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SS PP Joannes Paulus II
SALVIFICI DOLORIS
El valor salvífico del sufrimiento
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ÍNDICE
I. INTRODUCCIÓN
II. EL MUNDO DEL SUFRIMIENTO HUMANO
III. A LA BÚSQUEDA DE UNA RESPUESTA A LA PREGUNTA SOBRE EL
SENTIDO DEL SUFRIMIENTO
IV. JESUCRISTO: EL. SUFRIMIENTO, VENCIDO POR EL AMOR
V. PARTÍCIPES DE LOS SUFRIMIENTOS DE CRISTO
VI. EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
VII. EL BUEN SAMARITANO
VIII. CONCLUSIÓN
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I. INTRODUCCIÓN
1. 'SUPLO en mi carne -dice el apóstol Pablo, indicando el valor salvífico del sufrimiento- lo
que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia' [Col 1, 24]. Estas palabras
parecen encontrarse al final del largo camino por el que discurre el sufrimiento presente en la histo-
ria del hombre e iluminado por la palabra de Dios. Ellas tienen el valor casi de un descubrimiento
definitivo que va acompañado de alegría; por ello el Apóstol escribe: 'Ahora me alegro de mis pa-
decimientos por vosotros' [Ibid.]. La alegría deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento;
tal descubrimiento, aunque participa en él de modo personalísimo Pablo de Tarso, que escribe estas
palabras, es a la vez válido para los demás. El Apóstol comunica el propio descubrimiento y goza
por todos aquellos a quienes puede ayudar -como le ayudó a él mismo- a penetrar en el sentido sal-
vífico del sufrimiento.
2. El tema del sufrimiento -precisamente bajo el aspecto de este sentido salvífico- parece es-
tar profundamente inserto en el contexto del Año de la Redención como Jubileo extraordinario de la
Iglesia; también esta circunstancia depone directamente en favor de la atención que debe prestarse a
ello precisamente durante este período. Con independencia de este hecho, es un tema univer-
sal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía. En cierto sentido coexiste con él en
el mundo y por ello hay que volver sobre él constantemente. Aunque san Pablo ha escrito en la car-
ta a los Romanos que 'la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto' [Rom 8, 22];
aunque el hombre conoce bien y tiene presentes los sufrimientos del mundo animal, sin embargo, lo
que expresamos con la palabra 'sufrimiento' parece ser particularmente esencial a la naturaleza del
hombre. Ello es tan profundo como el hombre, precisamente porque manifiesta a su manera la pro-
fundidad propia del hombre y de algún modo la supera. El sufrimiento parece pertenecer a la tras-
cendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido 'destinado'
a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo.
3. Si el tema del sufrimiento debe ser afrontado de manera particular en el contexto del Año
de la Redención, esto sucede ante todo porque la redención se ha realizado mediante la cruz de
Cristo, o sea mediante su sufrimiento. Y al mismo tiempo, en el Año de la Redención pensamos de
nuevo en la verdad expresada en la Encíclica Redemptor hominis: en Cristo 'cada hombre se con-
vierte en camino de la Iglesia' [Cfr. nn. 14, 18, 21, 22]. Se puede decir que el hombre se convierte
de modo particular en camino de la Iglesia cuando en su vida entra el sufrimiento. Esto sucede,
como es sabido, en diversos momentos de la vida; se realiza de maneras diferentes; asume dimen-
siones diversas; sin embargo, de una forma o de otra, el sufrimiento parece ser, y lo es, casi insepa-
rable de la existencia terrena del hombre.
Dado pues que el hombre, a través de su vida terrena, camina en un modo o en otro por el
camino del sufrimiento, la Iglesia debería -en todo tiempo, y quizá especialmente en el Año de la
Redención- encontrarse con el hombre precisamente en este camino. La Iglesia, que nace del miste-
rio de la redención en la cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo
particular en el camino de su sufrimiento. En tal encuentro el hombre 'se convierte en el camino de
la Iglesia', y es éste uno de los caminos más importantes.4. De aquí deriva también esta reflexión,
precisamente en el Año de la Redención: la reflexión sobre el sufrimiento. El sufrimiento humano
suscita compasión, suscita también respeto y a su manera atemoriza. En efecto, en él está contenida
la grandeza de un misterio específico. Este particular respeto por todo sufrimiento humano debe ser
puesto al principio de cuanto será expuesto a continuación desde la más profunda necesidad del
corazón, y también desde el profundo imperativo de la fe. En el tema del sufrimiento, estos dos
motivos parecen acercarse particularmente y unirse entre sí: la necesidad del corazón nos manda
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vencer la timidez, y el imperativo de la fe -formulado, por ejemplo, en las palabras de san Pablo
recordadas al principio- brinda el contenido, en nombre y en virtud del cual osamos tocar lo que
parece en todo hombre algo tan intangible; porque el hombre, en su sufrimiento, es un misterio in-
tangible.
II. EL MUNDO DEL SUFRIMIENTO HUMANO
5. Aunque en su dimensión subjetiva, como hecho personal, encerrado en el concreto e irre-
petible interior del hombre, el sufrimiento parece casi inefable e intransferible, quizá al mismo
tiempo ninguna otra cosa exige -en su 'realidad objetiva'- ser tratada, meditada, concebida en la
forma de un explícito problema; y exige que en torno a él se hagan preguntas de fondo y se busquen
respuestas. Como se ve, no se trata aquí solamente de dar una descripción del sufrimiento. Hay
otros criterios, que van más allá de la esfera de la descripción y que hemos de tener en cuenta
cuando queremos penetrar en el mundo del sufrimiento humano. Puede ser que la medicina, en
cuanto ciencia y a la vez arte de curar. descubra en el vasto terreno del sufrimiento del hombre el
sector más conocido, el identificado con mayor precisión y relativamente más compensado por los
métodos del 'reaccionar' (es decir, de la terapéutica) sin embargo, éste es sólo un sector. El terreno
del sufrimiento humano es mucho más vasto, mucho más variado y pluridimensional. El
hombre sufre de modos diversos, no siempre considerados por la medicina, ni siquiera en sus más
avanzadas ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más com-
plejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este
problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción
toma como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiri-
tual como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como sinónimos,
hasta un cierto punto, las palabras 'sufrimiento' y 'dolor', el sufrimiento físico se da cuando de
cualquier manera 'duele el cuerpo', mientras que el sufrimiento moral es 'dolor del alma'. Se trata,
en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión 'psíquica' del dolor que acompaña
tanto el sufrimiento moral como el físico. La extensión y la multiformidad del sufrimiento moral no
son ciertamente menores que las del físico; pero a la vez aquél aparece como menos identificado y
menos alcanzable por la terapéutica.
6. La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento. De los libros del Antiguo Tes-
tamento mencionaremos sólo algunos ejemplos de situaciones que llevan el signo del sufrimiento,
ante todo moral: el peligro de muerte [Como lo probó Ezequías (Cfr. Is 38,1 3).], la muerte de los
propios hijos [Como temía Agar (Cfr. Gen 15-16), como imaginaba Jacob (Cfr. Gen 37, 33-35),
como experimentó David (Cfr. 2 Sm 19, 1).], y especialmente la muerte del hijo primogénito y
único [Como temía Ana, la madre de Tobías (Cfr. Tob 10,1-7; Cfr. también Jer 6, 26; .Am 8, 10;
Zac 12, 10).]. También la falta de prole [Tal fue la prueba de Abrahán (Cfr. Gen 15, 2), de Raquel
(Cfr. Gen 30, 1), o de Ana, la madre de Samuel (Cfr. 1 Sm 1, 6-10).], la nostalgia de la patria [Co-
mo el lamento de los exiliados en Babilonia (Cfr. Sal 137)], la persecución y hostilidad del am-
biente [Sufridas, por ejemplo, por el salmista (Cfr. Sal 22, 17-21) o por Jeremías (Cfr. Jer 18,18).],
el escarnio y la irrisión hacia quien sufre [Esta fue la prueba de Job (Cfr. Job 19, 18; 30, 1-9), de
algunos salmistas (Cfr. Sal 22, 7-9; 42, 11; 441, 16-17), de Jeremías (Cfr. Jer 20, 7) del Siervo Do-
liente (Cfr. Is 53, 3).], la soledad y el abandono [Por lo que hubieron de sufrir también ciertos sal-
mistas (Cfr. Sal 22, 2-3; 31, 13; 38, 12; 88, 9 ; 19), Jeremías (Cfr. Jer 15, 17) o el Siervo doliente
(Cfr. Is 53, 3).]. Y otros más, como el remordimiento de conciencia [Del salmista (Cfr. Sal 51, 5),
de los testigos de los sufrimientos del Siervo (Cfr. Is 53, 3-6), del profeta Zacarías (Cfr. Zac
12,10).], la dificultad en comprender por qué los malos prosperan y los justos sufren [Esto lo sen-
tían vivamente el salmista (Cfr. Sal 73, 3-14) y el Qohelet (Cfr. Qo 4, 1-3).], la infidelidad e ingra-
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titud por parte de amigos y vecinos [Este fue el sufrimiento de Job (Cfr. Job 19, 19), de ciertos sal-
mistas (Cfr. Sal 41, 10, 55, 13-15), de Jeremías (Cfr. Jer 20, 10); mientras que en el libro del Ecle-
siástico se medita sobre tal miseria (Cfr. Sir 37, 1-6).], las desventuras de la propia nación [Además
de los numerosos pasajes del libro de las Lamentaciones Cfr. los lamentos de los salmistas (Cfr. Sal
44, 10-17; 77, 3-11; 79, 11; 89, 51), o de los profetas (Cfr. Is 22, 4; Jer 4, 8; 13,17; 14, 17-18; Ez 9,
8; 21, 11-12); Cfr. también las plegarias de Azarías (Cfr. Dan 3, 31-40) de Daniel (Cfr. Dan 9,
16-19).].
El Antiguo Testamento, tratando al hombre como un 'conjunto' psicofísico, une con frecuen-
cia los sufrimientos 'morales' con el dolor de determinadas partes del organismo: de los huesos [Por
ej. Is 38, 13; Jer 23, 9; Sal 31, 10-11; 42, 10-11], de los riñones [Por ej. Sal 73, 21; Job 16, 13; Lam
3, 13], del hígado [Por ej. Lam 2, 11], de las vísceras [Por ej. Is 16, 11; Jer 4, 19; Job 30, 27; Lam
1, 20.], del corazón [Por ej. 1 Sm 1, 8; Jer 4, 19; 8, 18; Lam 1, 20-22; Sal 38, 9.11]. En efecto, no se
puede negar que los sufrimientos morales tienen también una parte 'física' o somática, y que con
frecuencia se reflejan en el estado general del organismo.
7. Como se ve a través de los ejemplos aducidos, en la Sagrada Escritura encontramos un
vasto elenco de situaciones dolorosas para el hombre por diversos motivos. Este elenco diversifi-
cado no agota, ciertamente, todo lo que sobre el sufrimiento ha dicho ya y repite constantemente el
libro de la historia del hombre (éste es más bien un 'libro no escrito'), y más todavía el libro de la
historia de la humanidad, leído a través de la historia de cada hombre.
Se puede decir que el hombre sufre cuando experimenta cualquier mal. En el vocabulario del
Antiguo Testamento, la relación entre sufrimiento y mal se pone en evidencia como identidad.
Aquel vocabulario, en efecto, no poseía una palabra específica para indicar el 'sufrimiento'; por ello
definía como 'mal' todo aquello que era sufrimiento [A este propósito es oportuno recordar que la
raíz hebrea "r'' designa globalmente lo que es mal, en contraposición a lo que es bien (tob), sin dis-
tinguir entre sentido físico, psíquico y ético. Aquella se encuentra en la forma sustantiva ra' y ra'a,
que indica indiferentemente el m al en sí mismo, la acción mala o aquel que la realiza. En formas
verbales, además de la forma simple (qal), que designa de manera variada 'el ser mal', se encuentra
la forma reflexiva-pasiva (niphal), 'sufrir el mal', 'ser afectado por el mal', y la forma causativa
(hiphil), 'hacer el mal', 'infligir el mal' a alguno.
Dado que falta en el hebreo una verdadera correspondencia con el griego pascw= 'sufro',
también este verbo se halla raramente en la versión de los Setenta.]. Solamente la lengua griega, y
con ella el Nuevo Testamento (y las versiones griegas del Antiguo), se sirven del verbo 'pascw =
estoy afectado por , experimento una sensación, sufro', y gracias a él el sufrimiento no es directa-
mente identificable con el mal (objetivo), sino que expresa una situación en la que el hombre prue-
ba el mal, y probándolo se hace sujeto de sufrimiento. Este, en verdad, tiene a la vez carácter activo
y pasivo (de 'patior'). Incluso cuando el hombre se procura por sí mismo un sufrimiento, cuando es
el autor del mismo, ese sufrimiento queda como algo pasivo en su esencia metafísica.
Sin embargo, esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado
por una 'actividad' especifica. Esta es, efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente diferencia-
da 'actividad' de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de desesperación, según la
intensidad del sufrimiento, de su profundidad o indirectamente según toda la estructura del sujeto
que sufre y de su específica sensibilidad. Dentro de lo que constituye la forma psicológica del su-
frimiento, se halla siempre una experiencia de mal, a causa del cual el hombre sufre.
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Así pues, la realidad del sufrimiento pone una pregunta sobre la esencia del mal: ¿qué es el
mal? Esta pregunta parece inseparable, en cierto sentido, del tema del sufrimiento. La respuesta
cristiana a esa pregunta es distinta de la que dan algunas tradiciones culturales y religiosas, que
creen que la existencia es un mal del cual hay que liberarse. El cristianismo proclama el esencial
bien de la existencia y el bien de lo que existe, profesa la bondad del Creador y proclama el bien de
las criaturas. El hombre sufre a causa del mal, que es una cierta falta, limitación o distorsión del
bien. Se podría decir que el hombre sufre a causa de un bien del que él no participa, del cual es en
cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado. Sufre en particular cuando 'debería' tener
parte -en circunstancias normales- en este bien y no lo tiene. Así pues, en el concepto cristiano la
realidad del sufrimiento se explica por medio del mal que está siempre referido, de algún modo, a
un bien.
8. El sufrimiento humano constituye en sí mismo casi un específico 'mundo' que existe junto
con el hombre, que aparece en él y pasa, o a veces no pasa, pero se consolida y se profundiza en él.
Este mundo del sufrimiento, dividido en muchos y muy numerosos sujetos, existe casi en la disper-
sión. Cada hombre, mediante su sufrimiento personal, constituye no sólo una pequeña parte de ese
'mundo', sino que a la vez aquel 'mundo' está en él como una entidad finita e irrepetible. Unida a
ello está, sin embargo, la dimensión interpersonal y social. El mundo del sufrimiento posee como
una cierta compactibilidad propia. Los hombres que sufren se hacen semejantes entre sí a través de
la analogía de la situación, la prueba del destino o mediante la necesidad de comprensión y aten-
ciones; quizá sobre todo mediante la persistente pregunta acerca del sentido de tal situación.
Por ello, aunque el mundo del sufrimiento exista en la dispersión, al mismo tiempo contiene
en sí un singular desafío a la comunión y la solidaridad. Trataremos de seguir también esa llamada
en estas reflexiones. Pensando en el mundo del sufrimiento en su sentido personal y a la vez colec-
tivo, no es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo, en algunos períodos de tiempo y en.
algunos espacios de la existencia humana, parece que se hace particularmente denso. Esto sucede,
por ejemplo, en casos de calamidades naturales, de epidemias, de catástrofes y cataclismos o de
diversos flagelos sociales. Pensemos, por ejemplo, en el caso de una mala cosecha y, como conse-
cuencia del mismo -o de otras diversas causas-, en el drama del hambre.
Pensemos, finalmente, en la guerra. Hablo de ella de modo especial. Hablo de las dos últimas
guerras mundiales, de las que la segunda ha traído consigo un cúmulo todavía mayor de muerte y
un pesado acervo de sufrimientos humanos. A su vez, la segunda mitad de nuestro siglo -como en
proporción con los errores y transgresiones de nuestra civilización contemporánea- lleva en sí una
amenaza tan horrible de guerra nuclear, que no podemos pensar en este período sino en términos de
un incomparable acumularse de sufrimientos, hasta llegar a la posible autodestrucción de la huma-
nidad. De esta manera ese mundo de sufrimiento, que, en definitiva, tiene su sujeto en cada hombre,
parece transformarse en nuestra época -quizá más que en cualquier otro momento- en un particular
'sufrimiento del mundo'; del mundo que ha sido transformado, como nunca antes, por el progreso
realizado por el hombre y que, a la vez, está en peligro más que nunca a causa de los errores y cul-
pas del hombre.
III. A LA BUSQUEDA DE UNA RESPUESTA A LA PREGUNTA SOBRE EL SENTIDO DEL
SUFRIMIENTO
9. Dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre, y también en lo profundo del
mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta: ¿por qué? Es una pregunta acerca de
la causa, la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido.
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Esta no sólo acompaña al sufrimiento humano, sino que parece determinar incluso el contenido
humano, eso por lo que el sufrimiento es propiamente sufrimiento humano.
Obviamente, el dolor, sobre todo el físico, está ampliamente difundido en el mundo de los
animales. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué; y sufre de
manera humanamente aún más profunda si no encuentra una respuesta satisfactoria. Esta es una
pregunta difícil, como lo es otra muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por
qué el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos
en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento.
Ambas preguntas son difíciles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hom-
bres, como también cuando el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta
al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Crea-
dor y Señor del mundo.
Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y
conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación
misma de Dios. En efecto, si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la
existencia de Dios, a su sabiduría, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento parecen ofuscar
esta imagen, a veces de modo radical, tanto más en el drama diario de tantos sufrimientos sin culpa
y de tantas culpas sin una adecuada pena. Por ello, esta circunstancia -tal vez más aún que cualquier
otra- indica cuán importante es la pregunta sobre el sentido del sufrimiento y con qué agudeza es
preciso tratar tanto la pregunta misma como las posibles respuestas a dar.
10. El hombre puede dirigir tal pregunta a Dios con toda la conmoción de su corazón y con la
mente llena de asombro y de inquietud; Dios espera la pregunta y la escucha, como podemos ver en
la Revelación del Antiguo Testamento. En el libro de Job la pregunta ha encontrado su expresión
más viva.
Es conocida la historia de este hombre justo, que sin ninguna culpa propia es probado por
innumerables sufrimientos. Pierde sus bienes, los hijos e hijas, y, finalmente, él mismo padece una
grave enfermedad. En esta horrible situación se presentan en su casa tres viejos amigos, los cuales
-cada uno con palabras distintas- tratan de convencerlo de que, habiendo sido afectado por tantos y
tan terribles sufrimientos, debe haber cometido alguna culpa grave. En efecto, el sufrimiento
-dicen- se abate siempre sobre el hombre como pena por el reato; es mandado por Dios, que es
absolutamente justo y encuentra la propia motivación en la justicia. Se diría que los viejos amigos
de Job quieren no sólo convencerlo de la justificación moral del mal, sino que, en cierto sentido,
tratan de defender el sentido moral del sufrimiento ante sí mismos. El sufrimiento, para ellos, puede
tener sentido exclusivamente como pena por el pecado y, por tanto, sólo en el campo de la justicia
de Dios, que paga bien con bien y mal con mal.
Su punto de referencia en este caso es la doctrina expresada en otros libros del Antiguo Tes-
tamento, que nos muestran el sufrimiento como pena infligida por Dios a causa del pecado de los
hombres. El Dios de la Revelación es Legislador y Juez en una medida tal que ninguna autoridad
temporal puede hacerlo. El Dios de la Revelación, en efecto, es ante todo el Creador, de quien, unto
con la existencia, proviene el bien esencial de la creación. Por tanto, también la violación conscien-
te y libre de este bien por parte del hombre es no sólo una transgresión de la ley, sino, a la vez, una
ofensa al Creador, que es el Primer Legislador. Tal transgresión tiene carácter de pecado, según el
sentido exacto, es decir, bíblico y teológico de esta palabra. Al mal moral del pecado corresponde
el castigo, que garantiza el orden moral en el mismo sentido trascendente, en el que este orden es
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establecido por la voluntad del Creador y Supremo Legislador. De ahí deriva también una de las
verdades fundamentales de la fe religiosa, basada asimismo en la Revelación: o sea, que Dios es un
juez justo, que premia el bien y castiga el mal: '(Señor) eres justo en cuanto has hecho con nosotros,
y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Y has juzgado con
justicia en todos tus juicios, en todo lo que has traído sobre nosotros con juicio justo has traído to-
dos estos males a causa de nuestros pecados'[Dan 3, 27 ss.; cfr. Sal 19, 10 36, 7; 48, 12; 51, 6; 99,
4; 119, 75; Mal 3, 16-21; Mt 20, 16; Mc 10, 31; Lc 17, 34; Jn 5, 30; Rom 2, 2].
En la opinión manifestada por los amigos de Job se expresa una convicción que se encuentra
también en la conciencia moral de la humanidad: el orden moral objetivo requiere una pena por la
transgresión, por el pecado y por el reato. El sufrimiento aparece, bajo este punto de vista, como un
'mal justificado'. La convicción de quienes explican el sufrimiento como castigo del pecado halla su
apoyo en el orden de la justicia, y corresponde con la opinión expresada por uno de los amigos de
Job: 'Por lo que siempre vi, los que aran la iniquidad y siembran la desventura la cosechan'[Job 4,
8.].
11. Job, sin embargo, contesta la verdad del principio que identifica el sufrimiento con el cas-
tigo del pecado, y lo hace en base a su propia experiencia. En efecto, él es consciente de no haber
merecido tal castigo; más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al final Dios
mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es culpable. El su-
yo es el sufrimiento de un inocente; debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede
comprender a fondo con su inteligencia. El libro de Job no desvirtúa las bases del orden moral
trascendente, fundado en la justicia, como las propone toda la Revelación en la Antigua y en la
Nueva Alianza. Pero, a la vez, el libro demuestra con toda claridad que los principios de este orden
no se pueden aplicar de manera exclusiva y superficial. si es verdad que el sufrimiento tiene un
sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufri-
miento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una
prueba elocuente en el Antiguo Testamento.
La Revelación, palabra de Dios mismo, pone con toda claridad el problema del sufrimiento
del hombre inocente: el sufrimiento sin culpa. Job no ha sido castigado, no había razón para infli-
girle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima. En la introducción del libro apa-
rece que Dios permitió esta prueba por provocación de Satanás. Este, en efecto, puso en duda ante
el Señor la justicia de Job: '¿Acaso teme Job a Dios en balde? Has bendecido el trabajo de sus ma-
nos, y sus ganados se esparcen por el país. Pero extiende tu mano y tócalo en lo suyo; (veremos) si
no te maldice en tu rostro'[Job 1, 9-11.]. Si el Señor consiente en probar a Job con el sufri-
miento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba.
El libro de Job no es la última palabra de la Revelación sobre este tema. En cierto modo es un
anuncio de la pasión de Cristo. Pero ya en sí mismo es un argumento suficiente para que la res-
puesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento no esté unida sin reservas al orden moral, ba-
sado sólo en la justicia. si tal respuesta tiene una fundamental y trascendente razón y validez, a la
vez se presenta no sólo como insatisfactoria en casos semejantes al del sufrimiento del justo Job,
sino que más bien parece rebajar y empobrecer el concepto de justicia que encontramos en la
Revelación.
12. El libro de Job pone de modo perspicaz el 'porqué' del sufrimiento; muestra también que
éste alcanza al inocente, pero no da todavía la solución al problema. Ya en el Antiguo Testamento
notamos una orientación que tiende a superar el concepto según el cual el sufrimiento tiene
sentido únicamente como castigo por el pecado, en cuanto se subraya a la vez el valor educativo de
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la pena sufrimiento. Así pues, en los sufrimientos infligidos por Dios al Pueblo elegido está pre-
sente una invitación de su misericordia, la cual corrige para llevar a la conversión: 'Los castigos no
vienen para la destrucción, sino para la corrección de nuestro pueblo' [2 Mac 6, 12].
Así se afirma la dimensión personal de la pena. Según esta dimensión, la pena tiene sentido
no sólo porque sirve para pagar el mismo mal objetivo de la transgresión con otro mal, sino ante
todo porque crea la posibilidad de reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre. Este es un as-
pecto importantísimo del sufrimiento. Está arraigado profundamente en toda la Revelación
de la Antigua y, sobre todo, de la Nueva Alianza. El sufrimiento debe servir para la conversión, es
decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina
en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas
formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con
los demás y, sobre todo, con Dios.
13. Pero para poder percibir la verdadera respuesta al 'porqué' del sufrimiento tenemos que
volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existen-
te. El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es siempre un miste-
rio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Cristo nos hace
entrar en el misterio y nos hace descubrir el 'porqué' del sufrimiento en cuanto somos capaces de
comprender la sublimación del amor divino. Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, si-
guiendo la Palabra revelada de Dios, hay que abrirse ampliamente al sujeto humano en sus múlti-
ples potencialidades; sobre todo, hay que acoger la luz de la Revelación, no sólo en cuanto expresa
el orden trascendente de la justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente
definitiva de todo lo que existe. El Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pre-
gunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de
Jesucristo.
IV. JESUCRISTO: El. SUFRIMIENTO, VENCIDO POR EL AMOR
14. 'Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea
en El no perezca, sino que tenga la vida eterna'[Jn 3, 16.]. Estas palabras, pronunciadas por Cristo
en el coloquio con Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas
manifiestan también la esencia misma de la sotereología cristiana, es decir, de la teología de la sal-
vación.
Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del
sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al 'mundo' para librar al
hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento.
Contemporáneamente, la misma palabra 'da' ('dio') indica que esta liberación debe ser reali-
zada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el amor, el amor
infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso 'da' a su Hijo. Este es el amor ha-
cia el hombre, el amor por el 'mundo': el amor salvífico.
Nos encontramos aquí -hay que darse cuenta claramente en nuestra reflexión común sobre
este problema- ante una dimensión completamente nueva de nuestro tema. Es una dimensión di-
versa de la que determinaba y en cierto sentido encerraba la búsqueda del significado del sufri-
miento dentro de los límites de la justicia. Esta es la dimensión de la redención, a la que en el An-
tiguo Testamento ya parecían ser un preludio las palabras del justo Job, al menos según la Vulgata:
'Porque yo sé que mi Redentor vive, y al fin yo veré a Dios'[Job 19, 25-26.].
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Mientras hasta ahora nuestra consideración se ha concentrado ante todo, y en cierto modo
exclusivamente, en el sufrimiento en su múltiple dimensión temporal (como sucedía igualmente
con los sufrimientos del justo Job), las palabras antes citadas del coloquio de Jesús con Nicodemo
se refieren al sufrimiento en su sentido fundamental y definitivo. Dios da su Hijo unigénito para
que el hombre 'no muera'; y el significado del 'no muera' está precisado claramente en las palabras
que siguen: 'sino que tenga la vida eterna'. El hombre 'muere' cuando pierde 'la vida eterna'. Lo
contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino
el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. El
Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal defini-
tivo y del sufrimiento definitivo. En su misión salvífica El debe, por tanto, tocar el mal en sus mis-
mas raíces trascendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del hombre. Estas raíces
trascendentales del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en
la base de la pérdida de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y
la muerte. El vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su resurrec-
ción.
15. Cuando se dice que Cristo con su misión toca el mal en sus mismas raíces, nosotros pen-
samos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo, escatológico (para que el hombre 'no muera,
sino que tenga la vida eterna'), sino también -al menos indirectamente- en el mal y el sufrimiento en
su dimensión temporal e histórica. El mal, en efecto, está vinculado al pecado y a la muerte. Y
aunque se debe juzgar con gran cautela el sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados
concretos (esto indica precisamente el ejemplo del justo Job), sin embargo, éste no puede
separarse del pecado de origen, de lo que en san Juan se llama 'el pecado del mundo'[Jn 1, 29], del
trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de los procesos sociales en la historia del hom-
bre. Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido de la dependencia directa (como hacían los
tres amigos de Job), sin embargo, no se puede ni siquiera renunciar al criterio de que, en la base de
los sufrimientos humanos, hay una implicación múltiple con el pecado.
De modo parecido sucede cuando se trata de la muerte. Esta muchas veces es esperada inclu-
so como una liberación de los sufrimientos de esta vida. Al mismo tiempo, no es posible dejar de
reconocer que ella constituye casi una síntesis definitiva de la acción destructora tanto en el orga-
nismo corpóreo como en la psique. Pero ante todo la muerte comporta la disociación de toda la
personalidad psicofísica del hombre. El alma sobrevive y subsiste separada del cuerpo, mientras el
cuerpo es sometido a una gradual descomposición, según las palabras del Señor Dios pronunciadas
después del pecado cometido por el hombre al comienzo de su historia terrena: 'Polvo eres, y al
polvo volverás' [Gen 3, 19]. Aunque la muerte no es, pues, un sufrimiento en el sentido temporal de
la palabra, aunque en un cierto modo se encuentra más allá de todos los sufrimientos, el mal que el
ser humano experimenta contemporáneamente con ella tiene un carácter definitivo y totalizante.
Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al hombre del pecado y de la muerte. Ante todo, El
borra de la historia del hombre el dominio del pecado, que se ha radicado bajo la influencia del es-
píritu maligno, partiendo del pecado original, y da luego al hombre la posibilidad de vivir en la gra-
cia santificante. En línea con la victoria sobre el pecado, El quita también el dominio de la muerte,
abriendo con su resurrección el camino a la futura resurrección de los cuerpos. Una y otra son con-
diciones esenciales de la 'vida eterna', es decir, de la felicidad definitiva del hombre en unión con
Dios; esto quiere decir, para los salvados, que en la perspectiva escatológica el sufrimiento es to-
talmente cancelado.
Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la esperan-
za de la vida y de la santidad eternas. Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida
11
por Cristo con su cruz y resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana, ni
libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana, sin embargo, sobre toda
esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta victoria proyecta una luz nueva, que es la luz de la
salvación. Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva. En el centro de esta luz se encuen-
tra la verdad propuesta en el coloquio con Nicodemo: 'Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio
su unigénito Hijo'[Jn 3, 16.].
Esta verdad cambia radicalmente el cuadro de la historia del hombre y su situación terrena. A
pesar del pecado que se ha enraizado en esta historia como herencia original, como 'pecado del
mundo' y como suma de los pecados personales, Dios Padre ha amado a su Hijo unigénito, es decir,
lo ama de manera duradera; y luego, precisamente por este amor que supera todo, El 'entrega' este
Hijo, a fin de que toque las raíces mismas del mal humano y así se aproxime de manera salvífica al
mundo entero del sufrimiento, del que el hombre es partícipe.
16. En su actividad mesiánica en medio de Israel, Cristo se acercó incesantemente al mundo
del sufrimiento humano. 'Pasó haciendo bien'[He 10, 38.], y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a
los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimen-
taba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio
y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo
sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al mismo tiempo instruía, poniendo en
el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres probados por
diversos sufrimientos en su vida temporal.
Estos son los 'pobres de espíritu', 'los que lloran', 'los que tienen hambre y sed de justicia', 'los
que padecen persecución por la justicia', cuando los insultan, los persiguen y, con mentira, dicen
contra ellos todo género de mal por Cristo 33 [Cfr. Mt 5, 3-11]Así según Mateo. Lucas menciona
explícitamente a los que ahora padecen hambre [Cfr. Lc 6, 21. ].
De todos modos Cristo se acercó, sobre todo, al mundo del sufrimiento humano por el hecho
de haber asumido este sufrimiento en sí mismo. Durante su actividad pública probó no sólo la fati-
ga, la falta de una casa, la incomprensión incluso por parte de los más cercanos; pero, sobre todo,
fue rodeado cada vez más herméticamente por un círculo de hostilidad y se hicieron cada vez
más palpables los preparativos para quitarlo de entre los vivos. Cristo era consciente de esto y mu-
chas veces hablaba a sus discípulos de los sufrimientos y de la muerte que le esperaban: 'Subimos a
Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que
lo condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de El y le escupirán, y le azota-
rán y le darán muerte, pero a los tres días resucitará' [Mc 10,33-34]. Cristo va hacia su pasión y
muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo. Precisamente por me-
dio de este sufrimiento suyo hace posible 'que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna'.
Precisamente por medio de su cruz debe tocar las raíces del mal, plantadas en la historia del hombre
y en las almas humanas. Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la obra de la salvación.
Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un carácter redentor.
Por eso Cristo reprende severamente a Pedro cuando quiere hacerle abandonar los pensa-
mientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz [Cfr. Mt 16, 23]. Y cuando el mismo Pedro,
durante la captura en Getsemaní, intenta defenderlo con la espada, Cristo le dice: 'Vuelve tu espada
a su lugar ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras, de que así conviene que sea?' [Mt 26,52.54]. Y
además añade: 'El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?' [Jn 18, 11]. Esta respuesta -como
otras que encontramos en diversos puntos del Evangelio- muestra cuán profundamente Cristo esta-
ba convencido de lo que había expresado en la conversación con Nicodemo: 'Porque tanto amó
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Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo para que todo el que crea en El no perezca, sino que
tenga la vida eterna' [Jn 3,16.].
Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va obe-
diente hacia el Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual El ha amado el
mundo y al hombre en el mundo. Por esto san Pablo escribirá de Cristo: 'Me amó y se entregó por
mí' [Gal 2, 20.].
17. Las Escrituras tenían que cumplirse. Eran muchos los testigos mesiánicos del Antiguo
Testamento que anunciaban los sufrimientos del futuro Ungido de Dios. Particularmente conmo-
vedor entre todos es el que solemos llamar el cuarto Poema del Siervo de Yahvéh, contenido en el
libro de Isaías. El profeta, al que justamente se le llama 'el quinto evangelista', presenta en este
Poema la imagen de los sufrimientos del siervo con un realismo tan agudo como si lo viera con sus
propios ojos: con los del cuerpo y del espíritu. La pasión de Cristo resulta, a la luz de los versículos
de Isaías, casi aún más expresiva y conmovedora que en las descripciones de los mismos evange-
listas. He aquí cómo se presenta ante nosotros el verdadero Varón de dolores: 'No hay en él parecer,
no hay hermosura para que le miremos. Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolo-
res y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado
sin que le tengamos en cuenta.
Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos cargó con nuestros dolores,
mientras que nosotros le tuvimos por castigado, herido por Dios y abatido. Fue traspasado por
nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados.
El castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros
andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, Yahvéh cargó sobre ella iniquidad
de todos nosotros ' [Is 53, 2-6 ]. El Poema del siervo doliente contiene una descripción en la que se
pueden identificar, en un cierto sentido, los momentos de la pasión de Cristo en sus diversos parti-
culares: la detención, la humillación, las bofetadas, los salivazos, el vilipendio de la dignidad mis-
ma del prisionero, el juicio injusto, la flagelación, la coronación de espinas y el escarnio, el camino
con la cruz, la crucifixión y la agonía.
Más aún que esta descripción de la pasión nos impresiona en las palabras del profeta la pro-
fundidad del sacrificio de Cristo. El, aunque inocente, se carga con los sufrimientos de todos los
hombres, porque se carga con los pecados de todos. 'Yahvéh cargó sobre él la iniquidad de todos':
todo el pecado del hombre en su extensión y profundidad es la verdadera causa del sufrimiento del
Redentor. Si el sufrimiento 'es medido' con el mal sufrido, entonces las palabras del profeta permi-
ten comprender la medida de este mal y de este sufrimiento con el que Cristo se cargó. Puede de-
cirse que éste es sufrimiento 'sustitutivo'; pero, sobre todo, es 'redentor'. El Varón de dolores de
aquella profecía es verdaderamente aquel 'cordero de Dios, que quita el pecado del mundo' [Jn 1,
29]. En su sufrimiento los pecados son borrados precisamente porque El únicamente, como
Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre que supera el mal
de todo pecado; en un cierto sentido aniquila este mal en el ámbito espiritual de las relaciones entre
Dios y la humanidad y llena este espacio con el bien.
Encontramos aquí la dualidad de naturaleza de un único sujeto personal del sufrimiento re-
dentor. Aquel que con su pasión y muerte en la cruz realiza la Redención es el Hijo unigénito que
Dios 'dio'. Y al mismo tiempo este Hijo de la misma naturaleza que el Padre sufre como hombre.
Su sufrimiento tiene dimensiones humanas, tiene también una profundidad e intensidad -únicas en
la historia de la humanidad- que, aun siendo humanas, pueden tener también una incomparable
13
profundidad e intensidad de sufrimiento, en cuanto que el Hombre que sufre es en persona el mis-
mo Hijo unigénito: 'Dios de Dios'. Por lo tanto, solamente El -el Hijo unigénito- es capaz de abar-
car la medida del mal contenida en el pecado del hombre: en cada pecado y en el pecado 'total',
según las dimensiones de la existencia histórica de la humanidad sobre la tierra.
18. Puede afirmarse que las consideraciones anteriores nos llevan ya directamente a Getse-
maní y al Gólgota, donde se cumplió el Poema del siervo doliente, contenido en el libro de Isaías.
Antes de llegar allí, leamos los versículos sucesivos del Poema, que dan una anticipación profética
de la pasión del Getsemaní y del Gólgota. El siervo doliente -y esto, a su vez, es esencial para un
análisis de la pasión de Cristo- se carga con aquellos sufrimientos, de los que se ha hablado, de un
modo completamente voluntario: ' Maltratado, mas él se sometió, no abrió la boca, como
cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores.
Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa, pues fue arrancado de
la tierra de los vivientes y herido de muerte por el crimen de su pueblo. Dispuesta estaba entre los
impíos su sepultura, y que en la muerte igualado a los malhechores, a pesar de no haber cometido
maldad ni haber mentira en su boca' [Is 53, 7-9]. Cristo sufre voluntariamente y sufre inocentemen-
te. Acoge con su sufrimiento aquel interrogante que, puesto muchas veces por los hombres, ha sido
expresado, en un cierto sentido, de manera radical en el libro de Job. sin embargo, Cristo no sólo
lleva consigo la misma pregunta (y esto de una manera todavía más radical, ya que El no es sólo un
hombre como Job, sino el unigénito Hijo de Dios), pero lleva también el máximo de la posible res-
puesta a este interrogante.
La respuesta emerge, se podría decir, de la misma materia de la que está formada la pregunta.
Cristo da la respuesta al interrogante sobre el sufrimiento y sobre el sentido del mismo no sólo con
sus enseñanzas, es decir, con la Buena Nueva, sino ante todo con su propio sufrimiento, el cual está
integrado de una manera orgánica e indisoluble con las enseñanzas de la Buena Nueva. Esta es la
palabra ultima y sintética de esta enseñanza: 'La doctrina de la Cruz', como dirá un día san Pablo
[Cfr. 1 Cor 1, 18].
Esta 'doctrina de la Cruz' llena con una realidad definitiva la imagen de la antigua profecía.
Muchos lugares, muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan cómo El
acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del mundo.
sin embargo, la oración en Getsemaní tiene aquí una importancia decisiva. Las palabras: 'Padre
mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quie-
res tú' [Mt 26, 39], y a continuación: 'Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase
tu voluntad' [Mt 26, 42], tienen una pluriforme elocuencia.
'Prueban la verdad de aquel amor que el Hijo unigénito da al Padre en su obediencia. Al
mismo tiempo, demuestran la verdad de su sufrimiento. Las palabras de la oración de Cristo en
Getsemaní prueban la verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento. Las palabras de Cristo
confirman con toda sencillez esta verdad humana del sufrimiento hasta lo más profundo: el sufri-
miento es padecer el mal, ante el que el hombre se estremece. El dice: 'Pase de mí', precisamente
como dice Cristo en Getsemaní.
Sus palabras demuestran a la vez esta única e incomparable profundidad e intensidad del su-
frimiento, que pudo experimentar solamente el Hombre que es el Hijo unigénito; demuestran aque-
lla profundidad e intensidad que las palabras proféticas antes citadas ayudan, a su manera, a com-
prender. No ciertamente hasta lo más profundo (para esto se debería entender el misterio divino
humano del Sujeto), sino al menos para percibir la diferencia (y a la vez semejanza) que se verifica
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entre todo posible sufrimiento del hombre y el del Dios Hombre. Getsemaní es el lugar en el que
precisamente este sufrimiento, expresado en toda su verdad por el profeta sobre el mal padecido en
el mismo, se ha revelado casi definitivamente ante los ojos de Cristo.
Después de las palabras en Getsemaní vienen las pronunciadas en el Gólgota, que atestiguan
esta profundidad -única en la historia del mundo- del mal del sufrimiento que se padece. Cuando
Cristo dice: 'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?', sus palabras no son sólo expresión
de aquel abandono que varias veces se hacía sentir en el Antiguo Testamento, especialmente en los
Salmos y concretamente en el salmo 22, del que proceden las palabras citadas [Sal 22, 2]. Puede
decirse que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del
Hijo con el Padre, y nacen porque el Padre 'cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros' [Is 53, 6]y
sobre la idea de lo que dirá san Pablo: 'A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros'
[2 Cor 5, 21.].
Junto con este horrible peso, midiendo 'todo' el mal de dar las espaldas a Dios contenido en el
pecado, Cristo, mediante la profundidad divina de la unión filial con el Padre, percibe de manera
humanamente inexplicable este sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura
con Dios. Pero precisamente mediante tal sufrimiento El realiza la Redención, y expirando puede
decir: 'Todo está acabado' [Jn 19, 30].
Puede decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas
realidad las palabras del citado Poema del siervo doliente: 'Quiso Yahvéh quebrantarlo con pade-
cimientos' [Is 53, 10.]. El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. Y a la
vez ésta ha entrado en una dimensión completamente nueva v en un orden nuevo: ha sido unida al
amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, a aquel amor que crea el bien, sacándolo
incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del
mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo y de ella toma constantemente su arranque. La cruz de
Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva [Cfr. Jn 7, 37-38]. En ella
debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la
respuesta a tal interrogante.
V. PARTÍCIPES DE LOS SUFRIMIENTOS DE CRISTO
19. El mismo Poema del siervo doliente del libro de Isaías nos conduce precisamente, a tra-
vés de los versículos sucesivos, en la dirección de este interrogante y de esta respuesta: 'Ofreciendo
su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia que prolongará sus días el deseo de Yahvéh
prosperará en sus manos. Por la fatiga de su alma verá y se saciará de su conocimiento. El justo, mi
siervo, justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le daré por parte suya
muchedumbres, y dividirá la presa con los poderosos por haberse entregado a la muerte y haber
sido contado entre los pecadores, llevando sobre sí los pecados de muchos e intercediendo por los
pecadores' [Is 53, 10-12].
Puede afirmarse que, junto con la pasión de Cristo todo sufrimiento humano se ha encontrado
en una nueva situación. Parece como si Job la hubiera presentido cuando dice: 'Yo sé en efecto que
mi Redentor vive' [Job 19, 25]; y como si hubiese encaminado hacia ella su propio sufrimiento, el
cual, sin la redención, no hubiera podido revelarle la plenitud de su significado. En la cruz de Cristo
no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento hu-
mano ha quedado redimido. Cristo -sin culpa alguna propia- cargó sobre sí 'el mal total del pecado'.
La experiencia de este mal determinó la medida incomparable del sufrimiento de Cristo que se
convirtió en el precio de la redención.
15
De esto habla el Poema del siervo doliente en Isaías. De esto hablarán a su tiempo los testigos
de la Nueva Alianza, estipulada en la Sangre de Cristo. He aquí las palabras del apóstol Pedro, en
su primera carta: 'Habéis sido rescatados no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre pre-
ciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha' [1 Pe 1, 18-19]. y el apóstol Pablo dirá en la
carta a los Gálatas: 'Se entregó por nuestros pecados para liberarnos de este siglo malo' [Gal 1, 4]; y
en la carta a los Corintios: 'Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vues-
tro cuerpo' [1 Cor 6, 20]. Con estas y con palabras semejantes los testigos de la Nueva Alianza ha-
blan de la grandeza de la redención, que se lleva a cabo mediante el sufrimiento de Cristo. El Re-
dentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Todo hombre tiene esta participación en la
redención.
Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado
a cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufri-
miento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento,
Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención.
Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del su-
frimiento redentor de Cristo.
20. Los textos del Nuevo Testamento expresan en muchos puntos este concepto. En la se-
gunda carta a los Corintios escribe el Apóstol: 'En todo apremiados, pero no acosados; perplejos,
pero no desconcertados; perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados, llevando
siempre en el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo.
Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de
Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús
también con Jesús nos resucitará' [2 Cor 4, 8-11.14 ].
San Pablo habla de los diversos sufrimientos y en particular de los que se hacían partícipes
los primeros cristianos 'a causa de Jesús'. Tales sufrimientos permiten a los destinatarios de la Carta
participar en la obra de la redención, llevada a cabo mediante los sufrimientos y la muerte del Re-
dentor. La elocuencia de la cruz y de la muerte es completada, no obstante, por la elocuencia de la
resurrección. El hombre halla en la resurrección una luz completamente nueva, que lo ayuda a
abrirse camino a través de la densa oscuridad de las humillaciones, de las dudas, de la desespera-
ción y de la persecución. De ahí que el Apóstol escriba también en la misma carta a los Corintios:
'Porque así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra
consolación' [2 Cor 1, 5]. En otros lugares se dirige a sus destinatarios con palabras de ánimo: 'El
Señor enderece vuestros corazones en la caridad de Dios y en la paciencia de Cristo' [2 Tes 3, 5]. Y
en la carta a los Romanos: 'Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis
vuestros cuerpos como hostia viva, santa y grata a Dios: éste es vuestro culto racional' [Rom 12, 1].
La participación misma en los padecimientos de Cristo halla en estas expresiones apostólicas
casi una doble dimensión. Si un hombre se hace partícipe de los sufrimientos de Cristo, esto acon-
tece porque Cristo ha abierto su sufrimiento al hombre, porque El mismo en su sufrimiento redentor
se ha hecho en cierto sentido partícipe de todos los sufrimientos humanos. El hombre, al descubrir
por la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propios sufrimien-
tos, los revive mediante la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo significado.
Este descubrimiento dictó a san Pablo palabras particularmente fuertes en la carta a los Gálatas:
'Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente
vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí' [Gal 2, 19-20]. La fe
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permite al autor de estas palabras conocer el amor que condujo a Cristo a la cruz. Y si amó de este
modo, sufriendo y muriendo, entonces por su padecimiento y su muerte vive en aquel al que
amó así, vive en el hombre: en Pablo. Y viviendo en él -a medida que Pablo, consciente de ello
mediante la fe, responde con el amor a su amor-, Cristo se une asimismo de modo especial al hom-
bre, a Pablo, mediante la Cruz. Esta unión ha sugerido a Pablo, en la misma carta a los Gálatas,
palabras no menos fuertes: 'Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo' [Gal 6, 14].21. La cruz
de Cristo arroja de modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente,
sobre su sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio de la
pasión está incluido en el misterio pascual. Los testigos de la pasión de Cristo son a la vez testigos
de su resurrección. Escribe san Pablo: 'Para conocerle a El y el poder de su resurrección y la parti-
cipación en sus padecimientos, conformándome a El en su muerte por si logro alcanzar la resurrec-
ción de los muertos' [Flp 3, 10-11].
Verdaderamente, el Apóstol experimentó antes 'la fuerza de la resurrección' de Cristo en el
camino de Damasco, y sólo después, en esta luz pascual, llegó a la 'participación en sus padeci-
mientos', de la que habla, por ejemplo, en la carta a los Gálatas. La vía de Pablo es claramente pas-
cual: la participación en la cruz de Cristo se realiza a través de la experiencia del Resucitado, y por
tanto mediante una especial participación en la resurrección. Por esto, incluso en la expresión del
Apóstol sobre el tema del sufrimiento aparece a menudo el motivo de la gloria, a la que da inicio la
cruz de Cristo.
Los testigos de la cruz y de la resurrección estaban convencidos de que 'por muchas tribula-
ciones nos es preciso entrar en el reino de Dios' [He 14, 22]. y Pablo, escribiendo a los Tesaloni-
censes, dice: 'Nos gloriamos nosotros mismos de vosotros por vuestra paciencia y vuestra fe en
todas vuestras persecuciones y en las tribulaciones que soportáis. Todo esto es prueba del
justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual padecéis' [2
Tes 1, 4-5]. Así pues, la participación en los sufrimientos de Cristo es, al mismo tiempo, sufri-
miento por el reino de Dios. A los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los su-
frimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en
un cierto sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra
redención: con este precio el reino de Dios ha sido nuevamente consolidado en la historia del hom-
bre, llegando a ser la perspectiva definitiva de su existencia terrena. Cristo nos ha introducido en
este reino mediante su sufrimiento. Y también mediante el sufrimiento maduran para el mismo
reino los hombres, envueltos en el misterio de la redención de Cristo.
22. A la perspectiva del reino de Dios está unida la esperanza de aquella gloria cuyo comien-
zo está en la cruz de Cristo. La resurrección ha revelado esta gloria -la gloria escatológica-, que en
la cruz de Cristo estaba completamente ofuscada por la inmensidad del sufrimiento. Quienes parti-
cipan en los sufrimientos de Cristo están también llamados, mediante sus propios sufrimientos, a
tomar parte en la gloria. Pablo expresa esto en diversos puntos. Escribe a los Romanos: ' Somos . . .
coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados. Tengo por
cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha
de manifestarse en nosotros' [Rom 8, 17-18]. En la segunda carta a los Corintios leemos: 'Pues por
la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no ponemos
los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles' [2 Cor 4, 17-18]. El apóstol Pedro expresará
esta verdad en las siguientes palabras de su primera carta: 'Antes habéis de alegraros en la medida
en que participáis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de
gozo' [1 Pe 4, 13].
17
El motivo del sufrimiento y de la gloria tiene una característica estrictamente evangélica, que
se aclara mediante la referencia a la cruz y a la resurrección. La resurrección es ante todo la mani-
festación de la gloria, que corresponde a la elevación de Cristo por medio de la cruz. En efecto, si la
cruz ha sido a los ojos de los hombres la expoliación de Cristo, al mismo tiempo ésta ha sido a los
ojos de Dios su elevación. En la cruz Cristo ha alcanzado y realizado con toda plenitud su misión:
cumpliendo la voluntad del Padre, se realizó a la vez a sí mismo. En la debilidad manifestó su po-
der, y en la humillación, toda su grandeza mesiánica. ¿No son quizá una prueba de esta grandeza
todas las palabras pronunciadas durante la agonía en el Gólgota, y especialmente las referidas a los
autores de la crucifixión: 'Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen' [Lc 23, 34]. A quienes
participan de los sufrimientos de Cristo, estas palabras se imponen con la fuerza de un ejemplo su-
premo.
El sufrimiento es también una llamada a manifestar la grandeza moral del hombre, su madu-
rez espiritual. De esto han dado prueba, en las diversas generaciones, los mártires y confesores de
Cristo, fieles a las palabras: 'No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden
matarla' [Mt 10, 28].
La resurrección de Cristo ha revelado 'la gloria del siglo futuro' y, contemporáneamente, ha
confirmado 'el honor de, la Cruz': aquella gloria que está contenida en el sufrimiento mismo de
Cristo, y que muchas veces se ha reflejado y se refleja en el sufrimiento del hombre, como expre-
sión de su grandeza espiritual. Hay que reconocer el testimonio glorioso no sólo de los mártires de
la fe, sino también de otros numerosos hombres que a veces, aun sin la fe en Cristo, sufren y dan la
vida por la verdad y por una justa causa. En los sufrimientos de todos éstos es confirmada de modo
particular la gran dignidad del hombre.
23. El sufrimiento, en efecto, es siempre una prueba -a veces, una prueba bastante dura- a la
que es sometida la humanidad. Desde las páginas de las cartas de san Pablo nos habla con frecuen-
cia aquella paradoja evangélica de la debilidad y de la fuerza, experimentada de manera particular
por el Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos que participan en los sufrimientos
de Cristo. El escribe en la segunda carta a los Corintios: 'Muy gustosamente, pues, continuaré glo-
riándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo' [2 Cor 12, 9]. En la segunda
carta a Timoteo leemos: 'Por esta causa sufro, pero no me avergüenzo, porque sé a quién me he
confiado' [2 Tim 1, 12]. Y en la carta a los Filipenses dirá incluso: 'Todo lo puedo en aquel que me
conforta' [Flp 4, 13].
Quienes participan en los sufrimientos de Cristo tienen ante los ojos el misterio pascual de la
cruz y de la resurrección, en la que Cristo desciende, en una primera fase, hasta el extremo de la
debilidad y de la impotencia humana; en efecto, El muere clavado en la cruz. Pero si al mismo
tiempo en esta debilidad se cumple su elevación, confirmada con la fuerza de la resurrección, esto
significa que las debilidades de todos los sufrimientos humanos pueden ser penetradas por la misma
fuerza de Dios, que se ha manifestado en la cruz de Cristo. En esta concepción, sufrir significa ha-
cerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de
Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo. En El, Dios ha demostrado querer actuar especialmente
por medio del sufrimiento, que es la debilidad y la expoliación del hombre, y querer precisamente
manifestar su fuerza en esta debilidad y en esta expoliación.
Con esto se puede explicar también la recomendación de la primera carta de Pedro: 'Mas si
por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este nombre' [1 Pe 4, 16]. En la
carta a los Romanos el apóstol Pablo se pronuncia todavía más ampliamente sobre el tema de este
'nacer de la fuerza en la debilidad', del vigorizarse espiritualmente del hombre en medio de las
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pruebas y tribulaciones, que es la vocación especial de quienes participan en los sufrimientos
de Cristo. 'Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la tribulación produce la pa-
ciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no que-
dará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espí-
ritu Santo, que nos ha sido dado' [Rom 5, 3-5]. En el sufrimiento está como contenida una particu-
lar llamada a la virtud, que el hombre debe ejercitar por su parte. Esta es la virtud de la per-
severancia al soportar lo que molesta y hace daño. Haciendo esto, el hombre hace brotar la espe-
ranza, que mantiene en él la convicción de que el sufrimiento no prevalecerá sobre él, no lo privará
de su propia dignidad unida a la conciencia del sentido de la vida. Y así, este sentido se manifiesta
junto con la acción del amor de Dios, que es el don supremo del Espíritu Santo. A medida que par-
ticipa de este amor, el hombre se encuentra hasta el fondo en el sufrimiento: reencuentra 'el alma',
que le parecía haber 'perdido' [Cfr. Mc 8,3; Lc 9, 24; Jn 12, 25.]a causa del sufrimiento.
24. Sin embargo, la experiencia del Apóstol, partícipe de los sufrimientos de Cristo, va más
allá. En la carta a los Colosenses leemos las palabras que constituyen casi la última etapa del itine-
rario espiritual respecto al sufrimiento. San Pablo escribe: 'Ahora me alegro de mis padecimientos
por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la
Iglesia' [Col 1, 24]. Y él mismo, en otra carta, pregunta a los destinatarios: '¿No sabéis que vuestros
cuerpos son miembros de Cristo?' [1 Cor 6, 15].
En el misterio pascual Cristo ha dado comienzo a la unión con el hombre en la comunidad de
la Iglesia. El misterio de la Iglesia se expresa en esto: que ya en el momento del Bautismo, que
configura con Cristo, y después a través de su Sacrificio -sacramentalmente mediante la Eucaristía-,
la Iglesia se edifica espiritualmente de modo continuo como cuerpo de Cristo.
En este cuerpo Cristo quiere estar unido con todos los hombres, y de modo particular está
unido a los que sufren. Las palabras citadas de la carta a los Colosenses testimonian el carácter ex-
cepcional de esta unión. En efecto, el que sufre en unión con Cristo -como en unión con Cristo so-
porta sus 'tribulaciones' el apóstol Pablo- no sólo saca de Cristo aquella fuerza, de la que se ha ha-
blado precedentemente, sino que 'completa' con su sufrimiento lo que falta a los padecimientos de
Cristo. En este marco evangélico se pone de relieve, de modo particular, la verdad sobre el carácter
creador del sufrimiento. El sufrimiento de Cristo ha creado el bien de la redención del mundo. Este
bien es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el
misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento
redentor a todo sufrimiento del hombre. En cuanto el hombre se convierte en partícipe de los sufri-
mientos de Cristo -en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia-, en tanto a su
manera completa aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo.
¿Esto quiere decir que la redención realizada por Cristo no es completa? No. Esto significa única-
mente que la redención, obrada en virtud del amor satisfactorio, permanece constantemente abierta
a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano. En esta dimensión -en la dimensión del
amor-, la redención ya realizada plenamente se realiza, en cierto sentido, constantemente. Cristo ha
obrado la redención completamente y hasta el final; pero, al mismo tiempo, no la ha cerrado. En
este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado la redención del mundo, Cristo se ha
abierto desde el comienzo, y constantemente se abre, a cada sufrimiento humano. Sí, parece que
forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser
completado sin cesar.
De este modo, con tal apertura a cada sufrimiento humano, Cristo ha obrado con su sufri-
miento la redención del mundo. Al mismo tiempo, esta redención, aunque realizada plenamente con
el sufrimiento de Cristo, vive y se desarrolla a su manera en la historia del hombre. vive y se desa-
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rrolla como cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, y en esta dimensión cada sufrimiento humano, en
virtud de la unión en el amor con Cristo, completa el sufrimiento de Cristo. Lo completa como la
Iglesia completa la obra redentora de Cristo. El misterio de la Iglesia -de aquel cuerpo que completa
en sí también el cuerpo crucificado y resucitado de Cristo- indica contemporáneamente aquel espa-
cio, en el que los sufrimientos humanos completan los de Cristo. Sólo en este marco y en esta di-
mensión de la Iglesia cuerpo de Cristo, que se desarrolla continuamente en el espacio y en el tiem-
po, se puede pensar y hablar de 'lo que falta a los padecimientos de Cristo'. El Apóstol, por lo de-
más, lo pone claramente de relieve cuando habla de completar lo que falta a los sufrimientos de
Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia. Precisamente la Iglesia, que aprovecha sin cesar los
infinitos recursos de la redención, introduciéndola en la vida de la humanidad, es la dimensión en la
que el sufrimiento redentor de Cristo puede ser completado constantemente por el sufri-
miento del hombre. Con esto se pone de relieve la naturaleza divino humana de la Iglesia. El sufri-
miento parece participar en cierto modo de las características de esta naturaleza. Por eso tiene
igualmente un valor especial ante la Iglesia. Es un bien ante el cual la Iglesia se inclina con
veneración, con toda la profundidad de su fe en la redención. Se inclina, juntamente con toda la
profundidad de aquella fe, con la que abraza en sí misma el inefable misterio del Cuerpo de Cristo.
VI. EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
25. Los testigos de la cruz y de la resurrección de Cristo han transmitido a la Iglesia y a la
humanidad un específico Evangelio del sufrimiento. El mismo Redentor ha escrito este Evangelio
ante todo con el propio sufrimiento asumido por amor, para que el hombre 'no perezca, sino que
tenga la vida eterna' [Jn 3, 16]. Este sufrimiento, junto con la palabra viva de su enseñanza, se ha
convertido en un rico manantial para cuantos han participado en los sufrimientos de Jesús en la
primera generación de sus discípulos y confesores' luego en las que se han ido sucediendo a lo
largo de los siglos.
Es ante todo consolador -como es evangélica e históricamente exacto- notar que al lado de
Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar junto a El, está siempre su Madre Santísima por el
testimonio ejemplar que con su vida entera da a este particular Evangelio del sufrimiento. En Ella
los numerosos e intensos sufrimientos se acumularon en una tal conexión y relación, que si bien
fueron prueba de su fe inquebrantable, fueron también una contribución a la redención de todos. En
realidad, desde el antiguo coloquio tenido con el ángel, Ella entrevé en su misión de madre el 'des-
tino' a compartir de manera única e irrepetible la misión misma del Hijo. Y la confirmación de ello
le vino bastante pronto, tanto de los acontecimientos que acompañaron el nacimiento de Jesús en
Belén cuanto del anuncio formal del anciano Simeón, que habló de una espada muy aguda que
le traspasaría el alma, así como de las ansias y estrecheces de la fuga precipitada a Egipto, provo-
cada por la cruel decisión de Herodes.
Más aún, después de los acontecimientos de la vida pública de su Hijo, indudablemente comparti-
dos por Ella con aguda sensibilidad, fue en el Calvario donde el sufrimiento de María Santísima,
junto al de Jesús, alcanzó un vértice ya difícilmente imaginable en su profundidad desde el punto de
vista humano, pero ciertamente misterioso y sobrenaturalmente fecundo para los fines de la salva-
ción universal. Su subida al Calvario, su 'estar' a los pies de la cruz junto con el discípulo amado,
fueron una participación del todo especial en la muerte redentora del Hijo, como, por otra
parte, las palabras que pudo escuchar de sus labios, fueron como una entrega solemne de este típico
Evangelio que hay que anunciar a toda la comunidad de los creyentes.
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Testigo de la pasión de su Hijo con su presencia y partícipe de la misma con su compasión,
María Santísima ofreció una aportación singular al Evangelio del sufrimiento, realizando por ade-
lantado la expresión paulina citada al comienzo. ciertamente, Ella tiene títulos especialísimos para
poder afirmar lo de completar en su carne -como también en su corazón- lo que falta a la pasión de
Cristo.
A la luz del incomparable ejemplo de Cristo, reflejado con singular evidencia en la vida de su
Madre, el Evangelio del sufrimiento, a través de la experiencia y la palabra de los Apóstoles, se
convierte en fuente inagotable para las generaciones siempre nuevas que se suceden en la historia
de la Iglesia. El Evangelio del sufrimiento significa no sólo la presencia del sufrimiento en el
Evangelio, como uno de los temas de la Buena Nueva, sino además la revelación de la fuerza sal-
vadora y del significado salvífico del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y luego en la
misión y en la vocación de la Iglesia.
Cristo no escondía a sus oyentes la necesidad del sufrimiento. Decía muy claramente: 'si al-
guno quiere venir en pos de mí , tome cada día su cruz' [Lc 9, 23]; y a sus discípulos ponía unas
exigencias de naturaleza moral, cuya realización es posible sólo a condición de que 'se nieguen a sí
mismos' [Cfr. Lc 9, 23]. La senda que lleva al Reino de los cielos es 'estrecha y angosta', y Cristo la
contrapone a la senda 'ancha y espaciosa' que. sin embargo, 'lleva a la perdición' [Cfr. Mt 7, 13-14].
Varias veces dijo también Cristo que sus discípulos y confesores, encontrarían múltiples per-
secuciones; esto -como se sabe- se verificó no sólo en los primeros siglos de la vida de la Iglesia
bajo el imperio romano, sino que se ha realizado y se realiza en diversos períodos de la historia y en
diferentes lugares de la tierra, aun en nuestros días.
He aquí algunas frases de Cristo sobre este tema: 'Pondrán sobre vosotros las manos y os
perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en prisión, conduciéndoos ante los reyes y
gobernadores por amor de mi nombre. Será para vosotros ocasión de dar testimonio. Haced propó-
sito de no preocuparos de vuestra defensa, porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la que
no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados aun por los padres,
por los hermanos, por los parientes y por los amigos, y harán morir a muchos de vosotros, y seréis
aborrecidos de todos a causa de mi nombre. Pero no se perderá ni un solo cabello de vuestra cabe-
za. Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas' [Lc 21, 12-19].
El Evangelio del sufrimiento habla ante todo, en diversos puntos, del sufrimiento 'por Cristo',
'a causa de Cristo', y esto lo hace con las palabras mismas de Cristo, o bien con las palabras de sus
Apóstoles. El Maestro no esconde a sus discípulos y seguidores la perspectiva de tal sufrimiento; al
contrario, lo revela con toda franqueza, indicando contemporáneamente las fuerzas sobrenaturales
que les acompañarán en medio de las persecuciones y tribulaciones 'por su nombre'. Estas serán, en
conjunto, como toda verificación especial de la semejanza a Cristo y de la unión con El. 'Si el
mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a vosotros; pero porque no sois del
mundo, sino que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece No es el siervo mayor que
su señor. si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán. Pero todas estas cosas las ha-
rán con vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado' [Jn 15, 18-21].
'Esto os lo he dicho para que tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulación; pero
confiad: yo he vencido al mundo' [Jn 16, 33].
Este primer capítulo del Evangelio del sufrimiento, que habla de las persecuciones, o sea de
las tribulaciones por causa de Cristo, contiene en sí una llamada especial al valor y a la fortaleza,
sostenida por la elocuencia de la resurrección. Cristo ha vencido definitivamente al mundo con su
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resurrección; sin embargo, gracias a su relación con la pasión y la muerte, ha vencido al mismo
tiempo este mundo con su sufrimiento. Sí, el sufrimiento ha sido incluido de modo singular en
aquella victoria sobre el mundo que se ha manifestado en la resurrección. Cristo conserva en su
cuerpo resucitado las señales de las heridas de la cruz en sus manos, en sus pies y en el costado. A
través de la resurrección manifiesta la fuerza victoriosa del sufrimiento, y quiere infundir la convic-
ción de esta fuerza en el corazón de los que escogió como sus Apóstoles y de todos aquellos que
continuamente elige y envía. El apóstol Pablo dirá: 'Y todos los que aspiran a vivir piadosamente en
Cristo Jesús sufrirán persecuciones' [2 Tim 3, 12].
26. Si el primer gran capítulo del Evangelio del sufrimiento está escrito, a lo largo de las ge-
neraciones, por aquellos que sufren persecuciones por Cristo, igualmente se desarrolla a través de la
historia otro gran capítulo de este Evangelio. Lo escriben todos los que sufren con Cristo,
uniendo los propios sufrimientos humanos a su sufrimiento salvador. En ellos se realiza lo que los
primeros testigos de la pasión y resurrección han dicho y escrito sobre la participación en los sufri-
mientos de Cristo.
Por consiguiente, en ellos se cumple el Evangelio del sufrimiento y, a la vez, cada uno de
ellos continúa en cierto modo escribiéndolo; lo escribe y lo proclama al mundo, lo anuncia en su
ambiente y a los hombres contemporáneos.
A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una
particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su
profunda conversión muchos santos como, por ejemplo, san Francisco de Asís, san Ignacio de Lo-
yola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre descubre el sentido salví-
fico del sufrimiento, sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre completamente
nuevo. Halla como una nueva dimensión de toda su vida y de su vocación. Este descubrimiento es
una confirmación particular de la grandeza espiritual que en el hombre supera el cuerpo de modo
un tanto incomprensible. Cuando este cuerpo está gravemente enfermo, totalmente inhábil y el
hombre se siente como incapaz de vivir y de obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez
interior y la grandeza espiritual, constituyendo una lección conmovedora para los hombres sanos y
normales.
Esta madurez interior y grandeza espiritual en el sufrimiento ciertamente son fruto de una
particular conversión y cooperación con la gracia del Redentor crucificado. El mismo es quien ac-
túa en medio de los sufrimientos humanos por medio de su Espíritu de Verdad, por medio del Espí-
ritu Consolador. El es quien transforma, en cierto sentido, la esencia misma de la vida espi-
ritual, indicando al hombre que sufre un lugar cercano a sí.
El es -como Maestro y Guía interior- quien enseña al hermano y a la hermana que sufren este
intercambio admirable, colocado en lo profundo del misterio de la redención. El sufrimiento es, en
sí mismo, probar el mal.
Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea del bien de la salva-
ción eterna. Cristo con su sufrimiento en la cruz ha tocado las raíces mismas del mal: las del pecado
y las de la muerte. Ha vencido al artífice del mal, que es Satanás, y su rebelión permanente contra
el Creador. Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente los
horizontes del reino de Dios, de un mundo convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado,
que se está edificando sobre el poder salvífico del amor. Y, de una forma lenta pero eficaz, Cristo
introduce en este mundo, en este reino del Padre, al hombre que sufre, en cierto modo a través de lo
íntimo de su sufrimiento.
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En efecto, el sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior, sino
interior. Cristo, mediante su propio sufrimiento salvífico, se encuentra muy dentro de todo sufri-
miento humano, y puede actuar desde el interior del mismo con el poder de su Espíritu de Verdad,
de su Espíritu Consolador. No basta. El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo pa-
ciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos. Como
continuación de la maternidad que por obra del Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo mori-
bundo confirió a la siempre Virgen María una nueva maternidad -espiritual y universal- hacia todos
los hombres, a fin de que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedara, junto con María, estre-
chamente unido a El hasta la cruz, y cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se
convirtiera, desde la debilidad del hombre, en fuerza de Dios.
Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual manera. A menudo comienza y se
instaura con dificultad. El punto mismo de partida es va diverso; diversa es la disposición, que el
hombre lleva en su sufrimiento. Se puede, sin embargo, decir que casi siempre cada uno entra
en el sufrimiento con una protesta típicamente humana y con la pregunta del 'porqué'. Se pregunta
sobre el sentido del sufrimiento y busca una respuesta a esta pregunta a nivel humano. ciertamente
pone muchas veces esta pregunta también a Dios, al igual que a Cristo. Además, no puede dejar de
notar que Aquel a quien pone su pregunta sufre El mismo, y, por consiguiente, quiere responderle
desde la cruz, desde el centro de su propio sufrimiento. Sin embargo, a veces se requiere tiempo,
hasta mucho tiempo, para que esta respuesta comience a ser interiormente perceptible.
En efecto, Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el
sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se con-
vierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación,
a lo largo del camino del encuentro interior con el Maestro, es a su vez algo más que una mera res-
puesta abstracta a la pregunta acerca del significado del sufrimiento. Esta es, en efecto, ante todo
una llamada. Es una vocación. Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino
que ante todo dice: 'Sígueme', 'Ven', toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del
mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz.
A medida que el hombre toma su cruz; uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se re-
vela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel hu-
mano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel
sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta
personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiri-
tual.
27. De esta alegría habla el Apóstol en la carta a los Colosenses: 'Ahora me alegro de mis
padecimientos por vosotros' [Col 1, 24]. Se convierte en fuente de alegría la suspensión del sentido
de inutilidad del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy profundamente en el sufri-
miento humano. Este no sólo consume al hombre dentro de sí mismo, sino que parece convertirlo
en una carga para los demás. El hombre se siente condenado a recibir ayuda y asistencia por parte
de los demás y, a la vez, se considera a sí mismo inútil. El descubrimiento del sentido salvífico del
sufrimiento en unión con Cristo transforma esta sensación deprimente. La fe en la participación en
los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre 'completa lo
que falta a los padecimientos de Cristo'; que en la dimensión espiritual de la obra de la redención
sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los
demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesan-
temente desde la cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacri-
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ficio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación
del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que
transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la hu-
manidad la fuerza de la Redención. En la lucha 'cósmica' entre las fuerzas espirituales del bien, y
las del mal, de las que habla la carta a los Efesios 89, [Cfr. Ef 6, 12] los sufrimientos humanos,
unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien,
abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas.
Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos hermanas de Cristo que sufren como un sujeto
múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡cuán a menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente
a ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del sufrimiento se escribe
continuamente, y continuamente habla con las palabras de esta extraña paradoja. Los manantiales
de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana. usos que participan en
los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infi-
nito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás.
El hombre, cuanto más se siente amenazado por el pecado, cuanto más pesadas son las es-
tructuras del pecado que lleva en sí el mundo de hoy, tanto más grande es la elocuencia que posee
en sí el sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia siente la necesidad de recurrir al valor de los
sufrimientos humanos para la salvación del mundo.
VII. EL BUEN SAMARITANO
28. Pertenece también al Evangelio del sufrimiento -y de modo orgánico- la parábola del
buen samaritano. Mediante esta parábola Cristo quiso responder a la pregunta '¿Y quién es mi pró-
jimo?' [Lc 10, 29],efecto, entre los tres que viajaban a lo largo de la carretera de Jerusalén a Jericó,
donde estaba tendido en tierra medio muerto un hombre robado y herido por los ladrones, precisa-
mente el samaritano demostró ser verdaderamente el 'prójimo' para aquel infeliz. 'Prójimo' quiere
decir también aquel que cumplió el mandamiento del amor al prójimo. Otros dos hombres recorrían
el mismo camino; uno era sacerdote y el otro levita, pero cada uno 'lo vio y pasó de largo'. En cam-
bio, el samaritano 'lo vio y tuvo compasión Acercose, le vendó las heridas', a continuación 'le con-
dujo al mesón y cuidó de él' [Lc 10, 33-34]. Y al momento de partir confió el cuidado del hombre
herido al mesonero, comprometiéndose a abonar los gastos correspondientes.
La parábola del buen samaritano pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto,
cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el prójimo que sufre. No nos está permitido
'pasar de largo', con indiferencia, sino que debemos 'pararnos' junto a él. Buen samaritano es todo
hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ése sea. Esta pa-
rada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada
disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano es todo
hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que 'se conmueve' ante la desgracia del prójimo. si
Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es importante,
para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno.
Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la
compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de
nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre. Sin embargo, el buen samaritano
de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y compasión. Estas se convierten para él
en estímulo a la acción que tiende a ayudar al hombre herido. Por consiguiente, es, en definitiva,
buen samaritano el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier clase que sea. Ayuda, dentro de
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lo posible, eficaz. En ella pone todo su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede
afirmar que se da a sí mismo, su propio 'yo', abriendo este 'yo' al otro. Tocamos aquí uno de los
puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede 'encontrar su propia plenitud si
no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás' [Gaudium et spes, 24]. Buen samaritano es el
hombre capaz precisamente de ese don de sí mismo.
29. Siguiendo la parábola evangélica, se podría decir que el sufrimiento, que bajo tantas for-
mas diversas está presente en el mundo humano, está también presente para irradiar el amor al
hombre, precisamente ese desinteresado don del propio 'yo' en favor de los demás hombres, de los
hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro
mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el
hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el hombre 'prójimo' pasar con desinterés
ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la fundamental solidaridad humana; y mucho menos en
nombre del amor al prójimo. Debe 'pararse', 'conmoverse', actuando como el samaritano de la pa-
rábola evangélica. La parábola en sí expresa lo la verdad profundamente cristiana, pero a la vez tan
universalmente humana. No sin razón, aun en el lenguaje habitual, se llama obra 'de buen samari-
tano', toda actividad en favor de los hombres que sufren y de todos los necesitados de ayuda.
Esta actividad asume, en el transcurso de los siglos, formulas institucionales organizadas y
constituye un terreno de trabajo en las respectivas profesiones. Cuánto tiene 'de buen samaritano' la
profesión del médico, de la enfermera u otras similares! Por razón del contenido 'evangélico' ence-
rrado en ella, nos inclinamos a pensar más bien en una vocación que en una profesión. Y las insti-
tuciones que, a lo largo de las generaciones, han realizado un servicio 'de samaritano' se han desa-
rrollado y especializado todavía más en nuestros días. Esto prueba indudablemente que el hombre
de hoy se para cada vez con mayor atención y perspicacia junto a los sufrimientos del prójimo, in-
tenta comprenderlos y prevenirlos cada vez con mayor precisión. Posee una capacidad y especiali-
zación cada vez mayores en este sector. Viendo todo esto, podemos decir que la parábola del sama-
ritano del Evangelio se ha convertido en uno de los elementos esenciales de la cultura moral v de la
civilización universalmente humana. Y pensando en todos los hombres que con su ciencia y capa-
cidad prestan tantos servicios al prójimo que sufre, no podemos menos de dirigirles unas palabras
de aprecio y gratitud.
Estas se extienden a todos los que ejercen de manera desinteresada el propio servicio al próji-
mo que sufre, empeñándose voluntariamente en la ayuda 'como buenos samaritanos' y destinando a
esta causa todo el tiempo y las fuerzas que tienen a su disposición fuera del trabajo profesional.
Esta espontánea actividad 'de buen samaritano' o caritativa puede llamarse actividad social,
puede también definirse como apostolado, siempre que se emprende por motivos auténticamente
evangélicos, sobre todo si esto ocurre en unión con la Iglesia o con otra comunidad cristiana. La
actividad voluntaria 'de buen samaritano' se realiza a través de instituciones adecuadas también por
medio de organizaciones creadas para esta finalidad.
Actuar de esta manera tiene una gran importancia, especialmente si se trata de asumir tareas
más amplias, que exigen la cooperación y el uso de medios técnicos. No es menos preciosa también
la actividad individual, especialmente por parte de las personas que están mejor preparadas para
ella, teniendo en cuenta las diversas clases de sufrimiento humano a las que la ayuda no puede ser
llevada sino individual o personalmente. Ayuda familiar, por su parte, significa tanto los actos de
amor al prójimo hechos a las personas pertenecientes a la misma familia como la ayuda recíproca
entre las familias.
25
Es difícil enumerar aquí todos los tipos y ámbitos de la actividad 'como samaritano' que exis-
ten en la Iglesia y en la sociedad. Hay que reconocer que son muy numerosos, y expresar también
alegría porque, gracias a ellos, los valores morales fundamentales, como el valor de la solidaridad
humana, el valor del amor cristiano al prójimo, forman el marco de la vida social V de las relacio-
nes interpersonales, combatiendo en este frente las diversas formas de odio, violencia, crueldad,
desprecio por el hombre, o las de la mera 'insensibilidad', o sea la indiferencia hacia el prójimo y
sus sufrimientos.
Es enorme el significado de las actividades oportunas que deben emplearse en la educación.
La familia, la escuela, las demás instituciones educativas, aunque sólo sea por motivos humanita-
rios, deben trabajar con perseverancia para despertar y afinar esa sensibilidad hacia el prójimo y su
sufrimiento, del que es un símbolo la figura del samaritano evangélico. La Iglesia, obviamente,
debe hacer lo mismo, profundizando aún más intensamente -dentro de lo posible- en los motivos
que Cristo ha recogido en su parábola y en todo el Evangelio. La elocuencia de la parábola del buen
samaritano, como también la de todo el Evangelio, es concretamente ésta: el hombre debe sentirse
llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las instituciones son muy impor-
tantes e indispensables; sin embargo, ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón hu-
mano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al en-
cuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se
trata de los múltiples sufrimientos morales y cuando la que sufre es ante todo el alma.
30. La parábola del buen samaritano, que -como hemos dicho- pertenece al Evangelio del
sufrimiento, camina con él a lo largo de la historia de la Iglesia y del cristianismo, a lo largo de la
historia del hombre y de la humanidad. Testimonia que la revelación por parte de Cristo del sentido
salvífico del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad. Es todo lo
contrario. El Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento. El mismo Cristo, en este
aspecto, es sobre todo activo. De este modo realiza el programa mesiánico de su misión, según las
palabras del profeta: 'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los
pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para
poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor' [Lc 4, 18-19; cfr. Is 61,
1-2]. Cristo realiza con sobreabundancia este programa mesiánico de su misión: El pasa 'haciendo
el bien' [Hb 10, 38], y el bien de sus obras destaca sobre todo ante el sufrimiento humano. La pará-
bola del buen samaritano está en profunda armonía con el comportamiento de Cristo mismo.
Esta parábola entrará, finalmente, por su contenido esencial, en aquellas desconcertantes pa-
labras sobre el juicio final que Mateo ha recogido en su Evangelio: 'Venid, benditos de mi Padre,
tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve ham-
bre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; preso, y vinisteis a verme' [Mt 25,
34-46]. A los justos que pregunten cuándo han hecho precisamente esto, el Hijo del Hombre res-
ponderá: 'En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a
mí me lo hicisteis' [Mt 25, 40]. La sentencia contraria tocará a los que se comportaron diversamen-
te: 'En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo
dejasteis de hacerlo' [Mt 25, 45].
Se podría, ciertamente, alargar la lista de los sufrimientos que han encontrado la sensibilidad
humana, la compasión, la ayuda, o que no las han encontrado. I.a primera y la segunda parte de la
declaración de Cristo sobre el juicio final indican sin ambigüedad cuán esencial es, en la perspecti-
va de la vida eterna de cada hombre, el 'pararse', como hizo el buen samaritano, junto al sufrimiento
de su prójimo, el tener 'compasión' y, finalmente, el dar ayuda. En el programa mesiánico de Cristo,
que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provo-
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car amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana
en la 'civilización del amor'. En este amor el significado salvífico del sufrimiento se realiza total-
mente y alcanza su dimensión definitiva. Las palabras de Cristo sobre el juicio final permiten com-
prender esto con toda la sencillez y claridad evangélica.
Estas palabras sobre el amor, sobre los actos de amor relacionados con el sufrimiento hu-
mano, nos permiten una vez más descubrir, en la raíz de todos los sufrimientos humanos, el mismo
sufrimiento redentor de Cristo. Cristo dice: 'A mí me lo hicisteis'. El mismo es el que en cada uno
experimenta el amor; El mismo es el que recibe ayuda cuando esto se hace a cada uno que sufre sin
excepción. El mismo está presente en quien sufre, porque su sufrimiento salvífico se ha abierto de
una vez para siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que sufren han sido llamados de una
vez para siempre a ser partícipes 'de los sufrimientos de Cristo' [1 Pe 4, 13]. Así como todos son
llamados a 'completar' con el propio sufrimiento 'lo que falta a los padecimientos de Cristo' [Col 1,
24]. Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a
quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento.
VIII. CONCLUSIÓN
31. Este es el sentido del sufrimiento, verdaderamente sobrenatural y a la vez humano. Es
sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también pro-
fundamente humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su
propia dignidad y su propia misión.
El sufrimiento, ciertamente, pertenece al misterio del hombre. Quizás no está rodeado, como
está el mismo hombre, por ese misterio que es particularmente impenetrable. El Concilio Vaticano
II ha expresado esta verdad: 'En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo encarnado. Porque Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de
su amor, manifiesta plenamente el hombre al hombre y le descubre la sublimidad de su vocación'
[Gaudium et spes, 22]. Si estas palabras se refieren a todo lo que contempla el misterio del hombre,
entonces ciertamente se refieren de modo muy particular al sufrimiento humano. Precisamente en
este punto el 'manifestar el hombre al hombre y descubrirle la sublimidad de su vocación' es parti-
cularmente indispensable. Sucede también -como lo prueba la experiencia- que esto es particular-
mente dramático. Pero cuando se realiza en plenitud y se convierte en luz para la vida humana, esto
es también particularmente alegre. 'Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la
muerte' [Ibid.].
Concluimos las presentes consideraciones sobre el sufrimiento en el año en el que la Iglesia
vive el Jubileo extraordinario relacionado con el aniversario de la Redención. El misterio de la re-
dención del mundo está arraigado en el sufrimiento de modo maravilloso, y éste a su vez encuentra
en ese misterio su supremo y más seguro punto de referencia. Deseamos vivir este Año de la Re-
dención unidos especialmente a todos los que sufren.
Es menester, pues que a la cruz del Calvario acudan idealmente todos los creyentes que sufren
en Cristo -especialmente cuantos sufren a causa de su fe en el Crucificado y Resucitado- para que el
ofrecimiento de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de la plegaria del mismo Salvador por la
unidad de todos [Cfr. Jn 17, 11.21-22]. Acudan también allí los hombres de buena voluntad, porque
en la cruz está el 'Redentor del hombre', el Varón de dolores, que ha asumido en sí mismo los su-
frimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan en-
contrar el sentido salvífico de su dolor y las respuestas válidas a todas sus preguntas.
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Con María, Madre de Cristo, que estaba junto a la Cruz [Cfr. Jn 19, 25], nos detenemos ante
todas las cruces del hombre de hoy. Invoquemos a todos los Santos que a lo largo de los siglos fue-
ron especialmente partícipes de los sufrimientos de Cristo. Pidámosles que nos sostengan. Y os
pedimos a todos los que sufrís que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos
que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia Y para la humanidad. En la terrible batalla entre las
fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo venza vuestro sufrimiento en
unión con la cruz de Cristo.
Joannes Paulus II