pippi calzaslargas_ todas las h - astrid lindgren

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Pippi

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Pipp ilotta Delicatessa Windowshade Mackrelm int nació, con

nueve años, en 1945. Huérfana de madre e hija del cap itán de

barco Efraín Calzaslargas, que fue el rey de los mares y hoy es

el rey de los caníbales, Pip p i es su hipocorístico. Pip p ilotta,

según el rey, era un nombre demasiado largo.

Si hubiera crecido, la habrían tachado de disfuncional, pero eso

la trae sin cuidado. Por ahora, podemos llamarla anarcoinfantil.

Y es que m ientras que su padre recorre mundo, ella vive sola, o,

más exactamente, vive con un caballo, un mono y ningún adulto a

la vista, cosa que le otorga muchísima liber tad. Ni siquiera tiene

que ir al colegio, aunque alguna vez se persone por allí.

Imaginativa (que nunca demasiado mentirosa), valiente (que no

lianta, incivil o temeraria), incorrup tible y leal, pero no siemp re

ecuánime, por for tuna Pipp i es más fuer te que cualquier policía

o bandido del mundo. Y, aunque tiene una p istola y una espada,

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suele administrar justicia con las manos. Porque siemp re hay

gente mala rondando por ahí, pero Pipp i, a sus nueve años, va

sobreviviéndolos a todos.

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Astrid Lindgren

Pippi CalzaslargasTodas las historias

ePub r1.0

Hechadellu via 26.04.14

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Título original: Pippi LangstrumpAstrid Lindgren, 1945Traducción: Blanca Ríos y Eulalia BoadaIlustraciones: Richard Kennedy

Editor digital: HechadelluviaePub base r1.1

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Introducción

Esta edición contiene tres tomos de lashistorias de Pippi: Pippi Calzaslargas(Pippi Langstrump, 1945); Pippi seembarca (Pippi Langstrump gaa ombord, 1955) y Pippi en los mares delsur (Pippi Langstrum i Sóderhavet,1956)

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Astrid Anna Emilia Ericsson nació enVimmerby, Suecia, en 1907. Segunda

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hija de Samuel August, granjero, yHanna Jonsson Ericsson, a los catorceaños ya estaba colaborando en elperiódico local. El embarazo de suprimer hijo, Lars, la obliga a abandonarel hogar familiar y mudarse a Estocolmoa los diecinueve años.

En 1931 se casa con Sture Lindgren,de quien toma el apellido con el queiban a conocerla cientos de millones delectores y televidentes, y en 1934 nacesu hija Karin. Es Karin la que le da ellarguísimo nombre al personaje dePippi, asegurándose así de que su madretuviera algo que contarle durante muchasnoches.

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Para el décimo cumpleaños deKarin, en 1944, Astrid recoge todas losrelatos que ha elaborado a partir de lapequeña protofeminista. Ese mismo añopublica su primer libro, Cartas deBritta Mar, en una editorial cuyacolección infantil también dirigirádurante décadas. Pero las historias dePippi no empezarán a ver la luz hasta elaño siguiente: son muchos los editores yexpertos que desaconsejan lapublicación de un libro tan irreverente,cuya protagonista encarna la subversióninfantil, con lo cual la autora parecerefrendar el antiautoritarismo y eldesmontaje de los valores de la

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pedagogía tradicional.En 1958, sin embargo, la literatura

acaba imponiéndose hasta en losreductos más conservadores: Pippi nosolo ha hecho reír y pensar a millonesde niños y adultos en más de sesentalenguas, para el horror de los censoresde todo el espectro político, sino queAstrid recibe el Premio Hans ChristianAndersen. De allí en adelante, sería casiexcesivo mencionar todos losreconocimientos que la autora tuvo envida.

Aunque conoció lainstrumentalización de la literaturainfantil, no dejó de escribir lo que,

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según dijo en una ocasión, sencillamentehabría entretenido a la niña que habíasido y que siguió siendo hasta 2002,cuando murió en su casa, en Estocolmo,mientras dormía.

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PIPPICALZASLARGAS

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PIPPI LLEGA AVILLA

MANGAPORHOMBRO

En los confines de una pequeña ciudadsueca había un viejo jardín abandonado.En el jardín había una vieja casa, y allívivía Pippi Calzaslargas. Tenía nueveaños y vivía completamente sola. Notenía padre ni madre, lo cual era unaventaja, pues así nadie la mandaba a lacama precisamente cuando más estaba

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divirtiéndose, ni la obligaba a tomaraceite de hígado de bacalao cuando leapetecían caramelos de menta.

Hubo un tiempo en que Pippi teníaun padre al que quería mucho.Naturalmente, también había tenido unamadre, pero de esto hacía tanto tiempoque ya no se acordaba.

La madre murió cuando Pippi eraaún una niñita que se pasaba el díaacostada en la cuna y lloraba de talmodo que nadie podía acercarse a ella.Pippi creía que su madre vivía ahoraallá arriba en el cielo, y que mirabahacia abajo por un agujero para ver a suhija. Pippi solía saludar con la mano a

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su madre y decirle:—No te preocupes por mí, que yo sé

cuidarme sólita.Pippi no había olvidado a su padre.

Este había sido capitán de barco y habíarecorrido todos los mares. Pippi habíanavegado con su padre hasta el día enque él se cayó al agua durante unatempestad y desapareció. Pero Pippiestaba completamente segura de que undía volvería, pues no podía creer que sehubiera ahogado. Estaba convencida deque había empezado a nadar y que habíaconseguido llegar a una isla llena decaníbales, que estos le habían nombradorey y que se pasaba el día con una

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corona de oro en la cabeza.—Mi madre es un ángel y mi padre

el rey de los caníbales. Pocos niñostienen padres así —solía decir Pippicon orgullo—. Y cuando mi padre puedaconstruirse un barco, vendrá por mí, yentonces yo seré la princesa de loscaníbales. ¡Qué bien voy a pasarlo!

Hacía muchos años que su padrehabía comprado la vieja casa del jardín,con la intención de vivir en ella conPippi cuando fuera viejo y ya no pudiesenavegar. Pero tuvo la desgracia decaerse al mar. Y entonces Pippi, queesperaba su regreso, se fue sin pérdidade tiempo a Villa Mangaporhombro,

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nombre de la casita de campo que, porcierto, estaba arreglada y limpia como sila esperase.

Una hermosa tarde de verano, Pippise despidió de todos los marineros delbarco de su padre. Los marinerosadoraban a Pippi, y Pippi quería muchoa los marineros.

—¡Adiós, amigos! —dijo Pippimientras los iba besando en la frente porriguroso turno—. No os preocupéis pormí, que yo sé cuidarme sólita.

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Recogió dos cosas del barco: unmonito llamado Señor Nelson, que lehabía regalado su padre, y una maletallena de monedas de oro. Los marinerospermanecieron de pie junto a la borda,mirando a Pippi hasta que la perdieronde vista. La niña siguió andando sinmirar atrás ni una sola vez, con el SeñorNelson sentado en el hombro y la maletaen la mano.

—¡Qué niña tan extraordinaria! —dijo uno de los marineros, enjugándoseuna lágrima, cuando Pippi desaparecióde su vista.

El marinero tenía razón: Pippi erauna niña extraordinaria. Y lo más

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extraordinario de ella era su fuerza. Eratan fuerte que no había en el mundoningún policía que fuera tan fuerte comoella. Si quería, podía levantar uncaballo. Y quería levantarlo.

Pippi se compró un caballo para ellasola con una de sus monedas de oro, elmismo día de su llegada a VillaMangaporhombro. Siempre habíasoñado con tener un caballo de supropiedad, y ya lo tenía. Vivía en elporche, pero cuando a Pippi se leantojaba tomar el té allí, lo levantaba envilo y lo sacaba al jardín.

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Junto a la casa de Pippi había otrojardín y otra casa. Allí vivían un padre,una madre y dos hijos muy guapos, unniño y una niña. El niño se llamabaTommy y la niña Annika. Además deguapos, eran buenos, educados yobedientes.

Tommy no se mordía nunca las uñasy siempre hacía lo que su madre leordenaba. Annika no se enfadaba cuandono podía salirse con la suya, y llevabasiempre vestidos de algodón muy bienplanchados que trataba de no ensuciar.

Tommy y Annika lo pasaban muybien jugando juntos en el jardín, peromás de una vez habían deseado tener un

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compañero de juegos, y en la época enque Pippi navegaba con su padre, seasomaban a veces a la valla del jardín yse decían el uno al otro:

—¡Lástima que nadie se mude a estacasa! ¡Ojalá vivieran unos padres quetuviesen niños!

Aquella hermosa tarde de verano enque Pippi cruzó por primera vez elumbral de Villa Mangaporhombro,Tommy y Annika no estaban en casa. Sehabían ido a pasar una semana con suabuela. Por eso no se enteraron de quealguien se había instalado en la casavecina, y el día después de su regreso,se pararon en la puerta del jardín,

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mirando a la calle, sin saber todavía quetenían muy cerca una compañera dejuegos.

Precisamente en el momento en quese preguntaban qué podrían hacer, y siles sucedería algo interesante aquel díao, por el contrario, sería uno de esosdías aburridos en que uno no sabe quéhacer, precisamente en ese instante, seabrió la puerta de VillaMangaporhombro y apareció una niña,la más extraña que Annika y Tommyhabían visto en la vida. Era PippiCalzaslargas, que se disponía a dar supaseo matinal. Su aspecto era elsiguiente:

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Su cabello tenía exactamente elcolor de las zanahorias y estabarecogido en dos trenzas que selevantaban en su cabeza, tiesas comopalos. La nariz tenía la misma forma queuna diminuta patata y estaba sembradade pecas. Su boca era grande y teníaunos dientes blancos y sanos. Su vestidoera verdaderamente singular. Ella mismase lo había confeccionado. Era de unamarillo muy bonito, pero como le habíafaltado tela, era demasiado corto, y pordebajo le asomaban unas calzas azulescon puntos blancos. En las piernas,largas y delgadas, llevaba un par demedias no menos largas, una negra y otra

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de color castaño. Calzaba unos zapatosnegros que eran exactamente el doble degrandes que sus pies. Su padre se loshabía comprado en América del Sur,teniendo en cuenta que los piececitos dela niña pudieran ir creciendo dentro deellos, y Pippi no quería ponerse otros.

Pero lo que más hizo abrir de par enpar los ojos a Tommy y a Annika fue elmono que iba sentado en el hombro deaquella niña desconocida. Era pequeñoy tenía un rabo larguísimo. Llevaba unospantalones azules, una chaqueta amarillay un sombrero de paja blanco.

Pippi echó a andar calle abajo, conun pie en el arroyo y el otro en el borde

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de la acera. Tommy y Annika lasiguieron con la vista hasta quedesapareció. Pronto volvió a aparecer,pero ahora andaba de espaldas: no habíaquerido tomarse la molestia de darmedia vuelta al emprender el regreso.Al llegar ante la verja del jardín deTommy y Annika se detuvo. Los doshermanos y Pippi se miraron en silencio.Al fin Tommy preguntó:

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—¿Por qué andas de espaldas?—¿Que por qué ando de espaldas?

—le repuso Pippi—. Estamos en un paíslibre, ¿no? ¿No puedo andar comoquiera? Y permitidme que os diga queen Egipto todo el mundo anda deespaldas, y a nadie le parece raro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntóTommy—. Porque tú no has estadonunca en Egipto, ¿verdad?

—¿Que si he estado en Egipto?Puedes apostar tus botas a que sí. Herecorrido todo el mundo y he visto cosasmucho más extrañas que gente andandode espaldas. No sé qué habríais dicho sime hubieseis visto andar con las manos,

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que es como anda la gente en Indochina.—¡Eso no es verdad! —exclamó

Tommy.Pippi se quedó pensativa un

momento.—Tienes razón —dijo tristemente

—: he mentido.—Mentir es feo —dijo Annika, que

por fin se atrevió a abrir la boca.—Sí, mentir es muy feo —admitió

Pippi, aún más triste—. Pero a veces loolvido, ¿sabes? No se puede pedir a unaniña que tiene una madre que es un ángely un padre que es el rey de loscaníbales, y que se ha pasado la vida enel mar, que diga siempre la verdad. Y a

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propósito —añadió con una sonrisa quele cubrió toda la cara pecosa—, puedoaseguraros que en Kenia no hay ni unasola persona que diga la verdad. Allí lagente se pasa el día entero, desde lassiete de la mañana hasta que se pone elsol, diciendo embustes. Por eso, si devez en cuando digo alguna mentira,tendréis que perdonarme: recordad quelo hago porque he vivido mucho tiempoen Kenia… Pero podemos ser amigos, apesar de todo, ¿verdad?

—¡Claro que sí! —exclamó Tommy,comprendiendo de pronto que aquel díano sería de los aburridos.

—Escuchad, ¿por qué no

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desayunamos en mi casa? —preguntóPippi.

—¡Bien pensado! —dijo Tommy—.¿Por qué no? ¡Hala, vamos!

—Sí, vamos —convino Annika.—Pero antes permitidme que os

presente al Señor Nelson —dijo Pippi.Y el mono se quitó el sombrero y

saludó cortésmente.

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Cruzaron la verja rota del jardín deVilla Mangaporhombro y subieron haciala casa por el sendero, entre dos hilerasde viejos árboles cubiertos de musgo,árboles excelentes para trepar por ellos.Al llegar al porche vieron el caballo,que estaba comiendo avena en unasopera.

—¿Por qué tienes un caballo en elporche? —preguntó Tommy. Todos loscaballos que conocía vivían en unacuadra.

—Bien —dijo Pippi pensativa—, enla cocina estorbaría y la sala no le gusta.

Tommy y Annika acariciaron alcaballo y entraron en la casa. En ella

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había una cocina, una sala y undormitorio. Pero parecía como si en elfin de semana Pippi hubiera olvidadolimpiar.

Tommy y Annika dirigieron unamirada escrutadora alrededor,preguntándose si estaría en algún rincónel rey de los caníbales. En su vidahabían visto un rey de esta clase. Perono vieron padre alguno, ni tampoconinguna madre, por lo que Annikapreguntó con cierta inquietud:

—¿Vives sola?—Ya veis que no. El Señor Nelson y

el caballo viven conmigo.—Bueno; pero ¿no están aquí tu

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padre ni tu madre?—No —contestó Pippi alegremente.—Entonces, ¿quién te dice que te

vayas a la cama y todas esas cosas?—Pues yo misma —repuso Pippi—.

La primera vez me lo digo amablemente;si no me hago caso, lo repito con másseveridad, y si continúo sin obedecerme,me doy una buena paliza.

Tommy y Annika no comprendierondel todo este sistema, pero se dijeronque quizá diera resultado. Entretanto,habían llegado a la cocina. Pippiexclamó:

—¡Vamos a freír tortas!Y sacó tres huevos y los arrojó al

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aire. Uno de ellos le cayó en la cabeza,se rompió y la yema le resbaló hasta losojos. Pero los otros dos cayeron y serompieron donde debían: en una taza.

—Siempre he oído decir que layema de huevo es buena para el cabello—dijo Pippi limpiándose los ojos—.Veréis lo deprisa que me crece ahora ylo fino que me queda. Por eso en Brasiltodo el mundo lleva huevo en la cabeza,y por eso no hay brasileños calvos.Hubo un anciano tan original que secomía los huevos en vez de untárselosen el cabello. Naturalmente, se quedócalvo. Y cuando salía a la calle, la gentese aglomeraba alrededor de él y tenía

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que acudir la policía.Mientras hablaba, Pippi iba sacando

cuidadosamente los trocitos de cáscaraque habían quedado en la taza. Luegodescolgó de la pared un cepillo de bañoy batió con él los huevos de tal modoque salpicó las paredes. Finalmenteechó el resto en una sartén que había enel hornillo. Cuando la torta se doró porun lado, la lanzó al aire, y la torta,dando una voltereta, volvió a caer en lasartén. Cuando estuvo terminada, laarrojó a través de la cocina, y fue aaterrizar en un plato que había sobre lamesa.

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—¡Comérosla antes de que se enfríe!—exclamó.

Tommy y Annika se la comieron y laencontraron exquisita. Después, Pippilos invitó a pasar a la sala. En ella nohabía más que un mueble: una cómodaenorme con infinidad de cajoncitos.Pippi fue abriéndolos uno por uno yenseñó a Tommy y a Annika todos lostesoros que guardaba en ellos. Habíaallí huevos de pájaros raros, conchas ypiedras maravillosas, preciosas cajitas,espejitos de plata y collares de perlas, yotras muchas cosas, todo ello compradopor Pippi y su padre en sus viajes por elmundo. Pippi entregó un regalo a cada

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uno de sus nuevos camaradas, comorecuerdo. A Tommy le dio uncortaplumas con un brillante mango denácar, y a Annika una cajita con la tapacubierta de conchas rosas. Dentro de lacajita había una sortija con una piedraverde.

—Si os marcháis ahora a vuestracasa —dijo Pippi—, podréis volvermañana. Si no os fuerais, no podríaisvolver, y eso sería una pena.

Tommy y Annika lo creyeron asítambién y decidieron volver a su casa.Pasaron junto al caballo, que se habíacomido hasta el último grano de avena, ycruzaron la verja del jardín. El Señor

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Nelson, al verlos pasar, se quitó elsombrero.

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PIPPI ES UNAENCUENTRACOSAS,

Y SE PELEA CONCINCO CHICOS

Annika se despertó aquella mañana mástemprano que de costumbre. Saltó de lacama y corrió hacia la de Tommy.

—¡Despierta, Tommy! ¡Despierta!—le gritó tirándole de un brazo—.Vamos a ver a esa niña de zapatosgrandes que tiene tanta gracia.

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Tommy se despertó inmediatamente.—Cuando me dormí, sabía que hoy

iba a pasar algo divertido, pero no sabíaqué.

Los dos pasaron al cuarto de baño,se lavaron y se cepillaron los dientesmás deprisa que de costumbre. Sevistieron alegre y rápidamente y, unahora antes de lo que su madre esperaba,bajaron al comedor deslizándose por labaranda de la escalera y aterrizandoexactamente ante la mesa del desayuno,donde se sentaron, pidiendo a gritos queles sirvieran el chocolate.

—¿Qué tramáis? —preguntó sumadre—. ¿Por qué tenéis tanta prisa?

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—Es que vamos a ver a esa niña queacaba de llegar a la casa de al lado —contestó Tommy.

—Quizá pasemos todo el día conella —dijo Annika.

Aquella mañana, Pippi estaba muyocupada en la elaboración de pastas dejengibre. Había hecho un enorme montónde masa y la había extendido en el suelode la cocina.

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—¿Tienes idea de lo grande quedebe ser una bandeja de horno parapoder cocer al menos quinientas pastas?—decía la niña a su mono.

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Estaba echada de bruces en el sueloy cortaba las pastas de formas muydivertidas, poniendo tanto interés en latarea como si de ella dependiera suvida.

—¡Haz el favor de no pisar la masa,Señor Nelson! —gruñó.

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Y justo en ese momento sonó eltimbre.

Pippi corrió a la puerta y abrió.Estaba blanca de arriba abajo como unmolinero, y al estrechar las manos aTommy y a Annika, se vieron envueltos

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por una nube de harina.—¡Cuánto os agradezco que hayáis

venido a verme! —dijo Pippisacudiendo su delantal, con lo quelevantó una segunda nube de harina.

Tommy y Annika respiraron tantaharina que empezaron a toser.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóTommy.

—Pues verás —repuso Pippi—. Sidigo que estoy limpiando la chimenea nome vas a creer, de tan listo que eres.Estoy haciendo pastas. Pero prontoterminaré. Mientras, podéis sentaros enesa caja de madera.

Pippi trabajaba con gran rapidez.

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Tommy y Annika, sentados en la caja demadera, observaban cómo recortaba lamasa, echaba las pastas en las bandejasy luego arrojaba las bandejas al interiordel homo. Era como estar en el cine.

—¡Se acabó! —exclamó Pippicerrando enérgicamente la puerta delhorno tras meter la última bandeja.

—¿Qué podríamos hacer ahora? —preguntó Tommy.

—No sé lo que haréis vosotros —dijo Pippi—, pero, en cuanto a mí, novoy a estar holgazaneando. Soy unaencuentracosas y, naturalmente, no tengoni un minuto libre.

—¿Qué has dicho que eres? —

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preguntó Annika.—Una encuentracosas.—Y ¿qué es eso? —preguntó

Tommy.—Pues una persona que encuentra

cosas. ¿Qué, si no? —repuso Pippimientras barría y amontonaba la harinaesparcida por el suelo—. El mundo estálleno de cosas, y es realmente necesarioque alguien las encuentre. Y eso es loque hacen los encuentracosas.

—¿Qué clase de cosas? —preguntóAnnika.

—Oh, de todo tipo —repuso Pippi—: pepitas de oro, plumas de avestruz,ratones muertos, bombones, tuercas y

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cosas así.A Tommy y a Annika les pareció

divertido y decidieron serencuentracosas desde aquel mismomomento, pero Tommy dijo queesperaba encontrar una pepita de oro yno solo una simple tuerca.

—Ya veremos —dijo Pippi—.Siempre se encuentra algo. Perotendremos que darnos prisa, no sea quese nos adelanten otros encuentracosas yse lleven las pepitas de oro que hay poraquí.

Los tres encuentracosas se pusieronen camino. Les pareció que lo mejorsería empezar a buscar cerca de las

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casas del vecindario, porque, según dijoPippi, aunque también en lo másprofundo de los bosques se encontrabantuercas, las mejores estaban cerca de loslugares habitados.

—Pero de todos modos —añadió—,también me ha pasado lo contrario.Recuerdo una vez que iba yo buscandocosas por las selvas de Borneo, cuando,en medio de la selva, allí donde jamáshabía dejado su huella el pie delhombre, ¿qué creéis que encontré? ¡Unahermosa pierna de madera! Luego se laregalé a un anciano que solo tenía unapierna, y me dijo que ni con dinerohabría podido conseguir una pierna de

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madera tan magnífica.Tommy y Annika observaban a Pippi

para ver cómo operaban losencuentracosas.

Pippi corría de un lado de la calle aotro, con una mano en la frente a modode visera, y buscaba, buscaba…

De tanto en tanto se arrodillaba,metía la mano entre las tablas de unaverja y exclamaba decepcionada:

—¡Qué raro! Estoy segura de habervisto una pepita de oro.

—¿Se puede coger siempre lo que seencuentra? —preguntó Annika.

—Sí, todo lo que está en el suelo —contestó Pippi.

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Un poco más lejos vieron un ancianoque dormía sobre el césped, ante sucasa.

—Eso está en el suelo y nos lohemos encontrado nosotros. ¡Vamos acogerlo! —dijo Pippi.

Tommy y Annika se asustaronterriblemente.

—¡No, Pippi, no! No debemos cogera una persona —dijo Tommy—.Además, ¿qué haríamos con él?

—¿Qué haríamos con él? Puespodríamos utilizarlo para muchas cosas.Podríamos meterlo en una jaula paraconejos en lugar de un conejo yalimentarlo con hojas de diente de león.

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Pero si no os parece bien, lo dejaremos.Aunque me daría pena que se lo llevaseotro encuentracosas.

Siguieron adelante. De pronto Pippilanzó un grito.

—¡Mirad! —exclamó cogiendo delsuelo una vieja lata oxidada—. ¡Nuncahabía visto nada semejante! ¡Quéhallazgo! Las latas de hojalata siempresirven para algo.

Tommy miró la lata con ciertadesconfianza y preguntó:

—¿Para qué puede servirnos?—Para montones de cosas. Por

ejemplo, para guardar pasteles.Entonces será una estupenda «lata de

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pasteles» y si no guardamos pasteles,será una «lata sin pasteles», que ya nonos parecerá tan bonita, pero quetampoco estará mal.

Examinó la lata, que estaba muyoxidada y además tenía un agujero en elfondo.

—Me parece que esa será una «latasin pasteles», —dijo, pensativa—. Perotambién te la puedes poner en la cabezay jugar a que es de noche.

Y eso fue lo que hizo. Se paseó porel barrio con la lata en la cabeza, demodo que parecía una diminuta torre conel tejado de hojalata, y no se detuvohasta que tropezó con una alambrada y

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se cayó de bruces. Cuando la lata golpeóel suelo, armó un terrible estrépito.

—¿Veis? —dijo quitándosela de lacabeza—. Si no la hubiese llevado

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puesta, me habría golpeado en la cara yse me habría amoratado.

—Sí —replicó Annika—, pero si nohubieses llevado la lata en la cabeza, nohabrías tropezado con la alambrada.

Aún no había terminado Annika dehablar, cuando otra exclamación salióde los labios de Pippi, que mostraba congesto triunfal un carrete de hilo vacío.

—Me parece que hoy es mi día de lasuerte —dijo—. Es un carrete estupendopara hacer pompas de jabón o parallevarlo en el cuello, colgando de unhilo. Me voy a casa a probarlo.

En ese momento se abrió la puertade un jardín y salió un niño corriendo.

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Parecía asustado y no era de extrañar,pues otros cinco niños lo perseguían decerca. Pronto le dieron alcance, loacorralaron contra la alambrada y loatacaron. Los cinco a la vez empezarona golpearlo. La víctima lloraba eintentaba protegerse el rostro con losbrazos.

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—¡A él, compañeros! —gritó elmayor y más fuerte de los muchachos—.¡Así no osará volver a pisar esta calle!

¡Mirad! —exclamó Annika—. Le

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están pegando a Willie. ¿Cómo puedenser tan malos?

Es ese bruto de Bengt —dijo Tommy—. Siempre está metido en peleas.¡Cinco contra uno! ¡Qué cobardes!

Pippi se acercó al grupo y dio ungolpecito con el dedo en la espalda deBengt.

—Oye, tú, ¿queréis hacerle puré,golpeándole los cinco a la vez?

Bengt se volvió y vio a una niña a laque no había visto nunca, una niñaabsolutamente desconocida que seatrevía a desafiarle. Al principio, de tansorprendido que estaba, se limitó amirarla; luego, una expresión de

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desprecio apareció en su rostro.—¡Muchachos! —exclamó—.

¡Dejad en paz a Willie y fijaos en estaniña! ¡Seguro que jamás habéis vistonada igual!

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Se dio una palmada en la rodilla y seechó a reír. E inmediatamente rodearona Pippi, todos menos Willie, que,

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prudentemente y secándose las lágrimas,fue a colocarse al lado de Tommy.

—¿Habéis visto alguna vez unospelos como estos? ¡Son como unahoguera en llamas! ¡Y qué zapatos!¿Podrías prestarme uno? Me gustaría iren barca y no tengo.

Entonces cogió una trenza de Pippi,y la soltó enseguida exclamando:

—¡Huy, cómo quema!Los cinco chicos que rodeaban a

Pippi empezaron a gritar, mientrassaltaban a la pata coja:

—¡Cabeza de zanahoria, cabeza dezanahoria!

Pippi permanecía en pie en medio

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del corro, sonriendo amablemente.Bengt había creído que se enfadaría oque se echaría a llorar. O por lo menos,que se asustaría. Pero como no hizonada de eso, le dio un empujón.

—No eres muy amable con lasdamas —le dijo Pippi.

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Y lo levantó muy arriba con susfuertes brazos, lo llevó hasta un abedulcercano y lo dejó colgado en una rama.Después cogió a otro chico del grupo ylo colgó en otra rama; al tercero lo sentóen un alto pilar que había ante la puertade la casa, y al cuarto lo lanzó porencima de la verja, de modo que vino acaer sentado entre las flores del jardín.Al último lo introdujo en un carrito dejuguete que había por allí. Entonces,Pippi, Tommy, Annika y Williecontemplaron a los cinco muchachos,que permanecían mudos de asombro.

Al fin dijo Pippi:—¡Sois unos cobardes! ¡Cinco

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contra uno! ¡Cobardes, más quecobardes! Y, no contentos con eso,maltratáis a una pobre niña indefensa.¡Qué vergüenza! Anda, vámonos a casa—dijo a Tommy y Annika. Y advirtió aWillie—: Si intentan pegarte otra vez,no tienes más que decírmelo.

Luego se encaró con Bengt, que sehabía sentado en la rama y no se atrevíani siquiera a moverse.

—Si tienes algo más que decir de mipelo o de mis zapatos, te agradeceré quelo digas ahora, antes de que me vaya.

Pero Bengt no tenía nada más quedecir de los zapatos ni del pelo dePippi, de modo que esta echó a andar

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con la caja oxidada en una mano y elcarrete vacío en la otra, seguida deTommy y Annika.

Al llegar al jardín de su casa, Pippiexclamó:

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—¡Qué lástima, chicos! Yo heencontrado dos cosas magníficas yvosotros no habéis encontradoabsolutamente nada. Tenéis que buscarun poco más. Tommy, ¿por qué no leechas un vistazo a ese viejo árbol? Losárboles viejos suelen ser los mejoressitios para los encuentracosas.

Tommy dijo que no creía que ni él niAnnika pudieran encontrar nunca nada.Sin embargo, para complacer a Pippi,introdujo la mano en una cavidad quehabía en el tronco.

—¡Oh! —exclamó en el colmo de lasorpresa, al tiempo que sacaba la mano,con la que sujetaba un precioso

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cuaderno de notas con las tapas de piel yun estuche con una pluma de plata—. ¡Esincreíble!

¿Lo ves? —dijo Pippi—. No haynada mejor que ser encuentracosas. Loraro es que sean tan pocos los que sededican a este trabajo. Abundan loscarpinteros, los zapateros, losdeshollinadores; pero apenas hayencuentracosas. Por lo visto, es unoficio que no gusta.

Y dijo a Annika:—¿Por qué no vas a buscar en aquel

tronco hueco? Siempre suele haber algoen esos troncos.

Annika introdujo la mano en el

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tronco, y al punto sacó un collar de coralrojo. Tanto ella como Tommy sequedaron boquiabiertos y decidieronque, a partir de entonces, seríanencuentracosas todos los días.

Pippi había estado levantada hastamedianoche, jugando a la pelota, y ahorade pronto sintió sueño.

—Creo que me voy a echar un rato—dijo—. ¿Queréis entrar conmigo paraarroparme?

Mientras se quitaba los zapatos,sentada en el borde de la cama, Pippimiró pensativa a sus amigos y dijo:

—Ese tonto de Bengt ha dicho quequería ir a dar una vuelta en barca. —Y,

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tras lanzar un despectivo bostezo,añadió—: Ya le enseñaré yo a remar,pero otro día.

—Dime, Pippi —dijo Tommy—,¿por qué llevas esos zapatos tangrandes?

—Pues para poder mover bien losdedos de los pies —respondió,acostándose.

Siempre dormía con los pies sobrela almohada y la cabeza debajo de lassábanas.

—Así es como duermen enGuatemala —aseguró—. Es la mejorpostura para dormir. Así puedo moverlos dedos de los pies incluso cuando

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duermo.De pronto preguntó:—¿Vosotros podéis dormir sin que

os canten una nana? Yo cuando meacuesto tengo que cantarme un poco, sino no puedo pegar ojo.

Tommy y Annika oyeron una especiede zumbido que salía de debajo de lassábanas. Era Pippi que se estabacantando la nana. Echaron a andar haciala puerta, de puntillas para no hacerruido. Al llegar a la puerta, se volvierony dirigieron una última mirada a lacama. Solo vieron los pies de Pippisobre la almohada. Allí estaban,moviendo los dedos con energía.

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Tommy y Annika corrieron hacia sucasa. Annika apretaba el collar de coralcon mucha fuerza.

—Sí que es raro —dijo—. Oye,Tommy, ¿no crees que Pippi debe dehaber puesto estas cosas donde estaban,para que las encontrásemos?

—¡Quién sabe! Tratándose de Pippi,no puede estar uno seguro de nada.

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PIPPI JUEGA ALESCONDITE CON

LA POLICÍA

Pronto todo el pueblo supo que una niñade nueve años vivía sola en VillaMangaporhombro. Madres y padresmovían la cabeza y todos opinaban queaquello no estaba bien. Lo natural eraque todos los niños tuviesen a alguienque les dijera lo que tenían que hacer.Además, tenían que ir a la escuela para

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aprender la tabla de multiplicar. Por esodecidieron que la niña de VillaMangaporhombro ingresara sin pérdidade tiempo en un hogar infantil.

Una hermosa tarde, Pippi invitó aTommy y a Annika a tomar un té conpastas de jengibre en su casa. La niña lodispuso todo sobre los escalones delpórtico. Allí daba el sol de pleno y seestaba muy bien. Las flores del jardíndespedían un aroma delicioso. El SeñorNelson saltaba del suelo a labalaustrada del soportal y de labalaustrada al suelo, y el caballoalargaba de vez en cuando el cuello paraver si le daban alguna pasta.

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—¡Qué bello es vivir! —dijo Pippiestirando las piernas cuanto pudo.

En ese preciso momento, dospolicías de uniforme cruzaron la puertadel jardín.

—¡Oh! —exclamó Pippi—. Hoytambién voy a estar de suerte. La policíaes lo mejor del mundo, aparte de lasfresas con crema.

Y se fue al encuentro de la pareja deguardias con el rostro radiante defelicidad.

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—¿Eres tú la niña que vive sola enesta casa? —le preguntó uno de los

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agentes.—No —contestó Pippi—. Soy una

tía suya muy pequeña, y vivo en untercer piso en el otro extremo de laciudad.

Dijo esto porque tenía ganas debromear, pero a los guardias no les hizogracia la broma. Le dijeron que no se lasdiera de lista, y le anunciaron queciertas personas caritativas de la ciudadhabían decidido que ingresara en unhogar infantil, y que ya lo tenían todoarreglado.

—¡Pero si yo vivo ya en un hogarinfantil! —dijo Pippi.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó uno de los

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policías—. ¿Qué hogar infantil es ese?—Este —dijo Pippi con orgullo—.

Soy una niña y este es mi hogar. No viveen él ninguna persona mayor; por tanto,esto es un hogar infantil.

—Oye, niña —dijo el policía riendo—, no nos has comprendido. Tendrásque ir a una institución legalmenteorganizada, donde hay personas quecuidarán de ti.

—¿Se pueden llevar caballos a esaestatución? —preguntó Pippi.

—¡De ningún modo! —repuso elagente.

—Lo suponía —dijo Pippi, apenada—. Bueno, ¿y monos?

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—Tampoco. Estas cosas deberíassaberlas.

—Bien —dijo Pippi. Y añadió—:Entonces, tendrán ustedes que buscar enotra parte los chicos para su estatución,porque yo no pienso ir.

—Pero oye, ¿no comprendes quetienes que ir al colegio?

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—¿Para qué?—¿Para qué ha de ser? Para que

aprendas.—¿Para que aprenda qué?

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—Pues muchas cosas útiles; la tablade multiplicar, por ejemplo.

—Yo me las he arreglado bastantebien durante nueve años sin esa tablaque usted dice —replicó Pippi—. Portanto, supongo que podré seguirviviendo sin ella.

—Te equivocas. No puedesimaginarte lo desagradable que teresultaría el día de mañana ser unaignorante. Figúrate, por ejemplo, lavergüenza que pasarías si alguien tepreguntara, cuando seas ya mayor, cuáles la capital de Portugal y tú no pudierasresponder.

—¡Claro que podría! —replicó

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Pippi— Respondería que, si tantointerés tenían en saber cuál era esacapital, escribiesen a Portugalpreguntándolo.

—Sí, pero ¿no te parece que tedisgustaría no saberlo?

—Quizá —dijo Pippi—. Y creo queincluso me despertaría por las noches yestaría un buen rato pensando: «¿Cuálserá esa endiablada capital dePortugal?». Pero no se puede estarsiempre de broma. Sepan ustedes que yohe estado en Lisboa con mi padre.

Esto último lo dijo con la cabezahacia abajo y los pies hacia arriba, puessabía hablar en esta posición.

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Pero entonces uno de los policíasdijo a Pippi que estaba muy equivocadasi creía que podría hacer siempre lo quese le antojase; que iría al hogar infantil,y enseguida. Se acercó a ella y la cogióde un brazo. Pero Pippi se escabulló y,dándole un golpecito con el dedo, ledijo:

—¡Tú pagas!Y, en un abrir y cerrar de ojos,

empezó a subir por uno de los pilaresdel pórtico. Unos cuantos movimientosle bastaron para llegar a la terraza quehabía sobre los pilares. Los policías,que no estaban dispuestos a gatear,entraron corriendo en la casa y subieron

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al primer piso. Pero cuando salieron a laterraza, Pippi se hallaba ya a mediocamino del tejado. Una vez en él, trepópor las tejas con movimientos parecidosa los de un mono y, en un instante, llegóa la cima del tejado. Entonces, con lamayor facilidad y de un ágil salto, ganóla cúspide de la chimenea. Abajo, en laterraza, los dos policías se tiraban delos pelos, como suele decirse, y másabajo, en el jardín, Annika y Tommycontemplaban con admiración a suamiga.

—¡Qué divertido es jugar alescondite! —exclamó Pippi—. ¡Ycuánto les agradezco que hayan venido!

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Hoy también es mi día de suerte, nocabe duda.

Los policías, después de permanecerpensativos un instante, fueron en buscade una escalera, la apoyaron en el alerodel tejado y subieron, uno detrás delotro, con la intención de bajar a Pippi.Pero, al trepar a lo más alto del tejado ylanzarse en persecución de la niña,empezaron a mostrarse vacilantes ytemerosos.

—¡No se asusten! —dijo Pippi—.No hay peligro alguno. Además, es muydivertido.

Cuando estaban ya a dos pasos dePippi, esta bajó de un salto de la

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chimenea y, riendo de buena gana,corrió a lo largo del lomo del tejado ybajó por el lado opuesto.

A unos metros de la casa había unárbol.

—¡Voy a zambullirme! —gritóPippi.

Y saltó a la verde copa del árbol, seasió a una rama, estuvo meciéndose unosinstantes y se dejó caer al suelo.

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Luego cogió la escalera y corrió conella al otro lado de la casa.

Los policías se quedaron perplejosal ver saltar a Pippi, y más perplejosaún al advertir el camino que tenían querecorrer por el tejado para llegar a la

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escalera. Primero se enfurecieron yempezaron a gritarle a Pippi, que losmiraba desde abajo, que si no lesacercaba la escalera, se acordaría deellos.

—¿Por qué están ustedes tanenfadados? —les reprochó Pippi—.Estamos jugando al escondite. Por tanto,todos debemos tratarnos como buenosamigos.

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Los policías se quedaron pensativos.Al fin, uno de ellos dijo amablemente:

—Tienes razón, hijita. Anda, tráenosla escalera para que podamos bajar.

—Enseguida la traigo —dijo Pippi.Y, cuando lo hubo hecho, añadióalegremente—: Ahora podemos tomar elté y pasar un ratito agradable todos

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juntos.Pero los policías no habían sido

sinceros, pues, tan pronto comoestuvieron abajo, se arrojaron sobrePippi, gritando:

—¡Ahora sabrás lo que es bueno,maleducada!

Pero entonces dijo Pippi:

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—No, no puedo perder más tiempojugando, aunque reconozco que es muydivertido.

Y, cogiéndolos firmemente por loscinturones, los llevó a través del jardínhasta la puerta que daba a la carretera.Una vez allí, los dejó en el suelo, y allíse quedaron un buen rato los dosagentes, paralizados de asombro.

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—¡Esperen un momento! —dijoPippi.

Corrió a la cocina y regresó con dospastas de jengibre en forma de corazón.

—Tengan. Una para cada uno. Nocreo que importe gran cosa que estén unpoco quemadas.

Entonces fue a reunirse con Tommy

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y Annika, que presenciaban la escenallenos de admiración.

Y los policías se fueron corriendo ala ciudad, a decir a todas las madres ytodos los padres caritativos que Pippino era una niña para estar en un hogarinfantil. De su excursión por el tejado nodijeron nada. Todos estuvieron deacuerdo en que lo mejor sería dejar aPippi en Villa Mangaporhombro. Y sialgún día se le antojaba ir a la escuela,que se las apañara ella misma.

Pippi, Tommy y Annika pasaron unatarde deliciosa. Continuaron lainterrumpida merienda, y Pippi se comiócuarenta pastas de jengibre.

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—Esos policías no eran de losbuenos. Decían demasiadas tonterías:hogares infantiles, Lisboa, tablas de nosé qué —dijo Pippi.

Después sacó en vilo al caballo ylos tres montaron en él. Al principio,Annika tenía miedo y no quería montar,pero, al ver lo mucho que se divertíanPippi y Tommy, pidió a su amiga que lalevantara y la sentase con ellos.

El caballo recorrió al trote todo eljardín, al que dio varias vueltas,mientras Tommy cantaba: «¡Ya vienenlos suecos con gran alboroto!».

Aquella noche, al acostarse Annika yTommy, este dijo:

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—Annika, ¿no estás encantada deque haya venido Pippi?

—¡Claro que lo estoy! —repuso laniña.

—¿A qué jugábamos antes de queviniera ella? No me acuerdo, ¿y tú?

—Jugábamos al croquet y a otrascosas por el estilo —dijo Annika—.Pero nos divertimos muchísimo másahora, con Pippi, su caballo y su mono.

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PIPPI EN ELCOLEGIO

Como es natural, Tommy y Annika ibanal colegio. Todas las mañanas, a eso delas ocho, salían de su casa, cogidos dela mano, con la cartera debajo del brazoy todavía medio dormidos.

A veces veían a Pippi, que a esashoras estaba dando un paseo a caballo, oponiendo al Señor Nelson su diminutotraje, o haciendo sus ejerciciosgimnásticos, que consistían en estar unos

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instantes de pie, muy tiesa, y, acontinuación, dar cuarenta y tres saltosmortales seguidos.

Después se sentaba en la mesa de lacocina para saborear un bocadillo dequeso y una buena taza de café.

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Tommy y Annika, al pasar, de mala

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gana, camino del colegio, miraban conenvidia la casa vecina. Habrían dadocualquier cosa por quedarse a jugar conPippi. Si ella hubiese ido también alcolegio, la cosa habría cambiado mucho.

—Figúrate lo que nos divertiríamoscuando volviéramos del colegio los tres—dijo Tommy.

—Y también a la ida —añadióAnnika.

Cuanto más lo pensaban, máslamentaban que Pippi no fuera alcolegio. Al fin decidieron intentarconvencerla.

—No puedes imaginarte losimpática que es la profesora —dijo

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Tommy astutamente, una tarde en queAnnika y él habían ido a casa de Pippidespués de hacer los deberes.

—Si supieras lo divertido que es elcolegio… —añadió Annika, como quienno da importancia a la cosa—. Mevolvería loca de pena si no pudiera ir.

Pippi, sentada en una silla, se lavabalos pies en una cubeta. No decía nada;se limitaba a mover velozmente losdedos de los pies, llenando desalpicaduras el suelo.

—Además, no hay que estar allímucho tiempo —advirtió Tommy—:solo hasta las dos.

—Y tenemos vacaciones en

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Navidad, vacaciones en Pascua yvacaciones en verano.

Pippi se mordisqueó, pensativa, eldedo gordo de un pie, pero no dijo nada.De pronto, sin pensarlo, vació la cubetaen el suelo de la cocina, y los pantalonesdel Señor Nelson, que estaba a su lado,bien sentadito y jugando con un espejo,quedaron empapados como una esponja.

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—¡No hay derecho! —dijo Pippicon el ceño fruncido y sin advertir lacontrariedad que la mojadura habíaproducido al Señor Nelson—. Es unaverdadera injusticia y no lo consentiré.

—¿Qué es lo que no consentirás? —preguntó Tommy.

—Dentro de cuatro meses seráNavidad; vosotros tendréis vacaciones,y yo… —la voz de Pippi estabaimpregnada de tristeza—, yo no tendrévacaciones de Navidad, ni nada que seles parezca… ¡Esto no puede ser!Mañana mismo empezaré a ir al colegio.

Annika y Tommy aplaudieron,alborozados.

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—¡Viva, viva! Mañana, a las ocho,estaremos aquí delante, esperándote.

—No, no —dijo Pippi—. El primerdía no iré tan temprano. Además, meparece que iré a caballo.

Así lo hizo. Exactamente a las diezde la mañana siguiente, sacó en vilo alcaballo, que, como siempre, estaba en elporche, y, momentos después, elvecindario se asomaba a las ventanaspara ver qué caballo era el que se habíadesbocado, es decir, el que ellos creíanque se había desbocado.

Pues el caballo de Pippi no se habíadesbocado. Era solo que Pippi queríallegar cuanto antes al colegio. A galope

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tendido entró en el patio de la escuela,saltó del caballo, lo ató y, acto seguido,abrió la ventana de la clase, con uncrujido tan espantoso que hizo saltar ensus asientos a Tommy, a Annika y atodos los demás alumnos.

—¡Hola! —gritó Pippi saludando

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con su gran sombrero—. ¿Llego atiempo para las pultificaciones?

Tommy y Annika habían anunciado ala profesora que iba a llegar una nuevaalumna llamada Pippi Calzaslargas. Laprofesora había oído hablar de Pippi ala gente del pueblo, y, como era muyamable y simpática, decidió hacercuanto fuera necesario para que Pippi sesintiera en el colegio como en su propiacasa.

Pippi se dejó caer en el primerasiento que encontró libre, sin que nadiela hubiera invitado a sentarse; pero laprofesora no hizo caso de sus toscosmodales y le dijo cariñosamente:

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—Bienvenida a la escuela, Pippi.Deseo que estés a gusto aquí y queaprendas mucho.

—Estoy segura de que aprenderé. Ysupongo que tendré vacaciones porNavidad, pues he venido por eso. ¡Lajusticia ante todo!

—Si quieres darme tu nombre y tusapellidos, te matricularé —dijo laprofesora.

—Me llamo Pippilotta DelicatessaWindowshade Mackrelmint y soy hijadel capitán de barco EfraínCalzaslargas, que fue el rey de los maresy hoy es el rey de los caníbales. Pippi esla abreviatura de Pippilotta, nombre

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que, según mi padre, resultabademasiado largo.

—Tu padre tenía razón —dijo laprofesora—. Bien, pues tambiénnosotros te llamaremos Pippi… Ahoraconviene que te haga un pequeño examenpara ver qué es lo que sabes. Supongoque sabrás bastante, pues ya eres unaniña mayor. Empecemos por la

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aritmética. ¿Puedes decirme cuántos sonsiete y cinco?

Pippi se quedó sorprendida ycontrariada a la vez. Al fin contestó:

—Si tú no lo sabes, no esperes quete lo diga yo.

Todos los alumnos miraron a Pippicon una expresión de horror. Laprofesora le dijo que en la escuela no secontestaba así, y que a la profesora nose le hablaba de tú, sino de usted.

—Lo siento mucho —se excusóPippi— No lo sabía. No lo volveré ahacer.

—Eso espero —dijo la profesora—.Y ahora te diré que siete y cinco son

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doce.—¡Ah! —exclamó Pippi—. ¿Conque

lo sabías? Entonces, ¿por qué me lo haspreguntado? ¡Oh! ¡Qué cabezota soy!¡Ya he vuelto a tutearla! Perdóneme.

Y Pippi se dio un fuerte pellizco enuna oreja.

La profesora decidió no dar ningunaimportancia a la cosa.

—Ahora dime: ¿cuántos te pareceque son ocho y cuatro?

—Pues… alrededor de sesenta ysiete.

—No —rectificó la profesora—;ocho y cuatro son doce.

—¡Eh, eh, buena mujer! ¡Esto ya es

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demasiado! Usted misma ha dicho haceun momento que doce eran siete y cinco,y no ocho y cuatro. Hay que tener unpoco de formalidad, y más aún en unaescuela. Si sabes tanto de esas cosas,¿por qué no te vas a un rincón a contar ynos dejas tranquilos a nosotros, para quepodamos jugar al escondite? ¡Oh,perdone! ¡Otra vez la he tuteado!

Pippi estaba sinceramenteconsternada. Continuó:

Le suplico que me vuelva aperdonar. Ya verá como es la últimavez.

La profesora le dijo que laperdonaba; pero juzgó que no era

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conveniente seguir enseñando aritméticaa Pippi y empezó a preguntar a losdemás niños.

—Tommy, a ver si contestas a estapregunta: si Lisa tiene siete manzanas yAxel nueve, ¿cuántas manzanas tendránentre los dos?

—¡Anda, Tommy, contesta! —intervino Pippi—. Y, al mismo tiempo,responde a esta otra pregunta: si a Lisale duele el estómago una vez y a Axel leduele varias veces, ¿quién es el culpabley de dónde han cogido las manzanas?

La profesora fingió no haberla oídoy se volvió hacia Annika.

—Y ahora, Annika, este problema

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para ti: Gustavo fue de excursión contodos los alumnos de su colegio; al salirtenía once monedas de diez céntimos, yal regresar, siete. ¿Cuántas monedashabía gastado?

—También a mí me gustaría saberlo—dijo Pippi—. Además, quisiera saberpor qué era tan despilfarrador, y si segastó el dinero en cerveza, y si se habíalavado las orejas por detrás antes desalir de casa.

La profesora decidió dar porterminada la clase de aritmética. Se dijoque a Pippi quizá le interesaría másaprender a leer. Y sacó un cuadro en elque se veía una islita preciosa, de color

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verde y rodeada de un mar azul.Suspendida sobre la isla había una «i».

—¡Qué cosa tan rara! —exclamóPippi—. Esa letra es una rayita sobre laque ha soltado algo una mosca. Megustaría saber qué tienen que ver lasislas con lo que sueltan las moscas.

La profesora sacó otro cuadro querepresentaba una serpiente enroscada.Explicó a Pippi que la letra que habíasobre la serpiente era la «s».

—¡A propósito! —exclamó Pippi—.Nunca podré olvidar una lucha quesostuve con una serpiente gigante en laIndia.

Era lo más horrible que os podáis

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imaginar. Medía más de doce metros y amal genio no le ganaba una abejafuriosa. Todos los días se comía cincoindios ya maduros y dos niños de postre.Un día intentó comérseme a mí y se meechó encima. Pero yo le dije: «Heaprendido muchas cosas en el mar». Yle di varios golpes en la cabeza… ¡Pam,pam! Ella empezó a silbar: «¡Psiiiiii!».Yo volví a golpearla: ¡pam, pam! Y semurió… ¿De modo que esa letra es la«s»? ¡Qué interesante!

Pippi hubo de detenerse para tomaraliento. La profesora, que ya empezaba aconsiderarla como una niña escandalosay molesta, decidió dedicar un rato al

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dibujo. Pippi estaría sentada y quietamientras dibujaba. Creyéndolo así, laprofesora repartió hojas de papel ylápices entre los alumnos.

—Podéis dibujar lo que queráis —les dijo.

Y, sentándose a su mesa, empezó acorregir cuadernos. Un momentodespués levantó la cabeza para echaruna ojeada a los alumnos. Todos, desdesus asientos, miraban a Pippi, que estabaechada sobre el pupitre y dibujaba congran alegría.

—¡Pero, Pippi! —exclamó laprofesora, empezando a perder lapaciencia—. ¿Por qué no dibujas en el

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papel?—Hace tiempo que no dibujo en

papeles. No hay espacio para mi caballoen esa mísera hoja. Ahora estoydibujando las patas delanteras; cuandodibuje la cola seguramente llegaré alpasillo.

La profesora reflexionó un momento,visiblemente preocupada.

—¿Preferiríais cantar? —preguntó.Todos los niños se pusieron en pie

ante sus pupitres; todos menos Pippi,que seguía echada sobre el suyo.

—Ya podéis empezar a cantar —dijo la niña—. Yo voy a descansar unpoco. El exceso de estudio puede acabar

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con la salud de la persona más robusta.La paciencia de la profesora llegó

con esto a su fin, y envió a los niños alpatio; a Pippi le dijo que no saliera, quequería hablar con ella.

Cuando en la sala quedaronúnicamente la profesora y Pippi, esta sepuso en pie y se acercó a la mesa.

—¿Sabes… —empezó a decir, peroenseguida rectificó—, sabe usted que hepasado un buen rato viendo todo esto?Pero me parece que no volveré, a pesarde las vacaciones de Navidad. Haydemasiadas manzanas, islas, serpientes ytodas esas cosas. La cabeza me davueltas. No está disgustada conmigo,

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¿verdad?Pero la profesora dijo que sí estaba

disgustada; que Pippi no quería portarsebien, y que a ninguna niña que se portasetan mal como ella se le permitiría entraren la escuela, por mucho que lo deseara.

—¿Me he portado mal? —dijoPippi, extrañada—. Pues no me he dadocuenta —añadió tristemente.

Nadie podía ponerse tan trágicocomo se ponía Pippi cuando tenía algúnpesar. Permaneció en silencio unosinstantes y luego dijo con voz trémula:

—Comprenda usted que cuando unatiene por madre un ángel y por padre unrey de caníbales, y se ha pasado la vida

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navegando, no puede saber cómo debeportarse en el colegio, entre tantasmanzanas y serpientes.

La profesora le contestó entoncesque lo comprendía muy bien, que ya noestaba disgustada con ella y que quizá lepermitiría volver a la escuela cuandofuese mayor. Y Pippi exclamó radiantede alegría:

—¡Es usted la mar de simpática!¡Mire lo que le traigo!

Pippi sacó del bolsillo una cadenade oro fino y la depositó en la mesa. Laprofesora dijo que no podía aceptar unregalo tan valioso, pero Pippi laamenazó:

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Tiene usted que aceptarlo. Si no,volveré mañana, y ya verá la que armo.

Dicho esto, salió al patio corriendoy montó de un salto en su caballo.

Los niños formaron corro a sualrededor para verla partir, y empezarona dar palmaditas al caballo.

—No sabéis lo bien que se está enlos colegios argentinos —dijo Pippi conaire de superioridad a los niños que larodeaban—. Me gustaría que los vierais.Allí empiezan las vacaciones de Pascuatres días después de terminarse lasvacaciones de Navidad, y acabanexactamente antes de empezar lasvacaciones de verano. Y estas

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vacaciones terminan el primer día denoviembre. Cierto que esto es un pocofastidioso, pues las vacaciones deNavidad no empiezan hasta el once denoviembre, pero no se pasa del todomal, porque no hay lecciones. Laslecciones están completamenteprohibidas en Argentina. De vez encuando sucede que algún niño argentinose esconde en un armario y se pone aleer; pero ¡pobre de él si su madre lodescubre! En aquellos colegios no seestudia nada de matemáticas, y si algúnniño sabe cuántos son siete y cinco y estan tonto que se lo dice al profesor, sepasa el día castigado en un rincón. Solo

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los viernes hay lectura, y esosuponiendo que se encuentre en la clasealgún libro, cosa que nunca ocurre.

—Bueno, pero ¿qué se hace,entonces, en los colegios argentinos? —preguntó un niño.

—Pues comer dulces —contestóPippi sin pestañear—. Hay un tubo muylargo que va directamente a la escueladesde la fábrica de dulces más próxima.Como la fabricación es continua, losniños se pasan el día entero comiendodulces.

—Y ¿qué es lo que hace el profesor?—preguntó una niña.

—Pues quitar los papeles a los

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dulces, tonta. ¿Qué creías, que losquitaban los alumnos? Si ni siquiera vanal colegio: mandan a sus hermanos.

Y Pippi saludó con su gransombrero.

¡Adiós, amigos! Dentro de uninstante habré desaparecido. Recordadsiempre cuántas manzanas tenía Axel,pues, de lo contrario, acabaréis mal. Ja,ja, ja!

Y, sin cesar de reírestrepitosamente, galopó hacia la puerta,a tal velocidad que las ventanas delcolegio se estremecieron y lasherraduras del caballo hicieron saltar asu alrededor la grava del jardín.

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PIPPI SE SIENTAEN LO ALTO DE

UN POSTE YTREPA A UN

ÁRBOL

Pippi, Tommy y Annika estabanreunidos en el jardín de VillaMangaporhombro. Pippi estaba sentadaen uno de los pilares de la verja, Annikaen el otro y Tommy sobre la misma

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verja.Era un día cálido de fines de agosto.

Un peral que crecía junto a la entradaextendía sus ramas a tan escasa alturaque los niños podían sentarse en ellas ycoger sin el menor esfuerzo las peras deagosto más maduras y sonrosadas. Secomían la pulpa y escupían las pepitasen la carretera.

La casa de Pippi se hallabaexactamente en el límite de la ciudad,allí donde la calle se convertía encarretera. A los habitantes de la pequeñaciudad les gustaba salir de paseo por elcamino de Villa Mangaporhombro, puesaquellos lugares eran los más

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pintorescos.Estaban los tres amigos comiendo

peras, cuando apareció una niña quevenía de la ciudad. La niña se detuvo ypreguntó:

—¿Habéis visto pasar a mi padre?—No lo sé —respondió Pippi—.

¿Cómo es tu padre? ¿Tiene los ojosazules?

—Sí.—¿Lleva sombrero negro y zapatos

negros?¡Sí, sí! —exclamó la niña

alegremente.—Pues no, no hemos visto a ningún

señor así —comentó Pippi.

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La niña hizo un gesto decontrariedad y continuó su camino ensilencio.

—¡Oye, tú! —le gritó Pippi—. ¿Escalvo?

—No, no es calvo —repuso la niña,enojada.

—Pues es una suerte para él —dijoPippi, y escupió una pepita.

La niña echó a correr, pero Pippi lepreguntó a voz en grito:

—¿Tiene las orejas tan grandes quele llegan a los hombros?

—No —contestó la niña.Y se volvió con un gesto de

asombro.

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—Supongo que no habrás vistopasar a un hombre con unas orejas así.

—Nunca he visto pasar a nadie conlas orejas. Todos pasan con los pies —repuso Pippi.

—¡Qué tonta eres! Quiero decir quesi de veras has visto pasar a un hombreque tiene unas orejas tan grandes.

—No —contestó Pippi— No haynadie que tenga unas orejas de esetamaño. Sería un monstruo… No, nopuede haber nadie que tenga unas orejastan enormes… Por lo menos en este país—añadió después de reflexionar unmomento—. En China la cosa esdiferente. En Shanghai vi un chino cuyas

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orejas eran tan grandes que las podíautilizar como impermeable. Cuandollovía, no tenía más que envolverse ensus orejas, y así estaba bien protegido yabrigado. Y si el tiempo empeoraba,invitaba a sus amigos y conocidos a queacamparan debajo de él. Y allí sesentaban todos y cantaban cancionesmelancólicas, mientras fuera llovía acántaros. Todos le admiraban por susorejas. Se llamaba Hai Shang. Deberíaishaberle visto cuando, por las mañanas,iba corriendo al trabajo. Siempre salíaen el último momento, pues las sábanasse le pegaban, y no podéis imaginaros lochocante que resultaba verlo venir

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corriendo desde lejos, con las orejasdesplegadas tras él, como dos alasamarillas.

La niña se había detenido yescuchaba a Pippi con la boca abierta; yTommy y Annika se habían olvidado delas peras, tan atentos estaban al relato dePippi.

—Tenía más hijos de los que podíacontar; el menor se llamaba Peter.

—Un niño chino no puede llamarsePeter —objetó Tommy.

—Eso precisamente le decía suesposa, que un niño chino no podíallamarse Peter. Pero Hai Shang eratestarudo como él solo y contestaba que

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su niño o se llamaría Peter o no sellamaría nada. Después se sentaba en unrincón, enfurruñado, y se cubría lacabeza con las orejas. Naturalmente, laesposa tuvo que ceder y el niño se llamóPeter.

—¿De veras? —preguntó Annika.—Era el niño más feo de Shanghai, y

tan caprichoso para la comida que sumadre estaba desesperada. Tal vezsepáis que en China se comen los nidosde pájaros. Bueno, pues allí teníais a lapobre madre, con un plato lleno de nidosde pájaros en la mano, tratando dealimentar a su hijito. «Anda, Peter, hijomío», le decía, «ahora vamos a

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comernos un bocado de nido de pájarospor papaíto». Pero Peter apretaba loslabios y movía la cabeza. Al fin, HaiShang se enfadó tanto que dijo que no seharía más comida para Peter hasta quese hubiera comido aquel nido depájaros. Y cuando Hai Shang decía unacosa, se hacía. El nido de pájaros estuvosaliendo y volviendo a salir de la cocinadesde mayo hasta octubre. El día 14 dejulio la madre preguntó al padre si podíadar a Peter una empanada, y Hai Shangcontestó que no.

¡Qué tozudo! —exclamó desde lacarretera la niña desconocida.

—Eso mismo dijo Hai Shang: «Es

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un tozudo. No hay razón alguna para queun niño no quiera comerse un nido depájaros». Pero desde mayo hastaoctubre, Peter no hizo otra cosa queapretar los labios.

—Bueno, pero ¿cómo podía vivir?—preguntó Tommy, asombrado.

—No pudo vivir —repuso Pippi—.Se murió el día dieciocho de octubre, yel diecinueve lo enterraron. El veinteentró por la ventana una golondrina ypuso un huevo en el nido, que estabasobre la mesa. Por tanto —terminó Pippialegremente—, el nido se aprovechó.

Luego miró a la niña, que seguía enla carretera, petrificada de asombro.

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—¡Qué cara pones! —le dijo Pippi—. ¿Por qué me miras así? ¿Crees acasoque lo que he contado es mentira? Si esasí, dímelo —la amenazó,arremangándose.

—¡No, no! ¡De ningún modo! —dijola niña, atemorizada—. Yo no creo quesea mentira lo que has contado, pero…

—¿De modo que no crees que seamentira? Pues lo es. He estado diciendoembustes hasta que la lengua se me hapuesto negra. ¿Tú crees que un niñopuede vivir sin comer desde mayo hastaoctubre? Ya sé que uno puede resistirsin comer tres o cuatro meses, pero¡desde mayo hasta octubre! ¡Qué

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disparate! Deberías saber que no esposible. No has de dejar que la gente tehaga creer todo lo que quiera.

La niña continuó su camino y ya nola volvieron a ver.

—¡Qué tontos son algunos! —exclamó Pippi—. ¡Desde mayo hastaoctubre! ¡Qué disparate!

Luego dijo a grandes voces a laniña:

¡No, hoy no hemos visto a ningúncalvo, pero ayer pasaron diecisietecogidos del brazo!

El jardín de Pippi era una verdaderadelicia. No estaba muy bien cuidado,por supuesto, pero había en él

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magníficas alfombras de césped quenunca se cortaba y viejos rosalescargados de rosas blancas, encarnadas,amarillas… No eran muy finas, peroolían deliciosamente. También habíabastantes árboles frutales, y —esto eralo mejor— algunos robles y olmosviejos, excelentes para trepar.

En el jardín de Tommy y Annika, pordesgracia no se podía trepar a losárboles, pues la madre tenía muchomiedo de que se cayeran y se hiciesendaño. Por eso los dos hermanos habíansubido a muy pocos árboles.

—¿Queréis que subamos a aquelroble? —preguntó Pippi de pronto.

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Tommy saltó rápidamente al suelo,encantado de la proposición. Annikavaciló un momento, pero, al ver que enel tronco había grandes nudos, creyótambién que sería muy divertido intentarla subida.

A pocos metros del suelo, el roblese bifurcaba, y en la bifurcación habíacomo una pequeña meseta. Prontoestuvieron los tres sentados en aquellaespecie de plataforma. Sobre suscabezas, el roble extendía su corona deramas como un gran techo verde.

—Podríamos merendar aquí —dijoPippi—. Voy en un salto a prepararlotodo.

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Annika y Tommy aplaudieron yexclamaron:

—¡Hurra!Pippi preparó el té en un instante.

Precisamente el día anterior había hechounos bollos. En pie junto al tronco delroble, empezó a lanzar tazas a Tommy yAnnika. De vez en cuando era el troncodel roble el que las recibía, y las tazasse hacían añicos; pero Pippi ibacorriendo a buscar otras. Luego le llegóel turno a los bollos; durante un buenrato, una verdadera nube de bollos flotóen el aire.

Pero los bollos tenían la ventaja deque no se rompían. Al fin Pippi subió al

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árbol con la tetera en la mano. Llevabala leche en una botella, y la botella en elbolsillo; el azúcar, en una cajita.

Annika y Tommy convinieron en quejamás habían tomado un té tan rico. Nolo tomaban todos los días, sino solo

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cuando tenían invitados. Al fin y alcabo, también ahora había invitados,aunque fuesen ellos mismos. A Annikale cayó un poco de té en la falda. Alprincipio notó algo caliente y húmedo;después, una humedad fría. Pero dijoque la cosa no tenía importancia.

Cuando terminaron de tomar el té,Pippi lanzó las tazas al césped.

—Quiero saber —dijo— laresistencia que tiene la porcelana chinaque se fabrica hoy.

Aunque parezca mentira, una de lastazas y los tres platos resistieron laprueba. En cuanto a la tetera, solamentese le rompió el pitón.

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De pronto, Pippi decidió subir unpoco más por uno de los troncos.

—¡Nunca había visto nadasemejante! —exclamó, después degatear un poco—. Este árbol está hueco.

Había visto en el tronco un granagujero que hasta entonces habíaquedado oculto por el ramaje a los ojosde los niños.

—¿Puedo subir y mirar yo también?—preguntó Tommy.

Pero no obtuvo contestación.—¡Pippi! —la llamó, inquieto—.

¿Dónde estás?Entonces se oyó la voz de Pippi,

pero no encima de ellos, sino debajo.

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Sonaba como si llegase desde el fondode la tierra.

—¡Estoy dentro del árbol! ¡Estáhueco desde el boquete de arriba hastael suelo! Por una grieta estoy viendo latetera sobre el césped.

—Pero ¿cómo te las arreglarás parasubir? —exclamó Annika.

—No podré subir de ningún modo—repuso Pippi— Tendré que estar aquíhasta que me jubilen. Y vosotrostendréis que echarme comida por elagujero cinco o seis veces al día.

Annika se echó a llorar.—Pero ¿por qué lloras? —preguntó

Pippi—. En vez de llorar, bajad los dos

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a hacerme compañía. Podemos jugar apresos que languidecen en la cárcel.

—¡Eso sí que no! —exclamóAnnika.

Y, para estar más segura de que nolo haría, bajó del árbol.

—Annika, te estoy viendo por lagrieta —dijo Pippi—. ¡Ten cuidado, novayas a pisar la tetera! Es monísima ynunca ha hecho daño a nadie. Si haperdido el pitón, la culpa no es suya.

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Annika se acercó al árbol y vioasomar por la grieta la punta del dedoíndice de Pippi. Esto la consoló unpoco, pero siguió preocupada.

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—Pippi, ¿puedes ponerte derecha?—preguntó Annika.

El dedo de Pippi desapareció y, enun abrir y cerrar de ojos, la niña dejóver su cara en el agujero por el quehabía penetrado.

—Tal vez pueda —respondió conuna sonrisita, mientras apartaba hojascon las manos.

—Ya que es fácil salir —dijoTommy, que estaba todavía en labifurcación del tronco—, yo quieroentrar y hacer un poco el vago.

—Bien —dijo Pippi—; pero creoque sería conveniente ir por unaescalera.

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Salió por el agujero y se deslizóhasta el suelo. Luego corrió en busca dela escalera, subió con ella al árbol,aunque no le fue fácil, y la introdujo porel gran boquete.

Tommy estaba impaciente yemocionado. Llegar al agujero no eracosa fácil, porque estaba muy alto, peroTommy era un chico valiente: no le dabamiedo trepar e introducirse en el oscurointerior del tronco.

Annika lo vio desaparecer y sepreguntó si reaparecería. Intentó mirarpor la grieta.

—Annika —oyó que le decíaTommy—, no puedes imaginarte lo

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maravilloso que es esto. Créeme y entratú también. No hay ningún peligro,teniendo la escalera para subir. Sientras, tu único deseo será volver aentrar.

—¿Estás seguro?—Completamente seguro —

respondió Tommy.Annika volvió a trepar por el tronco.

Las piernas le temblaban. Pippi la ayudóen la parte más difícil. Se estremecióligeramente cuando vio lo oscuro queestaba el interior del tronco; pero Pippila cogió de la mano y le dio ánimos.

—No tengas miedo, Annika —ledijo Tommy desde las profundidades del

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tronco—. Ya veo tus piernas y estoyseguro de que podré cogerte si caes.

Annika no se cayó; llegó sana ysalva hasta donde estaba Tommy. Unmomento después llegó Pippi.

—¡Esto es estupendo! —exclamóTommy.

Y Annika tuvo que admitir queTommy tenía razón. La oscuridad no eratan profunda como había creído, nimucho menos, pues la luz entraba por lagrieta. Annika se acercó a la hendidurapara comprobar que también ella podíaver la tetera que estaba en el césped.

—Este será nuestro escondite —dijoTommy—. Nadie podrá imaginarse que

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estamos aquí dentro. Y si se acercanpara buscarnos, podremos verlos por lagrieta. ¡Lo que nos vamos a reír!

—Y podremos introducir un palitopor la rendija para tocarlos —dijo Pippi—. Así creerán que hay fantasmas.

Ante esta perspectiva se sintierontan felices que los tres se abrazaron.Pero pronto oyeron el batintín quellamaba a Tommy y a Annika a comer.

—Es una lástima que nos tengamosque ir a casa ahora —dijo Tommy—.Pero volveremos mañana tan prontocomo regresemos del colegio.

—Os esperaré —dijo Pippi.Entonces subieron por la escalera,

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primero Pippi, después Annika yfinalmente Tommy. Y luego bajaron delárbol, primero Pippi, después Annika yfinalmente Tommy.

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PIPPI PREPARAUNA EXCURSIÓN

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—Hoy no tenemos que ir al colegio —dijo Tommy a Pippi—. Lo han cerradopara hacer una buena limpieza.

—¡Vaya! Injusticia tras injusticia.Yo no tengo ningún día libre, aunque lonecesito urgentemente. ¡Fijaos cómo estáel suelo de esta cocina! Pero, ahora quelo pienso, podría limpiarlo aunque nosea mi día libre. Por tanto, me quedaré ylo limpiaré. ¿No os parece? Si ossentáis en la mesa de la cocina, no meestorbaréis.

Tommy y Annika, obedientes, sesentaron en la mesa. El Señor Nelsonsubió a ella también, para echarse a

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dormir en el regazo de Annika.Pippi calentó agua en una cacerola y

la derramó resueltamente por el suelo dela cocina. Luego se quitó los grandeszapatos y los depositó con todo cuidadoen el estante del pan. A continuación seató dos cepillos a los pies desnudos yempezó a patinar; daba la impresión deque estaba arando el suelo de la cocina.

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—Yo podría ser la reina del patín—dijo levantando de tal modo la piernaizquierda que el cepillo de este pietropezó con la lámpara que pendía deltecho—. Gracia y agilidad no me faltan—añadió saltando por encima de unasilla—. Bueno, me parece que esto estáya limpio.

Y se quitó los cepillos.—El suelo está chorreando. ¿Por

qué no lo secas? —le preguntó Annika.—Ya se secará solo. No creo que se

constipe.Tommy y Annika bajaron de la mesa

y cruzaron la cocina con el mayorcuidado, a fin de mojarse los pies lo

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menos posible.Fuera brillaba el sol en un cielo

intensamente azul. Era uno de esos díasdorados de septiembre en que resultamaravilloso andar por los bosques.Pippi tuvo una idea.

—¿Y si cogiéramos al Señor Nelsony nos fuésemos de excursión?

—¡Magnífico! —exclamaron, llenosde júbilo, Tommy y Annika.

—Pues id a avisar a vuestra madremientras yo preparo la comida.

A Tommy y a Annika el plan lespareció de perlas. Corrieron a su casa yenseguida estuvieron de vuelta. Pippilos esperaba ya a la puerta con el Señor

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Nelson al hombro, un bastón en unamano y una vieja cesta en la otra.

Los niños anduvieron un trecho porla carretera y luego tomaron un senderoque atravesaba un campo poblado deabedules y avellanos. Anda que andarás,llegaron a una valla tras la que seextendía un paraje de cautivadorabelleza. Junto a la valla, cortándoles elpaso, había una vaca que no parecíatener intención de moverse. Annika ledijo algo, y Tommy se acercó a ellavalientemente e intentó espantarla, peroel animal no hizo el menor movimiento,sino que se quedó mirando a los niñosfijamente, con ojos bovinos. Para

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terminar de una vez, Pippi dejó la cestaen el suelo, se acercó a la res, la levantóen vilo y la apartó. La pobre vaca se fue,avergonzada, caminando pesadamenteentre los árboles.

—Las vacas son tan testarudas comolos cerdos —dijo Pippi, al mismotiempo que saltaba la valla con los piesjuntos—. ¿Y cuál es el resultado? Quelos cerdos son tan testarudos como lasvacas. Solo de pensarlo dan ganas dellorar.

—¡Qué campo tan precioso! —exclamó Annika entusiasmada mientrassaltaba de piedra en piedra.

Tommy sacó su cortaplumas —el

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regalo de Pippi— y, con dos ramas,empezó a hacer dos bastones, uno paraAnnika y otro para él. Se hizo algunoscortes, pero no les dio importancia.

—Podríamos coger setas —dijoPippi, mientras arrancaba a pedazos unapreciosa, de color rojo—. No sé si estasse podrán comer —añadió—; pero sí séque no se pueden beber. Por tanto, nohay más solución que comérselas. A lomejor son buenas.

Se comió un buen trozo.—¡Es buena! —exclamó

alegremente—. Deberíamos guisarlasalguna vez —añadió, arrojando el restode la seta por encima de los árboles.

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—¿Qué llevas en la cesta, Pippi? —preguntó Annika—. ¿Algo bueno?

—No te lo daría por todo el té deChina —contestó Pippi—. Primerobuscaremos un sitio donde poner lascosas.

Empezaron a buscar un sitioalegremente. Annika descubrió unapiedra plana y espaciosa, que le parecióbien. Pero estaba infestada de hormigasrojas.

—No quiero sentarme con ellas —dijo Pippi— porque no las conozco.

—Además, muerden —agregóTommy.

—Pues si te muerden —dijo Pippi

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—, muérdelas tú.Tommy divisó entonces un pequeño

claro entre dos avellanos y juzgó queaquel era el mejor sitio para sentarse.

—Allí no hay bastante sol para queme salgan pecas —dijo Pippi—, y a míme gusta tener pecas.

Un poco más lejos había un pequeñorisco por el que se podía treparfácilmente. En la parte superior delpeñasco había un saliente soleado queparecía un balcón. Allí se sentaron lostres.

—Y ahora cerrad los ojos mientrasyo saco las cosas —dijo Pippi.

Annika y Tommy cerraron los ojos y

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oyeron abrir la cesta y crujir papeles.—Uno, dos, diecinueve… ¡Ya

podéis mirar! —exclamó, al fin, Pippi.

Así lo hicieron, y su alegría no tuvo

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límites al ver las cosas exquisitas quePippi había colocado sobre la rocadesnuda. Vieron suculentos bocadillosde carne y jamón, una larga hilera depastelillos espolvoreados con azúcar,salchichas y tres budines de piña. Pippihabía aprendido todos los secretos de labuena cocina en el barco quecapitaneaba su padre.

—¡Cómo me gustan los días deasueto! —exclamó Tommy con unpastelillo dentro de la boca—. Todoslos días deberían ser de asueto.

—Pues a mí no me gustaría —dijoPippi—. ¿Sabes por qué? Porque no mehace ninguna gracia limpiar la casa. Es

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divertido limpiar, desde luego, pero notodos los días.

Al fin, los tres quedaron tan repletosque casi no podían moverse, yestuvieron un rato sentados bajo lacaricia del sol.

—No sé si será difícil volar —dijoPippi mirando, soñadora, por el bordedel saliente.

Estaban a bastante altura del suelo, yel risco, por aquel lado, era tan verticalcomo una muralla.

—Podríamos aprender a volar haciaabajo —continuó Pippi— Volar haciaarriba debe de ser mucho más difícil, ylo natural es empezar por lo más fácil.

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Voy a probarlo.¡No, Pippi! —exclamaron Annika y

Tommy—. Por lo que más quieras, no lointentes.

Pero Pippi estaba ya de pie en elborde de la roca y dijo:

—¡Vuela, mariposa, vuela! —Ylevantó los brazos y se lanzó al vacío.

Medio segundo después se oyó ungolpe: el choque del cuerpo de Pippicontra el suelo. Annika y Tommy setendieron de bruces y miraron,temerosos, hacia abajo. Pippi se puso enpie y se sacudió las rodillas.

—Se me ha olvidado aletear —dijotranquilamente—. Además, llevo en el

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cuerpo demasiados pastelillos.En este momento advirtieron que el

Señor Nelson había desaparecido. Sehabía marchado y vagaba a su antojo deaquí para allá. Todos lo habían vistohacía unos instantes mordisqueando lacesta de la comida. Pero, al efectuarPippi su ejercicio de vuelo, se habíanolvidado de él, y después ya no lovieron.

Pippi se enfadó tanto que arrojó unode sus zapatos a un charco enorme yprofundo que había cerca.

—¡No se puede llevar de excursióna los monos! —exclamó—. Debí dejarloen casa, cuidando del caballo. Eso

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habría sido lo mejor.Se internó en el charco para buscar

el zapato, hasta que el agua le llegó a lacintura.

—Es conveniente mojarse la cabeza—afirmó. Y mantuvo la cabeza debajodel agua tanto tiempo que empezaron aaparecer burbujas—. Ya no tengo que ira la peluquería para que me laven lacabeza —dijo alegremente cuandoreapareció.

Luego salió del charco con el zapatoy se lo puso. Seguidamente, los tresemprendieron la busca del SeñorNelson.

—Oíd el ruido que hago al andar —

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dijo Pippi, riendo—. Mi traje hace«plaf, plaf», y mis zapatos, «plif, plif».¡Es gracioso! ¿Por qué no lo pruebas?—preguntó a Annika, que, como decostumbre, llevaba perfectamentepeinados sus rubios y sedosos cabellosy lucía un vestido de color rosa y unoszapatos blancos.

—Otro día lo probaré —contestó lajuiciosa Annika.

Prosiguieron su camino.—Estoy indignada con el Señor

Nelson —dijo Pippi—. Nuncacambiará. Un día se me escapó enSoerabaja y se colocó de mayordomo encasa de una anciana viuda… Bueno, esto

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no es verdad, ¿sabéis? —confesó trasuna pausa.

Tommy sugirió que cada uno fueraen una dirección distinta. Annika,siempre tan temerosa, se opuso alprincipio; pero Tommy le dijo:

—Tú no eres una cobarde, ¿verdad?Naturalmente, Annika no quiso

confesar que lo era, y los tres sesepararon, tomando caminos diferentes.

Tommy se internó en un prado. Novio al Señor Nelson, pero sí a otroanimal: ¡un toro! Mejor dicho, el torovio a Tommy, y Tommy no le gustó,porque era un toro de mal genio a quienno le gustaban los niños. Con un

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bramido espantoso y bajando la cabeza,corrió hacia Tommy, quien lanzó ungrito de angustia que pudo oírse a grandistancia. Pippi y Annika acudieroncorriendo y preguntándose quésignificaría aquel grito. El toro habíaprendido ya al niño con sus cuernos y lomantenía en el aire, a considerablealtura.

—¡Qué toro tan bruto! —dijo Pippia Annika, que llorabadesconsoladamente—. Lo que hace esebicho no está bien; le está ensuciando aTommy ese traje de marinero tanblanquito que lleva. Tendré que ir ahacer entrar en razón a ese toro tan

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borrico.Entonces se acercó al toro y le tiró

del rabo.—Perdone usted que le interrumpa

—le dijo.Y como los tirones de rabo eran

enérgicos, el toro se volvió y seencontró ante una niña desconocida a laque decidió cornear también.

Repito que me perdone usted por lainterrupción —dijo Pippi—. Y perdóntambién por esta rotura —añadió,rompiéndolé un cuerno—. Este año noestá de moda llevar dos cuernos. Losmejores toros solo llevan uno. ¡Oninguno! —Y le rompió el otro.

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Como estos animales no tienensensibilidad en los cuernos, el toro no seenteró de que había perdido los suyos, yembistió a Pippi dispuesto a convertirlaen compota de manzana.

—Ja, ja, ja! —rio Pippi—. No medes más topetazos. No puedesimaginarte las cosquillas que tengo. ¡Ja,ja, ja! ¡Basta, basta, que me voy a morirde risa!

Pero como el toro no cesaba degolpearla con la cabeza, al fin Pippi sesubió a su lomo para descansar. Pero altoro no le gustó tener a Pippi encima yempezó a dar vueltas y a hacercabriolas, con el propósito de arrojarla

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al suelo, cosa que no consiguió, pues laniña permanecía aferrada a su cuerpocon las piernas.

El toro corrió hacia delante y haciaatrás por el prado, y bramó de tal modoque empezó a salirle humo de la nariz.Pippi reía, lanzaba gritos y hacía señas aTommy y a Annika, que permanecían auna prudente distancia, temblando comohojas.

Como el toro diera una vuelta enredondo, siempre con el propósito delibrarse de Pippi, esta gritó, apretandola tenaza de sus piernas:

—¡Mirad cómo bailo con este buenamigo!

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Al fin, el toro se sintió tan cansadoque se echó en el suelo y se dijo queojalá no hubiese en el mundo ni un soloniño. Por algo no había comprendidonunca para qué servían los niños.

—¿Vas a dormir la siesta? —preguntó Pippi—. Entonces no quieromolestarte.

Saltó del lomo del toro y se acercó asus amigos. Tommy había llorado unpoquito, pues el toro le había hechodaño en un brazo. Annika se lo vendócon su pañuelo, y enseguida dejó dedolerle.

—¡Oh, Pippi! —exclamó Annika,temblando, cuando llegó su amiga.

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—No grites —susurró Pippi—, quepuedes despertar al toro. Se ha dormido,y si lo despertamos se enfadará.

Sin embargo, empezó a llamar alSeñor Nelson a grandes voces.

—¿Dónde demonio te has metido?¡Nosotros nos vamos a casa!

El Señor Nelson estaba allí mismo,acurrucado en la copa de un pino,mordiéndose el rabo con cara triste. Laverdad, no era nada agradable para unmono tan pequeño que lo dejasen soloen pleno campo. Así pues, saltó desde elpino hasta el hombro de Pippi y agitó enel aire su sombrero de paja, como solíahacer cuando estaba contento.

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—Esta vez no te has colocado demayordomo —dijo Pippi acariciándolela espalda—. Claro que eso era mentira.Pero ¿y si resultara que es verdad? A lomejor, amigos míos, fue de verasmayordomo en Soerbaja. Por si acaso,desde hoy le haré servir la cena.

Emprendieron el camino de regreso.Pippi tenía aún la ropa chorreando y loszapatos llenos de agua. Annika y Tommyopinaban que habían pasado un díadelicioso —dejando aparte la aventuradel toro—, y empezaron a cantar unacanción que habían aprendido en elcolegio. Era una canción de verano y yacasi estaban en otoño, pero se dijeron

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que eso daba lo mismo.

En días alegres del estíocálido,

colinas y bosques me gustacruzar;

la jornada es dura, mas todoscantamos

durante la marcha,tralaralará.

¡Muchachos, oíd!¡Venid a cantar!Suenan en el aire las notas

alegres,la música airosa de nuestro

cantar,

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que anima esta marcha que nose detiene.

¡Cantemos, muchachos!¡Muchachos, cantad!

Pippi también cantaba esta canción,pero con letra diferente:

En días tranquilos del estíocálido,

colinas y bosques me gustacruzar,

hago lo que quiero durante lamarcha

con mis pies mojados,tralaralará,

que chorrean agua

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y hacen «¡plaf, plaf, plaf!».Cantemos, cantemos al torito

tontoque allá sobre el prado nos

quiso matar.¡Ay, cómo me gusta el pastel

de pollo!Mis pies en el suelo hacen

«¡plaf, plaf, plaf!».

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PIPPI EN ELCIRCO

Había llegado un circo a la pequeñaciudad, y todos los niños se apresurarona pedir permiso a sus padres para ir averlo. Annika y Tommy también lohicieron, y su padre les dio enseguidatres relucientes coronas.

Con el dinero en la mano y esta biencerrada, corrieron a casa de Pippi. Laniña estaba en el porche, tejiendo lacola del caballo en diminutas trenzas,

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que luego ataba con cintas rojas.—Creo que hoy es su cumpleaños —

dijo—, y por eso lo acicalo.—Pippi —dijo Tommy, que aún

jadeaba por efecto de la carrera—,¿puedes venir con nosotros al circo?

—Yo puedo hacer lo que quiera —repuso Pippi—; pero no sé si podré ir alcirco, porque no sé lo que es eso. ¿Hacedaño?

—¡Qué tontería! —exclamó Tommy—. ¿Cómo va a hacer daño? Es una cosala mar de divertida. Hay caballos,payasos, hermosas mujeres que andanpor una cuerda…

—Pero cuesta dinero —advirtió

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Annika abriendo la mano para ver sitodavía estaban allí las tres brillantescoronas.

—Soy más rica que Creso —dijoPippi—; de modo que, si quisiera,podría comprar el circo. Pero ¿qué haríacon los caballos? A los payasos y a lasmujeres hermosas podría tenerlos en elcuarto de lavar, pero a los caballos nosabría dónde meterlos.

—¡Qué tonta! —dijo Tommy—. Note hemos dicho que compres el circo. Loque cuesta dinero es verlo.

—¡Cielos! —exclamó Pippicerrando con fuerza los ojos—. ¿Esposible que se tenga que pagar solo por

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ver? ¡Y yo que he estado viendo todoslos días y a todas horas! ¡Cuánto dinerohabré gastado ya!

Después abrió un ojo, poquito apoco, y empezó a hacerlo girar.

—Cueste lo que cueste —dijo—,quiero mirar.

Annika y Tommy lograron, al fin,hacerle entender lo que era un circo, yentonces Pippi entró a coger unasmonedas de oro de su caja de dulces.Luego se puso el sombrero, que era tangrande como una rueda de molino, y lostres partieron para el circo.

En torno a él había una granmultitud, y una larga cola ante la

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taquilla. Poco a poco, Pippi fueacercándose a la venta de localidades y,cuando le tocó el turno, introdujo lacabeza por la ventanilla, miró fijamentea la amable anciana que había en elinterior y preguntó:

—¿Cuánto vale verla a usted?La anciana, que era extranjera, no

entendió lo que Pippi le decía, y repuso:— Ci nc o cogronas las primeras

filas, tres cogronas las de atrás y unacogrona los pasillos.

—Bien —dijo Pippi—, pero ha deprometerme que también usted andarápor la cuerda.

Tommy se acercó a Pippi y le dijo

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que sacara un asiento de las últimasfilas. Pippi entregó una moneda de oro ala anciana, y esta la examinó con gestode desconfianza. Incluso la mordió paraver si era verdaderamente de oro. Al finse convenció y entregó a Pippi sumodesta localidad, más una cantidadconsiderable de monedas de plata.

—¿Para qué quiero yo esasmenudencias? —dijo Pippidespectivamente—. Quédese con ellas.En vez de cambio, prefiero mirarla austed dos veces desde mi asiento.

Al ver que Pippi no quería lo quesobraba de la moneda de oro, lataquillera le cambió la localidad por una

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de primera fila y dio a Tommy y aAnnika los asientos de al lado sin quetuvieran que abonar nada. Por tanto,Pippi, Tommy y Annika se sentaron encómodas sillas tapizadas de rojo, allado mismo de la pista. Tommy y Annikase volvieron varias veces para saludar asus compañeros de colegio, que estabanmucho más atrás.

—¡Qué cabaña tan rara! —dijoPippi mirando asombrada a su alrededor—. Además, veo que han esparcidoserrín por el suelo. No soy muyescrupulosa, pero no me parece bien quese tape la suciedad con serrín.

Tommy le explicó que en las pistas

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de los circos se echa serrín para que loscaballos puedan correr.

Los músicos, que estaban sentadossobre una plataforma, empezaron a tocaruna animada marcha. Pippi aplaudió conentusiasmo y, loca de alegría, comenzó adar saltos en su asiento.

—¿También cuesta dinero escuchar,o es gratis? —preguntó.

En ese momento se descorrió lacortina de los vestuarios y apareció eldirector, vestido de negro y con unlátigo en la mano. Salió a la pistacorriendo, seguido de diez caballosblancos con plumas rojas en la cabeza.

El director hizo restallar el látigo, y

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los caballos empezaron a dar vueltas altrote por la pista. De nuevo resonó untrallazo, y todos los caballos sedetuvieron y levantaron las patas, paraapoyarlas en la baranda que rodeaba lapista. Uno de los caballos quedóexactamente frente a nuestros tresamigos. A Annika no le hacía ningunagracia tener un caballo tan cerca, y seechó hacia atrás en su asiento tantocomo pudo. En cambio, Pippi se inclinóhacia delante, se apoderó de una de laspatas del caballo, la levantó y dijo:

—¿Cómo está su señoría? Recibamuchos saludos de mi caballo, que hoycelebra su cumpleaños. El también lleva

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lazos, pero en la cola, no en la cabeza.Por suerte Pippi soltó la pata del

caballo antes de que el director hicierarestallar de nuevo el látigo, con lo quelos caballos bajaron de la baranda yreanudaron su carrera.

Cuando terminó el número, eldirector hizo una elegante reverencia ylos caballos salieron de la pista al trote.

Poco después se descorrió de nuevola cortina para dar paso a un caballoblanco como la nieve, en cuya grupa ibade pie una bella señorita. Llevaba unospantalones de seda verde y, según decíael programa, se llamaba missCarmencita.

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El caballo empezó a dar vueltas porla pista, llevando en pie sobre la grupa amiss Carmencita, que sonreía

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deliciosamente. Pero entonces sucedióalgo inesperado. Al pasar el caballo pordelante de Pippi, se vio algo que sealzaba, silbando, por el aire. Este algoera Pippi, que quedó en pie sobre ellomo del animal, detrás de missCarmencita. Al principio, la amazona sequedó tan atónita que casi se cayó delcaballo. Luego se enfadó y empezó a darmanotazos hacia atrás para tirar a Pippi.Pero no lo consiguió.

—Cálmese —dijo la niña—. No esusted la única que tiene derecho adivertirse. También yo he pagado misbuenas coronas.

Entonces miss Carmencita quiso

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bajar del caballo; pero tampoco pudohacerlo, porque Pippi se había asidofuertemente a su cintura.

El público reía de buena gana. Eraverdaderamente cómico el cuadro queofrecían miss Carmencita y aquella niñade pelo rojo que, también de pie sobreel caballo, se aferraba a la cintura de laartista. Aquella chiquilla de zapatosenormes parecía no haber hecho en todasu vida otra cosa que trabajar en elcirco.

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Pero el director no se reía y, porseñas, ordenó a sus ayudantes de levitaroja que detuvieran en el acto al caballo.

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—¿Ya ha terminado el número? —preguntó Pippi, decepcionada—. ¡Quélástima! ¡Ahora que nos estábamosdivirtiendo tanto!

—¡Niña tegrible —dijo el directorentre dientes—, mágchaté!

Pippi lo miró tristemente.—¿Por qué se ha enfadado conmigo?

Yo creía que aquí venía uno a pasarlobien.

Bajó de un salto del caballo y volvióa sentarse en su sitio. Pero entoncesllegaron dos ayudantes y la cogieron eintentaron levantarla para llevársela.

Pero fue inútil: Pippi estaba comoclavada en su asiento y de nada servían

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los fuertes tirones de los ayudantes deldirector, quienes al fin se encogieron dehombros y se marcharon.

Entretanto, había comenzado elnúmero siguiente. Miss Elvira iba aandar sobre la cuerda. Llevaba unvestido de tul rosa y una sombrilla delmismo color. Con graciosos pasitosavanzó sobre la cuerda. Ejecutó unaserie de ejercicios admirables y,además, demostró que podía andar haciaatrás por aquella cuerda tan delgada.Pero, al regresar —de espaldas— a lapequeña plataforma que había en elpunto de partida y dar media vuelta, seencontró con Pippi.

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—¿Qué iba usted a decir? —preguntó Pippi, a la que hizo gracia elgesto de sorpresa de miss Elvira.

Esta no dijo nada; lo que hizo fuebajar de un salto y arrojarse al cuellodel director, que era su padre. Estevolvió a llamar a sus ayudantes para queecharan a Pippi del circo. Esta vezfueron cinco los hombres que sedirigieron a ella. Pero el públicoempezó a gritar:

—¡Que la dejen! ¡Queremos ver a laniña pelirroja!

Y el pateo y los aplausos fueronensordecedores.

Pippi echó a andar por la cuerda, y

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los ejercicios de miss Elvira perdierontoda la gracia ante los de la niñapelirroja. Al llegar a la mitad de lacuerda, Pippi levantó una pierna hastaque su gran zapato quedó sobre sucabeza a modo de paraguas. Entoncesmovió la punta del pie para rascarsedetrás de la oreja.

Al director no le gustó la actuaciónde Pippi en su circo, y su mayor deseoera verse libre de ella. Por eso seagachó disimuladamente y soltó elmecanismo que mantenía la cuerdatirante. Creyó que así Pippi perdería elequilibrio y se caería. Pero no se cayó,sino que empezó a mecerse en la cuerda

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floja, yendo hacia atrás y hacia delantecada vez más deprisa. De pronto, Pippidio un gran salto y vino a caer sobre loshombros del director, que se asustó tantoque echó a correr.

—¡Este caballo es aún másdivertido! —gritó Pippi—. Pero ¿cómoes que no lleva usted borlas en lascrines?

Pippi juzgó que ya era hora devolver al lado de Annika y Tommy.Bajó, pues, de los hombros del directory fue a sentarse en su sitio. Iba aempezar el número siguiente. Hubo unpequeño retraso porque el director tuvoque salir a beberse un vaso de agua y a

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peinarse, pero al fin reapareció, saludóa la concurrencia y dijo:

—¡Señogras y señogres: van a vergustedes la mayorg magravilla de todoslos tiempos, el hombgre más fuergte delmundo, Adolfo el Forgzudo, a quiennadie ha logrrrado vencerg!. ¡Aquí está,señogras y señogres, Adolfo elForgzudo!

En la pista apareció un verdaderogigante. Llevaba unos pantalones decolor escarlata y una piel de leopardoalrededor de la cintura. Hizo unareverencia al público. Parecía muysatisfecho de sí mismo.

—¡Migrren estos músculos! —dijo

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el director apretando el brazo de Adolfoel Forzudo, cuyo bíceps sobresalíacomo una bola—. Y ahogra, señogras yseñogres, voy a hacegr una grrranofergta. ¿Alguno de ustedes desealuchagr contra él? ¿Alguno de ustedesquiegre intentarg vencerg al hombgremás fuergte del mundo? Dagrrré ciencogronas al que logrrre vencer aAdolfo el Forgzudo. ¡Cien cogronas,señogras y cabaliegros! ¿Quiénquiegrrre intentagrlo?

Nadie contestó.—¿Qué ha dicho? —preguntó Pippi

—. Parece que hable en chino.—Dice que la persona que venza a

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ese hombretón recibirá cien coronas —le explicó Tommy.

—Yo puedo vencerlo —dijo Pippi— Pero me da pena pegarle; ¡parece tansimpático!

—¿Tú crees que le podrías pegar?—dijo Annika—. ¡Si es el hombre másfuerte del mundo!

—Si él es el hombre más fuerte —replicó Pippi—, yo soy la niña másfuerte. No olvides este detalle.

Entretanto, Adolfo el Forzudolevantaba pesas y doblaba gruesasbarras de hierro para demostrar lapotencia de sus bíceps.

—¡Vamos, señogras y señogres! —

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gritó el director—. ¿De verdad no haynadie que quiera ganarg cien cogronas?¿Tendgré que quedargme yo con ellas?

Y blandía un billete de cien coronas.—No, no se quedará usted con ellas

—dijo Pippi, y se plantó en la pista deun salto.

—¡Fuegra de aquí! —le dijo en vozbaja el director—. ¡No quiegro nivergte!

—¿Por qué es usted tan pocoamable? —le reprochó Pippi—. Quieroluchar con Adolfo el Forzudo.

—Aquí no estamos pagra brgomas—repuso el director—. Vete antes deque Adolfo el Forgzudo oiga tus

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impergtinencias.Pero Pippi pasó por delante del

director, se acercó a Adolfo el Forzudoy, con sus manitas, estrechó fuertementela manaza del gigante.

—Vamos a luchar un poquito, ¿eh?—dijo la niña.

Adolfo el Forzudo la miró sincomprender.

—Le advierto que voy a empezar —anunció Pippi.

Y así lo hizo. Cogió a Adolfo elForzudo con la mayor naturalidad y enun santiamén lo dejó tendido en el suelo.Adolfo el Forzudo dio unos pasos agatas y se puso en pie. Tenía el rostro

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como la grana.—¡Viva Pippi! —exclamaron

Annika y Tommy.Y todo el público, al oír esta

exclamación, empezó también a gritar:—¡Viva Pippi!El director se sentó en la baranda de

la pista. Se retorcía las manos, furioso.Adolfo el Forzudo estaba más furiosotodavía. En su vida le había ocurridonada tan horrible. ¡Pero ahora sabríaaquella niña pelirroja quién era Adolfoel Forzudo! Se acercó a ella y la asiófuertemente. Pero Pippi se quedó tanimpasible como una roca.

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—¿Esto es todo lo que sabes hacer?—exclamó.

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Acto seguido se desprendió de susmanos y, segundos después, Adolfo elForzudo estaba otra vez en el suelo.Pippi se quedó junto a él, esperando. Notuvo que esperar mucho: el gigante lanzóun grito, se levantó y avanzó hacia ellade nuevo.

—¡Rabia, rabiña, que tengo unapiña! —le dijo Pippi.

El público aplaudía, lanzaba al airesus sombreros y gritaba:

—¡Viva Pippi!La tercera vez que Adolfo el

Forzudo se arrojó sobre ella, Pippi lolevantó en vilo y, manteniéndolo en elaire, más arriba de su cabeza, lo paseó

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por toda la pista. Después lo depositó enel suelo, y allí lo dejó.

—Y ahora, nene —le dijo—,dejemos ya este juego. No quiero abusarde mi superioridad.

¡Pippi ha vencido! ¡Viva Pippi! —gritaba el público.

Adolfo el Forzudo se escabulló tanpronto como tuvo ocasión. Y el directorhubo de entregar a Pippi el billete decien coronas, cosa que hizo con elmismo gesto que si fuera a comérsela.

—¡Tome, señogrita! ¡Aquí tiene suscien cogronas!

—¡Bah! —dijo Pippi, desdeñosa—.¿Para qué quiero yo ese trozo de papel?

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¡Quédeselo para envolver el pescado!Y volvió a su asiento.—Esto es demasiado largo —dijo a

sus dos amigos—. Una siestecita no mevendrá mal. Despertadme si menecesitáis.

Se recostó en el respaldo de la sillay se durmió inmediatamente. Y allíestuvo roncando mientras los payasos,los tragadores de sables y los hombres-reptiles exhibían sus habilidades anteTommy, Annika y todo el público.

—A mí me parece —susurró Tommya Annika— que los mejores númeroshan sido los de Pippi.

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LOS LADRONESVISITAN A PIPPI

Tras la actuación de Pippi en el circo noquedó en la pequeña ciudad ni una solapersona que ignorase que aquella niñatenía una fuerza descomunal. Incluso sepublicaron artículos en el periódicolocal sobre el caso: Pero, naturalmente,los forasteros no sabían nada de Pippi.

Una noche de otoño, dos vagabundosiban por la carretera que pasaba frente ala casa de Pippi. Se trataba de dos

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ladrones sucios y andrajosos que habíansalido al campo en busca de cosas querobar. Al ver que había luz en VillaMangaporhombro decidieron entrar apedir algo de comer.

Aquella noche, Pippi habíaesparcido todas sus monedas de oro porel suelo de la cocina y estabacontándolas. No sabía contar muy bien,claro está; pero tenía que hacerlo de vezen cuando para saber el capital que lequedaba.

—Setenta y cinco, setenta y seis,setenta y siete, setenta y ocho, setenta ynueve, setenta y diez, setenta y once,setenta y doce, setenta y diecisiete…

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¡Uf! Seguramente habrá más números,pero ¿para qué seguir contando? El casoes que tengo mucho dinero todavía.

En ese preciso momento llamaron ala puerta.

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—¡Adelante! —gritó Pippi—. Pero,si lo prefiere, quédese donde está. Esoes cosa suya.

La puerta se abrió y entraron los dosvagabundos. Ya os podéis figurar lacara que pondrían al ver a aquella niñapelirroja sentada en el suelo,completamente sola y contando dinero.

—¿Estás sola en la casa? —lepreguntaron.

—No —respondió Pippi—, estáconmigo el Señor Nelson.

Los ladrones, como es natural, nopodían imaginarse que el Señor Nelsonfuera un mono que dormía en una camade muñecas pintada de verde, con una

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diminuta sábana liada a la cintura.Creyeron que era el dueño de la casa eintercambiaron un guiño que queríadecir: «Volveremos más tarde». Pero aPippi le dijeron:

—Hemos entrado para que hagas elfavor de decirnos qué hora es.

—¡Esta sí que es buena! ¡Tangrandotes que sois y no entendéis elreloj! ¿En qué colegio habéis estudiado?Un reloj es una cosa que hace «tic-tac»,anda continuamente y no llega nunca alfinal de su camino… Si sabéis algúnotro acertijo como este, contádmelo —terminó Pippi alegremente.

Los maleantes creyeron que era

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Pippi la que no entendía el reloj por serdemasiado pequeña y, sin decir palabra,dieron media vuelta y se marcharon.

—¿Has visto cuánto dinero? —preguntó uno de los ladrones.

—¡Qué suerte! —dijo el otro—. Notenemos más que esperar a que la niña ye s e Señor Nelson se acuesten y seduerman. Entonces nos colaremos en lacasa y nos apoderaremos de todo eldinero.

Se sentaron a esperar en el jardín,bajo una encina. Caía una fría llovizna y,además, estaban hambrientos. Esto erabastante desagradable, pero el recuerdodel dinero que acababan de ver les daba

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ánimos.Las luces de las casas fueron

apagándose, pero la de VillaMangaporhombro seguía encendida,pues Pippi estaba enseñándose a símisma a bailar la polca y no pensabaacostarse hasta haberla aprendido a laperfección. Por fin las ventanas de lacasa de Pippi se quedaron a oscurascomo todas las demás.

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Los malhechores esperaron un buenrato para asegurarse de que el SeñorNelson se había dormido. Al fin sedirigieron sigilosamente a la puertatrasera de Villa Mangaporhombro y sedispusieron a abrirla con sus ganzúas. Auno de ellos (que, por cierto, se llamaba

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Bloom) se le ocurrió empujarla, despuésde hacer girar el picaporte, y vio que lapuerta cedía, pues no estaba cerrada conllave.

—¡Deben de estar locos! —dijo envoz baja a su compañero—. La puertaestá abierta.

—Mejor para nosotros —contestó sucompinche, un sujeto de cabello oscuroal que llamaban Karlson Trueno.

Este encendió su linterna, entró en lacasa y avanzó hasta llegar a la cocina.No había nadie en ella. En la habitaciónde al lado estaba la cama de Pippi y lacamita de muñecas del Señor Nelson.

Karlson Trueno abrió la puerta del

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dormitorio y miró cautelosamente elinterior. Todo estaba en calma. Paseó laluz de la linterna por la habitación. Alproyectarse el rayo de luz sobre la camade Pippi y ver solamente dos piesdescansando sobre la almohada, losvagabundos se quedaron petrificados deasombro. Como de costumbre, Pippitenía la cabeza en los pies de la cama,debajo de las sábanas.

—Debe de ser la niña —musitóKarlson Trueno a Bloom—.Seguramente está dormida. Pero ¿dóndeestá el Señor Nelson?

—Con mucho gusto les informaré —dijo tranquilamente Pippi, cuya voz salía

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de debajo de las sábanas—. El SeñorNelson está acostado en la cama demuñecas.

Los malhechores se asustaron de talmodo que su primera intención fue huir,pero enseguida recapacitaron sobre loque Pippi había dicho: «El SeñorNelson está acostado en la cama demuñecas». Y a la luz de la linternapudieron ver la camita y en ella unmono. Karlson Trueno se echó a reír.

—Bloom, el Señor Nelson es unmono. ¡Ja, ja, ja!

—¿Pues qué creían ustedes que era?—dijo Pippi desde debajo de lassábanas—. ¿Una máquina de segar?

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—¿Están tus padres en casa? —preguntó Bloom.

—No —repuso Pippi—. Se fueron,y para siempre.

Los ladrones rieron alegremente.—Bueno, señorita —dijo Karlson

Trueno—, levántese; tenemos quehablar.

—Ahora no puedo porque estoydurmiendo —respondió Pippi—. Pero,díganme: ¿se trata otra vez del reloj?Porque, en ese caso, podrían ustedes…

Pero Bloom, sin dejarla terminar,dio un fuerte tirón a las sábanas.

—¿Sabe usted bailar la polca? —lepreguntó Pippi mirándole fijamente a los

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ojos—. Yo sí que sé.—Preguntas demasiado —dijo

Karlson Trueno—. ¿Podemos preguntarnosotros también? Dinos: ¿dónde hasguardado el dinero que tenías en el suelode la cocina?

—En la caja de dulces que hay en ladespensa —contestó Pippi francamente.

Los malhechores hicieron una muecade burla.

—Supongo que no te importará quelo cojamos, amiguita —dijo KarlsonTrueno.

—¡Oh, no! —exclamó Pippi—. ¿Porqué tendría que importarme?

Karlson Trueno fue por la caja de

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dulces y regresó con ella.—Supongo —dijo entonces Pippi

saltando de la cama y dirigiéndose aKarlson Trueno paso a paso— que no leimportará que yo se la quite.

¿Qué sucedió entonces? Losladrones no se lo explicaron, pero locierto es que, segundos después, la cajaestaba en manos de Pippi.

—¡No estamos para bromas! —dijoKarlson Trueno—. ¡Danos la cajaenseguida!

Y asió fuertemente el brazo de Pippicon el propósito de arrebatarle lacodiciada presa.

—Yo no bromeo —dijo Pippi

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levantando a Karlson Trueno ysentándolo sobre el armario de lacocina.

Momentos después, su compañeroestaba a su lado.

Los ladrones, atemorizados,empezaron a comprender que Pippi noera una niña corriente. Pero la codiciapudo en ellos más que el temor.

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—¡Los dos a la vez, Bloom! —exclamó Karlson Trueno.

Y, desde el armario, saltaron sobrePippi, que tenía aún en sus manos la cajade dulces. Pero Pippi fue golpeándoloscon el dedo índice de tal modo quecayeron como fardos, cada uno en unrincón.

Antes de que pudieran reponerse,Pippi echó mano de una cuerda y, en unabrir y cerrar de ojos, ató fuertementelos brazos y las piernas de los dosladrones. Estos cambiaron por completode actitud.

—¡Por favor, señorita! —suplicóKarlson Trueno—. Perdónenos. Todo ha

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sido una broma. No nos haga usted nada.Somos unos pobres vagabundos y hemosvenido solo para mendigar un poco decomida.

Bloom incluso derramó unaslágrimas.

Pippi dejó la caja de dulces en ladespensa, en el sitio donde la teníasiempre, y volvió junto a susprisioneros.

—¿Sabe bailar la polca alguno deustedes?

—¿La polca? —dijo Karlson Trueno—. Pues… pues… sí, los dos sabemosalgo de eso.

—¡Magnífico! —exclamó Pippi

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palmoteando—. Podemos bailar unpoco. Yo acabo de aprender.

—Bien, bailaremos —dijo KarlsonTrueno, desconcertado.

Pippi fue en busca de unas tijeras ycortó las cuerdas con que había atado asus visitantes.

—¡Qué lástima! —exclamó—. Nosfalta la música.

Pero de pronto tuvo una idea.—Podría usted tocar con el peine —

dijo a Bloom—, mientras yo bailo consu amigo. —Y señaló a Karlson Trueno.

¡Claro que Bloom tocaría el peine!Tocó, y con tal fuerza que la música seoía en toda la casa. El Señor Nelson se

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despertó sobresaltado, se sentó en lacama y vio a su dueña bailando conKarlson Trueno. Estaba muy seria ybailaba con tanto entusiasmo como si suvida dependiera del baile.

Al fin, Bloom dejó de tocar,alegando que el peine le hacíacosquillas en la boca, y Karlson Trueno,que llevaba todo el día andando por lacarretera, empezó a sentir cansancio enlas piernas.

—¡Un ratito más! —le suplicó Pippisin interrumpir el baile.

Y Bloom y Karlson Trueno tuvieronque continuar, el uno tocando y el otrobailando.

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A las tres de la madrugada, Pippidijo:

—Yo podría seguir bailando hasta eljueves, pero ustedes, a lo mejor, estáncansados y hambrientos.

Así era, pero no se atrevían adecirlo. La niña sacó de la despensapan, queso, mantequilla, jamón, carnefría y leche, y Pippi y los dos ladronesse sentaron a la mesa de la cocina ycomieron hasta saciarse.

Pippi se echó un poco de leche en unoído.

—No hay nada mejor para el dolorde oídos —afirmó.

—¿Es que le duelen? —preguntó

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Bloom.—No —respondió Pippi—, pero

podrían dolerme.Al fin los vagabundos se levantaron,

dieron las gracias a Pippi por el festín yle preguntaron si podían marcharse.

—¿Tan pronto quieren irse? —selamentó Pippi—.Sepan ustedes que suvisita me ha encantado.

Luego dijo, dirigiéndose a KarlsonTrueno:

—Nunca había visto bailar la polcatan bien como la baila usted.

Y a continuación dijo a Bloom:—No deje de tocar con el peine.

Cuando se acostumbre, ya no sentirá

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cosquillas.Ya estaban en el portal, cuando llegó

Pippi corriendo y les dio una moneda deoro a cada uno.

—Tengan; se lo han ganado ustedeshonradamente.

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PIPPI ASISTE A UNTÉ

La madre de Tommy y Annika invitó aunas señoras a tomar el té y, como habíahecho gran cantidad de pastas, decidióque sus hijos invitasen a Pippi. Juzgóque así los niños no molestarían a laspersonas mayores.

Los dos hermanitos creyeronenloquecer de alegría al saberlo, yTommy fue enseguida a decírselo aPippi. La encontró en el jardín, regando

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las pocas flores que quedaban con vidacon una regadera vieja y oxidada. Comollovía a cántaros, Tommy dijo a Pippique su trabajo era inútil.

—Tal vez —respondió Pippi,indignada—; pero me he pasado lanoche despierta, esperando la hora delevantarme para regar las flores, ycomprenderás que no voy a dejar dehacerlo porque caigan cuatro gotas.

Entonces apareció Annika y le dio lanoticia de que estaba invitada a tomar elté con ellos.

—¿Yo? —exclamó Pippiponiéndose tan nerviosa que empezó aregar a Tommy en vez de regar el rosal

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—. ¡Ay, Dios mío! ¡Pero si no sé cómohe de comportarme en sociedad!

—¡Ya lo creo que sabes! —dijoAnnika.

—Te aseguro que no —insistióPippi—. Yo intento portarme como esdebido, pero he notado, y más de unavez, que la gente considera que no loconsigo, a pesar de todos mis esfuerzos.En el mar no nos preocupábamos deestas cosas. Pero os prometo queprocuraré no avergonzaros.

—¡Magnífico! —exclamó Tommy.Y los dos hermanos echaron a correr

hacia su casa, bajo la lluvia.—¡Esta tarde a las tres; no lo

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olvides! —le gritó Annika desde debajode su paraguas.

A las tres de aquella tarde, unaelegante señorita subía los peldaños delpórtico del hogar de los Settergreen: eraPippi Calzaslargas. Con objeto deparecer otra, no se había trenzado laroja cabellera, y esta le caía sobre laespalda como la melena de un león. Sehabía pintado los labios con tiza de unrojo vivo, y sus cejas estaban tan negrasque casi parecía una mujer fatal.También se había pintado las uñas contiza roja, y sus zapatos exhibían grandeslazos verdes.

«Me parece que voy a ser la más

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elegante de la reunión», se dijo, muysatisfecha de sí misma, al apretar elbotón del timbre.

Tres distinguidas señoras, ademásde Annika, Tommy y su madre, sehallaban en el salón de los Settergreen.La mesa estaba puesta con gusto yabundancia, y la leña ardía alegrementeen el hogar. Las damas charlaban, yAnnika y Tommy, sentados en un sofá,miraban un álbum. Reinaba una pazperfecta.

Pero de improviso, algo rompió lacalma.

—¡¡Ateeeeención!!Resonó el grito en el pórtico y, un

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momento después, Pippi apareció en elumbral. El grito había sido tan agudo einesperado que las damas habían saltadoen sus asientos.

—¡Compañía… en marcha! —vociferó Pippi seguidamente.

Y avanzó con paso militar hacia laseñora Settergreen.

—¡Compañía… alto!Y Pippi se detuvo.—¡Presenten… armas! ¡Uno, dos!Y, apoderándose de la mano de la

señora Settergreen, la sacudiócordialmente.

—¡Rodilla en tierra!Hizo una gentil reverencia y luego,

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dirigiéndose a la dueña de la casa, y yacon voz natural, dijo:

—He hecho todo esto porque soy tantímida que, de no haber oído una voz demando, me habría quedado en la puerta,sin atreverme a entrar.

Acto seguido dio un beso en lamejilla a cada una de las invitadas.

—¡Encantadoras, encantadoras deverdad! —exclamó, recordando que uncaballero elegante había dicho estomismo, en su presencia, a varias damas.

Y se sentó en la silla que más legustó.

La señora Settergreen creyó que losniños subirían a la habitación de Tommy

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y Annika, pero Pippi no se movía dedonde estaba. De pronto se dio unapalmada en la rodilla y exclamó, con lamirada fija en la mesa:

—¡Eso tiene pinta de estar muybueno! ¿Cuándo vamos a empezar?

En este momento entró la sirvientacon la tetera, y la señora Settergreenpreguntó:

—¿Tomamos el té ya?—¡Eh, que soy yo la primera! —

advirtió Pippi.Y en dos saltos se plantó al lado de

la mesa. Arrambló todas las pastas quepudo de una bandeja, echó cincoterrones de azúcar en su taza de té, vació

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en ella buena parte de la nata que habíaen una fuente y volvió a su silla con elbotín, antes de que las damas tuvierantiempo de llegar a la mesa.

Pippi estiró las piernas y se colocóel plato de pastas entre los pies.Seguidamente empezó a mojar pastas enla taza de té y a llevárselas a la boca,donde acumuló tal cantidad que no podíapronunciar palabra, por mucho que lointentaba. En un santiamén dio fin a laspastas. Entonces se levantó, golpeó elplato con los nudillos come quien tocauna pandereta y se acercó a la mesa paraver si quedaba algo. Las damas lamiraban con un gesto de reprobación,

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pero ella no se daba cuenta.Charlando alegremente y cogiendo

ahora un pastel, luego otro, dio variasvueltas a la mesa.

—Les agradezco mucho que mehayan invitado —manifestó—. Nuncahabía asistido a un té.

En la mesa había un gran pastel decrema con un adorno de color rojo en elcentro. Pippi lo contempló con lasmanos en la espalda. De pronto seinclinó y apresó el adorno con losdientes. Pero esta pesca fue tanprecipitada que, cuando volvió aponerse derecha, su cara estaba cubiertade crema.

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—¡Ja, ja, ja! —rio Pippi—. Ahorapodremos jugar a la gallina ciega,porque ya tenemos gallina. ¡No veo nadaen absoluto!

Sacó la lengua, la alargó cuantopudo y dejó limpios de crema loscontornos de su boca.

—¡Uf! ¡Esto está malísimo! —exclamó—. Sin duda, el pastel se haechado a perder. Por tanto, no haréningún mal comiéndomelo.

Así lo hizo. Empuñó el cuchillo y, enun abrir y cerrar de ojos, dio buenacuenta del pastel. Luego se frotó elestómago con un gesto de satisfacción.La señora Settergreen había ido un

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momento a la cocina y no se enteró delincidente del pastel, pero las invitadasmiraban a Pippi severamente. También aellas les habría gustado comerse untrozo de pastel. Pippi advirtió sudisgusto y trató de consolarlas.

—No deben inquietarse ustedes poreste pequeño incidente. Lo principal esque tengamos salud. Además, en un téhay que estar de buen humor.

Entonces se apoderó del azucarero ydesparramó por el suelo una buenacantidad de azúcar.

—¿Han observado ustedes lodivertido que es andar por el suelopisando azúcar? —preguntó a las damas

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—. Y todavía es más divertido si va unadescalza —añadió quitándose loszapatos y los calcetines—. Pruébenlo,créanme; les aseguro que no hay nadamejor.

En este momento entró la señoraSettergreen y, al ver el suelo lleno deazúcar, asió a Pippi fuertemente por unbrazo y la llevó al sofá donde estabanAnnika y Tommy. Luego se sentó entresus amigas y les ofreció otra taza de té.Solo ella se alegró de que el pastelhubiese desaparecido, pues creyó quehabía gustado tanto a sus invitadas queestas habían acabado con él.

Pippi, Annika y Tommy conversaban

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en el sofá, los ardientes leños crujían enla chimenea y las damas tomaban el té.La paz había renacido.

Como suele suceder en estasreuniones, las señoras empezaron ahablar de sus criadas. Ninguna de ellasestaba contenta con la suya y todascoincidían en que la única solución erano tener criada. Lo mejor era hacerseuna misma sus cosas, pues así, al menosse tenía la seguridad de que estaban bienhechas.

Pippi, que escuchaba desde el sofá,aprovechó una pausa para decir:

—Mi abuela tuvo una vez una criadaque se llamaba Marta. Su único defecto

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era uno de sus pies, que estaba perdidode sabañones. Pero tenía un graveinconveniente, y era que, apenas entrabaen la casa una persona extraña, searrojaba sobre ella y la mordía en unapierna. ¡Y gruñía de un modo! Todo elvecindario la oía. Era su modo de jugar;pero los de fuera de casa no lacomprendían. Una vez, cuando hacíapoco que Marta había entrado a serviren la casa, fue a ver a mi abuela laesposa de un anciano vicario. Alacercársele Marta y clavarle los dientesen la pierna, la pobre señora profirió ungrito. Marta se asustó tanto que lehundió los dientes más todavía, y con tal

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fuerza que luego ya no pudo soltar lapresa. Toda la semana, hasta el viernes,estuvo prendida a aquella pierna. Poreso mi abuela tuvo que pelar ella mismalas patatas. Pero lo hizo muy bien; laspeló tan a conciencia que, cuandoterminó, no quedaban patatas: todo eranpieles. La esposa del vicario no volvióa visitar a mi abuela. No sabía seguir labroma. ¡Tan alegre y tan graciosa queera Marta! Sin embargo, a veces era muysusceptible. Una vez que mi abuela lemetió un tenedor por el oído, se pasótodo el día enfurruñada.

Pippi miró a su alrededor y se echóa reír de buena gana.

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—Así era Marta —dijo haciendogirar los dedos pulgares.

Las damas simularon no haberlaoído y continuaron su charla.

—Si Rosa, al menos, fuera limpia…—dijo la señora de Bergen—seguramente me quedaría con ella. Pero¡es tan sucia!

—¡Pues si hubiesen visto a Marta!—dijo Pippi—. Marta iba tan sucia quedaba miedo verla, según decía miabuela. Tan oscura tenía la piel que miabuelita había creído siempre que Martaera negra. Sin embargo, todo erasuciedad verdadera y lavable. Una vez,en un concurso que se celebró en el Ritz,

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ganó el primer premio por las orlasnegras de sus uñas. Era una mujerinmunda.

—Imagínense ustedes —dijo laseñora Granberg— que la otra tarde letocaba salir a Britta, mi sirvienta, y, sinpedirme permiso, se puso mi traje deseda azul. ¿No les parece que es elcolmo?

—Según veo —exclamó Pippi—,estaba cortada por el mismo patrón queMarta. Mi abuela tenía una blusa decolor de rosa que le gustaba horrores. Y,esto era lo malo, también le gustaba aMarta. Todas las mañanas, mi abuela yMarta discutían, porque las dos querían

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ponérsela. Al fin acordaron llevarla undía una y otro día la otra. Pero esto noimpidió que, a veces, Marta volviera alas andadas y, cuando no lecorrespondía ponérsela, dijese a miabuela: «Le advierto que si no me pongohoy la blusa rosa, no habrá puré denabos». Y, ¡claro!, ¿qué iba a hacer miabuela? El puré de nabos era su platofavorito. Total, que Marta se ponía lablusa rosa. Y, una vez se la habíapuesto, se iba a la cocina como unagatita dócil y empezaba a batir el puréde nabos con tal ardor que salpicaba lasparedes.

Tras un breve silencio, la señora

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Alexanderson dijo:—No puedo asegurarlo, pero tengo

más de un motivo para sospechar que misirvienta Hilda es una ladrona. Me handesaparecido muchas cosas…

—Pues Marta… —comenzó a decirPippi.

Pero la señora Settergreen no la dejócontinuar.

—¡Niños, marchaos arribainmediatamente! —ordenó.

—Es que yo —dijo Pippi— iba acontar que Marta robaba también.Robaba como una urraca. Solíalevantarse a medianoche y robar una odos cosas; si no lo hacía, no podía

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dormir. Una vez escamoteó el piano demi abuela y lo metió en el cajón dearriba de la mesa de escribir. Mi abuelaaseguraba que tenía unas manos muyhábiles.

Annika y Tommy cogieron a Pippicada uno por un brazo y se la llevaronescaleras arriba.

Las damas tomaron otra taza de té, yla señora Settergreen dijo:

—Yo no me quejaría de mi sirvientasi no rompiese tantas piezas deporcelana.

En este momento, una cabezapelirroja apareció en lo alto de laescalera y dijo:

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—Estoy segura de que se estánpreguntando ustedes si Marta rompíamuchas piezas de porcelana. Pues sí, lasrompía a montones. Había señalado undía de la semana para estos destrozos,los martes, según decía mi abuela. Losmartes, a las cinco de la mañana, ya seoía a aquel demonio rompiendo piezasde porcelana en la cocina. Empezó porcosas pequeñas, como tazas y vasos;luego pasó a los platos, tanto llanoscomo hondos, y de los platos a lasfuentes. Había tal estrépito toda lamañana en la cocina que no se podíasufrir; así lo decía mi abuela. Y por latarde, si tenía algún rato libre, se iba al

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saloncito, martillo en mano, ydestrozaba los platos de la India queadornaban las paredes. Los miércoles,mi abuela compraba todas las piezas deporcelana que faltaban.

Y Pippi desapareció como porencanto de lo alto de la escalera.

La paciencia de la señoraSettergreen había llegado a su término.Subió corriendo las escaleras, entró enel cuarto de los niños y dijo a Pippi, queen aquel momento estaba enseñando aTommy a ponerse cabeza abajo:

—Te agradeceré que no vengas más.Tu conducta ha sido incalificable.

Pippi la miró, sorprendida. Los ojos

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se le llenaron de lágrimas.—Tiene usted razón. No sé cómo

debo portarme con la gente. Es inútilque intente aprenderlo; nunca loconseguiré. Debí quedarme en el mar.

Hizo una reverencia a la señoraSettergreen, dijo adiós a Tommy y aAnnika y bajó lentamente la escalera.

Pero las invitadas también semarchaban ya, y Pippi se sentó junto alparagüero de la entrada, para ver cómose ponían los sombreros y los abrigos.

—Siento de veras que no esténustedes contentas con sus criadas —empezó a decir de pronto—. ¡Ojaláencontrasen una como Marta! Mi abuela

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solía decir que no había otra tan buenacomo ella. Una vez, en Navidad, alservir el lechón asado, ¿saben lo quehizo? Había leído en un libro de cocinaque los lechones se sirven con un papelrizado encima y una manzana en la boca,y no comprendió que era el cerdo el quetenía que llevar estas cosas. ¡Si lahubiesen visto ustedes aparecer en elcomedor con un papel rizado y unamanzana colorada en la boca! Mi abuelale dijo: «Eres una calamidad, Marta».Naturalmente, ella no pudo responder.Lo único que pudo hacer fue mover lasorejas, lo que dio lugar a que crujiera elpapel rizado. Intentaba decir algo, pero

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solo se oía: «Blu, blu, blu». Desdeluego, tampoco pudo morder a nadie enlas piernas. ¡Precisamente aquel día quehabía tantos invitados! La pobre Martano se divirtió mucho aquella Navidad —terminó Pippi tristemente.

Las damas, ya preparadas paramarcharse, se despidieron una vez másde la señora Settergreen. Pippi corrióhacia ella y le susurró al oído:

—Siento no haber sabido portarmebien. Adiós.

Se puso su gran sombrero y siguió alas invitadas. Pippi se encaminó a VillaMangaporhombro y las damas tomaronla dirección opuesta.

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Cuando ya habían recorrido ciertotrecho, las tres señoras oyeron unarespiración jadeante a sus espaldas.Pippi cayó sobre ellas como un rayo.

—No pueden ustedes imaginarse lomucho que echó de menos mi abuela aMarta cuando esta se marchó. Un martespor la mañana, cuando aún no había rotomás que una docena de tazas de té, salióde casa, camino del mar. Aquel día, miabuela tuvo que romper las tazas deporcelana ella misma y, como no estabaacostumbrada, se le llenaron de llagaslas manos. Ya no volvió a ver a Marta.Y mi abuela decía que había sido unaverdadera desgracia perder una

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sirvienta de tanta categoría.Pippi se marchó y las damas

aceleraron el paso. Pero aún no habíanandado las tres amigas un centenar demetros cuando oyeron que la niña lesgritaba con toda la fuerza de suspulmones:

—¡¡MARTA NO BARRÍA NUNCADEBAJO DE LAS CAMAS!!

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PIPPI, HEROÍNA

Un domingo por la tarde, Pippi estaba ensu casa sin saber qué hacer. Annika yTommy habían ido a un té con suspadres; por tanto, no podía contar conellos.

Había pasado un día sumamenteagradable. Se había levantado tempranoy había dado al Señor Nelson jugo defrutas y bollos. ¡Qué gracioso estaba ensu camita con su camisa de dormir azul yel vaso entre las manos! Luego dio de

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comer al caballo, lo peinó y le contó unalarga historia de viajes por mar.Después pasó al salón y empezó a pintarla pared. Pintó a una señora gordavestida de rojo y cubierta con unsombrero negro. Llevaba en una manouna flor amarilla y en la otra un ratónmuerto. Pippi consideró que era uncuadro magnífico y que alegraba elsalón. Luego se sentó ante el armariodonde guardaba las conchas y loshuevos de pájaro y estuvo durante unbuen rato contemplando aquel tesoro.Recordó los bellos lugares donde supadre y ella habían ido reuniendoaquella colección, las lindas tiendecitas

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del mundo entero donde habíancomprado aquellas maravillas que ahoratenía ella guardadas en los cajones delarmario. Después intentó enseñar alSeñor Nelson a bailar la polca, peroeste no quiso aprender. Por un momentopensó enseñársela al caballo, perocambió de idea y se introdujo en elcajón de la leña; luego dejó caer la tapa,y así pudo imaginarse que era unasardina en conserva. ¡Lástima queAnnika y Tommy no estuviesen con ella!También ellos podrían haber sidosardinas en lata.

Empezó a oscurecer. Pippi aplastóla nariz, aquella naricilla que tenía

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forma de patata, contra el cristal de laventana y contempló el crepúsculootoñal. De pronto se acordó de quehacía varios días que no había montadoa caballo, y decidió hacerloinmediatamente. Sería un bonito finalpara un domingo tan encantador.

Se puso su gran sombrero, cogió alSeñor Nelson, que estaba sentado en unrincón, jugando a las bolas, ensilló elcaballo, lo levantó en vilo, y asísalieron los tres de la casa. Partieronenseguida, el Señor Nelson sentado enel hombro de Pippi y Pippi sentada en ellomo del caballo. Hacía tanto frío quelas calles estaban heladas y los cascos

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del caballo producían un sonororepiqueteo. El Señor Nelson, que seguíasentado en el hombro de Pippi, intentabaasir las ramas de los árboles al pasar,pero la niña cabalgaba tan velozmenteque las ramas, en vez de dejarse asir porel mono, le arañaban las orejas y leobligaban a sujetarse el sombrero depaja para no perderlo. Pippi galopabapor las calles de la pequeña ciudad, ylos transeúntes se alarmaban y sepegaban a las paredes al verla llegarcomo un rayo.

Todas las pequeñas poblaciones dela campiña sueca tienen su plaza delmercado, y aquella también la tenía. En

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ella estaba el ayuntamiento, edificiopintado de amarillo, y también habíavarias bellas casitas de un solo piso, asícomo un feo edificio, una casa nueva detres pisos, a la que llamaban «elrascacielos», por ser la más alta de laciudad.

En la noche de aquel domingo, lacalma era completa en la pequeñapoblación pero, de pronto, un grito deangustia turbó aquella paz:

—¡Fuego, fuego! ¡El rascacielos estáardiendo!

La gente corría en todas direccionescon el terror reflejado en los ojos. Elcoche de los bomberos cruzaba

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velozmente las calles, haciendo sonarcon frenesí la campana, y los niños de laciudad, que en otras ocasiones habíanlanzado alegres gritos al ver la bombade incendios, ahora se asustaron de talmodo que se echaron a llorar. Creíanque también iban a arder sus casas.

La plaza del mercado estabaatestada de gente. La policía seesforzaba por abrir entre lamuchedumbre un paso para la bomba deincendios.

Por las ventanas del rascacielossalían llamas, columnas de humo ycascadas de chispas que rodeaban a losbomberos, dispuestos ya a cumplir su

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heroica misión.El fuego había empezado en la

planta baja y se había extendido a lospisos. De súbito, la gente reunida en laplaza vio algo espantoso. En lo más altode la casa había un desván, y en suventana, que acababa de abrir una manoinfantil, aparecieron dos niños pidiendosocorro.

—¡No podemos bajar porque estáardiendo la escalera! —gritó el mayor.

Este tenía cinco años, y cuatro suhermanito. Estaban completamentesolos, pues la madre había salido.Muchos de los curiosos que llenaban laplaza no pudieron contener el llanto, y el

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jefe de la brigada de bomberos dabamuestras de desesperación. Disponía deuna escalera, pero no era lo bastante altapara llegar al desván, y entrar en la casapor la puerta para rescatar a los niñosera imposible. Los espectadores sedesesperaban ante su impotencia parasalvar a aquellas pobres criaturas quelloraban desconsoladamente. Minutosdespués, el fuego llegaría al desván.

Pippi se hallaba entre la multitud,montada en su caballo. Miraba con vivointerés el coche de los bomberos y sedecía que de buena gana se compraríauno igual. Le gustaba por su color rojo yporque hacía mucho ruido cuando corría

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por las calles. Luego dirigió su miradaal fuego crepitante y se dijo que seríamuy divertido que le cayeran algunaschispas encima. Por último miró a losniños y observó, sorprendida, que noparecía gustarles el fuego. Esto era taninexplicable para ella que no pudomenos de preguntar a las personas queestaban alrededor de ella:

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—¿Por qué lloran esos niños?Al principio solo recibió gemidos

por respuesta, pero después le contestóun señor gordo:

—¿Por qué van a llorar? ¿Es que túno llorarías si estuvieses allá arriba y nopudieras bajar?

—Yo no lloro nunca —dijo Pippi—Pero dígame: si quieren bajar, ¿por quéno les ayuda nadie?

—Pues, sencillamente, porque no sepuede.

Pippi estuvo un momento pensativa.—¿Es que nadie tiene una cuerda?

—preguntó.—¿Qué se podría hacer con ella? —

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replicó el señor gordo—. Esos niñosson demasiado pequeños para bajar poruna cuerda. Además, ¿cómo se la podríasubir?

—En el mar se aprenden muchascosas —dijo Pippi simplemente—.Denme una cuerda y ya verán.

Nadie creía que la cuerda sirviesepara nada, pero Pippi no paró hastaconseguirla.

Junto a la fachada del rascacieloshabía un árbol de gran altura, cuya copaestaba al nivel de la ventana del desván.Sin embargo, entre una y otra mediabauna distancia de lo menos tres metros. Eltronco era liso, y no había en él ni una

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rama a la que aferrarse para trepar. Nila misma Pippi podría subir por allí.

El fuego se propagaba; los niños deldesván gritaban; entre la multitud se oíanllantos y gemidos.

Pippi bajó del caballo y se acercó alárbol. Seguidamente cogió la cuerda y laató a la cola del Señor Nelson.

—Ahora vas a ser obediente,¿verdad? —le dijo.

Lo puso en el tronco del árbol y ledio un empujoncito. El mono entendióperfectamente lo que se le ordenaba ysubió hasta la copa. Una vez allí, sesentó en una rama y miró hacia abajo.Pippi le dijo por señas que bajara, y él

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así lo hizo. Pero bajó por el otro lado dela rama, de modo que, cuando llegó alsuelo, la cuerda había quedado colgadapor ambos extremos.

—¡Qué listo eres, Señor Nelson!Habrías podido ser catedrático en tusbuenos tiempos.

Y, mientras hablaba, Pippi desatabael extremo de la cuerda del rabo delmono.

Cerca de allí había una casa enconstrucción. Pippi fue allí a por untablón, se lo puso debajo del brazo,regresó y, con la mano libre, se aferró ala cuerda. Ayudándose con la otra manoy apoyando los pies en el tronco,

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empezó a subir con tanta facilidad comorapidez.

Los espectadores, mudos deasombro, dejaron de llorar. Cuandollegó a la copa, Pippi colocó el tablónsobre una recia rama y lo fue corriendocon gran cuidado hasta que llegó a laventana del desván. El tablón quedóentonces encallado como un puente entrela ventana y el árbol.

Se hizo un gran silencio en la plaza:la emoción sellaba los labios de losespectadores. Pippi se subió al tablón ysonrió cariñosamente a los aterradosniños.

—Os veo un poco tristes —les dijo

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—. ¿Es que os duele el estómago?Pippi cruzó por el tablón y saltó al

interior del desván.—¡Qué calor hace aquí! —exclamó

—. Hoy no tendréis que encender lachimenea. Con el hornillo de la cocinatendréis suficiente.

Entonces se puso un niño debajo decada brazo y subió de nuevo al tablón.

—Ahora sí que os vais a divertir,amiguitos. Parecerá que andamos por lacuerda floja.

AI llegar a mitad del tablón levantóuna pierna, tal como había hecho en elcirco.

Un murmullo se elevó de entre la

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multitud. A Pippi se le cayó un zapato, yla consecuencia fue que se desmayaronvarias viejecitas. Pippi, y con ella losniños, llegaron al árbol sanos y salvos.Los vítores de la muchedumbre fuerontan estruendosos que ahogaron elcrepitar del fuego.

Pippi recogió la cuerda y atófuertemente un extremo a una rama. En laotra extremidad ató a uno de los niños, yentonces, poco a poco y con grancuidado, lo fue dejando caer hacia sumadre, que lo esperaba loca de alegría yque lo recibió en sus brazos llorando deemoción.

Pippi le gritó:

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—¡Desate la cuerda, que aquí quedaotro y éste tampoco sabe volar!

Varias personas ayudaron a la madrea deshacer el nudo y liberar al niño.Pippi era una maestra en el arte de hacernudos. Una vez desatado el primer niño,recogió de nuevo la cuerda y bajó alotro.

Pippi se quedó sola en el árbol. Deun salto, se plantó sobre el tablón. Todoel mundo miraba, preguntándose qué iríaa hacer. Y lo que hizo fue empezar abailar y a ir y venir sobre el estrechomadero. Al mismo tiempo, subía ybajaba los brazos suavemente y cantaba,con una voz ronca que se oía

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perfectamente desde abajo:

Un fuego encendido,de llamas muy altas,

brilla reluciente.Arde para ti,arde para mí,

arde para todosincesantemente.

A la vez que cantaba, bailaba concreciente ardor. La mayoría de laspersonas reunidas en la plaza cerraronlos ojos, horrorizadas, diciéndose queera seguro que Pippi acabaría porcaerse. Enormes llamas se retorcían enla ventana del desván. Al resplandor del

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fuego se veía claramente la figura dePippi. Esta levantó los brazos hacia elcielo oscuro y, cuando le cayó encimauna lluvia de chispas, exclamó:

—¡Qué fuego tan hermoso!A continuación dio un gran salto, se

aferró con ambas manos a la cuerda y sedeslizó por ella vertiginosamente,mientras gritaba:

—Jiuuuuuuuu!—¡Tres hurras por Pippi

Calzaslargas! —exclamó el jefe de labrigada de bomberos.

—¡Hurra, hurra, hurra! —gritó acoro la multitud.

Pero una voz lanzó cuatro hurras.

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Esta voz fue la de Pippi.

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PIPPI CELEBRA SUCUMPLEAÑOS

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Un día, Annika y Tommy hallaron unacarta en el buzón de su casa.

«A Tommy i Anica», rezaba elsobre. Y dentro encontraron una tarjetaque decía: «Que bengan Tommy i Anicaa la fiesta de cumplehaños de Pippi.Trage, el que quieran».

Annika y Tommy se pusieron tancontentos que empezaron a saltar ybailar. A pesar de las faltas deortografía, habían entendido lo quedecía la tarjeta. A Pippi le habíacostado trabajo escribirla. Aunque nopudo reconocer la «i» el día que visitó

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la escuela, sabía escribir un poco.Cuando navegaba, uno de los marinerosdel barco que mandaba su padre sesentaba con ella por las tardes en lacubierta e intentaba enseñarle a escribir.Pero Pippi no era una alumna paciente.Enseguida decía:

—Basta, Fridolf —que así sellamaba el marinero—; todo esto meimporta un comino. Voy a subir a lo másalto del mástil para ver el tiempo quehará mañana.

Por tanto, no es de extrañar queescribir fuese para ella una ardua tarea.Toda la noche estuvo sentada a la mesa,luchando con la invitación, y cuando ya

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apuntaba el día y las estrellas palidecíansobre el tejado de VillaMangaporhombro, se acercó casi arastras a casa de Tommy y Annika yechó la carta en el buzón.

Tan pronto como regresaron delcolegio, Tommy y Annika empezaron avestirse para la fiesta. Annika rogó a sumadre que le rizara el pelo, cosa queella hizo; además, le puso una gran cintade color de rosa en la cabeza.

Tommy se mojó el cabello, a fin deque le quedara bien estirado. ¡Él noestaba para rizos ni otras tonteríassemejantes! Annika quería ponerse sumejor vestido, pero su madre no se lo

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permitió, ya que pocas veces regresabalimpia y con las ropas en orden de casade Pippi. De modo que tuvo quecontentarse con ponerse su vestidonúmero dos. Tommy no se preocupódemasiado de su vestuario; le bastó conestar presentable.

Ni que decir tiene que los doshermanos habían comprado un regalopara Pippi. Echaron mano de susahorros y, al regresar del colegio,entraron en una tienda de juguetes de lacalle Alta y compraron una magnífica…Pero permitidnos guardar el secreto porunos instantes. El regalo estaba envueltoen papel verde y atado con varias cintas.

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Cuando terminaron de arreglarse,Tommy cogió el paquete y los dossalieron de casa, seguidos de una seriede advertencias sobre el cuidado de sustrajes. Annika quiso llevar el paquete unratito; además, habían acordado que enel momento de ofrecerlo a Pippi lotendrían cogido entre los dos.

Como estaba ya bastante avanzado elmes de noviembre, anochecía muypronto. Al entrar en VillaMangaporhombro, Tommy y Annika secogieron fuertemente de la mano, puesen el jardín de Pippi la oscuridad eracasi completa. Los viejos árbolesperdían sus últimas hojas y suspiraban y

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susurraban tristemente, mecidos por elviento.

—Bien se ve que estamos en otoño—dijo Tommy.

¡Cómo se alegraron al ver brillar lasluces de Villa Mangaporhombro ypensar que les esperaba una fiesta decumpleaños!

Generalmente, Annika y Tommyentraban por la parte trasera, pero estavez se dirigieron a la puerta principal.No se veía el caballo en el porche.Tommy llamó discretamente a la puerta.Desde dentro llegó una voz cavernosaque dijo:

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—¡Oh! ¿Quién en esta nocheoscura

llama a la puerta de mi casa?¿Será un espíritu?¿Será un sucio ratón que

pasa?

—¡Somos nosotros, Pippi! —gritóAnnika—. ¡Abrenos!

Pippi abrió.—¿Por qué has nombrado a los

espíritus? —dijo Annika olvidándose defelicitar a Pippi—. Me has asustado.

Pippi rio de buena gana y abrió lapuerta de la cocina ¡Qué agradable fuepara los dos hermanos entrar en un sitio

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donde había luz y calor! La fiesta decumpleaños se celebraría en la cocina,que era el lugar más acogedor de lacasa. En la planta baja solo había doshabitaciones más. Una era el salón,amueblado con un solo mueble, y la otrael dormitorio de Pippi. La cocina eraespaciosa, y Pippi la había limpiado yadornado. Había extendido alfombras enel suelo, y en la mesa, un mantel nuevoconfeccionado por ella misma. Lasflores que había bordado en él eran untanto originales. Pippi dijo que eranflores de Indochina, y así todo quedóarreglado. Las cortinas estaban corridasy en el hogar chisporroteaba un buen

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fuego. El Señor Nelson, sentado en elcajón de la leña, tocaba los platillos condos tapaderas; el caballo estaba en unrincón. Como es natural, también élparticipaba en la fiesta.

Al fin, Annika y Tommy seacordaron de felicitar a Pippi. Tommyhizo una reverencia y Annika se inclinógraciosamente. Luego le presentaron elpaquete verde, diciendo:

—¡Muchas felicidades!Pippi les dio las gracias y rasgó el

paquete ávidamente. ¡Era una caja demúsica! Pippi creyó enloquecer dealegría. Abrazó a Tommy y a Annika,abrazó la caja de música y abrazó el

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papel en que había estado envuelta.Luego empezó a dar vueltas a lamanivela y, entre muchos «chin, chin» yno muy claramente, se oyó una popularmelodía.

Pippi estuvo un buen rato haciendogirar la manivela, con tal entusiasmo quellegó a olvidarse de todo. Pero, depronto, se acordó de algo.

—¡Mis queridos amigos —exclamó—, vosotros también tendréis vuestroregalo de cumpleaños!

—Si hoy no es nuestrocumpleaños… —dijo Annika.

—Pero, como es el mío, yo creo quepuedo haceros regalos de cumpleaños.

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¿Acaso en alguno de vuestros libros deestudio se dice que esto no se puedehacer? ¿O es que la cosa tiene algo quever con las plutificaciones y por eso nose permite?

—No es que no pueda hacerse —dijo Tommy—, pero no es costumbre.Aunque te confieso que me gustaríarecibir un regalo.

—¡Y a mí también! —exclamóAnnika.

Pippi corrió al salón y volvió condos paquetes, que entregó a sus amigos.Tommy abrió el suyo y vio que conteníauna original flauta de marfil. En el deAnnika había un lindo broche en forma

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de mariposa, cuyas alas estabancubiertas de piedras rojas, azules yverdes.

Ahora que cada cual tenía su regalo,ya podían sentarse a la mesa. Había enella montones de pastas y bollos. Laspastas eran de forma bastante irregular,pero Pippi dijo que en China las pastaseran así.

Entonces sirvió chocolate con cremay los tres se dispusieron a sentarse. Peroentonces Tommy dijo:

—Cuando papá y mamá dan unacena, los caballeros reciben una tarjetaque dice a qué señora deben acompañaren la mesa. Yo creo que deberíamos

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hacerlo nosotros también.—¡Bien pensado!—Pero hay un inconveniente —dijo

Tommy—, y es que somos dos damas ysolo un caballero.

—¿Solo un caballero? —exclamóPippi—. ¿Es que el Señor Nelson es unaseñora?

—Tienes razón. No me acordaba delSeñor Nelson —dijo Tommy.

Y se sentó en el cajón de la leña yescribió en una tarjeta:

«El señor Settergreen tendrá elhonor de acompañar a la señoritaCalzaslargas.»

—El señor Settergreen soy yo —

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dijo muy satisfecho, mostrando la tarjetaa Pippi.

Y escribió en otra:«El Señor Nelson tendrá el placer

de acompañar a la señorita Settergreen.»—Bueno —dijo Pippi—, pero el

caballo, aunque no pueda sentarse a lamesa, ha de tener también su tarjeta.

«El caballo tendrá el gusto dequedarse en su rincón, adonde se lellevarán pasteles y azúcar.»

Pippi le puso la tarjeta ante un ojo yle dijo:

—Lee esto y dime qué te parece.Como el caballo no objetó nada,

Tommy ofreció el brazo a Pippi y se

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dirigieron a la mesa. El Señor Nelson nohizo movimiento alguno, en vista de locual Annika tuvo que cogerlo y llevarlohasta allí.

El mono se negó a tomar asiento enuna silla: lo hizo sobre la misma mesa.Tampoco quiso chocolate con crema.Sin embargo, cuando le llenaron la tazade agua, la levantó con las dos manos yse la bebió.

Annika, Pippi y Tommy empezaron acomer, y Annika dijo que si aquellosdulces eran como los que se hacían enChina, se iría a vivir a China cuandofuera mayor.

Cuando hubo vaciado su taza, el

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Señor Nelson se la puso en la cabeza,boca abajo. Pippi, al verlo, hizo lomismo; pero como no había acabado detomarse el chocolate, le cayó por lafrente una pequeña catarata oscura ypastosa que le llegó a la nariz. Pippi lesalió al paso con la lengua, mientrasdecía:

—Todo hay que aprovecharlo.Annika y Tommy rebañaron

concienzudamente sus tazas antes deponérselas en la cabeza.

Una vez quedaron todos satisfechos,—incluso el caballo, que también habíarecibido su ración—, Pippi cogió elmantel por las cuatro puntas y lo

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levantó, de modo que las tazas y losplatos, chocando unos con otros,rodaron hacia el centro, donde quedaroncomo en el fondo de un saco. Luegoguardó el mantel en el cajón de la leña.

—Me gusta poner un poco de ordencuando acabo de comer —dijo.

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Acto seguido empezaron los juegos.Pippi propuso uno al que llamaba «sinpisar el suelo» y que era sumamentesencillo. Todo consistía en dar vueltas ala cocina sin poner los pies en el suelo.Pippi dio una vuelta en unos segundos, yAnnika y Tommy lo hicieron casi tanbien como ella. La vuelta empezaba enel fregadero, desde donde, estirandobastante las piernas, se podía pasar a lachimenea, y de aquí al cajón de la leña.Desde este cajón se subía al estante, ydesde el estante se bajaba a la mesa. Dela mesa se pasaba a dos sillas, y de ellasal armario, que estaba en un rincón.Entre el armario y el fregadero había

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una distancia de varios metros, pero, porfortuna, allí estaba el caballo. Si unomontaba en él por la cola y, después deavanzar hasta la cabeza, daba un saltopreciso, aterrizaba exactamente en elfregadero.

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Después de jugar un rato, y cuandoel vestido de Annika no parecía ya elnúmero dos, sino el cinco o el seis, yTommy estaba más negro que el hollín,decidieron divertirse de otro modo.

—Subamos al desván a hacer unavisita a los espíritus —sugirió Pippi.

Annika se estremeció.—Pero ¿hay espíritus en el desván?—¿Que si hay? ¡A montones! —le

contestó Pippi—. Está abarrotado defantasmas y espíritus de varias clases.Es imposible entrar en el desván sin veralguno. ¿Vamos?

—¡No, no! —exclamó Annikamirando a Pippi con un gesto de

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reproche.—Mamá dice que no hay espíritus ni

fantasmas —dijo Tommy.—Y, en cierto modo, es verdad —

admitió Pippi—, pues no los hay enningún sitio más que aquí. Todos losespíritus que existen viven en midesván… Pero no hacen nada. Lo únicoque molesta de ellos es que dan en losbrazos unos pellizcos que dejancardenales. Por lo demás, se limitan agemir y a jugar a los bolos con suscabezas.

—¿Con… sus… cabezas? —preguntó Annika, casi sin voz.

—Sí, con sus cabezas —afirmó

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Pippi—. ¡Vamos! Subamos a hablar conellos. Yo juego bien a los bolos.

Tommy no quería demostrar quetenía miedo. Además, estaba deseandover un espíritu. Así, podría contarlo asus compañeros de colegio. Por otraparte, se consolaba pensando que losespíritus no se atreverían a hacerlesnada estando Pippi presente. Total, quedecidió ir al desván. Annika no queríasubir de ningún modo, pero se le ocurriópensar que, a lo mejor, algún espíritubajaba a visitarla si se quedaba sola enla cocina, y esta idea la decidió. Erapreferible estar con Pippi y con Tommyentre miles de espíritus, que sola con un

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espíritu, por pequeño que fuera, en lacocina.

Pippi, que iba delante, abrió lapuerta de la escalera que conducía aldesván. En ella la oscuridad eraabsoluta. Tommy se apretaba contraAnnika, y Annika se apretaba todavíamás contra Tommy. Empezaron a subir.Los escalones crujían, gemían… Tommycomenzó a decirse que lo mejor seríadejar aquel juego; en cuanto a Annika,no podía decirse absolutamente nada.

Poco a poco subieron hasta losúltimos peldaños y llegaron al desván.En él la oscuridad era casi absoluta:solo se veía una estrecha franja de luz

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lunar en el suelo. Se oían suspiros ysilbidos en todos los rincones. El vientopenetraba por las rendijas.

—¡Salve, espíritus! —exclamóPippi.

Pero si había alguno en el desván, nocontestó.

—No me acordaba de que han ido auna junta de la Agrupación de Espíritusy Fantasmas —dijo Pippi.

A Annika se le escapó un suspiro dealivio y deseó que la junta durase todala noche. Pero en esto se oyó un gritoespantoso en un rincón del desván, yacto seguido Tommy vio que algo selanzaba silbando hacia él, a través de la

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oscuridad. Sintió que le soplaban en lafrente y luego vio que una cosa negrahuía por la abierta ventana. Tommy gritócon todas sus fuerzas:

—¡Un espíritu, un espíritu!Annika se pegó a su hermano.—Este desgraciado va a llegar tarde

a la junta —dijo Pippi—. Bueno, siverdaderamente era un espíritu y no unalechuza… En realidad los espíritus noexisten —continuó tras una pausa—,porque cuanto más pienso en ello, másconvencida estoy de que era unalechuza. ¡Y al que diga que los espíritusexisten, le retuerzo la nariz!

—Pues tú misma lo has dicho —dijo

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Annika.—¿Yo? Entonces me retorceré la

nariz.Y se la retorció sin

contemplaciones.Desde este momento, Annika y

Tommy se sintieron más tranquilos.Incluso se atrevieron a asomarse a laventana y mirar al jardín. Grandes yoscuras nubes recorrían el cielo,ocultando a ratos la luna. Los árboles sebalanceaban entre murmullos.

Tommy y Annika se volvieron yvieron —¡horror!— una figura blancaque iba hacia ellos.

—¡Un espíritu! —gritó Tommy,

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aterrado.Annika sintió tal pánico que no pudo

ni siquiera gritar. La figura seguíaacercándose, acercándose. Annika yTommy se abrazaron y cerraron los ojos.Luego oyeron decir:

—Mirad lo que he encontrado: lacamisa de dormir de mi padre. Estabaaquí arriba, en un viejo baúl demarinero. Haciéndole un dobladillo, lapodré usar.

Pippi se acercó a ellos envuelta enaquella camisa que le llegaba a los pies.

—¡Oh, Pippi, qué susto me hasdado! —exclamó Annika.

—Pero si las camisas de dormir no

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hacen nada. Solo muerden en defensapropia.

Pippi decidió examinardetenidamente el contenido del baúl demarinero. Lo arrastró hasta la ventana ylevantó la tapa. El tenue resplandor dela luna cayó de lleno sobre el interiordel baúl. Había allí varios trajes viejos,un anteojo, dos libros mediodesencuadernados, tres pistolas, unaespada y una bolsa llena de monedas deoro, todo lo cual fue sacado ydepositado en el suelo.

—¡Hoy es un día de suerte! —exclamó Pippi alegremente.

—¡Un día emocionante! —dijo

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Tommy.Pippi se lo puso todo en el faldón de

la camisa de dormir y bajaron de nuevoa la cocina. Annika se felicitó de verselejos del desván.

—No dejéis nunca que los niñosmanejen armas de fuego —dijo Pippicon una pistola en cada mano—, puespodría ocurrirles algo desagradable.

Y disparó las dos pistolas a untiempo.

—¡Esto es tener puntería! —exclamólevantando la cabeza—. Mirad: hay dosagujeros en el techo y las balas los hanatravesado. Y quién sabe —añadió,esperanzada— si las balas, después de

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atravesar el techo, habrán alcanzado aalgún espíritu en una pierna. Así no lequedarán ganas de volver a asustar a losniños inocentes. Pues, aunque losespíritus no existan, no cabe duda de quemuchas personas pasan muy malos ratospor su culpa. Y ahora decidme: ¿queréisuna pistola cada uno?

Tommy se estremeció de alegría.Annika dijo que le gustaría tener unapistola, pero descargada.

—Ahora, si quisiéramos podríamosformar una banda de ladrones —dijoPippi mirando por el anteojo—. Conesto creo que se pueden ver incluso lasmoscas de América del Sur. Nos será

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muy útil si decidimos formar la banda.En este momento llamaron a la

puerta. Era el padre de Tommy yAnnika, que venía a llevárselos. Lesdijo que hacía ya rato que debían estaren la cama. Tommy y Annika tuvieronque apresurarse a dar las gracias aPippi, despedirse de ella y reunir suspropiedades, es decir, la flauta, elbroche y las pistolas.

Pippi siguió a sus invitados hasta elportal y los vio desaparecer por elcamino del jardín. La luz del interior dela casa se proyectaba sobre Pippi. Allíestaba, en pie, muy tiesas sus trenzasrojas, y la camisa de dormir de su padre

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fregando el suelo. Llevaba una pistolaen una mano y una espada en la otra.Con la espada presentaba armas.

Al llegar Annika, Tommy y su padrea la puerta de su casa oyeron un disparoy se detuvieron a escuchar. El vientogemía entre los árboles, ahogando la vozde Pippi. Sin embargo, le oyeron decir:

—¡Cuando sea mayor seré pirata! ¿Yvosotros?

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PIPPI SEEMBARCA

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PIPPI VIVE AÚNEN VILLA

MANGAPORHOMBRO

Si un viajero visitase cierta pequeñaciudad sueca y un día llegara adeterminado lugar de sus alrededores,tendría ante sus ojos VillaMangaporhombro. No es que esta casatenga nada de especial, pues estábastante vieja y la rodea un descuidadoy selvático jardín; pero lo más natural

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será que el visitante se detenga y sepregunte quién vivirá en ella y por quéhay un caballo en el porche. Si empiezaa oscurecer y ve a una niña pasear por eljardín sin la menor intención de irse adormir, pensará: «No comprendo porqué la madre de esta niña no la haenviado ya a la cama. Los demás niñosestán todos acostados a estas horas».

Y si la niña se acerca a la verja (loque seguramente hará, pues le gustahablar con todo el mundo), entoncespodrá verla bien, y hasta es muyprobable que piense: «Es la niña máspecosa y pelirroja que he visto en mivida». Y después es muy posible que se

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diga: «Está muy bien ser pecosa ypelirroja cuando se tiene un aspecto tansano y alegre como esta niña».

Seguramente el viajero querráconocer el nombre de esta niña que vagasolitaria a la luz del crepúsculo, y lepreguntará:

—¿Cómo te llamas?Y ella responderá jovialmente:—Pippilotta Delicatessa

Windowshade Mackrelmint. Soy hija delcapitán Efraín Calzaslargas, que fue elrey de los mares y hoy es el rey de loscaníbales. Pero todo el mundo me llamaPippi.

Y lo dirá creyendo de verdad que su

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padre es rey de los caníbales, porqueuna vez que iba navegando en compañíade Pippi se cayó por la borda ydesapareció. El padre de Pippi era muyfuerte: por eso ella estaba segura de queno se había ahogado. Era muy propio deaquella cabecita pensar que habría ido aparar a cualquier isla y que allí lehabrían nombrado rey de los caníbales.Pippi estaba convencida de que era estolo que había sucedido.

Si el viajero sigue hablando conPippi se enterará de que la niña vivecompletamente sola en VillaMangaporhombro (mejor dicho, sin máscompañía que la del caballo del porche

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y un mono llamado Señor Nelson). Y sise trata de un hombre bonachón, esnatural que se pregunte: «¿Qué vidallevará esta pobre niña?».

Sin embargo, no hay motivo parapreocuparse. «Soy más rica que Creso»,solía decir Pippi. Y lo era, en efecto.Terna una maleta llena de monedas deoro, regalo de su padre, y sedesenvolvía muy bien sin padre nimadre. Allí no había nadie que le dijeracuándo tenía que irse a la cama; peroPippi se encargaba de decírselo a símisma. A veces no se lo decía hasta esode las diez, pues nunca había podidocomprender por qué los niños tenían que

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ir a acostarse a las siete, ya que despuésde esa hora es cuando uno se lo pasamejor. No era, pues, extraño ver a Pippivagar por el jardín después de la puestadel sol, cuando el aire refrescaba yTommy y Annika hacía ya rato queestaban acurrucados en sus camas.

Annika y Tommy eran loscompañeros de juegos de Pippi. Vivíanen la casa de al lado. Tenían padre ymadre, y los dos, la madre y el padre,creían que era muy conveniente para losniños estar en la cama a las siete.

Si el viajero permaneciese junto a laverja hasta que Pippi, después de darlelas buenas noches, se dirigiera a la casa,

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y la viera subir al porche, levantar elcaballo con sus fuertes brazos y sacarloal jardín, no cabe duda de que sefrotaría los ojos y se preguntaría sisoñaba. «¡Qué criatura tanextraordinaria! —se diría—. ¡Levantaren vilo un caballo! En mi vida he vistouna niña igual.»

Y tendría razón: Pippi era la niñamás extraordinaria que existía, por lomenos en aquella población. Podíahaber niñas igualmente extraordinariasen otros lugares, pero en aquellapequeña ciudad no vivía ninguna quepudiera compararse con PippiCalzaslargas. Y en cuanto a fuerza,

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ninguna niña del mundo tenía ni la mitadque ella.

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PIPPI VA DECOMPRAS

Un hermoso día de primavera en que elsol resplandecía, radiante, los pájaroscantaban y el agua corría alegrementepor las acequias, Annika y Tommyllegaron saltando a casa de Pippi.Tommy llevaba consigo un par deterrones de azúcar para el caballo dePippi, y tanto él como Annika sedetuvieron en el porche y acariciaron alanimal antes de entrar en la casa. Pippi

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estaba aún durmiendo, con los pies en laalmohada y la cabeza entre las sábanas,pues tenía la costumbre de dormir así.

Annika le pellizcó el dedo gordo delpie y le gritó:

—¡Despierta!E l Señor Nelson, ya despierto, se

había subido de un salto a la lámparaque colgaba del techo.

Algo empezó a agitarse bajo lacolcha, y una cabeza pelirroja aparecióde pronto.

Pippi abrió sus vivos ojos y sonrióabiertamente.

—¿Conque eras tú la que mepellizcaba los pies? Creí que sería mi

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padre, el rey de los caníbales, quequería ver si tengo callos.

Se sentó en el borde de la cama y sepuso las medias, una negra y otra decolor castaño.

—¡Mientras siga llevando estoszapatones, nunca tendré callos! —exclamó, a la vez que se calzaba unoszapatos negros que eran exactamente dosveces mayores que sus pies.

—Pippi —dijo Tommy—, ¿quépodemos hacer hoy? Ni Annika ni yotenemos colegio.

—Lo pensaremos —repuso Pippi—.No podemos bailar alrededor del árbolde Navidad, porque hace tres meses que

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lo tiramos. Podríamos haber estado todala mañana danzando sobre el hielo siaún lo hubiese. También sería divertidobuscar oro, pero ¿cómo, si no sabemosdónde excavar? Además, casi todo eloro está en Alaska, y hay allí tantosbuscadores de oro que no queda sitiopara nosotros. Tendremos que inventarotra cosa.

—Sí, algo divertido —dijo Annika.Pippi recogió sus cabellos en dos

gruesas trenzas que se quedaron tiesashacia arriba y reflexionó.

—¿Y si fuéramos de compras a laciudad? —dijo al fin.

—¡Pero si no tenemos dinero! —

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replicó Tommy.—Yo sí que tengo —dijo Pippi.Y para demostrarlo abrió la maleta

abarrotada de monedas de oro. Cogió unbuen puñado de ellas y se lo echó albolsillo del delantal, que le quedabaexactamente en medio del estómago.

—Si pudiese encontrar mi sombrero,ya estaría preparada para salir —dijo.

Pero el sombrero no aparecía porninguna parte. Pippi miró primero en laleñera y —cosa extraña— el sombrerono estaba allí. Entonces buscó en ladespensa y miró en la cesta del pan,donde no halló más que una liga, undespertador roto y una rosquilla.

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Finalmente echó un vistazo al estante delos sombreros, y tampoco: solo encontróuna sartén, un destornillador y un trozode queso.

—¡Aquí no hay orden y no se puedeencontrar nada! —exclamó, furiosa—.Menos mal que he encontrado estepedazo de queso, que hacía muchotiempo que andaba buscando…

Luego gritó:—¡Eh, sombrero! ¿Vienes de

compras o no? ¡Si no aparecesinmediatamente, te dejo!

El sombrero no apareció.—Te arrepentirás de haber sido tan

tonto… Pero cuando vuelva a casa no

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quiero oír ninguna queja —advirtióseveramente.

Minutos después emprendieron elcamino de la ciudad Tommy, Annika yPippi, esta con el Señor Nelson en elhombro. El sol era radiante; el cielo,intensamente azul; los niños se sentíanfelices… Y en la cuneta el agua sedeslizaba alegremente. La cuneta eraprofunda y contenía gran cantidad deagua.

—Me gustan los arroyos —dijoPippi.

Y, sin pensarlo mucho, saltó al agua.Esta le llegaba más arriba de lasrodillas y, si saltaba aprisa, salpicaba a

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Tommy y a Annika.—Estoy haciendo el barco —

añadió, y en esto tropezó y desapareciódebajo del agua—. O, para ser másexactos, el submarino —terminó contoda calma, asomando la cabeza.

—¡Oh, Pippi, estás empapada! —exclamó Annika, inquieta.

—¿Y qué hay de malo en ello? —preguntó Pippi—. ¿Existe alguna ley queobligue a los niños a estar siempresecos? He oído decir que las duchasfrías son muy buenas para la salud. Soloen este país cree la gente que los niñosno deben andar por las cunetas. EnAmérica, las cunetas están tan llenas de

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niños que no hay sitio para el agua.Aquellos niños pasan el año entero enlas cunetas. Como es natural, en inviernoel agua se hiela y los niños quedanatrapados por el hielo, de modo quesolo asoman las cabezas. Sus madrestienen que llevarles sopa, albóndigas yfrutas, porque ellos no pueden ir a casaa comer. Pero están rebosantes de salud,creedme.

La pequeña ciudad estabasencillamente encantadora bajo elbrillante sol de primavera. Sus estrechascalles de guijarros serpenteaban aquí yallá entre las casas. En la mayoría de lascasas había jardines, y en ellos

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abundaban las campanillas y losazafranes. Había en la ciudad grancantidad de tiendas, y en aquel hermosodía de primavera estaban tanconcurridas que las campanas de laspuertas resonaban sin cesar. Las señorasllegaban con sus cestos al brazo paracomprar café, azúcar, jabón ymantequilla. También habían salidomuchos niños a comprar golosinas ogoma de mascar. Sin embargo, lamayoría no disponían de dinero, y lospobrecitos tenían que quedarse fuera dela tienda y conformarse con miraraquellas cosas tan ricas que había en losescaparates.

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Cuando el radiante sol batía depleno la ciudad, tres pequeñas figurashicieron su aparición en la calleprincipal. Eran Tommy, Annika y Pippi.Esta iba dejando un reguero de agua a supaso.

—¡Qué suerte tenemos!, ¿verdad? —dijo Annika—. Mirad esas tiendas… ¡Yel bolsillo del delantal de Pippi, llenode monedas de oro!

Tommy brincó de alegría al oír a suhermana.

—¡Bueno, empecemos! —decidióPippi—. Ante todo, quiero comprarmeun piano.

—¿Un piano, Pippi? —dijo Tommy

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—. ¡Pero si no sabes tocarlo!—¿Cómo voy a saber si lo sé tocar

—repuso Pippi—, si nunca lo heprobado? Nunca he tenido un piano parapoderlo probar. Pero te aseguro,Tommy, que tocando el piano sin pianose adquiere mucha práctica.

No encontraron ninguna casa depianos. En vista de ello, se acercaron auna perfumería. En el escaparate habíaun gran bote de crema para las pecas y,junto a él, un letrero que decía ¿LEHACEN SUFRIR SUS PECAS?

—¿Qué dice ese letrero? —preguntóPippi, que apenas sabía leer porque noquería ir al colegio como los otros

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niños.—«¿Le hacen sufrir sus pecas?» —

leyó Annika.—¿Eso dice? —preguntó Pippi,

pensativa—. Bueno, pues una preguntacortés merece también una cortésrespuesta. Vamos a entrar.

Abrió la puerta y entró en elestablecimiento, seguida de cerca porTommy y Annika. Detrás del mostradorhabía una señora de cierta edad. Pippise dirigió a ella.

—¡No! —le dijo, resuelta.—¿Qué deseas? —le preguntó la

señora.—¡No! —repitió Pippi.

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—No te comprendo.—Las pecas no me hacen sufrir —

precisó Pippi.Entonces comprendió la señora, que

dirigió a Pippi una mirada y exclamó:—¡Pero, hijita mía, si tienes la cara

llena de pecas!—Ya lo sé —repuso Pippi—, pero

no me hacen sufrir. Las quiero mucho.Adiós.

Dio media vuelta y echó a andar;pero al llegar a la puerta se volvió ydijo:

—Si alguna vez tiene usted algunacrema que haga salir más pecas,mándeme siete u ocho botes.

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Al lado de la perfumería había unatienda de vestidos.

—Todavía no hemos hecho nada —dijo Pippi—; pero ahora la cosa va enserio.

Y entraron en la tienda, primeroPippi, luego Tommy y detrás Annika. Loprimero que vieron fue un bonitomaniquí que representaba a una señoramuy elegante con un vestido de rasoazul.

Pippi se acercó al maniquí y leestrechó la mano.

—¿Qué tal, señora, cómo está usted?Supongo que usted será la propietaria deesta tienda… Encantada de conocerla.

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Y sacudía la mano del maniquí cadavez más calurosamente.

Entonces ocurrió algo espantoso: elbrazo del maniquí se desprendió y saliópor la boca de la manga de raso. Y allíquedó Pippi con un brazo de blancafelpa en la mano.

Tommy estaba aterrado, y Annika, apunto de echarse a llorar. En esto, unempleado acudió a todo correr y puso aPippi de vuelta y media.

—¡Eh, eh, pare usted el carro! —dijo Pippi, harta de tanto grito—. Yocreí que esta tienda era un autoservicio,y me interesaba comprar este brazo.

El empleado se sulfuró entonces

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mucho más y dijo que el maniquí noestaba en venta, y mucho menos uno desus brazos nada más; pero que Pippitendría que pagar todo el maniquí, porhaberlo roto.

—¡La cosa tiene gracia! —exclamóPippi—. Espero que en las otras tiendasno estén tan locos como ustedes.¡Imaginaos que la próxima vez que tengaque hacer puré de nabos para la cena yvaya a la carnicería a comprar un huesode cerdo para cocerlo con los nabos, elcarnicero me obligue a llevarme elcerdo entero!

Mientras hablaba sacódistraídamente unas monedas de oro del

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bolsillo de su delantal y las dejó sobreel mostrador. El empleado se quedómudo de asombro.

—¿Cuesta esa señora más que esto?—preguntó Pippi.

—¡Oh, no! ¡Ni muchísimo menos! —dijo el empleado con una cortésreverencia.

—Bien; pues quédese con el cambioy cómpreles algo a sus hijos —dijoPippi, y se dirigió a la puerta.

El empleado corrió tras ella, sincesar de hacerle reverencias, y lepreguntó adonde tenía que enviarle elmaniquí.

—No quiero más que este brazo, y

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me lo llevaré yo misma —respondióPippi—. El resto puede usted repartirloentre los pobres. ¡Adiós!

—Pero ¿qué vas a hacer con esebrazo? —preguntó Tommy cuandoestuvieron en la calle.

—¿Que qué voy a hacer? ¿No haygente que tiene dientes postizos ypelucas postizas, e incluso naricespostizas? Pues bien puedo yo tener unbrazo postizo. Y ya que hablamos debrazos, permíteme que te diga que esmuy práctico tener tres. Recuerdo queuna vez, cuando papá y yo navegábamospor esos mares de Dios, llegamos a unaciudad donde todo el mundo tenía tres

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brazos. Os aseguro que es una cosautilísima. Os pondré un ejemplo. Cuandoestaban sentados a la mesa y tenían eltenedor en una mano y el cuchillo en laotra, y de pronto necesitaban rascarseuna oreja, no venía nada mal podersacar un tercer brazo. Así ganabanmucho tiempo.

Pippi quedó pensativa. Al finexclamó:

—¡Ya estoy mintiendo otra vez! Acada momento bullen las mentiras en miinterior. No puedo evitarlo. La verdades que en aquella ciudad nadie tenía tresbrazos: todo el mundo tenía dos.

Permaneció muda y ensimismada

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durante unos instantes. Luego dijo:—Pero había muchos que tenían

solamente un brazo. Y algunos ni unosiquiera. De modo que, cuando iban acomer, tenían que echarse encima de losplatos y lamerlos. En cuanto a rascarselas orejas, les era totalmente imposible:tenían que decir a sus madres que se lasrascaran. Esto es lo que verdaderamenteocurría allí.

Pippi movió la cabeza tristemente.—Lo cierto es que jamás he visto

ningún sitio donde hubiese menos brazosque en aquella ciudad. Pero en esto notengo remedio: me gusta darmeimportancia, causar admiración y decir

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que la gente tiene más brazos de los quetiene en realidad.

Pippi continuó la marcha con elbrazo artificial marcialmente echado alhombro. Se detuvo ante una pastelería.Una hilera de niños contemplaban lasmaravillas que había en el escaparate.Se veían allí grandes vasijas repletas decaramelos rojos, azules y verdes, largasfilas de pasteles de chocolate, montañasde pastillas de goma de mascar ytentadoras mermeladas. No era deextrañar que los niños que contemplabanel escaparate lanzaran de vez en cuandoun profundo suspiro: no tenían dinero, nisiquiera una moneda de cinco ores.

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—¿Entramos en esta tienda? —inquirió Tommy ansiosamente tirando ala niña del vestido.

—Sí, entremos.Y entraron.—Deme dieciocho kilos de dulces

—dijo Pippi blandiendo una moneda deoro.

La dependienta la miró boquiabierta.No estaba acostumbrada a que lecompraran tantos dulces de una vez.

—Querrá usted decir dieciochodulces, ¿no? —preguntó.

—Dieciocho kilos de dulces —repitió Pippi, y depositó la moneda deoro en el mostrador.

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La dependienta tuvo que empezar atoda prisa a pesar dulces en grandesbolsas de papel. Annika y Tommy ibanseñalando los más ricos. Había unos decolor rojo que eran deliciosos. Despuésde mordisquearlos un poco, se tropezabauno con un centro de crema. Otros, de unsabor ácido y color verde, tampocoestaban mal. La jalea de frambuesa y lasbarritas de regaliz no se quedaban atrás.

—Nos podemos llevar tres kilos decada clase —sugirió Annika.

Y así lo hicieron.—Si además me llevo sesenta

barritas de azúcar y setenta y dos bolsasde caramelos, no creo que necesite nada

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más por hoy, excepto ciento trescigarrillos de chocolate —dijo Pippi—.Necesitaría una carretilla para poderllevarme todo esto.

La dependienta le dijo queseguramente encontraría carretillas en latienda de juguetes de al lado.

Mientras tanto, se había congregadoante la pastelería una gran muchedumbrede niños. Miraban por el escaparate, ycasi se desmayaron cuando vieron lascantidades de dulces que Pippicompraba.

Pippi corrió a la tienda vecina,compró un carrito y cargó en él lospaquetes. Luego miró al grupo de niños

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y exclamó:—Si alguno de vosotros no quiere

comer dulces, que dé un paso al frente.Nadie dio un paso al frente.—Bueno —dijo Pippi—, entonces

que lo den los niños que quieran comerdulces…

Veintitrés niños dieron un paso alfrente, y entre ellos estaban Annika yTommy, ¡cómo no!

—¡Tommy, abre las bolsas! —dispuso Pippi.

Tommy obedeció, y acto seguidoempezó un festín de dulces sinprecedentes en aquella ciudad. Todoslos niños se llenaron la boca de dulces,

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aquellos dulces rojos, con su deliciosocentro de crema, y los ácidos de colorverde, y también los de regaliz y los dejalea de frambuesa. Algunos sostenían almismo tiempo un cigarrillo de chocolateentre los labios, pues el sabor delchocolate y el de la jalea de frambuesaunidos forman un conjunto formidable.

De todas direcciones acudían niñoscorriendo, y Pippi repartía dulces amanos llenas.

—Tendré que ir a comprardieciocho kilos más —dijo—. De locontrario, no quedará nada para mañana.

Compró dieciocho kilos más, pero niaun así quedó gran cosa para el día

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siguiente.—Ahora vamos a la tienda de al

lado —dijo Pippi.Entró en la tienda de juguetes, y

todos los niños la siguieron. Había todaclase de maravillas: trenes yautomóviles de cuerda, muñecas conpreciosos vestidos, minúsculas vajillas,pistolas de juguete, soldados de plomo,perros y elefantes de trapo ymarionetas…

—¿En qué puedo servirles? —preguntó el dependiente.

—Quisiéramos un poco de todo —repuso Pippi paseando la mirada por losestantes—. Andamos muy mal de

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marionetas, por ejemplo, y de pistolas.Supongo que usted podrá poner remedioa esto.

Pippi sacó un puñado de monedas deoro, con lo cual los niños pudieronelegir todo aquello que más deseaban.Annika escogió una bonita muñeca declaro y rizado cabello, que llevaba unvestido de raso de color de rosa y quedecía «mamá» cuando se le apretaba elestómago. Tommy se llevó unacerbatana y una máquina de vapor. Losdemás niños escogieron también lo quemás les gustó, de modo que, terminadaslas compras de Pippi, quedó muy pocacosa en la tienda: solo unos cuantos

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marcadores de libros y piezas deconstrucción. Pippi no se compró nada;en cambio, el Señor Nelson se llevó unespejo.

Poco antes de salir, Pippi compró acada niño un silbato de cuco, y cuandosalieron a la calle todos empezaron ahacer sonar los pitos, mientras Pippillevaba el compás con el brazoartificial. Un niño se quejó de que susilbato no sonaba. Pippi lo examinó.

—No me extraña —dijo—: hay unabola de goma de mascar en el orificio.¿De dónde has sacado este tesoro? —añadió mientras sacaba la bolita blanca—. Que yo sepa, no he comprado goma

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de mascar.—La tengo desde el viernes —dijo

el niño.—¿Y no temes que se te pegue en la

garganta y te ahogue? Tengo entendidoque así suelen acabar los mascadores degoma.

Devolvió el silbato al niño, y estepudo ya tocarlo con tanto brío como losdemás. Armaron tal baraúnda en la calleprincipal que acudió un policía a verqué pasaba.

—¿Qué significa este estrépito? —exclamó.

—Es la marcha del regimiento deKronoberg —explicó Pippi—, pero no

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puedo asegurarle que todos losmuchachos se den cuenta de ello.Algunos parecen creer que estamostocando eso de: «¡Que vuestrascanciones resuenen como el trueno!».

—¡Silencio! —bramó el policíallevándose las manos a los oídos.

Pippi le dio unos golpecitosamistosos en la espalda con el brazoartificial.

—Menos mal que no hemoscomprado saxofones —comentó.

Los silbatos de cuco fueron callandouno tras otro, y al fin solo se oía de vezen cuando el débil sonido del silbato deTommy.

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El policía dijo con énfasis que no sepermitían las reuniones numerosas en elcentro de la población y que cada cualdebía irse a su casa. Los niños nopusieron objeción alguna: ansiabanprobar sus trenes, jugar con losautomóviles o acostarse con susmuñecas. Por eso todos se marcharon asus casas, felices y contentos. Aquellanoche, ninguno de ellos cenó.

Pippi, Tommy y Annikaemprendieron también el regreso. Pippitiraba del carrito. Miraba todos losanuncios que encontraban a su paso y losdeletreaba lo mejor que podía.

—«Far… ma… ci… a». ¿No es ahí

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donde se compran melecinas?—Sí, ahí es donde se compran me-

di-ci-nas —respondió Annika.—Pues voy a entrar a comprar

algunas —dijo Pippi.—Pero no estás enferma, ¿verdad?

—preguntó Tommy.—No, pero puedo estarlo —repuso

Pippi— Hay millones de personas quehan enfermado y muerto precisamenteporque no compran melecinas a tiempo.Estáis muy equivocados si creéis que amí me va a pasar lo mismo.

Al entrar vieron que el farmacéuticoestaba llenando cápsulas.

Solo quería llenar algunas más,

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porque ya casi era la hora de cerrar.Pippi, Tommy y Annika se acercaron almostrador.

—Deme usted cuatro litros demelecina —dijo Pippi.

—¿Qué clase de medicina? —preguntó el farmacéutico, impaciente.

—Pues alguna que sea buena paralas enfermedades —respondió Pippi.

—¿Qué clase de enfermedades? —preguntó el farmacéutico, cada vez másimpaciente.

—Mire, denos una que sirva para latos ferina, las rozaduras de los talones,el dolor de vientre, y para cuando semete una judía en la nariz o algo

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parecido. Y si es posible, que tambiénse pueda usar para pulir los muebles.Tiene que ser una melecina muy buena.

El farmacéutico dijo que no habíaninguna medicina tan extraordinaria.Explicó que las diferentes enfermedadesrequerían medicinas diferentes y,después de haber mencionado Pippiotras diez dolencias que quería curar,puso una gran hilera de frascos sobre elmostrador. En algunos de ellos pegó unpapelito con la inscripción «Solo parauso externo», para que se supiese queaquellos medicamentos se utilizabanpara friegas y no se podían tomar por laboca.

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Pippi pagó, recogió los frascos, diolas gracias al farmacéutico y salió,seguida por Annika y Tommy. Elfarmacéutico miró el reloj y, al ver queera la hora de cerrar, bajó la puertametálica, feliz ante la idea de que iba airse a casa a cenar.

Una vez en la calle, Pippi dejó losfrascos en el suelo.

—¡Me olvidaba de lo másimportante! —exclamó.

Al volver a la farmacia y verlacerrada, puso el dedo en el timbre yapretó con fuerza durante un buen rato.Annika y Tommy lo oyeron sonarclaramente en el interior.

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Un momento después se abrió unaventanilla, que había en la misma puertay que se utilizaba para despachar lasmedicinas por la noche en los casos deurgencia. El farmacéutico asomó lacabeza. Su cara enrojeció de ira.

—¿Qué quieres? —preguntó.—Perdóneme, señor —dijo Pippi—,

pero acabo de acordarme de una cosa.¡Usted sabe tanto de enfermedades!¿Qué es mejor si se tiene dolor deestómago: comerse una salchichacaliente o remojarse el estómago conagua fría?

La cara del farmacéutico estaba cadavez más roja.

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—¡Largo de aquí! —gritó—.¡Venga! ¡Mira que….!

Y cerró de golpe la ventanilla.—¡Huy, qué mal genio tiene! —dijo

Pippi—. ¡Ni que le hubiera insultado!Tocó el timbre de nuevo, y pocos

segundos después volvió a asomar lacabeza del farmacéutico. Su rostroestaba esta vez más rojo que nunca.

—La salchicha es un poco pesada,¿verdad? —preguntó Pippi mirándolecariñosamente.

El farmacéutico no contestó: selimitó a volver a cerrar la ventanilla degolpe.

Pippi se encogió de hombros.

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—¿Qué le vamos a hacer? —murmuró—. Probaré a comerme lasalchicha y, si me sienta mal, peor paraél, pues se sentirá culpable.

Se sentó tranquilamente en el suelo,frente a la farmacia, y puso en fila losfrascos.

—¡Qué poco prácticas son laspersonas mayores! —dijo—. Aquítengo… dejadme contarlos… ochofrascos, y todo cabe perfectamente eneste, que está medio vacío. Menos malque yo tengo un poco de sentido común.

Dicho esto, quitó los tapones de losfrascos y vertió todas las medicinas enel que estaba medio vacío. Lo agitó con

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fuerza, se lo llevó a la boca y echó dosbuenos tragos.

Annika, que sabía que algunos deaquellos medicamentos eran para darfriegas, sintió cierta inquietud.

—¡Pero, Pippi! —exclamó—. ¿Estássegura de que ninguna de esas medicinases un veneno?

—Lo averiguaré —repuso Pippialegremente—. Lo sabré mañana lo mástarde. Si estoy viva todavía, tendremosla seguridad de que no hay aquí ningúnveneno y de que hasta los niñospequeños pueden tomar esta mezcla.

Annika y Tommy meditaron sobre elasunto. Poco después, Tommy dijo,

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caviloso e intranquilo:—Pero eso puede ser venenoso, y

entonces…—Entonces podréis usar lo que

queda en el frasco, para pulir losmuebles del comedor —le atajó Pippi—. Sea venenosa o no, la melecina seaprovechará, y no habremos hecho ungasto inútil.

Y depositó el frasco en el carrito,junto al brazo artificial, la máquina devapor y la cerbatana de Tommy, lamuñeca de Annika y una bolsa con cincodulces rojos que era todo lo quequedaba de los dieciocho kilos. ElSeñor Nelson iba también en el carro.

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Estaba cansado y tenía ganas de ir encoche.

—¿Sabéis una cosa? Esta medicinaes muy buena. Me siento mucho mejor.Sobre todo, por la parte de la espalda.

Empezó a inclinarse hacia atrás yhacia delante para demostrarlo, y actoseguido partió con su carrito, camino deVilla Mangaporhombro. Tommy yAnnika echaron a andar a su lado,mientras sentían cierta molestia en elestómago.

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PIPPI ESCRIBEUNA CARTA Y VA

UN RATO A LAESCUELA

—Hoy —dijo Tommy—, Annika y yohemos escrito una carta a nuestra abuela.

—¿De verdad? —exclamó Pippimientras removía algo en una cazuelacon el mango del paraguas—. Va a seruna cena estupenda —añadió metiendola nariz en la cazuela para oler el

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contenido—. Hiérvase durante una hora,remuévase y sírvase inmediatamente, sinjengibre… ¿Qué me decías? ¿Quehabéis escrito a vuestra abuela?

—Sí —repuso Tommy, que estabasentado en la leñera de Pippi,balanceando las piernas—, y muy prontorecibiremos contestación.

—Yo nunca recibo cartas —selamentó Pippi.

—Tampoco escribes ninguna —dijoAnnika—. Para recibir cartas, hay queempezar por escribirlas.

—Y eso te pasa por no querer ir alcolegio —dijo Tommy—. Nuncaaprenderás a escribir si no vas.

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—Yo sé escribir —le repuso Pippi—. Conozco muchas letras. Fridolf, unmarinero del barco de mi padre, me lasenseñó. Y cuando se me acaban lasletras, pongo números. Sí, señor; yo séescribir. Lo que pasa es que no sé quéescribir. ¿Qué decís vosotros en lascartas?

—¡Oh! —exclamó Tommy—. Puesyo empiezo por preguntarle a la abuelacómo está, y luego le digo que yo estoybien, y después suelo hablar un poco deltiempo y de cosas así. Hoy le he dichotambién que había matado una rata muygrande en la bodega.

Pippi reflexionó. Luego dijo:

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—Es una vergüenza que yo no recibanunca cartas. Todos los niños lasreciben. Esto no puede continuar. Ya séque no tengo abuela que me escriba,pero esto tiene arreglo, pues puedoescribirme yo misma. Voy a hacerloahora mismo.

Abrió la puerta del horno y miró alinterior.

—Aquí tenía que haber un lápiz, sino me equivoco.

Sí, había un lápiz. Pippi lo sacó.Luego partió en dos una gran bolsa depapel blanco y se sentó a la mesa de lacocina. Con el ceño fruncido, empezó amorder el extremo del lápiz.

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—¡No me molestéis! Estoy pensando—dijo.

Tommy y Annika decidieron ponersea jugar con el Señor Nelson mientrasPippi escribía. Empezaron a ponerle yquitarle disfraces. Annika tuvo laocurrencia de acostarlo en la verdecamita de muñecas, y el mono se quedódormido. Annika quería jugar a lasenfermeras. Tommy haría de doctor, y elSeñor Nelson, de niño enfermo. Pero elmono ya no quería estar acostado: acada momento se levantaba, empezaba adar saltos y se colgaba de la lámparacon el rabo.

Pippi levantó la cabeza, dejando de

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escribir.—¡Qué tonto eres, Señor Nelson! —

exclamó—. Los niños enfermos no secuelgan de las lámparas con el rabo. Porlo menos en este país. He oído decir quelo hacen en África del Sur. Allí cuelgana los niños de una lámpara en cuantotienen un poquitín de fiebre, y allí lodejan hasta que se pone bien. Pero noestamos en Africa del Sur, deberíasentenderlo.

Entonces Annika y Tommy dejaronal Señor Nelson y salieron al porche acepillar al caballo. El animal se alegrómucho al verlos y les olfateó las manospara ver si le llevaban azúcar. No

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habían pensado en ello, pero Annikaentró corriendo en la casa y cogió un parde terrones.

Pippi no cesaba de escribir. Por finterminó la carta. No tenía sobre, peroTommy fue a su casa por uno. Y, depaso, cogió un sello. Pippi escribió contodo cuidado su nombre y su direcciónen el sobre: «Señorita PippilottaCalzaslargas. Villa Mangaporhombro».

—¿Qué dice la carta? —preguntóAnnika.

—¿Cómo quieres que lo sepa si nisiquiera la he recibido todavía?

En ese preciso instante pasaba elcartero por delante de Villa

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Mangaporhombro.—A veces una tiene suerte —

comentó Pippi— y encuentra al carterocuando lo necesita.

Salió corriendo a la calle.—¿Tiene usted la amabilidad de

entregar esto a la señorita PippiCalzaslargas? —dijo al cartero—. Esmuy urgente.

El cartero miró primero la carta ydespués a Pippi.

—¿No es usted misma PippiCalzaslargas? —le preguntó.

—Desde luego. ¿Quién quiere ustedque sea, la emperatriz de Abisinia?

—Entonces, ¿por qué no se queda

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usted con su carta?—¿Que por qué no me quedo con mi

carta? —repuso Pippi—. ¿Pretendeusted que me la entregue yo misma? Esoes pedir demasiado. ¿Acaso se ha puestode moda que la gente se entregue ellamisma cartas? Entonces, ¿qué pintan loscarteros? Podrían ustedes irse a casa.Nunca he oído una tontería tan grande.Si esta es su manera de trabajar, nollegará usted a administrador decorreos, se lo aseguro.

El cartero se dijo que lo mismo ledaba hacer lo que aquella niña quería, ydejó caer la carta en el buzón de VillaMangaporhombro. Apenas estuvo

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dentro, Pippi la volvió a sacar.—¡Oh, qué impaciente estoy! —dijo

a Tommy y a Annika—. Es la primeracarta que recibo en mi vida.

Los tres niños se sentaron en lasgradas del porche, y Pippi rasgó elsobre. Tommy y Annika miraron porencima del hombro de su amiga yleyeron:

QUERIDA PIPPIES PERO QUESTES VUON

VUENA.SERA I PENA QUE TE ECUEN3

MAL.YO ESTOY VUENA.

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EL TIEMPO ES MALO TANVIEN.

AYER TOMMY MATO I RRATA.SI. ESO HISO.

SALUDOS MUI CARIÑOSOS DEPIPPI

—¡Oh! —exclamó Pippi, extasiada—. Mi carta dice exactamente lo mismoque tú le dijiste en la tuya a tu abuela,Tommy. De modo que podéis estarseguros de que es una carta de verdad.La conservaré toda mi vida.

Guardó la carta en el sobre y este enuno de los cajones de la cómoda quetenía en el recibidor. A Annika y Tommy

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les encantaba contemplar los tesoros dela cómoda de Pippi. De vez en cuando,Pippi les regalaba alguna de las cosasque iba sacando de los cajones y, sinembargo, estos continuaban tan llenoscomo antes.

—Pero en esa carta —dijo Tommycuando Pippi la hubo guardado— haymuchas palabras mal escritas.

—Es verdad, Pippi; te convendría iral colegio para aprender a escribir unpoco mejor —opinó Annika.

—Gracias —repuso Pippi—. Unavez fui un día entero, y aprendí tanto quetodavía estoy mareada.

—Un día de estos vamos a ir de

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merienda todos los alumnos —dijoAnnika.

—¡Oh, qué pena! —exclamó Pippimordisqueándose una de las trenzas—.Yo no puedo ir a la merienda porque novoy al colegio. La gente se cree conderecho a tratar de cualquier modo a losque no han ido a la escuela paraaprender a plutificar.

—Multiplicar —corrigió Annikadándose importancia.

—Pues eso he dicho: plutificar.—Nos adentraremos unas siete

millas en el bosque. Y allí jugaremos —dijo Tommy.

—¡Qué pena! —exclamó de nuevo

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Pippi.El día siguiente amaneció tan

templado y despejado que para loscolegiales era un verdadero fastidiotener que permanecer encerrados en elcolegio. La maestra abrió todas lasventanas y dejó que el sol entrara araudales. Cerca de una de las ventanashabía un abedul, y en él un estornino. Elpájaro cantaba tan alegremente que losniños le escuchaban embelesados, sinque les importara lo más mínimo quenueve por nueve fueran ochenta y uno.

En esto, Tommy dio un salto deasombro.

—¡Mire, señorita! —exclamó

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señalando la ventana—. ¡Ahí está Pippi!Todos los niños se volvieron y

vieron que, efectivamente, Pippi estabaallí, sentada en una rama del abedul. Sela veía muy cerca de la ventana, pues larama llegaba casi hasta el alféizar.

—¡Hola, profesora! —gritó—.¡Hola, muchachos!

—¡Hola, Pippi, buenos días! —dijola maestra.

Pippi había ido un día, uno solo, a laescuela. Por eso la profesora la conocía.Las dos habían acordado que Pippivolvería a la escuela cuando fuese unpoco mayor y más juiciosa.

—¿Qué quieres, Pippi? —preguntó

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la maestra.—Pues… solo quería rogarle que

me tirase por la ventana una pequeñaplutificación —repuso Pippi—. Asípodré ir de merienda con ustedes. Y siha descubierto más letras, puedetirármelas también.

—¿No quieres entrar un ratito? —preguntó la profesora.

—Preferiría no entrar —contestócon toda franqueza Pippi, mientras serecostaba cómodamente en la rama—,pues si entrase me marearía. Lasabiduría es tan espesa ahí dentro que sepuede cortar con un cuchillo. Pero ¿nocree usted que podría enviarme un poco

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de esa sabiduría por la ventana? Solo laque me haga falta para poder ir demerienda.

—Ya veremos —contestó lamaestra, y continuó con la lección dearitmética.

Todos los niños estaban encantadosde ver a Pippi sentada cerca de ellos, enla rama del abedul. A todos les habíadado dulces y juguetes el día que fue decompras. Pippi llevaba consigo al SeñorNelson, naturalmente, y a los niños lesdivertía mucho ver al mono saltar derama en rama. A veces saltaba alinterior de la clase, y en uno de estosbrincos aterrizó en la cabeza de Tommy

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y empezó a tirarle del pelo. Y la maestradijo a Pippi que llamase al SeñorNelson, porque Tommy iba a dividirtrescientos quince por siete a la vista detodos sus compañeros, y estas cosas nopueden hacerse con un mono en lacabeza. Las lecciones no fueron nadabien aquella mañana. El sol primaveral,el estornino, Pippi y el Señor Nelsoneran demasiadas cosas para que losniños no se distrajeran.

—¡No sé lo que os pasa hoy! —exclamó la maestra.

—¿Sabe usted lo que les pasa? —dijo Pippi desde el árbol—. Pues que noestá el día para plutificaciones.

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—Estamos haciendo divisiones —repuso la profesora.

—En un día tan hermoso no debeponer ninguna clase de «iones» —dijoPippi—. Bueno, solo diversiones.

La profesora se dio por vencida.—Bien; dinos tú cómo nos podemos

divertir.—¡Yo qué sé! —exclamó Pippi

mientras se colgaba de la rama con laspiernas, de modo que sus rojas trenzascasi tocaban el suelo—. Pero conozcoun colegio donde no hay más quediversión. «Diversiones todo el día»,dice el programa escolar.

—¿Es posible? —preguntó la

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maestra—. ¿Dónde está ese colegio?—En Australia —repuso Pippi—, en

un pueblecito de aquel país, bajando porel sur.

Volvió a sentarse en la rama y susojos centellearon.

—¿Y cómo se divierten? —inquirióla maestra.

—De mil maneras —respondióPippi—. Generalmente, empiezan asaltar por la ventana uno tras otro, ycuando ya están fuera, vuelven a entrar,lanzando gritos tremendos. Entonces seponen a saltar por los asientos, comoverdaderas furias.

—¿Y qué dice la profesora? —

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preguntó la maestra.—¿La profesora? ¿Qué va a decir, si

es la primera en saltar? Por cierto, queles gana a todos en rapidez… Luego losniños entablan un combate que dura unamedia hora, y la profesora lo presenciay los alienta. Cuando llueve, todos losalumnos se quitan la ropa y saltan ybailan bajo la lluvia. La maestra tocauna marcha en el órgano, y ellos danzanal compás de la música. Algunos seponen debajo del desagüe de la lluvia, yasí pueden tomar una verdadera ducha.

—¿Eso hacen? —preguntó lamaestra.

—Sí —contestó Pippi—. Y es un

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colegio muy bueno, uno de los mejoresde Australia. Pero está muy lejos; alláen el sur.

—Ya lo sé —dijo la maestra—.Pero esas diversiones no se han hechopara este colegio.

—Pues eso no está bien —repusoPippi—. Si al menos dejara usted saltarpor los asientos, me atrevería a entrar unrato.

—Para dar saltos tendrás queesperar a que vayamos de merienda —dijo la profesora.

—¡Oh! ¿De verdad podré ir a lamerienda? —exclamó Pippi. Y se pusotan contenta que dio un salto mortal

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desde el árbol hasta el suelo—.Escribiré a Australia y lo contaré. Y lesdiré que no queremos para nada susdiversiones, porque una meriendacampestre es lo más divertido delmundo.

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PIPPI VA DEMERIENDA CONLOS ALUMNOSDEL COLEGIO

Los niños charlaban, reían, pataleabande gozo. Allí estaba Tommy con sumochila a la espalda, y Annika, quelucía un flamante traje de algodón, y lamaestra, y todos los alumnos, excepto unpobre niño que había tenido la desgraciade coger unas anginas precisamente el

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día de la merienda. Y frente a todos ibaPippi, montada en su caballo. A suespalda se veía al Señor Nelson, con unespejito en la mano que exponía al sol,dando muestras de júbilo si lograbaenfocar un ojo de Tommy.

Annika había dado por seguro quellovería el día de la merienda, y tanconvencida estaba de ello que casi sehabía enfadado con el tiempo poradelantado. Pero, como para demostrarque a veces puede tenerse suerte, el solbrillaba aunque fuese día de meriendacampestre, y Annika sentía que elcorazón le saltaba de gozo, mientras ibacamino adelante con el flamante vestido

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de algodón. Por el mismo motivo, todoslos niños se mostraban radiantes yfelices. La carretera discurría entreespigas de sauce en flor, y en ciertomomento de su marcha se toparon con unauténtico prado de florecillas silvestres.Los niños decidieron hacer grandesramos de espigas de sauce y ramilletesde florecillas silvestres de coloramarillo cuando regresaran de laexcursión.

—¡Qué día tan hermoso! —exclamóAnnika alzando la mirada hacia Pippi,que iba en su caballo, erguida como ungeneral.

—Un día espléndido. Desde que

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luché con el campeón de boxeo de SanFrancisco, nunca me había sentido tanfeliz —repuso Pippi—. «¿Te gustaríamontar un poco?

¿Cómo no le iba a gustar? Pippi laalzó y la sentó delante de ella, en lagrupa del caballo. Al verla cabalgar, losdemás niños quisieron montar también,como es lógico, y Pippi los fue izandopor turnos. Pero a Tommy y a Annika losllevó con ella más tiempo que a losotros. Sin embargo, a una niña que teníauna llaga en un talón la llevó todo elcamino sentada a su espalda. El SeñorNelson le tiraba de las trenzas cada vezque podía atraparlas.

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La merienda se celebraría en unbosque llamado el Bosque de losMonstruos (Pippi pensó que quizá seríaporque era monstruosamente bello).Cuando estaban a punto de llegar, Pippisaltó del caballo, le dio unas cuantaspalmadas cariñosas y le dijo:

—Nos has llevado durante tantotiempo que debes de estar cansado. Noes justo que uno solo trabaje para todoslos demás.

Y alzó el caballo con sus fuertesbrazos y así lo llevó hasta que llegaron aun claro del bosque y la maestra dijo:

—Nos detendremos aquí.Pippi miró a su alrededor y

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exclamó:—¡Salid, monstruos, y medid

vuestras fuerzas conmigo!La maestra le dijo que no había

monstruos en el bosque, y Pippi se sintiómuy decepcionada.

—¡Un bosque de monstruos sinmonstruos! ¡Qué cosas se le ocurren a lagente! Pronto inventarán los fuegos sinfuego y las fiestas de Navidad sinNavidad… ¡Qué vida esta! Pero el díaque empiece a ver pastelerías sinpasteles, le ajustaré las cuentas a más deuno. En fin, tendré que hacer yo demonstruo: no veo otra solución.

Y lanzó un alarido tan tremendo que

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la maestra tuvo que taparse los oídos yvarios niños quedaron sobrecogidos deespanto.

—¡Eso! Jugaremos a que Pippi es unmonstruo —exclamó Tommy,aplaudiendo con entusiasmo.

A todos los niños les parecióexcelente la idea. El monstruo penetróen una profunda grieta que había entrelas rocas —su guarida—, y todos losniños empezaron a pasar por delante dela entrada, gritándole para enfurecerlo.

—¡Monstruo bobalicón! ¡Monstruode pacotilla!

Entonces el monstruo salió de lagrieta bramando y empezó a perseguir a

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los niños, que corrían en todasdirecciones, buscando dondeesconderse. El monstruo capturó avarios y se los llevó a rastras a suguarida diciendo que los iba a guisarpara comérselos.

Los capturados lograban escaparsemientras el monstruo salía a cazar másniños. Salir no era cosa fácil, pues habíaque trepar por una roca escarpada, sinmás asidero que un pequeño pino, y nosabía uno dónde poner los pies. Pero eraemocionante, y los niños decían queaquel juego era el mejor del mundo.

La maestra leía tendida en la verdehierba, y observaba a los niños de vez

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en cuando.—Es el monstruo más salvaje que he

visto en mi vida —observó.Lo era. Daba saltos, bramaba, se

echaba de una vez tres o cuatro niños alhombro y se los llevaba a su guarida. Aveces trepaba furioso a las copas de losárboles más altos y saltaba de rama enrama, como un mono. Otras, montaba deun salto en su caballo y daba caza avarios de los niños que huían entre losárboles. Con el caballo lanzado a galopetendido, el jinete se inclinaba, seapoderaba de un niño tras otro y los ibasentando delante de él. Luego galopabahacia la guarida, profiriendo alaridos

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como un loco.—¡Voy a guisaros para la cena!Era tan divertido el juego que los

niños habrían deseado que no acabaranunca. Pero de pronto todo quedó encalma. Annika y Tommy se acercaron almonstruo para ver qué ocurría, y lohallaron sentado en una piedra, mirandocon un gesto de pesar algo que tenía enla mano.

—Está muerto, mirad; está muerto—dijo el monstruo.

Lo que estaba muerto era unpajarillo recién nacido que se habíacaído del nido.

—¡Pobrecito! —exclamó Annika.

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El monstruo asintió.—Pippi, ¿estás llorando? —

preguntó Tommy.—¿Llorando yo? —repuso Pippi—.

¡Yo qué voy a llorar!—Pues tienes los ojos encarnados

—dijo Tommy.—¿Los ojos encarnados? —preguntó

Pippi. Y pidió prestado al Señor Nelsonsu espejo de bolsillo para mirarse—. ¿Aesto llamas encarnado? ¡Ah, si hubiesesestado con mi padre y conmigo enBatavia! Había allí un hombre con losojos tan encarnados que la policía no lepermitía andar por las calles.

—¿Por qué?

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—Porque lo tomaban por una señalde stop, y se armaban unos líostremendos en el tráfico. ¡Ojosencarnados yo! ¿Crees que puedo llorarpor esta ridiculez de pajarillo?

—¡Monstruo de pacotilla! ¡Monstruode pacotilla!

De todas partes llegaban niños paraaveriguar dónde se escondía elmonstruo. Pippi cogió el pajarillo y lodepositó delicadamente en un lecho desuave musgo.

—Si pudiera, te devolvería la vida—dijo, y lanzó un profundo suspiro.

A esto siguió un tremendo alarido.—¡Os guisaré para cenar! —aulló.

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Y los niños, con alegres gritos,desaparecieron entre los matorrales.

Ulla, una de las niñas de la clase,vivía enfrente mismo del Bosque de losMonstruos. Su madre la había autorizadoa que invitara a la maestra y a suscompañeros (y también a Pippi,naturalmente) a tomar unos refrescos ensu jardín. Así, cuando los niñoshubieron jugado al monstruo un buenrato, y saltado por las rocas, y paseadosus barquitas de abedul en una grancharca, y visto cuántos de ellos seatrevían a saltar desde una piedra muyalta, Ulla dijo que ya era hora de ir a sucasa a tomar el ponche de frutas. La

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maestra, que había leído su libro decabo a rabo, asintió, reunió a los niños ytodos abandonaron el Bosque de losMonstruos.

En el camino se encontraron con unhombre que conducía un carro cargadode sacos. Los sacos eran muchos y muypesados y el caballo estaba rendido.Una de las ruedas del carro cayó en unazanja, y Bolmsterlund, que así sellamaba el carretero, se enfureció.Creyendo que había sido culpa delcaballo, echó mano del látigo y empezóa dar una serie de latigazos al pobreanimal. El caballo tiraba con todas susfuerzas, tratando de sacar el carro del

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atolladero, pero no podía. Bolmsterlundestaba cada vez más furioso, y loslatigazos eran cada vez más fuertes. Alver esto, la profesora se compadeció delpobre caballo.

—¿No le da vergüenza martirizar aun animal de ese modo? —dijo aBolmsterlund.

Este dejó el látigo un momento,escupió y repuso:

—No se meta usted en lo que no leimporta si no quiere que me líe alatigazos con usted y con toda sucompañía.

Escupió de nuevo y volvió alevantar el látigo. Al pobre caballo le

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temblaba todo el cuerpo. Y entonces, derepente, algo surgió como un relámpagodel grupo de niños. Era Pippi. Tenía uncerco blanco alrededor de la nariz, ycuando Pippi tenía un cerco blancoalrededor de la nariz era porque estabaenfadada. Annika y Tommy lo sabían.Pippi se arrojó sobre Bolmsterlund, locogió por la cintura y lo lanzó al aire.Cuando llegó al suelo, lo cogió de nuevoy lo volvió a lanzar hacia arriba. Cuatro,cinco, seis viajes aéreos hizo elcarretero. No sabía lo que le pasaba.

—¡Socorro, socorro! —gritaba,asustado.

Al fin quedó en el suelo tras un gran

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porrazo y sin el látigo, pues lo habíaperdido.

Pippi se plantó ante él con las manosen la cintura.

—¡No vuelvas a pegarle al caballo!,¿oyes? Una vez, en Ciudad del Cabo, meencontré con un hombre que le pegaba asu caballo, como tú. Llevaba un bonitouniforme, y le dije que si volvía apegarle a su caballo le pondría perdidode arañazos y le destrozaría el bonitouniforme. El no hizo caso, y una semanadespués volvió a pegarle al caballo. Fueuna lástima de uniforme.

Bolmsterlund seguía sentado en lacarretera, lleno de estupor.

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—¿Adonde va usted? —preguntóPippi.

Bolmsterlund, atemorizado, señaló auna casa de campo que había junto a lacarretera.

—Allí, a mi casa.Entonces Pippi desenganchó el

caballo, que temblaba de cansancio y demiedo.

—Ven aquí, caballito —le dijo—,que otro gallo va a cantarte.

Y levantándolo con sus brazos, lollevó a su establo. El caballo parecíaestar tan asustado como Bolmsterlund.

Los niños esperaron a Pippi junto ala maestra. Entretanto, Bolmsterlund se

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rascaba la cabeza junto a su carro. Sepreguntaba cómo podría llevar los sacosde allí a su casa.

Entonces regresó Pippi. Cogió unode los grandes y pesados sacos y lo pusoen la espalda de Bolmsterlund.

—Vamos a ver —dijo— si sabeusted acarrear tan bien como pegar. —Cogió el látigo—. En realidad, deberíadarle a usted unos cuantos latigazos, yaque parece tan aficionado a ellos. Peroeste látigo está a punto de romperse. —Y le arrancó un pedazo—. Ya estácompletamente roto. ¡Qué lástima! —Ylo hizo añicos.

Bolmsterlund, cargado con el saco,

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echó a andar por el camino penosamentey sin pronunciar palabra. Se limitaba adar algunos resoplidos. Y Pippi asió lasvaras del carro y lo llevó a casa.

—Aquí tiene sus sacos. No lecobraré ni un céntimo —dijo aBolmsterlund después de dejar el carroante el granero—. Lo he hecho con sumoplacer. Las excursiones aéreas tambiénhan sido gratis.

Y salió. Bolmsterlund, atónito, lasiguió un buen rato con la vista.

—¡Tres hurras en honor de Pippi! —exclamaron los niños cuando la vieronregresar.

La maestra quedó contentísima del

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gesto de Pippi.—Ha sido un acto hermoso —le dijo

—. Hemos de ser compasivos con losanimales, y también con las personas,naturalmente.

Pippi montó en su caballo,visiblemente satisfecha.

—A mí me parece que he sido buenacon Bolmsterlund —dijo—. Esos vuelossin cobrarle nada…

—Así hay que proceder —dijo lamaestra—: debemos ser buenos yamables con el prójimo.

Pippi se puso cabeza abajo sobre lagrupa del caballo y agitó las piernas enel aire.

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—¡Bueno, bueno! ¿Y el prójimo quédebe hacer?

En el jardín de Ulla había preparadauna gran mesa. Estaba tan repleta debollos y pasteles que, al verla, a losniños se les hizo la boca agua y todoscorrieron a sentarse. Pippi lo hizo en unextremo de la mesa. Inmediatamente seapoderó de dos bollos y se llenó la bocacon ellos. Parecía un querubín con loscarrillos hinchados.

—Pippi —le reprochó la profesora—, hay que esperar a que nos invitenpara empezar a comer.

—Pues usted no tiene por quéesperar a que yo la invite —dijo Pippi

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con la boca llena—. No me importa quelas cosas se hagan sin ceremonias.

Entonces apareció la madre de Ulla.Llevaba un tarro de ponche de fruta enuna mano y una jarra en la otra.

—¿Ponche o chocolate? —preguntó.—Ponche y chocolate —respondió

Pippi—. Ponche con un bollo ychocolate con otro.

Y sin hacerse de rogar, tomó demanos de la madre de Ulla el tarro delponche y la jarra del chocolate a la vezy echó un largo trago de cada uno.

—Se ha pasado la vida navegando—explicó la maestra en un susurro a lamadre de Ulla, que miraba asombrada a

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la niña.—Ya se ve —dijo la buena señora.

Y decidió no hacer ningún caso de losrudos modales de Pippi—. ¿Quieresbollitos de melaza? —le preguntó,presentándole la bandeja.

—Me parece que sí —contestóPippi riéndose de su propia respuesta—.A decir verdad, no tuvo usted muchasuerte al cortarlos, pero espero que, detodos modos, se puedan comer. —Yechó mano a la bandeja, de donde lasacó llena de bollitos.

De pronto vio unos bonitos pastelesde color rosa fuera de su alcance.Entonces dio un ligero tirón de la cola al

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Señor Nelson.—Anda, Señor Nelson, ve a traerme

uno de esos «comosellamen» rosa. Túpuedes tomar para ti dos o tres.

Y el Señor Nelson corrió a través dela mesa, derramando el agua de algunosvasos demasiado llenos.

—Confío en que habrás quedadosatisfecha —dijo a Pippi la madre deUlla cuando la niña fue a darle lasgracias después de la merienda.

—Pues no del todo. Me he quedadocon sed —dijo Pippi, rascándose unaoreja.

—Lamento que te haya parecidopoco —dijo la madre de Ulla.

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—¡No se preocupe! ¡Algo es algo!—repuso Pippi alegremente.

Después de oír este diálogo, lamaestra decidió tener una conversacióncon Pippi acerca de su comportamiento.

—Oye, Pippi —dijo amablemente—, supongo que querrás ser unaverdadera señora cuando seas mayor,¿verdad?

—¿Se refiere usted a esas que llevanun velito encima de la nariz y tressotabarbas debajo de ella? —preguntóPippi.

—Me refiero a las que siempresaben cómo deben comportarse y nuncadejan de ser correctas y bien educadas.

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Tú querrás ser una de esas señoras, ¿noes cierto?

—Tengo que pensarlo —dijo Pippi—. Pero oiga una cosa, profesora: yodecidí hace poco ser pirata cuando fueramayor. —Estuvo un momento pensativay añadió—: Dígame: ¿se puede serpirata a la vez que señora bien educada?Porque entonces…

La maestra le dijo que no podía ser.—¡Pues vaya un conflicto! —se

lamentó Pippi—. No sabré por cuál delas dos cosas decidirme.

La maestra dijo que, decidiera loque decidiese, no estaría de más queaprendiera a comportarse como es

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debido, porque el comportamiento dePippi en la mesa era inadmisible.

—¡Qué difícil me va a ser aprendereso! —suspiró Pippi—. ¿Puede usteddecirme las reglas más importantes?

La maestra lo hizo lo mejor quepudo, y Pippi la escuchó atentamente…No debemos servirnos hasta que se nosinvite a hacerlo; no se debe coger másde un dulce de una vez; no se debecomer con el cuchillo; no debemosrascarnos mientras hablamos con otraspersonas; no se debe hacer esto ni lootro…

Pippi asintió, pensativa.—Me levantaré una hora antes todas

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las mañanas y haré prácticas —dijo—.Así me iré acostumbrando para el casode que decida no ser pirata.

La maestra dijo entonces que ya erahora de regresar. Todos los niños sepusieron en fila, excepto Pippi, que sequedó sentada en el césped con un gestode atención, como si escuchara algo.

—¿Qué pasa, Pippi? —preguntó lamaestra.

—Profesora —dijo Pippi—, ¿a lasseñoras educadas puede gruñirles elestómago?

Volvió a prestar atención y añadió alfin:

—Porque si no puede ser, tendré que

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decidirme por la piratería.

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PIPPI VA A LAFERIA

Una vez al año se celebraba una feria enla pequeña ciudad, y todos los niñossaltaban alborozados ante la perspectivade una fiesta tan hermosa. La poblaciónse transformaba por completo durante laferia. Las calles estaban abarrotadas degente; mil banderas y banderinesondeaban al viento; en la plaza delmercado se montaban puestos dondepodían comprarse las cosas más bonitas.

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Era emocionante pasear por las calles,repletas de una bulliciosa muchedumbre.Lo mejor de todo era el parque deatracciones que instalaban a la entradade la ciudad, con su tiovivo, sus puestosde tiro al blanco, su pabellón deexposiciones y toda clase depasatiempos. Había también una casa defieras con toda clase de animalessalvajes: tigres, serpientes gigantes,monos, focas amaestradas… Desdefuera se oían los más raros gruñidos ybramidos, y el que tenía dinero podíaentrar y ver a los animales, además deoírlos.

No es, pues, de extrañar que hasta el

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lazo del cabello de Annika temblara deemoción cuando terminó de vestirse lamañana del primer día de feria. Ni queTommy se tragara casi entero subocadillo de queso. Su madre les habíapreguntado si querían ir con ella a laferia, y ellos le respondieronbalbuceando que, si no le importaba,preferirían ir con Pippi.

—Creo que será más divertido ircon Pippi —dijo Tommy a Annikamientras entraban a todo correr en eljardín.

Annika fue de la misma opinión.Pippi estaba ya vestida del todo y

los esperaba en la cocina. Al fin había

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encontrado su sombrero, grande comouna rueda de molino, en la leñera.

—No me acordaba de que lo usé elotro día para transportar leña —dijomientras se echaba el sombrero sobrelos ojos—. ¿Estoy bien?

Annika y Tommy tuvieron queadmitir que lo estaba. Se había pintadolas cejas con un trozo de carbón, y loslabios y las uñas de rojo. Luego se habíapuesto un traje de noche que le llegabahasta el suelo. Por el gran escote de laespalda se le veía la camisa de franela.Por debajo de la falda le asomaban losgrandes zapatos negros, más vistososque nunca, pues había atado en ellos

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unas borlas verdes que solo lucía en lasgrandes ocasiones.

—Yo creo que hay que vestirsecomo una verdadera dama para ir a laferia —dijo.

Ya en el camino, dio unos pasos tanairosos como le permitían sus enormeszapatos. Luego se levantó el borde de lafalda y, manteniéndolo apartado de ella,dijo con voz fingida:

—¡Deslumbrrrante!—¿Qué es lo deslumbrante? —

preguntó Tommy.—¡Yo! —repuso Pippi alegremente.Annika y Tommy se dijeron que todo

era hermoso en un día de feria. Les

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pareció delicioso mezclarse con lamultitud y recorrer los puestos de laplaza, contemplando lo que se exhibíaen ellos.

Pippi compró un pañuelo de sedaencarnado para Annika, como recuerdode la feria, y para Tommy una gorra devisera, pues sabía que siempre habíadeseado tenerla, sin conseguirlo porquea su madre no le gustaba que la llevase.En otro puesto compró dos campanas devidrio llenas de dulces blancos y decolor de rosa.

—¡Oh, qué generosa eres, Pippi! —exclamó Annika acariciando sucampana.

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—¡Oh, sí, soy encantadora! —repuso Pippi—. Verdaderamenteencantadora —repitió, alzando condonaire su falda.

Una multitud se dirigía desde laplaza hacia el improvisado parque deatracciones. Y allí se encaminarontambién Pippi, Tommy y Annika.

—¡Esto es magnífico! —exclamóTommy.

Se oía un organillo, el tiovivo dabavueltas y más vueltas y el público reíaalegremente. Los tiros al blanco teníangran éxito. El público se apiñaba enellos para demostrar su puntería.

—Me gustaría ver eso de cerca —

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dijo Pippi.Y arrastró a Annika y a Tommy a

una de las barracas de tiro.Era la única que estaba vacía en

aquellos momentos. La mujer queentregaba los rifles y cobraba parecíaestar de mal humor. Debió de decirseque los niños no eran nunca buenosclientes, y por eso no les prestó lamenor atención. Pippi miró el blancocon gran interés. Era un hombre decartón con la cara redonda y chaquetaazul. En el centro exacto de la cara teníauna nariz roja, que era el blanco. Habíaque colocar el tiro en la nariz o lo máscerca posible. Los disparos que no

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daban en la cara no tenían ningún valor.A la malhumorada mujer no le hizo

ninguna gracia la llegada de los tresniños. Quería clientes que pudierandisparar y pagar.

—¿Todavía rondando por aquí? —les preguntó con malos modos.

—No —contestó Pippi, muy seria—;estamos sentados en medio de la plazacomiendo nueces.

—¿Qué miráis? —siguiópreguntando, cada vez más enojada—.¿Esperáis que venga alguien a disparar?

—No —repuso Pippi—; estamosesperando que empiece usted a darsaltos mortales.

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En este preciso instante llegó uncliente, un señor muy elegante quellevaba una gran cadena de oro cruzadasobre el estómago. Cogió un rifle y losopesó.

—Voy a disparar unas cuantasveces, solo para demostrar cómo sehace —dijo.

Miró alrededor para ver si teníaespectadores, y al advertir que soloPippi, Annika y Tommy le miraban, lesdijo:

—Venid, niños. Miradme yrecibiréis la primera lección en el artedel tiro al blanco.

Alzó el rifle hasta su mejilla. El

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primer disparo fue bastante lejos; elsegundo, igual; el tercero y el cuarto,más lejos aún. El quinto alcanzó alhombre de cartón en la punta de labarbilla.

—¡Este rifle está averiado! —exclamó, dejando el arma en elmostrador.

Pippi lo cogió y lo cargó.—¡Qué puntería tiene usted! —

exclamó—. En otra ocasión dispararécomo usted nos ha enseñado; pero ahoravoy a hacerlo así.

¡Pam, pam, pam, pam, pam! Loscinco disparos alcanzaron al hombre decartón en medio de la nariz. Pippi

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entregó a la mujer una moneda de oro yse marchó.

El tiovivo era tan maravilloso queTommy y Annika se quedaron sinrespiración al verlo. Había en élcaballos de madera negros, blancos yalazanes. Tenían crines de verdad y casiparecían animales vivos. También teníansillas y riendas. Podía elegirse el que sequisiera. Pippi compró todos los boletosque pudo por una moneda de oro, yfueron tantos que casi no había espaciopara ellos en su gran bolso.

—Si les hubiese dado dos monedasde oro, creo que me hubiera llevadotodo este «comosellame» giratorio —

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dijo a Tommy y a Annika, que la estabanesperando.

Tommy se decidió por un caballonegro, y Annika escogió uno blanco.Pippi colocó al Señor Nelson en uncaballo negro de aspecto salvaje. ElSeñor Nelson comenzó inmediatamentea hurgar en las crines para ver si teníapulgas.

—¿También monta el Señor Nelsonen el tiovivo? —preguntó Annika,sorprendida.

—¡Claro! —repuso Pippi—. Y loque siento es no haberme traído tambiénal caballo. Necesita un poco dediversión. Además, un caballo montado

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en un caballo habría sido una cosa muycaballuna.

Pippi se plantó de un salto en la sillade un caballo alazán, y un segundodespués el tiovivo se puso enmovimiento, mientras la músicaempezaba a dejar oír las notas de lacanción «¿Recuerdas nuestros días deniños, con sus alegres diversiones?».

Annika y Tommy se dijeron que eramaravilloso dar vueltas en un tiovivo, yPippi parecía divertirse también. Sepuso cabeza abajo sobre el caballo, conlas piernas en el aire. El largo traje denoche le cayó hasta el cuello. El públicoveía solamente una falda de franela roja,

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un par de bombachos verdes, las largasy delgadas piernas de Pippi, con unamedia negra y otra de color castaño, ysus grandes zapatos, que se agitabanjuguetones en el aire.

—¡Así van las señoras elegantes enel tiovivo! —exclamó Pippi al final dela primera vuelta.

Los niños estuvieron una hora enteraen el tiovivo. Al fin, Pippi se mareó ydijo que veía tres tiovivos en lugar deuno.

—Como no sé en cuál de los tresquedarme —añadió—, vámonos a otraparte.

Le quedaba todavía un montón de

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boletos y se los dio a unos niños que nohabían podido subir porque no teníandinero.

A la puerta de un barracón próximo,un hombre gritaba:

—¡La nueva representaciónempezará dentro de cinco minutos! ¡Nodesaproveche esta oportunidad de ver Elasesinato de la condesa Aurora o¿Quién se arrastra entre losmatorrales?! ¡Entren, señores, entren aver la gran representación!

—Si hay alguien arrastrándose porlos matorrales, tendremos que entrarinmediatamente para ver quién es —dijoPippi a Annika y Tommy—. ¡Hala,

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entremos!Se acercó a la taquilla.—¿Puedo entrar por la mitad de

precio si prometo mirar con un solo ojo?—le preguntó al taquillera en un súbitoataque de economía.

Pero el taquillera no quiso niescucharla.

—No veo los matorrales ni al que searrastra entre ellos —dijo Pippi,disgustada, cuando se sentó con Tommy.

En aquel preciso momento selevantó el telón y el público vio a lacondesa Aurora yendo de un lado a otrodel escenario. Se frotaba las manos yparecía preocupada. Pippi seguía sin

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respirar todos sus movimientos.—Debe de estar disgustada —dijo a

Annika y a Tommy—. O tal vez sea quese le está clavando en alguna parte unimperdible.

La condesa Aurora estaba triste.Levantó los ojos al techo y dijo con vozplañidera:

—¿Hay otra persona tan desgraciadacomo yo? Me han quitado a mis hijos,mi esposo ha desaparecido, y yo estoyrodeada de villanos y bandidos que mequieren matar.

—¡Oh! Se le parte a una el corazónal oír esto —exclamó Pippi, cuyos ojosempezaban a enrojecer.

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—¡Anhelo morir! —dijo la condesaAurora.

Pippi se echó a llorar.—¡No diga eso! Ya verá como todo

se arregla. Los niños volverán a casa, yusted encontrará otro marido. Hay tantosho… om… bres… —suspiró entresollozos.

El director de escena —el que antesgritaba en la puerta— se acercó a Pippiy le dijo que si no guardaba silenciotendría que salir del teatro.

—Intentaré estarme callada —dijoPippi, y se secó los ojos.

La representación era sumamenteemocionante. Tommy no cesaba de

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retorcerse y daba vueltas a la gorra entrelas manos, presa de gran nerviosismo.Annika tenía las manos fuertementeasidas a la falda.

Los vivos ojos de Pippi no seapartaban ni un instante de la condesaAurora.

Las cosas empeoraban pormomentos para la pobre condesa. Sepaseaba por el jardín de su palacio, sinsospechar que la acechaban. De prontose oyó un fuerte grito. Era Pippi. Habíavisto que, escondido detrás de un árbol,había un hombre que no parecíaprecisamente una buena persona.

La condesa Aurora debió de oír

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algún ruido, pues dijo, atemorizada:—¿Quién se arrastra entre los

matorrales?—¡Yo puedo decírselo! —exclamó

Pippi ansiosamente—. Es un hombrehorrible, con un bigote negro. ¡Corrausted a la leñera y cierre la puerta conllave! ¡Pronto!

El director de escena se acercó aPippi y le dijo que saliera del teatroinmediatamente.

—¿Pretende que deje a la condesaAurora sola con ese hombre malo? —repuso Pippi—. Usted no me conoce,señor.

En el escenario continuaba la

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representación. De pronto, el hombremalo surgió de un salto de losmatorrales y se arrojó sobre la condesaAurora.

—¡Su hora ha llegado! —dijo convoz silbante.

—¿Que ha llegado su hora? —exclamó Pippi— ¡Eso lo veremos!

De un salto subió al escenario y,asiendo al villano por la cintura, loarrojó a la sala por encima de lascandilejas. Pippi estaba todavíallorando.

—¿Cómo puede usted hacer eso? —dijo entre sollozos—. Además, ¿qué leha hecho a usted la condesa? Recuerde

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que ha perdido a sus hijos y a su esposoy que está sola en el mu… u… un… do.

Se acercó a la condesa, que se habíadejado caer en el banco del jardín,totalmente agotada.

—Si quiere, puede usted venirse avivir conmigo a Villa Mangaporhombro—dijo Pippi para consolarla.

Lanzando fuertes sollozos y dandotraspiés, Pippi salió del teatro, seguidade Annika, de Tommy… y del directorde escena. Este sacudía el puño sobre lacabeza de Pippi, pero el públicoaplaudía: juzgaba que la niña les habíaofrecido un divertido espectáculo.

Una vez fuera, Pippi se sonó y

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recobró la serenidad. Entonces dijo:—¡Tenemos que alegrarnos! Esto ha

sido muy triste.—Vamos a la casa de fieras —

propuso Tommy—. No hemos estadoallí todavía.

Por el camino se detuvieron en unpuesto de bocadillos, y Pippi compróseis para cada uno y tres refrescos delos grandes.

—Siempre que lloro me entraapetito —dijo a sus compañeros.

En la casa de fieras había mucho quever: un elefante y dos tigres enjaulados,varias focas amaestradas que searrojaban entre sí una pelota, gran

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número de monos, una hiena y dosserpientes gigantes. Pippi alzó al SeñorNelson hasta la jaula de los monos paraque pudiera hablar con sus hermanos.Entre estos, sentado, había un viejochimpancé que parecía muy triste.

—Anda, Señor Nelson —le dijoPippi—, sé amable con él y dile muchascosas. Me parece que es el sobrino de lasuegra de la tía del primo de tu abuelo.

E l Señor Nelson se quitó elsombrero de paja y empezó a hablartodo lo cortésmente que sabía, pero elchimpancé ni le contestó siquiera.

Las dos serpientes gigantes estabanen una gran caja. Cada hora, la bella

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encantadora de serpientes,mademoiselle Paula, las sacaba de lacaja y hacía una exhibición. Los niños seentusiasmaron al ver que tuvieron lasuerte de llegar a la hora de larepresentación. A Annika le dieronmucho miedo las serpientes y se cogiócon fuerza del brazo de Pippi.

Mademoiselle Paula levantó una delas serpientes (un bicho grande y feo) yse la puso alrededor del cuello, como sifuese una bufanda.

—Parece una boa constrictora —susurró Pippi a sus amigos—. No sé dequé clase será la otra.

Se acercó a la caja y sacó la otra

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serpiente. Era todavía más grande y fea.Pippi se la puso alrededor del cuello,siguiendo el ejemplo de mademoisellePaula. El público lanzó un grito dehorror. Mademoiselle Paula arrojó suserpiente en la caja y corrió a salvar aPippi de la muerte. La serpiente quetenía la niña en el cuello estaba asustaday enfurecida por el ruido. Además, nopodía comprender de ningún modo porqué estaba en el cuello de una niñapelirroja y no en el de mademoisellePaula, como de costumbre. Por todo estodecidió dar una lección a la niñapelirroja y enroscó su cuerpo con tantafuerza que habría podido estrangular a

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un buey.—A mí no me vengas con ese viejo

truco —le dijo Pippi—. He vistoserpientes mayores que tú en la lejanaIndia.

Se quitó la serpiente del cuello yvolvió a colocarla en la caja. Tommy yAnnika estaban pálidos de terror.

—Esta era también una boaconstrictora —comentó Pippi, mientrasse subía una liga que se le había caído—. Ya me lo figuraba.

Mademoiselle Paula estuvoriñéndola durante varios minutos en unalengua extraña. Pero este alivio durópoco, pues, por lo visto, aquel era uno

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de esos días en que ocurren grandescosas.

Sucedió que, tras echar a los tigresgrandes trozos de carne cruda, elguardián dio por seguro que habíacerrado con llave la puerta de la jaula y,sin embargo, poco después se oyó ungrito espantoso:

—¡Se ha escapado un tigre!En efecto, fuera de la jaula estaba el

animal de rayas amarillas, preparadopara saltar. El público echó a correr entodas direcciones. Todo el mundo huyó,excepto una niña que estaba en unrincón, muy cerca del tigre.

—¡Estate quieta! —le gritaba la

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gente, creyendo que el tigre no le haríanada si ella no se movía.

—¿Qué podemos hacer? —exclamaban algunos, retorciéndose lasmanos.

—¡Llamemos a la policía! —sugirióuna voz.

—¡No, a los bomberos! —dijo otro.—¡Llamad a Pippi Calzaslargas! —

exclamó Pippi.Entonces avanzó hasta que estuvo a

un par de metros de distancia del tigre,se puso en cuclillas y lo llamó:

—¡Minino, minino, minino!El tigre gruñó ferozmente y le

enseñó sus enormes colmillos.

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Pippi levantó un dedo con gestoamenazador.

—Te advierto que si me muerdes,también te morderé yo. Te aseguro quelo haré.

Entonces el tigre saltó hacia ella.—Pero ¿qué haces? ¿Es que no

entiendes las bromas? —exclamó Pippi.Y rechazó al tigre de un empujón.Con un terrible gruñido que

horrorizó a los espectadores, el tigre selanzó sobre Pippi por segunda vez.Podía verse fácilmente que su intenciónera clavarle los dientes en la garganta.

—De modo que quieres guerra, ¿eh?—dijo Pippi—. Pues bien; recuerda que

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has sido tú el que ha empezado.Con una mano apretó las fuertes

mandíbulas del tigre. Luego levantó alanimal, lo acunó en sus brazos conternura y lo llevó a su jaula, mientras lecantaba la dulce canción «¿Ha vistousted mi gatito, mi gatito, mi gatito?».

El público dejó escapar un nuevosuspiro de alivio, y la niña que habíapermanecido en un rincón corrió haciasu madre y dijo que no quería volvernunca más a una casa de fieras.

El tigre había rasgado los bajos delvestido de Pippi. Esta, al ver losjirones, preguntó:

—¿Tiene alguien unas tijeras?

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Mademoiselle Paula tenía unas y yano estaba enojada con Pippi.

—Toma, niña valiente —le dijomientras le entregaba las tijeras.

Pippi cortó el vestido unoscentímetros más arriba de las rodillas.

—Ya está —dijo, satisfecha—.Ahora estoy más elegante que nunca. Mivestido tiene un gran escote y es de faldacorta. ¡El colmo de la elegancia!

Y echó a andar con tanta distinciónque las rodillas le tropezaban una conotra a cada paso.

—¡Deslumbrrrante! —decía.Podría creerse que ya habían

ocurrido bastantes cosas sensacionales

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aquel día, pero en las ferias no haynunca tranquilidad, y no tardó en quedardemostrado que el público habíalanzado su segundo suspiro de aliviodemasiado pronto.

En aquella ciudad vivía un hombremuy malo, verdaderamente pérfido.Todos los niños le tenían miedo. Y nosolamente los niños, sino también laspersonas mayores. Incluso los agentesde policía preferían no estar presentescuando Laban, que así se llamaba aquelhombre, buscaba problemas.

Laban no estaba siempre furioso,sino solo cuando había bebido cerveza,y aquel día de feria había bebido mucho.

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Apareció en la calle Mayor, agitandolos enormes brazos y lanzando gritosensordecedores.

—¡Paso libre a Laban! —decía.La gente, atemorizada, retrocedió

hacia las paredes, y los niños lanzabangritos de espanto. No había ningúnpolicía a la vista. Laban se dirigió a lasatracciones. Con los largos cabellosblancos cayéndole sobre las sienes, lanariz roja e hinchada y su único dienteamarillo, tenía un aspecto sencillamenteaterrador. Muchos se dijeron queparecía aún más feroz que el tigre de lacasa de fieras.

En una barraca había un viejecito

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que vendía salchichas. Laban se acercóa él, dio un puñetazo en el mostrador ydijo a voz en grito:

—Deme una salchicha. ¡Pronto!El anciano le dio la salchicha

inmediatamente.—Vale veinticinco ores —dijo con

timidez.—¿Tendría valor de cobrar una

salchicha a un hombre tan distinguidocomo Laban? ¿No le da vergüenza?Deme otra.

El anciano le contestó que primerole pagara la que se había comido ya.Entonces Laban cogió al viejo por lasorejas y lo sacudió.

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—Deme otra salchicha —ordenó—.¡Ahora mismo!

El anciano no se atrevió adesobedecerle, pero el público quehabía alrededor de la barraca no pudoreprimir un murmullo de desaprobación.Incluso hubo un valiente que dijo:

—Es indigno tratar a un pobreanciano de ese modo.

Laban se volvió y fijó en la multitudsus ojos encarnizados.

—¿Ha estornudado alguien? —preguntó con acento desdeñoso.

La gente se dispuso a marcharseprudentemente.

—¡Quietos todos! —gritó Laban—.

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Al primero que se mueva le rompo lacabeza. Quietecitos, que Laban os va aofrecer una representación.

Cogió un puñado de salchichas yempezó a hacer juegos malabares conellas. Las lanzó al aire y recogió unascon la boca y otras con las manos, peroalgunas cayeron al suelo. El pobre viejoestaba a punto de echarse a llorar.

Entonces una niña surgió de lamultitud: Pippi se plantaba frente aLaban.

—No seas malo, niño —le dijo condulzura—. ¿Qué dirá tu mamá cuandosepa que has tirado el desayuno por elaire de ese modo?

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Laban lanzó un terrible aullido.—¿No he dicho que se esté todo el

mundo quieto?—¿Tiene usted siempre el altavoz a

tanta potencia? —preguntó Pippi.Laban alzó el puño y le gritó en son

de amenaza:—¡¡¡Mocosa!!! ¡Voy a hacerte

picadillo si no te callas!Pippi lo contemplaba atentamente,

con las manos en la cintura.—¿Qué ha hecho usted con las

salchichas? Dígame: ¿qué ha hecho?Dicho esto, lanzó a Laban por los

aires y durante unos minutos estuvohaciendo juegos malabares con él. El

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público la aclamaba. El ancianoaplaudía alegremente con sus arrugadasmanos.

Cuando Pippi terminó su exhibición,Laban estaba sentado en el suelo ymiraba en todas direcciones, asustado yconfuso.

—Ahora el hombre malo debe irse asu casa —dijo Pippi.

Laban no puso el menor reparo.—Pero antes de marcharse tendrá

que pagar las salchichas —añadióPippi.

Laban se levantó, pagó dieciochosalchichas y se fue sin pronunciarpalabra. A partir de aquel día, Laban

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cambió por completo.—¡Tres hurras por Pippi! —gritó

uno del público.—¡Viva Pippi! —vociferaron

Annika y Tommy.—En esta ciudad no necesitamos

policías —dijo una voz— mientrastengamos a Pippi Calzaslargas.

—¡Cierto! —exclamó otro—. Ellase basta para reducir a los tigres y a loshombres malos.

—¡Sí que necesitamos un policía! —dijo Pippi—. Alguien tiene que cuidarsede que las bicicletas estén bienaparcadas en los lugares prohibidos.

—¡Oh, Pippi, eres fenomenal! —

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exclamó Annika al regresar de la feria,camino de casa.

—¡Oh, sí, y deslumbrrrante! —dijoPippi.

Se alzó la falda, que ahora le llegabasolo a media pierna, y repitió:

—¡Verdaderamente deslumbrrrante!

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LOS NAUFRAGIOSDE PIPPI

Todos los días, al salir del colegio,Annika y Tommy se trasladabaninmediatamente a VillaMangaporhombro. Ni siquiera queríanhacer los deberes en su casa, y sellevaban los libros a la de Pippi.

—Eso está muy bien pensado —decía Pippi—. Sentaos aquí a estudiar, yquizá se me pegue algún conocimiento.La verdad es que no creo necesitarlo,

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pero me parece que nunca seré unaseñora elegante si no sé cuántoshotentotes hay en África.

Annika y Tommy se sentaban a lamesa de la cocina y abrían el libro.Pippi se sentaba sobre la mesa, con laspiernas dobladas debajo del cuerpo.

—Pero oíd una cosa —dijo Pippi,pensativa, mientras se oprimía con eldedo la punta de la nariz—. Suponedque aprendo cuántos hotentotes hay enAfrica, y entonces va uno de ellos, cogeuna pulmonía y se muere. Entonces todose vendría abajo: habría trabajado enbalde y no sería en absoluto una señoraelegante.

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Meditó durante unos minutos ycontinuó:

—Alguien debería enseñar acomportarse a los hotentotes de modoque no fuesen posibles los errores en loslibros de estudio.

Cuando Tommy y Annika terminabanlos deberes, empezaba la diversión. Siel tiempo era bueno, jugaban en eljardín: montaban un poco a caballo, o sesubían gateando al tejado del lavadero yallí se sentaban a tomar café, o trepabana lo alto del viejo roble, cuyo troncoestaba hueco, y se dejaban caer por suinterior. Pippi decía que aquel árbol eramuy singular, pues dentro brotaban

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refrescos de soda. Esto parecía serverdad, ya que cada vez que los niñosbajaban por el tronco hueco del robleencontraban, como esperándolos, tresbotellas de refrescos. Annika y Tommyno podían comprender qué se hacíaluego de las botellas vacías, y Pippi lesdecía que se marchitaban tan prontocomo se vaciaban.

Annika y Tommy no dudaban de queaquel árbol era muy raro. A vecestambién crecían en él barras dechocolate, y Pippi les había dicho queeso ocurría únicamente los jueves.Tommy y Annika no se olvidaban de irun solo jueves a comer chocolate en el

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árbol. Pippi afirmaba que si regaseaquel árbol como era debido, no cabríaduda de que habría dado también panfrancés e incluso algún trozo de terneraasada.

Si llovía, tenían que quedarse encasa, donde tampoco lo pasaban mal.Podían mirar las preciosidades quecontenía el cofre de Pippi, o reunirse enla cocina, donde Pippi freía manzanas ohacía barquillos, o encaramarse de unsalto en la leñera y desde allí escucharlos emocionantes relatos de Pippi sobrela época en que cruzaba los mares.

—¡Dios mío, qué tempestad! —contaba Pippi—. Hasta los peces se

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mareaban y querían saltar a tierra. Vi untiburón con la cara completamente verdey un pulpo que se había sentado y sesostenía la cabeza con sus múltiplesbrazos. ¡Fue una tempestad de ordago!

—¿Y tú no estabas asustada? —preguntó Annika.

—Eso mismo iba a decir yo. Podíashaber naufragado —dijo Tommy.

—¡Bah! —repuso Pippi—. Henaufragado tantas veces que sufrir otronaufragio no podía asustarme. Por lomenos, no me asusté al principio. Al verque las pasas se salían de la ensalada defrutas y que al cocinero le saltaba de laboca un diente postizo, me quedé tan

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tranquila. Pero cuando me di cuenta deque del gato solo quedaba la piel, y elcuerpo salía volando, completamentedesnudo, hacia el lejano Oeste, empecéa sentir cierto malestar.

—Tengo un libro que habla de unnaufragio —dijo Tommy—. Se llamaRobinson Crusoe.

—¡Ah, sí, es estupendo! —dijoAnnika—. Robinson llegó a una isladesierta.

—¿Has naufragado alguna vez —preguntó Tommy buscando una posturamás cómoda— y llegado a una isladesierta?

—¡Pues claro! —exclamó Pippi con

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arrogancia—. Tendrías que buscar comoun negro para hallar un náufrago másnáufrago que yo. Robinson no me gana.No creo que queden más de ocho o diezislas en el Atlántico y en el Pacífico alas que yo no haya llegado después demis naufragios. Todas figuran en unalista negra especial en las guíasturísticas.

—¿Verdad que es maravillosohallarse en una isla desierta? —preguntóTommy—. ¡Cuánto me hubiera gustadonaufragar, aunque solo hubiese sido unavez!

—Eso tiene fácil arreglo —repusoPippi—. Hay muchas islas en el mundo.

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—Yo sé de una que no estádemasiado lejos de aquí —dijo Tommy.

—¿Está en un lago? —preguntóPippi.

—Sí.—¡Magnífico! Si hubiese estado en

la tierra, no habría servido para nada.Tommy estaba entusiasmado.—¡Naufraguemos! —exclamó—.

¡Vamos a hacer un naufragio ahoramismo!

Las vacaciones de Tommy y Annikacomenzarían dos días después, y esemismo día, sus padres se irían fuera.¡Esta era una ocasión excelente parajugar a ser Robinsones!

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—Para naufragar, lo primero quehace falta es un barco —advirtió Pippi.

—Y no lo tenemos —se lamentóAnnika.

—Yo he visto una barca de remos enel fondo del río —dijo Pippi.

—Pero esa ya ha naufragado —manifestó Annika.

—¡Mejor que mejor! —exclamóPippi—. Así ya sabe lo que tiene quehacer.

Para Pippi fue cosa fácil sacar aflote la barca hundida.

Pasó un día entero en el río,reparando la pequeña embarcación contablas y alquitrán, y una mañana lluviosa

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en la leñera, ocupada en confeccionar unpar de remos.

Comenzaron las vacaciones deTommy y Annika, y sus padres semarcharon de la ciudad.

—Volveremos dentro de un par dedías —dijo la madre a los niños—. Sedbuenos y obedientes, y ya sabéis quetenéis que hacer lo que ella os diga.

«Ella» era la criada que cuidaría aAnnika y a Tommy mientras sus padresestuviesen fuera. Pero cuando los niñosse quedaron solos con la sirvienta,Tommy le dijo:

—No tienes que preocuparte pornosotros, porque vamos a pasar los dos

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días con Pippi.—Ya nos cuidaremos nosotros

mismos —dijo Annika—. Pippi no tienenunca a nadie que la cuide. ¿Por qué nopodemos nosotros quedarnos solos unpar de días nada más?

La sirvienta no halló inconvenientealguno en tener un par de días libres y,después de sermonear largamente aTommy y a Annika, les dijo que semarcharía a su casa para ver a su madre.Pero Annika y Tommy tenían queprometerle que comerían y dormirían alas horas y que no saldrían por la nochesin ponerse los jerseys gruesos. Tommyle dijo que estaba dispuesto a ponerse

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una docena de jerseys si ella los dejabasolos.

Al fin la sirvienta se marchó y, unpar de horas después, Pippi, Tommy,Annika, el caballo y el Señor Nelsonsalieron hacia la isla desierta.

Era una tarde apacible de principiosde verano. Soplaba un aire cálido, y elcielo estaba cubierto de nubes. Tuvieronque andar un buen trecho para llegar allago donde se hallaba la isla desierta.Pippi llevaba la barca en la cabeza.Había cargado a su caballo con un gransaco y una tienda de campaña.

—¿Qué hay en el saco? —preguntóTommy.

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—Comida, armas de fuego, unamanta y una botella vacía —repusoPippi—, porque creo que debemos tenerun naufragio cómodo y agradable, portratarse del primero. Siempre que henaufragado, he matado un antílope o unallama para comerme la carne, peropodría ser que en esta isla no hubiese niantílopes ni llamas, y sería una pena quenos tuviéramos que morir de hambre poruna cosa tan insignificante.

—¿Para qué quieres la botellavacía? —preguntó Annika.

—¿Que para qué quiero la botellavacía? ¿Cómo puedes hacer unapregunta tan tonta? Un barco es, desde

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luego, lo más importante para unnaufragio, pero al barco le sigue enimportancia una botella vacía. Mi padreme lo decía ya cuando yo aún estaba enla cuna: «Pippi, no importa que teolvides de lavarte los pies antes depresentarte en la corte, pero si te olvidasde la botella vacía antes de un naufragio,ya puedes darte por perdida».

—Pero ¿qué vas a hacer con ella?—preguntó Annika.

—¿No habéis oído hablar nunca delas cartas embotelladas? —repuso Pippi—. Se escribe una carta pidiendosocorro, se mete en la botella, se tapaesta y se tira al agua. Y entonces va

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flotando hasta que la ve alguien y vienea salvarnos. Si no, ¿cómo diablos creéisque nos salvarían? No se puede confiartodo a la suerte. ¡Ni mucho menos!

—¡Ahora entiendo! —exclamóAnnika.

Pronto llegaron a la orilla delpequeño lago en cuyo centro se hallabala isla desierta. El sol empezaba aasomar entre las nubes y proyectaba sucálido fulgor sobre la vegetación delnaciente verano.

—En verdad —dijo Pippi—, es unade las islas desiertas más encantadorasque he visto en mi vida.

No tardó en botar la barca, a la que

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trasladó la carga del caballo. Annika,Tommy y el Señor Nelson saltaron a laligera embarcación.

Pippi dio unas palmadas cariñosasal caballo.

—Caballito, por mucho que meempeñara, no podría llevarte en labarca. Pero puedes nadar. Es muysencillo. ¡Mira!

Pippi se arrojó al lagocompletamente vestida y dio unascuantas brazadas.

—Es divertidísimo, ¿sabes? Y siquieres divertirte todavía más, puedesjugar a las ballenas. Mira cómo se hace.

Pippi se llenó la boca de agua, se

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tendió boca arriba y echó el agua comouna fuente. El caballo daba muestras deno considerar la cosa muy divertida,pero cuando vio a Pippi subir a la barca,coger los remos y partir, se arrojó alagua y la siguió a nado… pero sin jugara las ballenas.

Ya en las proximidades de la isla,Pippi exclamó:

—¡Todos a las bombas!Y un momento después:—¡Es inútil! Tendremos que

abandonar el buque. ¡Sálvese quienpueda!

Se puso en pie en el asientoposterior de la barca y se arrojó al agua

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de cabeza. Pronto volvió a aparecer,cogió una cuerda que había atado a labarquilla y nadó hacia la playa.

—Como tengo que salvar lasprovisiones, la tripulación puedequedarse a bordo si quiere —dijo.

Ató la cuerda a una roca y ayudó aTommy y a Annika a desembarcar. ElSeñor Nelson se salvó sin ayuda denadie.

—¡Ha sido un verdadero milagro!—exclamó Pippi—. Estamossalvados… Al menos por ahora, porqueen esta isla puede haber caníbales yleones.

También llegó el caballo. Salió del

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agua y se sacudió las crines.—¡Vaya! Aquí llega el primer piloto

—dijo Pippi—. Le formaremos juiciosumarísimo.

De pronto sacó una pistola que habíaencontrado un día en un cofre deldesván. Con la pistola en la mano ypresta a disparar, se echó al suelo yempezó a arrastrarse, yendo yescrutando en todas direcciones.

—¿Qué sucede? —preguntó Annika,inquieta.

—Me pareció oír el gruñido de uncaníbal —contestó Pippi—. Todas lasprecauciones son pocas. ¿De qué nosserviría salvarnos del naufragio si luego

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nos ponen en la mesa de un caníbal,cocidos con verduras?

No había ni un solo caníbal a lavista.

—Han retrocedido y se han puesto acubierto —dijo Pippi—. O quizás esténconsultando sus libros de cocina paraestudiar el modo de guisarnos. Osadvierto que si nos sirven guisados conzanahorias, se acordarán de mí, porqueodio las zanahorias.

—¡No digas esas cosas! —exclamóAnnika estremeciéndose.

—Ya veo que a ti tampoco te gustanlas zanahorias… En fin, vamos a montarla tienda.

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Pippi la levantó en un lugarabrigado, y Tommy y Annika empezarona entrar y salir a gatas. Estabanentusiasmados. Cerca de la tienda, Pippicolocó varias piedras formando uncírculo, y dentro de él, ramas y piñas.

—¡Qué estupendo! Vamos aencender fuego, ¿verdad? —le preguntóAnnika.

Pippi contestó afirmativamente, yacto seguido empezó a frotar dos trozosde madera.

Tommy la observaba con graninterés.

—¡Oh, Pippi! —exclamó—. ¿Vas aencender fuego como los salvajes?

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—No; es que tengo los dedos fríos, yeste es el mejor modo de calentarlos. Aver, ¿dónde he puesto los fósforos?

Pronto surgió un fuegoresplandeciente, que a Tommy lepareció delicioso.

—Además, este fuego mantendráapartados a los animales salvajes —dijoPippi.

Annika contuvo el aliento.—¿Qué animales salvajes? —

preguntó con voz trémula.—Los mosquitos —respondió Pippi,

mientras se rascaba, pensativa, lapicadura que uno de ellos le había dadoen una pierna.

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Annika lanzó un suspiro de alivio.—¡Y los leones también, claro! —

continuó Pippi—. No creo que sirvapara ahuyentar a las boas ni a losbúfalos americanos.

Dio una palmada a la pistola.—Pero no te preocupes, Annika.

Con esto estoy segura de que nosdefenderemos incluso del ataque de unratón.

Poco después, Pippi sacó del bolsobocadillos y café, y los tres se sentaronalrededor del fuego y comieron y sedivirtieron de lo lindo. El Señor Nelson,sentado en el hombro de Pippi,participaba en el festín, y el caballo

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alargaba el cuello de vez en cuando paraver si le daban un trozo de pan o unterrón de azúcar. Además, teníaalrededor de él hierba verde y sabrosaen abundancia.

El cielo estaba nublado y empezabaa oscurecer. Annika se acercó a Pippicuanto pudo. Las llamas producíanextrañas sombras. Parecía que laoscuridad estaba viva fuera del diminutocírculo que el fuego alumbraba. Annikase estremeció. ¿Y si hubiese un caníbaldetrás de los matorrales o un leónescondido entre las rocas?

Pippi dejó la taza de café.—«¡Ocho hombres hay en el cofre

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de la muerte! ¡Ay, ay, ay, la botella deron!» —cantó con voz ruda y profunda.

Annika se estremeció másintensamente que antes.

—Tengo esa canción en otro libro,un libro de piratas —dijo Tommy,entusiasmado.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Pippi—.Entonces es Fridolf el que escribió eselibro, pues él fue quien me enseñó lacanción. ¡Cuántas veces me senté en lacubierta de popa del barco de mi padre,con la Cruz del Sur sobre mi mismacabeza y Fridolf, sentándose a mi lado,se puso a cantar: «Quince hombres hayen el cofre de la muerte. ¡Ay, ay, ay, la

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botella de ron!»!Al entonar la canción por segunda

vez, la voz de Pippi fue aún más ronca.—¡Oh, Pippi! ¡Cómo me gusta oírte

cantar así! —dijo Tommy—. ¡Es tanterrible y tan maravilloso a la vez!

—A mí me parece, sobre todo,terrible —dijo Annika—, pero tambiénme gusta un poco.

—Me dedicaré a navegar cuando seamayor —dijo Tommy resueltamente—.Seré pirata como tú, Pippi.

—¡Magnífico! —exclamó Pippi—.¡«El Terror del Caribe»!: eso seremostú y yo, Tommy. Nos apoderaremos decuanto oro y piedras preciosas nos sea

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posible y tendremos un escondite paralos tesoros a la entrada de una gruta, enuna isla desierta del Pacífico. Tresesqueletos guardarán la boca de la gruta.Tendremos una bandera con unacalavera y dos huesos en cruz ycantaremos «Quince hombres hay en elcofre de la muerte» de modo que nuestravoz llegue de un extremo a otro delAtlántico. Así todos los navegantespalidecerán al oírnos y desearánarrojarse al mar para huir de nuestramano de hierro.

—¿Y qué voy a hacer yo? —preguntó Annika en son de queja—. Yono me atrevo a ser pirata. ¿Qué haré yo?

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—Tú puedes venir con nosotros —dijo Pippi— para desempolvar el piano.

Después de arder un rato, el fuego seapagó.

—Ya es hora de irse a dormir —dijo Pippi. Había esparcido ramas deabeto en el suelo de la tienda yextendido sobre ellas gruesas mantas.

—¿Quieres dormir en la tienda connosotros —preguntó Pippi al caballo—,o prefieres quedarte de pie debajo de unárbol con una manta encima?… ¿Qué?¿Que te pones enfermo cada vez queduermes en una tienda de campaña?…Bien, bien; haz lo que quieras. —YPippi le dio una palmada cariñosa.

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Poco después, los tres niños y elSeñor Nelson estaban envueltos en lasmantas en el interior de la tienda. Fuera,las olas lamían la playa.

—¡Oíd las rompientes del océano!—exclamó Pippi, soñadora.

Todo estaba oscuro como boca delobo, y Annika asió la mano de Pippi,pues así sentía menos miedo. De prontoempezó a llover. Las gotas caían sobrela lona, pero dentro de la tienda laatmósfera era seca y cálida, y resultabamuy agradable estar allí oyendo elrepiqueteo de la lluvia. Pippi salió paraechar otra manta sobre el lomo delcaballo. El animal estaba bajo un

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frondoso abeto, de modo que apenas sehabía mojado.

—¡Esto es maravilloso! —suspiróTommy cuando volvió Pippi.

—¡Desde luego! —convino la niña—. Y mira lo que he encontrado debajode una piedra: ¡tres barras de chocolate!

Minutos después, Annika dormía conla boca llena de chocolate y la manoenlazada con la de Pippi.

—Se nos ha olvidado cepillarnoslos dientes esta noche —dijo Tommy, yenseguida se quedó dormido.

Al despertar, Tommy y Annikavieron que Pippi había desaparecido.Sin pérdida de tiempo, salieron a gatas

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de la tienda. Brillaba un sol espléndido.Frente a la tienda ardía el fuegonuevamente, y Pippi, en cuclillas, freíajamón y calentaba café.

—¡Felices Pascuas! —exclamó alver a Tommy y a Annika.

—¡Pero si hoy no es Pascua! —dijoTommy.

—¿No? Pues guarda la felicitaciónpara cuando sea —repuso Pippi.

El grato olorcillo del jamón y el caféembriagó a los niños. Se acercaron alfuego, y Pippi les dio jamón frito yhuevos con patatas. Después tomaroncafé con bollitos de melaza. Nunca lessupo tan bien el desayuno.

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—Me parece que las cosas nos vanmejor que a Robinson Crusoe —dijoTommy.

—Sí, y si pudiéramos conseguir unpoco de pescado fresco para la cena,creo que Robinson Crusoe palideceríade envidia —dijo Pippi.

—A mí no me gusta el pescado —confesó Tommy.

—A mí tampoco —dijo Annika.Pero Pippi cortó una rama larga y

delgada, ató un cordel en la punta, hizoun anzuelo con un alfiler, colocó en esteun trocito de pan y fue a sentarse en unaancha piedra que había junto a la orilla.

—¡A ver qué pasa! —dijo.

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—¿Qué quieres pescar? —lepreguntó Tommy.

—Pulpos —respondió Pippi— Esun bocado que no tiene igual.

Una hora estuvo allí sentada, sin queningún pulpo picase. Acudió un pez yolfateó el trozo de pan, pero Pippi sacóel anzuelo rápidamente.

—¡No, hijito, no! Al decir pulpos,me he referido a los pulpos, y noconsentiré que robes el cebo.

Poco después, Pippi arrojó la cañaal lago.

—Estáis de suerte —dijo—.Tendremos que comer pastelillos. Lospulpos están hoy muy tercos.

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Tommy y Annika se alegraron.El río resplandecía al sol,

atrayéndolos con fuerza irresistible.—¿Queréis que nademos un poco?

—preguntó Tommy.Pippi y Annika aceptaron. El agua

estaba bastante fría. Tommy y Annikaintrodujeron en ella los dedos de lospies, y enseguida los volvieron a sacar.

—Conozco un sistema mejor —dijoPippi.

Junto a la orilla había una roca conun árbol encima. Las ramas del árbol seextendían río adentro. Pippi subió alárbol y ató una cuerda a una rama.

—¡Ahora veréis!

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Asió la cuerda, saltó y quedóbalanceándose en el aire. Luego se dejócaer al agua.

—De este modo os zambulliréis deuna vez —exclamó cuando su cabezaasomó por la superficie.

Annika y Tommy dudaron alprincipio, pero aquello parecía tandivertido que finalmente decidieronprobarlo, y cuando lo hubieron probadoya no pararon de hacerlo, pues eramucho más divertido de lo que parecía.E l Señor Nelson también quisoprobarlo, y bajó por la cuerda. Peroantes de llegar al agua se arrepintió yvolvió a subir velozmente. Repitió el

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intento, y el resultado era siempre elmismo, aunque los niños le llamaban yle decían que era un cobarde. LuegoPippi descubrió que podían sentarse enuna tabla y deslizarse así hasta el agua,por la pendiente de la orilla. Estoresultó también divertidísimo. Al llegarla tabla al río, se producía un chasquidotremendo.

—El Robinson Crusoe ese tambiénse dejaba caer de una tabla.

—Pues el libro no lo dice —repusoTommy.

—¡Ah!, ¿no? Me parece que eselibro dice muy poco sobre losverdaderos naufragios. ¿Qué hacía el tal

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Robinson durante todo el día? ¿Punto decruz? ¡Allá voy!

Pippi se deslizó por la orilla en latabla, con sus rojas trenzas al viento.

Después de nadar un poco, los niñosdecidieron explorar a fondo la isladesierta. Los tres subieron al caballo ypartieron a un trotecillo moderado.Subían a las colinas y bajaban a losvalles a través de la maleza y debosquecillos de abetos; cruzabanpantanos y pasaban por bellos prados detupida hierba cuajada de floressilvestres. Pippi había cargado lapistola y, de vez en cuando, disparabaun tiro, lo que sobresaltaba al caballo,

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que brincaba y se estremecía.—¡Mirad! ¡He matado un león! —

exclamaba, satisfecha.O bien:—Ese caníbal ha sembrado su

última patata.—Creo que esta isla debería ser

nuestra para siempre —dijo Tommycuando regresaron al campamento yPippi empezó a hacer sus famosas tortas.

Pippi y Annika se mostraron deacuerdo con Tommy.

Las tortitas estaban deliciosas si secomían calientes. No tenían platos,cuchillos ni tenedores. Annika preguntó:

—¿Podemos comérnoslas con los

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dedos?—Por mí no hay inconveniente —

repuso Pippi—, pero yo piensoatenerme al viejo sistema de comer conla boca.

—¡Qué tonta eres! Ya sabes lo quequiero decir.

Y Annika, riéndose, cogió una tortay se la llevó a la boca.

Llegó de nuevo la noche. El fuego seapagó. Se durmieron acurrucados unojunto a otro bajo las mantas y con lascaras embadurnadas de torta. Por unagrieta de la tienda se veía brillar unagran estrella en el cielo. Las«rompientes del océano», como decía

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Pippi, los arrullaban.—Hoy tenemos que volver a casa —

dijo Tommy tristemente cuandodespertaron.

—¡Qué pena! —exclamó Annika—.Me gustaría que nos quedáramos aquítodo el verano, pero nuestros papásregresan hoy.

Después del desayuno, Tommy fue aexplorar la orilla del río. De repentelanzó un grito. ¡No estaba la barca!¡Había desaparecido!

Annika se quedó de piedra. ¿Cómopodrían regresar? Como había dicho, lehabría gustado pasar allí el verano, perola cosa cambiaba al saber que no podían

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volver a casa. ¿Qué diría su pobre mamáal ver que ella y su hermano habíandesaparecido? Al pensar esto, los ojosde Annika se llenaron de lágrimas.

—¿Qué te pasa, Annika? —preguntóPippi—. ¿Qué creías que era unnaufragio? Tú no tienes ni la menor ideade lo que Robinson Crusoe habría hechosi hubiese llegado un barco a recogerlocuando solo llevaba en la isla desiertaun par de días. «Buenos días, señorCrusoe. Tenga usted la bondad de subira bordo para que lo salvemos y puedausted bañarse, afeitarse y cortarse lasuñas de los pies.» Estoy segura de queel señor Crusoe habría contestado: «No,

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gracias», y habría corrido a esconderseentre los matorrales. Porque si uno va aparar al fin a una isla desierta, quiereestar en ella siete años por lo menos.

—¿Siete años? —exclamó Annikaestremeciéndose.

Tommy estaba pensativo.—Pero yo no creo que pasemos la

vida aquí —dijo Pippi para alentarlos—. Cuando Tommy haya de entrar enquintas, tendremos que decir a la gentedónde estamos, para ver si le concedenuno o dos años de prórroga.

Annika estaba cada vez másdesesperada. Pippi, al notarlo, le dijo:

—No te pongas así. Enviaremos la

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botella con un mensaje.Buscó en el saco la botella vacía y

la sacó. También encontró papel y lápiz.Los puso en una piedra que Tommy teníadelante y le dijo:

—Tú sabes escribir más que yo.—Pero ¿qué quieres que escriba? —

preguntó Tommy.—Déjame pensar.Pippi quedó pensativa. Al fin dijo:—Puedes escribir esto:

«Socorrednos antes de que perezcamos.Llevamos dos días en esta isla desiertasin rapé».

—Yo no puedo decir eso, Pippi —exclamó Tommy en son de reproche—,

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porque no es verdad.—¿Cómo que no es verdad?—Me refiero a lo del rapé.—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Pippi—.

¿Acaso tienes rapé?—No —repuso Tommy.—¿Tiene rapé Annika?—Tampoco, pero…—¿Tengo yo rapé? —siguió

preguntando Pippi.—A mí me parece que no —dijo

Tommy—; pero ten en cuenta quenosotros no tomamos rapé.

—Pues por eso precisamente quieroque escribas que llevamos dos días sinrapé.

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—Es que si escribo eso van a creerque tomamos rapé.

—Oyeme, Tommy —dijo Pippi—.Contéstame a esto: ¿quiénes están mástiempo sin rapé: los que lo toman o losque no lo toman?

—Los que no lo toman, claro —respondió Tommy.

—Entonces, ¿a qué tanto remilgo?Escribe lo que te digo.

Y Tommy escribió: «Socorrednosantes de que perezcamos. Llevamos dosdías en esta isla desierta sin rapé».

Pippi cogió el papel, lo introdujo enla botella, la tapó y la arrojó al agua.

—Pronto nos salvarán —dijo.

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La botella quedó flotando, peroenseguida se enredó en unas plantas dela orilla del lago.

—Tendremos que lanzarla más lejos—dijo Tommy.

—Es la tontería más grande quepodríamos hacer —replicó Pippi—,porque si la encuentran lejos de aquí,nuestros salvadores no sabrán dóndebuscarnos. En cambio, si la dejamosdonde está, podremos llamarlos cuandola encuentren, y nos salvarán enseguida.

Pippi fue a sentarse en la orilla.—No hay que perder de vista la

botella —dijo.Annika y Tommy se sentaron a su

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lado. Diez minutos después, Pippi dijoimpaciente:

—La gente, por lo visto, cree que notenemos nada más que hacer que estaraquí sentados esperando a que nossalven. Pero ¿dónde demonios se habránmetido?

—¿Quiénes? —preguntó Annika.—Los que han de venir a salvarnos

—repuso Pippi—. No tienen en cuentaque hay en juego tres vidas humanas.

Annika empezaba a creer queverdaderamente iban a perecer en laisla. Pero de pronto, Pippi se llevó lasmanos a la cabeza y exclamó:

—¡Cielos, qué memoria la mía!

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¿Cómo es posible que me hayaolvidado?

—¿De qué? —preguntó Tommy.—¡De la barca! —exclamó Pippi—.

La saqué del río anoche, cuando yaestabais acostados.

—¿Por qué lo hiciste? —le preguntóAnnika en son de reproche.

—Porque temía que se mojara.En un instante trajo la barca, que

estaba escondida tras unos abetos, ladejó en el agua y exclamó ásperamente:

—¡Ahora ya pueden venir lossalvadores! Como nos vamos a salvarnosotros mismos, se quedarán con trespalmos de narices, que es lo que se

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merecen. Así escarmentarán y se daránmás prisa otra vez.

—Espero que lleguemos a casa antesque mis papás —dijo Annika después deembarcar y cuando ya Pippi habíaempezado a remar enérgicamente—.Mamá se asustará si llega y no nos ve.

—No creo que se asuste —dijoPippi.

Los señores Settergreen llegaron asu casa media hora antes que los niños.No vieron a Tommy ni a Annika, pero enel buzón encontraron un trozo de papelescrito con letra de imprenta, que decía:

POR LO QUE MAS QJERAN

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NO CREANQUE SUS NIÑOS SE AN

MUERTOO-Sí O SE AN PERDIDO.

NADA DE HESO.AN NAUFRAJADO UN POCO

Y BOLBERANPRONTO HA CASA. SELO

ASEJURO.MUCHOS SALUDOS. PIPPI

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PIPPI RECIBE UNAVISITA

INESPERADA

Una tarde de verano, Pippi, Tommy yAnnika estaban sentados en las gradasdel porche y comían fresas que habíancogido aquella misma mañana. Era unatarde hermosa. Los pájaros cantaban; lasflores despedían un aroma embriagador.Y ¡qué fresas tan ricas!

Los niños comían en silencio.

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Annika y Tommy pensaban en lomaravilloso que era el verano y sealegraban al recordar que aún faltabamucho tiempo para que empezaran lasclases. Lo que pensaba Pippi nadie losabía.

—Pippi, hace ya un año que vives enVilla Mangaporhombro —dijo de prontoAnnika cogiéndola del brazo.

—Sí, el tiempo vuela y nos hacemosviejos —repuso Pippi—. Este otoñocumpliré diez años, y creo que entoncesmis mejores días habrán pasado ya.

—¿Vivirás siempre aquí? —preguntó Tommy—. Es decir, hasta queseas lo bastante mayor para ser pirata.

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—Eso nadie lo sabe —contestóPippi—. No creo que mi padre se pasetoda la vida en la isla donde está ahora.Tan pronto como haya construido unbarco, vendrá a recogerme, estoy segura.

Annika y Tommy lanzaron unsuspiro.

De pronto, Pippi se levantó.—¡Miradlo! ¡Ahí viene! —exclamó

señalando la puerta de la cerca.En tres pasos atravesó el jardín.

Annika y Tommy la siguieron, indecisos,y la vieron arrojarse al cuello de unseñor grueso, que lucía un bigotillo rojoy llevaba unos pantalones azul marino.

—¡Papá! —exclamó Pippi. Y

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saltaba y agitaba las piernas en el airecon tanto entusiasmo que los grandeszapatos se le desprendieron de los pies—. ¡Papá, cómo has crecido!

—¡Pippilotta DelicatessaWindowshade Mackrelmint, hija deEfraín Calzaslargas! ¡Mi querida hija!Precisamente iba a decirte que hascrecido mucho.

—Me lo he figurado —dijo Pippi—.Por eso lo he dicho yo primero. Ja, ja!

—¿Eres tan fuerte como antes,hijita?

—Más fuerte aún —repuso Pippi—.¿Vamos a echar un pulso?

—¡Vamos! —exclamó Efraín.

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En el jardín había una mesa. A ellase sentaron Pippi y su padre para echarun pulso mientras Annika y Tommy loscontemplaban. Solo había una personaen el mundo tan fuerte como Pippi: supadre. Forcejearon hasta enrojecer, peroninguno de los dos conseguía doblar elbrazo del otro.

Al fin, el brazo del capitánCalzaslargas comenzó a temblar un pocoy Pippi dijo:

—Cuando cumpla los diez años, teganaré, papá.

El capitán opinaba lo mismo.—¡Cielos! —exclamó Pippi—.

Perdonad que no os haya presentado…

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Tommy y Annika. Mi padre, el capitán ysu majestad Efraín Calzaslargas…Porque eres rey de los caníbales,¿verdad, papá?

—Sí —repuso el capitánCalzaslargas—. Soy el rey de losnativos de Kurredutt, que viven en unaisla llamada Kurrekurredutt. Llegué anado a la playa de la isla cuando, comorecordarás, me caí al mar.

—Así lo he creído siempre. Nuncame imaginé que te hubieses ahogado.

—¡Ahogado! ¡Claro que no! Para míes tan difícil ahogarme como para uncamello pasar por el ojo de una aguja.Mi corpachón flota siempre.

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Annika y Tommy contemplaron conadmiración al capitán Calzaslargas.

—¿Por qué no va usted vestido derey de los caníbales? —le preguntóTommy.

—Llevo mi indumentaria real en elmaletín —dijo el capitán.

—¡Pues anda, póntela! —exclamóPippi—. Quiero ver a mi padre vestidode rey.

Entraron todos en la cocina. Elcapitán Calzaslargas pasó al dormitoriode Pippi, y los niños se sentaron en laleñera a esperar.

—Lo mismo que en el teatro —dijoAnnika, entusiasmada.

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Y entonces la puerta se abrió yapareció ¡el rey de los caníbales!Llevaba una falda de hierbas sujeta a lacintura, y en la cabeza… ¡una corona deoro! Alrededor del cuello lucía un collarde cuentas de colores de muchas vueltas.Con una mano empuñaba una espada ycon la otra sostenía un escudo. Bajo lafalda de hierbas se veían dos piernasgruesas y peludas, con brazaletes de oromacizo en los tobillos.

—Ussamkussor mussor filibussor—dijo el capitán Calzaslargas con gestoamenazador.

—¡Oh! ¡Habla el lenguaje de losnativos! —exclamó Tommy embelesado

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—. ¿Qué quiere decir eso, tío Efraín?—Quiere decir: «¡Tiemblen mis

enemigos!».—Oye, papá —dijo Pippi—. ¿Se

sorprendieron mucho los nativos cuandollegaste a su isla?

—Muchísimo —repuso el capitánCalzaslargas—. Al principio queríancomerme, pero al verme derribar unapalmera con las manos, cambiaron deparecer y me proclamaron rey. Entoncesempecé a reinar por las mañanas y aconstruir un barco por las tardes. Tardémucho tiempo en terminar laembarcación, pues todo lo tenía quehacer yo solo. Era un simple barco de

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vela, desde luego. Una vez terminado,dije a los nativos que tenía que dejarlospor algún tiempo, pero que no tardaríaen regresar y que entonces meacompañaría una princesa llamadaPippilotta. Entonces empezaron agolpear los escudos mientras gritaban:«Ussomplussor, ussomplussor!».

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Annika.

—Pues quiere decir «¡Bravo,bravo!». Entonces estuve dos semanasenteras dando severas órdenes: asítendrían órdenes para todo el tiempo queyo estuviera ausente. Luego despleguélas velas, y los nativos gritaban:

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«Ussamkura kussomkara/», lo cualquiere decir «¡Regresa pronto, gordojefe blanco!». Puse proa a Arabia delSur, y ¿sabéis qué es lo primero que vicuando desembarqué? A mi vieja y fielgoleta Hoptoad y a mi viejo y fielFridolf junto a la borda. Fridolf agitabalos brazos con todas sus fuerzas.«Fridolf», le dije, «ahora tomaré yo elmando de la Hoptoad». «Para siempre,capitán», me contestó. Y tomé el mando.Toda la tripulación estaba allí. Ahora lagoleta está ahí abajo, en el puerto; demodo que puedes ir tranquilamente a vera todos tus viejos amigos, Pippi.

Pippi se alegró tanto que se puso

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cabeza abajo sobre la mesa de la cocinay empezó a agitar las piernas. PeroAnnika y Tommy estaban tristes: teníanla sensación de que se les llevaban aPippi.

—¡Esto hay que celebrarlo! —exclamó Pippi, ya de pie en el suelo—.¡Esto hay que celebrarlo hasta que sehunda la casa!

Preparó una gran cena, y todos sesentaron alrededor de la mesa de lacocina. Pippi engulló tres huevos duroscon cáscara y todo. De vez en cuandodaba un mordisco en la oreja de supadre, tan contenta estaba de volver averlo. El Señor Nelson, que había

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estado durmiendo hasta entonces, llegócorriendo y se frotó los ojos en el colmode la sorpresa al ver al capitánCalzaslargas.

—¡Vaya! Veo que tienes todavía alSeñor Nelson —dijo el capitán.

—Y también otro animalito —dijoPippi, y fue a buscar al caballo, quellegó a tiempo de zamparse un huevoduro.

El capitán Calzaslargas se alegrómucho al ver que su hija había vividocon tantas comodidades en VillaMangaporhombro y más aún al advertirque tenía la maleta llena de monedas deoro, señal de que no había pasado

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necesidades durante su ausencia.Cuando acabaron de comer, el

capitán sacó de su maleta un tam-tam,uno de estos tam-tams que utilizan lossalvajes para marcar el compás en susdanzas y sacrificios. El padre de Pippise sentó en el suelo y empezó a tocaraquella especie de tambor. Tenía unsonido extraño y fantástico, diferente atodos los que Annika y Tommy habíanoído hasta entonces.

—Música indígena —explicóTommy a Annika.

Pippi se quitó los zapatones y bailódescalza una danza no menos fantástica.Entonces el rey Efraín ejecutó una danza

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guerrera salvaje que había aprendido enla isla Kurrekurredutt. Blandió la espaday agitó el escudo con gesto feroz. Susdesnudos pies golpeaban con tal fuerzael piso que Pippi exclamó:

—¡Cuidado! ¡Vas a hundir el suelode la cocina!

—¡Eso qué importa! —repuso elcapitán sin interrumpir su furiosa danza—. ¡Piensa que ahora vas a ser laprincesa de los caníbales!

Pippi dio un salto y empezó a bailarcon su padre. Se echaba hacia atrás yhacia delante, el uno frente al otro, entregritos y risas, y de vez en cuando dabanun gran salto en el aire.

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Annika y Tommy se marearon solode verlos. El Señor Nelson debió demarearse también, pues se había sentadoy se tapaba los ojos con las manos.

Pronto se convirtió la danza encombate. El capitán Calzaslargas arrojóa su hija por el aire con tal violenciaque la niña fue a parar al estante de lossombreros. Pero no permaneció allímucho tiempo. Con un grito salvaje,atravesó de un salto la cocina y cayóexactamente sobre su papá, quienmomentos después voló como unmeteoro hasta acabar de cabeza en laleñera. Sus gruesas piernas se manteníanverticales en el aire. No podía salir de

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allí por sus propios medios, primero porla gordura y segundo porque estabamuerto de risa. Una especie de truenocontinuo salía de la leñera.

Pippi le cogió por un pie paraayudarlo a salir, pero él no podía hacernada a causa de aquella risa que leahogaba. Tenía muchas cosquillas.

—¡No me ha… gas eos… qui…llas! —gritaba, con risa histérica—.Tírame al mar, arrójame por la ventana,haz lo que quieras; pero ¡no me ha… gaseos… qui… llas!

Tan estrepitosa era su risa queAnnika y Tommy temían que la leñera seviniera abajo. Finalmente consiguió

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salir, y apenas estuvo de pie en el suelo,se abalanzó sobre Pippi y la arrojó porel aire como una bala. La cara de la niñafue a dar contra la cocina, que estabanegra de hollín.

Pero al punto volvió Pippi aincorporarse y se arrojó sobre su padre,al que dio tal serie de golpes que lahierba de su falda se desparramó por elsuelo de la cocina. La corona de oro fuea parar debajo de la mesa.

Finalmente, Pippi consiguió tirar asu padre al suelo y, sentándose encimade él, le dijo:

—¿Reconoces que he ganado?—Sí, me has vencido —dijo el

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capitán Calzaslargas.Y entonces se echaron los dos a reír

de tan buena gana que se les saltaron laslágrimas. Entonces Pippi propinó a supadre un cariñoso mordisco en la nariz yle dijo:

—No me había divertido tanto desdeque me enzarcé en aquella lucha demarineros en Singapur.

El rey Efraín se deslizó como unreptil por debajo de la mesa pararecuperar su corona.

—¡Ah, si los caníbales hubieranvisto esto! —exclamó—. ¡La coronareal debajo de la mesa de la cocina deVilla Mangaporhombro!

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Se puso la corona y se peinó la faldade hierbas, que era bastante corta.

—Tendrás que mandarla a lazurcidora —dijo Pippi.

—Sí, pero bien ha valido la pena —repuso el capitán Calzaslargas.

Se sentó en el suelo y se secó elsudor de la frente.

—Oye, Pippi, ¿dices mentirastodavía? —preguntó.

—Solo cuando tengo tiempo, cosaque no ocurre a menudo —repuso Pippimodestamente—. ¿Y tú? Tampoco tú tequedabas corto mintiendo.

—Pues yo suelo mentir un poco paralos nativos los sábados por la noche si

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se han portado bien durante la semana.A veces damos una fiesta nocturna dementiras y canciones conacompañamiento de tambores y danzas ala luz de una hoguera. Cuanto mayoresson mis mentiras, con más vigor suenanlos tambores.

—¿De veras? —dijo Pippi—. Puesa mí aquí nadie me toca el tambor. Enesta soledad, se me llena la cabeza dementiras de tal modo que da gustooírme. Pero nadie toca ni siquiera unpeine por mí. La otra noche, yaacostada, inventé una larga historiasobre un ternero que hacía puntillas deganchillo y trepaba a los árboles y,

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aunque os parezca mentira, me creí todala historia. A esto le llamo yo sabermentir. Y ningún tambor redobló pormí… ¡ninguno!

—Bien, pues voy a hacerlo yo —dijo el capitán Calzaslargas.

Y empezó a golpear el tambor conun largo rifle en honor de su hija.

Pippi se sentó en sus rodillas y frotósu cara, llena de hollín, contra la mejillade su padre, cuya cara quedó tan tiznadacomo la de ella.

Annika reflexionaba. No sabía sidebía decir lo que estaba pensando,pero no pudo callarse.

—No está bien mentir —dijo—.

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Mamá lo dice.—¡Qué tonta eres, Annika! —

exclamó Tommy—. Pippi no miente enserio. Lo hace por divertirse. Juega ainventar cosas, ¿entiendes?

Pippi miró pensativa a Tommy. Alfin dijo:

—A veces hablas con tanto juicioque me temo que un día te veréconvertido en una persona mayor.

Se había hecho de noche. Tommy yAnnika tenían que regresar a su casa.Había sido un día magnífico. ¡Qué suertehaber visto a un rey de caníbales deverdad, y cómo se habían divertido! Porotra parte, ¡qué alegría para Pippi que su

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padre hubiese vuelto a casa! Sinembargo, sin embargo…

Una vez en cama, Annika y Tommyno se pusieron a charlar como solíanhacer. Un gran silencio reinaba en elcuarto de los niños.

De pronto se oyó un suspiro. EraTommy.

Momentos después, otro suspiro. EraAnnika.

—¿Por qué suspiras? —preguntóTommy tristemente.

Pero no obtuvo respuesta: Annikalloraba con la cabeza debajo de lasábana.

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PIPPI DA UNAFIESTA DE

DESPEDIDA

A la mañana siguiente, cuando Annika yTommy entraron en la cocina de VillaMangaporhombro, toda la casaretemblaba por efecto de unos ronquidosatronadores. El capitán Calzaslargas nose había despertado todavía, pero Pippiestaba ya en la cocina, haciendo susejercicios matinales. En el momento en

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que aparecieron sus amigos daba sudecimoquinto salto mortal.

—¡Bueno, ya no tengo quepreocuparme más por mi futuro! —dijoPippi— Voy a ser princesa de un pueblode caníbales. Durante medio año seréprincesa, y el otro medio lo dedicaré anavegar por todos los océanos delmundo en la Hoptoad. Papá cree que sigobierna de firme durante medio año, laotra mitad los caníbales podrán pasarsesin rey. Como podéis comprender, unviejo lobo de mar como mi padre solopuede pisar tierra firme de vez encuando. Además, tiene que pensar en mieducación. Si he de ser una verdadera

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pirata, no podré pasar mucho tiempo enla corte; dice papá que eso debilita.

—¿Y no estarás nunca en VillaMangaporhombro? —preguntó Tommycon voz triste.

—Sí. Vendremos cuando nos den elretiro, dentro de cincuenta o sesentaaños. Entonces jugaremos y nosdivertiremos horrores, ¿verdad?

Esto no resultó muy tranquilizadorpara Tommy y Annika.

—¡Fijaos! ¡Princesa de un pueblo decaníbales! —exclamó Pippi, soñadora—. Pocos niños llegan a tanto. ¡Quéelegante iré! Llevaré anillos en lasorejas, y uno mayor en la nariz.

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—¿Qué más llevarás? —preguntóAnnika.

—Nada más —repuso Pippi—.Nunca llevaré nada más.

Sonrió, extasiada.—¡La princesa Pippilotta! ¡Qué vida

tan maravillosa! ¡Cuánto voy a bailar!¡La princesa Pippilotta bailará a la luzde las hogueras y al compás de lostambores! ¡Ah, cómo tintineará el anillode mi nariz!

—¿Cuándo… cuándo vas amarcharte? —preguntó Tommy con vozronca.

—La Hoptoad levará anclas mañana—dijo Pippi.

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Los tres niños permanecieron ensilencio un buen rato. Parecía que ya notenían nada que decirse. Pero, de pronto,Pippi dio otro salto mortal y dijo:

—Hoy daremos una fiesta dedespedida en Villa Mangaporhombro.¡Una gran fiesta de despedida! No digomás. Todo el que quiera venir a decirmeadiós será bien recibido.

La noticia corrió como la pólvoraentre los niños de la ciudad.

«Pippi Calzaslargas se marcha de laciudad y da una fiesta de despedida estanoche en Villa Mangaporhombro. Todoel que quiera puede asistir.»

No fueron pocos los que quisieron ir

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a la fiesta: nada menos que treinta ycuatro niños. Annika y Tommy habíanconseguido que su madre los autorizaraa estar levantados aquella noche hastatan tarde como quisieran, pues se hizocargo de que se trataba de unacircunstancia excepcional.

Annika y Tommy no olvidaríannunca la fiesta de despedida de Pippi.Era una de esas deliciosas noches deverano, cálidas y apacibles, en que nosdecimos: «¡Ah, esto es verdaderoverano!». Las rosas del jardín de Pippirefulgían en la fragante oscuridad. Elviento susurraba levemente en los viejosárboles. Todo era maravilloso. Pero…

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pero… Annika y Tommy no se atrevíana completar este pensamiento.

Todos los niños de la ciudad sehabían provisto de sus silbatos y loshicieron sonar alegremente al llegarfrente al jardín de VillaMangaporhombro. Annika y Tommy losprecedían. Cuando llegaron a losescalones del porche, la puerta se abrióde repente y Pippi apareció en elumbral. Los ojos le brillaban en lapecosa cara.

—¡Bienvenidos a mi humildemorada! —exclamó, extendiendo losbrazos.

Annika la vio muy de cerca, y

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siempre recordaría el aspecto que teníaPippi en aquel momento. Jamás, jamásse borraría de su memoria aquellaimagen de Pippi, con sus trenzas rojas,sus pecas, su sonrisa feliz y suszapatones.

A lo lejos se oyó un redoble detambor. El capitán Calzaslargas estabasentado en la cocina, con su tam-tamentre las rodillas. También aquel díallevaba su indumentaria real. Pippi lehabía rogado encarecidamente que se lapusiera. Comprendía que a todos losniños les gustaría ver a un verdadero reyde caníbales.

Pronto se llenó la cocina de niños

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que contemplaban al rey Efraín, yAnnika se alegró de que no hubiesenacudido más niños, pues no habríahabido sitio para todos. En esto se oyóla música de un acordeón en el jardín, ytoda la tripulación de la Hoptoad,precedida por Fridolf, entró en la casa.Era Fridolf el que tocaba el acordeón.Pippi había bajado al puerto aquel díapara ver a sus amigos y les había rogadoque acudieran a la fiesta de despedida.

La niña corrió hacia Fridolf y loabrazó tan fuerte que su cara se pusomorada. Luego lo soltó y exclamó:

—¡Música, música!Fridolf siguió tocando el acordeón.

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El rey Efraín hacía sonar el tambor, ylos niños, sus silbatos.

Taparon la leñera y colocaron sobreella largas hileras de botellas delimonada. En la gran mesa de la cocinahabía quince pasteles de nata y en elfogón, una cazuela enorme llena desalchichas.

El rey Efraín se apoderó de ochosalchichas. Todos los demás siguieronsu ejemplo, y pronto no se oyó en lacocina más que un ruido de dientes quetrituraban las salchichas. Luego sepermitió a los niños servirse cuantosrefrescos y pasteles quisieran.

Como la cocina estaba repleta, los

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invitados se esparcieron por el porche yel jardín, de modo que el pastel de natablanca brillaba en la oscuridad.

Cuando ya todos hubieron comidocuanto quisieron, Tommy sugirió quepodían dejar las salchichas y el pastel yjugar a algo, por ejemplo a «¡Seguid alguía!». Pippi no conocía este juego, peroTommy se lo explicó: uno era el guía ylos demás tenían que hacer todo lo queel guía hiciese.

—¡Estupendo! —exclamó Pippi—.Me parece que ese juego debe de sermuy divertido, y creo que lo mejor seráque yo haga de guía.

Empezó por subirse al tejado del

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lavadero. Para llegar allí tuvo que treparprimero por la valla del jardín y luegoarrastrarse, apoyándose con elestómago, hasta el tejado. Pippi, Tommyy Annika habían ejecutado estaoperación tantas veces que no presentódificultad para ellos; pero a los demásniños les resultó bastante difícil. Losmarineros de la Hoptoad estabanacostumbrados a subir a los mástiles, yllegaron al tejado sin dificultad, peropara el capitán Calzaslargas fue unaverdadera prueba, a causa de su gorduray también de su falda de hierbas, que sele enganchaba en todas partes: se le oíajadear y resollar mientras trepaba.

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—Esta falda de hierbas ya no esfalda ni es nada —dijo tristemente.

Pippi saltó al suelo desde el tejadodel lavadero. Algunos niños pequeñosno se atrevieron a dar un salto tangrande, pero Fridolf era un buen hombrey los fue bajando. Entonces Pippi dioseis volteretas por el césped. Los demáslas dieron también; pero el capitánCalzaslargas dijo:

—Alguien tendrá que empujarme pordetrás, porque yo solo no puedo.

Pippi lo empujó, pero con tal ímpetuque el capitán creyó que ya no podríapararse: rodó como una pelota por elcésped y dio catorce volteretas en lugar

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de seis.Entonces Pippi subió corriendo los

escalones del porche de VillaMangaporhombro, trepó a una ventana yextendió las piernas de tal modo queconsiguió alcanzar una escalera quehabía en el exterior. Subió a toda prisala escalera, pasó al tejado de VillaMangaporhombro, echó a correr por suparte más alta, se encaramó de un saltoen la chimenea, y allí, sosteniéndosesobre una sola pierna, cantó como ungallo. Luego se lanzó de cabeza a unárbol que había cerca de la esquina dela casa, y de allí saltó al suelo. Corrió ala leñera, cogió un hacha y abrió un paso

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en la pared de madera. Después de salirpor la estrecha abertura, saltó a la tapiadel jardín, anduvo por encima de ellaunos cincuenta metros, trepó a unaencina y se sentó a descansar en la copadel árbol.

En la calle se había congregado unamultitud de curiosos. Al regresar a suscasas, todo el mundo contó que habíanvisto a un rey caníbal sosteniéndose conuna pierna sobre la chimenea de VillaMangaporhombro e imitando el cantodel gallo —«¡Kikirikiiiií!»— con talentusiasmo que se le podía oír a grandistancia. Claro que nadie lo creyó.

Cuando el capitán Calzaslargas

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intentó pasar por la estrecha abertura dela leñera, ocurrió lo inevitable: sequedó atascado, sin poder entrar ni salir.Aquello puso fin al juego, y los niños seacercaron a observar como Fridolfensanchaba la abertura alrededor delcapitán Calzaslargas.

—Ha sido un juego magnífico —dijo, riendo, el capitán al verse libre—.¿A qué vamos a jugar ahora?

—En nuestros mejores tiempos —dijo Fridolf—, el capitán y Pippi hacíandemostraciones para ver cuál de los dosera más fuerte. Era divertidísimo.

—¡Buena idea! —dijo el capitán—.Pero creo que mi hija va a ganar.

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Tommy estaba al lado de Pippi.—Pippi —susurró—, temí que te

metieras en nuestro escondite del roblehueco cuando jugábamos a «Seguid alguía». No quiero que nadie lo conozca,aunque no entremos nunca más en él.

—No temas: éste será nuestrosecreto —dijo Pippi.

Su padre asió una barra de hierro yla dobló por la mitad, tan fácilmentecomo si fuera de cera. Pippi cogió otrabarra de hierro e hizo lo mismo.

—¡Esto no es nada! —exclamóPippi—. Yo me entretenía con estossencillos juegos cuando estaba todavíaen la cuna.

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El capitán Calzaslargas quitó lapuerta de la cocina, e hizo que Fridolf yotros siete marineros se pusieran de piesobre ella. Entonces el capitán levantóla puerta y dio diez vueltas al jardín.

La oscuridad era ya completa, yPippi colocó antorchas encendidas aquíy allá. Estas luces daban al jardín unaspecto impresionante y esparcían por élun mágico resplandor.

—¿Estás preparado? —preguntó asu padre cuando este terminó de dar ladécima vuelta.

El capitán respondióafirmativamente, y entonces Pippicolocó el caballo sobre la puerta de la

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cocina y dijo a Fridolf y a tresmarineros más que montaran en él, cadauno con dos niños en brazos. Fridolfsostenía a Tommy y a Annika. Pippilevantó la puerta y dio veinticincovueltas al jardín. A la luz de lasantorchas, el espectáculo era soberbio.

—Desde luego, niña, eres más fuerteque yo —dijo el capitán Calzaslargas.

Luego se sentaron todos en la hierba.Fridolf tocó el acordeón, y los demásmarineros entonaron bellas canciones.Los niños bailaron al son de la música.Pippi cogió dos antorchas y bailó conportentosa agilidad.

La fiesta terminó con fuegos

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artificiales. Pippi lanzó cohetes y ruedasde fuego que iluminaron el cielo. Annikapresenció el espectáculo sentada en elporche. Todo le parecía hermoso,encantador. No podía ver las rosas, peropercibía su aroma en la oscuridad. ¡Quémaravilloso habría sido todo si… si…!Annika sintió como si una mano fría leapretara el corazón. Al día siguiente…,¿cómo sería el día siguiente?, ¿y lasvacaciones de verano?, ¿y ya todos losdías? Pippi ya no estaría en VillaMangaporhombro; tampoco estaría elSeñor Nelson, y en el porche no habríaningún caballo. Se acabó el montar acaballo, se acabaron las excursiones con

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Pippi, se acabaron para siempre lasagradables tardes en la cocina de VillaMangaporhombro… Ya no brotarían enel interior del árbol las botellas derefresco. El árbol seguiría allí, peroAnnika tenía la certeza de que, cuandoPippi se fuera, el árbol ya no daríarefrescos. ¿Qué harían Tommy y ella aldía siguiente? Seguramente jugar alcroquet. Annika lanzó un suspiro.

Terminó la fiesta. Los niños dieronlas gracias a Pippi y se despidieron. Elcapitán Calzaslargas regresó a laHoptoad con sus marineros. Propuso aPippi que se fuera con ellos, pero Pippidijo que quería pasar una noche más en

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Villa Mangaporhombro.—Mañana, a las diez, levaremos

anclas; no lo olvides —le dijo el capitánal salir.

Pippi, Tommy y Annika se quedaronsolos. Se sentaron en los escalones delporche. La oscuridad y la calma eranabsolutas.

—Aunque me vaya, podéis veniraquí a jugar —dijo al fin Pippi—. Lallave estará colgada en un clavo junto ala puerta. Podréis coger lo que queráisde los cajones de la cómoda, y comodejaré una escalera junto al roble osserá fácil entrar en el tronco. Pero quizáno dé ya tantos refrescos como antes: ha

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pasado el tiempo.—No, Pippi —dijo Tommy

gravemente—, no volveremos nunca máspor aquí.

—Nunca, nunca —dijo Annika.Y pensó que desde entonces cerraría

los ojos cada vez que pasara por delantede Villa Mangaporhombro. ¡VillaMangaporhombro sin Pippi! Annikavolvió a sentir aquella mano fría que leoprimía el corazón.

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PIPPI SEEMBARCA

Pippi cerró con todo cuidado la puertade Villa Mangaporhombro y colgó lallave en un clavo junto a la puerta.Luego levantó al caballo y lo bajó delporche… por última vez. El SeñorNelson estaba ya sentado en su hombro,la mar de serio. Tal vez comprendieraque algo importante iba a suceder.

—Bueno; me parece que ya está todo—dijo Pippi.

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Annika y Tommy asintieron.—Sí, ya está todo.—Todavía es temprano —dijo Pippi

—. Demos un paseo, ¿no os parece?Annika y Tommy asintieron de

nuevo, pero no dijeron nada más.Salieron de paseo hacia la ciudad, haciael puerto, hacia la Hoptoad. El caballoandaba despacio tras ellos.

Pippi volvió la cabeza para echaruna mirada a Villa Mangaporhombro.

—¡Qué casita tan bonita! —exclamó—. No tiene pulgas; es limpia yacogedora, y esto es más de lo queencontraré en la choza de barro dondeviviré de ahora en adelante.

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Tommy y Annika no dijeron nada.—Si hay muchas pulgas en mi

cabaña —continuó Pippi—, lasdomesticaré, las guardaré en una caja depuros y por las noches jugaré con ellas a«Corre, ovejita, corre». Les ataré lacitosen las patas, y a las dos más fieles ycariñosas las llamaré Tommy y Annika ydormirán conmigo.

Ni siquiera esto desató la lengua asus amigos.

—¿Qué demonios os pasa? —preguntó Pippi, irritada—. Os adviertoque es muy malo estar callado muchotiempo. La lengua se seca si no se usa.Una vez, en Calcuta, conocí a un

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alfarero que nunca decía nada. Y unavez que quiso decirme: «Adiós, queridaPippi. Feliz viaje y gracias por todo»,abrió la boca y ¿sabéis lo que dijo?Primero hizo unos gestos horribles, pueslas comisuras de los labios se le habíanoxidado tanto que tuve que engrasárselascon un poco de aceite de máquina decoser, y al fin emitió estos sonidos:«los, Pip». Le miré la boca y, ¡horror!,allí estaba la lengua como una hojamarchita. Aquel alfarero, mientras vivió,ya no pudo decir nada más que: «los,Pip». Sería terrible que os sucediera lomismo a vosotros. ¡Vamos! Quieroconvencerme de que podéis decir mejor

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que el alfarero aquello de «Adiós,querida Pippi. Feliz viaje». ¡Hala!¡Decidlo!

—Adiós, querida Pippi. Feliz viaje—dijeron dócilmente Annika y Tommy.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Pippi—. Me habéis dado un buen susto. Sihubierais dicho: «los, Pip», no sé lo queme habría sucedido.

El puerto estaba allí, y allí estaba laHoptoad. El capitán Calzaslargas dabaórdenes en la cubierta, y los marineroscorrían de un lado a otro, preparándolotodo para zarpar. Toda la población sehabía congregado en el muelle paradespedir a Pippi, que llegaba en aquel

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momento acompañada por Annika,Tommy, el caballo y el Señor Nelson.

—¡Aquí viene Pippi Calzaslargas!¡Paso a Pippi Calzaslargas! —gritaba lamuchedumbre al tiempo que se apartabapara que Pippi pudiera pasar.

Pippi saludaba con inclinaciones decabeza y sonreía a derecha e izquierda.Levantó el caballo y lo subió por laplancha. El pobre animal miró inquieto aun lado y a otro, pues a los caballos noles gustan los paseos en barco.

—¡Al fin has llegado! —exclamó elcapitán Calzaslargas interrumpiendo susvoces de mando.

Rodeó con sus brazos a Pippi, y se

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abrazaron con tal fuerza que a ambos lescrujieron las costillas.

Annika había estado toda la mañanacon un nudo en la garganta, y al ver aPippi transportar al caballo a bordo, elnudo se le deshizo. Empezó a lloraracurrucada contra una caja demercancías, primero en silencio y luegocada vez más fuerte y con mayordesconsuelo.

—¡No armes escándalo! —exclamóTommy malhumorado—. Vas aavergonzarme delante de todo el mundo.

El resultado de la amonestación fueque Annika comenzó a derramar unverdadero torrente de lágrimas. El llanto

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la estremecía. Tommy dio un puntapié auna piedra, que rodó por el muelle y fuea caer al agua. En realidad, le hubieragustado arrojarla a la Hoptoad, aquelviejo barquichuelo que se llevaba aPippi. Si nadie lo hubiese visto, sehabría echado a llorar también, pero eraun chico y no podía consentir que levieran llorar. Dio un puntapié a otrapiedra.

Pippi bajó corriendo por la planchahasta donde estaban Annika y Tommy ylos cogió de la mano.

—Faltan diez minutos —dijo.Entonces Annika se recostó sobre la

caja de mercancías y lloró tanto que

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parecía que su corazón iba a estallar. Yano quedaban más piedras para los piesde Tommy. De modo que tuvo quecontentarse con apretar los dientes yarrugar las cejas.

Todos los niños de la ciudad secongregaron alrededor de Pippi.Sacaron sus flautas de caña y tocaronuna canción de despedida. Era unamelodía tan triste que partía el corazón.Annika lloraba tan amargamente quecasi no podía respirar.

En aquel momento Tommy recordóque había escrito unos versos dedespedida para Pippi, y sacó un papel yempezó a leer. Le contrarió que su voz

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temblara tanto.

Adiós, Pippi querida. Hoy te nosvas,

y en vano mar y tierra recorrerás,pues amigos tan fieles no hallarás

en la vidacomo los que hoy lloramos tu

despedida.

—¡Qué bien suena! —exclamóPippi, entusiasmada—. Me lo aprenderéde memoria y lo recitaré a los caníbalescuando nos reunamos por las nochesalrededor del fuego del campamento.

Enjambres de niños acudieron adespedir a Pippi. La niña alzó la mano

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para imponerles silencio.—Amigos míos —les dijo—, en

adelante solamente podré jugar con unoscuantos niños salvajes. No sé cómo nosdivertiremos. Quizá juguemos a lapelota con rinocerontes o serpientes, omontaremos en elefantes y nosmeceremos en las palmas del cocoteroque hay ante las puertas de las chozas.

Pippi hizo una pausa. Tommy yAnnika sintieron un odio irreprimiblecontra aquellos niños nativos con quePippi iba a jugar en el futuro.

—Pero —continuó Pippi— llegarála estación de las lluvias, y entonces losdías nos parecerán tan largos que, para

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divertirnos, tendremos que salir amojarnos, y luego, empapados,entraremos en mi choza de barro, amenos que el barro de la choza se hayaconvertido en una pasta, en cuyo caso,como es natural, haremos pasteles debarro. Pero si la choza sigue siendo unachoza, nos cobijaremos en ella y losniños nativos dirán: «Anda, Pippi,cuéntanos un cuento». Y entonces lescontaré algo sobre una pequeña ciudadque está lejos, muy lejos, en otra partedel mundo, y sobre los niños que vivenen ella. «No podéis imaginaros losimpáticos que son aquellos chicos»,diré a los niños caníbales. «Tocan

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silbatos y, lo que es más importante,saben plutificar» Pero es posible queentonces los niños indígenas sedesesperen por no saber plutificar, yentonces, ¿qué voy a hacer con ellos?…En fin, en un caso desesperado, echaréabajo la choza y haré pasteles de barro,aunque estemos de barro hasta el cuello.Entonces es casi seguro que se olvidaránde las plutificaciones. ¡Gracias a todos,y un adiós muy fuerte!

Los niños tocaron una canción mástriste todavía con sus flautas de caña.

—¡Pippi, ya es hora de partir! —legritó el capitán Calzaslargas.

—¡Un momento, capitán! —contestó

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Pippi sin apartar la vista de Annika y deTommy.

¡Qué expresión tan singular tenía sumirada! Tommy recordaba que su madrele había mirado así una vez que habíaestado muy enfermo.

Annika parecía un bultito echadosobre la caja de mercancías. Pippi lalevantó en sus brazos.

—Adiós, Annika, adiós —susurró—. No llores.

Annika echó los brazos al cuello dePippi y lanzó un triste y débil gemido.

—Adiós, Pippi —sollozó.Pippi le cogió la mano a Tommy y se

la estrechó con fuerza. Luego subió

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corriendo por la plancha de embarque.Una gruesa lágrima rodó por la nariz deTommy. Apretó los dientes, pero depoco le sirvió. Aún sintió rodar otralágrima. Tomó la mano de Annika y sequedaron los dos allí con la mirada fijaen Pippi. La veían sobre cubierta, peroturbia, como se ven siempre las cosas através de las lágrimas.

—¡Tres hurras por PippiCalzaslargas! —gritó una voz entre lamultitud que llenaba el muelle.

—Recoge la plancha, Fridolf —exclamó el capitán Calzaslargas.

Fridolf la retiró. La Hoptoad estabalista para emprender el viaje a tierras

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lejanas.Y entonces…—¡No, papá! —exclamó Pippi—.

¡No puedo sufrirlo, no puedo!—¿Qué es lo que no puedes sufrir?

—preguntó el capitán.—Que alguien en esta ciudad llore o

esté triste por mi culpa… sobre todoTommy y Annika. Que pongan otra vezla plancha. Me quedo en VillaMangaporhombro.

El capitán Calzaslargas guardósilencio durante un minuto.

—Haz lo que quieras —dijo al fin—. Siempre lo has hecho.

Pippi asintió.

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—Sí, siempre lo he hecho —dijocon calma.

Pippi y su padre volvieron a darseun abrazo tan fuerte que las costillas lescrujieron, y decidieron que el capitánCalzaslargas iría muy a menudo a ver aPippi a Villa Mangaporhombro.

—Oye, papá —dijo Pippi—, yocreo que es mejor para una niña tener unhogar como es debido en vez de irnavegando por esos mundos y vivir entresalvajes, en chozas de barro… ¿No locrees tú también?

—Sí. Como siempre, hija mía, tienesrazón —repuso el capitán—. En VillaMangaporhombro llevas una vida más

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ordenada, y yo creo que eso es buenopara los niños.

—¡Claro que sí! —dijo Pippi—. Alos niños les conviene llevar una vidaordenada, sobre todo si puedenordenársela ellos mismos.

Pippi se despidió de los marinerosde la Hoptoad y abrazó una vez más a supadre. Luego levantó en vilo al caballoy lo bajó por la plancha. La Hoptoadlevó anclas. Pero en el último momentoel capitán Calzaslargas recordó algo.

—¡Pippi! —le gritó—. A lo mejor,necesitas dinero. ¡Tómalo!

Y le arrojó otra maleta llena demonedas de oro. Pero la Hoptoad se

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había alejado ya demasiado, y la maletano cayó en el muelle. ¡Plof!, y se hundióen el agua. Un murmullo de pesar salióde la multitud. Pero pronto se oyó otro¡plof! Era Pippi, que se había arrojadoal agua. Segundos después volvió aaparecer con la maleta colgando de susdientes. Trepó al muelle y se sacudió untrozo de alga marina que llevaba detrásde la oreja.

—¡Bueno, ya soy otra vez más ricaque Creso! —exclamó.

Había ocurrido todo con tantarapidez que Annika y Tommy estabanaturdidos. Atónitos y boquiabiertos,miraban a Pippi, al caballo, al Señor

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Nelson, a la maleta de monedas de oro ya la Hoptoad, que se alejaba del muellea toda vela.

—¿No estás… no estás en el barco?—preguntó Tommy, que no podía creerlo que estaba viendo.

—¿A ti qué te parece? —repusoPippi. Y exprimió sus trenzas, para quesoltasen el agua.

Subió a Tommy, a Annika y al SeñorNelson al lomo del caballo, colocótambién allí la maleta y ella montódetrás.

—¡Volvemos a VillaMangaporhombro! —exclamó en vozalta.

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Annika y Tommy comprendieron alfin. Tommy estaba tan contento queempezó a cantar su canción favorita:«¡Aquí llegan los suecos entre sones yruidos fragorosos…!».

Annika había llorado tanto que noconseguía dejar de llorar del todo: aúnse sorbía las lágrimas. Pero eran yalágrimas de felicidad que prontoterminarían. Los brazos de Pippirodeaban su estómago con firmeza. ¡Quésegura se sentía! ¡Oh, qué maravillosoera todo!

—¿Qué haremos hoy, Pippi? —preguntó Annika cuando ya habíaterminado de sorber lágrimas.

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—Pues… quizá jugar al croquet —contestó Pippi.

—¡Estupendo! —exclamó Annika,segura de que el croquet sería otra cosasi jugaba Pippi.

—O quizás a otro juego —dijoPippi, pensativa.

Todos los niños de la ciudad seapiñaron alrededor del caballo para oírlo que Pippi decía.

—Sí, a otro juego… Por ejemplo,podríamos bajar al río y pasear porencima del agua.

—No se puede pasear por encimadel agua, tú ya lo sabes —dijo Tommy.

—¿Que no se puede? —dijo Pippi

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—. Una vez, en Cuba, vi a un ebanistaque…

El caballo se lanzó al galope, y losniños que se habían apiñado alrededorno pudieron oír el resto de la historia.Pero estuvieron allí un buen rato,contemplando a Pippi y a su caballo,que galopaba hacia VillaMangaporhombro. Poco después, Pippiy el caballo parecían una manchitalejana, y al fin desaparecieron.

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PIPPI EN LOSMARES DEL SUR

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PIPPI RECIBE UNAVISITA

Con sus calles de guijarros y susmenudas casas rodeadas de jardín, lapequeña ciudad sueca resultaba muypintoresca. Quienes la visitabanpensaban que era un bello lugar paravivir. Pero, en realidad, los turistas notenían mucho que ver. Un museo y unagruta natural. Esto era todo. Pero…esperen. Había «algo» más.

Dos letreros con una flecha debajo,

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que colocaron los habitantes de lapequeña ciudad para indicar a losvisitantes el camino para ir al museo y ala gruta.

Pero… había un tercer letrero,escrito con unas letras que más bienpodríamos decir torcidas, en el que seleía:

HACIA VILLAMANGAPORHOMBRO

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A decir verdad, a la gente leinteresaba más saber el camino de VillaMangaporhombro que el del museo o el

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de la gruta.Un espléndido día de verano, un

hombre se dirigía hacia aquella pequeñaciudad. El hombre vivía en una ciudadmucho mayor, y por esta razón seconsideraba mucho más fino ydistinguido. Tenía un coche muy bonito yllevaba unos zapatos tan limpios queresplandecían y un grueso anillo de oroen el dedo. Así, no es de extrañar quetuviera una inmejorable impresión de símismo.

Cuando conducía su coche hacíasonar la bocina, para que todo el mundose diera cuenta de que él estaba pasandopor allí.

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Cuando vio los letreros se rio debuena gana.

—¡Bah! «Al museo»… Puedo pasarsin verlo. «A la gruta». Esto está mejor.Pero… ¿qué disparate es este? —dijo elhombre cuando vio el tercer letrero—.¡Qué nombre tan raro!

Pensó que la casa estaría en venta yque habían puesto aquel letrero paraindicar el camino a la gente queestuviese interesada en comprarla.Reflexionó sobre si le gustaríacomprarla. Aquel lugar parecía muytranquilo. Claro que no iría a vivir allípara siempre, pero, de todos modos, enun pueblo pequeño la gente se daría más

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cuenta de que él era un hombreextraordinario, un distinguido caballero.Decidió ir a echar una ojeada a VillaMangaporhombro.

Todo lo que tenía que hacer eraseguir la dirección de la flecha. Tuvoque dar la vuelta al pueblo, y entoncesvio escrito con lápiz rojo sobre unaverja rota:

VILLA MANGAPORHOMBRO

Al otro lado de la verja había unjardín exuberante, con viejos árbolescubiertos de musgo, césped y muchasflores que crecían con entera libertad.

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Al final del jardín se veía la casa. ¡Yqué casa! Parecía que iba a derrumbarsede un momento a otro. El distinguidocaballero se quedó pasmado. De prontosoltó un gemido. ¡Había un caballo en elporche!

En los escalones del porche vio atres niños sentados tomando el sol. Laniña que estaba sentada en el centrotenía la cara llena de pecas y dos coletasrojas y tiesas como palos. A su lado sesentaban una linda chiquilla de pelorubio y rizado, con un vestido a cuadrosazules, y un muchachito muy bienpeinado. Sobre el hombro de la niñapelirroja se sentaba un mono.

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El visitante se quedó asombrado.Debía de haberse equivocado de casa.Nadie podía pensar en vender aquelladestartalada choza.

—Oíd, niños —preguntó—. ¿EsVilla Mangaporhombro esa miserablecovacha?

La niña pelirroja se levantó y fuehasta la verja. Los otros dos pequeños lasiguieron caminando lentamente.

—¿Has perdido la lengua? —lepreguntó aquel señor a la niña de lascoletas—. ¿Es esta choza VillaMangaporhombro?

—Déjeme pensar —contestó la niñafrunciendo el entrecejo—. No es el

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museo, ni tampoco la gruta. ¡Ya lotengo! —exclamó—. ¡Es VillaMangaporhombro!

—No seas impertinente —dijo elcaballero.

Y luego murmuró, como para sí:—Podría derribar esta casa y

construir otra.—Eso es. Vamos a empezar ahora

mismo —dijo la niña pelirroja, y,corriendo hacia la casa, empezó aarrancar las tablas de la fachadadelantera.

El visitante no le prestó atención,porque a él no le interesaban los niños.Además, ahora estaba meditando. El

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jardín resultaba, a pesar de su estadosalvaje, agradable y atractivo a la luzdel sol. Pensó que, cuando hubieraconstruido la nueva casa, estuviera elcésped cortado, el sendero rastrillado yhubiera arreglado las flores, entoncesincluso un caballero tan refinado comoél podría vivir allí. Así que decidiócomprar Villa Mangaporhombro.

Miró alrededor pensando qué máspodría cambiar. Desde luego, quitaría elmusgo de los árboles. Observó condisgusto un nudoso y viejo roble deenorme tronco y grandes ramasinclinadas sobre el tejado de VillaMangaporhombro.

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—También cortaré esto —dijo condeterminación.

La niña que llevaba el vestido azul acuadros dijo con voz asustada:

—¡Oh, Pippi! ¿Has oído?La niña pelirroja continuó impasible

saltando por el jardín.—Sí, cortaré este viejo y podrido

roble —repitió el hombre.La niña vestida de azul tendió sus

manitas hacia él y le dijo:—¡Oh, no! ¡No haga eso! Es un árbol

estupendo para trepar y, además, estáhueco y podemos jugar dentro.

—¡Qué tontería! Yo no me subo alos árboles.

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El muchacho tan bien peinado sedirigió hacia el caballero y le miró conansiedad.

—Este árbol da refrescos de soda—dijo—. Y también chocolate; aunqueeso solo pasa los jueves por la tarde.

—Me parece, niños, que habéiscogido una insolación. Pero esto a mí nome importa. Voy a comprar esta casa.¿Podéis decirme dónde está el dueño?

La pequeña del vestido azul se echóa llorar, y el muchachito corrió hacia laniña pelirroja, que todavía estabasaltando y brincando.

—Pippi —dijo—. ¿No has oído loque ha dicho? ¿Por qué no haces algo?

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—¿No ves que estoy saltando? —contestó la niña de las trenzas—. ¡Y medices que no estoy haciendo nada! Saltatú también y verás qué divertido es.

La niña de las coletas tiesas comopalos se fue hacia donde estaba elvisitante y le dijo:

—Me llamo Pippi Calzaslargas, yestos son Tommy y Annika —dijoseñalando a sus amigos—. ¿Podemoshacer algo por usted? ¿Derribamos lacasa? ¿Cortamos un árbol? ¿Cambiamosalgo de sitio? ¡Usted tiene la palabra!

—No me interesan vuestrosnombres. Lo único que quiero saber esdónde puedo encontrar al propietario de

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esta casa. Voy a comprarla.—La propietaria está muy ocupada

ahora —dijo Pippi—. Siéntese yespérela. A lo mejor vendrá.

—¿Propietaria? —dijo el hombre,con resplandeciente mirada—. ¿Es unamujer la dueña de esta casa ruinosa?Tanto mejor. Las mujeres no entiendende negocios. Así podré obtenerla amejor precio.

Como parecía no haber otro sitiodonde sentarse, lo hizo en los escalonesdel porche.

El mono daba saltos sobre labarandilla, y Tommy y Annika sehallaban de pie, a cierta distancia,

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mirándole un poco asustados.—¿Vivís aquí?—No —dijo Tommy—; vivimos en

la casa de al lado.—Pero venimos todos los días a

jugar —añadió Annika con timidez.—Pues eso se ha terminado. No

quiero chicos corriendo por mi jardín.Los niños son la peor cosa que conozco.

—Yo también opino así —dijoPippi parando de saltar durante unsegundo—. ¡Abajo los niños!

—¿Cómo puedes decir esto? —lepreguntó Tommy, algo dolido.

—Lo repito: ¡abajo los niños!En esto, el caballero se fijó en el

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rojo pelo de Pippi y quiso gastarle unabroma.

—¿Sabes en qué te pareces a unfósforo encendido? —le preguntó.

—No. Pero siempre he deseadosaberlo.

—En que los dos tenéis la llama enla cabeza… ¡Ja! Ja! exclamó tirándolefuertemente de las trenzas.

—Cada día aprendo cosas nuevas —dijo Pippi, pensativa.

—Creo que eres la niña más fea quehe visto en mi vida.

—Bueno, pues usted tampoco esninguna belleza —replicó Pippi.

El hombre la miró muy enfadado,

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pero no se dignó contestarle.—¿Sabe en qué nos parecemos usted

y yo? —le preguntó Pippi.—Espero que no nos parezcamos en

nada.—¡Vaya que sí! —aseguró Pippi—.

Nos parecemos en que los dos tenemosla boca grande… excepto yo.

Se oyó una tímida risita procedentede Tommy y Annika.

—¡Eres una insolente! —dijo elhombre, realmente enojado—. Temereces unos azotes.

Al decir esto tendió el brazo paraagarrar a Pippi, pero esta saltóágilmente a un lado, y un segundo más

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tarde estaba sobre una de las ramas delviejo roble. El hombre se quedó con laboca abierta.

—¿Cuándo va a empezar azurrarme? —preguntó Pippi,cómodamente sentada en la rama.

—No tengo prisa. Esperaré.—Mejor —dijo Pippi—. Porque

pienso estar aquí hasta finales denoviembre.

Tommy y Annika aplaudieronalborozados. Pero ojalá no lo hubieranhecho, porque ahora sí que el caballerose enfadó terriblemente. Al no poderalcanzar a Pippi, agarró a Annika por elcuello y le dijo:

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—¡Te voy a dar una soberana paliza!¡Tú también la necesitas!

Annika, a quien en su vida le habíandado una azotaina, empezó a gritar.Pero, de golpe y porrazo, Pippi bajó delárbol y de un salto se colocó junto alhombre, lo agarró por la cintura, lolanzó al aire varias veces, lo llevó enbrazos hasta su coche y lo arrojó sobreel asiento trasero.

—Me parece que vamos a derribarla casa otro día —dijo—. Un día a lasemana, me dedico a derribar casas,pero no lo hago nunca en viernes, y hoyes viernes. Cada cosa a su tiempo.

Con gran dificultad, el caballero se

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pasó al asiento delantero del coche,agarró el volante y salió de allí a todaprisa.

Estaba asustado y le fastidiaba nohaber podido hablar con la propietariade Villa Mangaporhombro. Queríacomprar la casa enseguida y arrojar deallí aquellos repelentes chiquillos.

En el pueblo encontró a un guardia yparó su coche para preguntarle:

—¿Podría usted decirme dóndeencontraré a la propietaria de VillaMangaporhombro?

—Con mucho gusto —respondió elguardia subiendo al coche—. Vaya aVilla Mangaporhombro.

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—No está allí —dijo el caballero.—Estoy seguro de que sí está —

contestó el guardia amablemente.El caballero pensó que estaba a

salvo en compañía del guardia y sedirigió hacia Villa Mangaporhombroporque ansiaba hablar con la dueña.

—Ahí está la propietaria de la casa—dijo el guardia señalando hacia eljardín de Villa Mangaporhombro.

El caballero miró en aquelladirección y soltó un gemido. En losescalones del pórtico estaba la niñapelirroja, la terrible Pippi Calzaslargas,que llevaba en brazos al caballo y almono sobre su hombro.

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—¡Eh! ¡Tommy! ¡Annika! —gritóPippi— Vamos a montar antes de quellegue el negocianto.

—Se dice «negociante» —rectificóAnnika.

—¿Aquella es la propietaria de lacasa? —preguntó el caballero con vozdesmayada—. ¡Pero si solo es una niña!

—Sí —contestó el guardia—. Laniña más fuerte del mundo. Vive sola enesta casa.

El caballo, con los tres niños sobresu lomo, galopaba hacia la verja.

Pippi saludó con una inclinación decabeza al caballero y le dijo:

—Era muy divertido jugar a resolver

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acertijos. He estado pensando en ello, yahora se me ha ocurrido otro. ¿Puedeusted decirme qué diferencia hay entremi caballo y mi mono?

El caballero no estaba de humorpara resolver adivinanzas, pero le teníamucho respeto a Pippi; así que no seatrevió a dejarla sin respuesta.

—No sé qué diferencia existe entretu caballo y tu mono.

—Es bastante complicado —dijoPippi—. Pero si usted ve a los dosdebajo de un árbol y uno de ellosempieza a trepar, aquel… no es elcaballo.

El caballero apretó hasta el fondo el

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acelerador y nunca jamás volvió porallí.

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PIPPI CONOCE ATÍA LAURA

Pippi estaba jugando en su jardínesperando a Tommy y a Annika, pero, envista de que no llegaban, decidió ir abuscarlos. Los encontró en su casa, consu madre, la señora Settergreen, y unaseñora anciana que estaba de visita. Sehallaban sentadas bajo un árbol deljardín tomando una taza de café. Annikay Tommy bebían refrescos de fruta.Cuando vieron a Pippi se levantaron y

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corrieron a su encuentro.—Ha venido tía Laura. Por eso no

hemos podido ir a tu casa —explicóTommy.

—Parece simpática —dijo Pippiatisbando a través del seto—. Megustaría hablar con ella.

Annika la miró un poco preocupada.—Es… es… es mejor que no hables

mucho —dijo, recordando una vez quePippi había ido de visita y habíahablado tanto que la madre de Annika seenfadó con ella. Annika queríademasiado a Pippi y no podía soportarque alguien se enfadara con ella.

Pippi se ofendió.

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—¿Por qué no puedo hablar conella? —preguntó—. Cuando alguien mevisita, soy amable y educada. Si no digoni una palabra, puede pensar que tengoalgo contra ella.

—Pero ¿estás segura de que sabeshablar a las señoras ancianas? —objetóAnnika.

—Claro que sí. Necesitan que lasanimen —dijo Pippi con énfasis—. Yeso es lo que voy a hacer ahora mismo.

Anduvo a través del césped hastadonde estaban las dos señoras. Primerosaludó a la señora Settergreen y despuésmiró a la anciana y empezó a aplaudir.

—¡Miren a tía Laura! ¡Más guapa

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que nunca! —Se volvió hacia la madrede Tommy y Annika y pidió—: Porfavor, ¿tiene un poco de jugo de frutas?Lo necesito para que no se me seque lagarganta cuando empiece a hablar.

La señora Settergreen llenó un vaso,se lo entregó a Pippi y le dijo:

—Los niños deben verse, pero nooírse.

—¡Qué bien! —exclamó Pippi, muycontenta—. Es estupendo que la gente sesienta feliz solo mirándome. Deberíanusarme como elemento decorativo.

Se sentó en la hierba y mirófijamente hacia el frente como si fuerana hacerle una fotografía.

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La señora Settergreen no le prestóatención y empezó a hablar con tíaLaura.

—¿Cómo se encuentra usted?—¡Malísima! —exclamó la anciana

señora—. Todo me pone nerviosa.Pippi dio un brinco.—Igual que mi abuela —dijo—. Se

ponía nerviosa por la cosa másinsignificante. Si andando por la calle lecaía un ladrillo en la cabeza, armaba talescándalo que todo el mundo pensabaque le había ocurrido algo malo.

»Una vez fue al baile con mi padre ybailaron juntos una habanera. Mi padrees muy fuerte y hacía girar a mi abuela

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tan rápido que, de pronto, mi abuelacruzó la sala por el aire y fue a aterrizarcon estrépito en medio de los músicos.Mi abuela armó tal alboroto que mipadre perdió la paciencia, la levantó delsuelo y la sostuvo colgando fuera de laventana (había una altura de cuatropisos), y como a ella esto no le gustó nipizca, empezó a gritar: «¡Suéltameenseguida!». Mi padre la soltó y dijoque nunca había visto a nadie tanenfadado como lo estaba mi abuela, ytotal por nada. Ciertamente es mala cosacuando la gente tiene problemas con susnervios —acabó Pippi alegremente, yvolvió a su jugo de frutas.

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Tommy y Annika se sentían bastanteincómodos. Tía Laura estabacompletamente aturdida. La señoraSettergreen dijo precipitadamente:

—Esperamos que pronto se sientamejor, tía Laura.

—¡Oh, sí! Estoy segura de que sesentirá mejor —la tranquilizó Pippi—.A mi abuela le ocurrió así. Mejoróenseguida. Se volvió más fresca que unalechuga. Si le caían ladrillos en lacabeza, se sentaba en el suelo y se reía.Estoy convencida de que tía Laurapronto se sentirá mejor.

Tommy se acercó a tía Laura y ledijo al oído:

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—No hagas caso de lo que Pippidice. Todo se lo inventa. Ella nunca hatenido abuela.

Pippi lo oyó y dijo tristemente:—Tommy tiene razón. Nunca he

tenido abuela.Tía Laura hablaba con la señora

Settergreen, y Pippi escuchaba con lamirada fija como antes.

—Ayer me ocurrió una cosa muyextraña —dijo tía Laura.

—No sería tan extraña como la queyo vi anteayer —intervino Pippitranquilamente—. Figúrese que iba enun tren a toda velocidad, cuando, derepente, una vaca entró volando por la

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ventana llevando una gran maletacolgada de la cola. Se sentó frente a míy empezó a mirar la guía de ferrocarrilespara ver a qué hora llegaríamos aFalkoping. Yo me estaba comiendo unbocadillo (tenía muchos: unos desalchichón y otros de arenque ahumado),y pensé que tendría hambre; así que leofrecí uno. Tomó uno de arenqueahumado y se lo tragó entero.

Pippi calló y miró alrededor.—Verdaderamente es muy extraño

—dijo tía Laura.—Desde luego. Tendrá que pasar

mucho tiempo antes de que vuelva aencontrar una vaca tan rara como

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aquella. Imagínese —agregó—: ¡secomió un bocadillo de arenque ahumadoy dejó los de salchichón!

La señora Settergreen llenó de nuevolas tazas de café y sirvió más jugo defrutas a los niños.

—Cuéntenos lo que le ocurrió ayer—le recordó a la anciana.

—¡Oh, sí! —dijo tía Laura—. ¡Fueuna cosa muy extraña!

—¡Hablando de cosas extrañas! —lainterrumpió Pippi—. ¿Les gustaría oír lahistoria de Agatón y Teodoro? Una vez,cuando el barco de mi padre ancló enSingapur, necesitamos un marinero, ycontratamos a Agatón. Agatón medía dos

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metros y medio y era tan delgado que loshuesos le sonaban como la cola de unaserpiente de cascabel. Su cabello eranegro como el ala de un cuervo y lellegaba hasta la cintura. Tenía un solodiente, y este era tan largo que le tocabala barbilla. Mi padre decía que Agatónera el hombre más feo del mundo y quepodía empleársele para ahuyentar a unlobo hambriento. Bueno. Nos fuimos aHong-Kong y otra vez necesitamos a unmarinero, y allí encontramos a Teodoro.Agatón y Teodoro eran tan iguales comodos gotas de agua.

—Es una extraña coincidencia —exclamó tía Laura.

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—¿Extraña? —dijo Pippi—. ¿Quées lo que encuentra extraño?

—Que se parecieran tanto.—Pues no es extraño, porque eran

gemelos desde que nacieron. ¿Esextraño que dos gemelos se parezcan?No lo podían remediar.

—Entonces, ¿por qué hablas deraras coincidencias? —preguntó tíaLaura.

La señora Settergreen intentódistraer la atención de la anciana señoray dijo:

—Nos iba a explicar lo que lesucedió ayer, tía Laura.

Pero la anciana se levantó para

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marcharse y dijo:—Tendrá que ser otro día. Al fin y

al cabo, quizá no fuera tan extraño…Se despidió de Tommy y de Annika,

pasó la mano por la roja cabellera dePippi y le dijo:

—Adiós, amiguita. Tenías razón. Yano estoy nerviosa. Empiezo a sentirmemucho mejor.

—Me alegro mucho —dijo Pippidándole un gran abrazo—. ¿Sabe unacosa, tía Laura? Mi padre estuvo muycontento de encontrar a Teodoro enHong-Kong. Así tuvo a dos hombrespara poder ahuyentar a los loboshambrientos.

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PIPPI DESCUBREUNA PALABRA

NUEVA

Una mañana, Tommy y Annika entraronen la cocina de Pippi y le dieron losbuenos días, pero ella no les contestó.Estaba sentada sobre la mesa con elSeñor Nelson en el hombro. Sonreía conuna expresión feliz en la cara pecosa.

—Buenos días —dijeron de nuevoTommy y Annika.

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—Estoy pensando en lo que acabode descubrir —murmuró Pippi con vozsoñadora.

—¿Qué has descubierto? —preguntaron sus amiguitos.

A ellos no les sorprendía que Pippihubiera descubierto algo; lo único quequerían saber era de qué se trataba.

—¿Qué es lo que has descubierto,Pippi? —preguntaron con ansiedad.

—Una palabra nueva —contestóPippi, y se los quedó mirando como siacabara de verlos en aquel mismomomento—. ¡Una palabra estupenda!

—¿Qué clase de palabra? —preguntó Tommy.

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—Una palabra maravillosa. Una delas mejores que he oído en mi vida.

—¡Dínosla!—«Palitroche» —dijo Pippi.—¡«Palitroche»! —repitió Tommy

—. ¿Qué quiere decir?—¡Ojalá lo supiera! Lo único que sé

es que no quiere decir aspiradora.Tommy y Annika se quedaron

pensativos. Finalmente, Annika dijo:—Pero si no sabes lo que quiere

decir, no te sirve de nada.—Eso es lo que me preocupa —dijo

Pippi.—¿Quién decidió el significado de

las palabras?

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—Probablemente se reunieron unoscuantos viejos profesores —explicóPippi— e inventaron palabras talescomo: «tina», «mordaza», «ristra», ycosas así. Sin embargo, nadie sepreocupó de descubrir una palabra tanbonita como «palitroche». ¡Qué suerteque yo haya dado con ella! ¡Apuesto aque descubriré lo que significa!

Pippi se puso a meditar con la manodebajo de la barbilla y los ojoscerrados.

—¡«Palitroche»! Me gustaría sabersi se podría llamar así a la punta delpalo azul de una bandera.

—Los palos de las banderas no son

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azules —corrigió Annika.—Tienes razón. Entonces no sé lo

que quiere decir. Quizá se le puedallamar así al ruido que haces con loszapatos cuando andas por el barro. Aver cómo suena: «Cuando Annika andapor el barro puede oírse un maravilloso«palitroche»». No. No suena bien.«Puede oírse un maravilloso«chipichap».» ¡Eso sí que suena bien!

Y rascándose la cabeza, Pippiañadió:

—Esto se está poniendo difícil.¡Pero lo he de averiguar! Quizá sea algoque pueda comprarse en las tiendas.¡Vamos a preguntarlo!

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A Tommy y a Annika les pareciómuy bien, y Pippi fue a buscar sumonedero, lleno de monedas de oro.

—«Palitroche» suena como si fuerauna cosa bastante cara. Será mejor quevaya a buscar más dinero.

Cuando tuvo el bolso bien repleto demonedas, Pippi levantó el caballo y losacó del porche. El Señor Nelson saltósobre su hombro.

—¡Aprisa! Si no nos apresuramos,puede ser que se hayan terminado todoslos «palitroches» cuando lleguemos. Nome sorprendería que el alcalde hubiesecomprado el último que quedaba.

Cuando los chiquillos de la pequeña

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ciudad oyeron galopar al caballo dePippi, corrieron felices a su encuentro,porque todos la querían mucho.

—¿Adonde vas, Pippi? —lepreguntaban a gritos.

—Voy a comprar «palitroches».Los niños la miraban sorprendidos.—¿Es algo bueno? —preguntó el

pequeño del grupo.—Apuesto a que sí —dijo Pippi

mirándose la nariz—. Por lo menossuena como si lo fuera.

Siguieron adelante hasta quellegaron frente a una pastelería, yentonces bajaron del caballo y entraronen la tienda.

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—Quisiera comprar un «palitroche»—dijo Pippi—. Pero que sea bueno ycrujiente.

—¿«Palitroche»? —repitió una lindaseñorita que estaba detrás del mostrador—. Creo que no tenemos.

—Pues deberían tenerlos. En todaslas tiendas bien surtidas los despachan.

—Sí, pero los hemos agotado —dijola señorita, que nunca había oído hablarde «palitroches», pero que no queríaadmitir que su tienda no estuviera tanbien surtida como las otras.

—¡Ah! Pero ¿han tenido«palitroches»? —exclamó Pippiansiosamente—. Dígame cómo son.

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¿Tienen rayas rojas?La señorita se ruborizó y dijo:—No. De todos modos, ahora no

tenemos ninguno…—Entonces tengo que seguir

buscando. No puedo volver a casa sin un«palitroche».

La próxima tienda era una ferretería.El vendedor los saludó cortésmente.

—Quisiera comprar un «palitroche»—le dijo Pippi—. Pero que sea de lamejor clase. De los que se usan paramatar leones.

El vendedor los miró condesconfianza.

—Vamos a ver —dijo rascándose

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detrás de la oreja—.Vamos a ver. —Ysacó del cajón un pequeño rastrillo queentregó a Pippi.

—Esto es un rastrillo —exclamó, enel colmo de la indignación—. Yo quieroun «palitroche». ¡No intente engañar auna inocente niña!

—Desgraciadamente, no tenemos loque necesitas —dijo el vendedorriéndose—. Pregunta en la tienda de laesquina, que venden baratijas.

—¡Baratijas! —murmuró Pippi condesdén cuando salieron a la calle—.Supongo que tampoco tendrán. Quizás,al fin y al cabo, sea una enfermedad.Vamos a preguntar al médico.

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Annika sabía dónde vivía, porquehacía unos días había ido a vacunarse.

Pippi llamó al timbre, y unaenfermera abrió la puerta.

—Quiero ver al doctor —dijo Pippi—. Es un caso muy grave. Se trata deuna terrible y peligrosa enfermedad.

—Por aquí, por favor.Cuando entraron los niños, hallaron

al doctor sentado en su despacho. Pippifue directamente hacia él, cerró los ojosy sacó la lengua.

—¿Qué te pasa? —le preguntó elmédico.

—Me temo que he pillado un«palitroche». Me pica todo el cuerpo,

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duermo con los ojos cerrados, algunasveces tengo hipo y el domingo me pusemala después de haber comido un platode betún con leche. Tengo muchoapetito, pero a veces me atraganto y nopuedo engullir la comida. Yo creo quetengo un «palitroche». ¿Es contagioso?

El doctor miró la sonrosada caritade Pippi y dijo:

—Creo que tienes más salud que lamayoría de la gente.

—Pero existe una enfermedad coneste nombre, ¿verdad?

—No. Pero aunque existiera, dudoque tú la cogieras.

Pippi suspiró tristemente, se

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despidió del doctor y salió, seguida deTommy y Annika.

No lejos de Villa Mangaporhombrohabía una casa de más de trescientosaños. En aquel momento tenía una de lasventanas del piso superior abierta, yPippi señaló hacia allí diciendo:

—No me sorprendería que ahíhubiera uno. Voy a subir a ver.

Saltó a la cañería y trepó velozmentehasta la ventana e introdujo la cabezadentro.

Vio una gran sala y en ella dosseñoras sentadas en unos sillonescharlando tranquilamente. Imaginaos susorpresa cuando, de repente, apareció en

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la ventana una cabeza de color rojo yuna voz dijo:

—¿Por casualidad hay por ahí algún«palitroche»?

Las dos señoras chillaronaterrorizadas.

—¡Cielo santo! ¿Qué estás diciendo,niña? ¿De dónde sales?

—Quisiera saber si tienen algún«palitroche» por ahí.

—¿Y qué es un… eso que hasdicho? ¿Muerde?

—Me parece que sí —dijo Pippi,convencida—. Tiene unos colmillos asíde grandes.

Las dos señoras se abrazaron y

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empezaron a gritar. Pippi miróalrededor y dijo, desilusionada:

—No veo que le asomen los bigotesal «palitroche». Perdonen que las hayamolestado. —Y se deslizó por lacañería hasta el suelo.

—No existe ningún «palitroche» enesta ciudad —dijo a Tommy y Annika—. Volvamos a casa.

Cuando iban a montar en el caballo,que los esperaba en el soportal, Tommypuso el pie sobre un pequeño escarabajoque se arrastraba por la arena delsendero.

—Ten cuidado. No pises a eseanimalito —dijo Pippi.

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Los tres miraron hacia el suelo. Elbicho era menudo y tenía unas alasverdes que brillaban como si fueran demetal.

—No es un escarabajo, ni unamariquita —dijo Tommy.

—Ni tampoco una libélula —dijoAnnika—. Me gustaría saber qué es.

En el rostro de Pippi se dibujó unaradiante sonrisa.

—¡Ya lo tengo! ¡¡Es un«palitroche»!!

—¿Estás segura? —preguntó Tommydudando.

—¿Crees que no voy a conocer un«palitroche» cuando veo a uno? ¿Has

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visto tú ninguno en tu vida?Pippi puso el escarabajo en un sitio

donde no pudieran pisarlo y le dijotiernamente:

—¡Mi querido «palitroche»! Yasabía yo que al fin iba a encontrarte.Hemos recorrido toda la ciudadbuscándote, y estabas cerca de VillaMangaporhombro.

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PIPPI Y LASEÑORITA

ROSENBLOM

Las vacaciones se acaban cuando unomenos lo espera, y Tommy y Annikatuvieron que volver a la escuela. Pippiconsideraba que sabía ya lo suficientesin necesidad de ir al colegio, y anunció,muy resuelta, que no tenía intención deponer los pies allí hasta que llegara eldía en que no pudiese soportar no saber

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cómo se escribe la palabra «vértigo».—Yo nunca me mareo —dijo—. Así

que no me preocupa no saber escribiresta palabra. Si algún día llego amarearme, supongo que tendré otrascosas en que pensar.

—No creo que vayas a mareartenunca —dijo Tommy, muy convencido.

Y tenía razón. Pippi había navegadocon su padre por todos los mares, antesde que aquel llegase a ser rey de loscaníbales y antes de que Pippi seinstalara en Villa Mangaporhombro, ynunca, nunca se había mareado.

A menudo, Pippi iba a buscar a susamigos montada a caballo para llevarlos

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a la escuela. A ellos les encantabacabalgar, y ciertamente no había muchosniños que fueran al colegio montados enun caballo.

—Esta tarde ven a buscarnos, Pippi—le dijo un día Tommy.

—Sí, sí, por favor —pidió Annika—. Hoy es el día en el que la señoritaRosenblom viene a la escuela pararepartir regalos a los niños que han sidobuenos y estudiosos.

La señorita Rosenblom era un damamuy rica que vivía en la pequeñaciudad. Tenía fama de ser muy tacaña,pero, de vez en cuando, tenía lacostumbre de ir a la escuela para

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distribuir obsequios a los niños. Pero noa todos. ¡Ah, no! Concedía regalossolamente a los niños que habían sidomuy buenos y estudiosos. Para estarsegura de cuáles eran los más aplicados,la señorita Rosenblom los examinabaantes de repartir los obsequios. Por estarazón, todos los niños de la pequeñaciudad vivían en constante temor. Sicuando iban a sus casas empezaban ajugar antes de hacer los deberes, suspadres enseguida les recordaban a laseñorita Rosenblom y sus exámenes.

Era una terrible desgracia volver acasa sin ningún regalo el día que laseñorita Rosenblom visitaba la escuela.

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Esta dama les regalaba calderilla, o unabolsita de caramelos, o también ropainterior de lana, especialmente a losniños más pobres. Pero no importabaque fuesen muy pobres si no sabíancontestar cuando la señorita Rosenblomles preguntaba cuántos centímetros teníaun metro. Si no lo sabía, se quedaba sinregalo. Así no es de extrañar que todoslos niños temiesen a la señoritaRosenblom.

El regalo que menos les gustaba erael plato de sopa con que la señoritapremiaba a los niños que estabandelgados. Lo creáis o no, los pesaba ylos medía a todos, y si había alguno falto

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de grasas, lo miraba como si pensaseque en su casa no comía lo suficiente, yentonces lo invitaba a que fuera a lasuya a la hora de comer para engullir unrepugnante plato de sopa de cebada. Lopeor de todo era que la sopa estaba muyespesa y llena de grumos que se lesenredaban por la boca y no podíantragar.

Había llegado el gran día en que laseñorita Rosenblom debía visitar laescuela. Las clases se interrumpieronantes que de costumbre y todos los niñosse reunieron en el patio del colegio. Laseñorita Rosenblom se sentó tras unagran mesa que colocaron en medio del

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patio, y a su lado se acomodaron dosasistentes que ayudaban a anotar todo loreferente a los niños: cuánto pesaban, sihabían contestado a las preguntas, sinecesitaban ropa, si tenían buenas notasy si tenían hermanos pequeños. Laseñorita Rosenblom necesitaba saberuna gran cantidad de cosas. Delante deella, sobre la mesa, había una caja concalderilla, bolsas de caramelos ygrandes montones de calcetines ypantalones de lana.

—Que todos los niños se pongan enfila —dijo la señorita Rosenblom—. Enprimer término, que se coloquen losniños que no tienen hermanos; en

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segundo término, los que tengan uno odos, y en la última fila que se pongan losniños que tengan más de dos hermanos.

Todo lo quería en un perfecto orden.A los niños que tenían muchos hermanosles daba las bolsas más grandes decaramelos.

Una vez todo dispuesto y en orden,empezaba el examen. ¡Cómo temblabanlos niños! Los que no sabían contestarbien a las preguntas tenían quepermanecer de pie en un rincón ydespués marcharse a sus casas sinningún regalo.

Tommy y Annika tenían muy buenasnotas, pero aun así, el lazo que Annika

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llevaba en el pelo temblaba y la caritade Tommy se ponía cada vez másblanca. Cuando ya iba a comenzar elexamen, en las filas de los niños hubouna conmoción. Alguien estabaabriéndose paso atropelladamente. ¿Yquién podía ser sino Pippi? Apartó a losniños y se fue directamente hacia laseñorita Rosenblom.

—Perdone —dijo—. Yo no estabacuando empezó, así que no sé en qué filadebo colocarme.

La señorita Rosenblom la miró condesaprobación.

—De momento quédate donde estás.Pero me parece que muy pronto te irás al

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rincón.Los asistentes escribieron el nombre

de Pippi y la pesaron para ver sinecesitaba tomarse la sopa. Pero resultóque pesaba cinco kilos más de lonormal.

—Creo que no necesitas tomar sopa—dijo la señorita, con ironía.

—Menos mal —exclamó Pippi—.Me consideraré afortunada si tampoconecesito ropa interior de lana.

La señorita Rosenblom no le prestómucha atención, porque estaba buscandoen el diccionario una palabra difícilpara Pippi.

—Vamos a ver —dijo al fin—.

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¿Puedes decirme cómo se escribe lapalabra «vértigo»?

—Con mucho gusto —repuso Pippi—. «B-e-r-t-i-g-o».

A la señorita se le puso cara devinagre.

—¿Estás segura? Según eldiccionario, no se escribe así.

—Pues así es como la he escrito yosiempre, y a mí me parece que está bien.

—Anoten esto —dijo la señorita asus ayudantes apretando los labios conrabia.

—Eso es —exclamó Pippi—.Tomen nota de cómo se escribe y mirende cambiarlo en el diccionario tan

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pronto como sea posible.—Vamos a ver —prosiguió la

señorita— si sabes contestar a estapregunta: ¿cuándo murió el rey CarlosXII?

—¡Oh!, pero ¿es que ha muerto?¡Hay que ver cuánta gente se muere estosdías! Si hubiese conservado los piessecos, apuesto a que no le hubieraocurrido eso.

—Tomen nota —repitió la dama asus ayudantes con voz glacial.

—¡No faltaba más! —dijo Pippi—.Y tomen nota también de que es muybueno ponerse sanguijuelas en la piel. Yusted debería beber un poco de petróleo

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caliente todas las noches antes deacostarse. Reconforta y tonifica.

La señorita Rosenblom la mirófuriosa y le preguntó con voz estentórea:

—A ver si sabes por qué a loscaballos se les conoce la edad por ladentadura.

—Pregúnteselo usted misma —dijoPippi señalando a su caballo, que estabaatado a un árbol—. Menos mal que seme ha ocurrido traerlo conmigo. De otromodo, usted no sabría por qué a loscaballos se les nota la edad en losdientes. Yo no tengo ni idea y, lo que esmás, no me preocupa en absoluto.

La señorita tenía los labios

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apretados y murmuraba:—Es increíble…, increíble…—Yo tampoco lo creo —aseguró

Pippi—. Si continúo siendo taninteligente probablemente tendré quellevarme un par de medias de lana.

—Tomen nota —volvió a decir laseñorita Rosenblom a sus ayudantes.

—No se molesten. Pero puedentomar nota de que quiero una bolsa decaramelos.

—Voy a hacerte otra pregunta —dijola señorita, y su voz sonó como siestuvieran estrangulándola.

—Me gusta este juego de preguntas yrespuestas.

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—Entonces, a ver si sabes resolvereste problema: Pedro y Pablo dividen unpastel. Si Pedro se queda con una cuartaparte, ¿qué le quedará a Pablo?

—Dolor de estómago —repusoPippi tranquilamente. Y, volviéndose alos ayudantes, les dijo—: Anoten esto.Tomen nota de que Pablo tendrá dolorde estómago.

La señorita Rosenblom consideróque Pippi había terminado el examen.

—Eres la niña más estúpida ydesagradable que he visto en mi vida.¡Vete enseguida al rincón!

Pippi, obediente, se dirigió allímurmurando:

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—No hay derecho. He contestado atodas las preguntas.

Cuando había andado unos pasos seacordó repentinamente de algo y regresójunto a la señorita Rosenblom.

—Perdone —dijo—, pero heolvidado darle mis medidas, mi peso ymi altura sobre el nivel del mar. No esque yo quiera ganarme la sopa, pero suscuadernos de notas tienen que estar enorden.

—Si no vas inmediatamente alrincón, sé de una niña que va a recibiruna fuerte azotaina.

—¡Pobre niña! —dijo Pippi—.¿Dónde está? Dígamelo y yo la

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defenderé.Después de esto, Pippi se dirigió al

rincón donde estaban los niños que nohabían sabido responder a las preguntasque les hizo la señorita Rosenblom.Allí, los ánimos estaban muy decaídos.Muchos niños lloraban pensando en loque dirían sus padres cuando los viesenllegar a sus casas sin ningún regalo.

Pippi miró a todos aquellos niños ytragó saliva varias veces. Al final dijo:

—Tendremos nuestro propio juegode preguntas y respuestas.

Los niños la miraron un poco másanimados, pero no comprendían lo quePippi quería decir.

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—Formad dos filas —dijo—. Todoslos que sepan que el rey Carlos XII hamuerto, que se pongan en primera línea,y los que no lo sepan que se coloquendetrás.

Como todos los niños sabían queCarlos XII había muerto, solo hubo unafila.

—Esto no está bien. Tenéis queformar dos hileras. De otro modo novale. Preguntad a la señorita Rosenblomy veréis. —Se paró a pensar, y depronto dijo—: ¡Ya lo tengo! Todos losque sepan hacer gamberradas, queformen una fila.

—¿Y quiénes formarán la otra? —

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preguntó una niña pequeña que ya estabaharta de que le preguntaran cosas.

—Los que sean buenos y educados.En la mesa de la señorita Rosenblom

seguía el interrogatorio.—Y ahora viene la peor parte —

dijo Pippi con tono severo—. Vamos aver si sabéis contestar bien. —Y sevolvió hacia un niño que llevaba unacamisa azul—. Tú, dime quién hamuerto.

El niño la miró un poco sorprendidoy repuso:

—La vieja señora Pettersson, delnúmero cincuenta y siete.

—¿Y no ha muerto nadie más estos

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días?El niño no lo sabía. Entonces Pippi

puso las manos alrededor de la boca ydijo, como si le apuntara:

—El rey Carlos XII.Después siguió preguntando a todos

los niños por turno si sabían quién habíamuerto, y todos contestaron:

—La anciana señora Pettersson, enel número cincuenta y siete, y el reyCarlos XII.

—Este examen está saliendo mejorde lo que yo esperaba —exclamó Pippi—. Ahora voy a preguntaros otra cosa.Si Pedro y Pablo tienen un pastel yPedro no quiere ni un pedazo y se come

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un mendrugo de pan seco…, ¿quién tieneque sacrificarse y comerse el pastelentero?

—¡Pablo! —gritaron todos los niñosa una.

—Sois muy inteligentes. Los niñosmás listos que he visto en mi vida.Tendréis una recompensa.

De sus bolsillos sacó un puñado demonedas de oro y a cada niño le dio una,así como también una enorme bolsa decaramelos.

Hubo gran regocijo y algazara entrelos niños castigados. Cuando semarcharon a sus casas, una vezterminado el examen de la señorita

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Rosenblom, los chiquillos que habíansido enviados al nefasto rincón fueron,aquel día, los más felices de todos.

—¡Gracias, querida Pippi! —gritaban alborozados—. Gracias por eldinero y por los caramelos.

—No tiene importancia. No espreciso que me lo agradezcáis. Pero noolvidéis que os habéis librado deganaros unas estrafalarias medias delana.

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PIPPI RECIBE UNACARTA

Transcurrieron los días plácidamente.Llegó el otoño y después el invierno, uninvierno largo y frío, que parecía que noiba a tener fin. Tommy y Annika iban ala escuela y todas las mañanas selevantaban muy temprano. Su madre, laseñora Settergreen, estaba muypreocupada porque no tenían apetito ycada día estaban más delgados ypálidos. Para acabar de arreglarlo, los

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dos tuvieron a la vez el sarampión y sepasaron un par de semanas en cama.

Habrían sido quince días muy tristesa no ser por Pippi. Todos los días iba aver a sus amigos, pero como el médicole había prohibido entrar en lahabitación de los enfermos porque elsarampión es contagioso, tenía quecontentarse con hacerles toda suerte depiruetas frente a la ventana.

A Pippi no le preocupaba elsarampión, pero obedecía al médico,aunque le dijo que si se contagiaba eracapaz de aplastar entre sus uñas dos otres billones de microbios en una solatarde.

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Por suerte, no le habían prohibidoacercarse a la ventana. La habitación delos niños estaba en el segundo piso, yPippi tenía que subir por una escalera decuerda que ella misma había fabricado.Era muy emocionante para Tommy yAnnika intentar adivinar desde suscamas cuándo aparecería Pippi en laventana. Nunca iba vestida de la mismaforma dos días seguidos. Unas veces ibavestida de deshollinador; otras, defantasma, cubierta con una sábanablanca, y otras de bruja. Les divertíainterpretando pantomimas, y de vez encuando hacía acrobacias en la escalera.Parecía una equilibrista. Se ponía de pie

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en el último peldaño y hacía oscilar laescalera de un lado para otro, hasta queTommy y Annika gritaban aterrorizados,creyendo que iba a caerse en cualquiermomento. Pero no se caía, y paradivertir a sus amigos bajaba siempre laescalera cabeza abajo.

Pippi iba a la ciudad a comprarfrutas y dulces, lo ponía todo en un cestoatado a una cuerda, y el Señor Nelsonsubía por ella hasta la ventana de lahabitación de Tommy y Annika. CuandoPippi no podía ir a verlos, el SeñorNelson les traía una carta por el mismoprocedimiento. Pero esto no sucedía amenudo, porque Pippi se pasaba casi

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todo el tiempo subida a la escaleraapoyando la nariz contra los cristales dela ventana y haciéndoles muecasdivertidas. Tommy y Annika se reíantanto que hasta se caían de la cama.

Al cabo de dos semanas se pusieronbuenos y pudieron levantarse y salir dela habitación. Pero ¡qué pálidos ydelgados estaban! Pippi les hacíacompañía, sobre todo a las horas de lascomidas, para animarlos y distraerlosmientras comían su plato de papillas. Sumamá se disgustaba viéndolos comer tanpoco.

Annika removía la cuchara en elplato y no podía tragar la papilla.

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—Tenéis que coméroslo todo —dijosu madre.

—Yo no puedo comer. No tengohambre —dijo Annika, quejumbrosa.

—No digas tonterías —le riñó Pippi—. Claro que tienes que comer. Si no lohaces no crecerás ni te harás fuerte, y sino eres grande y fuerte no podrásobligar a tus hijos a comerse la papilla.

Tommy y Annika se comieron un parde cucharadas más, pero les costabatanto esfuerzo que tardaron casi una horaen acabarse el plato de papilla.

—Deberíais ir al mar —dijo Pippibalanceando la silla—. Allíaprenderíais a comer. Recuerdo una vez,

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cuando iba en el barco de mi padre, queuno de nuestros mejores marineros, quese llamaba Fridolf, perdió de repente elapetito y una mañana no pudo comer másque siete platos. Mi padre estaba muypreocupado por su inapetencia.«Muchacho», le dijo mi padre con vozahogada, «me temo que estás muyenfermo. Es mejor que permanezcas entu camarote hasta que te encuentres unpoco mejor y puedas comernormalmente. Iré a buscarte unamelecina para que puedas recuperarpronto el apetito».

—Medicina —corrigió Annika.—Fridolf se fue a la cama, y allí

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estuvo hasta que mi padre le trajo lamelecina, que era de color negro y teníaun aspecto realmente desagradable. Peroresultó ser eficaz, porque apenas Fridolfse hubo tragado la primera cucharada, lebrotó fuego de la boca y dio un salto quesacudió la Hoptoad de popa a proa.

»El cocinero aún no había acabadode servir los platos cuando llegó Fridolfechando humo por la nariz y dandoespantosos alaridos. Se sentó a la mesay empezó a comer, y tras quince platosaún seguía con apetito. Entonces elcocinero le dio un kilo de carne cruda ypatatas. Pero, desgraciadamente, solotenía ciento diecisiete patatas, y cuando

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Fridolf se las hubo comido, el cocinero,que ya no tenía nada más que darle, ytemiendo que se lo comiese a él, loencerró con llave en la cocina.

»Nosotros, desde fuera, loestábamos observando a través de laventana, y vimos como se comía, enrápida sucesión, la cesta del pan, uncántaro y diecisiete vasos. Despuésarrancó las cuatro patas a la mesa, yestuvo comiendo hasta que el serrín sele caía de la boca, pero él decía queaquellos espárragos tenían un extrañosabor a madera. Debió de creer que elresto de la mesa sabría mejor, porque selimpió los labios y se la tragó toda de un

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bocado. Mi padre pensó que Fridolf sehabía recuperado completamente de suenfermedad y fue hacia él y le dijo quese detuviera y esperase solo un par dehoras a que sirvieran la comida, y queentonces podría comer nabos y tocino.«Por favor», rogó Fridolf a mi padre,«¿no podrían servírmela enseguida?».

Pippi miró los platos de Tommy yAnnika y vio que se lo habían terminadotodo.

En aquel momento pasaba por allí elcartero, que se dirigía precisamente aVilla Mangaporhombro, pero, al ver aPippi por la ventana de la cocina, lallamó y le dijo:

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—¡Pippi Calzaslargas! Tengo unacarta para ti.

Esto le causó tanta impresión a Pippique casi se cae de la silla.

—¡Una carta! ¿Para mí? ¿Una sartadel ley? Quiero decir: ¿una carta delrey? Tengo que verlo para creerlo.

Pero era una carta. Una carta conmuchos sellos extraños.

—Léela tú —le dijo a Tommy.Y éste empezó:

—«Mi querida Pippilotta:Cuando recibas esta carta yapuedes empezar a echar a andarpara el puerto y a buscar a la

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Hoptoad, porque ahora mismovoy a buscarte para llevarteconmigo a la isla deKurrekurredutt. Debes conocerel país donde tu padre ha llegadoa ser un poderoso rey. Esmaravilloso, y creo que a ti tegustaría mucho y te sentiríascomo en casa. Mis vasallos estánimpacientes por conocer a laprincesa Pippilotta, de quientanto les he hablado. Así es queya lo sabes. Vendrás, porqueeste es mi real y paternal deseo.Un fuerte y principesco beso detu padre.

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»REY EFRAÍN ICALZASLARGAS

»Gobernador de la isla deKurrekurredutt.»

Cuando Tommy acabó de leer lacarta, en la habitación podía oírse elvuelo de una mosca.

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PIPPI EMPRENDEEL VIAJE

Una mañana espléndida, la Hoptoadentró en el puerto, que estabaengalanado de punta a punta conbanderas y gallardetes. La banda demúsica de la ciudad tocaba alegressones de bienvenida. La ciudad entera sehabía congregado allí para conocer alpadre de Pippi, el rey Efraín ICalzaslargas.

También había una fotógrafo

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dispuesto a sacar una instantánea delencuentro de padre e hija.

Pippi se paseaba arriba y abajo conimpaciencia, y apenas su padredescendió por la plancha de embarque,el capitán Calzaslargas y Pippi searrojaron uno en brazos del otro dandogritos de alegría. El capitán era tan felizde ver a su hija que la levantó en vilovarias veces, y Pippi era tan feliz de vera su padre que lo arrojó por el aire másveces aún.

Tommy y Annika también fueron arecibir al padre de Pippi. Era la primeravez que salían a la calle después de suenfermedad, y… ¡qué pálidos estaban!

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Pippi subió a bordo y fue a saludar aFridolf y a todos sus amigos losmarineros. Tommy y Annika la seguíanpor todas partes. Se sentían muyemocionados al visitar un barco quevenía de tan lejos, y tenían los ojos bienabiertos para no perderse nada. Estabanimpacientes por ver a Teodoro yAgatón, pero Pippi les dijo que losgemelos habían dejado el barco hacía yamucho tiempo.

A los marineros les dio un abrazotan fuerte que cinco minutos más tardeaún estaban dando boqueadas pararespirar. Al capitán Calzaslargas lolevantó y lo colocó sobre sus hombros, y

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así lo llevó a través de la gente hastaVilla Mangaporhombro. Tras elloscaminaban Tommy y Annika cogidos dela mano.

—¡Viva el rey Efraín! —gritabantodos.

Fue un día muy importante para lahistoria de aquella pequeña ciudad.

Unas horas después, el capitándormía en Villa Mangaporhombro, yroncaba tan fuerte que toda la casatemblaba.

Pippi, Tommy y Annika se hallabansentados a la mesa de la cocina, dondehabía aún los restos de una espléndidacomida. Tommy y Annika estaban

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quietos y pensativos. ¿Qué les pasaba?Annika estaba pensando que, tal comoestaban las cosas, se sentía muydesgraciada, y Tommy se preguntaba sihabía algo en el mundo que fuesedivertido. «La vida es muy triste», sedijo.

Sin embargo, Pippi estaba de muybuen humor. Acarició al Señor Nelson,acarició a Tommy y a Annika, silbó,cantó y trenzó unos pasos de baile.Parecía no darse cuenta de que susamigos estaban tan tristes.

—Hacer un viaje por mar esmaravilloso —dijo, soñadora—. ¡Québello es el océano!

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Tommy y Annika suspiraron.—Estoy impaciente por conocer la

isla de Kurrekurredutt. Imaginaos quédelicioso será estar tendida sobre laarena de la playa bañándome los pies enel mar, y no tener más que abrir la bocapara que una banana madura caiga enella.

Tommy y Annika suspiraron denuevo.

—Será divertido jugar con los niñosnativos —continuó Pippi.

Tommy y Annika volvieron asuspirar.

—¿Qué os pasa? ¿No os gusta quejuegue con los niños de la isla?

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—Claro que sí —dijo Tommy—.Pero estamos pensando que quizátranscurra mucho tiempo antes de quevuelvas a Villa Mangaporhombro.

—¡Seguro! —contestó Pippialegremente—. Creo que lo pasaré muybien en la isla de Kurrekurredutt.

Annika volvió su pálida carita haciaPippi.

—¡Oh, Pippi! ¿Cuánto tiempopiensas permanecer allí?

—No lo sé. Creo que hasta Navidad.Annika dejó escapar un gemido.—¡Quién sabe! —prosiguió Pippi—.

A lo mejor me gusta tanto que me quedoallí para siempre… ¡Tra-la-la-la-lá! —

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cantó, e hizo unas cuantas piruetas.Los ojos de Tommy y de Annika

estaban cada vez más brillantes. Derepente, Annika apoyó la cabeza sobrela mesa y se echó a llorar.

—No creo que vaya a estar siempreallí —la consoló Pippi abrazándola—.Algún día me cansaré y os diré:«Tommy, Annika, ¿qué os parece siregresara a Villa Mangaporhombro?».

—¡Qué maravilloso será cuando nosescribas esto! —exclamó Tommy.

—¿Escribir? Tenéis oídos, ¿no? Notengo ninguna intención de escribir. Osdiré: «Tommy, Annika, es hora de quevolvamos a Villa Mangaporhombro».

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Annika y Tommy se la quedaronmirando muy asombrados.

—¿Es que no entendéis lo que osdigo? ¿O es que he olvidado deciros quevendréis conmigo? Creí que ya os lohabía dicho.

Tommy y Annika dieron un salto dealegría, pero enseguida se desanimarony dijeron:

—Nuestros padres no nos permitiránir.

—Hablé con vuestra madre y dijoque sí os dejaba venir.

Durante cinco segundos reinó ungran silencio en la cocina de VillaMangaporhombro. De pronto se oyeron

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un par de aullidos. Eran Tommy yAnnika. El Señor Nelson, que estabasentado sobre la mesa intentandoesparcir mantequilla sobre su sombrero,se los quedó mirando sorprendido. Perose sorprendió aún más cuando vio quePippi, Tommy y Annika se cogían de lasmanos y danzaban alrededor de la mesa.Saltaron y gritaron tanto que la lámparase cayó al suelo. Entonces el SeñorNelson arrojó el cuchillo de lamantequilla por la ventana y se unió aellos.

—¿Es cierto lo que nos has dicho?—le preguntó Tommy cuando sehubieron calmado los ánimos.

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Pippi asintió con la cabeza. Eracierto. Tommy y Annika irían con ella ala isla de Kurrekurredutt.

Todas las damas de la pequeñaciudad fueron a visitar a la señoraSettergreen y le dijeron:

—No comprendemos cómo dejausted ir a sus hijos a países tan lejanoscon Pippi Calzaslargas. Es una locura.

—¿Y por qué no? Los niños hanestado enfermos y el médico les harecomendado un cambio de aires. ConPippi no les ha ocurrido nunca ningúndaño. Es una niña buena y amable.

—Sí, pero… ¡Pippi Calzaslargas!—dijeron las señoras arrugando la

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nariz.—Es cierto que los modales de

Pippi no son siempre como deberían ser,pero tiene un corazón de oro.

Una noche de primavera, Tommy yAnnika dejaron la pequeña ciudad porprimera vez en su vida para viajar por elmundo en compañía de Pippi. Los tres,mejor dicho, los cinco, porque tambiéniban con ellos el caballo y el SeñorNelson, se hallaban de pie en la cubiertade la Hoptoad.

Todos los compañeros de colegiohabían acudido al muelle a despedirlosy lloraban por su marcha, un poquito depena y otro poquito de envidia. AI día

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siguiente, todos aquellos niños deberíanvolver a la escuela, y el tema de lalección serían las lejanas islas de losmares del Sur. Tommy y Annika notendrían que volver a la escuela duranteun largo tiempo.

—Su salud es antes que la escuela—había dicho el doctor.

—Y, ante todo, deben conocer laisla de Kurrekurredutt —añadió Pippi.

Los papás de Tommy y Annikatambién fueron al puerto a despedir asus hijos, y los niños sintieron un nudoen la garganta cuando vieron a suspadres enjugándose los ojos con elpañuelo. Pero, al fin y al cabo, Tommy y

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Annika no podían dejar de sentirsefelices pensando en el maravilloso viajeque iban a emprender.

L a Hoptoad salió lentamente delpuerto.

—¡Tommy! ¡Annika! —gritó laseñora Settergreen—. Cuando lleguéisal mar del Norte, poneos dos camisetasde lana y…

Pero el resto de la recomendación seperdió entre los gritos de la gente, elrelincho del caballo y el ruido que Pippiy el capitán Calzaslargas hacían alsonarse la nariz.

Había comenzado la gran aventura.L a Hoptoad navegaba bajo las

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estrellas. Grandes bloques de hieloflotaban ante su popa y el viento cantabaen las velas.

—Me parece, Annika —dijo Pippisuspirando—, que cuando sea mayorvoy a convertirme en pirata.

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PIPPI LLEGA ALOS MARES DEL

SUR

Una mañana, Pippi gritó desde el puentede mando:

—¡Tierra a la vista!Habían estado navegando días y

días, con tormentas y con tiempoapacible, bajo el cielo oscuro yamenazante y bajo el fulgor del sol.Había transcurrido tanto tiempo que

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Tommy y Annika casi ya no seacordaban de su casa en la pequeñaciudad sueca.

Si su madre hubiese podido verlosahora, habría estado muy contenta. Yano estaban pálidos ni delgados. Ahoratenían un bonito color moreno y suscaritas resplandecían de salud. Sabíantrepar por las cuerdas, como hacíaPippi. A medida que el tiempo se volvíamás cálido iban quitándose camisetas delana y jerseys, hasta que no llevaron másque un breve bañador.

—¡Qué tiempo tan maravilloso! —decían los niños cada mañana cuando seasomaban a la puerta del camarote que

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compartían con Pippi.Generalmente, Pippi estaba ya

levantada y al timón.El capitán Calzaslargas decía:—No encontraría en los siete mares

mejor marinero que mi hija.Y tenía razón. Pippi gobernaba la

nave con mano segura a través de lasaguas más peligrosas.

El viaje tocaba a su fin.Pippi volvió a gritar:—¡Tierra!¡Y allí estaba! Cubierta de verdes

palmeras y rodeada del agua más azulque pueda uno imaginarse.

Dos horas más tarde, la Hoptoad

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entraba en una pequeña ensenada de laisla de Kurrekurredutt. Todos loshabitantes, hombres, mujeres y niños,bajaron a la playa para recibir al rey y asu hija. Cuando descendieron por lapasarela de embarque, se levantó unrugido de la multitud.

—Ussamkura! Kussomkara! —gritaban. Lo cual quiere decir‘Bienvenido, gran rey blanco’.

El rey Efraín bajó majestuosamentepor la pasarela. Iba vestido con eluniforme azul, y Fridolf tocaba en suacordeón el himno de Kurrekurredutt:

Sonad, trompetas; sonad,

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tambores,que viene un rey de los mejores…

El rey levantó la mano para saludary dijo:

—Muoni manaría —que significa‘Me alegro de volver a veros’.

Le seguía Pippi, que llevaba enbrazos al caballo.

Una exclamación de asombro surgióde entre los isleños. Todos ellos habíanoído hablar de la fuerza extraordinariade Pippi, pero era muy diferente verlocon sus propios ojos. Tommy y Annikatambién desembarcaron, pero loshabitantes de Kurrekurredutt solo

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miraban a Pippi. El capitán la levantópor encima de su cabeza para que todospudieran verla bien, pero Pippi agarró asu padre y se lo colocó en el hombroderecho, mientras en el izquierdosostenía al caballo.

La multitud rugía entusiasmada.En la isla solo había ciento

veintiséis habitantes.—Si hubiese más —dijo el rey

Efraín—, no podría ocuparme de ellos.Vivían en pequeñas y agradables

chozas rodeadas de palmeras. La másgrande y la más bonita pertenecía al reyEfraín. También había otras para latripulación de la Hoptoad. A veces se

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trasladaban todos a una isla a cincuentakilómetros al norte, en donde había ungran almacén donde el capitánCalzaslargas compraba rapé.

Para Pippi, Tommy y Annika losnativos construyeron una linda cabañabajo los cocoteros.

El capitán los llamó a los tres y dijoque quería enseñarles algo. Los llevó ala playa y, señalando con su gruesodedo, dijo:

—Este es el sitio donde el mar mearrojó cuando naufragué.

Los habitantes de la isla habíanerigido en aquel lugar un monumentoconmemorando tan extraordinario

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suceso. En la piedra podía leerse unainscripción escrita en lengua indígenaque quería decir más o menos esto:

Por este ancho mar vino nuestrogran jefe blanco

y en este lugar lo dejaron las olascuando

el árbol del pan florecía y eraprimavera,

y queremos que siemprepermanezca en esta tierra.

Con voz trémula de emoción, elcapitán leyó la inscripción a Pippi y asus amigos, y acto seguido se sonóruidosamente.

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Cuando el sol empezaba aesconderse en el horizonte y estaba apunto de ser tragado por el mar, lostambores de Kurrekurredutt redoblaronllamando a todo el mundo para que sereunieran en la plaza que estaba situadaen medio del poblado. En aquella plazase hallaba el trono del rey Efraín. Era debambú y lo habían adornado con flores.A su lado construyeron otro máspequeño para su hija Pippi y tambiéndos sillas: una para Tommy y otra paraAnnika.

El redoble de los tambores fue enaumento hasta que el rey Efraín, congran dignidad, se sentó en el trono. Se

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había quitado el uniforme y puesto susvestiduras reales: una corona, una faldade hierbas, un collar de dientes detiburón y, en los tobillos, grandes ypesados brazaletes de oro. Pippi yAnnika llevaban en el pelo floresblancas y rojas. Tommy, no. Nadie pudoconvencerle de que se pusiera flores enel cabello.

El rey Efraín había abandonado asus súbditos durante un largo tiempo yahora tenía que darles muchas órdenes ydictar severas leyes.

Los niños nativos rodeaban a Pippi yno dejaban de contemplarla. Sepostraron de rodillas delante de su

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trono, tocando el suelo con la frente.Al ver esto, Pippi se levantó y dijo:—¿Qué os pasa? ¿Estáis jugando a

los buscadores de tesoros? Esperad, quevoy a jugar con vosotros. —Y tambiénse arrodilló y empezó a olisquear elsuelo.

—Me parece que por aquí hanestado ya otros buscadores.

Volvió a sentarse en el trono y denuevo todos los niños se inclinaronhasta el suelo.

—¿Habéis perdido algo? —lespreguntó Pippi—. En todo caso, no estáaquí, y será mejor que os levantéis.

El capitán Calzaslargas había

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enseñado a los nativos su idioma, ypoco o mucho podían entenderse conPippi. Así que, a su manera, leexplicaron que le rendían vasallaje.

Los que mejor sabían hablar elidioma de Pippi eran un muchacho quese llamaba Momo y una chiquilla que sellamaba Moana.

—Tú ser muy linda princesa —dijoMomo.

—Yo no ser muy linda princesa —contestó Pippi—. Yo ser PippiCalzaslargas. —Y bajó del trono de unsalto, seguida por el rey Efraín, que poraquel día había concluido los asuntos degobierno.

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El sol parecía una bola de fuego quese hundiera en el mar. Por la noche, elcielo estaba cuajado de estrellas. Losisleños hicieron un gran fuego decampamento, y el rey Efraín, Pippi,Tommy, Annika y los tripulantes de laHoptoad se sentaron en la hierba paraver danzar a los nativos alrededor de lasllamas.

El retumbar de los tam-tams, ladanza excitante, el enervante perfume demiles de exóticas flores, el resplandorde las estrellas… todo esto hizo queTommy y Annika se sintieran plenamentefelices.

Cuando se fueron a dormir a su

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choza bajo los cocoteros, Tommyexclamó entusiasmado:

—Creo que esta isla es la másbonita del mundo.

—Yo también lo creo así —añadióAnnika—. ¿Y tú, Pippi?

Pippi, que estaba echada en la camacon los pies sobre la almohada, comoera su costumbre, contestó con vozsoñolienta:

—¡Hummm! Me gusta tanto que meparece que me quedaré aquí parasiempre.

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PIPPI Y LOSTIBURONES

A la mañana siguiente, Pippi y susamigos se levantaron muy temprano.Pero los niños de la isla deKurrekurredutt se habían levantado mástemprano aún y estaban sentados bajo elcocotero esperándolos para jugar. Entreellos hablaban el idioma del país y sereían, y sus dientes relucían en susoscuras caritas.

Bajaron a la playa capitaneados por

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Pippi. Tommy y Annika se quedaronboquiabiertos al ver la blanca arena y elmar azul, quieto como un espejo, queinvitaba a darse un buen baño. Todoslos niños se quitaron la poca ropa quellevaban y se quedaron en bañador y,chillando y riéndose, se sumergieron enel agua.

Después se revolcaron por la arena,y Pippi hizo un hoyo y se metió en él.Resultaba muy divertido ver solamentesu cara pecosa y sus trenzas, tiesas comopalos. Todos los niños se sentaronalrededor de ella y empezaron a hacerlepreguntas.

—Pippi, dinos cómo son los niños

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de tu país.—Son muy estudiosos. Adoran las

matenméticas.—Se dice «matemáticas» —advirtió

Annika—. Además, no es verdad que lasadoren.

—Los niños de mi país adoran lasmatenméticas —insistió Pippiobstinadamente—. Se enfurecen si nopueden estudiar matenméticas. Si ves aun niño que llora, puedes estar seguro deque no es día de escuela, o de que almaestro se le ha olvidado darles lalección. Y no hablemos de lasvacaciones. Cuando se cierra la puertade la escuela para las vacaciones de

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verano, todos los niños llorandesconsoladamente, y se marchan a suscasas entonando tristes canciones. Es unespectáculo digno de verse —dijo Pippisuspirando profundamente.

Momo pidió que le explicara quéeran las matemáticas. Tommy iba ahacerlo, pero Pippi se le adelantó:

—Es esto: siete veces siete es iguala ciento dos. Divertido, ¿eh?

—No es igual a ciento dos, Pippi —dijo Annika.

—Siete veces siete son cuarenta ynueve —añadió Tommy.

—Bueno, pero acordaos de queestáis en la isla de Kurrekurredutt, que

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tiene muy buen clima y todo crece muyaprisa. Así que siete veces siete bienpudieran llegar a ser más de cuarenta ynueve.

La lección de matemáticas fueinterrumpida por el capitánCalzaslargas, que venía a anunciar queiba a marcharse por un par de días, conla tripulación de la Hoptoad y todos sussúbditos, a cazar jabalíes. Iban a irtodos los hombres y las mujeres de laisla, y esto quería decir que los niñostendrían que quedarse solos.

—Espero que no os quedaréis tristes—dijo el capitán.

—El día que yo sepa de un niño que

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está triste, prometo aprenderme la tablade multiplicar al revés —aseguró Pippimuy seria.

El capitán y sus compañerossubieron a unas canoas y partieron haciaotras islas.

Pippi puso las manos junto a la bocahaciendo bocina y gritó:

—¡Buen viaje! ¡Si no estáis aquípara cuando cumpla cincuenta años, osharé llamar por la radio!

Los chiquillos se miraronsatisfechos. Tendrían una maravillosaisla para ellos solos durante varios días.

—¿Qué haremos ahora? —preguntaron Tommy y Annika.

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—Tomaremos el desayuno de losárboles —dijo Pippi encaramándose deun salto a un cocotero.

Los demás niños cogieron el frutodel árbol del pan y bananas, mientrasPippi iba echando cocos al suelo.

Se sentaron formando corro ycomieron la fruta y bebieron leche decoco.

En la isla de Kurrekurredutt no habíacaballos, y el de Pippi tenía mucho éxitoentre los nativos, que no habían vistonunca ninguno.

Moana dijo que le gustaría ir a unpaís en donde hubiera tan extrañosanimales.

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El Señor Nelson se había marchadode excursión por la selva a visitar a susparientes.

—¿Qué haremos ahora? —preguntaron cuando se cansaron de jugarcon el caballo de Pippi.

—¿Querer ver los niños blancosunas cuevas? —repuso Momo.

—Los niños blancos querer verlas—dijo Pippi.

En la isla había enormes rocas decoral que emergían del mar y que lasolas habían horadado, formandomaravillosas grutas. En la más grande detodas, los niños guardaban un buensurtido de cocos y otras frutas. Para ir

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hasta allí tenían que subir por el ladoque daba al mar y quedarse colgandosobre el agua. Era una aventuraarriesgada, puesto que en aquellosparajes había muchos tiburones, aquienes les gustaba mucho comerse a losniños. A despecho de este peligro,encontraban divertido y emocionantesumergirse en busca de ostras. Quedabasiempre un niño vigilando, y tan prontocomo veía aproximarse una aleta detiburón gritaba con todas sus fuerzas:«¡Tiburones!»

En aquella cueva guardaban tambiénlas hermosas perlas que sacaban de lasostras y que empleaban para jugar a las

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canicas. No tenían ni la menor idea de lagran cantidad de dinero que valían lasperlas en Europa o América. De vez encuando, el capitán Calzaslargas tomabaalgunas para cambiarlas por rapé.

Annika se asustó mucho cuando oyóa su hermano decir que quería subir a lagruta. Al principio no era muy difícilsubir, porque había un ancho borde porel que se podía andar bien, pero amedida que se iba avanzando se hacíamás estrecho, y al final se tenía quesubir gateando.

—Yo no subiré jamás —dijo Annikatemblando de miedo.

—No seas cobarde —dijo Tommy

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mientras trepaba por las rocas—.Mírame.

Pero en aquel momento se oyó ungrito y Tommy cayó al agua.

Annika se quedó blanca como elpapel, y los niños nativos gritaronaterrados, señalando el mar:

—¡Un tiburón! ¡Un tiburón!Efectivamente, se veía la aleta de un

tiburón dirigiéndose rápidamente haciael pobre Tommy.

Sin pensarlo un segundo, Pippi sezambulló de un salto y llegó junto aTommy al mismo tiempo que el terribleanimal.

Tommy gritaba horrorizado porque

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sentía los dientes del tiburón rozándolela pierna. En aquel instante, Pippi agarróa la bestia por la cola y la sacó del agua.

—¿No te da vergüenza? —lepreguntó irritada.

El tiburón miró sorprendidoalrededor. No podía respirar fuera delagua y lo estaba pasando francamentemal en manos de aquella niña.

—Prométeme que no volverás ahacerlo y te dejaré marchar. —Y aldecir esto lo arrojó con todas susfuerzas lejos de sí.

El tiburón no perdió mucho tiempoen decidir marcharse de allí a todaprisa.

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Mientras tanto, Tommy habíaalcanzado nadando la playa y estabaechado sobre la arena. Tenía unapequeña herida en la pierna, causadapor los dientes del tiburón. Pippi lolevantó del suelo y le dio un abrazo tanfuerte que casi le hizo perder larespiración. Después se sentó en lasrocas, puso la cabeza entre los brazos yse echó a llorar.

Los niños la contemplabanasustados. ¡Pippi llorando!

—¿Lloras porque el tiburón casi secome a Tommy? —le preguntó Momo.

—No —respondió Pippisorbiéndose las lágrimas—. Lloro

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porque el tiburón se ha quedado sindesayuno.

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UN BUQUE LLEGAA LA ISLA

Cuando a Tommy le hubo pasado elsusto, siguió trepando valientementehasta llegar a la gruta. Para Annika,Pippi trenzó una escalera con unaslianas, y así su amiguita pudo subir sinmiedo.

La cueva era maravillosa, y tangrande que cabían holgadamente todoslos niños de la isla.

—Esta gruta es casi mejor que

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nuestro roble hueco de VillaMangaporhombro —dijo Tommy conadmiración.

—Mejor, no, pero también es bonita—opinó Annika, a quien se le habíapuesto un nudo en la garganta pensandoen Villa Mangaporhombro.

Momo enseñó a los niños forasteroslos cocos, las frutas y unas cañas huecasllenas de magníficas perlas. Y les dio unbuen puñado a cada uno.

—En este país tenéis unas canicasmuy lindas —dijo Pippi.

Era delicioso sentarse a la entradade la cueva y escupir en el agua a verquién llegaba más lejos. Nadie pudo

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ganar a Pippi.—Seguro que llegó hasta Nueva

Zelanda —se pavoneó Pippi.Ni Tommy ni Annika lo hicieron tan

bien.—Los niños blancos no saber

escupir —dijo Momo. Se ve que a Pippino la consideraban una niña blanca…

—¿Que los niños blancos no sabenescupir? —exclamó Pippi—. No sabeslo que dices. Es lo primero que enseñanen la escuela. Tendríais que haber vistoa nuestra profesora. ¡Ella sí sabía!

Pippi se puso las manos sobre lafrente haciendo visera y miró hacia elmar.

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—Viene un barco hacia aquí. Es unbuque de vapor.

El barco se iba acercando conrapidez. A bordo iban varios indígenas ydos hombres blancos. Los dos hombresse llamaban Jim y Buck. Iban sucios,eran ordinarios y tenían facha debandidos.

Jim y Buck conocieron al capitán enel almacén comprando rapé y le vieronpagar la mercancía con dos enormes ybellísimas perlas. Habían oído relatarque en la isla de Kurrekurredutt losniños jugaban con ellas a las canicas.

Desde aquel momento solo habíantenido una idea: la de ir a la isla y

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llevarse todas las perlas. Sabían que elcapitán Calzaslargas tenía una fuerzaextraordinaria, y también les causabarespeto la tripulación de la Hoptoad\ asíque decidieron esperar a que semarcharan todos de caza.

Ahora esta oportunidad habíallegado. Escondidos tras unas rocas,habían visto partir al capitán, a sutripulación y a todos los habitantes de laisla.

—¡Echad el ancla! —dijo Buck asus marineros.

Pippi y sus amigos los estabancontemplando desde lo alto de la gruta.Los marineros echaron el ancla, y Jim y

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Buck desembarcaron. La tripulaciónrecibió órdenes de permanecer a bordo.

—Ahora entraremos en el poblado ylos sorprenderemos indefensos —dijoJim—. Probablemente soloencontraremos a mujeres y niños.

—Había muchas mujeres en lascanoas —dijo Buck—. Creo quesolamente dejaron niños en la isla…, yespero que estén jugando a lascanicas… Ja, ja, ja!

—¿Les gusta jugar a las canicas? —les preguntó Pippi desde la entrada de lacueva—. Yo también lo encuentrodivertido.

Se volvieron hacia la gruta y vieron

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a Pippi y a todos los demás niños.—¡Ahí están! —dijo Jim

señalándolos.—Estupendo —exclamó Buck—.

Los tenemos en el bote.No sabían dónde guardaban las

perlas, de modo que decidieron obrarcon astucia. Harían ver que habían ido ala isla de excursión.

Hacía mucho calor, y Buck sugirió laconveniencia de tomar un baño.

—Volveré al barco y traeré lostrajes de baño —dijo Buck.

Y así lo hizo. Mientras tanto, Jimpermaneció en la playa charlando conlos niños que estaban en la gruta.

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—Buen sitio para bañarse, ¿eh? —dijo amablemente.

—Maravilloso… para los tiburones—repuso Pippi—. Todos los díasvienen aquí.

—Tonterías. Yo no he visto ninguno.Sin embargo, se asustó un poco, y

cuando volvió Buck con los trajes debaño, le contó lo que le había dichoPippi.

—¡Bobadas! —exclamó Buck, ydirigiéndose hacia Pippi, dijo—: ¡Eh,tú! ¿Has dicho que era peligrosobañarse aquí?

—Yo no he dicho eso.—No seas mentirosa. ¿No me

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acabas de decir que hay tiburones?—Eso sí que lo he dicho, pero no

que fuera peligroso. Mi abuelo sebañaba aquí el año pasado.

—En tal caso, quiere decir que nohay peligro en…

—Mi abuelo salió del hospital lasemana pasada —le interrumpió Pippi—. Y llevaba la pierna de madera másfantástica que haya usted visto en suvida. —Pippi escupió en el agua y sequedó pensativa—. No es que seapeligroso, pero puede desaparecer unbrazo o una pierna si uno se baña aquí.Pero la verdad es que un par de piernasde madera no cuestan más de una corona

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y no creo que deban privarse de un bañopor ese precio. Mi abuelo le tomó grancariño a su pierna; decía que le eraabsolutamente imprescindible parapelear.

—¿Sabes lo que pienso? —dijoBuck—. Que estás mintiendo. Tu abuelodebía de ser ya muy viejo, y estoyseguro de que no querría pelear.

—Es un viejo con muy malas pulgas—exclamó Pippi con voz estridente—.Si no puede pelear de la mañana a lanoche se siente muy desgraciado y le datanta rabia que se muerde su propianariz.

—¿Qué disparates estás diciendo,

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niña? Nadie puede morderse su propianariz.

—El sí podía, porque se subía a unasilla —agregó Pippi.

Buck quedó pensativo considerandola respuesta.

—No quiero seguir oyendo tu neciacharla. Vamos a bañarnos, Jim.

—Quiero que sepa que mi abueloposee la nariz más larga del mundo —insistió Pippi—. Tiene cinco loros, y loscinco se colocan uno al lado del otrosobre su nariz.

Esta barbaridad sacó a Buck de suscasillas.

—Oye, mocosa, ¿sabes que eres la

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peor embustera que he visto en mi vida?¿No te da vergüenza? Intentas hacermecreer que cinco loros pueden posarsesobre una nariz. Confiesa ahora mismoque has dicho una mentira.

—Sí —reconoció Pippi—. He dichouna mentira.

—¿Lo ves? ¿No te lo decía yo?—He dicho una horrible mentira…

El quinto loro solo tenía una pata.—¡Lárgate! —le gritó Buck,

exasperado.Y se fue con Jim detrás de unas

rocas para ponerse el traje de baño.—Pippi, tú no has tenido abuelo —

le dijo Annika.

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—No, pero ¿para qué lo necesito?Buck fue el primero en meterse al

agua y empezar a nadar. Los niños seasomaron a la boca de la gruta paraobservarlo. En aquel momento vieron laaleta de un tiburón que emergía del agua.

—¡Tiburones! ¡Tiburones! —chillóMomo.

Buck, que estaba nadandotranquilamente, se volvió con rapidez yvio que el tiburón se dirigía hacia él. Endos segundos alcanzó la playa y saliódel agua a todo correr. Estaba asustadoy furioso, y parecía estar convencido deque Pippi tenía la culpa de que allíhubiese tiburones.

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—¡Insolente! ¡Descarada! —vociferó—. ¡Esta playa está llena detiburones!

—Ya se lo dije —repuso Pippidulcemente.

Jim y Buck decidieron dejar el bañopara mejor ocasión y volvieron avestirse. Era ya tiempo de ocuparse delas perlas, porque el capitánCalzaslargas y su gente podían regresarde un momento a otro.

—Escuchad, niños —dijo Buck—.He oído decir que por aquí habíaalgunos criaderos de ostras. ¿Es ciertoeso?

—Claro. Las ostras crujen bajo los

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pies cuando uno anda por el fondo delmar. Baje y compruébelo usted mismo.

Pero Buck no pensaba hacer talcosa.

—Hay perlas tan grandes como esta—dijo Pippi mostrándole una hermosaperla gigante.

Jim y Buck casi se desmayan de laimpresión.

—Oye… oye… ¿tie… tienes otrascomo esta? Nos gustaría comprártelas.

Era mentira. Ni Jim ni Buck teníandinero para comprarlas. Solo podíanconseguirlas de manera deshonrosa.

—En la gruta tenemos diez o docedel mismo tamaño —explicó Pippi.

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Los dos hombres no podían ocultarsu satisfacción.

—Tráenoslas aquí y te lascompraremos.

—¿Y con qué van a jugar luego lospobres niños? —preguntó Pippi.

Vieron que no podrían conseguirnada empleando la astucia y resolvieronapoderarse de las perlas por la fuerza.Ahora ya sabían dónde estaban: notenían más que subir a la gruta ycogerlas.

Pero lo difícil era subir. Pippi habíaguardado la escalera de cuerda y, por lotanto, para los dos malhechores noresultaba muy atractivo trepar hasta allá

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arriba, pero parecía no haber otrocamino para conseguir las perlas.

—Sube tú, Jim —dijo Buck.—No. Sube tú, Buck —dijo Jim.—Sube tú —insistió Buck, y como

era más fuerte que su compañero, esteno tuvo más remedio que obedecer.

Cuando Jim se quedó suspendidosobre el mar, un sudor frío empezó aempapar sus ropas.

—Agárrese fuerte; si no, se caerá —le animaba Pippi—. Seguro que secaerá.

Y Jim se cayó. Desde la playa, Buckgritaba y maldecía. Jim estaba muerto demiedo porque había visto a dos

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tiburones dirigiéndose hacia donde élestaba. Cuando le faltaban solo trespalmos para alcanzarle, Pippi arrojó uncoco a la cabeza del tiburón y lo asustólo suficiente para que Jim tuviera tiempode llegar a la playa. ¡Daba pena mirarle!

—¡Inútil! —le regañaba Buck—.Ahora te enseñaré cómo se hace. —Yempezó a trepar por las rocas.

—Usted también se caerá ahí.—¿Dónde?—Allí —dijo Pippi señalando el

mar.Buck miró hacia abajo, sintió

vértigo, aflojó las manos y, ¡paf!, alagua. Buck estaba furioso, y de nuevo

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empezó a trepar por las rocas y continuósubiendo hasta alcanzar la entrada de lagruta.

—¡Lo conseguí, pequeñosmonstruos! —dijo Buck.

Pero entonces Pippi empezó agolpearle el estómago con el dedoíndice. Se oyó una zambullida y… ¡otravez estaba en el agua!

—Ya le advertí que se caería —dijoPippi, y comenzó a tirar cocos, enprevisión de que vinieran los tiburones,pero uno de ellos le dio a Buck en lacabeza y este lanzó un aullido de rabia.

—Perdone —se excusó Pippi—. Ledi sin querer. Desde aquí parece usted

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un tiburón.Finalmente los dos hombres

creyeron que sería mejor esperar a quelos niños se marcharan de allí.

—Se irán cuando tengan hambre —dijo Buck. Y, dirigiéndose a los niños,voceó—: ¡Eh! Siento que tengáis queestaros ahí hasta que os muráis dehambre.

—Tiene muy buen corazón. Pero nodebe usted preocuparse por nosotrosdurante los próximos quince días.

El sol se ocultaba en el horizonte, yJim y Buck empezaron a hacerpreparativos para pasar la noche en laplaya. Estaban furiosos. No se atrevían a

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irse a dormir al barco, por miedo a quelos niños se fueran y se llevasen lasperlas. Con las ropas mojadas ydurmiendo sobre las rocas, pasaron unanoche muy desagradable.

Los niños estaban pasándolo engrande. La situación era en extremointeresante. Abajo, en la playa, oían lasexclamaciones de Jim y Buck.

De pronto se puso a llovertorrencialmente. Pippi asomó la narizfuera de la cueva y gritó:

—¡Están ustedes de suerte!—¿Por qué dices eso? —preguntó

Buck, esperanzado. Quizá los niñoshabían cambiado de opinión y estaban

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dispuestos a entregarles las perlas.—Quiero decir que tienen ustedes

suerte de estar empapados de agua demar, porque, si no fuese así, se hubieranmojado de agua de lluvia.

Jim y Buck se enfadaron mucho conPippi, pero esta les dijo amablemente:

—Buenas noches. Que duermanbien, porque eso es lo que vamos ahacer nosotros.

Los niños se dispusieron a dormir.Annika y Tommy se colocaron uno acada lado de Pippi, cogidos de lasmanos. La gruta era caliente yacogedora… Afuera seguía cayendo unchaparrón.

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PIPPI SE ENFADACON LOS

LADRONES DEPERLAS

Los niños durmieron estupendamente,pero no Jim y Buck, que tuvieron quepasar la noche bajo la lluvia.Empezaban a sospechar que no habíasido una buena idea ir a Kurrekurredutt arobar las perlas. Pero cuando salió elsol, se secaron sus vestidos y la cara

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pecosa de Pippi se asomó a la grutadeseándoles buenos días, pensaron quehabían hecho muy bien en ir y que prontoiban a ser ricos.

Entretanto, el caballo de Pippiempezaba a impacientarse al no ver aPippi y a sus amigos. El Señor Nelsonhabía regresado de su reunión familiaren la selva y se sentía muy inquietopensando en lo que diría Pippi cuandose enterase de que había perdido susombrero de paja.

El Señor Nelson se agarró a la coladel caballo, y ambos emprendieron elcamino de regreso en busca de Pippi.

—¡Mira, ahí está tu caballo! —

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exclamó Tommy.—Y el Señor Nelson agarrado a su

cola —añadió Annika.Así, Jim y Buck supieron que aquel

caballo pertenecía a la niña de lascoletas.

Entonces Buck agarró al caballo porla crin.

—Oye, niña tonta —le dijo a Pippi—. Voy a matar a tu caballo.

—¿Matar a mi caballo? ¡Usted nopuede hacer eso!

—¿Que no? ¡Vaya si lo haré! Venaquí y entréganos las perlas. Si no lohaces, mataré a tu caballo.

—¡Por favor! —suplicó Pippi—. Se

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lo ruego. No mate a mi caballo y permitaque los niños guarden sus perlas.

—Entréganoslas; de lo contrario…—amenazó Buck.

»Espera a que nos las dé —dijo envoz baja a su compañero—. Después lagolpearé. El caballo nos lo llevaremos ylo venderemos en otra isla.

Luego, en voz alta, preguntó a Pippi:—¿Vienes tú o voy yo?—Iré yo —repuso la niña—. Pero

no olvide que usted lo ha querido.Pippi bajó por las rocas y llegó a la

playa con la misma facilidad con que sehubiera paseado por un jardín. Sedetuvo frente a Buck y se le quedó

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mirando. Se la veía pequeña y frágil,con sus dos trenzas apuntando haciaarriba, pero sus ojos resplandecían defuror.

—¿Dónde están las perlas, pequeñabestia? —tronó Buck.

—No hay perlas. Tendrán que jugaral escondite.

Buck soltó un rugido que hizotemblar a los demás niños quecontemplaban la escena y se abalanzósobre Pippi.

—¡Voy a mataros: a ti y a tu caballo!—aulló, lleno de rabia.

—Tómelo con calma, buen hombre—repuso Pippi cogiéndolo por la

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cintura y lanzándolo al aire.El hombre aterrizó sobre las rocas

dándose un tremendo porrazo. Jim fue ensu ayuda y levantó el brazo para golpeara Pippi, pero esta dio un salto y no pudocogerla. Un segundo después, Jimtambién volaba por los aires. Ambos sequedaron sentados sobre la playa sinsaber qué era lo que estaba pasando.Pippi los levantó y se colocó uno encada brazo.

—Me parece que les gustademasiado jugar a las canicas —murmuró.

Los llevó junto al bote y los lanzó alagua.

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—Ahora mismo se marchan a suscasas y les piden a sus mamás cincoores para comprar canicas, y verán lobien que van a jugar con ellas.

Poco después, el buque levó anclasy se marchó a toda prisa de allí, y nuncamás volvió a aquella isla.

Pippi acarició a su caballo y elSeñor Nelson saltó a su hombro. Unascanoas estaban llegando a la playa. Eranel capitán Calzaslargas y su pueblo queregresaban de cazar jabalíes. Pippi agitólos brazos y ellos le hicieron señas conlos remos.

Cuando las canoas entraron en lacaleta donde estaba anclada la Hoptoad,

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todos los niños se reunieron en la playapara darles la bienvenida.

—¿Ha ido todo bien, hija mía? —preguntó el capitán abrazando a Pippi.

—¡Oh, sí! Perfectamente bien —repuso ella.

—Pippi…, ¿cómo puedes decir eso?—exclamó Annika—. Nos han sucedidocosas terribles.

—¡Ah… sí! Lo olvidé —dijo Pippi—. No ha ido todo bien, papá Efraín.Tan pronto volvisteis la espalda,empezaron a suceder cosas.

—¿Qué ha pasado? —preguntóansiosamente el capitán.

—Algo terrible —contestó Pippi—.

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El Señor Nelson ha perdido su sombrerode paja.

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PIPPI REGRESA AVILLA

MANGAPORHOMBRO

Siguieron unos días maravillosos en unprodigioso mundo de sol brillante,resplandeciente cielo azul y floresperfumadas y exóticas.

Tommy y Annika estaban tanmorenos que apenas podíandiferenciarse de los niños isleños. Pippitenía más pecas que nunca. Cada trocito

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de su piel estaba cubierto de ellas.—Este viaje está resultando un

verdadero tratamiento de belleza —dijoalegremente—. Tengo muchas más pecasy estoy más guapa que nunca. Sicontinúo así, estaré irresistible.

Momo, Moana y todos los demásniños de Kurrekurredutt la considerabanya irresistible. Nunca lo habían pasadotan bien como ahora. Les enseñabajuegos fascinantes.

También había llevado sábanas a lagruta para estar más cómodos cuandoquisieran pasar la noche allí, y bajabanal agua por la escalera de cuerda. Ahorasí que podían nadar seguros. Pippi había

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cercado una porción de mar con gruesasredes que impedían el paso de losterribles tiburones. Era muy divertidosumergirse en aquellas cuevassubmarinas. Tommy y Annika habíanaprendido a bucear para buscar ostras.La primera perla que Annika encontróera enorme y de color rosa. Dijo que sela llevaría a su país para ponerla en unanillo y así tendría un bello recuerdo delos mares del Sur.

A veces jugaban a que Pippi eraBuck que venía a robarles las perlas.Entonces Tommy retiraba la escalera decuerda y Pippi tenía que subir trepandopor las rocas, y los niños gritaban:

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«¡Que viene Buck! ¡Que viene Buck!».Cuando Pippi asomaba la cabeza en lagruta se turnaban para empujarla yhacerla caer al mar. Se reían mucho coneste juego y lo pasaban muy bien.

Cuando se cansaban de estar en lagruta iban a una cabaña de bambú quePippi y los niños habían construido.Claro que Pippi había hecho la mayorparte del trabajo…

Cerca de la cabaña había uncocotero en cuya corteza habían talladounos escalones para poder subir con máscomodidad hasta la copa del árbol.Entre dos palmeras colgaron uncolumpio, y si se balanceaban muy

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fuerte podían saltar del columpio y caeral mar. ¡Qué delicia!

Pippi llegaba tan alto y saltaba tanlejos que decía:

—Un día aterrizaré en Australia, yno creo que al que le caiga en la cabezalo pase muy bien.

Una mañana fueron de excursión porla selva y llegaron a una cascada quecaía desde muy alto sobre unas rocas.Pippi, nada más verla, se hizo elpropósito de bajar por allí metida dentrode un barril. Trajo uno de la Hoptoad yse metió en él. Momo y Tommy clavaronla tapa y lo empujaron hasta el borde dela cascada. El barril bajó dando tumbos

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a gran velocidad y se estrelló contraunas rocas, rompiéndose en mil pedazos.Pippi desapareció en las revueltasaguas, y los niños, horrorizados,pensaron que nunca más volverían averla. Pero enseguida salió del agua ydijo tranquilamente:

—Estos barriles no resisten nada.Pasó el tiempo y empezó la estación

de las lluvias. Los niños se veíanobligados a pasar todo el día dentro delas chozas, y el capitán Calzaslargaspensó que Pippi se aburriría sin podersalir a jugar. Además, Tommy y Annikaquerían estar en su casa por Navidad yañoraban a sus padres. Por lo tanto, se

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pusieron muy contentos cuando, unamañana, el capitán les dijo:

—Chicos, ¿os gustaría volver aVilla Mangaporhombro?

Momo, Moana y los demás niños dela isla se pusieron muy tristes cuandosus amigos subieron a bordo de laHoptoad para iniciar el viaje de regresoa casa. Pero Pippi les prometió quevolverían. Llevaban guirnaldas de floresblancas colgadas en el cuello, que losindígenas de Kurrekurredutt les pusieronen señal de despedida. Hasta que elbarco no llegó a alta mar, lesacompañaron tristes canciones de adiós.

El rey Efraín tuvo que quedarse en la

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isla para seguir gobernando, y fueFridolf el encargado de llevar a losniños a su país. El capitán Calzaslargasse quedó en la playa agitando su pañuelohasta que el barco se perdió de vista.Pippi y sus amigos llorarondesconsolados al despedirse del reyEfraín y de todos sus súbditos.

L a Hoptoad gozó de vientofavorable durante todo el viaje deregreso.

—Es mejor que saquemos lascamisetas del baúl, porque prontollegaremos al mar del Norte —dijoPippi.

—¡Qué fastidio volver a ponerse

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prendas de lana! —exclamaron Tommyy Annika.

Sin embargo, a pesar del vientofavorable, no estarían en casa porNavidad. Annika y Tommy sedisgustaron mucho cuando lo supieron.¡No tendrían regalos… ni árbol deNavidad!

—Habría sido mejor que no noshubiéramos marchado de los mares delSur —dijo Tommy, enfadado.

Annika pensaba en sus papás, y sedijo que, de todos modos, estaba muycontenta de volver a verlos.

Una fría noche de principios deenero divisaron a distancia las luces de

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la pequeña ciudad dándoles labienvenida. ¡Volvían a estar en casa!

—Nuestro viaje ha terminado —dijoPippi mientras bajaba por la pasarelaacompañada por su caballo.

En el muelle no había nadieesperándolos, porque nadie sabíacuándo iban a llegar.

Montaron a caballo y se dirigieron ala ciudad. Tuvieron que pasar en mediode grandes montones de nieve apilados aambos lados de la calle. Tommy yAnnika estaban impacientes por ver asus padres.

En casa de los Settergreen había lasluces encendidas, y a través de la

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ventana del comedor vieron a sus padressentados a la mesa.

—¡Ahí están papá y mamá! —gritóTommy.

Sin embargo, VillaMangaporhombro se encontraba aoscuras y cubierta de nieve.

Annika se sintió muy triste pensandoen que Pippi iba a encontrarse muy solaen su casa.

—Por favor, Pippi, ¡quédate estanoche con nosotros!

—No puedo —contestó Pippi—.Tengo mucho que hacer.

—Pero hará mucho frío en tu casa —añadió Annika.

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—¡Tonterías! —dijo Pippi—. Si elcorazón late en el pecho con ardor, nohay razón para sentir frío.

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PIPPICALZASLARGAS

NO QUIERECRECER

¡Qué de besos y abrazos les dieron aTommy y Annika sus padres! ¡Y quécena tan suculenta les prepararon!Después de cenar los metieron en lacama y los arroparon dulcemente. Luegose sentaron junto a ellos para oírlesrelatar las cosas tan maravillosas que

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les habían sucedido en la isla de losmares del Sur. Todos eran muy felices.Solo una cosa entristecía a Tommy y aAnnika: el no haber tenido árbol deNavidad. ¡Ojalá hubieran llegado porNochebuena!

También se sentían tristes alrecordar a Pippi. Ahora debía de estaren su cama con los pies sobre laalmohada, y no habría nadie que fuera aarroparla. Resolvieron ir a verla al díasiguiente temprano.

Pero a la mañana siguiente su madreno les permitió ir, porque quería queestuvieran con ella y, además, porque suabuela iba a ir a comer con ellos para

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darles la bienvenida.Cuando empezó a oscurecer no

pudieron esperar más, y Tommy dijo asu madre:

—Mamá, por favor, déjanos ir a vera Pippi.

—Bueno. Pero no tardéis.Salieron corriendo hasta llegar al

jardín de Villa Mangaporhombro y allíse detuvieron maravillados. ¡Parecía unapostal navideña! La casa estaba cubiertade nieve y en todas las ventanasbrillaban las luces. En el porche ardíauna antorcha que esparcía su luz sobre elcésped nevado.

Cuando iban a llamar a la puerta,

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esta se abrió y apareció Pippi.—¡Felices Pascuas! —exclamó.Los hizo pasar a la cocina, y allí

había… ¡un árbol de Navidad! Estabacubierto de velitas encendidas y en lamesa había pasteles, jamón, galletas ytoda clase de golosinas. Hasta habíafiguritas de mazapán y de chocolate. Laestufa estaba ardiendo y despedía uncalorcillo muy agradable. El caballorestregaba sus herraduras contra el sueloen señal de contento, y el Señor Nelsonse hallaba sentado en una de las ramasdel árbol de Navidad.

Tommy y Annika se habían quedadomudos de asombro.

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—¡Oh, Pippi! —dijo Annikafinalmente cuando pudo hablar—. ¡Esmaravilloso! ¿Cómo has tenido tiempode hacer todo esto?

—La verdad es que he estado muyatareada.

—Creo que es estupendo habervuelto a Villa Mangaporhombro —dijoTommy, muy feliz.

Los tres se sentaron a la mesa ycomieron montones de pasteles, jamón,figuritas de mazapán y chocolate, y todoles gustó aún más que las frutas de laisla de Kurrekurredutt.

—Pero, Pippi, no estamos enNavidad —dijo Tommy.

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—Sí, señor —replicó Pippi—. Elcalendario de Villa Mangaporhombroatrasa. Tendré que llevarlo a unarreglacalendarios para que locomponga y funcione bien de nuevo.

—¡Qué bien! —exclamó—. Al fincelebramos la Navidad. Claro que… notenemos regalos.

—Se me olvidaba. Los heescondido. Debéis buscarlos.

Tommy y Annika saltaron de alegríay empezaron a explorar la habitación.

Detrás del árbol de Navidad,Tommy encontró un paquete con unaetiqueta que ponía para Tommy. Dentrohabía una hermosa caja de pinturas.

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Annika encontró bajo la mesa unenvoltorio con su nombre escrito, ydentro había una lindísima sombrillaroja.

—Me la llevaré la próxima vez quevaya a la isla de Kurrekurredutt —exclamó, contentísima.

Cerca de la estufa encontraron otrosdos paquetes. Uno contenía un cochecitopara Tommy y el otro, una vajilla paralas muñecas de Annika. Y colgado de lacola del caballo hallaron un relojdespertador para la habitación deTommy y Annika.

Cuando tuvieron todos los regalosabrazaron a Pippi y le dieron las gracias

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una y otra vez. Pippi estaba sentada enla ventana de la cocina mirando eljardín.

—Mañana construiremos una cabañade nieve, y por la noche nosalumbraremos con velas —dijo.

—¡Oh, sí… sí! —exclamó Annikajuntando las manos en el colmo de lafelicidad.

—También podríamos hacer untobogán desde el tejado hasta un granmontón de nieve y deslizamos por allí—prosiguió Pippi—. Me gustaríaenseñar a esquiar a mi caballo, pero aúnno he averiguado si necesita dos esquíso cuatro.

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—¡Qué suerte que tengamosvacaciones por Navidad! —exclamóTommy.

—Nos lo pasamos muy bien contigo,Pippi —dijo Annika—. En VillaMangaporhombro, en los mares delSur…, en todas partes.

Pippi inclinó la cabeza en señal deasentimiento. Los tres se habían subido ala mesa de la cocina. De pronto, aTommy se le ensombreció el rostro.

—No quisiera hacerme mayor.—Yo tampoco —añadió Annika.—La gente mayor nunca se divierte

—dijo Pippi con énfasis—. Tienen quetrabajar en cosas aburridas, llevan

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vestidos ridículos, les salen callos ytienen que pagar ricibos.

—Se dice recibos —corrigióAnnika.

—Bueno, de todas formas, es lamisma tontería —exclamó Pippi—.Están llenos de manías; dicen que no sedebe comer con el cuchillo, ni sorber lasopa, ni…

—Y no juegan —interrumpióAnnika.

—¡Qué horroroso es crecer!—¡Eh! ¿Y quién dice que va a

crecer? Si no recuerdo mal, debo detener algunas píldoras por ahí.

—¿Qué clase de píldoras? —

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preguntó Tommy.—Unas píldoras para la gente que no

quiere hacerse mayor —repuso Pippibajando de la mesa.

Buscó por los armarios y revolviólos cajones, y al cabo de un rato trajoalgo parecido a tres guisantes amarillos.

—¡Bah! ¡Guisantes! —exclamóTommy, decepcionado.

—Que te crees tú eso. Son píldorasde «chirimir», y me las dio un jefe indiocuando le dije que no quería crecer.

—¿Estás segura de que estaspíldoras sirven para eso?

—Completamente segura. Perotienes que tragártelas a oscuras y decir:

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Píldora de chirimir,yo no quzero crecir.

—Querrás decir crecer —rectificóTommy.

—Si digo «crecir» es que quierodecir «crecir». En esto radica el poder.La mayoría de los niños dicen «crecer»,y esto es lo peor que puede pasarles,porque entonces empiezan a crecer cadadía más. Una vez había un chico quetomó píldoras como estas y dijo«crecer» en vez de «crecir», y cada díacrecía metros y metros. Era terrible. Tanalto se hizo que podía comerse lasmanzanas desde el mismo árbol, como si

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fuera una jirafa. Iba a verle mucha gentey le decían: «Muchacho, ¡cómo hascrecido!», y tenían que hablarle con unaltavoz para que pudiera oírlos. Todo loque veían de él eran sus larguísimas yflacuchas piernas, que desaparecíanentre las nubes. Un día dio un lametón alSol y le salieron ampollas en la lengua,y soltó un rugido tan fuerte que las floresde la tierra se marchitaron del susto.Aquello fue lo último que supieron deél.

—Jamás me atrevería a probar unade estas píldoras —dijo Annika,aterrada—. Podría equivocarme al decirla palabra.

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—Si creyera que podía ocurrir esto,no te daría ninguna, porque sería unalata ver solamente tus piernas. Tommy,yo y tus piernas… ¡Valiente compañía!

—No te equivoques, Annika —ledijo su hermano.

Apagaron las luces, se sentaron en elsuelo de la cocina y se cogieron de lamano. Cada uno de ellos tenía unapíldora de «chirimir». ¡Un escalofrío lesrecorrió la espalda!

—¡Ahora! —susurró Pippi.

Píldora de chirimir,yo no quzero crecir.

La suerte estaba echada…

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Pippi encendió la luz.—Ya está —dijo—. Ya no

creceremos y no tendremos callos niotras calamidades. De todos modos,estas píldoras han estado tanto tiempoencerradas en mi armario que no meextrañaría que se hubiese esfumado todosu poder. Esperemos que no sea así.

De pronto, Annika dijo alarmada:—¡Oh, Pippi! Tú querías ser pirata

cuando fueras mayor.—No importa. Puedo ser el pirata

más pequeño del mundo, que siembra lamuerte y la destrucción a su paso.

Se quedó un rato pensativa, yfinalmente dijo: —Imaginaos que

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alguien viniese por aquí dentro demuchos años y nos viera jugando por eljardín y preguntara a Tommy: «¿Cuántosaños tienes, amiguito?». Y élrespondiera: «Cincuenta y tres, si no meequivoco».

—Probablemente pensaría que eramuy bajito para mi edad —dijo Tommyriendo alegremente.

—Creo que sí.En aquel momento, Annika y Tommy

recordaron que su madre les había dichoque no tardaran en regresar.

—Tenemos que marcharnos.—Pero volveremos mañana.—Empezaremos a construir la choza

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de nieve a las ocho de la mañana —dijoPippi.

Los acompañó hasta la puerta yregresó saltando a VillaMangaporhombro.

—Si no supiese que eran píldoras de«chirimir» —dijo Tommy mientras seestaba cepillando los dientes—, hubierajurado que se trataba de simplesguisantes.

Annika, que llevaba un lindo pijamarosa, se hallaba de pie junto a la ventanamirando hacia Villa Mangaporhombro.

—Estoy viendo a Pippi —dijo.Tommy se acercó para mirar.En invierno, los árboles no tenían

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hojas y podía verse claramente la cocinade Villa Mangaporhombro.

Pippi estaba sentada a la mesa conla cabeza apoyada en las manos ymiraba fijamente la llama de la vela quetenía frente a sí. Parecía estar soñando.

—Está tan sola… —dijo Annikatemblándole la voz.

Permanecieron en silenciocontemplando la noche invernal. Lasestrellas brillaban en el cielo, la nievecubría el jardín y Pippi estaba allí. Losaños pasarían, y ellos seguirían siendoniños. Bueno…, esto si el poder de laspíldoras de «chirimir» no se habíaevaporado.

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Al día siguiente iban a construir unachoza de nieve y un tobogán, y cuandollegase la primavera descenderían por elroble hueco en busca de refrescos desoda y barras de chocolate. Montados acaballo, irían en busca de tesoros; sesentarían en la leñera para contarhistorias. Quizá, de vez en cuando,harían un viaje a Kurrekurredutt, en losmares del Sur. Pero siempre, siempreregresarían a Villa Mangaporhombro.

Y lo más maravilloso de todo eraque Pippi estaría con ellos.

—Si mirase hacia aquí, podríamoshacerle señas —dijo Annika.

Pero Pippi continuó mirando

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fijamente frente a ella con expresiónsoñadora. Al cabo de un rato, sopló lavela y apagó la luz.

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ASTRID LINDGREN (Näs, Suecia,1907 - Estocolmo, Suecia, 2002).Creció en medio de bosques, lagos y unpaisaje tan bonito como el de un cuentode hadas. De mayor marchó aEstocolmo; allí se casó y tuvo dos hijos.Su hija Karin se inventaba nombresdivertidos, y entonces Astrid imaginaba

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una historia con ellos. Así escribió elcuento de Pippi.

Este libro lo llevó a varios editoresquienes se horrorizaron al ver que Pippiera una niña poco modélica y noquisieron editarlo. Por fin ganó unconcurso y encontró editor. Así empezóel éxito de Pippi, de su autora y de casilos sesenta libros que ha escrito.

Astrid Lindgren es una de las escritorasmás importantes de la literatura infantildel siglo XX. Sus protagonistas sonirreverentes, inteligentes, fuertes,débiles y con dudas. Sus libros reflejanun espíritu humanista y una defensa

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decidida de los valores de la paz, elecologismo y el feminismo. AstridLindgren, gracias a sus obras, consiguiónumerosos premios: Andersen, 1958;Nils Holguerson, 1950; PremioNacional de Literatura de Suecia,1957; Medalla de oro de la AcademiaSueca, 1971; Premio de la Paz,otorgado por los libreros alemanes.