres; sus mensajes de amor, siempre actualísimos, son escritos en la vida de sus siervos fieles.

La vida del auténtico hombre de oración es un grito de trueno de alerta al mundo. Proclama con impresionante fuerza profética la necesidad de vivir en la presencia de Dios como condición para desarrollar un nuevo y verdadero humanismo integrador.

La parte del ejemplo que hay que imitar en la vida del santo no son tanto sus gestos y sus obras como sus actitudes. Son éstas las que condicionan sus gestos, sus acciones y su manera de comportarse.

El reencuentro con la oración auténtica y profunda en la Iglesia, sobre todo en el sacerdocio y en la vida religiosa, es hoy tal vez el objetivo número uno del esfuerzo general de renovación. Todos los cristianos, pero sobre todo los sacerdotes y los religiosos, son llamados por Dios para vivir intensamente la dimensión contemplativa propuesta por el evangelio. Del éxito de este esfuerzo depende la renovación apostólica. El cristiano que se decide a optar por Cristo, a quemar su vida por él, confunde en una única expresión de fidelidad y de generosidad la experiencia de Dios, el amor a Jesucristo, el amor a la Iglesia y a los hombres.

El hombre de oración siempre es profeta: amigo de Dios, testimonio vivo de su experiencia y de su amor. Cuando habla no se limita a repetir conceptos bíblicos o teológicos. Comunica experiencias. Por eso su profecía es más persuasiva. Quienes la reciben profundizan en el conocimiento de Dios tal como lo revela por su propia vida el hombre de oración:

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un Dios verdadero, sabio, poderoso y misericordioso; descubren que el Señor los ama por encima de toda medida; es rico, generoso y hasta pródigo en sus dones; es vivo, real e irresistible para quien lo descubre; un tesoro por cuya adquisición el que lo ha descubierto está dispuesto a vender todos sus bienes. La vida del hombre de oración es la historia del Señor escrita en la vida de un hombre.

La fuerza espiritual de transformación del hombre de oración reside en su original experiencia sobrenatural de contemplación de unas realidades que no son de este mundo. Al vivir totalmente su entrega a la acción de Dios, su existencia está sembrada de intervenciones divinas que sorprenden y estimulan a los hombres a seguir su ejemplo.

Un dato interesante que se ha observado en las personas que realizan una auténtica experiencia es que empiezan a sentir gusto en tratar de asuntos espirituales. Hablan gustosamente del Señor, lo mismo que el que se siente enamorado se complace en poder hablar de la persona amada.

La vida de oración es siempre algo estrictamente personal que rebosa del sujeto y contamina a los demás. El hombre de oración vive permanentemente en la presencia de Dios. Nunca se siente totalmente solo. Por eso la vida de oración es el modo de vivir constantemente en oración. La persona puede realmente llegar a adoptar, en su relación personal con el Señor, una actitud interior natural y espontánea, semejante a la del niño en relación con sus padres. Debido a la influencia de ciertos aspectos del mundo exterior perdemos esa maravillosa actitud interior para con los seres queridos y vivimos más o menos dispersos en nuestra superficialidad. Será menester reconstruirla. Volver a nuestros sentimientos primitivos de amor en nuestra relación con Dios. Por eso la mayor parte de las personas que quieren mejorar su nivel de oración creen que deberían reconstruir más o menos laboriosamente su interioridad de amor. No se trata, sin embargo, de construir o de reconstruir nada. La vida de oración no es fruto del esfuerzo humano. Es algo muy natural y espontáneo que ya existe en la intimidad del hombre. Aprender a orar o a orar mejor es únicamente dar aliento a esa llama tan débil y casi apagada, que, en realidad, jamás se extinguirá por completo. Es un germen de vida sobrenatural inactivo que es preciso que se desarrolle, que se abra, que se intensifique.

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La vida de oración es esencialmente vida de fe. Algo muy sutil y delicado, como la conciencia de la certeza de que se ama al Señor. El deseo más íntimo y más verdadero del que adquiere vida de oración es el de Dios. Un deseo permanente, vivido en actitud de mirada sencilla y sincera dirigida al Señor.

11.7. Orar y contemplar

"Y cuando me fuere y os haya preparado un lugar, volveré otra vez y os tomaré conmigo, para que, donde yo esté, estéis también vosotros" (Jn 14,3).

El concilio Vaticano II ha despertado la necesidad y el deseo de renovación en todos los sectores de la Iglesia. Está fuera de toda duda que no se trata únicamente de redimen-sionar las estructuras administrativas o de reglamentar los usos y costumbres, aunque estas reformas sean también importantes. Pero las estructuras tienen únicamente una función organizativa con vistas a facilitar la vida. Esta es lo esencial de la Iglesia, de las personas que viven en asociaciones o en familias.

El gran esfuerzo de renovación que hay que hacer va en el sentido de un audaz crecimiento espiritual de los sacerdotes, de los religiosos y de los cristianos laicos. En la medida en que se desarrolla la dimensión contemplativa de los cristianos, la Iglesia se renueva y crece. Se trata de una cuestión vital para los institutos religiosos, cuyos miembros hacen profesión pública de seguir más radicalmente a Jesucristo. La misión específica de los religiosos consiste en dar al mundo el testimonio de Cristo y el anuncio de la Buena Nueva que él trajo al mundo. Este testimonio es posible y auténtico en la medida en que el religioso viva personalmente el misterio de Cristo. Vivir el misterio de Cristo es imitar a Jesucristo.

Pero imitar a Jesucristo no es hacer una parodia de él. La imitación nace de la admiración. El que admira, ama. Sólo podemos amar a la persona en que descubrimos unos valores que nos seducen. La primera tarea de los que se deciden por la vida religiosa es la de estudiar a Jesucristo. Tanto más fácil es conocer a una persona cuanto más cerca de ella se vive.

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Por consiguiente, la tarea de estudiar a Jesucristo para conocerlo mejor lleva consigo la necesidad de aproximarse a él lo más posible. Contemplar es entrar en contacto íntimo con el Señor: verlo con los propios ojos, tocarlo, escuchar su mensaje de salvación de sus mismos labios. La generosa actitud y vida de oración y de contemplación alcanza de modo perfecto el doble objetivo de conocer al Señor y de vivir muy unido a él. Es que no puede haber auténtico testimonio evangélico si no hubiere un auténtico y generoso esfuerzo de crecimiento espiritual. La dimensión contemplativa del religioso se convierte de este modo en un aspecto esencial de su vida. Solamente el que vive la dimensión contemplativa vive de forma realista las verdades históricas del reino de Dios.

En un discurso pronunciado el día 24 de noviembre de 1978 ante un grupo de religiosos, el papa Juan Pablo II expresó esta importante inspiración: "Vuestras casas tienen que ser ante todo centros de oración, de recogimiento, de diálogo —personal y, sobre todo, comunitario— con aquel que es y debe ser el primero y principal interlocutor en la laboriosa sucesión de vuestros trabajos de cada día. Si sabéis alimentar este clima de intensa y amorosa comunión con Dios, seréis capaces de llevar adelante sin tensiones traumáticas ni peligrosas desbandadas esta renovación de la vida y de la disciplina a que os comprometió el concilio Vaticano II" 6 4 .

Contemplativo es aquel que se siente atraído irresistiblemente por el Señor. Esta atracción lo lleva a abrirse a él y a dejarse trabajar por él en una progresiva transformación interior. Este es el resultado natural de la fidelidad con que el hombre responde a la llamada constante del Señor. El dinamismo interno que preside este movimiento transformador o de vida es el amor. El hombre que se deja arrastrar por este dinamismo de amor da a los hombres un testimonio permanente de su comunión con el Señor. La capacidad de testimoniar prácticamente, mediante el ejemplo personal, el amor de Dios a los hombres es la condición de eficacia apostólica. Y es también una condición sin la cual nadie consigue realizar un verdadero progreso en la vida de oración.

Sin una profunda unión con el Señor no hay verdadera fecundidad apostólica. Sólo el lenguaje del amor es com-

61 Boletín informativo "Vida religiosa" 15 de enero (1979) 9.

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prensible a todos los hombres independientemente de su origen, de su raza o de su cultura. El contemplativo en acción es un apóstol que participa íntimamente de la pasión, de la muerte y de la gloria de Jesucristo. "A todos los miembros de cualquier instituto les conviene, buscando únicamente a Dios sobre todas las cosas, juntar la contemplación, por la que se unen a él con la mente y el corazón, con el amor apostólico, por el que procuren ser asociados a la obra de la redención y a la extensión del reino de Dios" 6 \

La fidelidad a las exigencias de la opción fundamental es la piedra de toque para juzgar del grado de autenticidad de una vida religiosa. Para mantener la coherencia íntima, el religioso debe renovar constantemente su actitud interna y su comportamiento exterior. Este no es sino la manifestación de aquélla. Por eso, "la regla suprema de la vida religiosa, su norma última, es la de seguir a Cristo según las enseñanzas del evangelio" b().

Orar y contemplar son modos distintos de comunicar con Dios. Orar o rezar es buscar comunicar con Dios sobre todo por medio de palabras, de conceptos, de imágenes o de pensamientos. Contemplar es buscar la misma comunicación de otro modo, en el cual se prescinde lo más posible de palabras, de conceptos y de imágenes. La contemplación pura es vivencia de comunicación con Dios sin utilizar ninguna palabra, imagen ni concepto. La mayor parte de las personas que rezan hacen también un poco de contemplación. Las que contemplan frecuentemente hacen también un uso moderado de palabras pronunciadas, murmuradas o solamente pensadas.

Las almas profundamente místicas muchas veces tienen la capacidad de conocer directamente a Dios, de comprenderlo y de intuirlo sin utilizar palabras ni conceptos. Por otro lado, de acuerdo con la experiencia de muchos directores espirituales y de dirigentes de grupos de oración, prácticamente todos pueden aprender este modo de orar. Consiste en la capacidad de captar a Dios directamente por medio de esa facultad que en lenguaje místico se conoce con el nombre de "corazón". Este concepto es muy parecido al de "intuición", al de "visión interior", al de "iluminación interior"..., al de

"'' Perfectae carüaiis 5. >•<< A. ALUFFI, Testimoni dell'Invisibile, Elle Di Ci, Torino 1972, 99.

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natural tendencia hacia Dios, que atrae poderosamente al hombre hacia sí.

Las palabras, los pensamientos, los raciocinios, las imágenes... constituyen otros tantos obstáculos para la comunicación directa e íntima con Dios. Los corazones enamorados se encuentran más íntimamente en el silencio de una simple mirada.

Para la mayor parte de las personas, el primer paso para llegar a este estado de simple mirada dirigida amorosamente al Señor consiste en vaciar o purificar la mente de cualquier pensar, reflexionar, imaginar... activamente. Crear el vacío de la mente. Consiste en un esfuerzo por no hacer nada, por no pensar en nada, por no imaginarse nada... Observar solamente con fe y con amor ese vacío en donde se encuentra el Señor de modo misterioso y escondido. Se aprende a vivir ese estado pasivo mediante el ejercicio. Se trata de ver al Señor no con el sentido de la vista, sino con los ojos del "corazón". Los ojos del "corazón" pueden ver a Dios únicamente si están ya cerrados para todo lo demás. Cualquier apego o preocupación por otra cosa que no sea el Señor hace perderlo irremisiblemente de vista. Por eso precisamente es por lo que Jesús declaró bienaventurados a los limpios de corazón: sólo éstos pueden ver a Dios.

Hay personas muy simples, sinceras y auténticas que saben contemplar sin pasar por el laborioso proceso de aprendizaje que hemos indicado. Son como ciegos, que, al faltarles la visión, desarrollan espontáneamente una elevada sensibilidad en los otros sentidos, lo cual les permite participar casi tan activamente de la vida como las personas de vista normal. Hay ciegos que "ven" mejor algunos aspectos de la vida que otros cuya visión funciona normalmente. ¿No se dice que hay algunos que tienen ojos y no ven? El contemplativo en acción vive en su "corazón" en una unión amorosa con el Señor, mientras que con su cabeza trabaja con la misma normalidad que cualquier otra persona.

El ejercicio de aprendizaje de la contemplación consiste básicamente en obligar a la mente que piensa y habla activamente a que se calle, mientras uno permanece amorosamente en la presencia del Señor. La continuidad de este ejercicio lleva al descubrimiento del arte de comunicar directamente con el Señor a través del "corazón".

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El pensar activo tiene su origen en las sensaciones, en los recuerdos, en las preocupaciones, en las emociones y en los sentimientos más o menos intensos... Para contemplar es necesario purificarse previamente de todo eso. Con la mente se puede pensar, reflexionar, discutir, crear, hablar, rezar... Pero contemplar sólo puede hacerse con el "corazón". Sólo el silencio profundo y total de la mente lleva a la visión contemplativa de Dios.

El cerebro es un motor que siempre funciona. El producto de su actividad se llama genéricamente pensamiento. No es posible no pensar. Cuando digo "no pensar activamente" quiero decir ocupar la mente en algo que no lleva a organizar mentalmente conceptos ni reflexiones lógicas, y menos aún a darles la forma de palabras más o menos expresadas. Esto se consigue fijando la atención activa más tranquilamente en Dios o, mejor aún, en la persona de Jesucristo. El que va hacia la presencia de Dios, que lo atrae amablemente, ve con espontaneidad la imagen del Señor con los ojos del "corazón". No es necesario imaginarse a la persona del Señor ni representársela mentalmente. Basta con buscarlo amorosamente, con desear que él se haga presente de algún modo. El que lo ama vive constantemente en su presencia. Para orar o contemplar basta con fijar atentamente los ojos del "corazón" en su amable persona y esforzarse en permanecer en su presencia. Dos personas que se aman apasionadamente sienten una enorme felicidad con el simple hecho de encontrarse uno en presencia del otro.

Para evitar las distracciones y facilitar la permanencia en el estado de contemplación basta con habituarse a repetir mentalmente con cierta frecuencia una palabra clave que exprese el sentimiento de amor y el deseo de unión. "¡Señor mío y Dios mío!... ¡Señor, yo te amo!... ¡Señor mío Jesucristo, ten piedad de mí!"..., etc. Es conveniente usar siempre la misma expresión. Se puede formar así el hábito de repetirla con frecuencia de día y de noche, incluso fuera de los momentos de oración contemplativa explícita.

La continuidad en este ejercicio conduce a la contemplación pura, en la que el "corazón" vive la amable presencia del Señor en el más absoluto silencio de la mente.

La causa más frecuente de abandono de la vida de oración está en la persistencia fatigosa y monótona de un método de

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oraciones hechas exclusivamente a nivel de la cabeza. El sujeto acaba cansándose y hastiándose de esas prácticas rutinarias. En la mayoría se necesita una buena dosis de capacidad de resistencia física y psíquica para no sucumbir a la tentación del desaliento. El único medio de huir del problema es aprender a sumergirse en la profundidad de los misterios del "corazón", que busca al Señor sin fatiga mental. Contemplar es tan fácil y tan agradable como amar. Basta con encontrar el camino de este método. El camino no se detiene en fatigosas elaboraciones mentales, sino en suaves explosiones de alegría, de paz, de amor, de entusiasmo, de ternura del "corazón" que encuentra al amado que lo llama.

La contemplación es una experiencia mística que comunica frescor a la mente, alimento al alma y bienestar al cuerpo. Llena de una felicidad tan real y tan satisfactoria, que aquel que la consigue no cambiaría esa riqueza por ninguno de los deleites que pueden proporcionar los sentidos, las emociones y la mente. Lo más curioso es que esta experiencia está al alcance de todos. Todos pueden aprender a comunicarse con Dios a través del "corazón". La mayor parte de las personas tienen necesidad de educar previamente su "corazón" por el ejercicio para que funcione adecuadamente.

La oración hace al hombre. Somos lo que llegamos a ser mediante la oración. "La persona se convierte en aquello que reza; rezar más para amar mejor; la verdadera oración no está hecha de palabras, sino de miradas; cuando estoy con Dios, hago lo más importante, porque rezar es amar"67.

Contemplar no es hablar con Dios. Tampoco es reflexionar o pensar. El resultado de la contemplación no consiste en unas cosas hechas, realizadas o alcanzadas. La contemplación no pretende un conocimiento mental, un saber. Apunta fundamentalmente hacia el ser de la persona. Esta se transforma y crece con la contemplación. Se trata de un beneficio mucho más importante que las luces y el saber que es posible obtener con otros tipos de oración y con la meditación.

La contemplación transforma a la persona con mucha mayor eficacia que la fuerza de la voluntad. El que tiene el hábito de orar por el método de la contemplación se hace generalmente muy sincero, sencillo, cordial, paciente... Hay vicios que desaparecen sin un gran esfuerzo: fumar demasia-

G. BARRA, NO amó per scherzo, Piero Gribaudi, Torino 1968, XII.

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do, afición al alcohol, dependencia afectiva... En fin, la persona se transforma en otra distinta.

También la comunidad religiosa y la familia se benefician extraordinariamente por el hecho de que uno de sus miembros tenga el hábito de orar por el método de la contemplación. El cambio que la contemplación produce en la persona contagia a todas las de su entorno. Hay una unión mayor de corazones, hay un clima favorable al diálogo, hay una mayor participación en las actividades del grupo, y los encuentros se realizan en un clima de paz y de amistad. Contemplar es sensibilizar el corazón para el descubrimiento, para la aceptación y para el amor a los demás. Las personas que contemplan juntas en un mismo lugar entran también en una sintonía profunda unas con otras. Y acaban sintiéndose íntimamente unidas, en comunión.

Las personas que buscan juntas una misma cosa sienten un mayor estímulo para el esfuerzo común. La resistencia o el desinterés de uno bloquea el esfuerzo de todos. Las actitudes y las emociones individuales positivas o negativas de una persona en un grupo contagia fácilmente a los demás a través de una especie de comunicación inconsciente.

Contemplar es fijar la atención en el objeto considerado, penetrar en su intimidad, dejarse penetrar por él sin resistirse ante el movimiento de encanto y de admiración que suscita. En la oración contemplativa, el objetivo de la atracción, de la atención interior, del encanto y de la admiración... es el Señor. El que contempla no piensa activamente, no calcula, no conversa. Se trata de una intensa actividad interna, silenciosa. De una experiencia interior. A veces el sujeto explota en exclamaciones de alegría, de júbilo, de gratitud, de tristeza, de maravilla...

Hay quienes descubren la oración contemplativa simplemente por miedo a perder el tiempo. Hay quienes creen que orar es hacer algo: pensar, reflexionar, pronunciar palabras, leer, cantar, etc. Está claro que todo esto puede ser también oración; todo depende, naturalmente, de la disposición interior del sujeto. Pero contemplar, o sea orar sin decir nada y sin pensar activamente, es seguramente una oración más profunda y más provechosa para el crecimiento de la unión del hombre con Dios que cualquier otra oración: "¡Marta, Marta! Tú te preocupas y te apuras por muchas cosas, y sólo es

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necesaria una. María ha escogido la parte mejor, que no se le quitará" (Le 10,41-42).

Una de las condiciones personales para aprender a contemplar es tener el coraje de sentarse a los pies del Señor simplemente para mirar..., para escuchar..., para amar y dejarse amar. El contemplativo no hace nada. Deja que el Señor haga con él lo que quiera. Se limita a tomar conciencia de las maravillas que el Señor realiza en él.

Es difícil explicar lo que siente la persona en oración contemplativa. La mirada fija en Dios y en su reino, el secreto movimiento afectivo del corazón y la misteriosa respiración del alma entregada a las cosas del Espíritu son cosas más o menos inexplicables. Se trata de una experiencia que se vive. No hay palabras para describirla adecuadamente. Es tan imposible querer explicar como querer hacer comprender qué es el perfume del jazmín a una persona que nunca lo ha olido. Es un conocimiento que se adquiere solamente por la experiencia personal. La experiencia interior de la unión íntima con Dios es tan simple y tan espiritual, que no puede reducirse a ninguna idea bajo la forma de imagen sensible. Sólo la experiencia..., únicamente la experiencia...

La contemplación es una vivencia absolutamente personal e interior. Puede ir acompañada de gestos exteriores que, sin embargo, no expresan el contenido vivencial de la oración. Este permanece secreto, conocido únicamente por el sujeto. Por eso la oración contemplativa, aunque se haga en grupo, es siempre estrictamente personal, a pesar de que el sujeto siga siendo plenamente consciente del hecho de ser miembro de un grupo, de una comunidad, de la Iglesia.

Podemos forjarnos una vaga idea de cómo es la unión íntima con Dios a través de la descripción que hizo Jesús de su unión con el Padre. El evangelista Juan afirma que "el Hijo unigénito está en el seno del Padre" (Jn 1,18). Jesús declaró también: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10,30). Y en otro lugar: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros..." (Jn 17,21). Otra de sus palabras: "Volveré otra vez y os tomaré conmigo..." (Jn 14,3), es una clara indicación de cómo actúa el Señor en el alma del que se deja amar por él. Contemplar es dejarse amar por el Señor. Es estar enteramente disponible a él con

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plena conciencia de esa disponibilidad y de ese deseo de querer ser únicamente suyo.

La mentalidad horizontalista que nace de la actitud tendenciosamente social puede ser un sincero esfuerzo de vida espiritual. Sin embargo, es sumamente difícil —por no decir imposible— llegar por ese camino a una verdadera oración contemplativa. Todo indica que el descubrimiento de san Agustín es válido para todos los que buscan un encuentro más profundo y más personal con el Señor. "Tarde te amé, oh Belleza, tarde te amé. Sí; tú estabas en lo más íntimo de mí mismo y yo estaba fuera de mí. Yo te buscaba fuera de mí"68.

Santa Teresa se extraña de que algunos tengan miedo de entrar decididamente por este camino para progresar en la vida de oración: "No entiendo eso que temen los que temen comenzar oración mental, ni sé de qué han miedo"69.

Al hablar de la necesidad de orar y de la satisfacción que experimenta el que aprende a orar de veras, la misma santa escribe: "Para estas mercedes tan grandes que me ha hecho a mí (el Señor) es la puerta la oración; cerrada ésta, no sé cómo las hará, porque, aunque quiera entrar a regalarse con un alma y regalarla, no hay por dónde, que la quiere sola y limpia y con ganas de recibirlos. Si le ponemos muchos tropiezos y no ponemos nada en quitarlos, ¿cómo ha de venir a nosotros? ¡Y queremos nos haga Dios grandes mercedes!"70.

El Señor habla a quienes lo escuchan. Su palabra es misteriosa. Únicamente es perceptible en el silencio del corazón estrechamente unido a él. Los sentidos son puertas abiertas al mundo exterior. El reino de Dios está dentro de nosotros, nos advirtió Jesús. Por consiguiente, las realidades espirituales no pueden ser percibidas por los sentidos exteriores. Sólo los sentidos interiores —la imaginación, la fantasía, la representación, el sentimiento, la impresión...— son suficientemente sensibles para percibir las cosas del espíritu.

Si quieres oír lo que el Señor te dice, cierra tus sentidos exteriores —la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto—, recógete en tu interior más íntimo, entra con el Señor que

»8 SAN AGUSTÍN, Confesiones X, 27. 69 SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 8,6, en Obras completas,

o.c, 51. '» IB 8,9, o.c, 52.

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está allí, permanece en su santa presencia y fija tu atención en él. El te hablará si estás suficientemente abierto y atento a sus palabras. Cualquier distracción es un ruido que apaga su voz. Sólo puedes oírla en el silencio más profundo de tu cuerpo y de tu mente.

La contemplación es un tipo de oración muy simple. No tiene nada de difícil y complicado. A muchos les puede parecer difícil precisamente porque no saben ser sencillos. La excesiva intelectualización y racionalización llevan al hombre a calcular sus actitudes y sus comportamientos delante de las realidades con que se enfrenta. Pero sólo la actitud simple y auténtica del niño consigue penetrar en la profundidad de las vivencias simples y naturales. Aprender a orar es reaprender a ser simples y puros como fuimos en tiempos de nuestra infancia. Se trata de un redescubrimiento de aquello que, en nuestros años infantiles, nos era muy familiar. Desgraciadamente, en el mundo tecnológico educar puede significar cambiar la naturaleza espontánea del hombre en unos comportamientos y actitudes artificiales, más útiles para los objetivos pragmáticos de la sociedad de producción y de consumo. Por fortuna, siempre es posible el retorno a un humanismo verdadero. Basta con querer y adoptar los medios adecuados para ello. Y éstos están actualmente bastante difundidos gracias a las publicaciones de divulgación de la psicología aplicada a las más diversas finalidades. Existen ya buenos estudios de psicología aplicada a la vida de oración.

La Virgen María es un modelo extraordinario de vida contemplativa. María es imprescindible en la vida cristiana. Ejerce un papel pedagógico indispensable en la vida del que quiere aprender a orar. Si orar es amar, entonces hemos de comprender cómo nadie amó tanto como María a su divino hijo Jesús. Nadie en el mundo estuvo tan estrechamente unido a él como su madre. Por eso mismo, nadie jamás entró tan profundamente como ella en los misterios del corazón de Dios. Esta es la más importante de sus credenciales para que la consideremos como nuestra maestra en los trabajos de aprendizaje de la oración.

No cabe duda de que una de las actitudes que más agradan al Señor en sus amigos es la de una filial veneración a la Virgen María, su augusta madre. El mismo nos la presenta como modelo: "Jesús, viendo a su madre y junto a ella al

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discípulo que él amaba, dijo a su madre: 'Mujer, he ahí a tu hijo'. Luego dijo al discípulo: 'He ahí a tu madre'" (Jn 19, 26-27). Jesús y aquellos a los que él ama tienen la misma madre. Son hermanos. El es siempre el hermano mayor. Por eso mismo, en cualquier dificultad podemos contar con él. En cierto modo, él se responsabiliza de nosotros.

El primer modelo de un hijo es siempre su madre. Procura imitarla espontáneamente. En la medida en que consigue copiar el modelo que está continuamente ante su vista, va creciendo en la vida. Se desarrolla en el sentido de la edad adulta como la madre.

Lo mismo ocurre con el devoto de la Virgen María. En la medida en que imita el admirable ejemplo de su vida, se aproxima al ideal, a Jesucristo, su hermano, que a su vez forjó su humanidad siguiendo el prodigioso modelo de esta mujer singular. Es ella, la Virgen, madre de Jesús y madre nuestra, la misteriosa mujer descrita por Juan como "una gran señal que apareció en el cielo: una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza" (Ap 12,1).

La vida de María se caracteriza por unas actitudes espirituales que estimulan poderosamente nuestra vida de oración. María, la Virgen que escucha, la Virgen en oración, representa en la Iglesia el modelo más perfecto de unión con Jesucristo. Ved, por ejemplo, a María al pie de la cruz. ¿Quién contempló jamás la pasión de su divino Hijo con amor, con dolor, con sentimiento de compasión, como ella? Con su ejemplo anima a los cristianos y les indica ese excelente medio de contemplación del misterio de la pasión.

El que vive un amor profundo a Jesucristo no puede menos de amar y de imitar también a su heroica y santa Madre. Una de las manifestaciones más tiernas de ese amor es la celebración de las fiestas marianas. Las invocaciones, las preces y las celebraciones relacionadas con el culto de veneración a la Virgen siempre son muy apreciadas para el que ama al Señor.

La oración pasiva es una actitud semejante a la de María, que se dejó esclavizar por el Señor. Santa Teresa lo comprendió muy bien. En la oración más profunda, el alma, "si se hace pedazos a penitencias y oración y todas las demás cosas, si el Señor no lo quiere dar, aprovecha poco. Quiere

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Dios por su grandeza que entienda esta alma que está Su Majestad tan cerca de ella que ya no ha menester enviarle mensajeros, sino hablar ella misma con él y no a voces, porque está ya tan cerca que en meneando los labios la entiende" 71. Y continúa la santa con la idea de esclavitud: la oración pasiva "es un recogerse las potencias dentro de sí para gozar de aquel contento con más gusto, mas no se pierden ni se duermen; sola la voluntad se ocupa de manera que —sin saber cómo— se cautiva; sólo da consentimiento para que la encarcele Dios, como quien bien sabe ser cautivo de quien ama" 72. Al hablar de la oración de quietud, dice: Cuando tenía cerca de veinte años "comenzó el Señor a regalarme tanto por este camino, que me hacía merced de darme oración de quietud y alguna vez llegaba a unión, aunque yo no entendía qué era lo uno ni lo otro ni lo mucho que era de preciar, que creo me fuera gran bien entenderlo. Verdad es que duraba tan poco esta unión, que no sé si era Avemaria; mas quedaba con unos efectos tan grandes, que, con no haber en este tiempo veinte años, me parecía traía el mundo debajo de los pies"75.

Tan iluminadora es la descripción de santa Teresa, que no puedo prescindir de presentar al lector algunas otras transcripciones de su maravilloso texto: "Tengo para mí que un alma que llega a este estado que ya ella no habla ni hace cosa por sí, sino que de todo lo que ha de hacer tiene cuidado este soberano Rey. ¡Oh, válame Dios, qué claro se ve aquí la declaración del verso y cómo se entiende tenía razón y la tendrán todos de pedir alas de paloma! Entiéndese claro es vuelo el que da el espíritu para levantarse de todo lo creado y de sí mismo el primero, mas es vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido"74. Al hablar de la oración mental profunda, la santa comenta: "No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama" 7S. Y también: "Entiende (el alma) que no quiere sino a su Dios, mas no ama cosa particular de él, sino todo junto le quiere y no sabe

71 IB 14,5, o.c, 70.

72 IB 14,2, o.c, 70.

" IB 4,7, o.c, 36. 74 IB 20,24, o.c, 95. 75

IB 8,5, o.c, 50.

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lo que quiere; digo no sabe porque no representa nada la imaginación ni, a mi parecer, mucho tiempo de lo que está en sí no obran las potencias; como en la unión y arrobamiento el gozo, aquí la pena las suspende"76.

Unos frutos personales importantes de la contemplación son los sentimientos de paz, de tranquilidad interior, de disponibilidad, de gozo de poder amar, de felicidad... Para el que contempla, estos, sentimientos son como un paladar definitivamente adquirido. Despiertan la tendencia a buscarlos siempre, de experimentarlos de nuevo continuamente. El que ha descubierto la verdadera contemplación no se cansa jamás de contemplar.

11.8. Orar con satisfacción

"Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así también, por Cristo, abunda nuestra consolación" (2 Cor 1,5).

"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo..., que nos consuela en todas nuestras tribulaciones" (2 Cor 1,3-4).

En el capítulo 4 de su carta a los Filipenses, san Pablo habla de la alegría, del gozo y de la paz de aquellos que viven junto al Señor y permanecen íntimamente unidos a él por medio de la oración constante: "Alegraos en el Señor siempre; lo repito: alegraos. Que vuestra benignidad sea notoria a todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna, sino más bien en toda oración y plegaria presentad al Señor vuestras necesidades con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús" (Flp 4,4-7). La paz, la alegría y la satisfacción interior son sentimientos que sólo pueden percibirse en una actitud interior de sencillez. Es que "el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él" (Me 10,15). Y Jesús se alegra de que estas cosas hayan sido dispuestas de esta manera: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque

76 IB 20,11, o.c, 92.

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habiendo ocultado estas cosas a los hombres sabios y hábiles se las has revelado a los sencillos" (Le 10,21).

Ir a Dios es fácil. No es tan complicado como esos pasos que han de dar los hombres para encontrarse con algún personaje importante. No es necesario ser diplomático, o político, o experto en cualquier tipo de conocimiento. Basta con ser pobre, es decir, tan limitado y tan sencillo como un niño.

Orar no es hacer cosas, pronunciar palabras simbólicamente ricas. Estas no son en la oración más que unos vehículos sensibles, más o menos elocuentes, de los contenidos de la intimidad del corazón. La oración no es algo que se cree o que se invente a partir de palabras, de ideas o de técnicas psicológicas. Como el amor, y también como el odio, la envidia, el orgullo, etc., la oración es algo que nace del corazón que ama. Es un estado del alma.

Hay quien lleva en su pecho un corazón orante sin saberlo. Una fuente riquísima que no puede brotar porque está tapada por una pesada piedra. Espiritualmente, este hombre vive adormecido. Ignora la riqueza de vida que está oculta en él. Le basta con apartar la piedra para que la oración brote espontáneamente a chorros. El hombre de oración es un hombre nuevo, regenerado. Un hombre cuyo adorno no es lo exterior, "sino el interior, que radica en la integridad de un alma dulce y tranquila: he ahí lo que tiene valor ante Dios" (1 Pe 3,4).

En el caso de los educadores y de los formadores no se trata de educar a sus alumnos para la oración por medio de técnicas. Se trata siempre y exclusivamente de un problema de autoformación. Aquí el papel del educador y del forma-dor consiste en crear condiciones favorables, condiciones que estimulen y faciliten la búsqueda para el descubrimiento. La semilla de la oración duerme en lo más íntimo del corazón de todos los hombres. Sólo puede germinar y crecer si se la estimula convenientemente por medio de factores de orden educacional. Los educadores y formadores plantamos, Apolo riega, pero sólo Dios puede hacer crecer.

El que no ora es como el hombre que duerme espiritualmente. Sus funciones orgánicas existen, pero no tiene conciencia de ellas. Es igualmente incapaz de controlar sus movimientos y de ordenarlos con vistas a un comportamiento libre. Aprender a orar es también aprender a despertar y a

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dar vida a la gracia bautismal, que permanece inactiva poi congelación.

En el hombre natural se constata una falta de consistencia. Una discrepancia entre el cuerpo y el espíritu, que repercute en su ser como un desequilibrio y una disonancia existencial. Todos los hombres experimentan un anhelo profundo de unificación y de armonía. Sólo la oración es capaz de sanar esa contradicción interna. Desencadena energías latentes, que son las únicas capaces de restablecer el equilibrio primitivo perdido por el pecado, cuyas nefastas consecuencias todos hemos heredado.

La auténtica experiencia de Dios sigue generalmente el modelo paulino. Antes de conocer y de aceptar la buena nueva, la fe de Saulo, un hombre íntegro, pero que perseguía ferozmente a los cristianos, se regulaba únicamente por los dictados de la antigua ley mosaica. El acontecimiento estrepitoso en el camino de Damasco puso a aquel hombre en contacto directo con la nueva realidad del evangelio de Jesucristo. La evidencia de aquella realidad lo aplastó. Lo dejó triturado. No pudo ya resistir al ímpetu de la gracia como hasta entonces. Sucumbió a la evidencia de los hechos. Resolvió entregarse en cuerpo y alma a ese Jesucristo que, unos meses antes, él mismo había ayudado a crucificar en uno de los suyos como un pérfido impostor. Entonces se le abrieron los ojos a una verdad deslumbradora: Jesucristo ha resucitado de entre los muertos y es el hijo de Dios vivo entre nosotros.

A partir de este encuentro personal con Jesucristo, Pablo empezó a apasionarse por el nuevo amigo. Luchó con él y por él para la expansión de su reino de salvación sobre la tierra. Se llenó de orgullo por Cristo. Lo siguió con decisión. Y por él arrostró toda clase de dificultades y de peligros, resuelto a no retroceder ni siquiera ante la muerte.

Cualquier persona que en cualquier momento de su vida haya hecho un descubrimiento semejante al de san Pablo sigue generalmente los mismos pasos que él en su crecimiento espiritual. El que ha descubierto experimentalmente a Jesucristo no puede menos de vincular a él toda su vida. La santa humanidad de Jesucristo permite vivir la relación con Dios de un modo más palpable, más activo y más humano. Esto lo facilita todo en la vida espiritual. La experiencia de Dios se

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hace más viva, más concreta y más humana cuando se vive de este modo. Santa Teresa de Jesús afirma que no hay otro camino más rápido, más verdadero y más eficaz para llegar a la unión íntima con Dios que éste. A partir de la humanidad de Jesucristo, el misterio de Dios se hace más accesible al hombre.

Santa Teresa de Jesús, la maestra de espiritualidad en Occidente, hizo personalmente la experiencia de esta realidad mística. Afirma que es más fácil llegar a Dios a través de la relación personal e íntima con la santa humanidad de Jesucristo. Aconsejaba decididamente seguir este método en la búsqueda de progreso espiritual. La persona de Jesucristo era el punto central de todas sus preocupaciones en su vida de oración, de trabajo y de relaciones interpersonales en la comunidad y fuera de ella. Habla de Jesucristo como una mujer apasionadamente enamorada de su amado. Todo en su vida giraba en torno a Jesucristo. El era también el objeto de sus amores juveniles. Deseaba morir mártir por él. Realizó la maravillosa experiencia del matrimonio místico con Jesucristo, al que se refería apasionadamente como "mi divino esposo". Hasta el fin de su vida vivió intensamente esta realidad mística.

Entre los que poco o nada entienden de vida espiritual hay algunos que consideran el extraño modo de vivir de santa Teresa de Jesús como un conjunto de fenómenos histéricos y mitomaníacos. Fuera del contexto de la fe esos fenómenos no encuentran realmente otra explicación. Pero si la santa se hubiese casado y hubiera vivido esos mismos sentimientos en relación con el hombre amado, sus ignorantes detractores la considerarían probablemente tan sólo como una mujer normalmente apasionada. Y su hipotético marido se sentiría, ciertamente, un verdadero afortunado.

Pero la fe simple y encarnada (no la mitomanía o la paranoia), vivida con mucha generosidad, puede llevar al hombre a esas realidades místicas. La verdadera mística no es sinónimo de histeria, de fanatismo o de mitomanía. Es una actitud y un comportamiento normal y coherente de una persona capaz de creer en una realidad más allá de las cosas materiales y sensibles. La realidad religiosa del cristianismo no ha nacido de una imaginación exaltada o de las piadosas suposiciones de una mentalidad fanática. Tiene el aval de la irrefu-

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table revelación divina y la garantía plena de la historia, junto con el apoyo moral de la experiencia plurisecular de los hombres.

Santa Teresa de Jesús recomienda vivamente que el punto de referencia de nuestra relación con Dios sea la santa humanidad de Jesucristo: "¿Quién nos quita estar con él después de resucitado, pues tan cerca le tenemos en el sacramento adonde ya está glorificado?... Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos" 77. Y continúa la santa: "Así que vuestra merced, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes; él lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado. ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí"78.

Imitar a Jesucristo es aprender a decir "\Abba, Padre!", "Padre, Padre mío", como él. Para poder repetir con toda sinceridad, con autenticidad y espontaneidad estas palabras, es necesario ser un poco como Jesús, sentirse realmente hijo del Padre.

Se trata de todo un proceso de transformación interna. El medio más excelente, tal vez el único realmente eficaz, de estimular y de dinamizar este proceso es la oración. El que quiera progresar tiene necesidad de revisar constantemente su vida para verificar si está o no en ese proceso. Únicamente aquellos que se encuentran realmente envueltos en este proceso de crecimiento pueden rezar con todo su corazón: "¡Padre nuestro, que estás en los cielos...!" ¡Cuántos herma-

" IB 22,6, o.c, 101. 78

IB 22,7, o.c, 101.

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nos nuestros no conocen al Señor! Entrar en el proceso de transformación del hombre natural en hijo de Dios y hermano de Jesucristo supone una decisión y un trabajo personal de colaboración con la gracia. Sin esa revisión constante corremos el peligro de dejarnos enredar por la presión materialista que hoy se hace sentir por todas partes.

Hay un trabajo personal en el que nadie puede sustituirnos. Nadie puede llevarnos a una mayor y más generosa entrega a Cristo si nosotros mismos no estamos dispuestos a ello. El descubrimiento de la realidad personal, quizá más negativa que positiva, puede despertar un primer movimiento interior dirigido a una progresiva transformación. Ser sinceros con nosotros mismos es una buena señal para el comienzo de este trabajo de una lenta conversión.

Cada persona se representa al Señor como puede. La imagen que aparece en la fantasía coincide generalmente con una de las muchas que hemos visto y que nos impresionaron profundamente en el pasado. Es importante saber que Jesús no está realmente presente del modo como nosotros nos lo representamos mentalmente. Pero lo cierto es que él está de algún modo junto a la persona que se pone en su presencia de acuerdo con lo que él mismo nos explicó. El nos escucha. Para orar basta con que sintamos que él está ahí, a nuestro lado, de la misma manera como el ciego siente la presencia de una persona a la que no puede ver.

Imaginar que Jesús está a nuestro lado es uno de los métodos más prácticos de vivir constantemente en la presencia de Dios. Permite entretenerse familiarmente con él incluso durante nuestras ocupaciones. Santa Teresa de Jesús practicaba este método de oración y lo recomendaba vivamente a todos. Afirma que por este medio se puede llegar rápidamente a una estrecha unión con el Señor.

Ciertos tipos de contemplación pueden presentar dificultades a algunas personas. Hay algunos que encuentran difícil sumergirse en una situación imaginativa porque no comprenden la significación simbólica profunda que esto encierra. Confunden el símbolo con la irrealidad. De ellos dice el autor de Sadhana, un camino de oración, que esas personas "están tan enamoradas de la verdad de la historia, que pierden la verdad del misterio. La verdad para ellos está única-

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mente en la historia, no en la mística" 19. Los santos viven sus piadosas imaginaciones y fantasías como verdades místicas. Saben muy bien que ésta es una realidad distinta de las realidades materiales. Vividas con fe, estas piadosas imaginaciones o fantasías se convierten en maravillosas realidades espirituales de las que los contemplativos sacan ricos efectos de crecimiento en el amor al Señor y a la Virgen María.

Todas las contemplaciones imaginativas utilizan ciertos símbolos o se basan en ciertos hechos históricos. Ayudan a descubrirse a sí mismo, a Dios y la relación que se puede establecer con él. El sujeto se proyecta en ellas de modo parecido a como se proyecta en los sueños. Los sueños no engañan. Dicen siempre algo verdadero de la realidad interior del soñador. Por eso mismo permiten conocer al verdadero yo. En la profundidad de su ser, la persona es realmente tal como aparece en sus sueños... y en su modo auténtico de contemplar.

A pesar de la sorprendente semejanza de algunos aspectos de la actividad contemplativa con la actividad onírica, es preciso no confundir la una con la otra. Desde el punto de vista epistemológico hay por lo menos una diferencia esencial entre contemplar y soñar. Contemplar es un acto libre con valor de acto intencional y humano. Por consiguiente, confiere a quien lo realiza una responsabilidad personal igual a la de cualquier otro acto humano libre. Por el contrario, el acto de soñar se reduce a una manifestación espontánea determinada por una necesidad instintiva de autodefensa del equilibrio de la personalidad. Contempla el que quiere. El soñar es una función psicobiológica espontánea semejante a las necesidades de descansar, de trabajar, de crear, de comer.

Vivenciar una auténtica fantasía o una contemplación imaginativa significa transformarse en un ser más verdadero. Cambia entonces el modo de relacionarse con Dios y con los demás hombres. De ahí se deduce la gran utilidad que tiene este tipo de oración. Sirve para la expansión del hombre y para darle su verdadera dimensión humana y espiritual.

Santa Teresa de Jesús, la maestra espiritual más docta del Occidente, defendió siempre con denuedo la utilización de la

;" ANTONIO DE MELLO, Sadhana, un camino de oración, Sal Terrae, Santander 1981, 85.

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imaginación y de la fantasía en la oración. Vivenciaba en la profundidad más íntima de su ser las escenas piadosas que se imaginaba. Afirma que éste fue siempre el modo más simple y más fácil de sumergirse en los secretos del Señor. Mejor que cualquier otro santo, ella supo huir del pensamiento activo para orar y contemplar en el ámbito del afecto y de la imaginación. Oraba de seguido, imaginándose estar junto al Señor en su agonía del huerto de los Olivos. Procuraba consolarle en esta situación de extrema penuria. Imaginaba y vivenciaba amorosamente otras muchas situaciones, en las que conseguía comunicarse íntimamente con el Señor para su gran provecho espiritual. Para que se dé un aprovechamiento real de crecimiento espiritual en este tipo de oración contemplativa es imprescindible que la vivencia no se limite a una actividad puramente mental. Tiene que ser, sobre todo, una experiencia interior del "corazón".

De la manera con que santa Teresa de Jesús escribe y explica su método de orar se puede deducir que aquella mujer estaba realmente enamorada de Dios. Le doy a esta palabra la fuerza que se le da cuando la utilizamos para decir que fulano o fulana está enamorado o enamorada de éste o de aquél, de esta mujer o de aquélla. "Puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada humanidad y traerle siempre consigo y hablar con él, pedirle para sus necesidades y quejársele de sus trabajos, alegrarse con él en sus contentos y no olvidarse por ellos, sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad. Es excelente manera de aprovechar y muy en breve, y quien trabajare a traer consigo esta preciosa compañía y se aprovechare mucho de ella y de veras cobrare amor a este Señor a quien tanto debemos, yo le doy por aprovechado"80. La santa explicó también que tenía dificultades en representarse imaginariamente cosas no concretas que pudiese ver como si estuviesen allí: "Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre; mas es ansí que jamás le pude representar en mí —por más que leía su hermosura y veía imágenes—, sino como quien está ciego o a oscuras, que, aunque habla con una persona y ve que está con ella (porque

80 SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la vida 12,2, en Obras completas, o.c., 63.

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sabe cierto que está allí, digo que entiende y cree que está allí), mas no la ve. De esta manera me acaecía a mí cuando pensaba en nuestro Señor; a esta causa era tan amiga de imágenes. ¡Desventurados de los que por su culpa pierden este bien! Bien parece que no aman al Señor, porque si le amaran holgáranse de ver su retrato, como acá aún da contento ver el de quien se quiere bien"81.

Esta parece ser una indicación más o menos clara respecto a los momentos de sequedad espiritual que la santa conocía como cualquier otro mortal: "Ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban; ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años"82.

Al comentar el sufrimiento de la sequedad espiritual, santa Teresa de Jesús escribe: "Si el hortelano se descuida y el Señor por sola su bondad no torna a querer llover, dad por perdida la huerta (i. e. las consolaciones), que así me acaeció a mí algunas veces, que, cierto, yo me espanto y, si no hubiera pasado por mí, no lo pudiera creer. Escribiólo para consuelo de almas flacas como la mía, que nunca desesperen ni dejen de confiar en la grandeza de Dios. Aunque después de tan encumbradas como es llegarlas el Señor aquí cayan, no desmayen si no se quieren perder del todo, que lágrimas todo lo ganan; un agua trae otra... Yo quisiera aquí tener gran autoridad para que se me creyera esto... Digo que no desmaye nadie de los que han comenzado a tener oración con decir: si torno a ser malo es peor ir adelante con el ejercicio de ella. Yo lo creo si se deja la oración y no se enmienda de el mal; mas, si no la deja, crea que le sacará a puerto de luz"8 ' .

Creo que es muy interesante para nuestro propósito reproducir a continuación una página de la autobiografía de la santa, en donde nos habla de su sufrimiento interior debido a la aridez espiritual: "Para mujercitas como yo, flacas y con poca fortaleza, me parece a mí conviene, como Dios ahora lo

81 IB 9,6, o.c., 53-54. 82 IB 8,2, o.c, 49-50. 8i IB 19,3-4, o.c, 86.

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hace, llevarme con regalos, por que pueda sufrir algunos trabajos que ha querido Su Majestad tenga; mas para siervos de Dios, hombres de tomo, de letras, de entendimiento, que veo hacer tanto caso de que Dios no los da devoción (sensible), que me hace disgusto oírlo, no digo yo que no la tomen —si Dios se la da— y la tengan en mucho, porque entonces verá Su Majestad que conviene; mas que cuando no la tuvieren, que no se fatiguen y que entiendan que no es menester —pues Su Majestad no la da— y anden señores de sí mismos; crean que es falta, yo lo he probado y visto; crean que es imperfección y no andar con libertad de espíritu, sino flacos para acometer.

Esto no lo digo tanto por los que comienzan (aunque pongo tanto en ello, porque les importa mucho comenzar con esta libertad y determinación), sino por otros; que habrá muchos que lo ha que comenzaron y nunca acaban de acabar. Y creo es gran parte este no abrazar la cruz desde el principio, que andarán afligidos pareciéndoles no hacen nada; en dejando de obrar el entendimiento no lo pueden sufrir, y por ventura entonces engorda la voluntad y toma fuerza, y no lo entienden ellos. Hemos de pensar que no mira el Señor en estas cosas, que aunque a nosotros nos parecen faltas no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural mejor que nosotros mismos y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en él y amarle. Esta determinación es la que quiere; estotro afligimiento que nos damos no sirve demás de inquietar el alma y, si había de estar inhábil para aprovechar una hora, que lo esté cuatro... Y ansí es bien, ni siempre dejar la oración cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento ni siempre atormentar el alma a lo que no puede""4.

¿Y las distracciones en la oración? Oiga el lector lo que santa Teresa de Jesús dice sobre ello: "Harta mala ventura es de un alma que ama a Dios ver que vive en esta miseria y que no puede lo que quiere, por tener tan mal huésped como este cuerpo... Ansí que torno a avisar —y aunque lo diga muchas veces no va nada— que importa mucho que de sequedades ni de inquietud y distraimiento en los pensamientos nadie se apriete ni aflija. Si quiere ganar libertad de espl

ín 11,14-16, o.c, 61-62.

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ritu y no andar siempre atribulado, comience a no se espantar de la cruz y verá cómo se la ayuda también a llevar el Señor y con el contento que anda y el provecho que saca de todo..."85

En contra de lo que a veces se oye decir respecto a las consolaciones en la oración, santa Teresa de Jesús cree que son un cosa buena y útil para una buena oración. Habla de orar con satisfacción. "Era tan grande el deleite y suavidad que sentía, y muchas veces sin poderlo excusar, puesto que veía en mí por otra parte una grandísima seguridad que era Dios, en especial cuando estaba en la oración, y veía que quedaba de allí muy mejorada y con más fortaleza" 86.

En otra página de su admirable autobiografía la santa continúa: "Bien entendía yo —a mi parecer— le amaba (a Su Majestad), mas no entendía en qué está el amar de veras a Dios como lo había de entender... No me parece acababa yo de disponerme a quererle servir, cuando Su Majestad me comenzaba a tornar a regalar. No parece sino que lo que otros procuran con gran trabajo adquirir granjeaba el Señor conmigo que yo lo quisiese recibir, que era ya en estos postreros años darme gustos y regalos. Suplicar yo me los diese ni ternura ni devoción, jamás a ello me atreví; sólo le pedía me diese gracia para que no le ofendiese y perdonase mis grandes pecados; como los veía tan grandes, aun desear regalos ni gusto, nunca de advertencia osaba... Sólo una vez en mi vida me acuerdo perdirle gustos estando con mucha sequedad, y como advertí lo que hacía, quedé tan confusa que la misma fatiga de verme tan poco humilde me dio lo que había atrevido a pedir. Bien sabía yo era lícito pedirla, mas parecíame a mí que lo que es a los que están dispuestos con haber procurado lo que es verdadera devoción con todas sus fuerzas, que no es ofender a Dios y estar dispuestos y determinados para todo bien" 87.

Que vea el lector amigo cómo la misma santa, maestra en la vida de oración, vivió la llamada oración de quietud: "Esta quietud y recogimiento del alma es cosa que se siente mucho en la satisfacción y paz que en ella se pone con grandísimo

»s IB 11,16-18, o.c, 62. s" IB 23,2, o.c, 105. 87

IB 9,9, o.c, 54.

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contento y sosiego de las potencias y muy suave deleite... (Es oración que se hace) no con ruido de palabras, sino con sentimiento de desear que nos oiga. Es oración que comprende mucho y se alcanza más que por mucho relatar el entendimiento. Despierte en sí la voluntad algunas razones que de la misma razón se representarán de verte tan mejorada para avivar este amor y haga algunos actos amorosos de qué hará por quien tanto debe, sin —como he dicho— admitir ruido del entendimiento a que busque grandes cosas. Más hacen aquí al caso unas pajitas puestas con humildad (y menos serán que pajas si las ponemos nosotros) y más le ayudarán a encender, que no mucha leña junta de razones muy doctas —a nuestro parecer— que en un credo la ahogarán... Porque por la voluntad de Dios todos llegan aquí y podrá ser se les vaya el tiempo en aplicar escrituras; y aunque no les dejarán de aprovechar mucho las letras antes y después (de la oración), aquí en estos ratos de oración poca necesidad hay de ellas —a mi parecer— si no es para entibiar la voluntad; porque el entendimiento está entonces de verse cerca de la luz, con grandísima claridad, que aun yo, con ser la que soy, parezco otra" 88.

11.9. Orar siempre

"Estad siempre alegres, orad sin cesar" (1 Tes 5,16).

Esta recomendación de Cristo, repetida luego por san Pablo, no puede, ciertamente, interpretarse como un consejo para que estemos continuamente rezando oraciones. En primer lugar, orar o rezar no consiste fundamentalmente en hacer algo. Es más bien un modo característico de ser del cristiano que ama de verdad al Señor. Es ser algo así como el que está apasionadamente enamorado. Estar enamorado es ser y sentirse muy diferente de cuando no se estaba enamorado o se ha dejado de estar.

El estado de oración supone también la experiencia de una esperanza alegre. Estar enamorado no es todavía el gozo de estar casado. Este es el último estado que se presiente en el

88 IB 15,1.7, o.c, 72 y 74.

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enamoramiento. La alegría de la esperanza de poder realizar el anhelo más íntimo de unión con otro ser nace en la adolescencia, crece en el enamoramiento, se incrementa en el noviazgo y se consuma en el matrimonio. En el desarrollo de la vida espiritual, las cosas ocurren de una manera semejante. Hay primero una etapa de adolescencia espiritual: es el momento en que se descubre al Señor como un valor capaz de satisfacer el deseo profundo de darse a alguien. La etapa siguiente es aquella en que se escucha la llamada concreta del Señor; se trata de una etapa parecida al enamoramiento; la persona procura multiplicar los encuentros con el otro: vocación para la vida de oración. Cuanto más se profundiza en el espíritu de oración, tanto más unida al Señor se siente la persona. Se va intensificando el deseo de una unión más estrecha y el vago presentimiento de que esa unión se va realizando progresivamente. Algo así como un compromiso de matrimonio. Este es un estado de una seguridad tan grande de estar ya el alma tan unida al Señor, que el simple pensamiento de un rompimiento eventual le asusta y le hace sufrir horriblemente. Al mismo tiempo crece de un modo extraordinario la alegre esperanza de poder algún día gozar cara a cara de la presencia de aquel con quien se vive ya místicamente una unión inseparable. La experiencia de esta permanente alegría al ver aproximarse un gran acontecimiento largo tiempo soñado y percibido como irreversible es un estado de la persona. En el caso presente es el estado de oración. "Tomar conciencia de este gozo no es apoderarse totalmente de él. Es rozarlo levemente con la punta de los dedos. Pero lo poco que se consigue percibir tiene ya cierto sabor a infinito y hace presumir un todo situado más allá"89.

Así pues, ser contemplativo es disfrutar de la constante alegría interior de ser del Señor, de estar siempre con él, de estar en sus manos, de ir siempre acompañado pdr él. Es un sentimiento permanente de paz y de seguridad semejante al del niño que se sabe amado por su madre, que sabe que podrá contar siempre con ella. Esta atmósfera de alegría, de paz, de tranquilidad y de seguridad es la señal de la presencia del Señor. La oración es una actitud delante de Dios, la cual nos transforma interiormente en un alma orientada hacia él.

m G. LEFEBVRE, Al encuentro del Señor, Narcea, Madrid 1979, 106.

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El estado contemplativo es el resultado de una gracia muy simple: la de la fidelidad a los importantes deberes de la vida cristiana. El que se preocupa de cumplir los deseos del Señor demuestra que lo ama de veras. El Señor está siempre presente en la vida de esa persona amiga. Su vida se transforma realmente en vida de oración. Un gran amor al Señor produce el sentimiento de su constante presencia. Cuanto más profundo, intenso y auténtico sea ese sentimiento, tanto más profunda será la oración.

Orar es amar. Amar es abrirse a alguien, acogerlo, permanecer interiormente con él; es estar vinculado a él vitalmente; es comunión en el pleno sentido de la palabra; es tener conciencia de no estar uno solo... Un misterio sublime que satisface los anhelos más íntimos del ser humano. Una humilde, simple y silenciosa presencia junto al Señor que nos seduce.

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12. Dimensión apostólica de la vida de oración

"Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer" (Jn 15,5).

Una actividad cualquiera se hace realmente apostólica en la medida en que el apóstol se limita a plantar, a sembrar la palabra de Dios con una actitud personal de transparente amor a Dios, de profunda humildad, de caridad fraterna, de desprendimiento de las cosas de la tierra... El apostolado auténtico exige siempre mucha paciencia y mucho sacrificio. El apóstol nunca espera recompensa alguna. Sabe que el fruto de su siembra depende únicamente de la bondad y de la misericordia del Señor. Depende de la sensibilidad de los corazones a la gracia. Sabe que él, el apóstol, no es más que un canal, un instrumento, un medio del que se sirve el Señor para construir, reconstruir su Iglesia.

El apóstol trabaja para Jesucristo, y no para los hombres. Al Maestro le agradan más, ciertamente, los pequeños sacrificios hechos para ayudarle en su obra de salvación que las grandes promesas de fidelidad hechas en los momentos de entusiasmo. El apóstol predica la fe con su ejemplo de vida, en primer lugar a sus hermanos de familia o de comunidad, a fin de motivarlos para que sean felices y generosos en su vida de oración. Luego predica también a sus hermanos laicos para ayudarles a que orienten su vida según las grandes líneas del evangelio.

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El religioso es siempre, ante todo y sobre todo, un cristiano que da el testimonio de su fe y de su amor a Jesucristo mucho más por sus actitudes y su manera de comportarse que por sus palabras.

El apostolado más urgente en la Iglesia consiste en la vida de oración y de contemplación de sus miembros. El cristiano, el sacerdote o el religioso que ora intensamente revela por su modo de ser el modo de ser de la Iglesia. Muestra a todos cómo viven los cristianos que son Iglesia. "Si uno tiene el don de la palabra, que use de él como conviene a los oráculos de Dios; si alguno tiene un ministerio, que lo ejerza como mandatario de Dios, de manera que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo..." (1 Pe 4,11).

El espíritu de fe es el único móvil de la actitud del apóstol junto a sus hermanos. Su única ambición es la de ayudar al Señor a construir su reino de amor en la tierra. No puede hablar ni actuar más que como siente. Cualquier apostolado que busque únicamente la gloria de Dios.- ya sólo por ello es siempre eficaz.

El apostolado activo supone una acción "que tiene su origen y su estímulo en el Espíritu Santo... La característica propia de esa acción es el impulso de la caridad, alimentada en el corazón del religioso..., considerado como el santuario más íntimo de su persona, en donde vibra la gracia de la unión entre interioridad y actividad"90. "Cuando se trata de una tarea apostólica, el primer lugar lo debe ocupar la contemplación de Dios..."91. "La oración personal y comunitaria deberá tener sus momentos diarios y semanales, escogidos cuidadosamente y suficientemente prolongados"92.

Apostolado es todo lo que se hace en la Iglesia para propagar el reino de Dios entre los hombres. Cualquier acción apostólica está siempre ordenada a la salvación de los hombres. Todos los cristianos están llamados a dar su apoyo a esta gigantesca obra de la Iglesia. El discípulo fiel de Jesucristo se capacita para un mayor amor apostólico por medio de la oración y de la contemplación. El que ama de verdad al Señor no puede dejar de actuar para que él sea conocido,

Sagrada Congregación para los religiosos 58. MR 16, citado por Sagrada Congregación para los religiosos 58. Sagrada Congregación para los religiosos 58.

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admirado, amado y servido por todos los hombres. El que no ama a los hombres no es amigo de Cristo.

El apostolado no se ejerce únicamente con la palabra. Cualquier género de trabajo y de actividad que pueda revelar a los hombres el amor que el Señor les tiene es apostólico. El primer monje de Occidente, san Benito, sintetizó admirablemente el espíritu que debe animar a aquellos que, como los monjes, deciden seguir incondicionalmente al Señor: Ora et labora ("ora y trabaja").

Todos los cristianos, pero de modo especial los sacerdotes y los religiosos, son enviados a evangelizar a los pobres (es decir, a los que no conocen ni practican el evangelio). La Iglesia es esencialmente misionera. Por esto mismo todos los cristianos tienen una responsabilidad misionera. Hay algunos que reciben una vocación especial para realizar ciertos trabajos concretos en las misiones. Ordinariamente tienen que ser personas en cuya vida resplandezca con claridad la presencia de Jesucristo, que les ofrece a todos la Buena Nueva de la salvación.

12.1. Apostolado y personalismo

"Obraba Dios por las manos de Pablo milagros extraordinarios, de tal suerte que se aplicaban a los enfermos los pañuelos y delantales que habían tocado su cuerpo, y se retiraban de ellos las enfermedades y salían los espíritus malos" (He 19,11-12).

El verdadero apóstol es siempre lo que aparenta y aparenta siempre lo que es. Tiene una personalidad que se impone con una fuerza extraordinaria a todos los que entran en contacto con él. Tan original e impresionante es su modo característico de ser, que a veces lo acusan de personalismo. Y con razón. El significado moderno del concepto social o psicológico de personalismo es exactamente lo opuesto a común, vulgar, mediocre. El personalista es concretamente sencillo, auténtico, espontáneo, humilde, animoso, confiado..., como el niño natural. No tiene careta. Es un modelo de dignidad y de integridad humana.

El personalismo cristiano exige del apóstol una actitud evangélica de respeto a la persona. Ese respeto se traduce en comprensión del otro, en valoración del hombre por el sim-

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pie hecho de ser lo que es. La persona personalista es particularmente sensible a las contingencias históricas, sociales;

biológicas y ambientales del lugar y de la época en que vive El apóstol personalista concentra su atención en la reali

dad humana aquí y ahora. Esta actitud le permite conocer mejor el terreno de la misión que le ha confiado la Providencia. Es como el agricultor que, antes de plantar, analizó la composición química de la tierra que trabaja. Sabe lo que tiene que hacer para asegurar el éxito de su esfuerzo.

Precisamente por profesar un fuerte personalismo, el verdadero apóstol es siempre extraordinariamente humano. Sabe que, además de alma inmortal, está hecho también de carne y hueso. No se considera ni ángel ni bestia. Se esfuerza en mantener un buen equilibrio y una sana armonía entre el cuerpo y el espíritu. Se acepta, se recibe y se estima tal como Dios lo hizo: con sus virtudes y sus debilidades. No siente vergüenza por sus tendencias naturales. Comprende sus propias debilidades humanas reconociendo humildemente que es un pecador.

La constatación de ser un poco como san Pablo —"hago lo que no quiero y no consigo realizar lo que me propongo"— no lo desanima, sino todo lo contrario. Así es como se refuerzan sus lazos de dependencia de Dios. Sabe que solamente el Señor lo puede salvar con su inmensa bondad y misericordia. Si la salvación dependiera de él mismo, estaría irresistiblemente perdido. Es precisamente por su enorme humanidad por lo que el verdadero hombre de Dios no es nunca pedante, autoritariamente severo, exigente y duro. Sabe que es mejor pecar por exceso de bondad que por exceso de severidad. El corazón del apóstol debe ser como el de Dios: al mismo tiempo paternal y maternal.

El profeta o apóstol humano, condescendiente, paciente, que sabe esperar, que cree en la bondad de las personas, siempre encuentra un espacio libre que ocupar entre los hombres. Estas son también cualidades humanas importantes para cualquier educador, formador, catequista y superior de una comunidad. Una buena madre no es propiamente liberal con sus hijos. Pero soporta con paciencia los defectos de los mismos, perdona siempre, asume sus sufrimientos y sus necesidades, se preocupa de ayudarles en todo sin mimos y sin superprotección, sino con un auténtico amor de madre.

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La confianza de las personas en el apóstol nace del amor que éste tiene por los hombres. Por ser también padre, el apóstol no vacila en gritar fuerte y dar un golpe sobre la mesa cuando es necesario para imponer orden y respeto en la casa del Señor. Desdibujarse en situaciones que exigen una clara definición por el Señor o en contra del Señor, tergiversar las cosas, sería traicionar la santa causa que ha asumido. Sin embargo, incluso en ese caso, evita cuidadosamente destruir a las personas. "Mientras la mecha humea..." Por eso nunca ofende. Si cree importante hacer una corrección fraterna, procede con tacto, con prudencia, con auténtico amor fraterno y, siempre que es posible, en particular y discretamente. No se irrita, no habla a gritos, no se venga ni hostiliza a nadie. Al contrario, procura salvar todo lo salvable.

El apóstol es un precursor, un indicador de caminos. Si fuera una persona irascible, intolerante, neurasténica, los que lo escuchasen y viviesen con él terminarían contaminándose de esos defectos. Entonces no habría ya un clima de amor, de paz, de armonía y de entusiasmo que favoreciese el crecimiento en Cristo. Cristo hizo felices a los pobres, a los humildes, a los mansos, a los misericordiosos, a los limpios de corazón...

En el cristianismo todo se reduce a amor. Se cazan más moscas con una cucharada de miel que con un barril de vinagre. Con un poco de amor se conquistan más hombres que con muchas críticas y reprimendas. El apóstol no debe limitarse a ser bueno. Debe ser siempre muy bondadoso y muy amable con todos. La índole del nombre es así. Con amor y con benevolencia todo se consigue de él. Con violencia no se puede obtener nada bueno. La agresión y el desprecio lo arruinan todo, cierran los corazones y engendran odio y rencor. La mansedumbre y la benevolencia conquistan el corazón del hombre.

12.2. Apostolado y testimonio

"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo" (He 1,8).

El apostolado es esencialmente testimonio. El apóstol es una señal elocuente de los tiempos. Los que saben interpre-

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tarlo, es decir, comprenderlo, toman conciencia de la Buena Nueva de salvación que ha traído Jesucristo a todos los hombres de buena voluntad.

El testimonio no radica ante todo en el contenido doctrinal de la profecía. La revelación ya ha terminado. Ya se ha dicho y se ha escrito todo lo que tenía que decirse. Basta con recordarlo, con descubrirlo en los documentos, sobre todo en la Biblia. Lo que falta y faltará siempre en el mundo es el testimonio del ejemplo vivo de otros Cristos: personas que piensen, que sientan, que se relacionen con los demás y que trabajen de manera semejante al Maestro. Es apóstol aquel que concreta realmente, cada día, en sí mismo, la recomendación de Jesucristo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24). Esta es su actitud interna y externa y su comportamiento habitual. Es la constancia en su modo de ser y de actuar lo que da credibilidad a la predicación del apóstol.

El apóstol comprende la sensibilidad y la mentalidad del hombre contemporáneo. Esta comprensión le da un acceso relativamente fácil a los corazones sedientos de verdad, de trascendencia. Una supuesta santidad personal, como concreción de un ideal abstracto que no irradia luz, fuerza y vida para provecho de los demás, no tendría mucho valor apostólico. Sería como un castillo cerrado con siete llaves. Nadie puede penetrar en sus misterios. Las personas de hoy miran y siguen adelante... Quizá lo admiran, pero no se sienten muy inclinados a imitarle. No pueden percibir el valor concreto y práctico de la cosa. El apostolado moderno es eficaz cuando actúa por movimiento y por vida. El instrumento más importante para actuar el apostolado es siempre el modo de ser y de vivir del apóstol. "Los cristianos están llamados a manifestar a Cristo a los demás, principalmente con el testimonio de su propia vida y con el fulgor de su fe, de su esperanza y de su caridad'"".

El verdadero apóstol atrae como atrae la luz a la mariposa nocturna. El que vive lo que es y realiza aquello en que cree es un espectáculo que excita la curiosidad de todos los que consciente o inconscientemente buscan una salida para su necesidad instintiva e irreprimible de realizarse en la línea de su natural trascendencia. Los valores materiales ofrecidos

gi Lumen gentium 31.

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con tanta profusión al hombre de hoy pueden saciar hasta la náusea. El descubrimiento de los valores evangélicos concretados en un hombre que irradia paz y alegría interior toca las cuerdas más sensibles incluso del hombre aparentemente materialista y embrutecido de nuestros días. La sed de Dios es inextinguible.

Es inútil querer engañar a los hombres. La falta de autenticidad y de coherencia del pseudoapóstol no atrae a nadie. Espanta. El pseudoapóstol es un lobo con piel de oveja, metido en medio de un rebaño sin pastor. Los hombres tienen generalmente un olfato instintivo para distinguir al verdadero pastor del que no lo es. No tienen mucha dificultad en descubrir el grado de coherencia del predicador. Si observan que la vida del apóstol no corresponde con lo que dice o predica, reciben su palabra como una simple propaganda: palabras bonitas que, sin embargo, no convencen mucho. El modo de hablar del que vive aquello que explica es totalmente distinto del que no tiene la convicción de su experiencia personal. Por eso, el apóstol es siempre o un testigo o un piadoso farsante.

El apóstol auténtico deja siempre marcada la historia de su tiempo. Su influencia sobre la mentalidad y el comportamiento de los hombres de su época no está tanto en las verdades que afirma y en las denuncias que hace: basta con que exista. Su misma presencia es ya una llamada para todos aquellos que buscan sinceramente la verdad. En el origen de las grandes instituciones de la humanidad se encuentra siempre un hombre escogido.

El apóstol impresiona por lo que es: un testigo que vive lo que predica. Cuando se manifiesta, no puede menos de revelar algo de su propia experiencia. Ese es el elemento definitivamente convincente de la autenticidad de su testimonio.

El testimonio del apóstol es un imperativo de su fe. La eficacia de su ejemplo depende de la profundidad y de la autenticidad de su fe.

Quiera o no quiera, el apóstol es siempre como una ciudad construida en lo alto: es visto y observado por todos. Brilla, llama la atención sobre sí mismo, sobre lo que dice y lo que hace. Revela los valores del reino. O, por el contrario, es oscuro, feo y no despierta nada positivo y bueno en aquellos que lo ven.

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El viento de la palabra no pone a nadie de rodillas. El apóstol auténtico no tiene necesidad de hablar mucho. Basta con que esté allí. El que lo ve o lo oye se siente misteriosamente empujado a hacer algo para ser mejor.

Una trampa peligrosa para la actividad auténticamente apostólica está en la tendencia de buscar la eficiencia humana. El abandono de un campo apostólico por causa de la ineficiencia humana del apóstol es siempre un desastre. Es que los resultados espirituales de un apostolado no se miden por los resultados humanos visibles. La gracia actúa ocultamente. Los efectos espirituales se hacen esperar a veces. El apóstol es eficaz en cuanto que es "capaz de aceptar la incógnita de la pobreza, de ser sencillo y humilde, amante de la paz, libre de compromisos, decidido a la abnegación total, libre y al mismo tiempo obediente, espontáneo y audaz, amable y fuerte en la fe"94.

Para no sucumbir a la tentación de activismo ni dejarse llevar por un deseo excesivo de espontaneidad creadora, el apóstol tiene que renovar constantemente su formación interior. Un mal entendido amor a los pobres y unos supuestos movimientos del Espíritu Santo pueden causar serias destrucciones en el interior de un instituto religioso. En el mundo desorientado de hoy también los religiosos están expuestos a dejarse prender por tantas cosas que pasan... Están obligados a hacer no pocos esfuerzos para no perder su permanente y fecunda unión con Dios. Aquí la vida comunitaria se presenta como un escudo de protección de la integridad interior del apóstol. El religioso que no recibe este apoyo indispensable vive expuesto a una desintegración progresiva de su estructura espiritual.

La comunidad es el nido o el hogar acogedor en donde el apóstol se retira al final de sus tareas apostólicas para descansar junto al Señor y sus hermanos y recobrar nuevas energías y nuevos estímulos. El apóstol que no siente ya la necesidad de este retorno periódico a su casa, quizá esté ya con un pie definitivamente fuera de ella. Estar ausente de la comunidad significa también, generalmente, una ausencia de encuentros personales y espiritualmente vitales con el Señor. El religioso que no ora o que ora poco se enfría...

'" A. AI.UFFI, Testimoni dell'Invisibile, Elle Di Ci, Torino 1972, 110.

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La acción apostólica verdadera es siempre la expresión de una experiencia mística. Sólo ésta permite al apóstol comunicar a los demás en términos claros y comprensivos aquello que la literatura especializada no consigue transmitir en forma de letra. Las realidades espirituales más finas y más profundas del apóstol sólo pueden comunicarse mediante un misterioso proceso de osmosis vital. La literatura es totalmente incapaz de esa comunicación por falta de plasticidad expresiva. La vida comunica contenidos de experiencias, de actitudes internas y de vivencias que la palabra hablada y escrita no consiguen expresar adecuadamente.

El hombre de Dios no predica mucho con palabras doctas y discursos elocuentes. Se limita a revelar con su modo original de ser, con sus actitudes y su comportamiento, el modo como vive él mismo su unión con Dios. No se preocupa de dar consejos, sino que muestra cómo vive él mismo. No dice muchas cosas, sino que deja que lo vean. Pasa por entre los hombres como alguien de quien tuvo el Señor misericordia por haber tenido el coraje de abandonarse en sus manos. Es como si quisiera decir: "Aquí estoy sano y salvo. Estuve enfermo y él me curó. Era pequeño y él me hizo crecer. Estuve perdido y él me recogió. Era pobre y él me vistió. Era leproso y él me limpió. Estuve muerto y él me resucitó..." El apóstol confiesa humildemente su propia miseria y su imposibilidad absoluta de hacer nada por sí mismo. Con su ejemplo proclama a todos que vale la pena experimentar el amor del Padre, que salva a pesar de todo...

La alegría del apóstol radica en el hecho de que puede llevar a los demás a aquel que ama. Su mayor deseo es que todos lo amen.

Somos instrumentos realmente inútiles. Pero el Señor, en su sabiduría y misericordia, predispone las cosas de tal manera que ordinariamente los hombres sólo pueden encontrarlo en otros hombres. El apóstol es un hombre en cuya actitud, palabra y comportamiento los demás pueden conocer a Dios. Por consiguiente, el proceso apostólico es siempre esencialmente muy simple. Por eso mismo la actividad pastoral es discreta. Sólo propone lo esencial de la le y de la moral como obligatorio. El resto tiene que nacer de la gene rosidad de cada uno. También Jesucristo evitó cualquier upo

.'<>')

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de complicación al comunicar su mensaje. La gracia actúa siempre de modo sencillo y directo en los individuos.

La simplicidad destaca mejor el valor nuclear de las cosas, facilita su comprensión y aceptación con posibilidades sorprendentes de desarrollo. Las cosas simples son elementales, es decir, preciosas y libres frente a cualquier traducción.

El apostolado es una propuesta ofrecida a la libertad del hombre. Este percibe individualmente la llamada del Señor y se adhiere personalmente a él. Aquí es precisamente donde se sitúa la noción de valor de la persona en el cristianismo, en la capacidad del hombre de adherirse libremente al Señor.

El modelo más perfecto del modo como se comunica Dios con los hombres es su misterioso modo de proceder en el momento de la encarnación de su hijo Jesucristo: le propone a María la maternidad divina con todo respeto por su libertad; la humilde sierva de Yavé recibe el mensaje, procura comprenderlo y, después de darse cuenta de la misericordiosa voluntad del Señor, responde libremente con su fíat. De esta manera, cualquier relación de Dios con los nombres consiste en una llamada-respuesta. La vida y la conducta del hombre fiel a Dios es siempre una respuesta concreta a la misteriosa voz del Señor que llama a cada uno por su nombre.

Una preocupación apostólica que tendiera a hacer proseli-tismo no tendría nada que ver con el cristianismo. Estaría fuera del contexto evangélico. La respuesta a la llamada es convicción que se realiza voluntariamente en un contexto de absoluta libertad personal. Por eso únicamente la persona interiormente libre, esto es, no presionada por exigencias neuróticas, puede ser un verdadero apóstol. Un pretendido apóstol internamente esclavo de serias necesidades neuróticas es, en realidad, inconscientemente, un luchador de causas propias. Más que ayudar a construir el reino de Dios sobre la tierra, se esfuerza en construir su pequeño reino personal. El apostolado tiene lugar en el punto de encuentro entre dos libertades: la del apóstol que anuncia, ofrece, muestra, profetiza, propone... y la del otro que oye, ve, escucha, juzga y decide personal y libremente.

Se percibe entonces la importancia de que el apóstol esté constantemente preocupado de purificar sus motivaciones más profundas. Olvidar este aspecto de su vida de oración sería correr el riesgo de falsear por completo el sentido apos-

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tólico de su acción. Además de eso, aquel hombre se expondría a estancar rápidamente la fuente de las energías que manan de su indispensable unión con el Señor.

Dirigirse a la libertad de los demás es informarles para que puedan tomar iniciativas conscientes y responsables. El verdadero apóstol no selecciona a las personas de su auditorio según sus capacidades de responder positivamente a su imagen. Su profecía se dirige indistintamente a todos. No interfiere en la libertad de nadie de decidir personalmente el nivel de la respuesta que hay que dar. Se limita a ayudar a los otros a enfrentarse con la llamada del Señor. Por respeto a la libertad del otro le deja a cada uno la responsabilidad de optar entre las alternativas de aceptar o no aceptar.

¿Cómo puede el apóstol ayudar a los que aceptan inicial-mente la propuesta del Señor? Les ayuda en cuanto que los estimula a comprometerse en realizar la nueva realidad que han descubierto. Se trata de un esfuerzo de creatividad: construir la nueva realidad del reino de Dios en su interior. Construir el reino de Dios en su propio interior significa vivir de un modo progresivamente más intenso esa realidad espiritual. El reino de Dios es vida; es la nueva vida del cristiano. Como la vida natural, es fundamentalmente un proceso de evolución permanentemente inacabado.

El cristiano no termina nunca de renovarse. Su límite de tiempo para crecer tiene la duración de su propia vida. La vida cristiana no consiste en hacer determinadas cosas más o menos fáciles o difíciles. Consiste más bien en un determinado estilo permanente de conducir la propia vida. Cualquier cosa que el hombre piense, sienta, diga o haga compromete en cierto modo su estilo de vida: lo consolida, lo transforma, lo disuelve...: "El que diere de beber a uno de estos pequeñuelos tan sólo un vaso de agua fresca porque es mi discípulo, os digo que no perderá su recompensa" (Mt 10,42). Y "todo el que mira a una mujer con mal deseo ya ha cometido con ella adulterio en su corazón" (Mt 5,28).

En el deseo constante de crecer es preciso que cada uno siga su propio ritmo. Hay algunos que caminan a grandes pasos. Hay otros que sólo van pasito a pasito. Cada uno crece a su manera. Cualquier exigencia de uniformidad puede significar una intolerable violencia para algunos. El discípulo de

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Cristo jamás tiene que hacer daño a nadie. Tiene que hacer todo el bien de que sea capaz según su propia medida.

Cuanto mayor sea su falta de madurez espiritual, tanto más debe el neocristiano verse sostenido y apoyado en su esfuerzo de alcanzar la estatura de Cristo. El apoyo más eficaz viene de la continuidad de la llamada: los padres, los educadores, los formadores, los amigos, el director espiritual, la comunidad... El crecimiento humano es lento en cualquiera de sus dimensiones. Exige tiempo y paciencia. Podemos estimular a los otros a tomar iniciativas. Pero para realizar una decisión personal, cada uno está solo. La educación y la formación son siempre una empresa personal. Crecer es crear continuamente la propia libertad. El diálogo educativo es una relación interpersonal o una experiencia vivida juntos.

El educador, el catequista o el apóstol auténticos no ponen jamás condiciones a los que desean ayudar para que encuentren el camino de la salvación. En una experiencia educativa o religiosa, el educador o el apóstol toma siempre la iniciativa en el encuentro. Para no tomar actitudes iniciales equivocadas, es importante que el profeta, el apóstol, el educador... conozcan la situación en que vive la persona a la que quieren ayudar. No hay situación, por difícil que sea, en la que no quepa el anuncio de la buena nueva. Las probabilidades de reacción positiva a la misma son siempre mayores que las de las resistencias absolutas.

Para aceptar al individuo tal como es conviene tomar en consideración su realidad. Para que se sienta comprendido es necesario que el apóstol se ponga a su nivel dentro de su situación.

La situación concreta de cada uno se define sobre todo por dos variables: su posición psicológica y su ambiente. Por consiguiente, si se quiere realizar un verdadero encuentro con otra persona, es preciso:

1) Tomar una actitud muy sensible de apertura a la situación interior del otro: sus sentimientos, sus actitudes internas, sus expectativas, sus temores, sus rebeldías, sus experiencias...

2) Tomar conciencia del ambiente en que el otro vive y del que recibe toda clase de influencias.

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El mensaje que se da no se recibe tal como se emitió. Primero es minuciosamente filtrado, descompuesto, analizado... por ciertos mecanismos que se llaman prejuicios, precaución, necesidades, deseos, fantasías, miedo...

Para que el mensaje evangélico pueda ser recibido como tal tiene que presentar por lo menos aspectos de coherencia: cultura, caridad y catolicidad.

El evangelio que no se inserte lógicamente en el contexto cultural del auditorio no será comprendido. Por eso no podrá ser integrado. No se transformará en vida. Ese contacto pastoral no pasará, evangélicamente, de ser un simple acontecimiento que no tocará a las personas en aquel aspecto fundamental de apertura a la vida del espíritu.

Evangelizar es darse a los demás lo mismo que se entregó Cristo a los hombres. Es constituirse en un eje vivo entre Dios y los hermanos. Si en la persona del apóstol los hermanos no pudieran ver nada más que a uno de ellos, recibirían el mensaje como lo recibieron los fariseos del mismo Jesucristo. Hacer apostolado es condividirse con los otros, convivir con ellos para vivir y para dar vida. "Quien pretenda salvar su vida, la perderá; pero quien pierda la vida por mí, ése la salvará" (Le 9,24).

El mensaje de Cristo es católico, es decir, universal. Se dirige a todos los hombres. Limitar la universalidad del mensaje evangélico sería limitar la libertad del hombre. Y cualquier limitación de la libertad se experimenta como una asfixia. Es el pecado. Este es siempre, consciente o inconscientemente, una dolorosa contradicción interna. "El que comete pecado se contradice a sí mismo" (cf Jn 8,24.34).

La llamada del Señor es siempre misionera. En su acción apostólica se orienta siempre hacia lo universal hasta el final de los tiempos. "Yo planté y Apolo regó, pero quien hizo crecer fue Dios. Nada son ni el que planta ni el que riega, sino Dios, que hace crecer" (1 Cor 3,6-7).

12.3. Tensión entre oración y acción

"Recurrid a Yavé y a su potencia, buscad su rostro siempre" (Sal 105,4).

"El a unos constituyó apóstoles; a otros, profetas; a unos, evangelistas; a otros, pastores y doctores, a fin de perfeccio-

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nar a los cristianos en la obra de su ministerio y en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y al conocimiento completo del hijo de Dios y a constituir el estado del hombre perfecto a la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Ef 4,11-13).

No pocos religiosos sufren hoy una fuerte tensión debido a la aparente contradicción entre el deseo de orar y la presión de las exigencias apostólicas. Esta ambivalencia es sentida más dolorosamente por las personas que están intensamente comprometidas en enormes actividades pastorales, sobre todo en el Tercer Mundo. La visión de la magnitud de las tareas apostólicas por realizar representa una peligrosa tentación para el apóstol comprometido. Puede sentirse llevado a olvidar su deber fundamental de orar. Puede sentir ambiguas llamadas internas a una responsabilidad personal tanto mayor cuanto menor es el número de operarios que trabajan en la mies. La opción que la Iglesia de Puebla hizo por los pobres llevó, efectivamente, a algunos religiosos a afirmar tranquilamente que esa opción exige un esfuerzo apostólico que no deja ya espacio para nada más. "Todo mi tiempo pertenece a los pobres —decían—. Pasar media hora meditando es un tiempo que se les roba a los pobres..."

No es difícil darse cuenta del lamentable equívoco de este lenguaje. Por otra parte, es admirable la fuerza de disponibilidad de esos apóstoles. Sólo un conocimiento insuficiente de la verdadera naturaleza de la actividad apostólica puede explicar semejante desviación no sólo en la doctrina, sino sobre todo en la actitud apostólica. Socorrer con urgencia a esos apóstoles de innegable buena voluntad y de admirable generosidad, antes de que se autodestruyan espiritualmente, es una grave obligación de los respectivos responsables mayores. Sólo un gran espíritu de fe puede preservarlos de la contaminación del secularismo y del materialismo. Es urgente ayudarles a descubrir el modo de redimensionar correctamente el espacio adecuado que han de reservar en su tiempo, por un lado, a la oración y, por otro, a la acción apostólica. Sólo así será posible preservar y mejorar paulatinamente la calidad de su consagración y de su servicio a los demás.

La finalidad del esfuerzo por cultivar la vida espiritual es la de llegar a una unión cada vez mayor con Dios para servir a los otros. No se trata de buscar el gozo de la intimidad con

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Dios porque "esto sea bueno"; se trata más bien de ser con él un solo espíritu y un solo corazón para hacerse capaz de servir desinteresadamente.

Si la afirmación "mi trabajo es mi oración" significa que la oración ha sido sustituida por el trabajo, estamos delante de la herejía de las obras, del activismo. Proclamarlo para explicar que "mi dedicación a los demás constituye mi amor a Dios" puede ser auténtica virtud, fruto, ciertamente, de un profundo espíritu de oración. Cuando una persona se reserva diariamente unos momentos de intensa apertura deliberada a Dios, se hace capaz de entregarse a una dedicación interesada a sus hermanos.

La fidelidad a la oración diaria abre el corazón al Espíritu. El que no es capaz de emplear parte de su tiempo diario para permanecer al menos una hora junto al Señor tampoco es capaz de una dedicación apostólica por amor. Quizá de filantropía...

La persistencia en la dedicación apostólica desinteresada a los demás es fruto de la fuerza que se saca del contacto amoroso diario con el Señor. Nuestra fuerza de trabajo por el Reino procede de nuestra unión con Dios, que nos cura y nos sostiene. Por eso los períodos regulares de tiempo pasados en coloquio íntimo con el Señor misericordioso son absolutamente indispensables para cualquier religioso que ejerza un ministerio apostólico. Y por eso mismo la oración es nuestra primera y más importante ocupación de la jornada.

La oración personal diaria es realmente muy importante. Indispensable. Pero de ninguna manera tiene que impedir el cumplimiento de las tareas apostólicas. Dejar de cumplir las tareas apostólicas en las que estamos comprometidos por amor al prójimo con el pretexto de tener que hacer oración personal, sería faltar a la caridad y al sentido común. A cada uno le corresponde la sabiduría de asumir sólo los compromisos apostólicos que sean compatibles con la exigencia mínima de oración personal diaria para su sostenimiento y crecimiento espiritual.

En el estudio de esta cuestión (de cómo resolver la tensión entre la oración y el trabajo) parece que no se trata tanto de cómo rezar, sino más bien de por qué tenemos que rezar.

El activismo apostólico debilita la fuerza del Espíritu y hace al apóstol espiritualmente inseguro. La masificación destruye la capacidad de silencio, de recogimiento, de sole-

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dad, de reflexión..., cosas todas ellas que son indispensables para quien quiera aprender a orar. Esta falta de disponibilidad y de condiciones psicológicas favorables a la oración lleva al apóstol a dar menos importancia al orar que al hacer. No es la actividad apostólica lo que impide entonces orar, sino la exterioridad, la superficialidad, la contradicción y el inmediatismo.

Es necesario discernir los verdaderos motivos de nuestra actividad. El amor a la oración ayuda a superar todas las dificultades. Cuando perdemos de vista el aspecto pastoral de nuestra actividad apostólica, esto es, cuando lo que hacemos se hace más importante que las personas con las cuales o para las cuales trabajamos, entramos en una contradicción íntima con nosotros mismos. En esas condiciones subjetivas la oración resulta difícil. Acabamos perdiendo de vista la relación entre la oración y la vida. A estas alturas lamentablemente no es posible hablar ya de auténtica vocación religiosa. El activismo lleva a no percibir ya la relación entre contemplación y liberación.

Lo que entonces hay que cambiar es el modo de vivir la actividad apostólica. Si es verdad que el encuentro con Dios es inseparable del encuentro con los hombres (filiación divina y fraternidad humana), es absolutamente necesario no olvidar que "es preciso esforzarse para que la oración llegue a convertirse a una actitud de vida, de modo que la oración y la vida se enriquezcan mutuamente; oración que debe llevar a un compromiso y a una experiencia de la realidad que exigirá tiempos fuertes de oración" (Documento de Puebla).

La oración es un don y un arte. Como don, la oración es una relación personal con Dios. Esta relación tiene siempre su origen en una iniciativa del Señor. Al que se esfuerza en responder a esta llamada de Dios por el ejercicio, Dios le ayuda a aprender el arte de rezar siempre.

La fidelidad a la oración depende de estas cuatro condiciones:

— Fidelidad a la llamada. — Disponibilidad a la acción de Dios (actitud pasiva...). — Esfuerzo personal de generosidad. — Apoyo comunitario: clima favorable, ejemplo, horario

previsto, animador competente. El ejercicio de la presencia de Dios favorece y facilita el espíritu de oración

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porque intensifica y prolonga los tiempos fuertes de oración.

La formación en la oración exige un aprendizaje por medio de experiencias adecuadas de oración. La oración compartida con otros es una experiencia muy apropiada de oración comunitaria. Una señal de auténtico espíritu de oración es el hecho de las transformaciones que se llevan a cabo en el comportamiento y en la actividad de la persona. Un profundo espíritu de oración hace que la persona permanezca en unión continua con el Señor: pensamiento y conversación familiar...

La posibilidad de una verdadera oración comunitaria depende:

— De la sinceridad del deseo de orar. — Del tiempo que la comunidad se tome para ello. — De los medios que emplee para rezar.

Cada comunidad tiene la oración que ella se da. La vida célibe del religioso consagrado sólo puede verse

convenientemente sostenida por la vivencia de una auténtica fraternidad espiritual que nazca de la vida de oración. El crecimiento en la vida de oración se hace de forma paralela con el crecimiento psicológico y especialmente emocional.

Los problemas de santificación personal están estrechamente relacionados con el nivel de comportamiento y de trabajo. La oración libera. Y de ese modo capacita para ayudar eficazmente a los demás a liberarse también ellos.

El inmovilismo y el activismo constituyen dos aspectos problemáticos que pueden encontrarse entre los religiosos.

El inmovilismo, que también podría llamarse integrismo, es la actitud religiosa que se caracteriza por el repliegue sobre sí mismo. La persona puede eventualmente cultivar una profunda vida interior, pero ésta se vive únicamente a nivel subjetivo. Desligada por completo de la realidad histórica contemporánea. Muchas veces se trata de personas excesivamente introvertidas y tímidas. La vida espiritual les puede servir de refugio y darles un cierto sentimiento de seguridad. Se sienten expuestas a toda clase de peligros más o menos imaginarios y fantásticos. Huyen del mundo. Retraerse significa también no comprometerse con nadie y con nada.

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El religioso o el cristiano inmovilista tiene de la espiritualidad la idea falsa de que se trata de algo estable. ¿Acaso los diez mandamientos no se le dieron a Moisés grabados en tablas de piedra? Esas personas se fijan también en la idea de que Dios no cambia. Es siempre igual. La historia está hecha por hombres más o menos versátiles. Retraído del mundo, separado de los hombres, el inmovilista se imagina que esto es amar a Dios. Piensa que puede amar a los hombres sin tratar con ellos. Dice que los ama, pero amar es relacionarse. Y como no sabe relacionarse con ellos, también le es imposible amar. Si no consigue salir de la torre del ensimismamiento en donde se ha encerrado, no se dará cuenta de que no basta con cumplir el primero de los dos mandamientos principales: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el entendimiento y con todas tus fuerzas" (Me 12,30). Es verdad que esa persona se esfuerza sinceramente en cumplir ese mandamiento de la mejor forma que puede. No cabe duda de que es una postura digna de elogio. Nadie podrá acusarlo de irreligiosidad, de infidelidad. Incluso es posible que, con toda buena conciencia, considere que está viviendo una espiritualidad de cierta profundidad. Quizá incluso critique en su interior la aparente superficialidad y falta de celo de algunos. Pero en la práctica se olvida, tal vez por pura conveniencia, del segundo mandamiento, tan grande como el primero: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Y Jesús ha dicho: "No hay mandamiento mayor que éstos" (Me 12,31).

Al comentar el amor que se le debe al prójimo, Jesús aconseja: "Por tanto, todo lo que queráis que os hagan a vosotros los hombres, hacedlo también vosotros con ellos, porque en eso está la Ley y los Profetas" (Mt 7,12).

Todo está perfectamente claro. La vida espiritual no es una relación que tenga que vivirse en el círculo cerrado entre Dios y cada persona. Es una dinámica de amplia repercusión dirigida a una relación interpersonal amplia. La espiritualidad cerrada sobre sí misma, aislada de la historia y del aquí y ahora de los hermanos, es, por lo menos, un piadoso egoísmo estéril para la Iglesia. ¿Falso profeta?... El profeta suscitado por Dios es siempre una persona consciente del significado de la realidad histórica de su época. Vive conscientemente inserto en esa realidad y asume con celo su parte de respon-

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sabilidad personal para el testimonio evangélico. Procura interpretar los signos de los tiempos y comunicar a los hombres de su tiempo el mensaje que el Señor le inspira. La persona profundamente espiritual no puede menos de ser profeta.

De esta manera queda claro que el amor de Dios florece y se desarrolla en el amor a los hermanos. No existe ningún tipo de antagonismo entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Hay una complementariedad entre ellos.

El activismo es el extremo opuesto al inmovilismo. Es la mentalidad que se centra en el obrar y en el hacer. El apóstol contaminado por esta peligrosa herejía, también llamada la herejía de las obras, cree que cualquier éxito en el reino de Dios depende de su esfuerzo personal. Por eso se afana, se sacrifica, piensa en todo, dice que trabaja mucho, que los compromisos apostólicos requieren todo su tiempo, que ya no pertenece a sí mismo, que vive para los demás. Ese hombre inquieto y agitado no tiene ya tiempo para nada, ni siquiera para rezar. Para tranquilizar de algún modo su propia conciencia, afirma que transforma su trabajo apostólico en oración. André Séve ha interpretado muy bien esta manera de pensar: "No hay necesidad de un tiempo especial para la oración personal. Basta con vivir unido a Dios y hacer lo que hay que hacer. Además, rezar a solas es una evasión. Es mejor servir"9,5. La oración personal no significa huida. Es más bien una interrupción en el trabajo para abastecerse nuevamente de combustible. No saber "perder" el tiempo para reabastecerse es una locura, es exponerse al agotamiento, a la consunción, a la parálisis. No rezar con el pretexto de realizar un trabajo apostólico es un suicidio espiritual.

Semejante modo de proceder está en contradicción con los más elementales principios evangélicos: "Yo soy la vida, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él da mucho fruto, pero sin mí nada podéis hacer. Al que no está unido a mí se le arrojará, como al sarmiento que se seca, que lo recogen, lo echan al fuego y arde" (Jn 15,5-6). Otros textos evangélicos dan a entender que la eficacia de la acción apostólica no está ligada tanto a las obras que el apóstol rea-

'5 PAUL DE LA CROIX, La Pluie et la Source, Saint-Maurice (Suisse) 1982, 40.

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liza como a la calidad de su fe y de su amor a Dios y a los hombres. Lo que sensibiliza a los hombres para con la gracia es sobre todo la luz que irradia de la persona del apóstol; la fuerza de su fe, que, como la sal, comunica fuerza y conserva la virtud de sus hermanos; el calor de su amor, que, como levadura, acaba haciendo fermentar toda la masa.

Es una ilusión pensar que los frutos de nuestro apostolado dependen sobre todo de lo que decimos o realizamos. Si "el reino de Dios está dentro de nosotros", como dijo el Señor, entonces es necesario que él aparezca a los hombres que lo buscan en el modo de ser interior del apóstol. Las palabras y las obras engañan con facilidad. No siempre son mensajes que correspondan a lo interior.

Debido al enorme abuso de los medios de comunicación social, el hombre de hoy se ve inducido a desconfiar de la palabra hablada y escrita. Lo han engañado ya demasiadas veces. La demagogia y la falsía campean en la literatura moderna. Por eso el hombre se ha acostumbrado a leer y a escuchar siempre con suma cautela. Tiene miedo de ser engañado una vez más en su buena fe. Mientras que la palabra ha perdido mucho de su influencia en la conducta de los hombres, el ejemplo sigue arrastrando multitudes.

La afirmación de que el evangelio puede realmente transformar al mundo tan sólo convence a los que pueden constatar esa realidad en casos concretos. Las afirmaciones teóricas o los deseos piadosos no mueven ya a nadie. El evangelio tiene que ser predicado no con palabras, sino con la vida, como dijo el padre Foucauld. Y de esto solamente es capaz aquel que consigue traducir el evangelio en su propia vida. El que salva es siempre el Señor visto, escuchado y tocado en la persona de un pobre hombre, semejante a los demás, pero que irradia misteriosamente la presencia de aquel a quien todos admiran y escuchan como al propio hijo de Dios. Pablo y Bernabé anunciaron a Jesucristo con tanto ardor a los habitantes de Listra, que éstos los tomaron por dioses. Se estaban preparando para hacerles un sacrificio. A los dos apóstoles les costó no poco trabajo disuadir a aquellos paganos, impresionados por lo que oían y veían en ellos. No les fue fácil convencerles de que ellos, Pablo y Bernabé, no dejaban de ser unos simples mortales que habían venido so-

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lamente a anunciarles el Dios vivo, creador del cielo, de la tierra, del mar y de todo cuanto existe (el He 14,8-18).

El verdadero apóstol convence por las maravillas que el propio Señor lleva a cabo por medio de él en el mundo. La mayor de estas maravillas es su transformación en otro ('.listo. El que lo observa con una mirada de sencillez, como lo hizo la población de Listra, siente deseos de arrodillarse en su presencia.

Pero está claro que ordinariamente el apostolado supone la acción. Esta está ligada por su propia naturaleza a la vida religiosa. La acción apostólica es siempre un ejercicio de caridad hecho en nombre de la Iglesia. Con su actividad pastoral, el apóstol desempeña siempre una función eclesial. Procura dar un testimonio de la caridad y de la santidad de la Iglesia. No tendría ningún sentido apostólico la actividad caritativa que se desarrollase sin una íntima unión con Cristo, que llamó personalmente al apóstol para ejercer esas tareas en su nombre.

El apóstol con buena salud y con posibilidad de trabajar, pero que se niega a la acción con el pretexto de que basta con rezar y hacer penitencia, es, ciertamente, un perezoso. Pero también es una verdad indiscutible que la persona enferma o que por cualquier otro motivo está impedida de actuar prácticamente en el campo del apostolado puede ser, efectivamente, muy apostólica. Es un hecho que algunas de estas almas, como, por ejemplo, santa Teresita del Niño Jesús, que vivió como monja de clausura, y otras muchísimas impedidas físicamente por varios motivos, pueden ser, ciertamente, incluso más apostólicas que otras capaces de empeñar toda su capacidad física. Y esto se explica por el hecho de que los cambios a nivel espiritual dependen no de la acción humana, sino únicamente del poder de la gracia. Y ésta nunca es engendrada por la acción del hombre, por muy santo que sea. Dios es la única fuente de las gracias. El hombre, por su unión con Dios, puede ser un instrumento más o menos eficaz en las manos de Dios para comunicar su gracia a los hombres. Los trabajos del apóstol junto a los hombres intentan sensibilizar los corazones y estimular a todos a una actitud de disponibilidad a la acción de la gracia. El apóstol que actúa como si la salvación del mundo dependiese de lo que él hace o deja de hacer va totalmente extraviado. Sólo el

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Señor puede salvar. El apóstol es un pobre hombre voluntaria y generosamente comprometido con las necesidades del Reino únicamente porque ama al Señor. Su mayor o menor utilidad en la economía de la salvación depende mucho más de lo que él es razón de su unión con Dios que de los pequeños milagros que se juzga capaz de hacer con su propia inteligencia o habilidad.

El trabajo apostólico más importante, para el que todos los cristianos y todos los religiosos siempre se deben sentir suficientemente preparados, está en ayudar a los demás a evitar el pecado. Para conseguir este objetivo no es necesario hacer discursos elocuentes o catequesis patéticas. Basta con estar ahí como alguien que vive el evangelio, como otro Cristo. El apóstol auténtico es un testimonio que convence por lo que es.

Para evitar el peligro de caer en uno de los dos extremos apuntados —inmovilismo y activismo—, el apóstol ha de buscar el equilibrio del término medio. Siempre que sea física y moralmente posible, el equilibrio buscado se encuentra en una inteligente organización personal y comunitaria del tiempo. Esta es, por otra parte, una buena regla de vida para todos en todas las circunstancias. Consiste en programar las diferentes actividades del día, de la semana, del mes y del año de tal modo que las cosas importantes puedan todas ellas realizarse de la forma adecuada. Entre las cosas importantes hay prioridades que varían de acuerdo con el estado de vida de la persona. Para los religiosos de vida activa pueden jerarquizarse de la siguiente manera: tiempo de oración personal, tiempo de oración comunitaria, tiempo de estudio, tiempo de actividad apostólica, tiempo de vivencia comunitaria, tiempo de comer, tiempo de descanso, tiempo de recreo, tiempo de higiene personal, tiempo de tareas domésticas, tiempo de ocio, etc.

La buena organización del tiempo es condición de salud física y espiritual. Por tanto, de ella dependen también el crecimiento personal, la eficiencia profesional y la eficacia apostólica.

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índice

Págs.

1. Introducción 5

2. El hombre, un ser incompleto 15

2.1. Amar es vivir 20 2.2. Diferentes maneras de amar 24

a) Amor-de-amistad 24 b) Amor conyugal 32 c) Amor místico 42

2.3. Amor a la Iglesia 52

3. Teología, mística y santidad 59

4. El sentimiento 63

4.1. Sentimentalismo 72 4.2. El sentimiento en la oración 74

5. Pecador 79

5.1. La justicia de Dios 81 5.2. El juicio de Dios 83 5.3. Perdón y misericordia 84 5.4. Conversión y penitencia 87 5.5. Ascesis 93 5.6. Sacrificio y mortificación 96

a) Perdonar primero 97 5.7. Pacificación 98

a) Caminar con paciencia 100 b) Concentrarse tranquilamente 101 c) Cultivar el silencio 103 d) Rezar con el cuerpo 104

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Págs.

6. Buscar a Dios 107

6.1. La importancia del deseo 107 a) Disponibilidad ante Dios 109

6.2. Saber apreciar 110 6.3. Pureza de intención 114

a) Ser sincero 115

7. Añoranza de Dios 117

7.1. La experiencia de Dios 119 7.2. Presencia de Dios 120 7.3. Vida litúrgica 122 7.4. Vida comunitaria 123

8. Condiciones mínimas para poder rezar 125

8.1. Fe 125 8.2. Esperanza 131 8.3. Confianza 132 8.4. Humildad 137 8.5. Pobreza 142 8.6. Obediencia 148 8.7. Sencillez 156 8.8. Libertad y bondad 158

9. Presencia de Dios 163

9.1. El misterio de la inhabitación 166 9.2. No tener miedo 168 9.3. El encuentro 169

10. Amar 179

10.1. Amor-placer 179 10.2. Amor-cariño 180 10.3. Amor-comunión 181 10.4. Volver al corazón 183 10.5. Dios es amor 188 10.6. El cariño de Dios 197 10.7. Amor y temor 206 10.8. Unión con Dios 209

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Págs.

11. Orar 214

11.1. Necesidad de orar 218 11.2. Orar es natural 220 11.3. Aprender a orar 221 11.4. Saber rezar 227 11.5. Orar es ser auténtico 228 11.6. El hombre de oración 232 11.7. Orar y contemplar 235 11.8. Orar con satisfacción 247 11.9. Orar siempre 258

12. Dimensión apostólica de la vida de oración. 261

12.1. Apostolado y personalismo 263 12.2. Apostolado y testimonio 265 12.3. Tensión entre oración y acción 273

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