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Sesión Uno: Cortázar & Cernuda CONSTRUCCIÓN DEL RELATO. CONSTRUCCIÓN DEL POEMA 1. Lecturas Continuidad de los parques, Cortázar Casa Tomada, Cortázar Aspectos del cuento, Cortázar Soliloquio del farero, Cernuda 2. Propuestas de lectura (Cuentos y relato breve) Ámbito hispánico: Julio Cortázar. Cuentos completos, Ed. Alianza (3 vols). Jorge Luis Borges. El Aleph. Alianza editorial. Gabriel García Márquez. Doce cuentos peregrinos. (Ed. Plaza y Janés) Ámbito anglosajón: Herman Melville, Bartleby el escribiente. Editorial Siruela (entre otras). Henry James. Otra vuelta de tuerca. Ed. Siruela (entre otras) Raymond Carver. Si me necesitas, llámame. Ed. Anagrama. J.D. Salinger. Nueve cuentos. Alianza editorial. Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 1

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Sesión Uno: Cortázar & CernudaCONSTRUCCIÓN DEL RELATO. CONSTRUCCIÓN DEL POEMA

1. Lecturas

Continuidad de los parques, Cortázar

Casa Tomada, Cortázar

Aspectos del cuento, Cortázar

Soliloquio del farero, Cernuda

2. Propuestas de lectura (Cuentos y relato breve)

Ámbito hispánico:

Julio Cortázar. Cuentos completos, Ed. Alianza (3 vols).

Jorge Luis Borges. El Aleph. Alianza editorial.

Gabriel García Márquez. Doce cuentos peregrinos. (Ed. Plaza y Janés)

Ámbito anglosajón:

Herman Melville, Bartleby el escribiente. Editorial Siruela (entre otras).

Henry James. Otra vuelta de tuerca. Ed. Siruela (entre otras)

Raymond Carver. Si me necesitas, llámame. Ed. Anagrama.

J.D. Salinger. Nueve cuentos. Alianza editorial.

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Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros

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dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró

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a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

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-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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Aspectos del cuento, Julio Cortázar

Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.

Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.

La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.

Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.

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En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.

Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese

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combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.

Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de AntónChejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.

Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma

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de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.

Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?

A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí estáUn recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge LuisBorges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi;Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la

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condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.

Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.

Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa

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ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.

En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono

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hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no...

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Soliloquio del farero, Luis Cernuda 

Cómo llenarte, soledad, Sino contigo misma.De niño, entre las pobres guaridas de la tierra, Quieto en ángulo oscuro, Buscaba en ti, encendida guirnalda, Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,Y en ti los vislumbraba,Naturales y exactos, también libres y fieles,A semejanza mía,A semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injustaComo quien busca amigos o ignorados amantes;Diverso con el mundo,Fui luz serena y anhelo desbocado,Y en la lluvia sombría o en el sol evidente Quería una verdad que a ti te traicionase, Olvidando en mi afánCómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojosCon nubes sobre nubes de otoño desbordadoLa luz de aquellos días en ti misma entrevistos,Te negué por bien poco;Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,Por quietas amistades de sillón y de gesto, Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,Por los viejos placeres prohibidos,Como los permitidos nauseabundos,Otiles solamente para el elegante salón susurrado,En bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona Que yo fui,Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,Limpios de otro deseo,El sol, mi dios, la noche rumorosa,La lluvia, intimidad de siempre,El bosque y su alentar pagano,El mar, el mar como su nombre hermoso;Y sobre todos ellos,

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Cuerpo oscuro y esbelto,Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,Y tú me das fuerza y debilidadComo al ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje, Oigo sus oscuras imprecaciones, Contemplo sus blancas caricias;Y erguido desde cuna vigilanteSoy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los     hombres,Por quienes vivo, aun cuando no los vea;Y así, lejos de ellos,Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres, Roncas y violentas como el mar, mi morada, Puras ante la espera de una revolución ardiente O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,Transparente pasión, mi soledad de siempre,Eres inmenso abrazo;El sol, el mar,La oscuridad, la estepa,El hombre y su deseo,La airada muchedumbre,¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día; En ti, mi soledad, los amo ahora.

(Invocaciones)

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Sesión Dos: Carver & PigliaEL RELATO. TEORÍA Y PRÁCTICA

1. Lecturas

Tesis sobre el cuento, Piglia

Escribir un cuento, Carver

2. Propuestas de lectura (Cuentos y relato breve)

Bartleby, Herman Melville

Me interesa, sobre todo, que abordéis la posible interpretación del relato, ¿qué pensáis que Melville nos

quiere transmitir a través de este mítico personaje literario? ¿Quién es Bartleby? ¿Qué representa esta

criatura, aparentemente enigmática? ? ¿Cuál es el significado de su reiterada "negatividad"? ¿Qué

mundo/mundos anticipa? ¿Cuál es su vigencia?, ¿qué prefigura?

3. Recursos

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Tarea

Esta segunda semana os propongo que escribáis una breve historia (máximo folio y medio o hasta dos folios)

en la que el eje argumental o temático sea el de las relaciones paterno-filiales, en cualquiera de sus muchas

posibles variantes o puntos de vista.

Pensad en estas cuestiones:

1. ¿Qué punto de vista adopto? ¿Más o menos omnisciente, es decir, más o menos "dentro" de la mente de

nuestros personajes? ¿En tercera persona? ¿En primera persona? ¿ Creo un narrador-testigo de los hechos? ¿O

creo un narrador que sea al mismo tiempo el protagonista principal de mi historia?

2. Uso del diálogo. ¿Qué presencia tiene en el relato?

3. Uso de las elipsis narrativas. ¿Qué cuento? ¿Qué no cuento? Este punto es fiundamental. dada su brevedaad, el

cuento, el relato breve funciona mediante síntesis, mediante supresión de todo lo que no sea esencial para mi

historia.

4. ¿Cómo cierro la historia? ¿ Qué tipo de final elijo? ¿Cerrado, abierto?

5. ¿Qué efecto "quiero" crear en el lector?

Pensad que el cuento es un género que tiene una doble conexión, como nos explica la teoría literaria. Es

narración, obviamente, pero mira a lo poético si pensamos en el efecto que crea en el lector y en su capacidad y

necesidad de condensación, de síntesis, de elipsis. El cuento sugiere, realiza un corte en el tiempo y deja que el

lector saque sus propias conclusiones. Trama, tiempo, espacio, personajes... todo aparece obligatoriamente

sintetizado. A diferencia del cuento tradicional -o folklórico, o "cuento de hadas"- el cuento contemporáneo, el

que fundan Poe o Chejov a lo largo del XIX y que apuntalan definitamente otros en el XX -Carver, Salinger,

Chejov, Cortázar...-, no presenta habitualmente el mundo como algo cerrado, resuelto, sino abierto. No hay ya

finales ciertos, ni cerrados. Como no los hay habitualmente en la vida.

Intentad, por eso, en vuestra historia, ser muy conscientes del lenguaje que empleáis para llevar a cabo ese

ejercicio de condensación: argumental, espacial, temporal, de actantes o personajes.... Podéis, como siempre,

bucear en vuestros recuerdos o en vidas ajenas, contar las cosas como sucedieron o como pudieron suceder,

mezclar partes de realidad con otras inventadas…..

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Figuras literarias

Al hilo de la escritura de un texto poético, y especialmente para los que estáis interesados en la poesí­a y querías

saber más sobre este aspecto en concreto, envío este documento en pdf con un repertorio de figuras retóricas...

o de las principales.

Las figuras retóricas, también conocidas como figuras de estilo o "Tropos," son estrategias literarias

(herramientas) que el escritor aplica en el texto para intentar conseguir un efecto determinado en el lector.

Pueden estar relacionadas con aspectos semánticos, fonológicos, sintácticos...

Como sabéis, se hace un uso más intenso de estos recursos expresivos en la lírica, pero su presencia es

igualmente importante en la narrativa, o en cualquiera de los posibles géneros literarios.

Intentad identificarlas en los textos que trabajamos o en vuestros propios trabajos. Conocer el nombre de cada

figura no es lo más importante -aunque un escritor, obviamente, debe acabar familiarizándose con la

terminología, aunque solo sea para olvidarla luego- sino ser conscientes de que el lenguaje literario -como

también el no literario, y pensad en el lenguaje coloquial, por ejemplo- constantemente utiliza recursos retóricos.

Como ya indicó Roman Jakobson, la función predominante en la comunicación literaria es la que él bautizó

como función "estética o poética" en la que el foco de atención recae sobre el mensaje mismo.

Una invitación: el lenguaje de la publicidad es un lenguaje profundamente retórico, en el sentido de que se vale

casi exclusivamente de las figuras de estilo para crear un efecto en el lector. Os invito a que os detengáis de vez

en cuando en el análisis de eslóganes publicitarios y que intentéis identificar las figuras de estilo que aparecen en

ellos.

(ver PDF)

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TESIS SOBRE EL CUENTO, POR RICARDO PIGLIA

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana

un millón, vuelve a casa, se suicida. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro

y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La

anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el

carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la

historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la

historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elí­ptico y fragmentario.

El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con

dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas

narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta

en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En La muerte y la brújula, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí­

porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red

Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judí­as y sea capaz de tenderle a Lí¶nnrott una trampa mí­

stica y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1

para disimular esa función: el libro parece estar ahí­ por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde

a una casualidad irónica. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar

cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim. Lo que es superfluo en una

historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en El

Sur, como la cicatriz en La forma de la espada) de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica

máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.

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No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que

se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo

contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de

Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin

resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe

contaba una historia anunciando que habí­a otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una

sola.

La teorí­a del iceberg de Hemingway es la primera sí­ntesis de ese proceso de transformación: lo más importante

nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

El gran rí­o de los dos corazones, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la

historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión

de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestrí­a

el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.

¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente

donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir

nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla

en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo kafkiano.

La historia del suicidio en la anécdota de Chejov serí­a narrada por Kafka en primer plano y con toda

naturalidad. Lo terrible estarí­a centrado en la partida, narrada de un modo elí­ptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotoní­a

de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de

Borges están construidos con ese procedimiento.

La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, serí­a contada por Borges según los estereotipos

(levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos

(digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballerí­a

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de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio serí­a una historia construida con la duplicidad y la

condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción

cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una

trama secreta con los materiales de una historia visible. En La muerte y la brújula, la historia 2 es una

construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en El muerto, con Nolam en

Tema del traidor y del héroe.

Borges (como Poe, como Kafka) sabí­a transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda

siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad

secreta. La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el

corazón mismo de lo inmediato, decí­a Rimbaud.

Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

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ESCRIBIR UN CUENTO, POR RAYMOND CARVER

ALLÁ POR LA mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban

ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras

como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí­ que no me hallaba en disposición de acometer la

redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy

tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesí­a y a la

narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí­ toda ambición, toda gran ambición,

cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así­ me ocurriera. La ambición, y la

buena suerte son algo magní­fico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida,

acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga.

Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar

aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión

maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O'Connor, y

otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike,

Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry

Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en

consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma

inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un

escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa

forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artí­stica a sus contemplaciones, tarda en

encontrarse.

Decí­a Isak Dinesen que ella escribí­a un poco todos los dí­as, sin esperanza y sin desesperación. Algún dí­a

escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces

tendré al menos es ficha escrita. El esmero es la UNICA convicción moral del escritor. Lo dijo Ezra Pound. No

lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa única convicción moral,

deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí­ un lema tomado de un relato de

Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí­ que esas palabras contení­an la maravilla de lo posible.

Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su

misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecí­a en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué

está pasando? Bien podrí­a ser la consecuencia de un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por

haberme anticipado a ello.

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Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También

eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer

signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han

convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no

prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden

echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a

riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decí­a que, hace diez años, la gran mayorí­a

de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la innovación

formal, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artí­culo, porque en los

ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta pop. Argüí­a que el

experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi

parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oí­r hablar de innovaciones formales en la narración. Muy

a menudo, la experimentación no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta.

Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar "y maltratar, incluso" a sus lectores.

Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una

desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin

habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de

especializadí­simos cientí­ficos.

Sí­ puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa

manera de ver las cosas "Barthelme, por ejemplo" no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no serí­a

trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de

su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la

decepción de sí­ mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedí­a Pound, y deberá dar con sus

propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos

noticias de su mundo.

Tanto en la poesí­a como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas

comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos "una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una

piedra, un pendiente de mujer" con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un

diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrí­o en la espina dorsal del lector, como

bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa.

Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con

la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de

Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón

como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por

cinco.

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En una ocasión decí­a Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió

quitando las comas mientras leí­a lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde

antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso

es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde

corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con

las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento "si las

palabras resultan oscuras, enrevesadas" los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El

propio sentido de lo artí­stico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó

especificación endeble a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o

porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. Lo harí­a mejor si tuviera más tiempo, dicen. No sé qué

decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su

obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos

llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje

contentos. Me gustarí­a decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No deberí­a

ser tan difí­cil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que

desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de

explicarse.

En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O'Connor habla de la escritura como de un acto de

descubrimiento. Dice O'Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una

historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van

cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la piadosa gente del pueblo, para poner un ejemplo de

cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

Cuando comencé a escribir el cuento no sabí­a que Ph.D. acabarí­a con una pierna de madera. Una buena

mañana me descubrí­ a mí­ misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabí­a algo, y cuando acabé

vi que le habí­a dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bí­blico, pero no sabí­a

qué hacer con él. No sabí­a que robaba una pierna de madera diez o doce lí­neas antes de que lo hiciera, pero en

cuanto me topé con eso supe que era lo que tení­a que pasar, que era inevitable.

Cuando leí­ esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció

descorazonador, acaso un secreto, y creí­ que jamás serí­a capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decí­a

que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de

O'Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a

seguir. Durante dí­as y más dí­as, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el

teléfono. Sabí­a que la historia se encontraba allí­, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí­ hasta los huesos

que a partir de ese comienzo podrí­a crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese

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Page 25: Taller Extremadura Ultimo

tiempo un buen dí­a, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase

escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí­ el relato como si escribiera un poema: una lí­nea; y otra debajo; y otra más.

Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mí­a, la única por la que habí­a esperado ponerme a

escribir.

Me gusta hacerlo así­ cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza

puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las

cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una

historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas

pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera,

pues aún desechándolas siguen implí­citas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e

inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como algo vislumbrado con el rabillo del ojo, otorga a la mirada

furtiva categorí­a de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante

susceptible de ser narrado. Y de ahí­ se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista

sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así­ podrá aplicar su

inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas:

cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un

lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al

cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje

preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano,

pues así­ podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas,

manifestar todos los registros.

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Page 26: Taller Extremadura Ultimo

Sesión Dos: BorgesUN TRABAJO INTERTEXTUAL: LA REESCRITURA DEL MITO

1. Lecturas

Emma Zunz, Borges

Con respecto a este relato, me interesa especialmente que nos fijemos, en primer lugar, en aspectos formales. Tenemos en él a un narrador, -es decir, un punto de vista, un "lugar" desde donde contar-, unos personajes, un tiempo, un espacio, una trama... -es decir, las habituales coordenadas narrativas-. Reflexionad, analizándolas, sobre cómo estas están presentadas por Borges. Prestad atención a cómo el autor distribuye la materia (qué cuenta, qué no cuenta -qué elipsis hace o dónde se demora-), qué punto de vista adopta (¿más o menos omnisciente?), con qué trazos describe a la protagonista, -y al antagonista-, y, sobre todo, cómo consigue el relato el efecto final en el lector. ¿Cuál es ese efecto? ¿Qué provoca en nosotros con respecto a nuestra lectura? Y, a partir del análisis del desarrollo de la materia narrativa ¿podríamos decir que estamos ante un relato de intriga, detectivesco, policiaco? ¿Por qué?

2. Propuestas de lectura (Cuentos y relato breve)

B

3. Recursos

Filosofía en español http://www.filosofia.org/

Proyecto ensayística http://www.ensayistas.org/

Mitología http://www.portalplanetasedna.com.ar/diccionario_mitologia.htm

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Page 27: Taller Extremadura Ultimo

TareaEsta semana vamos a trabajar desde unas premisas concretas. Voy a poneros, de algún modo, una "coerción". Me

explico.

A menudo, el texto literario es recreación de otros textos anteriores. Así, no puede entenderse El Quijote sin

saber que detrás están los libros de caballería. O sería difícil escribir un libro de poemas sobre una experiencia en

Nueva York, por ejempo, sin que Poeta en Nueva York de Lorca resonara detrás. La literatura se nutre de

literatura. Con ella, hace algo nuevo. Y esto es lo que perdura. Tradición y modernidad. Una unión entre lo viejo

y lo nuevo. Este es el concepto de intertextualidad: todo texto dialoga con otros textos. Todo texto es un

mosaico de textos.

El ejercicio que os pido esta semana consistirá en eso: en utilizar un texto anterior, ya sea un mito, una leyenda,

o escoger un personaje de novela, o de una obra dramática... para crear un relato contemporáneo.

Ejemplo: Carmen Martín Gaite escribió un relato titulado Caperucita en Manhattan. ¿Qué leemos en él? La

escritora sitúa al personaje en un contexto distinto, y crea una historia nueva. ¿Cuáles son los peligros que

acechan a esta niña, no ya en un bosque, sino en el bosque de la gran ciudad?

Pues eso quiero que hagáis vosotros. Extraed la esencia del relato "anterior" para que permanezca en el vuestro,

pero transformando la narración, descontextualizándola y sirviéndoos de ella. Recreándola.

Otros ejemplos: ¿qué os sugiere la figura de Narciso para crear una historia actual? ¿Y la de Icaro, el que se

atrevió a desafiar a los dioses y quiso volar? ¿Y Antígona, que desafía a a la autoridad desde su "autoridad" vital

y moral? ¿Y... cómo contaríais ahora la historia de Romeo y Julieta? ¿O cómo podrías trasplantar a Robinson

Crusoe en medio de la gran ciudad? ¿Y quién sería ahora Don Quijote? ¿O Hamlet? ¿Y el rey Midas? ¿Y

Pinocho, o Peter Pan, o el conde Drácula ? ?O el Doctor Jekyll y Mister Hide, como unión de contrarios y de la

doble faz de todo ser humano? ¿Y Ulises, y Aquiles, y Helena de Troya y Casandra...?

... como podéis ver, la lista sería interminable, así que paro.

PAUTAS PARA EL TRABAJO:

I. Fase de documentación.

Dedica un tiempo a documentarte sobre un mito (tanto de la tradición grecolatina, como sobre otras

tradiciones), o una leyenda, o un cuento, o un mito "moderno" (Don Juan, Don Quijote, Hamlet, Robinson

Crusoe, el capitán Ahab....). Piensa, por ejemplo, en obras que conozcas en las que un relato mítico funciona

como modelo previo. Ej. Viernes o los limbos del pacífico, de MIchel Tournier, donde el relato previo es la obra

Robinson Crusoe.

OJO: no es necesario que sea un mito. Puede ser, como en el ejemplo de Tournier, otra obra literaria -aunque

Robinson sea ya, claro, un mito moderno-.

II. Fase de reflexión:

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Page 28: Taller Extremadura Ultimo

Analiza el mito o la historia previa escogida y extrae su significado, más allá de la historia, es decir, de la

anécdota. Ej. Caperucita roja nos habla de la necesidad de prudencia, del riesgo de lo desconocido... El . Fausto

de Goethe nos habla del deseo de sabiduría, de la inmortalidad. Prometeo nos habla de cómo el hombre desafía

a los dioses para poder ser hombre, Hamlet nos habla de la duda, de la indecisión, del deseo de acción sometido

a la parálisis de la duda, etc....

Imagina ahora una situación, una historia ambientada en el mundo contemporáneo, en nuestros días, que pueda

ser narrada a partir de los elementos semánticos de la historia previa escogida.

III. Fase de redacción. Dos textos (esta es la parte que me enviaréis)

1. Redacta brevemente el texto desde el que partes, explicando, además, tanto su significado como las

razones por las que lo has escogido.

2. Construye una historia en la que los personajes lleven los nombres de los personajes del mito. Dicha

historia debe estar ambientada en un contexto contemporáneo, y debe reflejar el carácter explicativo del "mito",

su validez como historia que explica comportamientos y caracteres humanos por encima del tiempo y del

espacio. Para hacerlo, puedes respetar la “seriedad” del relato en el que te basas, o bien puedes adoptar un tono

paródico, humorístico, irónico.

(Extensión mínima: una página. Máxima: tres páginas. Doble espacio, márgenes justificados. Documento de

word. Poned vuestro nombre al inicio del texto; pero no uséis la opción que escribe vuestro de forma

automática en cada página)

Recomendaciones: no elijáis mitos (u obras literarias) "rebuscados", ni poco conocidos. Tenéis suficiente material

para escoger textos que muestren esquemas de comportamiento actuales. Pensad en mitos griegos como Narciso,

Dafne y Apolo, Orfeo y Eurídice, Hércules, Casandra, pero también, como indicaba más arriba, en otros

personajes literarios: Don Quijote, Fausto, Hamlet, Romeo y Julieta, Otelo, Falstaff, Segismundo.... O de

cuentos: el rey Midas, Cenicienta, Pinocho, Peter Pan: incluso de personajes de obras literarias contemporáneas:

Bovary, Swann, el marqués de Bradomín, San Manuel Bueno... En fin, hay cientos de opciones. Elegid una que

realmente sea acertada para elaborar lo mejor posible vuestra historia.

¡¡Feliz reescritura!!

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Emma Zunz(El Aleph (1949)

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en

el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a

primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían

colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había

fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un

tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de

ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió

que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría

sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún

modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los

antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de

recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una

ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero»,

recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal.

Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916,

guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la

profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que

ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto

su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de

huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un

club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido,

tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss

discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma

hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De

vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,

laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel

día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los

hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a

Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar

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por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho

memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los

pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que

había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor

de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del

retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la

empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo

infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer

verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la

memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa

tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y

desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la

indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con

hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más

bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y

después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una

vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se

cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado

del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó

Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en

ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su

madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el

vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue

para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los

ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como

antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo.

Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza

la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos;

el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que

iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó

verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios

decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.

Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura

y le ocultaba el fondo y el fin.

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Page 31: Taller Extremadura Ultimo

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de

la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un

gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año

anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su

verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy

religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y

devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la

ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un

pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz

baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había

soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y

exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por

temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del

pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje

padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder

en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la

lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que

Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente,

volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El

considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió,

la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no

cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de

brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había

preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal

ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco

del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que

tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal

me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero

era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había

padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

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Sesión Tres:UN TRABAJO INTERTEXTUAL: LA REESCRITURA DEL MITO

1. Lecturas

Em

2. Propuestas de lectura (Cuentos y relato breve)

B

3. Recursos

Filosofía en español http://www.filosofia.org/

Proyecto ensayística http://www.ensayistas.org/

Mitología http://www.portalplanetasedna.com.ar/diccionario_mitologia.htm

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Sesión Cuatro:

TEXTOS POETICOS. LECTURA Y CREACION.

1. Lecturas

Colección de 20 poemas.

2. Propuestas de lectura

1.Poesía española (algunos títulos, dado que es el tema de esta semana) :

Ada Salas. No duerme el animal, ed. Hiperión. (Esta autora, nacida en Cáceres en 1965, figura entre los autores que selecciono esta semana para nuestra tarea. Esta es una recopilación de su obra, pero no incluye su último libro: Esto no es el silencio, para mí gusto, uno de sus mejores títulos)

Claudio Rodríguez. Desde mis poemas. Ed. Cátedra (tal vez el mejor poeta español tras la generación del 27. Imprescindible.)

José Ángel Valente. Punto Cero. (También, como el anterior, perteneciente a la generación del 50. Abre una tradición en poesía española cercana a lo que luego se denominó poesía del silencio.)

Antonio Gamoneda. Edad. Ed. Cátedra, (como Rodríguez y Valente, fundamental para conocer la mejor poesía española en la segunda mitad del siglo XX)

Y.... Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Federico García Lorca.... en este sentido, acudid a cualquier antología -hay varias buenas, en Castalia, en Cátedra...-sobre la generación del 27.

2.Libros de "aprendizaje" de escritura, técnicas. etc...:

Gianni Rodari. Gramática de la fantasía. Eds, del Bronce (Un clásico sobre el "arte de contar historias", con muchas propuestas para alentar la imaginación. Os recomiendo que lo conozcáis)

Ana Ayuso. El oficio de escritor, ed. Punto de lectura. (interesante recopilación de textos de muy diversos autores sobre su relación con la escritura)

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Page 34: Taller Extremadura Ultimo

David Lodge. El arte de la ficción (Unas valiosas reflexiones de este escritor inglés, ordenadas por temas, sobre la escrfitura literaria)

Louis Timbal Duclaux. Técnicas para liberar la inspiración y métodos de redacción Ed. Edaf

Daniel Cassany. La cocina de la escritura. Anagrama

Silvia Adela Kohan. Los secretos de la creatividad. Técnicas para potenciar la imaginación, evitar los bloqueos y plasmar ideas, Alba editorial (libro sucinto y con algunas ideas útiles para empezar a escribir)

3. Teoría del cuento:

Enrique Anderson Imbert, Teoría y técnica del cuento. Editorial Ariel.

Mempo Giardinelli. Así se escribe un cuento. Punto de lectura.

3. Recursos

Página web Poesía en Español

Página web el Poder de la Palabra.

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Tarea

Vamos a dedicar esta semana a la poesía, un género que ha de conocer bien cualquier narrador, pues incluso aquellos que estén interesados únicamente en escribir narrativa notarán los efectos "beneficiosos" de la lectura de poesía en su prosa.

Solo un pequeño apunte, para empezar: uno de los filósofos fundadores del pensamiento contemporáneo, Martin Heidegger, ya dijo que, después de tantos siglos de filosofía, de ciencia, etc.... "la verdad la tienen los poetas".. Pensad en esto.

He elaborado una selección de textos diversos, precisamente para que reflexionéis sobre la heterogeneidad de la expresión poética. Me interesa, sobre todo, que penséis en la capacidad del poema, de la palabra poética, para sugerir, para no decir nunca literalmente. Y es que ningún otro lenguaje literario lleva tanto al extremo lo que nos explica Hemingway y su "teoría del iceberg", es decir, que el texto literario es como un iceberg, porque solo vemos lo que asoma, porque casi todo está oculto. Está debajo del texto, pero sosteniendo al texto. Y la superficie nos lleva a él, a su profundidad. Si habéis leído el espléndido El viejo y el mar, de lenguaje tan "poético", lo comprenderéis mejor. Pensad, en este sentido, especialmente en el texto de Ungaretti o en los de la poeta extremeña Ada Salas. Hay momentos que algunos de sus textos nos remiten a la poética de los "haikus"

Llevaremos a cabo unas tareas de reflexión y de escritura. Me gustaría, por otro lado, y mucho, que aprovecháramos esta semana el foro para dar a conocer y compartir a nuestros poetas preferidos. Esta semana NO habrá lecturas complementarias en prosa. Las lecturas serán solo de los textos poéticos con los que trabajamos y otros que podré enviaros a través del foro.

Gracias de antemano.

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Page 36: Taller Extremadura Ultimo

I. Textos sobre poesía y lenguaje poético:

El don del poeta consiste en nombrar las realidades cabalmente, en sacarlas de la enorme masa del anonimato. El primer poeta que cantó la rosa, al bautizarla, al darle nombre, le dio una nueva vida. La lengua misma es la poesía. Y por tanto el poeta es el que mejor uso hace de la lengua, el que utiliza en su mayor plenitud el poder de dar vida a lo anónimo, de dar a la realidad cruda e indistinta una realidad poética y singular.

(Pedro Salinas. La realidad y el poeta, 1940)

La poesía, principio y fin de todo, es indefinible. Si se pudiera definir, su definidor sería el dueño de su secreto, el dueño de ella, el verdadero, el único dios posible. Y el secreto de la poesía no lo ha sabido, no lo sabe, no lo sabrá nunca nadie, ni la poesía admite dios, es Diosa única sin dios. Por fortuna, para dios y para los poetas.

Juan Ramón Jiménez. (Ideolojía 1897-1957)

En los últimos años, cuanto se ha escrito entre nosotros sobre poesía ha girado de modo concorde sobre la idea de poesía como comunicación. Entiendo que cuando se afirma que la poesía es comunicación no se hace más que mencionar un efecto que acompaña al acto de la creación poética, pero en ningún caso se alude a la naturaleza del proceso creador. (...) La idea de poesía como conocimiento ofrece más decidido interés que la idea de poesía como comunicación

José Angel Valente. Las palabras de la tribu (1971)

La poesía no requiere ningún especial lenguaje poético. Ninguna palabra está de antemano excluida: cualquier giro puede configurar la frase. Todo depende, en resumen, del contexto. Solo importa la situación de cada componente dentro del conjunto, y este valor funcional es el decisivo. La palabra “rosa” no es más poética que la palabra “política”. Por supuesto, “rosa” huele mejor que “política”: simple diferencia de calidades reales para el olfato. Belleza no es poesía, aunque sí muchas veces su aliada. De ahí que haya más versos en que se acomode “rosa” que “política”.

Jorge Guillén. Lenguaje y poesía, (1961)

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Page 37: Taller Extremadura Ultimo

Por qué cantáis la rosa, ¡oh, Poetas!

Hacedla florecer en el poema;

Viven las cosas bajo el sol.

El poeta es un pequeño Dios.

(Vicente Huidobro)

“El futuro del hombre es el hombre”, estamos de acuerdo. Pero el hombre de nuestro futuro no nos interesa desfigurado. Este animal triste que nos habita hace miles de años, cuyas posibilidades estamos tan lejos de conocer, es el fruto de una desfiguración -acción de una cultura más interesada en ocultar al hombre su rostro que en mostrarlo, bello y tenebroso, a la luz limpia del día-. Es contra la ausencia del hombre en el hombre contra lo que la palabra del poeta se subleva, contra esta amputación en el cuerpo vivo de la vida se rebela el poeta.

(Eugenio de Andrade)

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Page 38: Taller Extremadura Ultimo

II SELECCIÓN DE (20) POEMAS

1. El mundo es nuestra herencia

(Balada de lo que siempre se difiere)

( Luis Rosales)

Considérate vivo y ponte en cura,

lo restante no importa.

Basta cambiar de sitio la alegría

del corazón;

si nombras

el trigo te harás pan;

la primavera

es primavera y nada más;

nos toca

algún hambre del mundo en el reparto,

y una extraña congoja

hace que nuestros huesos

jueguen al dominó sobre la alfombra.

Basta ponerse en marcha y que la vida

cobre su transitoria

y pujante verdad:

todo está siendo

cuanto es;

las mariposas

no son estrellas: vuelan

un solo día de sol y se deshojan;

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Page 39: Taller Extremadura Ultimo

no elijas tu camino: no hay caminos;

el pan es pan como la sombra es sombra;

considérate vivo y ponte en cura;

lo restante no importa.

Alguien entierra el mundo poco a poco

y en la playa, cansado, el mar se ahoga;

no esperes un milagro que te quite

el pecho esta congoja;

no busques lo que tienes;

no preguntes

nunca por el sentido de las cosas;

ellas son su sentido

Y las palabras

son lluvia sobre el mar;

como una copa

de vino hay que beber

la vida gota a gota

porque la angustia embriaga como el vino,

hasta poder decir:

llegó la hora,

no sabemos de qué;

no lo sabemos

ni lo hemos de saber, pero no importa,

ha llegado y es todo, nos empuja;

es nuestra y nos conforta,

considérate vivo y no preguntes

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lo que tienes que hacer:

llegó la hora.

2. VAGABUNDO, de Ungaretti

En ninguna

porción

de tierra

puedo alojarme.

En cada

nuevo

clima

que hallo

me siento

languideciente

aunque

antes

ya estaba

acostumbrado.

Y de allí me desprendo siempre

extranjero.

Naciendo

al retornar desde tiempos demasiado

vividos.

Gozar un solo

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 40

Page 41: Taller Extremadura Ultimo

minuto de vida

inicial.

Busco un país

inocente.

(Giuseppe Ungaretti)

3. Se equivocó la paloma

Se equivocaba.

Por ir al Norte fue el Sur.

Creyó que el trigo era agua.

Se equivocaba.

Creyó que el mar era el cielo ;

que la noche la mañana.

Se equivocaba

Que las estrellas rocío;

que la calor la nevada

Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa

que tu corazón, su casa

Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla.

Tú, en la cumbre de una rama)

R a f a e l A l b e r t i . E n t r e e l c l a v e l y l a e s p a d a (1941)

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 41

Page 42: Taller Extremadura Ultimo

4. Cuando te nombran

Cuando te nombran,

me roban un poquito de tu nombre;

parece mentira

que media docena de letras digan tanto.

Mi locura sería deshacer las murallas con tu nombre,

iría pintando todas las paredes,

no quedaría un pozo

sin que yo me asomara

para decir tu nombre,

ni montaña de piedra

donde yo no gritara

enseñándole al eco

tus seis letras distintas.

Mi locura sería,

enseñar a las aves a cantarlo,

enseñar a los peces a beberlo,

enseñar a los hombres que no hay nada

como volverse loco y repetir tu nombre.

Mi locura sería olvidarme de todo,

de las 22 letras restantes, de los números,

de los libros leídos, de los versos creados.

Saludar con tu nombre.

Pedir pan con tu nombre

-siempre dice lo mismo- dirían a mi paso,

y yo, tan orgullosa, tan feliz, tan campante.

y me iré al otro mundo con tu nombre en la boca,

a todas las preguntas responderé tu nombre

-los jueces y los santos no van a entender nada-

Dios me condenaría a decirlo sin parar para siempre.

Gloria Fuertes (De Poeta de guardia)

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 42

Page 43: Taller Extremadura Ultimo

5. LA CASA ESTABA TRANQUILA Y EL MUNDO EN CALMA

La casa estaba tranquila y el mundo en calma.El lector se transformó en el libro, y la noche de verano

fue como el ser consciente del libro.La casa estaba tranquila y el mundo en calma.

Las palabras fueron dichas como si no hubiera habido libroa no ser por el lector inclinado sobre la página,

Buscando inclinarse, buscando ser todavía másEl estudioso para quien su libro es verdadero, para quien

La noche de verano es como una perfección del pensamiento.La casa estaba tranquila porque así tenía que ser.

La quietud formaba parte del sentido y parte de la mente :El acceso de la perfección a la página.

Y el mundo en calma. Lo verdadero en un mundo en calmaen el que no hay otro significado, es en sí mismo

Calma, en sí mismo verano y noche, en sí mismoEl lector inclinado y leyendo hasta tarde allí.

(WALLACE STEVENS)

6. AYER

Ayer fue miércoles toda la mañana

Por la tarde cambió:

se puso casi lunes,

la tristeza invadió los corazones

y hubo un claro

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 43

Page 44: Taller Extremadura Ultimo

movimiento de pánico hacia los

tranvías

que llevan los bañistas hasta el río.

A eso de las siete cruzo el cielo

una lenta avioneta, y ni los niños

la miraron.

Se desató

el frío,

alguien salió a la calle con sombrero,

ayer, y todo el día

fue igual,

ya veis,

qué divertido,

ayer y siempre ayer y así hasta ahora,

continuamente andando por las calles

gente desconocida,

o bien dentro de casa merendando

pan y café con leche, ¡qué

alegría!

La noche vino pronto y se encendieron

amarillos y cálidos faroles,

y nadie pudo

impedir que al final amaneciese

el día de hoy,

tan parecido

pero

¡tan diferente en luces y en aroma!

Por eso mismo,

porque es como os digo,

dejadme que os hable

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 44

Page 45: Taller Extremadura Ultimo

de ayer, una vez más

de ayer: el día

incomparable que ya nadie nunca

volverá a ver jamás sobre la tierra.

Ángel González. De Sin esperanza, con convencimiento (1961)

7. DONDE HABITE EL OLVIDO

Donde habite el olvido

en los vastos jardines sin aurora

donde yo solo sea

memoria de una piedra sepultada entre ortigas

sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje

al cuerpo que designa en brazos de los siglos,

donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,

No esconda como acero

En mi pecho su ala,

Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allá donde termine este afán que exige un dueño a imagen /suya,

sometiendo a otra vida su vida,

sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 45

Page 46: Taller Extremadura Ultimo

cielo y tierra nativos en torno a un recuerdo,

donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,

disuelto en niebla, ausencia,

ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;

Donde habite el olvido.

(Luis Cernuda: de Donde habite el olvido)

8. LA AURORA

La aurora de Nueva York tiene

cuatro columnas de cieno

y un huracán de negras palomas

que chapotean las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime

por las inmensas escaleras

buscando entre las aristas

nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca

porque allí no hay mañana ni esperanza posible:

A veces las monedas en enjambre furiosos

taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos

que no habrá paraíso ni amores deshojados;

saben que van al cieno de números y leyes,

a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico reto de ciencia sin raíces.

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 46

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Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.

Federico García Lorca. Poeta en Nueva York (1929)

9. No duerme el animal que busca

su alimento. Huele

y está tan lejos todavia

el aire de su presa.

Y vagará en la noche.

Con la sola certeza de su hambre.

Ciego

porque una vez ya supo

de ese breve temblor

bajo su zarpa.

(Ada Salas)

10 No limpian las palabras.

Alumbran una isla en el lugar

del miedo y extienden una rama

al paso de los pájaros. Acogen

cuanto nace del hambre de las cosas

y mueren en silencio.

Pero su amor no limpia.

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 47

Page 48: Taller Extremadura Ultimo

Como no limpia el llanto el rastro

de estar vivos.

(Ada Salas, La sed, Madrid, Hiperión, 1997)

11. El frío ha convocado a la ceniza.

No es oro el amarillo que pone sobre el cielo

un rictus lívido.

Nos tirita la lengua.

Y sin embargo anduve miles de millones

para llegar aquí

y quitarme una a una la piel de los zapatos

los jirones de ropa (no, perdón, dije sombra)

hasta quedarme en hueso

en palabras que suenen

como suena la caña

de los huesos

cuando silba por ellos la verdad

de la sangre.

El frío ha convocado a la ceniza.

Pero insisto

he venido hasta aquí

para quedarme.

Ya en otro tiempo dije no es éste

nuestro tiempo. Pero lo haremos

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Page 49: Taller Extremadura Ultimo

nuestro.

Con palabras hirientes que penetren

en él y palpiten

con él.

Prepárate por tanto para el grito.

Para que todo suene

como suenan los cuerpos que se abren

para darle a otro cuerpo

la soledad

el blanco aburrimiento y la pasión

la plenitud la ira

el amor y la muerte.

Como suena

la lluvia

sobre el rostro llagado del desierto.

[de Ada Salas, Esto no es el silencio, 2008]

12. Ya no será la paz.

Han besado

mis ojos

tu terrible desnudo. (Ada Salas)

13.

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 49

Page 50: Taller Extremadura Ultimo

Un árbol es el bosque.

Tenderse bajo su follaje

es escuchar todo el sonido,

conocer todos los vientos

del invierno y del verano,

recibir toda la sombra del mundo.

Detenerse bajo sus ramas sin hojas

es rezar todas las oraciones posibles,

callar todos los silencios,

tener piedad por todos los pájaros.

Pararse junto a su tronco

es levantar toda la meditación,

reunir todo el desapego,

adivinar el calor de todos los nidos,

juntar la solidez de todos los reparos.

Un árbol es el bosque.

Pero para eso hace falta

que un hombre sea todos los hombres.

O ninguno.

(De Roberto Juarroz)

14. Al silencio ( Gonzalo Rojas)

Oh voz, única voz: todo el hueco del mar,

todo el hueco del mar no bastaría,

todo el hueco del cielo,

toda la cavidad de la hermosura

no bastaría para contenerte,

y aunque el hombre callara y este mundo se hundiera

Taller de Cuento y Poesía, Universidad de Extremadura 50

Page 51: Taller Extremadura Ultimo

oh majestad, tú nunca,

tú nunca cesarías de estar en todas partes,

porque te sobra el tiempo y el ser, única voz,

porque estás y no estás, y casi eres mi Dios,

y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro.

15. Eso era amor. ÁNGEL GONZÁLEZ

Le comenté:

-Me entusiasman tus ojos.

Y ella dijo:

-¿Te gustan solos o con rimel?

-Grandes, respondí sin dudar.

Y también sin dudar

me los dejó en un plato y se fue a tientas.

16. VLADIMIR HOLAN La resurrección

¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos aquí un día

al terrible estruendo de trompetas y clarines?

Perdóname Dios, pero me consuelo

pensando que el principio de nuestra resurrección

lo anunciará el simple canto de un gallo...

Entonces nos quedaremos todavía un momento tendidos.

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Page 52: Taller Extremadura Ultimo

La primera en levantarse

será mamá... La oiremos

encender sigilosamente el fuego,

poner sin ruido el agua sobre la estufa

y coger suavemente del armario el molinillo del café.

Estaremos de nuevo en casa.

17.

Barcelona ja no és bona (JAIME GIL DE BIEDMA)

Ahora que duermen mis sueños

suspendidos en la apatía de una tarde

como ésta, descubriendo en cualquier sombra

una pequeña luz tranquila, resignada,

los miedos, las angustias, los dilemas

empiezan a hacerse cada vez más claros,

terriblemente sencillos – basta ver

cómo los copos de ceniza de un cigarro

parecen disiparse en la atmósfera

al azar, con la misma consistencia

de los años borrados: fue en esta ciudad

donde vivió mi madre durante unos meses

para rodar una película o dos – por ejemplo

Cuando los Ángeles duermen.

Medio siglo después, aquí estoy:

aún existe la Plaza Urquinaona,

los ángeles siguen durmiendo

y todas las imágenes y los sonidos

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regresaron a la nada, florecieron

en otras imágenes siempre seductoras,

proyectadas al rojo vivo en la agonía de pantallas

brillantes como la punta de un cigarro

en el momento exacto en que absorbo

el sabor de su fuego.

Ah, qué dulce la alegría del cielo

en los ojos de las personas, entre las Ramblas

y el barrio llamado gótico donde tomo

el segundo café de este sábado, apático

y ya sin esperar ninguna epifanía

mientras las horas oscurecen

y la voz de la razón me va aconsejando,

a la manera de Horacio,

que aproveche el tiempo: “carpe noctem”,

como si el alma pudiese escabullirse

por las calles estrechas y amar

la música luminosa de los bares

demasiado humanos, como si ella no fuese

sólo este humo, a veces literario,

y tan asqueroso,

que sube de un cigarro agonizante.

18. EL DESCENSO (Wallace Stevens)

El descenso seduce

como sedujo el ascenso.

El recuerdo es como

una consumación,

un renacer,

una

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Page 54: Taller Extremadura Ultimo

iniciación incluso, pues los espacios que abre son parajes

insólitos habitados por

hordas nuevas,

nunca vistas-

que avanzan

hacia metas nuevas

(aunque en tiempo desechadas).

Nunca la derrota es sólo derrota –pues

el mundo que abre es siempre un paraje

antes

insospechado. Un

mundo perdido,

un mundo insospechado,

despliega, seductor, nuevos parajes

y nunca es tan blanca la blancura (perdida) como

en el recuerdo.

En el ocaso, el amor despierta

aunque sus sombras

que solo viven porque

brilla el sol-

ahora se adormecen y del deseo

se despojan

Ahora sin sombras se reanima

y comienza a despertar

mientras

avanza la noche.

El descenso

vacío de esperanza

y consumación

crea un nuevo despertar:

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Page 55: Taller Extremadura Ultimo

reverso

de la desesperanza.

Con lo irrealizable, lo

vedado al amor,

lo perdido con la esperanza –

sobreviene un descenso,

eterno e indestructible.

19. “Masa”, de César Vallejo.

Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle: «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos, con un ruego común: «¡Quédate hermano!» Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;

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incorporóse lentamente, abrazó al primer hombre; echóse a andar...

20. ANTONIO MACHADO. “A JOSÉ MARÍA PALACIO”

Palacio, buen amigo, ¿está la primavera vistiendo ya las ramas de los chopos del río y los caminos? En la estepa del alto Duero, Primavera tarda, ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...

¿Tienen los viejos olmos algunas hojas nuevas?

Aún las acacias estarán desnudas y nevados los montes de las sierras.

¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, allá, en el cielo de Aragón, tan bella!

¿Hay zarzas florecidas entré las grises peñas, y blancas margaritas entre la fina hierba?

Por esos campanarios ya habrán ido llegando las cigüeñas.

Habrá trigales verdes, y mulas pardas en las sementeras, y labriegos que siembran los tardíos con las lluvias de abril. Ya las abejas libarán del tomillo y el romero.

¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?

Furtivos cazadores, los reclamos de la perdiz bajo las capas luengas, no faltarán. Palacio, buen amigo,

¿tienen ya ruiseñores las riberas?

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Con los primeros lirios y las primeras rosas de las huertas, en una tarde azul, sube al Espino, al alto Espino donde está su tierra...

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Recomendaciones de los compañeros:

Pessoa. Porque siempre me ha gustado bañarme en su Saudade

Federico García Lorca. Porque me embelesa el jugueteo de su realidad mágica.

Antonio Machado. Porque me ayuda a volver a la tierra.

Baudelarie. Porque me concilia con mis sueños salvajes

Alfonsina Storni. Porque me lleva volando a las cuevas de lo fememino.

Josep Marti i Pol. Porque me habla con la contundencia de la poesía absoluta

Miguel Hernandez. Porque su voz es ternura y desgarro

Max Aub (Los Poemas Cotidianos). Porque no hay nada más bello que la sencillez de un roce en la mano.

Rafael Alberti. POrque convierte la pintura en poesía

La lírica tradicional española,  Garcilaso, Quevedo, Antonio Machado, Baudelaire, Rimbaud, Pessoa,  Rilke, Vallejo, Cavafys, Walt Whitman, Luis Cernuda, Lorca, Vicente Aleixandre,  Jorge Guillén, Claudio Rodríguez,  Jose Ángel Valente, Gil de Biedma, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik... 

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Sesión Cinco: Paula Rego & Jack LondonLITERATURA E IMAGEN

1. Lecturas

Jack London, Encender una hoguera.

2. Propuestas de lectura (Cuentos y relato breve)

Poesía (tres voces necesarias para el lector de poesía):

1. Fernando Pessoa. Poesías completas de Alberto Caeiro, ed., Pre-textos. (Como sabéis, Caeiro es uno de los heterónimos de Pessoa. "Representa" al poeta de la naturaleza, del presente y de los sentidos)

2. Vicente Aleixandre. Sombra del paraíso e Historia del corazón (diversas ediciones)

3. Claudio Rodríguez. Desde mis poemas. ed. Cátedra.

Relatos:

1. Raymond Carver. Tres rosas amarillas, Anagrama (para seguir de cerca a Carver - y a su maestro Chejov-)

2. J. D. Salinger. Nueve cuentos, Edhasa (nueve auténticas "joyas" del autor de El guardián en el centeno)

3. John Berger. Fotocopias. ed Alfaguara (Traigo aquí a este escritor inglés afincado en Francia porque en su obra se da una estrecha relación entre escribir y mirar).

3. Recursos

Página web Poesía en Español

Página web el Poder de la Palabra.

Sobre Paula Rego.

Otra lista de bibliotecas virtuales.

Words as image, Ji Lee.

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Encender una hogueraJack London

Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.

Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.

Pero todo aquello (la línea fina, prolongada y misteriosa, la ausencia del sol en el cielo, el inmenso frío y la luz extraña y sombría que dominaba todo) no le produjo al hombre ninguna impresión. No es que estuviera muy acostumbrado a ello; era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y aquel era su primer invierno. Lo que le pasaba es que carecía de imaginación. Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no para calar en los significados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se traducía en un frío desagradable, y eso era todo. No lo inducía a meditar sobre la susceptibilidad de la criatura humana a las bajas temperaturas, ni sobre la fragilidad general del hombre, capaz sólo de vivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas acerca de la inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemadura del hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse por medio de manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso... a cincuenta grados bajo cero. Que pudieran significar algo más, era una idea que no hallaba cabida en su mente.

Al volverse para continuar su camino escupió meditabundo en el suelo. Un chasquido seco, semejante a un estallido, lo sobresaltó. Escupió de nuevo. Y de nuevo crujió la saliva en el aire, antes de que pudiera llegar al suelo. El hombre sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al tocar la nieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente la temperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo

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ignoraba. Pero no importaba. Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del Arroyo Henderson, donde lo esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde la región del Arroyo Indio, atravesando la línea divisoria, mientras él iba dando un rodeo para estudiar la posibilidad de extraer madera de las islas del Yukón la próxima primavera. Llegaría al campamento a las seis en punto; para entonces ya habría oscurecido, era cierto, pero los muchachos, que ya se hallarían allí, habrían encendido una hoguera y la cena estaría preparada y aguardándolo. En cuanto al almuerzo... palpó con la mano el bulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo sintió bajo la camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda. Aquel era el único modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo de aquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendas lonchas de tocino frito.

Se introdujo entre los gruesos abetos. El sendero era apenas visible. Había caído al menos un pie de nieve desde que pasara el último trineo. Se alegró de viajar a pie y ligero de equipaje. De hecho, no llevaba más que el almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, la intensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras se frotaba la nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada en una manopla. Era un hombre velludo, pero el vello de la cara no lo protegía de las bajas temperaturas, ni los altos pómulos, ni la nariz ávida que se hundía agresiva en el aire helado.

Pegado a sus talones trotaba un perro esquimal, el clásico perro lobo de color gris y de temperamento muy semejante al de su hermano, el lobo salvaje. El animal avanzaba abrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél no era día para viajar. Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a quien acompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados, ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajo cero, y más tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco grados bajo cero. Teniendo en cuenta que el punto de congelación es treinta y dos sobre cero, eso significaba ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente su cerebro no tenía siquiera una conciencia clara del frío como puede tenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía instinto. Experimentaba un temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo hacía arrastrarse pegado a los talones del hombre, y que lo inducía a cuestionarse todo movimiento inusitado de éste como esperando que llegara al campamento o que buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, al menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.

La humedad helada de su respiración cubría sus lanas de una fina escarcha, especialmente allí donde el morro y los bigotes blanqueaban bajo el aliento cristalizado. La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban igualmente helados, pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había convertido en hielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco, y aquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuando escupía el jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era una barba de cristal del color y la solidez del ámbar que crecía constantemente y que si cayera al suelo se rompería como el cristal en pequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía importarle aquel apéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a mascar tabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pues había ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. No tanto como en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro en Sesenta Millas había marcado en una ocasión cincuenta grados, y hasta cincuenta y cinco grados bajo cero.

Anduvo varias millas entre los abetos, cruzó una ancha llanura cubierta de matorrales achaparrados y descendió un terraplén hasta llegar al cauce helado de un riachuelo. Aquel era el Arroyo Henderson. Se

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hallaba a diez millas de la bifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría unas cuatro millas por hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y media. Decidió que celebraría el hecho almorzando allí mismo.

Cuando el hombre reanudó su camino con paso inseguro, siguiendo el cauce del río, el perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el caer del rabo entre las patas. La vieja ruta era claramente visible, pero unas doce pulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Ni un solo ser humano había recorrido en más de un mes el cauce de aquel arroyo silencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era muy dado a la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué pensar excepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tarde estaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quien hablar, y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlo debido a la mordaza que le inmovilizaba los labios. Así que siguió adelante mascando tabaco monótonamente y alargando poco a poco su barba de ámbar.

De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que hacía mucho frío y que nunca había experimentado temperaturas semejantes. Conforme avanzaba en su camino se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de una mano enfundada en una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la derecha con la izquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los carrillos se le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedaba insensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía y sentía no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en días de mucho frío y que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y al cabo, tampoco era para tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillas entumecidas? Era un poco doloroso, es cierto, pero nada verdaderamente serio.

A pesar de su poca inclinación a pensar era buen observador y reparó en los cambios que había experimentado el arroyo, en las curvas y los meandros y en las acumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo de la primavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. En cierto momento, al doblar una curva, se detuvo sobresaltado como un caballo espantado; retrocedió unos pasos y dio un rodeo para evitar el lugar donde había pisado. El arroyo, el hombre lo sabía, estaba helado hasta el fondo (era imposible que corriera el agua en aquel frío ártico), pero sabía también que había manantiales que brotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del río. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y no ignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas. Ocultaban bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad que oscilaba entre tres pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estaban cubiertas por una fina capa de hielo de un grosor de media pulgada oculta a su vez por un manto de nieve. Otras veces alternaban las capas de agua y de hielo, de modo que si el caminante rompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas con peligro de hundirse en el agua, en ocasiones hasta la cintura. Por eso había retrocedido con pánico. Había notado cómo cedía el suelo bajo su pisada y había oído el crujido de una fina capa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los pies en aquella temperatura era peligroso. En el mejor de los casos representaba un retraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera, al calor de la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines de lana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corriente de agua venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar de frotarse las mejillas y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por la izquierda, pisando con cautela y asegurándose cuidadosamente de dónde ponía los pies. Una vez pasado el peligro se metió en la boca una nueva porción de tabaco y reemprendió su camino.

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En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias trampas semejantes. Generalmente la nieve acumulada sobre las lagunas ocultas tenía un aspecto glaseado que advertía del peligro. En una ocasión, sin embargo, estuvo a punto de sucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al perro a que caminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta que el hombre se vio obligado a empujarlo, y sólo entonces se adentró apresuradamente en la superficie blanca y lisa. De pronto el suelo se hundió bajo sus patas, el perro se ladeó y buscó terreno más seguro. Se había mojado las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida a ellas se había convertido en hielo. Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y luego se tendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que se había formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitir que el hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no lo sabía, simplemente obedecía a un impulso misterioso que surgía de las criptas más profundas de su ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque su juicio le había ayudado a comprenderlo, y por eso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro a quitarse las partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no había dejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los tenía entumecidos. Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla a toda prisa y se golpeó la mano con fuerza contra el pecho.

A las doce, la claridad era mayor, pero el sol había descendido demasiado hacia el sur en su viaje invernal, como para poder asomarse sobre el horizonte. La tierra se interponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado, sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación. Estaba contento de la marcha que llevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus compañeros. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción no le llevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que la sensibilidad huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; esta vez se limitó a sacudirse los dedos contra el muslo una docena de veces. Luego se sentó sobre un tronco helado a comerse su almuerzo. El dolor que le había provocado sacudirse los dedos contra las piernas se desvaneció tan pronto que se sorprendió. No había mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los dedos repetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, en cambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta, pero la mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una hoguera para derretirla. Se rió de su descuido, y mientras se reía notó que los dedos que había dejado a la intemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió también que las punzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían cada vez más tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado o porque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de los pies dentro de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.

Se puso la manopla apresuradamente y se levantó. Estaba un poco asustado. Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que volvió a sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor, hacía frío, pensó. Aquel hombre del Arroyo del Sulfuro había tenido razón al decir que en aquella región el frío podía ser estremecedor. ¡Y pensar que cuando se lo dijo él se había reído! No había vuelta que darle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo dando fuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos, hasta que volvió a calentarse. Sacó entonces los fósforos y comenzó a preparar una hoguera. En el nivel más bajo de un arbusto cercano encontró un depósito de ramas acumuladas por el deshielo la primavera anterior. Estaban completamente secas y se avenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco a las primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor se derritió la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momento había logrado vencer al frío del

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exterior. El perro se solazó al fuego y se tendió sobre la nieve a la distancia precisa para poder calentarse sin peligro de quemarse.

Cuando el hombre terminó de comer llenó su pipa y fumó sin apresurarse. Luego se puso las manoplas, se ajustó las orejeras y comenzó a caminar siguiendo la orilla izquierda del arroyo. El perro, desilusionado, se resistía a abandonar el fuego. Aquel hombre no sabía lo que hacía. Probablemente sus antepasados ignoraban lo que era el frío, el auténtico frío, el que llega a los ciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el perro sí sabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado su sabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino con aquel frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes ocultara el rostro del espacio exterior de donde procedía el frío. Pero entre el hombre y el perro no había una auténtica compenetración. El uno era siervo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las del látigo y los sonidos sordos y amenazadores que las precedían. Por eso el perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre sus temores. Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera era exclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con el lenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.

El hombre se metió en la boca una nueva porción de tabaco y dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto su aliento húmedo le cubrió de un polvo blanco el bigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales en la orilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallar ninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nada advertía del peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieve parecía ocultar una superficie sólida, el hombre se hundió. No fue mucho, pero antes de lograr ponerse de pie en terreno firme se había mojado hasta la rodilla.

Se enfureció y maldijo en voz alta su suerte. Quería llegar al campamento a las seis en punto y aquel percance representaba una hora de retraso. Ahora tendría que encender una hoguera y esperar a que se le secaran los pies, los calcetines y los mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra cosa, eso sí lo sabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera del riachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetos enanos, encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramas principalmente, pero también de algunas ramillas de menor tamaño y de briznas de hierba del año anterior. Arrojó sobre la nieve los troncos más grandes, con objeto de que sirvieran de base para la hoguera e impidieran que se derritiera la nieve y se hundiera en ella la llama que logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de corteza de abedul que se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía con más facilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base de troncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca y las ramas de menor tamaño.

Trabajó lentamente y con cautela, sabedor del peligro que corría. Poco a poco, conforme la llama se fortalecía, fue aumentando el tamaño de las ramas que a ella añadía. Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve para poder sacar la madera de entre las ramas de los abetos y aplicarlas directamente al fuego. Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y cinco grados bajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primer intento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puede correr media milla para restablecer la circulación de la sangre, pero a setenta y cinco bajo cero es totalmente imposible hacer circular la sangre por unos pies mojados. Cuanto más se corre, más se hielan los pies.

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Esto el hombre lo sabía. El veterano del Arroyo del Sulfuro se lo había dicho el otoño anterior, y ahora se daba cuenta de que había tenido razón. Ya no sentía los pies. Para hacer la hoguera había tenido que quitarse las manoplas, y los dedos se le habían entumecido también. El andar a razón de cuatro millas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficie del tronco y las extremidades, pero en el instante en que se había detenido, su corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sin piedad en aquel extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarse en aquel lugar, era víctima del castigo en todo su rigor. La sangre de su cuerpo retrocedía ante aquella temperatura extrema. La sangre estaba viva como el perro, y como el perro quería ocultarse, ponerse al abrigo de aquel frío implacable. Mientras el hombre andaba a cuatro millas por hora obligaba a la sangre a circular hasta la superficie, pero ahora ésta, aprovechando su inacción, se retraía y se hundía en los recovecos más profundos de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras que notaron los efectos de su ausencia. Los pies mojados se helaron, mientras que los dedos expuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque aún no habían empezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban entumecidas, y la piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.

Pero el hombre estaba a salvo. El hielo sólo le afectaría los dedos de los pies y la nariz, porque el fuego comenzaba ya a cobrar fuerza. Lo alimentaba ahora con ramas del grueso de un dedo. Un minuto más y podría arrojar a él troncos del grosor de su muñeca. Entonces se quitaría los mocasines y los calcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los pies desnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve. La hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del veterano del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano había enunciado con toda seriedad la ley según la cual por debajo de cincuenta grados bajo cero no se debe viajar solo por la región del Klondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el accidente más temido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos veteranos, pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras no se perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo con tal de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidad a que se helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado que los dedos pudieran quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida se hallaban los suyos porque apenas podía unirlos para coger una rama y los sentía lejos, muy lejos de su cuerpo. Cuando trataba de coger una rama tenía que mirar para asegurarse con la vista de que había logrado su propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto.

Pero todo aquello no importaba gran cosa. Allí estaba la hoguera crujiendo y chisporroteando y prometiendo vida con cada llama retozona. Trató de quitarse los mocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos calcetines alemanes se habían convertido en láminas de hierro que llegaban hasta media pantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de acero anudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentos trató de deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de la inutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo.

Pero antes de que pudiera cortar los cordones ocurrió la tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho, consecuencia de su error. No debió hacer la hoguera bajo las ramas del abeto. Debió hacerla en un claro. Pero le había resultado más sencillo recoger el material de entre las ramas y arrojarlo directamente al fuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de nieve. El viento no había soplado en varias semanas y las ramas estaban excesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía, comunicaba al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender, pero suficiente para provocar el desastre. En lo más alto del árbol una rama volcó su carga de nieve sobre las ramas inferiores, y el impacto multiplicó el proceso hasta acumularse toda la nieve del árbol sobre las ramas más bajas. La

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nieve creció como en una avalancha y cayó sin previo aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego se apagó. Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que un desordenado montón de nieve fresca.

El hombre quedó estupefacto. Fue como si hubiera oído su sentencia de muerte. Durante unos instantes se quedó sentado mirando hacia el lugar donde segundos antes ardiera un alegre fuego. Después se tranquilizó. Quizá el veterano del Arroyo del Sulfuro había tenido razón. Si tuviera un compañero de viaje, ahora no correría peligro. Su compañero podía haber encendido el fuego. Pero de este modo sólo él podía encender otra hoguera y esta segunda vez un fallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro era que perdería para siempre parte de los dedos de los pies. Debía tenerlos congelados ya, y aún tardaría en encender un fuego.

Estos fueron sus pensamientos, pero no se sentó a meditar sobre ellos. Mientras merodeaban por su mente no dejó de afanarse en su tarea. Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún árbol traidor pudiera sofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas secas acumuladas por el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí podía levantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchas ramas podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero no podía hacerlo mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva un montón de ramas más gruesas para utilizarlas como combustible una vez que el fuego hubiera cobrado fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lo miraba con la ansiedad reflejándose en los ojos, porque lo consideraba el encargado de proporcionarle fuego, y el fuego tardaba en llegar.

Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo trozo de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, y aunque no podía sentirla con los dedos la oía crujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por mucho que lo intentó no pudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se apartaba de su mente la idea de que cada segundo que pasaba los pies se le helaban más y más. Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo luchar contra él y conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes y blandió los brazos en el aire para sacudirlos después con fuerza contra los costados. Lo hizo primero sentado, luego de pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre la nieve con su cola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para calentarlas, y las agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el hombre, mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintió una enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo su cobertura natural.

Al poco tiempo sintió la primera señal lejana de un asomo de sensación en sus dedos helados. El suave cosquilleo inicial se fue haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que él recibió con indecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y se dispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo a perder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforos de sulfuro. Pero el tremendo frío había entumecido ya totalmente sus dedos. Mientras se esforzaba por separar una cerilla de las otras, el paquete entero cayó al suelo Trató de recogerlo, pero no pudo. Los dedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba cada acción con una inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los pies, la nariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó en cuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidió utilizar la vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos de sus dedos debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró, o mejor dicho quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba ya totalmente cortada y los dedos no obedecieron. Se puso la manopla derecha y se sacudió la mano salvajemente sobre la rodilla. Luego, utilizando ambas manos, recogió el paquete de fósforos entre un

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puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto no había conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar el paquete entre las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantó hasta su boca. El hielo que sellaba sus labios crujió cuando con un enorme esfuerzo consiguió separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar una cerilla con los dientes. Al fin lo logró, y la dejó caer sobre las rodillas. Seguía sin conseguir nada. No podía recogerla. Al fin se le ocurrió una idea. La levantó entre los dientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces repitió la operación, hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún entre los dientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre le llegó a los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.

El veterano del Arroyo del Sulfuro tenía razón, pensó el hombre en el momento de resignada desesperación que siguió al incidente. A menos de cincuenta grados bajo cero se debe viajar siempre con un compañero. Dio unas cuantas palmadas, pero no notó en las manos la menor sensación. Se quitó las manoplas con los dientes y cogió el paquete entero de fósforos con la base de las manos. Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo ejercer presión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. De pronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismo tiempo! No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeó la cabeza para escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza de abedul. Mientras lo hacía notó una extraña sensación en la mano. La carne se le quemaba. A su olfato llegó el olor y allá dentro, bajo la superficie, lo sintió. La sensación se fue intensificando hasta convertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó manteniendo torpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque sus manos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.

Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos de golpe. Los fósforos cayeron chisporroteando sobre la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó a acumular sobre la llama ramas y briznas de hierba. No podía seleccionar, porque la única forma de transportar el combustible era utilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos fragmentos de madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con los dientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significaba la vida, y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo, y el hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente. Un montoncillo de musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo, pero el temblor de los dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Las ramillas se disgregaron. Quiso reunirlas de nuevo, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo por conseguirlo, el temblor de sus manos se impuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada una de ellas elevó en el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El hombre, el encargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras miraba apáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía con impaciencia, levantando primero una pata, luego la otra, y pasando de una a otra el peso de su cuerpo.

Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada. Recordó haber oído la historia de un hombre que, sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un novillo, lo había abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en su cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpo caliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encendería otra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz asustó al animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algo extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. No sabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor se despertó. Agachó las orejas y redobló sus

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movimientos inquietos, pero no acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado atemorizado.

El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por conservar la calma. Luego se puso las manoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primero para asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia de sensibilidad en los pies le había hecho perder contacto con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en la voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia él y comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no podía doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo, mientras el perro se debatía por desasirse.

Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente imposible. Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al animal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, y desde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y proyectadas hacia el frente.

El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió a blandir los brazos en el aire golpeándose las manos enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de su cuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sin sentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como peso muerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esa impresión, no la encontraba.

Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en el que llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió y echó a correr sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo, los depósitos de ramas, los álamos desnudos, el cielo... Correr le hizo sentirse mejor. Ya no tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento. Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte de la cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarlo y salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le asaltó una nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, que se hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él y pronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a este nuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos de su mente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombre se esforzaba en pensar en otras cosas.

Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarse sobre la superficie sin tocar siquiera la

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tierra. En alguna parte había visto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiría Mercurio al volar sobre la tierra.

Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo carecía de la resistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, en una ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse y descansar; cuando lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a su destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadía una sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la nariz y las mejillas no experimentaba ninguna sensación. A pesar de haber corrido del modo en que lo había hecho, no había logrado que se deshelaran, como tampoco las manos ni los pies. De pronto se le ocurrió que el hielo debía ir ganando terreno en su cuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra cosa. La idea despertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta que el hombre conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudo soportarlo y comenzó a correr de nuevo.

Y siempre que corría, el perro lo seguía, pegado a sus talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez, el animal se detuvo, reposó el rabo sobre las patas delanteras y se sentó a mirarlo con fijeza extraña. El calor y la seguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que lo insultó hasta que el animal agachó las orejas con gesto contemporizador. Esta vez el temblor invadió al hombre con mayor rapidez. Perdía la batalla contra el hielo, que atacaba por todos los flancos a la vez. El temor lo hizo correr de nuevo, pero no pudo sostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada en estos términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al correr como corre la gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil que primero se le ocurrió). Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir.

Se imaginó el momento en que los compañeros lo encontrarían al día siguiente. Se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Surgía con sus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre la nieve. Ya no era parte de sí mismo... Había escapado de su envoltura carnal y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre el hielo. Sí, la verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a su país le contaría a su familia y a sus conocidos lo que era aquello. Recordó luego al anciano del Arroyo del Sulfuro. Lo veía claramente con los ojos de la imaginación, cómodamente sentado al calor del fuego, mientras fumaba su pipa.

-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón -susurró quedamente el hombre al veterano del Arroyo del Sulfuro.

Y después se hundió en lo que le pareció el sueño más tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba el perro. El breve día llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado. Nada indicaba que se preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse un hombre así sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un fuego. Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándolo el ansia de calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó a

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gruñir suavemente al tiempo que agachaba las orejas en espera del castigo del hombre. Pero el hombre no se movió. Más tarde el perro gruñó más fuerte, y aún más tarde se acercó al hombre, hasta que olfateó la muerte. Se irguió de un salto y retrocedió. Durante unos segundos permaneció inmóvil, aullando bajo las estrellas que brillaban, brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se volvió y avanzó por la ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento yproveedores-de-fuego.

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Tarea

Os pido esta semana un ejercicio de creación a partir de vuestra mirada a un cuadro de la pintora portuguesa Paula Rego -aparece reproducido en documento adjunto en otra entrada- (Opción B -solo para alumnos que ya cursaron el taller el pasado año: cuadro de Hooper). Antes que nada, os pido que ejercitéis vuestra mirada. Que os paréis a mirar. Como el dibujante, como el pintor, que, antes de ir al lienzo, observa atentamente la realidad y a través de lo externo acude a lo que está dentro -de las cosas, de los paisajes, de las escenas, de los objetos, de las personas-, vamos a practicar esta semana, directamente, el viejo tema de "ut pictura poiesis", vamos a pintar con palabras esta vez (no os pido un texto exclusivamente descriptivo, pero la descripción irá implícita, ojo).

Tendréis que escribir UNO DE ESTOS DOS ejercicios:

1. Un monólogo teatral. Imaginad una mujer así en un escenario, sola, en esa actitud. Escribid un monólogo partiendo de la imagen. Podéis emplear también acotaciones teatrales, claro, si lo necesitáis, marcadas entre paréntesis. Pienso que será más fácil si consideráis que el telón acaba de abrirse pra ele spectador. (2 páginas como extensión máxima, acotaciones incluidas ).

O BIEN: 2. Un relato "inspirado" en el contenido del cuadro. (Misma extensión)

Notas:

1. No olvidéis, que, inevitablemente, lo que vemos es también cómo lo vemos. Y os recuerdo aquella frase famosa: "un paisaje es un estado de ánimo" (Charles Amiel). Podemos mirar de muchas maneras. Desde el más absoluto de los subjetivismos hasta la "falsa" -porque al fin y al cabo siempre vamos a seleccionar una parte de un todo posible- objetividad de quien mira como si llevara a sus hombros una cámara de cine y pretendiera solo pintar lo visible. Bucead en lo que el cuadro os dice y a partir de ahí cread. Pero dejad que sean las palabras las que pinten, las que sugieran, y no vuestros juicios o vuestros comentarios sin más. Lo que me importa esta semana es que seáis conscientes de los procedimientos literarios con los que plasmáis lo que habéis visto.

y 2. Informaos sobre Paula Rego, es una pintora sobrecogedora y espléndida. Yo la descubrí hace un par de años, en una exposición que hubo de ella en Madrid. Me inquietó y me "removió" bastante, la verdad. Pero os pido que para la tarea os ciñáis solo a la imagen seleccionada. No dejéis que influya en vuestro texto el resto de la obra de la pintora. Tal vez es mejor que solo acudáis a ella una vez hecha la tarea semanal.

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Sesión Seis: Anton Chejov & Raymond CarverLA ESCRITURA AUTOBIOGRAFICA

1. Lecturas

Borges, Los dos reyes y los dos laberintos

Claudio Rodríguez, Alto jornal

Séneca, Sobre el concepto de imitación en la Antiguedad

2. Recursos

Sobre los microrelatos, wikipedia.

Artículo en El Mundo.

Otro artículo en Cajón de sastre.

Web de Cajón de sastre.

Entrevista el programa A fondo.

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Tarea

Vamos a trabajar esta semana con la memoria personal.

La tarea consistirá en la escritura de un relato en primera persona a partir de la recuperación de un recuerdo -o recuerdos- de vuestra infancia o primera adolescencia. Os pido que partáis de un intento honesto por recuperar un episodio de vuestra vida, una imagen, un acontecimiento -puede ser incluso un objeto, un lugar, una persona- cargado de significación para vosotros; una vivencia, en suma, rescatada. Y que lo convirtáis en algo que pueda llegarnos a todos, que pueda transmitirnos a todos la "trascendencia" o la "significación" que ha tenido en vuestras vidas. NO quiero que me expliquéis las cosas, ni que me digáis por qué es importante lo elegido. Quiero que representéis ese recuerdo, que lo convirtáis en relato, en historia. Podéis elegir contar de forma más narrativa un episodio concreto de vuestra niñez o podéis optar por una prosa más poética, más descriptiva, impresionista, evocadora, sin acción, o con una acción mínima.

Os recuerdo la frase de García Márquez, que cito de memoria, y es algo así como: "la vida no es como es, sino como nos la contamos", pero insisto: aunque nuestra memoria desde el presente añade inevitablemente cosas, intentad partir de un ejercicio honesto de recuperación de la memoria. Esto dará fuerza expresiva a vuestro trabajo.

Aunque no es obligatorio, OS RECOMIENDO que escribáis en presente. De esta manera conseguiréis dar mayor inmediatez y viveza a vuestra prosa.

MUY IMPORTANTE, PORQUE ES LA PARTE QUE MÁS ME INTERESA ESTA SEMANA Y ES LA BASE DE NUESTRA TAREA: quiero, sobre todo, y en ambos casos, que la recuperación del tiempo, del pasado, se haga a través de una investigación literaria con los sentidos: olores, sabores, sonidos, tactos, imágenes que formaron parte de nuestra niñez y que ahora vuestro texto se ocupará de rescatar. Podéis centraros en una sola de estas percepciones o en varias, pero lo que importa es que pongáis palabras a esos recuerdos vuestros que están unidos a vuestros sentidos.

(Voy a daros un ejemplo personal. Si yo tuviera que acudir a una motivación -y voy a ponerme, inevitablemente, como os pasará a vosotros, un poco proustiano esta vez- para recuperar vivencias del pasado, es posible que acudiera a la casa y al jardín de mis abuelos, donde pasé buena parte de mi niñez. Es posible, por ejemplo, que viniera a mi memoria el olor a las celindas y a las lilas del jardín y que eso me trajera otro recuerdos. Es posible que de repente recordara que yo pasaba horas allí recogiendo caracoles..... y es posible que después de pensar en todo aquello mi texto pudiera comenzar por una frase como "Estoy asomado a la ventana de mi habitación, en la casa de mis abuelos. Puedo sentir el perfume de las celindas recién regadas ..". o "Ha llovido. Recojo caracoles en el jardín de la casa de mis abuelos....." etc.... )

Podéis, claro, dar a vuestra prosa todo el carácter poético que queráis. Esta semana no se trata tanto de narrar -aunque podéis hacerlo, por supuesto, e incluso, cómo no, incluir diálogos- sino de evocar, de recuperar la memoria.

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Sesión Siete: Claudio Rodríguez y SénecaEL MUNDO DEL MICRORRELATO

1. Lecturas

Borges, Los dos reyes y los dos laberintos

Claudio Rodríguez, Alto jornal

Séneca, Sobre el concepto de imitación en la Antiguedad

2. Recursos

Sobre los microrelatos, wikipedia.

Artículo en El Mundo.

Otro artículo en Cajón de sastre.

Web de Cajón de sastre.

Entrevista el programa A fondo.

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Los dos reyes y los dos laberintos

Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

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Claudio Rodríguez

Alto jornal

Dichoso el que un buen día sale humildey se va por la calle, como tantosdías más de su vida, y no lo esperay, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo altoy ve, pone el oído al mundo y oye,anda, y siente subirle entre los pasosel amor de la tierra, y sigue, y abresu taller verdadero, y en sus manosbrilla limpio su oficio, y nos lo entregade corazón porque ama, y va al trabajotemblando como un niño que comulgamas sin caber en el pellejo, y cuandose ha dado cuenta al fin de lo sencilloque ha sido todo, ya el jornal ganado,vuelve a su casa alegre y siente que alguienempuña su aldabón, y no es en vano.

(Del libro Conjuros, 1958)

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II. Sobre el concepto de imitación en La Antigüedad.

Séneca. Cartas a Lucilio, XI, LXXXIV. En OC, Aguilar, 1966. Trad de Lorenzo Riber, pp. 625.

(…) Las lecturas me son necesarias, en primer lugar, porque yo no me contento de mí solo, y luego, porque conociendo los descubrimientos de los otros, examino las doctrinas halladas y me preocupan las que aún no están por hallar. Ni debemos exclusivamente escribir ni leer, porque la primera cosa enervará y agotará las fuerzas (hablo de la composición) y la otra las disolverá y diluirá. Hay que pasar de un ejercicio al otro y hay que atemperar el uno con el otro a fin de que la pluma organice en cuerpo y unidad todo cuanto fue acarreado por la lectura. Debemos imitar, como se nos exhorta, a las abejas, que vagan de un sitio a otro y escogen las flores más apropiadas para elaborar la miel y luego disponen y aderezan en panales todo lo que recogieron y como dice nuestro caro Virgilio, “fabrican la miel líquida e hinchan sus celdas del sabroso néctar” (…) Pero por no apartarme del objeto que se trata, también nosotros debemos imitar a las abejas y todo cuanto hubiéramos granjeado de lecturas variadas, ordenarlo –pues mejor se conservan las cosas si cada una está en su sitio- y luego, aplicando la atención y la facultad de nuestro ingenio, fundir en un sabor único todas aquellas diversas libaciones, por manera que, anquen se vea de dónde se tomaron, se demuestre asimismo que tienen un ser diferente del que allí tenían. Lo que vemos que sin obra alguna nuestra hace la naturaleza en nuestro cuerpo: los alimentos que tomamos, mientras conservan su cualidad y flotan en el estómago, sin descomponerse, nos son una carga; pero así que verificaron su transformación pasaba a ser sangre y fuerzas. Hagamos esto mismo en lo que alimenta nuestro pensamiento, no consintiendo que ninguna de las cosas que tomamos se quede igual, a fin de que deje de ser de otro. Digerámoslas, porque de otra manera, irán a depositarse en la memoria, no en el entendimiento. Asimilémonoslas fielmente y hagámoslas nuestras a fin de que su multitud se convierta en unidad, como se hace en un solo número de muchos cuando una suma reúne cantidades pequeñas y desiguales. Haga esto nuestra alma; oculte todos los elementos de que se nutrió y muestre solamente lo que con su industria ha elaborado. Y aunque se transparente la semejanza de alguno que haya entrado muy profundamente en tu admiración, quiero que te lo asemejes como un hijo, no como un retrato. El retrato es cosa muerta (…) ¿No ves de cuántas voces se componen un coro? Y, con todo ello, de todas ellas no se forma más que una (…)

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Tarea

Esta semana nos adentramos en el mundo del microrrelato, o microcuento, o cuento brevísismo, que tanto monta - dependerá de países y contextos una denominación u otra-. El género es difícil de definir, y claramente epigonal, resultado de la evolución de la narrativa contemporánea y de la constante demolición de las fronteras genéricas. Cabe destacar la importante tradición del género en las letras latinoamericanas: Borges, Bioy Casares, Augusto Monterroso, Marco Denevi, Ana María Shúa...

Género posmoderno, transita por unas fronteras difusas y alentadoras entre el cuento, el poema, la prosa poética, el ejercicio de estilo, el aforismo, etc.... Tal vez alguno de vosotros conoce los concursos de microrrelatos que ha llevado a cabo en distintos años la cadena Ser.

Podéis acudir a páginas web como "Cajón de sastre" y leer diversos ejemplos de microrrelatos de los autores citados, y de otros. Historias condensadas, comprimidas, pero "suficientes", que se bastan a sí mismas, por lo que dicen o por lo que se sugiere en ellas. Lo fundamental es que consigan prender/sorprender al lector de alguna manera.

La brevedad es, claro, una condición de este tipo de textos, pero, ojo, no es la única: el microrrelato cuenta una historia, debe contar una historia.

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