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La crítica de Nietzsche a la democracia

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La crítica de Nietzsche a la democracia

Diego Paredes Goicochea

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas / Departamento de Filosofía

Bogotá D. C.

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La crítica de Nietzsche a la democracia

Biblioteca Abierta

Colección General, Serie Filosofía

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas

Departamento de Filosofía

© 2009, autor

Diego Paredes Goicochea

© 2009, Universidad Nacional de Colombia

Primera edición

Bogotá D. C., octubre del 2009

Preparación editorial

Centro Editorial, Facultad de Ciencias Humanas

Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá

ed. 205, of. 222, tel: 3165000 ext. 16208

e-mail: [email protected]

www.humanas.unal.edu.co

Impreso en Colombia por Digiprint Editores E. U.

Excepto que se establezca de otra forma, el contenido de este libro cuenta con una licencia Creative Commons

“reconocimiento, no comercial y sin obras derivadas” Colombia 2.5, que puede consultarse en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/

catalogación en la publicación universidad nacional de colombia

Paredes Goicochea, Diego Felipe, 1980- La crítica de Nietzsche a la democracia / Diego Felipe Paredes Goicochea. -- Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. Departamento de Filosofía, 2009 156 p. - (Biblioteca abierta. Filosofía)

Incluye referencias bibliográficas

ISBN: 978-958-719-316-9

1. Nietzsche, Friedrich Wilhelm, 1844-1900 - Crítica e interpretación 2. Filosofía de la democracia 3. Filosofía política - Historia 4. Poder (Filosofía) 5. Voluntad. I. Tít. II. Serie

CDD-21 193 / 2009

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Contenido

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Abreviaturas de las obras de Nietzsche citadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

Filosofía histórica y democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

La crítica a la metafísica y el surgimiento de la filosofía histórica . . . . . . . . . . 29

La democracia y su falta de sentido histórico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40

Perspectivismo, voluntad de poder y democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

El carácter absolutista de la democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

La democracia, hostil al acrecentamiento creativo de la vida . . . . . . . . . . . . . . . . . 76

La crítica al sujeto democrático y la alternativa nietzscheana . . . . . 89

Del animal de rebaño al ser humano democrático . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92

El ser humano más allá de la democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149

Índice de materias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143

Índice de nombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153

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Prólogo

Al comienzo de un nuevo milenio y a más de un siglo de dis-tancia, es tiempo de reconocer que, en muchos respectos, la obra de Nietzsche ha dejado de ser intempestiva y que sus provocadoras sentencias han perdido para oídos contemporáneos buena parte de esa fuerza telúrica que, obstinadamente en contravía de todo lo establecido, suscitó durante mucho tiempo la más profunda ad-miración y, a la vez, el más enconado rechazo. De una obra que se jactaba de ser «dinamita» y que afirmaba que solo en los siglos venideros encontraría a sus verdaderos lectores nos llega hoy solo un eco atemperado, a través de los innumerables discursos que se reconocen como herederos del legado nietzscheano. No es que Nietzsche haya muerto de la mano de uno de los ídolos que él mismo ayudó a derrumbar, pero es evidente que su influjo no ha generado el cataclismo que él a veces anunció y que su doctrina, con la ayuda de sus más juiciosos lectores, se ha integrado sin muchas fric-ciones al horizonte filosófico desde el que tratamos de comprender nuestra propia actualidad. Quizás es en el ámbito de la crítica a la religión donde esta edulcoración de la acidez nietzscheana es más evidente. En efecto, las despiadadas invectivas de Nietzsche contra el cristianismo y su mordaz anticlericalismo, luego de escandalizar

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al establecimiento o de ser celebrados durante décadas por revolu-cionarios de todo tipo, nos resultan hoy más bien pasadas de moda. Más aún, el intento nietzscheano de suprimir toda moral y de abrir una senda para la cultura superior por encima del bien y del mal es asumido sin mayores sobresaltos por una época que considera a todo fundamentalismo como un atavismo que debe abandonarse. Acostumbrada a trasgresiones de todo tipo, y asentada más bien sobre un agnosticismo no doctrinario y una moralidad utilitarista y pragmática, nuestra cultura no se escandaliza ya fácilmente por un autor que proponía, en un gesto inédito por entonces, una ra-dical transvaloración de todos los valores.

A pesar de todo lo anterior, me parece que hay un ámbito en que la sensibilidad contemporánea se molesta aún con las corro-sivas afirmaciones del impertinente Nietzsche. Me refiero a sus observaciones sobre política y, en particular, a sus ataques a la democracia. Por supuesto, Nietzsche no ha sido el primer crítico de la democracia ni será el último, pero su perspectiva filosófica —elaborada desde un aristocratismo extremo que no pocas veces parece querer eliminar toda forma de debilidad humana y que fá-cilmente deriva en una apoteosis de la fuerza, el poderío y la vita-lidad— confiere a su planteamiento una radicalidad tal que lo hace insoluble para la cada vez más extendida mentalidad moderna liberal, tolerante y pacifista. Se perdona y hasta se simpatiza con el ateísmo y con el derrumbe de los valores morales pretendida-mente absolutos por los que Nietzsche propugna, pero se rechaza sin vacilaciones una doctrina que considera a la igualdad entre los hombres y a la institución del sufragio universal —el presupuesto y la expresión más pura de la democracia liberal moderna— como «la más grande y peligrosa mentira que permite a las naturalezas inferiores imponer sus leyes a los hombres superiores». Nunca re-sulta tan extemporáneo Nietzsche como en estas afirmaciones. La idea de democracia y sus nociones asociadas (igualdad, derechos del individuo, representación, etc.) conforman la constelación que rige la vida política de nuestro tiempo, de una manera tan sobre-entendida que todo intento de justificación para ello se ve como innecesario; y si el imperativo de la esfera pública señala hoy que

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hay que ser demócratas, o por lo menos parecerlo, un discurso que cuestione radicalmente estos valores, y más encima en nombre de una suerte de elitismo de la fortaleza, premoderno y bárbaro, debe resultar chocante por necesidad.

Desde este panorama se entenderá por qué la admiración por el mordaz crítico de la cultura, o incluso por el Nietzsche teórico del conocimiento, suele ir acompañada por el rechazo del crítico de la democracia. No pocas veces se ha trazado una línea que conecta esta crítica con las doctrinas antidemocráticas y totalitarias respon-sables de las debacles culturales, morales y políticas más dramáticas de la Europa del siglo XX. Y ello a pesar de que se ha develado sufi-cientemente el malentendido que subyace a esto. Por otra parte, el giro estetizante de una cierta y reciente filosofía política de corte posmoderno —que recurre a Nietzsche para definir desde una sub-jetividad descentrada y con los elementos del juego, la parodia y la creación artística una nueva comprensión de la política— prefiere dejar al margen ese molesto ataque a la democracia y a la igualdad, más propio de un reaccionario conservador que de un artista ena-morado de la humanidad. Pero ni con la falsa asociación con el fascismo ni con la estrategia de destacar de Nietzsche solo sus fa-cetas más amables se logra comprender a cabalidad el significado de estos reiterados embates contra el llamado instinto democrático.

Me parece que justo en este punto es donde La crítica de Nietzsche a la democracia, de Diego Paredes, tiene su más alto mérito. Aquí no solo se asume como objeto específico de análisis el quizás hoy más que nunca intempestivo cuestionamiento de Nietzsche a la democracia, sino que este análisis se realiza evi-tando el camino corto de destacar de su obra solo aquellos pasajes que apuntan, o bien hacia un Nietzsche apóstol de la ultraderecha, o bien hacia un Nietzsche precursor de valores de la democracia posmoderna, como la pluralidad, la diferencia en la igualdad, la autodeterminación, etc. Por el contrario, aquí se opta por la ruta más larga y dispendiosa, pero también más innovadora y enrique-cedora, que consiste en explorar las motivaciones de esta embestida antidemocrática en el terreno teórico más profundo de sus presu-puestos filosóficos. Lo que de aquí resulta no es, pues, ni una serie

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de observaciones sueltas del filósofo sobre el Estado en general y sobre la política de su época, aunadas estratégicamente con el fin de perfilar un nietzscheanismo de derecha o de izquierda, ni mucho menos una explicación de las posturas políticas de Nietzsche que recurra a sus circunstancias biográficas o a las condiciones sociales y culturales de su momento histórico. Más bien, al reconducir la crítica a la democracia de Nietzsche hasta los planteamientos filo-sóficos más generales que están a su base, se gana no solo una pe-netración más honda en el significado y relevancia filosófica de esta postura polémica, sino que se obtiene al mismo tiempo una visión de conjunto de la ontología nietzscheana, así como de sus impli-caciones políticas. Por lo demás, esta visión global no tiene pre-tensiones de sistematizar la profusa y dispersa obra de Nietzsche, sino que respeta la dinámica propia de un pensamiento siempre en desarrollo, mientras describe con claridad las diversas etapas de su evolución. Así, en este estudio, la dimensión más propiamente política de la cuestión de la democracia en Nietzsche es puesta en relación con sus doctrinas y planteamientos más ontológicos o epistemológicos, como la filosofía histórica, las nociones de vida e instinto, el perspectivismo o la voluntad de poder.

Las ventajas de este análisis ontológico de la democracia son diversas. Me propongo, en lo que sigue, examinar brevemente las tres que me parecen más relevantes. En primera instancia, el examen de los planteamientos políticos de Nietzsche a la luz de sus tesis ontológicas permite identificar el estatus real que le corres-ponde a su filosofía política. Si, siguiendo a Nietzsche, se admite que la realidad se establece y restablece permanentemente como resultado de la actividad interpretante de la vida humana, que otorga sentido al puro acontecer de lo que ocurre, entonces la cons-titución del campo de lo político tiene lugar en la interpretación de ese acontecer bajo el sentido de lo público. Y si la política es la lectura que construye un mundo público en el azar contingente del devenir, entonces la democracia no es sino una perspectiva inter-pretativa más acerca de la posibilidad de organizar y regular este mundo. Teniendo presente este trasfondo ontológico se comprende por qué, para Nietzsche, la política no es el análisis objetivo del ser

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de la vida pública, sino el juego y contrajuego de interpretaciones que configuran originariamente ese ser de lo público. Por ello, no se encontrará en Nietzsche una filosofía política o una teoría crítica de la democracia en el sentido clásico de estos términos. El pro-pósito último de los planteamientos políticos de Nietzsche no es el de develar la verdad del mundo político (las verdaderas regula-ciones o determinaciones de la vida en comunidad). En ese sentido, su crítica a la democracia no es una crítica a determinados modelos democráticos, apuntalada desde una aprehensión más real de la esencia de la misma. Más bien, el propósito de Nietzsche es, o bien el de revelar el fondo interpretativo —y, en su contexto, esto sig-nifica instintivo y vital— que se oculta detrás de cada teoría po-lítica, o bien el de introducir una nueva posibilidad de sentido para la esfera de lo público, una que no se pretende más verdadera en tanto más adecuada a la presunta esencia de las cosas, pero sí más poderosa en tanto expande más las posibilidades creativas de la vida misma. En este orden de ideas, no debe extrañar que el es-tudio de Diego Paredes no realice una confrontación directa de los planteamientos de Nietzsche con los grandes teóricos de la demo-cracia moderna (Rousseau, Locke o Kant) ni con sus grandes crí-ticos (Mill o Tocqueville). En esto, Paredes solo es consecuente con un autor que no discute la democracia como teoría, sino como ins-tinto, esto es, como un modo particular, más irreflexivo que con-ceptual, menos lógico que vital, de interpretar el todo social; y consecuente, por ello, con un autor que sabe que la democracia no se hace efectiva en tesis abstractas, sino en representaciones e ima-ginarios cotidianos quizás elaborados de forma poco consistente a partir de los elementos más dispares, pero tremendamente eficaces en la regulación y valoración de la vida en comunidad. En últimas, la democracia con la que Nietzsche polemiza es aquella que aún hoy —o quizás hoy más que nunca— consigue mimetizarse en dis-cursos y formas de comprensión de lo público absolutamente dispares, pues más que a un ensamblaje teórico sólidamente de-finido apela al ámbito más efectivo de la vida irreflexiva y emo-cional desde demagógicas representaciones del bienestar, la

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igualdad o la seguridad, que se hacen pasar como los elementos nucleares de la vida democrática.

Pero, en segunda instancia, la perspectiva ontológica de aná-lisis escogida en este estudio no solo aclara el lugar de Nietzsche en el horizonte del pensamiento filosófico sobre lo político, sino que también contribuye a dar sentido a la aparente ambigüedad y falta de coherencia interna de los planteamientos en torno a la demo-cracia. En efecto, al lado de esos venenosos dardos lanzados al co-razón del Estado liberal democrático moderno, el sorprendido lector de Nietzsche suele encontrar afirmaciones no solo mucho más mo-deradas, sino también algunas que valoran positivamente los fenó-menos democráticos. Resulta insuficiente resolver esta problemática señalando la necesaria incoherencia que acompaña a una obra frag-mentaria y poco sistemática. Pero tampoco el recurso de ilustrar las diversas etapas del desarrollo filosófico de Nietzsche, para luego hacer corresponder las afirmaciones opuestas con etapas distintas de su producción, parece captar del todo el fondo del problema. Nietzsche es hasta cierto punto demócrata y antidemócrata a la vez; moderno y premoderno (o posmoderno) al mismo tiempo; descree de la Revo-lución francesa, pero no pretende retornar al orden absolutista an-terior; admira a Napoleón y a su imperio, pero desprecia la Europa de Bismarck. En su filosofía se respira una honda comprensión por lo prosaico y elemental de la especie humana, pero él mismo se sentía una suerte de príncipe y semidiós planeando por encima de los asuntos del hombre corriente. Este aspecto bicéfalo de su vida y de su doctrina está profundamente vinculado a sus intuiciones filo-sóficas. La voluntad de poder —para citar solo una de ellas— exige, a la vez, la consolidación de un horizonte de sentido y la superación de esta dimensión estable alcanzada. Solo así, en el permanente reflujo de lo configurado, que es a la vez la constante elaboración de lo que deviene, renueva la vida su inagotable poderío. Al reintegrar las ob-servaciones sobre la democracia al suelo dinámico de la voluntad de poder, se logra comprender la aparente inconsistencia de los distintos enunciados nietzscheanos. Nietzsche afirma la democracia como un marco estabilizado de la voluntad de poder que permite la afirmación de una vida más alta, como una forma de Estado que libera al indi-

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viduo de un Estado tiránico que se había vuelto omnipotente. Pero Nietzsche desprecia la democracia que transforma esta afirmación superior del ser humano en la blanda búsqueda del bienestar privado y que envara, así, el despliegue del poder creativo propio de la vida. Desde este mismo trasfondo ontológico, se entiende también por qué se admira a un Napoleón como representante del heroísmo de una voluntad individual que empuja el Estado hacia formas más altas, y, al tiempo, se desprecia a un Bismarck cuyo proyecto imperial solo se consolidaba en un entramado de intrigas, acuerdos y concesiones al gusto y a la sensibilidad liberal de la época. Este es solo un ejemplo de la productividad del enfoque de análisis que aquí se sigue. Las afir-maciones políticas de Nietzsche, así como sus implicaciones y conse-cuencias, solo revelan su alcance y significado último leídas al trasluz de su ontología de la vida, los instintos y la voluntad de poder. Por sorprendente que parezca, pocas veces se ha elaborado un estudio tan decididamente anclado desde esta perspectiva. Y no se trata aquí de estar o no de acuerdo con Nietzsche y su visión del Estado y la demo-cracia, sino de interpelar su postura desde su genuino suelo filosófico, la base más sólida en la que se asienta.

En tercera instancia, la puesta en evidencia del marco de refe-rencias ontológicas que subyace a las tesis políticas de Nietzsche también nos permite evaluar, en su justa medida, la pertinencia de lecturas contemporáneas que encuentran en Nietzsche el punto de inflexión a partir del cual una filosofía política sustentada en pre-supuestos metafísicos sobre el sujeto o la comunidad se trasmuta en una política como práctica estética. No hay, en este giro estetizante de la política, recurso a los grandes relatos del contrato social o de una esencia humana que definiera las leyes naturales del individuo; no se recurre tampoco a una idea reguladora de justicia, bienestar o felicidad de los ciudadanos. Sin telos propio ni fundamentos eternos, la acción política solo resulta posible como expresión de individuali-dades en construcción, esto es, no de subjetividades ya constituidas que definieran racionalmente el campo de la acción política, sino de sujetos descentrados y tensionados por múltiples impulsos, que, solo mediante su actuar conjunto sobre el mundo, van perfilando y mol-deando, a la manera de una obra de arte, su propia identidad. En un

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contexto donde todos los estándares y referencias sólidas de lo pú-blico se han desacreditado, la idea de que los individuos solo pueden remitirse a sus fuerzas creativas para determinar sus decisiones políticas parece encontrar en Nietzsche un punto de apoyo privile-giado. En efecto, su filosofía no solo desustancializa todas las bases de constitución de lo público, sino que además propone, como único camino hacia la renovación de la vida personal, social y cultural, la reactivación de todas las fuerzas instintivas, creativas y autopoiéticas de los individuos, una vez que estas han conseguido liberarse de la opresión a que las sometía una moral y una metafísica impuestas desde fuera. No le falta, pues, justicia a esta perspectiva política tan de moda en la actualidad. Pero ella corre el riesgo de querer ver ya prefigurado en la filosofía de Nietzsche al hombre de la biopolítica y de la multitud contemporánea. El cuidadoso examen que Paredes realiza de la peculiar ontología que atraviesa las tesis políticas de Nietzsche permite comprender el carácter parcializado de esta inter-pretación. Pues, de hecho, el llamado vitalista a la autoexpresión, al juego y a la parodia, a la expansión ilimitada del poderío instintivo del cuerpo, no significa nunca en Nietzsche un intento de formular desde otras bases las tareas de la política, ni mucho menos de disolver el cuerpo social en unidades narcisistas, atomizadas y apolíticas. Por el contrario, todas estas apelaciones, por dramáticas, iconoclastas y escandalosas que sean, se inscriben en un proyecto de reorientación, y no de metamorfosis total o de eliminación, de lo político. En ese orden de ideas, la filosofía política de Nietzsche, y la superación de la democracia que le es inherente, no representa, como lo señala bien Paredes, la reducción de la esfera de la acción pública a la función de acrecentar ilimitadamente el poderío de la individualidad. Nietzsche es demasiado «griego», demasiado humanista en un sentido renacen-tista, como para abjurar de un sentido genuino de la vida política y rechazar sin más toda posible formulación de una virtud ciudadana. El sentido último del pensamiento político y antidemocrático de Nietzsche no apunta, pues, a revolucionar todos los mojones de la acción pública. En lugar de eso, como se muestra bien en la con-clusión de este libro, se propone abrir un camino hacia una política que no requiera sustento en principios metafísicos: una gran política

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que incluso no renuncia a las grandes conquistas democráticas de la civilización (la crítica a la tiranía o la igualdad de derechos), pero donde estas no se convierten en dogmas inamovibles glosados desde intereses mezquinos, sino que tienen su meta más alta en procurar la salud y acrecentar la vitalidad creadora de la cultura.

Las anteriores observaciones parecen ya mostrar que el carácter extemporáneo de la crítica a la democracia de Nietzsche, que señalaba al comienzo, es solo aparente. Quizás nunca antes haya sido tan ne-cesario un enfrentamiento profundo con la democracia como en una época que, como la nuestra, hace de una representación vaporosa de la misma un valor incuestionable. Quizás nuestra apelación incon-dicional a lo democrático no es más que el síntoma de una cultura que ha perdido los referentes sólidos que durante siglos regularon la vida de la comunidad, y que gravita alrededor de un nombre vacío con la ilusión de poder articular desde allí sus confusos deseos y ne-cesidades. La vacuidad de esta representación de la democracia se pone de manifiesto con el martillo de la crítica de Nietzsche. Faltos de un marco regulador de la vida pública, la desorientación de los ciudadanos es cada vez más evidente. En medio de esa incertidumbre generalizada, ellos se hacen presa fácil de discursos y eslóganes de consumo que reinstauran en apariencia un horizonte estable para la acción pública. En esto, se hace también evidente el fracaso del inte-lecto que solo recientemente intenta repensar lo político sin recurso a nociones absolutas y reflexionar sobre cómo vivir humanamente bien sin apelar a fundamentos irrefutables: sobre cómo asumir lo ines-table de la esfera pública y su fragilidad sin tener que reforzarla con goznes inamovibles que, carentes de sustento real, se apertrechan de imágenes efímeras y populistas, cuando no de medios violentos para defenderlas. La filosofía de Nietzsche se encaminó por primera vez a pensar la posibilidad de esta política sin fundamentos, y el libro de Diego Paredes resulta una excelente presentación de este esfuerzo.

luis eduardo gamaUniversidad Nacional de ColombiaBogotá

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Introducción

LA EVIDENTE OPOSICIÓN DE nietzsche a la democracia moderna, su inocultable e indomesticable odio hacia todo empe-queñecimiento y mediocrización causados por el movimiento de-mocrático, es un tema casi ineludible en cualquier aproximación al pensamiento político nietzscheano. Dado que Nietzsche nunca escribió una obra política principal —como lo hicieron los fi-lósofos modernos de Hobbes a Kant— ni un tratado sistemático sobre la democracia, sus referencias manifiestas al movimiento democrático se encuentran distribuidas de manera dispersa a lo largo de su obra filosófica, en algunos aforismos publicados y en varios fragmentos póstumos. A oídos modernos, las palabras ex-plícitas de Nietzsche sobre la democracia, sus desconcertantes e inquietantes afirmaciones, retumban de manera peligrosa. Tanto así que durante mucho tiempo, con algunas pocas excepciones, la crítica de Nietzsche a la democracia ha sido para los intérpretes nietzscheanos un tema constantemente aplazado.

Recientemente, justo cuando el triunfo de la democracia li-beral parece un asunto incuestionable, Nietzsche vuelve a inter-pelarnos. Para algunos, esta interpelación consiste en asumir el carácter explícitamente antidemocrático de Nietzsche, para pulir

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contra este los propios argumentos democráticos1. Para otros, por paradójico que suene, es necesario apropiarse de este pensamiento antidemocrático, para construir una defensa nietzscheana de la democracia2. Mi propuesta, menos ambiciosa, no encaja directa-mente en ninguna de las anteriores opciones, ya que mi propósito consiste en comprender la complejidad de la crítica nietzscheana a la democracia, abordándola desde algunas de las principales doc-trinas filosóficas del pensador alemán. Pues, según mi perspectiva, la crítica de Nietzsche a la democracia debe ser examinada dentro del marco de su crítica a la metafísica, a la visión moral del mundo, a la modernidad y, en general, a la cultura occidental.

Así pues, vista a través del lente de los problemas filosóficos, la crítica de Nietzsche a la democracia no se reduce a sus aforismos y fragmentos explícitamente políticos. Por el contrario, su crítica halla sustento en el horizonte más amplio trazado por los grandes temas de su pensamiento. Como se verá más adelante, en la etapa intermedia de su obra, Nietzsche empieza a desarrollar una po-sición ontológica que, en cierta medida, condiciona su crítica a la cultura occidental. Con la introducción de la filosofía histórica, que inicia un desmonte de la creencia en nociones últimas e in-condicionadas, se encamina a la elaboración de una concepción no-sustancial de la realidad, que le permite poner en cuestión las visiones metafísicas, morales, cristianas e incluso democráticas del mundo. Por eso, en este libro busco mostrar que la democracia mo-derna se opone a los desarrollos y consecuencias de esta ontología.

Para lograr este objetivo, en el primer capítulo señalo de qué manera el movimiento democrático avanza a contrapelo de la fi-losofía histórica, que Nietzsche presenta a partir de Humano, de-masiado humano. Así, en este capítulo, hago manifiesta la cercanía entre la democracia y la metafísica, mostrando que ambas com-parten pretensiones fundacionales que se traducen en la búsqueda de principios últimos y eternos. Para esto, expongo, en primer

1 Véase, por ejemplo, Donaldson, 2000. Esta postura es también compartida hasta cierto punto por Tongeren, 2007.

2 Esta posición es principalmente defendida por Lawrence J. Hatab. Véanse Hatab, 2000, y Hatab, 1995.

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lugar, la crítica que Nietzsche hace a la metafísica por medio de la filosofía histórica (cap. 1, sec. 1). Luego, en segundo lugar, resalto que la democracia, al presentarse como una aeterna veritas, carece de un sentido histórico, desconoce sus propios condicionamientos y necesidades y, por ende, niega la temporalidad de todo lo que es, para postularse como un sistema de gobierno definitivo e inmu-table (cap. 1, sec. 2).

Posteriormente, una vez que indico cómo la filosofía histórica se torna en genealogía, en el segundo capítulo, hago una breve reconstrucción de la ontología del perspectivismo, que Nietzsche apuntala con mayor claridad en La ciencia jovial y en los frag-mentos póstumos contemporáneos y posteriores a ese escrito. Con tal reconstrucción, busco mostrar la concepción dinámica, con-tradictoria y plural que Nietzsche tiene de la realidad, para evi-denciar cómo la democracia, por causa de su carácter absolutista, se muestra como una realidad última, como una configuración de sentido, invariable y única, que se petrifica en una valoración so-berana. Frente a la proliferación de interpretaciones que promueve la ontología nietzscheana, la democracia impone una pobreza de sentido, al eternizarse como el único sistema posible (cap. 2, sec. 1). A continuación, muestro que dicha ontología del perspectivismo es posteriormente desarrollada por Nietzsche en su doctrina tardía de la voluntad de poder. Así, poniendo de presente que el ser de la vida es la ampliación de poder a través de la continua fijación inter-pretativa de sentidos y valores, señalo de qué manera la democracia desactiva esta fuerza de acrecentamiento vital. Como se verá, la voluntad de poder es odiada en tiempos democráticos y, por ende, la democracia es hostil a la vida (cap. 2, sec. 2). Tanto en la pobreza de sentido como en el bloqueo de la superación vital que impone el movimiento democrático, se observa una evidente cercanía entre la democracia, la moral y el cristianismo.

Finalmente, en el tercer capítulo, esta cercanía entre la fuerza democrática, el movimiento cristiano y la moral de rebaño será explorada con mayor profundidad, teniendo como hilo conductor una preocupación filosófica de la cual Nietzsche se ocupa a lo largo de su obra, y que está también directamente relacionada con la on-

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tología del perspectivismo, a saber: establecer las condiciones que harán posible el surgimiento de un nuevo tipo de ser humano. De esta forma, en primera instancia, exploro la crítica de Nietzsche al sujeto democrático, teniendo en cuenta la relación de este con la moral de rebaño, con el cristianismo y con la subjetividad moderna. Luego, en segunda instancia, pongo en evidencia que dicho sujeto democrático impone la doctrina del igualitarismo —en especial la «igualdad de derechos» que es un componente fundamental de la democracia liberal moderna— para asemejar los extremos y de-tener así la voluntad de acrecentamiento de la vida (cap. 3, sec. 1).

Una vez que presento la crítica de Nietzsche al sujeto de-mocrático y a la igualdad, expongo el tipo de ser humano alter-nativo que propone, mostrando la tensión interpretativa entre la comprensión de este «sujeto» como un aristócrata radical o como un superhombre capaz de recrearse constantemente a sí mismo y de afirmar la voluntad de superación de la vida. Así, sugiero que, frente a la «pequeña política» de la democracia, debe surgir la «gran política» que, vista desde la óptica de la cultura, establecerá las condiciones para el surgimiento del ser humano creador y legis-lador de valores (cap. 3, sec. 2).

Después de haber mostrado las diferentes maneras en que el movimiento democrático se opone a la ontología del perspec-tivismo y de la voluntad de poder, en las conclusiones generales, no propongo una defensa antinietzscheana ni nietzscheana de la democracia liberal. En su lugar, planteo que la crítica de Nietzsche a esta forma de gobierno permite considerar el advenimiento de una política sin fundamentos últimos, una política agonista que nos enfrenta al reto de pensar la igualdad, la diferencia y la subjeti-vidad desde una concepción de la realidad no-sustancial, es decir, desde una ontología siempre cambiante, plural y contradictoria.

Para terminar esta introducción, debo decir que este libro es una versión corregida y elaborada de la investigación que presenté como tesis de Maestría en Filosofía, en el 2009, en la Universidad Nacional de Colombia. Dado que dicha investigación fue el re-sultado de un trabajo colectivo caracterizado por la discusión y el debate, no puedo dejar de expresar mi agradecimiento a aquellas

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personas que de alguna u otra manera contribuyeron a su culmi-nación. En primer lugar, agradezco a Luis Eduardo Gama, director de la tesis, por su rigurosa lectura, sus precisos comentarios y sus pertinentes consejos. A Bernardo Correa, por sus sugerentes lec-ciones de filosofía política y por ayudarme a definir el tema central de mi trabajo. A Susana Ballesteros, por los años de discusiones filosóficas, por sus observaciones y por su juiciosa labor de revisión y edición. A Diego Hernández, por su amistad político-filosófica, sus relevantes opiniones y sus atinadas y rápidas correcciones. A Carlos B. Gutiérrez, Laura Quintana y Luis Eduardo Hoyos, ju-rados de mi tesis, por sus acertadas preguntas y consideraciones tanto en la sustentación como fuera de ella. A los y las integrantes de los grupos de investigación La Hermenéutica en la Discusión Fi-losófica Contemporánea y Teoría Política Contemporánea, por leer y discutir conmigo versiones previas de mi trabajo. Al Departa-mento de Filosofía, a la División de Investigación de la Sede Bogotá (DIB) y al Centro Editorial de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, por hacer posible esta publi-cación. A Fernando Gaspar, por su dedicada y muy precisa labor editorial, y a Sofía Parra, por su interés en el proyecto y por sus importantes gestiones. Por último, agradezco muy especialmente a mi familia, por su apoyo incondicional y su paciencia, y, principal-mente, a mi hermano Juan, por estar pendiente de mi investigación desde la distancia.

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Abreviaturas de las obras de Nietzsche citadas

La edición alemana de las obras de Nietzsche que se ha uti-lizado es la edición crítica de 1967 de Giorgio Colli y Mazzino Mon-tinari (KGW). Las referencias de los fragmentos póstumos se hacen a esta edición de la siguiente forma: abreviatura KGW, número del vo-lumen, número de referencia del fragmento, número de la página, por ejemplo: (KGW, VII-3, 40(7), 363)1. Si existe traducción del frag-mento al español, se ofrece también la referencia a la edición en español, así: abreviatura FP o FPP (según corresponda), número de la página, por ejemplo: (KGW, VIII-2, 10(77), 165; FPP, 184-185). En el caso de las demás obras, se hace la referencia de la siguiente forma: abreviatura del título de la obra, número (en romanos) o título del libro o del tratado o de la parte, número (precedido del signo §) o título del aforismo o de la sección, número de la página,

1 El número de referencia de cada fragmento póstumo está compuesto por un número que indica la época en la que fue redactado (en este ejemplo, 40, correspondiente al periodo agosto-septiembre de 1885) y un número entre paréntesis que corresponde a la numeración estrictamente cronológica que los editores le dieron (en este ejemplo, 7). Así, el fragmento 40(7) corresponde al fragmento número 7 escrito entre agosto y septiembre de 1885.

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por ejemplo: (GM, I, § 2, 37); (NT, «Ensayo de autocrítica», 33); (AZ, II, «De la superación de sí mismo», 176).

A [1881] (2000) AuroraAZ [1883-84-85] (2000) Así habló ZaratustraCI [1889] (2001) El crepúsculo de los ídolosCJ [1882] (1999) La ciencia jovialEC [1908] (2002) Ecce HomoFP (1997) Fragmentos póstumosFPP (2002) Fragmentos póstumos sobre políticaGM [1887] (2001) La genealogía de la moralHdH1 [1878] (2001) Humano, demasiado humano [tomo 1]HdH2 [1880] (2001) Humano, demasiado humano [tomo 2]KGW [1967] Kritische Gesamtausgabe WerkeMBM [1886] (2000) Más allá del bien y del malNT [1872] (2000) El nacimiento de la tragediaWP [1901] (1968) The Will to Power

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LA SUGESTIVA INTERPRETACIÓN DE Nietzsche sobre el devenir de la civilización occidental debe ser fundamentalmente com-prendida a la luz de la crítica que hace a la metafísica. En efecto, ya sea que se acoja la lectura de Heidegger, según la cual la filosofía nietzscheana es la consumación de la metafísica, o se acepten las interpretaciones «francesas», que consideran el pensamiento de Nietzsche como una superación de esta1, lo cierto es que, en ambos casos, la crítica a las nociones últimas —sobre las cuales se busca fundamentar un sistema teórico del mundo y del ser— se asume como el eje central alrededor del cual gira la filosofía nietzscheana. Dicha crítica a la metafísica, que está estrechamente relacionada con las posiciones de Nietzsche frente a la moral, la religión y el arte, adquiere una formulación clara a partir de lo que tradicional-mente se ha llamado su «obra intermedia». En efecto, en el periodo comprendido entre la publicación de Humano, demasiado humano

1 Para la interpretación heideggeriana de Nietzsche, véase Heidegger, 2000. En el artículo «Nietzsche 1994», originalmente titulado «Nietzsche, entre estética y política», Gianni Vattimo ofrece una visión general de la interpretación «francesa» de la filosofía de Nietzsche. Véase Vattimo, 2002.

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y La ciencia jovial2, la crítica a la metafísica va adquiriendo nuevas determinaciones a medida que Nietzsche avanza desde una inicial crítica cultural hasta el desarrollo de las grandes tesis ontológicas de su pensamiento3.

Humano, demasiado humano, la obra que pone en evidencia la ruptura de Nietzsche con Wagner y Schopenhauer, inaugura una etapa incisivamente crítica, particularmente escéptica, que desconfía de la moral, del arte y de la religión en tanto ilusiones que suponen orígenes milagrosos. La fuerte influencia de los mo-ralistas franceses y el creciente interés por las ciencias naturales le permiten enfrentarse a la cultura de su tiempo con las armas del

2 La llamada «obra intermedia» de Nietzsche es elaborada entre los años 1876 y 1882. El primer volumen de Humano, demasiado humano es preparado por Nietzsche durante el invierno de 1876-1877, y posteriormente publicado en 1878. Este volumen es seguido por dos escritos, «Opiniones y sentencias varias» y «El caminante y su sombra», que conforman Humano, demasiado humano 2. Hacia 1881, Nietzsche publica Aurora, y un año después aparece La ciencia jovial. Sin embargo, es importante anotar que Nietzsche agrega nuevos prólogos a estas obras en el año de 1886 y que, en 1887, adiciona el libro V de La ciencia jovial.

3 Como es sabido, el tema de la cultura atraviesa de un extremo a otro la obra nietzscheana. En términos generales, en sus diversos escritos, Nietzsche se concentra en determinar las condiciones para el florecimiento de una cultura superior, y, para esto, emprende una crítica de la cultura de su época. De ahí que su primera obra de juventud, El nacimiento de la tragedia, pueda ser interpretada como un intento de renovar —a partir de recursos artístico-metafísicos, y como antídoto a la decadencia cultural de su tiempo— la cultura trágica antigua en la Alemania del siglo XIX. Pero, aunque esta inicial crítica cultural tiene fundamentos metafísicos que se apoyan en la concepción de totalidad de Schopenhauer, ya en ella se encuentra una concepción trágica de la realidad que, a través del dinámico contrajuego entre los instintos apolíneo y dionisiaco, se distancia, hasta cierto punto, de la metafísica tradicional. Ahora bien, en su obra intermedia, Nietzsche continúa su crítica cultural, pero esta vez abandona la idea de un renacimiento de la cultura trágica de la antigüedad. Como se verá más adelante, esta nueva crítica de la cultura se relaciona estrechamente, a partir de Humano, demasiado humano, con la crítica a la metafísica. Crítica esta que irá ganando nuevas determinaciones en aquellas obras del periodo medio que, en cierto sentido, preludian las tardías tesis ontológicas de la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo.

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«desenmascaramiento»4. Pero este intento de desenmascarar las ilusiones tradicionales no debe ser entendido como la pretensión de descubrir la verdadera realidad de las cosas, sino, antes bien, como la puesta en marcha de un sentido histórico capaz de cues-tionar toda creencia en nociones últimas. Como se verá en detalle más adelante, desde los primeros aforismos de Humano, dema-siado humano, Nietzsche sugiere la necesidad de un «filosofar his-tórico» que, reconociendo el carácter devenido de todo lo que es, ponga en duda cualquier verdad absoluta.

Ahora bien, el proyecto de Nietzsche de fluidificar la aparente solidez y permanencia de las creencias metafísicas no solo tiene un efecto sobre la moral, la religión y el arte, sino que también incide en el campo de la política. Tal incidencia puede ser advertida, par-ticularmente, en sus consideraciones sobre la democracia, que a la altura de Humano, demasiado humano apenas se encuentran en ciernes. Como mostraré más adelante, para Nietzsche, la de-mocracia comparte las pretensiones de solidez y eternidad de la metafísica: ella busca erigirse como un punto de vista totalizante que carece de cualquier sentido histórico. De ahí que el tipo de filosofar que propone a partir de Humano, demasiado humano se contraponga a la democracia y a la concepción del devenir que ella supone. Precisamente, en este capítulo, busco poner en evidencia cómo el desarrollo del filosofar histórico, pilar de la inicial crítica a la metafísica, le permite poner en cuestión la aspiración funda-mental de la democracia a la estabilidad y a la permanencia.

La crítica a la metafísica

y el surgimiento de la filosofía histórica

Desde Parménides, la tradición filosófica occidental se ha en-cargado de ofrecer diversas acepciones del término metafísica. En efecto, esta noción ha sido utilizada tanto para designar la doctrina de los «dos mundos» desarrollada por Platón como para nombrar la indagación aristotélica de las primeras causas y principios de todo

4 Esta expresión fue originalmente acuñada por Eugen Fink, pero ha sido ampliamente desarrollada por Vattimo. Véase Vattimo, 2003.

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lo que es, o, también, entre otros posibles sentidos, para referirse a lo que Kant consideró como la búsqueda de lo incondicionado. Nietzsche, por su parte, ciertamente tiene en cuenta los anteriores sentidos de la palabra metafísica, pero en el primer aforismo de Humano, demasiado humano privilegia inicialmente uno de ellos: la metafísica se refiere principalmente a la oposición de contrarios. De esta forma, se remonta a la conocida distinción de Parménides entre el ser y el no ser y a los dualismos que harán carrera en la tra-dición filosófica a partir de Platón (tales como, sensible/inteligible, apariencia/esencia, pluralidad/unidad, entre otros). Metafísica es, entonces, toda concepción del mundo que divida a este en dos rea-lidades tajantemente distintas y opuestas entre sí. Es aquello que posteriormente Nietzsche llamará «la creencia en la antítesis de los valores» (MBM, § 2, 23).

Frente a esta visión dualista del mundo, Nietzsche propone, usando la terminología de las ciencias naturales, una «química de los conceptos y sentimientos». Esta «química» busca responder a una pregunta antigua, seguramente presocrática, que reza: «¿Cómo puede algo nacer de su contrario?». La respuesta de la metafísica es doble. Por un lado, sostiene que la oposición es insalvable y que no hay forma de que, por ejemplo, la verdad surja del error o de que el altruismo nazca del egoísmo. Los contrarios se contraponen y, por tanto, es imposible que un orden encuentre su génesis en el otro. Pero, por otro lado, Nietzsche además señala que, para la metafísica, «las cosas valoradas como superiores (die höher gewer-teten Dinge)» tienen un origen milagroso (Wunder-Ursprung) en la «cosa en sí» (HdH1, § 1, 43). Sobre esto último, volveré más adelante. Pero, por ahora, quiero detenerme en la respuesta que Nietzsche pretende dar a la pregunta acerca de la génesis de los contrarios.

Desde la perspectiva de la filosofía histórica, creer en la con-traposición total de los elementos es un error de la razón (ein Irrthum der Vernunft). Para Nietzsche, en estricto sentido, no hay contrarios, sino sublimaciones. El sentido original del término sublimación —el proceso químico mediante el cual un elemento pasa del estado sólido al gaseoso— le sirve para diluir las rígidas barreras entre los opuestos. Así, con la «química», Nietzsche se

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propone mostrar que, en el fondo, los contrarios no están sepa-rados por una distancia abismal y que, dado que se copertenecen, pueden derivarse los unos de los otros.

Sin embargo, ¿cuál es, para Nietzsche, la importancia de difu-minar los límites entre los contrarios? Para responder a esta pre-gunta, es necesario tener presente, en primer lugar, el interés que tiene la metafísica en conservar una distancia infranqueable entre los opuestos. Dado que, según ella, una cosa no puede nacer de su contrario, las «cosas valoradas como superiores», que mencionaba antes, tienen su fundamento en lo incausado, en lo eterno, y «¡no son derivables de este mundo pasajero, seductor, engañador, mez-quino, de esta confusión de delirio y deseo!» (MBM, § 2, 23).

Así, resulta que, a través de la sublimación, Nietzsche no solo quiere combatir los diversos dualismos metafísicos, sino además la creencia en que las cosas más valiosas son eternas e incondi-cionadas y no pueden tener su génesis en cuestiones «humanas, demasiado humanas». Creencia que explica que a la humanidad, completamente abrumada por la metafísica, «le guste desenten-derse de las cuestiones sobre origen y comienzos (Herkunft und Anfänge)» (HdH1, § 1, 44). La metafísica no atiende a cuestiones de origen porque cree en verdades ingénitas, se fundamenta en co-mienzos milagrosos. Dicha conclusión provisional se comprende más claramente al considerar lo que Nietzsche llama «el defecto hereditario de los filósofos»:

Todos los filósofos tienen el defecto común (den gemeinsamen Fehler an sich) de partir del hombre actual y creer que con un aná-lisis del mismo llegan a la meta. Involuntariamente «el hombre» se les antoja como una aeterna veritas, como algo invariable en medio de toda la vorágine, como una medida cierta de las cosas. Pero todo lo que el filósofo dice sobre el hombre no es en el fondo más que un testimonio sobre el hombre de un espacio temporal muy limitado. El defecto hereditario de todos los filósofos (der Erbfehler aller Philosophen)5 es la falta de sentido histórico; no pocos toman in-

5 Modifico aquí la traducción de Alfredo Brotons Muñoz, que, a través de la frase «el pecado original de todos los filósofos», le da a esta expresión un matiz religioso que no está presente en el texto alemán.

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cluso la configuración más reciente del hombre, tal como ha surgido bajo la impronta de determinadas religiones, aun de determinados acontecimientos políticos, como la forma fija de la que debe par-tirse. (HdH1, § 2, 44)

Lo que inmediatamente sobresale en este aforismo es la in-tención de Nietzsche de trazar una separación entre él y todos los filósofos anteriores. Todos ellos han tenido un defecto común que consiste en partir del ser humano como si este fuera una verdad eterna. De manera más precisa, los filósofos han heredado el de-fecto de carecer de un sentido histórico6. Pero esta sugestiva afirmación resulta, en principio, desconcertante si se pone de ma-nifiesto que, ya antes de Nietzsche, Hegel había considerado la realidad como el progresivo desarrollo del espíritu universal que adquiere claridad sobre sus propias determinaciones a través de su concreción en formas históricas específicas. Es justamente Hegel quien logra espiritualizar el devenir7 y, de esta manera, manifestar que «las cuestiones objetivas de la filosofía solo pueden tratarse de manera histórica» (Löwith, 1998: 232). Si esto es así, ¿por qué afirma Nietzsche que inclusive Hegel carece de un sentido histórico?

La respuesta a esta pregunta parece encontrarse en las diversas concepciones del devenir que se encuentran en los escritos de estos dos filósofos alemanes. Dado que, según Hegel, la historia sucede racionalmente, ella se concibe principalmente desde el sujeto del devenir, es decir, desde la racionalidad universal o espíritu que va adquiriendo paulatinamente un saber de sí mismo. De ahí que el desarrollo de la historia se encuentre subordinado al despliegue teleológico del espíritu orientado hacia la consumación plena de su propio saber. Pero, además, este despliegue es dialéctico y, en este

6 Posteriormente, en La genealogía de la moral, Nietzsche reforzará esta afirmación: «Como es ya viejo uso de filósofos, todos ellos piensan de una manera esencialmente ahistórica; de esto no cabe ninguna duda» (GM, I, § 2, 37).

7 Incluso Nietzsche tiene en cuenta este aporte hegeliano, cuando menciona, en La ciencia jovial, que fue justamente Hegel quien introdujo en la ciencia el concepto de «desarrollo» (Entwicklung) y valoró positivamente el devenir. Véase CJ, § 357, 223-226.

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sentido, el devenir histórico responde a una lógica inherente que explica el paso de una configuración histórica a otra. En efecto, en la Fenomenología del espíritu, Hegel sostiene que la sucesión de las formas de la conciencia, que tienen condicionamientos histó-ricos, obedece a un movimiento negativo en el cual la conciencia, a través de su experiencia, sufre el derrumbamiento de su inicial verdad declarada y necesariamente se ve obligada a elaborar una nueva visión de mundo8. Así, todo lo anterior pone en evidencia que la concepción hegeliana del devenir se encuentra supeditada a un movimiento teleológico de la historia y a una concatenación necesaria de las diversas etapas del mismo.

Ahora bien, cuando se refiere al sentido histórico, Nietzsche claramente descarta toda aproximación teleológica al devenir:

toda la teleología está construida sobre el hecho de que se habla del hombre de los últimos cuatro milenios como de un hombre eterno al que todas las cosas del mundo están naturalmente orien-tadas desde un principio. (HdH1, § 2, 44)

Prefigurar un camino único al despliegue de la historia, donde cada etapa se encuentra atada a un desarrollo dialéctico, es, en úl-timas, querer eternizar el devenir e incurrir en una nueva forma de metafísica9. Por eso, cuando presenta su filosofía histórica, Nietzsche no busca racionalizar el devenir, sino abordarlo desde sí mismo, considerarlo en su propia dimensión. El devenir como de-venir, aquel que no está sujeto a fines ni a una lógica determinada,

8 Me refiero a la estructura de la experiencia que Hegel expone en la introducción a la Fenomenología del espíritu, §§ 14-15 (Hegel, 1997: 58-60). «Este movimiento dialéctico que la conciencia lleva a cabo en sí misma, tanto en su saber como en su objeto, en cuanto brota ante ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que se llamará experiencia». Dada la arquitectónica de la Fenomenología, es necesario recordar que es propiamente en las figuras del espíritu donde se tematiza la historia, ya que en ellas las formas de la conciencia se sitúan en etapas históricas concretas del devenir occidental.

9 Precisamente por esta razón, Nietzsche acusa a Hegel de querer persuadir a los alemanes de la «divinidad de la existencia» con la ayuda del sentido histórico. Véase CJ, § 357, 224.

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es el que comienza a desmontar toda creencia en formas fijas e in-mutables. De este modo, lo que persigue con el sentido histórico es combatir el dogma filosófico que parte del ser humano actual como si este fuese invariable, como si fuese una esencia eterna, un dato atemporal.

Una vez que el filosofar histórico revela que no hay «datos eternos» ni «verdades absolutas» (HdH1, § 2, 44), se pone en cuestión la pretensión metafísica de alcanzar «lo incondicionado», esto es, aquello que se concibe como incausado y que, por lo tanto, se postula como causa última de todas las cosas. Nietzsche critica esta pretensión metafísica fijándose particularmente en la cosa en sí kantiana interpretada en clave ontológica, es decir, considerada como una realidad suprasensible que trasciende lo espaciotem-poral. Para él, la cosa en sí es usualmente comprendida como «la razón suficiente del mundo del fenómeno» (HdH1, § 16, 51)10. Aquí se observa claramente una de las formas del clásico dualismo me-tafísico que separa al mundo verdadero del sensible y que esta-blece al primero como fundamento del segundo. Ahora bien, la cosa en sí solo tiene sentido, según Nietzsche, cuando los filósofos

10 Como es sabido, la discusión sobre el concepto kantiano de la cosa en sí ha ocasionado diversos desacuerdos interpretativos en lo que se refiere a su significado y a su relación con los fenómenos. En primer lugar, la cosa en sí es lo incondicionado, no solo porque es causa incausada, sino además porque no se encuentra sometida a mediaciones empíricas, esto es, a condicionamientos espaciotemporales, deseos e intereses. En segundo lugar, la cosa en sí puede ser abordada tanto desde un aspecto ontológico como desde un aspecto epistemológico. En el primer caso, la cosa en sí tiene una realidad independiente, una existencia por fuera de lo espaciotemporal. En el segundo caso, la cosa en sí no es una realidad independiente, sino un recurso epistemológico para señalar los límites del conocimiento humano. Finalmente, existe la problemática relación entre la cosa en sí y el fenómeno. Para algunos intérpretes, la relación es meramente semántica, ya que al nombrar un fenómeno se presupone que este es la aparición de algo que es distinto a sí mismo. Para otros intérpretes, la cosa en sí es causa de lo fenoménico. Según el aforismo de Humano, demasiado humano que estoy considerando, Nietzsche parece interpretar la cosa en sí en un sentido ontológico y causal. Para las discusiones sobre la cosa en sí en Kant, véase Allison, 2004.

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toman la vida y experiencia humanas como si estas conformaran un cuadro invariable del cual pudiera inferirse una esencia fun-dacional. En este caso, el mundo de las apariencias sería producto de un principio último y trascendente. Contra esta concepción, Nietzsche alza una vez más las banderas de la filosofía histórica, al señalar que no es posible considerar el mundo de la vida y de la experiencia como un cuadro estático, ya que este ha «devenido paulatinamente» e, incluso, «está completamente en el devenir» (HdH1, § 16, 51). Si el mundo no es un cuadro invariable, ya no hay razón para buscar a su autor en un reino trascendente. De nuevo, la afirmación de aquel devenir que no tiene ningún rasgo de per-manencia termina desenmascarando la necesidad de un dualismo metafísico y de la consecuente postulación de «lo incondicionado».

Sin embargo, en este último aforismo, que he venido consi-derando, se avanza más allá de la crítica a la creencia metafísica en la cosa en sí. Ahora el filosofar histórico adquiere una función específica que Nietzsche denomina «historia de la génesis del pen-samiento». Esta historia remite a cuestiones de origen y comienzos y, por ende, permite reconstruir el devenir de lo que la tradición filosófica ha llamado el «mundo de la representación». Esta re-construcción —que, como se verá más adelante (cap. 2, sec. 1), pre-figura lo que Nietzsche llamará genealogía— gradualmente devela la génesis histórica de los fenómenos y los despoja de las explica-ciones metafísicas. Por ende, con ella no se busca ni se alcanza un origen ideal, un fundamento último, sino que precisamente se des-enmascara toda concepción que intente erigirse como absoluta o universal. Lo interesante es que el desarrollo de este desenmascara-miento pone de manifiesto al mismo tiempo aquello que compone el «mundo de la representación». Por eso, afirma Nietzsche que el resultado de la historia de la génesis del pensamiento puede resu-mirse con la siguiente frase:

Lo que ahora llamamos el mundo es el resultado de una mul-titud de errores y fantasías (einer Menge von Irrthuemern und Phantasien) que fueron paulatinamente naciendo en la evolución global de los seres orgánicos, concrescieron (in einander verwachsen sind) y ahora heredamos nosotros como tesoro acumulado de todo

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el pasado; como tesoro, pues en él estriba el valor de nuestra huma-nidad. (HdH1, § 16, 51)

El filosofar histórico, al preguntar por el origen, no se topa ahora con la cosa en sí, sino con una cantidad de errores y fantasías. Estos errores son las valoraciones que el intelecto humano introduce en la realidad: los colores que, nosotros los coloristas, hemos dado al mundo (HdH1, § 16, 51). Así pues, Nietzsche parece reconocer que hay dos tipos de error. El primero de ellos es aquel defectuoso razona-miento que tiende a buscar fundamentos atemporales de las cosas y postula una «verdadera realidad» como causa suficiente del «mundo aparente». Este es el error que desencubre el filosofar histórico y al cual me he referido hasta el momento. El segundo tipo de error es el «valor de nuestra humanidad», esto es, la riqueza de valoraciones que constituyen nuestro acervo histórico, cultural, espiritual. Para Nietzsche, esta forma de error ha hecho al hombre «profundo, de-licado e inventivo» y al mundo «rico en significado, profundo, prodi-gioso, preñado de dicha y desdicha» (HdH1, § 29, 60). El error, considerado bajo esta significación, es necesario porque le da valor a la vida y nos permite desenvolvernos en el mundo. Aquí, Nietzsche reconoce claramente la importancia de estas valoraciones y muestra que el papel de la filosofía histórica es limitado, ya que, aunque ella nos permite tomar al error como error, no nos permite despojarnos de él. Como se mencionaba, estos errores, que representan nuestro tesoro, tienen un desarrollo histórico: han surgido poco a poco en la evolución de los seres, se han incorporado en nuestra historia, se han entrelazado y han condicionado nuestra presente existencia. De ahí que, en esta acepción del error, la filosofía histórica solo pueda rea-lizar una génesis del pensamiento con el objetivo de develar el de-venir histórico de los errores y de permitirnos tomar conciencia de ese devenir. Ella no puede liberarnos de este segundo tipo de error, ya que le es imposible quebrantar todo el pasado de nuestras valora-ciones. Pero, además, tampoco desea hacerlo, dado que estos errores tienen una función básica en nuestras vidas.

Este reconocimiento de la función del error en la existencia revela que, a la altura de Humano, demasiado humano, la crítica

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nietzscheana a la metafísica no consiste en un rechazo y abandono de esta última. La posición de Nietzsche, en los aforismos que he venido examinando, pone de presente que la metafísica no es simplemente superada, en el sentido de ser dejada atrás. Más bien, lo que hace el fi-losofar histórico es poner a la metafísica en su justo lugar, evidenciar sus determinaciones y condicionamientos históricos y permitirle al ser humano tomar conciencia del error. Por tanto, Nietzsche no busca aquí refutar la metafísica —incluso él reconoce que «es verdad que podría haber un mundo metafísico» y que «su posibilidad absoluta difícilmente puede combatirse» (HdH1, § 9, 46)—, sino volver sobre ella para mostrar su procedencia y su cruce de valoraciones, esto es, la configuración de errores que se ha asentado con el paso del tiempo.

Para ejemplificar la puesta en marcha del filosofar histórico y su desenmascaramiento de la metafísica, basta con hacer un breve recorrido por la génesis de aquellos errores que constituyen el tesoro básico de nuestra especie. Así, la ley de la «sustancia», usualmente tomada como originaria (ursprünglich), también ha devenido, y se explica porque «del periodo de los organismos ha heredado el hombre la creencia en que hay cosas iguales» (HdH1, § 18, 53). En efecto, al principio de su evolución, estos organismos creen que el mundo se les presenta como uno e inmóvil y dejan de ver lo cambiante de las cosas. Precisamente de este error, pero ahora solo en el campo de lo humano, surge la creencia en uni-dades, creencia que da lugar al número (HdH1, § 19, 54). Asimismo, como lo recoge Nietzsche en otros aforismos, de la creencia inicial en cosas iguales, necesaria para la supervivencia de los seres orgá-nicos, nace también la lógica y, de manera similar, la matemática (HdH1, § 11, 48; CJ, § 111, 109). Este mismo método, que pregunta por la procedencia de nuestros errores, lo utiliza también para re-construir el devenir de la ciencia11, la moral12, la religión13 y la con-ciencia14, entre otras muchas y necesarias ilusiones. De esta forma,

11 Véase CJ, § 113, 110.12 Véase HdH1, § 99, 89-90.13 Véase HdH1, § 111, 100-102.14 Véase CJ, § 354, 217-219.

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la historia de la génesis del pensamiento muestra cómo nuestras diversas valoraciones han devenido y las afirma como errores ne-cesarios para nuestra orientación en el mundo.

A través de las consideraciones anteriores he querido insistir en que la crítica nietzscheana a la metafísica, tal como se presenta al comienzo de Humano, demasiado humano, es mucho más com-pleja que el fácil rechazo de las cosas valoradas como superiores y la afirmación del mundo de la representación. Nietzsche no quiere simplemente abandonar la metafísica, sino hacer uso del filosofar histórico, para iniciar un desmonte de la creencia en nociones úl-timas e incondicionadas, mediante el regreso a la propia génesis de estos conceptos. Lo interesante es que en este mismo movimiento, que vuelve sobre los orígenes, Nietzsche reconoce la importancia que estos conceptos metafísicos tienen para la vida y el justo lugar que han tenido en el pasado.

Pero ¿acaso este impulso de la filosofía histórica de desenmas-carar todos los condicionamientos metafísicos no trae como conse-cuencia una pérdida de sentido, un advenimiento del nihilismo? Nietzsche alude a este problema preguntando: «¿no se convierte nuestra filosofía en tragedia? ¿No se torna la verdad en la peor enemiga de la vida?» (HdH1, § 34, 62). Paradójicamente, la filosofía histórica contiene en sí misma el germen de la falta de sentido que puede ser perjudicial para la vida. De ahí que Nietzsche tenga que cuestionarse ahora sobre si es posible permanecer conscientemente en la no-verdad (Unwarheit)15. Una vez que se pone en duda la noción metafísica de verdad —que depende de la postulación de una rea-lidad eterna y permanente que subyace a la realidad sensible y cam-biante—, la cultura se sume, efectivamente, en una situación de

15 «Una pregunta parece venírsenos a los labios y sin embargo no querer ser formulada: ¿puede uno permanecer conscientemente en la no-verdad?, o, si es que no hay otro remedio, ¿no es entonces preferible la muerte? Pues ya no hay un deber; la moral, en tanto que era deber, está efectivamente, por nuestro modo de consideración, tan destruida como la religión. El conocimiento no puede dejar subsistir como motivos más que el placer y el displacer, el provecho y el perjuicio; pero ¿cómo se las compondrán estos motivos con el sentido de la verdad?» (HdH1, § 34, 62-63).

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inseguridad y perplejidad, ya que ha tomado conciencia de que no hay tal cosa como referentes estables y duraderos sobre los cuales pueda edificarse. El desenmascaramiento de las nociones últimas, tales como los valores morales o las normas religiosas, se convierte en un reto para la cultura, debido a que esta debe ahora desplegarse sabiendo que todos los puntos fijos metafísicos tienen un carácter ilusorio. Ahora bien, en Humano, demasiado humano, Nietzsche no busca salir de esta encrucijada recurriendo al renacimiento de la cultura trágica, tal como lo había sugerido en su juventud16. Ahora su respuesta acude a la filosofía histórica, para plantear que una cultura puede permanecer en la no-verdad en la medida en que asume que todas nuestras «verdades» son puntos de referencia siempre provi-sionales y contingentes: «el distintivo de una cultura superior es la estimación de las pequeñas verdades inaparentes» (HdH1, § 3, 44). Así, en este periodo de su obra, Nietzsche sostiene que un estadio en el camino hacia una cultura superior es aquel donde se es consciente del carácter histórico de toda «verdad». De ahí que el grado de supe-rioridad de una cultura dependa de su capacidad de poner en duda el dogmatismo metafísico de las nociones últimas y advertir la cua-lidad temporal y finita de toda valoración. Por eso, el ser humano que camina hacia esta nueva cultura tiene que poseer lo que Nietzsche llama un «buen temperamento», esto es, un comporta-miento personal tranquilo y neutral que, una vez que desenmascare las ilusiones metafísicas, sea capaz de «planear sobre hombres, cos-tumbres, leyes y las estimaciones tradicionales de las cosas» (HdH1, § 34, 63). El problema de una cultura superior depende directamente de esta actitud individual que en vez de desesperar ante los hallazgos de la filosofía histórica los afirma y vive conscientemente en ellos. El ser humano que adopta este nuevo temperamento no deja atrás los errores, sino que los considera como parte de su propia historia. Él se desembaraza del énfasis y disfruta de la pluralidad de errores sin reproches ni elogios (HdH1, § 34, 63).

Como he mostrado hasta el momento, en estos primeros afo-rismos de Humano, demasiado humano, se observa que la crítica

16 Véase la nota 3.

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nietzscheana a la metafísica se basa en la pregunta por la proce-dencia y el origen de todas las nociones y en el singular descubri-miento del carácter devenido y deviniente de todo lo que es. Es justamente en este contexto donde surge la crítica nietzscheana a la democracia. Y, como mostraré a continuación, ella está claramente enmarcada dentro de lo que caracteriza a la filosofía de Nietzsche en esta etapa intermedia de su pensamiento.

La democracia y su falta de sentido histórico

En la mayoría de ocasiones en las que aborda el tema de la democracia, Nietzsche hace referencia a la democracia liberal de su tiempo, que, a partir del siglo XVIII, buscó entrelazar la sobe-ranía popular con los derechos fundamentales e inviolables del individuo. Ahora bien, resulta necesario recordar que democracia y liberalismo no son términos originalmente interdependientes y que su nexo moderno no es nada evidente17. En términos muy es-quemáticos, la democracia puede ser definida como una forma de gobierno, que surge en la antigüedad, en la cual el poder es de-tentado por el pueblo, y no por una sola persona o por un grupo reducido de personas. El liberalismo, por su parte, no es una forma antigua de gobierno, sino una concepción moderna del Estado que defiende los derechos fundamentales del individuo y, por tanto, limita los poderes y funciones del aparato estatal. Dada esta dife-rencia de principios, la democracia no es necesariamente liberal ni el liberalismo es forzosamente democrático, incluso la democracia antigua es incompatible con el liberalismo moderno, ya que la primera no conoció la doctrina de los derechos fundamentales y el segundo mostraba en sus inicios una fuerte desconfianza hacia los gobiernos populares. No obstante, en la época de Nietzsche, demo-cracia y liberalismo empiezan a encontrar en Europa un vínculo de mutua dependencia. Por un lado, la soberanía popular, bastión de la democracia, se convierte en la fórmula más apropiada para que los ciudadanos se defiendan del abuso de poder del Estado. Por

17 Sobre la relación entre la democracia moderna y el liberalismo, sigo a Bobbio, 1993: 32-38.

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otro lado, los derechos fundamentales como la libertad de opinión, de prensa, de reunión —elementos esenciales del Estado liberal— se tornan cada vez más necesarios para el buen funcionamiento de la democracia, ya que devienen los supuestos imprescindibles para un correcto ejercicio del poder político a través del voto. Por esta razón, en sus ataques a la democracia, como se verá más adelante, Nietzsche toma como objeto de sus críticas los componentes mo-dernos de la democracia liberal, tales como los partidos políticos, la opinión pública, la libertad de prensa, la igualdad, el sufragio universal y los derechos fundamentales, entre otros.

Sin embargo, no hay que olvidar que, aunque Nietzsche experi-mentó durante su vida el ascenso de la democracia liberal, esta ex-periencia la vivió sobre todo a distancia, ya que su realidad política inmediata estuvo marcada por el choque entre fuerzas moderniza-doras y reaccionarias que hicieron parte del «brutal pragmatismo»18 de la Alemania de Bismarck. Nietzsche tenía diecisiete años cuando el llamado «canciller de hierro» subió al poder y se sumió en la de-mencia un año antes de que este fuera retirado de su cargo. Por lo tanto, vivió bajo el Segundo Reich en el que Bismarck, subordinado al káiser Wilhelm I, logró la unificación de Alemania a través de la política del «hierro y la sangre». Esta unificación trajo como consecuencia un modernizante desarrollo industrial y militar del imperio, enmarcado en una «revolución desde arriba» que impidió la creación de las condiciones necesarias para el desenvolvimiento de la democracia liberal moderna en ese país. De este modo, Ale-mania, presa de un régimen político «seudoconstitucional» y «se-miabsolutista», se oponía hasta cierto punto al espíritu europeo de la época. Este Reich se basaba, entonces, en un sistema político au-toritario, cercano a una monarquía constitucional, donde el parla-mento alemán (Reichstag) era elegido por medio del sufragio, pero cuya influencia en la política imperial era realmente mínima. Por estas razones, Nietzsche solamente logró percibir, durante su vida, una democratización parcial de Alemania.

18 Esta expresión es de Golo Mann. Citada en Ansell-Pearson, 1994: 23.

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En la década de los sesenta y en parte de la década de los se-tenta del siglo XIX, cuando Nietzsche abogaba por el renacimiento de la cultura trágica en Alemania, su idealismo político y roman-ticismo cultural lo llevaron a apoyar la causa de Bismarck e in-cluso a militar políticamente a favor de ella. No obstante, hacia finales de los setenta, y sobre todo en la década de los ochenta, Nietzsche se convirtió en un fuerte crítico de la política alemana, principalmente a causa del filisteísmo y nacionalismo del régimen de Bismarck19. En un aforismo de El crepúsculo de los ídolos, dice lo siguiente:

Se paga caro el llegar al poder: el poder vuelve estúpidos a los hombres… Los alemanes —en otro tiempo se los llamó el pueblo de los pensadores: ¿continúan pensando hoy?— Los alemanes se aburren ahora con el espíritu, los alemanes desconfían ahora del espíritu, la política devora toda seriedad para las cosas verdadera-mente espirituales —«Alemania, Alemania por encima de todo», yo temo que esto haya sido el final de la filosofía alemana…—. «¿Hay filósofos alemanes?, ¿hay poetas alemanes?, ¿hay buenos libros ale-manes?», me preguntan en el extranjero. Yo me sonrojo, pero con la valentía que me es propia incluso en casos desesperados respondo: «¡Sí, Bismarck!» —¿Confesaría yo siquiera qué libros lee hoy la gente?… ¡Maldito instinto de la mediocridad!—. (CI, «Lo que los alemanes están perdiendo», § 1, 84)

Aunque este aforismo se refiere a temas de los cuales me ocuparé en el tercer capítulo —especialmente aquel que versa sobre la relación entre la política y la cultura—, lo más relevante por ahora es que en él se observa la manera en que Nietzsche se opone al proyecto de Bismarck. El precio de un poder político marcado por el nacionalismo, el estatismo y el antisemitismo es la medio-cridad espiritual. De ahí que Nietzsche empiece a considerar que la época de Bismarck es la «aera del embrutecimiento alemán» (KGW, VIII-1, 2(198), 162; FP, 177).

19 Véase Ansell-Pearson, 1994: 25-27.

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Ahora bien, todas estas referencias al régimen político alemán permiten advertir que Nietzsche tenía ante sí una versión bastante particular de la democracia. Por un lado, experimentaba directa-mente una democracia parcial que se confundía con el semiabso-lutismo del Segundo Reich. Por otro, como hijo de su tiempo, tenía como referencia todos los cambios políticos de la Europa del siglo XIX, que consolidaban el ascenso de la democracia liberal y con-vertían a Francia en el ejemplo a seguir en términos políticos.

Pero, aunque las críticas de Nietzsche a la democracia puedan inscribirse dentro de este contexto político de la naciente demo-cracia liberal, lo cierto es que para él la democracia no era solo una forma de gobierno. Siguiendo la sugerencia de Alexander Nehamas, según la cual la modernidad no es para Nietzsche un fe-nómeno unitario20, es posible sostener que la democracia tampoco lo es, ya que está atravesada por una multiplicidad de sentidos. Aunque el aspecto político de la democracia es fundamental en sus escritos, el término democracia no hace referencia únicamente a este aspecto. Con este término no se designa una sola cosa: no se nombra un único sistema omniabarcante. Por eso, como intentaré mostrar a lo largo de este libro, para Nietzsche, la democracia debe ser abordada desde diversas perspectivas.

La anterior tesis puede ser enunciada señalando, además del aspecto político, otros usos que Nietzsche le da al término demo-cracia. Así, tanto en sus obras y prólogos del periodo tardío como en algunos fragmentos no publicados, la democracia es caracte-rizada como una «época» (ein Zeitalter)21, como cierto periodo his-

20 En «Nietzsche, modernity, aestheticism», Nehamas sostiene que Nietzsche es un «pensador posmoderno avant la lettre, en el sentido de que ha abandonado el deseo de completa liberación e innovación que presupone la existencia de un sistema único (single) y omniabarcante (all-encompassing) en el cual se está ubicado y del que, por ende, se puede salir. Desde mi punto de vista, Nietzsche advierte que la “modernidad” no designa una única cosa, así como advierte que lo mismo se cumple para muchos, si no para todos, nuestros términos más generales». Nehamas, 1996: 241-242. La traducción es mía.

21 Véanse KGW, VII-2, 26(89), 171; KGW, VII-2, 26(342), 238; KGW, VII-2, 26(364), 244; KGW, VII-3, 34(14), 146; KGW, VII-3, 34(92), 170; KGW, VII-3,

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tórico. Democracia es, entonces, la expresión que Nietzsche utiliza para calificar determinada forma de espíritu, de pensamiento y de movimiento22 que se ubica en un momento específico de la historia occidental. Asimismo, el término democracia es en la mayoría de los casos adjetivado, de ahí que se hable del «aire democrático», de la «esencia democrática» o del «mundo democrático»23, y hace parte, según Nietzsche, de las «ideas modernas» —como «la li-bertad», «la igualdad de derechos», «la humanidad», «la com-pasión», «el pueblo», «la raza», «la nación», «el milieu»—24.

Pero, al tener en cuenta el diverso campo semántico de la de-mocracia, no hay que dejar a un lado su aspecto cultural. Como lo desarrollaré más adelante, «el movimiento democrático constituye la herencia del movimiento cristiano» (MBM, § 202, 145). El cris-tianismo y, posteriormente, la democracia hacen al ser humano «demasiado igual, demasiado pequeño, demasiado redondo, dema-siado sociable, demasiado aburrido»25. Cristianismo y democracia han sido los potenciadores de aquel carácter gregario, uniforme y débil que Nietzsche denomina en varios de sus aforismos «la arena de la humanidad»26. A partir de La ciencia jovial, dicha cultura de la medianía, de la nivelación y de la uniformidad es abordada bajo la expresión «animal de rebaño», expresión que se torna funda-mental para caracterizar al tipo de ser humano que surge en el cris-tianismo y que se instala como pilar del movimiento democrático.

Ahora bien, estos diferentes aspectos de la democracia, que aquí han sido tan solo esquemáticamente enunciados, no se en-cuentran tajantemente separados unos de otros. De hecho, los límites entre estos aspectos a veces se desdibujan y los diversos sen-

34(98), 173; KGW, VII-3, 36(45), 293; KGW, VII-3, 38(5), 326; KGW, VIII-1, 5(10), 191; KGW, VIII-2, 9(170), 99; KGW, VIII-3, 14(97), 65.

22 Véanse KGW, VII-3, 34(65), 159; KGW, VII-3, 34(108), 176; KGW, VII-3, 34(47), 255.

23 Véanse KGW, VII-2, 25(34), 45; KGW, VII-3, 34(67), 160; KGW, VII-3, 34(112), 177.

24 Véase KGW, VIII-3, 16(82), 310.25 Véase KGW, V-1, 3(98), 403.26 Véanse, por ejemplo, A, § 174, 167, y A, § 429, 247.

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tidos de la democracia frecuentemente se entrecruzan. Más aún, las distintas acepciones de la democracia están conectadas con as-pectos ontológicos de la filosofía de Nietzsche. Así, por ejemplo, como muestro en lo que resta de este capítulo, existe un estrecho nexo entre su crítica a la metafísica y su crítica a la democracia.

Como mencioné anteriormente, en su aspecto político, la de-mocracia es, para Nietzsche, una nueva forma de gobierno. Esta novedosa forma democrática de gobierno, que según él todavía tiene que hacer historia, se contrapone a la forma constitucional de gobierno, que establece un compromiso entre una esfera superior, representada por el Gobierno, y una esfera inferior, ocupada por el pueblo (HdH1, § 450, 219). Para Nietzsche, lo propio de la democracia es la eliminación de la distinción entre la esfera superior e inferior de la forma constitucional. Ya no hay un arriba y un abajo, ya que el Gobierno no es más que «el instrumento de la voluntad popular»: es «exclusivamente una función del único soberano, el pueblo» (HdH1, § 472, 226-227). La democracia, como resultado del poder del pueblo, marca una ruptura con la manera como se legitimaba tradicionalmente la autoridad política. Por eso, cuando afirma que «la democracia es el cristianismo hecho natural» (WP, § 215, 126), Nietzsche claramente apunta hacia la función del movimiento de-mocrático en el proceso moderno de secularización del Estado.

Según Nietzsche, tradicionalmente el poder solo llegaba a ser legítimo a través de una base religiosa que preservara la paz civil interior y el desarrollo de la cultura, y que de esa forma aplacara los ánimos de los individuos en tiempos de crisis políticas o eco-nómicas. De este modo, la religión debía ser conservada, para que garantizara una actitud tranquila y confiada de la multitud. Así, la educación religiosa de las almas era funcional al poder del Estado, ya que era un instrumento útil para mantener el control del pueblo. Por eso, Nietzsche concluye que «el poder tutelar ab-soluto y la solícita conservación de la religión» van necesariamente juntos (HdH1, § 472, 226-227). Sin embargo, con el advenimiento de la nueva forma de gobierno, esto es, de la democracia, el pueblo acepta una pluralidad de religiones y, por ende, la religión ya no puede ser usada para fines estatales. Ahora la religión se convierte

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en un asunto privado, en una cuestión que solo incumbe a la con-ciencia y a las costumbres del individuo. Y dado que, como men-cioné anteriormente, el interés del Gobierno y de la religión van de la mano, el Estado ahora experimenta la ruina de sus cimientos. Por eso, la democracia es un paso hacia delante en el camino de desmistificación de la política y de desencubrimiento de su su-puesto origen divino. Es precisamente esta tendencia, inherente a la soberanía del pueblo, a deslegitimar el carácter religioso de la política lo que conduce a Nietzsche a declarar que «la democracia moderna es la forma histórica de la decadencia del Estado (Verfall des Staates)» (HdH1, § 472, 228). El Estado ya no infunde respeto, ha perdido su legitimidad. Además, cuando se deroga el concepto de Estado, la democracia trae como consecuencia la abolición de la oposición entre lo privado y lo público. Para Nietzsche, esto quiere decir que los asuntos del Estado pasan a manos privadas: son los empresarios privados los que se encargan de la cosa pública. Por esta razón, la democracia es la emancipación de la persona privada (Privatperson)27. No obstante, como sugerentemente lo aclara Nietzsche, tal emancipación no debe ser confundida con la del in-dividuo (Individuum).

Ahora bien, este derrumbamiento del Estado no está cargado fundamentalmente de aspectos negativos, sino que antes bien puede llegar a generar una nueva etapa en el desarrollo de la cultura. Nietzsche sugiere que lentamente, y sin precipitaciones, podrá surgir otra forma de gobierno que sea más acorde a las necesidades del ser humano. Enfatiza que en el transcurso de la historia de la humanidad otros poderes organizadores se han extinguido y han dado paso a otros nuevos. Así como en algún momento el poder hegemónico de la familia perdió su fortaleza, el Estado también

27 Esta consideración de la democracia como la emancipación de la persona privada se asemeja a lo dicho por Marx, en «La cuestión judía», sobre la emancipación política y el individuo burgués. La emancipación política es la emancipación del Estado democrático de la religión, es decir, la relegación de esta última a la esfera privada. En este tipo de emancipación, que surge con la democracia, el individuo se reduce a miembro de la sociedad burguesa, a «individuo egoísta independiente». Véase Marx, 1983.

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puede debilitarse para dar paso a una forma diferente de gobierno. En este sentido, el movimiento democrático, al igual que el resto de errores necesarios para la vida, tiene un valor positivo para el pensamiento político nietzscheano. Esto ciertamente puede llevar a conclusiones apresuradas que ven en el Nietzsche intermedio un defensor acérrimo de la democracia28. No obstante, es necesario in-sistir en que si bien la democracia puede tener cierta funcionalidad histórica provechosa, esto no significa que escape al lente crítico de Nietzsche. Para ampliar este último tema, basta detenerse breve-mente en el movimiento cultural que se encuentra en la base de la democracia moderna: la Ilustración.

Al igual que en el caso del movimiento democrático, Nietzsche destaca en la Ilustración su intención de superar los conceptos re-ligiosos y los temores supersticiosos. De nuevo, se logra un grado mayor de cultura en la medida en que se pone en marcha la se-cularización de esta. Sin embargo, en su consideración de la Ilus-tración, Nietzsche agrega un elemento adicional que denomina «movimiento regresivo» (rückläufige Bewegung):

Pero entonces es necesario un movimiento regresivo: en tales representaciones debe comprender la justificación histórica y también la psicológica, debe reconocer cómo el mayor alcance de la humanidad procede de ahí y cómo sin tal movimiento regresivo nos privaríamos de los mejores frutos de la humanidad hasta la fecha. (HdH1, § 20, 55)

A través de este movimiento regresivo, la Ilustración debe volver hacia atrás e iluminar sus propios condicionamientos. Así, con la llamada al regreso, Nietzsche enfrenta aquella ideología ilustrada del progreso que concibe su avance como una ruptura con todo lo anterior. Critica, entonces, la existencia de una Ilus-tración incompleta que si bien es capaz de liberarse de las supersti-

28 Ansell-Pearson menciona que, en su periodo medio, Nietzsche le impone una «tarea liberal e ilustrada» a la humanidad moderna. Véase Ansell-Pearson, 1994: 83-91.

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ciones y evidenciar la metafísica como un error, no se ilustra sobre su propio devenir. En sus palabras:

Los más ilustrados (die Aufgeklärtesten) no llegan más que a liberarse de la metafísica y a mirarla por encima del hombro con su-perioridad, cuando también aquí, como en el hipódromo, es preciso virar al final de la recta. (HdH1, § 20, 55)

Según lo anterior, la superación de la metafísica que persigue la Ilustración no debe ser entendida en su aspecto negativo de abandono de la ilusión, sino como un retorno que permita inte-grarla al proceso. En el fondo, Nietzsche está reclamando el sentido histórico de la propia Ilustración. Con esto, no se pretende regresar a una situación preilustrada ni se busca un comienzo mítico, sino que se insta a realizar un viraje que indague por procedencias y cambios, para finalmente consumar el proyecto ilustrado en toda su dimensión. Esta interpretación de la Ilustración puede ser también ejemplificada a través de la oposición que Nietzsche hace entre Rousseau y Voltaire. Mientras que Rousseau cree poder romper con todos los órdenes anteriores y de manera optimista e inmediata efectuar cambios bruscos, Voltaire goza de una natu-raleza mesurada que depura y reconstruye, es decir, que se ilustra sobre lo ya hecho (HdH1, § 463, 224).

Esta crítica nietzscheana a la Ilustración permite tender un puente con lo que anteriormente presenté como la crítica a la me-tafísica. La imposibilidad de la metafísica de ocuparse de las cues-tiones de origen y de aceptar el carácter devenido de todo lo ente ponía de presente una falta de sentido histórico, que se manifestaba en su búsqueda de lo incondicionado. Ahora bien, aquello que se pone de manifiesto en el caso de la Ilustración es que ella ignora la manera como ha llegado a ser lo que es. Algo similar sucede con la democracia. En La genealogía de la moral, Nietzsche pone de manifiesto «el influjo obstaculizador que el prejuicio democrático ejerce dentro del mundo moderno con respecto a todas las cues-tiones referentes a la procedencia (Herkunft)» (GM, I, § 4, 40). Este prejuicio —que por lo demás Nietzsche solo menciona de pasada en su texto— remite inmediatamente al primer aforismo de Humano,

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demasiado humano, donde resalta que a la humanidad le gusta des-entenderse de cuestiones de origen y comienzos y que, por tanto, es prácticamente necesario estar deshumanizado para interesarse por tales cuestiones. Este diagnóstico nietzscheano, inicialmente aplicado a la metafísica, resulta ahora propicio para describir el impulso democrático, que desconoce los condicionamientos histó-ricos y obstaculiza el flujo constante de lo ente en la medida en que se erige como un dato eterno cuyo origen no debe ser examinado. Esto se observa más claramente en uno de los pocos aforismos que Nietzsche dedica a la democracia en Humano, demasiado humano, que, a continuación, cito en dos fragmentos:

La época de las construcciones ciclópeas. La democratización de Europa es imparable: quien se le opone emplea sin embargo para ello precisamente los medios que solo el pensamiento democrático ha puesto al alcance de todos, y hace estos medios más manejables y eficaces; y los por principio opuestos a la democracia (me refiero a los revolucionarios) no parecen existir más que para, por el temor que infunden, empujar a los distintos partidos cada vez más veloz-mente por la vía democrática. (HdH2, «El caminante y su sombra», § 275, 200)

El título del aforismo es bastante diciente, ya que metafórica-mente compara la democracia con aquellos enormes bloques pu-lidos que eran verdaderas murallas defensivas en la Antigüedad. La democracia parece presentarse como un punto de vista totali-zante que busca absorber toda diferencia dentro de sí. Es por esta razón por la que incluso sus opositores ejercen su antagonismo por vías democráticas. La democracia se universaliza hasta tal punto que suprime toda alternativa: no hay nada fuera de ella, ya que ella se solidifica como el único sentido posible de la realidad política. Esta estabilidad y permanencia, manifiestas en la demo-cracia, hacen de ella una forma de gobierno uniforme (einförmig), monótona y aburrida (öde). Nietzsche insiste en estos últimos rasgos porque considera que la democracia es como un dique o una muralla que separa a la modernidad política de toda época precedente. Esta forma de gobierno, que tiene como supuesto la

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soberanía del pueblo, es un remedio seguro contra el pasado: ella se muestra como la superación de todo lo anterior a sí misma. Por esto, Nietzsche la considera una medida profiláctica:

Parece que la democratización de Europa es un eslabón en la cadena de esas tremendas medidas profilácticas (prophylaktischen Massregeln) que son el pensamiento de la nueva época y que nos separan de la Edad Media. ¡Solo ahora es la época de las construc-ciones ciclópeas! ¡Seguridad última de los cimientos para que todo futuro pueda construir sobre ellos sin peligro! (HdH2, «El cami-nante y su sombra», § 275, 200)

El movimiento democrático es, entonces, una medida pre-ventiva, un cimiento seguro y estable que brinda protección. Pero, específicamente, ¿de qué protege la democracia? En otro aforismo, Nietzsche ofrece una pista al respecto y llama a esta forma de go-bierno una «cuarentena secular». A su modo de ver, «las institu-ciones democráticas son establecimientos de cuarentena contra la antigua peste de los apetitos tiránicos: en cuanto tales muy abu-rridas y muy útiles» (HdH2, § 289, 207). El uso del término cua-rentena es muy significativo, puesto que remite a un aislamiento necesario con fines de protección. Pero, asimismo, en la cita, se evi-dencia una vez más que Nietzsche considera que la democracia es en todo caso un remedio útil, aunque aburrido. La democracia no tiene un sentido unívoco. Ella es simultáneamente una cura y una enfermedad o, en otras palabras, un «mal necesario». Sin embargo, esta cura puede ser peor que la misma enfermedad, ya que, como se verá en los siguientes capítulos, aunque la democracia ejerza una función de prevención, la cuarentena puede llegar a actuar en total detrimento de los seres humanos modernos.

Ahora bien, ¿no es la consideración de la democracia como una medida profiláctica un intento de trazar una demarcación ra-dical entre ella y toda otra forma de gobierno pasada o futura? En otras palabras, ¿no hay en esta pretensión profiláctica cierto im-pulso eternizante? ¿Acaso lo que busca la democracia no es pre-cisamente protegernos del cambio, del devenir? La época de las construcciones ciclópeas parece ser la época del establecimiento

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de una perspectiva invariable. Solo en este sentido se comprende que, posteriormente, en La genealogía de la moral, Nietzsche men-cione que la democracia obstaculiza la búsqueda de la procedencia. La democracia no cuestiona su génesis, justamente porque se cree ingénita, porque se concibe como un cimiento último. Así pues, la democracia comparte con la metafísica la falta de todo sentido histórico y se contrapone a aquella filosofía nietzscheana que busca hacer explícitos los condicionamientos temporales de todas las cosas. La democracia tiene también ese defecto común de todos los filósofos anteriores a Nietzsche: su forma de gobierno se le antoja como una aeterna veritas.

Más tarde, en su obra tardía, Nietzsche insistirá en la función empequeñecedora de la democracia y la llamará una forma de deca-dencia de la organización política (MBM, § 203, 146). La crítica a la democracia será, entonces, mucho más demoledora, ya que, como muestro en el siguiente capítulo, la democracia se evidenciará como una barrera para el desarrollo de la actividad interpretativa de la vida. Por el momento, lo indagado en Humano, demasiado humano revela que, en esta obra, la democracia no es todavía una forma de decadencia, ya que su clasificación como error necesario descubre su función en el desarrollo de la cultura. Lo interesante es que ya en esta instancia Nietzsche empieza a sospechar de los peligros de con-siderar la democracia como un remedio. En la misma medida en que sus aspiraciones a la estabilidad y permanencia brindan seguridad frente a otras formas de gobierno político, ellas generan también el peligro que significa pretender solidificarse como un sistema único y eterno. Si la democracia, al igual que la metafísica, carece de sentido histórico y, por ende, desconoce el devenir, le resultará im-posible examinar sus propios condicionamientos y, de este modo, le será vetada toda variabilidad, toda posibilidad de cambio.

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EN EL CAPÍTULO ANTERIOR se sugirió, entre otras cosas, que la demo-cracia, de modo similar a la metafísica, se desentiende de cuestiones de origen. Pero ¿qué entiende Nietzsche por origen? ¿Qué significa para él ocuparse de cuestiones referentes a la procedencia? A la altura de Humano, demasiado humano, la filosofía histórica, como movi-miento regresivo, es la encargada de buscar la génesis de los diversos fenómenos, volviendo sobre los condicionamientos de estos. En este movimiento regresivo, se cuestiona el carácter eterno y absoluto que los fenómenos —entre ellos la democracia— pretenden tener. Ahora bien, este cuestionamiento adquiere mayores determinaciones, una vez que Nietzsche ahonda en lo que se refiere a los asuntos de origen y una vez que la filosofía histórica lentamente muta en genealogía.

En la primera parte de Humano, demasiado humano, Nietzsche considera que la metafísica evade la búsqueda del origen. Sin em-bargo, en la segunda parte, en la sección titulada «El caminante y su sombra», sostiene:

Glorificar el origen (Entstehung): ese es el resabio metafísico (me-taphysische Nachtrieb) que reaparece en el examen de la historia y hace creer terminantemente que en el comienzo de todas las cosas está lo más valioso y esencial. (HdH2, «El caminante y su sombra», § 3, 117)

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¿Por qué se incita, por un lado, a la búsqueda del origen y, por otro, se rechaza su glorificación? La respuesta se encuentra en el tipo de origen al cual se hace referencia. Si bien, desde la etapa intermedia de la obra de Nietzsche, el origen tiene un rol fundamental en la fi-losofía histórica, es principalmente con el concepto de genealogía, introducido en su obra tardía, que el significado de dicho término es comprendido con mayor precisión. En la genealogía nietzscheana se parte del fenómeno con la intención de buscar su génesis. Pero esta búsqueda no anhela alcanzar lo «ya dado» o lo «en sí», sino develar las necesidades que ocasionaron dicho fenómeno: las condiciones que dieron lugar a la emergencia de determinados valores1. De esta manera, el origen al que hace referencia Nietzsche no es único ni ideal. Con la búsqueda del origen no se pretende encontrar la iden-tidad primera o el comienzo fundante, sino una procedencia que es plural y que, por tanto, está compuesta de entrecruzamientos, inte-rrupciones y diferencias. Michel Foucault expresa sugestivamente el propósito de la genealogía, así:

Lo que se encuentra al comienzo histórico de las cosas no es la identidad aún preservada de su origen —es la discordia de las otras cosas, es el disparate—.

[…].La historia, genealógicamente dirigida, no tiene como fina-

lidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el con-

1 Frente al caso particular de los valores morales, que son el objeto principal de La genealogía de la moral, Nietzsche señala que su problema es el siguiente: «¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado? ¿y qué valor tienen ellos mismos?» (GM, Prólogo, § 3, 24). Y, más adelante: «Enunciémosla: necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores —y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquellos surgieron, en las que se desarrollaron y se modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco lo ha siquiera deseado—» (GM, Prólogo, § 6, 28, el subrayado es mío).

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trario encarnizarse en disiparlas; no busca reconstruir el centro único del que provenimos, esa primera patria donde los metafísicos nos prometen que volveremos; intenta hacer aparecer todas las dis-continuidades que nos atraviesan. (Foucault, 1988: 10 y 27)

El origen no es, entonces, un centro único o una esencia atem-poral y ahistórica. No se presenta como el lugar último donde se encuentra el verdadero significado o valor de las cosas. Es precisa-mente por esta razón por la que Nietzsche menciona que «con la intelección del origen (mit der Einsicht in den Ursprung), se incre-menta la ausencia de significación del origen» (A, § 44, 89)2. Cuando el origen es pensado como el fundamento último, este pierde todo su significado. Sin embargo, cuando la búsqueda del origen se comprende como la indagación sobre aquello que ocasionó cierta valoración, es decir, sobre las circunstancias en las cuales esta surgió y cambió, lo que se muestra es la historia del devenir de las valoraciones. De esta forma, se accede a una multiplicidad de en-cuentros, apropiaciones e imposiciones de sentido. En el comienzo de las cosas se hallan, entonces, la pluralidad, la proliferación de significados y el conflicto entre diversas valoraciones.

Ahora bien, el método genealógico, que Nietzsche apuntala con mayor precisión en su obra tardía, se compone no solo de una indagación histórica, sino además de una búsqueda que debe hacer uso de elementos filológicos y psicológicos. Él recuerda que la inda-gación genealógica no es invención suya, sino que tuvo sus prece-dentes en los psicólogos ingleses. Piensa claramente en las hipótesis de Paul Rée, pero seguramente tiene también como referencias a Herbert Spencer e incluso a David Hume. No obstante, quiere diferenciar su tarea de aquella emprendida por estos pensadores, enfatizando que su método genealógico es gris en el sentido de que se ocupa de aquello que no es blanco ni negro, de aquello que no se agota en dualismos, sino que permanece en el medio y es producto

2 He modificado ligeramente la traducción. El traductor opta por traducir el término alemán Einsicht por comprensión, pero considero que queda mejor traducido por intelección.

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de constantes reinterpretaciones. Su genealogía no se pierde en el «azul del cielo» de los psicólogos ingleses; no busca un origen puro que corresponda con su finalidad y, por ende, no emprende génesis lineales. Pero, además de esto, Nietzsche se distancia de los pen-sadores ingleses, por un lado, atendiendo al lenguaje, penetrando con agudeza filológica en los diversos usos y modificaciones de las palabras, y, por otro, poniendo en práctica una indagación psico-lógica muy particular que consiste en examinar los razonamientos y justificaciones que generan determinadas convicciones3.

En el capítulo anterior, se mostró que, en el caso específico de la democracia, la filosofía histórica logra poner en duda el ca-rácter eterno, estable y único de tal forma de gobierno. Esto se pro-fundiza con la implementación de la genealogía, ya que, al exponer las circunstancias y condiciones en las que surge la democracia y, por ende, develar su historicidad, el poder de dicha forma de go-bierno empieza a ser desactivado. Una vez que se expone la génesis de determinado fenómeno y se muestra que este no tiene un origen trascendente, se hace visible que tal fenómeno no es inmutable ni eterno y que puede ser modificado e incluso superado. Nietzsche aborda esta alternativa en un fragmento póstumo:

Para la superación (Überwindung) de los ideales anteriores (filósofo, artista, santo), una historia de los orígenes (Entstehungs-Geschichte) es necesaria. (KGW, VII-1, 16(14), 528)4

La genealogía pone en cuestión aquellos valores que han sido tomados como dados. En el caso particular de la genealogía de la moral, Nietzsche quiere que aquellos valores sobre lo bueno y lo malo, que han sido considerados como reales y efectivos, sean puestos en duda a través de la exploración de su génesis5. Para él,

3 Para este aspecto psicológico de la genealogía nietzscheana, véase Schrift, 1990: 172-174.

4 La traducción es mía.5 «Se tomaba el valor de esos “valores” como algo dado, real y efectivo,

situado más allá de la duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mínimo en considerar que el “bueno” es superior en valor a “el malvado”, superior en valor en el sentido de ser útil, provechoso para el hombre como

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los valores morales no nos vienen dados por naturaleza, no han permanecido inmutables a través de la historia, sino que son con-tingentes porque no son más que interpretaciones. Una vez que la genealogía devela que la moral actual no es la moral, sino una moral entre otras posibles, su universalidad, seguridad y perma-nencia es puesta en entredicho. Lo mismo puede suceder con los «ideales» que se mencionan en el fragmento póstumo anterior-mente citado y, consecuentemente, con las tradicionales categorías jurídico-políticas que caracterizan la filosofía política moderna. Para citar solo algunos ejemplos, Nietzsche hace una genealogía de conceptos clave como los de justicia y de Estado. En el caso de la justicia, la genealogía muestra que este concepto no es sustancial, no es un valor dado y previamente definido como la distribución equitativa del bien común en el conjunto de la sociedad. Por el contrario, es una actividad que solo puede realizar la clase domi-nante, ya que la clase sometida no ejerce la justicia, sino la codicia (HdH1, § 451, 220). Asimismo, Nietzsche desenmascara el origen del Estado moderno, y afirma que este no comienza con la fantasía del «contrato»6, sino con una «horrible tiranía». El Estado es, según él,

una horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar, coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez tremendamente superior en número, pero todavía informe, todavía errabunda. (GM, II, § 17, 111)

Con el desenmascaramiento del origen del Estado, Nietzsche deconstruye todo el andamiaje teórico sobre el cual se erige la comu-

tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué ocurriría si la verdad fuera lo contrario? ¿Qué ocurriría si en el “bueno” hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del futuro? […] ¿De tal manera que justamente la moral fuese el peligro de los peligros?…» (GM, Prólogo, § 6, 28).

6 Como es sabido, para la mayor parte de los contractualistas, el contrato no tiene lugar en un momento histórico determinado, sino que es un supuesto que justifica el nacimiento del Estado. Nietzsche precisamente rechaza el carácter ficticio e ideal de este relato.

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nidad política moderna. Pues señala que esta no se funda por medio de un pacto entre sujetos autónomos y racionales, como lo habían defendido los contractualistas modernos, sino por una maquinaria violenta y dominante capaz de moldear y darle forma a la masa7.

Ahora bien, lo interesante de la genealogía de la justicia y del Estado no es solamente la interpretación particular que Nietzsche realiza con la intención de desenmascarar los mitos invariables sobre los cuales se han fundado nuestras categorías jurídicas y políticas, sino, además, la puesta en marcha concreta del método genealógico. En otras palabras, con la búsqueda del origen de las anteriores categorías no se intenta postular el verdadero inicio de cierto fenómeno, sino mostrar la movilidad e historicidad de los conceptos. La genealogía que lleva a cabo, en lo que se refiere a los valores políticos o a los morales, es una interpretación entre otras posibles. Dado que, como he insistido a lo largo de estas páginas, la genealogía nietzscheana no es una búsqueda de fundamentos últimos, lo que está en juego en la indagación sobre el origen es, en-tonces, una reconstrucción y reinterpretación del desarrollo y de la modificación de determinados valores que han sido incorporados a lo largo de la historia.

Así pues, la genealogía nietzscheana intenta cuestionar el ca-rácter absolutista y eterno de determinada interpretación (ya sea moral, científica, política, etc.), mostrando que ella es precisamente eso, una interpretación, es decir, cierta valoración que configura el sentido de la realidad. Para Nietzsche, la democracia es también una interpretación. Sin embargo, es una interpretación que, al desco-nocer sus condicionamientos, cree ser absoluta y supone que su valor está fijado para siempre y en cualquier contexto. Como muestro en la primera parte de este capítulo, la pretensión de la democracia de so-lidificar un solo esquema interpretativo se traduce, según Nietzsche, en una pobreza de sentido. De esta forma, la democracia parece

7 «Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el “Estado”: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con un “contrato”. Quien puede mandar, quien por naturaleza es “señor”, quien aparece despótico en obras y gestos —¡qué tiene él que ver con contratos!—» (GM, II, § 17, 111).

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avanzar a contrapelo de la ontología de la interpretación que em-pieza a desarrollar en la etapa intermedia de su obra, y que expondré esquemáticamente a continuación. Esta hipótesis, que resalta sobre todo un aspecto formal de la crítica a la democracia, se tornará más concreta cuando, en la segunda parte del capítulo, explore de qué manera la democracia parece ir en contravía de la voluntad de acre-centamiento que, para Nietzsche, es constitutiva de la vida, y que en la etapa tardía de su obra recibirá el nombre de voluntad de poder. En efecto, como se verá más adelante (cap. 2, sec. 2), la interpretación es la actividad fundamental de la vida misma —la vida se acrecienta a través de su constante actitud de valorar—, y la democracia, con sus contenidos específicos8, pretende bloquear y desactivar este con-tinuo proceso de interpretación.

El carácter absolutista de la democracia

En un ya famoso —y, por ende, frecuentemente citado— frag-mento póstumo, afirma Nietzsche: «Contra el positivismo que se detiene ante el fenómeno, solo hay hechos, yo diría: no, justamente no hay hechos, solo interpretaciones (Interpretationen)» (KGW, VIII-1, 7(60), 323). Este fragmento, escrito entre 1886 y 1887 —y, por tanto, perteneciente a la etapa tardía de su obra—, fue elaborado como crítica a aquella actitud positivista que aboga por la objeti-vidad de los hechos sin advertir que lo que se toma como dado es ya una interpretación: «No hay un acontecimiento (Ereignis) en sí. Lo que acaece (geschieht) es un grupo de fenómenos escogidos y reunidos por un ser interpretante» (KGW, VIII-1, 1(115), 34). Lo que Nietzsche pone fundamentalmente en duda, por medio de estos fragmentos, es la creencia en una realidad sustancial, ya que, para él, la realidad es constituida por medio de las configuraciones de sentido que son introducidas por un intérprete. Es precisamente en esta concepción de la realidad donde se evidencia la ontología que expone de manera más desarrollada en su obra tardía. Sin embargo,

8 Hacia el final de este capítulo, empezaré a poner de manifiesto los rasgos que Nietzsche considera que son específicos de la democracia. En el tercer capítulo, me centraré, sobre todo, en el igualitarismo democrático y sus diversas manifestaciones.

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es claro que, para rastrear los orígenes de esta ontología, es nece-sario retornar a la etapa media de su obra, donde ya se encuentran sus elementos básicos. Recuérdese, por ejemplo, el aforismo 16 de Humano, demasiado humano, que comenté en el capítulo anterior (cap. 1, sec. 1).

En este aforismo, Nietzsche critica la cosa en sí, por su carácter incondicionado, y defiende la necesidad de una «historia de la gé-nesis del pensamiento». Esta historia pretende reconstruir el de-venir del «mundo de la representación». Ahora bien, en la medida en que se hace esta reconstrucción, ella va develando de qué está compuesto el mundo. Ya desde este aforismo, Nietzsche sostiene que no hay tal cosa como una realidad en sí y que el mundo ha re-cibido colores, donde «nosotros mismos hemos sido los coloristas» (HdH1, § 16, 51). Somos nosotros los que introducimos valoraciones en la realidad. Por eso, «lo que llamamos mundo es el resultado de una multitud de errores y fantasías que fueron naciendo en la evolución global de los seres orgánicos» (HdH1, § 16, 51). A la altura de este aforismo, todavía no se puede afirmar la elaboración de una ontología no-sustancialista. Pero es claro que, en este texto, se sugiere que lo que llamamos «mundo» es el resultado de un de-venir interpretativo. Además, es importante notar que entre la fi-losofía histórica, capaz de hacer una génesis del pensamiento, y la constitución del mundo de la representación existe una relación de circularidad que también se dará entre la genealogía y la on-tología no-metafísica que Nietzsche precisará en su obra tardía. En la medida en que la filosofía histórica vuelve sobre el origen de los fenómenos, ella devela que el mundo está compuesto de una multitud de valoraciones que han sido introducidas por nosotros mismos. Pero, al mismo tiempo, cuando se advierte que el mundo está formado de valoraciones, se reafirma la pertinencia y, más pre-cisamente, la posibilidad del filosofar histórico. En otras palabras, la filosofía histórica devela la multiplicidad interpretativa, pero a la vez se basa en ella para llevar a cabo su tarea de desenmasca-ramiento. Así, en la medida en que nos vamos introduciendo en esta circularidad, tanto la filosofía histórica como la constitución valorativa del mundo van ganando mayor sustento.

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Sin embargo, ¿por qué en Humano, demasiado humano no puede hablarse todavía de una ontología? La respuesta se encuentra, entre otras cosas, en un elemento que Nietzsche desarrolla solo a partir de Aurora y que es la base de su concepción de la realidad: la noción de instinto (Trieb, Instinkt). Claramente, Nietzsche ya había recurrido a este término —siguiendo la utilización que el idealismo alemán hacía de este como fuerza metafísica—, en El nacimiento de la tragedia. En efecto, en esta obra de juventud, expone el contra-juego que se presenta entre el instinto dionisiaco y el apolíneo. No obstante, en Aurora, esta noción adquiere mayores determinaciones y un matiz más naturalista, que, sin embargo, no la reduce a una acepción meramente biológica. Para él, un instinto es una fuerza orgánica, una energía vital, que no tiene un valor en sí mismo. No hay algo así como un instinto neutro o un instinto previo:

En sí mismo, él, como cualquier instinto (jeder Trieb), no tiene ni este, ni, en general, ningún carácter ni nombre moral, así como tampoco tiene una sensación de placer o de displacer que le acompañe. (A, § 38, 85)

Así, un instinto no es nunca autosustentable, sino que su sentido depende siempre de su inclusión dentro de determinada concepción del mundo o marco interpretativo. En este mismo aforismo, Nietzsche refuerza esta idea, en el caso específico de los juicios morales, al afirmar que un mismo instinto puede ser de co-bardía o de humildad dependiendo de la costumbre que se haya apoderado de él. Los griegos valoraban la envidia o la esperanza de una manera distinta a como lo hacemos nosotros, lo que revela que un instinto adquiere su significado «cuando entra en relación con instintos ya bautizados como buenos o malos, o cuando se repara en ellos como propiedades de seres que ya han sido determinados y apreciados moralmente por el pueblo» (A, § 38, 85).

Los instintos —como ya lo había dicho Hegel sobre el con-cepto de fuerza9— solo son en cuanto se manifiestan. No hay tal cosa como una fuerza en sí, sino que esta únicamente tiene sentido

9 Véase Hegel, 1997: 88.

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en la medida en que adquiere concreción. Pero, además, estas fuerzas inconscientes no tienen una realidad propia, sino que ob-tienen su realidad en tanto son estimuladas por otras fuerzas10. Esto quiere decir que un instinto aislado no tiene razón de ser. El instinto, como toda fuerza, solo es tal mientras se encuentre en un contrajuego con otros instintos. Ahora bien, en este contrajuego, la continua repetición de cierto estímulo crea una respuesta ins-tintiva habitual que se torna en costumbre. Así, los instintos están condicionados por una historia, por la acumulación de ciertas ex-periencias y de valoraciones que han sido lentamente incorporadas a través de los años. Del constante estímulo se pasa al hábito, y de ahí a la respuesta espontánea:

Todas las pulsiones humanas (menschlichen Triebe), así como todas las pulsiones animales, se han constituido, bajo ciertas cir-cunstancias, en condiciones de existencia, y han sido colocadas en primer plano. Las pulsiones (Triebe) son la consecuencia de valora-ciones largamente abrigadas que ahora obran instintivamente como un sistema de juicios de placer y dolor. Primero forzosidad, luego acostumbramiento, luego necesidad, luego, inclinación natural (pulsión). (KGW, VII-2, 25(460), 131; FP, 125)

De lo anterior se infiere que los instintos no son respuestas inmediatas sin más, sino que ellos se constituyen bajo ciertas con-diciones, según determinadas necesidades. De modo que es solo el hábito el que después de una larga experiencia acumulada genera inclinaciones espontáneas. Esta visión compleja del instinto es lo que aleja a Nietzsche de incurrir, en su concepción de las pulsiones, en un biologicismo a ultranza. En efecto, como lo he resaltado, los instintos son cultivados y ejercitados, son fluidos, azarosos e his-tóricos. Por ende, no pueden ser clasificados bajo ciertas tipologías o leyes naturales.

10 Esto también lo señala claramente Deleuze cuando afirma: «Cualquier fuerza se halla pues en una relación esencial con otra fuerza. El ser de la fuerza es plural; sería completamente absurdo pensar la fuerza en singular» (Deleuze, 2002: 14).

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Ahora bien, como mencioné antes, los instintos necesitan el estímulo de una fuerza exterior, para manifestarse. Pero ¿cuál es esta fuerza? ¿De dónde proviene? Para responder a esta pregunta, es importante considerar algunos apartes del aforismo 119 de Aurora. Afirma Nietzsche:

Por decirlo más exactamente: suponiendo que un impulso (Trieb) se encuentre en la situación de desear satisfacerse —o de ejer-citar su fuerza, descargarse de ella o de rellenar un vacío (hablando en lenguaje figurado)—, considerará cada suceso del día a fin de ver cómo puede servirse de él para sus objetivos; es decir, cualquiera que sea la situación del hombre —ya ande o repose, lea o hable, se enoje o luche o se encuentre alegre—, el instinto sediento tanteará, por así decirlo, cada una de estas situaciones. (A, § 119, 135-136)

Este aforismo pone en evidencia dos cuestiones principales. En primer lugar, permite advertir que los instintos siempre buscan satisfacerse, apoderase y servirse de los sucesos. Los impulsos se recrean, se ejercitan, se nutren y se descargan. Pero, para que este afán de dominio sea satisfecho, es necesario que exista una fuerza externa de la cual los impulsos puedan apoderarse. De ahí que, en segundo lugar, este aforismo sugiera que esta fuerza exterior es pre-cisamente aquello que acontece. Las vivencias cotidianas (tägliche Erlebnisse), los incidentes o los acontecimientos (Ereignisse), son el material dinámico del cual se apropian los instintos para confi-gurar su mundo. Por esta razón, Nietzsche menciona que el signi-ficado de determinada vivencia depende del impulso que encuentre satisfacción en ella: «¿Qué son, pues, nuestras vivencias? Es mucho más lo que introducimos en ellas que lo que ya contienen» (A, § 119, 138). Uno de los ejemplos que introduce Nietzsche, en este mismo aforismo, es el de la vivencia de un individuo que se burla de otro en la plaza pública. Este acontecimiento puede resultar en enojo, ansia de lucha, reflexión o benevolencia, dependiendo del instinto que se apodere de la situación. Así, es claro que son los instintos, los intereses, las necesidades y los afectos los que introducen sus valoraciones en el acontecer: «Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo; nuestros impulsos, su pro y contra» (KGW,

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VIII-1, 7(60), 323). No hay una recepción neutra de los sucesos, sino que los instintos siempre seleccionan, realizan un filtro, ejercitan su fuerza de cierta manera y no de otra.

Lo que devela la noción que Nietzsche tiene de los instintos y del acontecer es precisamente una ontología muy particular que no puede ser denominada ni realista ni idealista. Nietzsche presenta, entonces, una concepción de la realidad que señala que esta no es ni una estructura en sí, fija e inmutable, ni una representación me-ramente subjetiva. La realidad, para él, es dinámica, ya que se cons-tituye del contrajuego entre las fuerzas instintivas y las fuerzas del acontecer11. Este dinamismo deja a un lado una visión trascendente y sustancial de la realidad, para dar vía libre a una construcción de sentido que depende del accionar conjunto de nuestros instintos y de lo que sucede. Sin embargo, esta construcción de sentido no debe ser interpretada ni como la reducción de la realidad a la representación humana ni como la actividad voluntaria de un sujeto que edifica la realidad a su antojo. De ahí que sea tan importante insistir en que los instintos encuentran resistencias y fricciones en el acontecer, y en que este no es tampoco una sustancia, sino una fuerza cambiante y azarosa. Nietzsche mismo resalta el papel que tiene el azar en la nutrición o valoración que los instintos hacen de las vivencias:

Esta nutrición es, por tanto, obra del azar (ein Werk des Zufalls): nuestras vivencias cotidianas arrojan bien a uno, bien a otro impulso, una presa que se agarra ávidamente, pero el vaivén de esos sucesos permanece fuera de toda conexión racional con las necesidades de nutrición del conjunto de los impulsos, de forma que siempre ocurrirán dos cosas: mientras unos se atrofiarán y morirán de inanición, otros estarán sobrealimentados. […] Todas nuestras experiencias, como ya se dijo, son en este sentido medios de ali-mentación esparcidos por una mano ciega que ignora quién tiene hambre y quién está saciado. (A, § 119, 135)

11 Debo reconocer aquí la deuda que, para el tema de la ontología nietzscheana, tengo con lo investigado por Luis Eduardo Gama en su tesis de maestría. Véase Gama, 2000. Véase también su artículo «Muchas perspectivas o un único horizonte: el problema de la interpretación en Nietzsche y Gadamer» en Gutiérrez, 2004.

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El acontecer no es, por tanto, algo dado ni un conjunto de sucesos con ciertas leyes e identidades. Por el contrario, como lo menciona Nietzsche, las vivencias y experiencias son producto de un azar incognoscible, de una «mano ciega» de la cual nosotros no tenemos control y acerca de la cual no podemos predicar co-nexiones racionales. Es así como la interpretación que realizan los instintos sobre el acontecer es una configuración de sentido que ordena los sucesos azarosos que se le presentan a todo ser orgánico. Evidentemente, desde Aurora, en particular desde el aforismo 119, Nietzsche empieza a desarrollar una ontología antimetafísica que, al postular que la realidad depende de nuestras interpretaciones, le da una nueva valoración a la apariencia. Esta valoración se nota sobre todo en La ciencia jovial, obra en la cual nos insta a permanecer en la superficie para desatar una actitud poetizante y creativa. Ya no solo es necesario determinar a qué necesidad o interés corresponden nuestras valoraciones, sino que además es parte constitutiva de todo ser orgánico su capacidad de configurar la realidad introduciendo sentidos, esto es, interpretando. Por esto, Nietzsche señala que ha encontrado un nuevo conocimiento acerca de la totalidad de la existencia:

He descubierto para mí que la vieja humanidad y animalidad, que incluso la totalidad de los tiempos primigenios y el pasado de todos los seres sensibles, continúa poetizando en mí, amando, odiando, sacando conclusiones ( fortdichtet, fortliebt, forthasst, fortschliesst) —de pronto desperté en medio de este sueño, pero solo a la conciencia de que precisamente soñaba y de que tenía que con-tinuar soñando para no perecer—. (CJ, § 54, 64)

Lo que Nietzsche dice descubrir aquí es ciertamente una ela-boración más rica que la que ya había presentado desde la filosofía histórica. No solo la humanidad, con su historia de las culturas, está inscrita en procesos de interpretación, sino que también la animalidad —los primeros organismos vitales— ha poetizado y, de esta manera, continúa ejerciendo su influencia sobre las presentes configuraciones de sentido. Nietzsche recuerda que nuestras valo-raciones tienen una historia: los instintos se han desarrollado y se

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han incorporado a través del tiempo. Pero, además, señala que él ha despertado del sueño metafísico que abogaba por una realidad en sí. Sin embargo, no despierta para alcanzar un estado de vigilia conformado por una esencia que se encuentre más allá de las apa-riencias, sino que despierta para seguir soñando, a sabiendas de que él es quien elabora su propio sueño, su mundo de apariencias. Por eso, ahora afirma que

la apariencia (Schein) es para mí lo que actúa y lo viviente mismo, yendo tan lejos de su burla de sí misma como para hacerme sentir que aquí no hay más que apariencia, luces fatuas y bailes de espíritus. (CJ, § 54, 64)12

Y, en un fragmento póstumo de 1885, complementa lo an-terior:

Apariencia, como lo entiendo, es la verdadera y única realidad de las cosas […]. No opongo pues «apariencia» a «realidad», sino que inversamente tomo la apariencia como la realidad, la cual se re-siste a su conversión en un «mundo de la verdad» imaginario. (KGW, VII-3, 40(53), 386; FP, 141)

Esta valoración de la apariencia como la única realidad avanza a contrapelo de aquel realismo metafísico que sostiene, como ya lo

12 Hay que tener en cuenta aquí que Nietzsche, al introducir una nueva valoración de la apariencia, no pretende crear una nueva jerarquía postulando que, en clara inversión platónica, ahora el mundo aparente está por encima del mundo verdadero. Para Nietzsche, la cuestión es mucho más compleja: desde el momento en que la filosofía histórica desenmascara la creencia en fenómenos eternos y transcendentes, empieza a deconstruir la tradicional oposición metafísica entre un mundo aparente y uno verdadero. Sin la creencia en un mundo verdadero, el mundo aparente no tiene sentido. Nietzsche lo dice claramente en el Crepúsculo de los ídolos: «Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?… ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!» (CI, «Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en fábula», 58). Así pues, cuando habla de una nueva valoración de la apariencia no está postulando el triunfo del mundo aparente, sino la realidad como interpretación, como el contrajuego entre los instintos y el azar.

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he anticipado, que la realidad es independiente de las representa-ciones humanas, que es una esencia en sí que no es directamente conocida por los seres humanos y que incluso se ubica más allá de cualquier experiencia sensible, cotidiana y sujeta a mediciones em-píricas. Es contra este realismo metafísico y, en particular, contra los sobrios realistas que creen que hay una realidad sustancial in-dependiente de las valoraciones humanas que Nietzsche escribe:

Vosotros, hombres sobrios (nüchternen Menschen)13, que os sentís armados contra la pasión y la fantasía y que gustosamente quisierais convertir vuestro vacío en orgullo y adorno, vosotros os llamáis realistas (Realisten). […] ¿Pero no sois aún, incluso en vuestra más desvelada condición, seres altamente pasionales y os-curos si se os compara con los peces, demasiado semejantes todavía a un artista enamorado? —¿Y qué es la «realidad» (Wirklichkeit) para un artista enamorado?—. ¡Todavía lleváis con vosotros, por todas partes, valoraciones de cosas que tienen su origen en pasiones y amores de siglos pasados! ¡Todavía está incorporada en vuestra sobriedad una secreta e indeleble embriaguez! ¡Vuestro amor por la «realidad», por ejemplo —oh, ese es un viejo, antiquísimo «amor»—! En cada sentimiento, en cada impresión de los sentidos hay un trozo de este viejo amor: e igualmente han trabajado allí y están tejidas en ellas alguna fantasía, un prejuicio, una sinrazón, una ignorancia, un temor, ¡y quién sabe cuánto más! ¡Allí aquella montaña! ¡Allá aquella nube! ¿Qué es, pues, lo «real» ahí? Vosotros, los sobrios, quitad de allí, alguna vez, el fantasma y todo el añadido humano (menschliche Zuthat)! ¡Sí, si es que pudieses hacer eso! ¡Si es que pudieses olvidar vuestra procedencia, pasado, escuela prepa-ratoria —vuestra entera humanidad y animalidad—! Para nosotros no hay ninguna «realidad» —y tampoco para vosotros, vosotros los sobrios—. (CJ, § 57, 67)

En este aforismo, Nietzsche le recuerda a los realistas que, por más que quieran desprenderse de toda pasión para lograr un cono-

13 Cabe anotar que el término alemán nüchternen, que en la traducción aquí consultada se vierte por sobrios, también significa realistas u objetivos.

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cimiento objetivo, sus actuales juicios, pretendidamente sobrios, están ya condicionados por valoraciones antiquísimas compuestas de una variedad de sentimientos, prejuicios y pasiones. Pero, además de esto, señala que lo real es constituido por un «añadido humano», un añadido que no se agrega simplemente a una realidad ya dada y subsistente, sino que es imprescindible para hablar de lo real. En pocas palabras, si se extrae el añadido humano, se elimina la realidad. Nietzsche insiste en esta tesis, en el siguiente aforismo de La ciencia jovial, al afirmar que «es indeciblemente más impor-tante cómo se llaman las cosas, antes que lo que ellas son», y que «basta con crear nuevos nombres y valoraciones y probabilidades, para crear a la larga nuevas “cosas”» (CJ, § 58, 68). El ataque al rea-lismo metafísico no puede ser más claro: la realidad no es inde-pendiente de nosotros, sino que depende de nuestras valoraciones e interpretaciones. Sin embargo, hay que recordar que Nietzsche no aboga aquí por un idealismo que sostenga que no hay nada más aparte de nuestras representaciones subjetivas. Pues, como lo he mostrado, la realidad se forma por la acción conjunta del azar y de los instintos. Y estos no son fuerzas subjetivas, sino fuerzas que ya vienen cargadas de hábitos y costumbres que se han incorporado a lo largo de la historia de las culturas y de las especies.

Este recorrido por la ontología nietzscheana —ontología que ciertamente tiene muchos más detalles y problemas que no puedo tratar en este libro14— permite tener ahora mayores elementos para presentar la «doctrina del perspectivismo», que Nietzsche in-troduce en algunos aforismos de La ciencia jovial y que desarrolla en la etapa tardía de su obra. Dado que no hay tal cosa como una realidad sustancial, sino que la realidad se configura a través de los instintos y del acontecer, no hay una única realidad, sino múltiples realidades. En efecto, cada organismo vital configura su realidad a partir de determinado punto de vista, ángulo o perspectiva. Esto no quiere decir que se mire una realidad dada desde diferentes

14 En efecto, para darle un mayor sustento a la ontología aquí esbozada, es necesario examinar muchos otros textos publicados y no publicados de Nietzsche. Para estudios mucho más profundos, pueden consultarse Gama, 2000; Gutiérrez, 2004; Schrift, 1990, y Müller-Lauter, 1999.

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ángulos, sino que la realidad misma se constituye a partir de un punto de vista en particular. En un fragmento póstumo de 1888, Nietzsche dice lo siguiente:

¡Lo perspectivo aporta pues el carácter de la «apariencialidad»! ¡Como si restara todavía un mundo si se descontara lo perspectivo! […]. Todo centro de poder (Kraftcentrum) tiene su propia perspectiva para todo el resto, es decir, su valoración totalmente determinada, su tipo de acción, su tipo de resistencia. El «mundo aparente» se reduce, pues, a un tipo específico de acción sobre el mundo partiendo de un centro. Ahora bien, no hay ningún otro tipo de acción: y el «mundo» es solo una palabra para el juego total de estas acciones. La realidad consiste exactamente en esta acción y reacción de cada individuo enfrentado al todo. (KGW, VIII-3, 14(184), 162; FP, 120)

La perspectiva emana, entonces, desde cierto lugar y siempre es injusta, ya que en toda ocasión ofrece una valoración deter-minada, interpreta desde un ángulo, construye, por ende, una configuración de sentido particular y naturalmente deja por fuera otras posibles configuraciones. Desde cada perspectiva se edifica una concepción de mundo. Incluso, como lo señala Nietzsche, en el fragmento anteriormente citado, no hay mundo si se descuenta lo perspectivo. Ahora bien, esta actividad interpretativa se hace desde todo centro de fuerza: es una actividad universal porque es consti-tutiva de todo ser orgánico. En palabras de Nietzsche: «Lo esencial del ser orgánico es una nueva interpretación del acontecer (ein neue Auslegung des Geschehens), la interna multiplicidad perspectivista que es ella misma un acontecer» (KGW, VIII-1, 1(128), 37; FP, 87). Así, la pluralidad de perspectivas no es algo intencional, sino obra del azar, ya que incluso el que se resiste a interpretar está de hecho interpretando. Por eso, todo ser orgánico proyecta configuraciones de sentido que le permiten ubicarse en su entorno ordenando el acontecer. A través de la actividad interpretativa, cada especie vital introduce formas, conceptos y leyes, con la intención de construir un ámbito firme y estable para poder desplegar su existencia15.

15 «Uno no debería entender esta compulsión para construir conceptos, especies, formas, propósitos y leyes —“un mundo de casos idénticos”—

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No obstante, cada perspectiva tiene un nivel diferente de fuerza y estabilidad que corresponde a la intensidad con que ha sido arraigada en la historia de las especies. Así, Nietzsche señala, por ejemplo, que «la simplificación es la necesidad principal de lo orgánico» (KGW, V-2, 11(315), 461). Esto lleva a que, en un nivel pri-mitivo, los organismos vitales hallen semejantes muchas cosas des-emejantes y, por ello, postulen que existen «cosas iguales». Como expliqué en el capítulo anterior (cap. 1, sec. 1), de la creencia en este tipo de identidad se pasa a la creencia en números, y, a partir de ahí, se erigen la lógica y la matemática. Estas primeras interpreta-ciones parecen constituir un conjunto de perspectivas básicas que son compartidas por toda especie viviente16. Sin embargo, existen interpretaciones que se ubican exclusivamente dentro del mundo humano17. En efecto, existen configuraciones instintivas que per-miten posteriormente una concepción científica del mundo, así como una moral, una religiosa o una política. Las interpretaciones, al estar sujetas al devenir instintivo de las especies, son configura-ciones de sentido cambiantes que, dependiendo del caso, pueden endurecerse y anquilosarse o ser transformadas fácilmente.

En este punto, debe resultar comprensible por qué sostenía, al comienzo de este capítulo, que la democracia también es una interpretación. La democracia, como toda valoración, es también

como si nos permitieran fijar el mundo real; sino como una compulsión para ordenar un mundo para nosotros mismos en que la existencia se hace posible: —así creamos un mundo para nosotros que es calculable, simplificado, comprensivo, etc.—» (WP, § 521, 282).

16 Este nivel básico de perspectivas, que parece pertenecer a toda especie vital, es sugerido por Nietzsche en el primer aforismo publicado sobre la doctrina del perspectivismo: «Este es el genuino fenomenalismo y perspectivismo, tal como yo lo entiendo: la naturaleza de la conciencia animal implica que el mundo, del cual podemos llegar a ser conscientes, solo es un mundo de superficies y signos, un mundo generalizado y hecho común» (CJ, § 354, 219).

17 Para esta distinción entre diferentes niveles de interpretación en Nietzsche, véase Gama, 2006. Para una teoría interpretacionista que, sin centrarse en Nietzsche, diferencia también entre niveles de interpretación, véanse los comentarios de Gama sobre Günter Abel, también en Gama, 2006.

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una configuración de sentido que se constituye en el contrajuego entre los instintos y el acontecer, y que hace su aparición en deter-minado momento de la historia de la humanidad. Sin embargo, la democracia moderna es, para Nietzsche, una interpretación que, aunque puede ser bastante maleable, desconoce su devenir. Por tanto, busca erigirse como una perspectiva única que rechaza la multiplicidad interpretativa que es parte fundamental de la onto-logía nietzscheana.

La multiplicidad de las interpretaciones es un punto clave en la concepción de la realidad que Nietzsche desarrolla a partir de Aurora. En el mismo fragmento póstumo que cité parcialmente al comienzo de esta sección, sostiene que el mundo «no tiene un sentido por detrás de sí, sino innumerables sentidos —“perspecti-vismo”—» (KGW, VIII-1, 7(60), 323). Con una intención similar, en un aforismo de La ciencia jovial, dice: «El mundo se nos ha vuelto más bien “infinito” una vez más: en la medida en que no podemos rechazar la posibilidad de que él incluye dentro de sí infinitas inter-pretaciones» (CJ, § 374, 246). Pero ¿a qué se refiere aquí Nietzsche con «innumerables sentidos» e «infinitas interpretaciones»? ¿Se puede hacer siempre una interpretación totalmente nueva? Una vez Nietzsche ha rechazado la creencia en un mundo trascendente —rechazo que, a partir de La ciencia jovial, recibe el nombre de la «muerte de Dios»—, niega la posibilidad de alcanzar una realidad sustancial. Por ende, afirma que la actividad interpretativa nunca llega a un final, a un punto definitivo. El ser de la interpretación es precisamente el constante ejercicio de valoración, la combinación en cada caso diferente de los instintos y el acontecer. Esto no quiere decir que las interpretaciones sean cada vez nuevas e inéditas, sino que siempre hay valoraciones sobre interpretaciones previas. Como dice Nietzsche: «Para poder levantar un santuario hay que derruir un santuario» (GM, II, § 24, 122). Así, en todo momento, se presentan reconfiguraciones de sentido, y es por esta razón que se puede afirmar que «la interpretación ha llegado a ser al fin una tarea infinita» (Foucault, 1967: 569). De esta manera, la labor de la interpretación es siempre inacabada: nunca se llega a un punto

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absoluto. En la ontología nietzscheana, pues, no se alcanza nunca el fundamento del ser18.

La proliferación de las interpretaciones, entendida como la constante necesidad de la reinterpretación, hace parte de la riqueza de la ontología nietzscheana. Una concepción no-sustancialista de la realidad exige la introducción de innumerables sentidos. Por ende, avanza a contrapelo de aquellas concepciones que buscan una interpretación dogmática y soberana. Para Nietzsche, una concepción tal, que fija un único sentido, es signo de pobreza. Esto se hace evidente en un aforismo de La ciencia jovial en el que sostiene que la interpretación «científica» del mundo —específi-camente la interpretación mecánica—, al considerarse a sí misma como la única interpretación correcta, despoja a la existencia de la «pluralidad de sentido» (vieldeutigen) y, por ende, es «la más pobre en sentidos (sinnärmsten) de todas las interpretaciones posibles del mundo» (CJ, § 373, 245). Tomando como ejemplo la mecánica, que busca las primeras y últimas leyes de la existencia, Nietzsche muestra que la indagación por un «mundo de verdad», es decir, por la verdadera esencia de las cosas, ahoga el surgimiento de cualquier otra interpretación. En pocas palabras, una visión sustancialista de la realidad congela la multiplicidad interpretativa, al tornar ab-soluta una única valoración.

Esta tendencia a despojar a la existencia de la pluralidad de sentido también hace parte, según Nietzsche, de la moralidad. En Más allá del bien y del mal, dice:

La moral es hoy en Europa moral de animal de rebaño: por lo tanto, según entendemos nosotros las cosas, no es más que una es-pecie de moral humana, al lado de la cual, delante de la cual, detrás de la cual son o deberían ser posibles otras muchas morales, sobre todo morales superiores. Contra tal «posibilidad», contra tal «de-berían», se defiende esa moral, sin embargo, con todas sus fuerzas:

18 «Si la interpretación no puede acabarse nunca es, simplemente, porque no hay nada que interpretar. No hay nada de absolutamente primario que interpretar, pues, en el fondo, todo es ya interpretación; cada signo es en sí mismo no la cosa que se ofrece a la interpretación, sino interpretación de otros signos» (Foucault, 1967: 571).

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ella dice con obstinación e inflexibilidad: «¡yo soy la moral misma, y no hay ninguna otra moral!». (MBM, § 202, 145)

La moral moderna —que, como ya lo he mencionado, Nietzsche llama «moral de animal de rebaño»— debería ser una entre otras posibles. Sin embargo, como se resalta en la cita prece-dente, la moral de rebaño se toma a sí misma como «la moral»19. Ella cree que representa a la moralidad tal como esta es en realidad. Dicha creencia tiene como consecuencia la postulación de una moral absoluta, incondicionada, pura e inmutable que, por ende, desvaloriza la multiplicidad interpretativa y no deja lugar a otras morales. Con esto, la moral de rebaño sofoca la voluntad creadora del ser humano, es decir, su capacidad de proyectar diversas con-figuraciones de sentido sobre el acontecer y así añadir nuevas in-terpretaciones. Por esta razón, Nietzsche afirma que la moral es una «coacción prolongada» que nos enseña el «estrechamiento de la perspectiva» (MBM, § 188, 126-128).

Sin duda alguna, la crítica de Nietzsche a la moral apunta fun-damentalmente hacia el carácter absolutista de un sistema de valores y normas de conducta que cree estar fijado para todo tiempo y todo lugar. El problema de una moral absolutista es que precisamente es-tablece los conceptos de aquello que es en sí mismo bueno o malo, es decir, con independencia de todo contexto o perspectiva. Este tipo de moral incondicionada prescribe códigos de acción universales a los que toda persona debe conformarse. De ahí que sea tan impor-tante, para Nietzsche, empezar a mostrar, a través de la genealogía, los condicionamientos de esta. Porque, como lo menciona en varios de sus aforismos, «no existen fenómenos morales, sino solo una in-terpretación moral de fenómenos» (MBM, § 108, 107)20. En efecto, como ya lo he expuesto, para Nietzsche, la moral es también una interpretación: un arreglo de sentido que está sujeto al devenir de los instintos y del acontecer. Así pues, el problema de la moral moderna es su anquilosamiento y su incapacidad para reconocer su proce-

19 Las cursivas son mías. Véase también KGW, VII-3, 37(8), 306.20 Véase también CI, «Los “mejoradores” de la humanidad», § 1, 77.

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dencia interpretativa. La moral de rebaño olvida su origen, e incluso intenta ocultarlo para poder mostrarse como una realidad en sí.

Una situación similar se presenta en el caso específico del cris-tianismo. Hay que recordar que, para Nietzsche, el cristianismo es un sistema, una visión coherente y total de las cosas, cuya moral es trascendente y depende completamente de la fe en Dios21. El ideal cristiano es dócil, enfermizo, mediocre y, por ende, produce un ser humano anémico, débil e impotente. Los votos de pobreza, humildad y castidad que caracterizan a esta religión generan el sacrificio y la mutilación del ser humano y, en este sentido, lo tornan hostil a la vida. El cristianismo —al que Nietzsche llamó un «platonismo para el pueblo»— encarna el odio certero frente a la tierra y lo terrenal, frente a los afectos y la sensualidad. Al construir su ideal metafísico más allá de lo mundano, el cristianismo niega lo sensible, lo apa-rente, lo cambiante, lo diverso. En pocas palabras, niega la vitalidad del devenir22. Así, al igual que la moral, el cristianismo presenta una visión de mundo con pretensiones universales y absolutistas. Por eso, Nietzsche denuncia la tiranía del «anémico ideal cristiano» que no permite la apertura a «nuevos ideales, ideales más enérgicos» (WP, § 361, 197); que, a través de su creencia en la «veracidad de Dios», solo conoce «normas absolutas» (NT, «Ensayo de autocrítica», 33) y que postula para todas las almas «solo una perfección, solo un ideal, solo un camino hacia la salvación» (KGW, VIII-2, 11(226), 329). El cristia-

21 Véase CI, «Incursiones de un intempestivo», § 5, 94.22 «Detrás de semejante modo de pensar y valorar [es decir, detrás del

cristianismo], el cual, mientras sea de alguna manera auténtico, tiene que ser hostil al arte, percibía yo también desde siempre lo hostil a la vida, la rencorosa, vengativa aversión contra la vida misma: pues toda vida se basa en la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de lo perspectivístico y del error. El cristianismo fue, desde el comienzo, de manera esencial y básica, náusea y fastidio contra la vida sentidos por la vida, náusea y fastidio que no hacían más que disfrazarse, ocultarse, ataviarse con la creencia en “otra” vida distinta o “mejor”. El odio al “mundo”, la maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un anhelo de hundirse en la nada, en el final, en el reposo…» (NT, «Ensayo de autocrítica», 33).

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nismo oculta que él mismo es una interpretación: una valoración contingente que puede permitir otras valoraciones y que, por ende, debe ser coherente con el carácter perspectivístico de la existencia.

La interpretación mecánica del mundo, de la moralidad y del cristianismo son, así, algunos ejemplos de valoraciones que ponen en evidencia una alarmante pobreza de sentido. El dogmatismo de una concepción de mundo que se muestra como plena y defi-nitiva es una actitud digna de monoteístas que siempre están en búsqueda del principio último de todas las cosas. Este monoteísmo es, para Nietzsche, una amenaza para la humanidad. Pues, como se verá en el siguiente capítulo, es signo de un estancamiento que cristaliza en el animal de rebaño y su eticidad de la costumbre. Frente a dicho monoteísmo, Nietzsche plantea, entonces, la mul-tiplicidad de normas del politeísmo, dado que para el ser humano «no existen horizontes y perspectivas eternas» (CJ, § 143, 125-126). El politeísmo permite producir una y otra vez «nuevos ojos», es decir, una riqueza de sentido que es causada por la proliferación de las interpretaciones. La democracia, de manera similar a como lo hacen las visiones de mundo antes mencionadas, aúna las múltiples miradas en una sola. Por tanto, la democracia es también tiránica, ya que reconoce un solo sentido, que trunca el dinamismo y la mo-vilidad de la realidad.

Si, como mencionaba anteriormente, lo esencial de todo ser orgánico es estar continuamente configurando sentidos, la demo-cracia es una forma de pensamiento, de gobierno y de organización social que se desarrolla en contraposición a la actividad principal de toda especie vital. Hay que recordar que la ontología nietzscheana no solo revela cómo está constituida la realidad, sino que fija una tarea: las interpretaciones tienen que abundar y cambiar. Por eso, Nietzsche empieza a insistir, sobre todo a partir de La ciencia jovial, en que debemos devenir seres poetizantes, creativos, capaces de jugar con las apariencias y colorear las superficies. Sin embargo, la democracia trunca esta creatividad interpretativa y frente a ella an-tepone lo cierto y lo incondicionado. El movimiento democrático, en la medida en que postula «valores eternos», es considerado por Nietzsche como una forma de «empequeñecimiento del hombre,

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como su mediocrización y como su rebajamiento de valor» (MBM, § 203, 146-147). El hombre se rebaja de valor en la medida en que, a través de la total adopción del «gusto democrático» y de las «ideas modernas», se convierte en un ser «nivelador» (Nivellirer) que aspira con todas sus fuerzas a «la universal y verde felicidad —prado del rebaño, llena de seguridad, libre de peligro, repleta de bienestar y de facilidad de vivir para todo el mundo» (MBM, § 44, 73). Este confort democrático no es otra cosa que un absolutismo enmascarado. La seguridad y la comodidad de la democracia son la expresión de un sistema político que no solo desconoce sus condicionamientos his-tóricos, sino que además rechaza el carácter interpretativo de la rea-lidad. El bienestar y la felicidad son el resultado del ocultamiento de la multiplicidad de necesidades, intereses y afectos que constituyen cualquier valoración. La democracia, al igual que la moral, cree que es la democracia misma, la democracia en sí, aquella que está libre de condicionamientos empíricos, de mediaciones culturales, de cambios y alteraciones. La moral absolutista se expresa ahora de manera más visible en instituciones políticas y sociales (MBM, § 202, 145). La democracia es prueba fehaciente de ello, ya que al mostrarse como el único sistema político válido, al eternizarse como la única opción posible, reafirma una notable pobreza de sentido.

La democracia, hostil al acrecentamiento

creativo de la vida

Nietzsche afirma al comienzo del aforismo 349 de La ciencia jovial lo siguiente:

Querer conservarse a sí mismo es la expresión de una si-tuación de emergencia, una limitación del instinto verdaderamente fundamental de la vida que se dirige hacia la ampliación del poder (Machterweiterung), y que a través de esta voluntad muy a menudo cuestiona y sacrifica la autoconservación. (CJ, § 349, 212-213)

En este texto, Nietzsche desata claramente una polémica contra Darwin23 y su doctrina de la «lucha por la existencia». Sirviéndose una

23 Para la relación entre Nietzsche y Darwin, véanse Stiegler, 2001, y Moore, 2002.

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vez más de la ironía, Nietzsche señala que esta doctrina solo puede ser propia de un investigador de la naturaleza que haya vivido en medio de la sobrepoblación inglesa, inmiscuido en la pobreza, la estrechez y la penuria, es decir, de un investigador que haya sufrido los avatares y los apuros de la subsistencia, y que de ese sufrimiento deba inferir que los seres vivientes solo buscan su conservación. Así, sin mayor argumentación, Nietzsche invita a Darwin a salir de su «rincón humano», de su rincón inglés, para que reconozca que la lucha por la existencia solo se presenta como un estado de emergencia, esto es, como un momento de excepción. Pues lo que realmente predomina en el instinto de la vida es «la lucha grande y pequeña en torno a la preponderancia, el crecimiento y la expansión, en torno al poder, de acuerdo con la voluntad de poder que es precisamente la voluntad de vida» (CJ, § 349, 212-213)24.

Es de esta manera como Nietzsche introduce en su obra pu-blicada uno de sus pensamientos fundamentales: la voluntad de poder25. Dicho pensamiento adquirirá el mote de «doctrina» en la obra tardía, y será ulteriormente desarrollado por Nietzsche en sus últimos textos publicados y en los fragmentos de finales de su vida filosófica. No obstante, a partir de 1883, Nietzsche se sumerge en el tema de la voluntad de poder, y hace una exposición de este en Así habló Zaratustra. Precisamente, en la segunda parte de esta obra, Nietzsche afirma: «En todos los lugares donde encontré seres vivos (Lebendiges) encontré voluntad de poder» (AZ, II, «De la superación de sí mismo», 176). Esta cita —junto al aforismo 349 de La ciencia jovial— evidencia la importante conexión que Nietzsche busca es-tablecer entre voluntad de poder y vida. Desde 1883 hasta 1886, lee algunas de las obras biológicas más relevantes de su época: principal-

24 Son numerosos los fragmentos póstumos donde Nietzsche vuelve sobre este mismo argumento. Por ejemplo: «“La lucha por la existencia” —esto designa un estado de excepción—. La regla es, antes bien, la lucha por poder, por “más” y “mejor” y “más rápido” y “más frecuentemente”» (KGW, VII-3, 34(208), 212; FP, 130). Véanse también KGW, VII-2, 26(277), 220; FP, 128, y KGW, VII-1, 5(1), 189; FP, 123.

25 Es importante recordar de nuevo que, aunque La ciencia jovial fue publicada en 1882, el aforismo citado hace parte del libro V de dicha obra, que fue añadido en 1887. Véase la nota 2 del primer capítulo.

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mente las de Roux, Rolph y Nägeli26. Cada una de estas obras ejerce una influencia significativa en la elaboración y definición de la doc-trina nietzscheana de la voluntad de poder.

Sin adentrarse en los detalles del tema, es importante notar que Nietzsche se interesa por la concepción que Wilhem Roux tiene del or-ganismo como una «lucha interna entre las partes». En un fragmento póstumo, Nietzsche menciona que lo esencial del proceso vital es jus-tamente «ese enorme poder interno de crear las formas, que utilizan, que explotan las “circunstancias exteriores”…» (KGW, VIII-1, 7(25), 312). Para Roux, ese poder interno que crea formas es denominado «auto-formación» (Selbstgestalltung), y se da a través de una lucha intestina entre fuerzas que, según Nietzsche, establecen jerarquías entre sí. El organismo es el combate de una pluralidad. Es el campo de guerra en el cual diversas fuerzas quieren apoderarse unas de otras27 y donde, por ende, las más fuertes subyugan a las más débiles28. Pero, además, siguiendo a Roux, Nietzsche sostiene que las jerarquías de fuerzas que componen a los organismos no son estáticas, sino que son siempre cambiantes. El organismo se autoforma o se autorregula, a través de una guerra perpetua entre sus partes, donde estas cambian de papel, dominan u obedecen, para lograr un balance interno de poder.

El tema del impulso de una fuerza para apoderarse de otra, que está presente en la lucha de las partes de Roux, es mayormente desa-rrollado por Nietzsche bajo la influencia de William Rolph29. Rolph buscaba refutar, con argumentos biológicos, la «lucha por la existencia» propuesta por Darwin, sosteniendo que la principal motivación del

26 Véase Stiegler, 2001: 44.27 Este tipo de afirmaciones permiten observar la crítica nietzscheana al

sujeto como un yo sustancial. El yo no es una identidad ya dada, sino que se constituye a través de la pluralidad de impulsos. Esta crítica o tema será objeto del siguiente capítulo.

28 Véase Stiegler, 2001: 50-57. Véase también Moore, 2002: 37-44. Moore menciona que Nietzsche leyó principalmente la obra de Roux, de 1881, titulada Der Kampf der Theile im Organismus.

29 Moore sostiene que Nietzsche leyó en 1884 el libro de Rolph Biologische Probleme, zugleich als Versuch zur Entwicklung einer rationellen Ethik. Véase Moore, 2002: 47. Nietzsche reseña brevemente dicho libro en un fragmento póstumo (KGW, VII-3, 35(34), 245).

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comportamiento animal no es el instinto de autoconservación, sino el impulso insaciable de asimilación que acrecienta la vida. Todo orga-nismo tiene un deseo constante de asimilar lo otro y así incrementar su nutrición30. Nietzsche utiliza este hallazgo de Rolph, para reducir la asimilación a una función principal de la voluntad de poder: «El instinto de asimilación, aquella función orgánica fundamental sobre la que se basa todo crecimiento» (KGW, VII-3, 40(7), 363; FP, 83). Así, las funciones orgánicas básicas se explican como medios para el in-cremento del poder: «La nutrición, simplemente una consecuencia de la apropiación insaciable, de la voluntad de poder» (KGW, VIII-1, 2(76), 94; FP, 147). De esta forma, Nietzsche interpreta los hallazgos de Rolph desde su propia doctrina, y reafirma que los organismos no buscan primordialmente la propia preservación, sino el incremento de su fuerza por medio del impulso insaciable a tomar siempre más de lo necesario.

Esta caracterización de lo orgánico —que Rolph llama «acre-centamiento de la vida» y Nietzsche recoge bajo la «ampliación de poder»— ya estaba presente, de cierta forma, en los aforismos de Aurora que se ocupan del tema de los instintos. En la sección an-terior, precisamente, mencioné que el ser del instinto es su búsqueda interminable de satisfacción, su afán de nutrición y su ambición por más poder y dominio. Los impulsos se apoderan de los sucesos, se apropian de ellos y les imponen cierta forma, determinada dirección. De esta manera, se evidencia que la doctrina de la voluntad de poder —que Nietzsche empieza a desplegar con mayor claridad a partir de 1883— es un desarrollo más preciso, fundamentado y ampliado de la lucha entre instintos que ya había expuesto anteriormente en su obra. Ahora Nietzsche quiere recoger sus apreciaciones sobre los instintos y sus lecturas biológicas bajo una sola doctrina. Como lo sostiene en un fragmento póstumo de 1885: «Nuestros impulsos (Triebe) son re-ductibles a la voluntad de poder» y, seguidamente, «la voluntad de

30 En Biologische Probleme, Rolph dice lo siguiente: «En la economía de la naturaleza, por tanto, la cuestión no es cubrir meramente el gasto, sino más bien incrementar el ingreso, hacer una facturación de material». Citado en Moore, 2002: 47.

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poder es el hecho último al que descendemos» (KGW, VII-3, 40(61), 393; FP, 142).

Estas aseveraciones, en las que se afirma la voluntad de poder como un hecho último, junto con otras del tipo: «¡Este mundo es la voluntad de poder —y nada más—!» (KGW, VII-3, 38(12), 338; FP, 140)31, se constituyen en una base textual que apoya la ya conocida interpretación heideggeriana de la voluntad de poder como una doctrina metafísica en la que se responde por la pregunta del ser del ente en su totalidad. Pero, sin detenerse en los problemas que genera la interesante exégesis de Heidegger32, lo cierto es que, para Nietzsche, la ampliación de poder sí pretende ser la cualidad pri-mordial de todo lo viviente: «El carácter incondicional de poder se halla presente en la totalidad del reino de la vida» (KGW, VIII-1, 1(54), 19; FP, 144). Ahora bien, como lo mencioné anteriormente, Nietzsche se apoyó en las investigaciones biológicas de su tiempo para construir la doctrina de la voluntad de poder. Pero su con-cepto de vida, al igual que su concepto de instinto, va más allá de las connotaciones meramente biológicas. La vida no tiene, para Nietzsche, un carácter sustancial ni se define según un conjunto de leyes naturales. Para él, la vida designa la movilidad de la rea-lidad, la variabilidad y el carácter cambiante de lo existente. Por eso, la vida es mudable, contradictoria y siempre se entiende en su concreción. La vida, que continuamente se encuentra en devenir,

31 En ese orden de ideas, afirma: «Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida instintiva entera como la ampliación y ramificación de una única forma básica de voluntad —a saber, de la voluntad de poder, como dice mi tesis—; suponiendo que fuera posible reducir todas las funciones orgánicas a esta voluntad de poder, y que se encontrase en ella también la solución del problema de la procreación y nutrición —es un único problema—, entonces habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente como: voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el mundo definido y designado en su “carácter inteligible”, sería cabalmente “voluntad de poder” y nada más» (MBM, § 36, 66, el subrayado es mío).

32 Hay numerosos estudios sobre la interpretación heideggeriana de la doctrina de la voluntad de poder. Para mencionar solo algunos de ellos, véanse, por ejemplo, Schrift, 1990; Gama, 2000; Gutiérrez, 2002, y Müller-Lauter, 1999.

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se caracteriza, como ya lo he sugerido, por la lucha que emprende para potenciarse a sí misma:

El aspecto de conjunto de la vida no es la situación menes-terosa, la situación de hambre, sino más bien la riqueza, la exube-rancia, incluso la prodigalidad absurda —donde se lucha, se lucha por el poder…—. (CI, «Incursiones de un intempestivo», § 14, 101)

Esta caracterización de la vida como una voluntad de acu-mular fuerza, como un querer cada vez más poder, hace que, como ya lo había señalado Heidegger33, el concepto nietzscheano de vida sea en varias ocasiones intercambiable con el concepto de voluntad de poder. La vida tiene una voluntad que se nutre de la falta de satisfacción. Ella está siempre insatisfecha. Por eso, una y otra vez busca volverse ama y dueña de todo lo que cruza su camino. La insatisfacción es, entonces, el gran estímulo de la vida: ella se ali-menta de esta falta de saciedad para seguir creciendo. Pero este crecimiento solo se logra estableciendo puntos de vista y confi-guraciones de sentido que le permiten a la vida desplegarse e ir ensanchando su horizonte. Por eso, la vida introduce valores, se enseñorea de lo que sale al encuentro valorando: «la vida misma es la que nos compele a establecer valores, la vida misma es la que valora a través de nosotros cuando establecemos valores» (CI, «La moral como contranaturaleza», § 5, 63). La introducción de valores es, así, el medio por el cual la vida sigue acrecentando su poder. En palabras de Nietzsche, «vivo: esto significa ya valorar» (KGW, VII-2, 25(433), 123; FP, 124). Más aún, «todo el mundo que tenemos ante nosotros es también producto de nuestras valoraciones» (KGW, VII-2, 25(434), 123; FP, 125).

La función de la vida es, entonces, la fijación de valores34. Es este acto constante el que le permite acrecentarse, ya que, al valorar, forma y

33 Heidegger, 2000: 172. Heidegger se apoya en los aforismos 582 y 689 de WP.34 «¿Qué valor tienen en sí mismas nuestras valoraciones y nuestras tablas

morales? ¿Qué resulta de su dominio? ¿En favor de quién? ¿En relación a qué? Respuesta: en favor de la vida. Pero ¿qué es la vida? Aquí se hace necesaria, pues, una nueva y más precisa comprensión del concepto de “vida”: mi fórmula al respecto reza: vida es voluntad de poder» (KGW,

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reforma lo que se le presenta ante ella. Valorar es, por tanto, apropiarse de lo otro, asimilarlo, buscar dominarlo para incorporarlo dentro de sí. En pocas palabras, la actividad de la vida es primordialmente la interpretación, es decir, la fijación de sentidos para construir un en-torno propio. La vida le otorga cierta dirección a los sucesos: orienta los acontecimientos en la medida en que se apodera de ellos, a través de su actividad interpretativa. De la misma manera que los afectos buscan avasallar el acontecer, la vida, entendida como voluntad de poder, se nutre del caos de eventos y les otorga determinada configu-ración. Es así como la vida logra no solo conservarse, sino escalarse, ampliar su horizonte, estableciendo nuevos objetivos y sentidos. Con la introducción de la vida como voluntad de poder, Nietzsche cierta-mente consolida su ontología de la interpretación. Lo que en la obra intermedia se planteaba como el contrajuego entre los instintos y el azar, ahora se define a través de la voluntad de poderío de la vida que interpreta el acontecer.

En la sección anterior, mencioné que la ontología nietzscheana, basada en los instintos y las fuerzas de los acontecimientos, traía consigo una exigencia: la proliferación de las interpretaciones. La ri-queza del sentido depende de la introducción de innumerables valo-raciones. Para la vida como voluntad de poder esta exigencia sigue siendo fundamental. Pero, además, es importante resaltar que ahora la vida no puede vivir sin interpretar. El ser de la vida es precisamente la interpretación, ya que, como lo he mencionado repetidas veces, es la fijación constante de valores lo que le permite incrementar su poder. La vida solo es tal en la medida en que dispone de los medios y las con-diciones para su crecimiento, es decir, en la medida en que no detiene su labor interpretativa. Nietzsche describe el carácter interpretante de la voluntad de poder de la siguiente manera:

La voluntad de poder interpreta: en la formación de un órgano se trata de una interpretación; la voluntad de poder delimita, de-termina grados y diferencias de poder […]. En realidad, la interpre-tación es ella misma un medio para enseñorearse de algo (um Herr

VIII-1, 2(190), 159; FP, 149).

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über etwas zu werden). El proceso orgánico supone un continuo inter-pretar. (KGW, VIII-1, 2(148), 137; FP, 148)

Este fragmento póstumo, escrito entre 1885 y 1886, revela varias características decisivas sobre la actividad interpretativa de la vo-luntad de poder. En primer lugar, ella no es estática, sino que es una fuerza dinámica, una fuerza en continuo movimiento que «deviene señor de algo». En segundo lugar, todo interpretar es la dominación de un poder sobre otro, esto es, una delimitación, determinación y, al fin y al cabo, una subyugación de otra fuerza. Esto, a su vez, permite ad-vertir que la interpretación exige jerarquías, diferencias de poder. Una fuerza tiene que mandar, pero este mando no se traduce en total do-minación, ya que frente a todo dominio hay una resistencia. La asimi-lación y nutrición que busca la voluntad de poder siempre encuentra fricciones, fuerzas adversas que luchan contra el enseñoramiento de-finitivo35. En tercer lugar, se advierte, entonces, que en sentido estricto no hay una sola voluntad de poder, sino una pluralidad de ellas36. El mismo análisis sobre la fuerza que hice en la sección anterior, puede hacerse ahora sobre la noción de voluntad de poder. La necesidad de la distancia y de la distinción entre lo que domina y lo que es do-minado pone en evidencia que la voluntad de poder es múltiple. En efecto, como ya lo mencioné, el lenguaje de la voluntad de poder, o mejor el de las voluntades de poder, reemplaza al de la ontología de los instintos. La insistencia en el proceso valorativo a través del conflicto entre fuerzas interpretativas se mantiene, pero la diferencia es que ahora el contrajuego no se presenta entre los instintos y el acontecer azaroso, sino entre las múltiples voluntades de poder, esto es, entre las diferentes perspectivas vitales.

35 «La vida tendría que definirse como una forma duradera de un proceso de fijaciones de la fuerza, en el que los instintos contendores crecen desigualmente. ¿Hasta qué punto hay una resistencia aun en el acatamiento?; no se ha renunciado por ello en absoluto al poder propio. Asimismo, hay en el mandar una concesión de que el poder absoluto del adversario no ha sido vencido, incorporado, disuelto. “Acatar” y “mandar” son formas del juego de lucha» (KGW, VII-3, 36(22), 284; FP, 135).

36 «El hombre es una pluralidad de “voluntades de poder”: cada una con una pluralidad de medios de expresión y de formas» (KGW, VIII-1, 1(58), 21; FP, 145).

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Ahora bien, con la introducción de esta doctrina sobre la voluntad de acrecentamiento de la vida, Nietzsche continúa mostrando que es el ejercicio de la interpretación lo que permite la configuración de nuestra realidad. La vida como voluntad de poder transforma el acon-tecer, intenta acomodarlo a su imagen con la intención de asegurar de-terminado entorno de sentido. Lo interesante es que, con su doctrina, Nietzsche quiere destacar el hecho de que la interpretación imprime su sello con la fortaleza del avasallamiento, con la marca del dominio. La orientación que se le da a determinado fenómeno no es un proceso de conducción caracterizado por la compasión y la bondad, sino por despiadadas pretensiones de poder. Nietzsche explica con claridad la fuerza de la interpretación, en un muy sugestivo apartado de La ge-nealogía de la moral:

Que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a reali-zarse, es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el «sentido» anterior y la «finalidad» an-terior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados. (GM, II, § 12, 99-100)

La cita se ubica en el contexto de una discusión que sostiene Nietzsche sobre el origen y la finalidad de la pena. Su intención es mostrar que hay una separación radical entre la finalidad y la génesis de determinado fenómeno. Intenta mostrar esta situación señalando la fluidez del sentido, es decir, la inherente temporalidad y variabilidad del mismo. Por eso, sostiene que la utilidad de determinado órgano, pero también de cierta costumbre o de cierto uso político, es dada por la dirección que le impone una voluntad de poder, y que esta utilidad no nos dice nada sobre la génesis de dichos asuntos, ya que ella no está establecida desde un comienzo. La voluntad de poder se vuelve ama y señora del acontecer y altera su sentido. Así, la finalidad anterior es reajustada y adaptada según la trayectoria que traza el poderío consti-tuyente de la vida. En la interpretación, están en juego, entonces, unas

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«fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas inter-pretaciones, de nuevas direcciones y formas» (GM, II, § 12, 102). De esta manera, la voluntad de poder pone de manifiesto la lucha inherente a todo interpretar: la vida solo puede acrecentarse estableciendo dis-tancias, jerarquías, distinciones de rango y disputas entre intereses de dominio y fuerzas de resistencia. La configuración de la realidad no es producto de la comodidad o el bienestar, sino de la ruptura violenta con las márgenes y las identidades fijas.

De la mano con el carácter injusto de todo valorar y del matiz avasallante de toda interpretación, Nietzsche señala que el acrecen-tamiento de la vida depende de la multiplicidad de las valoraciones y del consecuente ensanchamiento de las perspectivas. Mientras que «la inercia necesita la unidad (monismo), la pluralidad de las interpreta-ciones es un signo de fortaleza» (WP, § 600, 326). Asimismo, «cada ele-vación del hombre trae consigo la superación de interpretaciones más estrechas» y, por tanto, «cada fortalecimiento e incremento de poder abre nuevas perspectivas y esto significa creer en nuevos horizontes» (WP, § 616, 330). La riqueza de sentido que da la proliferación de inter-pretaciones está relacionada aquí con la fortaleza de la vida y con su ascensión a puntos de vista más abarcantes.

En el primer capítulo, destaqué la falta de sentido histórico de la democracia y su consecuente postulación como un sistema político eterno. Esta declarada atemporalidad de la democracia se traduce, a comienzos de este capítulo, en absolutismo, cuando Nietzsche empieza a desarrollar su ontología interpretativa en los años de la publicación de Aurora. La democracia conlleva a una pobreza de sentido que re-sulta de la petrificación de un punto de vista, esto es, del desconoci-miento del carácter interpretativo de la realidad y de la postulación de la democracia como el único sistema político posible. Como lo señalé antes, para Nietzsche, la democracia comparte este absolutismo con la concepción mecánica del mundo, la moral y el cristianismo. Por eso, el carácter antiinterpretativo de la democracia, que se evidencia como pobreza de sentido, es un aspecto formal suyo que puede serle reprochado a toda perspectiva que quiera valer como única. Sin em-bargo, esta pobreza de sentido adquiere un nuevo matiz a la luz de la voluntad de poder: la pobreza de sentido es signo de debilidad de

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la vida, es el estrechamiento del propio horizonte interpretativo. La democracia trunca, por ende, el acrecentamiento de la vida como vo-luntad de poder, y esto sucede porque, como lo afirma Nietzsche, «la voluntad de poder es tan odiada en los tiempos democráticos que la completa psicología de estos tiempos parece dirigida a empequeñe-cerla y calumniarla» (KGW, VIII-3, 14(97), 65). Ya a esta altura de la crítica de Nietzsche a la democracia se empieza a observar que el pe-ligro del movimiento democrático no solo reside en su carácter formal eternizante y absolutista, sino además en sus contenidos específicos que van en contravía del incremento de poder de la vida.

En efecto, para Nietzsche, el gusto democrático y, en general, las ideas modernas se oponen por principio a la voluntad de poder que se despliega en todo acontecer. El hombre democrático no puede soportar la dureza, la violencia, el peligro y el carácter terrible que acompaña el acrecentamiento de la vida. Como ya lo he mencionado, la interpretación es el producto de constantes direccionamientos y enseñoramientos. Una fuerza vital tiene que mandar sobre otra, asi-milarla y apoderarse de ella. Pero, frente a esto, la democracia solo puede convertirse en moderno misarquismo, esto es, en el odio a todo gobierno. En palabras de Nietzsche, la idiosincrasia democrática se opone «a todo lo que domina y quiere dominar» (GM, II, § 12, 101). Esta ideología se ha enseñoreado no solo del espíritu de la época moderna, sino de «toda fisiología y doctrina de la vida» (GM, II, § 12, 101), a tal punto que aparece como adaptación y no como lucha de más poder. De este modo, niega el carácter activo y conformador de la vida. Así, la democracia, entendida más como el pensamiento de una época que como forma de gobierno, se muestra antitética al crecimiento violento y avasallante de la vida. Lo interesante es que este pensamiento es él mismo una interpretación que se apodera y enseñorea de una interpre-tación anterior. En este sentido, no debe olvidarse que la democracia es también una forma de vida que contribuye al acrecentamiento de la voluntad de poder. Por eso, lo que resulta paradójico, para Nietzsche, es que el triunfo espiritual de la democracia es el corolario de un proceso de dominación que ella misma no reconoce y que enmascara a través del discurso de la «universal y verde felicidad» (MBM, § 44, 73).

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Esta última idea sobre el ocultamiento de la voluntad de poder se hace más evidente, para Nietzsche, en la instauración de las ins-tituciones liberales. A su juicio, la libertad no debe asemejarse a la felicidad y bienestar «con que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas» (CI, «Incursiones de un intempestivo», § 38, 121). La libertad, según Nietzsche, se en-cuentra al borde del peligro y no en la explanada de la seguridad. La li-bertad es, entonces, producto de instintos que disfrutan de la guerra y de la victoria, y que dominan a otros instintos37. Es algo que «se tiene y no se tiene, que se quiere, que se conquista» (122). Hay que querer la li-bertad, y esto no es más que la puesta en primer plano de una voluntad de dominio. Sin embargo, lo que precisamente hacen las instituciones liberales es socavar la voluntad de poder. Ellas son «la nivelación de las montañas y valles elevada a la categoría de moral, vuelven cobardes, pequeños y ávidos de placeres a los hombres —con ellas alcanza el triunfo siempre el animal de rebaño—», por eso, sentencia Nietzsche, «liberalismo: dicho claramente, animalización gregaria» (121). Con estas afirmaciones, se introduce de nuevo el tema de la relación de la democracia con la igualdad y el animal de rebaño. Aunque la profun-dización en esta relación es asunto del siguiente capítulo, es impor-tante mencionar algunos puntos.

Según lo que he expuesto hasta el momento, Nietzsche considera que la democracia liberal es una idiosincrasia que anula, a través de su forma y de su discurso, la existencia de la lucha, del conflicto y del antagonismo. El discurso de la igualdad, como lo mostraré en detalle más adelante, esconde, tras sus pretensiones absolutas y universales, las diferencias fundamentales entre los seres humanos, las distancias abismales entre unos y otros y las disputas entre ellos. Las mismas instituciones liberales, según Nietzsche, se conquistan a través de la guerra, por medio de instintos no-liberales. Pero, además, la igualdad

37 La contraposición que Nietzsche presenta entre la guerra y la victoria, de un lado, y la democracia, de otro, también puede apreciarse en el siguiente fragmento póstumo: «Una sociedad que repudia definitivamente su instinto para la guerra y la conquista es una sociedad decadente, que está madura para la democracia y el régimen de tenderos…» (KGW, VIII-3, 14(192), 170; FPP, 193).

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ante la ley, pilar de la democracia liberal, «enmascara una vez más la hostilidad de los hombres de la plebe contra todo lo privilegiado y soberano» (MBM, § 22, 47). La democracia liberal, como toda otra interpretación, es resultado también de una voluntad de poder que se caracteriza por el enfrentamiento y la lucha entre fuerzas que buscan imponer su sentido sobre otras. Sin embargo, el instinto democrático busca encubrir la existencia misma de la voluntad de poder, y lo hace a través de la creación de instituciones, derechos y formas de vida que, supuestamente, pacifican todo conflicto y se erigen al margen de toda procedencia agonista.

Como ya lo he mencionado, la democracia bloquea la fluidez del sentido y rechaza la temporalidad inherente a todo interpretar de la voluntad de poder. Pero, además, como se advierte en las anteriores apreciaciones, el aire democrático se ha apoderado a tal punto de la época moderna que convierte su cultura, su mundo, su esencia, en un movimiento hostil a la vida. Por eso, Nietzsche sostiene que la democracia no se presenta «meramente como una forma de deca-dencia de la organización política, sino como forma de decadencia» (MBM, § 203, 147). Ella empequeñece la vida, rebaja su valor, la con-vierte en una vida declinante, débil, delicada y vulnerable. En otras palabras, la democracia tiene el efecto de desactivar la fuerza de cre-cimiento de la vida, de despotenciar su ampliación de perspectivas. Así, la democracia, para Nietzsche, niega el incremento de poder. Por eso, se queda en las mínimas conquistas de la felicidad y la ausencia de sufrimiento. Lo importante es la conservación, el próspero bienestar, y no la constante superación que se logra a través del desarrollo de la creatividad de la vida.

Si el ser de la vida es la interpretación, es decir, la actividad de fijar nuevos valores y sentidos para acrecentar su poder, la democracia es aquel instinto que bloquea la actividad primordial de la vida. Es el ins-tinto que busca atajar su lucha con otros instintos, la fuerza vital que paradójicamente añora que la vida no pueda desarrollarse como vida.

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La crítica al sujeto democrático y la alternativa nietzscheana

TAL COMO SE OBSERVÓ en el capítulo anterior, la democracia, para Nietzsche, después de La ciencia jovial, no es solo una forma de gobierno, sino sobre todo el espíritu de una época, una idea mo-derna que atraviesa los diferentes ámbitos de la cultura europea decimonónica. Esta idea moderna, que se asume como aeterna ve-ritas, es contraria a la temporalidad misma de todo lo que es. La democracia marcha en un sentido opuesto a la filosofía histórica porque se postula como ingénita, inmutable, en pocas palabras, como un cimiento último.

Ahora bien, al afirmar su carácter eterno, la democracia se ab-solutiza y se asume a sí misma como la única realidad. Ella avanza, entonces, en contravía del planteamiento nietzscheano, examinado en el capítulo precedente, según el cual todo hecho es ya una inter-pretación. La democracia rechaza la fluidez del sentido y, por ende, genera una pobreza en las valoraciones. Su intención es aniquilar la pluralidad interpretativa, a través del anquilosamiento de una sola interpretación. Pero esto, llevado al plano de la vida y a su ca-racterística voluntad de poder, adquiere un nuevo matiz, ya que el movimiento democrático se convierte en una forma de decadencia capaz de vaciar de potencia a la vida, de volverla débil, pequeña

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y delicada. La democracia ya no es solo una forma de gobierno decadente, sino una forma espiritual que bloquea la temporalidad interpretativa de todo impulso vital.

Con este esquemático resumen de los temas expuestos en los dos capítulos anteriores, se busca evidenciar, por lo menos, dos cuestiones que están profundamente relacionadas entre sí. En primer lugar, que al realizar una lectura filosófica de la crítica nietzscheana a la democracia se encuentra una conexión directa entre esta crítica y las doctrinas que Nietzsche desarrolla en las etapas intermedia y tardía de su obra —tales como la crítica a la metafísica, la ontología de la interpretación y la vida como vo-luntad de poder—. En segundo lugar, que el término democracia, en la obra nietzscheana, no solo tiene un componente político fundamental y específico, sino un aspecto general que lo acerca al proyecto nietzscheano más amplio de poner en cuestión la «visión moral del mundo» que ha dominado la civilización occidental. Esta visión moral no es más que la manifestación práctica del instinto metafísico de la búsqueda de un sentido último de la realidad, de un mundo verdadero, incondicionado e inmutable capaz de eri-girse como fundamento de ese otro mundo falso, cambiante y múl-tiple en el cual vivimos.

La democracia, comprendida en estos términos generales, com-parte entonces las pretensiones esencialistas y fundacionalistas de la visión moral del mundo. Por eso, para Nietzsche, también es un movimiento que caracteriza a toda una época. Así, el movimiento democrático, que tiene como padres ideológicos a Sócrates, Cristo, Lutero y Rousseau —considerados por Nietzsche como los cuatro más grandes demócratas (KGW, VIII-2, 9(25), 12)—, es una de las expresiones de un movimiento filosófico y cultural más abarcante.

Una vez que se advierte tal cercanía entre la democracia y la visión moral del mundo, se pone en evidencia que la crítica al movimiento democrático se inscribe dentro de otras inquietudes filosóficas y culturales que ocupan a Nietzsche en su obra. En este sentido, cabe destacar que, desde sus primeros escritos publicados hasta sus fragmentos póstumos de 1888, rara vez deja a un lado la pregunta sobre las condiciones que harán posible el surgimiento de

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un nuevo tipo de ser humano —que, dependiendo de la ocasión y del desarrollo de las formulaciones nietzscheanas, recibe el nombre de «genio», «espíritu libre», «hombre superior» o «superhombre» (Übermensch)—1.

Así las cosas, la crítica que Nietzsche hace a la visión moral del mundo está profundamente ligada al papel que tiene la moralidad en el advenimiento de cierto tipo de ser humano que, como se verá más adelante (cap. 3, sec. 2), logra enfrentarse a la «muerte de Dios» y liberar su capacidad de crear nuevos valores. Este ser humano se contrapone a la moral, entendida como moral de rebaño, es decir, al tipo de moral niveladora y absolutista a la que hice una breve referencia en el capítulo anterior (cap. 2, sec. 1).

Como ya he sugerido anteriormente, y como mostraré en de-talle en este capítulo, Nietzsche encuentra una profunda conexión entre la moral de rebaño y la democracia. Entre otras cosas, porque ambas comparten la misma concepción de ser humano que se en-cuentra en la base de toda unidad gregaria: el ser humano de la medianía, de la uniformidad, de la comodidad y de la debilidad.

Teniendo esto en cuenta, en la primera sección de este ca-pítulo, caracterizo lo que Nietzsche entiende por moral de rebaño, para mostrar que ella, junto con el cristianismo, produce el tipo de ser humano que se ubica en el centro del movimiento demo-crático. Este tipo de ser humano, que Nietzsche denomina «animal de rebaño», busca detener la voluntad interpretativa de la vida, a través de la abstracta igualdad democrática. Después de re-correr dicho camino, en la segunda sección, me centro en el ser humano que rechaza la moral de rebaño. Un ser humano que, en cierta medida, se perfila como un sujeto múltiple, nunca estable ni idéntico, capaz de recrearse a sí mismo y crear constantemente nuevos sentidos y valores.

La caracterización de este tipo de ser humano y el análisis de su surgimiento pondrán en evidencia la tensión presente en la alter-nativa que Nietzsche desarrolla frente al movimiento democrático.

1 Para una interesante investigación sobre la relación entre la crítica a la moral y el surgimiento de un nuevo tipo de ser humano, véase Meléndez, 2000.

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Como se verá, esta tensión se dará entre el aristócrata radical y el superhombre creador de valores, así como entre la definición de la pequeña y la «gran política».

Del animal de rebaño

al ser humano democrático

Al aplicar su filosofía histórica a la fe, Nietzsche muestra que el origen de ella se encuentra en la habituación (Angewöhnung) (HdH1, § 226, 153). La fe no es más que la habituación a principios espirituales en la que se prescinde del uso de la razón. Ahora bien, el espíritu gregario, que nunca escapa a la atención de Nietzsche, asume su posición precisamente por medio de lo que aquí se llama fe, es decir, por la continua repetición de ciertos hábitos y por su consecuente duración. En la génesis del sentido comunitario, de la asociación, se encuentra, entonces, la constante reproducción de lo habitual —a la que él llama tradición (HdH1, § 96, 87-88)—. Esta tradición se sacraliza, a través de la herencia que se acumula con el transcurrir del tiempo, y se venera cada vez más con el paso de cada nueva generación. De ahí que cuanto más se oculte la pro-cedencia de determinada tradición y cuanto más antigua sea su fundación, más será esta reverenciada. En sus palabras, «toda tra-dición se hace cada vez más respetable cuanto más remoto se hace su origen, cuanto más se olvida este» (HdH1, § 96, 87-88).

El respeto a la tradición se relaciona con el placer que pro-viene de lo habitual. Uno se siente a gusto con el hábito, siente que las costumbres son agradables y útiles. A las costumbres se les saca provecho en la medida en que se confirman con la expe-riencia, en que son muestra de estabilidad y no de cambios ines-perados. Además, las costumbres se convierten en el suelo firme para que los seres humanos sientan placer con su asociación. Ellas contribuyen a que el instinto social se derive del goce común, de la alegría compartida, del placer que al ser socializado se torna en simpatía. Para aclarar la relación entre el instinto gregario y lo habitual, Nietzsche sostiene que «una comunidad de individuos obliga a cada uno de ellos a la misma costumbre» (HdH1, § 97, 88). El sentimiento comunitario se funda, entonces, en la comodidad

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que genera la ausencia de la novedad y de la multiplicidad. A partir de la costumbre, se origina un sentimiento común de prosperidad y utilidad que vuelve necesario lo habitual. De ahí que pronto se crea que determinada costumbre es «la única posibilidad de que uno se sienta bien; el bienestar de la vida parece provenir única-mente de ella» (HdH1, § 97, 88). Incluso una costumbre que es dura y penosa debe devenir suave y agradable con el hábito porque, con el pasar del tiempo, ella es condición de la existencia y, por ende, la única costumbre posible.

En esta primera aproximación al tema del hábito y de la tra-dición se anticipa lo que Nietzsche llama en Aurora la «eticidad de la costumbre» (Sittlichkeit der Sitte). En un aforismo que lleva el mismo nombre, afirma:

Aquí, por ejemplo, tenemos una tesis principal: la eticidad no es otra cosa (por consiguiente, nada más) que la obediencia a las costumbres, cualesquiera que estas sean; pero las costumbres no son sino la forma convencional de evaluar y actuar. Allí donde no manda la tradición, no existe la eticidad; y cuanto menos esté deter-minada la vida por la tradición, más estrecho será el radio de acción de la eticidad. (A, § 9, 67)2

Como se observa en la cita, y como Nietzsche lo menciona a lo largo de este mismo aforismo, el ser humano más ético (der Sittlichste) es precisamente el que se sacrifica ante las costumbres, aquel que obedece las convenciones que con el pasar del tiempo se han endurecido, y se han vuelto habituales y estables. Estas costumbres son normas, incluso leyes, que tienen un carácter constante de coacción. La eticidad depende de esta coacción, pero, además, de la tradición, ya que esta es una autoridad superior e impersonal que ordena la sumisión frente a las costumbres.

Ahora bien, para Nietzsche, es clave señalar que frente a la autoridad de la tradición, es decir, frente a la ley y a la normalidad,

2 He modificado ligeramente la traducción. El traductor opta por traducir Sittlichkeit por moralidad en lugar de eticidad, pero este término no capta la relación y juego de palabras entre costumbre (Sitte) y eticidad (Sittlichkeit).

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surge la excepción: el ser humano libre y no-ético que actúa solo según su utilidad individual. Este ser humano realiza una ruptura con la eticidad de la costumbre, ya que se ubica por encima de sus normas. Su objetivo no es obedecer los hábitos ya instituidos, sino crear nuevas costumbres, legislar nuevas leyes. Pero este brote de acción individual ha sido siempre considerado malvado por el es-píritu gregario. La sociedad clasifica como «no-ético» y «desacos-tumbrado» a aquel individuo que desobedece la eticidad. Para la historia de la humanidad, como lo señala Nietzsche en otro afo-rismo, estos innovadores han sido siempre tachados de dementes (A, § 15, 71). No obstante, cabe señalar que este ser humano indi-vidual, imprevisto e innovador solo puede surgir de la tradición. Como se verá más adelante, es precisamente la normalidad de la costumbre la que engendra la excepción.

Por ahora es pertinente desarrollar más detalladamente la cuestión de la eticidad3. Hasta el momento, he resaltado la impor-tancia de los hábitos y las formas convencionales de actuar, así como su relación con el instinto gregario o comunitario. Sin embargo, falta mencionar que, en el fondo, cuando está hablando de costumbres, Nietzsche está pensando en cierto esquema interpretativo, en deter-minado andamiaje vital que le permite al ser humano desplegar su existencia. La eticidad de la costumbre es una especie de marco de interpretaciones, el horizonte desde donde el ser humano fija sus va-loraciones. Como mencioné en el capítulo anterior, cuando expuse la ontología de los instintos, el sentido de una pulsión se define por su inclusión dentro de estos horizontes o marcos de interpretación. Pero, como también lo mencioné, estos mismos marcos son confi-guraciones de instintos que se han solidificado: las costumbres no son más que respuestas instintivas que se vuelven hábito a través de la continua repetición de ciertos estímulos.

De esta forma, la particularidad de la eticidad de la costumbre es que ella es una configuración de instintos que se ha endurecido

3 Al ocuparse de la eticidad de la costumbre, Nietzsche dedica varios aforismos y fragmentos a los seres humanos excepcionales. Este es el tema principal de la segunda sección de este capítulo.

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y fortalecido a tal punto que olvida su procedencia. Es en este sentido en el que Nietzsche afirma que una tradición es más res-petada, cuanto más se olvida su origen (HdH1, § 96, 87-88). Las cos-tumbres dependen de la creencia en la duración y, en esa medida, tienden a eternizar los valores que en principio parecen cambiantes (A, § 27, 79). Por eso, según Nietzsche, la eticidad embrutece en la medida en que «se opone a la formación de nuevas y mejores cos-tumbres» (A, § 19, 75) En este sentido, señala que existe una ten-dencia gregaria a solidificar ciertos esquemas vitales, y afirma, a modo de ejemplo, que «la costumbre de la eticidad mantenía en pie la creencia de que toda vida íntima del hombre estaba clavada con grapas eternas a la férrea necesidad» (CJ, § 46, 59).

En conexión con esta tendencia eternizante, se encuentra la pro-pensión humana a absolutizar un solo punto de vista. También ya he anotado que la solidificación de determinada costumbre traía como consecuencia la creencia de que esta era la única posible. La eticidad de la costumbre busca eliminar la multiplicidad de normas y la po-sible variedad de esquemas de sentido. En el contexto de La ciencia jovial, lo anterior se ejemplifica a través del conflicto entre el poli-teísmo y el monoteísmo. La eticidad se muestra como enemiga del instinto de crear múltiples dioses, ya que opta por una sola norma: «el hombre». De esta última norma, se desprende el monoteísmo que postula «un dios normal, junto al cual solo puede haber dioses falsos y mentirosos» (CJ, § 143, 126). El politeísmo, por su parte, no con-sidera que la existencia de un dios sea la negación de otro dios. Por el contrario, considera que en él está

prefigurada la libertad de espíritu y la multiplicidad de espíritu de los hombres: la fuerza de producir para sí nuevos ojos y ojos propios, y de producirlos nuevos una y otra vez y cada vez más propios, de tal manera que, entre todos los animales, solo para el hombre no existen horizontes y perspectivas eternas. (CJ, § 143, 126)

La eticidad rechaza precisamente este carácter plural y cambiante de las perspectivas que el politeísmo promueve. Ella es heredera de la creencia en un «animal normal» y en un «ideal de la especie».

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En principio, este carácter eternizante y absolutista de la eti-cidad de la costumbre parece una repetición de lo ya dicho en los capítulos anteriores sobre la permanencia y fijeza de la moral, del cristianismo y de la democracia. Sin embargo, con el recorrido por la eticidad, se ponen en evidencia dos nuevos aspectos. Por un lado, que en la base de estos conceptos está una tendencia instintiva a la solidificación de determinadas costumbres. Por otro, que esta solidificación se remite, según Nietzsche, al espíritu gregario que caracteriza tanto a la asociación humana como a la animal. En efecto, las especies animales se estancan y postulan un «animal normal» como principio rector. Esto mismo lo hace el ser humano a través de sus instituciones sociales. Con esto, Nietzsche busca sugerir, precisamente, una continuidad entre el comportamiento animal y el humano. De hecho, en un aforismo de Aurora, afirma que las prácticas de la moral social humana se encuentran incluso en la escala más inferior del reino animal (A, § 26, 78). Así, sostiene que algunas prácticas de la moral social —como la precaución, la represión de las inclinaciones violentas, la ecuanimidad y el em-pequeñecimiento— son realizadas por los animales cuando estos intentan escapar de sus enemigos y buscar su alimento. En estas actividades, los animales aprenden a dominarse a sí mismos y a mimetizarse, acciones que también realiza el individuo humano cuando se confunde con la opinión predominante de su sociedad y adopta la forma de ser de su época. Lo que se pone en evidencia con estos ejemplos es la estrecha relación entre la eticidad de la costumbre y lo que Nietzsche llama, a partir de La ciencia jovial, la «moral de rebaño». El estancamiento de la eticidad, que tiene su equivalente en el reino animal, forma un tipo de moral gregaria, universal y complaciente que, para Nietzsche, se torna dominante en su época.

A partir de lo anterior, es claro que existe un sugestivo vínculo entre la eticidad de la costumbre y la moral de rebaño. De La ciencia jovial en adelante, Nietzsche menciona en pocas ocasiones la eti-cidad de la costumbre, y cuando lo hace se refiere a ella en pasado,

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como si fuera un asunto de la prehistoria de la humanidad4. Por el contrario, la moral de rebaño comienza a aparecer en algunos aforismos de su obra publicada, así como en diversos fragmentos póstumos, y se convierte en la expresión utilizada para referirse a la moral moderna. Esta diferencia parece indicar que, para él, la eticidad de la costumbre tiene dos connotaciones distintas. Por un lado, ella es el andamiaje instintivo básico de la humanidad, que, aunque desarrollado en tiempos remotos, sigue conservándose como una estructura interpretativa que se ha instalado en el ser humano como su segunda naturaleza5. Aquí, la eticidad de la costumbre se presenta como el mobiliario elemental de la huma-nidad, esto es, como el conjunto de valoraciones principales que han forjado el carácter del ser humano, y que condicionan sus há-bitos desde tiempos inmemoriales. Por otro lado, la eticidad parece ser un acumulado de costumbres que, si bien tienden a la solidifi-cación, tienen una variación histórica, pues se van incorporando lentamente a la historia de la humanidad. En este segundo sentido, la eticidad de la costumbre se presenta como una reserva de hábitos que se transforma históricamente y que da paso a nuevas confi-guraciones valorativas. De ahí que la eticidad tome, en la moder-nidad, la forma de la moral de rebaño.

4 En efecto, en un aforismo de Aurora, Nietzsche sostiene que la costumbre es el primer principio de la civilización, como si la eticidad hubiera sido el fundamento, incluso, de los pueblos bárbaros (A, § 16, 73). Asimismo, en dos lugares distintos de La genealogía de la moral, dice lo siguiente: «El ingente trabajo de lo que yo he llamado “eticidad de la costumbre” —el auténtico trabajo del hombre sobre sí mismo en el más largo periodo del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene aquí su sentido…—» (GM, II, § 2, 77). «Pero este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos periodos de tiempo de la “eticidad de la costumbre” anteriores a la “historia universal” y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad» (GM, III, § 9, 148).

5 Esta distinción nos remite una vez más a los niveles de la interpretación a los que hice referencia en el capítulo anterior (cap. 2, sec. 1).

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En el capítulo anterior, me detuve brevemente en un aforismo de Más allá del bien y del mal que sentenciaba lo siguiente: «la moral es hoy en Europa la moral de animal de rebaño» (MBM, § 202, 145). Este mismo diagnóstico de la época vuelve a ser repetido por Nietzsche en otros aforismos y fragmentos póstumos. Por ejemplo, en un fragmento de 1886 afirma lo siguiente:

A tales hombres del gran crear, a los verdaderos grandes hombres, tal y como yo lo entiendo, se los buscará hoy y posible-mente todavía por largo tiempo en vano: ellos faltan; hasta que fi-nalmente, después de mucha frustración, se tenga que empezar a comprender por qué faltan, a comprender que por ahora nada les cierra el camino de manera más hostil que lo que ahora en Europa se denomina justamente como «la moral»: como si no existiera ni pudiera existir ninguna otra —esa […] moral de animal de rebaño que con todas sus fuerzas aspira a una universal y verde felicidad de pastizal, esto es, de seguridad, inocuidad, complacencia, facilidad de vida—. (KGW, VII-3, 37(8), 306)6

En este fragmento, se evidencia que la moral de rebaño es una muralla que detiene el camino de los seres humanos del «gran crear», de los «grandes hombres». De este tema me ocuparé más adelante. Por ahora lo importante es resaltar que aquí se confirma que la moral de rebaño, entendida como la única moral, se ha apo-derado del espíritu europeo7. Es este monismo moral, que según

6 La traducción es de Germán Meléndez. Véase Meléndez, 2000: 13.7 Esta misma idea la sostiene Nietzsche, en otro fragmento póstumo de la

época: «Reflexionando sobre los medios para hacer al hombre más fuerte y más profundo de lo que ha sido hasta ahora, me pregunté y sopesé, ante todo, con ayuda de qué moral ha sido logrado esto hasta el momento. Lo primero que comprendí fue que no se puede utilizar para este fin la moral corriente en Europa de la cual los filósofos y los moralistas europeos dicen ciertamente que es la mismísima y única moral —tal unísono de filósofos es de hecho el mejor testimonio de que aquella moral prevalece realmente—. Pues esta es el verdadero instinto de rebaño, el cual solo anhela sosiego, inocuidad, ligereza de la vida e incluso tiene como anhelo último y más recóndito el de prescindir de todos los líderes y corderos conductores» (KGW, VII-3, 34(176), 198; FP, 11).

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Nietzsche prevalece en su época, el que nivela a todos los seres humanos por lo bajo, es decir, el que instala el reino de la unifor-midad y la medianía.

Para la moral de rebaño, el promedio es lo más valioso porque es ahí donde se ubica la mayoría. Las excepciones, las personas que sobresalen y sobrepasan los términos medios, tienen poco valor. Para Nietzsche, la época de las ideas modernas experimenta el triunfo de la medianía, y este triunfo, adjudicado al instinto gre-gario, «domina con la violencia de una “idea fija”» (GM, I, § 2, 38). Nietzsche reafirma explícitamente la fijeza del instinto gregario, en un fragmento póstumo:

Los ideales del animal de rebaño llegan hoy a su apogeo como la suprema posición de valor de la «sociedad». Se intenta dar a esta posición un valor cósmico, incluso metafísico. (KGW, VIII-2, 11(140), 307; FPP, 188)

La moral de rebaño alcanza un valor metafísico porque se instala en el espíritu europeo como una idea invariable, como un sistema moral eterno. Lo que ha sucedido, entonces, es que el ins-tinto gregario8 «ha logrado irrumpir, preponderar, predominar sobre todos los demás instintos» (MBM, § 202, 145). La interpretación del rebaño se ha enseñoreado de las anteriores interpretaciones, y, al desconocer que ella es solo una interpretación, se impone en la época moderna como una valoración absoluta. Ella se concibe a sí misma como la moral en sí, como la moral monolítica que anula la pluralidad de sentidos. Con la moral de rebaño, el instinto gregario se vuelve soberano, pero, además, al prevalecer sobre los otros y absolutizar su perspectiva, obstaculiza la potenciación de la vida y, por ende, es una forma decadente de vida. Como sostuve en el capítulo anterior, la moralidad es contraria a la vida porque impide

8 Nietzsche empieza a señalar los peligros del instinto de rebaño y a acuñar la expresión «humanidad gregaria» desde Humano, demasiado humano. En un aforismo titulado «Para los que desprecian la “humanidad gregaria” (Heerden-Menschheit)», afirma: «Quien considere a los hombres como rebaño [Heerde] y huya de ellos tan deprisa como pueda, esté seguro de que estos le perseguirán y le embestirán con sus cuernos» (HdH2, § 233, 80).

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su acrecentamiento. La moral, aun siendo resultado de la voluntad de poder, tiene la paradójica característica de negar todo enseñora-miento y crecimiento de la vida. Esta es, precisamente, una carac-terística fundamental de la moral de rebaño. Pero, en la medida en que esta moral anula otras morales posibles, rechaza la diversidad de tipos distintos de seres humanos y reduce así a las personas al mínimo denominador común.

Es esta supresión de la diferencia —de la multiplicidad de tipos y de sentidos— lo que, para Nietzsche, define todo instinto gregario. La moral de rebaño es una valoración de las acciones humanas que pretende eliminar al ser singular. El individuo es condenado por sus acciones personales. En estas acciones, la mo-ralidad ve solo egoísmo, ve un perjuicio al rebaño. De ahí que este tipo de moral tenga que reprimir al individuo utilizando el remor-dimiento de conciencia (CJ, § 117, 112). En la moral de rebaño, lo que cuenta no es la soledad ni la distancia, sino la cercanía que conlleva a la homogeneización. Esta comunidad moral es práctica-mente un organismo donde cada parte solo tiene valor en relación con el todo. En palabras de Nietzsche, «mediante la moral, cada individuo es aleccionado para ser una función del rebaño y para asignarse un valor solo como tal función» (CJ, § 116, 111).

Lo que se empieza a advertir con mayor claridad en el análisis de la moral de rebaño es que ella produce un cierto tipo de ser humano: «una especie empequeñecida, casi ridícula, un animal de rebaño, un ser dócil, enfermizo y mediocre, el europeo de hoy…» (MBM, § 62, 97). Así las cosas, bajo esta moral, el ser humano so-lamente puede adoptar la forma del animal de rebaño. La posible pluralidad de formas de ser de los individuos se reduce a una sola. Y esta uniformidad de la moral de rebaño trae como consecuencia la afirmación de un ideal de ser humano que se eterniza y no deja lugar para desviaciones o divergencias. Nietzsche se refiere a todo lo anterior en el siguiente aforismo:

hoy en Europa el hombre gregario presume de ser la única especie permitida de hombre y ensalza sus cualidades, que lo hacen dócil, con-ciliador y útil al rebaño, como las virtudes auténticamente humanas, es

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decir: espíritu comunitario, benevolencia, deferencia, diligencia, mo-deración, modestia, indulgencia, compasión. (MBM, § 199, 140)

El animal de rebaño es, entonces, la única especie permitida. Cuando el instinto gregario se apodera de la época moderna elimina nuevas posibilidades, diferentes actitudes, distintas ma-neras de ser. Ahora bien, es precisamente la creación gregaria de este ideal de ser humano lo que revela una relación directa entre la moral de rebaño y la democracia. A través de la democratización de Europa, se busca también mediocrizar y empequeñecer al ser humano. La democracia también es responsable del desarrollo y la preparación de ese ser humano moderado, fácilmente adaptable, impotente y mediocre que, para Nietzsche, recibe el nombre de «animal de rebaño». El movimiento democrático denomina este proceso de empequeñecimiento «civilización», «humanización» o «progreso» (MBM, § 242, 206-208). La democracia, como idea mo-derna, asemeja y nivela a los individuos, con el fin de engendrar al sujeto doméstico que, a su vez, se ubica en la base del movimiento democrático. La democracia crea al animal doméstico, pero a la vez lo instaura como su fundamento. El movimiento democrático, que, como se vio en el primer capítulo, aspira a la estabilidad y la per-manencia, necesita apoyarse en un ser humano que comparta estas aspiraciones. Por eso, Nietzsche caracteriza al animal de rebaño a partir de su inclinación a la seguridad y al confort, inclinación que a su vez se sustenta en la predisposición a la firmeza y a la inmuta-bilidad: «la tendencia del rebaño está dirigida hacia el quietismo y la preservación, no hay nada creativo en él» (WP, § 285, 162).

Ahora bien, dicha tendencia al quietismo es propia, según Nietzsche, del instinto metafísico que define al sujeto moderno. Nosotros, como seres humanos modernos, nos desconocemos a nosotros mismos (A, § 115, 132), y esto ocurre, entre otras cosas, porque nuestro lenguaje y los prejuicios que lo fundamentan nos hacen creer que conocemos a fondo cómo se producen nuestras acciones. Así, detrás de todo «hacer» siempre tenemos que postular un «ser», un agente, un sustrato que explique el origen de la acción.

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Para Nietzsche, el pueblo —que es otro nombre para el rebaño— incurre en este razonamiento cuando

separa al rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar for-taleza. (GM, I, § 13, 59)

Lo que hace el rebaño es dejarse seducir por el lenguaje, y juzgar todo acontecer según el esquema sujeto-predicado, causa-efecto. Todo lo que sucede «se relaciona predicativamente con res-pecto a algún sujeto» (KGW, VIII-1, 2(83), 99; FP, 88). De esta forma, todo efecto es una actividad que debe presuponer siempre una causa, esto es, un actor.

Nietzsche sostiene, entonces, que la creencia en la causalidad de la acción remite a la postulación de un yo que se separa de su actividad. Lo mismo sucede en términos epistemológicos cuando, por ejemplo, Descartes argumenta así: «existe el pensar, por lo tanto hay algo que piensa» (WP, § 484, 268). Para Nietzsche, hacer este tipo de razona-mientos es incurrir en un «verdadero a priori», ya que se introduce la noción lógico-metafísica de la sustancia9. En efecto, a partir de la nueva dirección que Descartes le da al término medieval subjectum, el sujeto es aquello que se encuentra en la base de todos los propios actos y contenidos intencionales. Así, como ente privilegiado, el sujeto moderno es el sustrato permanente donde descansan las cambiantes representaciones que el ser humano hace del mundo. Por ende, él es concebido como el fundamento de toda la realidad. Ciertamente, como se verá más adelante, para Nietzsche, el sujeto no es más que una ficción necesaria para la vida10. Sin embargo, cabe detenerse un

9 Por esta razón, Nietzsche sostiene, en otro aforismo póstumo, que «el concepto de sustancia es una consecuencia del concepto de sujeto: ¡no al revés!» (WP, § 485, 268).

10 Aunque este tema es tratado en la segunda sección de este capítulo, resulta relevante citar aquí un fragmento póstumo que expone de manera resumida la concepción nietzscheana del sujeto como una ficción: «Lo que me separa

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momento en dos elementos que Nietzsche resalta del sujeto moderno. El primero de ellos es el de la unidad. El sustrato que está en la base de todas las representaciones debe ser unitario, debe poder reunir en un único ente la diversidad de estados intencionales. Pero, para conservar esta unidad, es necesario que el yo sea igual a sí mismo, que preserve su identidad. Ahora bien, para mantener su identidad, el sujeto no puede desaparecer en la multiplicidad del cambio, es decir, tiene que seguir siendo idéntico a sí, esto es, ser inmutable (WP, § 488, 269-270). Entonces, el segundo elemento consiste en que el sujeto solamente es tal en la medida en que no es afectado por el siempre mutable devenir, en cuanto es un principio último y trascendente.

En el análisis del sujeto moderno, se observa claramente la misma estructura de una realidad en sí, estructura que, como se ha visto, Nietzsche desenmascara a lo largo de su obra. El error principal de la metafísica, que consiste en introducir la existencia de una «verdadera realidad» para explicar la existencia del «mundo aparente», cobra una nueva forma en la definición del sujeto mo-derno. El sujeto autoconsciente y autofundamentado es una esencia ya constituida, un fondo permanente e idéntico. Dado que este sujeto es trascendente, él no se encuentra condicionado por nada empírico ni está mediado por cuestiones históricas, sociales, culturales, etc. En otras palabras, el sujeto moderno es un modelo ideal y universal. Este modelo de ser humano es el que nos permite hablar, en términos morales, de libertad y responsabilidad, y, en términos políticos, de un sujeto abstracto e incondicionado que se organiza en sociedad, a través de relaciones de exterioridad con otros sujetos por medio de contratos o pactos intersubjetivos. Para Nietzsche, en el centro de la asociación gregaria está precisamente

fundamentalmente de los metafísicos es esto: no les concedo que sea el yo el que piensa. Tomo más bien al yo mismo como una construcción del pensar, construcción del mismo rango que “materia”, “cosa”, “sustancia”, “individuo”, “finalidad”, “número”: solo como ficción reguladora gracias a la cual se introduce y se imagina una especie de constancia y, por tanto, de “cognoscibilidad” en un mundo del devenir […]. El hecho de que hasta ahora esta ficción sea habitual e indispensable no prueba en modo alguno que no sea algo imaginado: algo puede ser condición para la vida y, sin embargo, falso» (KGW, VII-3, 35(35), 248).

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este sujeto democrático que tiene una identidad invariable y que carece de mundo histórico.

El sujeto democrático empieza a perfilarse, entonces, como una configuración política del animal de rebaño y del sujeto filosófico moderno. Del animal de rebaño, el sujeto democrático hereda la impotencia, la nivelación y la uniformidad, entendiendo por estos rasgos no solo la eliminación de la diferencia, sino la tendencia a conservar lo dado. El animal de rebaño es impotente y débil porque vive en la pobreza de sentido, en la petrificación de una sola pers-pectiva. El sujeto democrático pone en evidencia esta pobreza de sentido en la medida en que prefiere la comodidad y la seguridad al riesgo de querer superarse a sí mismo y romper con la hegemonía de la masa que lo vuelve cada vez más pequeño y mediocre. De este modo, el movimiento democrático produce seres humanos que ha-bitan en la medianía y que se convierten en meras formas de vida controlables y fácilmente administrables11.

Asimismo, el sujeto democrático nietzscheano también hereda ciertos rasgos del sujeto filosófico moderno. Así, el sujeto democrático se caracteriza igualmente por la unidad, la identidad y la interioridad, y, en el campo político, se muestra como un ser humano racional, soberano y autónomo que sale de sí para buscar asociarse con otros seres humanos que comparten sus mismos rasgos. El sujeto político moderno, autofundamentado y atomizado, constituye primero su identidad en un aislamiento abstracto, para después dar el paso hacia la creación de la comunidad política. Por esto, Nietzsche considera que el sujeto democrático, al igual que el sujeto filosófico, es un ser humano que carece de condicionamientos sociales, culturales e his-tóricos: un sujeto político aparentemente formal y neutro.

11 Esta reducción democrática de la forma de vida de rebaño a una existencia predecible y administrable puede ser considerada —en términos de Roberto Esposito— como una «biopolítica negativa». Si la biopolítica, en general, se entiende como el ingreso de la mera vida al ámbito de la política, la «biopolítica negativa» es entendida como un poder absoluto que se ejerce sobre la vida con la intención de controlarla y dominarla. Véase Esposito, 2006: 63-72.

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Como se advierte en esta caracterización del sujeto demo-crático, dicho sujeto interioriza las tendencias esencialistas y absolu-tistas de la visión moral y metafísica del mundo. Nietzsche desprecia a este sujeto democrático porque él, al fundamentarse en principios últimos y eternos, contradice el fluir y la temporalidad del sentido, con lo cual ahoga la voluntad de acrecentamiento de la vida. Pero, además, este sujeto utiliza ciertos mecanismos democráticos para lograr sus objetivos. Así, estos sujetos niveladores, que son de «gusto democrático» y de «ideas modernas», aspiran con

todas sus fuerzas a la universal y verde felicidad —prado del rebaño, llena de seguridad, libre de peligro, repleta de bienestar y de facilidad de vivir para todo el mundo—: sus dos canciones y doctrinas más repetidamente canturreadas se llaman «igualdad de derechos» y «compasión con todo lo que sufre» —y el sufrimiento mismo es considerado por ellos como algo que hay que eliminar—. (MBM, § 44, 72-73)

En este aforismo, Nietzsche ciertamente enuncia uno de los pi-lares fundamentales de la democracia y, por ende, uno de sus rasgos más distintivos: la igualdad. Este término, que para Nietzsche también es un concepto moral, se torna, en la época democrática, en un rasgo distintivo del ser humano moderno.

Como es sabido, desde la Revolución francesa, la igualdad se convierte, junto con la libertad, en uno de los bastiones de la de-mocracia liberal moderna. Por un lado, en las constituciones fran-cesas de 1791, 1793 y 1795, se impulsa la «igualdad frente a la ley», que básicamente sostiene que la ley es igual para todos los ciuda-danos y que, por tanto, todos deben ser sometidos a las mismas leyes. Por otro, en el artículo 1.º de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, se afirma que «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos»12. Aquí se ins-tituye la «igualdad de derechos», según la cual cada ciudadano

12 Para la discusión sobre la igualdad desde la Revolución francesa, véase Bobbio, 1993: 39-44.

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debe poder gozar equitativamente de los derechos fundamentales que estén consignados en determinada Constitución.

Sea la igualdad expresada en leyes o derechos, lo que, para Nietzsche, está en juego es este instrumento fundamental que posee el animal de rebaño para mediocrizar y empequeñecer a los seres humanos. Este instrumento, que alcanza su máxima expresión en el igualitarismo democrático —y que es, según Nietzsche, el concepto central de la democracia—, también tiene sus antecedentes históricos y espirituales en el movimiento cristiano. En varias oportunidades he afirmado que, para Nietzsche, «la democracia es el cristianismo naturalizado (vernatürlichte Christenthum)». Nietzsche sostiene que, dado que el cristianismo es una desnaturalización de la moral de animal de rebaño, «la democratización es una configuración más na-tural del mismo, una forma menos mentirosa» (KGW, VIII-2, 10(77), 165; FPP, 184-185). Tal como lo mencioné al presentar el análisis del aforismo 472 de Humano, demasiado humano (cap. 1, sec. 2), la demo-cracia representa, para Nietzsche, la emancipación del Estado de la religión. En efecto, Nietzsche reconoce —como también lo hicieron en su época otros pensadores, entre ellos Marx— que con la demo-cracia adviene la modernidad política en la medida en que se crea una comunidad secular que busca destruir las formas del Antiguo Régimen e instaurar el principio de igualdad. En pocas palabras, el cristianismo tiene que hacerse a un lado para que se produzca la emancipación de lo político. Sin embargo, Nietzsche también sostiene que «ha llegado el tiempo de pagar el hecho de haber sido cristianos por dos mil años» (WP, § 30, 20), lo que quiere decir que, aunque creamos que nos hemos liberado del cristianismo, lo cierto es que muchas de nuestras ideas políticas modernas tienen su raíz en dicho movimiento religioso. Por eso, dice que «el movimiento democrático constituye la herencia del movimiento cristiano» (MBM, § 202, 145) y que el cristianismo, al favorecer al hombre de rebaño, «es una pre-paración del modo de pensar democrático» (KGW, VIII-1, 2(179), 153; FPP, 177). Esta herencia se ve claramente en el principio de igualdad.

El cristianismo, al promover el odio contra la tierra y lo terreno, ha acercado los valores de la «desmundalización» y

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«desensualización» al comportamiento del ser humano. Así, ha hecho que durante dieciocho siglos domine «sobre Europa una sola voluntad, la de convertir al hombre en un engendro sublime» (MBM, § 62, 96). Ahora bien, estos seres humanos, animales de rebaño, han logrado dominar a través del principio de la «igualdad ante Dios» (MBM, § 62, 97). Según Nietzsche, este principio lleva a la ruina de la especie, ya que degenera al ser humano, lo vuelve demasiado débil. De ahí que afirme que «todas las “almas” se volvieron iguales ante Dios: ¡pero esta es precisamente la más peligrosa de todas las evaluaciones!» (WP, § 246, 142). El cristianismo nos acostumbró al concepto supersticioso del alma, a una mónada que se encarna en lo terrenal, pero cuya esencia es siempre trascendente, ya que todas las circunstancias sociales, familiares e históricas en las cuales se materializa son solo incidentales y pasajeras (WP, § 765, 401). Como se evidencia, esta noción de alma prácticamente prefigura la noción filosófica del sujeto moderno que también se encuentra por fuera de cualquier condicionamiento. Para Nietzsche, fue el cristianismo el que por primera vez invitó al individuo a ser el juez de todo, con la intención de imponer «derechos eternos contra todo lo temporal y condicionado». Así, «lo que habla aquí es algo más allá del devenir, algo que no cambia a lo largo de la historia, algo inmortal, algo divino: ¡un alma!» (WP, § 765, 401). Esta visión sustancialista del yo trajo consigo otra noción igualmente sustancial: la igualdad ante los ojos de Dios. Nietzsche sostiene que esta última noción se materializó en la política, a través del concepto de igualdad de derechos:

Otro concepto cristiano, no menos loco, ha traspasado incluso más profundamente en el tejido de la modernidad: el concepto de la «igualdad de las almas ante Dios». Este concepto proporciona el prototipo de todas las teorías sobre la igualdad de derechos: a la humanidad se le enseñó primero a tartamudear la proposición de la igualdad en un contexto religioso y solo después fue convertida en moralidad: ¡no es de extrañar que el ser humano haya terminado tomándosela seriamente, tomándosela de manera práctica! —esto es, políticamente, democráticamente, socialistamente, en el espíritu del pesimismo de la indignación—. (WP, § 765, 401)

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Así pues, es claro que la igualdad de derechos es un ejemplo destacado de la herencia cristiana de la política moderna, en ge-neral, y de la democracia, en particular13. Sin embargo, esto no quiere decir que la igualdad democrática sea una simple seculari-zación de la igualdad cristiana. La cuestión es más compleja y rica en matices, ya que, para Nietzsche, el movimiento democrático —incluyendo, claro está, sus principios fundamentales— se pre-senta como una especie de configuración política de los instintos cristianos, morales y filosófico-metafísicos. Como mostré ante-riormente, el sujeto democrático no es exactamente el animal de rebaño ni el sujeto epistémico moderno, pero tampoco es la suma de los dos, sino que es una configuración particular de estos sujetos. La mediocridad y uniformidad del rebaño confluyen junto con la incondicionalidad del sujeto filosófico en un sujeto democrático autofundamentado, aislado y siempre idéntico a sí mismo. Ahora, teniendo en cuenta el influjo de la noción cristiana del alma, se advierte que el sujeto democrático también hereda del cristianismo el rechazo a todo lo temporal y condicionado. Por eso, el sujeto democrático se presenta como una especie de mónada, como un sujeto indiviso, trascendente y, por tanto, invariable. Esta inmuta-bilidad hace que el sujeto democrático atesore las valoraciones ya establecidas y que acepte la homogeneización propia de la noción

13 Es interesante notar que tanto Cristo como Rousseau son dos de los «cuatro grandes demócratas» que mencioné en la introducción de este capítulo. En el tema específico de la igualdad, Cristo es el responsable de postular que todas las almas son iguales ante Dios, mientras que Rousseau es para Nietzsche «el primer hombre moderno, idealista y canaille en una sola persona» que contribuyó al triunfo de la «secularización» de la doctrina de la igualdad en la Revolución francesa. Al respecto, dice Nietzsche: «La farce sangrienta con que esa Revolución se representó, su “inmoralidad”, eso me importa poco: lo que odio es su inmoralidad rousseauniana —las llamadas “verdades” de la Revolución, con las que todavía sigue causando efectos y persuadiendo a ponerse de su lado a todo lo superficial y mediocre—. ¡La doctrina de la igualdad!… Pero si no existe veneno más venenoso que ese: pues ella parece ser predicada por la justicia misma, mientras que es el final de la justicia…» (CI, «Incursiones de un intempestivo», § 48, 133).

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de igualdad. La igualdad de derechos, por su parte, es claramente heredera de la igualdad ante Dios, pero lo es también de la igualdad entendida en términos de universalidad metafísica y de la igualdad niveladora del animal de rebaño. Con esto, se pone de manifiesto que la igualdad democrática es una configuración de sentido que se enseñorea de los instintos cristianos, epistémicos y morales, para darles un nuevo rumbo que, aunque conserva algunas de las ca-racterísticas de las valoraciones pasadas, busca revestirlas ahora de ciertas formas políticas. Por lo tanto, este tipo de igualdad no es solo un aspecto formal de la democracia, compartido por el cris-tianismo, la moral y la metafísica, sino que es un contenido espe-cífico de la misma. Como ya mencioné, Nietzsche considera que la igualdad de derechos es el bastión fundamental del movimiento democrático y, por ende, su doctrina distintiva.

Teniendo en cuenta lo anterior, según Nietzsche, el problema general de la igualdad democrática se debe a que la nivelación se realiza siempre por lo bajo, a que se constituye por medio del «deseo de rebajar a todos al nivel de uno» (HdH1, § 300, 185). De este modo, el igualitarismo se basa, principalmente, en asemejar todo lo otro a lo propio, en equiparar «automáticamente el ego con todos los egos» (KGW, VII-2, 25(287), 81; FPP, 168). Ciertamente, lo que le molesta a Nietzsche del concepto de igualdad democrática es, sobre todo, su fundamento sustantivo e intrínseco. La igualdad brota de la reproducción de un yo estable e idéntico a sí mismo, de un yo que trasciende cualquier contingencia o condicionamiento por parte de la experiencia. Nietzsche critica este igualitarismo abstracto porque anula toda diferencia. Criticando a John Stuart Mill, Nietzsche refuerza este punto argumentando que las masas, en la medida en que creen en la igualdad, creen consecuentemente en la equivalencia y en la reciprocidad, como si cada individuo no fuera precisamente único y singular (WP, § 926, 489)14. El problema de la abstracción, del sujeto sin mediaciones empíricas, es precisa-mente que busca encontrar un denominador común, para lograr

14 Véase también WP, § 925, 489.

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una reciprocidad entre seres humanos. Esta equivalencia iguali-taria es la que deja a un lado cualquier tipo de distinción15.

Ahora bien, Nietzsche encuentra que, en términos políticos, dicha igualdad abstracta se expresa en bastiones democrático-liberales como el sufragio universal, los derechos del hombre, el derecho al voto, el parlamentarismo y la libertad de prensa. Sin hacer una crítica específica a cada uno de estos elementos, Nietzsche los menciona en varios de sus aforismos y fragmentos, resaltando siempre su contribución al igualitario empequeñecimiento del ser humano y mostrándolos como los principales ideales del sujeto democrático. Es así como, en algunos fragmentos póstumos, Nietzsche sostiene que la igualdad de derechos y de voto es la «más usada y despreciable» (KGW, VIII-2, 11(235), 334; FPP, 188), que el sufragio universal equivale al «dominio de los hombres inferiores» (WP, § 861, 458) y que el parlamentarismo y el periodismo «son los medios a través de los cuales el animal de rebaño se convierte en señor» (KGW, VII-3, 34(177), 200; FPP, 171). Por medio de estos instrumentos de la democracia liberal, el sujeto democrático hace que todo otro sujeto pueda contar como su igual, que los talentos y poderes pertenecientes a cada individuo se anulen con el objetivo de que pueda surgir una sociedad inter pares (WP, § 783, 410).

Pero en la medida en que el ser humano se torna similar y mediocre, a través de la igualdad abstracta, también se vuelve en-fermizo y débil. Como ya lo he mencionado anteriormente, para Nietzsche, la igualdad se relaciona directamente con una des-carga pobre de fuerza, con la impotencia de la voluntad, con la in-capacidad de crear, en pocas palabras, con la disminución de la voluntad de poder. En general, la democracia «representa una des-carga de fuerzas solo a un grado muy bajo» (WP, § 762, 399), y sus instituciones «realzan la debilidad de la voluntad» (WP, § 132, 80). De manera más específica, la igualdad democrática es contraria al deseo de dominio (WP, § 283, 160) y, por tanto, la portadora de

15 En este sentido, tal igualdad democrática, rechazada por Nietzsche, es una de las armas fundamentales de una biopolítica negativa. El control y la administración de la vida, por parte de la política, se ejerce a través de este mecanismo igualitario que busca eliminar la singularidad de las formas de vida.

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los instintos de decadencia (WP, § 864, 461). Para Nietzsche, esta igualdad democrática abstracta hace parte de aquellas virtudes modernas que, impulsadas por el animal de rebaño, marcan el de-crecimiento general de la vitalidad. Este decrecimiento no es otra cosa que la expresión de la decadencia vital:

La «igualdad», un cierto asemejamiento efectivo, que en la teoría de la «igualdad de derechos» no hace otra cosa que expresarse, es parte esencial de la decadencia: el abismo entre unos hombres y otros, entre unos estamentos y otros, la multiplicidad de los tipos, la voluntad de ser uno mismo, de destacarse —eso que yo llamo el pathos de la distancia, es propio de toda época fuerte—. La tensión, la envergadura entre los extremos se hacen cada vez más pequeñas hoy —los extremos mismos se difuminan hasta acabar siendo seme-jantes…—. (CI, «Incursiones de un intempestivo», § 37, 120)

Al volver todo igual y asemejar los extremos, el resultado con-creto de la igualdad democrática es un ataque directo contra la vo-luntad de acrecentamiento de la vida. La época de la democracia es una época débil, ya que la igualdad de derechos recorta la distancia que permite el dominio y enseñoramiento que la vida ejerce sobre aquello que se le presenta. La vida no puede superarse constante-mente a sí misma porque la igualdad anula el conflicto y el anta-gonismo que hacen posible que una fuerza se convierta en ama y señora de otra. La interpretación constante de la vida requiere de diferencias de poder, de abismos, de distinciones, de lucha y no de homogeneización, uniformización y paz.

La humanidad no tiene una única tarea que realizar, no se dirige hacia una sola meta: ella «no es una totalidad: es una inex-tricable multiplicidad de procesos de vida ascendentes y descen-dentes» (WP, § 339, 184). Sin embargo, el ser humano de rebaño, el sujeto democrático que busca la nivelación y la uniformización, desea petrificar una sola perspectiva. Es así como el animal do-méstico, pilar de la democracia moderna, niega el pluralismo in-terpretativo de la voluntad de poder, para instaurar, a través de lo que Emerson llamó «el despotismo de la conformidad», lo que con Nietzsche podríamos llamar «la tiranía de la igualdad».

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El ser humano más allá de la democracia

Insistiendo en lo expuesto, hay que recordar que, siendo hijo de su tiempo, Nietzsche compartió la preocupación que la elitista intelectualidad francesa experimentó frente a los efectos culturales y espirituales de la democratización16. Nietzsche, al igual que pen-sadores como Tocqueville, desconfió de la llamada «tiranía de la mayoría» y, en general, de la tendencia niveladora de la democracia moderna que tiende a conservar lo dado en vez de subvertirlo. Ahora bien, Nietzsche no se detuvo solo en la crítica de la unifor-mización, homogeneización y empequeñecimiento generados por el movimiento democrático, sino que delineó una alternativa. Esta alternativa, como lo muestro en lo que sigue, oscila tensamente entre el ser humano aristocrático y el superhombre que siempre está en proceso de devenir otro y que afirma, a través de su creati-vidad valorativa, la diferencia y la distinción.

La inquietud por el surgimiento de un nuevo tipo de ser humano atraviesa de un extremo a otro la obra de Nietzsche. Por ejemplo, en los análisis de los aforismos de Aurora que se ocupan de la eticidad de la costumbre, se observó la presencia del «hombre libre» que es calificado de «malvado», «individual», «arbitrario» y «no-ético» porque se sitúa por encima de la costumbre (A, § 9, 67-68). Este ser humano no se sacrifica por la eticidad, no cumple lo ha-bitual y, por eso, es expulsado de la comunidad. Nietzsche describe a estos seres humanos como «existencias raras», como «espíritus originales» que llevan a cabo acciones y pensamientos individuales y que, estando al margen de la eticidad, no se someten a los hábitos dados, sino que crean nuevas costumbres.

En la época de la moral de rebaño, estos seres humanos se con-vierten en excepciones. Para el rebaño, la excepción se opone al instinto gregario y lo pone en peligro. En medio de la normalidad que produce la igualdad del rebaño, el ser humano que se diferencia de esa medianía es considerado inmoral y debe ser controlado a

16 Véase Gutiérrez, 2008: 112-113. En este artículo, Gutiérrez menciona que, desde su juventud en la Schulpforta, Nietzsche estuvo influenciado por autores como Comte, Taine, Renan, Flaubert, Stendhal y Baudelaire,

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través de la culpa. Al hacer todo demasiado igual y pequeño, la moral de rebaño instaura el odio hacia lo distinto, hacia lo inde-pendiente, hacia lo individual. Por eso, Nietzsche, ubicándose en las antípodas de este tipo de moral, tiene que aclarar que él se en-cuentra en el «otro extremo de toda ideología moderna y de todos los deseos gregarios» (MBM, § 44, 73-74). Nietzsche no quiere su-cumbir ante la nivelación de lo mediocre —ante la «arena de la humanidad»— y, de esta forma, se inclina por los inmorales seres humanos que buscan romper con el instinto de rebaño.

Ciertamente, estos seres inmorales también se constituyen como excepciones en el movimiento democrático. De hecho, para Nietzsche, la democracia puede ser definida a partir de la negación que ella hace de este tipo de seres humanos excepcionales:

La democracia representa la incredulidad en los grandes hombres y en una sociedad-élite: «cualquiera es igual a cualquiera» (Jeder ist jedem gleich), «en el fondo somos todos sin excepción ganado egoísta y plebe». (KGW, VII-2, 26(282), 222; FPP, 169)17

En este fragmento póstumo, Nietzsche se muestra nuevamente crítico del principio de igualdad, pero esta vez se centra en la falta de creencia que la democracia tiene en los «grandes hombres», en esos pocos seres humanos que, por ubicarse más allá de la masa, se pre-sentan como parte de una élite. Como ya lo he mencionado varias veces, Nietzsche rechaza la igualdad abstracta —donde un yo se equipara a cualquier otro yo— para, en contraposición, afirmar la distinción. Pero ¿qué entiende Nietzsche por esta noción? Para com-prender, en un primer momento, su noción de distinción, hay que hacer referencia a lo que llama el pathos de la distancia. Nietzsche in-troduce por primera vez esta expresión en Más allá del bien y del mal:

Sin ese pathos de la distancia que surge de la inveterada di-ferencia entre los estamentos, de la permanente mirada a lo lejos

que desconfiaban de las mayorías, de la nivelación y, en general, de las transformaciones que advenían con la democracia.

17 He modificado ligeramente la traducción. Originalmente dice “todos son iguales”, pero me parece más precisa la traducción literal: “cualquiera es igual a cualquiera”.

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y hacia abajo dirigida por la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación, asimismo permanente, en el obe-decer y el mandar, en mantener a los otros subyugados y distan-ciados, no podría surgir tampoco en modo alguno aquel otro pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constantemente la distancia dentro del alma misma, la elaboración de estados siempre más ele-vados, más raros, más lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la elevación del tipo «hombre», la continua «autosuperación del hombre», para emplear en sentido sobremoral una fórmula moral. (MBM, § 257, 232-233)

Según este aforismo, la distinción, tal como es presentada por el pathos de la distancia, está directamente relacionada con la je-rarquía. Para que exista la distinción, es necesario que se presente una diferencia de rango, una distancia entre los que mandan y los que obedecen, entre los dominantes y los dominados. Frente a la nivelación y la mediocridad del rebaño, Nietzsche aboga por el abismo entre unos hombres y otros, ya que «¡lo superior no debe degradarse a ser el instrumento de lo inferior, el pathos de la dis-tancia debe mantener separadas también, por toda la eternidad, las respectivas tareas!» (GM, III, § 14, 161). Es justamente esta se-paración entre un arriba y un abajo lo que permite el triunfo de la excepción frente a la tendencia niveladora democrática. La je-rarquía del pathos de la distancia es condición de posibilidad para que un ser humano no pueda ser intercambiable por cualquier otro y para que, entonces, pueda diferenciarse del rebaño. Incluso, en La genealogía de la moral, Nietzsche va un poco más allá de este último argumento y sostiene que es por medio de este pathos —que ahora también llama «pathos de nobleza»— que los seres poderosos pueden crear valores y acuñar nombres de valores18.

18 Dice Nietzsche: «Antes bien, fueron “los buenos” mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad!» (GM, I, § 2, 37).

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Esta insistencia en la distinción, entendida como distancia jerárquica entre poderosos y débiles, es la que parece llevar a Nietzsche a inclinarse por una posición aristocrática. Así, define la aristocracia como «la creencia en una élite humana y una casta superior», y afirma que el aristócrata considera que «en los pocos está el derecho, la inteligencia, el talento, el gobierno» (KGW, VII-2, 26(282), 222; FPP, 169). Mientras que la democracia es incrédula frente a la élite humana, la aristocracia la afirma y la necesita. Esto porque «toda elevación del tipo “hombre” ha sido hasta ahora obra de una sociedad aristocrática» (MBM, § 257, 232). En la cúspide de la pirámide social deben ubicarse los mejores, y es solo a través de la diferencia entre los mejores y todas las otras personas como puede surgir un tipo de hombre elevado, un tipo de ser humano superior. Este ser humano es capaz de darse sus propias leyes, no necesita que estas surjan de las costumbres de la masa. Además, él mira desde las alturas a sus súbditos, y solo los considera como meros medios para su grandeza.

Ahora bien, esta aristocracia nietzscheana es fundamentalmente una «aristocracia espiritual», ya que su insistencia en la división je-rárquica entre seres humanos tiene como trasfondo un problema cul-tural: el ennoblecimiento del ser humano y el advenimiento de una cultura superior, a través de la producción de tipos superiores de vida. El pathos de la distancia entre los hombres permite precisamente el surgimiento de seres humanos soberanos que, como «señores de la tierra», puedan legislar y, de ese modo, crear nuevos valores y propor-cionar una nueva meta para la humanidad. Estos tipos superiores de vida deben ser, claramente, pocos, ya que no todos los seres humanos pueden ni deben elevarse al nivel de legisladores.

Pero, para que el ser humano aristócrata pueda afirmarse como tal, no puede prescindir de la distancia, ya que es esta separación frente a todos los otros tipos de seres humanos la que lo convierte en un hombre superior. Por eso, hasta cierto punto, el aristocratismo nietzscheano no se basa en el exterminio de la casta inferior, sino en su conservación. Así, tanto el tipo solitario como el gregario son necesarios: la jerarquía y el antagonismo entre ellos tienen que pre-servarse (WP, § 886, 472-473). De hecho, aunque en el pensamiento

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de Nietzsche se evidencia un odio obsesivo contra el efecto nivelador de todo instinto de rebaño, lo cierto es que en varios de sus afo-rismos reconoce el valor que este instinto tiene para el surgimiento del hombre superior. Por ejemplo, en un aforismo de Más allá del bien y del mal afirma lo siguiente:

Las mismas condiciones nuevas bajo las cuales surgirán, ha-blando en términos generales, una nivelación y una mediocrización del hombre —un hombre animal de rebaño útil, laborioso, utili-zable y diestro en muchas cosas—, son idóneas en grado sumo para dar origen a hombres-excepción de una cualidad peligrosísima y muy atrayente. (MBM, § 242, 207)

Para que surja la excepción, se necesita partir de un estado normal. Las condiciones de la nivelación y del promedio hacen fi-nalmente posible —aunque sea involuntariamente, como lo men-ciona en otro lado Nietzsche— el advenimiento del ser humano elevado. El rebaño es un medio para el cultivo del hombre de rango superior, no una meta en sí mismo (WP, § 766, 403). Ahora bien, dado que la excepción no puede ser pensada de manera solitaria y abstraída del rebaño, la aristocracia no puede prescindir del ser humano democrático. Al final del primer capítulo mencioné que, para Nietzsche, a la altura de Humano, demasiado humano, la de-mocracia tenía un valor ambiguo. Por un lado, ella era rechazada por su carácter incondicionado y eternizante, pero, por otro, era aceptada como un error necesario. En la etapa tardía de su obra, como se ha visto, la crítica a la democracia es mucho más demo-ledora. Sin embargo, tampoco aquí olvida que el movimiento de-mocrático tiene una función imprescindible en el ascenso hacia los hombres superiores.

Aunque, en la mayoría de sus aforismos y fragmentos, Nietzsche insiste en la necesidad de generar abismos y jerarquías entre tipos distintos de seres humanos, también cabe considerar que los seres superiores crean distancias dentro de ellos mismos. En la extensa cita de Más allá del bien y del mal considerada más arriba (MBM, § 257, 232-233), Nietzsche menciona un «otro pathos misterioso» que amplía la distancia dentro del alma misma, y, en otro aforismo,

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sostiene que «ahora el “individuo” está forzado a darse su propia legislación, sus propias artes y astucias de autoconservación, au-toelevación, autorredención» (MBM, § 262, 244). De esta forma, la aristocracia espiritual nietzscheana se realiza también dentro del mismo individuo. Este establece jerarquías y distancias dentro de sí para autocrearse y autosuperarse. En pocas palabras, el ser humano superior continuamente se forma a sí mismo, dándose sus propias leyes y valores.

La consideración del aristocratismo nietzscheano en términos culturales y, especialmente, desde la perspectiva de la formación y modelación del propio carácter del individuo, ciertamente, nos aleja de aquellas interpretaciones que pueden ver rasgos premodernos en el tipo de aristocracia defendida por Nietzsche. Sin embargo, estas interpretaciones del aristocratismo nietzscheano no son la última palabra sobre el tema. De hecho, en algunos de sus textos, también se puede encontrar una versión política del aristocratismo que nos conduce directamente a interpretaciones pretotalitarias. En otro aforismo de Más allá del bien y del mal, dice lo siguiente:

Lo esencial en una aristocracia buena y sana es, sin embargo, que no se sienta a sí misma como función (ya de la realeza, ya de la comunidad), sino como sentido y como suprema justificación de estas —que acepte, por lo tanto, con buena conciencia, el sacrificio de un sinnúmero de hombres, los cuales, por causa de ella, tienen que ser rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres in-completos, en esclavos, en instrumentos—. (MBM, § 258, 234)19

En este caso, la elevación de unos pocos seres humanos a un estadio superior está condicionada por el sufrimiento e, incluso, por la eliminación de muchos. La élite, que goza de la inteligencia, del derecho y del gobierno, depende del sacrificio de un sinnúmero de seres humanos que deben ser tratados como simples medios.

19 Para la interpretación de este aforismo, tengo en cuenta la lectura que de él hace Esposito. Según su interpretación, en este aforismo se evidencia de qué manera la biopolítica nietzscheana es puesta en contacto inmediato con su reverso tanatopolítico: para el ascenso de la vida de unos es necesaria la no vida de otros. Véase Esposito, 2006: 148-160.

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El pathos de la distancia, esto es, la diferencia jerárquica de valor entre seres humanos, necesita de la esclavitud para instaurar una aristocracia sana. En un fragmento póstumo, Nietzsche refuerza esta idea cuando se pregunta «hasta qué punto el sacrificio de la libertad, incluso la esclavitud, provee la base para la emergencia de un tipo superior» (WP, § 859, 458). En otros fragmentos, este tipo superior es definido por Nietzsche como un «tipo de vida ascen-dente» que se separa de un «tipo de vida débil y decadente» (WP, § 857, 457). El tipo superior contribuye al acrecentamiento y a la potenciación de la vida, mientras que el tipo débil la degenera. Así, en la interpretación del aristocratismo nietzscheano que he venido considerando, el ser humano superior, entendido como un tipo as-cendente de vida, se separa de los seres humanos inferiores hasta el punto de rechazarlos e incluso sacrificarlos.

Hasta el momento, he buscado mostrar que la crítica a la igualdad democrática, de la cual ya me había ocupado en la primera parte de este capítulo, parece tener una relación explícita con la al-ternativa de ser humano que Nietzsche propone frente al sujeto de-mocrático. En efecto, en contraposición al discurso de la igualdad, surge el de la distinción, pero esta distinción no debe ser entendida como una pluralidad entre iguales, sino como una jerarquía o pathos de la distancia que permite trazar los lineamientos generales del ser humano elevado que, aunque surge de las condiciones de la democracia, va más allá de ella. Como ya lo mencioné, esta jerarquía puede ser entendida de manera espiritual como una distancia entre seres superiores o inferiores, como una jerarquía dentro del mismo individuo, o como una jerarquía política entre tipos de vida, donde los tipos inferiores o degenerados son instrumentalizados, esclavi-zados e, incluso, sacrificados. Como es evidente, estas formas de aristocratismo encuentran sustento textual en varios aforismos y fragmentos de la obra de Nietzsche, tanto de su obra temprana como de su obra tardía, aunque en esta última se hace un mayor énfasis en la existencia de esa casta superior de seres humanos. In-cluso, Nietzsche mismo estuvo de acuerdo con la expresión «radica-lismo aristocrático», que su contemporáneo Georg Brandes utilizó para calificar su obra: «La expresión “radicalismo aristocrático”, de

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la que se sirve usted es muy buena. Se trata, permítaseme decirlo, de la expresión más acertada que he leído hasta ahora sobre mí»20.

Como es notorio, ocultar las explícitas inclinaciones aristó-cratas de Nietzsche es tanto como querer domesticar su pensa-miento con los patrones de las ideas modernas. Sin embargo, no deja de resultar incómodo que Nietzsche, al dejarse llevar por el odio acérrimo a la masa y a la democracia, y al querer encontrar a toda costa una alternativa frente al rebaño, únicamente halle como opción la jerarquía. Lo que resulta incómodo, desde una perspectiva nietzscheana, no es tanto el enfoque aristocrático, sino la necesidad de encontrar una división definitiva, ya sea entre seres humanos o dentro del mismo individuo. Después de desen-mascarar la tendencia democrática a los principios últimos y a la postulación de un modelo ideal de ser humano, Nietzsche parece inclinarse hacia lo mismo al postular el aristocratismo radical como la única opción y al describir al hombre superior como la imagen de la élite por venir: al hacer, en últimas, afirmaciones prescrip-tivas sobre el deber ser del hombre. Esto hace que Nietzsche solo vea, como alternativa a la igualdad, el pathos de la distancia y que no explore otras maneras de concebir la distinción que no sea la separación entre tipos superiores e inferiores. Esta separación, que a veces se presenta como una jerarquía entre señores y esclavos, parece reeditar el tipo de dualismo y oposición tajante de la meta-física que Nietzsche critica desde Humano, demasiado humano. En pocas palabras, su obsesión por combatir la mediocridad y la me-dianía democrática lo conducen a mostrar una alternativa visible y concreta, aunque con ella tenga que pagar el precio de instalarse en una convicción dogmática y concluyente que busca tener una validez irrestricta y una supuesta incondicionalidad.

Teniendo en cuenta lo anterior, y atendiendo al llamado nietzscheano de la proliferación de las interpretaciones, resulta con-veniente dedicar las últimas páginas de este capítulo a pensar con Nietzsche otra manera de concebir el ser humano no-democrático y, en general, otra alternativa que no desemboque en un aristocra-

20 Citado en Ginzo Fernández, 2002: 157.

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tismo radical de ninguno de los tipos antes expuestos. Esto, se-guramente, exige en ocasiones ir más allá de Nietzsche e, incluso, ir contra sus posiciones políticas explícitas. Esta estrategia puede evitar, por un lado, la reducción de la crítica nietzscheana a la de-mocracia a su solución aristocrática y, por otro, el detenimiento del fluir interpretativo de la vida. Por eso, lo que intento hacer en las páginas siguientes es reafirmar la tesis que he sostenido a lo largo de este libro sobre la necesidad de examinar su crítica a la demo-cracia a la luz de sus doctrinas filosóficas más relevantes. Si, para Nietzsche, no hay un sentido último de la realidad, si todo hecho es ya una interpretación y si el objetivo principal de la vida es afirmar la temporalidad de todo lo que es por medio de la continua intro-ducción de valoraciones, la crítica de Nietzsche a la democracia —así como las alternativas al ser humano democrático— no debe permanecer ajena a la ontología que construye en su obra.

De esta forma, para empezar a hacer más compleja la alter-nativa que Nietzsche propone frente al animal de rebaño, cabe de-tenerse en el siguiente fragmento póstumo:

Un movimiento es incondicionado: la nivelación de la huma-nidad […]. El otro movimiento: mi movimiento: es lo opuesto, la agudización de todas las contradicciones y abismos, la supresión de la igualdad, la creatividad de lo sobrepoderoso (das Shaffen Über-Mächtiger). El primer movimiento produce al último hombre. Mi movimiento produce al superhombre. La meta no es de ningún modo concebir al último [al superhombre] como señor del primero [del último hombre]: sino que los dos tipos deben existir uno junto a otro —en lo posible separados—. (KGW, VII-1, 7(21), 252)

En este fragmento, Nietzsche introduce una vez más una al-ternativa frente a la nivelación del movimiento democrático. En el lenguaje propio de Así habló Zaratustra, sostiene que este movi-miento crea el «último hombre», nombre que designa básicamente al animal de rebaño al que tanto me he referido. En oposición a este ser humano doméstico, surge un nuevo tipo de ser humano que rechaza la igualdad, glorifica la distancia y adopta la creatividad.

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Este ser humano es denominado aquí como superhombre. Aunque este término nunca es usado por Nietzsche en los aforismos y frag-mentos que hacen referencia a la democracia, lo cierto es que el superhombre se presenta como un tipo opuesto al ser humano de-mocrático21. Pero, adicionalmente, en este fragmento, se afirma que el superhombre no debe convertirse en amo del último hombre, lo que en pocas palabras revela que, por lo menos en este escrito, Nietzsche no busca establecer una jerarquía de dominación entre los dos tipos de seres humanos.

Ahora bien, este superhombre no puede confundirse con un modelo ideal de lo que debe ser el ser humano. De hecho, el su-perhombre no tiene un carácter totalmente definido ni posee una identidad fija22. En el prólogo a Ecce homo, Nietzsche señala que la última cosa que él pretendería sería «mejorar la humanidad». Dice Nietzsche: «yo no establezco ídolos nuevos, los viejos van a aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos (“ídolos” es mi palabra para decir “ideales”) —eso sí forma ya parte de mi oficio—» (EH, Prólogo, § 2, 18). Y, más adelante, en este mismo libro, Nietzsche destaca que

la palabra «superhombre», que designa un tipo de óptima cons-titución, en contraste con los hombres «modernos», […] ha sido en-tendida como tipo «idealista» de una especie superior de hombre, mitad «santo», mitad «genio»… —Otros doctos animales con cuernos me han achacado, por su parte, darwinismo; incluso se ha redescubierto aquí el «culto a los héroes», tan duramente rechazado por mí, de aquel gran falsario involuntario e inconsciente que fue Carlyle—. (EH, «Por qué escribo yo libros tan buenos», § 1, 65)

21 Por ejemplo, en un fragmento póstumo, Nietzsche sostiene lo siguiente: «[La secreción de un excedente de lujo de la humanidad] trata de traer a la luz una especie más fuerte, un tipo superior que surge y se preserva a sí mismo bajo condiciones diferentes a las del hombre promedio. Mi concepto, mi metáfora para este tipo es, como se sabe, la palabra “superhombre”» (WP, § 866, 463).

22 «Yo conozco la palabra y el signo del superhombre. Pero no lo muestro, ni siquiera me lo muestro a mí mismo» (KGW, VII-1, 10(44), 390).

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El superhombre no puede ser definido ni como un ídolo, ni como una especie superior, ni como un héroe. Con esto, Nietzsche quiere indicar que el tipo de ser humano no-democrático no debe ser entendido como una esencia atemporal y por ende inmutable. El superhombre no es una forma ideal de subjetividad porque, preci-samente, no tiene un fondo sustancial y eterno. Este ser humano no es un proyecto acabado, sino que está constantemente en proceso de devenir: siempre está «en camino» (unterwegs)23. Así pues, el su-perhombre no se caracteriza por el quietismo y la permanencia del animal de rebaño. Pero, asimismo, tampoco se caracteriza por la unidad universal y trascendente del yo, que, como se veía ante-riormente, define al sujeto moderno. Para Nietzsche, el sujeto es una ficción porque construye una unidad imaginaria en la que, de hecho, se presenta una pluralidad interna. De esta forma, el sujeto no es una realidad sustancial y racional que se encuentra en la base de todos los propios actos y contenidos intencionales, sino una multiplicidad de fuerzas y motivos que concurren en toda acción y pensamiento. En un fragmento póstumo de 1885, Nietzsche con-sidera esta multiplicidad a manera de pregunta e hipótesis:

La suposición de un único sujeto es tal vez innecesaria; ¿tal vez es igualmente permisible asumir una multiplicidad de sujetos, cuya interacción y lucha es la base de nuestro pensamiento y de nuestra conciencia en general? […] Mi hipótesis: el sujeto como una multi-plicidad. (WP, § 490, 270)

Esta pregunta, que pone en duda la creencia en un único sujeto, empieza a cuestionar también la identidad del yo consigo mismo. Si no se parte del hecho de que el yo es una unidad ya dada y de-finida, ¿cómo puede pensarse que este yo deba permanecer igual a sí mismo con el paso del tiempo? Si el yo es una pluralidad de fuerzas, no hay un sustrato unitario que deba ser siempre idéntico. En otras palabras, Nietzsche niega la permanencia del yo a través del tiempo porque niega de entrada que haya tal cosa como una

23 Véanse los sugerentes comentarios de Schrift, 2000: 153.

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unidad a priori. En un aforismo de Más allá del bien y del mal, se evidencia más explícitamente la pluralidad del yo:

En primer término, hay que acabar también con aquel otro y más funesto atomismo, que es el que mejor y más prolongadamente ha enseñado el cristianismo, el atomismo psíquico. Permítaseme de-signar con esta expresión aquella creencia que concibe al alma como algo indestructible, eterno, indivisible, como una mónada, como un átomo: ¡esa creencia debemos expulsarla de la ciencia! Dicho entre nosotros, no es necesario en modo alguno desembarazarse por esto de «el alma» misma y renunciar a una de las hipótesis más antiguas y venerables […]. Pero está abierto el camino que lleva a nuevas for-mulaciones y refinamientos de la hipótesis del alma: y conceptos tales como «alma mortal» y «alma como pluralidad del sujeto» y «alma como estructura social (Gesellschaftsbau) de los instintos y afectos» desean tener, de ahora en adelante, derecho de ciudadanía en la ciencia. (MBM, § 12, 36)

En este crucial aforismo, Nietzsche expone la necesidad de eliminar el atomismo del alma, que es herencia del cristianismo. Acabar con la imagen del alma como algo eterno e indivisible es otra manera de decir que es forzoso acabar con la noción del sujeto como un sustrato unitario e inmutable. Por eso, la propuesta de Nietzsche es afirmar el alma como algo múltiple y como una pluralidad de instintos y afectos. En consecuencia sostiene que los actos y pen-samientos del sujeto no deben ser remitidos a un fondo sustancial y unitario, sino que estos se construyen a través de una confluencia compleja de intereses, fuerzas, sentimientos e impulsos. Por eso, en consonancia con la ontología de los instintos —expuesta en el se-gundo capítulo—, Nietzsche asevera que el sujeto tampoco es una realidad en sí con una esencia ya constituida. Por el contrario, el sujeto, al depender del contrajuego de las fuerzas orgánicas que lo constituyen, es siempre cambiante.

En Aurora, Nietzsche señala que, como seres humanos, creemos que nos conocemos a nosotros mismos porque juzgamos saber lo suficiente sobre aquellos estados del yo de los cuales te-nemos conciencia y para los cuales tenemos palabras. Sin embargo,

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pone de presente, precisamente, que con nuestra razón y nuestro lenguaje solo captamos los grados superlativos de los fenómenos internos e impulsos, mientras que los grados intermedios e infe-riores —aquellos que «tejen la tela de nuestro carácter y nuestro destino»— se nos escapan (A, § 115, 132). Con este aforismo, Nietzsche refuerza la idea de que detrás de la concepción del sujeto como centro de la razón y de la conciencia se encuentran fuerzas instintivas que, en su constante pugna, van constituyendo lo que usualmente denominamos yo. Ahora bien, hay que recordar que estas fuerzas orgánicas no son principios últimos, sino que ellas están en constante formación y contienen cierto acumulado his-tórico. Nietzsche no quiere volver a postular otro fondo sustancial de donde broten nuestras acciones y pensamientos. Por el con-trario, su intención es mostrar que tal fondo es inexistente y que lo que está presente es un conflicto entre impulsos que buscan nu-trirse, satisfacerse y descargar su energía vital.

Como es notorio, esta concepción del sujeto múltiple tiene una relación directa con la ontología de los instintos que desarrolla en su obra. Aquí también está presente la crítica a una realidad sustancial y última, así como la afirmación de la temporalidad de todo lo ente, a través de una concepción dinámica y móvil de las fuerzas vitales. Incluso, en la medida en que estas fuerzas desean incrementarse a sí mismas, el sujeto mismo puede ser definido como una multipli-cidad de voluntades de poder. Es así como, bajo la influencia de «la lucha interna entre las partes» de Roux —doctrina en la cual me detuve brevemente en el capítulo anterior—, Nietzsche sostiene que el ser viviente es un organismo en lucha, esto es, que el sujeto es un combate de poder entre pluralidades24. El conflicto entre instintos debe entenderse, entonces, como una lucha entre impulsos que quieren apoderarse de los otros. Por esta razón, el sujeto no busca la unidad estable ni la identidad, sino el constante flujo a través del intento por acrecentarse siempre a sí mismo. Nietzsche recoge estas ideas en el siguiente fragmento póstumo:

24 Véase Stiegler, 2001: 52-55.

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Conservación del individuo: es decir, suponer que una plura-lidad con las actividades más diversas quiere «conservarse», no en tanto idéntica a sí misma, sino en tanto «viviente» —en tanto ser que comanda - obedece - se nutre - crece— [«lebendig» —herrschend - gehorchend - sich ernährend - wachsend—]. (KGW, VII-2, 25(427), 120)

De este modo, lo que caracteriza a la lucha interna del sujeto es, antes que la identidad, la alteridad, la diferencia y la multipli-cidad. Los instintos combaten entre sí como fuerzas vivientes que a veces pueden gobernar, pero otras veces deben obedecer. Fuerzas que, en todos los casos, viven del deseo de acrecentar su poder. Sin embargo, este contrajuego de fuerzas que hace posible la constante alteridad del sujeto necesita de ciertas fricciones, de determinados puntos de estabilidad que le permitan afianzar sus grados de poder. La constante movilidad del yo no debe ser confundida con un vo-luntarismo sin fin o con un movimiento sin pausa. Por el contrario, la continua diferenciación del sujeto supone ciertas configuraciones estables que son las que permiten el acrecentamiento del poder. Es justamente teniendo en cuenta estas precisiones como debe enten-derse el rechazo nietzscheano al yo sustancial:

Ningún sujeto «átomo». La esfera de un sujeto que constante-mente crece o decrece, el centro del sistema que, constantemente, se desplaza […]. Ninguna «sustancia», más bien algo que en sí mismo lucha por alcanzar mayor fuerza, y que solo quiere preservarse indi-rectamente (quiere superarse a sí mismo). (WP, § 288, 270)

Al rechazar al sujeto como un átomo y como una sustancia, Nietzsche muestra que este no es un yo trascendente ni incondi-cionado. Por el contrario, este yo, al ser una pluralidad de fuerzas, está siempre mediado por la evolución y la historia instintiva. El yo no está dado de antemano, por fuera de la experiencia, sino que está constantemente constituyéndose, por medio de la herencia de instintos que se han incorporado en nosotros después de un largo proceso de evolución de la especie. Por eso, el yo está siempre por venir, es siempre algo por hacer y, en la terminología de Nietzsche, algo que continuamente quiere superarse a sí mismo. Esta supe-

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ración, mediada por la lucha instintiva, se da en un lugar en par-ticular. La constitución de nuestros actos y pensamientos, la lucha de fuerzas que los condiciona, no se da en la conciencia, sino en el cuerpo. En un fragmento póstumo, dice Nietzsche: «tomando al cuerpo de hilo conductor (Am Leitfaden des Leibes), se manifiesta una enorme multiplicidad» (KGW, VIII-1, 2(91), 104; FP, 92). El cuerpo es el lugar donde se entrecruzan los instintos. Por eso, es el topos desde donde se interpreta. El cuerpo no puede ser objetivado, ya que él es una dimensión siempre movible donde están en constante pugna las diversas fuerzas orgánicas. Ahora bien, he mencionado bastante que el yo nietzscheano se constituye por medio de diferentes instintos, muchos de los cuales ya han sido incorporados en la his-toria de la humanidad. Esto me permite señalar que, para Nietzsche, estos instintos no son propiamente fuerzas subjetivas que nos llevan a construir la realidad a nuestro antojo. Sin embargo, esto no quiere decir que en la lucha entre instintos se excluya lo que nosotros pen-samos sobre nosotros mismos. De hecho, Nietzsche asegura que la creencia sobre lo que yo mismo soy también es otra fuerza que entra en el combate entre los diferentes impulsos25.

Esta concepción del sujeto como una multiplicidad y como un combate entre fuerzas instintivas revela que la intención de Nietzsche no es solo criticar radicalmente la subjetividad moderna, sino también ofrecer otra manera de concebir el yo. Frente al sujeto racional, unitario, idéntico a sí mismo y trascendente, Nietzsche elabora la imagen de un yo que no es una unidad estable e incondi-cionada porque siempre se encuentra atravesado por la movilidad de las fuerzas orgánicas. Este yo no es, entonces, un átomo ya dado ni una sustancia fija y completa, sino un arreglo particular de instintos que, en su contingencia, está siempre en proceso de devenir. Sin em-bargo, esto no quiere decir que, en la obra de Nietzsche, se elimine por completo la idea de una individualidad única e irrepetible. Por el contrario, la lucha entre los impulsos deja abierta la posibilidad

25 «Ahora bien, nuestra opinión sobre nosotros mismos, que nos hemos formado por esta vía falsa, el llamado “yo”, trabaja desde ese momento en la construcción de nuestro carácter y de nuestro destino» (A, § 115, 132).

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de que el yo sea construido como una confluencia peculiar de ins-tintos, con la cual se configura a cierto tipo de individuo. Incluso, gran parte de la crítica de Nietzsche al sujeto moderno tiene como objetivo liberar la capacidad creativa del ser humano, para que este pueda valorar, interpretar y acrecentarse a sí mismo dándose cierta forma, modelando su propio yo. Esto es lo que Nietzsche llama «dar estilo al propio carácter», y que se define como:

¡Un arte grande y escaso! Lo ejerce aquel cuya vista abarca todo lo que de fuerzas y debilidades le ofrece su naturaleza, y luego les adapta un plan artístico hasta que cada una aparece como arte y razón, en donde incluso la debilidad encanta al ojo. Aquí se agregó una gran masa de naturaleza de segunda, allá se quitó un trozo de naturaleza de primera —en ambas ocasiones, luego de un largo ejercicio y trabajo diario con ello—. Aquí se ocultó lo feo que no se podía quitar, allá se lo reinterpretó como algo sublime […]. Por último, cuando la obra está terminada, se revela que era la coacción del mismo gusto la que dominaba y daba forma a lo grande y a lo pequeño: poco importa si era un buen o mal gusto, si se piensa que —¡basta con que sea un gusto!—. (CJ, § 290, 167)

Es justamente aquí donde se nota con mayor claridad cómo Nietzsche opone al sujeto democrático, al sujeto moderno de la identidad fija y eterna, el ser humano creador que, además de con-cebirse como una multiplicidad de fuerzas, tiene la capacidad de darse su propio estilo, es decir, de imponer un sello propio dentro de la variedad instintiva. Este ser humano, al que puede llamarse su-perhombre, no se concibe a sí mismo como algo estático y acabado, sino como una obra siempre incompleta que tiene que estar esta-bleciendo puntos de vista y configuraciones de sentido que le per-mitan desplegar su vida y formar su propia individualidad. Dicho ser humano tiene la peculiaridad de reconocerse como deudor de toda una historia instintiva que se entrecruza junto con sus propias motivaciones e intereses. Por eso, él contiene en sí mismo, dentro de la afirmación de lo propio, la diversidad de lo otro. La pluralidad no es algo exterior a sí mismo, sino que se encuentra inserta en su misma constitución como un arreglo particular de fuerzas vitales.

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Pero, asimismo, dado que la elaboración de un propio estilo nunca es una labor acabada, este ser humano vive en la contingencia, en la indeterminación, que es, para Nietzsche, característica de la vida26.

Este tipo de ser humano, que Nietzsche también presenta en su obra, no es ni el ser humano democrático ni el ser humano su-perior dominante y aristocrático. Aunque el animal de rebaño, el sujeto democrático, es el ser humano opuesto al hombre aris-tocrático, lo cierto es que ambos parecen compartir un mismo objetivo: ambos postulan un tipo ideal de ser humano. Tanto la nivelación como la excepción buscan una solución definitiva. En cambio, el superhombre, entendido como aquel que está «siempre en camino», nunca alcanza una identidad fija y eterna, nunca es un ideal. En Así habló Zaratustra, Nietzsche sostiene que el ser humano de rebaño debe ser superado por el superhombre, por aquel que es «el sentido de la tierra» (AZ, Prólogo, § 3, 36). Esta su-peración no se realiza como un total rechazo al rebaño, sino como el reconocimiento de que el sentido de estos seres humanos es pre-

26 Para muchos intérpretes de Nietzsche, es precisamente este tema de la pluralidad y la contingencia el que lo ubica en las discusiones contemporáneas de la filosofía política. Mónica Cragnolini, por ejemplo, sostiene que la construcción múltiple de la subjetividad en Nietzsche permite pensar «la otredad en uno mismo». En este caso, uno no se relaciona con lo diferente en «relación de exterioridad», sino como un «nos-otros». En contraposición al sujeto autónomo moderno, que reduce lo otro a sí mismo, en el «sujeto» nietzscheano —que ella llama «entre»— hay una cercanía sin apropiación, ya que el «entre» está en constante proceso de «des-identificación» (véase Cragnolini, 2001: 60-61). En concordancia con esta idea de la «des-identificación», Alan D. Schrift señala que el superhombre nietzscheano está siempre «en camino» y, por tanto, siempre está en proceso de devenir otro. Esta concepción del «sujeto» es central para lo que se ha llamado recientemente «democracia radical», es decir, una democracia que reivindica la diferencia y el antagonismo frente a las políticas de identidad y consenso (véase Schrift, 2000). Según la feminista Rosalyn Diprose, dejar de pensar en el sujeto en términos de una esencia fija y estable abre las puertas para postular una identidad plural que reivindica la diferencia (véase Ansell-Pearson, 1994: 185). Finalmente, Antonia Birnbaum afirma que de la crítica nietzscheana a la igualdad natural se puede inferir el concepto de la «igual indeterminación», que es la potencia heroica de la diferencia (véase Birnbaum, 2004: 226).

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cisamente el superhombre. Nietzsche quiere presentar un tipo de ser humano que se enfrenta a la muerte de Dios —a la muerte de la necesidad de postular fundamentos últimos— para liberar su capacidad creativa, su capacidad de escribir «nuevos valores en tablas nuevas» (AZ, Prólogo, § 9, 47). El superhombre es el sentido de la tierra porque no necesita de ideales para vivir, sino que, de la misma manera que configura su propio carácter, configura su propia realidad, valorando y fijando sentidos. Una vez que el ser humano llama malvadas y enemigas de sí mismo a todas esas «doc-trinas de lo Uno y lo Lleno y lo Inmóvil y lo Saciado y lo Impere-cedero», él puede forjar libremente su mundo, esto es, puede crear:

Crear —esa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida—. Mas para que el creador exista son ne-cesarios sufrimientos y muchas transformaciones. ¡Sí, muchos amargos morires tiene que haber en nuestra vida, creadores! De este modo sois defensores y justificadores de todo lo perecedero. (AZ, «En las islas afortunadas», 137)

Aquello que aquí Nietzsche adorna de metáforas, al mejor estilo del Zaratustra, no es nada diferente de lo que he intentado mostrar en este capítulo. La democracia —que, según Nietzsche, trunca la voluntad valorativa de la vida— crea y al mismo tiempo se sustenta en un tipo de ser humano mediocre y débil que prefiere «la tiranía de los hechos» a la incertidumbre propia de la constante posición de sentidos. Este ser humano nivelador y uniformizante esconde detrás de su doctrina de la igualdad la congelación de una sola perspectiva, la interrupción de la voluntad creativa de la vida. Por el contrario, el ser humano que va más allá de la democracia asume que no hay ninguna realidad sustancial y que él, al ser un entrecruzamiento de fuerzas instintivas, existe como superhombre en la medida en que no puede parar de recrearse a sí mismo y de crear su propia realidad, con lo cual afirma el dinamismo de la voluntad interpretativa de la vida.

Pero, teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cómo se relaciona la liberación creativa que experimenta el superhombre con la po-lítica? En primera instancia, la democracia, a través del principio

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de igualdad y el resto de doctrinas niveladoras, instaura las condi-ciones para que no sea posible la continua interpretación de la vida, mientras que otro tipo de política podría crear las condiciones para que el superhombre pudiera desarrollar una transvaloración de todos los valores. Frente a la uniformidad y la homogeneización inherentes al sujeto democrático, podría surgir un tipo de sujeto capaz de transformar los valores gregarios, a través de la afir-mación política de la diferencia y la distinción. En contraposición al tipo de vida controlado y administrado por la democracia, apa-recerían tipos de vida singulares que constantemente devendrían otros y se superarían a sí mismos.

Nietzsche, de hecho, considera estas dos posibilidades y les asigna dos nombres distintos. A la primera posibilidad la llama la «pequeña política», mientras que a la segunda la denomina «gran política» (MBM, § 208, 161). Esta «gran política», que apoyándose en algunos textos de Nietzsche usualmente se interpreta como una política de crueldad asociada a su aristocratismo radical27, debe ser primordialmente entendida, según mi interpretación, a partir de la caracterización de Nietzsche como un pensador impolítico28. Nietzsche merece ser clasificado bajo este término porque, como se ha hecho manifiesto a lo largo de este libro, siempre se encuentra en los márgenes de las tradicionales discusiones políticas de la modernidad. Por eso, para Nietzsche, los temas relacionados con el Estado y el Gobierno (como los partidos políticos, el funciona-miento del parlamento, la igualdad de derechos, el voto, la prensa, el sufragio universal, etc.) son asuntos de los cuales se ocupa la

27 Esta es la posición de Keith Ansell-Pearson. Este autor utiliza varios aforismos y fragmentos póstumos de Nietzsche para señalar que la gran política se nutre de la conjunción entre la legislación filosófica y el poder político. Para él, la propuesta nietzscheana de una «transvaloración de los valores» es crucial para el cultivo de la gran política. Por eso, esta es básicamente el reino aristócrata de una casta de «artistas-tiranos» que puede gobernar Europa y producir a cualquier precio una nueva humanidad. Véase Ansell-Pearson, 1994: 147-151.

28 Tal vez fue Massimo Cacciari el primero en referirse a Nietzsche como un pensador impolítico. Véase Cacciari, 1994.

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La crítica al sujeto democrático y la alternativa nietzscheana

«pequeña política». La «gran política», por su parte, observa a la política desde la perspectiva de la cultura.

A lo largo de su obra, Nietzsche privilegia la cultura sobre la política. Esto no quiere decir que la política se reduzca a la cultura, sino que son ámbitos separados e incluso antagónicos29:

La cultura y el Estado —no nos engañemos sobre esto— son an-tagonistas: el «Estado de cultura» no pasa de ser una idea moderna. Lo uno vive de lo otro, lo uno prospera a costa de lo otro. Todas las épocas grandes de la cultura son épocas de decadencia política: lo que es grande en sentido de la cultura ha sido apolítico, incluso antipo-lítico. (CI, «Lo que los alemanes están perdiendo», § 4, 86)

Aquí se torna de nuevo relevante el problema de la cultura que atraviesa la obra de Nietzsche. Como lo mencioné en el primer ca-pítulo, preocupado desde un principio por el porvenir de la cultura y por delinear las condiciones de una cultura superior, Nietzsche aboga en su juventud por renovar la cultura trágica griega en la Alemania del siglo XIX. Después, a partir de Humano, demasiado humano, Nietzsche considera que la tarea de la cultura del presente es poder vivir sin la creencia en principios últimos y absolutos, lo que se refuerza en la medida en que, en las obras posteriores, se reafirma la necesidad de una cultura que sea acorde al carácter in-terpretativo de la vida. Por esto, para Nietzsche, mientras que el Estado, como se ha visto específicamente en el caso de la demo-cracia liberal, bloquea la voluntad de acrecentamiento de la vida, la cultura la potencia. Por eso, desde el prisma de la cultura, la tarea

29 En un sugerente artículo, Vanessa Lemm se ocupa del tema de la relación entre cultura y política en la obra de Nietzsche. Allí sostiene que mientras que la política realiza una progresiva moralización y normalización de los seres humanos, la cultura se resiste a este proceso cultivando una pluralidad de diferentes formas de vida que no pueden ser institucionalizadas. Sin embargo, afirma que más fundamental que la diferencia entre cultura y política es el antagonismo que Nietzsche considera entre cultura y civilización, que, además de expresar la prioridad de la cultura sobre la política, permite distinguir entre una política de la cultura y una de la civilización. A su juicio, la primera libera a la vida animal de la normalización y de la domesticación de la civilización. Véase Lemm, 2008.

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de la «gran política» consiste en hacer posible las condiciones para que pueda liberarse la voluntad creativa de la vida. Es la «gran po-lítica» la que va más allá de la democracia y hace posible que surjan seres humanos capaces de crear nuevos valores.

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bajo la perspectiva de algunos de los problemas filosóficos de los cuales Nietzsche se ocupa en su obra, la crítica a la demo-cracia adquiere un mayor grado de complejidad y riqueza. Vista a través del lente de la crítica a la metafísica, la democracia es una forma de gobierno que se presenta como una aeterna veritas y, por tanto, como un sistema político que intenta permanecer de manera inmutable en lo ya establecido. De ahí que ella comparta con la me-tafísica la búsqueda de lo incondicionado y la consecuente imposi-bilidad de ocuparse de cuestiones de origen. En otras palabras, la democracia carece de un sentido histórico, desconoce sus propios condicionamientos y necesidades. El movimiento democrático es descrito por Nietzsche como una muralla defensiva que niega la temporalidad de lo existente, como un obstáculo que tiene como objetivo protegernos de lo cambiante (cap. 1, sec. 1). En la medida en que se fija como un punto estable, la democracia suprime toda alternativa: no solo desconoce lo que hubo antes de sí, sino que por esa misma razón se erige como la única forma de gobierno posible. En esta eternización y totalización, incluso el antagonismo es absorbido por el mismo sistema político. La oposición, como

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lo menciona Nietzsche, no tiene otra opción que enfrentarse a la democracia por vías democráticas.

En términos de la filosofía nietzscheana, la cercanía entre me-tafísica y democracia permite advertir que también esta puede ser desenmascarada por medio del filosofar histórico. Este filosofar, al remitirse a cuestiones de origen y comienzos, revela que no hay datos eternos ni verdades absolutas. Por ende, paulatinamente desmonta el poder de invariabilidad de la democracia. Como he mostrado a lo largo de este libro, Nietzsche pone de manifiesto las necesidades y condicionamientos que se entrecruzan en el surgimiento del movi-miento democrático. A la altura de Humano, demasiado humano, define la democracia a partir del concepto de soberanía popular y, por ende, como una forma de gobierno que depende directamente de la voluntad del pueblo. Al igual que otros pensadores de su tiempo, considera que con la irrupción de la soberanía popular se deslegitima el carácter religioso de la política. La democracia da, así, un paso importante hacia la secularización del Estado. Sin embargo, esta secularización no debe ser entendida como la inauguración de un movimiento totalmente distinto, como si la democracia hubiera emancipado totalmente a la política de la religión. Por el contrario, Nietzsche considera que el movimiento democrático es la herencia del cristiano y que, por tanto, en la democracia moderna sobreviven rasgos fundamentales del cristianismo. Esto se hace manifiesto, por ejemplo, en el concepto de igualdad y en la noción de sujeto (cap. 3). Por eso, puede decir o afirmar que «la democracia es el cristianismo hecho natural» (caps. 1 y 3).

De esta forma, al ofrecer una indagación genealógica de la de-mocracia, Nietzsche revela que ella es el resultado del entrecru-zamiento de diversas fuerzas orgánicas que se han incorporado en la historia de la humanidad, y que poco a poco toman otras formas a medida que un arreglo instintivo diferente se apodera de los anteriores esquemas vitales y de aquello que acontece. La genealogía manifiesta, entonces, que la democracia es una deter-minada configuración de los instintos gregarios de la especie. Es una naturalización del instinto cristiano, pero, además, una politi-zación del instinto moral y del instinto metafísico. Como se pone

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de manifiesto en el caso específico del sujeto democrático, y del concepto de igualdad que lo acompaña (cap. 3), la democracia no se reduce a los instintos anteriores ni es la simple suma de ellos, sino que es una reestructuración de estos instintos. El movimiento democrático se constituye como un entrecruzamiento de diversas perspectivas vitales. Precisamente, es por esta imposibilidad de definir la democracia desde una sola perspectiva que, sobre todo a partir de La ciencia jovial, el movimiento democrático deja de ser solo una forma de gobierno y se convierte en el espíritu de una época, en el Zeitgeist moderno. De ahí que Nietzsche, finalmente, se refiera a la democracia como un instinto que condiciona el mo-vimiento político, espiritual y social de la modernidad.

Ahora bien, cuando trata de fluidificar los pilares del movi-miento democrático y arriesga en su obra una posible interpre-tación de su genealogía, lo que Nietzsche está sugiriendo es que la democracia, al igual que la Ilustración, debe llevar a cabo un «movimiento regresivo» que le permita sacar a la luz sus propios condicionamientos e ilustrar su devenir. Es volviendo sobre sus orígenes y necesidades como la democracia puede ganar un sentido histórico y eventualmente subvertir su orden.

Así, aunque Nietzsche muestra, en Humano, demasiado humano, que la democracia, al aferrarse a la inmutabilidad, se ubica en las antípodas del filosofar histórico, esto no quiere decir que, en ese periodo de su obra, sostenga que ella deba ser radicalmente rechazada. De hecho, como todo error metafísico, el movimiento democrático es un error necesario para la vida y, además, un re-medio contra la tiranía (cap. 1). Y si bien la crítica a la democracia es mucho más contundente a partir de La ciencia jovial (caps. 2 y 3), no se puede dejar de resaltar que Nietzsche nunca desconoce la función del movimiento democrático en el despliegue de la cultura occidental. Hay que recordar que las reinterpretaciones por las que pueda atravesar la democracia siempre tendrán como punto de partida el arreglo instintivo democrático y, con anterioridad a este arreglo particular, el encuentro entre otras fuerzas vitales.

En la medida en que se reconoce que la democracia es cierto arreglo instintivo, se advierte que ella es una interpretación, esto

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es, una configuración de sentido que se constituye por medio del contrajuego entre las fuerzas vitales y las fuerzas del acontecer. Sin embargo, ella es una interpretación muy particular, ya que no se re-conoce como tal y, por el contrario, se postula como un sistema ab-soluto, una realidad en sí, invariable y única. Así, para Nietzsche, la democracia adopta un carácter absolutista que se manifiesta prin-cipalmente en su tendencia a rechazar la ontología del perspecti-vismo, que él empieza a desarrollar en la etapa media de su obra. En lugar de adoptar una concepción dinámica y contingente de la rea-lidad, la democracia se instala en formas sustanciales y estructuras fijas. En lugar de promover la proliferación de interpretaciones y la multiplicidad perspectivista, petrifica una sola interpretación y aboga por una única valoración soberana. Esta tendencia formal de la democracia —compartida también por el mecanicismo, la moral y el cristianismo— se traduce, finalmente, en una pobreza de sentido. En otras palabras, la ontología nietzscheana de los ins-tintos y del acontecer, que, al postular una concepción no-sustan-cialista de la realidad, exige ampliar la riqueza del sentido a través de la creatividad interpretativa, es enfrentada por un movimiento democrático capaz de congelar la multiplicidad perspectivista y aunar todas las valoraciones en una sola interpretación definitiva.

Dicho enfrentamiento entre la democracia y la ontología nietzscheana se agudiza aún más cuando Nietzsche introduce en su obra la doctrina de la voluntad de poder. La pobreza inter-pretativa de la democracia, desde la perspectiva de la voluntad de poder, se convierte en un empequeñecimiento de la vida (cap. 2, sec. 2). El ser de la vida es la interpretación: la incesante fijación de valores que le permiten ensanchar su horizonte y ampliar su poder. Esta ampliación se da a través del avasallamiento y del dominio, ya que la vida cuando interpreta asimila e incorpora lo otro dentro de sí. En la época democrática, este crecimiento violento y peli-groso de la vida es rechazado de plano. De ahí que el movimiento democrático termine por conservar siempre lo establecido y por desactivar la fuerza de acrecentamiento de la vida. Paradójica-mente, la democracia, siendo ella misma una forma de vida que es producto de la voluntad de poder, bloquea la actividad primordial

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de la vida. En otras palabras, el instinto democrático, que también se ha impuesto a través de la violencia y del avasallamiento, y que incluso es un escalón más en el acrecentamiento de la vida, es un instinto que, sin embargo, oculta el poderío que lo motiva, una interpretación que esconde su procedencia interpretativa y su ca-rácter también interpretante.

Desde el camino genealógico, que se inicia con la filosofía histórica, hasta la doctrina de la voluntad de poder, en la cual se afianza la ontología nietzscheana, e incluso ya en el contrajuego entre lo apolíneo y lo dionisíaco, que se describe en sus textos de juventud, Nietzsche ofrece una concepción dinámica, contra-dictoria, múltiple e inestable de la realidad. Esta concepción se escapa a la búsqueda de principios últimos, absolutos y eternos y, por tanto, al anhelo de estabilidad y unidad. En términos polí-ticos, esta concepción de la realidad se enfrenta, como se ha visto, al movimiento democrático. La democracia, como configuración instintiva del cristianismo y de la moral de rebaño, sucumbe ante la ideología metafísica del fundamento. Pero, cuando critica a la democracia por su inherente absolutismo, cuando muestra que en ella triunfa el instinto de conservación sobre el de superación, ¿no está acaso Nietzsche sugiriendo que la política debe ser pensada más allá de ese tipo de absolutismo y de esa conservación, más allá de la estabilidad y la invariabilidad de lo incondicionado? En otras palabras, ¿no abre Nietzsche un camino —aún hoy en día poco explorado— para pensar una política sin fundamento, una política desprovista de su arkhé1?

En efecto, la interpretación del pensamiento de Nietzsche que va más allá de su aristocratismo radical devela la política de la anarquía, es decir, la política sin primeros principios, sin filo-sofía primera. Esta política no-esencialista permanece siempre en la contingencia de la indeterminación. Contra los deseos de eter-

1 En un ensayo titulado «Democracia salvaje y principio de anarquía», Miguel Abensour, a fin de presentar un diálogo entre la interpretación heideggeriana de R. Schürmann y la «democracia salvaje» de C. Lefort, explora el advenimiento de una política sin fundamentos últimos. Véase Abensour, 2007.

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nidad y unidad, se revela la necesidad de un espacio público siempre cambiante y plural. La política no está definida de antemano, sino que constantemente se reinterpreta a sí misma y reconfigura sus normas de poder. Frente a la ontología del cuerpo político, que supone un primer principio rector que anula la diversidad en la unidad del soberano, surge la política como topos, como el lugar en donde se manifiestan y visibilizan las acciones y las palabras. Por eso, la política, entendida como topos y no como cuerpo, se basa en la afirmación de la pluralidad y en el reconocimiento del conflicto. Dado que en ella no triunfa un único principio definitivo y total-mente abarcante, la política es el lugar donde deben enfrentarse diversas perspectivas y donde estas perspectivas deben ser pro-movidas en lugar de aplacadas. El objetivo de este enfrentamiento no consiste en ajustar los diferentes puntos de vista a un consenso definido de antemano, ni siquiera a un consenso por venir, sino en dar vía libre a la imprevisibilidad del antagonismo e incluso al posible disenso. Por eso, este antagonismo puede conducir incluso al cuestionamiento de las mismas normas de la contienda.

La ontología nietzscheana, que tanto se opone a la democracia, se caracteriza precisamente por el contrajuego entre distintas fuerzas siempre móviles y cambiantes que buscan imponer su perspectiva. Frente a esto, Nietzsche no propone la anulación del contrajuego ni la consecución de la armonía. De hecho, esa anulación y esa armonía significarían la negación total de la vida y de su voluntad de crecer a través de la fijación de valoraciones. Por eso, desde sus escritos de juventud, Nietzsche reconoce y promueve el antagonismo a través de aquello que los griegos llamaron el agon2. En un corto texto de 1872, publicado póstumamente y titulado Homer’s Wettkampf, sostiene que los helenos reivindicaban «la lucha y la alegría de la victoria» y que, para ellos, «el combate [era] necesario para preservar la salud del Estado» (KGW, III-2, 277). Así, los griegos sublimaban los ins-

2 Emma Norman expone los orígenes griegos del agon de la siguiente manera: «El término agonismo tiene sus raíces en el antiguo agon de la dramaturgia griega. Esta es la escena de la obra de teatro en la que el coro guarda silencio y los protagonistas aparecen en el centro del escenario en una confrontación verbal». Véase Norman, 2007: 181.

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tintos más crueles a través de una buena Eris, de una discordia que se concretaba en las diferentes competiciones o contiendas que hacían parte fundamental de su cultura. Según Nietzsche, el agon griego creaba un ámbito compartido donde los diversos participantes competían por la excelencia. Este ámbito tenía dos características principales. La primera de ellas era que el agon hacía posible la ma-nifestación de los propios talentos de los competidores. Por ejemplo, para Nietzsche, aquello que tiene especial significado artístico en los diálogos platónicos es el resultado de su contienda con el arte de los oradores y sofistas de su tiempo: fue esa contienda lo que hizo a Platón un poeta, un sofista y un orador. La segunda característica del agon es que este consideraba peligroso que solo un competidor fuera el mejor. El triunfo de un único participante era precisamente la anulación de la contienda (KGW, III-2, 277).

Las anteriores apreciaciones de Nietzsche sobre el agon griego parecen una anticipación política y social de lo que después recibirá el nombre de voluntad de poder3. El agon vive del antagonismo y solo subsiste en la medida en que una fuerza, que quiere imponerse sobre otra, encuentra resistencia de parte de otra fuerza. Además, el agon se suprime con el triunfo de una sola perspectiva y con la consecuente estabilización de la contienda. Por eso, como la vo-luntad de poder, el agon debe siempre escapar a la domesticación, al instinto de conservación. De este modo, en la existencia del agon como topos del conflicto parece advertirse una manifestación po-lítica de la ontología nietzscheana.

Ahora bien, una política agonista, una política sin referencias últimas, necesita de un sujeto político sin fundamentos (cap. 3). Si Nietzsche denuncia la falta de sentido histórico de la democracia y la descubre como contraria a la ontología del perspectivismo, el sujeto que está a su base, el llamado animal de rebaño, también debe ser denunciado como un sujeto unitario e idéntico a sí mismo que absolutiza una sola interpretación y que cercena la capacidad creativa del ser humano. Este sujeto democrático se queda en la uniformidad y en la nivelación, y, por tanto, representa un tipo de

3 Véase Hatab, 2002.

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vida que se acostumbra a la medianía. Así pues, frente a este sujeto democrático debe surgir el superhombre, el sujeto nunca idéntico a sí mismo que siempre está en proceso de devenir. Este ser humano, que es una pluralidad de fuerzas, se caracteriza por la diferencia y la multiplicidad, y, dado que está siempre «en camino» o «por hacer», no es un fondo sustancial ni un yo trascendente. Este sujeto ha liberado sus capacidades interpretativas hasta el punto de poder recrearse a sí mismo, con lo cual instituye su propia forma y crea su propio estilo.

Pero ¿cómo se relaciona este sujeto, desprovisto de un arkhé, con el agon? De la crítica de Nietzsche a la democracia, e incluso yendo más allá de esta, es posible extraer algunas hipótesis. En primer lugar, la constitución del sujeto nietzscheano no solo de-pende de su pluralidad interna, sino también de la contienda de intereses, necesidades e impulsos a los que se enfrenta un yo que no está establecido de antemano. Como lo mencioné antes, en el agon griego salen a relucir los talentos de los individuos. Pero esto no quiere decir que los talentos estén dados previamente y que se hagan visibles en el conflicto, sino que el conflicto mismo permite la definición de esos talentos. En otras palabras, el sujeto político no está constituido a priori, sino que se forma en la contienda4. En segundo lugar, de lo anterior se infiere que la relación que se da entre estos «sujetos» en el agon no es una relación de exterioridad, es decir, no es una relación entre sujetos con identidades fijas. De ahí que la pluralidad agonista sea difícil de encajar en los moldes de la intersubjetividad y tenga que ser pensada desde un modelo de la diferencia donde la alteridad es parte constitutiva de lo propio.

El agon no subsiste sin la pluralidad, ya que, como se men-cionaba anteriormente, el triunfo de uno frente a los otros, significa la eliminación de la contienda. Según Nietzsche, la democracia pro-

4 En este punto, es posible encontrar una relación entre los pensamientos de Nietzsche y Hannah Arendt. Para Arendt, el yo tampoco es una esencia eterna, sino un quien siempre cambiante que se revela a sí mismo como único e irrepetible, en la esfera pública, a través de la acción y el discurso. Véase Arendt, 1993. Para una aproximación contemporánea a la relación entre Arendt y Nietzsche, véase Villa, 1996.

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mueve el triunfo de una sola perspectiva, a través de la nivelación y la homogeneización que resultan de la igualdad democrática. Los seres humanos se vuelven cada vez más pequeños en la medida en que se reduce la distancia entre ellos y lo otro solo se concibe como la reproducción idéntica de lo propio. Por eso, la crítica a la demo-cracia debe tener como principal objetivo la crítica a la igualdad y a los mecanismos igualitarios que utiliza el sujeto democrático (cap. 3). Esta crítica al igualitarismo, ciertamente, genera una tensión en su propuesta filosófica, ya que ella oscila entre la jerarquía aristo-crática —en sus diferentes expresiones— y la afirmación de la dife-rencia a través del sujeto plural y cambiante. Según mi perspectiva, para Nietzsche, la igualdad de la democracia liberal es sobre todo una igualdad abstracta que tiene un fundamento sustantivo. El igualitarismo democrático, también heredero del cristianismo y de la moral de rebaño, depende de una naturaleza fija, de un sujeto idéntico y universal que prescinde de toda mediación empírica. Esta igualdad radica en el abandono de lo concreto, de lo parti-cular, para lograr la reciprocidad universal, esto es, la equivalencia de cualquiera a cualquiera. Con esta crítica, Nietzsche no nos lleva necesariamente a pensar en una política sin igualitarismo, sin igualdad de derechos y de libertades, sino en una política que vaya más allá de la igualdad abstracta, universal y esencialista. La igualdad que se basa en principios últimos y en naturalezas fijas solo busca la «pequeña política» de la domesticación, la seguridad y la conservación. Otro tipo de igualdad, que asuma el abismo de la ausencia de todo arkhé, debe ser digna de la «gran política» y, por ende, debe posibilitar un espacio público sin ningún punto absolu-tamente estable, un espacio siempre cambiante y plural, donde se afirme la realidad de la contienda.

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Absoluto, 10, 45, 53, 72, 83 n. 35, 104 n. 11, 131, 136, 137

Acontecer (acontecimiento), 12, 59, 63-65, 68-69, 71, 73, 82-86, 102, 136

Agon, 138-140Alma, 45, 74, 107-108, 114, 116, 123Anarquía, 137Animal de rebaño, 44, 72-73, 75, 87,

91-92, 98-101, 104, 106-111, 116, 120, 122, 128, 139. Véase moral de rebaño

Apariencia, 30, 35, 65-66, 69, 74 n. 22, 75

Aristocratismo, 10, 115, 117-119, 130, 137Azar, 12, 62, 64-65, 66 n. 12, 68-69, 71,

74 n. 22, 82-83

Biopolítica, 16, 104 n. 11, 110 n. 15, 117 n. 19

Civilización, 17, 27, 90, 97 n. 4, 101, 131 n. 29

Comunidad, 13, 15, 17, 92, 100, 104, 106, 112, 117

Conflicto, 55, 83, 87-88, 95, 111, 124, 138-140

Contingencia, 109, 126, 128, 137Contractualismo (contrato social), 15,

57-58, 103Costumbre, 61, 62, 68, 84, 92-97, 112,

115. Véase eticidad de la costumbreCristianismo, 9, 21, 22, 44-45,

74-75, 85, 91, 96, 106-109, 123, 134, 136-137, 141

Cultura, 10-11, 17, 20, 22, 28, 38-39, 42, 44-47, 51, 65, 68, 76, 88, 89-90, 103-104, 112, 115, 117, 131-132, 135, 139

Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 105

Democracia liberal (moderna), 10, 13, 19, 20, 22, 40, 41, 43, 46-47, 71, 87-88, 105, 110, 111, 112, 131, 134, 141

Derechos, 10, 40-41, 88, 106, 107, 110. Véase igualdad

Devenir, 12, 27, 29, 32-37, 48, 50, 51, 55, 60, 70-74, 103, 107

Diferencia, 11, 22, 49, 87, 100, 104, 109, 112, 125, 128 n. 26, 130, 140-141. Véase distinción

Dios, 71, 74, 91, 95, 107-109, 129Distinción, 45, 83, 110, 112, 113-115,

118-119, 130. Véase diferencia

Empequeñecimiento, 19, 75, 96, 101, 110, 112, 136

Estado, 12, 14-15, 40-41, 45-46, 57-58, 106, 130, 131, 134, 138

Estilo, 127-128, 140Eterno, 28 n. 3, 31, 33, 34, 49, 51, 53, 56,

58, 66 n. 12, 75, 85, 89, 99, 105, 107, 122, 123, 134, 137

Eticidad de la costumbre, 75, 93-97, 112. Véase costumbre

Filosofía histórica, 12, 20-21, 29-39, 53-56, 60, 65, 66 n. 12, 89, 92, 137

Fuerza, 10, 21, 57, 61-64, 69-70, 78-79, 80 n. 31, 81, 83, 84, 86, 88, 95, 110-111, 125-126, 136, 139

Genealogía, 21, 35, 53-58, 60, 73, 134-135, 139

Gobierno, 21, 22, 40, 43, 45-47, 49-51, 56, 75, 86, 89, 90, 115, 117, 130, 133-135

Índice de materias

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Índice de materias

Gran política, 16-17, 22, 92, 130-132, 141Gregario (carácter, instinto, espíritu,

hombre), 44, 92, 94, 96, 99-101, 112, 115

Hábito, 62, 92-94

Idealista, 64, 68, 108 n. 13, 121Identidad, 15, 54, 70, 78 n. 27, 85,

103-104, 121-128, 140Igualdad, 10, 11, 14, 22, 41, 87, 91, 105-

111, 112, 113, 118-120, 128 n. 26, 129-130, 134-135, 141.

de derechos, 17, 22, 44, 105-111, 130, 141. Véase derechos

Ilustración, 47-48, 135Impolítico, 130Individuo, 10, 14, 15-16, 40, 45-46,

63, 69, 92, 94, 96, 100-101, 103, 107, 109-110, 117-119, 125, 127, 140

Instinto, 13, 61-65, 66 n. 12, 66, 68, 71, 73-80, 82-83, 94, 123-127, 136

Interpretación, 12-13, 21, 58, 59, 65, 66 n. 12, 68-72, 75, 82-86, 88, 89, 90, 94, 97 n. 5, 111, 119, 120, 136

Justicia, 15, 16, 57-58, 108 n. 13

Liberalismo, 40, 87

Mediocridad, 19, 42, 74, 76, 100, 101, 104, 106, 108, 110, 113, 114, 116, 119, 129

Metafísica, 15-16, 20-21, 27-28, 29-40, 45, 48, 49, 51, 53, 55, 60, 61, 65-68, 74, 80, 90, 99, 101-105, 108-109, 119, 133-137

Modernidad, 20, 43, 49, 97, 106, 107, 130, 135

Moral, 10, 16, 20-21, 27-29, 38 n. 15, 54 n. 1, 56-58, 61, 70, 72-76, 81, 85,

87, 90-91, 96-102, 105, 109, 113, 114, 134, 136.

de rebaño, 21-22, 73-74, 91, 96-101, 106, 112-113, 137, 141. Véase animal de rebaño

Nivelación (nivelar), 44, 76, 87, 91, 99, 101, 104, 105, 109, 111-116, 120, 128-130, 139, 141

Ontología, 12, 15, 16, 20-22, 59-61, 64, 65, 68, 71-72, 75, 82-83, 85, 90, 94, 120, 123-124, 136-139

Origen, 28, 30-31, 35-36, 38, 40, 46, 48-49, 53-58, 60, 67, 74, 84, 92, 95, 101, 116, 133-135

Pathos de la distancia, 111, 113-115, 118-119

Perspectivismo, 12, 21-22, 68-72, 136, 139

Pluralidad, 11, 30, 39, 45, 55, 69, 72, 78, 83, 85, 89, 99, 100, 118, 122-127, 128 n. 26, 131 n. 29, 138, 140

Poder (poderío), 10, 14, 15, 16, 21, 63, 69, 76-86, 88, 111, 114-115, 120, 124-125, 136-138, 140. Poder político, 40-42, 45-46, 56, 104 n. 11, 130 n. 27, 134

Política, 10, 11, 12, 15-17, 19, 22, 29, 41-42, 45-46, 49, 51, 58, 88, 92, 104, 106-108, 110 n. 15, 117-118, 129-132, 134, 137-141

Pueblo, 40, 42, 44-46, 50, 61, 74, 97, 102, 134

Realismo, 64, 66-68Religión, 9, 27-29, 32, 37, 38 n. 15,

45-46, 74, 106, 134Revolución francesa, 14, 105, 108

Secularización, 45, 47, 108, 134

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Índice de materias

Sentido histórico, 21, 29, 31-34, 40, 48, 51, 85, 133, 135, 139

Soberanía popular, 40, 134Sufragio universal, 10, 41, 110, 130Sujeto, 15, 22, 32, 64, 78 n. 27, 91,

101-111, 122-130, 134, 135, 139-141Superhombre, 22, 91-92, 112, 120-122,

127-130, 140Sustancia, 37, 64, 102 n. 9, 103 n 10,

125-126

Uniformidad, 44, 91, 99, 100, 104, 108, 130, 139

Valoraciones, 36-38, 55, 60, 62-63, 65, 67-68, 71, 75, 81-82, 85, 89, 94, 97, 108-109, 120, 136, 138

Verdad, 13, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 37-39, 57, 66, 72, 134

Vida, 12, 13, 14-16, 21-22, 35-38, 47, 51, 59, 74, 76-88, 89-91, 93, 95, 98-100, 103 n 10, 104, 105, 110 n. 15, 111, 115, 117 n. 19, 118, 120, 127, 129-132, 135-140

Voluntad de poder, 12, 14-15, 21-22, 28, 59, 77-90, 100, 110, 111, 124, 136-139

Yo, 78 n. 27, 102-103, 107, 109, 113, 122-127, 140

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Abel, Günter, 70 n. 17Abensour, Miguel, 137 n. 1Ansell-Pearson, Keith, 41 n. 18,

42 n. 19, 47 n. 28, 128 n. 26, 130 n. 27Arendt, Hannah, 140 n. 4

Birnbaum, Antonia, 128 n. 26Bismarck, 14, 15, 41-42Bobbio, Norberto, 40 n. 17, 105 n. 12Brandes, Georg, 118

Cacciari, Massimo, 130 n. 28Cragnolini, Mónica, 128 n. 26Cristo, 90, 108 n. 13

Darwin, Charles, 76-78, 121Deleuze, Gilles, 62 n. 10Descartes, René, 102Diprose, Rosalyn, 128 n. 26Donaldson, Ian, 20 n. 1

Emerson, 111Esposito, Roberto, 104 n. 11, 117 n. 19

Foucault, Michel, 54-55, 71, 72 n. 18

Gama, Luis Eduardo, 23, 64 n. 11, 68 n. 14, 70 n. 17, 80 n. 32

Gutiérrez, Carlos B., 23, 64 n. 11, 68 n. 14, 80 n. 32, 112 n. 16

Hatab, Lawrence J., 20 n. 2, 139 n. 3Hegel, G. W. F., 32-33, 61Heidegger, Martin, 27, 80-81, 137 n. 1Hobbes, Thomas, 19Hume, David, 55

Kant, Immanuel, 13, 19, 30, 34

Lefort, Claude, 137 n. 1Lemm, Vanessa, 131 n. 29Löwith, Karl, 32

Marx, Karl, 46 n. 27, 106Meléndez, Germán, 91 n. 1, 98 n. 6Mill, John Stuart, 13, 109Moore, Gregory, 76 n. 23, 78 n. 28 y n.

29, 79 n. 30Müller-Lauter, Wolfgang, 68 n. 14,

80 n. 32

Napoleón, Bonaparte, 14-15Nehamas, Alexander, 43Norman, Emma, 138 n. 2

Parménides, 29-30

Rée, Paul, 55Rolph, William, 78-79Rousseau, Jean-Jacques, 13, 48, 90,

108 n. 13Roux, Wilhelm, 78, 124

Schopenhauer, Arthur, 28Schrift, Alan D., 56 n. 3, 68 n. 14, 80 n.

32, 122 n. 23, 128 n. 26Schürmann, Reiner, 137 n. 1Sócrates, 90Spencer, Herbert, 55Stiegler, Barbara, 76 n. 23, 78 n. 26 y

n. 28, 124 n. 24

Tocqueville, Alexis de, 13, 112Tongeren, Paul van, 20 n. 1

Índice de nombres

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Índice de nombres

Vattimo, Gianni, 27 n. 1, 29 n. 4Villa, Dana R., 140 n. 4Voltaire, 48

Wagner, Richard, 28Wilhelm I, 41

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