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San Juan de la Cruz en Meríon MATÍAS DEL NIÑO JESÚS, OCD Salamanca Se celebra este año el IX centenario de la fundación de la Orden del Císter por san Roberto de Molesmo en 1098, lo que dará lugar a conmemoraciones durante el año. Se presta la celebración a con- tribuir a honrar a una Orden de tanta influencia en la vida de la Iglesia e historia de Europa, tanto por la primigenia Orden de san Bernardo como más en la actualidad por su rama de la estrecha observancia, llamada generalmente la Trapa. La contribución de estas páginas se va a concretar en una figura eminentemente insigne, de la que se ha dicho, aunque no tengo datos para asentir a tal juicio, que es la figura más sobresaliente del Císter después de san Bernardo 1. Me refiero a Thomas Merton, monje trapense de fama internacional, que dio renombre mundial a su abadía norteamericana de Getsemaní, en el Estado de Kentucky. El boletín «Comunidades» 2 ha abierto el camino de conmemo- raciones con el número de diciembre último. Bien merecida tiene se haga memoria de tan gloriosa espiritualidad monástica que ha encar- nado en su vivir diario el lema de su gran patriarca san Benito: «Ora et labora». Ha transcurrido algún tiempo desde que tomé unas notas sobre Merton y san Juan de la Cruz, movido por lo mucho que menciona con el máximo aprecio al Santo Doctor en sus libros. 1 A. CrLVETI, <<Thornas Merton y San Juan de la Cruz», en Revista Espiri- tualidad, 36 (1997) 741. Véase nota 8. 2 Comunidades, boletín bibliográfico de ConJer., n.o 92, diciembre de 1997. Todo el número está preparado por BELTRÁN LLAVADOR sobre Thomas Merton con una bibliografía exhaustiva del mismo o sobre él. REVISTA DE ESPffiITUALlDAD (57) (1998), 691-702

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San Juan de la Cruz en Meríon

MATÍAS DEL NIÑO JESÚS, OCD Salamanca

Se celebra este año el IX centenario de la fundación de la Orden del Císter por san Roberto de Molesmo en 1098, lo que dará lugar a conmemoraciones durante el año. Se presta la celebración a con­tribuir a honrar a una Orden de tanta influencia en la vida de la Iglesia e historia de Europa, tanto por la primigenia Orden de san Bernardo como más en la actualidad por su rama de la estrecha observancia, llamada generalmente la Trapa.

La contribución de estas páginas se va a concretar en una figura eminentemente insigne, de la que se ha dicho, aunque no tengo datos para asentir a tal juicio, que es la figura más sobresaliente del Císter después de san Bernardo 1. Me refiero a Thomas Merton, monje trapense de fama internacional, que dio renombre mundial a su abadía norteamericana de Getsemaní, en el Estado de Kentucky.

El boletín «Comunidades» 2 ha abierto el camino de conmemo­raciones con el número de diciembre último. Bien merecida tiene se haga memoria de tan gloriosa espiritualidad monástica que ha encar­nado en su vivir diario el lema de su gran patriarca san Benito: «Ora et labora». Ha transcurrido algún tiempo desde que tomé unas notas sobre Merton y san Juan de la Cruz, movido por lo mucho que menciona con el máximo aprecio al Santo Doctor en sus libros.

1 A. CrLVETI, <<Thornas Merton y San Juan de la Cruz», en Revista Espiri­tualidad, 36 (1997) 741. Véase nota 8.

2 Comunidades, boletín bibliográfico de ConJer., n.o 92, diciembre de 1997. Todo el número está preparado por BELTRÁN LLAVADOR sobre Thomas Merton con una bibliografía exhaustiva del mismo o sobre él.

REVISTA DE ESPffiITUALlDAD (57) (1998), 691-702

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De entrada en el tema doy una nota biográfica de este monje trapense tan célebre hace unos años y del que hay, en general, poca noticia. Thomas Merton (1915-1968) nació en Prades, cerca del Pi­rineo francés, hijo de padre inglés y madre norteamericana. Fue bau­tizado en el anglicanismo, pero vivió sin religión, primero en Francia y después en Norteamérica en compañía de jóvenes libertinos, dado a la lectura de novelas con las ambiciones más descabelladas. Hasta que en la Universidad de Columbia, en Nueva York, trabó amistosa confianza con un profesor que, aunque no era católico, era persona de gran belleza moral. Este fue el toque de inicio de su cambio y búsqueda de algo que llamaba a su alma impresionantemente. Dios se le hizo sentir para hacer de Merton otro Saulo. Se instruyó en el catolicismo y fue bautizado condicionalmente. Se trata, pues, de un gran converso. Ello dio origen a la odisea de su autobiografía: «The seben storey mountain». Fue evolucionando y decidió ingresar en la Cartuja que no existía ninguna en toda América. Por lo que se dirigió a la Trapa y fue admitido en la de Getsemaní, única abadía del Císter existente entonces en Estados Unidos.

Esto es a grandes rasgos los antecedentes de Merton hasta que llegó al sacerdocio como monje con el nombre monástico de Luis, por el que no es conocido. Fue nombrado profesor de teología y más tarde maestro de novicios. Realmente se había reproducido en él lo de Saulo de Tarso en san Pablo en algún grado. Con su autobiogra­fía, su fama se hizo universal y se veía agobiado por cartas y peti­ciones de escritos, pero no se dejó envolver y obtuvo de su abad permiso para vivir en una ermita del huerto del monasterio y llegó a ser nombrado abad.

Ello dio tanta celebridad a su Trapa de Getsemaní que se fue llenando de novicios hasta verse en la necesidad de fundar otras seis abadías norteamericanas. Todo este crecimiento originó un viraje de actividades en su vida monacal. Pero se mantenía en su amor al retiro y a un deseo de mayor soledad, su aprecio por las normas religiosas y hasta un cierto conservadurismo en la liturgia postcon­ciliar en la que prefería el uso del latín. El dice que anhelaba y envidiaba los desiertos catmelitanos.

Con tales disposiciones se entregó de lleno a la lectura y estudio de san Juan de la Cruz. Veamos unos datos antecedentes de su

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estima y veneración al Carmelo. Una de sus obras más importantes, si no es la más interesante, Ascenso a la verdad 3, la dedica «A Nuestra Señora del Monte Carmelo». Como presentación del libro en: «Algunas palabras al lector», dice que éste «comprenderá por qué lo he dedicado a Nuestra Señora del Monte Carmelo. En primer lugar tiene ello relación con la doctrina del teólogo carmelita san Juan de la Cruz» ... La dedicatoria de este libro es, pues, una especial expresión de gratitud y de fraternal afecto a esos carmelitas descal­zos con los que el autor está ligado por lazos de amistad ... y con tres calmelos en particular: Louisville, San Francisco y Nueva Yorle .. El hecho de que haga mención especial de ellos no significa que exclu­ya a los otros carmelitas, tanto regulares como terciarios, pues todos ellos están unidos con el autor en el mismo propósito de alcanzar la Divina Unión». Antes había dicho: «No hay miembro de la Iglesia que no deba algo a la Orden del Carmen, mas ha de haber muy pocos que adeuden tanto a los santos carmelitas y su reina como el autor. Ante todo, este libro ha sido esclito, por así decirlo, bajo su dirección y tutela. Los difíciles problemas de orden técnico y obs­táculos de diversa índole que habían dilatado su redacción por dos años, se desvanecieron súbitamente después de la fiesta de san Juan de la Cruz de 1951, cuando el autor, entre otras gracias, obtuvo una preciosa reliquia del gran místico de la Orden del Carmen. Desde entonces en adelante la navegación fue relativamente tranquila, de suerte que al autor le ha quedado la impresión de que sus manuscli­tos se terminaron y alcanzaron el estado de ser publicados de un modo totalmente inesperado».

Semejantes juicios tan estimativos de la Orden del Carmen y por un tan ilustre escritor y representante de la espiritualidad clistiana no recuerdo haber leído. Hay también un dato de plena actualidad, que es una muestra más de su gran aprecio de los santos del Carme­lo, no de los ya tradicionales grandes místicos, sino de la reciente doctora de la Iglesia y casi contemporánea por su solemne declara­ción de maestra espiritual, cuyo doctorado hay que pensar que lo

3 MERTON, Ascenso a la verdad. Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1954. Traducción del inglés. Para dar razón de la dedicatoria añade también: «Luego recordemos que bajo el título (entre otros) de Nuestra Señora del Monte Car­melo se venera a la Santísima Virgen como patrona de los contemplativos».

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admitiría sin duda Merton, y debe añadirse a los mayores elogios que de la santa de Lisieux han dicho tantas ilustres personalidades. Dice así:

«En el orden sobrenatural la gran gracia que he recibido ese mes de octubre ha sido descubrir que Teresa de Lisieux es una santa auténtica y no una pequeña beata muda para viejas sentimentales. No solamente es una santa, sino un gran santa, una de las más grandes santas, una santa extraordinaria» 4.

Es mucho más profundo aún el aprecio de Merton por el Carme­lo, debido a su admiración por los máximos místicos españoles. Son numerosos sus comentarios y citas de san Juan de la Cruz y, sin embargo, no se incluye a Merton en los repertorios bibliográficos sanjuanistas. Lo que se debe, sin duda, a desconocimiento de los libros mertonianos y a que en ninguno de sus libros hace referencia en el título al místico doctor. No obstante, se le consideraba en América como el gran especialista en temas sanjuanistas. El doctor J. L. Morales, profesor de la Universidad de San Juan, de Nueva York, dice a este respecto: «Fue en una visita que hice a la abadía de Getsemaní en Kentucki, en 1952, cuando conocí al P. Luis (Tho­mas Merton). Durante los años que han pasado hasta su muerte le visité muchas veces y tuve el privilegio de tener su guía y consejo por carta y personalmente, así como amplias aclaraciones sobre te­mas de san Juan de la Cruz y la teología mística» 5.

Cuando Merton intentó establecer una trapa en Alaska surgió íntima amistad con el célebre español jesuita, P. Llorente, el gran admirado misionero del país de los perpetuos hielos; en confiada conversación le dijo un día Merton que «para entender a san Juan de la Cruz estudiaría en el original cualquiera lengua en la que hubiera escrito el santo. San Juan de la Cruz había tocado los límites de lo que es la esencia del cristianismo puro» 6. En otro momento le asegu-

4 PENNINGTON, BASIL, Un retiro con Thomas Merton. Buenos Aires, 1994, p. 92.

5 J. L. MORALES, «El crucifijo de Thomas Mertoll», en Yermo, 1969, pp. 79-86.

6 LLORENTE, El P. Thomas Merton, en Misiones, Bilbao, 1969, febrero, pp. 9-11.

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ró que el «Cántico» del santo no se podía apreciar en ninguna traduc­ción. «Por eso había aprendido el español, para entender a los místi­cos españoles» 7. Tan profundamente entendió al príncipe de la mís­tica hispana (y universal), que son frecuentísimas las citas y los textos que aduce en sus libros con interpretaciones de san Juan de la Cruz.

No entra en mi propósito de estas páginas considerar las inter­pretaciones de Merton sobre la doctrina sanjuanista ni hacer un estudio comparativo entre ambos escritores. Un estudio doctrinal ya se publicó en esta revista por Angel L. Cilveti 8, aunque breve, sobre la influencia del doctor del Carmelo en Merton, y dice, al comenzar, que en la abundante bibliografía sobre Merton se advierte la falta de atención a esa influencia, siendo así que, según él: «El místico es­pañol constituye la inspiración medular de la obra del trapense nor­teamericano» 9. En estas pocas páginas quiero hacer patente la ver­dad de la advertencia de Cilveti, quien afirma que san Juan de la Cruz es el primero de los místicos que «mueven profundamente a Merton», más que san Gregorio de Nisa, Tauler y san Agustín» 10.

La obra, que dicen es la principal de Merton, se titula Ascenso a la verdad 'l. En ella asegura el sabio monje que la «claridad y lógica de este carmelita español, añadida a su inigualado conoci­miento experimental de las cosas de Dios, hacen de él, con mucho, el más grande y seguro de todos los teólogos místicos» 12.

Thomas Merton escribió incontables libros, folletos y artículos sobre la contemplación, la vida monástica, la espiritualidad. Los más conocidos son: «La montaña de los siete círculos», «Cuestiones discutidas», «Las aguas de Siloé», el ya mencionado «Ascenso a la verdad». Este último, quizá el más valioso, es en el que hace más comentarios y referencias a san Juan de la Cruz, viniendo a ser una guía espiritual en el camino ascendente que conduce a la suprema Verdad, meta final de toda filosofía, para lo cual estudia la perso­nalidad y enseñanzas del doctor carmelita, dando una cabal interpre-

7 A. CILVETI, a.c., 469-480. 8 CILVETI, ANGEL, "Thomas Merton y san Juan de la Cruz», en Rev. de

Espiritualidad, 1977, pp. 469-480. 9 Id., p. 469. 10 Id., p. 471, nota 15. 11 Véase nota 3. 12 Elogio aducido por CILVETI, p. 471, a.c.

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tación de su teología y misticismo. Ello explica que los tres volúme­nes de los libros del santo los tenía bien subrayados y con notas al margen, según lo afirma Basil Pennington 13. También estudia la vida sanjuanista, y así al fin del volumen entre ocho breves biogra­fías de grandes místicos, tiene las de santa Teresa y san Juan de la Cruz en sólo tres páginas, carentes de todo valor si no es lo que supone de estimación de los reconocidos sabios, cuyas vidas relata. El presentador del libro asegura que en sus páginas se encuentran auténticas fuentes de consuelo espiritual.

Veamos esquemáticamente cómo Merton demuestra, como dice, que la «Noche oscura de san Juan de la Cruz simboliza verdadera­mente la contemplación de Dios». En el cxtenso prólogo de «Ascen­so a la verdad», con el título «El misticismo en la vida del hombre», termina el primer apartado asegurando que «no es posible una Or­den sin santos» (p. 18). En el segundo apartado considera la prác­tica mística de la contemplación, dando el contenido del misticismo católico. Aquí es donde comienzan sus referencias a san Juan de la Cruz, diciendo al principio: «Me propongo estudiar este contenido tal como se expone en la obra del teólogo más seguro, del carmelita español del siglo XVI, san Juan de la Cruz» (p. 28).

Amplía su aserción con el siguiente párrafo que no resistimos a transcribirlo aquí:

«Este gran servidor de Dios, que junto con santa Teresa de A vila emprendió la reforma de la regla carmelitana y que enseñó a su época los caminos de la oración mística, viene a representar el punto culminante de la tradición mística cuyo comienzo suele atribuirse al seudo Dionisio Areopagita. San Juan de la Cruz es el representante más acabado de los maestros del oscuro conocimiento de Dios. San Juan de la Cruz completa la tradición, que en él culmina, de los más excelsos contemplativos de entre los padres griegos». Fundamenta su exaltación en los máximos elogios oficiales cuando el Papa Pío XI lo declaró Doctor de la Iglesia Universal. No duda en afir­mar que la doctrina de san Juan de la Cruz es tan clara, tan universal y tan sólida, que el Papa hubo de decir, sin ningún género de vaci­laciones, que el santo «señala a las almas en su claro análisis de la

13 O.c., p. 47.

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experiencia mística el camino de perfección como si estuviera ilu­minado por una luz proveniente de lo alto» 14.

El Pontífice agrega: «Aunque las obras de san Juan de la Cruz tratan de materias difíciles y recónditas, están sin embargo henchi­das de excelsa docttina espiritual y se adaptan tan bien al entendi­miento de aquéllos que las estudian, que con derecho bien puede considerárselas guía y manual del hombre que, teniendo fe, se pro­pone abrazar la vida de perfección» (Carta Apostólica). Merton comenta que el aumento de interés por su teología ... nos hacen es­perar con toda confianza que algún día san Juan de la Cruz asumirá con todo derecho su título de Doctor communis de la teología mís­tica católica. No se equivocó Merton en su previsión, pues así es en la actualidad, y continúa él mismo: «El Papa Pío XI concluye que en los tiempos presentes los teólogos pueden volverse hacia san Juan de la Cruz y verificar por sí mismos la grandeza de este maes­tro de la vida espiritual, tomando ejemplo de la límpida pureza de toda la enseñanza espiritual de sus doctrinas y escritos, que siempre tiene origen en el caudal del pensamiento cristiano y en el espíritu de la Iglesia». Todos estos elogios del Papa los aduce Merton para reafirmar la máxima autoridad que asegura tener el santo doctor en las materias místicas.

Todo el capítulo tercero de Ascenso a la verdad lo dedica Mer­ton a comentar la «Noche oscura de la subida del Monte Carmelo». Es la noche activa contenida en los 16 versillos: «Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada», etc. En las palabras todo y nada se resume todo el ascetismo del santo que para muchos constituyen un motivo de telTor su lectura .. Sin embargo, contienen su teología mística. Dios es el todo y fuera de El todo es nada. Sobre ello hace Merton sus acertadísimas elucubraciones. No rechaza el doctor del Cannelo las cosas, sino el querer tener la pasión, el placer

14 Pío XI, Carta Apostólica, 24 de agosto de 1926. Esta idea ha sido tam­bién expresada por otros. En una conferencia que oí a Allison Peers, dijo que en los libros de san Juan de la Cruz se podía pensar que tenían una asistencia del Espú'itu algo parecida a la Sagrada Escritura. Realmente, añado yo, es admirable que toda palabra de sus versos contenga tanta y tan sublime doctrina de cualquier modo que se la considere. ¿Tenía ya la doctrina que compendió en cada palabra sus místicas poesías? Inexplicable.

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de poseerlas, saberlas, gustarlas, lo que es una aplicación radical del Evangelio: «Si cada uno de vosotros no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío» (Lucas 14,33).

En el capítulo cuarto sobre el falso misticismo pone al descu­bierto el elTor a que puede inducir la teoría del santo doctor, que en aspectos superficiales parece tener alguna semejanza, pero no con su doctrina verdadera, que nada tiene que ver con el quietismo de Mo­linos (pp. 81-82) Y se ocupa en aclarar el concepto y veracidad o falsedad de los fenómenos de visiones, éxtasis, revelaciones según el místico doctor, reconocido como insuperable maestro en tales cuestiones.

El capítulo quinto se titula «Conocimiento e ignorancia en san Juan de la Cruz». Todo este largo capítulo, en dos apartados, intenta explicar la doctrina del santo, tomando por base las palabras de san Pablo: «Si alguno de entre vosotros piensa que es sabio en este mundo, venga a ser ignorante para llegar a ser sabio» (ICor 3,18). En el capítulo sexto, «Conceptos y contemplación», expone sus ideas tomando por principio que «El misticismo de san Juan de la Cruz se vincula fuertemente con el pensamiento de la doctrina escolástica de la analogía» (p. 107). El capítulo séptimo, «La crisis del oscuro conocimiento» .

La segunda y tercera parte en que se divide la obra viene a constituir un libro completo sanjuanista, aunque continúa la nume­ración de capítulos de la primera (pp. 135-343). La segunda parte lleva este título bien significativo: La razón y el misticismo en san Juan de la Cruz. Es todo un comentario de las enseñanzas del mís­tico doctor, empleando capítulos enteros en su estudio. Bastará con ver los títulos de algunos capítulos para darse una idea del tema que considera siempre con textos del santo. En el capítulo octavo dedica una página a reflexionar sobre santa Teresa, lo demás es todo sobre los tratados del santo doctor, su uso de la Biblia, su método en los distintos libros, su relación con la escolástica y cuanto dice en re­lación con la teología. Es digno de mencionar el elogio que hace de la Universidad de Salamanca como la más eminente de su tiempo en el mundo cuando estudió en ella san Juan de la Cruz.

Todos los once capítulos siguientes están dedicados al estudio amplio de la doctrina sanjuanista con títulos tan sugestivos como el

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catorce: «La inteligencia en la oración de quietud», donde afinna: «La opinión de san Juan de la Cruz, que ha sido reconocido como el más grande de los teólogos místicos católicos, constituye la guía de mayor autoridad para decidir» (p. 254), sobre el tema de la con­templación. El quince: «El espejo de plateadas aguas»; el dieciséis: «Una oscura nube ilumina la noche»; el diecisiete: «El conocimien­to amoroso de Dios»; el dieciocho: «Al monte y al collado», comen­tando todo este verso del santo poeta; y el último: «El gigante que se mueve en un sueño». El gigante es Jesuclisto actuando en el alma y Merton lo concentra en la canción XXXIX del Cántico:

«El aspirar del aire. El canto de la dulce filomena. El soto y su donaire. En la noche serena. Con llama que consume y no da pena».

Termina el capítulo y el libro con lo que llama su última cita, que es un párrafo sublime de la Llama de amor viva, en la que comenta el santo el verso: «¡Cuán manso y amoroso!» (Canción IV,7). En el párrafo anterior a esta cita hace Merton una aplicación a que «La Santísima Virgen fue el teólogo más sabio. Fue la Madre del Verbo quien a la vez es la teología de Dios y de los hombres ... Ella, la Virgen de la Soledad, se ocultó en las "cavernas de la pie­dra" de las que habla san Juan de la Cruz ... La misión de Nuestra Señora en el mundo es formar en las almas de los hombres a este Jesucristo que es suyo, a este gigante, llevarles su gracia que es la presencia de Jesucristo que da la vida» (p. 342).

Todas las páginas de la segunda y tercera parte son magníficas y deliciosas reflexiones sobre el misticismo y san Juan de la Cruz, que bien colocan a Merton entre los mejores comentaristas del santo doctor, aunque no esté incluido en los repertorios bibliográficos sanjuanistas.

Leyendo otros libros de Merton se hallan continuas referencias del santo del Carmelo. En La senda de la contemplación 15, aparte de

15 MERTON, La senda de la contemplación. Col. Patmos, Edit. Rialp, Ma­drid, 1955.

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muchas citas, hace los mayores elogios. Hablando de la contempla­ción, dice: «San Juan de la Cruz, uno de los más grandes y al mismo tiempo de los más seguros teólogos místicos que Dios ha dado a su Iglesia, explica cómo el alma ha de portarse para aceptar este don maravilloso y utilizarlo sin menoscabar la obra divina» (p. 112). Viene a ser lo dicho anteriormente sobre la opinión definitiva del santo acerca de los momentos de la oración. Más adelante afirma: «No debemos extrañamos de que no podamos vivir como san Juan de la Cruz. ¡Pero debemos, al menos, leerlo! Es uno de los poetas más grandes» (p. 139). Al final del libro hace esta preciosa consi­deración: «Puede ser voluntad de Dios -como lo fue con los pro­fetas del Antiguo Testamento y con san Juan de la Cruz- que un hombre sea a la vez místico y poeta, y que suba a los más altos grados de creación poética y oración mística sin contradicción entre ambos» (p. 160).

En Semillas de contemplación 16, como recapitulación de sus reflexiones e ideas de la vida interior, Merton aduce los escritos breves del santo, Cautelas y Avisos, y añade este principio: «Los que conocen la obra de san Juan de la Cruz verán que prácticamente todo lo que se dice aquÍ acerca de la oración contemplativa sigue las líneas marcadas por el carmelita español» (p. 15). Así que no vuel­ve a mencionar al santo en todo el libro a pesar de escribir sobre temas tan sanjuanistas como la fe, el desapego, la noche de los sentidos, el puro amor; porque todo el libro ha dicho que es la doctrina del santo que concluye con esta magistral afirmación: «Cualquiera de las máximas de san Juan de la Cruz es una mina inagotable de verdad espiritual para el lector que real, sincera y humildemente trate de renunciar a sí mismo y abandonarse por la fe a la misericordia de Dios», y más abajo añade: «La notable belleza de sus poemas muestra que su ascetismo, lejos de destruir su genio creador, lo liberó y transformó, dedicándoselo a Dios» (p. 198).

En Cuestiones discutidas 17, en la página 161, recuerda al santo con un párrafo sobre la desnudez y aniquilación para disponer el

16 MERTON, Semillas de contemplación. Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1953.

17 MERTON, Cuestiones discutidas. Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1962.

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alma a la unión con Cristo. Dedica las páginas 192-198 a exponer «La doctrina ascética de san Juan de la Cruz»; a lo que siguen nada menos que 36 páginas (199-235) bajo el título: «El primitivo ideal carmelita», donde habla como un maestro bien conocedor de los orígenes y espiritualidad primitiva de la Orden Carmelitana con su espíritu profético, e1iano y mariano. Extraña lo bien que conoce la historia antigua del Carmelo y de la moderna reforma teresiana­sanjuanista. Merton se fundamenta en las ideas de «La flecha ar­diente» (lgnea sagitta) del general de la Orden, Nicolás el Francés. Es el primer escrito espiritual carmelita y, según Merton, casi des­conocido en la propia Orden 18, escrito y fechado en febrero de 1270. Para el monje trapense, san Juan de la Cruz y santa Teresa represen­tan, tanto en sus vidas como en sus palabras, el más perfecto flore­cimiento del ideal del Carmelo, tal como fue concebido por Nicolás el Francés y glOlificado en La flecha ardiente: «En Teresa y Juan de la Cruz es donde hallamos los verdaderos sucesores del que había disparado aquella flecha original» (pp. 228-29). Aplicándola al Carmen Descalzo hace esta reflexión: «Entre Doria, feroz partidario de la observancia estricta, de la soledad y austeridad ante todo, y Gracián, arrebatado por sus volátiles entusiasmos, san Juan de la Cruz era el más silencioso, el más retraído, el solitario más genuino, el contemplativo más grande. Pero también, al mismo tiempo, era el apóstol más grande de los tres, el que producía el efecto más pro­fundo y seguro sobre las otras personas». «Cualquiera que fuese el sentido del apostolado de san Juan, él, de todos los santos carmeli­tas, es el que más se acerca al autor de La flecha ardiente en su sentido de la primacía de la contemplación» (pp. 228-230). Termina

18 En Ignea Sagitta, el que había sido general de la Orden, Nicolás el Francés, hace una defensa apologética de la vida eremítica carmelitana con gran ataque de la vida activa en las ciudades. El escrito latino, del que existen varias copias, fue publicado críticamente en Carmelus, revista de O. Carm. de Roma en 1962. Había sido antes publicado incompleto en francés por Fran,<ois de Sainte Marie, en su libro «Les plus vieux textes du Carmel», París, 1944. Hace unos años ha sido traducido al español y publicado en Sevilla en 1989 por Antonio Ruiz O. Carm., en plan crítico íntegramente; edición destinada solamente a los conventos del Carmen y no a la venta pública, porque es un canto a la soledad con enérgica diatriba despreciadora del Carmelo en su situa­ción actual de orden mendicante, por 10 cual ha permanecido inédito durante siglos. Ahora se mira a él como documento de los orígenes.

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con un apartado sobre los desiertos carmelitas con grande elogio y su necesidad actual 19.

Dejamos las consideraciones del escrito del P. Nicolás el Fran­cés, primero que se conoce del Carmelo, y también el libro de Mer­ton, «Cuestiones discutidas», pues creo haber recogido cuanto se refiere a san Juan de la Cruz. Queda por hacer mención brevísima de otro libro del sabio trapense: San Bernardo, el último de los Pa­dres 20. Comentando la enCÍclica «Doctor melifluus» del Papa Pío XII, dice: «La sabiduría es el rasgo dominante de san Bernardo. Ella brotó también en toda su frescura de esa llama de amor viva que transformó el alma de un san Juan de la Cruz o de una santa Teresa».

Concluimos estas sencillas notas sobre Merton con un pequeño dato, que aprecian los auténticos sabios como el monje de Getsema­ní. Dice Pennington 21 que Merton tenía en su ennita diez reliquias, entre ellas «estaban los dos grandes carmelitas: Teresa de A vila y Juan de la Cruz». Al final hace una breve reflexión del retiro: «Debemos estar dispuestos a experimentar nuestra nadidad, la nada de Juan de la Cruz, ser capaces de acceder a la experiencia del llamamiento de Dios que es el núcleo de nuestro ser, el ser más profundo» (p. 113). Antes he referido la gracia especial que sintió Merton al recibir una reliquia del santo doctor.

Me parece quedar patente la gran influencia de san Juan de la Cruz en Thomas Merton, sobre todo en su obra mayor «Ascenso a la verdad». Por tanto, le conesponde al célebre monje norteameri­cano del Císter de la estrecha observancia, el calificativo de eminen­te discípulo y comentarista de san Juan de la Cruz y buen conocedor y admirador de la Orden del Carmen.

19 MERToN, Cuestiones discutidas, a.c., p. 235. En elogio de los desiertos, dice: «Serían muy convenientes se fundasen a su estilo en otras partes y en esta época por las órdenes y congregaciones con algún apostolado exterior. Es una de las cosas que necesitamos y deberíamos tratar de establecer». Se comprende que un trapense, con todos sus actos en común, eche de menos la soledad individual de su celda o ermita, como se estila en los desiertos del Carmelo Teresiano. Deseaba Merton que hubiera alguno carmelitano en su país. Ya lo hay desde hace unos años en Hinton (West Virginia).

20 MERTON, San Bernardo, el último de los padres. Col. Patmos, Edit. Rialp, Madrid, 1956, p. 115.

2! PENNINGTON, véase nota 4.