memorias del subsuelo¡sicos en... · vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero, en una de...

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Memorias del subsuelo Fedor Dostoiewski Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Memorias del subsuelo

Fedor Dostoiewski

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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NOTA DEL AUTOR

El autor de este diario, y el diario mismo, per-tenece evidentemente al campo de la ficción.Sin embargo, si consideramos las circunstanciasque han determinado la formación de nuestrasociedad, nos parece posible que existan entrenosotros seres semejantes al autor de este dia-rio. Mi propósito es presentar al público, sub-rayando un poco los rasgos, uno de los perso-najes de la época que acaba de transcurrir, unode los representantes de la generación que hoyse está extinguiendo. En esta primera parte,titulada Memorias del subsuelo, el personaje sepresenta al lector, expone sus ideas y trata deexplicar las causas de que haya nacido en nues-

tra sociedad. En la segunda parte relata ciertossucesos de su vida.

FEDOR DOSTOYEVSKI

MEMORIAS DEL SUBSUELO

I

Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy unhombre desagradable. Creo que padezco delhígado. Pero no sé absolutamente nada de mienfermedad. Ni siquiera puedo decir con certe-za dónde me duele.

Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese ala consideración que me inspiran la medicina ylos médicos. Además, soy extremadamente

supersticioso... lo suficiente para sentir respetopor la medicina. (Soy un hombre instruido.Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.)Si no me cuido, es, evidentemente, por puramaldad. Ustedes seguramente no lo compren-derán; yo sí que lo comprendo. Claro que nopuedo explicarles a quién hago daño al obrarcon tanta maldad. Sé muy bien que no se lohago a los médicos al no permitir que me cui-den. Me perjudico sólo a mí mismo; lo com-prendo mejor que nadie. Por eso sé que si nome cuido es por maldad. Estoy enfermo delhígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, mealegraré más todavía.

Hace ya mucho tiempo que vivo así; veinteaños poco más o menos. Ahora tengo cuarenta.He sido funcionario, pero dimití. Fui funciona-rio odioso. Era grosero y me complacía serlo.Ésta era mi compensación, ya que no tomabapropinas. (Esta broma no tiene ninguna graciapero no la suprimiré. La he escrito creyendoque resultaría ingeniosa, y no la quiero tachar,

porque evidencia mi deseo de zaherir.) Cuandoalguien se acercaba a mi mesa en demanda dealguna información, yo rechinaba los dientes ysentía una voluptuosidad indecible si consegu-ía mortificarlo. Lo lograba casi siempre. Eran,por regla general, personas tímidas, timoratas.¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también habíaa veces entre ellos hombres presuntuosos, fan-farrones. Yo detestaba especialmente a ciertooficial. Él no quería someterse, e iba arrastran-do su gran sable de una manera odiosa. Duran-te un año y medio luché contra él y su sable, yfinalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear.Esto ocurría en la época de mi juventud.

Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excita-ba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particu-larmente vil y estúpida? Pues era que advertía,avergonzado, en el momento mismo en que mibilis se derramaba con más violencia, que yo noera un hombre malo en el fondo, que no era nisiquiera un hombre amargado, sino que sim-plemente me gustaba asustar a los gorriones.

Tengo espuma en la boca; pero tráiganme uste-des una muñeca, ofrézcanme una taza de tébien azucarado, y verán cómo me calmo; inclu-so tal vez me enternezca. Verdad es que des-pués me morderé los puños de rabia y que du-rante algunos meses la vergüenza me quitará elsueño. Sí, así soy yo.

He mentido al decir que fui un funcionarioperverso. He mentido por despecho. Yo trataba,simplemente, de distraerme con aquellos peti-cionarios y aquel oficial, y jamás conseguí lle-gar a ser realmente malo. Me daba perfectacuenta de que existían en mí gran número deelementos diversos que se oponían a ello vio-lentamente. Los sentía hormiguear dentro demi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siem-pre en mi interior y que aspiraban a exteriori-zarse, pero yo no los dejaba salir; no, no lespermitía evadirse. Me atormentaban hasta lavergüenza, hasta la convulsión. ¡Oh, qué can-sado, qué harto estaba de ellos!

Pero ¿no les parece, señores, que estoy adop-tando ante ustedes una actitud de arrepenti-miento por un crimen que no sé cuál es? Estoyseguro de que ustedes imaginan... No obstante,les advierto que me es indiferente que se loimaginen o no.

No he conseguido nada, ni siquiera ser unmalvado; no he conseguido ser guapo, ni per-verso; ni un canalla, ni un héroe..., ni siquieraun mísero insecto. Y ahora termino mi existen-cia en mi rincón, donde trato lamentablementede consolarme (aunque sin éxito) diciéndomeque un hombre inteligente no consigue nuncallegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa.Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el de-ber de estar esencialmente despojado de carác-ter; está moralmente obligado a ello. El hombrede carácter, el hombre de acción, es un ser deespíritu mediocre. Tal es el convencimiento quehe adquirido en mis cuarenta años de existen-cia.

Sí, tengo cuarenta años... Cuarenta años sontoda una vida; son... una verdadera vejez. Vivirmás de cuarenta años es una inconveniencia,algo inmoral y vil. ¿Quién vive después decumplir cuarenta años? ¡Respondan sincera-mente, honradamente! Voy a decírselo a uste-des: los imbéciles y los bribones. Sí, ésos son losque viven más de cuarenta años. ¡Se lo diré enla cara a todos los viejos, a todos esos respeta-bles viejos de rizos plateados y perfumados! Loproclamaré ante el universo entero. Tengo de-recho a hablar así porque yo viviré hasta lossesenta, hasta los setenta, hasta los ochentaaños!... ¡Esperen! ¡Déjenme recobrar el aliento!

Ustedes se imaginan seguramente que mipropósito es hacerles reír. Pues no; se equivo-can en esto, como en todo lo demás. No soy enmodo alguno tan alegre como sin duda les pa-rezco. Por otra parte, si, irritados por toda estapalabrería (porque ustedes están irritados; loveo), me pregunta qué soy en fin de cuentas, lesresponderé: soy un asesor de colegio. Ingresé

en la Administración para poder comer (úni-camente para eso), y el año pasado, cuando unpariente lejano me legó seis mil rublos, dimití alpunto y me enterré en mi rincón. Hacía ya mu-cho tiempo que estaba aquí, pero ahora me heinstalado definitivamente. La habitación queocupo está en los confines de la ciudad y es fea,destartalada. Mi criada es una vieja campesina,malvada por falta de inteligencia. Además,huele mal. Me dicen que el clima de Petersbur-go me perjudica, que la vida aquí es muy cara,e ínfimos los recursos de que dispongo. Lo sé;lo sé mucho mejor que todos esos sabios dona-dores de consejos. Pero me quedo en Peters-burgo. No me iré de Petersburgo porque...Bueno, ¿qué importa que me marche o no?

Sin embargo ¿de qué puede hablar un hom-bre honrado con más placer?

Respuesta: de sí mismo. ¡Por lo tanto, voy ahablarles de mí mismo!

II

Ahora voy a contarles, señores (quieran uste-des o no), por qué ni siquiera he conseguidollegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedessolemnemente: muchas veces he intentadoconvertirme en un insecto, pero no se me hajuzgado digno de ello.

Una conciencia demasiado clarividente es (selo aseguro a ustedes) una enfermedad, unaverdadera enfermedad. Una conciencia ordina-ria nos bastaría y sobraría para nuestra vidacomún; sí, una conciencia ordinaria, es decir,una porción igual a la mitad, a la cuarta partede la conciencia que posee el hombre cultivadode nuestro siglo XIX y que, para desgracia su-ya, reside en Petersburgo, la más abstracta, lamás «premeditada» de las ciudades existentesen la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas»y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejem-plo, más que de sobra con esa cantidad de con-

ciencia que poseen los hombres llamados since-ros, espontáneos y también hombres de acción.

Ustedes se imaginan (apostaría cualquier co-sa) que escribo todo esto por darme importan-cia, por burlarme de los hombres de acción, pordarme tono a la manera del fatuo que arrastra-ba el sable y del que les he hablado hace unmomento, pero eso sería de muy mal gusto.Pues ¿quién puede pensar, señores, en vanaglo-riarse de sus enfermedades y utilizarlas comopretexto para darse tono?

Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Pre-cisamente de sus enfermedades extraen la glo-ria. Y eso hago yo, probablemente aún más quenadie... En fin, no hablemos más del asunto: miobjeción es estúpida.

Sin embargo (estoy firmemente convencidode ello), la conciencia, toda conciencia es unaenfermedad. Lo mantengo. Pero dejemos estopor ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es quesiempre, en el preciso instante -como hecho

adrede- que me sentía más capaz de apreciartodos los matices de lo bello, de lo sublime,como se decía en nuestra patria hace poco, seme ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas taninconvenientes? Eran actos que todos realizancon oportunidad, pero que yo cometía precisa-mente cuando me daba perfecta cuenta de quehabía que abstenerse de ejecutarlos. Cuantomás clara conciencia tenía del bien y de todaslas cosas «bellas y sublimes», tanto más mehundía en mi cieno y tanto más capaz me sentíade sepultarme en él definitivamente. Pero lomás notable es que este desacuerdo no parecíaun hecho fortuito, dependiente de las circuns-tancias, sino algo que ocurría del modo másnatural. Se diría que éste era mi estado normal,y en modo alguno una enfermedad o un vicio;tanto, que finalmente perdí todo deseo de lu-char. En resumen, que casi admito (y tal vez sin«casi») que aquél era el estado normal de miespíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en estalucha! No creía que los demás pudiesen estar

en el mismo caso, y a lo largo de toda mi vidahe mantenido en secreto este rasgo de mi carác-ter. Me avergonzaba de él (es posible que meavergüence todavía). Tan lejos iba en esto, queexperimentaba una especie de placer secreto,vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero,en una de las turbias e ingratas noches peters-burguesas, y decirme que otra vez había come-tido una villanía aquel día y que sería imposi-ble repararla. Entonces me roía interiormente.Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebíalargamente mi amargura, me saciaba de ella detal modo, que al fin experimentaba una especiede debilidad vergonzosa, maldita, en la quesaboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lorepito: una verdadera voluptuosidad! He saca-do a relucir esta cuestión porque deseo saber siotros conocen semejantes voluptuosidades.

Me explicaré. La voluptuosidad procedía, eneste caso, de que me daba clara cuenta de mihumillación, la cual procedía del convencimien-to de haber llegado al límite. «Tu situación es

abominable -me decía a mí mismo-, pero nopuede ser otra; no tienes ninguna salida; nopodrás cambiar nunca, porque, aunque tuvie-ras el tiempo y la fe necesarios para ello, noquerrías convertirte en otro hombre. Por otraparte, aunque quisieras cambiar, no podrías.¿En qué otra cosa te transformarías? ¡Quizá nohay ninguna!»

Pero lo esencial- y esto pone fin a la cuestión-es que todo se realiza de acuerdo con las leyesfundamentales y normales de la conciencia re-finada, y mana de ella directamente, tanto, quees por completo imposible no sólo cambiar,sino, generalmente, reaccionar de algún modo.La conciencia refinada nos dice, por ejemplo:«Tienes razón, eres un canalla». Pero el hechode que yo pueda comprobar mi propia condi-ción canallesca no me consuela lo más mínimode ser un canalla. ¡En fin, basta ya! ¡Cuántaspalabras, Dios mío! Pero ¿qué he explicado?¿De dónde proviene esa voluptuosidad? Sin

embargo, me interesa explicarlo todo. Iré hastael fin. Para eso he tomado la pluma...

Empezaré por decir que tengo un amor pro-pio tremendo, que soy tan desconfiado y sus-ceptible como un jorobado, como un enano.Pero, verdaderamente, ha habido momentos enmi existencia en los que, si me hubiesen dadouna bofetada, me habría sentido quizá muydichoso. Hablo en serio; habría podido encon-trar en ello cierto placer..., el placer de la deses-peración, desde luego. Pues la desesperaciónoculta la voluptuosidad más ardiente, sobretodo cuando la situación aparece sin salida. Sinembargo, en el caso de la bofetada, ¡qué sensa-ción de aplastamiento se experimenta!

Pero lo principal es que siempre resulta quesoy yo el culpable, sea cual fuere el lado desdeel que examinen las cosas, y es más: culpablesin serlo, por lo menos, de acuerdo con las leyesde la naturaleza. Soy culpable, ante todo, por-que soy más inteligente que cuantos me rodean(siempre me he considerado más inteligente

que las personas que me rodeaban, e incluso -¡fíjense ustedes!- mi sensación de superioridadme confunde hasta el punto de que miro a lagente de reojo, por no poder mirarla cara a ca-ra). Soy culpable, además, porque, aún cuandome hubiese sentido generoso, el convencimien-to de que esto era inútil sólo habría servidopara atormentarme más. Desde luego, no habr-ía adelantado nada. No habría podido perdo-nar, porque el agresor me habría golpeado se-guramente, de acuerdo con las leyes de la natu-raleza, las cuales no se preocupan por nuestroperdón. Además, me habría sido imposibleolvidar, porque el insulto, por natural que sea,siempre es un insulto. En fin, si renunciaba aser generoso y pretendía, por el contrario, ven-garme del agresor, no podía cumplir estepropósito, porque me era imposible decidirmea obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.

Pero ¿por qué? Sobre esto quisiera decirles austedes unas palabras.

III

¿Cómo ocurren las cosas en los que son capa-ces de defenderse y algunos incluso de vengar-se?

Cuando el deseo de venganza se apodera deellos, no hay espacio en su espíritu más quepara ese deseo. Se lanzan hacia delante en línearecta, baja la cabeza, como toros furiosos, y sólose detienen cuando llegan ante un muro. Porcierto, que, ante un muro, estos señores, estosseres sencillos y espontáneos, los hombres deacción, se desmoronan y ceden con toda since-ridad. Para ellos, este muro no significa en mo-do alguno lo mismo que para nosotros, quepensamos y, por consiguiente, no obramos; esdecir, no es excusa. No, para ellos no es en mo-do alguno un pretexto que les permite desan-dar lo andado, pretexto en el que nosotros nosolemos creer pero del que nos aprovechamosgustosos. No, ellos ceden de buen grado. El

muro es a sus ojos un tranquilizante; les ofreceuna solución moral definitiva, e incluso meatrevería a llamarla mística. Pero ya volvere-mos a hablar de este muro.

Pues bien, precisamente es este hombre senci-llo y espontáneo el que considero normal porexcelencia, el hombre en que soñaba nuestratierna madre naturaleza cuando nos puso ama-blemente sobre la tierra. Envidio a ese hombre.No niego que es tonto. Pero ¿qué saben ustedesde esto? Es posible que el hombre normal hayade ser tonto. Incluso es posible que sea hermo-so. Y esta suposición me parece más justificadasi observamos la antítesis del hombre normal,es decir, al hombre de conciencia refinada, alhombre salido no del seno de la naturaleza,sino de un alambique (esto es casi misticismo,señores, pero me siento inclinado hacia estasospecha). Entonces vemos que este hombrealambicado se esfuma a veces ante su antítesis,hasta tal punto y cede tanto, que, a pesar detodo el refinamiento de su conciencia, llega a

considerarse no más que como un ratoncito. Esquizás un ratoncito de extremada clarividencia,pero no por eso deja de ser un ratón y no unhombre, mientras que el otro es en verdad unhombre. En fin, lo peor es que él mismo se con-sidera un ratón, ¡él mismo! Nadie pide que loconfiese. Es un detalle muy importante.

Veamos, pues, a este ratoncito en acción.También él se siente ofendido (esta sensación escasi continua) y pretende vengarse. Es posibleque se acumule en él más rabia aún que enl'homme de la nature et de la vérité. El deseo co-barde y mezquino de devolver mal por mal aquien le insulta lo corroe, tal vez incluso másviolentamente que a l'homme de la nature et de lavérité, porque éste, en su estupidez natural,considera su venganza como una acción perfec-tamente justa y, en cambio, el ratoncito no pue-de admitir la justicia de tal acto a causa de susuperior clarividencia. Pero llegamos al fin alacto mismo, a la venganza. Además de la vi-llanía inicial, el desgraciado ratón ha amasado

en torno de él, en forma de dudas y vacilacio-nes, tantas nuevas villanías, ha añadido a laprimera pregunta tantas otras sin respuestaposible, que, haga lo que haga, crea alrededorde su persona un fatídico lodazal, un pantanopestilente y cenagoso, formado por sus vacila-ciones, sus sospechas, su inquietud y todos lossalivazos que le arrojan los hombres de acciónque le rodean, le juzgan, le aconsejan y se ríende él a mandíbula batiente.

Entonces, naturalmente, lo único que puedehacer es abandonarlo todo, aparentando des-precio, y desaparecer vergonzosamente en suagujero. Y allí, en un sucio y pestilente sub-terráneo, el insultado, apaleado y escarnecidoratón se zambulle lentamente en su rabia fría,envenenada y, sobre todo, inextinguible.

Durante cuarenta años recordará la afrentarecibida, con sus detalles más humillantes, a losque irá añadiendo otros más vergonzosos aún,excitándose perversamente, atizando el fuegode su imaginación. Se sentirá avergonzado,

pero evocará todos los detalles, pasará revista atodas las circunstancias, inventará otras con elpretexto de que habría podido producirse, y noperdonará nada.

Incluso es posible que trate de vengarse, peroa hurtadillas, en pequeñas dosis, de incógnito,sin ninguna confianza ni en su derecho ni en eléxito de su propósito y dándose clara cuenta deque sus tentativas de venganza le harán sufrir aél mucho más que a aquel contra el que vandirigidas y que probablemente ni siquiera seenterará. En su lecho de muerte lo recordarátodo de nuevo, añadiendo los intereses deven-gados, y entonces... Pero precisamente estamezcla abominable y helada da esperanza ydesesperación, precisamente este enterramientovoluntario, esta existencia de emparedado vi-viente, esta ausencia (claramente percibida,pero siempre dudosa) de toda solución, estecúmulo de deseos insatisfechos que no hanhallado salida, de decisiones febriles tomadaspara siempre pero seguidas inmediatamente

por los remordimientos; todo esto es lo quedetalla precisamente esta voluptuosidad extra-ña a la que me he referido antes. Esto es algotan sutil generalmente, tan difícil de captar, quela gente mediocre -e incluso, simplemente,aquellos que poseen unos nervios bien templa-dos- no comprende ni jota. «Tampoco com-prenderán nada de eso -me dirán ustedes talvez, burlonamente-, los que nunca hayan sidoabofeteados.» Así, ustedes me darán a entendercortésmente que he recibido una bofetada y quehablo con conocimiento de causa. Apuesto loque quieran a que lo han pensado. Pero tran-quilícense, señores, no he sido abofeteado, y,por lo demás, lo que puedan ustedes pensarrespecto a este asunto me tiene completamentesin cuidado. Tal vez soy yo quien lamentahaber repartido pocas bofetadas durante mivida. Pero ¡basta! ¡Ni una palabra más sobreeste tema, por mucho que les interese!

Continúo, pues, hablando con toda calma delas personas de nervios bien templados que no

saborean ciertas sutiles voluptuosidades. Aun-que estos señores mujan como toros en algunoscasos y se enorgullezcan de ello, se desmoro-nan, como ya he dicho, ante lo imposible: antela muralla de piedra. Pero ¿qué muralla es ésa?Evidentemente, son las leyes naturales, los re-sultados de las ciencias exactas, de las matemá-ticas. Si les demuestran a ustedes, por ejemplo,que descienden del mono, será inútil que tuer-zan el gesto: tendrán que aceptarlo. Si les prue-ban que una sola gota de su propia grasa debeser más estimable para ustedes que cien mil delprójimo y que a eso van a parar todas las virtu-des, todas las obligaciones y otras fantasías yprejuicios, no tendrán más remedio que admi-tirlo, porque dos y dos son cuatro. Esto perte-nece al dominio de las matemáticas, y no haydiscusión posible.

«¡Perdone! -gritará alguien-. Usted no puedeprotestar: dos y dos son cuatro. A la naturalezano le preocupan las pretensiones de usted; no lepreocupan sus deseos; no le importa que sus

leyes no le convengan a usted. Está usted obli-gado a aceptarla tal como es y a aceptar todo loque procede de ella. El muro es un muro...»,etcétera. Pero ¿qué importan, Dios mío, las le-yes de la naturaleza y la aritmética si, por unarazón u otra, esas leyes y ese «dos y dos soncuatro» no me complacen? Evidentemente, nopodré romper ese muro con la cabeza, ya quemis fuerzas no bastan para ello; pero me niegoa humillarme ante ese obstáculo por la únicarazón de que sea un muro de piedra y yo notenga fuerzas para calvario.

¡Como si ese muro pudiera procurarme algu-na paz! ¡Como si uno pudiera reconciliarse conlo imposible por la sola razón de que se fundasobre el «dos y dos son cuatro»! ¡Es el mayorabsurdo que puede concebirse!

¡Cuánto más penoso es comprenderlo todo,tener conciencia de todas las imposibilidades,de todos los muros de piedra, y no humillamosante ninguna de esas imposibilidades, anteninguna de esas murallas si ello nos repugna!

¡Cuánto más penoso es llegar, siguiendo lasdeducciones lógicas más ineludibles, a la posi-ción más desesperante respecto a ese temaeterno de nuestra parte de responsabilidad enla muralla de piedra (aunque está claro hasta laevidencia que no tenemos nada que ver coneso), y, en consecuencia, sumergimos, en silen-cio pero rechinando los dientes con voluptuo-sidad, en la inercia, sin dejar de pensar que nisiquiera podemos rebelarnos contra nadie, por-que, en suma, no tenemos enfrente a nadie! ¡Ynunca lo tendremos, porque todo es una farsa,un engaño, un galimatías! No sabemos «qué» ni«quién», pero, a pesar de todos esos engaños yde toda nuestra ignorancia, sufrimos, y tantomás cuanto menos comprendemos.

IV«¡Ja, ja, ja! ¡Si es así, llegará usted a descubrir

cierta voluptuosidad en el dolor de muelas!»,exclamarán ustedes.

Y yo les responderé que sí, que hay cierta vo-luptuosidad en el dolor de muelas. Yo he sufri-do ese dolor durante todo un mes, y sé lo queme digo. En estos casos no nos enfurecemos ensilencio: gemimos. Pero estos gemido carecende franqueza: hay en ellos cierta malignidad. Yahí está precisamente el quid de la cuestión.Esos gemidos expresan la voluptuosidad delque sufre: si el enfermo no experimentara ciertoplacer al quejarse, dejaría de hacerlo. Es un ex-celente ejemplo, señores, y lo voy a desarrollar.

Estos gemidos expresan, en primer lugar, laconciencia humillante de la inutilidad del su-frimiento, su legalidad desde el punto de vistade la naturaleza, sobre la cual usted escupe,pero que le hace sufrir, mientras ella permaneceimpasible. Expresan también que usted com-prende que el enemigo no existe pero no poreso deja de existir el dolor y que, teniendo tan-tos Wagenheim como tiene, es usted esclavo desus muelas. Si a alguno de esos Wagenheim leda por ahí, sus muelas dejarán de atormentarle;

pero si su propósito es otro, su dentadura lehará sufrir todavía tres meses más. Y si se niegausted a inclinarse, si protesta, no hallará otromedio para consolarse que darse de bofetadas oromperse los puños contra el muro de piedra.Pues bien, son precisamente estas crueles ofen-sas, estas burlas que se permite no se sabequién, las que suscitan esa sensación de placer,que llega a veces a la voluptuosidad suprema.

Les ruego, señores, que presten atención a loslamentos de un hombre cultivado del siglo XIXque tiene dolor de muelas desde hace dos o tresdías. Entonces gime de modo distinto que elprimer día, no sólo porque le duele, no comoun grosero campesino, sino como una personainstruida, impregnada de la civilización euro-pea, como un hombre «desligado del suelo na-tal y de los principios nacionales», como se dicehoy. Estos gemidos son malévolos, furiosos yno cesan de día ni de noche. Sin embargo, lavíctima comprende perfectamente que no lesirven para nada. Sabe mejor que nadie que

irrita y tortura a quienes le rodean y que se tor-tura a sí mismo sin provecho alguno. Sabe queel público y la familia ante la cual se lamentaescuchan con desagrado sus quejas, en las queno creen, y comprenden que podría gemir deotro modo, más sencillamente, sin afectación,sin esos gorgoritos y esas exageraciones provo-cadas por la maldad... Y es que justamente enesa humillación a la que acompaña la clarivi-dencia radica la voluptuosidad. «¿De modo queos molesto, que os desgarro el corazón, queimpido dormir a toda la casa? ¡Mejor, no durm-áis! ¡Así os daréis cuenta de que me duelen lasmuelas! ¡Ya no soy para vosotros el héroe quepretendía ser! ¡Ahora soy un malvado, unbribón! ¡Mejor! ¡Incluso me siento feliz al verque al fin me habéis desenmascarado! ¿Os mor-tifica oír mis gemidos? ¡Peor para vosotros!¡Voy a lanzar un gorgorito más afiligranadotodavía!»

¿Continúan ustedes sin comprender, señores?No me extraña; para poder captar todos los

matices de esta voluptuosidad sensual es preci-so poseer una profundidad mental extraordina-ria. ¿Se ríen? ¡Me alegro! Mis bromas, señores,son evidentemente de muy mal gusto. Además,son confusas y suenan a falso. La causa de todoesto es que no siento la propia estimación. Pero¿acaso el que se conoce puede estimarse aun-que sólo sea un poco?

V

¿Puede sentir verdaderamente algún respetopor sí mismo el que se ha dedicado a descubrircierta voluptuosidad en el convencimiento desu propia humillación? No habla en modo al-guno inspirado por un remordimiento pueril.Detesto decir: «¡Perdóname, papá; no lo volveréa hacer!». No porque sea incapaz de pronunciarestas palabras, sino quizá por todo lo contrario:porque soy demasiado capaz de pronunciarlas.

Y, como si lo hiciese adrede, me precipitabahacia delante precisamente cuando no teníanada en absoluto que ver con el asunto. Estoera lo más repugnante. Y entonces me enternec-ía, me lo confesaba todo, lloraba y, al fin, meengañaba a mí mismo, aunque sin intención,pues era mi corazón el que me hacía estas juga-rretas.

En estos casos, ni siquiera podía echar la cul-pa a la naturaleza, a esas leyes que me hanhecho sufrir tantas vejaciones en el curso de miexistencia. Es penoso acordarse de estas cosas,que, además, eran sumamente penosas en elmomento en que ocurrían. Pero basta quetranscurra un minuto para que me enfurezca aladvertir que todo esto es mentira, una mentirainnoble, una comedia infame. ¡Esa contrición,ese enternecimiento, esos propósitos de vidanueva!... Ustedes me preguntarán por qué metorturaba, por qué me retorcía tan cruelmente.Respuesta: porque me aburría permaneciendocon los brazos cruzados. He aquí por qué me

entregaba a semejantes contorsiones. Era esto,se lo aseguro a ustedes. Obsérvense a sí mismoscon atención, y comprobarán que las cosas ocu-rren precisamente así. Yo me imaginaba aven-turas y me creaba una existencia fantástica paravivir fuera como fuese. ¡Cuántas veces, porejemplo, me he enojado sin motivo, sólo porenojarme! Yo era el primero en saber que meirritaba en frío, pero que me iba enardeciendo,y llegaba a encolerizarme sinceramente.

Siempre me han gustado estas cosas. Tanto,que acabé por perder el dominio de mí mismo.Una vez, incluso dos, traté a toda costa deenamorarme. Y hasta llegué a sufrir, palabra.Uno, en el fondo, no cree en su sufrimiento, casise ríe, pero, a pesar de todo, sufre, y muy deveras. Está celoso, está fuera de sí... Y la causade todo esto, señores, es el aburrimiento: lainercia nos aplasta. El fruto legal, el fruto natu-ral de la conciencia es, en efecto, la inercia: noscruzamos de brazos conscientemente. Ya hehablado de esto. Ahora lo repito, lo repito una

vez más: todos los hombres activos, son activosporque son obtusos y mediocres.

¿Cómo se explica esto? He aquí la explica-ción: debido a su estrechez de espíritu, tomanlas causas secundarias, inmediatas, por lasprincipales; y mucho más fácilmente, muchomás rápidamente que los no obtusos, se imagi-nan haber encontrado las razones sólidas, fun-damentales, de su actividad. Y así se tranquili-zan, que es lo principal. Pues para poder obrarhay que conseguir de antemano una perfectatranquilidad y no tener el menor resto de duda.

Pero ¿cómo puedo conseguir yo esta tranqui-lidad de espíritu? ¿Dónde puedo hallar losprincipios fundamentales sobre los que levan-tar mi edificio? ¿Dónde está mi base, adóndepuedo ir a buscarla?

Me entrego al pensamiento. Dicho de otromodo, en mí, toda idea provoca inmediatamen-te otra, y así continúa sucediendo hasta el infi-nito. Tal es la esencia de todo pensamiento, de

toda conciencia. Nos volvemos, pues, a encon-trar ante las leyes de la naturaleza. ¿Con quéresultado? ¡Éste es siempre el mismo, recuér-denlo! Les he hablado hace poco de la vengan-za (y estoy seguro de que ustedes no han llega-do al fondo de la cuestión). Dicen que el hom-bre se venga porque considera que esto es justo.Éste ha encontrado, pues, el principio funda-mental que buscaba: la justicia. Está, por lo tan-to, completamente tranquilo y se venga congran serenidad y pleno éxito, persuadido comoestá de que realiza una acción justa y honrada.pero yo no veo en la venganza nada justo nibueno; en consecuencia, si trato de vengarme espor pura maldad. Evidentemente, la cólerapodría vencer todas las vacilaciones y, por lotanto, desempeñar con éxito el papel de estarazón fundamental, precisamente porque nopuede ser considerada como tal razón. Pero¿qué le vamos a hacer, si no soy lo suficiente-mente malvado? (Ya lo vengo diciendo desde elprincipio.)

Mi cólera está sometida a una especie de des-composición química, en virtud precisamentede esas malditas leyes de conciencia. Apenasdistingo el objeto de mi odio, he aquí que éstese desvanece, los motivos se disipan, el respon-sable se volatiliza, el insulto deja de ser insultoy se presenta como obra del destino, como algosemejante a un dolor de muelas, al que todo elmundo está expuesto. y entonces mi único con-suelo es romperme los puños contra la pared.En la imposibilidad de encontrar las causasprimeras, renuncio, pues, a mi venganza conun desdén afectado. ¡Ah, si tratase uno deabandonarse a sus sentimientos, ciegamente,sin reflexión alguna, sin buscar ninguna razón,alejando de sí toda conciencia, aunque no fueramás que por algún tiempo!... ¡Entonces la cosasería muy distinta! ¡Maldice o adora, pero noestés con los brazos cruzados! Desde el día si-guiente te despreciarás por haberte engañado ati mismo a sabiendas. Resultado final: pompasde jabón, inercia...

¡Ah, señores!, es posible que me considere in-teligente en extremo por la única razón de queen mi vida no he logrado empezar ni acabarnada. No soy, pues, más que un charlatán, uninofensivo charlatán, un pesado como todosnosotros. Pero ¿qué le voy a hacer, señores, si eldestino del hombre inteligente es charlar, esdecir, verter agua en un tamiz?

VI

¡Ah, si sólo hubiese sido un perezoso! ¡Cómome habría respetado a mí mismo! Me habríarespetado porque me habría visto capaz, por lomenos, de tener pereza, porque habría poseídouna cualidad definida y la seguridad de poseer-la. Pregunta: ¿quién eres? Respuesta: ¡un pere-zoso! Habría sido verdaderamente agradableoírse llamar así. Quedas definido claramente:hay, pues, algo que decir de tu persona... «¡Ohperezoso!» ¡Es un título, una función, una ca-

rrera, señores! No se rían; es así. Entonces yohabría sido por derecho propio miembro delprimer club del universo y habría pasado lavida respetándome. Conocí a un señor que sesentía orgulloso de llamarse Laffitte. Conside-raba esta particularidad como una gran virtud,y no dudó nunca de sí mismo. Murió con laconciencia no sólo tranquila, sino triunfante, ytenía motivos para ello. Si yo hubiese sido unperezoso, me habría elegido una carrera: habríasido perezoso y gastrónomo; no un glotón vul-gar, sino un regalón que se interesaría por «to-do lo bello y sublime». ¿Qué les parece a uste-des? Hace ya mucho tiempo que pienso en esto.«Lo bello y lo sublime» gravitan pesadamentesobre mi nuca desde que tengo cuarenta años!Pero ¿qué habría ocurrido antes? ¡Antes habríasido todo distinto! Habría encontrado en segui-da una actividad adaptada a mi carácter; porejemplo, beber a la salud de todas las cosas «be-llas y sublimes». Habría aprovechado todas lasocasiones de beber por «lo bello y lo sublime»

después de haber dejado caer alguna lágrimaen mi copa. Habría convertido todas las cosasen «bellas y sublimes »; habría descubierto «lobello y lo sublime» incluso en las basuras másevidentes; habría vertido lágrimas a raudalescomo el líquido que sale de una esponja. Unpintor, por ejemplo, pinta un cuadro digno deGhé, e inmediatamente bebo a la salud del ar-tista, porque adoro todo lo que es «bello y su-blime». Un poeta escribe ¡Cómo gusta a todos!, ybebo al punto a la salud de todos, porque adoro«lo bello y lo sublime». Esto me procurará elrespeto general. Exigiré ese respeto; perseguirécon mi cólera al que me lo niegue. Así, habríavivido apaciblemente y muerto solemnemente.¿No es admirable? ¿No es exquisito? y habríadejado que se me desarrollara un vientre tanopulento, una nariz tan grasienta y un mentóntan redondeado, que el mundo habría excla-mado al verme: «¡He ahí un hombre verdadero,un ser positivo!». Digan ustedes lo que digan,

es muy agradable oírse llamar cosas semejantesen nuestro siglo tan esencialmente negativo.

VII

¡Pero esto no es más que un sueño dorado!Díganme: ¿quién fue el primero que dijo, queproclamó que el hombre comete villanías sóloporque no sabe ver cuáles son sus propios in-tereses, y que si lo ilustrasen, si le abriesen losojos ante sus verdaderos intereses, ante susintereses normales, dejaría inmediatamente decometer villanías y se convertiría acto seguidoen un hombre bueno y honrado, puesto que,ilustrado por la ciencia y comprendiendo susverdaderos intereses, obtendría las ventajas queel bien proporciona? Como se sobrentiende quenadie puede obrar a sabiendas contra su propiointerés, el hombre se vería obligado, por decirloasí, a hacer el bien. ¡Como un niño! ¡Como unniño puro e ingenuo!

Pero ¿acaso el hombre, en el curso de sus mi-les de años de vida en la Tierra, ha obradosiempre al dictado de su interés? ¿Qué haremosentonces de esos millones de hechos que atesti-guan que los hombres, aún advirtiendo cuál essu interés, lo relegan a un segundo plano y si-guen un camino completamente distinto, llenode riesgos y azares? No están obligados a ello,pero parecen querer evitar la ruta que se lesindica y trazarse libremente, caprichosamente,otra llena de dificultades, absurda, oscura, ape-nas visible. Ello prueba que esa libertad les se-duce más que sus propios intereses... ¡Intereses!¿Qué es el interés? ¿Se comprometen ustedes adefinirme con toda exactitud en qué consiste elinterés del hombre? ¿Qué dirán ustedes si unbuen día se comprueba que el interés humanoen ciertos casos puede, o incluso debe, consistiren desear no una ventaja, sino un perjuicio? Sies así, si puede presentarse el caso, todo se de-rrumba. ¿Qué creen ustedes? ¿Se puede presen-tar un caso semejante?

¿Se ríen ustedes? ¡Ríanse, señores, pero res-pondan! ¿Están exactamente clasificados losintereses humanos? ¿No hay algunos que nofiguran ni pueden figurar en las clasificacionesformadas por ustedes? Porque, que yo sepa,señores, ustedes han catalogado los intereseshumanos de acuerdo con las cifras medias delas estadísticas y de las fórmulas económico-científicas. Los intereses humanos son, pues,según ustedes, la riqueza, la tranquilidad, lalibertad, etcétera. Tanto, que el hombre querechace a sabiendas y ostensiblemente ese catá-logo debe ser considerado, en opinión de uste-des (y en la mía también, por lo demás), comoun oscurantista, como un loco. ¿No es así? Perohe aquí algo muy extraño; ¿cómo es posible queesos estadísticos, esos sabios, esos filántropos,dejen siempre a un lado cierto elemento en suscálculos de los intereses humanos? Ni siquieralo tienen en cuenta en sus fórmulas, por lo quefalsean resultados. Sin embargo, no sería difícilintroducir el elemento en cuestión. ¿Por qué no

lo hacen? ¿Por qué no lo introducen para com-pletar la lista? La dificultad procede de quedicho elemento es tan particular, que no puedeencontrar sitio en ninguna clasificación ni ins-cribirse en ninguna lista.

He aquí un ejemplo. Tengo un amigo... Pero¡ahora que caigo!, ustedes lo conocen también:es amigo de todo el mundo.

Cuando ese señor se dispone a obrar, empie-za por explicarles a ustedes con toda claridad,con bellas y ampulosas frases, cómo ha de con-ducirse para obedecer a la razón, a la verdad.Es más, hablará con pasión, con entusiasmo, delos intereses reales y normales de la humani-dad: se burlará de la ceguera de los tontos queno comprenden ni sus verdaderos intereses niel verdadero valor de la virtud. Pero un cuartode hora después, no más, sin razón alguna, porefecto de un impulso interior más poderoso quetodas las consideraciones de interés, hará algoridículo, cometerá alguna tontería, o sea queobrará en contra de todos los preceptos que ha

defendido momentos antes, en contra de larazón, de sus intereses..., de todo... Por otraparte, les advierto que mi amigo es una perso-nalidad colectiva; de modo que es imposiblecondenarlo a él solo. ¡Precisamente a este puntoquería llegar, señores! ¿Acaso no hay algo quees para todos nosotros más querido que nues-tros más altos intereses? Dicho de otro modo(para no violar la lógica), ¿no existe para noso-tros un interés (el que se deja de lado, ese delque acabamos de hablar) más interesante quetodos los demás intereses, más alto que todosellos, un interés por el que el hombre está dis-puesto a obrar, si es preciso, en contra de todaslas reglas, es decir, en contra de la razón, sacri-ficando a él su honor, su paz, su felicidad, todaslas cosas bellas y convenientes, en una palabra,sólo por obtener una que es más querida paraél que todas las demás, una en la que ve su in-terés supremo?

«Sí -me dirán ustedes-, pero eso es tambiénun interés...»

¡Permítanme! Voy a explicarme. No podía-mos seguir adelante sin aclarar las cosas. Losingular de ese interés es que destruye las co-sas. Lo singular de ese interés es que destruyetodas nuestras clasificaciones y derriba todoslos sistemas edificados por los amigos del géne-ro humano para la felicidad del hombre. Enuna palabra, es un estorbo, un obstáculo. Peroantes de decirles a ustedes cuál es ese interés,quiero comprometerme personalmente, y afir-mo con toda resolución que esos hermosos sis-temas, esas teorías que pretenden explicar a lahumanidad en qué consisten sus interesesnormales, a fin de que ella decida al punto servirtuosa y noble para amoldarse a ellos, todoeso es pura palabrería. Creer que la renovacióndel género humano pueda realizarse dándole aconocer sus verdaderos intereses equivale, enmi opinión, a admitir con Buckle que la civili-zación aplaca al hombre, el cual va perdiendopoco a poco sus instintos sanguinarios y gue-rreros. Buckle llega a este resultado lógicamen-

te, a mi entender. Pero el hombre siente tal pa-sión por los sistemas, por las deducciones abs-tractas, que está dispuesto a disfrazar la ver-dad, a cerrar los ojos y a taparse los oídos antela verdad, sólo por justificar su lógica.

Voy a poner un ejemplo convincente. ¡Mirenalrededor! La sangre corre a raudales, inclusoalegremente, como champán. ¡Observen nues-tro siglo XIX, en el que ha vivido Buckle! ¡Mi-ren a Napoleón, al otro, al grande, y al de hoy!¡Observen a América del Norte y su unión,fundada para toda la vida! ¡Vean, en fin, a esoscaricaturescos Schleswig y Holstein! ¿Qué es,entonces, lo que dulcifica en nosotros la civili-zación? La civilización se limita a aumentar elnúmero de nuestras sensaciones. Gracias a ello,es muy posible que el hombre acabe por descu-brir cierta voluptuosidad en el derramamientode sangre. Es más, ya se ha dado algún caso.

¿Han observado ustedes que los sanguinariosmás temibles han sido siempre señores súper-civilizados, y que junto a ellos todos los Atilas y

todos los Stegnka Rasin harían un triste papel?Que esos señores tengan menos notoriedad sedebe a que los vemos con más frecuencia y noshemos acostumbrado a ellos. Desde luego, lacivilización no ha hecho al hombre más san-guinario, pero sí más vil, más cobardementesanguinario. Tiempo atrás, el hombre se consi-deraba con derecho a derramar sangre: y, con laconciencia perfectamente tranquila, suprimía aquien se le antojaba. Hoy, aún considerandoque el derramamiento de sangre es una malaacción, seguimos matando, e incluso matamoscon más frecuencia que antes. ¿Es esto mejor?Decídanlo ustedes mismos. Se dice que Cleopa-tra (excusen este ejemplo extraído de la historiaromana) se divertía clavando agujas en el pechode sus esclavas y que le producían gran placerlos gritos y contorsiones de las víctimas. Medirán ustedes que esto ocurría en una época untanto bárbara; que nuestro siglo es bárbarotambién, ya que todavía se dan alfilerazos; queel hombre, aunque tenga una comprensión más

clara de las cosas que en aquellos atrasadostiempos, no ha podido aún acostumbrarse aseguir las reglas de la razón y de la ciencia. Pe-ro ustedes están convencidos de que se acos-tumbrará cuando se haya desembarazado com-pletamente de ciertas malas tendencias, cuandoel sentido común y la ciencia hayan reeducadocompletamente la naturaleza humana y lahayan orientado por un camino normal. Uste-des están seguros de que entonces el hombrecesará de errar deliberadamente y se verá, pordecirlo así, en la imposibilidad de desear opo-nerse a sus intereses normales.

Pero hay más aún. Entonces (hablan ustedes)la ciencia hará saber al hombre (aunque, en miopinión, esto es como un lujo superfluo) que noha tenido nunca voluntad ni caprichos y queviene a ser, en suma, como una tecla de piano oun pedal de órgano. De modo que obra, no deacuerdo con su voluntad, sino al dictado de lasleyes de la naturaleza. Bastará, pues, descubrirestas leyes para que no se pueda considerar al

hombre responsable de sus actos, y entonces lavida será para él sumamente fácil. Medianteestas leyes, todas las acciones humanas sepodrán calcular tan matemáticamente como loslogaritmos, hasta la cien milésima, y se inscri-birán en las efemérides, o se harán con ellaslibros importantes, del tipo de nuestros diccio-narios enciclopédicos, en los que todo estarátan exactamente calculado y previsto, que ya nohabrá aventuras... y ni siquiera acciones.

Entonces (siguen hablando ustedes) se esta-blecerán nuevas relaciones económicas, que sefijarán, igualmente, con precisión matemática,tanto, que los problemas desaparecerán inme-diatamente, por la sencilla razón de que sehabrán descubierto sus soluciones. Entonces seedificará un vasto palacio de cristal. Entoncesveremos el Pájaro de Fuego. Entonces... No sepuede garantizar (soy yo quien habla ahora)que eso no sea horriblemente aburrido (¿quépuede uno hacer, si todo está calculado y fijadopreviamente?). En compensación, todos serán

sabios. Evidentemente, el aburrimiento puedeser un mal consejero: es el aburrimiento lo quenos mueve a clavar agujas de oro en la carneajena... Pero esto no tiene importancia. Lo im-portante, lo grave es (sigo hablando yo) que elhombre pueda sentirse feliz de tener al alcancede la mano agujas de oro. El hombre es necio,necio de remate. Y todavía es más ingrato quenecio: es difícil encontrar un ser más ingratoque él. Por eso no me sorprendería lo másmínimo ver erguirse de pronto en medio de esafelicidad un gentleman desprovisto de elegancia,de rostro «retrógrado» y burlón, y que nos dije-ra, poniéndose en jarras: «¡Bueno, señores!¿Cuándo vamos a echar abajo, al polvo, de unsolo puntapié, toda esta clarividente felicidad,aunque sólo sea para enviar los logaritmos aldiablo y poder vivir de nuevo con arreglo anuestra estúpida fantasía?» Y aún hay algo pe-or, y es que muy pronto ese personaje tendría,sin duda, discípulos. El hombre es así. Y la cau-sa de todo es una cosa ínfima, que, al parecer,

se podría pasar por alto sin riesgo alguno. Esacausa es que el hombre, quienquiera que sea,aspira siempre y en todas partes a obrar deacuerdo con su voluntad y no con arreglo a lasprescripciones de la razón y del interés. Ahorabien, la voluntad de uno puede, y a veces inclu-so debe (esta idea es de mi propiedad), oponersea sus intereses. Mi voluntad; mi libre albedrío;mi capricho, por insensato que sea; mi fantasíasobreexcitada hasta la demencia... Esto es loque se aparta a un lado, éste es el precioso in-terés que no tiene espacio en ninguna de esasclasificaciones que componen ustedes y querompe en mil pedazos todos los sistemas, todaslas teorías.

¿De dónde se han sacado nuestros sabios queel hombre necesita voluntad normal y virtuosa?¿Por qué suponen que el hombre aspira a pose-er una voluntad ventajosa y razonable? Elhombre sólo aspira a tener una voluntad inde-pendiente, cualesquiera que sean el precio y los

resultados. Pero el diablo sabe lo que cuesta esavoluntad...

VIII

«¡Ja, ja, ja! ¡Pero si la voluntad no existe! -meinterrumpen ustedes-. La ciencia ha conseguidodisecar tan perfectamente al hombre, que yasabemos que la voluntad y el libre albedrío sonsolamente...»

¡Permítanme, señores! Yo me disponía a em-pezar así. Y confieso que incluso he sentidomiedo. Iba a exclamar que sólo el diablo sabede qué depende la voluntad y que esto esquizás una gran suerte. Pero he pensado en laciencia y me he mordido la lengua. Entoncesme han interrumpido ustedes. Ciertamente, sise logra descubrir la fórmula de todos nuestrosdeseos, de todos nuestros caprichos; es decir,de dónde proceden, cuáles son las leyes de sudesarrollo, cómo se reproducen, hacia qué obje-

tivos tienden en tales o cuáles casos, etc., esprobable que el hombre deje inmediatamentede sentir deseos. ¿He dicho «probable»? ¡No, esseguro! ¿Qué satisfacción puede proporcionarledesear solamente de acuerdo con tablas decálculos? Pero aún hay más. El hombre descen-derá inmediatamente a la categoría de unasimple tuerca. Porque ¿qué es un hombre des-pojado de deseo y voluntad, sino una tuerca,un simple engranaje? ¿Qué opinan ustedes so-bre esto? Examinemos las probabilidades:¿puede ocurrir o no?

«¡Hum -dicen ustedes-. Nuestros deseos sonequivocados con gran frecuencia, porque noso-tros nos equivocamos en la valoración de nues-tros intereses. Aspiramos a cosas inconvenien-tes porque nuestra estupidez nos hace creer quepretendemos lo que nos conviene. Peor cuandonos lo hayan explicado todo, cuando todo sehaya puesto en orden y fijado previamente (loque es muy posible, pues es una tontería creerque ciertas leyes de la naturaleza van a ser

siempre indescifrables), es evidente que ya nohabrá sitio para los deseos. Si nuestra voluntadse enfrenta con nuestra razón, podremos razo-nar y no desear, ya que a un ser que razona lees imposible desear estupideces, ir consciente-mente en contra de la razón, perjudicarse a sa-biendas... y como todos los deseos y todos losrazonamientos podrán calcularse con anticipa-ción, ya que con toda seguridad se habrán des-cubierto las leyes de nuestro libre albedrío, seráposible (no bromeo) confeccionar una especiede deseos y desear ateniéndonos a ella. Supon-gamos que me prueban un día que si he mos-trado el puño a alguien es porque no podíaobrar de otra manera, porque tenía que apretarel puño como lo he hecho. ¿De qué libertaddispongo entonces, sobre todo si soy un sabiodiplomado? Por consiguiente, me será posiblecalcular mi existencia con treinta años de anti-cipación. En una palabra, si tal cosa sucede,tendremos que limitamos a comprender. Yhabremos de repetimos sin descanso que en

esos momentos la naturaleza no se preocupa enabsoluto por nosotros y que, por lo tanto,hemos de aceptarla como es y no como la ve-mos cuando la adorna nuestra fantasía, y quehay que aceptar el alambique, pues, de lo con-trario, el alambique seguirá funcionando sinnuestra aprobación.»

Y aquí es, precisamente, donde aparece paramí la dificultad... Pero excúsenme por estasfilosofías. No olviden que tengo cuarenta añosde subsuelo. Permítanme que dé rienda suelta ami fantasía. Desde luego, señores, la razón esuna cosa excelente: de esto no hay duda. Perola razón es la razón, y sólo satisface a la facul-tad razonadora del hombre. En cambio, el de-seo es la expresión de la totalidad de la vidahumana, sin excluir de ella la razón ni losescrúpulos; y aunque la vida, tal como ella semanifiesta, suela tener un aspecto desagrada-ble, no por eso deja de ser la vida y no la ex-tracción de una raíz cuadrada.

Yo deseo vivir dando satisfacción a todas misfacultades vitales y no únicamente a mi facul-tad de razonar, que no representa, en suma,sino la vigésima parte de las fuerzas que hay enmí. ¿Qué sabe la razón? Únicamente lo que haaprendido (nunca sabrá más, seguramente.Esto no es un consuelo, pero no hay que disi-mularlo). En cambio, la naturaleza humanaobra con todo su peso, por decirlo así, con todosu contenido, a veces con plena conciencia y aveces inconscientemente. Comete algunas pifiaspero vive.

Sospecho, señores, que ustedes me miran concierto desdén: me repiten que a un hombre cul-to, al hombre del porvenir, en una palabra, le esimposible desear deliberadamente lo que escontrario a sus intereses. Esto es tan claro comolas matemáticas. Estoy completamente deacuerdo: tiene una claridad y una exactitudmatemáticas. Pero les repito por centésima vezque existe una excepción, que hay hombres quepueden desear lo que saben que es desfavora-

ble para ellos, lo que les parece estúpido, insen-sato; hombres que obran así sólo por eludir laobligación de escoger lo provechoso, lo digno.Porque esa insensatez, ese capricho, es quizá,señores, lo más ventajoso que existe para noso-tros en la tierra, sobre todo en ciertos casos.Incluso es posible que esta ventaja sea superiora todas las demás aunque sea evidente que nosperjudica y contradice las conclusiones mássanas de nuestro razonamiento. Y es que nosconserva lo principal, lo que más queremos:nuestra personalidad. Algunos afirman queesto es precisamente lo más preciado que te-nemos. La voluntad puede querer a veces po-nerse de acuerdo con la razón, sobre todo si nose abusa de este acuerdo, si se aprovecha mo-deradamente. Pero con gran frecuencia, inclusocasi siempre, la voluntad se niega obstinada-mente a ponerse de acuerdo con la razón, yentonces... entonces... Pero ¿saben ustedes quetambién esto es muy útil y digno de aproba-ción?

Admito, señores, que el hombre no es un serirracional. En verdad, puede no serlo, pues, silo fuera, ¿quién podría representar la inteligen-cia? Pero, aún no siendo irracional, es mons-truosamente ingrato, extraordinariamente in-grato. Yo incluso creo que es la mejor definiciónque se puede dar del hombre: «ser bípedo eingrato». Esto no es todo; éste no es su principaldefecto. Su peor defecto es su mal carácter, de-fecto que ha exhibido constantemente desde eldiluvio universal hasta el período schleswig-holsteiniano de nuestra historia. Mal carácter yen consecuencia, conducta irrazonable, puessabido es que ésta procede de aquél. Comprué-benlo. Lancen una mirada a la historia de lahumanidad. ¿Qué ven ustedes? ¿Dicen que esgrandiosa? Sí, es posible. El coloso de Rodaspor sí solo representa ya algo. No en vano elseñor Anajevski nos informa de que, segúnunos, este coloso fue obra de los hombres,mientras otros afirman que fue producto de lasfuerzas naturales. A lo mejor, los ha impresio-

nado a ustedes la variedad. Pues la variedad nofalta en la historia. Para convencerse de ellobasta echar una ojeada a los uniformes de gala,civiles y militares, y si se añade a éstos los demedia gala, uno se pierde en un mar de uni-formes. Ni siquiera un historiador resistiría laprueba. ¿Que la historia peca de monotonía?Cierto. Todo son combates. Se combate hoy, secombatió ayer y se combatirá mañana. ¡Es in-cluso demasiado monótono!

En resumen, que todo se puede decir de lahistoria universal, todo lo que acuda a cual-quier imaginación, incluso a la más insensata.Pero es imposible decir que es razonable; loadvertiréis desde la primera sílaba. Además, heaquí lo que sucede constantemente: surgenhombres razonables y de costumbres juiciosas,filántropos cuyo objetivo es llevar una existen-cia razonable y honrada, a fin de predicar conel ejemplo y demostrar a sus semejantes que sepuede vivir juiciosamente. Pero ¿qué ocurre?Que muchos de estos amantes de la modera-

ción terminan más tarde o más temprano, porhacer traición a sus ideas y comprometerse enactos escandalosos.

Siendo así, díganme ustedes qué se puede es-perar del hombre, de ese ser dotado de cuali-dades tan extrañas. Prueben a volcar sobre éltodos los bienes de la Tierra; sumérjanlo en lafelicidad tan profundamente que sólo se perci-ban en la superficie algunas burbujas; satisfa-gan sus necesidades económicas hasta el puntode que sus únicas ocupaciones sean dormir,comer pan de especias y pensar en el modo deprolongar la historia universal...; hagan todoesto, y verán como el hombre, por pura ingrati-tud, por necesidad de envilecerse, les corres-ponde cometiendo alguna villanía. Incluso co-rrerá el riesgo de perder sus panes de especiasy volverá a caer en las necedades más peligro-sas, en los absurdos menos ventajosos, sólo pormezclar a esa sensatez positiva un elementofantástico, pernicioso. Precisamente sus sueñosmás fantásticos y sus más vulgares tonterías es

lo que pretenderá conservar, sólo para demos-trarse a sí mismo (como si esto fuera necesario)que los hombres son hombres y no teclas depiano, aunque en verdad lo son para las leyesde la naturaleza, que las tocan, y con tal brío,que pronto no será posible desear nada sin an-tes consultar el calendario. Además, incluso sise comprobara que el hombre no es más queuna tecla de piano y se le demostrase matemá-ticamente, el hombre no sentaría la cabeza: se-guiría haciendo disparates, solamente para evi-denciar su ingratitud y su conducta caprichosa.y si los demás medios le fallan, se sumergirá enla destrucción, en el caos. Será capaz de provo-car cualquier desastre únicamente para hacer loque se le antoje. Lanzará maldiciones contra elmundo, y como sólo el hombre puede maldecir(éste es el privilegio que más claramente lo dis-tingue de los demás animales), conseguirá susfines, que son convencerse de que es un hom-bre y no una tuerca.

Si me dicen ustedes que el caos, las tinieblas ylas maldiciones pueden estar también calcula-dos de antemano y tan exactamente que estecálculo paralizará el impulso del hombre, y, porlo tanto, la razón triunfará una vez más; si medicen esto, les contestaré que el hombre notendrá ya más que un medio para hacer su vo-luntad: volverse loco.

Estoy seguro de esto, pues no cabe duda deque la mayor preocupación del hombre ha sidosiempre demostrarse a sí mismo que es unhombre y no un engranaje. Arriesgaba en ellosu existencia, pero se lo demostraba; vivía co-mo un troglodita, pero se lo demostraba. Y,después de todo esto, ¿cómo no pecar, cómo nofelicitarse de que no hayamos llegado todavíaal papel de tuerca y de que nuestra voluntaddependa aún de no saben qué?

Ustedes exclamarán (si me hacen todavía elhonor de lanzar exclamaciones) que nadiepiensa privarme de mi voluntad, que sólo setrata de arreglar las cosas de modo que mi vo-

luntad por sí misma, por su propia iniciativa,pueda acomodarse a mis intereses normales, alas leyes naturales, a la aritmética.

¡Pero díganme, señores! ¿Qué quedará de mivoluntad cuando lleguemos a las tablas decálculos, cuando no haya más que eso de «dosy dos son cuatro»? Dos y dos serán cuatro sinque mi voluntad se mezcle en ello. ¡La voluntadaspira, evidentemente, a otra cosa!

IX

Bien sé, señores, que estoy bromeando y quemis bromas no tienen gracia. Pero es que noson únicamente bromas. Bromeo rechinandolos dientes. Hay cuestiones que me atormentan,señores. Ayúdenme a resolverlas. Ustedes pre-tenden librar al hombre de sus antiguos hábitosy corregir su voluntad adaptándola a las leyesde la ciencia y de acuerdo con el sentido

común. Pero ¿están ustedes seguros de que esnecesario corregir al hombre? ¿En qué se fun-dan ustedes para creer que la voluntad delhombre requiere una educación? ¿Por qué cre-en que esta educación ha de serle útil? Y, paradecirlo todo, ¿por qué están ustedes tan con-vencidos de que siempre es ventajoso para elhombre no ir en contra de sus intereses norma-les, reales, garantizados por el razonamiento yla aritmética? Esto no es, en resumidas cuentas,más que una suposición de ustedes. Inclusoaunque una sea la ley lógica, ¿es acaso la leyhumana? Ustedes se dirán que estoy loco. Peropermítanme explicarme.

Admito que el hombre es un animal esen-cialmente constructor, obligado a dirigirse asabiendas a un objetivo, sea el que fuere. Si esun ingeniero, ha de trazar sin descanso nuevasvías en no importa qué direcciones. Pero quizáprecisamente por esta causa siente a veces eldeseo de salirse por la tangente. Lo hace nosólo porque está condenado a trazar caminos,

sino también porque, por muy necio que sea elhombre de acción, comprende a veces que loscaminos conducen siempre a alguna parte, y queno es su dirección lo que importa, sino el hechode que lo conduzcan a un lugar determinado.Así, al hombre juicioso no se le ocurrirá despre-ciar su profesión de ingeniero y no se entregaráa la pereza, la cual es, como todo el mundo sa-be, la madre de todos los vicios. Es indiscutibleque al hombre le encanta trazar y construir ca-minos; pero también adora la destrucción y elcaos. ¿Por qué?, díganme... Pero antes quierodecir algo más sobre este asunto.

Tal vez le gusten la destrucción y el caos (aveces le gustan; esto es indiscutible), porquetiene un temor instintivo a alcanzar la meta yterminar el edificio que construye. ¡Vaya usteda saber! Acaso este edificio sólo le gusta de le-jos. Puede ser que le guste construirlo, pero novivir en él, y esté dispuesto a abandonarlo auxanimaux domestiques: a las hormigas, a los carne-ros, etc. Las hormigas tienen otros gustos; po-

seen un edificio verdaderamente extraordinarioen su género: el hormiguero.

Las dignas hormigas empezaron construyen-do hormigueros, y es probable que sigan cons-truyéndolos eternamente, lo que hace honor asu constancia y a su sentido práctico. Pero elhombre es un ser versátil, y es posible que, co-mo al jugador de ajedrez, le guste sólo la ac-ción, sin importarle el objetivo que se puedealcanzar. Y, ¿quién sabe?, acaso el único objeti-vo que persigue la humanidad consista en eseesfuerzo, en esa acción; dicho de otro modo, talvez la vida no tenga meta exterior, meta que,evidentemente, no puede ser más que ese «dosy dos son cuatro», es decir, una fórmula. Ahorabien, «dos y dos son cuatro» es un principio demuerte y no un principio de vida. En todo caso,el hombre teme siempre a ese «dos y dos soncuatro», y yo también le temo.

Cierto que el hombre sólo se ocupa en la bus-ca de ese «dos y dos son cuatro», cruza océa-nos, arriesga su vida en este empeño..., pero les

aseguro que teme encontrarlo, pues cuando décon él, ya no tendrá nada que hacer. Terminadosu trabajo y recibida la paga, los obreros se vana la taberna, y luego completan la noche deesparcimiento de modo que tienen para toda lasemana. Pero nuestro hombre es muy diferente.Se observa en él cierta desazón cada vez quealcanza uno de sus objetivos. Desea aproximar-se a la meta, pero cuando llega, no se sientesatisfecho. Esto es verdaderamente gracioso. Yes que el modo de ser del hombre es algo tancómico como un buen chiste. En fin, sea comofuere, eso de «dos y dos son cuatro» es algosumamente desagradable. Yo lo calificaría deprocaz. «Dos y dos son cuatro» nos desafía coninsolencia. Con los brazos en jarras se planta enmedio de nuestro camino y nos escupe al ros-tro. Admito que eso de «dos y dos son cuatro»es una cosa excelente; pero puesto a alabar, lesdiré que «dos y dos son cinco» es también, aveces, algo encantador.

Pero díganme: ¿en qué se fundan ustedes pa-ra estar convencidos de que sólo es necesario lonormal, lo positivo, el bienestar en una pala-bra? ¿Acaso la razón no se equivoca en susapreciaciones? Es posible que el hombre deseeúnicamente el bienestar. Pero ¿no es igualmen-te ,posible que desee el sufrimiento? ¿Acaso elsufrimiento no podría ser para él ventajoso co-mo el bienestar? El hombre, a veces, desea apa-sionadamente el sufrimiento: está comprobado.No hay necesidad de ir a consultar sobre estepunto a la historia universal. Pregúntense uste-des a sí mismos; les bastará ser hombres pararesponderse, por poco que hayan sufrido. Siquieren conocer mi opinión personal, les diréque es incluso inconveniente desear únicamen-te el bienestar. ¿Está esto bien?, ¿está mal? Nolo sé. Pero es lo cierto que a veces resulta enextremo agradable romper algo. No es que yodefienda precisamente el sufrimiento o el bien-estar: lo que defiendo es mi capricho, y lucharé,si es preciso, para que se me garantice. Ya sé

que en los sainetes no se admite el sufrimiento.Pero tampoco se le puede admitir en un palaciode cristal, pues el sufrimiento entraña duda ynegación, y ¿qué sería de un palacio de cristaldel que se pudiera dudar? Estoy seguro de queel hombre no renunciará jamás al verdaderosufrimiento, es decir, a la destrucción y al caos.

¡El sufrimiento!... ¡Pero si es la única causa dela con, ciencia! Cierto que les he dicho al prin-cipio que la conciencia, a mi entender, es unode los mayores males del hombre. Pero el hom-bre la quiere y no la cambiará por ninguna sa-tisfacción. La conciencia es infinitamente supe-rior a «dos y dos son cuatro». Después de «dosy dos son cuatro» no queda, evidentemente,nada, no sólo nada que hacer, sino incluso nadaque saber. Lo único que podemos hacer enton-ces es obturar nuestros cinco sentidos y entre-gamos a la contemplación. Verdad es que conla conciencia se llega a un resultado idéntico, esdecir, a la inacción, pero en ese caso podemos,por lo menos, damos latigazos de vez en cuan-

do, lo que vivifica un poco el espíritu. Es unsistema muy reaccionario, pero más vale esoque nada.

X

Ustedes creen en el palacio de cristal, indes-tructible, eterno, al que no se le podrá sacar lalengua ni mostrar el puño a escondidas. Puesbien, yo desconfío de ese palacio de cristal, talvez justamente porque es de cristal e indestruc-tible y porque no se le podrá sacar la lengua, nisiquiera a escondidas.

Verán ustedes: si en vez de un palacio de cris-tal tengo un simple gallinero, cuando lluevapodré cobijarme en él; pero, aunque le esté muyagradecido por haberme preservado de la llu-via, no lo tomaré por un palacio. Ustedes seríen y me dicen que en este caso un palacio yun gallinero tienen el mismo valor. Y yo les

responderé que así es, pero que no vivimos sólopara no mojarnos.

¿Qué le vamos a hacer si se me ha metido enla cabeza que no se vive solamente para eso yque hay que vivir en un palacio? Ésta es mivoluntad porque éste es mi deseo. Y ustedes noconseguirán despojarme de mi voluntad si nomodifican mis deseos. Pueden intentarlo, pre-sentarme otro objetivo, ofrecerme otro ideal.Pero hasta que logren su propósito, me niego atomar un gallinero por un palacio de cristal. Esposible que el palacio de cristal sea sólo un mi-to, que las leyes de la naturaleza no lo admitany que lo haya inventado yo neciamente, impul-sado por ciertas costumbres irracionales denuestra generación. Pero ¿qué me importa queese palacio sea inadmisible? ¿Qué me importa,si existe en mis deseos o, para decirlo con másexactitud, si existe mientras existan mis deseos?Se ríen ustedes de nuevo, ¿verdad? Bien, ríansetanto como les plazca. Acepto todas las burlaspero me niego a decirme que estoy saciado

cuando todavía tengo hambre. No me confor-maré con un compromiso, con un cero que serenueva indefinidamente, por la única razón deque está de acuerdo con las leyes naturales yexiste realmente. No admitiré que el corona-miento de mis deseos pueda ser una casa deladrillo con alojamientos baratos cedidos enarrendamiento para mil años y que ostente elrótulo del dentista Wagenheim. Destruyan misdeseos, derriben mi ideal, preséntenme unameta mejor, y yo los seguiré. Me dirán ustedes,tal vez, que no vale la pena preocuparse por mí;pero piensen que yo puedo responderles lomismo. Estamos discutiendo seriamente, peroles advierto que si ustedes no se dignan conce-derme su atención, no me echaré a llorar. Tengomi subsuelo.

¡Pero mientras yo exista, mientras yo desee,que mis manos se sequen si llevo un solo ladri-llo a esa casa! No me digan que yo mismo herenunciado hace poco al palacio de cristal porel único motivo de que no podía sacarle la len-

gua. Si he hablado así no ha sido porque meguste sacar la lengua. Acaso lo que me irrita esprecisamente que, entre todos los edificios quetienen ustedes, no haya uno solo al que no se letenga que sacar la lengua. Es decir, me haríacortar la lengua, en un impulso de agradeci-miento, si se arreglasen las cosas de modo queyo perdiese las ganas de sacar la lengua. Pero¿qué me importa que las cosas no puedan arre-glarse así y que haya que conformarse con te-ner un alojamiento económico? ¿Por qué tengosemejantes deseos? ¿Acaso no estoy constituidoasí para poder comprobar que esta constituciónes sólo una broma de mal gusto? Pero ¿es ésteverdaderamente el único objetivo? No lo admi-to.

Por otra parte, ¿saben ustedes lo que les digo?Que estoy persuadido de que nosotros, loshombres del subsuelo, debemos estar atrailla-dos. El hombre del subsuelo es capaz de per-manecer silencioso en su cobijo durante cuaren-

ta años; pero si sale del subsuelo, empieza ahablar, y ya no hay modo de detenerlo.

XI

La suprema finalidad, señores, es no hacernada en absoluto. La inercia contemplativa espreferible a todo. ¡Por lo tanto, viva el subsuelo!Aunque haya dicho hace poco que envidio alhombre normal hasta la última gota de mi bilis,cuando lo veo tal como es renuncio a la norma-lidad (aunque sin dejar de tener envidia al sernormal). ¡No, no; el subsuelo es siempre prefe-rible! Allí, al menos, se puede... ¡Ah! ¡Ya estoymintiendo otra vez! Miento porque estoy con-vencido, tanto como de que dos y dos son cua-tro, de que no es el subsuelo lo que más vale,sino otra cosa muy distinta, a la cual aspiro,pero que no sé qué es. ¡Al diablo el subsuelo!

¡Si yo pudiera creer una sola palabra de loque estoy escribiendo! Pues les juro, señores,

que no creo ni una sola y miserable palabra.Mejor dicho, tal vez crea, pero, en el momentomismo de decirlas, sospecho, no sé por qué,que miento como un sacamuelas.

«Entonces, ¿por qué ha escrito usted todo es-to?», me preguntarán ustedes seguramente.

Me gustaría saber lo que habrían escrito uste-des si yo les hubiese tenido encerrados e inacti-vos durante cuarenta años y, transcurrido estetiempo, los hubiera ido a visitar al subsuelopara comprobar en qué se habían convertidoustedes. Sí, me habría gustado oírlos. ¿Se puededejar durante cuarenta años a un hombre solo ysin ocupación?

«Pero eso es vergonzoso, humillante -medirán ustedes, quizá, moviendo la cabeza condesprecio-. Usted tiene sed de vida, pero quiereresolver las cuestiones vitales por medio deabsurdas lógicas. ¡Cuánta ostentación, cuántaimpudicia hay en todo eso! Pero, a pesar detodo, usted tiene miedo. Dice estupideces sin la

menor preocupación, y las mayores insolencias,pero, en el fondo, se siente atemorizado y pideperdón. Declara que no teme a nadie, pero bus-ca nuestra benevolencia. Nos asegura que re-china los dientes, pero, al mismo tiempo, bro-mea y trata de hacemos reír. Sabe que pretendeser ingenioso y que no lo es, pero se muestramuy satisfecho de su literatura. Es posible queusted haya sufrido, pero no siente respeto al-guno por su sufrimiento. Hay algo de verdaden sus palabras, pero carecen de pudor. Empu-jado por la vanidad más mezquina, saca suverdad a la calle, la expone en el mercado, laexhibe en la picota de las burlas. Tiene algo quedecir, pero el temor le lleva a escamotear laúltima palabra, porque es usted insolente perono audaz. Se jacta de su capacidad mental, pe-ro, en su pensamiento, todo son vacilaciones,porque, aunque su inteligencia está en activi-dad, su corazón está manchado por el libertina-je, y si el corazón no es puro, la conciencia nopuede ser completa ni clarividente. ¡Y qué im-

portuno es usted, qué molesto! ¡Qué modo dehacer el bufón! ¡No dice más que mentiras!¡Mentiras! ¡Mentiras!»

Huelga decir que estas palabras me las he di-cho yo a mí mismo. También ellas proceden delsubsuelo. Durante cuarenta años he estado es-cuchando por una rendija estos discursos. Loshe compuesto yo mismo, porque no tenía nadaque hacer. Me ha sido fácil, por consiguiente,aprendérmelos de memoria y darles forma lite-raria.

No crean que mi propósito era imprimir todoesto para darlo a leer a ustedes. Pero hay algoque no comprendo: ¿por qué me dirijo a uste-des como si fueran mis lectores? Las confiden-cias que me dispongo a hacer aquí no son lasque... se publican y se dan a leer. Por lo menos,yo no me siento con fuerzas para obrar así. Porotra parte, no veo la necesidad de hacerlo...Pero, miren ustedes, tengo un capricho y quierorealizarlo a toda costa. Les explicaré en quéconsiste.

Entre los recuerdos que todos conservamosde nosotros mismos, hay algunos que sólo selos contamos a nuestros amigos. Otros, ni si-quiera a nuestros amigos se los queremos con-fesar y los guardamos para nosotros mismosbajo el sello del secreto. Y existen, en fin, cosasque el hombre no quiere confesarse ni siquieraa sí mismo. En el curso de su existencia todohombre honrado ha acumulado gran cantidadde estos recuerdos. Incluso me atrevería a decirque su número está en proporción directa conla honradez del hombre.

Pero yo he decidido recordar algunas de misantiguas aventuras, que hasta ahora he eludidocon cierta inquietud. Y ahora, cuando las evocoe incluso quiero anotarlas, me pregunto si esposible ser sincero, por lo menos con uno mis-mo; si puede uno decirse toda la verdad. Res-pecto a este asunto, les diré que Heine aseguraque no existen autobiografías exactas, porque elhombre miente siempre cuando habla de símismo. Según Reine, Rousseau nos mintió en

sus Confesiones, e incluso deliberadamente, porvanidad. Estoy seguro de que Reine tienerazón. Comprendo que uno "se achaque críme-nes abominables exclusivamente por vanidad,y comprendo igualmente lo que es ese senti-miento. Pero Reine se refería a las confesionespúblicas, y yo escribo para mí solo. Si hablo demodo que parece que me dirijo a los lectores, lohago sólo porque así es más fácil exponer porescrito mis ideas. Se trata exclusivamente deuna forma, una forma vacía. Ya he dicho, y lorepito, que nunca tendré lectores.

No quiero ninguna traba en la redacción demis notas. No observaré orden alguno, no se-guiré ningún plan. Escribiré simplemente loque vaya recordando.

Ustedes podrían tomarme la palabra ahoramismo y preguntarme: si no piensa usted en loslectores, ¿por qué declara -¡y por escritoademás!- que no observará ningún orden,ningún plan; que escribirá simplemente lo quele haya pasado por la cabeza, etc.? ¿Por qué da

usted estas explicaciones? ¿Por qué presentaestas excusas?

Estamos ante un caso psicológico interesante.Es posible que obre así por cobardía. Pero tam-bién puede ser que me imagine tener ante míun público, a fin de no pasar por alto las con-veniencias. Motivos como éste puede habermillares...

Pero aún hay otra cosa. ¿Por qué escribo todoesto? Si no me dirijo al público, bien puedoevocar mis recuerdos sin registrarlos en el pa-pel.

Cierto, pero hay que tener en cuenta que, unavez registrados en el papel, cobran importancia.Esto me impresionará, me juzgaré mejor a mímismo y mi estilo ganará con ello. Además, esprobable que experimente cierto alivio. Hoyestoy deprimido por un recuerdo lejano que haacudido a mí con claridad hace unos días, ydesde entonces me persigue sin tregua, comouno de esos motivos musicales que nos obse-

sionan. Pero es absolutamente preciso que medesprenda de él. Tengo centenares de recuer-dos de este tipo, y a veces, de pronto, se des-pierta uno de ellos y me oprime la garganta. Ycreo, no sé por qué, que si expreso por escritoese recuerdo, me veré libre de él. ¿Por qué nohe de probar?

Y la última razón es que, como nunca hagonada, estoy aburrido. Escribir los recuerdospropios es todo un trabajo. Se dice que el traba-jo hace al hombre honrado y bueno. Se me ofre-ce, pues, una oportunidad...

Hoy nieva. Cae una capa brumosa de coposamarillentos y medio derretidos. Ayer nevótambién, y anteayer. Creo que ha sido precisa-mente esta nieve fundida la que ha traído a mimemoria la anécdota que me obsesiona. Así,pues, mi relato se titulará A propósito de nievederretida.

A PROPÓSITO DE NIEVE DERRETIDA

Cuando el ardor de mi palabra persuasivaretiró del abismo oscuro del errortu alma caída en el fondo,y tú, presa de un dolor atroz,maldijiste, retorciéndote los brazos,El vicio que te había fascinado;cuando, castigando a tu conciencia,renunciando a tu existencia pasaday, ocultando el rostro en las manos,llena repentinamente de horror y de vergüenza,lloraste...

NEKRASSOV

I

En aquella época, sólo tenía veinticuatro años.Mi vida era ya lo que es hoy: una vida sombría,desordenada y ferozmente solitaria. No teníarelaciones, no cruzaba la palabra con nadie ysólo pensaba en ocultarme en mi rincón. Du-rante mis horas de oficina, en la cancillería,procuraba no dirigir la mirada a ningún com-pañero, pero advertía perfectamente que éstosme consideraban como un tipo raro, e incluso -tenía también esta impresión- me miraban concierta repugnancia. A veces me preguntaba porqué había de ser yo el único en imaginarse quele miran con repulsión. Uno de nuestros em-pleados tenía una cara repugnante, picada deviruelas. Parecía un bandido. Si yo hubiese te-nido un rostro tan horrible, ni siquiera me habr-ía atrevido a aparecer en público. Otro emplea-

do llevaba un uniforme tan mugriento que olíaa demonios. Sin embargo, aquellos señores nodaban muestras de avergonzarse de su cara, desu uniforme ni de su modo de ser. No se ima-ginaban que los pudieran mirar con desagrado.Por lo demás, incluso si se lo hubieran imagi-nado, no habrían experimentado la menor in-quietud, a menos que se hubiese tratado de susjefes.

Ahora me parece que, impulsado por una va-nidad desmesurada, me exigía demasiado y memiraba a menudo con una especie de desdeño-sa irritación que rayaba a veces en la repugnan-cia. y así llegué a persuadirme de que los de-más me miraban con los mismos ojos. Mi carame parecía detestable. La veía innoble, e inclu-so consideraba que tenía cierta expresión co-barde y vil. y justamente por eso, al entrar porla mañana en la cancillería, hacía un gran es-fuerzo para adoptar un aire independiente y,temiendo que me creyeran cobarde, trataba dedar a mi rostro una expresión lo más noble po-

sible. «Mi cara no es hermosa -me decía-. Espreciso, pues, que sea por lo menos noble, ex-presiva y, sobre todo, inteligente en extremo.» Yyo sabía -estaba dolorosamente seguro- quejamás mi rostro conseguiría reflejar estas her-mosas cualidades. Pero lo peor era que mi carame parecía estúpida. Al fin y al cabo, me habríacontentado con la inteligencia. Incluso habríatransigido con una expresión vil, con tal quefuese también inteligente.

Naturalmente, odiaba y despreciaba a todoslos empleados de la cancillería, desde el prime-ro hasta el último; pero creo que, al mismotiempo, los temía. A veces, incluso los colocabapor encima de mí. Estas cosas ocurren siempreen mí repentinamente: tan pronto desprecio auna persona como la elevo sobre el pavés. Elhombre honrado y culto no debe ser vanidososi no extrema el rigor consigo mismo y se des-precia a veces hasta el odio. Pero yo, cuales-quiera que fuesen mis sentimientos de despre-cio y de respeto, bajaba los ojos siempre ante

todo el mundo. Incluso hacía de vez en cuandoexperimentos. ¿Sería capaz de soportar la mi-rada de éste o aquél? Pero todas las veces baja-ba la mirada. Aquello me atormentaba hasta lalocura.

Tenía también un temor enfermizo a parecergrotesco, y precisamente por eso profesaba unaadoración servil por la rutina en todo lo con-cerniente a la vida externa, seguía con granprecisión el surco de la vida ordinaria y meaterraba reconocer que cometía cualquier irre-gularidad. Pero ¿cómo podía resistir? Mi inteli-gencia se había desarrollado morbosamente,como es propio de las inteligencias de nuestraépoca. En cuanto a mis compañeros, todos eranestúpidos y se parecían como ovejas. Si yo erael único que me consideraba un cobarde, unesclavo, era quizá justamente porque mi inteli-gencia estaba más desarrollada.

Pero no se trataba de una simple ilusión: yoera efectivamente un cobarde, un esclavo. Digoesto sin rubor alguno. En nuestra época, todo

hombre decente es forzosamente cobarde y unesclavo. Tal es su estado normal. Estoy entera-mente convencido de ello. El hombre está cons-tituido para ser así. Y no se trata en modo algu-no de un hecho exclusivo de nuestra época,dependiente de una serie de circunstancias es-peciales. En todos los tiempos, el hombre hon-rado fue un cobarde y un esclavo. Si tiene oca-sión de dárselas de valiente, no debe jactarse deello, porque inmediatamente después empe-zará a lloriquear. Tal es su ley eterna. No haynada que pueda compararse con los asnos y losmulos en esto de ser bravos..., pero hasta ciertolímite. Ni siquiera vale la pena prestarles aten-ción: no tienen la menor importancia.

Había otra circunstancia que me atormentabasin cesar. No me parecía a nadie y nadie se pa-recía a mí. «¡Soy único, mientras ellos, son to-dos!», me decía. Y al punto empezaba a re-flexionar.

Como ustedes deducirán de estas declaracio-nes, yo no era todavía más que un chiquillo.

Pero a veces, de pronto, se operaba en mí uncambio. ¡Qué penoso me era dirigirle a la ofici-na! Esta aversión llegaba al extremo de quetenía que volver a casa completamente enfer-mo. Pero he aquí que entro en un período deescepticismo y de indiferencia (todo llega a mípor períodos). Entonces me burlo de mi propiorigorismo y de mi desdén, y me acuso de ser unromántico. Ayer mismo, no les dirigía la pala-bra; pero hoy les hablo y trato de entablar amis-tad con ellos. Toda mi repugnancia se ha des-vanecido corno por ensalmo. ¿Quién sabe?Quizá ni siquiera la había experimentado nun-ca y no era más que una postura afectada. Nohe podido resolver aún esta cuestión. Una vezincluso me relacioné íntimamente con ellos. Ibaa verlos; jugábamos a las cartas, bebíamos,charlábamos por los codos... Pero permítanmeque abra aquí un breve paréntesis.

Entre nosotros, los rusos, no abundan esosestúpidos románticos de tipo alemán, y másaún francés, perdidos en sus sueños estrellados

y a los que nada produce efecto. Ni siquiera seconmoverían si la tierra temblase bajo sus pieso Francia sucumbiera en las barricadas. Nocambian jamás, ni siquiera por conveniencia:siguen cantando sus himnos sublimes hasta elúltimo día. Son unos necios. Entre nosotros, ennuestra tierra rusa, no hay necios: esto es cosasabida. Es precisamente lo que distingue anuestro país de las tierras extranjeras. Entrenosotros no se ven esas naturalezas ideales enestado bruto, por decirlo así. Al imaginarseestúpidamente que los Constanioglos y los tíosPiotr Ivanovitch eran nuestro ideal, los críticosy los publicistas han juzgado que nuestrosrománticos son tan soñadores y tan sublimescomo los de Alemania y Francia.

Y no es así. El carácter de nuestro románticoes completamente distinto de sus colegas ex-tranjeros, y ninguna de las unidades de medidaeuropeas puede convenirle (permítanme em-plear el término «romántico», vieja y respetablepalabra que todo el mundo conoce). El rasgo

predominante de nuestro romántico es que locomprende todo, que lo ve todo y que inclusolo ve mucho más claramente aún que los espíri-tus más positivos. Nuestro romántico no seinclinará ante la realidad, pero tampoco la des-deñará. Cederá si es preciso, pues no perderánunca de vista el fin práctico, útil (una buenapensión, una linda medalla, un alojamiento delEstado), que percibirá a través de todo su entu-siasmo, de todos sus volúmenes de poemaslíricos. Pero conservará al mismo tiempo, in-tangible, su ideal «de lo bello, de lo sublime»,sin dejar de conservarse a sí mismo, sin el me-nor reparo, entre algodones, como una joya,para mayor provecho de la belleza, de la subli-midad. Nuestro romántico es un hombre deespíritu extremadamente amplio y, a la vez, elmayor de nuestros canallas. Se lo aseguro austedes, incluso lo sé por experiencia. Pero todoesto sólo se refiere al romántico inteligente.¡Oh! ¿Qué digo? Todos los románticos son inte-ligentes. Si ha habido algunos imbéciles entre

nuestros románticos, éstos no cuentan, por lasencilla razón de que, en la flor de la vida, seconvertían en verdaderos alemanes y acababanpor instalarse en alguna parte de la Selva Negrao en Suiza, a fin de conservar intactos sus su-blimes ideales. Así era yo. Yo despreciaba sin-ceramente mis ocupaciones, y si no les escupíaera porque estaba obligado a ir a la oficina, yaque necesitaba el sueldo. Iba a la oficina porencima de todo: observen el detalle. Nuestroromántico perderá antes la razón (cosa que, porcierto, le sucede muy raramente) que escupirá asu carrera, a menos que se le ofrezca otra. No sele podrá obligar a marcharse, ni siquiera a pun-tapiés, y, si pierde completamente la cabeza,podrán encerrarlo en un manicomio, donde sejactará de ser rey de España..

Pero sólo pierden la razón los endebles. Unnúmero incalculable de románticos llega a losmás altos puestos. La diversidad de su talentoes extraordinaria. ¡Con qué facilidad logranarmonizar los sentimientos y las sensaciones

más contradictorias! Esto me impresionaba yconsolaba. Ésta es la razón de que tengamostantas «naturalezas amplias» que conservan suideal hasta en su última caída. Y aunque nomuevan un dedo por sus ideales, aunque seanverdaderos bandidos, siguen siendo extraordi-nariamente honrados con su alma y conservanel respeto a su ideal, del que hablan con vozimpregnada de lágrimas.

Sí, señores; en nuestra patria, incluso el peorde los canallas puede ser honrado con su alma,honrado hasta lo sublime, sin dejar de ser unmiserable. Lo repito: de las filas de nuestrosrománticos se ve continuamente salir bribonestan hábiles (empleo la palabra «bribón» en tonocariñoso), que manifiestan un sentido tal de larealidad y conocimientos tan prácticos, que sussuperiores jerárquicos y el público se frotan losojos de estupefacción al observar el fenómeno.

¡Sí, nuestra diversidad y nuestra amplitudson verdaderamente extraordinarias, y sabeDios lo que saldrá de ellas todavía y lo que nos

anuncian para el porvenir! j Verdaderamente, elmaterial no es malo! ¿Qué piensan ustedes detodo esto, señores? Al decir estas cosas, no meimpulsa un ridículo sentimiento de patriotismo.Por lo demás, estoy seguro de que ustedes seimaginan otra vez que bromeo. O acaso meequivoque y, por el contrario, crean que habloen serio. En todo caso, las dos opiniones mehonran por igual, señores, y me causan la mis-ma satisfacción.

Y perdonen esta disgresión.Naturalmente, nunca conseguía soportar du-

rante mucho tiempo mis relaciones de amistadcon mis colegas. Rompía con ellos tempestuo-samente, dejaba de saludarlos -efecto de mijuvenil inexperiencia- y todo terminaba entrenosotros. Pero esto me ocurrió una sola vez,pues era excepcional que faltara a mi habitualmisantropía.

En mi casa me pasaba la mayor parte deltiempo leyendo. Así procuraba apagar bajo

impresiones externas lo que hervía constante-mente en mí. Las únicas impresiones externasde que disponía había de buscarlas en la lectu-ra. Naturalmente, eran para mí un gran recon-fortante: me conmovían, me distraían, meatormentaban. Pero llegaba un momento enque me sentía harto de ellas y experimentaba lanecesidad de obrar. Entonces, de golpe y po-rrazo, me lanzaba al libertinaje, un libertinajemezquino, nauseabundo, irrisorio, subterráneo.Mi continua irritación hacía mis pasiones ar-dientes, abrasadoras. Mis impulsos de pasiónterminaban en ataques de nervios, lágrimas yconvulsiones. Fuera de la lectura, no tenía nin-guna distracción. En tomo a mí no había nadaque pudiese imponerme algún respeto y atra-erme. Una ola de angustia me inundaba; sentíauna sed histérica de contrastes, de oposiciones,y me lanzaba a la disipación.

No digo esto para disculparme... Sin embar-go... Sí, miento. Quería precisamente excusar-me. Y no quiero mentir: he dado mi palabra.

Por la noche iba en busca de las mujeres, ahurtadillas, con un sentimiento de vergüenzaque no se apartaba de mí ni siquiera en losmomentos más innobles y que me exasperabahasta la locura. Entonces, mi alma ya llevaba enella su subsuelo. Tenía un miedo atroz a quealguien me viera y me reconociese. Por eso ibaa las zahúrdas más sórdidas.

Una noche, al pasar ante un pequeño restau-rante, asistí, a través de las ventanas ilumina-das, a una batalla entre jugadores de billar, queutilizaban como armas los tacos, y vi cómoechaban a uno de ellos por la ventana. En otromomento cualquiera, aquella conducta mehabría repugnado, pero el estado de ánimo enque me hallaba entonces me hizo tener envidiade aquel señor al que habían arrojado a la calle.Fue tan fuerte aquel sentimiento, que entré enla sala de billares. «¿Quién sabe -me decía-.Quizá también yo logre armar una buena triful-ca y que me echen por la ventana»

No estaba borracho, pero ¿qué quieren uste-des?, el tedio y la angustia me volvían loco. Yresultó que yo ni siquiera era digno de que meechasen por la ventana, y me fui sin haber po-dido reñir con nadie. Desde el primer momen-to, un oficial me puso en mi sitio.

Me había situado cerca de la mesa de billar y,como no conocía nada del juego, estorbaba a losjugadores. A fin de poder pasar, el oficial mepuso las manos en los hombros y, sin la menorexplicación, sin decir ni palabra, me apartó.Luego pasó como si yo no existiese. Le habríaperdonado que me golpeara, pero me mortificóque me apartara en silencio.

Sólo el diablo sabe lo que yo habría dado poruna disputa en regla, por una querella conve-niente, literaria, por decirlo así. Me habían tra-tado como a una mosca. El oficial era un hom-bre de aventajada estatura; yo, bajito y enclen-que. Sin embargo, sólo de mí dependía provo-car un escándalo. Si hubiese protestado, mehabrían hecho tomar al punto el camino de la

ventana. Pero reflexioné y preferí escabullirme,aunque mi corazón rebosaba de cólera.

De nuevo me vi en la calle. Estaba conmovidoy perplejo. Regresé derecho a casa. Y al día si-guiente volví a lanzarme, más atemorizadoaún, más tristemente, en mi irrisorio libertinaje.Tenía lágrimas en los ojos, pero continuaba. Nocrean ustedes, sin embargo, que retrocedí anteel oficial por temor. Jamás sentí miedo, aunquesiempre lo tuviese a la acción. ¡No se rían aún!Hay una explicación para esto. Yo tengo expli-caciones para todo.

¡Oh, si ese oficial hubiese sido de los que ad-miten batirse en duelo! ¡Pero no! Era precisa-mente uno de esos señores (¡ay!, este tipo hadesaparecido hace mucho tiempo) que prefie-ren servirse de los tacos de billar o bien quejar-se a sus jefes, a la manera del teniente Pirogovque nos presenta Gogol. Estos oficiales no sebatían, y sobre todo cuando tenían una disputacon nosotros, miserables paisanos, considera-ban el duelo una inconveniencia, una moda

francesa, algo propio de espíritus liberales. Peroesto no les impedía, especialmente cuando eranaltos y fornidos, insultar pródigamente alprójimo.

No fue el temor lo que me hizo marcharme,sino la vanidad. No me dieron miedo ni la con-siderable estatura del oficial, ni los golpes quehubiera podido propinarme, ni la perspectivade que me arrojasen por la ventana. No fue elvalor físico lo que me faltó, sino el valor moral:resultó insuficiente. Temí que todos los presen-tes, empezando por el insolente encargado dela mesa y terminando por un empleadillo decara llena de granos y de cuello grasiento, quese afanaba en tomo a los jugadores; temí quetodos se rieran de mí cuando levantase la vozen son de protesta y les hablase en un lenguajeliterario. Porque entre nosotros no se puedehablar del puntillo de honor, no del honor, sinoprecisamente del point d'honneur, sin utilizar unlenguaje literario. No, el puntillo de honor noadmite el lenguaje corriente. Yo estaba comple-

tamente seguro (como ustedes ven, el romanti-cismo anula en mí el sentido de la realidad) deque reventarían de risa, de que el oficial no secontentaría con pegarme, sino que me haría darla vuelta a la mesa de billar, propinándomepuntapiés en los riñones. Y sólo después deesto, tal vez compadeciéndose de mí, me arro-jaría por la ventana. Siendo yo el protagonista,aquella miserable aventura no podía acabar deotro modo.

Después de esto se sucedieron mis encuentroscon el oficial en la calle. Lo observé atentamen-te. ¿Me reconocía también él a mí? No lo sé.Creo que no; lo creo por ciertos indicios. Encuanto a mí, lo examinaba con odio y rabia. Yesto duró... varios años. ¡Sí, señores! Con eltiempo, mi odio se hizo implacable, más pro-fundo. Empecé a procurarme discretamentealgunos informes sobre su persona. Esto meresultaba muy difícil, porque yo no conocía anadie. Pero una vez, en la calle, cuando lo segu-ía desde hacía rato pegado a sus talones, al-

guien lo llamó por su nombre, y así me enteréde cómo se llamaba. Otra vez lo seguí hasta sucasa y, mediante una propina, supe por el por-tero en qué piso y con quién vivía, y, en fin,todo lo que se puede saber por un portero.

Una buena mañana, aunque yo no tenía nin-guna práctica literaria, me vino a las mientes laidea de describir al oficial en tono satírico, cari-caturizarlo y presentarlo como héroe de unanovelita. Me enfrasqué alegremente en estetrabajo. Pinté a mi héroe con los colores mássombríos. Incluso lo calumnié. Modifiqué tanpoco el nombre al principio, que sus amigos lohabrían reconocido inmediatamente. Luego,tras maduras reflexiones, lo cambié. Envié minovela a los Anales de la Patria, pero en aqueltiempo no existía aún la moda del género satíri-co, y mi relato no se publicó, lo que me irritósobremanera.

A veces, la ira me ahogaba; tanto, que al finresolví retar a mi enemigo a un duelo. Le es-cribí una hermosa carta, en la que le suplicaba

que me presentase sus excusas y le daba a en-tender claramente que, en caso de negarse,tendría que aceptar el duelo. La carta estaba tanbien escrita, que si el oficial hubiese tenido al-guna sensibilidad para «lo bello y lo sublime»,habría venido a todo correr en mi busca paraecharme los brazos al cuello y ofrecerme suamistad. ¡Qué conmovedor habría sido todoesto! Habríamos vivido tan felices desde enton-ces!... Su magnífica presencia habría bastadopara defenderme de mis enemigos, y yo, con miinteligencia, con mis ideas, habría ejercido so-bre él una influencia ennoblecedora. ¡Cuántascosas habrían podido hacer! Figúrense ustedesque esto ocurría dos años después del inciden-te. Por lo tanto, mi desafío era ridículamenteanacrónico, a pesar de la habilidad que yo hab-ía desplegado para explicar y disimular esteanacronismo. Pero, gracias a Dios (todavía hoydoy gracias al cielo con lágrimas de gratitud enlos ojos), no envié la carta. Me estremezco ante

la sola idea de lo que habría ocurrido si lahubiese enviado.

Luego, de pronto, conseguí vengarme de lamanera más sencilla y genial. Fue una idea lu-minosa. A veces, los días de fiesta, iba a pasearpor la avenida Nevsky. Daba mi paseo a eso delas cuatro, por la acera en la que daba el sol. Enverdad, no se trataba de un verdadero paseo,de un esparcimiento, pues durante él experi-mentaba tormentos indecibles, humillaciones eincluso ataques de hígado. Pero esto era preci-samente, me parece a mí, lo que buscaba enaquel lugar. Semejante a un insecto, me desli-zaba del modo más vil entre los transeúntes,cediendo continuamente la acera a los genera-les, a los oficiales de guardia, a los húsares, alas damas hermosas. Sentía verdaderos espas-mos en el corazón y escalofríos a lo largo de laespina dorsal cuando pensaba en el lamentableestado de mi ropa en el aspecto bajo y vulgarque debía tener mi agitada e insignificante per-sona. Era un verdadero suplicio, una humilla-

ción continua, que me inspiraba el claro con-vencimiento de que yo era una simple moscaen medio de tanta elegancia, una repulsivamosca, superior, desde luego, a toda aquellagente en inteligencia, en nobleza, pero constan-temente ofendida, continuamente humillada ysiempre obligada a ceder.

¿Por qué iba a la -avenida Nevsky? ¿Por quéme sometía voluntariamente a aquel suplicio?No lo sé. Pero me sentía atraído hacia allí, y meapresuraba a ir cada vez que me era posible.

Por lo tanto, ya experimentaba aquellos ata-ques de voluptuosidad de que hablé en el pri-mer capítulo. Pero después de mi aventura conel oficial, estos ataques fueron más violentos.En la avenida Nevsky me lo encontraba confrecuencia, y era allí donde podía admirarlomejor. También él paseaba por la avenida losdías de fiesta. También él cedía el paso a losgenerales y a las altas personalidades, se desli-zaba entre ellos como un insignificante pez;pero cuando se trataba de personas de mi ralea,

e incluso un poco más limpias, las aplastabamaterialmente: iba recto hacia ellas, como si noexistiesen, y nunca les cedía el paso. Yo meahogaba de rabia cuando le veía llegar, pero,aún lleno de furor, siempre me apartaba de micamino. Sufría al no poder mantenerme en piede igualdad con él ni siquiera en la calle. «¿Porqué he de ser siempre yo el que ceda el paso? -me preguntaba a veces, ciego de cólera, por lasnoches-. ¿Por qué he de ser yo? No hay reglas,no hay nada escrito sobre esta cuestión. Com-prendo que la gentileza se comparta, como espropio de personas bien educadas: él cede elpaso, tú lo cedes también, y los dos pasáis conun sentimiento de mutua estimación.» Pero elcaso es que yo siempre me apartaba de mi ca-mino y él ni siquiera se daba cuenta de mi ur-banidad. Y he aquí que un día se me ocurrióesta idea maravillosa: «¡Si yo me atreviese a nocederle el paso cuando nos encontráramos..., nocedérselo adrede, ostensiblemente, aunque élme empujara...! ¿Qué pasaría?». Este pensa-

miento audaz se fue apoderando de mí paula-tinamente, y llegó un momento en que ya nopude librarme de él. Aquel encuentro no seapartaba de mi mente, e iba con más frecuenciaa la avenida Nevsky, a fin de imaginarme másclaramente cómo obraría cuando me decidieraa obrar. Estaba radiante de alegría. Cuanto máspensaba en ello, más realizable me parecía miidea. «No lo empujaré -la alegría me habíahecho ya mejor-, pero no lo esquivaré. Tropeza-remos sin hacemos daño; será un choque dehombros no más fuerte de lo indispensablepara que él comprenda que hay que guardar lasformas.» Al fin tomé la decisión. Pero los pre-parativos exigieron mucho tiempo. Ante todo,había que estar bien compuesto al realizar se-mejante acto. Por lo tanto, tenía que pensar enmi indumentaria. «Si hay escándalo (ya que elpúblico de la avenida es a esa hora de lo másencopetado: el príncipe D..., la condesa, todoslos escritores), conviene ir bien vestido. La ropaimpone a la gente y en el acto lo coloca a uno, a

los ojos de la buena sociedad, en el mismo pla-no que cualquier otro.» Por consiguiente, pedíun anticipo de mi sueldo y me compré en casade Tchurkin un sombrero y un par de guantesnegros. Los guantes negros me parecían de me-jor tono, más correctos que los guantes de colorlimón en los que había pensado al principio,pero que después me parecieron demasiadovistosos: «Me acusarían de querer llamar laatención». Renuncié, pues, a los guantes amari-llos. Ya tenía preparada desde hacía muchotiempo una elegante camisa con botones demarfil. Pero el estado de mi abrigo exigió largasoperaciones. Al fin y al cabo, no era demasiadofeo, y me abrigaba lo necesario. Pero estabaenguatado y tenía un cuello de oso lavador,como las pellizas de los lacayos. Así, pues, cos-tase lo que costase, había que cambiar el cuelloy ponérselo de castor como los que llevan losoficiales. Recorrí las tiendas, y al fin, tras unabúsqueda infructuosa, di con un castor alemánque no debía ser muy caro. Aunque el castor

alemán no sea sólido y cobre pronto un aspectode pobreza, cuando está nuevo produce bastan-te efecto, y había que tener en cuenta que yo lonecesitaba solamente para aquella ocasión. Pre-gunté el precio, y vi que no era tan módico co-mo yo hubiera deseado. Entonces decidí vendermi cuello de oso lavador y pedirle la cantidadque me faltaba (para mí muy importante) aAntón Antonovitch Sietochkin, el jefe de minegociado, hombre bondadoso, pero serio ypráctico, al que me había recomendado caluro-samente un personaje importante cuando em-pecé a trabajar como funcionario.

Yo sufría terriblemente: me parecía vergon-zoso, rastrero, pedir dinero a Antón Antono-vitch. No pegué los ojos durante dos o tres no-ches. Por regla general, en aquel tiempo dormíamuy poco. Tenía fiebre; mi corazón, habitual-mente oprimido, empezaba de pronto a saltaren mi pecho... Saltaba, saltaba...

Antón Antonovitch mostró al principio ciertoasombro; luego hizo una mueca, reflexionó y,

finalmente, me prestó el dinero que le habíapedido, no sin antes hacerme firmar un recibopor el que le cedía el derecho a cobrar mi suel-do durante dos semanas.

Al fin todo estaba a punto. El bello pastoralemán había ocupado el puesto del ruin osolavador, y yo iba plantando poco a poco losjalones de mi acto.

Sin duda, no debía obrar en el primer encuen-tro; había que esperar a que se presentara unacircunstancia favorable. Entonces avanzaríalenta y pacientemente. Pero, tras algunos inten-tos fallidos, empecé, lo confieso, a dudar deléxito. No conseguía que nos encontráramosfrente a frente. Sin embargo, yo me había pre-parado bien; había tornado todas las precau-ciones... «¡Ahí viene! ¡Esta vez todo saldrá bien!¡Chocaremos! Pero ¿qué he hecho? Le he cedi-do el paso una vez más, y él ha pasado sin pres-tarme ninguna atención.» Yo incluso dirigíaplegarias al cielo al acercarme a él, a fin de queDios me infundiera la resolución necesaria.

Cuando ya estaba completamente decidido aterminar, sólo había conseguido humillarmeuna vez más, pues en el último instante, cuan-do no estaba a más de cuatro o cinco centíme-tros de él, vacilé; y él pasó sobre mí con perfec-ta tranquilidad. También tuve la sensación deque me arrojaba a un lado corno una pelota.

De nuevo tuve fiebre aquella noche y deliré.Pero, de improviso, esta situación se resolvió demodo satisfactorio. Precisamente la tarde ante-rior había resuelto renunciar a mi nefasto de-signio y olvidarlo. En este estado de ánimo medirigí por última vez a la avenida Nevsky.Quería presenciar, por decirlo así, el abandonode mi proyecto. De pronto, cuando estaba so-lamente a tres pasos de mi enemigo, me decidí.Cerré los ojos y... nuestros hombros chocaron.No cedí ni un centímetro y pasamos el uno jun-to al otro como iguales. Él ni siquiera volvió lacabeza: fingió no darse cuenta de nada. Peroesta actitud era una afectación, estoy seguro.Todavía tengo esta seguridad. El choque me

dolió a mí más que a él; no me cabe duda, por-que él era más fuerte. ¡Pero esto no importaba!Había alcanzado mi objetivo, había salvado midignidad; al no ceder ante él ni una pulgada, lohabía obligado a tratarme públicamente en piede igualdad. De vuelta en casa, me sentí com-pletamente vengado de mis humillaciones. Es-taba inundado de alegría, triunfante. Cantabaaires italianos.

Naturalmente, no describiré a ustedes lo quepasó tres días después. Si han leído la primeraparte de esta obra, Memorias del subsuelo, pue-den imaginárselo fácilmente. El oficial fue tras-ladado no sé adónde hace ya catorce años, y nohe vuelto a verlo. ¿Qué hará ahora el buenhombre? ¿A quién estará aplastando?

II

Mi período de libertinaje llegaba a su fin y mesentía atrozmente asqueado. Tenía remordi-

miento, pero lo rechazaba: me producía náuse-as. Sin embargo, poco a poco me iba acostum-brando. Me acostumbraba a todo. Mejor dicho,no era que me acostumbrase, sino que lo sopor-taba todo con resignación. Pero tenía un buenremedio, el de evadirme a los dominios «de lobello y lo sublime»..., en sueños, naturalmente.Soñaba sin freno, pasaba tres meses seguidossoñando, enterrado en mi rincón, y en aquellosmomentos, créanme, no me parecía en nada aaquel señor angustiado, de corazón de gallina,que cosía al cuello de su abrigo una piel de cas-tor alemán. Me había convertido en héroe. Enaquellos momentos ni siquiera habría recibidoa mi bravo teniente. Es más, ni siquiera habríapensado que tal cosa pudiera suceder. ¿Quésueños eran aquellos y cómo podían satisfa-cerme? Hoy me es difícil explicarlo. Pero sé queentonces estaba plenamente satisfecho.Además, estos sueños casi me bastan ahora.Tras mis excesos de libertinaje eran especial-mente agradables y apacibles. Entonces acud-

ían a mí en medio de los remordimientos, delas lágrimas, de las maldiciones impetuosas.¡Tuve instantes de tal plenitud, de una dichatan perfecta, que era imposible burlarse deellos! No había en mí más que fe, esperanza yamor. Y es que en aquellos tiempos yo estabaciegamente persuadido de que gracias a algúnmilagro, a alguna circunstancia externa, todasmis dificultades desaparecerían, caerían lasmurallas y dejarían al descubierto, al fin, unvasto campo de acción, de acción útil y bella y,sobre todo, dispuesta a que se cumpliese (yo nosabía en qué podía consistir tal acción, pero loprincipal para mí era que estuviese enteramen-te dispuesta para su cumplimiento). Entonces, yoaparecía de pronto a la luz del día y me creía alomos de un caballo blanco, con una corona delaurel en la frente. Ni me pasaba por la imagi-nación la posibilidad de desempeñar un papelsecundario, y probablemente por eso admitíaen la realidad resignadamente el último papel.O héroe o insignificante ser envuelto en lodo:

no había término medio para mí. Esto era loque me perdía; pues, desde el cieno, me conso-laba soñando que en otros instantes yo era unhéroe, y este héroe alumbraba el barro con suprestigio. El hombre corriente ha de evitar caeren el lodo; pero el héroe está situado a tal altu-ra, que jamás podrá ensuciarse completamente.Por lo tanto, yo puedo revolcarme en el cieno.

Lo más notable es que estos impulsos «hacialo bello y lo sublime» brotaban a veces en mídurante mis arrebatos de libertinaje, precisa-mente cuando me hallaba en el fondo del foso.Surgían como recuerdos y proyectaban unpálido resplandor. Pero no lograban disiparmis deseos; por el contrario, parecían excitarlos,gracias al efecto del contraste, que era precisa-mente lo que se necesitaba para hacer una bue-na salsa. Esta salsa se componía de contradic-ciones, sufrimientos y amargos análisis. Y todosestos tormentos, mayores o menores, dabancierto sabor picante a mi disposición e inclusole conferían cierto sentido. En una palabra, des-

empeñaban perfectamente el papel de unabuena salsa. Todo esto no carecía de cierta pro-fundidad. Pero ¿habría podido yo admitir unadisipación ordinaria, el libertinaje llano y sim-ple de un empleadillo cualquiera, y soportarpacientemente este horror? No, yo tenía siem-pre en reserva cierto modo nobilísimo de con-siderar las cosas.

¡Pero cuánto amor, Señor..., cuánto amorsentía palpitar en mí durante aquellos sueños,cuando sabía que me hallaba en los dominios«de lo bello y lo sublime»! Aunque aquel amorfuese fantástico, aunque no se pudiera aplicar anada humano, rebosaba de tal modo en mí, queno echaba de menos esta falta de aplicación a larealidad: me parecía poco menos que un lujoinútil. Me volvía perezosa y voluptuosamentehacia el arte, es decir, hacia las bellas formas, yacompletamente realizadas por los poetas, y alos novelistas, que nos las ceden en préstamo yque se adaptan fácilmente a todas las necesida-des, a todas las exigencias. Gracias a ello, yo

puedo, por ejemplo, triunfar sobre el universoentero. Todos se prosternan ante mí en el polvoy están obligados a admirar mis perfecciones, yyo perdono a todo el mundo. Siendo poeta ychambelán, me enamoro; recibo infinidad demillones, con los que obsequio inmediatamenteal género humano, mientras confieso, ante elpueblo reunido, todas mis «ignominias», queno son, ni que decir tiene, ignominias ordina-rias, pues todas contienen algo «de bello, desublime», algo byroniano, dentro del género deManfredo. Todos lloran y me besan (habríansido imbéciles si no lo hubiesen hecho), y yo,descalzo y hambriento, me voy a predicar ideasnuevas y derroto por completo a los reacciona-rios en Austerlitz. Acto seguido suena unamarcha. Es la amnistía general. El Papa accedea ausentarse de Roma y trasladarse al Brasil.Luego, baile para toda Italia en la villa Borg-hese, la que está junto al lago Como, pues se hatransportado el lago a los alrededores de Romapara esta ocasión. Seguidamente, gran escena

en los bosquecillos, etc. ¡En fin, ya saben uste-des lo que son estas cosas!

Me dirán que es estúpido e innoble exponertodo esto públicamente después de haberlesconfesado que derramaba lágrimas y teníamomentos de éxtasis. Pero ¿por qué es innoble,señores? ¿De verdad creen ustedes que todoeso me da vergüenza y que mis sueños son másnecios que las cosas que les han ocurrido a us-tedes en la vida? Además, créanme, ciertoshechos no estaban demasiado mal coordina-dos... Pero ocurrían a orillas del lago Como. Porlo demás tienen ustedes razón: ¡es estúpido, esinnoble! Pero lo peor es que me estoy justifi-cando ante ustedes. Y el hecho de que lo confie-se es todavía más vil. ¡Bueno, basta ya! No aca-baría nunca, pues siempre se encuentra el me-dio de descender más aún. Nunca pude pro-longar mis sueños más de tres meses consecu-tivos, y para terminar, declararé que, invaria-blemente, volvía a sentir la necesidad irresisti-ble de sumergirme en la sociedad de mis seme-

jantes. Esto significaba visitar al jefe de mi ne-gociado, Antón Antonovitch Sietochkin. Éstafue la única persona en toda mi vida con la quesostuve relaciones regulares, cosa que todavíame causa asombro. Pero sólo iba a su casacuando mis sueños me habían elevado de talmodo, que no tenía más remedio que estrecharen mis brazos a la humanidad entera, y paraeso necesitaba por lo menos un verdadero serhumano, un hombre de carne y hueso. Sólo losmartes se podía ir a casa de Antón Antono-vitch. Era su día de recibo. Por consiguiente, yotenía que reprimir mi sed de abrazos hasta esedía.

Antón Antonovitch vivía en las Cinco Esqui-nas, en el cuarto piso. Disponía de cuatro habi-taciones diminutas, de techo bajo, amarillentasy cuyo aspecto pregonaba su baratura. Teníados hijas y una tía, que era la que servía el té.Una de las hijas contaba trece años; la otra ca-torce, y las dos tenían la nariz respingona. Estasniñas me intimidaban, pues no cesaban de cu-

chichear ni de emitir risitas ahogadas. El dueñode la casa estaba habitualmente en su despa-cho, sentado en un gran diván de cuero, anteuna mesa redonda, en compañía de un señor deaspecto respetable, pero que era un simple fun-cionario de nuestro ministerio. Nunca me en-contré allí con más de dos o tres personas, ysiempre eran las mismas. Se hablaba de adjudi-caciones, j cesiones, ascensos, nombramientos;de su Excelencia; de cómo hacerse simpático ala gente; etc. Yo tenía la paciencia de permane-cer entre aquellas personas durante tres horas,como un tonto, sin atreverme a hablarles nipoder hacerlo, fuera cual fuere el asunto de quese tratase. Me daba cuenta de que iba convir-tiéndome en un estúpido. Sudaba, temía que-darme paralítico. Pero aquello tenía tambiénsus ventajas para mí, pues, ya de vuelta en micasa, renunciaba durante algún tiempo a mideseo de estrechar entre los brazos a la huma-nidad entera.

También me relacionaba con Simonov, anti-guo compañero de colegio. Tenía en Petersbur-go varios antiguos condiscípulos más; perohabía dejado de alternar con ellos, e incluso desaludarlos en la calle. Es más: acaso fue el deseode no encontrarme con ellos, de olvidar todoslos recuerdos de mi triste infancia lo que meimpulsó a trasladarme a otro ministerio. ¡Mal-decía a aquella escuela, a aquellos atroces añosde cárcel! Por eso rompí con mis compañerosapenas terminé mis estudios. Sólo saludaba ados o tres. Uno de ellos era Simonov. En la es-cuela no se había distinguido en nada y teníaun temperamento afable y reposado. Yo lo es-timaba por su espíritu de independencia y porsu honradez. Incluso no creo que fuese extre-madamente torpe. Pasamos juntos muy buenosratos. Pero nuestras buenas relaciones no dura-ron mucho: una especie de bruma las cubriórepentinamente. El recuerdo de aquella cordia-lidad molestaba sin duda a Simonov, que tem-ía, en mi opinión, que yo intentara reanudar

nuestro trato amistoso. Incluso me pareció quele repugnaba. Pero como no estaba seguro, se-guía yendo de vez en cuando a su casa.

Y he aquí que un jueves, incapaz de soportarmás tiempo mi soledad y sabiendo que los jue-ves la puerta de Antón Antonovitch estaba ce-rrada, me acordé de Simonov. Al subir la esca-lera que conducía a sus habitaciones del cuartopiso, precisamente entonces, caí en la cuenta deque mi visita podía molestar a Simonov y medije que había hecho mal en ir a su casa. Perocomo el resultado de esta clase de reflexionesera generalmente incitarme a hacer lo que nodebía, entré resueltamente. Hacía un año queno había ido a casa de Simonov.

III

Acompañaban a Simonov dos de mis anti-guos condiscípulos. Al parecer, estabanhablando de un asunto serio. Ninguno de ellos

prestó atención a mi llegada, cosa verdadera-mente extraña, ya que no nos habíamos vistodesde hacía años. Me consideraban, evidente-mente, como un ser insignificante, como unamosca. Ni siquiera en la escuela me tratabanasí, a pesar de que allí me detestaban. Com-prendí que debían de despreciarme por haberfracasado en mi carrera, y también por mi as-pecto miserable, por mis viejas ropas, que eran,a sus ojos, la prueba evidente de mi incapaci-dad y de mi desdichada situación. Sin embargo,no esperaba un desprecio tan ostensible. Encuanto a Simonov, se quedó pasmado al verme,aunque no era la primera vez que se asombrabade mis visitas. Todo esto me desconcertó. Mesenté un poco irritado y me limité a escuchar loque decían.

Hablaban con la mayor seriedad, e inclusocon cierta pasión, de una comida de despedidaque se proponían ofrecer a un camarada, a unoficial llamado Zverkov, que se marchaba a unaprovincia. El señor Zverkov había sido también

compañero mío de colegio, y yo lo detestaba.Esta aversión aumentó en los cursos superiores.Desde muy niño fue un alumno educado y ale-gre, al que todos querían, todos menos yo, queprecisamente no lo quería porque era alegre yeducado. Desde el principio fue un mal estu-diante, defecto que aumentó con los años. Sinembargo, logró terminar sus estudios gracias alas influencias. Ya estaba en los últimos cursos,cuando recibió en herencia una finca y doscien-tos siervos, y como nosotros éramos casi todospobres, se complacía en ponemos en ridículo.Era un ser vulgar, pero, en definitiva, y a pesarde sus humos, un buen muchacho. Entre noso-tros, en la escuela, no obstante los alardes dehonor y dignidad que se hacían con un excesode fantasía y de palabras, todos, excepto algu-nos, lo adulaban, lo que lo incitaba a darse másimportancia todavía. Pero si giraban en tomode él no era por interés, sino simplemente por-que la naturaleza lo había favorecido con susdones. Además, entre los estudiantes se consi-

deraba Zverkov como un especialista en todo loconcerniente a la elegancia y a las buenas ma-neras. Y esto era lo que más me enfurecía. De-testaba el agudo sonido de su voz, llena de su-ficiencia; sus grandezas, de las que siempre semostraba muy satisfecho, pero que eran verda-deras estupideces, pese a su facilidad de pala-bra. Detestaba su cara, bella pero inexpresiva(aunque ¡cómo me habría apresurado a cambiaraquella cara por la mía de hombre inteligente!),y sus modales desenvueltos, al estilo de losoficiales de 1840. Lo detestaba por los éxitosque confiaba en obtener con las mujeres (no seatrevía a emprender conquistas antes de haberalcanzado sus hombreras de oficial; por eso lasesperaba con tanta impaciencia) y por los due-los que estaba seguro de librar. Recuerdo queuna vez, rompiendo por excepción mi silencio,disputé violentamente con él. Zverkov hablabaa sus compañeros de sus futuras intrigas amo-rosas, y, entusiasmándose de tal modo que pa-recía un perrito revolcándose al sol, declaró de

pronto que no dejaría intacta ninguna campesi-na joven de su finca, pues ejercería le droit duseigneur; y que si los campesinos se atrevían aprotestar, los haría azotar y duplicaría los im-puestos a aquellos «viles barbudos». Nuestroscobardes lo aplaudieron; pero yo lo ataqué vio-lentamente, no porque compadeciera a las mu-chachas y a sus padres, sino simplemente por-que me irritaba que semejante insecto cosecha-ra éxitos de tal índole. Aquella vez triunfé; peroZverkov, al que su necedad no impedía seralegre e insolente, logró poner a los burlones desu parte, y de tal modo, que mi triunfo fuemomentáneo: todos acabaron por reírse de mí.Desde entonces, más de una vez triunfó sobremí, aunque sin maldad, bromeando, entre risas.Yo guardaba ante él un silencio despectivo.Cuando terminamos los estudios, tuvo conmi-go algunos gestos amables; yo no los rechacé,porque ello me halagaba, pero pronto, y con lamayor naturalidad, nos distanciamos. Poste-riormente me enteré de sus éxitos como oficial,

de la vida alegre que llevaba. Y más adelantetuve noticia de su rápido ascenso. Dejó de sa-ludarme cuando nos encontrábamos en la calle:sin duda temía comprometerse al cambiar elsaludo con un ser tan insignificante como yo.Una vez lo vi en el teatro, en platea. Ya lucía lasinsignias de ayudante de campo. Rebullía entorno de las hijas de un viejo general. Pero du-rante los tres años que había dejado de verlo,había perdido mucho en presencia, ya que hab-ía engordado bastante. Sin embargo, conserva-ba sus bellas facciones y sus maneras elegantes.Se advertía que cuando cumpliese los treinta sehundiría completamente.

Este era el Zverkov al que acababan de des-amar a provincias y a quien sus amigos proyec-taban dar una cena de despedida. No habíaninterrumpido sus relaciones con él, aún consi-derándose -estoy seguro- inferiores al oficial.

Uno de los visitantes de Simonov se llamabaFerfitchkin. Era un ruso de origen alemán, es-casa estatura y cara de mono; un necio que se

burlaba de todo el mundo y que fue mi peorenemigo en la escuela desde las clases inferio-res; un fanfarrón cobarde e insolente que apa-rentaba el amor propio más susceptible, peroque evidentemente no era más que un misera-ble. Pertenecía al grupo de admiradores deZverkov, que lo adulaba interesadamente, yaque todos le pedían con frecuencia dinero pres-tado.

El otro visitante, Trudoliubov, no tenía nadadigno de mención. Era militar. Un mocetónalto, rostro frío. Aunque honrado, se inclinabaante el éxito, fuese éste cual fuera, y sólo sabíahablar de nombramientos, ascensos, etc. Erapariente lejano de Zverkov, y, por estúpido queesto pueda parecer, ello le confería cierto pres-tigio a los ojos de sus compañeros. A mí meconsideraba como un ser insignificante, perome trataba de un modo soportable, ya que nocortés.

-Bueno, poniendo siete rublos por cabeza -declaró Trudoliubov- y, siendo tres como so-

mos, reuniremos veintiún rublos. Por lo tanto,podremos cenar bastante bien. En cuanto aZverkov, naturalmente, no tendrá que dar na-da.

-¡Claro! ¡Es el invitado! -asintió Simonov.-¿Cómo podéis creer -intervino Ferfitchkin

con acento arrogante e insolente, como un laca-yo descarado que se jacta de las consideracio-nes de su dueño-, cómo podéis creer que Zver-kov admita que paguemos sólo nosotros? Acep-tará nuestra invitación por delicadeza, pero nosofrecerá champán, seis botellas seguramente.

-Demasiado champán para cuatro personas -comentó Trudoliubov, que sólo se había fijadoen el número de botellas.

-En resumen, que somos tres a pagar, aunque,con Zverkov, seamos cuatro a cenar. Veintiúnrublos. Hotel Perís. Mañana a las cinco -recapituló Simonov, al que se había encomen-dado la organización del banquete.

-¿Por qué veintiún rublos? -exclamé con cier-ta emoción, incluso sintiéndome un poco ofen-dido-. Si se me cuenta a mí también, no seránveintiuno sino veintiocho.

Yo creía que al hacer aquella oferta espontá-nea causaría gran efecto y todos se rendirían ami generosidad. Esperaba miradas de admira-ción.

-¿De veras quiere usted ser del grupo? -preguntó Simonov, descontento, sin mirarme,porque sabía perfectamente cómo era yo.

Me exasperó que me conociera tan bien.-¿Por qué no? -exclamé con voz ronca-. Tam-

bién yo fui compañero suyo. Es más, inclusome molesta que no me hayan informado atiempo.

-¿Acaso conocíamos su paradero? -exclamórudamente Trudoliubov-. Además, usted nuncaha estado en buenas relaciones con Zverkov -añadió con semblante sombrío.

Pero yo me había lanzado.

-Eso es un asunto privado en el que nadie tie-ne derecho a inmiscuirse -dije con voz temblo-rosa, como si se tratase de algo extraordinaria-mente importante-. Quizá precisamente porqueno estamos en buenas relaciones, quiero...

-¡Cualquiera le entiende a usted con sus ideaselevadas! -exclamó Trudoliubov con una risitade burla.

-Contamos con usted -cortó Simonov vol-viéndose hacia mí-. Mañana a las cinco, en elHotel París. No se equivoque.

-¿Y el dinero? -dijo Ferfitchkin a media voz aSimonov señalándome con un movimiento decabeza. Pero se detuvo en seco, porque inclusoSimonov se sintió molesto.

-¡Basta! -dijo Trudoliubov levantándose-.Puede venir, si tanto lo desea.

-Pero es que estaremos entre amigos -protestóFerfitchkin, irritado-. No se trata de una reu-nión oficial. A lo mejor, su presencia...

Se marcharon. Al salir, Ferfitchkin ni siquierame saludó. Trudoliubov inclinó casi impercep-tiblemente la cabeza, Sin mirarme.

Simonov, con el que me quedé solo, parecíaperplejo y molesto. Me miraba de un modoextraño. Ni se sentaba ni me invitaba a sentar-me.

-Bueno, ya sabe: mañana. ¿Entregará hoy eldinero? Se lo pregunto para poder planearlotodo con seguridad -explicó rápidamente, muyconfuso.

Enrojecí de cólera, pero, mientras enrojecía,me acordé de que le debía quince rublos desdehacía siglos, cosa que yo nunca había olvidado.

-Comprenda usted, Simonov, que al veniraquí no podía prever... Lamento de verashaberme olvidado de...

-¡Bah! No tiene importancia. Ya pagará ustedmañana. Sólo lo he dicho para saber con certe-za... En fin, no se preocupe...

Se calló de pronto y empezó a ir y venir por lahabitación, cada vez más irritado, golpeandoviolentamente el suelo con los talones.

-¿Tiene usted algo que hacer? ¿Lo molesto? -pregunté tras unos minutos de silencio.

-¡Oh, no! -exclamó, como si volviera en sí depronto-. Aunque, para serle franco, me tengoque acercar a... No está lejos de aquí -añadió,confuso y en un tono de excusa.

-¡Dios mío! ¿Por qué no me lo ha dicho antes?-exclamé cogiendo mi gorra con una desenvol-tura que me había venido de Dios sabe dónde.

-No está lejos de aquí..., a dos pasos -repetíaSimonov acompañándome hasta la puerta conuna solicitud que no le cuadraba en absoluto-. -Así, pues, hasta mañana, a las cinco en punto -me gritó desde lo alto de la escalera.

No podía ocultar que se alegraba de que mefuera. En cambio, yo estaba furioso...

¿Por qué diablos me habría metido en aquelenredo? Rechinaba los dientes mientras iba a

grandes zancadas por la calle. ¿Y todo porquién? ¡Por aquel cerdo de Zverkov! «Desdeluego, no iré. ¡Sólo merecen que les escupa!Nada me obliga a ir. Avisaré a Simonov porcarta.»

Pero lo que más me irritaba era mi seguridadde que iría, de que iría a toda costa, y que tantomás empeño pondría en ir cuanto menos meconviniera y más pudiese hacer el ridículo.

Había un importante obstáculo para que fue-se: no tenía dinero. Todo mi capital eran nueverublos, de los cuales debía entregar siete al díasiguiente a mi criado, Apolonio, al que dabasiete rublos al mes, naturalmente comiendo élpor su cuenta.

Conocía bien su carácter, y no quería hacerloesperar. (En algún momento tendré que hablarde este canalla, de esta inmundicia.) Y, sin em-bargo, yo sabía que no le pagaría y que iría a lacena.

Aquella noche tuve sueños espantosos. Noera extraño, pues había estado todo el díaoprimido por el recuerdo de los años de cárcelque habían sido mis años de estudio. Parienteslejanos, bajo cuya tutela estaba ya los que jamáshe vuelto a ver, me abandonaron en aquellaescuela. Cuando ingresé, mis parientes me hab-ían convertido ya, a fuerza de reproches, en unmuchacho taciturno, silencioso, de mirada hos-til. Mis compañeros me acogieron con pérfidasburlas, porque no me parecía a ninguno deellos. Yo no podía soportar las bromas, no pod-ía acostumbrarme a ellos tan fácilmente comoellos se acostumbraban unos a otros. Los odié,pues, desde el principio y me encerré en unprofundo orgullo, en el que había un algo detemor y mortificación. Me repugnaba la groser-ía de aquellos muchachos. Se reían cínicamentede mi casa, de mi aspecto estúpido. ¡Pero no seveían las caras de idiotas que tenían ellos! Enaquella escuela, los rostros se transformabanhasta adquirir una expresión de imbecilidad. Vi

ingresar a muchos chicos que entonces eranguapos y que años después tenían un no sé quéde repelente. Cuando llegaban a los dieciséisaños, los observaba con una curiosidad sombr-ía: la mezquindad de sus pensamientos, la im-becilidad que denotaban sus ocupaciones, susconversaciones, sus juegos, me paralizaban deasombro. No comprendían ciertas cosas degran importancia, no prestaban atención a lascosas más notables, y ello me impulsó a consi-derarme, en contra de mi voluntad, muy supe-rior a ellos. No era en modo alguno la vanidadherida el motivo de mi actitud, y, ¡en nombredel cielo!, no me vengáis con esa objeción, tanrepetida que ya me produce náuseas, de que yosoñaba despierto mientras ellos poseían ya elsentido de la realidad. ¡De ningún modo! Nocomprendían nada, no tenían el menor sentidode la realidad. Esto era precisamente lo que meparecía más despreciable en ellos. Por el contra-rio, acogían la realidad más evidente, la que,por decirlo así, entra por los ojos, con la más

estúpida incomprensión. Es más, aunque sólotenían dieciséis años, ya se inclinaban servil-mente ante el éxito. De todo lo verdadero yjusto, pero que estaba postergado y desprecia-do, se burlaban necia y cruelmente. Daban másvalor a los diplomas que a la inteligencia. Ten-ían sólo dieciséis años, y ya ponían por encimade todo las sinecuras. Pero hay que pensar quea ello contribuían su estupidez y los malosejemplos que los habían rodeado desde su in-fancia. Estaban monstruosamente corrompidos.Pero en ello había, evidentemente, algo externo,cierta afectación cínica, cuya lozanía juvenil setransparentaba a veces a través de su deprava-ción. Sin embargo, incluso esta lozanía resulta-ba poco simpática, pues se manifestaba pormedio de una especie de grosera sensualidad.Yo los odiaba, aún siendo quizá peor que ellos.y ellos me pagaban con la misma moneda, sinni siquiera disimular la repugnancia que lesinspiraba. Yo no pensaba en atraerme su amis-tad. Por el contrario, sólo deseaba humillarlos.

A fin de verme libre de sus burlas, me apli-qué cuanto me fue posible, y así logré situarmeentre los primeros. Esto los impresionó.Además, todos fueron advirtiendo poco a pocoque yo había leído ya ciertos libros de los queellos no sabían nada todavía, y que yo com-prendía ciertas cosas (ajenas a nuestros cursos)completamente desconocidas para ellos. Locomprobaban con una estupefacción irónica,pero aceptaban mi prestigio, y más aún al ad-vertir que mis conocimientos habían atraído laatención de los profesores. Las burlas cesaron,pero la antipatía subsistió, y se establecieronentre nosotros relaciones de una frialdad ofi-cial.

Al fin fui yo quien no pudo seguir resistien-do. Cuando tuve más años, sentía la necesidadde ir hacia los hombres, de tener amigos. Traté,pues, de aproximarme a algunos de mis com-pañeros. Pero había siempre cierta falsedad ennuestras relaciones, y éstas terminaban muypronto. Sin embargo, llegué a tener un amigo.

Pero yo era ya un déspota; pretendí dominareternamente su espíritu, imbuirle el despreciohacia quienes lo rodeaban; exigí de él que rom-piese de modo definitivo, arrogante, con sumedio ambiente. Mi amistad apasionada loasustó. Lo trastorné hasta las lágrimas, hasta lasconvulsiones. Era un alma cándida y generosa.Y cuando se hubo entregado a mí por entero, lodetesté y lo rechacé. Fue como si sólo lo hubiesenecesitado para apuntarme una victoria yadueñarme de su voluntad. Pero yo no podíavencerlos a todos. Mi amigo tampoco se parecíaa ninguno de ellos: era una excepción.

Cuando terminé mis estudios, me apresuré arenunciar a la carrera especial a que me habíandestinado, a fin de romper todos los lazos conel pasado, poder maldecirlo y cubrirlo de ceni-za... Después de todo esto, no sé por qué dia-blos seguí yendo a casa de Simonov.

Al día siguiente me desperté temprano; melevanté tan agitado como si la comida se hubie-ra de celebrar inmediatamente. Y es que estaba

persuadido de que aquel día tenía que produ-cirse un cambio radical en mi existencia. Proba-blemente, todo se debía a que se trataba de unhecho desacostumbrado. Y también hay quetener en cuenta que siempre que me enfrentabacon un acontecimiento, por insignificante quefuera, me hacía la ilusión de que iba a cambiarradicalmente mi existencia. Fui a la oficina co-mo de costumbre, pero salí dos horas antes, conobjeto de hacer los preparativos del caso. «So-bre todo -pensaba-, no debo ser el primero enllegar, no vayan a creer que estaba impaciente.»Tenía otras muchas preocupaciones además deésta. Estaba agitadísimo, y esta agitación medebilitaba.

Limpié de nuevo mis botas. Apolonio nohabría querido por nada del mundo limpiárme-las dos veces el mismo día: habría consideradoque esto era introducir el desorden en su servi-cio. Tuve que apoderarme subrepticiamente delos cepillos que estaban en la antecámara, a finde evitar que Apolonio supiera que yo mismo

me lustraba las botas, pues ello le habría movi-do a despreciarme. A continuación, examinécon todo cuidado mi traje, y me vi obligado areconocer que estaba viejo. En verdad, me ha-bía entregado a una negligencia exagerada. Miuniforme estaba bastante bien, decoroso, perono podía ir a comer vestido de uniforme. Lopeor era que los pantalones tenían en una de lasrodilleras una gran mancha amarilla. Preveíaque esta mancha reduciría en nueve décimaspartes mi dignidad. Pero sabía también que erabajo y vulgar pensar así. «Por otra parte ya nose trata de pensar: estamos en plena realidad.»Esto era algo que me decía, pero iba perdiendoel calor por momentos. Sabía muy bien queexageraba monstruosamente las cosas; pero¿cómo remediarlo? Ya no era dueño de mi pen-samiento: la fiebre me poseía.

Me imaginaba con desesperación el tono alti-vo y glacial con que me acogería el canalla deZverkov; el estúpido desprecio con que memiraría Trudoliubov, y la risa descarada de

Ferfitchkin, aquel insecto que querría adular aZverkov. En cuanto a Simonov, lo comprender-ía todo y me despreciaría por la bajeza de mivanidad y de mi cobardía. Además, y espe-cialmente, ¡qué miserable, qué poco littéraire,qué trivial sería aquella reunión! Lo mejor habr-ía sido, evidentemente, quedarse en casa. Peroesto era justamente lo más difícil. Cuando meacometía esta tentación, me rebelaba. Me habríaburlado de mí mismo durante todo el resto demi vida: «¡Vaya, hombre! ¡Tuviste miedo de larealidad! ¡Sí, miedo!» Precisamente lo que yodeseaba, lo que yo anhelaba era demostrar aaquella «morralla» que no era en modo algunotan cobarde como parecía. En plena fiebre, so-ñaba con vencerlos, con triunfar, con cautivar-los, con obligarlos a estimarme aunque sólofuese por «la elevación de mis pensamientos ypor mi innegable y cáustico ingenio. Abando-narán a Zverkov, lo dejarán solo, silencioso yconfuso en un rincón. Lo aplastaré. Seguida-mente quizá tenga la condescendencia de re-

conciliarme con él; beberemos, nos tuteare-mos».

Pero lo más irritante, lo más ofensivo era queyo sabía perfectamente que, en resumidas cuen-tas, no tenía necesidad de nada de aquello; queno deseaba en modo alguno aplastarlos, ven-cerlos, subyugarlos; que yo sería el primero enno dar un solo céntimo por aquella victoria encaso de obtenerla... ¡Oh, cómo imploraba a Diosque aquella velada pasara lo más rápidamenteposible! Colmado de una angustia indecible,me acerqué a la ventana, abrí el cristal y tratéde perforar con la mirada el opaco velo de nie-ve fundida que caía en gruesos copos.

Al fin, mi viejo y pequeño reloj de péndulodio, como tosiendo, las cinco. Tomé mi sombre-ro, y procurando eludir la mirada de Apolonio,que esperaba su salario desde por la mañana,pero que, por su estupidez, no quería ser elprimero en hablarme, me deslicé al exterior.Alquilé un hermoso trineo con los cincuenta

copecs que me quedaban y llegué al Hotel Paríscon aires de gran señor.

IV

Desde la víspera sabía que sería el primero enllegar. Pero no era eso lo que verdaderamenteimportaba entonces.

No sólo no había allí ninguno de ellos, sinoque me fue en extremo difícil encontrar la salaque teníamos reservada. Aún no estaban pues-tos los cubiertos. ¿Qué significaba aquello?Después de muchas preguntas, me enteré porlos camareros de que la comida estaba encar-gada para las seis y no para las cinco, cosa queme confirmó el maître d'hotel. Me sentí molestoconmigo mismo por haberles preguntado. Aúnno eran más que las cinco y veinte. Si habíancambiado la hora debieron avisarme (para esoestá el correo). Me habían afrentado ante mímismo y ante la servidumbre. Me senté. El ca-

marero empezó a poner los cubiertos, y, en supresencia, me sentí más irritado aún. Hacia esode las seis, además de las lámparas que alum-braban ya la habitación, trajeron bujías; pero alcriado no se le había ocurrido traerlas a mi lle-gada. En el comedor de al lado cenaban dosseñores silenciosos y sombríos, cada uno enuna mesa diferente. Pero en los lejanos saloneshabía mucho ruido: oía gritos, risas, exclama-ciones en mal francés, de un grupo de comensa-les, compuesto de caballeros y damas. Me sent-ía descorazonado. Pocas veces había pasadominutos tan desagradables. Tanto, que a las seisen punto, cuando aparecieron todos a la vez,me dispuse a acogerlos como salvadores: en losprimeros momentos, incluso me olvidé de quedebía mostrarme ofendido.

Zverkov entró delante, como jefe de grupo.Todos reían, pero, al verme, Zverkov irguió lacabeza, avanzó hacia mí sin precipitarse, con-toneándose como una mujer coqueta, y me ten-dió la mano con gesto amable, aunque no en

exceso, con una especie de cortesía prudente,con esa cortesía de alto personaje que, al mismotiempo que tiende la mano, parece protegersede algún peligro. Yo esperaba que, por el con-trario, cuando entrase se echaría a reír, comohacía siempre, con una risa aguda y chillona, yque soltase una de sus estupideces que conside-raba como agudezas. Me estaba preparandopara ello desde la víspera, pues en modo algu-no esperaba un tono tan condescendiente, tanaltivamente cortés. ¿Tan superior a mí y en to-dos los aspectos se consideraba? Si hubieseadoptado aquella actitud señorial para humi-llarme, la cosa no habría tenido importancia; yole habría pagado con la misma moneda y asun-to concluido. Pero ¿cómo responder a aquelhombre que no había pensado en modo algunoen ofenderme y en cuya estúpida cabeza decarnero se había introducido la idea de que erainfinitamente superior a mí, y, por lo tanto, sólopodía hablarme en un tono protector? Al pen-

sar en todo esto me latía con violencia el co-razón.

-Me he enterado con asombro de su deseo deser hoy de los nuestros -empezó a decir con vozjadeante y untuosa y subrayando las palabras,cosa que antes no hacía-. Hacía mucho tiempoque no nos veíamos. Nos evitaba usted, y hacíamal, porque no somos tan terribles como ustedcree. Pero, sea como fuere, me alegro mucho dereestablecer...

Se volvió y, con un ademán negligente, lanzósu sombrero al alféizar de la ventana.

-¿Lleva mucho tiempo esperando? -preguntóTrudoliubov.

-He llegado a las cinco en punto, como quedóconvenido ayer -respondí en voz alta y con unairritación que hacía prever un próximo estalli-do.

-¿Es que no le avisaste de que habíamos cam-biado la hora? -preguntó Trudoliubov a Simo-nov.

-No. Se me olvidó -repuso éste, aunque sinmostrar ningún pesar. Luego, sin excusarseante mí salió para dar las órdenes pertinentes.

-¿Conque hace ya una hora que está ustedaquí? ¡Pobre chico! -exclamó burlonamenteZverkov, pues, para su modo de ser, aquelloera sumamente divertido.

E inmediatamente, siguiendo su ejemplo, elmiserable Ferfitchkin soltó una de sus risotadasrepelentes, agudas y temblorosas. Me parecióun perro. Y él me consideró a mí como un serridículo.

-¡No veo nada de risible en eso! -dije, cadavez más irritado, a Ferfitchkin-. La culpa es deellos, no mía. No me avisaron. Es... incompren-sible.

-Incomprensible es poco -rezongó Trudoliu-bov tomando ingenuamente mi defensa-. Esusted demasiado indulgente. Ha sido una ver-dadera grosería, aunque no premeditada...¿Cómo es posible que Simonov...? ¡Hum!

-Si a mí me hubiesen hecho una jugada así -comentó Ferfitchkin-, habría...

-Habría pedido algo al camarero -le inte-rrumpió Zverkov-. O se habría puesto a comersin esperamos.

-También yo habría podido hacerlo sin auto-rización de ustedes, reconózcanlo -declaré enun tono tajante-. Si los he esperado ha sidoporque...

-¡A la mesa, señores! -exclamó Simonov, en-trando--. Todo está listo. Garantizo champán.Está helado. No conozco su dirección. ¿Cómopodía avisarle? -me dijo volviéndose de prontohacia mí pero sin mirarme.

Evidentemente tenía algo contra mí, ya queestaba pensando en el asunto desde el día ante-rior.

Nos sentamos. La mesa era redonda. Tenía ami izquierda a Trudoliubov, y a mi derecha aSimonov. Zverkov estaba frente a mí, y Fer-fitchkin, entre él y Trudoliubov.

-Dígame: ¿está usted en el ministerio? -mepreguntó Zverkov, que, como ven, seguía de-dicándome su atención.

Viéndome confuso, consideraba que era nece-sario mostrarse sociable conmigo y levantar miánimo. «Por lo visto quiere que le lance unabotella a la cabeza», me dije, sintiendo que elfuror se apoderaba de mí. Me irritaba con granrapidez, sin duda a causa de mi falta de cos-tumbre de alternar con las personas.

-Sí, pertenezco a la cancillería -respondí convoz ronca.

-Y... ¿ve usted alguna ventaja en ese empleo?Dígame: ¿por qué dejó sus anteriores ocupacio-nes?

-Porque estaba harto, sencillamente. Arras-traba las palabras mucho más que él. Apenaspodía dominarme. Ferfitchkin se dedicó delleno a su plato. Simonov me lanzó una miradairónica. Trudoliubov dejó de comer y me mirófijamente, con curiosidad.

Zverkov tuvo un ligero sobresalto, pero fin-gió no darse cuenta de nada.

-¿Y los honorarios, qué? -¿Qué honorarios? -Su sueldo.

-Esto parece un examen.Sin embargo, le dije lo que ganaba. Me sentía

sonrojado hasta las orejas.-No es una fortuna -comentó gravemente

Zverkov.-Desde luego, no podrá comer en restaurantes

-remachó insolentemente Ferfitchkin.-A mi juicio, ese sueldo es, sencillamente, una

miseria -dijo, muy serio Trudoliubov.-¡Y cómo ha enflaquecido usted, cómo ha

cambiado desde entonces! -exclamó Zverkov,esta vez sin malicia, con una especie de compa-sión insolente y examinándonos a mí y a mitraje.

-¡Basta ya! Lo han confundido -dijo, burlón,Ferfitchkin.

-Sepa usted, señor, que no estoy confuso nimucho menos -estallé al fin-. ¿Me oye? Comoen el restaurante pagando de mi bolsillo, de mipropio bolsillo, téngalo en cuenta, señor Fer-fitchkin, y no con dinero ajeno.

-¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir? ¿Quién nocome aquí pagando de su bolsillo?

Furioso, rojo como una langosta, Ferfitchkinme miró fijamente a los ojos.

-Lo he dicho por decir algo. -Comprendía quehabía ido demasiado lejos-. Por lo demás, creoque sería mejor hablar de cosas propias de per-sonas inteligentes.

-¿Quiere usted deslumbramos con su inteli-gencia? -No se inquiete. En esta ocasión, talintento sería completamente inútil.

-Pero ¿qué le pasa a usted? ¿A qué viene esemodo de gruñir? ¿Acaso lo ha vuelto loco sucancillería?

-¡Basta, señores, basta! -exclamó Zverkov convoz autoritaria.

-¡Cuánta tontería! -rezongó Simonov-En efecto, todo esto es estúpido -dijo Trudo-

liubov dirigiéndose sólo a mí y en el tono másgrosero. Esto es una reunión de amigos paradespedir a un buen camarada y empieza usteda disputar. Fue usted quien solicitó formar par-te del grupo. No rompa, pues, la buena armon-ía.

-¡Basta, basta! -gritó Zverkov- ¡Cálmense se-ñores! Esto no está ni medio bien. En vez dediscutir, escuchen: voy a contarles cómo estuvea punto de casarme anteayer.

Y Zverkov empezó a referir una aventuraimbécil. Naturalmente, no se trataba de ningúncasamiento, sino de un pretexto para citar ge-nerales, coroneles e incluso gentiles hombres decámara, entre los que Zverkov desempeñabacasi siempre el papel principal. Los oyentesestallaban en risas de aprobación; Ferfitchkinincluso profería gemidos.

Todos me habían olvidado, y yo estaba solo,humillado, aplastado.

«¡Dios mío! -pensaba-. ¿Cómo puede conve-nirme esta compañía? ¡Qué papel tan estúpidoacabo de hacer ante esta gente!

He consentido demasiado a Ferfitchkin. Losmuy imbéciles creen que me han hecho un granhonor al admitirme en su mesa, y no piensanque soy yo, sí, yo, quien les hago honor a ellos...¡He adelgazado!... ¡Y este traje!... ¡Malditos pan-talones! Zverkov ha visto inmediatamente lamancha amarilla de la rodillera. Aquí no haymás solución que levantarse de la mesa, cogerel sombrero y salir sin decir palabra. Así lesdemostraré mi desprecio. Estoy dispuesto abatirme en duelo mañana. ¡Los muy cobardes!No lo siento por los siete rublos, como ellosdeben creer. ¡Que el diablo se los lleve! No, nolo siento por los siete rublos! ¡Bueno, me voy!»

Naturalmente, no me fui.

Para ahogar mi pena, bebía grandes vasos deLaffite y Jerez, y como no estaba acostumbradoa la bebida, me embriagué rápidamente. Miirritación crecía. De pronto, me dije que no meiría hasta haberlos insultado con la mayor inso-lencia. Elegiría el momento propicio y les de-mostraría lo que valgo. Después dirían: «¡Esridículo, pero tan inteligente!...». y los volví amandar al diablo.

Lancé por toda la mesa una mirada circular,con expresión insolente y turbia. Pero ellos pa-recían haberme olvidado por completo. Chezeux, había ruido y alegría. Zverkov seguía pero-rando. Presté atención. Hablaba de cierta her-mosa dama que le había declarado su amor, detal modo la había cautivado (naturalmente,mentía como un cazador). y explicó que en suaventura le había ayudado uno de sus amigosíntimos, un joven príncipe, el húsar Kolia, due-ño de tres mil siervos.

-Sin embargo, ese húsar que posee tres milalmas no está aquí; no ha venido a despedirle.

Estas palabras lanzadas en medio de la con-versación general, provocaron un largo silen-cio.

-Está usted completamente borracho -dijoTrudoliubov, dignándose al fin a mirarme yhaciéndolo despectivamente.

Zverkov me observaba en silencio, como seobserva a un insecto raro. Bajé los ojos. Simo-nov se apresuró a servir champán.

Trudoliubov levantó su copa; los demás, ex-cepto yo, siguieron su ejemplo.

-¡A tu salud, y para que tengas un feliz viaje! -dijo a Zverkov-. ¡En recuerdo de nuestros añosde estudio, amigos, y por nuestro porvenir!¡Hurra!

Todos bebieron y corrieron hacia Zverkov pa-ra abrazarlo. Yo me quedé en mi asiento. Micopa seguía llena ante mí.

-¿Y usted? ¿Es que no va a beber? -aulló Tru-doliubov volviéndose hacia mí con un gesto deamenaza.

-Quiero decir unas palabras, señor Trudoliu-bov. Luego beberé...

-¡Maldito sarnoso! -murmuró Simonov parasí.

Me puse en pie y levanté mi copa. Tenía fie-bre. Me disponía a hacer algo extraordinario,aunque no sabía lo que iba a decir.

-¡Silencio! -exclamó Ferfitchkin-. Al fin vamosa oír cosas inteligentes.

Zverkov esperaba, muy serio: sabía lo que ibaa ocurrir.

-Señor teniente Zverkov --comencé-, sepa quedetesto las frases bonitas y los uniformes ceñi-dos al talle. Éste es el primer punto. Vamos conel segundo.

Vi que todos se agitaban en sus asientos.-Segundo punto: detesto a los que frecuentan

los cotillones. Tercer punto: soy partidario de laverdad, la sinceridad, la honradez. -Hablabamaquinalmente, petrificado de horror, no com-prendiendo cómo me atrevía a expresarme así-.

Me inclino ante el pensamiento, señor Zverkov,ante la verdadera camaradería, en pie de igual-dad... Bueno, pero esto no impide que tambiényo beba a su salud, señor Zverkov. Seduzca alas jóvenes circasianas, mate a los enemigos dela patria, y... ¡a su salud, señor Zverkov!

Zverkov se levantó, me hizo una inclinaciónde cabeza y respondió:

-Le estoy muy agradecido.. , Se sentía pro-fundamente ofendido. Incluso palideció. -¡Quese vaya al diablo! -aulló Trudoliubov dando unfuerte puñetazo en la mesa.

-¡Hay que partirle la cabeza! -gritó Ferfitchkincon su penetrante voz.

-¡Debemos echarlo! -gruñó Simonov. -¡Ni unapalabra, señores, ni un gesto! -exclamó solem-nemente Zverkov, calmando el furor general-.Les doy las gracias a todos, pero yo mismoprobaré a este caballero el valor que concedo asus palabras.

-Señor Ferfitchkin -dije con acento teatralhacia él-. Mañana mismo me dará usted unasatisfacción por las palabras que ha pronuncia-do hace un momento.

-¿Un duelo? -exclamó-. ¡Encantado!Pero sin duda, estaba tan grotesco cuando de-

safié a Ferfitchkin, y el contraste de mis pala-bras con mi aspecto era tan extraordinario, quetodos, incluyendo a Ferfitchkin, lanzaron unacarcajada mientras se agitaban en sus asientos.

-En fin, déjenlo. Está borracho perdido -dijoTrudoliubov con una mueca de disgusto.

-Nunca me perdonaré haber consentido queviniera -rezongó Simonov.

«Ha llegado el momento de arrojarles una bo-tella a la cabeza», pensé asiendo una botellaque no estaba vacía... Pero lo que hice fue llenarde nuevo mi vaso.

«No -les dije con el pensamiento--. Me que-daré hasta el fin. Ustedes se alegrarían de quelos librara de mi presencia. ¡Pero no lo haré por

nada en el mundo! Me quedaré y continuarébebiendo para hacerles comprender claramenteque no doy a esto ninguna importancia. Mequedaré y beberé, porque estamos en el restau-rante y he pagado mi parte. Me quedaré y se-guiré bebiendo, porque para mí son ustedessimples muñecos. Es más, considero que noexisten. Beberé. Cantaré si se me antoja. Sí, can-taré; tengo perfecto derecho a cantar...»

Pero no canté. Mi única preocupación era nomirarlos. Adoptaba un aire desenvuelto y espe-raba con impaciencia a que me dirigieran lapalabra. Pero, ¡ay!, no me hablaban. Y, sin em-bargo, ¡cómo habría querido reconciliarme conellos en aquel instante! Dieron las ocho, luegolas nueve. Se levantaron de la mesa y se instala-ron en el diván. Zverkov se recostó en busca deuna butaca y puso los pies en un velador.

Colocaron a su alcance tres botellas y vasos.Zverkov había ofrecido a sus amigos tres bote-llas de champán. A mí, naturalmente, no meinvitaron. Todos se reunieron alrededor de

Zverkov. Lo escuchaban con veneración. Eraevidente que lo apreciaban. ¿Por qué? ¿Porqué?, me preguntaba. A veces, en los arrebatosde su embriaguez, cambiaban besos. Hablabandel Cáucaso, de la verdadera pasión, de lasventajas del servicio militar, de los ingresos delhúsar Podaryevsky, a quien ninguno de ellosconocía, y se alegraban visiblemente de queaquellos ingresos fuesen importantes. Hablarontambién de la gracia y de la belleza de la prin-cesa D..., a quien tampoco conocían, pues nisiquiera la habían visto una sola vez. Al fin letocó el turno a Shakespeare, al que declararoninmortal.

Yo sonreía con desprecio, yendo de la mesa ala chimenea y de la chimenea a la mesa, a lolargo de la pared frontera al diván. Quería de-mostrarles que podía pasar perfectamente sinellos. Sin embargo, al andar martilleaba inten-cionadamente el suelo con los tacones. Perotodo fue inútil. No me prestaban la menor aten-ción. Tuve la paciencia de estar yendo y vi-

niendo entre la mesa y la chimenea desde lasocho hasta las once. «Paseo porque se me anto-ja, y nadie puede prohibírmelo.»El camareroque nos servía se detuvo varias veces para mi-rarme con curiosidad. La cabeza me daba vuel-tas, y creo que, en ocasiones, incluso deliré.Tres veces me cubrí por completo de sudor enel curso de aquellas tres horas, y tres vecesvolví a quedar enteramente seco.

En ciertos instantes me sentía traspasadocruelmente por el amargo pensamiento de queme acordaría siempre, con un sentimiento dedisgusto y humillación, transcurridos diezaños, transcurridos cuarenta, de aquellos minu-tos que fueron los más innobles, los más ridícu-los, los más horribles de mi vida. Verdadera-mente, era imposible una autohumillación máspérfida y más deliberada. Me daba perfectacuenta de ello, pero proseguía mis paseos entrela mesa y la chimenea. «¡Si supierais, por lomenos, de qué sentimientos, de qué pensamien-tos soy capaz! ¡Si supierais lo inteligente que

soy!», pensaba yo a veces, dirigiéndome men-talmente a mis enemigos instalados en el diván.Pero éstos se conducían exactamente como siyo no existiese. Sólo una vez se volvieron haciamí. Fue cuando Zverkov empezó a hablar deShakespeare, y yo lancé una carcajada despec-tiva. Mi risa fue tan falsa, tan ruin, que ellosinterrumpieron repentinamente su conversa-ción y estuvieron siguiendo durante un par deminutos, con tanta seriedad como curiosidad,mis paseos a lo largo de la pared sin prestarles lamenor atención. Pero no conseguí nada; no medirigieron la palabra, y, dos minutos después,me habían olvidado de nuevo. Dieron las once.

-¡Señores! -exclamó Zverkov levantándose-¡Ahora vamos todos la has!

-¡Eso, eso! -aprobaron los demás. Me volvírepentinamente hacia Zverkov. Me sentíaabrumado, aplastado hasta el punto de estardispuesto a todo, incluso a matarme, para po-ner fin a aquella situación. Tenía fiebre, el pelo,

empapado en sudor, se me pegaba a la frente, alas sienes.

-Zverkov, le ruego que me perdone -dije re-sueltamente-. También a usted, Ferfitchkin, y atodos, pues a todos los he ofendido.

-¡Vaya! Por lo visto, tiene miedo a batirse -dijo Ferfitchkin con su pérfida vocecita.

Sentí un mazazo en el corazón. -No, no temoal duelo. Estoy dispuesto a batirme con ustedmañana, incluso si nos reconciliamos. Es más,deseo que se lleve a cabo el desafío. No me nie-gue usted ese favor. Quiero probarle que elduelo no me da miedo. Usted tirará primero.Después, yo dispararé al aire.

-Por lo visto, esto le divierte --comentó Simo-nov.

-¡Cuánta tontería! -exclamó Trudoliubov.-¡Bueno, apártese de una vez! No nos deja pa-

sar... En definitiva, ¿qué quiere usted? -preguntó Zverkov, despectivo.

Todos tenían el rostro congestionado y losojos brillantes: habían bebido demasiado.

-Quiero su amistad, Zverkov. Lo he ofendidoy... -¿Qué usted me ha ofendido? ¿Usted? ¿Amí? Sepa usted, caballero, que usted no puedeofenderme nunca, en ningún caso...

-¡Basta! ¡Lárguense! --concluyó Trudoliubov-.¡Vámonos ya, señores!

-¡Olimpia para mí! ¿De acuerdo? -exclamóZverkov. -¡Sí, sí, de acuerdo! -le respondieronentre risas. Permanecí inmóvil, aplastado. Elgrupo hizo una salida

ruidosa. Trudoliubov cantaba una estúpidatonadilla. Simonov se rezagó momentáneamen-te para dar las propinas a los camareros. Depronto me acerqué a él.

-¡Simonov, présteme seis rublos! -le dije, conla resolución del desesperado.

Me miró, estupefacto y con ojos turbios: tam-bién él estaba ebrio.

-¿Cómo? ¿Acaso pretende venir là bas con no-sotros?

-¡Sí!-No tengo dinero -repuso Simonov tajante y

con una sonrisa de desprecio. Luego se dirigióa la puerta.

Me aferré al faldón de su capa. Aquello erauna verdadera pesadilla.

-¡Simonov! He visto que tenía usted dinero.¿Por qué me lo niega? ¿Acaso soy un misera-ble? ¡No me lo niegue! ¡Si usted supiera, si us-ted pudiese saber por qué se lo pido! ¡Todo miporvenir, todos mis planes dependen de esosseis rublos!

Simonov sacó el dinero del bolsillo y casi melo arrojó a la cara.

-¡Tómelos, ya que tiene tan poca dignidad! -me dijo despiadadamente. y corrió a reunirsecon el grupo.

Me quedé solo, y así estuve un momento.¡Qué gran desorden me rodeaba! Restos de co-

mida, vasos rotos, vino derramado, colillas. Laangustia me oprimió el corazón, el humo de laembriaguez invadió mi cabeza... y allá lejosestaba aquel criado que lo veía todo, lo oía todoy me miraba fijamente, con curiosidad.

-¡Adelante! -exclamé-. O imploran todos derodillas y besándome los pies que les concedami amistad, o... ¡o le daré una bofetada a Zver-kov!

V

-Al fin llegó. Ya está aquí el conflicto con larealidad -farfullaba yo para mí mientras bajabala escalera de cuatro en cuatro escalones-. Estavez no se trata ya del viaje del Papa al Brasil nide un baile a orillas del lago Como.

«¡Soy un miserable! ¡Burlarme de eso en estemomento!... Pero ¿qué importa, si ya está todoperdido?»

Mis enemigos habían desaparecido sin dejarrastro, pero yo sabía perfectamente dónde lospodía encontrar.

Vi un trineo solitario, uno de esos trineos quehacen el servicio nocturno. El cochero llevabauna hopalanda de buriel espolvoreada de nievefundida. La humedad era asfixiante. El caballe-jo era bayo, tenía el pelo erizado, estaba tam-bién cubierto de una capa de nieve y tosía. Lorecuerdo todo perfectamente. Corrí hacia eltrineo, pero apenas puse el pie en el interior,recordé el desprecio con que Simonov me habíaentregado el dinero, y me sentí tan aniquilado,que caí como un saco en el fondo del trineo.

«¡No será nada fácil lavar todo esto! -me dije-.Pero lo lavaré o moriré esta misma noche.¡Adelante!»

Nos pusimos en camino. Las ideas se arremo-linaban locamente en mi cabeza.

«Desde luego, no me pedirán de rodillas queles conceda mi amistad. Esto no es más que un

espejismo, un espejismo estúpido, romántico,fantástico; es siempre el mismo baile junto allago Como. Por consiguiente, estoy obligado adarle una bofetada a Zverkov. Sí, he de darleuna bofetada.»

-¡Más de prisa! ¡Más de prisa! El cochero tiróde las riendas.

«Apenas llegue, lo abofeteo. ¿Debo decir al-gunas palabras á modo de prefacio de las bofe-tadas? No. Entro y lo abofeteo. Estarán todosreunidos en la sala, y Zverkov, sentado en eldiván con Olimpia. ¡Maldita Olimpia! Un día seburló de mi cara e incluso se negó a seguirme.La cogeré del pelo y la arrastraré. Luego le ti-raré de las orejas a Zverkov. No, será mejoratenazarlo por la punta de una oreja y obligar-lo, a tirones, a dar la vuelta a la sala. Segura-mente, todos se arrojarán sobre mí, me golpe-arán y me echarán a la calle. ¡Pero no importa!Habré sido yo el primero en pegar. Habrá sidomía la iniciativa, y, según las reglas del honor,con eso basta. Él quedará marcado, y para lavar

ese oprobio no tendrá más medio que batirseconmigo. Se verá obligado a batirse. ¿Qué meimporta que se arrojen sobre mí? Sí, ¿qué meimporta? ¡Los muy ingratos! Los golpes deTrudoliubov serán durísimos: ¡es tan fuerte!Ferfitchkin me atacará a traición y me cogerápor los pelos, no me cabe duda. Pero no impor-ta. Estoy decidido a todo. Sus cerebros de car-nero no tendrán más remedio que comprenderal fin el lado trágico de esta aventura. Cuandome arrastre hacia la puerta, les gritaré que va-len menos que mi dedo meñique.» -¡Más deprisa, cochero! ¡Más de prisa!

El cochero se sobresaltó y utilizó el látigo.Verdaderamente mi grito había tenido algo desalvaje.

«¡Nos batiremos al despuntar el día! Es cosaresuelta. Perderé mi empleo. Pero ¿de dóndesacaré las pistolas? ¡Todo que fuera eso! Pediréun anticipo sobre mi sueldo y las compraré. ¿Yla pólvora? ¿Y las balas? De eso se encargaránlos testigos. ¿Que no tengo amistades? ¡No im-

porta! -me dije con ardor creciente-. Al primertranseúnte que me tropiece en la calle le pediréque sea mi testigo, y tendrá que aceptar, delmismo modo que está obligado a sacar del aguaa un hombre que se ahoga. En estos casos seadmiten las soluciones más extravagantes. In-cluso podría pedir a nuestro director que measistiese en este duelo. Él tendría que aceptar,aunque sólo fuera por espíritu caballeresco.Además, habría de guardar el secreto. Y encuanto a Antón Antonovitch...»

Pero en ese instante comprendí con claridadmeridiana todo lo que había de abominable yridículo en mis suposiciones. Vi el reverso de lamedalla. Pero...

-¡Más de prisa, cochero! ¡Fustiga, canalla, fus-tiga! -¡Ay, señor! -exclamó, quejumbroso, el«representante de la fuerza inculta».

De pronto, un frío de hielo cayó sobre mí.«¿No sería mejor..., no sería mejor regresar de-recho a casa? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué habré

venido a esta cena? ¡Pero ya no hay remedio!¿Y mi caminata de tres horas entre la mesa y lachimenea? No, tiene que pagarme ese oprobio.»

-¡Fustiga cochero!«¿Y si me entregan a la policía? No, no se

atreverán. Temerán el escándalo. ¿Y si Zverkov,para acentuar su desprecio hacia mí, se niega abatirse? Estoy seguro de que lo hará. Pero yoles demostraré... ¡Sí, corro a la posta en el mo-mento de su partida, lo agarro por la pierna y learranco la capa cuando esté subiendo al coche!Luego le clavo los dientes en la mano, le muer-do. «¡Mirad todos lo que puede hacer un hom-bre desesperado!» Tal vez él me golpee la cabe-za. Desde luego, los demás se me echarán en-cima por la espalda. Pero no importa. Les gri-taré a todos: «¡Fijaos en este bribón! ¡Se marchapara seducir a las circasianas con mi salivazo enpleno rostro!»

«Después, naturalmente, se acabará todo. Mequedaré sin empleo. Me detendrán, me juz-

garán, me expulsarán del ministerio, me me-terán en la cárcel, me enviarán a Siberia. Pero¿qué importa? Quince años después, cuandome pongan en libertad, cuando sea un hombredestrozado, miserable, volveré a encontrar sushuellas. Lo hallaré en una capital de provinciascualquiera. Estará casado y será feliz. Tendráuna nieta... Le diré: "¡Mira, monstruo! ¡Mira mispálidas mejillas y mis harapos! Lo he perdidotodo: la felicidad, la carrera, el arte, la ciencia, lafemme aimée... y todo por culpa tuya. Mira estaspistolas. He venido a descargar la mía y... aperdonarte". Entonces dispararé al aire y des-apareceré sin dejar rastro.»

Incluso lloraba a lágrima viva, a pesar de queen aquel mismo momento me di cuenta de quetodo esto era de Silvio, novela de Pushkin. Mas-carada, drama de Lermontov. Y de pronto sentíuna profunda vergüenza, una vergüenza tal,que dije al cochero que se detuviera, salí deltrineo y permanecí unos instantes en medio dela calle, con los pies hundidos en la nieve.

El cochero me miraba asombrado, lanzandoprofundos suspiros.

Me preguntaba qué debía hacer. Imposible irallá abajo. Evidentemente, no conseguiría nada.Pero también era imposible dejar las cosas co-mo estaban: sería demasiado... ¡Dios mío!¿Cómo renunciar a aquello después de tantosinsultos? ,

«¡No! -me dije saltando de nuevo al interiordel trineo-. Es mi destino.»

-¡De prisa, de prisa! ¡Adelante! En un arrebatode impaciencia, asesté al cochero un puñetazoen la espalda.

-¿Qué le pasa? ¿Por qué me pega? -gritó elhombre mientras daba un fuerte latigazo aljamelgo que empezó a trotar.

La nieve caía en grandes copos, pero yo lle-vaba abierta mi capa, pues, absorto en mis pen-samientos, estaba fuera de la realidad. Acababade decidirme por la bofetada, y me decía,horrorizado, que esto iba a ocurrir immanqua-

blement, tout de suite, y que nulle force ne pourraitplus arreter les événements. Los faroles del alum-brado brillaban lúgubremente, aquí y allá, en laniebla nívea, semejantes a las antorchas de losentierros. La nieve había penetrado bajo micapa y bajo mi redingote y se había acumuladodebajo de mi corbata, donde se iba fundiendo.Pero yo no me tapaba. ¿Para qué, si ya estabaperdido?

Llegamos al fin. Salté del trineo, enloquecido.Subí a zancadas los escalones del pórtico y em-pecé a golpear con pies y manos. Sentí una ex-trema debilidad en las piernas, sobre todo enlas rodillas. Me abrieron con sorprendente ra-pidez, como si me estuviesen esperando (y, enefecto, Simonov había dicho que probablemen-te llegaría otro visitante, pues en aquella casaera preciso avisar y tomar otras precauciones.Era una de esas «tiendas de modas» que la po-licía cerró algún tiempo después. Durante el díaera una verdadera tienda, pero los recomenda-dos podían pasar allí la noche). Atravesé rápi-

damente y entré en la sala de recepción, queconocía bastante bien y donde en aquel mo-mento sólo ardía una bujía. Me detuve, descon-certado: no había nadie.

-¿Dónde están? -pregunté a una persona queentró. Ya se habían ido.

Ante mí estaba plantada la patrona, con unasonrisa tonta en los labios. Yo no era para ellaun desconocido.

Un instante después, la puerta se abrió yentró alguien. No presté atención a la personaque acababa de llegar.

Me paseaba por el salón y me parece quehablaba conmigo mismo. Tenía la impresión deque me había librado de la muerte, y todo miser flotaba en un mar de gozo. Lo habría abofe-teado sin ningún género de duda. De eso estoyabsolutamente seguro. Pero ya no estaban. To-do había cambiado. Miraba en todas direccio-nes. No acertaba a comprender lo que ocurría.Alcé maquinalmente los ojos hacia la persona

que acababa de entrar. Entreví un rostro joven,fresco, algo pálido, de cejas sombrías y rectas,de mirada grave, en la que había un algo deasombro. Esta seriedad me gustó. La habríadetestado si hubiese sonreído. La miré másdetenidamente, no sin cierto esfuerzo, pues mecostaba trabajo concentrar mis ideas. Había enaquel rostro una expresión ingenua y bondado-sa, pero extrañamente grave.

Estoy seguro de que esta seriedad le acarrea-ba disgustos en el establecimiento y de queninguno de aquellos imbéciles se había fijadoen ella. Por lo demás, no se podía decir quefuese una belleza; pero era alta y fornida y es-taba bien proporcionada. Vestía con sencillez.Sentí un mordisco de perversidad en el corazóny me acerqué a ella.

Entonces me vi en el espejo. Mi trastornadorostro me pareció repulsivo. Era un rostro páli-do, vil, rencoroso, coronado por unos cabellosen desorden. «Mejor -pensé-. Me alegro. Lepareceré repulsivo, y esto me complace.»

VI

Al otro lado del tabique empezó a roncar unreloj. Se diría que era un hombre al que apreta-ban violentamente por la garganta. A este ron-quido considerablemente largo siguió un agu-do y ridículo campanilleo, tan claro, que dabala impresión de que alguien había avanzado depronto. ¡Eran las dos! Volví a la realidad. Noestaba durmiendo, pero sí sumido en una espe-cie de sopor.

La oscuridad era casi absoluta en aquellahabitación reducida, de techo bajo y tan repletade muebles, que apenas se podía uno mover.Había allí un gran armario ropero, sombrere-ras, vestidos tirados en desorden, trozos deropa. El cabo de vela que ardía en un rincón,sobre una mesa, se consumía y sólo emitía yaun débil resplandor. Transcurridos unos minu-tos, la oscuridad sería completa.

Volví en mí rápidamente. Me acordé de todoinmediatamente, sin esfuerzo, como si mis re-cuerdos estuvieran esperando mi despertarpara precipitarse sobre mí. Por otra parte, in-cluso cuando estaba aletargado, persistía en micerebro una especie de idea fija de la que nopodía librarme y alrededor de la cual girabanpesadamente mis pensamientos. Pero me ocu-rrió algo extraño: al despertar, todo lo que mehabía sucedido aquel día me pareció que habíapasado hacía mucho tiempo, que había vividoaquellos hechos años atrás.

Tenía la cabeza pesada. Me parecía que algogiraba sobre ella, rozándola. Esto me inquietabay me excitaba. La angustia y la cólera hervíande nuevo en mi interior y buscaban una salida.De pronto vi a mi lado dos ojos muy abiertosque me miraban fijamente, con obstinada curio-sidad. Aquella mirada era glacial, sombría, in-diferente; parecía proceder de muy lejos y pro-ducía una impresión en extremo desagradable.

Una idea oscura surgió en mi espíritu y co-municó a todo mi cuerpo una sensación ingra-ta, semejante a la que se experimentaría al pe-netrar en un subterráneo húmedo, asfixiante.No me pareció natural que aquellos ojos hubie-ran empezado a examinarme entonces, enaquel instante. Recuerdo también que en lasdos horas que acababan de transcurrir no habíacruzado una sola palabra con aquella joven yque ni siquiera me había parecido necesariohacerla. Por el contrario, aquel silencio me pro-ducía cierto placer. Y en aquel momento vi cla-ramente la sinrazón, la fealdad del desenfrenoque, sin amor, brutal e impúdicamente, empie-za, sin ningún preámbulo por el acto que coro-na el verdadero amor. Nos estuvimos mirandoun buen rato, y ella sostuvo mi mirada sin quecambiara la expresión de la suya, tanto queacabé por sentir cierta inquietud.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté bruscamente,para poner término a aquella situación.

-Lisa me respondió casi en un susurro, perosin ninguna amabilidad y apartando sus ojos delos míos.

Enmudecí.-¡Qué mal día hace!... Nieve y más nieve... ¡Es

triste! -dije después, como hablando conmigomismo y cruzando con gesto melancólico losbrazos debajo de la nuca-.

Fijé la vista en el techo.Ella no me respondió. Su silencio me mortifi-

caba.-¿Eres de aquí? -le pregunté con cierta irrita-

ción y volviéndome ligeramente hacia ella.-No.-De dónde has venido?-De Riga -repuso con un gesto de repugnan-

cia. -¿Eres alemana? -No, rusa.-¿Llevas mucho tiempo aquí? -¿Dónde?-En esta casa.-Desde hace dos semanas.

Su voz era cada vez más ronca. La vela sehabía apagado. Ya no me era posible distinguirsu rostro. -¿Tienes padres? -Pues... sí.

-¿Dónde están? -En Riga.-¿Qué hacen?-Nada de particular.-Bueno, pero ¿a qué se dedican, de qué viven?

-Son pequeños burgueses. -¿Vivías con ellos? -Sí.

-¿Qué edad tienes?-Veinte años.-¿Por qué los dejaste? -Cosas de la vida.Esta contestación significaba: «Déjame tran-

quila; no tengo humor para nada». Los dos en-mudecimos.

Sólo Dios sabe por qué no me iba. Tampocoyo tenía humor para nada. Estaba angustiado.Sin que yo hiciera el menor esfuerzo mental,por impulso propio, las imágenes del día queacababa de transcurrir pasaban y volvían a pa-

sar en desorden ante mi memoria. Recordé deimproviso una escena que había presenciado enla calle cuando me dirigía, absorto, al ministe-rio.

-Esta mañana sacaron un ataúd, y poco faltópara que se les cayera.

Dije esto en voz alta, pero sin darme cuenta.No pretendía en modo alguno reanudar la con-versación.

-¿Un ataúd?-Sí, en la plaza del Heno. Lo sacaron de un

sótano. -¿De un sótano?-Sí, de una habitación del subsuelo... Bueno,

ya comprenderás: de una casa de mala nota...¡Cuánta porquería alrededor! Escombros, basu-ras... ¡Cómo apestaba aquello! ¡Era horrible!

Silencio.-En un día como éste es muy desagradable

enterrar a los muertos -dije, sólo para no estarcallado.

-¿Por qué?-El frío, la humedad...Bostecé.-¿Eso qué importa? -dijo Lisa de pronto, tras

una pausa.-Es un espectáculo muy triste. -Y bostecé de

nuevo-. Los enterradores lanzan tacos porquela nieve los empapa. y las fosas, naturalmente,están llenas de agua.

-¿Por qué es natural que haya agua en las fo-sas? -preguntó Lisa con cierta curiosidad peroen un tono todavía más seco y áspero que ante-s.

De pronto sentí que algo despertaba en mí.-¿Cómo que por qué? Siempre hay quince

centímetros de agua en las fosas del cementeriode Volkovo.

-¿Por qué?

-Pues porque el suelo está lleno de agua: portodas partes hay pantanos. El ataúd se depositasobre el agua. Lo he visto muchas veces.

(Nunca lo había visto; es más, nunca había es-tado en el cementerio de Volkovo. Pero lo habíaoído contar.)

-¿De veras no te importa morir?-¿Por qué he de morir? -respondió Lisa, como

defendiéndose.-Un día u otro morirás. Y tu muerte será co-

mo la de ésa de que acabo de hablarte. Tambiénella era una muchacha... Murió de tisis.

-Esa clase de chicas mueren en un hospital...«Lo sabe todo», pensé. Y dije:

-Le debía mucho a su patrona.La conversación me excitaba cada vez más.-Por eso -añadí- siguió trabajando, a pesar de

su tisis, hasta el límite de su vida. Los cocherosque andaban por allí hablaban de la difunta conlos soldados. Seguramente habían sido amigos

de ella. Entre risas, se invitaban a beber en sumemoria en la taberna (una taberna muy fre-cuentada por mí).

Silencio, un silencio profundo. Lisa estabacompletamente inmóvil.

-Has nombrado el hospital. ¿Es que allí semuere mejor?

-Ni mejor ni peor. Pero ¿por qué he de morir?-repuso, enojada.

-No en seguida: más adelante.-Habrá de pasar mucho tiempo.-¡No lo creas! Ahora eres joven y bonita, y por

eso te aprecian aquí. Pero al cabo de un año dellevar esta vida será muy diferente: te habrásmarchitado.

-¿Al cabo de un año?-Por lo menos, en un año perderás mucho -

insistí pérfidamente-. Tendrás que dejar estacasa por otra peor. Y, transcurrido otro año,habrás de pasar a una tercera, inferior a la se-

gunda, y esto continuará, de modo que, al cabode seis o siete años, estarás en los sótanos de laplaza del Heno. Y esto podrá pasar. Lo maloserá si te pones enferma..., si te enfrías y enfer-mas del pecho... O cualquier otro mal... Vivien-do como vives, la enfermedad se agravará.Nunca podrás curarte. Por lo tanto, morirás.

-Bueno, ¿y qué? -replicó irritada, con una sa-cudida de todo su cuerpo.

-¿No te parece triste?-¿Qué tengo que perder? -¡La vida! Silencio.-¿Tenías novio?-¡A usted qué le importa!-No me interesa saberlo. Son cosas que no me

incumben. No te enfades. Es evidente que hastenido contrariedades. Cierto es que esto no meimporta, pero me compadezco.

-¿De quién? -De ti.-No vale la pena -dijo en voz muy baja.

y otra vez se agitó todo su cuerpo. ;. Estedesdén me irritó. ¡Tan amable como había sidocon

ella, en cambio, me...!-Pero ¿qué te has creído? ¿Te imaginas que

vas por buen camino?-No me imagino nada.-Eso es lo malo. ¡Vuelve en ti! ¡Todavía estás a

tiempo! Sí, todavía estás a tiempo. Eres joven ybonita. Puedes querer, casarte, ser feliz...

-No todas las casadas son felices -dijo Lisacon su habitual aspereza.

-No todas, ciertamente. Sin embargo, cual-quier cosa es mejor que permanecer aquí. Nohay comparación posible. Cuando se ama, in-cluso se pude prescindir de la felicidad. La vidaes bella aún cuando se sufre. Vivir es grato,cualquiera que sea la clase de vida. ¡En cambio,esto...! ¡Es una podredumbre, un horror!

Le volví la espalda, contrariado. Ya no razo-naba fríamente. Empezaba a sentir lo que decía,

y hablaba con ardor creciente. Me dominaba eldeseo de exponer las modestas pero queridasideas que había incubado en mi rincón. Algo sehabía encendido en mí de pronto, y esta luzmostraba a mis ojos un objetivo.

-No hagas caso de mi presencia. No debestomar ejemplo de mí. Quizá sea peor que tú.Además, estaba borracho :cuando vine.

Me disculpé de ello y proseguí. -La mujer nopuede seguir al hombre. Son completamentedistintos. Yo me mancho, me ensucio cuandoestoy aquí, pero no soy esclavo de nadie. Entro,pero luego salgo, y cuando estoy fuera, me sa-cudo, y ya soy otro completamente distinto. ¡Encambio, tú..., tú eres una esclava! ;í, una escla-va. Has renunciado a todo, incluso a tu volun-tad. Más adelante querrás romper estas cade-nas, pero te será imposible. Te ceñirán cada díamás estrechamente. Sí son estas malditas cade-nas. Las conozco. No te diré nada más sobreeste asunto. Seguramente no me comprender-ías. Pero dime, sé franca: ¡verdad que ya estás

en deuda con tu patrona? ¿Ves como sí? -añadí,aunque ella no me había respondido pues selimitaba a escucharme en silencio, con ávidaatención-. Ahí tienes la primera cadena. Jamáspodrás librarte de ella. Ya se las arreglarán )araque no puedas. Es como si hubieses vendido tualma al diablo... En fin, ¿qué sabes tú de todoesto? Tal vez soy tan desgraciado como tú y mehundo en el lodo para olvidar mi sufrimiento.Unos buscan el olvido en la bebida; yo o buscoviniendo aquí. Dime: ¿está esto bien?.. Noshemos acostado sin decimos ni una sola pala-bra. Sólo cuando has empezado a observarmecon expresión salvaje te le mirado también yo.¿Es así como se ama? ¿Es así como el hombre yla mujer deben unirse? Esto es sencillamente

repulsivo.-¡Sí! -se apresuró Lisa a afirmar secamente. La

precipitación con que pronunció este «sí» measombró. De ello deduje que mi juicio le ronda-ba también a Lisa por la cabeza mientras memiraba fijamente de cuando en cuando. «Por lo

tanto, es capaz de tener ideas. ¡Diablos!, esto sepone interesante. Posee cierta inteligencia», medecía, casi frotándome las manos. ¿Cómo, pues,no , llegar hasta los confines de un alma tanjoven?

Este juego me atraía cada vez más.Avanzó la cabeza hacia mí. En la oscuridad

me pareció que la apoyaba en sus manos. ¿Meestaba observando? Sentía de veras no poderdistinguir sus ojos. Oía su profunda respira-ción.

-¿Por qué viniste aquí? -le pregunté con ciertarudeza.

-Las cosas...-Sin embargo, ¡qué bien estabas en casa de tus

padres!¡Allí todo era tibio y cómodo! Aquello era tu

nido.-¿Y si allí se estuviera todavía peor que aquí?

«Hay que encontrar el tono justo -me dije-.Con sentimentalismos no conseguiré casi na-da.»

Pero esta idea pasó vertiginosamente por micerebro. Os aseguro que aquella mujer me inte-resaba de verdad. Además, estaba débil y pre-dispuesto a entregarme a los sentimientos ge-nerosos, con los que la astucia se alía fácilmen-te.

-Te creo. Todo es posible -respondí precipita-damente-. Estoy seguro de que te han ofendido,de que son ellos más culpables ante ti que túante ellos. No sé nada de tu pasado, pero no mecabe duda de que una muchacha como tú no haentrado en esta casa por su voluntad.

-¿Qué significa eso de «una muchacha comoyo»? -murmuró Lisa con voz apenas percepti-ble pero que yo oí.

«¡Demonio! La estoy halagando. Esto es unacobardía. Pero tal vez dé buen resultado.»

Ella guardaba silencio.

-Oye, Lisa, te pondré como ejemplo lo que meocurre a mí. Si yo hubiese tenido una familiacuando era niño, hoy no sería como soy. Piensoen ello con mucha frecuencia. Por mal que estésal lado de tu familia, de tu padre y tu madre noserán nunca para ti enemigos, extraños. Te de-mostrarán su cariño por lo menos una vez alaño. Ocurra lo que ocurra, sabes que estás en tucasa. Yo no tenía familia, y seguramente poreso soy tan... insensible.

Volví a esperar.«Quizá no comprenda -pensé-. Es ridículo

que le dé lecciones de moral.»-Si yo fuese padre y tuviese una hija, creo que

la querría más que a un hijo; y no sólo lo creo,sino que estoy seguro.

Procuraba distraerla. Confieso que estas aten-ciones me sonrojaban.

-Y, eso ¿por qué? -exclamó Lisa.¡O sea que me estaba escuchando!

-No lo sé, Lisa. Mira, yo conocí a un padre.Era un hombre severo y duro; pero se arrodi-llaba ante su hija, le besaba los pies y las manosy no se cansaba de admirarla. Cuando ella es-taba en el baile, él permanecía de pie durantecinco horas en el mismo sitio, sin perderla devista. Estaba loco por ella. Y me parece muynatural. Por la noche, cuando ella dormía, él sedespertaba e iba a besarla y a bendecirla duran-te su sueño. Era avaro para los demás y para élmismo, que iba de paseo vestido con un viejo ygrasiento redingote; mas para ella no reparabaen gastos: le hacía magníficos regalos, y ¡quéalegría la suya si a ella le gustaban! Los padresquieren a sus hijas más que las madres. Gene-ralmente, las hijas son felices en la casa paterna.Por lo que a mí se refiere, si tuviese una hija,creo que no la casaría nunca.

-¡Vaya! ¿Por qué? -exclamó Lisa sonriendo le-vemente.

-Francamente: me sentiría celoso. ¿Cómopodría consentir que besara a un extraño, que

quisiera a alguien que no fuese yo? No quieroni pensarlo. Claro que esto es una tontería. Alfin, uno accede; pero no me cabe duda de que,antes de casarla, tomaría informes de los pre-tendientes, a los que eliminaría uno tras otro,aunque acabaría por casarla con el que ella pre-firiese. Pero resulta que el que quiere la mucha-cha es el que más desagrada al padre. Sí, así es.Y ocurren muchas desgracias en las familiaspor este motivo.

-A algunos no les importa vender a sus hijas,en vez de casarlas honorablemente -replicó Lisaen el acto.

«¡Ah! ¿Conque se trata de eso?»-Eso, Lisa, sólo ocurre en las familias maldi-

tas, a las que no asisten ni Dios ni el amor -repuse con vehemencia-. Y donde no hay amor,falta también la razón. Esas familias existen,pero no me refiero a ellas. Lo que acabas dedecir me demuestra que no has sido feliz en tu

casa. Sí, eres una desgraciada... ¡Generalmentees la pobreza la causa de todos los males!

-¿Acaso entre los señores no ocurre lo mismo?La gente honrada vive feliz incluso en la pobre-za.

-Hum... Sí, puede ser. Pero también sucede,Lisa, que el hombre sólo se fija en su sufrimien-to: no se detiene a pensar en su felicidad. Sipensara en su felicidad, vería que en todas lasetapas de su vida ha tenido momentos felices.Pero si todo va bien en la familia, si Dios la habendecido, si el esposo es bueno y se preocupapor la mujer en vez de abandonarla..., ¡qué biense está con la familia! Incluso si en la casa entrael infortunio. Por lo demás, ¿acaso no entra elinfortunio en cualquier parte? Si algún día tecasas, quizá lo sepas por experiencia. Por elcontrario, en los primeros tiempos de la vidaconyugal con el ser amado, ¡cuánta felicidad!¡Una felicidad constante! Incluso las querellasterminan bien entre esposos en esta primeraetapa. Hay mujeres que cuanto más quieren a

su marido, más disputas con él provocan. Pue-do asegurarlo, porque conocí a una de esta cla-se. «¡Te quiero tanto, que te hago sufrir, a fin deque te des cuenta!» ¿Sabías esto? Puede sucederque se atormente a una persona por exceso decariño. Las mujeres obran así con sus maridos.Se dicen: «Te amo y te acaricio tanto, que tengoderecho a atormentarte un poco». Y todos losque viven alrededor del matrimonio compartensu alegría. En el hogar, todo es honesto, apaci-ble y alegre. Hay mujeres celosas. Si él sale (yoconocía a una que procedía así), ella no lo pue-de soportar. Se levanta a medianoche de la ca-ma y va a ver si está en talo cual sitio, con esta oaquella mujer. Esto no está bien, y ella lo sabe.Sufre, se juzga y se condena. ¡Pero ha de obrarasí porque lo ama! Y, después de la riña, la de-licia de reconciliarse. Pedirle perdón o, por elcontrario, perdonarle. ¡Qué hermoso es estopara los dos! ¡Como si acabasen de conocerse,como si acabasen de casarse y su amor estuvie-ra en su principio!... Nadie, absolutamente na-

die debe saber lo que ocurre entre los esposos sise quieren de verdad. Éstos, en sus disputas,sean de la índole que fueren, no deben recurriral juicio de nadie, ni siquiera de la propia ma-dre, ni contar a nadie lo ocurrido. Ellos mismoshan de ser sus propios jueces. El amor es unmisterio divino que debe permanecer oculto alos ojos ajenos, pase lo que pase. Esto es lo me-jor, lo más conveniente. Así se consolida la es-timación entre los esposos, y sobre la estima-ción se edifican muchas cosas. Si marido y mu-jer se quieren, si se han casado por amor, no espreciso que este amor muera. No hay razónpara que no se le pueda mantener vivo; por lomenos, es muy rara esta imposibilidad. Si elmarido es una buena persona, ¿por qué no hade lograrse esta supervivencia? Cierto que elprimer amor morirá, pero le sucederá otro muysuperior. Las dos almas se fundirán, entre am-bos todo será común y no habrá nada secretoentre uno y otro. Y cuando aparezcan los hijos,todo parecerá hermoso, incluso las mayores

complicaciones, con tal que los padres se quie-ran y tengan valor. Hasta en el trabajo ve elpadre un placer, y con alegría renuncia al panpara dárselo a sus hijos. y es que por todo estotus hijos te querrán más adelante. Por lo tanto,amasas para ti. Los niños crecen; tú compren-des que les das ejemplo, que eres su sostén,que, cuando mueras, ellos seguirán viviendocon tus pensamientos, con los sentimientos quehan recibido de ti, y que estarán hechos a tuimagen y semejanza. Esto te impone, pues, ungrave deber... Siendo así, ¿cómo no han deunirse aún más estrechamente el marido y lamujer? Algunos dicen que es molesto tenerhijos. No hay tal cosa. Por el contrario, es unaalegría incomparable. ¿Te gustan los niños,Lisa? Yo los adoro. Imagínate a un niñito son-rosado tomando el pecho. ¿Qué marido no seenternecería al ver a su mujer con el hijo de losdos en sus brazos? Un hijito sonrosado, mofle-tudo... Se echa hacia atrás, agita, jugando, suspiececitos y sus gordezuelas manecitas. Sus

uñas, muy limpias, son tan pequeñas que inclu-so hacen reír. Sus ojitos parecen comprenderloya todo. Y, al mamar, da palmadas en el pecho,y tirones. Está jugando. El padre se acerca, elniño suelta el seno, se echa hacia atrás, mira asu padre y se ríe. Sin duda le parece gracioso.Luego sigue mamando. Cuando los dientesempiecen a salirle, morderá el seno de su ma-dre y al mismo tiempo le lanzará una miradamaliciosa. «j Te he mordido! Lo has notado,¿verdad?» ¡Qué felicidad cuando están los tresjuntos, el padre, la madre y el niño! Se puedensacrificar muchas cosas por estos instantes. Noolvides esto, Lisa: antes de acusar a los demás,uno debe aprender a vivir.

«Estos cuadros, precisamente éstos, son losque hay que describirte para impresionarte»,pensé, aunque os aseguro que había habladocon gran sinceridad. De pronto sentí que mesonrojaba. ¿Dónde me escondería si se echaba areír? Esta idea me enfureció. Con tal vehemen-cia pronuncié el final de mi discurso, que des-

pués me sentí avergonzado. El silencio se pro-longaba. Me asaltó el deseo de apartarla de unempujón.

-¿Cómo es que usted...? -empezó a decir. Perose detuvo.

Sin embargo, yo lo había ya comprendido to-do. En su voz había algo nuevo; ya no se per-cibía en ella la brutalidad y la obstinación deantes, sino un sentimiento dulce, púdico, tanpúdico que de pronto me sentí avergonzado yculpable frente a ella.

-¿Qué dices? -pregunté con tierna curiosidad.-Que usted...-¿Qué?-Que usted habla como si leyera en un libro -

dijo al fin.Y de nuevo me pareció percibir la burla en su

voz. Este comentario me hirió profundamente.Esperaba otra cosa.

No comprendí que ella ocultaba sus verdade-ros sentimientos bajo un tono burlón, astucia ala que recurren los corazones púdicos y solita-rios a los que se pretende llegar directamente yque hasta el último minuto se niegan con orgu-llo a entregarse y temen manifestar sus senti-mientos. Sólo por la timidez que mostró al ini-ciar varias veces su frase burlona antes de deci-dirse a pronunciarla debí comprenderlo todo;pero no adiviné nada, y un mal sentimiento seapoderó de mí.

«¡Ah!, ¿sí? -pensé-. Ahora verás.»

VII

-¡Oh, Lisa! ¡Desde luego, los libros tienen aquísu papel! Aunque este asunto no me concierne,me desagrada. Además, me llega al corazón. Mialma ha despertado. ¿De veras no te sientesprofundamente triste aquí? Se comprende: lacostumbre es una gran cosa. Sólo el diablo sabe

hasta dónde puede llevar la costumbre al hom-bre. ¿En serio crees que no envejecerás nunca,que serás siempre bonita y que siempre tequerrán tener aquí? No te hablaré de la sucie-dad que aquí se respira, pero quiero decirtealgo sobre lo que va a ser tu vida en esta casa.Ahora eres joven y bonita, y tienes alma, sensi-bilidad... Sin embargo, cuando he vuelto a larealidad, me ha producido cierta repulsión ver-te a mi lado. Sólo venimos aquí cuando estamoscompletamente borrachos. En cambio, si tehubiese conocido en otra parte, si hubieses vi-vido como viven las personas honradas, es po-sible que te hubiera hecho la corte, e inclusoque me hubiera enamorado de ti; que mehubiera hecho feliz una mirada tuya, y másfeliz aún que tus palabras. Te habría esperado ala puerta, habría pasado horas enteras a tuspies, habrías sido mi prometida y habría juzga-do este

compromiso como un gran honor. N o mehabría atrevido a ofenderte siquiera con el pen-

samiento. Aquí, en cambio, me basta darte unsilbido para que acudas; aquí estás obligada aobedecerme: has de venir, quieras o no, pues nosoy yo quien depende de tu voluntad, sino túquien dependes de la mía. Cuando un mujik,incluso el más humilde, se contrata para traba-jar, no se vende por entero, y, además, sólo porun tiempo determinado. Pero tú... ¿Qué límitetiene tu servicio? Piensa hasta qué punto tevendes aquí, hasta qué extremo llega tu esclavi-tud. Vendes tu cuerpo y, con él, tu alma. Ya nodispones de tu alma. Entregas tu amor al pri-mer borracho que pasa, para que él lo pisotee.Sin embargo, el amor lo es todo. Es un diaman-te, el tesoro de las muchachas. Hay hombresque para obtener ese amor son capaces de co-rrer peligros de muerte, de perder su alma. Sinembargo, aquí, ¿qué valor tiene el amor? Tecompran enteramente. ¿Y para qué quieren tuamor, si lo obtienen todo de ti sin amor? Es lamayor ofensa que se puede inferir a una joven,reconócelo.

»He oído decir que aquí se os halaga, apro-vechándose de vuestra candidez; que se ospermite tener amantes. Esto es una farsa, unamentira. Se ríen de vosotras, y vosotras os dej-áis engañar. ¿Puede amarre verdaderamenteuno de esos amantes? No lo creo. ¿Cómo esposible que te ame sabiendo que te van a llamarde un momento a otro, que tendrás que dejarloa él por cualquiera? El que consiente estas cosases un miserable. ¿Qué estimación, por pocacosa que sea, puede tenerte? Se ríe de ti y, en-cima, te roba. En esto consiste su amor. Y pue-des darte por satisfecha si no te vapulea..., cosaque es muy posible que haga. Pregúntale altuyo (si lo tienes) si quiere casarse contigo.Como respuesta, lanzará una risotada en tusmismas narices, eso si no te escupe a la cara o teda una paliza. Pero ocurre que él no vale ni dosochavos. ¿Y para qué (piensa en ello) has ente-rrado aquí tu existencia? Para que te alimenteny te den café. Pero ¿con qué objeto te alimen-tan? Una mujer distinta, una joven honrada, ni

siquiera probaría esos alimentos, pues com-prendería el fin con que se los dan. Tú debes yaa la patrona; le deberás todavía más, y tu deudaseguirá aumentando hasta el fin de tu carrera;hasta que los clientes no quieran ya saber nadade ti. Esto ocurrirá pronto. No confíes en tujuventud. Aquí el tiempo galopa. Cuando ya nosirvas, te echarán a la calle. Y, antes de echarte,te colmarán de reproches e insultos, como si nohubieses entregado a tu 'patrona tu juventud,tu salud e incluso tu alma. Te dirán que eres laruina de la casa; te hablarán como si hubiesesrobado, como si hubieses sumido en la miseriaa tu patrona. Y no esperes ayuda de nadie. Lasdemás, tus compañeras, irán también en contratuya para adular a la patrona, pues aquí todas,todas son esclavas y han perdido hace ya mu-cho tiempo la conciencia y la compasión. Soncobardes y lanzarán sobre ti los insultos másgroseros, más viles y más crueles. Lo dejarásaquí todo sin darte cuenta: la salud, la juven-tud, tus encantos, tus esperanzas, y a los vein-

tidós años tendrás el aspecto de una mujer detreinta. Y da gracias a Dios si no te pones en-ferma. Te imaginas (estoy seguro) que no traba-jas, que estás en continuas vacaciones. Pero nohay, no ha habido jamás trabajo más penosoque el tuyo, tanto, que tu corazón debería fun-dirse en lágrimas.

»No te atreverás a pronunciar una sola pala-bra, ni siquiera media, cuando te echen de aquí.Te marcharás

encorvada como una culpable. Irás a otra ca-sa, luego a otra, todavía volverás a cambiar, y,finalmente, irás a parar a la plaza del Heno. Yallí recibirás paliza tras paliza, por nada, porcostumbre. Así se hace siempre en aquel lugar.Ningún cliente te besará sin antes darte unbuen vapuleo. ¿Te resistes a creer en tantohorror? Ve a la plaza del Heno y lo verás portus propios ojos.

»Yo vi una vez, una víspera de Año Nuevo, auna de esas desgraciadas. La habían echado a la

calle, a modo de broma, para "calmarla", por-que gritaba demasiado, y habían cerrado lapuerta tras ella. A las nueve de la mañana esta-ba ya completamente borracha. Iba desmelena-da y medio desnuda. Su cuerpo mostraba hue-llas de golpes. Llevaba la cara pintada y cubier-ta de polvos, bajo sus ojos destacaban dosgrandes manchas negras y su boca y su narizsangraban. El causante de todo aquello habíasido un cochero de fiacre. Estaba sentada en lospeldaños de piedra de la escalinata y tenía en lamano un pescado en salmuera. Gritaba, repetíacon obstinación las mismas frases sobre su in-fortunio y golpeaba los escalones con el pesca-do. Estaba rodeada de cocheros y soldados bo-rrachos, que se reían de ella y se divertían ex-citándola. Tú no quieres admitir que te ocurrirálo mismo que a esa mujer. Tampoco yo lo quie-ro creer. Pero ¿qué sabes tú de eso? Ocho o diezaños atrás, llegó de no sé dónde, fresca comouna rosa, inocente, limpia, ignorante de todo lomalo, ruborizándose a cada momento. Tal vez

era semejante a ti: orgullosa y susceptible, demirada altiva, y persuadida de que el hombreque la amase y a quien ella amara gozaría deuna felicidad inmensa. Sin embargo, ya vescómo terminó.

»Y piensa que acaso en el momento mismo enque golpeaba los escalones de piedra con supescado en salmuera, borracha y desmelenada,acudieron a su memoria los años pasados en lacasa paterna, aquellos años en que, pura comoun ángel, iba al colegio, y el hijo del vecino laesperaba en la carretera para jurarle que laamaría eternamente y le dedicaría su vida ente-ra, lo que terminó con la mutua promesa dequererse siempre y casarse tan pronto comofuesen mayores...

»¡Créeme, Lisa! Sería una felicidad para ti, sí,una felicidad, morir en un rincón, en un sótano,como aquella tísica de la que te he hablado hacepoco. Has mencionado el hospital. ¡Tendríassuerte si te llevaran a un hospital! Pero piensaque tu patrona te necesitará todavía. La tisis no

es un simple acceso de fiebre. El enfermo con-serva la esperanza hasta el último minuto ysiempre dice que se siente bien. Se engaña a símismo, y la patrona se aprovecha de ello. Sí, asíes. Le vendiste tu alma y, además, le debes di-nero. Ya no puedes, por lo tanto, replicarle. Ycuando estás agonizando, todos se apartarán deti y te abandonarán, porque ¿para qué puedesservirles en esos momentos? Y todavía teecharán en cara el sitio que ocupas y la pocaprisa con que te mueres. Ni siquiera podrásobtener un poco de agua, y, si te la dan, loharán injuriándote: «¿Cuándo acabarás de re-ventar, asquerosa bestia? Con tus gemidos nosimpides dormir y molestas a los clientes». Sí,así sucede. Yo mismo he oído lanzar reprochessemejantes. Cuando estés medio muerta, teecharán en el rincón más sombrío y hediondode un sótano, donde sólo habrá humedad ytinieblas. ¿En qué pensarás cuando estés allí,tendida, sola? Y, ya muerta al fin, manos extra-ñas te amortajarán a toda prisa, con impacien-

cia, lanzando juramentos. Nadie pensará en tisuspirando, nadie acudirá a tu lado para ben-decir tu cuerpo. Sólo pensarán en librarse de tilo antes posible. Comprarán un burdo ataúd yse te llevarán como se llevaron a aquella des-graciada. Y luego irán a echar un trago en me-moria tuya. La fosa estará llena de barro, denieve derretida. Pero para ti no hay contempla-ciones. "¡Ven, Vania: la bajaremos por aquí! ¡Essu sitio! Pero también por aquí baja patas arri-ba... ¡Sujeta bien las cuerdas, animal! ¡Ahora vabien! Pero ¿no ves que la has puesto de costa-do? Al fin y al cabo, era un ser humano. Bueno,no importa: cúbrela ya de tierra." Ni siquieraquerrán disputar sobre ti. Te cubrirán lo antesposible de una capa de tierra fangosa y se irán ala taberna. Así terminarás. Después, nadie seacordará de ti. Junto a las demás tumbas hayhijos, padres, esposos, pero junto a la tuya, niuna lágrima, ni un suspiro. Y nadie, absoluta-mente nadie, se acercará jamás a tus restos. Tunombre desaparecerá de la superficie de la tie-

rra como si no hubieses existido nunca, como sini siquiera hubieras nacido. Lodo, pantanos...Golpea cuanto quieras la tapa de tu ataúd porla noche, a la hora en que se levantan los muer-tos. "¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero ver laluz! He vivido sin vivir; mi vida ha sido unaalfombra para los pies de los hombres. La de-voraron y terminó en la plaza del Heno. ¡De-jadme salir, buena gente! ¡Quiero volver a vi-vir!"

Estaba exaltado, mi garganta se contraía ensacudidas espasmódicas. De pronto, me detu-ve, inquieto; me incorporé en la cama, incliné lacabeza con el corazón palpitante de temor yagucé el oído: había motivo más que suficientepara sentirse intranquilo.

Yo sospechaba desde hacía unos momentosque había trastornado su alma y destrozado sucorazón, pero cuanto más seguro estaba de ello,mayor era mi deseo de obtener una victoriarápida y completa. Este juego me arrastraba.pero no era únicamente un juego...

Me daba perfecta cuenta de que estabahablando sin espontaneidad, tediosamente, enun estilo literario. Pero esto no me importaba.Tenía la seguridad de que ella me comprendíay de que mi estilo literario era para mí una granayuda en aquel momento. Pero cuando hubelogrado mi propósito, tuve miedo.

Nunca, nunca fui testigo de una desespera-ción tan profunda. Lisa tenía la cara hundida enla almohada, a la que estrechaba entre sus bra-zos. El llanto desgarraba su pecho. Todo sujoven cuerpo temblaba, convulso. Los sollozosque se amasaban en su garganta y que la aho-gaban, se convertían de pronto en gritos, enladridos. Entonces hundía aún más la cabeza enla almohada: no quería que nadie de aquellacasa supiera que lloraba y sufría. Mordía laalmohada, y una vez se mordió el brazo hastahacerse sangre, como comprobé luego. Otra vezintrodujo los dedos en su dispersa cabellera ypermaneció inmóvil, en un esfuerzo atroz, con-teniendo la respiración, apretando los dientes.

Me dispuse a decirle algo, a pedirle que secalmara, pero advertí que no tenía valor parahablarle, y de pronto, presa de pánico, me le-vanté, a fin de vestirme a tientas y huir. La os-curidad era completa. Mis esfuerzos por ir deprisa eran inútiles. En esto, mi mano tropezócon una caja de cerillas y un candelero con unavela entera. Apenas la encendí, Lisa se sentó deun salto en la cama. Tenía el rostro contraído yme miró con sonrisa de loca, con un gesto deextravío. Me senté a su lado y me apoderé desus manos. Entonces volvió en sí, se lanzó sobremí, fue a rodearme con sus brazos, pero no seatrevió y bajó lentamente la cabeza.

-Lisa, amiga mía, me he equivocado... Perdó-name -empecé a decir.

Pero ella apretó tan fuertemente mis manoscon las suyas, que comprendí que estaba di-ciendo algo inconveniente, y me callé.

-Aquí tienes mi dirección, Lisa. Ven a verme.

-Iré -murmuró la joven resueltamente, perosin levantar la cabeza.

-Ahora me voy. ¡Adiós! ¡Hasta la vista!Me levanté. Lisa se levantó también. Luego,

de pronto, se sonrojó, tuvo un sobresalto, seapoderó de una pañoleta que había en una sillay se cubrió con ella los hombros y el cuello has-ta la barbilla. Hecho esto, tuvo una sonrisa for-zada, volvió a enrojecer y me miró extrañamen-te. Esto me inquietó. Me urgía salir de allí, des-aparecer.

-Espere un momento -me dijo Lisa de prontoen la antecámara, ya cerca de la puerta, rete-niéndome por el borde de la capa.

Dejó la bujía y salió corriendo. Indudable-mente había olvidado algo que quería mos-trarme. Su cara era de un matiz sonrosado, lebrillaban los ojos, sonreía. ¿Qué me quería en-señar? Esperé. Volvió al cabo de un minuto. Sumirada parecía excusarse. Su semblante eradistinto. En sus ojos no había ya aquella expre-

sión sombría suspicaz y obstinada; ahora sumirada era dulce, implorante, y también con-fiada, acariciadora y tímida. Miraba como mi-ran los niños a aquellos a quienes quieren y alos que piden algo. Sus ojos, de un castaño cla-ro, eran hermosos, vivos y sabían expresar tan-to el amor como el odio.

Juzgando inútil explicarme nada, como si yofuera un ser superior, capaz de comprenderlotodo sin explicaciones, me tendió un pliegueci-llo de papel. Todo su rostro se iluminó en aquelinstante con una alegría ingenua, casi infantil.Tomé el papel. Era una carta dirigida a ella porun estudiante de Medicina: una declaración deamor, solemne, florida y extremadamente res-petuosa.

He olvidado las frases, pero recuerdo perfec-tamente que bajo el estilo ampuloso, sentí pal-pitar un sentimiento tan lleno de sinceridad,que no cabía pensar en la ficción. Cuando hubeterminado la lectura, vi clavada en mí la miradade Lisa, una mirada ardiente impaciente y cu-

riosa como la de un niño. Sus ojos estaban fijosen los míos; Lisa esperaba con avidez mi opi-nión sobre la carta. Breve y apresuradamente,pero con una especie de gozoso orgullo, Lisa,me explicó que la habían invitado a una veladaen casa de una familia respetable que «no sabíanada, absolutament rien» (porque no hacía mu-cho tiempo que había llegado, sólo para explo-rar, y estaba decidida a no quedarse, pues encuanto hubiese pagado su deuda se iría). Y elestudiante fue también a esa velada; fue su pa-reja en todos los bailes y resultó que ya se hab-ían conocido en Riga, cuando los dos eran ni-ños aún, y que habían jugado juntos. ¡Pero hac-ía tanto tiempo de aquello! Él conocía tambiéna los padres de Lisa. Pero no sabía nada de susituación, absolutamente nada, y no tenía lamenor sospecha sobre este punto. Y he aquíque al día siguiente (hacía tres días) le habíaenviado aquella carta por conducto de unaamiga que había ido con ella a la velada. «Y...bueno, esto es todo.»

Cuando terminó su relato, bajó confusa, suscentelleantes ojos.

La pobre conservaba aquella carta como unobjeto precioso -el único que poseía- y me lohabía enseñado para que yo, antes de mar-charme supiera que se la podía querer honra-damente, sinceramente, y que se le podía escri-bir en tono respetuoso. Desde luego, el destinode aquella carta era permanecer guardada co-mo un recuerdo y ninguna otra la seguiría. Peroesto poco importa: estoy seguro de que la con-servó toda su vida como una joya. Era su orgu-llo, su justificación. Lisa se había acordado desu tesoro improviso y me lo había mostradocon ingenuo orgullo, para recobrar mi estima-ción, para que la felicitara. Pero no le dije nada;le estreché la mano y me fui. ¡Tenía tantas ga-nas de marcharme!

Volví a casa a pie, aunque la nieve seguía ca-yendo en grandes copos. Sufría, me sentía ani-quilado y confundido. Pero, a través de esta

confusión, entreveía ya la verdad..., una verdadsumamente desagradable.

VIII

Pero no admití inmediatamente esta verdad.Al despertarme al día siguiente, tras un sueñoprofundo de varia horas, repasé mentalmentelos acontecimientos de la jornada anterior, y measombré de mi arrebato de sentimentalismoante Lisa, de las cosas atroces y lastimeras quehabía dicho. «¿Cómo se puede perder el domi-nio de lo nervios hasta ese punto? ¡Es lamenta-ble...! No debí darle mi dirección. ¿Qué haré siviene? y vendrá, no cabe duda...»

Pero évidemment esto no tenía importancia enaquel momento. Lo importante era reconquistarlo antes posible mi reputación a los ojos deZverkov y de Simonov. Esta idea me absorbióde tal modo, que ya no volví a pensar en Lisaen toda la mañana.

Ante todo, tenía que pagar inmediatamentemi deuda a Simonov. Tomé una decisión ex-trema y fui a pedir un adelanto de quince ru-blos a Antón Antonovitch. Dio la feliz casuali-dad de que estaba de excelente humor, y meconcedió al punto el anticipo. Me sentía tanfeliz, que mientras firmaba el recibo empecé acontar con gran desenvoltura Antón Antono-vitch que había estado de jarana en el HotelParís con unos amigos, para celebrar el ascensode un camarada, de un amigo de la infancia, opoco menos. «Es un gran juerguista, ¿sabe?, unniño mal criado, pero de excelente familia.Gran fortuna, carrera brillante, ingenioso, en-cantador, siempre enredado en aventuras...¿Comprende? Después de media docena debotellas de champán, fuimos allá abajo...» y dijetodo esto con palabra fácil y en un tono ligero yalegre.

Volví a casa y escribí inmediatamente a Si-monov. Todavía hoy admiro el tono franco y debuen chico que di a aquella carta, y su estilo,

verdaderamente digno de un gentleman. Meacusaba a mí mismo con habilidad y nobleza, y,sobre todo, sin palabras inútiles. Me excusaba,«si se me permitía excusarme», declarando que,como no estaba acostumbrado a beber, el pri-mer vaso que había tomado, mientras los espe-raba en el Hotel París, espera que duró desdelas cinco hasta las seis, me había embriagadocompletamente. Dirigía mis excusas a Simonov,pero le rogaba que se las transmitiera a los de-más, especialmente a Zverkov, a quien me pa-recía -«me acuerdo de eso como a través de unsueño»- haber ofendido gravemente. Añadíaque mi gusto habría sido ir a disculparme per-sonalmente, pero que me dolía la cabeza y, estosobre todo, estaba demasiado confuso.

Me sentí especialmente satisfecho por la lige-reza de espíritu y por la elegante displicenciaque se percibían a través de mis excusas y quedaban a entender, mucho mejor que todas lasexplicaciones, que lo ocurrido el día anterior notenía para mí la menor importancia. ¡No estoy

abrumado, como seguramente se imaginanustedes, señores! Por el contrario, considerotodo esto con la mayor tranquilidad, como co-rresponde a un gentleman que se respete a símismo. II faut que jeunesse se passe.

«Hay aquí incluso un algo de distinción cor-tesana -me dije al releer la carta-. ¿Por qué?¡Porque soy un hombre instruido, inteligente!Otro, en mi lugar, no habría sabido salir delatolladero. Yo, en cambio, he salido, y puedoalegrarme de mi éxito. He aquí la ventaja se serun hombre de su época, inteligente e instruido.Por otra parte, la culpa fue de lo que bebí, des-de luego, pero bebí vino y no licor, como doy aentender, mientras esperaba de cinco a seis. Hementido a Simonov, le miento descaradamente,y no me da vergüenza... En fin, eso no tiene lamenor importancia. Lo único importante essalir de esto.»

Introduje seis rublos en el sobre, lo cerré y di-je a Apolonio que lo llevase a casa de Simonov.Al enterarse de que la carta contenía dinero,

Apolonio sintió respeto y accedió a llevarla. Porla tarde salí a pasear. Aún me dolía la cabeza yel vértigo no me había dejado.

Y cuanto más se acercaba la noche y la oscu-ridad se hacía más densa, mis impresiones y, enconsecuencia, mis ideas eran menos claras: semezclaban, se confundían. Había algo en mí, enel fondo de mi pensamiento, que se negaba adesaparecer y que se traducía en una extrañaangustia. Vagabundeaba por las calles másanimadas, más comerciales: la Miesstchanskaia,la Sadovaia, las proximidades del jardín deYusupov. Me gustaba pasear por estas callesespecialmente al atardecer cuando están llenasde gente: transeúntes afanosos, comerciantes,artesanos que, tras su jornada de trabajo, regre-san a sus casas, acentuadas sus facciones por lafatiga. Me encantaba esta agitación de la vidacotidiana. Pero, aquella tarde, el bullicio sólosirvió para irritarme más de lo que estaba. Nopodía dominarme. Algo se despertaba en mialma, torturándome, sin que yo lograra aplacar-

lo. Volví a casa, completamente desorientado.Tenía la sensación de que pesaba un crimensobre mi conciencia.

Me atormentaba la idea de que Lisa se pre-sentara de un momento a otro. Entre todos misrecuerdos del día anterior, el de Lisa permanec-ía aparte y me inquietaba singularmente. Alcaer la tarde, había dejado de pensar en todo lodemás. Seguía sintiéndome satisfechísimo demi carta a Simonov; pero cuando pensaba enLisa, mi satisfacción desaparecía por completo.Así advertí que la única causa de mi desazónera Lisa.

«¿Qué haré si viene -pensaba sin cesar-. Bue-no, ¿qué más da? Que venga, si quiere. Lo maloes que verá cómo vivo. Ayer representé anteella el papel de héroe, y ahora... No debí dejar-me arrastrar por mi vehemencia. Este departa-mento es miserable. ¿Cómo pude ir a cenar coneste traje? ¡Y este diván de hule, lleno de desga-rrones por los que sale la crin! ¡Y mi ropa decama hecha jirones!... Lisa verá todo esto y

también a Apolonio. Ese bruto la ofenderá, nome cabe duda, aprovechando un pretexto cual-quiera, sólo para darme un disgusto. En cuantoa mí, como de costumbre, me pondré nervioso,iré y vendré ante ella, me ajustaré el batín, son-reiré, mentiré. ¡Qué horror! Pero no es esto to-do: hay otra cosa más innoble, más cobardeaún... ¡Sí! Tendré que quitarme esta máscara defarsante...»

Enrojecí hasta la frente. «¿Farsante? ¿Acasomentí? Ayer hablé con toda sinceridad. Meacuerdo muy bien. Sentía una emoción verda-dera. Quería despertar en Lisa buenos senti-mientos. Hizo bien en llorar. Las lágrimas pro-ducen siempre excelente efecto.»

Sin embargo, no conseguía calmarme. Duran-te todo el anochecer, incluso mucho después delas nueve, cuando Lisa ya no podía presentarse,seguía pensando en ella y viéndola con la ima-ginación tal como la había visto el día anterioren cierto momento en que me había impresio-nado vivamente. Fue cuando encendí la cerilla

que iluminó su pálido rostro y su amarga mi-rada. ¡Cuán lastimera, tensa y falsa fue su son-risa en aquellos instantes! Pero entonces yoignoraba que quince años después seguiríaviendo con la imaginación a Lisa bajo este as-pecto, con esta sonrisa lastimera y forzada.

Al día siguiente, mi ánimo se inclinaba a con-siderar todo lo que había ocurrido, como algoabsurdo y desmesuradamente exagerado pormis nervios enfermos. Me daba perfecta cuentade esta tendencia de mi carácter, y la temía so-bremanera. «Exagero siempre -me repetía una yotra vez-. Padezco de este mal.» Sin embargo...,sin embargo, me decía: «Lisa vendrá». Tal era elestribillo de todas mis reflexiones. Esto me pre-ocupaba tan profundamente, que a veces teníaarrebatos de furor. «¡Vendrá! ¡Seguro quevendrá! -gritaba paseando a grandes zancadaspor la habitación-. Si no es hoy, será mañana.Me hará salir de mi guarida. ¡Maldito el roman-ticismo de los corazones puros! ¡Qué villanía,qué estupidez, qué mediocridad la de estas

necias almas sentimentales! ¿Cómo no com-prenderá que... ?». Pero al llegar a este puntome detuve, profundamente turbado.

«¡Y qué pocas palabras han bastado para esto!-seguí diciéndome-. ¡Además, ha sido un idiliofalso, aunque ha tenido poder suficiente paratrastornar toda una existencia! ¡Lo que es unterreno virgen!»

A veces me asaltaba la idea de ir en su buscapara contárselo «todo» y pedirle que no viniera.Pero inmediatamente me acometía tal furor,que no me cabe duda de que habría aplastado a«aquella maldita Lisa» si la hubiese tenido alalcance de mi mano. La habría insultado, lehabría pegado y escupido, la habría echado a lacalle.

Pero transcurrió un día, y otro, y otro, y Lisano venía. Después de las nueve solía animarme,y entonces incluso me entregaba a grandes en-sueños. Me decía, por ejemplo: «Salvo a Lisasólo hablando con ella cuando viene a verme...

La instruyo, la formo. Advierto al fin que meama apasionadamente. Pero finjo no darmecuenta (no sé por qué obro así; probablemente,por amor a los buenos sentimientos). Y llega unmomento en que, confusa, temblorosa y des-hecha en lágrimas, se arroja a mis pies y medice que soy su salvador y que me quiere másque a nadie en el mundo. Me quedo atónito.Lisa -le digo-, ¿crees que no lo sabía? Com-prendí que me amabas, pero no osaba apode-rarme de tu corazón, porque estabas bajo miinfluencia y temía que hubieses hecho un es-fuerzo para corresponder a mi amor, que lagratitud te hubiera llevado a despertar en ti unsentimiento que quizá no existía. Yo no podíaadmitir eso, porque habría sido un acto de des-potismo, una falta de delicadeza -como ven, meenzarzaba en sutilezas sobre los sentimientosextraordinariamente nobles, verdaderamente'europeos', a lo George Sand-. Pero ahora eresmía, eres mi obra, eres pura, eres bella, eres miesposa...

«... “Y entra en mi casa libre y resueltamente, co-mo dueña.» Seguidamente, vivimos dichosos,nos vamos al extranjero, etcétera.»

Y al fin me avergoncé tanto de mí mismo, queme saqué la lengua ante el espejo.

Luego pensaba: «No la dejarán salir. No lessuelen permitir que salgan, sobre todo por lastardes... -No sé por qué creía que Lisa tenía quellegar por la tarde y precisamente a las seis-.Pero ella me dijo que todavía no estaba com-prometida del todo y gozaba de derechos espe-ciales. Por lo tanto... ¡Hum! ¡Diablo, vendrá!¡Estoy seguro de que vendrá!»

Afortunadamente, en estas ocasiones contabacon la distracción de Apolonio y sus insolen-cias, que me sacaban de quicio. Apolonio erauna calamidad, una peste que me había envia-do la Providencia. Hacía ya años que noslanzábamos mutuamente acerados dardos. Yolo detestaba. ¡Dios mío, cómo lo detestaba! So-

bre todo, en ciertos momentos. Era un hombrede edad, con aires de gran señor. En sus horaslibres hacía trabajos de sastre. Sentía por mí,aunque no sé por qué, un desprecio que reba-saba todos los límites imaginables, y me mirabasiempre de arriba abajo. Por lo demás, mirabaasí a todo el mundo.

Bastaba ver aquella cabeza de cabellos lisos,de un rubio de lino; aquel tupé que se rizaba yengrasaba cuidadosamente; aquella boca severaen forma de Y, para comprender que era unhombre que no dudaba nunca de sí mismo. Eraun pedante rematado, el pedante más perfectoque he conocido, y tenía un amor propio dignode Alejandro de Macedonia. Estaba enamoradode cada uno de sus botones, de cada una de susuñas; sí, enamorado: su aspecto lo pregonaba.Me trataba con despotismo, me hablaba muypoco, y si alguna vez se dignaba mirarme, sumirada era solemne, estaba colmada de sufi-ciencia. Además, había en ella un algo burlónque me enfurecía. Cumplía su servicio con una

aire de suprema condescendencia. Por lo de-más, no hacía casi nada para mí y no se consi-deraba en modo alguno obligado a hacer lomás mínimo. No cabía duda de que me concep-tuaba como el último de los imbéciles, y si se-guía en mi casa era porque yo le pagaba unsueldo. Accedía a no hacer nada por siete ru-blos al mes. Gracias a él se me perdonarán mu-chas faltas. Mi odio alcanzaba a veces tal inten-sidad, que sólo el ruido de sus pasos me pro-ducía convulsiones. Pero lo que más me repug-naba era su ceceo. Debía de tener la lengua de-masiado grande, o cualquier otro defecto deeste tipo, y ésta era la causa de que ceceara, locual le producía verdadero placer, pues se ima-ginaba que ese vicio de pronunciación le dabaimportancia. Hablaba generalmente con vozdulce, inalterable, con las manos en la espalda ylos ojos bajos. Lo que menos podía tolerar deaquel hombre era su costumbre de leer en vozalta los salmos en su rincón, tras el biombo quenos separaba. He soportado largos combates a

causa de estas lecturas. Pero le encantaba leersalmos por las tardes, con su voz dulce, uni-forme, cantarina, como si estuviese a la cabece-ra de un muerto. Y es que esto constituye unode sus trabajos en las horas libres. Y, además deleer salmos a la cabecera de los muertos, lo con-tratan para matar ratas, y fabrica cera.

Pero yo no podía despedirlo. Se diría que es-taba ligado a mi existencia. Además, él se habr-ía negado a abandonarme. No me era posiblevivir en un hotel. Mi alojamiento era mi concha,el estuche en que me refugiaba y me ocultabade la humanidad entera; y Apolonio, el diablode este alojamiento. Ésta es la razón de quedurante siete años me hubiera sido imposibleponerlo de patitas en la calle.

No era menos imposible retenerle el sueldo.No toleraba el menor retraso.

Pero aquellos días me sentía irritado hasta talpunto contra el mundo entero, que resolví debuenas a primeras castigar a Apolonio y retras-

ar durante dos meses el pago de su sueldo.Hacía ya mucho tiempo -dos años- que estabapreparando este castigo, únicamente para de-mostrarle que no tenía derecho a darse impor-tancia ante mí y que yo podía no pagarle si seme antojaba. Decidí no decirle nada, a fin devencer su orgullo y obligarlo a ser el primeroen hablar de sus honorarios. Entonces yo sacar-ía de mi cajón los siete rublos, para que vieraque los tenía apartados, y le demostraría que noquería dárselos, porque así se me antojaba,porque «ésta era mi voluntad señorial», porqueél era un insolente y un grosero. Y le diría que,si era cortés y respetuoso conmigo, tal vez meenterneciera y pagase, pero que, en caso contra-rio, tendría que esperar dos, tres semanas, unmes entero...

Sin embargo, y pese a mi enojo, fue él quientriunfó. No pude resistir más de cuatro días.Empezó por hacer lo que hacía siempre en talescasos (pues no era la primera vez que estoocurría, de modo que yo podía estar preparado

para hacer frente a su táctica innoble). Paraempezar, me dirigía una severa mirada queduraba varios minutos, preferentemente cuan-do yo iba a salir o entraba. Si yo resistía, si fing-ía no advertir sus maniobras, él, sin romper susilencio, emprendía la segunda serie de opera-ciones. De pronto, sin motivo alguno, entra enmi habitación a paso lento, cuando estoy le-yendo o paseando de un lado a otro. Y perma-nece plantado cerca de la puerta, una piernadelante, una mano en la espalda y mirándomefijamente, con expresión no sólo severa, sinoprofundamente desdeñosa.

Si le pregunto qué quiere, no responde; siguemirándome durante unos segundos, y luego,apretando los labios, con un gesto significativo,me vuelve la espalda poco a poco y regresalentamente a su habitación. Dos horas después,vuelve a aparecer ante mí. Loco de furor, ya nole pregunto qué quiere, sino que levanto la ca-beza y, con semblante altivo, autoritario, lo mi-ro fijamente a los ojos. Así, uno frente a otro,

permanecemos a veces uno o dos minutos. Alfin, da media vuelta lenta y solemnemente ydesaparece de nuevo durante dos horas.

Si de este modo no conseguía impresionarme,si mi rebeldía continuaba, Apolonio empezabaa suspirar sin dejar de mirarme. Suspiraba len-ta, profundamente, como midiendo toda lamagnitud de mi decadencia moral. Y, natural-mente, el duelo terminaba con su victoria. Yome enfurecía, gritaba, pero tenía que hacer loque Apolonio quería que hiciera.

Pero esta vez, apenas iniciadas las primerasmaniobras, consistentes en miradas severas, mearrojé sobre él, indignado. ¡Estaba tan nervioso!

-¡Espera! -exclamé fuera de mí, al ver que da-ba media vuelta, lenta y silenciosamente, conuna mano en la espalda, y se dirigía a su habi-tación-. ¡Espera! ¡Ven aquí! y mi grito fue tandesesperado, que él giró sobre los talones y memiró con cierto asombro. Pero seguía encerrado

en su silencio, y esto fue precisamente lo queme enfureció.

-¿Cómo te atreves a entrar en mi habitaciónsin pedir permiso y a mirarme de ese modo?¡Responde!

Después de mirarme con impasible fijeza du-rante unos treinta segundos, volvió a intentarmarcharse.

-¡Quieto! -aullé corriendo hacia él-. ¡Ni un pa-so más! ¡Contesta a mi pregunta! ¿Por qué de-monio me mirabas?

-Si tiene usted que darme alguna orden, laejecutaré al punto -respondió Apolonio trasuna pausa, ceceando, con voz dulce, lentamentee inclinando la cabeza con una calma horripi-lante.

-¡No es de eso; no se trata de órdenes, verdu-go! -grité temblando de rabia-. ¡Te explicaré loque quiero decir! Y es que vienes porque no tehe pagado. No quieres pedirme el sueldo pororgullo, y, para castigarme, vienes y me miras

estúpidamente... ¡Sí, para castigarme, paraatormentarme! ¡Y no sabes, ni remotamente, loestúpido que es eso, verdugo! ¡Sí, estúpido,estúpido, estúpido!

De nuevo se dispuso a salir de la habitación,silencioso como de costumbre, pero lo sujetépor la ropa.

-¡Escucha! -le grité-. ¡Mira el dinero! ¿Lo ves?-y lo saqué del cajón-. Siete rublos. Están aquí, ybien contados. Pero no los tendrás; no te losdaré hasta que me pidas perdón respetuosa-mente. ¿Has oído?

-Eso no puede ser -respondió Apolonio conun aplomo impresionante.

-¡Eso será! -exclamé-. ¡Palabra de honor queserá! -No tengo por qué pedirle perdón -dijoApolonio como si no oyese mis gritos-. Encambio usted me ha llamado «verdugo». Podríair a quejarme al comisario de policía.

-¡Ya puedes ir! -vociferé-. ¡Anda, ve ahoramismo! ¡Eso no impedirá que seas un verdugo!¡Un verdugo! ¡Un verdugo!

Apolonio se limitó a mirarme. Luego dio me-dia vuelta y, sin prestar más atención a misvoces, sin volver la cabeza, salió de la habita-ción paso a paso.

«Si no hubiese sido por Lisa, no habría ocu-rrido nada de esto», me dije. Y, tras un minutode espera, solemnemente pero con fuertes pal-pitaciones en el corazón, me dirigí al rincón queocupaba Apolonio.

-¡Apolonio! -dije con voz dulce pero ahogada-. Ve a ver al comisario de policía. ¡Corre, ve!

Él estaba ya instalado ante su mesa, se habíapuesto las gafas y se disponía a coser algo. Aloír mi orden, estalló en una risotada.

-¡Ve, ve inmediatamente! ¡No tienes ni la me-nor idea de lo que puede ocurrir!

-Pero ¿se ha vuelto loco? -dijo Apolonio sin nisiquiera levantar la cabeza, ceceando como

siempre y enhebrando su aguja-. ¿Dónde se havisto que uno mismo vaya a denunciarse a lapolicía? Si lo hace para asustarme, sepa que esinútil: no conseguirá usted nada.

-¡Ve! -grité con voz aguda asiéndole el hom-bro. Un instante más, y le habría pegado.

Pero en aquel momento la puerta de la ante-cámara se abrió lentamente, sin ruido, y entróuna persona, que se detuvo en el umbral y nosmiró a los dos perpleja. Alcé lo ojos y me quedéestupefacto. Luego huí a mi habitación rojo devergüenza. Me mesé los cabellos con las dosmanos, apoyé la cabeza en la pared, y así per-manecí, esperando.

Poco después oí los lentos pasos de Apolonio.-Hay aquí fuera una persona que quiere

hablar con usted -me dijo, mirándome con ex-trema severidad. Luego se apartó para dejarpasar a Lisa.

¡Apolonio no se marchaba y nos miraba a losdos con semblante irónico.

- ¡Vete, vete! -le grité, perdiendo la cabeza.En aquel momento, mi reloj hizo un esfuerzo,

carraspeé y dio las cinco.

IX

Y entra en mi casa libre y resueltamente,como dueña.

Permanecí ante ella desorientado, abrumado,profundamente confuso, y, sonriendo -por lomenos así me parece-, me eché encima mi des-garrado y sucio batín acolchado. Era exacta-mente la escena que me había imaginado hacíapoco. Transcurridos unos dos minutos, Apolo-nio se había marchado, pero mi confusión con-tinuaba. Lo peor fue que, al verme en aquelestado, también Lisa perdió de pronto la sere-nidad, lo que me causó gran asombro.

-Siéntate -le dije maquinalmente, y le acerquéuna silla a la mesa. Yo me senté en el diván.

Lisa, obediente, ocupó al punto la silla, y memiró a los ojos, como si esperase que le dijeraalgo extraordinario. Esta cándida espera meenfureció, pero conseguí dominarme.

Precisamente lo que había de hacer era no fi-jarse en nada, dar la impresión de que no ob-servaba nada extraordinario. Pero Lisa... Pre-sentí oscuramente que me pagaría caro tout cela.

-Me encuentras en una situación extraña, Lisa-empecé a decir, balbuceando y dándome per-fecta cuenta de que no era así como conveníaempezar-. ¡No, no creas que te reprocho nada! -exclamé al ver que enrojecía repentinamente-.No me avergüenzo de mi pobreza... Al contra-rio: estoy orgulloso de ella. Soy pobre, perohonrado... Se puede ser pobre y honrado... -seguí farfullando-. Bueno, ¿quieres té?

-No..., yo... -empezó a decir ella.-¡Espera!

Salté del diván y corrí en busca de Apolonio.Había que desaparecer en cualquier parte.

-¡Apolonio! -murmuré febrilmente, lanzandoante él, sobre la mesa, los siete rublos que con-servaba aún en mi mano firmemente cerrada-.Ahí tienes tu sueldo. Ya ves que te los doy. Pe-ro tienes que salvarme. Tráeme inmediatamen-te de la tienda más próxima té y diez bizcochos.Si no los traes, harás desgraciado a un hombre.¡Tú no sabes cómo es esta mujer! Es... No sé loque pensarás de ella, pero no puedes imaginar-te cómo es esta mujer...

Apolonio, que de nuevo se había puesto lasgafas y había reanudado su trabajo, dirigió ensilencio, sin dejar la aguja y al soslayo, una mi-rada al dinero. Luego, sin responderme, prosi-guió su trabajo. Esperé de pie cerca de tres mi-nutos, cruzados los brazos a lo Napoleón. Elsudor me empapaba las sienes. Sentí que estabapálido. Gracias a Dios, al fin mi aspecto debióinfundir compasión a Apolonio, que dejó laaguja, se levantó lentamente, apartó su silla con

idéntica lentitud, se quitó las gafas sin prisas,contó el dinero y salió a paso lento de la habita-ción. Mientras volvía aliado de Lisa, se me ocu-rrió la idea de huir tal como estaba, en batín; deirme a cualquier parte, sin pensar nada.

Me senté de nuevo. Lisa me miraba con visi-ble inquietud. Estuvimos en silencio unos mi-nutos.

-¡Lo mataré! -exclamé de pronto, golpeandotan violentamente la mesa con el puño, quesaltaron fuera del tintero una gotas de tinta.

-¡Dios mío! ¿Qué dice usted? -exclamó Lisa,sobresaltada.

-¡Lo mataré! ¡Lo mataré! -vociferé mientrasseguía golpeando la mesa.

Desvariaba, pero comprendía que era estúpi-do ponerme de aquel modo.

-No sabes, Lisa, cómo me atormenta ese ver-dugo. Sí, es mi verdugo... Ahora ha ido a com-prar bizcochos...

Y, de súbito, estallé en sollozos. Una crisis denervios... Estaba avergonzado, pero no podíadominarme.

Lisa se asustó.-¿Qué tiene usted? ¿Qué le pasa? -exclamó,

yendo y viniendo ante mí, agitada y nerviosa.-¡Agua! ¡Dame agua!... -farfullé con voz débil,

pero advirtiendo que podía pasar sin el agua yhablar con más energía.

Exageraba para justificarme, pero mi ataqueno era una ficción. Lisa, inquieta, me acercó elagua. En este momento apareció Apolonio conel té. De pronto me pareció que aquel té eraalgo vulgar, insignificante, que producía unefecto mezquino, desfavorable, después de loque acababa de ocurrir. Me sonrojé, Apoloniosalió sin mirarnos.

-Lisa, ¿me desprecias? -le pregunté, mirándo-la directamente a los ojos y temblando de im-paciencia por conocer su pensamiento.

Ella enrojeció y no me pudo contestar. -¡Tómate el té! -le dije, iracundo.

Estaba furioso contra mí mismo, pero eraevidente que Lisa sufría más que yo por estacausa. De improviso, sentí un odio atroz contraella: la habría matado en aquel instante. En mifuero interno decidí vengarme no diciéndole niuna palabra más. «Ella tiene la culpa de todo...»

Llevábamos ya cinco minutos de silencio. Elté estaba sobre la mesa, pero no lo tocábamos.Había llegado al extremo de que, para hacer lasituación de Lisa más difícil, no quería ser elprimero en beber, y para ella era violento tomarel té sola. De cuando en cuando me dirigía unamirada inquieta y triste. Pero no cabía duda deque el más desgraciado de los dos era yo, puesno podía dominarme.

-Quiero... irme... para siempre... de allá abajo -empezó a decir ella, para poner fin a nuestrosilencio.

¡Pobre! Precisamente era así como no debíaempezar en aquel momento saturado de estu-pidez y dirigiéndose a un hombre tan estúpidocomo yo. Sentí una lástima dolorosa por sufranqueza inútil, por su temerosa incapacidad.Pero al punto surgió en mí algo que ahogóaquella compasión y que me excitó más todav-ía. ¡Que se hundiera el mundo entero! ¡Me eraindiferente! Cinco minutos más de silencio.

-¿Le molesto? -preguntó Lisa tímidamente,con voz apenas perceptible. Y se dispuso a le-vantarse.

Apenas advertí esta manifestación de digni-dad ofendida, temblé de furor y di rienda suel-ta a todo lo que gravitaba sobre mi corazón.

-¿Por qué has venido a verme? Di, ¿por qué? -empecé a decir con voz ahogada y sin cuidarmelo más mínimo de ordenar mis palabras lógi-camente.

Tenía la necesidad de decirlo todo a la vez, degolpe, sin ni siquiera pensar en cómo habíaempezado.

-¿Por qué has venido? ¡Respóndeme! ¡Contes-ta! -grité fuera de mí-. Mira, yo mismo te lo voya decir. Has venido porque aquel día te dijeparoles touchantes. Te enterneciste, y hoy quieresoír más palabras enternecedoras. Pero has desaber que aquel día me burlaba de ti. Y hoy mesigo burlando. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me burléde ti! Me habían insultado durante la cena losmismos que llegaron a tu casa antes que yo. Fuiallí para vengarme de uno de ellos, de un ofi-cial, pero no me fue posible: ya se habían mar-chado. Tenía que descargar mi irritación sobrealguien; apareciste tú en aquel momento, y mevengué en ti, me reí de ti. Me humillaron y qui-se demostrar mi superioridad ante alguien.Esto fue lo que ocurrió. Pero tú creíste que yohabía ido allí sólo para salvarte. ¿No es así?¿Verdad que te lo imaginaste?

Estaba seguro de que Lisa era incapaz decomprender con todo detalle lo que estaba di-ciendo, pero captaría lo esencial. Así ocurrió. Sepuso pálida como la cera y trató de hablar. Suslabios se torcieron como en una mueca de do-lor. Luego se desplomó en su silla como sihubiera recibido un hachazo. Siguió escuchán-dome con la boca abierta y los ojos inmóviles,temblando de miedo. El cinismo, el atroz ci-nismo de mis palabras la había aniquilado.

-¡Salvarte! -exclamé, levantándome de la sillay empezando a ir y venir, presuroso, de la habi-tación-. ¿Salvarte de qué? ¡Pero si es muy posi-ble que yo sea peor que tú! ¿Por qué cuando tehablaba de moral no me lanza esta réplica a lacara?: «¿Y tú a qué has venido aquí? ¿a darnosun curso de moral?» Lo que necesitaba enton-ces era ejercer mi poder sobre alguien; tambiénme hacía fe divertirme con tus lágrimas, con tuhumillación, con ataque de nervios. Eso era loque necesitaba. Pero no tuve valor para llevarmi juego hasta el fin, porque no soy más que un

guiñapo. Tuve miedo y te di mi dirección, elud-ía saber por qué. Y no había vuelto aún a casa,y ya te estaba insultando y maldiciendo porhaberte dicho dónde vivo. Te odiaba porque tehabía mentido. Me gusta jugar con palabras,me gusta soñar. Pero ¿sabes lo que realmentedeseo? ¡Que os vayáis todos al diablo! Con esome basta Necesito tranquilidad. Vendería eluniverso entero por un copec, con tal que medejaran tranquilo. Si me dicen que el mundoentero se hundirá a menos que yo deje de to-mar mi té, mi respuesta será: «¡Que se hunda elmundo, con tal que yo pueda tomar té!» ¿Sabíastodo esto? Pues yo sé que soy un canalla, unmiserable, un holgazán, un egoísta. Desde hacetres días estoy temblando ante el temor de quevinieras. Pero ¿sabes lo que más me preocupa-ba estos últimos días? El hecho de que aparecíante ti como un héroe, y pronto me verías sucioy mísero, con mi viejo y desgastado batín. Tedije que no me avergonzaba de mi pobrezapero has de saber que, por el contrario, me

avergüenzo de ella más que de nada en elmundo, incluso de robar, y que además, la te-mo, pues soy tan vanidoso que me siento comoel hombre al que hubiesen arrancado la piel y lehace sufrir el solo contacto con el aire. Jamás teperdonaré que me hayas visto (y con este batín)lanzarme como un coyote contra Apolonio. ¡Elsalvador, el héroe, se precipita como un perrosarnoso sobre su criado, que se burla de él!Tampoco te perdonaré las lágrimas que no hepodido reprimir, como una viejecita impresio-nable. Y lo mismo te digo de estas confesiones.Sí, tú sola, tú sola deberás responder de todoesto, porque te has puesto bajo mi mano, y soyun miserable, el más vil, el más ridículo, el másmezquino, el más estúpido, el más envidioso delos gusanos que se arrastran sobre la tierra.Estos gusanos no valen más que yo, pero, eldiablo sabe por qué, no pierden nunca su tem-ple, y yo, en cambio, estaré recibiendo toda mivida papirotazos del más insignificante de losinsectos. Pero ¿qué importa que no comprendas

lo que estoy diciendo? Y ¿qué tengo que vercontigo y qué me importa que perezcas o no?¿Comprendes ahora, después de todo lo que tehe dicho, hasta qué punto te odiaré? Sólo unavez en su vida puede hablar con tanta franque-za un hombre de nervios enfermos... Por lo tan-to, ¿qué pretendes todavía de mí? Después delo que te he dicho, ¿por qué sigues ahí, ante mí,sin moverte? ¿Por qué no te vas?

Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Yaestaba tan habituado a pensar y a soñar deacuerdo con los libros, y a ver las cosas tal co-mo las había creado previamente en mis sue-ños, que en el primer instante ni siquiera me dicuenta de lo que ocurría. He aquí lo que suce-dió: Lisa, a la que había ofendido y pisoteado,captó mucho más de lo que yo esperaba. Detodo lo que le había dicho, comprendió lo quecomprende la mujer cuando ama sinceramente:que yo era desgraciado.

El temor, la dignidad ultrajada que se leía ensu semblante cedieron pronto su puesto a un

amargo estupor. Y cuando empecé a insultarmea mí mismo, a llamarme «canalla» y «misera-ble»; cuando me eché a llorar (todo el discursotuvo un acompañamiento de lágrimas), su carase alteró de pronto. Varias veces estuvo a puntode levantarse, de detenerme, y cuando hubeterminado, advertí que había prestado atenciónno a mis palabras insultantes («¿por qué estásaquí?, ¿por qué no te vas?»), sino al esfuerzoterrible que había hecho para pronunciarlas.Además, : pobre estaba profundamente aturdi-da. Se consideraba infinitamente inferior a mí.¿Cómo, pues, podía enfadarse sentirse ofendi-da? Lo que hizo fue levantarse de un salto y,temblorosa, tenderme los brazos, pero sin atre-verse acercarse a mí.

Entonces sentí que el corazón se me fundía enel pecho: Lisa se arrojó al fin sobre mí, me ro-deó estrechamente, cuello con sus brazos y seechó a llorar en silencio. Ya no pude resistir, yempecé a sollozar como nunca había sollozado.

-¡No puedo... no puedo ser bueno! -articulépenosamente.

Luego me acerqué al diván, poco menos quea rastras me eché en él boca abajo y seguí llo-rando durante un cuarto de hora largo, presade una terrible crisis de nervios Lisa se acercó amí, me rodeó con sus brazos y así permaneció,sin hacer el menor movimiento.

Pero mi ataque de nervios había de tener unfinal, y es era lo peor. Echado en el diván, conla cabeza hundida en los cojines de cuero (con-fieso esta innoble verdad), empecé a pensar, alprincipio vaga e involuntariamente, que no ibaa ser muy violento levantar la cabeza y mirar aLisa los ojos. ¿De qué podía avergonzarme? Nolo sabía, pero me daba vergüenza. Me dije tam-bién que nuestros papeles se habían invertido,que en aquel momento era ella la heroína, y yoel humillado, el aplastado, exactamente comoella se había mostrado a mis ojos cuatro díasatrás. Así pensaba, echado en el diván con lacabeza escondida entre los cojines de cuero.

«¡Dios mío! ¿Será que la envidio... ?» Todavíano he podido contestar a esta pregunta, y enaquellos momentos estaba, naturalmente, másincapacitado aún para contestarla. No puedovivir sin ejercer mi poder sobre alguien..., sintiranizar a alguien... Pero los razonamientos noexplican nada; por lo tanto, es preferible norazonar.

No obstante, conseguí dominarme y levantéla cabeza. Había que hacerlo y entonces -estoyseguro de ello-, precisamente porque me diovergüenza mirarla, se inflamó en mí un senti-miento completamente distinto que abrasó mialma. Era un sentimiento de dominación y deposesión. La pasión iluminó mis ojos, y es-treché violentamente sus manos con las mías.¡Cómo la detestaba en aquel momento y cómome atraía! Un sentimiento reforzaba al otro.Aquello parecía una venganza. Su rostro reflejóal principio cierta perplejidad que tenía algo detemor. Pero esto sólo duró un instante: al punto

me estrechó entre sus brazos con ardientealegría.

X

Un cuarto de hora después, iba y venía por lahabitación temblando de impaciencia y dete-niéndome a cada momento ante el biombo, queme permitía ver por una de sus rendijas a Lisa,sentada en el suelo y con la cabeza apoyada enla cama. Probablemente lloraba. Pero no se iba,y eso me molestaba. Lisa lo sabía ya todo. Lahabía ofendido irremisiblemente; pero... no valela pena volverlo a contar que Lisa había adivi-nado que mi arranque de pasión era simple-mente una venganza, una humillación más, yque a mi odio de poco antes, vago y sin objeto,se había sumado el odio de la envidia, y queesta envidia me la inspiraba ella... Por otra par-te, no estoy seguro de que Lisa comprendieratodo esto con claridad, pero es evidente que se

dio cuenta de que yo era un hombre vil y, sobretodo, de que no podía amarla.

Ya sé que me dirán que esto es increíble, quees imposible ser tan malvado, tan estúpido. Ytal vez añadan que tampoco puede creerse queyo no la amara en absoluto o, por lo menos, queno me conmoviese su amor. ¿Por qué tiene queser esto increíble? Ante todo, me era imposibleamar, puesto que -lo repito- amar quería decirpara mí tiranizar y dominar moralmente. Jamáshe podido ni siquiera concebir el amor bajo otraforma, y hoy llego al extremo de pensar a vecesque, para el objeto amado, el amor consiste enconceder voluntariamente el derecho a que sele tiranice. En mis sueños subterráneos sólo hepodido concebir el amor como una lucha. Yoempezaba por el odio, para terminar por ladominación moral, aunque no lograba imagi-narme lo que haría después con el ser domina-do. ¿Qué hay de increíble en eso, hallándomeyo tan pervertido moralmente, tan al margende la «vida real» que hacía unos momentos la

había avergonzado, acusándola de haber veni-do a mi casa para oír «palabras enternecedo-ras»? No pude comprender que Lisa no habíavenido para esto, sino para amarme, porquepara la mujer, resurrección y liberación signifi-can amar y sólo pueden manifestarse a travésdel amor. Por otra parte, ¿en verdad la detesta-ba tanto mientras recorría a zancadas la habita-ción y le lanzaba miradas furtivas por la rendijadel biombo? En modo alguno. Pero su presen-cia me era sumamente enojosa. Ansiaba quedesapareciera. Tenía sed de «tranquilidad»;deseaba quedarme solo en mi subsuelo. La «vi-da real» a la que no estaba acostumbrado, meoprimía hasta el extremo de ahogarme.

Transcurrían los minutos, y Lisa no se incor-poraba. Estaba como sumida en un sueño. Sinmiramientos, di unos golpecitos en el biombopara volverla a la realidad. Lisa se sobresaltó,se levantó de un salto y empezó a recoger apre-suradamente sus cosas (su manteleta, su som-brero, su pelliza), como quien se dispone a huir.

Dos minutos después salió lentamente dedetrás del biombo y me miró con tristeza. Yosonreí forzadamente, par convenance, y le volvíla espalda.

-¡Adiós! -me dijo, dirigiéndose a la puerta. Depronto, corrí hacia Lisa, me apoderé de su ma-no, se la abrí, puse en ella lo que tenía prepara-do y se la cerré de nuevo. Luego me dirigí pre-suroso al otro extremo de la habitación. Así,por lo menos, no vería nada...

He estado a punto de faltar a la verdad, dedecir que hice esto sin pensarlo, porque habíaperdido completamente la cabeza. Pero noquiero mentir, y digo francamente que le abrí lamano y deposité en ella dinero... por pura mal-dad. Se me ocurrió obrar así mientras recorríafebrilmente la habitación y ella estaba sentadaen el suelo, detrás del biombo. Pero puedoafirmar, sin temor a equivocarme, que estacrueldad cometida adrede no procedía de micorazón sino de mi malvado cerebro. Era unacto tan evidentemente falso, tan afectado, tan

livresque, que ni yo mismo pude soportarlo nisiquiera un instante y huí al otro extremo de lahabitación. Luego, en el colmo de la desespera-ción y de la vergüenza, eché a correr en pos deLisa... Abrí la puerta y agucé el oído.

-¡Lisa! ¡Lisa! -la llamé, pero a media voz, tem-blorosamente.

No obtuve respuesta. Sin embargo, me pare-ció oír sus pasos en los últimos escalones. -¡Lisa! -grité más fuerte. Silencio. Y seguidamen-te oigo que se abre, rechinando, la puerta decristales del edificio, que al punto vuelve a ce-rrarse pesadamente. El portazo resuena en todala escalera.

Se había marchado. Volví a mi habitación,pensativo. Un peso terrible gravitaba sobre micorazón.

Me detuve junto a la mesa, al lado de la sillaque Lisa había ocupado, y permanecí inmóvil,mirando estúpidamente hacia delante. Así es-tuve un minuto. De pronto, me estremecí. Ante

mí, sobre la mesa, vi... vi un billete de cincorublos arrugado: el que yo acababa de poner enla mano de Lisa. Era el mismo; no podía serotro, pues no había ninguno más en la habita-ción. Evidentemente, Lisa lo había tirado allímientras yo corría hacia el otro lado del apo-sento.

Habría podido esperarlo, pero no lo esperaba.Era egoísta hasta tal punto, sentía tan poca es-tima por los hombres, que no me había pasadopor la imaginación que Lisa fuese capaz de se-mejante gesto. No pude soportarlo. Me preci-pité como un loco sobre mis ropas, me puse loprimero que encontré y bajé de cuatro en cuatrolos escalones. Indudablemente, ella no habríapodido recorrer más de doscientos pasos cuan-do yo salí a la calle.

No hacía viento. La nieve caía en grandes co-pos casi verticalmente y formaba un espesocolchón sobre las aceras y sobre la desierta cal-zada. No se veía un alma, no se oía el menorruido. Los faroles alumbraban inútil y triste-

mente. Recorrí unos centenares de pasos y lle-gué al primer cruce. Allí me detuve. ¿Qué di-rección habría tomado Lisa? ¿Y por qué corríayo tras ella?

¿Por qué? Porque quería echarme a sus pies,llorar y .. confesarle mi arrepentimiento, besarlelas rodillas e implorar su perdón. Esto era loque quería hacer. Sentía que el pecho se medesgarraba. Nunca podré recordar fríamenteaquellos instantes.

«Pero ¿qué adelantaré? -me preguntaba-.¿Acaso no la volveré a odiar mañana mismoprecisamente por haberme arrojado a sus pieshoy? ¿Es que puedo hacerla feliz?

¿No he comprobado por centésima vez lo po-co que valgo? ¿Podría abstenerme de atormen-tarla?

Estaba inmóvil en medio de la nieve, tratandode perforar con la mirada el opaco velo, y re-flexionaba profundamente.

«¿No sería preferible -me decía, ya de regresoa casa y tratando de ocultar mi dolor en misdesvaríos- que Lisa se llevase mi ofensa consi-go? La ofensa purifica, ya que es el sentimientomás amargo, más doloroso. No cabe duda deque mañana mismo mancharía su alma y car-garía su corazón con un peso insufrible. Encambio, si no la vuelvo a ver, ella conservarásiempre vivo el recuerdo de esta ofensa. Porespantoso que sea lo que le espera, la ofensa laelevará y la purificará por medio del odio. yquizá también por medio del perdón... Pero ¿lehará la vida más fácil todo esto?»

Todavía hoy me hago esta inútil pregunta.¿Qué es preferible: una felicidad vulgar o unsufrimiento elevado? Díganme: ¿qué vale más?

Así pensaba yo aquella noche, aniquilado porel sufrimiento. En mi vida había sentido undolor tan cruel, un remordimiento tan profun-do. Sin embargo, cuando corrí en persecuciónde Lisa, ¿quién podía dudar ni un solo instanteque me detendría a mitad de camino? Jamás he

vuelto a ver a Lisa. Ni siquiera he oído hablarde ella. Añadiré que durante mucho tiempo mehe sentido satisfecho de mi frase sobre la utili-dad de la ofensa y del odio, aunque estuve apunto de enfermar de tristeza y de angustia.Aún hoy, transcurridos tantos años, estos re-cuerdos me mortifican. ¡Hay tantas cosas queno se quisieran recordar! Pero... ¿no sería prefe-rible poner punto final a este diario? Creo queempezarlo fue un error... En fin, lo cierto es queno he dejado de sentir vergüenza en ningúnmomento de esta narración. No ha sido litera-tura, sino una expiación, una pena correccional.

Referir detalladamente cómo ha fracasadouno en su vida, por no saber vivir, reflexionan-do sin cesar en su subsuelo, que es lo que hehecho yo, no puede ser interesante en modoalguno. Para escribir una novela hace falta unhéroe, y yo, como haciéndolo adrede, he reuni-do aquí todos los rasgos de un antihéroe.Además, todo esto producirá pésima impre-sión, porque todos hemos perdido el hábito de

vivir, porque todos cojeamos, unos más y otrosmenos. Incluso hemos llegado a perder esehábito hasta el punto de que sentimos ciertarepugnancia por la vida real, por la «vida vi-va». Pero eso no nos gusta que nos lo recuer-den. Hemos llegado a considerar la vida real, la«vida viva», como algo ingrato, como un servi-cio penoso, y todos estamos de acuerdo en quelo mejor es adaptarse a los libros. ¿Qué objetotiene nuestra agitación? ¿Qué buscamos? ¿Quédeseamos? Ni nosotros mismos lo sabemos. Esmás, si nuestros deseos se cumpliesen, no nossentiríamos felices.

Si nos diesen un poco de libertad, si detesta-sen nuestras manos, si ensanchasen nuestrocírculo de acción, si nos quitasen las riendas,inmediatamente -estoy seguro- solicitaríamosque nos volvieran a poner bajo tutela. Sé que oshe enojado, que vais a gritar, a protestar:«¡Hable por usted solo y por sus miserias sub-terráneas! ¡Suprima ese nous tous!»

Perdonen, señores, pero no he pensado enmodo alguno justificarme apelando a esta omni-tude. En lo que me concierne personalmente, nohe hecho otra cosa en mi vida que llevar hastael fin lo que ustedes sólo han llevado hasta lamitad, aunque se han consolado con la mentirade llamar prudencia a la cobardía. Tanto es así,que mi vida es tal vez más real que la de uste-des.

Fíjense bien. Hoy todavía no sabemos dóndese oculta la vida, qué clase de sitio es ése nicómo se llama. Si nos abandonan, si nos retiranlos libros, nos veremos inmediatamente en unembrollo, todo lo confundiremos, no sabremosadónde ir ni cómo ir, ignoraremos lo que sedebe amar y lo que se debe odiar, lo que deberespetarse y lo que sólo merece desprecio. In-cluso nos molesta ser hombres, hombres decarne y hueso; nos da vergüenza, lo considera-mos como un oprobio y soñamos con llegar aconvertirnos en una especie de seres abstractos,universales. Somos seres muertos desde el

momento de nacer. Además, hace ya muchotiempo que no nacemos de padres vivos, lo quenos complace sobremanera. Pronto descubri-remos el modo de nacer directamente de lasideas.

¡Pero basta! No quiero que se oiga mi «vozsubterránea».

El diario de este amante de las paradojas notermina aquí. El autor no pudo resistir la tenta-ción de volver a empuñar la pluma. Pero noso-tros creemos, como él mismo creyó, que ha lle-gado el momento de poner el punto final.

FIN