el secreto del mundo
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EL SECRETO DEL MUNDO
Alicia Gutiérrez
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A Luis Canelo
Y en recuerdo de Dean Brown
Jacques Bousquet y Merchechu Nieto
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Fray Esteban de Losa estaba inquieto y no podía, por más que lo intentaba, concentrarse en su trabajo. Una y otra vez levantaba la vista para echar una ojeada a la biblioteca y comprobar que los frailes trabajaban, a pesar de los gritos que se habían escuchado en las calles durante todo el día. El recinto se volvió especialmente silencioso cuando el alboroto exterior amortiguó los ruidos, pero ninguno había intentado salir, ni siquiera hubo gestos de extrañeza ante el insólito acontecimiento. Por suerte hacía rato que había terminado; sin embargo, la biblioteca, aunque tranquila, no había recuperado su sonido habitual, todo en ella estaba demasiado quieto.
El fraile se estiró apoyando la espalda en el respaldo del sillón. Ya debía faltar poco para el toque de vísperas. Estaba deseando que terminara aquella jornada, aunque Don José Enríquez aún no había vuelto con el inventario y su tardanza le obligaría a permanecer allí más tiempo.
Incapaz de seguir con su trabajo limpió la pluma, tapó el tintero, cerró el libro de registro, se levantó cuidadosamente para no molestar a nadie, y se acercó a mirar por la ventana próxima a su pupitre. La plaza había vuelto a la normalidad. Los peregrinos volvían a entrar y salir de la iglesia para ver a la Virgen, o se apiñaban ante los puestos de venta que habían sido colocados de nuevo. Incidentes como el de aquel día no eran convenientes ni para el monasterio ni para la Puebla de Guadalupe. Necesitaban todos los ingresos. Había que continuar las obras, mantener los hospitales y atender a los peregrinos. Sólo en aquel día les habían repartido casi mil comidas.
Miró al cielo, un limpio cielo de otoño en el que se recortaban las montañas ya oscuras en aquella hora de la tarde. Oteó la lejanía buscando la silueta de los pájaros grandes con los que solían viajar los carriones. ¡Buen día habían elegido para volver! Pero no vio nada, todavía no había rastro de ellos. Sonó la campana y los frailes comenzaron a recoger el trabajo. Un murmullo de voces y cosas se levantó en la biblioteca. Entonces vio a Don José Enríquez entrar con los papeles en la mano. -‐‑ ¡Cuánto habéis tardado! Todo un día para semejante trabajo -‐‑se quejó fray Esteban cuando el joven llegó hasta él. Don José se sentó y tomó aliento. -‐‑ Hoy ha habido muchos problemas en la Puebla -‐‑dijo mirando al fraile con cara de preocupación.
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-‐‑ Eso no es cosa vuestra. Vamos, hay mucho que hacer. ¿Habéis podido contarlos a todos? -‐‑ Sí, pero no ha sido fácil con lo que estaba pasando en la calle, y no me ha dado tiempo a ordenarlos. Os habéis enterado, ¿verdad? Al menor motivo los cristianos viejos saltan y esta vez... -‐‑ Os he dicho que eso no es cosa vuestra. Empezad, tengo prisa. Don José bajó la vista a los papeles y comenzó a dictar. -‐‑ Trabajadores del monasterio: seis en el horno, cuatro en la casa del trigo, cuatro en el horno de las mujeres, cinco en la bodega, seis en la cocina mayor, otros cuatro en la cocina menor, dos en la casa de la fruta, uno para la pintura, otro en la platería, tres en la pellejería, diez en la carnicería, cuatro en el molino de aceite. ¿Qué puede pasar si las cosas se ponen mal? -‐‑preguntó levantando la vista del papel-‐‑. Aquí hay mucha gente que corre peligro. -‐‑ No os ocupéis de eso -‐‑contestó el fraile sin querer entrar al tema. José inclinó la cabeza y volvió a la lectura. -‐‑ Siete en la herrería, dos en la cámara de los viejos, uno en la casa del sacristán de las lámparas, cuatro en la carpintería. No me refiero sólo a la Puebla -‐‑interrumpió de nuevo-‐‑, también dentro del monasterio hay gente que corre peligro. Ya debe de haber aquí más monjes cristianos nuevos que viejos. El fraile echó un rápido vistazo a la biblioteca para comprobar que ya estaba vacía y nadie había escuchado aquel comentario. Luego contestó: -‐‑ No tenéis por qué preocuparos. Y seguid. No vamos a terminar nunca y el Prior quiere el trabajo para mañana. -‐‑ Diez en la tejeduría, cinco en la mayordomía, uno en el arca del agua, nueve en la hospedería, uno en el molino de cera, cinco criadoras de seda, un vidriero. Los peregrinos comentan lo que está pasando en pueblos de Castilla, y acordaos de lo que pasó en Toledo hace tres años. -‐‑ Aquello ya lo resolvió el Papa. ¡Seguid! -‐‑ Fray Esteban, tengo miedo. Yo también tengo la señal. El fraile levantó la cabeza, lo miró y suspiró recostándose en el sillón. -‐‑ Vos, ¿miedo? –preguntó con un gesto de paciencia-‐‑. ¿Por qué habríais de tenerlo? No sólo vinisteis aquí para aprender, también para estar protegido. Ése fue el encargo que le dio vuestro padre al Prior. Y no tenéis votos, podéis iros a vuestra casa cuando os plazca. -‐‑ Pero no siento miedo sólo por mí. En este monasterio hay gente que podría acabar en la hoguera. -‐‑ ¡Por Dios bendito! ¿Cómo se os ocurre pensar tal cosa?
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-‐‑ Porque cuando el odio se alborota la gente se vuelve ciega y no distingue. El mal le cierra las puertas al bien. El fraile no respondió. Lo miró, y se preguntó qué hacía Don José Enríquez en aquel monasterio. Decían que era muy hábil con las armas, tenía el don de las lenguas, y la vida lo había colocado en el único cruce donde se podrían unir los tres caminos, aunque no demostraba interés por ninguno de ellos. Parecía tímido y quería pasar inadvertido, pero se veía a la legua que era inteligente y agudo y, de vez en cuando, salía con una frase como aquella a la que él no podía poner objeciones porque decía la verdad. Apartó la vista de él para mirar hacia la ventana donde notó movimiento. Por fin llegaban los carriones y tomaban asiento en el alféizar. El fraile no pudo evitar, aunque trató de disimularlo, un sobresalto. -‐‑ ¿Os pasa algo? -‐‑preguntó José. -‐‑ No. Vamos, terminemos de una vez. -‐‑ Cuatro médicos, cinco cirujanos, tres boticarios, dos preceptores de gramática, cuatro abogados, ocho escribanos, seis músicos, un maestro de primeras letras, un recogedor de diezmos, seis barberos, tres trajinantes, un ripiero, siete sastres y un correo a Trujillo. Eso es todo lo mío. Fray Juan Gálvez me ha dado para que os lo entregue el detalle de los gastos. ¿Os lo dicto? -‐‑ Adelante –contestó el fraile mientras buscaba en el libro la página correspondiente a tales apuntes. -‐‑ En cocina, incluido el vino, 405.300 maravedíes. En telas, tejeduría y zapatería, 166.200, y en consumo de trigo 6.000 fanegas. En cuanto a las reses sacrificadas: 72 bueyes, 145 vacas, 36 terneras, 1.527 carneros, 730 ovejas, 756 corderos, 80 rebecos, 517 cabras, 820 cabritos y 199 cerdos.
-‐‑ Bueno, pues ya podéis iros -‐‑dijo el fraile levantando la vista del libro al terminar de escribir-‐‑. Si no me veis en la cena decid, por favor, que me la guarden. Me quedaré aquí hasta poner un poco de orden en todo esto. Cerrad al salir. Cuando oyó el golpe de la puerta, el fraile fue hacia la ventana en busca de los carriones. -‐‑ Bienvenidos -‐‑les dijo haciendo una inclinación de cabeza como saludo. Eran dos. Fray Esteban conocía a uno de ellos, a Mogo, porque era el tercer año que iba al monasterio, pero al otro no lo había visto nunca. Mogo estaba tan limpio y bien compuesto que no parecía acabar de llegar de un largo viaje. Tenía el pelo oscuro y lacio, perfectamente peinado hacia un lado. El chaleco impecable, y los
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pantalones atados bajo las rodillas con cordones de cuero, relucientes, igual que las albarcas. El otro debía tener la misma edad pero era muy distinto: el pelo rubio y alborotado, llevaba el saco colgando del hombro por uno de los tirantes y su ropa era desaliñada y vieja. Más que de un largo viaje parecía llegar de la guerra. Hacía ya muchos años que el fraile conocía a los carriones, pero cada vez que volvía a verlos le parecían un milagro. La realidad a veces es tan inexplicable que no vale la pena el esfuerzo de intentar comprenderla, sobre todo si te pilla desprevenido, y basta con aceptarla –pensó el fraile mirándolos-‐‑. Era difícil entender que existiera otra clase de seres humanos, igual que él, iguales a cualquier ser humano, sólo que de dos cuartas de altura y además invisibles. ¿Quién podría creer tal cosa? Él sí porque podía verlos.
Cuando era muy joven, el grupo con el que volvía al monasterio se vio envuelto en una correría y salió muy mal parado. Los moros se los llevaron a todos para pedir rescate, pero a él lo dejaron en el suelo creyendo que estaba muerto. Durante días permaneció tirado en la hierba sin poder moverse, aunque no solo, porque alguien le daba de comer y curaba sus heridas. En aquel estado no sabía si soñaba o estaba despierto pues, aunque escuchaba voces y sabiéndose atendido, no podía ver a nadie. Cuando trataron de explicárselo no lo entendió y creyó que estaba volviéndose loco. Entonces le incrustaron el pedacito de una piedra misteriosa en el lóbulo de la oreja y, gracias a la virtud de aquella piedra, los vio. Todo un pueblo. Pequeños como muñecos e invisibles para poder sobrevivir. Aceptó su hospitalidad y estuvo con ellos hasta que se repuso. Juró no decir jamás a nadie que existían, y los convenció para que le acompañaran al monasterio, pues hasta los carriones conocían la fama de la escuela de medicina de Guadalupe. Desde entonces, cada año al comenzar el otoño, dos o tres carriones iban al monasterio y permanecían allí hasta que terminaba la primavera. Su misión era aprender medicina y botánica. El viaje lo hacían montados en pájaros, pues tenían con ellos un pacto según el cual ellos los curaban y los pájaros, a cambio, los llevaban de un sitio a otro y les servían de mensajeros. -‐‑ Fray Esteban, éste es Bleid -‐‑Mogo presentó a su compañero con un ademán casi cortesano. El carrión rubio inclinó la cabeza como saludo y el fraile le respondió del mismo modo. -‐‑ Os esperaba hace horas -‐‑dijo al tiempo que los cogía de la ventana y los ponía sobre el pupitre. -‐‑ Y hace horas que llegamos, pero había mucho alboroto en la plaza y decidimos volver cuando todo estuviera tranquilo -‐‑explicó Mogo.
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-‐‑ ¿Está todo el mundo bien en la tribu? -‐‑ Todos bien, muchas gracias. Traemos para ti los mejores deseos del Rey y del Consejo de Ancianos -‐‑contestó Mogo. -‐‑ Y tú, ¿también eres aprendiz de sabio? -‐‑preguntó el fraile volviéndose a Bleid. -‐‑ Si la sabiduría se pudiera aprender, ¿crees que la encontraría aquí? -‐‑preguntó el carrión como respuesta. El fraile frunció las cejas un segundo, una respuesta instintiva como si hubiera recibido un dardo, pero de no más intensidad que la picada de un mosquito. -‐‑ Ésa es una buena pregunta -‐‑respondió-‐‑. ¿Qué te han dicho los demás carriones? ¿Creen ellos que aquí han aprendido algo? -‐‑ Sí, muchas cosas; pero lo que no sé es si son más sabios después de haberlas aprendido -‐‑contestó Bleid. -‐‑ ¡Hum! -‐‑fue todo lo que el fraile dijo con sorpresa. -‐‑ ¿Puedo ir a ver los libros? He oído hablar mucho de ellos. -‐‑ Puedes ir a donde quieras, pero procura no tocar las pinturas, estarán frescas. Bleid dio un salto hasta el suelo y se perdió en el enorme salón medio a oscuras. -‐‑ Bueno Mogo -‐‑el fraile se volvió al otro hablando en voz baja y con una mirada entre sorprendida y maliciosa-‐‑, me parece que este carrión no se parece mucho a los que he conocido hasta ahora. -‐‑ Este carrión es un conflicto -‐‑ susurró Mogo con un suspiro. El fraile lo miró con sorpresa. -‐‑ Se portará bien -‐‑puntualizó-‐‑, de eso estoy seguro. -‐‑ ¿Entonces? -‐‑ Es un estrafalario -‐‑y Mogo lo dijo despectivamente, como si la palabra englobara todo aquello que no se debía ser en la vida-‐‑. Además, no sabemos si es aprendiz de Deru o qué. -‐‑ Pues ha hablado como si lo fuera. -‐‑ No te equivoques, fray Esteban. Los aprendices de Deru cuando hablan saben lo que dicen. No basta con tener cualidades, es necesario estudiar concienzudamente y, sobre todo, hay que saber tener la boca cerrada y escuchar humildemente a los maestros. -‐‑ ¿Y éste no lo hace? –el fraile frunció el entrecejo extrañado y se acercó más a Mogo para oírlo mejor. -‐‑ Habla cuando le parece y dice sin pensar lo primero que se le ocurre. Discute con los ancianos y el Deru de la tribu. Le amenazaron... -‐‑ Abrevia -‐‑le pidió el fraile sonriendo. Mogo se explicaba muy bien, lo malo era que le gustaba.
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-‐‑ “Aprenderé lo que tenga que aprender y no sé cómo vosotros podréis impedirlo”. Eso fue lo que les dijo cuando lo amenazaron con expulsarlo de las clases por sus preguntas impertinentes. -‐‑ ¡Hum! -‐‑El fraile sonrió. Mogo era tan serio, educado y circunspecto que la presencia del otro, desaliñado y rebelde, le debía caer como un castigo. -‐‑ Y eso no es todo -‐‑continuó el carrión-‐‑. Se marchó solo a Salamanca tres años y ni siquiera pidió permiso. Bueno, dejó una nota escrita, eso sí. -‐‑ ¿A Salamanca? -‐‑ Sí, a la universidad. -‐‑ La elección fue buena. ¿Y qué estudió? -‐‑ Eso es lo malo, que no lo sabemos. Un día apareció de pronto y dio las buenas tardes como si no se hubiera ido. Nunca supimos qué aprendió ni qué hizo allí. -‐‑ La cosa no parece tan mala puesto que volvió -‐‑comentó el fraile quitándole importancia y queriendo dar por zanjado el tema, pero el carrión insistió: -‐‑ Lo es. Jamás un carrión se ha marchado solo a ningún sitio, y menos sin permiso. Se toma libertades que son inadmisibles. No entiendo por qué se lo consienten. -‐‑ Vamos Mogo, no puede ser para tanto. Además, seguro que pagó su osadía. -‐‑ No. El Deru dijo que no comprendía bien su mente y que, tal vez, él no comprendiera el castigo y entonces sería un castigo inútil. -‐‑ Es sabio vuestro Deru, en verdad -‐‑dijo el fraile con admiración. -‐‑ Pero los ancianos no estaban de acuerdo. Para vivir en paz y orden es necesario respetar las normas, incluso aunque no se comprendan, eso dijeron. -‐‑ Tenían razón -‐‑asintió fray Esteban. -‐‑ Lo disculparon por sus pocos años y se conformaron con una buena amonestación. Han decidido que venga aquí. Pensaron que tú le enseñarías un poco de disciplina. Le gusta mucho el estudio, aunque no tenemos claro qué saca de él. -‐‑ Vaya, vaya, vaya... -‐‑ Dime, fray Esteban, ¿qué ha sucedido en el pueblo? Hemos visto grupos de gente con palos agredir a otros, y los sacaban de sus casas a la fuerza. -‐‑ Conflictos, serios conflictos. Los cristianos viejos han atacado la judería, y luego a los cristianos nuevos. -‐‑ ¿A otros cristianos?
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-‐‑ Sí, a los judíos conversos o cristianos nuevos. Dicen que su conversión es fingida y que, gracias a ella, están obteniendo puestos públicos y otras ventajas. Y los judíos a veces se exceden en sus préstamos hasta la usura, que los cristianos no pueden pagar. Y mucho odio de mucho tiempo. Como un barril de pólvora que a la menor chispa explota. Hoy nos ha tocado a nosotros. -‐‑ ¿Es cierto que los cristianos no pagan sus deudas? –preguntó extrañado el carrión como si tal cosa fuera imposible. -‐‑ Alguno habrá –contestó lacónico fray Esteban-‐‑. La cosa es que los cristianos viejos acusan a los nuevos de practicar su antigua religión a escondidas, y eso está penalizado con la hoguera. -‐‑ Tendrán pruebas –supuso Mogo. -‐‑ O sí, o no. ¿Quién sabe? –se oyó la voz de Bleid bajo el pupitre-‐‑. Tal vez alguno trate de librarse de una deuda eliminando al prestamista. -‐‑ Bueno, para eso tienen tribunales que aclararán si esas cosas son ciertas o no -‐‑concluyó Mogo dando por terminada la cuestión. -‐‑ ¡En casa del herrero pon tus barbas a remojar! –respondió Bleid. Al oírlo el fraile estalló en una carcajada. -‐‑ Parece que ése es el tipo de cosas que aprendió en Salamanca -‐‑dijo Mogo entre dientes y con retintín. -‐‑ “En casa del herrero cuchillo de palo”; y “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar”. Así es como se dice -‐‑explicó el fraile todavía riendo. -‐‑ A buen entendedor… -‐‑y Bleid lo miró torciendo la sonrisa. -‐‑ ¡Huuum! Bueno, vamos a la cocina que estaréis hambrientos. Ya nos iremos conociendo.
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2 Un mozo de la portería entró en la biblioteca y, aunque nadie reparó en él, se quitó el gorro e inclinó la cabeza para dar los buenos días sin abrir la boca. Entrar allí le daba casi tanto respeto como entrar en la iglesia. Buscaba a Don José Enríquez. Con el gorro en la mano siguió por el pasillo entre los pupitres tratando, no ya de no molestar, sino de que a ser posible ni le vieran. Y por no hacer ruido iba lentamente y de reojo miraba los libros donde trabajaban los frailes. Apenas si conseguía ver las letras dibujadas con preciosas tintas. Él sabía que además de las letras, los frailes pintaban para adornar los libros; y le habían dicho que en un trozo no más grande que un maravedí, alguno era capaz de pintar la Pasión del Señor completa. Llegó ante el pupitre de José y le hizo un gesto con la cabeza indicándole que saliera. El joven tapó el tintero y lo siguió. -‐‑ Hay un mercader abajo que desea veros. Está en la platería –dijo el mozo en un susurro a pesar de estar ya fuera de la biblioteca. -‐‑ ¿Lo conocéis? -‐‑ No. Dice que es de Granada y yo creo que es judío. José echó a correr escaleras abajo. Cruzó el patio, el pasillo lateral de la cocina, salió al patio de los proveedores y, desde allí, se coló por la callejuela interior donde estaban los talleres. El platero avisó al desconocido, oculto en un rincón, cuando vio entrar a José,. -‐‑ ¿Qué deseáis de mí? -‐‑le preguntó. -‐‑ Os traigo un mensaje de vuestra familia –contestó el desconocido. Al escucharlo el platero, discretamente, salió del taller. El judío esperó un instante hasta comprender que el hombre ya no podía oírles y comenzó a hablar en hebreo. -‐‑ Es muy urgente, mi señor -‐‑dijo mientras extraía del interior de su vestido una cartera plana de cuero duro de la que sacó una carta-‐‑. Es de mi señor Eliud Alfasi rabino de Granada, vuestro tío. Señor, daos prisa, no hay tiempo. -‐‑ ¿Cómo habéis podido llegar hasta aquí? Le han cerrado el paso a los judíos y ninguno entra ni sale de Guadalupe -‐‑preguntó José mientras ocultaba la carta entre la ropa. -‐‑ No pude, por eso es urgente que leáis la carta pues os llega con retraso. Hace días que vine. Me encontré con los que huían y me
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escondieron con ellos. Les pedí que arreglaran la forma de veros, y lo han hecho a través del platero que es amigo, ya me entendéis. -‐‑ ¿Y cómo vais a salir? -‐‑ Igual que he entrado, ellos lo arreglarán. Pero eso no importa ahora; lo que urge es que leáis la carta. -‐‑ Lo haré enseguida. Tened cuidado y permaneced escondido hasta que os saquen de aquí. -‐‑ Me temo mi señor que, fuera de Granada, en Sefarad ya no hay sitios donde esconderse. Unas horas más tarde el equipaje estaba listo y José sólo aguardaba al toque de sexta para que los frailes abandonaran la biblioteca. Esperaba en una esquina del gran patio sentado ante la fuente donde se refrescaban los peregrinos y bebían los pájaros. Hacía como si estuviera leyendo. Aquel era un lugar recoleto, con paredes a media altura para aislarlo del resto del patio sin privarlo de su contemplación. Cuando estaba vacío, como en aquel momento, era un lugar casi perfecto. Había otra fuente en el centro del patio cubierta por un templete que José contemplaba, como tantas otras veces, debido a su extrañeza. Le gustaba aquella construcción de formas mezcladas y rara belleza. La fuente no era contenida por una taza, sino hundida en el suelo de azulejería como si fuera un pozo sin brocal a punto de rebosar. La amparaba un templete macizo y cuadrado, de cuatro altos arcos apuntados como los que había en las iglesias. Cada uno de estos arcos contenía a su vez dos más pequeños, igualmente apuntados, que estaban unidos por columnas de mármol blanco. Sobre este cuerpo compacto de formas tan cristianas, se alzaba otro con las formas menudas y el aspecto frágil de las construcciones mozárabes: la mezcla de pequeñas geometrías, de azulejos y ladrillos, de tracerías y colores. Todo el patio tenía la misma mezcla y tan diferentes formas no parecían estorbarse, pero el templete era un exceso: aparentemente cuadrado, gracias a sus poderosos cuatro lados, en realidad no era tal. Las columnas de mármol donde se apoyaban los pequeños arcos no estaban en las mismas líneas de las jambas, sino ligeramente adelantadas convirtiendo, para el buen observador, el cuadrado en octógono. La estrella de ocho puntas era en realidad su base. Con un cuidado exquisito y casi imperceptible, los mozárabes lo habían cimentado con una de sus formas. Y coronándolo como si fuera una mezquita, un disimulado yamur: las tres manzanas, el símbolo de los tres mundos, el material, el imaginario, el espiritual. Y en el gran
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rosetón de la iglesia, cuya pared se alzaba como fachada sobre el mismo patio, volvía la estrella a su centro y extensión. Habían bautizado las formas de un zócalo de la Alhambra y haciéndolas encaje de piedra, las habían colocado allí para dar luz al coro de la iglesia y mayor gloria a la cristiandad. ¡Qué extraño monasterio! La estrella de David coronaba dinteles y adornaba muros. Todo estaba mezclado sin molestarse, sin dañarse, pero eso sí, silenciosamente. José sonreía con complicidad cuando escuchó el toque de campana. Esperó hasta que supuso que los frailes habían abandonado la biblioteca y subió para hablar con fray Esteban. -‐‑ Tenéis que ayudarme –le dijo sin más preámbulo cuando llegó ante el pupitre. El fraile levantó la cabeza y con él los carriones que ocupaban una esquina de la mesa-‐‑. Tengo que ir a Granada y quiero salir cuanto antes. -‐‑ ¿Sin hablar con el Prior? -‐‑ Por eso tenéis que ayudarme. Si tratara de hablar con él al menos tardaría dos días en recibirme y no puedo perder tiempo. -‐‑ ¿Tan grande es el motivo? -‐‑ Mi tío, el que ha sido un padre para mí, está muy enfermo y quiere verme. Explicádselo al Prior. El fraile dudó. El asunto le parecía demasiado arriesgado para asumir la responsabilidad del permiso. -‐‑ ¿Quién os acompañará? -‐‑ Iré solo. -‐‑ ¿Cruzaréis solo la frontera? Eso es muy peligroso. ¿Cómo vais a entrar en Granada vestido de fraile, si es que llegáis? -‐‑ Lo tengo todo previsto. Iré de fraile mientras esté en tierras cristianas, luego vestiré de árabe. -‐‑ Aun así será igual de peligroso, y si os sucede algo puede costarme muy caro. Debéis pedir permiso al Prior. -‐‑ No tengo tiempo. He de ir a Granada. Es muy importante y ningún Prior podría impedírmelo. Ante tan tajante respuesta el fraile lo miró firmemente a los ojos. Había sido muy osado. José sostuvo la mirada con la seguridad del que va a hacer lo que quiere y así lo comprendió fray Esteban. Lo miró un poco más todavía como queriendo penetrar de una vez por todas en la mente de aquel ser extraño, que unas veces parecía tímido y frágil y otras fuerte y seguro de sí como en aquel instante. -‐‑ Comunicádselo a mi padre también, os lo ruego. -‐‑ ¿Cuándo pensáis iros? -‐‑ Ahora mismo. -‐‑ Entonces que Dios os proteja.
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-‐‑ Así sea –contestó José y se marchó. Cuando escuchó el golpe de la puerta al cerrarse, Bleid comentó: -‐‑ Dios, Yahvé y Alá. Va a ir muy bien protegido. -‐‑ Discúlpalo Fray Esteban. No sabe lo que está diciendo -‐‑farfulló Mogo muy apurado. El fraile miró a Bleid que de nuevo tenía ojos maliciosos y una sonrisa con la que le retaba a un comentario. Y se alegró. Porque apenas le había vuelto a oír hablar desde su encuentro. Se pasaba el día husmeándolo todo y cumpliendo resignadamente con sus deberes, además de practicar una completa indiferencia hacia Mogo, cosa que preocupaba al fraile. -‐‑ Sí sabe lo que está diciendo, pero va a tener que explicárnoslo. ¿Por qué has dicho eso, Bleid? –preguntó el fraile. -‐‑ ¿Acaso el dios de los cristianos, judíos y musulmanes es el mismo pero con distinto nombre? -‐‑preguntó a su vez el carrión haciéndose el inocente. -‐‑ Eres un impertinente y no serás más listo porque hagas preguntas sobre dioses –dio Mogo por respuesta. -‐‑ ¿De qué raza es ese joven? ¿Cuál es su religión? Contéstame, Mogo. Son preguntas simples y seguro que tienes sobradas respuestas para ellas. -‐‑ Naturalmente. Hasta tú mismo podrías contestarlas. Es un fraile, ¿hay que preguntar de qué raza es y qué religión profesa? -‐‑ Mogo siempre cree que el mundo está ordenado y que las cosas son lo que parecen -‐‑comentó Bleid al fraile con un suspiro. -‐‑ Explícate -‐‑pidió fray Esteban. -‐‑ La piel de José es blanca, pero no tan blanca como la tuya. Y su nariz es recta como la tuya, pero cuando le da la sombra se curva un poco donde la tuya no. Y su pelo es marrón, incluso un poco rojo... –Bleid hablaba moviendo el dedo índice hacia el fraile como si estuviera dando una difícil explicación a un niño. Aquello indignó a Mogo que lo interrumpió: -‐‑ ¿Y qué importa eso? ¿No es tu pelo rubio, el mío negro y pertenecemos a la misma tribu? La misma raza puede tener gente diversa. -‐‑ Y su boca -‐‑siguió Bleid sin hacerle caso-‐‑, no se parece nada a la tuya, Fray Esteban. Pero los ojos son de un cristiano del norte. -‐‑ ¡Ahí puede que te equivoques! -‐‑ exclamó el fraile extendiendo su índice hasta casi darle con él al carrión entre los ojos-‐‑. ¿Y por qué no de un Omeya del sur? Dicen que los califas de Córdoba fueron pelirrojos y de ojos azules.
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-‐‑ ¿De qué estáis hablando? -‐‑preguntó Mogo un tanto desconcertado. -‐‑ De que el joven es las tres cosas: cristiano, moro y judío. Y pertenece a los tres dioses -‐‑contestó Bleid. -‐‑ Para ellos sólo hay un dios ya sean judíos, cristianos, o moros, al que hay que tratar con profundo respeto –y Mogo miró a Bleid con el ceño fruncido y tono de advertencia. Luego se volvió al fraile-‐‑: Discúlpalo fray Esteban. Nosotros tenemos muchos dioses y es normal hablar así, pero Bleid parece olvidar que hay que respetar las normas de nuestro anfitrión y vivir según ellas cuando estamos en su casa. -‐‑ Bleid tiene razón -‐‑dijo el fraile-‐‑. El joven pertenece a las tres razas. -‐‑ ¿Tiene razón? -‐‑Mogo quedó perplejo ante la posibilidad de que tal cosa cupiera en la mente de su compañero-‐‑. ¿Y cómo lo ha sabido? -‐‑ Porque he visto más altos que tú y en muchos más sitios. Los altos están muy mezclados. Hay muchos como él por estos reinos. -‐‑ Como éste, no. Porque Don José Enríquez o Yusuf al Muttasijún, o Yusuf el Mezclado, es hijo del Almirante de Castilla y nieto del Emir de Granada -‐‑explicó Fray Esteban. -‐‑ ¡Y colgados los dejó porque a monje se metió! -‐‑exclamó Bleid. Mogo casi le incrustó un codo entre las costillas. -‐‑ No exactamente. Vive como un monje, pero no lo es. Ha venido aquí a estudiar y cualquier día volverá a la corte –explicó el fraile. -‐‑ Entonces, ¿no es castellano? –preguntó Mogo. -‐‑ Sí y no. Nació en el harén de la Alhambra y vivió allí hasta los siete años. Entonces debía empezar su educación como príncipe, pero su caso era raro porque, aunque nieto del Emir, su padre era un noble castellano y podía reclamarlo. -‐‑ ¿No lo hizo? -‐‑ Al principio, no. Por eso decidieron que José fuese a vivir con su tío el rabino; pero su educación se le dio en la Alhambra. Y así vivió hasta los diecisiete años. Entonces su padre lo reclamó. -‐‑ Todo eso es un poco raro, confuso, o complejo diría yo -‐‑comentó Mogo. -‐‑ Admite mejor que no lo entiendes -‐‑y Bleid lo miró con una sonrisa mordaz. -‐‑ ¡Claro que lo entiendo! Pero, ¿cómo se puede nacer en la Alhambra siendo hijo de cristiano y sobrino de un rabino? Las tres razas de los altos viven cada una con su propia religión, leyes, normas y costumbres. Este caso ha de ser una anomalía. -‐‑ O una buena liada.
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-‐‑ Cosas de la guerra y la política –contestó el fraile-‐‑. Su padre visitó la Alhambra como embajador del Rey de Castilla, y permaneció allí el tiempo suficiente para enamorarse de una hija del Emir. La madre de esta princesa era hermana del rabino, por eso José es su sobrino nieto. -‐‑ ¿Y no se casó el padre con la princesa? -‐‑ No podía hacerlo. Pero no creo que esto sea asunto vuestro –y ayudado por un ademán el fraile dio el tema por zanjado. Los carriones se miraron y quedaron en suspenso, sorprendidos porque el fraile les privara de una información de forma tan repentina, cosa rara en él. -‐‑ No es cosa nuestra, pero es un caso interesante de los altos que deberíamos conocer si es que queremos llegar a conocer a los altos -‐‑argumentó con ironía Bleid para que el fraile siguiera hablando del tema. -‐‑ Cuéntalo, por favor –pidió a su vez Mogo. -‐‑ Está bien –suspiró el fraile-‐‑, aunque no sé por qué os interesa. Su padre estaba ya casado y tenía una hija, Juana, que a su vez se ha casado con el Rey de Navarra. Dicen que Juana es ambiciosa y con gran influencia sobre el padre. Nunca quiso que José viviera en Castilla. Por eso se educó en Granada. -‐‑ ¿Y ahora por qué está aquí? -‐‑ Porque su padre volvió a Granada y quiso conocerlo. Encontró a un joven fuerte, bien dotado, que había aprendido en la Alhambra todo cuanto puede desear un príncipe, y con su tío el rabino cosas que quisieran saber los que desean ser sabios. Habla el árabe, el hebreo y el castellano a la perfección. También aprendió el latín y el griego... -‐‑ Y su padre se lo llevó -‐‑interrumpió Bleid impaciente. -‐‑ En efecto. Se entusiasmó con él. Y el pasado mes de junio lo trajo al monasterio para que aprendiera más profundamente la fe cristiana. Tal vez, con el tiempo, consiga para él un obispado o el maestrazgo de una orden. -‐‑ ¿Y es feliz aquí? -‐‑preguntó Bleid. -‐‑ No parece estar mal. Le gustan los libros, pero nunca será fraile. La verdad es que yo me temía que, antes o después se iría así, de repente. -‐‑ Pero es afortunado. Habla varias lenguas y conoce las tres razas. Él podrá entender lo que sucede entre los altos mejor que nadie y eso es una suerte -‐‑dijo Mogo con admiración. -‐‑ O una desgracia -‐‑susurró el fraile.
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3 José se detuvo un instante para contemplar a lo lejos Granada. Desde aquel lugar la ciudad baja quedaba oculta por las murallas y sólo sobresalían torres y minaretes. Entre ellos se alzaban los cerros del Albaicín y el Mauror abarrotados de casas, y en medio, como una cuña o la proa de un barco, la colina de La Sabika y sobre ella la fortaleza de la Alhambra. Las murallas de la ciudad se extendían hasta más allá de la huerta del Generalife que ocupaba un monte detrás de la Alhambra. Pero Granada era mucho más que lo que circundaban sus murallas. Cualquier otra ciudad podría ser trasladada de sitio sin que su esencia, particularidades o atributos variaran. Granada, no. Era el lugar donde había sido construida el que llenaba su nombre, porque no eran las murallas sus límites sino las montañas a su alrededor quienes marcaban su perímetro. Impensable sin los altos muros coronados de nieve, sin el vergel de la Vega que se extendía a sus pies. Quien la recordaba no podía aislar la ciudad del lugar que ocupaba. Abandonó sus pensamientos y volvió al galope. Era tarde y debía llegar antes de que cerraran las puertas. Vio a la guardia de la Puerta de Elvira entrar en la ciudad y sabía lo que aquello significaba. -‐‑¡Esperad! ¡Esperad! Dos soldados se volvieron a mirar al jinete que gritaba a lo lejos, y se quedaron aguardando mientras los demás comenzaban a hacer girar las puertas. -‐‑ Dinos quién eres y qué vienes a hacer en Granada -‐‑le preguntó uno de ellos con la fórmula habitual. José tuvo que apoyarse en la montura para tomar aliento. Cuando iba a empezar a hablar, el otro soldado lo hizo por él. -‐‑ ¿Vas a preguntar quién es al nieto del Emir? -‐‑ ¡Ismail, amigo! -‐‑exclamó José al reconocer al viejo militar-‐‑. Mientras tú sigas en la puerta Granada está protegida. -‐‑ Has crecido mucho, mi señor. Y me alegro de que no te hayan gustado esos sucios cristianos y vuelvas a casa. José sonrió y atravesó la puerta. Apenas salió de la angostura de la muralla respiró hondo para percibir el olor de la ciudad. Subió a lo más alto del barrio del Albaicín sólo para ver el monte opuesto, el de La Sabika, donde estaba La Alhambra. La enorme ciudadela, de grandes y toscas murallas rojizas, lo coronaba. A sus pies era un monte pelado donde no se permitía que
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creciera ni un tímido arbusto. Nada debía impedir que pudiera verse de inmediato cualquier cosa que se moviera, o a quien intentara aproximarse a ella. En contraste con la frondosidad de las montañas, las copas de los árboles que sobresalían de patios y jardines y el verde de la Vega, todo en aquel monte era rojizo, terroso. Qué bien sabían los moros esconder sus tesoros. Como siempre que la había contemplado desde aquel lugar, vinieron a su memoria los versos de ibn Zanrak:
La Sabika es una corona sobre la frente de Granada en la que querrían incrustarse los astros. Y la Alhambra, ¡Dios vele por ella! es un rubí en lo alto de la corona.
Bajó las empinadas calles del Albaicín para cruzar el río Darro, encajonado entre los dos montes, y comenzó a subir el Mauror en cuyas faldas, a espaldas de la Alhambra, estaba el barrio judío. Se apeó del caballo y lo tomó de las riendas para serpentear mejor por los callejones estrechos, en ocasiones con el suelo en rampa y largos escalones para salvar el desnivel entre las calles. Y por fin se detuvo ante un portalón. Etan, el criado de su tío, salió corriendo a su encuentro. -‐‑ ¡Gracias a Dios! Date prisa -‐‑fue todo lo que acertó a decir mientras se hacía cargo del caballo. José corrió hasta la habitación de su tío Eliud. Al verlo entrar dos rabinos lo saludaron brevemente y salieron cerrando la puerta. La habitación estaba casi en penumbra bajo la luz de una pequeña lámpara de aceite cerca de la cama. -‐‑ Hijo, por fin -‐‑murmuró su tío cuando lo vio. -‐‑ Aquí me tienes. Voy a quedarme contigo para cuidarte hasta que te cures. -‐‑ Ya no hay tiempo. Tengo que hablarte antes de quedarme sin fuerzas. Coge una caja que hay debajo de la cama y ábrela -‐‑dijo el rabino con un hilo de voz. José obedeció. En el interior de la caja había tres objetos: un pergamino con un sello de plomo, una bolsita de cuero y una cadena de plata con un minúsculo colgante. -‐‑ Ponte la cadena y no te la quites nunca. Parece que no tiene valor, pero lleva una piedra muy especial que te protegerá y dará suerte. Nunca te desprendas de ella. El viejo tuvo que callar porque aquellas pocas frases lo habían dejado sin aliento. Cuando recuperó un poco las fuerzas continuó: -‐‑ Toda mi vida lo estuve buscando…
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-‐‑ Cálmate tío, ya me lo explicarás. -‐‑ No, no hay tiempo. Ellos lo escondieron. Tú tienes que encontrarlo. Es algo muy importante: el secreto del mundo. Te hará el hombre más rico de la tierra. Es difícil de hallar, yo sólo he dado el primer paso. -‐‑ Ya me lo contarás. Descansa. -‐‑ Ya lo haré en la eternidad. Busca a Amín el Catapiedras en la Alcaicería, él te ayudará. En el pergamino está escrito, pero no me dio tiempo a descifrarlo. El rabino cerró los ojos y dejó caer sin fuerzas la cabeza sobre la almohada. Su respiración era muy débil y pareció quedarse dormido. Al rato, apretando levemente la mano de José, le dijo: -‐‑ Júrame que lo encontrarás. -‐‑ Lo juro. -‐‑ Que Dios te bendiga. El viejo entró en el sueño o en el desfallecimiento. José lo contempló. Además de su madre, sentía que era la única persona que lo había querido. Gracias a él entendía un poco la vida. Había contestado con paciencia infinita sus preguntas de niño, le había contado largas historias antes de dormir, curado las heridas, y contagiado su curiosidad y su deseo de saber. Miró los tres objetos de la caja. Cuidadosamente abrió el engarce de la cadena y se la puso. Luego, tomó la bolsita de cuero y el pergamino y los guardó en el bolsillo. Apoyó la frente sobre la mano del rabino y comenzó a llorar. Levantó la cabeza cuando oyó a Etan junto a él, indicándole que bajara para comer algo. La cena la encontró sobre una mesa baja en una de las pequeñas alcobas abiertas al patio. Se recostó en los cojines y su vista se perdió entre las piedras blancas y negras que en el suelo dibujaban granadas y otros frutos. En los azulejos de las paredes se reflejaba, en pequeños puntos de brillo, la luz cálida que daba un gran velón; y en una esquina el pozo se hacía visible porque brillaba su tapa de bronce bruñido en forma de cono. Temblaban las pequeñas llamas del velón y con ellas las sombras. Qué bien se sentía allí. Hasta los arcos silenciosos y firmes parecían acogerle. Aquel había sido su único hogar. Se levantó y salió a la terraza abierta sobre el jardín. Se veía oscura el agua de la alberca y del caño, sin descanso, salía un chorro que ondulaba la superficie. Un enorme enebro marcaba su sombra de luna sobre la casa blanca. Tomó la escalera que bajaba desde la terraza a la primera parata del jardín y paseó entre arriates y setos. Llegaba
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intensamente el olor del jazminero que, plantado junto a la casa, se extendía con la parra y el laurel formando la pérgola que cubría la terraza. Unos pocos escalones más lo llevaron hasta la segunda parata buscando el banco de azulejos. Los setos de boj, en forma de estrella, rodeaban ciruelos, granados y cerezos. En una esquina el macasar, que tanto esfuerzo le había costado a su tío conseguir, era ya un árbol robusto y bello. Escuchó voces en la calle y el ladrido de un perro, sin embargo, nada conseguía romper la calma, el aislamiento de un jardín interior. “El jardín como una alfombra, la alfombra como un jardín”. Aquella afición del mundo árabe en que vivía era la que más profundamente había calado en su tío. Las alfombras habían sido su obsesión. Una vez a la semana bajaba hasta la Alcaicería para ver si habían llegado nuevos ejemplares desde Irán, el Cáucaso, Asia o de cualquier parte del Magreb. Cuando era joven había vivido en el Este con un hermano, que era mercader de alfombras. En su tienda aprendió que los árabes, a quienes también está negada cualquier representación humana, habían desarrollado el arte de hablar de lo divino a través de las alfombras y la azulejería. Los motivos expresaban la búsqueda de lo eterno, lo absoluto, y sabían desvelarlo aunque pareciera oculto. Él decía que rara vez se podían encontrar alfombras perfectas, al igual que azulejos, aquellas en que los dibujos no tenían principio ni fin, y cuyas líneas y formas se engarzaban, complementaban y perfeccionaban unas a otras. La ausencia de un mínimo elemento o el defecto de una línea transformaba el todo en nada. Cuando encontraba alguna pasaba horas admirándola para deleite del mercader y otros entendidos quienes, antes de separarse de ella, intentaban absorber en pura contemplación la verdad que había sabido transmitir el anónimo maestro creador. Jamás compró ninguna de ellas. Cuando él le preguntaba por qué contestaba que no se debían poseer esencias, porque su continua presencia hacía perder la visión. Compraba, sin embargo, cuando era necesario, alfombras imperfectas. E intentó convertir en alfombra su jardín, al contrario que los tejedores que tanto admiraba que convertían los jardines en alfombras. Él había ayudado a podarlo y regarlo desde la infancia. De forma concienzuda su tío sembraba, distribuía, recortaba, plantaba. Todos sus ratos de ocio los dedicaba al jardín. Silenciosamente, ausente del resto de la casa y con gran parsimonia, paseaba cada día observando el nuevo brote, cada nueva flor, desprendiendo hojas secas o enderezando ramas. Le obligaba a él a dejar sus juegos para ayudarlo, cosa que hacía a regañadientes. Hasta que un día, sin darse cuenta, José se vio trabajando en él sin que nadie se lo pidiera. Y aprendió que
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el jardín, como una bella alfombra, es el centro de la casa. Abrir la alberca en las tardes de verano, llevar el agua de un plantón a otro, refrescarlo, hacerlo vivir. Una tarde su tío no lo acompañó en aquella tarea, se limitó a observarlo y, cuando hubo terminado le dijo: “El jardín eres tú, es la vida, el lugar de los sueños de oro”. A partir de entonces hablaba de él para explicarle cualquier otra cosa: “La vida es como un jardín y tienes que aprender a conocer cada planta: no es lo mismo un rosal que un jazminero o una palmera; cada uno precisa su porción de sol, de aire, de agua y el lugar donde se siente seguro. Podar, quitar las hierbas pero con cuidado porque a veces, donde menos te esperas, ha brotado una semilla que no conocías y asoma tierna y débil como una brizna, y si la arrancas tal vez te estés privando del hermoso árbol que sería, como un tesoro, el corazón de tu jardín”. Miró a su alrededor. Todo había crecido mucho desde su marcha. Las copas de los árboles se unían extendiendo profundas sombras; los verdes lo invadían todo y notaba la ausencia de los rojos, azules, violetas y amarillos de las flores de temporada. Lo imaginó cansado, meditabundo, silencioso. Sus silencios se habían ido apoderando del jardín y, convencido de que ya no tenía nada que decir, había dejado crecer la sombra. -‐‑ Gracias por todo lo que me has dado. Encontraré ese tesoro. Sólo por ti lo encontraré.
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4 Varios días después un mayordomo de la Alhambra se presentó en la casa. -‐‑ Mi señor el Emir, que Dios guarde, siente la muerte de tu tío y desea verte mañana después de la audiencia. -‐‑ Allí estaré -‐‑contestó José. Una vez más había hecho las cosas mal. Él debía haber pedido audiencia cuando llegó a Granada, pero no lo hizo, y ahora su abuelo lo reclamaba. Qué extraño. Nunca le había hecho mucho caso. Hasta parecía molestarle cuando él destacaba en el polo o el juego de cañas más que cualquier otro de sus nietos. Aquella llamada lo dejó intranquilo y le impedía dormir. Al menos vería de nuevo la Alhambra. Los castillos cristianos eran igual por dentro que por fuera, aunque gracias a los mudéjares tenían zonas más habitables. Únicamente algunos tapices protegían de la frialdad de las paredes, y había que calentarse alrededor de braseros cuando los cuartos carecían de hogar. En realidad sólo se estaba bien en las cocinas, pero aquel no era lugar para un caballero. En la Alhambra bastaba con descalzarse en el suelo sobre los conductos de aire caliente cuando uno llegaba muerto de frío. O darse un baño. O visitar a su madre en su pequeño cuarto. Su padre le había dicho que su madre era el ser más hermoso que había visto nunca. Y su madre que habían sido un par de locos. El interés puede arreglarlo todo. Fue de su padre de quien se sirvió su abuelo cuando le quitaron Granada y pidió ayuda a Castilla. Aquel favor evitó la tragedia. Le hubiera gustado vivir con su madre en un carmen, pero ella no quería alejarlo de la Alhambra ni dejar el harén. Cuando era niño, los días de audiencia se pegaban los dos detrás de las celosías para ver el patio de Comares. Cubrían el suelo con alfombras, esteras y almohadones, y colgaban velos bellísimos para graduar la luz. Al caer la tarde un pequeño ejército de lampareros repartía los candelabros de cobre y cristal. Encendían los grandes candeleros con forma de árbol y pie de elefante: la columna como el tronco, las bandejas eran las ramas donde se ponían las luces, y arandelas y colgantes hacían de hojas. Había también lámparas de nicho y lamparillas cuando un poco de luz fuera necesaria. El aroma del arrayán que bordea el estanque se mezclaba con el de los cirios perfumados extendiendo un olor de solemnidad y calma.
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Cuando terminaba la audiencia él corría hasta el salón del trono, antes de que lo apagaran, para ver iluminada la cúpula que, tallada en cedro, representaba el firmamento. Y si llegaba a tiempo saludaba a su madre que se había quedado detrás de la celosía para ver si lo lograba. Entonces creía que los puntos cardinales sólo estaban en aquel salón porque allí se los habían enseñado. Los balcones, muy profundos al ser huecos labrados en el ancho muro, se abrían al Norte, Este y Oeste; la puerta inmensa era el Sur. Cada vez que los oía nombrar veía su correspondiente en el salón: el Norte el barrio del Albaicín y la muralla de la ciudad; el Oeste las murallas de la Alhambra y Alcazaba; el Este el Generalife y la sierra; el Sur el patio, la gran alberca y en ella reflejado el palacio. El Sur era la luz. El patio la recogía en las paredes blancas y la reflejaba en el estanque para que entrara a iluminar el salón. Sin embargo, las luces del Este y Oeste eran tamizadas por las vidrieras de los balcones que la convertían en formas de colores que, flotando, se mezclaban con las de los azulejos y las alfombras. Los muros eran un prodigio de labor de yesería. Su abuelo entretenía a los invitados diciéndoles que el artífice había tenido en realidad vocación de tejedor, y había tratado a la pared como a un tapiz, con hilos de yeso en lugar de hilos de seda. Casi nadie del palacio parecía fijarse en su belleza, que redescubrían en la cara de asombro de sus visitantes. Ninguno de sus primos y amigos se detenía a leer los poemas escritos en las tazas de las fuentes, en las paredes, bajo las cúpulas de mocárabes. “Son demasiado jóvenes y sólo piensan en guerras y torneos, pero llegará el día en que amen la poesía y la complacencia del palacio más que ninguna otra cosa”, le había dicho su tío. Él conocía los poemas desde niño gracias a su madre, con quien recorría las estancias para practicar con ellos la lectura. Creyó entonces que las paredes hablaban por sí mismas. Como si los poemas hubieran emergido, aflorado, porque ellas tuvieran algo que decir: “...Por mí siente envidia Oriente de Occidente...” Con el tiempo deseó saber el porqué de la belleza de aquellos espacios y encontró los planos y medidas. Había una estructura oculta, un juego de los números y sus proporciones. El grosor de las columnas tenía relación con el diámetro de las fuentes, la curva de los arcos, el tamaño de los patios, la altura del chorro del surtidor. Aquel misterio de la Alhambra únicamente le era revelado a quien superara el umbral de su belleza exterior y descubriera el de la belleza pura. En Castilla decían que los moros habían construido el Patio de los Leones porque añoraban los oasis y así podían soñar con ellos. En realidad era al revés, pensó: el pequeño bosque de mármol era el sueño de todos los que vivían en los oasis de países lejanos. Él solía sentarse
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junto a uno de los surtidores que están bajo los atrios. Se ensimismaba mirando al pequeño chorro borbotear y el ondularse del agua, hasta que escapaba por el canalillo de mármol blanco camino de la fuente central. Los pájaros entraban a posarse sobre los mocárabes y filigranas de las paredes y Abbud, el esclavo, estaba siempre en el patio sólo para espantarlos. Un día le hizo un barquito de un simple trozo de corcho para que lo pusiera en la taza del surtidor. Lo dejaba sobre el agua y esperaba pacientemente hasta que, por fin, se colaba por el canal y cruzaba el patio deslizándose entre los rosales, madreselvas y jazmines, y conseguía llegar a la Fuente de los Leones en medio de sus gritos de entusiasmo. Entonces fue cuando comenzaron a llamarlo Yusuf el Marinero. ¿Cuántos nombres le habían dado hasta que definitivamente se quedó con el despectivo al Muttasijún, el Mezclado? Ahora consideraba casi una suerte el que no hubieran contado con él para el futuro del reino. “Tú, antes o después, te irás a Castilla”, le decían. Aquello lo había librado de las intrigas del harén y de toda competencia, pero también lo había dejado aparte. Más que de la familia lo habían tratado como a un allegado. Fue su tío el que lo convenció de que su marginación lo hacía más libre: “Ellos tienen que estudiar para demostrar que son capaces; tú, porque deseas aprender. Y se entrenan en la lucha para ser los mejores; tú, porque te gusta. Y verás que se aprende mucho más y mejor cuando se hace por afición que por ambición”. Su tío tenía razón pero ignoraba que para sobrevivir allí dentro había que ser fuerte o te despreciarían. Y él vino a serlo casi sin darse cuenta. Los estudios se le dieron bien y con ellos se ganó el primer respeto; lo demás era sólo cuestión de práctica y de tener la mente fría. Pero sus triunfos provocaban envidias, sobre todo irritación ante su indiferencia. ¿Qué esperaban? ¿Acaso no habían decidido que él no era de los suyos? Cuando su padre lo llevó a Castilla creyó que iba a encontrar por fin su lugar, pero allí fue simplemente un extranjero. Y su hermana Juana empeoraba las cosas. Los demás hermanos, más jóvenes que él, lo miraban con más indiferencia que afecto. La triste verdad era que no le habían dejado pertenecer a ningún sitio. Pero al día siguiente vería la Alhambra y, ¿quién te posee sino quien te ama y te conoce? No era mal argumento como consuelo. ¿Qué habría encontrado su tío? Algo muy importante que lo convertiría en el hombre más rico de la tierra, según dijo. Ser el hombre más rico de la tierra, ¿para qué? ¿Para que los reyes acudieran a él a pedirle préstamos que financiaran sus guerras y, gracias a ello, darle un sitio preferente en la corte como a un advenedizo? Su tío jamás hubiera buscado riquezas. ¿Qué sería entonces? Pero, ¿qué sino
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la riqueza te hace ser el más rico? Y si lo encontraba, ¿aquello no lo llevaría a las mismas luchas e intrigas? ¿Qué debería hacer? Sin darse cuenta, como buen judío, su tío le había enseñado también a poseer sin que se notara, a ser discreto y a no confiar en los poderosos. Pero su tío pertenecía a la judería y aquel era todo su mundo. De su madre había aprendido el orgullo honesto, a estar preparado y atento, a esperar. A esperar ¿qué? Se aprende más de lo que vemos que de lo que nos predican. ¿Y su padre? Su padre no le había enseñado nada. Lo había exhibido en la corte de Castilla con orgullo, pero como se exhibe a un caballo bien domado. Nunca le habló de planes para el futuro, ni compartió con él responsabilidades, ni permitió que le ayudara en sus finanzas, donde le habría sido muy útil. Saber de números no era propio de caballeros sino de judíos, y el hecho de que él pudiera manejarlos hasta le repugnaba. Lo único que quiso de él fue que se entrenara y divirtiera. Pero la mayor parte de los jóvenes de la corte escribían con dificultad y habían leído muy pocos libros, si acaso los de suertes. ¿Por qué se le ocurrió a su padre enviarlo a Guadalupe? No confiaba en su respuesta y se lo dijo con mucha precaución. ¿Habría sido idea de Juana para apartarlo de la corte? ¿También le molestaba su buena fama en los bailes y juegos de guerra, lo único que había hecho en Castilla? Cuando su padre vio que le gustaba la idea se alegró tanto que él supuso que estaba acallando su conciencia o que con su ausencia encontraría tranquilidad. Porque su padre había estado inquieto por su culpa, debido a que sus comentarios en la corte se habían vuelto osados y sagaces; y no estaba exenta de desprecio la forma de vencer a sus oponentes, sobre todo en los torneos. Hasta que una de sus víctimas le dijo la terrible frase: “Eres orgulloso como un bastardo”. Y aquello lo hundió. Y lo hundió porque el que la dijo tenía razón. El honor y el orgullo tienen su medida, y para colmarla se necesitan la generosidad y la elegancia, nunca la exhibición ni el abuso. Había sido un miserable y, a cambio, seguramente habría obtenido más temor que respeto. Muerto su tío se sentía completamente solo. No era capaz de pertenecer a ninguna parte, a ninguna familia ni reino ni religión. Sólo se tenía a sí mismo y unas pocas ideas. Sería, de verdad, un caballero. Pero, ¿por qué no habría nacido entre otra gente? Haber tenido un oficio, constructor o maestro, físico o filósofo. Por eso se alegró de ir a Guadalupe: hacía mucho tiempo que no saboreaba ningún libro.
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5 Al entrar en el salón, abierto al Patio de los Leones, José se inclinó ante Muhammad IX, su abuelo, que con un gesto lo invitó a sentarse frente a él. La cena estaba servida. -‐‑ Sé bienvenido, Mezclado. Siento la muerte de Eliud, siempre fue un hombre de gran valía para Granada. Acompañaban al Emir cinco hombres más, cuatro cortesanos y un extranjero, un banquero genovés. La conversación, comenzada antes de su llegada, continuó como si él no estuviera presente. Los invitados estaban sentados sobre cojines en el suelo, rodeando una mesa baja y ovalada en la que estaban dispuestos los platos: un corderillo asado, y perdices rellenas de pasas, piñones y almendras, acompañadas de salsas y almorí. También había pasteles de hojaldre rellenos de pichón y cubiertos de canela, además de frasquillos de vinagre perfumado y otros recipientes con aromas y especias. Algunos platos estaban cubiertos por redondas láminas de pan de harina en flor, “Lunas a las cuales no afean los novilunios”, según decían los árabes. Antes de comer, y entre gusto y gusto, se lavaban los dedos en aguamaniles que parecían de oro puro. -‐‑ Dinos, Mezclado, ¿qué se dice en Castilla del Sultán turco Mehmet? ¿Creen que tomará Constantinopla? -‐‑preguntó el Emir a José de pronto. -‐‑ Es en Aragón donde debe preocupar más. El Rey de Castilla está demasiado ocupado en las luchas de sus nobles -‐‑contestó José. -‐‑ La conquistará. Y entonces la cristiandad se echará a temblar –sentenció el Emir. -‐‑ Si me permites, mi señor, no olvides que hay demasiados intereses en juego y ni Venecia, ni Génova, ni Aragón podrían consentirlo. Si los turcos tomaran Constantinopla perderían la ruta del comercio hacia Oriente -‐‑explicó el genovés. -‐‑ Pues la van a perder y el Sultán será entonces el dueño de las llaves de Asia. -‐‑replicó el Emir-‐‑. ¿Qué ha conseguido el Emperador con sus súplicas de ayuda a los reyes de Europa? Promesas, es decir, nada. La cristiandad cree que a Constantinopla le bastan sus murallas, que son invencibles, pero Mehmet las destruirá. -‐‑ Es demasiado joven e inexperto para eso -‐‑apuntó otro de los invitados. -‐‑ Mas o menos como el Mezclado. ¿Serías tú capaz de derribarlas? -‐‑preguntó el Emir a José.
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-‐‑ ¿Yo? El Emir se echó a reír viendo la cara de sorpresa del joven. -‐‑ Cuéntame, Mezclado -‐‑pidió para cambiar de tema-‐‑, me han dicho que después de la batalla de la Higueruela, al rey Juan le cantan un romance que repite toda Castilla. ¿Lo has oído? -‐‑ Sí, lo recitan los juglares en pueblos y mercados. Describe la Alhambra y el asombro del Rey al contemplarla, pero sólo sé unos pocos versos. -‐‑ ¿Y qué dicen esos versos?
...Si tú quisieras Granada contigo me casaría
te daría en arras y dote a Córdoba y a Sevilla...
-‐‑ Es todo lo que recuerdo –dijo José levantando los hombros a modo de excusa. -‐‑ No te preocupes, me lo sé de memoria. Ven conmigo -‐‑dijo el Emir levantándose. Fueron hasta un extremo del salón. Allí, cuidadosamente ordenados sobre mesas y estantes, había instrumentos astronómicos y distintos aparatos de medir el tiempo como clepsidras y relojes de arena, a cual de ellos más perfecto y hermoso. El Emir lo llevó ante uno de mayores dimensiones y extraño aspecto. -‐‑ Mira esto. Es un horologio o reloj mecánico. Era de madera hueca y exquisitamente trabajada en taracea, de forma redondeada y con doce lados. Cada uno de los lados simulaba el mihrab de una mezquita cerrado con una puerta y, bajo éstas, un pequeño platillo de bronce. Encima de aquella especie de bola se erguía un grueso cirio encendido, en el cual habían sido señaladas con rayas tantas partes como horas nocturnas. De cada una de las rayas salía un cordón de hilo que enlazaba con el pestillo de una puerta. Había pues doce puertas, doce rayas en el cirio y doce cordones de hilo. -‐‑ Te explicaré como funciona -‐‑dijo el Emir-‐‑. Cuando la llama llega a una de las rayas, deshace la cera y se quema el cordón que, al ceder, permite que se abra la puerta de un mihrab. Al abrirse la puerta cae una pequeña bola de bronce sobre el platillo y, al oírla, sabemos que ha pasado una hora. José trataba de escudriñar el ingenio. -‐‑ Te gusta ¿eh? -‐‑preguntó orgulloso el Emir-‐‑. Pues todavía hay más: detrás de la bola un pequeño rollo de papel caerá sobre el platillo
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con un poema escrito expresamente para esa hora de la noche. ¿No es hermoso? -‐‑ Sí, por cierto. -‐‑ Y ahora dime, muchacho -‐‑dijo el Emir bajando la voz-‐‑. ¿Es cierto que te has metido a fraile y entrado en un convento? Eso me han dicho. -‐‑ No exactamente. Pero sí, estoy viviendo en Guadalupe. -‐‑ ¿No te ha gustado la corte de Castilla? -‐‑ No es eso... -‐‑ ¿Quieres volver a Granada? Los tiempos están cambiando y cuando Mehmet tome Constantinopla le enviaré una embajada. Tú hablas griego y eres de la familia. ¿Te gustaría ir a Constantinopla en mi nombre? -‐‑¿A Constantinopla como embajador? -‐‑preguntó José desconcertado-‐‑. Nunca había pensado llegar tan lejos. El Emir soltó una carcajada. -‐‑ Ya veo que estás dubitativo. Pero eso está bien, por eso pensé en ti. Sabes mantener la cabeza fría sin precipitarte. Y ya no eres un niño; debes tener la misma edad que Mehmet y él se ha propuesto conquistar la más famosa ciudad de la tierra. -‐‑ Pero él debe saber mucho mejor que yo lo que tiene que hacer -‐‑objetó José convencido. -‐‑ Entonces te daré tiempo, pero no mucho. Eres medio cristiano pero sé que llevas a Granada en el corazón. Y tenemos que protegerla de ellos. ¿Sabes por qué Castilla no nos ha conquistado todavía? Por los miles de doblones de oro que le pago al año, y por las peleas entre los nobles y el Rey. Pero eso no durará siempre. Un día se pondrán de acuerdo y Granada será su único objetivo. -‐‑ Mi señor, no digas eso. -‐‑ Es la pura verdad, los conozco bien. Pero yo he de adelantarme. Mehmet no me hará caso hasta que conquiste la ciudad, ni a mí ni a nadie; y yo en su lugar haría lo mismo. Piénsalo hasta entonces, Mezclado. Antes o después tendrás que elegir con quién vas a estar, o contra quién vas a luchar, contra Castilla o contra Granada. José sintió que se le oprimía el corazón. -‐‑ Piénsalo –repitió el Emir-‐‑. Cuando llegue el momento te daré aviso. Es lo que tenía que decirte. Ya puedes retirarte. Al salir vio los ojos del genovés clavados en él como si en un instante quisiera grabar en su memoria, no sólo su cara, sino también sus manos, pelo, estatura y hasta la forma de los pies. Se detuvo un instante para contemplar el patio. Pequeñas lámparas en los rincones lo iluminaban de forma tenue, pero la luna lo llenaba de gracia convirtiendo el blanco mármol en delicado marfil.
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-‐‑ ¿Mi señor? -‐‑ preguntó discretamente el mayordomo dispuesto a acompañarlo. José se volvió para seguirle, pero antes de salir extendió el brazo y, levemente, acarició una columna.
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6 A la mañana siguiente, con paso tranquilo y contemplando todo lo que había a su alrededor, José se dirigió a la Alcaicería. Aunque hubiera querido tampoco hubiera podido ir muy deprisa. Estaba viendo que Granada tenía mucha más gente que, tal vez previendo ataques cristianos, comenzaba a abandonar sus pueblos y buscaba allí refugio. Los zocos se habían extendido en exceso. Ahora se vendía sobre el mismo suelo cualquier objeto. En el de los zapateros se detuvo ante los puestos con botas y zapatos usados de las más extrañas formas y procedencias. Los vendedores voceaban su producto dotándolo de magnificencias y lujos que tal vez tuvieran antes de estrenarse, e incluso cantaban la alcurnia de su antiguo dueño. Los clientes regateaban. Un simple par de babuchas merecía más de media hora de discusión acerca de sus bondades, defectos y precio que bajaba al tiempo que crecían sus virtudes inauditas. Aquella forma de vender no se veía en Castilla. El objeto de la compra no era más importante que la lucha verbal, el juego, el trato humano. El vendedor se enfrentaba al cliente como a un contrincante al que había que convencer con habilidad e ingenio. Y si se trataba de comprar joyas o alfombras la venta se convertía en un rito. Se tomaba asiento y servían bebidas al comprador. En conversación pausada el comerciante exhibía sus productos dando a cada uno virtudes que, según él, sólo aquel objeto poseía en la tierra. Y aún después de horas, si el cliente salía sin comprar pero había opinado, discutido y, sobre todo disfrutado con la contemplación de la mercancía, el vendedor también lo consideraba un cliente. Era una de tantas diferencias entre cristianos y moros. Los primeros salían a comprar si necesitaban algo y lo pagaban sin más, si el precio era justo. Los segundos iban al mercado porque allí estaba la gente, el bullicio, la vida, y tal vez encontraran algo venido de lejanos países que no hubieran visto nunca antes, en lo que pudieran entrever cosas inauditas. Si necesitaban un simple cuchillo sabían que no tenía precio sino el que surgiera de su destreza para conseguirlo. Y cuando al llegar a casa lo metían en el cajón de la mesa, era algo más que una pieza de metal con un mango de madera, era también el producto de su propio ingenio. Había mercaderes de los sitios más distantes, y las guerras con Castilla no impedían que sus gentes traficaran como si reinara la más
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absoluta paz. Al fin y al cabo, para unos y otros, el negocio era el negocio. En la Alcaicería, próxima a la mezquita aljama, había menos público y un poco más de orden. Las tiendas refulgían de brillos y limpieza. Se encontraban allí las mejores joyas, esencias, sedas, brocados, tapices y alfombras, cueros repujados, cerámicas, cristales, trabajos en marfil, magníficas espadas. Lo más exquisito del comercio estaba en las estrechas calles, donde vio que también habían puesto su banco los genoveses. ¿Tropezó o le había puesto la zancadilla? Se volvió hacia la persona con la que había chocado y encontró a un viejo pordiosero, sucio, encorvado y apoyado en una muleta, al que quiso pedir disculpas, pero el viejo se le adelantó extendiendo la mano. -‐‑ Dame una limosna, noble señor, y que Alá te reserve el rincón más fresco del Jardín de las Huríes. José sonrió ante la ocurrencia y sacando una buena moneda se la puso en la mano preguntando al mismo tiempo: -‐‑ ¿Crees tú que allí hará calor? -‐‑ ¿Cómo va a privarnos Alá del placer de la sombra? -‐‑contestó el mendigo. -‐‑ ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! Al fondo de la calle dos hombres corrían gritando en dirección a ellos. Al oírlos, el mendigo perdió la chepa, tiró la muleta y salió por pies a gran velocidad a pesar de que, desde luego, parecía cojo. Pero el ladrón era otro. Apareció de pronto y en su huida dio un empujón a José. Tras él iban dos comerciantes, gordos y entrados en años, que al llegar junto a él le pidieron que lo siguiera porque ellos no podrían darle alcance. Y José echó a correr pero no tras el ladrón que ya había desaparecido, sino por la callejuela por donde huyó el mendigo. Y no tardó en encontrarlo. Escuchó su respiración agitada entre los toneles de aceitunas, detrás de una posada de comerciantes. -‐‑ No era a ti a quien buscaban -‐‑dijo poniéndose en cuclillas frente a él. El mendigo dejó en el suelo el sucio turbante y, con la manga, se limpió el sudor de la cara y con él desaparecieron las arrugas y costras, dejándose la piel completamente manchada de pintura. -‐‑ Ya sabía yo que un viejo no podía correr tanto -‐‑dijo José al ver que era un muchacho algo más joven que él. -‐‑ ¿Me vas a denunciar?
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-‐‑ ¿Por qué? No te he visto hacer nada malo. Y en cuanto a vestirte de viejo... Bueno, cada uno defiende su negocio como puede. -‐‑ Entonces, ¿por qué has venido a buscarme? -‐‑preguntó el mendigo mirándolo desconfiado. -‐‑ No lo sé. Me pidieron que corriera buscando al ladrón y te encontré a ti. El muchacho siguió mirándolo con temor, sopesando la situación por si tenía que dar un salto y volver a correr. -‐‑ No te deseo nada malo -‐‑dijo José para tranquilizarlo-‐‑. Estoy buscando a alguien y tal vez tú puedas ayudarme a encontrarlo. Tras aquellas palabras y el modo en que José las dijo, el muchacho, que se tenía por experto conocedor de toda clase de tipos, supo que no corría peligro. -‐‑ Pues si vamos a tener algo entre manos -‐‑dijo poniéndose en pie-‐‑, permíteme que me adecente. Se quitó el albornoz sucio y raído, y debajo apareció otro no muy limpio pero sí bastante nuevo. Luego se deshizo de las vendas de las piernas y pies bajo las que ocultaba las babuchas. Metió la cabeza en un tonel y se lavó tranquilamente con el agua de las aceitunas. Realmente era cojo. Tenía la pierna izquierda más delgada que la otra y el pie deforme, pero no tanto como para no poder calzar babuchas. Con la cara lavada, el pelo mojado y estirado hacia atrás, tenía bastante buen aspecto. El pelo era castaño oscuro, igual que los ojos, la boca grande con dientes anchos y fuertes, cosa que vio José cuando le dijo sonriendo: -‐‑ Si me invitas a comer podré informarte de lo que quieras mucho mejor, porque con el hambre que tengo difícilmente me va a funcionar la cabeza. José sonrió y le señaló con la mano la posada de los comerciantes. Parecía no haber comido en varios días, aunque por su aspecto no debía pasar hambre. Engulló un plato de berenjenas rellenas y otro de cordero asado. Cuando se dio por satisfecho, se arrellanó en el cojín de cuero, apoyó la espalda en la pared y, como hombre experto en negocios del mundo, miró a José por primera vez desde que le sirvieron. -‐‑ Tendrás que decirme quién eres y qué haces en Granada. No sé si debo dar información a un desconocido. José volvió a sonreír, y sacando otra moneda del bolsillo la colocó al lado del plato. -‐‑ ¿Te parece bien esto? -‐‑ No está mal. Ya veo que eres de buena familia. -‐‑ Estoy buscando a Amín el Catapiedras. ¿Sabes quién es?
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-‐‑ Naturalmente. -‐‑ ¿Dónde puedo encontrarlo? -‐‑ Eso ya es más difícil porque ése se mueve mucho -‐‑dijo el mendigo suspirando y mirando de soslayo la moneda. -‐‑ ¿No te parece suficiente con todo lo que te he dado ya? -‐‑dijo José que había comprendido el gesto-‐‑. Cualquiera que trabaje en la Alcaicería puede decírmelo. -‐‑ Todavía no me has dicho tu nombre ni qué estás haciendo en Granada. ¿Y si le quieres un mal al Catapiedras? Todos han visto que estás conmigo -‐‑dijo señalando a la concurrencia de la posada-‐‑. Si le pasara algo yo no podría volver a poner los pies en la Alcaicería. Entonces otra buena moneda rodó por la mesa pero no era de José sino de un visitante inesperado que, después de saludar y pedir permiso, arrastró un cojín y se sentó junto al mendigo. -‐‑ Llevo buscándote tres días -‐‑dijo mientras sacaba un pañuelo sobre el que puso un hermoso rubí-‐‑. Dime, ¿qué te parece? Tras mirar un instante la piedra, el muchacho alzó los ojos y se encontró con los de José serios y expectantes. Luego se volvió hacia el visitante. -‐‑ Es la cuarta vez que la veo en quince días. No es tan buena como parece. -‐‑ ¿La has probado? -‐‑ Sí, la he probado. Os confunde su talla. Si encuentras al lapidario te harás un hombre rico, más de lo que ya eres. -‐‑ Gracias por el aviso -‐‑dijo el hombre cogiendo la piedra. Y sin más, se fue. -‐‑ Bueno, ahora ya lo sabes -‐‑el mendigo se volvió a José sintiéndose importante-‐‑. ¿Por qué me buscas? Tú no estás comprando piedras porque, de ser así hubieras preguntado por mí a cualquier joyero y no a un mendigo. -‐‑ Contéstame tú primero, ¿qué hace un catador de piedras preciosas disfrazado de mendigo y pidiendo limosna? -‐‑ ¿Quién te ha dicho que estaba pidiendo limosna? Además eso a ti no te importa. ¿Qué es lo que quieres? -‐‑ Te busco porque se lo prometí a mi tío Eliud Alfasi antes de morir. Aquello era lo último que Amín el Catapiedras esperaba oír. Casi se quedó sin habla, y su actitud y su aspecto cambiaron repentinamente. El muchacho duro y avispado dio paso a otro que parecía más joven, de cara sorprendida y gesto respetuoso. -‐‑ Entonces tú debes ser Yusuf el Mezclado. José asintió con la cabeza.
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-‐‑ Perdóname, mi señor. Si yo lo hubiera sabido... -‐‑se disculpó el Catapiedras. -‐‑ No podías saberlo. -‐‑ Tu tío me había dicho que algún día vendrías a buscarme. Pero, ¿cómo iba yo a creer que vendría a buscarme un nieto del Emir? -‐‑ ¿Te avisó? -‐‑preguntó José sorprendido. -‐‑ Bueno, tal vez no fue así. Él me hizo muchos favores, hasta alguna vez me escondió en su casa. Y cuando yo quería pagarle siempre me decía que si algún día venías en mi busca que me fuera contigo. Que esa sería la forma de quedar en paz. Siempre pensé que lo decía para que no me viera obligado. ¿Y qué quieres de mí? -‐‑ Todavía no lo sé -‐‑dijo José encogiéndose de hombros-‐‑. Me pidió que encontrara algo que él ha estado buscando toda la vida y... Amín sintió un escalofrío por la espalda y lo interrumpió: -‐‑ Calla, mi señor. Éste no es sitio para hablar de esas cosas. Dime, ¿es cierto que los cristianos no se lavan nunca? José estalló en una carcajada. -‐‑ Eso está mejor -‐‑comentó el Catapiedras sonriendo-‐‑. Por cierto, ¿conoces al banquero Rinaldi? -‐‑ No. Aunque el nombre no me es desconocido. -‐‑ Pues no te vuelvas a mirar, pero escucha: el banquero Rinaldi entró aquí hace un rato y, desde entonces, no te quita los ojos de encima. -‐‑ Entonces vamos -‐‑dijo José poniéndose en pie-‐‑. Al salir me dirás quién es. Pero no hizo falta. Era el genovés que conoció el día que cenó en la Alhambra y quien, con una profunda reverencia, lo saludó al pasar.
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Etan abrió la puerta y, al ver al Catapiedras, la cerró de un empujón y lo dejó en la calle. -‐‑ Mi señor, ¿por qué estás con él? Es un ladrón. Yo no sé por qué tu tío lo ayudaba, ni siquiera vino al entierro. -‐‑ Abre y déjalo entrar. El criado obedeció, pero no pudo evitar hacerle una advertencia: -‐‑ Ten cuidado y no te fíes de él. Es un desagradecido. Amín asomó haciendo una exagerada reverencia dirigida al criado: -‐‑ Etan, palmatoria vieja, ¿creías que ibas a poder librarte de mí? -‐‑ Cállate desgraciado si no quieres que llame a la guardia que seguro que te andará buscando. -‐‑ Por mí como si sales de odalisca quitándote los siete velos. -‐‑ ¿Lo ves?, mi señor -‐‑el criado indignado se volvió a José-‐‑. No respeta a nada ni a nadie. Algún día veré su cabeza colgada de la muralla. -‐‑ Pero antes me habré gastado todas esas monedas mohosas que tienes detrás de la tinaja del aceite –respondió el Catapiedras. Etan abrió los ojos desmesuradamente y se marchó. -‐‑ ¡No te las he robado todavía! Si no fuera por mí se habría muerto de aburrimiento hace tiempo -‐‑dijo volviéndose a José. Subieron al estudio del rabino. Un cuarto pequeño con los estantes vacíos pues todos sus rollos y libros habían sido llevados a la sinagoga. -‐‑ ¿Tú sabes qué buscaba mi tío? -‐‑dijo José sentándose en una silla ante la mesa y ofreciendo otra al Catapiedras. -‐‑ Lo que busca todo alquimista. -‐‑ ¿Alquimista? -‐‑preguntó José extrañado. -‐‑ ¿Por qué no? Él también. Si debe haber alquimistas hasta debajo de las piedras. El argumento no convenció a José, ni siquiera le hizo cambiar la cara de escepticismo. -‐‑ ¿No te lo crees? Espera y verás. Amín fue hacia la puerta, comprobó que Etan no andaba cerca, y la cerró con llave. Luego desplazó hacia un lado un arca que estaba en una esquina de la habitación y pisó con fuerza las tablas del suelo
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que habían quedado a la vista. Se hundieron por un extremo dejando levantado el otro. Amín tiró de ellas y apareció un agujero. -‐‑ Esta es la entrada de su taller. ¿Quieres que bajemos? José miró el agujero con la sorpresa del que descubre un pozo en su propio cuarto, y sobre el que ha pisado durante años sin saberlo. -‐‑ Sí, vamos. Una estrechísima y empinada escalera de caracol se retorcía hacia la oscuridad. Enseguida perdieron la poca luz que entraba desde la habitación y tuvieron que seguir a tientas, girando y girando. -‐‑ ¿Es que está bajo tierra? -‐‑ Sí, bajo tierra. Ahora debemos estar a la altura de la cocina. Está bajo ella y el humo sale por la misma chimenea. Al final de la escalera había una puerta. Amín, delicadamente, deslizó los dedos por entre las hendiduras de la madera para encontrar dos clavos que, después de girarlos, extrajo fácilmente. Luego tanteó la cerradura hasta palpar dos pequeños orificios por donde introdujo los clavos. Se oyó un sonido metálico, empujó, y la puerta se abrió con un leve ruido de los goznes. -‐‑ No entres, espera aquí. José aguardó en la más completa oscuridad. Vio las chispas que producía el pedernal hasta que salió una pequeña llama de un fogón. Amín encendió allí la mecha de un candil y luego apagó con la mano la pequeña hoguera. La habitación apenas quedó iluminada. Desde luego allí había todo lo que un alquimista precisaba: redomas, alambiques, crisoles, retortas, tenazas, pinzas y otros raros instrumentos. También una pequeña balanza cuyos platillos brillaban pulidos, igual que las pesas. Un armario contenía libros muy usados y, cerca del fogón, junto al fuelle, había una tinaja de agua con un saco de carbón al lado. José miraba todo aquello asombrado. -‐‑ ¿Cómo es posible que nunca me diera cuenta? –se preguntó. -‐‑ Porque tu tío era muy listo –respondió Amín-‐‑. Venía aquí por la noche mientras Etan y tú dormíais. Y si quería venir por el día cerraba la puerta y os decía que no lo molestarais. -‐‑ Sí; sus horas de estudio eran sagradas. Entonces mi tío buscaba la piedra filosofal, ¿y ahora debo encontrarla yo? -‐‑ ¿Qué otra cosa puede ser si no? -‐‑preguntó el Catapiedras encogiendo los hombros. -‐‑ Él me habló de un tesoro. Bueno, no con esas palabras. Me dijo que cuando lo encontrara sería el hombre más rico de la tierra. -‐‑ Entonces seguro. Dicen que la piedra filosofal convierte en oro todo lo que toca.
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-‐‑ Pero... -‐‑ Yo creo que está bien claro –interrumpió Amín con indiferencia. -‐‑ No, yo no lo veo tan claro. ¿Qué tienes tú que ver en todo esto? Dijo que te buscara porque me ayudarías. -‐‑ A comprarte los polvos y minerales. Lo he estado haciendo para él mucho tiempo. -‐‑ ¿Y no crees que si mi tío hubiera querido que yo fuera alquimista me habría enseñado alquimia? Pero me enseñó de todo menos eso. Amín frunció las cejas y cerró ligeramente un ojo para afilar el pensamiento. -‐‑ ¿Has dicho un tesoro? ¡Ya está! Tu tío ha debido encontrar la cueva. -‐‑ ¿Qué cueva? -‐‑ ¡La de la Alhambra! ¿O es que no la has oído nombrar? La hizo el mago egipcio que construyó el primer palacio, y en ella fue guardando todos los tesoros que le pedía al Emir. Y, no contento con eso, se le antojó una esclava que al Emir le habían traído de no sé dónde y, como no se la dio, agarró a la esclava, hizo una maravilla maga y desapareció bajo tierra con ella y con todos los tesoros. Nunca más se supo ni del mago, ni de la cueva, ni del tesoro ni de la esclava. -‐‑ La cosa no es para bromas. Le prometí a mi tío que lo encontraría. -‐‑ Mi señor, tu tío estaba obsesionado con la alquimia y estaba también muy viejo. Te quería tanto que quiso que compartieras su afición. Pero, ¿encontrar la piedra filosofal? Él se pasó la vida buscándola y ya ves. Y, ¡claro que serías el hombre más rico de la tierra si la encontraras! Pero, ¿quién le pone ese cascabel al gato? Yo creo que todo eso de la piedra no es más que un cuento. ¿O has oído de alguien que tenga alguna? Y te pidió que me buscaras para que yo te enseñara esta habitación. -‐‑ Dicen que la piedra filosofal es cosa de uno, que uno mismo debe hacerla; pero él, al referirse al tesoro, dijo que ellos lo habían escondido –argumentó José. -‐‑ ¿Ellos? ¿Quiénes? -‐‑ No le dio tiempo a decírmelo. -‐‑ ¿Y quién puede esconder tesoros? –se preguntó Amín de pronto interesado-‐‑. Tu tío era muy listo, no creo que se dejara engañar por un cuento. Y un tesoro se esconde porque hay que salir por pies y no se puede cargar con él. ¿Lo esconderían los cristianos? -‐‑ Se dice que los Caballeros del Temple escondieron grandes tesoros, y los Cátaros, y los Merovingios, y los Pastores de Arcadia, y
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los Maestros Constructores, o, ¿quién sabe?, tal vez sean los Hashishíes y el Viejo de la Montaña. ¿O será el tesoro de Salomón? ¿El Santo Grial? ¿La ciudad de ámbar del desierto? -‐‑ ¿Todo eso hay perdido? –preguntó Amín asombrado-‐‑. Pues debe estar medio mundo buscando en este momento. ¡Ah! Ahora eres tú el que se ríe de mí. -‐‑ Mi tío me dio algo -‐‑y José sacó del bolsillo el pergamino y la bolsita de cuero. -‐‑ ¿Qué dice ese pergamino? –Amín se acercó tanto a él que pareció querer adivinar el contenido por el olfato. -‐‑ No lo sé -‐‑dijo José desdoblándolo una vez más-‐‑. Está escrito con signos cabalísticos. -‐‑ ¿Y eso no es hebreo? -‐‑ Sí, pero no es lo que parece. Hay que descifrarlo. Y no sé si sabré hacerlo pero sé quién puede ayudarme. -‐‑ Mi señor, no empieces a repartir tu tesoro. Si tienes que preguntar a alguien seguro que pedirá precio por su silencio, eso si no va a buscar el tesoro por su cuenta. Procura descifrarlo tú solo. -‐‑ ¿Querrás venir conmigo a Guadalupe? -‐‑ ¿Y qué se me ha perdido a mí en Guadalupe? No sé ni dónde está. -‐‑ Se te ha perdido un tesoro. Y Guadalupe está en tierras cristianas. -‐‑ Espera, espera, espera. ¿Por qué ibas a compartir conmigo tu tesoro? ¿Y cómo sabes que no te lo robaré cuando lo vea? Mi lado malo es como mi sombra, nunca se separa de mí. -‐‑ Correré ese riesgo -‐‑y José abrió la bolsa de cuero dejando caer sobre la mesa un puñado de piedras preciosas. Amín se quedó petrificado. Ni siquiera se acercó a ellas, pero las fue mirando una por una: diamantes, rubíes, topacios, esmeraldas, perlas. Las conocía bien y estaban todas. -‐‑ Ahí tienes tu tesoro -‐‑dijo muy serio-‐‑. No hay nadie en Granada que tenga piedras como ésas. -‐‑ ¿Cómo lo sabes? -‐‑ Porque yo las compré. -‐‑ ¿Y de dónde sacó mi tío tanto dinero? -‐‑ Tu madre le dejó dinero al morir. Con él compramos la mayoría y luego... Bueno, luego las fuimos comprando poco a poco. -‐‑ ¿Poco a poco? Mi tío administraba mis bienes, si hubiera comprado piedras estaría en sus libros de cuentas, pero no hay tal cosa. -‐‑ Bueno, ¿qué se yo? Él de pronto tenía algo de dinero y...
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-‐‑ ¿Algo? -‐‑interrumpió José-‐‑ ¿Se pueden comprar piedras como éstas con algo de dinero? -‐‑ ¿Por qué me haces tantas preguntas? -‐‑protestó Amín-‐‑. ¿Qué más da de dónde salió el dinero? Ahí están y tuyas son. -‐‑ ¿Estás seguro de que son todas mías? ¿Por qué eres pobre como una rata cuando los joyeros acuden a ti si tienen dudas? Algunas de estas piedras las pagaste tú, ¿verdad? Amín guardó silencio. -‐‑ ¿Por qué lo hiciste? -‐‑ Tu tío no sabía nada de piedras ni lo que costaban. Pero quería tenerlas. Guardaba el dinero en el arca y yo lo cogía cuando era necesario. -‐‑ Y cuando se acabó, ¿por qué no se lo dijiste? -‐‑ Porque él confiaba en mí. -‐‑ Eso no es razón. Amín titubeó. -‐‑ Estaba en deuda con él -‐‑dijo por fin. -‐‑ ¿En deuda? ¿Por qué? -‐‑ Porque, ¿ves este maldito pie? -‐‑dijo poniéndolo un instante sobre la mesa-‐‑. Pues hasta los seis años yo lo arrastraba sin poder andar por el mercado del Albaicín pidiendo limosna. Un día tu tío me vio, me cogió en brazos y me llevó a casa de un médico judío amigo suyo. Y allí me tuvieron atado a una mesa haciéndome perrerías cada vez que el médico y otros colegas se les antojaba abrírmelo y manosear mis huesos. Cuatro veces lo hicieron. Y luego me dejaban durante semanas atado allí, sin poder moverme. Aquel maldito judío aprendió la medicina conmigo y luego curaba las torceduras del Emir. Se calló, respiró hondo, y con voz mucho más calmada dijo: -‐‑ Ahora puedo hasta correr. Y si hubiera tenido que matar para dar de comer a tu tío, lo habría hecho. Robar y estafar ya lo hice muchas veces. -‐‑ ¡Vamos! -‐‑dijo José recogiendo las piedras-‐‑. Hay que ir al mercado. -‐‑ ¿Al mercado? ¿A qué? ¿Es que vas a venderlas? -‐‑ A comprarte ropas. Tendrás que vestirte de cristiano. -‐‑ ¿De cristiano? ¿Vestirme yo de sucio cristiano? ¿Por qué? -‐‑ Y armas, y un caballo. Vas a ser mi escudero. -‐‑ Espera, espera. ¿Por qué crees que voy a ir contigo? -‐‑ Porque mi tío reunió las piedras para que pudiéramos ir en busca de ese tesoro. Y tú estarías en deuda con él, pero no conmigo. Ahora las piedras son tan tuyas como mías. Si quieres verlo de otro
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modo, esto es un negocio a medias -‐‑y le lanzó la bolsa de las piedras-‐‑. Tú te ocuparás de ellas. -‐‑ Pero, ¿cómo voy a ser yo tu escudero? Yo, una rata coja del Albaicín, ¿escudero del nieto del Emir?
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8 Con esfuerzo y apoyándose en el pasamanos, un hombre viejo envuelto en una capa de paño subía casi a oscuras la escalera de la biblioteca del monasterio. Tuvo que detenerse a descansar una vez, y cuando llegó arriba se detuvo de nuevo para respirar profundamente antes de abrir la puerta. Enseguida distinguió la mesa que buscaba pues sobre ella estaba el único foco de luz que había en el gran salón, una vela. Con el sombrero de paja en la mano, que se había quitado apenas entrar en el monasterio, y un bulto bajo el brazo, se acercó hasta allí. -‐‑ Buenas noches, fray Esteban -‐‑ el arriero dio un profundo suspiro antes de desenvolver un paño y mostrar al fraile unas cuchillas-‐‑. Aquí está su encargo. Y dígame, ¿han pillado a muchos? -‐‑ ¿A qué te refieres? -‐‑preguntó el fraile como si no entendiera. -‐‑ A los judíos. ¡Quién lo iba a decir! La mitad de los frailes, judíos. -‐‑ Conversos, Manuel, conversos. Y un converso puede ser tan buen cristiano como tú o como yo –dijo fray Esteban mientras inspeccionaba las cuchillas. -‐‑ Ya, ya... Esos judíos nos engañan a todos. Debían de pensar que vestidos de frailes estaban seguros. Pues se les acabó la buena vida. -‐‑ ¿Qué tal sigue tu brazo, Manuel? -‐‑ el fraile levantó la vista hacia él cuando hizo la pregunta. -‐‑ Muy bien. Casi lo muevo igual que antes. -‐‑ El judío te curó bien, ¿eh? Y si no hubiera sido por él te lo habrían cortado. El arriero no supo qué responder comprendiendo que de alguna forma había metido la pata, aunque no sabía muy bien por qué. Pensó que, al fin y al cabo, curarlo bien era la obligación del judío. -‐‑ Y no los juzgues tú antes que el tribunal. Es más, reza para que ese tribunal sea justo porque mañana puede tocarte a ti. -‐‑ ¿A mí? Yo soy cristiano viejo –contestó el arriero satisfecho. -‐‑ Sí, cristiano viejo, pero puede que algún día a la gente no le gusten los arrieros y entonces te meterán en el calabozo sólo por serlo, aunque no hayas hecho nada malo. El hombre no contestó. No entendió bien qué quería decir el fraile con aquello de que a la gente no le gustaran los arrieros. Él era cristiano viejo y se sentía seguro.
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-‐‑ Dile a fray Julio que te pague el encargo –dijo el fraile dando por terminada la conversación y volviendo a su trabajo. Pero el arriero le comentó algo antes de marcharse: -‐‑ He visto a Don José Enríquez en la venta. Él llegaba justo cuando yo salía. Me dijo que pasaría allí la noche y mañana vendría a Guadalupe. Que José estuviera de vuelta dejó pensativo al fraile, pensativo y preocupado. Tanto que dijo en voz alta: -‐‑ Corre peligro, tengo que avisarle. -‐‑ ¿Quién? -‐‑preguntó Mogo levantando la cabeza del libro. -‐‑ Don José Enríquez. No puede volver al monasterio. También tiene la señal y las cosas están tan mal que ni él se libraría. -‐‑ ¿Qué señal, fray Esteban? -‐‑ A los judíos y los moros les hacen la circuncisión, una especie de bautismo donde les quitan un trozo de piel y quedan señalados para siempre. Por eso desnudaron a todos los frailes y pudieron ver quiénes eran los conversos. José me dijo que él también tiene la señal, y además es nieto de judía. No debe venir aquí. Pero no sé cómo avisarle. No me fío de nadie. Muchos saben quién es José y por hacer daño a su padre podrían denunciarle. -‐‑ ¡Transparente lo ve y tiene delante al burro! -‐‑exclamó Bleid. -‐‑ ¿Qué quieres decir ahora? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Que a falta de pan pocas palabras bastan -‐‑contestó Bleid mirando al fraile.
Sí, el fraile lo había pillado, se lo notó en los ojos, y porque no pudo evitar un amago de sonrisa. Además actuó de inmediato: -‐‑ Claro que vosotros podríais ir en su busca –insinuó. -‐‑ ¿Nosotros? ¿Hablar con un alto que ni siquiera sabe que existimos? -‐‑y Mogo dio por sentado que tal cosa era imposible. -‐‑ Y que además no nos ve -‐‑continuó Bleid imitando el tono de Mogo. -‐‑ Sí, por favor, id a su encuentro. Decidle lo que sucede, que no debe entrar en Guadalupe. -‐‑ Eso es peligroso, fray Esteban. Debemos ser prudentes y no correr riesgos. Tú sabes que es norma de la tribu no tener contactos con altos a menos que sea imprescindible -‐‑explicaba Mogo pero viendo que sus argumentos no hacían mella en el fraile-‐‑. Por lo menos déjame pensarlo, ni siquiera sabemos dónde está esa venta. -‐‑ Haz el bien sin mirar en dónde -‐‑aconsejó Bleid entre irónico y beatífico. -‐‑ Habría que buscar a un pájaro, ¿no? –Mogo se volvió bruscamente hacia su compañero-‐‑. ¿O es que piensas ir andando?
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Por un instante Mogo lo siguió mirando con fastidio, molesto. ¿Acaso había olvidado que frente a un alto los carriones debían apoyarse siempre o, al menos, permanecer en silencio si había desacuerdo pero nunca contradecirse? Bleid no hizo ni caso a aquella mirada que le advertía de normas y costumbres, al contrario: -‐‑ ¡Vamos! -‐‑ Dio un salto hasta el alféizar y abrió la ventana-‐‑. ¡Aire! ¡Aire puro!, que empezamos a oler a alcanfor y cucarachas. -‐‑Y se puso a silbar con todas sus fuerzas para llamar a los pájaros. -‐‑ Mogo, por favor, buscadlo –suplicó el fraile-‐‑. La venta la encontraréis en el camino de Mérida, con los pájaros no tardaréis mucho. No sé cómo os las vais a arreglar para hablar con él pero ya se os ocurrirá algo. Dile que no venga, que se vaya a la corte con su padre y que no se le ocurra poner los pies en Guadalupe. Dos lechuzas acudieron a la llamada y sabían muy bien dónde estaba la venta. Sin ningún otro preparativo ni observación, que no consideraron necesario, se montaron en ellas y salieron volando. Antes de cruzar el portalón que daba entrada al corral de la venta, Mogo detuvo a Bleid que parecía muy decidido. -‐‑ Espera un momento. No hemos pensado cómo lo vamos a hacer, y dicen las normas que acercarse a un alto por primera vez ha de ser cuidadosamente planeado. -‐‑ Pues planea. -‐‑ Nunca nos habíamos visto en una situación como ésta, quiero decir la de hablar con un alto que no nos ve. ¿Cómo nos dirigiremos a él? -‐‑ Déjame a mí, yo lo haré -‐‑contestó Bleid dando por hecho que la cosa no tenía la menor importancia. -‐‑ ¿Y si está con otros altos? -‐‑preguntó Mogo entre previsor y despectivo. -‐‑ Total, ¿qué más da el número de cabras? –contestó Bleid completamente indiferente. -‐‑ ¡Ésta no es la forma de hacer las cosas! -‐‑protestó Mogo con mal genio-‐‑. Si no lo planeamos nos saltaremos las normas que están para algo y no dará resultado. ¡Por qué habré tenido la mala suerte de que te mandaran conmigo! El más torpe de la tribu me ayudaría mejor a resolver los problemas. -‐‑ ¡Ni el más listo de la tribu conseguiría hacer creer a los altos que nosotros existimos! -‐‑dijo Bleid escéptico-‐‑. ¿No tenemos alguna norma para casos de emergencia? -‐‑ Sí -‐‑contestó Mogo algo más optimista-‐‑. En caso de decisión precipitada, pon de acuerdo a tu mente y a tu corazón y haz lo que te dicten.
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-‐‑ ¡Precisamente lo que yo había pensado hacer! –exclamó Bleid-‐‑. Tranquilo. Cumpliremos la norma. Saldrá bien. Mogo lo miró dudoso, aunque tal vez había hablado en serio y, desde luego, parecía seguro. -‐‑ Pues vamos –dijo algo incrédulo. Atravesaron el corral y se colaron dentro de la casa. Había bastante gente, la mayoría viajeros. Algunos comían, otros conversaban junto al fuego y, en una mesa algo más apartada, un grupo jugaba a los dados. Allí estaban José y Amín observando el juego. Bleid fue directamente hasta la silla de José, la escaló, se mantuvo en pie con raro equilibrio en lo alto del respaldo y, acercándose a la oreja como si fuera la cosa más natural del mundo, le dijo: -‐‑ José, tengo un recado de fray Esteban para ti. Sal fuera, te lo diré en el pozo –e inmediatamente se agachó como si conociera la respuesta. La respuesta fue que José se metió un dedo en el oído y lo sacudió con fuerza. El carrión esperó pacientemente a que terminara y, cuando así fue, lo intentó de nuevo. -‐‑ Has oído bien. Me manda fray Esteban. Es muy importante, sal al pozo. José ni se movió en aquel instante. Pero poco después, disimuladamente, empezó a girar la cabeza hacia los lados. Miró detrás de la silla, al suelo, al techo, y otra vez detrás de la silla. -‐‑ No puedes verme, soy invisible -‐‑dijo Bleid cuando el otro dejó la cabeza quieta-‐‑. Sal al pozo y te lo explicaremos todo. Entonces José se giró con rapidez hacia el punto de donde salía la voz, pero nada vio. Se quedó un instante pensativo y luego comenzó a golpearse la cabeza con la mano. -‐‑ ¿Te pasa algo? -‐‑le preguntó Amín. -‐‑ No, no. -‐‑dijo apoyándose de nuevo en el respaldo con cuidado, y apenas sin respirar por si volvía a escuchar la voz de nuevo. Y así fue: -‐‑ ¡O sales inmediatamente al pozo, o haré que te quedes desnudo! Como si hubiera recibido un pinchazo, José se puso de pie abrazándose la cintura tratando de que no se le cayera nada. -‐‑ Pero, ¿qué te pasa? -‐‑preguntó Amín viendo que estaba completamente pálido. -‐‑ Nada. Creo que no me ha sentado bien la cena. Voy fuera a tomar el aire. Los carriones corrieron adelantándose a él. José salió andando despacio, mirando hacia todas partes y con la mano apoyada en el pomo de la espada. La luna daba buena luz al corral y parecía que no
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había nadie. Un perro acostado cerca de la puerta alzó la cabeza, lo miró y volvió a apoyarla para seguir durmiendo. Nada se movía tampoco bajo los tinados y las bestias no estaban inquietas. Siguió avanzando hacia el pozo, lentamente, observando. Ni un alma. Sin embargo empezó a oír voces de nuevo. -‐‑ Somos amigos de fray Esteban. No puedes vernos porque somos invisibles -‐‑decía Mogo delante de él y corriendo hacia atrás. -‐‑ Y además muy chicos –completó Bleid. -‐‑ Tenemos que darte un mensaje muy importante -‐‑siguió Mogo-‐‑. Por eso nos ha enviado. Llegó hasta el pozo y se asomó al brocal con mucha precaución. -‐‑ ¡Estamos aquí abajo! -‐‑ Bleid le dio una patada en el tobillo. El susto le hizo saltar hacia atrás y casi sacó la espada de la vaina. Dio un par de vueltas rápidas mirando alrededor de sus pies pero allí nada vio. -‐‑ Por favor, siéntate. No te va a suceder nada malo -‐‑dijo Mogo después de mirar a Bleid con cara de querer matarlo. José se quedó de pie murmurando: -‐‑ ¿Qué me está pasando? ¿Qué me está pasando? -‐‑ Somos carriones, invisibles y de dos cuartas de altura -‐‑Mogo empezó a explicar porque veía que aquello no llevaba buen camino-‐‑. Casi nadie sabe que existimos pero fray Esteban sí, y nos ha mandado a buscarte. -‐‑ ¿No tienes un espejo? –interrumpió Bleid-‐‑. Podrías vernos con él. Los espejos nos ven y nos cazan. -‐‑ ¡En el pozo! Nos verás reflejados en el agua. Asómate al pozo -‐‑pidió Mogo. Los carriones gatearon hasta subir el brocal. José dudó pero se inclinó hacia el agua y, al lado de su cabeza, vio dos siluetas pequeñas y oscuras que saltaban y movían los brazos de un lado a otro. -‐‑ ¿Qué sois? ¿Espíritus? -‐‑preguntó asombrado y lleno de temor. -‐‑ No, somos carriones. Hombres igual que tú, sólo que más pequeños e invisibles. -‐‑ ¿Cómo? ¿Cómo es eso posible? -‐‑ Lo es. ¿No nos estás viendo en el agua? -‐‑ Si, pero... -‐‑ Por favor, escúchanos. El mensaje que nos ha dado fray Esteban es éste: no puedes ir a Guadalupe. Han cogido prisioneros a todos los frailes conversos y los van a juzgar. José parecía no escuchar. Inclinado hacia el agujero del pozo, sin dejar de mirar las pequeñas siluetas, muy quieto, trataba de recordar lo
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que había comido y bebido últimamente. Aquella explicación era más fácil que cualquier otra. -‐‑ Dice fray Esteban que vayas con tu padre a Castilla, que te pongas a salvo. -‐‑ Vosotros no podéis ser reales -‐‑dijo casi temblando-‐‑. Esto es obra de algún encantamiento que he sufrido. -‐‑ ¿Tú crees en encantamientos? –preguntó Bleid fingiendo extrañeza-‐‑. Nos manda fray Esteban y al que a buen árbol se arrima no le mires el diente. Era cierto, no creía en encantamientos. Pero, ¿cómo podía estar hablando con... nadie? Sintió un escalofrío. Y lo que decían tenía sentido, salvo aquella última frase, ¡maldita sea! Rara, pero también lo tenía. Seguiría hablando: -‐‑ Debo ir a Guadalupe. -‐‑ No vayas, tú también tienes la señal. Puede que alguno te mire mal y te denuncie. ¿Cómo podían saber aquello? Sí, era cierto, tenía la señal y se lo había dicho a fray Esteban. Únicamente él podía haberlos enviado, pero... ¿a quién? -‐‑ Tengo que consultar un libro –balbuceó. -‐‑ Podrás hacerlo en otra parte –escuchó que respondían. -‐‑ No, el que necesito está allí. -‐‑ No puedes ir al monasterio, ¡te verán! -‐‑ No me verán, iré de noche y sé por dónde entrar. -‐‑ ¿Es que no vais a terminar nunca con este toma y daca? –preguntó Bleid con retintín-‐‑. Tócanos y verás que no sólo somos, también estamos. -‐‑Y cogiendo con ambas manos una de José, Bleid se la puso sobre la cabeza-‐‑. Toca sin miedo. Temblaba, pero le tocó la cabeza, la cara, el cuerpo. No podía creer lo que estaba palpando. -‐‑ Si fray Esteban supiera que voy me dejaría alguna puerta abierta. Yo sé dónde esconderme -‐‑dijo con un hilo de voz. -‐‑ Nosotros le avisaremos. Nos iremos volando -‐‑ Bleid agitó los brazos. -‐‑ ¿Acaso también voláis? -‐‑preguntó José aún con más asombro. -‐‑ Sí, con los pájaros. -‐‑ ¿Con los pájaros? No entiendo. Debéis ser algo mágico pero no me importa. Si es cierto que existís y que podéis avisar a fray Esteban, decidle que me espere en el arca del agua. Estaré allí antes del amanecer. Si no fuera es que yo estoy soñando. -‐‑ Allí estará -‐‑dijo Mogo.
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-‐‑ ¡Ah! –exclamó Bleid-‐‑. Problema resuelto: Esteban con su presencia demostrará nuestra existencia, y él se irá galopando aunque cree que está soñando. -‐‑ ¡Calla y vámonos! -‐‑Mogo dio un codazo a su compañero. Antes de bajar del pozo se dirigió ceremoniosamente a José: -‐‑ Ha sido un honor conocerte. Fray Esteban te hablará de nosotros, aunque por nuestra seguridad deberás guardarlo en secreto. -‐‑ Gracias, así lo haré -‐‑contestó José balbuceando de nuevo. -‐‑ ¿Estás hablando con alguien? -‐‑preguntó Amín desde la puerta de la venta. José se volvió y corrió hacia él. -‐‑ No te lo puedo explicar bien; o mejor dicho, no te lo puedo explicar. Me voy a Guadalupe ahora mismo. Me han dicho que tienen prisioneros a los frailes conversos. -‐‑ Eso venía a decirte. Lo han comentado ahí dentro. -‐‑ Entonces, ¡es cierto! -‐‑ Tú acabas de decirlo. ¿No has dicho que te han avisado? Y, ¿quién lo ha hecho? Aquí no hay nadie. -‐‑ Ya te lo explicaré si puedo. Escúchame. Iré solo, tú me esperarás aquí. No deben verme y he de viajar de noche. -‐‑ Yo también voy. Si no deben verte es que es peligroso –contestó Amín resuelto. -‐‑ Sólo tengo que consultar un libro y si nos fuéramos los dos, cargados con el equipaje, tardaríamos más tiempo, nos verían y entonces sí correríamos peligro. He de estar allí antes de que amanezca. Espérame aquí. Sé discreto y habla lo menos posible, tienes acento de Granada. -‐‑ Hablo el castellano tan bien como tú y estoy harto de hacer negocios con él. -‐‑ Pero con acento; y ahora estarás solo en tierras cristianas y tienes que ser prudente. Si dentro de tres días no he vuelto, vete a Granada. -‐‑ Mi señor –dijo Amín respetuoso, tomando conciencia de que aquello era más serio de lo que parecía-‐‑, ¿tan grande es el peligro? Tú eres hijo de un hombre del Rey de Castilla, ¿cómo puede pasarte algo? -‐‑ Y no me pasará. Pero si en tres días no estoy aquí, vuelve a Granada.
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9 Cabalgó durante toda la noche y consiguió llegar al arca del agua antes del amanecer. El arca era un largo túnel cuya entrada estaba a una legua de Guadalupe, y lo habían mandado horadar los frailes para almacenar y conducir hasta el monasterio las aguas de las fuentes de la montaña. Dejó el caballo escondido en la espesura de una hondonada y, a toda prisa, se dirigió al arca. Tanteando con pies y manos se adentró hasta encontrar una tea. Sabía que estaban colocadas en la pared a lo largo del túnel. El suelo, en pendiente, era resbaladizo, un estrecho pasillo junto al canal que recogía las aguas. No debía temer nada ya que rara vez entraban allí y menos por la noche, así que anduvo deprisa. Sus pasos resonaban tanto que pensó que los estarían oyendo hasta en el monasterio. Casi corrió durante un buen trecho, hasta que le pareció oír algo raro y decidió ir más despacio. Había otros ruidos además de sus pasos. A pesar de llevar la tea era poco el camino que podía ver y, de hecho, había corrido casi a ciegas. ¿Y si hubiera alguna alimaña? Se detuvo a escuchar. Un jabalí o cualquier otro animal podrían utilizar el túnel como guarida. O ladrones, o huidos. El agua se deslizaba por el canal con un leve murmullo. Trató de calmar la respiración. Algunas gotas caían del techo al suelo y otras sobre el agua del canal, que en aquel silencio parecían estallar. Comenzó a andar de nuevo pero más despacio. El túnel se estrechaba. La luz se concentraba en las paredes muy próximas y le impedía ver más allá de un par de pasos. Por escudriñar la oscuridad dejó de mirar al suelo y, de pronto, a un pie le faltó apoyo y a punto estuvo de hundirse en un abismo. En menos de un segundo consiguió frenar el impulso, giró, se tambaleó y con un fuerte golpe cayó sobre un costado. Todavía en tierra, recogió la tea y la acercó hacia el agujero en el que había estado a punto de caer. A su izquierda el agua del canal se vertía en un pozo, pero frente a él todo era oscuridad. Cuando consiguió serenarse comprendió que el lugar a donde había llegado era el modo de hacer salvar al agua un desnivel del terreno. Supuso que al otro lado del enorme agujero habría otro pozo por donde subiría el agua hasta desbordarlo y canalizarse de nuevo. Hundió la tea hacia la oscuridad buscando la forma de bajar, y encontró unos estrechos escalones labrados en la
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roca. Bajó y avanzó hasta encontrar la pared del otro pozo y, junto a él, otra escalera. Una vez arriba el túnel era más alto, abovedado y podía ir más deprisa. Pero, tras unos pocos pasos, se detuvo de nuevo. Alguien respiraba más allá, estaba seguro. El corazón le empezó a latir con tanta fuerza que nada pudo oír por un instante. Y la tea se estaba apagando. Tenía que buscar otra cuanto antes. Sin ruido desenvainó la espada y, con ella apuntando hacia la oscuridad, siguió avanzando. Sí, estaba seguro, había alguien con una respiración extraña. Llegó hasta otra tea pero no se atrevió a cogerla. Si soltaba la espada, pensó, el otro aprovecharía para atacarle. Oía la respiración con claridad, entrecortada, tratando de ocultarse. Tenía que hacer algo, apenas le quedaba luz. Agarró la tea con los dientes, pasó la espada a la mano izquierda, y con la derecha alcanzó la otra y la prendió. Dejó caer la vieja y le dio un puntapié lanzándola a varios metros. Iluminó el túnel un instante antes de apagarse. Allí no había nadie. Siguió lentamente y, a los pocos pasos, escuchó la respiración por encima de su cabeza. De forma instintiva levantó la espada y se volvió hacia arriba esperando el golpe. Pero nadie le atacó. Sólo era una rendija por donde se colaba el aire. Se apoyó en la espada y respiró profundamente. Las piernas le temblaban. Nunca en su vida había pasado tanto miedo, y sólo por culpa del aire. ¡Sólo el aire! Decidió andar deprisa sin hacer caso a ningún ruido. Sus pasos retumbaban tanto que pensó que despertaría a todos los habitantes de la Puebla y estarían aguardándole a la salida del túnel. !Un silbido! Volvió a detenerse. Había oído un silbido, estaba seguro. Esperaría. Lo escuchó de nuevo y siguió avanzando despacio. Vio a lo lejos el resplandor de una luz. Era fray Esteban esperándolo en otro agujero, entre otros dos pozos. -‐‑ ¡Gracias a Dios! ¿Qué es tan importante que os obligue a venir aquí? Tenéis que iros de inmediato –ordenó el fraile. -‐‑ ¿Qué ha pasado con los frailes conversos? -‐‑preguntó a su vez José. -‐‑ No os preocupéis. No llegará la sangre al río, aunque siguen presos. Y vos debéis salir de aquí cuanto antes. José no contestó. Sacó el pergamino y se lo mostró. -‐‑ Es la herencia de mi tío. Y antes de morir me pidió que lo buscara y yo se lo juré. Está en signos cabalísticos. El fraile acercó el pergamino al farol y lo miró con curiosidad. -‐‑ ¿Y os dijo de qué se trata? -‐‑ Me dijo que cuando lo encontrara sería el hombre más rico de la tierra.
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-‐‑ ¿Y vos tenéis necesidad de ser el hombre más rico de la tierra? –preguntó incrédulo el fraile sabiendo que a José no le faltarían nunca riquezas. Él se encogió de hombros y contestó: -‐‑ Sé que quiero encontrarlo. Mi tío lo había estado buscando toda su vida y parece que por fin halló el sitio, o indicios. Tengo que descifrarlo. -‐‑ Pues tendréis que buscar en otra parte. Se han retirado todos los libros escritos en hebreo, los han metido en otro calabozo. -‐‑ Pero sé dónde está el que necesito, y seguro que no lo han encontrado. -‐‑ ¿De qué libro habláis? -‐‑ Fray Julio Villalobos de Hervás estaba traduciendo textos sobre la Cábala. Lo hacía sin permiso, en un libro pequeño que escondía entre las tablas debajo de su pupitre. -‐‑ ¿Y qué encontró? -‐‑preguntó el fraile santiguándose y lleno de curiosidad. -‐‑ Cosas de Buruch Togarmi, de Abulafia, Gabirol, Ramban y otros. A veces me preguntaba si tenía alguna duda, por eso lo sé. -‐‑ ¡Vamos a buscarlo! -‐‑exclamó Bleid. -‐‑ ¿Están aquí esos seres? ¿De verdad existen? Claro, si no vos no habríais venido -‐‑se contestó él mismo. -‐‑ Sí, aquí están. Se llaman Mogo y Bleid. Son carriones. -‐‑ Pero… Han de ser algún prodigio. -‐‑ No, no. Son hombres como vos y yo, aunque muy pequeños e invisibles. Y muy buenos médicos. Vienen a aprender al monasterio -‐‑explicó el fraile con toda naturalidad-‐‑. Debéis guardar el secreto pues casi nadie sabe que existen. -‐‑ De verdad, ¿debo creeros? -‐‑ Creedme sin temor. Yo los veo perfectamente. Son de una tribu muy antigua que vino de lugares remotos del norte hace miles de años... -‐‑ ¡Oooh, venga, venga, venga! Que a la vista de todos se ve antes al ladrón -‐‑interrumpió Bleid. -‐‑ Tiene razón -‐‑dijo Mogo-‐‑. Hay que ir a buscar el libro ahora mismo, antes de que abran la biblioteca. -‐‑ ¡Ah! Por fin entiendes mi lenguaje cómodo y directo -‐‑le dijo Bleid fingiendo satisfacción. -‐‑ ¿Cómodo y directo? -‐‑y Mogo lo miró con cara de asco. -‐‑ No os mováis de aquí –el fraile se dirigió a José-‐‑. No creo que a nadie se le ocurra entrar al túnel y éste es el sitio más seguro para vos. Nosotros iremos a buscar el libro y veremos si está donde decís.
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Cuando llegaron a la biblioteca los frailes ya trabajaban. Había menos de la mitad, pero los dos pupitres próximos al de fray Julio Villalobos estaban ocupados. Fray Esteban se puso nervioso sin saber qué hacer. Empezó a pasear arriba y abajo sin encontrar un pretexto para acercarse al mueble. Al ver que no hacía más que moverse, Mogo le dio de señas a Bleid para hacer ellos el trabajo. Subieron por las patas del pupitre y se colaron debajo agarrándose a los travesaños. El fraile se sentó a cierta distancia mirándolos con disimulo. Allí estaba el libro. Era pequeño y grueso, aprisionado entre las tablas. Los carriones se colgaron de un travesaño y, tomando impulso, se balancearon hasta coger altura suficiente para tocar el libro con los pies. Lo golpearon hasta que cayó al suelo con un fuerte estrépito. Los frailes levantaron la cabeza. -‐‑ ¿Qué ha sido eso? -‐‑preguntó fray Esteban que corrió a recogerlo. Allí mismo lo abrió, lo hojeó y, como aquel que se había llevado una sorpresa, salió inmediatamente de la biblioteca. Sujetando las prisas, anduvo como distraído hasta llegar a la puerta del túnel, donde se lo entregó a los carriones. -‐‑ Decidle que en cuanto pueda volveré. A Mogo y Bleid les costó lo suyo hacer el trayecto con el libro a cuestas, llevado como si fuera un baúl. Para alumbrarse vertieron cera sobre la tapa y pegaron allí el trozo de vela que les había dado el fraile, pero al llegar a la sala del pozo no se atrevieron a bajar. Con un silbido avisaron a José, que vio el libro flotando con la vela encima. -‐‑ ¡Dios me ampare! –exclamó-‐‑. El libro viene solo. -‐‑ ¡Ya nos gustaría! –escuchó. -‐‑ Somos nosotros. No podemos bajarlo, los escalones son muy altos –explicó Mogo. -‐‑ ¿Lo tiramos? No hubo necesidad porque José ya lo había cogido. -‐‑ Gracias por traerlo –dijo sin saber dónde mirar. -‐‑ ¿Podemos quedarnos contigo? A lo mejor podemos ayudarte. -‐‑ ¿Ayudarme? –oír aquellas voces le daba cierto temor-‐‑. ¿Sabéis latín? Porque está escrito en latín. -‐‑ Bleid debe saberlo mejor que yo. Dice que lo aprendió en Salamanca y a lo mejor es cierto. -‐‑ ¿En Salamanca? ¿También habéis estado en Salamanca? -‐‑ ¡Ooh! Vamos, que se nos va a madurar el trigo. Algunas horas después seguían los tres enfrascados en el trabajo, mirando signos y buscando interpretaciones.
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-‐‑ Letra He, equivale a la hache -‐‑decía José mirando el signo hebreo. -‐‑ Se corresponde con el número cinco -‐‑leía Bleid-‐‑. Quiere decir existencia, esencia. También calor, fuego que se difunde, la luz que da la vida. ¡Ah! –exclamó lleno de admiración-‐‑. ¿A ver cómo lo pintan? José mostró el pergamino hacia el sitio donde suponía que el carrión podría verlo -‐‑ ¡Fíjate! Es como un tinado donde uno podría cobijarse. Y sólo con tres palotes hablan de la luz de la vida -‐‑comentó Bleid con asombro. -‐‑ Cualquier palabra también en nuestra lengua contiene mucho más que los signos que vemos, aunque nunca pensamos en ello. Se pintan unas pocas líneas y todo puede nombrarse -‐‑decía Mogo docto, y al ver que José lo escuchaba muy atento, continuó-‐‑: Por ejemplo, árbol. Son cinco letras, cinco formas muy simples, pero al verlas uno ve un árbol con todas sus ramas, hojas, tronco, sobre un suelo verde, ante un cielo azul. Y puede que detrás haya montañas, flores, pájaros. Todo con unas pocas líneas. -‐‑ Entiendo. Y cuando le añadimos unas cuantas letras más, podemos verlo con más precisión -‐‑dijo José. -‐‑ ¿Por ejemplo? –preguntó Mogo. -‐‑ Pues...: El olmo brilla con la primera luz. Ahora vemos que el sol acaba de salir y que el árbol se ilumina. -‐‑ ¡Pues yo ahora veo muchas menos cosas que antes! -‐‑exclamó Bleid-‐‑. Cuando él dijo únicamente “árbol” yo podía ver toda clase de árboles; ahora ha dicho “olmo” en vez de “árbol” y sólo puedo ver a un olmo. Antes aquel “árbol” podía estar en cualquier sitio, con cualquier luz, lloviendo o tronando. Ahora está, sin remedio, en un día claro y con los rayos de sol sobre él. Ha puesto más palabras y no he visto más cosas sino muchas menos. -‐‑ ¿Menos? –José levantó la vista preguntándose dónde estaba el error. Luego explicó-‐‑: Creía que al nombrar al árbol y describir el día podríamos verlos con más claridad o amplitud. -‐‑ ¿Con más amplitud y claridad? –preguntó Bleid-‐‑. Querrás decir con más abundancia de palabras. Porque la amplitud de “árbol” no la has clarificado, la has restringido a un olmo en un buen día. -‐‑ Pero gracias a las palabras y su buen orden se puede definir todo -‐‑objetó José. -‐‑ Más bien se puede elegir entre todo. Pero a más palabras menos posibilidades; porque si defines atas, y si atas, matas. -‐‑dijo Bleid. José sonrió pero se quedó perplejo. Afortunadamente oyó la frase despectiva de Mogo:
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-‐‑ ¡Bah! No le hagas caso. Siempre dice tonterías como ésa. No obstante José le contestó a Bleid:
-‐‑ Siguiendo ese camino, si quisiéramos explicarlo todo, no deberíamos hablar. -‐‑ Claro que no -‐‑contestó Bleid. -‐‑ Entonces, ¿por qué lo haces? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Para distraerme. Venga, sigamos. -‐‑ Letra Lamed, equivale a la ele. -‐‑ Se corresponde con el número treinta -‐‑leyó Bleid-‐‑. Es el principio del movimiento, del estímulo. También indica enseñanza, lección pública, instrucción, elevación. A ver, déjame verla. Es una especie de ese; sí, lo del movimiento le va bien. -‐‑ ¿Y qué tiene que ver la forma de la letra con el significado? -‐‑preguntó Mogo-‐‑. No dices más que tonterías. -‐‑ Pues debería tener mucho que ver. Es más, todo aquello en que la forma no se corresponda con lo que significa está mal hecho. -‐‑ Está loco. Sigue, José. -‐‑ Letra Samekh, equivale a la ese -‐‑y les enseñó el signo. Bleid, buscando, pasaba deprisa las hojas del libro. -‐‑ ¡Esta sí que está bien! ¿Lo ves? ¿Lo ves? Es un cuadrado redondeado en las esquinas, ¿no? Y mira lo que dice: Sustento, basamento. Si es sustento y basamento tendrá que ser cuadrado con una base donde se apoye ¿no? Y ahí la tienes. ¿Por qué no significa aire, movilidad, inquietud? No, no significa nada de eso, significa lo que está pintado... -‐‑ Sí -‐‑le interrumpió Mogo sin querer escucharle-‐‑, pero por favor, sigue leyendo. -‐‑ Lo que se nutre de su propia sustancia –continuó Bleid-‐‑. ¡Lo que se nutre de su propia sustancia y nosotros sin tostar las mieses! ¿Te das cuenta? Y…, claro, como tiene las esquinas redondeadas tal vez pueda girar sobre sí mismo... -‐‑ Por favor, ¿cuál es su número? -‐‑preguntó Mogo suspirando con resignación. -‐‑ El sesenta. Y mira lo que sigue: Representa el gran arco cósmico cuya cuerda está en manos de la humanidad. ¿Y la flecha? ¿Dónde está la flecha? Seguro que tiene que haber otra letra que sea la flecha. ¿Y el impulso de la fle.... -‐‑ ¡Cállate de una vez o no terminaremos nunca! – casi gritó Mogo. -‐‑ ¿Y tú quieres ser un Deru sabio? ¡Un plato de miel delante de tus narices de mosca y ni siquiera la hueles! -‐‑protestó Bleid enfrentándose a él.
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-‐‑ ¡No digas tonterías! Esto no es más que un código, un lenguaje secreto inventado por unos cuantos altos para hablar entre ellos y que nadie más lo comprenda. Eres tú el que confunde la paja con el trigo. Aquí lo único importante son los números, hacer corresponder los números con las letras. ¿No es cierto?, José. -‐‑ Sí y no... -‐‑ ¡Sí y no! –Bleid interrumpió a José-‐‑. Fíjate sabio Mogo, las cosas pueden ser sí y no al mismo tiempo. -‐‑ ¡Oh, basta ya! Discúlpanos José. Por favor, sigue con lo que ibas a decir. -‐‑ No tengo nada que disculpar. Escuchándoos me parece que todas las cosas están por descubrir y que todo puede volver a pensarse de nuevo. -‐‑ Naturalmente, ¿o es que acaso crees que existe algún pensamiento seguro? -‐‑pregunto Bleid. -‐‑ ¡Sí, uno! Que contigo jamás llegaremos a ningún sitio -‐‑exclamó Mogo. -‐‑ Pero, ¿es que hay algún sitio a dónde llegar? ¡Ya estamos en él! -‐‑dijo Bleid con seguridad. José levantó la cabeza del papel. ¿Qué había dicho aquel ser? Lo que decía le sonaba. Él también, sin saberlo, lo sabía, pero jamás se le hubiera ocurrido pensarlo. -‐‑ ¿No vamos a seguir? Te has quedado ensimismado -‐‑advirtió Mogo. -‐‑ Querrás decir que se ha quedado ensimismado -‐‑objetó Bleid. -‐‑ ¿Y no es eso lo que he dicho? -‐‑ No, lo has dicho mal. -‐‑ ¡Oh, vaya! ¿Cuál es ahora tu ocurrencia? -‐‑ Mi ocurrencia es: yo me enmimismo, tu te entimismas, él se ensimisma. Luego deberías haber dicho “Te has quedado entimismado”. -‐‑ Y tú solo sabes del lenguaje de los altos más que todos ellos juntos. Discúlpalo José, él es así. -‐‑ Lo que ha dicho suena lógico -‐‑opinó José, y tal cosa dejó a Mogo repensando en suspenso.
-‐‑ Sigamos –dijo José-‐‑, estamos terminando, falta una letra: Aleph, equivale a la A. -‐‑ Trae el libro, yo leeré ahora -‐‑dijo Mogo quitando a Bleid el libro de las manos-‐‑: Es el número uno. La unidad, primer principio generador, la primera sustancia, signo de la divinidad, la madre de todos los números. ¡La madre de todos los números! ¿Cómo puede ser algo la madre de todos los números?
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-‐‑ ¡Ah, ah, aaaaaaaah! -‐‑exclamó Bleid-‐‑. El sabio Mogo se ha quedado sin aliento. Él, que tanto sabe de números, ahora se entera de que tienen madre. Y, ¿quién sabe? A lo mejor también tienen padre. -‐‑ Dadme el libro -‐‑pidió José sonriendo-‐‑. Tengo que volver a mirar las tablas. Al inclinarse, la cadena con la piedra que le dio el rabino salió de entre la ropa y quedó colgando oscilante. Mogo la vio y con un gesto se la señaló a Bleid. Ambos se acercaron sigilosamente un poco más para dar crédito a lo que veían sus ojos. Luego se miraron y volvieron como hipnotizados a fijar la vista en la pequeña piedra que apenas brillaba a la luz del farol. -‐‑ Podéis seguir hablando. Yo puedo trabajar mientras os escucho. -‐‑pero no oyó ni una sola palabra. Entonces José levantó la vista. -‐‑ ¿Os habéis marchado? -‐‑ No, estamos aquí. -‐‑ ¿Y por qué estáis tan callados? -‐‑ ¿Cuándo resuelvas el acertijo te irás? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Supongo que sí. Vamos a ver qué dice. -‐‑ ¿Podríamos acompañarte? -‐‑ ¿Acompañarme? -‐‑José se volvió sorprendido hacia la voz-‐‑. ¿De verdad queréis acompañarme? -‐‑ Sí. -‐‑ Pero... No sé qué tendré que hacer, ni si el viaje será largo o peligroso. Y no puedo veros. -‐‑ Eso tiene fácil arreglo. Fray Esteban nos ve. -‐‑ ¿Y qué ha hecho para conseguirlo? -‐‑ Él nada, lo hacemos nosotros. -‐‑ Pues haced lo que sea. ¡Yo quiero veros! -‐‑ ¡Escuchad! Pasos.
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10 Era fray Esteban. -‐‑ Ya lo tengo -‐‑ José le mostró la trascripción apenas llegó junto a él-‐‑. Aunque lo que ha salido no puedo entenderlo. Escuchad:
Cuando cruzaste el río desnudo huyendo de los perros , y atravesaste el desierto con los chacales tras de ti, me prometiste una casa si salvaba tu vida. Y al otro lado del mar cumpliste tu promesa
para mayor gloria de Dios. -‐‑ ¿Eso? ¿En eso ha quedado el trabajo que hemos estado haciendo durante horas? ¿Qué clase de código absurdo hemos estado usando? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ ¿Qué esperabas? ¿Que los números dijeran el tesoro está en tal calle, en la casa de tal número y debajo de la piedra número treinta y seis? -‐‑preguntó Bleid guasón. José parecía también completamente decepcionado. -‐‑ ¿Estáis seguro de que lo habéis hecho todo bien? -‐‑preguntó el fraile. -‐‑ Lo he hecho tal como lo he entendido –contestó José. -‐‑ ¡Entonces es eso! ¡Seguro! ¡No hay otro modo! -‐‑exclamó Bleid. -‐‑ No es fácil manejar bien un código la primera vez que se utiliza -‐‑objetó Mogo-‐‑. Puede haberse equivocado. -‐‑ Claro, y seguiremos equivocándonos hasta el infinito. Pero como lo que ha encontrado es eso, pues eso es. ¡Hay que creer! No hay más que marearlo y acabará significando algo -‐‑dijo Bleid convencido. -‐‑ ¡Vaya! ¿Y por qué no hemos cogido al azar treinta palabras de cualquier libro? Hubiéramos tardado menos -‐‑dijo Mogo con sarcasmo. -‐‑ Exactamente lo mismo… -‐‑ Por lo menos debéis intentar interpretarlo -‐‑interrumpió el fraile-‐‑. Trataremos de ayudaros. -‐‑ Cuando cruzaste el río... atravesaste el desierto.... -‐‑José volvió al pergamino leyendo lentamente.
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-‐‑¿Quién suele andar por el desierto? –interrumpió Mogo-‐‑. Los moros. Luego el que sea seguramente es moro. -‐‑ Bien, un moro está en peligro cruzando el desierto -‐‑dijo fray Esteban. -‐‑ Sí, le persiguen los perros -‐‑repitió Mogo. -‐‑ No, los perros le persiguen al cruzar el río -‐‑objetó el fraile. -‐‑ ¿El desierto tiene ríos? -‐‑preguntó Bleid. -‐‑ Esperad, esperad. Antes de cruzar el desierto ha tenido que atravesar el río -‐‑dijo José-‐‑. Sí, hay ríos en el desierto y torrenteras. Y hay miles de moros, el desierto es muy grande y tiene que haber cientos de ríos próximos al desierto y, ¿qué desierto?, hay más de uno. ¿Cómo vamos a encontrar el camino? -‐‑ Deduciendo -‐‑dijo Mogo. -‐‑ ¿Dedu... qué? -‐‑ ¡Ay Bleid!, esa palabra está también en nuestra lengua y trata de ver cómo unas cosas nos llevan a otras. Y, por cierto, cosa que tú mismo practicas aunque no tengas la capacidad de comprenderlo. Sólo se trata de aplicar una fórmula, una forma de hacer, pero tú no sabes lo que eso significa, -‐‑ Bien, pues guíanos a todos -‐‑pidió el fraile. -‐‑ El que escribió ese texto debió dejar pistas posibles para que el que lo lea lo comprenda, aunque le cueste trabajo. -‐‑ ¿Y? -‐‑ Pues que el hombre que cruza el río y el desierto no puede ser un moro cualquiera, sino uno famoso que el que lo lea pueda conocer. -‐‑ Entonces el río -‐‑continuó el fraile-‐‑, tampoco es un río cualquiera. -‐‑ Eso pienso yo -‐‑dijo Mogo. -‐‑ Luego -‐‑continuó José-‐‑ debería ser un hombre conocido que cruza un río conocido, luego un gran desierto y después el mar. -‐‑ Perseguido por perros y chacales. Pero perros y chacales no aguantan tanto tiempo persiguiendo -‐‑explicó Mogo. -‐‑ Tal vez perros y chacales sea una forma de llamar a sus enemigos -‐‑apuntó el fraile. -‐‑ Pues ha de ser un hombre muy importante para que los enemigos lo persigan durante tanto tiempo -‐‑dijo Mogo. -‐‑ Sí -‐‑dijo José con la vista puesta en el pergamino y pensando en voz alta -‐‑: Cruzó el río, luego el desierto, después el mar y construyó una casa. No una casa cualquiera sino una casa para mayor gloria de Dios. Hay alguien que encaja en todo esto -‐‑dijo mirando al fraile. -‐‑ ¿Y quién es? -‐‑ Tuvo que huir de Damasco donde los Abbasíes habían matado a toda su familia. Y lo persiguieron hasta quedar atrapado entre el
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caudaloso Éufrates y sus enemigos. Se tiró al río y consiguió llegar a salvo a la otra orilla. Luego atravesó el desierto y en el norte de África fue escondido por la familia de su madre, una tribu de bereberes, hasta que pudo cruzar el mar y... Todo coincide. -‐‑ Pero, ¿quién es? -‐‑ Abderramán I, el Omeya. Fue el primer Emir de Al-‐‑Andalus. Y construyó una mezquita para mayor gloria de Dios, la de Córdoba. -‐‑ ¿Eso quiere decir que el tesoro está escondido en la mezquita? -‐‑preguntó el fraile. -‐‑ Todo parece coincidir. -‐‑ ¿Lo ves? -‐‑dijo Mogo volviéndose a Bleid-‐‑. Mi fórmula ha funcionado. -‐‑ Sí, pero gracias también a mí –contestó Bleid. -‐‑ ¿Gracias a ti? Ni siquiera has abierto la boca. -‐‑ La abrí al principio para decir que había que creer y marearlo. -‐‑ Ya. El esfuerzo que lo pongan otros. A ti te basta con la profecía. -‐‑ Entonces, ¿iréis a Córdoba? -‐‑preguntó el fraile. -‐‑ Sí, iré. Así comprobaré si hemos acertado. -‐‑ Pensadlo bien. Será peligroso. No puede ser tan fácil buscar tesoros así como así. Y la mezquita es ahora una iglesia. Y además estáis solo. -‐‑ No, un amigo me está esperando. -‐‑ Nosotros también iremos con él -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Vosotros? -‐‑preguntó el fraile extrañado. -‐‑ Sí, quieren venir conmigo. -‐‑ ¿Quién? ¿Los carriones? ¡Ni hablar! No con mi autorización. Si queréis iros tendréis que pedir permiso a vuestra tribu. -‐‑ Enviaremos a un pájaro, él se lo dirá -‐‑dijo Bleid. -‐‑ Yo no iré sin el permiso -‐‑dijo Mogo. -‐‑ ¡Esta liebre o se atrapa o se escapa! –y Bleid miró a Mogo con tal intensidad que pareció querer perforarlo, pero el otro se debatía dubitativo. Sus ojos iban de Bleid, que esperaba ansioso, a la pequeña piedra sobre el pecho de José. Dudaba. -‐‑ No correré el riesgo de que no me admitan en el Consejo de la Tribu por marcharme sin permiso -‐‑dijo por fin. -‐‑ Y si no corres algún riesgo, ¿crees que podrás alcanzar alguna vez en tu vida algo que valga la pena? –Bleid miró de reojo la piedra por si al otro le cabía alguna duda de a qué se refería-‐‑. No existe el todo a cambio de nada, sino el algo a cambio de algo. -‐‑ ¿Y de qué me serviría tener el mayor tesoro del mundo si luego los míos no quieren tenerme en cuenta? -‐‑preguntó Mogo.
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-‐‑ Si te presentaras en la tribu con ese tesoro te recibirían como a un héroe –contestó Bleid. -‐‑ ¡Vaya! Hablas muy bien lo incómodo indirecto –exclamó sarcástico Mogo. -‐‑ ¡Hablo tu propio lenguaje para que te encuentres y entiendas cuando te pierdes! -‐‑contestó Bleid casi gritando. -‐‑ ¡Basta! -‐‑exclamó el fraile-‐‑. ¿A qué viene esta discusión? ¿Acaso hay algún motivo en todo esto que yo desconozca? -‐‑ Sí -‐‑contestó Mogo-‐‑. Discúlpanos José, he de hablar un momento a solas con fray Esteban. Y tirando de él lo llevó al rincón del pozo. -‐‑ Fray Esteban, tenemos que ir. José busca su tesoro y nosotros el nuestro. Y al mismo tiempo, él y nosotros, hemos averiguado dónde se encuentra. -‐‑ ¿Vosotros buscáis también el tesoro de José? –preguntó el fraile extrañado. -‐‑ Algo del tesoro de José. Y es muy importante para nosotros. Bleid tiene razón por una vez. Nada le gustaría más a la tribu que poseerlo. Por favor, danos tu permiso. El fraile suspiró. -‐‑ No sé si todo esto es un disparate, pero supongo que sabéis lo que estáis haciendo -‐‑dijo resignadamente. -‐‑ Entonces sólo falta ponerle la piedra a José en la oreja para que pueda vernos. -‐‑ ¡Piedras! ¡Piedras! ¡Piedras! Los carriones todo lo solucionáis con piedras -‐‑dijo el fraile.
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11 El corral de la venta estaba silencioso, aunque los bultos junto al pajar y las caballerías indicaban que había numerosos viajeros. José cogió con cuidado a los carriones, a los que llevaba sentados sobre los hombros, y los dejó en la montura. -‐‑ Esperadme aquí, voy a buscar a Amín. Y acordaos, no habléis hasta que le haya explicado quiénes sois y que venís con nosotros. En la casa encontró un grupo numeroso de hombres rodear la mesa donde se jugaba a los dados. No podía ver a los jugadores pero oyó la voz de Amín: -‐‑ Ttt, ttt, tu, tuturno. José asomó la cabeza. Sí, Amín era uno de los jugadores. Tenía entre los brazos un montón de monedas y miraba las manos del otro jugador que, en aquel momento, tras agitarlas haciendo sonar los dados, los lanzó con estrépito sobre la mesa. -‐‑ Dos y cuatro. El turno paso a Amín. Cogió los dados, los frotó, sopló, y sin más los dejó caer. -‐‑ Cua... cua.. cuatrodoble. Mío -‐‑y arrastró las monedas hacia el montón. José no dijo nada y decidió observar y esperar. Parecía que Amín estaba en racha de buena suerte. Volvía a tener la misma cara astuta y el talante bravucón que le había visto en Granada cuando se conocieron. Su compañero de juego era un auténtico perdonavidas, un hombre enorme y velludo cuyos brazos, medio ocultos por muñequeras de cuero, ocupaban la mitad de la mesa. Y se movía inquieto, era de los que soportaban mal las pérdidas y aquel, desde luego, no era su día de suerte. José esperó sin hacerse notar, y más atento al grupo que rodeaba la mesa que al mismo juego. Percibió que la gente murmuraba porque, de forma sorprendente y obstinada, los dados se decidían por favorecer a Amín. Los curiosos se habían ido convirtiendo en observadores demasiado atentos, y las exclamaciones brotaban al unísono, incrédulas ante el favoritismo de los dados. Aquello empezaba a no tener buen aspecto. No, no tenía buen aspecto, pero Amín no podía apreciarlo debido a su entusiasmo por las ganancias. Poco después lo que era de esperar sucedió:
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-‐‑ ¡Trampas! -‐‑el puñetazo en la mesa hizo que algunas monedas cayeran al suelo y que la gente se retirara. El perdonavidas estaba rojo de ira. -‐‑ Ssss... sss... sontus dados -‐‑dijo Amín con voz indiferente y sin arredrarse ante el mal talante del otro, aunque los dados quedaron apretados en su mano. -‐‑ ¡Dámelos! Amín abrió la mano y los dejó caer sobre la palma abierta del otro que los sopesó y miró de cerca. -‐‑ Estos son míos. No sé cuándo pero, ¡les das el cambiazo! -‐‑Dio un empujón a la mesa y se puso en pie amenazando a Amín con un cuchillo. -‐‑ Mi escudero tiene muy buena suerte –intervino José alzando la voz. -‐‑ ¡Mm... mm... mmm! ¡Miamo! –tartamudeó con fuerza Amín. El corro se abrió y José quedó a la vista de todos con la mano en el puño de la espada. Entonces dijo: -‐‑ Recoge lo que sea tuyo. Nos vamos. El otro jugador vio que José no apartaba sus ojos de él y guardó el cuchillo. Pero se volvió hacia Amín amenazándole: -‐‑ Ya te encontraré. -‐‑ ¿Es cierto que es escudero? ¿Cojo y tartamudo, escudero? -‐‑preguntó uno de los presentes. José no contestó. Mientras tanto Amín llenaba su casco de monedas con mucha tranquilidad, yendo luego hasta José por entre las dos filas de hombres. Con toda calma y bajo la mirada de viajeros y carriones cargaron su equipaje, pagaron y abandonaron la venta. -‐‑ Estos cristianos son medio tontos -‐‑dijo Amín entre risas cuando estuvieron a buena distancia. Y sacudiendo el brazo los dados llegaron a su mano. -‐‑ Entonces, ¿es cierto que hacías trampas? -‐‑preguntó José confiando en que no fuera verdad. -‐‑ ¡Claro! Yo también tengo mis dados. ¿Cómo si no iba a ganar tanto dinero? Anoche desplumé a otro. Bleid no pudo evitar una sonrisa al oírlo y Mogo torció el gesto. -‐‑ ¡Eso es peor que robar! E indigno de un caballero. ¿Cómo voy a hacer de ti un escudero? –José estaba escandalizado. -‐‑ Mi amo, aunque tú te lo propongas, yo no soy un caballero. Y el dinero es para quien sepa ganarlo. -‐‑ Pero no de ese modo.
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-‐‑ ¿De este modo? ¡Éste es el modo! Mogo movió negativamente la cabeza y Bleid siguió sonriendo. José detuvo el caballo. -‐‑ ¡Y yo te he defendido! Nos hemos portado como rufianes -‐‑estaba indignado. -‐‑ Mi amo, no te enfades. El negocio es el negocio y si entras en él lo que tienes que hacer es cumplir sus reglas. Y en este negocio de los dados la regla es dados trucados. No he tratado a nadie peor que me han tratado a mí -‐‑explicó convencido de que había actuado con absoluta honestidad. -‐‑ Pero jugar con engaño es mentir de la peor forma, es abusar, es aprovecharte de la ignorancia del otro. -‐‑ ¿De la ignorancia? ¡Los dados del otro jugador también estaban trucados! Cuando yo los soltaba me quedaba con uno suyo y le ponía uno mío, por eso le fallaban. Y en mi turno yo tiraba con los suyos o con los míos. Tuve suerte y cuando saltó eran los suyos los que yo tenía en la mano -‐‑dijo riéndose y sintiéndose orgulloso de su habilidad. José no contestó y siguió mirándolo con la misma cara de indignación. -‐‑ Mi amo, tú lo que quieres es que yo sea bueno. Pero, ¿cómo se puede ser bueno sin ser tonto? Además, debes entender algo: cada mundo tiene su ley. El tuyo tiene las tuyas y el mío las mías. -‐‑ Pero ambos deberían tener las mismas. Y tú sabes muy bien lo que está mal y lo que está bien. -‐‑ El bien y el mal dependen del sitio donde uno esté –contestó Amín encogiéndose de hombros. Y luego amplió el argumento a su manera-‐‑: Cuando se juega limpio, se juega limpio; y cuando se juega sucio no vas a ser tan tonto de jugar limpio y perder. -‐‑ Y si era juego sucio, ¿por qué entraste? -‐‑ ¿Por qué iba a ser sucio si todos juegan de la misma manera? Lo que hay es más o menos habilidad y suerte. Si puedes pegársela a otro y salir con bien, es tu día de suerte; y eso es lo único que vale. Si no la tienes, te fastidias o sales por pies. -‐‑ Entonces, para ti no hay ley. Los carriones volvían la cabeza de uno a otro como si estuvieran en un juego de pelota. -‐‑ Claro que hay ley. Pero a veces las leyes están en un sitio y nosotros en otro. Y este mundo mío también tiene sus normas: no habrá ley pero hay que ser legal. -‐‑ ¿Legal? ¿Cómo, si no cumples con la ley?
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-‐‑ Con los tuyos, ¿con quién si no? Además, la ley tampoco es legal porque sirve a quien quiere, no a quien debe. -‐‑ ¿Cómo puedes decir eso y llamarte musulmán? Amín se quedó callado y pensó. Y los carriones pudieron detener las cabezas esperando su respuesta. -‐‑ ¡Y soy musulmán! -‐‑dijo por fin-‐‑. Pero la ley es la ley y el mundo es el mundo, y hay ratos y sitios para cada cosa. Como si no coincidieran o no encajaran bien. ¿Por qué? Yo no lo sé, pero Dios es sabio, comprensivo y misericordioso; Él sabrá por qué las cosas son así. Y mira, esto es como si estuvieras muerto de sed montado en un burro y tuvieras que llegar a un pozo donde sólo hay agua para uno. Y es pecado pegarle al burro, pero viene otro detrás de ti que sí le pega y gracias a eso corre más. ¿Qué vas a hacer, quedarte sin agua? ¡Tendrás que pegarle al burro! -‐‑ ¡Nunca! -‐‑contestó José rotundo. -‐‑ Entonces te morirás de sed. Mi amo, tú no entiendes esta clase de vida. Te lo he dicho antes, tu mundo es distinto que el mío. En el tuyo no tenéis necesidad de pegarle al burro porque vuestro pozo siempre tiene agua. -‐‑ Te equivocas, Amín; nuestro pozo está tan seco como el vuestro. -‐‑ ¡Venga, mi amo! ¿Quién sino los grandes hacen manar o secar los pozos? -‐‑ En mi mundo le pegan al burro para llegar primero a la llave del agua. Amín lo miró con cara extrañada, parecía no comprender. -‐‑ ¿Acaso tienes tú alguna necesidad? -‐‑preguntó. -‐‑ No, pero tu mundo y el mío no son tan distintos; en ambos tienes las mismas posibilidades de hacer las cosas bien o mal. ¿Cómo te lo explico? Mi abuelo es por tercera vez Emir de Granada, ¿sabes de qué modo? O mira lo de Don Álvaro de Luna, que durante años ha sido el favorito del Rey de Castilla y ha tenido la llave del pozo. Pues mientras Don Álvaro gobernó, mi padre y sus amigos intrigaron y le tendieron trampas hasta que consiguieron su prisión. Ahora la llave del pozo la tienen ellos. Unos y otros no dejan de azotar al burro. -‐‑ Entonces, ¿de qué te extrañas si ellos que no tienen necesidad y son los que hacen las leyes no dudan en esquivarlas? Bleid asintió con la cabeza indicando que estaba de acuerdo con aquel comentario. Mogo seguía concentradísimo esperando la respuesta de José, pero José guardó silencio. Entendía la razón de Amín. ¿Por qué tendría la gente que respetar las leyes si quienes debían dar ejemplo abusaban de ellas cuando les convenía? Pero no podía dejar así aquella cuestión, no contestarla sería negar la existencia
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de la justicia y, aunque con frecuencia fuera deficiente, era la depositaria de toda dignidad. Amín debía entender que la justicia estaba por encima del uso que de ella hicieran los hombres. E intentó que así fuera: -‐‑ No me extraño de las faltas de los grandes sino de lo firme que es la ley. La ley está dentro de todos. El más humilde sabe lo que es y la conoce. Sabe lo que está bien y lo que está mal, lo justo y lo injusto, aunque no tenga más remedio que callar cuando ve que la atropellan. Pero no lo engañan ni se engaña. -‐‑ ¿Y de qué le sirve? Seguirá pasando sed -‐‑se encaró Amín. Bleid volvió a sonreír y Mogo hizo un gesto despectivo: definitivamente Amín era un bruto y no quería entender razones tan claras como las que José había expuesto. Sí, era un contrincante terco. ¿Cómo convencerle de que estamos sometidos a leyes con el único objeto de que el mundo sea más justo? Tal cosa era evidente, él jamás había tenido que pensar en ello. Pero Amín no lo apreciaba así. Parecía mirar la ley como algo inútil, una traba que en lugar de protegerle le estorbaba. Bueno, seguramente eso era lo que había sido la ley para él: algo de lo que huir, o algo a lo que había que cogerle las vueltas para poder sobrevivir. Volvía a entender su razón. Efectivamente, pertenecía a otro mundo. Si no a otro mundo, estaba al otro lado de la misma moneda y, desde luego, su parte era la que daba con la tierra. Y con él estaban tanto pobres como ricos, es decir, los que de una u otra forma azotaban al burro. Pero, ¿por qué lo hacían estos últimos? Podía entender que un padre robara para dar de comer a sus hijos, pero, ¿que robara un rico para serlo aún más? Amín lo sacó de sus pensamientos: -‐‑ No le des más vueltas. El mundo siempre ha sido así y no creo que esté en nuestras manos arreglarlo. José permaneció en silencio todavía, pensativo, mientras los otros tres aguardaban. -‐‑ El deber de cualquier rey es mantener el reino fuerte, justo y próspero con ayuda de los nobles, aunque a veces ellos son su peor enemigo porque colocan su ambición por encima del rey y del reino –comenzó a decir poco después-‐‑. Pero el reino no son sólo ellos. Si nosotros somos honrados y justos, el reino también lo será. Y porque otros roben, tú no puedes ser un ladrón ni decir para justificarlo que otros también lo hacen. Eso lo hacen los zafios codiciosos y cobardes. Y si la gente actúa así el reino acabaría convirtiéndose en... -‐‑ En una mierda -‐‑interrumpió Amín.
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-‐‑ Tú lo has dicho -‐‑dijo José-‐‑. La honestidad, la dignidad, el honor están dentro de nosotros y practicarlos o no es lo que nos hace gente justa, digna, noble y orgullosa o... -‐‑ O una mierda -‐‑volvió a interrumpir Amín-‐‑. Pues el mundo está lleno de mierdas que viven como Dios. -‐‑ Yo no estoy tan seguro de eso –dijo José suspirando-‐‑. Puede que frente a los demás se hagan pasar por poderosos, ricos y felices; pero he visto sus ojos y son siempre huidizos, aviesos, y tienen miedo. Continuamente vigilan. Vigilan para engañar y para que nadie les engañe a ellos. Rezuman ambición, y la ambición es una compañera de buen aspecto pero lleva consigo la peste. Amín lo miró como si hubiera exagerado y, comprendiéndolo José, siguió: -‐‑ Imagina que consiguieras el caballo más bello de la ciudad. Irías orgulloso ante la admiración de todos luciéndolo en los paseos o en los desfiles. Pero es traicionero, astuto, esquivo. Pasas muchas horas tratando de domarlo y a medias lo consigues: te tira y cocea, te despierta en la noche porque ha roto la puerta del establo y tienes que correr tras él antes de que escape. Y así un día tras otro. Apenas lo disfrutarás en el desfile por miedo de que, a la menor distracción, se te vaya de las riendas. Tu único consuelo sería pensar que los demás te admiran, te envidian, pero ni siquiera te deja comprobarlo. El caballo te engañó con su belleza. Y hablando de engaños, ¿por qué tartamudeabas jugando a los dados? -‐‑ Me dijiste que tenía acento y así no se me notaba -‐‑contestó Amín con rapidez para pasar a comentar-‐‑: Tú eres raro, mi señor. ¿Por qué un príncipe tiene que andar calentándose la cabeza con la ambición o con las llaves del agua? Un príncipe lo que tiene que hacer es templar y mandar. Si piensas te vuelves blando y confundes a la gente. ¿Que las cosas salen mal? Pues sigues luchando que para eso uno es un hombre. Mira tu abuelo, dos veces lo echaron de la Alhambra y allí está otra vez. Para pensar y darle vueltas a las cosas están los alfaquíes, los filósofos; pero, si me lo permites, mi señor, los príncipes están para gobernar que para eso nacieron. -‐‑ ¿Y qué es gobernar sino procurar la justicia y el bien para el reino? ¿Crees que es tan fácil? ¿Crees que sin darle vueltas a la cabeza se pueden conseguir tales cosas? -‐‑ Mi amo –encogiéndose de hombros y arrugando la nariz-‐‑, los reyes mandan y ya está. Y unos lo harán mejor y otros peor según su ingenio. Pero si para uno que hay en la vida que puede hacer lo que quiera vas a ponerlo a pensar... ¡Déjalo que disfrute! Ya tiene a su alrededor gente que hace las cosas por él. ¡Qué piensen ellos! Eso sí,
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tiene que ser listo para elegirlos. Y si se ve en apuros, como tu abuelo, que luche para resolverlo. Pero mientras tanto, déjalo que cace. José se echó a reír. Así de simples eran las cosas para Amín. -‐‑ ¿Que cace y que permita la injusticia? -‐‑preguntó todavía sonriendo-‐‑. ¿O el hambre? Imagina que eres dueño de una gran hacienda. Tú eres en ella el rey y tienes un mayordomo, ¿te pasarías los días cazando sin saber qué está pasando en tus dominios? -‐‑ No sigas. Si yo entender lo entiendo pero... -‐‑ Pues la forma de que tu hacienda prospere –interrumpió José-‐‑ es que en ella haya justicia. Justicia en el reparto del trabajo y en el reparto de los bienes; justicia para los débiles, justicia para los vagos y ladrones. Si no eres justo con la gente y les haces pasar hambre y trabajar en exceso, acabarás arruinándote y arruinando el reino. Y fíjate que no te hablo del derecho de la gente a vivir bien y ser feliz, sino sólo de lo que sería indispensable para que te enriquecieras. -‐‑ ¿Y eso lo saben nobles y reyes? -‐‑preguntó irónico Amín. -‐‑ Los que tú mandas a cazar, no. -‐‑ Bueno, mira -‐‑Amín se revolvió inquieto-‐‑. Todo eso está muy bien. Así es como deberían ser las cosas, pero lo que hay, ni se le parece. Y mientras tanto, tienes que comer, ¿no? ¿Qué hay que hacer? ¿Quedarse en ayunas hasta que el mundo sea justo? Mientras ellos resuelven habrá que buscarse la vida. Volvía a entender su razón. Nada tiene mayor urgencia de justicia que un estómago vacío. -‐‑ Amín, si tú fueras rey, ¿qué harías? -‐‑ ¿Yo? Irme a cazar. Y los demás que se busquen la vida que es lo que he tenido que hacer yo siempre. A pesar de que a José le hizo gracia la respuesta, Amín captó en sus ojos cierta decepción y trató de arreglarlo: -‐‑Pero, ¿no ves, mi amo, que todo eso que estás diciendo es pura fantasía? Claro que entiendo lo de la justicia, ¿quién no? Pero, ¿dónde está esa señora? Y el derecho de la gente a vivir bien y ser feliz, ¿de dónde lo has sacado? -‐‑ ¿A ti no te parece que debiera ser así? -‐‑ ¿Qué importa lo que debiera? Lo que debiera no está. Hay lo que hay, y lo que es, es. Y eso es lo que hay. Bleid lo miró arrobado. -‐‑ Y deberíamos irnos -‐‑siguió Amín-‐‑; se nos está haciendo de noche aquí parados. -‐‑ No llegaremos a la próxima venta. Busquemos un buen sitio y pasemos la noche en el campo -‐‑dijo José.
Y la razón no era otra que el encuentro de Amín con los carriones.
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12 Cuando estuvieron bajo una encina, con los caballos pastando a cierta distancia y la comida fuera de las alforjas, José vio llegado el momento de hablar del viaje y de los carriones: -‐‑ Vamos a Córdoba. Creo que el tesoro está en la mezquita. -‐‑ ¡Entonces supiste descifrar el pergamino! -‐‑exclamó Amín contento. -‐‑ Sí, con ayuda de unos amigos. -‐‑ ¿Unos amigos? ¡Puuuf! –Amín se sintió repentinamente decepcionado-‐‑. Y ellos, ¿no irán también a buscarlo? -‐‑preguntó desconfiado. José miró a los carriones. Mogo estaba muy atento y Bleid, cuando oyó las preguntas de Amín, comenzó a frotarse las manos. -‐‑ Sí, también irán a buscarlo –contestó José. -‐‑ Te lo dije, mi señor. Hubiera sido mejor que tardaras más tiempo en saber qué decía el pergamino, pero tú solo. Ahora el asunto se complica y seguro que se vuelve peligroso. Tenemos que darnos prisa y llegar a Córdoba antes que ellos –el Catapiedras había pasado a toda velocidad de la desconfianza al reproche, luego al vaticinio, después al consejo y por último a la resolución. -‐‑ Ellos vienen con nosotros. Están aquí. Por un instante Amín no dijo nada y se quedó mirando atentamente a los ojos del otro. -‐‑ ¿Me tomas el pelo? -‐‑soltó por fin-‐‑. ¿O acaso te han dado algo raro esos cristianos para que veas cosas donde no las hay? ¡Habrán sido ellos, seguro! Y ahora corren hacia Córdoba. Mogo sonreía y Bleid se tapaba la boca para que no se le escapara nada. -‐‑ Escucha Amín, lo que te voy a contar parece increíble pero es cierto. ¿Te acuerdas de que alguien me dijo en la venta que habían cogido prisioneros a los monjes conversos? Y tú no viste a nadie. -‐‑ Ya se habría ido, supongo. -‐‑ No, estaban allí, aunque eran invisibles. -‐‑ ¿Invisi…? Por favor, mi señor, ten piedad de mí –se acercó a José de rodillas para mirarlo más de cerca-‐‑. Yo no sé qué te habrán hecho esos cristianos pero desde luego nada bueno. Será mejor que
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durmamos, debes estar muy cansado y mañana verás las cosas con más claridad. Mogo tuvo que taparle la boca a su compañero. -‐‑ No, Amín, te estoy diciendo la verdad. Debes creerme. -‐‑ Pero, mi señor, esas cosas no existen. Gente invisible, los genios, duendes, fantasmas, ¡sólo están en los cuentos! Bleid alzó un pulgar y guiñó un ojo para señalar que estaba de acuerdo con la respuesta. -‐‑ Escúchame, lo mejor es que tú también puedas verlos cuanto antes. Túmbate. Notarás un pinchazo en una oreja porque van a ponerte dentro una piedrecita, y a continuación los verás. -‐‑ ¿U... u.. una piedrecita? ¡Esos malditos cristianos te han embrujado! ¡Una piedrecita en una oreja para ver a los fantasmas! ¡Y además te ríes! No te preocupes, mi señor, yo te llevaré a Granada. Allí saben curar estos males. Hemos cabalgado durante muchos días y comido esas malditas comidas cristianas que a saber qué tendrán. Y tú has tenido que esconderte; seguro que no has dormido desde que te fuiste... -‐‑ ¡Basta ya! -‐‑exclamó Mogo. Al oírlo Amín se quedó paralizado. -‐‑ ¿Qui... quién ha hablado? ¿Y quién se está riendo? -‐‑preguntó con un hilo de voz. -‐‑ He sido yo -‐‑contestó Mogo-‐‑. Lo que José te ha dicho es cierto. -‐‑ ¿Dónde estás? –exclamó poniéndose en pie de un salto y sacando la daga aunque sin saber dónde mirar. Al no obtener respuesta, salvo la mirada paciente de José, guardó la daga y volvió a sentarse diciendo-‐‑: ¡Estoy oyendo voces! ¿Es que me estoy volviendo loco yo también? José miró a los carriones con cara de preocupación. Había creído que explicar su existencia era más fácil. Mogo se sentía culpable por haber intervenido empeorando la situación, y Bleid se reía sin dar importancia al pasmo de Amín. -‐‑ Cálmate Amín. Confía en mí –José se acercó a él para tranquilizarlo-‐‑. Todo se arreglará en cuanto apoyes la cabeza en el suelo. Hazlo por favor. Solamente notarás un pinchazo en la oreja y los verás. Son amigos, muy buenos amigos. -‐‑ ¡Nooooooo! Yo no apoyo la cabeza en ningún sitio. Y si eres brujo, o algo por el estilo, dímelo ahora que todavía estamos a tiempo. Me das la mitad de las piedras o, si no quieres, no me des ninguna; pero yo me largo. No quiero nada con brujos cristianos. -‐‑ ¡Amín! –José gritó indignado pensando que había llevado demasiado lejos su desconfianza. El otro lo miró con respeto, casi con miedo. Bajó la vista al suelo y volvió a levantarla para decirle:
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-‐‑ Mi señor, ¿me juras que no me pasará nada malo? -‐‑ Te lo juro. Se tumbó de costado sin perder de vista a José. Cuando notó que le agarraban la oreja apretó los ojos muerto de miedo. -‐‑ Ya puedes vernos -‐‑escuchó unos minutos después. Muy despacio fue levantando los párpados, y se encontró dos pares de piernas minúsculas delante de sus narices. Entonces abrió los ojos como platos y, de un salto, se puso en pie para caer de nuevo sentado como si fuera de plomo. -‐‑ Se llaman Mogo y Bleid -‐‑dijo José mientras los otros inclinaban la cabeza como saludo. -‐‑ ¿Qué... qué son? ¿Duendes? -‐‑estaba casi aterrado. -‐‑ Somos carriones. -‐‑ ¿Ca...? -‐‑y se quedó con la boca abierta. -‐‑ Carriones, carriones. ¿Cómo es posible que un hombre de tanto mundo como tú no sepa que existimos? -‐‑preguntó Bleid con sorna. -‐‑ Yo... yo... -‐‑ Cálmate y te lo explicaremos -‐‑intervino Mogo-‐‑. Escucha: hace miles de años nuestro pueblo era alto, como vosotros, y pertenecíamos a una casta de nobles guerreros. Vivíamos en una tierra siempre verde, en el norte lejano, donde apenas si salía el sol pocos días al año. -‐‑ ¡Oh! ¡Toda la historia no, por favor! -‐‑exclamó Bleid. -‐‑ Pero... ¿Son de carne y hueso? -‐‑ ¡Claro que somos de carne y hueso! Toca -‐‑y Bleid extendió un brazo hacia él. Amín estiró un dedo y le rozó levemente, apartándolo enseguida. -‐‑ El jefe de nuestra tribu -‐‑continuó Mogo-‐‑, el famoso médico Diancet, supo que en el Sur, una vez cruzado el mar de Occidente, existía una tierra amable, rica en frutos, y quiso trasladarse a ella pero el Rey no se lo permitió... -‐‑ porsiselerompííía lamano deplaataa –canturreó Bleid entre dientes, pero Amín lo oyó. -‐‑ ¿La mano de plata? -‐‑preguntó como abobado. -‐‑ Sí, una mano de plata –confirmó Mogo-‐‑. Se la había hecho Diancet, nuestro jefe, porque el Rey había perdido una mano en una batalla, y debido a tal falta tenía que dejar de ser rey. A los reyes de entonces no podía faltarles nada, por eso Diancet le había hecho una de plata, y el Rey no quería que se fuera... -‐‑ porsiselees troopee abaa –volvió a canturrear Bleid. -‐‑ Exactamente. En tal caso, si Diancet no estaba para arreglarla, se quedaría sin reino –y Mogo miró a Bleid clavándole los ojos y dándole
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a entender que si volvía a interrumpirle él también podría quedarse sin algo. -‐‑ ¿Una mano de plata que se le rompe a un rey y se queda sin reino? Mi amo, estos duendes no están buenos –dijo Amín cambiando de talante, haciéndose el valiente y actuando como si estuviera acostumbrado a ver fenómenos semejantes todos los días. -‐‑ ¡No somos duendes y estamos perfectamente! -‐‑exclamó Mogo-‐‑. Y has de escuchar nuestra historia con respeto si quieres que nosotros te respetemos a ti. Instintivamente Amín arrugó la nariz. La advertencia no le gustó. A saber los poderes que tendrían aquellos duendes... Mejor sería estar en silencio y escuchar sin más lo que quisieran relatar. Además, antes o después desaparecerían porque se acabaría el embrujo. ¡Eran duendes parlantes! -‐‑ Como te iba diciendo -‐‑siguió Mogo-‐‑, el Rey no dejó marchar a Diancet, y como a un rey que no cumple su palabra no hay por qué obedecerle, Diancet decidió escapar con su tribu sin permiso. -‐‑ No le has explicado lo de la palabra del Rey, te lo has saltado -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¡La culpa la tienes tú por interrumpirme! ¡Entre los dos me estáis confundiendo! -‐‑ No discutáis. Yo se lo explicaré -‐‑intervino José que el día anterior ya había escuchado la historia-‐‑. El Rey de los Carriones perdió una mano en una batalla, y el médico Diancet le hizo una de plata para que pudiera seguir reinando. En agradecimiento, el Rey le dijo que le pidiera lo que quisiera porque se lo concedería, y el médico quiso marcharse al sur con su tribu. Pero el Rey sintió miedo, porque si se estropeaba su mano de plata y el médico no estaba para arreglarla, perdería su reino. Así pues, no lo dejó marchar incumpliendo su palabra. -‐‑ ¿Lo has entendido? -‐‑preguntó Mogo a Amín. -‐‑ Más o menos. -‐‑ Entonces -‐‑continuó José-‐‑, los carriones hablaron con su dios... -‐‑ ¿Pueden hablar con su dios así como así? – interrumpió Amín escéptico y arrugando el ceño. -‐‑ Sólo de vez en cuando -‐‑dijo Bleid-‐‑ Sigue. -‐‑ Pues bien, hablaron con su dios para pedirle ayuda. El dios les dijo que buscaran a un herrero que sabía hacer una poción que los volvería invisibles, y así podrían escapar. -‐‑ Pero, ¡ah!, como no existe la perfección perfecta, nos quedamos del tamaño de un búho -‐‑interrumpió de nuevo Bleid. -‐‑ ¿De un búho?
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-‐‑ ¡Deja de interceptar! -‐‑gritó Mogo a Bleid-‐‑. No haces más que confundirlo. -‐‑ Ahora te lo explico, escucha -‐‑siguió José-‐‑. Para volverse invisibles, el herrero y Diancet el médico, hicieron una Piedra Sagrada que, al meterla en una fuente, los que bebieran de aquel agua se volverían invisibles. Pero antes de que la piedra estuviera terminada, cuando todavía estaba en el crisol... -‐‑ O sea, que también son alquimistas –volvió a interrumpir Amín. -‐‑ No, no son alquimistas, escucha. Antes de que la piedra se cerrara, cuando todavía tenía una grieta, un búho que había presenciado el proceso se arrancó una pluma y la dejó caer sobre la piedra. Entonces la piedra se cerró con la pluma dentro. A partir de aquel momento para que la piedra tuviera poder siempre necesitaría la pluma de un búho. Por eso tuvieron que hacer un pacto con los pájaros. -‐‑ Con los pájaros... -‐‑repitió Amín en el límite final de la credulidad; porque después de la mano de plata, hablar con su dios, piedras que se cerraban con plumas dentro, además pájaros era demasiado. -‐‑ Sí, dado que para tener poder la Piedra necesitaría siempre la pluma de un búho y los pájaros tenían que dársela. Por eso hicieron un pacto: a cambio de una pluma de búho al año, los carriones curarían a los pájaros, serían sus médicos. -‐‑ ¿Médicos de pájaros? -‐‑Amín sonreía. No quería creer ni una palabra. Pero mientras uno de aquellos duendes sonreía también, el otro estaba demasiado serio y no parecía encajar bien su escepticismo, lo que podía ser peligroso y trató de arreglarlo-‐‑: ¿Sólo por una pluma de búho al año serían sus médicos? Mal trato, muy baratas me parecen a mí esas consultas. -‐‑ Y algo más –siguió José-‐‑, los pájaros les servirían de mensajeros y los llevarían de un sitio a otro cuando necesitaran viajar, porque al beber del agua de la piedra se volvieron todos del tamaño de un búho. -‐‑ ¡Eso ya está mejor! No es malo el trato. O sea, que curan a los pájaros, viajan con ellos y... hablarán con ellos, supongo –dio por hecho Amín como si tal cosa fuera lo más normal del mundo. -‐‑ Así es –contestó Mogo. -‐‑ ¡Pues yo me sé uno mucho mejor! –exclamó el Catapiedras-‐‑: El de El árbol que canta, el pájaro que habla y el agua color de oro. Es de Las Mil y una noches. ¿Os lo cuento? -‐‑ Esto no es un cuento, es la realidad -‐‑enfatizó Mogo. -‐‑ Es que la realidad loquea mejor que el mejor cuento -‐‑cabeceó Bleid.
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-‐‑ Los pájaros trajeron a nuestros antepasados hace miles de años a estas tierras -‐‑siguió Mogo seriamente, dándole dignidad a la historia de su pueblo que otros, incluso uno de los suyos, parecían tomarse a broma-‐‑. Y seguimos siendo invisibles porque con esta estatura, si los animales, incluso si los altos nos vieran, no viviríamos mucho tiempo. Todo lo que has oído es cierto, y no lo será menos porque tú no lo creas. Amín miró a José, luego a los carriones y de nuevo a su amigo. -‐‑ ¿De verdad existen? ¿No son un encantamiento, o un embrujo, o un hechizo o un prodigio? En Granada, el invierno pasado nació un pollo con dos cabezas y una miraba al Este y la otra al Oeste. -‐‑ Existen. Son hombres como tú y como yo. No hay engaño. -‐‑ ¡Madre mía! ¿Y cómo pueden existir cosas así sin que lo sepamos? -‐‑ ¡La mayoría! -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Eh? -‐‑ Que de la mayor parte de las cosas que existen no tenemos ni idea, pero basta con saber que debe haber muchísimas y muy raras-‐‑explicó Bleid. -‐‑ ¿Con eso te conformas? –preguntó José-‐‑. ¿No te gustaría ver cómo son los animales de África, los hombres de ojos rasgados de la China o las bestias del océano? Dicen que hay sirenas, mitad mujeres y mitad peces, que cantan de tal modo que quien las oye no quiere separarse de ellas. Y animales enormes con muchos brazos, tan largos que con sólo uno de ellos pueden hacer astillas el mejor barco. Y otros grandes como islas. He oído contar que una barca arribó a lo que creía tierra firme, pero se puso en movimiento porque era un animal enorme, y la llevó en su lomo hasta casi el final del océano. -‐‑ ¿Qué hay después del final del océano? -‐‑preguntó Mogo-‐‑. ¿Lo sabéis los altos? -‐‑ A lo mejor no tiene final. Hay quien dice que el mundo es redondo –contestó José. -‐‑ ¡Redondo! ¡Qué brutos! -‐‑exclamó Amín. -‐‑ Si fuera redondo el agua se caería -‐‑objetó Mogo-‐‑. Es simple lógica. Imaginad que el mundo fuera una manzana. La tierra y las montañas podrían estar, pero dadle un mordisco y tratad de retener agua en el hueco. Es imposible. ¿A quién se le habrá ocurrido idea tan absurda? -‐‑ Hay muchos tontos a los que les da por pensar -‐‑dijo Amín. -‐‑ ¿Qué se dice en vuestra tribu de todo esto? -‐‑preguntó José a los carriones.
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-‐‑ Nosotros creemos que el mundo es como una mesa que se sostiene en un mar de aire. -‐‑ Pero nunca nos han dicho dónde apoya las patas -‐‑susurró Bleid. -‐‑ ¿Y las estrellas? -‐‑ Son los fuegos divinos. La mayoría están quietos, fijos en las casas de los dioses. Pero los que pertenecen a los dioses inquietos son flotantes, como sus casas, y se mueven de un lado para otro en el mismo mar de aire de la tierra. -‐‑ Y tú, ¿qué piensas de esto, Amín? –preguntó Bleid. -‐‑ ¡Yo no tengo tiempo para pensar en esas cosas! –dijo despectivo-‐‑. ¡Pero mira que decir que el mundo es redondo...! -‐‑ ¿Ha llegado alguien hasta el final del océano? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ No. Nadie se ha atrevido a ir hasta allí. Si hubiera un abismo los barcos se caerían -‐‑dijo José. -‐‑ Y si se caen los barcos, ¿por qué no se cae el agua? Y si el agua se está cayendo, ¿por qué no se vacía el océano? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Porque se está llenando continuamente gracias al agua de los ríos y de la lluvia. Si el agua no cayera la tierra se inundaría -‐‑contestó Mogo. -‐‑ ¿Y a dónde va el agua que se cae? -‐‑ Al infinito. Floota, flota y flota –Bleid abrió un brazo y declamó-‐‑: Allá en el infinito, el río y la cascada flotan, sólo que tú no lo notas -‐‑. Amín se echó a reír. -‐‑ A lo mejor cuando nos llueve es el agua que se cae y que se ha vuelto volando para atrás -‐‑opinó. Y Bleid volvió a la declamación: -‐‑ Al borde del precipicio, tan grande como bonito, prefirió ser lluvia fina a magnífico infinito. -‐‑ ¡Por los dioses! –exclamó Mogo tapándose los oídos-‐‑. Con estos dos no se puede hablar, pero tampoco tenemos por qué soportarlos. Vamos a dormir. -‐‑ Sí, vamos a dormir a ver si desaparecen –dijo Amín contestando al desprecio de Mogo. -‐‑ ¿Ya no nos tienes miedo? ¿O crees que te haremos algo mientras duermes? -‐‑preguntó Bleid a Amín. -‐‑ Me fío de él -‐‑dijo señalando a José-‐‑. Y si él confía, yo también. En cuanto a lo que vosotros seáis capaces de hacer, eso está por ver. Seguro que para mañana ya se os habrá apagado el fuelle y os habréis evaporado. A pesar de que procuró vigilarlos durante la noche, y despertaba sobresaltado al menor ruido, Amín acabó durmiendo profundamente acompañado de la respiración apacible de los otros tres.
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13 Lo primero que hizo Amín al despertar fue buscar a los carriones. Y allí estaban, como gente normal y corriente, desayunando con cara de sueño al lado de José. Los miró intentando asumir que eran reales, pero no podía. Por una parte estaba asombrado pero por otra tenía miedo porque lo que no existe, no existe, y si estaban allí era por algo raro que no tendría nada que ver con lo que habían contado. Aunque malos no parecían. Eran como dos muñecos vivos que le llegaban a la rodilla. Si fueran de verdad, ¡ellos sí que eran un tesoro! Se haría rico exhibiéndolos por las ferias. Y lo matarían para robárselos. Claro, por eso eran invisibles. Después de aquella conclusión casi aceptó que fueran de verdad. De todos modos lo importante era mostrarse como si no pasara nada, porque si te ven débil o miedoso, que viene a ser lo mismo, pensó, el mundo te atropella y aquellos dos, fueran lo que fueran, estaban en el mundo.
-‐‑ Tú llevarás a Bleid y yo a Mogo –le dijo José-‐‑. Tenlo siempre contigo y procura no olvidarlo en ningún sitio.
¿Olvidarlo? –pensó-‐‑. ¿Cómo podría uno olvidar semejante cosa? Como no se le escapara… Quien los hubiera hecho tenía que ser muy poderoso. ¿Y qué buscarían? Pero él no temía a nada ni a nadie. O al menos eso era lo que tenía que dejar ver. Y por si las moscas había que empezar por achicarlos más todavía: -‐‑ ¡Bledito, vamos! Tú conmigo. Moguito irá con José. Mientras Bleid sonrió satisfecho por el reparto, Mogo bramó. -‐‑ ¡Mi nombre es Mogo! -‐‑ Pero eres muy chico. -‐‑ ¡Sólo de estatura! -‐‑ Vale, Moguito, vale. No volveré a hacerlo. -‐‑ ¡Acabas de hacerlo! ¡Y lo has hecho adrede! -‐‑ ¿Quién? ¿Yo? ¿Qué es lo que he hecho? -‐‑ Llamarme Moguito. Bleid se apoyó en una pierna para contemplar la escena con más comodidad. -‐‑ ¿Llamarte Moguito? ¿Quieres que te llamemos Moguito? Por mi no hay problema, Moguito. -‐‑ He dicho “llamarme”, no “llamadme”. ¡Vaya! Tenemos que contar con otra cabeza insulsa. Ya son dos -‐‑dijo Mogo con exagerada voz de resignación.
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-‐‑ ¡Este duende se cree largo! Cuando está claro que es… corto –dijo Amín con sorna mirando a José. Y volviéndose al carrión-‐‑: Pues no te pases de listo, pues cuentan del viejo Nasrudin que, estando en una reunión de sabios, oyó decir que la humanidad nunca será feliz hasta que el hombre que no ha sido ofendido se indigne cuando ofendan a otro como si lo hubieran ofendido a él. Y todo el mundo se admiró de tan sabias palabras. -‐‑ Y lo son -‐‑confirmó Mogo. -‐‑ Pero entonces Nasrudin dijo que nadie debe indignarse por nada hasta estar seguro de que lo que parece una ofensa es realmente una ofensa, y no una bendición disfrazada. José sonrió, Bleid tuvo que reprimir el deseo de aplaudir y Mogo apretó los labios, pensó un instante y preguntó: -‐‑ ¿Estás tratando de decirme que lo de antes fue sólo una broma? -‐‑ Tú sabrás –contestó lacónico Amín. -‐‑ Para que tengan gracia las bromas han de ser inteligentes, si no son plasta de vaca -‐‑sentenció Mogo. -‐‑ ¡En donde las dan, traen estos lodos! -‐‑exclamó Bleid. Acababa de amanecer pero el camino ya estaba transitado por la gente que iba al mercado de Mérida. Ellos, a paso tranquilo, se unieron a los viajeros. Nadie hacía el viaje en dirección contraria hasta que divisaron el polvo levantado por un jinete al galope. El jinete aminoró el paso al acercarse a ellos. Vestía de oscuro, con traje de mercader y cubierta la cabeza con un casquete de fina piel negra. Sus botas, sin embargo, eran propias de quien pasa la vida batallando más que en los mercados, y al cinto llevaba daga y una corta espada escondida bajo la capa. Al cruzarse con José lo saludó inclinando la cabeza, a lo que el joven respondió cortésmente. Era muy delgado, con ojos oscuros extrañamente rasgados. Llevaba la ropa llena de polvo como si hubiera cabalgado durante días sin apenas detenerse. Amín volvió la cabeza y lo observó hasta que lo vio en la lejanía. -‐‑ ¿Lo conoces? Él sí parecía conocerte a ti. -‐‑ Nunca lo había visto –respondió José sin darle importancia. -‐‑ No me ha gustado su cara. Corre un poco, mi señor, salgamos de entre esta gente. -‐‑ ¿Por qué? Sólo ha sido amable al saludarme. -‐‑ Te digo que corras, mi amo. Sígueme. Amín azuzó al caballo hasta que lo puso al trote y José lo siguió. Después de una curva, cuando el grupo que venía junto a ellos ya no
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podía verlos, salieron del camino y galoparon hasta llegar a un alto jaral. -‐‑ Baja y esconde al caballo, mi amo. -‐‑ ¿Por qué hacemos esto? -‐‑ Ese hombre me ha dado mala espina. Si vuelve es que te está buscando. Esperadme aquí. Amín, sigilosamente, volvió al camino. Se escondió y esperó. Vio pasar las carretas, luego a un pastor con un rebaño de ovejas, después dos botijeros, más tarde un mercader de telas con dos mulas y por último, después de un rato, oyó el trote tranquilo de un caballo. Bleid lo asustó al darle con el pie en el codo. -‐‑ He venido para que no te aburras – dijo. -‐‑ Shssss. Escóndete. -‐‑ A mí no me ven -‐‑dijo subiéndose a una encina-‐‑. ¡Míralo! ¡Allí viene! -‐‑ ¡Os lo dije! El extraño había dado la vuelta y desandaba el camino. No iba muy deprisa pero de vez en cuando se ponía de pie sobre los estribos para otear el horizonte. Esperaron a que pasara. Amín ni siquiera se atrevió a levantar la cabeza una vez que lo vio de espaldas pues temió que el otro lo notara y mirara hacia atrás. -‐‑ Bledito, esto se pone feo. Hay que largarse de aquí cuanto antes -‐‑Y corrieron en busca de José. -‐‑ Ha vuelto, mi amo. Te digo que nos está siguiendo. ¿Sabe alguien más que vas tras el tesoro? -‐‑ Fray Esteban, pero él no dirá ni una palabra. Además ese hombre no venía de Guadalupe sino de Mérida. -‐‑ ¿Por qué iba a ir alguien más detrás del tesoro si sólo nosotros tenemos conocimiento de él? –preguntó Mogo poniendo en duda la suspicacia de Amín. -‐‑ ¡Huuy! Los conocimientos están en el aire. Emanan de las mentes, y cualquiera con mente de esponja los encuentra y absorbe. Por eso hay que tener cuidado con lo que se piensa y donde se piensa –advirtió Bleid. Los otros tres lo miraron y a la vez apartaron la vista de él sin hacerle caso. -‐‑ ¿Y en Granada, hablaste con alguien? –preguntó Amín a José. -‐‑ Con nadie. A menos que... -‐‑ ¿Qué? -‐‑ Que alguien supiera algo antes que yo. Mi tío tuvo que sacar el pergamino de algún sitio y a lo mejor no era el único que lo estaba buscando. Pero ese hombre ha podido olvidar algo, o confundirse de camino.
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-‐‑ No. Ese hombre te buscaba, estoy seguro. No podemos volver al camino ni pasar por Mérida –dijo Amín resuelto. José se encogió de hombros pero no le importó seguir el consejo de Amín. Así pues, saltaron a los caballos y se alejaron deprisa campo a través. Después de un buen rato, cuando pensaron que estaban a suficiente distancia del camino y sosegaron la carrera volviendo al paso, Bleid le preguntó a Amín: -‐‑ ¿Por qué tú sientes peligro y José no? -‐‑ Porque él es bueno y los buenos no barruntan lo malo. Se creen que todo el mundo es como ellos. -‐‑ Sí, cree el ladrón que en todas partes cuecen habas –Bleid suspiró-‐‑. Entonces, ¿tú eres malo y por eso ves el peligro? -‐‑ No tanto; pero escucha, Bledito, ¿tú crees que puede haber, así, sin más, un tesoro escondido esperando que nosotros lo encontremos? Tú lo dijiste antes, esas cosas se huelen. No me preguntes por qué, pero se huelen, y hay gente con muy buen olfato. Y José tiene razón, seguro que además de su tío había otros buscando ese pergamino. Además, ¿qué hace un caballero solo por los caminos? La gente nos mira, nos cede el paso. Será muy fácil encontrarnos. -‐‑ Ya entiendo. Tú eres el listo y José el inteligente. -‐‑ Y tú una comadreja. Amín quedó pensativo unos minutos y luego dijo: -‐‑ Mira, él es bueno, pero yo creo que no ve bien de cerca, sólo de lejos. -‐‑ ¿Tiene mal la vista? No se lo había notado. -‐‑No es eso. ¿Cómo te lo diría? Siempre mira de lejos y cuando habla piensa más allá de las palabras. -‐‑ ¡Puuuf! Pobre Mogo. El que huye del ratón a pares se los encuentra –exclamó Bleid mirando al otro con ojos de admiración. Amín convenció a José para que volviera a vestir de fraile y él cambió sus ropas de escudero por unas de criado. En un pueblo vendieron los caballos y compraron mulas, albardas y alforjas y no volvieron al camino. Fueron por veredas de alquería en alquería, y se acercaron a los pueblos únicamente cuando era necesario para comprar alimentos. En ellos entraba Amín y preguntaba para saber si iban bien orientados. Seguir el camino del sur era fácil, pero desviarse de la dirección de Córdoba también. Procuraban no hablar con los viajeros que encontraban, y a sus preguntas contestaba Amín pasando otra vez por tartamudo y explicando, lo peor que podía, que su amo el fraile era un santo varón siempre en sus meditaciones al que no le gustaba hablar.
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Como lo entendían mal, lo dejaban por imposible. Y siempre que el terreno lo permitía, dejaban los caminos y atravesaban los campos. Entonces iban más tranquilos y casi se olvidaban de mirar el horizonte. Y hablaban durante horas, cosa que interesaba a José más que su perseguidor. Una tarde, en un pequeño valle donde oculto entre fresnos corría un regatillo con amplios verdinales que ofrecían buena hierba para las mulas, acamparon sin esperar al atardecer. Los carriones se bañaban en la pequeña corriente que les parecía un gran río, mientras José intentaba enseñar a Amín, como cada tarde y con regular éxito, el arte de la espada. -‐‑ ¿Por qué te llaman el Catapiedras? ¿Es que te dedicas a mirarlas? -‐‑preguntó Mogo a Amín cuando tomaron un descanso. -‐‑ Y a probarlas. -‐‑ ¿Las pruebas? -‐‑preguntó el carrión extrañado. -‐‑ Sí, las pruebo, las cato. -‐‑ ¿Y has probado la que lleva José colgada del cuello? -‐‑preguntó Bleid acercándose. Sólo con oírlo Mogo se puso nervioso. José no se había vuelto a acordar de tal piedra. Sacó la cadena y se la enseñó a Amín. -‐‑ Esa piedra no es de las que yo cato. No tiene valor. -‐‑ Nosotros también amamos las piedras y nuestra vida, como ya sabéis, depende de una de ellas -‐‑dijo Mogo. -‐‑ ¿También entendéis de piedras preciosas? –preguntó José. -‐‑ Todas las piedras son preciosas –contestó Mogo. -‐‑ ¿Los pedruscos también? Entonces es que no habéis visto auténticas piedras. Las hay rojas como el carbón ardiendo, o azules como el mar y otras negras como la noche con puntos luminosos igual que estrellas –explicó Amín. -‐‑ ¡Anda, si es sensible! -‐‑exclamó Mogo con mala guasa-‐‑. ¿Y a qué sabe cada una de ellas? -‐‑ Eso no te lo voy a decir, Moguito. Ésa es mi ciencia. Además no me creeríais. -‐‑ ¿Por qué no? -‐‑ Porque a todo el mundo le saben iguales, pero me buscan a mí cuando quieren estar seguros de lo que están comprando. No entienden qué es lo que sé, pero se fían. -‐‑ ¿Y qué es lo que sabes? -‐‑preguntó José. -‐‑ Que aunque algunas parezcan exactas, no lo son. A veces el lapidario hace dos iguales para una joya y como les ve el mismo color, el mismo peso y la misma transparencia, ni él puede diferenciarlas. Pero siempre hay una que es más fría, con los ángulos más limpios en
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la talla, más fuerte, más perfecta. No hay dos piedras iguales, siempre hay una mejor. -‐‑ Igual que las lechugas -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¡Igual que las lechugas! ¡Qué comparación más tonta! -‐‑protestó Mogo despectivo. -‐‑ No tanto –intervino José-‐‑. No creo que haya dos lechugas iguales, ni dos peras, ni dos manzanas. Seguramente se refiere a eso. -‐‑ Pero no vas a comparar a un joyero con un verdulero... -‐‑objetó Amín viendo que tal comparación restaba importancia a su profesión. -‐‑ En precio no, pero, ¿por qué no en valor? -‐‑ ¡Venga, mi amo! ¿Cómo va a ser lo mismo una esmeralda que una lechuga? -‐‑ Si habláramos con él, me refiero con un buen verdulero, seguro que entre su montón de lechugas sabría decirte cuál es la más sabrosa, la única entre todas ellas que lucirá un verde radiante, como una esmeralda, encima de tu mesa y será tierna al tiempo que fresca y crujiente. Y a nosotros muchas nos parecerían iguales a ésa. -‐‑ Quieres decir que conocer a las lechugas también tiene su ciencia -‐‑dijo Amín. -‐‑ Sí, aunque sea algo tan pobre que apenas cuesta dinero. -‐‑ ¿Lo ves? -‐‑dijo Bleid a Mogo-‐‑. Al final todo es lo mismo, lechugas o piedras preciosas. -‐‑ ¡Ah no! Y el comercio, ¿qué? -‐‑protestó Amín-‐‑. Porque por cada esmeralda hay millones de lechugas, ésa es la diferencia. Y la gente se matará por tener una esmeralda, no una lechuga. Y eso es lo que mueve al mundo. -‐‑ José no se refería al precio de las cosas sino al valor del que las conoce -‐‑intervino Mogo-‐‑. Y creo que yo estoy de acuerdo con él, que igual ciencia es la del joyero que la del verdulero. Tal vez no haya diferencia. -‐‑ ¡Claro que la hay! El joyero es rico y el verdulero pobre. Al primero le hacen reverencias y al segundo le dan patadas en el mercado -‐‑contestó Amín. -‐‑ ¿Y tú quieres que te reverencien? -‐‑le preguntó Bleid. -‐‑ Reverencias no hacen falta, pero quiero ser rico. Y vosotros también, ¿no? Si no, ¿qué hacemos todos detrás de un tesoro? Querer ser ricos. Además, me parece a mí que vosotros habláis mucho pero sabéis poco, como el topo. -‐‑ ¿Qué topo? -‐‑ Aquel que como todos los topos era ciego, pero se empeñó en convencer a su madre de que veía. Y la madre, para que le dejara en paz, le hizo una prueba poniéndole un trozo de incienso delante de las
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narices. ¿Qué ves?, le preguntó. Una piedra, le contestó el topo. Y la madre, después de dar un suspiro de resignación, le dijo: No sólo eres ciego, además has perdido el olfato. Mientras José sonreía, Mogo torcía el gesto sin saber si le habían insultado o no y Bleid se moría de risa, cosa que molestaba a Mogo pues no veía la gracia en ningún sitio. -‐‑ ¿Te sabes muchos de ésos? -‐‑ le preguntó Bleid a Amín. -‐‑ Algunos. Ya te los contaré cuando me acuerde. -‐‑ ¡Oh! Ahora vamos a pasarnos la vida escuchando los cuentos tontos del señor Amín de Granada –protestó Mogo. -‐‑ Pues si no te gustan, tápate las orejas -‐‑contestó éste. -‐‑ ¡Eh! No vais a discutir otra vez. Además, Mogo, esos cuentos siempre aciertan en algo. A veces ni siquiera sabemos bien a qué se están refiriendo, pero los entendemos. Resuenan dentro. Es un misterio. Los moros cuentan muchos y a mí también me gustan -‐‑dijo José.
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14 En la venta de Belmez encontraron a otro fraile que se acercó a José para entablar conversación. Amín, sentado junto al fuego, intentaba enterarse de lo que hablaban pero eran cosas cristianas, libros y nombres que él no había oído jamás y se quedó adormilado. Aquel hombre miraba con ojos astutos y, al poco rato, José comenzó a sentirse incómodo. Saltaba de unas cosas a otras sin apenas esperar las respuestas. Hablaba mucho y muy deprisa de los temas más diversos, primero religiosos, luego mundanos y por último comenzó a hacer preguntas sobre el motivo del viaje de José y el camino que llevaba. -‐‑ Preguntáis como un espía -‐‑le dio José como respuesta. Amín despertó al oírlo pero no se movió. -‐‑ Disculpadme -‐‑contestó el otro sorprendido aunque sonriendo y sin perder la calma-‐‑. No pude sospechar que mis preguntas podrían molestaros. -‐‑ Disculpadme vos -‐‑dijo José-‐‑, pero tengo mis motivos que comprenderéis en cuanto os diga que vengo de Guadalupe. -‐‑ ¿De Guadalupe? Pues la verdad, no acierto a comprender. -‐‑ En tal caso, mejor. Bien -‐‑dijo José poniéndose de pie-‐‑, es tarde y ya es hora de descansar. Una vez en el cuarto, José comentó la extrañeza que le había producido la ignorancia del desconocido: -‐‑ Un fraile que no sabe lo que ha pasado en Guadalupe cuando en estos días no se hablará de otra cosa en todos los monasterios y conventos. Es muy raro. -‐‑ ¡Ya son dos! Mi amo, ¿es que vamos a tener detrás de nosotros a toda la cristiandad? -‐‑ ¿Has echado el cerrojo a la puerta? Pues entonces a dormir. Y ya veremos mañana. Un par de horas más tarde Mogo los llamó. -‐‑ ¡Despertad! El fraile se va. Con mucho sigilo le ponía la montura al caballo al que susurraba para apaciguarlo, y le ataba trapos a los cascos para evitar el ruido. -‐‑ Creo que Amín tiene razón –dijo José sin dejar de mirar por la ventana-‐‑. Por lo que sea, nos persiguen. Y éste corre a decir que nos ha encontrado, incluso en plena noche. -‐‑ Larguémonos de aquí antes de que nos pase lo que al burro de Nasrudin –dijo Amín.
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José y Mogo acechaban los preparativos del fraile y no hicieron caso al comentario de Amín, pero Bleid no pudo resistirse y, hablando muy bajo porque se temía que no era momento oportuno, le preguntó: -‐‑ ¿Qué le pasó al burro? En el mismo tono, Amín se lo contó: -‐‑ Que estaba Nasrudin sentado en la puerta de su casa muy ensimismado cuando un vecino le preguntó: ¿En qué piensas? En que no sé si estoy vivo o muerto, le respondió Nasrudin. ¡Pareces tonto! Si estuvieras muerto estarías frío, le dijo el vecino. Y un día de invierno que Nasrudin fue con su burro a buscar leña al bosque, se quedó helado y, palpándose y acordándose de lo que había dicho el vecino, pensó: ¡Dios mío, estoy frío, luego estoy muerto! Y los muertos no cargan leña. Y como tampoco andan no puedo volver a casa. Así pues, como un buen muerto, se tumbó en el suelo y allí se quedó. Al rato llegaron los lobos y atacaron al burro. Sí, sí, aprovechaos de que estoy muerto, les dijo Nasrudin, porque si estuviera vivo, pronto ibais a echar mano a mi burro. Mogo se volvió repentinamente de la ventana con un reproche: -‐‑ ¿Todo lo que se os ocurre cuando tenemos problemas es hablar de burros? La seriedad de Mogo dio risa a Bleid, que empezó a hacer ruidos raros tratando de sujetarla. Los ruidos de Bleid provocaron la risa de Amín, que a su vez intentó ocultar sin resultado emitiendo sus propios ruidos. Apretando boca y puños para que no se les escapara la carcajada, y como movidos por un resorte, le dieron la espalda a Mogo y se lanzaron a poner en orden sus equipajes de forma furibunda. -‐‑ Pero, ¿qué hacéis? –les preguntó sin entender tanta velocidad repentina. -‐‑ ¿Y si viene el lobo? ¡No vamos a ser tan tontos como Nasrudin! No volvieron a tomar ningún camino ni entrar a ninguna venta. Tres días anduvieron por la sierra siguiendo veredas y estrechos pasos siempre en dirección sur, hasta que una mañana encontraron a un pastor que les indicó la cañada que salía al camino de Córdoba y la siguieron. Algunas horas más tarde vieron desde un alto la hermosa ciudad blanca con el ancho Guadalquivir pegado a sus pies. -‐‑ ¡Mirad eso! -‐‑exclamo Amín-‐‑. ¡Eso es una ciudad y no lo que tienen los cristianos! -‐‑ Córdoba es cristiana -‐‑dijo Mogo lacónico. -‐‑ Ahora es cristiana. Pero la hicimos nosotros, los musulmanes. Los cristianos nunca serían capaces de hacer nada parecido.
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-‐‑ Si apenas se ve –objetó Bleid escudriñando en la lejanía y asombrado por la vista de lince de Amín. -‐‑ No iremos a ninguna posada -‐‑dijo José-‐‑. Estaremos más seguros si alquilamos una casa y aún hay judíos en Córdoba. Acudiremos a ellos. Los arrabales del exterior habían sido abandonados hacía mucho tiempo. Apenas si se veía el empedrado lleno de tierra, excrementos de animales y algunos restos de edificios. La ciudad se encerraba dentro de las murallas. José se detuvo antes de llegar a las puertas y, en lugar de entrar, tomó un camino que seguía hacia el poniente, casi paralelo a la línea del río. -‐‑ Seguidme -‐‑fue todo lo que dijo y lanzó la mula al galope. Amín lo siguió sin darle tiempo a preguntar por aquel cambio de rumbo. Tal vez José quisiera ver el río, o la ciudad desde otro sitio, así que siguió caminando tranquilamente sin cambiar el paso. Al cabo de un rato, llegó junto al otro que se había detenido a la entrada de un camino que, saliendo del principal, iba en dirección a unos montes. -‐‑ Debe ser por aquí. -‐‑ ¿A dónde vamos? -‐‑ Te lo diré si lo encuentro. José volvió a galopar subiendo los primeros cerros. De vez en cuando volvía la cabeza para comprobar la distancia que lo separaba de Córdoba. Amín, mucho más tranquilo, lo seguía a distancia esperando que encontrara cuanto antes lo que fuera. Él no tenía curiosidad pues estaba cansado y hubiera preferido, sin más, entrar en la ciudad. José se detuvo, por fin, ante un muro derruido. Bajó de la mula para pasar con más facilidad al otro lado y anduvo un buen trecho antes de detenerse a esperar a Amín. Cuando éste llegó le entregó las riendas y, sin decirle una palabra, continuó andando hacia unas ruinas que apenas eran algo más que unas pocas casas, hasta que la proximidad las fueron ampliando a lo que parecía un pueblo entero destruido y casi enterrado. Era un sitio extraño. Una planicie en medio del monte que se abría al horizonte amplio de Córdoba y el río, a una legua de distancia. -‐‑ Amín, esto es lo que queda de Medinat al-‐‑Zahara. Entonces Amín se fijó en lo que había a sus pies. Estaba en medio de una explanada y a su alrededor había un mar de escombros casi cubiertos por la vegetación. Más abajo se advertía otra gran terraza igualmente llena de ruinas, y una tercera en la lejanía. Para sorpresa de los carriones ni abrió la boca ni se movió. Giraba la cabeza una y otra
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vez mirando la desolación que lo rodeaba. Luego, sin decir palabra, se sentó en la piedra que tenía más próxima y lloró. Y no trató de disimularlo, las lágrimas abrieron dos caminos limpios por la cara llena de polvo. Los carriones se miraron sin saber qué hacer. José, vestido de fraile, caminaba en la lejanía apareciendo y desapareciendo entre restos de paredes y arbustos. Cogieron las riendas de las mulas de las manos de Amín y las ataron a un árbol a poca distancia; luego volvieron junto a él y se sentaron a su lado. Amín no se movió hasta que el sol se ocultaba en el horizonte. Entonces limpió el suelo a su alrededor, con unas pocas piedras dibujó un rectángulo mirando a La Meca, se descalzó y rezó. -‐‑ Cuéntaselo, José, cuéntaselo. Habían buscado un sitio protegido junto a un muro y sacado para comer lo poco que les quedaba en las alforjas. El fuego les daba luz y un capitel de talla delicada y magnífica sostenía un trozo de queso, algo de pan y un puñado de bellotas y nueces. -‐‑ Fue una ciudad palacio. Dicen que sólo la de Constantinopla la superaba –comenzó a decir José. -‐‑ ¿Mejor que la Alhambra? -‐‑ Mucho mejor. Entonces los árabes ocupaban casi toda España y Al-‐‑Andalus, como ellos la llamaban, era rica. -‐‑ ¿Por qué vinieron los árabes hasta aquí? ¿No tenían bastante con Arabia? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Moguito, tú estás en la inopia. Y mira que a veces pareces listo –respondió Amín. -‐‑ El Islam, y con él los árabes, se habían extendido por todo el norte de África –siguió José-‐‑. Cuentan que un cristiano descontento con su Rey les informó de que España sería presa fácil para ellos. Y así fue. La conquistaron e hicieron de Córdoba su capital. Mientras tanto los Omeya, que eran sus califas, fueron destronados por los Abbasíes que los mataron a todos excepto a uno, a Abderramán, que consiguió huir y llegar hasta aquí. -‐‑ ¿Los Abbasíes eran otro pueblo? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ No, el mismo, árabes musulmanes. -‐‑ Entonces, ¿los árabes luchan y se matan entre sí, aún teniendo la misma religión? -‐‑Mogo parecía escandalizado. -‐‑ ¡Igual que los cristianos! Eso pasa en todas partes. Sigue José. -‐‑ Abderramán hizo un reino unido y próspero que sus descendientes enriquecieron, y cuando casi doscientos años más tarde Abderramán III ocupó el trono, Córdoba era la ciudad más rica de
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Occidente. Los califas invitaron a venir a los mejores hombres del Islam: alfaquíes, poetas, geógrafos, médicos, músicos, gramáticos y también los judíos tuvieron la oportunidad de florecer en Córdoba como nunca lo habían hecho antes. -‐‑ Mientras tanto los cristianos no sabían ni leer -‐‑intervino Amín-‐‑. Si hasta los reyes tenían que venir a curarse aquí, como uno que de lo gordo que estaba no podía ni sostenerse en el caballo. -‐‑ ¿Eso es cierto? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Sí, un Rey de Navarra. Vino por otros motivos, pero aquí lo trataron con éxito de su obesidad. -‐‑ Pero, ¿tanta era la diferencia entre los reinos cristianos y éste? -‐‑ Para que te hagas una idea, Moguito, cuando los francos llamaron a su Rey “El Sabio” porque tenía diez mil libros, cualquier noble de Córdoba tenía setenta mil y el Califa más de cuatrocientos mil. Con eso está todo dicho. Mogo miró a José para que le confirmara que aquello era cierto. -‐‑ Sí, la diferencia era grande –siguió José-‐‑. Córdoba era una gran ciudad con cientos de mezquitas, escuelas, bibliotecas, hospitales, baños públicos, un sistema judicial bien organizado y una agricultura próspera por todo Al-‐‑Andalus. Y, por supuesto, el comercio. Por eso tuvo Abderramán III la necesidad de construir Medinat al-‐‑Zahara. El alcázar se había quedado pequeño y no podía ni ampliarlo ni defenderlo al estar en el centro de la ciudad. -‐‑ Más de medio millón de habitantes, cuando las grandes ciudades cristianas no llegaban ni a veinte mil -‐‑añadió Amín. -‐‑ He oído decir que los árabes conquistaron España con muy poca gente. -‐‑ Has oído bien, Moguito, con cuatro gatos. -‐‑ ¿Y cómo cuatro gatos pudieron defender lo conquistado, labrar la tierra, construir ciudades, atender el comercio y todo lo demás? -‐‑ Porque luego vinieron muchos más. -‐‑ ¿Y mientras vinieron? –preguntó Bleid. -‐‑ Pues se las apañarían como pudieran, pero lo hicieron. Mogo no parecía muy convencido con las respuestas de Amín y miró a José en espera de algo mejor. -‐‑ Bueno, a veces las cosas son algo distintas a como nos las cuentan -‐‑dijo éste. Y al ver la cara de Amín ante su comentario le preguntó: -‐‑ ¿Has oído hablar de Don Pelayo? -‐‑ No. -‐‑ Pues Don Pelayo es muy importante para los cristianos. Dicen que cuando los árabes llegaron en su conquista hasta el norte de
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España, Don Pelayo luchó contra ellos y los venció. Hizo el reino de Asturias y con él comenzó lo que los cristianos ahora llaman la reconquista. Pero lo curioso es que siendo tan importante este Rey, en Granada jamás lo hemos oído nombrar. No existe en las crónicas. Tan sólo se habla en ellas de un grupo de visigodos escondidos en las montañas de Asturias, con tan pocos recursos que únicamente podían alimentarse de leche y miel, y ni siquiera se molestaron en atacarlos. Pero los que sí lo hicieron fueron otros visigodos que se habían unido a los árabes y habían sido traidores a su Rey por antiguas diferencias. Y éstos son los que fueron vencidos. Es lo que cuentan las crónicas árabes. -‐‑ O sea, que los cristianos tienen un Rey muy importante por haber vencido a los moros y, sin embargo, los moros nunca lucharon contra él y ni siquiera saben que existió. Y, ¿quién dice la verdad? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Depende de si eres moro o cristiano -‐‑contestó Bleid-‐‑. Ésa es una buena trágala. -‐‑ ¡¿Trágala?! ¿De dónde has sacado eso? -‐‑ ¡Oh! Las hay de muchas clases: culinarias, gramaticales, astronómicas e históricas. El que escribe la historia hace la trágala. -‐‑ ¿Quién dice la verdad? -‐‑se preguntó José para contestar a Mogo-‐‑. No lo sabemos, pero si escuchamos a las dos partes la tendremos más cerca. Porque, y estoy de acuerdo con Bleid, yo creo que cada pueblo escribe la historia como más le conviene y como desea oírla. -‐‑ No querrás decir con eso que la grandeza de Córdoba nos la hemos inventado, ¿verdad? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ No tanto, pero Mogo tenía razón. ¿Cómo pudieron tan pocos árabes levantar este país? Sí, derrotaron a los cristianos, pero la gente se quedó en sus ciudades, en los campos, y la vida siguió funcionando. Gran parte de los habitantes de Córdoba, que ya era una gran ciudad, se convirtieron al Islam e incluso cambiaron sus nombres, y dos generaciones más tarde no se les podía diferenciar de los árabes. ¿He dicho árabes? Pues no es correcto, porque había árabes, bereberes, egipcios, libios, sudaneses… La gente que vino pertenecía a todos los lugares conquistados por los musulmanes en África, y los árabes eran los de menor número. Y estaban además los cristianos no convertidos y los judíos. -‐‑ ¿Adónde quieres llegar? -‐‑preguntó Amín algo desalentado. -‐‑ A que no hubiéramos podido hacerlo sin ellos. Nosotros lo mejoramos, pero sin ellos hubiera sido imposible. Aquello no le gustó a Amín y José insistió:
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-‐‑ Tal vez enseñamos a los pastores a explotar las minas, pero cuando los pastores fueron ricos, ¿no sería estúpido que se adjudicaran el mérito de su riqueza? E igualmente estúpido sería que el mérito nos lo adjudicáramos nosotros, puesto que una vez que habían aprendido, fueron ellos quienes las explotaron. -‐‑ Pero el mineral lo podrían vender gracias al comercio y orden del Califa -‐‑objetó Amín. -‐‑ Eso es cierto. Lo que quiero decirte es que lo hicimos entre todos. -‐‑ No me convences, mi señor. Si un pueblo llega a ser grande es porque el gobierno del Califa lo hace grande, tú lo decías el otro día. Da igual que el que comercie o cultive la tierra sea árabe, yemení, visigodo o judío. Si las cosas van bien y pueden hacerse ricos es gracias al gobierno del Califa, porque por muy bien que los pastores exploten las minas si el gobierno no fuera bueno se tendrían que comer el mineral y seguir siendo pobres como ratas. Y los Califas, ¿qué eran? ¡Árabes puros! -‐‑ Ni siquiera eso, Amín. Abderramán III descendía por parte de madre de un Rey de Navarra y Fruela, rey de León, se casó con una hija de Abd-‐‑Allah y sus descendientes son hoy reyes de León y Castilla. Nos han hecho creer que los cristianos estaban por una parte y nosotros por otra, cuando la verdad es que hasta los reyes mezclaban sus sangres. Y tienes razón al decir que el buen gobierno de los reyes hace grande a un pueblo y fue la sabiduría árabe la que engrandeció al nuestro pero, ¿de dónde la sacamos? La aprendimos de los persas, de los bizantinos que antes la habían aprendido de los romanos, que la habían aprendido de los griegos y éstos vete a saber de quién. Luego cada pueblo le da su propia forma y le añade, pero ¿por qué presumir de lo que no es sólo nuestro? Lo hemos hecho entre todos. Y los cristianos están tan ciegos como nosotros, ahora que saben un poco más y se ven fuertes se creen el ombligo del mundo. -‐‑ No tienes derecho a decir que todos somos iguales -‐‑contestó Amín-‐‑. Vinimos aquí y nos encontramos un país hecho una mierda al que vencimos con cuatro gatos, que luego cultivamos y enriquecimos. Nosotros hicimos el trabajo y cuando lo vieron hecho, lo que ellos no habían sido capaces de hacer, empezaron a robárnoslo. Y a base de traiciones, astucias y juego sucio ya sólo nos queda Granada. Pero se van a enterar cuando venga el turco y deje sus reinos como tabla rasa. -‐‑ ¿Quién es el turco? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ El turco Mehmet, un musulmán de pura cepa que cuando tome Constantinopla vendrá en ayuda del Emir de Granada para luchar contra los cristianos y devolvernos lo que es nuestro.
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-‐‑ ¿Vuestro? ¿Acaso no era antes de ellos y vosotros se lo robasteis? Sólo tratan de recuperarlo –objetó Mogo. -‐‑ ¿Suyo? ¿Que Al-‐‑Andalus es suyo? No sabes lo que dices, Moguito. Pero yo te lo voy a aclarar porque en Granada sabemos muy bien echar las cuentas: llevamos aquí ocho siglos, y, ¿cuántos llevaban los visigodos cuando nosotros llegamos? Muchos menos. Además los visigodos, ¿a quién se lo quitaron? Dicen que a los romanos. Y los romanos se lo robaron, ¿a quién? A los que estuvieran antes. Pues de todos ellos nosotros somos los que llevamos aquí más tiempo, así que es más nuestro que de nadie. Y cuando venga el turco van a saber lo que es bueno. -‐‑ ¿Dónde has oído eso? -‐‑José se había llevado una sorpresa. Su abuelo le había hablado de acudir a Mehmet pero, ¿cómo se había enterado Amín? -‐‑ Mehmet tiene el ejército más poderoso de la tierra -‐‑continuó Amín-‐‑, y con él los turcos le han quitado ya todo el imperio al Emperador de Constantinopla, al que sólo le queda la gran ciudad, y cuando la conquiste vendrá, y los cristianos se tendrán que apretar en Asturias buscando a ese Pelayo que se han inventado. -‐‑ ¿Quién te ha dicho todo eso? -‐‑insistió José. -‐‑ Toda Granada lo sabe, no se habla de otra cosa. No pensarás que lo he oído desde el bolsillo del Emir. José se tranquilizó. No había vuelto a pensar en ello y menos aún en lo que se diría en las calles de Granada, pero lo estaba viendo. Habían convertido a Mehmet en su esperanza. Pero, ¿tomar Constantinopla? Todos habían fracasado, incluso Murat, el padre de Mehmet, lo había intentado varias veces sin éxito. Y la cristiandad se uniría para luchar contra el turco. -‐‑ Mi señor, ¿tú con quién estás? -‐‑José se quedó helado con la pregunta de Amín y su cara de duda, de preocupación real-‐‑. Porque no hablas como si estuvieras con nosotros. Yo sé que tú eres un hombre importante y los hombres importantes tienen que pensar en muchas cosas a la vez. Tal vez tú tengas que pensar a la vez en Granada y Castilla pero, ¿estás con ellos? Pégame si quieres porque te hago estas preguntas, sé que no debo hacerlo, pero tú me tratas como a un amigo y por eso te pregunto: ¿estás con ellos? No entiendo bien por qué le das tantas vueltas a las cosas, y en esas vueltas las deshaces. Tú no nos miras como nos miramos todos. Puedes decírmelo porque yo te serviré siempre, estés con quien estés, porque aunque no te entienda sé que eres un hombre justo. Bleid vio que a José le brillaron los ojos más de la cuenta con aquella declaración de fidelidad y decidió meterse al medio.
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-‐‑ ¿Es que nadie va a contar de una vez por todas cómo demonios era esta ciudad palacio o lo que fuere? -‐‑ No estoy con ellos -‐‑fue la respuesta de José a Amín. -‐‑ ¡Lo sabía! -‐‑exclamó Amín apretando contento los puños-‐‑. Y ahora cuéntales cómo era esta ciudad que ni un millón de cristianos al compás hubieran sido capaces de levantar ni una sola de sus paredes de oro. José estalló en una carcajada ante tanta exageración. -‐‑ ¿De oro? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Sí, tuvo algún tejado de oro pero un juez mandó quitarlo por su exceso. Pero era mejor que oro -‐‑contestó José para contentar a Amín-‐‑. De mármol labrado como el mejor encaje. Albergaba a cincuenta mil almas. Tenía mezquita, ceca y palacios entre jardines, albercas, viñas y patios. Tardó cuarenta años en construirse. Se hicieron canales y acueductos para traer el agua de los manantiales más puros de la sierra. El Califa hizo venir a arquitectos, geómetras y artistas de Bagdad y Constantinopla. Más de diez mil obreros trabajaron aquí, y con mil quinientas mulas y cuatrocientos camellos acarrearon las piedras y ladrillos. El mármol era de Cartago y Túnez, pero para las columnas, más de cuatro mil, se trajo de Tarragona y Almería, y el ónice de Málaga. Las puertas, que fueron siete mil quinientas, estaban cubiertas con chapas labradas de hierro o bronce pulido... -‐‑ Eres un libro abierto… -‐‑interrumpió Bleid con guasa. José sonrió y continuó: -‐‑ Tenía posadas, escuelas, un parque para animales salvajes traídos de África y eran muy famosas sus pajareras, con toda clase de pájaros conocidos. Para atenderlo, algunos dicen que hubo casi catorce mil criados, otros que más de seis mil, y entre ellos más de mil eunucos. No es de extrañar pues se cuenta que en el harén había más de seis mil mujeres. -‐‑ ¡Seis mil mujeres! ¿Cómo puede un hombre con todo eso? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Bueno, un harén no es lo que piensan los cristianos. El harén es la familia. De hecho, el Califa se hacía cargo de las mujeres de sus antecesores, era su obligación mantenerlas y cuidarlas. Y a las esclavas que las atendían. Y las abuelas, y las tías, y las hijas de éstas. Todas las mujeres de la familia que no se hubieran casado o que habiendo quedado viudas quisieran vivir allí. -‐‑ Aunque las esposas del Califa fueran la mitad de la mitad de la mitad de la mitad, siguen siendo muchas mujeres -‐‑objetó Mogo. -‐‑ ¡Oh, sí! Pero seguro que el Califa era el doble del doble del doble hombre -‐‑apuntó Bleid guasón.
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-‐‑ El Califa, como cualquier otro musulmán, no podía tener más de cuatro esposas, aunque trataba como a tales a las esclavas propias, y si alguna le daba un hijo varón se convertía en alguien muy importante. Además, el Corán no permite desposar a las esposas de los padres, ni a ninguna otra mujer de la familia, ni a las hermanas de leche, ni a las hijas de sus esposas habidas en matrimonios anteriores, ni a las que hayan sido esposas de sus hijos, ni tener por esposas a dos hermanas... -‐‑ Pues los cristianos dicen... -‐‑ ¡Los cristianos! ¡Qué sabrán ellos! -‐‑interrumpió Amín-‐‑. ¡Envidia es lo que tienen! Además, ¿acaso los reyes cristianos no tienen las mujeres que les da la gana, y además fuera de su ley? No saben ser generosos. Si puedes hacer felices a dos mujeres, a tres o a cuatro, ¿por qué vas a ser tan egoísta de mantener y proteger sólo a una? Pues ellos gozan a las mujeres que quieren sin responsabilizarse de ellas. Mujeres de usar y tirar, y si alguna que no sea su esposa le da un hijo, ¿en qué se convierte? En un bastardo sin derechos. ¿Acaso no es tan hijo suyo como los de la reina? En cambio el hijo de una esclava y el Califa puede ser tan Califa como cualquier otro de sus hermanos. -‐‑ ¿Es cierto? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Cierto. Si mi padre hubiera sido musulmán yo sería un hijo legítimo. -‐‑contestó José. -‐‑ Decidme ahora qué ley es más justa para los hijos, la cristiana o la nuestra. Además, teniendo muchos hijos el Califa puede elegir al más listo para que le suceda. En cambio los reyes cristianos tienen mucho menos donde elegir. En realidad no tienen, y si el primogénito sale tonto, a un tonto tendrán por rey. -‐‑ Desde luego, al menos en esto de la sucesión, vuestra ley parece más práctica y mejor -‐‑opinó Mogo. -‐‑ Pero ha provocado muchas muertes y muchas intrigas en los harenes –contestó José-‐‑. No siempre el Califa ha elegido como heredero al hijo más dotado sino a su preferido, o al hijo de la mujer que tuviera más influencia sobre él. Ha habido muchas guerras internas por culpa de esto, herederos que mataban a sus hermanos para que no pudieran disputarle el trono. -‐‑ No aciertan los altos por más que apunten -‐‑cabeceó Bleid. -‐‑ ¿Vosotros sí acertáis? ¿Cómo resuelven este problema los carriones? –preguntó José. -‐‑ Sí, acertamos –dijo Mogo orgulloso-‐‑. Nacerá un oteador; bueno, uno de nosotros que tiene características especiales, mejor olfato, oído, vista y las orejas ligeramente puntiagudas, el mismo día que uno de los hijos del rey cumpla siete años. Por eso sabemos que ése, el que cumple siete años, debe ser el próximo rey.
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-‐‑ ¿Cómo es eso? –preguntó Amín. -‐‑ Cosas de los dioses. Son ellos los que aciertan, no nosotros –dijo Bleid indiferente ante semejante fenómeno. -‐‑ ¡Hombre… Así cualquiera! –exclamó Amín también indiferente-‐‑. Sigue, José. -‐‑ Hubo altos con una gran idea y la llevaron a la práctica: no tenían reyes y elegían al hombre de su ciudad que les parecía el más sabio para gobernarlos. -‐‑ ¡Venga ya! -‐‑exclamó Amín incrédulo. -‐‑ De verdad. Pero volvamos a Medinat al Zahara. Pues bien, solamente en alimentar a los criados se repartían diariamente trece mil libras de carne, sin contar la caza ni las aves. ¡Ah! y los peces de las albercas consumían mil doscientos panes al día. -‐‑ Y no quedan ni las raspas… -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¡Las raspas! ¡Cómo va a quedar algo de los peces si no quedan ni los palacios! ¿Sabes donde estaban? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Aquí, en la explanada superior. Además de el del Califa, los de recepción de embajadores y altos dignatarios. La terraza intermedia tenía los jardines y vergeles, y en la inferior la ciudad, los cuarteles y la mezquita. Por todas partes había surtidores jardines y fuentes y una gran alberca que dicen poseía siempre el agua clara. -‐‑ Y donde habría más peces… -‐‑ Cuentan que los visitantes quedaban deslumbrados al llegar. La guardia estaba formada a lo largo de todo el camino desde Córdoba hasta aquí. Los miembros de la guardia personal del Califa no eran musulmanes sino nórdicos, guerreros de piel clara y largas trenzas de cabello rubio. Se les prohibía aprender el árabe para que no pudieran comunicarse con nadie y así evitar la traición -‐‑Y José miró a Amín atento a su reacción ante esta noticia; y la tuvo, pero distinta a lo que cabía esperar: -‐‑ ¡Listo el Califa! -‐‑ Entonces, ¿no se fiaba de los suyos y tenía que contratar a extranjeros para protegerse? -‐‑preguntó Mogo con toda intención. -‐‑ ¡Claro que se fiaba! Pero tendría que ser astuto y estar prevenido por si alguno caía en la tentación -‐‑respondió Amín-‐‑. Sigue, José. -‐‑ Lo que emoción me deja pensar, razón no me puede dar -‐‑murmuró Bleid, pero Amín ni le oyó. -‐‑ En el salón del Califa los muros estaban cubiertos de pórfido y jaspe y adornados con labores de oro. Tenía ocho puertas bajo arcos de marfil y ébano que se apoyaban en columnas de cristal de roca y jaspe. Y en el centro un bellísimo pilón lleno de azogue. El Califa recibía a los embajadores a la hora en que el sol entraba en el salón y alcanzaba al
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azogue, entonces lo agitaban y se producían relámpagos, luces móviles vibrantes que iluminaban techo y paredes, deslumbrando a los visitantes que se quedaban estupefactos, incluso aterrados. Y, sobre el mismo pilón pendía del techo una enorme perla, regalo del Emperador de Constantinopla, que al ser iluminada producía irisaciones cambiantes. Mientras tanto los pavos reales se paseaban por el jardín agitando sus colas al reclamo del silbato, ayudando así a esparcir el perfume de las plantas olorosas y de los pebeteros de mirra. José sonreía. Los había dejado extasiados, y a Amín, además, a punto de reventar de orgullo. -‐‑ ¿Cómo sabes todas esas cosas? Debe hacer siglos que esto es una pura ruina -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Todo está en los libros; y la Alhambra tiene una buena biblioteca. -‐‑ ¿Por qué lo destruyeron? -‐‑ La verdad es que duró muy poco tiempo. Apenas si unos pocos Califas lo disfrutaron. Cuando Almanzor consiguió el poder hizo del Califa un prisionero en Medinat al Zahara y trasladó la corte a otra ciudad palaciega que construyó para él, Medinat al Zahira. -‐‑ ¿Quién era Almanzor? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Alguno que debió darle muy buenos palos al burro para llegar antes que nadie a la llave del agua. ¡Pobres peces! -‐‑apuntó Bleid. -‐‑ ¡Un poco de respeto! -‐‑saltó Amín-‐‑. Almanzor fue un genio y atravesó España venciendo a todos los reinos cristianos hasta llegar al norte, y no fue más allá porque lo que quedaba era agua. -‐‑ O porque perdió el tambor -‐‑apuntó Bleid. -‐‑ Y supongo que los cristianos destruyeron la ciudad cuando conquistaron Córdoba -‐‑comentó Mogo. -‐‑ No. Cuando llegaron los cristianos Medinat al Zahara ya hacía tiempo que estaba destruida. Nosotros mismos la destruimos en una guerra civil. Y Córdoba también fue prácticamente arrasada. Cuando vinieron los Almohades intentaron recuperarla, pero apenas si quedaban en la ciudad treinta familias y la desolación era tan grande que les fue imposible. Por eso hicieron de Sevilla su capital. Y lo mismo debió ocurrirle a Medinat al Zahira, la ciudad de Almanzor, porque de ella no ha quedado ni rastro. -‐‑ ¡Puf! ¿Qué sería de los peces? -‐‑suspiró Bleid. -‐‑ Los altos sois difíciles de comprender -‐‑suspiró a su vez Mogo. -‐‑ No hay nada que comprender. Las cosas son como son y yo me canso de repetíroslo pero no os enteráis. Así es como funciona el mundo –dijo Amín resuelto-‐‑. ¿Qué tenéis en las cabezas que os hace pensar en cosas tan enrevesadas y no os deja ver lo que está delante de
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las narices? La vida es muy simple: tienes o no tienes; unos ganan y otros pierden; unos construyen y otros derrumban. Así es la cosa. -‐‑ Sí, pensamos estar en la utopía y resulta que estamos en la inopia –cabeceó Bleid con otro suspiro-‐‑. O pasamos de la una a la otra: de la inopia a la utopía, de la utopía a la inopia, de la inopia a la uto... -‐‑ ¿Qué dice éste? -‐‑ ¿Me he adelantado? –Bleid los miró interrogante y, al no hallar reacción alguna se contestó él mismo-‐‑: No creo que se note. Y decía que no por mucho saber amanece más temprano, porque a los planetas no hay quien les cambie el rumbo. -‐‑ Triste conclusión -‐‑apuntó José. -‐‑ O no -‐‑contestó Bleid-‐‑. A lo mejor lo estamos entendiendo todo mal, como dice Amín. Si en la vida todo fuera bueno y justo, tal vez nada acontecería. -‐‑ ¿Cómo se te ocurre decir tal cosa? Es precisamente cuando la vida es justa y buena cuando funciona todo bien y la gente puede ser feliz –dijo Mogo. -‐‑ Y eso, ¿cuándo se ha dado? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Se está dando continuamente, por fortuna -‐‑siguió Mogo-‐‑. El mismo tiempo para unos es bueno y para otros malo. Unos gozan de paz mientras otros padecen guerras y hambre. -‐‑ Sí, pero los ricos son siempre los mismos, y los pobres también -‐‑dijo Amín. -‐‑ Yo pienso que el bien y el mal están siempre juntos, incluso muy cerca -‐‑opinó José siguiendo el argumento de Mogo-‐‑. Como si fueran sustancias distintas pero nunca aislados el uno del otro. Y con suerte en el reparto nos toca más cantidad de bien que de mal, al menos por un tiempo. -‐‑ ¡Será por eso que no hay bien que dure cien años! Y si lo hubiera ni un carrión viviría para verlo –dijo Bleid riendo. -‐‑ ¿Por qué lo interrumpes? ¿Por qué no eres capaz de quedarte callado alguna vez sin colar tus tontas frases que no llevan a ningún sitio? Por favor, sigue, José. -‐‑ El bien y el mal no habría que pensarlos como algo grande y aislado que nos invada, sino como algo sutil que mezclado en formas pequeñísimas nos acompañan cada día, incluso dentro de nosotros. -‐‑ ¿Cómo que el bien y el mal son algo? ¿Como si fueran dos pelotones de barro? -‐‑ ¡Cállate Amín! Que esto es para inteligentes y tú sólo eres listo. -‐‑ Bueno, piénsalo como dos fuerzas -‐‑José se dirigió a Amín-‐‑: Una nos hunde y la otra nos salva, aunque yo no estoy tan seguro. Siempre nos han dicho que el mal y el bien están en continua lucha. Pero... ¿Y si
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esa lucha no fuera para destruirse el uno al otro, sino para equilibrarse? -‐‑Y vio que ninguno de los tres lo había comprendido-‐‑. ¿Quién produce el bien y el mal? Nosotros. Gracias a nosotros se mueven, suceden. Y el movimiento que nosotros producimos se une al de otros, y cuando hablamos del bien o del mal en general, es de esto de lo que estamos hablando. -‐‑ ¿Quieres decir que somos nosotros, y no los dioses, quienes provocamos el movimiento del bien y del mal? ¿Y que nuestro movimiento unido al de otros crece y, para bien o para mal, provoca las grandes cosas? Eso sería terrible porque cada uno de nosotros sería responsable de todo lo que sucede -‐‑opinó Mogo. -‐‑ Y los terremotos, ¿qué? -‐‑intervino Amín-‐‑. Porque ellos también son el mal, ¿no? ¿Y qué tenemos que ver nosotros con ellos? -‐‑ Por eso lo mejor es no moverse -‐‑dijo Bleid al mismo tiempo en respuesta a la conclusión de Mogo. -‐‑ Y el no moverse, ¿no estaría también conduciendo a algo? -‐‑preguntó José-‐‑. Además, tu “no moverse” vendría a ser lo mismo que el “esto es lo que hay” de Amín. -‐‑ ¿Y cómo se mueve uno cuando no sabe qué pensar, ni qué hacer ni cómo vivir? ¿Qué se puede hacer cuando el tiempo es tan difícil de manejar y acaba yendo tan deprisa (incluso para un carrión) que no te deja pensar ni evaluar ni elegir? –Bleid se dirigió a José de forma más seria de lo habitual en él-‐‑. Tú te haces preguntas tratando de entender, de hallar respuestas, pero ése no puede ser el camino porque de ser así ya se habría comprendido todo hace tiempo. Las preguntas nunca te abren las puertas de las respuestas, si acaso te dan un empujón para una nueva pregunta. Escalones hacia el infinito. La pregunta es sólo un estado del alma, y la respuesta otro. -‐‑ ¡Ahora sí que te has ido, Bledito! –exclamó Amín-‐‑. Y dices que yo soy poco listo, ¡pues entiendo más que tú! Y la cosa del mal no tendrá solución completa pero sí remedio. De vez en cuando se parchea. -‐‑ ¿Que no hay respuestas? -‐‑preguntó Mogo-‐‑. Continuamente tenemos respuestas. Y hay mucho que entender, y no porque sea grande y complejo tenemos que arredrarnos. Cada uno tiene su parte que aportar con lo que haya entendido, enseñándolo. Y algún día aprenderemos a conseguir ese equilibrio del que habla José. -‐‑ Y cuando todo esté equilibrado, ¿qué pasará? ¿Que todos seremos ricos? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ No. Me huelo que los pelotones de barro se convertirán en fango quieto o sopa espesa. Y no sabremos diferenciar el bien del mal. -‐‑ Bledito, ahora sí que no te entiendo.
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-‐‑ ¿No veis que la gran cosa es ese movimiento? El bien y el mal nunca pesan lo mismo, por eso se desequilibran y se mueven las cosas. Y el desequilibrio, a causa del bien y el mal, es el abuelo del pato, es lo que nos hace dar palos al burro, provoca guerras, hambre, abusos, muertes, pero también discurrir, pensar, inventar, ser generosos, hacer el bien, ser felices. Podemos hacer el bien porque existe el mal; si éste no existiera, ¿existiría el bien? ¿Por qué podemos ser felices? Porque somos desgraciados. Si siempre fuéramos felices, no seríamos felices, simplemente seríamos, ni fu ni fa. ¿Por qué podemos ser saciados? Porque tenemos hambre. Si no tuviéramos hambre, ¿qué sentido tendría el placer de la comida? No nos apetecería y todas sus bondades pasarían a la nada. -‐‑ Entonces, según eso, cuando no hay una guerra hay que inventársela para luego tener la felicidad de poder decir: !Por fin se ha terminado! -‐‑dijo Mogo con sarcasmo. -‐‑ Hasta el momento deben inventarse solas porque todos le echan siempre la culpa al otro... –contestó Bleid irónico. Y siguió-‐‑: Parece que siempre hay alguien descontento, aunque tenga la llave del pozo, y le sigue dando palos al burro para llegar al pozo del vecino, y al final los peces acaban muertos. ¡Pero tampoco puede ser tan simple! -‐‑Bleid se lo dijo a sí mismo-‐‑. Desde luego nunca podremos saberlo si tratamos de entenderlo. -‐‑ Anda Bledito, que estamos muy cansados. Lo que tenemos que hacer es dormir, que se enfríen las cabezas. Además, ya debe faltar poco para que amanezca. -‐‑ Esa forma de Bleid, la de decir que si queremos conocer una cosa no hay que tratar de entenderla, me ha recordado otro cuento de Nasrudin -‐‑dijo José. -‐‑ ¡Cuéntalo! -‐‑ Un califa estaba harto de que en su ciudad se produjeran robos y disputas. Los habitantes decían que la culpa la tenían los forasteros que acudían allí diciendo que iban a comerciar, pero en realidad eran ladrones y embaucadores. Para remediarlo, el califa mandó poner una horca en la entrada de la ciudad, con un cartel que decía, que todo aquel que mintiera sería colgado. Cuando llegaba un visitante, la guardia le preguntaba qué iba a hacer en la ciudad y le mostraban el cartel, para que se atuviera a las consecuencias si mentía. Nasrudin se enteró de aquella extraña medida y fue a la ciudad para comprobarla. Al llegar a las puertas un guardia le preguntó: ¿Qué vienes a hacer aquí? Vengo a morir en esa horca, contestó Nasrudin señalándola. ¡Eso es mentira!, dijo el guardia. Pues si es mentira tendrás que
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colgarme, dijo Nasrudin indicándole la orden del cartel. Pero entonces se convertirá en verdad... Balbuceó el guardia. -‐‑ Y habría sido colgado injus.... -‐‑Mogo se interrumpió viendo innecesario continuar su comentario. Miró a José humildemente, como si hubiera cometido un fallo imperdonable, y le dijo: -‐‑ No puedo ver la relación entre esta historia y lo que habíamos hablado antes. -‐‑ Es que las relaciones están en el corazón de las cabezas y el lenguaje en la cáscara de las mismas -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¡Eres un idiota! ¿Acaso tú lo has entendido? ¿Acaso te has dado cuenta de que esa historia plantea un problema de muy difícil solución? -‐‑Mogo estaba indignado. -‐‑ Sí, igual que la vida. Por eso lo contó José. -‐‑ ¿Así de simple? ¿Eso es todo? ¿Ya lo has resuelto? ¿No hay nada más que decir? -‐‑ Arregla el mundo, Moguito. Esta noche te toca –intervino Amín para frenar a Mogo que iba lanzado. Y luego, en voz muy baja para que el otro no le oyera, le dijo a Bleid: -‐‑ Lo sacas de quicio, pero es que tú yoyeas mucho. -‐‑ Cumplo con mi ombligación –contestó Bleid. -‐‑ Obligación –le corrigió Amín. -‐‑ Ombligación, de mirarse el ombligo.
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15 Alquilaron una casa en el barrio judío. A José le bastó hablar en hebreo y decir que era sobrino de Eliud Alfasi de Granada para que los miembros de la comunidad le ayudaran a encontrarla. Después de dejar en ella el equipaje, Amín y Bleid fueron a buscar provisiones y José y Mogo se dirigieron a la mezquita. Una alta pared, casi una muralla, envolvía el edificio. La siguieron hasta encontrar una puerta que daba acceso al patio. No había nadie y estaba silencioso, melancólico, le pareció a José. En lo alto del minarete habían colocado una campana y la cuerda pendía por el exterior hasta quedar sujeta a una argolla clavada en la pared. Estaba a punto de caer la tarde y la quietud que precede al ocaso parecía haberse contagiado al patio. El cielo encapotado dejaba colar rayos de sol que iluminaban la copa de las palmeras, el minarete y parte de la arquería. Las numerosas puertas de la mezquita a lo largo del muro habían sido tapiadas, salvo en uno de los huecos donde se había colocado una puerta maciza y, al modo de las iglesias, una de las hojas contenía otra puerta más pequeña. Pasearon entre las palmeras. Algunas eran muy viejas y tan altas que parecían querer alcanzar al minarete. El sol se puso o, tal vez, las nubes se extendieron hasta el occidente porque repentinamente todo se oscureció. -‐‑ ¿Por qué una fuente tan grande? –preguntó Mogo refiriéndose a la que había en el centro del patio. -‐‑ Es la fuente de las abluciones. Los musulmanes deben lavarse antes de entrar a rezar. -‐‑ Entonces, ¿todas las mezquitas tienen una fuente? -‐‑ Todas las mezquitas tienen la misma forma con un patio y una fuente porque así era la casa del Profeta en Medina. José volvió al silencio contemplando la hermosa construcción. Los pájaros parecían en aquel instante los dueños del lugar, y había restos de nidos y excrementos en el suelo. El mismo patio, estaba pisando el mismo suelo, mirando lo que tantas veces habrían visto Baqi b. Majlad, o Mundir b. Sail al-‐‑Balluti, o Ibn Hazm, Ibn Bayya (Avenpace lo llamaban los cristianos), Ibn Tufayl o Ibn Rusd (al que llamaban Averroes), Ibn Massarra, Ibn Arabi, al-‐‑Qali, al-‐‑Hasit al-‐‑Jusani, Ibn Habib, Ahmad al-‐‑Razi, al-‐‑Gazal, Ibn Zaydun, Ibn Quzman y tantos y tantos otros. En aquel mismo lugar
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habían estudiado, discutido y escrito obras tan sustanciales que eran los libros principales de juristas, gramáticos, religiosos, poetas, y geógrafos de todo el Islam y del resto del mundo, pero seguramente ya nadie conocía sus nombres en su propia ciudad. Súbitamente sintió deseos de arrodillarse humildemente para rendirles homenaje. A ellos y a aquel lugar. Debería llorar como hizo Amín en Medinat al-‐‑Zahara. Todo estaba vacío. Allí seguían las piedras, la construcción, el espacio, bellos pero muertos. ¿Cómo se había atrevido a entrar allí? Se sentía como un intruso profanando un lugar sagrado, o como un peregrino a quien le había sido concedido el favor de asomarse al recinto de sus dioses aunque estuvieran ausentes. Le hubiera gustado palpar cada piedra, que se quedara adherida a sus manos cualquier partícula o emanación de entonces que el tiempo no hubiera evaporado, buscar en los huecos por si permanecía en ellos alguna palabra escondida y recuperarla. -‐‑ Creo que va a llover -‐‑dijo el carrión mirando al cielo. Estaba acostumbrado a encontrar modos, formas, construcciones, costumbres, vestidos, armas y palabras árabes en las tierras cristianas. Todo estaba impregnado, y de tal modo se habían fundido que en muchos casos ignoraban que estaban usando lo ajeno pareciéndoles propio. Pero nada asomó nunca tan puro, tan aislado, tan ignorado e indefenso como aquel patio. Las primeras gotas les obligaron a cobijarse bajo la arquería. -‐‑ ¿No vamos a entrar? -‐‑preguntó Mogo viendo que José parecía no tener más intención que seguir pensativo. -‐‑ Parece que está cerrado, pero sí, intentémoslo. Apenas la rozó con los dedos, la puerta de la mezquita se abrió con un chirrido. José se asustó y dio un paso hacia atrás. -‐‑ ¿Es que tienes miedo? ¿No ves que no hay nadie? Asomó la cabeza. Estaba muy oscuro y apenas si pudo ver unas cuantas baldosas. -‐‑ Es casi de noche y no tenemos luz. Entraremos mañana. Al volver tomaron otra dirección para darle la vuelta completa al edificio. Llegaron hasta la muralla de la ciudad, frente a la puerta del puente. A través de ella vieron el río, la gente que volvía de los campos y, al fondo, el castillejo de La Calahorra que era la defensa del puente en el otro extremo. -‐‑ Hubo un tiempo en que al otro lado del río había un barrio muy populoso llamado el Arrabal. Se rebelaron contra el Califa y, éste, después de matar a los más importantes y colgar sus cabezas aquí, a la entrada del puente, expulsó a todos sus habitantes. Luego mandó arrasar el barrio. Los escombros los tiraron muy lejos para que nadie
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pudiera verlos, y sembró el campo de sal para que nada prosperara. Ya ves, todavía sigue completamente yermo. -‐‑ ¿ Y qué fue de los expulsados? -‐‑ Se marcharon al norte de África. Dicen que las ciudades en las que vivieron se parecen mucho a las de al-‐‑Andalus pues ayudaron a construirlas del mismo modo que se hacía aquí. -‐‑ Los altos y vuestros problemas. Las guerras. Gente que tiene que abandonar su país. Parece que no fuerais capaces de encontrar la forma de vivir a gusto. -‐‑ Es cierto, no la encontramos. ¿Los carriones siempre vivís en paz? -‐‑ Sí. -‐‑ Debe ser porque nadie os ve. Cuando llegaron a la casa la encontraron a oscuras y Amín cerró la puerta con llave a toda prisa. -‐‑ No habléis alto pueden oírnos. -‐‑ ¿Quién? -‐‑ El mercader y el fraile. Están juntos. Los hemos visto en la ciudad. Andan buscándonos. -‐‑ Y ellos, ¿te han visto a ti? -‐‑ No. Preguntaban por nosotros. Bleid los ha seguido. -‐‑ Están en una posada. Cenaban cuando salí de allí –dijo Bleid. -‐‑ Hay que ir a la mezquita y empezar a buscar el tesoro esta noche. Seguro que hoy descansarán pero mañana seguirán preguntando y darán con nosotros enseguida -‐‑dijo Amín. -‐‑ No podremos encontrar el tesoro en una noche. Y allí dentro no se ve nada. -‐‑ Tengo un plan –dijo Amín-‐‑. Ahora llevaré las mulas a la orilla del río y después abandonaremos la casa. Y si consiguen entrar en ella o la vigilan, pensarán que ya nos hemos ido pero estaremos en la mezquita buscando el tesoro. -‐‑ Amín, el tesoro estará enterrado. Necesitamos luz. -‐‑ Llevaremos velas. -‐‑ Lo que quiero decir es que un tesoro no se puede encontrar así como así en una noche y a oscuras. Nos esconderemos en la mezquita pero mañana habrá que buscar otro sitio. Si vas a llevar las mulas al río date prisa, deben estar a punto de cerrar las puertas de la ciudad. José se quitó el hábito y volvió a vestir de caballero. Las calzas, botas, camisa, el jubón. Cuidadosamente desenvolvió daga y espada y se las ajustó meticulosamente, la una a la derecha y la otra a la izquierda. Los carriones observaban la rapidez y precisión con que abrochaba engarces, ajustes y hebillas.
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-‐‑ ¿Esa ropa te hace crecer? -‐‑ Tal vez, Bleid, porque me siento más seguro. -‐‑ ¿Vas a tener que luchar? -‐‑ No lo sé, Mogo, pero si llega el caso tengo que estar preparado. Cuando Amín volvió estaban listos. José cogió a Bleid del suelo y lo puso sobre los hombros de Amín pasando las piernas alrededor del cuello. -‐‑ Agárrate bien, así si tiene que correr no te caerás. Y salgamos por separado. Esperadnos en el patio de la mezquita. Yo cerraré la casa. José comprobó que no habían olvidado nada y se asomó a la calle. Ya no había rastro de Amín. Cerró, y con paso tranquilo tomó una calle lateral en lugar de ir por la más ancha que había utilizado por la tarde y que conducía directamente a la mezquita. Seguía lloviznando. Estaba muy oscuro. A lo lejos vio a un hombre con un farol que poco después entró en una casa. Quedó completamente a oscuras y tuvo que acercarse a la pared para seguir a tientas. Cuando volvió la esquina, la calle estaba de nuevo iluminada por faroles de aceite sujetos en la pared. Siguió andando sin prisas. Algunas personas cruzaron la bocacalle que daba a la vía principal pero cuando él llegó allí ya estaban muy lejos. Aceleró el paso cuando llegó a la muralla de la mezquita. Entonces le pareció ver una sombra que desapareció en un portal. -‐‑ ¿Has visto lo mismo que yo? -‐‑ Sí -‐‑contesto Mogo-‐‑. Sigue adelante, yo vigilaré. El carrión no dejó de mirar el portal hasta que torcieron la esquina pero nada vio. Al entrar al patio José desenvainó la espada. El aire movía las hojas de las palmeras produciendo un murmullo sordo que se mezclaba con el de la lluvia sobre la fuente y el goteo de los tejados. Los otros dos estaban allí aguardándoles bajo los arcos. -‐‑ Vamos dentro, rápido. Creemos que alguien nos ha visto. Pero al llegar a la puerta de la mezquita la encontraron cerrada. -‐‑ Hace un rato estaba abierta -‐‑dijo José empujándola. -‐‑ Déjame a mí. Amín buscó en sus bolsillos un manojo de pequeños hierros de cerrajero y, después de palpar bien el agujero de la llave, eligió uno y con él abrió la cerradura sin dificultad. La puerta volvió a rechinar pero en aquel momento pareció resonar en todo el edificio. -‐‑ Cierra de nuevo con llave -‐‑ordenó José. Durante un buen rato permanecieron a oscuras y en silencio al lado de la puerta esperando escuchar pasos en el patio, pero sólo oyeron la lluvia.
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-‐‑ Si te han visto al menos no te han seguido. Yo creo que podemos empezar a buscar. José envainó la espada y encendió una vela. Ante ellos vieron unas pocas columnas, todo lo demás oscuridad. -‐‑ ¡Hermosa piedra! -‐‑exclamó Mogo. El carrión se acercó hasta una columna de brecha pulida en la que sobre el fondo rojo oscuro brillaban miles de trocitos rosas, ocres y amarillos veteados. José acercó la vela para que pudieran verla mejor. Luego la izó hacia los altísimos arcos pero apenas si lograron ver su decoración almagra y blanca. Comenzaron a andar lentamente por un espacio siempre igual de columnas y arcos a la misma distancia, en cualquier dirección donde mirasen. -‐‑ ¿Tiene fin? -‐‑preguntó Bleid. -‐‑ Sí, tiene fin -‐‑contestó José mirando hacia arriba-‐‑. Me gustaría poder ver el techo. -‐‑ ¡Pues vamos listos como el tesoro esté en el techo! -‐‑exclamó Amín. -‐‑ Es de maderas talladas. Las trajeron desde muy lejos, desde Tortosa y están llenas de cenefas que pintaron con colores brillantes: rojo cinabrio, azul lapislázuli, blanco, óxido de plomo. -‐‑ ¿Cómo lo sabes si no las has visto? -‐‑preguntó Mogo-‐‑. ¡Ah! Los libros -‐‑se contestó él mismo. -‐‑ Y sé muchas más cosas –José trataba de sosegar su emoción dándole salida al explicar a los demás lo que sabía-‐‑: Estaba iluminada por ciento trece lámparas y las más grandes con mil fuegos. Tiene mil columnas y diecinueve naves. -‐‑ ¿Naves? Yo no veo ningún barco -‐‑dijo Amín. -‐‑ La nave es el espacio que hay entre dos filas de columnas a todo lo largo de la mezquita. Donde estamos ahora es una nave. Cada nave tiene su propio tejado, y las aguas de la lluvia vierten sobre un canal que está sostenido por los arcos -‐‑explicó. Amín y los carriones miraban hacia arriba aunque la poca luz les impedía ver el techo y apenas si llegaban a ver los arcos, lo cual no impidió la exclamación de Amín: -‐‑ ¡Ya quisieran los cristianos ser capaces de hacer esto! ¿Y dónde está el mihrab? Me he perdido. -‐‑ ¿Qué es el mihrab? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Un pequeño hueco en el muro principal. Los fieles rezan mirando hacia él. Vamos, todavía no hemos visto lo mejor. Siguieron hasta que Bleid los detuvo con un comentario:
-‐‑ ¡Andamos y no nos movemos de sitio! Mirad a vuestro alrededor. Todo es igual por todas partes. No hay izquierda ni derecha,
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ni Norte ni Sur, ni Este ni Oeste -‐‑decía mientras giraba-‐‑. ¡Estamos en el centro del mundo! Se detuvieron a comprobar lo que decía Bleid. Hasta donde podía llegar la luz de la vela, lo que veían era igual donde quiera que mirasen: las columnas se distribuían a su alrededor formando radios siendo siempre ellos el centro. -‐‑ ¡Esto es una gloria geométrica! -‐‑exclamó Bleid con admiración-‐‑. Al fin veo algo de verdad. -‐‑ ¡Y una gloria del arte! –exclamó a su vez Amín-‐‑. ¿Quienes creéis que han enseñado las pocas matemáticas que saben los cristianos? Nosotros, los árabes. Si no hubiéramos venido aquí, estarían todavía contando con una cuerda llena de nudos. -‐‑ Sigamos, no debe quedar lejos el muro de la qibla -‐‑dijo José. -‐‑ ¿Qué es la qibla? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ El muro principal, está enfrente de la puerta por donde entramos. En todas las mezquitas está orientado hacia La Meca pero en ésta no, lo cual es muy extraño. El mihrab del que antes hablamos está metido en ese muro. José comprendió que llegaba a la maqsura, el espacio delante del mihrab, porque vio los arcos embellecidos con filigranas y lóbulos, unos engarzados en otros. Se adelantó hacia el mihrab y subió la vela para ver los mosaicos. Alrededor del pequeño hueco vacío, la pared se embellecía de tal modo que se quedaron estupefactos. Brillaba porque era de cristal y oro. Las dovelas que formaban el arco del mihrab, alternaban los colores para hacer resaltar sobre ellos bellísimos motivos vegetales, oscuros cuando el fondo era claro y claros cuando el fondo era oscuro; y estaban rematadas por una cenefa labrada en mármol. Sobre ella, lleno de inscripciones cúficas también doradas, e incrustadas en los mosaicos oscuros y brillantes, un gran alfiz enmarcaba, protegía y sublimaba el arco. Apenas llegaban a ver los arcos lobulados, iguales a los de la maqsura pero mucho más pequeños, colocados por encima del alfiz, e idénticos a los que se hallaban dentro del mihrab. A cada lado de su puerta había dos columnas coronadas con bellísimos capiteles. El interior era de mármol, así como toda la pared bajo el mosaico, pero aquí el mármol estaba primorosamente tallado en forma de tupida y preciosa vegetación. -‐‑ ¡Quiero tocarlo! -‐‑exclamó Bleid. José lo elevó para que pasara las manos sobre las inscripciones, arabescos, atauriques y capiteles. Amín andaba y miraba sin cesar de un lado a otro, y pedía a José, de vez en cuando, que moviera la vela hacia los rincones, dentro del
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mihrab y por toda la pared. Hasta que cogió la vela él mismo y comenzó a leer las inscripciones lentamente, pronunciando cada palabra con reverencia: En el nombre de Dios, el Clemente y Misericordioso. Él es el Dios; no hay más dios que Él: el Rey, el Santo, la Paz, el Fiel, el Protector, el Glorioso, el Victorioso, el Excelso. Él está por encima de cuanto se le atribuye… -‐‑su voz sonaba solemne y bella, y José y los carriones se sumaron a su actitud de respeto conmovidos. Cuando terminó, permaneciendo, no obstante, quieto y con la vela en alto, José volvió a sus explicaciones: -‐‑ Sobre nosotros hay cúpulas que están hechas del mismo modo, de mosaicos. Fueron las más ricas de su tiempo. -‐‑ ¡Nosotros! ¿Lo veis carriones? – interrumpió Amín extendiendo su mano sobre los mosaicos-‐‑. Maravillas como éstas son las que saben hacer los moros. -‐‑ No, Amín. Eso no lo hicieron los moros -‐‑dijo José. -‐‑ ¿Quién si no? -‐‑ Los cristianos de Constantinopla. El califa al-‐‑Hakan II le pidió al Emperador que le enviara un artífice para hacerlos, pero el Emperador fue muy generoso y no sólo le mandó al artista sino también trescientos veinte quintales de mosaicos. Los que ves aquí. -‐‑ ¿No es nuestro? ¿Lo mejor de la mezquita de Córdoba no es nuestro? -‐‑Amín sufrió una enorme decepción, casi con lágrimas en los ojos. -‐‑ ¡Bah! Nadie completa por completo. En todos los reinos que yo conozco presumen de haber hecho algo importante, cosas o ideas, pero si escarbas siempre encuentras a alguien de fuera que le puso al pastel la guinda -‐‑dijo Bleid para consolarlo. -‐‑ ¿Qué importancia tiene quien lo hizo? -‐‑intervino Mogo-‐‑. Lo hermoso es que está hecho y podemos contemplarlo. Y es magnífico. Nunca habíamos visto una pared tan bella como ésta. Pero Amín no quedó satisfecho con tales explicaciones. -‐‑ Los cristianos ahora son más fuertes que nosotros, ¿no es cierto José? –preguntó-‐‑. Nos acosan. Tenemos que pagarles para que nos dejen vivir aunque nosotros sepamos más. Tenemos artes y ciencias que ellos no tienen, eso es lo que nos hace ser más grandes. ¿Por qué tuvimos que pedirles ayuda? ¿Por qué sabían hacer ellos algo mejor que nosotros? -‐‑ Amín, solamente cuando un pueblo es pequeño se compara con los demás. Cuando es grande no pierde el tiempo en ocuparse de tal cosa. Y Granada es cada día más pequeña -‐‑dijo José. Amín pareció no comprender y, para ayudarlo, Bleid amplió el argumento:
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-‐‑ Quiere decir que cuando se está menguado se compara mucho más que cuando se está sobrado. Y sólo el triste mezquino se dedica a criticar a su vecino. Y en lugar de admirarlo y aprender, se consagra a fastidiarlo y a… ¡puf! -‐‑ ¿Y lo peor? -‐‑siguió hablando Amín sin hacer caso a Bleid-‐‑. Lo peor es que ese Emperador de Constantinopla fue tan generoso como un árabe, porque pidiendo el Califa únicamente un artífice le mandó hasta los mosaicos. Pero eso debió ser un Emperador de hace mucho tiempo y los cristianos serían de otra manera, porque ahora no nos darían ni un maravedí. Entonces éramos grandes y, claro, al Emperador de Constantinopla le interesaría estar a bien con nuestro Califa por la cuenta que le tenía. ¡Eso fue lo que pasó! Ya me extrañaba a mí que los cristianos pudieran ser tan generosos. -‐‑ ¡Lo destrozó! -‐‑exclamó Bleid. -‐‑ No sabemos qué pasó. Tal vez el Emperador fue simplemente generoso -‐‑dijo José. -‐‑ Ya, ya, generoso. Generoso con interés. Así es generoso cualquiera. -‐‑ Sin remedio -‐‑dijo Mogo-‐‑. No puede creer en la generosidad de los cristianos porque son cristianos. -‐‑ Amín, la gente es igual en todas partes. No importa si son cristianos, árabes, judíos o francos. En todas partes hay generosidad igual que hay ambición e interés. Pero si te empeñas, como dijo Bleid, en mirar sólo a tu ombligo, o el de los tuyos, y en escuchar sólo vuestras cantinelas, jamás podrás verlo y te estarás engañando -‐‑dijo José. -‐‑ ¡Cantinelas! –exclamó Bleid con admiración-‐‑. Otra forma de llamar a las chácharas, peroratas, monsergas y matracas con las que castigan algunos diciendo que son más decentes, trabajadores, generosos y listos que los del reino de al lado, que siempre son vagos, indeseables, egoístas, torpes y ambiciosos, y que si algo les sale bien ha sido gracias a ellos o por juego sucio. -‐‑ ¡Cállate! –le ordenó Mogo-‐‑. He oído algo. José apagó inmediatamente la vela. Eran pasos en el patio, luego ruidos en la puerta. Alguien estaba intentando abrirla. José desenvainó la espada. -‐‑ Amín, coge a los carriones. -‐‑ No hace falta. No pueden vernos. Ocupaos de vosotros -‐‑dijo Mogo. -‐‑ Habrá que estrenarse -‐‑dijo Amín sacando la daga-‐‑. No hay donde esconderse en una mezquita.
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-‐‑ En ésta sí. El muro de la qibla es doble y las aberturas deben estar en los extremos si no las han tapiado. En aquel momento rechinó la puerta. Vieron el resplandor de un farol y el pequeño brillo de una espada. Siguieron deprisa, pero sigilosos, pegados a la pared. Próximo a ellos se oyó un ruido, como el chillido de una rata. La luz se detuvo. -‐‑ Sigue, no te pares –ordenó José a Amín. Eran dos, seguro, porque dos luces comenzaban a separarse poco a poco. José chocó contra un saliente del muro produciendo un ruido seco y entonces escucharon pasos rápidos que al poco se detuvieron. Ellos también se quedaron quietos. Tenían una luz enfrente. Apenas podían distinguir el bulto debido a la distancia. Esperaron hasta que el otro comenzó a andar de nuevo y, a tientas, siguieron la pared que terminó de pronto torciendo en ángulo hacia la derecha. Después de pocos pasos José palpó el fuste de una columna empotrada; más allá su pie chocó con el muro. La pared había terminado. Se volvió a palpar la columna. Oculta detrás había una estrecha abertura y José tiró de Amín para colarse por ella. Allí se ocultaron tratando de acallar la respiración y atentos a los ruidos. Los dos hombres, con la espada desenvainada, andaban despacio, acechando a la oscuridad y tratando de escuchar la menor cosa que se moviera. El mercader levantó el farol y le hizo señas al fraile para que se dirigiera hacia el otro extremo. Sus pasos, aunque lentos, podían oírse con toda claridad. Ambos faroles proyectaban un redondo foco de luz multiplicando las formas de las columnas. El fraile andaba inseguro, desorientado. Se volvía con frecuencia sin lograr ver otra cosa que los fustes de las columnas y las sombras móviles que se mezclaban con las verdaderas. El mercader, aunque lentamente, iba derecho hacia el escondite de José y Amín, se acercaba al muro de la qibla. Levantó el farol y miró hacia arriba, luego hacia la izquierda, vio la columna empotrada al final de la pared que proyectaba una leve sombra sobre la esquina. Hacia allí se dirigía cuando escuchó el ruido seco de un objeto caer al suelo cerca del mihrab. Sonó a pocos pasos del fraile que corrió hacia el lugar de donde partió el sonido, pero no vio un pequeño altar atravesado en la nave contigua y formado apenas por una mesa cubierta con un espeso paño negro y un par de candelabros. Tropezó con él, cayó y el estruendo se oyó como si estuviera derrumbándose la mitad de la mezquita. El otro corrió inmediatamente hacia allí y sólo encontró a su compañero en el suelo, tratando de desembarazarse del paño negro,
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sobre la mesa patas arriba. Cuando iba a abrir la boca, se escuchó el chirrido y luego el golpe de la puerta de entrada al cerrarse. -‐‑ ¡Han huido! ¡Eres un maldito imbécil! ¡Acaban de irse delante de nuestras narices! ¡Muévete! Vigilaremos la casa. José y Amín los escucharon salir por la puerta, y todavía pudieron oír sus pasos atravesando el patio. Un poco más tarde oyeron la voz de Mogo que entraba al escondite. -‐‑ Se han ido. Podemos estar tranquilos, al menos por el momento. ¿Lo hemos hecho bien? -‐‑ ¿Qué habéis hecho? ¿Cómo habéis conseguido que se fueran? -‐‑ El juego más viejo del mundo -‐‑dijo Bleid-‐‑. Provocar que creyeran en la apariencia de las cosas. -‐‑ Explícalo tú, Mogo. -‐‑ Yo dejé caer un trozo de baldosa sobre el piso, justo detrás de un altar que estaba atravesado. El que estaba más cerca, al oír el ruido, corrió hacia mí pero se chocó contra el altar y ése fue el estruendo que se oyó. Y Bleid, que estaba esperando que yo hiciera ruido, dio un empujón a la puerta del templo y la cerró. Salió tal como lo planeé: que ellos deberían pensar que el ruido de la baldosa había sido un engaño, como si vosotros la hubierais lanzado desde lejos para que, mientras ellos corrieran hacia el ruido, escapar por la puerta. ¡Ah! ¡Esto es emocionante! Un plan con su táctica que se ha cumplido a la perfección. -‐‑ Si, lástima que se haya basado en algo falso -‐‑dijo Bleid. -‐‑ Pero el objetivo se ha logrado. O sea -‐‑Mogo de pronto apaciguó su entusiasmo-‐‑, que se puede elaborar un plan donde todo sea lógico y se consiga el objetivo, aunque esté basado en algo irreal-‐‑. Mogo parecía muy sorprendido y José lo miraba sorprendido también, pero Amín no tenía tiempo para entrar en sutilezas: -‐‑ ¿Qué porras estáis diciendo ahora? ¿No sería mejor que pensáramos qué vamos a hacer? -‐‑ Es decir, que se pueden hacer planes, y puede que hasta normas -‐‑insistió Mogo-‐‑ que, aunque pensados lógica y meticulosamente, no se correspondan con la realidad; quiero decir basados en algo falso y que, no obstante, consigan los objetivos. -‐‑ Eso parece -‐‑contestó Bleid. -‐‑ ¡Pero qué normas, ni qué lógica ni qué miticulonada! -‐‑exclamó Amín-‐‑. Lo único que habéis hecho es engañarlos muy bien engañados. Eso es todo lo que ha pasado, y no le deis más vueltas. ¿Queréis decirme ahora cómo vamos a encontrar el tesoro con esos dos pegados detrás?
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-‐‑ Escondernos, eso es lo que vamos a hacer. Y ahora éste es el sitio más seguro -‐‑dijo José. -‐‑ Nosotros os protegeremos –dijo Mogo-‐‑. Nos turnaremos haciendo guardia junto a la puerta. -‐‑ ¿Y el tesoro? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Lo buscaremos mañana, cuando haya luz. Luz, luz era lo que necesitaba. No sólo estaba en la oscuridad acurrucado detrás del muro de la qibla intentando dormir, se sentía en la oscuridad más absoluta. ¿Quién le perseguía y por qué? ¿Conocerían ellos también la existencia del tesoro? Si era así, su tío debía ignorarlo porque de saberlo se lo habría advertido. ¿Qué otro motivo podrían tener para seguirlo? Y lo hacían vehementemente. Uno iba hacia Guadalupe por el camino de Mérida, el otro en la misma dirección pero por otra vía. No querían que se escapase. Sin embargo, nadie salvo él y Amín conocían su destino. Luego… no lo seguían. Lo habían estado buscando y lo habían encontrado. ¿Y por qué otra razón, salvo por el tesoro, podrían buscarle espada en mano? Su tío debía ignorar que él no era el único que conocía su existencia. Tal vez hasta habría corrido peligros sin saberlo. ¿Desde cuándo tenía el pergamino? Hacía tiempo que estaba reuniendo las piedras y le había advertido a Amín que se fuera con él si algún día iba en su busca. Sin embargo, dijo que no le había dado tiempo a descifrarlo. No dijo que no hubiera sido capaz, sino que no le había dado tiempo; luego no hacía mucho que lo tenía. ¿Lo habrían seguido mientras estuvo en Granada? ¿Se había notado vigilado? No. Ni creyó a Amín cuando le advirtió que el mercader lo buscaba, ni estaba seguro de que el fraile, por raro que le pareciera su comportamiento, lo estuviera buscando también. Pero ya no cabía la menor duda. El tesoro era peligroso. No tenía demasiado miedo a enfrentarse a aquellos dos, no parecían gentes de armas. Pero precisamente por eso usarían la astucia, la trampa. Entonces, ¿por qué urgencia habían entrado a oscuras en la mezquita de forma tan torpe? Él podría haberles atacado, incluso se separaron partiendo sus fuerzas. ¿Tan seguros estaban de poder vencerle? El fraile no, andaba inseguro, tenía miedo; pero el otro era arrogante y parecía que deseaba el encuentro. Había pensado, tal vez demasiado deprisa, en los problemas que podría encontrar en aquel viaje, pero no se le ocurrió que alguien lo siguiera con intención de matarle porque, ¿acaso era otra la intención de aquellos dos? ¿Se conformarían con robarle el pergamino? Hacía frío. Amín dormía plácidamente aunque al menor ruido saltaría completamente despierto. Él sí se había dado cuenta simplemente con ver al mercader. ¿Cómo pudo saberlo? Por su forma
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de mirar, dijo. Bleid estaba acurrucado al lado de Amín y tapado con una esquina de su capote, también oía su respiración. Mogo vigilaba junto a la puerta. Se había envuelto en una capa con una capucha y había partido diligentemente, y algunas horas más tarde llamaría a Bleid para que lo remplazase. Se sentía extrañamente seguro de estar haciendo lo que tenía que hacer, a pesar de saberse responsable de lo que les sucediera a los otros tres.
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16 Cuando terminó la misa poco después del amanecer, y fieles y sacerdotes abandonaron el templo, salieron del escondite y comenzaron la búsqueda. Mientras Amín recorría las paredes, José y los carriones se dispersaron entre arcos y columnas mirando el suelo. -‐‑ ¡Ya lo tengo! -‐‑exclamó Bleid de pronto. -‐‑ ¿El tesoro? -‐‑preguntó Amín y corrió hacia el carrión. -‐‑ No, el vacío -‐‑contestó Bleid. -‐‑ ¡El vacío! Vacíos vamos a tener los bolsillos como tú tengas que encontrarlo -‐‑protestó Amín y volvió a su búsqueda. Bleid no le hizo ni caso: -‐‑ José, es el vacío y no los arcos ni las columnas lo importante de este edificio. Aunque los arcos y columnas tengan su función –explicó. -‐‑ Sí, claro, sostenerlo en pie -‐‑dijo lacónica y resignadamente Mogo. -‐‑ ¿Qué función? -‐‑preguntó José. -‐‑ Decirnos que donde quiera que miremos, que cualquiera que sea la dirección que tomen nuestros pasos, si sabemos mirar, encontraremos siempre lo mismo: todo es igual por todas partes, ordenado, proporcionado, perfecto. Y la perfección tiene algo que ver con nosotros, nos gusta, aunque no sepamos bien por qué –cabeceó. -‐‑ Pero el edificio tiene una dirección: el muro de la qibla, el mihrab, y nos obliga a mirar hacia él -‐‑objetó José. -‐‑ Ése es su fallo -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¡Ya empezó con las tonterías y a perder el respeto! -‐‑ No, déjalo hablar. ¿Por qué es su fallo? -‐‑ Porque Dios, la verdad, debe estar en todas partes por igual como bien dice el edificio y no sólo en una dirección. -‐‑ Rezan mirando a La Meca, donde está la cuna de su religión, ¿no puedes entender eso? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Esta mezquita ni siquiera mira a La Meca, ayer lo dijo José. Y otro fallo son las puertas, no debería tenerlas. Las cuatro paredes deberían ser iguales. -‐‑ ¿Y cómo se entraría en él? -‐‑preguntó Mogo con cara de hartazgo. -‐‑ ¿Entrar? ¿Para qué entrar, para deformarlo? Si el vacío está completamente lleno. Hay dos cosas aquí: lo que vemos y lo que no vemos. Y lo que no vemos tiene la misma forma de lo que vemos pero al contrario. Él, como Dios, le basta con contenerse a sí mismo. Es
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como lo cóncavo de lo convexo y lo convexo de lo cóncavo. Lo uno contiene a lo otro y no pueden separarse, no pueden existir lo uno sin lo otro, de hecho son la misma cosa. Las ideas sobre las cosas son más perfectas que las mismas cosas, y él es como una idea, es perfecto. ¿Para qué entrar? Basta con saber que existe y comprenderlo. -‐‑ ¿Comprenderlo? ¿Comprenderlo? -‐‑Mogo empezaba a ponerse nervioso-‐‑. Tú eres el que tiene que comprender y dejar de imaginar necedades. -‐‑ ¿Tan mal estoy? -‐‑preguntó Bleid mirando a José. Pero José no respondió. Aunque con los ojos puestos en él, tenía la mirada más allá. Estaba tratando de entenderlo, sí lo estaba intentando. -‐‑ Míralo bien -‐‑le dijo Bleid-‐‑, porque puede que a algún bruto le dé por hacer algo y quitarle el vacío. Y José volvió a mirar una vez más a su alrededor. La luz cenital que entraba por las aberturas de los tejados iluminaba a intervalos el recinto, dejando casi en penumbra las zonas intermedias entre abertura y abertura. La semioscuridad lo engrandecía y lo sumía más en el silencio. Le pareció que arcos y columnas estuvieran ocultando todo lo que habían visto y oído. Sí, aquel espacio estaba completamente vacío y silencioso, pero lleno de una majestuosidad y una belleza magníficas que no hacían ningún ruido. -‐‑ ¿No sería mejor buscar en el muro de la qibla? -‐‑llegó Amín algo decepcionado-‐‑. Porque aquí, como no levantemos todo el suelo... Volvieron al lugar donde se habían escondido durante la noche. Era un cuarto oscuro que todavía no habían visto. José encendió una vela y advirtieron que frente a la abertura de la columna había otra similar en la pared opuesta. Se colaron por ella y encontraron otra habitación con otra abertura en la pared de enfrente. Comprendieron que no se trataba de paredes sino de los contrafuertes que sostenían el muro que daba al interior del templo. Los cuartos eran los huecos entre ellos, y las aberturas formaban un pasillo a todo lo largo del edificio. De vez en cuando, por un pequeño agujero abierto en el muro exterior, entraba un poco de luz pero no la suficiente como para ver el suelo. Casi todos aquellos cuartos estaban vacíos, aunque en algunos quedaban restos de cosas abandonadas. Una lechuza los asustó al salir de repente de su nido próximo al techo y huir por uno de los agujeros. Más adelante encontraron la forma redonda del mihrab que ocupaba casi completo uno de los cuartos. Siguieron sin ver más que telarañas, huellas de ratones y restos de nidos caídos. -‐‑ Pues si yo hubiera tenido que esconder un tesoro lo habría enterrado aquí -‐‑dijo Amín.
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José pasaba la vela por encima del suelo buscando indicios y luego la levantaba tratando de encontrar algo en las paredes, aunque era poco el espacio que podía iluminar. -‐‑ Necesitamos más luz -‐‑dijo-‐‑, y herramientas, y una escalera. No tiene por qué estar enterrado en el suelo. -‐‑ Seguro que sí -‐‑dijo Amín-‐‑. Si está en el suelo con el tiempo se esconde más y más, pero en una pared podrían tirarla, o caerse y quedaría pronto a la vista. Por eso tiene que estar aquí. En el suelo de la mezquita lo descubrirían pronto y si estaba allí, seguro que ya se lo han llevado. -‐‑ ¡Mirad! Ahí adelante hay algo -‐‑exclamó Mogo. Era en el último cuarto. El suelo se elevaba en una esquina formando un pequeño montículo. Comenzaron a levantar la tierra apelmazada con los pies, mientras el carrión sostenía la luz que apenas iluminaba un pequeño círculo. -‐‑ Hay algo, seguro. Suena a hueco -‐‑dijo Amín. Y se puso de rodillas para apartar la tierra que José iba levantando a golpes con las botas. Bajo las manos de Amín fue apareciendo una puerta de madera medio podrida, con fuertes remaches de hierro oxidado y una gruesa argolla. -‐‑ Esto no puede ser -‐‑dijo-‐‑. Nadie va a enterrar un tesoro con una puerta de entrada. -‐‑ Abrámosla. Podría estar dentro. Por el hueco salió un fuerte olor a humedad y ratas que los obligó a apartarse de él. -‐‑ ¡Vaya peste! -‐‑exclamó Amín tapándose la nariz-‐‑. Debe hacer mil años que esto no lo abre nadie. -‐‑ El que algo quiere, algo le cuesta -‐‑dijo Mogo poniéndose al borde del agujero y bajando la vela-‐‑. Hay una escalera. Apenas se veían dos o tres escalones, y tan llenos de un moho negruzco que la piedra había quedado oculta. -‐‑ Pues yo no bajo -‐‑dijo Amín-‐‑. Eso tiene que estar lleno de sapos y culebras. -‐‑ ¿Ni por un tesoro? ¡Vaya! -‐‑ Mogo movió la cabeza desdeñoso-‐‑. El señor Amín de Granada tiene miedo a la hora de la verdad. -‐‑ ¡Trae! -‐‑y quitándole la vela de la mano, Amín se lanzó al agujero. Apenas puso el pie sobre el primer peldaño, resbaló, y con un seco traqueteo bajó el resto más deprisa de lo que quiso. Quedó sentado en el suelo con la vela fuertemente agarrada y mirando hacia la oscuridad de lo que parecía el comienzo de un túnel.
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-‐‑ Espera, voy contigo. Amín cedió la vela a José y fue tras él durante un trecho apartando telarañas. -‐‑ No tendrían la mala idea de esconder el tesoro aquí, ¿verdad? –preguntó Amín. -‐‑ Esto no es más que otra forma de entrar o salir de la mezquita; y hace mucho tiempo que nadie la usa. Volvamos, la vela se está acabando. Amín cerró de nuevo la puerta para evitar que salieran bichos por ella, y desanimados comenzaron a desandar sus pasos. Al pasar bajo el nido de la lechuza, Mogo vio que había vuelto. -‐‑ No me esperéis. Me quedaré aquí hablando con ella. Tal vez pueda ayudarnos -‐‑dijo. El nido estaba pegado al tejado. Entraba un pequeño foco de luz por un agujero que iluminaba la pared de enfrente y, justo debajo, se colocó Mogo quedando en la penumbra. -‐‑ Lechuza -‐‑empezó diciendo-‐‑, ¿querrías mantener una conversación conmigo? -‐‑ No estoy de muy buen humor porque me habéis despertado. ¿Eres un carrión? Nunca supe si debía creer o no que existierais. -‐‑ Sí, soy un carrión. -‐‑ ¿Y qué haces tan lejos de tu tierra? -‐‑ Estamos buscando algo. ¿Crees tú que por aquí hay algo digno de ser encontrado? -‐‑ Algo ¿como qué? -‐‑ No lo sé. Si lo supiera te habría preguntado por ello de forma más concreta. -‐‑ Por aquí hay algunas cosas -‐‑dijo la lechuza misteriosa-‐‑. ¿Y qué haces tú con los altos? -‐‑ Son buenos amigos. -‐‑ Me habían dicho que los carriones nunca trataban con altos. -‐‑ Sólo alguna vez, y ésta es una de ellas. -‐‑ ¿Acaso tenéis algo importante entre manos? -‐‑preguntó curiosa. -‐‑ No sabremos si es importante o no hasta que lo encontremos. -‐‑ Pues ha de ser importante para que estéis con ellos. ¿No me vas a decir de qué se trata? Porque no sé si debo ayudarte. -‐‑ No es tan importante como crees. Se trata de ayudar a José, el más alto. Su tío al morir le dijo que debía encontrar algo escondido en este edificio, pero no le dijo qué era. Intentamos ayudarlo. -‐‑ ¿Y confías en los altos? -‐‑ Sí, si no, no estaría aquí con ellos.
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-‐‑ Pues ahora nos están espiando. Están escondidos y observan cómo hablas conmigo y creen que no les veo. -‐‑ Debe ser porque quieren comprobar que podemos entendernos. Saben que hablamos con los pájaros pero nunca lo han visto. Y no temas, ellos no entienden nada, nos oyen silbar. -‐‑ ¿No me harán daño? -‐‑ Claro que no. Además, aunque quisieran, ¿cómo podrían, estando tan alta como estás? -‐‑ Nunca se sabe. De los altos no hay que fiarse. -‐‑ Y dime, ¿crees que podremos encontrar algo por aquí? -‐‑volvió a preguntar Mogo. -‐‑ Lo que buscáis ¿es grande o pequeño? -‐‑ Ya te he dicho que no lo sé. Pienso que ha de ser algo grande porque por algo pequeño no habríamos venido desde tan lejos. -‐‑ Entonces no puedo ayudarte. -‐‑ ¿Quieres decir que si fuera algo pequeño tal vez tendrías algo que decirme? -‐‑ Tal vez. -‐‑ ¿Me lo podrías decir? Por favor. -‐‑ No sé, porque creo que tienes razón, una cosa tan pequeña no merece un viaje tan largo. -‐‑ ¿Y qué cosa es?, de todos modos. -‐‑ No creo que te interese. Además es muy viejo. -‐‑ Bueno, pero como estás siendo tan amable conmigo, dime qué es. Ya has despertado mi curiosidad. -‐‑ De todas formas no podrías verlo porque está aquí arriba. -‐‑ ¿Dónde? ¿En tu nido? -‐‑ No, yo no guardo porquerías. Está en el nido abandonado de una urraca. -‐‑ Entonces será cualquier cosa que haya robado en la ciudad. -‐‑ No. Lo robó aquí, en la mezquita. -‐‑ ¿En la mezquita? Por aquí no parece haber nada pequeño a menos que se le haya caído a alguien. -‐‑ No se le había caído a nadie. Lo arrancó de encima de esa forma redonda que hay un poco más allá. -‐‑ ¡Ah, del mihrab! -‐‑exclamó Mogo-‐‑. ¿Y no podrías bajármelo? -‐‑ No porque tus amigos siguen ahí espiándonos. -‐‑ Eso tiene fácil arreglo – y Mogo se fue decidido hacia José y Amín. -‐‑ Por favor, id fuera. La lechuza va a darme algo y no lo hará mientras estéis aquí. José tiró de Amín sacándolo al exterior.
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-‐‑ Ya has visto que se han ido. ¿Lo querrías bajar ahora, por favor? La lechuza voló unos pocos metros hasta el nido de la urraca, y luego bajó junto al carrión llevando una caja muy pequeña. -‐‑ Ya te dije que era algo viejo. ¿Crees que es lo que buscabais? -‐‑ Creo que no, pero es bonita. ¿Me la regalas? -‐‑ Sí. Y si no es eso, ¿vais a seguir buscando? -‐‑ Sí, claro que sí. Después de venir desde tan lejos no podemos irnos con las manos vacías. -‐‑ He oído muchas veces hablar de vosotros y tal vez debería ir a visitaros. Últimamente me duelen mucho las patas y no duermo bien. ¿Hay alguna buena torre cerca de vuestro pueblo? -‐‑ Ya lo creo. Tendrás donde elegir. -‐‑ ¿Es cierto que sois tan buenos médicos? -‐‑ Eso di... -‐‑Mogo calló porque oyó correr en el interior de la mezquita-‐‑. ¡Vuela! -‐‑le ordenó a la lechuza que al momento estaba de nuevo en el nido. -‐‑ Mogo, ¿dónde estás? -‐‑ Aquí, ¿qué sucede? Detrás de José, Amín entró arrastrando el equipaje, y tras él Bleid con el de los carriones. -‐‑ Corramos al túnel. Esos dos están aquí de nuevo. En medio de la oscuridad llegaron al otro extremo del muro y a tientas izaron la puerta. Se colaron al agujero y José se puso a buscar otra vela dentro del saco. -‐‑ No la enciendas. Si llegan hasta aquí podrían ver la luz, la puerta tiene muchas grietas. -‐‑ No vamos a quedarnos aquí –contestó José-‐‑. Seguiremos por el túnel que seguramente nos sacará de la mezquita. No sólo telarañas, también hierbajos y raíces de árboles les impedían el paso obligándolos a ir muy lentamente. El olor era nauseabundo y poco a poco la humedad se fue convirtiendo en agua podrida que les llegaba a los tobillos. Las ratas comenzaron a correr y chillar a su paso. Los carriones aterrorizados se agarraban con pies y manos al cuello de los otros buscando protección. De pronto el túnel se partió en dos. Uno de ellos estaba completamente encharcado por lo que optaron por el otro que ascendía en una leve pendiente. Allí el suelo estaba seco pero lleno de raíces medio podridas que se atravesaban y les impedían andar. José tuvo que sacar la espada para abrirse paso. Cuando ya creían que el oscuro pasadizo no se acabaría nunca, desembocó ante una desvencijada verja de hierro que se abrió sin esfuerzo a una habitación de techo bajo que estaba extrañamente
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limpia, sin apenas hierbas en el suelo de tierra apelmazada. En una esquina unos pocos peldaños llevaban hasta una abertura cuadrada abierta en el techo. -‐‑ Quedaos aquí. Subiré a ver dónde estamos -‐‑dijo José. Asomó a un recinto grande, una de cuyas paredes estaba medio caída, y a través del hueco pudo ver el cielo y una especie de huerto o jardín. José se coló sigilosamente entre los árboles, protegido por arbustos y zarzales demasiado altos y engorrosos pues el huerto estaba completamente abandonado. Vio el minarete de la mezquita asomar a lo lejos y, hacia la derecha, la muralla de la ciudad. Volvió sobre sus pasos y anduvo en dirección opuesta hasta que el huerto se despejó abriéndose a un pequeño terreno recién labrado. Al otro lado había una casa adosada a un alto muro donde un hombre, sentado en un poyete, estaba absorto arreglando algo. Detrás del muro se levantaba un edificio grande. Se retiró con mucho sigilo y volvió al agujero. -‐‑ Creo que estamos en los huertos del alcázar. No es mal sitio. Si los otros no han encontrado el túnel no se les ocurrirá buscarnos aquí. Subieron a la estancia superior donde el aire era limpio y se acomodaron silenciosos en un rincón. -‐‑ Estáis muy callados -‐‑dijo por fin José extrañado de tanto silencio. -‐‑ La cosa está fea -‐‑contestó Amín-‐‑. Aunque esos dos se fueran, ¿cómo vamos a encontrar el tesoro? Tendríamos que derrumbar el edificio. Total, ahora es una iglesia... -‐‑ No hemos tenido tiempo suficiente para buscar. De hecho, apenas hemos buscado –dijo Mogo. -‐‑ Bleid, ¿tú qué dices? –preguntó Amín, y al no tener respuesta del carrión comentó-‐‑: No dice ni pío porque para él es más importante darle vueltas a esa caja como un tonto. -‐‑ Es que no soy capaz de abrirla. Una caja sin cerradura, ni tapa, ni bisagras e igual por todas partes. ¿A quién se le habrá ocurrido tan perfecta idea? Y tiene algo dentro -‐‑dijo agitándola. -‐‑ ¿A ver? -‐‑se acercó Amín-‐‑. ¿De dónde la has sacado? -‐‑ Se la dio a Mogo la lechuza de la mezquita. -‐‑ Me dijo que una urraca la había arrancado de encima del mihrab, donde alguien la habría escondido -‐‑dijo Mogo. Inmediatamente la caja pasó de mano en mano sin que nadie diera con el mecanismo de apertura. -‐‑ ¿La rompemos? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ No, déjame probar otra vez -‐‑pidió José. Le dio vueltas y vueltas hasta que notó que una tablita lateral se desplazaba unos milímetros, pero cuando quiso moverla de nuevo ya
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no pudo. Tal vez no fuera aquella tabla sino otra. Volvió a mover la caja intentando repetir lo que había hecho anteriormente. La tabla se deslizó otra vez y se detuvo. A la vista nada se advertía pero, estaba seguro, los dedos sí lo habían notado. Y se había movido hacia la derecha, luego la tablita que quedaba a la izquierda tal vez tuviera ahora un pequeño espacio donde desplazarse. Así sucedió. A continuación empujó la que quedaba a la izquierda de la anterior y también se movió. Los otros se agolparon a su alrededor atentos a las manos. Después de dar tres vueltas a la caja, desplazando poco a poco las cuatro maderas laterales, una de ellas se deslizó completa. -‐‑ Ya está. Qué ingenioso. Tiene tres pequeñas muescas, mirad. Y supongo que las otras también tienen otras tres pero no canal para deslizarse. -‐‑ ¿Y qué hay dentro? -‐‑preguntó Amín curioso. José sacudió la caja y cayó un pergamino doblado con un sello de plomo. -‐‑ ¡Como el otro! -‐‑exclamó Mogo. José lo desplegó y encontró un corto texto escrito en árabe. -‐‑ ¡Vamos, lee!
Ayer, boca abajo, mi voz se escuchó para llamar a los hombres ante Dios. Hoy, boca arriba, lleno de luz el templo para que los hombres eleven sus plegarias.
Mañana me llevarán a hombros y, boca abajo,
volveré a cantar para llamarlos ante Él. Allí me guardará mi maestro.
-‐‑ Otro galimatías. ¿Es que no hay otra forma de resolver estas cosas? -‐‑suspiró Bleid completamente decepcionado. -‐‑ ¿Cómo que otro galimatías? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ El pergamino que desciframos en Guadalupe era un acertijo y esto parece otro -‐‑le dijo José-‐‑. Y puede que nos diga el lugar dentro de la mezquita dónde está escondido el tesoro. Tiene un sello similar al otro para que sepamos que hablan de lo mismo. -‐‑ Pero ese mensaje no habla más que de rezar. ¿Qué tiene que ver eso con un tesoro? -‐‑ Por eso es un acertijo. -‐‑ ¿Y cómo vamos a adivinarlo? -‐‑ Tenemos un método -‐‑dijo Mogo-‐‑. Vamos, José, léelo de nuevo.
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-‐‑ Ayer, boca abajo, mi voz se escuchó para llamar a los hombres ante Dios -‐‑leyó José-‐‑. ¿Quien llama a los hombres ante Dios? -‐‑ El ángel de la muerte -‐‑dijo Amín escéptico. -‐‑ ¿Y en la vida? -‐‑ ¡Claro! El muecín -‐‑Amín recobró algo de entusiasmo. -‐‑ ¿Qué es un muecín? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ El que llama a los musulmanes a la oración desde lo alto del minarete –explicó José -‐‑ Sí, pero ningún muecín canta boca abajo -‐‑Amín estaba de nuevo decepcionado. -‐‑ Tal vez quiera decir que mira hacia abajo al cantar, si está subido tan alto... -‐‑opinó Mogo. -‐‑ ¿Y qué hacía luego? -‐‑preguntó Amín sin ver valor alguno a la opinión de Mogo. -‐‑ Hoy, boca arriba, lleno de luz el templo... -‐‑ ¡Venga hombre! Primero canta boca abajo, y ahora boca arriba enciende las lámparas. Boca arriba, ¿por qué?, ¿porque las lámparas están muy altas? -‐‑ Amín eres más tonto de lo que creía -‐‑intervino Bleid. -‐‑ ¿Por qué? -‐‑ Ese método del que habla Mogo es bastante malo, pero algo hay que hacer para acertar. -‐‑Primero canta boca abajo y luego llena de luz el templo. ¿Te dice algo? -‐‑preguntó Mogo a José. -‐‑ No. Mañana, boca abajo, me llevarán a hombros... –siguió leyendo José. -‐‑ ¡A la horca! Por hacer cosas tan raras -‐‑exclamó Amín. -‐‑ ... a hombros... -‐‑repitió José. -‐‑ Pues yo no he oído nunca que a los muecines se les lleve a hombros a ningún sitio. -‐‑ ¿Sólo los muecines pueden llamar a los fieles a la oración? -‐‑ ¿Quién si no? -‐‑dijo Amín despectivo y cansado. -‐‑ Pues en Guadalupe los frailes para llamar a los cristianos tocan las campanas, y no sabía si los musulmanes también las usaban -‐‑explicó Mogo. -‐‑ ¿Y qué tienen que ver los cristianos con esto? ¿No ves que esto es cosa de moros, si acaso algo de judíos? -‐‑ ¡Cuanto más listo se cree el burro, más cocea! -‐‑dijo Bleid. -‐‑ Los burros sois vosotros que queréis meter una campana en la mezquita de Córdoba. -‐‑ ¡Eso es! ¡Las campanas! -‐‑exclamó José. -‐‑ ¿Cómo? ¿Cuándo has visto tú una campana en una mezquita?
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-‐‑ ... ayer boca abajo mi voz se escuchó... hoy lleno de luz el templo... mañana me llevarán a hombros.... -‐‑releía José-‐‑. Las campanas. Son las campanas. Amín, haz memoria, te lo han contado mil veces: cuando Almanzor conquistó Santiago de Compostela hizo que los cristianos, a hombros, trajeran desde allí hasta Córdoba las campanas de la catedral, y las puso como lámparas en la mezquita. Luego, cuando Fernando III de Castilla conquistó Córdoba, hizo que las campanas volvieran a Santiago a hombros de musulmanes. -‐‑ ¡Qué brutos son los altos! -‐‑exclamó Bleid. -‐‑ Y mira: Ayer, boca abajo, mi voz se escuchó para llamar a los hombres a la oración. Una campana llama en tierras cristianas a la oración. Hoy boca arriba, lleno de luz el templo... ¿Te das cuenta? Ahora es una lámpara de la mezquita. Y mañana la llevarán a hombros para volver a cantar. -‐‑ ¿Y cómo sabe lo que va a pasar mañana? -‐‑preguntó Amín desconfiando todavía. -‐‑ Porque ya habría pasado cuando escribieron el pergamino o estaría pasando. Trasladaron el tesoro, seguro. Al conquistar los cristianos Córdoba, trasladaron el tesoro. -‐‑ ¿Y el maestro? Al final dice algo de un maestro, eso no habéis vuelto a nombrarlo. -‐‑ Allí me guardará mi maestro -‐‑repitió José-‐‑. Esa es la frase que nos dice dónde está el tesoro. Lo que me extraña es al sitio que lo llevaron. -‐‑ ¿A dónde? -‐‑preguntaron los tres a la vez. -‐‑ Al igual que las campanas, a la catedral de Santiago de Compostela.
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17 Los carriones vigilaban la puerta de la ciudad, mientras José y Amín esperaban, escondidos en una callejuela próxima, por si el comerciante o el monje decidían abandonarla al mismo tiempo que ellos. No habían querido salir a primera hora, entonces la gente que iba a los campos se agolpaba en espera de que abrieran las puertas e igualmente los que querían entrar. En medio del bullicio habría sido más difícil detectar la presencia de los otros. Ya el tráfico se había normalizado y era fácil comprobar quién entraba y salía e incluso quién se estaba aproximando. Bleid fue a avisarlos de que todo estaba despejado mientras Mogo, en un sitio estratégico, seguía manteniendo la vigilancia. Salieron y volvieron a emprender el camino de la sierra en dirección norte. Los carriones tuvieron la misión de vigilar mirando hacia atrás, pero nadie los siguió. Con el paso tranquilo de las mulas por una senda poco transitada, confiaron en su seguridad y casi se dejaban vencer por el sueño. Apenas habían dormido la noche anterior discutiendo la conveniencia de ir hasta Santiago de Compostela. La culpa fue del sentido común: José les propuso abandonar la misión y tal cosa decepcionó a sus compañeros. Sugirió que los carriones volvieran a Guadalupe, Amín a Granada y él mismo marcharía a la corte con su padre. Volverían a reunirse después del invierno. A pesar de ser un plan razonable, los otros tres le encontraron un montón de pegas: el viaje de Amín, solo hasta Granada, podía ser peligroso; los carriones tenían el permiso de fray Esteban para hacer el viaje, pero tal vez no consiguieran otro; y, ¿realmente José quería volver a la corte? Amín y los carriones lucharon lo indecible argumentando que lo mejor era continuar, porque no podían saber los acontecimientos que traería el invierno, y podría ser que alguno de ellos les impidiera cumplir los planes la primavera siguiente. También hicieron notar lo imprevisible que podía ser el destino. No obstante, José siguió insistiendo: el viaje se había vuelto peligroso, perseguidos por los dos desconocidos que, antes o después, encontrarían su rastro. Pero más veían ocho ojos que dos y podrían defenderse, argumentaron los otros. Además, la ayuda de los carriones era muy valiosa como habían demostrado en la mezquita, y si los otros habían encontrado su rastro ahora, igualmente lo encontrarían en primavera. Entonces José les habló del frío. En el norte no sólo llovía con mucha más frecuencia, también nevaba y era muy duro viajar en tales condiciones. Podrían abrigarse, dijeron; además los carriones
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apenas habían visto la nieve y, ¿cuándo volverían a tener otra oportunidad como aquella? Después de este último argumento José se dio por vencido. Los miró y les vio los ojos atentos, preparándose a buscar cualquier excusa para no separarse. No habían tenido tiempo de comprar provisiones y cuando vieron un aprisco, no demasiado lejos del camino, se dirigieron a él. El pastor, que les vendió quesos, tasajo y algo de pan, además, contento con la visita, les ofreció asarles cabrito y su chozo para pasar la noche. -‐‑ Pues ya es raro encontrar viajeros por estas sierras y, sin embargo, hoy no son vuestras mercedes los primeros –comentaba mientras hacía los preparativos para la cena. Los cuatro se miraron un instante y a continuación José preguntó: -‐‑ ¿No es frecuente que la gente viaje por aquí? -‐‑ Sólo si tienen mucha prisa. Este camino es fragoso y sin ventas. Pueden pasar meses sin que yo vea alma ninguna, pero esta mañana pasaron dos. -‐‑ Tendrían prisa, igual que nosotros. -‐‑ Sí, debían tenerla. Más que vuestras mercedes, creo yo, porque ni siquiera aceptaron el agua que les ofrecí cuando se acercaron a preguntarme si iban bien para Fuente Obejuna. -‐‑ ¿Uno era fraile? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Ninguno. Uno de ellos llevaba un gorro de mercader y cara de pocos amigos. ¿Es que andan vuestras mercedes buscando a alguien? -‐‑ No. Pero había otros viajeros en Córdoba que llevaban nuestro mismo camino. Parecían tener prisa y se ve que salieron antes que nosotros -‐‑improvisó José. -‐‑ ¿Van vuestras mercedes también a Fuente Obejuna? -‐‑ Mucho más lejos. Vamos a Compostela. -‐‑ ¿Son peregrinos? -‐‑ Sí, peregrinos. -‐‑ ¡Los llevamos delante! ¿Por qué saben que vamos hacia el norte? José volvió a vestir de fraile y Amín de criado. Viajaron por los campos evitando caminos, alimentándose de lo que podían proveerles la gente de las alquerías o casas de labranza. No sabían si debían tener prisa o no, y decidieron lo último porque, si ciertamente los otros iban delante, la marcha lenta los separaría de ellos. Incluso hablaban poco. A los carriones les dio por vigilar y, subidos en los hombros de los otros, no hubo conejo que se moviera sin ser visto o nube que cambiara de forma. No duró mucho. En los campos solitarios volvieron a recuperar la confianza y no se preocupaban más que lo justo por sus perseguidores. Y tampoco se
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ocuparon mucho del camino porque cuando se dieron cuenta estaban perdidos. En medio de la sierra no avistaban pueblo ni casa ni pastor que pudiera proveerles la despensa y, después de tres días, no tuvieron nada que llevarse a la boca. Toda su atención se centró entonces en encontrar una senda que los condujera a algún sitio habitado, pero las entrañas de Sierra Morena pueden ser muy confusas para quien anda distraído sin poner gran atención en sus pasos. Llevaban horas en silencio, buscando y buscando, cuando Bleid comentó: -‐‑ Tener que comer es un enorme fallo de la humanidad. -‐‑ Puedes dejar de hacerlo cuando quieras -‐‑sugirió Mogo. -‐‑ No penséis que estoy diciendo una tontería. Si fuéramos de otra forma y no necesitáramos comer, el principal problema de la gente estaría arreglado. -‐‑ Pero como somos así, más vale que te calles Bledito. Ya tenemos bastante hambre para que vengas tú a recordárnoslo. -‐‑ ¿Para qué necesitamos comer? -‐‑insistió Bleid. Mogo miró al cielo implorando auxilio divino. -‐‑ ¡Para no morirnos! ¡Tienes unas cosas...! -‐‑ No es tan simple como pensáis. Porque, ¿qué conseguimos cuando comemos? -‐‑ ... -‐‑ Lo digo en serio. José, contéstame tú. -‐‑ Fuerza -‐‑contestó éste sin mucho entusiasmo ocupado en encontrar una salida al profundo valle donde estaban. -‐‑ Fuerza -‐‑repitió Bleid-‐‑. Es decir, estamos hambrientos y nos sentimos débiles, comemos y recuperamos las fuerzas. -‐‑ ¿Por fin lo has comprendido? -‐‑preguntó Mogo con sorna. -‐‑ No, sigo sin entenderlo. Porque veréis: un pastor tiene que comer y, ¿qué mejor cosa que pan y queso? Entonces tiene que ordeñar a la cabra lo cual es un gasto de fuerza; colar la leche, ponerle el cuajo, esperar que cuaje, separarla del suero, apretar el requesón, colocarlo en la cincha y ponerle sal. Todo eso es un esfuerzo. A continuación tiene que hacer el pan y, afortunadamente no tiene que sembrar el trigo ni segarlo, pero ha de coger la harina, medirla, mezclarla con agua, amasarla... -‐‑ ¡Todos sabemos cómo se hace el pan! ¿Adónde quieres llegar? -‐‑ A que ha gastado tanta fuerza haciendo la comida como la que va a recuperar cuando la coma. ¿A que es tonto? A lo mejor si no hiciéramos nada no necesitaríamos comer. Nadie contestó.
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-‐‑ ¿No tenéis nada que decir? Se ve que no me he explicado bien. Pero es un serio problema el de comer o no comer. Y no nos damos cuenta porque el queso y el pan ya los encontramos hechos. Los miró; nadie parecía inmutarse, por eso continuó:
-‐‑ Un zapatero también los encuentra hechos, pero se ha pasado el día trabajando, gastando fuerzas para poder comprarlos. Si no hubiera hecho nada, ¿tendría hambre? Silencio. -‐‑ ¿Lo que comemos nos dará más fuerzas que las que hemos gastado intentando comer? Silencio. -‐‑ Pues éste es uno de los asuntos que más me preocupan. Y es parecido al del orden. -‐‑ ¿Al del orden? -‐‑fue José quien preguntó extrañado, apartando por un instante su atención del camino. -‐‑ Sí, porque las cosas, ahí donde las veis tan silenciosas, quietas y modosas, tienen una manía. -‐‑ ¿Cuál? -‐‑fue Amín quien preguntó. -‐‑ Desordenarse. -‐‑ ¡Serás tú el que las desordena y no te das ni cuenta! -‐‑Mogo estaba a punto de salirse de quicio. -‐‑ No, no; pensadlo. ¿Habéis entrado alguna vez en vuestra casa y la habéis encontrado más ordenada que cuando la dejasteis? -‐‑ ¡Vamos Bleid! Las cosas no se mueven solas y si están desordenadas es porque alguien las puso así -‐‑dijo José. -‐‑ Sí, nosotros. -‐‑ ¡Ah! ¡Cayó en la cuenta! -‐‑ Nosotros las desordenamos cada vez que hacemos algo -‐‑continuó Bleid-‐‑. Nadie es tan tonto como para entrar en su casa con la única intención de ponerse a desordenar. -‐‑ Tú, tal vez. -‐‑ Las desordenamos cuando ordenamos algo. -‐‑ ¡Venga ya, Bledito! El hambre te hace decir sandeces. -‐‑ No son sandeces. Cada vez que hacemos algo, ¿qué estamos en realidad haciendo? Ordenar. Y vuelvo al zapatero. Sus herramientas están ordenadas cuando se sienta a trabajar. Coge una bota a la que hay que cambiarle la suela. Se levanta a por el cuero que entresaca del montón de los cueros y éste en parte se descoloca. Luego la tijera la retira de su sitio y, después de usarla, queda sobre la mesa. Y hace lo mismo con las demás herramientas que va necesitando... -‐‑ ¡Acaba de una vez!
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-‐‑ Cuando haya terminado de poner en orden la bota, lo tendrá todo desordenado a su alrededor. ¡Es el orden el que desordena! -‐‑ ¿Cómo va a desordenar el orden? José, ¿no ves que es una enorme contradicción? El zapatero puede trabajar dejando cada cosa en su sitio después de usarla -‐‑argumentó Mogo. -‐‑ Bien, usaré otro ejemplo. ¿Os habéis fijado alguna vez en el desorden que se produce en una cocina para ordenar la comida? Hay que limpiar los vegetales, pelarlos, cortarlos, trocear la carne, quitar pieles, desplumar aves, ensuciar ollas, sartenes... ¿Acaso una comida bien hecha no crea todo ese desorden? Nadie contestó. -‐‑ Amín, para encontrar una esmeralda, ¿no hay que desordenar una montaña? -‐‑ ¡Es verdad! Pero no me vas a liar, porque yo nunca he visto una esmeralda ordenada. -‐‑ Pero tendrás que ordenar un collar y el lapidario, para cortar y pulir la piedra desordena tanto como el zapatero haciendo zapatos. Y la pregunta es: ¿cada vez que ordenamos algo desordenamos tanto como ordenamos? Hay que tener en cuenta el meternos a nosotros en ese desorden, porque al ordenar se gastan fuerzas, es decir, también nosotros nos hemos desordenado al ordenar. -‐‑ Y todo eso, ¿qué más da? -‐‑ Sí da, porque si desordenamos más que ordenamos llegará un momento en que todo esté completamente desordenado, aunque para ello tengan que pasar siglos. -‐‑ ¿Es que piensas vivir tanto tiempo? -‐‑preguntó Amín guasón. -‐‑ Yo sí. Pero tienes razón, me he equivocado, tal vez se necesiten miles de años. -‐‑ Bueno, para entonces nos dará lo mismo. -‐‑ No. Porque tal vez lo que ahora vemos es el desorden producido por el orden anterior. -‐‑ Por favor, ¡déjalo ya! Si tú eres desordenado no hace falta que busques tanta estúpida justificación, basta con que lo asumas -‐‑Mogo estaba definitivamente fuera de quicio-‐‑. A todos nos cuesta trabajo ordenar las cosas; es incómodo, molesto, pero aunque nos cansemos, lo hacemos. Hazlo tú también y no necesitarás tantos pretextos para vivir con desorden. -‐‑ Así que a todos nos cuesta trabajo ordenar las cosas -‐‑comentó Bleid pensativo-‐‑. Ya ves, tú mismo lo has dicho: ordenamos y nos cansamos; es decir, ordenamos y nos desordenamos a nosotros mismos. -‐‑ ¡Vuelta la burra al trigo!
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-‐‑ ¿Por qué has dicho que vemos ahora el desorden del orden anterior? -‐‑preguntó José. -‐‑ Los carriones tenemos buena memoria y la costumbre de hablar de lo que vemos, como es evidente -‐‑contestó Bleid-‐‑. Y yo he leído en escritos muy antiguos cómo eran las montañas que rodean nuestro pueblo, y eran mucho más altas que ahora, los valles más profundos y los ríos también. Incluso fui a ver una famosa roca por su altura pero encontré que se había caído y convertido en cientos de rocas pequeñas. Si las montañas son más bajas, los valles menos profundos y los ríos también, eso significa que las montañas se han ido desmoronando y con su tierra y piedras se han rellenado los valles y ríos. O sea, que el mundo se está desmoronando. ¡Se está desmoronando! -‐‑ ¡Qué pena...! -‐‑ Sólo que... Nosotros nos desmoronamos, comemos, descansamos y nos moronamos de nuevo. Pero, ¿cómo se morona la tierra? -‐‑ ¿No la ves renacer cada primavera? Es un ciclo que se repite cada año. Todo nace, crece, da sus frutos y semillas y luego muere. Y vuelve a renacer. ¿En qué estabas pensando cuando te lo explicaron? ¡Y lo hicieron desde el primer año! –aunque Mogo había empezado a explicar con paciencia, no pudo evitar los reproches finales. -‐‑ Pues yo no he visto nunca crecer a las montañas ni he visto rejuvenecer a ningún viejo. ¡Todo es un completo desmorone! ¡El desorden le gana al orden! Acabo de verlo: ¡no es el tiempo, es el desorden! Nosotros mismos nos estamos desmoronando en este instante. ¿No os dais cuenta? -‐‑ A ver, ¿dónde está la desmoronación? -‐‑Y Mogo trató de armarse de nuevo de la paciencia que han de tener los que han de enfrentarse a mentes infantiles o, como en aquel caso, disfuncionales-‐‑. ¿La ves a tu alrededor? ¿Acaso no sigue cada cosa su ciclo y vuelve a nacer perfectamente ordenada? ¿Y no es ése uno de los grandes misterios que aún no podemos comprender, cómo todo en la tierra se renueva constantemente y a la perfección? El mundo debe estar muy bien pensado desde el principio de los tiempos, pero llega cualquiera con cualquier idea que acaba de aprender, o se le acaba de ocurrir, y se cree que es el único que piensa en ello, cuando ya está todo pensado y explicado. -‐‑ Si comemos y descansamos –insistió Bleid sin hacer caso a la ironía de su compañero-‐‑, es decir, reponemos fuerzas ordenando dentro de nosotros lo que se había desordenado, ¿por qué al día siguiente no somos tan jóvenes como el anterior? No, cada día somos un poco más viejos. Algo falla. Y... ¿te cuento el final? Luego… ¡El desorden le gana al orden! ¡Estamos aquí sustituyéndonos unos a
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otros sólo para que esto siga! Y esto piensa por su cuenta y sabe lo que hace. ¡Y nosotros no sabemos nada por más que pensamos! Y lo mismo les debe estar pasando a las cosas de la tierra. -‐‑ ¡Tiene razón! Al final todo casca -‐‑dijo Amín. -‐‑ Y eso, ¿no lo sabíamos ya? -‐‑preguntó Mogo desesperado. -‐‑ Pero no de esta manera, con desórdenes y desmorones -‐‑fue Amín quien contestó-‐‑. Y yo tampoco he visto nunca crecer a las montañas, ni que los viejos se vuelvan más jóvenes por más que lo intenten. -‐‑ ¿Y todo eso no lo sabíamos? -‐‑insistió Mogo-‐‑. ¿Qué pasaría si no muriéramos? Que la tierra estaría completamente llena de gente y no tendríamos ni alimentos para comer. Por eso lo que hay son ciclos, todo muere para que todo vuelva a nacer. No decís más que tonterías. -‐‑ Pues maldita la gracia con eso de que se desordenen las cosas a lo tonto sin saber por qué. O lo de gastar fuerzas, porque es verdad que cuanto más fuerzas gastas, más hambre tienes -‐‑contestó Amín. -‐‑ No deberíamos hacer nada -‐‑dijo Bleid cabeceando-‐‑. Y cuantas menos cosas tengamos, más orden. Y si además son simples, durarán más tiempo. -‐‑ ¡Oh! ¡Por los dioses! ¿Acaso la duración de un instrumento depende de su simpleza? ¿No dependerá de su uso o su calidad? -‐‑ Una cosa simple casi nunca se rompe. Una compleja es mucho más frágil. A pesar de que Bleid vio que Mogo comenzaba a darse cabezazos con el pomo de la montura, no le importó y siguió: -‐‑ Nosotros molemos el trigo con dos piedras, una plana y la otra redonda como un rodillo. Y los altos se han inventado los molinos donde se podría decir que el trigo se muele solo. Pues no es así. Se muele solo cuando hay suficiente agua, cuando no se ha atorado la piedra, cuando no se rompe la muela, cuando no se ha dañado el triquitraque, cuando no se ha descompuesto la burra, cuando no se han atascado la tolva o el rodezno, cuando no está enfermo el molinero… Al principio el molino era más simple, pero le han ido añadiendo cosas para hacer el trabajo cada vez más fácil. Y sería más fácil si todo funcionara bien, sólo que con frecuencia hay algo que falla, y las cosas cada vez dependen más unas de otras. Lo han hecho más útil, pero más complicado y por ello mucho más frágil y se estropea más. Nuestro molino, en cambio, nunca falla; y si se te rompe una piedra no tienes más que coger otra. -‐‑ Pero en un molino se muele mucha más harina y mucho más deprisa -‐‑fue José quien habló.
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-‐‑ Y tenéis que trabajar para pagar al molinero, además de depender de él. ¿Dónde se gastarán más fuerzas, trabajando para el molinero o moliendo uno su propio trigo? Y hay que trabajar para el molinero, el carnicero, el verdulero, el zapatero, el sastre... También pasar frío es un fallo de la humanidad. José se echo reír. -‐‑ Sí, ríete; pero si te fijas, nuestra vida se reduce a trabajar y gastar fuerzas para no pasar ni hambre ni frío. ¿Qué pasaría si no padeciéramos ninguna de las dos cosas? -‐‑ A ver, ¿qué pasaría? -‐‑preguntó Mogo retador. -‐‑ Pues... Contaríamos las estrellas. O tendríamos más tiempo para pensar. -‐‑ ¿Más aún? –ironizó Amín-‐‑. ¡Bah! ¡Pensar! -‐‑ Amín, pensar es un gran placer y además no cuesta dinero. -‐‑ ¿Placer? -‐‑preguntó Amín extrañado-‐‑. Dependerá de en lo que pienses... -‐‑ Hay quien tiene más alma que cuerpo y quien tiene más cuerpo que alma. Tú eres de los últimos –contestó Bleid con resignación-‐‑. Pues sí, pensar. Darse cuenta de las cosas, mirarlas, observarlas, comprobar cómo son, cómo se relacionan unas con otras, comprenderlas... ¡Huuum! –se relamió-‐‑. Comprender es un gran placer y pensar también. -‐‑ Pero pensar, ¿en qué? -‐‑insistió Amín. -‐‑ En cualquier cosa. Estoy de acuerdo con él -‐‑intervino José-‐‑. Uno las observa, las estudia, y cuando las comprende obtiene una gran satisfacción. ¿No te pasa con las piedras preciosas? -‐‑ Pero yo creía que eso era una listeza natural mía, no un placer. -‐‑ Y el hecho de saber qué son y cómo son, es decir, conocerlas, ¿no te satisface? Pues del mismo modo que comprendes las piedras puedes comprender cualquier cosa -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Así? ¿Por arte de magia? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ ¡Sólo por arte de magia! -‐‑exclamó Bleid-‐‑. Y piénsalo antes de escandalizarte o insultarme: ¿qué ha pasado en tu mente en el momento de comprender algo? ¿Podrías explicarlo? No. Sólo sabes que de pronto lo ves, lo entiendes. Pura magia. Y ese instante es un placer, una satisfacción. Sí, pensar es un placer y además quita el hambre. -‐‑ ¡Venga ya, Bledito! -‐‑ ¿Acaso te has acordado del hambre desde que estamos hablando? -‐‑ ¡Una aldea! ¡Corred! -‐‑exclamó José.
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18 Después de salir de la sierra atravesaron largos páramos, tierras de pasto y cereal separadas por pequeñas mesetas donde era raro ver a alguien salvo grandes rebaños de ovejas. Un atardecer el viento del norte, a pesar de estar acampados en un lugar protegido y junto al fuego, enfrió la noche. Antes de disponerse a dormir fue necesario buscar ropa de abrigo, y Amín estaba en aquellas diligencias cuando abrió el saco de Bleid buscando algo para él. Al verlo el carrión lo detuvo con un grito. -‐‑ ¡No lo toques! Fue tan fuerte que Amín soltó el saco dejándolo caer al suelo. Bleid lo recogió y, sin decir palabra, se alejó de allí. Los otros tres se miraron sin saber qué pensar y, como después de largo rato aún no había vuelto, José se marchó en su busca. Lo encontró casi escondido en el hueco de una encina y abrazado a su saco como si temiera perderlo. -‐‑ Amín no debió abrirlo sin tu permiso, pero pensaba en buscarte algo de abrigo –dijo José sentándose junto a él. -‐‑ No tengo nada de abrigo salvo una capa muy vieja -‐‑contestó el carrión sin mirarle. -‐‑ Nadie va a tocar tu saco si no lo deseas. Bleid bajó la cabeza como si no supiera qué decir, o como si no quisiera decirlo. -‐‑ ¿No vas a volver junto al fuego? Aquí vas a quedarte helado como Nasrudin, y puede haber lobos cerca. -‐‑ No me importa que tú o Amín veáis lo que hay en el saco pero Mogo no debe saberlo. Ya sé que he sido un tonto. Ahora se pasarán el día pinchándome y no pararán hasta verlo. -‐‑ Pues líbrate de ellos enseñándolo. Nada puede ser tan importante. Como reacción Bleid apretó más el saco. Aquello intrigó a José, pero no volvió a decir palabra. -‐‑ Puedo explicártelo -‐‑dijo Bleid poco después-‐‑. Así entenderás por qué lo oculto de Mogo. Es un libro. -‐‑ ¿Un libro? ¿Acaso lo robaste de la biblioteca de los carriones? -‐‑ Peor. Los libros son algo muy costoso para nosotros. No tenemos papel, hay que hacerlos de piel de conejo y es difícil curtirla. -‐‑ ¿No tenéis papel? Entonces, ¿dónde escribís?
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-‐‑ En la tierra o en la arena, y rara vez lo hacemos en un libro. Cuando llegamos a la edad de jóvenes nos dan un libro a cada uno. Significa que ya somos responsables. Pero no creas que podemos escribir en él, seguimos haciéndolo en la tierra hasta que el Deru considera que algo de lo escrito es digno de ser guardado y entonces lo pasamos al libro. Hay quien no consigue pasar al libro ni siquiera una frase en toda su vida, o sólo unas pocas. Muchas veces el libro pasa de unos a otros casi sin estrenarse. Se guardan cada día en la Sala del Consejo para que todos puedan consultarlos, y allí está todo lo importante que han dicho los carriones en muchísimos años. -‐‑ Bueno, ¿y qué pasó? -‐‑ Que yo estrené el mío, por mi cuenta, el mismo día que me lo dieron. -‐‑ ¿Sin permiso del Deru? -‐‑ Sin permiso. Nos puso como deber que describiéramos qué es un pensamiento, y yo lo hice directamente sobre el libro porque lo que se me ocurrió me pareció tan bueno que pensé que merecía guardarse. -‐‑ Y no lo mereció. -‐‑ Me echó de la clase. Me ordenó que subiera a la encina de castigo y permaneciera allí el resto del día. Escribir en un libro sin autorización es una falta terrible. Además dijo que lo escrito era completamente necio, que ni había descrito un pensamiento ni había descrito nada. Bleid contaba todo aquello cabizbajo, hablando de forma más lenta de lo habitual en él, como si le doliera. No había queja ni reproche en su tono pero, por primera vez, José lo notó comedido, casi humilde, y le parecía sereno al prescindir de su chisporroteo habitual. -‐‑ ¿No pediste disculpas? -‐‑ Entonces no. Fue peor. Subido en lo alto de la encina, seguí escribiendo en el libro todo lo que se me ocurrió, sin ni siquiera pensarlo. -‐‑ ¿Y qué se te ocurrió? -‐‑ Nada especial. Decir cómo estaba el cielo, qué hacían los pájaros, lo que veía desde allí.
De pronto se volvió hacia José y le habló con cara entusiasmada. -‐‑ Fue emocionante. Descubrí que era completamente libre de decir
lo que quisiera sin que nadie tuviera que aprobarlo, sin que tuviera que significar algo para los demás, sin que fuera importante. Podía escribir simplemente: “El cielo es azul” o “La hierba es verde”, y sólo con eso sentía una enorme satisfacción. Luego comprendí que estaba metido en un buen lío. -‐‑ ¿Y qué hiciste?
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-‐‑ Escondí el libro en un nido abandonado y dije que se me había caído al río. Mi padre casi se murió de vergüenza. Me porté muy bien a partir de entonces, tanto que algunos meses después me dieron otro libro y con él hice las cosas como debía. Llegué a escribir dos frases. Pero de vez en cuando me escapaba hasta la encina donde estaba el otro, y entonces la emoción era tan fuerte que no era capaz ni de escribir. -‐‑ Y lo has ocultado y llevado contigo toda la vida. -‐‑ Sí -‐‑volvió a apretar el saco-‐‑. Por el libro todo cambió para mí. El secreto me convertía en un ladrón aunque nadie lo supiera, pero ya no podía devolverlo. En él hacía lo que quería, ¿comprendes? Lo que escribía en él era yo. Todo lo que no podía decir fuera de él lo podía decir dentro. Lo que ni siquiera sabes cómo decir, lo pones ahí y, aunque no signifique nada para nadie, para ti sí, tú lo entiendes. Ahora no sé si yo robé al libro o el libro me robó a mí. En él todo es posible, mientras que fuera de él hay que cumplir las normas. -‐‑ No parece que tú te ciñas a las normas, según dice Mogo. -‐‑ Pero es que él es un buen carrión y además le gusta serlo. Es inteligente, estudioso, obediente, atento, aseado, y todo en nuestra vida le parece bien. Quiere ser deru y lo conseguirá. Pero nunca sabrá lo que es verse completamente solo delante de un libro en blanco. Entonces no puedes acudir a nadie, nada te puede ayudar. Como si te tiraras al vacío desde un precipicio y por el camino, de la nada, tuvieras que ir tejiendo la cuerda para no estrellarte. -‐‑ ¿Todo eso haces con tu libro? Suena peligroso -‐‑sonrió. -‐‑ Si te estrellas para el alma sí. Pero la emoción es que sigues colgado del aire. José rió abiertamente. -‐‑ Tú también eres un buen sercito. -‐‑ ¿Sercito? -‐‑ Sí, sercito, ser pequeño. -‐‑ ¡Menos mal! Parece que por lo menos a ti no te disgusto. -‐‑ ¿Es que no le gustas a nadie más? -‐‑ A Amín también, creo, pero -‐‑y se encogió de hombros-‐‑ a nadie más. -‐‑ ¿Y cómo lo sabes? Durante mucho tiempo yo también pensé que no le gustaba a nadie, pero la gente no va por ahí diciéndote que le gustas ni cosas parecidas aunque así sea. Tiene uno que pensar en cómo es y qué hace. Es como si los demás fueran un espejo donde uno se refleja, y te das cuenta de que te tratan como tú los tratas. Yo creo que siempre he sido serio, distante, temeroso de que los otros, aunque fueran amables conmigo, no me estuvieran mirando como a uno de
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ellos debido a mi mezcla de razas y todo lo demás. Fui bien tonto. Hasta hace poco no me he dado cuenta. -‐‑ ¿De qué manera? -‐‑ Cuando mi padre me llevó a Castilla todo el mundo quería conocerme pero tampoco salió bien. Admiraban mis habilidades y yo hice uso generoso de ellas pero no grandes amigos. Fue en Guadalupe. Allí no tenía nada que demostrar y empecé a sentirme cómodo. Igual que con vosotros y Amín. Y eso fue todo. ¿Me vas a enseñar el libro? Bleid lo sacó del saco. Era muy pequeño, del tamaño del pulgar de José. Las tapas de piel roja, aunque tan sobadas y maltratadas que del color apenas quedaba rastro en muchos sitios. -‐‑ ¿Qué letras son éstas? -‐‑ Alfabeto carrión. Tenemos nuestra propia lengua. -‐‑ Me has engañado. Sabías que yo esperaba poder leerlo, y me lo enseñas porque no puedo entender nada. -‐‑ Esto es sólo mío. José se sintió defraudado. Sin duda Bleid no podía imaginar su curiosidad pero sí vio su decepción y trató de arreglarlo. -‐‑ Te leeré lo primero que escribí en él y me dirás si es o no necio, como dijo el Deru. Bueno, tal vez lo sea -‐‑dijo de pronto con timidez-‐‑, porque, además, escribirlo en verso... -‐‑ ¡Vamos! Léelo de una vez. -‐‑ Recuerda que el Deru nos pidió que definiéramos qué es un pensamiento. -‐‑ ¡Lee!
Pensando en pensar, pensaba que si pienso, mientras pienso, pensando en el pensamiento,
entonces doble pensara. ¿Cómo puedo yo pensar
dos veces al mismo tiempo?
Y si esto también lo pienso, son tres las que estoy pensando,
ya cuatro si sigo andando a lomos del pensamiento.
He llegado a mil docenas de pensar en que pensaba,
y ahora no sé qué he pensado, ¿o no habré pensado en nada?
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José estalló en una carcajada. -‐‑ Creo que estúpido no es, te lo aseguro -‐‑comentó entre risas-‐‑. Pero me temo que tenga poco que ver con la forma normal de los carriones, si esa forma es la de Mogo. -‐‑ Él no debe enterarse, ¿lo entiendes ahora? Es capaz de cumplir con su deber y decir en la tribu que tengo el libro, y entonces me echarán definitivamente. -‐‑ No seré yo quien se lo diga. Además, después de lo de esta noche puedes estar seguro de que nadie se atreverá a abrir tu saco. Vamos, aquí hace frío. ¿Se sentirían los demás como él y Bleid? Sí, él había estado a gusto en Guadalupe. Nadie le había preguntado nada aunque suponía que todos sabían quién era. Allí había un acuerdo tácito para que nadie indagara en la vida de los otros, como si hubieran perdido su pasado. Se debía a los conversos. Muchos se habían cambiado el nombre pero a él le fue fácil distinguirlos. A los castellanos, quería decir a los cristianos porque castellanos eran todos, les era más difícil pero él se había criado en la judería y, ¿acaso él mismo no era judío también? Nada hay más claro para quien lo es. Cuando fue presentado, en un golpe de vista los distinguió y ellos también a él, aunque jamás hablaron de tal cosa. Nunca vio en su comportamiento nada que contradijera su conversión, nada los distinguía de los demás frailes, pero había un hilo oculto que los unía, el de saber quién era qué. Él fue unido a ese hilo y, seguramente gracias a él, se sintió bien. Aquel hilo tejía la discreción, la protección, la prevención, la distinción, el miedo, y el tratar de andar sobre las aguas. ¿Cómo se sentirían los de raza segura, Dios indudable y patria cierta? Tales cosas formaban el corazón de su orgullo, como si lo que ellos llamaban su pureza les diera más calidad de humanos. Pero todos creían lo mismo: los musulmanes por musulmanes, los cristianos por cristianos y los judíos por judíos. Todos se consideraban la raza soberbia que había sido tocada por el dedo de Dios. Sólo los conversos, los de raza mezclada, los ajenos a su patria, los que no pertenecían a nada ni a nadie, podían ver los pies de barro de sus ídolos y, en medio de los otros, estaban condenados a la soledad y la desconfianza. Y Bleid era uno de ellos. El libro lo había convertido en un proscrito, lo había separado de los suyos y había aprendido a mirar la vida de otro modo. Él también intentaba andar por encima de las aguas. ¿Y Amín? Amín había nacido proscrito.
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Echó más leña al fuego y se cubrió con el capote. Hacía frío. Los otros dormían tranquilamente. Si él hubiera nacido de forma normal en Castilla o Granada, ¿estaría en aquel momento buscando un tesoro? Tal vez sí, pero en compañía de otros como él y a modo de diversión, sin creer en realidad que tal cosa pudiera existir, y la búsqueda se interrumpiría cuando hubiera algo más importante que hacer o por mero aburrimiento. El sentido común le habría dicho que fuera incrédulo. ¿Quién hubiera podido dar crédito al pergamino? Únicamente gente como ellos podían salir al camino sin más objeto que buscar un tesoro. Sin embargo era cierto, ya tenía la prueba de su existencia: el segundo pergamino. Podría ser que alguien, de forma accidental, lo hubiera encontrado y estuviera perdido para siempre. Pero existía. Ya estaba seguro. Había tenido mucha suerte; ¿con quién sino con Amín y los carriones hubiera podido hacer tal búsqueda? Los carriones le parecían ya la cosa más normal del mundo. ¿Acaso no eran hombres iguales que ellos? No. No debía acostumbrarse a verlos como si fueran algo normal porque no lo eran. De hecho eran la cosa más extraordinaria que le había sucedido en su vida sólo que, por la fuerza de la costumbre, tanto él como Amín los miraban ya como si fueran gente corriente y visible. ¿Cuántas cosas extraordinarias como aquella podría ocultar la vida? ¿O qué suerte y disposición había que tener para poder llegar a verlas? ¿Estaría dentro de uno la posibilidad de poder abrir la mente como abre una ventana? ¿Acaso no descubría de pronto, miraba como si antes no hubieran existido, las cosas que le habían rodeado toda su vida? Hasta aquel viaje, parecía que nunca antes había visto el campo. Ignoraba sus continuos cambios en la noche en medio del silencio. Cómo el viento traía de pronto el olor de las frutas de algún huerto lejano, o el de las eras, o el del pasto recién segado, cosas que no se hallaban presentes sino a extraña distancia. Cada cambio de temperatura y movimiento del aire ofrecía un olor distinto, de plantas que no estaban a la vista, la humedad de los hongos, el perfume de la resina, la exhalación de jaras y cantuesos. Cerca del sitio donde estaban, una banda de aire frío bajaba por la vaguada y su naturaleza era diferente a la del aire de los cerros o planicies. Los hilos de una neblina casi transparente se enredaban en las copas de los árboles al amanecer y desaparecían apenas salía sol. Nunca antes había percibido tan intensamente un cambio de estación. Qué ajeno había estado de todo aquello. El tiempo había sido simplemente algo incómodo o favorable para cualquier actividad, no algo esencial. Aprendía a apreciar los sonidos de la tierra: el ladrido de los perros y sus órdenes al rebaño, los pájaros de la noche, el aullido de los lobos, el rozamiento
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de los reptiles, la carrera violenta del jabalí, la asustadiza de los ciervos, el paso sigiloso de los cazadores nocturnos, los cambios de la luz, de la humedad, la forma de las nubes. Era como si hasta entonces hubiera vivido fuera del mundo y desconocido su esencia. Hasta cada árbol parecía tener su propia entidad como si fueran seres conscientes: los había bellos y seguros, otros débiles, tristes, o con las ramas pobremente repartidas y carentes de gracia, o jóvenes que exhibían su bien formada fortaleza, y otros humildes, o graciosos, sobrios, robustos, compactos. Acostumbrado a los bellos y domesticados jardines, las flores de los campos ofrecían la sorpresa de su multitud tiñéndolos de color, o de su individualidad en un recodo, entre las rocas, al borde de caminos y veredas. La inteligencia del azar las colocaba además con belleza, tanto en lo extenso como en lo mínimo. Nada de aquello había visto hasta entonces. En sus viajes, la compañía, las galopadas, la gente de los caminos o la atención a su caballo, le habían impedido mirar el paisaje más que como algo general que a veces sorprende por su belleza. Había que ir despacio, adentrarse, penetrar en él. Entonces uno se convertía en una cosa más de las muchas que el paisaje poseía. Como una planta o una piedra su naturaleza ya no era distinta, sino la misma de lo que producía la tierra. Sí, él había tenido mucha suerte.
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19 En la venta de las Herrerías, entre Mérida y Cáceres, cargaron las alforjas y salieron de nuevo al camino con intención de apartarse de él cuanto antes.
Mogo y Bleid, cada uno montado sobre el cuello de una mula, intentaban decirse algo por señas pero sin conseguir entenderse. Por fin Bleid comenzó a hablar en un lenguaje extraño y lo suficientemente alto como para que el otro lo oyera con claridad. -‐‑ ¿Estás oyendo? ¡Hablan como las ardillas! -‐‑Amín tenía razón. Si las ardillas pudieran hablar, así lo harían. -‐‑ ¿Tenéis vuestra propia lengua? -‐‑preguntó José como si no supiera nada. -‐‑ Sí -‐‑contestó Mogo-‐‑. Disculpadnos. No debe hablarse nunca en otra lengua si los que están presentes no la entienden. -‐‑ Suena muy extraña y muy rápida. -‐‑ Pues todavía no la hablamos bien del todo -‐‑dijo Mogo bajando un poco la voz porque sabía que aquel comentario traería cola. Y así fue. -‐‑ ¿Que todavía no habláis bien vuestra propia lengua? ¡Ya decía yo que erais muy chicos! -‐‑exclamó Amín riendo. -‐‑ Nuestra lengua no es como las vuestras, y hay muchos de nosotros que nunca llegan a poder dominarla -‐‑contestó Mogo. -‐‑ ¿Por qué? -‐‑ Cuestión de ruidos -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Es difícil de pronunciar? -‐‑ No. Los ruidos están en la cabeza de la gente. -‐‑ Explícalo tú, Mogo. -‐‑ No sé si podréis entenderlo los altos, pero lo intentaré -‐‑ dijo sin mucho entusiasmo-‐‑. Los carriones cuando hablan dicen todo lo que se les viene a la mente. No sólo lo que les gustaría decir sino también todos los demás pensamientos, ideas, o palabras sueltas que se les están ocurriendo en ese instante. -‐‑ Y las intercalamos sin orden unas con otras por lo que, si pudierais entendernos, en realidad no nos entenderíais -‐‑remató Bleid. José detuvo la mula. Cogió a Mogo del cuello de ésta y lo sentó sobre el pomo de la montura mirando hacia él. -‐‑ ¿Quieres decir que no podéis controlar lo que decís?
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-‐‑ A veces no muy bien. No me mires con esa cara. Esa forma de hablar también tiene sus ventajas: no es posible mentir, ni disimular, ni esconder los sentimientos. -‐‑ Ni entenderse, pero sí comprenderse -‐‑remató Bleid. -‐‑ Entonces, ¿no es un problema de la lengua sino de las cabezas? -‐‑José se dio con el dedo en la sien para confirmar que efectivamente se refería a la cabeza. -‐‑ Así es -‐‑dijo Mogo-‐‑. Pero es natural porque así hablan los pájaros. Ellos no hablan como los hombres. Y tampoco pueden mentir, lo dicen todo. Si nosotros no habláramos como ellos no podríamos comprenderlos. José no salía de su asombro, y Amín ni piaba. -‐‑ El sabio -‐‑continuó Mogo que empezaba a sentirse cómodo debido al asombro que José demostraba-‐‑ es el que puede controlar y emitir exactamente lo que desea decir y con la mayor precisión. -‐‑ Pero hasta llegar a sabios tenemos mucho ruido en la cabeza -‐‑dijo Bleid y esta vez fue él quien se dio con los dedos en la frente. -‐‑ Sí, sobre todo la gente joven -‐‑siguió Mogo-‐‑. Hay que aprender a eliminar los ruidos. Evitar todos los pensamientos laterales que vienen a la mente junto al pensamiento principal. Y es muy difícil porque a veces no se sabe cuál es el pensamiento principal. En eso consiste nuestra educación, en saber distinguir el pensamiento principal del resto. -‐‑ Pero yo no estoy tan seguro de que sirva para algo -‐‑dijo Bleid dejando escapar la frase sin alzar la voz. José lo oyó. -‐‑ ¿Por qué? Lo que ha dicho Mogo es razonable. -‐‑ Algo perdemos -‐‑dijo Bleid lacónico. -‐‑ Pero ganamos mucho más -‐‑dijo Mogo convencido-‐‑. Además, es una cuestión de elección. -‐‑ ¿Por qué de elección? -‐‑preguntó José. -‐‑ Cuando tienes todas las posibilidades que se te han venido a la mente debes elegir una de ellas... -‐‑ ¡Y renunciar a todas las demás! –Bleid interrumpió a Mogo-‐‑. Y todas las demás también podrían ser la realidad. Y si no las eliges, ¿qué pasa con ellas? Deben quedarse por ahí en algún sitio haciendo o siendo algo que nosotros no podemos ver. ¿O dejan de existir porque no las hayamos elegido? -‐‑ ¡Es necesario elegir! Y llegar a un acuerdo sobre las cosas –Mogo contestó a Bleid. Luego miró a José y vio que no parecía entenderlo muy bien. Siguió-‐‑: Te pondré un ejemplo: imagina que encontramos una cosa que nunca habíamos visto antes. Hay que definirla y darle un nombre, pero a cada uno de nosotros se le ocurren cosas, y todas
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pueden ser distintas. Entonces llegamos a un acuerdo y se le da el nombre que a la mayoría le parece el mejor. Te he puesto un ejemplo muy simple, pero eso es lo que hemos venido haciendo poco a poco a lo largo de los siglos. Y no sólo hemos dado nombre a las cosas, así hemos hecho leyes, normas, costumbres… -‐‑ Y el bien y el mal sin saber si son verdad o no, o si están completos -‐‑volvió a interrumpir Bleid. -‐‑ ¡Naturalmente! Porque todo el mundo tiene una idea muy parecida de lo que es el bien y el mal. Hemos ido haciendo un camino, un cauce por el que podemos andar y entendernos. Las leyes y las normas son necesarias para vivir –Mogo hablaba con la impaciencia del que ha repetido lo mismo un montón de veces. Luego se volvió a José-‐‑: Éste es otro de sus caballos de batalla. Bleid cree que con la eliminación de los ruidos mentales perdemos más que ganamos. -‐‑ Es que ese cauce que dice Mogo que hemos construido le queda siempre muy estrecho al pensamiento –explicó Bleid-‐‑. Y no sé si las elecciones que hemos hecho son las buenas. Podíamos haber elegido otra cosa y tal vez la vida sería diferente. -‐‑ Sí, mucho peor, un caos -‐‑contestó Mogo seguro. -‐‑ ¿Cómo lo podemos saber? -‐‑preguntó Bleid-‐‑. Mira tu propio ejemplo. Nos hemos puesto de acuerdo para darle un nombre a esa cosa que no conocíamos pero, ¿cómo se llama de verdad? -‐‑ ¡Ésa es una pregunta tonta! Esa cosa no tiene más nombre que el que le hemos dado. -‐‑ Pero podíamos haberle puesto cualquier otro. Además, ¿en qué se parece la palabra mesa a una mesa? Si al menos se pareciera… -‐‑ ¡Pues no! -‐‑Mogo casi gritó. Luego, más tranquilo, se volvió a los otros-‐‑: Hace esos comentarios porque quiere, porque él sabe que cuando hemos hecho mal una definición con el tiempo se corrige. -‐‑ Eso es. Nunca nos inventamos nada nuevo, sólo corregimos o completamos lo anterior -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Y acaso no es una buena forma? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Creo que Mogo tiene razón -‐‑dijo José. -‐‑ Razón tiene, sí; pero, ¿tiene verdad? Y la razón no es más que lo que usamos como palanca de esa buena forma. O los cimientos del cauce por el que hay que estrechar al pensamiento. Nos apoyamos en una razón, y ésta se apoya en otra, y la otra en la siguiente. Y para justificar la última únicamente pedimos que no contradiga a la anterior, a la que sólo se le exigió lo mismo. No es más que un invento que la gente confunde con la verdad. Pero la verdad debe ser algo mucho más simple y contenerlo todo a la vez. Y vosotros también lo sabéis. De lo que uno ve, percibe y siente a lo que es capaz de decir
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para que quepa en el cauce, hay mucha diferencia. Casi todo se queda fuera. Y los carriones antes de educarnos somos capaces de decirlo todo, aunque eso sí, de una forma un tanto pajarera. José lo miró con ternura. ¿Qué era lo que sabía Bleid? Había momentos en que parecía llegar hasta la puerta de su pensamiento dispuesto a abrirla pero se paraba de repente, hacía una pirueta y desaparecía. Sería que no le cabría en el cauce. -‐‑ Díselo, José -‐‑pidió Mogo-‐‑. Dile que no hay nada mejor que una respuesta bien construida, limpia, clara, tersa. -‐‑ Yo diría todo eso pero de una pregunta -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¡Pero también para las preguntas hay que saber elegir bien al pensamiento! -‐‑gritó Mogo. -‐‑ Bueno –Bleid se encogió de hombros-‐‑, en realidad si has elegido bien el pensamiento y logrado una buena pregunta, ella misma es la respuesta. No necesitas nada más. No necesitas la respuesta porque tal cosa no existe. De hecho, las preguntas están por una parte y las respuestas por otra y, aunque a veces nos creamos que están relacionadas, no hay tal, sólo es pura apariencia o coincidencia. Ya lo dije el otro día. No diréis que no he hablado de forma razonable… -‐‑ ¿Razonable? ¡Hasta aquí hemos llegado! -‐‑esta vez fue Amín quien interrumpió a Bleid que iba imparable-‐‑. Y os voy a hacer una pregunta limpia, clara, tersa, concreta y planchada, que espero que me contestéis del mismo modo, sin pajarerías: ¿qué era lo que decíais en esa maldita lengua de ardillas? -‐‑ Que estamos muy cerca de nuestra tribu, y que tal vez podríamos pasar allí la noche. -‐‑ ¿Cerca del pueblo de los carriones? -‐‑Amín miró a José con los ojos muy abiertos y lo vio con cara de gustarle la idea tanto como a él. -‐‑ Bueno, primero habrá que pedir permiso -‐‑dijo Mogo-‐‑. Sigamos, un poco más adelante está el camino antiguo, tenemos que ir por él. -‐‑ ¿Un camino de carriones? No cabrán las mulas -‐‑dijo Amín. -‐‑ Es un camino de los altos. Éste que lleva a Cáceres es más reciente. Antiguamente los altos viajaban por el otro. Hace miles de años los altos atravesaban esta sierra y la seguían por la ladera norte. Iban a buscar metales para fabricar las armas y comerciar. -‐‑ ¿Qué metales? -‐‑ Estaño y oro. -‐‑ ¡Oro! -‐‑exclamó Amín-‐‑. ¿Hay minas de oro cerca de vuestro pueblo? -‐‑ No; el oro está en los ríos. Entonces había mucho comercio, más que ahora. Subían gentes del sur. -‐‑ Pero antes de lo del oro ya había gente por allí –dijo Bleid.
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-‐‑ Es cierto, los talladores de rocas. Un pueblo muy antiguo, casi tanto como nosotros. Construyeron grandes habitaciones con piedras enormes clavadas en el suelo, y usaban otras todavía más grandes para cubrirlas. Eran muy hábiles manejando las piedras. Luego otros tallaron tumbas en grandes bolos de granito. Ya lo veréis. -‐‑ Y tampoco fueron esos los primeros. -‐‑ Si, antes que ellos estaban los pinta-‐‑cuevas. Vivían de la caza y cuidaban rebaños. No sabían contar y si tenían que hacerlo pintaban una raya o un punto por cada cosa que contaban. -‐‑ ¿Vosotros comerciasteis con ellos? -‐‑ Nunca supieron que existíamos. Eran peligrosos. -‐‑ Algo toscos –remató Bleid. -‐‑ ¿Y qué más gente hubo? -‐‑ No hace mucho llegaron los romanos. También vinieron buscando el oro pero ya quedaba menos. Arreglaron el camino y lo empedraron, nunca estuvo mejor. Hicieron uno nuevo, el que va de Mérida a Cáceres y éste se transitó menos. -‐‑ ¿Y después de los romanos? -‐‑ Los cristianos, después los moros y ahora otra vez los cristianos. Pero ahora hay mucha menos gente y por fin parece que podemos vivir tranquilos -‐‑dijo Bleid. Cruzaron el río Salor que corría entre montes bajos y llegaron a una dehesa de encinas con la hierba recortada por los rebaños de ovejas. El lugar era muy apacible y sereno. La tierra que se ondulaba y ascendía desde el río con tupida vegetación de jarales, jaguarzos, escobones retamas y carrascas, por la que correteaban venados y hocicaba el jabalí, había dado paso a la dehesa donde toda vegetación que no fueran las encinas y la hierba para el ganado había desparecido. Con dedicación constante, los altos arrancaban cualquier planta que les robara agua o alimento, lo que mostraba un paisaje que podía abarcarse hasta la lejanía con gran limpieza y nitidez, pues se recortaban con precisión los troncos y copas de los árboles sobre la hierba extendida como una alfombra. José y Amín se sentaron a esperar hasta que Bleid volvió en su busca. Los sacó del camino y, campo a través, llegaron a una suave hondonada en cuyo centro, bajo una gran encina vieron sentados a cientos de carriones.
Un pequeño comité de bienvenida se mantenía de pie y algo adelantado. Eran el Rey y el Deru acompañados de Mogo. El Rey llevaba un vestido de cuero, cinturón con hebilla de oro y una fina corona; y el Deru iba cubierto con una capa hasta el suelo y un extraño gorro.
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Al verlos José se detuvo y descabalgó indicándole a Amín que también lo hiciera. El Rey y el Deru los saludaron haciendo una profunda inclinación de cabeza. -‐‑ Sed bienvenidos. Sería un honor para nosotros que aceptarais nuestra hospitalidad -‐‑dijo el Rey. -‐‑ El honor es nuestro -‐‑contestó José haciendo una reverencia. Y se dispusieron a seguirlos. Al llegar junto a los demás, que se pusieron de pie, el Rey los presentó: -‐‑ Estos son José y Amín, compañeros de viaje de Mogo y Bleid -‐‑. Luego volviéndose hacia ellos-‐‑: éste es el pueblo de los carriones. José volvió a hacer una reverencia que Amín trató de imitar y los carriones contestaron con una inclinación de cabeza. -‐‑ Es nuestra costumbre recibir a los visitantes con una merienda -‐‑dijo el Rey sentándose e invitando a los demás a hacer lo mismo. Hizo sonar las palmas y la gente, con un suave murmullo, sacó las cestas de merienda y extendieron manteles por el suelo. Ante ellos pusieron varias que el mismo Rey, con ayuda del Deru, fue abriendo y ofreciéndoles el contenido. -‐‑ Comed tranquilamente -‐‑dijo-‐‑. Aunque nuestras comidas no suelen gustarles a los altos, lo que veis aquí son panes hechos con harina de bellota y quesos de oveja. Y comieron y conversaron pausadamente. Nadie levantaba la voz por encima del murmullo y no faltaban miradas de curiosidad. Después de comer, como siguiendo un rito, se guardaron las cestas, se hizo el silencio, se formó un gran círculo e invitaron a Mogo para que saliera a hablar. El carrión habló de los sitios que habían visto así como de los incidentes del camino, incluida la persecución sufrida por los dos desconocidos. Tuvo que repetir dos veces cómo salieron de la mezquita y cómo descifraron los acertijos. Bleid no abría la boca, y tampoco nadie parecía esperar que lo hiciera. Comió tranquilamente y después se quedó plácidamente dormido. José y Amín estaban fascinados, aunque serios. Todo era tranquilo pero también lleno de formalidad. Y su sorpresa mayor llegó cuando los demás carriones comenzaron a hacer preguntas a Mogo. Conocían paso a paso todo el camino recorrido, lo que llenó a Amín de intranquilidad. ¿No serían en realidad duendes? El Deru lo observaba y con un gesto le hizo saber al Rey que era preciso dar una explicación para tranquilizarlo. -‐‑ Tal vez estéis pensando en cómo es posible que estemos tan al tanto de vuestras andanzas.
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-‐‑ Sí, por cierto -‐‑contestó José-‐‑. Sabéis mejor que nosotros nuestros pasos. -‐‑ ¿Creéis que podríamos dejar solos a dos carriones? Quiero decir, sin tener noticias de ellos tanto tiempo. En realidad siempre estamos en contacto -‐‑dijo el Rey. “Son duendes” -‐‑pensó Amín. Y como adivinándole los pensamientos, el Rey explicó: -‐‑ Los pájaros nos informan. Les hemos pedido que sigan vuestros pasos y, aunque no sabemos cómo lo hacen, cada día nos traen noticias. Todo lo que pasó en la mezquita nos lo contó la lechuza que vino expresamente a visitarnos. Y, por cierto, sabemos más que vosotros: vuestros perseguidores nunca entraron detrás del muro, no vieron el acceso. Y sabemos algo más. Ahora están en Cáceres, a pocas leguas de aquí. -‐‑ ¡Van por nuestro camino! ¿Cómo pueden saberlo?-‐‑ José estaba estupefacto. -‐‑ Si supieran dónde estáis -‐‑intervino el Deru-‐‑, no irían delante, sino detrás. O simplemente ya os habríais encontrado. -‐‑ ¿Entonces? -‐‑ Ahora tenéis ventaja -‐‑dijo el Rey-‐‑. Puede que ellos hayan desistido de buscaros, o puede que sepan a dónde vais y os esperen allí. -‐‑ ¿Cómo pueden saberlo? Nosotros mismos no lo sabíamos antes de encontrar el acertijo -‐‑dijo José. -‐‑ ¡Ah! La vida es muy misteriosa. Os persigue gente que no conocéis y que, sin embargo, parecen adivinar vuestros pasos. Veo un extraño peligro porque saben sin saber y, sin embargo, aciertan. Debe guiarlos un gran poder. Tendréis que tener mucho cuidado -‐‑aconsejó el Deru. El resto del día lo pasaron descansando sobre la hierba. Una vez que terminó la explicación de Mogo, la formalidad se rompió y los niños acudieron en tropel para verlos de cerca, pues muchos de ellos no habían visto a los altos sino desde muy lejos. Contestaron sus preguntas, se midieron el tamaño de las manos y los pies, se dejaron palpar ojos, nariz, orejas, incluso alguno se asomó con asombro a sus bocas. Y escucharon largas historias de carriones, numerosas por cierto, y guardadas amorosamente en su memoria con el paso de los siglos. José les habló de ciudades que no conocían, de las cortes de Castilla y Granada, y Amín les demostró sus muchas artes: hizo desaparecer de los bolsillos de algunos cosas que aparecían en los bolsillos de otros, incluso llegó a sacar de las orejas de los niños bellotas y nueces.
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Cuando cayó la tarde los acompañaron hasta una de las habitaciones construidas con grandes piedras por los antiguos, donde podrían dormir sin cuidado. Después los vieron alejarse cargados con sus cestas de merienda y perderse entre las encinas camino de sus casas bajo tierra. El Rey mandó llamar a Mogo y Bleid. Los esperó, acompañado del Deru, sentado en su sillón de encina en la sala del Consejo. Los dos carriones entraron respetuosamente y, después de hacer una reverencia, se sentaron ante ellos. -‐‑ Tendréis una buena explicación para justificar este viaje sin permiso y con los altos; y, por cierto, según vemos, bastante peligroso -‐‑dijo el Rey. -‐‑ Sí, la tenemos -‐‑contestó Mogo. -‐‑ ¿Y cuál es? -‐‑ La Piedra. El Rey y el Deru se miraron sin entender, o tal vez sin atreverse a creer lo que habían oído, porque sólo a una piedra se la podía nombrar como la Piedra y, la gravedad con que Mogo lo había dicho, parecía no dejar duda de que se refería a ella. -‐‑ ¿Quieres decir...? -‐‑preguntó el Rey con voz algo temblorosa y sin atreverse a terminar la frase. Mientras tanto el Deru, como movido por un resorte, había dado un paso hacia ellos y adelantado la cabeza aún más, con la boca ligeramente abierta. -‐‑ La Piedra, mi Rey. La Piedra de la Salvación. José la lleva colgada al cuello. El Rey se puso en pie y volvió a sentarse abrumado. Y el Deru se aproximó y se sentó frente a ellos mirándolos profundamente a los ojos pero con un leve temblor en la barba. -‐‑ ¿Estáis seguros? -‐‑ Sí, lo estamos. Y si pudierais verla sabríais que no puede caber la menor duda. -‐‑ ¡Oh dioses! -‐‑suspiró el Deru como aturdido-‐‑. Tantos carriones antes que nosotros y tantos como vendrán después, y hemos sido nosotros los elegidos para encontrarla. -‐‑ ¡Sí, nosotros! Ya podemos sentirnos seguros. -‐‑dijo el Rey entusiasmado. -‐‑ Que no reparta mi Rey la liebre antes de haberla cazado -‐‑dijo Bleid. Por primera vez el Deru miró a Bleid como si realmente hubiera algo de inteligencia en aquella cabeza.
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-‐‑ Tiene razón -‐‑asintió el Deru-‐‑. La piedra es de ese joven, todavía no es nuestra. -‐‑ Pero ha de serlo -‐‑dijo el Rey-‐‑. Y habréis de estar con ellos hasta que podáis conseguirla. -‐‑ Pero, ¿cómo? -‐‑preguntó Mogo-‐‑. Él ama la Piedra. -‐‑ ¿Sabe lo que posee? -‐‑preguntó el Deru. -‐‑ Lo ignora, y Amín también. -‐‑ Entonces la empresa será más fácil. Cuando haya encontrado su tesoro será tan generoso que os la dará con gusto -‐‑dijo el Rey. -‐‑ Tal vez le fuera más fácil entregar la mitad del tesoro que la pequeña piedra que le dio su tío , aunque para él no tenga otro valor. -‐‑explicó Mogo. -‐‑ Mogo, eres todavía muy joven y sabes poco de la vida y menos de los altos. Él estará agradecido, de hecho, ya le habéis ayudado. Os dará lo que pidáis y si piensa que no tiene valor, mejor -‐‑el Rey hablaba con una velocidad y entusiasmo inusitados, cosa que sorprendió al Deru. -‐‑ ¡Oh! Tenemos que robarle al ciego su pepita de oro diciéndole que sólo ha encontrado un hueso -‐‑exclamó Bleid. Y el Deru, a pesar de la osadía, se alegró de aquellas palabras. -‐‑ ¡Esa no es forma de hablar a tu Rey! -‐‑exclamó él mismo poniéndose repentinamente en pie-‐‑. ¿Sabéis lo que la Piedra significa? No; sois demasiado jóvenes. No sentís ni el peso de la responsabilidad, ni el bien que ella supone. Es nuestra salvación. El día que llegue el gran peligro únicamente ella podrá ayudarnos. Tal vez nos toque a nosotros, o a nuestros hijos, o a los hijos de nuestros hijos pero ya ella estará con nosotros. La vida de los carriones está en nuestras manos y todos, de ahora en adelante, nos recordarán por haberla encontrado. Nuestros nombres serán escritos con letras de oro junto al de Diancet en el Libro Sagrado. -‐‑ Pero la Piedra no nos pertenece -‐‑objetó el Deru de forma rotunda. -‐‑ ¡Claro que nos pertenece! ¡Los dioses nos la destinaron y llevamos siglos esperándola! ¿Dónde está tu sabiduría? ¿No ves que éste es el momento más importante de nuestras vidas y de todas las vidas de los carriones en mucho tiempo? ¿No te importan nuestros miedos, los temores que hemos pasado temiendo ser descubiertos? O puede que un día se rompa el Pacto con los pájaros porque no sepamos de alguna enfermedad, y no nos traigan la pluma del búho y nos volvamos visibles. Únicamente ella podrá salvarnos si llega ese día. -‐‑ Esas no son razones suficientes para coger lo que no es nuestro -‐‑dijo el Deru.
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-‐‑ ¿Que no son suficientes? Y si mañana el mal cayera sobre nosotros, ¿acaso no se la arrancarías tú mismo del cuello para salvarnos? ¿Qué le había pasado al Rey? Parecía otro ante la posibilidad de poseer la Piedra. Había perdido su habitual templanza y, lo que era peor, los principios. -‐‑ No –dijo el Deru con voz muy grave y mirando al Rey con desconfianza-‐‑. Se la pediría después de haberle explicado lo que es. -‐‑ ¿Y esperarías que te la diera? Cuando le dijeras que el tesoro que busca, por grande que sea, no es nada comparado con el poder de la Piedra que lleva con él, ¿crees que se desprendería de ella? -‐‑ ¿Quien sabe? -‐‑dijo Mogo-‐‑. Si supiera el bien que es para nosotros tal vez nos la diera o, al menos, lo haría en el momento que la necesitáramos. -‐‑ ¡Eres un iluso! Mogo se asustó ante la forma despectiva con que el Rey le había dicho aquella frase. Pero el Deru, con un gesto, le animó a seguir hablando. -‐‑ Él nos ayudaría, estoy seguro. No es la ambición lo que lo mueve. Tal vez ni siquiera le interese el tesoro; siente curiosidad por saber lo que es y además desea cumplir la promesa que le hizo a su tío. Y parece que a su tío tampoco le interesaba la riqueza, luego ha de ser un tesoro extraño. -‐‑ Y escondido por extrañas gentes con extraño misterio -‐‑dijo el Deru. -‐‑ El único tesoro es el que lleva colgado al cuello y nosotros no podemos perderlo -‐‑dijo el Rey resuelto. -‐‑ ¿Creéis que su tío sabía lo que era la Piedra? -‐‑preguntó el Deru. -‐‑ José nos contó que se la había dado en su lecho de muerte pidiéndole que nunca se separara de ella porque era una piedra muy especial y le daría suerte -‐‑explicó Mogo. -‐‑ Una piedra muy especial... -‐‑murmuró el Rey despectivo-‐‑. Pase lo que pase no se os ocurra volver a la tribu sin ella. Mogo bajó la cabeza abismado en el dilema de cumplir su obligación de obedecer al Rey o respetar la opinión de su maestro. Bleid miró al Deru y le sonrió. Por primera vez en su vida le hizo una pregunta: -‐‑ ¿Crees que el bien fallará si hay que usar el mal para ganarlo? -‐‑ ¡Nunca hay que usar el mal para obtener el bien! –exclamó el Deru-‐‑. Ésa es una vieja pregunta. Pero tal vez el mal no exista si se logra conjurarlo. -‐‑ ¿De qué modo? -‐‑preguntó Mogo levantando la cabeza.
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-‐‑ ¡No hay modo! -‐‑exclamó el Rey-‐‑. Es más, no deberíamos dejar marchar a ese joven sin conseguir la Piedra. Y cualquier carrión puede quitársela del cuello mientras duerme sin que lo note. El Deru se puso repentinamente en pie y sus ojos parecieron echar chispas haciendo retroceder al Rey. -‐‑ Roba la Piedra -‐‑le dijo-‐‑, pero ¿cómo la usarás? ¿Acaso sabes cómo gobernarla? Sólo con su roce te quemarías. Y yo no te ayudaré. -‐‑ ¿Vas a dejar escapar la salvación de tu pueblo? -‐‑preguntó el Rey casi con un grito. -‐‑ Voy a dejar que la vida hable. Y si ha llegado el momento, ella sola vendrá. En vuestras manos queda -‐‑dijo volviéndose a Mogo y Bleid-‐‑. Y entre los dos sabréis qué tendréis que hacer cuando llegue el momento. -‐‑ ¡Pero traedla! -‐‑ordenó el Rey. Mogo salió cabizbajo, abrumado por el peso de la responsabilidad mientras Bleid miraba las estrellas rutilantes sobre el campo de encinas. -‐‑ Creo que no te das cuenta del deber que nos han impuesto. -‐‑ ¡Bah! Tampoco hay que resolverlo esta noche –respondió Bleid indiferente. -‐‑ ¿Qué pasará si no la traemos? El Rey será capaz de expulsarnos de la tribu. Yo no me atreveré a volver sin la Piedra. -‐‑ Ni te preocupes. El tiempo disuelve las cosas y también los problemas. A lo mejor cuando volvamos, aunque la traigamos, al Rey lo ha partido un rayo. -‐‑ ¿Cómo puedes ser tan irresponsable? -‐‑Mogo se detuvo para enfrentarse a su compañero-‐‑. ¿Y cómo puedes ser tan irrespetuoso con tu Rey a quien sólo importa la salvación de su pueblo? -‐‑ Y poner su nombre con letras de oro en el Libro Sagrado. -‐‑ Aunque así fuera, ¿acaso no tiene razón? -‐‑ Sí, la tiene, pero no una, dos razones, y la segunda nos pone en peligro. Pero no hace falta pensar ahora en eso. ¿Qué adelantaríamos? ¿Acaso ha cambiado algo? ¿No vamos detrás de la Piedra desde que la vimos? Todo sigue igual -‐‑ Sí ha cambiado. Antes solamente la seguíamos, ahora tenemos una misión que cumplir. -‐‑ ¡Aaaaah! -‐‑bostezó Bleid llevándose la mano a la boca-‐‑. Importantísima misión por cierto, dormirme en un instante como un cesto. -‐‑ ¡Eres un insensato! La vida de la tribu en nuestras manos y sólo piensas en dormir. Yo solo tendré que ocuparme de todo y además cuidar de ti.
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-‐‑ ¡Vale! Y sobre todo procura que cuando llueva, el agua no me caiga sobre la cabeza.
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20 -‐‑ No vayáis a Salamanca por la Vía de la Plata, pues estando en Cáceres ése será el camino más probable que tomarán vuestros perseguidores si van hacia el norte. Id por Alcántara y, desde allí, torced hacia el noreste para atravesar la Sierra de Gata. No tengáis prisa pues si ellos la tienen, tal vez se hayan marchado cuando lleguéis allí –aconsejó el Rey a la mañana siguiente cuando estaban dispuestos para la marcha. -‐‑ Eso haremos -‐‑contestó José agradecido. -‐‑ Y tened cuidado, pero cumplid vuestra misión -‐‑dijo esta vez el Rey dirigiéndose a los carriones. Mogo bajó la cabeza con un gesto afirmativo pero Bleid tuvo otra idea mejor: -‐‑ José, tal vez al Rey y al Deru les gustaría ver la piedra que llevas colgada al cuello. Los dos carriones no pudieron evitar un leve gesto de nerviosismo. José se agachó y, sacando la cadena, dejó que la piedra se balanceara a muy poca distancia de ellos. El Rey miró el pequeño colgante con reverencia y temor, y sus ojos se movían siguiendo el leve balanceo como si no pudiera desprenderlos de él. Al Deru el corazón le empezó a latir con una prisa inusitada, sin embargo, sus ojos no se movían, veía más la Piedra que la miraba, ni siquiera parecía tener los ojos puestos en ella. Fueron unos pocos segundos pues al ver que no abrían la boca, José interpretó que la piedra no les interesaba y la guardó mientras decía: -‐‑ Es un recuerdo de mi tío. Me dijo que me daría suerte. El Rey lo miró como si tuviera en frente al ser más obtuso del mundo, en cambio, el Deru, le contestó de forma amable: -‐‑ Protégela bien y protege a todos los demás. Llevas contigo grandes tesoros. -‐‑ Lo sé, y los defenderé con mi vida. El Deru se quedó en el borde del camino mirándolos hasta que se perdieron en la lejanía. Durante todo el día caminaron tranquilamente aunque el viento del norte les indicó la proximidad del invierno y tuvieron que abrigarse. Era un día gris con neblina que no desapareció cuando el sol fue ascendiendo, por el contrario, se formaron nubes bajas que de vez en cuando se deshacían en una fina lluvia. Los extensos encinares dieron paso a un terreno más pobre y más alto, una meseta que se onduló en pequeños valles de pocos árboles y cerros bajos. Apenas
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había gente en el camino. Aprovechando la lluvia los labradores le hacían labores a la tierra, y los parajes recién arados formaban bandas marrón oscuro que contrastaban con el amarillo pálido de los pastos secos y humedecidos por la lluvia. Cuando caía la tarde apretaron el paso para poder llegar a Alcántara antes de que cerraran las puertas. Después de una curva el camino apareció como una larga línea recta y empinada y, en la lejanía, vieron dos jinetes, uno de ellos con gorro de mercader. Se detuvieron. José buscó su espada y la ciñó sobre el hábito. -‐‑ ¿Crees que nos han visto? -‐‑ Si así fuera no irían tan tranquilos. -‐‑ ¿Cómo han podido saber que veníamos por aquí? -‐‑Amín estaba pálido. -‐‑ Están a mucha distancia. Los seguiremos y así podremos ver qué hacen. Tal vez no sean ellos. Pero cuando terminaron de subir la cuesta los jinetes habían desaparecido. Sin duda habían galopado hasta la ciudad que avistaban en aquel momento. -‐‑ Está cayendo la noche, si no apretamos el paso cerrarán las puertas y no podremos entrar -‐‑dijo Amín. -‐‑ Que las cierren, mejor -‐‑contestó José-‐‑. Por eso ellos han corrido, para no quedarse fuera. -‐‑ ¿Dormiremos a la intemperie en esta noche? -‐‑Amín miró al cielo. Apenas había luz y la lluvia continuaba cayendo suavemente. -‐‑ Ya encontraremos dónde cobijarnos. Si ellos están en Alcántara la suerte podría ser peor. Y andaremos despacio. Cuando pasemos junto a la muralla debe ser ya completamente de noche. La oscuridad apenas les permitió ver las puertas. Rodearon la ciudad por un camino que pronto comenzó a bajar hundiéndose en un trazado lleno de curvas, al lado de un riachuelo sobre el que cruzaban de cuando en cuando por puentes de piedra. Las mulas seguían mansamente, pero sus pasos retumbaban en espacio tan cerrado y José comprendió que llamaría la atención de los vigías, a menos que la lluvia les impidiera oírlos. -‐‑ Tenemos que encontrar un cobijo cuanto antes -‐‑dijo. -‐‑ Hay uno un poco más abajo, llegando al río Tajo -‐‑contestó Bleid. -‐‑ ¿Es que conoces esto? -‐‑ Sí, por aquí volví de Salamanca. ¿A que soy un pozo sin fondo? -‐‑ Mas bien sin brocal –le espetó Mogo. -‐‑ Cuando el camino vuelva a ser llano y cubierto de grandes piedras, ahí nos detendremos –explicó Bleid ignorando el comentario de su compañero.
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Los cascos de las mulas hicieron más ruido al andar sobre losas de granito. Desmontaron y, siguiendo las indicaciones de Bleid, casi a tientas, encontraron al lado del camino un pequeño edificio con varios escalones de piedra. Apenas José comenzó a subirlos, se escuchó el ruido inconfundible de espadas saliendo de la vaina y el sonido de pasos que corrían en su dirección. Como sombras negras cayeron sobre ellos. José no tuvo tiempo de sacar la espada cuando oyó al que tenía frente a él saliendo del edificio y, de cabeza, se tiró contra el bulto derribándolo en el suelo, sin darle tiempo a utilizar su arma. Amín sacó la daga y la hendió donde pudo, pero fueron las mulas que, ante el ruido desconocido en medio de la oscuridad, comenzaron a dar coces sin parar, impidiendo que alguno pudiera aproximarse a la escalera. José tras ver sin sentido a su agresor, desenvainó y se volvió a ayudar a Amín. -‐‑ ¡Ponte a mi espalda! Los otros acudían por el ángulo libre que dejaban las mulas, y hasta tres cabían a la vez, a los que José fue hiriendo o desarmando. ¿Quién podría ser aquella gente? Eran muchos más de dos. Desde luego gente de armas, y con demasiado ahínco para ser desertores o ladrones. No querían ganar, querían vencer. Con la ventaja de estar sobre la escalera José tiraba al bulto, casi guiándose por el ruido de tanta como era la oscuridad. Amín optó por coger las bridas a las mulas para que no huyeran, porque hasta entonces, con gran esfuerzo y fuertes silbidos, las habían sujetado los carriones. Ya sólo quedaban dos y luchaban con tino, parando los golpes de José con certeza. La respiración de uno de ellos era agitada, casi temblorosa. José comprendió que era un hombre viejo, aunque gran experto en la esgrima. -‐‑ ¿Qué es lo que queréis? -‐‑preguntó. -‐‑ Guardar a mi señor -‐‑contestó el anciano. -‐‑ ¡Cuartel! -‐‑gritó entonces José. Las espadas se detuvieron. Después de unos instantes en que únicamente se escuchó el aliento de los contrincantes, José preguntó: -‐‑ ¿A qué señor? -‐‑pero nadie respondió. -‐‑ Amín, enciende una vela. Envainó la espada y se acercó con la luz al que había dejado sin sentido dentro del edificio. Le quitó el casco y en aquel momento el otro abrió los ojos. -‐‑ ¡El Rey de Portugal! -‐‑exclamó José. -‐‑ Don José Enríquez, ¿érais vos?
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-‐‑ ¡Por Dios que he podido mataros! -‐‑dijo ayudándole a incorporarse. -‐‑ O yo a vos. -‐‑ Mi señor, tenéis fieles servidores –dijo José al ver que se acercaban los otros preocupados por su estado. -‐‑ Y vos también, ¿cómo si no habéis salido vivo? -‐‑ Un escudero y dos mulas. Rodead de mulas las murallas de Lisboa y nadie osará atacaros-‐‑ dijo José y rieron ambos. El Rey se puso en pie y salió al exterior. -‐‑ ¿Ha habido muertos? -‐‑ Heridos. Sois un campeón –dijo el anciano dirigiéndose a José. -‐‑ ¿Y vos que tan bravamente le habéis defendido? -‐‑ El Duque de Braganza -‐‑contestó el Rey -‐‑. Vamos a ver cómo están los hombres. -‐‑ Os vi en el torneo de Medina del Campo -‐‑dijo el Duque-‐‑. Si llego a saber que tendría que enfrentarme hoy a vos me habría entrenado con antelación. -‐‑ ¡Vaya! Tienes un amo famoso -‐‑le dijo Bleid a Amín cuando los otros se alejaron-‐‑. Ya se sabe, donde menos se espera, la liebre se agazapa. Y tú que a veces has pensado que tal vez le faltara coraje... -‐‑ ¿Y qué sabes tú de lo que yo pienso? -‐‑ Bueno, como es medio cristiano... -‐‑ Pero su padre también tendrá coraje. ¿Cómo si no se iba a enamorar de él una hija del Emir? -‐‑ Claro –Bleid cabeceó-‐‑. Uno no es por lo que es sino por lo que hereda. Entonces, ¿crees que los cristianos también pueden ser valientes? -‐‑ Alguno saldrá bueno. -‐‑ Pero nadie como las mulas. ¿Has visto? No necesitan ni patria ni rey, sólo escuchar ruidos en la oscuridad. -‐‑ ¡Qué burro eres, Bledito! -‐‑ Mulo, mulo en todo caso es lo que me gustaría ser. -‐‑ ¿Y dónde está Mogo? -‐‑ Se ha ido con José. No quiere perderse nada de lo que diga la gente importante, y éstos deben serlo. -‐‑ El Rey de Portugal. Y por poco lo matamos –Amín no pudo evitar hacer un resoplido largo para acabar riéndose abiertamente. -‐‑ ¡Así es la vida! La mula no distingue cuando suelta la coz –contestó Bleid. -‐‑ ¿Viste cómo luchaba? Desarmaba a dos hombres a la vez, y al tercero se lo quitaba de en medio de una patada. Y todo a la velocidad
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del relámpago. ¿Cuántos han sido? Por lo menos diez -‐‑Amín no pudo acallar más tiempo su admiración por José. -‐‑ No podía ser de otro modo. ¿Acaso no lo educaron en la corte de Granada? Y la seda siempre será seda, aunque ande camuflando monas. -‐‑ Eso es cierto. -‐‑ Lo que no entiendo es cómo contando Granada con tales guerreros es cada vez más chica y está más asustada. -‐‑ ¿Asustada? No sabes lo que dices, Bledito. Lo que pasa es que ellos son muchos más, y cada uno de los nuestros tiene que enfrentarse a cuarenta de ellos por lo menos. Y aun así, muchas veces tienen que salir por pies. José y el Rey volvieron solos. -‐‑ Amín, ve con los demás hombres. Están en unos refugios que hay en la orilla del río. -‐‑ Miradlo bien, si es que podéis -‐‑le decía el Rey a José-‐‑. Ibais a entrar en un pequeño templo romano y el tiempo no le ha quitado ni una sola piedra. Está intacto. José, de nuevo sobre la escalera, observaba con la poca luz que daba el farol que sostenía el Rey, el templo. -‐‑ Entremos, podrían ver la luz desde Alcántara. Los grandes bloques de granito estaban cortados y unidos con perfección. El Rey los mirada embelesado sosteniendo el farol en alto. -‐‑ Pero, decidme, mi señor, ¿qué hacéis vos aquí si teméis que os vean desde Alcántara? El Rey apagó el farol y se sentó en el escalón que sostenía el ara antes de contestar. José tomó asiento a su lado, aguardando en silencio. -‐‑ Es difícil de explicar. Hoy habrá luna llena y el astrólogo dijo que poco después de media noche cesaría la lluvia y las nubes se abrirían. Mi campamento está cerca de la frontera, pero me he escapado -‐‑y sonrió como quien consigue un capricho. Cuando sonreía volvía a tener cara de niño. Era de la misma edad que José. -‐‑ ¿Escapado? -‐‑ Sí, a veces lo hago. Ellos creen que es una rareza, y debe serlo porque cuando trato de explicarlo me miran con resignación. ¿Os reiréis vos también de mí? -‐‑ ¿Ellos se ríen? -‐‑ No se atreven. Sé que no debería entrar en Castilla como un ladrón porque puedo correr riesgos como el de hoy. Pero vale la pena y, además, rara vez puedo hacerlo. -‐‑ Pero, ¿qué es lo que hacéis? ¿A dónde vais, mi señor? -‐‑ Aquí, a ver el puente.
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-‐‑ ¿Qué puente? -‐‑ El de Alcántara. Lo tenéis delante pero la oscuridad os impide verlo. Cuando tenía once años -‐‑comenzó a contar el Rey-‐‑, vine a Alcántara para entrevistarme con el Rey de Castilla. El último día hubo un gran banquete y la fiesta terminó tarde pero teníamos prisa por volver a Portugal, que está muy cerca de aquí, y decidimos hacer el viaje por la noche. Había luna llena y el puente apareció iluminado ante nuestros ojos de repente, tras una curva del camino. Jamás había visto cosa más bella en mi vida. El Tajo es aquí muy profundo, encañonado entre los montes y, para salvarlo, los romanos hicieron un puente perfecto, ...donde el arte se ve vencido por su propio objeto... según dice una de sus inscripciones. Lo atravesé con una emoción que mi alma de niño no pudo entender, y seguí mirándolo mientras subíamos del otro lado hasta que los cerros lo ocultaron. “Algo me sucedió aquella noche. A partir de entonces, cada vez que contemplaba las extrañas conchas u otras bellas rarezas que traen los marinos, o los preciosos objetos que los mercaderes llevan a la corte, incluso las joyas de mi madre, yo recordaba el puente como algo mucho más bello todavía. Comencé a hacer preguntas y mis maestros me explicaron todo lo que se sabía sobre él: su altura, su anchura, y sobre todo sus posibilidades estratégicas. Bastaría con destruirlo para que Castilla no pudiera cruzar el Tajo ni invadirnos desde el sur sino a muchas leguas de aquí. Pero nadie me habló de su belleza. Llegué a creer que tal vez lo atravesé dormido y mi visión sólo fue un sueño. “Dos años después el ejército acampó muy cerca, al otro lado del río Erjas. Yo estudiaba los mapas con el Consejo pues estábamos mejorando las fortificaciones y buscábamos nuevos emplazamientos. Me di cuenta de a qué poca distancia estábamos de Alcántara. Aquella noche no podía dormir. Tuve la impresión de que mi vida dependía de volver a ver el puente. Comprobar si era cierta la belleza que vieron mis ojos o si se trataba solamente de la buena obra de ingeniería que decían mis maestros. Pero no me dejarían ir. Quería escapar y no sabía cómo. Después de dar mil vueltas en la cama buscando el modo sin encontrarlo, me rendí y me propuse conciliar el sueño, pero entonces me sentí como si mi ejército hubiera perdido en mi ausencia una batalla y me encontrara de pronto completamente derrotado y solo. Salté de la cama y abandoné la tienda. Había luna llena. Paseé por el campamento hasta acercarme a los caballos. Cogí uno y, silenciosamente, le puse cabezada y riendas, pero se acercó a mí el caballerizo y le pedí que lo ensillara diciéndole que quería dar un paseo. Salí del campamento y me puse al galope hacia Alcántara en cuanto me alejé un poco. Y no me detuve.
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-‐‑ ¿Llegasteis al puente? -‐‑ Llegué. Pero antes me alcanzó la guardia. El caballerizo comunicó mi intención de pasear en la noche y la enviaron para protegerme. Les ordené que volvieran, que salieran de Castilla y me esperaran en la orilla portuguesa del Erjas. Lo hicieron. Aquella fue mi primera orden de importancia. Llegué al puente hacia la media noche y lo encontré aún más bello que lo que podía recordar. Ya lo veréis. El río está hundido a gran profundidad, y los montes forman un largo y recto canal. Son montes ásperos, de poca vegetación. En esta época del año amarillean por el pasto seco. El puente los une y tiene casi el mismo color, como si la misma piedra hubiera querido emerger de sus entrañas para formarlo. Es solemne, elegante, y está completamente solo. No sé si tal cosa se puede decir de un puente, pero esa es mi impresión, que tiene una perfecta soledad y que, gracias a ella, ha podido mantenerse intacto. Puente destinado a durar por siempre en los siglos del mundo, dice otra de sus placas. ¿Podéis vos entender mi emoción? -‐‑ Temo, mi señor, que vuestra emoción sea más bella que el mismo puente. Pero ha de ser realmente hermoso para que corrierais tanto riesgo. -‐‑ El riesgo era cierto, estaba muy protegido. Había guardia y, no poca, en ambos extremos. Tuve que dejar el caballo a distancia y acercarme a rastras. Y escondido estuve contemplándolo hasta casi el amanecer. Aquella noche tuve tiempo para pensar. O más bien, para percibir. Si me descubría la guardia del puente, y estaba tan cerca que podía escuchar sus voces, me tomarían por un espía y ni siquiera me preguntarían el nombre. Debían saber que nuestro ejército andaba cerca y por eso estaban allí. -‐‑ ¿No sentisteis miedo? -‐‑ Mucho; apenas tenía trece años y por primera vez en mi vida estaba solo. Pero no me moví. Era consciente del peligro y sin embargo me sentía seguro. Creo que el riesgo embellecía el puente más aún. Todavía no puedo explicar todo lo que sentí aquella noche. Me pareció nacer de nuevo, como si hubiera sido entonces y no al nacer cuando se había roto el cordón que nos une a las madres, y lo había roto yo. Comprendí que a partir de aquel momento sólo yo sería responsable de mis actos. -‐‑ Le debéis mucho a este puente. -‐‑ Sabía que lo entenderíais. Desde entonces, cuando estoy próximo a estas tierras y hay luna llena, me escapo a verlo. No me importa el riesgo. Pero y vos ¿qué hacéis aquí tan lejos de la corte y vestido de fraile?
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-‐‑ También es difícil de explicar y, lo haré si me guardáis el secreto. Voy detrás de un tesoro que cuando creo haberlo alcanzado, encuentro un acertijo en su lugar que me indica que he de ir a buscarlo más lejos todavía. -‐‑ ¡Sí, por cierto! Eso es muy difícil de entender -‐‑exclamó el Rey riendo-‐‑. Tendréis que contármelo. Y José lo hizo, pero no le habló de los carriones pues sabía que no tenía derecho a hacerlo. El Rey lo escuchó entusiasmado. -‐‑ Os envidio -‐‑dijo después de que José terminara su relato-‐‑. Muchas veces deseo que mi destino fuera otro. Un simple caballero que, como vos, pudiera tener la libertad de ir como peregrino a Santiago de Compostela sin que nadie me conociera ni cuidara de mí. Más aún correr una aventura como la vuestra. Prometedme que cuando la terminéis me buscaréis para contármela. -‐‑ Lo haré. -‐‑ Ojalá los tiempos no empeoren y podáis llevarla a cabo. -‐‑ ¿Empeorar? ¿Qué sucede? Hace tiempo que no sé nada de la corte de Castilla. -‐‑ Don Álvaro de Luna está preso en Valladolid y se habla de que van a ajusticiarlo. Puede haber disturbios y tal vez os necesite vuestro padre. Y no es sólo Castilla. Hemos tenido noticias de que el Sultán Mehmet se prepara para sitiar Constantinopla. Nuestros mercaderes han tenido que volver porque los turcos impiden el paso a todo barco que no sea veneciano o genovés. Han cerrado la ruta del comercio hacia Oriente. -‐‑ Algo he oído en Granada. ¿No va a hacer nada la cristiandad para evitarlo? -‐‑ El Papa exigió la unión de las Iglesias. La Iglesia Ortodoxa ha de aceptar los dogmas de la Iglesia Católica, si no es así, no habrá ayuda. Hubo un Concilio muy difícil entre los obispos de las dos iglesias y, después de muchas negociaciones, aceptaron la unión. También la aceptó el emperador Constantino, pero los rumores dicen que muchos ciudadanos prefieren entregarse a los turcos antes que al Papa. Y todos confiamos en las murallas de la ciudad. Pero, ¡mirad! Cesó la lluvia y el cielo se está abriendo. Salieron del templo. El viento había empujado los grandes nubarrones negros dejando en el cielo nubes algodonosas a través de las que se colaba una luz blanquecina. El puente fue apareciendo poco a poco, al principio la silueta del gran arco central en medio de la vía, luego todo resto de nubes se evaporó y la luna radiante se reflejó en el río.
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Mogo prefirió quedarse sentado en la escalera contemplando cómo los dos jóvenes caminaban lentamente sobre el puente. “Así que -‐‑pensó-‐‑, hay reyes que ponen en peligro su vida para ver algo que les parece bello. ¡Qué extraños son los altos!”
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21 José aceptó la invitación del Rey y lo acompañó a su campamento. No era un campamento de guerra, sino de trabajo, como lo llamó el Rey. Volvía a estudiar la frontera y prefería hacerlo de aquel modo en lugar de ocupar casas o castillos de los nobles. Próximo a un río bordeado de árboles, las tiendas formaban calles dejando en medio un espacio abierto a modo de plaza, donde se encontraba el pabellón real. Sonaron tambores y se formó la guardia en espera del Rey que había sido avistado. Después de saludos y presentaciones, pasaron al pabellón. Amín acompañó al ayudante del Duque de Braganza. -‐‑ Tomaremos un buen almuerzo y después descansaremos hasta que el apetito de nuevo nos despierte –dijo el Rey recostándose en un sillón. -‐‑ ¿No tenéis nada importante que hacer? -‐‑ Nada. Mañana nos pondremos en marcha. Está a punto de empezar el invierno y es hora de volver a casa. Mogo se dedicó a curiosear y recorrió la tienda. Le pareció casi un palacio. En el centro de la gran sala cubierta de alfombras, había una hermosa mesa de madera oscura con patas torneadas y rodeada de sillones de asiento y respaldos de cuero. Dos enormes baúles junto a una mesa estrecha, en la que se había colocado un altar de campaña, mostraban cartapacios y estuches redondos de cuero para guardar mapas. Algunos estaban extendidos sobre un sillón próximo a la mesa. Apartando una pesada cortina, Mogo pasó a la habitación contigua. Sobre la cama, con sábanas de lino bajo una hermosa piel, había una camisola de dormir extendida. Al lado una mesa con una jarra de agua, un libro de horas, y un pequeño tríptico con motivos religiosos. Todo estaba muy ordenado. Pasó a la habitación siguiente que contenía la ropa del Rey. Los calzados, muy limpios, alineados junto a la puerta. En las esquinas, sobre soportes de madera, había dos armaduras, una de ellas de torneo. Mogo sólo las había visto una vez en Guadalupe. Fray Esteban le explicó cómo se llamaba cada pieza y para qué servía. La otra era más liviana: peto y parapeto sobre un saco, el morrión para la cabeza, quijotes y espinilleras. Era muy bella, labrada con hermosos dibujos. Más baúles y, colgados sobre un artefacto de madera, estaban los trajes del Rey. ¡Cuánto lujo! Abundaba el terciopelo, también la seda. Un jubón estaba adornado con azabaches y pequeñas perlas. Se asomó a ver la tercera habitación
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pero de pronto pensó que estaba viendo lo que no debía y volvió al salón. José y el Rey conversaban y comían animadamente. -‐‑ Siendo el hijo del Almirante de Castilla no debería enseñároslo, pero estoy seguro de que seréis discreto -‐‑al otro extremo de la mesa, el Rey extendió un mapa y llamó a José para que fuera a verlo. -‐‑ Mirad, ésta es la costa de África. Aproximadamente aquí nuestros navegantes vieron varios monstruos del tamaño de cinco o seis barcos cada uno. Bramaban con extrañas y potentes voces, y por su lomo lanzaban grandes chorros de agua. Dicen que con ese chorro, si lo hubieran apuntado hacia ellos, habrían destrozado la flota. Afortunadamente estaban lejos, el viento era favorable y pudieron salir con bien. Cuentan cosas horribles que contiene la mar Océana. -‐‑ He oído en Granada hablar de todo eso -‐‑confirmó José-‐‑. También la gente de Castilla los ha visto. Y pulpos gigantes que destrozarían los barcos con uno de sus brazos como si fueran una nuez. -‐‑ Vos que podéis, ¿os atreveríais a ir a verlos? -‐‑ ¿A vos os gustaría? -‐‑preguntó José. -‐‑ Sí. Me gusta el mar. Los nuestros han llegado muy lejos y encontrado cosas muy extrañas, tanto en mar como en tierra. ¿Habéis visto a algún hombre africano? -‐‑ Muchas veces. No olvidéis que nací en Granada y siempre han abundado los esclavos negros. -‐‑ No me refiero a los que estamos acostumbrados a ver por aquí. Los marinos hablan de muchas clases distintas de negros que no se parecen nada los unos a los otros, y sus lenguas y costumbres son distintas también. Algunos son feroces, grandes guerreros, con sólo un escudo y una lanza, desnudos. Y no pueden vivir bajo techo. Si los cogen mueren a los pocos días. No tienen pelo sino una especie de lana que cubren con barro, conchas marinas y huesos de sus enemigos. Mogo se había subido a la mesa, tomado asiento junto a un plato y escuchaba atento. -‐‑ ¿Han podido vuestros hombres internarse en África? -‐‑preguntó José. -‐‑ No, sólo costean. Y aun así mueren muchos víctimas de extrañas fiebres. Parece que únicamente al borde del mar es posible la vida de gentes como nosotros. Algunos de los que quedaron en los puestos de la costa se han acostumbrado, o por lo menos no han muerto aunque también sufren de fiebres. Dicen que es una tierra muy rica en oro, maderas, marfil y pieles de extraños animales. -‐‑ ¿Han visto vuestros hombres algún unicornio? -‐‑ Ellos no, pero hablan de negros que sí los han visto. -‐‑ ¿Y vuestros barcos han llegado a las Indias?
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-‐‑ Vuestra pregunta es indiscreta -‐‑dijo el Rey mirando a José con seriedad repentina. -‐‑ Perdonadme, mi señor –y José inclinó la cabeza-‐‑. Es pura curiosidad, por si hubierais llegado a tener noticia de cómo son las gentes y las cosas de allí. Os juro que jamás traicionaría vuestra confianza. -‐‑ Tenéis razón. Perdonadme vos por mi precaución. Me han enseñado a no tener amigos y a veces olvido que puedo discernir. No, no hemos llegado a las Indias. Hemos llegado a las costas del sur de África donde negociamos con árabes que llevan hasta allí las mercancías indias y chinas. Es un viaje muy costoso, demasiado largo. ¿Sabéis vos si los árabes llegan hasta las Indias? -‐‑ Y mucho más allá. Podría contaros cosas que tal vez no creeríais. -‐‑ ¿Como las del veneciano Marco Polo? -‐‑el Rey sonrió con escepticismo. -‐‑ Algo parecido. -‐‑ ¿Vos creéis esas patrañas? No fue más que un loco que contó historias de gran fantasía. ¡Decir que había estado al servicio del Emperador de China! Y que tienen más ciencias y artes que nosotros; grandes ciudades con bellísimos jardines, lagos construidos por los hombres y canales navegables. ¿Os lo imagináis? Si ni siquiera han conocido la ciencia de griegos y romanos. La Inquisición hizo bien en encerrarlo. -‐‑ Tal vez fuera cierto. -‐‑ ¿Vos creéis esas locuras? -‐‑ Creo en lo que escribieron los viajeros árabes, no el siglo pasado como Marco Polo, sino en los siglos noveno y décimo de la Era Cristiana. Hace siglos que los árabes llegaron a China. -‐‑ ¿No es una fantasía? –el Rey sonreía con escepticismo. -‐‑ No. He leído en Granada los libros de Abu Zaid Hassan y Suleiman de Siraf, y el de Jordadbeh y otros que fueron viajeros por esas tierras. -‐‑ Pues bien, contadme qué decían esos libros. ¿Acaso señalaban las rutas? -‐‑preguntó el Rey incrédulo. -‐‑ Sí. -‐‑ ¿Me estáis diciendo que explicaban la forma de llegar hasta allí? Y vos, hijo del Almirante de Castilla, ¿me lo vais a contar? Y sabiéndolo Castilla, ¿no es un secreto de estado? -‐‑ Mi señor, Castilla no lo sabe, y si lo sabe no quiere creerlo. Intenté decírselo a mi padre pero, como vos, estimó que eran historias fantásticas como las de Marco Polo.
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-‐‑ Pues yo os escucharé. Contadme lo que recordáis. ¿Es la ruta terrestre como la del veneciano? -‐‑ No, la ruta por mar. -‐‑ ¿Por mar? -‐‑el Rey se puso repentinamente de pie-‐‑. ¿Acaso conocéis la ruta de las Indias por mar y estáis aquí tan tranquilo? Al igual que vuestro padre no puedo creeros. -‐‑ Yo os contaré lo que he leído, y vos lo creeréis o no, según os parezca. -‐‑ Así será. ¿Sabéis cuál es el puerto de partida? -‐‑ Siraf, en el Golfo Pérsico. -‐‑ No conozco ese nombre. -‐‑ Y yo no puedo informaros de su lugar exacto, pero de allí partían los mercaderes árabes según decían los libros, y allí llegaban los barcos chinos e indios. Sé también que no se puede hacer el viaje en cualquier época del año. -‐‑ ¿Por qué? -‐‑ Por los vientos. Hay un gran viento que sopla en verano hacia las Indias durante tres meses, luego cambia de dirección y vuelve en el invierno durante otros tres meses. Es imposible hacer el viaje si no es siguiendo al viento, tanto para ir como para volver. -‐‑ Nuestros marinos han oído decir que el Golfo Pérsico es muy peligroso. -‐‑ Tanto que no se puede navegar sino siguiendo la costa y guiados siempre por hombres expertos. No se atrevían a navegar de noche y, al ponerse el sol, desembarcaban cada día. -‐‑ ¿Decían esos libros cuánto tiempo tardaban en llegar a las Indias? -‐‑ Del Golfo Pérsico se sale al Mar de la India. Creo recordar que tardaban de dos a tres meses, pero alguno de ellos decía que si el viento era bueno y la salud de la tripulación también, podía llegarse en poco más de un mes. -‐‑ Entonces, según vuestros libros, ¿hace ya siglos que tienen los árabes puestos fijos de comercio en las Indias? -‐‑ Sí. Hace siglos que hay mercaderes establecidos en sitios llamados Bombay, Boa, Quilón de Malabar y en Saimir. En el año 916 Masudi encontró más de diez mil musulmanes establecidos allí. -‐‑ ¿Y llegan también a la China? -‐‑ Dicen que por tierra es un camino muy largo y costoso pues hay que atravesar, según ellos, las montañas más altas de la tierra. Estas montañas separan a las dos naciones. Hacen la ruta también por mar. -‐‑ ¿Por mar? -‐‑el Rey no podía evitar su asombro, aunque no lo creyera-‐‑. ¿Y cuánto tiempo les lleva?
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-‐‑ No lo recuerdo muy bien. Salían de un lugar llamado Quilón o de otro llamado Ceilán y navegaban durante un mes antes de llegar a un sitio que tiene por nombre Sumatra. Siempre hacia el Este. Desde el momento en que entraban en el mar de las Indias, para llegar a China, siempre hay que navegar hacia el Este. Después de pasar Sumatra existe una isla con una montaña de fuego. Durante el día todo son humos y cenizas pero en la noche se ve llena de llamas desde mucha distancia. Todo el país pertenece al Maharajá de Java. No recuerdo cuánto tiempo se ha de navegar aún hasta que se ven las Puertas de China. Dado vuestro interés puedo volver a leer el libro cuando vuelva a Granada. -‐‑ ¿Acaso el país tiene puertas? -‐‑ No, mi señor. Las Puertas de China son montañas que salen al mar. Hay que navegar entre ellas y allí el agua es dulce. Se tardan siete días en franquear estas puertas antes de llegar a Cantón. -‐‑ Si todo eso es cierto, el viaje desde Portugal podría durar años. Pero decidme, ¿qué cosas comerciaban allí vuestros viajeros? -‐‑ Madera de aloe, sándalo, alcanfor, canela, nuez moscada, clavo, pimienta, jengibre, seda... Las mismas que luego comercian con nosotros. También oro, rubíes, esmeraldas, corindones y topacios. El mar es rico en ámbar y perlas. ¡Ah! os contaré algo de los pescadores de perlas. Sólo se alimentan de dátiles y pescado, y se impregnan el cuerpo con una sustancia negra para que no les ataquen los monstruos marinos. Y algo muy extraño: les abren un orificio debajo de las orejas para que puedan respirar, ya que se tapan la nariz con un artilugio tallado en concha de tortuga. También taponan sus oídos con algodón impregnado en aceite. ¿Vos creéis que abriendo orificios debajo de las orejas podríamos respirar bajo el agua como los peces? Eso es lo que me pareció entender. -‐‑ Sois vos quien ha leído los libros. Y, ¿quién sabe? Un capitán me contó que no fue capaz de hacer comprender a un hombre de África cómo funcionan los fuelles para encender el fuego. No podía entender su funcionamiento. Él lo creyó tonto. Pero aquel mismo hombre era capaz de saber por el vuelo de los pájaros lo que estaba sucediendo a muchas leguas de distancia. Tal vez los indios sepan hacer agallas en los hombres. ¿Qué más cosas leísteis en esos libros? -‐‑ Os diré algo de los chinos por lo que, a mi parecer, sabían del gobierno y del comercio mucho más que nosotros hace ya cinco siglos. Cuentan los mercaderes que el Emperador de la China tenía unos almacenes donde se guardaban todas las mercancías hasta que con los últimos vientos llegaban los últimos barcos. Así, ningún mercader tenía ventaja sobre otro, porque todos comenzarían a vender a la vez.
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El Emperador era el primero en comprar, pero por ello pagaba el doble que sus súbditos. Una vez que el Emperador había hecho sus compras, los mercaderes tenían libertad para ir donde quisieran, y además lo hacían seguros. -‐‑ ¿Qué queréis decir con eso? –interrumpió el Rey-‐‑. ¿Acaso los hacía acompañar por hombres de armas? -‐‑ No. Quiero decir que el Emperador garantizaba sus mercancías. Que un escribano anotaba en un libro todas las mercancías de cada mercader antes de salir de la ciudad, dándole una copia de lo que había escrito. Si el mercader era robado por el camino, al llegar a otra ciudad, entregaba el papel donde figuraban las mercancías y el Emperador le pagaba lo que le habían robado. Si además también le habían robado el papel, se mandaba pedir otra copia del libro. Así en todas las ciudades. -‐‑ Los emperadores debían ser muy ricos o haber pocos ladrones -‐‑dijo el Rey-‐‑. ¿Y el dinero? Porque los mercaderes gastarían dinero por el camino. -‐‑ El dinero lo cambiaban por sellos del gobierno y, allí donde llegaran, los funcionarios del Emperador volvían a cambiar los sellos por dinero. Y los sellos no podían ser robados porque en cada uno de ellos figuraba el nombre del mercader y las huellas de dos de sus dedos. Sólo él podía cambiarlos -‐‑ Ahora los banqueros genoveses y judíos hacen algo parecido. Les entregamos el dinero aquí y, a cambio, nos dan una carta que podemos canjear por dinero en cualquier ciudad de Europa –explicó el Rey. -‐‑ Pero los chinos parece que lo hacían cuando las ciudades de Europa no eran más que villas con murallas de madera. Y tienen grandes ciudades, y canales por donde navegan barcos, y seguramente todo lo que Marco Polo dijo. -‐‑ ¿De verdad lo creéis? -‐‑ ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Porque nosotros no sabemos construirlos? En aquellos siglos ya tenían escuelas y el Emperador pagaba a los maestros de la gente que no tenía dinero para ello. ¿Os dais cuenta? Todo el mundo que quisiera sabía leer y escribir. Y los varones tenían la obligación de trabajar desde los veinte años, dándole al Emperador cada año parte de su salario. Trabajaban hasta los setenta, y a partir de entonces no trabajaban más porque el Emperador los mantenía hasta que murieran. ¿Podéis creerlo? -‐‑ No lo sé -‐‑suspiró el Rey-‐‑. Me es más fácil creer en los monstruos del mar y en las extrañas razas de África que cazan enormes bestias salvajes con flechas y los pies desnudos. Y en que si cae
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Constantinopla pasará mucho tiempo antes de que volvamos a ver el clavo y la canela porque, si lo que habéis dicho es verdad, será muy costoso que podamos llegar a las Indias por mar. Mogo observó a los dos jóvenes que habían quedado silenciosos y en sus caras iba apareciendo la sombra del cansancio y el sueño. Discretamente el Duque de Braganza, tras asomar la cabeza y ver que aún estaban despiertos, entró para comunicar que habían apresado a dos hombres extranjeros que escondidos vigilaban el campamento. -‐‑ ¿Son castellanos? -‐‑ Uno de ellos sí, mi señor, el otro es lombardo. -‐‑ ¿Los habéis interrogado? -‐‑ Dicen que son comerciantes, y que habían equivocado el camino. Creían que estaban en Castilla. -‐‑ ¿Y a dónde se dirigían? -‐‑ A Salamanca. Han pasado la noche en Alcántara. José y Mogo se miraron temiéndose lo peor. -‐‑ Desde Alcántara el camino es claro. Volved a interrogarlos y ya me lo contaréis cuando despierte. -‐‑ Pueden ser nuestros perseguidores -‐‑dijo José-‐‑. Creímos verlos delante de nosotros antes de llegar a Alcántara. -‐‑ ¡Son ellos! -‐‑interrumpió Amín entrando atropelladamente-‐‑. Los tienen presos. -‐‑ Mi señor, os pido un favor: retenedlos por un tiempo. -‐‑ El que queráis. -‐‑ Dadme ventaja, por lo menos hasta llegar a Santiago. -‐‑ La tendréis; y trataré de averiguar por qué os persiguen.
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22 Siguiendo las indicaciones del Rey volvieron a cruzar el río Erjas más al norte, para salir al encuentro de la antigua calzada Dalmacia de los romanos, fácil de hallar porque por ella se trasladaba el ganado para buscar en la meseta de Castilla los pastos del verano, y era la vía a Ciudad Rodrigo y Salamanca. Atravesando la Sierra de Gata, desde la lejanía y como si fuera una cicatriz cruzando en zigzag los montes, vieron el camino que durante siglos había usado la trashumancia y cuyo continuo paso impedía crecer la hierba. Se detuvieron a media tarde en la Encomienda de Moraleja, situada a los pies de la sierra, para descansar y pasar la noche antes de afrontar su subida. La casa de la Encomienda estaba a la orilla de un río y muy próxima al largo puente que la cruzaba. A su entrada, bajo el amparo de la casa fuerte, se habían establecido la posada, el herrero, esquilador y otras pequeñas industrias útiles para la agricultura y los viajeros. El menudo caserío se ordenaba a ambos lados del camino. Mientras Amín se ocupaba de descargar las caballerías, José se acercó a ver el río. Un muro de poca altura, prolongación de la casa de la Encomienda, protegía a ésta y al pueblecito de las avenidas del agua, cuyo cauce era claramente desbordable. En la orilla opuesta algunas mujeres lavaban la ropa que tendían sobre la hierba o matorrales, delante de una amplia alameda. José se sentó sobre el muro, no lejos de dos pescadores, a contemplar la placidez del río y la hermosa arboleda que, cauce arriba, unía sus copas hasta formar un túnel de ramas sobre el agua. En la lejanía, detrás de los árboles, se veía la sierra extenderse azulada. Por una rampa de tierra y piedras se podía acceder al río, y por ella bajaba Amín llevando a beber a las mulas. José hablaba con los pescadores que ya se habían interesado por su procedencia y destino. Los carriones, sentados junto a él, tomaban el sol y escuchaban la conversación pendientes de la pesca. Aquel era un lugar que invitaba a la conversación y la tranquilidad. Con la serenidad de los paisajes abiertos pero perfilados en la lejanía por las montañas, evitando así la sensación de infinito y con ella la de desolación, era un lugar amplio y fértil. Más allá de la alameda, sauces y fresnos sombreaban el río y los huertos. Los olivos
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se extendían a continuación de éstos antes de dar paso a las dehesas que volvían a ser las señoras del paisaje. El centro de la vida de aquellas gentes era sin duda el río. Las orillas eran su plaza. Desde allí controlaban a los que cruzaban el puente para ir o venir de los campos, a las mujeres cargadas con los cestos de ropa, a los niños subidos en las moreras o bañándose en el verdinal que, por encima del puente, formaba una isla. Poco a poco y, con la caída de la tarde, allí se fueron reuniendo los varones del lugar para hablar del tiempo, comentar los sucesos del día y lanzar sus cañas. Y hasta allí llegó un hombre al que llamaron el porquero, si bien las bestias que lo acompañaban eran variopintas: cerdos, ovejas, alguna vaca y, sobre todo, cabras. Se detuvo en la casa de la Encomienda y, ante él, desfiló el ganado tomando después cada uno el rumbo de su propia casa. Para sorpresa de José, Amín y los carriones, e indiferencia del resto de los hombres, cada animal llamó a la puerta de su hogar bien con las pezuñas, bien con el hocico o testuz, hasta que eran oídos y les abrían desde el interior. José preguntó al porquero si era él el virtuoso que había enseñado a los animales la habilidad de reconocer su propia casa y llamar para que les abrieran. Escuchó que no, que tal cosa no era necesaria porque los animales lo aprendían solos o se lo enseñaban unos a otros. Ya el sol se había ocultado y la llegada del ganado, con la de la oscuridad, debía marcar la hora de la recogida de las gentes porque los hombres retiraron las cañas y se encaminaron hacia sus casas, y ellos hacia la posada del puente. A la mañana siguiente, poco después del amanecer, siguieron su camino. La aproximación a las montañas debió parecerle a Bleid más larga de lo que esperaba porque, después de un rato de marcha, se quejó: -‐‑ ¿Cuánto tiempo falta para empezar de verdad a subir? Llevamos andando más de dos horas y las montañas siguen igual de lejos. -‐‑ ¡Qué exagerado! No llevamos ni una hora –contestó Amín. -‐‑ No soy exagerado. Además, el tiempo se estira y se encoge y no es igual para todos. -‐‑ ¡Vaya! Era lo que nos faltaba oír. Me temo que vamos a tener un mal día –susurró Mogo. -‐‑ También lo he pensado yo alguna vez. He tenido la sensación de que el tiempo unas veces va más rápido que otras –apuntó José, y tal cosa dio pie a Bleid para seguir hablando, es más, sin más preámbulo planteó el problema:
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-‐‑ Dos carriones que tuvieran que ir desde el pueblo hasta Trujillo, es decir, ocho leguas, puede que a uno se le hicieran como tres y al otro como veinte. ¿Cuál es la distancia en realidad? -‐‑ ¿No estabas hablando del tiempo? ¿Por qué pones como ejemplo la distancia? –preguntó Mogo pensando que lo había pillado. -‐‑ Para cubrir la distancia siempre necesitas tiempo, no existe una cosa sin la otra. Es más, si nada se moviera, ¿nos daríamos cuenta de que el tiempo existe? Así que vienen a ser lo mismo. -‐‑ Serán para ti. Y si la distancia es de ocho leguas, no importa lo que le parezcan al que tiene que hacerlas, seguirán siendo ocho leguas. -‐‑ ¡Claro que importa! –exclamó Bleid-‐‑. Lo que precisamente no importa es que sean ocho leguas. -‐‑ ¡Anda ya, Bledito! -‐‑ ¿Quién las recorre? ¿Quién las vive? ¿Quien las comprueba? Los que las andan. Y dependiendo de la suerte del viaje, con lluvia o con sol, solos o acompañados, sanos o enfermos, las ocho leguas serán más cortas o más largas. Es más, las ocho leguas como tal no existen mas que en vuestra imaginación, porque no existen a menos que alguien las camine y, en tal caso, su tamaño dependerá del andador. -‐‑ ¡Claro que existen! –exclamó Mogo-‐‑. Con andador y sin él, y siempre serán ocho leguas. Y si nos engañan los sentidos es otra cuestión. La distancia será de ocho leguas siempre. -‐‑ ¡Nunca! Ningún andador es la medida exacta. -‐‑ ¡Siempre! ¡Es como si dijeras que un burro no es un burro! –exclamó Mogo malhumorado. -‐‑ Precisamente eso es muy normal –apuntó Amín. -‐‑ Él me entiende –dijo Mogo-‐‑. Las cosas miden lo que miden y pesan lo que pesan. -‐‑ Sólo de forma engañosa, porque se le da una medida a las cosas como si todos los hombres fuéramos iguales, y se podría decir “esto mide una cuarta” si todas las manos tuvieran el mismo tamaño. El peso y la medida de las cosas es irreal, no es más que una fantasía. Las cosas pesarán más o menos dependiendo de quien las coja –Bleid lo contradijo de nuevo. -‐‑ Ya. Y si tú fueras a comprar una arroba de trigo, te darían menos cantidad que a José o a Amín porque eres más pequeño. Y según tú, seguiría siendo una arroba. -‐‑ Si guardara la proporción... ¡Ésa sí sería la medida perfecta! –dijo Bleid sonriéndole. Mogo apretó los dientes. Nunca pensó que se pudieran sentir tales deseos de pegarle a alguien. Pero respiró hondo; él sabía frenar sus impulsos. José no se inmutó. Parecía importarle poco que los
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carriones estuvieran al borde de otra crisis y esperaba que siguieran hablando. Fue Amín quien tomó la iniciativa: -‐‑ Los dos tenéis razón porque una onza de oro es y será siempre una onza de oro, pero es mucho más si me la dan a mí que si se la dan a José. Y los caminos ni se estiran ni se encogen, pero a unos se le hacen más largos y a otros más cortos, y lo mismo pasa con las horas, aunque todos tengamos las mismas. -‐‑ Todos no tenemos las mismas horas –objetó Mogo. -‐‑ ¡Vaya por Dios! –exclamó Amín. -‐‑ ¿A qué te refieres? –preguntó José. -‐‑ Los carriones no medimos el tiempo igual que los altos. Tenemos unas horas más largas que otras . -‐‑ ¿Por qué? El sol sale y se oculta a la vez para todos. El tiempo es el mismo, no importa si eres alto o carrión –opinó José. -‐‑ Así es. Pero el intervalo de tiempo desde que el sol sale hasta que se oculta puede distribuirse como se quiera. No tiene por qué ser en partes iguales como hacéis los altos. -‐‑ ¿Quieres decir que vuestras horas no son todas iguales? -‐‑ No; y a su vez son distintas dependiendo de la época del año. ¿Queréis que os lo explique? -‐‑ Por mí puedes hacer lo que quieras porque no creo que hayáis estirado los días –dijo Amín. -‐‑ En realidad tenemos menos horas que vosotros –comenzó a explicar Mogo-‐‑. Al amanecer comienza una hora media, es decir, el tiempo suficiente para desayunar con calma, asearse y poner en orden la casa. A continuación hay tres horas cortas que la gente dedica a sus trabajos. Luego una hora larga que sirve para comer, descansar y estar con la familia. Después otras tres horas cortas para el trabajo y luego otra hora media para la comida y el descanso. Y por último la gran hora nocturna, que es sólo una. En verano la hora media de la tarde se une a la larga del mediodía quedando en último lugar las tres horas cortas porque el trabajo es más fácil cuando ha pasado el calor, y parte de la hora nocturna se utiliza para la cena. En total diez horas. En mi opinión, y con todos los respetos, creo que estamos mucho mejor organizados que los altos. -‐‑ ¿Mejor organizados? No veo cómo, porque venimos a hacer lo mismo: comer, trabajar y dormir –opinó Amín. -‐‑ Nosotros respetamos las horas y vosotros no. -‐‑ ¿Qué quieres decir con eso? -‐‑preguntó José. -‐‑ Las horas son sagradas. Si se las respeta las cosas pueden ir bien. No respetarlas está penado por la ley.
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-‐‑ ¿Estás diciendo que no podéis hacer lo que queréis cuando os da la gana? –preguntó Amín-‐‑. Entonces estáis tontos y las horas os tienen prisioneros. -‐‑ Al revés. Cumplir las horas nos ha liberado, por eso no cumplirlas está penado por la ley. -‐‑ Yo tampoco lo entiendo –dijo José-‐‑. ¿Cómo puede liberaros la obligación de hacer las cosas a horas precisas? Libertad es hacer las cosas cuando uno quiere. -‐‑ ¡Ah, la libertad! –exclamó Bleid-‐‑. Nunca he entendido bien esa palabra. Si no soy libre para dejar de comer, ni dejar de dormir, ni para elegir pasar calor o frío, ni para no sentir dolor, ni para hablar como me gustaría o pensar como quisiera, ¿qué es entonces ser libre? Se nombra la libertad como si fuera algo grande, pero es una palabra muy pequeña, de escaso y concreto contenido del que siempre se abusa. Los demás lo escucharon como si hubiera sido un paréntesis en medio de la conversación y, una vez que se cerró, Mogo continuó: -‐‑ Los carriones pensaron mucho en todo esto y durante bastantes años; de hecho se llamó a aquella época “El tiempo de la lucha de las horas”. Después de mucho discutir llegaron al acuerdo que hoy tenemos, y a las leyes que obligan a su cumplimiento. Y desde entonces se acabaron los problemas. -‐‑ ¿Qué problemas? Me temo que para nosotros comenzarían a partir de tal imposición –dijo José. -‐‑ Se trataba del trabajo. Había gente que trabajaba demasiado, lo cual causaba un gran desorden. Si haces muchas albarcas acabas casi regalándolas y todo el mundo quiere canjear contigo arruinando a los demás que hacen albarcas. Y, bueno, si tú trabajas más y mejor, dirás que eso merece un premio, pero venía a resultar que aquellos que tenían éxitos por trabajar más acumulaban fracasos por otro lado. Y como de lo que se trata es de que la vida sea lo más equilibrada y feliz posible… -‐‑ ¿A qué fracasos te refieres? –preguntó José. -‐‑ A la familia, por ejemplo. Si se trabajaba en exceso se desatendía a los hijos que se educaban peor y la familia era menos feliz. Y esto a su vez provocaba más desórdenes. Por eso se prohibió trabajar fuera de las horas cortas dedicadas a ello. ¿Qué sucedió? La gente tenía mucho más tiempo libre y era más feliz. En realidad la gran prohibición es la de trabajar más de la cuenta. Para el resto del tiempo la ley no te dice lo que tienes que hacer más que de modo general. Así la hora larga del mediodía se la llama “La hora de los hijos”, porque puedes hacer lo que quieras pero con tus hijos. A la hora larga de la tarde la llamamos “La hora de la gente”, y en ella también hace cada
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uno lo que quiere pero es más frecuente que los adultos estén por un lado y los hijos por otro. -‐‑ Bueno, ahora no me suena tan mal –dijo José. -‐‑ Pues aún tiene tufo –opinó Amín. -‐‑ No, piénsalo –dijo José-‐‑. Lo que nosotros hacemos se parece bastante pero como todo el mundo se mata a trabajar, la gente no tiene tiempo para nada. -‐‑ Sigue teniendo tufo –confirmó Amín-‐‑. Pero, ¿tú te imaginas que al terminar de comer los niños empiecen a mirarte con cara de qué hacemos, cuando tú lo único que quieres es que te dejen tranquilo? Y así un día tras otro… O que, pongamos por caso, a media mañana se te ocurra dar una vuelta porque te lo pida el cuerpo, ¿y te tienes que aguantar hasta la tarde cuando ya no te apetezca? Tener que trabajar ya es bastante faena para que encima vengan a decirte cuándo y cómo tienes que hacerlo. -‐‑ Piensa, Amín. ¿Quién puede darse un paseo cuando le apetece? Nadie. La gente está atada a su arado o a su banco de trabajo y si les preguntaras, ¿qué crees que elegirían? De nada les sirve tener libertad porque en realidad no la tienen. -‐‑ ¡Pues sigue teniendo tufo! Porque, ¿y si uno quiere hacerse rico? Pues no le dejan. Y la libertad es la libertad, por mucho que diga éste –dijo señalando a Bleid-‐‑. Libertad para hacer lo que se quiera o lo que se pueda, pero que esté ahí para por si acaso. -‐‑ ¿Crees que tendrías necesidad de hacerte rico si tuvieras todos los días comida en tu mesa y tiempo de sobra para descansar y hacer las cosas que te gustan? -‐‑ ¿Es que los carriones no tienen ricos y pobres? –preguntó Amín incrédulo. -‐‑ No –contestó Mogo. Amín se quedó perplejo, incapaz de comprender que tal cosa fuera posible. Con el puño cerrado se golpeó en la palma de la otra mano, único gesto que fue capaz de generar ante semejante certeza. El interior de su cabeza trataba de reajustarse, de acomodar en algún sitio la información y de encontrar, además, un argumento que hiciera contrapeso dejando las cosas en su sitio. Y lo halló: -‐‑ ¡Eso tiene que ser muy aburrido! Pero, ¿tú te imaginas? Por la mañana todos puntuales arreglando las casas, luego al tajo, después a contentar a los niños, vuelta al tajo y, por la tarde, a comentar con los amigos de todos los días lo bueno que estuvo el caldo de todos los días, lo majos que son los niños de todos los días y lo bien que me salió la babucha de todos los días, porque seguro que todos lo días haré la misma babucha. ¡Eso no es vida!
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-‐‑ ¿Acaso es más vida trabajar de la mañana a la noche, sin tiempo para nada, ni siquiera para reunirte con los amigos y comentarles que has pasado el día corriendo para hacer la babucha de todos los días? –preguntó Mogo. -‐‑ ¡Listo el carrión! –exclamó Amín-‐‑. Pues ni por ésas. José, ¿no ves que tiene tufo? Además, vosotros podéis hacerlo –dijo dirigiéndose a Mogo-‐‑, porque sois cuatro gatos viviendo en un agujero entre dos encinas. Pero, ¿tú sabes lo que es el mundo? ¿Sabes cuántas cosas tiene, cuánta gente cada una a su manera, la cantidad de cosas que se hacen en él y lo grande que es? -‐‑ A pesar de todo eso la gente trabaja de forma similar en todas partes –argumentó Mogo. -‐‑ ¿Y qué? –preguntó Amín como si tal “qué” fuera suficiente argumento. -‐‑ Que haciendo lo mismo que nosotros han distribuido mejor el tiempo y tienen más para vivir y estar con los suyos -‐‑aclaró José. -‐‑ Pero con una ley –protestó Amín-‐‑. Y las leyes son un peligro, porque a la fuerza le impiden a uno hacer las cosas o no hacerlas. Y ahí es donde está el problema. ¿No ves que tiene un tufo que apesta? De acuerdo que las leyes tienen que estar ahí para cuando uno mata a otro por un quítame allá esas pajas, pero, ¿para decirte qué tienes que hacer en cada momento? No sé cómo no te das cuenta precisamente tú que tanto piensas en las cosas. -‐‑ ¿Aunque el mundo fuera más justo y todos vivieran mejor? –preguntó José. -‐‑ ¿Y cómo sabes que sería así? No te fíes de éstos que son cuatro gatos, chicos e invisibles. Tú piensa en nosotros. -‐‑ Si lo hago sólo veo unos pocos que viven muy bien y muchos que viven muy mal. ¿Por qué no hacer leyes más justas? -‐‑ Las que quieras, pero sin impedirle a la gente que haga lo que le dé la gana y cuando le dé la gana. -‐‑ ¿Aunque con ello se establezca el desorden? –preguntó Mogo. -‐‑ ¿Es que acaso se está mal en el desorden? Si es que las cosas son como son… Y no podéis pretender domar a la gente como a las bestias para que obedezcan, porque las mentes siguen pensando, siguen queriendo hacer, no basta con que tengan forraje a diario y tiempo y cama para dormir. ¿Cómo vais a impedirles que discurran, que quieran más? -‐‑ Nadie les impide nada salvo que trabajen demasiado –apuntó Mogo.
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-‐‑ ¡Pero con una ley! Y al que no la cumpla lo encerraréis. ¡Eso es lo malo! Y encerrar a uno porque mata sin motivo, está bien; pero encerrarlo por hacer una costura después de las siete... -‐‑ Se le debía poder preguntar al mundo qué es lo que quiere –apuntó Bleid. -‐‑ ¿Al mundo entero? –preguntó Amín con sorna-‐‑. ¡Anda Bledito! No saques las cosas de quicio más todavía. -‐‑ La idea no es nueva. Eso fue lo que hicieron los antiguos griegos: preguntaban a los ciudadanos quién quería que les gobernase y entre todos ellos votaban las leyes por mayoría –dijo José. -‐‑ ¿Entre todos? –preguntó Amín escéptico. -‐‑ Excepto las mujeres, los extranjeros y lo esclavos –contestó José. -‐‑ ¡Ya me extrañaba a mí que los altos hubieran hecho algo tan decente! –exclamó Bleid. -‐‑ ¿Tan decente? ¡Y tan decente! –exclamó Amín-‐‑. Pero, ¿tú te imaginas a las mujeres opinando sobre las leyes? Si las pobres no saben nada de la vida salvo las cuatro cosas de la casa. Y a los esclavos no les vas a pedir opinión. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Para eso son esclavos. Y en cuanto a los extranjeros, pues también; no van a venir de fuera a decirte lo que tienes que hacer en tu propia casa. Pero, ¿era cierto? ¿La gente elegía a sus gobernantes y votaban las leyes? –preguntó Amín todavía escéptico. -‐‑ Así era –dijo José. -‐‑ ¿Cómo puede ser eso posible? ¿No quería mandar todo el mundo? –preguntó Amín. -‐‑ No todo el mundo quería mandar ni estaban preparados para ello. Los que reunían condiciones explicaban al resto de los ciudadanos lo que harían si gobernasen, y los ciudadanos elegían al que le parecía que tenía las ideas más claras y era más capaz –explicó José. -‐‑ ¿Cómo que los que reunían condiciones? ¿Y cómo se sabía quién reunía condiciones? Porque más de un tonto se creería con condiciones y pediría que lo eligieran. ¿O había un tribunal que dijera “éste es capaz”, “éste no es capaz”? –preguntó Amín. -‐‑ ¿Es que existe alguien que reúna condiciones? ¿Cómo puede decirse uno a sí mismo voluntariamente “Yo reúno condiciones para gobernar un reino”? Hay que estar muy majareta para eso, y al que lo dijera habría que expulsarlo –opinó Bleid. -‐‑ Si era tonto el que se presentaba la gente no lo votaría, porque entonces los tontos serían ellos –opinó al mismo tiempo Mogo-‐‑. Pudiendo elegir siempre se elige al mejor.
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-‐‑ ¡No estoy yo tan seguro! –exclamó Amín-‐‑. Si el que manda es primo tuyo, ¿qué más te da si es tonto? ¡Mejor! Ya tienes aquí a uno votando a un tonto. -‐‑ ¿Por qué? ¿Por qué tienes siempre que mirar torcidamente las cosas? –preguntó Mogo-‐‑. Esa forma de gobierno parece justa. Elegir al más dotado sólo puede dar beneficios al reino. –opinó. -‐‑ ¿Es que aquellos griegos eran ángeles? –preguntó Amín irónico mirando a José; como no recibió respuesta, siguió-‐‑: Moguito, tú no conoces el mundo. Seguro que el más capaz para gobernar estaba encerrado en su casa pasando de líos. Los más ambiciosos, y no los más capaces, serían los se colocaran para ser votados. -‐‑ ¿Por qué? –preguntó José-‐‑. Es lógico que la gente capaz y de buen entendimiento quisiera servir a su ciudad, aportar lo bueno de sí mismos, su capacidad para organizarla y procurar así mejor justicia y mejor gobierno. -‐‑ Pero, ¿cómo sabe uno que está dotado para hacer esas cosas?-‐‑ insistió Amín-‐‑. ¿Acaso los que se presentaban se habían probado ya administrando grandes haciendas o grandes empresas de comercio? ¿Conocían las leyes o sabían cómo impartir justicia? ¿Les exigía el reino que tuvieran esa experiencia, puesto que tal cosa era la que tenían que hacer y a lo grande? ¿O cualquier pardillo que tuviera buena boca para convencerlos era suficiente? -‐‑ Conocían su comportamiento en la vida de la ciudad, bien como comerciantes, hacendados, o con cualquier otra profesión, y también en la guerra. Sabían si eran buenos administradores, o si habían dilapidado su dinero; si habían sido cobardes frente al enemigo o, por el contrario, si se habían batido con honor o eran buenos estrategas –explicó José. -‐‑ Es decir, se sabía si era un hombre de bien y además inteligente y valeroso –apuntó Mogo. -‐‑ Pero un hombre de bien en su casa y con los amigos, inteligente en el negocio y valeroso en su trozo de batalla, no quiere decir que luego pueda ser igual de bueno en el gobierno de un reino entero y con todo a la mano –objetó Amín frotando los dedos con el gesto del dinero al decir la palabra “todo”. Y siguió:
-‐‑ ¿Acaso no soy yo un hombre de bien? ¿Me ha ido mal en los negocios, y no he dado la cara cuando había que darla a la hora de enfrentarnos a alguien? ¿Creéis que por eso yo ya puedo gobernar un reino? Además, ¿cómo puede un hombre solo gobernar un reino? -‐‑ No lo hacía solo. Se votaban también otros cargos de responsabilidad. Y además contaba con un grupo de hombres afines a él que le ayudaban –explicó José.
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-‐‑ ¡Ahí está el cuesco! –exclamó Amín-‐‑. Ya empiezo a verlo claro. Los hombres afines. Y esos hombres afines tratarían de convencer a sus conocidos y amigos para que les votaran. Además les votarían los de su barrio, que para eso era su barrio, sus clientes, la familia, y todos aquellos a los que convencieran los voceros, porque tendrían voceros seguro que bien pagados, para que fueran por las tabernas y mercados hablando bien de ellos y tratando de convencer a la gente. Si además el elemento tenía buen pico a la hora de echar los discursos, ya lo tenía todo hecho. Ahora sí lo entiendo. José y los carriones se miraron y no abrieron la boca. Tampoco parecía que Amín necesitara oposición a su argumento porque, concentrado en sus apreciaciones, ni los miró, y siguió hablando: -‐‑ Y al igual que éste habría otros que también tendrían sus hombres afines, su barrio, su familia, sus clientes y sus voceros que harían lo mismo, además de poner verde a los contrincantes. ¿Sabéis lo que os digo? Que el que se postulaba no tenía necesidad de ser bueno, ni honrado, ni inteligente, ni valiente. Podía ser cualquiera sin ninguna capacidad, bastaba con que tuviera detrás suficientes hombres afines y dinero para los voceros. -‐‑ ¡No lo destroces! –exclamó Mogo-‐‑. Tu mente es suspicaz y retorcida, incapaz de confiar en los hombres. Y les atribuyes tus propios defectos. -‐‑ Te está diciendo que tienes las listezas torcidas –le dijo Bleid a Amín. -‐‑ Seguro que era gente dispuesta a trabajar para el reino –Mogo continuaba-‐‑, y procurarle el bien abandonando sus propios intereses para mirar por los intereses de todos los ciudadanos, ¿no es cierto, José? Pero José no contestó de inmediato. Vio en sus ojos la expectación como si de su respuesta dependiera la certidumbre de la capacidad y honradez de todo el género humano. Y nada le habría gustado más que dar completamente la razón a Mogo. -‐‑ No hay perfección perfecta, ¿eh? – le preguntó Bleid viendo que dudaba ante la respuesta. -‐‑ Los mismos griegos advirtieron y estudiaron los defectos de aquella forma de gobierno –contestó José-‐‑. Porque unas veces sí, el elegido era honrado e inteligente y podía favorecer a la ciudad; otras no. Y es cierto, tenían todos los defectos que ha apuntado Amín. Es más, algunos aprendieron, incluso había escuelas para ello, el arte de convencer con sus discursos sabiendo que lo que decían no era cierto, o era cierto sólo a medias, o lo tergiversaban para desfavorecer al contrario y favorecerse ellos mismos.
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-‐‑ ¡Ah! ¡Escuelas para aprender a sacar a la verdad de quicio! –exclamó Bleid lleno de admiración. -‐‑ Estos hombres no hablaban de la lisa y llana verdad –siguió José-‐‑, ni de los problemas que había que resolver y cómo hacerlo, ni de lo que era importante para todos, sino de lo que la gente quería oír y de la manera que le gustaba oírlo. A veces insultar al contrario o esquivar sus argumentos con habilidad era suficiente para que sus simpatizantes se sintieran contentos y tal cosa les bastara. -‐‑ Entonces, ¿los ciudadanos eran tontos? –preguntó Mogo. -‐‑ No, no eran tontos; era gente, igual que ahora –apuntó Amín-‐‑. ¿Qué sabemos los de a ras de tierra de los intríngulis y problemas que debe ser gobernar? Nosotros no pensamos en esas cosas. Pensamos en que el pan no suba, en que se pueda trabajar sin abusos, más o menos justicia y pocas guerras. Y hay que hablarnos con palabras muy gordas, con lo cual es muy fácil engañarnos. Y luego están las simpatías, porque digo yo que la gente, a veces hasta sin saber por qué, estaría por uno y sus hombres afines y le daría igual lo que hicieran o dijeran. Eso es como los clanes: tú perteneces a un clan y, pase lo que pase, defiendes a los tuyos incluso sin saber lo que han hecho. Luego, de puertas adentro, ya se le echará la bronca a quien sea si lo ha hecho mal pero, de puertas afuera, lo defiendes a muerte porque los tuyos te importan más que la justicia y el reino. Pues esos griegos harían lo mismo: eran los suyos y eso bastaba. ¿Qué más da si gobernaban mal? Sus fallos se verían con ojos blandos; ¡eran los suyos! La gente es capaz de tragarse piedras muy gordas, y no la metes en razón por mucho que le digas que son piedras y gordas. -‐‑ ¿Cómo se puede destrozar así tan buena forma de gobierno? –preguntó Mogo-‐‑. ¿Todo el mundo se dejaría engañar de modo tan simple? -‐‑ No –dijo José-‐‑. También había gente que pensaba, y mucha. Los que sabían mantener la distancia suficiente para juzgar con equidad lo que hacían los gobernantes. Ellos eran los hombres realmente libres, y eran los que inclinaban la balanza a favor de uno u otro grupo. -‐‑ En ese caso el postulante y sus afines sólo tendrían que preocuparse de ésos, porque ya sabían que podían contar con los ciegos tontos de su clan que, hicieran lo que hicieran, los iban a votar –dijo Amín. -‐‑ A pesar de todo, ¿no creéis que es la más justa forma de gobierno? –preguntó José-‐‑. Y no os he dicho algo muy importante: el que gobernaba sólo lo hacía unos pocos años. Si lo hacía mal y la ciudad contaba con suficientes hombres con criterio, no volverían a votarle.
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-‐‑ ¡Eso es lo mejor! –exclamó Bleid-‐‑. Poder echar al que manda –aclaró. -‐‑ ¡Claro! –exclamó Mogo al mismo tiempo-‐‑. Tal cosa es el gran acierto. Así el gobernante procuraría hacerlo lo mejor posible y favorecer a todos por igual para ser votado de nuevo una vez que terminara su mandato. -‐‑ ¡Favorecer a todos por igual! Tú estás en la inopia, Moguito. El querer seguir mandando acabaría con todas sus buenas intenciones, y bastaría con que favoreciera a la mitad más uno, es decir, a los suyos, a los mismos que le habían votado. A esos inflarles bien inflados para que le siguieran votando y a los demás que los parta un rayo –argumentó Amín. -‐‑ No si ha habido suficientes ciudadanos con la cabeza en su sitio. El gobernante sabría que tendría los votos seguros de los suyos, pero esos no serían suficientes. Mogo tiene razón, ha de hacerlo lo mejor posible, porque no sabe con qué cantidad de votos puede contar seguros, y ha de ganarse los demás a base de buen gobierno –dijo José. -‐‑ Habláis como si el objetivo de esos hombres fuera ganar votos para seguir mandando –intervino Bleid-‐‑. ¿Por qué tendría que ser así? ¿Para tener poder, fama o dinero? ¿Creéis que se puede confiar el reino a gentes que desean tales cosas? Esas gentes para lograr cualquiera de las tres cosas les venderían el alma, o los votos, al mismísimo diablo. Su único objetivo debería ser la justicia y el buen gobierno. Y si era como lo habéis contado jugaban a las canicas con perlas. Hasta Mogo lo miró con respeto por un instante, eso sí, pensando si le habría picado alguna mosca extraña.
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Cuando llegaron a Salamanca encontraron la ciudad bajo una espesa niebla. A lo lejos habían visto sus torres, pero las nubes emergieron del río y se elevaron hasta ocultarla. Sobre ellas el cielo era azul pálido y húmedo. Cruzaron un largo puente y no vieron las puertas hasta que estuvieron delante de ellas. Bleid le indicó a José una posada cerca de la muralla, según él, su preferida. Allí se dirigieron. Ante el portalón un muchacho les ayudó a bajar el equipaje y se hizo cargo de las mulas. Esperaron en el patio. El piso alto tenía una balconada de madera, detrás de la que se advertían las puertas de los cuartos. A uno de ellos los condujo el posadero. Era amplio, con una cama, un jergón en el suelo, algunos muebles y chimenea. De inmediato, ayudado por Amín, el posadero se dispuso a encenderla. -‐‑ Es mi mejor habitación. Y una vez que esté caliente os costará moveros de ella. Si lo deseáis os puedo subir la cena. No tenéis más que llamar al chico que estará en el patio -‐‑dijo antes de salir. -‐‑ ¿No podríamos tomar un baño? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ ¿Un baño? -‐‑José rió. -‐‑ ¿No hay un maldito baño en una ciudad tan grande como ésta? -‐‑Al no escuchar respuesta, Amín exclamó-‐‑: ¡Entonces es cierto que los cristianos no se lavan! Pues no huelen tan mal como debieran. -‐‑ Ahí tienes una jofaina. Calentaremos agua y nosotros casi podremos nadar en ella -‐‑dijo Mogo con toda intención. -‐‑ Bueno, por lo menos tenemos fuego -‐‑ Amín se frotaba las manos acercándolas a él. -‐‑ ¿Queréis que nos traigan la cena o preferís que la busquemos por la ciudad? -‐‑preguntó José. -‐‑ Para ver la ciudad no necesitas moverte de esta posada -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿También la catedral y la universidad están aquí dentro? -‐‑preguntó Mogo irónico. -‐‑ También -‐‑dijo Bleid convencido. -‐‑ No le hagáis caso -‐‑siguió Mogo-‐‑. Salgamos a ver la ciudad y hagámoslo tranquilamente ahora que nadie nos persigue. Tenemos que aprovechar el tiempo.
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-‐‑ El tiempo mejor aprovechado es el de llenar las tripas. Así que mejor comamos cuanto antes y luego podemos ver lo que queráis -‐‑dijo Amín. -‐‑ Aquí se come bien -‐‑dijo Bleid. -‐‑ Bien, pues comamos primero y luego veremos la ciudad. Volvieron al patio y Bleid los condujo por un largo y oscuro pasillo en el que, a medida que avanzaban, aumentaba el olor a comida y oían más próximos voces y bullicio. El posadero salió por una puerta lateral con una bandeja cargada de platos. -‐‑ ¡Ah! ¿Queréis cenar aquí, señor? Enseguida os prepararé una mesa. Seguidme. Empujó la puerta que daba al mesón y el ruido y el calor de la numerosa clientela los envolvió por completo. -‐‑ Sentaos en la mesa del rincón. Ahora mismo iré a limpiarla. Era la única mesa vacía. Tomaron asiento y José saludó con una inclinación de cabeza a los ocupantes de las mesas vecinas. -‐‑ ¿También vos estáis de paso? -‐‑le preguntó un hombre que comía solo y tenía ganas de conversación. -‐‑ Así es. ¿Acaso podéis distinguir a los viajeros? -‐‑ Aquí es muy fácil. Fijaos: los que comen son viajeros, los que sólo beben no. Y también podréis verlo por el ruido que hacen. José miró a la clientela. El hombre tenía razón. Las mesas próximas a la suya estaban ocupadas por gente tranquila que comían solos o en compañía de otros con los que hablaban de negocios o intereses comunes. Sin embargo, el resto del mesón estaba lleno de gente de todo pelo y, sobre todo, gente joven. Había varios grupos formados por estos últimos, corros apretados alrededor de las mesas donde era imposible saber qué hacían pero tenía que ser divertido por las voces altas y las carcajadas que brotaban de ellos con frecuencia. -‐‑ ¿Los veis? -‐‑preguntó el hombre-‐‑ Ellos son Salamanca. ¿Es la primera vez que venís? -‐‑ No, pero estuve de paso y sin tiempo para visitar un sitio como éste. -‐‑ Tal vez vuestro lugar esté entre ellos, estáis en la edad y os resultarán más entretenidos que el resto de los viajeros. -‐‑ Pero primero comeré. -‐‑ ¡Oh, sí! Hacedlo. Y no se os ocurra acercaros a los estudiantes o sus criados con vuestra comida, a menos que deseéis dormir con el estómago vacío. Cuidado con vuestra bolsa. Este lugar se llama “El pato ciego”, y debe ser porque todo el mundo anda a tientas, ya me entendéis.
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-‐‑ Sí, comamos y vayamos -‐‑dijo Amín-‐‑ Esta Castilla parece algo más despierta. De pronto se hizo un silencio absoluto. Amín y José se miraron sin entender qué sucedía. La concurrencia tenía la vista puesta en un muñecote de madera, de boca enorme y ojos desmesurados, que estaba sentado sobre una viga cerca del techo. Lo miraban con expectación, sin pestañear. Entonces una voz surgió como una orden: -‐‑ ¡Canta! -‐‑ ¡Clap! -‐‑ el muñeco cerró la boca haciendo un fuerte ruido seco. -‐‑ ¡Canta! ¡Canta! – se volvió a escuchar la voz. -‐‑ ¡Clap! -‐‑ ¡Canta! ¡Canta! -‐‑ la gente se puso a gritar a coro. -‐‑ ¡Clap! Cada vez eran más los que daban la voz de orden. Los gritos al unísono se iban acelerando poco a poco, y la boca del muñeco se cerraba con un golpe entre orden y orden. ¡Canta, canta! ¡Clap! ¡Canta, canta! ¡Clap! ¡Canta, canta! ¡Clap!; hasta que fue tan rápido que el muñeco castañeó a toda velocidad dejando a la gente en silencio por un instante, para luego arrancarse en gritos y aplausos. Algunos salieron corriendo del mesón. -‐‑ ¡Nunca lo admitirán en el Consejo de la Tribu! -‐‑suspiró Mogo avergonzado y ocultando la cabeza entre los brazos sin saber dónde meterse. Fue entonces cuando José y Amín dejaron de mirar, como embobados la boca del muñeco, y vieron a Bleid sentado detrás con una gran sonrisa y un cordón en la mano. Amín saltó de la silla y corrió hasta colocarse justo debajo. -‐‑ ¡Canta! ¡Canta! -‐‑gritó. El muñeco volvió a abrir su boca enorme y la cerró. -‐‑ ¡Clap! -‐‑¡Canta! ¡Canta! -‐‑se unió de nuevo el coro. -‐‑ ¡Clap! Mogo y José se miraron suspirando. -‐‑ ¿Qué os parece? -‐‑le preguntó su vecino de mesa. -‐‑ Muy extraño -‐‑contestó José, aunque no pudo evitar sonreír. Como un tropel entraron entonces más jóvenes al mesón que de inmediato se unieron al coro. -‐‑ ¡Canta! ¡Canta! -‐‑ Clap. Amín, por el contrario, había dejado ya de gritar. Se movía muerto de risa por entre la gente viendo en las caras de muchos el asombro, y en otros el pasmo o la estupefacción, lo que no les impedía seguir gritando.
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-‐‑ Ha de tener un truco -‐‑le dijo José a su vecino de mesa. -‐‑ Ha de tenerlo -‐‑contestó él-‐‑, pero el mesonero lo guarda muy en secreto. José miró al mesonero. Con una sonrisa forzada se limpiaba las manos en el delantal al lado de la puerta de la cocina, sin poder disimular de sus ojos, que movía inquietos de un lado a otro, el miedo. -‐‑ Hacía mucho tiempo que no cantaba -‐‑comentó entonces el vecino-‐‑. La Justicia interrogó al mesonero y, si sigue ahí, es porque no puede ser nada malo. -‐‑ ¡Canta! ¡Canta! -‐‑ Clap -‐‑ ¡Canta! ¡Canta! -‐‑ Clap El mesón se estaba atiborrando de gente. Agolpados debajo del muñeco gritaban como una sola voz, y al “clap” se fueron uniendo las palmas haciendo aún mucho más ruido. José volvió a mirar al mesonero que, completamente pálido, seguía secándose las manos en el delantal. Le hizo una seña a Amín para que llamara a Bleid. El carrión dio la traca final haciendo castañetear la mandíbula a toda velocidad y volvió a la mesa. Allí no fue muy bien recibido. Durante un buen rato la gente siguió mirando al muñeco y gritándole para que cantara pero no volvió a abrir la boca. Amín y Bleid entraron riendo en la habitación. -‐‑ Tú y yo nos forraríamos en una feria -‐‑decía Amín. Pero los otros dos no parecían tan alegres. -‐‑ Con su broma pone en peligro al mesonero -‐‑dijo José. -‐‑ Le he hecho rico -‐‑contestó Bleid-‐‑. Antes sólo venía a la posada gente de paso y, ¿habéis visto cómo hemos dejado el mesón? No cabe ni un alma. Esta noche se llenará los bolsillos. Mogo, que no había querido ni mirar a Bleid, al escuchar la desfachatez con que se tomaba el asunto se encaró a él: -‐‑ Eres un loco. Sabes que no debes interferir en la vida de los altos y menos con semejante espectáculo. -‐‑ ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Es una broma y todo el mundo se divierte con ella -‐‑le defendió Amín. -‐‑ Puso al dueño en un buen apuro; le interrogó la Justicia –objetó José. -‐‑ Pero le saqué del trance –contestó Bleid. -‐‑ Tú lo pusiste en el trance -‐‑dijo Mogo. -‐‑ ¿Por qué tanta atención a mis albarcas si no calzáis mi mismo pie?
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-‐‑ Estás bajo mi protección y soy responsable de lo que hagas. -‐‑José tampoco le veía ninguna gracia. -‐‑ Eso es cierto -‐‑dijo Amín. -‐‑ Cuando vino la Justicia le até una cuerda más larga al muñeco y la puse en la mano del mesonero. No tuvo más que tirar y el muñeco cantó. Luego les dijo que la cuerda está escondida y uno de sus hijos tira de ella de vez en cuando. Nada pasó. -‐‑ ¿Que no pasó nada? El mesonero no sabe porqué canta el muñeco. Ignora lo que sucede... -‐‑ Debe pensar que es cosa de brujas –Amín riendo interrumpió a José-‐‑; y más después de ver aparecer en su mano, de repente, la cuerda para hacerlo cantar –se moría de risa. -‐‑ Tenías que haber visto su cara de miedo -‐‑respondió José con frialdad. -‐‑ Pero el muñeco sigue ahí. No se ha deshecho de él –argumentó Bleid. -‐‑ Es verdad -‐‑dijo Amín-‐‑. Si le tiene miedo, ¿por qué no lo ha quitado? -‐‑ Porque a caballo regalado se le aguantan las coces –contestó Bleid. -‐‑ Eso es. Le da dinero y aguanta su miedo. Está dispuesto a pagar su precio -‐‑concluyó Amín. -‐‑ No se puede jugar con el miedo de nadie. Aunque lo hubiera convertido en el hombre más rico de la ciudad –dijo José rotundo. -‐‑ Dejé de hacerlo, ¿no? Pero hoy no pude resistirme. Total, no va a volver a pasar. -‐‑ Nunca tuvo que haber pasado -‐‑dijo Mogo. -‐‑ Bueno, tampoco es para tanto -‐‑intervino Amín de nuevo-‐‑. El hombre pasa su miedillo pero el dinero le suena en el bolsillo. -‐‑¡Nunca debió haberlo hecho! –exclamó Mogo. -‐‑ ¿He matado a alguien? –Bleid se dirigió a José y Mogo retador-‐‑ ¿Es un crimen? Me miráis como si hubiera llevado a un inocente al matadero, pero seguro que cuando baja la clientela el mesonero le reza al muñeco para que vuelva a cantar, por mucho miedo que tenga. Nadie respondió al comentario y Bleid lanzado, siguió: -‐‑ Vosotros dos creéis que el mundo es plano, sin pendiente alguna, y con un recto camino por delante. Pero para mucha gente sólo existe la vereda que ellos mismos han tenido que hacer con el azadón que encontraron sobre la marcha. Y no se vuelven a mirar por si se le ha perdido a alguien. Para vosotros, sin embargo, se ve que están las herramientas disponibles en el aire, el instrumento perfecto que aparece justo cuando se necesita para hacer el camino. Pues si el triste
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azadón que por azar encuentran los demás les ayuda a vivir, sabed que no se preguntarán de dónde salió. Y poco les importa si se convierte en serpiente por la noche: le harán una jaula para que no se escape. Yo le he puesto al mesonero la magia del muñeco en la mano, y cuando piense en él puede que sude, pero no le hace daño a nadie. Él aguanta a la serpiente y está dispuesto a pagar el precio de su riqueza, el miedo. ¡Es libre para tirarlo! ¿Por qué no lo hace? -‐‑ ¡Hoy estás afinado, Bledito! –exclamó Amín-‐‑. Tú sí que sabes. -‐‑ Sabe sólo a medias –dijo José-‐‑. Porque el mesonero se engaña a sí mismo y él le ha ayudado a ese engaño. Será más rico pero también más desgraciado. Está muerto de miedo. Sin darse cuenta se limpiaba continuamente las manos en el delantal mirando sin parar a uno y otro lado, y no debía ser por miedo a la Justicia a quien ya convenció, sino por miedo a lo desconocido. Seguro que jamás mira al muñeco, y muchas veces habrá pensado desprenderse de él, pero temerá que su suerte cambie si lo hace. Poneos en su lugar. Pensad que vuestra vida dependiera de un objeto que se mueve solo sin que supierais por qué, y estuvierais convencidos de que él es la causa de vuestra riqueza. ¿No os llenaría de angustia? -‐‑ Pues no debe llenarle tanto como para quitarlo. -‐‑ ¡Cállate Amín! José tiene razón –dijo Bleid-‐‑. Pero ni siquiera en un mundo plano y con un camino recto puedes prever lo que suceda. Ni siquiera que tus pasos sean los buenos por limpia que sea tu intención. No puedes preverlo todo –Bleid miraba a José ignorando a los otros dos-‐‑. De hecho la mayor parte de las veces ignoras las consecuencias de tus actos, salvo las que tienen para ti mismo, y a veces ni eso. No basta con querer hacer las cosas bien y tener las ideas claras, te equivocarás de todos modos. Y si crees que por el mero hecho de cumplir las normas y desear hacer las cosas bien éstas van a salir tal cual, entonces eres un perfecto bruto. Actuáis y pensáis como si el alma fuera algo simple pero, ¿sabéis cuántas capas tiene el alma? Tantas como momentos tiene el tiempo, o al menos todas ésas debería tener para acoplarla a lo que suceda. ¿Qué había dicho Bleid? –se preguntó José-‐‑. No hubiera hecho falta el hacerle notar que su juego podía tener más consecuencias que su mera diversión. Él ya lo sabía y había ido más lejos. Había dicho que era necesario ir más allá de los principios. Él acababa también de verlo. Que los principios eran sólo eso, principios de los que partir para pensar, para juzgar, para actuar, pero se escapaban como arena entre las manos cuando había que enfrentarlos a la acción real, porque ésta nunca era tan simple como para acoplarse perfectamente a ellos. Entonces había que enfrentarse al galimatías de los dilemas, las
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paradojas, los ajustes de intención, de interpretación, de acción. La realidad se colaba por la no siempre tupida red de los principios... -‐‑ ¡Mentira! –Mogo con su exclamación lo sacó de sus pensamientos-‐‑. ¿Vas a condenar al ciego porque no ve? ¿O al sordo porque no oye? Ya sabemos que no somos sabios pero, ¿acaso no está cerca de la sabiduría el cumplir las normas que otros más sabios que nosotros nos han dado, y el que nuestra intención sea siempre recta? ¿Vas a decirnos que todo es inútil porque no sabemos cuál es la acción perfecta? Será por eso por lo que haces siempre lo que te da la gana. Todo te da igual porque crees que el resto del mundo es imperfecto. Eso es cobardía y tonto orgullo. Es muy incómodo tratar de comprender, de acercarse a los sabios con el debido respeto y atención hasta que tu mente consiga abrirse a sus enseñanzas, y llegar a saber por qué las cosas son como son. Dices que todo es imperfecto, que todo vale, o que vale unas veces sí y otras no, y eso te basta para no cumplir con tu deber y, en definitiva, no consigues ser otra cosa que un vago y orgulloso irresponsable. Bleid lo miró y por un instante sus ojos se encendieron como si tuviera a mano una respuesta fulminante con la que sellar la boca de su compañero. Duró un segundo. Luego lo miró calmado pero con una distancia enorme. -‐‑ No es para tanto, Mogo –dijo José conciliador. -‐‑ ¿Por qué hablamos? –preguntó entonces Bleid-‐‑. Hablar no sirve para nada. Mogo se tensó para contradecir esta última frase de Bleid, pero miró a José y optó por permanecer en silencio. Justo en aquel instante se escuchó un ronquido de Amín. -‐‑ Estás en Salamanca. Aquí tendrás la ocasión de escuchar a los sabios de los altos y espero que disfrutes con ello –dijo Bleid a Mogo. Luego se volvió hacia Amín que dormía plácidamente y preguntó-‐‑: ¿Por qué Amín mira siempre en otra dirección? ¿Quién estará mejor orientado? -‐‑ Aquí el único que tiene perdido el Norte eres tú -‐‑sentenció Mogo.
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24 José consiguió un permiso para entrar en la universidad. Amín aguantó allí poco rato y prefirió salir con los criados que jugaban en la calle a la espera de que sus amos terminaran las clases.
Los dos carriones y José se pasaron los días de cátedra en cátedra escuchando a la mayor cantidad de maestros posibles. Era Mogo el que tenía más curiosidad por oírlos. Habían decidido que estarían en la ciudad unos días y había que aprovecharlos. Mogo volvía siempre silencioso camino de la posada. Y apenas hablaba durante la cena. Una noche, cuando se sentaron tranquilamente ante el fuego, José le preguntó qué le habían parecido las lecciones oídas. Mogo, en lugar de contestarle, le preguntó a Bleid: -‐‑ ¿Tú puedes entender todo lo que esos maestros dicen? Había en su pregunta una duda importante, la de que si Bleid entendía a los maestros, tal vez por eso no lo podían entender a él. -‐‑ Ni ellos mismos se entienden -‐‑fue la respuesta de Bleid. -‐‑ ¡Ya decía yo! -‐‑exclamó Amín. -‐‑ Eso no puedo creerlo. Sería demasiado estúpido ese montón de gente engañándose los unos a los otros -‐‑opinó Mogo. -‐‑ Entonces, ¿no has entendido nada? -‐‑le preguntó José. -‐‑ Sí. Que su ciencia es distinta que la nuestra. Nosotros conocemos muchas plantas y sabemos para qué sirve cada una, y dónde y cuándo hay que usarlas. Si encontramos una planta nueva probamos una y otra vez hasta averiguar sus propiedades y darle una utilidad. Pero la ciencia de ellos es sólo ciencia de palabras. Creen a ciegas en lo que dijo alguien, aunque no se pueda probar. Y están tan seguros de ello como yo de que una ortiga me dañará si la arranco con la mano. -‐‑ ¡Has caído de bruces en el ortigal del pensamiento! ¡Eso es lo que te escuece! -‐‑exclamó Bleid. Silencio. -‐‑ Estás cieguito, Moguito –continuó Bleid-‐‑. Porque los pensamientos son iguales que las plantas: se buscan, se encuentran, se clasifican, se mezclan, se trituran, se comen, se digieren o no depende del caso, y te curan o te matan. Y sobre todo se rumian. La mayor parte de las veces todo consiste en eso, en rumiar. Y casi todos los que has escuchado se pasan la vida rumiando. Pero pocos rumian bien –cabeceó-‐‑. El resto hasta han perdido la pista de las plantas que se metieron dentro. Claro que ni siquiera las escogieron, les cayeron de la
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nada dentro de su boca abierta. Y lo peor de todo: no han averiguado que se las pueden tragar. Los otros tres lo miraron perplejos y sin abrir la boca; y tal cosa no le impidió a Bleid seguir hablando: -‐‑ No voy a maltrataros con un discurso inútil. Pero de los maestros de esta universidad, pocos aman lo que enseñan, porque en realidad nunca lo comprendieron. Únicamente los que lo aman saben, y pueden enseñarlo. -‐‑ Y los demás, ¿qué hacen? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Echan el aliento verde. -‐‑ Vamos Bleid, sé más respetuoso. Ellos son los sabios. Dedican toda su vida al estudio y a enseñar generosamente lo que saben -‐‑dijo José. -‐‑ O a lucirse como pavos reales delante de pollos sentados en bancos. Y lo malo es que hay pollos que, a base de contemplarlos, acaban desarrollando las mismas plumas. Y cuando se juntan varios, se pavonean extendiendo las colas y todo lo hablan con letras mayúsculas en la inopia de la erudición. -‐‑ ¡Basta Bleid! -‐‑exclamó José-‐‑. No tienes derecho a hablar de ese modo. Tú has debido aprender algo en esta universidad, y en ella tiene que haber mucha gente honesta que ame el estudio. -‐‑ Pero es que los pedos no dejan oler el bosque. Además, si no se estudia todo de todo, ¿cómo sabes que sabes? -‐‑preguntó Bleid. -‐‑ Pero todo no se puede estudiar. -‐‑ Entonces sólo sabemos algo de algo, si es que lo sabemos... -‐‑dijo Bleid. -‐‑ Ellos eligen una disciplina de la cual suelen saber más que nadie –contestó José. -‐‑ ¡Oh, sí! Saben tanto de lo específico que lo corriente se les disgrega. Cuantas más cosas saben en particular parecen comprender peor el mundo en general. Les encanta quejarse. Cuando no comprenden algo, cosa frecuente, le ponen pegas como si el mundo estuviera mal hecho y únicamente ellos fueran conscientes y víctimas de tal imperfección. -‐‑ Aunque... -‐‑Mogo comenzó a hablar pero dejó la frase en suspenso con los ojos distraídos mirando al fuego. El silencio atento de los demás lo sacó de su ensimismamiento-‐‑: Aunque Bleid haya exagerado yo creo ver algo de verdad en sus palabras. La mayor parte de ellos no se comportan como maestros sino como propietarios del saber. Protegen los conocimientos como si fueran suyos y los demás quisieran robarlos. ¿Acaso el saber es un feudo? ¿Estos hombres ganaron su inteligencia o les fue regalada por los dioses? Pues si ellos
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no eligieron, sino que su capacidad, o los dineros para estar aquí, les fueron dados como a otros se les regala la estatura o la belleza, ¿por qué se exhiben? ¿Por qué dan tanta importancia a la pequeña abundancia que tienen sobre los demás? Tal cosa sólo puede entorpecerles el camino a la sabiduría. El maestro ha de ser humilde porque en realidad apenas sabe. No es un sabio porque sepa más que su alumno. Mi maestro el Deru dice que únicamente se puede enseñar cuando se aprende al mismo tiempo. Es un arte difícil. -‐‑ ¿Y qué más dice tu maestro? -‐‑preguntó José al ver que Mogo volvía a callarse. -‐‑ Que no se pueden confundir conocimientos con sabiduría. Se pueden tener muchos conocimientos y ser muy torpe, o muy desgraciado, y no llegar nunca a sabio. La sabiduría es una armonía y la mera posesión de los conocimientos no la alcanza. Dice también que la mente y el corazón han de ir parejos y pesar lo mismo, si no es así es muy difícil enseñar y no es posible llegar a sabios. -‐‑ Y que cada persona tiene su medida -‐‑continuó Bleid-‐‑. Y sólo podrá aprender si se le enseña justo aquello que precisa. Si no se le da lo que pide se entristecerá su alma, y lo que se le dé en exceso, o a destiempo, no le servirá, si acaso podrá repetirlo de memoria. Y eso es exactamente lo que esperan la mayor parte de los maestros en esta universidad, que los alumnos reciten de memoria todo lo que ellos han dicho. -‐‑ ¡Ah, eso no puedo creerlo! Sería una enseñanza estéril que olvidarían a los pocos días. Sus mentes no podrían crecer -‐‑opinó entonces Mogo. -‐‑ Te equivocas. A pesar de todo algunos crecen. Saben buscar por sí mismos. Encuentran un rastro, un perfume, y lo siguen como perros hambrientos -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Solos? -‐‑preguntó Mogo escéptico. -‐‑ Se puede. Las ideas vuelan, están en el aire, en los libros que uno lee por su cuenta, en las frases que no van dirigidas a él. Y uno las caza, las ordena, las atesora y las ama. Y entonces se va creando la forma. Lo que no sé es si las ideas lo cazan a uno, o uno caza a las ideas -‐‑contestó Bleid. -‐‑ Pero nunca sabrán si tienen la verdad a menos que alguien más sabio les haya mostrado el camino –objetó Mogo. -‐‑ ¿La verdad? ¿Qué verdad? ¿La de hoy o la de ayer? La verdad debe estar en el fondo de un pozo sin fondo. Lo único que sabemos de verdad es que mañana por la mañana dos más dos seguirán siendo cuatro. ¡Y los números no existen! Son sólo un magnífico espejismo
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estable. Fantasmas útiles que nos hemos inventado. ¡Por eso siempre funcionan bien! -‐‑ ¡Menos mal, Bledito! Creí que te estabas volviendo cuerdo -‐‑exclamó Amín. -‐‑ ¡Hay una verdad! -‐‑ Mogo saltó de la silla y se encaró una vez más a Bleid-‐‑. Una verdad que poco a poco se amplía, que a base de trabajos y estudios los hombres van descubriendo, completando y explicando. -‐‑ ¿Quieres decir que llegará un día en que los hombres habrán completado completamente la verdad completa? -‐‑preguntó Bleid. -‐‑ Eso creo, y conmigo todos los estudiosos. -‐‑ ¡Pues qué verdad tan remolona e injusta! -‐‑replicó Bleid. Mogo lo miró casi con odio y apretó los labios. Parecía dudar entre insultarlo o darle un guantazo. Y José intervino. Hizo un gesto con la mano para calmar los ánimos, al menos el de Mogo. Y tenía intención de dar por zanjada la cuestión pero no lo hizo. Por el contrario formuló una pregunta: -‐‑ ¿Por qué injusta, Bleid? ¿Por qué sería injusta esa verdad? -‐‑ Por hacerse esperar tanto. ¿No lo ves? La humanidad luchando sudorosa y asfixiada, generación tras generación a lo largo de los siglos en busca de la verdad, sin apenas encontrar mas que una pepita de oro, el que ha tenido suerte, o una vetecilla de plata y, la mayoría, nada. Pero poco a poco esas pepitas de oro, como piezas de un rompecabezas, van encajando. Y de pronto un día, ¡zas!, la verdad completa. Ya podemos entenderlo todo. Pero sólo la conocerá la última generación, unos pocos privilegiados. Y los demás, ¿qué? ¿Crees que no tenemos derecho a esa verdad? ¿No hemos pasado el mismo calor y el mismo frío? Pues jamás la conoceremos. Estarás de acuerdo conmigo en que será una verdad muy injusta, luego no podrá ser la verdad. José se agitó. Venían a su mente demasiadas preguntas. -‐‑ ¿Por qué sólo la conocería la última generación? -‐‑fue la primera que formuló, dado que tal afirmación era la que le parecía más absurda. -‐‑ Porque después de tener completamente completada la verdad completa, y seguro que además es redonda, ¿para qué se va a vivir? Si lo que nos mantiene en vilo es lo que no sabemos. -‐‑ ¿Redonda? ¿La verdad tiene que ser redonda? -‐‑preguntó José sonriendo. -‐‑ ¿De qué otra forma podría ser? -‐‑contestó Bleid encogiéndose de hombros-‐‑. Será perfecta y lo contendrá todo luego…: nítida, compacta, simple, sin huecos, alteraciones ni fisuras; igual por todas partes. No tiene más remedio que ser redonda.
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-‐‑ ¡Bleid, ahí va la verdad! -‐‑exclamó Amín lanzándole al carrión una bola hecha con miga de pan que le dio en la frente. -‐‑ ¿De verdad crees todo eso? -‐‑le preguntó José. -‐‑ ¡Yo no! -‐‑contestó Bleid-‐‑. ¡Es lo que creéis tú y Mogo! Es a la conclusión que llegaríais si llevarais hasta el final lo que antes él ha dicho sobre la verdad, eso de que se va descubriendo poco a poco. -‐‑ Entonces, ¿tú qué es lo que crees? -‐‑y esta vez José también parecía enfadado. -‐‑ No lo sé. No soy capaz de enderezarlo -‐‑contestó Bleid mirándolo con una seriedad inusitada-‐‑. Pero no cometo el error de creer que la verdad está escondida y poco a poco la vamos descubriendo desde el principio de los tiempos. Todos debemos tener la misma oportunidad ante la verdad. Es más, yo creo que la verdad no la descubrimos sino que nos la inventamos, y la naturaleza se adecua, coincide con lo que pensamos: ella lo permite todo. O puede que a ella le dé igual todo y nosotros estamos definiendo como si se adecuara. -‐‑ Pues lo que sucede se parece más a lo que dice Mogo. -‐‑contestó José-‐‑. Cada día se sabe más, se entiende mejor cómo se mueven los astros, cómo funciona el mundo, cómo curar enfermedades, cómo construir mejores barcos... -‐‑ ¡Oh, sí! Cada día sabemos hacer más platos de cocina -‐‑interrumpió Bleid volviendo a su talante habitual. José y Mogo se miraron y se entendieron. No sabían si seguir adelante con la conversación o dejarla allí mismo. Pero José insistió: -‐‑ Tiene que haber una explicación para todo lo que sucede, desde la vida y la muerte, hasta el movimiento de los astros. Y tiene que haber un camino, una forma de estudiar todo eso y llegar a entenderlo. -‐‑ O más de una -‐‑intervino Mogo. José lo miró pidiendo explicaciones y el carrión continuó-‐‑: Nuestra forma es distinta a la de Salamanca. Antes lo expliqué: nosotros estudiamos las plantas y experimentamos con ellas hasta que sabemos cómo usarlas. Aquí confían ciegamente en lo que dijeron algunos sabios antiguos. Sus palabras les parecen realmente la verdad, y nadie comprueba si es cierto lo que dijeron tales sabios. Todo son palabras. Tengo que reconocer que Bleid acertó con el ejemplo de los platos de cocina. Todo el mundo hace recetas sin olvidar los ingredientes básicos de tal sabio de Grecia o tal Padre de la Iglesia, pero ni siquiera saben si existen realmente tales ingredientes, ni tampoco los nuevos que ellos proponen. -‐‑ Hay cosas que no se pueden ver, ni contar, ni medir, ni echar en la olla -‐‑dijo Bleid cabeceando.
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-‐‑ ¡Suéltalo ya! -‐‑exclamó Mogo. Le había dado la razón en algo y ahora de nuevo lo contradecía. -‐‑ ¿Crees que encontrarías la bondad creciendo en el campo y mecida por el viento como un puerro? O mejor contéstame a esto: ¿sabes qué es la bondad? –preguntó Bleid. -‐‑ Todo el mundo lo sabe -‐‑contestó Mogo. -‐‑ Pero nadie la ha visto, ni la puede medir, ni conoce su peso o su tamaño -‐‑dijo Bleid, y José parecía estar de acuerdo. -‐‑ ¡Eso es verdad! -‐‑dijo a su vez Amín. Mogo se sintió inseguro ante la afinidad de los otros tres. Y José le explicó: -‐‑ Si sólo conocemos cosas buenas, ¿por qué somos capaces de pensar en la bondad? Y esa bondad en la que pensamos es distinta, es más que lo bueno que vemos en alguien o en algo. Más grande, más completa, más perfecta. Y hay muchas cosas semejantes a ésta, cosas que no vemos, que no podemos tocar, y sin embargo existen. La perfección, la belleza, la felicidad, el mal, la sabiduría, la justicia o la desgracia. De todo eso se habla en esta universidad. Y tal vez la verdad esté en conocer a las plantas, en saber cómo se produce el rayo, y en comprender la belleza o la justicia. ¿Lo entiendes ahora? -‐‑ Sí -‐‑contestó Mogo-‐‑, también nuestros sabios han pensado en todo eso. -‐‑ Pues no le hagas mucho caso -‐‑dijo Bleid-‐‑, porque a lo mejor todo eso de la bondad, la belleza, y lo demás, no tiene ningún sentido y no es más que un juego del lenguaje. -‐‑ ¿¡Cómo!? -‐‑y esta vez fueron Mogo y José quienes, a la vez, hicieron la pregunta. -‐‑ Todos pensamos mucho más de lo que somos capaces de decir -‐‑siguió Bleid-‐‑. Y más aún: pensamos menos que lo que somos capaces de percibir; y sentimos más de lo que percibimos. Entonces, entre lo que percibimos, sentimos y pensamos el lenguaje no tiene nada que hacer, no nos cunde, apenas sirve. Y llama bondad o belleza a algo que es mucho más grande, algo que no puede describir, y lo achucha, lo aprieta y lo mete en una palabra. Y lo malo es que acabamos creyendo en ellas como si al pronunciarlas estuviéramos diciendo todo lo que sentimos y sabemos. Pero no es así, al decirlas sólo pronunciamos la cáscara. ¿No os dais cuenta? Lo único que conseguimos nombrar es una forma, la forma de algo pero no el algo. Y siempre será distinto, nunca será el algo sino otra cosa. Y en el mejor de los casos las palabras serán como un espejo donde el algo se refleje. Amín le puso la mano en la frente, después lo cogió por un brazo y lo sacudió pensando que deliraba o se había atascado, pero tal cosa no surtió efecto porque el carrión sin prestarle atención continuó:
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-‐‑ ¡Oh! Comemos la sopa con tenedor y creemos que es el instrumento perfecto. Por eso me gusta el lenguaje pajarero y mal hablado de los carriones, cuando todavía nadie le ha puesto mordazas y se puede decir todo. ¿Que casi nadie te entiende? ¡Qué más da! La cosa es que puedes decirlo todo. -‐‑ Y si nadie te entiende, ¿para qué te sirve? -‐‑preguntó José. -‐‑ Y en esta lengua que estamos hablando ahora, ¿crees tú que se entiende algo? Sólo sirve para pedir agua con precisión si tienes sed y no morirte. -‐‑ ¿Y te parece poco? -‐‑intervino Amín-‐‑. ¡Anda, cállate ya Bledito! Y no te gustará esta lengua pero no paras con ella. -‐‑ No son tonterías, ¿no veis el trabajo que nos cuesta entendernos? Porque esta lengua no sirve. Es dura, corta, escasa, llena de normas que siempre hay que cumplir. Y lo malo es que no sé si hablo como pienso o pienso como hablo. -‐‑ Bueeeeeenoooo -‐‑Amín se columpió en la silla. -‐‑ ¡Ése es tu problema! Que en la cabeza sólo tienes una maraña y no sabes qué hacer con ella -‐‑dijo Mogo. -‐‑ Déjalo terminar -‐‑pidió José. -‐‑ Cuando pienso, pienso como hablo, es decir, con la misma forma, con las mismas palabras. ¿Quién manda yo o la lengua? La lengua me está obligando a pensar como ella es, me obliga a pensar a su manera. Entonces me pregunto: ¿se me podrá ocurrir algo que no esté previsto en la lengua? No lo sé. Porque si alguna vez se me ha ocurrido algo como no habré podido pensarlo... Dado que sólo puedo pensar con lo que ella tiene y a su modo… Si se me ocurriera algo que ella no tuviera previsto, desde luego no podría nombrarlo, ni darle la forma de la lengua, si acaso, tendría que darle otra forma. -‐‑ ¡Hasta aquí hemos llegado! -‐‑Amín se había puesto de pie y extendido las manos como un juez que desesperado por las incoherencias hubiera decidido cerrar el caso. Pero José se quedó silencioso mirando a Bleid, y Mogo mirando a José que parecía querer entender lo que Bleid acababa de decir. Entonces Mogo intervino: -‐‑ Quiero aclarar una cosa: necesitamos una lengua donde las palabras signifiquen para todos lo mismo. La necesitamos para comunicarnos, para ordenar nuestras ideas y darles forma. Esta lengua que estamos hablando es grande, amplia, rica, y bien usada puede decir cualquier cosa que se nos ocurra por compleja y difícil que sea. Poder usar una lengua así, al contrario que a Bleid, a mí me parece una suerte, porque gracias a ella podemos entendernos con precisión. Todo cabe en esta lengua. Y si Bleid tiene problemas con ella, es su problema y no el nuestro.
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-‐‑ Tampoco hay que enfadarse -‐‑dijo Amín. -‐‑ ¡Ah! -‐‑suspiró Bleid-‐‑. Hemos estado rumiando como los maestros de esta universidad. ¿Para qué? -‐‑ ¡Ni se te ocurra empezar otra vez que no hacéis más que deshilacharos las mentes! -‐‑y Amín alzó un puño amenazante a Bleid. -‐‑ ¿De verdad crees que no hemos podido entender nada de lo que nos has dicho? -‐‑preguntó entonces José. -‐‑ No se trata de eso... -‐‑contestó Bleid. -‐‑ ¿De qué, entonces? -‐‑ De que cada uno ha de entender lo suyo. Si lo que yo digo no resuena en vosotros, entonces es que no es vuestro. Por mucho que os explicara, a lo más que podría llegar es a que entendierais de qué estoy hablando. -‐‑ ¿Y no se trata precisamente de eso? -‐‑ No es lo mismo entender que comprender. Entender no emociona, comprender sí. Lo que sólo se entiende se olvida o, en el mejor de los casos se nos queda pegado como un apósito. Lo que se comprende se vive, forma parte de uno. ¡Es propio! A veces se escuchan cosas que uno ya sabía aunque nunca las hubiera pensado. Las había sentido, por eso las conoce cuando las oye. Eso resuena dentro, se comprende y es tuyo, te ensancha, te hace más tú. Otras, por más que te expliquen y entiendas, siempre te serán ajenas. ¡Estoy harto! -‐‑dijo de pronto poniéndose de pie-‐‑. ¡Me obligáis a decir cosas que no os sirven para nada! Y si os sirvieran no haría falta que os las dijera porque ya las sabríais. Voy a tocar la flauta. La música y los pájaros son los únicos capaces de decirlo todo. Y enteraos bien: se entiende mejor la vida por los sonidos que por las palabras. Escuchad la música bien por una vez en vuestra vida y os daréis cuenta de que puede decir todo aquello que es imposible decir a las palabras. Tiene formas que no puede conseguir la lengua. Os hablará de lo que ya sabéis pero que sois incapaces de nombrar. Ella existe porque el lenguaje falla (salvo en algunos poetas, lo malo de los poetas es que aunque sólo poeteen hablan como si cagaran oro), y los hombres han tenido que acudir a la música para hablar de la realidad de forma mucho más completa. He dicho. Y sacando el instrumento de su saco subió al alféizar de la ventana y se puso a tocar. Después de semejante discurso los otros prefirieron no decir palabra y se quedaron mirando al fuego. Pero al rato José se levantó y se acercó a él. -‐‑ Bleid, yo creo que las cosas pueden enseñarse. Que un maestro puede ser alguien que te abra las puertas y te enseñe a mirar.
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-‐‑ ¿Y a ver? -‐‑ También a ver. Aunque sí creo como tú que una vez que has abierto los ojos eres tú solo el que está detrás de ellos. -‐‑ ¿A ver? ¿A ver? –Amín se había puesto en pie y acercado a ellos decidido a que no entraran de nuevo en otra conversación interminable-‐‑. Vosotros estáis locos. ¿Que más da si se ve o si se mira? Lo que hace falta es saber qué se trae uno entre manos. Si hubierais pasado tanta hambre como yo sabríais que lo único importante es tener lleno el estómago, los pies calientes, y una cama para pasar la noche sin temor a que nadie te robe mientras duermes. Pero como vosotros habéis vivido sin ningún temor, no tenéis ni idea de lo que es realmente importante en la vida. Vuestros pensamientos son un lujo, como las joyas que se compra la gente para adornarse porque ya no sabe en qué gastar el dinero. No me miréis con esa cara. Yo tengo las ideas mucho más claras que vosotros sin necesidad de darle tantas vueltas a la cabeza. En vez de tanto pensar lo que hay que hacer es estar a gusto y pasárselo bien. Venid, que os voy a enseñar a jugar a los dados. -‐‑ ¡Voy! -‐‑exclamó Bleid saltando desde la ventana. Mogo miró a José en silencio. -‐‑ Sí, creo que de lo que se trata es de ser feliz cada uno a su manera –le dijo José-‐‑. Y ahora vamos a tratar de ser felices a la manera de Amín. -‐‑ Además, no sé por qué os hacéis tantas preguntas cuando todo está resuelto –decía Amín mientras buscaba los dados-‐‑. ¿No lo dice El Corán? En él está todo explicado, no tenéis más que acudir a él. -‐‑ Pues no veo que tú lo hagas ¿O fue suficiente lo que estudiaste en la infancia? –preguntó Mogo. Amín se puso tan serio como si le hubieran pulsado, sin permiso, la cuerda más oculta de su corazón. En tono amenazante le dijo al carrión: -‐‑ Yo no fui a la escuela coránica porque tenía que quitarme el hambre. El tío de José me enseñó a leer y escribir y él no leía El Corán. Además, yo no soy un hombre de ciencia sino hombre de mundo. De momento tengo otras urgencias, pero cuando las resuelva y tenga tiempo lo leeré cada día y viajaré a La Meca. Dios es paciente y misericordioso. Él sabrá esperarme porque sabe que no me lo ha puesto fácil. -‐‑ Y al final, ¡santo! –exclamó Bleid. -‐‑ Cada cosa a su tiempo –dijo Amín volviéndose a él-‐‑. Además, a Dios le gusta que se mueva la gente, los que se buscan la vida sin lloriquearle ni darle la lata. Por eso hay que saber buscar riqueza para
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luego tener tiempo libre y dedicárselo a Él. Y después a morirse con todas las de la ley, y a disfrutar del Jardín de las Huríes. -‐‑ Pero vuestro dios, ¿no evalúa todos los actos a lo largo de vuestra vida? Creía que continuamente había que cumplir con sus preceptos y no esperar a ser rico y tener tiempo para ello –dijo Mogo. -‐‑ ¿Y quién dice que yo no los cumplo? –contestó Amín-‐‑. Si lo dices porque no me ves rezar, lo hago con el pensamiento cinco veces al día, como está mandado. No querrás que monte un número en medio de una plaza cristiana. ¿No me ves darle dinero a los necesitados? ¿Pero hay alguien más necesitado que yo? ¿Acaso me sobra el dinero? ¿Socorrer a los huérfanos y viudas? Hace mucho tiempo que no veo ninguno y si los veo no sé que lo son. Mira Moguito, no te metas en estos asuntos porque estos asuntos son sólo cosa de Dios y de uno, y entre Dios y uno no caben extraños. Pero sé muy bien lo que digo: leed El Corán y se habrán acabado vuestras dudas. -‐‑ ¿Es cierto? –preguntó Mogo a José. -‐‑ Cierto si tu fe es total. E igual sucede con cristianos y judíos. Si tienes fe todo está claro. -‐‑ Y si no la tienes, ¿qué haces? –preguntó Bleid. -‐‑ Pedírsela a Dios –contestó José. -‐‑ ¿Cómo? Eso es imposible. Si yo creo en Dios ya tengo fe, no necesito pedírsela. Si no creo en Él, ¿cómo se la voy a pedir? –dijo despectivo. -‐‑ ¡Bleid! ¡No puedes hablar así de los dioses ajenos! –le increpó Mogo. -‐‑ ¿Quién ha dicho que no puedo? ¿No ves que lo estoy haciendo? –Y volviéndose a José-‐‑: Si se tiene fe y todo está claro, ¿por qué llevan siglos, tanto cristianos como musulmanes y judíos, dándoles vueltas a las cosas de Dios y matándose por ello? Continuamente unos y otros discuten sobre ese tema, ¿por qué? José se encogió de hombros. -‐‑ No pienso mucho en ello –dijo-‐‑. Las tres religiones vienen a decir lo mismo: que hay que hacer el bien y comportarse honestamente. Para guiarte han hecho sus leyes y si las cumples serás feliz en la eternidad después de la muerte. Si no lo haces sufrirás el castigo. Y eso es precisamente lo que no entiendo yo. -‐‑ ¿Que no lo entiendes? Pues está bien claro –dijo Amín. -‐‑ ¿Por qué no hacer el bien por sí mismo sin pensar en premios ni castigos? ¿Acaso hacer el bien no es agradable? Mucho más que hacer el mal. ¿Por qué entonces hay que premiarlo? –preguntó José. -‐‑ Pero eso es porque tú eres bueno y te sale natural... –dijo Amín.
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-‐‑ Vamos, Amín, ¿acaso tú eres malo? No es tan simple. A veces me he preguntado si todas esas leyes de las religiones son en realidad consejos para vivir bien en lugar de para morir bien. Se miran como si fueran una obligación difícil de cumplir pero, ¿tan desagradable es hacer el bien? ¿Tanto trabajo cuesta socorrer, ayudar a los que lo necesitan o enseñar al que no sabe? -‐‑ Lo que es como no quiera aprender... -‐‑ Quieres decir que hacer el bien por sí mismo lleva consigo suficiente satisfacción como para no necesitar más premio –afirmó Mogo. -‐‑ Eso creo –contestó José-‐‑. Es más, llego a pensar que es algo terrible que por hacer el bien tengan que premiarte. Si veis que alguien tropieza y cae, ¿acaso no le ayudáis a levantarse? ¿No le atendéis si además se ha herido? ¿Y no sentís satisfacción inmediata por haberle prestado ayuda? ¿Por qué además tendrían que premiarte? Tu satisfacción ya es suficiente premio. Hacer el bien es un goce. Por eso creo que las leyes son consejos que nos guían para que seamos felices, y no entiendo las amenazas de los profetas. -‐‑ Y los que hacen el mal, ¿qué? Habrá que castigarlos, ¿no? –preguntó Amín. -‐‑ En su mala acción está el castigo, ¿no es cierto, José? –preguntó Mogo-‐‑. Porque si hacer el bien te da un goce, hacer el mal te hace un desgraciado, te da un sufrimiento. -‐‑ ¿Y ya está? –preguntó Amín poniéndose en jarras-‐‑. Aquí cada uno piensa lo que quiere sin encomendarse a Dios ni al diablo. Vosotros, ¿para qué necesitáis a los profetas? ¡Pensáis lo que os da la gana! Eso no es así. Hay que pensar y cumplir como dice la Ley. Porque lo que es, es; y eres o no eres. Si te pones a pensar: “esto sí; esto no porque no me gusta”, entonces no eres. Y si se es, hay que apechugar. ¿O te crees que te van a regalar el cielo por las buenas? Ahí no caben dudas. ¿Quiénes somos nosotros para dudar? No se puede decir: “esto lo hago, esto no lo hago”, porque si no lo haces ya te estás colando y no eres. Las medias tintas no van con esto. No puedes decir que crees en Dios y luego elegir de sus cosas las que te gustan, y las demás pasártelas por... por ahí. Si se cree, se cree en todo. No valen las medias tintas. O le dices a todo que sí, o a todo que no. -‐‑ Pues algunos parece que no se atreven a decirle a todo que no para tener a Dios a mano en caso de emergencia. -‐‑ ¡Cállate Bleid! -‐‑ Sí, cállate. Y tú también, Mogo. Porque, ¿qué es eso de que hacer el mal te da un sufrimiento? Las cosas están muy bien hechas y por algo Dios se las ha soplado a los profetas así, porque, ¿qué me decís de
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los que abusan de los débiles, los que roban a los huérfanos, los que matan de hambre a sus siervos mientras ellos se llenan las tripas? Que vivirán tan a gusto como reyes toda su vida, y yo no le he visto a ninguno pinta de sufrimiento por eso. Dios se lo hará pagar y estarán muertos de asco en la eternidad hasta que paguen, uno a uno, el sufrimiento que le han hecho pasar a los demás. Y esa justicia es su único consuelo. El discurso de Amín los dejó en silencio hasta que Bleid dijo: -‐‑ Esto de las religiones es un gran invento.
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25 El posadero de San Vitero, ya en Galicia, le dijo a José que un hombre había preguntado por él. No había dado su nombre pero lo había descrito y también a su compañero cojo. Los otros tres no lo oyeron y José prefirió no comentarlo. Tal vez su padre lo estaba buscando. No, en tal caso habrían dado su nombre. ¿Quién podría ser? Algún día después sintió que lo seguían. No podía justificar aquella impresión pero se sabía vigilado. La quietud de un jinete en la lejanía, la mirada de un viajero, la pregunta de un desconocido. El viaje siguió sin demoras ni sobresaltos hasta que llegaron a la Puebla de Sanabria donde, de nuevo, el encargado de la casa de postas le informó que un hombre había preguntado por él. Hacía de aquello dos días y no pudo decirle hacia dónde se había dirigido el interesado. -‐‑ ¿Era un fraile? -‐‑ No, un comerciante. Y parecía tener urgencia en encontraros. Desde que se supo buscado había evitado permanecer más de un día en cualquier lugar, y elegía como camino vías secundarias y poco transitadas. Pensó que ya era bastante difícil la marcha con frío y lluvias frecuentes para además preocupar a sus compañeros. Los caminos estaban desolados sin apenas viajeros, y cualquier figura en la lejanía u oír cascos de caballos le hacían agarrar el pomo de la espada oculta bajo el capote. Después de la certeza de aquel día, pensó que Amín tenía los ojos despiertos y lo ayudaría a ver el peligro. -‐‑ Tengo que deciros algo. -‐‑ ¡Por fin reventó el huevo! -‐‑exclamó Amín. -‐‑ Otra vez nos siguen. -‐‑ No te preocupes, ya estamos atentos. -‐‑ ¿Lo sabíais? -‐‑ No; pero con esa manía para que vaya siempre delante de ti, algo tenía que pasar. -‐‑ ¿Por qué no me habéis preguntado? -‐‑ Por culpa de Mogo. Dijo que había que respetarte y no sé qué historias. -‐‑ No son historias -‐‑protestó Mogo-‐‑. La gente tiene derecho a enfrascarse en sus propios pensamientos. -‐‑ No era huevo sino frasco –murmuró Bleid. -‐‑ Tendrá derecho a enfrascárselo si el asunto es sólo suyo pero no si es de todos -‐‑opinó Amín.
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-‐‑ Aunque sea cosa de todos, José es el jefe de esta expedición y es su responsabilidad decidir qué hemos de saber y qué no -‐‑dijo Mogo. -‐‑ ¿Para qué? ¿Para tragarse él solo la preocupación? Y además, ven más ocho ojos que dos. -‐‑ Está bien -‐‑dijo José-‐‑. La cosa es que nos están buscando de nuevo. -‐‑ ¡El frasco tenía un lagarto! –remató Bleid. -‐‑ Pues pronto los soltó el Rey de Portugal -‐‑dijo Amín-‐‑. Pero, ¿por qué saben que vamos a Santiago? -‐‑ Tal vez no lo sepan. Si es uno, significa que el otro nos está buscando en otra parte. -‐‑ No podemos detenernos en cualquier sitio -‐‑intervino Mogo-‐‑. Debemos buscar pueblos pequeños e ir por caminos poco transitados. ¿Lo ves? Has hecho bien en decírnoslo. Entre todos pensamos mejor. -‐‑ ¿Pensando lo que ya había pensado él? Viajamos por donde no viaja nadie -‐‑dijo Amín. Y luego en un murmullo le dijo a Bleid-‐‑: Si es que cuando el mochuelo mía, o es de noche o es de día. Y cuando mía el mochuelo, o está en lo alto o está en el suelo. -‐‑ Exacto. Éste es capaz de hacer la misma faena que le hizo Platón a Sócrates –murmuró a su vez el carrión. No, no había nadie. Las montañas tenían las cumbres nevadas y caía una llovizna, a ratos aguanieve, sobre el paisaje gris de poco horizonte. Sólo oían el chapoteo de las mulas sobre el suelo embarrado que retumbaba en los pasos estrechos o se perdía en lo alto de los cerros. -‐‑ ¿Y éste es el famoso Camino de Santiago donde se da cita toda la cristiandad? -‐‑ Es invierno, Amín, y sabes que nos hemos apartado del camino principal. Al caer la tarde, el viento trajo consigo una nieve menuda que los azotaba e iba cubriendo de blanco. Vieron en la lejanía el humo de una casa algo apartada del camino y se dirigieron a ella para pedir posada. Sin bajarse del caballo, José llamó a la puerta y asomó un aldeano viejo arropado en una pelliza. -‐‑ Somos peregrinos a Santiago y os pedimos asilo por una noche -‐‑dijo José. -‐‑ Aquí no hay camas, señor. Pero le preguntaré a mi amo. El hombre volvió al poco rato. -‐‑ Podéis pasar. Dejad las mulas, yo las llevaré al establo. Descargaron y metieron los bultos en el zaguán de la casa. A continuación había una habitación con una chimenea encendida, y
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ante ella vieron a un hombre sentado que no se movió. El cuarto era grande, con un fogón en un rincón donde una mujer cocinaba y que, al verlos, se fue hasta José haciéndole una torpe reverencia para decirle que al amo no le gustaba que le hablaran y que enseguida les prepararía la cena. José se acercó a la chimenea, al lado del caballero. Hizo una inclinación de cabeza, sin atreverse a hablar, y entonces, el otro levantó la mano haciendo un ademán para que se acercara al fuego. José arrastró un sillón y se sentó junto a él. Cuando entró Amín, al ver a todos en silencio, preguntó si podía él también sentarse, y de nuevo el hombre movió la mano para invitarle. Cogió una silla baja y se sentó al lado de José. Los carriones habían subido junto al fuego y miraban a los tres silenciosos. El dueño de la casa estaba casi hundido en el sillón, con la cabeza inclinada hacia adelante. En la cara apenas si se le podían ver la nariz y los ojos, en medio de una maraña de pelo que parecía no haber cortado ni peinado nunca. La barba, igualmente alborotada, le llegaba a la cintura. Tenía unos extraños ojos grises donde se reflejaba la luz roja de las brasas que él parecía no ver. Las manos, con las uñas demasiado largas, descansaban sobre los brazos planos del sillón. José, a su derecha, tenía el pelo húmedo y la mirada distraída en el fuego. Su cara había tomado el rojo vivo de quien entra del frío al calor repentino, e igual le pasaba a Amín. Estuvieron largo rato allí sin más pensamiento que el descanso y el calor. Amín a veces miraba al hombre de reojo pero sin atreverse a mover la cabeza. José estaba tan quieto como él pero tal cosa parecía agradarle. La mujer los llamó para cenar a una mesa tosca de madera que había en medio de la habitación. Al amo le llevó un tazón de sopa que tomó lentamente sin moverse del sitio. Mientras tanto, el aldeano había puesto paja en un rincón, y sobre ella tendió mantas para que les sirviera de cama. Luego, atendió el fuego de la chimenea y dejó más leña a un lado. Tras aquellos preparativos salió de la casa con su mujer. Después de cenar, José volvió a la chimenea y se sentó de nuevo sin decir palabra. Junto a él volvió Mogo, mientras Amín y Bleid se tumbaron en la paja. -‐‑ ¿Sois castellano? -‐‑preguntó de pronto el hombre con apenas voz. -‐‑ En parte sí, pero nací en Granada -‐‑contestó José. -‐‑ De Granada -‐‑repitió el hombre con una leve admiración-‐‑. Sevilla me pareció un hermoso lugar para vivir. Al amanecer, subían por el río los normandos con barcas cargadas de quesos.
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Al oír hablar al viejo, Bleid corrió hacia la chimenea y Amín se levantó despacio para no hacer ruido y volvió a sentarse en la silla. -‐‑ Al otro lado del río vivían los alfareros –continuó el hombre-‐‑. Me gustaba el olor de los hornos y envidiaba a los muchachos que pasaban el día descalzos amasando el barro. Hablaba muy lentamente sin dejar de mirar el fuego. Más que explicar parecía rememorar. Luego volvió al silencio. Amín lo miró de frente por primera vez. Llegó a pensar si sería ciego. Esperó que siguiera contando, pero el hombre no volvió a abrir la boca. -‐‑ Yo también soy de Granada -‐‑dijo entonces Amín-‐‑, y nunca he estado en Sevilla. -‐‑ Tiene un gran alcázar con ruiseñores en los jardines. -‐‑ ¿Y qué más? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Fuentes. Muchas fuentes. -‐‑ Granada también las tiene. Cada casa tiene una, y en las calles y plazas están por todas partes. Y en la Alhambra levantas una piedra y brota una fuente. El viejo movió ligeramente la cabeza para mirarlo y casi sonrió. Aquello animó a Amín. -‐‑ Y pájaros. Los ruiseñores de Sevilla viven ahora en Granada. -‐‑ ¿Por qué? -‐‑ Porque los ruiseñores son árabes, todo el mundo lo sabe. Y ahora están todos allí apiñados como piojos en costura. -‐‑ ¿Qué hacéis tan lejos de vuestra patria? -‐‑ Pasar frío. -‐‑ En Granada también hace mucho frío. -‐‑ Pero no es igual. Aquel frío es nuestro. -‐‑ ¿Habéis visto alguna vez el desierto? -‐‑ Yo no, ¿por qué? -‐‑ Creía que a los moros les gustaba el desierto. -‐‑ A los de Granada sólo en las canciones. -‐‑ Una vez escuché a una mujer de Granada tocar el laúd. Nunca lo oí mejor. -‐‑ Yo puedo hacer que las flautas suenen solas -‐‑y dio de señas a Bleid que lo entendió enseguida, y corrió a por su flauta y se puso a tocarla. El viejo la oyó pero no se inmutó. -‐‑ ¿No os sorprende que la flauta toque sola? No contestó y volvió a bajar la cabeza. Bleid calló. El hombre se sumió de nuevo en el silencio. -‐‑ Señor, ¿quién sois? -‐‑preguntó entonces José. -‐‑ Un hombre triste.
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-‐‑ Pues ha de ser grande vuestra tristeza y de muchos años -‐‑dijo Amín mirándole las greñas. -‐‑ De muchos. -‐‑ ¿Y podéis decirnos cuál es la causa? -‐‑preguntó José. -‐‑ Me acusaron de un delito que no cometí. -‐‑ ¿Queréis contárnoslo? -‐‑ Sí, tal vez ha llegado el momento de empezar a contar. Yo llevaba las joyas de la reina. Y las guardé en mi casa, en un arcón de tres llaves en mi mismo cuarto, cuando descansamos allí. A la mañana siguiente había desaparecido un collar de perlas. Antes de decírselo al Rey quise confiárselo a mi dama y a su hermano, mi mejor amigo. Pero ellos ya lo sabían y no me creyeron. Alguien lo había contado acusándome a mí. Fui al Rey y le dije que tomara mi casa, mis tierras y mis vasallos. Luego me marché. -‐‑ ¿No buscasteis al ladrón? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Yo sabía quién era el ladrón. Era otro hombre del Rey. No quería el collar sino hacerme el mal. -‐‑ ¿Y por qué no lo dijisteis? ¿No buscasteis el collar entre sus cosas? -‐‑ No, no lo hice porque ya todos me tenían por culpable. -‐‑ Teníais que haber luchado -‐‑dijo José. -‐‑ No tuve fuerzas. Antes de que yo explicara que había oído ruidos en la noche, que el perro estaba muerto y los criados con un sueño del que no podían despertar, todo lo sabían. Alguien lo había explicado como si hubieran sido mis malas artes y no las de ellos. -‐‑ ¿Nunca apareció el collar? -‐‑ Aquella misma mañana escondido en mi propia casa. El ladrón pidió clemencia para mí, pero yo no la acepté. -‐‑ ¿Y estabais seguro de que era él? -‐‑ Tan seguro como de que hablo con vos. Dijo dulces palabras, se nombró mi defensor y todos admiraron su bondad. Pero cuando me encontraba a solas no escondía de sus ojos el odio. No pude soportar la duda de los que quería. En sus ojos, la duda y en su boca, el silencio. Me marché. -‐‑ ¿Por qué ese hombre os quería tan mal? -‐‑preguntó José. -‐‑ Por más que lo he pensado nunca he logrado adivinarlo. Yo era joven, alegre, y tenía el favor del Rey. Tan joven que no podía comprender que alguien me deseara un mal. -‐‑ ¿Desde entonces vivís aquí? -‐‑ Deambulé sin rumbo por los caminos durante no sé cuánto tiempo.
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-‐‑ Y os habéis pasado la vida mirándoos al ombligo -‐‑intervino Amín. -‐‑ ¿Qué queréis decir? -‐‑preguntó el caballero.
José trató de enmendar el comentario de Amín mientras lo miraba con cara de querer matarlo: -‐‑ Que había ruiseñores y fuentes en Sevilla, y los barqueros normandos subían el río al amanecer con las barcas cargadas de quesos. Podíais haber ido allí y comenzar una nueva vida. -‐‑ Sevilla es Castilla y mi nueva fama sin honor iría conmigo. -‐‑ Podíais haber ido a otro reino. -‐‑ ¿Renunciando a mi nombre como un malhechor? No tuve ánimos para emprender nada. El dolor hace perder las fuerzas. -‐‑ Os entiendo -‐‑dijo José. -‐‑ Yo no -‐‑y Amín miró a José con temor, pero valoró aún más el deseo de decir-‐‑: Las que duelen son las llagas o el hambre. Podéis tener vuestro dolor porque vuestra chimenea está siempre encendida y una mujer os prepara la comida cada día. ¿A que nunca habéis pasado hambre? Mogo, en dos segundos, había saltado hasta el hombro de Amín para decirle al oído: -‐‑ ¡Cállate! A veces las heridas del alma son peores que las del cuerpo -‐‑. Pero Amín insistió: -‐‑ Si tuvierais una familia que alimentar, vuestro orgullo se escondería bajo las piedras. Si hubierais tenido ambición, habríais encontrado el modo de vengaros de vuestro enemigo y triunfar sobre él. Y si fuerais bondadoso, os habríais dedicado a ayudar a los que lo necesitan y a atender vuestra hacienda, que seguro que se la están merendando vuestros siervos. -‐‑ ¡Basta Amín! -‐‑exclamó José. -‐‑ No, dejadlo hablar -‐‑pidió el viejo con la voz algo más vigorosa. -‐‑ Levantaos, peinaos y lavaos, porque apestáis. Después lo veréis todo mucho más claro –se atrevió a decir el Catapiedras. El hombre se levantó del sillón. Por un instante tembló como si fuera a caerse, pero se enderezó y se volvió hacia Amín que se acurrucó protegiéndose la cabeza esperando recibir un golpe después de su osadía. -‐‑ Sí, merecéis un azote. Pero no voy a pegar a mi invitado aunque me ofenda -‐‑dijo el viejo. Luego se volvió hacia José y le preguntó: -‐‑ ¿Está nevando? -‐‑ Sí. -‐‑ Saldré. Hace mucho tiempo que no veo la nieve.
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José le abrió la puerta y lo cubrió con su capote. El hombre se alejó andando lentamente. Cuando despertaron, desayunaba sentado a la mesa. Se había cambiado de ropa, recortado la barba y atado el pelo sobre la nuca. Había algo más despierto en él, más vivo, y no parecía tan viejo. Amín se le acercó y le dio los buenos días respetuosamente. -‐‑ Sentaos, tendréis hambre -‐‑le dijo el hombre indicándole una silla-‐‑. El dolor del alma es muy difícil de explicar. Si hace años me hubierais dicho lo que dijisteis anoche, ni siquiera os habría oído. Pero ayer, por primera vez en mucho tiempo, oí que llamaban a la puerta, y vuestro acento trajo a mi mente de nuevo la presencia del mundo, que no sé dónde se ocultó durante tantos años. ¿Creéis que me conmovisteis mostrándome la miseria? ¿O lo que dijo vuestro amigo de la belleza de Sevilla? -‐‑ No lo sé, señor -‐‑contestó Amín muy comedido. -‐‑ Los que me conmovieron fueron los ruiseñores de Granada apiñados como piojos en costura. Por un instante los vi con sitio sólo para poner una pata y sin saber qué hacer con la otra. Sentí ganas de reír. Y vi que la vida seguía ahí, entera, igual que siempre, como si nada me hubiera sucedido. -‐‑ Me alegro de haberos sido útil, señor. -‐‑ Y decidme, ¿cómo hicisteis que la flauta sonara sola? -‐‑ ¡Ah! Eso no os lo diré -‐‑exclamó Amín casi saltando de la silla-‐‑. Son artes granadinas. Lo aprendí de un sabio que vino de Oriente y dominaba los vientos. Conocía toda la sabiduría de Persia además de la egipcia. Sabía el secreto de las pirámides... -‐‑ ¡No mintáis! -‐‑le ordenó el caballero. -‐‑ Os habéis dado cuenta de eso antes de que soy cojo. -‐‑ ¿Lo es o intenta engañarme de nuevo? –preguntó a José, y éste afirmó con la cabeza. -‐‑ ¿Y qué hace un musulmán camino de la tumba del Apóstol? -‐‑ ¿Qué apóstol? Yo voy tras los pasos de Almanzor –respondió Amín. El hombre esbozó una sonrisa. En el momento de marcharse, y en respuesta a las palabras de agradecimiento de José, el hombre contestó: -‐‑ Soy yo quien ha de estar agradecido. No sé qué azar os ha traído hasta aquí para despertarme. -‐‑ Qué raro este cristiano -‐‑dijo Amín cuando estuvieron lejos de la casa-‐‑. Flotaba en la tristeza como un corcho, y de repente tan contento. -‐‑ Es que los ruiseñores de Granada hacen milagros -‐‑dijo Bleid.
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-‐‑ Sois unos irresponsables –intervino Mogo-‐‑. Nada os importa gran cosa y sólo pensáis en divertiros. No sentís respeto por el dolor ajeno. Ese hombre ha debido sufrir mucho. Perdió su honor, su fama, sus amigos, se quedó completamente solo. Y vosotros todo os lo tomáis a broma. No sabéis diferenciar las cosas que tienen importancia de las que no. Nadie podrá tomaros nunca en serio. Y cuando algún día tengáis necesidad, os va a ser difícil encontrar amigos que os ayuden si todo lo habéis sabido hacer es mofa de lo suyo. -‐‑ ¿Tú también lo ves así, José? –preguntó Amín. -‐‑ Yo lo que veo es que el dolor puede ser grande hasta ofuscarnos la mente. Ese hombre tenía una opción: matar a su enemigo. Tal cosa le habría ayudado a esclarecer la verdad, pues el Rey investigaría la causa. Pero no lo mató. Perdió su honor, pasó por villano, y ante su enemigo también por cobarde. ¿Desistiría de su única baza por considerar peor una muerte que la pérdida de su honor? Es insólito. -‐‑ ¿Y no podía haber dado explicaciones? –preguntó Amín dando a entender que habría sido muy fácil evitar la situación, tan seria como trascendente, que acababa de exponer José. -‐‑ ¿A quién? Todos lo creían culpable. Nadie duda de un caballero, menos aún ante el robo de las joyas de la reina, pero cuando quiso explicarlo ya otro caballero lo había hecho por él. Uno de los dos mentía y las pruebas estaban en su contra. Tal vez habría luchado si hubieran confiado en él. Porque el dolor no nació de la acusación, de ahí nacería su orgullo herido, sino de que las personas a quienes quería habían dudado de él. ¿Puede ese dolor ser más fuerte que el honor? -‐‑ ¿Y eso es tan importante? -‐‑preguntó Amín de nuevo sin entender tampoco muy bien el calado que sugería aquel nuevo matiz de la cuestión. -‐‑ Lo es. Si dudaron de él significa que lo creían capaz de cometer el robo. ¿Qué te queda entonces si compruebas que los que amas ni siquiera te conocen? -‐‑ ¿Y por qué confiaron en el otro más que en él? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Porque el otro sería un hombre de prestigio; alguien al que nadie pondría en duda y además convincente. Recordad que incluso pidió clemencia para él. Hablaría de su juventud, de la osadía de un corazón impetuoso e irreflexivo, y con tal defensa aseguró la culpa del otro apartándola de él mismo. -‐‑ Y se dedicó a llorar -‐‑dijo Amín despectivo. -‐‑ Probablemente no; pero la vida perdió su sentido. No podía llorar por la pérdida de su amada porque, ¿vas a llorar por alguien que no confía en ti? Es más, ¿vas a confiar en quien de ti desconfía? Dice un
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refrán: “El que desconfía merece ser engañado”. Y tiene razón, porque no hay nobleza en la desconfianza. -‐‑ Pero hay prevención -‐‑dijo Amín. -‐‑ ¿Y has de estar prevenido frente a los que amas? -‐‑ ¿Y si te engañan? -‐‑ ¿Por qué habrían de hacerlo? Si piensas tal cosa se te enfermará el alma y continuamente buscarás pruebas para demostrar que estás en lo cierto. Porque, si no fuera cierto sabes que serías un miserable. Y mientras tanto humillas al otro que, siendo leal, con cada pregunta, suspicacia o sospecha, lo estás condenando por una falta que no ha cometido. -‐‑ Lo que quieras. Pero, ¿y si te engañan? -‐‑insistió Amín. -‐‑ Si te engañan, una buena coz y a otra cosa mariposa –contestó Bleid-‐‑. Pero es mucho mejor ser tonto feliz que listo desconfiado. La pega es que para ser tonto feliz hay que ser muy inteligente, y eso no abunda. -‐‑ ¿Y cómo lo vas a encontrar el engaño si no te fijas? Hay que saber mirar por el rabillo del ojo. -‐‑ A ver, Amín –José detuvo el caballo lo que obligó a Amín a hacer lo mismo-‐‑: En algún sitio guardas nuestras piedras. Sólo tú sabes dónde están, cuántas hay y lo que valen. Vendiste alguna en Córdoba y más en Salamanca. ¿Te he preguntado alguna vez dónde las guardas, cuántas quedan o qué pagaron por ellas? ¿Te he pedido alguna vez razón de tus cuentas? -‐‑ Tú sabes que las administro bien -‐‑contestó Amín dolido y pelín desconfiado. -‐‑ ¿Y por qué lo sé? -‐‑ Porque confías en mí. -‐‑ ¿Debería preguntarte a cada paso dónde las llevas, porque podrías perderlas; cuánto te pagan por cada una, porque podrían engañarte; o cuanto dinero nos queda, porque podrías estar gastando en demasía? ¿Qué pensarías entonces? -‐‑ Que no te fiabas de mí. Ya lo veo. Me tratas como a un señor no como a un villano. Y si me hubieras tratado como a villano yo no estaría contigo. Es más -‐‑rió de pronto-‐‑, me habría largado robándote las piedras. -‐‑ De eso se trata: “El que desconfía merece ser engañado”. -‐‑ ¡Pues tampoco! -‐‑exclamó Bleid-‐‑. Lo que merece es ser ignorado. Porque, Amín, si le robaras las piedras a José, ¿acaso no se convertiría en verdad su sospecha? ¡Ah, es precioso! -‐‑dijo admirado-‐‑. Es igual que el cuento de Nasrudin que contó José, el de morir en la horca. De pronto la mentira se convierte en verdad como por arte de magia.
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¿Será la realidad un depende? ¿Será que la verdad y la mentira cambian según las circunstancias? ¿O habrá que saber ver la verdad de la mentira y la mentira de la verdad? -‐‑ ¡Tuvo que saltar! -‐‑saltó Mogo-‐‑. Antes al desconfiado le dabas una coz y luego te sacudías las manos como si no hubiera pasado nada -‐‑e imitándolo-‐‑: A otra cosa mariposa. ¿Ya no merece un castigo? No, ahora basta con la indiferencia. Además tratas de confundirnos con la verdad y la mentira como si no pudieran diferenciarse. Y la verdad es la verdad, y la mentira, mentira. Te contradices pero no te importa porque lo que te gusta es hacerte el ingenioso, llamar la atención, sacarle punta a las cosas aunque sea a costa de ponerle pegas a tu propio argumento. -‐‑ Es que no todo el mundo es capaz de pensar siempre en línea recta como tú –le dijo Amín a Mogo para defender a Bleid-‐‑. Además, déjalo que diga lo que quiera, a ver si ahora vamos a tener que contabilizar el aire.
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26 En Verín se unieron a un grupo de peregrinos. El único inconveniente de viajar acompañados era que los carriones debían permanecer en silencio, aunque no por ello dejaban de comunicarse: lo hacían por señas. Y cuando era necesaria más precisión, los escalaban hasta sentarse en los hombros y comentarles lo que fuera al oído. No se quedaban allí mucho tiempo a causa del frío. Amín les había hecho un saco de piel de oveja que sujetaban en las monturas. Intentaron llevarlos con ellos, cobijarlos debajo de sus capas, pero la montura era demasiado ancha para sus piernas y, al menor movimiento extraño, acababan pillados entre el pomo y el cuerpo del otro. A pesar de ser crudo invierno había gente en el Camino. El latín era el idioma más usado pues era el modo de entenderse gentes de países lejanos. Alrededor de los viajeros se movía una población diversa de vendedores de reliquias, recuerdos, alimentos, entretenimientos, medicinas y plegarias. Algunos peregrinos iban solos, otros llevaban comitiva con familia, sirvientes, clérigos y grandes equipajes. Se formaban grupos numerosos de unos y otros que durante días caminaban juntos. Una extraña mezcla de beatos, señores, frailes, sirvientes, saltimbanquis, estafadores y perdularios. José decidió unirse siempre a grupos numerosos, así se sentían más protegidos. Por las noches en las posadas o albergues, la gente se reunía cerca del fuego convirtiendo en una fiesta las primeras horas después de la caída del sol. Los peregrinos mostraban en ellas sus habilidades para cantar y tocar instrumentos, contar cuentos, leyendas de sus lugares de origen, hacer juegos de manos o cualquier otra habilidad. En tales reuniones fue donde Amín y Bleid se pusieron las botas. Todo comenzó una noche mientras dormían. Un grupo de nuevos viajeros llegó a la posada y no parecían cansados, a juzgar por el bullicio que formaron. Aquello fue lo que despertó a Amín y por fin puso en práctica el proyecto que le bullía en la cabeza desde hacía días: se ató una camisola a modo de turbante, sacó los zaragüelles de su saco y, sobre ellos, se calzó las botas altas de José que le llegaban por encima de las rodillas. Despertó a Bleid y le contó su plan. Apareció en medio de los viajeros que comían cerca del fuego, y les habló de las maravillas que podía hacer en un castellano farragoso, mezclado con palabras árabes y todo su acento. Al principio no le hicieron mucho caso, hasta que Bleid salió al medio con un plato
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encima de la cabeza. Obviamente, lo que vieron los viajeros fue un plato volando a dos cuartas del suelo. Se quedaron estupefactos. Entonces Amín comenzó sus cánticos, sus gestos y retorcimientos, pero el plato permaneció quieto. Por fin aclaró la situación a los espectadores: para que el plato se moviera había que echarle dinero. Y Bleid corrió en busca de la primera moneda que vio en el aire. La habilidad del plato los deslumbró. Y detrás de la primera moneda llovieron tantas que el plato se llenó en pocos minutos. Entonces Amín cambió cánticos y gestos, movió los brazos como si atrajera el plato hacia sí, y lo condujo hasta un saco que previamente había dispuesto. Para colmar el asombro, el plato se inclinó y las monedas cayeron en el saco. El mago lo cerró, hizo una exagerada reverencia y desapareció, dejándolos a todos con la boca abierta. Aquello tenía futuro. Solamente había que esperar la ocasión propicia, es decir, cuando José y Mogo estuvieran dormidos. Y para las siguientes actuaciones ya Amín se había agenciado un chaleco lleno de pedrería, collares y pulseras de perlas, una tela adamascada para el turbante, bigote, barba y cejas postizas. Después de pocos días su fama corrió por aquella parte del Camino. Unido al misterio de no saberse cuándo ni dónde podía suceder, en todos los albergues y posadas, grupos de gentes quedaban aguardando hasta altas horas de la noche por si tenían la suerte de ver su aparición. Actuación tan beneficiosa no tuvo muchas oportunidades. Una noche, estando en Allariz, José y Mogo despertaron a causa de un gran griterío. Vieron que no había nadie en el enorme salón lleno de jergones, todos parecían haber huido abandonando sus equipajes. Amín y Bleid tampoco estaban. Salieron al exterior y vieron, en el prado próximo al albergue, una fogata rodeada por un gran círculo de gente. Era Amín el que se movía junto al fuego con un enorme turbante, ojos pintados, barba postiza y sus botas. Hacía un extraño baile con las manos extendidas hacia Bleid, que llevaba sobre la cabeza un plato grande y hondo donde la gente echaba monedas. Cuando el plato se volvía muy pesado, Amín hacía como si lo atrajera hasta él con extraños gestos, y Bleid se encaminaba tranquilamente hacia un saco abierto donde lo volcaba, y volvía de nuevo hacia los espectadores que no salían de su asombro lanzando ayes y otros gritos de hilaridad. Así iba Bleid, recorriendo el redondel lentamente, con Amín a cierta distancia moviéndose con aquel baile lleno de espasmos. -‐‑ Jamás, jamás entrará en el Consejo de la Tribu -‐‑dijo Mogo con desaliento.
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José también estaba preocupado. Había demasiada gente. Se dedicó a mirar al público y advirtió que todo el mundo estaba absorto mirando al plato, menos uno. Aquel desconocido no quitaba los ojos de los pies de Amín que no paraban quietos con los extraños saltos. Se lo dijo a Mogo para que él también lo observara. El hombre era muy alto, con un gorro de comerciante y su cara no mostraba sorpresa sino una constante atención tras los pies del muchacho. -‐‑ ¡Está tratando de saber si es cojo! –se dijo José. Y anduvo despacio por el exterior del círculo hasta quedar frente Amín. Cuando él lo vio, le hizo un gesto indicándole que saliera de allí con urgencia. José también se marchó. Fue a buscar el equipaje y después a las mulas. Amín se despidió con muchas reverencias sosteniendo su saco en medio de los aplausos. Apenas salió del círculo se quitó el turbante, cogió a Bleid y corrió hacia las cuadras. El desconocido intentó seguirlo pero cuando pudo librarse del público, que se movía hacia el albergue, Amín había desaparecido. Sin decir palabra se perdieron deprisa en la oscuridad del monte. Pocos días después, tras recorrer aldeas y caminos poco transitados, llegaron a Santiago. Dejaron mulas y equipaje en la posada de una aldea próxima a la ciudad y que no estaba en el Camino. -‐‑ Yo no debo ir. Os esperaré aquí, me encontrará por la cojera. -‐‑ Hay muchos cojos y tenías la cara pintada -‐‑dijo José. -‐‑ Ya te dije que conmigo no harías buen negocio. Teniendo que esconderte lo último que podías elegir es a un compañero cojo. -‐‑ No te encontró por cojo sino por loco -‐‑dijo Mogo-‐‑. Y yo pienso como José, no debemos separarnos. Al menos si os tenemos delante sabremos a qué atenernos. Cuando llegaron a la plaza de la catedral y vieron la cantidad de gente que entraba y salía de ella, Amín se vino abajo. -‐‑ Si era difícil encontrar un tesoro en la mezquita vacía, ¿cómo vamos a encontrarlo aquí? El templo estaba en lo alto de un montículo y, a sus pies, la plaza y las calles adyacentes estaban convertidas en un mercado. Pero ellos únicamente tenían ojos para la catedral y hacia allí se dirigieron. Sólo los carriones se fijaron en las enormes torres cuadradas, una a cada lado del templo, pues los otros dos estaban al acecho, intentando ver el desconocido antes de que él los encontrara. Cuando llegaron a la misma entrada, José apartó por primera vez la vista de los peregrinos para mirar la columna que servía de parteluz a la enorme puerta, donde había una imagen de Santiago sentado plácidamente. -‐‑ ¡Cuánta gente!
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José miró a Bleid. Se refería a las figuras esculpidas en piedra que ocupaban el pórtico. -‐‑ ¿Quiénes son? –preguntó el carrión. -‐‑ Ya te lo explicaré -‐‑respondió José. Los peregrinos, uno tras otro, apoyaban la mano en la columna bajo el Santo con gran emoción. La tocaban porque no podían tocarlo a él, y como si con tal gesto dejaran constancia de que al fin habían alcanzado su objetivo. Algunos permanecían allí unos instantes emocionados con los ojos cerrados. Cuando le llegó el turno a José, también extendió la mano y la apoyó con respeto sobre la piedra fría. Amín, sin saber por qué, también lo hizo, y los dos carriones tocaron la piedra donde pudieron alcanzarla. -‐‑ ¿Quién era esa gente tan feliz? -‐‑preguntó Bleid. -‐‑ Ya nos lo explicará -‐‑contestó Amín. Les sorprendió la grandeza del templo. Los altísimos techos y los perfectos arcos los detuvieron admirados junto a la entrada. -‐‑ ¿Crees que los moros serían capaces de hacer esto? –preguntó Bleid. -‐‑ En cuanto se lo propusieran –contestó Amín. Los arcos separaban las tres naves. Las dos laterales servían para el descanso de los peregrinos. La nave central contenía otra construcción abierta, a menos de media altura, donde se recogían el coro y los fieles para rezar, quedando así aislados frente al altar mayor. Las naves laterales tenían dos alturas, y en la de arriba arcos dobles mucho más pequeños formaban a modo de grandes ventanas, por las que se asomaban los peregrinos que se habían acomodado allí. -‐‑ Tal vez arriba podamos encontrar sitio -‐‑dijo Amín. -‐‑ Sí, subamos. Todo se verá mejor desde allí. Encontraron un hueco hacia la mitad de la iglesia. José se asomó y comprobó que era un buen sitio para vigilar. Podía ver a la gente que entraba, la que había dentro del espacio cerrado de la nave central y el altar mayor. Lo que quedaba oculto era el espacio de las naves laterales que ocupaban los peregrinos. -‐‑ Esperadme aquí, voy a recorrer la iglesia. Vigilad a los que entran y si llega ese desconocido, avisadme. “Allí me guardará mi maestro.” José se repetía la última frase del acertijo mientras buscaba algo que le pudiera parecer una pista. Se arrodilló entre los fieles que escuchaban la misa. En el altar, la imagen de Santiago parecía mirar a todos con sus enormes ojos. Había mucha luz allí. En los extremos del crucero los peregrinos encendían velas, y enormes lámparas rodeaban al santo.
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Al terminar la misa, varios hombres se acercaron al altar mayor portando un enorme y extraño caldero que abultaba como tres de ellos. Lo colgaron de una gruesa cuerda que pendía del techo, y lo izaron tirando del otro extremo de la cuerda que soltaron del amarre en una pared. El artefacto empezó a elevarse y a esparcir tal cantidad de humo que se repartió por toda la iglesia. Era un humo purificador. No sólo se elevaba en acción de gracias, también perfumaba el recinto e impregnaba a los peregrinos. Tiraron de él hasta que, balanceándose de lado a lado por los brazos del crucero, se elevó casi hasta el techo del templo. Con la boca abierta, los presentes giraban la cabeza, al unísono de un lado a otro, siguiendo su movimiento. En medio de la humareda, José miró a la imagen del santo y le pareció que se estaba divirtiendo. También vio a Amín, casi en el altar mayor, con los carriones en los hombros. Los tres seguían como hipnotizados el vaivén del botafumeiro. Cuando los hombres dejaron de dar impulso, el incensario fue aminorando la marcha hasta que apenas osciló unos pocos metros. Entonces uno de ellos lo agarró y giró con él para cambiar el sentido de su fuerza, y al momento quedó completamente quieto. La gente comenzó a moverse para salir y José se dirigió hacia Amín. -‐‑ Esto había que verlo de cerca -‐‑dijo para justificar su abandono del puesto. -‐‑ ¿Qué les pasa a los carriones?
Estaban con los ojos muy abiertos, una sonrisa abobada y la mirada perdida. -‐‑ ¡El incienso! ¡Corre, vamos fuera! Los cogió de los hombros de Amín y con uno en cada mano como si fueran muñecos salió hasta el exterior. Se sentaron en los muretes de la plataforma que había ante la puerta. -‐‑ ¡Están como borrachos! -‐‑exclamó Amín. Y los carriones soltaron una risita metiendo la cabeza entre los hombros. -‐‑ Casi tan contentos como ellos -‐‑dijo Bleid señalando las figuras del pórtico. -‐‑ ¿Qué ellos? Estos dos están muy serios -‐‑contestó Mogo con más risas. -‐‑ No ves nada. Nada, nada de nada -‐‑Bleid movía el dedo índice de un lado para otro delante de las narices de Mogo. -‐‑ En cambio tú te crees que lo ves todo, pero no ves que esos señores se están riendo de nosotros. Pero no me importa -‐‑y Mogo soltó una risita muy aguda. -‐‑ ¿Qué señores? -‐‑preguntó Amín.
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-‐‑ Creo que se refieren a las figuras -‐‑contestó José. -‐‑ Moguito, ¡qué tonto eres! Esos señores no se ríen, son felices. No eres capaz de diferenciar la risa de la felicidad -‐‑Bleid habló con dificultad pues se le enredaba la lengua. -‐‑ Se ríen de nosotros. José, ¿quiénes son? No nos has presentado. José echó un vistazo al pórtico. -‐‑ Es la Corte Celestial –contestó. -‐‑ ¿Y quién es el Rey? ¿El grande que tiene los brazos abiertos? Parece amable. -‐‑ No es su Rey, es su Dios. -‐‑ ¿Y no truena? Esta vez fue Bleid el que soltó la carcajada y canturreó: -‐‑ ¡Tronar, tronar, tronar! ¡Tronar, tronar y tocar el tambor! -‐‑ Están fatal -‐‑dijo Amín. -‐‑ José, preséntanos -‐‑insistió Mogo-‐‑. Y cuando sepan que tenemos una misión muy importante que cumplir no se reirán de nosotros. -‐‑ No se fijan en ti, ¡tonto! Están descansando. Han dejado de tocar la música y ahora hablan unos con otros. -‐‑ ¿Los metemos en una fuente? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ ¿Y de qué hablan? -‐‑ De cualquier cosa. De la gente que entra y sale -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Lo ves? Se están riendo de nosotros. -‐‑ ¿Y si fuéramos a comer algo? A lo mejor se les pasa. -‐‑ ¿Por qué se iban a reír de ti si ellos lo saben todo? ¿No ves lo despreocupados que están? No le dan importancia a las cosas de este mundo, y a tu misión, menos. -‐‑ Pues hay uno que está preocupado -‐‑dijo Mogo. -‐‑ ¿Quién? -‐‑ El que está escondido detrás de la columna. Venid. Mogo los llevó al otro lado de la columna central del pórtico, hacia el interior de la iglesia. Allí estaba esculpida la figura de un hombre agachado. -‐‑ ¿Lo veis? Este hombre no es como los otros. A éste le preocupan las cosas de este mundo. Algo se trae entre manos. La figura estaba en realidad arrodillada, mirando en dirección al altar. Lo que se traía entre manos era un pergamino donde se podía leer la palabra Narchitectus.
-‐‑ Vamos a comer -‐‑dijo José cogiéndolos del suelo.
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27 Estaban desalentados. Llevaban varios días en la iglesia, incluso durmiendo en ella, sin que la búsqueda hubiera dado ningún fruto. Uno de ellos siempre permanecía en lo alto, observando quién entraba y salía. Los otros recorrían el edificio palmo a palmo hasta donde les era posible sin levantar sospechas; y los carriones tenían acceso a todas partes pero no hallaban ni un indicio, nada que les indicara la presencia del tesoro o de otra pista. Una tarde José, aburrido y sin saber qué hacer al respecto, salió al exterior del templo para tomar el aire antes de la puesta de sol. Sentado en el murete, miraba hacia el interior de la iglesia, a las altísimas y perfectas naves, y pensaba que también a la hora de construir eran distintos cristianos y moros. Los primeros hacia lo alto, los segundos hacia lo extenso. Unos hacia la fortaleza, los otros hacia la fragilidad; la piedra frente al yeso, el claustro frente al jardín, el pozo frente a la fuente o la alberca. Los palacios cristianos acumulaban cuartos a lo alto y lo ancho hasta parecer laberintos. En la Alhambra, si querían ampliarla, se construía otro pabellón aislado entre jardines. Los cristianos colocaban las puertas de tal forma que, una vez abiertas, todo quedaba a la vista en salones o patios, cosa que parecía a los árabes gran falta de gusto y casi una obscenidad. Ellos las colocaban en las esquinas para que pasaran inadvertidas, y en forma de codo, para evitar que el patio perdiera su intimidad y fuera siempre un lugar aislado, independiente e incluso misterioso. Parecía que los edificios obedecían a las mentes en cada caso: en los cristianos a su deseo de verlo todo de una vez y con claridad, un único y gran cosmos; en los árabes a ocultarlo, a no desvelar jamás del todo un misterio para ir descubriéndolo poco a poco en muchos y variados microcosmos. Mogo y Bleid se acercaron a sentarse con él mientras miraba el pórtico. -‐‑ Todavía no nos has dicho quiénes son –le dijo Mogo, y José, concentrado, no le contestó sino un rato después: -‐‑ No me había fijado hasta ahora en todas las historias que cuentan estas figuras. Hay muchas cosas aquí –dijo con admiración. -‐‑ ¿No os lo dije? ¡Pues cuéntalo! –exigió Bleid. -‐‑ Veréis, es el trono de Dios. A su alrededor, formando el arco están los veinticuatro ancianos del Templo de Jerusalén, pero los representa como músicos y cantores, tal como los describió San Juan en el Libro del Apocalipsis. Rodeando el trono los cuatro evangelistas,
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cada uno con su símbolo (lo de estos símbolos os lo explicaré otro día). Aquellas otras figuras más pequeñas, en la parte de abajo, hay doce exactamente, deben de ser las doce Tribus de Israel, y las de arriba, la Turba Celeste… -‐‑ ¡La turba celeste! ¿Una muchedumbre de gente confusa y desordenada en el cielo? –a Bleid le extrañó. -‐‑ Los ocho ángeles –siguió José sin prestar atención a la confusión de Bleid-‐‑, llevan en las manos los instrumentos de la pasión: la cruz, los clavos, la corona de espinas... ¿Los veis? Y los de las columnas son Moisés, Isaías, Jeremías, Daniel, San Pedro, San Pablo, Santiago...Y mirad la columna central, creo que es José, el padre del rey David, porque de él brota un tallo que enreda a David, Salomón y llega a María, la madre de Jesús. -‐‑ Nada de eso pudiste aprender en la Alhambra. -‐‑ Mi tío me enseñó los libros sagrados judíos y, ¿qué pensáis que hacía en Guadalupe sino aprender los libros sagrados cristianos? -‐‑ Mi señor, estáis hablando solo –un sacristán de gesto temeroso lo miraba con cara asustada-‐‑. Debéis entrar porque vamos a cerrar las puertas. José comprendió lo ridículo y comprometido de su situación, y se quedó quieto y con la boca abierta mientras los carriones corrían, muertos de risa, al interior de la iglesia. -‐‑ Tengo esa rara costumbre –se le ocurrió, por fin, improvisar-‐‑. Disculpadme si os he asustado pero estoy asombrado viendo el pórtico y todo su contenido. Os ayudaré con la puerta –dijo empujándola-‐‑. Y decidme: ¿a quién representa esa estatua arrodillada en la base de la columna central y que mira al interior del templo? No entiendo su significado. -‐‑ Es el Maestro Mateo, el que hizo el pórtico –contestó de forma lacónica el sacristán. El Maestro Mateo. Cuando los sacristanes se alejaron, José se sentó al lado de la figura. El Maestro Mateo. Allí me guardará mi maestro, era lo que decía el acertijo. Palpó la imagen intentando encontrar algo, pero le pareció absurdo. Pequeño debía ser el tesoro si cabía dentro. Y no había sitio más indiscreto que aquel para guardar algo. Entonces recordó lo que Mogo había dicho sobre el personaje, algo así como que sabía algo y que estaba preocupado. Se alejó de la figura para verla a distancia. Tenía perdidos los ojos en la lejanía, mirando hacia el altar, aunque no podía verlo dado que justo enfrente se atravesaba la pared del coro. Si querían que mirara el altar tenían que haberla colocado mucho más arriba. ¿Qué miraba entonces? El pergamino que sostenía con la palabra Narchitectus... Habían querido
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que nadie olvidara quién era, a quién representaba. ¿Y quién mejor que un arquitecto para esconder algo en un edificio? Volvió a sentarse junto a la figura, colocó la cabeza a su misma altura y miró la pared que estaba enfrente. Fijó los ojos en la piedra que parecía mirar el Maestro y fue directamente a palparla. Allí no había nada. Era una piedra lisa como tantas otras. Mogo llegó a su lado. -‐‑ Me manda Amín para que te avise. Estás llamando la atención. José miró a su alrededor. Los peregrinos descansaban bajo las naves laterales y, efectivamente, algunos lo observaban. Decidido se acercó a uno de ellos. -‐‑ ¿Podéis prestarme vuestro farol? Quiero ver la figura del Maestro Mateo y apenas hay luz. El hombre se lo tendió y José se encaminó hasta la figura colocándolo a sus pies. Luego fue hasta la pared del coro y se sentó frente a ella. El Maestro no lo miraba. La luz hacía sombra en sus facciones distorsionándole la cara, y los ojos parecían mirar hacia otro lado, más a la izquierda. José se movió hasta llegar cerca de una columna. Ahora sí tenía los ojos frente a él, pero miraban más abajo. Se deslizó hasta quedar casi tumbado. Entonces la figura del Maestro Mateo le miró tan claramente a los ojos que sintió un escalofrío. Sin moverse pasó una mano detrás de la cabeza y tocó la piedra donde ésta se apoyaba y, sin retirarla de allí, se volvió: era la tercera partiendo de la columna. -‐‑ ¿Qué estás haciendo? -‐‑le preguntó Mogo. -‐‑ Luego te lo explicaré. Sube con Amín y dile que me quedaré aquí un rato -‐‑se levantó y devolvió el farol al peregrino. Esperó pacientemente hasta que le pareció que todo el mundo dormía. Ya no había ningún farol ni velas encendidas, sólo las pequeñas lámparas que la iglesia tenía en las columnas daban una luz de penumbra que era casi oscuridad en el sitio donde él se encontraba. Apenas había ruidos salvo toses y ronquidos. Entonces, partiendo de la columna, tanteando contó las piedras y al llegar a la tercera la empujó. Sin apenas esfuerzo, la piedra se deslizó hacia el interior. El corazón le empezó a latir con fuerza. Palpó el hueco abierto. En la parte inferior había una oquedad y dentro un objeto. Cabían justo dos dedos para sacarlo. Lo hizo y, apenas lo levantó, la piedra sola se colocó en su sitio. Era una pequeña caja de metal que José ni siquiera miró. La apretó en su mano quedándose luego completamente quieto, intentando tranquilizarse, y mirando disimuladamente a su alrededor por si alguien lo había estado observando, pero estaba tan oscuro que
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era imposible que nadie hubiera advertido lo que había hecho. Más tarde y, moviéndose muy despacio, se mudó bajo una de las columnas donde había una lámpara. Estaba más próximo a los peregrinos que dormían plácidamente aunque, al moverse, creyó ver que alguien también lo hacía, como una sombra, pero desapareció. Todavía esperó un rato antes de intentar abrir la caja. Se acurrucó apoyándose sobre un costado, arropado en la capa para ocultar los movimientos. La luz apenas hacía brillar el metal. Una pequeña argolla cerraba la aldaba incrustada en un saliente. La sacó y levantó la aldaba sin dificultad; la caja estaba abierta. Dentro había un pergamino con un sello de plomo, y en él una sola frase escrita en latín:
Busca la clave. Se encontró completamente perdido. ¿Qué era lo que había estado buscando hasta entonces? Parecía que acababa de empezar. ¿Qué clave? ¿Y dónde? Se apoyó en la columna con la seguridad de que había llegado al final del camino. Aquella frase era clara, concisa y tan corta que no podía contener más pistas. No era un acertijo, era una orden. Busca la clave, como si él la conociera. No, ellos sabían que no la conocía. Primero tendría que adivinar cómo era la clave, luego buscarla y por último interpretarla. Y aquella clave contendría las pistas de dónde hallar el tesoro pero, ¿dónde encontrarla? Buscar una aguja en un pajar era un juego de niños. Se sintió rendido, humillado. Le pareció injusto después de tanto esfuerzo encontrarse peor que al principio. ¿Qué contendría aquel tesoro? Él no se veía con fuerzas para seguir buscando. Estaba completamente desalentado. Se quedó dormido y despertó al amanecer cuando los peregrinos comenzaron a moverse. Subió junto a los otros que aún dormían. Despertó a Amín que, al abrir los ojos, miró detrás de él con un gesto de miedo sin darle tiempo a avisarlo. Un hombre se abalanzó sobre José tapándole la boca y sujetándole fuertemente por los hombros. Cuando Amín se lanzó sobre él para ayudar a José, recibió una patada que lo estrelló contra la pared dejándolo sin sentido. -‐‑ No voy a haceros daño -‐‑escuchó José-‐‑. Me envía el Rey de Portugal. Soy don Pedro Guterres. José asintió con la cabeza y cuando el hombre lo soltó se acercó a Amín para reanimarlo. -‐‑ Cuánto lo siento -‐‑se disculpó el portugués-‐‑. Al ver la cara de vuestro compañero pensé que os defenderíais y no quería llamar la atención.
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Amín se frotaba la cabeza y se sentía atontado. José lo recostó sobre la pared después de comprobar que no tenía ninguna herida, y lo dejó en mano de los carriones. -‐‑ ¿Erais vos quien nos buscaba en el Camino? -‐‑ No. Vengo de Portugal directamente a buscaros aquí. Tengo un mensaje para vos de mi señor: sus prisioneros escaparon. -‐‑ ¿Hace mucho de eso? -‐‑ Con hoy, siete días. Iban camino de Lisboa y una noche burlaron la guardia y consiguieron huir. -‐‑ ¿Averiguó algo de ellos? -‐‑ Poco. Ambos dijeron ser comerciantes de lana. Uno castellano y el otro lombardo. Insistieron en que habían equivocado el camino y decían no saber quién erais vos ni haberos visto nunca. Y efectivamente el castellano era conocido en la corte como comerciante. -‐‑ Siete días -‐‑repitió José. -‐‑ He cumplido mi cometido y vuelvo a Portugal. ¿Deseáis algo para el Rey? -‐‑ Decidle que mi viaje no ha terminado todavía. El portugués hizo una reverencia y se marchó. -‐‑ Salgamos de aquí. Ya han abierto las puertas y Amín necesita tomar el aire. Una y mil veces dieron vueltas a la frase Busca la clave. Desmenuzaron las palabras, mezclaron las letras e intentaron formar palabras nuevas sin encontrar nada que tuviera sentido. Estaban en un monasterio alejado del Camino pero no lejos de Santiago. José dio su nombre, su condición de peregrino, comunicó su deseo de descansar durante varios días y los frailes los alojaron en la casa de invitados. Sobre la mesa los tres acertijos, los sellos de plomo y un montón de desordenados papeles con múltiples combinaciones de letras, tanto en latín como en hebreo, árabe y castellano, ocupaban en aquel momento la atención de José y Mogo. Bleid tocaba la flauta y Amín paseaba, como un animal encerrado, de un lado a otro de la habitación. -‐‑ Voy a volver a Santiago –dijo de pronto-‐‑. Llevamos aquí muchos días y no creo que tengamos suficiente dinero para pagar a los frailes. -‐‑ Te acompañaremos. -‐‑ No hace falta. Me llevaré a Bleid. Nos buscan a los dos y si voy solo nadie se fijará en mí. Bajo una lluvia menuda, casi aguanieve, se alejaron perdiéndose pronto en el paisaje grisáceo y casi ahumado por las nubes.
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Pasearon tranquilamente las calles llenas de talleres y platerías, echando un vistazo a los establecimientos, hasta que Amín optó por entrar en uno donde un hombre muy delgado y de nariz aguileña, trabajaba ante una ventana. Sin decir nada se puso a mirar al orfebre que, aunque sabía que lo observaban, tampoco habló palabra ni se movió. Después de unos minutos Amín se decidió: -‐‑ Tengo un rubí que si los pones en ese anillo se lo podrías vender a la misma reina. -‐‑ ¿Eres de Granada? -‐‑dijo el hombre sin inmutarse. -‐‑ ¿Tanto se me nota? -‐‑ He bajado alguna vez a comprar allí -‐‑se volvió el joyero sonriéndole con cara de astuto-‐‑; pero ya estoy viejo y se me hace muy largo el viaje. A ver esa piedra. Amín la puso sobre la mesa. Los ojos del viejo se quedaron clavados en ella, no esperaba algo tan bueno. No hizo ningún comentario y se limitó a preguntar: -‐‑ ¿La has robado? -‐‑ ¿Tengo pinta de ladrón? -‐‑ Tú sabrás. -‐‑ Es de mi amo -‐‑contestó Amín haciendo que su tono pareciera molesto, pero en el fondo se sentía cómodo. Le gustaba negociar con hombres como aquel. -‐‑ ¿Y quién es tu amo? -‐‑ La piedra no va a ser mejor porque lo sepas. -‐‑ No, pero una piedra con buen dueño se vende mejor. Amín dudó; no quería dejar una pista. No apartó los ojos del joyero que a su vez lo miraba fijamente. Fueron tres segundos, el tiempo suficiente para que el hombre dijera: -‐‑ Si no tiene dueño cuesta la mitad. -‐‑ Enríquez es mi amo. -‐‑ ¿El Almirante? ¿Y pone piedras como ésta en un muchacho que ni siquiera es castellano? -‐‑dijo el joyero con cara de incredulidad. Aquello le gustó a Amín. Guardó la calma y con una sonrisa torcida dijo: -‐‑ Bien pensado no es piedra para ese anillo que estás haciendo porque le has puesto un quinto de cobre al oro y la reina lo notaría. Y ese ópalo -‐‑dijo despectivamente señalando con la barbilla a un brazalete-‐‑, yo no permitiría que la reina lo comprara, aunque hay que tener buen ojo para ver la grieta. Mi amo debía estar algo confuso cuando me mandó a verte, ¿o me habré equivocado de sitio? Sin decir palabra el joyero se levantó de la silla al tiempo que sacaba del bolsillo un manojo de llaves atadas a un cordón.
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-‐‑ Lo quiero en plata -‐‑dijo entonces Amín. El hombre volvió de la habitación contigua con una bolsa que entregó a Amín y éste la tanteó al peso. Luego la abrió y contó las monedas. -‐‑ No has intentado engañarme -‐‑dijo. -‐‑ ¿Habría podido? Eres muy joven para saber tanto de este negocio. El Almirante sabe elegir a sus hombres. -‐‑ O yo a mi amo -‐‑dijo Amín camino de la puerta. Una vez que estuvieron en la calle se dirigieron a un mesón para comer. Después de haber satisfecho su apetito, Amín cayó en la cuenta de que tal vez estaban siendo imprudentes y dijo: -‐‑ Me huelo que no deberíamos estar aquí. Cualquiera de estos hombres podría ser el que nos busca, o preguntar por nosotros. -‐‑ Eso tiene fácil arreglo –contestó Bleid-‐‑. Iré de mesa en mesa y si alguno te está observando lo notaré enseguida. Y si no es así al menos me enteraré de lo que pasa por el mundo.
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28 -‐‑ Bien, ¿qué pasa por el mundo? -‐‑ preguntó José cuando Amín comentó la ocurrencia de Bleid. -‐‑ Constantinopla -‐‑contestó el carrión un tanto decepcionado-‐‑. No se habla de otra cosa. -‐‑ ¿Ya la ha tomado el turco? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Todavía no. Dicen que va camino de ella con un gran ejército. Y que tiene toda la flota en el mar para que los cristianos no puedan acercarse. Bleid siguió contando con detalle todo lo que había oído. Cuando terminó empezaron las preguntas de Mogo: -‐‑ ¿Por qué se preocupan tanto los altos por Constantinopla? -‐‑ Dicen que es la ciudad más bella de la tierra -‐‑contestó José-‐‑. Y que nadie ha podido construir nunca murallas tan poderosas como las suyas. -‐‑ ¿También lo has leído? –preguntó Bleid. -‐‑ No. Fue mi tío el rabino quien me habló de ella. La conoció en su juventud porque vivió allí varios años con su hermano mayor, que era mercader de alfombras. Por eso pudo enseñarme griego, por estas tierras no lo habla nadie. Cuando él quería soñar pensaba en Constantinopla. José se recostó en el sillón con las manos detrás de la nuca, estirándose, y recordando el entusiasmo con que había oído hablar de la gran ciudad. -‐‑ ¡Cuenta! -‐‑pidió Mogo. -‐‑ No hay nada como ella. Está llena de palacios, foros y grandes iglesias. Muchas de sus calles son porticadas y miles de columnas forman galerías por donde se extienden tiendas y mercados. ¿Recordáis los mosaicos de la mezquita? Pues otros similares cubren sus palacios. Mosaicos y mármol, de tales cosas están hechas sus fachadas. -‐‑ ¿Y es cierto que jamás la ha conquistado nadie? -‐‑ Conquistado, no; pero ocupado sí. Lo hicieron los cruzados hace más de dos siglos. -‐‑ ¿Los cruzados no eran cristianos? -‐‑a Mogo siempre le tocaba hacer el mismo tipo de preguntas. -‐‑ Sí, pero pertenecían a la Iglesia Católica, la latina, la romana. Y los griegos, -‐‑así llaman a la gente de Constantinopla, es más fácil-‐‑, son cristianos también pero pertenecen a la Iglesia Ortodoxa, la griega. Al
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principio fueron sólo una. Tienen el mismo Dios, los mismos profetas, los mismos libros sagrados, pero algunas cosas las interpretan de distinta forma. Pues los cruzados iban, como siempre, camino de Jerusalén y se detuvieron en Constantinopla. No recuerdo bien los detalles pero aquella estancia acabó en desastre para la ciudad: expulsaron al Emperador y la saquearon. El Emperador la recuperó años después pero la ciudad se había empobrecido. Se habían llevado todos sus tesoros. -‐‑ Ya veis cómo son los cristianos -‐‑interrumpió Amín despectivo. -‐‑ Desde entonces -‐‑continuó José-‐‑, los griegos odian a los latinos. Y los llaman latinos por ser el latín la lengua que usaban para entenderse entre ellos, ya que aquel ejército estaba compuesto con las gentes de distintos reinos y distintas lenguas. Pero no pudieron llevarse ni los palacios ni las iglesias ni las calles que continúan allí. -‐‑ Y si ya no hay tesoros, ¿qué es lo que quiere el Sultán? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Constantinopla. Ella es el tesoro. Es la puerta entre Europa y Asia, en ella se unen los dos continentes. Por esa puerta entran las especias: la pimienta, la canela, el almizcle, el incienso, la seda, el alcanfor y todas las cosas que los mercaderes han traído de Oriente durante siglos. -‐‑ Y cuando el turco la conquiste abrirá y cerrará la puerta a su antojo cobrando buenos aranceles por cada grano de pimienta que pase por allí. Ahora lo entiendo -‐‑dijo Amín. -‐‑ Y todavía es algo más -‐‑continuó José-‐‑. Ella es el Imperio. La ciudad de los Césares. Cuando los bárbaros se extendieron por Europa, el Emperador Romano se estableció allí y se llevó consigo toda la sabiduría de Grecia y Roma. Casi todo lo que sabemos hoy vino de Constantinopla pues de ellos también aprendieron los árabes –dijo mirando a Amín y siguió sin darle tiempo a intervenir-‐‑. Era la nueva Roma. Los latinos casi lo han olvidado pero los griegos lo recuerdan bien. Ellos seguían siendo el Imperio Romano con sus leyes, costumbres, sabiduría y riquezas; mientras la parte del Imperio en Occidente se desmoronó. Y todavía hoy Constantino es el Emperador de ese Imperio, aunque sólo le quede la gran ciudad. -‐‑ Entonces el Imperio Romano, ¿todavía existe? –quiso saber Mogo. -‐‑ Así es, aunque hayan cambiado mucho sus formas y territorios. Por eso Constantinopla es mucho más que una ciudad. ¡Es la ciudad! -‐‑José seguía con entusiasmo-‐‑. Y la envidiaban los reyes de Europa que en la cruzada la saquearon. Quisieron llevarse, a través de sus riquezas, lo que ella significaba. Y por eso la desea también Mehmet. Él
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ya ha conquistado todo el Imperio, pero hasta que tenga la ciudad es como si no hubiera conquistado nada. -‐‑ Pero si los latinos se lo habían llevado todo ya, ¿qué botín puede haber ahí? -‐‑preguntó Amín con los pies en la tierra. -‐‑ Imagina que los cristianos hubieran conquistado el Imperio Árabe en tiempos de Harum al Rashid, pero no Bagdad, que además guardaba al califa. Sin Bagdad su conquista no hubiera sido nada. -‐‑ Vamos, que de nada sirve la ostra si no se tiene la perla. Pues ya le estáis dando demasiada importancia a cosas que no la tienen -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Que no tienen importancia? -‐‑preguntó Mogo escandalizado. -‐‑ Ni la historia, ni los césares, ni la pimienta, ni la seda, podrán quitar el miedo de los griegos al turco. Más les hubiera valido vivir en un pueblo de cuatro casas de paja en lugar de en tanto palacio. Ahora estarían más seguros. -‐‑ ¡Eres burro, Bleid! -‐‑exclamó Mogo. -‐‑ ¿Es que te gustaría estar en su pellejo? Dilo, Mogo. ¿Quisieras tener toda esa riqueza y sabiduría con los turcos detrás de la muralla, o prefieres estar aquí pobre e ignorante pero seguro? -‐‑ Aunque cayera Constantinopla el mundo le deberá siempre su saber y estará en deuda con ella. -‐‑ Tiene razón -‐‑dijo José-‐‑, pero pierde cuidado Mogo, Constantinopla no caerá. -‐‑ Pero tener razón y no tener nada es lo mismo. ¿Te cambia algo tener razón, Mogo? Por nada del mundo quisiera estar yo ahora en Constantinopla. -‐‑ ¡Pues yo sí! -‐‑exclamó Amín-‐‑. Pero por fuera de las murallas. ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! -‐‑ Venga, volvamos al acertijo -‐‑dijo Mogo pensando que la interesante conversación con José, una vez más, se había estropeado por culpa de aquellos dos. -‐‑ ¿Por qué no vamos mejor a ver el final de la Tierra? –sugirió Bleid. -‐‑ ¿Es que está por aquí? –preguntó Amín sorprendidísimo; y también Mogo miró a José sin saber si dar crédito a lo que acababa de oír. -‐‑ Sí; estamos muy cerca, a no más de dos o tres días. Y no deberíamos irnos sin haberlo visto –contestó José. Asomados al enorme precipicio del Finisterre, veían al fondo el mar embravecido y las enormes olas rebotar contra las rocas. El viento era tan fuerte que José y Amín tomaron la precaución, como habían
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visto hacer a otros peregrinos, de atarse a una de las grandes piedras que próximas a ellos formaban un gran círculo. Así pudieron aproximarse al abismo sintiéndose seguros, pues decían que el mar atraía a los viajeros y cada año cobraba sus víctimas. Tenían a los carriones sujetos con ambas manos para que no se los llevara el aire. A su alrededor ardían hogueras donde otros peregrinos quemaban sus ropas viejas. El ruido del viento les dificultaba hablar y apenas podían oírse. Aunque asustados y sin apenas decir palabra, estuvieron largo rato allí, ateridos de frío, y contemplando hipnotizados el espectáculo pavoroso que la mar océana ofrecía al terminarse la tierra y saberse ya única dueña del espacio. Mar y nubes se unían en el horizonte sin que pudiera distinguirse dónde acababa uno y comenzaban las otras. Una masa informe y oscura de la que de pronto emergía la espuma de las olas. Tal vez las nubes y el mar fueran la misma cosa, un único cuerpo que se partiera en dos al contacto con la tierra. Allí debía ser donde nacieran todos los monstruos de los que hablaban los marinos, pues aquel mar contendría cosas espantosas y terribles de enorme fuerza. Abandonaron el lugar cuando vieron a los carriones castañeando los dientes y a punto de congelación. Y volvieron al día siguiente. Ver el final de la Tierra era algo grandioso y de enorme violencia. La naturaleza desataba sus furias en el horizonte provocando galernas y tormentas inconmensurables. Cuando abandonaron la posada de vuelta al monasterio, lo hicieron sobrecogidos. Tuvieron la impresión de que jamás en su vida volverían a ver nada semejante. Tal impresión, y el frío, los mantuvo con la boca cerrada casi todo el camino. De nuevo en la casa de los frailes, calientes y cómodos, intentaron volver al trabajo de resolver el acertijo, pero no fueron más allá de ordenar los pergaminos sobre la mesa. Algo en su espíritu les decía que ya habría tiempo parar volver a lo cotidiano, aunque tal cosa fuera la búsqueda de un tesoro. Mogo, consciente del deber por cumplir, aunque con desgana, los llamó: -‐‑ Volvamos a lo nuestro. Nadie se inmutó. Ni siquiera el mismo Mogo que, a pesar de su llamada no había movido un músculo y siguió como los demás con los ojos distraídos en el fuego. -‐‑ ¿Viste cómo se sostenían los alcatraces en el aire? –le preguntó entonces Bleid como si continuara una conversación-‐‑. No se movían del sitio a pesar de la fuerza del viento. Mogo afirmó con la cabeza tan lleno de admiración como su compañero.
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-‐‑ Me gustaría estar ahora mismo en la tribu para contarlo –respondió. -‐‑ ¿Nunca antes habíais visto alcatraces? –preguntó José. -‐‑ Nunca. -‐‑ Entonces, ¿cómo sabéis que son alcatraces? –preguntó Amín. -‐‑ Porque nos han explicado cómo son y contado montones de historias sobre ellos –contestó Bleid. -‐‑ Los carriones conocemos a todos los pájaros aunque nunca los hayamos visto. Estudiar los pájaros y las plantas es lo más importante de nuestras vidas –explicó a su vez Mogo. -‐‑ Y contar sus historias –dijo Bleid un tanto melancólico. -‐‑ Nosotros también tenemos historias de pájaros –dijo José-‐‑. Y no pocas. -‐‑ ¿De verdad? –a Mogo le pareció imposible que los altos se hubieran entretenido alguna vez con historias de pájaros-‐‑. ¿Recuerdas alguna? -‐‑ Sí, la que cuenta un viejo sastre de la Alhambra. ¿Queréis oírla? -‐‑ No sé cómo lo preguntas. Y José contó: -‐‑ “Hace muchos años, en un remoto país de África, nació un pájaro que cuando sintió conocer todo lo que aquel lugar podía ofrecerle, puso rumbo al norte desde su selva familiar hacia la inmensidad del desierto, esperando encontrar algo que sus ojos y su corazón no conocieran todavía. “Durante muchos días voló, cegado por la intensa luz del sol, sin agua para beber ni árbol donde posarse, hasta que no pudo diferenciar el cielo de la tierra. Llegado a aquel estado y sintiéndose sin fuerzas, se abandonó al viento presintiendo el momento de la muerte. Pero antes de que sus ojos se nublaran le pareció ver el mar y el atardecer. Luego fue mecido por la noche como una hoja, hasta que la luz de la luna se coló entre sus párpados despertándolo del sueño de navegación. “Sin saber cómo se sintió fuerte otra vez, enderezó su timón, controló el vuelo, y se encontró planeando sobre una ciudad rodeada de montañas coronadas de nieve, durmiente, silenciosa, e iluminada por la luna. Fue tal su asombro al verla que comprendió que había muerto y traspasado la frontera hacia la perfección y la belleza.
“La sobrevoló para verla bien desde todos los ángulos posibles, y después buscó refugio en la fortaleza que la coronaba. Allí se internó seguro del paraíso. Desde una rama vio a la luna mecerse en el agua de una alberca, y a los peces brillar como si fueran líneas de plata. Pensó entonces que la muerte valía la pena y se quedó dormido.
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“Le despertó la alborada y el canto de otros pájaros anunciando la salida del sol sobre la sierra. “Por más que en vida hubiera imaginado tal belleza –pensó-‐‑, no podía llegar a tanto. Esta perfección no es posible en tal estado.
“La muerte te enamora. Se encontraba en cada cosa que veían sus ojos. Él en todas partes y cada parte en él. Se olvidó de sí: al fin el gran encuentro. “Cipreses, mirtos, álamos, rosas, cedros, laureles y adelfas formando pérgolas en el Generalife. Y el agua. Llevada por canales sabios, brotando entre las rocas, cauces ocultos, arcos sobre las fuentes, mares en las tazas, acequias hacia los naranjos sedientos de aquel agua y no de otra. Nenúfares. Y un gato, sultán indolente y contemplador de la templanza de la siesta, cuando el sol se detiene un instante a mirar el jardín en su paseo por el horizonte. Frutas, jugos. Caquis de piel lisa y brillante, naranjas, nísperos, ciruelas, higos, granadas. Granadas agrietadas, reventadas sin poder contener sus granos de colmena, agua perfumada, tinta leve, exceso de amor, deseo de mezcla con el aire, la tierra, con el pájaro que espera para saciar su sed a que abra su fanal de cera endurecida. “Granada hizo de él un ave transparente, cristal de vida o luz flexible, pequeño relámpago que cruzaba el aire. “E Ismail desde su tumba africana lloraba su canto de amante ausente: Prestadme vuestros ojos, pájaros de la Alhambra, para que pueda ver a mi amada. No es la muerte mi dolor ni mi aflicción sus cuatro paredes negras, sino que ella pueda ser contemplada en mi ausencia. “Pasaron los días y los demás pájaros le dijeron que no había muerto, que no estaba en el paraíso sino en un palacio árabe construido sobre una hermosa colina que recogía el agua de la sierra. “Pero no quiso creerlo. “¿Morir aún? “-‐‑ ¿Qué os sucede? –preguntó-‐‑. Será que habéis sido inconscientes de vuestra muerte y el nacimiento a la otra vida. “-‐‑ No, no –insistían-‐‑. Sólo hemos roto el cascarón una vez y siempre estuvimos aquí. “-‐‑¿Morir aún? ¿Por qué he conocido la muerte antes de la muerte? No me hablaron del paraíso en la tierra, nadie me avisó de que la vida existía en la vida. Aquí me muero de amor. No deseo más que sus jazmines y sus torres, el vuelo sobre los patios, el sonido de las fuentes y mirarla desde el Albaicín. Yo ya he muerto, ¡sabedlo! Morí en mi viaje hacia su llamada remota, y ahora que la encontré y me posee mi permanencia será eterna.
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“Han pasado los años, los siglos, y en la Alhambra lo veréis de árbol en árbol, de pájaro en pájaro, como el agua de fuente en fuente, como la luna de esta noche, de noche en noche”. Silencio. Nadie dijo una palabra cuando José terminó. Amín, con los ojos húmedos por una extraña melancolía, se levantó precipitadamente y fue a secarlos delante de la ventana, mirando sin ver, la llovizna y la niebla. Bleid miró a José un instante, con una mirada rara, y luego fue a por su saco, lo abrazó y se quedó silencioso en un rincón. Mogo, también conmovido, preguntó: -‐‑ ¿Nos permitirás que se la contemos a los demás carriones? -‐‑ Naturalmente –contestó José-‐‑. ¿Volvemos al acertijo? Aunque estoy pensando que nuestra búsqueda no lleva buen camino. -‐‑ ¿Por qué? –preguntó Mogo. -‐‑ Hemos intentado formar palabras con nombres de ciudades, sitios, iglesias..., pensando que este acertijo nos llevaría a otro lugar, pero no creo que sea así. Es distinto a los otros. El lugar debe ser éste, la catedral de Santiago. Tiene que haber algo en ella que no hemos visto. La clave está aquí, por eso nos dice simplemente que la busquemos. -‐‑ Pero también hemos intentado formar palabras con las partes de la iglesia y su contenido, y no hemos hallado nada -‐‑objetó Mogo. -‐‑ Tal vez no haga falta. Debe ser algo que esté escrito en alguna piedra, o en alguna figura. -‐‑ Pues tendremos que volver allí -‐‑dijo Amín acercándose. -‐‑ Los que labran las piedras firman muchas de ellas –siguió José-‐‑. He visto algunas marcas en sitios escondidos de la catedral que pasan inadvertidas. A veces varias están juntas, ¿podrían significar algo? -‐‑ ¡Eh! ¿Qué es eso? -‐‑Amín señaló uno de los sellos-‐‑. Parece que hay algo grabado. -‐‑ Sí -‐‑dijo José-‐‑. Los tres sellos están llenos de rayas. Los he mirado muchas veces pero no veo nada y no contienen letras. -‐‑ Pues vistos desde lejos parecen casas. -‐‑ Algunos dibujos lo parecen -‐‑dijo José tan tranquilo. Y al instante, como si el oírse decir que eran casas hubiera conectado algo en su cabeza, cogió los tres sellos y se puso a enfrentarlos unos con otros. Eran cuadrados, y por ambas caras tenían dibujos similares. No les había prestado atención, pensaba que habían utilizado una pieza de plomo, partido en tres trozos y colocado cada una, sin más, junto a un pergamino. Su semejanza la había interpretado como una prueba de la relación entre ellos.
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Dio vueltas a los sellos combinándolos por una y otra cara, intentando que juntos formaran una pieza donde las líneas se continuaran y dibujaran o significaran algo. -‐‑ Hay que tomarlo con calma -‐‑dijo Mogo-‐‑, pues cada pieza puede tener veinticuatro posiciones: una por cada lado, en tres lugares diferentes y todo eso por ambas caras. Puede llevarnos muchas horas. Y habrá que ir anotando lo que hacemos si no queremos perdernos. -‐‑ ¡Pues hagámoslo! -‐‑dijo José con coraje. Mogo se dispuso a anotar los movimientos que hacía José mientras Bleid y Amín los observaban. Efectivamente, mucho tiempo. Después de múltiples combinaciones, los ojos agotados, Bleid y Amín dormidos, José se separó de la mesa apoyando la espalda en el respaldo del sillón, pero no para descansar, sino para mirar con más perspectiva lo que parecía un dibujo con sentido. -‐‑ ¡Dios! –exclamó de pronto. De la impresión se puso de pie empujando el sillón, que cayó con un fuerte estrépito. Amín y Bleid despertaron y se acercaron de inmediato a la mesa. Desde la nueva altura y, sin pestañear, José seguía mirando los sellos y los demás esperando. -‐‑ Es Constantinopla –dijo por fin-‐‑. Los sellos tienen grabado un plano de Constantinopla. -‐‑ ¿Cómo lo sabes? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ He visto su dibujo muchas veces. Es Constantinopla. -‐‑ ¿Estás seguro? -‐‑ Lo estoy. Seguid esta línea -‐‑dijo señalando una finísima raya con el dedo-‐‑. Es una sola y forma un perímetro, una especie de triángulo. Aquí, en la parte inferior, se mete hacia dentro; el ángulo de la derecha se estira hacia arriba formando una especie de pico -‐‑los otros lo escuchaban más que seguir con la vista lo que apenas podían ver-‐‑; luego vuelve a hundirse hacia el centro, y sobresale de nuevo para unirse al tercer lado que, por el contrario, se comba hacia el exterior. Toda la línea que forma el triángulo es la muralla. Fuera de ella, mirad aquí abajo, las rayitas no forman cuadrados como casas, sino pequeños arcos unidos de cuatro en cuatro para que lo parezcan pero en realidad son olas, porque esto es el mar de Mármara. Iguales son los dibujos en esta banda que no es otra cosa que el Cuerno de Oro, un río que desemboca en el Mármara y que separa a Constantinopla de la pequeña ciudad de Pera, que es este pequeño triángulo que hay aquí a la derecha. Fijaos bien -‐‑y cogió una pluma para señalar porque el dedo era demasiado grueso-‐‑. Este cuadrado más grande con la circunferencia encima es la catedral de Santa Sofía; y esto la acrópolis,
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y esto el hipódromo, esta línea la Mesé, la gran calle central, estos cuadraditos los foros, -‐‑estaba entusiasmado como si le hubieran dado la oportunidad de ver la ciudad desde el aire, pero los otros no compartían su entusiasmo-‐‑; este ancho canal es el Bósforo, que une el mar de Mármara con el mar Negro… -‐‑ Pues yo no lo veo tan negro -‐‑dijo de pronto Amín-‐‑. Al Sultán le basta con poner los cañones en esa ciudad de Pera, que es lo que está más cerca de Constantinopla, y bombardearla desde allí. -‐‑ No puede hacerlo, porque Pera es de los genoveses y la han declarado neutral, según contó Bleid. -‐‑ Entonces, que ponga los cañones en barcos, en ese río del Cuerno. -‐‑ Tampoco lo podrá hacer. Entre Constantinopla y Pera hay una cadena que cierra el paso a los barcos. Mehmet no lo tendrá fácil, no podrá. Nadie ha podido. -‐‑ ¡Cómo me gustaría verlo! -‐‑dijo Amín. -‐‑ Y lo verás -‐‑dijo Mogo suspirando en voz muy baja. Los tres se volvieron a él pero ninguno preguntó nada esperando que aclarara lo que de repente ellos también comprendieron. -‐‑ Los sellos son el acertijo y lo hemos acertado –dijo Mogo. Se miraron unos a otros sin decir palabra. -‐‑ ¿Tenéis otra explicación? -‐‑preguntó Mogo con la esperanza de que alguien la tuviera. -‐‑ Hemos encontrado un plano de Constantinopla –continuó el carrión-‐‑. Seguro que no está ahí por casualidad. El tesoro siempre estuvo allí, nunca lo movieron. Hicieron el plano y lo partieron en tres, colocando cada parte junto a cada acertijo. Si no se tienen los tres no puede ser encontrado. Y es en Constantinopla donde hay que buscar la clave. En una ciudad a miles de leguas donde no se podrá entrar porque habrá una guerra. -‐‑ Por eso deberíamos llegar a ella antes de que la sitien -‐‑dijo José con ojos brillantes-‐‑. ¡Oh, Dios mío! Mi tío merecía haber sabido esto. ¡En la ciudad de sus sueños! Siempre me decía que debía viajar hasta ella, que no podía morir sin conocerla. Y lo haré. Amín, ¿vendrás conmigo? -‐‑ ¡No sé cómo lo pones en duda! José miró a los carriones. -‐‑ Será demasiado peligroso para vosotros. Tal vez deberíais volver a casa. -‐‑ Te equivocas -‐‑dijo Bleid-‐‑. Iremos a que nos frían en Constantinopla. ¿No es cierto Mogo? ¡Esto es para nosotros una misión
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a vida o frite! Y nos freirán, pero habremos cumplido con nuestro deber. -‐‑ Nosotros los freiremos -‐‑dijo Amín frotándose las manos-‐‑. Y volveremos ricos con el tesoro y con el botín. -‐‑ No tenéis ningún deber –dijo José a los carriones-‐‑. Nadie lo tiene. Iremos porque queremos ir. Y yo quiero ver Constantinopla antes de que Mehmet intente destruirla, porque sólo podrá entrar en la ciudad si la vence. ¿Cómo encontraríamos un tesoro entre las ruinas y los destrozos de una guerra? Tenemos que entrar y salir antes que el turco, si es que él lo consigue. -‐‑ Pero ya oíste las noticias que trajo Bleid. Si consiguiéramos llegar a la ciudad ya estará sitiada y no podríamos entrar. ¿Y cómo vamos a ir a un lugar tan lejano? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Bleid también dijo que el Papa está reuniendo una flota para defenderla y pide voluntarios. Iremos en esa flota. No tenemos tiempo que perder. Tengo que ir a ver a mi padre. -‐‑ ¿Y nuestros perseguidores? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ ¡Que nos busquen en Constantinopla! -‐‑exclamó Amín.
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29 -‐‑ ¿A Constantinopla? -‐‑ el almirante Enríquez lo miró con sorpresa, luego soltó una carcajada de satisfacción y le dio un fuerte abrazo. -‐‑ Hijo, es la mayor alegría que podrías darme. Al Rey le va a gustar. Por fin has entrado en razón y has sabido elegir el mejor camino. Y el turco no podrá con las murallas. Enríquez estaba feliz. Daba cortos paseos pensando en voz alta y, de vez en cuando, miraba a José y volvía a sonreírle. -‐‑ Prepararé tu equipo, el mejor. Y has de salir cuanto antes. Hace tiempo que el Papa hizo la llamada pero la flota no ha partido todavía. -‐‑ Ya tengo escudero, padre. Enríquez se detuvo y lo miró dubitativo. -‐‑ Es hábil y fuerte; me ha acompañado en el viaje. No quiero otro. Ha sufrido una herida pero casi está repuesto. -‐‑ ¿También ha habido heridas en tu viaje? Sé que has estado en Granada, Portugal y Santiago. Te has paseado bien. -‐‑ El Rey tiene buenos espías -‐‑observó José. -‐‑ Es su obligación. Pero volvamos a lo nuestro -‐‑Y no volvió a abrir la boca. Dio unos cuantos pasos más, pensando, organizando mentalmente, y salió de la habitación sin decir palabra. José volvió junto a los otros. -‐‑ Te dije que no podías tener un escudero cojo. Llévate a un cristiano y yo me volveré a Granada -‐‑fue lo que Amín contestó cuando escuchó a José decirle que tenía que disimular su cojera. -‐‑ He dicho que tengo un escudero cojo porque estás herido en una pierna. Y tenemos que ver al Rey, no hay más remedio. Ahora escúchame: mete algo en tu bota, un trozo de madera, así no te inclinarás tanto, y corta la bota por encima del tobillo. -‐‑ ¡No tengo otras botas! ¿Cómo voy a cortarlas? -‐‑le contestó Amín crispado. -‐‑ Vas a tener nuevo todo el equipo. Véndate la pierna, tú sabes hacerlo muy bien, y podrás cojear todo lo que quieras. Amín no se movió. Estaba sentado en un escabel con la cabeza baja, casi hundida entre los hombros. -‐‑ No voy a ir a ninguna parte disimulando lo que no puedo disimular. Soy cojo, ¿y qué? Si no puedo ser escudero pues no lo soy. Pero no voy a ir a ver al Rey de Castilla como un mierda de escudero cristiano herido. Sí, Amín estaba herido. José se sentó junto a él para mirarlo frente a frente.
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-‐‑ No iremos a ver al Rey y menos a Constantinopla sin ti. Si tú no vas, nosotros tampoco. Y sólo has de fingir mientras estés aquí en la corte. -‐‑ Lo que dice José es razonable -‐‑Mogo intentaba ayudar-‐‑. Le ha dicho a su padre que no quiere otro escudero que tú. Y si supiera que eres cojo pensaría que eres débil y que no podrías ayudarle. Amín seguía sin levantar cabeza. -‐‑ Vas a perder la oportunidad de tu vida -‐‑dijo entonces Bleid. -‐‑ ¿Por no ver Constantinopla? -‐‑ No me refiero a esa oportunidad -‐‑contestó Bleid y a continuación se calló. Su silencio provocó la curiosidad de Amín que levantó los ojos interrogantes hacia el carrión. -‐‑ La oportunidad de engañar a los cristianos -‐‑continuó entonces Bleid-‐‑. Eres alto y fuerte como el mejor de los escuderos. Te quitas ese gorro donde llevas escondido el pelo y te lo peinas como ellos. Recortas la bota, le pones un alza y te vendas la pierna. Imita su acento. Ponte tieso y levanta la barbilla. Ya no eres Amín el Catapiedras sino un escudero de Burgos. Para ti, como un juego. Amín sonrió. En espera de ser recibidos por el Rey de Castilla, Amín pensaba que aquello ni era palacio ni era nada: un caserón algo más grande que el del padre de José. Y Madrigal un pueblo. ¿Cómo iba a compararse aquello con Granada? Ahora se explicaba el romance que le habían hecho al rey Juan cuando de lejos vio la Alhambra. Por eso querían robarla. Amín miraba los arcos del claustro, igual que los de un convento de frailes. ¿Cómo podía un rey vivir así? Ni un surtidor, ni una mísera alberca, ni un suelo de mármol. ¿Cómo regarían aquellos tristes rosales? Con un cubo, una pileta de piedra y un pozo. Bleid tuvo que sacarlo de sus pensamientos para que siguiera a José camino de la Sala de Cortes donde estaba el Rey. El salón tenía adosado a lo largo de las paredes el banco parlamentario, sin un adorno. Una corte de frailes. Ni una alfombra en el suelo, sólo aquellas baldosas rojas de las que se avergonzaría cualquier granadino, por poco importante que fuera. Sí, algunos reposteros en las paredes y un tapiz detrás del trono, que no era trono, sino un sillón de respaldo alto. ¿Aquello era todo? ¿Aquello era un Rey? El techo sí, ¡de los nuestros! Amín se reía por dentro. Lo único que valía la pena. Era precioso. Luego miraba hacia abajo y todo se estropeaba: ni un triste azulejo que le hiciera juego. Y la alfombra sobre la que pisaba el Rey, ¡granadina!
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Los cortesanos se repartían a ambos lados del salón dejando abierto un amplio pasillo por donde entraban los llamados a la audiencia. José fue el último. Cuando apareció, con Mogo sentado en uno de sus hombros, cesaron los murmullos. Iba vestido de armadura y sus pasos resonaban en el pavimento. Andaba con gran solemnidad pero sin afectación. Llevaba el yelmo en el brazo izquierdo, y los cabellos peinados hacia atrás le llegaban casi a los hombros. Dos pasos por detrás iba Amín, también lujosamente armado y apoyándose en un bastón. La cuña metida en la bota impedía su leve inclinación, sin embargo, cojeaba ostentosamente con una pierna completamente rígida. Por encima de la bota asomaba la venda. Después del instante de mirarlo todo algo le cosquilleó en el estómago y, de pronto, sintió miedo. Veía a José andar en medio de toda aquella gente como si no le importara nada, como si fuera la cosa más normal del mundo. Bleid, que iba en su hombro, notó su temor y le ayudó: -‐‑ Eres un granadino en la corte del Rey cristiano, no lo olvides. Amín entonces se estiró. Comenzó a andar orgulloso, seguro, aunque seguía cojeando. Parecía casi tan alto como José y su rostro adquirió una expresión seria y solemne. Y aquello provocó que al llegar ante el Rey no doblara la rodilla, sino que se inclinó a la manera árabe. A nadie le extrañó. José puso rodilla en tierra y bajó la cabeza ante el Rey. Entonces éste se levantó y se aproximó a él. -‐‑ Don José Enríquez, seréis un campeón en Constantinopla y hallaréis honor -‐‑dijo con solemnidad -‐‑. Volved con bien y yo sabré premiaros. José se retiró hacia uno de los lados, junto a su padre que lo miraba orgulloso. Amín lo siguió y se colocó detrás de él. Cuando miraron a su alrededor, justo frente a ellos al otro lado del salón, vieron al banquero genovés que José había conocido en la Alhambra, acompañado del comerciante. Ambos le hicieron a José una inclinación de cabeza. Su padre habló de ellos como de gente de bien. El banquero era un hombre importante y no era extraño haberle visto en Granada, dado que el dinero se movía por todas partes. En cuanto al comerciante apenas lo conocía, pero acompañaba al otro con frecuencia y debía trabajar para él. José no dio explicaciones por su curiosidad, y usó como pretexto para hablar de ellos su encuentro con el genovés en Granada. Escoltados por doce hombres de armas del almirante Enríquez, salieron camino de Aragón. Con la presencia de los otros hombres,
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que Enríquez insistió en que los acompañaran hasta que embarcaran en Barcelona, las conversaciones entre ellos eran escasas y casi nulas con los carriones, a quienes apenas podían hablar en contadas ocasiones.
Amín andaba muy silencioso. Desde que vistió sus ropas de guerra y se sintió representante del Emir en la corte cristiana, había cambiado algo su talante. No sólo no sacó el trozo de madera de su bota sino que, con ayuda de Mogo, talló una cuña que clavó en el interior y, andaba raro, pero no volvió a inclinarse. Y se sentía bien vistiendo el perpunte, un jubón muy fuerte y acolchado que no sólo le daba calor, sino también fortaleza. Su casco era de cuero duro con defensas de hierro, y le encajaba tan bien que parecía hecho a medida. Había elegido una espada granadina. Era más corta y menos pesada que la de José. Siempre las había envidiado cuando las había visto brillar en manos de otros, pero jamás se le ocurrió pensar que una pudiera brillar en las suyas. Y una ballesta. Se la había dado Enríquez diciéndole que provenía de Flandes. No sabía qué hacer con ella y la sopesó como si fuera un saco de monedas. Con aquel gesto el Almirante entendió que medía su equilibrio, y a continuación alabó todas las virtudes del artefacto. Le gustaba más la lanza: total, no había más que lanzarla. Porque la ballesta, después de escuchar las explicaciones de José, la disparó por la ventana y casi mató a un paje que nunca supo de dónde había salido el dardo que le silbó en el oído. También tenía un bonito puñal con empuñadura de plata que le había regalado José. Como por arte de magia se había convertido en un hombre de armas. Y se sentía bien, aunque tenía la impresión de que todo aquello eran demasiados bultos. Pero no era sólo aquello. En Castilla los escuderos eran infanzones; y él, una rata del Albaicín. Sabía moverse en la calle mucho mejor que cualquiera de ellos, pero no sabía qué hacer en un palacio o un castillo. Por eso apenas había salido de los aposentos de Enríquez. Pero no tuvo más remedio que ir ante el Rey, y después de su presentación lo miraron con distinción y respeto. No tuvo que disimular su acento. Todo el mundo en la corte sabía la procedencia de José y dieron por hecho que había elegido un escudero moro por alguna razón poderosa, seguramente su destreza y su alcurnia. En los días que estuvo en la corte, otros escuderos le invitaron a participar en juegos y peleas a lo que él renunciaba alegando que no quería empeorar su herida; y los otros parecían interpretar que era una deferencia porque seguramente no eran adversarios suficientemente hábiles, y miraban con admiración su fuerte torso muy desarrollado como en todo cojo.
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Cuando dejaron atrás Peñafiel, Amín quiso hablar de todas aquellas cosas con Bleid, al que llevaba consigo, e hizo que su caballo se retrasara hasta quedar detrás del grupo. -‐‑ La gente está loca -‐‑ dijo. -‐‑ Estoy de acuerdo -‐‑contestó el carrión. -‐‑ Lo digo porque se cambia uno de ropa y lo tratan de distinta forma. -‐‑ Sí. En realidad no lo tratan a uno, sino a la ropa. -‐‑ Y he perdido la oportunidad de birlar unas cuantas perlas. Había muchas en Madrigal. -‐‑ ¿Por qué no lo hiciste? ¿Por José? -‐‑ No, nadie se habría enterado. Además, ahora no hubieran sospechado de mí -‐‑dijo riéndose. -‐‑ Sí, la vida es rara -‐‑dijo Bleid suspirando-‐‑. Se cambia uno de ropa y es como si se hubiera cambiado uno de alma. -‐‑ ¿Qué quieres decir? -‐‑ Que tal vez Amín sí, pero un árabe en la corte cristiana no puede robar perlas. Y llevas mal camino porque ahora eres el escudero de Yusuf el Mezclado, nieto del Emir. No vas a volver a birlar perlas en tu vida. -‐‑ Será porque tú lo digas. José estaba feliz por verse de nuevo en camino. Se le habían hecho eternos los días de Madrigal a la espera de que su equipo estuviera listo. Tuvo que entrenarse y acudir a banquetes y otras invitaciones donde, a veces, encontró al banquero Rinaldi, que volvía a saludarlo amablemente y a observarlo siempre que podía. Sabía que no cesaría. Recordaba sus ojos cuando lo vio en la Sala de Cortes. Detrás de su sonrisa amable, los ojos astutos le advertían de que sabía lo del tesoro y, antes o después, caería en sus manos. El comerciante lo miró con desprecio y con odio, el desprecio de quien se sabe burlado pero por culpa de la mala suerte y no de la habilidad del otro. Seguro que en aquel momento seguían sus pasos. Sabía que lo vigilaban. De nuevo se sentía observado, aunque no podía decir cuándo ni cómo ni por quién. Tenía la misma certeza que cuando iban camino de Santiago. Y nadie les siguió en Santiago ni tampoco en el viaje a Madrigal. Su estancia en la casa de los frailes debió borrar su rastro por completo, pero ahora los tenía de nuevo encima. Nada había que temer protegidos por los hombres de armas. Sin saberlo, su padre había tenido un gran acierto. Sí, su padre se había mostrado contento, ¿quién iba a pensarlo? Ni siquiera le reprochó su viaje a Granada y Santiago. También había causado conmoción en la corte su decisión de ir a Constantinopla. Algunos le hablaron con admiración y respeto, y lo envidiaban por su
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arrojo al ir a defender a la cristiandad contra el turco. Tal admiración lo había pillado desprevenido, dado que en ningún momento había pensado en tal defensa y asumía mal el papel de guerrero, incluso de héroe, sin haber puesto su pie todavía fuera de Madrigal. Sentía que de algún modo los estaba engañando y no tenía otra forma de evitarlo que cambiar de conversación o emprender cualquier actividad. Otros, sin embargo, lo habían mirado con recelo y suspicacia. Eran los mismos que habían interpretado su no ser de ningún sitio como de estar en todos y jugar a todos los bandos, o al menos, que podría colocarse allí donde le conviniera en un momento dado. La traición rondaba por sus cabezas, lo sabía. Era sospechoso de la peor ignominia sólo por no ser como ellos. La mente humana hace burdas interpretaciones de lo que le es distinto, y se coloca siempre a su resguardo. Viendo sus juicios es fácil conocer a los hombres. Porque se habla de los demás y se les juzga, y no es la realidad lo que se obtiene de tales juicios sino la intención de quien los hace. Sabía que cuando alguien le hablaba de otro lo que escuchaba podría ser o no la verdad, pero lo manifiestamente cierto era lo que del otro quería ver e interpretar el que estaba hablando. Así pues, el que hablara de un tercero daba dudosa imagen de él, pero muy clara de sí mismo. Lo había aprendido al no reconocerse cuando otros le atribuían intenciones, actitudes, planes, propósitos e incluso hechos que jamás habían pasado por su cabeza y que, sin embargo, los daban sin duda alguna por absolutamente ciertos. No se molestaba en desmentirlos. Una vez lo intentó y sólo vio agudizarse la desconfianza en él. Porque el que es honesto y actúa de buena fe, te pregunta limpiamente si tiene duda; pero el que ya te ha juzgado no quiere la verdad y necesita, por la razón que sea, tu deficiencia, y te fabrica entonces la imagen que precisa. Para éstos, lo sabía, la idea de que él pudiera pasarse al turco, alimentaba torcidamente su imaginación. Al fin y al cabo, ¿no se había criado entre moros? Pero no debía amargarse con tales cosas. Si los demás le atribuían intenciones que no tenía, era un problema de ellos y no suyo. Bastaba con mantenerlos lejos. Indiferencia, como había dicho Bleid. Y mantenerse cerca del que te mira noblemente y cuya duda es siempre honesta.
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30 La noche que descansaron en Calatayud, cuando entraron en la casa de postas, José notó de inmediato la presencia de un hombre sentado en un rincón. Sus ojos se encontraron pero el otro disimuló mirando hacia otro lado. Sospechó de él sin poder verle la cara medio oculta por la capa, casi en penumbra. Y de nuevo durante la cena vio que lo observaba desde una mesa distante a la suya. Estaba solo y parecía no desear compañía porque desestimó la invitación de otro viajero a compartir su mesa. Cuando menos lo esperaba, el desconocido apareció a su lado y, casi en un susurro, le dijo: -‐‑ Señor, tengo que hablar con vos. -‐‑ Hacedlo. -‐‑ Id a Mallén. Apenas os apartará de vuestro camino. Pedid asilo en el castillo, mi señor os espera. -‐‑ ¿Quién es vuestro señor? -‐‑ No me está permitido decirlo pero es un noble caballero. -‐‑ ¿Creéis que iré si mi anfitrión se niega a dar su nombre? -‐‑ No le es posible hacerlo. Me dijo que si albergabais duda sobre su intención os dijera las palabras De secreto secretorum. Él confía que escuchándolas sea suficiente para alejar vuestras dudas. El desconocido parecía un sirviente de confianza de los que como sombras hay siempre detrás de los nobles. Pero aquel papel parecía venirle grande. Estaba inquieto y no podía evitar mirar continuamente a su alrededor. -‐‑ ¿Iréis? -‐‑preguntó al ver que José no daba ninguna respuesta-‐‑. Siento no poder deciros nada más; sólo si vais comprenderéis la razón. José no sabía qué pensar. En contra de lo que había creído aquel hombre tenía miedo, y no había malicia ni ningún otro velo en su mirada, salvo la preocupación porque nadie reparara en él. -‐‑ Señor, si lo hacéis no lleguéis antes de la caída del sol. Y, después de inclinar la cabeza, se marchó. Se miraron los cuatro perplejos, sin abrir la boca. -‐‑ Parece que estamos ante otro acertijo -‐‑dijo por fin Bleid. -‐‑ Una trampa, mi amo. Ahora vamos protegidos y no es posible cazarnos así como así. Te han tendido una trampa, y una vez en el castillo no nos dejarán salir. -‐‑ ¿Te dicen algo las palabras De secreto secretorum? Mogo intentaba ayudarlo pues veía que el caso intrigaba enormemente a José.
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-‐‑ Me pregunto por qué elegiría precisamente ésas alguien que quisiera tenderme una trampa –contestó éste. -‐‑ ¿Por qué no? No quieren decir más que “El secreto de los secretos”. Hasta yo diría que también le sirven a alguien que quiere intrigarte para que muerdas el anzuelo -‐‑opinó Mogo. -‐‑ O tal vez se refieran a la necesidad de guardar en secreto su nombre, o a que nuestro encuentro debe ser secreto. Me advirtió que no llegara antes de la puesta de sol, es decir, de noche. -‐‑ Eso huele fatal. Además, no debemos retrasarnos. Y, desde luego, si querían intrigarte lo han conseguido -‐‑dijo Amín. -‐‑ Sí, me intriga. De secreto secretorum es también un libro atribuido a Aristóteles, que habla de la justicia y de las cosas que convienen a los príncipes. Elegir esa frase para ponerme una trampa, ¿no es demasiado raro? Debe referirse al libro de Aristóteles. Pero, ¿a quién se le habrá ocurrido? -‐‑ Entonces ha de ser alguien docto que desea verte en secreto, y se ve obligado a ocultar su nombre -‐‑apuntó Mogo. -‐‑ O una trampa muy bien urdida para que precisamente José caiga en ella. Amín tenía razón. Es fácil encontrar gente docta dispuesta a colaborar en dudosa empresa si con ella saca beneficio. No podía olvidar la cara del genovés, sonriente, retadora, como si le advirtiera que no podía engañarle y que, antes o después, caería en sus manos. Todos conocían ahora su camino. Sí, llevaba protección; entonces, ¿por qué no una trampa? Y si deseaba verlo en secreto, el otro podría salir a su encuentro en el camino, salvo que le preocupara ser visto por los hombres que lo acompañaban. -‐‑ De la justicia y las cosas que convienen a los príncipes -‐‑repitió Mogo-‐‑, grandes temas para ocupar una vida. ¿Cómo hablar de ellos en un rato? -‐‑ Exacto. Debe de ser una trampa. José parecía convencido. Pero Bleid estimó que el problema se había resuelto con demasiada facilidad y él también tenía curiosidad. ¡Cuánto misterio para un encuentro! De Aristóteles no hablaba cualquiera. Había que arreglarlo: -‐‑ El noble y generoso caballero, a liberar a la dama no acudió, ni a viuda ni a débil protegió, ni deshizo entuerto, no fuera a ser que fuera muerto -‐‑Bleid declamó y José enrojeció al oírlo-‐‑. Además, te mata la curiosidad -‐‑remató el carrión. -‐‑ Es cierto. He olvidado que ante la duda un caballero no ha de ser cobarde. Por temor no puede abandonar una llamada. Bleid tiene razón.
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-‐‑ Razón no, verdad -‐‑dijo éste. -‐‑ ¡Piensa mal y acertarás! -‐‑sentenció Amín. -‐‑ Piensa bien aunque no aciertes. Se vive más y mucho más a gusto -‐‑ sentenció Bleid a continuación. -‐‑ Mi amo, es una locura. No le hagas caso a éste. Desde hace días creo que nos vigilan. Es una trampa. ¡Seguro! -‐‑ Iremos a Mallén. -‐‑José los miró y comprobó que tenían tanto miedo como él, pero nadie protestó. -‐‑ Hay que ser legal aunque nos casquen por ello -‐‑dijo Bleid encogiéndose de hombros y mirando a Amín. Cuando llegaron era noche cerrada. Hubo que despertar al alcaide, que los alojó, y nada extraño advirtieron salvo que el castillo mantenía gente de armas y vigilancia excesiva para tiempos de paz. No podían pegar ojo. Habían registrado el cuarto, vigilado por la ventana, buscado cualquier prueba que debiera intimidarlos, pero todo, incluida la gente del castillo, respiraba la más absoluta normalidad. -‐‑ Y no habléis. Las paredes oyen. -‐‑ A menos que estén como tapias. -‐‑ Eres un irresponsable. Hacia la media noche llamaron suavemente a la puerta. Los cuatro estuvieron de pie en un instante, José y Amín espada en mano. Era el hombre de la casa de postas. Sin más luz que un pequeño farol, lo siguieron por oscuros pasillos y recovecos, evitando salas principales, y con la prevención de quien se esconde. Se ocultaron mientras se produjo el cambio de guardia en un cuarto próximo a la escalera que conducía a lo alto de la torre del homenaje. Cuando cesaron los pasos y los hombres del nuevo turno conversaban, subieron la escalera y el sirviente les abrió una puerta y les cedió el paso, indicándoles que él permanecería fuera. José Amín y los carriones se miraron temiendo lo que podrían encontrar allí dentro, no obstante, siguieron adelante. Entraron a un salón bellamente amueblado. Había una gran mesa llena de libros próxima a una ventana e iluminada por un velón. Sentado a ella estaba un hombre que, al oírlos, se levantó para ir a su encuentro. Era muy alto y delgado, de unos treinta años, vestido con un jubón de terciopelo negro. -‐‑ Don José Enríquez, sed bienvenido. Temí que mi ingenio no fuera suficientemente hábil para convenceros. Pero aquí estáis y os lo agradezco.
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José esperó hasta que estuvo próximo a él y pudo verle la cara con claridad. -‐‑ Señor, no sé quién sois. ¿Qué deseáis de mi? -‐‑ Soy Carlos de Evreux, Príncipe de Viana -‐‑y lo dijo sin ocultar su sorpresa al ver que José lo ignoraba. Y en José se agolparon de repente la extrañeza, la sorpresa, la perplejidad y la curiosidad a un tiempo. Hincó una rodilla en tierra e inclinó la cabeza. -‐‑ Disculpadme. -‐‑ Levantaos –dijo el príncipe tocándole en el brazo-‐‑. Entonces, ¿habéis venido a ciegas? -‐‑ Así es. Pero vuestro mensaje despertó mi curiosidad. El príncipe sonrió y le invitó a sentarse junto al fuego. -‐‑ ¿Y vos? -‐‑preguntó dirigiéndose a Amín. -‐‑ Mi escudero don Amín ibn al Jatib -‐‑improvisó José que no conocía, y entonces se dio cuenta, su apellido -‐‑Amín se inclinó a la manera árabe con un protocolario: -‐‑ Que Dios sea contigo. -‐‑ ¡Al Jatib! ¿Sois acaso de la familia del célebre gramático? Bleid tuvo que dar una patada a Amín para que respondiera pues, por un segundo, se había quedado en blanco. -‐‑ Así es, mi señor -‐‑dijo inclinando la cabeza de nuevo. -‐‑ Disculpad su presencia pero no sabíamos... -‐‑ Lo comprendo -‐‑el príncipe interrumpió a José-‐‑. Habéis hecho bien y no debéis separaros. Mientras estéis aquí corréis peligro. José lo miró sin poder evitar en su cara la perplejidad. -‐‑ ¿Acaso ignoráis mi circunstancia? -‐‑preguntó el Príncipe. -‐‑ ¿Qué circunstancia, señor? -‐‑ Soy prisionero de mi padre y vuestra hermana. ¿Cómo es posible que no lo sepáis? Ya veo por qué no entendisteis mi mensaje. -‐‑ Nada oí en la corte, pero no he permanecido mucho tiempo en ella. -‐‑ Soy su prisionero desde que perdí la batalla de Aybar. -‐‑Y no dando más importancia al asunto, continuó-‐‑: Siempre he sentido gran simpatía por vos y deseaba conoceros. Al saber de vuestro viaje hacia Constantinopla y lo cerca que pasaríais de aquí, vi que era una buena oportunidad para hacerlo. José no sabía qué decir. ¿Simpatía por él? Conocía la existencia del Príncipe de Viana como la de cualquier otro príncipe, pero nada más. Era el heredero de Navarra por su madre que ya había muerto, y debía haber sido Rey a la mayoría de edad. Su padre, Juan de Aragón, era el regente, y cuando llegó el momento no le había entregado el trono y ahora era Rey de Navarra junto a la hermana de José, Juana Enríquez,
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a quien había desposado al poco tiempo de morir la Reina. En la lucha por el trono se habían formado dos bandos: los beaumonteses, a quienes había ayudado Don Álvaro de Luna antes de su caída, que apoyaban al Príncipe, y los agramonteses que apoyaban al padre. Se enfrentaron en la batalla de Aybar y Don Carlos la había perdido, pero ignoraba que lo hubieran hecho prisionero. Y jamás había pensado en él sino como en uno más de los asuntos de la corte. Don Carlos parecía estar al tanto de sus pensamientos: -‐‑ Al contrario que vos, a mí me resultáis familiar -‐‑al oírlo a José la cara de sorpresa se le acentuó aún más. El príncipe rió. -‐‑ Veréis, hay extraños caminos para conocer a la gente. He oído vuestro nombre en la corte de Navarra demasiadas veces, y en términos tales que no pude por menos que teneros simpatía. -‐‑ ¿Acaso mi hermana habla bien de mi? -‐‑Y ya la cara de José era de asombro. -‐‑ Todo lo contrario. Precisamente por eso os admiro. José asintió y, sin darse cuenta, por fin se apoyó en el sillón en postura confiada. -‐‑ Vuestra hermana os teme. -‐‑ ¿A mí? ¿Qué podría hacer yo contra ella? Mi padre no ve sino por sus ojos. -‐‑ Ése es el punto de su temor. Que en lugar de por sus ojos, vuestro padre comience a ver por los vuestros. José guardó silencio pero movió negativamente la cabeza, convencido de que tal cosa era imposible. -‐‑ Sois su mayor hijo varón, y según él mismo dice, el caballero más orgulloso y apuesto de la corte. -‐‑ ¿Eso dice mi padre? -‐‑José era escéptico-‐‑. Señor, os equivocáis. A él y a Juana les unen demasiados intereses y ambiciones de las cuales he sido mantenido al margen. Yo soy demasiado extraño para ellos. No he mamado las formas de su casa, y no he demostrado el menor interés por aprenderlas. Don Carlos rió abiertamente con la risa del que comprueba que sus expectativas se cumplían. -‐‑ Aun así sois una amenaza. Y lo habéis demostrado con vuestra decisión de ir a Constantinopla. -‐‑ ¿Qué queréis decir? -‐‑ Se cuenta que vuestro padre os recluyó en Guadalupe para apartaros de la corte, pero que habéis huido de allí. Habéis sido valiente. Y ayudar al Emperador es una buena forma de ganar el futuro al margen de la autoridad de Castilla.
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José miró a sus compañeros y comprobó que tenían la misma cara de asombro que debía tener él. -‐‑ Nada de eso es mi intención, señor. Estuve en Guadalupe de buen grado y no huí de allí. He viajado a Granada y a Santiago por deseo propio. Y no es mi intención hacer en Constantinopla méritos para el futuro sino conocer la ciudad, aunque la ocasión no sea la más propicia. Don Carlos se incorporó y atizó el fuego para darse tiempo a asimilar aquella respuesta. Estaba empezando a ver cuál era el problema de Juana respecto a su hermano. Le atribuía intenciones, planes y argucias, aunque nunca había conseguido encontrar pruebas de ello. Por eso lo consideraba listo y astuto. Y la respuesta era simple: no los había. ¿Acaso tenía la mente de un niño en un cuerpo de hombre? Era evidente que no. Bastaba con oírlo hablar y ver su mirada orgullosa, ajena a cualquier temor. Pero, ¿qué había de temer si no tenía nada que ocultar? Y tampoco tenía nada que perder, aunque sí mucho que ganar sólo que parecía no importarle. ¡Qué joven tan extraño! Iba a la gran ciudad únicamente para conocerla. Y él mismo, ¿acaso no visitaría Constantinopla si pudiera? Don José Enríquez no tenía ningún plan por eso podía ser valiente, generoso, elegante, honrado, un caballero. Se recostó de nuevo en el sillón y sin apartar la vista del fuego, preguntó: -‐‑ ¿No estáis pensado, entonces, en vuestro futuro? -‐‑ Me temo que no, señor. -‐‑ Eso me parece. Pues lo estáis labrando aunque no os deis cuenta. Si volvéis victorioso los príncipes requerirán vuestro servicio. Y el más dispuesto a abriros los brazos será vuestro padre, porque con tal mérito sería indigno no hacerlo. -‐‑Se volvió hacia José para dar más significación a lo que iba a decir-‐‑: Mirará por vuestros ojos y, además, creo que lo está deseando. Ése es el temor de Juana -‐‑y volvió a apoyarse en el sillón con la vista en el fuego-‐‑. Y Juana tiene Navarra, heredará con mi padre Aragón, y ha ganado Castilla desde que Álvaro de Luna cayó en desgracia y vuestro padre se sienta ahora junto al Rey. ¿Por qué no habrá intentado Juana conquistaros también a vos? -‐‑ Nunca le gusté -‐‑fue el comentario de José. -‐‑ Yo tampoco -‐‑contestó el príncipe-‐‑. ¿Qué haréis cuando volváis de Constantinopla? José negó con la cabeza y encogió ligeramente los hombros para indicar que no lo sabía.
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-‐‑ No sé qué me deparará el futuro, pero si me fuera favorable tendréis las puertas de mi casa abiertas -‐‑y el príncipe lo dijo con más desánimo que entusiasmo. -‐‑ Cuando volvamos de Constantinopla tal vez vos seáis el Rey de Navarra -‐‑dijo José, sin duda, con intención de animarlo. -‐‑ ¿Cómo conseguirlo? Si los deseos de los príncipes, siempre que fueran justos y de derecho, se cumplieran sin más, así sería. Pero lo que Dios nos encomendó se conserva más a menudo por la fuerza de las armas que por la fuerza de la razón. Y yo me hago demasiadas preguntas, más de las que al parecer convienen a los reyes, porque no encuentro respuestas. Gobernar es para mí un arte más difícil que para mi padre, a quien basta el mero hecho de la posesión del reino a cualquier precio, mientras yo me pregunto si el precio a pagar es justo o injusto. -‐‑ Hay quien piensa que hacerse preguntas no es propio de reyes -‐‑dijo José mirando a Amín-‐‑. Pero, ¿cómo pueden evitarse? A mí me cuesta creer que lo que siempre se presenta como evidente, sea tal. Quizá por eso no consigo contagiarme del deseo de ningún triunfo. Y por eso dudo que la carrera de las armas sea por sí sola un objetivo. La victoria en la guerra, pienso, ha de tener menos brillo que el que imaginamos. Lo comprobaré en Constantinopla. El príncipe se había vuelto hacia José y lo escuchaba con enorme interés. -‐‑ Yo puedo hablaros de eso -‐‑dijo-‐‑. He visto el campo de batalla. Los cuerpos destrozados, los heridos desangrándose sin recibir ayuda, las mujeres buscando a sus muertos. Y todo por mi culpa. ¿Acaso había causa más justa que la mía? ¿Cómo podía permitir que me robaran mi propio reino sin argumentos, sin dudas dinásticas, sin ningún derecho? Decidme, ¿hay causa más justa que ésta para ir a la guerra? Pues cuando vi sus destrozos me sentí tan culpable como si yo mismo hubiera separado las cabezas de los cuerpos, cortado cada pierna y cada brazo, hecho cada herida, porque yo era la causa. Y aun así, vi en los ojos de los moribundos el agradecimiento porque en la agonía los acompañaba su Príncipe, y sus viudas besaban mis manos. ¿Cómo pueden los reyes soportar tanta injusticia en nombre de la justicia? ¿Tanto vale mi trono? Había jugado con la idea de la guerra como vos, como todos; y el valor, la fama, el honor, llenaban mi boca y mi espíritu, pero ignoraba el precio que hay que pagar para conseguirlos. No los veréis en los muertos, os lo aseguro. Me hago preguntas mientras mi trono está en manos del usurpador, yo prisionero, mis hombres esperando, y no encuentro respuestas. Pero no puedo abandonar mi condición de rey. Soy rey como el caballo es
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un animal y el trigo un vegetal. Es la esencia que he heredado. No me es posible, por mi propia condición, ser otra cosa sino rey. -‐‑ Señor, si el futuro os es desfavorable también me gustaría tener las puertas de vuestra casa abiertas, aunque haya de entrar por ellas furtivamente como esta noche. Será un honor serviros -‐‑ dijo José admirado por las palabras que acababa de oír-‐‑. Pero decidme, ¿cómo tratar a los insolentes? ¿Qué puede hacer Constantino si Mehmet le ataca, o mi abuelo si le atacara Castilla? ¿Hay otra forma de tratar la guerra si no es con la guerra? -‐‑ Debería haberla si no desfallecemos ante nuestras preguntas. Y no hay que parar de hacerlas porque no lo harán los reyes ni los hombres de poder. -‐‑ Pero, ¿dónde están las respuestas? -‐‑preguntó José. -‐‑ Buscadlas. Preguntad a los sabios, recorred la tierra. Buscadlas en las gentes, los libros, leedlos una y otra vez. Todo puede volver a pensarse de nuevo. José miró a Bleid, ya él le había dicho aquellas palabras. Don Carlos se había levantado e ido hasta la mesa de donde cogió un libro que entregó a José. -‐‑ He traducido la Ética de Aristóteles porque siempre pensé que Averroes la había deformado. Comparad mi versión con la suya y estudiad las diferencias. ¿Habéis leído a Escoto o Guillermo de Ockhan? Hacedlo. Las cosas están cambiando. Id a París, o a Italia. Allí se han establecido muchos estudiosos que han conseguido huir de Constantinopla y ellos poseen sabidurías que nosotros no conocemos. ¿Acaso no tenéis a vuestro alcance toda la ciencia árabe? Vos que podéis, hacedlo. Y si encontráis respuestas, enviádmelas. Porque entre las gentes de guerra sólo hallaremos respuestas para la guerra, y en las de poder, respuestas para la ambición y para la lucha por su posesión. Es en las gentes de paz donde podremos hallar la paz. En los que piensan en el bienestar del hombre, hallaremos bienestar, y en los preocupados por la justicia, justicia. Preguntaos a quiénes sirven los hombres y, cuando sepáis quién es su amo, sabréis la respuesta que de ellos podréis esperar. Buscad a los hombres libres, los que a nadie sirven, ellos tienen las respuestas. -‐‑ Aunque las tuvieran, ¿de qué les sirven si los reyes no quieren oírlas? -‐‑preguntó José. -‐‑ Olvidaos de los reyes y abrid más vuestra mente. Pensad desde dentro de vos mismo, y no tratéis de contestar la pregunta que todo el mundo conoce sino la que a vos se os ocurra. Las preguntas que todos conocen han sido enrarecidas por miles de respuestas y no se puede esperar nada de ellas. Hay que pensarlas de nuevo de forma diferente.
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Y nadie las pensará cerca de los reyes sino a solas en su propia casa. Y sólo aquel que carezca de ambición encontrará la respuesta, cuando su objetivo no sea crecer en importancia, ni en valor, ni en fama, sino la pregunta pura, entonces hallará la respuesta. Y ahora marchaos. Pronto amanecerá y volverá a cambiar la guardia. Debéis estar en vuestro cuarto antes de que lo haga. Y abandonad el castillo antes de que despierte. Se habían levantado y llegado ante la puerta. Cuando José se dispuso a doblar la rodilla, el Príncipe lo abrazó. -‐‑ Permitidme un consejo para vuestro viaje. Mandad a algunos de vuestros hombres que se adelanten y os busquen un navío para que no tengáis que esperar en Barcelona. Las galeras del Papa deben de estar a punto de partir. José advirtió una preocupación que iba más allá del interés por que llegara a tiempo. Pero intuyó también que no debía hacer preguntas. -‐‑ Así lo haré –contestó. Y al mirarlo le dejó constancia de que sabía que corría peligro. -‐‑ Buena suerte. Y no os olvidéis de mí si encontráis respuestas. -‐‑ ¿Y dónde, cómo, cuándo y por qué nacen las preguntas? -‐‑preguntó Bleid cuando de nuevo estuvieron en el cuarto-‐‑. Además, buscar algo cuando está es fácil. Lo difícil es buscarlo cuando no está y que surja. Ninguno le hizo caso ocupados en recoger sus cosas y marcharse.
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31 En Zaragoza se encontraba la iglesia más antigua de la cristiandad dedicada a la Virgen; su fundación se atribuía al apóstol Santiago. La visitaron a petición de los hombres de la escolta pues siempre le rezaba la gente de armas. Allí José dio orden a tres de ellos para que se adelantaran a Barcelona con el fin de encontrar un barco que los llevara hasta Génova lo antes posible. Debían pedir que lo esperasen si alguno estaba a punto de zarpar. Pagaría bien por ello. Apenas perdieron la ciudad de vista, Amín volvió a retrasar su caballo para hablar con Bleid. Volvía a estar muy pensativo. -‐‑ Hay algo que no entiendo de José –le dijo al carrión. -‐‑ ¿Sólo algo lo que no entiendes? Pues estás de suerte. A mí me pasa lo contrario con el resto del mundo: es algo sólo lo que entiendo… -‐‑ ¡Calla y escucha! –atajó Amín-‐‑: Reza con los judíos en la sinagoga, con los árabes en la mezquita, y ahora se ha arrodillado en la iglesia cristiana y también lo hizo en Santiago. ¿Será que no cree en ningún dios? -‐‑ O que cree en todos ellos -‐‑respondió Bleid. -‐‑ ¿Cómo va a creer en tres dioses a la vez? -‐‑ Son pocos, los carriones tenemos ciento veintisiete. -‐‑ ¿Cómo va a haber ciento veintisiete dioses? Sólo hay uno, y es Alá, y Mahoma su profeta. -‐‑ Entonces José sólo puede creer en uno -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¿Y qué hace arrodillándose por todas partes? -‐‑ Porque pensará que siempre es el mismo. -‐‑ ¿El mismo? ¿Alá, Jahvé y el Dios de los cristianos el mismo? Si no existen, salvo Alá. -‐‑ Es fácil de entender -‐‑dijo Bleid-‐‑. Nosotros tenemos ciento veintisiete: uno para el bien, otro para la bondad, otro para la justicia, otro para la equidad, otro para la esperanza, otro para la belleza, otro para la sabiduría, otro para la lluvia, otro para el trueno, otro para la salud de los campos, otro para la luz, otro para la oscuridad, otro para la buena cocina... Así hasta ciento veintisiete. Tu dios ¿no es todo eso también? -‐‑ Hombre, lo de la buena cocina... Claro que si tuviera que cocinar no habría quien le igualara. -‐‑ Pues todo eso es también el dios de los cristianos.
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-‐‑ No puede ser tan tonto. Si fuera así ya nos habríamos puesto de acuerdo y tendríamos todos la misma religión; en cambio llevamos siglos luchando unas religiones contra otras. -‐‑ Es que los altos sois brutos. -‐‑ ¿Entonces tú crees que José cree que Alá, Jahvé y el Dios de los cristianos son el mismo y por eso reza en cualquier templo? -‐‑ Precisamente por eso. Cada pueblo reza a su manera. Y José conoce las tres maneras. En Castilla hablas castellano, en Granada árabe y en las juderías, hebreo. La realidad es siempre la misma pero la nombramos de distinta forma y eso es lo que nos lía. -‐‑ Tú lo ves muy fácil pero tanta gente importante no puede estar equivocada durante tanto tiempo. Alguno tiene que tener la verdad y eso está claro: nosotros. -‐‑ O todos o ninguno. -‐‑ ¿Y tú crees en nuestros tres dioses además de en tus ciento veintisiete? -‐‑ Sí, ¿por qué no? Y en más que me dijeran. Porque yo creo que los hombres hacen a los dioses a su imagen y semejanza. -‐‑ ¡Ahí va Dios! ¿Qué quieres decir con eso? -‐‑ Que los hombres tenemos la capacidad de presentir cosas perfectas que nunca hemos visto. Es un misterio. Ya hablamos de esto en Salamanca, entonces pusimos como ejemplo la bondad, ahora le toca a la justicia, ¿la has visto alguna vez? -‐‑ Yo lo que he visto es a los jueces en los patios de las mezquitas haciendo lo que pueden para que se cumplan las leyes. -‐‑ Eso es. Los jueces son más o menos justos aplicando leyes más o menos justas. Pero, ¿cómo será la justicia perfecta? Porque sentimos que la justicia perfecta debe existir, pero, ¿dónde está, quién la conoce? Solamente un dios, uno que lo conoce todo y todo lo domina y ejecuta a la perfección. Es el dios de la justicia. Y los jueces le rezan para aproximarse lo más posible a él, a la justicia. -‐‑No me gusta. Estás diciendo que los musulmanes nos hemos inventado a Alá y eso es un sacrilegio. Y lo mismo pensarían los cristianos y los judíos si te oyeran. -‐‑ Pues míralo de otra forma: Dios existe y ha puesto en los hombres un poco de su perfección. Nos ha dado un pequeño agujero a través del cual podemos ver su justicia, su belleza, hasta su elegancia y buena cocina. Y por ese agujero Dios inspira a los hombres y los hace un poco partícipes de lo que él es. Nos habla de sí mismo. -‐‑ Eso ya me gusta más. -‐‑ Pues es lo mismo. Estás mirando a través del mismo tubo, sólo cambias de agujero.
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-‐‑ ¿Cómo va a ser lo mismo? Alá existía antes que el mundo y antes que nosotros. Él lo hizo todo. Y tú estás diciendo que nosotros nos inventamos a los dioses para justificar las ideas que se nos ocurren sobre cosas que no vemos. -‐‑ Sí. Tal vez nos dijo, a través del agujero, que Él existía y poco a poco nos manda información. Porque de alguna forma tuvieron que enterarse los hombres de que existían los dioses. Y nadie los ha visto. -‐‑ Me estás liando. -‐‑ Comprueba lo que digo por ti mismo. ¿Eres capaz de pensar en la piedra perfecta? -‐‑ He visto muchas piedras preciosas a cual más perfecta. -‐‑ Sí, pero siempre hay alguna mejor, tú lo dijiste. ¿Te imaginas cómo sería la piedra perfecta? -‐‑ Eso es lo que tú quieres, que me la imagine y luego me invente el dios de las piedras preciosas. -‐‑ Piénsalo, Amín. Debe haber una piedra completamente perfecta, que no es tal o cual piedra sino la piedra. -‐‑ Sé a qué te refieres pero no puedo imaginármela. Porque no podría ser ni un rubí, ni un diamante, ni un topacio sino todo a la vez: todo lo precioso de todas las piedras preciosas estaría en ella. ¡Sería el hombre más rico de la tierra! ¡La gente me pagaría por verla y sería doblemente rico! Pero no hay más dios que Alá y Mahoma su profeta, por mucho que tú te inventes y yo me imagine. -‐‑ ¡Uf! Menos mal, Amín. Me temía que se te empezaran a reblandecer los sesos y a movérsete las ideas. Pero aquello no fue todo. Mogo quería saber por qué toda la cristiandad no apoyaba a Constantinopla y únicamente el Papa iba a mandarle ayuda. ¿Por qué no estaban allí todos los ejércitos cristianos para librarla de los musulmanes? José, al frente de los hombres, no podía hablar con él. Le prometió que se lo explicaría a Amín y así él lo escucharía. Y aquella misma noche, puestos de acuerdo para representar una especie de teatro en el que Amín haría las preguntas para que José se las contestara a Mogo, se sentaron junto al fuego. Amín, con cara de resignación, se dispuso a escuchar el discurso pensando que si los cristianos no querían ayudar a Constantinopla, peor para ellos y mejor para los turcos. La mayor parte de los hombres jugaba a los dados y allí es donde a él le hubiera gustado estar. José enredaba en el fuego con un palo sin saber bien por dónde empezar, mientras Mogo esperaba. Por fin, Amín se lanzó: -‐‑ ¿Por qué los cristianos no quieren defender la gran ciudad?
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La pregunta abrió más de un par de oídos de los que parecían entretenidos en otras cosas. -‐‑ Es un problema de religión -‐‑contestó José. -‐‑ ¿No son todos cristianos? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Sí, pero con dos iglesias, ya te lo dije. Antiguamente era sólo una pero hace siglos que se partió porque los obispos no se pusieron de acuerdo. -‐‑ ¿En qué? José miró a Amín. Sabía su falta de interés, pero a su lado estaba Mogo muy atento. ¿Cómo encajaría Amín lo que iba a decir? Enredó un poco más con el palo en el fuego y por fin arrancó: -‐‑ Tú sabes que los cristianos comulgan y, ¿sabes lo que eso significa? -‐‑ Sí -‐‑dijeron a la vez Amín y Mogo, aunque este último con la cabeza y sin abrir la boca. -‐‑ Pues la Iglesia de Constantinopla cree que el pan de la comunión ha de ser un pan normal y corriente, y la Iglesia de Roma dice que ha de ser un pan sin levadura. Amín abrió los ojos y bajó las comisuras de los labios dando a entender a José que aquello era el colmo de la estupidez. Mogo no se había atrevido a tanto, pero tampoco entendía que semejante cosa fuera el origen de tantas desgracias. -‐‑ No es tan simple como parece -‐‑siguió José-‐‑. La Iglesia griega cree que el pan sin levadura es una costumbre judía. Además la levadura simboliza al Espíritu Santo luego, para ellos, el pan de Roma no es el pan perfecto. Si el pan y el vino simbolizan al Padre y al Hijo, el pan sin levadura deja fuera al Espíritu Santo. -‐‑ ¿Cómo? -‐‑Y Amín puso tal cara de guasa y abobamiento que José le clavó una mirada amenazante. El otro trató de volver a la formalidad preguntando: -‐‑ ¿Quién es el espíritu santo? -‐‑ Una paloma -‐‑le dijo Bleid al oído-‐‑. Y los pájaros todavía no lo saben. -‐‑ ¿Y tienen que rellenar el pan con paloma? –Amín no pudo evitarlo. -‐‑ No espero que lo entiendas -‐‑dijo José fulminándolo con la mirada-‐‑. Para entenderlo hay que saber de qué está hablando el rito y tú no lo sabes. Los ritos están llenos de símbolos y misterio y sólo aquél que los conoce sabe lo que significan. Y están también llenos de sentido aunque para un extraño todo parezca insulso o ridículo. Pero debería bastarte saber que eran los hombres más sabios los que no se pusieron de acuerdo.
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-‐‑ Y yo estoy tratando de entenderlo -‐‑dijo Amín fingiendo ser humilde para salvar la situación, pero le daba la risa-‐‑. Sé que ellos dicen que los curas hacen todos los días el milagro de convertir el pan y el vino en el lío ese que tienen con sus dioses, porque son más de uno. Bueno, supongamos como has dicho que el padre es el pan, el hijo el vino, y ¿la paloma? -‐‑intentaba mantenerse serio. -‐‑ Según los griegos es la levadura del pan. Por eso no se pusieron de acuerdo, dado que el pan de Roma no lleva levadura y los griegos piensan que no contiene al Espíritu Santo, ya te lo he dicho. -‐‑ ¡Pues por eso es por lo que yo decía antes que tenían que rellenar el pan con paloma! –exclamó Amín-‐‑. Y, ¿me estás diciendo que la levadura, la paloma y el espíritu son la misma cosa? ¿Tres cosas en una? ¿Cómo se entiende eso? Porque lo que es, es; y lo que no es, no es. Y no se puede ser y no ser al mismo tiempo: o se es, o no se es. Ni ser tres cosas a la vez o tres cosas en una… -‐‑ ¡Claro que se puede! –lo interrumpió Bleid al oído-‐‑. Y eso no es más que la mitad del problema. Si te lo cuenta completo sabrás que además se puede ser sin estar, estar sin ser, estar sin estar y no ser y ser. Todo es posible si podemos concebirlo. No hay más que marearlo. -‐‑ Con razón se dice que tienen tres dioses –siguió Amín lanzado sin hacer caso a Bleid-‐‑. Yo había oído hablar de dos y, ya veo, el tercero es la paloma. José trataba de mantener la calma, pero estaba rojo de ira. Sabía que Amín se estaba aprovechando de la situación para ser osado y, Bleid colaboraba. -‐‑ Tienen un sólo Dios pero en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que tú puedes llamar como quieras... Imposible. Veía que con tratar de explicarlo, lo empeoraba. A Amín le brillaban los ojos y a duras penas podía sujetar la boca para no reírse. Y Bleid estaba peor que él. Había que zanjar la situación. -‐‑ Amín –dijo José-‐‑, si eres capaz de creer que Mahoma se trasladó en una noche desde Medina hasta Jerusalén para poner sus pies sobre la roca y subir al cielo, igualmente podrás creer esto. -‐‑ Pero es que Mahoma era el enviado de Alá. -‐‑ Y éstos, ¿qué te crees que son? El mismo dios pero con otro nombre y partido en tres, aunque no completamente -‐‑ilustró Bleid. -‐‑ No voy a tratar de que entiendas lo que es imposible, ni la Trinidad ni el viaje de Mahoma, porque ambas cosas no son cuestión de razón sino de fe. Y la fe se tiene o no se tiene. O mejor dicho, tú tienes fe en unas cosas y ellos en otras. Eso debería bastarte -‐‑José estaba definitivamente enfadado-‐‑. Piensa además que si tú te ríes de sus milagros y misterios, ellos harán lo mismo con los tuyos.
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-‐‑ ¡Pero es que los nuestros son verdad y los suyos no! -‐‑ ¿Cómo lo sabes? ¿Podrías demostrarlo? Amín estuvo en silencio un instante. -‐‑ Bueno, venga –dijo poco después resignado-‐‑. ¿Y en qué más no se pusieron los obispos de acuerdo? -‐‑ En el matrimonio de los hombres de la Iglesia. Para Roma no pueden casarse, para la Iglesia de Constantinopla, sí. -‐‑ Eso lo entiendo mejor. Los griegos son más listos. ¿Hay más? -‐‑ Sí, algunos otros dogmas -‐‑dijo José sin entusiasmo-‐‑. Como el que la Iglesia de Roma cree que la autoridad del Papa está por encima de todos los obispos, mientras que la de Constantinopla piensa que todos los obispos son iguales, ninguno tiene más autoridad que otro. -‐‑ ¡Ése es el meollo de la cuestión! -‐‑dijo entonces un soldado acercándose a ellos-‐‑. Los curas de Constantinopla nunca quisieron que les mandara un Papa de Roma. Y ahora que están en peligro han tenido que tragarse lo que escupieron durante siglos para que vayamos en su ayuda. -‐‑ ¿Eso es cierto? -‐‑preguntó Amín. -‐‑ Sí -‐‑contestó José-‐‑. Hace tiempo que Constantinopla siente el peligro de los turcos, ésta no es la primera vez que la atacan. Y muchas veces pidió ayuda a los reinos de Europa, pero se la negaron a menos que su Iglesia aceptara los dogmas de la Iglesia de Roma. Los aceptaron el pasado diciembre. -‐‑ Y ahora, de repente, desde diciembre, ¿los griegos creen en el pan sin paloma? – Amín de nuevo no pudo controlarse. -‐‑ No todos -‐‑dijo el soldado-‐‑. Se dice que hay curas que no están de acuerdo. -‐‑ Me gustan esos constantinopo.... -‐‑Amín no era capaz de terminar la palabra. -‐‑ Llámalos griegos, eso hacemos todos -‐‑dijo el soldado. -‐‑ Entonces, ¿el Emperador y la Iglesia griega han tenido que tragarse las leyes de la Iglesia de Roma para que le ayuden los demás cristianos? -‐‑quiso cerciorarse Amín. -‐‑ Pero ni aun así. Dicen que nadie ha movido un dedo todavía, salvo el Papa que manda tres barcos. –contestó el soldado. -‐‑ ¡Los han dejado solos! -‐‑exclamó Amín escandalizado-‐‑. No es la lucha del Islam contra toda la Cristiandad sino contra una sola ciudad. -‐‑ Pero con las mejores murallas del mundo -‐‑apuntó de nuevo el soldado-‐‑. Y cisternas y huertos tan numerosos dentro de la ciudad que no la podrán rendir por hambre. Constantinopla no caerá. José miró a Mogo y llegó a la conclusión de que, a pesar del esfuerzo, aquella conversación había sido inútil.
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Al día siguiente, después de haberlo visto durante horas silencioso y taciturno, Mogo habló con José cuando tuvo oportunidad. Se había sentado debajo de un árbol, fuera de la casa de postas, después de la cena. -‐‑ ¿Todavía sigues disgustado? –y Mogo se refería a la conversación de la noche anterior en la que Amín ridiculizó los ritos cristianos. José lo miró y pensó un instante antes de contestar: -‐‑ Creo que la gente como Amín se siente más segura si se mofa de las costumbres o modos distintos a los suyos. Y yo me pregunto si tengo derecho a hacer tambalear sus creencias, porque tal cosa es lo que hago si las pongo en duda, o si doy igual importancia a las creencias de los demás que a las suyas. -‐‑ Claro que tienes derecho. El derecho y la obligación de sacar a los demás de la ignorancia y el error –contestó Mogo. -‐‑ ¿Por qué estás tan seguro? ¿Cómo puedes saber con tanta claridad dónde están los errores de los demás o en qué consiste su ignorancia? ¿Qué te hace pensar que tu camino es el bueno y no el de ellos? Mogo dudó y por un instante mostró un gesto de confusión. -‐‑ Sé al menos que hay que ser respetuoso para que vivir sea posible. Y eso es lo que Amín y Bleid no hicieron anoche al reírse de los dogmas cristianos –contestó poco después. -‐‑ ¿Estás seguro? -‐‑ Sí, lo estoy. -‐‑ Pues yo no. Quizá su mofa fue más inocente que mis explicaciones por respetuosas que parecieran. ¿Tengo derecho a hacer tambalear la fe de Amín sin darle a cambio alguna otra certeza? Y yo no tengo ninguna certeza. Y si le digo que hay otras creencias tan importantes como la suya, y que pueden ser igualmente verdad o mentira y con ello hago que se tambalee su alma y desaparezca el suelo debajo de sus pies, tal vez sea yo quien le está agrediendo y no él a mí al defenderse. -‐‑ Tú sólo estabas mostrando una evidencia, igual que si hubieras dicho que existen hombres de raza blanca y de raza negra. Tal cosa es una verdad de la que no cabe la menor duda, y es obligación de quien lo sabe enseñarlo y demostrarlo. Y las religiones existen. Y ninguna podría demostrar que es más verdadera que otra. Tu obligación es decir tal cosa, y eso fue lo que hiciste. No entiendo qué es lo que te preocupa. -‐‑ Que una religión, Mogo, es mucho más que diferenciar dos razas, dos árboles o dos piedras. Dios es el principio y el fin de
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nuestras vidas, y sobre su sombra está tejido todo lo demás. No hiero a nadie por enseñarle que está en un error frente a cualquier otro conocimiento, pero lo hiero profundamente si le digo que su esperanza es vana, que sus cantos no los escucha nadie, que su esfuerzo no sirve, que su guía es ciego, que las oraciones y la piedad de sus padres fueron gestos vacíos, que las leyes de su país están tejidas en trama falsa y que la muerte de sus antepasados no fue gloriosa sino inútil. -‐‑ ¿Aunque todo eso sea cierto? -‐‑ ¿Cómo sabes que es cierto? Debe ser tan difícil demostrar que Dios exista como que no. ¿Y qué puedo darle a cambio de lo que le quito? ¿Acaso hay robo mayor? Amín hizo bien en defenderse y Bleid en ayudarlo. -‐‑ Hay varias religiones como hay distintas clases de pájaros o de peces. Tan claro como que el sol gira alrededor de la tierra –insistió Mogo-‐‑. No puedes renunciar a la verdad ni a la obligación de contarla. Sería mentirte a ti mismo y tal cosa te haría desgraciado. Además, estarías traicionando la noble tarea de sacar a los demás de la ignorancia. -‐‑ ¡Ojalá las cosas fueran tan simples! La vida no es un conjunto de ideas ordenadas a las que acudir para justificar nuestros actos o explicar nuestras dudas. Parece más bien una trama de muchos hilos que uno consigue tejer, con mejor o peor arte, según su entendimiento. Como una alfombra –sonrió. -‐‑ Pero no se puede tejer la alfombra correcta si cada uno lo hace a su antojo sino según un patrón. Dos más dos son cuatro para ti y para mí, para cristianos y musulmanes, en Castilla, en Granada y en la China. Pues con la misma claridad y acuerdo deberían entenderse el resto de las cosas. Dos más dos son cuatro. Todo el mundo entiende esta verdad, para todos los hombres es igual, no importa su raza o país, a nadie le cabe la menor duda. Hasta que podamos entenderlo todo con esa claridad seguiremos sufriendo, discutiendo, guerreando, pasando enfermedades y viviendo religiones distintas. Y lo que sepamos con certeza parecida a la suma de los números hay que contarlo, aunque con ello hagamos tambalear las creencias de otros. Mogo se explayaba. Por primera vez se sentía fuerte ante una duda de José. Tenía las ideas claras. Había cogido las riendas y las sujetaba con destreza sabiendo lo que tenía que hacer. Continuó: -‐‑ Ésta es una verdad a la que tú no puedes renunciar aunque Amín y otros como él jamás la acepten, pero tú no puedes ser como ellos. La mayor parte de la gente se deja llevar por simplezas: les basta con solucionar sus problemas inmediatos o satisfacer sus caprichos sin pensar jamás en otra cosa, sin darse cuenta de que hay otros, en busca
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de la verdad, trabajando para ellos, para que su vida sea mejor, más clara y más fácil. E irán al herbolario que les dará su mezcla para quitarles el dolor de muelas, y pensarán que lo han pagado porque a cambio entregaron unas monedas. Y no es así. Jamás podrán pagar el esfuerzo de los hombres que buscando la verdad encontraron la forma de mezclar las plantas para que fueran útiles, o la forma de hacer los arcos para sostener los puentes. La humanidad le debe todo a unos pocos, a los sabios, aunque nadie piense en ellos porque los ven lejanos y como si sus vidas no tuvieran que ver nada con la propia. ¿Crees que alguien da las gracias al que inventó la rueda aunque la use cada día? No. Creen que apareció en el mundo de la nada, y que tienen derecho a ella porque la pagan. Y hay que contar con la ignorancia y la indiferencia de esta gente, pero lo que no podemos hacer es renunciar a nuestra obligación con la verdad sólo porque a ellos les incomode y no se acople a la idea que tienen de las cosas. No lo saben pero nos necesitan más que a nada en el mundo. Por eso nuestra obligación es buscar, encontrar, elegir, perfeccionar y enseñar. -‐‑ Eso parece otra forma de religión, Mogo –le interrumpió José sonriendo. -‐‑ Y todo ello ordenadamente –siguió el carrión sin que le afectara la ironía del comentario-‐‑; creando las pautas, porque sólo si las seguimos fielmente tendremos menos posibilidad de error. Al mismo tiempo que se descubren las cosas el hombre aprende la forma de tratarlas, de acercarse a ellas, dominarlas y usarlas. Todo va unido. Por eso hay que aprender y practicar la seriedad y el rigor. -‐‑ Mogo, hay algo más inmediato, más urgente que las ideas sobre las cosas y la vida, y es saber lo que cada uno es. Pensar acerca de lo que somos. Mirarnos, aceptarnos y decirnos que cualquiera que sea nuestra forma, tiene derecho a existir. Ése es nuestro principal ejercicio, el que más practicamos. Y cuando discutimos, a veces nos importa menos el objeto de la discusión que el dejar claro que nuestra forma, en ese instante representada por nuestra opinión, tiene derecho a existir. Nosotros somos la única verdad. La más inmediata, la más evidente. El mundo está tan lleno de cosas diversas ajenas a uno mismo que hasta cuesta comprender que uno llegue a encontrarse bien en él. Nada se te parece y todo se te enfrenta antes o después como para probarte sin descanso que eres o no eres, que puedes estar en lo diverso. Y si te fijas, el centro del mundo eres tú. Mira a tu alrededor. No estás en una esquina, todo lo que existe te circunda, tú eres el punto alrededor del cual todo gira, tú eres quien lo evalúa, quien lo juzga, tú eres la medida. Sólo uno es dueño y conocedor de la realidad, de la experiencia. Todos los demás son distintos a ti, salvo en una cosa:
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ellos también se saben el centro del mundo. Y han de decírtelo. Nos pasamos la vida diciéndonos unos a otros de mil diversas formas: “Yo también existo, tengo derecho a ser”. Y lucharemos si nos niegan. Y eso fue lo que hizo ayer Amín. Y Bleid lo comprendió y lo apoyó. -‐‑ Todo eso, José, no es más que ignorancia y egoísmo. ¿Hasta cuándo hay que estar mirándose el ombligo como hacen Bleid y Amín? Lo que hay que hacer es mirar fuera de uno, porque es fuera donde está todo… -‐‑ Ese “todo” está tanto fuera como dentro de nosotros, son la misma cosa y no sé cómo consigues desligarlas –interrumpió José-‐‑. Es imposible saber cómo son las cosas por sí mismas, únicamente podemos saber cómo son a través de nuestros ojos, de nuestro entendimiento, de nuestra experiencia y de nuestra forma…
-‐‑ ¿Cómo puedes decir eso? –interrumpió a su vez Mogo-‐‑. Esa manera de verlo te llevará a estar pendiente de ti exclusivamente; te llevará a la debilidad de mente y espíritu, a la apatía. Poseemos un cuerpo de conocimientos comunes que son iguales para todos, que es lo que nos fortalece y engrandece; conocimientos ajenos a nosotros que hay que respetar y ampliar, y por su rigor es por lo que necesitamos ser disciplinados, estudiar, trabajar, ser concienzudos y precisos... -‐‑ ¡Lo que necesitamos es ser felices! –volvió a interrumpir José; y Mogo lo miró con decepción ante tanta simplicidad. Advirtiéndolo José, añadió: -‐‑ Tú serás feliz estudiando, trabajando, siendo concienzudo y preciso. ¿Acaso crees que lo que te mueve a tantos trabajos es la búsqueda de la verdad? No. Es tu inclinación a la felicidad, no te engañes, Mogo. Tú haces coincidir la felicidad con la verdad como Amín la hace coincidir con la riqueza y otros con el poder o la fama. Y esto me recuerda la historia de aquel sabio griego que vivía en un tonel a donde fue a visitarle el gran Alejandro. El Rey, lleno de admiración y viéndolo en tal pobreza, le dijo que le pidiera lo que quisiera. Por toda respuesta el sabio le pidió que se apartara pues le estaba quitando el sol. Hasta ahora me llenó de admiración la renuncia y sacrificios que había hecho el filósofo buscando la sabiduría. Hoy creo que sólo buscó la felicidad. No hizo ni sacrificios ni renuncias. No hubo dolor en su pobreza sino comodidad al prescindir de las cosas que le robaban el tiempo y le impedían dedicarse a pensar, que era lo que le gustaba. E igual debe sucederle a los santos. Todo el mundo admira sus sacrificios, incluso renuncian a ellos mismos, y viven como si estuvieran superando en nombre de Dios un continuo estado de sufrimiento, según dicen. ¿No será todo lo contrario? ¿Viste sufrimiento en los frailes de Guadalupe? ¿Crees que los eremitas
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sufren y que su vida es un continuo sacrificio por padecer toda clase de carencias? Su mente y su corazón están en otra parte y no carecen de nada. Su sufrimiento comenzaría si tuvieran que volver a vivir entre nosotros. Ellos han descubierto algo que nosotros no hemos sabido ver. Y el que anda medio desnudo por los caminos viviendo de limosnas o cuidando leprosos y es feliz, sabe más de la vida que el más hábil de los mercaderes, el más poderoso de los reyes o el más penetrante de los filósofos. Aquel que es capaz de ser feliz es el que realmente es sabio. Y tu aspiración, Mogo, no es la búsqueda de la verdad sino de la felicidad, aunque tu camino para encontrarla sea el de los conocimientos. -‐‑ ¡Chachaaaaaaaaaaann!
Bleid hizo su aparición con un doble salto con voltereta desde el brocal de un pozo cercano desde donde había escuchado, sin que los otros lo advirtieran, la conversación. Una vez en el suelo hizo una exagerada reverencia con los dos brazos extendidos y, todavía inclinado, levantó la cabeza y exclamó:
-‐‑ La felicidad es el criterio, la pauta.
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32 Apenas abrieron sus puertas entraron en Barcelona. Los hombres habían vuelto con la noticia de que el barco esperaba, y José ordenó al resto que se detuviera en una villa próxima a la ciudad. Entraría acompañado sólo de Amín y del soldado que le serviría de guía para llevarlo directamente al puerto. Sin pérdida de tiempo embarcaron y su presencia en Barcelona pasó desapercibida. El navío era una coca de cabotaje. Ni Amín ni los carriones habían visto nunca el mar, y el primer día lo pasaron quietos y agarrados a la borda mirando al infinito. Era un barco viejo pero robusto; aunque el crujir de las cuadernas en la noche les hizo temer si se desmembraría al menor contratiempo. Una cáscara de nuez en medio del océano, eso es lo que era, pensaron. Y les pareció muy grande al verlo, cerca de treinta metros de largo. Cuando Amín preguntó precisamente eso, cuánto tenía de largo, un marinero le dijo con sorna: “¿Os referís a la eslora?”, y no volvió a hacer ninguna pregunta. No fue el caso de Mogo. ¿Cómo algo tan pequeño podía manejarse y sobrevivir en medio tan poderoso, imprevisible e inmenso? Desde que puso el pie en el barco, a cada rato preguntaba a José para qué servía cada cosa, cómo se llamaba, en qué momento se le daba uso, y todo lo que pudo acerca del arte de su gobierno. El resto del tiempo lo empleaba en observar y escuchar a la marinería. Nunca se alejaban demasiado de la costa, pero a veces no había rastro de ella. Entonces el temor de haberse perdido hacía que Amín y Bleid se mirasen y, aunque no hablaban palabra al respecto, estaban inquietos hasta que volvían a verla de nuevo. Ninguno de los dos se atrevía a comunicar su miedo a José que, junto a Mogo, parecía disfrutar de la navegación sin que aquel bamboleo les inquietara lo más mínimo, ni siquiera cuando parecía que iban a hundirse y grandes salpicones de agua los mojaban si andaban desprevenidos. A nadie, salvo a ellos dos, parecía importarte aquel estar al borde del abismo. Llevaban ochenta remeros para veinte remos a cada costado; veinticuatro marineros y soldados que se ocupaban de las dos bombardas y del resto de las armas. Eran frecuentes los ataques de la piratería y cualquier mercante debía llevar protección. El orden, con tanta gente y tanta cosa en espacio tan reducido, fue lo que más impresionó a Mogo. Le gustaba colocarse al lado de la caña del timón, situada en el centro del barco, y observaba el movimiento preciso de la marinería con cabos y escotas en el manejo de la arboladura, que era
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de dos palos, el de mesana hacia la proa, aparejado con vela cuadrada y el mayor, ligeramente hacia la popa con una gran vela latina. -‐‑ ¿Tú entiendes algo? -‐‑preguntó Amín a Bleid refiriéndose a las palabras que oía. -‐‑ Pregúntale a Mogo, él ya debe saberlo todo. Aquello trajo cola. Durante dos o tres días, a la menor oportunidad, Amín preguntaba a Mogo por cada cosa, pero él jamás se dignó contestar sabiendo la chufla que los otros dos se traían entre manos. Hasta que un día el mar se alborotó cerca de Marsella, y de la casi placidez que habían llevado hasta entonces pasaron a un bamboleo que Amín y Bleid no sabían cómo afrontar. Tal circunstancia dio oportunidad a Mogo para vengarse y exhibir sus recientes conocimientos: -‐‑ Tened cuidado porque va blando. Deberíais coger una beta porque si barrenamos o se pone ardiente tendréis que ataros al burro y esperar que barajemos hasta la aterrada, aunque gracias al arrumaje y el boleo no le veremos las barbas. Si al menos fuéramos en conserva... La cosa es que no se duerma. Dicen que es bujarrón y mal guindado pero no celoso. La cabuyería es fuerte y están aplicando cacholas en favor de la bastarda, pero con este abatimiento, hasta que consiga ponerse a la capa, os va a dar el talenque y más vale que os vayáis al banco, o si no mejor, al carajo. Los había dejado pasmados, atontados, pálidos... -‐‑ ¡No vomitéis contra el viento! El día que llegaron a Génova era claro y radiante. Increíblemente blanca y rodeada de colinas llenas de olivos, cedros y vides, tenía hermosas villas esparcidas por las laderas. Dieron la vuelta al faro, construido en la punta de un largo dique que protegía al puerto situado al fondo de la bahía. Por encima de los cientos de mástiles de carracas, galeras, jabeques, cocas y otras naves más pequeñas, asomaban torres altísimas y las cúpulas de numerosas iglesias. La ciudad estaba rodeada de murallas. Atracaron en la dársena del vino, pues tal era el cargamento que llevaba el barco. El muelle era de piedra y pequeño en comparación con los que se veían a lo lejos donde estaban atracadas las galeras. Todo el paseo que se extendía ante el puerto era porticado. Y era el mármol lo que daba la blancura a la ciudad. En una de las galeras, cuyo destino era Constantinopla, José se presentó a su capitán, Mauricio Cattaneo, y le comunicó su intención de embarcar. Fue muy bien recibido. Seguidos de una carreta del
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puerto, donde habían depositado sus equipajes y pertrechos de guerra, siguieron a Cattaneo al interior de las murallas. La ciudad estaba agitada. Por todas partes había soldados, más aún en las tabernas y posadas próximas al puerto donde estaban las tres galeras del Papa ultimando los preparativos. La casa Novarese, a donde los llevó Cattaneo, la formaban varios edificios que se abrían a su propia plaza reuniendo alrededor a toda la familia. La plaza acogía a soldados y armas, una pequeña compañía que también iría a Constantinopla. José y Mogo subieron al primer piso del edificio principal donde iba a celebrarse una reunión que ultimaría los preparativos. José fue presentado a Dominico Novarese y a Bautista Fellizano, capitanes de las otras dos galeras del Papa, y a otros miembros de la casa Novarese, así como a las demás personas involucradas en la expedición. Una vez que todos los citados estuvieron presentes, se sentaron alrededor de una mesa donde se había extendido un mapa, y Dominico Novarese tomó la palabra para informar de la situación de la ciudad según las noticias que habían podido recibir hasta aquel día: -‐‑ Los turcos están en el mar de Mármara y ya nadie puede abandonar Constantinopla. El 26 de febrero salieron los últimos buques: seis de Creta y uno veneciano al mando de Pietro Davanzo con seiscientos hombres. Luego, por lo que sabemos, quedan en la ciudad cinco barcos genoveses, cinco venecianos, tres cretenses, uno de Ancona, otro catalán, otro de Provenza y diez del Emperador. Como era de esperar, los turcos también han bloqueado el estrecho de los Dardanelos. -‐‑ Son muy pocos barcos si el Sultán lleva hasta la ciudad toda su flota y consigue romper la cadena del puerto –opinó uno de los presentes. -‐‑ ¿Qué se sabe de la flota del Rey de Aragón? -‐‑ Mandó una flotilla de diez barcos pero dicen que la ha retirado –contestó Novarese. -‐‑ ¿Y Venecia? -‐‑ El Senado veneciano acordó enviar quince galeras y dos transportes de cuatrocientos hombres al mando de Albino Longo, pero todavía están discutiendo la fecha de partida. -‐‑ Entonces, ¿sólo contamos con las tres galeras del Papa? -‐‑ Con seguridad, al día de hoy, sí. Los venecianos se unirán a nosotros en el camino. También se espera que acuda el regente de Hungría, Juan Hunyade, dado que los turcos han retirado las tropas de las fronteras del Danubio. El príncipe de Rusia no irá, está en contra de la unión de las iglesias que firmó Constantino. Vladislao II de
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Valaquia es vasallo del Sultán y no se atreverá; y Jorge, el déspota de Serbia, parece que se ha unido a Mehmet. El Rey de Georgia y el Emperador de Trebisonda a duras penas pueden defender sus propias fronteras, y los príncipes de Moldavia, Pedro y Alejandro, están en guerra entre ellos. Esperemos que el Rey de Aragón se decida por fin y sus barcos se unan a los nuestros. Nadie más en Europa ha movido un dedo –explicó el representante del Papa. -‐‑ ¿Es tan monstruoso el ejército del Sultán como cuentan? -‐‑ Se cuentan muchas cosas pero no sabremos la verdad hasta que estemos allí –contestó Novarese-‐‑. Se ha confirmado que Orbón está trabajando para él. -‐‑ ¿Quién es Orbón? -‐‑preguntó José. -‐‑ Un ingeniero húngaro constructor de cañones. Ofreció sus servicios al Emperador, que no podía pagarle, y se ha pasado al Sultán. Dicen que está construyendo un cañón que destruirá las murallas –explicó Cattaneo. -‐‑ No hay cañón que pueda hacer tal cosa –opinó Fellizano. -‐‑ Lo cierto es que de un cañonazo los turcos han hundido un barco veneciano. Y no conocemos ningún cañón que lo consiga de un solo tiro –respondió Cattaneo. -‐‑ Pero, ¿qué se sabe con certeza del ejército del Sultán? -‐‑preguntó otro de los asistentes. -‐‑ Con certeza, poco. Sabemos más de su armada. A principios de este mes de marzo se han concentrado todos los navíos en Gallipoli y han cerrado los Dardanelos. José escuchaba sin la menor distracción las explicaciones y planes de viaje de los genoveses. El mapa que había sobre la mesa reflejaba desde el sur de Italia hasta el mar Negro. Seguía el dedo de Novarese que, en aquel momento, hacía el recorrido que llevarían las galeras entre las islas griegas por el mar Egeo. El viaje estaba cuidadosamente planeado. Era un periplo de sobra conocido por genoveses y venecianos debido a sus ciudades y puestos comerciales por toda la costa hasta el mar Negro. El único problema eran los Dardanelos. Si el estrecho, de algo más de setenta kilómetros de largo, estaba bloqueado, sería muy difícil atravesarlo. -‐‑ Si accedemos a los Dardanelos junto con Venecia y Aragón, podremos confiar en llegar a la ciudad. Sin ellos será imposible seguir adelante –comentó Cattaneo. Cuando terminó la reunión José se acercó a la mesa para ver el mapa con detenimiento. Al norte de la mancha que era el mar que rodeaba Grecia, salpicada de las manchas marrones de las islas, se veía el estrecho canal de los Dardanelos. Comunicaba el mar Egeo con el
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mar de Mármara que, visto en el mapa, parecía un lago grande. A su vez el Mármara, en el norte, terminaba en otro canal mucho más pequeño, el Bósforo, que lo comunicaba con el mar Negro. Constantinopla estaba justo allí, en un recodo al norte del Mármara donde empezaba el Bósforo. -‐‑ Parece interesaros mucho -‐‑escuchó a su espalda. -‐‑ Sí, es un mapa muy hermoso -‐‑contestó José volviéndose hacia Pablo Toscanelli, miembro también del Consejo y que había permanecido en silencio durante la reunión. -‐‑ Es un elogio de valor viniendo de vos que, siendo hijo del Almirante de Castilla, habréis visto muchos mapas -‐‑contestó Toscanelli. Y como vio que José volvía a mirarlo, le dijo: -‐‑ Sería un honor para mí que visitaseis mi taller pues ese mapa está hecho en mi casa. -‐‑ Lo haré con mucho gusto si hay tiempo para ello -‐‑contestó José. Aquella noche durmieron poco. Mientras José y Mogo habían asistido a la reunión y más tarde comprobaron, acompañando a los capitanes de las galeras, armas y pertrechos, Amín y Bleid habían recorrido calles y tabernas y escuchado abundancia de noticias sobre el ejército del Sultán. En la ciudad no se hablaba de otra cosa. -‐‑ Los soldados van pagados por el Papa, y están seguros de que las murallas resistirán cualquier asedio. Pero las noticias del gran cañón que está construyendo el turco les preocupa, y ése era el tema más discutido en todas las conversaciones -‐‑explicaba Bleid. -‐‑ Dicen que el Sultán ha dado orden de reunir, en un sitio llamado Tracia, a todo su ejército y a todo musulmán que quiera ir en su ayuda. Eso significa que ha llamado a la guerra santa. ¡Bien! -‐‑No había duda de con quién estaba Amín-‐‑. Acudirán de todas partes, y dicen que se pueden reunir, por lo menos, medio millón de hombres. ¡Y los jenízaros! Sólo con nombrarlos se les pone a los soldados el pelo de punta. -‐‑ No será para tanto –dijo José-‐‑. ¿Os habéis fijado en ellos, en los soldados? Es gente que vive de la guerra y para la guerra. No podrían estar fuera de su armadura. Además, no hagáis mucho caso. Pensad que será un asedio y nadie puede alimentar a medio millón de hombres durante muchos días. -‐‑ Si el ejército del Sultán ya es tan numeroso, ¿por qué llaman a más gente? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ A las hordas de tropas irregulares se las usa para cansar al enemigo. Son desordenadas, feroces, van mal armadas y son las primeras en atacar. Su único objetivo es el botín. Rara vez triunfan
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pero agotan a los sitiados sin darles tiempo a descansar y los obliga a gastar su armamento. Cuando han causado suficiente desgaste entonces ataca el ejército -‐‑explicó José. -‐‑ La gente habla también de profecías -‐‑intervino Bleid-‐‑. Una de ellas dice que el primer Emperador fue Constantino, el que fundó la ciudad, y que el último llevará el mismo nombre. Y así se llama el Emperador. -‐‑ ¡Qué optimistas! -‐‑exclamó Amín. -‐‑ Dicen también que la ciudad no caerá nunca mientras la luna esté en cuarto creciente. Y que la madre de Cristo bajará del cielo para protegerla. Por cierto, ¿Mahoma no tiene madre? -‐‑ ¡No seas irrespetuoso, Bleid! -‐‑gruñó Mogo. -‐‑ No mereces ni respuesta –dijo Amín con cara de pocos amigos. -‐‑ Os pido mis disculpas, señor Amín de Granada. Si hubiera sabido que iba a molestaros nunca lo hubiera dicho. Pero de todos modos no me parece justo que los cristianos tengan una madre para echar una mano en un momento de apuro y los musulmanes no. Por eso lo preguntaba. Amín se quedó dudando. En algún rincón de su mente algo le dijo que lo que decía Bleid era cierto, que en aquello de las madres los musulmanes estaban en desventaja. Y la conquista de Constantinopla era demasiado importante para no tenerlo todo en cuenta. Pero se sacudió la idea con un gesto que sirvió también para decirle a Bleid que el asunto estaba zanjado. -‐‑ ¿Quiénes son los jenízaros y por qué inspiran tanto terror? –preguntó entonces Mogo. -‐‑ Son la fuerza de choque del Sultán. Dicen que son invencibles –contestó José. -‐‑ Los mejores soldados del mundo -‐‑y Amín, como cada vez que había oído a los soldados hablar con temor de ellos, se hinchió de orgullo-‐‑. Ya los veremos. Serán turcos de pura raza. José lo miró con resignación. -‐‑ No son turcos, son hijos de cristianos y de cualquier raza: griegos, armenios, eslavos... De cualquier país que el Sultán haya conquistado. -‐‑ ¿Que la guardia personal del Sultán es cristiana? -‐‑preguntó Mogo, y se volvió a mirar a Amín para no perderse el menor de sus gestos. -‐‑ Hijos de cristianos –respondió José-‐‑. El Sultán exige a toda familia cristiana de sus dominios un niño varón. Y siendo niño entra a formar parte de los jenízaros. Se los educa como a musulmanes y su vida entera está destinada exclusivamente a servir al Sultán. No
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pueden casarse, no saben cuál es su familia, no tienen casa propia. Se los educa juntos en sus propias escuelas, y cuando son mayores se pasan la vida en la guerra o preparándose para ella. -‐‑ ¿Y cuántos son? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ Dicen que entre quince y veinte mil -‐‑contestó José. -‐‑ Seguro que ellos solos podrían conquistar la ciudad -‐‑dijo Amín, aunque con menos entusiasmo. -‐‑ ¿Y si salimos trasquilados? –preguntó Bleid-‐‑. Parece que os gusta mucho la guerra. ¿No íbamos a por lana? Mogo miró a José, que bajó los ojos pensativo sabiendo que Bleid tenía razón, y no contestó. Ahora todo lo veía distinto. El hecho de formar parte de la expedición le había puesto los pies en la tierra. No se le había ocurrido pensar en la responsabilidad que asumiría al presentarse como soldado que iba en ayuda de la ciudad. Y él era un caballero. Había adquirido un compromiso y lo cumpliría. Llegar a Génova le había llevado a entrar en una realidad distinta, como el río que desemboca en otro mayor y adquiere otra naturaleza diferente. Se habían acabado sus ratos de soledad, libertad y conversaciones. Intuía que la vida lo arrastraría en aquellos acontecimientos, aunque no hubieran sido su objetivo. -‐‑ Y tú, ¿qué harás? ¿Estarás obligado a luchar? -‐‑le preguntó Mogo. -‐‑ Así es. Pero siento temor a no entender la guerra –se atrevió a decir. -‐‑ Sobre todo si en ella no se te ha perdido nada... –añadió Bleid.
Bullían en José demasiadas cosas, demasiadas emociones contrarias. Iba a ver el ejército más poderoso de la tierra frente a la ciudad mejor fortificada. No podía evitar la emoción de verlos por sí mismo y comprobar cómo ordenarían y moverían sus fuerzas. Él había estudiado durante años el arte de la guerra y admiraba la inteligencia de los grandes estrategas, su ingenio para prever los sucesos y actuar de forma certera, su toma de decisiones, a veces en tan corto espacio de tiempo que en minutos se decantaba la victoria. Había estudiado famosas batallas, resuelto problemas sobre un tablero con figuras como en una partida de ajedrez. ¿Cuándo había empezado a ponerlo todo en duda, a quitarle importancia a tanta inteligencia, previsión, astucia y eficacia? ¿Cuándo descuidó la guerra y en qué momento se volvió indiferente o temeroso ante ella? No quería la guerra y se sentía culpable por su curiosidad y, además, por su deseo de probarse a sí mismo y de estar por fin en una gran batalla. -‐‑ Me cuesta creer que el que ataca esté ciego ante tantos desastres como trae una guerra –dijo al ver que los otros esperaban su respuesta-‐‑
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. Ha de poseer una parte negra en su cabeza, algo que le impida ver la realidad, toda la realidad -‐‑ ¿Cómo puedes hablar así? -‐‑preguntó Amín-‐‑. Ves cómo los cristianos nos roban poco a poco trozos de Granada, ¿y no puedes entender la guerra? ¿Deberíamos quedarnos quietos y no defendernos? ¿Por qué no les dices a ellos que no sean ambiciosos, que no deseen nuestra tierra y nos dejen en paz? -‐‑ Es un círculo vicioso y ambicioso -‐‑dijo Mogo-‐‑: Más tierras, más riquezas, más pueblos. Y luego hay que defenderlos. Parece que entre los altos nadie puede conformarse con lo que tiene. Se atacarán unos a otros en nombre de su dios, o en nombre de su patria herida. -‐‑ O para por si acaso a alguno se le ocurre herirla por un quítame allá esas pajas -‐‑añadió Bleid. -‐‑ ¿Por qué los altos no han discurrido otra forma de solucionar sus problemas? -‐‑volvió a hablar Mogo-‐‑. Ya sé que siempre estamos hablando de lo mismo, pero es que no lo entiendo. Pueden hacer bellas casas como en esta ciudad, magníficos barcos, curar enfermedades, escribir bellos y sabios libros, pero sólo encuentran una forma cuando no se entienden: matar. Y son capaces de justificar una guerra aunque en ella destrocen los barcos, los libros, las casas, quemen los campos y mueran amigos y enemigos. ¿Acaso después de todo eso obtienen más de lo que se ha perdido? Lo único que tendrán seguro es el odio de los vencidos y, a causa de ello, vuelta a empezar. -‐‑ ¡Si os ponéis así nunca habrá una guerra! –se quejó Amín. -‐‑ ¿Y para qué las quieres? -‐‑preguntó Bleid. -‐‑ Vosotros estáis tontos, si no, no se explica. Las guerras son una oportunidad y están para lo que están, para lo que siempre han estado y seguirán estando: para mandar, para tener más, para el botín, para obtener ventajas, para hacerse ricos, para extenderse, para sentirse seguros... -‐‑ Entonces debes aceptar que se extienda el Rey de Castilla hasta Granada -‐‑interrumpió Mogo-‐‑, así los castellanos se sentirán más seguros, se extenderán más y serán más ricos. Amín se sintió pillado. Apretó los labios, los miró y dijo: -‐‑ ¿Sabéis lo que os digo? Que la vida hay que tomarla como venga. -‐‑ Y al que Dios se la dé, San Pedro se la machaque -‐‑sentenció Bleid. José rió. Mogo lo miró pensativo. No le había contestado a su pregunta. ¿Qué haría José en medio de aquella guerra?
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Un día antes de la partida José aprovechó para visitar el taller de Toscanelli donde se hacían los mapas. Era un caserón próximo al puerto. Una pequeña habitación servía de tienda, y por ella se pasaba a un salón donde, en varias mesas, trabajaban dibujantes y cartógrafos. Después de visitar las mesas en las que José observó, escuchó y preguntó, Toscanelli le hizo pasar a otra habitación, un despacho donde se apilaban los mapas ya terminados. -‐‑ Hay algo que quiero preguntaros. He oído rumores y tal vez vos me los confirméis –dijo Toscanelli. -‐‑ Hablad -‐‑pidió José. -‐‑ Dicen algunos marineros, que a su vez han oído a otros, que llegan flotando a las costas del Océano extrañas cosas que nunca nadie ha visto antes. ¿Habéis oído hablar de ellas? -‐‑ Sí. Supongo que os referís a trozos de madera con extraños dibujos. Y tampoco las maderas se han visto nunca iguales en Europa. Parece que deben llevar años a la deriva, y sin embargo no se pudren. Están muy bellamente talladas y nadie conoce su origen. -‐‑ Sí, a eso me refería. ¿Serán africanas, tal vez? -‐‑ Los marinos dicen que no, que no han visto en África nada parecido. ¿Por qué os interesa tanto? -‐‑preguntó José. -‐‑ Puras leyendas. Ya sabéis que los marineros cuentan cosas muy extrañas. Y si no son de África, ¿de dónde pueden ser? Nunca hemos oído que haya nada más allá de las costas de España y Portugal. -‐‑ ¿Queréis decir que podría haber otras tierras antes del final del Océano? -‐‑preguntó José. -‐‑ Esas maderas han de venir de algún sitio. Pero si no lo saben ni portugueses ni castellanos ni granadinos, ¿quién puede saberlo? -‐‑ Pues os aseguro que yo jamás oí nada. Esas maderas serán seguramente africanas. Sólo conocemos sus costas, pero dicen que hay grandes pueblos en su interior. Las habrán tallado ellos. Toscanelli lo miró intentando averiguar si le ocultaba algo. Pensó que no. José hablaba con toda naturalidad y le pareció incapaz de doblez o engaño. -‐‑ He visto a pocos mirar los mapas con más admiración que vos. -‐‑ Siempre me han gustado. Ver la forma de la tierra, los caminos, los mares, las ciudades, los reinos. Y haber sido capaces de reducir la realidad a un espacio tan pequeño me parece un arte casi mágico -‐‑dijo José. -‐‑ A mí me pasa lo mismo. Vienen los marinos con sus mediciones, y cuando la forma va apareciendo sobre el pergamino siento una profunda emoción. Me parece estar viendo cada nuevo lugar, o nueva
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ruta, mientras escucho sus descripciones. Es un hermoso trabajo. Pero si cayera Constantinopla muchos de mis mapas dejarían de usarse al perder el acceso al mar Negro. -‐‑ Aunque así fuera no los destruyáis, son demasiado hermosos. Y Constantinopla no caerá -‐‑dijo José-‐‑. Yo mismo puedo compraros algunos cuando vuelva. -‐‑ ¿Aunque hubiera caído la ciudad? No servirían de mucho y tendría que aprovechar los pergaminos. -‐‑ Aunque cayera. A mi padre le gustará verlos. -‐‑ Ojalá tengáis que comprármelos, porque si la ciudad cae, os los regalaré. -‐‑ Si alguna vez sé de algo que pueda enriquecer vuestra leyenda, os enviaré la noticia –dijo José al salir por la puerta.
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33 Las tres galeras, al mando de Mauricio Cattaneo, Dominico Novarese y Bautista Fellizano, partieron de Génova con aguas tranquilas y viento favorable. Sin perderse nunca de vista navegaban próximas a la costa y, cuando el viento amainaba, se utilizaban los remos. La primera escala la hicieron en la isla de Córcega, evitando el estrecho de Piombino y sus peligrosas corrientes. Sólo utilizaban la brújula cuando no podían ver tierra, el resto del tiempo costeaban. De Córcega fueron a Ponza y luego a Nápoles. Nápoles pertenecía al reino de Aragón. Apenas desembarcaron, Amín y Bleid salieron en busca de noticias y pronto las encontraron. Cuando los soldados entraban en las tabernas los clientes los rodeaban con tanto deseo de oír novedades como de darlas, pero eran más las que podían dar que recibir. No había ni rastro de las galeras venecianas. Al parecer el Consejo seguía discutiendo. Y Aragón, definitivamente, había retirado las suyas. Se enteraron también de que el Sultán había reunido casi cuatrocientos mil hombres y de que el cañón de Orbón existía. -‐‑ Dicen que tiene cuarenta palmos de longitud y el grosor del bronce es de cuatro palmos –explicaba un soldado aragonés en medio de un círculo de genoveses donde también se encontraban Amín y Bleid-‐‑. Se necesitan para arrastrarlo sesenta bueyes y cien hombres, y otros doscientos van delante para nivelar el camino y reforzar los puentes. Cuando lo dispararon la primera vez se oyó el disparo en cien estadios a la redonda. Les sirvieron vino a los soldados y Amín y Bleid escucharon de nuevo, contadas por unos y otros, las mismas cosas que ya habían oído en Génova. Apenas se detuvieron en Nápoles y las tres galeras volvieron a la mar lo antes posible. En las costas del sur de Italia se formaban peligrosos vientos marinos debido a las altas montañas y la navegación era difícil. En las laderas había pequeñas ermitas que los marineros buscaban al pasar para encomendar sus rezos y pedir protección. Después de cruzar el estrecho de Mesina pasaron junto a la isla de Morea, en las costas del Peloponeso. Más allá el cabo Malea y la península de Laconia donde vieron la roca de Malvasía que era enclave veneciano. Desde allí se dirigieron al archipiélago de las Cícladas, y después a Quíos.
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Quíos pertenecía a Génova. No había noticias de la flota veneciana. Un fuerte temporal los retuvo allí. José escuchaba, una vez más, a los capitanes de las galeras discutir sobre la dudosa postura de Venecia. Fellizano decía que los venecianos no se pillarían los dedos y querrían saber, antes de salir, por quién deberían hacer la apuesta, si por el Emperador o el Sultán. Pero Cattaneo confiaba algo más en los venecianos y creía que era el temporal la causa de su retraso. -‐‑ Tal vez estén retenidos en cualquier puerto, igual que a nosotros. Y hasta que tengamos noticias tendremos que esperarlos aquí –era la opinión de Cattaneo. -‐‑ No podemos esperar más –dijo Novarese entrando en la habitación y contestando a lo que acababa de oír-‐‑. Nos iremos con Venecia o sin ella en cuanto el tiempo mejore, porque la ciudad ya está sitiada. Hemos recibido noticias. El día 6 de abril comenzaron los disparos contra la muralla. -‐‑ ¿Es cierto lo del gran cañón? –preguntó José. -‐‑ Lo es, tan grande como ya seguramente habéis oído. Pero afortunadamente sólo puede hacer siete disparos al día. -‐‑ ¿Qué más sabéis? -‐‑ Que los turcos han conquistado dos pequeñas fortalezas que están fuera de las murallas, las de Terapia y Studio. Empalaron a los supervivientes delante de las murallas para que los vieran desde la ciudad. Pero no todo son malas noticias: dos veces han fracasado al atacar a los barcos que están protegidos detrás de la cadena del puerto en El Cuerno de Oro. -‐‑ ¿Os dais cuenta, porque hasta yo me la doy, de que vamos derechos a la boca del lobo? -‐‑preguntó Bleid. Fue Amín quien contestó: -‐‑ Ya es demasiado tarde para volver. ¿Qué sería del honor de José? -‐‑ ¡Y qué sería del tesoro! -‐‑suspiró Bleid. No estaban muy animados. Habían podido encontrarse a solas en la pequeña habitación de una posada del puerto que José alquiló para que pudieran descansar fuera del barco. El viento y la lluvia chocaban contra la pequeña ventana y, una vez más, ellos miraban como hipnotizados el fuego de la chimenea. -‐‑ La vida es una cosa muy rara -‐‑volvió a hablar Bleid-‐‑. Uno va más o menos tranquilo detrás de su objetivo y, de repente, sin saber cómo, se organiza un lío, se desguazan los planes, se arremolinan los
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sucesos, se despachurran los acontecimientos y el objetivo, que casi creías al alcance de la mano, de pronto está en medio de una hoguera que hay en el horizonte. José lo miró y sonrió, pero sobre todo pensó que había descrito exactamente lo que él estaba sintiendo. -‐‑ Todavía estáis a tiempo para volver. Tú también, Amín. Y yo me alegraría si lo hicierais -‐‑dijo. -‐‑ ¿Y por qué no vuelves tú? ¿Por el honor como ha dicho Amín? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ ¿Por el honor? -‐‑preguntó José volviendo los ojos al fuego-‐‑. ¿Sabes lo qué significa mi apodo al-‐‑Muttasijún, “el Mezclado”? Significa que tengo la sangre sucia, que nací sin honor. Mi honor siempre se pondrá en duda. Nunca supe dónde estaba cuando los cristianos me han mirado como a moro, los moros como a cristiano, ambos como a judío y los judíos como a un extraño. Mi honor tal vez sea el respeto al honor de mi padre, a quien le preocupa mucho más el honor de su hija legítima que el mío. O el respeto al honor de mi abuelo que nunca me hizo mucho caso. Los otros tres se miraron. Nunca habían visto a José tan taciturno como aquellos días que la tormenta los había obligado a permanecer en Quíos. Y aquel comentario parecía sombrío. -‐‑ Entonces eres libre y tu honor sólo depende de ti. Tu honor sólo eres tú, sólo a ti has de dar cuentas -‐‑dijo Bleid-‐‑. No vas a Constantinopla en nombre de las armas de Castilla, ni de las de Granada, ni en nombre del honor ni de la gloria, vas porque quieres. Quieres verla, eso es todo; y ver el tesoro. No estás obligado a nada salvo a ti mismo. Nada tienes que demostrar. -‐‑ ¿Es cierto? -‐‑preguntó Mogo a José. -‐‑ Puede que sí –dijo José como si de pronto fuera más consciente de su situación-‐‑. Habría sido mucho más fácil haber nacido en Castilla del matrimonio de mi padre, o en Granada del matrimonio de mi madre. Mi sangre sería pura y mis ideas serían más torpes y mezquinas, pero más cómodas y claras. Si cristiano, me bastaría con creer que moros y judíos son razas inferiores, débiles, alejadas de la verdad. Si moro, pensaría que los cristianos son brutos e incultos, y los judíos avaros y miserables, y ambos alejados de la verdad. Si judío, imaginaos qué podría pensar de moros y cristianos, estando en la seguridad de que pertenecía al pueblo elegido de Dios. -‐‑ ¿Y dónde estarías ahora? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ En cualquier sitio de Constantinopla -‐‑contestó José-‐‑. Como cristiano por dentro de las murallas, luchando convencido de que estaría protegiendo a mi religión y mi cultura en contra de los infieles.
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Como moro por fuera de las murallas, luchando convencido de que estaría protegiendo a mi religión y mi cultura en contra de los infieles. Como judío en cualquiera de las dos partes, luchando por mi supervivencia y convencido de que estaría protegiendo a mi religión y mi cultura en contra de los infieles. -‐‑ Entonces, ¿de qué lado vas a estar? -‐‑A Mogo le preocupaba el lugar que José tomaría en medio de la batalla, porque comprendía que sería incapaz de simpatizar más con un lado que con otro. Pero las circunstancias le obligarían a actuar, y él era un caballero. ¿No actuaría, en tal caso, en contra de sí mismo? -‐‑ La vida va a ser amable conmigo porque me va a colocar al lado de los débiles -‐‑contestó José. -‐‑ Y no los defenderás por cristianos, sino por débiles -‐‑Mogo lo miró esperando que le confirmara aquella aclaración, pero Bleid se metió al medio: -‐‑ ¡En esta vida todo tiene acomodo, no hay más que buscarle el hueco! -‐‑exclamó-‐‑. ¿Y por qué no te dedicas a tocar la flauta? La música le gusta a todo el mundo. -‐‑ Te equivocas -‐‑dijo José-‐‑. La música mora les gusta mucho más a los moros, y dicen que es mucho mejor que la de los cristianos. Y los cristianos dicen... -‐‑ No hace falta que sigas, lo hemos entendido. Somos todos una pura mierda -‐‑y Amín le dio una patada a un tronco de la chimenea que chisporroteó y encendió más el fuego.
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34 Sin noticias de Venecia y sus galeras, salieron hacia los Dardanelos. Cuando entraron en el estrecho lo hicieron los tres barcos muy próximos y preparados para el combate. Atentos a los gritos de los vigías y, cada uno en su puesto, sólo se oían el viento en la arboladura y el chapoteo de los remos. La soledad del canal, donde ni siquiera estaban las habituales barcas de pesca, los previno de que los turcos estaban al acecho. Esperaban encontrar a la flota del Sultán cerrándoles el paso, dado que conocerían el momento exacto de su llegada gracias a los espías que desde que se aproximaron al canal irían siguiéndolos por tierra. Las aldeas de las orillas parecían abandonadas, a no ser por las carreras de los desprevenidos que al verlos corrían a esconderse.
Por fin vieron un barco que inmediatamente izó su enseña. Era un gran buque imperial cargado de trigo que navegaba hacia la ciudad bajo el mando del capitán Flatanelas. Se les unió de inmediato. Y no vieron a nadie más. En contra de lo esperado, sin el menor encuentro ni avistamiento de barco alguno, cruzaron el canal y salieron al mar de Mármara. ¿Qué podría significar aquello? Que toda la armada del Sultán estaría aguardándolos para impedirles la entrada en Constantinopla. El día 20 de abril, al mediodía, por fin vieron la ciudad en la lejanía como una gran piña dorada. Sobre las altas murallas apenas podían distinguir las cabezas de la gente que empezaban a agitar pañuelos para darles la bienvenida. Frente a ellos los cuatrocientos barcos de la flota del Sultán impedían ver el horizonte. Las cuatro naves cristianas, a vela y con ayuda de los remos, parecían indefensas, solitarias frente a la multitud que tenían la proa en su dirección. Había un silencio temeroso y tenso en los barcos cristianos. Todo estaba preparado y cada uno ocupaba su puesto vestido con la armadura de guerra. José fue capaz de apartar la emoción del inminente ataque para dar paso a una emoción más antigua en aquel momento hecha realidad, la de reconocer y contemplar lo que tantas veces había imaginado a través de dibujos y las palabras de su tío: la planicie del Mármara, el Bósforo, la pequeña ciudad de Pera, el río Cuerno de Oro separando a las dos ciudades, y Constantinopla. Serena y majestuosa como si nada le estuviera sucediendo. Poco a poco, con la proximidad,
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distinguió la Acrópolis, situada sobre un cerro de cara al mar. Detrás Santa Sofía y, por todas partes, cientos de cúpulas sobresalían entre la miríada de edificios repartidos, como en Roma, por siete colinas. Las murallas la rodeaban y contenían como un cinturón magnífico. ¿Cómo pudo el emperador Teodosio, hacía diez siglos, concebir algo semejante? Era mucho más bella de lo que había imaginado. A Mogo, que estaba sobre su hombro, la impresión le trajo a la memoria los versos de una antigua canción de los carriones:
¡Mirad a la Reina! Para su conquista los dioses querrían ser hombres,
y los hombres se elevarán como los dioses para ceñirle la cintura.
Amín hacía rato que mantenía un silbido largo, si bien los otros no sabían si lo hacía por la ciudad o por los barcos que estaban aguardando; y no lo detuvo hasta que oyó decir a Bleid: -‐‑ Esta visión desborda todas las previsiones del alma. José también lo oyó y, una vez más, pensó que Bleid era capaz de decir lo que él sentía. El ruido ensordecedor que comenzó de repente los sacó de su contemplación. Las trompetas, tambores y timbales de los barcos turcos comenzaron a sonar y provocaron los gritos de aliento de la multitud que, poco a poco, iba llenado las murallas y el cerro de la Acrópolis. Nadie se movió en los barcos cristianos sólo atentos a las voces de mando. Los turcos comenzaban a tomar posiciones con intención de rodearlos. Habían prescindido de embarcaciones que dependieran exclusivamente de velas, utilizando las de vela y remos que maniobraban mejor. Balta Oghe estaba al mando. El Sultán, con su Estado Mayor, presenciaba el acontecimiento desde la costa del Bósforo. Cuando Balta Oghe se encontró a distancia suficiente para ser oído, les pidió la rendición. Las galeras desoyeron la llamada y continuaron su marcha. Entonces el turco dio la orden de ataque. Gran cantidad de parandarias, fustas y bajeles llegaron sin dificultad hasta los barcos cristianos y comenzó la batalla. Los disparos de las bombardas y falconetes pedreros los dejaron sordos, y apenas podían oír el silbido de los bodoques, proyectiles y lanzas. A su vez la trompetería turca, que no cesaba en su acompañamiento, era un gran ruido de fondo acompañado del rugido de las maderas reventadas y los remos rotos.
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La altura de sus naves favorecía a los cristianos, a los que era fácil lanzar sus proyectiles, ventaja que impedía a los turcos encontrar el ángulo necesario para la artillería. También había ventaja en los hombres, pues los genoveses, forrados de metal y mucho mejor adiestrados que los turcos en las batallas del mar, conocían con precisión su oficio y actuaban certeramente y sin descanso. El transporte del Emperador se defendía además con fuego griego, que al estallar producía un incendio imposible de apagar con agua. A los grandes birremes y trirremes de los turcos les costaba acercarse debido al viento que bajaba del Bósforo. Sobre uno de ellos estaba Balta Oghe. Los carriones corrieron a esconderse en el alcázar desde donde contemplaban la batalla, y a José y a Amín que frente a ellos defendían la nave. Es decir, a José, porque Amín se movía evitando proyectiles o correteando muy deprisa de un lado para otro como si estuviera ayudando a José, pero atacar, no atacaba. Nada conseguían los turcos salvo entorpecer el paso de las galeras, hombres heridos y barcos destrozados que inmediatamente eran sustituidos por otros. Lentamente los cristianos se fueron aproximando a la ciudad. Cuando se acercaban al cabo de la Acrópolis para enfilar a continuación hacia el puerto, el ruido de la guerra no impidió entonces que los gritos de ánimo de la gente, que ya atiborraba las murallas, les llegaran con claridad. La flota cristiana detrás de la cadena del puerto, con toda la marinería encaramada en los palos, estaba lista para protegerlos cuando se acercaran al Cuerno de Oro. Pero al terminar de doblar el cabo de la Acrópolis el viento cambió, las velas se hincharon y, sin poder hacer nada en contra, las galeras fueron empujadas lejos de la entrada al puerto del Cuerno de Oro y se deslizaron en el Bósforo, cerca de donde el Sultán contemplaba la batalla. Los turcos vieron la victoria. Los rodearon a cierta distancia, sabiendo ya la ventaja de la altura de las naves cristianas y sus buenas defensas. Optaron por dispararles lanzas portallamas para quemar las velas y agotarlos. Al mismo tiempo Balta Oghe dio orden de atacar al navío imperial que, más lento, se había quedado rezagado. Las galeras fueron rodeadas por trirremes, fustas y parandarias que se apiñaban y empujaban para llegar a ellas. Entonces empezó lo peor de la batalla. Las flechas y lanzas de fuego llovían sobre los barcos, y sus defensores a duras penas daban abasto para arrojarlas al mar y apagar los incendios. Los turcos inmovilizaron el navío del Emperador, pero cuando los genoveses vieron sus dificultades consiguieron acercarse a
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él, y los cuatro buques se trincaron unos a otros logrando un cuerpo compacto para su defensa. El desgaste era la baza de los turcos. Durante horas las cuatro naves se defendieron hasta el agotamiento, sin que les fallaran los gritos de aliento desde las murallas. Parecía imposible que pudieran resistir mucho más tiempo. Pero al ponerse el sol el viento cambió de nuevo, y repentinamente las velas se hincharon, y los capitanes lo aprovecharon de inmediato: los navíos se movieron con fuerza y empujando barcos turcos avanzaron hacia la cadena del puerto. El entusiasmo de los sitiados fue entonces indescriptible. Sonaron a rebato las campanas de la ciudad que, junto a los gritos de sus habitantes, ensordecían los tambores enemigos. Bajaron la cadena y tres galeras venecianas, con toda la trompetería, salieron del puerto en su auxilio. Los turcos cesaron la persecución frente a lo que parecía un ataque de la flota cristiana, pero los venecianos se limitaron a rodear a las galeras y el navío para darles escolta hasta el Cuerno de Oro. Entre los clamores de la gente llegaron al palacio de Blanchernas. José, Amín y los carriones, junto a los capitanes genoveses, fueron llevados ante el Emperador.
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35 José estaba conmovido después de atravesar unas pocas estancias del palacio de Blanchernas y parte de la ciudad hasta llegar a él. Tanto el uno como la otra conservaban su grandeza, la misma que podía mostrar un cascarón vacío y casi abandonado. Muchos de los palacios estaban cerrados porque sus dueños habían marchado al exilio ante la proximidad de los turcos. Otros hacía tiempo que estaban derruidos y apenas si podían mostrar algunos restos, y su solar había sido convertido en huertos. Los había también que conservaban las fachadas y a través de los huecos de sus tres altas galerías, adornadas con mosaicos dorados y grandes rosetones formados por semiesferas de mármol, se veían las casas de madera que habían sido construidas en su interior. El palacio de Blanchernas estaba alejado de las dos grandes vías de la ciudad, La Mesé y la calle Media. Ambas convergían en el Foro de Teodosio y conducían desde dos puntos equidistantes hasta Santa Sofía, el Hipódromo y la Acrópolis. Hacía tiempo que los emperadores habían abandonado los palacios imperiales de la Acrópolis que miraban al Mármara, y trasladado su residencia al de Blanchernas en la parte opuesta de la ciudad, entre el Cuerno de Oro y las murallas de tierra. Blanchernas, ocupado por los venecianos para su defensa, parecía en sus primeras estancias un cuartel y almacén de pertrechos de guerra. Sólo los dos eunucos que los condujeron a través del palacio, lujosamente vestidos y poseídos de una perfecta ceremonia, conservaban la imagen de la que había sido la ciudad más bella, culta y elegante de la tierra. El lugar donde esperaban a ser recibidos por el Emperador era un mirador abierto y redondo con bellos bancos y mesas de mármol, algunas de las cuales eran tableros de juegos. Los lapidarios habían usado las piedras como se usa la madera, taraceándola con formas y colores para hacer los dibujos. La única pared era una estantería de mármol blanco, también redondeada, con algunos libros. Era obvio que el lugar había perdido su función hacía tiempo. Había en los ojos del emperador Constantino Paleólogo Dragases aun más agradecimiento que en sus palabras. Su cara se correspondía con su fama de hombre honesto, noble y luchador. Debía tener algo más de cuarenta años, el pelo oscuro, así como la barba muy cerrada que le cubría el mentón. Iba vestido con una armadura dorada de peto repujado en forma de escamas; la falda de tiras de cuero,
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terminadas en remaches de metal dejaba asomar el faldón púrpura rematado en oro. En los grebones llevaba el águila bicéfala, y bajo ellos asomaban las botas púrpura. Inevitablemente, antes o después, los recién llegados miraron aquellas botas. Aunque había otros símbolos propios del Emperador de Constantinopla, las botas eran la primera prenda que vestían nada más nacer, y el color púrpura sólo podía ser usado por ellos e incluso escribían con tinta de tal color. Mientras esperaba a ser presentado, José seguía observando aquella extraña armadura, sin duda más frágil que la de cualquiera de ellos, pero extrañamente bella. Y la razón no era otra que la de seguir siendo una armadura romana, aunque algunas de sus piezas habían variado. No fue la armadura el asombro de los carriones sino las piedras. Había miles por los suelos y de todas las formas y tamaños: cuadradas, triangulares, redondas, ovaladas, de colores imposibles, formando intrincados y magníficos dibujos geométricos. Su asombro fue tal que bajaron de los hombros de sus compañeros para recorrer el suelo sin que, ni siquiera a Mogo, le pareciera lo que allí sucedía más importante que su contemplación. Y las paredes estaban forradas de piezas enormes de mármol formando grandes cuadrados, enmarcados a su vez por otras piedras bellísimas de distinto color. Del mismo modo que se cortaba la madera para exhibir sus vetas, así habían cortado las piedras y por vetas las unían y combinaban. No podía existir en el mundo nada más hermoso para ellos. Se dieron cuenta de que los carriones no tenían ni idea de cómo utilizar las grandes piedras. Por primera vez a Bleid los altos le parecieron algo digno de tenerse en cuenta. El lugar a donde habían llegado era un gran salón, en uno de cuyos extremos y próxima a un ventanal, habían colocado una enorme mesa rodeada de sillones. Había también otros muebles auxiliares que contenían planos y mapas, un pupitre para el escribiente, una mesa algo más apartada con vajilla y pequeños fogones portátiles para mantener caliente el refrigerio. Además los yelmos, cascos y armas próximos a la mesa, indicaban que aquel era el lugar donde se organizaba la defensa de la ciudad y reunía el Consejo. Acompañado por algunos de sus miembros, el Emperador había acudido al centro del salón para recibirlos. Fuera de toda ceremonia, él mismo presentó al corto séquito que le acompañaba: el Megadux Lucas Notaras, Gran Almirante; Metoquites, el Gran Logotetes; Demetrio Cantacuzeno, Protostrátor; el Cardenal Isidoro, representante del Papa; Girolamo Minotto, Bailío veneciano; Teófilo Paleólogo, primo del
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Emperador; Peré Juliá, Cónsul de los catalanes; Don Francisco de Toledo, pariente del Emperador y el único castellano que había acudido en su defensa; Gabriel Trevisano y Alviso Diedo, capitanes de los barcos venecianos; los hermanos Bocchiardi y Frantzés, secretario y Canciller del Emperador. El genovés Giustiniani, que no se encontraba allí en aquel momento, había sido designado por Constantino como encargado de la defensa por su gran fama como estratega y guerrero, y había aportado setecientos hombres. Los hermanos Bocchiardi, genoveses, habían llevado consigo también a sus propios hombres, y el Cardenal Isidoro, doscientos arqueros. Las tripulaciones de los barcos de Gabriel Trevisano y Alviso Diedo, que habían optado por permanecer en la ciudad, también se sumaron, y Peré Juliá había organizado a los catalanes de la colonia a los que se habían unido marineros catalanes que estaban de paso. Aquella era toda la ayuda que había llegado a Constantinopla. A pesar del cansancio de los recién llegados se les invitó a la mesa del Consejo y, sin perder tiempo, se les informó de la situación: el ejército del Sultán estaba formado por unos ochenta mil hombres, y además las tropas irregulares. Y en toda la ciudad, a pesar de sus cincuenta mil almas, apenas había cuatro mil soldados griegos y algo menos de dos mil extranjeros, contando con los que acababan de llegar en las tres galeras del Papa. Es decir, unos seis mil hombres contra los ochenta mil del Sultán y los cuatrocientos mil de las hordas. Los recién llegados informaron de que Aragón había retirado sus barcos y de que Venecia debía estar en camino aunque ellos nada sabían. La ausencia de noticias de la escuadra veneciana provocó la consternación del Emperador y de los que estaban con él pero, sin apenas comentarios, continuaron su explicación. El asedio había empezado el seis de abril, catorce días antes, y desde entonces los turcos bombardeaban la muralla que ellos restauraban durante la noche con sus mismas piedras, balas de lana y grandes tiras de cuero. Dos veces había fracasado el almirante turco en ataques a la armada cristiana, y además estaba el fracaso que habían sufrido aquel mismo día en que habían muerto muchos turcos y ningún cristiano. Aquella victoria había dado grandes ánimos a la población, pero en realidad apenas había ejército. No sería posible defender la ciudad si no recibían refuerzos. Sobre un mapa el mismo Emperador explicó los puestos de los defensores. Con la forma casi de un triángulo, la ciudad tenía tres zonas bien diferenciadas: las murallas de tierra, las murallas del mar de Mármara y las del Cuerno de Oro. Las murallas de tierra, frente a
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las cuales acampaba el ejército del Sultán, eran defendidas por el Emperador y las mejores tropas griegas en la zona llamada Mesoteichion, donde se encontraba la puerta de San Romano, y la depresión hacia el río Lycus que por allí hacía su entrada para atravesar la ciudad. Giustiniani y los genoveses, en su flanco derecho, defendían la muralla y la puerta Carisia, y a su derecha, Minotto, el Bailío veneciano y los Bocchiardi, defendían el palacio y la muralla de Blanchernas. En el flanco izquierdo del Emperador irían las tropas genovesas con Cattaneo al frente, y a la izquierda de éste, Teófilo Paleólogo con tropas griegas defendiendo la puerta Ragae. A continuación Filippo Contaria entre la puerta Pegae y la Segunda Puerta Militar; después el genovés Manuel hasta la puerta Aurea. Las murallas del Mármara eran defendidas por Demetrio Cantacuzeno, Jacobo Contarini y a continuación los monjes griegos; las del puerto del Mármara por el príncipe Horchán; a la altura del hipódromo y los antiguos palacios, Peré Juliá y los catalanes; y en la punta de la Acrópolis, el cardenal Isidoro. En la muralla del Cuerno de Oro los hermanos Langasco con el obispo Leonardo de Quíos y el Megadux Lucas Notaras, además de los barcos con Gabriel Trevisano y Alonso Diedo. Había también dos destacamentos de reserva, uno al mando del Megadux Lucas Notaras, en el barrio de Petra y otro en la loma central, al mando de Nicéforo Paleólogo. Muy pocos para defender casi treinta kilómetros de muralla y quinientas torres. A José se le destinó con don Francisco de Toledo entre el Emperador y Gustiniani, cerca de la Puerta Carisia. Bajo la dirección de Giustiniani las murallas habían sido reforzadas, muchas de sus puertas y poternas tapiadas y estaba listo tanto armamento como pudieran necesitar. Atentos a las explicaciones nadie parecía escuchar la música de fondo. Los cañones disparaban sin descanso, consiguiendo a veces hacer temblar las vidrieras. Sólo cuando el cañón de Orbón disparó, tembló el salón, se movieron lámparas y objetos, y los recién llegados se miraron asustados pero no dijeron una palabra al ver que ni el Emperador, ni los demás, hicieron el menor gesto de sorpresa. Y aquel cañonazo dio por terminada la reunión. Estaba a punto de comenzar la noche y con ella el trabajo de restauración de la muralla. José y Amín fueron alojados en una rica casa que había sido abandonada por sus dueños antes de comenzar el cerco. Estaba situada cerca de la puerta Carisia.
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Con una lámpara de aceite la recorrieron hasta encontrar una habitación con camas donde inmediatamente se tiraron. A José le ordenaron descansar aquella noche. Cuando estaban a punto de quedarse dormidos, José se sentó de pronto sobre la cama y, dando por hecho que los otros estaban aún despiertos exclamó: -‐‑ ¡He sido un loco trayéndoos hasta aquí! Nunca me lo perdonaré. Amín, ¿me oyes? Lo importante es sobrevivir, y de eso es de lo único que tienes que ocuparte. Protégete a ti y a los carriones. Pasa inadvertido. He dicho que eres mi criado, no mi escudero. -‐‑ ¿Y el tesoro? -‐‑preguntó Amín desde debajo de una manta, más dormido que despierto. -‐‑ Yo no puedo dedicarme a buscar un tesoro. Apenas hay hombres para defender la ciudad, y si consiguen abrir una brecha no se necesitarán muchas horas para que caiga. Perdonadme. -‐‑ No te preocupes, de algo hay que morirse –se oyó la voz de Bleid. -‐‑ ¿Cómo pueden quedarte fuerzas para pensar en esas cosas después del día que hemos pasado? –preguntó Mogo. -‐‑ El cansancio no me deja dormir y me tiemblan las piernas–. Y José volvió a insistir-‐‑: Ocúpate de sobrevivir, Amín. Sólo de sobrevivir. -‐‑ ¿A mi manera? -‐‑ De cualquier manera. Y ya veremos la forma de salir de aquí. Al día siguiente al amanecer subieron a las murallas. El humo de las fogatas turcas ascendía en columnas incontables formando una enorme nube que impedía ver en la lejanía el final del campamento. Toda la tierra que se extendía frente a las murallas estaba ocupada por otra ciudad de tiendas cónicas, perfectamente ordenadas, y casi tan grande como Constantinopla. Los turcos habían construido una empalizada frente al foso y, detrás de éste, colocado la artillería con todo su equipamiento. José les señalaba la tienda del Sultán, fácil de reconocer por ser un enorme pabellón rojo y oro sostenido por fuertes vigas. A su alrededor acampaban los jenízaros. A la derecha de éstos, las tropas de Karadya Bajá y las divisiones de los Balcanes que quedaban frente a las murallas de Blanchernas. Detrás de ellos el ejército de Bashi-‐‑Bazuks, las hordas, un campamento inmenso y confuso que ocupaba también por detrás la zona del Sultán y seguía extendiéndose hasta perderse de vista. A la izquierda del Sultán estaba Isá Bajá y las divisiones de Anatolia, y a la izquierda de éste, Mahmud Bajá, cuyas tropas llegaban hasta el mar.
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Recorrieron parte de la muralla comprobando que los turcos rodeaban por tierra completamente la ciudad. También las murallas eran colosales. No era una, sino tres murallas las que separaban la ciudad del enemigo por la parte de tierra. La primera era un foso de más de treinta metros de ancho y diez de profundidad. Protegiendo el foso un muro con almenas y un corredor de casi veinte metros de achura llamado el Períbolos. A continuación la segunda muralla, o muralla exterior, tenía ya ocho metros de altura, dos de anchura y ochenta torres. Detrás de ésta había otro corredor de unos veinte metros de ancho llamado el Parateichion, que se convertiría en un auténtico infierno si los atacantes conseguían cruzar las dos murallas anteriores, porque la tercera muralla tenía cinco metros de anchura, trece de altura y cien torres de más de quince metros. Ésta era la composición de la triple muralla en los seis kilómetros en que la ciudad daba a tierra firme. El foso había sido inundado y sus puentes destruidos. La mayor parte de los griegos se encontraban en su muro para defenderlo. Sobre las torres de la segunda muralla, la exterior, estaban los artilleros y algunos arqueros. En la tercera, la interior, donde se encontraban José, Amín y los carriones, no había soldados, pero el armamento estaba listo: bombardas, falconetes y catapultas eran la mayor parte de la artillería. En recipientes de barro cuidadosamente colocados en forma de pirámide, estaba el fuego griego. Las culebrinas, flechas, jabalinas, picas, clavas, hachas, lanzas y proyectiles de todo tipo, eran incontables y estaban siendo bendecidos por los popes que recorrían la muralla con tal función. -‐‑ A Dios rogando y con el mazo dando –cabeceó Bleid. En el campamento turco, en la misma línea de la tienda del Sultán, estaban los mejores cañones. El muro del foso había sido dañado en varios lugares, pero era la segunda muralla, la exterior, el objetivo de su tiro. Hacia allí, y siempre en el mismo punto, se dirigían los disparos. Únicamente el cañón de Orbón había conseguido perforarla. Los demás servían para levantar cascotes e impedir el descanso a los defensores. En cuanto hubo suficiente luz los cañones se pusieron en marcha de nuevo. Cada uno de ellos contaba con un numeroso grupo de artilleros que no sólo se ocupaban de su carga, pues había que engrasarlos con aceite después de cada disparo y cubrirlos con mantas para evitar que se enfriaran, principalmente el de Orbón cuyo cuidado precisaba de un enjambre de hombres. Se oía a la perfección el ruido de las fraguas y canteros en la lejanía. Sin descanso se fabricaban proyectiles, flechas, lanzas, dardos y
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se reparaban las armas y corazas. Mehmet había llevado consigo todo lo que una ciudad en guerra precisaba, desde herreros y carpinteros hasta zapateros, sastres, pastores e inmensos rebaños. Una población auxiliar tan numerosa o más que el mismo ejército. Nada se podía hacer salvo escuchar las continuas fanfarrias, gaitas y tambores que los turcos tocaban sin descanso. Y estar atentos cuando los enemigos se acercaran lo suficiente para recibir un disparo certero, dado que era necesario ahorrar proyectiles. Pero el objetivo de los turcos era que los gastaran, y siempre había soldados correteando, provocando e insultando, próximos al foso con tal objetivo. -‐‑ Y ahora marchaos –dijo José-‐‑. He de bajar a mi puesto.
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Al anochecer, cuando los cañones del Sultán cesaron, Amín y los carriones volvieron a la muralla en busca de José. Lo encontraron en el interior de una torre de la muralla exterior, ante algo de comida y una jarra de vino, en compañía de Don Francisco de Toledo. Esperaron hasta que terminó su conversación y José se quedó solo. Estaba lleno de polvo y parecía muy cansado. -‐‑ Esta ciudad está perdida. Puede que aguanten las murallas pero no sé si la gente aguantará el hambre –le dijo Amín. -‐‑ ¿Habéis podido comer? –preguntó José. -‐‑ Siempre hay comida si tienes dinero para pagarla. -‐‑ ¿Qué habéis hecho durante el día? ¿Has encontrado el modo de salir de aquí? -‐‑ En ello estoy. -‐‑ Hemos visitado la ciudad –dijo Mogo. -‐‑ ¿Visitado la ciudad? -‐‑José sonrió-‐‑. ¿Es bonita? -‐‑ La mitad está en ruinas, por lo menos lo que llaman la Acrópolis, y no por culpa de los cañones –contestó Amín-‐‑. José, en esta ciudad hay poco. Casi toda ella está abandonada y sólo la parte que está junto a las murallas del Cuerno de Oro parece una ciudad. También hay otro barrio en las murallas del mar, y otro en la loma central. Lo demás son huertos y campos donde pastan animales en medio de ruinas, aunque quedan pocos. Es una ciudad rara, no es como las nuestras. -‐‑ ¿Qué quieres decir? -‐‑ Hay murallas dentro y empalizadas. Los barrios están separados unos de otros, como si fueran pueblos distintos. Mucho hueco. Hay más menos que más. -‐‑ Dicen que tuvo un millón de habitantes y ahora no hay más que cincuenta mil. -‐‑ Entonces hemos llegado tarde, y Mehmet también. -‐‑ Hemos visto sus avenidas –dijo Mogo más entusiasmado-‐‑. Es cierto, están porticadas y tan largas que no hemos conseguido ver el final. Y fantásticas iglesias y monasterios. Y otras iglesias mucho más pequeñas, las hay por todas partes. Y grandes plazas porticadas con columnas y estatuas en el centro. Y un enorme acueducto. -‐‑ Y tenías que ver a sus damas. Bueno, más que ver, atisbar –intervino Bleid. José sonrió.
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-‐‑ Quiere decir que llevan la cara cubierta por un velo y van en literas y acompañadas por eunucos –aclaró Mogo. -‐‑ Todas no. La mayoría son mujeres normales como las de todas partes. Y muchas monjas –apuntó Amín. -‐‑ Id donde queráis pero no os acerquéis a estas murallas durante el día. Manteneos lejos. -‐‑ ¿Y tú que vas a hacer? ¿No piensas moverte nunca de ellas? -‐‑ Éste es mi puesto, y aquí he de estar esta noche. -‐‑ ¿Toda la noche? ¿Y cuándo vas a descansar? –preguntó Mogo. -‐‑ Volveré a la casa al amanecer. Ésas son las órdenes. -‐‑ ¿Podemos ver a los turcos? Subieron a lo alto de la torre y Amín lanzó un silbido al ver las miles de luces y hogueras encendidas en el campamento, y escuchar el bullicio y la música. Los Bashi-‐‑Bazuks bailaban en enormes corros, al son de tambores y otros instrumentos. Mehmet era generoso con el vino. -‐‑ Sólo a mí se me ocurre estar en la parte de dentro –dijo Amín entre dientes. Luego miró a su alrededor, comprobó que no había nadie cerca y le dijo a José-‐‑: Escúchame, esto es un sálvese quien pueda, pero todo tiene arreglo. -‐‑ ¿Cómo? –preguntó José escéptico. -‐‑ En esta ciudad hay muchos mundos y gente que va y viene de un ejército a otro. -‐‑ ¿De un ejército a otro? -‐‑ Podemos pasarnos al otro lado. Hemos estado mucho tiempo vigilando el puerto y lo hemos visto. ¿Crees que todo el que está aquí tiene la misma buena fe que tú, limpiamente defendiendo la ciudad? La gente no puede ver a los latinos, no se fían de ellos. Les huyen, cosa que no entiendo, después de haber venido a ayudarlos. Y los genoveses y venecianos no se llevan bien. Tenías que haberlos visto en las tabernas, a la menor montan la bronca. Ésos, dudo yo que quieran morir por nada ni por nadie. Y muchos cruzan hasta la ciudad de Pera por los barcos. Yo no estaría seguro de quién es quién aquí. Y si Pera es una ciudad franca, la mitad de los que hay allí deben ser espías. -‐‑ ¿También habéis pasado a Pera? -‐‑ No ha hecho falta, los turcos están espiando aquí dentro. -‐‑ ¿Y cómo has sabido que eran turcos? -‐‑ Raro es el cristiano que orina con la mano izquierda. José, será fácil pasar al otro lado, o por lo menos a Pera. Allí estaremos a salvo. Y cuando pase todo, sea lo que sea, buscaremos el tesoro. -‐‑ Amín, ése no es el camino, o al menos no es el mío. Vosotros podéis hacerlo si queréis.
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-‐‑ Solos no –dijo Amín. -‐‑ Entonces busca el modo de salir por si la ciudad se pierde. Hubo un instante de silencio, después José preguntó de nuevo: -‐‑ ¿Qué más habéis visto? -‐‑ Música –contestó Bleid. -‐‑ ¿Música? -‐‑ José, tienes que oírlos. Cantan en las iglesias, y en tu vida habrás escuchado nada igual. -‐‑ Dicen que es la música de los ángeles –dijo José asintiendo con la cabeza. -‐‑ Me lo creo. Lo que cantan no es de este mundo. Estos griegos saben hacer dos cosas decentes: cantar y trabajar las piedras –dijo Bleid. -‐‑ Tuvimos que arrancarlo de la iglesia –intervino Amín-‐‑, no quería moverse de allí. -‐‑ ¿De Santa Sofía? -‐‑ No, en Santa Sofía no entra nadie porque allí hacen las cosas como quiere el Papa de Roma. Es en las otras iglesias donde siguen haciéndolo a su manera. Y están llenas de gente que entra y sale, todo el tiempo rezando. Y los curas echando discursos. Y algunos discursos no tranquilizan mucho. -‐‑ ¿Cómo lo sabes si no entiendes griego? -‐‑ No se necesita el griego para saber lo que pasa, basta con ver a la gente. En algunas iglesias se ve que sólo rezan y cantan, pero en otras los curas los agitan. La gente se revuelve inquieta y murmuran en voz alta, además de pararse luego en la puerta a discutir unos con otros. -‐‑ Entendemos mejor a los latinos –intervino Mogo. -‐‑ Sí, me entiendo con ellos –siguió Amín-‐‑. Y son ellos los que me han dicho que hay curas que están contra el Emperador, y algunos nobles que no saben a qué carta quedarse. Si yo fuera él los colgaba a todos de la torre más alta y asunto resuelto. ¡Y los dejan hablar tan tranquilos! -‐‑ Pero la mayoría tienen mucho miedo, José –dijo Mogo. -‐‑ Es para tenerlo. Tengo que volver. -‐‑ ¿Y qué se hace en las murallas? –preguntó Mogo. -‐‑ Esperar, observar y repararlas. En el exterior de la brecha colocamos balas de lana y grandes tiras de cuero para que reboten los proyectiles o amortigüen los golpes, y han de estar empapadas para que no las incendien. Apenas se puede descansar. Hay continuos escarceos además de los cañonazos. Hasta el momento hacen más daño los cascotes que los turcos. -‐‑ ¿Conseguirán tirarlas?
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-‐‑ No lo creo. Nadie puede mantener un ejército como ése mucho tiempo. Si podemos aguantar tendrán que irse. Es lo que pensamos todos. Al amanecer, después de cumplir su guardia, José entró corriendo en la casa. -‐‑ Algo pasa, levantaos. La gente corre por las calles y en el campamento turco todo está tranquilo, no es un ataque. Fueron hasta las murallas del Cuerno de Oro. Cuando consiguieron llegar arriba, en medio una multitud, comprendieron por qué el acontecimiento no provocaba voces ni gritos sino un completo silencio. Un desfile de barcos ocupaba el monte situado detrás de la pequeña ciudad de Pera. Las fustas, birremes, trirremes y parandarias, llevaban las velas izadas y las tripulaciones en sus puestos como si estuvieran navegando, incluso remaban para ayudar con su impulso. Los habían montado en plataformas con ruedas de las que tiraban largas yuntas de bueyes. Con velas y banderas al viento, tambores, timbales y toda la trompetería, era un desfile fantástico y fantasmagórico. La ciudad entera estaba asomada a murallas y colinas con un silencio aterrador, entre el pasmo y el espanto. Lentamente setenta barcos subían la montaña y la bajaban encaminándose hacia el Valle de los Manantiales, en el mismo Cuerno de Oro, a la altura del campamento del Sultán, donde entraban en el agua. Los barcos cristianos estaban ahora amenazados, así como la muralla que daba al puerto, la única que habían sido capaces de escalar los cruzados cuando ocuparon la ciudad. Ya los turcos estaban en el Cuerno, a distancia, pero dentro. Se miraron sin decir palabra y con cara de no haber podido imaginar nunca tal hazaña. Amín sonreía, no podía evitarlo. Sabía cómo sonaría en Granada, de boca en boca, que el Sultán había hecho pasar setenta barcos por una montaña, y hubiera querido estar ya allí para contarlo. Aquello era grande. Bleid le dio un coscorrón al ver su cara de entusiasmo. -‐‑ Te recuerdo que estás en la parte de dentro –le dijo. José tenía el rostro grave por el asombro y la preocupación. Con los barcos en el Cuerno de Oro las cosas se complicaban mucho más todavía. Las murallas más frágiles estaban ahora expuestas. En lugar de volver con ellos a la casa para descansar, se dirigió al palacio. La improvisada reunión ya había comenzado cuando él llegó. Los venecianos reprochaban a los genoveses la traición de no haberlos
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avisado, pues era obvio que en Pera, que era enclave genovés, debían conocer los preparativos del Sultán y se lo habían callado. De haberlo sabido habrían llevado sus barcos hasta el Valle de los Manantiales y atacado a los barcos turcos cuando hubieran estado indefensos, antes de entrar en el agua. ¿Cuánto les había pagado el Sultán por aquel silencio? Como respuesta Giustiniani, que era genovés, blasfemaba e insultaba a los venecianos, haciéndoles ver que él no estaba en Pera, e ignoraba lo que hicieran los de la ciudad, cosa que no querían creer los de Venecia. El Emperador tuvo que calmar los ánimos demostrando la confianza que tenía en los genoveses. Consiguió aplacarlos y ponerlos a trabajar juntos de nuevo. Acordaron atacar por sorpresa a los barcos turcos del Cuerno de Oro. Quemarlos fue la proposición de Giacomo Coco. Estuvieron conformes, pero en cómo hacerlo llegaron las discusiones de nuevo. Cuando José salió de allí aún no habían llegado a un acuerdo. Aquella misma noche, mientras paseaba por la muralla, estuvo atento a los ruidos que pudieran provenir del Cuerno de Oro. Nada pasó. Ni aquella noche ni la siguiente, sino cuatro días después. Poco antes del amanecer dos grandes barcos, uno genovés y otro veneciano, más dos galeras venecianas, salieron hacia los barcos del Sultán. Al frente de la operación estaban Trevisano y su lugarteniente Grioni. Iban seguidos por tres fustas, de setenta y dos remeros cada una, al mando de Giacomo Coco y por varios navíos pequeños cargados de materias inflamables. José, que conocía el plan, subió a la muralla acompañado de Amín y los carriones. Vieron cómo los barcos silenciosamente se deslizaban hacia el centro del río, y a Coco que se adelantaba con las fustas. Y de pronto, en la oscura ciudad de Pera, una luz pestañeó en lo alto de una torre y se apagó a los pocos minutos. Tal cosa le pareció a José un mal presagio. Los barcos siguieron su camino hasta avistar la flota del Sultán que parecía tranquila, sin movimiento alguno, casi a oscuras. Coco colocaba las fustas por delante del resto de los barcos cuando todos los cañones turcos de la costa comenzaron a disparar contra ellos. La orilla ardió con los fogonazos e iluminó la noche, y también se iluminó el río al estallar y prenderse los materiales inflamables que llevaban los cristianos para el ataque. Los grandes navíos que habían sido protegidos con balas de algodón y lana ardían como teas, y los hombres soltaron los remos para apagar las llamas dejando las naves ingobernables. La fusta de Coco fue dañada tan certeramente que al poco se hundió. En segundos, la oscuridad, el silencio y el orden de los
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barcos cristianos se había convertido en un caos lleno de explosiones y gritos con una luz tan intensa que iluminaba las murallas. ¡Traición, traición, traición! Las voces de traición se escucharon por toda la ciudad. Los hombres ardiendo se arrojaban al agua. Se oían los gritos de los heridos, y los de quienes, no pudiendo salir, se hundían con los barcos.
Tan certero ataque no podía ser mas que fruto de la traición. Desde que se concibió el plan hasta que se ejecutó habían pasado varios días, tiempo de sobra para informar al Sultán y prepararlo. Mientras pensaba en todo ello, José veía entre el fuego la silueta de Trevisano dando orden a sus hombres de que abandonaran la nave, también dañada. Los demás intentaban volver al fondeadero cuando la flota turca salió en su persecución, pero desistieron al ver que no podrían alcanzarlos antes de que se refugiaran en el puerto. Como consecuencia del desastre crecieron en la ciudad la angustia y el desánimo. Para empeorar las cosas el Sultán sacrificó ante las murallas a cuarenta marineros que habían llegado nadando hasta la orilla. Como respuesta el Emperador mandó degollar, a la vista del campamento turco, a doscientos setenta prisioneros que, desde hacía tiempo, había en la ciudad. Después de la victoria, el Sultán se sintió seguro y mandó construir un puente, a la altura del campamento, a través del Cuerno de Oro. Los griegos no podían hacer nada para evitar aquella nueva amenaza. Los barcos cristianos que quedaban no eran fuerza suficiente para atacarlos, y estaban junto a la cadena del puerto para impedir que los turcos intentaran forzarla. En el puente, construido sobre barriles de vino y con anchura suficiente para pasar un carro, colocaron cañones que sin descanso comenzaron a bombardear la parte de las murallas de Blanchernas, que no podían ser bombardeadas desde tierra. Que la flota veneciana llegara era la única esperanza de la ciudad. El Consejo acordó que un bergantín escapara y fuera a su encuentro. Los marinos se disfrazaron de turcos e igualmente disfrazaron el barco. A media noche abrieron la cadena del puerto y se deslizaron sin dificultad hacia el mar de Mármara. Urgía que los venecianos acudieran sin demora. Cuando José llegó al amanecer a la casa, antes de caer rendido por el sueño, se lo explicó a los otros: -‐‑ Si la flota veneciana llega, el Sultán desistirá.
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Amín y los carriones se miraron y bajaron la vista con cara de no tener la menor confianza. -‐‑ ¿Sabéis algo que yo no sepa? -‐‑preguntó José. -‐‑ No llegarán. Parece que se lo están tomando con mucha calma –contestó Mogo. -‐‑ ¿Cómo lo sabéis? -‐‑ Pasan conmigo al otro lado y allí se saben más cosas que aquí-‐‑ dijo Amín. -‐‑ ¿Al otro lado? ¿Al campamento turco? -‐‑José parecía dispuesto a acorralar a Amín. -‐‑ No te enfades. Aquello es más seguro que esto, no lo bombardea nadie. Y no vamos al campamento turco, vamos a Pera. Si fuera al campamento no podríamos volver, ese paso está muy vigilado y me tomarían por espía. Vamos a Pera, por los barcos no es peligroso. -‐‑ Te pedí que los protegieras y estáis corriendo riesgos. -‐‑ Hay que saberse todos los caminos y la salvación está en Pera. Y por allí comentan que la flota veneciana viene, pero dándose un paseo y con orden de no agredir a los turcos si los encuentran. Sólo si se les confirma que el Emperador no ha firmado la paz con el Sultán, llegarán a Constantinopla. No quieren correr riesgos. -‐‑ Entonces el bergantín los informará y se darán prisa. Todavía hay esperanza –dijo José-‐‑. Afortunadamente la gente ignora lo que has dicho. -‐‑ ¿Ignorar? Aquí nadie ignora nada. Ya te dije que Pera es un nido de espías que van y vienen del campamento a la ciudad, y todo lo tienen previsto gane quien gane. -‐‑ Tengo que irme -‐‑dijo José poniéndose en pie-‐‑. Lo que has dicho de la flota veneciana tiene que saberlo el Emperador. La noticia que llevó José al palacio provocó nuevos enfrentamientos. Los genoveses reprocharon a Venecia su falta de ayuda, y las acusaciones de traición cayeron esta vez sobre ellos. La enemistad entre genoveses y venecianos era cada día más patente. José observaba al Emperador. Parecía no tener fuerzas para mediar entre ellos. Estaba muy cansado. ¿Cómo podría soportar el peso que le había deparado el destino? José ya sabía el precio que había pagado por la defensa de la ciudad sin apenas recursos: había tenido que acudir a Giustiniani y sus mercenarios a cambio de tierras y un título de nobleza para el capitán. A los venecianos tuvo que pagarles miles de besantes de oro para que permanecieran allí con sus barcos. Había tenido que pedir a la Iglesia sus objetos sagrados para fundirlos en monedas, a la misma Iglesia a la que se había visto obligado a hacer firmar la unión con la de Roma en contra de su
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voluntad, para apenas recibir nada a cambio. Había pedido ayuda a los reyes de Europa que tenían demasiados problemas para acudir. Sabía además que gran parte de la población, y casi todos los miembros de la iglesia, lo consideraban un traidor por haber firmado el Decreto de la Unión. Parte de la nobleza también estaba en su contra, incluso albergaba dudas sobre el Megadux Lucas Notaras que se manifestó claramente en desacuerdo al sometimiento de Roma. Todo lo había sacrificado a cambio de ayuda para salvar la ciudad, pero el odio de los griegos a los latinos era tal que no podían comprenderlo, y su tardanza daba la razón a sus ciudadanos. Él solo tenía que soportar todo aquel peso. Un hombre completamente solo. Cada día controlaba los recursos de alimentos y ordenaba, en lo posible, su distribución para evitar los abusos. Pasaba el día a caballo recorriendo las murallas, comprobando el estado de hombres, armamento y provisiones, y acudía de inmediato al lugar donde se produjera un ataque. Su celo por la ciudad lo mantenía en pie durmiendo muy pocas horas, y comiendo cualquier cosa en cualquier parte. ¿Sería que no podía dejar de ser Emperador como el Príncipe de Viana no podía dejar de ser Rey? Por encima de los desacuerdos había conseguido que sus soldados le admirasen por su valor y su entrega. Y a través de la opinión de los soldados los civiles se iban sumando a la defensa allí donde eran necesarios, aunque su labor, hasta el momento, se reducía a la reconstrucción de la muralla. La silueta cansada de Constantino, a contraluz de la hermosa vidriera del ventanal, que milagrosamente seguía en pie a pesar de los temblores que le causaba el cañón de Orbón, le recordó a José la luz del Salón de Comares de la Alhambra, teñida también por las vidrieras. La solemnidad a la que siempre acompañaban las vidrieras en catedrales y tronos, lo protegía y aislaba de las discusiones, insultos, gritos y amenazas de los latinos, en los que el efecto de la vidriera era sólo de luz coloreada. Costó gran esfuerzo a los griegos que venecianos y genoveses volvieran a la calma. Sugirieron entonces que había que preparar un plan de fuga para el Emperador por si caía la ciudad, pero Constantino no dio opción a tal debate.
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37 A pesar de que las murallas seguían siendo bombardeadas sin descanso, los resultados eran tan menores, salvo el daño del cañón de Orbón en la muralla exterior y que era restaurado cada noche, que Mehmet determinó apretar el cerco bombardeando la ciudad por el ejército que tenía situado detrás de la pequeña ciudad neutral de Pera. Las quejas de sus habitantes, dado que las bombas pasaban por encima de ellos, fueron inútiles. Más que causar grandes daños en Constantinopla, el objetivo era que tampoco nadie descansara en la ciudad, debido a que los proyectiles caían en cualquier lugar. Casi al mismo tiempo el Megadux Lucas Notaras descubrió que los zapadores turcos habían construido una mina que, pasando por debajo del foso, llegaba a las murallas de Blanchernas. Con la ayuda de un ingeniero llamado Juan Grant hizo una contramina y consiguieron acceder a la mina turca haciéndola estallar. La búsqueda de minas se convirtió entonces en la actividad más frenética de la ciudad. Se colocaron recipientes llenos de agua que vibraba a efectos de los golpes en el subsuelo, y también cuerdas de las que colgaban pequeñas piezas de metal que sonaban debido a la misma vibración. La colaboración de muchos ciudadanos fue entonces efectiva al dedicarse, principalmente los niños, a la instalación y observación de los detectores de minas. Así fueron descubriéndolas una a una y las llenaron de agua o de humo, hasta que los turcos tuvieron que abandonarlas. Pero un nuevo ingenio se construyó en el campamento: una enorme torre de madera cubierta de pieles y tan alta como las murallas, fue llevada hasta el borde del foso. Desde cada uno de sus pisos los soldados disparaban sin descanso para que los griegos no pudieran impedir su aproximación. El objetivo de la torre no era el ataque, sino proteger a los que, bajo ella y por detrás, iban rellenando el foso, cosa que consiguieron en una anchura suficiente como para que los soldados pudieran salvar el obstáculo. La torre estaba tan bien pertrechada que no consiguieron los cristianos ni incendiarla ni destruirla. Salieron a combatir a los que conseguían saltar la barrera de agua, y el ataque duró hasta la caída del sol. En mitad de la noche, un grupo de defensores salió y mataron a los soldados que hacían guardia en la torre. La llenaron de explosivos y la torre reventó. José se unió a los genoveses de Giustiniani que
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ocuparon el muro para su defensa mientras el foso era vaciado de nuevo. Este fracaso animó a los defensores y provocó que el Sultán volviera a construir nuevas minas, pero los griegos tomaron otras medidas. Al descubrir una de ellas, en lugar de inundarla o prenderle fuego, hicieron una contramina y esperaron la aproximación de los turcos. Cuando ambos túneles se encontraron pillando desprevenidos a los turcos, los atacaron e hicieron prisioneros. Bajo tormento confesaron dónde se encontraban las demás minas, y Juan Grant las destruyó. El Sultán desistió de aquel método de ataque y a partir de entonces confió exclusivamente en la artillería. -‐‑ Los venecianos no vendrán –José mantenía los brazos separados esperando que Amín terminara de desabrochar hebillas y librarse de la armadura-‐‑. En la madrugada volvió el bergantín. Yo estaba en el palacio cuando el capitán fue a informar. Han recorrido todo el Egeo y no hay rastro de los venecianos. Lo que voy a contaros no es fácil de creer. -‐‑ Come primero –le interrumpió Amín-‐‑. Y bebe todo el vino que puedas si no te vas a quedar en los huesos. -‐‑ Después de escuchar al capitán –siguió José-‐‑, que le explicó paso a paso todo el recorrido que habían hecho buscando a la flota veneciana, el Emperador le preguntó por qué habían vuelto puesto que ya estaban a salvo. El capitán contó entonces que la tripulación lo discutió y sólo uno de ellos consideró que volver era una locura; pero los demás le cerraron la boca diciéndole que su deber era volver a informar y luchar por la ciudad. El Emperador al oírlo no pudo evitar la emoción y lloró. José también estaba emocionado por aquel gesto. Trató de disimularlo llevándose la jarra de vino a la boca y mordisqueando el pan. Ninguno de los otros tres dijo palabra alguna. -‐‑ ¿Os dais cuenta? –preguntó entonces José-‐‑. Los mismos hombres son capaces de las mayores atrocidades y los mayores actos de heroísmo. Son los mismos que degollarán o empalarán sin piedad. A veces la gente cree que el mal y el bien están separados, y no sólo no están en distinto ejército ni en distintos hombres, están juntos en la misma alma. Una idea es suficiente para convertir un hecho en bueno o malo, según convenga. Y el que mata a treinta con su espada es un héroe para los suyos, pero es un carnicero asesino para el enemigo. Basta con convencer a la gente, con inculcarles una idea para convertirlos en héroes y asesinos al mismo tiempo.
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-‐‑ Pero no es éste el caso, José. Aquí la gente está realmente amenazada -‐‑objetó Mogo. -‐‑ ¡Siempre hay una pulga herida que justifica en su defensa la matanza de todos los camellos! –exclamó Bleid. José lo oyó pero prefirió contestar a Mogo: -‐‑ Sí, no es éste el caso; sólo pensaba en voz alta. El valor de estos hombres para volver a la ciudad me ha sobrecogido también a mí. No sólo estaban a salvo, estaban también fuera de toda influencia. No oían los cañonazos, no veían a la gente pasar hambre ni sus caras de miedo; no escuchaban los discursos sobre el valor, no se sentían acosados y son tan pocos que no pueden servir de mucha ayuda, y sin embargo han vuelto. Tal vez ellos sean los únicos héroes de esta guerra, porque es muy fácil ser héroe cuando te ves amenazado o ves amenazada a tu familia, pero se fueron precisamente ellos porque no tenían familia que proteger. Nadie contestó a los comentarios. Estaban cabizbajos. Amín parecía más inquieto que los demás. Por fin comentó: -‐‑ Todo el mundo habla de profecías. Dicen que a partir de hoy, que habrá luna llena, la ciudad estará realmente en peligro porque sólo podrá caer en cuarto menguante -‐‑miró hacia José pero se había quedado dormido. -‐‑ Vamos -‐‑dijo Bleid-‐‑. Si hay luna llena será bonito verla desde el alto de la Acrópolis. La veremos reflejada en el mar. Después de echar una manta por encima a José y dejarle al lado de la cama la jarra de vino y los restos de comida, Amín se embozó en la capa, montó a los carriones sobre los hombros y se dirigió a la Acrópolis. El bombardeo había cesado y la ciudad estaba silenciosa, más aún en aquella parte opuesta al campamento turco. Se sentaron sobre un muro mirando hacia Asia, por donde saldría la luna. -‐‑ ¿Cuánto tiempo creéis que le queda? -‐‑preguntó Mogo. -‐‑ ¿A quién? -‐‑ A la ciudad. Si no vienen en su ayuda, ¿cuánto aguantará? La gente apenas duerme y tienen hambre. José está mucho más delgado. -‐‑ Me dan pena, ¿quién me lo iba a decir? -‐‑contestó Amín-‐‑. Y los malditos cristianos, ya veis, los han dejado solos. -‐‑ Deberías estar contento, así será más fácil para los turcos -‐‑opinó Bleid. -‐‑ Pues no lo estoy. Entre José y vosotros conseguís que a uno se le trastabille la mente. Ahora quiero que ganen los turcos pero no quiero que pierdan estos cristianos. -‐‑ ¿Y cómo se come eso? -‐‑preguntó Bleid.
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-‐‑ Con la rendición -‐‑contestó Amín-‐‑. ¡Son tontos! Todo podría acabar sin más problemas. El Sultán la pidió como dice el Islam: que abran las puertas, no habrá saqueo, se respetarán las vidas y cada uno podrá tener la religión que quiera. Y los que no se conviertan al Islam pagarán un tributo como está mandado. -‐‑ No es mala idea. Así la gente dejaría de sufrir -‐‑opinó Mogo. -‐‑ ¡La pulga tiene cura pero los altos no perdonan! ¡Son brutos! Prefieren masacrar a los camellos. -‐‑ Sí, somos brutos –contestó Amín-‐‑. Sobre todo los cristianos, y no se rendirán. Tampoco el Sultán podrá estar mucho más tiempo. Y éstos tratan de aguantar hasta que el Sultán se canse. -‐‑ Y porque más vale lo malo conocido, pues no están seguros de que a nadie le amargue un dulce -‐‑opinó Bleid. La luna salió detrás de los cerros de Asia e iluminó el mar y la Acrópolis. Después de un rato de contemplación pasearon entre las ruinas. Ignoraban que estaban al lado de lo que había sido la Chalke, la puerta de bronce que daba acceso al gran palacio. Algunos siglos antes el Emperador Justiniano había ordenado decorar su cúpula con mosaicos que lo mostraban a él y a su esposa Teodora recibiendo a Belisario después de sus triunfos en África. Luego pasaron sobre el suelo de la Scholae, los cuarteles de la guardia de palacio; y más tarde, sin saberlo, paseaban por la Magnaura, el gran salón de audiencias donde leones de bronce colocados junto al trono rugían y movían las colas, y pájaros autómatas cantaban, cada uno según su especie, sobre árboles de bronce cubiertos de oro. Cuando los embajadores se levantaban del suelo, después del saludo de sumisión protocolario, para volver a mirar al Emperador, que se sentaba en un trono doble, un asiento para él, el otro para Cristo, encontraban que había desaparecido porque el trono había sido encumbrado hasta la bóveda del salón por medio de un mecanismo hidráulico, expresando así el poder del Emperador y su cercanía al cielo. Se sentaron, ignorándolo, sobre una columna que había sostenido el Triclinio de los XIX Lechos, comedor de gala frente al Gran Consistorio. Nada sabían del palacio Dafné ni de la Triconque, otro salón del trono con cúpula dorada y paredes de mármol que estaba precedida por el Sigma, el gran atrio donde había fuentes que manaban agua perfumada y vino, y cuyas tazas se llenaban de pistachos y almendras. Muy cerca habían estado las casas de las princesas y las residencias de los eunucos; también la biblioteca de Constantino Porfirogénito. ¿Quién podría reconocer el Chrysotriclinio, donde puso su trono Justino II? Gran salón octogonal recubierto de mármol y mosaicos cuyas puertas eran de plata y que lucía una mesa
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de oro macizo en el centro. Este salón estaba rodeado por oratorios, comedores y otros salones secundarios. Uno de ellos, el Kainourgion tenía planta basilical y era sostenido por ocho columnas de ónice y dieciséis de mármol de Tesalia. Los muros, completamente cubiertos de mosaicos, narraban los triunfos militares de Basilio I. A su lado estaba el Koitón, dormitorio imperial de Basilio, también cubierto de mármol jaspeado y mosaicos que mostraban a toda la familia imperial y a un gran pavo real irradiado por águilas imperiales. Basilio I fue también quien construyó la iglesia Nea con cinco cúpulas cubiertas de bronce. Un poco más lejos, el palacio Boukoleon se había construido mirando al mar y para gozarlo tenía enormes terrazas. Tampoco existía ya el edificio del Senado ni las famosas termas de Zeuxipo, ni patios ni jardines, ni los archivos, ni el tesoro imperial, ni los depósitos de armas, ni el campo de polo, ni las numerosas escalinatas, ni los célebres talleres de artesanos y textiles. Se levantaron del mar de escombros porque notaron que, poco a poco, la oscuridad fue apagando la luz blanquecina de los mármoles. -‐‑ ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está la luna? ¿Se ha nublado? No había ni una nube. Era un eclipse y se sentaron de nuevo a contemplarlo. -‐‑ Mala señal. ¡Lo que les faltaba! -‐‑dijo Bleid. -‐‑ También será mala señal para los turcos ¿no? -‐‑sugurió Mogo. -‐‑ ¿Oís lo que yo? -‐‑preguntó Amín levantándose y buscando de dónde partía el sonido. Eran cantos lejanos. Provenían de Santa Sofía. Vieron a lo lejos el resplandor de las teas y corrieron hacia allí. La gente se estaba reuniendo en el Augusteon, la gran plaza porticada situada delante del templo y de la que partía la Mesé. Salió el Patriarca acompañado de numeroso clero, y se formó una procesión llevando consigo el más sagrado icono de la Virgen. Cantaban sobrecogidos bajo la luz de las velas que portaban, y de las teas que, a cortos trechos, iluminaban a la multitud. Salvo los que se consideraron imprescindibles en las murallas, toda la ciudad se fue reuniendo poco a poco tras el paso del icono. Recorrían La Mesé lentamente, suplicándole a la imagen la salvación de la ciudad. Amín se unió a ellos en el Foro de Constantino. Silencioso, cabizbajo; con los carriones sobre los hombros que tampoco decían una palabra impresionados por las manifestaciones de fe, de angustia, de súplica y esperanza. Los niños, los enfermos, nadie había quedado en las casas para apoyar aquel ruego de salvación. Sentían una extraña solidaridad con aquella gente. Amín, además, se sentía culpable
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viendo sus caras de angustia, la seriedad de los niños, el esfuerzo de los ancianos y el cansancio de todos los demás. Deseó que el eclipse fuera tomado por el Sultán como un mal augurio y sin más abandonara el sitio. Vio a José a lo lejos, en la entrada del Foro de Teodosio. El bullicio lo habría despertado y allí estaba, contemplando con ojos brillantes la larga procesión de seres casi fantasmales que esperaban un milagro. Él no los vio. Amín bajó los ojos y sintió vergüenza. Era una vergüenza que no sabía definir muy bien, que no estaba nítida en su mente, pero era una vergüenza por todas las razones que justificaban aquel desastre, y vergüenza de los lobos que amenazaban ambiciosos contra aquel rebaño indefenso. Volvió a mirar a José y comprendió que sentía lo mismo que él. Entonces lo entendió. Supo por qué no estaba claramente con unos o con otros, por qué no se había convertido de verdad en un hombre de armas. Porque todos eran iguales, musulmanes o cristianos. Igual les corroía la ambición, e idénticos rebaños miserables sufrirían, daba igual, en manos de unos u otros y en nombre de cualquier dios o cualquier rey o cualquier idea. Cuando estaba en el interior del Foro de Teodosio, la multitud que llegaba desde la calle Media, y otra similar que acudía por la continuación de la Mesé y calles adyacentes, obligaron a detenerse al icono. La gente quería acercarse a la imagen para tocar las andas, y el grito de “¡Salvación! ¡Salvación!” comenzó a salir de todas las gargantas. Cuando los portadores quisieron volver a andar ya les fue imposible. La gente se arremolinaba, acudía desde todas partes intentando acercarse al icono, y en pocos minutos se fue convirtiendo en un descomunal tumulto. Los gritos eran cada vez más fuertes, y los que estaban lejos luchaban por llegar a la Virgen como si el hecho de tocarla fuera garantía de protección. El acontecimiento se estaba volviendo muy peligroso pero tener conciencia de ello no movió a Amín a luchar para alejarse, tan sobrecogido estaba por los gritos y la fuerza de la multitud. -‐‑ ¡Sácanos de aquí! Si nos caemos nos matarán -‐‑le urgió Mogo. Amín miró a su alrededor y comprendió que era imposible luchar contra la avalancha que empujaba en su dirección. -‐‑ Salid vosotros, a mí me es imposible. Os buscaré en Santa Sofía. Corred por encima de ellos antes de que sea demasiado tarde. Mogo tiró de Bleid. Corrieron a saltos de hombro en hombro, apoyándose en las cabezas, en las caras, y nadie pareció notarlo absortos como estaban en su lucha por llegar al icono. Amín temió morir aplastado. Estaba tan cerca de la imagen que podía escuchar las órdenes del Patriarca tratando de alejar a la gente.
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Los que llevaban las andas a duras penas podían mantenerlas firmes, todo esfuerzo era inútil y se inclinaban de forma peligrosa por la presión que llegaba en oleadas. Hasta que el pesado trono de plata se bamboleó y cayó. En medio de la estupefacción y el horror la multitud vio a la Virgen en el suelo. Los gritos cesaron para dar paso a un silencio de espanto. Se apartaron. Se retiraron aterrorizados dejando un círculo con el Patriarca y los popes que miraban el icono caído como la constatación del terror. El asombro les impedía reaccionar. -‐‑ También hemos perdido el favor divino -‐‑se oyó decir al Patriarca. No podían levantarlo. O habían perdido las fuerzas o habían perdido la esperanza, pero las andas se volvieron tan pesadas que no fueron capaces de moverlas. -‐‑ ¡Ayuda! ¡Por Dios! ¡Ayuda! -‐‑gritó el Patriarca a las gentes todavía inmóviles. Algunos reaccionaron, entre ellos Amín que se abrió paso y se dispuso a ayudarlos. Pero no era posible, ¿cómo podría pesar tanto? Por fin, usando unas maderas como palancas, pudieron levantarlo. La Virgen se encaminó de vuelta a Santa Sofía en medio del silencio de la multitud que pensaba que también Ella los había abandonado. Había vuelto la luna pero por poco tiempo, porque de pronto se levantó el viento y el cielo se cubrió de nubes comenzando a llover torrencialmente. Relámpagos y truenos estallaron como si el cielo reventara. En medio de la oscuridad la gente corrió a sus casas, y a duras penas pudo el icono llegar a la iglesia acompañado por el clero y unos pocos devotos que no quisieron abandonarlo. El agua caía con tanta fuerza que corría como ríos por las calles arrastrando lo que encontraba a su paso. Los soldados abandonaron las murallas para ir a buscar a los suyos. Cuando acabó la lluvia fueron los granizos, y por último una niebla tan espesa que era imposible andar porque ni las teas permitían ver por dónde iban los pasos. Dios los castigaba por haber acatado los dogmas de Roma –se decían-‐‑. Los castigaba y los abandonaba. Amín corrió hasta Santa Sofía y allí encontró a los carriones. Cuando terminó el diluvio la gente fue volviendo a la iglesia para rezar con el Patriarca, suplicando un milagro. Pero las frases de “Dios nos ha abandonado”, “Es el fin del mundo”, y “Dios destruirá la ciudad antes de caer en manos de los turcos”, se repetían de boca en boca en medio de los rezos.
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38 La tea apenas si permitía a José distinguir el camino. No había nadie en las calles a quien preguntar si iba perdido. El soldado que lo avisó había desaparecido tras cumplir la orden. El Emperador había mandado llamarlo. Lo encontró acompañado de Frantzés, su secretario y Canciller. Estaba sentado en el sillón que presidía la mesa del Consejo, con la cabeza metida entre las manos y aspecto indefenso. Al oír sus pasos levantó la cabeza y con un gesto le pidió que se sentara junto a él. -‐‑ Contra esto no puedo luchar -‐‑dijo. José entendió que se refería a lo sucedido al icono de la Virgen. -‐‑ No ha sido más que un accidente. La multitud lo provocó –dijo José quitándole importancia. -‐‑ ¿Y el eclipse? ¿Y la tormenta? Y jamás nadie había visto niebla en Constantinopla en esta época del año. -‐‑ Son casualidades, Majestad. La tormenta ha hecho más daño al Sultán que a nosotros. -‐‑ Pensad, Don José. Para la gente son más fuertes las señales que la artillería. Nunca creí en profecías. Me niego a aceptar otra cosa que la defensa, la estrategia y la ayuda de Dios. Pero he aquí que las casualidades coinciden con lo profetizado: “El primero y el último Emperador de Constantinopla tendrán el mismo nombre”, y así es. “La ciudad no caerá en cuarto creciente”, y ya veis, hasta ahora hemos resistido pero mañana comienza el cuarto menguante. Y un eclipse; ¿se necesita más señal? Cayó el icono de la Virgen y en aquel momento comenzó la tormenta, luego los granizos y ahora esta niebla. ¿Necesitáis más señales? -‐‑ Ninguna si no creo en ellas, Majestad. -‐‑ Pero, ¿cómo las borraréis de la mente de la gente? Esta noche se ha gritado por todas partes que Dios nos había abandonado. ¿Quién puede ahora darles fuerzas y animarlos a resistir? -‐‑ Si vuestra Majestad resiste, ellos también lo harán. El Emperador suspiró y movió afirmativamente la cabeza con el gesto de saber que resistir era lo único que podía hacer. -‐‑ He mandado llamaros porque deseo que habléis con el Sultán. Esta tarde envió al Príncipe de Sinope como emisario. Este Príncipe es hijo de un renegado griego y trató de convencernos de que todavía estamos a tiempo de salvar la vida. Mehmet permitirá que yo huya con los nobles. En poca estima tiene mi honor -‐‑comentó sonriendo-‐‑. Si no
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lo hacemos saqueará la ciudad sin piedad. Pero he podido ver que tras la amenaza hay inseguridad al otro lado. Tal vez sepan más que nosotros y teman la llegada de ayuda. De pronto, Mehmet tiene prisa. Entrevistaos con él mañana. Mi respuesta es resistir, pero tal vez tenga algo más que proponer. Escuchadlo en mi nombre. -‐‑ Será un honor, Majestad -‐‑dijo José con una inclinación de cabeza-‐‑. Quisiera preguntaros algo El Emperador afirmando con la cabeza le invitó a la pregunta. -‐‑ ¿Por qué me hacéis a mí este honor? -‐‑ No soy yo quien os lo hace. Ha sido el mismo Mehmet quien ha pedido que llevéis vos la respuesta. Como podéis ver está perfectamente informado de la gente que está conmigo. José no supo qué pensar y, sin saber por qué, sintió temor más allá de la responsabilidad de representar al Emperador. Teófilo Paleólogo entró entonces al salón. -‐‑ ¿Qué sucede? -‐‑ Majestad, todavía no han terminado los prodigios. Subieron a una terraza y vieron que la niebla había desaparecido, pero sobre Santa Sofía un extraño resplandor verde iluminaba la cúpula que, en medio de la oscuridad, parecía flotar en el aire. Nadie tenía una explicación para aquel fenómeno. Casi todos los miembros del Consejo acudieron allí, y se miraban unos a otros buscando una respuesta sin hallarla. Cuando el resplandor se apagó el Consejo volvió al salón y trató de convencer al Emperador de que aceptara el trato que le había ofrecido el Sultán, como si aquel fenómeno fuera la prueba definitiva para abandonar la resistencia. Había que obedecer a las señales y prodigios. Aún podían huir y todos parecían estar de acuerdo. El Emperador andaba muy despacio, sin contestar a las sugerencias. Parecía agotado. Antes de llegar al sillón cayó desvanecido. Cuando volvió en sí se dirigió al Consejo con muy pocas palabras: -‐‑ Si mi pueblo ha de morir, yo moriré con él. Amín y los carriones estuvieron en Santa Sofía hasta que los comentarios sobre el resplandor verde los obligó a salir de allí. No lo vieron bien hasta que llegaron casi al hipódromo. -‐‑ Ya sólo falta que se abra la tierra y nos trague –fue el comentario de Bleid. -‐‑ ¿Habíais visto cosa como ésta alguna vez o la habíais oído nombrar? -‐‑a Amín apenas le salía la voz del cuerpo. -‐‑ Es lo bueno que tienen los viajes...
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-‐‑ Y lo malo es que tal vez ni siquiera lo podamos contar en la tribu -‐‑dijo Mogo. -‐‑ ¡Vosotros aún podéis iros! –exclamó Amín-‐‑. Os llevaré hasta Pera y desde allí podréis salir al campo. Los pájaros no pueden andar muy lejos. -‐‑ Pocos, con tanto cañoneo -‐‑opinó Bleid. -‐‑ ¡Lo digo en serio! Los pájaros pequeños pueden avisar a otros más grandes para que vengan a buscaros. ¡¿Cómo no se me había ocurrido antes?! ¡Podéis salvaros! -‐‑ También tú puedes salvarte. No tienes más que cruzar a Pera y desde allí pasar al campamento del Sultán -‐‑dijo Mogo. -‐‑ Yo no puedo dejar a José, ¿o es que te crees que tengo el corazón de plomo? Tendré que tirar de él en el último momento. ¿No veis que él es un caballero, un buen caballero, y como tal, tonto? No saldrá huyendo y será capaz de dejarse matar antes que abandonar al Emperador. -‐‑ Pero tú no eres un caballero y puedes salir corriendo ahora mismo -‐‑dijo Bleid. -‐‑ ¡Claro que puedo! Bien poco me importan a mí el Emperador, el Sultán, la ciudad, Oriente ni Occidente. Pero no lo dejaré solo. -‐‑ Si tú no puedes dejar solo a José, ¿por qué íbamos a poder dejarlo nosotros? Tú tendrás que tirar de José y nosotros tal vez tengamos que tirar de ti -‐‑opinó Mogo. -‐‑ ¡Puffff! ¡Y eso que veníamos a por un tesoro! -‐‑exclamó Bleid. Acababan de entrar en la casa. Amín estaba cansado, empapado, de muy mal humor y empezó a hablar a gritos: -‐‑ ¡Sólo a nosotros se nos ocurre venir a meternos en la boca del lobo cuando empieza el festín! Ya puede ser grande el tesoro para que nos compense de todo esto. Además, ¿qué tesoro? Buscando comida y tanteando la forma de salir se nos han pasado los días y ni siquiera lo hemos nombrado. ¿Por qué? Porque los tres sabemos que en una ciudad tan inmensa como ésta, y sin José, nos es imposible buscarlo sin tener la menor pista. Y hay que estar locos para querer encontrar aquí nada. Miseria, eso es lo único que se encuentra. Hemos sido unos locos. Como dijo éste –señaló a Bleid-‐‑, esto ha sido venir a por lana para salir trasquilados. Sin hacerle caso, Bleid empezó a palabrear: -‐‑ Vecla al cabus. Cabus la vecla. Buscla la cave. Susbca al alcev… -‐‑ Pero, ¿qué dices? -‐‑ Hago cambios en la frase “Busca la clave” para que suene la flauta por casualidad, ya que no hay otro modo –respondió.
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-‐‑ Podríamos pensar en ello ahora que no tenemos nada que hacer, porque José nunca va a tener tiempo para ayudarnos –sugirió Mogo. -‐‑ Pensar, pensar... ¡Pensad vosotros! Siempre pensando y a la hora de la verdad la cabeza se os pone de corcho. Y si sois capaces de encontrar algo me daré con un canto en los dientes. Amín se fue a acostar pero los carriones encendieron una vela y se pusieron a pensar. -‐‑ Hasta ahora han actuado de forma coherente –dijo Mogo. -‐‑ ¿Quiénes? –preguntó Bleid. -‐‑ Los que escondieron el tesoro. No ha sido fácil dar con las otras soluciones, pero no lo hicieron a lo loco. Eran posibles. ¿No te das cuenta? Y buscarlo en una ciudad como ésta sin indicación alguna es imposible. No concuerda. Debe faltarnos algo. Deberíamos saber algo más del lugar donde hay que buscar la clave. -‐‑ ¿Acaso no hemos estado buscando ese lugar desde que llegamos? ¿Qué otra cosa hemos hecho sino andar de acá para allá continuamente, entrando en las iglesias, mirando los palacios, las cisternas, las murallas? Aunque no dijéramos una palabra entre nosotros, los tres no hacíamos otra cosa que buscar ese lugar por mucho que diga Amín –dijo Bleid. -‐‑ Sí, una búsqueda a ciegas. Algo no hemos comprendido. En algún sitio debe haber un mensaje, una forma, un dibujo que pueda verse con facilidad por cualquiera que camine la ciudad, y que nos indique que está allí dentro. -‐‑ Y eso es lo que hemos estado buscando, ¿no? Pero tú mismo acabas de llegar a la conclusión de que tal cosa era imposible. Luego... ¡Piensa sabio Mogo! –Bleid empezó a sonreír porque de pronto se le ocurrió algo-‐‑. Deduce, que es lo tuyo; sé lúcido. ¿Dónde puede haber una señal al alcance de nuestra mano? Mogo pensó. Viendo la cara de Bleid sabía que encontrar tal lugar era posible, y él también lo halló: -‐‑ ¡En los sellos! Pusieron los sellos sobre la mesa y se dedicaron a explorarlos. -‐‑ No sé qué me parece peor si morir o no haber sido capaz de encontrarlo –dijo Mogo desanimado después de un rato. -‐‑ Quieres decir morirte con la curiosidad de saber qué es -‐‑dijo Bleid-‐‑. A nosotros no nos ven. Y si entran los turcos nos subiremos en todo lo alto de una de esas inmensas columnas que hay en las plazas para ver bien visto el despanzurre; y como no nos mate una piedra perdida... -‐‑ Lo he pensado muchas veces. No creo, como Amín, que sean joyas o montones de oro. Debe ser algo distinto, y tan importante como
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para acabar convirtiéndote en el hombre más rico de la tierra, según dijo el tío de José. -‐‑ Pues si no es oro debe ser algo que lo convierta todo en él. Es la única forma de ser rico según los altos. Tal vez sea la fórmula de la felicidad... -‐‑ No, ésa debe estar aún más oculta todavía -‐‑respondió Mogo indiferente mientras pasaba los dedos sobre los sellos. -‐‑ Vaya, cualquiera diría que se te empieza a tambalear la razón. -‐‑ Será porque hace algún tiempo que tú pareces estar entrando en ella. ¡Mira! –Mogo casi gritó-‐‑. ¡Llama a Amín! -‐‑ Miradlo bien a ver si veis lo mismo que yo. Fijaos en las figuras, en los edificios, las iglesias –Mogo estaba muy nervioso. -‐‑ Pero, ¿qué es lo que tenemos que ver? -‐‑preguntó Amín mirando los sellos con los ojos casi cerrados por el sueño y en tono incrédulo. -‐‑ Fijaos en las puertas -‐‑Mogo parecía incapaz de controlar su emoción. -‐‑ ¿Las puertas? Si son tan pequeñas que casi no se ven, y en las casas ni existen. -‐‑ Las puertas de las iglesias. Tenéis que verlo como yo, si no será una estúpida apreciación mía. Amín y Bleid tenían las narices encima de los sellos. Y Amín seguía protestando. -‐‑ ¿Qué les pasa a las puertas? No son más que cuatro rayas haciendo un cuadrado más pequeño que una pulga. -‐‑ Ésta está abierta -‐‑dijo de pronto Bleid señalando un minúsculo lugar mientras miraba a Mogo buscando su conformidad. El otro sonrió. -‐‑ ¿Abierta? ¡Ahí ni siquiera hay puerta! -‐‑ Claro, no la hay porque está abierta. Era cierto. En lugar del dibujo de la puerta había una incisión, una pequeñísima y perfecta hendidura que comparada con las demás que tenían líneas perfectamente dibujadas, daba la impresión de estar abierta. -‐‑ ¿Qué iglesia es ésa? -‐‑preguntó Amín de pronto convencido de que tenían razón. -‐‑ Ya lo ves, muy pequeña. Y no está lejos de aquí. José llegó mientras discutían sobre la conveniencia o no de salir en aquel instante a buscar la iglesia. Se lo explicaron pero no prestó mucha atención. El tesoro le parecía tan imposible y lejano que había dejado de pensar en él. Les explicó su misión ante el Sultán y les confió lo difícil de la situación porque el Emperador había decidido que no se rendiría.
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-‐‑ Olvidaos del tesoro y buscad la forma de salir de aquí. Y no seréis los únicos que estarán haciendo tal cosa en este instante. Muchos tendrán prevista la fuga. Amín, entérate. Tiene que haber algún modo para salir de esta ciudad sin que sea por las puertas. Y las puertas de Pera se cerrarán y no ampararán a nadie, sabemos que ése es el trato de los genoveses con el Sultán. Tienes que estudiarlo bien, y no sólo de una forma sino de todas las formas posibles. Tenéis que llegar a los barcos. -‐‑ Hemos decidido quedarnos contigo -‐‑dijo Mogo. José sintió ganas de llorar. No eran conscientes de que realmente podían morir en Constantinopla. Y para él no sería una mala muerte, pero que murieran los demás no lo podía soportar. -‐‑ Nunca me lo perdonaría. Estáis aquí por mi culpa. Y lo único que deseo en este momento es poneros a salvo, y hasta eso tendréis que hacerlo por vosotros mismos. Pero hacedlo, por favor.
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39 Apenas amaneció, José tomó una barca que lo llevó a Pera, y desde allí, a caballo, marchó al campamento del Sultán. Amín y los carriones, en contra de la opinión de José, se fueron a buscar la iglesia. Presentó sus credenciales a la guardia que lo detuvo, y fue conducido hasta la tienda de Mehmet por un grupo de jenízaros. El enorme pabellón rojo era un pequeño palacio construido en cuero, telas acolchadas y bellos mástiles y vigas de cedro. Lo hicieron esperar junto a un grupo de hombres con aspecto de comerciantes y lujosamente vestidos. Lo condujeron muy poco tiempo después, para esperar de nuevo, a una sala cubierta de alfombras y generosamente iluminada. Otras dos salas alcanzaba a ver desde aquel lugar. De una de ellas, dedujo por los hombres que entraban y salían, sus vestidos y ademanes, que se trataba del Consejo militar. La otra apenas podía verla a través de una fina rendija abierta en las puertas de cuero. Era un gran salón y, al fondo, sobre un amplio trono bajo y rectangular, estaba Mehmet. Cuando apartaron una de las puertas, a la espera de que el Sultán terminara la audiencia que mantenía en aquel momento, lo vio con claridad. A pesar de la distancia, José supo que el Sultán también lo había visto a él. Había sido un mínimo movimiento de ojos que no había alterado ni un músculo de su cara, que permanecía impasible bajo el enorme turbante. No hablaba, se limitaba a escuchar. Estaba sentado sobre las piernas cruzadas en un trono almohadillado, tan amplio como simple, sostenido por cuatro delgadas patas y con un bajo respaldo. Se cubría con una capa de brocado de oro que le daba el aspecto de un triángulo sobre el que hubieran colocado la circunferencia del turbante. La figura estática e impasible le impresionó. Pensó que estaba ante el nuevo Alejandro, o el nuevo César, o el nuevo Atila, o el nuevo Gengis Khan. Se le ocurrió que todos eran el mismo que renacían una y otra vez. Con el mínimo gesto de una mano y sin abrir la boca, el Sultán despidió a los visitantes. Retrocedieron inclinados y andando de espaldas hasta casi llegar a la puerta donde estaba José. Entonces se volvieron. ¡Rinaldi, el banquero genovés que conoció en la Alhambra! Al pasar junto a él se inclinó y, a modo de saludo le dijo: -‐‑ Habéis llegado muy lejos, mi señor.
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José sintió vértigo. Eran las palabras que precisamente él le había dicho a su abuelo cuando le habló de mandar una embajada al Sultán, y él le contestó que nunca había pensado llegar tan lejos. Empezó a comprender. El genovés lo había estado espiando. Estaba siendo, sin saberlo, una pieza de aquel juego, ni siquiera un triste peón, mucho más. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Por eso lo habían seguido, por eso habían intentado matarlo. Llegó ante el trono sin darse cuenta. De pronto vio la cara impasible de Mehmet y de forma automática se inclinó y dijo en árabe: -‐‑ En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso, el Magnánimo, yo te saludo. Al escucharlo el Sultán frunció el entrecejo, sonrió, y acabó riendo abiertamente. -‐‑ ¡Vestidlo! Ni siquiera puede inclinarse -‐‑ordenó. Y José se vio rodeado de sirvientes que lo despojaban de su armadura y lo vestían con una túnica de seda y un lujoso caftán de brocado. Sin saber por qué, había entrado con buen pie, tal estaba demostrando el Sultán al regalarle hermosos vestidos, según era costumbre para mostrar deferencia. José se inclinó de nuevo, con toda facilidad, y antes de terminar la reverencia escuchó decir al Sultán: -‐‑ Creía que veníais en el nombre de Cristo y del Emperador de Constantinopla. José sonrió consciente de su torpeza. -‐‑ Así es. Perdonadme. -‐‑ Tal vez deberíais pedirles perdón a ellos -‐‑dijo Mehmet y volvió a sonreír. Luego ordenó que los dejaran solos y tras esperar unos minutos observando a José, que seguía con la cabeza baja le dijo: -‐‑ No sois el hombre que me habían dicho que erais. José no supo qué pensar de aquel comentario y contestó de forma espontánea: -‐‑ Yo acabo de descubrir lo mismo. -‐‑ Si hubierais sido el que dicen, no habríais cometido la torpeza de venir en el nombre de Alá. -‐‑ Os imploro disculpas. Es la primera vez que me ocupo de un asunto importante. -‐‑ ¿Decís la verdad? -‐‑el Sultán lo miró sonriendo de nuevo pero con cierto escepticismo. No era mayor que José. Su nariz aguileña y los ojos oscuros bajo cejas arqueadas le daban aspecto de astuto además de inteligente. -‐‑ Antes de venir a Constantinopla –continuó el Sultán-‐‑, en pocos meses habéis visitado al Rey de Portugal, al de Castilla, al príncipe de
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Navarra y a vuestro abuelo el Emir de Granada. Y ahora estáis aquí en nombre del Emperador. -‐‑ Porque vos me habéis llamado. -‐‑ Eso es cierto. Pero, ¿no tenéis nada que decir? -‐‑ No. Sólo espero lo que me digáis vos para informar a Constantino. Mehmet lo miró de pronto con ojos desconfiados y fríos, pero José no se inmutó. -‐‑ ¿Para quién trabajáis en realidad? -‐‑preguntó de forma dura y despectiva, exigiendo la respuesta. -‐‑ Para nadie, salvo la misión que me trajo aquí porque vos lo habéis pedido. -‐‑ ¿Pensáis que puedo creeros? Sois muy astuto. Habéis vuelto locos a los espías que todavía ignoran a quién servís. Castilla piensa que a Granada, Granada que a Castilla, y el Rey de Navarra cree que a su hijo. ¿Al Rey de Portugal, tal vez? Esperaba que antes o después me pediríais audiencia. ¿O ibais a hacerlo una vez que tomara la ciudad? ¿O queréis que crea que habéis venido a Constantinopla solamente para defenderla después de visitar todas las cortes de Spania? -‐‑ Ni siquiera fue esa la causa de mi viaje. Pero si os digo el motivo no sé si me creeréis. Vine a buscar un tesoro que está escondido en Constantinopla, y seguir su pista me llevó de corte en corte. Sólo ésa fue la causa. -‐‑ ¿A buscar un tesoro? ¿Algo que no queréis que caiga en mis manos? -‐‑ No se me había ocurrido pensar tal cosa. -‐‑ Entonces, ¿qué es y quién os mandó a buscarlo? -‐‑ Nadie me mandó y no sé lo qué es. El Sultán lo miró con cara de enorme desconfianza. Pensó que estaba ante un artista consumado que era capaz de improvisar una idiotez, y hablar de ella con toda naturalidad con ojos francos y directos. -‐‑ No acierto a comprender cuál es vuestra misión. ¿El Papa tal vez? ¿Esperan pronto refuerzos? Al ver que José negaba con la cabeza el Sultán continuó: -‐‑ Estáis con el Emperador; antes, con los reyes de media Europa ¿y queréis que piense que sólo habéis venido a buscar un tesoro? Vuestro abuelo os encargó una misión, lo sé. -‐‑ No, mi señor. Mi abuelo me preguntó si querría venir como Embajador de Granada una vez que tomarais la ciudad. Y ni siquiera le di una respuesta.
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Mehmet movió los ojos inquieto, exasperado por tan absurdas réplicas. -‐‑ Ayudaré a Granada si vos me ayudáis a mí –respondió el Sultán-‐‑. Decidme lo que sepáis. ¿Por qué tarda Venecia? ¿Está esperando a la gran armada del Papa? ¿Tal vez los portugueses van a unirse a ellos? -‐‑ Mi señor, no sé nada. -‐‑ ¿Me creéis idiota? ¿Acaso la cristiandad abandona Constantinopla olvidando sus pactos? ¿No sois vos uno de los que ha llevado y traído sus acuerdos? ¿Creéis que soy tonto? –indignado el Sultán casi gritó. -‐‑ No, mi señor. Creo que el tonto soy yo. Hasta que no me he cruzado hace un instante con el banquero Rinaldi no he comprendido por qué me han vigilado, perseguido e intentado matarme. Debió pensar, como vos, que tenía una misión que cumplir. -‐‑ Hay otros que también lo piensan. Esta vez fue José quien rió tranquilamente. -‐‑ Tenéis ante vos al ser más simple del mundo que, descuidado en su estupidez, ha provocado sin saberlo una conspiración en la mente de otros. –Y pensó: Como dice Bleid, “Cree el ladrón que en todas partes cuecen habas”-‐‑. Creedme, mi señor, todo ha sido fruto de la casualidad. Yo sólo vine a buscar un tesoro. -‐‑ ¿Y qué es ese tesoro? -‐‑ Lo ignoro. Pero si me lo permitís os explicaré todo lo que sé de él, y tal vez entonces podáis confiar en mí. El Sultán escuchó la historia que paso a paso José le contó. Al principio de forma incrédula, regodeándose en la observación de lo que consideraba la improvisación de un consumado mentiroso. Pero poco a poco empezó a creerlo. La naturalidad y simpleza con que le explicó la muerte de su tío y el juramento que le exigió; la forma de descifrar los acertijos, su viaje a Córdoba, donde tuvo que explayarse para explicar, a petición de Mehmet, qué quedaba de la ciudad y cómo era la mezquita; su embarazoso encuentro con el Rey de Portugal y las preocupaciones marítimas de éste debidas a la posible pérdida de Constantinopla; el viaje a Santiago y el encuentro del tercer acertijo; los pensamientos del Príncipe de Viana, y la creencia del cartógrafo de Génova en la extraña leyenda de que había tierras más allá de Portugal. Porque a poco de adentrarse José en su explicación, el Sultán perdió la rigidez, bajó del trono, pidió un refrigerio y ambos se sentaron en la alfombra convirtiendo lo que empezó como un interrogatorio en una conversación amigable, la propia de dos seres inteligentes y curiosos de algo menos de veinte años. El Sultán llegó
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hasta el entusiasmo tratando de encontrar una respuesta para “Busca la clave”, frase a la que dio vueltas durante largo rato. -‐‑ Decidme cuál es la iglesia donde creéis que está escondido. Daré orden de que nadie la toque. Y refugiaos en ella, allí estaréis a salvo. Y una vez que todo termine tendremos todo el tiempo del mundo para encontrar ese tesoro. -‐‑ He de defender al Emperador -‐‑objetó José. -‐‑ Lo entiendo -‐‑afirmó el Sultán-‐‑. Pero cuando veáis que todo está perdido, corred a esa iglesia y refugiaos en ella. Y ahora decidme, ¿cómo está mi ciudad? ¿Mi “gran manzana roja” conserva toda su belleza? José tardó un instante en contestar. ¿Qué había dicho Mogo cuando la vieron desde el barco? Algo de lo que harían los hombres por rodearle la cintura. No tenía tiempo para recordar y contestó: -‐‑ La conserva, aunque en medio de la ruina y la pobreza. -‐‑ Constantino la dañará por resistir. Es muy terco y quiere obligarme a destruirla. Yo le devolveré su grandeza. Puede irse con todo lo que quiera. ¡Que se vayan todos! Nadie sufrirá daño. Sólo la quiero a ella. -‐‑ ¿Qué haríais vos en su lugar? El Sultán sonrió y tardó unos instantes antes de contestar: -‐‑ Yo jamás la abandonaría. Y ahora habladme de al Andalus, de Granada, de la Alhambra. He escuchado a todos los que podían darme noticias de ellas. Las horas pasaron sin que el Sultán diera por terminada la audiencia, mientras los miembros de su Consejo y los banqueros pululaban inquietos sin poder atisbar qué podía ser tan importante para emplear tanto tiempo. Parecía como si Don José Enríquez tuviera en su mano el destino del mundo. Cuando el Sultán escuchó la voz del almuédano llamando a la oración de la tarde, que daba por finalizado el bombardeo, su semblante cambió repentinamente, cortó la conversación y se sentó de nuevo en el trono. -‐‑ Se acaba el día. Volvamos al motivo de vuestra visita. Decidle a Constantino que me marcharé si me paga cada año cien mil besantes de oro. -‐‑ Sabéis que eso es imposible -‐‑dijo José que, sorprendido por aquel cambio, se había puesto de pie y vuelto a la más absoluta formalidad. -‐‑ Naturalmente. Pero por vos y por mí seré generoso. Os prometo que no se destruirán los edificios de la ciudad. Y decidle al Emperador que pueden abandonarla con todo lo que consigan cargar. Que la dejen
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vacía si así lo desean, nadie les molestará. Venid mañana con la respuesta. Al día siguiente José estaba de vuelta después de haber pasado la noche con el Emperador y su Consejo estudiando la propuesta. Fue recibido de inmediato y con total formalidad. -‐‑ El Emperador os entregará todo lo que posee, todo excepto la ciudad. Ésta es su decisión. -‐‑ Entonces sólo les queda convertirse al Islam o morir por la espada -‐‑contestó Mehmet.
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Amín y los carriones trasladaron todo el equipaje, además de un par de colchones, de la casa a la iglesia. La iglesia estaba vacía. Todos sus tesoros habían sido vendidos para comprar alimentos. Era muy pequeña y no había muchos sitios donde buscar en ella. Golpearon cada piedra, cada columna, cada mosaico. Registraron y limpiaron, palmo a palmo, sin obtener ningún resultado. Después de dos días de intensa búsqueda decidieron cumplir las órdenes de José, y se dedicaron exclusivamente a encontrar la forma de salir de la ciudad. Mientras tanto se había intensificado el bombardeo. Los turcos, con un alto coste de heridos y muertos, habían ido rellenando el foso con árboles y carretas llenas de piedra y tierra. Habían sido construidas cientos de pasaderas para ser colocadas sobre el inestable relleno y poder así atravesarlo para acercarse a la muralla. El Sultán, cuando llegaba la noche, recorría a caballo los alrededores del foso para comprobar el trabajo realizado. Un día, después de su visita, reunió a su Consejo de guerra para preparar el ataque final. Ordenó al almirante Hamza Bey que rodeara con sus barcos la ciudad por el mar de Mármara hasta la cadena del puerto. Cuando recibiera la orden atacaría las murallas y trataría de escalarlas. El plan en el Cuerno de Oro era similar, desembarcar y escalar las murallas con Saragos al mando. Karadya Bajá atacaría el palacio de Blanchernas y la puerta Carisia. Las tropas asiáticas formarían a partir de la puerta de San Romano hasta el Mármara. El Sultán en persona junto a Saruya Chalil dirigiría el ataque en el Valle del Lycus y la puerta de San Romano. Al día siguiente nadie atacó. Tampoco los cañones sonaron y por aquel silencio supo la ciudad que el ataque final era inminente. Los ciudadanos asustados acudieron a la llamada que hizo el Patriarca, con el clero en pleno, a una procesión donde fueron sacados todos los iconos y reliquias que poseían las iglesias, al tiempo que hacían sonar todas las campanas. Miles y miles de voces clamaron de nuevo por un milagro durante horas recorriendo las calles de Constantinopla. El Emperador reunió por última vez al Consejo e hizo llamar a todos los capitanes. Cuando estuvieron presentes abarrotando el salón de Blanchernas, se dirigió a ellos con agradecimiento y palabras de valor y despedida:
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-‐‑ Lo que haya de suceder está muy próximo y el destino nos va a unir para siempre, en la victoria o en la derrota, pero sin duda en la gloria de haber defendido esta ciudad. Lo que diferencia al hombre de las bestias es la lucha, no sólo por mantenerse vivo, sino por defender a su Dios, sus principios y sus ideas. El hombre ha de estar siempre dispuesto a morir por su fe, su patria, su familia y su soberano –se volvió entonces hacia los griegos-‐‑, y nuestro pueblo va a luchar por las cuatro nobles causas. Somos los descendientes de Grecia y Roma, y si llega la hora sabremos morir con la dignidad que nos corresponde. El Sultán desea despojar a Cristo de Constantinopla y destruir la verdadera fe, de la que hemos sido protectores durante siglos. Por eso, si no vencemos con la ayuda de Dios, nuestro sacrificio será en su defensa y seremos recibidos con los brazos abiertos en el paraíso. Luego, dirigiéndose a los latinos entre los que se encontraba José, continuó: -‐‑ No tengo las palabras para agradecer vuestra generosidad y vuestra nobleza y, conociéndolas, os digo que no temáis al fuego ni al estruendo y que resistáis junto a nosotros con todo vuestro corazón. No permitáis que mengüen ni vuestro valor ni vuestra resolución, porque nuestra suerte dependerá del empeño en resistir. La balanza aún no se ha inclinado y nada la inclinará si resistimos. Y venceremos con la ayuda de Dios. Los presentes contestaron emocionados que resistirían, que darían la vida por él, que la ciudad no caería jamás. El Emperador los abrazó uno a uno al tiempo que les pedía perdón por sus debilidades, sus ofensas o cualquier mal que, sin querer, les hubiera causado. Al igual que el Emperador, todos los hombres se abrazaron en un improvisado rito de despedida. Luego se dirigieron a la catedral de Santa Sofía. En sus alrededores estaba ya reunida toda la ciudad, tanto griegos como latinos, tanto ortodoxos como católicos. El templo estaba iluminado como en los días de las grandes celebraciones y José pudo verlo al fin. Aquel lugar era Constantinopla. Desde las tribunas superiores brotaba la música de los ángeles que lo llevó fuera del tiempo. Alguien había obrado allí un milagro. La enorme y compacta masa exterior del edificio había desaparecido mostrando un espacio diáfano, logrado gracias a perfectas combinaciones de arcos, bóvedas, columnatas, cúpulas y galerías. Habían utilizado la luz para lograr la ingravidez. La gran semiesfera de la cúpula central parecía sostenida en el aire por el anillo de ventanas que le servían de base, y de nuevo la luz construía en los ábsides y sus redondeadas paredes, en los muros laterales donde el tamaño de las ventanas variaba con la altura consiguiendo
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proporciones perfectas. Iluminados los mosaicos hasta hacerlos parecer de oro, y las paredes adornadas de mármol de dimensiones y combinaciones grandiosas, habían logrado que el lugar fuera la antesala de la idea que aquellos hombres tenían del cielo. Acordes con el templo, los grandes señores y sus familias se habían vestido con todo lujo para lo que intuían podía ser el último acto de la gran Constantinopla. El Emperador coronado hizo su entrada acompañado del séquito real, chambelanes y eunucos, cumpliendo un ritual establecido desde hacía siglos. Detrás del resto de la corte, los latinos con las armaduras pulidas e igualmente los griegos. En sus últimos momentos Constantinopla volvía a hacer gala de toda su grandeza. Oyeron la santa misa y comulgaron sin tener en cuenta cuál había sido el rito celebrado, ni cuáles las palabras dichas en el Credo, ni si el pan tenía o no levadura. Fue en aquel instante cuando se consumó la unión de las iglesias. Tras el acto sagrado cada cual volvió a su puesto. Giustiniani dio orden de que fueran cerradas todas las puertas de la muralla interior para impedir cualquier intento de huida de los soldados. El Emperador, montado a caballo, recorrió las murallas dando ánimos y pidiendo resistencia. Luego se dirigió al palacio de Blanchernas, reunió a todos los funcionarios y servicio y, del mismo modo que había hecho con el Consejo y los capitanes, les pidió perdón. Después de despedirse de ellos subió a esperar a la muralla. Allí estaba también José. Se vieron las luces de los innumerables barcos turcos tomar posiciones para rodear completamente la ciudad por mar y el Cuerno de Oro. Aunque era plena noche no cesaba el ruido del campamento en un continuo movimiento, arrastrando cañones hacia el terraplén del foso, moviendo pertrechos, escaleras, armas. Llovía torrencialmente. Poco después de la media noche, en la madrugada del 29 de mayo, se oyó el sonido horripilante, casi al unísono, de los gritos de guerra de los turcos acompañados de miles de instrumentos. Al instante comenzaron a tocar a rebato todas las campanas de la ciudad. Los habitantes que no estaban en las murallas permanecían rezando dentro de Santa Sofía y sus alrededores, pero al oír el estruendo, salvo los niños, enfermos y ancianos, salieron del templo, incluidas las monjas, y se repartieron por las murallas para ayudar a los defensores. José ordenó a Amín, que hasta entonces había permanecido con él, que cogiera a los carriones y corrieran a refugiarse en la iglesia. Sabía que allí estarían seguros si él no iba a buscarlos. Y bastaría con
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que Amín hablara en árabe y dijera que era su criado para ponerse a salvo. El Sultán lanzó a los Bashi-‐‑bazuks, las hordas que iban en busca de botín, en la primera arremetida. Eran gente sin disciplina, aventureros de muchas razas y naciones, eslavos, húngaros, turcos, alemanes, italianos, incluso griegos. No llevaban uniforme y sus armas eran también diversas, las que ellos mismos se habían proporcionado. Detrás de ellos, para que no huyeran después del encuentro con los proyectiles de los defensores, el Sultán formó una férrea cadena de soldados armados con porras, que golpearían al que intentara retroceder, y a continuación los jenízaros con orden de matar a todo aquel que huyendo hubiera conseguido atravesar la cadena. Tendieron cientos de pasaderas sobre el inestable relleno del foso y saltaron su muro allí donde los cañones no lo habían destrozado. Los cristianos habían abandonado el muro casi derruido y se protegían en la segunda muralla, la exterior. El único objetivo de estas tropas era agotar a los sitiados. Atacaron al mismo tiempo en toda la muralla, pero el ataque estaba centrado en el valle de Lycus y la puerta de San Romano, donde estaba el grueso de las tropas. Con las demás se trataba solamente de impedir que los defensores abandonaran sus puestos para ir en ayuda de los que defendían el valle del Lycus. El Emperador acudió a la parte de la muralla donde el ataque era feroz para dar ánimos a los soldados que conseguían rechazar, una y otra vez, a los turcos con flechas, culebrinas, mosquetes, fuego griego y piedras. El fuego griego prendía en los atacantes que, como teas ardiendo, intentaban apagarse en el barro del foso. Tras dos horas de lucha sin descanso y con multitud de muertos y heridos entre los Bashi-‐‑bazuks, el Sultán dio orden de retirada. La alegría cundió entre los cristianos y los gritos de júbilo se extendieron por toda la ciudad. Pero los soldados sabían que aquello sólo había sido una operación de desgaste. Y estaban agotados. Sobre el mismo puesto donde se encontraban se tiraron a descansar. Allí acudieron entonces los ciudadanos con agua, vino y alimentos. Se retiró a los malheridos, que fueron trasladados a hospitales de campaña que habían sido colocados cerca de las murallas. Se repuso el armamento. El Emperador volvía a recorrer la muralla felicitando a los hombres, dando ánimos y atendiendo a los correos que le informaban de las zonas demasiado lejanas de las murallas del Mármara o el Cuerno de Oro. El descanso duró poco tiempo. Apenas los Bashi-‐‑bazuks abandonaron el campo, salieron para el combate los regimientos turcos
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de Anatolia. Disciplinados, bien armados, protegidos por fuertes petos y acompañados por cientos de gaiteros y trompeteros. El Emperador, al ver la dirección que llevaban, comprendió cuál era su misión: derribar la barricada que había en la brecha de la muralla exterior. Se puso al frente de los griegos y se dirigió hacia allí. Afortunadamente el lugar era estrecho e impedía que los anatolios pudieran acercarse sino en pequeños grupos y estaban siendo rechazados. El Sultán comprendió la dificultad y mandó disparar el cañón de Orbón que acertó de pleno en la barricada y la hizo saltar por los aires. Trescientos anatolios entraron de inmediato al Parataichion, el espacio entre la muralla exterior y la interior. Desde su puesto José vio a los anatolios, y al Emperador que al frente de los griegos salía a su encuentro. Corrió hasta allí y entró de lleno en la batalla. Fue una lucha cuerpo a cuerpo, sin tiempo para pensar, sin tiempo apenas para volver a subir el brazo y asestar el siguiente golpe, sin tiempo para mirar la cara del enemigo, sin normas, sin tiempo para asumir el acto, sin tiempo para guardar en la memoria el gesto de dolor o de terror del otro cuando le hundía la espada. Lo poseyó una fuerza descomunal que movía su brazo con precisión y velocidad como si estuviera desbaratando muñecos de paja. Sólo el olor a sudor y sangre y los gritos del Emperador que los alentaba sin descanso, parecían reales. No notaba los golpes ni el dolor. Le habían hundido la armadura sobre el hombro izquierdo y tal cosa le impedía subir el brazo hasta la altura que deseaba, aquel inconveniente fue lo único patente hasta que notó que tenía la mano derecha húmeda, tan húmeda que al dar los golpes el guante se deslizaba y temía perderlo con la espada. La apretó con tanta fuerza que la notó unida a los huesos, incrustada en su esqueleto. Entre golpe y golpe perdió la noción del tiempo. Escuchó los gritos de victoria antes de darse cuenta de que no había más que cadáveres y heridos a su alrededor. Enfundó la espada y se palpó para buscar aquella herida que le había llenado el brazo y la mano de sangre, pero no la encontró. Al igual que el sudor pegajoso que le llenaba la cara y le goteaba por el cuello, era sangre ajena. La secó como pudo y acudió a la llamada de Giustiniani para rehacer la barricada con piedras y cadáveres. Luego volvió a su puesto en la muralla. De nuevo los gritos de victoria habían resonado por toda la ciudad dando ánimo a los defensores. Pero antes de que los suyos se enfriaran, el Sultán dio la orden de ataque a los jenízaros. Apenas estuvieron a tiro, llovieron flechas y jabalinas contra una formación que ni se inmutaba. La música que llevaban sonaba tan
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fuerte que les impedía oír el silbido de las flechas. Su objetivo era derribar la barricada de nuevo. El fuego griego, disparos, flechas, lanzas y piedras caían sin cesar sobre ellos, pero la disciplina y buena protección conseguían que nadie retrocediera. Muchos no tenían otra labor que colocar los escudos a modo de parapeto y aguantar los golpes para cobijar a los demás que empujaban la barricada. Otro grupo de jenízaros recorría la muralla exterior de Blanchernas, y advirtieron que la poterna de Kylókerkos, casi oculta al estar junto a una torre, la habían dejado extrañamente abierta. Unos cincuenta se colaron por ella, subieron a la muralla y pusieron su bandera en lo alto de una torre. Los griegos lo advirtieron y dieron la voz de alarma. Giustiniani y los suyos corrieron hasta allí, pero al salir a lo alto de la muralla, a Giustiniani le alcanzó una culebrina y cayó malherido. Sus soldados lo rodearon comprobando que estaba en mal estado, y uno de ellos acudió al Emperador para pedirle la llave que abría la puerta de la muralla interior. Constantino corrió hasta el genovés y le suplicó que no se retirara. Él dirigía la defensa. Él había dado la orden de cerrar las puertas de la muralla interior para que nadie pudiera retirarse, y él mismo estaba pidiendo que la abrieran para trasladarse a su barco. La vista de la bandera turca en la torre y la noticia de Giustiniani herido se propagó de inmediato, y cuando la puerta de la muralla interior se abrió para sacarlo, los italianos corrieron para salir de allí antes de que la cerraran. José, que combatía en su puesto, oyó los gritos de los italianos en retirada y que la batalla se había perdido. Corrió hacia la puerta y vio cómo genoveses y venecianos entraban en la ciudad abandonando a los griegos. El Emperador gritaba la orden de que cerraran la puerta de nuevo, pero era inútil. Los mismos griegos al ver huir a los italianos dieron por perdida la ciudad y corrían a proteger a sus familias. José no daba crédito a lo que estaba viendo. Comenzó a gritar que la ciudad no se había perdido, que la poterna había sido cerrada de nuevo por los griegos, que los turcos que entraron estaban todos muertos, su bandera ya no estaba en la torre, y la barricada aún resistía gracias también a los griegos. No podían abandonar. Si se marchaban la barricada cedería. Pero nadie le escuchó. El Emperador también había dejado de gritar. Se había bajado del caballo y se desnudaba de las insignias imperiales. Tiró al suelo su espada, la armadura romana, la capa, el casco coronado y se descalzó de los grebones y de las botas púrpura. Sólo quedó protegido por un peto y descalzo. Cogió del suelo una espada abandonada y miró a su alrededor para elegir el lugar donde morir.
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José se acercó e hincó la rodilla en tierra ante él, ante su desnudez y su serenidad para enfrentarse a la muerte. Entonces el Emperador le dijo: -‐‑ Don José Enríquez, hacedme un último favor: salvad a mi caballo. Es un joven y hermoso ejemplar. Mehmet lo tratará bien. -‐‑ Majestad... -‐‑ Es una orden. Y que el cielo os pague vuestra ayuda. A José se le llenaron los ojos de lágrimas. Besó la mano del Emperador y éste lo ayudó a levantarse. Montó y ya próximo a la puerta miró hacia atrás. El Emperador, acompañado de Juan Dálmata, Teófilo Paleólogo, Don Francisco de Toledo y un grupo de griegos, luchaba en la barricada. Corrió en cuanto atravesó la muralla interior en dirección a la iglesia. Y, próximo a ella, desnudó al caballo de las insignias imperiales y lo dejó libre. El animal trotó por las calles hasta llegar a la Mesé donde se puso al galope entre sus miles de columnas.
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Cuando Amín vio entrar a José en la iglesia dio gracias a Alá y los carriones a todos sus dioses. Estaban listos, Amín con un saco en la espalda y los carriones con los suyos. -‐‑ Ayúdame a quitarme la armadura. Correremos mejor. Sólo llevaré la espada. Entonces el proyectil de un cañón cayó sobre la pequeña cúpula y el fuerte estrépito hizo temblar la iglesia. Saltaron hacia el nartex y, sin hacer caso al montón de cascotes, a toda prisa, terminaron de desabrochar las hebillas. Bleid se asomó a ver el agujero. -‐‑ ¡Cuidado! ¡La clave! –le gritó José al ver que la piedra central del arco bajo el que estaba Bleid comenzaba a deslizarse. El carrión saltó a tiempo y la piedra cayó a sus pies. Y colgando del techo, por el hueco que había dejado la piedra, un cilindro de cuero se balanceaba sujeto a una correa. -‐‑ La clave, has dicho la clave, ¿por qué la clave? –preguntó Bleid mirando el objeto que se balanceaba sobre él. -‐‑ Es el nombre de esa piedra –dijo José señalándola. -‐‑ Entonces el tesoro está a punto de caer por su propio peso –dijo Bleid señalando el cilindro. José se acercó, tiró de él y, unido al otro lado de la correa, un pequeño cofre cayó al suelo; se rompió y un libro salió despedido. Un libro. Sólo un libro. José abrió entonces el cilindro y desenvolvió el contenido. Le echó un vistazo y lo guardó de nuevo. -‐‑ Corramos. Ya habrá tiempo para esto –dijo metiendo el libro en el saco de Amín y conservando el cilindro en la mano pues no cabía en ningún sitio. Por indicación de Amín fueron en dirección a Santa Sofía. No había demasiada gente hasta que cruzaban las calles que se dirigían al puerto, entonces era una multitud. Corriendo, a gritos, cargando con lo que podían y algunos con nada. No fue a la iglesia a donde los llevó Amín, sino a la cisterna de Justiniano. Apenas se veía con la luz cenital que descendía en pocos focos sobre el agua. Cuando se acostumbraron a la oscuridad José advirtió que era tan inmensa que no llegaba a ver el final. -‐‑ No te lo esperabas, ¿eh? Es como un lago aprisionado entre columnas -‐‑le dijo Bleid.
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Amín dio un silbido y se escuchó el chapoteo de remos en el agua. Era un muchacho griego que, con una barca, salió de un rincón oscuro próximo a la escalera. -‐‑ Ya estaba a punto de irme, ¿has traído las piedras? -‐‑le preguntó a Amín. -‐‑ Ahora la mitad, el resto en el barco. -‐‑ Daos prisa, no somos los únicos que conocemos el camino y ésta es la última barca. Si viene alguien, luchará por ella. José cogió uno de los remos y llevaron la barca en medio de un silencio que parecía imposible teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo sobre ellos. La travesía duraba demasiado tiempo. Las hileras de columnas parecían no acabar nunca. El chapoteo de los remos producía eco y resonaba en las altas bóvedas. Al entrar bajo el foco de luz de una de las aberturas del techo, bajo el agua vieron que una inmensa cabeza de Medusa servía de base a una columna. En lugar de matarla, pensó José, Teseo la aprisionó aquí para que con su poder sobre la piedra la cisterna jamás sea derruida. Al otro extremo encontraron otras barcas, algunas con bultos que los huidos habían abandonado. Era imposible acercarse a la pared donde había una escalera que conducía hacia una abertura situada cerca del techo. Optaron por saltar de barca en barca para llegar hasta ella. La puerta de la abertura había sido arrancada y colgaba de uno de sus goznes. No llegaron hasta allí. El muchacho griego saltó hacia una repisa de no más de un pie de ancho, que se extendía a lo largo de la pared durante unos metros para acabar ante un agujero. -‐‑ ¿Por ahí? -‐‑preguntó José. -‐‑ Es un desaguadero. Es el camino más difícil, pero el más seguro –dijo el muchacho. Pasaron a la repisa y, muy despacio, con la espalda pegada a la pared recorrieron los pocos pasos que los separaban del hueco, y se colaron por él. La oscuridad era absoluta. Tumbados en el suelo, arrastrándose, seguían al muchacho por la pendiente, no muy inclinada pero extremadamente larga. Cuando vieron un foco de luz se detuvieron. El griego salió por una especie de respiradero, se asomó y les hizo una señal para que le siguieran. Habían pasado a las alcantarillas. Corretearon por ellas y, a veces, escuchaban carreras y otras voces, pero nunca vieron a nadie. Era un laberinto intrincado del que el muchacho escogía siempre los pasos más angostos y difíciles. De
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nuevo tuvieron que arrastrarse en lo que dijo ser el último tramo. Pero antes de salir al exterior, el griego se detuvo. -‐‑ Hay que mirar primero, no sabemos qué podemos encontrarnos –dijo. -‐‑ Nosotros -‐‑dijo Mogo por señas. José asintió con la cabeza y le pidió al griego que esperara un instante. Con un gesto pidió a los carriones que salieran. Corrieron. Estaban fuera de la ciudad, frente a Pera, al otro lado de la muralla del puerto. Pero lo que los carriones vieron los llenó de horror: una multitud atropellándose luchaba por salir a través de una poterna y correr a los barcos. Los gritos de “Al asalto”, “Al asalto” se mezclaban con la extraña pronunciación turca de la frase griega Eis tin pólei, “A la ciudad, a la ciudad” que acababa sonando como una sola palabra Is tan pol, Istan pol, Istanbul, Estambul, mientras escalaban las murallas con toda la trompetería de los barcos sirviéndoles de acompañamiento.
Afortunadamente no hacían caso a los que trataban de huir, salvo un grupo reducido que se dedicaba a robar a los que salían por la poterna, y si alguno se oponía, de un tajo le cortaban la cabeza. Delante de la pequeña puerta se acumulaban los cadáveres de los que habían caído atropellados y, un poco más cerca del agua, de los que iban matando el grupo de turcos.
Mogo volvió para decir a los otros, como buenamente pudo, que con cuidado tal vez pasaran inadvertidos. Por indicación de José el griego asomó entonces la cabeza y silbó en dirección a una barquichuela volcada sobre el agua, a suficiente distancia como para que nadie se tomara la molestia de ir en su busca. La barca comenzó a moverse lentamente hacia la orilla y, cuando estaba a pocos metros, se dio la vuelta y sobre ella saltó un hombre fuertemente armado. -‐‑ Ahora corred, él os llevará al barco. Dadle a él el resto de las piedras. Corrieron, pero antes de llegar al agua tres turcos corrían a su vez para interceptarles el paso. José los vio. Iban como las bestias, y tras ellos otro grupo venía a darles alcance. José se detuvo y envainó la espada. Tranquilamente se dirigió hacia ellos y cuando los tuvo cerca, hizo un gesto con la mano para que se aproximaran. Aquel gesto impidió que le asestaran un golpe y José no les dio tiempo a ninguna otra reacción. Alargó el tubo de cuero que acababan de encontrar, y que llevaba en la mano, y se lo entregó al que parecía el cabecilla.
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-‐‑ Dad esto al Sultán en nombre de Don José Enríquez. Lo está esperando. Y tirando de Amín se apartó de ellos, yéndose hacia la barca sin que los turcos osaran tocarlos. La gente, nadando o en pequeñas chalupas, intentaban llegar a los barcos imperiales que eran los más próximos. Ellos se alejaron hasta alcanzar uno de los barcos genoveses atracado en Pera. Una vez a bordo, Amín pagó también al genovés del barco. -‐‑ Estamos casi en la rui... ¡José! –gritó Amín, y empujó al otro con todas sus fuerzas. Después dio un grito aterrador. Un dardo de ballesta, procedente de Pera, se le había clavado en el pecho. -‐‑ No era él el objetivo, sino vos. Al empujaros se interpuso -‐‑le dijo a José el marinero que le ayudaba a transportar a Amín a cubierto. José no tenía tiempo de pensar en el autor o la causa del disparo. Para el mundo él debía seguir siendo un espía, y cualquiera podría ser su enemigo.
Tumbó a Amín en el suelo y le quitó el jubón. La flecha estaba bien incrustada cerca del corazón. Amín los miraba a sabiendas de que iba a morir, pero todavía fue capaz de decir: -‐‑ Te he salvado –y sonrió orgulloso. -‐‑ Hay que sacar la flecha -‐‑dijo Mogo. José tiró del dardo después de que los carriones rompieran las telas y dejaran al descubierto el pecho de Amín. Se estaba desangrando. No había forma de que los carriones consiguieran taponar la herida y cortar la hemorragia. Mogo miró a José y, sin decir palabra, le dio a entender que le quedaban pocos minutos de vida. -‐‑ Hay una solución: la Piedra -‐‑le dijo Bleid a Mogo en la lengua de los carriones. Cierto, la Piedra lo salvaría. En la mente de Mogo muchos pensamientos se empujaron y , a gran velocidad, se hicieron presentes todos a la vez. Comenzó a sudar. Si la usaban era perder la salvación de los carriones. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey? Bleid esperaba su respuesta y parecía no tener problemas; salvo Amín parecía que nada le importaba en aquel momento. Pero, ¿cómo iba a permitir que Amín muriera pudiendo salvarle? ¿Qué sería de él si lo echaban de la tribu? Nunca podría levantar cabeza si fracasaba en su misión. ¿Qué habría hecho el Deru en aquel caso? ¿Y qué era lo que había dicho? Que la piedra iría sola, pero ¿cómo? Si salvaban a Amín se quedarían sin ella, sin un futuro seguro, siempre temiendo. Pero, ¿Amín? No era capaz de salir de su laberinto de preguntas. Aquel
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instante a Bleid se le estaba haciendo eterno, y sin poder aguantar más dijo: -‐‑ José, danos tu piedra. –Y dirigiéndose a Mogo-‐‑: ¡Más vale pájaro en mano que ciento volando! -‐‑ ¡Sí, danos tu piedra! -‐‑dijo entonces Mogo convencido. -‐‑ Te has liado la manta a la cabeza –le sonrió Bleid mientras esperaban a que José, con los dientes, sacara la piedra del engarce. Mogo retiró la tela metida en la herida de Amín y allí introdujo la piedra. La sangre se detuvo. -‐‑ Eres un gran hombre -‐‑le dijo Bleid. -‐‑ Pero un mal carrión -‐‑contestó Mogo. Vendaron a Amín con los restos de su camisa. José lo llevó hasta un rincón y se sentó a su lado. Cuando Amín abrió los ojos al volver en sí, y preguntó si todavía estaba vivo, José se echó a llorar. Y lloró desconsoladamente como si las lágrimas que había ocultado a lo largo de toda su vida hubieran encontrado por fin su cauce. Volvió a la cubierta, poniéndose a resguardo de algún disparo de Pera, cuando los carriones le aseguraron que Amín dormía plácidamente y sin peligro. El bombardeo había cesado. Las murallas se habían abarrotado de escalas y los turcos luchaban entre ellos para entrar cuanto antes en la ciudad en busca de botín.
Los cadáveres ocupaban la orilla próxima a la poterna, y eran pisoteados por los que salían y corrían con la esperanza de alcanzar algún barco.
Las aguas del Cuerno de Oro estaban llenas de gente que intentaba llegar a las naves que, aunque atiborradas, seguían acogiéndolos.
Aún combatían los cretenses en una torre. Ardía parte de la ciudad.
A aquella distancia los que escalaban las murallas parecían reptiles; ni siquiera llevaban las armas en la mano. Ya no había resistencia. Bleid llegó junto a José, lo escaló, se sentó en su hombro y miró también a la ciudad. -‐‑ No hay idea, ni patria, ni religión, ni rey, que valgan tanta muerte. El Príncipe de Viana tenía razón –le dijo José. El podestá de Pera había mandado cerrar la ciudad temiendo la avalancha de gente y que el Sultán tomara represalias contra ellos. Venecianos y genoveses, en los barcos, estaban a la espera de los movimientos de la flota turca para tomar la determinación de salir al
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mar o seguir bajo la protección de la neutralidad de Pera. Pero la armada turca no se movía. Los barcos conservaban la misma posición que habían tomado para el asedio y parecían vacíos. Todos corrían hacia el pillaje. Los comandantes de las flotas cristianas, de mutuo acuerdo, decidieron salir y Alviso Diedo dio la orden de cortar la cadena del puerto. Salieron primero los genoveses, seguidos de los venecianos y tras ellos cinco galeras del Emperador. Todos los barcos iban llenos y, todavía, recogiendo a los que a nado conseguían llegar hasta ellos. Tuvieron que detenerse a la altura del Bósforo porque tenían el viento en contra. Más de una hora estuvieron a la entrada del mar de Mármara sin que las velas pudieran recoger viento favorable. Una hora temiendo que el turco se diera cuenta de su huída, una hora para contemplar el desastre de la ciudad, los gritos, el humo, las llamas, y los soldados que seguían escalando las murallas porque las puertas aún no habían sido abiertas. La gente que seguía saliendo por la poterna se lanzaba al agua para intentar llegar hasta ellos, ya demasiado lejos. Los que no sabían medir sus fuerzas morían ahogados. Por fin el viento hinchó las velas y se movieron en el Mármara alejándose de la ciudad. Nadie hablaba en los barcos. Los griegos lloraban silenciosamente sin dejar de mirarla.
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Cuando las naves se detuvieron en Quíos escucharon lo sucedido a Constantinopla después de su marcha. Los turcos únicamente pudieron entrar por la barricada, no fueron capaces de tomar ninguna otra parte de la muralla. Sólo cuando se abandonó la defensa colocaron las escalas y subieron. Los marineros cretenses, que defendían tres torres junto al Cuerno de Oro, fueron los últimos en dejar de luchar, aunque ya todo estaba perdido. Se rindieron a condición de salvar sus vidas y los turcos, admirados por su valor, respetaron el acuerdo y les permitieron salir en su barco hacia Creta. Los catalanes murieron casi todos, y los pocos que quedaron con vida fueron hechos prisioneros. Menos de quinientos soldados griegos sobrevivieron, los demás fueron muertos. Tres días duró el saqueo. Al entrar en la ciudad los soldados mataban a toda persona que veían sin importarles que fueran ancianos, mujeres o niños. Cuando comprendieron que no había resistencia, se dedicaron a buscar botín y cesaron las muertes indiscriminadas. Se hablaba de casi cincuenta mil cautivos. El cadáver del Emperador no se encontró. Mehmet ordenó buscarlo exhaustivamente, y varias veces le presentaron restos que alguien decía reconocer como el Emperador, pero nunca hubo certeza. José, Amín y los carriones escuchaban las noticias y, como el resto de los presentes en el mesón, no hicieron preguntas. Cabizbajos caminaron hasta su aposento. -‐‑ Mehmet ya tiene su “manzana roja” –dijo José-‐‑. Lo que haya destruido lo rehará y construirá bellos edificios. Sabe muy bien todo lo que Constantinopla significa y no permitirá que su gloria sea menor ahora que él es su dueño.
-‐‑ Y mientras tanto convertirá a miles en esclavos. Muchos niños serán jenízaros. Enviará a las muchachas y jóvenes como presentes a otros poderosos. Otros tendrán que pagar su rescate para sobrevivir o librarse de la esclavitud, y los que no puedan hacerlo, ése será su destino, ¿no es cierto? –preguntó Mogo.
-‐‑ Cierto. -‐‑ Y, ¿quién tiene más culpa, él o el Emperador? Se la pueden
repartir a medias-‐‑ Bleid se contestó a sí mismo.
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-‐‑ Ahora debemos hablar de otra cosa. Pensemos en nuestro tesoro –dijo José acariciando las tapas del libro. -‐‑ ¡Vaya un tesoro! ¡Un libro! -‐‑protestó Amín. -‐‑ ¿Sabes lo que pagaría por él cualquier reino? Es mucho más que un tesoro, Amín, más que si hubiéramos encontrado una habitación llena de oro. -‐‑ Pues, ¿qué es lo que dice? ¿Cómo hacer saltar las murallas con el pensamiento? -‐‑ Dice que el mundo es redondo. -‐‑ ¿Y qué más da que sea redondo o que sea cuadrado? ¿A quién puede importarle eso? José sonrió y miró a los carriones que, al contrario que Amín, habían abierto los ojos desmesuradamente y no habían pronunciado palabra. Entonces abrió el libro y leyó primero su título, y luego, de forma salteada, algunas líneas de cada página: -‐‑ “Arcanus mundi”. “El secreto del mundo”. Isaías 40,22: Él es el que está sentado sobre el círculo de la tierra... Job 1,7: ... Jhavé le pregunto a Satanás ¿De dónde vienes? Satanás respondió: de redondear la tierra y andar por ella... ...Erastótenes de Cirene demostró la causa de por qué en el mismo día y a la misma hora sombras que deberían ser iguales en Alejandría y en Siena de Egipto, eran distintas, y era debido a que una ciudad está más al norte que la otra y a que la tierra es redonda... ...Aristarco de Samos descubrió que la causa de la curva en la sombra de la luna es debido a que la tierra se interpone entre ella y el sol, y la tierra es redonda... ...Posidonio midió la circunferencia de la tierra y dijo que era de ciento ochenta mil estadios... ...Epicuro decía que el mundo era redondo como una bola...” ...Anaximandro fue el primero en dibujar la tierra y, en su mapa, la tierra tenía forma redonda... ...Aristóteles señaló que algunas estrellas que se veían en Grecia no se veían en Egipto, y si la tierra fuera plana, se verían desde cualquier parte, luego debía ser redonda, y que ello era la causa de que en los eclipses la forma de la sombra fuera redonda también... ...Vitruvio, en su libro “De architectura”, habla varias veces del círculo de la tierra, y nombra el mapa de Agripa donde ésta era redonda... -‐‑ Pero todo eso, ¿de qué nos sirve? –interrumpió Amín; José no le hizo caso y siguió dirigiéndose a los carriones: -‐‑ Y aquí hay anotaciones de Marino de Tiro, y a continuación Tolomeo que lo corrige. Mirad: dice que las Indias Meridionales están en el oeste y da sus coordenadas. Y Al-‐‑Juarizmi corrigió a Tolomeo... -‐‑ Pero toda esa gente, ¿de cuándo es? –interrumpió Amín de nuevo. -‐‑ La mayoría de ellos vivieron antes de Cristo. Tolomeo cien años después y Al-‐‑Juarizmi en el ochocientos de la Era Cristiana.
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-‐‑ ¿Y se puede hacer caso de gente tan antigua? –Amín era escéptico. -‐‑ ¡El eterno problema! No sabemos si se sabe más para adelante o para atrás –dijo Bleid-‐‑. Bueno... Puede que para adelante sepamos más cosas pero menos esencias. -‐‑ ... Esto era lo que decía ibn Bakr al Zuri de Granada en su Kitab al Giarafia, -‐‑siguió leyendo José-‐‑, que copió su mapa del mundo de Al-‐‑Qumari, que lo había copiado del de Al-‐‑Mamun que con setenta sabios de Bagdad con Al-‐‑Juarizmi al frente, habían hecho la imagen de la tierra y era redonda...” Los carriones estaban asomados al libro y trataban de entender lo que José leía entusiasmado a toda velocidad. ¿La tierra redonda? Y allí había números, coordenadas y los cálculos que habían hecho algunos de aquellos hombres. ¡La tierra redonda! No podían creerlo. Amín, sin embargo seguía indiferente. -‐‑ ¿Y qué más da que sea redonda o no? Suponiendo que lo sea... –insistió-‐‑. ¿Qué más da? ¿Para qué nos sirve eso? -‐‑ Amín, no lo entiendes. Si la tierra es redonda se podrá ir a las Indias y a China por el oeste cruzando el mar. ¡Las Indias están enfrente de Portugal! Ya no importará que haya caído Constantinopla porque no habrá necesidad de venir por este camino en busca de las especias. -‐‑ ¡Vaya! –exclamó Bleid-‐‑. Se diría que los misterios se desploman como las brevas. Y en el momento oportuno. ¿Quién o qué dirige este mundo? -‐‑ Y lo dicen los sabios griegos, incluso Aristóteles –siguió José sin hacer caso a Bleid-‐‑. Y yo las vi. Estaban en el mapa que le entregué a los turcos. Frente a las costas de Portugal y África hay una gran tierra que se extiende desde más al norte de Hispania hasta el sur del mundo, y tan larga como África, con una gran panza que se acerca a nosotros, y un enorme río con muchos afluentes. Ese río debe ser las puertas de China. -‐‑ ¡¿Y por qué les entregaste el mapa? ¡Valía más que el libro! –por fin Amín lo había comprendido. Se sentó y metió desesperado la cabeza entre las manos. Aquello era el colmo. -‐‑ Para salvar nuestras vidas –contestó José-‐‑. Era lo que tenía en la mano. Y Mehmet y yo habíamos hablado del tesoro. Quiso protegerme. Dio orden de que en el saqueo nadie tocara la iglesia y me aconsejó que nos quedáramos dentro para que estuviéramos a salvo. -‐‑ ¡Nos hemos equivocado! –Amín se puso a gritar-‐‑. ¡¿Por qué escapamos?! ¡Ahora estaríamos tranquilamente disfrutando del favor
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del Sultán y además tendríamos el mapa! ¡Seríamos ricos! –estaba completamente desesperado. -‐‑ ¡Menos mal que escapamos! –exclamó José-‐‑. ¿Crees que al Sultán le interesa esta noticia? Él ya tiene la puerta de las especias, ¿para qué molestarse en ir a buscarlas por el otro lado para él mucho más lejano? Si yo fuera él ocultaría ese mapa. Y jamás nos hubiera dejado salir de allí sabiendo que las Indias están frente a Portugal. Además, le di su oportunidad y estoy contento por ello. -‐‑ ¿Y a quién vamos a venderle el libro? ¿Al Rey de Castilla? O, ¿por qué no se lo das a tu abuelo? Granada volvería a ser grande y fuerte. ¿Y cuánto pueden pagar por él? ¡Tenemos las Indias enfrente de casa! Mi amo, podrás pedir lo que quieras. ¡Hasta un reino! –definitivamente Amín se había dado cuenta de la importancia del tesoro. -‐‑ No es tan fácil; por eso he tardado en hablaros del contenido del libro. Porque, ¿cómo se vende esto? -‐‑preguntó José-‐‑. Tendré que mostrarlo y, una vez que cualquiera lo haya leído, ya no necesitará comprarlo. -‐‑ No lo enseñes. Solamente di lo que contiene. Y díselo a todos. Le darás el libro al que más pague –dijo Amín-‐‑. ¡Somos ricos! -‐‑ Y cuando se sepa nuestra vida estará en peligro. Nos perseguirán para encontrarlo. ¿Dónde lo esconderemos? Llevándolo con nosotros no duraríamos mucho tiempo, y cualquiera podría robarlo y matarnos para ello. -‐‑ ¡Bien! -‐‑exclamó Bleid-‐‑. Hay que volver a empezar. Hay que hacer acertijos. Los otros tres lo miraron como si aquello no fuera más que otra de sus ocurrencias. Por eso pasó a dar explicaciones: -‐‑ Las cosas son así: seguimos las pistas del tesoro por medio mundo y pasando los mayores peligros. Por fin lo encontramos, pero no podemos poseerlo porque es peligroso. En realidad no hace falta poseerlo porque ya lo poseemos, dado que el tesoro es un conocimiento y ya lo conocemos. Sólo podemos hacer dos cosas: o tirarlo o ponernos a hacer acertijos para volver a esconderlo. -‐‑ ¡¿Cómo que lo tiremos?! ¿Cómo lo negociaríamos entonces? ¡Nadie da dinero por nada! –exclamó Amín. -‐‑ Entonces hay que hacer acertijos -‐‑dijo Bleid-‐‑. Volver a empezar. Esconderlo y dejar pistas, porque si nos pasara algo antes de entregarlo estaría perdido definitivamente. No podemos permitir que saber que el mundo es redondo dependa únicamente de nosotros. Luego hay que volver a empezar. Volver a empezar –dijo pensativo-‐‑. ¿Se le habrá ocurrido ya a alguien que to es un continuo retorno?
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Mogo miró a José para darle a entender que estaba de acuerdo con lo que decía Bleid, y que él también había caído en la cuenta de la responsabilidad que tenían ante ellos. -‐‑ Entonces, ¿hemos encontrado algo, o no? ¿Lo tenemos o no lo tenemos? -‐‑preguntó Amín.
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Epílogo Mogo se miró las manos. Las manos eran lo que mejor le indicaba que habían pasado siglos desde que encontraron el libro. En esos siglos apenas si había visto cambiar el paisaje: las mismas montañas, el mismo río, las mismas rocas, casi los mismos árboles, porque una encina sustituía a la anterior y llegaba a ser como la que se había perdido. Vio a sus alumnos, a los que acababa de contar la historia del secreto del mundo, mirándolo impacientes para que la terminara. Y vio a Bleid sentado entre ellos. No sabía el tiempo que llevaba allí, pero no debía ser mucho pues no la había interrumpido, o tal vez ni siquiera la hubiera oído porque estaba absorto con la mirada perdida en algún punto, seguramente en ése que él nunca había conseguido ver. -‐‑ Que la tierra sea redonda –continuó Mogo-‐‑ ahora nos parece lo normal, pero entonces era muy difícil de entender. Nada de lo que veías te lo decía. Igual que el sol: todos creíamos que el sol giraba alrededor de la tierra, eso es lo evidente; y ya veis, es la tierra la que gira alrededor de él. -‐‑ Tan difícil de entender como si ahora nos dijeran, ¡por fin!, que el tiempo y el espacio son la misma cosa -‐‑interrumpió Bleid. -‐‑ ¿Cómo? –algunos alumnos se volvieron a él. -‐‑ No le hagáis caso, son sus bromas -‐‑contestó Mogo. Y continuó-‐‑: Qué hacer con el libro fue una difícil decisión. Le impedía a José hasta el dormir. Lo hablamos una y mil veces pero no llegábamos a conclusión alguna. Es decir a conclusiones muchas, tal vez demasiadas, pero no lograban ponernos de acuerdo. De hecho no hubo forma de convencer a Amín. Pero la opinión de tres vale más que la de uno y escondimos el libro. -‐‑ Al fin y al cabo es lo que siempre se ha hecho –interrumpió Bleid-‐‑. Y seguro que ahora mismo hay gente buscándolo. -‐‑ ¿Dónde lo escondisteis? -‐‑ En Italia, en una gran biblioteca. No hay sitio mejor para esconder un libro –contestó Mogo-‐‑.Y cuando llegamos a Génova José le contó a Toscanelli lo que había leído y lo que había visto en el mapa. Hizo lo mismo en la corte de Castilla, y también en la de Portugal y en la de Granada. Salvo Amín, estábamos de acuerdo en que todo el mundo debería saber que el mundo era redondo y no a cambio de dinero. Y José se dedicó a ello toda la vida. Visitó los centros del saber tanto cristianos como musulmanes, y habló a todo aquel que estuviera
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interesado en tales asuntos. Unos le creyeron y otros no. Se pasó la vida entre sabios. Nunca fue obispo ni hombre de armas. -‐‑ ¿Y Amín se fue con él? -‐‑preguntó un carrión. -‐‑ Lo intentó, pero José no quiso. Tenía otros planes para él. Lo mandó a su casa de Granada y lo nombró administrador de sus bienes. Llegó a ser un hombre rico. Y los desvelos de José debieron servir de algo porque, cuarenta años más tarde, un hombre llamado Cristóbal Colón convenció a los Reyes de Castilla para ir a las Indias por el camino de Occidente. Y llegó. Y volvió con indios a los que bautizó en el monasterio de Guadalupe. -‐‑ ¿Fue José quien se lo dijo a Colón? -‐‑preguntó otro. -‐‑ ¿Quién sabe? La idea de que el mundo era redondo para entonces ya la había aceptado mucha gente. Y el viajar hacia Occidente buscando las Indias debía parecer lógico. Pues bien, entre los muchos presentes que llevó Colón a Guadalupe había pájaros con las plumas más bellas que podáis imaginar. Por entonces fray Esteban ya había muerto, pero fray Germán Gutiérrez, que lo había sustituido al tanto de los carriones y conocía la historia, consiguió unas plumas verdes y nos las entregó diciendo que nadie tenía más derecho que nosotros a aquel presente. Una de esas plumas es la que lleva nuestro oteador en el sombrero, plumas que no son de ningún pájaro conocido en estas tierras, y de las que me pedisteis que os contara cómo habían llegado hasta aquí. Mogo abrió las manos dando a entender con aquel gesto que la historia había terminado. -‐‑ ¿Y ya está todo? -‐‑preguntó alguien. -‐‑ Eso es todo -‐‑contestó Mogo. -‐‑ Eso no es más que el principio -‐‑dijo Bleid-‐‑. Resultó que las Indias no eran las Indias, que José aprendió y descubrió muchas cosas pero con el tiempo han resultado no ser como él las pensaba, o al menos no completamente. Todo es cuestión de capas, ¿comprendéis? Cuando crees que por fin has levantado la definitiva aparece otra, y luego otra, y luego otra… Pasos hacia el infinito. Sólo los tontos creen que pueden conocer la realidad. Y los rematadamente tontos conocerla y manejarla. -‐‑ ¿Volviste a ver a Amín? -‐‑ ¿Ver? Viví con él muchos años en Granada -‐‑contestó Bleid-‐‑. Amín fue rico y cuando estaba en lo mejor de su opulencia los cristianos tomaron Granada. -‐‑ ¿Te dejaron ir con él? -‐‑ No tuvo más remedio -‐‑dijo Mogo-‐‑. La Piedra estaba dentro de Amín, muy cerca del corazón, así que no estaba del todo perdida. Yo sí me vi perdido cuando volvimos a la tribu sin ella, pero Bleid lo
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arregló, convenció al Rey de que habíamos cumplido: allí estaba Amín y dentro estaba la Piedra. Los dos carriones se miraron y sonrieron recordando aquel asunto. -‐‑ El Rey y el Consejo de Ancianos decidieron que Bleid no se separara de la Piedra, es decir, de Amín -‐‑continuó Mogo-‐‑, y se fue con él. Además, creo que le ayudó a ser rico; pero eso tiene que ser él quien os lo cuente. Bleid sonreía. Sí, Amín llevaba el amuleto. Él era el amuleto, el talismán: la esencia de la tierra. Los alumnos de Mogo lo miraron suplicantes, esperando que empezara a contar, pero en su cara vieron que en aquel momento no tenía la menor intención de contarle nada a nadie.
Fin
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NOTAS
Sobre la toma de Constantinopla he leído y tenido en cuenta todo lo que he podido encontrar. Pero ha sido a la bella obra de Steven Runciman “La caída de Constantinopla” a la que he acudido con más frecuencia. Este libro terminó de escribirse en el año 2003. Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual